JEAN GALOT S.J. Profesor de Teología
El CORAZON DE CRISTO
Colección "SPIRITUS" "SPIRITUS" DESCLÉE DE BROUWER BILBAO
EL CORAZÓN DE CRISTO
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INTRODUCCION El fin del presente estudio es descubrir los sentimientos íntimos de Jesús tal como el Evangelio nos cuenta o insinúa y penetrar así en el coraz6n del Hombre-Dios. Es verdad que Cristo vive en la Iglesia y en el alma del cristiano, que habla en el fondo de los corazones y en su lenguaje revela su persona. Por lo mismo, se Le podría estudiar en las consideraciones consideraciones de los místicos místicos y en las revelaciones privadas. privadas. Pero nada nada tan útil como acercarse a El en su revelación pública y más particularmente en el Evangelio. Ahí es donde se ofrece a todos; en el Evangelio es donde d onde la luz del Espíritu Santo nos lo presenta con toda la profundidad de su misterio. Los evangelistas evangelistas no pusieron pusieron especial empeño en en sondear las profundidades profundidades del del corazón de Cristo. Contaron la vida del Mesías desde un punto de vista objetivo, exterior. No hicieron análisis psicológicos, sino que, muy acertadamente, bajo la inspiración divina, se contentaron con ser testigos. Pero la Iglesia, al transmitirnos transmitirnos sus escritos, no nos aconseja que nos limitemos a una lectura perezosa y rutinaria; antes bien , nos invita a profundizar en la sustancia de esas páginas sagradas. Y El que las inspiró inspira a los cristianos de hoy que saquen a luz los tesoros en ellas enterrados. Intentaremos, pues, ahondar en los secretos del alma de Cristo, encontrar las intenciones bajo las actitudes y modo de proceder, adentrarnos adentrarnos siempre hasta el centro de la actividad de Jesús, hasta la fuente bullidora de su amor. Por el amor se explican los grandes trazos y los ínfimos pormenores de su existencia, en él se resume su vida. Su corazón: he ahí toda su personalidad, precisamente en cuanto cuanto que ésta es foco de amor. amor.
NOTA DEL DEL TRADUCTOR TRADUCTOR La versión española que he escogido para las numerosas citas bíblicas - casi todas evangélicas - es la de BOVER-CANTERA, porque, si bien a veces poco fluida, se ajusta con más exactitud al texto sagrado, original y suele concordar más perfectamente con la versión francesa en que se apoya el autor.
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INTRODUCCION El fin del presente estudio es descubrir los sentimientos íntimos de Jesús tal como el Evangelio nos cuenta o insinúa y penetrar así en el coraz6n del Hombre-Dios. Es verdad que Cristo vive en la Iglesia y en el alma del cristiano, que habla en el fondo de los corazones y en su lenguaje revela su persona. Por lo mismo, se Le podría estudiar en las consideraciones consideraciones de los místicos místicos y en las revelaciones privadas. privadas. Pero nada nada tan útil como acercarse a El en su revelación pública y más particularmente en el Evangelio. Ahí es donde se ofrece a todos; en el Evangelio es donde d onde la luz del Espíritu Santo nos lo presenta con toda la profundidad de su misterio. Los evangelistas evangelistas no pusieron pusieron especial empeño en en sondear las profundidades profundidades del del corazón de Cristo. Contaron la vida del Mesías desde un punto de vista objetivo, exterior. No hicieron análisis psicológicos, sino que, muy acertadamente, bajo la inspiración divina, se contentaron con ser testigos. Pero la Iglesia, al transmitirnos transmitirnos sus escritos, no nos aconseja que nos limitemos a una lectura perezosa y rutinaria; antes bien , nos invita a profundizar en la sustancia de esas páginas sagradas. Y El que las inspiró inspira a los cristianos de hoy que saquen a luz los tesoros en ellas enterrados. Intentaremos, pues, ahondar en los secretos del alma de Cristo, encontrar las intenciones bajo las actitudes y modo de proceder, adentrarnos adentrarnos siempre hasta el centro de la actividad de Jesús, hasta la fuente bullidora de su amor. Por el amor se explican los grandes trazos y los ínfimos pormenores de su existencia, en él se resume su vida. Su corazón: he ahí toda su personalidad, precisamente en cuanto cuanto que ésta es foco de amor. amor.
NOTA DEL DEL TRADUCTOR TRADUCTOR La versión española que he escogido para las numerosas citas bíblicas - casi todas evangélicas - es la de BOVER-CANTERA, porque, si bien a veces poco fluida, se ajusta con más exactitud al texto sagrado, original y suele concordar más perfectamente con la versión francesa en que se apoya el autor.
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CAPITULO I
CORAZON VUELTO HACIA EL PADRE "Yo vivo del Padre" Hay en la vida de Cristo una como obsesión o idea fija que polariza todos sus pensamientos y sentimientos: el Padre. El corazón de Cristo es, ante todo, corazón de Hijo, y del más amante de los hijos. El evangelio de San Juan, que nos ofrece el retrato más fiel de ese corazón, es también aquel en que la preocupación por el Padre se presenta más dominante. Leyéndolo, se ve que Jesús vive del amor a su Padre, que ese amor constituye la base de toda la aventura terrestre de su Encarnación, el centro de sus reflexiones y acciones. Por el Padre y para su gloria vino Jesús al mundo; del Padre recibe la doctrina que enseña, por obra del Padre realiza sus milagros, el Padre es la persona a quien quiere dar a conocer. "Yo vivo del Padre"(1). En estas palabras Jesús nos revela el secreto de su vida. El Padre es el móvil y fin de su existencia terrena. Pero, exactamente, ¿qué significa ese vivir" del Padre"? La expresión puede tener dos sentidos: para el Padre y por su causa; en virtud del Padre. Según el primero, Cristo vive para el Padre, en una, entrega total a su causa; conforme al segundo, vive en virtud de la vida recibida del Padre. Este último sentido es más ontológico, biológico: el Padre aparece como el fundamento y manantial de donde deriva en todo instante la vida de Jesús. La primera significación pertenece más bien al campo psicológico: el Padre es el fin que Cristo se propone, la persona a cuyo amor consagra sus fuerzas. Pero según la teología subyacente en el evangelio de San Juan, los puntos de vista psicológico y biolóbioló gico, se entrelazan. Cuando Cristo nos es presentado como vida de los cristianos, se trata siempre de una vida superior que se adentra profundamente, en la psicología, humana y la penetra de un comportamiento, enteramente nuevo, el del amor. Mas, por otra parte, este amor no es considerado simplemente como una actitud psicológica, sino que es una realidad vital más profunda que sus manifestaciones conscientes actuales. Así la vida se eleva al nivel del amor, y el amor se hace hondo como la vida. La penetración mutua de lo psicológico y lo ontológico puede expresarse por la dualidad vida - amor. Esa dualidad esclarece el alcance del dicho de Jesús: "Yo vivo del Padre." Cristo vive en virtud de la vida que Le comunica el Padre; y esta comunión de vida es una comunión de amor que Le hace, vivir no sólo por sino para su Padre. Vivir del Padre es vivir una existencia humana porque el Padre lo ha querido y ha enviado a su Hijo al 1
Jn, VI, 57.
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mundo: la vida biológica de Cristo y los latidos de su corazón de carne provienen del amor con que se ajusta indefinidamente al querer paterno. Vivir del Padre es, pues, recibirse a cada instante de sus manos, en una aceptación integral. Y es asimismo no tener otro objetivo en su vida que el Padre, ni otro ideal que sus deseos, Jesús va del Padre al Padre: viene de El y camina hacia El. Con la oración se sumerge en esa fuente de donde brota su vida terrena; con la enseñanza, la acción y el sacrificio intenta la glorificación del Padre. San Juan expresa de manera admirable este movimiento de la existencia humana del Verbo, presentándolo como inmovilidad: Jesús está, permanece, en el Padre. El amor a El, que se manifiesta en la actividad terrena de Jesús, está tan profundamente arraigado en su corazón, que tiene densidad de vida eterna y su movimiento es reposo. La humildad fundamental En su fervor por glorificar al Padre, Cristo no acepta que los homenajes de los hombres se detengan en el Hijo. Al joven rico que, como herido de un rayo a vista de su bondad, corre a arrodillarse ante El, llamándole "Maestro bueno", Jesús le responde remitiendo al Padre la gloria de toda bondad: "Nadie es bueno sino sólo Dios"(2). No quiere que el joven, víctima de un deslumbramiento, Le atribuya exclusivamente a El la bondad divina, porque si se manifiesta a los hombres como Dios, es en cuanto Hijo del Padre, de un Padre de quien todo lo ha recibido. Su réplica parece hasta teñida de cierta vehemencia, como si hubiera recibido un golpe y tuviera que rectificar inmediatamente para aliviar su corazón. La adoración del joven, que quería tratarle como a un nuevo Dios, dejando al antiguo, Le ha tocado, en la cuerda más sensible: su dedicación total al Padre. Jesús Le ama demasiado para tolerar que se Le robe el menor homenaje. Aquí resplandece la humildad de Cristo. Estamos habituados a admirar su humildad con respecto a los discípulos y a los hombres en general, y vemos su símbolo en el lavatorio de los pies. Pero esta humildad con respecto a los hombres no es sino la consecuencia de otra, mas profunda y esencial, con respecto al Padre. Humildad sorprendente en extremo, porque es la de un Dios hecho hombre. Si hubiéramos tenido que imaginamos la venida de Dios a la tierra, habríamos pensado naturalmente que se presentaría como Señor único y supremo, nos daría a conocer una doctrina inventada por El, Y haría, legítimamente, converger hacia su propia persona todo el culto religioso, toda la adoración de la Humanidad. Y no habrían faltado filósofos según los cuales la humildad no convendría a ese Dios viviente entre los hombres. Porque - habrían podido decir - la humildad es virtud que caracteriza nuestra condición de criaturas; es la virtud de un ser que no existe de por sí, sino que todo ha de recibido del Creador: traduce, en el 2
Mc, X, 17-18
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orden moral, la dependencia ontológica radical respecto de Dios. Si, pues, Dios, el Creador, descendiera a este mundo, no podría compartir esa dependencia de las criaturas ni, por consiguiente, su, humildad. Sólo El tendría, el derecho de no ser humilde; y hasta tendría ese deber, porque debería conducirse verdaderamente coma Ser Supremo. Así nos veríamos nosotros tentados de excluir la humildad de un Dios encarnado. Pero la Revelación nos ofrece una realidad muy diferente: toda la vida de Cristo, Dios y Creador, está tejida de humildad, y - descansa sobre la humildad en tanto grado que San Pablo resume toda la Encarnación redentora en el anonadamiento y la obediencia. Aquel a quien habríamos reconocido el derecho de ser perfectamente egocéntrico, se entrega a nosotros en espíritu del más radical altruismo. Se presenta no como venido por propia iniciativa y en virtud de un decreto soberano de su voluntad, sino como enviado por Otro. No declara a sus discípulos que El mismo con su genio ha concebido y elaborado la doctrina que les atrae, sino que Otro Le ha comunicado su enseñanza. De Otro Le ha venido igualmente el poder inaudito de que dan testimonio sus milagros. Para suscitar la fe, lejos de querer imponerse por su personalidad y originalidad, apela al mandato que ha recibido de Otro. Aunque era Dios, o más bien porque era Dios, Cristo juzgó que en su caso, más aún que en el de las criaturas entre las cuales venía a vivir, el yo era aborrecible. Su yo quedó escondido y desapareció detrás de Otro: un Dios hecho hombre es más prodigiosamente humilde que los hombres. Acabamos de decir que era humilde porque era Dios. En efecto, la humildad de Jesús es tan fundamental que está inscrita en su misma filiación divina. Engendrado por el Padre, el Verbo ¿no está ya en la posición de quien todo lo ha recibido? ¿No consiste su eterna actitud en olvidarse de Sí para glorificar al Padre, en contemplar incansablemente su grandeza y bondad? Desde la eternidad, el Hijo se goza en deberlo todo al Padre, en perderse de vista a Sí mismo para clavar su mirada en el rostro paterno. Jesús traduce simplemente esa actitud del Verbo en sentimientos y expresiones humanos.
