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Historias espectrales Edgar Allan García
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© Historias
espectrales
Edgar Allan García De esta edición: © 2007, Grupo Santillana Ecuador Av. Eloy Alfaro N33-347 y Av. 6 de Diciembre Teléfono: (5932) 244 6656 Fax: (5932) 244 8791 Quito-Ecuador E-mail:
[email protected] Av. Francisco de Orellana. Edificio World Trade Center, oficina 221 Tel.: 263 0339 - 263 0340 Guayaquil-Ecuador www.alfaguara.com Alfaguara es un sello editorial de Grupo Santillana. Estas son sus sedes: Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, España, Estados Unidos, Guatemala, México, Panamá, Paraguay, Perú, Puerto Rico, República Dominicana, Uruguay y Venezuela.. Ilustración de portada: Bladimir Trejo Diagramación: Ziette Paulina Rodríguez Corrección de estilo: Primera edición en Alfaguara Ecuador: abril 2006 Primera reimpresión en Alfaguara Ecuador: marzo 2007
ISBN: 978-9978-07-933-1 Derechos de autor: 024127 Depósito legal: 003296 Impreso en Ecuador Imprenta La Unión
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o por cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
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Historias espectrales Edgar Allan García
Prólogo y estudio: Francisco Delgado Santos SERIE ROJA ALFAGUARA
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[Prólogo] Por Francisco Delgado Santos
a actual literatura ecuatoriana para niños y jóvenes tiene en Edgar Allan García una de sus voces más representativas. El joven autor ha conseguido no solo una pródiga cosecha de premios literarios, sino algo que muy pocos pueden exhibir como carta de presentación: ocho ediciones sucesivas de mayor acogida de Leyendas del
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Ecuador.
Como bien sabemos, la leyenda es un relato de tradición oral basado, a Veces, en acontecimientos históricos y, en otras, en la fabulación popular. En esta clase de relato prevalecen elementos fantásticos o maravillosos, frecuentemente de origen folclórico, y el protagonista puede ser un personaje, un sitio misterioso o un acontecimiento singular. Nuestro país ha tenido varios recopiladores y recreadores de leyendas, entre cuyos más ilustres nombres se destacan los de Gabriel Pino Roca, Cristóbal de Gangotena y Jijón, Modesto Chávez Franco, Luis Napoleón Dillon, Reinaldo Murgueytio, Pablo Herrera, Inés y Eulalia Barrera,
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por alguna plaga inmunda, los ojos vacíos y los cabellos revueltos, que gritaba y maldecía estruendosamente; un gigante de apenas doce años, lleno de pelos en los brazos, en la espalda y en la cara, que se comía crudo a todo animal que pasaba por la montaña, después de perseguirlos, agarrarlos y partirles el cuello de una sola; un toro que se mete a la casa de una bella muchacha, derriba la puerta de su dormitorio y le cornea el corazón... Si a pesar de todo lo dicho, están todavía dispuestos a aventurarse por el interior de estas páginas, los felicito por su valentía y les pido presentar mis respetuosos saludos a los espectros que les saldrán al paso. Es posible que sea lo último que hagan, pero creo que valdrá la pena...
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(a manera de introducción)
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Duendes
enemos cerebro de nuez, manos de viento,
ojos de búho, canto de lluvia, pasos de lobo, sueños humanos. Nuestra presencia se confunde con el vaho que derrama la luna llena o con el arco iris que camina susurrando por los senderos perdidos, pero para la gente somos nadie, cosa común entre las cosas comunes, carne invisible a contraluz, nudo en el pelo de la niña más bonita, agujas que se pierden y reaparecen, un sombrero ancho que anda por todas partes y desaparece, canto de guitarra en la noche profunda, soplo sin viento que de golpe cierra la ventana y asusta a los niños sin quererlo. Míralos, grita Carlitos. Escúchalos, murmura Sebastiana. Siéntelos, silba entre las encías don Camilo. Huélelos, sugiere la bella Adriana. Y todos se quedan así, como suspendidos en el aire, viéndonos sin vernos, escuchándonos sin escucharnos, sintiéndonos sin sentirnos. Y es entonces cuando, aprovechando ese pequeño
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instante bajo la lluvia, hacemos nudos en las trenzas negras de la Sebastiana o ponemos sal en la taza de café de don Camilo. Bromas inocentes. Cosas de duendes. Simples ganas de jugar entre una eternidad y otra.
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El Bambero y el Riviel (San Lorenzo - Esmeraldas)
n semana santa nadie podía bañarse en el río porque nos convertíamos en pejes, dijo don Julio Estupiñán, luego de echarnos el humo de su cachimba. Afuera las chicharras entonaban su música monótona y adentro una enorme mariposa negra daba vueltas alrededor de una de las velas. No podíamos partir leña porque decían que era lo mismo que darle hachazos a Nuestro Señor, continuó don Julio.
E
Carraspeó y tragó un poco de agua zurumba, una deliciosa infusión de hojas de limoncillo y panela, mientras lo observábamos sin parpadear. Tampoco debíamos cortar una planta porque, según decían, era como si cortáramos en pedazos a Dios. Ni debíamos montar a caballo porque podíamos convertirnos en duendes. Estaba prohibido comer carne roja, pelear con los hermanos, malas palabras mientos retorcidos.decir Mejor dicho, no sey tener podíapensahacer casi nada, sentenció, y exhaló una gruesa bocanada de humo. Se oyó el crujido cerca de la casa de caña donde estábamos. Don Julio abrió los ojos e hizo un
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gesto para escuchar mejor. El crujido de ramas secas quebrándose se repitió. ¿Qué es eso?, murmuró Anita. No sé,don le dije eneso vozno baja. Un animal, seguro. No, susurró Julio, es animal ni nada que se le parezca, ese que anda por ahí no tiene cuerpo, pero se hace sentir, no es animal pero gruñe, no es hombre pero a veces grita como humano. Nos quedamos en silencio, entumecidos, esperando. Anita se pegó a mí, temblando. Adrián miraba a uno y otro lado, con los ojos muy abiertos, quizá buscando una señal que lo tranquilizara. Respirábamos agitados. Clavé la vista en don Julio: si algo estaba pasando allá afuera, él lo sabría primero que nadie. El crujido se repitió y algo gruñó muy cerca de donde estábamos. Otro silencio, largo, interminable. Hasta las chicharras se habían callado. Fue cuando estalló una risa de hombre, una risa ronca, convulsa, ahogada. Y luego, otra vez, silencio. Don Julio se persignó y solo entonces supe que ni él podría salvarnos de lo que estaba a punto de suceder. Contuve la respiración. Adrián agarró un palo de escoba que estaba sobre el piso y se apegó a Anita y a mí. Temblábamos sin poder detenernos, pero nada más sucedió. Cuando las chicharras volvieron a cantar, don Julio exclamó con alivio: se fue por fin. ¿Quién?, alcanzó a balbucear Anita. Quién va a ser, el Bambero pues mijita, el mismísimo Bambero acaba de pasar por aquí. Yo miré la hora en ese instante: eran las doce y cinco de la noche. ¿Y quién es el
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Bambero?, preguntó Adrián. Ah, es una larga historia, dijo don Julio, volviendo a prender su cachimba. Ese es, digamos, un ser de los montes. El se encarga de vigilar que nadie mate un animal si no es para comer. Y cuando encuentra que alguien ha matado, digamos, una tatabra o un saíno, y lo ha dejado tirado en el monte, lo sigue hasta donde vive y, ya de nochecita lo asusta, lo asusta hasta que se coma al animal. Y si lo ha dejado herido, lo molesta hasta que lo cure y lo deje libre. Ah, exclamó con alivio Adrián, entonces no es malo, es un ser bueno. Don Julio asintió y yo sonreí: Adrián era el típico muchacho de ciudad; me había dicho muchas veces que no creía en espíritus y que a él no lo asustaba nada. Y ahora estaba ahí, hablando de lo que él llamaría «un ser fantástico» como si fuera real.Es ¿Yque porhace qué un vendría a rondar su cabaña?, pregunté. tiempo maté un venado y, como cayó en una hondonada, no pude sacarlo. Esa misma noche vino a asustarme. Varias veces remeció toda la casa gritando ¡venado!, ¡venado!, ¡venado!... Yo temblaba de miedo como un bendito. Al día siguiente fui a ver al animal y con la ayuda del caballo de un vecino, lo arrastré para afuera y en la tarde asé en las brasas una parte y guardé con sal otra. ¿Y para qué volvería esta noche?, se inquietó Adrián. Ah, para hacerme acuerdo que él anda por aquí. Apenas eso, para hacerme acuerdo. Y se quedó pensativo largo rato.
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Tengo que ir al baño, me susurró Anita. Yo volví a sonreír, nervioso. ¿Al baño?, ¿en ese lugar? La única salir que de lahacer, casa de cañalosguadúa hacer forma lo queera tuviera entre montes.y Toma la linterna, es todo lo que pude decir, y se la pasé. La mano le temblaba cuando la tomó, pero quizá por la urgencia, salió de inmediato a la profunda oscuridad de la noche. Si las cigarras cantan, no hay problema, niña, dijo don Julio tranquilizándola. El problema es cuando se callan, aseguró. Anita volvió casi en seguida, y esta vez el que salió fue Adrián. El último fui yo. Me tranquilizó escuchar el canto de las chicharras. En tanto ellas canten, no sucederá nada malo, pensé. Mientras estaba ahí fuera, devorado por la inmensidad de la noche, un puñado de cocuyos pasó junto a mí, parpadeando su luz intermitente. El cielo debía estar nublado porque no se veía una sola estrella sobre mi cabeza. Me rodeaba el aroma poderoso de la selva y por unos instantes me sentí uno más de los seres de la espesura. De pronto me di cuenta: las chicharras se habían silenciado otra vez. Fue entonces que vi una luz débil y parpadeante bajando sobre el lomo del río. Parece que alguien viene, dije al entrar de nuevo a la cabaña. Don Julio se alarmó. ¿Quién?, preguntó sacándose la cachimba de la boca. Acabo de ver una luz que viene bajando por el río. Ay, Dios mío, exclamó, déjame ver. El anciano se levantó
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con una agilidad que me impresionó. Abrió a medias la puerta y observó. Ese que viene ahí sí es uno de los malditos, aseguró. ¿Quién es?, preguntó Adrián con un perceptible temblor en la voz, y de inmediato se acercó a donde estábamos don Julio y yo. Anita ni se movió, permaneció sentada en el suelo con los brazos cruzados sobre las piernas. Es el Riviel, dijo. Un hijo del demonio. Por las noches anda río arriba y río abajo, navegando dentro de un ataúd que tiene una vela encendida en la tapa. A veces saca la cabeza y se alcanza a ver una calavera horrible que lo mira a uno con ojos de fuego. Si por desgracia uno se lo queda viendo, pierde la voluntad en las piernas y al rato empieza a vomitar y vomitar. Ah, pero si el Riviel lo llega a topar, uno se muere ahí mismo echando espuma por la boca. Si pasa de largo, es posible que uno se salve. ; ¿Y usted, lo ha visto de cerca?, preguntó con ojos como platos Adrián. Claro, una vez, cuando era menos viejo, yo venía de una hacienda donde hubo un bailache, el cumpleaños de un compadre, y yo venía jumo, bogando en mi canoa, cuando lo vide. Al principio era como un relampagueo que iba y venía. Y di cuenta, la luz de unaa velacuando venía me directo hacia mí. No parpadeante sé cómo alcancé esquivar el bulto y a agacharme. Un frío de cuchilla me recorrió de un tajo el cuerpo y empecé a temblar y a temblar. No podía parar. ¿Y qué pasó?, pregunté sin poder
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contenerme. Pasó que al otro día me encontraron echado sobre la canoa, arrimado contra unos palos de balsa. y sin fuerzas nada. Dicen Estaba que metodo salvévomitado de milagro. Uno nuncapara se muere la víspera sino cuando le toca, y punto. Pero bueno, ya pasó, dijo palmoteando. El Riviel ese ya se fue y es hora de dormir. Mañana va a ser un largo día. Escuché otra vez el canto de las chicharras y de inmediato supe que todo estaba bien. Habíamos caído por casualidad cabaña, podido porque dar se con nos había hecho de noche en y noesahabíamos la hacienda de mis tíos. Don Julio Estupiñán nos vio pasar, nos preguntó en qué andábamos y cuando supo mi apellido, nos acogió en su cabaña. Yo era amigo de su abuelo, me dijo sonriendo con sus enormes dientes blancos. Ahora estábamos ahí, en mitad de la montaña, viviendo la experiencia más terrorífica de nuestras vidas. Pese a todo, nos dormimos casi de inmediato, rendidos por el cansancio. Cuando nos despertamos al día siguiente, don Julio no estaba. Había un silencio extraño en el campo. Lo llamamos y no lo encontramos por ninguna parte, así que le dejé una nota agradeciéndole por su hospitalidad. Cuál no sería nuestra sorpresa al enterarnos, tan pronto llegamos a la hacienda de mis tíos, que no se acordaban de ningún Julio Estupiñán por esos lados. Pero él dijo que era amigo de mi abuelo, protesté. Ah, claro, dijo mi tío Adalberto
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abriendo los ojos, entonces se trata del mismísimo Julio Estupiñán. Sí, aseguró por su parte mi tío Nelson, el Julio Estupiñán que se salvó de milagro en un encuentro con el Riviel, río abajo, allá por 1952. Ese mismo, dije yo. Hay que agradecer a ese señor porque nos acogió en su casa y nos trató muy bien, expliqué. Pues eso no se va a poder, dijo mi tío Nelson, porque don Julio Estupiñán está muerto desde hace rato. Desde hace más de quince años, concluyó mi tío Adalberto. Y a nosotros, que escuchábamos boquiabiertos, se nos puso la piel de gallina.
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La Piedra yumba (Zámbiza - Pichincha)
Piedra yumba, Piedra yumba baila que baila en la penumbra Piedra yumba, Piedra yumba Venida de la huaca profunda Así
cantaba mi abuela pájaro, así decía su voz alegre de más de un siglo, cuando empezaba su historia acerca de la piedra saltarina, de la piedra que corre y baila como danzante yumbo, sin que nadie la toque. Una se va por ahí, decía, una se va por allá, aseguraba, una se va dando una vueltecita por la montaña o viene regresando por la orilla del río muerto, pero no hay forma, les juro que no hay forma de escapar de la Piedra yumba. ¿Qué es eso?, preguntábamos de niños, de grandes, y más tarde de viejos, y aunque sabíamos la respuesta, siempre esperábamos que la Piedra yumba saltara de pronto de los ojos nublados de la abuela. Es un pedrusco de este vuelo, decía la abuela con voz cascada, abriendo los brazos en cruz, una
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roca negra que se pone blanca, una piedra blanca que a veces se ve negra, una piedra venida del más allá. La Piedra yumba te sigue los pasos, te sale al paso y, paso a paso te dice en silencio Yo soy la Piedra yumba, miles de años tengo. De pronto está ahí, frente a uno, como una piedra cualquiera en cualquier noche de luna. Entonces se mueve y ya no es piedra sino luciérnaga con patas invisibles, estrella con alas de murciélago, relámpago blanco con cara de sombra, y baila, claro que baila la muy picara, ahí mismo, frente a ti, como si una música silenciosa brotara del vientre de la noche. Quien la ve, tirita. Cómo no va a tiritar. ¡Pobre! La abuela suspira: la Piedra yumba quiere que aplaudas, que bailes con ella, que la sigas, pero nadie se atreve, dice la abuela, nadie se atreve porque más allá de Pillangua, puede estar la nada de la nada con sus dientes de bruma. Aunque quiere negarlo, la abuela se estremece cada vez que cuenta esta historia. Su voz se hace profunda, lenta, gruesa. Entonces sentimos que la noche, una noche antigua y lejana se nos viene encima. En la memoria de la abuela, la Piedra yumba sigue bailando misteriosa. Unos dicen que es una piedra mala. Otros, que es una piedra vino dicen del cielo. del infierno.buena. Y hayQue quienes que esQue muyllegó posible que sea una piedra sagrada del tiempo en que los incas ni siquiera llegaban a estas tierras.
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La gente aún le regala muñecos, aguardiente, gallinitas blancas. Que luego no se tocan. Que se dejan ahí para que la Piedra yumba coma o beba. O para que se vaya, para que venga, para que se quede quieta, para que baile o se duerma. Con ella nunca se sabe, dice al fin, suspirando. Y empieza a cantar otra vez mi abuela, como para despejar las hilachas de la primera niebla: Piedra yumba, Piedra yumba baila que baila en la penumbra Piedra yumba, Piedra yumba Venida de la huaca profunda
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El jinete sin cabeza (Riobamba - Chimborazo)
Epor las calles de Riobamba, desatando el terror
l jinete sin cabeza cabalgaba todos los sábados
entre sus habitantes, en especial en aquellos que se atrevían a andar por las calles hasta altas horas de la noche, es decir, después de las ocho, porque a esa hora ya era tardísimo y a las nueve peor y a la diez ni se diga. Afuera, el viento que venía del Chimborazo helaba hasta los huesos, mientras los contados faroles de sebo a duras penas si alumbraban el desigual empedrado. El tacatac tacatac del caballo se empezaba a escuchar lejano, como si viniera de la región de los sueños. Luego iba creciendo con los sonidos amortiguados de la noche hasta convertirse en un verdadero estrépito. Los que a esa hora se disponían a dormir, luego de tomar su chocolate caliente y rezar sus oraciones, empezaban a temblar bajo las pesadas colchas. Se escuchaba con claridad el chasquido del metal contra las piedras, el tintineo de los arneses, el resoplido de la bestia que pasaba como un rayo por las calles solitarias.
