Tesis para optar al grado de Magíster en Psicología Social
Autor: Profesor Guía:
INTRODUCCIÓN ........................................................................................................................ 3 EL APARATO PSÍQUICO ................................................ ....................... ................................................... ................................................... ................................... .......... 8 a) Para entender la lógica freudiana .................................................. ........................ ................................................... ................................... .......... 9 a.1) La realidad de lo psíquico ........................................................................................ 10 b) La génesis del Aparato Psíquico .................................................. ......................... .................................................... .................................... ......... 14 b.1) El Aparato Psíquico primitivo ................................................ ....................... ................................................... .................................. ........ 14 b.2) La identidad perceptiva o respuesta “alucinatoria” .............................................. ......................... ..................... 16 b.3) La direccionalidad del Aparato Psíquico ................................................................ ............................................. ................... 19 b.4) Los orígenes de la represión .......................................... ................. .................................................. .......................................... ................. 21 b.5) La identidad de pensamiento o el largo rodeo hacia la satisfacción .................... 23 c) La dinámica psíquica ....................................................................................................... 27 c.1) La represión ............................................... ...................... .................................................. .................................................. ....................................... .............. 27 c.2) Inconsciente – Preconsciente – Consciente ............................................................ ...................................... ...................... 29 c.3) Sobre el sueño ........................................................................................................... 33 c.4) Ello – Yo – Superyó ............................................... ...................... .................................................. .................................................. ............................. 37 LA CULTURA ............................................................................................................................. 46 a) Complejo de Edipo ........................................................................................................... 47 b) Concepto y génesis de la cultura .............................................................. ..................................... ............................................... ...................... 51 b.1) La búsqueda de la felicidad y las fuentes del dolor ............................................... .................... ........................... 52 b.2) “Dios – prótesis” o los logros culturales ..................................................... .......................... ....................................... ............ 56 b.3) El otro o el problema de la libertad l ibertad individual ...................................................... .................................... .................. 57 b.4) Eros y pulsión de muerte.................................................. ......................... .................................................. ........................................ ............... 59 A MODO DE CONCLUSIÓN ................................................ ....................... ................................................. ............................................... ............................ ..... 64 BIBLIOGRAFÍA ................................................. ........................ ................................................. ................................................. .................................................. ......................... 66
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Vivimos tiempos sombríos. La integración mundial, tal cual Marx anticipó, es ya una realidad innegable. Pero esa integración no ha sido precisamente una bendición para el común de los mortales. Y cuando digo “el común de los mortales” hablo de aquél que se desloma trabajando en un empleo que, la mayor parte de las veces, no tiene ningún sentido ni constituye ninguna satisfacción para él. Hablo de aquél que mantiene, con ese trabajo, al tres y al cuatro, ni tan mal ni tan bien, su casita, sus hijitos y sus pequeñas satisfacciones. Hablo de aquél que sufre cotidianamente la violencia de no poder enfermarse porque (en el mejor de los casos) su cobertura de salud es misérrima, o de no poder envejecer porque la pensión es tan miserable que, con suerte, alcanza para no morir de inanición. Hablo de aquél que vive la inseguridad de perder, el día menos pensado, ese trabajo y quedar de patitas en la calle con la vida, literalmente, destrozada. Hablo de aquél que resulta económicamente rentable para las instituciones comerciales…así que puede endeudarse y consumir sin demasiadas trabas. Por otra parte, p arte, no puedo dejar de señalarlo, para los “no integrados” la integración mundial tampoco ha sido motivo de regocijo: hambrunas, desnutrición, masacres, epidemias, son pan de cada día. Lo único que pueden consumir del primer mundo son sus bombas y sus balas. El mundo que vivimos no es, ni objetiva ni éticamente hablando, un buen lugar para vivir.
Pero sucede algo extraño: el común de los integrados no suele relacionar sus miserias cotidianas con las causas sociales objetivas que las provocan. Al contrario, las achacan a ellos mismos o, genéricamente, a “las circunstancias”. La vida, como contenido, parecería ser resultado, simplemente, de una combinatoria entre las acciones del individuo que la vive y el azar. Lo que me pasa, me pasa porque he sido flojo o porque he sido esforzado, porque he sido torpe o porque he sido brillante, porque he sido descuidado o porque he sido puntilloso, etc. Por supuesto, habría un agregado a esas acciones que afecta decisivamente la vida: la “suerte”, las “circunstancias”. Me he esforzado toda mi vida, soy sumamente inteligente…pero me tocó nacer en Ruanda y ser tutsi…los hutus me exterminaron. Tuve la suerte de nacer en Inglaterra, en una familia acomodada, pude estudiar tranquilamente en Oxford…soy gerente comercial de una transnacional. En esta combinatoria hay un campo que manejamos (nuestras acciones) y 3
otro que nos es dado (nuestras “circunstancias”). Por supuesto, la idea es que esas circunstancias, que están ahí dadas, sean modificadas mediante el esfuerzo de nuestras acciones. Las “circunstancias”, por lo tanto, dificultarían o facilitarían la consecución del objetivo de nuestras acciones, mas no lo determinarían en esencia. Parece, entonces, que lo que conseguimos en la vida es exactamente lo que nos merecemos en base a nuestras acciones. Eso que “conseguimos en la vida” sería la realización, considerada como resultado, de nuestro propio hacer. La vida misma, con sus éxitos y sus fracasos, con sus logros y sus pérdidas, sería algo esencialmente individual. Y la responsabilidad de esa vida sería, por lo tanto, primariamente individual. No estoy diciendo ninguna novedad al señalar que esta concepción del individuo como constructor de sí mismo, como amo y señor de su destino, como único rector de sus acciones, ha sido puesta en duda, de forma sumamente efectiva, tanto en filosofía como en psicología. A lo largo del siglo XX, por ejemplo, cualquier propuesta, en psicología, que pretendiese un mínimo de originalidad, presentaba de alguna forma este “descentramiento del individuo”. Una de esas propuestas, sin duda de las más fructíferas, es la freudiana. Lo esencial de la teoría de Freud es que relaciona el devenir del individuo particular con un campo histórico y social que lo trasciende y lo determina. Habitualmente, al pensar en Freud, se piensa en alguien sentado detrás de un diván, escuchando lo que dice un paciente e interviniendo magistralmente en el momento preciso. Por extensión, al pensar en psicoanálisis, se piensa en una técnica de intervención terapéutica de alcance individual. Ninguna de esas apreciaciones es completamente correcta. Freud, según muchos testimonios contemporáneos, era un terapeuta mediocre1. Sus pacientes dejaban de ir a atenderse luego de poco tiempo de comenzado el tratamiento. Ninguno de sus famosos “casos clínicos”, según su propio relato, dura más de unos cuantos meses. Es más, con el paso de los años, Freud recurrió cada vez con mayor asiduidad en la práctica de derivar pacientes a otros analistas tras sólo unas cuantas sesiones. El psicoanálisis como tal, por otra parte, ateniéndonos estrictamente a las concepciones freudianas, no es simplemente una técnica terapéutica, sino también un método de investigación de lo psíquico y, además, una determinada
Véase, por ejemplo, Rodrigué, E. “Sigmund Freud – El Siglo del Psicoanálisis” (1996), Ed. Sudamericana. Buenos Aires. 1996. 1
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concepción de la dinámica psíquica en la que lo inconsciente cumple un papel determinante2. Al realizar un examen más profundo de la teoría freudiana, esa “concepción de la dinámica psíquica” resulta ser, en Freud mismo, una consideración sobre el fenómeno humano considerado como una totalidad. Lo que Freud crea es su propia concepción filosófica acerca de la condición humana. Una concepción que rompe violentamente con las corrientes psicológicas en boga en su época al situar las determinaciones del individuo en un campo que lo trasciende objetivamente: lo inconsciente. Ahora bien, la caracterización freudiana de ese campo que trasciende al individuo ha sido objeto de un fuerte debate incluso durante la vida de Freud. Sus distintas concepciones metapsicológicas (inconsciente, represión, pulsión de vida, pulsión de muerte, principio de placer, principio de realidad, ello, yo, superyó, complejo de Edipo, etc.) han sufrido el más variado tipo de interpretaciones (desde el biologicismo extremo que tanto le critica Clara Thompson hasta la caracterología esotérica de Carl G. Jung), el rechazo directo (Reich o la escuela culturalista respecto de la última metapsicología) o simplemente han sido condenadas a un olvido tendencioso (por parte de la escuela inglesa, por ejemplo). Desde mi punto de vista, esa variedad de interpretaciones, a veces directamente contrapuestas, es por sí misma un reflejo de la riqueza de la propuesta freudiana. Dentro de este contexto (la fertilidad y la riqueza de la teoría de Freud), creo que es posible sustentar la siguiente idea: el pensamiento freudiano contempla la condición humana como una totalidad o, dicho de otra forma, la teoría freudiana de la psique puede ser considerada, por derecho propio, una teoría sobre la condición humana. Consecuentemente, en un sentido muy profundo, esa teoría puede ser considerada una verdadera psicología social, si es que por “psicología social” estamos entendiendo una preocupación por el ser humano en tanto ente social. La teoría freudiana es concepción de lo humano en la que lo esencial es el conflicto entre las aspiraciones pulsionales y las restricciones que la sociedad impone, tanto a nivel genérico como individual, a esas aspiraciones. Tanto las aspiraciones como las restricciones que se les oponen resultan ser lo propiamente humano, configuran el campo en el que la vida humana se desenvuelve. Ese campo, interna e intrínsecamente conflictivo, que Freud caracteriza como la cultura, Cf. Freud, S. “Dos artículos de enciclopedia: <
> y <>” (1923 [1922]) en Obras Completas Vol. XVII. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1992. p. 231. 2
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se articula en los particulares que lo viven efectivamente (la consciencia, el yo) a través del mecanismo de socialización que Freud llama Complejo de Edipo. Es ese conflicto fundante el que configura el campo de lo histórico y lo social, el que determina al individuo desde más allá de sí mismo y organiza (filogenética y ontogenéticamente) la condición humana. Creo que la teoría freudiana ofrece el sustento suficiente como para que se la entienda de esa forma (es más, creo que entenderla así serviría para entender de manera global la sociedad global en la que vivimos) y explicitar dicha lectura es el objetivo central de este trabajo: exponer, de una forma sistemática, el entramado conceptual del pensamiento freudiano que permite caracterizarlo como una teoría de la condición humana y, en tanto tal, una psicología social por derecho propio. Por supuesto, no tengo ninguna pretensión de originalidad al realizar estos planteamientos. Se han hecho antes por personas mucho más inteligentes y filosóficamente más competentes que yo. Mi intención principal, como ya he señalado, consiste en exponer la teoría freudiana como una concepción global de la condición humana. A tal efecto me propongo leer y revisar, dentro de toda la obra freudiana, principalmente dos series de textos que habitualmente se suelen distinguir como textos “metapsicológicos” y textos “culturales”. Se suele llamar “metapsicológicos” (Freud mismo tiene una definición más técnica al respecto) a aquellos textos que tratan de caracterizar al ser humano en tanto objeto del psicoanálisis. También podríamos decir que “metapsicológicos” son aquellos textos en los que Freud trata, explícitamente, de exponer sus concepciones sobre la condición humana. Se puede llamar “culturales”, por su parte, a aquellos textos en que Freud se dedica a caracterizar a la cultura, a la civilización, en tanto el campo en el cual esa condición humana se desenvuelve. Decir que los primeros refieren al individuo y los segundos a la sociedad sería una simplificación muy poco acertada. Al contrario, ambos refieren a lo mismo, lo humano propiamente tal, sólo que considerado desde distintos ángulos. La distinción no es banal y tampoco es abstracta. Si la lectura que propongo es viable, entonces habrá una relación interna entre ambas series de textos. Deberían implicarse mutuamente: la exploración en unos debería llevarnos necesariamente a los otros y viceversa. Si eso es cierto, no debería importar mucho por cual comencemos, el resultado final debería ser el mismo. Por un asunto didáctico me va a interesar comenzar revisando los textos metapsicológicos. Creo que está sumamente arraigado en el sentido 6
común (en general, no sólo del profesional en psicología) hacer una relación directa entre Freud y psicoanálisis, y entre psicoanálisis e intervención clínica individual. Y hay razones de peso para eso, mal que mal, es en el ámbito clínico donde el psicoanálisis ha tenido mayor resonancia práctica. Por eso habría que atacar ese problema primero. Al revés, también está sumamente arraigada en el sentido común (del profesional en psicología) la consideración de los textos “culturales” de Freud como chocheras de viejo. Respetables sólo porque provienen del “gran maestro” que ya había hecho su contribución decisiva: la clínica psicoanalítica. De lograr evidenciar la relación interna entre textos “metapsicológicos” y textos “culturales”, esas “chocheras de viejo” se verían bajo una luz absolutamente distinta y su consideración como tales se revelaría como una torpe simplificación. Se restablecería la unidad del pensamiento freudiano. Mi propuesta entonces es examinar las categorías con que Freud caracteriza su metapsicología hasta que develen sus raíces en la historia del género humano, en la cultura. Inconsciente, consciencia, ello, yo, superyó, complejo de Edipo, pulsión, principio de placer, principio de realidad, son todos conceptos aplicables al individuo particular que, sin embargo, deberían evidenciar sus raíces (incluso sus analogías) en la cultura. Por otra parte, al examinar las consideraciones específicamente culturales (por ejemplo, el conflicto entre las aspiraciones pulsionales y las restricciones sociales, o el grado en el que los individuos comunes y corrientes podrían soportar el aumento de las restricciones) ellas nos deberían mostrar como protagonista central al individuo particular que vive esa cultura. La cultura evidenciaría ser, a nivel genérico, un síntoma, tal cual lo es el yo a nivel particular.
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Tratar de caracterizar la concepción freudiana de Aparato Psíquico no resulta para nada una tarea simple. En parte por la complejidad intrínseca del tema, en parte porque dicha concepción se fue modificando y sutilizando en la medida en que Freud fue trabajando en ella a lo largo de casi medio siglo. En consecuencia, sus opiniones respecto de distintos planteamientos o problemas teóricos se fueron modificando, sutilizando y afinando en el curso de los años. Por lo tanto, hay que ser cuidadoso en la explicitación del contexto histórico conceptual al momento de caracterizar su teoría. De forma general, podríamos decir que la intención central de Freud era crear una teoría psicológica que diese cuenta de la dinámica psíquica. Esto es, independizándose de la biología, crear una base conceptual que le permitiese una interpretación de lo psíquico en términos puramente psicológicos. De hecho, dicha base conceptual le permitió formular problemas y manejarlos en términos internos a su propio entramado teórico. Cada nueva problemática era enfrentada con una hipótesis interpretativa que debía ser articulable con el resto de la teoría. Para un pensador de la talla de Sigmund Freud, ese era un trabajo que debía realizarse de forma sumamente minuciosa. No dejar cabos sueltos, dar una explicación comprehensiva, hacer encajar delicadamente todas las piezas. La pretensión freudiana de presentar un entramado teórico coherente para el psicoanálisis fue un trabajo que le llevó toda la vida y que nunca dejó de plantearle nuevas inquietudes. Como él mismo señala:
...el progreso del conocimiento no tolera rigidez alguna, tampoco en las definiciones. Como lo enseña palmariamente el ejemplo de la física, también los “conceptos básicos” fijados en definiciones experimentan un constante cambio de contenido.3
La primera exposición detallada que Freud realiza de su concepción del Aparato Psíquico se remonta a 1900 y está contenida en el Capítulo VII de “La interpretación de los sueños”. Sin embargo, antes de abocarnos a su examen directo, resulta conveniente,
Freud, S. “Pulsiones y destinos de pulsión” (1915) en Obras Completas Vol. XIV. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1995. p. 113. 3
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como paso previo, realizar una breve explicitación de la forma de entender el pensamiento freudiano que se ha utilizado…y que no tiene por qué ser la única posible.
Lo primero a tener en cuenta para comprender la lógica freudiana es que el Aparato Psíquico es concebido como un funcionar, no como una cosa. Es una dinámica, un movimiento, no un algo. Un funcionar que no es sino funcionando, una dinámica que no es nada sin el movimiento que la constituye, sin el cual simplemente deja de ser. Lo psíquico sólo es en la medida en que funciona. El Aparato Psíquico freudiano resulta ser, en su formulación teórica, la caracterización de un funcionamiento. Freud imagina un sujeto que es, él mismo, como tal, conflictivo. Un sujeto que es tensión, acumulación de tensión, descarga. Que es inercia de la descarga hasta más allá de la tensión original, que es restitución defensiva que evita la aniquilación y ejerce la vida. Todo esto en él mismo. No a la manera de principios exteriores que entran en relación y se actualizan en el sujeto: él mismo es esos principios contrapuestos o, con mayor rigor, su actuación, su perpetuo movimiento. El sujeto freudiano no es ya un alma racional, un yo consciente, asaltado por las pasiones y por el mundo. El inconsciente resulta una realidad más antigua y más real que la consciencia, sus contenidos son los contenidos reales. El sujeto no es un alma con cuerpo, la corporalidad “interna” (el propio cuerpo) y “externa” (el mundo) pasan a formar parte de manera sustancial del conflicto que lo constituye, de lo propiamente psíquico, que aparece como el campo de las mediaciones en que el sujeto es .4 Esta cita nos pone en la pista de un segundo elemento nuclear para caracterizar la lógica con que Freud concibe el Aparato Psíquico: la idea de conflicto interno. Habíamos dicho, en primer lugar, que era una dinamicidad, un funcionar. Ahora, en segundo lugar, podemos agregar que este funcionar no es un funcionar pacífico ni transparente ante sí mismo. Es, fundamentalmente, imperativamente, un funcionar conflictivo. Es un conflicto. El Aparato Psíquico concebido por Freud es una dinamicidad, dividida internamente y enfrentada consigo misma. Al Aparato le aparece un otro radical, enemigo, que se le opone, lo perturba, lo coarta y lo invade. Pero, al esclarecer Pérez Soto, C. (1996) “Sobre la condición social de la psicología”. Ediciones ARCIS-LOM. Santiago. 1996. p. 135. 4
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teóricamente las relaciones que el Aparato mantiene con ese “otro”, resulta no ser un otro ajeno, sino él mismo puesto como otro, la otredad que aparece como ajena no es sino un otro de sí. En una primera aproximación, podríamos decir que los términos más generales de dicho conflicto son, por un lado, las aspiraciones pulsionales y, por otro, las restricciones sociales. Hay una aspiración a la descarga y un dique que la restringe. Lo que el dique permite es una descarga indirecta y aplazada, pero segura. Las aspiraciones pulsionales, por supuesto, no se conforman jamás con eso y siguen esforzando hacia la descarga directa, inmediata, mortal. Explicitemos, finalmente, que, a la base de este conflicto existe un evidente condicionamiento histórico: las aspiraciones más íntimas del Aparato Psíquico no son satisfechas porque se enfrentan a una realidad objetiva que no le permite la satisfacción que anhela.
