PLACER, OSTENTACIÓN Y CONOCIMIENTO: UNA APROXIMACIÓN A LA HISTORIA DE LOS MUSEOS ESPAÑOLES
I. Las colecciones privadas como origen del museo público en España
1) Tesoros eclesiales
Si tuviésemos que remontarnos a la primera edificación que albergó una colección o museo, habríamos de remitirnos a las iglesias del Occidente cristiano, que, además de ser centros de la vida espiritual, albergaban desde la alta edad media un repertorio riquísimo de bienes, ornamentos y trofeos. Estimulados por el renombre del tesoro de San Marcos, en Venecia (que, desde que se creó en el siglo XIII, exponía en el altar principal cinco veces al año, para que los fieles gozasen de su contemplación), los muros y crujías de todos los templos acogían una colección de obras de arte, un tesoro de objetos preciosos, producto de la búsqueda incesante de objetos insólitos y milagreros que ofrecer a Dios y a su Corte Celestial: reliquias de santos, maravillas de Oriente traídas por cruzados y peregrinos a Tierra Santa, riquísimos trabajos de orfebrería bizantina y sarracena, fantasías producidas por el capricho de la naturaleza, restos de la tradición grecorromana, objetos benéficos y protectores dotados de cualidades mágicas, huesos de mártires, restos de personajes bíblicos (la tibia de Goliath), exvotos de cera, alhajas y adornos profanos, tableros de ajedrez, botines y despojos de guerra, ornamentos litúrgicos y testimonios varios de razas fabulosas. Esta práctica es un testimonio más de la adhesión de la imaginación medieval a lo extraordinario, por las rarezas y los mirabilia (milagros, monstruos, ordalías o proezas caballerescas, sacrificios de los mártires y calamidades o prodigios naturales). Tales objetos de las colecciones medievales no son apreciados ni por su valor documental o histórico, ni por sus cualidades formales o estéticas, puesto que van más alla del placer que produce la contemplación de la belleza: de acuerdo con el gusto medieval, los objetos que reciben cobijo en el templo cristiano encontraban su razón de ser como depósito de sentidos simbólicos, y prueba tangible de la inagotable capacidad creadora de lo divino. Todos estos objetos tenían una naturaleza religiosa, pues, para los hombres del Medievo, todo aquello que, a sus ojos, presentaba algún valor debía ofrecerse a Dios. Esta forma preinaugural de museo ni siquiera constituye una colección como tal. El principio que la caracteriza es más bien el de tesoro, es decir el de un heteróclito almacén de bienes acumulados espontáneamente a lo largo de los siglos y ajeno a toda intención clasificadora o temática. Y, de hecho, así se denomina a la cámara de la iglesia en que se guardan estos bienes, el thesaurus.
16 Y es ese mismo valor de tesoro el que impone las características del recinto en el que se exhibe, así como las condiciones de su contemplación, a medio camino entre lo privado y lo público. Los tesoros eclesiásticos, se rodean de un aura de inaccesibilidad, son exhibidos tras la reja de una capilla, colgados de cadenas, a veces mostrados con toda solemnidad a algún visitante ilustre, cubiertos con velos o cortinas de terciopelo, casi siempre guardados «con muchos cerrojos» en los armarios y arcones de sacristías y cámaras y sólo entrevistos entre los inciensos ceremoniales de alguna fiesta mayor, en las coronaciones de los monarcas o en los cortejos fúnebres. Como queriendo significar con ello una idea muy propia de la sensibilidad medieval: la de que la verdadera belleza, es decir, Dios mismo, es inaccesible y que sólo se alcanza en el Paraíso. Así entendida la colección, como un tesoro, impone un orden sui generis sólo sometido a la ley accidental del azar. En medio del silencio impuesto por lo divino, en un espacio ingrávido de meras intenciones espirituales, sobre la desnuda piedra de sus ermitas o entre la inmaterialidad de los encajes de piedra y cristal, un verdadero arsenal de riquezas y obras mundanas, de objetos grandes, pesados y lujosísimos, de emblemas de una vanidad refinada y terrena se asociaba a un tejido de aventuras de fábula y de leyendas milagreras que conectaban de manera ideal con el universo mental del Medievo. 2) El individualismo moderno y el gusto de coleccionar
Es en el umbral de la modernidad, con la llegada del Humanismo renacentista, cuando la primera gran oleada museológica se extiende por Europa, difundiendo la incorporación de las élites al hábito del coleccionismo, haciendo de él una ocupación cultural prestigiosa. Es cierto que ciertas formas de coleccionismo ya preexistían en época medieval, pero orientadas al amasamiento de preciosidades y tesoros, valorados por su riqueza material. La llegada del Renacimiento supone un estadio nuevo, definido por el placer intelectual de la apreciación estética, en el que el coleccionismo empieza definitivamente a entenderse más como contemplar y menos como poseer . Esta emergencia del coleccionismo que que se extiende por la Europa hacia 1550 no se detendrá en adelante, emprendiendo en los siglos siguientes un largo viaje lleno de nuevas experiencias y apasionantes personajes. Pero volvamos a ese momento inaugural del Renacimiento. Este entusiasmo coleccionista es inseparable de fenómenos más profundos y más extensos a los que hay que aludir, todos ellos derivados de la emergencia de una ideología del individuo —en la que el hombre deja de ser entendido como perteneciente a una categoría general (súbdito, cristiano, siervo) y empieza a ser considerado como un ser único y distinto de los otros—, una creciente conciencia del yo y una afirmación de la propia personalidad. En particular, emerge un nuevo sentimiento que se irá afianzando en el curso de los siglos y que podemos definir con el término de gusto. Es decir, una vinculación íntima y libre con las cosas, un sistema subjetivo de afinidades y preferencias, en
16 Y es ese mismo valor de tesoro el que impone las características del recinto en el que se exhibe, así como las condiciones de su contemplación, a medio camino entre lo privado y lo público. Los tesoros eclesiásticos, se rodean de un aura de inaccesibilidad, son exhibidos tras la reja de una capilla, colgados de cadenas, a veces mostrados con toda solemnidad a algún visitante ilustre, cubiertos con velos o cortinas de terciopelo, casi siempre guardados «con muchos cerrojos» en los armarios y arcones de sacristías y cámaras y sólo entrevistos entre los inciensos ceremoniales de alguna fiesta mayor, en las coronaciones de los monarcas o en los cortejos fúnebres. Como queriendo significar con ello una idea muy propia de la sensibilidad medieval: la de que la verdadera belleza, es decir, Dios mismo, es inaccesible y que sólo se alcanza en el Paraíso. Así entendida la colección, como un tesoro, impone un orden sui generis sólo sometido a la ley accidental del azar. En medio del silencio impuesto por lo divino, en un espacio ingrávido de meras intenciones espirituales, sobre la desnuda piedra de sus ermitas o entre la inmaterialidad de los encajes de piedra y cristal, un verdadero arsenal de riquezas y obras mundanas, de objetos grandes, pesados y lujosísimos, de emblemas de una vanidad refinada y terrena se asociaba a un tejido de aventuras de fábula y de leyendas milagreras que conectaban de manera ideal con el universo mental del Medievo. 2) El individualismo moderno y el gusto de coleccionar
Es en el umbral de la modernidad, con la llegada del Humanismo renacentista, cuando la primera gran oleada museológica se extiende por Europa, difundiendo la incorporación de las élites al hábito del coleccionismo, haciendo de él una ocupación cultural prestigiosa. Es cierto que ciertas formas de coleccionismo ya preexistían en época medieval, pero orientadas al amasamiento de preciosidades y tesoros, valorados por su riqueza material. La llegada del Renacimiento supone un estadio nuevo, definido por el placer intelectual de la apreciación estética, en el que el coleccionismo empieza definitivamente a entenderse más como contemplar y menos como poseer . Esta emergencia del coleccionismo que que se extiende por la Europa hacia 1550 no se detendrá en adelante, emprendiendo en los siglos siguientes un largo viaje lleno de nuevas experiencias y apasionantes personajes. Pero volvamos a ese momento inaugural del Renacimiento. Este entusiasmo coleccionista es inseparable de fenómenos más profundos y más extensos a los que hay que aludir, todos ellos derivados de la emergencia de una ideología del individuo —en la que el hombre deja de ser entendido como perteneciente a una categoría general (súbdito, cristiano, siervo) y empieza a ser considerado como un ser único y distinto de los otros—, una creciente conciencia del yo y una afirmación de la propia personalidad. En particular, emerge un nuevo sentimiento que se irá afianzando en el curso de los siglos y que podemos definir con el término de gusto. Es decir, una vinculación íntima y libre con las cosas, un sistema subjetivo de afinidades y preferencias, en
17 materia de música, literatura, cocina o arte, destinado a convertirse en un criterio de elegancia mundana y de afirmación personal del sujeto en cuanto poseedor. En este nacimiento de la colección privada va a tener un papel importante la vivienda urbana, el tener una casa propia, entendida como un ámbito que alimenta los sentimientos de identidad del individuo moderno: la instalación domiciliaria permite espacios de lectura, de degustación solitaria de monedas y antigüedades, favorece la meditación y la escritura de un diario, los entretenimientos domésticos, de un modo nuevo, ignorado la sociedad medieval, marcada por la rigidez de las estructuras feudales. Y es que el Humanismo trajo una liberación frente a la omnipotencia de lo sagrado y la apetencia de un nuevo terreno intelectual, laico y profano, desvaneciéndose la idea de que la religiosidad es la única expresión de vida espiritual. La Iglesia empieza a perder el monopolio de las almas humanas y el deseo de trascendencia se proyecta sobre ámbitos nunca antes practicados. 3) Studioli y gabinetes de curiosidades Los contenidos de las colecciones en estos primeros siglos siguen las modas de la época. Están formadas por armas, objetos científicos, rarezas traídas de América, reliquias de santos, etc. Pero una de las aficiones que cala con más fuerza es el interés por las cosas grecorromanas, como corresponde a una época filoclasicista como es el siglo XVI. Como dice Maravall, «todos los modernos son un poco anticuarios»: monedas y medallas, inscripciones y estelas funerarias, estatuas y restos de monumentos. La manía antiquizante procedente de Italia llega muy pronto a España, extendiéndose de Tarragona a Huesca, de Valladolid a Valencia. Y sobre todo a Sevilla, donde encontramos a humanistas como Argote de Molina, que crea en su casa de la calle Francos un camarín tan insigne que será visitado por Felipe II, o la aún más célebre Casa de Pilatos, perteneciente a la familia de los Enríquez, amigos de los Medici, que acopiarán en sucesivas generaciones el mejor tesoro de alabastros y bustos traídos de Roma, de armas y esferas armilares, así como una urna que según decían contenía las cenizas del emperador Trajano; gabinetes madrileños madrileños como el del culto Arias Arias Montano, tan nutrido de mármoles y Cupidos que se extiende por los pórticos de su residencia y jardines, que se convierten en un refugio de la sensibilidad pagana, También la nobleza mallorquina se incorpora a los gustos filoclasicistas, orientando sus preferencias hacia la pintura y los libros. Teólogos, literatos, médicos y mercaderes, príncipes y eruditos, se aficionan a esta práctica, a la que se da una cierta trascendencia, pues la Antigüedad no tiene sólo un atractivo histórico sino también sentimental: es un ejemplo de vida, y la colección es su mejor escenario. Un escenario, por lo demás, entendido muy libremente pues sobre el respeto a la verdad histórica primaban todo un conjunto de fantasías: son bien conocidos los incontables fraudes, en los que célebres artistas hacían pasar por descubrimientos arqueológicos obras fabricadas por ellos
18 mismos. El estafador más conocido es el propio Miguel Ángel que entierra en su jardín un Cupido durmiendo y se le vende a un cardenal, haciéndola pasar por una antigüedad recién descubierta. Más elocuente aún es la práctica habitual de las restauraciones anacrónicas, en las que se mezclaban fragmentos correspondientes a distintas épocas y autores o se añadían partes a gusto del restaurador, como es el caso, en España, de las estatuas antiguas del palacio de los duques de Alcalá, apañadas con mármoles de distintas procedencias. Una práctica, que puede resultar sacrílega a los ojos de positivismo histórico con el que hoy miramos el pasado, pero que es muy explicable en una época que aún no ha descubierto el encanto fragmentario del torso, y para la cual la belleza no podía ser más que total y completa. En líneas generales, tales colecciones no están al alcance de cualquier mirada y sólo se exponen a los ojos de una minoría privilegiada, que se intercambia visitas e informaciones: la que está en el centro de saber, del buen gusto, o de la riqueza; y este uso exlusivamente privado explica el escaso interés por su presentación, de modo que las obras, repartidas por gabinetes, corredores, galerías, camarines y jardines, se exhiben con cierta precariedad expositiva. Pero junto a estas colecciones renacentistas, desde mediados del siglo XVI, empieza a difundirse un tipo de museo que alcanzará un gran éxito, desde Lituania hasta España, de diversa escala según la fortuna, pero inspirado por un nuevo interés: son las cámaras de arte y maravillas, una especialidad que ocupa buena parte de la Edad Moderna y sustentadas sobre un dispositivo intelectual, basado en lo que se ha llamado la «cultura de la curiosidad», en estrecho parentesco con nuevas formas de saber. Veamos de que se trata. La cultura cristiana condenaba tradicionalmente cualquier exceso de curiosidad que no estuviese al servicio de la fe, como una funesta presunción que sólo conducía a la herejía, como la peor de las vanidades. El afán desmedido de conocimiento, la busca desordenada de la verdad están llenos de peligros mortales para el alma. Pero esta doctrina sobre la impertinencia del hombre culto pierde eficacia desde mediados del siglo XV, en el que la estructura del saber se seculariza y se reorganiza, de modo que la curiosidad contenida y mal temperada de los tiempos pasados encuentra un marco institucional de nuevas disciplinas en las que saciar, ya sin trabas, sus deseos de conocer: la botánica, la física, los grandes descubrimientos geográficos, la historia o la arqueología antigua. Así en el interregno que transcurre entre la era de la teología y la implantación del racionalismo científico, domina un modo de entender el saber, protagonizado por un mundo desbordante de amateurs, eruditos y curiosos que dan a la actividad museística un corte netamente moderno. No faltará quien ante el empuje de esta modalidad, lo legitime remitiendo sus orígenes al Arca de Noé, primera de las cámaras maravillosas de la historia del hombre. Las cámaras de maravillas son gabinetes atiborrados de curiosidades que se organizan como microcosmos como cosas raras. Están asentadas sobre el valor de lo singular, de las cosas raras y de los monstruos extraordinarios, acogen a toda la jerarquía de todos los seres sin distinción, pero
19 partiendo de siempre del «principio de la excepcionalidad»: muestras de antropología anómala, accidentes de la naturaleza, formas fantásticas, vestigios históricos, sucesos insólitos y personajes extraordinarios. Mandrágoras, pianos para gatos, creaciones artísticas de lisiados, via crucis tallados en un hueso de cereza, copas de nautilo, medallas de emperadores romanos, sombreritos venecianos, rompecabezas, un trozo de la cuerda con que se ahorcó Judas, la varita mágica, el perpetuum mobile… Es en la estrechez de estos gabinetes privilegiados donde se pueden conocer
todas las categorías de los seres y las cosas que agotan el universo, hasta las más caprichosas. Es este ambiente el que domina de modo espectacular en los museos de las cortes principescas europeas: el duque de Alberto de Baviera, en Munich, Francisco I de Médicis, los electores de Dresde o de Berlín, Rodolfo II de Praga y también en el de muchos particulares, grandes y pequeñas fortunas. En España, la cumbre de estas pasiones estuvo dominada por la figura de Felipe II, un personaje oscuro y misántropo, un tanto melancólico, cuya colección está a la cabeza de las europeas. Ya desde muy pronto se puede apreciar su gusto por las preciosidades, objetos y miniaturas, fruslerías, reveladores de un sentido caprichoso, juguetón, a los que se añaden armas, cuadros y libros. La colección encontró su escenario ideal en El Escorial y particularmente en la llamada librería, concebida como un lugar de encuentro de todos los conocimientos universales, literarios, científicos y artísticos, un espacio de mezcla de todo con todo, como esos cuadros de Arcimboldo, que reúnen cosas incoherentes. En ella estaban reunidos, libros, artefactos científicos, globos terrestres, astrolabios, la esfera de su padre, Carlos V, y una «sortija para tomar el sol», contenía una oficina de alquimia, con vasos y alambiques; había, asimismo, cajones con antiguedades, estatuillas de dioses, piedras duras, como las quiritas, a las que era muy aficionado, esmeraldas, cornalinas con retratos de los héroes antiguas; había también una galería de héroes y hombres ilustres; los gustos filipinos también se orientaban al mundo de la naturaleza, sobre todo en sus manifestaciones monstruosas y desordenadas. Es América la que suministra el material maravilloso de las colecciones filipinas: una piedra que es plasma de esmeralda, una cabeza de tigre guarnecida de oro, una mariposa de alas de hueso colorado, caracolas de nácar, una cabeza de mujer de piedra verde, etc. Y por último, la colección revela una afición destinada a alcanzar un gran protagonismo, la afición a la pintura del monarca, signo de los gustos de las generaciones que están por venir. Demostró esta afición cuando en la almoneda de su padre prefirió conservar los cuadros de su padre, los Tiziano, Patinir y los Van der Weyden, antes que otras joyas, como la vajilla alemana de los emperadores alemanes. Este modelo que domina un largo período, manifiesta los primeros signos de agotamiento en cuanto se asienta el siglo XVII. Es cierto que a esta centuria pertenece uno de las cámaras de maravillas más célebres de toda Europa, museo privado de Juan de Lastanosa, cuya atmosfera
20 laberíntica y misteriosa de su casa de Huesca, era un ejemplo perfecto de esa idea de colección entendida como un viaje a través del universo sin salir de las cuatro paredes del gabinete, donde la manipulación entretenida de los anaqueles y cajoncillos, la diversión que en ellos se ofrece permiten descifrar las claves del mundo y practicar ese ideal de vida retirada tan propia del desengaño barroco. Pero a medida que va avanzando la centuria, las maravillas y rarezas empiezan a perder su monopolio en los gabinetes y aunque sin desaparecer totalmente, ven cómo se desvanece su fuerza y su protagonismo anteriores. A cambio, emerge una creciente tendencia a la especialización en el ámbito del coleccionismo pictórico, que si bien ya desde el siglo XV tenía un lugar propio en las galerías de retratos protorrenacentistas, va a conocer a partir de ahora una primacía insólita. 4) El triunfo de la pintura
Los nobles españoles empiezan a desentenderse de sus camarines y bufetes naturalistas y a decantarse por las Bellas Artes. La afición a la pintura es un fenómeno nuevo de la cultura europea que, más allá del cambio de objetos, implica cambios profundos en la sensibilidad colectiva: el arte empieza a desempeñar un papel privilegiado en la experiencia humana: como dirá Pacheco la pintura «ilustra y adelgaza el entendimiento, templa el furor y dureza de ánimo, ablanda no sólo el corazón, pero el hierro duro; y el yunque y el martillo convierte en la suavidad y la blandura de los pinceles». Para entender esta novedad conviene recordar que es ahora cuando se establece en el saber una frontera neta entre las artes y la ciencia. Los principios del nuevo racionalismo parten del principio de que el conocimiento es un asunto puramente científico, donde el arte no tiene nada sustancioso que aportar: la pintura no contiene verdades. Esta especialización creciente de las letras separadas de las ciencias se trasmite a la composición de las colecciones, que empiezan a desdoblarse abandonando su vocación de compendio del microcosmos, apareciendo así un coleccionismo científico independiente, reservado a especialistas y sabios, mientras que el otro coleccionismo se orienta hacia las galerías de cuadros. La afición por los cuadros, esos «negros aerostatos», se extiende con rapidez y se convierte en tema de conversación, motivo de estudio y sujeto de ediciones, copias y réplicas. Vicente Carducho, un pintor italiano venido a España, que era también un refinado coleccionista de pintura veneciana, describía en 1633 en sus Diálogos de la pintura, sus visitas a las galerías privadas de los nobles madrileños —el duque de Alcalá, los Medinaceli, el conde Monterrey, Francisco de Quevedo—. La creciente estimación de la pintura por los coleccionistas, la abundancia de encargos cortesanos y eclesiales, la difusión del cuadro de género en los medios burgueses, dicen mucho de la estima creciente por la pintura, que se convierte, como ha explicado muy bien Ortega, en un medio idóneo para testimoniar sobre lo humano, para preguntarse sobre las cosas del hombre y de la naturaleza en el campo de la experiencia concreta, como la forma de expresión que mejor explica el mundo. Su discurso visual es la forma de persuasión más eficiente, captando la atención y deslizando