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Los pocos valientes, que alguna vez espiaron por las rendijas de las ventanas, juraban haber visto a un jinete vestido de negro entero, sobre un corcel azabache, pero... sin cabeza. El espanto que seguía a aquella visión no los dejaba dormir hasta por lo menos las once de la noche, y ni siquiera las infusiones de valeriana lograban ahuyentar el miedo. Al otro día, no había otro tema de conversación. Unos decían que el demonio había recorrido la villa de Riobamba, a fin de llevarse el alma de algún pecador empedernido. Peor aún, que el demonio había enviado a uno de sus diablos a recordar a los riobambeños lo que les esperaba en el infierno. Otros opinaban lo contrario: que si bien aquel jinete era sin duda demoníaco, quien lo enviaba era el mismísimo Dios, para que los pecadores se arrepintieran y los puros de espíritu continuaran por el buen camino. No faltaron quienes dijeron que se trataba de un alma en pena. Es obvio que es el alma de un adúltero muerto en pecado flagrante, decían las señoras, y ensayaban posibles nombres de culpables. No, aseguró a su vez un poeta, lo que es evidente es que se trata del alma de un pobre desgraciado al que le cortaron la cabeza y aún la busca por los caminos de este mundo. Lo del quedemonio, no sabían era que aquel terrorífico viado o aquella pobre alma en pena, enera nada menos que el Dr. Pedrosa, cura de
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la población vecina de San Luis, que iba y venía de visitar a su amada Mariquita de la Fuente. No había encontrado mejor forma de engañar a todos que escondiéndose dentro de una capa negra, con sendos agujeros para los ojos, de tal forma que pareciera que no tenía cabeza. El sabía bien que si pasaba a caballo, como cualquier mortal, la gente empezaría a preguntarse hacia dónde iba el cura de San Luis a tan altas horas de la noche, en qué pecadillo se hallaba el Dr. Pedrosa para cabalgar así, entre las sombras. Y más pronto que tarde, lo seguirían sin que él se diera cuenta o pondrían voces en el camino para que lo vigilaran, y descubrirían que se dirigía a la casa de hacienda de su Mariquita de la Fuente, aquella muchachita rozagante y generosa de carnes que había quedado viuda a una edad tan temprana, y que cada noche lo esperaba con una botella de Jerez en la alacena y un anhelante, cordero crepitando en el horno de leña. Pero no todos estaban asustados en Riobamba. Un par de muchachos, acostumbrados a escaparse por las cornisas para ir a beber a los lugares menos santos de la villa, decidieron comprobar si el jinete sin cabeza era o no de este mundo. Así, una noche lo esperaron con una cuerda tendida de lado a lado de la calle. Se protegían del frío con sendos tragos de aguardiente y, a medida que pasaban los minutos, se volvían más audaces. Su conversación a gritos la escucharon los vecinos y
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sacaron la cabeza para ver quiénes eran los sinvergüenzas. Nada bueno se puede esperar de aquellos muchachos, dijeron seguro es que el jinete sin cabeza se losunos. lleve Lo estamás misma noche al infierno, dijeron otros. Con el paso del tiempo, ya no solo lo aguardaban los muchachos sino también los vecinos de la calle principal, alertas ante lo que pudiera suceder. El Dr. Pedrosa apareció a todo galope por el fondo de la calle y de pronto se detuvo. Allá, entre la lumbre mortecina de un farol, se veían dos sombras, una a cada lado de la acera. Lo más probable es que se trate de dos borrachos, se dijo, o quizá de dos estúpidos que han apostado con sus amigos a que pueden soportar el miedo de verme pasar cerca de ellos esta noche. Durante un par de segundos, el Dr. Pedrosa estuvo a punto de darle vuelta a su destino, tomando por otra calle o devolviéndose a su morada, pero le ganó la impaciencia de ver a su Mariquita de la Fuente, y se decidió por darles el susto de su vida a los que le esperaban. Espoleó su caballo y este dio un salto hacia delante. A galope tendido venía en los últimos metros, cuando vio la cuerda cruzada frente a él. Ya era tarde: junto a la pobre cabalgadura cayó luego voltereta y su cuerpo sonó como un sacodedeuna huesos rotos.atroz Entre gemidos, le sacaron la capa que llevaba sobre la cabeza. Los jóvenes ahora no sabían si alegrarse o lamentarse por su descubrimiento.
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Aquel hombre agonizaba entre sus brazos. Salieron los vecinos con antorchas a ver de quién se trataba. Es el Dr. Pedrosa, Dios mío, nada menos que el clérigo de San Luis. Qué vergüenza. Qué barbaridad. Adonde vamos a parar. Esta es señal de que está
cerca el finesa delnoche mundo. Desde los riobambeños ya no creen en aparecidos, pero como dicen ellos mismos: los fantasmas no existen, pero de que los hay, los hay.
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La emparedada (Alamor - Loja)
¿Has sentido alguna pánico? No, aque ver,tenopone me refiero al miedo, ese vez temblor interno pálido, te seca la boca y te humedece los ojos que se agrandan como canicas. Tampoco hablo del terror, que es cuando sientes que se te paran los vellos de la nuca, se te pone la piel de gallina y, de ser necesario, corres como un verdadero atleta olímpico. Te hablo del pánico, que es como si en un instante te hubieras tragado un témpano de hielo. Quieres correr pero no puedes mover un solo dedo. Quieres gritar pero no te sale ni un hilo de voz. Te cuesta trabajo respirar. Te parece que todo sucede en cámara lenta y, aunque estés durmiendo, y supuestamente soñando, al despertar nada puede convencerte de que se trataba de una pesadilla y nada más. Pues bueno, te hago esta pregunta porque hace años, mientras estaba de paso por Alamor, alquilé un cuarto en una casa vieja. Quería aislarme del mundo y escribir en soledad un libro sobre fantasmas y apariciones misteriosas. En eso estaba cuando una noche sentí, con claridad, que alguien
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respiraba a mis espaldas. No puede ser el perro, me dije, porque no tengo perro. No puede ser la ventana abierta, porque acabo cerrarla. El alientoque detoda lo que fuera estaba atrás mío de y comencé a sentir la habitación empezaba a enfriarse al igual que yo. Cerré los ojos: todavía cierro los ojos cuando algo terrible sucede, como cuando era niño y creía que, al cerrarlos, todo desaparecía. La sensación de que había alguien o algo a mis espaldas creció. No podía cerrar la boca. No podía moverme. Nunca había escuchado semejante silencio. El mundo entero parecía haberse quedado en vilo, esperando el desenlace. Tomé valor, no sé de dónde, y me decidí: voltearía y descubriría lo que fuera que me había provocado semejante estado de pánico. Respiré profundo. Cuando por fin viré la cabeza, no vi nada, nada excepto la pared blanca de siempre, solo que con pequeñas manchas de humedad regadas por todas partes. Me tranquilicé un poco pero de inmediato me pregunté de dónde habían salido esas extrañas manchas con forma de animales. Podía jurar que unos minutos antes no estaban ahí. Intenté levantarme para verificar de cerca lo que sucedía, pero mis piernas estaban agarrotadas como un par de bloques de hielo. Con mucha dificultad, arrastré mis pies hasta la pared. Le pasé por encima una mano. Estaba fría, arrugada, viscosa. Me pareció, por un instante, que había tocado la piel de un reptil. Reprimiendo
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el deseo imperioso de escapar, golpeé con los nudillos la pared. No sé por qué hice algo así, pero en algún lado sonó hueca. Sin pensarlo siquiera, corrí hacia el patio de atrás. Ahora sentía una ola de calor recorriendo mi cuerpo. Me había puesto frenético de un momento a otro y no tenía idea de por qué actuaba de forma semejante. Tomé el pico del jardinero y corrí de vuelta. La pared comenzó a hacerse añicos tras cada golpe. Más pronto de lo que esperaba, un hueco negro se abrió frente a mí. Apestaba a madera podrida, a herrumbre, a musgo. Una araña gris salió del hueco y se perdió bajo las colchas de mi cama. El aire asfixiado que emanaba de esa penumbra me mareó por unos instantes. Tomé la linterna que siempre tengo cerca de mi cama y alumbré dentro. Otra vez quedé paralizado. Un chorro de agua fría me corrió por la espalda. El esqueleto que, un segundo antes, pareció mirarme a los ojos, se derrumbó sobre el suelo. Rastros de un vestido de mujer quedaban aún adheridos a los huesos. Una voz que me sonó a la de una adolescente, dijo «gracias» dentro de mi cabeza. Pegué un salto y, de un manotón, tiré las sábanas al piso. El cuarto volvió a aparecer tal y como había estado dormirme, pero sentía una presión antes en el de pecho. Me sentí mareado, comoterrible si en cualquier momento pudiera volver a la pesadilla de la que acababa de escapar. Me levanté
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a tomar agua y escuché tres golpes secos en la puerta. Llevado por la ansiedad, abrí de inmediato, sin preguntar quién era. ¿Le pasa algo?, preguntó alarmada la anciana que me había alquilado la pieza. No, dije tartamudeando, es que, es que acabo de tener una pesadilla horrible. Ahí, en esa pared había un esqueleto. La señora empalideció. ¿Dónde?, ¿ahí?, preguntó incrédula. Ahí, repetí, señalando el lugar. Para que usted lo sepa, señor, acaba usted de soñar con mi madre, me dijo al filo de las lágrimas. Mi abuelo la encerró ese sitio luego que me propio dio a luz. Mi madre y mienpadre, según mede enteré años después, eran dos chiquillos enamorados y un día mi madre se quedó encinta. Mi abuelo encerró a mi madre en este cuarto, esperó a que me diera a luz y luego la emparedó. Mi madre, no sé cuánto tiempo más tarde, murió asfixiada o de hambre. ¡Pobrecita... pobrecita...!, Yo estaba espantado. Nogemía atinabalaa anciana. hacer ni decir nada. otra vez Es una historia terrible, dijo por fin, limpiándose las lágrimas con la manga. No sé cómo usted pudo ver lo que alguna vez estuvo ahí dentro. Con mi esposo, ahora fallecido, estábamos refaccionando la casa, cuando descubrimos el esqueleto. Tenía aún rastros de un vestido negro sobre los huesos. En el piso encontramos, además, unas ropitas de bebé sepultadas bajo el polvo. De alguna manera mi madre había conseguido escribir en las paredes la historia de lo que le pasó. Créame,
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señor, lloré durante meses, yo me sentía... La anciana, como si hubiera escuchado una orden secreta, calló de pronto, se dio media vuelta y se marchó dejándome ahí, paralizado, casi sin respirar, sintiendo como si me hubiera tragado un puñado de granizo. Esa misma mañana hice mis maletas y me fui de aquella casa. Ya en el bus, le conté la misteriosa historia a un hombre que se sentó a mi lado. Era un hombre gentil, de unos cincuenta años, que me escuchó en silencio, con el ceño fruncido, pero cuando por fin me quedé callado, cambió de expresión y sonrió con tristeza. Eso que usted me acaba de contar, me dijo, es la leyenda de la emparedada de Alamor. Mi padre me la contó hace tiempo, pero debe haber un error, la casa donde usted dice haber estado no existe desde hace mucho tiempo. La derrumbó el terremoto de 1934.
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El tesoro de Francis Drake (Isla de La Plata - Manabí)
i vemos el retrato de Sir Francis Drake, con su barba rojiza y puntiaguda, su nariz afilada, sus ojos pequeños, su frente amplia y sus cejas muy finas y arqueadas, como si alguien las hubiera dibujado a lápiz, nos será difícil imaginar por qué este hombre fue uno de los más odiados y admirados de su tiempo. Sin embargo, detrás de ese rostro, hay una historia terrible que acaso explique tanto odio y admiración. Francis Drake nació en 1543, en el condado de Crowndale. Desde pequeño aprendió el arte de navegar y habría sido un marino como tantos otros de su tiempo, si su destino no hubiera cambiado dos veces: la primera, cuando su barco fue atacado por la armada española y escapó con vida de puro milagro
S
pero con un odio mortal contra los españoles; y la segunda, cuando dando muestras de la audacia que siempre le acompañaría, se presentó ante la reina Isabel I y le propuso un fabuloso negocio: si ella le entregaba unas cuantas naves, él se encargaría de saquear las colonias españolas en América y entregar la mayor
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parte de las «ganancias» a la corona británica. El rostro empolvado de la reina se cuarteó con una sonrisa. Era la mejor propuesta que le habían hecho en mucho tiempo. A Drake le dieron el mando de cinco barcos y desde entonces se convirtió en el más grande adversario de la corona española: cruzó el estrecho de Magallanes con una sola nave porque las demás tuvieron que regresar en medio de una feroz tormenta, pero tan pronto como llegó al océano Pacífico, saqueó todos los barcos y puertos que encontró a su paso. Desde el extremo sur de Chile, subió hacia Perú, Ecuador, Panamá, Guatemala... hasta que llegó al estado de Washington, a un paso de Alaska, que en ese tiempo era territorio ruso, y luego bajó hasta California, que entonces era tierra mexicana; una vez ahí, viró hacia las Indias Orientales algúny tiempo llególo asaludaron Londres cubierto dey,gloria de oro. después, Los ingleses como a un héroe, aunque a su paso había dejado un reguero de sangre, saqueo y devastación. Lo nombraron Sir, esto es, miembro de la nobleza, y bautizaron su barco como The Golden Hind, La Cierva Dorada... Pero retrocedamos un poco en el tiempo: mientras navegaba hacia el norte de nuestro continente, Drake se dio cuenta de que su barco estaba en problemas; llevaba en sus bodegas un peso formidable, nada menos que 15 mil libras en oro. Preocupado por la
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posibilidad de encontrarse con
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una tormenta, ancló la embarcación frente a una isla sobre la que revoloteaba una multitud impresionante de cormoranes, fragatas y pelícanos. Ordenó a su tripulación que echara al mar ocho cañones, pero se dio cuenta de que no bastaba. Atardecía y el cielo estaba cargado de electricidad. Drake temió que el barco no estuviera lo suficientemente ligero para sortear las olas picadas y mandó que embarcaran una parte del tesoro en los botes, para que él, junto a diez hombres de su confianza, lo escondieran en un lugar secreto de la isla. Por demás está decir que —según una terrible leyenda— estos diez hombres no regresaron vivos a Inglaterra. Tampoco se supo que Drake volviera por el tesoro, quizá porque estaba ocupado en robar otros puertos y barcos españoles, o tal vez porque se le extravió el mapa donde había anotado el lugar exacto del entierro. probable, además, quetiempo la marea cambiara las Esseñales y que con el se confundieran para siempre. Lo único cierto es que, a lo largo de los siglos, muchos se han engañado al creer que el guano, esto es, la mancha plateada que deja el estiércol de las aves marinas sobre las rocas, era un indicio claro del famoso tesoro de Sir Francis Drake, pero al acercarse comprobaban, con tristeza, que el «indicio» no era otra cosa que el reflejo del sol sobre el estiércol; de ahí el nombre: Isla de La Plata. Pese a que lo narrado hasta aquí me parece un simple producto de la imaginación, mi compadre
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Francisco insiste en que el tesoro está en algún lugar de esa isla. Explica que ha encontrado muchas pistas, pero que no puede revelarlas todas aún. Cada vez que nos encontramos me habla, en voz baja, de un antiguo árbol de matapalo que a la distancia parece un hombre ahorcado, y de una roca blanca con una especie de cruz negra encima, y de un montículo de piedras en forma de círculo, y de un destello que, según él, se ve cada noche, al sur de la isla, como si una y otra vez los fantasmas de Drake, armados de antorchas, enterraran el tesoro. Mi compadre Francisco, a quien conocí de casualidad cuando me uní a una excursión turística en la Isla de La Plata, promete que un día de estos me llevará para que desenterremos el tesoro de una vez por todas. Yo le digo que, aun si no lo encontráramos, la Isla de La Plata es en sí misma un tesoro, una de las reservas faunísticas más fabulosas del planeta. Mi compadre Francisco no quiere oír de ecología, él quiere el oro, dice, para salvar al continente americano de su miseria. Asegura —y cuando lo hace se pone muy solemne, como si fuera un hombre de otro tiempo— que él tiene una deuda impaga con este mundo y con esta vida, y que está convencido de que debe sanar todas lalasbarba heridas del levantando pasado. Luego sonríe, acariciándose rojiza, aún más las cejas arqueadas, esas cejas curiosas que dan la impresión de que alguien las hubiera dibujado a lápiz en un papel antiguo.
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El espectro furioso (Latacunga - Cotopaxi)
on Álvaro de Espín y Villavicencio era una
verdadera joya: malhablado, bebedor empedernido, buscapleitos de primera, asiduo jugador de naipes y dados, apostador de galleras, estafador cuando le daba la gana y temido espadachín con varias muertes a su haber. Su vida era un torbellino de borracheras, peleas, amanecidas y desenfreno que escandalizaban a la pequeña ciudad y daba suficiente
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material atizar que el sermón cura párroco domingo.para Lo único impedíadelque fuera a darcada a la cárcel o a la horca era su enorme fortuna y su título: Corregidor de la ciudad de Latacunga. Pero dicen que en algún momento todo diablo tiene una visión, aunque sea momentánea del cielo, y el cielo de aquel diablo empezó la clara mañana en que vio su salir de misa la hermosa Virginia Detuvo caballo y sea apeó tambaleando. NoNúñez. puede ser, balbuceó. Los ángeles han bajado a la tierra, dijo con lengua de trapo, enredada por el alcohol, ante la indignación del padre y los hermanos de Virginia. Alargó la mano temblorosa
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para tocarle el rostro que le parecía irreal y, otra mano, enguantada, férrea, la del padre de Virginia, se interpuso con fuerza, apartándola. Instintivamente acarició el mango de su espada, pero cuando quiso sacarla, ya tenía tres espadas apuntándole. El cura párroco tuvo que intervenir, muy a su pesar, en favor del Corregidor, pero este no estaba para pleitos aquella mañana y, sin que nadie pudiera creerlo, bajó la cabeza, pidió disculpas y se marchó a todo galope rumbo a su hacienda. Desde ese día, no faltó una sola vez a la salida de la primera misa de la mañana. Para estar lúcido en esos instantes, dejó de beber en las madrugadas. También desechó a las mujeres que iban a buscarlo a la casa de hacienda, dejó de batirse a duelo por cualquier motivo y abandonó las peleas de gallos y los juegos de cartas. Cada mañana, desde uno de los pretiles la plaza de mayor, mirabaEra extasiado vez que salíadeVirginia la iglesia. tanta lacada belleza de la muchacha que él, don Álvaro de Espín y Villavicencio, acostumbrado a usar la boca ya como un trueno, ya como una cuchilla, se quedaba en silencio en esos momentos en que parecía flotar en el aire, mientras el corazón galopaba a campo traviesa dentro de su pecho. El cielo en el que había empezado a vivir se convirtió en el peor de los infiernos cuando un comedido, de esos que nunca faltan, se encargó de comunicarle que la hermosa Virginia Núñez
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estaba comprometida, desde que era una niña, con el gobernador de la provincia. El Corregidor tardó varios días en digerir la noticia. Sentado en su habitación, sin comer ni beber nada, se miraba las líneas de las manos con ojos extraviados, en tanto murmuraba palabras que nadie entendía. Cuando por fin emergió de esa especie de letargo, un hierro candente le atravesó el cuerpo y un hervidero de alimañas hambrientas empezaron a devorarle el cerebro. En la soledad de su casa de hacienda, gritó, lloró, maldijo, juró venganza, se golpeó la cabeza contra las paredes y azotó a cuantos peones y sirvientas tuvieron la desgracia de cruzarse en su camino. Una noche, completamente ebrio, intentó subir por los tejados de la casa de su amada para hacerla suya o raptarla, o ambas. En su desvarío pensó en matarla con sus propias manos, si ella se resistía a sus ruegos. No alcanzó su cometido: los perros ladraron, los peones dieron la voz de alarma, se escuchó más de un disparo. Escapó, no sabe cómo, lanzándose desde el tejado del granero, cruzando a todo correr por un sembrío y saltando sobre una gruesa pared de adobe. Una vez a salvo en la soledad de las calles, durante horas vagó sin rumbo por los oscuros vericuetos de Latacunga, sollozando amargamente en los rincones, blasfemando contra Dios, el amor, el desamor y el destino. Antes del amanecer, quizá cansado de intentar escapar de
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aquello que no podía escapar,
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parándose con los brazos abiertos frente al río Cutuchi, se lanzó a los abismos. A partir de ese momento empezó otra historia: la inexplicable desaparición del Corregidor se dejó sentir casi de inmediato; de Quito enviaron dos alguaciles para que averiguaran el paradero de don Álvaro de Espín y Villavicencio; el matrimonio de Virginia y el gobernador de la provincia se adelantó, por si acaso volviera a aparecer el «maldito», como muchos lo llamaban; los más piadosos aseguraron, alentados por el cura, que el mismísimo demonio se lo había llevado de las patas a freírse en las pailas del infierno; las mujeres con las que alguna vez había convivido, se disputaban a arañazos en plena calle la improbable herencia del Corregidor, en tanto reses, caballos y ovejas desaparecían de su extensa hacienda con una rapidez sospechosa. A nadie se le ocurría que un hombre tan fuerte, quebrado desde la raíz por un amor imposible, se había lanzado al río Cutuchi. Una noche de espesa neblina, un espectro hizo su aparición en Latacunga. Quienes lo vieron de lejos juraban, muertos de miedo, que la sombra caminaba tambaleándose, que llevaba la espada en la mano y que vomitaba maldiciones e improperios retumbaban en las estrechas calles adoquinadasque de Latacunga, pero quienes lo vieron de cerca, como fue el caso de una gavilla de muchachos que estaban tomando en la Plaza del Salto, no lo pudieron olvidar jamás: el espectro, dijeron luego, nació
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de la niebla, de la nada se fue haciendo cara y cuerpo hasta convertirse en don Álvaro de Espín y Villavicencio. Cuando al fin lo por vieron, teníaplaga la ropa en jirones, el rostro carcomido alguna inmunda, los ojos vacíos, los cabellos revueltos y blandía una espada mientras gritaba con estruendo: ¡Devuélvanme a mi novia!, ¡devuélvanme a mi novia, malditos! Los que sobrevivieron cuerdos a semejante experiencia llegaron a sus casas más que corriendo, volando, y una vez dentro, vomitaron una espuma amarilla y amarga. El espanto cundió por toda la región. Alarmada por las apariciones que se repetían todas las noches, la ciudad entera salió en procesión para conjurar con plegarias y humo de incienso, la maldición que se había apoderado de la ciudad; se lanzó agua bendita a la entrada de las casas; se llenó de flores a la Virgen; se invocó la ayuda de santos, ángeles, arcángeles, serafines y querubines, pero cada noche el espectro volvía a aparecer en las calles y gritaba durante horas lo mismo: «¡Devuélvanme a mi novia!, ¡devuélvanme a mi novia, malditos!» Como si no bastara, luego se derramaba en insultos, blasfemias y juramentos de venganza que solo terminaban al amanecer. La gente estaba espantada y a las seis de la tarde ya no quedaba un valiente que anduviera por las calles desoladas. Una tarde de domingo, unos niños que jugaban en las orillas del río Cutuchi descubrieron
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una osamenta atrapada entre las rocas. Cuando dieron la voz de alarma, el pueblo entero descubrió, consternado, lo que en verdad había sucedido con el Corregidor. Entre los huesos todavía había restos de ropa, un pedazo de bota y una medalla de oro que el difunto llevaba siempre en el pecho. Sucedió entonces un milagro: la memoria cambió de sitio en el corazón de la gente. Al ver sus restos y comprender la magnitud de su dolor, muchos se compadecieron de aquel hombre devorado por un amor sin esperanza; algunos incluso rezaron, como si fuera un miembro de su propia familia, por el alma de aquel personaje solitario y, en el fondo, triste; el cura, por propia iniciativa, celebró una misa con sus restos presentes dentro de una caja de cedro que pagó la comunidad; y hasta la misma Virginia Núñez y su esposo estuvieron entre la multitud para darle, por fin, cristiana sepultura. Desde dicen, nunca más volvió parecer el entonces, espectro furioso de Latacunga. a
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Taita Carnaval (Ingapirca - Cañar)
A la voz del Carnaval, todo el mundo se levanta, todo el mundo se levanta. ¡Qué bonito es Carnaval!