En 1922 Freud caracteriza el psicoanálisis de la siguiente forma: Psicoanálisis es el nombre: 1) de un procedimiento que sirve para indagar procesos anímicos difícilmente accesibles por otras vías; 2) de un método de tratamiento de perturbaciones neuróticas, fundado en esa indagación, y 3) de una serie de intelecciones psicológicas, ganadas por ese camino, que poco a poco se han ido coligando en una nueva disciplina científica. 5 Habitualmente se considera que el primer trabajo “psicoanalítico” de Freud es “Estudios sobre la histeria”6 (en conjunto con Josef Breuer), publicados el año 1895. La caracterización de 1922 se apoya, entonces, en más de veintisiete años de trabajo “psicoanalítico”. La novedad de la propuesta freudiana, en 1895, tiene que ver con la consideración de los síntomas histéricos como significando algo más allá de sí mismos, más allá de su pura materialidad evidenciada empíricamente. Para Freud, al contrario que la mayoría de las psicologías del siglo XX, lo realmente importante no es el síntoma 5
Freud, S. “Dos artículos de enciclopedia: <> y <>” (1923 [1922]) en Obras Completas Vol. XVII. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1992. p. 231. 6 Freud, S. y Breuer, J. “Estudios sobre la histeria” (1893-95) en Obras Completas Vol. II. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1993.
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como tal, sino la causa oculta de ese síntoma, causa que lo determina tanto cualitativa (en su forma específica) como cuantitativamente (en la intensidad que puede adquirir). La consideración pasa, así, de la manifestación sintomática a su origen oculto 7. Lo que hará será teorizar sobre ese origen oculto. El síntoma resulta ser una manifestación psíquica llena de sentido: nos “dice” algo acerca de su origen de forma indirecta y deformada. El origen de los síntomas es, en este momento de la obra teórica de Freud, una situación efectivamente acaecida en la vida del neurótico o de la neurótica: el trauma. Vivencia real, empírica, que ha sido expulsada del ámbito de la consciencia por ser incompatible con ésta8, sigue presionando por manifestarse, presión que se cristaliza en los síntomas (el trauma reprimido “retorna” en los síntomas). Los síntomas son, entonces, formaciones psíquicas de compromiso entre dicha presión y los estándares restrictivos de la consciencia. Por supuesto, no cualquier vivencia tiene el potencial de llegar a convertirse en un trauma. Las vivencias que son proclives a generar traumas tienen dos características principales: a) ocurren en la infancia y b) tienen un contenido sexual 9. Durante la infancia, el futuro neurótico, ha vivido, de forma objetiva, una situación de alto e intenso contenido sexual que, por lo mismo, no es aceptable para la consciencia. Dicha vivencia es, entonces, reprimida, quedando latente en lo inconsciente. Pero “latente” no significa “tranquila”, desde lo inconsciente busca expresarse de formas indirectas, encubiertas…y así aparecen los síntomas.10 Desde un punto de vista terapéutico resulta, entonces, inútil atacar los síntomas directamente pues la energía psíquica que ha cargado a ese síntoma sencillamente se desplazará (sustitución de síntoma) creando un nuevo síntoma, pues la causa que, en primer término, originó el síntoma, ha quedado intacta. Lo que Freud propone, en términos de terapia es la “catarsis” de los “afectos estrangulados”: traer a la consciencia la situación traumática reprimida, volviendo a conectar los montos afectivos, que habían devenido inconscientes por causa de la situación traumática, con las representaciones que “les corresponden”, facilitando así la descarga (“abreacción”) de dichos montos afectivos
Véase, a este respecto, Freud, S. “La etiología de la histeria” (1896) en Obras Completas Vol. III. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1994. pp. 191-196. 8 Cf. Freud, S. “Las neuropsicosis de defensa” (1894) en Obras Completas Vol. III. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1994. pp. 47-52. 9 Cf. Freud, S. “La etiología de la histeria” (1896) en Obras Completas Vol. III. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1994. pp. 198-201. 10 Ibíd. pp. 208-210. 7
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y la reelaboración consciente de la situación traumática originaria, la cual, desde el momento en que deviene consciente, deja de tener el poder de formar síntomas.11 En resumen, los neuróticos están enfermos por algo que ha sido expulsado de la consciencia y que retorna distorsionado…lo que habría que hacer sería reelaborar eso inconsciente y causante de los síntomas. El problema es que “eso inconsciente” se vuelve teóricamente mucho más complejo cuando Freud desecha su idea de que el trauma es una situación que aconteció efectivamente en la vida del neurótico. En 1897, en una carta a Wilhelm Fliess 12, Freud señala que “ya no cree en su neurótica”13. Ha empezado a sospechar que aquello que sus pacientes le cuentan como evento traumático no es un hecho que haya sucedido realmente (o, al menos, no en todos los casos). Freud señala cuatro grupos de motivos que le han llevado a dicha sospecha (sospecha que, con el tiempo, se convertirá en clara e indudable certidumbre): Por eso he de presentarte históricamente los motivos de mi descreimiento. Las continuas desilusiones en los intentos de llevar mi análisis a su consumación efectiva, la deserción de la gente que durante un tiempo parecía mejor pillada, la demora del éxito pleno con que yo había contado y la posibilidad de explicarme los éxitos parciales de otro modo, de la manera habitual: he ahí el primer grupo {de motivos}. Después, la sorpresa de que en todos los casos el padre hubiera de ser inculpado como perverso, sin excluir a mi propio padre, la intelección de la inesperada frecuencia de la histeria, en todos cuyos casos debiera observarse idéntica condición, cuando es poco probable que la perversión contra niños esté difundida hasta ese punto (la perversión tendría que ser inconmensurablemente más frecuente que la histeria, pues la enfermedad sólo sobreviene cuando los sucesos se han acumulado y se suma un factor que debilita la defensa). En tercer lugar, la intelección cierta de que en lo inconsciente no existe un signo de realidad, de suerte que no se puede distinguir la verdad de la ficción investida con afecto (…). En cuarto lugar, la reflexión de que en las psicosis más profundas el recuerdo inconsciente
Cf. Freud, S. y Breuer, J. “Estudios sobre la histeria” (1893-95) en Obras Completas Vol. II. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1993. pp. 30-37. 12 Freud, S. “Fragmentos de la correspondencia con Fliess” (1950 [1892 -99]) en Obras Completas Vol. I. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1992. p. 301. 13 Sin embargo, el terminar de creerse, él mismo, esa afirmación, le llevó bastante más tiempo del que pudiésemos suponer. De hecho, la primera exposición pública de su nueva concepción se daría recién ocho años después en el segundo de sus “Tres ensayos de teoría sexual” (1905). Para una caracterización del cambio de opiniones de Freud respecto de ese tema, realizada por el propio Freud, véase Freud, S. “Mis tesis sobre el papel de la sexualidad en la etiología de las neurosis” (1906 [1905]) en Obras Completas Vol. VII. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1993. 11
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no se abre paso, de suerte que el secreto de las vivencias infantiles no se trasluce ni en el delirio más confundido.14 No es mi intención pronunciarme sobre la justeza o la contundencia de los motivos esgrimidos por Freud15 sino, más bien, intentar explicitar las consecuencias teóricas de la renuncia de Freud a esta “teoría de la seducción” 16 como causante del trauma. Esas consecuencias se anticipan en el tercer grupo de motivos: Freud comienza a tratar los relatos y las mentiras de los pacientes como si fueran verdad 17. Digámoslo con otras palabras: la realidad psíquica resulta ahora tanto o más importante que la realidad material, empírica. La vivencia traumática originaria no pierde ningún valor por el hecho de no haber acontecido “efectivamente”. Al contrario, es tan real como si fuera real o, mejor, es real. Este paso lleva a Freud directamente, aunque quizás sin proponérselo, a derribar la barrera que la epistemología científica moderna establece entre sujeto y objeto. En la lógica freudiana, los objetos son los objetos que son porque así han sido constituidos desde el sujeto. El trauma es el trauma real que es porque ha sido psíquicamente constituido como tal, sin importar si fue un acontecimiento que “de hecho” ocurrió o no. Es la realidad psíquica la que lo hace real y efectivo. La realidad psíquica resulta ser toda la realidad. Si lo anterior es cierto, el trauma, como evento subjetivo, debe tener algún sentido subjetivo. Ese sentido, que iremos caracterizando a todo lo largo de este trabajo, es servir de máscara que oculta la aspiración subjetiva por el placer, la descarga total, la felicidad como tal. Es ese deseo el que es profundamente incompatible con los estándares conscientes, en la medida en que, por un lado, esos estándares representan la introyección psíquica de las restricciones sociales y, por otro, dicho deseo es esencialmente antisocial. La vida psíquica resulta ser, así, la encarnación de un conflicto entre la aspiración a la gratificación total, en sí antisocial, y los resguardos y restricciones que sostienen la vida en comunidad limitando dicha aspiración y reutilizando sus energías en trabajo Freud, S. “Fragmentos de la correspondencia con Fliess” (1950 [1892 -99]) en Obras Completas Vol. I. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1992. pp. 301-302. 15 Un trabajo, polémico, al respecto puede encontrarse en Moussaieff, J. “El asalto a la verdad” (1984). Ed. Seix Barral. Barcelona. 1985. 16 Cf. Freud, S. “Tres ensayos de teoría sexual” (1905) en Obras Completas Vol. VII. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1993. p. 173. 17 Freud, S. “Mis tesis sobre el papel de la sexualidad en la etiología de las neurosis” (1906 [1905]) en Obras Completas Vol. VII. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1993. pp. 265-268. 14
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socialmente productivo. La psicología de Freud no es, entonces, simplemente una terapia. Es, en pleno derecho, una profunda teoría sobre la condición humana.
Podríamos decir que, en el origen mítico18 del Aparato Psíquico, lo único que hay es energía, energía impulsada por una tendencia ineludible: la descarga. Esa energía, en los primeros trabajos de Freud19, corresponde simplemente a los impulsos eléctricos que se transmiten entre las neuronas. Progresivamente, la forma de conceptualizar dicha energía se va complejizando y recibe nuevas denominaciones (v. gr. pulsión, libido) pero siempre se mantiene como el fundamento de lo psíquico. Lo psíquico es el campo (independiente por derecho propio) que dicha energía estructura y en el que desenvuelve su dinámica. En un sentido general, podríamos decir que la forma en que esa energía se organiza en nosotros, en pos de su tendencia, es lo que Freud llamará “Aparato Psíquico”. Es conveniente destacar, para evitar malentendidos a posteriori, que la energía que Freud concibe al fundamento de lo psíquico no es algo etéreo, inasible o “no decible”. Al contrario, abundan los ejemplos que permiten afirmar que dicha energía es, para Freud, algo real en un sentido concreto y material.
La energía, dijimos, tiene una tendencia ineludible: descargar. Las excitaciones que ingresan a este circuito y lo perturban son contrarrestadas inmediatamente con la descarga. Si, por alguna razón, aumenta la cantidad de energía al interior de este circuito, aumentará también la presión por liberarse de ella, por volver al nivel mínimo, “original”, de energía. Esa presión es sumamente relevante: ella es la que gatilla la constitución del Aparato Psíquico como tal. El Aparato Psíquico resulta ser, precisamente, una organización de la energía cuya función central es tramitar las excitaciones, de tal forma que, cuando aumente la presión por descargar, exista una vía de evacuación a través de la cual dichas excitaciones puedan ser eliminadas. Freud concibe la forma original de tramitación de la energía como rápida y directa: a la excitación energética se sucede inmediatamente una descarga. El modelo de
Ese origen cambiará en “Más allá del principio de placer” (1920) por la “paz de lo inorgánico”. Cf. Freud, S. “Proyecto de psicología” (1950 [1895]) en Obras Completas Vol. I. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1992. 18 19
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esta tramitación original de la energía (modelo que es, y Freud lo sabe 20, sólo una ficción teórica) es el arco reflejo 21. Esta organización es la más simple que quepa imaginar: la respuesta de descarga es automática, sólo se conserva el mínimo energético necesario para estructurar esta “vía de evacuación”. ...el aparato [psíquico] obedeció primero al afán de mantenerse en lo posible exento de estímulos, y por eso en su primera construcción adoptó el esquema del aparato reflejo que le permitía descargar en seguida, por vías motrices, una excitación que le llegaba desde fuera.22 La simplicidad de dicha tramitación de la energía es, al mismo tiempo, el punto de partida y el fundamento de todo el intento freudiano por dar una explicación de la vida psíquica. La lógica de la tramitación de la energía hacia la descarga se mantiene a lo largo de toda su obra, pero sus concepciones sobre la forma en que esa tramitación se realiza son sutilizadas para dar cabida a las complejidades de la dinámica psíquica en el ser humano. Si consideramos al arco reflejo como un circuito unidireccional de descarga, un primer agregado que tenemos que hacer, al momento de utilizarlo como fundamento de la explicación de la vida psíquica, para dejar de concebirlo simplemente como un circuito y comenzar a comprenderlo como un organismo, tiene que ver con que las fuentes de las excitaciones que perturban al organismo no sólo tienen un origen externo, sino también, y principalmente, un origen interno. La característica central de las fuentes de origen externo (que posibilita, como veremos, la simplicidad de su tramitación) es que su actuar es siempre momentáneo , afectan “de un solo golpe”, después de lo cual desaparecen. Pensemos, por ejemplo, en la estimulación dolorosa que puede provocarnos la percepción del fuego o de algún objeto afilado sobre nuestra piel. Estas fuentes de origen externo son poco consideradas por Freud pues el circuito del arco reflejo basta por sí solo para explicar el mecanismo con que se enfrenta las excitaciones que provienen desde ellas: la tramitación de la excitación lleva directamente a la descarga. Cf. Freud, S. “La interpretación de los sueños” (1900) en Obras Completas Vol. V. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1992. p. 587. 21 Ibíd. pp. 531-535; pp. 557-559. De hecho, para Freud, el arco reflejo es el modelo basal sobre el que edificará toda la subsecuente complejización del Aparato Psíquico. 22 Ibíd. p. 557. 20
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Las fuentes de origen interno, en cambio, lo ocupan sobremanera debido a que el organismo no puede evitarlas de ninguna forma, son fuente constante de perturbación pues su actuar es permanente . Las excitaciones no dejan de fluir desde ellas, aumentando constantemente la cantidad de energía y, en consecuencia, la presión por descargar. El organismo, al no poder huir de sí mismo, está obligado a realizar alguna clase de acción motriz que cancele dichas excitaciones y restablezca los niveles energéticos al mínimo posible. Las excitaciones de origen interno son, por lo tanto, el motor que pone en movimiento el Aparato Psíquico al plantear requerimientos de los que no es posible escapar y que, en consecuencia, obligan a la actividad dirigida del organismo en pos de la descarga.
Freud imagina al bebé en su estado de indefensión primera, incapaz de satisfacer por sí mismo ninguna necesidad o resolver ningún requerimiento. Es otro, un adulto, el que satisface las necesidades del bebé posibilitando la descarga de energía hacia la que éste último está esforzando. La excitación impuesta por la necesidad interior buscará un drenaje en la motilidad que puede designarse “alteración interna” o “expresión emocional”. El niño hambriento llorará o pataleará inerme. Pero la situación se mantendrá inmutable, pues la excitación que parte de la necesidad interna no corresponde a una fuerza que golpea de manera momentánea, sino a una que actúa continuadamente. Sólo puede sobrevenir un cambio cuando por algún camino (en el caso del niño, por cuidado ajeno) se hace la experiencia de la vivencia de satisfacción que cancela el estímulo interno. 23 Notemos que esta descarga produce satisfacción , y la satisfacción no es algo vivencialmente indiferente. La satisfacción es una experiencia placentera, gratificante, asociada al hecho de la descarga. La descarga de energía produce “alguien” que vivencia esa descarga como placer. “Alguien” vive una experiencia placentera en la descarga. Esa experiencia placentera es, entonces, el origen (mítico) de una organización del Aparato Psíquico en lo que podríamos comenzar a llamar un “alguien”. Al hablar de un “alguien” 23
Ibíd. p. 557. El destacado es de Freud.
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pasamos del ámbito de la simple descarga de energía al ámbito de la vivencia. Un circuito era un modelo esquemático del circuito de energía desde la excitación a la descarga; un organismo era una unidad capaz de tramitar excitaciones, de origen externo o interno, hacia la descarga; un “alguien” vivencia la tramitación de la excitaciones como placer o como displacer. El Aparato Psíquico es ahora comandado por una tendencia que lo lleva a huir de las vivencias displacenteras y buscar las placenteras. A esa tendencia Freud la denomina “deseo”. El deseo es el primer paso del organismo en las complejidades de la psique propiamente humana. Elucidamos (…) las consecuencias psíquicas de una vivencia de satisfacción, y entonces ya pudimos introducir un segundo supuesto, a saber, que la acumulación de la excitación (…) es percibida como displacer, y pone en actividad al aparato a fin de producir de nuevo el resultado de la satisfacción; en esta, el aminoramiento de la excitación es sentido como placer. A una corriente de esa índole producida dentro del aparato, que arranca del displacer y apunta al placer, la llamamos deseo ; hemos dicho que el deseo, y ninguna otra cosa, es capaz de poner en movimiento al aparato, y que el decurso de la excitación dentro de éste es regulado automáticamente por las percepciones de placer y de displacer .24 El aumento de energía, entonces, es vivenciado como displacer, mientras que su disminución es vivenciada como placer. Ahora bien, la asociación entre descarga y experiencia placentera no es simplemente momentánea, al contrario, se instaura como una modificación permanente en este Aparato Psíquico primitivo: el impacto de la vivencia de satisfacción es lo suficientemente poderoso como para crear una huella mnémica. Ella conserva la percepción de la experiencia placentera mucho después de haber cesado la vivencia original. La satisfacción experienciada encarna el deseo del Aparato Psíquico y éste, en la forma de dicha huella mnémica, busca mantenerla dentro de sí. De ahí en adelante, la primera barrera de defensa contra el displacer será la reinvestidura de la huella mnémica de la percepción de la experiencia de satisfacción, se buscará una identidad perceptiva 25 con la vivencia placentera originaria. Para alcanzar esta identidad perceptiva no es requerida una acción efectiva dirigida a la transformación 24 25
Ibíd. p. 588. El destacado es de Freud. Ibíd. p. 558, p. 591.
