CLASES DE RACIONALISMO* FRIEDRICH A. HAYEK
I A lo largo del examen crítico de algunas creencias dominantes en nuesnuestro tiempo he tenido que hacer a veces elecciones difíciles. difíciles . Con frecuencia sucede que exigencias bastante específicas se etiquetan con un término que en su sentido más general describe una actividad totalmente deseable y por lo común aprobada. Las exigencias específicas a las que considero necesario oponerme son con frecuencia resultado resultado de la creencia según la cual, si cierta actitud suele ser positiva, po sitiva, debe serlo en todas sus aplicaciones. La dificultad que esto crea a las críticas de las creencias actuales la encontré en primer lugar lug ar en relación con el término «planificación». El hecho de que tengamos que pensar previamente en lo que hacemos, o que imprimir un orden sensato a nuestra vida imponga tener un concepto claro de nuestros objetivos antes de empezar a actuar, parece tan evidente que resulta difícil creer que la exigencia exigenc ia de planificar pueda ser equivocada. En particular, toda la actividad económica está formada por decisiones que planifican el uso de los recursos para fines que compiten entre sí. Por consiguiente, podría parecer absurdo que un economista se oponga a la «planificación» en el sentido más general del término. Pero en los años veinte y treinta, esta bella palabra acabó por ser ampliamente empleada en un sentido mucho más restringido y específico. Se convirtió en el eslogan aceptado no de la experiencia de que cada uno de nosotros tenga que planificar con inteligencia sus actividades económicas, sino en la necesidad de que las actividades económicas de todos sean dirigidas de un modo centralista sobre la base de un plan único impuesto por una autoridad central. «Planificar» ha venido así a significar planificación central colectivista y la discusión sobre planificar o no planificar se ha referido exclusivamente a este problema. El hecho * Conferencia Conferencia pronunciada el 17 de abril de 1964 en la Universidad Rikkyo de Tokio y publicada en The Economic Studies Quarterly, Tokio, vol. XV, 3, 1965. En Friedrich A. Hayek ([2007] 1967) Estudios de Filosofía, Política y Economía . Capítulo V, pp. 135-151. Unión Editorial. Madrid. Procesos de Mercado: Revista Europea de Economía Política
Vol. VI, n.º 1, Primavera 2009, pp. 343 a 357
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de que la buena palabra «planificación» la hayan empleado los planificadores centrales para sus particulares propósitos ha planteado un pro blema delicado a quienes se han opuesto a estas propuestas. ¿Acaso deberían haber intentado rescatar la palabra para su empleo legítimo, insistiendo en que una economía libre se basa en los distintos planes de múltiples individuos, y dar en realidad al individuo mayor espacio para programar su propia vida respecto al que permite un sistema centralmente planificado? ¿O tal vez deberían haber aceptado el sentido restringido en que el término había terminado por ser empleado y dirigir sus críticas sólo contra la «planificación»? Con razón o sin ella, decidí, causando a veces malestar entre mis amigos, que las cosas habían ido demasiado lejos y que era demasiado tarde para reivindicar el uso legítimo del término. Precisamente porque mis adversarios sostenían simplemente la planificación, entendiendo por ello la planificación central de toda la actividad económica, dirigí todas mis críticas exactamente contra la «planificación», dejando a mis adversarios la ventaja de la dichosa palabra y reservándome la tarea de oponer el uso de nuestra inteligencia para poner en orden nuestros asuntos. Sigo pensando que, tal como era entonces la situación, un tal ataque frontal contra la «planificación» era necesario para neutralizar lo que se había convertido en un dogma. Más recientemente, he encontrado análogas dificultades con el bendito término «social». Al igual que «planificación», es una de las pala bras de moda de nuestro tiempo, y en su significado originario de perteneciente a la sociedad podría ser una palabra muy útil. Pero en su uso moderno, vinculado a otros términos como «justicia social» (¡podría pensarse que toda justicia es un fenómeno social!), o bien cuando nuestros deberes sociales chocan con los deberes puramente morales, se ha convertido en uno de los términos más confusos y perniciosos de nuestro tiempo, que no sólo carece de contenido y es capaz de prestarse a cualquier uso arbitrario que se le quiera atribuir, sino que hace que todos los términos con los que se asocia pierdan todo contenido concreto (como en las expresiones alemanas soziale Marktwirtschaft o sozialer Rechtsstaat). Me creí por tanto en el deber de adoptar una postura contraria a la palabra «social» y demostrar en particular que el concepto de justicia social no tiene significado alguno, porque evoca un espejismo engañoso que las personas inteligentes deberían evitar. Pero este ataque contra uno de los ídolos sagrados de nuestro tiempo hizo que muchos me consideraran de nuevo un extremista irresponsable, totalmente opuesto al espíritu de nuestro tiempo. Otro ejemplo de una palabra buena que, si no se le hubiera dado un significado particular, yo no habría dudado en emplear para describir mi posición, pero a la que me he visto obligado a oponerme, es «positivo»
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o «positivista». También aquí el sentido especial que se ha dado a la pala bra ha creado una situación que ha hecho que me viera obligado a dejar este término absolutamente bueno a mis adversarios y a considerarme a mí mismo «anti-positivista», aunque lo que defiendo es ciencia positiva como la de las doctrinas de quienes se auto-definen positivistas.