21 suavemente en el ánimo del espectador modelos de comportamiento, mensajes devotos y doctrinas políticas enmascaradas. Este auge explica la demanda creciente de cuadros en la Europa barroca y la implantación de un mercado artístico desconocido, que desborda el marco tradicional del encargo, que había dominado en el Renacimiento. Los pintores abren «tienda y obrador» —en Madrid era célebre la del bodegonista Arellano—, y aparece un nuevo tipo de cliente que ya no encarga lo que necesita sino que compra lo que se le ofrece. En Amberes se crea un mercado internacional semanal, los viernes, que surte de lienzos flamencos a toda Europa. Las grandes pintores actúan como marchantes: Rubens amasó una fortuna vendiendo cuadros a Felipe IV y Velázquez, que entre los méritos que alega para recibir la Orden de Santiago destaca el no haber tenido nunca tienda, no desprovechó la ocasión de vender a Felipe IV tres Tintoretto por 250 ducados. El caso del mercado de Sevilla es el más llamativo, por las posibilidades del comercio de ultramar, que surte de cuadros a la clientela indiana: en 1600, un marchante encargó al pintor Miguel Vázquez mil cuadros de tema profano. Esta promoción de las Bellas Artes, pues no hay que desdeñar la importancia de la escultura, permitió a los conventos y monasterios constituir también espléndidas colecciones, gracias a los encargos realizados a los grandes pintores del momento, como la serie pintada por Carducho para la Cartuja del Paular, la serie de Zurbarán para el Monasterio de Guadalupe, o el caso del Convento de San Francisco a Murillo. Serán todos estos fondos los que permitan la formacion, con la llegada del progresismo liberal del siglo XIX, la creación en cada provincia un un Museo Provincial de Bellas Artes. Otra fuente de aprovisionamiento de las colecciones son las almonedas, es decir las ventas públicos de los bienes de un particular a su muerte, requisito de toda herencia que obliga a reyes y pobres. En el Madrid barroco el comercio de pintura alcanzó gran vigor gracias a las almonedas. La más famosa fue la de Gaspar Méndez de Haro, mecenas en Italia, amigo del Bernini, y gran coleccionista que llegó a poseer más de 1800 pinturas. En el extranjero, la guerra civil inglesa puso a disposición de los compradores continentales los bienes del Carlos I, ajusticiado, y de la nobleza cortesana, como los Buckingham. Así, poco a poco, se va asentando una red de agentes y mercaderías de colección, con sus subastas públicas, sus peritos-tasadores, y sus comerciantes especializados, sus compraventas amistosas, además de un refinado sistema de regalos y contrarregalos que atiborra las galerías y donde el dinero comienza a ocupar que no hará sino crecer. En torno a este mundillo artístico, se generó una pugna novelesca. Son numerosas las leyendas sobre las rivalidades entre los príncipes, el espionaje entre los embajadores o las extorsiones entre los agentes para arrebatar una pieza codiciada por Mazarino o Felipe IV. Sin embargo, el creciente prestigio de la pintura hará de este tipo de coleccionismo una actividad reservada a los grandes fortunas. Y por tanto serán sobre todo las casas reales las que
22 estimulen su práctica y protagonicen los grandes encargos. Porque esta nueva pasión es también una forma de ostentación. Las grandes galerías que que se crean se ocupan, antes que que del valor de los cuadros como forma de conocimiento, de su significado como emblema de la riqueza y el poder de sus propietarios, que entendían el esplendor de sus casas como un requisito inseparable de la fama y la gloria. Ello les obligaba a gastar con largueza en la construcción de grandes palacios y en su ornamentación con bienes deslumbrantes. Es cierto que este objeto que empieza a ser apreciado en el mercado suntuario, no lo es tanto como vajillas o tapices: Felipe IV pagó por un tapiz florentino casi el doble que por una cuadro de Rafael, El pasmo de Sicilia, obra cuyo precio resultó desorbitado. Pero este valor de ensalzamiento de las colecciones que cumple la pintura introduce un punto de inflexión interesante en la historia de los museos al hacer derivar hacia una esfera más pública lo que antaño era un bien celosamente guardado, para el disfrute íntimo de su dueño. El duque de Lerma, valido de Felipe III, adorna una quinta en Valladolid y saca las pinturas del gabinete real para disponerlas en la galería baja, para su exhibición, como un recurso de propaganda de la grandeza de la dinastía. La llegada a Valladolid en 1603 de gran Rubens, es el acontecimiento simbólico que da paso a un cambio de cosas, fue él el que «vino a descorrer ante aquella atrasada corte de favoritos sumisos y leguleyos engreídos el esplendoroso porvenir del arte» (Madrazo). Pues, efectivamente, la Corte de los Austrias españoles se va a convertir en uno de los centros coleccionistas más activos, constituyéndose en la mejor pinacoteca europea, sobre todo con Felipe IV, con quien la colección real alcanza una dimensión cualitativamente distinta. Es bien conocido ese hecho según el cual a medida que el cultivo de las artes en España crecía con mayor esplendidez, el gobierno del estado resultaba más calamitoso y su economía más desustanciada. En efecto el rey, asesorado por Velázquez, y convencido por Olivares de que el coleccionismo real es una práctica obligada del poder, triplicará su colección a base de regalos espontáneos, compras en almonedas españolas y extranjeras, ofrecimientos forzosos, misiones diplomáticas de sus embajadores en Italia y Flandes, espionajes novelescos, envío de las facturas a los nobles de su corte y encargos directos a los artistas. El grueso de la colección se forma hacia 1630, con motivo de la construcción de una gran quintas de recreo en las afueras de Madrid, el Buen Retiro. En poquísimo tiempo se constituye una de las mejores colecciones del mundo, pues ya en 1638 la villa alberga 800 cuadros. Mientras que en comparación con las grandes residencias europeas, la arquitectura exterior era de una grandeza muy modesta, y la decoración interna quedaba relegada un papel secundario, los lienzos que abarrotaban alcobas, salones, escaleras, galerías y corredores salones y aposentos, trepando por sus paredes, marco contra marco, impresionaba a los visitantes, pues formaban un teatro de la grandeza real de uno de los príncipes más poderosos de su tiempo, y de los más arruinados, pues ni siquiera en los peores apuros de las arcas reales, cuando las leyendas dicen que no había qué comer en
23 palacio, la manía del rey no dejaba de acudir allí donde había una oportunidad de compra, como fue la almoneda del fallecido Rubens. Este protomuseo era un tanto especial, y presentaba algunas particularidades: debidas primero al apresuramiento con que se formó, de modo que la colección resultaba heterogénea y un tanto desigual en sus méritos artísticos. Además, el hecho de ser una residencia de verano, pues el rey vivía en el Alcázar de Madrid, explica que la pintura exhibida sea de pintores modernos, casi todos vivos, a veces jóvenes, menos valorados en la época, pero de excelente maestría, y que los temas fuesen intrascendentes y placenteros, es decir, bodegones, paisajes, bufones, y no cuadros de asunto religioso o histórico. Desde 1640, la colección crece a un ritmo más lento y los gustos del rey de hacen más refinados: envía a Velázquez a Italia, que vendrá cargado de Veroneses y Tintorettos, y manda agentes a la gran almoneda del siglo, la de Carlos I de Inglaterra, desbancando a otros pujadores como Cristina de Suecia, Cromwell o Luis XIV, llevándose la parte más sustanciosa, siempre con el asesoramiento de Velázquez, cuyo ojo experto hacía de filtro de las adquisiciones, aunque las malas lenguas le atribuían cierta censura sobre sus rivales. El monarca contagia su afición a la nobleza de la corte: el conde de Monterrey, al marqués de Leganés, el valido Luis de Haro, llegaron a formar espléndidas colecciones, a través de misiones diplomáticas en Europa y aprovechándose de las prerrogativas de su rango, saquear las galerías italianas o flamencas, siempre que a su vez aceptasen dejarse saquear por el monarca que de vez en cuando les ofrecía el alto honor de decorar las residencias reales: así La La Virgen del Pez , de Rafael, llegó a manos reales como dádiva del duque de Medina de las Altas Torres, quien a su vez, la había incautado siendo virrey en Nápoles. La colección de Felipe IV culminaba una colección regia extraordinariamente brillante, formada a través de siglos de mecenazgo —engrosada luego con la realizada en el siglo de los Borbones, y cuyo centro es la obra de Goya y los encargos a pintores franceses e italianos—y repartida por los Sitios Reales. Será en 1819 cuando se tome la decisión de reunir todas estas obras dispersas en un solo edificio y convertirlo en una gran galería de pinturas, el llamado Museo del Prado, el primer museo público de Bellas Artes en España y uno de los primeros de Europa.
Así, mientras que los principales esfuerzos coleccionistas del Barroco se aplicaban a la posesión de pinturas y obras de arte, los viejos campos del universalismo curioso retrocedían: en el siglo de las luces, dominado por la razón, los gabinetes de curiosidades considerados aberrantes llenos de resabios mágicos entran en un declive definitivo, como las ideas que los sustentaban. 5) Zonas de penumbra en el coleccionismo español
Hay, sin embargo, que matizar este recorrido expuesto aquí en términos constructivos y ascendentes, de un enriquecimiento progresivo y creciente, pues la verdadera historia del coleccionismo tiene muchas zonas de sombra, numerosas desgracias, olvidos y calamidades, cuya
24 historia no debe olvidarse. Y es que, en paralelo a su enriquecimiento, una parte de este tesoro patrimonial se perdió en el curso de los siglos: aquí habría que hablar de la incuria de muchos principes y nobles que se deshacían con frivolidad de lo que sus antepasados habían reunido con pasión; las almonedas y ventas forzosas, las mudanzas en el gusto, que proscribían a artistas entonces desdeñados y luego considerados grandes maestros; los frecuentes incendios, el más dañino de los cuales fue el que sufrió el Alcázar de Madrid, en la navidad de 1734, perdiéndose una buena parte de la pinacoteca de los Austrias. Ya en vísperas mismas de la constitución de los museos públicos, está muy bien documentado el escenario de la Sevilla de 1835, relatada por un viajero inglés, convertida en una gran feria artística, en la que aficionados venidos de toda Europa no daban abasto a tanto lienzo vendido por conventos y casas nobles, tras promulgarse las leyes desamortizadoras de Mendizábal que suprimían las órdenes religiosas y sus posesiones artísticas quedaban aún sin destino específico, pues aún no se habian puesto en marcha los Museos de Bellas Artes. Esta ocasión animó al rey de Francia, Luis Felipe de Orléans, a enviar un agente para comprar cuadros para el Louvre, donde efectivamente se abrió una llamada Sala Española con más de cuatrocientas obras, que encontró en la juventud romántica una entusiasmada acogida. El peor de los expolios había sucedido un par de décadas antes, cuando con motivo de la Guerra de la Independencia, los generales franceses organizaron una selección con las obras de palacios y conventos para ser llevada a París como regalo al emperador, cuya avidez expropiadora no tenía límite. No sólo actuaron así los franceses sino las guerrillas españolas y sus aliados ingleses, como lo prueba la fundación de la colección Wellington, un excelente tesoro de pinturas españolas que darán lugar al museo de Apsley House, integrado por los envíos de obras de arte a su jefe del estado mayor que avergonzado ofreció a Fernando VII su devolución, que éste rechazó no deseando privar a Wellington de algo que «había llegado a sus manos por medios tan justos y honorables». Episodios parecidos encontramos en el destino de muchas colecciones nobiliarias —las de los Osuna, el marqués de Alcañices, la casa de Salvatierra o el duque de Hijar—, vendedores apresurados durante el siglo XIX de sus nutridas galerías de antigüedades y pinturas, de incunables, monetarios y colecciones científicas, que irán a parar a manos de coleccionistas extranjeros, de museos ingleses o alemanes, o de la naciente burguesía española de banqueros.
II. Génesis y expansión del museo público: el modelo museístico de la Ilustración y su materialización en el Estado liberal.
1) El espíritu de la Ilustración
25 La historia de los museos tal como los conocemos hoy tiene su génesis en el espíritu de la Ilustración que se extiende por Europa en el siglo XVIII, un siglo decisivo en la historia de los museos, seguramente decisivo, en primer lugar, porque es ahora cuando se asientan las bases teóricas de la museología moderna, algunas de las cuales siguen hoy vigorosamente vivas, y en segundo lugar, porque es a fines de este siglo cuando se abren los primeros museos públicos, que dejan de ser una propiedad privada celosamente protegida por su dueño y pensada para su exclusivo disfrute. — el ideal educativo
Para entender los fundamentos doctrinales que constituyen el suelo mental sobre el que se asienta la idea del museo conviene recordar que el fondo del pensamiento ilustrado europeo, está obsesionado por el problema de la educación, base de una necesaria renovación del hombre y de la sociedad. La educación es el vehículo de difusión del espíritu crítico frente a los prejuicios y la superstición, el reformismo, el valor de la ciencia y la razón y la lucha contra la injusticia, el oscurantismo, la ignorancia y la tiranía. En España, fue la generación de Feijoo, la actividad de un puñado muy activo de escritores, políticos y científicos ilustrados, como Campomanes, Clavijo, Cadalso o Jovellanos, los que adquirieron conciencia de esta urgente necesidad y aunque la recepción de los autores modernos era difícil y se producía con lentitud, las ideas ilustradas en favor del conocimiento y el saber terminaron por asentarse. El escenario cultural dieciochesco es un escenario de cafés y tertulias científicas, de academias y salones literarios, en los que se observa una ardiente sed de aprender, de discutir. La razón y la educación se conciben como instrumentos de combate contra el oscurantismo que oprime al hombre, y una minoría consciente y moderna se propone combatir la ignorancia popular practicando la afición al estudio y el amor al progreso.
— el descubrimiento del gusto
Pero, junto a este papel de la instrucción, en ese siglo de atrevimientos que fue el XVIII, emerge un segundo valor decisivo en la promoción del museo: nos referimos al placer, el disfrute con la belleza de las artes, la delectación estética, el desarrollo del gusto como una esfera de afirmación del individuo. El gusto es una nueva categoría de la personalidad en la que priman la subjetividad y la defensa de la emoción, como la reacción más legítima y decisiva frente a la belleza y el disfrute del arte. En el siglo XVIII este concepto del gusto y de los placeres que proporciona su ejercicio en materia de música, de literatura, de mobiliario, de cocina, de arquitectura o de las artes se convirtió en un nuevo criterio de distinción mundana y de afirmación de la creencia de que la espiritualidad no se agota en el sentimiento religioso, sino que es un ámbito de realización del alma humana.
26 Pare entender este descubrimiento de las élites cultas europeas hay que recordar que en los siglos pasados el imperativo moral y la salvación del alma habían sofocado este género de deseos no sobrenaturales esto cultivo de la sensibilidad material. Ahora, el europeo culto de las Luces se reserva una esfera de espiritualidad laica y no trascendente, en la que el cultivo de las artes, las ciencias o las humanidades se convierten en una forma de felicidad terrenal. Este hedonismo vital deriva del concepto mismo de civilización y de una fe en el progreso humano que entiende la marcha de la humanidad como un ascenso imparable hacia la perfección. En esa visión optimista del devenir, el progreso civilizatorio es una conquista irrenunciable, que permite a la humanidad alejarse de la barbarie de las cavernas, gracias al equipamiento material y los avances en la ciencia y el comercio, pero también a la suavización de las costumbres, al cultivo del espíritu, la conversación cortés y el discernimiento del gusto, y a la adquisición de comodidades materiales y de lujo, que sofocan la violencia y pulen la brutalidad instintiva de la raza.
— el papel de la ciencia natural
En este terreno teórico y doctrinal que prepara la llegada de los museos, la ciencia y en particular las ciencias naturales, van a ocupar un papel central y dirigente. Fósiles, plantas vivas y secas, conchas, especímenes zoológicos, piedras, máquinas y artilugios científicos. La ciencia natural será la gran pasión intelectual de las Luces europeas, un descubrimiento que representa mucho más que una mera satisfacción intelectual o una distracción para ociosos. Lo novedoso es la dimensión política que adquieren estas prácticas sabias, en tanto que el estudio de la naturaleza se entiende asociado a la economía y a la producción de bienes y, como tal, constituye un instrumento de primera magnitud en el desarrollo social y en el combate contra los prejuicios y contra el oscurantismo de la superstición, contribuyendo a mejorar, mediante el uso racional de los recursos que la naturaleza pone a disposición de los hombres, las condiciones de vida de los pueblos; constituyendo, en definitiva, la base del progreso y la prosperidad humanas. Fueron los hombres de la Ilustración quienes ligaron, en esta secreta alianza, el conocimiento de la naturaleza a la felicidad de las naciones, en la inteligencia de que el progreso social se movía en la misma dirección que la vida de los laboratorios. Pues, la ciencia naturalista no era concebida sólo como una disciplina más en el conjunto de los saberes, sino como el corazón mismo del conocimiento; la mejor y más afortunada mirada sobre el mundo; la forma de pensamiento crítico más necesaria para la urgente emancipación del hombre y la constitución de una moderna sociedad civil. Contagiadas por esta afición naturalista, las grandes realizaciones museísticas del siglo serán en el campo de la ciencia. No hay que olvidar que el desarrollo científico del siglo XVIII se basaba
27 sobre todo en «ver» (mientras que hasta entonces la actividad decisiva era «leer», y después será «hacer»). Si la gran pasión de los Austrias del barroco había sido el coleccionismo de las bellas artes, los Borbones se van a volcar en el universo de las ciencias útiles. El hecho decisivo lo va a constituir la fundación, en 1777 y por el mismo Carlos III, de un Real Gabinete de Historia Natural, una magnífica colección de productos naturales, formada a partir de
la que en 1758, había creado Antonio de Ulloa, un matemático y astrónomo que había realizado investigaciones geográficas en Perú, acerca de la figura de la Tierra con Jorge Juan. El Gabinete carolino se fundaba tardíamente, si se atiende a los que ya por entonces existían en Amsterdam, Viena, Estocolmo, Venecia o Londres. Y después de que los ilustrados españoles, ante estos ejemplos europeos, viniesen reclamando al monarca la creación de un gabinete en España. El Gabinete madrileño desarrolla un ambicioso programa consistente en agotar el inventario del mundo natural mediante una recolección sistemática de objetos que den un panorama rematado del globo. Carlos III da instrucciones para que funcionarios y clérigos envíen, desde los dominios ultramarinos, semillas, hierbas y raíces de árboles, junto con cuadrúpedos, aves, reptiles, fósiles e insectos. En 1776, una vez colocados todos estos productos y finalizadas las reformas acometidas en el edificio, se avisó mediante un anuncio en el Mercurio histórico y político que desde el 4 de noviembre la entrada «al Real Museo se franqueaba a quien gustare de ver y examinar las preciosidades que contiene», señalándose días fijos de la semana para la visita pública. Al cabo de tres años, el Gabinete empieza a publicar la que será primera revista científica española, Anales de Historia Natural, y en 1787, Floridablanca decide crear los estudios de Ciencias Naturales y la
impartición de lecciones en el mismo museo. Pieza esencial de este conjunto científico será los Jardínes Botánicos que se crean en Madrid o Valencia. El madrileño, abierto en 1781, con la intención de integrarlo en la vida urbana madrileña, para que sirviese de amena instrucción a los paseantes. También aquí se trata de ofrecer un inventario ordenado de todas las hierbas del mundo, mediante un sistema de cuadros y clasificaciones, una nomenclatura completa del mundo natural, de acuerdo con el sistema de Linneo. Como en las galerías de arte con pinturas y estatuas, las plantas llevan una etiqueta con el nombre genérico y el específico y con su procedencia geográfica. Y su presentación remite, además, a una vecindad taxonómica, colocándose por series y dejando huecos vacíos en las especies desconocidas o no obtenidas para recordar que el libro de la naturaleza sigue estando incompleto. El Botánico madrileño alcanzó uno de sus mejores momentos bajo la dirección de un cualificado naturalista científico de la España ilustrada, el valenciano Cavanilles. De moderna formación francesa —discípulo de Valmont de Bomare, amigo del gran Jussieu, miembro correspondiente de
28 la Academia de Ciencias de París—, Cavanilles se hace cargo del Jardín desde 1801 hasta su muerte en 1804. En esos tres años acometió una profunda reorganización del establecimiento, convirtiéndolo en un moderno centro de estudio, mejorando sus instalaciones con reformas en la estufa para las especies exóticas, creando una escuela práctica de enseñanza de la Botánica, y aumentando el repertorio de especies vivas hasta las 4.500 y el Herbario del Centro hasta 12.000 pliegos. Asimismo, estimuló las publicaciones sobre investigaciones de botánica y logró que los restantes Jardines españoles dependiesen orgánicamente del madrileño. Pero lo que es también interesante en este momento fundacional del museo público es tambien que instaura un modelo epistemológico que sigue hoy, como veremos, vigente. Esta ambición intelectual marca profundamente a la época, definiendo el fondo de su cultura de manera indeleble. De acuerdo con la racionalidad de las ambiciones universales y totalizadoras de los enciclopedistas, el asunto del encuadramiento en un sistema es una cuestión prioritaria del conocimiento. En efecto, el museo moderno que la Ilustración defiende, sea del género que sea, naturalista, pictórico o de historia, está fascinado por la claridad que emana del orden: recortar un campo, establecer su puesto en una jerarquía, delimitar sus contenidos, organizar éstos dividiéndolos y clasificándolos, son operaciones decisivas —técnicas del conocimiento pero también instrumentos de poder—, que se pusieron de manifiesto en los orígenes mismos del museo, invento ilustrado por excelencia. Hasta entonces, gabinetes y camarines se habían asentado conceptualmente sobre la cultura de la curiosidad, asentada sobre el valor de lo singular, de las cosas raras y los monstruos extraordinarios. Así se habían formado gabinetes que se organizan como microcosmos de cosas raras cuya composición es muy variada y está sometida a órdenes heterogéneos, con colecciones formadas por objetos misteriosos, extraordinarios, caprichosos. Pero, en el siglo de la Razón, lo que atrae a las nuevas generaciones de coleccionistas son las actividades normales de la naturaleza, la búsqueda de sus leyes, no de sus extravagancias. La sed de regularidad, de disciplina, la preocupación por ofrecer series exhaustivas de la producción natural que invadirá la museología moderna, no tienen ya nada que ver con la cultura de la curiosidad, asentada sobre el valor de lo singular, de las cosas raras y los monstruos extraordinarios. El museo moderno no quiere excepciones sino clases; no vagabundeo de los objetos, sino categorías regladas. Y por eso mismo, la primera operación a efectuar será la de establecer su propio orden interno y separarse en disciplinas, especializándose en tipos de establecimientos diferenciados, según los diversos cuadros de la sapiencia universal —la historia natural, la pintura, las antigüedades, la etnografía, las artes industriales, etc.—, que acaban con el confuso maremagnum de los gabinetes curiosos de los siglos pasados.