¿Has escuchado alguna vez esta copla? ¿Cómo? N o te escucho. Es que estoy lejos. Lejísimos. Al otro lado de los cerros, en el camino invisible que va de lo seco a lo mojado. ¿Entiendes? ¿No? Bueno, no importa, te lo Voy a explicar despacito: mucho antes de que los osos tuvieran anteojos, yo era un espíritu muy respetado en estas tierras, ¿sabes? Tan pronto los dioses soplaban para traer las lluvias de febrero, la gente que había preparado la tierra para ese momento se ponía feliz, era la señal de que había llegado el tiempo de la siembra. Desde los viejos hasta los niños se ponían en movimiento para sembrar el maicito sagrado, la papita sagrada, el camotito sagrado... porque todo era sagrado. ¡Todo! Yo me ponía entonces mi tocado de plumas de guarnan, mis zamarros de piel de oso dorado y mi
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con un sol bordado en el pecho; tomaba luego mi pingullo de hueso de cóndor y mi tambor de oro para acompañarme a lo largo del camino. Por si acaso me saliera al paso un Soq'a —espíritu de la oscuridad —, llevaba conmigo mi huaraca y una piedra redonda como la luna llena en el cinto de cuero, y para mis amigos humanos, una bolsa de golosinas: uvillas para chupar, charqui para mascar y choclo mishqui para relamerse. Yo iba nomás por esos caminos invisibles que van de la Tierra de Arriba a la Tierra de Abajo, tocando mi tambor y mi pingullo, seguido de cerca por el temible Yarcay. Cuando me escuchaban venir, salían a recibirme al camino: ya llegaste, generoso Apu, decían, ya viniste, querido enviado de los dioses. La gente corría a sacar los pondos de chicha para calmar mi sed, y volaban a asar los cuyes, a hervir las caucaras cushma
y adobar la carne de llamingo tierno para que comiera hasta hartarme. Ellos sabían que, si yo comía, bebía, cantaba y bailaba con mis anfitriones, era señal de que habría abundantes lluvias, pocas heladas y buena cosecha para todos. Pero si me trataban mal, si no me daban todo lo que mi presencia merecía, yo me iba en silencio hacia otro ayllu.
esos casos —pocos en verdad—, se hacía cargo En de la situación mi compañero de camino, el temible Yarcay: con el solo chasquido de su látigo, convocaba las futuras granizadas, sequías, heladas,
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pestes, inundaciones y vientos huracanados para los pobres sembríos. Yo seguía caminando en medio de la algarabía general, mientras los churos sonaban con voz de viento y tronaban las primeras nubes de febrero y las sementeras se alegraban con mi paso y las semillas vibraban bajo la tierra y los cóndores miraban, desde arriba, el bullicio de la fiesta que se regaba por valles, laderas, pueblos y montañas. Luego...losbueno, luego todo cambió. Un y, atardecer llegaron conquistadores españoles desde entonces, todo lo que tenía que ver con indios se convirtió, según ellos, en cosas del demonio. De mi compañero, el venerado Urcu Yaya, el Padre del Cerro, dijeron que era un ser malvado del que había que escapar; a mi hermano el Cuichi, el maravilloso Arco Iris, lo convirtieron en algo peligroso al que había que tener miedo; las Huacas, donde mis amigos enterraban a sus amados muertos, fueron declarados lugares malditos; y en medio de la confusión, mi nombre se transformó: me bautizaron Taita Carnaval, porque las lluvias de febrero coincidían con las fiestas de carnaval que trajeron los conquistadores blancos. Taita Carnaval, ya no Apu, ni Arariwua, ni si quiera Amauta... No importa el nombre, me dije; se ve que, en el fondo, no me olvidaron. Sin embargo, ya no volví a cantar y bailar por los caminos; eran hombres disfrazados de mí quienes interpretaban el papel que tanto me gustaba
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realizar. En lugar de zamarros de piel de oso dorado, ahora llevaban pantalones con cuero de chivo, y en vez del tocado de plumas de gavilán, un sombrero de ala ancha, fabricado con cuero de vaca. Muerto de nostalgia, los he mirado bailar y cantar por los caminos, alegre por ellos, por mí, por los dioses de la lluvia que no han dejado de pastorear las nubes para ¿sabes? En carnaval, la gente las Son buenas cosechas. otros tiempos, de la ciudad prefiere lanzarse agua y harina, en lugar de preocuparse por la siembra. O se van de vacaciones lo más lejos posible. No los culpo, han crecido en medio del cemento y el vidrio. No se ama la tierra porque alguien lo ordene: ese amor nacerá cuando olfatees su humedad reciente, cuando veas brotar la semilla que sembraste, cuando te abraces a un árbol para oír cómo canta por dentro, cuando te dejes bañar a campo abierto por la lluvia o te purifiques en una cascada sagrada. Pero no todo es tristeza para mí: en esos hombres disfrazados de Taita Carnaval, que aún recorren los campos andinos en febrero, todavía canta y baila mi espíritu, todavía a su paso se alegran las sementeras y vibran las semillas bajo la tierra. Soy el pingullo y el tambor, soy el churo y los voladores que estallan en el cielo, porque sigo vivo en el alma de mi pueblo, y con cada uno canto:
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A la voz del Carnaval, todo el mundo se levanta, todo el mundo se levanta. ¡Qué bonito es Carnaval!
Glosario
Amauta = sabio Apu = espíritu protector Arariwua = guardián de los cultivos Charqui = carne seca de llamingo Mishqui = dulce
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Los fantasmas del Cerro Santana
(G ua ya qu il - Guayas)
l capitán español Juan del Alcázar paseaba con angustia creciente por la lodosa Calle de la Orilla. En 1778, el fuerte invierno había traído a Guayaquil una nube de tábanos, jejenes y mosquitos, en tanto las ratas, que ya se habían multiplicado más allá de lo soportable, subían y bajaban como hormigas por los negros barrancos que daban al río Guayas. Se detuvo un momento para mirar una
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corbeta quepero se dirigía al muelle cortandoademás en dos de la correntada, en seguida se desanimó: la embarcación, sobre las aguas oscuras bajaban animales muertos con sendos gallinazos sobre sus panzas hinchadas. Viudo y con una hija pequeña, su Carmela adorada, toda su fortuna se había hundido en una fragata iba hacia Lima con unDesde cargamento tabaco, que alquitrán y zarzaparrilla. Callao de le había llegado la terrible noticia: Sentimos mucho comunicarle que la fragata naufragó debido a un súbito temporal y que, por desgracia, no hubo sobrevivientes. Volteó a caminar hacia la Real
Contaduría, seguro de que solo su hija le retenía
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en este mundo. En la desgracia, todos le habían volteado la espalda. Por donde pasaba, sus antiguos amigos fingían no conocerle, temiendo que les pidiera prestado dinero. Ninguno recordaba que, tras el gran incendio de 1764, fue él quien ayudó a muchos de ellos con plata y persona. Decidió entonces dirigirse hacia su casa situada en la ladera del Barrio Las Peñas. Anochecía. Le costaba respirar. El calor era insoportable y los vientos desde Chanduy no llegaban con suficiente fuerza. Fue entonces que se cruzó aquella sombra en su camino. Al principio creyó que había visto mal, pero tan pronto la sombra se acercó y vio la hermosura de aquella mujer indígena, adornada con collares, esclavas y pendientes de oro, se dio cuenta de que algo estaba sucediendo. alargó mano,extraño tenía el tatuaje de un solLay mujer una luna en su el brazo. Juan del Alcázar tembló al contacto con aquella piel suave y fragante. Ven conmigo, le dijo. Y él, como si estuviera bajo un hechizo, se internó con la mujer en una gruta que nunca antes había visto. A cada paso, la gruta se hundía en el vientre del cerro. Una hilera de antorchas se encendía mágicamente a su paso. En las paredes bailaban sombras siniestras proyectadas por las llamas. Entraron en un aposento de oro puro. Juan del Alcázar creyó que iba a desmayarse. Sentado sobre un enorme trono dorado, estaba un hombre de unos cincuenta años, mirándolos. No pudo evitar
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pensar que aquel hombre parecía una iguana de oro. Cuando este sonrió por fin, todos sus dientes brillaron como pequeños soles. Anda, cuéntale, dijo el hombre. La mujer se viró hacia Juan y con lágrimas en los ojos, le narró su trágica historia: Hace mucho tiempo, sollozó, antes de que los Huanca Huillcas poblaran estas tierras, mi padre (y lo señaló) era un cacique muy poderoso. Le hizo la guerra a todos los pueblos de la región para tomar su oro y obligarlos a buscar más para él. Sobre este cerro en el que has construido tu casa, levantó un templo de oro puro, un templo tan fabuloso que, según decía mi padre, competía en brillantez con el Sol. Un día, el dios Sol se hartó de semejante soberbia y me envió una enfermedad terrible. Mi padre se puso como loco ante la posibilidad de que yo muriese y, en el colmo de la angustia, gritó: ¡Cambiaría todo lo que tengo por ver sana otra vez a mí hija! En esos instantes, el mismísimo Sol apareció dentro del templo, disfrazado de brujo. ¿Lo has pensado bien?, preguntó. Sí, dijo mi padre. Pero en el momento en que el brujo iba a llevarse todo el oro para devolverme la salud, mi padre fue atravesado por su propia codicia como por una flecha. ¡No!, gritó. ¡Llévatela a ella! Masdecuando el brujo quitarme lo que me restaba vida, mi padre quiso dudó otra vez. En un arrebato de locura, pensó que si mataba al brujo no tendría que perder ni sus riquezas ni a su hija. Recuerdo que clavó un hacha
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de oro en el pecho del brujo, pero este rió a carcajadas: Con que has querido matar al dios Sol, dijo, pues en cerro castigoy, hundiré en tú lasyentrañas de este de ahoraeste en templo adelante, tu hija vivirán en él, por toda la eternidad. Y desde entonces, explicó la hermosa mujer, vivimos aquí, presos entre la vida y la muerte, a menos que alguien como tú nos libre de este suplicio. Juan del Alcázar se estremeció con el relato de la joven, pero no entendía qué podía hacer por ellos. Has sido escogido, dijo ella, porque eres un hombre de alma noble y sentimientos elevados. Por eso ahora te rogamos que hagas una elección importantísima para nosotros. El se encogió de hombros. En qué consiste esa elección, preguntó. En que te damos a escoger entre todas las riquezas que ves en este templo, y yo. El Capitán se quedó de una pieza, pero la mujer prosiguió: si escoges el oro que te rodea, sin duda serás el hombre más rico de estas tierras, pero si me escoges a mí, te aseguro que serás un hombre muy feliz, no encontrarás mejor compañera ni amante que yo, y te juro que seré la amorosa madre de todos los hijos que tengamos, y cuando envejezcas, cuidaré de ti hasta el último momento, y me encargaré de que tu memoria unfuiste ejemplo para las futuras generaciones, pues dirésea que el hombre más bondadoso y desinteresado de cuantos han pisado este mundo, alguien que supo valorar el amor por encima de la codicia. Y de paso, suspiró,
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nos librarás de esta maldición a mí y a mi padre. El Capitán volvió a temblar. Sintió como si un silencio enorme sobreesperanzada, su cabeza. La mujer lohubiera miraba caído anhelante, en hermosa tanto su padre, el codicioso cacique con rostro de iguana, no parpadeaba esperando su respuesta. Juan del Alcázar se quedó largo rato pensando en el extraño trance que le había deparado el destino. La mujer era la más hermosa y sabia que había encontrado en toda su vida, y estaba seguro de que a su lado podría ser feliz, pero en ese momento pudo mucho más la imagen de su hija, su amada Carmela, y la preocupación por la vida que le esperaba sin fortuna ni dote con qué casarse como lo merecía. De qué le servía a él la compañía de una mujer como esa, si su propia hija pasaría hambre, si algún día no muy lejano, pasaría por la vergüenza de enterrar a su padre en medio de la más terrible miseria. Lo he decidido, dijo por fin Juan del Alcázar, quiero el templo de oro con todas sus riquezas. La joven se echó a llorar, desconsolada, pero el cacique tomó su puñal de oro y se abalanzó sobre el desarmado Capitán. Ahora vas a saber, le dijo, lo que es estar muerto en villa, ahora vas a ver lo que es hallarte por toda la eternidad encerrado en un templo de oro que no sirve para nada. Te voy a matar para que vivas por siempre como un espectro. El cacique era hábil y fuerte, mucho más que el Capitán que apenas si atinaba a escabullirse entre
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las columnas doradas. Corrió con todas sus fuerzas buscando la salida, pero se dio cuenta de que no podría hacerlo tiempo. Se acordó de Santa Ana, ladurante santa amucho la quemás le rezaba desde niño y a la que había sido encomendado cuando lo bautizaron. ¡Ayúdame, Santa Ana!, gritó desesperado, ¡líbrame, en nombre de Dios, de todo mal! Un torbellino dorado lo envolvió de inmediato y lo arrastró hacia la salida. El viento de la noche fue un breve pero intenso parpadeo en todo su cuerpo. Se vio a sí mismo arrodillado frente a su casa. Su pequeña hija venía corriendo hacia él, con los brazos abiertos, gritando de alegría. Solo cuando ella lo abrazó, pudo sentir que estaba a salvo. Esa noche, Juan del Alcázar lloró de alegría por saberse vivo y con fuerzas suficientes para empezar de nuevo. Se había olvidado de ese detalle, de la certeza de que trabajando podría levantarse otra vez, pese al artero golpe de la fortuna. Le dio pena no comenzar esa nueva etapa al lado de alguien como la princesa que, por unos instantes, había depositado en él sus esperanzas de librarse de la maldición. Deseó que las cosas fueran distintas. Pero ya era tarde y solo restaba agradecerle a Santa Ana por sacarlo vivo del peligro de quedarse el templo de oro, a medio camino entre la atrapado vida y la en muerte. Un par de días más tarde, los doce mil habitantes de Guayaquil ya sabían lo que había sucedido
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con el Capitán. Este subió con su hija hasta la cima del cerro y, en agradecimiento a Dios, colocó ahí una enorme cruz de madera. Propuso bautizar al cerro como Santana y todos estuvieron de acuerdo: el sacerdote que ofició la ceremonia dijo que desde ese día el cerro quedabade bendito, que ysus quedarían protegidos los incendios del habitantes ataque de los piratas. Y, salvo uno que otro incendio y uno que otro pirata, así fue.