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de las condiciones reales que generan el displacer (lo anterior implicaría otra organización del Aparato Psíquico, ya volveremos sobre eso): la huella mnémica de la satisfacción, al ser reinvestida, funciona como sustituta de la satisfacción misma. Parte de los montos de energía que esforzaban por ser descargados son utilizados en dicha investidura. Así, se carga energéticamente el recuerdo en un esfuerzo por hacerlo tan atractivo para las tendencias anímicas a la descarga como lo fue la situación placentera originalmente vivenciada. En vez de descargar, entonces, el Aparato retrocede a la huella mnémica en un intento por recrear la satisfacción que alguna vez tuvo. Disminuye así la presión al encontrarse una descarga sustituta y una satisfacción sustituta al interior mismo del Aparato Psíquico. A esta tramitación de la energía es lo que podemos llamar una satisfacción “alucinada” o una respuesta (a las presiones que esfuerzan hacia la descarga) “alucinatoria”. Es un mecanismo análogo al que se utiliza cuando, en ausencia de la persona amada, se vuelcan los afectos sobre una foto o algún otro objeto que funciona como sustituto (“recuerdo”) de la ausente. Se trata esa foto o ese objeto con el cariño y el cuidado con que se trataba a la persona amada en la esperanza que el dolor (displacer) causado por la separación se vea, de esta forma, aliviado. Notemos, y esto resulta sumamente importante para su constitución posterior, que, de ahí en más, el Aparato Psíquico, para conservar la huella mnémica, debe conservar también, en todo momento, el quantum de energía a ella asignado. Al conservar la huella mnémica ha creado una modificación permanente de sí mismo: conserva la memoria de la experiencia placentera al precio de renunciar para siempre a la posibilidad de la descarga directa y automática. Ya nunca podrá deshacerse de esa energía, ella es ahora parte de él. Él mismo se ha alterado y modificado definitivamente: en su esfuerzo por alcanzar la satisfacción ha encontrado un sustituto en el recuerdo de la experiencia placentera, un sustituto potencialmente siempre disponible. Un imán del deseo, interior a sí mismo, constitutivo y constituyente de la futura complejización del Aparato Psíquico. Podemos decirlo con otras palabras: la forma primigenia en que el Aparato Psíquico consigue introducir y mantener la experiencia de satisfacción en sí mismo es la memoria. La memoria de la satisfacción sirve ahora de imán interno para la tendencia a la descarga. El Aparato Psíquico intenta satisfacerse por el camino más directo: percibiendo el recuerdo que atesora como idéntico 26 a la percepción de la satisfacción. 26
De ahí el término “identidad perceptiva”.
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Aparece aquí un primer agregado de importancia que hacer al esquema del arco reflejo: la memoria o, también, las huellas mnémicas 27. El Aparato Psíquico está constituido como un arco reflejo que tiene la particularidad de poder modificarse y guardar dentro de sí la historia de dichas modificaciones en la forma de huellas mnémicas. Un “arco que transporta su historia”28 según la feliz frase de Rodrigué. Sin embargo, esta tramitación del displacer no resiste aumentos mayores en la presión que esfuerza a la descarga. La satisfacción “alucinada” sólo puede manejar pequeños montos de energía, su capacidad de contención desborda muy rápidamente. Para resolver ese problema es requerida una nueva forma de organización del Aparato Psíquico.
Llegados a este punto estamos en condiciones de explicitar una distinción conceptual a la que, hasta el momento, nos hemos referido en repetidas ocasiones pero sólo de forma implícita: la dirección del movimiento de la energía al interior del Aparato Psíquico. Sucede que no es lo mismo orientarse hacia la descarga que orientarse hacia el recuerdo de la vivencia de la descarga. En su caracterización de punto en cuestión, Freud se apoya, nuevamente, en el esquema del arco reflejo: la secuencia de excitaciones que transcurre desde la estimulación hacia una descarga motora puede ser llamada progresiva o progrediente . Al revés, la secuencia que transcurre en sentido contrario, es decir, que comienza en la estimulación y termina en la percepción (y no en la descarga motora), puede ser llamada regrediente . Considerando esta denominación, podemos decir que la tendencia más primitiva del Aparato Psíquico (la descarga directa) es puramente progresiva. En cambio, en el caso de la satisfacción “alucinada”, la tendencia es claramente regrediente. Lo primero que nos salta a la vista es que este aparato [psíquico] (…) tiene una dirección. Toda nuestra actividad psíquica parte de estímulos (internos o externos) y termina en inervaciones. Por eso asignamos al aparato un extremo sensorial y un extremo motor; en el extremo sensorial se encuentra un sistema que recibe las percepciones, y en 27
Sobre las diferencias entre memoria y huellas mnémicas véase Freud, S. “La interpretación de los sueños” (1900) en Obras Completas Vol. V. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1992. pp. 531-542. 28 Rodrigué, E. “Sigmund Freud – El Siglo del Psicoanálisis” (1996). Ed. Sudamericana. Buenos Aires. 1996. p. 355.
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el extremo motor, otro que abre las esclusas de la motilidad. El proceso psíquico transcurre, en general, desde el extremo de la percepción hacia el de la motilidad .29 Los ejemplos más claros de movimientos psíquicos progresivos son, entonces, en general, todas aquellas actividades dirigidas a un fin: desde ir a acostarse hasta ir a comprar el pan, desde ir a orinar hasta ir a trabajar. Hay una estimulación (interna o externa) que es percibida por el Aparato Psíquico y, en función de ella, se realiza una determinada actividad motora asociada, directa o indirectamente, con la descarga de energía. Lo que ocurre en el sueño alucinatorio no podemos describirlo de otro modo que diciendo lo siguiente: La excitación toma un camino de reflujo. En lugar de propagarse hacia el extremo motor del aparato, lo hace hacia el extremo sensorial, y por último alcanza el sistema de las percepciones. Si a la dirección según la cual el proceso psíquico se continúa en la vigilia desde el inconsciente la llamamos progrediente , estamos a decir que el sueño tiene carácter regrediente. Esta regresión es entonces, con seguridad, una de las peculiaridades psicológicas del proceso onírico; pero no tenemos derecho a olvidar que no es propia exclusivamente de los sueños. (…) (…) Así, llamamos “regresión” al hecho de que en el sueño la representación vuelve a mudarse en la imagen sensorial de la que alguna vez partió. (…) a mi juicio el nombre de “regresión” nos sirve en la medida en que anuda ese hecho por nosotros conocido al esquema del aparato anímico provisto de una dirección .30 Al revés que en el caso del progresivo, los ejemplos más claros de movimientos psíquicos regresivos están relacionados frecuentemente con la inactividad corporal: pensar, fantasear, recordar, soñar. Hay una estimulación (primariamente interna) que irrumpe en la percepción y se mantiene en ella, sin generar directamente una actividad motora orientada a la descarga.
Freud, S. “La interpretación de los sueños” (1900) en Obras Completas Vol. V. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1992. pp. 530-531. 30 Ibíd. pp. 536-537. Los destacados son de Freud. 29
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La vivencia placentera originaria no es el único resabio de experiencia primordial que deja su impronta perenne en el joven Aparato Psíquico. Otra experiencia que deja una marca indeleble es la correspondiente a la vivencia del displacer, de la acumulación de energía que no es descargada, de la ausencia de satisfacción, del dolor. La necesidad acuciante choca con los condicionantes externos que impiden su satisfacción; el bebé, incapaz de modificar esos condicionantes, debe esperar por el adulto que le permita evacuar sus excitaciones. La descarga no es ni puede ser instantánea: el joven Aparato se encuentra con que el displacer es una probabilidad mucho más cierta que el placer. Así, la percepción de esta vivencia de displacer, al ser integrada en el Aparato Psíquico, en la forma de huella mnémica, ofrece un contrapunto a la huella mnémica correspondiente a la percepción de la satisfacción originaria. Entre ambos “términos” transcurrirán los procesos psíquicos. Ahora bien, la investidura de la huella mnémica de la vivencia de displacer no debe ser percibida con la facilidad con la que lo es su opuesta, la huella mnémica de la percepción de la vivencia de satisfacción, pues ello incurriría en violenta contradicción con la tendencia primaria del Aparato Psíquico: el deseo que huye del displacer y busca el placer. La percepción directa de la investidura de la huella mnémica del displacer conduciría a revivir la experiencia dolorosa, siendo que el Aparato Psíquico se esfuerza justamente hacia lo contrario: la experiencia placentera. Supongamos que sobre el aparato primitivo actúa un estímulo perceptivo que es la fuente de una excitación dolorosa. (…) en este caso no quedará inclinación alguna a reinvestir por vía alucinatoria o de otra manera la percepción de la fuente de dolor. Más bien subsistirá en el aparato primario la inclinación a abandonar de nuevo la imagen mnémica penosa tan pronto como se evoque de algún modo, y ello porque el desborde de su excitación hacia la percepción provocaría displacer .31 Encontramos aquí la expresión explícita de un conflicto inherente al Aparato Psíquico primitivo: por un lado, la huella mnémica correspondiente a la vivencia dolorosa no puede ser simplemente desechada porque es la impronta que ha quedado de una vivencia importante, justamente el tipo de vivencia que, de ahí en más, se intentará evitar; por otro lado, dicha huella no se puede mantener directamente asequible a los procesos 31
Ibíd. p. 589.
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psíquicos del Aparato porque, al ser investida y percibida, contrariaría su tendencia básica. La respuesta que da Freud, en 1900, a este problema, resultará determinante en la subsecuente elaboración teórica de su esquema de la psiquis. Dicha respuesta consiste, básicamente, en escindir los procesos del Aparato Psíquico, manteniendo la huella mnémica del displacer en un lugar otro, ajeno al transcurrir “habitual” de los procesos psíquicos (aquellos procesos de los que el Aparato es capaz de percatarse directamente). El Aparato huirá, entonces, activamente, de una marca de recuerdo que le es propia. Hay, por lo tanto, una utilización permanente de energía en una actividad interna a lo psíquico que resulta constituyente de su subsecuente complejidad: al “extrañarse” de su propia huella mnémica del displacer, impronta que es fruto de la percepción de las vivencias que ha sufrido, el Aparato Psíquico produce una diferencia interna a sí mismo. Ha creado un ámbito, en su propio interior, del que no tiene conocimiento alguno, pero que no por eso deja de ejercer una influencia gravitante en el decurso de los procesos anímicos “habituales” (éstos huyen de ahí). Se cumplen así los dos requerimientos: Por una parte, la huella mnémica del displacer no ha sido desechada. Por otra, al quedar confinada a ese “lugar otro”, dicha huella mnémica ya no contraría la tendencia básica del Aparato Psíquico. El extrañamiento respecto del recuerdo, que no hace sino repetir el primitivo intento de huida frente a la percepción, es facilitado también por el hecho de que el recuerdo, a diferencia de la percepción, no posee cualidad suficiente para excitar a la consciencia y atraer de ese modo sobre sí una investidura nueva. Este extrañamiento que el aparato psíquico realiza fácilmente y de manera regular respecto de del recuerdo de lo que una vez fue penoso nos proporciona el modelo y el primer ejemplo de la represión psíquica.32 En resumen, podemos decir que la huella mnémica del displacer ha sido reprimida . La represión ha consistido en hacer de esa huella mnémica constituyente una otredad respecto del funcionamiento ordinario del Aparato Psíquico. No se la ha destruido, no se la ha cancelado, es parte integral de Aparato pero a éste le aparece como algo ajeno. La represión ha instalado una división interna: está el transcurrir habitual y
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Ibíd. pp. 589-590. El destacado es de Freud.
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eso “otro” que se le enfrenta, desde sí mismo, como lo más temido, como su opuesto y su contrario. No puedo dejar de señalar que, fácilmente, podemos hacer una analogía entre el “extrañamiento” sufrido por la huella mnémica de la percepción del displacer y eventos cotidianos como, por ejemplo, hacerse el leso respecto de ciertas cosas cuando nos conviene, negarnos a reconocer signos evidentes de situaciones que nos pueden causar sufrimiento, recordar acontecimientos poco gloriosos bajo una luz mucho más favorable para nosotros, o directamente olvidar hechos dolorosos de nuestras vidas. Para Freud, situaciones como éstas mostrarían la relación de continuidad entre los procesos psíquicos primarios y los procesos psíquicos habituales en la adultez33.
La satisfacción “alucinada”, dijimos, respuesta primaria del Aparato psíquico frente a las presiones que esfuerzan hacia la descarga, sólo es capaz de tramitar pequeños montos de energía. El primer desear pudo haber consistido en investir alucinatoriamente el recuerdo de la satisfacción. Pero esta alucinación, cuando no podía ser mantenida hasta el agotamiento, hubo de resultar inapropiada para producir el cese de la necesidad y, por lo tanto, el placer ligado con la satisfacción .34 Ahora bien, las necesidades humanas más básicas (comida, abrigo, sexo, p. ej.) exigen movilizaciones de energía que exceden sobradamente las posibilidades de la “alucinación”. Para poner un ejemplo cotidiano, podemos sentarnos e imaginar una comida mirando un menú, pero eso no saciará nuestro apetito35. El Aparato Psíquico primitivo, tal como está estructurado, insistirá en su esfuerzo por escapar del displacer provocado por el aumento de la excitación, hacia el placer implicado en la disminución Freud caracteriza ese parecido con la vida adulta como la “táctica del avestruz”. Ibíd. p. 590. Ibíd. p. 588. 35 Quizás vale la pena destacar que, en el caso del ser humano, el esfuerzo no va dirigido simplemente a saciar la necesidad fisiológica de la nutrición. No, cuando el ser humano tiene hambre busca comer en plato, con cubiertos, mientras conversa con un otro. Menos que eso es considerado un descenso en la escala de la humanidad. El punto es que las necesidades humanas son históricas, no fisiológicas, y eso las hace muchísimo más complejas. 33 34
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de la misma, de la única forma que conoce: buscando la identidad perceptiva con la vivencia de satisfacción primera. Al no encontrar salida, la cantidad de energía que pugna por descargar irá aumentando y, consecuentemente, aumentará la presión por hacer efectiva dicha descarga. Básicamente, esto sucede porque su mecanismo no está orientado a crear las condiciones de satisfacción de la necesidad que pugna por ser satisfecha, sino sólo a volver a vivenciar una satisfacción previamente percibida. La respuesta “alucinatoria” enfrenta sus propios límites. La memoria no basta, hay que hacer algo. La “alucinación” debe ser sustituida por el trabajo. Sin embargo, el trabajo implica una dificultad en la tramitación de la energía que el esquema del Aparato Psíquico primitivo no es capaz de resolver por sí mismo: la transformación de la energía, que esfuerza por descargar, en actividades (transformación de las condiciones externas) que llevan a la descarga sólo de forma indirecta. Dicha transformación permitiría la utilización de la energía en vez de su simple descarga pero, al mismo tiempo, implicaría perturbaciones energéticas mayores pues dichas actividades suelen ser displacenteras en alto grado. Al enfrentar este problema, el problema del trabajo, el Aparato Psíquico primitivo debe superar un doble escollo: por un lado, si lo que intenta es modificar el mundo externo, necesita tener a su disposición todos los recuerdos de sus experiencias (único recuento que posee de dicho mundo externo), sin importar la cualidad ni la cantidad del monto afectivo asociado a dichos recuerdos; por otro, debe ser capaz de sobrellevar la realización de actividades físicas en sí displacenteras. Este doble problema tiene, en Freud, una sola solución, la cual podemos resumir de la siguiente manera: lo que debe surgir es el pensamiento. Bien visto, en el primer caso, para poder disponer de los recuerdos de las distintas experiencias vividas por el Aparato, lo que debe suceder es que tanto la cantidad de la investidura energética asociada a cada una de ellas, como la cualidad de la misma (tendencia a huir en el caso de las displacenteras, tendencia a revivirlas “alucinatoriamente” en el caso de las placenteras), sean inhibidas en su descarga, dejando sólo su contenido (representación) disponible para su examen por parte de los procesos habituales del Aparato Psíquico. En otras palabras, para poder disponer efectivamente de los recuerdos, para que sean útiles al fin de la transformación de las condiciones materiales existentes, deben estar vaciados de afecto . Sólo así es posible una actividad psíquica (el pensamiento) que se dedique a examinarlos y ordenarlos voluntariamente 24
según la razón consciente. El pensamiento no es viable, en tanto actividad psíquica, si los contenidos que debe manejar están ligados directamente a investiduras afectivas, dolorosas o placenteras, pues, siguiendo su tendencia originaria, el Aparato huiría o perseguiría dichos contenidos sin preocuparse por la modificación del mundo externo. En otras palabras, se impondría la asociación libre y no la razón consciente. En el segundo caso, lo que debe ocurrir es que esa energía que ha quedado disponible, al ser inhibida su descarga, sea utilizada en la realización de actividades motoras voluntarias (en sí displacenteras) orientadas a la creación de las condiciones materiales que hagan posible la satisfacción de la descarga y la cancelación de la necesidad. El pensamiento es el que guía dichas actividades, amparado en su “conocimiento” del mundo externo (que no es sino el recuento de experiencias del propio Aparato Psíquico) y en la capacidad de inhibición de los montos afectivos que ha posibilitado su propia constitución. La inhibición necesaria para la realización de actividades displacenteras no es sino una extensión de la inhibición de la descarga ya lograda respecto de la carga afectiva de los recuerdos. Sucede que, antes de enfrentarse al trabajo como tal, efectivo, el Aparato Psíquico se enfrenta a la representación psíquica, displacentera por cierto, de ese trabajo. Si consigue manejar psíquicamente dicha representación, entonces conseguirá manejar la realización efectiva de la misma, el trabajo como tal. En resumen, las aspiraciones básicas del Aparato Psíquico primitivo entran en oposición directa con las condiciones del mundo externo, enfrentando aquél la disyuntiva de modificarse o perecer; la respuesta que elabora consiste en recubrir el primer sistema de funcionamiento (que tiende a la liberación y la descarga de energía) por un segundo sistema cuyo funcionamiento está basado, por un lado, en su capacidad de mantener inhibidas o ligadas (quiescentes) las investiduras energéticas y, por otro, en poder movilizar dichas investiduras y utilizarlas en la transformación del mundo. La tendencia básica del primer sistema se mantiene incólume: frente al aumento de excitación, la descarga, sin miramiento alguno por los condicionantes externos que favorecen o, más frecuentemente, coartan la posibilidad de la misma. Pero ahora, el segundo sistema, cual paraguas, oculta la tendencia básica del primer sistema y se orienta, precisamente, hacia la consideración de esos condicionantes externos36. El pensamiento es considerado por 36
Esta orientación vale tanto en un sentido receptivo (examen) como en un sentido activo (modificación).