Humildad animada por el amor Y ¡cuán natural y, en cierto modo, fácil, parece en Cristo humildad tan íntegra y absoluta! Se complace en su sometimiento al Padre, y por nada del mundo querría sustraerse a El. ¿Por qué? Porque su humildad es, por entero, hija del amor. Cuando uno ama a alguien con sinceridad, se olvida de sí para pensar en él; y cuando se rebosa de amor, no se puede menos que publicar por todas partes las alabanzas de aquel a quien se ama. Cristo está absorbido, poseído por el amor al Padre, y por eso gusta de hablar constantemente de El, de hacerse pequeño en su presencia, de reconocer que todo es don suyo, de referir a El todo el mérito del plan de la Redención. Se goza de poder
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desaparecer tras de la gloria que procura al Padre. En el atardecer de su vida se dirige a El para resumir su misión aquí abajo; "Yo te glorifiqué sobre la tierra"(3). Y quiere que la gloria de la Resurrección, que ha de coronar su obra redentora, aureole al Padre: "Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a Ti"(4). Toda gloria debe terminar en el Padre, y en El solo. ¡Cómo dilata el corazón esta humildad de Jesús! No se parece a un molde estrecho que aprisiona el alma en sentimientos deprimentes: Jesús no piensa sino en la grandeza del Padre, y su alma, lejos de encogerse, ensánchase con entusiasmo. Su humildad resuena como un triunfo, el del Padre, en el cual le es grato perderse. Ningún esfuerzo artificial por humillarse: la humildad de Cristo se rezuma con toda sencillez, de su amor, Jesús desaparece ante el Padre porque está preocupado únicamente por El y sin cesar le prefiere a Sí mismo. Tampoco adopta una actitud draconiana y forzada, que tiende a negar el v bien que se posee. La humildad de Jesús es, ciertamente, absoluta, pero en otro sentido: se funda en la convicción de que El lo ha recibido todo del Padre. Todo sin excepción. Se reconoce perfectamente deudor. Y, en lugar de querer negar o reducir a escasas dimensiones lo que del Padre tiene, atestigua su preciosidad y excelencia. No teme afirmar su propia calidad de Maestro y Señor, hablar de la bondad de las obras que ha realizado, anunciar su gloria. Se proclama la luz de la Humanidad, el buen pastor que viene a reunir a todas las ovejas, el corazón manso y humilde que a todos procura alivio. Se presenta como la fuente de donde brota la vida y predice que a todos arrastrará hacia Sí. Porque todo eso proviene del Padre y debe servir para su honra. Animada por el amor, la humildad de Jesús posee un dinamismo asombroso. Es constructiva, y quiere edificar algo, algo inmenso y grandioso: la gloria del Padre. Por esa gloria irá Cristo hasta el último grado de la humillación, vergüenza y miseria humanas. Por ella se prodiga sin tasa en el curso de su vida pública. Cuando recorre los pueblos de Gali1ea y Judea, caminando jornadas enteras como si no sintiera cansancio, es ese amor al Padre el que Le empuja y Le hace correr. Y correría así hasta el extremó del mundo si ese mismo amor no Le contuviera dentro de las fronteras de Palestina. Cuando durante largas horas predica a las turbas, a esas turbas cuya mayor parte perderá mañana la semilla que hoy recibe, es el amor al Padre el que agita su pecho y Le da una voz infatigable. Devorado por ese fuego, llega hasta a gritar cuando enseña en el Templo. Y ¿ qué grita? El tema es siempre aquel de quien rebosa su corazón: el Padre. Ante, la incredulidad de los fariseos, hace un supremo esfuerzo por proclamar a ese Padre amado: "No he venido de Mí mismo, sino que otro es, real y verdadero, quien me 3 4
Jn. XVII, 4 Jn. XVII, 1
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envió, a quien vosotros no conocéis. Yo le conozco, porque de El procede mi existencia y El me envió"(5). Al fin de su ministerio, todavía dice a gritos las últimas palabras que - según el evangelio de San Juan- dirige a la turba: “Quien cree en Mí, no cree en Mí, sino en aquel que me envió... Lo que Yo hablo, pues, así lo hablo, conforme me lo ha encargado el Padre” (6). La sumisión al Padre impele, pues, a Jesús a un desarrollo de todos sus recursos y a un despliegue de toda su actividad. Así quedó resuelto en el casa de Cristo el problema de la conciliación de su humildad con el desenvolvimiento de sus facultades y corazón. Es el problema que hoy se presenta a sus discípulos con el nombre de humanismo cristiano: ¿cómo puede desarrollarse una personalidad si se le manda renunciarse y desaparecer? Si partimos de las, exigencias del yo humano, y queremos separar la propiedad del hombre de la de Dios, llegaremos a una solución manca y caótica, con un egoísmo que se cree legítimo y con sacrificios imperfectos consentidos. Cristo nos muestra que la verdadera solución está en el amor, en el amor total. No se trata de conocer las exigencias del yo, sino las del amor, es , decir, las exigencias y deseos de otro. Toda la vida de Cristo está gobernada por el Padre: Cristo lleva dentro de Sí el reino del Padre antes de extenderlo al mundo. En lugar de hacer en Sí dos partes, la del hombre y la de Dios, no se mueve sino por la voluntad del Padre. Este es el que unifica su existencia, hace latir su corazón y desenvuelve sus facultades hasta el máximo; y en las renuncias y humillaciones ese amor al Padre continúa dilatando su alma.
Sumisión crucificadora El amor hace natural la humildad, y fácil la sumisión. Pero no ahorró a Cristo los renunciamientos. El hombre es siempre propenso a soñar en un amor de puro embeleso y en una humildad llena de suavidad. Pues bien, a Jesús la subordinación Le valió, terribles amputaciones, que sentía profundamente. ¿Nos imaginamos lo que debió de ser, para una personalidad de su envergadura, la permanencia por treinta años en la aldea de Nazaret? Cada día había de enterrar bajo un trabajo vulgar, que cualquiera hubiese podido hacer en lugar suyo, sus inmensas riquezas divinas y humanas. El, que había venido al mundo para salvar las almas, y se sabía destinado a obrar la liberación de la Humanidad, había de resignarse a cepil1ar trozos de madera, mientras de todas partes, por sus ojos y oídos, Le llegaba la miseria de las a1mas. ¡Cuán penoso Le era cerrar su corazón a esas llamadas! Sin embargo, lo cerraba, para que permaneciese abierto de par en par a la complacencia del Padre. Luego, cuando la prisión de Nazaret hubo terminado, comenzó otra. La cárcel era ciertamente mucho más holgada, pero cárcel 5 6
Jn. VII, 28, 29 Jn. XII, 44, 50
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también. Cristo vio su apostolado 1imitado por el Padre a los confines de Palestina: "No fui enviado sino a las ovejas descarriadas de la casa de Israel"(7). Como todos los hombres eran objeto de su amor, y en ayuda de todos hubiera querido ir, la barrera puesta por el Padre destrozaba en El sueños muy acariciados y Le impedía satisfacer nobles y profundas aspiraciones. Cristo tenía un corazón misionero, y hubiera deseado dirigirse a los moradores de todas las naciones, porque no participaba en modo alguno de los prejuicios nacionalistas de sus compatriotas. ¿No se Le ve impaciente por llamar al reino de Dios a todas las almas? ¿No repite que ha llegado la hora en que todos los pueblos van a entrar en ese reino? Y, sin embargo, no puede llevarles por Sí mismo la buena nueva. Apenas si tiene ocasión de un breve paso por el territorio, de Tiro y Sidón. Debe confinar su apostolado a Judea y Galilea, feliz de poder a veces mostrar afecto especial a los extranjeros, alabando al centurión romano o al leproso samaritano. Las fronteras palestinas deben de parecer muy estrechas a una mirada que domina el mundo. Si el Padre quisiera Cristo andaría los caminos que con fatiga y afán recorrerá más tarde San Pablo. Pero el Padre no quiere, y Cristo Se conforma de todo corazón, sin sombra de pesar o impaciencia. En lugar de lanzarle a una empresa de expansión a través del mundo, el Padre Le conduce a la vergüenza del Calvario. En eso debe terminar su misión terrena. De que la aceptación es dolorosa tenemos la prueba en la lucha de su agonía. Los otros sacrificios que realizó quedaron enterrados en el fondo de su alma, pero la inminencia del de la cruz Le sacude tan profundamente que no puede ocultar su abatimiento. Todo su ser se halla afectado por la lucha, y hay que contemplarle en Getsemaní para darse cuenta del tormento que Le inflige su amor al Padre; amor terrible en sus exigencias, aparentemente cruel y brutal. Para aceptado íntegramente, Jesús sufre una dislocación de alma y cuerpo. Ese desgarramiento continúa en la cruz: Cristo sufre viéndose desamparado del Padre, pero, no obstante, se abandona a El. Antes de exhalar su último aliento, lanza un gran clamor: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu"(8). Es su última proclamación del Padre, el último ímpetu de un amor llevado hasta paroxismo. Pero, ¿comprendemos bien lo que la suavidad de este magnífico acto de abandono, tan conmovedor, costó a Jesús? Encomendar su aliento de vida en manos del Padre es aceptar que su existencia sea segada en plena juventud, tras solos dos años de actividad pública(9); es resignarse a ver sus talentos humanos, tan ricos en promesas, definitivamente condenados a la inutilidad, y sus inmensas posibilidades de apostolado, 7
Mt. XV, 24. Lc, XXIII, 46 9 Otros autores extienden a tres años la duración de la vida pública, pero aun en esta hipótesis el período de actividad ministerial de Jesús es bien corto, (N, del T') 8
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perdidas sin remedio. Es dejarse arrebatar a la compañía, tan afectuosa, de su Madre y discípulos, y, más universalmente, a la sociedad de los hombres, a quienes Cristo, ama profundamente. La muerte es para el hombre una renuncia tanto más vivamente sentida cuanto más fuertes son sus afecciones; por eso Jesús experimenta, tanta mayor dificultad en despegarse de los hombres: cuanto más apasionadamente los ha amado. En la su prema mirada que dirige hacia el Padre, la ofrenda de su amor lleva la huella de su intenso dolor.