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Ceferino y el Demonio (Quito - Pichincha)
ULa Merced. Pasa delante de dos curas que
n niño negro corre por los patios del convento de
conversan. Se pierde entre las pilastras. — Hey, cuidado te caes —le grita el padre Manuel. El padre Francisco le explica que Ceferino no le puede oír, y que no solo es sordo sino también mudo. — ¿Y de dónde salió? —pregunta el padre Manuel. El padre Francisco le cuenta que una noche su madre lo dejó al cuidado del convento, arguyendo que no tenía para alimentarlo debido a su extrema pobreza. —Le tomamos cariño de inmediato —explica el padre Francisco—, es un muchachito muy inteligente y, a decir verdad, un poco extraño; con frecuencia lo he sorprendido mirando boquiabierto las estrellas, las flores en los maceteros, el agua de la fuente, y una madrugada vi que movía la boca y gesticulaba como si conversara con el viento helado del amanecer; he llegado a creer
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que ve algo que nosotros no podemos ver. Es como si tuviera un poder especial, un don divino que no alcanzo a entender. Pasan los años en un suspiro y ahora se ve a Ceferino, pequeño pese a sus veinte años cumplidos, tocando las campanas en la torre más alta de la iglesia de La Merced. Se trata de un verdadero concierto apasionado: mide las tonalidades de cada una de las siete campanas, desde la pequeña soprano hasta la que pesa más de quinientas arrobas, luego se cuelga de la gruesa soga, resuenan los metales, cae al suelo, dobla las rodillas, se encoge, toma impulso y vuelve a elevarse por los aires, asido siempre de la soga: la villa de Quito parece danzar con el ritmo de las campanas de Ceferino. Los devotos, al igual que los curas, le quieren con una ternura inexplicable. Es tan transparente, tan sutil como el aire sin embargo, nadie puede presencia, su y, profundo silencio interior queignorar calmasua quienes se acercan a él, su resplandor que estremece a los que le miran pasar. No obstante, los sacerdotes cuentan que a todas horas el mismísimo demonio lo sigue, le juega pasadas, se ríe de él, le acecha como un chacal a su presa. Aseguran que el demonio le despierta en mitad dede la piedra, noche, haciendo chirriar garras contra el piso que provoca que sus los objetos caigan a su paso, que le tienta prometiéndole poder para mover objetos a voluntad, para leer en las
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cartas el porvenir, para sanar con sus manos a los moribundos, pero que Ceferino le hace rabiar con su obstinada indiferencia, con su conducta de ángel sin alas, cuya única misión es que las campanas de la iglesia canten varias veces al día. Los años pasan lentos y Ceferino, ya un poco mayor, camina por el convento. Hay un silencio helado parecido a la noche profunda, algo se oculta tras las pilastras, algo con garras y cuernos de macho cabrío lo acecha tras la fuente de piedra, un ser de la oscuridad con ojos de gato lo observa desde el campanario y sigue sus pasos lentos, cada vez más lentos. El demonio es invisible pero Ceferino lo siente cuando está cerca, huele su aliento pesado, escucha con el corazón el crujir de sus colmillos, sus gruñidos de animal hambriento, el chasquido de su lengua inmunda. Ceferino entonces se detiene y, por primera vez, se enfrenta a él, le riñe con gestos desafiantes, como si dijera: — ¡Largaos de aquí, monstruo feroz, que Dios nació antes que vos! Ceferino entonces tropieza y cae golpeándose la cabeza contra la pared; más tarde, una puerta se le cierra en las narices; en otra ocasión, una escalera se le encima, mientras los geranios de uno de viene los balcones; en otra,riega Ceferino se encuentra colgado de la soga de la campana mayor y esta se rompe de manera inexplicable. Las magulladuras son cada vez más terribles. Las llagas no cicatrizan, los huesos no sueldan, los
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golpes no se desinflaman. Quienes lo ven se acuerdan de Cristo subiendo al Calvario, y alarmados se persignan. Ceferino camina cojeando, con unas vendas sucias en el brazo derecho, con moretones en el rostro, pero nunca deja de desafiar en silencio al demonio que sigue acechando sus pasos y le provoca accidentes inexplicables todos los días. Lo conjura haciendo en el aire tres veces la señal de la cruz, ensayando gestos con de los furia, sacando la lalengua, tratando de agarrar dedos crispados niebla que le rodea. En el mercado de la plaza de San Francisco, una mujer de chalina negra le cuenta a otra que Ceferino es un santo, que resiste sin una queja los ataques del demonio. Un cura le dice al otro: —El pobre está todo maltrecho, el demonio le juega pasadas terribles, no lo deja en paz y todo porque es un verdadero hombre de Dios. Un vendedor de frutas le explica a su hija que, gracias a Ceferino, el demonio se mantiene a raya y no pasan cosas peores en la ciudad. Un niño de pantalón corto le dice a una niña de rulos negros: el Ceferino no le tiene .miedo al demonio, ¿sabías?, le enfrenta, pelea, es muy valiente, cuando sea grande, quiero ser como él. La niña de rulos negros sonríe orgullosa de su amigo. Han pasado los años y ahora Ceferino está muy viejo. Camina rengueando, arrimándose a las paredes, apoyado sobre un bastón retorcido
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que tiembla bajo su puño. Casi no tiene dientes y el brazo izquierdo quedó inmovilizado luego de un terrible golpe. Como si fuera poco, cuando se dispone a bajar las escaleras de piedra, tropieza con algo invisible y cae una vez más, rodando como un muñeco de trapo. Dos curas jóvenes lo encuentran, lo levantan, lo cargan entre ambos. En su rostro arrugado asoman las huellas de un dolor extremo. Si pudiera gritar, sus alaridos se escucharían por todo el convento. Pero no puede y, aun si pudiera, no lo haría, se taparía la boca con la mano, con tal de no darle esa satisfacción al demonio. Ya en la cama, Ceferino agoniza con un crucifijo las manos Ha sido unaalgarabía larga y penosa entre jornada, apenas huesudas. interrumpida por la de sus amigas las campanas. El demonio aún lo acecha al pie de la cama, pero ahora Ceferino esboza una sonrisa mientras sus ojos grises buscan algo en el vacío. Entonces, lleno de ternura, piensa: Adiós viejo enemigo... adiós viejo amigo... Y muere. Los curas que lo rodean se estremecen. En lugar de gruñidos demoníacos, uno de ellos dice haber escuchado un largo gemido, una especie de lamento o sollozo lastimero, al que de inmediato le siguió el más hondo silencio.
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El terrible Espíndola (Cuenca - Azuay)
Esto dijo el aguardiente cuando lo estaban sirviendo: ahora te haces el valiente y después te andas cayendo.
a, ja, ja... Ríen a todo pulmón los bandidos reunidos alrededor del fogón de leña. ¡Salud! ¡Salud!, chocan los vasos de aguardiente. Beben a grandes tragos y se sirven más, de una de las tantas damajuanas que han colocado en el fondo de la casa, a la espera de ser vaciadas. La tarde termina lenta y neblinosa. Estos hombres, que vuelven a reír a carcajadas, son los bandidos más temidos de la región. Ellos dicen, a quien quiera escucharlos, que alguna vez fueron parte de la banda de Naún Briones, el célebre bandolero lojano que, como otro famoso personaje, robaba a los ricos para luego repartir el botín entre los pobres. Su fama fue tan grande que aun en Quito se sabía de sus andanzas no solo en el sur del país, sino también en el norte de Perú. Para unos se trataba de un
J
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héroe legendario, de un santo protegido por el mismísimo Dios para que hiciera justicia sobre la Tierra; para otros no era más que una plaga del infierno y su solo nombre despertaba una mezcla de miedo, asco e indignación. Cuando uno de los suyos lo traicionó y los soldados dieron por fin con su escondite en las montañas, lo poco que quedó de la banda se dispersó. Muerto Naún Briones, eso de «robar a los ricosvolvieron para dar aa ser los pobres» perdió. Los bandoleros ladrones secomunes que robaban para sus propias alforjas y nada más. Los que ahora mismo beben, en una cabaña que han escogido como refugio, son de estos últimos. Si por casualidad un periodista de la época se acercara a este puñado de hombres para preguntarles por qué se dedican a un oficio tan peligroso, de seguro le dirían que, en primer lugar, para ellos la vida es un viento fugaz, un hermoso destello que así como llegó, sin haberla querido ni llamado, se puede ir en cualquier instante. Le contarían, al calor de los tragos, que muchas veces han visto la muerte cara a cara, que saben, como nadie, lo que es el olor de la pólvora mezclada con la sangre y los gritos de dolor de los moribundos. Le expresarían que muchos de ellos se fueron quedando en el camino... el Cojo Manuel, el Chamburo Pepe, el Mollete Roberto, el Caldo de Huevos Terencio... abaleados por hacendados o por alguaciles que de vez en cuando salen a darles
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caza. Nosotros solo robamos un poco a los que roban en grande, dirían. ¡Salud! ¡Salud! La noche ha caído y el licor va haciendo sus estragos. El Caballo Macache se pone sentimental al recordar a Naún Briones. Todavía me acuerdo cómo manejaba el machete, dice mirando el infinito, cómo disparaba... y vuelve a contar la misma historia que ha contado tantas veces pero que todavía despierta el asombro de quienes le escuchan; rememora, con detalles que les hace reír, cuando Naún lo colocó a doscientos metros de distancia, le puso una naranja sobre la cabeza y de un disparo la partió en mil pedazos sin toparle uno solo de sus mugrientos cabellos. Dicen que dizque así mismo hizo otro famoso tirador en no sé dónde, bien al norte, explica el Chazo Llerena. Pero no de tan lejos, corrige el Caballo, no de tan lejos. Nadie fue tan bueno en todo como Naún, dice con un suspiro el Colorado Montero. Todos asienten y vuelven a beber. El Mocho Verduga dice: A propósito, aquí en estas tierras dizque había un bandido que dizque era el más temido y el demonio más maldito que se puedan imaginar. ¡El Espíndola!, exclama el Colorado, ¿no?, algo he oído, algo... Cuenta, cuenta... le anima el Chazo. Los demás le dicen que cuente la historia fingiendo que ninguno de ellos la ha escuchado antes. El Mocho espera a que todos se sirvan una ronda más de tragos, se acomoda junto al fogón que aún crepita y se dispone a contar.
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Empieza por decirles que por esas tierras del austro, por donde les ha llevado el destino, dizque había una pastora dizquesiempre se llamaba algo. Los demás sonríenque porque diceMaría lo mismo: «María algo». El Mocho toma un trago, escupe y vuelve a meterse en la historia: Una vez, hace mucho mucho tiempo, la pastora dizque salió a arrear los borreguitos, montaña adentro. Y ahí estaba, cuando dizque pasó una nube gorda y negra con la panza llena de agua. En eso dizque el cielo empezó a tronar como fiesta de Corpus y a relampaguear como si fueran cañonazos. Llovía granizo a lo bestia. Asustada, dizque arreó los borreguitos de vuelta, pero como tenía miedo y ya la oscuridad estaba por todas partes, dizque se perdió. — ¡Salud! —dijo el Caballo y todos respondieron: ¡Salud! El Mocho, como si nada, volvió al ataque—: En eso dizque salió un jinete del fondo de la quebrada que dizque andaba sobre un corcel negro; el tipo venía vestido también de negro, con capa y sombrero como la noche profunda. Pero cuando sonrió, toda la dentadura dizque era de oro. Cómo brillaba. El diablo —exclamó el Chazo como si los demás no supieran. Eso, dijo el Mocho, el mismísimo demonio. Dizque la pastora hizo la señal de la cruz, pero eso fue todo lo que alcanzó a hacer: el hombre se bajó del caballo y dizque la tumbó a la tierra ahí mismo, mientras rayos y truenos echaban
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quebrada abajo a los borregos enloquecidos. El Mocho hizo una pausa, como esperando algún comentario, pero ante el silencio de los demás, continuó: A los nueve meses de eso, dizque la pastora parió dos guaguas grandotes, con matas de pelo en la cabeza y las uñas largas como de murciélago. Bien feos eran los desgraciados. Al uno dizque le puso Espíndola y al otro Diabícules, nadie sabe por qué. El techo de la cabaña donde estaban los hombres de pronto crujió con el manotazo del viento paramero. El Mocho calló. Los demás guardaron silencio como si quisieran escuchar lo que sucedía afuera. Mala señal, dijo por fin el Chazo, mala señal... pero sigue, Mocho, échate el resto que con remezón está más interesante todavía. El Mocho carraspeó para aclararse la garganta: Dizque crecieron rapidito, a las pocas semanas de nacidos ya dizque hablaban, y a los pocos meses ya dizque le habían matado algunos borregos a la mamá. El viento volvió a soplar con fiereza. Malos eran los mellizos, exclamó el Mocho. Dizque uno de ellos se bajó a la Costa, se metió a la selva, adentro, y dicen que dizque por ahí anda todavía como alma en pena. aclaró el Caballo. mismo,EldijoDiabícules el Mocho.ese, Ya ha de volver, intervinoEse el Colorado. El Espíndola, en cambio, dizque se subió a las montañas y se metió en una cueva. Imagínense que apenas tenía doce años y ya era un gigante lleno de pelos en los brazos, en
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la espalda, en la cara... Dizque con esa pelambre aguantaba nomás el frío, como si nada. Y se comía crudo animal corriendo que pasabay,por la montaña. Dicen que lostodo perseguía cuando los agarraba, les partía el cuello de una sola. ¡Zas! Tenía la fuerza de diez hombres, por lo menos. Hijo del demonio tenía que ser, exclamó el Caballo. Engendro del Maldito, del mismísimo Satanás, completó el Chazo. Aprovecharon para echarse otro trago de aguardiente a las helado tripas continuaba y luego sebramando acomodaron. Afuera el viento con ganas de llevarse la cabaña en vilo. Durante las últimas semanas, el grupo había rondado la hacienda La Florida, de un tal Rosendo Crespo, de Cuenca. Tenía abundantes vacas, toretes y hasta un puñado de caballos de paso. Averiguaron, además, que guardaba las joyas de la familia en un cuarto que escondía bajo la cama principal. Todo lo que sabían lo aprendieron de Naún Briones. Nada de entrar a sangre y fuego, nada de robar a tontas y a locas, les había dicho, así nada más se pierde tiempo, y al final no sacamos gran cosa. Primero hay que saber dónde y cómo, muchachos, y ya les he enseñado que no hay mejor informante que las huasicamas y los peones que están siempre hartos de sus abusivos amos, decía Naún Briones. Se acordaban, claro que se acordaban de sus palabras. Y tan pronto clareara, con el trago aún caliente en las entrañas, se deslizarían
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por un camino medio escondido, hasta la casa de hacienda. ¡Nadie se mueva, carajo! ¡A ver, retira la cama, abre esa puerta, sí, no te hagas, esa puerta, digo! ¡Apura, carajo! Todo sería entrar y salir. Si el atraco salía bien, no tendrían que disparar un solo tiro. Se llevarían unos cuantos animales para venderlos por los alrededores y se dispersarían por unos meses. Luego se juntarían para el siguiente golpe. Ese era el plan, a grandes rasgos. Entonces dizque el Espíndola rondaba el cerro Tres Cruces y a todo viajero que pasaba por ahí, le robaba todo lo que tenía y le mataba de un golpe, así, con la mano abierta, continuó el Mocho el relato. Dizque ya muertos les despeñaba y hasta se reía al verles caer a los abismos, como monigotes. Y así dizque pasaba el tiempo el Espíndola, robando y matando, matando y robando. ¿Y entonces?, suspiró el Chazo, con ganas de que el pasó Mocho terminara de pasar. una' vez Entonces, lo que tenía que Un ladíahistoria. dizque asaltó a un peón de una hacienda cerca a Agashayana. Pero dizque no le mató ese rato, sino que lo dejó tirado en el suelo mientras se comía desesperado unos cuyes que el peón traía en un costal. Dizque buena hambre traía el Espíndola. Dicen que elestaba peónsumedio se arrastró hasta donde caballosey recuperó, sacó una escopeta de doble cañón. Una «melliza», precisó el Caballo. Sí, y ahí mismo le llenó de agujeros al Espíndola. ¿Habrá caído así nomás?, preguntó el Colorado.
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Uh, no, así nomás no. Al principio dizque le miraba al peón como diciendo qué pasa, qué son estos picados de mosco, por qué me duele el pecho, por qué se me doblan las piernas. No entendía. Entonces el peón dizque sacó un machete y lo descabezó de un tajo. Cuando al fin cayó el Espíndola, dizque empezó como a quemarse, como a salirle humo por todas partes. azufre. Fuertísimo. Horrible. Y entoncesOlía dizquea desapareció. Para siempre. Buena estuvo la historia, Mocho, pero como que ya va siendo hora de dormir, dijo el Caballo. Mañana nos espera la buena, gruñó el Colorado. Todos estuvieron de acuerdo y buscaron dónde recostarse durante un par de horas. Se cubrieron con mantas y se fueron ladeando mientras entraban a todo galope en la niebla del sueño. No sabían, no podían saber que, en ese mismo momento, una cuadrilla de soldados, alertados por uno de los peones de La Florida, trepaban por el filo de la montaña, muertos de frío, en dirección a la casa donde se habían refugiado los últimos días. Unos minutos antes del amanecer, cuando ya despiertos se aprestaran a calzarse de nuevo las espuelas, cuando tomaran las Winchester y salieran a buscar sus caballos, sabrían, luego de la primera descarga de fusilería, lo que sintió el Espíndola en todo el cuerpo, el día en que lo mataron.
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Los gigantes de Sumpa (Santa Elena - Guayas)
ace más de diez mil años, el sitio donde hoy se
encuentra la población de Santa Elena era H conocido como Sumpa. A diferencia del desierto que reverbera en la actualidad, esta era una tierra muy fértil: por donde se mirara crecían calabazas, yuca, maní, fréjol y maíz salvaje. A sus habitantes les encantaba merodear por la arena en busca de almejas y cangrejos, que luego asaban sobre el fuego, pero sobre todo gustaban de la sopa de tortuga que, al igual que las iguanas y las culebras, estaban por todas partes. A diario se internaban unos metros en el mar y, con el agua hasta la cintura, lanzaban atarrayas para atrapar algo de la gran variedad de peces que chapoteaban cerca de la orilla. Otros se metían en los bosques para cazar zorros, conejos, osos hormigueros y ratones de campo, valiéndose de flechas con puntas de madera endurecidas a fuego. Al anochecer, se reunían alrededor de las hogueras para conversar y comer lo que habían recogido, cazado o pescado durante el día. Luego se iban
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a dormir sobre cortezas trenzadas que colgaban entre un palo y otro, a fin de evitar las alimañas nocturnas. Al otro día todo empezaba de nuevo, en medio de una paz que parecía no tener fin, pero —como dijo el brujo de Sumpa— lo que no sucede en mil años sucede en un segundo: corrió la terrible noticia de que había muerto Quitumbe, el cacique valiente y bondadoso que se había ido a explorar las montañas que estaban más allá del horizonte, y en su lugar asumió el mando Otoya, su hermano menor, un joven presumido que tenía fama de cruel y sanguinario. Los habitantes de Sumpa apenas si empezaban a sufrir los desmanes de Otoya y sus guerreros, cuando una mañana, para espanto de todos, vieron aparecer sobre el lomo reluciente del océano, un puñado de barcas enormes. Se veía a simple vista que sobre ellas venía un ejército de hombres gigantescos. Unos cuantos siguieron a Otoya y se refugiaron en la selva, para —según decía— resistir a los invasores, pero la mayoría decidió quedarse para enfrentar su destino. No tenía sentido luchar contra esos gigantes y, si tenían que morir, lo harían en su hogar, al lado de los suyos, frente al generoso mar de sus antepasados. Los gigantes desembarcaron; medían más de tres metros de alto y sus cuerpos eran anchos, peludos y musculosos. De inmediato, arrastraron a los nativos hasta formar un gran círculo humano
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sobre la arena. ¿Los iban a matar? Era lo más seguro. Los niños lloraban asustados mientras los adultos asistían callados a su propia desgracia. No era con la muerte su próxima cita, pero como ninguno sabía lo que era la esclavitud, en ese momento no podían imaginar lo que les esperaba: a partir de esa mañana, fueron obligados a pescar, cazar y recolectar alimentos para aquellos estómagos de cachalote que parecían no llenarse nunca. Los que antes cazaban y pescaban cuando querían aprendieron a trabajar de sol a sol, a dormir amontonados en corrales y a comer las sobras que dejaban los gigantes sobre la arena. Con mucha fatiga pasó el primer año de esclavitud. De vez en cuando reaparecía Otoya, acompañado de un puñado de hombres, arrojaban lanzas contra la empalizada dentro de la que vivían los gigantes luego escapaban a todo el norte de lay península. Pese a que no lescorrer hacíanhacia mayor daño, se hastiaron de esta constante molestia y una noche de luna nueva enviaron contra Otoya un grupo armado con enormes mazos. Lo encontraron cerca de Manglaralto; habían levantado una pequeña aldea donde el joven cacique continuaba con la despreciable costumbre de someter a sus pocos seguidores. Solo resta una cosa por hacer, dijo el brujo de Sumpa, cuando escuchó que los guerreros de Otoya habían muerto sin poder resistir la arremetida de los gigantes: pedir justicia y protección a
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Pachacámac, dios de la tierra y el cielo. Así, una noche de verano, luego de bañarse en una vertiente secreta de las montañas de Chongón, se atavió con la piel de una nupa atrapada en luna llena, se adornó el pecho con veinte colmillos de tiburón, y prendió fuego a la maleza, hasta formar un círculo de enormes dimensiones. Parado en su centro, invocó a los poderosos espíritus del norte, del sur, del este y del oeste. Suplicó la ayuda de la tierra, el agua, el fuego y el aire. Luego llamó a Pachacámac, con cánticos sagrados, y danzó en su honor durante horas. Tum tum tum resonaba su tambor en el vientre de la noche. Chac chac chac crepitaba su collar. Levantaba los brazos: ¡Por la memoria de Tumbe, padre del gran Quitumbe, haz justicia, oh poderoso Pachacámac!, ¡devuélvenos la libertad!, ¡líbranos de los tiranos!, gritaba cada vez más fuerte. El solitario ritual continuó a lo largo de la noche, sin resultado alguno; sin embargo, un poco antes del amanecer, el cielo retumbó con una fuerza tal que despertó a todos los habitantes de la península. Hay quienes más tarde dijeron haber visto una mano en el cielo, entre las nubes negras, que no podía ser sino la llamarada de Pachacámac, la que de inmediato de gigantes. rayos contra la empalizadalanzó en la una que andanada dormían los Dicen que la madera tomó fuego con tanta rapidez que, en medio del desconcierto, ni un solo gigante pudo escapar a su terrible destino. Al
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amanecer apenas si quedaban cuerpos calcinados en medio de una montaña de escombros. Los habitantes de Sumpa festejaron durante semanas el regreso de su amada libertad. Se habían librado no solo de los gigantes, sino también de Otoya y sus guerreros. Ahora les tocaba construir su propio futuro. Aquí acaba esta historia, pero si alguien duda de la existencia de los gigantes de Sumpa, tiene antes que leer un informe, según el cual, muchos siglos después, en el año de 1736, sargento del Castillo, desenterró en estaelregión unamayor muelaJuan que insistió en pesar ante un escribano. Pues bien, según consta en actas, este dio fe del increíble hallazgo: la muela encontrada por el militar español pesaba nada menos que cinco libras. ¿Era una muela humana? Adivina adivinador.
