JACQUES SCHLANCER
Sobre la vida buena Conversaciones con Epicuro, Epicteto y otros amigos
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EDITORIAL
SINTESIS
Los autores de la Antigüedad griega comparten, cada cual con su punto de vista, cada cual con su propia voz, una preocupación que nos los hace especialmente cercanos: cómo vivir bien en un mundo de la inmanencia en el que nadie tiene que dar cuentas, en última instancia, más que a sí mismo; y esas cuentas son, como sabemos, las más difíciles y delicadas. Paradójicamente, lo que hace a estos autores más cercanos, más audibles y más directos, es la lejanía. ¿Qué es una vida buena, qué es una vida feliz, qué es una vida bella? Para muchos filósofos griegos el fin del hombre es vivir conforme a la natura leza. ¿Tiene hoy algún sentido un mandato semejante?, y si lo tiene, ¿cuál es? ¿Qué lugar ocupa hoy la sabiduría? Este ensayo contesta a estas pre guntas tomando como punto de apoyo la palabra de los clásicos y leyén dola a la luz de nuestra contemporaneidad. lacques Schlanger es profesor de Filosofía en la Universidad hebrea de Jerusalén. Sus últimas obras son Solitude du penseur de fond (1990), La Situa tion cognitive (1990), Gestes de Philosophes (1994), Un Art des idées (1996).
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Sobre la vida buena Conversaciones con Epicuro, Epicteto y otros amigos Jacques Schlanger
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Colección DIVERSOS
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Título original: Sur la bonne vie. Conversations avec Epicure, Épictète et d ’autres amis Traducción: Pilar Andrade Boué
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índice
Prefacio..............................................................................
7
Primera conversación Sobre la vida conforme a la naturaleza ......................
17
Vivir según la naturaleza................................................ Vivir de acuerdo con la naturaleza ............................. Vivir en armonía en la naturaleza...............................
21 33 39
Segunda conversación Sobre el conocimiento de la naturaleza .....................
43
¿Podemos conocer la naturaleza? ............................... ¿Debemos conocer la naturaleza?............................... Una digresión sobre la m u e rte....................................
44 53 57
Tercera conversación
Sobre lo que depende y lo que no depende de nosotros .......................................................................
65
El “Yo” transparente ....................................................... El “Yo” o p a c o .................................................................... La autonomía del “Yo” ..................................................
69 71 77
Cuarta conversación Sobre la idea de una vida buena .................................. Una Una Una Una
vida vida vida vida
del del del del
“Gozar” ..................................................... “Hacer” .................................................... “Actuar” ................................................... “Ser” .........................................................
85 92 95 96 102
5
6
Quinta conversación Sobre las condiciones de una vida buena ..................
107
La condición ontológica ................................................ Una digresión sobre el suicidio .................................. La condición cognitiva .................................................. La condición é tic a ........................................................... La condición estética .....................................................
108 115 118 124 132
Sexta conversación Sobre la vida bella ...........................................................
137
Entre sabiduría y m oralidad......................................... Una vida sabia es una vida bella ................................. Vivir en el presente ........................................................
138 149 155
Prefacio
He concebido este libro sobre la vida buena com o un con ju nto de reflexiones sobre textos que aprecio, como una serie de conversaciones con autores que me atañen, aunque a veces no esté de acuerdo con ellos. Mis interlocutores pertenecen, salvo excepciones, al mundo del helenismo. Habría podido encontrar otros: estoy pensando en M ontaigne, Spinoza, Hume, Diderot, Nietzsche y otros con los que habría podido entablar apasionantes coloquios. Pero durante estos últimos años he frecuentado abundantemente autores de la Antigüe dad griega, y he (re)descubierto en ellos una riqueza, una pro fundidad, una finura, que me han cautivado. Y sobre todo he empezado a comprenderlos y amarlos, a cada cual en su pro pia dirección, a cada cual con su propia voz, con la intención que les une y que me los acerca especialm ente: cóm o vivir bien en un mundo de la inmanencia donde sólo tenemos que rendim os cuentas a nosotros mismos - y sabemos que estos ajustes de cuentas consigo mismo son los más difíciles y deli cados. Paradójicamente, es su lejanía lo que me los hace más cer canos, más audibles; es su lejanía lo que hace clásicos a sus tex tos, textos que dejan tiempo para respirar, pensar, soñar, textos lo suficientemente abiertos como para no encerramos en ellos. Su psicología somera, su física rudimentaria, su distancia his tórica, filológica, cultural, desde este punto de vista ofrecen sobre todo ventajas. Su profundidad nos atrae, sin por ello absor bemos con la urgencia de la contemporaneidad. Si hallamos en ellos siempre más que pensar y que decir, es precisamente por que no son demasiado explícitos, porque son elementales. Y sobre todo tienen la ventaja de ser res nullius. Epicuro, Epicte to, Marco Aurelio son para nosotros personajes más que auto res con copyright hacia los cuales sintamos la obligación de tomar partido. Sus textos no pertenecen a nadie, y nos pertenecen propiamente a cada uno de nosotros. Sus textos son pretextos, textos que preceden, que provocan, que justifican, que refuer zan, incluso cuando se oponen a lo que quiero decir. Estos tex tos actúan como “empuja-ideas”, como motores de la reflexión. Por supuesto su sentido se engloba en el contexto histórico y doctrinal, pero lo desbordan: justamente por eso son textos clá sicos, textos que hablan siempre directamente a quienes los escuchan y buscan comprenderlos. Por lo tanto, no considero que volver la vista hacia la Anti güedad sea la expresión de la nostalgia de un mundo perdido, sino más bien un aterrizaje, un pedestal para las ideas que per mite ir hacia delante. Diógenes y Aristipo, Epicuro y Epicteto,
Marco Aurelio y Sexto están vivos para mí, a pesar de la dife rencia de épocas, a pesar del abismo cultural que se ha abier to entre nosotros. Cuando los leo, esté o no de acuerdo cor ellos, me entran ganas de reaccionar, de hablarles, de escuchar lo que tienen que contestar a lo que acabo de decir. Por la natu raleza de las cosas, soy yo quien tiene la última palabra: ellos están muertos y yo vivo. Es como emplear sus palabras a mi albedrío. Los pensadores antiguos me sirven de guía y de pun to de partida: pongo la mira en las ideas más que en la exacti tud histórica. Cuando me conviene, sitúo el texto en su con texto ideal y lo comento a partir de ahí. Cuando me conviene, considero el texto como un fragmento separado, desgajado de su contexto, y lo interpreto a mi manera. Cuando me convie ne me entretengo con uno de ellos, dejando los otros a la espe ra, en una especie de observación silenciosa. Cuando Epicte to habla, Epicuro se calla y lo mira sonriendo. En fin, que no se espere aquí una fidelidad filológica o histórica, sino siempre respeto y amistad. Unas breves palabras, demasiado breves, sobre los dos gran des ausentes, Platón y Aristóteles. Platón está ausente porque está lejos del mundo de la inmanencia en el que me sitúo, por que no me siento en armonía con su deseo de trascendencia, porque su dualismo cuerpo/alma me resulta profundamente ajeno. En cuanto a Aristóteles, al que admiro y amo, está ausen te debido precisamente a su éxito. Se ha vuelto nuestro “senti do común”, con cuyo rasero se mide todo lo demás. Por eso lo encuentro menos interesante, menos provocador que los inter locutores que he escogido. Lo que más me ha chocado en las Escuelas de la Antigüe dad, sobre todo en los epicúreos y estoicos, son menos las doc trinas que exponen que las actitudes que muestran. Las Cartas de Epicuro, las Disertaciones de Epicteto, las Meditaciones de Marco Aurelio no son exposiciones dogmáticas, ni comentarios de textos canónicos, sino reflexiones sobre la forma de vivir bien; por eso me parecen más importantes, más acertados y más pertinentes para lo que es la vida buena que las doctrinas y dogmas sobre los que se basan. Esta sabiduría de los clásicos va a servirme de guía para circular entre los meandros de la vida digna de vivirse, de la vida buena, de la vida dichosa. El recurso a los textos antiguos, el uso que hago de ellos, no tiene por tanto como objeto la exposición de diversos mode los teóricos de vida buena, sino el evidenciar maneras de vivir bien. En ese sentido comprendo yo la exhortación epicúrea que cita Séneca el Estoico:
Haz todas las cosas como si Epicuro te estuviese mirando (Séneca, Cartas morales a Lucilio, XXV¡ trad, de Jaime Bofill y Ferro, Barcelona, Planeta, 1985, p. 63). No se trata de adherirse a la doctrina de Epicuro, ni de que nos vigile, sino de actuar de acuerdo con él, de acuerdo con su manera de ser: Digo que debemos reír a la vez que buscar la verdad, cui dar de nuestro patrimonio y sacar fruto a las demás propieda des y no cesar bajo ninguna circunstancia de emitir los juicios dictados por la verdadera filosofía (Epicuro, Sentencias vatica nas, 41, trad, de José Vara, Madrid, Cátedra, 1995). Epicuro sirve aquí como ideal regulador, es el sabio “divi no”, el sabio al que miramos actuando y que sirve de faro. Como bien dice Diógenes el Cínico: Decía que imitaba a los directores de un coro: que tam bién ellos dan la nota más alta para que el resto capte el tono adecuado*. El filósofo, para los pensadores antiguos, es un pregonero, un amplificador, un altavoz para uso de quienes aún no saben hablar bien, pensar bien o actuar bien. Sin embargo, el filósofo no es sólo un pregonero; también y fundamentalmente es el que se compromete a fondo, el que arriesga su vida por sus ideas: Por eso, cuando Floro se preguntaba si debía asistir al espec táculo de Nerón para hacer también él su papel, Agripino le
* N. de la I : Diógenes Laercio ( = D. L.), Vidas de los filósofos cínicos, Madrid, Alianza, 1998, p. 115 (trad, de Carlos García Gual). La única tra ducción de conjunto de la obra de Diógenes Laercio es la de Jo sé Ortiz y Sainz, que data de 1792 (Vidas de los más ilustres filósofos giiegos, Barcelona, Folio, 20 0 2 ); sin embargo omite algunos pasajes y no sigue el orden de las ediciones modernas, de forma que remitimos al lector, para las citas de esta obra, a las siguientes traducciones parciales: Vidas de losfilósofos cínicos, Madrid, Alianza, 1998 (trad, de Carlos García Gual, para el libro VI), y Los filósofos estoicos, Barcelona, PPU, 1990 (trad, de Antonio López Eire, para el libro VII). En las citas del libro II traducimos directamente de la versión francesa emplea da por el autor: Vies et doctrines des philosophes illustres, París, La Pochothèque, “Classiques Modernes", 1999 (traducciones hechas bajo la dirección de Marie-Odile Goulet-Cazé).
dijo: “Asiste”; y al preguntarle Floro: “¿Por qué no asistes tú?”, le contestó: “Yo ni siquiera me planteo la cuestión. Porque el que se ha preguntado por estos asuntos una sola vez y ha com parado el valor de lo extemo y ha hecho recuento de ello, está cerca de los que olvidan su propia dignidad. Por que me pre guntas: ‘¿Es preferible la muerte o la vida?’ Te digo: la vida. ‘¿El dolor o el placer?’ Te digo: el placer. -¡Pero si no participo en la representación me cortarán el cuello! -Entonces ve y participa, pero yo no participaré. ¿Por qué? Porque tú piensas que eres como uno de los hilos de la túni ca. ¿Y qué? Que deberías preocuparte de parecerte a los otros hombres, como el hilo, que no quiere tener nada que le dis tinga de los otros hilos. Pero yo quiero ser púrpura, eso bri llante y minúsculo que hace que lo demás resulte elegante y hermoso. Así que ¿por qué me dices: ‘Asimílate al vulgo’? ¿Cómo, entonces, voy a ser púrpura?” (Epicteto, Disertaciones por Aniano, trad, de Paloma Ortiz García, Madrid, Gredos,
1993,1, 2, 12-18). Soberbia arrogancia del filósofo listo para jugársela con tal de ser digno de su vida, gesto que nos atrae y espanta simultá neamente. ¿De qué sirve la púrpura a la toga? ¿Hace más que brillar como púrpura y destacarse como hermoso ejemplo para el res to? (ibid., 22). Los maestros de sabiduría en la Antigüedad están conven cidos de que la sabiduría se puede enseñar, al menos a nivel humano; de que es posible, para quienes tienen madera, trans formarse, hacerse mejores, adquiriendo un saber y practicando ejercicios apropiados. Hoy nos parece que es una ilusión y que no se puede aprender la sabiduría -olvidando que hay todo un sistema educativo que quiere lograr precisamente esa transfor mación de la personalidad-. Se educa a los niños esperando hacer de ellos “buenos” seres humanos, cualquiera que sea el modelo de “buen ser humano” que se pretenda. Mi intención en estas reflexiones no es evidentemente proponer una ascesis espiritual, ni predicar un saber que salva, sino exponer un con junto de modos de ser, de escenas de la vida sabia tal y como la vieron los clásicos, y que aún hoy nos conciernen. Insisto en que no se trata de un breviario, ni de un manual de instruc ciones, ni de un sermón, sino de un conjunto de esbozos que me parecen dignos de contemplación y de meditación. Resul-
ta bello contemplar al sabio, y la belleza es contagiosa, entran ganas de tenerla, de vivir de ella. En el uso que hago de los textos antiguos me interesa subra yar el vaivén entre el “entonces” y el “ahora” en que estas refle xiones se despliegan, la “contem poraneidad de los no-con temporáneos” que desarrollo con mis interlocutores. Repito que esta exposición no es histórica, aunque emplee palabras de anta ño, y ello justamente por el uso propiamente filosófico que hago de los textos. Mi lectura de dichos textos es directa, no erudi ta. Mi idea no es intentar comprender estos textos en su con texto de origen, sino ver lo que nos dicen hoy. Es pues una lec tura de primer grado, una lectura voluntariamente anacrónica, en la medida en que considero a sus autores como interlocu tores actuales y no como objetos de saber y de investigación. Tengo además el convencimiento profundo de que ellos qui sieron que se les entendiese de esa manera directa, no como textos eruditos, sino como exhortaciones a la buena vida. Cuando las opiniones se oponen y no tomo partido al res pecto, no quiere decir que me resulten indiferentes, sino que tales posturas diversas merecen exponerse. Mis preferencias personales se aclaran en el propio texto. De quien más próxi mo me siento es de Epicuro, y con él es con quien, en los tér minos de sus discípulos, tengo más átomos rugosos: no temer a los dioses, no temer a la muerte, desear la dicha, evitar el dolor. E inmediatamente me corrijo. Siento la misma afinidad con Epicteto y Marco Aurelio por su sentido de la dignidad y de la obligación, con Diógenes el Cínico por su frugalidad e ironía, con Aristipo por su ligereza y tolerancia, con Sexto Empí rico por su rigor y su sentido crítico. Todos me aportan algo esencial, me enriquecen, colaboran en la idea que tengo de la vida buena. Este libro habla de sabiduría, de vida buena, de felicidad. A continuación explicaré más largamente lo que entiendo por vida buena y por sabiduría. Querría decir desde ahora lo que entien do por felicidad. ¿En qué sentido se dice de alguien que es feliz? En una primera acepción se dice de alguien que es feliz cuan do se beneficia de su buena suerte, cuando el destino le favo rece. En este sentido la felicidad es una cuestión de circuns tancias. Es feliz el que tiene suerte, ya se trate de ganar a la lotería, encontrar a la mujer de sus sueños, gozar de una cons titución física robusta, haber nacido en una buena familia o en un país próspero. También es feliz quien no tiene mala suerte, quien no se ve zarandeado por los golpes del destino, por el
duelo, por la enfermedad o por la catástrofe. Como vemos, una felicidad así se manifiesta positivamente, al hilo de circunstan cias dichosas y, negativamente, por la ausencia de circunstancias desdichadas. Según esta acepción la felicidad es una constata ción “objetiva”, es decir, un estado de cosas que incluso un observador externo puede describir. En una segunda acepción es feliz quien está marcado por una buena disposición. También en este caso se trata de suer te, pero ahora de un modo más profundo, que afecta no a las circunstancias de la felicidad, sino a su origen y fundamento. Hay gente que es feliz por naturaleza, personas que están abo cadas a la felicidad, que llevan el gen de la felicidad, del mismo modo que hay gente por naturaleza desgraciada, cualesquiera que sean las circunstancias de sus vidas. Es en este sentido en el que se habla de buen carácter*, de un imbécil feliz, de una buena naturaleza. Esta felicidad por disposición no tiene nada que ver con la calidad de la persona, su inteligencia o sus talen tos. Se trata de una tendencia natural. Algunos son aptos para la felicidad como otros son aptos para la desgracia, para la angus tia, el optimismo, el miedo, la valentía, la ira o la alegría. En esta acepción la felicidad es la regla, constituye un estado continuo, una manera de ser; sólo bajo circunstancias desgraciadas desa parece a veces esta manera de ser, para volver de inmediato “naturalmente”. Esta disposición natural para la felicidad se constata desde el exterior, a partir de la conducta y del modo de ser de aquel que la disfruta. En una tercera acepción, es feliz quien tiene el sentimiento de serlo. Cualquiera que sea la naturaleza o especifidad de esa felicidad, el sentimiento de felicidad acompaña al estado de feli cidad como una especie de felicidad de la felicidad. Esta acep ción es completamente subjetiva, concierne al sentimiento que uno tiene de sí mismo, y no puede compartirla ni verificarla ningún observador externo. En fin, bajo una cuarta acepción que es la que yo privilegio aquí, es feliz el que vive como quiere vivir, como le conviene vivir, como le parece que debe vivir. Según esta acepción ser feliz no es un asunto de suerte, ni de disposición, ni de senti miento, sino de adecuación entre lo que se es y lo que se quie re ser. $er feliz por adecuación no significa ignorar los proble mas, las preocupaciones, las molestias, las enfermedades y las
* En francés “heureux caractère”, carácter feliz (N. de la T).
desgracias; tampoco significa no ser consciente de lo que ocu rre alrededor, insensible a los males del otro, encerrado de for ma egoísta en sí mismo, circunscrito a los límites estrechos de su mundo. Adecuación no quiere decir sumisión, sino al con trario. Vivir una vida digna en un mundo digno implica preci samente no aceptar la indignidad, ni para uno mismo ni para los demás. Es feliz en este sentido el que vive, actúa y piensa de acuerdo consigo mismo y con su mundo. Otra manera de acotar la idea de felicidad por adecuación consiste en desvelarla por la negativa. Cuando uno actúa mal, cuando se conduce de un modo que considera indigno, cuan do es inadecuado para sí mismo, surge con fuerza el modo de ser en que ha fallado, y que hasta entonces estaba más bien oculto. Cuando uno se avergüenza de su conducta -estoy pen sando menos en infracciones morales o sociales que en con ductas en relación consigo mismo, en reacciones que nos pare cen indignas- es cuando se presenta con fuerza el modo de vida al que tendemos casi inconscientem ente y en el cual hemos fallado. Precisamente en estos momentos de inadecuación se toma conciencia con fuerza de lo que debería haber sido una conducta adecuada, como manera conveniente de actuar y sobre todo de ser. Un sentimiento de malestar nos hace conscientes de aquello en lo que hemos fallado, de la imagen personal que ha sido envilecida por una conducta inadecuada, de la imagen personal a la que hemos sido infieles y de la que tomamos ver daderamente conciencia sólo cuando una conducta indigna trastoca esa imagen. La felicidad por adecuación -e s importante subrayarlo- no está necesariamente ligada a la vida moral, a la vida virtuosa o a la vida sabia. Puede resultar de cualquier modo de vida, siem pre y cuando se considere digno de vivirse. De modo que para quien piense que la vida digna de vivirse es la vida de riquezas u honores, la felicidad por adecuación es la que remata su éxi to en la búsqueda de riquezas o en la carrera por la gloria. En la elección de un modo de vida privilegiada intervienen la edu cación, la idiosincrasia, la cultura, la tradición, las normas que aceptamos, las tomas de postura teóricas y prácticas. En lo que a mí respecta, dentro del contexto cultural en el que me sitúo, en los aspectos del contexto cultural con los que me siento más profundamente de acuerdo, la felicidad por adecuación que me parece más digna de conseguir está ligada no a la búsqueda de las riquezas u honores, sino a la búsqueda de la sabiduría. Nega tivamente, soy desgraciado (por inadecuación) cuando siento que no me he conducido sabiamente en una circunstancia con
creta. Positivamente, soy feliz (por adecuación) cuando elijo algo que me parece conforme al modo de vida que creo digno de mí; tengo entonces la impresión de actuar sabiamente. Por eso me parece evidente ligar sabiduría, vida buena y felicidad. Y he llegado ahora al momento de las confesiones. Un pre facio es a menudo una presentación de sí mismo, una apolo gía, una petición de atención. Salvo cuando se trata de intro ducir al lector en un tema especialmente difícil, un prefacio en general no añade gran cosa al contenido del texto que presen ta, pero sí añade a su alcance desvelando las intenciones del autor, sus temores o sus anhelos. Me cito: “Antes de hablar a través de una máscara hay que ponérsela: escribir un prefacio es un modo de mostrarse poniéndose la máscara en público -co m o esas compañías de teatro en que los actores invitan a los espectadores a verles maquillarse, vestirse, colocarse su per sona, para enseñarles las personas que se ocultan tras las perso nae que van a ver en escena-. Los bastidores se vuelven así una parte de lo que se muestra al público, una parte de la escena. Los prefacios de los filósofos - y esto es cierto para los prefacios en general, sobre todo cuando se trata de obras ideales, de pre facios en los que el autor “se explica” sobre lo que ha h ech oson precisamente colocaciones de máscaras así en público, un modo de mostrarse tal y como se es de verdad, o más bien tal y como se quiere que los demás le vean, antes de cambiar de tono, de levantar la voz y de hablar a través de una persona, y no como una persona” (Gestes de philosophes, p. 40). Un libro sobre la buena vida, cuando se quiere ser hones to, cuando no se quiere hacer de predicador o de esteta o de erudito, es antes que nada un libro para uno mismo, un libro en que tanto el autor como el lector se dirige a sí mismo, escri biéndolo y leyéndolo. Res notra agitur, se trata de nuestra vida, de lo que hacemos con ella, de lo que esperamos hacer. Un libro sobre la vida buena es también un libro “naïf”, para el cual la vida buena, aunque no sea de este mundo, no deja de consti tuir un ideal deseable. Un libro sobre la vida buena es sobre todo un libro urgente, un libro que hay que escribir y leer hic et nunc, antes de que sea tarde. Nacemos una sola vez y dos no nos es dado nacer y es pre ciso que la eternidad no nos acompañe ya. Pero tú, que no eres dueño del día de mañana, retrasas tu felicidad y, mientras tanto, la vida se va perdiendo lentamente por ese retraso, y todos y cada uno de nosotros, aunque por nuestras ocupa-
dones no tengamos tiempo para ello, morimos (Epicuro, Sen tencias vaticanas, 14). Sólo se vive una vez; la vida, lo que nos queda de vida, está ante nosotros: ¿cómo vivir, qué hacer de la vida? Este libro sobre la vida buena no es un libro de ética apli cada: no tengo ningún modelo de buena vida que preconizar, y no creo que tal modelo exista, exclusivo frente a otros. Pero encuentro que la idea de una vida buena, de una vida digna de vivirse, es una idea bella, interesante, fecunda, una idea a la vez muy simple y que llena de alegría y esperanza, como las obras de arte que nos conmueven. La idea de la vida buena es una idea que desafía, una idea que incita a vivir de esa ma nera, una idea que nos coloca frente a nosotros mismos y nos obliga a mirar cómo somos -aunque cambie prácticamente muy poco en nuestro modo de ser, o estemos convencidos de la ingenuidad de la tentativa. Hablar de sabiduría, de vida buena, de felicidad, resulta muy a menudo como interrogarse sobre uno mismo, sobre su propia vida: ¿soy sabio, puedo llegar a serlo, llevo una vida buena, soy feliz? Lo que me impulsa a actuar es mi sueño personal de sabi duría, el deseo de llevar una vida buena. Me interesan mis ideas, y estoy hecho de tal modo que no llego a conocerlas si no es diciéndolas. Por tanto escribo este libro para mí. También para comunicárselo a los demás, como quien siente la necesidad de contarle a los demás su propia aventura, como quien cuenta su historia con la sensación de que se trata de una buena historia, de una historia que puede interesar o en última instancia dis traer, aunque se trate sólo de una historia de ideas. No quiero aleccionar a nadie, no pretendo proponerme como ejemplo ni como modelo, y sobre todo no me considero un maestro -pero sí me gustaría ser el compañero de viaje de todos aquellos que aceptan caminar conmigo algún tiempo con los ojos abiertos.
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Primera conversación Sobre la vida conforme a la naturaleza
Un tema frecuente entre los filósofos griegos es el ideal de la vida acorde con la naturaleza: el hombre feliz es aquel que vive de acuerdo con la naturaleza: Esa es la razón por la que Zenón fue el primero de todos en decir, en su tratado Sobre la naturaleza del hombre, que el fin es “vivir de acuerdo con la Naturaleza”, lo que quiere decir “conforme a la virtud”; pues nos conduce a ella la Naturale za... Por otro lado, viene a ser lo mismo vivir según la virtud que vivir de acuerdo con la experiencia de los sucesos que acaecen por naturaleza, como sostiene Crisipo en el libro pri mero de su obra Sobre los fines; porque nuestras naturalezas son partes de la del Universo. Por lo cual, justamente, el fin viene a ser vivir de acuerdo con la Naturaleza, es decir: según su propia naturaleza y la del universo, sin hacer nada de lo que suele prohibir la ley a todos común, que es precisamente la recta razón que todo recorre y traspasa y que es la misma cosa que Zeus, el cual es el guía y rector de la administración de todo lo que existe... Por naturaleza, conforme a la cual hay que vivir, entiende Crisipo la naturaleza universal y, en particular, la del hombre; Cleantes, empero, admite que sólo la natura leza universal como aquella a la que hay que seguir, y no al mismo tiempo la naturaleza particular (D. L., Los filósofos estoi cos, VII, 87-89, pp. 163-164). A este enunciado tan apacible, tan calmoso, tan seguro de sí, responde un grito de rabia, que es también un grito de des pecho: ¿Queréis vivir “según la naturaleza”? ¡Oh nobles estoicos, qué embuste de palabras! Imaginaos un ser como a la natu raleza, que es derrochadora sin medida, indiferente sin medi da, que carece de intenciones y miramientos, de piedad y jus ticia, que es feraz y estéril e incierta al mismo tiempo, imaginaos la indiferencia misma como poder, ¿cómo podríais vivir voso tros según esa indiferencia? Vivir, ¿no es cabalmente un querer-ser-distinto de esa naturaleza? ¿Vivir no es evaluar, prefe rir, ser injusto, ser limitado, querer-ser-diferente? Y suponiendo que vuestro imperativo “vivir según la naturaleza” signifique en el fondo lo mismo que “vivir según la vida”, ¿cómo podríais no vivir así? (F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal, § 9, trad, de A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 2003, p. 30). ¿De qué modo colmar el hoyo que simultáneamente sepa ra y une a los dos enunciados entre sí? No con un comentario filológico o histórico, ni con una interpretación doctrinal, sino
con una clarificación de las actitudes que conciernen directa m ente a las cuestiones que me planteo sobre la vida buena, sobre la vida feliz, sobre la mejor manera de vivir en el mundo en el que me encuentro sumido. Para aquellos de nosotros que no viven en un mundo de almas separadas, en un mundo de la trascendencia, para quienes no consideran a la humanidad como un imperio dentro de un imperio, la cuestión de la rela ción entre nuestra vida y el mundo del que formamos parte es una cuestión a la vez pertinente, esencial y urgente. Quiero decir que mi recurso a los textos, sobre todo a los textos antiguos, no se debe a una simple curiosidad erudita, ni a un deseo de exotismo, sino al interés que tales textos me ofrecen a mí y a quienes, como yo, viven en un mundo cerrado sobre sí mismo, en un mundo de la inm anencia en el que coexiste de modo “natural” todo lo que es. Retomo los textos no sólo por su inte rés, sino básicamente porque me parece que, mutatis mutandis, hoy día encontramos posturas análogas, con tal o cual varian te, en las formas de pensamiento moderno que tratan de la rela ción entre lo que debe ser y lo que es, en las filosofías que con sideran el modo de vida hum ano com o dependiente de la naturaleza de las cosas, en las formas de pensamiento para las cuales no existe la sobrenaturaleza ni la trascendencia. He escogido los textos sobre la naturaleza menos en función de su contenido doctrinal que en función de su relación con el modo de vida que preconizan. Por eso no hablo de la doctrina de la naturaleza más interesante y más com pleta de la Anti güedad, es decir, la física de Aristóteles, pues no indica un modo de vida particular. Aquí sólo tomo en consideración las doctri nas de la naturaleza cuyo espesor ontológico tiene un impacto directo sobre el imperativo ético, las doctrinas para las cuales el imperativo “el fin del ser humano es vivir en conformidad con su naturaleza” es esencial. Por tanto trataré del enfoque que los cínicos hacen de la naturaleza, y del de los estoicos, cirenaicos, epicúreos y escépticos. En un extremo se halla la posición cínica, que predica el retomo a la naturaleza “bruta” y el desprecio de la civilización y de los convencionalismos sociales: El objetivo y el fin que se propone la filosofía cínica, como de hecho toda filosofía, es la felicidad. Pero la felicidad con siste en vivir conforme a la naturaleza, y no de acuerdo con las opiniones del vulgo (Juliano el Apóstata, IX discurso, contra ¡os Cínicos ignorantes, § 13, citado por L. Paquet, en Les Cyniques Grecs. Fragments et témoignages, Presses de l’Université d’Otta wa, 1988, p. 287).
En el otro extremo se encuentra la posición cirenaica, que milita a favor de un hedonismo gozoso, sea cual sea el origen del placer, esté fundado en nuestra propia naturaleza o provenga de la cultura: Él ( = Aristipo) demostraba que el fin (de la vida) es el movi miento blando que lleva a una sensación (deplacer) (D. L., II, 85). Entre estas posturas extremas, los estoicos son cínicos que aceptan las realidades tal y como se presentan y que aprenden a vivir con ellas, y los epicúreos son cirenaicos moralizantes, para quienes el placer es en realidad ausencia de dolor. En fin, lejos de estas posturas y como haciéndoles frente, los escépti cos piensan que el espíritu humano no puede conocer ningu na verdad definitiva sobre el estado real de lo que es, y que por tanto debemos suspender nuestro juicio en todo lo que con cierne al conocimiento verdadero de la naturaleza de las cosas, aprendiendo a vivir “naturalmente” en un mundo del que no podemos conocer la verdadera naturaleza. Es preciso tener siempre presente esto: cuál es la natura leza del conjunto y cuál es la mía, y cómo se comporta ésta respecto a aquélla y qué parte, de qué conjunto es; tener pre sente también que nadie te impide obrar siempre y decir lo que es consecuente con la naturaleza, de la cual eres parte (Marco Aurelio, Meditaciones, II, trad, de Ramón Bach Pellicer, Madrid, Gredos, 1994, p. 9). ¿Qué naturaleza, qué es la naturaleza, qué es mi naturaleza? El término “naturaleza” (phusis, natura) se explica según tres acepciones básicas. De acuerdo con Le Petit Robert, por “natu raleza” se entiende en primer lugar “el conjunto de caracteres, de propiedades, que definen un ser, una cosa concreta o abs tracta, considerando generalmente que constituyen un géne ro”. Es en este sentido en el que se habla de la naturaleza de un animal, de la naturaleza humana, e incluso de la naturaleza del universo. Por otra parte, se entiende por “naturaleza” “el conjunto de cosas percibidas en tanto que medio donde vive el hombre”. En este sentido la naturaleza es el entorno, el medio vital, lo que rodea, lo que retiene, lo que soporta, aquello en relación a lo cual uno se sitúa. En fin, se entiende por “natura leza” “el principio activo, a menudo personificado, que anima, organiza el conjunto de las cosas existentes según cierto orden”. Es en este sentido en el que se habla de la naturaleza como prin-
cipio rector y unificador del universo, que encuentra su expre sión en las leyes de la naturaleza. En suma, la naturaleza pue de percibirse como un conjunto de propiedades que especifi can, o también com o un medio vital, o tam bién como un principio rector unificador. El fin del hombre, dice Zenón, es vivir en conformidad con la naturaleza. Si situamos las tres acepciones de la idea de natu raleza en relación con el ser humano (la naturaleza considera da como conjunto de propiedades que definen al ser humano; la naturaleza considerada como el medio en que subsiste; la naturaleza considerada como el principio rector y unificador del conjunto del que forma parte), podemos entender la confor midad del hombre con la naturaleza en tres sentidos distintos: vivir según la naturaleza, es decir, según las propiedades que le especifican; vivir de acuerdo con la naturaleza que sirve de medio vital; vivir en armonía con la naturaleza que le gobierna a él y al conjunto de lo que es. Por consiguiente, a partir de estas tres acepciones, el imperativo fundamental de “vivir en conformi dad con la naturaleza” se deja interpretar de tres modos dis tintos: el fin del hombre es vivir “según” la naturaleza que le es propia; el fin del hombre es vivir “en conformidad con” la natu raleza que le sirve de medio vital; el fin del hombre es vivir “en armonía con” la naturaleza que es su razón de ser y de la cual forma parte integrante.