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Freud como el sistema de funcionamiento que recubre el sistema primitivo de funcionamiento (el simple desear) y le permite sobrevivir y mantenerse en el enfrentamiento a ese mundo externo que malamente le puede ofrecer de forma gratuita una satisfacción inmediata a sus necesidades. El objetivo de este segundo sistema es, entonces, dar curso a la tendencia a la descarga a través de formas que contrarían dicha tendencia. Su propósito es conservar la aspiración originaria a la descarga y a la satisfacción cuando se ve enfrentado a una realidad que le niega dicha posibilidad. Este segundo sistema no elimina al primero, lo que hace es subsumirlo dentro de sí y oscurecer su tendencia primaria detrás de un funcionar aparentemente opuesto. Lo que así consigue es preservar la tendencia original, condenada a la destrucción de no poder responder a las exigencias que la realidad le impone. El esfuerzo del Aparato Psíquico por mantenerse, encarnado en este segundo sistema, ha conseguido dominar la tendencia a la descarga directa. Esto produce un cambio trascendental en sus perspectivas: la restricción autoimpuesta sobre las aspiraciones individuales le permite utilizarse a sí mismo como instrumento para crear un mundo. De ahí en adelante, la forma en que perseguirá sus objetivos será absolutamente distinta a la primitiva simplicidad del circuito unidireccional de la descarga. La valoración originariamente concedida al alivio de la tensión ha dado paso a una valoración de la seguridad en la obtención de dicho alivio. No sólo importa el placer, importa que lo podamos asegurar en el transcurso del tiempo. La única forma de hacer esto es, como decía, construir un mundo en el que el placer sea posible. Ése es el horizonte que se ofrece al ser humano para renunciar a sus aspiraciones de satisfacción inmediata. Pero, importante destacarlo desde un principio, no es un horizonte meramente individual. La génesis del Aparato Psíquico resulta ser el proceso de alumbramiento tanto de la cultura 37 como del individuo (encarnación particular de esa cultura). Ya esta primera y abstracta consideración del Aparato Psíquico freudiano nos lleva indefectiblemente desde el individuo a la cultura sin solución de continuidad.
Voy a preferir el término “cultura” al término “sociedad” en consideración a las resonancias que el primero tiene dentro de la obra freudiana (v. gr. “El malestar en la cultura”). 37
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La identidad de pensamiento, habíamos dicho, implica una nueva forma de funcionar del Aparato Psíquico o, más rigurosamente, implica una nueva constitución del mismo en la que coexisten dos formas de funcionar contrapuestas: una más primitiva que tiende a la descarga directa, otra más elaborada, que se superpone a la primera y que es capaz de manejar la tramitación de la energía, inhibiendo su descarga. La denominación que Freud da a estos dos modos de funcionar es, correspondientemente, proceso primario y proceso secundario. La coexistencia de ambos procesos implica, por una parte, una división al interior del Aparato Psíquico y, por otra, que ese mismo Aparato Psíquico está constituido conflictivamente. Hay todo un ámbito de la vida psíquica que ahora está oscurecido para el transcurrir habitual del pensamiento y que, cuando aparece, es vivido como algo extraño y ajeno. El proceso secundario recubre al primario pero, aunque de esa forma consigue preservarlo, es incapaz de satisfacer la primigenia aspiración a la descarga absoluta, aspiración que no ceja jamás en su empeño por cancelarse. El equilibrio entre ambos procesos es siempre precario, altamente inestable; un matrimonio por conveniencia que sólo se sostiene a trancas y barrancas. La vivencia misma del placer ha cambiado. Para el proceso secundario la aspiración inconmesurada al placer resulta ser una perspectiva tan amenazante como el displacer mismo. Sucede que ambas alternativas atentan contra la preservación del Aparato Psíquico como tal pues ambas tienden a la disolución de todo lo constituido a través de la ligazón de energías. Al revés, la inhibición de la descarga y la utilización de la energía resultante en actividades displacenteras, anatema para el proceso primario, puede resultar altamente gratificante para el proceso secundario. La división es tan tajante que podemos decir que lo que es placentero para un proceso, puede ser vivido como displacentero por el otro. Pero ¿cómo puede ser esto posible? Para contestar esa pregunta debemos, primero, caracterizar lo que en Freud podemos llamar la “dinámica de la represión”.
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Lo reprimido no es idéntico a lo inconsciente, es parte de lo inconsciente 38. La censura en sentido fuerte se ubica entre el inconsciente y el preconsciente. Tomando a lo no reprimido como aquello que queda susceptible de consciencia (y llamado a tal ámbito de susceptibilidad “preconsciente”) establecemos tal censura que, de dejar pasar las representaciones, supondría el escenario ideal de toda aspiración pulsional, esto es, emerger a la consciencia. La pregunta entonces es cómo eso investido en el inconsciente no trata de llegar al preconsciente. En términos sistemáticos, la represión opera como la censura que no permite que los contenidos del inconsciente pasen a la consciencia. Representaciones que son rechazadas por ésta quedan en lo inconsciente cono “reprimidas”. Freud agrega, a esta consideración, otra en términos dinámicos, en la que la represión es una sustracción de investidura (represión propiamente dicha) o de contrainvestidura (represión primordial). Sucede que eso reprimido ha conservado la investidura inconsciente y el traslado de un sistema a otro consiste en la mudanza de investiduras. No hay una transcripción nueva sino procesos de desinvestidura o de reinvestidura. En la represión propiamente dicha, a una representación preconsciente se le sustrae su investidura, “recibiéndola del inconsciente o conservando la investidura inconsciente que ya tenía”39. Además, para reforzar el estado de “reprimida” de esta representación, es necesaria una contrainvestidura que la atraiga hacia lo inconsciente, manteniendo así el funcionamiento de la represión desde los dos sistemas al mismo tiempo: la represión primordial. En la represión primordial opera la represión de un contenido inconsciente que aún no ha recibido investidura alguna del preconsciente, por lo que una sustracción de investidura no cabe y sólo es necesario el proceso de contención y mantención de la represión que produce la contrainvestidura. Así como hay un proceso de represión excluyente (represión propiamente dicha), hay otro incluyente, o de sujeción (la represión primordial). El paso siguiente es que la investidura sustraída de la representación se aplica a la contrainvestidura. El movimiento general consiste en que la angustia producida por la investidura libidinal rechazada es dominada en una sustitución que se entramó por un lado con lo reprimido y por otro mediante sustitución por desplazamiento. En el sistema consciente la contrainvestidura se muestra en la formación sustitutiva que se genera alrededor de lo que en una etapa anterior sólo se había realizado mediante la represión de la representación sustitutiva. Sobre lo que sigue Cf. Freud, S. “Lo inconsciente” (1915), Apartado IV “Tópica y dinámica de la represión”, en Obras Completas Vol. XIV. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1990. 39 Ibíd. p. 177. 38
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Así, la contrainvestidura gastada es equiparable a la fuerza de la represión. El punto de vista económico es, entonces, prioritario.
Todo lo anterior ha estado orientado, de una u otra forma, a caracterizar un funcionamiento en su dinámica interna. Pasemos ahora a caracterizar los términos del mismo. Si no realizamos esta última caracterización desde un principio fue, precisamente, para poder enfatizar lo esencial que resulta entender el Aparato Psíquico freudiano como una totalidad dinámica que, en su dinamicidad, se va imponiendo las determinaciones que nos aparecen como términos y no, como podría parecer a una mirada objetivista, un conjunto de entidades independientes que funciona coordinadamente. Los términos con los que Freud caracteriza al Aparato Psíquico, en sus textos publicados, entre “La interpretación de los sueños” y antes de “El yo y el ello” (es decir, aproximadamente entre 1899 y 1922), son los sistemas psíquicos Inconsciente, Preconsciente y Consciente. Estos sistemas tienen su “debut teórico” en el Capítulo VII de “La interpretación de los sueños” y su exposición más acabada (ya en tránsito hacia su superación) puede encontrarse en la serie de artículos sobre metapsicología de 1915. La denominación “sistema” es un indicador de la lógica con que Freud está pensando al Aparato Psíquico. Estos “sistemas” psíquicos son la “entificación” de la dinámica que regula la tramitación de los contenidos psíquicos. Según Freud, no es siquiera necesario pensarlos como lugares (en el sentido espacial de la palabra) sino, más bien, según un orden de procesamiento lógico. En rigor, no necesitamos suponer un ordenamiento realmente espacial de los sistemas psíquicos. Nos basta con que haya establecida una secuencia fija entre ellos, vale decir, que a raíz de ciertos procesos psíquicos los sistemas sean recorridos por la excitación dentro de una determinada serie temporal.40 La necesaria secuencialidad en la tramitación nos indica que la forma de esa tramitación, aunque complementaria intersistémicamente, es propia y peculiar intrasistémicamente. Esto último nos permite explicitar otra característica de los sistemas: como cada cual tiene su propia forma de tramitación, es posible hacer una clara Freud, S. “La interpretación de los sueños” (1900) en Obras Completas Vol. V. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1992. p. 530. 40
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distinción cada uno de ellos. Sabemos perfectamente dónde “termina” uno y dónde “comienza” el otro. Esta distinción se explicita en la adjudicación, a cada sistema, de funciones que les son únicas y exclusivas (ya veremos cuáles). En primer lugar tenemos lo inconsciente . Lo inconsciente está constituido por los impulsos más originales, más reales, más radicales. Lo inconsciente es la realidad del Aparato Psíquico en su pureza más desnuda y brutal. La aspiración por el placer como tal, la descarga inmediata, completa, mortal. Lo inconsciente como tal, por lo tanto, resulta profundamente incompatible con los procesos psíquicos basados en la inhibición de la descarga, aquellos procesos que, hasta el momento, hemos caracterizado genéricamente como “proceso secundario”. Curiosamente, lo inconsciente posee, al mismo tiempo, una función que no está asociada al proceso primario, sino al secundario: la censura. La censura es la función inconsciente de mantener alejados de la consciencia los contenidos inconscientes. La censura, en si inconsciente, mantiene a lo inconsciente extrañado de la consciencia, condenado a un “otro lugar” desde el que sigue presionando por acceder a esta última. De ahí la conocida frase de Freud “Todo lo reprimido es inconsciente, pero no todo lo inconsciente es reprimido” 41. En otras palabras, es lo inconsciente lo que reprime a lo inconsciente. Las determinaciones reales, las dinámicas constitutivas se dan todas a ese nivel, la consciencia resulta un añadido secundario respecto a lo inconsciente. La consciencia, el “proceso secundario” es, precisamente, “secundario” tanto si lo consideramos desde un punto de vista lógico (su dinámica se sustenta en la dinámica del proceso primario) como desde un punto de vista histórico (el proceso primario estuvo ahí antes que el proceso secundario). Sin embargo, esto no significa que “secundario” signifique “menos importante” para el funcionamiento del Aparato Psíquico. Al contrario, el proceso secundario es el que permite, al coartar los impulsos de satisfacción inmediata, la continuidad y la subsistencia del Aparato Psíquico como un todo. Entre los sistemas que funcionan según el proceso secundario podemos distinguir ahora el Preconsciente y el Consciente. Podemos describir al Preconsciente como el conjunto de representaciones que, vaciadas de sus montos afectivos (o, al menos, con éstos suficientemente reducidos), están potencialmente disponibles para su examen por parte de la consciencia. O, en otras palabras, todas aquellas representaciones a las que se puede acceder conscientemente sin
Cf. Freud, S. “Lo inconsciente” (1915) en Obras Completas Vol. XIV. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1990. p. 161. 41
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mayores problemas. O, también, el conjunto de representaciones que, como contenido, constituyen la función que, habitualmente, denominamos “memoria”. Complementariamente, podemos describir al sistema Consciente como marcado por la función de la atención: el hecho de, en determinado momento, “ser consciente de” determinadas representaciones. El sistema consciente no almacena ni se ve modificado por esas representaciones de las que “es consciente”. Al contrario, transita entre ellas rápidamente. Es tan lábil como la atención que dirigimos a una representación o a un conjunto de representaciones, sencillamente pasa por ellas. La consciencia no puede quedar fijada en ellas pues esto impediría que pudiese percatarse o “hacerse consciente de” cualesquiera otras representaciones. La representación gráfica que hace Freud de estos sistemas, dentro del viejo esquema del arco reflejo, es más o menos así42:
P
Icc
Hm Hm
Pcc
M
La idea de esta representación gráfica, que coloca al Inconsciente 43 al lado del Preconsciente – Consciente, y a este último separado de la Percepción (y no subsumiéndola como podría creerse) es poder caracterizar visualmente la dinámica del Aparato Psíquico, incluyendo en ella tanto fenómenos progresivos como regresivos. En el primer caso, si una estimulación energética es lo suficientemente poderosa no sólo para ser simplemente percibida44, sino para atraer sobre si la consciencia, consigue que la atención se vuelque sobre la representación que representa dicha estimulación45 y realiza alguna actividad motora cuyo fin sea la disminución de la energía perturbadora, su descarga. Cf. Freud, S. “La interpretación de los sueños” (1900) en Obras Completas Vol. V. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1992. p. 534. Los esquemas previos al aquí expuesto pueden encontrarse en las pp. 531 y 532. 43 En el esquema: P = Percepción; Hm = Huella Mnémica; Icc= Inconsciente; Pcc= Preconsciente – Consciente; M= Actividad Motora. 44 Puede parecer obvio, pero no todo lo que percibimos pasa a ser objeto de la consciencia. Por ejemplo, no somos conscientes de la percepción que tenemos de nuestros dientes a menos que alguno de ellos nos duela. 45 Por supuesto, la consciencia no tiene como objeto la estimulación como tal ni tampoco la percepción como tal. Lo que es objeto de la consciencia es la representación psíquica de la percepción de la estimulación. 42
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En el segundo caso, Freud va a utilizar lo inconsciente para situar allí el deseo formador de sueños. Para explicar este punto debemos realizar, previamente, una comparación económica de los estados psíquicos de vigilia y de sueño. En la vigilia, la función de la censura (como ya señalamos, sin que la consciencia tenga noticia alguna al respecto) está plenamente activa, impidiendo, en la medida de lo posible que ningún “retoño de lo inconsciente”46 traspase la barrera impuesta y devenga consciente. El mantener permanentemente una función como esa demanda un gasto considerable de energía psíquica, pero dicho gasto se ve compensado en la medida en que la actividad constante de la censura permite la utilización consciente de la energía (los montos afectivos extraídos de las representaciones inhibidas) en la realización de trabajos displacenteros. Es porque la censura nos extraña de las representaciones inconscientes, que podemos realizar acciones motoras orientadas a fines voluntariamente autoimpuestos: el trabajo que modifica las condiciones objetivas que impiden nuestra satisfacción. En el sueño, en cambio, la conexión entre consciencia y actividad motora desaparece. De hecho, la consciencia como tal (en el sentido de examen voluntario de representaciones) también desaparece. Al desaparecer el control consciente sobre la motilidad, el gasto energético de la censura (cuyo fin, como señalamos, era impedir que la actividad motriz displacentera se viese perturbada por los impulsos de satisfacción inmediata provenientes de lo inconsciente) se hace innecesario. Es posible soñar muchas representaciones que nunca aceptaríamos en la vida de vigilia precisamente porque las estamos soñando y o realizando. Las representaciones inconscientes, esencialmente contrarias al proceso secundario, se hacen bastante más inocuas en la medida en que no pueden interferir en la actividad motora voluntaria. Lo suficientemente inocuas como para que el gasto energético de la censura sea económicamente redundante y, consecuentemente, “se permita” disminuir los niveles de acuciosidad con que persigue a los “retoños de lo inconsciente”. La disminución del nivel de la censura facilita el paso de las representaciones que vehiculan contenidos o afectos inconscientes hacia su percepción en la forma de sueño. El sueño es, así, la forma que adquiere la vida psíquica durante el estado de descanso fisiológico que es el dormir. En otras palabras, no es que cuando dormimos lo inconsciente no deje de empujar por salir de su “extrañamiento”, el sueño es, entonces, la dinámica psíquica que, mientras se duerme, permite tramitar las Cf. Freud, S. “Lo inconsciente” (1915), Apartado VI “El comercio entre los dos sistemas”, en Obras Completas Vol. XIV. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1990. 46
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perturbaciones provenientes de ese empuje. Esa tramitación consiste, básicamente, en permitir que los “retoños de lo inconsciente” sean percibidos en la asociación de representaciones que, como conjunto, denominamos “sueño”. La tramitación de energías psíquicas que es el sueño permite el descanso corporal. “El sueño es el guardián del dormir” dice Freud47. Sin embargo, si las representaciones o los afectos inconscientes superan cierto nivel, desbordando las posibilidades de tramitación que posee el sueño, la censura vuelve rápidamente a su nivel de vigilia: sufrimos un despertar angustioso que tiene como efecto el que la consciencia retome su lugar en la dinámica psíquica, devolviendo los contenidos o afectos inconsciente a su estado de reprimidos. Dicho esto, podemos volver a considerar la posición, dentro del esquema, en que Freud coloca a lo inconsciente: Lo inconsciente es el lugar donde se ubica el deseo formador de sueños. Es el origen de la energía que, cuando la censura disminuye, carga y asocia libremente a las huellas mnémicas, estructurando así el todo racional (aunque, para la consciencia, a primera vista incoherente) que es el sueño soñado. Queda así clara la ubicación que Freud da a lo inconsciente: está ahí para explicar el sueño en tanto fenómeno regresivo.
Dada la importancia concedida por Freud a los sueños como fenómeno paradigmático de la dinámica inconsciente, me parece conveniente detenernos un momento a considerarlos más detalladamente. Cuando Freud expone sus ideas acerca de los sueños (mecanismos, funciones, trabajo, dinámica, economía), no está tratando a los sueños como un fenómeno independiente, causado naturalmente, aislable y pensable de forma separada respecto de “lo” psíquico48. Al contrario, los sueños son considerados como un índice del funcionamiento del Aparato Psíquico. Los sueños funcionan de la misma forma que funciona el Aparato Psíquico. Pero no es simplemente una analogía, los sueños son el Aparato Psíquico funcionando…los sueños son la forma de funcionar del Aparato Psíquico dada la condición del dormir. O, dicho de otra forma, para Freud los sueños sólo se explican (en tanto fenómeno psíquico) en la medida en que se los articula en el entramado general de la vida anímica. 47
Freud, S. “La interpretación de los sueños” (1900) en Obras Completas Vol. V. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1992. p. 571. 48 Cf. Freud, S. “La interpretación de los sueños” (1900) en Obras Completas Vols. IV y V. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1992. pp. 78 y ss.; pp. 100-101; p. 578.