29 Y van a ser los museos naturalistas los más adecuados para poner en marcha estos principios teóricos. Presididos por la ambiciosa idea de hacer visible la diversidad y las riquezas de la naturaleza, acumulan todos los productos posibles para tener muestras de la totalidad de las especies existentes, para, acto seguido, someterlas a una clasificación que organiza la diversidad aparente y desvela un orden oculto, que permite hacer inteligibles los principios universales y simples que rigen su marcha. Este orden debe hacerse explícito y visible en la exposición material de las colecciones: la colocación de los objetos en vitrinas, anaqueles y estantes, su repartición en diversas estancias, la proximidad que los reúne o la distancia que los separa no pueden ser ya, como antaño, arbitrarios, pues la naturaleza ha dejado de ser un mundo incomprensible y exuberante para presentarse, a los ojos del optimista siglo, como un ente sensato en su proceder y disciplinado en su actividad. Todo este rutilante mundo de museos científicos, tan valerosamente activos, se irá apagando a lo largo del siglo XIX, en que las colecciones, en general, fueron deteriorándose en los gabinetes, dispersándose en otros museos y enriqueciendo las colecciones extranjeras. Desde el alba del siglo, el ejercicio de la ciencia va a padecer un descuido intelectual y técnico deplorable: la profunda crisis en que se sume significa la pérdida del terreno alcanzado por el esfuerzo dieciochesco —en que las ciencias fisico-químicas, las naturales y las médicas alcanzaron un gran momento de esplendor, reflejado en las instituciones, en el intercambio científico con la Europa ilustrada, en el alto nivel de sus publicaciones y en el aprovechamiento social de los recursos del saber—, que hacía esperar un halagüeño futuro que permitiría a España incorporarse en pie de igualdad al proceso de modernización internacional que se avecinaba. La causa de tal desastre debe atribuirse a la liquidación del espíritu innovador de la Ilustración: la gran represión de 1824, que mandó al exilio a un gran número de investigadores —fueron encarcelados todos los miembros del Colegio de Medicina y Cirugía de Madrid—, y la desconfianza creciente del poder político hacia los hombres de ciencia, de talante liberal, determinaron un cambio de rumbo en las décadas inmediatas que desorganizó el trabajo científico y cercenó la comunicación con las novedades europeas. El saber, como institución, no recuperó su inserción normal en la sociedad española y sólo sobrevivió en impulsos individuales, en entusiasmos y esfuerzos de pequeños grupos que trabajan a contracorriente. — la reivindicación de la publicidad
El último aspecto que explica la génesis de los museos públicos es la existencia desde mediados de siglo de una corriente de opinión encabezada por estudiosos, artistas e intelectuales europeos, que reclamaban el acceso público a las colecciones reales.
30 Esta aspiración surgió en Francia y pronto se extendió por toda la Europa ilustrada y se entendía como un derecho de la nación a conocer el patrimonio artístico de sus reyes. Así lo había expuesto Diderot en su artículo «Louvre» de la Enciclopedia o también un libelo publicado en Holanda en 1747 y firmado por un cierto La Font de Saint-Yenne, Réflexions sur quelques causes de l’état present de la peinture en France, que causará un gran impacto por la audacia de la solicitud, que
consistía en reclamar la exposición pública de los cuadros que S.M. guarda en su gabinete privado. Los defensores de la idea ofrecían sólidos argumentos: la necesidad, en pleno fervor neoclásico, de conocer las obras ejemplares de los grandes maestros antiguos y aprender directamente de ellos; la urgencia de preservar las obras de su deterioro, encerradas como estaban amontonadas en sótanos insalubres y oscuros; la conveniencia de mostrar a los visitantes extranjeros las grandezas de la propia nación. Entre 1770 y 1790 esta reclamación dio origen a varios museos europeos: Luis XV habilitó una parte del Luxemburgo para pinacoteca, en Kassel, el landgrave Federico de Hesse hace construir en 1779 el primer edificio destinado a biblioteca y museo público; el Elector de Baviera en 1783 dispone que su colección de pintura instalada en un ala del Hofgarten de Munich pueda ser visitada diariamente por el público, y el Elector del Palatinado hace lo propio en Mannheim y Düsseldorf, museo este ejemplar por muchos conceptos, entro otros el de publicar enseguida un catálogo razonado de sus fondos. En el Vaticano, el Papa Clemente XIV funda el Museo Pio Clementino con el fin de dar a conocer las colecciones papales y como medio de sustraerlas a posibles alienaciones pontificales, mientras la florentina Galleria degli Uffizi se abre al público, a fines de los ochenta, con las colecciones familiares de la última de los Medici, Anna Maria Ludovica. En Viena, desde 1792, se abre el Belvedere autorizando la entrada a cualquier visitante, a condición, eso sí, de que «lleve los zapatos limpios». 2) La fundación del Museo del Prado
— génesis del museo En cierto modo, la fundación del Museo del Prado, se inscribe en este contexto pre-liberal. La idea de un museo había rondado ya la cabeza de los gobernantes más ilustrados, que habían esbozado tímidas tentativas: Mengs había propuesto a Carlos III la formación de una galería de cuadros con lo mejor de la pintura europea y el ministro de Carlos IV, Godoy, hombre de refinado gusto por las artes, deseoso de beneficiar la instrucción pública. Otro ministro, Urquijo —anglófilo, traductor de Voltaire, introductor de la vacuna, defensor de la abolición de la pena de muerte—, llegó a dar órdenes de traer unos Murillo a la Corte; «conforme a la práctica observada en las naciones cultas de Europa, donde cuidan de formar en la corte escuelas y museos».
31 A pesar de estos precedentes, el proyecto no se materializó hasta ya bien entrado el siglo XIX, cuando Fernando VII fundará el llamado Museo Real, hoy Museo del Prado. La decisión del monarca es un tanto enigmática. Ni siquiera sus más ardientes defensores, como los Madrazo, resuelven esta incógnita histórica. No hay sobre el capricho real más que conjeturas: es cierto que no hablan en su favor ni su fanática antipatía por todo cuanto oliese a ilustración ni el carpetazo con que cerró las experiencias de los liberales de Cádiz ni la asfixia con que sofocó la vida cultural de la nación, ni la mezquindad y la violencia de su carácter, ni sus atrocidades como Jefe de Estado… El rey Fernando era un personaje gótico. Es probable que fuesen los propios franceses quienes le abriesen los ojos sobre el lustre que podía dar al Trono la exhibición de un tesoro patrimonial tan excelente; o que se dejase influir por las opiniones de su esposa, la portuguesa Isabel de Braganza, de quien se dijo que se tomó el proyecto con un interés muy particular, aunque no hay otra constancia documental que el ser una voluntariosa pintora aficionada. O que, como suponía un viajero inglés, Richard Ford, el rey quería quitarse de delante de sus ojos tanta antigualla y decorar los muros de sus residencias con la última moda de los empapelados a la francesa. En general, la imagen de Fernando VII entre los intelectuales y artistas europeos no casaba con la más elemental sensibilidad artística: decididamente, el rey español es motejado por muchos coetáneos como «el bárbaro más inestético de cuantos fuman tabaco». El primer asunto que se abordó fue el edificio que habría de acoger este establecimiento al que inicialmente, quizás impresionado por el esplendor del parisino Museo Napoleón, bautizó como Museo Fernandino. Tras muchas dudas en las que se barajaron diferentes emplazamientos
madrileños, se recordó el destartalado edificio neoclásico, con las bóvedas arruinadas y anegado por el agua de las lluvias, que su abuelo Carlos III había mandado levantar al arquitecto Villanueva en el Paseo del Prado, como Gabinete de Historia Natural . Cuando la gran caja museal estaba acondicionada para su nuevo uso, se procedió al traslado de las colecciones reales. El legado, dominado por las colecciones de Felipe II y Felipe IV, era muy brillante y traduce las circunstancias de la monarquía española, la trama de relaciones diplomáticas con los estados europeos, y la preferencia de los Austrias por las escuelas veneciana y flamenca, cierto aislamiento de la cultura española durante el siglo XVII y el influjo francés bajo los Borbones, coronado por la figura de Goya. La colección era extraordinariamente brillante, tras siglos de mecenazgo, en los que casi ningún principe español desatendió la práctica del coleccionismo: Felipe II había reunido una excelente colección que suma, a la paterna de Carlos V y a la de su hermana, María de Austria, los suyos propios, de manera que cuando murió, además de las obras de El Escorial, había casi quinientas pinturas entre El Pardo y el Alcázar de Madrid, a las que habría que sumar la colección de bustos regalada por Pío V y las estatuas de los hermanos Leoni. El gran impulso barroco vendrá de la mano de Felipe IV, efecto de su protección a los
32 artistas contemporáneos del Siglo de Oro y de sus adquisiciones, como las efectuadas en Italia por el propio Velázquez o las obras compradas en la almoneda de Carlos I de Inglaterra, a lo que se añaden las donaciones de la nobleza para decorar el Buen Retiro, inaugurado en 1633. El inventario realizado al finalizar la dinastía de los Austrias contaba, sólo en pinturas, 5.539 cuadros. El coleccionismo de la corona española se acrecentó de manera notable, a pesar incluso del desgraciado incendio del Alcázar en 1734, cuando Felipe V compró la colección de Cristina de Suecia o cuando Isabel de Farnesio adquiere un puñado de Murillos en Sevilla, junto con los encargos efectuados a pintores franceses e italianos. Lo cierto es que el Museo del Prado se inaugura en 1819 —los miércoles por la mañana— instalado en el edificio neoclásico destinado al Gabinete de Historia Natural de Carlos III que Villanueva había construido en las afueras de Madrid. Será, durante casi la primera mitad del siglo, la única galería de pinturas en España y una de los primeras europeas, anterior a la National Gallery de Londres (1825) o el Ermitage de San Petersburgo (1840). Conviene recordar que, a pesar de su carácter abierto y público, se funda como un museo perteneciente al patrimonio real, en una confusión muy propia del Antiguo Régimen entre Rey y Estado, con lo que ello implica: que financieramente dependía del bolsillo del monarca, que sus directores serán miembros de la aristocracia, y sus conserjes criados de palacio, o que, al morir el rey, estuvo a punto de ser repartido entre los herederos. Sólo en 1865 pasa al Estado al desvincularlo Isabel II del patrimonio de la Corona, pasando luego a llamarse Museo Nacional del Prado.
Abierto con 311 cuadros de pintores españoles, la presentación básica de los fondos del Museo estaba completada a mediados de siglo (1820: 512; 1828, 757; 1839, 2000), cuando en las galerías europeas ya había adquirido carta de naturaleza el criterio ideal de una presentación vertebrada sobre el eje horizontal de la historia —la primera, los Uffizi—. El Prado, sin embargo, manifestaba los balbuceos y contradicciones propios de toda disciplina recién estrenada y se organizaba según una ordenación que combinaba, la secuencia cronológica y la división geografica, en escuelas nacionales, un criterio seguido en el Belvedere vienés. De hecho, recibió críticas semejantes a las que padeció el Louvre, por la ordenación extravagante de sus lienzos, la frívolidad colorista y barroca, halagadora de los sentidos, sin respetar el rigor de la ciencia histórica.
— definición de un modelo museístico
Este esfuerzo de rigor histórico será esencial en la constitución de la historia del arte como disciplina. El museo actúa como un espacio de demostración que asigna a cada obra un lugar en la larga cadena de autores, estilos y escuelas, esrablece su excelencia y su mediocridad,ordena una
33 causalidad de precursores, maestros y discípulos, prueba las filiaciones, y orienta, incluso, la restauración misma de los cuadros (Lanzi, Eusebi, Villaamil). Pues hasta su estructura arquitéctónica, la galería —en el Prado, el eje longitudinal del Paseo—, traducía espacialmente esta linealidad temporal, donde el visitante, a medida que paseaba por el largo corredor, y viajaba metafóricamente a través de los siglos rumiando su pasado. Esta preeminencia de los valores historicistas y ese afán de exhaustividad de tener de todo, impondrá una política de compras para rellenar lagunas (El Greco, Massip, Ribera) así como una práctica un tanto pintoresca de larga vigencia, pues, para completar épocas y escuelas, los conservadores no dudarán en mezclar las obras auténticas con copias y moldes que suplanten al original ausente, incorporando la falsedad como un objeto de conocimiento sin que nadie vea en ello el menor fraude. Así, desde mediados de siglo, museos como el South Kensington de Londres y el de Escultura Comparada de París, crean su propio taller de imitaciones para la venta. En España, el Museo del Prado hace copias de sus obras maestras para enviar a Museos Provinciales y centros de enseñanza. El Estado, además, se encargaba de estimular las colecciones circulantes de reproducciones de obras interesantes para contribuir a la educación artística de niños y jóvenes. El fenómeno culminará en 1878, con la creación en Madrid del Museo de Reproducciones Artísticas , formado sólo de copias. De su prestigio habla el edificio, el Casón del Buen Retiro y el director designado, Juan Riaño, prestigioso arqueologo y maestro de institucionistas como Giner de los Ríos o Cossío.
Pero ordenar y clasificar no es suficiente. El museo debe también enseñar. Se concibe como un lugar de instrucción, como el colofón natural de la escuela. Las obras son objeto de estudio, no de diversión para el curioso; y su público natural es el aprendiz de pintura, el copista profesional, el pintor en busca de enseñanzas, el erudito deseoso de conocer las gestas pasadas y, finalmente, la dama que, por no ser admitida en las Escuelas de Bellas Artes, cultiva su afición sacando copias. Esa vocación docente del museo —sobre todo desde 1857 en que la Ley Moyano les señala como instrumentos educativos en todos los niveles de la enseñanza—, se irá reforzando con nuevos recursos, como la publicación de catálogos, lacónicos, vagos e inexactos, las etiquetas explicativas y un esfuerzo creciente en las condiciones de exposición: braseros y esteras para combatir el frio, la iluminación, que tanto disgustó a Merimée, bancos para descansar o catalejos para ver los cuadros más elevados, pues se mantuvo todo el siglo una moda decorativa de interior burgués amante del abigarramiento (Viardot). Es cierto, sin embargo, que tal afán de objetividad se verá atravesado por las perturbaciones que generaban las mutaciones en el gusto, que fueron constantes durante el periodo de floración de museos (pues es un siglo de eclecticismo y librecambio) en que se produjeron vuelcos
34 espectaculares en los valores artísticos, haciendo y deshaciendo genios con una tiranía caprichosa y ciega. Operaciones como una atribución inesperada, la recuperación en un desván de una obra perdida, la recolocación de un pintor en otra sala, podían elevar la estima por un artista hasta entonces ignorado o destronar al más ensalzado de los maestros. Así los visitantes del Prado se apiñaban entusiasmados ante los cuadros de José Aparicio (17731838), un discípulo de David, mientras pasaban de largo ante Murillo, un artista que pronto entusiasmará a los entendidos (en el de la Trinidad , será Carducho). Cuando el pintor y marchante Lebrun, el primer entendido europeo, visita España en 1807 descubre pintores ignorados para el aficionado francés, como Alonso Cano o Murillo, y les consagra en su propia casa de París una exposición, impulsando una moda a la española —la pintura española no figuraba en la Enciclopedia—, que la generación siguiente adoptará con entusiasmo.
— la personalidad del Prado
Y, así, el Prado alcanzó muy pronto, sobre todo en Francia, un prestigio superior, en coincidencia con la ola de exotismo romántico que barrió la Europa culta en los años treinta. La diferenciaba de otras pinacotecas no sólo la belleza de sus lienzos o su posesión de pinturas reputadas, sino, sobre todo, el ser considerado el museo más moderno de los existentes. Y es que frente al academicismo clasicista del Louvre —de Poussin a Ingres—, los pioneros de la ruptura artística que se estaba gestando en París, desde Delacroix(1824) o Manet, hasta Renoir (1889), encontraban en Velázquez y en su «nieto» Goya, en Murillo o en el recién descubierto Greco —en la valentía de su factura, en sus audacias cromáticas, en su pincelada deshecha, en su franqueza e inmediatez—, lecciones de modernidad que ningún otro museo les proporcionaba. Y aunque el Museo no contribuyó especialmente a la construcción científica de la recien nacida Historia del Arte, tarea que desempeñada mejor por otras pinacotecas europeas, el Prado, a cambio, adquirió un prestigio superlativo como «museo para pintores». 3) La puesta en marcha de una red de museos públicos durante el s iglo XIX — el museo, una institución revolucionaria
Pero dejemos aparte este caso excepcional del Prado, porque la implantación del museo público moderno llegará de la mano de las revoluciones liberales que se verifican en Europa. En efecto, habrá que esperar a la muerte de Fernando VII y a la instauración del Estado reformista liberal, bajo la Regencia de Maria Cristina, que liquidará el absolutismo monárquico y el régimen de propiedad feudal, nacionalizando las propiedades de los privilegiados, en un proceso violento y muy complejo. Este hecho supone un punto de inflexión definitivo, señala un antes y un después, un
35 cambio de status que modifica de raíz la esencia misma del hecho museal: sus fondos adquieren el estatuto de bienes públicos y su disfrute deja de ser un favor para convertirse en un derecho. El modelo es el de la Francia revolucionaria, que decide en 1791 expropiar el patrimonio de los privilegiados y devolverlo a su legítima propietaria, la Nación, reuniéndolo en grandes museos —el Museum Central des Arts , en el Louvre, el de Monumentos Franceses o el Conservatorio de Artes y Oficios—. Este invento jacobino será difundido por los ejércitos napoleónicos, implantándolo a la
fuerza en sus conquistas imperiales, incluida España («el destino natural del arte son las naciones libres»), y cuando fracase, será adoptado por los Estados liberales que van naciendo a lo largo del siglo. Así surge una familia de galerías europeas que comparten su nacimiento en el centro mismo de las barricadas que llevan al poder a la burguesía liberal; su creación desde arriba a partir de un vacío institucional; la constitución de sus colecciones con obras desafectadas al estamento privilegiado y, por tanto, la riqueza de sus fondos pictóricos y escultóricos; su enraizamiento en el ideal educativo de los ilustrados y, por lo general, el responder a una política centralista que miman los museos de la capital en perjuicio de los provinciales. Hijos, conceptualmente hablando, de la violencia y la guerra social, serán la primera piedra de una religión laica, una religión de la cultura humana. En este contexto ideológico no puede olvidarse el papel simbólico que cumple el museo, por su capacidad para dar solución al dilema entre, de un lado, la responsabilidad del Estado burgués de conservar la brillantísima herencia del Antiguo Régimen, y del otro, el impulso de destruir esas preciosidades, que despertaban el resentimiento popular, porque recordaban exacciones seculares. Será el museo el encargado no sólo de poner esta herencia al abrigo del vandalismo revolucionario y legarla intacta a las generaciones futuras («borrar nuestra historia sería volver a la barbarie»), sino además de ejercer sobre las obras un efecto de desmemoria, un blanqueamiento de su pasado oscurantista, de sus connotaciones privilegiadas y feudales. El espacio museal se estrena con una formidable capacidad de consenso, en la que las obras de arte nacen a una segunda vida y se pueden mirar de un modo más inocente, sólo por sus cualidades artísticas. Es un modelo desconocido en los paises anglosajones, donde domina el museo «evergético», fundado por un particular que lega su colección a una institución pública (como el Ashmolean Museum de Oxford, con la donación Trasdecant a la Universidad), o el comercial ( British, compra
de la colección botánica del médico Sloane, por el Parlamento o la National Gallery cuya coleccion se financió con loteria).
— el caso español: la política desamortizadora
36 En el caso español la fundación de los museos es heredera de este modelo, si bien con la timidez y los vaivenes propios de la política modernizadora y anticlerical que, a partir de 1833 y bajo la regencia de Maria Cristina, liquidará, lenta y trabajosamente, el absolutismo real y el régimen de privilegios. La clave la constituye la Desamortización de su ministro de Hacienda, Mendizábal que acomete la nacionalización de los bienes del clero regular, con el fin —además de liquidar la deuda y ganar adeptos a la causa liberal—, de desbaratar el poder eclesial que atesoraba un ingente volumen de fincas y posesiones en virtud del régimen de manos muertas , y que había alcanzado una nociva presencia en la vida pública, por su alineación con el carlismo armado. A resultas de la operación, el Estado se encontró con una masa incontenible de edificios y millares de obras de arte, manuscritos y libros, huérfanos de dueño, que era preciso «poner a salvo de la codicia extranjera, reunir en parage seguro y convertir en provecho de la ilustración nacional, erigiendo museos y bibliotecas que deberán abrirse al público estudioso».
—el proceso constituyente
La ejecución de estas medidas se encomendará en 1837, después de tres años de confusión y vacío de poder, a una Comisión Científica y Artística , formada en cada provincia por eruditos, artistas y académicos, compradores de bienes nacionales y algún fraile exclaustrado amante del saber. Debían personarse en los conventos extinguidos, recoger e inventariar las obras de valor, depositarlas en lugar seguro —los sótanos de la Diputación, la Academia, la Sociedad Económica— , hasta encontrar una sede para formar un Museo Provincial de Bellas Artes, en algún convento desafectado, como la Merced en Sevilla, cuya monumentalidad sagrada reforzaba la dignidad y el respeto por las obras expropiadas. Los museos fueron puestos bajo la tutela de las Academias de Bellas Artes, dotadas ya de un notable poder de vigilancia sobre las actividades artísticas del Reino y sobre la instrucción pública, aunque no puede decirse que pasasen por su mejor momento, muy socavados por la rebelión romántica. La decisión instaura un principio del ordenamiento jurídico español, la encomienda de los bienes artísticos y literarios de la nación a instituciones no incardinadas en la administración pública, lo cual unido a cierto desbarajuste legislativo, fue un lastre durante todo el siglo. La relación entre ambos institutos no estuvo exenta de tensiones, aunque en algunos casos fue modélica, como en Valencia.
