A. Hauser: Fundamentos de sociología del arte
FBA – Cátedra de Historia de la Música I
Fundamentos de Sociología del Arte
Arnold Hauser Capítulo 2. Espontaneidad y convención (selección)
1. Espontaneidad e inspiración La legitimación de la sociología del arte como ciencia estricta se mueve en torno al concepto de espontaneidad, y su jurisdicción depende de la importancia que se conceda a la subjetividad en la creación artística. La cuestión es saber si lo que se llama proceso creador es un comportamiento basado en el impulso, en el talento y en la inclinación, esencialmente irreducible a estímulos exteriores, o bien un acontecimiento que a lo sumo es parcialmente autónomo pero que, por lo demás, está condicionado por las relaciones humanas. Si se considera la creación artística como algo en esencial espontáneo, autónomo y autógeno, resulta claramente absurdo atribuir especial significación a las circunstancias concomitantes en las que se realiza. Los idealistas y los románticos, para quienes la obra de arte no es más que una emanación del alma que en último término permanece idéntica a sí misma, consideran, desde su punto de vista con razón, que la sociología del arte no es sino una serie de falsos problemas y sofismas. El mayor reproche que le hacen se origina en su creencia en la naturaleza autárquica de la creación artística, de inspiración divina, y en su temor de que el milagro del acto creador sufra menoscabo si se admite cualquier mediación entre el genio y su obra, cualquier instancia intermedia que interrumpa el enigmático contacto inmediato entre ambos y transforme el misterio de una «inmaculada concepción» en un proceso prolijo que tenga que recurrir a las más diversas fuerzas profanas. Estos reparos no siempre se deben a una prevención contra la sociología como tal; todo intento de derivar la obra de arte de un principio heterogéneo, trascendente, tropieza con la misma resistencia por parte del idealismo, que se funda en la inmanencia del espíritu y en la autonomía de su sistema de valores. Hasta la investigación del origen psicológico del impulso artístico y del curso de los actos anímicos a nímicos que participan en el proceso creador, se puede considerar como desacertada y desconcertante ya que, en tal caso, al movernos dentro de las fronteras de la psicología, desbordamos las de la estética en sentido estricto y destruimos el mito de la creación a partir de la nada, del que mana el concepto de espontaneidad. También la idea de la «inspiración» descansa sobre una concepción mística parecida; en ella se acentúa aún más la pretendida irracionalidad y la supuesta independencia social del acto creador artístico y queda más claro el origen del concepto de la espontaneidad enajenada, que surge del entusiasmo báquico y platónico. No obstante, espontaneidad e inspiración no son sólo conceptos mutuamente relacionados, sino a menudo también conceptos opuestos. Lo que se suele denominar inspiración significa unas veces el misterioso origen de una idea súbita, para la que no parece existir justificación exterior; otras, el resultado de un acontecimiento puramente externo ext erno y casual, o de una experiencia irrelevante de por sí, con la que el artista pone en relación causal, aunque oculta, su obra. La auténtica relación entre el impulso interno y la posibilidad que lleva a su realización y objetivación suele ser impenetrable y hasta misteriosa para el propio artista; éste idealiza y dramatiza a menudo el acontecimiento al que atribuye el origen de su obra, y concede al proceso un significado mayor del que le corresponde. Inventa para su obra la causa que más adecuada e impresionante le parece. Como se sabe, Beethoven relaciona la Heroica con el destino de Napoleón, Mendelssohn, la obertura de las Hébridas con una memorable vivencia de la naturaleza y Liszt vincula el nacimiento de muchas de sus composiciones con reminiscencias parecidas. En la Ariadna, de Richard Strauss, el joven compositor afirma que el tema de la gran Aria de Baco se le ocurrió durante los nerviosos preparativos para la representación de su ópera, al tiempo que él se enfadaba con un lacayo insolente y que el tenor le daba una bofetada al peluquero. Lo que hace tan encantadora esta anécdota es la forma de poner audazmente de manifiesto la desproporción entre el pretexto y el suceso, desproporción que se oculta y encubre en la mayoría de los relatos sobre el nacimiento de obras de arte. De este tipo es también la narración de Franz Lachner acerca de una visita que hizo a Schubert, de quien cuenta que no tenía ningún deseo de trabajar y que se puso muy contento de que se le distrajera. «¡Vamos a bebernos un café!», propuso Schubert, y sacó su viejo molinillo de café. De repente gritó: «¡Ya lo tengo, ya lo tengo; vaya con la mohosa máquina!» y tiró el molinillo a un rincón. «¿Qué te pasa, Franz?», preguntó Lachner. «Un molinillo así es maravilloso. Las melodías y los temas te vienen volando. Este ra-ra-ra