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Un demonio en la Floreana (Islas Galápagos)
S
e llamaba Eloise, tenía unos hermosos ojos azules y un cuerpo nacarado, esbelto y ligero al que le
gustaba dejarlo retozar libre de ropa bajo el sol. Según decía, su apellido era Wagner de Bosquet y aseguraba que era Baronesa. Pero cuando llegó durante el invierno de 1934, los pocos habitantes de la isla Floreana sintieron que algo maligno había descendido sobre ellos. El primero que tuvo esta sensación fue el Dr. Ritter, un médico y dentista había llegado a las Galápagos en 1926, huyendoque—junto a su esposa Dora— del bullicio y la corrupción de la sociedad europea. El Dr. Ritter era, además, vegetariano y llegó al extremo de, antes de partir de Alemania, sacarse todos los dientes y muelas, para no tener que comer carne nunca más. A él le encantaba jugar con la idea del poder sin límites ni escrúpulos, pero en realidad no imaginaba lo que era eso, hasta que conoció a la Baronesa. Otros que sufrieron por la llegada de Eloise fueron los miembros de la familia Wittmer: Heinz, su esposa Margarita, Harry, que entonces
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ya tenía catorce años y el pequeño Rolf, con dos años de edad. En Alemania, Heinz había sido secretario del alcalde de Colonia, Conrad Adenauer pero, tras el desastre que significó la Primera Guerra Mundial, los Wittmer empezaron a anhelar algo diferente para su familia, un lugar y un tiempo donde pudieran disfrutar de la simplicidad y la paz de la naturaleza. Los Wittmer llegaron a la Floreana en 1932, atraídos por la fama que tenía en la prensa europea el Dr. Ritter: se referían a él y a su esposa como a «Adán y Eva el Paraíso». Margarita entonces de cincoen meses de embarazo y tenía estaba la esperanza de que el Dr. Ritter la pudiera ayudar en caso de necesidad, pero terminó por dar a luz al pequeño Rolf en una cueva ella sola. Al principio, los Wittmer se alojaron en las grutas que habían abandonado mucho tiempo atrás los piratas, pero luego se trasladaron al sur de la isla, al sitio conocido como de laflorecer Paz, donde construyeron una casa e Asilo hicieron una pequeña granja. Desde su arribo, Eloise se declaró la Emperatriz de la Isla. Levantó una casa a la que denominó hacienda El Paraíso, y empezó por cobrar un impuesto a todo el que quisiera cruzar por «sus» tierras. Solía pasear por los alrededores con botas, pistola al cinto y látigo en mano. Para molestar a sus vecinos, se bañaba en el único estanque de agua que tenían para tomar. Le encantaba disparar a los animales y luego llevárselos a casa para
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curarles las heridas. El sueño de Eloise era construir en la Floreana un hotel para millonarios y aristócratas del mundo entero, algunos de los cuales, atraídos por las noticias sobre la excéntrica Baronesa, llegaban a visitarla en lujosos yates, se quedaban unos cuantos días y luego partían encantados de su hospitalidad. A su llegada, Eloise vivía con tres hombres: Rudi Lorenz, Robert Philipson y un ecuatoriano de apellido Valdivieso. Tiempo después, se sumaron otros acompañantes: el marino noruego Nuggerud, un periodista alemán de apellido Brockman, y Linde, el hermano de este, a quien la Baronesa terminó disparando en una pierna. Nuggerud era el único que iba y venía a su antojo al mando de su pequeña embarcación. Al principio, Rudi era el favorito de la Baronesa, pero luego se encariñó con Robert. Valdivieso escapó del lugar tan pronto pudo y lo mismo hicieron el periodista y su hermano, pero Rudi se quedó, pese a que Eloise y Robert lo convirtieron en su sirviente y, como si fuera poca humillación, lo golpeaban con frecuencia. A veces las golpizas eran tan terribles que Rudi escapaba y se refugiaba en casa de los Ritter o de los Wittmer. En revelaba esas ocasiones, el despecho, Rudi les algunasarrastrado verdades por sobre la Baronesa: que Eloise era la hija de un alcohólico de carácter violento que solía pegarle con saña, ante la indiferencia de su madre; que dudaba de que
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Wagner
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de Bosquet fuera su verdadero apellido; que ella había sido espía de los alemanes durante la Primera Guerra Mundial; que trabajó de cantante en Constantinopla y que alguna vez tuvo un romance con un aristócrata francés, luego de lo cual le dio por inventar que era una verdadera Baronesa. Quienes le daban refugio ocasional escuchaban asombrados estas historias teñidas de crueldad y desvergüenza; sin embargo, luego de rumiar su frustración, Rudi volvía a la hacienda El Paraíso solo para someterse a nuevos y más terribles maltratos. Eloise contaminaba todo lo que tocaba. El Dr. Ritter, que había buscado vivir lo más lejos posible de la decadencia europea, también cayó en sus redes, ante la indignación de su esposa, que luego empezó a salir con los compañeros de la Baronesa. A Eloise le encantaba usar los rumores falsos para avivar la envidia, los celos, la codicia, el miedo o los prejuicios, a fin de dividir, enfrentar y manipular. Cuando todo fallaba, les hacía saber que estaba dispuesta a todo, incluso a matar, si las cosas no funcionaban como ella quería. Pero la tragedia estaba cerca: un día la Baronesa dijo que pronto se iría a Tahití, en compañía de su compañero Robert. La noticia cayó como una navidad anticipada: al fin se librarían del demonio de la Floreana. Sin embargo, cuando todos contaban los días para verla partir desde el muelle de Playa Prieta, se hizo evidente que
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había desaparecido. Nunca más se volvió a ver a la pareja. Quien sí apareció de nuevo fue Rudi, actuando —o tratando de actuar— como si nada hubiera sucedido. Cuando le preguntaron por Eloise y Robert, dijo que estos se habían marchado en un yate, aunque nadie vio uno por los alrededores; además, aseguró que la Baronesa le había encargado que vendiera todas sus posesiones y le enviara el dinero a Tahití. A todos les pareció muy extraño que Eloise hubiera desaparecido así, de pronto, sin el show que acostumbraba, y esta sensación se hizo aún más evidente cuando el yate que la llevaría a Tahití arribó a recogerla un mes después de su desaparición. Por otro lado, alguien que entró a curiosear en casa del Demonio encontró el sombrero favorito de Eloise y un libro al que amaba tanto que, según decían, nunca habría abandonado: El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde.
Rudi vendió como pudo la hacienda El Paraíso y convenció a Nuggerud, que acababa de llegar de uno de sus viajes, para que lo transportara lo antes posible a Guayaquil, pues ahí quería tomar un avión de regreso a Alemania. Nuggerud aceptó y una mañana zarparon rumbo al continente. Tiempo más tarde se supofrente que laaembarcación de Nuggerud naufragado la isla Marchena y, porhabía las evidencias encontradas por otros marinos, sus dos magullados tripulantes murieron de sed en medio del inmenso pedregal.
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De esta manera, cuatro de los veinte habitantes de la Floreana murieron de forma extraña. Faltaba, sin embargo, el Dr. Ritter que días más tarde murió envenenado, según su esposa, por haber comido carne de pollo en mal estado. Poco tiempo después, Dora también abandonó la isla. Los únicos que permanecieron en la Floreana fueron los Wittmer. Rolf es ahora dueño de una reconocida agencia de turismo en las Galápagos y su hermana Ingeborg, junto a su hija Erika, mantienen una pensión en la misma isla. Este es el final de esta terrible historia, pero en realidad, es cuando esta empieza. Todo lo contado hasta aquí ha sido escrito, con algunas variantes, en muchos libros que se han publicado a propósito de esta extraña colonia alemana en las Galápagos. Pero te estarás preguntando, al igual que todos, qué pasó realmente con la Baronesa y Robert,como cómo Nuggerud es posible que un marino experimentado naufragara en aguas tan tranquilas, y finalmente, cómo fue que el Dr. Ritter terminara su existencia comiendo carne de pollo en mal estado, cuando era un convencido vegetariano. Y bien, puesto que tenemos mucha imaginación, despertemos al detective que llevamos dentro y reconstruyamos algunos elementos: en primer lugar, Eloise cambió a Rudi, su compañero favorito, por Robert. En segundo lugar, Rudi fue humillado hasta el cansancio por Eloise y Robert. En tercer lugar, estos habían decidido irse a Tahití, sin Rudi.
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Ahora bien, ¿qué es lo que haría, en el colmo de la desesperación, un hombre débil y cobarde como Rudi? ¡Exacto!, ¿pero cómo lo haría? Ah no, con la pistola de Eloise no, porque eso implicaba mucho ruido y mucha sangre que limpiar luego. Imagina entonces, por un momento, a Rudi sirviendo —a la luz de dos candelabros— una cena fastuosa, con vinos franceses, conservas españolas y mariscos comprados pocas horas antes en Playa Prieta. Se ha esmerado en cocinar esta cena porque sabe que será la última de Eloise y Robert. El veneno se lo proporcionó el Dr. Ritter, que guardaba el arsénico en un frasco, y le ha prometido que jamás dirá lo que realmente pasó porque, en el fondo, también él quiere vengarse de la Baronesa. Rudi cumple con el ritual tal y como lo ha planeado. Finge un fuerte dolor de estómago y se retira a su habitación para tomar unas «sales para la indigestión». Sin sospechar nada, Eloise y Robert degustan la cena. Están fascinados, es la mejor comida que ha preparado Rudi en mucho tiempo. Hay que felicitarlo. Lo llaman con la campanilla y Rudi vuelve al comedor. Brindan por él y por ellos. ¡Prost! ¡Salud! La muerte anda tan cerca que casi se la escucha porche de madera. Rudirondar levantaimpaciente la copa, peropor diceelque lo mejor será que se vaya a acostar. Robert pone música en el fonógrafo y baila con Eloise. Luego se escucha un ruido de
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cristales rompiéndose y voces crispadas que se apagan. Cuando Rudi entra a la sala, media hora después, verifica con alivio, pero también con horror, que aquellos a los que tanto ha odiado están muertos. Angustiado, se da cuenta de que, pese a todo, empieza a extrañarlos, en especial a Eloise, con quien ha compartido durante tanto tiempo que ya no imagina la vida sin ella. Todo está listo y se cumple según lo planeado: el bote permanece varado frente a la casa, adentro se encuentran las rocas y las cadenas con que atará sus tobillos, también se ha provisto de un farol de aceite y una brújula. Todo sale «bien», excepto la soledad que siente mientras cumple con el espantoso plan como un autómata. Ahora veamos a Rudi en la proa de la embarcación de Nuggerud, rumbo a Guayaquil. El marino noruego sospecha de este hombre alto y pálido al que por primera vez lo ve sereno. Se acerca y, muy serio, le pregunta si él mató a Eloise y Robert. Rudi tiene ganas de contarle la verdad, pero se expondría demasiado. Nuggerud lo podría golpear e incluso denunciar ante las autoridades en Guayaquil. Lo niega, le dicepronto que se fueron en unNuggerud yate a Tahití, de seguro escribirán. no que se convence, todo es demasiado extraño. Le ofrece un trago de whisky. Beben hasta altas horas de la noche. Conversan de la vida, del futuro, de Europa cada vez más cerca de una segunda guerra mundial. Nuggerud revisa la brújula y el
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sextante, realiza anotaciones en la bitácora y luego dice que se va a descansar un rato. Hace frío pero Rudi no quiere entrar. Prefiere quedarse ahí, mirando esa astilla de luna reflejándose en las aguas mansas. Al borde del amanecer, Rudi cree ver un par de tiburones en el agua. Cuando se acerca un poco más, se da cuenta de que son los cuerpos de Eloise y Robert flotando a la deriva. No puede ser, se dice, a menos que las corrientes marinas los hayan arrastrado tan lejos. Rudi, temblando de miedo, va hacia el timón y vira hacia la derecha para evitar chocar contra los cuerpos. No logra sortearlos y estos se engarzan en la quilla. Decidido a desengancharlos, se amarra con una cuerda y baja al agua con un gancho. No sabe cuánto tiempo permanece ahí, bamboleándose, tratando de librarse una vez más de Eloise y Robert, que parecen aferrarse con fuerza a la nave. Cuando el primer rayo del amanecer golpea el agua, Rudi se da cuenta de que lo que creía dos cuerpos no son más que un par de sacos de carbón que la corriente ha arrastrado mar adentro. El desastre sobreviene. El barco cabecea debido a la presencia poco pero profundas y Nuggerud despierta dedelaaguas borrachera, no alcanza a llegar al timón. Una roca los golpea bajo la proa y, de inmediato, el barco cruje y se ladea herido de muerte. No hay tiempo para
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nada. A lo lejos se divisa la silueta rocosa de la isla Marchena. Los hombres se lanzan al agua y nadan hasta la costa. Al llegar, pese a encontrarse golpeados por el roquerío submarino, tienen la esperanza de sobrevivir pero, más pronto que tarde, se dan cuenta de que están condenados a morir de sed en la isla desierta. Mientras tanto, el Dr. Ritter es consumido por la culpa. Le parece terrible haber pretendido escapar de la corrupción de su tiempo, solo para convertirse en el cómplice de un asesinato y descubrir, desolado, que lleva esa corrupción dentro; que pese a todos sus esfuerzos por ser un vegetariano, en el fondo no es más que un caníbal intolerante y despiadado. El Dr. Ritter recorre una y otra vez los acontecimientos que lo arrastraron a ese instante: ¿en qué momento perdió su ideal de convertirse en un superhombre libre, inocente, exento de culpas?, ¿acaso valía la pena vivir 120 años como había soñado, si de esta manera lo único que haría era prolongar esa decrepitud interna? Por otro lado, Dora amenaza con abandonarlo. No le perdona que la traicionara con la Baronesa y tiene la sensación de que sus últimos días se desperdician inútilmente. Habían ido a esa isla perdida en el océano Pacífico, entre otras cosas, para que ella se aliviara de esa enfermedad de los huesos que la obligaba a cojear y la había dejado estéril, pero al cabo de tantas privaciones, se encontraba peor que antes. También fueron
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para olvidarse del mundo y su torbellino esclavizante; sin embargo, demasiado pronto se vieron atrapados la Baronesa, asistiendo fiestas queena la la telaraña mañana de siguiente les provocaba unaa intensa sensación de asco y culpa. El Dr. Ritter le cuenta toda la verdad a Dora. Fui yo quien ayudó a matar a Eloise y Robert, dice. Rudi planeó el asesinato, aquí, en nuestra propia casa, mientras tú dormías. Yo mismo le proporcioné el arsénico. Deben de haber sufrido mucho, dice, mientras se toma la cabeza y empieza a llorar desconsolado. Dora se horroriza, era lo último que le faltaba escuchar. Le jura que se irá a Alemania apenas llegue a la bahía una embarcación que la saque hasta Guayaquil. Se lo dice pálida, desencajada, como si lo estuviera viendo por primera vez. El Dr. Ritter decide entonces usar lo que le queda del arsénico que le proporcionó a Rudi. Una tarde en que ella se ha ido a Playa Prieta, envenena uno de los pollos que cría su mujer en el corral de atrás, y espera. Cuando por fin el pollo se derrumba, lo despluma y se lo come crudo, fiel a su idea de que ningún alimento debe ser cocinado. Pronto llegan los dolores insoportables. Sale al balcón tambaleándose, y se sienta a ver el mar por última vez, el mismo mar que a pocas millas de ahí, Rudi y Nuggerud miran sedientos, al borde de la muerte.
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Y bien, aquí se cierra esta versión libre en torno al Demonio de la Floreana. No se me ocurrió otra forma de unir los cabos sueltos que echando mano a mi fantasía que a veces me ha dado más de un susto, pero quizá tú tengas otra explicación para aclarar el misterio. Te invito a que lo intentes, aunque te advierto que el espectro de la Baronesa suele visitar en las noches a los que pretenden reconstruir su historia. Me consta.
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El Supay (El Ángel - Carchi)
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l Supay se llama Juan Pasto —me dijo el niño que me sirvió un vaso de agua de deshielo. —¿Y cómo sabes el nombre del Supay? —pregunté divertido. —¿No me cree? Si quiere le llevo para que le conozca —respondió muy serio—, pero de lejos, porque da miedo acercarse, el Juan Pasto sabe sacar chispas por los ojos. Estábamos a unos 3 500 metros de altura, en un lugar donde abundaban chuquiraguas, pumamaquis y espinosas chucas, entre laderas devoradas por la maleza apretada de los Andes. El pueblito donde me había detenido a tomar agua no tenía nombre. No era sino una agrupación caótica de quince casas de barro, semidestruidas por el abandono y la pobreza extrema. Lo único que sabía era que estábamos en algún lugar de la provincia del Carchi, cerca del páramo de El Ángel, a no menos de cincuenta kilómetros de Tulcán y a unos diez kilómetros de donde había dejado mi viejo jeep. Apuré el agua helada para apagar la sed que me corroía desde hacía horas, luego de
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caminar por chaquiñanes de lodo seco y sembríos dispersos, poblados por perros feroces que tenía que alejar con ramas y piedras. Mi jeep no había soportado el camino y había empezado a ahogarse antes de llegar a la cima de una montaña pedregosa. Tomé mi mochila y me lancé al camino, convencido de que no podía faltar mucho, pero me equivoqué. Ahora el muchacho me miraba como si nunca hubiera visto a otro ser humano en su vida. Metros más allá, como sombras, algunos habitantes del caserío también me espiaban. —¿Conoces a Taita Pedro Guarnan? —le solté al chiquillo, convencido de que no sabría quién era. El niño abrió los ojos asombrados. —¿Us... usted le... le conoce? —balbuceó. —Es mi amigo, lo conozco desde hace fu. El niño no salía de su asombro. — Éramos compañeros en la universidad — aseguré—. Él estudiaba Antropología... —Ah —dijo más aliviado — , entonces no ha de ser el mismo. Taita Pedro siempre vivió aquí. —No —reí—, eso es lo que tú crees. Él vino hace unos once años para acá. Dizque a hacer un trabajito, pero nunca quiso contarnos qué mismo era. Eso—O fue losea, último supedecir... de él. ¿cuando yo estaba ustedque quiere casi recién nacido? —preguntó con desconfianza. —Me imagino. ¿Cuántos años tienes? —Doce —dijo como pidiendo disculpas.