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El problema de Freud al considerar los sueños, entonces, no es, como podría parecer, la interpretabilidad puntual de los sueños individuales. No, el problema de fondo es realizar una caracterización de la dinámica psíquica. Al caracterizar los sueños, entonces, estamos caracterizando la totalidad psíquica de la que son parte integral. El que la vida psíquica en su conjunto posee una racionalidad interna y que, por extensión, los sueños también la poseen es un supuesto que Freud mismo impone al señalar49, por ejemplo, que hay dos objeciones respecto del sueño que él rechaza de forma terminante: una es que los sueños carezcan de sentido y la otra es que correspondan a un proceso somático. Así, por un lado, los sueños, en tanto fenómeno psíquico, tienen una racionalidad que les es propia, y por otro, son un fenómeno plenamente psíquico, no dependen de nada externo a lo psíquico para ser lo que son. Como ya señalamos, Freud comienza su elaboración teórica suponiendo que los sueños tienen una racionalidad interna50. Es porque Freud supone esta racionalidad interna que es posible un método que interprete los sueños 51, de tal forma que la racionalidad del sueño aparecería en evidencia tras la interpretación. La interpretación hace aparecer a los sueños como un fenómeno psíquico lleno de sentido, insertable dentro de la vida psíquica de vigilia. Para Freud, los sueños no comienzan cuando dormimos ni terminan cuando despertamos. En la vigilia, la consciencia mantiene su atención sobre una sola línea de pensamiento52, desechando otras series de pensamiento aledañas, también posibles, que, en consecuencia, no se prosiguen en ninguna ilación consciente. Ahora bien, el que sean desechadas por la consciencia no significa, en ningún caso, que simplemente desaparezcan de la psiquis. Probablemente sean desechadas por su poca importancia o su poco interés respecto de la línea de pensamiento dominante. Esta característica es la que, precisamente, las hace sumamente valiosas para los procesos inconsciente que intentan superar la censura durante el sueño. Esos “restos diurnos”53, como los denomina Freud, justamente por la falta de interés que, respecto de ellos, manifiesta la consciencia, resultan un excelente medio para vehiculizar contenidos o afectos inconsciente al momento de soñar 54. Los 49
Ibíd. pp. 78 y ss.; pp. 100-101; p. 578. Supuesto que, digámoslo, como punto de partida es perfectamente cuestionable. Si yo supongo que los sueños son ocurrencias absolutamente azarosas, seguramente llegaré a conclusiones totalmente distintas de las de Freud. 51 Si no, el libro no se llamaría “La interpretación de los sueños”. 52 Por supuesto, no tenemos que entender aquí que procesamos serialmente las representaciones, sino, más bien, que nuestra atención se centra en determinados conjuntos de representaciones y no en otros. 53 Freud, S. “La interpretación de los sueños” (1900) en Obras Completas Vol. V. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1992. p. 548. 54 En realidad, no solamente al momento de soñar. El mecanismo es análogo en el caso de los lapsus o de los actos fallidos. 50
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procesos inconscientes no pueden ser directamente parte del sueño, ni siquiera la rebaja de la censura permitiría tal cosa. Por lo tanto, para acceder al sueño, se asocian (por ejemplo, por contigüidad, proximidad o parecido) a estos “restos diurnos” y, así deformados, pueden aparecer como contenido del sueño. Los restos diurnos, en sí indiferentes para la consciencia (razón por la cual, en primer lugar, ésta los desechó), reaparecen en el sueño con un matiz muy distinto: son los portadores de contenidos y afectos inconscientes que no pueden ser percibidos de otra manera. Podemos enfocar el desarrollo anterior desde otro punto de vista: el sentido del sueño, su racionalidad, no nos es inmediatamente asequible. Lo que recordamos como sueño es algo que sufrió una deformación. Hay, entonces, un doble registro del sueño. Paralelo al sueño que recordamos como sueño, corre el sustento inconsciente de ese sueño. Al sueño recordado Freud lo denomina contenido manifiesto 55. En tanto que a los procesos inconscientes que determinan ese contenido manifiesto, los denomina contenido latente 56. El trabajo interpretativo, en consecuencia, consiste en descifrar, a partir del contenido manifiesto, los contenidos latentes que le subyacen. Al revés, el trabajo psíquico que transforma los pensamientos latentes en contenido manifiesto se denomina trabajo del sueño 57. Los mecanismos fundamentales de este “trabajo del sueño” son desarrollados por Freud bajo el nombre de “condensación” y “desplazamiento”. La condensación consiste en combinar, en un solo elemento de contenido manifiesto, varias líneas de pensamientos latentes. Podríamos decir, en ese sentido, que el mencionado elemento del contenido manifiesto está sobredeterminado psíquicamente. Un ejemplo claro de condensación que podemos relatar refiere a un sueño del propio Freud, acaecido poco después de la muerte de su padre, y que él relata en una carta a Wilhelm Fliess. Podemos llamarlo el sueño de “cerrar los ojos”58 y es más o menos así: poco después de fallecer su padre (1896), Freud sueña que está en una peluquería, en la cual ve, en una pared, un letrero que, según su relato, por su forma se parece a los utilizados en las estaciones de trenes para anunciar la prohibición de fumar. En el letrero en cuestión se 55
Freud, S. “La interpretación de los sueños” (1900) en Obras Completas Vol. IV. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1989. p. 154. 56 Ibíd. p. 154. 57 Sobre el trabajo del sueño y sus mecanismos Cf. Freud, S. “La interpretación de los sueños” (1900), Capítulo VI “El trabajo del sueño”, en Obras Completas Vols. IV y V. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1992. 58 Cf. Freud, S. “Fragmentos de la correspondencia con Fliess” (1950 [1892 – 1899]) en Obras Completas Vol. I. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1992. pp. 273-274; y Freud, S. “La interpretación de los sueños” (1900) en Obras Completas Vol. IV. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1992. pp. 323-324. Este sueño, tal como aquí aparece, combina elementos de los dos relatos conocidos que del mismo hace Freud (el de la carta a Fliess y el de “La interpretación de los sueños”). Como mínimo, resulta altamente ilustrativo comparar las diferencias entre ambos relatos.
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lee “se ruega cerrar los ojos”. Freud interpreta este elemento del contenido manifiesto según dos líneas de contenido latente distintas: por un lado estaría la referida al deber filial de “cerrar los ojos” del padre fallecido. Por otro lado, los arreglos funerarios efectivamente ordenados por Freud para la ocasión eran de lo más baratos. Aparece, así, una segunda línea con la esperanza de Freud de que los asistentes al funeral “cerraran los ojos” ante la evidente ordinariez de dichos arreglos. Interpretaciones posteriores 59 han agregado, al menos, otras tres líneas de contenido latente posibles. Una relacionada con el contenido habitual del letrero (“No fumar”) y la prohibición que le había hecho Fliess de, precisamente, no fumar. Otra está relacionada con la ubicación habitual de ese tipo de letreros (las estaciones de trenes) y el profundo desagrado (por no decir “fobia”) manifestado por Freud cada vez que tenía que usar el ferrocarril. Finalmente, una tercera está relacionada con el hecho de que, el día del funeral, por quedarse en la peluquería, llegó atrasado a la ceremonia . Resumiendo, la condensación consiste en vehiculizar, en un solo elemento de contenido manifiesto (en nuestro ejemplo, el cartel), varias líneas de contenido latente. El desplazamiento, por su parte, consiste en desviar el énfasis, desde el elemento importante para el contenido latente, a otro que se le asocia por contigüidad o proximidad. El ejemplo que puedo poner a ese respecto no corresponde a un sueño, pero es tan ejemplar que me parece imposible no utilizarlo. Podríamos llamarlo “el pico del pájaro” y es más o menos así60: Estamos en una clase universitaria de antropología. La profesora está mostrando fotos de grabados mayas que representan distintas actividades rituales (V. gr., matanza de prisioneros, ceremonias, vestiduras) mientras va preguntando a los estudiantes qué es lo que les llama más la atención de cada una de las imágenes. En determinado momento, muestra una foto en la que aparece representado un hombre, visto de lado, acostado de espaldas. Está completamente desnudo, a excepción de una máscara que representa la cabeza de un pájaro. Lo más llamativo de la imagen es, evidentemente, el pene erecto del hombre. Pene que, proporcionalmente, debe medir poco menos de la tercera parte del cuerpo completo (una proporción que no deja de ser sorprendente). Al preguntar la profesora qué era lo más llamativo de esta última imagen, una estudiante respondió inmediatamente “La máscara”. Evidentemente…no era la máscara lo que le parecía más llamativo. Pero decir “la máscara” resulta bastante más Cf. Rodrigué, E. “Sigmund Freud – El Siglo del Psicoanálisis” (1996). Ed. Sudamericana. Buenos Aires. 1996. pp. 294-299. 60 Como es un suceso real y relativamente reciente, he reducido las referencias identificables al mínimo. 59
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inofensivo que decir “ese pene inmenso”. Como ese “inmenso pene” resultó demasiado chocante como para mencionarlo por su nombre, el foco de atención se desplaza a un elemento secundario, en si inocuo, que, sin embargo, puede ser asociado bastante directamente con la representación que ha resultado incompatible con la consciencia. Podemos agregar que esta asociación no está dada simplemente por la proximidad en la figura misma, sino que, recordemos, la máscara representaba la cabeza de un pájaro, es decir, su pico. En Chile, por si el lector no lo sabe, “pico” es la referencia vulgar al pene.
Tal como señalamos, la primera tópica es la caracterización del Aparato Psíquico que Freud mantiene, aproximadamente, entre los años 1899 y 1922, y cuya exposición más acabada son la serie de artículos sobre metapsicología de 1915. Sin embargo, si tomamos ese conjunto de artículos y le sumamos la “Introducción del narcisismo” (1914), podremos notar que aparecen, en el universo teórico freudiano, una nueva serie de nociones (V. gr. narcisismo, yo ideal, defensas inconscientes) cuya articulación dentro del entramado Inconsciente – Preconsciente – Consciente resulta, por decir lo menos, bastante forzada. Si a lo anterior le sumamos la introducción, en 1920, de la noción de pulsión de muerte, nos encontraremos con un panorama en el que Freud necesariamente requeriría una nueva caracterización de lo psíquico que permitiese la articulación interna de dichas nociones. Esa nueva caracterización es lo que hoy conocemos como “segunda tópica”. “El yo y el ello”, texto escrito en 1922 y publicado en 1923, es la “presentación en sociedad” de las instancias psíquicas que conforman esta segunda tópica. “Instancia”, a diferencia de “sistema”, es una palabra de claras connotaciones jurídicas 61. Por ejemplo, hay tribunales de “primera instancia”, cortes de apelaciones (segunda instancia) y corte suprema (tercera instancia). Dependiendo del proceso judicial (o del momento en que se encuentre éste) es que será acogido por una instancia u otra. Me permitiré, a propósito de esta relación con el ámbito de la jurisprudencia, realizar una analogía que muestre una característica central de estas “instancias psíquicas”, que las diferencia de los sistemas de la primera tópica: la falta de claridad en las fronteras entre ellas. Tal cual el trabajo de un tribunal se prosigue en otro cuando el primero emite una resolución judicial o fallo; tal Al menos en castellano. La mencionada connotación sólo me importa por la analogía que hago a continuación, no pretendo extender esta relación a lo que Freud “pudo haber tratado de decir” o a lo que “realmente quiso decir” ni nada por el estilo. De hecho, ni siquiera sé cómo se dice “instancia” en alemán. 61
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cual los cuadernos, las evidencias, las pruebas, los documentos o las diligencias realizadas por un tribunal pueden ser examinadas y reexaminadas por los otros tribunales, así mismo se prolonga la actividad del yo en el ello y en el superyó. Así mismo las representaciones y los afectos son enviados de una instancia a otra, son examinados y vueltos a examinar, son “juzgados” por cada instancia…de muy distinta forma. El trabajo de un “tribunal” se prosigue en otro, pero no podemos asegurar que la “sentencia” dictada en uno la misma que dicten en otro. En la primera tópica podíamos distinguir claramente un sistema del otro, aunque no fuese más que por la función asignada a cada uno (censura, memoria, atención). En esta segunda tópica, en cambio, todas las instancias tienen “su dedo puesto en el pastel”, lo que hace muchísimo más difícil determinar dónde comienza una y dónde termina la otra. Podemos decirlo de otra forma. Lo que sucede es que las distintas instancias han surgido a partir de la diferenciación progresiva, interna, de una gran instancia originaria: el “oscuro ello”. De acuerdo con nuestras actuales intelecciones, el aparato anímico se articula en un ello , portador de las mociones pulsionales; un yo , que constituye el sector más superficial del ello, modificado por el influjo del mundo exterior, y un superyó , que, proveniente del ello, gobierna al yo y subroga las inhibiciones pulsionales características de los seres humanos. También la cualidad de consciencia posee su referencia tópica; los procesos que tienen lugar en el ello son totalmente inconscientes; la consciencia es la función del estrato más externo del yo, destinado a la percepción del mundo exterior.62 Así, el ello, instancia fundante y fundamental de la segunda tópica, es definido por Freud como una especie de “polo pulsional” del psiquismo, polo que permanece sumergido respecto de la vida psíquica consciente, oculto detrás de esa máscara llamada “yo”. El ello resulta ser la fuente y origen de toda energía psíquica, la energía pulsional. El núcleo de nuestro ser está constituido, pues, por el oscuro ello , que no comercia directamente con el mundo exterior y, además, sólo es asequible a nuestra noticia por la mediación de otra instancia. Dentro del ello ejercen su acción eficiente las pulsiones
Freud, S. “Psicoanálisis” (1926) en Obras Completas Vol. XX. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1993. p. 254. El destacado es de Freud. 62
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orgánicas, ellas mismas compuestas de mezclas de dos fuerzas primordiales (Eros y destrucción) (…).63 Al comparar los “sistemas” de la primera tópica con las “instancias” de la segunda, habitualmente se tiende a identificar el inconsciente con el ello. Hay razones de peso para dicha identificación: ambos son la realidad originaria del Aparato Psíquico que, diferenciándose internamente, ha dado lugar a los otros sistemas o instancias. Ambas guardan en sí la aspiración original a la descarga total, al placer por sí mismo. Ambas están radicalmente separadas del mundo consciente, único al que tenemos acceso directo. Pero, siendo puntillosos, debemos señalar que existen importantísimas diferencias entre ambos, tales que su identificación directa sólo puede conducir a lamentables errores. El ello, es cierto, engloba todos los contenidos reprimidos que antes se adscribían a lo inconsciente. Sin embargo, no abarca el conjunto del psiquismo sumergido. Recordemos que, ya en 1915, Freud decía que: Todo lo reprimido tiene que permanecer inconsciente, pero queremos dejar sentado desde el comienzo que lo reprimido no recubre todo lo inconsciente. Lo inconsciente abarca el radio más vasto; lo reprimido es una parte de lo inconsciente.64 El represor también es inconsciente. Esa función represora (la censura), que en la primera tópica era asignada al inconsciente de una forma bastante vaga, ahora adquiere una clara autonomía funcional respecto de ello y es caracterizada de forma muchísimo más detallada por Freud bajo el nombre de “superyó”. Por otro lado, el ello originario posee una cualidad que difícilmente podría haber pertenecido al sistema inconsciente: ser la fuente y origen de toda la energía pulsional. Ni hablar de que se pueda circunscribir una u otra de las pulsiones básicas a una de las provincias anímicas. Nos representamos un estado original de la siguiente manera: la íntegra energía disponible de Eros, que desde ahora llamaremos libido , está presente en el yo-ello todavía indiferenciado y sirve para neutralizar las inclinaciones de destrucción
Freud, S. “Esquema del psicoanálisis” (1940 [1938]) en Obras Completas Vol. XXIII. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1993. p. 199. El destacado es de Freud. 64 Freud, S. “Lo inconsciente” (1915) en Obras Completas Vol. XIV. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1990. p. 161. 63
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simultáneamente presentes. (Carecemos de un término análogo a “libido” para la energía de la pulsión de destrucción).65 Desde donde se le mire, entonces, todo comienza en ello. Ello, al diferenciarse internamente, progresivamente, da lugar a las otras instancias psíquicas. De estas otras instancias, hay una que comparte con ello la característica de desarrollar su dinámica “sumergida” respecto del psiquismo consciente. Ya la mencionamos, su nombre es “superyó”. Imagínese la siguiente situación: tenemos un ciudadano cualquiera, con un aparato psíquico razonablemente complejo 66. Este ciudadano va a comprar al supermercado y, pongamos el caso, ve la oportunidad de robarse un chocolate (de esos Sahnne Nuss grande, con almendras). Va a haber dos momentos de conflicto interno de este ciudadano: uno, evidentemente, cuando pase por la caja con el chocolate escondido. En ese momento lo pueden descubrir y la materialidad de la sanción social caería con toda su fuerza sobre él. Pero hay otro momento, previo, antes siquiera de tomar el chocolate, justo después de percatarse de la oportunidad de robarlo, en que este ciudadano se va a ver inmerso en un conflicto interno. Apenas aparece, en la psiquis, la intención y la oportunidad de quebrar las normas sociales en ella introyectadas, se encienden las luces de alarma. La transgresión no puede ser efectuada así como así: es necesario un paso previo, alguna clase de justificación (paradójicamente) social del acto transgresor: nuestro ciudadano, en la incertidumbre de tomar o no tomar el chocolate se pone a pensar que…bueno, qué tanto es un chocolate para los dueños del supermercado; que, además, deben ser un montón de oligarcas explotadores de sus pobres empleados; que esos tipos roban a sus pobres clientes subiendo los precios todas las semanas; que, a fin de cuentas, bien merecido se tienen este problema del robo hormiga; que les duela porque, a fin de cuentas, los verdaderos ladrones son ellos. Total, “ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón”. Una vez elaborada esta justificación, nuestro ciudadano podrá tomar, más o menos tranquilamente, el chocolate y robárselo. Superyó, en nuestro ejemplo, es la instancia que hizo necesaria e imprescindible la justificación del acto de robar. Superyó fue el origen de todo ese conflicto, de esa discusión intrapsíquica que sopesaba la acción a realizar desde distintos puntos de vista.