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nos trae la inspiración, nos sumerge en el maravilloso reino de la fantasía». «Entonces, ¿es tu molinillo de café el que compone? ¿No lo haces con la cabeza?» «¡Exactamente, Franz!», gritó Schubert, «la cabeza se pasa a veces días enteros buscando un motivo que el molinillo puede encontrar en un segundo. ¡Escúchalo!». Eran los temas del cuarteto en re menor.1 Resulta evidente que de la nada no surge nada y que todo se remite a un ser anterior, que la explicación de la creación artística por medio de un acto espontáneo, que descansa en sí mismo, no aclara nada y convierte el nacimiento de la obra de arte en un misterio como el del origen del mundo según la Biblia. Pero también es indudable, por otro lado, que en parte la creación artística no se puede deducir y conserva elementos espontáneos que únicamente se pueden calificar de autógenos ya que, para el pensamiento discursivo, «no deducible» y «espontáneo» son a este respecto términos sinónimos. Los estímulos no artísticos tienen una importancia fundamental para la obra de arte, pero en su conjunto ésta no se puede aclarar más que como un producto de realidades contradictorias, esto es, de un lado, extraartísticas, nacidas de la realidad objetiva material y social, y de actos conscientes, inmanentes al arte y completamente creadores, del otro. Por amplia que sea la influencia de los motivos deducidos, condicionados desde el exterior, no permite disminuir la importancia de la espontaneidad artística. La fórmula fundamental de la creación artística, como de cualquier actitud consciente en relación con la realidad, es la irresoluble oposición entre espontaneidad y causalidad, es decir, el dualismo de un principio objetivo y otro subjetivo, de un principio activo y otro pasivo. Sin embargo, al no ser determinantes para el reflejo de la realidad ni la soberanía total, ni una causalidad completamente pasiva y puramente mecánica, aparecen diversos grados de libertad y, en el arte, el elemento espontáneo resulta más notorio, aunque no sea más intenso que en otros terrenos. Al igual que una conciencia en sí es imposible y que sólo puede pensarse en una conciencia de algo, en la conciencia de un ser, tampoco se puede imaginar una espontaneidad artística en el vacío, que se mueve por sí misma y se inflama a sí misma sino únicamente una espontaneidad determinada, condicionada y limitada por una realidad extraña y material. Sólo por medio de la especulación y la abstracción puede llegarse a concebir la espontaneidad como disposición libre y carente de presupuestos; directa, inmediata e ilimitadamente no la encontramos jamás ni en parte alguna; todo lo que podemos hacer es reflexionar de modo conceptual y analítico sobre ella, o sobre lo que ella pueda ser en sí y de por sí. Como facultad independiente, la espontaneidad es una pura ficción; en realidad sólo se manifiesta como función, en lucha contra un principio extraño e indiferente. A fin de alcanzar una forma objetiva, comprensible y, de algún modo, definible, tiene que encontrar un substrato sobre el que pueda dibujarse y realizarse. La resistencia con la que tropieza al manifestarse es doble: de un lado, reside en los hechos de la experiencia, que constituyen el material de la representación artística; de otro lado, en las convenciones de la comprensión, que sirven de vehículo a la expresión. Toda nueva vivencia, todo nuevo impulso de comunicación tropieza con obstáculos en el desarrollo de su expresión, ante los que sacrifica una parte de su originalidad, de su carácter inmediato y de su vitalidad. La espontaneidad consigue comunicar lo inefable por antonomasia, a cambio de aceptar estereotipos más o menos oscuros. Sería ridículo esperar que las formas tradicionales o convencionales que el artista halla de antemano y a las que tiene que adaptar toda nueva vivencia y todo nuevo impulso para poder comunicarlos, permanezcan invariables durante el proceso; como también lo sería suponer que todo nuevo contenido espiritual se crea de modo espontáneo, con sus propias fuerzas y sus propios medios, una forma de expresión adecuada a la vivencia correspondiente. La expresión se mueve sobre «raíles pulidos», raíles que se bifurcan y que proliferan a medida que se viaja por ellos. Los medios y modelos de expresión, que obstaculizan las posibilidades comunicativas del sujeto, son los mismos que le permiten la comunicación; la vivencia, que tiene que acomodarse a las formas existentes, violenta a éstas al mismo tiempo. El proceso es dialéctico: la espontaneidad y la resistencia, la invención y la convención, las vivencias impulsivas, dinámicas, que hacen saltar y agrandan la forma, y los moldes fijos, pasivos y estables, todos se condicionan, se obstaculizan y se estimulan mutuamente. Es el misterio de la paloma de Kant: la presión del aire, que parece dificultar su vuelo, es la que lo posibilita. La expresión artística no se realiza a pesar de la resistencia con que tropieza bajo la forma de convención, sino gracias a ella. El artista debe hallarse en posesión de un lenguaje formal, fijo, no demasiado dúctil, con el fin de hacerse inteligible a los demás y comprensible a sí mismo; tiene que atenerse a una gramática relativamente simple y a un diccionario que, de algún modo, sea determinante, no sólo con el fin de comunicar concepciones poco usuales o enmarañadas, sino con el de poderlas concebir. Hasta en su relación consigo mismo se vale el artista de un lenguaje repleto de 1
Según Schubert, Zeugnisse seiner Zeitgenossen, edición a cargo de Otto Erich Deutsch, 1964, pp. 208-209.