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El chiquillo parecía de ocho. Era muy pequeño, sobre todo sus manos oscuras, llenas de escamas por causa del frío extremo y el trabajo con la tierra. —¿Cómo te llamas? —Pablo Chuqui —dijo tratando de sonreír. —Mucho gusto, Pablito —le dije, y le di la mano. La suya, dura y astillada, se perdió en la mía. — Buenas, Taita Pedro —escuché que decía con un perceptible temblor en la voz. —Buenas, Pablito —dijo Pedro, y se lanzó a darme un abrazo largo y entrañable. —Tanto tiempo —me dijo—, tanto tiempo... —Apenas once años —le dije, tratando de bromear, pero él no estaba para bromas. —Ven —dijo—, tenemos que hablar. Caminamos callados, como si las palabras se le agolparan y no supiera por dónde empezar. Yo callaba. No quería estropear con preguntas tontas lo que él tenía que decirme. Su voz había sonado terriblemente seria cuando me llamó a Quito, de seguro desde otro pueblo. Le había costado dar conmigo. «No hay tiempo», me dijo al otro lado del teléfono. «Vente ahora mismo, yo te digo cómo llegar...». Me pareció que sería toda una aventura y me lancé a la carretera, sin ahí, saberal en me estaba metiendo. Ahora estaba ladolodeque Pedro, sobrellevando su silencio. El estrecho camino serpenteaba, subía y bajaba, a veces parecía que se cortaba pero seguía por senderos aun más estrechos. El paisaje era im-
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ponente y soplaba un viento helado.
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—Te llamé porque te he estado soñando bastante, me dijo tan pronto llegamos a su casa, una cabaña circular de barro cocido, con una enorme chimenea en el centro. No pude dejar de notar que la entrada estaba guardianada por dos verdes pinllus o lecheros, árboles sagrados hasta donde sabía, y a ambos lados de la puerta crecían ortigas y otras plantas que no reconocí en un primer momento, pero que Pedro me explicó eran ruda y romero. —No preguntes mucho —dijo mientras me daba un vaso de agua endulzada con panela, pero, aunque no me lo creas, anda por aquí un tipo llamado Juan Pasto que es el Diablo en persona. Lo que me decía coincidía con lo que me había dicho el niño del pueblo, pero ya en boca de Pedro, pensé que se había vuelto loco. — ¿El diablo? —repetí incrédulo. —Sí, ya sé lo que estás pensando. Yo mismo lo dudé al principio, pero es como te cuento. —Ya, pero... —Calla y escucha —dijo con firmeza. Callé. Su voz sonaba grave, casi dramática. Escucharlo hablar así me resultaba muy extraño. Pedro había sido siempre un tipo ecuánime y confiable. Cuando estábamos la universidad, en cierta ocasión pasamos unaensemana entera en Cochasquí, y pese a los extraños ruidos que cada noche escuchábamos fuera de las tiendas de lona, él insistía en que no eran más que lechuzas o ratones de campo. ¿Y los espíritus de este lugar?,
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preguntaba Antonia, nuestra compañera boliviana. De haberlos, los hay, decía él, pero les gusta hacer sus rituales allá, sobre la pirámide trece, explicaba. Yo mismo los he visto, decía. Parecen destellos pálidos que se mueven rápido como bolas de fuego azulado, pero tranquilos porque, hasta donde sé, ellos están en lo suyo y nosotros en lo nuestro. Además, decía, ya protegí este lugar con una quema de palo santo y unos cuantos «pases» secretos. Nosotros lo escuchábamos asombrados. No éramos más que unos chicos de la ciudad, a excepción de Antonia que era una mestiza de la zona del Titicaca, metidos a hacer excavaciones arqueológicas para aprobar la carrera de Antropología. Pedro, en cambio, hasta donde sabíamos, ya estaba en esa época de aprendiz de Taita Manuel Collaguazo, y le gustaba «limpiar» a los compañeros con huevos y bañarlos en las cascadas «sagradas» para sacarles el «mal». Ahora, luego de tanto tiempo, estaba ahí, frente a mí, con un vaso de aguardiente en las manos temblorosas, diciéndome que un tal Juan Pasto era el diablo en persona, y por lo visto, asustado hasta los huesos. Afuera la noche había caído densa y helada, con una que atenazaba y borraba el mundo más neblina cercano.voraz —No estoy loco. El diablo tiene muchos rostros —dijo crispando los dedos de la mano izquierda. No pienses en el diablo como lo piensan los
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cristianos, piénsalo como un Supay, como un espíritu de la tierra, tan antiguo como los primeros volcanes que construyeron estos valles perdidos... —No entiendo la diferencia —dije desconcertado— . El diablo cristiano también es antiguo, según dicen, desde antes de que este mundo fuera creado. — Mira —me dijo incómodo—, no sé cómo explicártelo claramente, pero tienes que saber que en la tradición de mi pueblo hay varios espíritus. Los Nuna, por ejemplo, que son los espíritus protectores de la familia. Y el Auqui o príncipe, que es un espíritu poderoso de los cerros. Pero también existen espíritus dañinos como el Huaira Huañui, que es el viento de la muerte, o el Huaira Miu que es el aire de la montaña que te marea y te da vértigos. O el Anchachu,
quetecho es undeespíritu que ao veces su nido bajo el las casas en lashace minas abandonadas. ¿Te acuerdas de Antonia, la boliviana bonita? Ella le llamaba Juanikullu. También anda por estos lares el Sacra, que es un demonio juguetón, travieso, como el Sacramayu... pero también está el Supay, el diablo propiamente dicho. — Sí, algo bueno,de entiendo —dije tratando de calmarlo—, eso estudiamos en la facultad, ¿pero... Juan Pasto?, ¿cómo así Juan Pasto? —No te burles, compañero, y escucha: Juan Pasto no es Juan Pasto, ¿entiendes?, Juan Pasto es nada más que un cuerpo que ha sido poseído por el Supay mayor, el más terrible de todos. El
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es capaz de muchas, muchas cosas, como contaminar las aguas de los lagos, como hacer que las siembras se pudran antes de la cosecha, o que las mujeres no vuelvan a tener hijos, o que los niños nazcan sin Yuyac Nuna, o sea sin espíritu... ¡Es terrible! —Ya, pero no te tengo que explicar —le dije muy serio— que eso es prácticamente lo mismo que están haciendo las petroleras y las fumigaciones para acabar con las plantas de coca y lo mismo pasa con Supay
la terrible contaminación de las ciudades... —No me lo tienes que contar, lo sé muy bien, compañero —me dijo sonriendo con tristeza—, pero te aseguro que esto es diferente: ahí donde los químicos contaminan, la vida se muere en el lugar donde se echa y a varios kilómetros a la redonda, pero ahí donde el Supay lanza su maldición, miles de kilómetros de tierra se secan, los animales enferman y los humanos, en especial los mestizos, mueren en medio de enfermedades espantosas. — Pero, ¿por qué? —pregunté consternado. —No lo sé exactamente, pero intuyo que todo el veneno del Supay está destinado a los seres humanos, pero a los mestizos en particular... a los huaira
apamushcas.
— ¿Y quién no es mestizo a estas alturas? En ese instante escuchamos un golpe seco justo afuera de la cabaña. Pedro se puso tenso. De inmediato, ambos escuchamos pasos, como de un
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niño pequeño caminando sobre el piso de ladrillo que estaba frente a la casa. Un gruñido vino rodando, cabalgando, revoloteando como si fuera un trueno lejano y estalló frente a la puerta. —Es él —dijo alarmado Pedro—, es Juan Pasto... Yo no lo podía creer. Aquellos ruidos eran reales, sin duda, pero debía haber una explicación racional para todo ello. Estaba pensando en eso cuando la puerta de la cabaña se abrió de golpe, un chorro de neblina entró y en un instante apagó el fuego de la chimenea. Un frío terrible se adueñó del lugar. Pedro abrió una botella y me la puso en la mano, justo antes de que la luz se extinguiera del todo. —Échatela encima —dijo. Yo obedecí de inmediato. Prácticamente me bañé con aquel líquido que, al pasar por mis labios, percibí tremendamente amargo. Pedro gritó yucshi, varias veces. Escuché otro gruñido, pero esta vez cerca de donde yo estaba parado, tiritando. Algo como una mano peluda me rozó la cara. Yo no podía mover un dedo. Me llegó fuerte un aliento apestoso como de animal carroñero. A punto de dejarme caer del susto, escuché que algo tronó fuera de la casa. La puerta se cerró de manera violenta. Y se hizo el silencio. —Una visita de cortesía —dijo después de un rato Pedro con voz ronca—. Vino a darte la bienvenida.
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Pedro encendió una vela y la lanzó sobre la leña de la chimenea. Al poco tiempo las llamas iluminaron de nuevo el lugar. Yo estaba empapado y temblaba ya no de frío, sino de miedo; de miedo no, de terror. No quería preguntar nada. No quería saber nada. Deseaba que amaneciera para salir corriendo de ese fin del mundo. Esa noche dormí apenas unos cuantos minutos. Permanecí atento a todo ruido fuera de la cabaña, mientras Pedro roncaba como un tractor a punto de dañarse. Tan pronto amaneció, Pedro preparó el desayuno. Yo lo miraba hacer, sin mover un músculo. Tenía el susto todavía metido en mi cuerpo. Me pasó una bandeja con leche caliente, huevos revueltos y pan duro. —Ya sé lo que estás pensando, pero no te vas a ir a ningún lado —me dijo tajante. Yo no podía pronunciar palabra. Solo acertaba a masticar y sorber,' como si en eso se me fuera la vida. —Te voy a explicar algo, compañero, tú eres el único que puede echar al Supay. Paré de tragar. Debo de haberlo visto con cara de incredulidad, pero igual siguió explicando. —Te he veces, varias algo veces... Descubrí que soñado tú tienesvarias un poder especial, tan fuerte que no puedes imaginar siquiera... Aprovechó mi silencio para continuar. —Lo peor de todo es que no te puedo explicar lo que es ni cómo sacarlo, porque yo mismo no sé
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bien qué cosa es... Pero cuando el Supay se enfrente contigo, va a ser aplastado, ¡aplastado!, créeme. Por toda respuesta hice el desayuno a un lado, tomé mi mochila y me puse en camino con las piernas todavía entumecidas. Pedro no dijo nada. Me vio partir sin despedirme de él y tomar por el sendero de arrayanes que bordeaba el camino hacia el pueblito. No quería seguir escuchando tantas locuras. No quería saber nada de nada. Primero, un demonio llamado Juan Pasto, ja, qué tal, un Supay con nombre de ser humano, qué les parece, me decía a mí mismo en voz alta, casi gritando, luego esa visita, qué digo visita, esa hecatombe horripilante de anoche, esa garra peluda, ese aliento, ese... pero qué, un ser, una cosa, un animal, algo que no imagino qué pudo haber sido, y ahora que dizque yo tengo un poder, bonita está la cosa, un poder que ni él mismo sabe lo que es, peroUn no,súbito yo me viento voy, mehelado voy porque me voy, y punto. comenzó a soplar con fuerza en medio de una polvareda descomunal. En segundos, apenas si podía ver el camino y me di cuenta de que, cuanto más esfuerzo hacía para avanzar, más fuerte me azotaba aullando. Estuve luchando un buen rato, tratando de agarrarme de las espinosas chucas, pero por cada paso que daba hacia adelante, daba dos hacia atrás. Por fin decidí no luchar y volver sobre mis pasos. El viento me arrastraba hacia la cabaña de Pedro, mas cuando
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me fijé en los arrayanes a los lados del camino, descubrí que sus ramas no se movían. El viento era para mí. Me estremecí de terror otra vez, pero Pedro ya estaba ahí, a pocos metros de mí, esperando en la puerta. Sonreía con tristeza. —Entra —dijo — , aún no he terminado. Entré y me senté como un autómata sobre la tosca silla que me ofrecía. —Esta noche es luna negra. Es el momento en que el Supay va a tener el mayor poder. Pero tú también. Será una lucha terrible. Todas estas montañas van a temblar... —¿Por qué no me mató anoche si soy el único que puede detenerlo? —acerté a preguntar. — El que vino anoche no fue el Supay, propiamente, sino un ser maligno conocido como el Runa Llama, un ser mitad hombre y mitad llamingo que habita estos páramos. Lo he visto varias veces, tiene colmillos de lobo y una fuerza semejante a dos caballos salvajes. Lo ayudó a entrar el Supay, claro, porque con todas las protecciones que tengo, el Runa Llama no hubiera podido abrir esa puerta jamás. No pudo ir más allá gracias a que esa era la forma del Supay de decirte que ya sabe que estás aquí. Una bienvenida, te dije. —Yo nocomo quiero saber nada de esto, Pedro, por favor, déjame ir, déjame ir —supliqué. —No puedo, compañero, ha llegado el momento de que sepas quién eres realmente.
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—¿Y si no pasa nada? ¿Si no encuentro el poder que dices y el Supay me destroza? —Entonces ese elhabrá tu mío destino —gritó Pedro —. Y no solo tuyo, sido sino el y el del niño que viste ayer, y quien sabe de cuántos, porque si lo dejas ganar, la podredumbre se extenderá por valles y montañas, por ríos y acequias, acabando con todo. Y nadie sabrá qué mismo sucedió. Créeme, compañero, es ahora o nunca. Empecé a sollozar. No quería estar ahí, no quería escuchar lo que estaba escuchando, pero sobre todo, no quería por ningún motivo enfrentarme con el Supay, aunque al parecer, no había salida para mí. Caminé tambaleándome hasta el camastro y me dejé caer con las rodillas en el pecho. Pedro no dijo nada durante todo el día. Yo no tuve ganas de comer ni pude dormir ni dije palabra alguna. Permanecí ahí, encogido como un feto, mirando la ventana. Afuera empezó a anochecer. Yo sabía que, cuando había luna negra, el campo se volvía una sola mancha impenetrable, que era el momento en que dentro del tronco de los árboles no fluía mucha savia y que las polillas aprovechaban para podrir la madera. No sabía nada más, excepto que esa noche podría morir, ysabe concuántos mi muerte al abismo a Pedro y a quién más.arrastrar De pronto sentí una sed imperiosa. Busqué agua en la cabaña, pero Pedro me dijo que tenía algo mejor: agua amarga. Lo miré con cara de asco.
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Si era la misma que me había echado la noche anterior, no quería saber de ella. Pedro insistió con el botellón entre las manos. Se lo veía seguro de lo que estaba haciendo, así que tomé a grandes sorbos el agua, haciendo arcadas de cuando en cuando. Luego, él y yo nos sumimos en un profundo silencio. Él se miraba las manos como si ahí hubiera una clave, y yo miraba la oscuridad de la noche a través de la ventana. Curiosamente, no había neblina, tan frecuente esas alturas, y las estrellas aparecían anítidas en el alto fondo negro.de la vía láctea Debe haber sido más o menos las diez de la noche cuando escuchamos golpes en la puerta. Pedro se levantó como impulsado por un resorte: —¿Quién es? —Soy yo —dijo una voz de niño. —¿Quién yo? —insistió Pedro. —Pablo Chuqui —señaló seguro de sí. La puerta se abrió. Apareció el niño que yo había visto en el pueblo el día anterior. Sonreía, tranquilo, y llevaba en las manos un paquete envuelto con papel periódico. —Tú no eres Pablito —dijo Pedro—. Lárgate de aquí. El niño rió como si hubiera escuchado un chiste, y lanzó el paquete en mitad de la habitación. Cuando volteamos a ver el paquete, la puerta se cerró de golpe. El niño o quien fuera había desaparecido.
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—No lo toques —ordenó Pedro —. Ese no era Pablito, era un enviado del Supay. —¿Qué crees que habrá en ese paquete? — pregunté temblando. —Nada que no se queme con el fuego —indicó Pedro. De inmediato tomó una vara de hierro que reposaba cerca de la chimenea y la empujó hacia las llamas. Lo que sea que haya sido empezó a chillar y gruñir como si estuviera sufriendo. No era un gato ni un pequeño perro, aquello más bien parecía un oso gigante encerrado dentro del espacio reducido del paquete. —No te preocupes —me dijo Pedro—, en ese paquete no hay nada... quiero decir, no hay nada vivo. Es un truco para asustarnos. El paqueteinvadió comenzó a echardeunlahumo negro quey rápidamente el interior cabaña. Pedro yo salimos corriendo al patio y la puerta se cerró detrás de nosotros. —Ahora sí nos tiene donde nos quería, compañero —aseguró Pedro—, desde este instante estamos a merced del Supay. Miré hacia todos lados y solo vi oscuridad, pero por la débil luz que salía de la ventana de la cabaña, creí ver un bulto blanco acercándose. Me quedé paralizado. En un momento, el niño del pueblo estuvo de nuevo frente a nosotros. Aunque físicamente era idéntico a Pablito, los ojos le brillaban como destellan los ojos de los gatos en la oscuridad. [101
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—Tienen que seguirme —ordenó. — Vamos —dijo Pedro—, la batalla ha comenzado. Yo no podía creer lo que escuchaba. El mandadero del Supay nos ordenaba que lo siguiéramos y Pedro estaba de acuerdo. Algo debía estar mal, pero yo no tenía más opción que obedecer lo que dijera quien, se suponía, sabía más que yo sobre esas cosas. Pedro y yo empezamos a caminar detrás del niño, pero no sé por qué sentí la necesidad de mirar una vez más hacia atrás. Se me heló la sangre cuando descubrí que Pedro seguía dentro de la cabaña y me hacía señas desesperadas con las manos. Volteé a ver al Pedro que caminaba a mi lado y no vi nada, apenas la densa oscuridad de la noche que nos absorbía. El niño seguía caminando frente a mí. Lo sabía más por el ruido de sus pisadas que por la constancia de su cuerpo. Cuando quise retroceder, de improviso cayó una ola gigantesca de niebla y llovizna helada. Era el famoso huashar que, según me habían dicho en mis tiempos de estudiante, suele atacar a los extraños hasta matarlos de frío si no toman las debidas precauciones. No veía nada. No sabía si el niño o lo que fuera aún a mí o se había Lomomento único quea sabíaseguía era quefrente me iba a morir de fríoido. de un otro. Cuando fui sacado de la cabaña no tenía más que un saco de lana encima, y ahora
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me enfrentaba a un clima inclemente que necesitaba mucho más que eso para mantener el calor de la vida. Empecé a gritar. Pensé que era posible que Pedro hubiera logrado salir de la cabaña y que estuviera buscándome. No escuché sino mi propia voz retumbando en lo que debía ser un lugar entre dos elevaciones. En esos instantes caí de rodillas. Estaba seguro de que no sobreviviría al frío. Ya no sentía las manos y mis piernas debilitadas no podían dar un paso más. Me acosté sobre la tierra para morir. Mis últimos pensamientos fueron para mi esposa, Isabel, a esas horas de seguro durmiendo en nuestra casa, en esa ciudad de pronto tan lejana y extraña llamada Quito, creyendo que yo estaba de paseo donde un amigo de la universidad, disfrutando de la maravillosa quietud del campo. Cuando encuentren mi cuerpo, pensé, de seguro dirán que como buen hombre de la ciudad, salí a medianoche sin la protección debida y me agarró la llovizna helada. La niebla debió perderlo, señora, diría algún comisario de los entornos. Y ella asentiría pensando que yo había cometido una torpeza inexcusable que me había costado la vida. La vi llorar, la escuché llorando, y a mi padres cerca de ella, sus Todas brazos esas alrededor de susyhombros, para pasando consolarla. imágenes sonidos pasaban por mi cabeza, cuando escuché con nitidez una voz de hombre: —No te vas a rendir ahora, ¿verdad muchacho?