Sumisión victoriosa Esta sumisión al Padre, tan aflictiva, sufrió asimismo el asalto de los adversarios de Jesús. Es, en la obra redentora, el fundamento que Satanás quiere a toda costa hacer vacilar. Veámosle acercarse a Jesús, extenuado por el ayuno en el desierto. ¿ Qué le pro pone? Que Se procure pan, sin duda: ése es el pretexto. Pero esencialmente, que Se sirva de su poder mesiánico de manera arbitraria y absoluta, sin tener en cuenta el fin para que el Padre Se lo ha conferido. Le sugiere que emplee su virtud milagrosa para fines de satisfacción personal, independientemente de la redención y salvación de las almas; es decir, que haga traición al Padre. Y se insinúa con insidiosa habilidad, otorgando a Cristo el título de que querría despojarle: "Si eres Hijo de Dios..."(10). Un Hijo de Dios, ¿no es dueño soberano, libre para obrar a su antojo? ¡Ah.! ¡Si Satanás pudiera volver a ese Hijo de Dios contra Dios mismo! Pero habría que destruir el corazón filial de Cristo, y ese corazón se resiste: Jesús no conoce otro alimento que la palabra de su Padre, Satanás intenta aún otro modo de echar por tierra la sumisión de Jesús, y Le propone que obre la Redención a fuerza de prodigios, yendo a arrojarse del pináculo del Templo. Mas en vano, porque oye por respuesta: "No tentarás al Señor tu Dios"(11). A la falsa representación de un Hijo de Dios que trazaría su programa redentor a su manera y según la línea de la mayor facilidad, Jesús opone la irreductible subordinación de su filiación divina. Finalmente, Satanás Le propone un compromiso en orden a la conquista del mundo, compromiso según el cual el ángel del mal recibiría los honores debidos al Padre. Como en las dos tentaciones precedentes, Jesús protesta inmediatamente su sumisión íntegra y exclusiva al Padre. Defiende victoriosamente su bien más querido, su afecto más hondo. Satanás renovará sus solicitaciones en el curso de la vida pública. Por la voz, ya de los próximos parientes de Jesús, ya de los fariseos, reclamará prodigios; por los reproches de Pedro tratará de apartar a Cristo del camino del Calvario. Pero todas esas trazas fracasarán. En la agonía de Jesús hará una suprema tentativa para hacer vacilar, entre los horrores del miedo y los sobresaltos del hastío, su sumisión al Padre. Satanás 10 11
Mt IV,3-6 Mt, IV, 7,
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está allí, en la oscuridad de Getsemaní. Pero Jesús, inducido por su espanto y tristeza a pedir el alejamiento del cáliz, permanece no obstante, absolutamente firme en su conformidad a las decisiones del Padre: "No lo que Yo quiero sino lo que Tú"(12). A cada ola de temor y disgusto, Satanás espera romper ese lazo de sumisión, pero éste conserva siempre toda su fuerza. Y en ese terrible combate, que llega hasta las fibras más íntimas del corazón de Jesús, el Padre queda vencedor. También los fariseos se empeñan, durante todo el ministerio apostólico de Jesús, en descubrir o provocar una falla en esa sumisión filial al Padre. ¡Cuántas veces le espían para sorprender, en el más insignificante de sus actos, una infracción de la voluntad divina! Le acusan de lo que juzgan violaciones del sábado - ¡tan deseosos están de separar su causa de la de Dios!-: "Este hombre no viene de Dios, pues no guarda el sábado... Nosotros sabemos que este hombre es pecador" (13). Escudriñan su doctrina en busca de contradicciones con las enseñanzas dadas por Dios al pueblo judío. Con interrogaciones astutas quieren acorralarle y conducirle a un error, que acechan en vano en sus discursos. Pero todas sus preguntas se les tornan en confusión propia. "¿Quién de vosotros me convence de pecado?"(14), les replica Jesús. Con todos sus ataques los fariseos no logran abrir brecha en la sumisión de Cristo a su Padre. En el momento mismo en que creen coger a su adversario en flagrante delito de blasfemia, como en el caso del paralítico al que son perdonados sus pecados, Jesús les prueba, realizando una curación milagrosa; que obra de completo acuerdo con el Padre. En su proceso no se podrá aducir contra El testimonio alguno serio, ni se conseguirá disociar su causa de la de Dios. Y sólo sus enemigos creerán en la injuria que Le lanzarán a la cruz: "... Sálvate a Ti mismo, si es que eres Hijo de Dios, y baja de la cruz"(15). Es el mismo lenguaje que en el desierto le apostrofó escéptico: "Si eres Hijo de Dios..." Resuena como un grito de rabia de Satanás, que se da cuenta de que ha perdido la partida y no ha logrado que el Hijo Se separe del Padre por miedo al suplicio. Y deja que reviente toda la impotencia de los fariseos, que nada pueden ya contra el crucificado y quieren persuadirse de que su cruz es señal de reprobación divina. Pero la exclamación del centurión venga el honor de Jesús, haciendo brillar su unión con el Padre: "Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios"(16). Cristo había amado tanto a su Padre y conformándose a El, tan perfectamente, que un extranjero distinguía en su rostro y su clamor de moribundo la figura y la voz eterna de Dios.
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Mc XIV,36 Jn. IX, 16, 24 14 Jn. VIII, 46 15 MT XXVII,40 16 Mc XV, 39 13
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"Hijo de Dios" Sus enemigos nunca lograron robarle ese tesoro de su corazón filial, riera, con su hostilidad, Le obligaron a guardarlo bien secreto y no manifestarlo sino con gran discreción. Jesús querría llevar con orgullo el apelativo de "Hijo de Dios", que expresa todo lo que es, y hablar libremente de su intimidad con el Padre, como lo hace entre sus discípulos. Pero Se ve reducido a dejarlo en la sombra, y, en lugar de nombrarse "Hijo de Dios", Se designa misteriosamente como "Hijo del hombre", título mesiánico, sin duda, pero con el cual su corazón no puede liberarse de su más profundo sentimiento. Ha de usar, en efecto, de mucha prudencia, porque, dadas las disposiciones hostiles de los fariseos, que se propagan en la turba, correría el riesgo, presentándose explícitamente como Hijo de Dios, de retraer a sus oyentes en vez de atraerlos. El que no vacila en otorgarle abiertamente ese título es su enemigo capital, Satanás. Le obsequió con él en las tentaciones del desierto, y muy a menudo los demonios que Jesús expulsa de los posesos le gritan a manera de venganza: "Tú eres el Hijo de Dios". Ahora se lo arroja a la cara, para provocar reacciones desfavorables de parte de los presentes, con la misma perfidia con que entonces apoyó en él para sugerir a Jesús un acto de insubordinación. De ese nombre, que debiera ser señal de una unión de amor, intenta hacer un instrumento de odio. Por eso Cristo le impone silencio y sepulta en el fondo de su corazón el anhelo que siente de proclamar toda la verdad de tal nombre. Habrá de re primir ese anhelo hasta el momento en que, como remate de muchas acusaciones, Caifás Le haga la pregunta a que Jesús arde en deseos de responder: "Te conjuro por el Dios vivo que nos digas si Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios"(17). En ese instante el corazón de Jesús puede descargarse del peso que soporta: "Tú lo dijiste"; "Yo soy"(18). Puede, por fin, proclamar bien alto, ante las autoridades religiosas judías, ese lazo tan fundamental que Le une a su Padre, Y garantizar su afirmación con el sacrificio de su vida. La intimación del sumo sacerdote Le obliga a reivindicar su título y Le permite ex presar con los labios lo que siempre ha sido: Hijo de Dios.
Los encuentros con el Padre Lo que hace más fuerte y dramático el amor de Cristo a su Padre es la parte de recuerdo que en él entra. Para explicar la aspiración humana al bien perfecto, Platón recurrió a la hipótesis de una existencia anterior en que las almas habrían contemplado ese bien, cuyo recuerdo conservarían actualmente ella sombra de la vida terrestre. Esa existencia anterior, ficción para la Humanidad en general, representa la situación de Cristo, con esta corrección: que se trata menos de un pasado que entra en un presente que de una eternidad que entra en el tiempo. Aquí abajo Cristo se acuerda del Padre: 17 18
Mt. XXVI, 63. Mt. XXVI, 64
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“Salí del Padre y he venido al mundo (1)”. A veces se refiere a la época que precedió a su permanencia en la tierra. "En verdad, en verdad os digo: Antes que Abraham viniese a ser, Yo soy (2)". y hace esta afirmación para demostrar que ha conocido al Padre: "Vosotros no le habéis conocido, mas Yo le conozco(3)" El corazón humano de Cristo está unido, por el misterio de la unión hipostática, a ese conocimiento eterno que el Verbo posee del Padre. Para comprender' ese corazón hay que remontarse hasta el Verbo. Por eso San Juan, que nos ha contado mejor que nadie la vida íntima y los sentimientos profundos de Jesús, comienza su evangelio por una contemplación, del Verbo: "En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba cabe Dios." El Hijo estaba vuelto hacia el Padre en la unión más completa. Desde toda la eternidad no se adhería a sí mismo, sino al Padre, con amor infinito, en abrazo inseparable. Si los ojos terrenos de Cristo están dirigidos hacia el Padre, es porque el amor del Verbo tom6 la misma dirección. Así, pues, toda la fuerza de un amor eterno se agolpa a las puertas del corazón humano de Jesús. La presencia de la intimidad celestial orienta todos sus sentimientos hacia el Padre, Le pone en tensión y anhelo hacia El. Por ahí podremos comprender con qué ardor Cristo, que ha sepultado e! esplendor de su divinidad bajo una vida de hombre, gusta de hallarse aquí abajo en compañía de su Padre, ¿No le vemos, a la edad de doce años, sustraerse por tres días a la compañía de sus padres terrenos, para permanecer en la casa de! Padre, e! Templo? Cierto que los muros de éste son desnudos y fríos y no recuerdan, sino muy de lejos la morada eterna; hay allí obstrucción de mercaderes y cambistas, muchos sacrificios y poco amor. Pero donde los comerciantes piensan. en sus ganancias y los sacerdotes en la observancia de las prescripciones rituales, a Jesús le embriaga captar y sentir una presencia adorable. Todo lo demás carece de importancia. Allí está el Padre, y con El toda alegría. Al entrar en aquel edificio, Cristo se encuentra en el cielo. Su mirada y su corazón se dirigen hacia e! Padre y saborean plenamente su adhesión de siempre. Dejando qué" sus ojos se llenen, a placer, del rostro paterno, se siente verdaderamente El mismo: "¿No sabíais que había Yo de estar en casa de mi Padre (4)?". Más tarde, en la vida pública, se refugiará muy a menudo en un lugar apartado, para orar. Antes de emprender su ministerio, Se irá a morar en e! desierto; después, a lo largo de sus correrías apostólicas, cuando la tarde caiga sobre una jornada sobrecargada de fatigas, Se retirará a la soledad. Y ¡qué soledad! Es 1a que conoce bien su corazón, esa soledad de dos que el Verbo tenía" en el principio" con. el Padre. De esa intimidad inalterable saca Jesús 1a fuerza para llevar hasta el final su vida de hombre. Todo lo ofrece al Padre y todo lo recibe de El, y en tal 1
Jn., XVI, 28 Jn., VIII, 58 3 Jn. VIII, 55 4 Lc, II, 49. 2
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intercambio eterno de intimidad pasa su vida terrena con su lote de miserias y hastías, de luchas y esfuerzos. El Evangelio nada nos dice de las efusiones de esos tiempos de oración: no se publican las conversaciones de amor. Pero nos describe ciertos movimientos de entusiasmo experimentados por Jesús cuando encontraba al Padre en las cosas o en los hombres. Porque si le gusta mantener en la soledad el eterno cara a cara con el Padre, Se maravilla igua1mente de hallar a cada paso en e! mundo señales de la presencia paterna. Todo Le habla de! Padre, de su grandeza y bondad. Aun los más humildes seres llevan en sí la inmensidad del amor divino. En los lirios del campo, esas florecillas vulgares que la gente corta sin pena para arrojadas al horno, Jesús reconoce la maravillosa solicitud de Padre, que les ha hecho un vestido más hermoso que el de Salomón. Del mismo modo los pajarillos se le presentan envueltos en la constante y delicada atención del Padre celestial, que los alimenta sin que tengan necesidad de sembrar ni segar. Para Cristo el universo no es primeramente el conjunto de cosas destinadas a satisfacer las necesidades del hombre, ni el orden admirable de las leyes de la naturaleza, desde la materia hasta el instinto, ni la armonía poética que encanta los ojos; es, ante y - todo, el lenguaje viviente del Padre, el despliegue de su bondad. Jesús, que conoce tan bien al Padre y no busca sino a El, Le encuentra inmediatamente en cada pormenor del universo, y siente en ese descubrimiento un intenso placer. Más profundo todavía es su gozo al encontrar al Padre en los hombres. El, que enseña a sus discípulos a no desdeñar las flores y los pájaros, les invita mucho más a no menospreciar, entre los hombres, a 'los pequeñuelos y los débiles. "Guardaos no menospreciéis a uno de estos pequeñuelos, porque en verdad os digo que sus ángeles en los cielos ven sin cesar el rostro de mi Padre, que está en los cielos (5)". Se diría que el rostro del Padre, contemplado por los ángeles de los niños, imprime su reflejo en el de éstos y lo hace sagrado. Y si Jesús enseña a sus discípulos a hallarle en los pobres y desgraciados, ¿no es porque El mismo distingue en esos infortunados la presencia del Padre, como se reconoce en un rostro., humano el semblante paterno, y los trata con el respeto y ternura que tal semblante requiere. Pero Jesús goza sobre todo al encontrar al Padre en el fondo de las almas. Los movimientos de fe que suscita a su alrededor son fruto del trabajo paterno, y en el impulso de los corazones humanos que se dirigen hacia El reconoce la acción invisible del Padre: "Nadie puede venir a Mí si no le trajere el Padre, que me envió (6)". Cuando en el camino de Cesárea, Pedro, al ser preguntado qué piensa de la persona de Jesús, proclama su fe declarando "Tú eres el Mesías", el Maestro percibe inmediatamente en esa afirmación la presencia iluminadora del Padre. Es como si Este acabará de hablarle por boca del apóstol. "Bienaventurado eres, Simón Bar - Jonás, pues que no es la carne y 5 6
Mt., XVIII, 10 Jn, VI, 44
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la sangre quien te lo reveló, sino mi Padre, que está en los cielos (7)", Jesús se llena igualmente de júbilo al ver venir a él a sus pequeñuelos, que no son particularmente inteligentes ni eruditos; se llena de júbilo porque la mediocridad del entendimiento de ellos pone de relieve el esplendor de la fe que les es dada, y patentiza más vivamente el origen divino de la misma. Distingue en ellos más manifiesta que en ninguna otra parte la operación maravillosa del Padre, y queda transportado. "En aquella hora se estremeció de gozo en el Espíritu Santo, y dijo: "Bendígote, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque encubriste esas cosas a los sabios y prudentes y las descubriste a los pequeñuelos (8). Bien, Padre, que así ha parecido bien en tu acatamiento," El evangelista señala que Jesús siente el estremecimiento de gozo" en el Espíritu Santo". Amor que une al Hijo con el Padre, el Espíritu Santo hace que el corazón de Cristo se desborde al encontrarse con la bondad paterna, Antes de clamar desde el fondo de las almas cristianas "¡Abba!, ¡Padre!(9)", el Espíritu lanzó ese clamor desde el corazón mismo de Jesús. Pero Cristo no manifiesta su entusiasmo, sino que explica el motivo profundo: "Ninguno conoce cabalmente al Hijo, sino al Padre, ni al Padre conoce cabalmente alguno' sino el Hijo y aquel a quien quisiere el Hijo revelado (10)". Para reconocer en el hombre que es Jesús al Hijo de Dios, hay que ser el Padre, el que conoce al Hijo desde toda la eternidad. Es, pues, el Padre quien suscita los actos de fe en Cristo. Y para reconocer al Padre en las criaturas de este mundo, y especialmente con los actos de los creyentes, hay que ser el Hijo, haber conocido al Padre desde toda la eternidad. Por eso, en virtud de su conocimiento eterno del Padre, Le reconoce Jesús en esos hombres humildes que se adhieren a El, y ésa es la chispa que Le hace prorrumpir en un himno de acción de gracias, transformándose al punto el reconocimiento intelectual en reconocimiento afectivo. No comprenderemos todo el patetismo de ese reconocimiento si no vemos desplegarse en él la fuerza de una visión eterna que horada la opacidad de las cosas terrenas.