Vivir según la naturaleza Pero antes de nada, en la perspectiva naturalista en la que me sitúo, ¿qué es lo que hace específico al ser humano, cuál es su naturaleza? También aquí quisiera retomar algunas distincio nes estoicas que, mutatis mutandis, aún hoy me parecen per tinentes: Ninguna diferencia -afirm an- hizo la Naturaleza en su acción sobre las plantas y sobre los animales, porque también a ellas las regula aunque sin impulso ni sensación y en noso tros se producen algunos procesos de índole vegetativa. Pero en el caso de los animales, habiéndoseles añadido sobreabundantemente el impulso, del que hacen uso para dirigirse a lo que les es apropiado, para ellos lo acorde con la Natura leza es administrarse en consonancia con el impulso; pero sién doles dada la razón, conforme a una más perfecta autoridad, a los seres racionales, el vivir según la razón correctamente vie ne a ser vivir de acuerdo con la Naturaleza; porque la razón se
añade en calidad de artesana del impulso (D. L., Los filósofos estoicos, VII, 86, pp. 161-162). Si por “naturaleza” entendemos las propiedades que defi nen a un ser dado, puede decirse de todo ser vivo que vive según su naturaleza específica: la planta según su “vegetabilidad”, el animal según su impulso y el ser humano según su razón. La razón humana es, por tanto, tan “natural” para el ser humano como el crecimiento para las plantas y el movimiento para los animales. Hay sin embargo una diferencia esencial, que justifica pre cisamente el interés de este enunciado. Mientras que las plan tas y los animales no pueden no vivir de acuerdo con la natu raleza, es decir, según su propia naturaleza, no ocurre lo mismo con el ser humano. Este puede no vivir en conformidad con la naturaleza, puede ir en contra de su propia naturaleza si no actúa según la razón; puede desviarse de su mundo “natural”, que es el medio que más le conviene, y crearse un medio arti ficial nefasto; puede rebelarse contra la naturaleza general cuya dirección tiene que aceptar a fin de cuentas. En un mundo así, aun siendo parte integrante y natural de la naturaleza, el ser humano no deja de tener un sitio aparte. Aparentemente es el único ser que debe hacer un esfuerzo sobre sí mismo para vivir adecuadamente en la naturaleza según su propia naturaleza, es decir, según la razón. Y por eso precisamente, desde esta pers pectiva en la que para vivir bien debe querer vivir según su pro pia naturaleza, sólo el ser humano persigue voluntariamente la felicidad, puesto que es el único que puede rechazarla, puesto que es el único que puede vivir de modo inadecuado. Entre los seres vivos, el ser humano es el único para el cual la felicidad por adecuación no es un dato implícito, sino un objetivo por alcanzar. Eso no es todo: existe además una diferencia esencial entre el ser humano y los otros seres vivos. Todo ser vivo en tanto que ser natural tiende a perseverar en su ser. Afirman [los estoicos] que el primer impulso que tiene el animal es el de conservarse a sí mismo, puesto que la Natu raleza se lo hace familiar desde el principio, como asegura Cri sipo en su primer libro Acerca de los fines, donde dice que el primer rasgo de todo animal es su propia constitución y la con ciencia que de ella tiene; porque no sería verosímil que la natu raleza hiciera al ser vivo en sí ajeno a sí mismo ni que, habién dolo creado, lo alterara o no se lo apropiara; queda, pues, como única opción, que, habiéndolo constituido, lo haga consus
tancial a su propia constitución; porque de esa manera repe le lo que le produce daño y admite las cosas que le son con naturales (D. L., Los filósofos estoicos, VII, 85, pp. 159-160). Este tema de la conservación del ser es fundamental. Todo ser vivo, por su naturaleza propia, rechaza las cosas que le son peijudiciales, y aspira a aquellas que le son propias, es decir, que le son beneficiosas. Sin embargo, contrariamente a lo que ocurre con las plantas y animales, que tienen por así decirlo un conocimiento innato e inconsciente, el ser humano pare ce no poseer un saber innato de lo que le conviene, y debe aprender a conocer las cosas que le peijudican, con el fin de evitarlas, y las cosas que le son beneficiosas, con el fin de ate nerse a ellas. Más aún, el ser humano parece el único que, en determi nadas circunstancias, puede querer no tender a perseverar en el ser. Precisando, es el único que puede renunciar a la vida cuando para él no merece la pena vivirse -n o sólo por razones fisiológicas, enfermedades graves o dolores intolerables, sino también por razones más “nobles”, por razones altruistas, o por atentados contra la dignidad hum ana-. Querer vivir adecuada mente significa a veces aceptar el dejar de vivir, para no tener que vivir de forma inadecuada: vivir según su naturaleza pue de tener como consecuencia dejar de vivir. Más tarde volveré sobre el problema del suicidio. Cada ser vivo vive según la naturaleza que le es propia, cada ser humano vive según sus características humanas. A ningún hombre puede acontecer algo que no sea acci dente humano, ni a un buey algo que no sea propio del buey, ni a una viña algo que no sea propio de la viña, ni a una pie dra lo que no sea propio de la piedra. Luego si a cada uno le acontece lo que es habitual y natural, ¿por qué vas a moles tarte? (Marco Aurelio, Meditaciones, VIII, 46). Si por “naturaleza” entendemos “naturaleza propia”, se ve claramente que el ser humano vive necesariamente según su naturaleza propia, que es aquello que le distingue de los demás seres naturales. Lo que ocurre a cada ser le es “habitual y natu ral”. En esta acepción limitada, decir que el fin del hombre es vivir según su propia naturaleza resulta, como subraya Nietzs che en el texto antes citado, una constatación banal. Ningún ser puede vivir contra su naturaleza propia; todo ser está suje to, retenido, por lo que le especifica como tal: el hombre no puede volar como un pájaro, y el pájaro no puede hablar como
un ser humano. Todo lo que le sucede al hombre, lo fisiológi co, lo psicológico, lo mental, todo es natural. No obstante, para los seres humanos al menos, la fórmula “vivir según su naturaleza propia” no es simplemente una cons tatación, sino también, e incluso especialmente, un imperati vo. Nuestra naturaleza propia en tanto que seres humanos no es únicamente lo que somos; es igualmente, si no más, lo que queremos ser, lo que esperamos ser. En la perspectiva naturalista-inmanentista en la que me sitúo, la idea que se forman los seres humanos del modo como debieran hacer su vida es tan natural como sus bases psico-fisiológicas de partida. Cada una de nuestras normas de conducta es una elección “natu ral” que hacemos, una elección basada en nuestra idea de lo que es la naturaleza, el ser humano en el contexto de la natu raleza, y lo que se deriva para la conducta humana de esas bases naturales. Si tomamos ethos en el sentido amplio más corriente, de hábito, de modo de vida, diremos del ser humano que es “natu ralmente” ético. Su manera de ser y de actuar tiene como fon do y marco histórico la historia natural y cultural de la huma nidad, siendo ésta un aspecto y un producto de la historia natural: el nomos está fundamentado en la phusis, la cultura sobre la naturaleza, y forma parte de ella. Nuestras ideas, de seos y normas de conducta nos resultan tan naturales como nuestro cuerpo y mundo. En lo que difieren las posturas doc trinales de los cínicos, cirenaicos, estoicos, epicúreos y escép ticos, es en la relación entre lo que los seres humanos (creen que) son y lo que en su opinión deben ser, entre los hechos que constatan y los valores que comparten; abren así un abanico de conductas diferentes, de formas diferentes de embarcarse en la buena vida. Para los cínicos, vivir según la naturaleza viene a ser como vivir al modo de los seres naturales por excelencia, los anima les. El ser humano, en su origen y esencia, es un ser natural. Por razones oscuras, que a menudo están ancladas en mitos, ya se trate de un pecado original, o del paso inexorable del tiem po, o también por otras razones, el ser humano ha olvidado su origen, se ha apartado de su esencia. Llegamos así al hombre actual, al hombre corrompido. Para vivir según su naturaleza propia, el hombre debe darse cuenta de lo que era en sus orí genes, debe querer reencontrarse, regenerarse; debe querer rein tegrarse al paraíso perdido. Vivir bien es ante todo esforzarse en (re)vivir según su “verdadera” naturaleza. Para reencontrar esa vida auténtica que hemos olvidado y de la que sólo nos que
dan rastros, tenemos que mirar cómo viven los seres naturales que no han perdido su inocencia prístina, es decir, los anima les. Diógenes el Cínico, el modelo de hombre perfecto, ladra, orina y hace el amor como un perro, imita el modo en que el ratón se adapta a las circuntancias, y envidia a las ovejas que llevan la lana encima. Hoy en día una importante tendencia ecologista sueña con ese retomo a la naturaleza, ese retomo a la vida ruda, dura, sin blanduras, ese retomo a las costumbres de antaño. A diferencia de los cínicos que veían esencialmente en el retomo a la vida natural un regreso a la verdadera naturaleza del hombre, los modernos apuntan sobre todo a la salud física y mental que un modo de vida semejante puede proporcionar a quien lo practi ca. Para ellos, vivir según la naturaleza propia es lo que debe per mitimos vivir bien, más tiempo y con mejor salud, y bajar el nivel de vida con el fin de aumentar su calidad. Nostalgia de la ino cencia primera del hombre natural -sin la generosidad de la pro vocación cínica, y con la ventaja egoísta de la salud. Los cirenaicos quieren ante todo gozar de la vida. Vivir según la naturaleza quiere decir vivir en el goce, en el placer, en la alegría. Mientras que para los cínicos el imperativo “vivir en conformidad con la naturaleza” concierne a un aspecto perdi do de nuestra propia naturaleza, aspecto que el modo de vida de los animales expresa inmejorablemente, para los cirenaicos se trata más bien de centrarse en la naturaleza actual del hom bre. Éste es por naturaleza un ser amante del goce, un ser que “naturalmente” busca el placer y huye del dolor. También ellos, como los cínicos, parten de la observación de los animales, pero sacan conclusiones opuestas. No son la sobriedad del ani mal ni el impudor inocente lo que destacan, sino los instintos más bajos, la crueldad, los apetitos desenfrenados. Descende mos de los animales, sí, tenemos rasgos que nos vienen de ellos, pero el papel de la cultura es precisamente suavizar las costumbres, afinarlas, hacer de nosotros algo más que la secue la de nuestra animalidad. El cirenaico no es un hedonista vulgar que se detenga úni camente en los placeres más directamente corporales: beber, comer, copular. Haciéndolo quedaría demasiado cerca en su opinión del cínico al que desprecia, del cínico para el cual esos son requerimientos directamente naturales que priman, aun que deban usarse con sobriedad y contención. Un día que Aristipo pasaba, Diógenes, que lavaba verdu ras, se burló de él diciendo: “Si hubieses aprendido a comer
verduras no tendrías que adular a los tiranos”; a lo que Aristipo replicó: “Y tú, si supieras vivir en compañía de los hom bres no lavarías verduras” (D. L., II, 68). El cirenaico ve en el goce refinado, en el goce estético, el fin que debe perseguirse, precisamente porque nos separa de la animalidad primigenia. A nuestro modo, nosotros que vivimos en una sociedad de consumo y que nos complacemos en ella, somos cirenaicos, aunque tengamos mala conciencia por ello. Amar el goce, buscar el placer, huir del dolor y la preocupación, vivir para las vacaciones, en suma, son algunos de los rasgos hedonistas que caracterizan a menudo lo que esperamos, lo que anhelamos de la vida. El cínico vuelve su mirada atrás: la edad de oro está detrás, hay que recobrarla. Para el cirenaico, la edad de oro está delan te, hay que construirla. A su manera, el cirenaico es el hombre del progreso, de la mejora de las condiciones de vida, del goce a todos los niveles y en sus diversas expresiones. Para el cire naico, la calidad de vida deriva directamente del nivel de vida. Lo que para el cínico es vida natural auténtica, al cirenaico le parece vida brutal, grosera. Lo que para el cirenaico es goce y agrado de la vida, al cínico le parece blandura y degeneración. Constatemos que estas dos posturas extremas se reflejan mutua mente, toman fuerza y sentido la una por oposición a la otra. Entre las dos se sitúan los estoicos por un lado y los epicúreos por otro. Los estoicos no van hasta el extremo de su cinismo, y los epicúreos no van hasta el extremo de su cirenaísmo. Tanto para los cínicos como para los cirenaicos vivir de acuer do con la naturaleza es un imperativo que concierne directa y exclusivamente a la naturaleza del sujeto tal y como éste se per cibe a sí mismo. En otras palabras, la constatación ontológica que fundamenta el imperativo ético se limita a lo que saben de la naturaleza humana. Ni unos ni otros tienen una teoría gene ral de la naturaleza que sostenga su modo de vivir; incluso pro claman que no la necesitan. Sin embargo, para los estoicos y epicúreos no es igual. Su naturaleza propia y su modo de vida están directamente vinculados a una ontología general, aunque, como veremos, ni unos ni otros son enteramente consecuen tes en este punto. La ética de los estoicos y de los epicúreos deriva de su física, aunque no completamente. El conocimien to de la naturaleza es para ellos una condición necesaria, aun que no suficiente, para vivir bien. Desde la perspectiva determinista estoica, vivir según su naturaleza propia significa ante todo reconocerse como parte
de una naturaleza que nos engloba, querer ser lo que la natu raleza que nos guía ha decidido que seamos, y querer serlo lo mejor posible. Se trata simultáneamente de aceptarse y com pletarse - e n la medida justam ente en que hay cosas que no dependen de nosotros, como el hecho de ser lo que somos, y cosas que sí dependen de nosotros, como la voluntad de ser lo que somos-. Para un estoico, vivir según nuestra naturaleza pro pia es, primero, reconocer los límites de nuestra libertad, saber que no tenemos libertad para escoger pero sí para consentir; y después, esforzamos en llevar una vida en función de esas tra bas y de esa libertad. Un determinismo ontológico así no con lleva necesariamente fatalismo. No se trata sólo de dejarse ser y hacer, sino de tomar conciencia tanto de nuestros límites como de nuestro poder en esos límites. Llegamos así a la paradoja del estoico: estimar que se pue de y se debe tener libertad de pensamiento y de acción en un mundo en el que todo, incluso uno mismo, está estrictamente determinado. Para ello hace falta un “milagro”, algo que esté en contra de la naturaleza de las cosas: Pero, ¿qué dice Zeus? “Epicteto, si hubiera-sido posible, hubiera hecho tu cuerpecito y tu haciendita libres y sin trabas. Pero en realidad, no lo olvides, no es tuyo: es barro hábilmente amasado y puesto que no pude hacer aquello, te di una parte de nosotros mismos, la capacidad de impulso y repulsión, de deseo y de rechazo, y, en pocas palabras, la de servirte de las representaciones; si te ocupas de ella y cifras en ella tu bien, nunca hallarás impedimentos ni tropezarás con trabas, ni te angustiarás, ni harás reproches ni adularás a nadie” (Epicteto, Disertaciones por Arriano, I, 1, 10-12). Como puede verse, Zeus, gobernador inmanente del uni verso estoico, está sometido también al determinismo interno; y paradójicamente hace don a Epicteto de la capacidad divina de querer, capacidad que el propio Zeus no logra imponer en la naturaleza determinada a través de la cual se expresa. En tér minos spinozistas, la natura naturans, la naturaleza vista desde su aspecto productor, queda inevitablemente sostenida por la natura naturata, por la naturaleza efectivamente producida; de ello se deduce que la capacidad “natural” que hace al ser huma no específico y capaz de querer, representar o actuar, no per tenece al ámbito de la naturaleza, sin poder tampoco no pertenecerle. Cualesquiera que sean las dificultades que suscita esta para doja, debe reconocerse a la vez que no podemos ser dueños de
lo que somos, y que simultáneamente debemos querer ser due ños de nuestros pensamientos, de nuestros juicios, de las accio nes que de ellos se derivan. En la constitución intelectual de la doctrina estoica, en el conjunto de postulados ideales que fun damentan la doctrina, dos intuiciones primarias se oponen, dos intuiciones que son una y otra igualmente poderosas y funda mentales. Por una parte, la intuición de un mundo enteramente determinado donde todo está, por así decirlo, regulado de ante mano, en el que el ser humano no puede elegir libremente; y por otra parte, la intuición de una naturaleza humana que goza de una libertad de pensamiento y de acción que hace que no seamos simples máquinas pre-reguladas, sino seres libres, y por tanto responsables de nuestras acciones. Vivir según la naturaleza propia significa así, para el estoico, esforzarse en vincular las consecuencias de esas intuiciones que lógicamente se contradicen. Vivir bien no consiste en dejarse arrastrar pasivamente por la comente que nos ha tocado en suer te, sino en llevar plena y voluntariamente la vida de esa parte del todo que es cada uno de nosotros, para el bien del todo del que formamos parte. A todas horas preocúpate resueltamente, como romano y varón, de hacer lo que tienes entre manos con puntual y no fingida gravedad, con amor, libertad y justicia, y procúrate tiem po libre para liberarte de todas las demás distracciones. Y con seguirás tu propósito, si ejecutas cada acción como si se tra tara de la última de tu vida, desprovista de toda ineflexión, de toda aversión apasionada que te alejara del dominio de la razón, de toda hipocresía, egoísmo y despecho en lo relacionado con el destino (Marco Aurelio, Meditaciones, II, 5). El estoico es “por naturaleza” un luchador. Lucha contra las pasiones, no ignorándolas, sino reconociéndolas como natura les. Lucha contra ellas en nombre de una “sobrenaturaleza” de la naturaleza, de una prioridad de su verdadera naturaleza, que es la de un ser dotado de razón. Teniendo en cuenta la naturaleza de las cosas y de su pro pia naturaleza, el estoico debe actuar convenientemente; debe cumplir con sus funciones sociales con los mejores medios que posea, aprendiendo al mismo tiempo a distanciarse para no dejarse atrapar. Debe aprender a limitar sus necesidades a lo estrictamente necesario. Debe conocer que aquello a lo que debe tender, lo esencial de lo que puede hacer, es perfeccionar lo que es: un buen emperador si la naturaleza que nos gobier na a todos ha querido que naciese emperador, o un buen escla-
vo si esa naturaleza ha querido que pase su vida en la esclavi tud. En suma, no se trata sólo de aceptarse, sino también de perfeccionarse en lo que se es. Encontramos aquí un rasgo fun damental de la postura cínica: reconocer el ser natural que se es, e intentar perfeccionarlo. En efecto, la libertad de consen timiento no es una simple actitud pasiva, sino que implica un esfuerzo permanente por parte de quien se compromete en la vía de la aceptación de sí mismo. Se trata de aceptar lo ine luctable, y de hacerlo lo mejor posible en el marco de esa ineluctabilidad, sabiendo que de todas formas todo esto es sólo pasajero. El estoico vive según su naturaleza propia cuando se esfuerza en ser dueño de su “yo”, de lo que le constituye como sujeto autónomo, reconociendo y aceptando al mismo tiem po la determinación de su “sí”, de lo que en él no depende de él -s u cuerpo, su situación social, el desarrollo de la naturale za-, La esencia de la paradoja estoica es la de una moral de la acción que se despliega en el marco de una ontología de la pasividad. La postura epicúrea no se basa en la necesidad, sino en lo aleatorio. El mundo de Epicuro está hecho de átomos que cho can entre sí en el vacío. Y el ser humano es el producto de una evolución marcada por lo aleatorio, es lo que el azar de proce sos genéticos, históricos, sociales, culturales, ha hecho de él. El ser humano no tiene una función esencial que cumplir en la econom ía del todo, no es lo que debe ser, puesto que nada determina necesariamente lo que es. En la relación ontológica que une al hombre con la naturaleza considerada como su razón de ser, vivir según su naturaleza propia significaría para el epi cúreo o bien dejarse flotar al albur de las circunstancias, si pone por delante el carácter aleatorio de su naturaleza propia y de su vida, o bien considerarse como un espectador que, frente a un océano tempestuoso, tiene la suerte de hallarse en la orilla y, consciente de esa suerte, elige vivir del modo que le resulta directamente más agradable, buscando el placer y huyendo del dolor, es decir, dando primacía a los rasgos cirenaicos de la doc trina. Esta debería ser la consecuencia lógica de la evidencia onto lógica de la naturaleza humana epicúrea, pero no es el modo en que el epicúreo se conduce de hecho en el mundo. Como para los estoicos, se llega aquí también a una paradoja que opo ne la conducta humana a la ontología que supuestamente la fundamenta. Del mismo modo que el estoico es un cínico imper fecto, el epicúreo es un cirenaico que se controla. El epicúreo es un cirenaico que no lleva el hedonismo a sus últimas con
secuencias, aunque sólo sea porque no cree que todos los pla ceres resulten buenos ni que haya que evitar todos los dolores. En efecto, si fuera consecuente consigo mismo, si sólo tuviera en cuenta los datos de su ontología, es decir, el movimiento aleatorio de los átomos en el vacío, el epicúreo debería llegar a una conclusión an-árquica y puramente hedonista, puesto que para él no existe una arkhé a la que deba adecuarse, un princi pio rector del ser en general y de su ser en particular. Tendría qué admitir que “todo vale”, que podría actuar enteramente a su antojo, buscando únicamente el placer, dado que no tiene obligaciones ontológicas hacia nada ni nadie. . Sin embargo, y precisamente por ello resulta inconsecuen te, para el epicúreo el ser humano tiene la obligación de com prender su mundo, comprender al menos su apariencia, y por lo tanto pensarlo en su esfuerzo por comprenderlo. Y decide así llevar una vida en función del mundo ideal que se cons truye. Un mundo fundado en lo aleatorio tiene la forma que le da quien contempla los fenómenos, los reúne en una teoría plausible, y deduce de ella una teoría conveniente. Desde este punto de vista el epicúreo se da a sí mismo sus propias nor mas, a partir de la observación de su sociedad, cultura, pasa do y esperanzas. Por supuesto subsisten rasgos hedonistas: vivir el presente, alejarse del vulgo, evitar las obligaciones socia les, encerrarse en su mismidad. Pero estos rasgos pertenecen seguidamente a una figura más grande, más generosa y más audaz: la figura del sabio. La paradoja estoica consistía en decir que un margen de liber tad del “yo” es posible en el contexto ontológico de la determi nación absoluta del “en sí”. Estoy obligado a someterme a la necesidad externa que fundamenta mi naturaleza propia; y vivir conforme a la naturaleza propia significa usar mi libertad de con sentimiento para aceptar someterme a esa determinación desem peñando mi papel lo mejor posible, es decir, usar mi “yo” para perfeccionar mi “en sí”. La paradoja epicúrea consiste en decir que puedo y debo imponer reglas a mi “yo”, en un mundo en el que reconozco que mi “en sí” es el resultado de procesos aleatorios - lo cual debería tener como consecuencia lógica el dejarme vivir la vida como quisiera, a partir de la idea de que, en un mundo sin leyes, anything goes. Por supuesto, esta manera an-árquica de vivir la vida no es realmente posible; la sociedad humana está ahí imponiendo sus leyes, que sin embargo son también aleatorias. Si me some to a estas trabas sociales es únicamente por razones prácticas, como el miedo al castigo que la sociedad puede obligarme a
sufrir. En sí misma no existe una necesidad externa “natural” a la cual debiera someterme. Por tanto, si por encima de las obli gaciones sociales, escojo vivir según unas reglas que me impon go a mí mismo, me someto voluntariamente a una coacción interna, a unas obligaciones que me invento para llevar en este mundo aleatorio una vida que me parezca más digna. Precisa mente en esto es en lo que expreso mi libertad. El estoico se deja llevar por la naturaleza de las cosas, que conoce por medio de la razón, y quiere someterse a ellas volun tariamente en conocimiento de causa. Para el epicúreo, no hay una voluntad explícita de la naturaleza, puesto que no hay natu raleza en sí: sólo existe una naturaleza para él. En efecto, es él quien constituye el conocimiento de esa naturaleza incluyén dola en sus hipótesis, en las teorías que elabora, teniendo en cuenta los fenómenos naturales que se le muestran, las per cepciones y las sensaciones que siente y que intenta explicarse). Vivir de acuerdo con la naturaleza propia significa para él ela borar marcos de vida que le parezcan ajustarse a la imagen que se forma por su naturaleza propia, por su tradición, por su cul tura, por sus sueños, de lo que debiera ser un hombre perfec to en el espacio de una naturaleza que no tiene un orden en sí misma, pero sí para nosotros, a saber, el orden que encontra mos en ella. ¿Cómo entiende un escéptico el imperativo “vivir según su naturaleza propia”? El escéptico admite con los estoicos la posi bilidad de que haya una naturaleza en sí, ya se trate de la natu raleza-medio, de la naturaleza-principio, o de la naturaleza huma na; pero se opone a ellos al negar que tal naturaleza sea cognoscible en sí: sólo lo es por nosotros, a través de nuestra subjetividad y de nuestros prejuicios. Su sueño consiste en encontrar la teoría verdadera de la naturaleza; no deja de bus carla y en esto se acerca a los estoicos. Pero “sabe”, a su mane ra escéptica, que una teoría semejante es inalcanzable, porque toda teoría propuesta tiene inevitablemente fundamentos sub jetivos, dado que está elaborada por seres humanos; en esto su postura se aproxima a la epicúrea. Haya o no una naturaleza, todo lo que decimos de ella lo elaboramos nosotros, cada uno bajo su punto de vista subjetivo. Con una diferencia esencial: mientras que los epicúreos proponen efectivamente teorías “pro bables” sobre el mundo, el escéptico se mantiene en una acti tud crítica. No propone nuevas teorías, sino que verifica y cri tica las teorías de los demás. ¿Cuáles son las consecuencias de esta actitud cognitiva crí tica sobre el modo de vida que preconiza el escéptico? Las con
secuencias son evidentes. El escéptico no vive en un mundo totalmente imprevisible, en general confía en sus sensaciones y observaciones. “Vivir según su naturaleza propia” significa para el escéptico aceptarse como un ser natural que tiene nece sidades, apetitos, deseos; y como un ser social que tiene fun ciones y deberes para con la sociedad en la que vive: Atendiendo, pues, a los fenómenos, vivimos sin dogma tismos, en la observancia de las exigencias vitales, ya que no podemos estar completamente inactivos. Y parece que esa observancia de las exigencias vitales es de cuatro clases y que una consiste en la guía natural, otra en el apremio de las pasiones, otra en el legado de leyes y costumbres, otra en el aprendizaje de las artes. En la guía natural, según la cual somos por naturaleza capaces de sentir y pensar. En el apre mio de las pasiones, según el cual el hambre nos incita a la comida y la sed a la bebida. En el legado de leyes y costum bres, según el cual asumimos en la vida como bueno el ser piadosos y como malo el ser impíos. Y en el aprendizaje de las artes, según el cual no somos inútiles en aquellas artes para las que nos instruimos. Todo esto lo decimos sin dog matismos (Sexto Empírico, Esbozos pirrónicos, I, XI, 23-24, trad, de A. Gallego Cao y T Muñoz Diego, Madrid, Gredos, 1993, p. 60). Para llevar a cabo su empresa cognitiva crítica, el escéptico quiere asegurarse una vida sosegada, sin empujones ni esfuer zos. Se somete voluntariamente a sus apetencias, a la presión de la sociedad y de la cultura, a las obligaciones de su profe sión, con el fin de poderse entregar completamente a su tarea de poner en cuestión todo saber dogmático. Conformista por naturaleza, nuestro lince cognitivo es una oveja social. He aquí por tanto cinco posturas naturalistas-inmanentistas diferentes en sus respuestas al imperativo “el fin del hombre es vivir conforme a su naturaleza propia”: la postura cínica, que busca apartamos del efecto corruptor de la civilización; la pos tura cirenaica, que nos anima a disfrutar de las alegrías y ame nidades de la civilización, considerada como la anhelada supe ración de la naturaleza bruta; la postura estoica, que pone el acento en la libertad que tiene el ser humano para aceptar volun tariamente lo ineluctable y actuar en consecuencia; la postura epicúrea, para la cual el ser humano crea sus propios valores y su modo de vida en función de la imagen de sí mismo que le reenvía la cultura; la postura escéptica de sumisión controlada a los apetitos, a las funciones, a los deberes humanos, vistos
bajo el aspecto de su apariencia y no bajo el aspecto inalcanza ble de su realidad. Por supuesto no se trata aquí de escoger entre estas postu ras la “verdadera”, ni siquiera la que (me) parece más plausi ble, sino de exponer este abanico de ideas para percibir su varie dad y riqueza. Subrayemos que ninguna de estas posturas se basa en el miedo a un castigo; en ninguna hay un dios que vigi le o castigue; en todas el ser humano se esfuerza en verse como es “verdaderamente” y entiende que es su propio juez. En este sentido, puede decirse de ellas que son posturas de sabiduría. Por descontado se trata de idealizaciones, de ideas llevadas al extremo. Pero esas idealizaciones son útiles com o líneas de demarcación para el desarrollo de nuestra vida. Bajo el aspecto de la vida según nuestra naturaleza propia, cada una de estas posturas (me) parece honrosa, ninguna ataca la dignidad huma na, todas pueden servir de fundamento para un modo de ser que permite realizar una felicidad por adecuación.
Vivir de acuerdo con la naturaleza Vivir conforme a la naturaleza no quiere decir únicamente vivir según nuestra naturaleza propia. Siempre hay interacción entre un ser natural y el medio en el que subsiste como tal, se trate de una atmósfera respirable o de una jungla habitable, una casa o un grupo social: y apuntemos que una casa o un grupo social no son menos naturales que el dique construido por un castor o la organización de la colmena. Volvemos a encontrar aquí el sentido de “naturaleza” como medio vital; y en esta acepción, el fin del ser humano es vivir “en armonía con” la naturaleza que sirve de medio vital. Por supuesto la naturaleza como medio no es la misma para una piedra, para una planta, para un ani mal o para un ser humano. El ser humano, como cualquier otro ser natural, sólo subsiste en un medio que le sea adecuado, y allí donde falta tal medio tiene que o bien crearse un medio arti ficial que le sirva de naturaleza-medio, o bien dejar de ser lo que es, si no puede perseverar en su ser propio. Sin embargo, el hecho de que un medio vital nos sea indispensable para vivir no significa que nuestra naturaleza propia se confunda con la naturaleza que le sirve de medio vital. Sin oxígeno me muero, pero me reconozco no obstante como distinto de la atmósfera que me sirve de medio vital. Una constatación se im pone, y es que la armonía con la naturaleza como medio es una condición necesaria para la super-
vivencia del ser humano. Pero el hecho de que sea posible actuar sobre la naturaleza en tanto que medio para transformarla, para hacerla más adecuada a nuestra conveniencia e intereses, aña de a esa armonía un valor de imperativo, puesto que implica la idea de una elección que podemos hacer, en función de un jui cio preliminar sobre la calidad de ese medio. La interacción es esencial, puesto que todo ser natural vive en un medio natural y necesita un medio natural para vivir. Lo que cambia es la acti tud hacia ese medio natural, de acuerdo con el modo en el que el ser humano se vincula con él. El ser humano tiene una acti tud muy distinta hacia el medio en el que vive, según lo consi dere inanimado, separado de él, a su servicio, o bien vivo, vul nerable, com o medio que debe protegerse y al que hay que servir, como medio con el que vive en profunda simbiosis. La idea que encontramos en los pensadores naturalistas de la Antigüedad es que un ser vivo sólo puede vivir según su natu raleza propia si está en armonía con la naturaleza que le sirve de medio. Lo que las plantas y animales hacen instintivamen te, la armonía que se establece por sí misma entre ellos como seres naturales y la naturaleza que les sirve de medio vital, pue den y deben también establecerla los seres humanos mediante la razón: Para el ser racional el mismo acto es acorde con la natura leza y con la razón (Marco Aurelio, Meditaciones, VII, 11). El ser humano es “naturalemente” racional. El uso que hace de la razón es tan natural para él como el uso que da a los pul mones o a la mano. Para poder vivir de acuerdo con su natura leza propia, es decir, poder perseverar en su ser usando correc tamente su razón, el ser hum ano debe armonizarse con la naturaleza que le sirve de medio; y debe actuar en este sentido precisamente porque puede no armonizarse con ella. En efecto, salvo excepciones no muy claras en sí mismas (los lemmings que sin razón aparente se arrojan en grupo al mar y se ahogan; las ballenas que encallan en la arena, los animales que se sacrifican por la comunidad o para salvar a sus crías), el ser humano parece ser el único capaz de escoger voluntaria mente poner fin a su vida, es decir, cortarse voluntariamente del medio natural que le resulta indispensable para subsistir; y desde este punto de vista su cuerpo, contra el que puede aten tar fatalmente, le sirve de medio vital. Envenenarse, ahogarse, ahorcarse, pegarse un tiro en la cabeza y otras maneras de sui cidarse, son esencialmente maneras de transformar el cuerpo,
que nos servía de medio vital, en medio letal. En suma, aun que el ser humano sólo puede vivir según su naturaleza propia, puede escoger no vivir en armonía con la naturaleza conside rada como medio vital, puede escoger suicidarse. En este sen tido, “vivir en armonía con la naturaleza considerada como medio vital” puede verdaderamente considerarse como un impe rativo, puesto que al ser humano le cabe eventualmente sus traerse a él. No podemos no vivir según nuestra naturaleza propia, pero sí podemos sintonizar o no con la naturaleza que nos sirve de entorno. La distinción naturaleza/cultura cobra sentido preci samente en este contexto de armonía con el entorno. Grosso modo, puede hablarse de dos actitudes radicales y dos actitu des medias. Para simplificar voy a retomar las denom inacio nes tradicionales que he usado antes, aunque la precisión eru dita se resienta un poco. Las dos actitudes radicales son, por una parte, el todo-naturaleza que preconizan los cínicos y, por otra, el todo-cultura que preconizan los cirenaicos. Entre ambos hay dos actitudes medias: los estoicos considerados como cíni cos atenuados, y los epicúreos considerados como cirenaicos morales. Para los cínicos, el hombre debe desaparecer ante la natu raleza que le sirve de medio vital; debe usarla sólo en función de las necesidades más indispensables para la superviviencia física, debe dejarla tal y como es, debe adaptarse a ella y no que rer adaptársela a sí mismo: Al observar una vez a un niño que bebía en las manos, (Diógenes) anojó fuera de su zunón su copa, diciendo: “Un niño me ha aventajado en sencillez”. Arrojó igualmente el pla to, al ver a un niño que, como se le había roto el cuenco, reco gía sus lentejas en la corteza cóncava del pan (D. L., Vidas de los filósofos cínicos, p. 116). La civilización com o expresión humana de la cultura no puede ser más que corruptora, siempre hay que desconfiar de ella. El ser humano debe hacerse lo menos humano posible, lo más animal posible, porque así se acerca a la pureza y sim plicidad de su origen no temporal, sino ontológico. Vivir en armonía con la naturaleza que nos rodea significa para el cíni co esforzarse en eliminar lo más posible la huella del hombre sobre la naturaleza. Se trata de un verdadero imperativo operacional: el ser humano se salva por el retom o a la naturale za, y ese retom o se manifiesta en que pide cada vez menos, limita al mínimo sus contactos con ella. Para eso tiene que
volver la espalda a las comodidades y a la explotación de la civilización, así com o a la hipocresía de las relaciones socia les; debe querer vivir lo más cerca posible de la naturaleza, tal y como se le presenta, sin invenciones por su parte. La armo nía con la naturaleza como medio vital se manifiesta para el cínico por la “desculturización” de los seres humanos, por el difícil ascenso que nos ha hecho resbalar hacia la civilización corruptora. A la inversa, para los cirenaicos hay que gozar lo más posi ble de las ventajas de la civilización. La dureza de la vida que preconizan los cínicos se contrapone con la tendencia natural del ser humano hacia el placer. Todo lo que causa placer es bue no, y para el ser humano lo que más placer produce son las amenidades inventadas y producidas por el hombre. La civili zación no es lo contrario de la vida natural de los cínicos, sino lo que la sobrepasa. Vivir en armonía con la naturaleza que nos rodea significa aceptar la cultura como una segunda naturale za, como la prosecución natural de la naturaleza. Lo típico del ser humano es su capacidad de transformar la naturaleza, su insumisión hacia la naturaleza natural, la separación cada vez más grande entre la vida humana y la naturaleza de los oríge nes. La armonía con la naturaleza como medio vital se realiza, pues, para ellos por razones de conveniencia. Se trata, para cada cual, de esforzarse en vivir del modo más placentero, y por tan to de adaptar el medio vital a este fin: (Aristipo) era capaz de adaptarse al lugar, al momento y a la persona, y desempeñar su papel convenientemente en cual quier circunstancia; por eso Dionisio (el tirano) le apreciaba más que a nadie, dado que siempre veía por el lado bueno las situaciones que se le presentaban: gozaba del placer que le procuraban los bienes presentes y no se tomaba la molestia de intentar alcanzar los que no tenía (D. L., II, 66). El imperativo cirenaico está claro: vivir en armonía con la naturaleza consiste en poner a la naturaleza considerada como medio vital al servicio de nuestra propia naturaleza -mientras que para los cínicos se trataba de poner nuestra naturaleza pro pia al servicio de la naturaleza considerada al mismo tiempo como medio vital y como nuestra razón de ser. Entre estas dos posturas radicales, la estoica es una atenua ción del extremismo cínico, y la epicúrea un refuerzo moral del hedonismo cirenaico. Para los estoicos, todo lo que es, es que rido por la naturaleza-principio, y por esa razón no puede recha zarse. Para ellos no hay distinción real entre naturaleza-princi-
pio y naturaleza-medio, entre natura naturans y natura naturata. Y como sólo hay una naturaleza, que se nos presenta bajo distintos aspectos, debemos aprender a aceptar la naturaleza considerada como medio vital bajo sus diversas manifestacio nes, incluso las más desagradables, ya se trate de acontecimientos naturales o de efectos de la civilización. El ideal de vida es cíni co, pero la aceptación de lo que hay es estoica: Cuando emprendas una tarea, recuerda cómo es ésta. Si sales a bañarte, imagínate a los que vierten agua, a los que se empujan, a los que insultan, a los que roban; emprenderás la tarea con mayor seguridad, si inmediatamente añades “quiero bañarme y al tiempo cuidar que mi premeditada decisión esté acorde con la naturaleza”. E igualmente en cada acción. Pues así, en caso de que suqa algún obstáculo para bañarte, podrás decir: “No quería sólo bañarme, sino también velar para que mi decisión fuera acorde con la naturaleza; si me irrito contra lo que suceda, no velaré por ella” (Epicteto, Manual, IX trad, de R. Alonso García, Madrid, Civitas, 1993, pp. 47-48). Vivir de acuerdo con la naturaleza significa, por tanto, para los estoicos aceptar el medio en que el destino nos ha colocado y ser conscientes del hecho de que sólo podemos actuar sobre nosotros mismos, sobre nuestra naturaleza propia, es decir, sobre nuestra razón y sobre nuestra voluntad. El estoico, como el cíni co, quiere plegar su naturaleza propia a la naturaleza de las cosas. Pero el cínico es más optimista, considera que hay una verda dera naturaleza que debe adoptarse como medio vital, y que hay que alejarse de la falsa naturaleza, de la civilización corruptora. El estoico es más realista, reconoce que no puede actuar sobre lo que no depende de él, y que el entorno natural o cultural en el que está sumido no depende de él. Por tanto, hay que apren der a vivir de acuerdo con la naturaleza que sirve de medio, pero seguir siendo uno mismo, es decir, vivir según la naturaleza pro pia. En este sentido, puede decirse del estoico que es un cínico resignado, puesto que debe aprender a vivir de acuerdo con aquel medio en el que Zeus, es decir, el hado, le ha puesto. En fin, para los epicúreos, hedonistas frioleros, vivir en con sonancia con la naturaleza significa preservarse de ella, vivir separadçs y al resguardo. No se trata aquí de buscar a toda cos ta el placer, al modo optimista de los cirenaicos, sino de evitar lo más posible el dolor. La armonía con la naturaleza es una armonía de preservación de sí mismo: hay que entrenarse para conformarse con poco, pues toda exigencia demasiado fuerte abre la puerta al dolor de la carencia:
También consideramos el propio contento de las personas un gran bien, no para conformamos exclusivamente con poco, sino con objeto de que, si no tenemos mucho, nos confor memos con poco, auténticamente convencidos de que sacan de la suntuosidad el gozo mayor quienes tienen menos nece sidad de él, y de que todo lo natural es fácil de procurar y lo superfluo difícil de procurar. Y los gustos sencillos producen igual satisfacción que un tren de vida suntuoso, siempre y cuando sea eliminado absolutamente todo lo que hacer sufrir por falta de aquello. El pan y el agua procuran la más alta satis facción cuando uno que está necesitado de estos elementos los logra (Epicuro, Carta a Meneceo, 130-131). El hombre no debe nada a la naturaleza como medio natu ral, y la naturaleza en tanto que medio natural no debe nada al hombre. La naturaleza no se ha creado en función del hombre, y el hombre no se ha creado en función de la naturaleza. Por un azar en la combinatoria de los átomos ocurre que así es la naturaleza donde vive. Vivir en armonía con la naturaleza que le sirve de medio significa para el epicúreo encontrar un equi librio entre la naturaleza como medio natural, y aquello que el ser humano necesita para sobrevivir sin dolor en ese medio. El sabio epicúreo se esfuerza en exigir la menor cantidad posible de cosas a la naturaleza, y por eso sus exigencias tienen muy fácil satisfacción. Se trata efectivamente, como constatamos, de una armonía fundamentada en el estado de las cosas tal y como se presentan. La naturaleza está ahí tal cual es; hay que arre glárselas con ella, sin tener grandes expectativas. Sobriedad por tanto respecto a la naturaleza natural, a la que sólo se le pide el mínimo: la ausencia de dolor. En cuanto al placer, el epicúreo lo encuentra en las relacio nes humanas, esencialmente en las relaciones de amistad que vinculan entre sí a los miembros del grupo epicúreo. Lo que se transforma en medio natural vital es la pequeña reunión de ami gos, lugar de despliegue óptimo demuestra naturaleza propia, y lugar también de nuestras verdaderas obligaciones. Vivir en armonía con el grupo de amigos conlleva unas obligaciones que sobrepasan la simple utilidad personal, aunque ésta haya empe zado para satisfacer una necesidad personal: La misma certeza da seguridad de que no hay ninguna cosa de temer eterna ni de larga duración y ve que la seguri dad que aporta la amistad se cumple sobre todo en los pro pios limitados temores de esta vida (Epicuro, Máximas capi tales, XXVIII).
El medio vital con el que el filósofo epicúreo busca estar en armonía es, efectivamente, el círculo de amistades.
Vivir en armonía en la naturaleza El fin del hombre es vivir en armonía con la naturaleza: ésta es la tercera interpretación del imperativo general “vivir de acuerdo con la naturaleza”, el imperativo más fuerte, el que nos hace superamos y superar nuestro medio vital para sumer gimos en el conjunto de lo que es. Retomando los términos de Séneca (Cartas a Lucilio, 6 6 , 6), cada cual debe hacer un esfuerzo para introducirse en el Todo del que formamos parte. ¿Qué se entiende aquí por “armonía”? ¿En qué Todo hay que introducirse? Bajo la perspectiva estoi ca, que es la que más insiste en este aspecto de la armonía por inserción en el Todo, no se trata de la relación complementaria entre un ser natural y el medio en el que subsiste, sino de la relación de pertenencia a un Todo qu e con tien e to d o lo que es y lo sobrepasa. No se trata de la percepción utilitaria de un mun do que sirve de medio vital, sino del sentimiento interno de pertenencia ontológica a una totalidad cósmica. De la natura leza “para nosotros” se pasa a la naturaleza “en sí”. Todas las cosas se hallan entrelazadas entre sí y su común vínculo es sagrado y casi ninguna es extraña a la otra, porque todas están coordinadas y contribuyen al orden del mismo mundo. Que uno es el mundo, compuesto de todas las cosas; uno el dios que se extiende a través de todas ellas, única la sustancia, única la ley, una sola la razón común de todos los seres inteligentes, una también la verdad, porque también una es la perfección de los seres del mismo género y de los seres que participan de la misma razón (Marco Aurelio, Meditacio nes, VII, 9). Todas las cosas están entretejidas en este mundo, y son pro ducidas unas a través de otras: La naturaleza del conjunto universal, valiéndose de la sus tancia del conjunto universal, como de una cera, modeló aho ra un potro; después, lo fundió y se valió de su materia para formar un arbusto, a continuación un hombrecito, y más tar
de otra cosa. Y cada uno de estos seres ha subsistido poquísi mo tiempo. Pero no es ningún mal para un cofrecillo ser desar mado ni tampoco ser ensamblado (Marco Aurelio, Meditacio nes, VII, 23). El hombre forma parte de una naturaleza englobante así, que se transforma permanentemente; en esa naturaleza debe sumergirse con la razón para reconocerse como lo que es: Armoniza conmigo todo lo que para ti es armonioso, ¡oh mundo! Ningún tiempo oportuno para ti es prematuro ni tar dío para mí. Es fruto para mí todo lo que producen las esta ciones, oh naturaleza. De ti procede todo, en ti reside todo, todo vuelve a ti (Marco Aurelio, Meditaciones, IY 23). Estamos en pleno panteísmo naturalista, en plena cosmo biología. La naturaleza estoica está viva y gobierna desde el inte rior el conjunto de lo que es, puesto que todo lo que es forma parte de ella y vive de acuerdo con su ley. Esta naturaleza vive al modo de un organismo que se desarrolla, muere y renace; lo contiene todo, lo produce todo, lo regula todo. Fuera de ella no hay nada. Es una naturaleza-Dios que diviniza todo lo que proviene de ella, y a la cual cada producto debe respeto y obe diencia; una naturaleza-providencia, no en el sentido de una providencia particular como la entienden las religiones m ono teístas, sino en el sentido de una naturaleza que sitúa y atien de a cada una de sus criaturas en el marco de la economía gene ral del conjunto de lo que es. En un contexto así de divinización de la naturaleza, el fin del hombre es incluirse armoniosamen te en la naturaleza-todo, que se vuelve naturaleza-Dios. La acti tud estoica, llevada al extremo, es una actitud religiosa, de ado ración: Oh tú que eres el más glorioso de los inmortales, que tie nes múltiples nombres, por siempre todopoderoso, Zeus, Prin cipio y Dueño de la Naturaleza, que gobiernas todo de acuer do con la ley, yo te saludo, porque es un derecho de los mortales dirigirse a ti, puesto que han nacido de ti (Cleantes, Himno a Zeus, 1-3, en Les Stoiciens, p. 7). La armonía se expresa mediante una inmersión total en la naturaleza-Todo, que llega hasta la desaparición de la indivi dualidad. Yo soy aquel que es hombre ahora, y después caba llo, y después árbol. Yo mismo no soy más que el lapso de un instante, en función de la manera en la que estoy moldeado
ahora. Soy ahora hom bre en con cepto de eterna parte del Todo, y es a este Todo al que vuelvo incesantemente sin aban donarlo jamás. Otro modo muy distinto de pensar en la naturaleza como un todo implica consecuencias distintas en cuanto a la con ducta humana. Más que como un fin supremo al que se debe respeto y sumisión, se considera a la naturaleza en su totalidad como un dato que se constata. Desde la perspectiva epicúrea, la naturaleza en su conjunto, tal y como se nos presenta, tiene el rango de un hecho que se impone. Fruto del azar, se ha cons tituido sin un plan, sin ley interna, por el choque aleatorio de los átomos. Para nosotros sólo se explica y tiene sentido des pués a partir de la observación y de la reflexión humanas. Es el ser humano, él mismo producto aleatorio de la naturaleza, quien da su constitución a la naturaleza a partir de sus capacidades de observación y de reflexión. Le da su constitución, él que no controla ni los átomos ni su movimiento, no bajo el aspecto de su materia, sino bajo el aspecto de la forma que él propone dar le con el fin de comprenderla, y del modo como se vincula con ella. Bajo esta perspectiva, por “vida en armonía en la natura leza” no entendemos inserción total y pérdida de sí en una naturaleza-Todo orgánica y viva, sino más bien una manera de situar se respecto a lo que es. La postura epicúrea respecto del conjunto de lo que es constituye una postura de admiración ante la suerte de ser, en el mundo tal y como se nos presenta. No se trata de perderse en el Todo, sino de apreciar lo que en sí es más improbable, a saber, el simple hecho de ser. De ahí la gran atención que los epicúreos ponen en el hic et nunc, en el goce perfecto del momento presente. En fin, a otros la idea misma de una naturaleza-todo, orgá nica o no, y la idea de una inclusión armoniosa en esa natura leza-todo, les son completamente ajenas, e incluso extrañas. Viven sólo frente a la naturaleza y nunca en ella. La naturaleza es para ellos como un medio neutro, un medio con el cual los seres humanos intentan arreglárselas lo m ejor posible y sobre el que esperan poder actuar, un medio que buscan conocer mejor tanto por el placer de saber más de él como para explo tarlo en su propio beneficio. Puede hablarse entonces de vida en armonía con la naturaleza, no en una naturaleza-todo que para ellos no tiene sentido, sino en la naturaleza-medio donde viven, en la medida en que resulta razonable por su parte que rer proteger esa naturaleza-medio por el propio interés, con el fin de asegurar tanto su bienestar como su supervivencia. El fin para ellos es vivir en conformidad con la naturaleza, tanto en lo
que tiene de domeñable como en lo que no se deja explotar; y la armonía, es decir, la tentativa de ir en el sentido de los fenó menos naturales y no en sentido contrario, de utilizar la suavi dad m ejor que la violencia, es uno de los medios, incluso el más eficaz, para conseguir sus fines. La armonía, la manera de situarse respecto de la naturalezatodo, depende, como se ve, de la manera en la que se plantea la naturaleza-todo. Sin embargo, tanto en unos como en otros, tanto en los que se guían por una tendencia epicúrea como en los que se guían por una tendencia estoica, e incluso en aque llos para quienes la naturaleza no es más que un medio neutro, se encuentran armonizaciones más limitadas e igualmente sobrecogedoras: el sentimiento de inserción armoniosa en el paisa je , el sentimiento de pertenencia dichosa a una comunidad, el sentimiento de exultación que se experimenta al vivir un momen to privilegiado. Todo ello significa que el fin del hombre como inserción armoniosa en la naturaleza no siempre se manifiesta a nivel cósmico, por una disolución en el todo que nos absor be, ni por la admiración permanente frente al milagro del ser, sino también en situaciones más modestas. Vivimos en armo nía en la naturaleza cuando dejamos de situamos frente al mun do y nos descubrimos armoniosamente insertos en él, aunque se trate únicamente de un todo parcial, un todo local, un todo m om entáneo. En m om entos así de nuestra vida es cuando somos verdaderamente felices; en esos momentos nos sentimos adecuados a nuestra felicidad.
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Segunda conversación Sobre el conocimiento de la naturaleza
En la conversación precedente he examinado el imperativo “vivir conforme a la naturaleza”, distinguiendo tres sentidos en el tér mino “naturaleza”: la naturaleza propia, la naturaleza-medio y la naturaleza-todo. Quisiera examinar ahora la idea de “natura leza” en tanto que objeto del saber. Para vivir de acuerdo con la naturaleza, debo conocerla; y para conocerla, tengo que poder conocerla y querer conocerla. De ahí la doble pregunta: ¿pue do conocer la naturaleza? y ¿debo querer conocerla? Este asun to del conocimiento de la naturaleza se refiere por descontado a las tres acepciones del término, tal y como las he planteado anteriormente: ¿el ser humano puede conocer su naturaleza propia, puede conocer la naturaleza-medio en la que vive, pue de conocer la naturaleza-todo que le engloba?; ¿el ser humano debe intentar conocer su naturaleza propia, debe intentar cono cer la naturaleza que le sirve de medio, debe intentar conocer la naturaleza que considera como razón de ser? Hay, por una parte, una cuestión de hecho, que se refiere tanto a la natura leza del objeto de conocimiento como a las capacidades cognitivas del sujeto cognoscente y, por otra parte, una cuestión de derecho, que concierne a la eventual obligación por parte del ser humano de intentar conocer la naturaleza, así como la razón de esa obligación: ¿la conducta del hombre está regida o no por lo que sabe de la naturaleza?