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Hacía mucho tiempo que no me llamaban muchacho. Esa voz... esa voz era muy parecida a la de Saúl, mi padrino. ¿Qué estaba haciendo mi padrino ahí?, ¿cómo pudo llegar hasta aquellos páramos?, ¿o era acaso otro truco más del astuto Supay? Entonces recordé que mi padrino estaba muerto. Yo mismo había ido a su entierro hacía dos o tres años. — Anda, levántate —dijo la voz. —Tú no eres mi padrino, maldito —mascullé temblando. La voz rió a carcajadas. — ¿Así que crees que soy el Supay? —pre guntó divertido—. Anda, dime, ¿por qué crees que no te ha matado aún? El Supay te ha tenido a su merced muchas veces. Cuando dañó tu jeep a varios kilómetros de aquí, por ejemplo, aunque tú creíste que era el carburador. Cuando cami naste solo por estos páramos hasta llegar al pue blo. Cuando te envió al Runa Llama para que te diera la bienvenida. Podría haberte matado de un zarpazo, mejor aún, de un soplo. Pero no lo hizo, ¿sabes por qué? —No, tú dímelo —lo desafié. —Porque hay alguien contigo —aseguró la voz, y yo—empecé a sentir un tenue calor en el corazón. Hay alguien contigo —repitió. — Entonces tú no eres Saúl, mi padrino —dud é -. Él...
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—Claro que sí, muchacho, soy Saúl, el Búho, como me decías, porque según tú podía ver en la oscuridad y me gustaba pasear de noche. Me estremecí. Sí, era él, nadie más que él y yo sabíamos que yo le llamaba Búho. Pero aun así, el Búho estaba muerto. Yo mismo había estado ahí cuando echamos tierra sobre su ataúd. El paro cardíaco había sido fulminante. Los doctores no pudieron hacer nada. Cuando llegué a la clínica, ya estaba muerto. Recuerdo que no lloré, nunca supe por qué. Era como si ante mí estuviera un cuerpo vacío, un estuche de carne donde antes había estado mi querido padrino. Yo, que era ateo en ese tiempo, empecé a pensar, esa misma mañana en que lo fuimos a enterrar, que la muerte en realidad no existía, que —pesePensé a todas laspropia evidencias— un espejismo. en mi situación.era Al solo parecer, yo estaba vivo, pero el rato de la muerte moriría sin morir, pensé. —No vas a morir si no quieres, y así quisieras no podrías —dijo Saúl. Me sobresalté. Mi padrino había estado escuchando mis pensamientos o tal vez todo eso no era más que la alucinación de quien iba a morir congelado en cualquier momento. —¿Te acuerdas cuando te llevé a la cascada de Molinuco y nos quedamos viendo cómo se cortaba drásticamente el río Pita y reventaba en un solo estruendo contra las rocas negras?
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—Sí —dije con un poco más de soltura en las mandíbulas. ese noYafue muchacho, fue —Pues tu iniciación. es un horasimple de quepaseo, te lo diga: tú has sido desde siempre un sanador poderoso. Esa tarde, justo a las seis de la tarde, en el momento en que dos dimensiones se mezclan por pocos segundos, en ese pequeño espacio entre el agua que caía rugiendo y el talle de la montaña, volviste a ser quien nunca dejaste de ser, aunqueEl enAntiguo ese momento podías imaginarlo siquiera. Espíritunodespertó algo dentro de ti, algo que recién ahora va a tener sentido para este mundo en el que has habitado. —¿Quién era el indio de cabellos blancos que estaba parado al lado tuyo? —Al fin lo recuerdas —rió la voz de Saúl—. Todo el tiempo entonces no lo podían ver.estuvo Ahora,ahí conpero los tus ojosojos del de corazón has podido ver, por fin, al Uwishin Kampás, el viejo sabio shuar. Él estuvo junto a nosotros para ayudarnos a recolectar poder en el momento preciso. Él fue quien me dijo: «Ese muchacho tiene la voluntad justo en el... ». — «... centro la Tierra» —completé. —Ah, ahora sídeque lo recuerdas —dijo la voz de mi padrino —. Eso quiere decir que este planeta es tu aliado. Nada puede vencerte cuando la Tierra entera está de tu lado, muchacho.
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Sentí que una ola de calor me recorría el cuerpo y pude incorporarme de nuevo. La niebla se había ido. Arriba, Láctea titilaba un río interminable ladeVía luciérnagas. Algo como se movió entre la fronda y un penetrante olor a animal muerto contaminó el aire. Escuché un gruñido y supe, no sé cómo, que aquello era el temido Supay. Pero ya no sentía, miedo. Tenía la impresión de que, con solo mover un brazo, podría destruirlo. Nunca antes había tenido una sensación semejante. Mis músculos estaban tensos y relajados a la vez. Mi cuerpo estaba listo para pelear hasta la muerte y, sin embargo, permanecía sereno. Un par de ojos como brasas brillaron en la oscuridad y empezaron a acercarse. —No te tengo miedo —grité. Tenía ganas de reír Ya no te tengo miedo. —Pues peor para ti, muchacho —dijo un hombre con una voz que no era la de Saúl. Ahora tenía frente a mí a un rostro de apariencia común, con un sombrero negro, ladeado. Destacaba un bigotito incipiente y cuando sonreía parecía brillar una hilera de dientes de plata. El poncho era un poncho común cruzado con rayas rojas, negras y verdes. En una mano llevaba un rebenque que hacía chicotear contra el pantalón. Las botas negras parecían recién lustradas. En ese momento me di cuenta de que en realidad no podía estar viendo a aquel hombre y menos con tantos detalles porque, a pesar de las estrellas, todo seguía completamente negro.
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—¿Sabes quién te estuvo hablando hace un ratito? —señaló el hombre con sorna, pero esta vez a mis espaldas. Me volteé, desafiante, pero menos seguro de mi poder. —Era yo mismo, muchacho. Rió a carcajadas y yo sentí que la sangre se me helaba. No podía ser, pero tal vez sí, pensé. Esa voz bien podía haber sido la del Supay y no la de mi padrino Saúl. El maldito me había engañado, pero por qué, por qué me quería engañar si ya estaba casi muerto cuando empezó a hablarme, pensé. —¿Por qué?, ¿no te das cuenta, acaso? No me gusta pelear contra mequetrefes que se mueren de frío cuando un inofensivo huashar les cae encima. O qué te creías. ¿De verdad pensaste que Pedro te soñó como el salvador de este lugar? Yo puse en su cabeza esos Yo hice que ese imbécil te trajera hasta aquí, sueños. muchacho. Empecé a temblar como una hoja al viento. Si intentaba correr, las piernas, otra vez entumecidas, no me llevarían muy lejos de ahí. Y así corriera como un cervatillo, no serviría de nada. No creía que Pedro tuviera ninguna oportunidad de llegar hasta donde estábamos. Había caminado medio en de un la niebla durante mucho tiempoperdido y ahoraenestaba lugar lleno de chucas por todos lados. —¿Por qué?, ¿no preguntas por qué, muchacho? Porque quería darle una lección al aprendiz de
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brujo. Porque no bastaba destruir al espantapájaros Pedro Guarnan, primero quería que se lo comiera la culpa de tu muerte durante unos cuantos meses más, mientras yo hacía mi trabajo pudriendo estos sembríos, secando a los hijos en el vientre de las mujeres, cambiándoles el clima para que huyeran por el frío o el calor o la pena... Por eso, muchacho. —Pero... ¿por qué quieres destruir estas tierras y a los humanos que la habitan? —pregunté temblando, conqué? fuertes de vomitar. —¿Por Ja,ganas ja, ja... Ah, eso es lo que me gusta de los seres humanos, que siempre preguntan por qué, por qué, por qué... y creen que lo van a entender todo con solo escucharlo. Te voy a decir en pocas palabras la razón profunda: porque estas tierras son nuestras, nos pertenece a nosotros los Supay, los Huaira, los Runa Llama, los Chuzalongos, los Huacay-siqui, los Huiñahuilli, los Huaira-miu... a nosotros, los grandes espíritus del aire, del agua, del fuego y de la tierra, que estuvimos aquí desde antes de que ustedes llegaran; a nosotros que fuimos durante miles de años los dueños y señores de estos parajes, y que ahora osan considerarnos como simples demonios, cuando no como almas en pena o simples tonterías de la imaginación... —Pero ustedes siempre están, de todas formas — argumenté sin mucho ánimo. —Cada vez menos —dijo —. Cuando dejan de creer en nosotros, nos matan...
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En ese preciso instante vi la figura del Uwishin Kampás y de mi padrino Saúl atrás del Supay con apariencia humana. Sonreían divertidos. El Búho me guiñó un ojo y se señaló el corazón con la mano derecha extendida. Yo sentí que mi corazón se calentaba y que un relámpago de energía me subía en oleadas por todo el cuerpo. Me di cuenta de que el Supay había tratado de engañarme una vez más. La voz sí había sido la del Búho, mi padrino, y la imagen del Uwishin en la cascada de Molinuco sí era real. No tuve tiempo para avergonzarme de mi falta de confianza, sentía que otra vez estaba listo para saltar sobre mi terrible adversario, pero que al mismo tiempo había descubierto, en ese momento, cómo iba a vencerlo sin pelear. El Supay se dio cuenta de que algo había cambiado dentro de mí y pareció titubear, pero arremetió de todas formas: tras un movimiento de una mano, se transformó en un lobo de pelaje negro y erizado, a punto de lanzarse sobre mi cuello, pero no moví un músculo. En un segundo se transformó entonces en un oso levantado sobre sus dos patas. Agitaba sus garras y gruñía mientras le caía la baba espumosa sobre el pecho. Lo quedé mirando, impasible, sin dejar quelaelespalda. miedo se de mí. Entonces decidí darle Unapoderara aullido terrible salió de algún lado. El viento helado empezó a soplar y en un momento descendió una pesada niebla sobre la montaña.
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No se me ocurrió otra cosa que reír y eso hice: reí a carcajadas durante largo tiempo. Me brotaban lágrimas de tanto reírme. Luego empecé a cantar algo que nunca antes había cantado, en un idioma muy dulce y melodioso, y me lancé a bailar zapateando sobre la tierra, dando vueltas sobre mí mismo y elevando los brazos al aire. Mientras lo hacía, sentí que la energía de la Tierra subía por mis pies, por mis piernas, por mi tórax, por mi garganta, y salía por y subía las estrellas, llenando de una mi luzcabeza multicolor. LaaTierra estaba alegre. Lotodo sentía en cada una de mis células. Escuché que ella me decía algo que ese rato no entendí pero que, luego de muchos años, supe que significaba «Gracias». Nadie tenía derecho a secar la vida. Nadie debía interrumpir la parábola del destino. Asícon meuna encontró y cantando. Llegó antorchaPedro, en una bailando mano y una pistola en la otra. Me quedó viendo, incrédulo, sin saber si reír o bailar conmigo. Al final, no se aguantó las ganas y optó por ambas cosas. Al día siguiente, tomé mi mochila y partí acompañado por Pedro. Este me había pasado una mano sobre el hombro, y no cesaba de agradecerme por lo que había hecho. Yo insistía en que el agradecido era yo: no solo había recordado quién era en realidad, sino que me había permitido ser parte de la sanación de esas tierras. Ahora ya no volvería a ser el mismo. Aunque no
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se lo decía a Pedro, muy adentro de mí, yo sentía pena por el Supay: él nada más estaba protegiendo su territorio ancestral. Somos nosotros los invasores, no ellos. Nosotros somos los demonios de esos seres poderosos. Estaba pensando en eso, cuando vi de nuevo a quien debía ser el verdadero Juan Pasto, arando la tierra. El hombre paró para vernos pasar y nos hizo una señal de saludo con la mano. Pedro y yo le contestamos, pero yo sentí que aquel no era Juan Pasto, que seguía siendo el Supay, que aún tendríamos muchas batallas por delante pero que, mientras yo fingiera no creer en él, lo mantendría a raya. «Cuando no creen en nosotros, nos matan», había dicho. No lo había matado, no, pero al menos había retrasado su plan para adueñarse otra vez de la Tierra.
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Bella Aurora (Quito - Pichincha)
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a casa está a una cuadra de la Plaza Mayor, diagonal a las Escribanías. Tras su portón de madera, remachado con gruesos clavos de cabeza redonda, habita una familia de antiguo linaje salmantino, presidida por don Melchor de Aranda y doña María José de Artuñedo, matrimonio que goza de sólida posición económica, gracias a las entradas que gotean desde sus encomiendas de Chumaquí, Pelileo, Quinchicoto, Tanilagua y sobre todo Machache, donde crece el mejor ganado bravo de la zona. En esta casa solariega, muros de adobe y amplio patio con pileta en el centro, ha florecido una hermosa muchacha cuyo nombre tiene su historia; evoca la noche en que don Melchor temió que doña María José desfalleciera en mitad del difícil y prolongado alumbramiento mas, cuando todo parecía anunciar la tragedia, una sonrosada niña rompió a llorar al amanecer de un despejado día de verano: la llamaron Aurora, pero con el tiempo su delicada hermosura se enhebró a su nombre, al punto que en la villa todos la conocen como Bella Aurora.
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En una exhalación han pasado diecisiete años y la niña se ha hecho mujer entre las paredes de aquella casa decorada con muebles de cedro, tapices y cortinajes de seda, pero estrecha para sus secretos sueños. Además de rezar, tejer, bordar y elaborar dulces junto a un grupo de doncellas de su misma edad, ha aprendido a leer en los gruesos libros que bajo llave guarda su padre en el estudio. Doña María José, criada desde pequeña en un convento, a duras penas si aprendió a leer y escribir, pero se esforzó para enseñarle, ante los ruegos de Bella Aurora, a engarzar una letra con otra, con la promesa de que jamás se lo dijera a su padre. Los personajes y mundos que la acechan, desde las páginas de los libros prohibidos, han avivado el torrente de sus venas. Bella Aurora paladea, como si recitara un ensalmo secreto, palabras como nigromante, bucéfalo, cantárida, necrópolis, espejismo, cuya resonancia le provoca estremecimientos voluptuosos y, a escondidas de su familia, se deja cortejar por la mirada de un caballero salido de uno de sus libros preferidos; se trata de un mozo de ojos negros, que la sigue por la casa, la espera en su dormitorio y, arrastrado por la pasión, promete raptarla y llevársela lejos para hacerla suya en un castillo lejano o en alguna oscura venta del camino. Tras esos deslumbrados ojos azules y ese cuerpo delgado pero turgente, cubierto hasta el indómito, minotauro...