Freud, S. “Esquema del psicoanálisis” (1940 [1938]) en Obras Completas Vol. XXIII. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1993. p. 147. El destacado es de Freud. 66 Lo que, en estos días, puede ser mucho pedir. 65
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Esta nueva instancia psíquica prosigue las funciones que habían ejercido aquellas personas [los objetos abandonados] del mundo exterior; observa al yo, le da órdenes, lo juzga y lo amenaza con castigos, en un todo como los progenitores, cuyo lugar ha ocupado. Llamamos superyó a esa instancia, y la sentimos, en sus funciones de juez, como nuestra consciencia moral. Algo notable; el superyó a menudo despliega una severidad para la que los progenitores reales no han dado el modelo. Y es notable, también, que no pida cuentas al yo sólo a causa de sus acciones, sino de sus pensamientos y propósitos incumplidos, que parecen serle consabidos.67 Podemos decir que la necesidad de justificar, de la forma que sea, incluso la intención de un acto que atente contra el orden social establecido (que ha sido introyectado) es un reflejo de la necesidad de aplacar los afanes punitivos de superyó. Si esto no sucede, es altamente probable un paso al acto que evidencie el hecho ante el orden social externo con todas las consecuencias que ello implica. Piénsese, por ejemplo, en ese marido infiel que, “casualmente”, deja su celular, con todos los mensajes comprometedores posibles, en manos de su señora. O en el delincuente que, “casualmente”, tras cometer un delito potencialmente “perfecto”, deja olvidada su billetera en el lugar de los hechos. Superyó exige y consigue el castigo. Superyó, más allá de nuestras intenciones conscientes, vigila constantemente todos nuestros actos, juzgándolos severamente según un código de comportamiento social que se ha introyectado en la infancia, durante el desgarrador proceso de socialización que Freud caracteriza como el “Complejo de Edipo”. Más adelante dedicaremos un apartado completo para tratar dicho tema, pero anticipemos aquí sus características principales: el niño renuncia a la Madre, se identifica con el Padre, representante de la ley social, e introyecta las renuncias y las prohibiciones que eran las de ese padre. Esa renuncia, esa identificación y esa introyección son las que, en buenas cuentas, transforman un manojo de impulsos de satisfacción inmediata en un ser social de pleno derecho. De hecho, el superyó es el heredero del Complejo de Edipo y sólo se im-pone tras la tramitación de éste. Por eso su hiperseveridad no responde a un arquetipo objetivo,
Freud, S. “Esquema del psicoanálisis” (1940 [1938]) en Obras Completas Vol. XXIII. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1993. p. 207. El destacado es de Freud. 67
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sino que corresponde a la intensidad de la defensa gastada contra la tentación del Complejo de Edipo.68 En superyó tenemos, entonces, de forma explícita, una instancia que articula lo social en la particularidad de cada individuo. Superyó es “lo social en mí”, producto de la integración a lo social que me ha llevado a ser el individuo social que soy. Freud asigna dos orígenes, complementarios, a Superyó. Uno, como ya vimos, en la historia individual (ontogenia) como resultado del Complejo de Edipo; el otro está anclado en la historia de la raza (filogenia). Si uno es afecto a las comprobaciones generales y las separaciones tajantes, puede decir que el mundo exterior, donde el individuo se hallará ex-puesto tras su desasimiento de los padres, representa el poder del presente; su ello, con sus tendencias heredadas, el pasado orgánico, y el superyó, que viene a sumarse más tarde, el pasado cultural ante todo, que el niño debe por así decir revivenciar en los pocos años de su edad temprana.69 El origen filogenético del Complejo de Edipo es caracterizado por Freud en su relato del mito de la horda primitiva. Este relato se desarrolla más o menos de la siguiente forma70: La prehistoria de la humanidad consistiría en una comunidad organizada alrededor de un “padre primordial”, que mantiene la existencia de dicha comunidad imponiendo el terror de la ley mediante la fuerza bruta. Los “hijos” de este “padre” se ven, así, obligados a realizar los trabajos necesarios para la subsistencia material de la comunidad. Obliga a estos “hijos” a dirigir sus energías hacia el trabajo displacentero, privándolos del acceso a las mujeres. El placer, representado en dicho acceso, es privativo del “padre” y sólo de él. Los “hijos”, con el tiempo, se cansan de esta situación de opresión sobre ellos y se organizan en un clan de “hermanos” para derrocar al “padre”. Aunque, para ser rigurosos, no es que los “hijos” se “cansen”, lo que pasa es que, desde siempre, ellos Freud, S. “Esquema del psicoanálisis” (1940 [1938]) en Obras Completas Vol. XXIII. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1993. pp. 207-208. Más adelante desarrollaremos detalladamente el tema del Complejo de Edipo. 69 Freud, S. “Esquema del psicoanálisis” (1940 [1938]) en Obras Completas Vol. XXIII. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1993. p. 208. 70 El resumen del mito de la horda que aquí desarrollo ha sido elaborado a partir de los relatos de Freud que se pueden encontrar en: Freud, S. “Tótem y tabú” (1913) en Obras Completas Vol. XIII. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1993. pp. 142-162; y Freud, S. “Moisés y la religión monoteísta” (1939 [1934-38]) en Obras Completas Vol. XXIII. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1993. pp. 77-99. 68
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también desean el placer del que disfruta el “padre”. Por lo tanto, tampoco es que se “organicen”, lo que sucede es que cada uno coincide con el resto en el mismo objetivo: obtener el placer para sí mismo. Y, en ese momento, el obstáculo inmediato a superar para conseguir ese objetivo es el “padre”. Así, se juntan, cada uno pensando en sí mismo, Asesinan al “padre” y se lo comen. Pero, como cada uno de ellos está ahí buscando su propio placer, lo que sobreviene inevitablemente, es la guerra de todos contra todos. Cada cual buscando ocupar, él solo, el lugar del padre. Los únicos resultados posibles de una continuada “guerra de todos contra todos” son: o uno de los “hermanos” se impone brutalmente sobre el resto y funge de nuevo “padre”; o la comunidad se desintegra en tanto cuerpo orgánico. Por supuesto, ninguna de estas opciones hace viable las aspiraciones de gratificación que llevaron a los “hermanos” a su revuelta…y ellos se percatan de eso. Deciden, entonces, renunciar (y ese es el punto clave para Freud) a sus aspiraciones al placer como tal, introyectar las restricciones que el padre imponía de forma externa, autoimponerse la ley. Esta restricción va a permitir la utilización de energía libidinal en trabajo socialmente productivo, trabajo que redundará en la creación de bienes sociales. Estos bienes permitirán una satisfacción moderada, pero segura y continua en el tiempo, de las aspiraciones pulsionales. Este es el momento en que, para Freud, comienza a haber cultura. Comienza a existir, propiamente, la humanidad. En otros términos, lo propiamente humano es el conflicto interno (interno a la cultura) entre la aspiración al placer como tal, representada por ello, y la restricción social autoimpuesta, representada por superyó. Sin embargo, la aspiración por el placer como tal no desaparece con la autoimposición de la ley sobre ella. Al contrario, sigue esforzando permanentemente hacia su fin último: la gratificación como tal. Es por eso que no basta con esa renuncia que dio origen a la cultura. Cada nueva generación debe actualizar dicha renuncia en cada uno de sus particulares. El origen ontogenético de superyó es el complemento necesario de su origen filogenético. Hagamos un breve paréntesis para notar que las restricciones, que los individuos de cada generación introyectan como suyas, tienen, en su origen, una razón histórica: son las renuncias objetivamente necesarias para mantener a la sociedad. Pero notemos también que, en la medida en que el trabajo social produce sus frutos, las condiciones objetivas que determinan esas renuncias (que son su razón de ser), se van, a su vez, modificando, quitándole así, a dichas renuncias, su sustento racional. Sin embargo, a 43
pesar de esto, las renuncias y las restricciones se mantienen mucho tiempo después de haber perdido su sustento racional objetivo. Ese es un efecto del “salto generacional” de las prohibiciones que se vehiculan en el superyó. Seguramente en algún momento histórico se sostuvieron en una razón objetiva, pero esa razón ha quedado obsoleta como resultado del propio trabajo social de los individuos. Lo que fue cierto antes, ya no lo es más…pero se resiste a morir. Esto nos da una pista del carácter esencialmente conservador de superyó. El yo, por su parte, como ya señalamos, es la parte más superficial del ello, que le permite a este último “comerciar” con el mundo exterior. La diferenciación de esa “superficie” psíquica ha resultado a de la proyección psíquica de la imagen del cuerpo. El yo es sobre todo una esencia-cuerpo; no es sólo una esencia superficie, sino, él mismo, la proyección de una superficie.71 Y, además, …el yo deriva en última instancia de sensaciones corporales, principalmente de las que parten de la superficie del cuerpo. Cabe considerarlo, entonces, como la proyección psíquica de la superficie del cuerpo, además de representar, como se ha visto antes, la superficie del aparato psíquico.72 Este yo es considerado por Freud con una especie de compasión teñida de simpatía (Freud definitivamente no era una persona que fuese a solazarse en la perspectiva de “desatar” los impulsos de ello). El yo, resultado de la diferenciación interna de ello, sufre la posición de intermediario que tiene respecto del mundo exterior. Esa posición lo lleva a vivir en la ilusión de ser la voluntad rectora del Aparato Psíquico. Sufre la ilusión de ser el amo en su propia casa…cuando, en realidad, no es sino un pobre comparsa que debe aguantar tanto los embates internos provenientes de ello y superyó, como los del mundo exterior…mientras pone buena cara a todos.
Freud, S. “El yo y el ello” (1923) en Obras Completas Vol. XIX. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1990. p. 27. Freud, S. “El yo y el ello” (1923) en Obras Completas Vol. XIX. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1990. p 27. n. 16. 71 72
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Pero por otra parte vemos a este mismo yo como una pobre cosa sometida a tres servidumbres y que, en consecuencia, sufre las amenazas de tres clases de peligros: de parte del mundo exterior, de la libido del ello y de la severidad del superyó. (…) Como ser fronterizo, el yo quiere mediar entre el mundo y el ello, hacer que el ello obedezca al mundo, y -a través de sus propias acciones musculares- hacer que el mundo haga justicia al deseo del ello. En verdad, se comporta como el médico en una cura analítica, pues con su miramiento por el mundo real se recomienda al ello como objeto libidinal y quiere dirigir sobre sí la libido del ello. No sólo es el auxiliador del ello; es también su siervo sumiso, que corteja el amor de su amo. Donde es posible, procura mantenerse avenido con el ello, recubre sus órdenes icc con sus racionalizaciones prcc , simula la obediencia del ello a las admoniciones de la realidad aun cuando el ello ha permanecido rígido e inflexible, disimula los conflictos del ello con la realidad y, toda vez que es posible, también los conflictos con el superyó Con su posición intermedia entre ello y realidad sucumbe con harta frecuencia a la tentación de hacerse adulador, oportunista y mentiroso, como un estadista que, aun teniendo una mejor intelección de las cosas, quiere seguir contando empero con el favor de la opinión pública.73 O, también: El yo es un verdadero payaso que está siempre metiendo la nariz donde no es llamado para probar a los espectadores que todo lo que sucede en el circo es obra de él. 74 La analogía con el payaso resulta perfecta para ejemplificar la actitud de Freud hacia el yo: nadie puede enojarse con él…pero tampoco nadie lo puede tomar en serio.
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Freud, S. “El yo y el ello” (1923) en Obras Completas Vol. XIX. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1990. pp. 56-57. El destacado es de Freud. 74 Citado por Emilio Rodrigué en Rodrigué, E. “Sigmund Freud – El Siglo del Psicoanálisis” (1996). Ed. Sudamericana. Buenos Aires. 1996. p. 262.
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Podemos considerar que, tanto por la prolijidad en el trato, como por el lugar dentro de su obra, “El malestar en la cultura” (1930) es el texto donde Freud expone más acabadamente sus concepciones acerca de la conflictiva dinámica cultural y el infortunio al que ella nos condena. Habría que aclarar que, al hablar de “cultura”, Freud no se está refiriendo al acervo intelectual de un determinado individuo (“Juanito es muy culto ”) ni tampoco al conjunto de producciones materiales y significaciones compartidas que una comunidad traspasa a sus integrantes de generación en generación (“la cultura mapuche”). No, al hablar de la cultura, Freud se está refiriendo a un problema mucho más general, el problema de cómo la humanidad ha llegado a ser lo que es y qué perspectivas se abren ante ella. La cultura, en Freud, es la consideración de la dinámica humana en tanto tal, su constitución, su devenir y sus posibilidades. O, para decirlo en términos freudianos, cómo es que se ha conseguido instaurar, a nivel genérico, una renuncia a las aspiraciones pulsionales, cómo es que se ha conseguido utilizar las energías pulsionales en trabajo socialmente productivo, qué costos subjetivos ha implicado esa renuncia y ese trabajo, y qué proyecciones podemos establecer en base a ellos. Así, la consideración del problema de la cultura es la dimensión explícitamente genérica de la dinámica psíquica. El conflicto y sus términos son los mismos que cuando consideramos el Aparato Psíquico a nivel ontogenético: aspiraciones pulsionales versus restricciones sociales. Lo único que cambia es la dimensión abordada: al hablar de “cultura” la preocupación de Freud es filogenética. La cultura resulta ser, entonces, un compromiso entre un polo social que impone restricciones y prohibiciones en pro de una desviación socialmente útil de la energía libidinal, y un polo pulsional que aspira a la satisfacción integral. Este compromiso que es la cultura es análogo a las formaciones de compromiso que son los síntomas que sufre el neurótico o a la posición del yo dentro del Aparato psíquico. Podemos decirlo en estos términos: el conflicto genérico que es la cultura se actualiza y se encarna en los conflictos particulares que son los individuos, y es vivido en el síntoma particular que se llama “yo”. Podemos extender esta analogía al momento fundante tanto de la cultura como del individuo: el origen de la cultura es representado en la mitología freudiana por todo el proceso que lleva desde la animalidad de la horda primitiva, pasando por el asesinato del 46
padre primordial y el banquete totémico, hasta la introyección voluntaria de las prohibiciones por parte de los hermanos y, con esto, la inauguración de mundo propiamente humano. Por su parte, el origen del individuo, en tanto ser social, es representado en la mitología freudiana por el Complejo de Edipo. A la caracterización de este último nos dedicaremos a continuación.
En un momento mítico, previo a cualquier socialización, lo único que somos es un conjunto de impulsos que demandan satisfacción inmediata. El nivel de organización de estos impulsos es prácticamente nulo: cada cual persigue el placer inmediato y nada más. Consecuentemente, el placer, pero también, y sobre todo, el dolor, son experimentados muy fácilmente. Freud se refiere a este momento cuando caracteriza al niño como un “perverso polimorfo”75: un conjunto inconexo de zonas erógenas 76 que pujan por obtener placer en cualquier momento y de cualquier forma. Este conjunto de impulsos, principalmente debido al dolor y a la falta de satisfacción continuamente experimentada, se diferencia progresivamente en un cuerpo: una totalidad individual en oposición a un mundo exterior77. La imagen de este cuerpo adquiere, como ya señalamos, un status psíquico: yo. Freud hace referencia a ese yo primitivo, en distintos momentos de su obra, como “yo – placer” 78 y, también, como “yo – ideal” 79. Ese yo es la primera imagen de unidad que lo psíquico tiene de sí mismo. El yo – placer es una formación psíquica propia de una época de omnipotencia narcisista80. El conjunto de impulsos se ha organizado en un yo y busca sus satisfacciones en la forma de ese yo. El tipo de satisfacciones es el mismo: inmediato. Los impulsos siguen exigiendo lo mismo bajo una nueva fachada. La importancia, para nosotros, de este yo – placer es que esa es la organización psíquica con la que se ingresa a la articulación histórica de la socialización que es el Complejo de Edipo. 75
Cf. Freud, S. “Conferencias de introducción al psicoanálisis” (1915-1916), 13ª Conferencia: Rasgos arcaicos e infantilismo del sueño, en Obras Completas Vol. XV. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1997. En especial pp. 190192. 76 Cf. Freud, S. “Tres ensayos de teoría sexual” (1905), I. Las aberraciones sexuales, en Obras Completas Vol. VII. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1990. En especial pp. 152-154. 77 Cf. Freud, S. “Más allá del principio de placer” (1920), Apartado IV, en Obras Completas Vol. XVIII. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1992. 78 Cf. Freud, S. “Formulaciones sobre dos principios del acaecer psíquico” (1911) en Obras Completas Vol. XII. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1993. 79 Cf. Freud, S. “Introducción del narcisismo” (1914) en Obras Completas Vol. XIV. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1990. 80 Cf. Freud, S. “El malestar en la cultura” (1930), Apartado I, en Obras Completas Vol. XXI. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1990.