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formas convencionales. Pertenece también al carácter dialéctico del proceso el hecho de que, al apropiarse y servirse del lenguaje ya existente, el artista impide que éste se atrofie y empequeñezca. Es éste un llamativo ejemplo de la «superación» hegeliana: creación y demolición sincrónica de convenciones, símbolos y esquemas válidos, sin los cuales es imposible todo entendimiento pero que, en caso de proliferar en demasía, originan una situación de parálisis en la que no queda más que un juego con formas sintácticas vacías. En Robert Musil se encuentra una descripción extraordinaria del acto creador, de su carácter ajeno a la inspiración, del sentimiento de perplejidad con que el autor se enfrenta a su obra como a algo que le es ajeno, de la naturaleza impersonal de las fuerzas que participan en la aparición de aquel acto creador y que, por otro lado, no tienen nada de suprapersonal. «Por desgracia, nada hay tan difícil de reflejar en las bellas letras», escribe Musil, «como una persona pensante». Cuando se preguntó una vez a un gran descubridor cómo se las arreglaba para que se le ocurrieran tantas cosas nuevas, aquél contestó: «porque pienso incansablemente en ellas». De hecho, puede decirse que las ideas inesperadas no se producen más que cuando se las espera. En gran medida son el triunfo del carácter, de las inclinaciones constantes, del orgullo duradero y de la dedicación incansable. ¡Qué aburrida tiene que ser tal constancia! Bajo otro aspecto, la solución de una tarea espiritual se lleva a cabo, más o menos, al igual que hace el perro que con un palo en la boca quiere pasar por una puerta estrecha: gira la cabeza a la izquierda y a la derecha, hasta que el palo entre; también nosotros hacemos lo mismo, con la diferencia de que nosotros no lo intentamos irreflexivamente, sino que por experiencia sabemos más o menos cómo hay que hacerlo. Y aunque, por supuesto, una persona inteligente muestra más maña y experiencia para los giros que otra estúpida, también queda sorprendida al atravesar la puerta. Una vez esto conseguido, puede percibirse claramente un ligero desconcierto, al ver que los pensamientos se han hecho a sí mismos, en lugar de aguardar a su creador. Mucha gente denomina hoy día a este sentimiento de desconcierto intuición (antes se le llamaba inspiración) y cree ver en ello algo suprapersonal; pero es sólo impersonal, a saber, la afinidad y concordancia de las cosas que coinciden en una cabeza. Cuanto mejor es la cabeza, menos se la percibe. Por esta razón el pensamiento, en la medida en que no está terminado, es un estado lamentable, parecido a un cólico de todas las circunvoluciones cerebrales y, cuando está terminado, ya no tiene la forma del pensamiento, en la que se le experimenta, sino de lo pensado, que por desgracia es impersonal, ya que el pensamiento se dirige hacia fuera y se destina a ser comunicado al mundo. Cuando una persona piensa, por decirlo así, no se puede vislumbrar el momento de transición entre lo personal y lo impersonal... ¿Qué es entonces? Un mundo hacia dentro y hacia fuera2 ... Como decía Hegel, la obra pertenece y no pertenece a su autor. 2. Causalidad y correspondencia El impulso artístico, por denominar así a la espontaneidad artística inarticulada e indefinible en sí misma, se manifiesta según la medida de las necesidades sociales y se expresa en formas que responden a esas necesidades. No hay espontaneidad que, sin relación con el medio social, con el medio interhumano, sin cometido o efecto esperado, conduzca a la producción de obras de arte; pero, sin impulso artístico y sin capacidad creadora, tampoco hay motivo externo, ocasión o necesidad que haga aparecer obras de arte, estilos o corrientes estéticas. De continuo nos enfrentamos con la interdependencia de dos principios en igual medida constitutivos. El afán subjetivo de creación artística, la voluntad y capacidad de expresión no se pueden separar de las condiciones sociales ni tampoco se pueden deducir de ellas. En este sentido, la espontaneidad y la causalidad no constituyen una alternativa radical; sólo aparecen en relación mutua. A pesar de la estrecha correspondencia que hay entre lo social y las manifestaciones artísticas, éstas no son en modo alguno productos inmediatos o consecuencias de la situación social. Plejanov señalaba que no se puede explicar una forma artística, por ejemplo, el minueto, en función de sus relaciones sociales contemporáneas. Nada hay que oponer a esto si lo que quiere decir es que la forma artística no está incluida en lo social ni resulta de ello. La sociología carece de trucos para sacar la obra de arte de la sociedad, como si la sociedad fuera el sombrero de copa de un prestidigitador. Únicamente puede mostrar que la obra no se limita a ser una arquitectura formal organizada óptica o acústicamente, sino que es al mismo tiempo expresión de una concepción del mundo condicionada socialmente y que, como dice Paul Valéry, «toute oeuvre est Poeuvre de
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Robert Musil: Der Mann ohne Eigenschaften, 5° edición, 1960, pp. 111-112. (Trad. esp.: El hombre sin atributos).
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bien d'autres choses qu'un "auteur"». 3 El minueto no «surge» de una estructura social en el sentido de que ésta permita ya reconocer en ella elementos de la forma musical. Con su gusto refinado, su sentido del juego y la danza, su afición por lo bello, lo dulce y lo elegante, la sociedad a la que iba dirigida el minueto creaba los presupuestos para su aparición en la medida en que desarrollaba una necesidad cultural y un criterio artístico que respondían a la gracia del minueto; como tal, la sociedad carecía de los medios y las posibilidades con los que se crean las obras y las formas artísticas. Muchos de los rasgos característicos de aquella sociedad se pueden advertir en el minueto que, sin embargo, no se encuentra en la sociedad ni en forma embrional. La creación artística no puede derivarse de las posibilidades de su utilidad. Cuando no se conoce más que la composición social del público no es posible imaginarse ni un rasgo concreto de las obras que se le acomodan. Esto sería suponer que podemos construir en teoría los talentos creadores y determinar sus inclinaciones y ob jetivos individuales, que son impredecibles e imprevisibles. De este modo, en toda investigación de la sociología del arte queda una incógnita que hace ilusorias cualesquiera conjeturas sobre las obras que aún están por realizar, incluso cualquier explicación causal satisfactoria de la forma de las obras ya existentes. En todo caso, parece más esperanzador orientar la controversia sobre la relación entre los fenómenos artísticos y los sociales de acuerdo con el concepto de la correspondencia que con el de la causalidad en el sentido de una razón necesaria y suficiente. Entre el orden de la sociedad y el del arte hay una correlación inconfundible, según la cual a una transformación en un lado corresponde otra en el otro. Los cambios no dependen entre sí nunca de modo absoluto en calidad de causa y efecto, sino que suelen ser completamente desproporcionados en su significación y no se puede esperar que las condiciones sociales, por parecidas que sean, originen un fenómeno artístico repetido. Una situación social constituye una oportunidad para que se produzca un determinado acontecimiento artístico, pero no es razón obligatoria para ello. «Oportunidad» y «acontecimiento», sin embargo, están unidos mutuamente de modo regular y trascendental. Esta coincidencia significativa de los fenómenos sociales y artísticos simultáneos no es un sustituto vacío e irrelevante de la dependencia causal. En su forma más general, la ley correspondiente a esta coincidencia puede formularse como sigue: no todo es posible en