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cuello por gruesos vestidos que besan el piso, nadie sospecha que Bella Aurora no es una sino dos: de día gusta de representar la adolescente reservada, hacendosa y obediente que maravilla a todos con extraños arabescos en el bordado y su reconocida habilidad para elaborar platillos agridulces. De noche, en cambio, se vuelve un ser furtivo que se desliza entre las sombras calladas de la casa, escribe apasionadas cartas al amante de sus sueños y, cada vez que elporardor gana sudecuerpo, se desliza hurtadillas las escaleras piedra, abre la puertaa de calle, apenas protegida por un chal de hilo, y se muestra al parpadeo agónico de los faroles de sebo, a la niebla que repta a esas horas por las calles, al espíritu del hombre que un día no muy lejano la subirá a su grupa encendida. pezuñas otra vezdalasunarenas del Las sueño. Bajo de la Huaira bruma vadean del amanecer, giro enérgico sobre sí mismo y apunta agujas hacia el percal que ondea más allá del barranco. La madera de la puerta cruje con la brisa. También sus huesos crujen dentro del atadijo de tendones y músculos crispados. Un torbellino de sangre ruge en sus oídos. Resopla, lanza coces al aire y luego arremete contra los costillares del pequeño corral. Un prado de espigas doradas flamea en su memoria, al igual que las colinas esmeralda donde, hasta hace poco, corría asustando gorriones y mariposas. Se ve a sí mismo: carne encendida,
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hachazo de sombra entre la niebla; el poderío de su cornamenta enfrentando una y otra vez los capotazos del ventarrón lo tienta, remolino polvo caliente, que ya como cariciayadecomo aire helado. En de la lejanía, un muchacho de ojos profundos lo cita con ademán urgente, él acude a todo correr hasta el labio del abismo, y salta. Huaira se sacude las imágenes del sueño agitando la poderosa testuz y vuelve a embestir contra el toril improvisado. Alguien, a lo lejos, grita una maldición. Un extraño presentimiento hace que Huaira se quede quieto, tenso, esperando la estocada de la muerte. Con el nuevo día, se abrirá oficialmente la celebración de Corpus, pero en la villa todos se han puesto de acuerdo para que la fiesta empiece una semana antes, en medio de una barahúnda de petardos, bandas de música, danzantes yumbos y puestos de higos enconfitados, nogadas, chigüiles, suspiros y llapingachos. La hasta hace poco apacible villa ahora huele a una mezcla de aguardiente, mapahuira, urea y pólvora quemada. Los borrachos están regados por todas partes como muñecos sin vida. Alguno, aún en pie, doblado sobre sí mismo grita reclamos confusos a la oscuridad que se disipa. El frío atenaza con fuerza pero, a medida que clarea, se distinguen mejor las sombras que se deslizan con paso menudo por las calles. Las beatas pasan santiguándose: ¡Que los condene
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la ira divina, que se los lleve al averno, borrachos del demonio!, ¡herejes! Manuel abre los ojos mientras manotea los últimos fragmentos de un sueño extraño. Las campanas anuncian la misa de seis. La villa entera se pone en movimiento, espléndida y animosa. Luego de que la procesión recorra a paso lento las angostas calles, arrobada por un oleaje de cánticos, rezos, alabanzas, humo de incienso y guirnaldas que caerán desde los balcones enjaezados; y una vez que el anciano obispo, rodeado de sus canónigos, levante su mano sarmentosa y, desde el pórtico de La Catedral, bendiga en latín al pueblo arrodillado ante la sagrada custodia, empezará, por fin, la otra fiesta: la de los toros. Huaira inclina la testa y escarba en el piso. Bella Aurora, antes de salir a la procesión, abre el ventanuco de su dormitorio y mira con angustia el cielo encapotado. Entre sus manos descansa su primera colcha para la fiesta taurina; durante el último mes, ella misma bordó flores de estambres dorados alrededor de un mullido corazón púrpura, y completó los bordes con brillos y lentejuelas. De los flecos de la colcha, cuelgan sendos doblones de oro. Los ahí como premio paratoro el valiente que logrepuso despojar de su justo colcha al octavo de la tarde, que ha sido dedicado a ella por su propio padre. Huaira es una pesadilla retinta; toro cuajado, bien puesto de pitones y con una estrella blanca
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en la testuz; digno heredero de los primeros toros bravos que trajeron los jesuitas desde los campos navarros; soberano indiscutido de los toros de lidia que con esmero cría el encomendero Melchor de Aranda. Ante los curiosos que se asoman a su estrecho corral, ha dado muestras de una bravura pocas veces vista. Mete miedo de solo verlo. Cada tanto, sus bramidos rivalizan con los truenos que revientan tras los nubarrones y, empecinado,
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arremete la empalizada que amenaza ceder antecontra su empuje. Nadie se atreve a ponerlecon la colcha de Bella Aurora sobre el lomo. Nadie, excepto Manuel, que ahora mismo salta dentro del toril y, como un áspid, le mete en el lomo dos de los cuatro ganchos de la colcha. Huaira siente el picotazo, se vuelve y escruta con ojos de fuego a Manuel. Espumarajos le chorrean por el morro. El muchacho, ante el asombro de los curiosos, no huye, se lo queda viendo un par de segundos, le da la espalda, trepa con parsimonia por los pingos maltrechos y se aleja. A dos pasos de ahí, la fiesta ruge en la Plaza Mayor. El espectáculo ya se ha teñido varias veces de rojo. La multitud, entre divertida y asustada, trata de escapar de los puntazos, pero es inevitable que los accidentes se sucedan al paso de los animales. Un grito común los une por instantes: uno de los muchachos, sobrino del obispo, es persegui- do por un fornido cornigacho, pero logra saltar por encima de la empalizada. El siguiente mozo no
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tiene tanta suerte; malherido, lo sacan a todo correr luego de que un galgueño bien armado le corneara el estómago y la garganta. Buenos toros, don Melchor, le comenta el obispo con una sonrisa estragada. Muy buenos, señor obispo, contesta el encomendero, orgulloso de la casta de sus toros traídos desde Machache para las fiestas. Bella Aurora pide permiso a su madre y se aleja con unaversirvienta que lacon sigue a pocadice distancia. Quiero qué ha pasado mi colcha, para sí y, tras rodear la empalizada, se dirige hacia los toriles. Falta poco para que salga al ruedo su toro, el octavo. Se asoma por entre las rendijas de unas tablas mal puestas y lo que ve la perturba: un muchacho se está cambiando de ropa adentro. Se recuesta sobre un bastidor y baja los ojos para que nadie se dé cuenta del motivo de su perturbación. Los gritos de te multitud arrecian, signo de que se acerca la hora del último toro de la tarde. Cuando el chico sale y se para frente a ella, los delicados huesos de Bella Aurora tiemblan bajo las gruesas enaguas. El termina de ponerse la camisa de bayeta, enseñando sin pudor el torso desnudo, quemado por el sol del campo, y luego la mira con unos ojos negros que centellean y parecen penetrar los suyos. Él se acuerda muy bien de ella; de cuando su padre, don Melchor, la llevaba a pasar temporadas a Machache. Como simple hijo del mayoral, se contentaba con mirarla de lejos y, sin que lo notara,
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trataba de lucirse frente a la
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niña cuando laceaba los temeros para alejarlos de las lecheras. Soy Manuel, dice, y al ver que no reacciona, insiste: de Machache... ¿recuerda usted? Bella Aurora se siente arrastrada por un extraño vértigo: el hijo de aquel hombre rudo venido de Andalucía, al que su padre nombró mayoral, el niño al que ella admiraba de lejos, sin que este pareciera percatarse de su existencia, está ahí, frente a ella, convertido en un joven membrudo, de facciones angulosas y ojos penetrantes. Ma... pero nu... la el, sirvienta, balbucea una desconcertada Bella Aurora, asustada, se interpone entre ambos y le pide de favor que regresen a los palcos. Bella Aurora se aleja extraviada en un dédalo de emociones confusas, con los ojos de Manuel adheridos a los suyos. Que salga el octavo toro, ordena con voz tronante don Melchor de Aranda. La multitud se queda callada cuando Huaira, hálito retinto, vuela por la Plaza Mayor, enseñoreándose en el nuevo espacio. Unos pocos se lanzan al ruedo, pero regresan espantados tan pronto el enorme animal arremete con las agujas caladas. Un picador cae con el caballo desgarrado bajo la montura. La muerte se pasea a sus anchas por el ruedo y nadie quiere ser tentado por su percal sombrío. Deslumbrante, la colcha de Bella Aurora ondea sobre el lomo de Huaira, como una capa escarlata y oro; todos dudan de que alguien pueda arrancarle la colcha, mucho menos que logren arrinconarlo
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y sacrificarlo como a los anteriores. Este sí que es un dije del mismísimo averno, exclama el regidor. El obispo se persigna, consternado. Don Melchor se acaricia la barba con evidente crispación: la primera colcha bordada por su hija descansa sobre aquel toro, cuya estampa y bravura lo enorgullece, sin duda, pero le preocupa la posibilidad de que ningún joven logre despojarlo de esta, como manda la tradición. Una mala señal, piensa, pues si todo sucede como empieza a temer, la niña no logrará marido o casará mal, que es peor aún que la alternativa del convento. En esos instantes, en medio de un tenso silencio, aparece caminando, con los brazos abiertos, Manuel. A Bella Aurora se le hace un nudo en el estómago; si alguna vez imaginó a un caballero andante, aquel muchacho de fina estampa, más moro que cristiano, es lo más cercano a sus fantasías. Manuel viste camisa blanca y pantalón negro, con una faja púrpura en la cintura, herencia de su padre. No lleva nada en las manos y avanza sin miedo, con la cabeza alta y la espalda erguida. Huaira y él se conocen desde hace tiempo, tan bien como dos hermanos que se han vuelto enemigos mortales. Manuel lleva su rúbrica sobre la cadera derecha: una herida larga, profunda y encarrujada que atardó sanar. Él lo habíajugando cuidado ya tratado como los endemás novillos, capearlo a campo abierto, pero Huaira —así lo bautizó él mismo— era diferente. Ternero escurridizo y arisco,
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con el tiempo cobró fama por la velocidad con que devoraba los espacios y la ferocidad de su acometida. Su padre se lo por advirtió: consantísima, ese bicho que veleto te metas, chaval, mi mare esa no fiera es fuego y hiel. Pero él quiso probar y probarse: ¡aja, aja, torooo! El andaluz constató, con una mezcla de asombro y orgullo, cuánto arte taurino llevaba su hijo en las venas: tras unos pases de tanteo, hilvanó redondos, naturales y derechazos que completaba con pases de pecho, sacándose luego al toro por la hombrera contraria. Huaira parecía danzar con el percal, mas la desgracia estaba ya en el aire, esperando su hora: poco después llegó la cornada que levantó a Manuel por los aires y lo lanzó fuera del encerradero. Huaira no pudo rematarlo con su cornamenta de toro cuajado, aunque no le alcanzaba la edad para serlo. La muerte, por un instante, rozó a Manuel con su capa negra. Ole, susurró él, ganado por la niebla. Ahora lo cita con un ¡aja, torooo!, que retumba en el prolongado silencio de los tendidos. El bicho se siente aguijoneado por el desafío, resopla y arranca a correr contra el bulto. Ante el horror del público, Manuel no mueve un músculo hasta cuando las agujas están a dos palmos de su cuerpo; en un destello engaña la embestida y, con giro soberbio, le desgarra el lomo al arrancarle de un zarpazo la colcha que él mismo le había colocado. La multitud, que nunca antes ha visto un
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espectáculo semejante, estalla en gritos y aplausos. Tras un breve pasmo, Aurora que vuelve a nacer. También don Bella Melchor tienesiente la sensación de que la vida retorna a sus pulmones. Lo ha reconocido: es Manuel, el hijo del andaluz que está a cargo de sus toros de Machache. Pero, ¿qué hace ahí?; ¿desde cuándo un muchacho como ese se toma la atribución de entrar a la Plaza Mayor a enfrentarse con uno de sus toros? No hay que negar, sin embargo, que el chaval tiene valentía, que destila galanura e incluso señorío, masculla para sí. En buena parte se alegra pues, hasta ese instante, todo lo que la villa ha conocido como fiesta de toros es una multitud corriendo delante, al lado o detrás de los bichos; un puñado de rejoneadores asustadizos, de espontáneos capeando al andar, de gavilleros que confunden la valentía con la crueldad, mientras en el ruedo se mezcla la fanfarria de la vida con el inevitable aldabonazo de la muerte... Pero esa galanura, ese empaque, esa contienda limpia entre un hombre y un toro es otra cosa, acaso el preludio de la lidia que en el futuro verán en la villa... Don Melchor no tiene tiempo de continuar con sus cavilaciones; el público ha vuelto al silencio: burlado y enardecido por la sangre que ya le humedece el lomo, Huaira embiste de nuevo al muchacho que, con la colcha de Bella Aurora en la diestra, espera tenso, contenido, desafiante en el centro de la plaza. Manuel siente que el pitón
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derecho de Huaira pasa silbando a un palmo de sus costillas; en vez de temblar ante el peligro, se entrega a la sabiduría de su cuerpo que sabe muy bien cómo marcar con los engaños la trayectoria a seguir para someter a la fiera. Manuel ejecuta, con gracia suprema, naturales, molinetes, verónicas, trincherillas, majestuosos ayudados por alto y por bajo, y se da cuenta, como quien se mira desde fuera, que el remate del último pase, que lo saca por la pala del pitón, lo ha realizado por detrás de la cadera, quedando de esta manera colocado para la siguiente serie. Los tendidos rugen: ¡ooole!, ¡ooole!, ooole!, ¡ooole!, ante el desconcierto de Huaira que ahora escarba, orejea y retrocede. La colcha que engarria la mano derecha de Manuel está mojada. Desde el centro del ruedo, mira la felicidad de los tendidos y, lentamente, su corazón se calma, se enternece. Con alivio se da cuenta de que Huaira ya nada le debe. El animal lo observa impotente, agitado. Los espontáneos, al sentir la debilidad del toro, empiezan a meterse al ruedo, para acabarlo. Manuel mira a sus espaldas y, en un segundo, se decide: corre hacia un costado de la empalizada y se detiene al lado de esta; se da la vuelta de lanuevo, invita: ¡aja,hay to-rooo! Por un instante,y, en miradalo de Huaira algo humano que dice sí, entiendo Manuel, entiendo muy bien lo que tratas de hacer; entonces embiste bufando, a todo correr, con esa su temible cornamenta de veleto por delante.
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La palizada está ahí, pero al mismo tiempo no está: sobre los pingos, Huaira ve montañas, laderas y pastizales que emergen vividos de su memoria. Manuel se hace a un lado y deja que Huaira salte sobre la palizada y derribe la última barrera que lo separa de la libertad. El público grita, alarmado. Un toro suelto por las calles, máxime cuando se trata de un bicho como aquel, puede ser el preludio de una terrible desgracia, pero nada pueden hacer: el animal enfila hacia el sur de la villa, adivinando a tientas el aroma del campo, mientras una terrible tempestad termina con los jirones de la fiesta. Bajo la intensa lluvia, Bella Aurora sonríe con los dedos entrelazados sobre las piernas; está completamente empapada, tiene el rostro encendido y parece sorda al urgente llamado de sus padres que, refugiados bajo un cobertizo, no entienden por qué no se mueve de la silla; si alguien la conociera, al menos un poco, sabría que en esos instantes ella es una dama de antiguo, deslumbrada y complacida frente a un lance en su honor. Se daría cuenta, también, de que un caballero andante venido de tierras lejanas, con su inolvidable hazaña, ha dejado, en lo más profundo de ella, su hierro al rojo vivo. en casa, Bella Aurora es desnudada y secada porYa solícitas sirvientas. Poco después, bebe chocolate caliente, mirando al suelo. Aunque no se lo ha dicho a nadie, Bella Aurora soñó la noche anterior
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que un toro se metía a la casa, derribaba la puerta de su dormitorio y, erguido sobre su cama, le corneaba el corazón. No imaginó entonces lo que aquel sueño en verdad significaba: Manuel fiera cuajada, Manuel minotauro, ahora mismo anda suelto en medio de la tormenta, Bella Aurora; el nigromante celo recorresusurra el espejismo de las calles, esperandoena que llegue la noche para derribar él también la barrera que lo separa de la única libertad posible, la que sus indómitos corazones reclaman lidiar en la arena del mundo.
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Estudio de Historias espectrales Por Francisco Delgado Santos
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[Biografía del autor]
E
dgar Allan García, Esmeraldas, 1959. Profesor universitario, guionista de televisión, traductor. Es autor de 25 libros de ensayo, poesía y narrativa. Ha ganado en tres ocasiones el premio nacional Darío Guevara Mayorga, en dos la Bienal de Poesía y el premio nacional Ismael Pérez Pazmiño, además de varios galardones internacionales como el premio especial en el concurso Plural (México), el Mantra (Argentina) y el Susaeta (Colombia). En el año 2005 se publicó en Japón 12 millones de ejemplares de su cuento Noguchi en el diario Yomiuri.
Con Alfaguara ha publicado Leyendas del Ecuador (ocho ediciones) y Palabrujas (tres ediciones).
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[Análisis de la obra]
es un conjunto de catorce relatos ubicados en diferentes épocas: aborigen (Taita Carnaval y Los gigantes de Sumpa); colonial istorias espectrales
(El tesoro de Francis Drake, El espectro furioso, Los fantasmas del Cerro Santana, Cefe-rino y el Demonio y Bella Aurora), y republicana (El Bambero y el Riviel, La Piedra yumba, El jinete sin cabeza, La emparedada, El terrible Es- píndola, Un demonio en la Floreana y El Supay).
Cuatro de ellas pertenecen a la tradición oral de la Costa, ocho a la de la Sierra y una a la de Galápagos. Con respecto al Oriente, en Leyendas del Ecuador, consta Etsa, leyenda de la Amazonia ecuatoriana. El títuloladelconstante volumen espresencia acertado, no porque anuncia de solo espectros (fantasmas, imágenes de seres monstruosos o de personas muertas que se aparecen a los vivos), sino porque, a pesar de basarse en conocidas leyendas de nuestro medio, los textos han sido
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recreados de tal manera que han abandonado su anonimato y han pasado a convertirse en relatos de autor. Lo probaremos con el señalamiento de algunas de las notas esenciales con que García ha trascendido la anécdota inicial y ha caracterizado su voz narrativa. El autor hace de la sencillez expresiva uno de sus mejores recursos y adorna su estilo con acertadas figuras. Así, en El jinete sin cabeza, utiliza onomatopeyas y símiles de excelente factura: El tacatac tacatac del caballo se empezaba a escuchar lejano, como si viniera de la región de los sueños (pág. 23).
García echa mano de expresiones coloquiales que llenan de vivacidad al relato. Así, cuando los vecinos descubren que el temido jinete sin cabeza no es sino el cura disfrazado, exclaman: Es el Dr. Pedroza. Dios mío, nada menos que el clérigo de San Luis. Qué vergüenza. Qué barbaridad. Adonde vamos a parar. Esta es señal de que está cerca el fin del mundo (pág. 27).
Y concluyen: Los fantasmas no existen, pero de que los hay, los hay (pág. 27).
En El terrible Espíndola, un narrador omnisciente nos acerca a un grupo de bandidos que beben en su guarida mientras escuchan una historia.
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Una de las características de este texto es el uso del léxico local. En efecto, se nos presenta al Chazo Llerena, al Mocho Verduga o al Mollete Roberto, lo cual no solo evoca la costumbre azua-ya de chantar apodos a las personas y hacerlo extensivo a sus familias, sino a la dureza con que se lo hace. No se hablará, entonces del Luis Alvear, de los Montesinos o del Rigoberto Cordero, sino del Cojo Alvear, de los Chivos Montesinos o del Caldo de Huevos Cordero... En este mismo relato es importante señalar el uso paródico de las palabras tic de sus hablantes. Así escuchamos la utilización del dizque infinidad de veces, por parte del Mocho Verduga. La adjetivación es sobria y exigente (risa convulsa, aroma poderoso, voz tronante, herida encarrujada); y el lenguaje se torna especializado, por ejemplo, ei> Bella Aurora, cuando el acontecimiento lo amerita: Manuel ejecuta, con gracia suprema, naturales, molinetes, verónicas, trincherillas, majestuosos ayudados por alto y por bajo, y se da cuenta, como quien se mira desde fuera, que el remate del último pase, que lo saca por la pala del pitón, lo ha realizado por detrás de la cadera, quedando de esta manera colocado para la siguiente serie. Los tendidos rugen: ¡oooole!, ¡oooole!, ¡oooole!, ¡oooole!, ante el desconcierto de Huaira que ahora escarba, orejea y retrocede (pág. 128).
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García es un hábil retratista de sus personajes. Para él los duendes tienen: ... cerebro de nuez, manos de viento, ojos de canto de lluvia, pasos de lobo, sueños humanos (pág.
B úho,
9). El Riviel es: Un hijo del demonio. Por las noches anda río arriba y río abajo, navegando dentro de un ataúd que tiene una vela encendida en la tapa. A veces saca la cabeza y se alcanza a ver una calavera horrible que lo mira a uno con ojos de fuego, (pág. 15)
Sir Francis Drake es de: ... barba rojiza y puntiaguda, su nariz afüada, sus ojos pequeños, su frente amplia, sus cejas muy finas y arqueadas, como si alguien las hubiera dibujado a lápiz... (pág. 35).
Y el demonio es algo con garras y cuernos de macho cabrío, un ser de la oscuridad con ojos de gato, de aliento pesado, colmillos, gruñidos de animal hambriento que chasquea su lengua inmunda. El autor es, además, un hábil constructor de atmósferas terroríficas: Pedro encendió una vela y la lanzó sobre la leña de la chimenea. Al poco tiempo las llamas iluminaron de nuevo el lugar. Yo estaba empapado y
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temblaba ya no de frío, sino de miedo; de miedo no, de terror. No quería preguntar nada. No quería saber nada. Deseaba que amaneciera para salir corriendo de ese fin del mundo (pág. 99).
Y de construcciones que retratan el desasosiego, el pánico, el temblor que paraliza y produce el tartamudeo incontenible de los personajes: No quería saber nada de nada. Primero, un demonio llamado Juan Pasto, ja, qué tal, un Supay con nombre de ser humano, qué les parece, me decía a mí mismo en voz alta, casi gritando, luego esa visita, esa hecatombe horripilante de anoche, esa garra peluda, ese aliento, ese... pero qué, un ser, una cosa, un animal, algo que no imagino qué pudo haber sido... (pág. 100).
En Bella Aurora, al igual que en El Supay, la anécdota original es sometida a un complejo proceso de recreación, al que se agregan contenidos simbólicos que hacen de estos dos de los más logrados relatos del conjunto. ofrece muchas más posibilidades para el análisis, la crítica y la interpre Historias espectrales
tación. Solo por citar algunos de estos posiblesy ejercicios, mencionemos el tratamiento del tiempo el espacio, el ritmo narrativo, la focalización, la identificación de los tipos de narradores preferidos por el autor, el cotejamiento de las versiones originales de estas leyendas con los textos [13EJ
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presentes, el análisis de una transtextualidad que a ratos evoca a Poe en lo literario y a Buñuel en lo cinematográfico, etc. Pero no se trata aquí de agobiar al lector con estas propuestas, sino de sugerir al estudioso algunas rutas de análisis, después de su pleno disfrute del texto. Queremos concluir poniendo de relieve las palabras del narrador de la historia El Supay referidas a que la manera más efectiva de matar a los espectros es dejar de creer en ellos. Recordemos, antes de perpetrar tal crimen, que hay cierto tipo de espectros, como los de estos relatos, que provienen de la tradición popular —que es como decir del alma del pueblo— y que son parte de la cultura, de nuestra cultura, cuyas raíces debemos proteger a toda costa. De tal suerte que mientras sigamos contando, recopilando, transcribiendo, leyendo, recreando estas historias, la supervivencia de una parte importante de nuestra identidad estará garantizada.
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[índice]
Prólogo
5 9
Duendes
11
El Bambero y el Riviel
19
La Piedra y u m b a
23
El jinete sin cabeza
29
La emparedada
35
El tesoro de Francis Drake
39
El espectro furioso
45
Taita Carnaval
51
Los fantasmas del Cerro Santana
59
Ceferino y el Demonio '
65
El terrible Espíndola
73
Los gigantes de S u m p a
79
Un d e m o n i o en la Floreana
91
El Supay
11 7
Bella Aurora
131
Estudio de Historias espectrales
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