¿Podemos conocer la naturaleza? Primero la cuestión de hecho. El conocimiento de la naturale za, se trate de la naturaleza propia, de la naturaleza-medio o de la naturaleza-todo, depende tanto del carácter cognoscible de la naturaleza como de las capacidades cognitivas del ser cognos cente: la naturaleza es cognoscible o no lo es; el ser humano puede conocerla o no puede. Lo cual abre cuatro opciones que parecen cubrir todo el terreno: la naturaleza es cognoscible, y somos capaces de conocerla; la naturaleza es cognoscible, pero no somos capaces de conocerla; la naturaleza no es cognosci ble, y sin embargo somos capaces de conocerla; la naturaleza no es cognoscible, y no somos capaces de conocerla. La primera opción nos sitúa en una situación cognoscitiva ideal. La naturaleza bajo todos sus aspectos está ordenada, cons tituida según leyes invariables y sistemas estables de causali dad. Por su parte, los seres humanos son capaces de conocer la com o es verdaderamente, y por tanto también pueden conocerse como lo que son verdaderamente, es decir, seres
humanos sometidos a las leyes de esa naturaleza. Son capaces de formar y formular representaciones mentales, adecuadas a la naturaleza ordenada, de la naturaleza y de sí mismos. Esta opción optimista recibe su expresión más completa en la pos tura estoica. Para los estoicos, el ser humano, ser natural dota do de razón, es capaz de conocer de modo adecuado la natu raleza tal y como es verdaderamente, tanto su naturaleza propia como la naturaleza-medio y la naturaleza-todo. Le basta con encontrar en sí mismo y a su alrededor las huellas que deja la naturaleza viva. O un mundo ordenado, o una mezcla confusa muy revuel ta, pero sin orden. ¿Es posible que exista en ti cierto orden, y en cambio, en el todo desorden, precisamente cuando todo está tan combinado, ensamblado y solidario? (Marco Aurelio, Meditaciones, IV, 27). El orden en el ser humano es signo de orden en el mundo. El ser humano no viene de fuera, forma parte de este mundo; por tanto el mundo no puede ser caótico cuando el ser huma no está ordenado. Teniendo en cuenta el carácter cerrado sobre sí mismo del cosmos y de la naturaleza humana tal y como la plantean, los estoicos a menudo dan la impresión de creer que poseen efectivamente un saber verdadero y definitivo de la natu raleza. Tal es en todo caso el reproche que los escépticos for mulan contra su dogmatismo. Pero los estoicos dogmáticos no están solos. Mutatis mutan dis, hoy existen científicos con inclinación cientificista que creen en esa opción ideal, o actúan como si creyeran en ella. Para ellos, la naturaleza en sí está ordenada; nos es, teórica mente al menos, cognoscible en su integridad, sin peros -inclu so en lo que concierne a nuestro conocimiento del ser human o -. Por supuesto, la naturaleza enteramente cognoscible que plantean no es la naturaleza totalizante, viva, activa, deseante de los estoicos, sino una naturaleza bruta, inanimada, incons ciente, de la que procede y forma parte el ser humano. Esa natu raleza se presta según ellos al conocimiento de sus leyes y regu laridades; el trabajo científico sobre ella tiene la esperanza y el objetivo de llegar a resultados definitivos -teniendo en cuenta las transformaciones que sufre la naturaleza, la evolución de las especies, los cataclismos, el enfriamiento del sol, el alejamien to de las galaxias, la entropía generalizada y otros cambios de ese tipo-. Pero eso no cambia nada frente al hecho de que la naturaleza, incluso en sus transformaciones más catastróficas y
radicales, permanece ordenada y sometida a sus propias leyes, y de que podemos esperar conocerla como lo que es verdade ramente, teniendo en cuenta los medios de que disponemos y nuestras capacidades cognoscitivas, tal y como la evolución nos las ha suministrado. Ante esta opción ideal, nos sorprende tanto optimismo. La comprendo si acaso en los estoicos, con la imagen rudimenta ria que se hacían del mundo y de la naturaleza humana con ducida por la razón. Pero ¿qué queda de ella hoy en día? ¿Los partidarios actuales de esta postura creen de verdad que llega remos un día a un saber verdadero, definitivo, final? Se tiene la impresión de que para ellos hay un estado último, o en todo caso una regularidad interna definitiva y discernible, que per mite plantear una vía segura hacia el saber verdadero, aunque sea larga; y que la relatividad del saber de cada uno de ellos se compensa totalmente con la repetitividad de los experimentos a los que se consagran y con la publicidad de los resultados que alcanzan y difunden. En suma, parten de la creencia de que un conocimiento verdadero por correspondencia entre lo que es y lo que podemos esperar saber de lo que es, es posible. Bajo esta perspectiva, dando un paso más adelante, puede confiarse en que tan pronto como sepamos todo lo que hay que saber sobre el conjunto de lo que hay, no podremos no comportamos como conviene: el ought de la conducta humana estará entonces com pletamente integrado en el is de la naturaleza, y la ética se vol verá por fin una subdisciplina de la psicología experimental y de la sociología científica. La segunda opción dice que la naturaleza es cognoscible en sí, pero que no es cognoscible para nosotros. Volvemos a encontrar aquí la postura escéptica, bajo sus diversas varian tes modernas: y voy a dirigirme ahora a pensadores modernos. Pensamos que la naturaleza está ordenada y por tanto es cog noscible, pero no somos capaces de conocerla com o lo que verdaderamente es, tanto a causa de nuestra impericia natural, pues no somos más que un reflejo parcial e imperfecto de la naturaleza, como a causa de nuestra insuficiencia cognitiva, pues no tenemos los medios cognitivos necesarios para llevar a cabo la aventura del saber - y esa insuficiencia cognitiva se apoya en nuestra impericia natural-. En términos kantianos esto quiere decir que proponemos un mundo nouménico, un mundo de las cosas en sí, que no podemos conocer como es, sino únicamente como se nos aparece: sólo podemos conocer el mundo fenoménico. Existe para empezar nuestra impericia natural:
Porque al fin, ¿qué es el hombre en la naturaleza? Una nada frente al infinito, un todo frente a la nada, un medio entre nada y todo, infinitamente alejado de la comprensión de los extre mos. El fin de las cosas y sus principios están para él invenci blemente escondidos en un secreto impenetrable. Igualmen te incapaz de ver la nada de donde ha salido y el infinito donde es absorbido... He ahí nuestro verdadero estado. Lo que nos hace incapaces de saber con certeza y de ignorar absolutamente (B. Pascal, Pensamientos, trad, de J. Llansó, Madrid, Alianza, 1994, pp. 77 y 79). Más allá de la connotación religiosa, percibimos en este tex to también el aprieto en que nos encontramos entre saber e ignorancia. La naturaleza de la que formamos parte sigue sien do un misterio a causa precisamente de nuestra situación inter media entre lo infinitamente grande de la naturaleza cósmica y lo infinitamente pequeño de la menor de las criaturas, dado que una y otra nos resultan sólo vagamente cognoscibles. El ser humano en su “m esocosm os” está tan alejado del microcos mos como del macrocosmos. No podemos conocer en sí ni la naturaleza-principio ni la naturaleza-medio, no podemos ni siquiera conocemos a nosotros mismos, a causa precisamente de esa situación embarazosa entre saber e ignorancia. También para Spinoza es nuestra impericia natural, el hecho de ser sólo modos parciales, lo que hace que incluso recono ciendo que la naturaleza-Dios es [...] una substancia que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita (B. Spinoza, Ética, trad, de V Peña, Madrid, Editora Nacio nal, 1984, p. 51). no podamos conocerla más que por los dos atributos que nos son propios, el pensamiento y la extensión (Ética, II, proposi ciones 1 y 2). Lo sorprendente en la postura de Spinoza es que nosotros (es decir, Spinoza que habla en nuestro nombre) somos capaces de saber que la naturaleza-todo está formada por infi nidad de atributos, sin conocer no obstante más que a dos de ellos. Ya se trate de dos tipos de saber, de un saber intuitivo de la naturaleza-todo de la que no tenem os más que una vaga intuición y de un saber discursivo de la naturaleza-medio fun dado en nuestras capacidades cognoscitivas limitadas, o de un acto de fe al cual se incorpora un saber que nos compete, es evidente en ambos casos que somos incapaces de conocer la naturaleza-todo com o lo que es verdaderamente, incluso
pudiendo obtener un saber bastante exacto de la naturalezamedio y de nosotros mismos en tanto que modos finitos de una naturaleza-todo infinita. Tampoco para Kant somos capaces de conocer la naturale za-todo como lo que es, pero él atribuye la causa de esta inca pacidad menos a la impericia humana que a la especificidad de nuestras capacidades cognitivas. Conocemos nuestro mundo por medios humanos, igual que los perros conocen su mundo por medios caninos. No podemos conocer la naturaleza tal y como es en sí, sólo podemos conocerla en función de los medios cognitivos de que disponemos, las intuiciones del espacio y tiempo y las categorías del entendimiento. El mundo en sí está ordenado: esto es un acto de fe y también un ideal regulador de nuestra conducta. Pero no nos es cognoscible como lo que es verdaderamente, sino sólo como nos parece que es, a través de nuestro filtro cognoscitivo, en tanto que fenómeno. Desde este ángulo, Kant se acerca a la actitud escéptica clásica según la cual todo saber humano reposa necesariamente sobre los modos subjetivos de aprehensión de lo real que hacen que nin gún saber humano pueda reflejar la naturaleza en sí en su tota lidad. Con la diferencia esencial de que para Kant, contrariamen te a la conclusión a la que llegan los escépticos de la Antigüe dad, el conocimiento fenoménico que tenemos de la naturale za-medio y de nosotros mismos como formando parte de esa naturaleza-medio, nos conduce a una ciencia verdadera, que depende directa y enteramente de las capacidades cognitivas idénticas que poseen todos los seres humanos en tanto que sujetos trascendentales. En este sentido es en el que Kant con sidera la posibilidad de un saber “verdadero”. La lógica aristo télica, la geometría euclídea, la física newtoniana son para él otros tantos frutos “definitivos” del saber humano, no de un saber “en sí”, sino de un saber “para nosotros”, para el con ju nto de los seres humanos -sa b er “definitivo”que, como es sabido, posteriormente ha sido socavado. La tercera opción tiene una apariencia paradójica. La natu raleza no es cognoscible, y sin embargo podemos conocerla. En efecto, ¿qué diferencia práctica puede haber para nosotros entre que el mundo sea en sí cognoscible o no lo sea, entre que sea ordenado o no, si no disponemos de los medios nece sarios para percibirlo? ¿Por qué suponer un mundo nouménico, ordenado -grave h ip ótesis-, si sólo podemos conocer un mundo fenoménico, el mundo tal y como se nos presen ta? Tanto da decir que la naturaleza no está ordenada, pero
que nosotros le damos forma reflejándola en nosotros. Encon tramos aquí el aspecto no dogmático de la postura epicúrea, que me parece bastante cercana a una actitud científica no realista común en nuestra época. Una vez aceptado el dogma de la existencia de los átomos que se combinan entre ellos en el vacío de modo aleatorio, somos nosotros quienes damos forma a esas diversas combinaciones, formulando posibilida des de ordenamiento, teniendo en cuenta el modo en que se aparecen las combinaciones. Esto significa simultáneamente eliminar todo saber objeti vo sobre una naturaleza-todo, poner en duda la posibilidad mis ma de su existencia, y decir que no se puede esperar alcanzar un saber verdadero y definitivo de la naturaleza-medio y de nosotros mismos, puesto que no disponemos de los medios para aseguramos de si tal saber refleja adecuadamente el esta do real de una naturaleza así, cualesquiera que sean sus fun damentos “metafísicos”. Por el contrario, podemos tener sabe res verosímiles, hipótesis que expliquen mejor que otras tal o cual estado aparente de las cosas. Bajo esta perspectiva, la acti vidad científica consiste no en buscar la teoría verdadera, úni ca y definitiva, sino en proponer hipótesis y corroborarlas con los fenómenos que esas hipótesis consiguen explicar. (En lo que concierne a los fenómenos celestes) éstos tienen varias tanto causas de su origen como explicaciones de su sustancia acordes con las sensaciones. Pues se debe dar cuenta de la naturaleza no de acuerdo con axiomas y leyes vanas ( =métodos a priori, postulados metafísicos; y sin embargo es lo que hace Epicuro cuando expone “dogmáticamente” la existencia de los áto mos y su movimiento aleatorio en el vacío), sino según demandan los hechos visibles si uno admite debidamente las explicacio nes convincentes que hay sobre ellas. Pero si uno admite una explicación que está acorde con la realidad visible y rechaza otra igualmente acorde, es claro que huye de toda explicación racional de la naturaleza y que recune al mito (Epicuro, Car ta a Pítocles, 86-87). Teorías que explican un mismo conjunto de fenómenos pueden subsistir paralelamente, puesto que ninguna de ellas puede aspirar al rango de teoría definitivamente verdadera; pero algunas son mejores que otras, si explican más y mejor, si predicen mejor, si son más plausibles. Como muy bien dice Epicuro, quien cree que su teoría es la única verdadera sale del ámbito del estudio de la naturaleza y se precipita en el mito.
Queda el problema cognoscitivo que plantea la posición “dogmática” epicúrea sobre la existencia de los átomos y su movimiento aleatorio en el vacío, y que concierne directamen te a la naturaleza “ontológica” del sujeto cognoscente. ¿Cómo pueden llegar seres ordenados, es decir, seres que son el pro ducto directo o indirecto de combinaciones aleatorias de áto mos, a emitir hipótesis ordenadas sobre la naturaleza del todo? ¿Qué saber puedo tener de mi mundo y de mí mismo, si me reconozco a la vez como el resultado de combinaciones aleato rias y como capaz de ordenar los fenómenos que percibo en las hipótesis sobre la naturaleza de las cosas? En otros términos, en tanto que seres racionales capaces de observar, de reflexio nar, de proponer hipótesis, ¿formamos parte o no de la natura leza aleatoria, ya se trate de la naturaleza-todo o de la naturale za-medio? Constatar en un mundo aleatorio la existencia de un espí ritu capaz de im poner un orden a este m undo, un espíritu que posee en sí mismo una regularidad interna, un espíritu dotado de una lógica que estaría por así decirlo inscrita en él y que le capacitaría para poner orden en los fenómenos que le aparecen, todo esto hace del ser humano un ser aparte, un ser a la vez natural y sin embargo de naturaleza distinta a la naturaleza no ordenada que intenta comprender. Henos aquí en plena paradoja. Si partimos de la idea de que el mundo es aleatorio, nos vemos obligados a pensar que el ser humano está a la vez en la naturaleza y fuera de ella. Aquí es donde una idea cosmológica que se fundamenta en la termodinámi ca moderna acude en ayuda de la postura epicúrea, propo niendo la hipótesis de un mundo que va hacia un estado de desorden creciente, y en el cual sin embargo se constituyen de modo aleatorio islas de “neguentropía” que van a contra corriente de la entropía generalizada, islas de orden en un mundo no ordenado, del que algunos, por una feliz coinci dencia, llegan a tomar conciencia. Los seres humanos constituyen otras tantas islas de neguen tropía que se desarrollan en el interior de islas de neguentropía que les sirven de naturaleza-medio, y todos ellos están englo bados en una naturaleza-todo que camina hacia una entropía generalizada. Lo que proyectan fuera de sí es su propio orden interno, orden que les es natural en tanto que islas de neguen tropía, orden que se despliega en un desorden que también les resulta natural, puesto que forman parte naturalmente de un mundo aleatorio que va hacia un estado de entropía creciente. En este contexto ontológico de orden en el desorden, el ser
humano con sus capacidades cognitivas puede explicarse de diversos modos, y cada una de las hipótesis sobre la aparición y naturaleza propia del ser humano se apreciará según que parez ca más o menos plausible en el marco de las diversas islas de neguentropía a las que puede asimilarse. Queda la cuarta opción, que es la más radical. La naturale za no es cognoscible, y no podemos conocerla. No podemos tener un saber teórico de la naturaleza, ya sea a título de saber verdadero, ya incluso a título de saber verosímil. Por supuesto que disponemos de un saber práctico del mundo en que vivi mos, sabemos vivir en el mundo, sabemos actuar en él, como saben todos los seres naturales; pero no lo conocemos ni como es en sí ni como es para nosotros, lo cual no tiene importancia en nuestra vida dentro de él. Más aún, ni siquiera tenemos un saber verdadero acerca de nosotros mismos. El saber práctico que tenemos del mundo y de nosotros mismos a partir de los sentimientos y sensaciones nos resulta lo suficientemente amplio como para vivir bien. Una vez planteada esta opción radical (¿sobre qué promontorio cognitivo se encuentra el que la plan tea?), en principio no hay nada que añadir. Esta opción cognitiva extrema queda ilustrada por dos pos turas que de hecho se oponen radicalmente desde el punto de vista práctico/ético: la postura cirenaica que preconiza el hedo nismo más extremo, y la postura cínica que milita por la aseesis más rigurosa. Para ambas escuelas la naturaleza tiene el sen tido restringido de medio en el cual viven las plantas, los animales y los seres humanos. Los cirenaicos la entienden como lugar de origen y fundamento de esas durezas de las que hay que alejarse a cualquier precio, para refugiarse en los beneficios y comodidades de la civilización. Los cínicos la consideran como la base vital a la que hay que agarrarse con todas las fuerzas para desligarse de los lazos corruptores de la civilización. Como la naturaleza para ellos es sólo el medio vital en el que debemos vivir y actuar, puede entenderse su indiferencia respecto del conocimiento teórico de la naturaleza. Así pues, los filósofos cirenaicos renunciaban también a la física, a causa de su carácter incom prensible manifiesto. Por el contrario se consagraban a la lógi ca debido a su utilidad. Pero Meleagro... y Clitómaco dicen que los cirenaicos consideran inútiles tanto la parte física como la dialéctica. En efecto, aquel que ha aprendido a fondo la teo ría de los bienes y de los males ( = la ética) es capaz de hablar bien, de evitar la superstición y de escapar al miedo de la muer
te. Nada es por naturaleza justo, bello o feo, sino por la con vención y el uso (D. L., II, 92-93). No se necesita ningún saber teórico para vivir bien; basta con buscar el placer y rehuir el dolor Y placer y dolor se reco nocen no por lo que son en sí mismos, sino por el impacto que tienen sobre nosotros. Las mejores guías prácticas son nuestras sensaciones, ampliamente suficientes para conducimos hacia la vida buena, hacia la vida feliz. En cuanto a la actitud cínica en relación con el saber en general y el conocimiento de la naturaleza en particular, insis te menos en la imposibilidad de conocer la naturaleza que en la falta de interés que presenta este conocimiento: Ellos (los filósofos cínicos) sostienen que hay que desechar el ámbito lógico y el ámbito físico, y no consagrarse más que al ámbito ético... Rechazan igualmente las disciplinas del cur sus general. Antístenes decía en todo caso que las personas que alcanzan la sabiduría no deberían aprender a leer, para no pervertirse con las obras de los demás. Rechazan igualmente la geometría, la música y todas las disciplinas de ese tipo. Diogenes en todo caso dijo a uno que le enseñaba un reloj: “Este instrumento es útil para no llegar tarde a las comidas” (D. L., VI, 103-104)*. Se oponen sobre todo a los saberes abstractos, verbales: En otra ocasión, para defender al maestro que había habla do del ser inmóvil ( = Parménides), uno proponía cinco argu mentos a favor de esa inmovilidad del ser. Incapaz de con tradecir a esa gente, Antístenes el Cínico se levantó y se puso a andar, convencido de que una demostración por los hechos tenía mucho más peso que cualquier respuesta verbal (Elias, en Categorías, 22 b 40, citado por L. Paquet, Les Cyniques grecs, p. 46). Y en el mismo sentido, a un filósofo que discurría largamente acerca de los fenómenos celestes, Diógenes el Cínico le pre guntó: ¿Cuántos días hace que bajaste del cielo? (D. L., Vidas de los filósofos cínicos, p. 117).
* N. de la X: Traducción directa de la versión francesa.
El cínico se deja guiar por una imagen de sí mismo, y no por un saber teórico con el que no sabe qué hacer.
¿Debemos conocer la naturaleza? La actitud a la vez escéptica y despreciativa respecto del saber que encontramos en cínicos y cirenaicos nos hace pasar de la cuestión de hecho “¿podemos conocer la naturaleza?” a la cues tión de derecho “¿debemos hacer el esfuerzo de conocer la natu raleza?” Estas son las rotaciones del mundo, de arriba abajo, de siglo en siglo. Y, bien la inteligencia del conjunto universal impulsa a cada uno, hecho que, si se da, debes acoger en su impulso; o bien de una sola vez dio el impulso, y lo restante se sigue, por consecuencia... Pues, en cierto modo, son áto mos o cosas indivisibles. Y, en suma, si hay Dios, todo va bien; si todo discurre por azar, no te dejes llevar también tú al azar (Marco Aurelio, Meditaciones, IX, 28). Se pasa así de la física a la ética: aunque el mundo camine al azar (y Marco Aurelio está pensando aquí en la doctrina epi cúrea), tú no debes dejarte llevar por el azar. Conocer la natu raleza, esté o no ordenada, es un deber moral. Ya no se trata sólo de saber si podemos conocer la naturaleza, ya sea por lo que es o por lo que nos parece ser, sino también de si tenemos la obligación de conocerla. La cuestión de derecho está com prendida, com o veremos a continuación, en la cuestión de hecho, pero no depende sólo de ella. Al retomar las cuatro opiniones epistémicas que acabo de exponer, constato que la primera opción, la opción optimista, conlleva la obligación de saber únicamente si se le otorga un valor ético a la tarea del saber. Para el científico que piensa que el mundo es sólo una naturaleza-medio ordenada y cognosci ble, no existe la obligación ética de conocerlo, sino una satis facción intelectual y un interés práctico: se trata de compren der el mundo en el que vive y aprender a explotarlo en su provecho. Por el contrario, para el filósofo estoico, sólo aquel que conoce la naturaleza-todo como lo que es está verdadera mente capacitado para vivir en ella: la norma de la conducta humana está directamente ligada a la naturaleza de las cosas. Como dice expresamente Zenón en el texto citado antes (en D . L ., Vil, 8 7-89), la naturaleza nos conduce a la virtud. No se trata únicamente de un deseo de aumentar nuestro saber o usar
convenientemente la razón que la naturaleza nós ha otorgado. Existe la obligación moral de conocer lo que es, la naturalezatodo, la naturaleza-medio, y más todavía la naturaleza propia. Quien no conoce lo que es y no sabe lo que es no puede actuar como es debido. La lógica como saber formal del pensamiento y la física como saber material del mundo son propedéuticas indispensables para “vivir en conformidad con la naturaleza”. En un mundo ordenado, en el que todos formamos parte del orden del mundo, hay que vivir según el orden del mundo; y para vivir según el orden del mundo, hay que conocerlo. Por tanto para los estoicos la cuestión de derecho responde a la cuestión de hecho: el mundo es cognoscible, y existe la obli gación de conocerlo. La pregunta que se plantea entonces es la siguiente: ¿qué hay que conocer de la naturaleza para vivir en conformidad con ella? ¿Hasta qué detalle del conocimiento hay que llegar para tener un “buen” conocimiento de la naturaleza? En la perspec tiva estoica de una naturaleza cognoscible por un espíritu capaz de conocerla, no se trata de un conocimiento científico del mun do, en el sentido moderno del término, que intenta llegar lo más lejos posible en el detalle del saber, sino más bien de un conocimiento somero, incluso rudimentario, que se limita a las líneas generales de lo que debe conocer un hombre corriente para vivir bien en él. Así, en nuestra época a un estoico le bas taría saber que vivimos en un universo procedente de un Big Bang, un universo que va hacia un estado de entropía genera lizado, y en el cual se ha desarrollado nuestro sistema solar, con el planeta Tierra y su atmósfera, que ha hecho posible la apari ción de células vivas, la evolución de las especies y la evolución del género humano desde la Prehistoria hasta nuestros días. A lo cual se añaden nociones de psicología, de sociología y de ciencia política, para sustentar un saber suficiente sobre la natu raleza humana. Desde esta perspectiva naturalista-inmanentista, si se les da a estos datos tan generales valor de verdad, debe poderse deducir un modo de ser adecuado a un mundo seme jante. Basta con saber, aun de forma somera y muy general, de dónde venimos y cóm o nos hem os transformado en lo que somos, para deducir lo que debemos ser. De acuerdo con la segunda opción, la naturaleza, aunque ordenada, no es cognoscible en sí, debido a nuestra impericia natural y a nuestra insuficiencia cognitiva. Para Pascal como para Kant, no tenemos la obligación moral de conocer la naturaleza, ni de intentar conocerla; nos basta con saber vivir bien en ella: sólo tenemos una obligación moral hacia Dios y lo que nos pide.
Por el contrario, para Spinoza el estoico, como para los filóso fos escépticos de la Antigüedad, el ser humano dotado de razón está moralmente obligado a intentar conocer lo que es, con los medios limitados de que dispone. Para Spinoza el ser humano, que es un modo finito de la substancia infinita, debe, para vivir bien, conocer esa substancia infinita de acuerdo con los dos atri butos por los que la percibe, el pensamiento y la extensión. El amor intelectual a la naturaleza-Dios es una obligación para todo ser humano capaz de él, y ese amor se realiza por el conoci miento de la substancia infinita, tanto como ese conocimiento es posible para el modo finito que es el ser humano. De un modo que parece paradójico, la obligación moral de saber y sobre todo de buscar el saber se le im pone con más fuerza aún al filósofo escéptico, que pone en entredicho y veri fica todo saber. En efecto, el skeptikos, como su nombre indi ca, es antes que nada un ser humano que busca, que exami na, un ser humano que vive siempre con la esperanza del saber verdadero, aunque su esperanza se vea decepcionada a cada instante. Es un buscador obstinado, a quien no desanima nin gún fracaso. Se consagra a ese trabajo, no produciendo sabe res nuevos, sino verificando según criterios rigurosos la validez del saber que los demás quieren imponerle. Rechazando el pri vilegio que se otorga el estoico que se cree en posesión de un saber verdadero, no puede guiar su conducta mediante su saber. Lo cual no quita que espere siempre obtener ese saber verda dero sobre el que podrá fundamentar su conducta. Hasta enton ces se siente obligado a vivir de acuerdo con una “moral pro visional”: Atendiendo, pues, a los fenómenos, vivimos sin dogma tismos, en la observancia de las exigencias vitales, ya que no podemos estar completamente inactivos (I, 23, p. 60). Pero la obligación de buscar el saber sigue existiendo, y es incluso la única obligación moral que se impone intrínseca mente el filósofo escéptico. La tercera opción explica que la naturaleza, pese a no ser cognoscible en sí, puede serlo al menos en cierto modo, es decir, en el modo en que se nos aparece. Y este conocimiento, aun que sólo sea hipotético, resulta indispensable para vivir bien. Tenemos por tanto la obligación de conocer la naturaleza, ya se trate de la naturaleza-medio o de la naturaleza propia, para saber conducimos convenientemente en el mundo tal y como se nos aparece. Ordenamos la naturaleza tal y como se nos aparece, y
lo hacemos tanto para satisfacer nuestra curiosidad intelectual y dar respuesta a nuestras necesidades y deseos materiales, como para proporcionar una buena base ontológica a nuestra con ducta en este mundo. Así, el célebre tetrapharmakon epicúreo, el remedio de cuatro ingredientes -n o temer a los dioses, no temer a la muerte, tender hacia el placer, huir del dolor- (Epi curo, Máximas capitales, I-1V), tiene sentido únicamente en el contexto de una naturaleza que integra los elementos que esta blecen la legitimidad de ese tetrapharmakon. Teniendo en cuenta el postulado ontológico primero que tiene valor de dogma para él -e l mundo está compuesto de áto mos que se entrechocan y combinan aleatoriamente en el va cío -, el filósofo epicúreo elabora teorías que explican los fenó menos naturales tal y como se nos aparecen y que fundamen tan los imperativos éticos. Hay que comprender la física de los átomos, los hechos meteorológicos, las reglas lógicas y episte mológicas o los fenómenos psicológicos, para no temer a los dioses, para no tener miedo a la muerte, para comprender la naturaleza de las sensaciones que procuran el placer y la natu raleza de las sensaciones que provocan el dolor: No es dado que el hombre anule su temor a los seres esen ciales si no sabe cuál es la Naturaleza del universo y lo único que hace es tener vagas nociones de lo explicado por los mitos. De modo que sin la ciencia de la Naturaleza no es dado obte ner placeres puros (Epicuro, Máximas capitales, XII). Este planteamiento epicúreo del saber se asemeja a la acti tud científica actual hacia la función teórica: el objetivo de una teoría es explicar fenómenos y no enunciar verdades. Para los epicúreos como para un buen número de hombres de ciencia hoy en día, las teorías son mortales, aunque algunas duren más tiempo que otras. Con la diferencia esencial de que el físi co que trabaja en mecánica cuántica no se siente moralmente obligado a consagrarse a su actividad, aunque obtenga con ella placer y ventajas; mientras que el físico epicúreo se ve obliga do a hacer física para explicarse y explicar a los demás el modo de vida que preconiza. Para él, como para los estoicos, la nor ma de la conducta humana está directamente ligada a la natu raleza de las cosas, y la comprensión de la norma está direc tam ente ligada al saber que se tiene de la naturaleza de las cosas. Llegamos por fin a la cuarta opción, no conocer un mundo incognoscible. Para los cínicos, como de hecho también para
los cirenaicos, no hay nada que conocer, y sobre todo no hay nada que valga la pena conocer en su naturaleza propia: Algunos se preguntaban: “¿El mundo está animado?, o también ¿es esférico?” —“Hacéis grandes esfuerzos en lo rela tivo al orden cósmico -les respondió Demonax (filósofo cíni co del siglo u), pero no os preocupáis en absoluto de nuestro desorden interior” (Estobeo, Florilegium, II, I, 11, citado por L. Paquet, Les Cyniques grecs, p. 237). Sólo presenta interés el conocimiento de sí mismo, e inclu so entonces no se trata tanto de un saber teórico como de un saber práctico que concierne directamente a la manera de ser. Nadie tiene la obligación de consagrarse a la búsqueda del saber de la naturaleza, basta con aprender a vivir en ella correctamente. Lo cual no significa que la norma de conducta esté com pletamente separada para ellos de la naturaleza de las cosas, sino que el vínculo se establece a otro nivel: no al nivel cognitivo de la representación mental, sino al nivel paradigmático de la imitación. Aristipo quiere vivir lujosamente, como un corte sano en la corte del tirano Dionisio, y Diógenes el Cínico quie re vivir “naturalmente”, como el ratón: Al observar a un ratón que corría de aquí para allá, sin pre ocuparse de un sitio para dormir y sin cuidarse de la oscuri dad o de perseguir cualquiera de las comodidades convencio nales, encontró una solución para adaptarse a sus circunstancias (D. L., Vidas de los filósofos cínicos, p. 110). Adaptarse a las circunstancias, para Diógenes, es vivir de acuerdo con la naturaleza, tal y como la naturaleza se nos pre senta por la mediación de los representantes más cercanos a ella y más alejados de la civilización corruptora, los animales desprovistos de razón. Adaptarse a las circunstancias, para Aris tipo, es vivir con las ventajas que se nos presentan en un momen to dado. Tanto para uno como para el otro, la conducta depen de de la naturaleza, no por lo que sabemos de ella en teoría, sino por la manera en que se presenta prácticamente a noso tros y en nosotros.
Una digresión sobre la muerte En la postura naturalista-inm anentista que comparto, el ser humano forma parte integrante de la naturaleza, es un ser com-
pletamente natural bajo sus diversos aspectos, fisiológicos, psi cológicos, mentales, sociales, culturales. Lo que conoce de la naturaleza, lo conoce a partir de lo que es, simultáneamente en sí mismo según su naturaleza propia, y en su relación con la naturaleza-medio en la que actúa y que actúa sobre él. En una naturaleza orgánica, viva, a la estoica, el ser humano, considerado al mismo tiempo como un individuo en una espe cie, como una especie entre otras especies, y como un género entre otros géneros, forma parte integrante por tanto del gran organismo que es la naturaleza-todo. Y como en todo organismo en buen estado, cada miembro de ese organismo, en el nivel que sea, funciona correctamente cuando participa del buen funcio namiento del organismo entero. El ser humano tiene pues como deber asociarse de buen grado al funcionamiento de la naturale za -dado que, de todas formas, no puede impedir su curso: La tierra desea la lluvia; la desea también el venerable aire. También el mundo desea hacer lo que debe acontecer. Digo pues al mundo: “Mis deseos son los tuyos” (Marco Aurelio, Meditaciones, X, 21). El ser humano no puede separarse de la naturaleza; puede o bien debatirse, actuando contra su razón natural, o bien acep tar con agrado el cumplimiento de su función en la economía de la naturaleza-todo de la que es parte integrante. Puesto que la naturaleza le ha dotado de razón, tiene la obligación en tan to que ser racional de intentar conocer la naturaleza, y esa bús queda del conocim iento de la naturaleza constituye precisa mente un elemento esencial de la buena vida. Por el contrario, en una naturaleza fría, reificada, como la natu raleza-medio de la que habla la ciencia moderna, el ser humano, aun formando parte material de la naturaleza, no forma parte orgá nicamente. Se supone que debe ocuparse de sí mismo. Ya sea producto de la colisión azarosa de átomos, o resultado de un pro ceso evolutivo, está cortado radicalmente de la naturaleza aun que se someta ontológicamente a sus leyes. No le debe nada a la naturaleza, salvo que debe someterse a lo que ésta le impone. Desde semejante perspectiva la actitud del ser humano hacia la naturaleza es menos de aceptación que de sumisión: una sumi sión que se esfuerza lo más posible en liberarse de los vínculos naturales para buscar lo que considera fines e intereses propios. El conocimiento de la naturaleza no es ya una obligación exis tential, sino un interés práctico: nos interesamos por conocer la naturaleza-medio para poder organizamos mejor la vida.
Otro modo de esclarecer la relación cognitiva del ser huma no hacia la naturaleza consiste en dar la vuelta a la perspectiva, interrogándose no sobre qué es el ser humano mientras es, sino sobre qué es cuando ya no es; observar no su vida, sino su muer te. Ya sea la muerte una transformación, el paso de un modo de ser a otro, o una suspensión absoluta del ser, en ambos casos el ser humano, cuando no se engaña, sabe que la muerte per tenece “naturalmente” a su naturaleza propia de ser mortal, en su relación con la naturaleza en la que vive y muere. La muerte está presente en nosotros, a la espera, y todos sabemos - a l menos una vez que somos adultos de espírituque estamos abocados a morir, incluso si a veces llegamos a (conseguir) olvidarlo. Frente a los demás es posible procurarse seguridad, pero en lo tocante a la muerte los seres humanos habitamos una ciudad indefensa (Epicuro, Sentencias vaticanas, 31). Tenemos que aprender a vivir en esa ciudad sin amurallar, con valentía, como hombres que ven su ineluctable destino ante ellos: ¿He de morir? Si ha de ser ahora mismo, moriré. Si falta un poco, de momento, comeré cuando llegue la hora, y luego mori ré. ¿Cómo? Como conviene al que está devolviendo lo que no es suyo (Epicteto, Disertaciones por Arriano, 1 ,1, 32). Encontramos aquí la antigua idea de la muerte con digni dad, al modo de Sócrates que se tapa la cabeza, de Plotino que se vuelve hacia la pared, y de tantos otros que nos enseñan a morir igual que nos enseñan a vivir. Se trata de morir como conviene morir, del mismo modo que se trata de vivir como conviene vivir, a fin de que la muerte sea un final digno de aquel que ha vivido dignamente. La muerte está ahí, pero ¿qué es? Para aprender a no temer la, y a eso quieren preparamos las sabidurías antiguas, hay que saber primero qué es, y sobre todo en qué difiere o no la muer te de los seres humanos de las transformaciones naturales a las que están sometidos todos los seres vivos. Todos los seres vivos mueren, todos los seres vivos pierden en un momento dado su unidad orgánica y se disuelven en su entorno. -Pero ya es el momento de morir. -¿Qué dices, morir? No dramatices el asunto, dilo como es: ya es el momento de que la materia se vuelva de nuevo a aquello de lo que vino. ¿Y qué hay de terrible? ¿Cuál de las cosas del mundo va a perecer?
¿Qué novedad o portento va a pasar? (Epicteto, Disertaciones por Amano, IY 7, 15). ¿En qué es especial nuestra muerte, por qué tenemos mie do de la muerte? ¿Somos los únicos seres vivos que tememos a la muerte? Es nuestra imaginación la que nos hace temer a la muerte, la que introduce el pánico y los dioses que castigan y recom pensan: y nuestra razón está ahí precisamente para ayudamos a poner las cosas en su sitio. En el mundo sin trascendencia en el que se sitúan, los estoicos, del mismo modo que los epicú reos, consideran la muerte como un acontecimiento natural. Nos transformamos como se transforma todo lo que es, en el marco de una naturaleza orgánica y viva o de una naturaleza hecha de combinaciones aleatorias de átomos. No desdeñes la muerte; antes bien, acógela gustosamen te, en la convicción de que ésta también es una de las cosas que la naturaleza quiere. Porque cual es la juventud, la vejez, el crecimiento, la plenitud de la vida, el salir los dientes, la bar ba, las canas, la fecundación, la preñez, el alumbramiento y las demás actividades naturales que llevan las estaciones de la vida, tal es también tu propia disolución. Por consiguiente, es propio de un hombre dotado de razón comportarse ante la muerte no con hostilidad, ni con vehemencia, ni con orgullo, sino aguardarla como una más de las actividades naturales. Y, al igual que tú aguardas el momento en que salga del vientre de tu mujer el recién nacido, así también aguarda la hora en que tu alma se desprenderá de su envoltura (Marco Aurelio, Meditaciones, IX, 3). La muerte de cada cual es una transformación querida por la naturaleza que nos gobierna, y debemos aceptarla, como debe mos aceptar todo lo que viene de la naturaleza. La muerte no es una suspensión del ser, es un acontecimiento en una conti nuidad, y así se la debe considerar, tanto cuando se trata de nuestra propia muerte, de la muerte que nos da miedo, como cuando se trata de la muerte de alguien cercano, de la muerte que nos duele. El remedio que propone Epicuro para sobreponerse al mie do a la muerte es el siguiente: Acostúmbrate a pensar que la muerte no tiene nada que ver con nosotros, porque todo bien y todo mal radica en la sensa ción, y la muerte es la privación de sensación. De ahí que la
idea correcta de que la muerte no tiene nada que ver con noso tros hace gozosa la mortalidad de la vida, no porque añada un tiempo infinito sino porque quita las ansias de inmortalidad. Pues no hay nada temible en el hecho de vivir para quien ha comprendido auténticamente que no acontece nada temible en el hecho de no vivir. De modo que es estúpido quien asegura que teme la muerte no porque hará sufrir con su presen cia, sino porque hace sufrir con su inminencia. Pues lo que con su presencia no molesta sin razón alguna hace sufrir cuando se espera. Así pues, el mal que más pone los pelos de punta, la muerte, no va nada con nosotros, justamente porque cuando existimos nosotros la muerte no está presente, y cuando la muerte está presente entonces nosotros no existimos. Por tan to, la muerte no tiene nada que ver ni con los vivos ni con los muertos, justamente porque con aquéllos no tiene nada que ver y éstos ya no existen... Pero el sabio ni rehúsa vivir ni teme no vivir, pues ni le ofende el vivir ni se imagina que es un mal el no vivir. Y de la misma manera que de la comida no prefiere en absoluto la más abundante sino la más agradable, así tam bién disfruta del tiempo no del más largo sino del más agrada ble. El que exhorta al joven a que viva bien y al viejo a que ter mine bien es necio no sólo por lo apetitoso de la vida sino también porque el entrenamiento para vivir bien y para morir bien es el mismo (Epicuro, Carta a Meneceo, 124-126). La muerte es algo natural, es la suspensión de las sensacio nes. No es ella nuestra enemiga, sino la idea falsa que nos hace mos de ella. La calidad de la vida es lo que cuenta, no su dura ción. La sabiduría consiste en vivir bien, y quien vive bien muere bien, reconociendo mientras vive lo que la muerte tiene de ine luctable. Debemos pues aprender a reconocer la propia muerte como lo que es verdaderamente. “Vivir de acuerdo con la naturaleza” es también volver a encontrar la naturaleza en nosotros, que no somos en efecto más que seres naturales: es por tanto también morir según nuestra naturaleza propia de seres mortales, de acuerdo con la naturaleza-medio en la que vivimos y en armo nía en la naturaleza-todo de la que formamos parte íntegra mente. Si ya no estamos aquí, no quiere decir que estemos lejos, sino que nos hemos transformado en otra cosa, en aquello de lo que nos componíamos. Fuera del mundo no cae lo que muere. Si permanece aquí, aquí se transforma y se disuelve en sus elementos propios, ele mentos que son del mundo y tuyos. Y esos elementos se trans forman y no murmuran (Marco Aurelio, Meditaciones, VIII, 18).
¿Qué pasa con el espíritu humano, el alma, la conciencia? Ya sean características permanentes de una especie humana “especial” o productos de un proceso de evolución, sólo han existido para cada cual durante un instante, de un modo tem poral. Hay que verlos como son, epifenómenos naturales que especifican a los seres humanos, del mismo modo que el olfa to especifica a los perros y la fotosíntesis a las plantas. Bajo esta perspectiva que no jerarquiza a los seres naturales, las transfor maciones que suceden - y la muerte del ser humano es una de ellas-, son unas y otras igualmente explicables y “representables”, y deben reconocerse como tales. Sin embargo, el problema subsiste: ¿cómo puede ser que entre los seres naturales algunos sean capaces de verse muer tos, tengan conciencia de sí y de su propia muerte, se reco nozcan como abocados a la muerte durante la etapa humana de su transformación permanente? ¿Son los únicos en poseer esa capacidad, y esa capacidad les resulta natural? Para los estoi cos y para los epicúreos la respuesta está clara: aunque los seres humanos sean los únicos que tienen conciencia de su mortali dad, no por ello son menos naturales, y la conciencia de su pro pia muerte les es tan natural como respirar y digerir. El miedo que le tienen a la muerte es el precio que pagan por esa con ciencia de sí, cuando se ciega con falsas creencias que les sugie re la imaginación, que es una de sus características naturales. De ahí el interés que presenta la doctrina, ya sea estoica, epi cúrea u otra, que pretende abrirles los ojos sobre la naturaleza “verdadera” de su propia muerte. Pero no sólo está nuestra propia muerte. Existe el dolor por la pérdida de alguien, la muerte de nuestros familiares, amigos o seres humanos en general. ¿Cómo afrontar estas desgracias naturales? A menudo nos resulta más fácil aceptar la idea de nuestra propia muerte que la muerte de aquellos a los que ama mos. El consuelo que proponen esos sabios a veces parece más duro que la tristeza que nos quieren evitar. Dicen que así como mi muerte es natural, la muerte de los familiares también lo es, y tengo que saber aceptarla como tal: En cuanto a las cosas que cautivan el alma o que son úti les o que se anhelan, recuerda que debes preguntarte cómo son, empezando por las más pequeñas; si deseas cierta olla di: “Deseo una olla”, pues al romperse no sentirás turbación; si besas dulcemente a tu hijo o a tu mujer di que besas dulce mente a un ser humano; pues cuando muera no sentirás tur bación (Epicteto, Manual, III, p. 46).
Se dice fácilmente, pero es difícil de aceptar. Y, sin embar go, si mi muerte es natural, la suya lo es también, y no sirve de nada luchar contra la naturaleza. Pero mi pena también es natu ral, forma parte de mi comportamiento natural. Tan natural es derramar lágrimas cuando soy desgraciado que derramarlas cuan do pelo cebollas. Se objetará que mis emociones son sólo reac ciones ante acontecimientos que debería considerar naturales, y por tanto aceptar como lo que son. ¿No es gritar, chillar, llo rar, gemir, luchar, tan natural como cerrar la boca, aguantarse las lágrimas, sonreír, mantenerse firme? ¿Por qué queremos a toda costa hacer de las emociones algo más de lo que son, o menos de lo que deberían ser? ¿Por qué perderían valor mis sen timientos, o importancia, especificidad, sinceridad, al conside rarlos com o fenóm enos naturales? ¿Por qué sería yo m enos humano, menos digno de ser, si las emociones que me hacen específico como ser humano se vinculan directamente con mi funcionamiento psico-fisiológico? Mi mujer y mis hijos no son cacharros para mí, pero no por eso dejan de ser naturales: y les ocurre todo lo que ocurre a los seres naturales. ¿Cómo prepá rame para lo que tiene que ocurrirles, cómo aceptar lo que debe suceder? ¿Basta con saber lo que es para aceptar lo que debe suceder? A estas preguntas-recriminaciones tan humanas, la respuesta me parece positiva. Por supuesto, no creo que baste con saber lo que es para aceptar alegremente lo que debe suceder: las lágri mas, los gritos, los gemidos, son prueba de ello. Pero saber que todos somos seres naturales abocados a la muerte ayuda a acep tar lo que no puede negarse. Mis padres han muerto, yo mori ré, mi mujer morirá, mis hijos morirán: éstas y otras tantas son evidencias que no pueden negarse, éste es el orden de cosas tal y como querría que se realizase, muriendo yo antes que mi mujer y mis hijos, y de modo general antes de los que son más jove nes que yo. En efecto, lo único que puede esperarse, lo único sobre lo que podemos apoyamos, es cierta regularidad interna de la naturaleza, un orden de cosas que hace que los viejos mue ran antes que los jóvenes, que los hijos entierren a sus padres, y banalidades de ese tipo que constituyen lo esencial y el fun damento de la vida natural. En eso a fin de cuentas sólo pode mos invocar al destino, confiar en la suerte, esperando que suce da lo que no puede no suceder.