II Ahora, sin embargo, me encuentro en otro conflicto de opiniones en el que no me atrevo a hacer lo mismo sin dar algunas explicaciones. La filosofía social general que defiendo se ha calificado a veces como antirracionalista, y al menos con referencia a mis principales predecesores intelectuales, Bernard Mandeville, David Hume y Carl Menger, tam bién yo, como otros, he empleado a veces este término. Ello ha dado lugar a tantos malentendidos que ahora lo considero una expresión peligrosa y engañosa que debería evitarse. Una vez más nos hallamos ante una situación en la que un grupo de pensadores reivindica para sí el único uso apropiado de una buena palabra y por consiguiente han sido llamados racionalistas. Era prácticamente inevitable que quienes disentían de sus puntos de vista sobre el uso legítimo del término «razón» fueran etiquetados como antirracionalistas. Esto ha dado la impresión de que estos últimos consideraran la razón como menos importante, siendo así que en realidad lo que pretendían era hacer que la razón fuera más eficaz y consideraban que un uso más eficaz de la misma exigía una adecuada visión de los límites en que se halla el uso eficaz de la razón individual en la regulación de las relaciones entre muchos seres dotados de razón . Creo que existe un tipo de racionalismo que, no reconociendo estos límites a los poderes de la razón individual, de hecho tiende a convertir la razón humana en un instrumento menos eficaz de lo que podría ser. Esta especie de racionalismo es un fenómeno relativamente nuevo, aunque sus raíces se remontan a la antigua filosofía griega. Su influencia moderna, sin embargo, comienza en los siglos XVI y XVII, en particular con la formulación de las principales doctrinas del filósofo francés Rene Descartes. Fue sobre todo a través de él como el término «razón» cambió de significado. Para los pensadores medievales, razón significaba principalmente la capacidad de reconocer la verdad, especialmente la verdad moral,1 más bien que la capacidad de razonar 1 John Locke, Essays on the Laws of Nature
(1676), ed. W. von Leyden, Oxford (Clarendon Press), 1954, p. 111: «Por razón no creo que deba entenderse aquella facultad
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deductivamente a partir de premisas explícitas, Y eran conscientes de que muchas de las instituciones de la civilización no eran invenciones de la razón, sino lo que ellos —en explícito contraste con todo lo que había sido inventado— calificaban de «natural», es decir que se había formado de manera espontánea. Contra esta antigua teoría de una ley natural, que reconocía que la mayor parte de las instituciones de la civilización no son fruto de un proyecto humano intencionado, el nuevo racionalismo de Francis Bacon, Thomas Hobbes y sobre todo Rene Descartes afirmó que todas las instituciones humanas útiles eran y debían ser una creación intencionada de la razón. Esta razón se concibió como el esprit géométrique cartesiano, una capacidad de la mente de llegar a la verdad a través de un proceso deductivo, partiendo de pocas premisas obvias e indudables. Creo que el nombre mejor de esta clase de racionalismo ingenuo es racionalismo constructivista. Es una visión que en la esfera social ha venido causando desde entonces daños inconmensurables, al margen de cuáles hayan sido sus grandes éxitos en el campo de la tecnología. (Si se piensa que calificando a esta visión de «constructivismo» estoy de nuevo presentando a mis adversarios con una buena palabra, debo decir que este término ya fue empleado exactamente en este sentido por uno de los mayores liberales del siglo XIX, W.E. Gladstone. Lo empleó para describir la actitud para la que no he encontrado en el pasado expresión mejor que «mentalidad ingenieril». «Constructivismo» me parece ahora la mejor «etiqueta» para designar la actitud práctica que suele acompañar a lo que en el campo de la teoría he denominado «cientismo».2) La influencia que esta concepción tuvo en el siglo XVIII originó de hecho un retorno a un anterior modo de pensar ingenuo, a una visión que habitualmente suponía que, tras toda institución humana, ya se tratara del lenguaje, de la escritura, del derecho o de la moral, había un inventor personal. No es casual que el racionalismo cartesiano sea totalmente ciego ante las fuerzas de la evolución histórica. Y lo que aplicó al pasado lo proclamó como programa para el futuro: que el hombre, en el pleno conocimiento de lo hecho, tenía que crear deliberadamente una civilización y un orden social tal como el proceso de su razón le permitía diseñar. En este sentido, el racionalismo es la doctrina según la cual todas las instituciones de que se beneficia la sociedad fueron del intelecto de elaborar discursos y deducir argumentaciones, sino algunos principios prácticos seguros de los cuales brota originariamente el conjunto de las virtudes y todo lo que es necesario para la buena formación de la moral.» 2 Véase lo que decimos en The Counter Revolution of Science, Glencoe, 1952 (tr. esp. de Unión Editorial, 2003).