cada situación histórica y en todas las circunstancias sociales imaginables, si bien nunca se puede predecir lo que resultará posible en unas condiciones dadas. Las mismas situaciones históricas, que por otro lado nunca son completamente iguales, suelen admitir diferentes formas artísticas, mas aquellas que llegan a producirse alcanzan un significado nuevo, especial y común, por su relación con las condiciones sociales contemporáneas. Cuando sabemos por lo menos que cada constelación social permite un cierto número de formas artísticas en tanto que excluye otras, nos encontramos en posesión de una importante clave conceptual, aunque lo que conseguimos en tal caso es ilustrarnos acerca de la incompatibilidad de los fenómenos, más bien que acerca de su unidad. Si, por el contrario, limitamos la causalidad social a la forma de una conditio sine qua non, en virtud de la cual una organización social excluye determinadas soluciones artísticas, sin producir necesariamente otras, lo que hacemos no es transformar de modo alguno la correspondencia entre el arte y la sociedad en una relación negativa, en el sentido, por ejemplo, de que en determinadas condiciones sociales nunca aparecen ciertas formas artísticas, mientras que todas las demás pueden aparecer, esto es, que con cada situación social se puede dar un número imprevisible de equivalentes artísticos. A menudo sucede que la diferenciación de las formas artísticas es más rica que la de las formas sociales y una situación social permite elegir entre varias, e incluso muchas, tendencias artísticas; también suele suceder, casi con la misma frecuencia, que se den fenómenos artísticos similares en sistemas sociales distintos. En la Francia del siglo XVIII, junto al cuadro de sociedad más o menos privado, al retrato burgués y al paisaje íntimo, sigue habiendo una pintura histórica y representativa de gran estilo, y este arte monumental y cortesano está destinado, en muchos casos, a las mismas personas que se interesan por el arte frivolo erótico de la época. Por otro lado, la poesía esencialmente uniforme de la tragedia heroica encuentra aceptación en públicos tan diversos como los que dictaban los criterios del gusto en la Atenas clásica, la Inglaterra isabelina, la corte de Luis XIV y la burguesía cultivada de la Ilustración en Francia y Alemania. Y, sin embargo, la correspondencia entre las circunstancias históricas y sociales y los movimientos artísticos no es casual ni puramente superficial. La vigencia de diversas formas artísticas y tendencias estilísticas en una misma época responde en la mayoría de los casos a una estratificación de la sociedad en diversos sectores según la riqueza y la cultura, o a una próxima escisión entre la clase social dominante y la minoría cultivada. La persistencia o el renacimiento de las mismas formas deben atribuirse, en 3
Paul Valéry: Oeuvres, ed. de la Pléiade, 1960, II, p. 629.
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parte, al cambio de sentido y función a que están sometidas y, en parte, a la inercia con que las formas modélicas se oponen a las transformaciones. En la mayoría de los casos, a las diversas formas sociales corresponden distintas formas estilísticas, aunque las transformaciones en los diversos campos no siempre se realicen igual e inequívocamente. No puede hablarse en absoluto de una estrecha correlación lógica precisamente debido a que, si bien las transformaciones sociales van acompañadas siempre de transformaciones estilísticas —de modo más o menos mediato—, por el contrario, los cambios artísticos no producen consecuencias sociales visibles o considerables. La correspondencia se funda en algo parecido a un común denominador, que no se expresa formalmente en las manifestaciones en cuestión, pero que no por ello deja de vincularlas con fuerza. De este modo, entre el ethos homérico y el feudalismo de los príncipes arcaicos, entre el arte monumental bizantino y el cesaropapismo, entre la poesía trovadoresca y la aristocracia caballeresca, entre el barroco y Versalles y el absolutismo francés, entre el Romanticismo y la intelectualidad postrevolucionaria, entre la novela naturalista y la burguesía moderna, existe un paralelismo afectivo, una unidad de sentimiento vital, una coincidencia de valores emocionales e intelectuales, que no aparecen en ninguna otra correspondencia de los factores sociales y artísticos. Por supuesto, lo que aquí se llama «común denominador» no se debe interpretar como causa común, por ejemplo, en el sentido de espíritu de la nación o del tiempo, con el fin de volver a introducir el principio causal por la puerta trasera. El concepto de correspondencia que aquí sustituye al de causalidad significa exclusivamente que la simultaneidad de las manifestaciones relacionadas es razonable e ilustrativa y que el encuentro de dichas manifestaciones no se puede calificar de necesario, esto es, inevitable, pero tampoco de casual o sustituible por la conexión de procesos arbitrarios. 5. El lenguaje del arte Al igual que cualquier otra forma de expresión, el arte tampoco es el inolvidable e insustituible «idioma materno de la humanidad» sino un «dialecto» de vigencia limitada. No puede sentar plaza como idioma primitivo, carente de precedente, o como idioma mundial, comprensible para todos en todo momento. El arte es, sin embargo, un «idioma», un lenguaje hablado y comprendido por muchos, esto es, un vehículo de expresión, cuya utilidad descansa sobre la validez de los medios convencionales de comprensión, aceptados de modo tácito. Como siempre hay más cosas, concepciones y sensaciones, que signos, y como hasta la más elocuente y apropiada de las artes no puede disponer de una expresión para cada concepto y cada sentimiento, tiene que servirse de un «diccionario» en el que a menudo sólo hay una denominación para varias ideas. El hecho de que, a pesar del esquematismo de los signos, el arte consiga crear una ilusión completa, se lo debe a la convencionalidad de su forma de expresión, esto es, a la disposición de los lectores o espectadores a someterse a las «reglas del juego» de la representación. Sin ciertas convenciones, como que las figuras de un ajedrez «piensan en alto» o hablan en alto en el escenario sin que otros las oigan, cuando así lo ordenan las reglas, o como que las pinturas son bidimensionales y las esculturas, incoloras, no podría haber arte en el sentido en que nosotros lo entendemos. Una comunicación que solamente se hace comprensible en la medida en que se somete a una esquematización y convención, y pasa de la esfera del significado personal y privado a la de las relaciones interhumanas, debe contar siempre con que una parte de su contenido perderá su sentido primigenio. Toda la historia del arte se puede entender como el espectáculo de un combate ininterrumpido contra ese desmoronamiento del contenido. Prácticamente, todos los cambios de estilo comienzan con una lucha contra ciertas convenciones, a las que se considera ya insoportables debido a su inexpresividad. La nueva «inmediatez» conseguida no siempre significa un camino hacia una comprensión más fácil, sino, como lo señaló Nietzsche, a menudo expresa el deseo de no ser comprendida. 4 El Manierismo y el Romanticismo se oponen a las convenciones de la generación anterior, no porque les parezcan demasiado difíciles y carentes de claridad, sino por el contrario porque les parecen demasiado fáciles, inequívocas e insulsas. No se busca la expresión sencilla y clara, sino complicada y dislocada, considerándose que vuelve a resultar interesante y atractivo expresarse artificial y veladamente. No obstante, no hay que imaginarse el proceso de instauración de convenciones como si las formas estereotipadas abarcaran el núcleo espontáneo del motivo desde fuera o lo complementaran posteriormente, 4
Nietzsche: Menschliches Allzumenschliches, II, 122.