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Tercera conversación Sobre lo que depende y lo que no depende de nosotros1
1 Una versión anterior de este texto aparece con este mismo título en la obra colectiva L ’Avenir aujourd'hui: dépend-il de nous?, textos reunidos y pre sentados por Roger-Pol Droit, Le Monde-Editions, 1995, pp. 124-141.
El fin del ser humano, la meta hacia la cual debe tender, es vivir en conformidad con la naturaleza. ¿Podría ser de otro modo? ¿Es posible para el ser natural que soy no vivir en conformidad con la naturaleza? ¿Qué quiere decir “querer vivir en conformidad con la naturaleza” para un ser que no puede no vivir en confor midad con ella? ¿Soy libre de no vivir en conformidad con la natu raleza, en relación con qué soy libre, para qué soy libre? ¿El fin al que tiendo está enteramente determinado por lo que soy, o bien hay un espacio de libertad en el que me desarrollo y en rela ción al cual efectúo voluntariamente mi elección de buena vida? Hay unas cosas que dependen de nosotros y otras que no. De nosotros dependen la opinión, la tendencia, el deseo, la aversión y, en una palabra, cuantas son obra nuestra. No depen den de nosotros, en cambio, el cuerpo, los bienes adquiridos, la reputación, los cargoseen una palabra, cuantas no son obra nuestra. Las que dependen de nosotros son por naturaleza libres, sin impedimentos, sin trabas; las que no dependen de nosotros son débiles, serviles, sujetas a impedimentos y nos son ajenas (Epicteto, Manual, I, pp. 43-44). Para Epicteto, como para todos los filósofos estoicos, sólo depende de nosotros, es domeñable, lo que nos pertenece en propiedad: las opiniones, deseos, aversiones; en suma, los ju i cios y representaciones mentales que se producen en nuestro interior. No depende de nosotros todo lo que nos es exterior y lo que, en nosotros mismos, nos viene del exterior, lo que se refiere a nuestras representaciones mentales, el cuerpo, la situa ción social, la naturaleza que se nos impone: lo psicológico, lo fisiológico, lo social, lo natural. En otras palabras, en el mundo determinista estoico, las cosas, estén en nosotros o fuera de nosotros, no dependen de nosotros, no están bajo nuestro con trol. Pero en virtud de la paradoja estoica que sitúa y limita la autonomía al consentimiento, dependen de nosotros los juicios sobre las representaciones mentales que nacen de la impresión que las cosas nos causan y, más paradójicamente aún, los actos que resultan de esos juicios. El ser hum ano no es dueño del contenid o y de la pro ducción de sus representaciones mentales, pero es dueño de la confianza que les atribuye. Para Epicteto, el hombre razo nable, teniendo en cuenta la libertad de consentim iento de la que dispone “por naturaleza”, debe dar su adhesión úni camente a las representaciones verdaderas, y no debe seguir más que las inclinaciones adecuadas a la naturaleza verdade ra de las cosas:
No turban a los hombres los acontecimientos, sino los juicios sobre los mismos; por ejemplo, la muerte no tiene nada de terrible, ya que también a Sócrates se lo hubiera pare cido; pero es el juicio, de que es terrible la muerte, ese mis mo juicio, el que resulta terrible. Pues bien, cuando nos sin tamos contrariados, turbados o apenados, nunca culpemos a otro, sino a nosotros mismos, esto es, a nuestros propios juicios. Echar en cara a otros aquello por lo que uno mismo tiene una contrariedad, es propio de una persona no forma da; echárselo en cara a uno mismo, es propio de uno que ha empezado a adquirir una formación, y no culpar ni a uno mis mo ni a otro, es de alguien que ya está formado (Epicteto, Manual, V, p. 48). * Una vez que se sabe distinguir lo que depende de nosotros de lo que no depende, la estrategia resulta clara. Conviene acep tar lo que no depende de nosotros, lo que nos es exterior, lo que no está bajo nuestro control: los datos y accidentes de nues tro cuerpo, las condiciones del nacimiento, las circunstancias de la vida, las leyes y azares de la naturaleza en la que vivimos. No se trata simplemente de reconocer con pasividad la necesi dad de aceptarlo, de consentir plenamente: no un ciego fata lismo, sino un am orfati, una acritud activa de consentimiento hacia lo que de todas formas se nos impone. Y sobre todo hay que esforzarse en dominar lo que depende de nosotros, lo que está bajo nuestro control: los juicios sobre representaciones mentales, pensamientos, opiniones, pasiones, y las acciones que se derivan de esos juicios. Recuerda, por consiguiente, que si piensas que es libre lo que por naturaleza es servil, y propio lo que es ajeno, sentirás contrariedad, aflicción, turbación, harás reproches a dioses y hombres; pero si pensas que sólo lo tuyo es tuyo, y ajeno lo ajeno, como en efecto lo es, nadie te forzará jamás, nadie te estorbará, no harás reproches a nadie, no acusarás a nadie, no harás absolutamente nada en contra de tu voluntad, nadie te causará pequicio. No tendrás enemigo alguno; pues no sufri rás nada (Epicteto, Manual, I, p. 44). Toda la sabiduría estoica se condensa en estas líneas: acep, tar lo ineluctable, dominar lo domeñable, partiendo de la idea de que el ser humano es capaz de distinguir lo domeñable de lo que no lo es. El sabio estoico, enteramente determinado tanto por la naturaleza-todo como por la naturaleza-medio y su natu raleza propia, no por eso es menos libre doblemente: con una
libertad exterior que le hace aceptar aquello contra lo cual no puede nada, es decir, el desarrollo de las cosas que se le impo nen; y con una libertad interior que le hace dueño y responsa ble de los juicios que profiere sobre lo que es y lo que sucede: No pidas que los sucesos ocurran como tú quieres; tóma los gustoso como vienen y encauzarás bien tu vida (Epicteto, Manual, VIII, p. 51). Para el filósofo estoico no dependen de nosotros ni la natu raleza-todo que nos gobierna, ni la naturaleza-medio que nos rodea, ni la naturaleza que nos es propia, ya se trate del cuer po y sus contingencias o de la situación social. La naturalezatodo no depende de nosotros, desde el mom ento en que el Todo no puede depender de la parte que él produce. La natu raleza-medio tampoco depende de nosotros, sino que nosotros dependemos de ella. En invierno hace frío, en verano calor, hay terremotos, inundaciones, sequías: no puede hacerse más que aceptarlo, intentando arreglárselas lo mejor posible. Los hom bres de la Antigüedad no se consideran dueños de la naturale za-medio, son el juguete, sometido a sus caprichos; experi mentan un sentimiento de respeto e incluso de miedo hacia ella. Por supuesto, actúan en y sobre la naturaleza-medio median te su trabajo y técnicas. Pero se consideran siempre como soli citantes ante ella. No someten la naturaleza a su voluntad, sino que adaptan la voluntad a la naturaleza. La naturaleza ordena respeto, y los seres humanos se pliegan a la naturaleza: ella no les debe nada, y si les concede sus favores, son los seres huma nos quienes deben mostrar gratitud. Nuestra naturaleza propia tampoco depende de nosotros. Los seres humanos son seres naturales, cuerpos que nacen, se desarrollan y mueren de acuerdo con las leyes naturales. Quie re decirse que las circunstancias primeras del cuerpo no depen den de nosotros. Uno nace con buena salud, otro enfermizo; uno con buena memoria, otro no, y suma y sigue. La diversi dad psico-fisiológica de partida de los seres humanos es una circunstancia contra la cual nada podemos, y hay que aceptar la sin quejarse. Por supuesto, debemos ocupamos del cuerpo, alimentarlo, cuidarlo, respetarlo. Hay que darle lo que se le debe, pero no más de lo que merece. Las circunstancias de partida de la situación social tampo co dependen de nosotros, sino que somos nosotros los que dependemos de ellas. Epicteto nació esclavo, Marco Aurelio nació emperador. Las condiciones del nacim iento y las cir-
cunstancias de la vida hacen que uno haya nacido para obede cer y otro para mandar. Cada cual debe aceptar su lugar, y cum plir con su función social lo mejor posible, allí donde la suerte le ha colocado. No sirve de nada clamar contra el destino: hay que aceptarlo e intentar actuar lo mejor posible allí donde las circunstancias se nos imponen. Por supuesto, podemos esfor zamos en actuar sobre la situación social mediante el trabajo, la intriga o la violencia. Pero no por eso dejarán de estar ahí las circunstancias de partida que nos m arcan para siempre. La coyuntura social es considerada como un elemento natural al que, para ser sabio, debe uno saber someterse, una vez que se ha comprendido la vanidad que encierra el querer cambiarla. Esta aceptación es, por descontado, conservadora. No sirve de nada querer cambiar las circunstancias de la vida, pues éstas se imponen por sí mismas. Y lo que a veces puede parecer un cam bio voluntario de las circunstancias, con más frecuencia, si no siempre, es sólo una transformación “natural” que ocurriría de todas formas, teniendo en cuenta la evolución “natural” de la “volición” de quien cree ser la causa de ese cambio.
El “Yo” transparente Para los filósofos de la Antigüedad, y más concretamente para los estoicos, la actividad de nuestro “yo”, y sólo ella, depende de nosotros. Si retomamos de forma muy somera la tripartición clásica del alma en los antiguos (el alma vegetativa que perci be, el alma animal que siente, el alma racional que juzga), pue de decirse que se distingue en cada uno de nosotros un “en sí” y un “yo”. Nuestro “en sí” está constituido por un alma vege tativa que nos pone en relación con el mundo exterior por mediación de las percepciones, y con el propio cuerpo a través de las sensaciones; y por el alma animal, que es el lugar inter no de desarrollo de los sentimientos, deseos, pasiones, y el lugar externo de su expresión. Por lo que respecta a nuestro “y o”, está constituido por el alma racional, propia de los seres huma nos, que disponen del logos, a la vez razón y lenguaje. Una de las funciones principales del alma racional es emitir juicios sobre lo que es y lo que no es, sobre lo que hay que hacer y lo que no hay que hacer. Bajo este aspecto, controla las percepciones, intentando verificar su veracidad - y cumple así con su función cognitiva teórica-; domina las pasiones aceptando o rechazan do actuar de acuerdo con su impulso - y cumple así con su fun ción cognitiva práctica-. Nos vemos entonces conducidos a dis-
tinguir en el interior de nuestro espíritu dos niveles mentales: el nivel del alma vegetativa y del alma sensible, el nivel del “en sí”, que atañe a lo que en nosotros no depende de nosotros, y el nivel del alma racional, el nivel del “yo”, que atañe a lo que depende de nosotros. El “yo” del que habla Epicteto es capaz de emitir juicios verdaderos, cuando no se deja llevar por el alma animal y sus pasiones, por el alma vegetal [sic] y sus percepciones. En esta psicología somera, el “yo” de Epicteto puede verse como una entidad separada de su soporte psico-ñsiológico. Es un “yo” sin pasiones y sin percepciones, un “y o ” sin cuerpo, sin vínculos sociales, sin pasado, una conciencia pura separada de los datos de la experiencia externa e interna, capaz de obser var de modo adecuado y objetivo las cosas internas y externas y de emitir juicios verdaderos sobre ellas. Lo que pertenece en propiedad a ese “yo” es esencialmente la capacidad de recha zar o aceptar los datos que se le presentan. Puede ocurrir que ese “yo” se deje arrastrar hacia lo bajo, que olvide su función propia; y de sujeto trascendental que era se vuelve objeto de las pasiones y percepciones, más que dueño de ellas. Lo cual no impide que, idealmente al menos, cada cual deba tender a ser dueño de sí. El dominio de sí mismo, aunque se trate sólo de un ideal regulador, tiene un impacto directo sobre la vida de aquellos que buscan com prom eterse en el camino de la sa biduría. Este ideal de dominio de sí mismo de los antiguos tiene sen tido únicamente si se admite tanto la autonomía como la trans parencia del “yo” que tiene que dominar al “en sí”. Por “auto nomía del “yo” entiendo la posibilidad que el “yo” tiene de determinar libremente las reglas de juicio y de conducta a las que se somete, las invente o bien las acepte. Por “transparen cia del “yo” entiendo la posibilidad que tiene el “yo” de cono cerse como lo que es verdaderamente, y de ser dueño de su “en sí” por el hecho mismo de ese conocimiento de su ser propio. La transparencia del “yo” implica que por encima de los acci dentes de la naturaleza personal, del “en sí”, nos resulta posi ble, al menos idealmente, contactar y conocer a nuestro “yo” verdadero y actuar efectivamente en él. Necesitamos para ello aprender a reconocer y superar las contingencias del cuerpo, las peripecias de la vida y, sobre todo, el hervidero de senti mientos y pasiones -c o n el fin de instalamos en nosotros como dueños de nosotros mismos. Por supuesto - y Epicteto lo dice y repite-, el ser humano, todo ser humano, se ve a menudo perturbado por sus pasio-
nes. Pero el esfuerzo filosófico consiste precisamente en ejerci tarse en hacer el vacío en sí mismo, echar fuera lo que pertur ba y ciega al alma racional, con el fin de que ésta pueda (re)tomar contacto con su verdadera realidad, reconocerse como lo que debe ser, encargarse del desarrollo de su vida. Cualquier acción sobre las pasiones y percepciones implica el conocim iento y dominio de las mismas. Este aspecto de la transparencia para uno mismo, incluso si sólo se trata de un ideal deseable, es fun damental si se quiere comprender el proceder de los filósofos antiguos hacia la sabiduría. Puedo esperar hacerme dueño de mí porque quiero ser transparente ante mí mismo, porque pue do ver a través de mí. Cuanto más transparente llego a ser en el conocim iento de mis debilidades y de mi fuerza también, más dueño de mí me vuelvo. Desde esta perspectiva, el filósofo, la actividad del filósofo, puede verse como una ascesis espiritual, com o un modo de vida en cuyo marco se aprende a evitar las “malas” pasiones y a ejercitarse en la virtud, el deseo de saber, la prudencia, la tem planza, en suma, el conjunto de cualidades que es convenien te apropiarse si se quiere avanzar en el camino del perfeccio namiento de sí mismo. El filósofo es alguien que se dedica a dominar su “en sí”, es decir, lo que en él son elementos natu rales y sociales, poniendo a trabajar su “yo”, con el fin de des prenderse de las contingencias de la naturaleza y de la sociedad para centrarse en sí mismo, para no ser una cosa entre las cosas, sino una mirada correcta sobre las cosas.
El “Yo” opaco ¿Tiene aún sentido para nosotros esta célebre distinción de Epic teto? ¿Qué depende de nosotros y qué no depende? Hoy en día, la problemática de la dependencia y del dominio parece inver tida. Da la sensación de que controlamos mejor la naturaleza, el cuerpo e incluso ciertos aspectos de la condición social. Por el contrario, tenemos cada vez menos el sentimiento de controlar nuestro “yo”. Nuestro “yo” ha dejado de sernos transparente y ya no nos creemos dueños de nosotros mismos. En suma, tene mos la impresión de que las cosas dependen cada vez más de nosotros, y de que el “yo” depende cada vez menos. La naturaleza, considerada como medio en el que vivimos, nos parece cada vez más cognoscible y más controlable. Con la ciencia y gracias a la tecnología, nuestro dominio sobre las cosas aumenta sin cesar. Dadnos tiempo y medios y moveremos el
universo. Por supuesto, no somos capaces de controlar entera mente a la naturaleza, de dominar el conjunto de los fenóme nos naturales, de someter la naturaleza a nuestra voluntad. Pero sabemos cada vez más emplear las fuerzas de la naturaleza en nuestro provecho, domesticarla con astucias, dominarla em pleando leyes para someterla a nuestros deseos y necesidades. Nuestro cuerpo mismo es algo más que un simple estado de hecho, que un elemento que debe aceptarse y con el cual tene mos que aprender a arreglárnoslas. Es también aquello sobre lo que podemos actuar para mejorar la calidad de vida, para pro longarla, para cambiarla. Ocurre lo mismo con las cuestiones sociales, económicas y políticas. A pesar de los fracasos que constatam os a nuestro alrededor, tenemos la impresión de que se puede actuar sobre lo político, lo económico y lo social: de ahí un voluntarismo que se muestra de diversas formas. Nos parece que tenemos los medios, si no para dominar, sí para saber en qué dirección que remos llevar el ámbito de lo social, de lo económico y de lo polí tico, plegándolo a los ideales que nos parecen propios y ade cuados para la humanidad entera. En cambio, como si hubiera que pagar un precio por el domi nio relativo de la naturaleza-medio bajo los aspectos material y social, hemos perdido la transparencia del “yo” de los Antiguos, o más bien hemos abandonado la ilusión de esa transparencia. Nos consideramos cada vez más como seres naturales y socia les, y cada vez menos como sujetos autónomos. A fuerza de conocer mejor la naturaleza-medio material y social, hacemos depender de ella cada vez más nuestra naturaleza propia. Cree mos que la herencia, la primera infancia, las creencias, el medio familiar, las condiciones económicas o las situaciones históri cas explican lo que somos, y sobre todo lo que sentimos, lo que pensamos, lo que decimos, lo que hacemos. Estos elementos constitutivos de nuestra persona ya no son, como lo eran para Epicteto, cosas que no dependen de nosotros, que supuesta mente aceptamos en lo fáctico y aprendemos a superar en el pensamiento y la acción. Por el contrario, reconocemos hoy en estos elementos, tanto en lo que consideramos innato como en lo adquirido, lo que fundamenta el “yo” más íntimo, el “yo” de nuestros pensamientos, pasiones y juicios. Y ese “yo” basado en elementos que no puede controlar se ha vuelto por ello un “yo” opaco, un “yo” que ha dejado de ser transparente para sí mismo, un “yo” que ya no se deja dominar, un “yo” que se des vanece en tanto que tal “yo”, fundiéndose en el conjunto de los elementos que lo constituyen.
Forzando las cosas para hacer más conspicua la diferencia, se tiene a menudo la impresión de que el “yo” de los Antiguos, que se creía capaz de dominar sus pensamientos, sus juicios, sus pasiones, se ha perdido completamente en su “en sí”; que el sujeto autónomo de los Antiguos ha desaparecido, dejando sitio a la persona totalmente determinada de los modernos, que depende por completo de los elementos que la constituyen, los genes, la primera infancia y el medio social. Parece que hemos perdido la idea de la autonomía del “yo”, la capacidad libre de aceptar o rechazar. Lo que aparentemente es un asentimiento del “yo” se explica cada vez más por la naturaleza del “en sí”. Por supuesto, sabemos cada vez más cosas sobre ese “en sí”, y ese saber nos permite actuar sobre él. La genética, la psicolo gía, el psicoanálisis, la religión, la sociología, la economía, la política, son otras tantas vías para esclarecer y comprender el “en sí” en que nos hemos convertido. Pero su influencia cre ciente ha tenido como efecto precisamente el desvelamiento de la ilusión y de la autonomía del “yo”. Nuestro conocimiento externo del “en sí” aumenta a expen sas de la conciencia “interna”, directa, intuitiva, que creíamos poseer de nuestro “yo”. Tenemos cada vez más tendencia a ocul tamos detrás del “en sí” para explicar y excusar conductas y pensamientos que no nos atreveríamos a atribuir a un “yo” con siderado como sujeto autónomo, dueño de sí, juez de sus pen samientos, responsable de sus actos. El “yo” transparente de los Antiguos se ha desvanecido en la brama de los azares de la mezcla de genes, de los acontecimientos de la primera infan cia, del medio socio-económico y de las circunstancias políti cas -reforzando la preponderancia del “en sí” que examinamos por todas partes para aprender a conocerlo mejor, con el fin de actuar sobre él, y eventualmente transformarlo. El problema que se nos plantea es pues el siguiente: ¿exis te todavía o, más exactamente, ha existido alguna vez en noso tros un “yo” distinto del “en sí”, o bien somos sólo un “en sí” que se figura a veces ser un “yo”? En otras palabras, ¿el “yo” se deja reducir completamente al “en sí”, o no? ¿El “yo” existe sólo en función de lo que el “en sí” piensa de él? Si no tenemos un “yo” en el sentido antiguo de sujeto autónomo, en el sentido de entidad separada que sería transparente para sí misma, la cuestión del control del “yo” se plantea de modo muy distin to. Toda conducta, toda actitud, toda toma de posición puede entonces imputarse a elementos que no son directamente con trolables por el susodicho “yo” -a u n si algunos de esos ele mentos pueden dominarse desde el exterior cuando se trata de
otro o de nosotros mismos, ya sea con manipulaciones genéti cas, con transformaciones del medio familiar o incluso con peda gogías nuevas. Si mi “yo” se reduce totalmente a mi “en sí”, sea yo un san to, un héroe o un criminal, yo no tengo nada que ver en eso, igual que si soy un artista o un m atemático. Todo debe atri buirse a elementos “externos”: mi herencia, familia, sociedad, cultura. Llevando la argumentación al límite, no soy responsa ble ni de mí mismo ni de mis actos. Mi conducta ética, mi deseo de sabiduría son elementos tan predeterminados como mi aspec to físico: puedo controlarlos como puedo controlar tal o cual aspecto de mi funcionamiento fisiológico, ni más, ni menos. Lo cual no quiere decir que un “en sí” no pueda ser un ser moral, un sabio o un aspirante a la sabiduría, sino que lo es por herencia, por educación, por cultura - y no por decisión, por compromiso, por voluntad, por libertad-. Triste conclusión: Sócrates nació sabio, no tuvo ningún mérito en serlo. Le bas tó con nacer Sócrates, igual que a Fidias le bastó con nacer Fidias para hacerse el escultor que fue. Nos transformamos así en habitantes de un mundo de la determinación absoluta, en el que el papel de Dios que otorga su gracia se confiere a la dis posición aleatoria de los genes y de las circunstancias. Volve mos pues al mundo com pletam ente predeterminado de los estoicos, sin el “yo” autónomo tan paradójico cuya existencia proponían ellos. ¿Podemos aún hablar de moral y de sabiduría, cuando el dominio del “yo” sobre el “en sí” es sólo un dato natural, cuan do nos parece que el acto moral y la aspiración a la sabiduría únicamente tienen sentido referidas a nuestra libre elección? Si ya no existe un “yo” autónomo, y sólo un “yo” autónomo pue de optar libremente por actuar moralmente y aspirar a la sabi duría, debe concluirse que un “en sí” que se conduce moral mente no es un ser moral, puesto que se conduce así por la necesidad de su naturaleza y no por su libre elección; que un “en sí” que aspira a la sabiduría aspira necesariamente a la sabi duría, y por tanto se ve empujado a ello por su naturaleza pro pia, su disposición, lo que en él se le impone, y no por su volun tad libre. Acabamos de m encionar lo esencial. Para Epicteto, sólo quien opta libremente por ser un ser moral es verdaderamente un ser moral; sólo quien opta libremente por ser sabio puede volverse sabio verdaderamente. Pero por otra parte para Epic teto, filósofo estoico, el mundo y todo lo que hay en él está completamente predeterminado, puesto que es el resultado
de un desarrollo necesario. Volvemos a encontrar entonces la paradoja del pensamiento estoico: ¿cómo ser libre en un uni verso en el que todo efecto tiene su causa necesaria, de otra manera que dando su consentim iento a todo lo que ocurre necesariamente? En otras palabras, ¿estamos completamente determinados por nuestro “en sí”, o bien hay en cada uno un “yo” que se despliega en un espacio de libertad que le es pro pio, un espacio en el que la libertad no es únicamente de con sentim iento, sino también y sobre todo de elección? Como dijo Zeus a Epicteto: [...] te di una parte de nosotros mismos, la capacidad de impul so y repulsión, de deseo y de rechazo, y, en pocas palabras, la de servirte de las representaciones (Epicteto, Disertaciones por Amano, I, 1,12). En este estado de cosas, y como contrapeso a la postura de Epicteto, me parece importante señalar la postura de Epicuro tal y como la expresa Lucrecio en su De Natura Rerum. A pri mera vista Epicuro es el hombre de la libertad, vive en un mun do en el que nada está determinado de antemano, un mundo en el que cualquier transformación o cambio se produce de modo aleatorio. En un mundo semejante, la libertad humana es inhe rente a la naturaleza de las cosas, está basada en la existencia del clinamen, por cuya gracia los mundos se hacen y deshacen: En fin, si un movimiento se enlaza sin parar con otro y del antiguo surge uno nuevo en determinado orden sin que los primordios al desviarse ocasionen algún inicio de movimien to que quebrante las leyes del destino a fin de que una causa no siga a otra indefinidamente, ¿de dónde en la tierra les vie ne a los vivientes esa decisión? ¿De dónde sale, insisto, esa decisión desligada del destino gracias a la cual nos dirigimos a donde a cada uno arrastra su gusto, torcemos además los movimientos, y no en tiempo determinado ni en dirección determinada sino a donde por propia cuenta nos lleva nues tra mente? Porque está fuera de toda duda que a estas accio nes da inicio la decisión de cada uno en particular y que a par tir de ahí el movimiento se difunde por los miembros (Lucrecio, La Naturaleza, II, Madrid, Gredos, 2003, pp. 186-187). Esto equivale a decir que la libertad humana, tal y como se expresa en la voluntad de actuar de tal o cual modo, no difiere en esencia de la libertad de movimiento de los átomos que el clinamen provoca:
Por eso también en las semillas es necesario que admitas que, aparte del choque y el peso, hay otra causa de movimiento, de la que deriva esa facultad innata en nosotros, ya que vemos que nada puede a partir de nada llegar a ser. Y es que el peso impide que todo llegue a ser mediante choque, mediante una fuerza exterior en cierto modo. No, sino que el que la mente, para hacer toda cosa, no contenga en sí una necesidad inter na ni se vea por una suerte de atadura obligada a sobrellevar y padecer, eso lo consigue la pequeña desviación de los prin cipios en dirección indeterminada y en momento indetermi nado (Lucrecio, La Naturaleza, II, p. 188). El ser hum ano epicúreo es libre, pero no lo es ni más ni menos que los átomos que constituyen su mundo, cuerpo y espíritu. Su libertad no es una libertad de elección, sino de indi ferencia: hace esto o aquello, piensa esto o aquello, sin que nada le empuje a actuar más de un modo que de otro. En el ámbito moral esto quiere decir que hace indiferentemente el bien o el mal, sin que nada dirija su acción en una dirección más que en otra. A la pregunta de “¿qué es lo que depende del ‘yo’ epicú reo?” la respuesta está clara: depende todo de él, pero de un modo totalmente indiferenciado, aleatorio, imprevisible. Se encuentra uno atrapado entonces entre el “todo-determinismo” estoico y el “todo-libertad” epicúreo, entre un “yo” completamente predeterminado y un “yo” completamente indi ferenciado. En ambos casos se está lejos de la libertad de elec ción tal y como nosotros la entendemos. Para superar su “tododeterminismo” y salvar la libertad humana, Epicteto se enreda en una paradoja. Hace salir al “yo” del orden de la determina ción, del orden del “en sí”, incluyéndolo en un orden aparte, que es por así decirlo externo al orden de la determinación, mientras que en principio nada puede ser exterior a éste. A ello hay que añadir que el “yo” libre de Epicteto sólo es libre para preferir el bien y rechazar el mal, dado que el mal y el bien están inscritos en la realidad de las cosas, en la naturaleza que hay que aceptar y amar. Por su parte, Epicuro con su “todo-libertad” se embrolla también en una paradoja. Puedo y debo imponer reglas a mi “yo” en un mundo en el que reconozco que mi “yo” es el resul tado de procesos aleatorios, lo cual debería tener como conse cuencia lógica dejarme vivir la vida como me plazca, de acuer do con la idea de que, en un mundo sin leyes, anything goes. El epicúreo que escoge vivir de acuerdo con reglas que se impo ne a sí mismo se somete voluntariamente a unas restricciones que o inventa o acepta, con objeto de llevar en este mundo alea
torio una vida que para él sea más digna. La libertad de elec ción que pretende no es en realidad más que una sumisión a los valores que se da, los cuales, si se mira bien, no pierden nunca su carácter aleatorio. Para uno como para el otro, el “yo” se vuelve cada vez menos transparente y más opaco: el “yo” estoico se deja atrapar por su “en sí” y depende cada vez más de causas anteriores; el “yo” epicúreo sacrifica su libertad de indiferencia para agarrarse a una pseudo-libertad de elección. Cogido entre estos dos esco llos, ¿puede aún hablarse de un “yo” autónomo?
La autonomía del “Yo” Puede entenderse la autonomía del “yo” en dos sentidos dife rentes. En un sentido ontológico, si se atribuye a la entidad autó noma una existencia propia e independiente, una existencia subs tancial que la distingue de lo que no es ella; en un sentido funcional, si se dice que la entidad autónoma actúa de forma independiente, dependa o no de algo distinto a ella misma. ¿En qué sentido puede hablarse de la existencia separada de un “yo” autónomo? Para quien no cree en la existencia de un alma separada que estaría compuesta por un material distinto al del cuerpo humano, la autonomía ontológica de un “yo” dis tinto del “en sí” plantea problemas. Bajo la perspectiva naturalista-inmanentista, si se quiere a toda costa conceder al “yo” un modo de ser separado, puede considerarse ese "y o” como la expresión compleja de nuestro “en sí”. Partiendo de la multi plicidad, variedad y complicación de elementos que forman el “en sí”, se supone que la com binación de esa multiplicidad, variedad y complicación conlleva un salto cualitativo. Nuestro “yo” autónomo emerge a partir de los elementos que constitu yen el “en sí”. Nuestro “en sí” es cuantitativo y complicado, está hecho de una suma de elementos, lo numerosos y difíci les de distinguir que sean. Nuestro “yo” es cualitativo y com plejo, un compuesto de elementos, algo distinto de la suma de elementos que lo constituyen. Desde este punto de vista hay entre nuestro “en sí” y nues tro “yo” la misma diferencia que entre una mezcla y un com puesto. Nuestro “en sí” se deja reducir a sus elementos, nues tro “yo” no se deja resumir en sus componentes. Toda tentativa por reducir el “yo” a los elementos que constituyen el “en sí” le hace perder su especificidad, hace del “yo” un “en sí”. Nos reconocemos como somos, seres que no se constituyen a sí mis-
mos, seres formados por elementos que no controlamos. Pero la riqueza y variación de esos elementos hacen emerger un ser único, que no puede reducirse a los elementos que lo compo nen y que posee grados diversos de libertad dentro de los lími tes de las coacciones impuestas por los elementos que lo cons tituyen. Sin embargo, desde este punto de vista ontológico, nuestro “yo” autónomo existe sólo en tanto que fundamentado y por completo dependiente de los elementos que constituyen nues tro “en sí”. Bajo esta perspectiva, la autonomía del “yo” se basa a ñn de cuentas en nuestra ignorancia, actual o definitiva, acer ca de los procedimientos por los cuales se pasa de una mezcla de elementos a su compuesto, de un nivel de realidad compli cado a un nivel de realidad complejo. La idea del posible cono cimiento íntegro del “en sí”, aunque sólo sea una eventualidad teórica, aunque los hechos nunca puedan proporcionarlo, mues tra que la autonomía ontológica del “yo” quizá no es más que una ilusión imputable a lo que no sabemos y que tal vez nun ca sepamos sobre nosotros mismos. Se trata a fin de cuentas de una autonomía por defecto, que es la constatación de nuestra ignorancia. Si seguimos queriendo hablar en este sentido de un “yo” autónomo, se trata de una autonomía empírica más que de una autonomía absoluta, de una autonomía de hecho más que de una autonomía de derecho. El otro modo de comprender la autonomía del “yo”, que me parece más interesante, pero que a fin de cuentas resulta igual de problemática, es poniendo el acento en el aspecto fun cional, en lo que sucede, en lo que se hace, más que en lo que es. Al privilegiar el aspecto funcional pongo entre paréntesis la cuestión de la existencia separada del “y o” autónomo, en el modo que sea, y no presto atención más que al funcionamien to de ese “yo” en mí. Observo la conducta del “yo”, indepen dientemente de lo que pase en el “en sí”. Desde esta perspec tiva, el “y o” autónomo no se contem pla com o un “en sí” hipercomplejo, sino como la expresión funcional, la manera de ser de nuestro “en sí” - y ello únicamente en un ámbito privi legiado del pensamiento y acción humanas, en el ámbito de los valores, el bien, lo verdadero, lo bello, lo ju sto -. Pues es en el ámbito de los valores donde a veces tenemos la impresión de actuar como si fuéramos sujetos autónomos, seres libres. En efecto, la mayoría del tiempo asumimos que funciona mos en el marco de nuestro “en sí”; en él la conducta es casi siempre, si no siempre, previsible. Actuamos en función de lo que se espera de nosotros, teniendo en cuenta lo que somos.
Aveces nos sucede, sin embargo, que actuamos en contra del “en sí”; por retomar los términos de Epicteto, a veces domina mos nuestras pasiones, deseos y aversiones, en un mundo sin trascendencia, sin recompensa ni castigo, sin normas externas, en nombre de valores que hacemos nuestros, lo verdadero, el bien, lo justo, lo bello. Entonces nos parece que actuamos de forma autónoma, y tenemos la impresión de que el “en sí” se somete al “yo”. No obstante, también entonces, si se mira de cerca, se cons tata que esas acciones que parecen autónomas se explican muy bien con los términos del “en sí”. Actuamos de tal modo por que esa es nuestra naturaleza propia, nuestra disposición. Actua mos de hecho “de acuerdo con nuestra naturaleza”. Lo que parece ser una conducta contraria a nuestro “en sí” es de hecho compatible con aspectos esenciales del “en sí”, incluso aunque se oponga a otros. Vamos en contra de las pasiones en nombre de las normas: pero esas normas son otro aspecto de nosotros mismos, forman parte del “en sí”, bien sea por educación, cul tura o quizá incluso herencia. Por esta razón nada les distingue de las leyes naturales que se nos imponen según algún aspec to determinado del “en sí”. Lo que parece ser un modo de actuar autónomo puede verse así como un funcionamento natural: lo cual pone en entredicho la autonomía funcional del “yo”. Queda aún un medio para defender la autonomía funcional del “yo” retomando el argumento clásico de los futuros con tingentes. Incluso si todo puede explicarse, en el pensamiento y la conducta, por nuestro “en sí”, de ello no se deduce que todo se deje prever. Después todo se explica, pero todo no pue de determinarse por adelantado. Por supuesto, buena parte de nuestra conducta es completamente previsible. Pero parece que hay momentos de la vida en los que nos conducimos como “yoes”, como seres libres cuyos actos son imprevisibles, aun admitiendo que incluso esa conducta libre se deje explicar des pués con los términos de nuestro “en sí”. Actuamos a veces como seres libres, incluso si nos explicamos siempre como seres determinados. El “en sí” nos explica lo que somos y lo que hemos hecho; el “yo” nos dice a veces lo que queremos y debe mos hacer. El “en sí” explica el pasado, y el “yo” informa a veces el futuro de modo aparentemente imprevisible. Ontológicamente” somos por completo “en síes”; a veces nos ocurre que funcionalmente actuamos como “yoes”: en eso se muestra nues tra autonomía. También entonces puede que todo esto no sea más que wish fu l thinking, un deseo que tomamos por realidad, una esperan
za que arrastramos y deberíamos tener el rigor y la valentía de desvelar como lo que es: una ilusión que tenemos que superar. El hecho de poder explicarlo todo después por el “en sí” mues tra que el “yo” no hace nada verdaderamente nuevo. Se trata del mismo argumento que he usado contra la autonomía ontológica. No saber de antemano lo que va a ocurrir puede impu tarse a que ignoramos las sutilezas de nuestro funcionamiento interno. La imprevisibilidad de algunas de nuestras actuacio nes no debe forzosamente considerarse como signo de auto nomía funcional, sino como signo de la complejidad de ciertos procedimientos mentales que nos llevan hacia tal o cual direc ción de acción. Eso no es todo. La autonomía funcional, tal y como acaba mos de enfocarla, se manifiesta mediante preferencias, median te lo que consideramos una elección acertada. Pero entonces la pregunta que se plantea es: ¿qué es una buena elección? ¿Por qué privilegiar tal valor más que otro? ¿Por qué preferir lo verdadero a lo falso, lo bello a lo feo, el bien al mal, lo justo a lo injusto? ¿Escogemos estas cosas al azar, o en función de nuestra natura leza propia? Hallamos aquí la postura epicúrea de la libertad de indiferencia. Me dicen que quien escoge el mal se deja guiar por sus pasiones, y que por tanto no puede ser autónomo. Pero quien se deja guiar por el bien, ¿no se deja guiar también por una pasión, la pasión de lo verdadero, del bien, de lo bello, de lo justo? Si la autonomía funcional consiste en someterse a normas, sobre todo si son inmanentes, ¿puede hablarse aún de autonomía? ¿Un “yo” verdaderamente autónomo no debería ser capaz de disponer de sus normas, hacer lo que quiere, eventualmente inventarlas o prescindir de ellas, y no someterse a ellas? Epicteto, como hemos visto, distingue la libertad interior del sabio de su libertad exterior. La libertad exterior, que es una libertad de consentimiento, consiste en la capacidad del sabio para aceptar lo ineluctable; la libertad interior, que es una liber tad de elección, se manifiesta por su capacidad de juzgar los datos que no dependen de él, darles su asentimiento u opo nerles su rechazo, y obrar en función de su toma de postura. Sin embargo, el sabio, en cuanto se somete a normas, deja de ser autónomo, no tiene libertad interior, sólo tiene una libertad de consentimiento y no una libertad de elección. Y lo que es cierto para el sabio de Epicteto lo es también para el de Epicu ro y para cada uno de nosotros: nuestra autonomía funcional no es en el mejor de los casos más que una libertad de acepta ción de las normas que se nos imponen, y no una libertad de elección respecto de esas normas.
En suma, la autonomía funcional parece quedar en tan mal lugar como la autonomía ontológica. Hubiese querido llegar a una conclusión más halagüeña, hubiese querido poder anun ciar y, sobre todo, establecer de modo certero la autonomía de mi “yo” frente a la determinación de mi “en sí”. Desgraciada mente no lo consigo, no tengo medios “objetivos” para decidir si soy un ser autónomo o no. Por el contrario, más de un indi cio me hace creer que no lo soy. A estas alturas, si quisiera obrar como un ser racional, después de haber evaluado los pros y los contras, debería admitir que tengo más probabilidades de estar completamente predeterminado que de ser autónomo; debería considerarme como un “en sí” que a veces tiene la ilusión de ser un “yo”. Llego así a plantear(me) la pregunta que he descartado has ta ahora: ¿por qué querer ser autónomo? Hasta ahora me he preguntado si soy autónomo, tanto desde un punto de vista ontológico como funcional, y he llegado a la conclusión de que no puedo decidirlo. Sin embargo, constato que insisto en sal vaguardar al menos la posibilidad de autonomía. ¿Por qué? ¿Por qué querer ser autónomo en un mundo de apariencia deter minada? ¿En qué cambian m i manera de ser, de pensar y de actuar según sea o no autonómo, según me crea o no autóno mo? ¿Qué gano creyendo que soy autónomo, aparte de una mejor opinión de mí mismo? ¿La autonomía es una realidad que descubro en mí, o es sólo una ilusión que preservo para mi confort personal, un apoyo sobre el que me sostengo para circular m ejor en mi mundo? Entonces, ¿de qué manera me permite ese apoyo circular mejor en mi mundo? Más que de autonomía propiamente dicha, creo que es mejor hablar de deseo de autonomía, o incluso de la autonomía como ideal; si enfocamos la autonomía no desde el ángulo teórico del entendimiento, sino desde el ángulo práctico de la voluntad. No sé si soy autónomo, no sé si puedo serlo, pero sé que quie ro serlo, del mismo modo que quiero ser sabio, y bueno, y jus to, y bello. Existe en mí un deseo de depender de mí mismo, de ser dueño de mí mismo, con objeto de ser lo que quiero ser, actuar como creo que debo actuar. No se trata de una libertad de indiferencia en la que todo vale, ni de una libertad de con sentimiento a lo que es y a lo que soy, sino de una libertad diri gida hacia una optimización de mí mismo, en función de una autoimagen que intento (a veces) formar, autoimagen que se funda en general sobre los exempla que me proponen mi cul tura, mi educación o mi idiosincrasia. Por retomar la forma kan tiana de hablar, mi deseo de autonomía puede considerarse
como un ideal regulador de mi modo de ser y de actuar, como me lo parecen mis deseos de verdad, justicia y belleza -y la liber tad de la que aquí se trata es una libertad de adecuación, el hecho de elegir esforzamos en ser lo que queremos ser. Por supuesto se impone una pregunta evidente: ¿querer ser autónomo basta para establecer la posibilidad de serlo efecti vamente? A esta pregunta le hace eco una contrapregunta: ¿que rer ser autónomo no basta para indicar la posibilidad de la auto nomía? En otras palabras, a la pregunta: ¿nuestros sueños fundan realidades? le hace eco la contrapregunta: ¿nuestros sueños no están todos necesariamente basados sobre realidades posibles? Los sueños de lo verdadero, lo justo o lo bello, ¿no están basa dos en la posibilidad de la verdad, justicia o belleza, aunque sólo sea com o ideales reguladores? En el mismo sentido, ¿el sueño de autonomía no está basado también sobre la posibili dad de la autonomía? En resum en, la apuesta por la autonom ía recuerda a la apuesta por la verdad. Una vez que nos hemos metido en la apuesta, encontramos siempre el modo de justificarla. La posi bilidad de una apuesta sobre la autonomía del “yo” se basa en un dato real, la ignorancia en la que nos encontramos acerca de nuestros fundamentos tanto ontológicos como funciona les. No quiero decir con esto que no sepamos nada de noso tros mismos, sino más bien que sabemos que no lo sabemos todo, y que no podemos saberlo todo. Del mismo modo que constatamos y aceptamos las limitaciones ontológicas y cog nitivas en el mundo natural -im posibilidad de sobrepasar la velocidad de la luz, imposibilidad de conocer al mismo tiem po la velocidad y emplazamiento de una partícula, e t c - , tam bién nos es imposible conocernos com pletam ente como lo que somos y hacem os. Siempre estaremos en un estado de ignorancia respecto de la naturaleza y de nuestros actos, por la imposibilidad en la que nos hallamos, empírica o lógica, de estar a la vez en nosotros y fuera de nosotros, de sentir desde el interior y observar desde el exterior, de ser al mismo tiem po sujeto y objeto de nosotros mismos. Como mucho pode mos hablar de un conocimiento asintótico, que siempre nos dejará un espacio desconocido. La ignorancia en la que estamos respecto de nosotros mis mos, el hecho de saber que no podemos conocemos por com pleto, abre una vía a la autonomía. Se trata de la misma igno rancia que he constatado más arriba para desacreditar tanto la autonomía ontológica como la autonomía funcional, pero enten dida ahora de forma positiva. Por supuesto, no puedo construir
la autonomía de mi “yo” sobre esa ignorancia, pero sí puedo aprovechar la ignorancia para apostar a favor de la autonomía de m i “yo”. Si apuesto por mi autonomía es porque me consi dero un ser carencial, siempre a la búsqueda de integridad y equilibrio, que sueña con ser lo que quiere ser. Apuesto sobre la posibilidad de ser y actuar como un ser libre sin saber por ello en realidad si lo soy, e incluso si soy capaz de serlo. En el ámbito de las ideas y de las normas, cualquiera que sea su ori gen, pensamos y actuamos com o seres dirigidos por lo que somos y hacemos, es decir, por nuestro “en sí”; pero estamos embarcados en los sueños de lo que queremos ser y hacer, esta mos embarcados por nuestro “yo”. Todo lo nuevo que se hace, lo innovador, lo inesperado, en ciencia, arte, filosofía, y también en la vida diaria, puede expli carse con posterioridad por los elementos que lo han determi nado. Pero lo que indica la posibilidad de autonomía son nues tros sueños, deseos o ilusiones en esos ámbitos que nos han llevado a ellos, y el impulso que sustenta esos sueños. Lo que nos lanza y nos asienta en la vía de la autonomía del “yo” es el sentimiento que tenemos de nuestra carencia, así como la espe ranza, ilusoria quizá, de poder remediarla, aunque sea parcial mente. Visto así, nuestro “yo” autónomo es como el centro de una esfera vacía, que en sí no es nada pero que sostiene todo. No somos sólo lo que hemos sido, no somos sólo lo que aho ra somos, sino que somos también lo que queremos ser. Inten tamos convertimos en lo que queremos ser, aunque después descubramos que sólo nos hemos convertido en lo que podía mos ser.