Desamparo y unidad Esa tensión de Cristo, tan sensible a los toques paternos a través de las cosas y los hombres, pone de relieve la viveza del padecimiento que constituyó para El, en la Pasión, el desamparo del Padre. Cuanto se había estremecido de gozo al encontrar esa presencia inolvidable, otro tanto se siente, en su agonía, triste hasta la muerte, porque el Padre no le manifiesta ya de manera perceptible su afecto y complacencia. Y, en el suplicio de la cruz, ese tormento de la ausencia le hace lanzar un clamor de indecible 7
Mt. XVI, 17☻ Lc. X, 21 9 Gal. IV, 6 10 Mt. XI, 27. 8
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angustia: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me desamparaste?" Un corazón que siempre ha estado lleno del Padre y ha sacado de El la sustancia de sus pensamientos, la fuerza de su acción, el desarrollo de sus emociones y sentimientos, se halla, en medio de la más cruel prueba, vaciado de repente de ese Padre tan amado. Es como si todo su mundo interior se desplomara, como si Jesús perdiera el apoyo sobre el que descansa toda su vida, como si un abismo se hubiera abierto allí donde siempre ha reinado la plenitud. El desamparo del Padre es la gran tortura de Cristo, incomparablemente más viril y aguda que todos los demás dolores físicos y morales. De ella proviene la hora de las tinieblas. Y, sin embargo, en medio de este desgarramiento íntimo, verdaderamente trágico, la unidad con el Padre se mantiene íntegra. Las palabras anteriores de Jesús conservan su valor: "El que me envió está conmigo, y no me dejó solo, porque Yo hago siempre lo que le agrada (11)". "¿No crees había dicho a Felipe que Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? Las palabras que Yo os hablo, de mi mismo no las hablo; mas el Padre, que en mí mora, El hace sus obras (12)". ¿No es la cruz lo que agrada al Padre, su obra por excelencia?; y, por lo mismo, ¿no está presente el Padre en el Crucificado? El propio Cristo, se lo advirtió a sus discípulos: “Mirad que llega la hor a - y ya ha llegado - en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo. Mas no estoy solo, pues el Padre está conmigo (13)” En esta prueba suprema el Padre nota en Cristo más firmemente que nunca, de suerte que el momento del desamparo más terrible es igualmente el de la unión más invencible. Tocamos aquí e! misterio más profundo de! corazón de Cristo. Nunca hubiéramos creído posible; - según nuestro modo humano de ver - que Jesús pudiera sentirse desamparado del Padre. Pero lo más sorprendente es que esa separación coincide con la unidad más estrecha. Cristo nos demuestra que ese padecimiento tan cruel. del desamparo, que parecería naturalmente un fracaso y una decadencia del amor, es en realidad su estimulante más vigoroso. De este modo abre camino a muchas experiencias místicas, en que el alma se siente desolada por la ausencia de Dios precisamente cuando está sumamente próxima a él y esa misma desolación acrecienta considerablemente su fervor. Las tinieblas del Gólgota se perpetúan en esas noches en qué corazones enamorados de Dios parecen llamarle en vano; el Señor se oculta en ellos para penetrados a fondo, se les esconde para adheridos más firmemente a sí mismo, para tomar posesión de ellos. Sobre todo abre Jesús camino a la experiencia cristiana de la prueba, mostrándonos cómo, el amor se ahonda hasta el máximo en el sufrimiento. En la hora en que el amor es más desgarrado y desgarrado, se hace más intenso y unitivo. Cuando el hombre sufre, adquiere conciencia de amar más auténticamente. Arrancado a 11
Jn., VIII, 29; XVI, 32 Jn. XIV, 10. 13 Jn., XVI, 32 12
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la persona a quien ama, siente, si acepta generosamente la separación, que la ama más, que su unión con ella se profundiza. Se encuentra introducido por su sacrificio en una forma de intimidad superior. Cristo nos hace ver que semejante sufrimiento no está fuera de lugar en el amor más noble y puro que pueda inflamar un corazón humano: su amor al Padre. Por el ejemplo de Jesús nos damos cuenta de que el sufrimiento no tiene solamente un efecto bienhechor a causa del egoísmo humano que está encargado de purificar. Consume ciertamente el pecado, posee un valor expiatorio y redentor, pero corno lo atestigua la vida de Cristo - no es sólo una purificación que preludia e! amor, pues que Jesús, por su inocencia, no podía ser sometido a purificación. Es fruto del amor, y fruto que multiplica ese mismo amor, aumentándolo hasta el límite. El vacío del desamparo crea una llamada. ¿Hay ímpetu más ardiente que la oración de Getsemaní, en que Jesús se aferra al Padre con toda la fuerza de su alma dolorida? Y en la cruz es todo el pecho del ajusticiado el que se alza en el clamor lanzado hacia el Padre: « Eloí... "; clamor amante de fervor indecible, tanto más ardiente cuanto está más angustiado. El sufrimiento es, pues, constructor del amor, y el corazón humano de Cristo, arrancado y unido a su Padre, queda como el símbolo más fundamental y decisivo de ello.
Don del Padre Jesús, no guarda para sí a ese Padre que es el móvil de toda su vida terrena: El Verbo ha tomado un corazón humano para poder comunicar con los hombres a Aquel a quien ama. El reino de Dios que viene a instaurar en la tierra consiste en la extensión universal de la paternidad del Padre. Si Jesús habla tan a menudo del Padre a sus apóstoles, si hace que le admiren, es porque, sencillamente, quiere dárselo. Enseña a sus discípulos cómo deben en lo sucesivo dirigirse a Dios en sus oraciones: "Padre nuestro, que estás en los cielos..." Sólo Cristo podía autorizar a los hombres tal audacia con ese título que nos invita a dar a Dios, obra una verdadera revolución. El Antiguo Testamento tenía, sin duda, idea de su bondad paternal, pero nunca hasta entonces se había osado abordar en las súplicas al Dios trascendente y lleno de majestad con el simple apelativo de "Padre nuestro". El primer movimiento del hombre que se llegaba a prosternarse ante la divinidad; era el retraimiento de la adoración y hubiera parecido presuntuoso invocar directamente a un Padre. Se intentaba atraer la benevolencia divina anonadándose en el más profundo homenaje a su absoluta soberanía. Cristo le da otro aspecto es la autoridad de un Padre y, si se quiere obtener sus favores, es a su amor paternal a lo que hay que apelar ahora. Junto con el Padre, Jesús quiere comunicamos su propio corazón filial. En la
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oración cuyas palabras nos dicta, nos inculca una doble actitud respecto del Padre celestial. La actitud primordial consiste en querer la glorificación del nombre de Dios, la venida en torno a ella se han librado o se librarán los combates mis violentos de su vida el del desierto y el de la agonía -, en que Él ha hecho o hará triunfar la voluntad paterna. Una vez asegurada esa disposición fundamental, Jesús quiere formar a sus discípulos en la confianza, en el abandono de sus cuidados al Padre celestial, y les invita a pedir el pan de cada día. Sabe que el hombre no cree fácilmente en la bondad divina, que se siente tentado a desconfiar de un Dios vengador, a rebelarse contra un Dios cruel. Hasta se halla trabajado por un instinto perverso que le hace temer recibir de Dios males y calamidades como respuesta a sus peticiones de ciertos bienes terrenos. Esas desconfianzas frente a la bondad divina se manifiestan repetidas veces entre los que rodean a Jesús. El replica afirmando categóricamente la bondad del Padre celestial, y en el vigor de la réplica advierte que le hieren en lo vivo: ¿no es eso atribuir a Dios una; maldad que repugnaría al más miserable de los padres humanos? “O quien habría entre vosotros a quien su hijo pidiere pan..., ¿por ventura le dará una piedra?; o también le pidiere un pescado, ¿por ventura le dará una serpiente? Si, pues, vosotros, con ser malos, sabéis dar dádivas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará bienes a los que se los pidieren (14)?". Para hacer comprender esa bondad paternal, que El contempla en su esplendor y que los hombres tienen dificultad en percibir, Cristo multiplica las comparaciones: si un hombre se toma la molestia de satisfacer a un amigo de su reino, el cumplimiento de su voluntad. Los labios de Jesús tiemblan de gozo cuando imprimen en la memoria de los apóstoles ese triple anhelo que ha dominado toda su existencia tenían y que llegará a ser la oración de muchas generaciones. En esa petición se expresa la aspiración única de su corazón importuno, si un juez sin fe ni ley cede a las repetidas instancias de una pobre viuda, ¡con cuánta mayor razón se dejará Dios conmover por nuestras oraciones! Y como todas estas parábolas son insuficientes para expresar realidad tan alta, Cristo da a los hombres un espejo perfecto de la bondad del Padre: Su propia bondad. Ahí se descubre la verdad esencial que toda su Encarnación tiene por fin dar a conocer el amor del Padre a los hombres. Si Jesús recomienda a los discípulos la oración de petición, es porque ella implica la confianza en ese amor. Y quiere que esa confianza sea sin límites, semejante a la que Él mismo ejercita. Al comunicar a los hombres su afecto filial, les transmite un privilegio cuyo único poseedor - hubiérase creído - debiera ser Él. Jesús poseía la garantía de que sus oraciones eran escuchadas: "Yo ya sabía que siempre me oyes (15)", dice al Padre en el momento de resucitar a Lázaro. Mas nos invita, nos obliga a que pronunciemos a nuestra 14 15
Mt., VII, 9-11 Jn. XI, 42.