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inventadas en el pasado y deben inventarse en el futuro, en la plena conciencia de los efectos deseables que esas instituciones producen; que éstas deben ser aprobadas y respetadas sólo en la medida en que podemos demostrar que los particulares efectos que producen en toda situación determinada son preferibles a los efectos que producirían en otro tipo de orden; que está en nuestro poder plasmar las instituciones de tal modo que de todos los posibles resultados se producirán los que preferimos a todos los demás; y que nuestra razón no debería recurrir nunca a dispositivos automáticos o mecánicos si la consciente consideración de todos los factores hace preferible un resultado diferente del producido por el proceso espontáneo. De este tipo de racionalismo social o constructivismo deriva todo el socialismo moderno, la planificación y el totalitarismo.
III Nuestra discusión puede dirigirse ahora a preguntarnos si, como sostienen el racionalismo cartesiano y todas sus derivaciones, la civilización humana es fruto de la razón humana, o no será en cambio lo contrario, y tenemos que considerar la razón humana como el producto de una civilización que no ha sido creada deliberadamente por el hombre, sino que más bien se ha formado mediante un proceso de evolución. Es ésta, desde luego, en cierto modo, la pregunta del «huevo y la gallina», y nadie negará que ambos fenómenos interactúan continuamente. Pero la concepción típica del racionalismo cartesiano insiste totalmente sobre la primera interpretación, es decir sobre una preexistente razón humana que proyecta instituciones. Desde el «contrato social» a la teoría de que el derecho es una creación del Estado, desde la idea de que, puesto que hemos creado nuestras instituciones, podemos también cambiarlas a discreción, todo el pensamiento de la edad moderna está imbuido de esta mentalidad. También es característico de esta visión que no hay lugar para una auténtica teoría social: porque los problemas de la teoría social surgen del hecho de que los esfuerzos individuales del hombre producen con frecuencia un orden que, aunque sea no intencionado e imprevisible, resulta indispensable para la realización de aquello por lo que luchan los hombres. Conviene observar que a este respecto los más de doscientos años de esfuerzo por parte de los teóricos sociales, y en particular por parte de los economistas, están recibiendo una ayuda inesperada de la nueva ciencia de la antropología social: sus investigaciones muestran en los más variados campos que lo que durante mucho tiempo se ha considerado como invención de la razón ha sido en realidad el resultado
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de un proceso de evolución y selección muy parecido al que hallamos en el campo biológico. He hablado de nueva ciencia, aunque en realidad los antropólogos sociales no hacen más que continuar la labor iniciada por Mandeville, Hume y los filósofos escoceses, pero que se olvidó en gran parte cuando sus sucesivos seguidores se cerraron cada vez más en el restringido campo de la economía. En su forma más general, el resultado principal a que llegaron estos pensadores es que incluso la capacidad que el hombre tiene de pensar no es una dotación natural del individuo sino una herencia cultural, transmitida no biológicamente, sino a través del ejemplo y la enseñanza —principalmente a través de (e implícitamente en) la enseñanza del lenguaje— . La medida en que el lenguaje que aprendemos en la primera infancia determina nuestro modo de pensar, nuestra visión e interpretación del mundo es probablemente mucho mayor de lo que pensamos. No es simplemente que los conocimientos de las generaciones precedentes nos sean comunicados a través del lenguaje; la propia estructura del lenguaje implica ciertas visiones acerca de la naturaleza del mundo; y, aprendiendo un lenguaje particular, adquirimos una cierta imagen del mundo, una armazón de nuestro modo de pensar dentro del cual nos movemos sin darnos cuenta. Como de niños aprendemos a usar nuestro lenguaje según reglas que no conocemos explícitamente, así con él aprendemos no sólo a obrar según sus reglas, sino también según muchas otras reglas con las que interpretamos el mundo y actuamos de manera apropiada, reglas que nos guiarán aunque jamás las hayamos formulado explícitamente. Este fenómeno de aprendizaje implícito es seguramente una de las partes más importantes de la transmisión cultural, pero una parte que aún comprendemos de manera imperfecta.