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Cuarta conversación Sobre la idea de una vida buena
Quiero vivir una buena vida, una vida que me convenga y me satisfaga. ¿Qué es una buena vida, y en qué es mejor una vida que otra?
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El constructor no viene y dice: “Oídme hablar sobre cons trucciones”, sino que, una vez que acuerda la construcción de una casa, haciéndola demuestra que posee el arte. Haz tú tam bién algo semejante: come como hombre, bebe como hombre, arréglate, cásate, ten hijos, ocupa cargos; abstente de insul tar, soporta al hermano insensato, soporta al padre, al hijo, al vecino, al compañero de viaje. Muéstranos eso, para que veamos que en verdad has aprendido algo de los filósofos (Epic teto, Disertaciones por Arriarlo, III, 21, 4-6). Como si habláramos con un atleta y al decirle: “Muéstra me tus hombros”, me contestara: “¡Mira mis pesas!”. ¡Allá os las compongáis tus pesas y tú! Yo quiero ver los resultados de las pesas. “¡Coge el tratado sobre el impulso y mira cómo me lo he leído!” ¡Esclavo! No busco eso, sino cuáles son tus impulsos y tus repulsiones, tus deseos y tus rechazos, cómo te aplicas a los asuntos y cómo te los propones y cómo te prepa ras, si de acuerdo o en desacuerdo con la naturaleza. Y si es de acuerdo con la naturaleza, muéstramelo y te diré que progre sas; pero si es en desacuerdo, vete y no te limites a explicar los libros: escribe tú otros similares. ¿De qué te va a servir? ¿No sabes que el precio del libro entero son cinco denarios? ¿Te pare ce entonces que el que lo explica valdrá más de cinco denarios? No busquéis nunca en un sitio vuestra tarea y en otro vuestro progreso (Epicteto, Disertaciones por Amano, I, 4, 13-17).
El buen constructor no es el que habla de su arte, sino el que muestra lo que sabe hacer; el buen atleta no es el que ense ña sus aparatos para que el público los examine, sino el que enseña en qué se ha transformado después de haberse entre nado convenientemente. Ocurre lo mismo con quien quiere hacer de su vida su obra: una vida buena se prepara, una vida buena se vive, no se cuenta: No sigas discutiendo ya acerca de qué tipo de cualidades debe reunir el hombre bueno, sino trata de serlo (Marco Aure lio, Meditaciones, X, 16). Hablar de la vida buena es, sin embargo, lo que hacen Epic teto y Marco Aurelio, y es también lo que yo mismo voy a hacer. ¿Qué es una vida buena, para qué vivir bien, con vistas a qué vivir bien, cómo vivir bien? La cuestión de la vida buena supo-
ne que puede haber una buena vida, un modo de vivir mejor que otros, una vida que debe preferirse a otras. Sin embargo, la mayoría del tiempo no conducimos nuestra vida, nos dejamos llevar por ella, por las circunstancias que se nos presentan y ante las cuales reaccionamos, buscando lo que nos gusta y evitando lo que nos disgusta. Raramente nos sucede que nos planteemos la vida como una tarea por realizar, como un objetivo por alcan zar; raramente nos sucede que m irem os la vida c o m o un to d o que se despliega según un orden y meta concretos. Ello no obsta para que en la mayoría de las sociedades huma nas, si no en todas, se encuentre la idea de una vida buena, de la vida que conviene llevar, de una vida que es mejor que otras, más justa, más adecuada, más conveniente -e n función de los valores que fundan la sociedad en cuestión, ya se trate del honor, placer, interés o deber-, Y sobre todo se reconocen en todas las sociedades humanas modos de vida que hay que evitar, vidas malas, otras tantas antítesis de la vida buena que conviene lle var. A la pregunta: “¿qué tipo de vida te gustaría llevar?”, estoy convencido de que son pocos quienes responderían diciendo que les gustaría simplemente dejarse llevar por las circunstan cias, aunque de hecho sea lo que ocurre la mayor parte del tiem po. Esta conversación trata de explicar la idea de una vida bue na, de una vida mejor que las demás. ¿En qué sentido se habla de vida buena, en qué sentido se dice de una vida que es buena? ¿“Bueno” se emplea aquí en el sentido de un “buen” pastel, en donde “bueno” quiere decir “delicioso, sabroso, suculento”, o en el sentido de una “buena” película, donde quiere decir “interesante, apasionante, sobresa liente”, o en el sentido de un “buen” viaje, donde “bueno” quie re decir “agradable, seguro, sin riesgos”, o bien en el sentido de un “buen” par de zapatos, donde “bueno” quiere decir confor table y bien ajustado? Cada uno de estos sentidos nos lleva en una dirección distinta, nos conduce a un modo de vida dife rente. Si queremos que la vida sea buena como un pastel, hay que esforzarse en extraer de ella el mayor número posible de pla ceres directos. Si debe ser buena como una película, tiene que ser interesante, apasionante, llena de imprevistos y de sorpresas, sin perjuicio de que se pague luego el precio. Si se plantea la vida como un buen viaje, debe desarrollarse sin tropiezos, sin sorpresás, en una calma apenas interrumpida por alguna aven tura anodina. Si se trata de que nos convenga como un buen par de zapatos, tiene que estar bien en sintonía con su entorno. Puede también contemplarse lo “bueno” de una vida bue na en un sentido más abstracto, más próximo al término “bien”
tomado en su sentido moral, lo que quiere el bien, lo que hace bien, y también lo que es justo, digno de alabanza, convenien te. Hablamos entonces de un “hombre bueno”, de una “bue na acción”. Al juntar los diversos sentidos de “bueno”, se dibu jan dos direcciones de uso, un uso descriptivo de la vida buena como es, y un uso prescriptivo de la vida buena como debe ser. Por una parte un estado, un modo de ser; por otra una ten dencia, un querer-ser. El término “vida” es también ambiguo. La vida se deja con templar primero en su aspecto orgánico, fisiológico: la vida como perseverancia en el ser de un organismo vivo en un entor no físico que le conviene. La vida puede verse también bajo el aspecto de una entidad existential que se expresa a través de una pluralidad psíquica y fisiológica: la vida que es mi vida, tal y como se manifiesta a través de los acontecimientos y los cam bios que tienen lugar en ella y que la llenan y hacen de mí un ser a la vez disperso y unificado. La vida se deja considerar tam bién como un abanico de actividades, privadas o públicas: vida social, vida política, vida profesional, vida familiar, vida afecti va; vida que nos une y nos separa, que hace de nosotros los miembros de una colectividad que constituimos y nos englo ba. En fin, está la vida como ideal por realizar, como objetivo por alcanzar mediante una preparación de sí mismo: no la vida que vivimos efectivamente, sino la vida que queremos vivir, sea cual sea el aspecto -fisiológico, psicológico o moral- que subra yemos. También entonces se dibujan dos direcciones en cuan to al significado, la vida que se lleva frente a la vida que se quie re llevar. Como puede constatarse, el concepto mismo de una vida buena no está claro. Un modo radical de salir del paso sería declarar que la idea misma de vida buena no tiene sentido, que se trata de una de esas ilusiones metafísicas de las que hay que protegerse, un modo de hablar que nos lleva sistemáticamente a puntos ciegos del pensamiento. Desde este punto de vista no hay vida buena en sí, sólo existen vidas vividas por cada uno, vidas que intentamos llevar lo mejor posible, teniendo en cuen ta las circunstancias en las que nos encontramos. Este modo de ver se justificaría si no fuera porque vivimos en una socie dad humana, es decir, en una sociedad en la que los ancianos educan a los jóvenes y los padres educan a los hijos, y porque tal educación se hace no al azar del capricho de los educado res, sino a la medida de los modos de vida que aquéllos decla ran preferibles a otros. Educar a un niño en la obediencia de las órdenes que recibe significa concebir una vida buena en la que
unos mandan y otros obedecen. Educar a un niño en la crítica y la acción remite a otro modelo de vida buena, una vida bue na en la que cada ser humano está llamado a ser responsable de lo que dice y hace. Por supuesto, la educación de los niños es en general mucho más difusa, y yo no he hecho más que acentuar tal o cual aspecto de ella, con el fin de mostrar que la idea misma de la educación se apoya en la idea de una vida bue na: y, por tanto, la idea de vida buena, incluso si es más bien difusa, merece igualmente ser examinada. En el texto que acabo de citar, Epicteto habla de la vida bue na que preconizan los filósofos. Se dirige al discípulo de un filó sofo para decirle que la vida buena no consiste sólo en repetir o comentar los principios que su maestro le ha inculcado, sino en vivirlos, aplicarlos como conviene. Del mismo modo que el cons tructor aprende su oficio para practicarlo bien, o como el atleta se entrena para prepararse para sus proezas, el aprendiz de filó sofo aprende qué es la vida buena con el fin de hacer de su vida una vida buena. Bajo esta perspectiva, la vida de cada cual se vive como una tarea que realizar, y la reflexión sobre la vida bue na tiene sentido sólo por su aplicación práctica. Epicteto está convencido de que hay una vida buena, un modo de vivir más justo, más adecuado que otros a la naturaleza humana, y de que ese modo de vivir puede aprenderse y practicarse. Una vida mejor ¿desde qué punto de vista?, ¿mejor para quién, en relación con qué, mejor con vistas a qué? En un mundo some tido a una providencia externa, en un mundo en el que un Dios trascendente ordena, recompensa y castiga, se comprende el interés que tiene llevar una vida buena, puesto que se trata de satisfacer la voluntad de ese Dios todopoderoso llevando la vida que quiere que llevemos. Por el contrario, en un mundo de la inmanencia, en un mundo que no tiene más esperanza que la de su propia continuidad, en el cual los seres humanos no tie nen que rendir cuentas más que a sus iguales y a sí mismos, y que, por tanto, sólo pueden quejarse contra sí mismos y contra el destino, ¿por qué puede quererse vivir bien, con vistas a qué, y por qué debe vivirse bien? En un mundo sin salvación exter na, ¿por qué sentirse obligado a vivir de acuerdo con reglas, nor mas o fines? No estoy hablando de los imperativos de la con ducta moral que rigen la vida en sociedad -hablaré de ello más tarde-, sino de mi vida buena personal, de la vida que se re fiere a mí mismo, a lo que soy y quiero ser, de la vida que me conviene llevar para estar en armonía “natural” conmigo mismo, con los demás seres humanos y con el mundo en el que vivimos y a cuyas leyes estamos todos sometidos.
Quienquiera que esté abierto a la idea de una vida buena, de la vida que conviene llevar, no puede impedir intentar conocer la, y quien cree saber qué es la buena vida, a menos de hundir se en la acrasia -debilidad de la voluntad- no puede impedir querer vivirla. Tal es la postura socrática clásica: quien no vive la vida como debiera es o un ignorante o un ser no racional, que se deja llevar por sus pasiones, que está aquejado de debilidad en la voluntad. Todo lo anterior está contenido en la idea de que hay una vida buena, que conviene llevar y que podemos esco ger llevar. Hablar de una buena vida posible es pues una opción voluntarista, basada en la idea de que en cierto modo somos dueños de nuestra vida, y por tanto también de escoger una vida buena -aunque sólo sea a nivel de la intención. Cuando hablo de vida buena en general, estoy partiendo de mi vida, la siento y la juzgo en relación con mi vida. Al hablar aquí de mi vida buena conviene distinguir lo que siento de lo que soy, el sentimiento que tengo de mi vida, con lo que tiene ese sentimiento de inmediato, del saber que tengo de él, con todo lo que implica ese saber discursivo, mediatizado. Mi vida es buena cuando tengo el sentimiento de que mi vida es buena ahora. Mi vida no es buena cuando tengo el sen timiento de que, aunque tenga derecho a que mi vida sea bue na, no lo es. Un amigo muy querido que murió joven me hizo algún tiempo antes de morir una confidencia tremenda: “Si no fuera mi vida, no querría vivirla”. Para poder decirme lo que me dijo, debía tener en la cabeza una vida buena en relación con la cual su propia vida, tal y como la percibía, le parecía “invivible”, intolerable -cualquiera que fuese la naturaleza de la vida buena con la que soñaba-. Quiero vivir una buena vida, y es ahora cuando quiero vivirla, es ahora cuando quiero sentir mi vida como una vida buena. La vida buena es siempre la vida buena de un “yo” que la reconoce como tal para sí mismo. La cuestión de la vida buena se plantea para el que la vive, ya sea actual o virtualmente: ¿estás contento con tu vida, es una vida buena, querrías vivirla de otro modo? Y la respuesta siempre tiene que ver con el sentimiento actual de un “yo” considera do como punto de vista privilegiado sobre los fenómenos que se le aparecen, sobre su vida tal y como la ve y la siente. Sin embargo, aun cuando se trata de un sentimiento, de una percepción directa de la propia vida, ese sentimiento sólo tiene sentido para el “yo” en el contexto ideal en el que éste se sitúa. Es decir, el sentimiento de una vida buena está ligado directa mente al saber que se tiene del contexto. Del mismo modo que un hecho científico sólo tiene sentido en el marco de la teoría
que lo contiene y explica, un sentimiento (que distingo de una sensación como el calor, el frío, lo doloroso o lo agradable) sólo tiene sentido en un contexto ideal social y cultural que le da for ma. El sentimiento que tengo de mi vida como buena no se basa a fin de cuentas en la idea que me hago de lo que es, de lo que debe ser, una vida buena. Y esta idea en tanto que saber está liga da directamente a un contexto, a una época, a un lugar, a una cultura, a lo que puede considerarse como la perspectiva cognitiva externa que regula cualquier vida buena. Al decir aquí que la norma de la vida buena es externa, no puedo decir que esa norma sea algo que contemplo desde el exterior. Por el contrario, la norma sólo tiene sentido para mí si la interiorizo, si la hago mía, si la acepto desde el interior, y no por imposición externa. Digo de ella que es externa porque se me presenta com o si en m í mismo me hiciera frente, se me impone desde el exterior de mí mismo -co m o si hubiera en mí un desdoblamiento, un “yo” que contempla y compara, y un “yo” que juzga y actúa-. Entonces el sentimiento que el “yo” tiene de sí mismo importa m enos que el modelo que coloca ante sí. La cuestión “externa” no estriba en si siento mi vida como buena, ni siquiera en qué sentido lo es, sino en cuál es la vida buena que quiero llevar. El modelo me hace frente den tro de mí mismo, y soy yo quien debe esforzarse en realizarlo. El “yo” sitúa su vida frente a aquello que para él es “verdade ramente”, ya se trate de Dios, del cosmos, de la sociedad o de su propio cuerpo. Puede hablarse aquí de una “exteriorization interna”, porque la mirada interior se dirige hacia un exterior interno, hacia aquello que en nosotros no depende de nosotros y por lo que somos sustentados. Desde esta perspectiva externa/interna, la vida buena se per cibe como la realización de una tendencia, de una esperanza, de un ideal -e n conformidad con una norma, o una revelación, o un estado de cosas al que damos nuestra adhesión en nues tro fuero interno-. Vivir bien consiste en vivir de acuerdo con lo que es verdaderamente, vivir de acuerdo, en conformidad, en armonía, con la naturaleza “verdadera” de las cosas, tal y como “yo” la concibo. “Yo” no está en el centro del mundo, no todo se refiere a él, sino que se transforma en un agente/ins trumento. Al esforzarse en realizar una vida buena con arreglo al modeló de vida buena que considera como norma, “yo” espe ra poder hacer de su vida una buena vida. Me gustaría llevar una vida buena, una vida que sea digna de mí y de la que yo sea digno. Creo que hay vidas mejores,
más dignas, más convenientes que otras; y me gustaría vivir una vida como ésas. Cuando intento ver más claro y precisar(me) lo que significa una vida buena para mí, descubro que toda vida buena para mí es una vida en la alegría, entendiendo por “ale gría” (que debe diferenciarse de “placer”) un sentimiento de plenitud y de regocijo, un sentimiento íntimo acorde conmigo mismo. Descubro también que la vida buena tal y como la con cibo no es “m onocolor”, que tiene múltiples facetas y que se desarrolla en distintas direcciones ligadas inextricablemente entre ellas. Distingo, sin embargo, cuatro posturas fundamentales que expresan lo que es o debería ser, lo que podría ser, una vida buena para mí: una vida en la que disfruto com pletamente de los placeres del cuerpo y del espíritu; una vida en la que me realizo plenamente en y por la actividad a la que me entre go; una vida en la que cumplo convenientemente con mi obli gación; una vida en la que encajo armónicamente en el con ju n to de lo que es. Cuatro posturas existenciales, cuatro maneras de ser: una vida del “gozar”, que se manifiesta en el placer; una vida del “hacer”, que se concreta en la autorrea lización; una vida del “actuar”, que se expresa por la obliga ción; una vida del “ser”, que se desarrolla en la armonía. Estas cuatro modalidades de vida buena están mezcladas en mí; las busco juntamente, y me percato de que examinarlas some ramente cada una por su lado lo único que hace es dañar el conjunto orgánico que para mí constituyen. No obstante me voy a consagrar a esa tarea, aunque sólo sea para compren der m ejor aquello hacia lo cual me arrastra cada uno de esos modos de ser.
Una vida del “Gozar” Una vida buena posible es una vida en el “gozar”, una vida de placer(es), una vida sin dolor(es), sin aburrimiento(s). Quiero disfrutar de la vida, quiero complacerme en mi vida; y es pla cer lo que reconozco como tal para mí. Por esta razón afirmamos que el gozo es el principio y fin de una vida dichosa. Pues hemos comprendido que ése es el bien primero y congénito a nosotros, y condicionados por él empren demos toda elección y repulsa y en él terminamos, al tiempo que calculamos todo bien por medio del sentimiento como si fuera una regla (Epicuro, Carta a Meneceo, 128-129).
La vida, mi vida me debe la felicidad, y obtengo mi felici dad mediante el placer. Felicidad y placer no son equivalentes. Diferentes vías llevan a la felicidad, algunas más rudas que otras, y el placer no es más que una de ellas, aunque sea de las más importantes. La idea que fundamenta todo hedonismo es pues la siguiente: todo “yo”, es decir, esencialm ente yo, tiene un derecho natural a la felicidad, y el placer es una de las vías más seguras que llevan a ella. Para los epicúreos, el placer responde a un deseo, a una carencia que puede tomar distintas formas: [...] los deseos unos son naturales, y otros vanos, y de los natu rales unos necesarios y otros naturales sin más. Y de los ne cesarios unos son necesarios para la felicidad, otros para el bienestar del cuerpo, y otros para la propia vida. Pues una inter pretación acertada de esta realidad sabe condicionar toda elec ción y repulsa a la salud del cuerpo y a la imperturbabilidad del alma, ya que éste es el fin de una vida dichosa. Pues todo lo que hacemos lo hacemos por esto, para no sentir dolor ni temor (ibid., 127-128). Bajo esta perspectiva hedonista suave, el placer es ante todo una ausencia de dolor corporal, una dulce pasividad, algo de lo que apenas se es consciente, como el olvido del cuerpo cuan do se tiene buena salud, y una ausencia de perturbaciones aní micas, un estado de ataraxia, de calma, por una vida cuya cali dad de placer no depende ni de su intensidad, ni de su cantidad, ni de su duración, sino de su profundidad: Así pues, cuando afirmamos que el gozo es el fin primor dial, no nos referimos al gozo de los viciosos y al que se basa en el placer, como creen algunos que desconocen o que no comparten nuestros mismos puntos de vista o que nos inter pretan mal, sino al no sufrir en el cuerpo ni estar perturbados en el alma (ibid., 131). La idea de la vida de placer, tan fuertemente anclada en el sentimiento que se tiene de ella, no deja de basarse en una nor ma que es en sí misma relativa a un estado de cosas. En un mundo epicúreo cerrado sobre sí mismo, un mundo aleatorio y sin más finalidad que su propia continuidad, un mundo en el que al ser humano no le cabe esperar nada más que vivir y morir, conviene pasar el tiempo entre nacimiento y muerte lo más justa, conveniente y agradablemente posible. Desde esta perspectiva, a pesar de que sea el mundo el que se me impo-
ne, intento plegarlo a mi voluntad, adaptarlo a mis deseos, aun que para ello tenga que aprender a someterme a él, a sus leyes y caprichos. No es sólo un permiso, sino también un mandato y casi una promesa. La felicidad por el placer no es sólo lo que quiero, sino, igualmente y sobre todo, aquello a lo que creo tener derecho, dado que soy un ser racional procedente de una naturaleza aleatoria. La felicidad por el placer se contempla aquí como un ideal regulador, como aquello hacia lo cual conviene propender, aunque ese estado de felicidad no se deje nunca alcanzar completamente. El hedonismo, la doctrina de la búsqueda del placer bajo sus diversas formas, es una sabiduría, un modo de bien-vivir en función de lo que es, o parece ser, la naturaleza de las cosas. Y digo bien “una sabiduría”, no “una m oral”, considerando que la moral se refiere a las relaciones entre seres humanos, mientras que la sabiduría concierne a la vida buena del indivi duo en la relación que tiene consigo mismo en tanto que par te del conjunto de lo que es. Lo cual evidentemente no quie re decir que la vida hedonista se oponga a la vida moral o que sea incompatible con ella, sino que se diferencia de ella. Se lle ga así a una conclusión a la vez inevitable y desagradable, foco de las críticas moralizantes contra el hedonismo: el hedonismo amoral, en el que mi placer sólo me tiene en cuenta a mí, corre el riesgo de convertirse en un hedonism o inmoral, que saca placer del dolor de los demás. Desde un punto de vista pura mente hedonista, el sadismo es tan legítimo como el epicu reismo, y tanto uno como otro intentan expresar el fondo de la naturaleza humana en su relación con el conjunto de lo que es. Por supuesto, una crítica radical semejante al hedonismo, incluso en lo que tiene de justificado, no contempla más que situaciones extremas, y ve en el placer no su aspecto agrada ble, sino su lado egoísta y cerrado sobre sí mismo. Pero de todos modos la vida según el “gozar” siempre se juzga por sus efec tos sobre quien goza, y no por los medios empleados para con seguirlo. Por tanto, aquí estoy hablando por mí, como amigo de Epi curo. Tal y como yo la concibo, la búsqueda de placer conoce y acepta sus limitaciones, que son justamente los límites de la vida moral. Mi placer en tanto que ser humano nene como lími te el daño a los demás, y eso disminuye el placer. Si me limito a esta perspectiva de la búsqueda de placer, fácilmente puedo reconocer que por lo que no hago daño a otro es por razones egoístas y hedonistas -puesto que el dolor infligido al otro me hace daño a mí mismo.
Una vida del “Hacer” Vivir en el placer no (me) basta, quiero realizarme también, quiero hacer de mi vida y en mi vida algo que sea digno de mí y de lo que yo sea digno, ya sea en la actividad a la que me con sagro, y/o en el modo en que quiero que se desarrolle mi vida. Tengo la sensación de que puedo ser otro y mejor; quiero hacer lo que creo poder hacer, quiero ser quien creo poder ser. Quie ro transformarme en aquel que soy “verdaderamente”, aunque no lo sea aún más que en potencia. Esto significa que mi vida actual es una vida “en cam ino”, llevada por el impulso y el esfuerzo de realizarse. Dentro de esta acepción, la vida buena no es sólo el modo de vida que intento realizar, sino también la vida que llevo cuando intento realizarme como lo que pue do ser y todavía no soy. ¿Cómo llevar una vida para que se vuelva una vida buena, una vida llena de interés y satisfacción? Me encuentro aquí en un vaivén continuo entre querer y poder, entre lo que quiero ser y aquello en lo que creo poder convertirme, con la pregun ta que se impone: ¿cómo saber con anterioridad aquello en lo que puede uno transformarse, antes incluso de serlo? Se plan tea aquí el problema de la anticipación, de la proyección por delante de uno mismo como un objetivo a alcanzar, del riesgo que se debe asumir para volverse uno lo que quiere ser, cuan do cree que es capaz de hacerlo. Puesto que me reconozco como un ser humano siempre “en camino”, intento hacerme distin to de lo que soy, teniendo mi propia evaluación sobre el ser concreto que soy, y la idea de lo que querría ser y en lo que espero poder convertirme. Quiero hacerme un artista, o un aviador, o un sabio, o un hombre de Estado, o un filósofo, porque creo que soy capaz de serlo, porque pienso que tengo madera para ello. Me preparo para ser lo que quiero ser, mediante la educación, el aprendi zaje y el ejercicio. En ese modo de realización de uno mismo, el valor último es la obra: la prueba del artista, del sabio, del político, consiste en lo que hacen, en el resultado de su acción. Pero hay modos de autorrealización que se comprueban no por la obra, sino por la manera de ser. Quiero ser un sabio, un san to o incluso un héroe, y sólo puedo volverme así si ya soy así. Mientras que me parece que puedo hacer el esfuerzo de con vertirme en un erudito, puesto que basta con tener dotes y per severancia, tengo el convencimiento profundo de que no pue do volverme voluntariamente el sabio que quisiera ser, porque sería necesario que ya lo fuera. Para volverme un sabio, un artis-
ta o un filósofo, basta con tener madera; para volverme un sabio, un santo o un héroe, hay que serlo ya. El hombre nuevo tiene que estar ya completamente desarrollado en nosotros.
Una vida del “Actuar” A diferencia de la realización de uno¡ mismo, que apunta a un “hacer”, ya se trate de la producción de una obra o de un modo de ser por concretar, la obligación s¿ refiere al “actuar”: un fin se realiza, mientras una obligación se cumple. No estoy pen sando sólo en la obligación hacía los demás seres humanos, sino también en la obligación hacia la naturaleza en tanto que conjunto de lo que es y hacia m í mismo. Hablo de obligación y no de deber, considerando el deber como lo que se me impo ne desde el exterior, y la obligación como lo que me impongo a mí mismo, lo que acepto desde mi interior. Según esta acep ción, el deber está marcado por la sumisión y la obligación está marcada por la aceptación; el deber concierne a lo que hay que ser y hacer, y la obligación se refiere a lo que conviene ser y hacer. No estoy hablando por tanto de deberes sociales, cívi cos, culturales, a los que nos sometemos en el marco de la socie dad en la que vivimos, a causa de la presión social que cada cual soporta y del brazo de la justicia que teme. Lo que me inte resa aquí es la obligación, que me parece imponérseme desde mi interior. ¿Cuál es la naturaleza de esa obligación? La obligación pue de verse como un vínculo, como un nexo, como una relación que me une en tanto que sujeto de la obligación al objeto de tal obligación. Ese vínculo se constituye en tomo a dos ideas, la idea de respeto y la idea de responsabilidad, que son de hecho los dos lados de una idea más general aún, la idea de perte nencia. La obligación está ligada a la idea de respeto, a la idea de consideración hacia alguien o hacia algo por el valor que se le otorga, ya se trate de la naturaleza considerada como con ju nto de lo que es, de la naturaleza-medio en la que vivimos, de los demás seres humanos en tanto que tales, o de mí mis mo en tanto que sujeto de mi propia dignidad humana. Ese res peto hacia lo que es por el hecho de ser (¿qué ocurre con el mal, con los horrores naturales y humanos que son también y deberían, teóricamente al menos, merecer el respeto debido a todo lo que es?) se acompaña de un sentimiento de responsa bilidad hacia lo que es - s i por “responsabilidad” entiendo el hecho de tener que responder ante mí mismo del buen estado,
del “bienestar” de los diversos objetos de mi obligación, ya se trate de la naturaleza considerada en su conjunto, del conjun to de los seres humanos, o de m í m ism o-. Como puede cons tatarse, la obligación es más una actitud, una disposición y la manera de ser que proviene de esa disposición, que un conte nido de acción o un imperativo moral. Por eso hablo aquí de obligación, en singular, y no de obligaciones, en plural, que se derivan de esa actitud general. Los sentimientos de respeto y de responsabilidad que fun damentan esa disposición están ellos mismos fundamentados en un sentimiento de pertenencia, de parentesco. Descubro así una especie de egoísmo del ser, un modo de situarse en rela ción a lo que me resulta cercano. Tengo una obligación para conmigo mismo, me debo respeto, ayuda, sostén, y soy res ponsable de mí mismo, porque siento que me pertenezco; ten go una obligación hacia la humanidad, le debo respeto, ayuda y sostén, y soy responsable de ella, porque siento que formo parte de ella; tengo una obligación hacia la naturaleza, le debo respeto, ayuda y sostén, y soy responsable de ella, porque sien to que formo parte de la naturaleza considerada como medio en el que vivo y como conjunto de lo que es. La obligación hacia la naturaleza contiene la obligación hacia los seres humanos y hacia mí mismo. “Haz esto, no hagas lo otro. Si no, te meteré en la cárcel.” Esto no es ya gobierno de seres racionales; por el contrario: “Haz esto, como lo mandó Zeus; si no lo haces, serás castiga do, te vendrán perjuicios”. ¿Qué perjuicios? Ningún otro sino no haber hecho lo que debes. Destruirás al hombre leal, res petuoso, ordenado. No busques otros daños mayores que éstos (Epicteto, Disertaciones por Amano, III, 7, 35-36). ¿Quién es ese Zeus que me dice lo que debo hacer y cómo debo comportarme? Desde la perspectiva estoica que inspira este texto, se parte de la idea de que la naturaleza está viva y ordenada, y se desarrolla de acuerdo con una ley interna que se manifiesta en varios niveles, cada uno de los cuales expresa a su manera el logos-Zms que gobierna la naturaleza entera, ya se trate del cosmos entero, del conjunto de seres animados, del conjunto de seres humanos, o de la entidad compleja que cons tituye el “yo”. En el nivel humano, a esa ley natural a la que se somete todo lo existente se añade una connotación moral que se impone a los seres humanos en tanto que seres naturales dotados de razón que viven en sociedad. La ley moral es vista así como el aspee-
to humano de la ley natural de la que procede - y por “ley moral” no entiendo aquí los diferentes usos, costumbres y deberes que rigen la vida de las distintas sociedades humanas, sino la obli gación “natural” que une a los seres humanos entre ellos-. Obe decer a la ley moral significa, para todo ser humano que vive en sociedad, hacer lo que debe hacer, ser lo que debe ser, para ser “auténticamente” humano. No hacer lo que debe hacer signi fica para el ser humano no ser el ser humano que puede y debe ’ ser. En un universo sin miedo al castigo y sin esperanza de recompensas post mortem, el ser humano hace suya la ley “natu ral” que debe seguir, ley de la cual no es autor pero sí portador, puesto que aquélla forma parte de su “yo” verdadero, de su “yo” natural. Hace de esa ley su obligación, y por tal causa acep ta la responsabilidad que se deriva para él. En esta postura estoi ca, las normas de conducta que el ser humano acepta se le impo nen como se le impone la realidad de la que forma parte, o la ley de la naturaleza en la que vive. Por el contrario, cuando uno se coloca en la perspectiva epicúrea de un mundo inanimado y aleatorio que tiene como finalidad aparente tan sólo su propia continuación, la idea mis ma de obligación plantea problemas. En una naturaleza “desen cantada”, ¿cuál es el fundamento de la obligación que volun tariamente acato? ¿Qué pueden querer decir nociones como el respeto y la responsabilidad hacia la naturaleza, hacia los demás seres humanos y hacia mí mismo, en un universo en el que, considerado en su conjunto, nada tiene más sentido que otra cosa, un universo en el que todo parece haber apa recido por azar, en el que parece no existir ni jerarquía ontológica ni jerarquía de valores? Contrariamente a lo que ocurre en el mundo estoico, en el que el ought de la conducta huma na está unido inextricablemente al is de la naturaleza, y la obli gación de los seres humanos se vincula directamente con el ser de la naturaleza, aquí se constata no un corte entre is y ought, sino una indiferencia, un desapego entre lo que es y lo que debe ser, entre el ser de la naturaleza y la obligación que aceptan los seres humanos: el ought de la conducta humana, en la medida en que tal ought exista, parece no estar com prendido en el is de la naturaleza, aunque sólo fuera porque la naturaleza en tanto que tal no tiene más valor propio que el de existir y perseverar en el ser. En un mundo inmanente y no orgánico en el que el ought de los seres humanos no parece fundamentarse en el is de la naturaleza, ¿cuál es el estatuto de la obligación? En un mundo semejante debería razonablemente concluirse que todo está per
mitido, que nada está prohibido, y que la conducta moral, con sus imperativos y sus prohibiciones, sólo puede basarse en impo siciones sociales controladas directamente por el miedo al cas tigo o la esperanza de una recompensa, y no por la obligación que nos vendría “naturalmente” de nosotros mismos. Si así ocu rre, ¿cómo entonces en un mundo aleatorio a la epicúrea, al igual que en el mundo desencantado de la ciencia moderna, que son los mundos que siento más cercanos, me sucede que experimento en mi interior una obligación hacia lo que no soy yo directamente? De modo más general, ¿cómo se constituyen los valores humanos en un mundo que parece no tener valor? Se nos presentan dos direcciones de respuesta: una históri ca, que parece más plausible, y otra ontológica, que es osten siblemente más audaz. La hipótesis histórica se basa en la con sideración de la evolución humana, tal y como ésta se desarrolla en el marco general de la naturaleza. Según esta hipótesis, la obligación, incluso cuando parece basada en nosotros mismos, o que funda la conducta moral, tiene como origen tanto las imposiciones sociales que sufrimos por parte de la sociedad en la que vivimos, como el saber que poseemos acerca de nuestro mundo. La obligación se basa en los usos, costumbres y deberes que forman parte del contexto social y cultural en el que vivimos y que asimilamos con fuerza, ya sea por educación, por tradición o por cultura, hasta el punto de que ya no somos capaces de vivir según nuestra primera naturaleza, que sería vivir sin ley ninguna. Y aquí encontramos algunos aspectos de la reflexión cínica. La obligación, vista como expresión totalmente integra da de las normas que acatamos, se nos induce por el impacto social. Es el resultado de la transformación, de la concentra ción, de la destilación de los valores que nos impone la socie dad en la que vivimos. Su integración en nosotros resulta tan completa que tiene aspecto de innata. Así, el respeto debido al otro y a la naturaleza, el sentimiento de responsabilidad en rela ción con el conjunto de lo que es, son otras tantas normas que proceden de la transformación e integración de las normas socia les, que empezaron a establecerse en las hordas de nuestros ancestros prehomínidos hasta llegar a las sociedades contem poráneas, cualesquiera que sean las razones y mecanismos de esas transformaciones. A esta base social de la obligación se añaden las transfor maciones de nuestro conocimiento del mundo. La obligación se basa no sólo en la conducta que nos impone la sociedad en la que vivimos, en el poder que tiene la sociedad sobre noso
tros, sino también en el saber que tenemos del mundo, de los seres humanos y de nosotros mismos. Del mismo modo que la física de hoy no es la física de los clásicos, ni la biología, ni la psicología, también la obligación se transforma en función de la transformación del saber. Así, nuestro respeto hacia la natu raleza no es el mismo que el respeto de la naturaleza que tenían los pensadores clásicos, aunque sólo fuese porque sentimos que formamos parte de ella de modo distinto, pues sabemos que al final de los tiempos las estrellas van a apagarse, mientras que para los clásicos no cabía duda de que el universo era eter no; o porque sabemos que la naturaleza es vulnerable, que pode mos transformarla y estropearla, mientras que los Antiguos se sentían juguetes, y no dueños, de la naturaleza; porque sabe mos cosas nuevas sobre la naturaleza humana que los Antiguos no sabían. Según esta hipótesis histórica, la elaboración de la obligación, tanto del sentimiento que nos despierta como de su naturaleza, tiene un fundamento cognitivo y un fundamen to social. En cuanto a la hipótesis de un fundamento ontológico de la obligación, retomo para establecerla esa idea tan fecunda que se ha elaborado en el marco de la teoría de la información, la idea de un mundo en el que el orden se crea a partir del desor den, a partir de lo aleatorio. El orden del cosmos tal y como lo conocemos se crea a partir del “ruido” aleatorio del universo; y la obligación humana, como todo lo que se ha desarrollado en el universo, es una de las consecuencias de ese ordenamiento inicial. Aquí la hipótesis “científica” del Big Bang coincide con la teoría epicúrea del clinamen, de la primera desviación en la caída de los átomos. Se considera a cada uno de esos dos momentos iniciales, el momento del clinamen y el del Big Bang, como el momento primero de ordenamiento del universo que hace posible el resto, incluida la obligación humana. Partiendo de esta hipótesis del orden por el ruido se hace posible inser tar los fundamentos de la conducta humana en la naturaleza de las cosas, basar el ought humano sobre el is de la naturaleza, partiendo de la idea de que la aparición de la vida, del pensa miento, de la razón humana, de la obligación humana, son otros tantos momentos de una evolución ordenada en el marco de un universo de origen aleatorio. Los valores humanos, las normas de nuestra conducta, los sentimientos de respeto y de responsabilidad que fundamen tan nuestra obligación hacia lo que es, son así tan naturales como la aparición de las galaxias y la deriva de los continentes. La obligación se nos impone desde nuestro interior, del mismo
modo que se impone nuestro sistema respiratorio o digestivo, sean cuales sean los acontecimientos aleatorios o derivados que acaben en ellos. Resulta tan perfectamente posible concebir un mundo en el que no habría obligación humana como conce birlo sin seres humanos, sin animales o sin agua. Pero sucede que en nuestro mundo hay agua, animales, seres humanos, y obligaciones entre los seres humanos. Después de lo que acabo de decir, se me objetará con razón: ¿qué pasa con el mal, el sufrimiento infligido, las humillacio nes, las cobardías? ¡Bonito mundo el que describo, si la obli gación que proviene de la naturaleza de las cosas, ya sea direc tamente por vía ontológica o indirectamente por vía histórica, se expresa siempre mediante los “buenos” sentimientos de res peto y de responsabilidad! ¿No es cierto que basta con rascar la superficie pulida para volver a encontrar al hombre salvaje, al hombre sin leyes, para quien no hay otra obligación que la de satisfacer sus deseos, sean del orden que sean? En otros tér minos, ¿qué nos hace pensar que la obligación es “naturalmente” moral? ¿No es posible imaginar un mundo en el que la obliga ción consistiría en hacer el mal al prójimo, explotar la natura leza o no respetarse a sí mismo? Ciertamente es posible imaginar un mundo semejante, aun que me resulta difícil ver en esa vida una vida buena. Sin embar go, si se admite que la obligación se basa en la pertenencia, si se piensa que el ought se basa, directa o indirectamente, sobre el is, la obligación de centrarlo todo en tus propios deseos, de hacer el mal al otro cuando te viene bien, de actuar irrespetuo samente, de no sentirte responsable, parece ir a contracorrien te de la tendencia “natural” de perseverar en el ser, si no para el individuo que acata esos valores, sí al menos para el grupo humano al que “naturalmente” se pertenece. Es de índole sui cidaría, o en todo caso lleva inexorablemente a una disminu ción del ser. Y se plantea la cuestión: ¿puede existir una obli gación suicidaría? Después de todo, eso es lo que, según sabemos, ocurre en el mundo en que vivimos, un mundo en el que los seres humanos poseen los medios para un suicidio colec tivo, un mundo que de todas formas baja por la pendiente de la entropía y que se encamina directamente hacia el fin vol viendo a un estado de desorden. Pero también la hipótesis onto lógica permite responder. Si la obligación humana en este mun do es como es, cualquiera que sea su origen -la naturaleza de las cosas, directamente, o la transformación de las circunstan cias sociales, indirectam ente-, es porque el mundo en el que vivimos es tal y como es, se ha desarrollado del modo en que
se ha desarrollado, constituyendo en sí mismo islotes comple jo s de neguentropía en los que vivimos. Pero -s e me dirá- el ser humano puede también actuar de modo irrespetuoso. ¿Por qué escoger una dirección mejor que otra? ¿Qué nos hace pensar que una es buena y la otra mala? Aquí interviene un momento de libertad, momento que Epicuro se ha esforzado en discernir a partir precisamente del carácter aleato rio de su mundo, momento en el que el “yo” se constituye en relación con el “en sí” aleatorio que lo funda. Cualesquiera que sean las restricciones naturales y sociales que se me imponen, sean aleatorias o no, tengo en tanto que ser humano la capaci dad de querer ser esto y no aquello -incluso si, de hecho, sólo rara vez realizo completamente la expresión de esa capacidad-. La obligación es lo que me impongo a m í mismo voluntaria y libremente, teniendo en cuenta mi naturaleza propia y la de mi mundo. A este nivel puede hablarse de interiorización de la obli gación, e incluso de creación de valores. Creación que consiste sobre todo en proyectar una nueva mirada sobre los valores que conocemos, situamos en función de ellos, acatando los que nos parecen dignos y rechazando los que nos parecen indignos. Des de esta perspectiva la obligación, teniendo un fundamento natu ral y social, es lo que quiero escoger libremente como meta ideal.