37 — la bipartición del patrimonio: Bellas Artes y Antigüedades
Casi simultáneamente, en estas décadas centrales, el campo museístico va a verse ampliado de manera formidable con la emergencia de un segundo corpus patrimonial, integrado por lo que podrían llamarse las cosas antiguas, es decir restos de templos, mosaicos, joyas y monedas, armas y otros vestigios, producto de esa epidemia de anticomanía que padece la Europa culta y que se plasmará en el impulso dado a las prospecciones arqueológicas en torno a las viejas civilizaciones, y que nutrirá de secciones anticuarias los museos ya existentes. El trabajo de las Comisiones había sacado a la luz, junto a los fondos religiosos, una gran riqueza patrimonial y despertado la conciencia pública de contener su pérdida. En 1844, el Estado da carácter permanente a las Comisiones, ahora llamadas de Monumentos y las encomienda una tarea a más largo plazo, que se enmarcaba en el nuevo oficio de la conservación, una etapa esencial en la historia de la formación de los museos arqueológicos. Su cometido era reunir los fondos dispersos de que luego éstos habrían de alimentarse: además de seguir acopiando tesoros artísticos y cuidar las bibliotecas, archivos y museos existentes y fundarles donde no existan, deberán recoger las antigüedades dispersas por la provincia, promover excavaciones, documentar los monumentos de su provincia e impedir su demolición, proteger las ruinas de las inclemencias del tiempo y notificar las reparaciones que exigían. Este ambicioso proyecto se vio menoscabado por el saqueo y las ventas clandestinas de los frailes, o por el vandalismo anticlerical; la falta de presupuesto y de medios técnicos para hacer los traslados; las las tensiones entre el gobierno y las comisiones, pues los empleados de Amortización reclamaban para la venta la plata labrada o la cascarilla de oro de retablos y altares; por la impericia de las Comisiones para valorar lo incautado, en las que faltaban expertos en arte, que confundían copias con originales y apreciaban más los cuadros de colores vivos que los oscuros; a veces, la devoción popular se negaba a ver en museos algunas imágenes sagradas. Sólo salió adelante gracias al entusiasmo y la probidad de los Comisionados, sobre los que recaía toda la responsabilidad tutelar, sin más compensación que la meramente honorífica. De hecho, los informes de las Comisiones ofrecían un panorama desconsolador: muchos libros habían sido vendidos clandestinamente «a tanto la arroba», miles de campanas de bronce habían sido convertidas en metal, la destrucción de monumentos causaba vértigo y el gobierno cedía a las presiones de los antiguos detentadores que reclamaban obras de arte para el culto. El caso es que en 1845 de las 48 comisiones sólo 10 habían constituido el museo. En Santander, aunque constaba la recogida en la Academia de objetos de conventos, se habían vendido por una cifra insignificante; en Valencia se funda un rico museo pero se carece de recursos para la catalogación; en Almería se ignora el destino actual de los 200 obras requisadas en 1837; el museo leonés se fundó gracias a que unos comisionados pagaron de su propio bolsillo la instalación en el monasterio de San Marcos; en
38 Cáceres la resistencia de los frailes del Monasterio de Guadalupe fue tan tenaz que impidió la creación del Museo correspondiente; la Comisión de Soria hace notar con cierta impasibilidad la «pérdida» de 88 lienzos inventariados. A veces, se producían conflictos entre las instituciones: en La Coruña, la Delegación de Hacienda se negaba a entregar a la Comisión los fondos depositados en sus locales. En suma, que el proceso desamortizador se llevó a cabo en un clima de inseguridad y desasistimiento del Estado, de codicia extranjera y ventas secretas, de ignorancia popular y de la irresponsabilidad de las clases pudientes que, como los Osuna, irán a lo largo del siglo enajenando palacios, manuscritos y obras de arte. Basta recordar la evocación que Richard Ford hace de la Sevilla de 1830 como una feria en que los coleccioistas forasteros no daban abasto a las ventas de conventos y casas nobles. O el éxito obtenido en 1835 por el barón Taylor en viaje para adquirir pintura, por encargo de Luis Felipe con vistas a su Museo Español , en pleno recrudecimiento de la guerra carlista, nada más promulgarse la supresión de los conventos, con lo que las posesiones artísticas carecían todavía de destino adjudicado (Toledo). Una de las conclusiones que se derivaba de esta actividad conservadora iba a ser la conveniencia de albergar todos los fondos anticuarios en museos de Antigüedades (luego Arqueológicos), impulsados desde mediados de los cincuenta y fundados como tal en 1867, en un clima prerrevolucionario. Su enfoque conceptual, al margen de toda consideración estética, les deja fuera de los Museos de Bellas Artes. Se consagra así dos modos distintos de entendimiento de las cosas del pasado: uno,
para las creaciones del arte, el asentado en la subjetividad del disfrute estético y el juicio de la sensibilidad, y un segundo, enfocado desde el positivismo de las ciencias históricas, que terminará por imponerse en los estudios universitarios de Historia del Arte, en detrimento de la componente de placer que se halla en las cosas antiguas, cuando se las considera a la luz de la belleza. El museo anticuario ordena racional y metódicamente un amasijo de datos y materiales dispersos en un cuerpo histórico inteligible, dando un sentido visual al encadenamiento de los hechos, y permitiendo apreciar la relación histórica que traba a una pieza con otras de la misma serie o de la serie sucesiva, la transición de un período a otro o el interés documental de una época ignorada.
— el impulso nacionalista
Pero junto a esta dimensión científica de la actividad anticuaria no hay que olvidar la dimensión simbólica de este culto al pasado, muy ligado a la emergencia en Europa de los sentimientos nacionalistas de identidad nacional, muy favorecido por el medievalismo romántico. Así, frente al cosmopolitismo grecolatino que había legitimado el laicismo republicano de la juventud liberal,
39 Europa explora sus vestigios nacionales, alimento de una ideología de la mismidad de los pueblos y exponente de una tradición monárquico-cristiana. En España, el nacionalismo, que alcanzó su auge entre 1854 a 1874, de la Revolución progresista de Espartero al fin de la I República, tiñó no sólo la vida política —con el proyecto de una unión ibérica o con el movimiento federalista—, sino la cultural, como revela el auge de la «pintura de historia», llena de héroes y enseñanzas morales, o en la aparición de una nueva moda historiográfica, que tiene como protagonista anónimo y colectivo a ese gigante inmortal que es la nación española , tal como se plasma en la popular Historia General de España del Modesto
Lafuente (1850-1867), o o en los Episodios Nacionales , de Galdós, piezas importantísimas en la conformación de esa conciencia nacional. También los museos se revelarán decisivos en la construcción de las identidades colectivas. Esta idea inspira la presentación del Museo Arqueológico Nacional, abierto en 1871, en una sede provisional hasta que 24 años después pase al Palacio de Museos y Bibliotecas. Contenía (cien mil piezas) antigüedades pompeyanas, un Gabinete de Medallas, fondos etnográficos del Museo de Ciencias Naturales y de la Escuela Diplomática, restos medievales incuatados a catedrales por orden republicana o los hallazgos ibéricos del Cerro de los Santos. El conjunto se proponía como una orgullosa recuperación de los orígenes genuinos de la vida material de los propios ancestros, de los que, a pesar de tanta depredación, todavía se encuentran «restos venerables que es preciso recoger y conservar con aquella diligencia y amor con que los buenos hijos recogen prendas al parecer de poca importancia, pero que despiertan recuerdos de familia y traen a la memoria el antiguo esplendor de los timbres de la casa». La periodización universal de la colección se contrabalancea con un ahondamiento en la historia nacional (la mitificación de los orígenes ibéricos y el orgullo de la ascendencia goda, Castilla como depósito de las esencias nacionales), lo que añade ese apetecido toque nacionalista y cristiano que alimenta ese imaginario providencial de las raíces. Paralelamente se fue consolidando la red territorial de museos anticuarios. Algunos formaron parte de las colecciones de los de Bellas Artes, hasta tener una sede propia: es el caso de Valladolid, cuya academia crea una sección dentro del Museo de Pinturas con una Galería arqueológica, que no se independizará como Museo hasta 1879 y el de Sevilla, con una soberbia colección renacentista e ilustrada, que integrado en el de Bellas Artes alcanzará una especial notoriedad (12.000 visitas en 1882). A veces, la fundación venía impulsada por un hallazgo, como en Cádiz, tras descubrirse restos púnicos en 1887 en Punta de Vaca; otras se debía al empeño personal de algun erudito, como Valentín Carderera, un coleccionista apasionado que viajaba en busca de yacimientos olvidados, y que permitirá, crear en 1873 el Museo de Huesca.
III. Luces y sombras de la gran expansión (1875-1936) 1) Asentamiento y expansión
— la lógica del enciclopedismo Pero mientras se completa la red territorial de los museos ya citados, la España de la Restauración va a experimentar una formidable expansión que rompe el marco dual existente, o arte o antigüedades, y ensancha el concepto de lo «museable» a casi infinitos objetos. Es una derivación de esa lógica de la exhaustividad proclamada por el enciclopedismo que acoge todo lo que se fabrica en los «talleres del espíritu humano», a condición, eso sí, de mantenerse encerrado en una taxonomía disciplinada. Así aparecen museos dedicados a la artesanía de lujo ( Museo de Tapices, 1869), a la historia de la educación ( Museo Pedagógico, 1882), a la labranza de la tierra ( Museo Agronómico, 1882), a los artistas vivos ( Museo Nacional de Arte Moderno, 1894), a la historia local, a los tesoros de las catedrales ( Diocesanos), a artistas singulares (Casa de El Greco ), al submundo del delito ( Museo Criminológico, 1903), o al espíritu de una época ( Museo Romántico, 1924).
— las Exposiciones Universales
En este afán totalizante van a jugar un papel inspirador ese gran espectáculo que son las Exposiciónes Universales. Hay algo común entre ambas instituciones, pues también este evento nace con la ambición de reunir todas las ramas de la producción humana. Es como si el siglo, en un gesto insólito, hubiese detenido por unos días su actividad febril para contemplar los adelantos y conocimientos de su progreso imparable y donde era posible experimentar lo que Baudelaire llamó el «escalofrío de la modernidad». Eso hace de estos certámenes, desde el de Londres de 1851, museos efímeros, que van resultar esenciales en la internacionalización de las prácticas culturales y en la consolidación de nuevos modelos. Que fueron un campo de pruebas de las nuevas tendencias museológicas se pone de manifiesto en la Exposición Universal de Barcelona, en 1881, que constituyó un estímulo decisivo para los museos barceloneses. De hecho, se creó una Comisión Técnica de Museos, Bibliotecas y Exposiciones, que tomó iniciativas, como la creación de una Galería Pública de Arte Contemporáneo , un Museo de Antigüedades y Reproducciones
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Artísticas y la propuesta de fundar un Museo de Artes Decorativas . Igualmente, uno de los
edificios más espléndidos construidos para la ocasión, el Restaurante, servirá de sede al Museo de Zoología .
— ampliación de nuevas especialidades
Estos museos finiochocentistas, una vez más, son un espejo de las transformaciones sociales y de las preocupaciones intelectuales de su tiempo. Así, el desarrollo del capitalismo y del pensamiento utilitario impulsó en una doble dirección el interés por las artes mecánicas que empiezan a ser estimadas, primero, como oficios que interesaba fomentar —así los demócratas liberales crean en 1871 el Museo Industrial, asociado a los estudios de artes y oficios con el fin de difundir las máquinas y estimular la inventiva de la clase artesana— y más tarde, en 1912, ante la creciente desaparición de técnicas tradicionales por la modernización industrial, se creará el Museo de Artes Decorativas (porcelana, cristal, orfebrería) en pro de su conservación. Es asimismo en ese periodo de afianzamiento de ciencias humanas como la Antropología —disciplina nacida (París, 1855; Madrid, 1865), al calor de la expansión colonial— cuando se crean los Museos de Antropología, nacidos a veces como secciones de las Exposiciones Universales, en Chicago o Palermo. El de Madrid se crea en 1875 y procede de la colección del cirujano González Velasco, que abrió su museo en un palacete, engrosado con fondos de las Exposiciones Etnológicas de Filipinas realizadas en el Retiro (1887), hasta convertirse en Museo Nacional y en un reputado foco de la etnologia internacional, albergando el laboratorio de histología de Ramón y Cajal. En las décadas siguentes, la mirada exótica sobre las razas humanas dio paso a un nuevo foco de interés centrado en el patrimonio etnográfíco vernacular. En España, el estudio del folklore regional estuvo muy alentado por los intelectuales de la Institución Libre de Enseñanza, por entonces ya muy presente en la vida cultural, volcado en el conocimiento del ser histórico de España y en una recuperación casi religiosa de la tradición popular, en la que cifraban la regeneración del país. En esa tarea destacó el folklorista Antonio Machado, impulsor del Museo del Pueblo Español, aspiración que no se materializará hasta la II República.
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A estos dos ejemplos podríamos añadir una tercera especialidad museística, el Museo de Arte Moderno . La posibilidad de entrar vivo en el museo altera la idea del museo como
un lugar de la memoria consagrada y garantiza la independencia del artista como creador. Estos museos alcanzarán un desarrollo espectacular en el siglo siguiente, estrechamente asociados a la desaparición de las formas tradicionales de mecenazgo y la implantación del libre mercado, al nuevo status social del artista, que ejerce el arte no como una profesión sino como una vocación, y a la formación de una incipiente clientela de burguesía urbana. Sin embargo, las realizaciones no estuvieron a la altura de estas expectativas teóricas, ni en el extranjero ni en España, cuyo Museo de Arte Contemporáneo , fundado en 1898, en un clima deprimente, por la pérdida ultramarina y por el pesimismo de los intelectuales, se convertirá en un depósito de obras ininteresantes (medallas de las Exposiciones nacionales, pintura histórica y grandes alegorías). Desde sus comienzos llevó una trayectoria de vaivenes, fracasos y mezquindad presupuestaria, que, a excepción de brillantes interregnos, será la tónica general durante casi un siglo de existencia, delatando una nula sensibilidad estética de sus directores y adoptando un sesgo oficialista el centro desde sus comienzos, de espaldas a la verdadera modernidad.
2) El agotamiento del modelo decimonónico — deficiencias estructurales
Al final de este largo periodo de fundaciones, crecimiento de las colecciones, avalancha de donaciones y compras, expansión territorial y diversificación tipológica, el fenómeno del museo había adquirido carta de naturaleza como uno de los principales orgullos de la sociedad culta del Ochocientos, que ve en este invento burgués no sólo una victoria del progreso sobre el oscurantismo del Antiguo Régimen y sobre su secuestro secular de un patrimonio ahora legitimamente devuelto a la nación, sino también uno de los pilares del saber decimonónico, asentado sobre la erudición y el positivismo. Sin embargo, con su afán acumulativo había terminado por convertirse en un simple depósito, el almacén donde habían ido embarrancando los restos de los sucesivos naufragios que había padecido la tormentosa historia española del siglo XIX. Y, dado que el cometido principal de esta institución era la custodia de tales hallazgos, el esfuerzo
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museológico se había orientado a las tareas propias de la conservación: registro, inventario, catalogación, clasificación, etc.; primando, en suma, la naturaleza documental sobre la expositiva, el objeto custodiado sobre el sujeto visitante y los criterios cuantitativos frente a los cualitativos. El resultado había sido un almacén polvoriento y acumulativo, un mausoleo dormido en su propia inercia e inmerso, efectivamente, en un discurso rutinario y cada vez más obsoleto. De manera que desde comienzos de siglo se constata cierta toma de distancia frente a las concepciones ochocentistas del museo, como un lugar apolillado y obsesionado por el pasado. Menéndez Pelayo, en una disertación en la Academia de Bellas Artes, los califica de panteones, de enterradores de la verdadera creación, mientras Ortega y Gasset ironiza sobre la manía excavadora que lanzaba a los anticuarios al subsuelo de los desiertos africanos con el ánimo de rescatar faraones y momias para alimento de los la voraces museos de antigüedades, lugares espectrales que con su manía clasificante matan la sugestión y no aprovechan ya con sus enseñanzas. Pero ese ataque de nihilismo museístico delataba no sólo el cambio en la sensibilidad sino que ponía en evidencia el penoso estado de abandono y decrepitud de la mayoría de las instalaciones museísticas españolas, algunas ya centenarias. Los edificios no se renovaban, los centros eran meros almacenes donde se amontonaban los colecciones, atiborrando las paredes y las vitrinas, pues se enseñaba todo lo que se tenía, las consignaciones presupuestarias eran miserables, las técnicas museológicas se habían quedado anticuadas y los facultativos carecían de una formación adecuada. Muchos de ellos sólo existían sobre el papel pues permanecían cerrados la mayor parte del año. La tarea del nuevo siglo se centrará en un esfuerzo cualitativo, el abandono el crecimiento cuantitativo, con el fin de renovar conceptualmente el museo, rediseñando sus contenidos, modernizando sus instalaciones y su presentación formal, y potenciando la democratización educativa. En España, el ritmo de fundación de museos proseguió durante el primer tercio del siglo, con la aparición de nuevas especialidades monográficas y la extensión, en las provincias que aún carecían de ellos, de la red territorial de aquellos tipos ya consagrados: los museos de historia, los arqueológicos y los de bellas artes. Paralelamente, la legislación había regulado la organización y funcionamiento de algunos tipos especiales, a través, por ejemplo, de una mayor definición del estatuto
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jurídico del personal administrativo y de los facultativos que trabajan en él, como es el caso de directores y conservadores, cuya presencia es, por primera vez, obligada en estos establecimientos; además, se fijan sus obligaciones científicas, como la confección de catálogos, la numeración de sus objetos, la recepción de fondos nuevos, la sección estadística, el recuento y la limpieza de los objetos custodiados y sus obligaciones como servicio público. Asimismo, el importante decreto de 1913, el mismo que autorizaba la apertura de museos municipales, encomendaba el fomento y administración de todos los establecimientos a las Juntas de Patronato, un nuevo órgano colegiado destinado a cumplir una función importantísima en la vida de los museos del siglo XX, constituido por próceres locales —el alcalde, académicos, representantes de la iglesia, artistas o personas entendidas en arte o en historia—. Con esta medida se pretendía vincular a personalidades de reconocido prestigio, pero independientes de las instancias oficiales que, con su desinteresada colaboración y su asesoramiento, pudiesen tender un puente entre el museo y la sociedad. La creación de esta institución dinamizadora era tanto más urgente por cuanto, hasta el momento los museos carecían de una vida activa, abandonados por las instancias oficiales y cerrados durante largas temporadas al año. Según el decreto, el Patronato regentaría el centro en estrecha colaboración con el director, formando la biblioteca del museo, publicando un boletín con trabajos críticos, aprobando la colección circulante de reproducciones, adquiriendo obras o colecciones, contratando empleados, fijando la cuantía de la entrada e inspeccionando los depósitos e impulsando la organización de cursos especializados, y los domingos, conferencias de divulgación. Pero, a pesar de estos paliativos legales, los problemas estructurales y funcionales de los museos españoles eran graves, producto de su vejez, de la falta de recursos y de la incuria con que los poderes oficiales maltrataban este género de servicios. Al igual que sucedía en el resto de Europa, o con mayor agudeza, se puede decir que había un gran abismo entre lo que podría llamarse el museo legal y los museos reales, que se encuentran en un estado de abandono y decrepitud frecuentemente denunciados. Las obras se habían ido acumulando en sus paredes, atiborraban sus vitrinas y obstruían la circulación tanto visual como física, pues se mostraba al público todo lo que se poseía. Los conservadores no se ocupaban de la difusión social del museo —valoraban el polvo y la suciedad como la mejor técnica de conservación—. Los edificios se habían quedado
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anticuados, con instalaciones escasamente funcionales e inadecuadas a las necesidades cada vez exigentes que proponían críticos, artistas e historiadores, unánimemente contrarios a la idea del museo-conservatorio y favorables a una presentación jerarquizada, selectiva y pedagógica. Uno de los más polémicos era el Museo de Arte Moderno , fuertemente criticado por su conservadurismo y su escaso servicio a la modernidad que proclamaba en su nombre. Valga como dato el que entre 1901, en que a Picasso le premian en una Exposición Nacional su Mujer en azul, y 1937, en que la República le encarga el Guernica, el pintor español más reputado entre los vanguardistas no recibió ni un sólo encargo procedente de la administración española. Igualmente, la primera pinacoteca nacional, el Museo del Prado, venía viviendo desde la Restauración una seria crisis. No era sólo que el centro hubiese permanecido como muerto sin haber experimentado apenas cambios de interés desde mediados del siglo pasado, sino que su situación era de un lamentable abandono. Un problema gravísimo había sido la dispersión de sus fondos, producida a raíz de la fusión con el Museo de la Trinidad ; incapaz de almacenar todos las obras que le habían llovido encima, el centro
optó por repartir sus cuadros y esculturas dejándolas en depósito por toda la geografía peninsular, sin ninguna garantía jurídica y en los lugares más peregrinos, lo que hizo que se perdieran centenares de lienzos. Pero además de esta sangría, cuando Federico Madrazo recupera la dirección en 1881, el establecimiento era un verdadero desbarajuste: baste decir que familias enteras vivían en sus dependencias, sin la menor justificación, o que en 1918 se constató, sin que nadie se hubiese percatado de ello hasta ese momento, la desaparición de una parte de las joyas que componían el Tesoro del Delfín. Por las mismas fechas, el Arqueológico Nacional, acumulaba todo tipo de problemas, que venían creciendo desde su instalación en el Palacio de la Castellana, donde se habían revelado sus insuficiencias y su escasa adecuación a las funciones que le competían: en el siglo XX, ese perjuicio de origen no había hecho sino agravarse. Las quejas de sus directores eran continuas, siendo la más aguda la falta de almacenes, en una época en que se exponía todo lo que el museo poseía, pero además se quejaban de que carecía de salas para albergar los últimos legados, como eran el de Siret o la colección Cerralbo, y los productos obtenidos en recientes excavaciones; que sus instalaciones no ofrecían garantías de seguridad, lo que hacía los robos de piezas valiosas cada vez más frecuentes; que la
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carencia de facultativos impedía atender al público tal como requería un centro de ese rango; que, en invierno, el frío era muy intenso, pues el sistema de calefactores se había quedado anticuado; que, por carecer de presupuesto, no podía organizar exposiciones temporales; que el caos administrativo generaba constantes conflictos de competencias entre los encargados de las diversas secciones, etc. (TEXTO) Pero, la inadaptación más preocupante era la que concernía a la difusión general del museo y su labor educativa, a su implantación social, pues la mayor parte seguían inercialmente la política heredada del siglo pasado, cuando estaba reservado a un público restringido de copistas, conocedores y artistas. Como hemos apuntado, hasta ese momento, sólo los museos americanos se habían ocupado del problema del público y de la democratización cultural, produciendo algunos estudios pioneros. Estas deficiencias no tenían su causa en el atraso específico del museo, sino que formaban parte de un estado general de las cosas, afectadas por un mal endémico de la historia nacional, el educativo, que no había hecho sino decaer desde los tiempos ilustrados, en que la cultura y la ciencia españolas pudieron presumir de vivir el mismo pulso con que lo hacía la Europa más avanzada. Pero, en el curso del siglo XIX, un siglo en el que todo se fue «volviendo raquítico, enano, ramplón», se produjo la secesión efectiva del resto de Europa, se perdió todo el terreno ganado y los sucesivos gobiernos, empantanados en las luchas civiles, no afrontaron el deterioro de la enseñanza y el atraso y la desorganización en el orden cultural, que terminarán por convertirse en uno de los mayores lastres para el progreso de la nación . Y es que la irresponsabilidad de los instituciones oficiales en materia cultural era escandalosa, no sólo en lo concerniente a la educación sino también en la tutela del patrimonio artístico. Es suficiente recordar la facilidad con que el escultor americano George G. Barnard pudo adquirir en Cataluña y Castilla varios claustros románicos, entre ellos el de San Miguel de Cuxá, que le permitieron abrir, en 1914, un museo privado que, en 1925, por mediación de Rockefeller, pasó a integrar las colecciones del Metropolitan Museum de Nueva York, en su anexo conocido como The Cloisters.