IV El hecho a que acabo de referirme significa probablemente que en todo nuestro pensar somos guiados (o incluso impulsados) por reglas de las que no somos conscientes, y que nuestra razón consciente puede, por tanto, tener siempre en cuenta sólo algunas circunstancias que determinan nuestras acciones. Desde luego, se ha reconocido desde hace tiempo que el pensamiento racional es sólo uno de los elementos que nos guían. Así lo expresa la máxima escolástica ratio non est judex, sed instrumentum. Pero la percepción clara de todo esto sólo vino con la demostración de David Hume (dirigida contra el racionalismo constructivista de su tiempo) según la cual «las reglas de la moral no son conclusiones de nuestra razón». Esto se aplica, desde luego, a todos nuestros valores,
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que son los fines a los que la razón sirve, pero que la razón no puede determinar. Esto no significa que la razón no tenga ninguna función para decidir en los conflictos entre valores —y todos los problemas morales son problemas creados por conflictos entre valores. Pero nada demuestra mejor el limitado papel de la razón a este respecto que un análisis más atento del modo en que resolvemos tales conflictos. La razón sólo puede ayudarnos para ver las alternativas que tenemos delante, cuáles son los valores en conflicto y cuáles de ellos son verdaderos valores últimos y cuáles, como a menudo sucede, son sólo valores intermedios que reciben su importancia del servicio que prestan a otros valores. Sin em bargo, una vez cumplida esta función, la razón ya no puede ayudarnos. Debe aceptar como dados los valores a los que tiene que servir. Pero que los valores tengan una función o un «objetivo» que el análisis científico puede descubrir es otra cuestión. Servirá para distinguir ulteriormente entre los diferentes tipos de racionalismo que examinemos más a fondo el carácter de estos intentos encaminados a explicar por qué tenemos ciertos valores. La más conocida de estas teorías concernientes a las reglas morales es el utilitarismo. Éste se presenta bajo dos formas, que ofrecen la mejor ilustración de la diferencia entre el uso legítimo de la razón en la discusión de los valores y el falso racionalismo «constructivista» que ignora los límites puestos a los poderes de la razón. El utilitarismo aparece en su primera y legítima forma en la obra del propio David Hume, que insistía en que «la razón por sí sola es totalmente impotente» para crear reglas morales, pero que al mismo tiempo insistía en que la obediencia a las reglas morales y legales, que nadie ha inventado o creado a tal fin, es esencial para alcanzar los objetivos de los hombres en sociedad. Hume demostró que ciertas reglas abstractas de conducta acabaron prevaleciendo, porque los grupos que las adoptaban eran, como resultado de ello, más eficaces para mantenerse a sí mismos. Lo que él subrayaba a este respecto era sobre todo la superioridad de un orden que se produce cuando todos los miembros obedecen a las mismas reglas abstractas, aunque no comprendan su importancia, frente a una condición en que toda acción individual se decide sobre la base de la conveniencia, es decir considerando explícitamente todas las consecuencias concretas de una determinada acción. A Hume no le interesa la utilidad reconocible de una acción particular, sino sólo la utilidad de una aplicación universal de ciertas reglas abstractas, incluidos los casos particulares en que los resultados inmediatamente conocidos de la obediencia a tales reglas no sean deseables. La razón que aduce es que la inteligencia humana es completamente insuficiente para comprender todos los detalles de la compleja sociedad humana, y es la insuficiencia de nuestra razón para crear un orden detallado
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la que nos obliga a contentarnos con reglas abstractas; además, ninguna inteligencia humana aislada es capaz de inventar las reglas abstractas más adecuadas, porque las reglas que se han desarrollado en el proceso de evolución de la sociedad incorporan la experiencia de muchos más intentos y errores de los que podría contener cualquier mente individual. Los autores que han seguido la tradición cartesiana, como Helvetius y Beccaria, o sus seguidores ingleses, Bentham, Austin hasta G.E. Moore, transformaron este utilitarismo genérico, que buscaba la utilidad incorporada en las reglas abstractas plasmadas a través de sucesivas generaciones, en un utilitarismo particularista, que en sus últimas consecuencias conduce a reclamar que toda acción sea juzgada en la plena consciencia de todos sus resultados previsibles, concepción que en último análisis tiende a eliminar todas las reglas abstractas y conduce a la pretensión de que el hombre puede obtener un orden de la sociedad deseable, combinando concretamente todas sus partes en el pleno conocimiento de todos los hechos relevantes. Mientras que el utilitarismo genérico de Hume descansa en el reconocimiento de los límites de nuestra razón y se espera su uso más completo de una rigurosa obediencia a reglas abstractas, el utilitarismo particularista y constructivista se basa en la creencia de que la razón es capaz de manejar directamente todos los detalles de una sociedad compleja.