Una vida del “Ser” Mi vida es buena cuando me siento bien conmigo mismo y en mi mundo, cuando estoy a gusto en ambos, cuando me sien to acorde, en armonía conmigo mismo y con los seres huma nos que me rodean, con el mundo en el que me encuentro. Entonces siento que mi vida es justa, en el sentido de “exacti tud” más que de “justicia”, siento que mi vida está bien afina da. Como puede verse, no se trata de gozar, ni de hacer, ni de actuar, sino simplemente de ser. Por supuesto, todo no es siem pre lo mejor en el mejor de los mundos posibles; más de una vez me siento mal, conmigo mismo, con los demás, con el mun do en general. Me ocurre sin embargo con bastante frecuencia que tengo un sentimiento de armonía con la naturaleza, con otras personas, conmigo mismo, sentimiento del que conservo un recuerdo maravilloso. Siento que mi vida se integra natu ralmente en una corriente de ser que al mismo tiempo me sos tiene y me arrastra, no como una brizna de paja que el viento mueve, sino como formando parte plena y armónicamente del conjunto de lo que es.
No concibo el universo como un organismo vivo, ni como una entidad espiritual, ni como un montón material con mila grosos picos de emergencia mental. Considero el universo como el conjunto de lo que es en sus diversos aspectos, materiales, mentales, teóricos, prácticos, históricos, culturales. Un univer so semejante no es estático, cerrado, definitivo, no es un obje to cerrado sobre sí mismo que contemplo desde el exterior, sino un conjunto que no deja de transformarse, tanto en sí mismo como en el conocimiento que tengo de él y en la acción even tual que ejerzo sobre él. No quiero decir con ello que soy yo quien constituye el conjunto de lo que es para mí, sino que, en cierto modo, soy también su coproductor. Descubro el mundo aprendiendo a conocerlo, y lo produzco (para mí) con mi mira da y mi acción sobre él. Mi universo contiene minerales, vege tales, seres animados, monumentos, obras de arte. Está estruc turado por fuerzas, leyes, reglas, pasiones, sentimientos. En él se desarrollan las galaxias, sociedades, bibliotecas. Lo sostiene un tiempo que lo transforma y despliega. En él se producen hormigueros, teorías, máquinas, juegos y miles de cosas que me rodean, me retienen, que conozco, descubro, produzco. Pertenezco a un universo así, con su riqueza y diversidad, for mo parte de un universo así, hablo de un universo así. Mi postura ideal, si se quiere a toda costa ponerle una eti queta, es la de un holismo laico. Siento que formo parte no sólo de mí mismo, no sólo de la sociedad humana, sino también de algo distinto de mí, que me engloba y me retiene, y que tiene para mí un valor fundacional. Me siento parte de un holon, de un todo, pero ese holon no es ni una bola de escoria, ni un orga nismo vivo, ni un espíritu que flota encima de las aguas, sino el medio “polimorfo” en el que estoy sumergido. Hablo de holis mo laico para subrayar el sentimiento de pertenecer al conjun to de lo que es, sin por ello divinizarlo ni sacralizarlo -aunque sólo fuese porque tengo la íntima convicción de que ese todo del que formo parte, y yo mismo en él, somos la consecuencia de acontecimientos aleatorios, cuya finalidad se revela sólo a posteriori, al mirar atrás, mediante la reflexión. Con un mundo polimórfico semejante es como me siento de acuerdo, en armonía. No se trata de un sentimiento de fusión, de pérdida de sí en una totalidad en la que uno se disuelve, sino de un sentimiento de pertenencia al mundo tan rico, tan variado, que es mi hogar, para el bien como para el mal, mun do que aprendo a aceptar tal y como es, esforzándome en cam biarlo allí donde me parece que se imponen cambios y que estoy en situación de hacerlos.
Un holismo laico en un universo abierto y polimórfico supo ne que al sentimiento subjetivo de armonía corresponde efec tivamente una realidad ontológica autónoma. En otras pala bras, eso supone que se rechacen las opciones solipsista e idealista para plantear que ese sentimiento existencial de inser ción armoniosa en un todo no es simplemente una ilusión, una mentira fundada en tradiciones culturales o en rasgos de idiosincrasia, sino que responde a una realidad. Realismo que por otra parte se sitúa en el núcleo de los diferentes modos de vida buena que he considerado. La vida buena como búsque da de placer y huida del dolor sólo tiene sentido en un mun do en el que hay realmente afectos, un mundo en el que los seres vivos, sobre todo los seres humanos, están efectivamen te sometidos a placeres y dolores. El deseo de autorrealización sólo tiene sentido en un mundo en el que realmente hay cosas por hacer, un mundo en el que la acción humana implica real mente una diferencia. El sentimiento de obligación tiene sen tido sólo en un mundo en el que de verdad conviene actuar adecuadamente. El sentimiento de.armonía sólo tiene sentido en un mundo considerado bajo el aspecto de su totalidad, un mundo en el que cada cual debe esforzarse y puede esperar encontrar su lugar “natural”. Cada una de estas características describe un aspecto del mismo mundo, una manera de verlo y de vivir en él. El inacabamiento del mundo que impulsa a autorrealizarse es tan real com o la plenitud del mundo que funda el sentimiento de armonía. Y el mundo de la participa ción, de la com pensación y de la reparación que da funda mento a la obligación, puede también verse como un mundo del retomo a la plenitud, como un mundo que tiende a reen contrar un equilibrio que se ha trastocado. Volvamos al mundo de la armonía. Tender hacia la armonía, querer la armonía como fin de nuestra vida, significa querer rea lizar nuestra vida de acuerdo con nuestra naturaleza propia, que tiene como fin estar armoniosamente integrada en la naturaleza-todo. El sentimiento de armonía refleja a nivel subjetivo una inserción real precisa, la de cada cosa en su lugar “natural”, en el nivel de ser que le conviene. Pero si esto es así,.si la armonía tiene resonancias ontológicas que parecen no depender del sen timiento de quienes la desean, ¿cómo es posible la disonancia, la discordancia? Si el hecho “objetivo” de la armonía se impo ne, ¿qué es lo que hace posible el sentimiento “subjetivo” de la discordancia? Sin embargo, el hecho subjetivo de la discor dancia es algo patente e innegable: desear vivir en armonía desig na a la vez el hecho objetivo de la armonía ontológica que se
desea y a veces se encuentra, y el estado subjetivo de discor dancia en el que uno se encuentra y del que uno quiere libe rarse. ¿Cómo explicar el hecho de la discordancia, del mal, de la desgracia, de la carencia, de la insuficiencia, de la disonan cia, en un mundo que por su misma naturaleza debería ser un mundo armonioso? Se ofrecen dos posturas ideales. La primera afirma que no hay discordancia en el mundo, que nuestro mundo es el mejor de los mundos, que el mal es sólo una apariencia subjetiva, que el sufrimiento es ilusorio, que cualquier vida es armoniosa, pues to que se desarrolla en el marco de la naturaleza y ésta es “natu ralmente” armoniosa. La naturaleza, considerada como el con junto de lo que es, se impone al hombre, y éste no puede más que someterse a ella. El corolario importante de esta postura es que la vida armoniosa no es necesariamente una vida feliz, sino una vida de aceptación de lo que es y de dominio de sí, una vida resignada; en suma, una vida estoica. En un mundo seme jante, la armonía es pasiva, se inserta en el mundo tal y como éste es. Hay que dejarse llevar por el curso de las cosas sin resis tirse demasiado, reconociendo que los escollos que sobrevie nen en el camino son obstáculos inevitables, que no pueden romperse, sino que pueden com o m ucho bordearse. En un mundo así la felicidad, es decir, el sentimiento de adhesión y de adecuación al mundo tal cual es, no es un derecho, sino una gracia, y como toda gracia, se obtiene sin razones. Según la otra postura, que personalmente me resulta más próxima y que, por su activismo, me aleja de mis apoyos anti guos estoico y epicúreo, la discordancia, el sufrimiento, el mal, forman parte de este mundo tanto como la armonía, el placer y el bien. El mundo es como es, con lo que hay en él de bien y mal. El dato importante para subrayar es que esta índole de cosas incluye naturalmente la capacidad crítica de los seres humanos, capacidad que les resulta tan natural como su capa cidad respiratoria. La capacidad crítica consiste precisamente en poner en entredicho y no aceptar ciegamente todo lo que se presenta en el mundo tal cual es, en lo que concierne tanto a las relaciones interhumanas como a la relación con la naturaleza-medio. Contra ciertos aspectos de esa naturaleza de las cosas, cuando no nos convienen como seres humanos, es contra lo que intentamos “naturalmente” -e s decir, de acuerdo con los medios humanos de que disponem os- reaccionar. No sacralizar todo lo que es y afirmar que nuestra especifi cidad humana, y por tanto nuestra capacidad crítica, son par te integrante del todo, significa admitir por una parte que las
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cosas son lo que son, y por otra, que es propio de nuestra natu raleza humana querer e incluso a veces poder actuar en el mun do, en la medida de nuestras posibilidades, para adaptarlo a lo que nos conviene. El mundo de la armonía tal y como lo con cibo no es simplemente el mundo tal cual es, sino también el mundo tal y com o quiero que sea. Según esta acepción, por “inserción armoniosa en el mundo” no entiendo sólo la simple pasividad de aceptación de un mundo dado, sino una inserción activa en un mundo deseado. Esta armonía activa no es exclu sivamente un estado que se busca, sino igualmente un modo de ser y de actuar. Es en este sentido en el que me siento no sólo una parte de mi mundo, sino también uno de sus coproductores. Quiero vivir en armonía activa en un mundo que no es el m ejor de los mundos, pero que es el único mundo que existe para mí, y que es también el mundo sobre el cual puedo actuar, en la medida de mis posibilidades.
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Quinta conversación Sobre las condiciones de una vida buena
En la conversación anterior me he esforzado sobre todo en-expli citer lo que entiendo por “una vida buena”, y he aceptado como dándolo por hecho que hay una vida buena, que podem os conocerla, que sabemos llevarla a buen fin y apreciarla. Qui siera abordar aquí lo que pueden considerarse com o condi ciones de la vida buena: la condición ontológica que se reñere sobre todo a la posibilidad misma de la vida buena, la condi ción cognitiva que se refiere al conocim iento que podemos tener de la vida buena, la condición ética que se refiere a la práctica de la vida buena, la condición estética que se refiere a la apreciación de la vida buena. A estas alturas, se me puede objetar que después de haber hablado de los fines de la vida buena, del placer, de la autorrealización, de la obligación, de la armonía, es un poco tarde para plantear la cuestión de las con diciones de posibilidad de la vida buena, y que por tanto resul ta superfluo. En efecto, se trata de cuestiones preliminares que debería haber planteado antes de considerar los diferentes con tenidos posibles de una vida buena: ¿cómo hablar de lo que es una vida buena, no sabiendo si es posible, cognoscible, prac ticable, apreciable? Por otro lado, hablar de las condiciones de la vida buena antes incluso de saber de qué se habla, quedar se en los aspectos formales de la vida buena antes de haberle dado un espesor de contenido, habría sido en mi opinión hablar en el vacío. Por tanto he preferido tratar primero los eventua les contenidos de la vida buena, antes de examinar las condi ciones de posibilidad.
La condición ontológica La condición ontológica determina las modalidades de exis tencia (imposible, necesaria, posible) de la buena vida: ningu na vida es una vida buena; toda vida es una vida buena; algu nas vidas son buenas; en toda vida, o en algunas vidas, hay momentos de vida buena. Primera modalidad de existencia: ninguna vida es una vida buena, la vida buena es imposible. Más vale no ser que ser, más vale no haber nacido que tener que vivir y morir. Cuando no se está destrozado por el dolor se vive en el tedio; la distracción misma no es más que un mediocre remedio, y la muerte es ine vitable. Lo mejor que puede esperarse de la vida es salir de ella, quedar fuera del ciclo de nacimientos y muertes. Como dice con ironía Epicuro:
Pero es mucho peor incluso el que asegura "hermosa cosa es no haber nacido, y de haber nacido, franquear ló antes posi ble las pueras del Hades”. Pues si dice esto convencido, ¿cómo no se va de la vida? Ya que esa solución está a disposición suya, si es que era cosa firmemente decidida por él, y si lo dice por hacerse el gracioso resulta un estúpido para quienes no se lo admiten (Epicuro, Carta a Meneceo, en D.L., X, 126-127). Si la vida buena es imposible a causa del dolor, de la caren cia, del tedio, la idea misma de una verdadera vida buena, de una vida buena que se busca, no tiene ya sentido. Se trata sólo de una ilusión ingenua a la que se aferran los débiles humanos que no tienen el valor de afrontar la realidad. Y quien cree que lleva una vida buena vive en la ilusión, no ve las cosas como son, se engaña porque no se atreve a encarar la naturaleza ver dadera de las cosas. En sí, no hay nada que lamentar, nada que esperar. Hay que tener el valor de constatar la naturaleza defi ciente del ser humano: ser que sufre, que se aburre, que mue re, y cuya vida no tiene ni sentido, ni dirección, ni significado, ni fin. Segunda modalidad de existencia: toda vida es una vida bue na. El hecho mismo de vivir es lo más maravilloso de la exis tencia. Encontramos aquí el deslumbramiento de Epicuro ante el “milagro” de la vida: El grito del cuerpo es éste: no tener hambre, no tener sed, no tener frío. Pues quien consiga eso y confíe que lo obtendrá competiría incluso con Zeus en cuestión de felicidad (Epicu ro, Sentencias vaticanas, 33). Satisfacer las necesidades más elementales para perseverar en la vida, esa es la condición a la vez necesaria y suficiente para llevar una vida buena. Ya sea la vida, mi vida, resultado del azar, como piensan los epicúreos, o efecto de la necesidad, como piensan los estoicos, es buena por el hecho de encontrar su lugar “natural” en el todo del que forma parte. Según esta acep ción, la alegría más intensa consiste en ser consciente del hecho de vivir y en estar en condiciones de satisfacer las necesidades más elementales de supervivencia. Tercera modalidad de existencia: la vida buena es posible. Las dos primeras modalidades ontológicas son radicales y exclu sivas: o toda vida es buena, o ninguna lo es. La modalidad de lo posible es más compleja. Quien acepta que la vida buena es posible, admite que algunas personas viven o parecen vivir una vida buena, y otras no, ya se trate de la vida de otro o de la pro-
pia vida. Es como decir que se sabe, o se cree saber, distinguir una vida buena de la que no lo es, y su vida buena de la vida buena de otro. ¿Cómo distinguimos una vida buena de otra que no lo es, y cómo reconocemos una vida buena, en uno mismo y en los demás? La modalidad ontológica adquiere inelucta blemente un giro cognitivo. Hay que tener desde el principio una idea o al menos un sentimiento de lo que es una vida bue na para poder reconocerla como tal cuando se encuentra, en uno mismo o en otro. De ahí el vaivén inevitable entre ser, sen timiento y saber, entre lo que es, lo que se siente, y lo que se sabe sobre lo que es. En la modalidad de lo posible, uno se encuentra atrapado por tanto entre el punto de vista del sentimiento -punto de vis ta interno, subjetivo- y el punto de vista del saber -p u n to de vista externo que se pretende objetivo-. En efecto, cuando se trata de mi propia vida, decir que llevo o me siento capaz de llevar una vida buena significa dos cosas distintas, según si con fío en mi sentimiento o si acepto el veredicto de mi saber. O bien siento mi vida como una vida buena posible, actual o vir tual, sepa o no de modo preciso lo que es la vida buena, o bien sé ( = creo saber) que llevo o puedo llevar una vida buena, sabiendo cuáles son las formas y las normas de una buena vida, y juzgando que mi vida, es decir, mis actos, mis palabras, mis pensamientos, son adecuados o pueden adecuarse al modelo de buena vida que considero digno de ser imitado. ¿Qué ocurre con la vida buena posible de los demás? ¿Cómo reconocer que llevan o son capaces de llevar una vida buena? ¿Puedo confiar en ellos cuando afirman de buena fe que sien ten o saben que llevan, que pueden llevar, una vida buena, igual que confio en mí cuando me lo digo a mí mismo en lo que con cierne a mi propia vida, en función del sentimiento que tengo o del saber que creo tener sobre ella? Podemos plantear la cues tión de otra forma: ¿qué es lo que me permite rechazar en otros el derecho que me otorgo de confiar en mi sentimiento o en mi saber acerca de mí mismo? De ello se sigue que debo aceptar que los demás viven una vida buena, si afirman de buena fe que lo sienten o lo saben. O quizá esas afirmaciones no bastan, y sólo tengo derecho a admitir que otro vive una vida buena cuando su vida, sus obras, sus actos, tal y como los constato, me parecen confor mes a uno de los modelos de vida buena que reconozco como tales. En cuyo caso, para ser consecuente conmigo mismo, no debería aceptar por mí mismo el derecho de confiar en el sen timiento que tengo de llevar una vida buena para afirmar ipso
facto que mi vida es una vida buena. Sentir que mi vida es una vida buena no basta para saberlo, es preciso que lo sepa de otro modo también; y para ello debo ser capaz de evaluar mis pen samientos, mis actos y mis obras con el patrón de tal o cual modelo de vida buena que quiero apropiarme. Si la vida buena es posible, ¿qué hace que se realice en unos sí y en otros no? ¿Se vive una vida buena por suerte (ya sea por disposición o por una feliz conjunción de circunstancias), por mérito (en función de actos y obras), por intención (con arre glo a' lo que se quiere ser)? ¿Supone la intención de vivir bien la posibilidad efectiva de una vida buena, o bien ese deseo no es más que un sueño, una ilusión, com o lo son el deseo de inmortalidad, de poder absoluto, o de volar como el pájaro en el cielo? ¿Basta con querer vivir bien para poder vivir bien? ¿Es el deseo de una buena vida un apetito universal, o bien sólo existe en aquellos que desde el principio tienen la gracia de lle var una vida buena? Hay seres humanos que viven vidas buenas, vidas buenas que a veces son felices y otras veces no, vidas buenas que están algunas veces llenas de obras, y otras no, vidas buenas que bri llan por los actos que las llenan, mientras que otras son como una comente de agua sin rizos. Algunas vidas me parecen bue nas, y otras con muchos actos, obras, placeres, no me lo pare cen. ¿Por qué éste y no aquél, por qué no todos? En un mun do aleatorio estas cuestiones no tienen sentido. Que algunos lleven una vida buena y otros no puedan es una cuestión de suerte, la suerte de las circunstancias, y más aún la suerte de la disposición. Nadie puede asegurarse ni asegurarle a otro una vida buena: puede y debe hacer un esfuerzo en ese sentido, pero no puede prometer nada. En cuanto a la naturaleza de las cosas, no se compromete a nada salvo a ser lo que es. Cuarta modalidad de existencia: todos los seres humanos - o quizá sea sólo privilegio de algunos- viven momentos de vida buena. La vida buena es posible, pero sólo se realiza en momentos puntuales, y no se alarga en el tiempo. Nunca esta mos entera y definitivamente sumergidos en la vida buena. Exis te el tiempo mucho más largo de la vida cotidiana, en el que lo único que ocurre es nuestra continuación en la vida. Pero lle gamos a vivir momentos de gran intensidad, momentos de gozo en que nos sentimos completa y armoniosamente integrados en la naturaleza-todo, momentos en que tenemos la impresión de realizamos como lo que queremos ser, momentos en que nos parece colmar realmente nuestra obligación como seres humanos. Cualquiera que sea el modelo de vida buena al que
demos nuestra adhesión, tenemos a veces la sensación de vivir bien la vida. Reconocemos esos momentos de vida buena: son aquellos que intentamos retener. Son esos momentos de vida buena los que, por inducción y maximalización, pre-figuran, inician y fundan los diversos mode los de vida buena que constituimos a partir de ellos. Los mo delos de vida buena no son primarios, sino más bien el resulta do de una generalización a partir de momentos de vida buena efectivamente vividos. El modelo de vida buena como placer proviene así de la maximalización razonada de momentos de satisfacción que hemos vivido efectivamente. El modelo de vida buena como autorrealización responde a momentos en los que sentimos que llegamos a ser lo que queremos. El modelo de vida buena como obligación se constituye a partir de momentos vivi dos en el sentimiento de la obligación cumplida. El modelo de vida buena como armonía responde a momentos que sentimos a veces de total inmersión en lo que nos parece el todo del ser. La vida está, por así decirlo, sembrada de momentos efectivos de vida buena, momentos que iluminan nuestro ser cotidiano, momentos que no tienen todos la misma calidad, la misma natu raleza; son esos momentos de felicidad, de plenitud, de armo nía, basados en nuestra experiencia personal y cultural, los que fundamentan los diferentes modelos de vida buena. Porque a partir de esos momentos de vida buena es como vivimos efecti vamente la concepción de lo que es vivir bien. En este examen de las modalidades ontológicas de la bue na vida se imponen dos observaciones: una se refiere al espa cio en el que se desarrolla la vida buena, y otra al tiempo en el que se desarrolla. La vida buena es “m i” vida buena, se desarrolla en mi espa cio privado. Cada cual vive la vida buena que le es propia, la vive en sí y para sí. Actitud individualista, egocéntrica, que pue de vincularse con el ideal del sabio epicúreo que sólo se siente responsable de sí mismo, y cuyo esfuerzo por la sabiduría se dirige hacia su propia perfección, en plena autarquía -co n algu nos amigos no obstante, que Epicuro considera como una espe cie de necesidad natural, a la manera de la bebida y la comida-. En este espacio privado no debo nada a nadie y nadie me debe nada. Sólo tengo a la vista mi propia felicidad, se trate de gozar de los placeres, de realizarme como lo que puedo ser, o de sen tirme de acuerdo con el conjunto de lo que es. Actitud funda mentalmente egoísta que está en el origen de la actitud liberal: la vida buena, es decir, la felicidad personal, es aquello a lo que todos tenemos derecho. Quiero vivir m i vida buena, quieres
vivir tu vida buena, dejémonos mutuamente vivir nuestras vidas buenas respectivas. Démonos los medios físicos, psicológicos, sociales, políticos, que permiten a cada cual vivir su propia vida buena según sus propios deseos, en las mejores condiciones posibles. Y ello en un mundo de mónadas cerradas sobre sí mis mas, con apenas un tragaluz para echar una ojeada a lo que les rodea, mundo que, es de esperar, coordina una mano invisible y tranquilizadora. Pero la vida buena es también la que se desarrolla en el espa cio público, la vida buena que sólo puede vivirse con otro, con vistas a otro, en relación con otro, en la familia, en la comuni dad, en la sociedad. Actitud social, próxima al ideal del sabio estoico, que tiene como objetivo no la felicidad cerrada sobre sí misma, sino la obligación que debe cumplirse, la función en la armonía del todo, en el lugar en el que a cada uno le ha colo cado la fortuna. Aquel a quien el sino ha hecho nacer esclavo debe cumplir su función como esclavo, y vive una vida buena como tal; y quien ha nacido emperador debe cumplir correc tamente su función como emperador, no gozando de lo que dispone, sino con el sentimiento de la responsabilidad hacia aquellos a los que dirige. Según esta acepción, no es posible lle var una vida buena en solitario, porque la vida buena depende de la vida buena del otro, reposa en ella, está a su servicio. Sólo vivo bien si los que me rodean viven bien, y los que me rodean son mi familia, mis amigos, mi comunidad, mi nación, toda la humanidad, el universo entero. Por supuesto esta distinción tan radical entre espacio priva do y espacio público de la vida buena es indicativa más que real. Designa de hecho los dos polos entre los que reposa toda vida. El egoísta epicúreo se sacrifica por sus amigos, el altruis ta estoico evita tanto como puede el contacto con la gente. Nun ca estamos completamente sumergidos en nuestro espacio pri vado, y nunca nos vemos com pletam ente restringidos por nuestro espacio público; ese vaivén entre privado y público es en sí mismo constitutivo de la calidad de la vida. La segunda observación se refiere al tiempo de la vida bue na. La vida buena está esencialmente en presente: mi vida es buena ahora, quiero que sea buena ahora. Puede tratarse de un presente continuo, si espero poder estar en cada momento de mi vida en la vida buena. Puede tratarse también de un presente discontinuo, si la vida buena se realiza sólo en momentos sepa rados unos de otros, momentos que sobresalen de una conti nuidad temporal de vida mediocre. El tiempo discontinuo pue de ser el de la cantidad, por ejemplo, el tiempo del gozo, en el
cual m om entos de vida buena, m om entos de placer, que se desean tan num erosos com o sea posible, se añaden a otros momentos de placer, entre los que hay cortes temporales ine vitables (sueño, trabajo pesado, enfermedad, olvido, muerte). He aquí una vida guiada por la cantidad, según el más y el menos. El tiempo discontinuo puede ser también el de la cali dad, en el que un momento vivido con intensidad basta a veces para iluminar y cargar con una vida entera: momento único o muy poco frecuente, que hace de toda una vida una vida bue na, una vida que vale la pena vivir con vistas a ese momento y a partir de ese m om ento, una vida llevada según la calidad, según el todo o nada. La buena vida puede estar en futuro, como un proyecto que debe realizarse, como una obligación que hay que cumplir. Des de esta perspectiva nunca estamos en la vida buena, sino que la vida buena está siempre delante de nosotros, como un obje tivo por alcanzar, una empresa que hay que llevar a buen tér mino. La vida buena consiste entonces en querer la vida bue na e ir hacia ella. Nos esforzamos en llegar hasta ahí, y sabemos desde el principio que nunca llegaremos de modo definitivo. Por eso se trata de una aproximación dinámica a la vida buena, siempre en tensión, siempre en movimiento, siempre echada hacia delante, hacia lo que aún no es y que siempre debe inten tar alcanzarse. La vida buena puede estar también en pasado, como una constatación, como un balance, como un recuerdo. Y antes de nada mi propia vida. Paso revista a mi vida y encuentro en ella momentos de vida buena. Cuando llegan la vejez, la enferme dad, el sufrimiento; cuando el presente no es o ya no es un momento de vida buena; cuando ya no se espera nada del futu ro, queda el recuerdo del pasado, el sentimiento de haber teni do momentos de vida buena, y tenemos que aprender a con tentamos con eso: No es el joven quien merece ser felicitado sino el viejo que ha pasado una vida hermosa, pues el joven que está en la flor de la edad yerra pasando por su cabeza, por cualquier cosa, ideas extrañas, mientras que el viejo ha arribado a la vejez como a puerto seguro tras haber logrado incluir entre sus seguras satisfacciones los bienes que antes había desesperado alcan zar (Epicuro, Sentencias vaticanas, 17). La vida buena es la que ha ocurrido y .ya nunca será, se deja contemplar y añorar, permite sobrellevar los males actuales:
Cuando estoy pasando y a la vez acabando los felices días de mi vida te escribo las presentes líneas. Me continúan las afecciones de vejiga e intestinales, que no dan tregua al exce so de gravedad que les es propia. Pero se enfrenta a todo eso la alegría espiritual, fundada en el recuerdo de las conversa ciones filosóficas que sostuvimos nosotros (Epicuro, Carta a Idomeneo, 30). Con más frecuencia es la vida del otro la que se me repre senta como una vida en el pasado, una vida cuya índole juzgo a posteriori, una vida que se termina o que ha dejado de ser, una vida que se ve como una entidad cerrada sobre sí misma, una vida ya vivida; y juzgo que esa vida ha sido una vida buena, dig na de imitarse y de vivirse. Aquí intervienen las historias, bio grafías, relatos y novelas. Bajo este modo de pasado, de lo que ha ocurrido y ya no puede cambiarse, aprendemos a conocer, a reconocer y a apreciar lo que puede ser una vida buena, un modelo admirable y eventualmente imitable, la vida de nues tros héroes, santos o sabios.
Una digresión sobre el suicidio Si la buena vida está constituida por momentos bien vividos y la esperanza de momentos de vida buena por llegar, se com prende por qué el suicidio puede considerarse como una opción razonable. Cuando ya no se esperan momentos de vida buena, cuando la vida no es más que una continuidad en el sufrimiento, en la degeneración, en la locura, en la depresión, en el tedio, y también en la vergüenza, en el hastío de sí mismo, el último momento de vida buena, de vida de buena calidad, es aquel en el que voluntariamente se deja de vivir, el momento en el que se pone fin a una vida que ya no merece la pena vivirse. Vivir adecuadamente significa a veces aceptar morir, e incluso pro vocar la muerte, con el fin de no tener que vivir de modo ina decuado. Hay pues momentos de la vida en los que la tenden cia “natural” no es ya perseverar en el ser a toda costa, sino, por el contrario, aconar una vida que ya no es digna de vivirse. Cuan do menos miedo da la muerte, más parece el suicidio una opción razonable, si se está convencido de que la calidad de vida que se tiene derecho a esperar, aunque sólo fuera por momentos, ya no queda a nuestro alcance: Si tan desdichado soy, la muerte será el puerto. Ese es el puerto de todo: la muerte, ése el refugio. Por eso ninguna de
las cosas de la vida es difícil. Cuando quieras, te vas y no te ahúmas (Epicteto, Disertaciones, iy 10, 27). O también:
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Pero lo más importante: recuerda que la puerta está abier ta. No seas más cobarde que los niños, sino que igual que ellos cuando algo no les gusta dicen: “Ya no juego”, tú también, cuando te parezca que las cosas están de esa manera, di “Ya no juego” y márchate; pero si te quedas, no te quejes (ibid., 1, 24, 20). Y Epicuro: La necesidad es un mal, pero no hay necesidad de vivir sometido a la necesidad (Epicuro, Sentencias vaticanas, 9).
Cuando se ha perdido toda esperanza de vivir bien, aunque sólo sean momentos de vida buena, siempre se tiene la liber tad de rehusar, que puede llegar hasta la libertad de rehusar vivir -e s decir, en términos de Epicuro, hasta la libertad de preferir la necesidad definitiva de la suspensión de la vida a la necesi dad “contingente” de la vida desgraciada. Sin embargo, ni Epicuro ni Epicteto son tan afirmativos en cuanto al derecho al suicidio, sino al contrario: “Hombres, esperad a la divinidad. Cuando ella os dé la señal y os libere de este servicio, entonces id hacia ella en liber tad; pero, de momento, soportad vivir en este lugar al que os destinó. Pues el tiempo de esta morada es breve y cómodo para quien tiene esa disposición de ánimo. ¿Qué tirano o qué ladrón o qué tribunales son de temer para quienes en nada valoran el cuerpo y sus posesiones? ¡Quedaos, no os vayáis sin razón!” (Epicteto, Disertaciones, I, 9, 16-17). Se comprende mejor esta contradicción aparente cuando se recuerda que, para Epicteto el estoico, la vida buena tiene como fin el deber que hay que cumplir, la función que debe desem peñarse en la economía del todo. En un estado de cosas así, es evidente que el suicidio es tan sólo el último recurso, puesto que la buena vida, que consiste en la obligación, siempre está ante nosotros mientras vivamos. Ocurre lo mismo en Epicuro: Epicuro censura igual a los que temen la muerte y a los que la desean, y dice: “Es ridículo correr a la muerte por tedio
de la vida, cuando es la manera de vivir lo que hace correr a la muerte”. Asimismo dice en otro lugar: “¿Qué cosa podría ser tan ridicula como desear la muerte cuando el miedo a la muer te te ha angustiado toda la vida?” (Séneca, Cartas morales a Lucilio, p. 61). A diferencia de Epicteto para quien la vida es una función que debe desempeñarse bien, una función con la que nunca se termina de cumplir, para Epicuro la vida es una obra que debe realizarse bien. Quien ha aprendido a no temer la muerte no la busca, la espera - y mientras tanto vive su vida sin preocuparse por ella-. Quiere morir quien lleva mal la vida o no la com prende. Apocado en todo y por todo es aquel a quien le asisten muchos y muy razonables motivos para acabar con la vida (Epi curo, Sentencias vaticanas, 38). Es preciso que cambie de género de vida, o que enfoque de otro modo su vida, es decir, que se vuelva sabio. Nunca puede haber una vida que sea enteramente indigna de vivirse; o bien en toda vida, incluso la más miserable, se encuentran momen tos de vida buena. Por supuesto, cada cual tiene el derecho y la posibilidad de suicidarse, pero disponer de ese derecho y de esa posibilidad no significa tener que usarlos. En suma, tanto el optimismo epicúreo que considera la vida buena como autorrealización, como el pesimismo estoico que ve la vida buena como una obligación, nos llevan al segundo caso planteado: cualquier vida, por el hecho de ser vivida, es una vida buena; toda vida se integra naturalmente en el con ju nto de lo que es, y por ello mismo es una vida buena, que conviene no maltratar. El suicidio entonces es tan sólo un reme dio al que recurre, en última instancia, quien no sabe o ya no sabe apreciar su vida por lo que es verdaderamente. No quiero terminar esta digresión sobre el suicidio sin tomar partido, sin decir lo que pienso yo. Por descontado, aquí sólo hablo por mí mismo, y lo que preconizo me concierne sola mente a mí. Respeto mi propia vida, a m i propia persona, mi dignidad, y no quiero vivir en la ruina, sea física o mental. Hay momentos en que parece evidente (¿pero para quién?) que la vida ya no es una vida, sino una superviviencia: a mí la idea de sobrevivir el mayor tiempo posible, en cualesquiera condi ciones, nunca me ha tentado. Si se trata simplemente de man tener un cuerpo en un estado mínimo de supervivencia, no
m erece la pena: es com o sobrevivir en forma de m oléculas orgánicas bajo la tierra. Basta con ver ciertos encarnizamien tos terapéuticos que se esfuerzan en mantener en vida a seres hum anos que han perdido los rasgos más específicos de su humanidad, encarnizamientos que en mi opinión son ataques directos contra la dignidad humana. Pero (se me objetará) si seguimos ese camino, vamos a empe zar a matar a los lisiados, a los enfermos mentales o a los casos a-sociales. Repito que no se trata de la eutanasia, sino del sui cidio, es decir, situaciones en las que un ser humano decide voluntariamente dejar de vivir, sea atentando contra sí mismo o pidiendo que le ayuden, cuando ya no puede hacerlo por sus propios medios. Pienso pues que hay momentos en que la vida buena a la que cada cual tiene derecho exige justamente que se deje voluntariamente de vivir. El gran problema es saber esco ger el momento justo, el momento más allá del cual se sabe que no puede esperarse nada, que tiene que ser también el momen to en el que se puede disponer de medios para llevar ese suici dio a un “buen” fin. Todo ello por decir que, igual que hace fal ta suerte para vivir bien, hace falta suerte también para morir bien.
La condición cognitiva La condición cognitiva responde directamente a las distintas modalidades ontológicas. A la pregunta: “¿hay una vida bue na?” corresponde esta otra: “¿cómo se sabe?” ¿Cómo conocer la vida buena, cómo reconocerla? ¿Cuáles son los signos, los indicadores de una vida buena, que permiten (re)conocerla como tal, y en qué contexto cognitivo se sitúa un conocimien to semejante? ¿Cuáles son los indicadores de una vida buena para quien la vive y para quien la observa? ¿Hay una vida buena en sí, o sólo hay una vida buena tal y como “yo” la percibo, ya se trate de mi propia vida o de la vida de otro? Cuando se trata de mi propia vida, digo que es buena cuando lo siento o lo sé. El sentimiento como indicador de la vida buena se acompaña de una sensación de adecuación y de satisfacción que, insistamos, no es necesariamente una sensa ción de placer. En efecto, el sentim iento de vivir bien puede desplegarse en circunstancias duras, e incluso buscando esa dureza. Así, para Diógenes el Cínico, como para muchos atle tas, el sentimiento de vivir bien se acompaña precisamente de una ascesis (askesis = ejercicio) que tiene como objeto endu
recerle y hacerle autárquico. Siento que vivo una vida buena cuando estoy satisfecho de mi vida tal y como es. El sentimiento de adecuación, de ser como (me) conviene ser, me sirve aquí de indicador principal de vida buena. La satisfacción que siento en relación con mi vida está liga da a mi consentimiento con el modo de vida que llevo y la mane ra de llevarlo, incluso aunque no sea plenamente consciente de la naturaleza de ese modo de vida y del modo en que lo vivo. Por retomar una situación desgraciadamente demasiado común, en las sociedades patriarcales, ya sean tribales o supuestamen te modernas, muchas mujeres están convencidas de que llevan la vida que les conviene llevar, puesto que saben que se encuen tran en su lugar “natural”, y tienen el sentimiento de llevar una vida buena. En ese contexto, sé que llevo una vida buena cuan do me doy cuenta de que la vida que llevo es acorde con el modo de vida que quiero llevar o que debo llevar. Se trata no tanto del sentimiento que se experimenta, cuanto de un juicio o un consentimiento. Sé que llevo una vida buena cuando, a partir de modelos de vida buena que me presenta la sociedad o la cultura, o que me invento a partir de las distintas circuns tancias culturales de que dispongo, juzgo que la vida que llevo está en conformidad con el modo de vida que debo llevar. Mi vida buena es pues función de la vida buena. En cuanto a la vida buena de los demás, ¿qué puedo saber de ella? En efecto, no puedo sentir en mí mismo su eventual vida buena y sólo puedo confiar en signos externos. Cuando observo a otro, puedo reconocer en su manera de vivir signos de vida buena, ya se trate de la vida buena tal y como la conci bo, o de la vida buena tal y como él dice concebirla. Esos sig nos son para mí signos “materiales”, palabras o actos que están en conformidad con mi modelo de vida buena o con el suyo, y que confirman el saber que tengo de que vive una vida buena o el sentimiento que me dice tener de ello. Sucede incluso que a partir de signos “materiales” de vida buena, concluyo que el otro la lleva, sin ser consciente de ello -com o a menudo ocu rre en los relatos de vidas de sabios o de santos. Pero (se me objetará) esos indicadores de vida buena, inclu so cuando se usan de buena fe, pueden ser engañosos. Puede que no„viva una vida buena, aunque lo sienta así. Y puede que ocurra lo mismo en lo que concierne al otro, incluso si a mis ojos presenta los signos externos, actos y palabras, de lo que sé y siento que es una vida buena. Así, bajo la influencia de las drogas puedo sentirm e en armonía con el m undo, puedo creer que me realizo del modo más completo, puedo tener la
impresión de cumplir con mi obligación convenientemente, cuando en realidad estoy completamente equivocado en cuan to a la naturaleza de la situación en la que me hallo. La vida buena que en ese caso sentina que vivo sería tan sólo una ilu sión, una alucinación causada por las drogas. En lo que con cierne a los demás, es posible que los signos aparentes de vida buena que me dan no indiquen necesariamente que esté en presencia de una vida buena. Siguiendo en este impulso nos vemos llevados a distinguir una vida buena “aparente”, manifestada por el sentimiento que se tiene o los signos que se descubren en ella, y una vida bue na “verdadera” completamente adecuada a un modelo de vida buena que se impondría desde el exterior. Se llega así a dos pos turas divergentes en relación con la vida buena: una postura esencialista, para la cual el sentimiento de vida buena sólo tie ne sentido en relación con la esencia que ese sentimiento refle ja, a veces fielmente y a veces no, y una postura fenomenalista, para la que la buena vida está en relación directa con el senti miento que se tiene de ella. En la postura esencialista el sentimiento que se tiene de vivir bien es como una corteza que debe perforarse, incluso como un obstáculo por superar, para alcanzar, conocer, reconocer la “verdadera” vida buena, la vida regulada por normas absolutas y basada en modelos de vida buena que se im ponen por su pureza y especificidad. La vida buena aparente que el senti miento nos indica sirve como mucho de indicador de la vida buena real. En efecto, el sentimiento que tengo de vivir bien puede ser engañoso; es preciso por tanto que lo ponga a prue ba. Desde esta perspectiva, un número limitado de modelos de vida buena, o incluso un modelo único, se nos impone como desde el exterior. Es el modelo de vida que debemos a toda cos ta querer realizar si queremos vivir una vida buena. Por el contrario, para la postura fenomenalista, la vida bue na sólo tiene realidad en relación con el sentim iento que se tiene o se puede tener de ella. Desde esta perspectiva, la idea de una vida buena “verdadera” única, excluyente de las demás, no tiene sentido. Por supuesto, en el marco de mi cultura es donde aprendo a vivir bien, y descubro modelos distintos de vida buena en relación directa con el contexto cultural en el que me encuentro. Pero acepto tal o cual modelo de vida bue na por el sentimiento que produce en mí. Me esfuerzo en lle gar a él porque me gusta la idea de vivir en armonía con el todo, o de cumplir con m i obligación, o de realizarme en lo que puedo ser.
En efecto, de entre los modelos de vida buena que encuen tro en mi cultura, algunos no me gustan o no me convienen, precisamente por el sentimiento que tengo de que no son vidas buenas para mí. Y no busco esos modelos de vida buena que no me convienen. El criterio más seguro de mi propia vida bue na, igual que el de la vida buena de otro, es pues el sentimien to. Lo que me lleva a fin de cuentas a admitir que quien siente momentos de vida buena, momentos de placer intenso o de armonía completa (sean cuales sean los medios por los que los consigue, suaves o violentos: drogas, ayunos, ejercicios, etc.), vive efectivamente momentos de vida buena, incluso si ese géne ro de vida no es el que me conviene o si los medios que le lle van a ella me repugnan. Aquel cuya vida transcurre deseando él riquezas y honores, y las consigue, vive una vida buena, inclu so si no considero esa búsqueda y ese modo de vida buena como dignos del ser. Aprendo a vivir bien en el marco de una cultura, en función de los modelos de vida que me presenta. ¿A qué tipo de cono cimiento se vincula lo que sé de la vida buena en general, y de mi vida buena particularmente? Primer tipo de conocimiento: siento y sé que mi vida es una vida buena cuando vivo en con formidad con los usos y costumbres de la sociedad en la que vivo, y sé que debo vivir de esa manera para vivir bien. Segun do tipo de conocimiento: siento y sé que mi vida es una vida buena cuando vivo del modo en que la autoridad a la que me someto me ordena vivir, y sé que debo vivir de ese modo para vivir bien. Tercer tipo de conocimiento: siento y sé que mi vida es una vida buena cuando se basa en la naturaleza de las cosas tal y como las conozco, y sé que debo vivir de esa manera para vivir bien. Cuarto tipo de conocimiento: siento y sé que mi vida es una vida buena cuando tengo la intuición de ello, y sé que debo vivir de esa manera para vivir bien. En suma, conozco la vida buena por tradición, por autoridad, por inferencia, por intuición. Primer tipo de conocimiento: conozco la vida buena por tra dición. Sé que vivo una vida buena cuando vivo como viven y como quieren vivir los miembros de la sociedad en la que vivo. Vivir una vida buena consiste para mí en imitar, reproducir, com prometerme con el modo de vida de los que me rodean y me guían, la familia, los ancianos, los notables. Lo que cuenta no es tanto el contenido de la vida buena como su reproducción. Sé que vivo una vida buena cuando vivo como todo el mundo, cuando no sobresalgo por un modo de vida diferente y provo cador. La aquiescencia del grupo, que me refuerza y me asegu-
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ra, me sirve de criterio principal de vida buena. Mientras vivo de acuerdo con mi grupo de referencia, siento y sé que vivo una vida buena, una vida “como tiene que ser”. Vivo como han vivi do mis antepasados, como viven mis parientes, vivo natural mente mi inserción de acuerdo con mi grupo social. Puede hablar se aquí de un conformismo aceptado e integrado desde el interior. Por supuesto, una tradición no es un simple conformismo. El hecho de querer vivir como debe vivirse en una sociedad dada está basado muy frecuentemente en justificaciones normativas e incluso trascendentes, de origen religioso. Podría por tanto hablarse aquí de una vida buena conocida por autoridad. Pero se trata de una autoridad funcional, inherente al modo de vida que preconiza, y a la cual se somete uno de forma casi incons ciente, m ás que adherirse en conocimiento de causa. Este tipo de conformismo se manifiesta por tanto en la sumisión completa a la tradición y al modo de vida que se deriva de ella. Segundo tipo de conocimiento: conozco la vida buena por autoridad. Sé que vivo una vida buena cuando vivo de acuer do con el modo de vida ideal según el cual me ordena vivir la autoridad en la que creo, la persona o institución en la que confío. Mientras en el caso de la tradición basta con vivir como todo el mundo para vivir bien, esta vez hay toma de concien cia de aquello que se acata, y se lleva tal o cual tipo de vida en conocimiento de causa. A propósito de la tradición, he habla do de autoridad funcional, es decir, de una autoridad que se manifiesta a través de la tradición. Aquí se trata de una auto ridad directa, que se descubre directamente como lo que es, y que por tanto está menos dirigida por la sociedad a través de la cual se manifiesta. Conocer y comprender el contenido y la exigencia de la vida buena resulta aquí más importante inclu so que su reproducción. La tradición la siento desde mi inte rior, se integra en mí, y debo hacer un esfuerzo de exteriorización para reconocerla y eventualmente deshacerme de ella. Por el contrario, la autoridad siento que me viene del exterior, y la acepto como tal. Acepto el modo de vida que la autoridad me impone porque la reconozco como tal. Pensemos en la autori dad de un guru, de un sacerdote o de un maestro de una escue la filosófica en el que uno cree, y cuyos preceptos se acatan con respeto e incluso a veces con temor. Quiero vivir como quiere el sacerdote o el maestro, en la adhesión al bien, como se me dic ta ese bien, en pleno conocimiento de causa. Siento que vivo bien cuando tengo la impresión de acercarme al modo ideal de vida buena que me impone la autoridad a la que me someto, espe rando poder llegar a él o al menos acercarme lo más posible.