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vez esa misma frase, porque comparte con nosotros la certeza de ser escuchados: "Pedid, y se os dará...". De esta manera ya no nos permite dudar de la bondad del Padre. Más aún: nos la propone particularmente como ejemplo. Quiere que reflejemos al Padre como El le refleja: "Seréis, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (16)". Ahora bien, este precepto mira propiamente - según el contexto- a la bondad divina: "Amad a vuestros enemigos para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos por cuanto hace salir el sol sobre malos y buenos y llueve sobre justos e injustos (17)". La perfección del Padre está, pues – según el dicho de Jesús -, en el amor universal que tiene aun para aquellos que le han ofendido y del que se hacen imitadores los hombres amando a sus enemigos. Cristo buscó siempre, durante su existencia sobre la tierra, la irradiación del Padre en el mundo y en los hombres: su anhelo es contemplar la imagen perfecta del Padre en los que perdonan y aman a sus enemigos, Ahí está el gran triunfo de Cristo: en trasladar a los rostros humanos el semblante del Padre, en hacer que aparezca en ellos su bondad infinita. Comunicándonos así al Padre y su amor, Jesús nos pone de manifiesto el fondo de su propio corazón. Hacer que su Padre sea nuestro Padre es el fin de su permanencia en la tierra, porque en la filiación respecto del Padre están contenidos la salvación y perfección del cristiano y todo el fruto de la Redención. En Ja cruz, en el momento en que se lo entrega todo entero y nos lega a su Madre, nos da ante todo al Padre celestial. En la hora en que abandona este mundo, su padre se convierte definitivamente en nuestro Padre. Por eso dirá, luego de resucitado, a María Magdalena: "Ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre (18)". Llama hermanos suyos a los discípulos para indicar bien su realidad de hijos del Padre Celestial, y declara expresamente: "Mi Padre y vuestro Padre", Y el primer mensaje que les dirige después de su victoria les trae la seguridad de la paternidad de Dios, Aquel a quien el Verbo contemplaba desde toda la eternidad era "su" Padre; Aquel a quien Jesús vuelve a encontrar para toda la eternidad después de su Resurrección y Ascensión, es " su" Padre y "nuestro" Padre. Sube a sentarse junto a Él para preparar lugar a sus discípulos, hablarle de ellos, y atraer sobre los mismos los favores paternales. En adelante tratará con Él como con nuestro Padre. Los hombres han hallado sitio en su intimidad, la más estrecha, intensa y efusiva de las intimidades. Jesús los ha introducido en su diálogo eterno con el Padre, los ha hecho entrar en el intercambio de amor paterno y filial; los ha metido en lo más hondo de su corazón, un corazón esencialmente vuelto hacia el Padre. 16
Mt., V, 48 Mt., V, 44-46 18 Jn. XX, 17. 17
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Capítulo II
CORAZÓN ENAMORADO DE SU MADRE El silencio de Jesús Muy diferente del amor al Padre se nos presenta el afecto de Jesús a María. Mientras que, en la enseñanza a sus discípulos y hasta en las disputas con sus enemigos, no cesa de proclamar los lazos íntimos que le unen con el Padre y de remitir a Este toda la gloria de su empresa mesiánica, de sus discursos y milagros, deja sistemáticamente en la sombra la persona de su Madre. Ni una sola vez - al menos en las palabras que nos refieren los evangelistas - hace directamente su elogio. Reconoce, con insistencia que brota de su corazón filial, que todo lo ha recibido del Padre; y, en cambio, no menciona como debe a María y a su educación materna. Ciertamente tiene conciencia de su deuda inmensa para con Ella, pero, sin embargo, Él, tan penetrado de todas las delicadezas del afecto y la gratitud, nada dice de ello. Los discípulos no sospechan la grandeza de María: La consideran con cierto respeto, pero sin profesarle la admiración a que tiene derecho. Sólo hay uno que puede iluminarlos acerca de esa grandeza: Jesús conoce el privilegio singular de la Inmaculada Concepción, y, durante su permanencia en Nazaret, ha tenido tiempo de descubrir y gustar experimentalmente las bellezas inauditas del alma de su Madre. Sólo Él puede hacer comprender las riquezas de su corazón, su alteza de miras, el ardor de su amor a Dios, el esplendor de su destino. Pero no lo hace. Ni una palabra, para enaltecer a María, por ensalzar a la cual hará tanto, la Iglesia en el decurso de los siglos. Adopta, con respecto a Ella una actitud deliberada de silencio. Actitud deliberada – decimos -, porque es tan constante que no puede ser atribuida al azar de las circunstancias. Jesús no quiso hablar de su Madre. ¿Es ello señal de poco afecto? De ningún modo, porque, e1 amor de Cristo a su Padre es perfecto, el que profesa su Madre participa de la misma perfección. Aquel cuya vida entera se resume en el amor, que mostró un corazón tan afectuoso y sensible para con los hombres, cómo habría podido no tener más que un lánguido cariño a su Madre, cuando, en general, el amor con que los hombres aman a sus madres tiene tal viveza e influjo? Cristo amó a María con todas las fuerzas de su corazón de hijo y hombre. Pero ese afecto era de otro orden que el que le animaba para con el Padre. Era un amor silencioso, que temía – diríamos - mancharse y perderse si se exteriorizaba, y que guardaba un pudor muy exigente de su intimidad. Ya el estado normal de las relaciones de un hijo con su madre explicaría ese silencio. ¡Cuántos hombres prefieren no hablar nunca de su madre, y guardar en su corazón un afecto que juzgan demasiado profundo para expresado y confiado a otro! Les parece que exponer a miradas ajenas el secreto de
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su amor filial sería profanado. Aunque admiran a su madre no intentan comunicar esa admiración; saben que su madre es admirable, y eso les basta. Por otra parte, les sería muy difícil hacer participar a otros de su impresión, ya que está hecha de un conjunto de contactos personales, imposibles de transmitir. Cristo habría chocado con la incomprensión, tanto más cuanto que la revelación de la grandeza de María hubiera sido prematura. Los entendimientos no estaban preparados todavía para recibir tal verdad. Habrían de percibir primeramente la grandeza de Jesús mismo, y adherirse al misterio de su divinidad, para poder luego reparar en la belleza excepcional de la persona de María. Ciertamente a Cristo Le hubiera gustado hacer llamar a la Virgen" Madre de Dios", pero ¿cómo otorgarle ese título, cuando el mismo se veía obligado a no revelar sino con la mayor prudencia su calidad de Hijo de Dios, y a tomar más comúnmente el título de "Hijo del hombre?" No podía, pues, hacer otra cosa que guardar en su corazón la inmensa admiración que profesaba a su Madre. Pero hay además otra razón que justifica la actitud de Jesús: guardando silencio. Se conforma al gusto personal de María. No habría agradado a la Virgen que su Hijo hiciese de Ella grandes elogios, y toda publicidad. Le habría sido penosa, siempre quiso pasar inadvertida, y sigue queriéndolo. Hay en ella un instinto de mujer de casa, que la aparta de toda actuación pública: Se siente hecha para rodear de afecto a los seres que ama y darles un hogar donde puedan desarrollarse en un ambiente de felicidad sencilla. Durante la vida pública de Jesús intentará prolongar ese hogar y esa atmósfera de afecto yendo a veces al lado de su Hijo, señaladamente a la hora del suplicio, en que reconstituirá con Él la intimidad de Nazaret. Ahora bien, para que ella pueda – desempeñar – ese papel, es necesario que quede oculta a las miradas, en la esfera de las relaciones privadas. Es la penumbra que le permitirá cumplir hasta el fin, hasta la cruz, sus funciones maternales. A ese instinto de mujer y de madre el Espíritu Santo añadió las inspiraciones de su gracia. Puso en el corazón de María un profundo deseo que concordaba plenamente con su amor maternal, el de eclipsarse ante su Hijo. Ya desde la vida oculta de Este dirigió ese deseo de manera que el desarrollo de Jesús en nada fuese, estorbado por un afecto materno demasiado monopolizador. Cuando el ministerio apostólico del mismo, María experimenta, más que cualquier otra mujer, la necesidad de desaparecer detrás de su Hijo. Sabe que Jesús tiene que llevar a cabo la más alta misión, y toda su aspiración se endereza al triunfo mesiánico de Este, triunfo en que Ella pueda olvidarse enteramente para festejar y honrar a su Hijo. No pide, pues, otra cosa que permanecer en su oscuridad de mujer corriente, en la insignificancia de su condición. Jesús respeta ese deseo tan hondo de su Madre. No quiere alarmar su humildad. Puesto que ella ama el silencio, la dejará en él. Se abstendrá de proclamar su grandeza. El Espíritu Santo, que inspiró a María ese amor al silencio, sabría bien, con el tiempo,
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sacar de ese mismo silencio el mejor elogio y hacer surgir de la oscuridad la verdadera talla del alma de la Virgen. Realmente pocas cosas nos ha dicho en los relatos evangélicos, pero se ha desquitado en las épocas posteriores, orientando la tradición de la Iglesia hacia una comprensión cada vez mayor y una exaltación cada vez más vibrante de la persona y función de María. Cristo deja, pues, al Espíritu Santo el cuidado de proclamar las glorias de María. Pero El mismo da pábulo a ese trabajo, dejando adivinar la grandeza de María con medias palabras y con hechos significativos. Su primer milagro lo realiza a petición de su Madre, subrayando que es únicamente esa petición lo que le decide a adelantar la hora de su manifestación. Y en la cruz, al dársela por Madre a Juan, la hace Madre de todos los hombres.