— el movimiento institucionista
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Sin embargo, quedaría incompleto el panorama de estos primeros treinta años del siglo si, al mismo tiempo, no recordásemos la importancia de un movimiento intelectual que estaba presente en el escenario público, nacido en los inicios de la Restauración y que venía vigorizando la vida cultural con sus intervenciones en el campo de la innovación educativa, aunque desde una posición marginal a la oficialidad vigente. Nos referimos, claro es, a la Institución Libre de Enseñanza, un instituto educativo no oficial fundado en 1876 , que propugnaba la regeneración moral del país por medio de una profunda reforma pedagógica, «tendiendo con amistosa fraternidad la mano a todas las doctrinas y creencias sinceras, a todos los centros de cultura, a todas las profesiones bienhechoras, a todos los partidos leales, a todos los Gobiernos honrados, a todas las energías de la patria, para la obra común de redimirla y devolverla a su destino» . Los institucionistas, con sus ideas, no hacían sino sumarse a una poderosa corriente de opinión que desde finales del siglo XIX dominaba en toda Europa, y que vinculaba el destino del progreso económico y la democratización de la vida política a la mejora de la educación. De esta escuela no oficial nacerá un brillante generación de intelectuales españoles, los institucionistas, cuyo perfil responde al de un hombre de principios y de cultura universal, austero en su proceder, casi puritano, defensor del progreso científico, cuyo honesto patriotismo le hace estar muy atento a las realidades nacionales, pero también a los logros europeos y volcado con una dedicación misionera en la defensa de una transformación social a través de la enseñanza, en «un movimiento de renovación ética y pedagógica». El ethos institucionista proporcionó el necesario músculo de la cultura española y, además de su dedicación al campo científico, cuya renovación fue espectacular, practicó un apasionado entusiasmo por la defensa del patrimonio artístico y monumental, creando toda una escuela historiográfica que combinaba el rigor erudito y la pasión nacionalista, con marcada predilección por el pasado medieval español incluido el andalusí, que se tradujo, además, en el fomento del arabismo, en la creación del Boletín de la Sociedad Española de Excursiones, y, finalmente, en la colaboración de alguno de sus miembros más brillantes,
como Riaño, Valera, Ruiz Aguilera o Cossío, en la puesta en marcha de los museos, sobre todo los arqueológicos, impulsados por los gobiernos más liberales. La fama que alcanzaron estos ideales democráticos y el crédito que merecían algunos de sus prestigiosos componentes ante los responsables políticos de la España alfonsina,
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permitieron, incluso, que la Institución fuese consultada sobre cuestiones educativas y que el influjo del ideal institucionista se hiciese sentir en la gestión de los gobiernos de esos años, si bien nunca perdieron su posición tangencial con respecto a la vida oficial. La inspiración estudiosa de los institucionistas animó al nuevo ministerio a dictar algunas órdenes tocantes al patrimonio artístico, entre las que cabe recordar la de junio de 1900, que mandaba la confección, finalmente inconclusa, de un Catálogo Monumental, el primero realizado en España, de todas las provincias, empezando por Ávila y siguiendo por otras capitales castellanas, como Salamanca, y León cuya elaboración fue llevada a cabo por Gómez Moreno, entre 1900 y 1908. Uno de los centros emanados de la Junta fue la Residencia de Estudiantes, abierta en 1910 y encomendada a un hombre de discreción y saber proverbiales, Alberto Jiménez Fraud . Su compromiso con el nuevo espíritu progresista español, su milagroso trabajo en favor de la cultura y la ciencia universales, desde su nacimiento hasta 1936, hizo de ella la casa de las más grandes inteligencias internacionales, además de un curioso «ensayo de combinación entre lo mundano y lo intelectual». Por allí pasó, por no hablar de los mayores pensadores y poetas españoles, todo lo que había de más competente y noble en Europa y América: Bergson, H.G. Wells, Einstein, Wanda Landowska, Paul Valéry, Claudel, Le Corbusier, Bergson, Darius Milhaud, Frobenius, Aragon, Maurice Ravel, Cendrars, Chesterton, Mauriac, el general Bruce, J.M. Keynes, Strawinsky, Alfonso Reyes o Mme. Curie. Se organizaban cruceros de estudio por el Mediterráneo, se hacían competiciones deportivas, se representaba a Shakespeare o a Lope de Rueda, se pusieron en funcionamiento unos modernos laboratorios con el fin de iniciar a los estudiantes de medicina en la investigación, se fundaron una revista y una línea editorial; y, por las noches, había sesiones cinematógraficas, se disertaba sobre arquitectura mudéjar o sobre aeronaútica, o se hacía jazz . Probablemente, el acto que mejor resume el espíritu residencial fue, en 1933, cuando se convirtió en sede de la reunión del Comité de Artes y Letras, del Instituto de Cooperación Intelectual, convocada, bajo los auspicios de la
Sociedad de Naciones, para defender la paz mundial, la universalidad de la cultura y el intercambio intelectual, y recordar la necesidad de proteger la cultura y las artes de los egoismos individuales, las especializaciones abusivas y los peligros del nacionalismo. Un papel decisivo en el progreso de la investigación artística corrió a cargo de otra creación de la Junta, el Centro de Estudios Históricos, presidido por Menéndez Pidal,
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nacido con una decidida voluntad de explorar el pasado y la tradición españolas, sus fuentes históricas, populares y literarias . Instalado en los bajos del Palacio de Bibliotecas y Museos, en las estancias que había dejado vacantes el Museo de Ciencias Naturales , con una biblioteca que en 1934 rondaba los 30.000 volúmenes, formó a los eruditos que luego regentarán los principales museos nacionales como Elías Tormo (patrono del Prado y ministro de Instrucción Pública, con Alfonso XIII) Gómez Moreno (quién, además de redactar del Catálogo monumental de varias provincias castellanas y ser una figura clave en la constitución de los museos andaluces, fue director del Instituto de Valencia de Don Juan), Sánchez Cantón (comisario de la exposición que dió lugar al Museo Romántico y
subdirector del Prado) o Ricardo de Orueta (quien como Director General de Bellas Artes en la II República, creará el Museo Nacional de Escultura de Valladolid y será director del Museo de Reproducciones Artísticas durante la guerra). Frente a la infecunda Universidad,
el Centro se convirtió en la vanguardia del saber artístico durante esas décadas. La energía creativa de estos intelectuales, el espíritu institucionista y el arraigo de un cierto reformismo liberal fueron calando entre las clases más cultivadas y, a pesar de la existencia de un neocatolicismo ultraconservador muy beligerante que terminará por aflorar con saña, se irá formado un cierto estado de conciencia que tomaba formas cada vez más precisas en la opinión social, acerca de la necesidad de un cambio en las anquilosadas estructuras culturales y educativas . A finales de los años 20 se había desarrollado, no sólo entre las élites cultas, sino también en la baja burguesía y entre las clases obreras de las ciudades un sentido muy profundo de respeto hacia la alta cultura, que se pondrá de evidencia pocos años después en la respuesta popular que el salvamento del Tesoro Artístico durante la contienda civil despertará en la sociedad española y que fue la clave de su éxito.
— un cambio de sensibilidad
El primer gabinete republicano, aunque proveniente de una escolaridad religiosa, tendrá una marcada impronta institucionista que justifica el protagonismo cedido a las transformaciones en el campo de la cultura, hasta convertirse, ante la opinión pública, en un emblema de su ideología política, por encima, incluso, de la controvertida reforma agraria. La concepción de la República como fundada sobre una idea moral bebe en esas fuentes postilustradas y legitima, por encima de los avatares partidarios, su poder ante la
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sociedad española: «la República, dirá Azaña, más que una estructura jurídica, es un valor moral». Los ideales de laicismo, ilustración y racionalidad se sustanciaron, inmediata y solemnemente, en la Constitución del 31, la primera en la historia española que reconoce explícitamente el derecho a la cultura como una adquisición irrenunciable del pueblo español y, por tanto, como una función del Estado, que se obliga a extenderla a toda la población, tratando de dar respuesta con ello a la preocupación de la época por el tema de la instrucción popular, un asunto particularmente grave en la España del año treinta, en la que aún había un millón de niños sin escolarizar: la materialidad de esta voluntad se hará sentir enseguida en el presupuesto del primer gabinete de la República que destina un 7% a sus proyectos educativo-culturales, o en el plan, sólo parcialmente truncado, de construir cinco mil escuelas por año. En razón de estos ideales, un ámbito de acción preferente sobre el que se vuelca la Constitución republicana es la defensa de los tesoros artísticos de la nación, que, por primera vez en la historia de la legislación española, adquieren personalidad jurídica plena. El texto constitucional consagra la protección estatal de los tesoros artísticos e históricos, resguardándolos de posibles pérdidas o deterioros y poniéndolos bajo la custodia pública, por encima de sus propietarios particulares. También se preceptuaba, en la misma Constitución, la elaboración de un registro de las riquezas nacionales, ahora definitivo frente al frustrado de 1900, que resultaba imprescincible para articular con eficacia real la apetecida defensa patrimonial y la democratización de su disfrute. A. Ovejero, diputado de los socialistas, logró, además la ampliación de este concepto, muy avanzada para su tiempo, a los monumentos naturales y «los bellos paisajes del país». Para desarrollar estos preceptos se dictaron enseguida diversas leyes con vistas a acercar los bienes culturales del Estado a toda la sociedad: se decretó la gratuidad de los museos para maestros y profesores (hasta entonces sólo lo eran para los artistas), se favoreció el acceso de los investigadores a los Archivos del Estado, se animaba a depositar en los Museos aquellas obras en posesión de particulares, que, por estar en estado de deterioro, pudieran perderse; y se declaró en diferentes provincias monumentos histórico-artísticos integrándolos en el tesoro de la Nación. Se daban facilidades a los poseedores de bienes artísticos para hacer públicos sus tesoros; se penaba el uso indebido de los edificios
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monumentales y el incumplimiento de los propietarios de museos privados de su compromiso de permitir las visitas públicas, así como la dispersión por herencia o venta fraccionada de las colecciones. Además, se encomendaba al Centro de Estudios Históricos, la creación de un fichero de Arte Antiguo, autorizando a dedicar parte de sus recursos a ayudar a la formación de catálogos de museos. En lo relativo a la estructura territorial, la República se esforzó por descentralizar la administración museal, otorgando amplias competencias de distinto rango a dos regiones, Cataluña y el País Vasco. El Estatuto de Autonomía de Euzkadi, al ser otorgado ya en octubre de 1936, en plena guerra civil, no logró la menor efectividad. No así el de Cataluña, cuya promulgación, en 1932, atribuye a la Generalidad competencias y servicios de Bellas Artes, lo que va a permitir un momento brillantísimo de la museología catalana, sobre todo, en Barcelona, y, en particular, la creación de museos, rango nacional, como sucederá con el Museo de Arte de Cataluña , instalado desde 1934 en el Palacio Nacional de Montjuich. Tal atención otorgada a los museos tenía una importante componente ideológica, aunque es necesario decir que la acción cultural republicana otorgó una protección preferente a otros sectores que llegaban al pueblo más fácilmente, como la cinematografía, la promoción del deporte o el teatro. El propio Azaña recuerda su frustrado plan de instalar «en grande» un Museo de Ciencias Naturales , con su correspondiente Jardín Botánico y centros científicos
anexos.
IV. El peso de la política: los museos españoles durante la Guerra civil y el franquismo
1)/ la hora épica de los museos españoles
El estallido de la Guerra Civil en España, en julio de 1936, está marcado, en el campo de la museística por la alarma ante el peligro que corrían las obras de arte, alarma que desencadenó una rápida reacción enn medios populares y en sectores académicos e intelectuales: el 23 de julio se formó una Junta de Incautación y Protección del Patrimonio Artístico, formada por siete personas, que trataba de evitar acciones incontroladas, y que actuará inicialmente como un organismo paraoficial, si bien limitado por la restricción
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geográfica, ya que su campo de acción se ceñía a la capital, y por su reducida capacidad de maniobra política. La inseguridad en que se hallaban las obras de arte y los objetos de los museos durante la guerra española exigía tomar urgentes medidas para ponerlas a buen recaudo; ello determinó su traslado a Valencia, donde se había instalado el gobierno en pleno, en una espectacular operación, pues, además de las colecciones de los Alba (que serán orgullosamente expuestas en el Colegio del Patriarca ), sólo de los pertenecientes al Prado, salieron 525 cuadros, mientras, casi al mismo tiempo, lo que permite hacerse una idea del desbarajuste general, llegaban a este centro millares de piezas (unas dieciocho mil) pertenecientes al tesoro artístico desperdigado por otros museos de la España republicana en situación de mayor peligro. Tambien en Barcelona se procedió a proteger las numerosas colecciones particulares, que para su salvaguarda fueron incautadas por la Generalidad. Tanto el tratamiento de la evacuación como todo lo relativo a la defensa del patrimonio histórico-artístico será un instrumento clave en la guerra de propaganda, tanto en el seno mismo de la República como frente a la España rebelde y a la opinión internacional. De un lado, por la campaña nacionalista sobre las quemas de iglesias, o la difusión de alarmantes y mendaces noticias sobre la salida o la venta de las obras de arte de Madrid; de otro, porque, el bando republicano supo desplegar una estrategia de comunicación que fue siempre, en programa y realizaciones, infinitamente superior a lo que podían ofrecer los nacionalistas: informaciones en la prensa extranjera, manifiestos de los intelectuales mas prestigiosos, folletos, utilización de los viajes de políticos o de críticos de arte para sensibilizar a la opinión internacional, exposiciones y conferencias en el extranjero. La resonancia dada a los peligros que corría la riqueza artística española alcanzó tales proporciones que dio ocasión a un «turismo de guerra», de comités, instituciones y personalidades que venían, a título privado, a interesarse por el estado del tesoro nacional —«mirada inquisitiva, lupa en el ojo, gesto admirativo»— y cuya frivolidad ocasionó el silencioso enfado de algunas autoridades republicanas . En febrero del 37, el Gobierno consintió en organizar la salida de España de 2.000 cajas, con destino a Ginebra, que contenían más de dos mil cuadros, la casi totalidad de la colección real de tapices, millares de libros e infinidad de objstos histórico-artísticos procedentes del Arqueológico Nacional, del Palacio Real , de la Real Armería o del Gabinete de la Academia de la Historia , custodiadas por la Sociedad de Naciones, en una
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operación que una campaña de intoxicación nacionalista presentó como el paso previo a su venta en el extranjero. Las controversias sobre tan arriesgada decisión —había partidarios de conservar las obras en las cámaras subterráneas del Banco de España, y Sánchez Cantón, que se mantendrá como subdirector del Prado hasta enero del 38, asegurará, más tarde, sin aportar pruebas, que tras el envío se ocultaban intereses financieros—, no alcanzaron a las condiciones en que se efectuó el traslado, que llevó más de dos años, y que fue juzgada como impecable, hasta por las gentes de Franco, dentro de las gravísimas limitaciones que imponía la situación. Y, en efecto, así lo prueba el escaso daño padecido por las obras, sólo dos cuadros sufrieron algún desperfecto, en un traslado que puede considerarse ejemplar, dadas la falta de medios y la limitada planificación con que se acometió la empresa, y milagrosa, si se cuenta la desproporción entre la envergadura de la tarea y los riesgos que se corrían y que convertían cada expedición en una arriesgada aventura. 2) Los museos de arte moderno bajo el franquismo: rutina y autarquía
Desde los primeros días, había instaurado, junto al nuevo régimen, una idea nueva de España, deliberadamente contraria a la republicana, formada por un cóctel de esencialismo católico, de fobia a todo extranjerismo materialista y de tradicionalismo cultural, apoyado en una metafísica «unidad de destino» que excluía la menor disidencia. Tal ideario se aplicó a todas las instituciones culturales del país. Particularmente, a la política museística de la Dirección General de Bellas Artes, que, en los primeros años, estuvo marcada por un espíritu fuertemente doctrinario y propagandístico. El franquismo no renunció a este instrumento de propaganda visual que representan los museos, los monumentos o las exposiciones temporales, como lo prueba su actividad museística de posguerra: la Exposición Internacional de Arte Sacro de Vitoria, el Museo de África, la conversión del
Alcázar de Toledo en Museo del Asedio (para conmemorar el sitio que sufrió el general franquista Moscardó, cuyo despacho se conservó intacto), el remozamiento de la Capilla Real de Granada, como sede del Museo de los Reyes Católicos (1945), o, finalmente, el proyecto de un Monumento a la Contrarreforma (1948). La proscripción de la vanguardia, que había mostrado su vitalidad en la España de los años treinta, fue radical. Inspirándose en una interpretación interesada y un tanto banal de las teorías de Ortega y Gasset sobre la «deshumanización del arte moderno», el régimen, a
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través de su órgano de prensa, Arriba, llegó a imponer la doctrina oficial de que «en una sociedad democrática, la pintura cubista a nosotros nos parece muy bien, porque, en definitiva, es su última consecuencia y también su mejor forma. En cambio, en una sociedad jerárquica, por razones diametralmente opuestas, la pintura cubista es el máximo de los horrores que pueden contemplarse. En suma, una sociedad democrática no es otra cosa que la voluntad de despintar la Historia y una sociedad totalitaria, la voluntad de pintarla». Esa fue la razón por la cual se imprimió al Museo de Arte Moderno una orientación academicista y tediosa, con exposiciones del tipo «Ignacio Zuloaga», «Floreros y Bodegones» (1945), y donde podían aparecer insólitos episodios, como la exposición presentada en 1943, con artistas de la vanguardia francesa de entreguerras (Matisse, Vlaminck, Valadon, Laurencin, Derain), sólo explicable por el hecho de tratarse de un evento organizado por el mariscal Pétain, desde Vichy. Otra veleidad internacional que se permitió el régimen, todavía en plena guerra, fue su participación en la Exposición Internacional de Arte de Venecia, en junio del 38, utilizada para contrarrestar el impacto sobre la opinión mundial del vanguardista Pabellón de la República española de la Exposición Universal de París (1937), y justificada por las buenas relaciones con la Italia de Mussolini, en la idea de potenciar una afinidad mediterráneoclasicista. Dado que los grandes artistas de la vanguardia estaban exiliados, la estrella de la muestra era Zuloaga, quien recibió el Gran Premio Mussolini, acompañado por otros artistas afines al nacionalismo, como Gustavo de Maeztu, y dos artistas ibéricos, un portugués y un uruguayo, gesto que pretendía resucitar la vieja unidad imperial. Pero más allá de los casos particulares, es interesante recordar los principios que subyacen en muchas de las estrategias culturales del nuevo régimen, que se empleó a fondo para oscurecer la creación contemporánea, o simplemente moderna, y infundir en la sociedad española un desconfiado recelo en su contra: «No habrá Salones de Otoño, ni barnissajes, ni medallas de oro, ni tertulias parnasianas, ni melenas, ni homenajes», había
exclamado Eugenio D’Ors, director del Servicio Nacional de Bellas Artes, y una de las primeras figuras de la inteligencia fascista europea. Teatral y brillante —amante de los rituales, como la estrambótica ceremonia, con juramento sobre un Quijote «falangista», que inventó como director del Instituto de España—, alcanzó un poder indiscutido. Y efectivamente, frente al individualismo y el culto al talento de la modernidad artística, frente a la independencia y la legítima defensa de la libertad creativa, frente al
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cosmopolitismo y el intercambio de ideas, frente a la libertad imaginativa del pintor, el régimen emprendió campañas de propaganda a favor del patrimonio folklórico y la creatividad popular como depósito de las esencias nacionales, a favor del anonimato y la disciplina de la artesanía, a favor del medievalismo de las gestas épicas, potenciadoras de las raíces cristianas y medievales y exaltadoras de la Raza. Así, la cultura popular deviene, en manos del poder oficial, un arma muy eficaz, que ensalza las diferencias, justifica la excepcionalidad política y, en aras de ese tipismo que recogen las guías turísticas, congela la cultura y la convierte en un peso muerto. Añadamos, por lo demás, que este culto franquista del costumbrismo, esta exaltación folklórica —lo que la propaganda oficial llamaba «españolear»—, se va a convertir en un línea divisoria entre los adeptos y los desafectos al régimen, sobre todo en los medios universitarios y las clases ilustradas, que ven en esta defensa de la tradición popular la savia cultural de la Dictadura. Este enfoque se tradujo en algunos ejemplos ilustrativos, como el acondicionamiento, en 1940, del Museo Nacional de Artes Decorativas, que se constituyó, en buena parte, a base de sustraer
fondos del Arqueológico Nacional ; o la creación en Burgos, en 1949, del Museo de Ricas Telas, otro museo de artes anónimas, en el Monasterio Real de las Huelgas, panteón de la
realeza de la Castilla cristiana, que albergaba los sepulcros de Sancho III, Alfonso VIII y Enrique I, y de varias reinas consortes, infantas y gentes nobles, que fueron despojados de sus ajuares, brocados, tafetanes y bordados, para museificarlos, como expresión de las excelencias de la artesanía de lujo medieval. Otra especialidad fomentada, ésta más folklórica, es la representada por los Museos Taurinos, como el de Madrid, instalado en la misma Plaza de Toros, en 1951. Con todo, el modelo museístico más difundido, sobre todo ya en la década de los sesenta, será el que recree las artes y las costumbres populares de una determinada comarca y, en particular, de su vida agraria, sobre la que se asienta una mística de la patria, afín a los Heimatmuseen (museos del terruño) que la Alemania del III Reich fomentó, y que transmitían una imagen de la tradición rural asociada a la vida sencilla, los valores eternos y la armonía social. A medida que, con el paso del tiempo, se fue estabilizando la situación política, el régimen abandona sus obsesiones de posguerra, la vida cultural se diversifica, y comienza una tímida modernización y apertura al extranjero, eso sí, férreamente censurada. Los excesos megalómanos del primer falangismo, se atemperan con un conservadurismo mucho más cuerdo, con una cierta asepsia artística, que inspira, por ejemplo, el florecimiento de las casas-museos dedicados a un artista contemporáneo, siempre de corte
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tradicional o de un vanguardismo templado, generalmente en su ciudad natal: es el caso del Molino-Museo Gregorio Prieto (1948), en Valdepeñas, instalado en un marco típico; el Museo Zabaleta (1960), en Quesada (Jaén), la Casa-Museo Victorio Macho , donde el
escultor se asentó en Toledo (1966); el Museo Zuloaga en Zumaia (Guipúzcoa); el Museo Gustavo de Maeztu, situado en el taller que el pintor tuvo en Estella; el Museo Marceliano Santamaría, de Burgos, fundado también en 1966 y cuya sede es un antiguo hospital de
peregrinos; la Casa Estudio de Anglada-Camarasa, de 1967, un conjunto de arquitectura vernácula mallorquina, en Pollensa, o, en 1963, la Casa-Museo de Gaudí , en Barcelona, creada, en la casa en que vivió el escultor, en el Parque Güell. Es cierto que esta enumeración, como de «inventario comercial», de fundaciones museales durante las primeras décadas de la Dictadura, puede dar una falsa idea de florecimiento. La verdad era que considerados a la luz de un análisis más detallado, la política del Estado en este ámbito delataba su pobreza conceptual, la incuria económica, la ruindad de sus instalaciones, el barullo jurídico a que estaban sometidos o su nulo esfuerzo por hacer atractiva la visita. Seguía sin responder a una política planificada, era sostenida por mezquinos presupuestos y mantenía su pésima orientación y su carácter espontáneo, como lo prueba el desequilibrio geográfico del mapa museístico a favor de las ciudades orientales de la Península. Tampoco se había aplicado una política pedagógica, al estilo de la que practicaron los gobiernos del primer tercio del siglo, y en particular los de la República: sólo un 4% de estudiantes de bachillerato conocía, en los años sesenta, algún museo y, lo que es más lamentable, sólo el 11% expresaba curiosidad por ellos. La inexistencia de facultativos colocados al frente de los museos o el bajísimo nivel de profesionalización eran otros tantos signos de atraso de los museos del franquismo. Sin embargo, era, sobre todo, en el escaparate de los museos, es decir, en su forma de presentarse al público tanto nacional como extranjero, donde la anquilosada estructura de la cultura española se ponía de relieve en toda su mediocridad. Una obsolescencia que, por producirse en un momento general de renovación internacional, resultaba aún más contrastante: catálogos antiquísimos, sin actualizar o, lo que es peor, inexistentes; ausencia de rótulos en las piezas expuestas, hacinamiento, equipamientos anticuados y abdicación del museo de sus funciones educativas. Lo más significativo es que, en sí misma, esta carencia no se reconocía como un problema, habida cuenta de la perentoriedad de problemas más acusados que afectaban a la supervivencia de muchos museos y de la precaria vida económica que arrastraban todos ellos. El hispanista norteamericano
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Jonathan Brown, que visitaba España por primera vez en 1958, recuerda un Museo del Prado sin apenas indicaciones, completamente vacío, en el que el visitante tenía la rara
sensación de introducirse en una residencia particular, en una colección privada, colocada un tanto arbitrariamente, y en la que, además, era obligado organizar el recorrido según la evolución del sol, pues la falta de iluminación hacía imposible identificar las obras a determinadas horas del día.