Tercer tipo de conocimiento: conozco la vida buena por infe rencia. Parto de la idea de que la vida buena, la vida que con viene llevar, se basa directamente en la naturaleza de las cosas, a las que se vincula, de las que deriva directamente. Tengo pues que conocer la naturaleza de las cosas para deducir cómo debe vivirse, con el fin de estar acorde con el mundo en el que vivo. Ya sea para los estoicos, que admiten una racionalidad general que gobierna el mundo, o para los epicúreos, para quienes el mundo se basa en procedimientos aleatorios, emana de su saber un modo de vida que quieren que corresponda con la natura leza de las cosas y que les parece acorde con ella. Tanto la sumi sión estoica a la naturaleza de las cosas que limita la libertad humana sólo al dominio de sí mismo, como la autonomía epi cúrea que se somete a los valores que escoge, pretenden cons tituir sendas adaptaciones a la naturaleza de las cosas: esto es lo que es, y esto, cómo se debe ser. La ética responde a la onto logia, el ought al is. En ambos casos el ser humano se considera como un ser natural, en el sentido lato de este término: y como tal ser natural racional, el modo de vida que preconiza consiste en esforzarse por vivir en conformidad con la naturaleza tal y com o la concibe, y en la especificidad de su naturaleza humana. Por supuesto, puedo querer evitar actuar de manera racional, puedo querer que mi vida no se guíe por lo que sé de lo que es, e incluso puedo que rer vivir en contra de lo que entiendo por vida buena, y consi derar la vida “m ala” como una vida buena para mí. En cuyo caso -m e dirá quien se oponga a esa actitud irracional- atento contra mi propia humanidad, contra mi propia racionalidad, incluso si esa actitud no produce ninguna sanción. Cuarto tipo de conocim iento: conozco la vida buena por intuición. Sé que vivo una vida buena cuando siento que vivo una vida buena, sin por ello poder explicarme a mí mismo, ni explicar a los demás, ni lo que es una vida buena ni en qué con siste. Configurada así, la vida buena no es un objetivo, sino un estado de cosas que se constata, un estado que se presenta tal como es y por lo que es, sin justificarse hacia arriba por sus cau sas, ni hacia abajo por sus efectos. Mi vida es una vida buena, eso es todo lo que puedo decir: lo sé porque lo siento, y lo sien to porque lo sé -n o mediante un saber discursivo que se expli cita con palabras, sino mediante un saber intuitivo, directo, inte rior, inmediato-. El sentimiento que tengo es para mí el criterio último de la vida buena, y no la razón, la memoria o la obe diencia. Vivo, y el sentimiento me dice que mi vida es una vida buena. Así que toda vida es una vida buena desde el momen-
to en que se siente como tal, con una vaga connotación cognitiva además que confirma esa certeza. Prácticamente, estos cuatro tipos de conocim iento de la vida buena, por tradición, por autoridad, por inferencia y por intuición, están indisolublemente unidos en cada uno de noso tros. Yo soy aquel que está modelado por la sociedad en la que vive, aquel que se somete a normas que se le imponen, aquel que se entrega a la contemplación de la naturaleza de las cosas, aquel que es captado y llenado por un sentimiento inmedia to de inserción y de armonía. Soy todo eso: lo que quiero ser, lo que puedo ser, cómo quiero vivir, cómo siento mi vida bue na; y tengo el sentimiento profundo de no poder estar nunca más allá de la superficie de mí mismo, teniendo al mismo tiem po la intuición de que sólo somos superficie, y de que nues tra profundidad, si se piensa bien, sólo es profundidad de la superficie.
La condición ética ¿Qué debo hacer para llevar una vida buena? Hablo ahora de “condición ética de la vida buena”, no en el sentido restrin gido de una moral del bien y del mal, sino en el sentido lato de un ethos, de un m odo de actuar, de una práctica conve niente, de acuerdo con el modelo de vida buena que esa prác tica pretende. En este sentido la vida buena se confunde con el buen vivir, con el modo conveniente de vivir: ¿cómo hay que vivir si se acepta tal o cual modelo de vida buena? Reto mando los cinco modelos de vida buena que he expuesto más arriba, voy a preguntarme lo que debo hacer para vivir bien en un mundo de placer, en un mundo de autorrealización, en un mundo de obligación, en un mundo de armonía. Para ter minar, examinaré una quinta opción que, sin presentarse como tal, no es por ello la menos corriente: la que consiste en dejar se vivir sin aspirar conscientemente a un modelo concreto de vida buena, teniendo en cuenta sólo aspiraciones personales y mandatos morales y cívicos que im pone la sociedad en la que se vive. Partiendo de la idea de que la vida buena es la vida del pla cer, la táctica que se debe seguir está clara: El placer nos parece bueno a todos, mientras que el sufri miento, creemos que debemos rechazarlo... La prueba de que el placer es la meta es que, desde la infancia, le estamos suje
tos instintivamente; si lo hemos probado, no buscamos nada más y no huimos nada tanto como su contrario, el sufrimien to (D. L., II, 87-88). Buscar el placer, huir del dolor, eso es lo que se precisa para vivir bien, el ethos que preconiza Aristipo, y después Epicuro. Lo cual abre una discusión sobre la naturaleza del placer, sobre su duración, su inmediatez, su relatividad: Y en razón de que ése es el bien primero y connatural a noso tros, por eso mismo tampoco aceptamos cualquier gozo sino que hay veces que renunciamos a muchos gozos cuando de éstos se derivan para nosotros más dolores que gozos, concretamente cuando, tras haber soportado durante mucho tiempo los dolo res, nos sigue un gozo mayor (Epicuro, Carta a Meneceo, 129). Una vez que nos hemos puesto de acuerdo sobre qué es un placer, el ethos hedonista presenta la ventaja de saber siempre cuándo está satisfecho. Como dice Aristipo, Un placer no difiere de otro, y nada es mayor fuente de placer que otra cosa... El placer es un bien, incluso si proce de de la conducta más vergonzosa..., pues incluso si la acción estaba de más, de todas formas el placer debería escogerse por sí mismo y sería un bien (D. L. II, 87-88). En la táctica hedonista, la vida buena es su propio criterio. Para vivir bien basta con sentir un placer, dejarse llevar hacia él, reconocer el placer como lo que es: Pues hemos comprendido que ése el el bien primero y congénito a nosotros, y condicionados por él emprendemos toda elección y repulsa y en él terminamos, al tiempo que calcula mos todo bien por medio del sentimiento como si fuera una regla (Epicuro, Carta a Meneceo, 129). El placer es algo de lo que uno se da cuenta inmediatamente, ya sea cuando se realiza o cuando sólo se imagina. Buscar el placer, activa o pasivamente, pararse donde se encuentra, gozar mientras dura, calculando siempre los placeres y las penas, y después irse a buscar otro placer, y así hasta el final, hasta que llegue la muerte: ésta es para el ethos hedonista la práctica que debe seguirse para vivir bien. Si se parte de la idea, moderna más que antigua, de que la vida buena consiste en realizarse mediante lo que se hace, hay
que suponer que existe un mundo en el que los seres humanos pueden encontrar, inventarse, objetivos y tareas que no estén únicamente ligados a su estricta supervivencia. Ese mundo de autorrealización es un mundo más bien abierto en el que cada cual se esfuerza por descubrir lo que tiene que hacer, lo que le gustaría hacer, lo que querría hacer, y en qué considera ese “hacer” como la expresión de una vida buena, de su vida bue na. Por supuesto, hay circunstancias personales sin las cuales ninguna vocación puede concretarse; la vocación misma, el sen timiento de tender hacia algo, es igualmente una situación, un don, una gracia. Pero esos dones y circunstancias no bastan: hace falta una voluntad, tensión espiritual, optimismo. Realizar una vocación, llegar a ser un artista, un científico, un político, un filósofo, un jardinero u otra cosa, significa autorealizarse. El “hacer” de la vocación conlleva un “hacerse”. A tra vés de la obra producida, se trata también de hacer de uno mis mo su propia obra, hacerse objeto de la propia tarea, teniendo ante sí una autoimagen que se intenta realizar. Las “manos” rea lizan la obra, pero la mirada está también proyectada sobre uno mismo, sobre lo que se es y sobre lo que se quiere ser. La vida buena se concreta en el “hacer”, y se realiza a través del “hacer se”. Desde este punto de vista, vivir una vida buena consiste en hacer lo que gusta, lo que se quiere hacer, lo que se sabe hacer. La táctica es demiúrgica e incide simultáneamente sobre uno mismo y sobre lo que ese “uno m ism o” produce: el “hacer” como medio de “hacerse”, terminarse, llegar a ser lo que uno cree que puede. Como en el caso del placer, el mundo es aquí un medio, lo que me permite convertirme en lo que quiero ser, haciendo lo que debo para llegar a serlo. La obra es esencial, es lo que quiero hacer; la autorrealización de uno mismo por medio de la obra es fundamental, es lo que quiero ser. El ethos de la obligación se basa en la aceptación y no en la sumisión. Esa aceptación no tiene como causa el temor a un castigo o la esperanza de una recompensa, sino el respeto y el sentimiento de responsabilidad hacia el conjunto de lo que es. La obligación consiste esencialmente en estar de acuerdo con sigo mismo. Lo cual implica que la recompensa de la obliga ción estriba en el hecho de cumplir con ella. La obligación con la que hay que cumplir es prueba y aceptación para cada cual de la propia humanidad, pero esa humanidad sólo tiene senti do por su “naturalidad”. La obediencia deviene aquí prueba de libertad. No hay nada que temer si se desobedece, nada que esperar si se obedece: justam ente por eso hay que obedecer, hay que preferir obedecer, hay que querer obedecer.
¿Obedecer a qué, y cómo obedecer? Mientras que en el ethos del placer se hace uso del mundo, y en el ethos de la autorrealización uno se esfuerza en transformarlo, en el ethos de la obli gación, como en el ethos de la armonía, uno se adapta a las nece sidades del mundo, intentando conformarse a él. Se trata para cada uno de nosotros de estar atentos a nuestra naturaleza pro pia de seres naturales, de seres humanos, de sujetos autóno mos, una vez que nos hemos reconocido como tales. De ahí precisamente el rodeo por la ascesis filosófica. E n la práctica esto significa para cada cual esforzarse en conformar los actos y pensamientos a lo que le parece ser la naturaleza de las cosas -e n su relación con la naturaleza considerada como el conjun to de lo que es; en su relación hacia los demás seres humanos considerados como ligados entre sí por leyes morales y cívicas, en su relación consigo mismo, considerado a la vez como par te del mundo y punto de vista fundador sobre él. La obligación se basa en el respeto y la responsabilidad: reco nocer lo que tenemos enfrente como lo que es, incluidos noso tros mismos; retener los vínculos de pertenencia que nos unen y que conllevan una obligación común. Bajo esta perspectiva, puede hablarse de una ética natural, que no tiene nada que ver con una “moral natural” y que tiene com o objeto a la vez la naturaleza en su conjunto, los otros seres humanos, y “yo”. Y el ethos que de ello deriva se manifiesta por un respeto genera lizado y un sentimiento de responsabilidad generalizado -cu al quiera que sea la forma de los actos mediante los cuales se expre san ese respeto y ese sentimiento de responsabilidad. El ethos de la armonía se presenta bajo dos aspectos total mente diferentes, según se contemple una armonía pasiva de inserción en el mundo tal y como es, o una armonía activa de transformación del mundo tal y como debería ser, o mejor, tal y como uno querría que fuese. Por “activa” y “pasiva” no entien do lo que se refiere a la acción que el ser humano puede y debe acometer sobre sí mismo, sino lo que puede y debe hacer en relación con el mundo en el que vive. Desde la perspectiva de la armonía pasiva, que tiene una fuerte connotación estoica, el ethos de la armonía sólo tiene sen tido en un mundo en el que todas las cosas tienen su “lugar natural”. Para vivir bien en un mundo semejante, en principio no hay que hacer ningún esfuerzo. Basta con dejarse llevar por el curso de las cosas, ser como el pez que se deja arrastrar por la corriente que le lleva de todas formas. No se trata sólo de soportar lo ineluctable, lo que no depende de nosotros, sino de aceptarlo, conformamos a ello; y de aplicar nuestra volun-
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tad, es decir, nuestra acción voluntaria, a lo que depende de nosotros, es decir, nuestra aceptación razonada de la naturale za de las cosas y de nuestra vida en ellas. Pues es libre aquel a quien todo le sucede según su albe drío y a quien nadie puede poner trabas... Entonces, ¿sólo en lo mayor y más importante, la libertad, me está permitido que rer a capricho? De ningún modo, sino que en eso consiste la educación, en aprender a querer cada una de las cosas tal y como son. ¿Cómo son? Como las ordena el que las ordenó... Así pues, es preciso que vayamos a la educación teniendo pre sente esta ordenación, no para cambiar sus fundamentos -pues ni nos está permitido ni será mejor- sino para que, sien do las cosas que nos rodean como son y como es su natura leza, nosotros mismos tengamos nuestro parecer amoldado a los acontecimientos (Epicteto, Disertaciones por Amano, 1 ,12, 9 y 15-17). Mientras que la vida según el placer consiste en adaptar el mundo a mí, a mis deseos, a mis placeres, la vida según la armo nía “pasiva” consiste en adaptar mi vida al “deseo” del mundo tal cual es. Sin embargo, en un mundo así armoniosamente ordenado, el ser humano parece ser el único en tener la capacidad de vivir en contra de la naturaleza, de un modo no natural: el ser huma no es capaz de vivir mal, y debe por tanto hacer un esfuerzo para vivir bien. Aunque pretende expresar la naturaleza de las cosas, la vida en la armonía no se le da naturalmente al hom bre; tiene que buscarla, rastrearla, quererla. Dos caminos se le presentan, según la idea que se haga del mundo en el que bus ca integrarse armoniosamente: un camino radical y un camino moderado. El camino radical de la armonía pasiva preconiza una vuel ta a la naturaleza, a una naturaleza primera y auténtica, consi derada como un Todo en cuya armonía confluye, o debe con fluir, aquello que forma parte de ese Todo. En este camino, el estado de armonía es afectado por una conversión, una vuelta atrás, dando la espalda a una civilización que es corruptora por esencia. El mandato “vivir en conformidad con la naturaleza” se toma aquí en sentido estricto. Los seres humanos deben esforzarse por estar tan cerca como sea posible de los seres natu rales por excelencia, que son los animales y los niños, como el ratón que Diógenes el Cínico envidia y los niños a los que inten ta imitar. Debe ser así porque en el fondo de nuestro ser (no) somos (más que) animales; los niños que sirven aquí de mode-
lo están aún cerca de su verdadera naturaleza, y por tanto de la naturaleza general, precisamente en la medida en que no han sido corrompidos por la civilización. Según esta acepción, querer vivir en la armonía de la natu raleza significa aceptam os com o somos verdaderamente, no en la experiencia cotidiana, sino en nuestra naturaleza pro funda, y sacar conclusiones prácticas. La vida buena es una vida difícil, una vida a contracorriente de la civilización, una lucha contra la pereza y el confort, una ascesis permanente, un ejercicio. Es una apuesta diaria, cuyo propósito es reen contrar y revelamos nuestra verdadera naturaleza de seres natu rales, con el fin de vivir en armonía en la naturaleza-todo. Des de una perspectiva más actual, vivir en la arm onía de la naturaleza significa tanto esforzamos en limitar nuestras nece sidades com o com probar perm anentem ente el im pacto de nuestra acción y sus eventuales daños en el ecosistema en el que vivimos. Por su parte, el camino moderado de la armonía pasiva pre coniza no una vuelta a la naturaleza, sino la adaptación con trolada a un mundo que se encuentra en constante transfor mación natural y cultural. La vida armoniosa es entonces una vida equilibrada, una vida que se desarrolla sin excesos y sin errores, una vida basada en un sentimiento de pertenencia pro porcionada a una totalidad dotada de recursos naturales y cul turales. Viene aquí a la mente la vía media aristotélica, revisada y corregida por las precauciones epicúreas: A la Naturaleza no se la debe forzar sino hacerle caso, y le haremos caso si colmamos los deseos necesarios y los natura les siempre que no perjudiquen y si despreciamos con toda crudeza los perjudiciales (Epicuro, Sentencias vaticanas, 21). Aquí el enemigo es la exageración, tanto la exageración de la ascesis cínica como la del gozo cirenaico: También en la moderación hay un término medio, y quien no da con él es víctima de un error parecido al de quien se excede por desenfreno (ibid., 63). El camino moderado es pedagógico, enseña a contentarse con poco, no por razones ideológicas, sino con el fin de pre pararse para lo peor, de adaptarse a todas las circunstancias: También consideramos el propio contento de las personas un gran bien, no para conformamos exclusivamente con poco,
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sino con objeto de que, si no tenemos mucho, nos confor memos con poco, auténticamente convencidos de que sacan de la suntuosidad el gozo mayor quienes tienen menos nece sidad de él (Epicuro, Carta a Meneceo, 130). La armonía pasiva se concibe así como una inserción sua ve, flexible, natural, del ser humano en la naturaleza de la que es parte integrante. Sin embargo, como el ser humano es capaz de vivir una vida no natural, una vida en contra de la naturale za, el ethos de la armonía pasiva, sea radical o moderado, se rea liza en general por la supresión de los deseos superfluos -c o n vistas a llegar a ese estado dichoso de equilibrio entre nuestras necesidades y el conjunto de lo que es. Después está el ethos de la armonía activa. La armonía no se considera como un estado en el que uno se intenta integrar, sino como un objetivo que hay que alcanzar, una acción que hay que emprender. No se trata ya de que uno busque su lugar en el mundo tal y como es o tal y como se transforma por sí mismo, sino de transformarlo activamente con el ñn de poder vivir mejor en él. Estamos lejos de la idea que habitualmente se tiene de la armonía, una idea pasiva de asentimiento ante el mundo tal y como es, en su perfección y sobre todo en su intangibilidad. Nuestro mundo no es el m ejor de los mundos, es nuestro mundo d efacto, lo cual no quiere decir que debamos aceptarlo tal cual de iure. En cuanto a la insatisfacción humana, no concierne exclusivamente a la naturaleza humana, sino tam bién a la naturaleza-medio tomada en su extensión más amplia de naturaleza/cultura, la idea de armonía se traslada hacia delan te, hacia una acción que no tiene como objeto únicamente una transformación de sí con la intención de adaptarse al mundo, sino también una transformación del mundo para adaptarlo a la idea que nos hacemos de él. El deseo de armonía no es ya la simple búsqueda de un equilibrio estático, sino una tarea que debe cumplirse, un ideal regulador de la conducta humana que concierne tanto a su naturaleza propia como a la naturaleza del mundo en el que vive. Queda el ethos de la vida cualquiera, de la vida sin fin cons cientemente declarado, la vida que no intenta ser la realización de un modelo preciso de vida buena. U n ser humano se deja vivir, sin tener en la cabeza un modelo determinado de vida bue na, teniendo en cuenta únicamente sus aspiraciones persona les y las obligaciones morales y civiles que le impone la socie dad en la que vive. Salvo en casos extremos e inusuales, quiere lo mismo que “todo el m undo”: felicidad, salud, familia, di-
nero, un trabajo. No se plantea la pregunta de “¿cómo voy a, cómo debo, guiar mi vida?” No considera su vida como un todo que debe integrarse convenientemente en una totalidad más grande, sino como un conjunto de circunstancias y aconteci mientos a los que, uno tras otro, se vincula, defendiéndose lo mejor posible. ¿Puede hablarse en este sentido de ethos, si por “ethos” se entiende una vida guiada por una intención, y no la simple constatación de una vida vivida? Para quien la observa, una vida así parece no guiarse más que por el deseo de perseverar tan felizmente como sea posi ble en el ser. ¿Qué hay de malo en ello? ¿Por qué una vida así es menos buena, menos exitosa que las demás? En verdad, por nada. Mientras quien vive así cumpla honestamente con sus obligaciones morales y cívicas hacia los demás, no hay nada que objetar. Sólo en lo que respecta a la relación consigo mis mo puede eventualmente hacerse la pregunta: ¿todos los modos de vida son equivalentes? ¿No es más digno para el ser huma no guiar su vida que dejarse llevar por ella? La respuesta no es evidente. En materia de vida vivida, sólo cuenta la práctica y la idea que cada cual se hace de esa práctica. Y cuando se mira de cerca, se constata que esa vida por así decir mediocre, esa vida llevada sin una meta precisa, no es por ello menos una vida prácticamente llevada por esas metas que son el placer, la autorrealización, la obligación o la armonía. ¿En qué dismi nuye la dignidad humana si la consecución de esas metas se hace de manera no intencional? Ahí es precisamente donde interviene el prejuicio reflexivo, la prioridad dada a la razón, a la toma de conciencia de sí mismo -y, todo hay que decir lo, se trata de una elección, una creencia que aceptan quie nes, por su naturaleza, se dejan comprometer en la reflexión sobre sí mismos. Sea como sea, es evidente que únicamente la mirada del otro decide sobre la vida buena, en función de su propio modelo de vida buena. Observo una vida y constato que corresponde al modelo de vida buena que poseo. Así como hay oradores “natu rales”, bailarines “naturales”, líderes “naturales”, hay seres huma nos que llevan “naturalmente” una vida buena, no ante sí mis mos puesto que no son conscientes, sino ante mí. Su vida buena no es una intención que tratan de realizar, sino una constata ción hecha por quien les contempla, una observación hecha a posteriori. Encontramos ejemplos sobresalientes de esas vidas buenas no intencionales entre héroes literarios, que son pro ducto de los sueños y esperanzas de quienes los han produci do, así como de quienes los reciben; de los autores y de los lee-
tores. Un hombre vive su vida, ficticia o real, y yo le contem plo y me doy cuenta de que esa vida es una vida buena, una vida que no desentona, una vida buena que se hace por sí mis ma, sin un esfuerzo especial, sin voluntad deliberada, como a pesar de ella, sin que ese hombre sea consciente -e n suma, una vida buena natural.
La condición estética Entiendo aquí “estética” en dos sentidos distintos: primero en el sentido general que se refiere a la aisthesis, a la sensación, poniendo el acento en la idea de apreciación; y luego en el sen tido más restringido de lo que se refiere a lo bello. ¿Cómo se aprecia una vida buena, se trate de la propia vida o de la vida que se observa? Es esa idea de apreciación la que diferencia la condición estética de la condición cognitiva. Las dos perspec tivas están íntimamente ligadas, porque en ambos casos se tra ta de situarse en relación con el fenómeno que es la vida bue na. Pero mientras que la condición cognitiva responde a la pregunta teórica de la verdad, la condición estética responde a la pregunta práctica de la apreciación, de la evaluación. No se trata ya de destacar los distintos indicadores de vida buena, sino de evaluarlos. Como dije más arriba acerca de la condición cognitiva, el sentimiento de llevar una vida buena es subjetivo. Quiero decir con ello que únicamente yo puedo experimentar ese sentimiento en relación con mi propia vida, y sólo puedo compartirlo con los demás indirectamente, por mediación de signos externos. Por el contrario, el saber sobre la vida buena, se trate de la mía o de la de otro, ofrece rasgos objetivos que creo poder com partir y apreciar con otros. Cuando siento que vivo una vida buena, no puede tratarse sino de mi propia vida; la aprehendo y la aprecio desde el interior de mí mismo, en una captación directa, inmediata, intuitiva. Por el contrario, cuando sé que vivo una vida buena, aprehendo y aprecio mi propia vida como desde el exterior de mí mismo, en un acto mediato, discursivo, como si fuera un observador externo -igual que como me ocu rre cuando se trata de la vida buena de otro-. Aprecio mi vida desde el interior en directo; pero aprecio mi vida desde el exte rior observándola y comparándola. La apreciación interna con cierne al sentimiento que tengo de vivir bien, mientras que la apreciación externa se vincula con el conocimiento que tengo de la vida buena.
Aprecio mi vida como buena o mala desde el interior de mí mismo y viviéndola, sintiéndola. Siento que mi vida es buena cuando experimento hacia ella sensaciones de bienestar, gozo, tranquilidad, exactitud, satisfacción o adecuación. Mi vida es buena cuando la siento así, porque me procura placer directa mente -tom ando aquí la palabra “placer” en el sentido lato de bienestar, de agrado, de satisfacción: [...] el placer, sostienen [los estoicos], si existe, es una mani festación subsiguiente que sobreviene cuando la Naturaleza, tras haber buscado por sí misma los objetos que se adaptan a la constitución del ser vivo, los obtiene; de esa manera los ani males se regocijan y florecen las plantas (Los filósofos estoicos, VII, 86, p. 161). Vista de ese modo, la apreciación interna de la vida buena, tal como la expresa el sentimiento que se tiene de ella, presen ta siempre una connotación hedonista -incluso cuando el pla cer no es el fin de la vida buena que se lleva-. Cualquiera que sea el modo de vida seguido, siempre que no se trate de una vida buena no intencional, se sigue para alcanzar ese estado de satisfacción, de bienestar, de armonía, de plenitud. Si esto es así, el modelo hedonista de vida buena parece ser el modelo fundamental, el que fundamenta todos los modelos de vida buena y da cuenta de ellos. La apreciación interna tiene siem pre como criterio el placer, pero se trata de un placer de segun do grado, del placer que se tiene al hacer lo adecuado y vivir como es conveniente vivir- incluso si lo que se hace para vivir bien es difícil o doloroso-. Tengo la sensación de vivir una vida buena cuando la vida que vivo me conviene y satisface. De hecho, más que de placer habría que hablar de alegría, de la alegría que se tiene al vivir como conviene: He aquí lo primero que debes aprender, Lucilio, a gozar. ¿Crees que te privo de muchos placeres porque te aparto de los que nos procura el azar...? La alegría reinará si se encuen tra dentro de ti mismo. Los otros goces no logran colmamos el pe'cho... Créeme, la verdadera alegría es austera (Séneca, Cartas morales a Lucilio, p. 55). La alegría se transforma aquí en el sentimiento interno de la vida correcta y su criterio. Sea cual sea el modelo de vida bue na que persigo, vivo en la alegría cuando me parece que estoy en el buen camino. Si toda alegría es un placer, nos encontra mos en una situación de hedonismo superior, que hace de la
alegría la verdadera medida de la apreciación interna, del sen timiento correcto de sí. En cuanto a la apreciación externa de la vida buena, se apo ya para m í en el saber que tengo de lo que es o debe ser una vida buena, se trate de mi propia vida o de la vida de otro. Para poder apreciar mi propia vida desde el exterior tengo que ser capaz de salir de mí mismo, mirarme existiendo, y evaluar mi vida a la medida de algo distinto de ella. Se trata pues para mí de hacerme espectador de mi propia vida, de ser capaz de con siderar m i vida como un espectáculo, de hacer de mi vida el objeto de un examen y de una comparación. Desde el punto de vista del saber que poseo, aprecio mi vida desde el exterior comparándola con el modo de vida al que debe ría ajustarse. Desde esta perspectiva, “yo” en tanto que especta dor de sí mismo no difiere en lo fundamental de un observador externo que observa una vida y se pregunta si está conforme con lo que él, observador externo, considera como una vida buena, salvo porque, evidentemente, “yo” está más cerca, más mezcla do, más comprometido, y es por tanto menos perspicaz respec to de sus intenciones, deseos, toma de conciencia, y sobre todo está más cegado por sus ilusiones; y por su parte el observador externo sólo puede fiarse de signos externos, que pueden ser engañosos o que puede malinterpretar. De ahí la doble pregun ta: ¿qué confianza se puede tener en “yo” como apreciador “obje tivo” de la propia vida, cuando resulta que vive esa vida desde el interior y por tanto está necesariamente influido por lo que sien te hacia ella? ¿Qué confianza puede tenerse en un observador extemo como apreciador de una vida que no es la suya, cuando resulta que sólo percibe de ella los signos exteriores? Nos encontramos en una situación con tres momentos. Por una parte, la apreciación externa del observador que observa la vida del otro como un espectáculo que afronta y hacia el cual reacciona; por otra parte, la apreciación interna de “yo” que se basa en el sentimiento intuitivo, inmediato, subjetivo, que tie ne de su propia vida; y, en fin, la apreciación externa de “yo” que se basa en la capacidad “limitada” que tiene de ser espec tador de su propia vida, sobre el saber subjetivo/objetivo que tiene de su propia vida y de lo que debe ser. Cuando las tres apreciaciones se armonizan, aparentemente no hay problemas: el observador sabe que vivo una vida buena; yo siento que vivo una vida buena; yo sé que vivo una vida buena. La vida buena para uno es una vida buena para el otro. Hay problemas cuando existen desajustes entre la aprecia ción del observador externo, que se basa en el saber que tiene
de lo que es una vida buena y de los indicadores de vida bue na que observa, y la apreciación interna y externa que “yo” tie ne de su propia vida. Una vida buena a los ojos de un obser vador externo puede ser una vida desdichada para quien la vive, o una vida indigna, insuficiente, inadecuada, para aquel que es el espectador de su propia vida. Peor aún, puede existir un desa juste interno entre el sentimiento que tengo en relación con mi vida y el saber que poseo de ella: puede complacerme mi vida, sabiendo que no se desarrolla según el modelo de vida buena que he escogido; y a la inversa, puedo saber que vivo según el modelo de vida buena que me he propuesto aun teniendo un sentimiento de malestar respecto de la vida que llevo. En estos casos uno se podría preguntar incluso si no podría servir otro de árbitro, y si el observador externo no podría tener una apre ciación de la vida de quien es observado más justa que quien la vive. ¡Piénsese en la función de los sacerdotes, de los psico analistas, de los directores espirituales! Todo ello explica decir que en mi opinión no haya una vida buena en sí, una vida buena en abstracto, sino siempre una vida buena para alguien. Cuando observo la vida de otros, cuando hablo de vida buena refiriéndome a ella, se trata a fin de cuen tas de mi propia vida, de la vida buena tal y como la planteo y como desearía que se realizara para mí. En este sentido toda vida buena es subjetiva, como también lo es toda apreciación de vida buena, incluso cuando se basa en circunstancias y sig nos externos. Toda vida, incluso cuando se contempla como espectáculo, se juzga bajo el prisma de la experiencia vivida a través de ella. El observador externo de una vida buena ve esa vida como una de sus propias vidas posibles, aunque sepa que no puede vivirla. La vida que observa no es un simple espec táculo para él, sino también y sobre todo una experiencia vivi da por él a través de otro, y aprecia su valor al volcarla sobre sí mismo. “Teniendo en cuenta las distintas circunstancias, ¿me hubiera gustado vivir una vida así, la habría considerado bue na para mí?”, ésta es la pregunta que se hace, y expresa su apre ciación precisamente al responderla.
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Sexta conversación Sobre la vida bella
Todas las vidas se presentan como un espectáculo para un obser vador, pueden verse como obras de arte y pueden apreciarse de acuerdo con criterios estéticos de lo bello o lo feo, lo intere sante o lo aburrido, lo sabroso o lo insípido, lo brillante o lo mate, lo ligero o lo pesado. Así, cuando decimos de una vida que es bella, queda sobrentendido que se deja describir por cali ficativos que habitualmente se aplican a obras de arte: una vida es bella cuando es armoniosa, interesante, atractiva. Para el observador, una vida bella es una obra de arte ya cerra da sobre sí misma cuando se trata de una vida que ya se ha desa rrollado; y es un happening en curso cuando se trata de una vida que se está desarrollando. Admiramos las vidas de los sabios, héroes, santos, artistas, eruditos, artesanos, constructores, por que para nosotros son bellas, y su belleza nos parece un signo importante de su calidad. Quiero detenerme ahora en la vida buena como vida bella, y más particularmente en la vida del sabio como vida bella. ¿Por qué la vida del sabio, y no la del erudito o la del artista, del héroe o del dandi? Porque soy filó sofo, amante de la sabiduría; es la única respuesta que se me ocurre. En mi idea de la felicidad por adecuación lo que está en primer lugar es la sabiduría, la vida sabia, y es esa vida la que quisiera llevar, la que me interesa, la que considero verdadera mente bella.
Entre sabiduría y moralidad Una vida buena es una vida que resulta bella. El sabio es bello no por sus rasgos físicos, ni tampoco por sus cualidades inte lectuales, sino por su modo de vida, su manera de ser, de mover se, de colocarse en su mundo. Para destacar lo que hay especí ficamente bello en una vida de sabio, me parece importante distinguir la vida sabia de la vida moral. Por “vida moral” entien do el modo de vida que concierne a las relaciones entre seres humanos, partiendo de la idea de que ciertas relaciones inter humanas deben evitarse y otras deben buscarse, y que las rela ciones entre seres humanos que deben evitarse son “malas” y las que deben buscarse son “buenas”. Por “vida sabia” entiendo el modo de vida que concierne a las relaciones entre un ser huma no y el mundo del que forma parte, partiendo de la idea de que esas relaciones de pertenencia determinan una manera de ser. Por “m undo” entiendo lo que es mundo para mí, no que sea el centro de este mundo, sino el punto de vista a partir del cual y en tomo al cual este mundo se (me) aparece. El mundo
del que hablo es mi mundo, el conjunto de lo que es para mí, el mundo en el que vivo, el mundo que me esfuerzo en cono cer y en relación con el cual me sitúo, el mundo que comprende también lo que hago en él y lo que pienso de él. Según esta acepción, todo lo que es (para mí), ya sea en acto o en poten cia, se trate de aspectos materiales, mentales, simbólicos, todo ello forma parte de ese mundo; y por tanto todo lo que se refie re a la vida, al pensamiento, a la actividad, a la producción de los seres humanos. Los productos materiales y mentales de la actividad humana son tan naturales com o los productos de la actividad natural inanimada y animada. Según esta acepción amplia del concepto de naturaleza, las sociedades, las mate máticas, las guerras, las culturas, las normas o las leyes son tan naturales como las estrellas, los mares, la gravitación, la entro pía, las catástrofes, los bosques o los animales. La actividad humana, como las demás actividades, se despliega en un mun do de la inmanencia, en un mundo sin trascendencia, sin pro videncia, sin mandatos divinos, en un mundo en el que los seres humanos sólo tienen que rendirse cuentas a sí mismos, y no pueden culparse más que a sí mismos y a su suerte. En un mundo de la inmanencia así, ¿qué distingue la vida moral de la vida sabia? La actitud moral es antes que nada un modo de regular las relaciones entre seres humanos, un modo de actuar frente a los demás que no está dirigida por el miedo al castigo ni por la esperanza de una recompensa, sino por el reconocimiento de la dignidad humana, en los demás y en uno mismo. En el sentido en el que la tomo aquí, la vida moral es distinta de la regulación social con sus códigos y leyes, sus recompensas y sus castigos. La vida moral sólo es posible en el marco de una sociedad humana en la que el otro, quienquiera que sea, es tratado como un sujeto autónomo que merece con sideración y respeto: respeto de los derechos de cada cual, inclu yendo los suyos; reconocimiento de los deberes hacia los demás, incluido uno mismo. El ser moral tiene deberes únicamente hacia los seres humanos; el resto del mundo no es más que la escena en la que se juegan las relaciones interhumanas. Debe destacarse que la moralidad no tiene nada que ver con la trascendencia. Más concretamente, los valores que funda mentan una vida moral no están ligados a la naturaleza tras cendente o no del mundo en el que se desarrolla esa vida. El problema que plantea la existencia de normas y valores, su natu raleza y origen, no se resuelve m ejor cuando se remiten a un decreto divino que cuando se consideran como el resultado de la evolución humana. Ya sea en un mundo de la trascendencia
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o en un mundo de la inmanencia, la moralidad siempre se basa en el estatuto privilegiado otorgado a cada ser humano en tan to que tal. En este sentido precisam ente toda moralidad es “hum ano-céntrica”, aunque no sea hum anista o suponga y admita desigualdades entre los seres humanos: es ese “humano-centrismo” lo que la distingue de la sabiduría. Desde el punto de vista de la sabiduría, se trata antes que nada de situarse bien en el mundo que se considera como con ju nto de lo que es, de adaptarse a él, de insertarse armónica mente en él. Ser sabio es vivir en consonancia con el mundo que uno reconoce como suyo. Del mismo modo que las diver sas modalidades están centradas todas en la humanidad, las diferentes sabidurías, porque no sólo hay una, están centradas en la conformidad con la naturaleza. Me explico. No proclamo que el mundo natural-inmanentista en el que vivo sea el único mundo verdadero, pero considero ese mundo como el mundo más plausible, la hipótesis ontológica más satisfactoria, tenien do en cuenta lo que sé y lo que siento de mi mundo. Eso no me impide admitir que los demás seres humanos viven en mun dos suyos, y que quien vive en un mundo de la trascendencia, en un mundo regulado por una sobre-naturaleza, vive tan “natu ralmente” en su mundo como yo en el mío, puesto que tal es para él la naturaleza de las cosas. Igual que considero que yo formo parte del mundo en el que vivo naturalmente; quien cree en un mundo de la trascendencia considera también que for ma parte de su mundo “naturalmente”. Ser sabio, para él como para mí, es vivir en conformidad con el mundo en el que nos encontramos, cualquiera que sea la naturaleza, inmanente o trascendente, de ese mundo, y cualquiera que sea la naturale za de esa inmanencia o de esa trascendencia. Llegamos así a una conclusión importante e incluso radical: el modo de vida del sabio depende de la naturaleza del mundo en el que vive, pero la manera de vincularse con el mundo, el modo de insertarse en él, es siempre igual: se trata siempre de vivir en conformidad con el mundo en el que se encuentra. Si se parte de la idea de que no hay un mundo “bueno” con cuyo patrón podría evaluarse cualquier vida sabia, sino que hay mun dos diferentes según lo que piensan quienes viven en él, es sabio quien vive en conformidad con su mundo, con los valores y las normas que se derivan de él, y vive así en consonancia consigo mismo. Sigue su inclinación “natural”, quiere ser lo que pien sa que debe ser, acepta su “verdadera” naturaleza, teniendo en cuenta el mundo tal y como es (para él). Así, en un mundo en el que el hombre es naturalmente un lobo para el hombre, que
es también un mundo en el que el lobo es naturalmente un lobo para el lobo, es sabio quien vive como un lobo, es decir, quien sabe ser un lobo para el hombre. Partiendo pues de la idea (hobbesiana) de un mundo en el que no hay solidaridad entre los seres vivos, y por tanto entre los seres humanos cuando se les considera como seres naturales, es sabio quien se adapta a esta naturaleza de las cosas, es sabio quien se acepta como un lobo entre los hombres y se relaciona con los demás como con lobos en potencia. En este sentido, Nerón es un sabio, Sade y sus héroes son sabios, el superhombre nietzscheano es un sabio. A la luz de mundos de este tipo es como se ve claramente hasta qué punto la moralidad es distinta de la sabiduría. En un mundo de crueldad y de clausura, la sabiduría consiste en vivir cruelmente y encerrado en sí mismo; en un mundo de la amis tad y de la apertura, la sabiduría consiste en vivir amigablemente y con tolerancia. En ambos casos se trata de una vida buena, puesto que se lleva de acuerdo con la naturaleza de las cosas. Esto es lo que ocurre con la sabiduría, pero no pasa lo mismo con la moralidad. La moralidad se basa siempre en la idea de una solidari dad y de una obligación entre seres humanos, se trate de la humanidad entera o de tal o cual grupo humano, y ello sea cual sea la naturaleza del mundo en el que viven. Las diver sas sabidurías, precisamente en la medida en que no se cen tran sobre el hombre, sino sobre la naturaleza, consideran al ser humano com o un ser natural, y admiten la idea de una solidaridad entre seres humanos sólo cuando tal solidaridad existe en su mundo visto desde su naturalidad. Así, en un mundo en el que por la propia naturaleza de las cosas el hom bre es un lobo para el hombre, en un mundo en el cual sólo los lobos fuertes sobreviven “naturalmente”, la vida sabia, la vida buena, es la vida de los hombres-lobos; los débiles, con el fin de sobrevivir, se vuelven seres morales, es decir, seres no naturales, que no aceptan la ley de la naturaleza como si fue ra lo normal. En un mundo así, cuando se pasa de la sabidu ría a la moralidad, los hombres-lobos (que son los sabios que se esfuerzan por vivir según la naturaleza “verdadera” de las cosas), se vuelven presa fácil de los débiles. De H obbes a Nietzsche, se llega a un superhombre encadenado que, con todá su sabiduría, forcejea aullando en su roca y desafiando la moral que rechaza. Todo esto explica que se pueda ser sabio sin ser moral, igual que se puede ser moral sin ser sabio, y que la propia vida sabia no puede apreciarse más que con el patrón del mundo en el que se desarrolla.