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El lactante no separa todavía su yo de un mundo exterior como fuente de las sensaciones que le afluyen. Aprende a hacerlo poco a poco, sobre la base de incitaciones diversas. Tiene que causarle la más intensa impresión el hecho de que muchas de las fuentes de excitación en que más tarde discernirá a sus órganos corporales pueden enviarle sensaciones en todo momento, mientras que otras – y entre ellas la más anhelada: el pecho materno – se le sustraen temporariamente y sólo consigue recuperarlas berreando en reclamo de asistencia. De este modo se contrapone por primera vez al yo un «objeto» como algo que se encuentra «afuera» y sólo mediante una acción particular es esforzado a aparecer. Una posterior impulsión a desasir el yo de la masa de sensaciones, vale decir, a reconocer un «afuera», un mundo exterior, es la que proporcionan las frecuentes, múltiples e inevitables sensaciones de dolor y displacer, que el principio de placer, amo irrestricto, ordena cancelar y evitar. Nace la tendencia a segregar del yo todo lo que pueda devenir fuente de un tal displacer, a arrojarlo hacia afuera, a formar un puro yo-placer, al que se contrapone un ahí-afuera ajeno, amenazador. Es imposible que la experiencia deje de rectificar los límites de este primitivo yo-placer. Mucho de lo que no se querría resignar, porque dispensa placer, no es, empero, yo, sino objeto; y mucho de lo martirizador que se pretendería arrojar de sí demuestra ser no obstante inseparable del yo, en tanto es de origen interno. Así se aprende un procedimiento que, mediante una guía intencional de la actividad de los sentidos y una apropiada acción muscular, permite distinguir lo interno -lo perteneciente al yo- y lo externo -lo que proviene de un mundo exterior-. Con ello se da el primer paso para instaurar el principio de realidad, destinado a gobernar el desarrollo posterior. Este distingo sirve, naturalmente, al propósito práctico de defenderse de las sensaciones displacenteras registradas, y de las que amenazan.81 Antes de ingresar en la consideración del Complejo de Edipo propiamente tal, quisiera hacer un breve paréntesis para señalar una consecuencia importante de lo que acabamos de señalar. Si es cierto que la organización psíquica que ingresa al Complejo de Edipo es el yo – placer, entonces la diferenciación sexual no es un dato previo, sino una consecuencia de la articulación edípica. Por supuesto, los órganos genitales están ahí desde el nacimiento, pero ese es un dato simplemente empírico. La diferenciación sexual es un asunto mucho más complejo (mucho más humano también) y no depende en lo Freud, S. “El malestar en la cultura” (1930), en Obras Completas Vol. XXI. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1990. pp. 67-68. 81
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absoluto de los genitales. El origen de la diferenciación sexual está en la restricción que se hace, en el Complejo de Edipo, desde erotismo generalizado (propio del perverso polimorfo) a la sexualidad genital. Las zonas erógenas serán deserotizadas y el placer sexual se verá relegado sólo a los genitales. Esta restricción es el origen de la diferenciación sexual tal como la entendemos habitualmente. Es remitiendo a los genitales (cuya importancia se ve así aumentada exponencialmente) que ahora los pequeños pueden decir “soy niño” o “soy niña”. De más está decir que esta diferencia no limita el ejercicio de la sexualidad, pero lo ancla a un marco de referencia supuestamente biológico: tiene pene o tiene vagina. Volviendo ahora a nuestro tema principal, decíamos que la entidad psíquica que ingresa al Complejo de Edipo es el yo – placer. Es éste una entidad psíquica intrínsecamente conflictiva, cuyo conflicto es inmediato, simple, puro. El yo – placer vive la inmediatez de los impulsos que exigen satisfacción directa. Un conflicto que es simple en la medida en que su única organización es esta semblanza de unidad del yo, tras la cual cada impulso puja por la satisfacción desnuda, pura. Al ingresar, entonces, en el Complejo de Edipo, este conjunto de impulsos de satisfacción inmediata, “organizados” en el yo – placer, sigue teniendo como meta la satisfacción integral de sus exigencias. Esa satisfacción integral está representada, en la dinámica edípica, por la Madre. La Madre representa la gratificación completa, la liberación de toda energía displacentera y perturbadora, el retorno a un origen mítico donde se era uno con el todo…la tranquilidad absoluta. Esta aspiración, sin embargo, se ve coartada por la intervención del Padre. La función del Padre en la dinámica edípica resulta ser esencialmente ambivalente. El Padre encarna la prohibición a la satisfacción como tal, encarna la ley que constituye la cultura. Y, al mismo tiempo, encarna la promesa de llegar a alcanzarla algún día…cuando se haya llegado a ser como él. Esa ambivalencia resulta fundamental para la articulación del individuo en tanto ser social, es en base a ella que introyectamos la ley cultural. Como el Padre no se puede ser: es él y sólo él quien tiene acceso a la Madre. Por lo tanto, para poder, en algún momento, acceder a la Madre, hay que llegar a ser como el Padre. ¿Y qué es ese “llegar a ser como el Padre” sino la introyección de las prohibiciones que constituyen a la cultura? El individuo llega a ser un ser social a través de la identificación con el Padre. Dicha identificación es un proceso ambivalente que refleja la postura ambivalente del Padre. El Padre es una figura que llenamos, al mismo tiempo, de amor y 49
de odio. Amor porque nos ofrece, en la forma de una promesa, un modelo a imitar para llegar a alcanzar la satisfacción total (la Madre). Odio porque es justamente él quien nos impide el acceso directo a dicha satisfacción total. Así, el proceso de llegar a ser un ser social se atraviesa cuando me identifico con el Padre, introyectando las restricciones que él imponía y mediatizando de esta forma las aspiraciones pulsionales. En ese proceso, por supuesto, se introyectan también el amor y el odio que eran dirigidos al Padre. El amor y el odio que llenaban la figura del Padre, llenan ahora la propia individualidad. Nos amamos y nos odiamos, ahora a nosotros mismos, por las mismas razones por las que amábamos y odiábamos al Padre. En términos freudianos, el individuo se articula como ser social al encarnar el conflicto esencial del ser humano en la cultura, el conflicto que media entre las aspiraciones pulsionales que persiguen una gratificación integral, y las restricciones sociales que contienen dichas aspiraciones y redirigen sus energías hacia el trabajo socialmente productivo. En nuestra indagación nos guardamos de refirmar el prejuicio según el cual cultura equivaldría a perfeccionamiento, sería el camino prefijado al ser humano para alcanzar la perfección. (…) El desarrollo cultural nos impresiona como un proceso peculiar que abarca a la humanidad toda, y en el que muchas cosas nos parecen familiares. Podemos caracterizarlo por las alteraciones que emprende con las notorias disposiciones pulsionales de los seres humanos, cuya satisfacción es por cierto la tarea económica de nuestra vida. Algunas de esas pulsiones son consumidas del siguiente modo: en su remplazo emerge algo que en el individuo describiríamos como una propiedad de carácter. (…) En este punto debería imponérsenos, por primera vez, la semejanza del proceso de cultura con el del desarrollo libidinal del individuo. Otras pulsiones son movidas a desplazar las condiciones de su satisfacción, a dirigirse por otros caminos, lo cual en la mayoría de los casos coincide con la sublimación (de las metas pulsionales) (…). La sublimación de las pulsiones es un rasgo particularmente destacado del desarrollo cultural; posibilita que actividades psíquicas superiores -científicas, artísticas, ideológicas- desempeñen un papel tan sustantivo en la vida cultural. Si uno cede a la primera impresión, está tentado de decir que la sublimación es, en general, un destino de pulsión forzosamente impuesto por la cultura. Pero será mejor meditarlo más. Por último y en tercer lugar -y esto parece lo más importante-, no puede soslayarse la medida en que la cultura se edifica sobre la renuncia de lo pulsional, el alto grado en que se basa, precisamente, en la no satisfacción (mediante sofocación, represión, ¿o qué otra cosa?) de 50
poderosas pulsiones. Esta «denegación cultural» gobierna el vasto ámbito de los vínculos sociales entre los hombres; ya sabemos que esta es la causa de la hostilidad contra la que se ven precisadas a luchar todas las culturas. (…) No es fácil comprender cómo se vuelve posible sustraer la satisfacción a una pulsión. Y en modo alguno deja de tener sus peligros; si uno no es compensado económicamente, ya puede prepararse para serias perturbaciones.82
“El malestar en la cultura” es un texto que, dentro de los escritos de Freud, tiene una orientación bastante particular. La generalidad de la obra freudiana tiene como punto de mira la develación del presente a través de la acuciosa investigación del pasado. Es en el pasado donde Freud habitualmente busca las claves que determinan el presente. En “El malestar en la cultura”, en cambio, el pasado que determina la cultura es sólo el punto de partida. Lo que le interesa a Freud es el futuro posible, a partir de las condiciones actuales, de esa cultura. Esas “condiciones actuales”, en 1930, no son para nada prometedoras. El partido nazi ya se perfila como una fuerza política considerable en Alemania, las consecuencias de la Gran Depresión ya se aproximan a las costas del Viejo Continente…las sombras de pesadilla de la guerra se ciernen inevitablemente sobre Europa. Da inicio una década que resulta ser una larga in angustiosa escalada que desembocará, nueve años después, en una guerra que dejará como legado cincuenta millones de muertos, dos continentes arrasados por el fuego y las bombas, un horror genocida pocas veces visto antes y demasiadas veces visto después, y un nuevo orden mundial. Freud tiene plena consciencia de lo sombrío de los tiempos que se avecinan y eso queda reflejado en lo sombrío que resulta “El malestar en la cultura”. Es un libro sobre el futuro, pero sobre un futuro oscuro y triste que lleva directamente a la autodestrucción humana. Son las propias tendencias pulsionales, internas a la cultura, la dinámica que esas tendencias sostienen, lo que la condena a un destino fatal.
Freud, S. “El malestar en la cultura” (1930) en Obras Completas Vol. XXI. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1990. pp. 95-96. 82
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El comienzo de este texto 83 pone sobre el tapete la posible existencia de un “sentimiento oceánico”, que ligase intrínsecamente a todos los seres humanos y que fuese, de esta forma, la base sobre la que se construyen todas las religiones. Dicho de otra forma, entender dicho sentimiento como evidencia de la posible existencia de un dios, cualquiera, que sostenga y dé sentido (de forma externa) a la vida de y en la comunidad humana. Dicha posibilidad es rápidamente desechada, reconduciendo más bien el “sentimiento oceánico” a los estados primitivos del Aparato Psíquico, donde no existía distinción alguna respecto del mundo externo. Esta crítica le permite pasar de la religión como determinante de la cultura a la determinación cultural de la religión. La religión, como toda otra producción cultural, está al servicio de los objetivos que la cultura persigue. La pregunta es ahora ¿cuáles son esos objetivos? La única aspiración que Freud considera universal, que comparten todos los hombres, es la aspiración a la felicidad.
La felicidad, resulta esencial señalarlo, es, para Freud, una cualidad claramente caracterizable en términos psíquicos: consiste en escapar del dolor y en obtener placer. Es placer es, entonces, la medida psíquica de la felicidad. El placer, recordémoslo, no es un estado, sino una diferencia, la diferencia que media entre tensión y descarga. Consecuentemente, la felicidad tampoco es un estado, al contrario, es la vivencia pasajera, fugaz, momentánea, en la que experimentamos placer. No podemos, por lo tanto, vivir felices. ¿Qué es lo que los seres humanos mismos dejan discernir, por su conducta, como fin y propósito de su vida? ¿Qué es lo que exigen de ella, lo que en ella quieren alcanzar? No es difícil acertar con la respuesta: quieren alcanzar la dicha, conseguir la felicidad y mantenerla. Esta aspiración tiene dos costados, una meta positiva y una negativa: por una parte, quieren la ausencia de dolor y de displacer; por la otra, vivenciar intensos sentimientos de placer. En su estricto sentido literal, «dicha» se refiere sólo a lo segundo. En armonía con esta bipartición de las metas, la actividad de los seres humanos se despliega siguiendo dos direcciones, según que busque realizar, de manera predominante
Cf. Freud, S. “El malestar en la cultura” (1930), Apartado I, en Obras Completas Vol. XXI. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1990. 83
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o aun exclusiva, una u otra de aquellas. (…)Es simplemente, como bien se nota, el programa del principio de placer el que fija su fin a la vida.84 Lamentablemente para nuestras pretensiones, la felicidad no es fácilmente alcanzable, al contrario, todo parece estar en contra de su realización. Mientras que, por otra parte, su contraparte, el dolor, es experimentable con suma facilidad…demasiada incluso. Freud determina tres fuentes desde las que proviene ese dolor que experimentamos: el cuerpo, la naturaleza y el otro. Sufrimos del cuerpo, las enfermedades, el dolor físico y los efectos objetivos de la vejez. Más allá de lo que Freud dice textualmente, pero apoyándonos en sus propias teorizaciones, podríamos señalar que, del cuerpo sufrimos, sobre todo, el dolor de que ese cuerpo no coincida con nuestra imagen de él o, para decirlo de forma más provocativa, sufrimos el que nuestro cuerpo no coincida con nosotros. Y lo agobiamos de dietas, ejercicios, cirugías, peluquerías, tatuajes, etc. Ese tormento objetivo de nuestro cuerpo es siempre más soportable que el tormento subjetivo de ser “gordo”, “flaco”, “chico”, “alto”, “viejo”, “pelado”, “peludo”, etc. Por otra parte, el dolor originado en la naturaleza está relacionado con la falta de satisfacción objetiva, en la naturaleza, de nuestras necesidades. En otras palabras, la naturaleza, por sí misma, no ofrece satisfacción alguna a las demandas planteadas por nuestras necesidades. Al contrario, para alcanzar la satisfacción debemos modificar radicalmente esa naturaleza, cambiar sus condiciones objetivas de tal forma que pueda ser utilizada para nuestra satisfacción. Finalmente, el otro, como Freud señala, resulta ser la principal fuente de dolor, la menos manejable, el origen de los daños más profundos y duraderos. Hay distintas maneras de evitar el dolor que, proveniente de esas fuentes, nos acosa. Freud realiza un detalle 85 de estas formas de evitación del dolor que, aunque él mismo lo considera “no exhaustivo”, bien vale la pena reseñar. El primer método, el más tosco, pero también el de efectividad más directa, es aquel que dice relación con la utilización de sustancias tóxicas que producen sensaciones placenteras y que, al mismo tiempo, embotan la percepción del dolor. La acción, literal, de embriagarse, es una intervención sobre el cuerpo que nos extrae de nuestra miseria cotidiana y, durante un brevísimo espacio de tiempo, nos brinda el placer que en esa 84
Freud, S. “El malestar en la cultura” (1930) en Obras Completas Vol. XXI. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1990. p. 76. 85 Cf. Freud, S. “El malestar en la cultura” (1930), Apartado II, en Obras Completas Vol. XXI. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1990.
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cotidianeidad claramente escasea. Otro método, bastante más sutil, que Freud compara con el yoga y otras filosofías orientales, es aprender a gobernar las propias aspiraciones pulsionales, dominarlas. Podemos decirlo de otra forma: aprender a resignarnos a la insatisfacción. Así, no nos dolerá tanto el displacer experimentado. Pero, como contraparte, el placer posible resulta sumamente limitado. Habiendo aprendido a no satisfacer nuestras aspiraciones, no lo haríamos ni siquiera si pudiésemos. Otro método es la sublimación, el desplazamiento de la meta libidinal, desde aquel objeto que el mundo externo nos niega, a uno “más fino y superior”. Gracias a ese desplazamiento, es posible obtener placer en la realización, por ejemplo, de un trabajo intelectual. Lamentablemente, según Freud, no todos poseemos las características psíquicas que hagan viable dicho desplazamiento. Íntimamente relacionado con la sublimación está el trabajo, socialmente considerado. En ausencia de la “disposición especial” que permite la sublimación, es el trabajo ordinario, accesible a cualquier, el que puede enlazar grandes montos de energía pulsional para utilizarlos en la producción de bienes sociales, ligando así, firmemente, el individuo a la cultura. En el marco de un panorama sucinto no se puede apreciar de manera satisfactoria el valor del trabajo para la economía libidinal. Ninguna otra técnica de conducción de la vida liga al individuo tan firmemente a la realidad como la insistencia en el trabajo, que al menos lo inserta en forma segura en un fragmento de la realidad, a saber, la comunidad humana. La posibilidad de desplazar sobre el trabajo profesional y sobre los vínculos humanos que con él se enlazan una considerable medida de componentes libidinosos, narcisistas, agresivos y hasta eróticos le confiere un valor que no le va en zaga a su carácter indispensable para afianzar y justificar la vida en sociedad. La actividad profesional brinda una satisfacción particular cuando ha sido elegida libremente, o sea, cuando permite volver utilizables mediante sublimación inclinaciones existentes, mociones pulsionales proseguidas o reforzadas constitucionalmente. No obstante, el trabajo es poco apreciado, como vía hacia la felicidad, por los seres humanos. Uno no se esfuerza hacia él como hacia las otras posibilidades de satisfacción. La gran mayoría de los seres humanos sólo trabajan forzados a ello, y de esta natural aversión de los hombres al trabajo derivan los más difíciles problemas sociales.86
Freud, S. “El malestar en la cultura” (1930), en Obras Completas Vol. XXI. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1990. p. 80. n. 5. 86
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Otro método, que podríamos considerar una exageración de la sublimación, consiste en aflojar aún más los lazos con la realidad objetiva y fantasear una realidad distinta, obteniendo satisfacción en dichas fantasías. Ese tipo de satisfacción, por cierto, resulta ser sumamente feble al enfrentarse a los embates del mundo exterior. Otro método para evitar el dolor resulta ser común a todas las religiones, aquellos delirios masivos que ven en la realidad objetiva el origen insalvable de todo padecer y que, consecuentemente, elaboran ilusoriamente un mundo perfecto, más allá de este “valle de lágrimas”, donde toda necesidad será plenamente satisfecha. Otro método, notable, resulta ser el amor. Esto es, la orientación de la libido hacia un objeto real y efectivo, y las satisfacciones y el placer que de la relación así establecida es posible obtener. Toda satisfacción estaría en el amar y en el ser amado. El lado débil de este método es, claramente, la incertidumbre del objeto amoroso. El objeto de nuestros afectos puede causarnos muchísimo dolor simplemente con ejercer su libre derecho de abandonarnos. Un último método consignado por Freud es el goce estético, el placer libidinal ligado a la contemplación de la belleza. Lamentablemente, al igual que en la sublimación, no todos poseemos las facultades necesarios para transmudar la meta sexual directa en esta otra, contemplativa, por decirlo así. Cuál es el método o los métodos a escoger, eso depende directamente de la constitución libidinal particular. El programa que nos impone el principio de placer, el de ser felices, es irrealizable; empero, no es lícito –más bien: no es posible– resignar los empeños por acercarse de algún modo a su cumplimiento. Para esto pueden emprenderse muy diversos caminos anteponer el contenido positivo de la meta, la ganancia de placer, o su contenido negativo, la evitación de displacer. Por ninguno de ellos podemos alcanzar todo lo que anhelamos. Discernir la dicha posible en ese sentido moderado es un problema de la economía libidinal del individuo. Sobre este punto no existe consejo válido para todos; cada quien tiene que ensayar por sí mismo la manera en que puede alcanzar la bienaventuranza. Los más diversos factores intervendrán para indicarle el camino de su opción. Lo que interesa es cuánta satisfacción real pueda esperar del mundo exterior y la medida en que sea movido a independizarse de él; en último análisis, por cierto, la fuerza
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con que él mismo crea contar para modificarlo según sus deseos. Ya en esto, además de las circunstancias externas, pasará a ser decisiva la constitución psíquica del individuo. 87 Este breve sumario caracterizado por Freud no representa, sin embargo, más que uno de los aspectos que él asigna a la felicidad, el aspecto negativo: la evitación del dolor. Aboquémonos ahora a las realizaciones que persiguen su aspecto positivo, la obtención de placer.