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sino en el sentido de que cada obra, cada forma y cada tentativa —por pequeña que sea— de expresarse por medio de signos racionales es ya el resultado del enfrentamiento entre espontaneidad y convención, originalidad y tradición, inmediatez y fórmulas usuales. El proceso no supone que las vivencias espontáneas y personales únicamente sean comunicables y experimentables por medio de las formas convencionales, sino que las vivencias que se han de representar se mueven ya de antemano en carriles determinados convencionalmente. La simple vivencia completamente subjetiva y espontánea, desnuda de todo elemento convencional y estereotipado, es un mero concepto límite, un pensamiento abstracto al que no corresponde nada en la realidad. Todo artista se expresa con el lenguaje de sus antecesores, modelos y maestros ya que, al igual que no inventa el idioma cotidiano del que se sirve, tampoco crea el lenguaje de su arte por sus propios medios, ni impugna por sí mismo su necesidad formal. Le lleva algún tiempo comenzar a hablar con su propia tonalidad, así como descubrir el acceso a las fuentes de su forma personal de expresión. Los jóvenes titanes y rebeldes se expresan en el idioma de la generación anterior y hasta la más dura oposición se sirve de los medios expresivos de la tendencia dominante, no solamente con el fin de hacerse comprender, sino también con el de ascender de la «oscura necesidad» de exteriorizarse a la articulación. Así, cuando un artista consigue independizarse de sus antecesores y un movimiento artístico se ha desarrollado tanto que puede separarse de los anteriores, se produce todo lo más una renovación idiomática, no una creación; aún entonces, cada nueva obra que surge tiene que agradecer a las otras más que a la invención y a la experiencia del propio inventor. Sin embargo, lo extraño no es el hecho de que cada expresión se mueva desde el principio dentro de formas convencionales, sino la circunstancia de que las formas convencionales de expresión creen parte del contenido expresivo. Resulta relativamente sencillo de explicar que el pensamiento se vale de formas idiomáticas fijas — ciertos significados semánticos, frases hechas, figuras admitidas— a fin de ganar medios más cómodos, ya que no más exactos, para sus representaciones. Es mucho más difícil de comprender cómo los medios expresivos ya existentes no solamente sirven para reflejar pensamientos fijos y acabados, sino que al mismo tiempo los transforman al expresarlos, en cuanto que se convierten en los «pulidos raíles» del pensamiento y obligan al que piensa a desarrollar sus ideas en la dirección de estos raíles, antes que en correspondencia con su intención originaria. Es congruente con el carácter dialéctico de los procesos conscientes el hecho de que las formas no sean sólo expresión de las ideas, concepciones y sentimientos, sino en parte también el origen de éstos. No solamente el idioma, las formas y las convenciones han de doblegarse, transformarse y amoldarse, a fin de convertirse en vehículo de unos pensamientos cambiantes; también los pensamientos tienen que «ajustarse» para poder ser expresados. En última instancia, únicamente queremos expresar lo que se puede expresar. Los románticos criticaron siempre la naturaleza inflexible, estereotipada y mecánica de los medios lingüísticos, y afirmaron que de la dependencia mutua entre lenguaje y pensamiento, forma y contenido, vivencia individual y expresión esquemática no podía seguirse otra cosa que el fatal empobrecimiento y la degeneración de los impulsos espirituales. De un lado, elevaron a mito la soberana vida interior de la personalidad, de otro, exageraron el peligro que acarreaban el encuadramiento y la inmovilización de las formas. Hubieran podido aprender algo más de Kant y convencerse de que en la estética, como en toda la filosofía, no se trata de la comprensión de un «objeto en sí», y de que las categorías dentro de las que se mueve la representación de la interioridad son, al mismo tiempo, los límites y las condiciones de su aprehensión. Los medios convencionales de expresión pueden limitar y obstaculizar la apertura de la interioridad, pero son los primeros en establecer el acceso a ella y, por eso, tiene poco sentido quejarse de su deficiencia. En toda forma artística se mezclan elementos fieles e infieles a la naturaleza. El criterio de la fidelidad a la naturaleza nunca es completamente unitario o inequívoco. Hasta dónde estamos dispuestos a tolerar caracteres antinaturales al lado de los naturales y a admitir la incoherencia que ello produce, es una cuestión —en la mayor parte de los casos— de juicios inconscientes y de convenciones tácitas. El rasgo más evidente de lo convencional de una visión artística consiste precisamente en la disposición a tolerar contradicciones de este tipo. 6. Origen y evolución de las convenciones Las más de las veces, la convención de la expresión artística se origina en una dificultad técnica que somos —o hemos sido— incapaces de resolver; sin embargo, ninguna convención puede explicarse por completo mediante esta insuficiencia. La frontalidad del arte egipcio, el ejemplo clásico de una convención de este tipo, tuvo su origen en la imposibilidad de representar correctamente figuras en escorzo. Sin embargo, el hecho de que se continuara evitando la dificultad por medio de la representación frontal cuando ya hacía mucho tiempo