V La actitud de las distintas clases de racionalismo respecto a la abstracción exige una discusión más amplia, ya que son fuente frecuente de confusión. Acaso la diferencia se explica mejor diciendo que quienes reconocen los límites de los poderes de la razón pretenden emplear la abstracción para ampliarla, alcanzando así al menos un cierto grado de orden en el conjunto de los asuntos humanos, donde saben que es imposible dominar todos los detalles, mientras que el racionalismo constructivista valora la abstracción sólo como un instrumento para determinar los detalles. Para los primeros, como dice Tocqueville, «las ideas generales no son prueba de fuerza sino más bien de la insuficiencia del intelecto humano», para los otros son un instrumento capaz de darnos un ilimitado poder sobre el particular. En filosofía de la ciencia, esta diferencia se expresa, para los que mantienen la segunda concepción, en el hecho de que el valor de una teoría debe juzgarse por su capacidad de predecir acontecimientos particulares, o sea, por nuestra habilidad para llenar los modelos generales descritos por la teoría con hechos concretos suficientes para especificar su manifestación particular,
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mientras que evidentemente la predicción de que aparecerá un cierto tipo de modelo es también un enunciado falsable. En filosofía moral, el racionalismo constructivista tiende a desdeñar toda confianza en abstractas reglas mecánicas y a considerar verdaderamente racional sólo un comportamiento basado en decisiones que juzgan toda situación particular «según su mérito», y elige entre alternativas sobre la base de una valoración concreta de las consecuencias conocidas de las distintas posibilidades. Salta a la vista que este tipo de racionalismo tiene que conducir a la destrucción de todos los valores morales y a la creencia de que el individuo debe guiarse sólo por su valoración personal de los fines particulares que persigue. El estado mental que esto produce se describe muy bien en un ensayo autobiográfico de Lord Keynes. Describiendo la postura que junto con sus amigos había adoptado a principios de siglo, y que admite compartir aún al cabo de treinta años, escribe: Repudiábamos completamente toda imposición personal de obedecer a normas generales. Reclamábamos el derecho a juzgar todo caso individual por sus méritos, y la sabiduría, la experiencia y el autocontrol necesarios para conseguirlo. Esta era una parte muy importante de nuestras creencias, defendida con fuerza y agresividad, y para los de fuera esta era nuestra característica más evidente y peligrosa. Repudiábamos de plano las costumbres morales, las convenciones y la sabiduría tradicional. Éramos, en el sentido más estricto del término, unos inmorales. Las consecuencias derivadas por el hecho de ser descubiertos tenían sin duda que ser consideradas en lo que valían. Pero no reconocíamos ninguna obligación moral, ninguna sanción interna a la que conformarnos u obedecer. Ante el cielo pretendíamos ser nuestros propios jueces en nuestros asuntos. 3
Conviene observar que esta afirmación implica no sólo el rechazo de las reglas morales tradicionales, sino todo compromiso hacia cualquier tipo de reglas abstractas de conducta, morales o de otra clase. Esto implica la pretensión de que la inteligencia del hombre es suficiente para guiar con éxito su vida, sin necesidad de la ayuda derivada de reglas generales o principios; esto implica, en otras palabras, la pretensión de que el hombre es capaz de coordinar sus actividades con éxito a través de una plena y explícita valoración de las consecuencias de todas las acciones alternativas posibles, y su conocimiento exhaustivo de todas 3 J.M. Keynes,
Two Memoirs: Dr. Melchior; A Defeated Enemy and My Early Beliefs,
intr. de D. Garnett, Londres, 1949, pp. 97-98.