De las tres fuentes de dolor anteriormente señaladas, hay dos, el cuerpo y la naturaleza, respecto de las cuales los esfuerzos de la cultura han redundado en notables avances en su apaciguamiento. Es decir, ha conseguido mitigar, en gran medida, el dolor que son capaces de producir. Respecto del cuerpo, los logros tecnológicos alcanzados por la cultura, en especial en los últimos doscientos años, resultan ser sencillamente abrumadores. Los desarrollos tecnológicos en el área de la producción y distribución de alimentos han incidido no sólo en el aumento exponencial de la esperanza de vida, sino también en la mantención por un tiempo más prolongado del correcto funcionamiento fisiológico; la medicina preventiva y sus vacunas han erradicado las mortales epidemias que solían asolarnos; la medicina curativa y su cada vez más impresionante arsenal es capaz de “arreglarlo” prácticamente todo; la medicina correctiva permite la intervención exitosa sobre una serie cada vez más amplia de malformaciones corporales; la cirugía estética, por su parte, permite intervenciones sobre nuestra imagen que van desde los implantes de silicona al cambio de sexo. Lamentablemente, no estoy diciendo que estos logros estén, de hecho, disponibles para todos aquellos que los necesiten. Sin embargo, potencialmente, ahí están. Los logros culturales orientados al dominio de las condiciones naturales resultan tanto o más impactantes que los referidos al cuerpo. Los avances técnicos en las áreas de la explotación de recursos naturales, construcción, exploración, producción y manufactura, han redundado en que, por decirlo de alguna forma, para el ser humano la naturaleza es cada vez menos natural. O, en otras palabras, provisto de las herramientas producidas por la cultura, al ser humano le resulta cada vez más difícil quedar desvalido
Freud, S. “El malestar en la cultura” (1930), en Obras Completas Vol. XXI. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1990. p. 83. 87
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frente a las inclemencias de la naturaleza. El ser humano se ha convertido, gracias a estas herramientas, en un “dios – prótesis”. No sólo parece un cuento de hadas; es directamente el cumplimiento de todos los deseos de los cuentos -no; de la mayoría de ellos- lo que el hombre ha conseguido mediante su ciencia y su técnica sobre esta tierra donde emergió al comienzo como un animal endeble y donde cada individuo de su especie tiene que ingresar de nuevo como un lactante desvalido («oh inch of nature!»). Todo este patrimonio puede reclamar él como adquisición cultural. En tiempos remotos se había formado una representación ideal de omnipotencia y omnisapiencia que encarnó en sus dioses. Les atribuyó todo lo que parecía inasequible a sus deseos -o le era prohibido-. Es lícito decir, por eso, que tales dioses eran ideales de cultura. Ahora se ha acercado tanto al logro de ese ideal que casi ha devenido un dios él mismo. Claro que sólo en la medida en que según el juicio universal de los hombres se suelen alcanzar los ideales. No completamente: en ciertos puntos en modo alguno, en otros sólo a medias. El hombre se ha convertido en una suerte de dios prótesis, por así decir, verdaderamente grandioso cuando se coloca todos sus órganos auxiliares; pero estos no se han integrado con él, y en ocasiones le dan todavía mucho trabajo. Es cierto que tiene derecho a consolarse pensando que ese desarrollo no ha concluido en el año 1930 d. C. Épocas futuras traerán consigo nuevos progresos, acaso de magnitud inimaginable, en este ámbito de la cultura, y no harán sino aumentar la semejanza con un dios. Ahora bien, en interés de nuestra indagación no debernos olvidar que el ser humano de nuestros días no se siente feliz en su semejanza con un dios.88
Considerar el problema de la libertad individual, el problema de la regulación de los vínculos sociales, es considerar el núcleo del conflicto intrínseco de la cultura: lo que ésta puede pedir a cambio de lo que otorga. Dijimos que la lucha contra el cuerpo y la naturaleza, en tanto fuentes de dolor, estaba en gran medida ganada gracias a los avances técnicos conseguidos por la cultura. Pero ¿qué podemos decir del dolor que proviene de nuestras relaciones con los otros? ¿Qué es lo que ha hecho la cultura al respecto? Lo primero, es que ha establecido una regulación general de los vínculos sociales: las aspiraciones individuales no deben Freud, S. “El malestar en la cultura” (1930), en Obras Completas Vol. XXI. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1990. pp. 90-91. 88
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imponerse nunca al “bien común”, a las prescripciones de la comunidad. De lo contrario, la cultura se hundiría en el caos de la guerra de todos contra todos, donde cada uno intentaría imponer, por la fuerza bruta, su propio capricho. Se buscaría el placer individual sin otra restricción que el choque con la fuerza física de él o los otros. Ese caos del capricho sólo puede ser superado mediante la imposición de dicha ley social: el interés individual no puede primar sobre el comunitario. Así, consecuencia importante de lo anterior, nos encontramos con que, desde un principio, el objetivo de la cultura se opone a la libertad y a la gratificación individuales. La ley social antes mencionada se logra cuando una mayoría se organiza, mediante la renuncia de sus integrantes a sus propias aspiraciones pulsionales, y se impone sobre poder del individuo. Este es, para Freud, el origen de la cultura. Acaso se pueda empezar consignando que el elemento cultural está dado con el primer intento de regular estos vínculos sociales. De faltar ese intento, tales vínculos quedarían sometidos a la arbitrariedad del individuo, vale decir, el de mayor fuerza física los resolvería en el sentido de sus intereses y mociones pulsionales. Y nada cambiaría si este individuo se topara con otro aún más fuerte que él. La convivencia humana sólo se vuelve posible cuando se aglutina una mayoría más fuerte que los individuos aislados, y cohesionada frente a estos. Ahora el poder de esta comunidad se contrapone, como «derecho», al poder del individuo, que es condenado como «violencia bruta». Esta sustitución del poder del individuo por el de la comunidad es el paso cultural decisivo. Su esencia consiste en que los miembros de la comunidad se limitan en sus posibilidades de satisfacción, en tanto que el individuo indi viduo no conocía tal limitación.89 Este origen de la cultura determina así una dinámica interna esencialmente conflictiva, y esto vale tanto en una consideración genérica como en una consideración particular. A nivel particular, como señalamos anteriormente, la cultura debe imponer restricciones y, a cambio, ofrecer satisfacciones indirectas, postergadas. El individuo no puede dejar de aspirar al placer, pero tampoco, como miembro de la comunidad humana, puede dejar de imponerse restricciones. El problema es conseguir un equilibrio soportable para el individuo, porque no es posible restringir demasiado sin, como contraparte, dar la 89 Freud, S. “El malestar en la cultura” (1930), (1930), en Obras Completas Vol. XXI. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. Aires. 1990. pp. 93-94.
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posibilidad de satisfacer las aspiraciones pulsionales. Pero tampoco es posible entregar sólo satisfacciones porque la cultura como tal se desintegraría. En ese conflicto, esencial e insoslayable, se desenvuelven las vidas particulares como si caminasen sobre una cuerda floja. Para caracterizar este conflicto, ahora a un nivel explícitamente genérico, debemos revisar la dinámica pulsional de la última metapsicología freudiana: Eros y la pulsión de muerte.
Para Freud existen dos tendencias humanas ineludibles: Eros, que liga a los seres humanos y crea unidades de vida cada vez más grandes. Y la pulsión de muerte, que persigue la destrucción de todo aquello que obstaculice el retorno a la “paz de lo inorgánico”. La conflictiva relación entre ambas pulsiones constituye el motor y la dinámica de la cultura. Entonces, para todo lo que sigue me sitúo en este punto de vista: la inclinación agresiva es una disposición pulsional autónoma, originaria, del ser humano. Y retornando el hilo del discurso, sostengo que la cultura encuentra en ella su obstáculo más poderoso. En algún momento de esta indagación se nos impuso la idea de que la cultura es un proceso particular que abarca a la humanidad toda en su trascurrir, y seguimos cautivados por esa idea. Ahora agregamos que sería un proceso al servicio del Eros, que quiere reunir a los individuos aislados, luego a las familias, después a etnias, pueblos, naciones, en una gran unidad: la humanidad. Por qué deba acontecer así, no lo sabemos; sería precisamente la obra del Eros. Esas multitudes de seres humanos deben ser ligados libidinosamente entre sí; la necesidad sola, las ventajas de la comunidad de trabajo, no los mantendrían cohesionados. Ahora bien, a este programa de la cultura se opone la pulsión agresiva natural de los seres humanos, la hostilidad de uno contra todos y de todos contra uno. Esta pulsión de agresión es el retoño y el principal subrogado de la pulsión de muerte que hemos descubierto junto al Eros, y que comparte con este el gobierno del universo. Y ahora, yo creo, ha dejado de resultarnos oscuro el sentido del desarrollo cultural. Tiene que enseñarnos la lucha entre Eros y Muerte, pulsión de vida y pulsión de destrucción, tal como se consuma en la especie humana. Esta lucha es el contenido
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esencial de la vida en general, y por eso el desarrollo cultural puede caracterizarse sucintamente como la lucha por la vida de la especie humana. 90 Pero no olvidemos que, además, en ella incide una condición objetiva ineludible: Ananké, la escasez y hostilidad del mundo externo. Ese mundo externo no entrega de motu propio los bienes que necesitamos para la satisfacción de nuestras necesidades. Es inevitable el tener que modificarlo a través del trabajo displacentero para obtener dichos bienes y, consecuentemente, las satisfacciones que ellos pueden proveer. Sin embargo, las tendencias pulsionales, al menos en su condición original, resultan ser incompatibles con la ejecución del trabajo displacentero. Es la renuncia a la satisfacción pulsional inmediata la que “domestica” las tendencias pulsionales y las hace utilizables para el trabajo socialmente necesario. Pero “domesticadas” no significa “canceladas”. Al contrario, la aspiración originaria se mantiene, ahora recubierta y protegida por una nueva fachada. Esa “mantención – domesticación” instala, ahora a nivel genérico, el conflicto en el corazón de la cultura. Ahora bien, dependiendo de si consideramos a Eros o si consideramos a la pulsión de muerte, la forma en que el conflicto aparece es distinta. En el caso de Eros, la aspiración original es obtener y mantener el objeto sexual en el cual nos satisfacemos. Esto tiene como consecuencia directa la creación y mantención de vínculos sociales. Después que el hombre primordial hubo descubierto que estaba en su mano - entiéndaselo literalmente- mejorar su suerte sobre la Tierra mediante el trabajo, no pudo serle indiferente que otro trabajara con él o contra él. Así el otro adquirió el valor del colaborador, con quien era útil vivir en común. Aun antes, en su prehistoria antropoide, el hombre había cobrado el hábito de formar familias; es probable que los miembros de la familia fueran sus primeros auxiliares. Cabe conjeturar que la fundación misma de la familia se enlazó con el hecho de que la necesidad de satisfacción genital dejó de emerger como un huésped que aparecía de pronto en casa de alguien, y tras su despedida no daba más noticias de sí; antes bien, se instaló en el individuo como pensionista. Ello dio al macho un motivo para retener junto a sí a la mujer o, más en general, a los objetos sexuales; las hembras, que no querían separarse de sus desvalidos vástagos, se vieron 90 90 Freud, S. “El malestar en la cultura” (1930), (1930), en Obras Completas Vol. XXI. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1990. pp. 117-118.
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obligadas a permanecer junto al macho, más fuerte, justamente en interés de aquellos. (…) Por consiguiente, la convivencia de los seres humanos tuvo un fundamento doble: la compulsión al trabajo, creada por el apremio exterior, y el poder del amor, pues el varón no quería estar privado de la mujer como objeto sexual, y ella no quería separarse del hijo, carne de su carne. Así, Eros y Ananké pasaron a ser también los progenitores de la cultura humana. El primer resultado de esta fue que una mayor cantidad de seres humanos pudieron permanecer en comunidad.91 Desde un principio, por lo tanto, la aspiración de Eros es ligar cada vez más seres humanos, y cada vez más fuertemente. Crear unidades de vida cada vez más grandes. Las familias, las tribus, las sociedades, son exteriorizaciones, cada una más extensa que la otra, del trabajo de Eros, que apuntan a la creación de una sola gran comunidad humana. En este empeño podemos distinguir dos tipos de amor erótico: el amor plenamente sensual, que mantiene como objetivo la satisfacción sexual directa; y el amor de meta inhibida, que ha resignado dicha meta sexual directa, pero que mantiene el vínculo libidinal: la ternura. Ambos tipos de amor, cada uno a su manera, mantienen la aspiración erótica de ligar a más seres humanos. Aquel amor que fundó a la familia sigue activo en la cultura tanto en su sesgo originario, sin renuncia a la satisfacción sexual directa, como en su modificación, la ternura de meta inhibida. En ambas formas prosigue su función de ligar entre sí un número mayor de seres humanos, y más intensamente cuando responde al interés de la comunidad de trabajo. (…) Es que el amor de meta inhibida fue en su origen un amor plenamente sensual, y lo sigue siendo en el inconsciente de los seres humanos. Ambos, el amor plenamente sensual y el de meta inhibida, desbordan la familia y establecen nuevas ligazones con personas hasta entonces extrañas. El amor genital lleva a la formación de nuevas familias; el de meta inhibida, a «fraternidades» que alcanzan importancia cultural porque escapan a muchas de las limitaciones del amor genital; por ejemplo, a su carácter exclusivo.92
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Freud, S. “El malestar en la cultura” (1930), en Obras Completas Vol. XXI. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1990. pp. 97-99. 92 Freud, S. “El malestar en la cultura” (1930), en Obras Completas Vol. XXI. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1990. p. 100.
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Esta tendencia erótica, aunque claramente persigue un objetivo caro a la cultura, la creación y mantención de los vínculos libidinales que estructuran a la comunidad humana, rápidamente entra en conflicto con esas mismas metas culturales. Sucede que, por una parte, los vínculos eróticos tienden a cerrarse en ellos mismos en un intento por profundizar la satisfacción que ofrecen, dificultando de esta forma el establecimiento de nuevos vínculos sociales. El vivir centrado en el objeto sexual (amado, amada, hijo) o las dificultades inherentes al desasimiento de los lazos familiares son buenos ejemplos de lo anterior. Por otra parte, la cultura, en función de sus necesidades económicas, tiende a restringir cada vez más el ejercicio de la sexualidad placentera, el ejercicio libre de un erotismo generalizado, el cual resulta incompatible con el objetivo cultural de la producción (y no el disfrute) de “bienes” sociales. En el caso de la pulsión de muerte, la tendencia originaria es el retorno al mítico estado previo a la vida: la absoluta paz de lo inorgánico. Como tal, la pulsión de muerte se opone a toda forma de organización, a toda estabilización que obstaculice el retorno del fluir pulsional a la nada desde la que surgió. En su pureza originaria, la pulsión de muerte es un enemigo declarado de la cultura. Sin embargo, al igual que en el caso de Eros, la “domesticación” permite que la pulsión de muerte trabaje, en conjunto con Eros, en la creación y la mantención de la vida. La modificación cultural de la pulsión de muerte resulta en un doble redireccionamiento de los impulsos destructivos: hacia el exterior del grupo social y hacia el interior del individuo. La orientación hacia el exterior del grupo social corresponde a la objetivización de todo aquello que esté fuera del grupo (la naturaleza, otro grupo social) y a su destrucción productiva. En el caso de la naturaleza, matamos vacas, volamos cerros y extraemos dientes en pro de una clara ganancia en riqueza social. En el caso de otro grupo social (y también en el de la naturaleza), la ganancia es la cohesión social que produce la orientación externa de las tendencias destructivas. Así se evita que dichas tendencias se dirijan hacia los vínculos internos y, de paso, se fortalece esos mismos vínculos al ofrecerles un objetivo en común. La orientación hacia el interior del individuo está relacionada, como señalamos anteriormente, con la vivencia del sentimiento de culpa, “ahijado” del Superyó, que se establece en su particularidad durante el Complejo de Edipo.
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Las tendencias pulsionales resultan ser el origen y la mayor amenaza de la cultura. Desarrollan su dinámica en oposición entre ellas y en oposición con la cultura…pero también trabajan conjuntamente y en pro de la creación y la mantención de la cultura. Hay una oposición indesmentible y una cooperación también indesmentible. El problema de la cultura no es entonces el conflicto pulsional, pues ese conflicto es ella misma. Su problema central es poder manejar las exteriorizaciones pulsionales desnudas para que no terminen destruyendo todo lo que han creado. He aquí, a mi entender, la cuestión decisiva para el destino de la especie humana: si su desarrollo cultural logrará, y en caso afirmativo en qué medida, dominar la perturbación de la convivencia que proviene de la humana pulsión de agresión y de autoaniquilamiento. Nuestra época merece quizás un particular interés justamente en relación con esto. Hoy los seres humanos han llevado tan adelante su dominio sobre las fuerzas de la naturaleza que con su auxilio les resultará fácil exterminarse unos a otros, hasta el último hombre. Ellos lo saben; de ahí buena parte de la inquietud contemporánea, de su infelicidad, de su talante angustiado.93
Freud, S. “El malestar en la cultura” (1930), en Obras Completas Vol. XXI. Ed. Amorrortu. Buenos Aires. 1990. p. 140. 93 93
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Llegados a este punto, me viene a la mente la frase que Hegel coloca en su Introducción a la “Fenomenología del Espíritu”: Dicho lo anterior, con carácter previo y en general…94 Resulta algo desesperante que luego de sudar y sufrir cada línea de cada una de las páginas previas, Hegel nos diga que todo eso era “previo” y “preliminar”. Algo parecido me sucede cuando reviso lo escrito hasta el momento y me percato que tras todo lo que he sudado leyendo, resumiendo, organizando y exponiendo, resulta que no es más que un trabajo claramente “previo” y “preliminar”, simplemente una introducción. Cada uno de los temas expuestos podría ser desarrollado y profundizado muchísimo más. O, al revés, esta breve introducción sólo nos permite intuir la monstruosa complejidad intrínseca a la teoría freudiana, totalidad omniabarcante en la que todo está relacionado con todo. No importa el hilo que tomemos como principio…está entramado con todo. Valga la redundancia, Freud no da puntada sin hilo. Cada concepto tiene un origen y un devenir que se van imbricando finísimamente con el resto de la teoría. Es posible quedar abrumado simplemente con una breve consideración de la misma. No resulta fácil leer la filosofía freudiana. Menos aún leerlo en función de realizar una caracterización medianamente coherente del conjunto de su obra. Es mucho lo que he tenido que conformarme con aludir, mencionar, posponer o sencillamente omitir. El resultado que aquí expongo es un esquema. Un esquema que, incluso considerado como tal, deja un gran hueco al no considerar, por ejemplo, el punto de vista económico, importantísimo dentro del pensamiento freudiano (principio de placer, principio de realidad, principio de Nirvana, narcisismo, dinámica pulsional, etc.). Sin embargo, como esquema, también tiene sus ventajas. He intentado mostrar la verosimilitud de una idea: el pensamiento freudiano es un esfuerzo coherente y consistente por concebir la condición humana como una totalidad. Los términos con que Freud caracteriza al Aparato Psíquico describen no un aparato psíquico individual, sino la dinámica de la subjetividad humana. La empresa freudiana resulta así una filosofía con todas sus letras. El sujeto freudiano es 94
Hegel, G.W.F. “Fenomenología del Espíritu” (1807). Fondo d e Cultura Económica. México. 1998. p. 56.
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una dinamicidad conflictiva que se encuentra enfrentada consigo misma y expresa ese enfrentamiento en yo, ello y superyó. Una dinamicidad que sujeto, un sujeto que es dinamicidad. Un sujeto que dista mucho de ser el individuo de la psicología científica. Un sujeto que tiene su centro fuera de la individualidad, de la voluntad y de la consciencia. Un sujeto determinado desde un más allá que no reconoce como propio (ello, lo inconsciente) y al que se enfrenta como si fuese un enemigo. Esa subjetividad dividida está constituida en un conflicto esencial al género humano, que se encarna y actualiza en cada uno de los particulares en que se hace efectivo. Particulares que están determinados desde un campo que los trasciende, los sustenta y los estructura. La filosofía freudiana nos muestra tener su centro en la consideración de dicho campo: la cultura. Allí es donde se juegan explícitamente las relaciones que configuran el devenir de lo humano: la pulsión de vida y la pulsión de muerte. Podemos no estar de acuerdo con los resultados que Freud extrae de la dinámica intrínseca a la cultura, podemos superar esos resultados y plantearnos nuevas posibilidades. Pero no podemos negar que el problema que expone es el problema de lo humano como tal…decir que lo que hace es simplemente psicología social sería sumamente injusto. Es un filósofo…hace filosofía.
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