2) Burbujas de aperturismo: el «caso Fernández del Amo»
No obstante todo lo dicho, y a expensas del aislamiento cultural que padecía España, de su incomunicabilidad científica, literaria, y artística, de la uniformidad de la información recibida, en esos paralizantes «años de penitencia», como los llamó el editor literario más valiente del momento, Carlos Barral, el nombramiento como Ministro de Educación del cristiano Ruiz-Giménez, en 1951, introduce una pequeña burbuja de apertura en medio del inmovilismo reinante, confirmada por hechos tales como el reconocimiento de la ONU, el incipiente desarrollo económico o los inicios del fenómeno turístico, y estimulada por la llegada masiva a la Universidad de la primera generación que no ha participado en la guerra y cuyos profesores, de la talla de Vicens Vives o Maravall, ofrecen una interpretación de la reciente historia de España bien distinta a las versiones oficiales. Las directrices políticas que Ruiz-Giménez imprime a su departamento suponen la normalización, y un vislumbre de reconciliación con los españoles de extramuros llega también al aburrido panorama artístico. Finalmente, el régimen se había hecho consciente de lo poco apropiadas que eran sus rabietas antimodernas de los primeros días, el dominio del academicismo, la visión de la vanguardia como una conjura contra el auténtico arte español, y la mezquindad y el aburrimiento que pesaban sobre la vida artística. Y quizá incluso había llegado a comprender las ventajas que ofrecía la normalización artística, como compensación de la falta de legitimidad política. El nuevo ministro, que se proponía modernizar la universidad y la cultura, va a impulsar una serie de medidas de promoción de las artes, entre las que se encuentran la celebración de las Bienales Hispanoamericanas de Arte, que se inician en 1951, y la remodelación del Museo de Arte Moderno. Haciéndose cargo de las contradicciones que venía padeciendo el museo desde su nacimiento, en lo referente a la organización de sus
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fondos —la esquizofrenia entre artistas actuales y decimonónicos, ya consagrados—, el entonces Director General de Bellas Artes, Gallego Burín, dicta un decreto que suprime el museo tal como estaba organizado y divide sus fondos entre dos nuevas entidades: un Museo Nacional de Arte del siglo XIX —que pasó a ocupar la parte alta de la vieja sede, en
el gran edificio del paseo de la Castellana, y cuyos directores habrían de ser Julio Cavestany, y, desde 1954, Lafuente Ferrari—, y un Museo Nacional de Arte Contemporáneo. En sí misma, tal división no solucionaba ninguno de los problemas
existentes —aunque, como bien decía Gaya Nuño, eliminaba imposibles convivencias, «entre, por ejemplo, pintores tan incomparables como Casado del Alisal y Benjamín Palencia»—. De hecho, a pesar del esfuerzo de catalogación y mejora de sus instalaciones y de que parte de sus fondos estaban, con el caos consabido, repartidos por distintos museos provinciales e instituciones estatales, la experiencia aconsejará, al cabo de pocos años, que vuelvan a refundirse en uno solo, decisión que se tomará en 1968. El decreto oficial refrenda la revitalización en la sociedad española de círculos de interés cada vez más amplios por el arte contemporáneo, así como la necesidad de «atender a una producción contemporánea con suficientes valores estéticos, pero aún no sancionada por el juicio histórico», que convenía deslindar definitivamente de aquellos otros artistas recientes, pero ya consagrados por la historia del arte, que irían a parar al Museo de Arte Moder no. El proyecto despertó grandes ilusiones en los ambientes artísticos e intelectuales,
entre profesionales y amantes al arte, sometidos al «más escuálido y desamparado aislamiento»; más, aún, que otras capitales españolas, donde, al menos, asomaba una tímida vitalidad creativa, como sucedía en Barcelona, con grupos como Dau al Set , en Zaragoza, con los artistas de Pórtico, o en Santander, con el grupo Altamira. No hacía tanto que en el extranjero habían empezado a surgir instituciones semejantes, si se exceptúa la ya antigua fundación del MOMA neoyorquino, que data de los años treinta, lo que hacía esperar que iba a ser posible enlazar con el pulso europeo de otras instituciones, como el que Jean Cassou había imprimido en 1947 al Musée d’Art Moderne de París. Los objetivos del nuevo museo, según sus impulsores, eran no sólo la presentación de obras de arte contemporáneas, sino los de actuar como «órgano vivo de información y estímulo de la vida artística con la organización de exposiciones temporales y monográficas e instrumentos de relación con el arte extranjero». El nombramiento como director del arquitecto José Luis Fernández del Amo abría posibilidades hasta entonces nunca soñadas, pues representaba toda una garantía de seriedad, buenas intenciones y
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conocimientos en el tema. Mantenía relación con las corrientes internacionales del arte, y su sola presencia parecía prometer la «salida de la clandestinidad» de los artistas verdaderamente modernos y la incorporación a los fondos del museo de la verdadera vanguardia. Fernández del Amo, en contacto desde joven con gente como Juana Mordó, la galería Buchholz y el grupo de disidentes formado por Aranguren, Ridruejo y Tovar, acomete en su mandato las necesidades más urgentes de la institución: la búsqueda de un nuevo edificio, la apertura del museo al contacto con artistas internacionales, la programación de actividades temporales y la constitución de una colección propia; en definitiva, dar al museo la personalidad que se le había negado hasta ahora. La presidencia del Patronato fue ofrecida a D’Ors, a cuya muerte, acaecida en 1954, le relevó el arquitecto y poeta, Luis Felipe Vivanco; en el patronato se encontraba también otro disidente moderado, Dionisio Ridruejo y el pintor Vázquez Díaz. El equipo directivo contaba con Leopoldo Panero, como secretario, González Robles, como bibliotecario; es de destacar la presencia informal, pero importantísima, de un excelente crítico de arte, Moreno Galván. Sin embargo, durante los siguientes veinte años, el centro va a mantenerse preso de una contradicción absurda, la de responder a las exigencias de un organismo encargado de modernizar la vida artística, acompasarse con las corrientes europeas y satisfacer al visitante nacional o extranjero, y, a la vez, verse forzado a realizar esta tarea de modo clandestino, incluso ante su superior inmediato, la Dirección General de Bellas Artes, que acogía con frialdad y desdén los entusiasmos renovadores del director nombrado a tal efecto. La primera de las necesidades, encontrar una sede nueva, más capaz y confortable, era una vieja reclamación de los sectores interesados que pedían que se diese al centro un edificio independiente y moderno: «en la autopista de los aeródromos», a sugerencia de Pancho Cossío; un edificio de acero y cristal, según la propuesta del siempre inteligente Gaya Nuño, «que podría resultar baratísimo, si se adoptara el modelo que Le Corbusier brindó gratuitamente hace unos años desde Cahiers d’Art». La segunda tarea consistía en un programa de funcionamiento y objetivos, recogido en una memoria institucional leída ante el patronato y el propio Ruiz-Giménez: era la primera vez en la historia de esta institución que se formulaba por escrito un proyecto razonado. En él se aprecia la sensibilidad de su director hacia la creación contemporánea, que concibe como «lo más imprevisible en la aventura individual de cada artista», una frase que
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encerraba todo un programa museológico, por las exigencias de flexibilidad, imaginación y respeto a la obra de arte que supone. A su juicio, el Museo no podría limitarse a coleccionar lo ya sancionado por la opinión colectiva, sino que habría de ser un lugar de ensayo y experimentación, un ámbito ideal para la educación estética de la infancia, un antídoto contra el provincianismo, un lugar de recuperación del arte emigrado, y, por último, un foco de intercambio social; se proyectaban, además, un taller de experimentación de nuevos materiales y procedimientos artísticos, la presencia no sólo de las bellas artes, sino de la música, el cine, la imprenta o la fotografía; emprendería un programa de actualización de sus fondos, con una política de compras rigurosamente moderna y, finalmente, habría de instalarse en un nuevo edificio, funcional, sobrio y no pretencioso, de planta abierta, capaz, al tiempo, de interactuar con el ambiente social de la ciudad i . El entusiasmo de Fernández del Amo le llevó a contactar con Picasso, a escondidas de la «menopausia oficial», para solicitar su colaboración. Sin embargo, todos estas bienintencionadas e inteligentes propuestas no pasaron del estadio de proyecto. El problema más urgente, el espacial, se disimuló con una remodelación del viejo museo, encomendada al propio Fernández del Amo, que realizó una bella y moderna instalación museográfica, una de las más interesantes de su tiempo, por la sutil asociación de sobriedad y valentía compositiva, gracias a un método de pantallas articulares que obtenían un espacio antes inexistente, y por una cubrición que transmitía la luz cenital organizando el lugar plásticamente. Mientras se efectuaban las obras y para evitar el cese de la tarea desarrollada por el Museo éste emprendió una serie de actividades de una categoría y riesgo impensables:
cursos sobre arte abstracto en la Universidad Internacional de Santander (1952, 1953, 1954) asociados a exposiciones de jóvenes, como Tharrats, Saura, Mampaso o Millares; una muestra de Ellsworth Kelly, Poliakoff y otros extranjeros contemporáneos; negociaciones, a través de Sempere, con la galería parisina Denise René , para comprar obras de Vasarely y Arp; una gran exposición titulada «Otro Arte» (realizada en colaboración con el grupo de pintores de El Paso y la Sala Gaspar de Barcelona), organizada, en 1957, por Michel Tapié, que fue un hito por la presencia de los mejores pintores del informalismo abstracto, desde Appel hasta De Kooning, pasando por Pollock, Burri o Fautrier, y donde jóvenes artistas, como Tàpies o Feito, disfrutaban de la experiencia que suponía contemplar sus obras colocadas junto a sus artistas extranjeros
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más admirados. Así, lentamente, Fernández del Amo fue logrando una audiencia interesada o curiosa y fomentando aficiones minoritarias, pero entusiastas y contagiosas hasta crear un núcleo de adeptos a sus proyectos. Fernández del Amo adquirió, además, el compromiso moral de recuperar a los artistas españoles exiliados en el extranjero, particularmente en París, y emprendió contactos por su cuenta para difundir su obra en España y adquirir algunas obras, despertando grandes esperanzas en los medios intelectuales, entre los profesionales y los aficionados al arte, que ansiaban esa incorporación de la vanguardia maldita, vetada desde la guerra. Para ello organizó un discreto viaje, realizado por Moreno Galván y González Robles, que se entrevistaron con el grupo de artistas —Lobo, Viñes, Clavé, Flores, Pelayo, Colmeiro, Parra, Fenosa, Oscar Domínguez—. Estos, reunidos para adoptar una posición coordinada frente a la delicada oferta, se debatieron entre el halago por la invitación y el temor a ser utilizados políticamente, como si al aceptar dimitiesen de su oposición a la Dictadura. Los «embajadores» españoles comprobaron el deseo de todos ellos de ser conocidos en su patria (les interesaba no sólo la adquisición de obras para el Museo, sino también la iniciación de relaciones cordiales, no con el Gobierno, pero sí con todos los que en España están empeñados en la lucha por el arte contemporáneo), a la que consideraban como el destino natural de su obra, pues «después de muchas y amargas experiencias han llegado a la conclusión de que, por un empecinamiento cerril en oponerse a lo que hecho en España a ellos les parece siempre hecho por el régimen, han comprendido al fin que con ello únicamente están logrando cortar todo vínculo afectivo con las nuevas generaciones o que, cuando traten de reanudarlo nuevamente les resultaría totalmente imposible». El informe que redactaron contiene consideraciones interesantes: «Es sabida la gran susceptibilidad que por parte de todos estos grupos existe, pues todos ellos pretenden hilar muy fino para que cualquiera actividad que hicieren cara a España no se pudiera entender como una renuncia a su actitud política o una pretensión de rendición incondicional al actual régimen español. Sin embargo, hay un hecho positivo en su circunstancia: el de que España no le es indiferente a ninguno de ellos […] De un tiempo a esta parte parece que se insinúa un cambio radical en el entendimiento del problema de España por nuestros artistas de París. Ellos comienzan a pensar que el boicot que pudieran imponerle a un régimen se transforma de manera automática en un boicot al pueblo español. En esta lucha dual de conceptos se debate toda su actividad cara a España, sin que pueda decirse que adopten posiciones
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definitivas, porque ninguno de ellos quiere asumir una actitud individual, si no está refrendada por la aprobación del grupo». En otro orden de cosas, Fernández del Amo empezó a formar una colección para el centro, a pesar de la escasísima consignación económica para adquisiciones (33.000 pesetas en 1954). Se arriesgó a compras audaces, aparte de Dalí o Nonell, como la de un Chillida o un lienzo de Tàpies, pintor del que pasarían veinticinco años antes de que el museo comprase una segunda obra. Hubo tentativas de comprar algún lienzo de Pollock o de Stuart Davis; y con una visión muy pragmática empieza a adquirir obras de jóvenes promesas españolas, todavía desconocidas, entre las que se cuentan, además de los mencionados, Canogar, Feito, Saura, Sempere, etc. Así se desarrollaba esta vida excepcional del Museo, cuando una mañana de febrero de 1958 alguien le mostró al director la noticia de su destitución en un periódico. En los años siguientes, la tónica general, bajo la dirección de otro arquitecto, Chueca Goitia, se mantuvo con menos aliento y más recortada ambición, pero procurando sostener el esfuerzo informativo de la década anterior y adaptándose a la mediocridad presupuestaria: en 1958, el Moma, influido por la acogida favorable de la crítica internacional a la participación española en las bienales de Sao Paulo y Venecia, cedió parte de sus fondos para una gran exposición sobre las últimas tendencias pictóricas es Estados Unidos. Aunque la muestra se realizó en verano tuvo una acogida insólita, con un importante resonancia en la prensa, en un momento muy delicado de la vida cultural española. Una concurrencia moderada pero decidida expresaba sus distintas reacciones frente a la novedad que se le ofrecía, totalmente ignorada hasta entonces: extrañeza, avidez, admiración y la irritación que provoca el desconocimiento de algo que se intuye importante. La exposición de uno de exiliados, el escultor Baltasar Lobo, en 1959, y la de grabados de Picasso, en 1961, permitía saldar parcialmente la deuda que el Estado había contraído con todos ellos, pero en particular con el español vivo más conocido en el mundo, tras tantos años de anatema. Por esas mismas fechas se gestaba la puesta en marcha del Museo Picasso de Barcelona, que tropezaba con muchos obstáculos oficiales y que sólo fue posible gracias al interés del alcalde barcelonés que hubo de enfrentarse a otras instituciones gubernamentales, pudiendo finalmente inaugurarse en 1963. Sin embargo, persistieron las resistencias a permitir nuevas exposiciones sobre la obra
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picassiana o la adquisición de pinturas suyas para el Museo madrileño, lo que no fue posible hasta 1973, a excepción de una pequeña compra para la Feria Mundial de Nueva York. Checa, por otra parte inició los trámites para ubicar la colección en un nuevo edificio más acorde con sus necesidades. Inicialmente se planteó la posibilidad de reutilizar algunos monumentos históricos, como el Cuartel del Conde-Duque o la Casa de la Moneda, o incluso la de ampliar en el Retiro, el Palacio de Velázquez, sede desde 1908 de las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes, y que, al estar en un lugar tan emblemático de Madrid como el Parque del Retiro, muy próximo al Museo del Prado, podría permitir la constitución de un eje artístico. No obstante, el ministerio decidió volver a la antigua asociación de los dos museos, con el pretexto del escaso interés social por la cultura contemporánea y al haber fracasado el Museo de Arte Contemporáneo , en su voluntad de constituirse en el foco de información y de intercambio que prometía. Por esa razón fueron cesados sus responsables y patronatos respectivos. Este asunto de la definición de sus fondos no terminó de encontrar una solución satisfactoria, pues, en 1971 volvieron a separarse, aunque ahora la división consistió en convertir la parte «moderna» en una «Sección de Pintura del Siglo XIX» dentro del Museo del Prado, instalada en el Casón del Buen Retiro, cuyos fondos trazan un recorrido histórico que va desde los pintores de historia de comienzos de siglo hasta los primeros paisajistas del siglo XX. Asimismo, se tomó la decisión de trasladar la sede a las afueras de Madrid, en la Ciudad Universitaria, en los terrenos inicialmente destinados al Museo de la Ciencia y de la Técnica, y cuya realización se encargó, sin consultar al patronato, a López de Asiaín,
que fue recompensado con el Premio Nacional de Arquitectura. El museo —para algunos críticos, una «incómoda parodia de Mies»—, se inspiraba, según el arquitecto, en el modelo ideado por Le Corbusier para la revista Cahiers d’Art , en los años treinta y, se organizaba según un sistema de módulos que podían servir indistintamente de «sala de exposición, patio abierto, galería de circulación o sala de estar» ii . Ya en los años setenta, el nuevo director colocado a su frente, González Robles, pudo, en una etapa ya de amansamiento del régimen de sus fobias contra lo extranjero, poner en práctica, aunque con muchas trabas, un programa expositivo de artistas internacionales, muy moderado, pues estaba protagonizado por la vanguardia histórica: los futuristas italianos, escultores surrealistas, impresionistas franceses… Fue él, asimismo, quien inició
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negociaciones, sin éxito, para recuperar el Guernica de Picasso, que se hallaba depositado en el Moma, tras tantear al General Franco y a su mano derecha, Carrero Blanco, quien se había negado a que en el Museo «se exhibieran obras de artistas rojos», y que, en efecto, trató de paralizar durante un tiempo las obras, rompiendo los compromisos de adquisiciones en el extranjero (Gris, Miró, Vasarely, etc.). Aunque se difundió la noticia de que el proyecto se paralizaba, las obras se concluyeron y el Museo de Arte Contemporáneo se inauguró en julio de 1975 con la asistencia del Caudillo, quien, según los presentes, no pudo disimular el disgusto que le causaba la situación y su antipatía por el establecimiento. Un signo del clima que presidió el acto fue el discurso del Ministro de educación que, lejos de ensalzar el proyecto, resucitó el fantasma de la guerra recordando que la coincidencia que suponía que el frente de Madrid hubiese estado, precisamente, en la zona del museo, en la Ciudad Universitaria. Y aunque esta evocación no podía resultar más intempestiva, incluso para muchos miembros del gobierno, no deja de ser significativa del empecinamiento del régimen en sus ideales, aún treinta años después de su victoria.