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las circunstancias. Lo cual, desde luego, denota también no sólo una gran presunción respecto a nuestras capacidades intelectuales, sino también una concepción totalmente errónea del tipo de mundo en que vivimos. Trata nuestros problemas prácticos como si conociéramos todos los hechos y como si la tarea de afrontarlos fuera puramente intelectual. Temo que gran parte de la teoría social moderna carezca de valor precisamente por este mismo supuesto. El hecho crucial de nuestra vida es que no somos omniscientes, que debemos en todo momento adaptarnos a hechos nuevos que antes no conocíamos, y que, por consiguiente, no podemos ordenar nuestra vida según un detallado plan preconcebido en el que toda acción particular esté de antemano ajustada racionalmente a cualquier otra. Dado que nuestra vida consiste en afrontar todas las circunstancias, nuevas e imprevisibles, no podemos hacerlo ordenadamente decidiendo con antelación todas las acciones particulares que realizaremos. El único modo en que realmente podemos dar cierto orden a nuestra vida consiste en adoptar como guías ciertas reglas abstractas o principios, y por tanto adherirnos rigurosamente a las reglas que hemos adoptado para afrontar las situaciones a medida que se vayan presentando. Nuestras acciones forman un modelo coherente y racional no ya porque se hayan decidido como parte de un único plan pensado con anterioridad, sino porque en toda decisión sucesiva limitamos nuestro radio de elección a través de las mismas reglas abstractas. Si consideramos lo muy importante que es esta adhesión a las reglas para ordenar nuestra vida, resulta extraño constatar cómo la relación entre estas reglas abstractas y la consecución de un orden global ha sido tan poco estudiada. Todos sabemos, por supuesto, que hemos aprendido a actuar según unas reglas para dar cierta coherencia a nuestras acciones sucesivas, y que adoptamos reglas generales para nuestra vida no sólo para evitarnos el problema de reconsiderar ciertas cuestiones cada vez que surgen, sino sobre todo porque sólo así podemos producir algo parecido a un todo racional. No puedo discutir aquí de manera más sistemática la relación entre las reglas abstractas seguidas en todas las decisiones separadas y el modelo abstracto global que de ello resultará. Pero hay un punto importante sobre el que debo detenerme brevemente. Si queremos obtener un orden global de nuestras actividades, es necesario que sigamos la regla general en todos los casos y no sólo cuando no hay razón alguna especial para obrar de un modo distinto. Esto puede implicar que tengamos que desatender deliberadamente el conocimiento de determinadas consecuencias que podría causar la obediencia a la regla en ese caso particular. Pienso que una verdadera comprensión de la importancia del comportamiento según reglas exige una adhesión a las mismas muy superior a la que reclaman los racionalistas
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constructivistas, que a lo sumo aceptan las reglas abstractas como un sustituto de una valoración completa de todas las circunstancias particulares y consideran que ésta es deseable para alejarse de las reglas siempre que haya una razón especial para hacerlo. Para evitar ser mal interpretado, debería añadir que, cuando hablo de adherirse rigurosamente a las reglas, obviamente no me refiero a distintas reglas aisladas, sino siempre a todo un sistema de reglas, en que con frecuencia una regla modificará las consecuencias que deduciremos de otra. Más precisamente, debería hablar de una jerarquía de reglas con distintos grados de importancia. Pero no puedo ahondar en esta importante cuestión más de lo que es necesario para evitar el malentendido de que cualquier regla aislada sea generalmente suficiente para resolver nuestros problemas.
VI Lo que he dicho sobre la necesidad de reglas abstractas para la coordinación de las sucesivas acciones de la vida de cada hombre, en circunstancias siempre nuevas e imprevisibles, se aplica con mayor razón a la coordinación de las acciones de muchos individuos distintos, en circunstancias concretas que cada individuo conoce sólo en parte y que le son conocidas sólo cuando se presentan. Esto me conduce a lo que, en mi investigación personal, ha sido siempre el punto de partida de todas estas reflexiones y que puede explicar por qué, de puro y simple teórico de la economía, pasé de las cuestiones técnicas de la economía a otro tipo de cuestiones generalmente consideradas filosóficas. Mirando retrospectivamente, todo parece que comenzó hace unos treinta años con un estudio sobre Economía y conocimiento ,4 en el que examinaba las que, a mi parecer, eran algunas de las dificultades centrales de la teoría económica pura. La conclusión principal era que la función de la teoría económica consiste en explicar cómo se alcanza un orden global de la actividad económica, que utiliza en gran medida un conocimiento que no se halla concentrado en ninguna mente, sino que existe sólo como conocimiento disperso entre millares o millones de individuos diferentes. Pero aún hay un largo camino para alcanzar desde esa posición una adecuada concepción de las relaciones entre las reglas abstractas que el individuo sigue en sus acciones y el orden global abstracto que se forma como resultado de su respuesta, dentro de los límites que le imponen esas 4
En Económica, 1937, vol. VI, publicado de nuevo en Individualism and Economic Order, Londres 1949.