En este nivel de la reflexión, tengo que reprenderme a mí mis mo. Si para mí toda sabiduría depende directamente del mun do en referencia al cual se sitúa, si es sabio quien vive de acuer do con su mundo, si admito que existen mundos distintos según la mirada del que los contempla, debería concluir que yo no pue do ser sabio, no puedo estar en conformidad profunda y verda dera con mi mundo, puesto que soy consciente del hecho de que éste no es (para mí) más que un mundo posible. El relati vismo cultural en el que me sitúo parece tener como consecuencia no sólo que me impide ser sabio, sino incluso que me impide poder serlo, de suerte que como mucho podré ser meta-sabio, es decir, abocado a echar una ojeada externa a las diversas per sonificaciones de la sabiduría en función de los diversos mun dos en los que cada una de esas sabidurías se manifiesta. En otras palabras, bajo la perspectiva relativista no debería poder preten der a la sabiduría, sino tan sólo ser espectador de ella. Voy a salir de esta trampa mediante un abuso de autoridad. El mundo al que me sumo, el mundo que considero mío, el mundo en el que me siento vivir, no es para mí un mundo úni camente posible; y no me siento simplemente un espectador respecto de él. El mundo de acuerdo con el cual vivo no es una elección arbitraria que he hecho entre mundos diversos que se me presentan como en una vitrina, sino el mundo que se me impone con toda la fuerza de su evidencia (para mí). Cuando afirmo que soy epicúreo de corazón y estoico de cabeza, entien do con ello que el mundo que se me presenta a través de esas doctrinas es un mundo en el cual me instalo naturalmente, un mundo que me parece “verdadero”, un mundo adecuado a la naturaleza de las cosas tal y como las percibo. Si la inteligencia nos es común, también la razón, según la cual somos racionales, nos es común. Admitido eso, la razón que ordena lo que debe hacerse o evitarse, también es común. Concedido eso, también la ley es común. Convenido eso, somos ciudadanos. Aceptado eso, participamos de una ciu dadanía. Si eso es así, el mundo es como una ciudad. Pues, ¿de qué otra ciudadanía se podrá afirmar que participa todo el género humano? De allí, de esta común ciudad, proceden tan to la inteligencia misma como la razón o la ley. O ¿de dónde? (Marco Aurelio, Meditaciones, IX 4). Me siento cercano a este optimismo ontológico, y no al pesi mismo sadiano o al providencialismo trascendente. Incluso aun que no esté completamente de acuerdo con la doctrina epicú rea y con la doctrina estoica, me agradan las líneas generales y
convergentes de esos mundos, me siento a gusto sobre todo en ese mundo complejo y no siempre consecuente consigo mis m o; mi mundo “verdadero” es ese mundo, en todo caso ver dadero para mí. Me resulta perfectamente posible concebir otros mundos, pero soy incapaz de plantear otro (para mí). Volvamos a la diferencia entre sabiduría y moralidad. La moralidad se centra en las relaciones entre personas en el mar co de la sociedad humana; la sabiduría se centra en la persona en tanto que forma parte de un mundo, tomado en el sentido lato del conjunto de lo que es (para ella). El ser moral es un ser social, y sus deberes sólo tienen sentido en el marco de la socie dad humana. El sabio, por su parte, es ante todo un individuo, un ser humano autónomo que vive en el marco de una socie dad humana que es ella misma un elemento natural situado en un conjunto más grande. La moralidad se impone, la sabiduría se acepta. La moralidad se impone a todo ser humano que vive entre seres humanos, la sabiduría se acepta como se acepta la naturaleza de las cosas. Por supuesto, el sabio no está cortado de los demás, cumple en gene ral con sus obligaciones morales, pero sus relaciones con los demás no se limitan a su contenido moral. No están ni directa ni esen cialmente basadas en mandatos morales de la vida social, sino en la idea que el sabio se forja de la naturaleza de las cosas, sea çual sea el modo en que ésta se constituye. Como ya hemos dicho, el sabio estoico se compromete a desempeñar correctamente su fun ción social en el lugar que la fortuna le atribuye. Pero no cumple con esta función social por razones morales, sino por razones que son a la vez ontológicas y existenciales, razones que se refieren a la naturaleza de las cosas y a su propia naturaleza, y que le hacen aceptar su suerte y las obligaciones que de ella derivan. La vida sabia fundamenta la obligación humana sobre lo que es, y la vida moral fundamenta la obligación humana sobre lo que se debe hacer. Desde el punto de vista de la sabiduría con viene llevar una vida en conformidad con la naturaleza de las cosas; desde el punto de vista de la moralidad conviene llevar una vida acorde con los imperativos morales. Volvemos a encon trar aquí la distinción clásica entre is y ought, entre lo que es y lo que debe ser, entre los hechos de la naturaleza y los valores de la moral, pero con una inflexión distinta tanto para lo que se entiénde por is como para lo que se entiende por ought. Desde la perspectiva moral, se parte a menudo de la idea de que los imperativos morales y los valores que guían nuestra con ducta moral están, por su misma esencia, desgajados de la natu raleza de las cosas y de los hechos naturales que constatamos.
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La naturaleza sirve de marco en el que se desarrolla la vida moral, pero no tiene impacto directo sobre ella. No son ni los hechos ni las leyes de la naturaleza quienes dirigen la conducta de los hombres, y no es el conocimiento de la naturaleza lo que nos permite decidir cómo debemos comportamos. Un corte limpio distingue el ámbito de los hechos, del que se ocupan las cien cias de la naturaleza, de la sociedad y del hombre, y el ámbito de los valores que rigen la conducta moral de los seres huma nos. Los modos de ser de las cosas - y los seres humanos son bajo m uchos aspectos cosas entre las cosas- son distintos de los modos morales de actuar de los seres humanos. El cuerpo humano, el intelecto humano, las técnicas humanas, las insti tuciones humanas, que forman parte de la naturaleza, están separadas de lo que por simplificar denomino alma humana, lugar de su moralidad y signo distintivo de su humanidad, sea cual sea la naturaleza de ese alma. Para el ser moral, su ought se fundamenta en un ought, sus valores se basan en valores -co n el problema fundamental que siempre se plantea en el caso de la moralidad: ¿cuál es el valor primero, el valor que da funda mento a los demás, y cómo se desvela, sobre qué se funda? Por el contrario, desde la óptica de la sabiduría naturalista, los aspectos existenciales, culturales, sociales e incluso mora les de la vida humana son parte integrante de su naturaleza, puesto que son aquello que especifica naturalmente a los seres humanos. No hay corte entre el cuerpo del hombre y su “alma”, sino sólo cuerpos-almas, seres humanos para quienes las sen saciones, los sentimientos, la actividad mental, la vida del espí ritu, el lenguaje y también las opiniones y los imperativos mora les son tan naturales como la digestión y la respiración, aunque no se expliquen del mismo modo, y aunque no siempre pue dan reducirse directamente a funciones psico-fisiológicas. Des de esta perspectiva el ought no sólo se basa en el is, sino que forma parte de él. El ought del sabio, las obligaciones con las que carga, su manera de ser y de actuar, se apoya directamen te en lo que es (para él), en la naturaleza de las cosas tal y como se le presenta; su ought, parte de su is, consiste en estar atento a su “verdadero” is. Los valores que acepta están basados direc tamente en los hechos que reconoce como tales. Por supuesto, en ambos casos se trata de la obligación con la que el ser humano carga voluntariamente, no por miedo al castigo ni con la esperanza de una recompensa, sino por reco nocimiento a su dignidad propia, a su propio valor. Me veo casi tentado a decir que es en eso, en la aceptación profunda de la obligación, donde se reconoce la “naturalidad” (otros dirán que
precisamente se trata de “no-naturalidad”, de “sobre-naturali dad”) de los seres humanos en su especificidad propia. Pero para el sabio, el modo de actuar depende del modo de ser, y lo que fundamenta los actos humanos es la naturaleza humana; mien tras que para el ser moral la manera de ser depende de la mane ra de actuar, y son los actos humanos los que deben constituir y estructurar la naturaleza humana en su grado óptimo. En este sentido, el discurso moral apunta al mundo tal y como debería ser, un mundo mejor basado en una humanidad mejor; y el dis curso de la sabiduría apunta al mundo como es y nos prescribe que nos conformemos con él y que aprendamos a vivir bien en él. Desde esta perspectiva, el sabio vive naturalmente en el pre sente y el ser moral vive naturalmente volcado hacia el futuro. Debe subrayarse, sin embargo, que este corte entre is y ought, sobre todo en la forma en que se presenta para la actitud moral, es una facilidad que nos concedemos y que apoyamos en la idea tan atractiya para nosotros de la "sobre-naturalidad” de los seres humanos: nostalgia de una trascendencia perdida, de un dios que ya no es, de una elección que ya no se tiene en pie, de una idea del hombre que tiende a situarse entre lo finito de la natu raleza y lo infinito de la trascendencia. El corte entre is y ought es una muletilla que nos viene del pasado y en la que nos apo yamos, pero esa muletilla es importante, desempeña un papel útil en nuestra manera de vivir y situamos en el mundo. El cor te entre nuestro ought y nuestro is refuerza la idea que tenemos de nuestra autonomía y de la responsabilidad que conlleva para nuestra conducta y para nuestros-actos entre otros seres huma nos. En este sentido, se puede hablar de un interés de la razón en efectuar tal corte. Pero ese interés no debe ocultar lo que (me) parece que es la naturaleza de las cosas, a saber, que nun ca y de ningún modo podemos cortamos de lo que somos, seres naturales que forman parte de un mundo en el que se desplie ga y desarrolla todo lo que nos concierne, y fuera del cual no hay nada. En efecto, basándose en esa muletilla que es la idea de un corte entre is y ought, la ley moral nos ordena apartamos de lo que constituye nuestra naturaleza propia, nuestra naturaleza primera, naturaleza que debemos hacer el esfuerzo de superar en nombre de una ley moral que nos sobrepasa y que se nos impone como desde el exterior. Bajo esta perspectiva, la ley moral nos impulsa a actuar en contra de la inclinación “natu ral”, generalmente considerada mala, insuficiente; nos fuerza a ser distintos de lo que seríamos “naturalemente” si nos dejára mos ir. Pretende que estemos permanentemente bajo nuestra
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propia vigilancia, con objeto de no contravenir, de no actuar mal: hacer el bien moral, es ante todo no hacer el mal. Este modo de actuar contra lo que parece ser nuestra incli nación natural parte del supuesto de que la “naturaleza” del ser humano en sí, aquello por lo que se vincula con la naturaleza de las cosas, es mala, y por tanto hay que mantenerla atada. Se ve pues al ser moral como un ser no natural, como un ser anti natural, y quien predica la vida moral es “naturalmente” pesi mista. Como el mundo en sí es malo, o como mucho neutro, se trata de apartar al ser humano del mundo tal cual es para vol verlo mejor. Soy consciente de las connotaciones religiosas, y sobre todo Cristinas, de esta presentación de la vida moral; pero es precisamente este contexto cultural judeocristiano el que, al menos en Occidente, da fundamento a la idea que nos forma mos de la vida moral. La acción sabia, por su parte, expresa y refleja lo que nos parece nuestra naturaleza profunda. La naturaleza humana es buena en la medida en que se adapta a la naturaleza del mun do en que viven los seres humanos, cualquiera que sea la natu raleza de ese mundo. En un mundo en el que el hombre es “naturalm ente” un lobo para el hom bre, esforzarse en vivir como un lobo entre los hombres, dejarse llevar por su natura leza de lobo, es una “buen a” conducta, puesto que corres pond e a la naturaleza de las cosas. En un mundo en el que el ser humano es “naturalm ente” solidario de los demás seres humanos, cualesquiera que sean las causas y razones de esa solidaridad (interés común, utilidad, altruismo innato o adqui rido, impregnación cultural, educación, etc.), la conducta huma na es naturalmente buena cuando se adapta a esa idea de soli daridad entre seres humanos. Lo cual no quiere decir que el ser humano no deba hacer un esfuerzo sobre sí mismo para llegar a ser lo que puede ser. Pero ese esfuerzo no se ve como una superación, como un modo de dar la espalda a su naturaleza propia, sino como un cum plimiento, una plenitud, una autorrealización. Desde esta pers pectiva, lo que puede reprocharse al ser humano es que se some te demasiado fácilmente a lo que no es su verdadera naturaleza. Encontramos aquí los rasgos esenciales del análisis clásico, sea platónico o aristotélico, estoico o epicúreo. Recogiendo los tér minos que emplean, el ser humano, que es naturalmente racio nal, se deja llevar por una parte de su naturaleza, por sus ape titos, en detrim ento de la razón; sus apetitos se vuelven desmesurados, ebrios de sí mismos, y el ser humano olvida su “verdadera” naturaleza, su naturaleza de ser racional.
Se me objetará con justicia que si todo es naturaleza, todo es natural. Actuar bajo la influencia de los apetitos no es menos natural que vivir en conformidad con nuestra naturaleza ver dadera, es decir, en conformidad con la razón. Y ya se sabe lo imprecisa y relativa que es la propia idea de razón, ligada en cada momento a contextos culturales diferentes. ¿En qué sen tido puede hablarse de una “verdadera” naturaleza humana, de una naturaleza humana fundamentalmente buena? ¿Habría una “falsa” naturaleza humana, una naturaleza humana mala fren te a esa buena naturaleza? Si todo es naturaleza, todo es lícito; y nada debe impedimos ser como somos, actuar como actua mos, conducimos como lo hacemos. En la Antigüedad se decía a menudo que el sabio está por encima de las leyes humanas, es decir, de las leyes morales, en la medida en que todo lo que hace está en consonancia con su naturaleza propia y no puede actuar contra su propia naturaleza. Esto es cierto no sólo del sabio, sino de cualquier ser humano, pues no sólo el sabio tie ne el privilegio de ser un ser natural. ¿Qué ocurre entonces con la conducta inmoral? ¿No es también natural, puesto que es? ¿Existen criterios naturales que permitan decidir cuál es la regla para vivir bien, para vivir en conformidad con la naturaleza? Lle gado el caso, ¿la impunidad social, si llegara a obtenerse, vol vería lícita una acción? El sabio, que intenta vivir en conformi dad con la naturaleza, ¿se som ete a las leyes y normas de la sociedad sólo por miedo al castigo de los hombres? No debo sentirme obligado a hacer intervenir un corte entre lo que es y lo que debe ser por el hecho de que lo que conozco del mundo inmanente en el que me ubico no me permita res ponder de forma clara y decisiva a esta objeción crucial. No veo por qué debería a toda costa explicar lo obscuro por lo más obs curo. Me parece más plausible intentar aclarar estas cuestiones en la evolución de los seres humanos, en su manera de adaptar se al entorno natural y humano, siguiendo su tendencia natural a perseverar en el ser. Desde esta perspectiva, las normas según las cuales los seres humanos eligen vivir son quizá consecuencia de los procedimientos que les han permitido una mejor adapta ción a las condiciones naturales de vida y de supervivencia. Tener piedad, no querer causar sufrimientos, rechazar la injusticia, ser solidario, todas esas maneras de ser pueden considerarse tan natu rales en los seres humanos como la digestión, la visión, la razón, la curiosidad -d el mismo modo que pueden considerarse natu rales la crueldad, el sadismo, la injusticia o el egoísmo. Si las cosas son así, ¿qué nos hace escoger un modo de actuar y no otro? ¿Se trata de un interés bien entendido, de una ven
taja mayor en el marco de la evolución natural y cultural de la humanidad? En tal caso, ¿cómo explicar que una ventaja de selección se vuelva norma, y cómo interiorizamos esas normas? ¿Están insertas en nosotros como el sistema nervioso o como quizá la competencia lingüística, o se transmiten mediante la educación? ¿Es “natural” para el ser humano formularse valo res y acatarlos, y de qué manera esas normas y valores se vin culan a los procesos de hominización? ¿Por qué no comparten todos los seres humanos un mismo conjunto de valores? Para responder a estas preguntas se han propuesto hipóte sis al estilo de Rousseau o Hobbes, historias de seres huma nos buenos en su origen que después se corrompieron, así como historias de seres humanos duros y groseros en su ori gen cuyas costumbres se fueron suavizando. Estas hipótesis, estas historias de orígenes, se esfuerzan, cada cual a su modo, en proporcionar explicaciones plausibles a las diversas con ductas humanas y a las normas que las rigen, sobre todo cuan do las conductas parecen “no naturales”, como la obediencia voluntaria a leyes que nos constriñen, o conductas altruistas que pueden llegar hasta sacrificar la vida, conductas que están aparentemente en contra de la tendencia natural en todo ente a querer perseverar en el ser. El comienzo es siempre el mis mo: esto es lo que som os, así actuam os, así reaccionamos, estas son las normas que nos guían, los valores que acepta mos, ¿cómo hemos llegado hasta aquí, y a dónde vamos a par tir de aquí? Las historias de origen de tendencia rousseauniana ven en nosotros “buenos” que se han vuelto “malos”, seres naturales que se han corrompido por la vida en sociedad. Volvemos a encontrar aquí el modelo cínico que preconiza la vuelta a una edad de oro ecológica y existencial, una vuelta al paraíso per dido, así como una defensa de la calidad de vida en pequicio del nivel de vida. Las historias hobbesianas ven en nosotros lobos que para sobrevivir en grupo se han convertido en seres civilizados. Aquí hallamos de nuevo el modelo cirenaico que plantea una progresión permanente, una mejora de la calidad de vida subiendo su nivel. Nuestra aceptación de tal o cual con junto de valores y de normas, aceptación implícita con mucha frecuencia, depende directamente de la teoría de la humanidad que hacemos nuestra y de la manera en que integramos las trans formaciones del mundo, el saber que poseemos acerca de éste, las hipótesis nuevas que elaboramos y los modos de vida origi nales que preconizamos, todo ello en el marco general de la hipótesis de la evolución natural y cultural.
Una vida sabia es una vida bella Me gustaría vivir una vida que se adecúe a la naturaleza de las cosas y a mí mismo; una vida que tenga sentido para mí en el mundo en el que vivo y respecto al cual me sitúo; una vida para la cual, en un mundo sin finalidad externa, el hecho de pasar “correctamente” el testigo a quienes me siguen, hasta la extin ción final de las luces, no implica sólo un buen modo de actuar, sino también un buen modo de ser. Con el fin de vivir una vida adaptada a la naturaleza de las cosas y a mí mismo, debo cono cer la naturaleza de las cosas y conocerme. Conocer no en el sen tido de las ciencias de la naturaleza que proponen hipótesis sobre el desarrollo y funcionamiento del mundo, sino en el sentido bíblico de percepción interna, de adaptación adecuada, de com prensión intuitiva “caliente”, más que de explicación discursiva “fría”. La sabiduría se entiende, por tanto, como escucha de sí mismo y del mundo, reencuentro con un yo profundo, inser ción en el conjunto de lo que es, manera cabal de ser. Pero, se me objetará, esa sabiduría es tan sólo una ilusión que arrastramos con nosotros en los vagones del pasado cultu ral, del mismo modo que arrastramos la ilusión de la santidad y del heroísmo; es una tentación que debemos aprender a domi nar, habida cuenta de lo que sabemos acerca del mundo y de nosotros mismos. A esta objeción contesto: por supuesto que sólo se trata de una ilusión, por supuesto que sólo se trata de una tentación. No hay una sabiduría en sí misma, del mismo modo que no hay una santidad en sí, ni una bondad en sí. Hay solamente ilusiones y tentaciones que elaboramos para que nos sirvan como objetivo, fin e ideal regulador. El deseo de sabidu ría, al igual que el deseo de verdad, de justicia, de belleza, es nuestra propia mata de pelo de la que tiramos, como el barón de Münchhausen, para elevamos por encima de la ciénaga en la que no queremos hundimos. Ante todo no debe deducirse que, al proponerse fines idea les, los seres humanos ya no sean seres naturales, sino que por el contrario está precisamente en su naturaleza de seres huma nos el esfuerzo por perfeccionarse y ampliar su ser mediante esas ilusiones y tentaciones que son los valores y normas que se fijan. Es en su mundo - y la cultura forma parte del m undodonde los seres humanos producen los valores que se atribu yen. La idea de sabiduría, así como las ideas de bondad, liber tad, justicia, belleza o verdad, son elaboraciones humanas carac terísticas de las intenciones y capacidades humanas. Por esta razón, la sabiduría es tanto una ilusión y una tentación como
una realidad que sirve de fin para la acción humana. En otras palabras, somos nosotros quienes producimos la zanahoria que intentamos alcanzar sin tregua. Y por “nosotros” entiendo el esfuerzo humano continuo tal y como se concreta en lo que se denomina cultura humana. Una vida sabia tal y como se me muestra a través del prisma de mi cultura es una vida digna, armoniosa, llena, cabal, bien templada -tanto en lo que es como en lo que h ace-; y por ello precisamente es buena y bella. Una vida es buena por sus actos, por lo que se hace con ella; y es buena por lo que es, lo que la vemos ser. Desde este punto de vista estético, toda vida es un espectáculo, ya sea para uno mismo o para los demás; y una vida bella es un espectáculo que complace ver. La sabiduría griega subraya precisamente el espectáculo que se da de sí mismo. El aristas, el hombre de calidad, es halos kagathos, agradable de con templar, en su modo de ser, y es bueno en lo que hace, en su modo de actuar. El sabio, sobre todo el sabio cínico y el estoi co, es un actor en la escena de la vida; es lo que muestra: Recuerda que eres el actor que quiera el autor, si quiere una pieza corta, de una pieza corta; si una larga, de una larga; si quiere que representes a un mendigo, represéntalo con talen to; si quiere que hagas de cojo, de magistrado o de hombre común, esto te corresponde a ti, representar bien el papel que se te ha asignado; en cambio, escogerlo es propio de otro (Epic teto, Manual, XVII, pp. 57-58). He aquí efectivamente un imperativo estético y ético a la vez: representar su papel correctamente. Una vida es bella cuando se lleva en conformidad, en armo nía, en coherencia con el mundo, con el contexto natural y social. Una vida es bella cuando es como debe ser, cuando sue na bien, cuando está en consonancia tanto consigo misma como con lo que la rodea. Sin embargo, no por eso se trata de ser como todo el mundo. Una vida bella sobresale, resplandece, como el hilo de púrpura en la túnica de lino, como una obra de arte para quien la contempla. Quien lleva una vida bella es el artesano de su propia vida, ante sí mismo cuando se perca ta de ello, pero sobre todo ante los espectadores de esa vida. Buscamos la sabiduría tanto como buscamos la belleza: y del mismo modo que no es posible definir la belleza de una vez por todas, sino únicamente decir “esto es bello”, no es posible tampoco definir de una vez por todas la sabiduría, sino única mente decir “éste es un sabio”.
Los cánones de belleza varían con el tiempo, el lugar y nues tro gusto; ocurre lo mismo con los cánones de sabiduría. El sabio de hoy no es una copia del sabio griego, o del sabio chi no, o de otro sabio. Y los sabios de hoy no necesariamente se parecen entre ellos. En este sentido, tanto la idea de sabiduría como los sabios mismos son productos de nuestras culturas, historias y sociedades. Lo cual no quita que tengan un aire de familia, algo que permite identificarlos: una especie de desape go, un modo de mirar y de vivir, de estar a la vez en el interior de su vida y en el exterior, que hace que se les reconozca como tales. A través de las distintas culturas descubrimos un conjunto de sabios, igual que descubrimos un conjunto de valientes, de cobardes, de astutos, de estúpidos. No pretendo afirmar con esto que la sabiduría sea un rasgo de carácter (aunque posible mente lo sea), sino un modo de ser que por encima de la diver sidad de sus manifestaciones presenta ciertos elementos comu nes, un aire de familia. Quiero decir también con ello que hay muchos más sabios de los que se piensa: basta con mirar alre dedor para darse cuenta. Para dar a entender m ejor lo que entiendo por belleza del sabio, propongo mirar del lado de quienes producen vidas sabias, las inventan, y del lado de quienes admiran esa producción. Estoy pensando en los poetas, los escritores, los novelistas, que elabo ran figuras de sabios, y en sus lectores, a quienes esas vidas encan tan. Esos escritores inventan personajes cuyas vidas son bellas, y las inventan a partir de los datos culturales de que disponen. Nosotros, lectores, reconocemos a esos personajes como lo que son, es decir, sabios, seres de una índole especial que hace bellas sus vidas. Les tomamos apego no por las peripecias de sus vidas, sino por su modo de ser y su manera de moverse en el mundo. Lo más destacable en esas figuras de sabios es su escasa pro fundidad psicológica. Sabemos pocas cosas de lo que sucede en su interior y de lo que se dicen a sí mismos. Y lo que se nos muestra no es su tormenta de sentimientos, de pequeñeces, bajezas, envidias o celos que nos afectan tan a menudo. A esos personajes la mayoría de las veces se les presenta “de plano”, como personajes que viven sólo en la superficie, sin vida inte rior, personajes que vemos sólo vivir y actuar - y creo que los inventores de figuras de sabios apuntan aquí un rasgo caracte rístico de la figura del sabio antiguo-. Ese sabio se presenta como plenamente dueño de sí, sin vilezas, remordimientos ni bajezas, como un personaje transparente cuyo exterior refleja fielmente el interior, un personaje que vemos ser lo que es, sin ocultar nada y sin que nada lo oculte. Para quien la contempla,
la sabiduría, com o la bondad, es básicam ente de superficie. Igual que la belleza, la sabiduría se deja ver, y por eso es bella. Jacobo el Fatalista de Diderot es un cínico perdido en el siglo XVIII, Iván Denissevitch de Soljenitsine es un starets estoico, Ale xis Zorba de Kazantsakis es un epicúreo con corazón de oro: estos son personajes bellos, que no se mienten a sí mismos, que no actúan para la galería, y que, sin embargo, dan la sen sación de percibir, vagamente siquiera, que llevan una buena vida, una vida de sabios, aunque no lo digan abiertamente. Los escritores que describen figuras de sabios no los inven tan ex nihilo. Las figuras de sabios que crean son ante todo datos de su cultura. Esas vidas sabias son conocidas, reconocidas como tales, tanto por ellos mismos como por sus lectores. Tanto unos como otros tienen en mente una o varias figuras de sabios que encuentran en su contexto cultural, en general a partir de tex tos -m íticos, históricos o ficcionales- y con menos frecuencia a partir de personajes en carne y hueso que han tenido la suerte de conocer. La ficcionalización de la figura del sabio, como su recepción, se hace posible a partir de la idea de un tipo ideal de sabio, que puede considerarse en el interior de una cultura dada como un “universal” de la aspiración humana en tanto que ide al regulador de la vida perfecta. Quiero decir con esto que la figu ra ideal del sabio, en sus diversas manifestaciones, se encuentra de un modo u otro en todas las sociedades humanas. El punto de partida, el criterio necesario aunque no suficiente, es que el sabio ideal es bello. Todo ser humano bello no es siempre sabio, pero todo ser humano sabio es siempre bello. Las diversas cate gorías de sabios se elaboran precisamente en relación con esas figuras ideales, de acuerdo con el lugar, el medio, la época, la idiosincrasia y el contexto cultural; y así también toman cuerpo las vidas de sabios, sean míticas, históricas o ficcionales. Las figu ras particulares del sabio se presentan por tanto como otros tan tos modos de concretar esa figura ideal. Al examinarla desde más cerca, tal figura se deja observar bajo tres puntos de vista: el de su constitución, cuando se conside ra como quintaesencia de personajes míticos o históricos, si nos situamos en la perspectiva histórica en la que se ha elaborado la figura del sabio; el de su función, en tanto que modelo a cuya luz medimos y nos medimos, cuando nos situamos en la pers pectiva personal del “cómo conviene llevar la vida”; el de su uso, como reserva de personajes de ficción, cuando nos situamos en la perspectiva ficcional de la invención literaria. Tres aspectos pues de la figura del sabio: su constitución, su. función, su uso. El sabio, en tanto que tipo ideal, es un ser que
agrada contemplar; se elige como modelo de vida bella y se reto ma como material literario porque es bello. La figura del sabio es una obra de arte en concepto de espectáculo admirable, mode lo imitable y material utilizable. No voy a detenerme en el modo en que se constituye el tipo ideal del sabio, ni en la manera en que las diversas culturas elaboran sus figuras arquetípicas en general y más particularmente la figura del sabio, ni en la forma de usar la figura del sabio como material para elaborar de figu ras de ficción. Puesto que busco la vida buena y bella, lo que me interesa es la figura del sabio como modelo imitable. La figura del sabio es bella, su vida es bella, su modo de ser y actuar es bello. Es esa belleza lo que intento alcanzar, y para alcanzarla, no me basta con admirarla, sino que también me esfuerzo en imitarla. Para m í la vida del sabio no es sólo un espectáculo, sino también y sobre todo un modelo -s é trate de Sócrates, de Diógenes el Cínico, de Epicuro, de Marco Aurelio, o de cualquier sabio de una u otra cultura-. En efecto, me pare ce que yo no habría podido tener por mí mismo la idea de lle var una vida bella, el deseo de vivir una vida bella, si no tuvie ra ante mí uno o varios modelos de vida bella. Querer llevar una vida bella consiste en esforzarse por imitar, plena o parcialmente, un modelo de vida bella. Se trata de intentar realizar una ima gen de sí mismo, sabiendo que esa imagen es ella misma la ima gen de una imagen, el reflejo de una representación que pro viene de un pasado, de una cultura, de una tradición y de los valores que la acompañan. Así es como quiero ser, así es como quiero esculpir mi imagen, para mí y para los demás. Pero si mi proyecto de vida se limita a ser una imitación, imi tatio Socrati más que imitatio dei, ¿no deja de ser lo que pienso que debe ser, es decir, una inserción natural y armoniosa en el mundo del que siento que formo parte? Imitando a otro, ¿no renuncio a ser yo mismo, aunque ese otro que intento imitar sea alguien a quien admiro? Por supuesto, soy yo quien quiere imi tar, la imitación del sabio es un proyecto que formulo para mí; pero ese “yo” que quiere imitar es en realidad un “superyó”, un “yo” que se contempla siendo -n o el “yo” que en mí se deja lle var naturalmente a lo que es-, ¿Por qué no dejarme ir para vivir plenamente mi vida, con lo que tiene de obscuridad este impe rativo, aceptando que si mi vida es bella o no lo es, eso no depen de de mí, sino de una cualidad interna de esa vida, de un halo que emana de ella sin que yo tenga nada que ver, de la suerte que me hace posible llevar una vida bella, sin que yo tenga méri to alguno del modo que sea? En otras palabras, ¿cuál es la rela ción entre querer vivir una vida bella y vivirla efectivamente?
El artesano que fabrica un objeto lo sostiene en la mano para verlo mejor, para apreciarlo: toma sus distancias respecto de él. ¿Sucede lo mismo con quien intenta fabricar su vida, modelarla a su antojo? ¿Puedo ser conscientemente el artesa no de m i \áda, puedo hacer conscientemente de m i vida una vida bella, o bien la vida bella, mi vida bella, se hace sin mí y a mi pesar, y sólo es lo que es para quien la contempla, se tra te de mí o de otro? Cuando mi vida es bella para otro y no para mí, ¿soy a pesar de todo su artesano? Lo que sobresale aquí con fuerza es la diferencia entre “ser sabio” y “querer ser sabio”. Casi se tiene la impresión de que el deseo de imitar impide lo que desea -sobre todo en nuestro mundo en donde el incons ciente nos juega malas pasadas-. Es evidente que no basta con querer ser sabio para serlo -au n qu e se trate a pesar de todo del mismo camino. La vida sabia, por el hecho de ser un espectáculo, es una vida bella. Hay espectáculos que se preparan y que probable mente resultarán. Pero a diferencia del espectáculo que se pre para con anterioridad y voluntariamente con vistas a producir un efecto, la vida sabia es un espectáculo natural, como lo es el árbol en flor, la cima de una montaña o la gracia de un antílo pe, y a menudo no tenemos nada que ver en ello. Querer vivir una vida sabia es como querer ser un árbol en flor. Nos queda ría el deseo, la nostalgia y el valor de una tarea de Sísifo que nos hace no sabios, sino seres anhelantes, amantes de la belleza y la sabiduría hasta en el moldeamiento de nuestra propia vida. El sabio nos presenta una imagen posible de nosotros mis mos que intentamos foijar, una imagen que nos sirve de canon y de ideal regulador, teniendo en cuenta lo que somos y pode mos ser. Me esfuerzo por ser como quiero ser, y quiero ser a ima gen de aquel a quien admiro y que considero un modelo digno de imitación, en la medida en que ha sabido integrarse natural mente en su mundo, que es también el mío. Entre los rasgos que le caracterizan y que yo quiero emular se encuentran los sig nos en que reconocemos la sabiduría que nos ha transmitido la tradición: dignidad, moderación, sobriedad, respeto a sí mismo y a los demás, tensión espiritual, franqueza, humor; en suma, un conjunto de cualidades estéticas del espíritu que hacen del sabio un ser humano admirable y digno de imitación. El deseo de sabiduría expresa la voluntad que tenemos de no dejamos empujar por detrás, por el peso de lo que somos, sino correr hacia delante, hacia la autoimagen que nos sirve de ideal, hacia lo que queremos ser, hacia la belleza que espera mos realizar en nosotros.
A mí, la sola contemplación de la sabiduría es cierto que me ocupa mucho tiempo; la contemplo tan maravillado como contemplo al propio Universo, que siempre me ofrece un espec táculo nuevo (Séneca, Cartas morales a Lucilio, p. 148). Contemplar la sabiduría es bello, igual que es bello con templar el mundo: cada vez los miro como si fuera la primera vez que los veo.
Vivir en el presente Es ahora cuando quiero ser feliz, es ahora cuando quiero vivir bien. ¿Qué entiendo por “ahora”? Por supuesto, no se trata del límite puntual entre un pasado que no deja de borrarse y un futuro que no deja de hundirse. Mi “ahora” está lleno, se extien de en el tiempo, constituye mi horizonte de vida. De él perci bo el antes y el después; engloba mi pasado tal y como ahora lo retengo, y contiene mi futuro tal y como ahora lo anticipo. Mi presente colmado sólo existe y tiene sentido en relación con mi pasado que ya no es, y a mi futuro que todavía no es. Es en un presente así, muy rico, feraz, complejo, donde vivo y quiero vivir bien. La importancia del momento presente es un tema corrien te en el pensamiento helenístico: Y además recuerda que cada uno vive exclusivamente el presente, el instante fugaz. Lo restante, o se ha vivido o es incierto (Marco Aurelio, Meditaciones, III, 10). Perseguido por el pasado, aspirado hacia el futuro, con dema siada frecuencia tendemos a olvidar esta verdad primaria: es ahora, y sólo ahora, cuando vivimos: Nacemos una sola vez y dos no nos es dado nacer y es pre ciso que la eternidad no nos acompañe ya. Pero tú, que no eres dueño del día de mañana, retrasas tu felicidad y, mientras tanto, la vida se va perdiendo lentamente por ese retraso, y todos y cada uno de nosotros, aunque por nuestras ocupa ciones no tengamos tiempo para ello, morimos (Epicuro, Sen tencias vaticanas, 14). A fuerza de dejarse invadir por las preocupaciones se pier de de vista lo esencial, el hecho de vivir, de existir -c o n lo que tiene de único, de improbable y de maravilloso.
En la convicción de que puedes salir ya de la vida, haz, di y piensa todas y cada una de las cosas en consonancia con esa idea (Marco Aurelio, Meditaciones, II, 11). Cualquier instante puede ser el de la suspensión de ser, y lo que incita a vivir plenamente el momento presente es el senti miento de esa inminencia. La muerte inminente sirve de lími te, pero el hecho de la muerte puede percibirse de dos formas totalmente distintas. Una es el célebre carpe diem de Horacio: Mientras hablo, el tiempo celoso habrá ya escapado: goza del día y no jures que otro igual vendrá después (Horacio, Odas, 1 , 11, 7, Madrid, Cátedra, p. 113). O también: En medio de esperanza y ansiedad, miedo e ira, Piensa que cada día te ha amanecido como el último. Grata sobrevendrá la hora que no se espere. (Horacio, Epístolas, I, 4, 13, trad, de H. Silvestre, Madrid, Cátedra, 2000, pp. 371 y 373.) Desde esta perspectiva, el tiempo se desliza entre los dedos, y hay que esforzarse por retenerlo, agarrarse a él, pues el futu ro es incierto y la triste muerte, ineluctable. Hay que gozar de la vida lo más posible, lo más rápidamente posible, porque mañana moriremos. Frente a esta visión de la muerte como horror temible y de la vida como aplazamiento que hay que aprovechar, se plantea la muerte como una evidencia, como un terminus ad quem que no debe cambiar en nada nuestra actitud frente al presente tal y como lo vivimos. Que la muerte venga cuando quiera, o cuan do la suerte o el azar decidan; no es ella quien va a dictar nues tra conducta en la vida. Bajo esta perspectiva, todos los momen tos de la vida se viven como si expresaran la realidad de nuestro ser. El momento presente se vuelve así expresión inmediata de nuestra eternidad, de lo que tiene y siempre debe tener lugar hic et nunc, aquí y ahora. Encontramos aquí de nuevo la admi ración de Epicuro ante todo lo existente, y sobré todo ante el hecho de su propia existencia, y también encontramos la acep tación por Marco Aurelio de lo que es y lo que debe ser. Quien ha visto el presente, todo lo ha visto: a saber, cuán tas cosas han surgido desde la eternidad y cuántas cosas per manecerán hasta el infinito. Pues todo tiene un mismo origen y un mismo aspecto (Marco Aurelio, Meditaciones, VI, 37).
El pasado en sí ya no es, el futuro todavía no es: todo está en el presente, y es ahoia cuando hay que vivii; cuando hay que vivir bien: Todos los objetivos que deseas alcanzar en tu progreso pue des tenerlos si no te los regateas a ti mismo y por recelos. Es decir: caso de que abandones todo el pasado, confíes a la providencia el porvenir y endereces el presente hacia la piedad y la justicia exclusivamente. Hacia la piedad, para que ames el destino que te ha sido asignado, pues la naturaleza te lo deparaba y tú eras el destinatario de esto. Hacia la justicia, a fin de que libremente y sin artilugios digas la verdad y hagas las cosas conforme a la ley y de acuerdo con su valor (Marco Aurelio, Meditaciones, XII, 1). Es esta relación con el presente, este modo de instalarse en él, lo que da a la vida su aspecto tan atractivo, menos por la avi dez con la que se disfruta del presente que por la forma correc ta que tiene el sabio de fundirse en él y aceptarlo. Todos vivimos en el presente; se trata de vivir bien en él, y por tanto de aprender a evitar que nuestro presente se enfan gue en el tiempo, sea un presente de paso, vaya de la añoran za o nostalgia del pasado al temor o esperanza del futuro: [...] y te ocupas en vivir exclusivamente lo que vives, a saber, el presente, podrás al menos vivir el resto de tu vida hasta la muerte, sin turbación, benévolo y propicio con tu divinidad interior (Marco Aurelio, Meditaciones, XII, 3). Con demasiada frecuencia nuestro presente no es más que una huida, del pasado y hacia el futuro. Rara vez vivimos en el presente, rara vez nos paramos para ser lo que somos y captar directamente “nuestra” realidad -aunque esa realidad sea antes que nada una construcción de la mente. Se trata de vivir la intensidad profunda del presente, la ale gría y la maravilla de ser, mientras que demasiado a menudo vivimos a la sombra del pasado y en la aprehensión del futuro. Es ahora cuanto se trata de ser como se debe ser, y no ayer o mañana. Cada hora resulta inesperada porque habría podido no ser. Hay que vivir en el presente, no para perderse sino para reencontrarse en él, en la alegría de la lucidez y no en la ebrie dad del olvido. Lo cual no significa que todas las vidas sean una fiesta, ni que cada día de vida sea un día de fiesta, sino que cada vida contiene lo suficiente para admirarse con ella, a medida que se va desarrollando. Y cuando sentimos que la vida ya no tiene presente -pu es incluso la esperanza de un futuro mejor es un momento presente-, tenemos derecho a detener su cur
so, a cortar el hilo, a ir a la muerte volviéndonos hacia ella. Esta es la contrapartida de la vida en el presente: el derecho al sui cidio, cuando, después de meditarlo largamente, se llega a la conclusión de que ya no se puede tener un presente. Esta relación con el presente, que me parece muy hermosa y adecuada, no es pues la expresión de un optimismo beato, sino más bien una actitud realista. Para el sabio, el presente es el único punto de contacto con la realidad. El presente me da todo lo que es, el resto no es más que recuerdo o anticipación. Sabio es aquel que sabe vivir en el presente, puesto que quiere estar en contacto directo con lo que es, aquí y ahora, y no con lo que ha sido o con lo que será. Desde esta perspectiva, la vida bella y buena no consiste en dejarse empapar por el río tal y como corre ahora, sino en reequilibrarse en él, con arreglo a una autoimagen que se intenta realizar. El pasado está muerto, el futuro es incierto, sólo el presente puede damos la felicidad. Puede dar la impresión de que quien preconiza este apego al presente es esencialmente un conservador, un ser que acepta la situación tal como es y que, por ello, se opone a todo cambio. No estoy hablando del progreso técnico ni de los avances de las ciencias, sino de aspectos éticos. Integrarse plenamente en el presente significa a menudo aceptar el sufrimiento, el mal o la injusticia como otros tantos factores contra los que no se puede hacer nada y que hay que aceptar como lo que son. Tal es en todo caso la postura de la mayoría de los filósofos de la Anti güedad, tanto del lado de Epicuro como del lado de Epicteto: O bien vives aquí, a lo que ya estás acostumbrado, o te alejas, que es lo que querías, o mueres, y has cumplido tu misión. Fuera de eso, nada más existe. Por consiguiente, ten buen ánimo (Marco Aurelio, Meditaciones, X, 22). Aceptar y no quejarse, retirarse y recriminarse sólo a uno mismo, morir e irse del juego. Yo no veo las cosas de ese modo. Así como el sabio depende del presente, el presente depende del sabio. La aceptación del sabio no es puramente pasiva; transforma tanto como acepta. Ahí es donde interviene con fuerza la idea de obligación, que está inextricablemente vinculada a la idea de armonía. En el presente lleno en que nos encontramos hoy en día, el objetivo no es tan to la ataraxia, la calma, la autarquía, la clausura sobre sí mismo, como la adecuación a la naturaleza de las cosas: y esta naturale za de las cosas se transforma sin cesar, con el desarrollo de la natu raleza y de la cultura humana. En este contexto que se transfer-
ma sin cesar es donde se trata de vivir el presente, de encontrar lo esencial de nuestra humanidad en nuestra naturalidad: La perfección moral consiste en esto: en pasar cada día como si fuera el último, sin convulsiones, sin entorpecimien tos, sin hipocresías (Marco Aurelio, Meditaciones, VII, 69). En este presente activo y pleno, en este presente en el que no se queda dormido, el ser no puede disociarse del futuro. Voluntariamente o no, el sabio hace de su vida su obra, y al mis mo tiempo hace de su obra su vida. La realización de sí mismo forma parte de su presente, ahora es cuando actúa, obra, pro duce, vive. Eso significa que la vida en el presente, como la feli cidad por adecuación a la que aspira, no se manifiesta por una interrupción de ser sino por una continuación de ser, y esa con tinuación no se proyecta hacia el futuro, sino que se produce en un ahora. El sabio ve lo que es y lo que debe hacer en el mar co de lo que es ahora. No se trata pues en su caso de irse del mundo y aislarse en un convento, para quedarse sólo consigo mismo. Vivir en el presente es vivir en el mundo, adaptarse a él y adaptarlo a uno mismo. No dejarse arrastrar en la carrera del tiempo, saber detener se, mirar alrededor, ver lo que sucede, y continuar -ta l es la sabi duría que planteo, la sabiduría que busco-. Lo que entiendo por “vivir en el presente” es ese momento de pausa, esa capacidad de ser un spectator novus, de ver mi mundo como si fuera la pri mera vez, de maravillarme de nuevo ante lo que es. Actuar, parar se, mirar, continuar, hasta que llegue la muerte. El cielo está vacío, o más bien está lleno de estrellas. Estamos solos en el mundo, y sólo tenemos que rendimos cuentas a nosotros mismos. En el mundo del que formamos parte, somos tanto productos como productores del sentido que damos a lo que es, a lo que debe ser, a lo que hay que hacer. Debemos aprender a mirar a la cara este hecho absolutamente extraordinario: somos nuestros pro pios creadores, y todos estos admirables creadores de sentido van a morir. Es a mí mismo a quien quiero saludar antes de morir; quiero hacer mi pirueta y salir de escena con la cabeza bien alta: quiero una vida bella, quiero una muerte bella.