3) Entusiasmos privados: el Museo de Arte Abstracto
En el resto del país, al igual que en el caso del museo madrileño, no se llegó a configurar una política coherente ni una red de centros dedicados al arte contemporáneo; las experiencias en provincias se caracterizaron por la mediocridad de sus planteamientos, la indigencia económica y la escasa implantación social. Es el caso de la creación en Ibiza, en 1969, del Museo de Arte Contemporáneo, producto de la iniciativa de autoridades locales aprovechando el buen momento turístico-cultural de la isla, convertida en un emblema de modernidad, con un toque de snobismo, que dio a la isla durante unos años un colorido internacional muy sui generis. Pero en este panorama es importante no olvidar, pues se trata de un rasgo constante de la historia de la museística española, el papel desempeñado por un pequeño número de personas entusiastas, interesados en difundir el arte moderno en una sociedad como era la española, ávida de modernidad y de cultura. Un ejemplo expresivo de esto es el del abortado Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona, creado en 1960 por un grupo de artistas catalanes, —inicialmente el «Grupo 49» y más tarde la «Asociación de Artistas Actuales»—, que obtuvieron un local, la cúpula del cine Coliseum, y que, gracias a sus propias aportaciones económicas y a sus colecciones personales, para formar los fondos
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artísticos del museo, emprendieron una vehemente trayectoria dirigidos por Cirici Pellicer. Sin embargo, el museo tuvo que ser cerrado al cabo de pocos años por falta de sostén financiero, totalmente abandonado por los poderes públicos. Otro historia muy propia de los entusiasmos particulares, aunque más afortunada, fue la del Museo de Arte Abstracto Español , que va a constituir un islote de modernidad, no sólo por la colección en sí misma, sino por el planteamiento museológico que se va a imprimir al centro. Su origen arranca de la colección privada del pintor Fernando Zóbel, nacido en Filipinas y formado en Estados Unidos, que éste empieza a reunir al instalarse definitivamente en España, en 1958, al tiempo que traba amistad con Saura, Chirino, Sempere. Zóbel comprendió enseguida la valía de una práctica artística todavía muy reciente, el informalismo abstracto, y de una generación, la de los cincuenta, de calidad equiparable a la de Nueva York. En pocos años reunió una excelente conjunto de obras de los mejores abstractos de su generación: Saura, Millares, Tàpies, Lucio Muñoz o el propio Zóbel que formaban uno de los más representativos momentos de la pintura más valiente que se hacía en España en esos años. Muy pronto comprendió la imperiosa necesidad de dar un carácter público a su colección y exponerla en un museo, máxime al ver la dispersión en el extranjero de la obra de estos artistas. Fue así como se gestó el proyecto museístico en el que desde los primeros momentos colaboraron muy directamente los pintores Gustavo Torner y Gerardo Rueda, a los que Zóbel había conocido en la década anterior y con los que compartía taller, amigos, viajes a París y exposiciones en Basel, Munich, Venecia, y Estados Unidos. De hecho, la elección de Cuenca vino propuesta por Torner que hizo de intermediario con el alcalde de la ciudad para que cediese un célebre edificio del siglo XIV recién restaurado, las llamadas Casas Colgadas, donde se colgaría la colección. Así, el 30 de junio de 1966 se abre al público esta joya, que se presenta como una de las excepciones más significativas del panorama cultural español, con unos planteamientos arriesgados e innovadores, pues no se trataba de un museo moderno más. De antemano estaba dedicado exclusivamente a artistas vivos y de la última hornada más joven. Pues aunque implícitamente pretendía restablecer la continuidad con la vanguardia española anterior a la guerra —Miró, Picasso, Dalí— no se comprometió en la búsqueda de filiaciones legitimadoras ni de antecedentes históricos. Los pintores colgados eran Tapies, Millares, Rivera, Feito, Guerrero, Lucio Muñoz, Mompó, Sempere y los tres
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de Cuenca. Un Saura y un Chillida. Asimismo iba a ser muy interesante, en sintonía con este radicalismo artístico, los criterios museográficos, rompiendo con la tradición que aún se seguía en numerosos museos occidentales. Su negativa a recurrir a una presentación historicista o pedagógica, su voluntad, a cambio, de ofrecer al espectador la mera belleza aislada de las obras y su diálogo a distancia, más que en los autores o en las escuelas; la convivencia de lo viejo, el edificio, y lo nuevo, la vanguardia pictórica, convertida en la espina dorsal del museo; el deseo de hacer dialogar a las obras de arte con el espectacular paisaje circundante de las hoces del Huécar. Fue sobre todo en esta adecuación de la colección al edificio donde el proyecto se reveló ejemplar: partiendo de un edificio doméstico, de estructura compleja y planta reducida y, sin alterar la morfología original, sometiendo la colección a un orden tortuoso, pero inteligible, las obras se presentaban en estancias íntimas, de gran privacidad que acentuaban la fuerza a veces inquietante de las obras, siempre asistidas por las calidades lumínicas y la naturaleza agreste y abismal del exterior, que nunca invade excesivamente el interior, en una sabia combinación de luz natural y artificial. Así surgió este museo pequeño, pues esta se revelará pronto como una de sus mejores cualidades, que conservó siempre la peculiaridad, poco experimentada tampoco en el extranjero, de ser un museo pensado, diseñado, realizado y dirigido por los propios artistas, pues durante muchos años conservó este espíritu inicial. Fue este equipo de pintores el que decidió la selección y colocación de las obras, el recorrido por las salas, el color de las paredes y la forma de los marcos y pedestales de las obras expuestas iii . El museo impulsó una verdadera vida cultural en torno al museo, que no se limitaba así a albergar la colección, sino que en su voluntad propagadora de la modernidad artística en España amparó una importantísima labor gráfica, puesta en marcha desde 1963, llevando a cabo una actividad editorial rica, rigurosa y selecta, y poniendo, desde el comienzo, a disposición de los artistas un taller de estampación. El Museo de Arte Abstracto de Cuenca fue responsable de la extensión de las ediciones gráficas en España,
publicando cada año series gráficas de los pintores expuestos en el museo. Toda esta actividad y su existencia misma fue también el origen del coleccionismo español de arte contemporáneo, una labor también impulsada por figuras como Fernández del Amo. Por todas estas razones, la creación del Museo de Arte Abstracto de Cuenca fue importantísima en el ambiente artístico español y en su difusión internacional. Fueron
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numerosos los visitantes extranjeros, principalmente artistas, directores y responsables de museos, como Alfred H. Barr, director del Moma, que le definió como el más bello pequeño museo del mundo, y que fue nombrado conservador honorario. Desde su fundación y durante los siguientes años se convirtió en la referencia indiscutible de la nueva generación de pintores, de críticos y de aficionados al arte, formando el gusto, informando de las nuevas tendencias y divulgando el conocimiento del arte contemporáneo. Fue a gracias a esfuerzos sostenidos por entidades privadas o arriesgados galeristas, como el mencionado, y otros semejantes, como la Fundación Juan March de Madrid — que desde 1974 desarrolla una tarea impagable desde su sala de la calle Castelló, con excelentes exposiciones, desde la vanguardia rusa hasta Rothko o Motherwell—; se empezaba a encontrar en la desolada oferta artística ese ansiado respiro que venía a demostrar que el pertinaz encerramiento de la Dictadura, ya muy débil, moribundo cada vez tenía menos que ver con el estado real de la cultura. La sociedad española, aunque parezca paradójico, intuyendo el futuro próximo, y haciendo caso omiso de los obstáculos con que el régimen, ya moribundo, frenaba la apetencia de libertad cada vez más extendida y firme, empezó a preparar el camino, a practicar nuevos hábitos, a consolidar nuevas exigencias. Y aunque, en los años inmediatos a la muerte de Franco en 1975, se constató el verdadero alcance de la autarquía cultural en que el franquismo había sumido al país y el retraso en el ámbito del pensamiento, la ciencia y el arte, que se evidenciaban ahora en toda su humillante realidad, sin embargo, el deseo de compensar cuanto antes el terreno perdido y de recobrar la normalidad y el acompasamiento con el resto de Europa, mantuvo al país inmerso en el proceso mismo y en la puesta en marcha desde sus cimientos de un nuevo orden cultural, emprendido, a pesar de las muchas limitaciones, con generosidad y espíritu innovador. Poco a poco, aunque con lentitud y más amortiguados, las corrientes artísticas y los creadores presentes en los circuitos internacionales penetran en España, y la difusión del arte por los medios de comunicación, la fundación de revistas especializadas y de editoriales sobre temas artísticos , o el afán por viajar al extranjero, convertido muy pronto en un hábito regular de las clases medias profesionales y urbanas, elevó considerablemente el nivel de las aspiraciones culturales de la sociedad española, que fue adquiriendo un pulso normal, más o menos acorde con el europeo, como se manifestaba, entre otras nuevas costumbres, en la
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regularidad en las visitas a exposiciones, galerías y museos, y en el interés por el arte contemporáneo. Basta recordar con qué expectativa se siguieron las negociaciones para traer desde el Moma el cuadro más importante del siglo, el Guernica, un hecho de gran alcance simbólico, en tanto que representaba para los españoles de esos años el fin definitivo de la guerra y la definitiva reconciliación. V. Los museos españoles en las últimas décadas del siglo XX
Los últimos treinta años de la historia española de los museos, entre 1975 y 2005, debe encuadrarse en dos hechos generales que definen el marco general de su evolución: en primer lugar, su coincidencia con el proceso de liquidación de las estructuras políticas y culturales de la dictadura y la implantación de un régimen democrático desde 1975. En segundo lugar, el auge espectacular de las artes y, por extensión, de los museos, que van a desempeñar en lo sucesivo un papel sin precedentes en la historia cultural española. 1. En lo relativo a los fundamentos de un nuevo régimen político, será la Constitución la que permita una gran transformación de las anquilosadas y mortecinas instituciones culturales españolas, pues concede una atención superior a la salvaguarda de la cultura, al legitimar grandes responsabilidades del Estado en esta materia, lo que alinea a España en una tradición intervencionista, en la línea de Francia, Italia, Portugal o Bélgica, que asume, en todos los niveles de la administración estatal, amplias obligaciones en la adopción de iniciativas públicas. Además, otorga a la cultura una autonomía frente al terreno de la educación, tal como se había planteado ya en los años cincuenta en las restantes democracias europeas, y como un instrumento compensatorio de las desigualdades educativas y sociales. Conscientes de la conveniencia de diferenciar entre el sistema educativo, que se democratiza e universaliza para toda la población en edad escolar, y el más amplio y complejo fenómeno de la cultura, la democracia española «desescolariza» la cultura, como algo distinto del complemento pedagógico que era característico antes de la guerra. El papel del Estado en la vida cultural se articula sobre unos principios básicos: la defensa de derechos culturales fundamentales — libertad de expresión, de información, de creación artística— sobre la base de la neutralidad del Estado, el derecho de acceso a la cultura y, por último, la instauración de un ordenamiento jurídico y político descentralizado, donde los distintos niveles administrativos encuentran una esfera
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específica de actuación territorial. Este último aspecto no representa sólo una novedad organizativa, sino también de principio, pues trata de crear un equilibrio político que vertebre definitivamente las nacionalidades, constituyendo uno de los principales logros del Estado democrático y, en el contexto de la época, una decisión de gran audacia, habida cuenta de las tensiones que el problema regional había creado en la reciente historia española. En este ámbito de la cultura patrimonial, la Constitución fija un régimen de competencias convergentes —no exento de mecanismos confusos, fruto de la estrategia de consenso sobre la que avanzó el proceso constitucional—, por el cual los gobiernos regionales asumen poderes en aquellos museos (junto con bibliotecas y conservatorios de música) que sean de interés para la comunidad autónoma correspondiente, con lo que se va introduciendo la reclamada descentralización; mientras que, en atención a los intereses generales, reserva como competencia exclusiva del Estado la defensa del patrimonio cultural, artístico y monumental español, así como de los museos, bibliotecas y archivos de titularidad estatal, sin perjuicio de que su gestión pueda recaer en las administraciones autónomas. El proceso de creciente descentralización cultural se completará, años después, al extenderse a los niveles inferiores a la regionalidad, otorgando competencias a las administraciones locales en materia de patrimonio, actividades e instalaciones culturales y ocupación del tiempo libre, incluida la obligatoriedad de crear una red municipal de bibliotecas públicas. Este paso legal refrenda un proceso iniciado en 1979 (en que las primeras elecciones democráticas otorgan el poder municipal abrumadoramente a los partidos socialistas y comunistas), por el cual los Ayuntamientos se habían convertido en centros de poder menor, pero de enorme dinamismo y con una muy notable flexibilidad para responder a las demandas sociales en el ámbito de la cultura. Aunque su tarea se caracterizó por el espontaneísmo militante, la amalgama populista entre el ocio y la cultura, una fuerte politización y la inexperiencia profesional, rasgos todos ellos muy propios del ambiente de entusiasmo festivo de la transición, este nivel local de la cultura se irá decantando en los años siguientes hacia un trabajo progresivamente más riguroso y menos bullanguero, más acorde con el nuevo contexto europeo donde las ciudades alcanzan un papel muy relevante como escenarios culturales idóneos en el horizonte del fin de siglo. Pero el primer gran ordenamiento jurídico sobre el patrimonio no va a producirse hasta varios años más tarde, en 1985, fecha en la que siendo Ministro de Cultura el socialista
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Javier Solana, se promulga la ley de Patrimonio Histórico Español que trataba de poner fin a la legislación existente en este ámbito, muy fragmentada, incoherente y dispersa, en la que se venían superponiendo normativas parciales, en ocasiones incompatibles unas con otras, de manera que ocasionaban constantes litigios y prácticas farragosas. El nuevo texto legal afirma consagrar un nuevo concepto de museo, en función de su servicio a la sociedad y de la incorporación de los principios museológicos asumidos internacionalmente; con ello, viene a cubrir grandes lagunas, en especial en lo referido a bienes muebles, que derivan de la ampliación creciente del concepto mismo de patrimonio, y a facilitar la adaptación a la legislación internacional, muy abundante desde los años setenta, dando primacía no sólo a la tutela sobre el patrimonio cultural nacional sino sobre todo a su naturaleza colectiva, a la función social que estos bienes culturales están llamados a desempeñar, al derecho inalienable a su acceso y a los incentivos que merece su conservación. Para ello incorpora un nuevo concepto, el de Bien de interés cultural, que incluye todas las áreas de la cultura no sólo las tradicionales, arqueología, historia o arte, sino las de valor etnográfico, científico y técnico, y que es aplicable a aquellos posesiones que, con independencia de su propietario, habrán de estar sujetas a la protección estatal, en razón de su utilidad social y su disfrute público. Por último, la aportación de la ley se sustancia en otros dos aspectos innovadores, como son la propuesta de medidas fiscales que estimulen el coleccionismo y la salvaguarda patrimonial, y el establecimiento de un canon obligatorio de un 1% que se aplicará a proyectos culturales y que será detraído de todo presupuesto de obras públicas de la administración del Estado que exceda los cien millones (norma, por cierto, que se revelará, en la práctica, con numerosas vías de escape). Todo este proceso de transición a un estado democrático se caracterizó, en líneas generales, por la falta de dramatismo, la moderación y la normalidad con que se produjo. Los años inmediatos a 1975 se vivieron con un considerable entusiasmo y buena fe, en los que la explosión de las actividades culturales, la resonancia de los fenómenos artísticos, el impulso acordado por las instancias oficiales eran datos nuevos y muy elocuentes. A ello hay que contraponer matices menos halagüeños, como la ausencia de una tradición perdida, la inexperiencia de profesionales y de técnicos, la falta de redes sociales estructuradas y exigentes, la desvertebración de las iniciativas públicas y una notable tendencia a los esquematismos culturales, no exentos de demagogia.
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Una vez cumplido el periodo de institucionalización legal, y desde la década de los 80, la normalización de la cultura permitió dejar atrás la entusiasta ingenuidad de la transición, e ingresar en una nueva etapa, más madura, pero muy compleja en la que se mezclan elementos muy distintos: la euforia de una buena coyuntura económica, la alineación con el resto de los países europeos y la consiguiente internacionalización de la cultura, la ilusión de una modernidad urbana y un auge espectacular de las artes nunca antes conocido.