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reglas abstractas, a las circunstancias particulares que encuentra. Fue sólo a través de un re-examen del antiguo concepto de libertad bajo la ley, concepto básico del liberalismo tradicional, y de los problemas de filosofía del derecho a que éste da origen, como pude alcanzar lo que ahora me parece una imagen tolerablemente clara de la naturaleza del orden espontáneo del que durante tanto tiempo han hablado los economistas. Resulta ser un ejemplo de un método general para crear indirectamente un orden en situaciones en que los fenómenos son demasiado complejos para permitirnos la creación de un orden a través de la colocación, pieza a pieza, de todos los elementos en su lugar adecuado. Es una especie de orden sobre cuya particular manifestación tenemos escaso control, porque está determinado por reglas que determinan sólo su carácter abstracto, mientras que los detalles dependen de las circunstancias particulares que sólo sus miembros singulares conocen. Es por tanto un orden que no podemos mejorar, pero que podemos perturbar tratando de cambiar una parte del mismo con iniciativas deliberadas. El único modo en que efectivamente podemos mejorarlo consiste en mejorar las reglas abstractas que guíen a los individuos. Ésta es, sin embargo, una tarea necesariamente lenta y difícil, ya que la mayor parte de las reglas que guían a la sociedad existente no son resultado de nuestras acciones intencionadas, y por consiguiente a menudo sólo captamos de un modo imperfecto lo que depende de ellas. Como indiqué anteriormente, estas reglas son fruto de un lento proceso de evolución a lo largo del cual han ido incorporando mucha más experiencia y conocimiento que lo que pueda hacer una sola persona. Esto significa que antes de poder esperar mejorarlas, debemos aprender a comprender mejor de qué manera interactúan las reglas creadas por el hombre y las fuerzas espontáneas de la sociedad. Esto requerirá no sólo una colaboración mucho más estrecha entre los especialistas en economía, derecho y filosofía que la que hemos tenido recientemente; incluso una vez conseguido todo esto, podremos esperar que se produzca un lento proceso experimental de mejora gradual más bien que una oportunidad de cambio drástico. Es tal vez comprensible que los racionalistas constructivistas, en su presunción de atribuir grandes poderes a la razón humana, se hayan rebelado contra la exigencia de sumisión a unas reglas cuya importancia no conocen a fondo, y que producen un orden que no podemos prever en sus detalles. El hecho de no poder plasmar plenamente los asuntos humanos según nuestros deseos chocó contra las generaciones que creían que con el pleno uso de la razón podría el hombre convertirse en señor absoluto de su propio destino. Parece, sin embargo, que este deseo de ponerlo todo bajo el control de la razón, lejos de maximizar el uso de la razón, sea más bien un abuso de la misma basado
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en una errónea valoración de sus poderes, y que al fin conduce a la destrucción de aquella libre interacción entre tantas mentes, de la que se nutre el crecimiento de la propia razón. La verdadera concepción racional del papel de la razón consciente parece en verdad indicar que uno de sus usos más importantes es el reconocimiento de los propios límites del control racional. Como señaló claramente el gran Montesquieu en la cúspide de «la era de la razón », la propia razón tiene necesidad de límites.
VII Quisiera concluir dedicando algunas palabras a explicar por qué elegí este tema particular para lo que consideraba mi principal exposición pública en Japón, mi discurso en la Universidad que ha tenido la ama bilidad de recibirme entre sus miembros. Creo que no me equivoco si pienso que el culto al uso explícito de la razón, que ha sido un elemento tan importante para el desarrollo de la civilización europea en los últimos trescientos años, no ha desempeñado el mismo papel en la evolución japonesa. No se puede negar que el uso intencionado de la razón como instrumento crítico ha sido tal vez la causa principal, en los siglos XVII, XVIII y XIX, del desarrollo más rápido de la civilización europea. Era, pues, natural que cuando los estudiosos japoneses comenzaron a estudiar las diversas corrientes del pensamiento europeo fueran atraídos sobre todo por las escuelas que parecían representar la tradición racionalista en su forma más extrema y explícita. Para quienes busca ban el secreto del racionalismo occidental, el estudio de su forma más extrema, que he denominado racionalismo constructivista y que considero una errónea e ilegítima exageración de un elemento característico de la tradición europea, se presentó como la vía más prometedora para el descubrimiento de ese secreto. Sucedió así que, entre las diversas tradiciones de la filosofía europea, la que se remonta a Platón en la antigua Grecia y que fue retomada por Descartes y Hobbes en el siglo XVII y que, con Rousseau, Hegel y Marx, y posteriormente con el positivismo filosófico y jurídico, condujo al culto a la razón cada vez más pronunciado, fue la que más estudiaron los japoneses. El objetivo principal de mi actual exposición era advertirles que las escuelas que han llevado adelante el que podría parecer el lado más característico de la tradición europea pueden haberse equivocado tanto como las que no han apreciado en absoluto el valor de la razón consciente. La razón es como un peligroso explosivo que, manejado con cautela, puede ser de gran utilidad, pero que si se mane ja incautamente puede hacer estallar toda una civilización. Por suerte,