Dureza aparente Sin embargo, de las relaciones que tiene con su Madre, y precisamente de las medias palabras y hechos que nos refiere el Evangelio, puede nacer la impresión de cierta dureza de Cristo para con María. Se diría que en bastantes ocasiones quiere dad e una lección. Cuando, a la edad de doce años, se sustrae a la autoridad de su Madre y es encontrado por ellos en el Templo, responde a su queja en tono categórico: "¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que había yo de estar en casa de mi Padre (19)?", ¿No es eso darle a entender que no ha hecho bien en buscarle? En Caná, cuando. María le sugiere que obre un milagro, su réplica no parece más tierna: "¿Qué tenemos que ver tú y yo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora (20)". ¿No se advierte en ese lenguaje una rigidez intencionada? Más tarde, cuando María y sus parientes vienen a verle y, en la imposibilidad de abrirse camino a través de la turba, le mandan recado de su llegada, su respuesta parece más severa todavía, porque, lejos de manifestar la alegría que era de esperar y apresurarse a acoger a su familia y sobre todo a su Madre, declara su intención de que darse en medio de una turba en la que ha hallado una nueva familia: "¿Quién es mi madre y mis hermanos?» Y, recorriendo con la mirada a1 los que están sentados en círculo a su alrededor, dice: "Ahí tenéis mi madre y mis hermanos. Pues el que hiciere la voluntad de Dios, éste es mi hermano y hermana y madre(21)". ¿No es esto rebajar a su Madre al nivel de cualquier mujer de la turba y rehusarle el afecto especial a que Ella tiene derecho? En fin, cuando una mujer del pueblo quiere hacer un elogio público a su madre, El desvía ese elogio. "Bienaventurado el seno que te llevó y los pechos que mamaste. El dijo: Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la 19
Lc., II, 49 Jn, II, 4 21 Mc., III, 33-35 20
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guardan (22)”. Se diría - al menos según estos trazos evangélicos - que Cristo se niega a conceder un trato especial a su Madre, tanto en su afecto como en sus alabanzas y favores, y que, cuando Ella interviene en su vida pública, El rechaza su intervención. No sólo parece darle lecciones y encerrarse en una reserva que confina con la frialdad, sino que le inflige dolores. Habría podido ahorrarle la honda pena que le causó quedándose en el Templo durante tres días. Pues bien, lejos de excusarse, justifica de manera enigmática su conducta. ¿No habría podido a la vez cumplir la voluntad del padre y evitar el dolor de su Madre? Por su respuesta parecería que ese dolor le deja insensible. Algunos podrían pretender además que le hubiera sido posible arreglarse de tal suerte que su madre no estuviera presente a su suplicio; con lo que habría ahorrado a ésta el padecimiento más agudo de su existencia. Tales son las objeciones que levantan los textos evangélicos contra el afecto plenamente filial de Jesús a María. Pero en realidad proceden de una interpretación demasiado parcial de los episodios, de una inteligencia demasiado sumaria de las palabras de Cristo. Digamos al momento que Jesús nunca se mostró duro para con su madre, que no quiso darle lecciones, que no le causó más dolores que los que eran inherentes a su papel de Madre del Redentor. "¿Por qué me buscabais?" Si a la edad de doce años se sustrae por tres días al afecto de su Madre para estar en casa de su Padre", y le ocasiona con ello una gran pena es porque quiere prepararla para la gran privilegio del Calvario, en que será arrancado a su amor para ir al Padre, y no le será devuelto sino al tercer día, después de la Resurrección. Este pequeño episodio de la pérdida en el Templo es una prefiguración del drama de la muerte. Jesús no es insensible al dolor de su Madre, como no lo será cuando, clavado en la cruz, la vea gemir a su lado. Pero sabe que causándole ese padecimiento, que desearía poder ahorrarle, la establece en su papel de participación maternal en la Redención. Tiene confianza en el valor de María para asumir íntegramente ese papel, y, al sumergirla en la aflicción, está seguro de su indefectible valentía para soportada. Al traspasar el corazón de su Madre, traspasa su propio corazón pero lo hace audazmente, conforme a la voluntad del Padre celestial. y da a entender a María que se ha sustraído a Ella no por casualidad o por capricho, sino con una intención bien deliberada: pertenecer al Padre. Introduce así su inteligencia en el misterio en que su corazón maternal acaba de participar. María no comprendió de momento pero retuvo cuidadosamente la frase esforzándose por penetrarla poco a poco, 22
Lc., XI, 27-28
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y esperando los acontecimientos que le descubrirían por completo su sentido. Lejos, pues, de cavar un foso entre su Madre y El, Jesús la aproxima a sí, asociándola, como por anticipado, a su obra redentora, y haciéndola entrar en las profundidades de su filiación divina y de sus relaciones con el Padre. Adiestra a su Madre para que suba más arriba en su abnegación maternal y la prepara ya para su sacrificio, su afecto a ella no le lleva a evitarle todo padecimiento, sino a hacerla soportar de todo corazón el que el Padre le destina. El Padre mismo, por la predicción de Simeón, había ya hincado en el corazón de María una espada de dolor; Jesús aviva y ensancha la herida con el fin de asegurar la máxima unión de su Madre a su futura Pasión, Su desaparición en el Templo no es, pues, un ademán de separación, sino de unión más profunda. En su respuesta no da lección alguna a María, en el sentido de que no le dirige ningún reproche. ¿No es reacción legítima, y hasta deber, de su corazón materno buscar al Hijo perdido? Y una vez hallado, ¿no tiene derecho a pedirle explicación de su conducta? Advirtamos, por otra parte, que no condena a Jesús; Le conoce demasiado bien para no sospechar que en ese comportamiento extraño debe de haber una razón oculta. Por eso se contenta con hacer una pregunta, que su angustia, apenas superada, vuelve anhelante: "Hijo mío, ¿por qué lo hiciste así con nosotros? . . . ". En todo esta conducta de María nada hay reprensible, todo es hasta exigido por su función materna. Por eso Jesús no la reprende, ni podría reprenderla. A la pregunta de ella le hace responder con otra pregunta “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que había yo de estar en casa de mi Padre?” Este signo de interrogación abre la puerta del misterio. Ciertamente hiere a María, mas para iluminarla, y no para reprenderla. Quiere, no hacer patente la ignorancia de su Madre, sino elevar a Esta a una comprensión más alta. Es que, en efecto, el alma, de María no es un bloque inmutable, definitivamente, cincelado por el Espíritu Santo desde el primer instante de su existencia; sino que debe desarrollarse, adentrarse cada vez más profundamente en el misterio de su Hijo, y adquirir poco a poco una visión más precisa de sus funciones maternales, que la conducirán al Calvario. Su inteligencia y su amor deben desenvolverse progresivamente según el plan divino con la escena del Templo, Jesús da un gran impulso a ese desarrollo. “¿Qué tenemos que ver tú y yo?”
Los bodas de Caná marcan, otra etapa en dicho desarrollo. La respuesta de Jesús a su madre debe ser interpretada en función de todo el episodio. No es el apelativo" mujer" lo que pudiera revelar frialdad o dureza, porque Jesús se servirá de él en un momento en que su amor filial tendrá su invención más sublime, al confiar a María al cuidado de Juan: "Mujer, he ahí a tu hijo," "Mujer" no puede manifestar sino cariño matizado de cierta solemnidad, pero las palabras “¿Qué tenemos que ver tú y yo” parecen más adustas. Se ha hecho advertir muy justamente que la verdadera actitud de Jesús depende del tono con que las pronuncia: el Evangelio nos da un texto, no nos
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describe un sentimiento. El Padre Lagrange nota a propósito de una expresión árabe análoga: "Es una palabra cuya significación está en el acento que en ella se ponga." No conocemos directamente el acento que Jesús puso en su respuesta pero nos es posible adivinado por el contexto. Jesús acaba de inaugurar su vida pública, que ha trastornado sus relaciones con María: desde ahora no se halla ya en el hogar, al servicio de su Madre; sino que se conduce de manera independiente, y se consagra a la gran empresa mesiánica. Y he aquí que: en Caná María interviene en el desarrollo de esta empresa, implorando de su Hijo un milagro. Esto parece perturbar los planes divinos: la hora del primer milagro, hecho importante que debe provocar la fe de los apóstoles revelándoles los poderes mesiánicos de Jesús, ha sido determinada por el Padre. Por tanto parece lógico y conveniente desechar semejante intervención de María en la vida pública de Jesús. Cristo mismo formula esa objeción tan natural: "¿Qué tenemos que ver tú y yo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora." Pero, ¿la formula como definitiva? ¿Y transforma la objeción en repulsa? Más tarde, a la súplica de la cananea contestará con una frase aún más dura en apariencia, y, sin embargo, estará decidido a concederle el milagro, y no deseará otra cosa que probar su fe. Aquí prueba la fe de su Madre. Y ésta no se engaña acerca del sentido de las palabras que se le dirigen; comprende inmediatamente que se trata de una negativa aparente. Por ello, con una sonrisa confiada, se vuelve a los sirvientes: “Todo cuanto él os diga, hacedlo”. En el acento de la respuesta de Jesús ha reconocido la aceptación pronta de dejarse ver, el movimiento de un corazón filial que no se yergue sino para mejor rendirse a su Madre. Y su intuición materna vese confirmada al momento por la realización del milagro. En lugar de poner entre María y El la barrera de una objeción decisiva, Cristo quiere estrechar y manifestar su unión con Ella expresando la objeción, y pasando por encima de la misma. Desea mostrar que tiene plena conciencia del problema planteado por la petición de su Madre; considera que está en juego el principio general de la intervención de María en su obra redentora. Si no hubiera hablado de ese modo, habríase podido creer que concedía un favor ocasional, por excepción, sin intención de zanjar una cuestión de principio. Pero, dado que ha puesto en juego el poder de su Madre de interceder ante Él para modificar el desarrollo de su vida pública, es ese poder lo que reconoce al realizar el milagro. María no pedía sino un favor, mas Jesús responde adjudicándole el derecho de solicitarlo, y extiende así su actuación maternal a toda la obra mesiánica. Confirmará definitivamente esa ampliación de su función maternal cuando, desde la cruz, La constituya Madre de la Humanidad. "Pero ya en Caná, al comienzo de su ministerio apostólico, sanciona ese su papel de Madre y Mediadora,
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efectuando a ruego suyo un milagro que le manifiesta como Mesías y provoca la fe de los apóstoles., y apresurando así la hora de la Revelación y con ello hace comprender a María toda la grandeza de su poder maternal, todo el alcance de su misión. Lejos, pues, de rebajar a su Madre, Jesús la elevó a una conciencia más dará de una tarea más alta. Lejos de desairarla, le abrió más ampliamente la puerta de su corazón, asociándola a su obra apostólica. Pero como sabía que a María no le gustaban los honores ni las proclamaciones solemnes, y quería guardar con ella el modo sencillo de sus relaciones de intimidad, procedió de manera sutil y velada, con palabras bastante enigmáticas que preservaran la humildad de su Madre. María comprendió inmediatamente esas palabras, que a los testigos de la escena debieron de parecer poco inteligibles, y para el lector de hoy serían desconcertantes si no fueran acompañadas del hecho del milagro; que les confiere su verdadera significación. Bajo la cáscara de su aparente dureza contienen toda la delicadeza de un corazón filial que quería honrar a su Madre, reconocerle su potestad y concederle un triunfo sin .alarmar su sencillez, sin lastimar el pudor de su vida oculta. “Ahí tenéis mi madre y mis hermanos”
Cuando, a la llegada de su Madre y primos, Cristo designa a sus oyentes que hacen la voluntad de Dios como su hermano y hermana y madre, no quita nada a María. Lo que quiere mostrar es que su deber de apostolado está por encima de las obligaciones que tiene para con sus parientes, y que su vida pública le ha dado una nueva familia. Más exactamente todavía, proclama que los verdaderos lazos que entrañan para Él deberes de afecto son los que se fundan en el cumplimiento de la voluntad divina. Hay en ello una réplica a sus primos, porque - según el evangelio de San Marcos - intentaban un ardid para que Jesús interrumpiera su actividad pública y retornara a sus apacibles ocupaciones de Nazaret. No creían en Él ni en su vocación mesiánica; juzgaban que había perdido la razón, que se había vuelto loco (23). Pero, aun antes de acceder a una conversación particular con ellos, Cristo, con su declaración a la turba, les hace comprender la inutilidad de su artimaña. Para en adelante Él se debe a otra familia, y no le arrancarán de su predicación. Y da en seguida la prueba de ello continuando sus discursos. En su réplica da igualmente a entender a sus primos que no podrán reanudar con El sus lazos de íntimo afecto sino sometiéndose a la voluntad divina, que los conduce a la fe. Haciendo un ademán con la mano para indicar la turba de sus oyentes, opone su docilidad a Dios a la incredulidad de sus primos, y señala a éstos el modelo a seguir. Pero las mismas palabras que son reproche para sus primos son aprobación para María, porque si bien han venido juntos a Jesús, ha sido con sentimientos muy 23
Mc., III, 21
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diferentes. La Virgen no ha podido admitir jamás que su Hijo sea víctima de la locura, ni conspirar al designio de hacerle volver a casa. Si acompaña a los demás parientes es para apartarlos finalmente de su proyecto y proteger a Jesús contra el intento de ellos. Corre junto a su Hijo en un momento en que pesa sobre El una amenaza, como más tarde querrá estar a su lado cuando sea escarnecido y abandonado de todos; en las horas críticas de la vida de Jesús su instinto materno le dicta que vaya junto a El. Tal vez los primos desean utilizar esa presencia de María para mejor traer a Cristo a sus miras, y le mandan recado de que su Madre está allí, con ellos. Pero Jesús frustra esa astucia, replicándoles que toda mujer que hace la voluntad de Dios es su madre. Con ello realiza la esperanza de María, que aguardaba de su parte una respuesta más firme, y secretamente, en un lenguaje que sólo sus dos corazones comprenden, le rinde homenaje: ¿no es Ella la mujer que mejor ha cumplido la voluntad divina?; aún más: ¿no ha venido a El para que esa voluntad se realice íntegramente en la prosecución de su obra mesiánica? María era en cierto modo dos veces Madre suya: le había engendrado y educado, y hoy hacía más que nunca la voluntad de Dios. Jesús mostraba a sus primos el ejemplo de los que escuchaban su palabra y creían en El. ¿También a su Madre debía presentárselo? ¿No había sido la primera en escuchar su" palabra y creer en El? Señaladamente había probado su fe en Caná; donde, aun antes que Jesús hubiera realizado milagro alguno, había tenido confianza en su poder milagroso, precediendo así a todos los actos de fe de los apóstoles y de la turba. Así, pues, negándose al intento de sus parientes, Jesús daba la razón a su Madre, que quería hacerla fracasar; y acusando disimuladamente a sus primos de no conformarse a la voluntad de Dios, hacía un elogio discreto y velado de la fidelidad absoluta de María. Sus palabras hallaban bien diversas aplicaciones según las disposiciones de alma de aquellos a quienes se referían.
"Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios" También se interpreta generalmente corno un elogio a María la respuesta de Jesús a la mujer que había proclamado bienaventurada a su Madre: "Bienaventurados más bien lo que escuchan la palabra de Dios y la guardan." Con ella define la verdadera grandeza de María, que no consiste en los lazos carnales de su maternidad, sino en su entrega completa a Dios. Y protesta contra una falsa concepción de las ventajas que podría valerla el triunfo mesiánico de su Hijo. Los que rodeaban a Jesús tenían la opinión de que cuando un hombre se elevaba a un puesto social honroso, que le confería un poder, era natural que se sirviera de su posición para hacer medrar su familia y amigos; y aplicaban ese principio al Mesías, a quien correspondería un poder supremo de orden terreno. Tal era el pensamiento de los apóstoles, que disputaron bien a menudo, hasta la
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hora de la Pasión, sobre quién ocuparía el primer lugar al lado de Jesús. Tal era igualmente el parecer de los primos de éste, que le incitaban a presentarse en público para granjearse una popularidad que les habría beneficiado. Cristo rechazó siempre esas tentativas para que torciera en provecho de sus parientes o amigos la instauración de su reino mesiánico. Declara si los apóstoles que corresponde al Padre asignar a cada uno su lugar en ese reino y que, por tanto, no tienen que esperar favoritismos ni confiar en intrigas. El único privilegio que les concede es el de ser asociados más estrechamente a su Pasión, el de padecer más. A Santiago y Juan, que solicitan los puestos de honor, les pregunta: "¿Podéis beber el cáliz que Yo voy a beber (24)?". Esa es toda la ventaja que les ofrece. Con ello quiere dar a entender que en su reino no hará concesión alguna a un egoísmo familiar, ni siquiera en beneficio de su Madre. María no gozará de ninguna privanza o favor por el que Dios, tolerando en ella lo que condenaría en los demás, le haría más fácil el acceso al reino con menores exigencias. La felicidad que Cristo ha venido a traer a la Humanidad lleva consigo la misma condición fundamental para todos, incluso para María: escuchar la palabra de Dios y guardada. El valor y mérito de la Virgen, y el lugar que le está destinado en el reino, están en proporción de su fidelidad en seguir la palabra divina. Lejos de suministrar a su Madre un medio de librarse de esa obligación y sus penosas consecuencias, Jesús la condujo por ese camino hasta los padecimientos más atroces. A su Madre, más aún que a sus apóstoles, reservó el único privilegio de tomar parte más íntima y dolorosa en su Pasión. Es decir, que no tuvo, en su amor a Ella, ninguna condescendencia egoísta. Y a oyentes que hubieran podido creer en tales condescendencias, a una mujer que acababa de proclamar bienaventurada a su Madre, mostraba la imparcialidad absoluta de su amor, que no rebajaba para esa Madre querida las condiciones divinas de la bienaventuranza. Recordando esas severas exigencias, rendía homenaje a María, que había respondido a ellas íntegramente. Colocándola al nivel de los demás humanos, la elevaba por encima de todos ellos.
Elogio velado Según las palabras referidas por el Evangelio, Cristo no hace ostentación de su afecto filial a María. Lo deja adivinar bajo exterioridades viriles. Las pocas frases cuyo recuerdo se nos ha, conservado tienen de común que revisten la apariencia de un reproche, de una repulsa, de una menor estima, cuando en realidad - según el contexto o lo que sabemos de las disposiciones de María - insinúan una aprobación, un elogio, una asociación más íntima a su obra. El lector del Evangelio que se detiene en La primera impresión queda desconcertado; pero la reflexión le hace hallar la alabanza de María tanto más firme y sentida cuanto más discreta. No penetrad de la verdadera perspectiva 24
Mt., XX, 22
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de las relaciones de Jesús con su Madre sino quien trate de comprender el lenguaje del corazón, más sutil que el de los labios. Cristo guardó esa discreción hasta el final. En la cruz, cuando quiso constituir a María Madre de los cristianos, no hizo ninguna declaración solemne; dijo unas palabras sencillas que aparentemente no concernían sino a María y al discípulo amado: "Mujer, he ahí a tu hijo." Y en esas palabras hemos de adivinar su intención y buscar la maternidad espiritual de María. Mientras que había subrayado en términos claros y explícitos que su Padre era el Padre de todos los cristianos, sólo pronunció una frase no muy clara para dar a María por Madre a todos sus discípulos. La diferencia se explica por el hecho de que, dado el carácter único y trascendente de sus relaciones con el Padre, Jesús debía usar en ese campo de un lenguaje más claro, mientras que las relaciones con su Madre pertenecían a un psicología humana que nos es fácil penetrar y podían, por tanto, ser expresadas con palabras veladas. Por otra parte, era el Padre quien formaba el centro de la revelación hecha por Jesús, y debía aparecer en plena luz. Para no estorbar esa luz, ni la que debía aureolar a Jesús mismo, María quedaba en sombra. Pero 'en esa sombra Cristo, con sus palabras, ocultó expresamente un sencillo esplendor, y el instinto filial de los hombres, siguiendo las huellas del instinto filial de Cristo e iluminado por su Espíritu, se apresuraría a desenterrar el tesoro escondido y proclamar la grandeza de María.
Intimidad Podemos ahora reconstituir la conducta del corazón filial de Cristo, el desarrollo de su afecto a María. Comenzó y se prosiguió en la oscuridad de Nazaret. Allí se formó, tal intimidad como nunca la ha habido entre dos corazones humanos. Intimidad hecha de pocas palabras y mucho silencio, mantenida con los actos sencillos del amor. Por otra parte, más bien que hablar de intimidad formada entre dos corazones, deberíamos decir que hubo formación progresiva del corazón de Jesús en la atmósfera cálida de un amor maternal, porque fue a María a quien correspondió la tarea inaudita de formar un corazón humano al Hijo de Dios. Del mismo modo que fisiológicamente, ese corazón se había constituido en el seno de María y allí había comenzado a latir, psicológicamente se desarrolló en el ambiente de su afecto. El papel de María tiene alguna analogía con el del Padre, pues que Jesús recibió del Padre su amor divino, e inmediatamente de María su corazón humano. En la eternidad el Verbo estaba vuelto hacia el Padre con una proximidad de ternura, sin cesar de contemplarle e impregnarse de El; ahora Jesús repetía la historia, en la condición humana, con una intimidad que volvía su corazón de hijo hacia su Madre. Sus ojos se clavaban en María para contemplarla y empaparse de su presencia, como la mirada del Verbo se había fijado en el rostro del Padre. Y la sonrisa que esbozaban sus labios al ver aparecer, y reaparecer a María, era continuación de su
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inmutable sonrisa ante el rostro paterno. Sabemos que Jesús se mostró muy propenso, en el curso de su vida pública, a reconocer la solicitud amante del Padre en las cosas y los hombres; la captaba hasta en los pájaros y las flores y, sobre todo, en los impulsos de fe de las almas humanas. Pero, ¿qué alma podía recordarle mejor el amor del Padre que la de María? ¿No había Ella engendrado en la virginidad, como el Padre mismo, y no reproducía en todas sus acciones el amor divino en que estaba inundada? Por eso, a la mirada con sus ojos ingenuos de niño, Jesús se asombraba, siempre de descubrir en Ella al Padre. Cada nueva actitud "de María provocaba en Él la admiración del recuerdo; cada una de sus palabras despertaba el eco de pensamientos oídos en la intimidad celestial; cada silencio suyo le hacía revivir el éxtasis del silencio paterno, Todo en la Virgen se convertía para Él en signo del Padre y evocación de su amor. Si Jesús había de estremecerse más tarde en el Espíritu Santo al admirar los movimientos de ciertas almas que el Padre impulsaba hacia El, ¡cuánto no debió de gozar al encontrar en toda la persona de María la presencia de, ese Padre tan próxima y tan patente! Ese descu brimiento continuo del Padre transformaba la trivialidad de sus relaciones con María en una sorpresa indefinidamente renovada. El afecto en que su Madre Le envolvía parecía prolongar el abrazo paterno, de tal suerte que su actitud filial para con el Padre no tenía dificultad en ensancharse para abarcar a María. A pesar de ello, entre esas dos actitudes filiales existía una diferencia notable. En las relaciones con el Padre el corazón humano de Jesús no tenía más que proseguir, en el orden terreno, los sentimientos filiales del Verbo; pero en lo relativo a María hubo un trueque de situación; ese corazón materno fue primeramente formado por el amor divino del Verbo, antes que tuviese por tarea formar el corazón humano de Jesús. Así que María había recibido todo de su Hijo con el encargo de devolvérselo todo, Y se comprende que su intimidad tuviese una profundidad excepcional, puesto que había comenzado desde antes de la concepción de Jesús, cuando la Virgen se dejaba moldear por las manos divinas en orden a su maternidad. Había existido de esta manera entre la futura Madre y su Hijo una armonía preestablecida. Se comprende igualmente el carácter extremo de la humildad de Cristo que, después de haber sido, como Dios, el educador del corazón de su Madre, quiso en calidad de hombre confiarse a Ella para ser educado: el Maestro se convertía en alumno. Cuando el Evangelio nos refiere de Jesús niño que estaba sometido a sus padres, describe una conducta paradójica: la de una Persona Divina que se pone en la escuela de seres humanos que Ella misma ha creado y formado. Educación materna y amor al Padre Como esa sumisión era profunda, María ejerció, más que cualquier otra madre sobre su hijo, una influencia decisiva sobre el corazón de Cristo. Cierto que la formación de Jesús, no es únicamente obra de María: Cristo poseía en sí un principio interior, su