2. En el campo de las realizaciones, la política museística se centró en un plan de renovación y modernización muy intensivo. Se orientó básicamente a la mejora de los servicios existentes, a la creación de infraestructuras, a la dotación de personal y a la acción educativa. Esos campos de actuación, sin embargo, se han cubierto de manera desigual, otorgándose una atención preferente a las dos primeras, con ritmos de inversión creciente y siendo más parca en lo tocante a los recursos humanos y a la labor de difusión, cuestiones ambas que exigen, además de inversiones, un nivel de formación de profesionales que, en el caso español, se manifiesta muy deficiente. En los años ochenta se acomete un plan de renovación de museos, bajo los siguientes criterios: restauración de inmuebles históricos o actuaciones arquitectónicas parciales, dotación de recursos para una conservación exigente de las colecciones albergadas, mejoras de las instalaciones expositivas, mediante la creación de programas gráficos, de señalización e identidad corporativa. Era en el ámbito edificatorio y constructivo donde la necesidad era más urgente y donde los resultados han sido más palpables, dado que la mayoría de los museos, se encontraban en vetustos edificios, con una antigüedad superior a los cien años y en estados de conservación muy diversos, aunque la mayoría de ellos sobreviviendo en condiciones lamentables, de modo que la mayor parte apenas contaba con los servicios adecuados que requiere su funcionamiento. De ahí que el mayor porcentaje de las inversiones se haya destinado a potenciar la deficiente estructura de la red nacional, desarrollando con preferencia programas de rehabilitación y ampliación de los edificios. 3. Otro de los cambios espectaculares que se verificó desde los primeros momentos de la transición fue la programación regular de exposiciones , sobre todo de arte moderno, y la
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integración de las grandes capitales españolas en los circuitos internacionales de las grandes muestras. Hasta ese momento, la difusión del arte contemporáneo había sido protagonizada por arriesgados galeristas o entidades privadas, entre las que destacan, en los primeros años, la madrileña Fundación Juan March , que desde 1974 había desarrollado una tarea impagable desde su sala de la calle Castelló. O en Barcelona, desde 1975, la Fundación Joan Miró . Algo después, se incorporará la Fundación La Caixa ; en ambas
ciudades, la audacia de cuyos aciertos, tanto en la política de exposiciones como en su colección internacional de arte contemporáneo —que abarcan desde Duchamp hasta Beuys, sin olvidar la promoción de los jóvenes artistas españoles—, supera en belleza, calidad y coherencia a muchas instituciones públicas españolas. Ellos, poco a poco, habían logrado que el arte, restringido al principio a una minoría muy escasa, a un círculo de entendidos y profesionales, fuese interesando a amplias capas de la sociedad, sobre todo a los sectores más jóvenes. Muy pronto este trabajo pionero empieza a dar frutos y a encontrar un entusiasta eco oficial. Escasamente planificado y estable, más coherente y audaz en los años siguientes, desde finales de los setenta, el Ministerio de Cultura, a través de sus salas públicas —los Palacios de Cristal y de Velázquez en el Retiro, las salas Picasso en los bajos de la Biblioteca Nacional, el MEAC, y entre 1984 y 1987, el Palacio de Villahermosa— pone en marcha un ambicioso plan de exposiciones, con una excelente acogida del público, que acudió a ellas masivamente. Ese programa, ha permitido ir recuperando grandes figuras históricas arrinconadas y preteridas, con exposiciones antológicas, dedicadas a Picasso, Caneja, Maruja Mallo o Ferrant. Bajo la dirección de Carmen Giménez, al frente del Centro Nacional de Exposiciones entre 1983-1989, la política de exposiciones temporales adquirirá un nivel de calidad y coherencia que fueron vitales para familiarizar al público con los nuevos lenguajes artísticos y para normalizar la vida artística española. 4. Esta política de normalización y modernización se completó con algunas iniciativas singulares. La más espectacular de las operaciones estatales se produjo en 1988, al convertir a Madrid en sede temporal de una de las colecciones privadas más importantes del mundo, la Thyssen-Bornemisza, ubicada en el Palacio de Villahermosa, junto al Prado. Con esta compra, que levantó una polvareda de polémicas, las colecciones estatales de pintura experimentaban un incremento inesperado y muy oportuno, pues sus fondos clásicos compensaban las ausencias de arte renacentista alemán y holandés del Museo del
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Prado, mientras la colección moderna llenaba las lagunas existentes en el Centro de Arte Reina Sofía, con su riqueza en obras pertenecientes al impresionismo, el expresionismo
alemán o las vanguardias rusas, además de algunos ejemplares del arte posterior a la segunda guerra mundial. 5. Todo este fenómeno tuvo también sus efectos en el mercado del arte, un sector raquítico hasta los años ochenta, en que las predilecciones de los coleccionistas, faltos de información y desconectados del mercado internacional, se habían dirigido con preferencia a la pintura autóctona de corte tradicional, cuando no a un arte abiertamente mediocre. Eran escasos los galeristas que hacían en los años setenta una labor de difusión meritoria, a no ser Theo, Juana Mordó o Kreisler, en Madrid, la sala Gaspar, René Metras o la sucursal de la prestigiosa Maeght , en Barcelona, o algún excepcional caso provinciano, como La Pasarela, en Sevilla, o Antonio Machón, en Valladolid.
Pero la modernización artística, amén de un crecimiento espectacular de la nómina de artistas plásticos, que en 1988, se cifraba en torno a los treinta mil, trajo consigo un aumento del círculo de compradores, marchantes y galeristas (por ejemplo, Vijande, Marlborough, Soledad Lorenzo, Juana de Aizpuru o la desaparecida Weber, Alexander y Cobo, éstas en Madrid; o Joan Prats, Metrònom o Carles Taché, en Barcelona) y, en
consecuencia, un coleccionismo más culto, estimulado por un mejor conocimiento del arte, que si bien no era comparable al alemán o al italiano y menos al japonés o estadounidense, se insertaba, en su cúpula, en el tráfico internacional del arte. La euforia económica de los años ochenta permitió a este emergente coleccionismo, no sólo de arte contemporáneo, hacia el que se orienta preferentemente, sino también de pintura tradicional, y donde destacan figuras los Arango, los Masaveu, los Abelló, repatriar en los últimos años piezas históricas perdidas por el mundo —recuérdese que Gaya Nuño había cifrado en más de tres mil las obras expoliadas, y que a tenor de posteriores prospecciones la cifra parece muy superior—, a través de compras realizadas directamente o en subastas como las organizadas por Edmund E. Peel, delegado de Sotheby’s en España. En un creciente protagonismo del sector privado en el mundo de las exposiciones y la divulgación cultural, el coleccionismo encontró un eco en las grandes empresas e instituciones bancarias, que forman sus pequeños museos particulares, expuestos en muestras itinerantes o en exposiciones sectoriales y entre las que destacan las de Telefónica, Argentaria, el Banco Central Hispano, el Banco Bilbao-Vizcaya o el Instituto de Crédito Oficial.
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La creación en 1982 de ARCO, primera feria internacional de arte contemporáneo en España, impulsado por otra gran pionera, la galerista Juana de Aizpuru, va a ser una pieza nuclear en la vertebración del mercado estatal y en la promoción de los artistas españoles, así como en el conocimiento de las últimas corrientes, como la transvanguardia italiana, el neoexpresionismo alemán o el neo-conceptualismo, y cuyo éxito como cita cultural es un dato más a favor del interés masivo por el arte. La feria, de difíciles comienzos, ha favorecido la comercialización y el aumento del volumen de negocios, más aún en torno a 1985, en que, al amparo de la favorable coyuntura económica, se produce una euforia compradora que alcanza su clímax a finales de la década, y que hizo incrementarse de modo espectacular los precios y las inversiones en obras de arte, permitiendo una mayor profesionalización del artista y generándose un sector coleccionista variado, que abarcaba desde el modesto aficionado, interesado puramente en el aspecto artístico de su adquisición, el gran inversor que colecciona con fines lucrativos o el muy poderoso constituido por las administraciones públicas, que compran para los museos. No obstante esta alegría será pronto desplazada por el decaimiento mercantil que se aprecia en los noventa, que pone de relieve la artificialidad del proceso anterior y que, tras una crisis, devolverá la situación a sus cauces normales, más acordes con la realidad nacional. 6. En el campo de las especialidades museísticas, uno de los hechos más llamativos ha sido el impulso de los museos científicos y técnicos , que tras un brillante comienzo en pleno fervor ilustrado, en el siglo XVIII, habían padecido en España un secular abandono durante más de siglo y medio, sin apenas actividad. La especial fascinación por el mundo de la ciencia que las sociedades tardoindustriales ha venido estimulado por la creciente permeabilidad de los fenómenos técnicos y científicos, y por la atención sobre problemas tan diversos como la vida en otros planetas, la dimensión moral de los avances genéticos, la inteligencia artificial, los recursos energéticos o el deterioro de la naturaleza y el medio ambiente. Hasta tal punto se ha extendido esta curiosidad que la divulgación científica se ha convertido en un fenómeno más de la cultura de masas, (como lo prueba la popularidad de ciertos productos pseudocientíficos, sean películas sobre dinosaurios, documentales al estilo de los del comandante Cousteau, o millonarios best-seller , como El péndulo de Foucault, de U. Eco). Es en este contexto hay que destacar el gran éxito de los museos tecno-científicos y su capacidad de captación de público, e incluso de ese sector refractario al museo que los
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sociólogos llaman «no-público», verdaderamente imprevista. Grandes experiencias como el veterano español Museo de la Ciencia de Barcelona, uno de los museos españoles más visitados, dan fe de este curioso fenómeno en el que la palabra «museo» no posee ya el sentido que la tradición le asignaba. Su conceptualización es ajena al modelo vigente en los restantes museos, basado en la idea nuclear de conservación, esto es, del museo entendido como sede de una colección de productos y objetos originales, que en este caso es sustituida por el espectáculo de los medios audiovisuales y por estrategias de simulación en módulos diseñados para facilitar la comprensión de principios y comportamientos científicos; de modo que, en una operación redundante y narcisista, la ciencia se pone al servicio del conocimiento de la ciencia, o, dicho más sencillamente, el museo es un gran artefacto que contiene a su vez artefactos más pequeños. Su fin es salvar la dificultad que entraña explicar procesos científicos tan distintos como el giro de la tierra, la propagación del sonido, un microordenador o la percepción sensorial. La concepción de todos estos museos de nueva planta terminará condicionada por la idea de interactividad, en la que el visitante no es un espectador pasivo, sino que participa en la experiencia e, incluso, la crea por sí mismo, mediante imaginativas fórmulas de simulación del hecho científico. En cierto modo, el éxito de este nuevo prototipo museal parece responder a esa corriente profunda que domina la cultura de las décadas finiseculares a la que algunos han reputado de posmoderna. Pues, ¿dónde mejor que en una de esas salas interactivas se pueden afirmar hechos tan «fin de siglo» como el valor de la experiencia, tanto más intensa cuanto más epidérmica, la mediación ilusoria de lo tecnológico, la infantilización del placer, la mezcla de alto saber y diversión, el desplazamiento del interés por el objeto en sí hacia el efecto que produce sobre el visitante, la anulación histórica de los saberes, el espectador-convertido-en-percepción-pura? Es, ante todo, la componente pragmática, lúdica, mediática e híbrida de esta forma de aproximación al conocimiento lo que explica tan favorable recepción por sectores sociales muy variados, más extensos cuanto más disneyficadas resulten sus formas de exposición.
En España, al igual que en Europa, esta fórmula está adquiriendo un auge creciente. Son centros de distinta índole que van desde el ya clásico planetario, como el de Castellón o el de Pamplona, a grandes parques científicos, pasando por centros de escala inferior, aunque siempre de tamaño descomunal, para albergar los grandes aparatos y recibir las masivas visitas de escolares, lo que exige articular grandes espacios de circulación y salas
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de gran tamaño. Otras fundaciones son la Casa de las Ciencias (1985), en La Coruña, comprometida en promover la necesaria solidaridad entre ciencia y humanismo, y su más reciente extensión, Domus, encargada al arquitecto Isozaki; o la controvertida Ciudad de la Ciencia y de la Tecnología, de Valencia, a las que hay que añadir el Museo de la Ciencia recién inaugurado en Barcelona, que hereda la institución de La Caixa, y cuya espectacularidad tecnológica y empeño educativo le colocan, una vez más, en primera fila.
7. Otro campo de expansión ha sido el de los museos y centros de arte contemporáneo . La primera gran iniciativa de esa serie la va a constituir el más ambicioso de los proyectos: en 1980, se toma definitivamente la decisión, aplazada tantas veces, de dotar a la cultura española de un gran centro de arte contemporáneo, a cuyo fin se acuerda rehabilitar el Hospital General de Hombres, siguiendo una preferencia muy extendida por la reutilización de inmuebles históricos. Cuando se aborda el proyecto madrileño, uno de los aspectos ya consolidados por la nueva museología era el desarrollo de un nuevo discurso sobre la arquitectura de museos. El Centro de Arte Reina Sofía , dedicada al conocimiento y la difusión del arte moderno, enfocada como servicio público, que, considerando las últimas corrientes de la museología y la experiencia acumulada en otros museos del mundo, asumiera una función activa en el desarrollo de la práctica artística nacional, promoviese actividades culturales para ofrecer al conjunto de la sociedad española, se convirtiese en un foco de debates artísticos y culturales, y fuese un nuevo polo de convergencia de la creación internacional, incorporándose al circuito de los grandes centros artísticos existentes en el mundo y programando con ellos actividades conjuntas; un planteamiento, en definitiva, que se sumaba al modelo de las Kunsthalle. En 1990, el establecimiento se constituye como Museo Nacional. El Reina Sofía ha cumplido una impagable tarea, llevada a cabo sobre todo en los años de gestión de María Corral, consistente en actualizar los deficientes conocimientos artísticos de la sociedad española, con una clara orientación transcultural, dando a conocer una gran variedad de corrientes internacionales y de personalidades de prestigio tanto de la vanguardia clásica como de la segunda mitad del siglo, realizando interesantes revisiones del arte español, mostrando a los artistas más jóvenes o haciendo propuestas muy arriesgadas, como la contravertida Cocido y crudo , sin renunciar al más alto nivel de rigor y calidad y sin eludir ninguna de las posibilidades que se ofrecen a los más veteranos
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museos extranjeros, como lo prueba el encargo de exposiciones a figuras de primer orden, como Szeeman, Rudi Fuchs, Gloria Moure, Sonnabend o Dan Cameron. Tras la puesta en marcha del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, se sucedieron nuevas fundaciones públicas, como el IVAM , de Valencia, impulsado por el gobierno regional, sobre los fondos de Julio González, la Fundación Tápies, a partir de la donación del artista. Muchos de ellos comparten el rasgo común de haber concedido una importancia prioritaria, casi de naturaleza simbólica, al hecho de haber confiado la construcción a arquitectos cuyo prestigio reconocido garantiza la obra a hacer, de acuerdo con una práctica internacional, según la cual espectáculo museal empieza en la arquitectura. Y es que, tras el periodo moderno en que el envoltorio edificatorio se volvió silencioso y neutral, el envoltorio, aunque de una manera distinta al pasado decimonónico, recupera la elocuencia de que había hecho gala en el siglo pasado. Oscilando entre el rigor minimalista y la fuerte expresividad icónica, raro es el edificio de nueva planta en el que la arquitectura no sea un testimonio por sí misma, lo que, por cierto, ha dado lugar a una dialéctica entre arquitectos y museólogos, en la que los primeros defienden el carácter creativo de su obra y los segundos la necesidad de que ésta se subordine a las necesidades impuestas por el contenido, controversia interesante desde el punto de vista doctrinal, aunque a veces no esconde sino una rigidez corporativa que bloquea la necesaria adaptación a las circunstancias dadas. Cabe destacar, la obra de Richard Meier para el MACBA, de Barcelona, un proyecto de 1987, la Fundación Pilar y Joan Miró , que Rafael Moneo construyó en Palma de Mallorca (1987-1992), o el edificio de Alvaro Siza para el Centro Gallego de Arte Contemporáneo (1993), en Santiago de Compostela.
En algunos de estos casos, el encargo arquitectónico es la primera pieza de una estrategia de amplio alcance de las ciudades de tipo medio que deciden la promoción de su modernización urbana a través de un emblema cultural prototípico como es el museo, como han hecho Frankfort, Glasgow o Rotterdam. En España, el caso más representativo es el de Bilbao: la ciudad vasca, a través del gobierno autónomo, con aspiraciones a convertirse en la capital de un eje atlántico que vincula un arco de regiones, desde Galicia a Bretaña, ha emprendido un ambiciosa empresa urbanística en torno a la ría, con un presupuesto inicial de cien billones de pesetas, donde destaca la descomunal arquitectura de Frank Gehry para una filial del Guggenheim Museum, pagado en su mayor parte por los patrocinadores españoles y alquilado a la fundación para exponer obras de la colección
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americana. Finalmente, en la última década, han florecido todo un conjunto de museos y centros de arte contemporáneo locales, de tutela municipal o provincial, más o menos acertados, y mejor o peor dotados, pero todos con una decidida vocación de modernidad,: MARCO, en Vigo, ARTIUM , en Vitoria o el Museo Patio Herreriano en Valladolid.
8. En otro plano de análisis no se puede concluir este balance general sin mencionar los cambios habidos en la concepciones museísticas, empezando por la renovación de los lenguajes expositivos , de acuerdo con las tendencias internacionales imperantes. Las
condiciones de exposición de la obra han pasado a ocupar un papel como nunca antes habían tenido, y temas como la atención creciente a la arquitectura, la iluminación o a las cualidades del espacio mismo, son signos de hasta qué punto las condiciones de recepción de la obra, las cuestiones relativas a la presentación y el orden otorgados a la exposición, se han convertido en el centro de debates teóricos, técnicos y estéticos que han ido configurando todo un corpus dogmático y crítico de ideas, propuestas y recetas, de valoraciones de expertos y profesionales, de problemas sometidos a la discusión y la discrepancia. 8. Además, el museo ha debido amoldarse al espíritu de los nuevos tiempos, a las nuevas ideas y de los nuevos discursos disciplinares dominantes en las ciencias humanas, dando lugar a la formulación de un replanteamiento de sus contenidos, al renunciar al viejo enclaustramiento que le separaba en especialidades —arte clásico o arte contemporáneo, antropología o ciencia, pintura o antigüedades—, olvidando sus prevenciones contra el contagio disciplinar y inventando una «museología de la contaminación», que ha amparado experimentos hermenéuticos. Algunas colecciones clásicas, así el Museo de Bellas Artes de Bilbao, han abandonado el historicismo lineal del museo tradicional, y su afán por encadenar una sucesión ordenada de estilos —el renacimiento, el manierismo, el barroco; o bien: el cubismo, la abstracción, los surrealistas— . A cambio, se ha impuesto una «epistemología de la descontextualización», que favorece las interpretaciones cruzadas, los paralelismos espaciales —que tan excelentes resultados ha dado en la serie de grandes muestras del Centro Pompidou, París-Berlín o París-Moscú— . Esta propuesta ampara posibilidades nunca antes contempladas, como una colección de arte primitivo de las Cícladas en el Reina Sofía, la obra reciente de un pintor vivo, como Miquel Barceló en el Museo del
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Prado. A veces estas operaciones han ido acompañadas de tormentosas polémicas, como la
que se produjo con motivo de una muestra sobre motocicletas en el Guggenheim, mientras que la realizada sobre un célebre modisto español en el Museo Reina Sofía era aceptada sin rechistar. Más interesante, por la densidad teórica que supone, es el caso de las exposiciones «temáticas», que renuncian al hilo conductor de la cronología, como, la célebre Suiza Visionaria, exposición temporal en la que la mezcla de autores, escuelas y épocas esta sometida a una lógica interna no dogmática, que permite a la obra conservar su espacio de libertad sin obligarla a ilustrar nada, forzando al espectador a una «interactividad», que sin necesidad de manipulaciones ni aparatos, dispara su imaginación. 9. Asimismo se ha verificado en las dos últimas décadas, un movimiento general en defensa del museo como ámbito privilegiado de la memoria. No sólo en el sentido literal —puesto que todo museo es un ámbito de conocimiento del pasado y la historia humanas, de conservación de nuestro patrimonio inmediato o de civilizaciones desaparecidas—, sino, sobre todo, en su dimensión simbólica. Pues se ha venido a imponer la necesidad de hacer del museo el depósito de un discurso moral sobre la memoria colectiva, entendida, no como una reliquia inmóvil o una tierra de nadie, sino como el eje de un debate sobre la identidad y la alteridad, como un lugar social de orientación histórica y afectiva, más sensible por cuanto en nuestro país se está empezando a imponerse una nueva realidad humana, derivada de la irrupción, en el corazón mismo de la civilización blanca, de poblaciones y culturas procedentes de otros continentes con los consiguientes movimientos migratorios —americanos del Sur, europeos del Este, magrebíes de África—. Estas gentes extrañas irrumpen en las ciudades españolas con sus visiones del mundo otras, con sus lenguas y sus costumbres remotas e incomprensibles, quebrando el monopolio europeo en la interpretación de la historia y llamando a abandonar la ejemplaridad del modelo occidental. Los excluidos, los desplazados, los mudos, los que nunca habían hecho historia, toman la palabra imponiendo «otros» modos de valor, otros cánones estéticos, otras formas de verdad, que sacuden al viejo Occidente por las solapas, haciéndole consciente de su naturaleza mortal y relativa. Su presencia cultural ha impuesto la necesidad de reescribir nuestros propios orígenes históricos, y someter a revisión una identidad nacional asociada a un pasado patrimonial amplio y complejo, no exento de excesos y engrandecimientos falsificadores acerca de la pureza de las raíces nacionales. La carga emocional de muchas reclamaciones de devolución de tesoros patrimoniales, revisados en estos últimos años,
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confirma las tensiones en torno a este asunto y, en cualquier caso, actualizan esa idea del museo como almendra de la identidad colectiva de una nación. 10. El último de los asuntos que en este momento ocupa los debates es la ruptura de la frontera sagrada entre el museo y el negocio y las tensiones que supone la prioridad dada a una buena gestión financiera por encima de la preservación de la integridad de la colección o de los criterios puramente artísticos. La penetración de las teorías económicas en los sectores no comerciales y en el mundo de la cultura ha convertido al dinero en un factor que nunca había tenido la relevancia y el poder decisivo del presente. El crecimiento y la modernización de los museos, el auge del turismo cultural, el encarecimiento de los servicios de todo tipo y las dificultades para financiarlos, la necesidad de conocer al público y de conquistar al no-público son diversos factores que han obligado a los museos a cambiar su mentalidad para poder sobrevivir. Así se está imponiendo en los últimos quince años una óptica economicista, que aplica el concepto de marketing, proveniente del mundo de la empresa, a la organización y gestión del museo. En esta obsesión por la rentabilidad, muchos museos calculan su valor según la cantidad de personas que los visitan. Así, por ejemplo, la organización de una exposición temporal es un hecho de tal complejidad, genera tantas expectativas, intervienen tantos especialistas distintos y requiere tanto tiempo de preparación que hace imprescindible un soporte financiero sólido. Entre los cambios inducidos por esa mentalidad economicista hay que reseñar la comleja formación que se requiere de la figura del director de museo, en torno al cual se ha producido un debate sobre el perfil requerido para una tarea eficaz, y la necesidad de aportar una dimensión de gestión administrativa —marketing, promoción, búsqueda de recursos— a la función tradicional del director conservador. Es aquí, en el terreno de la formación de un cuerpo competente de profesionales del museo, donde las carencias se siguen haciendo notar de manera muy sensible. * En cualquier caso, y a modo de conclusión, creemos que sigue teniendo vigencia el balance que hacíamos hace unos años, en el que defendíamos el mérito de lo sucedido en los últimos veinte años en la museística española, que, «aún con titubeos, errores y pasos atrás, ha saldado dignamente la deuda secular que los poderes públicos mantenían con nuestro patrimonio artístico y cultural, uno de nuestros bienes más preciados e irrenunciables, aún con mayor razón en momentos de fragilidad de nuestra identidad