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que se había superado el correspondiente estadio de desarrollo artístico demuestra que en el transcurso del tiempo el principio de la frontalidad había adquirido un significado propio y, de recurso técnico, había pasado a ser forma simbólica o, con otras palabras, de una improvisación había surgido una institución. Nos encontramos, pues, por primera vez con una convención cuando una repetida desviación de la realidad ya no aparece como la consecuencia de una incapacidad, cuando se ha hecho de la necesidad virtud, cuando lo impuesto se ha convertido en algo buscado. El teatro pasa por ser la forma artística que ostenta el mayor número de convenciones y a ellas se aferra del modo más tenaz. Las inverosimilitudes que comporta son tanto más extrañas cuanto que se encuentran en aguda contradicción con la realidad del medio dado, los actores vivos, el escenario tridimensional y los accesorios palpables. No obstante, las artes plásticas trabajan con convenciones que son, por lo menos, tan numerosas y arbitrarias como las del teatro, aunque sean más flexibles. La superficialidad y ausencia de sombras de la pintura del lejano Oriente, la frontalidad del arte del antiguo Oriente, las proporciones canónicas del clasicismo griego, la falta de espacio de la Alta Edad Media, la perspectiva central del Renacimiento, el claroscuro del Barroco, la difuminación de los contornos y la descomposición de los colores en el Impresionismo, son deformaciones evidentes de la naturaleza y se deben a causas tan distintas como la falta de pericia técnica, la reducción del medio ambiente a lo meramente visibles, la represión de lo visual por lo conceptual, la tenaz supervivencia de formas anticuadas y la resistencia a sustituir los métodos tradicionales por los nuevos. El alcance de las convenciones y la fuerza con la que se afirman responden en la mayoría de los casos a la peculiaridad del sistema social dado, a su carácter autoritario o liberal, a su espíritu conservador o progresivo, a la rigidez o flexibilidad de sus principios de dominación. En la primitiva edad de la piedra, los elementos convencionales de la representación de la realidad son todavía relativamente escasos e insignificantes; con el comienzo del Neolítico aparecen las formas rígidas, en las que se reflejan la economía y la sociedad, la propiedad y el dominio, el culto y el Estado, y también las representaciones artísticas se hacen más uniformes e inflexibles. Junto a la tendencia a la rigidez, que es propia del desarrollo cultural en general, la función ritual y el significado simbólico que de ahora en adelante caracterizan a las obras de arte aceleran considerablemente el proceso de instauración de convenciones. Excepto en las producciones que tenían un fin puramente decorativo y que se fueron multiplicando con el aumento de las viviendas estables, el arte no tenía más que referirse someramente al objeto de la representación y pudo a consecuencia de su significación simbólica, o debió en virtud de su carácter sagrado, renunciar a la cercanía inmediata a la naturaleza. De este modo, la obra de arte se transformó, de una reproducción, en una alusión a la realidad; pero los signos de la alusión se sometieron desde el principio a las reglas convencionales en mucha mayor medida que los medios de la representación radicalmente fiel a la naturaleza. Representación y alusión, imagen y símbolo, fidelidad a la naturaleza y forma decorativa, constituirán en lo sucesivo manifestaciones estilísticas interdependientes que ya nunca se podrán separar. La ulterior historia del arte sólo mostrará formas mixtas de estas tendencias evolutivas que se limitan, condicionan o sustituyen, mutuamente. El formalismo de los egipcios, el geometrismo de los griegos, el convencionalismo de los bizantinos son corrientes artísticas esencialmente simbólicas y fuertemente estilizadoras; casi desde el principio tienen que afirmarse en contra de un naturalismo en auge y, por último, han de aceptar una solución de compromiso con el principio de la verdad vital. El fondo dorado de la pintura bizantina y de la primitiva medieval es la muestra de una carencia que se puede atribuir a la incapacidad de representar el espacio y llegó a ser una convención sustitutiva de la profundidad espacial; al mismo tiempo, es también un símbolo que remite a una esfera óntica en la que los conceptos espaciales naturales carecen de validez. Mientras el arte occidental continúe siendo un arte devoto se aferrará a estas convenciones y símbolos, pero en cuanto comience a cumplir principalmente funciones seculares considerará dichas convenciones y símbolos como obstáculos y poco a poco prescindirá de ellos. Ningún período estilístico poseyó un número mayor ni un sistema tan complicado de medios convencionales de expresión como la Edad Media cristiana. Prácticamente cada representación artística significaba algo más que el objeto natural representado y la referencia al segundo significado se conseguía por medios completamente convencionales. Mientras predominó la autoridad absoluta de la Iglesia, a nadie se le ocurrió dudar de la validez de aquellos medios, que contradecían la enseñanzas de la experiencia. Esto sucedió por primera vez cuando la doctrina de la Iglesia comenzó a perder su prestigio, con el alborear del Renacimiento, la paulatina decadencia del feudalismo, la crisis del pensamiento tradicional y la aparición de la competencia tanto en la vida económica como en la intelectual. El Renacimiento, que abroga las convenciones especiales de la Edad Media, no supone en absoluto el fin del convencionalismo. La perspectiva central crea
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relaciones espaciales tan ficticias como la adición medieval de fragmentos de espacio; su continuidad descansa sobre una convención tan arbitraria como la discontinuidad del espacio dividido. El Renacimiento supone la ficción de un tiempo que racionaliza, sistematiza y organiza desde un punto de vista unitario el espacio, al igual que las demás construcciones de la conciencia. Las representaciones perspectivistas de los pintores del «Quattrocento» no son en modo alguno «más correctas» que las vistas de ciudades de Ambrogio Lorenzetti, aunque obedecen a otras convenciones más científicas. Al igual que hace con la representación del espacio, el Renacimiento trata científicamente los otros elementos del cuadro: las proporciones, la luz y el color, la anatomía del cuerpo humano y la configuración del paisaje. Precisamente la objetividad neutra, el orden armónico y la belleza regular que más claramente caracterizan al racionalismo y al realismo de la nueva voluntad artística y su oposición al supranaturalismo medieval, es lo que con más vigor reprochará el manierismo