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este racionalismo constructivista no es la única filosofía que la tradición europea puede ofrecer, si bien hay que admitir que ha influido en las concepciones de algunos de sus mayores filósofos, entre ellos incluso Immanuel Kant. Sin embargo, al menos fuera del mundo comunista (en el que el racionalismo constructivista ha hecho realmente estallar toda una civilización), se encuentra otra tradición, mas modesta y menos ambiciosa, una tradición menos inclinada a erigir majestuosos sistemas filosóficos, pero que probablemente ha hecho más por crear los fundamentos de la moderna civilización europea y en particular del orden político liberal (mientras que el racionalismo constructivista ha sido siempre y en todas partes profundamente antiliberal). Se trata de una tradición que también se remonta a la antigüedad clásica, a Aristóteles y Cicerón, que ha sido transmitida a nuestra edad moderna principalmente a través de la obra de Santo Tomás de Aquino, y que en los últimos siglos ha sido desarrollada sobre todo por los filósofos de la política. En el siglo XVII fueron principalmente los adversarios del racionalismo cartesiano, como Montesquieu, David Hume y los filósofos escoceses de su escuela, en particular Adam Smith, los que construyeron una auténtica teoría de la sociedad y del papel de la razón en el desarrollo de la civilización. Debemos mucho también a los grandes clásicos liberales alemanes, Kant y Humboldt, que sin embargo, como sucedió con Bentham y los utilitaristas ingleses, no consiguieron liberarse completamente de la fatal atracción de Rousseau y del racionalismo francés. En su forma más pura, encontramos la filosofía política de esta escuela también en Alexis de Tocqueville y en Lord Acton; los fundamentos de esta teoría social han sido claramente restablecidos, por primera vez desde David Hume, en la obra del fundador de la Escuela Austriaca de Economía, Cari Menger. Entre los filósofos contemporáneos es sobre todo Karl R. Popper quien ha proporcionado nuevas bases filosóficas importantes a este filón del pensamiento. Él ha sido quien ha acuñado la expresión «racionalismo crítico», que a mi entender expresa eficazmente el contraste con el racionalismo ingenuo o constructivismo. Pienso que es el término que mejor describe la posición general que considero la más razonable. Uno de los principales objetivos de mi intervención era someter a vuestra atención esta tradición. Creo que si la examináis, veréis cómo en ella hay menos cosas nuevas y sorprendentes de las que las primeras generaciones de japoneses encontraron en el racionalismo extremo de la escuela de Descartes, Hegel y Marx. Al principio podréis encontrarla menos fascinante y estimulante, pues no tiene la particular fascinación o incluso la ebriedad generada por el culto a la razón pura. Espero, sin embargo, que la encontréis no sólo más congenial. Creo que, precisamente porque no es una exageración unilateral, con sus raíces
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en una fase particular del desarrollo intelectual europeo, sino una auténtica teoría de la naturaleza humana, puede ofrecer una base a cuyo desarrollo vuestra experiencia os pone en la condición de aportar importantes contribuciones. Es una concepción de la mente y de la sociedad que ofrece un espacio adecuado para el papel que en el desarrollo vienen desempeñando la tradición y las costumbres. Nos permite ver muchas cosas allí donde quienes se hallan atrapados por las crudas formas de racionalismo nada ven. Nos muestra que a veces las instituciones que nadie ha inventado pueden darnos para el desarrollo cultural un marco mejor que los diseños más sofisticados. El presidente Matsushita,5 en otra ocasión, me hizo una pregunta que va directa al corazón del problema en cuestión, pero a la que entonces no pude responder. Me preguntó, si entendí bien, si un pueblo que para sus instituciones se confía a las costumbres más bien que a la invención no puede acaso producir mayor libertad para el individuo, y por tanto mejor espacio para la evolución, frente a quienes tratan de construir todas las instituciones intencionadamente, o que tratan de rehacerlas según los principios de la razón. Creo que la respuesta es afirmativa. Mientras no aprendamos a reconocer los justos límites de la razón en el despliegue de las actividades sociales, corremos el grave peligro de que, al intentar imponer a la sociedad lo que consideramos un modelo racional, podamos sofocar esa libertad que es la condición esencial de un gradual perfeccionamiento.
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Dr. Masatoshi Matsushita, Presidente de la Universidad Rikkyo, presente en la conferencia.