al clasicismo del Renacimiento y lo que con mayor intensidad combatirá tachándolo de convencional. Sin embargo, en la medida en que el manierismo, a fin de diferenciarse de las convenciones anteriores de armonía, belleza y naturalidad, subraya por doquier la ambigüedad, la paradoja y la ambivalencia de la expresión, la oposición entre lo sensible y lo espiritual, entre lo divino y lo diabólico, entre lo trágico y lo cómico, crea nuevas convenciones, más numerosas y más artificiales que las que creara el Renacimiento. De igual modo que el manierismo, el barroco comienza con una protesta contra las convenciones del anterior período estilístico y termina, como aquél, desarrollando algunas de las formas más convencionales e inflexibles de la representación artística. A partir de entonces, y con cada cambio de estilo, se repite la sucesión de espontaneidad y convención, de anarquía y dogmatismo, de rebeldía y academicismo. En esencia, el rococó es una sublevación contra la teatralidad y la retórica convencionales del barroco cortesano y, al mismo tiempo, un experimento artístico que únicamente descansa sobre otra clase de convencionalismo, sobre un juego social de reglas más libres. El ejemplo más significativo de este proceso de repetición lo constituye el neoclasicismo, que consiste en un movimiento de liberación originariamente reformista, acorde con el espíritu de la Revolución francesa y dirigido contra la frivolidad del barroco, que se transforma en el academicismo más insoportable y longevo que ha conocido la historia. Con su intransigencia, el romanticismo representa la quintaesencia de todos los movimientos contrarios al convencionalismo. Combate con la misma pasión arrebatada todos los estereotipos, reglas y normas, y denuncia toda forma modélica como un lugar común peligroso, una copia barata, una fórmula que se puede manipular mecánicamente. Desde la cruzada del romanticismo contra el modelo clasicista, el concepto de convención arrastra ese sentido peyorativo que lo caracteriza, según el cual se considera el convencionalismo como uno de los síntomas más graves de la crisis cultural del presente. No obstante, el romanticismo entabla el conocido combate en la forma más acusada, pero de ningún modo esencialmente nueva. La sublevación contra la convención es, como siempre, un aspecto de la dialéctica entre libertad y norma que se desarrolla en el cambio de estilo y gusto y también la expresión de una contradicción que, en la mayoría de los casos, se manifiesta primeramente en la economía, la sociedad y la política. Ya madame Staél reconocía esta relación y afirmaba que la vigencia de las convenciones del teatro clásico descansaba en la dominación aristocrática al igual que, por otro lado, Lessing explicaba los principios formales de la tragédie classique a partir de las aspiraciones sociales y políticas de la época. Ambos ignoraban que el fenómeno del establecimiento de convenciones no se limita en modo alguno a las sociedades aristocráticas y a las formas absolutistas de dominación, sino que se extiende a toda cultura que no sea completamente efímera. El romanticismo, la corriente artística burguesa por excelencia, produjo la más paralizadora de las convenciones: la búsqueda de lo primitivo a toda costa. Hizo pesar el arte del pasado —con toda la fuerza irresistible de sus ejemplos clásicos— sobre la conciencia de cada artista moderno. Quien quería salvar su yo amenazado y conservar su propia estima tenía que evitar todo lo ya existente. A pesar de esto, el romanticismo no se dio por satisfecho con esta convención de la falta de convenciones y con la ficción de que la facultad creadora es una hoja en blanco, y redactó su propio diccionario de formas de expresión válidas y admitidas, que pronto cayó en desuso, como cualquier obra de consulta anterior. También el naturalismo moderno sustituyó convenciones antiguas por otras nuevas y se valió tanto de un vocabulario de medios de expresión que pasaban por «naturales», como de la referencia a la misma naturaleza. Y el impresionismo, la forma más evolucionada del arte naturalista, se sirvió de un sistema de convenciones tan rico y tan minucioso como los estilos anteriores más rígidos. La mayor parte de sus medios artísticos estaban elegidos de acuerdo con un plan, elaborados artificialmente, y eran impuestos a la naturaleza, no obtenidos de ella: la claridad y el colorido exagerados, la difuminación de la corporeidad masiva y de las formas sólidas en manchas de color sutiles y huidizos, la ocultación de los contornos y la eliminación de la profundidad espacial, la negligencia premeditada del acabado de la composición, la violación del encuadre, la
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técnica del pincel ostentosamente improvisada, la separación radical de la visualidad del resto de la experiencia y la renuncia a todo lo conceptual y poético en la representación de la realidad. Con el impresionismo tampoco aparecía un nuevo método de representación más fidedigna de la naturaleza, sino un equivalente ficticio y nuevo de la fidelidad a aquélla. La tensión entre sentimientos espontáneos y formas tradicionales, de un lado, y formas originarias y sentimientos convencionales, del otro, constituye una de las fuerzas motrices más eficaces del desarrollo artístico. La contradicción entre estos aspectos es el motor que pone en movimiento más frecuente y duraderamente la dialéctica de la historia del arte. Si la transformación de las sensaciones, inclinaciones y capacidades fuera siempre a la par con la renovación de las formas, y no sucediera que unas veces las formas sobreviven a la vitalidad de los contenidos espirituales que les sirvieron de base y otras se anuncian nuevas disposiciones y actitudes espirituales antes de que se pueda disponer de las correspondientes formas de expresión, el desarrollo de la historia del arte sería tan simple y también tan «incomprensible» como el de una planta. Lo que da al proceso histórico-artístico su carácter especial su aspecto dialéctico —crisis, conflicto y arreglo— es la complejidad del desarrollo, la supervivencia de ciertas formas y la anticipación de otras, la diversa premura con que los distintos factores de la creación artística adoptan las convenciones, la heterogeneidad de las resistencias que se han de combatir antes de que se abandone una forma antigua y sin contenido y un nuevo y oscuro sentimiento encuentre su expresión adecuada. Estructural-mente, el proceso consiste en un desplazamiento ininterrumpido del centro de gravedad entre la espontaneidad y el convencionalismo. No hay forma de expresión, por nueva y personal que sea, que conserve su carácter espontáneo por encima de un cierto período de tiempo, ni hay forma alguna, por fija que sea, que comience su evolución como una convención impersonal y mecánica. Hasta el soneto y lo bucólico fueron descubrimientos de poetas individuales, y solamente pasaron a ser formas convencionales cuando otros poetas, en número cada vez mayor, se las apropiaron e hicieron uso de ellas en forma adecuada o inadecuada a su sentido original. El proceso entraña peligros palmarios; una forma artística, sin embargo, no pierde necesariamente su valor cuando se convierte en convencional; incluso puede llegar con el tiempo a adquirir cualidades por medio de las cuales resulta más apropiada para cumplir nuevas funciones. Por ejemplo, el monólogo en el teatro fue al principio una solución extraordinariamente torpe e insípida de la dificultad de comunicar cosas que, por algún motivo, no se podían mencionar en el diálogo. Sin embargo, evolucionó de tal modo que llegó a ser una convención artística intachable, incluso fecunda, en parte porque el público ya se había acostumbrado a este pesado medio auxiliar y no encontraba molesta su falta de naturalidad, en parte porque en él se descubrió una fuente de nuevas posibilidades de gran efecto dramático. Ya en el siglo XVII aparecen los enemigos del monólogo, cuyo número crece constantemente hasta el fin del naturalismo. Pero, al lado de contradictores, el monólogo no sólo continuó encontrando defensores, sino que poco a poco fue ganando una nueva significación artística y un valor dramático propio. Hasta un naturalista como Strindberg halla pretextos para mantenerlo; y Alfred Kerr, uno de los más radicales precursores del naturalismo en el teatro, también justifica el monólogo en cierto modo: «Donde encuentro nueve inverosimilitudes», escribe, «he de contar con una décima».5 Incluso las melodías, a las que se acostumbra a considerar como los elementos más espontáneos y personales de la música, son en cierta medida, y en la mayoría de los compositores, convencionales; se ajustan a modelos fijos, a ciertos tipos de letra, a fórmulas y giros ya existentes. Una parte considerable de las melodías de Mozart pertenece al patrimonio de su siglo; cuando se quiere explicar esto diciendo que se trata precisamente del convencional siglo XVIII, hay que recordar que también muchos de los compositores del romanticismo y postromanticismo por lo menos se atienen a convenciones inventadas por ellos mismos y que hasta en las composiciones de Beethoven se repiten continuamente algunos tipos de melodías y de frases sencillas. En todos estos casos, lo convencional es un aspecto de la dialéctica de la creación artística, que no solamente no limita la espontaneidad, sino que la fomenta. Al igual que la capacidad de inventiva musical se pone de manifiesto en las variaciones cuando está vinculada a un tema fijo, la fórmula melódica que se repite, el tema o el leit-motiv, son fuentes productivas de invención. 8. Rutina e improvisación Con razón se ha calificado a la rutina y a la improvisación como dos de los mayores peligros del arte; sin embargo, resultan inofensivos cuando se equilibran mutuamente. Ambos participan en la consecución de lo artístico, siempre y cuando conserven aquel equilibrio. Un arte que descansa únicamente en la pura rutina, en 5
Max Weber: «Über einige Kategorien der verstehenden Soziologie», Logos, IV, 1913.
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lo convencional y que sólo se compone de elementos de probada eficacia y carentes de riesgos, resulta insulso e insípido, al igual que resulta incomprensible e insoportable el arte que sólo se sirve de medios originales, carentes de supuestos e improvisados. Cuando verdaderamente se pone de manifiesto la originalidad de un artista es cuando éste se somete a las mismas convenciones que los demás. En el caso de un Dante, un Rafael o un Mozart, no sólo su acomodación a la época y su espíritu comunitario, sino también su originalidad y su carácter inconfundible, se ponen especialmente de manifiesto en comparación con sus coetáneos, que en ellos influyeron de la manera más profunda. Si los románticos tienen razón, y toda convención lleva consigo los síntomas de la muerte y la rigidez cuando deja de ser vehículo de expresión y de hacer impresión, también la tienen los no románticos, al decir que las formas completamente nuevas y desprovistas de todo elemento convencional son inadecuadas o priori para transmitir pensamientos y sentimientos. Porque, si lo que hace que el arte sea digno de transmisión es su originalidad, lo que posibilita tal tal transmisión son las convenciones. El afán de originalidad ensancha las fronteras de las tradiciones y convenciones heredadas, pero también se la salta de vez en cuando. Tal es la fórmula a la que puede reducirse la evolución artística, con todos sus virajes imprevisibles y sus transformaciones no esquematizables. Cada cambio de dirección implica una interrupción de la continuidad que muestra la convencionalidad de las formas en un período estilístico que progresa de modo rectilíneo. Cualquier incidencia espontánea, improvisada, puede interrumpir la marcha de la historia y determinar el comienzo de un nuevo capítulo de la evolución. Sin embargo, donde todo es improvisado, no hay «historia»; ésta comienza sólo cuando las improvisaciones se transforman en instituciones y la espontaneidad se mueve dentro de los límites de la convención. La primera convención es la primera institución, la primera propiedad segura de la humanidad y el fundamento de su futura historia.