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propia Persona Divina, que regía todo el desarrollo de sus facultades y actividad. El Verbo se expresaba en la naturaleza humana que había asumido. Más adelante nos esforzaremos por demostrar cómo el corazón de Jesús nos manifiesta incluso al Padre el quien el Verbo es la imagen perfecta. La acción de las causas divinas en el desenvolvimiento del niño de Nazaret fue, pues, esencial. Pero no excluyó la contribución de María, esencial también, la divinidad del Verbo no quiso manifestarse en una naturaleza humana sino con el concurso de una madre. Ese papel de la Virgen en la formación del corazón humano de Jesús es el que quisiéramos analizar aquí; él nos introducirá más adentro en el misterio de la Encarnación, Jesús debe a su Madre la florescencia del afecto más fundamental de su corazón humano: su amor al Padre. Paradoja suprema: El, que había amado al Padre desde toda la eternidad: aprendió a amarle de una manera humana por la educación materna. Hemos subrayado hasta qué punto Jesús descubría en el rostro y en el proceder de María la faz divina del Padre. Pero - cosa prodigiosa- era la misma Virgen quien le ayudaba a hacer ese descubrimiento. Porque, como a todas las madres, le estaba reservada la tarea de desarrollar en su Hijo el amor al Padre celestial, de provocar la manifestación de sus sentimientos de piedad. Ella, pues, le enseñaba la manera humana de honrar al Padre, las formas humanas de la devoción. Enseñaba a orar al que era el Maestro de la oración. Sumiso, Jesús aprendía en su escuela a balbucir el nombre de Dios, Cuando más tarde sorprenda a sus discípulos con el fervor de sus oraciones, de suerte que estos le pedirán que les enseñe a orar, perpetuará sencillamente el ardor de las súplicas de María. y la oración que enseñará a los apóstoles pondrá de manifiesto la que fue preocupación dominante de la Virgen: el honor de Dios y la venida de su reino por el cumplimiento de su voluntad. ¿No dijo María al ángel: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra(25)"?. Esa respuesta, en que se transparentaba toda su alma, fue el primer anuncio de las peticiones del "Padre nuestro", en que la voluntad divina se sobrepone a toda otra preocupación. La segunda parte de la oración enseñada por Jesús hace igualmente eco a los pensamientos de María, Ciertamente la Virgen no tenía que pedir, como tampoco su Hijo, el perdón divino para sus pecados, ys que su pureza era total; pero el pan de cada día, el perdón de los pecados que veía cometer a su alrededor, y la gran liberación del mal que oprimía a la Humanidad, ¿no eran preocupaciones particularmente vivas de María, especialmente confiadas y recomendadas por Ella a Dios?. Y ¿no Se empeñaba en hacer reinar la buena inteligencia por doquier podía, dando ejemplo de perdón y olvido de las ofensas que recibía? Todas las peticiones del "Padrenuestro" llevan, pues, la marca de la Virgen: Jesús formuló lo que María llevaba ya en su corazón y le había comunicado. Su oración más sublime, en la agonía, "Padre,
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no se haga mi voluntad, sino la tuya (26)", la había recogido bien a menudo de labios de su Madre; y en el momento más patético de su vida la repetía, como nosotros repetimos espontáneamente en los momentos cruciales de la existencia las cosas que en la infancia aprendimos de nuestra madre. ¿No fue María quien transmitió a Jesús el gusto por la oración del corazón, haciéndola preferir a la de los labios? Ella no se distinguía por prácticas extraordinarias de devoción, y muchos fariseos acumulaban muchas más oraciones; pero nadie sabía como Ella orar con toda el alma. Cuando Jesús aconseje más tarde evitar la multiplicidad de palabras y orar en secreto, ¿qué otra cosa hará sino propagar el método de oración adoptado por María? Ella fue quien le infundió el gusto por adorar al Padre en espíritu y en verdad, e inspiró el amor a la oración solitaria; retirándose, en el curso de su vida pública a la soledad de la oración, Jesús creerá encontrar de nuevo la atmósfera de Nazaret. De esta manera formó la Virgen a su Hijo en cierta discreción en la devoción: los sentimientos religiosos de Cristo serán extremadamente intensos, pero guardarán mesura y prudencia en sus manifestaciones. A veces, como María en su Magnificat, Jesús se estremecerá de gozo en el Espíritu Santo, transportado de amor al padre. Pero esas explosiones de alegría se mantendrán dignas y sencillas, y por regla general Cristo dará muestras de una piedad siempre modesta y discreta. Recibió además de su Madre una constancia inquebrantable en la oración. María le inculcó lo que El deseaba aprender de Ella: una confianza tan absoluta en la bondad del Padre celestial que nunca se cansa de pedirle un favor. El Padre de los cielos repetía la Virgen - es incapaz de resistirse a una súplica prolongada. Esta es la razón por la que, aun después de la muerte infamante de Jesús, no perderá la esperanza y continuará orando, para obtener bien pronto una satisfacción sobreabundante con la aparición de su Hijo resucitado. Jesús repite a sus discípulos que la oración perseverante acaba por triunfar, e ilustrará su' enseñanza con el ejemplo de una débil y pobre mujer, una viuda, que termina por recibir de un juez lo que ha venido reclamándole infatigablemente, ¿No verá Jesús en esa viuda h imagen de su Madre, débil y desprovista de protecciones humanas, pero irresistible ante Dios por la porfía de sus instancias? Hasta los transportes de acción de gracias con que Jesús remitirá al Padre todo el honor de su empresa mesiánica y de sus frutos, habrán sido preparados por la educación materna. Aquella a quien la noticia de la Encarnación movió a cantar el Magníficat, ¿habría podido hacer otra cosa que formar a Jesús en atribuirlo y referido todo al poder del Señor y alabarle por sus beneficios? La disposición de alma con que María 26
Lc., XXII, 42
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transformaba los acontecimientos de su vida en un himno de alabanza se transfundió a su Hijo. Pasma el pensar que fue la Virgen quien desarrolló el afecto humano de Cristo a su Padre, que constituye en cierto modo la fuente de sus actividades, ella tuvo la misión delicada entre todas de intervenir en la intimidad del Hijo con el Padre, para formar a Jesús un corazón humano perfectamente acorde con su amor divino. Los sentimientos más íntimos de Cristo, la entrega absoluta al padre, la alabanza y admiración, el servicio y agradecimiento a él, la confianza en su bondad y el ardor en las oraciones que le dirigía, la obsesión continua por Él, todo eso se desenvolvió siguiendo la educación materna, Cristo debe a María lo que tiene más en el corazón, y la ama tanto más cuanto que ella le enseñó a amar al Padre. Educación materna y amor a los hombres No es sólo el desarrollo de su amor humano al Padre lo que Jesús debe a su Madre. Todos los tesoros de amor a los hombres que prodigó en el curso de su vida pública fueron depositados en El por el contacto con María; y las múltiples manifestaciones de su amor dejan ver el sello de la educación recibida. ¿No fue María quien le inspiró la táctica general de su apostolado, que puede expresarse en estas palabras: vencer a fuerza de amor? Así se conducía la Virgen, según lo poco que de ella nos cuentan los Evangelios: en todas las circunstancias mostraba un amor humilde y paciente, pero indomable. En Caná su afecto a los de la boda, que llega hasta el extremo por una cosa de importancia secundaria, acaba por arrancar el milagro. Sin duda la obstinación de ese amor indujo poco a poco a los primos de Jesús, que al principio se negaban a creer en éste, y hasta querían estorbar su obra mesiánica, a revisar su opinión y ,compartir la fe de María, fe común que los reuniría con ella en el Cenáculo antes de Pentecostés. La Virgen habría podido cortar las relaciones con ellos a causa de su incredulidad, que, indudablemente, debía de atormentarla; mas, por el contrario, les mostró un cariño más solícito, de tal suerte que la vemos en su compañía cuando vienen a buscar a Jesús. Ese aumento de benevolencia logró disipar insensiblemente sus prevenciones y comunicarles su creencia en su Hijo. Para con Este María muestra un amor invencible, que, en una hora de abandono y cobardía, general, la hace enteramente solidaria con la cruz. Esa perseverancia incansable en el amor la transmitió a Jesús. También El luchará hasta el fin con la fuerza de su afecto: su programa consistirá en atraerse a los hombres con su insistencia en amarlos. Cuando invite al joven rico a vender sus bienes y seguirle, hundirá la mirada en sus ojos con amor tan expresivo que los testigos de la escena no lo olvidarán jamás. Regalará así al joven una mirada con que María le miró muchas veces y en la que El apreciaba toda la intensidad de su afecto maternal. Tampoco Jesús cortará las relaciones con sus adversarios y tendrá la preocupación, heredada de su Madre, de no extinguir la mecha que humea todavía. ¿Por qué no se separó antes de Judas? Porque María le había enseñado a no cansarse nunca de
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amar y a rodear un alma de tanta mayor solicitud y porfía cuanto más dura se mostrase. Imbuido de ese espíritu, no se niega a conversar con los fariseos, y accede a responder a sus preguntas insidiosas. En el Calvario les mostrará implorando perdón para ellos que no ha cesado de amados. No obstante, aunque extremará su amor para ganarse a los hombres, nunca querrá ejercer coacción sobre los mismos, ni siquiera ese género de coacción que pretende imponerse con el pretexto de hacer, el bien. Dejó, por ejemplo, al joven rico toda su li bertad y no hizo violencia a Judas para salvarle a su pesar. Pues bien, esa discreción en el amor, ese respeto a la libertad ajena los debía probablemente, en el orden de las causas humanas, a su Madre. Ciertos indicios parecen demostrar que María tuvo siempre cuidado de no asfixiar jamás a su Hijo con solicitud maternal demasiado imperiosa o monopolizadora. Su Hijo le era perfectamente sumiso, pero ella no buscó de esa sumisión, supo resistir a la tentación - a que sucumben muchas madres - de cobijar celosamente al hijo, de protegerle demasiado estrechamente, estorbando así su desarrollo. Con mucha delicadeza favoreció la espontaneidad de Jesús. Cuando le encuentra en el Templo después de una ausencia inexplicable, se guarda de juzgar en seguida su conducta; se limita a hacerle una pregunta: "Hijo mío, ¿por qué lo hiciste así con nosotros?" No le reprocha haber faltado a la obediencia, sino que le expone sencillamente el dolor de José y suyo: "Mira que tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando (27)". Se ve su cuidado de no tratar a Jesús de manera autoritaria, sino permitirle expresarse libremente; apela, para gobernarle, a su deseo de evitar toda pena a sus padres. Más tarde, en Caná, ni siquiera pide expresamente un milagro; Se contenta con darle cuenta de la situación: “No tienen vino”. Cierto que su deseo es trans parente, y Jesús lo comprende inmediatamente, pero ella no lo formula siquiera, para evitar todo lo que pudiera parecer presión. A El toca juzgar y decidir. Tras la respuesta aparentemente poco alentadora de Jesús, dice a los sirvientes, dejando a salvo esa li bertad absoluta de su Hijo: “Todo cuanto él os diga, hacedlo (28)” . Ama demasiado a Jesús para imponerse a El. No es de esas madres que consideran a su hijo ya mayor como servidor suyo y pretenden regir su vida. Ella no reclama su intervención sino muy discretamente, esforzándose por no estorbar su independencia y dejándole plena posibilidad de rechazar su petición. Esa actitud de discreción y respeto la había guardado a todo lo largo de la educación que dio a Jesús, proporcionándola a sus diversos grados de desarrollo y aumentándola conforme al progreso de su crecimiento. Con lo cual le transmitió, al mismo tiempo, una manera de amar que se prohibe toda coacción sobre la persona objeto de amor. Cristo cautivará porque fundará la adhesión a su persona y 27 28
Lc., II, 48 Jn., II, 5
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mensaje en el libre consentimiento de aquellos a quienes evangelice, apelando al impulso espontáneo del amor de ellos. Otros rasgos notables del corazón de Cristo parecen debidos a María. Jesús manifestará predilección por los pobres y los pecadores. Se mostrará muy sensible a la vista de las miserias corporales y se apresurará a remediadas con milagros de curación. Sentirá una piedad mucho más profunda todavía por las miserias espirituales, y se dirigirá a los pecadores y pecadoras para hacerlos volver al aprisco. Ordinariamente es de su madre de quien aprende el niño a compadecerse de las miserias del prójimo. En el caso de María no tenemos otro ejemplo de compasión que el de Caná, donde libró a los esposos de los apuros y sonrojos de la pobreza; pero podemos normalmente conjeturar que tenía un corazón particularmente compasivo, con el que enriqueció a Jesús. La sencillez de Cristo parece igualmente heredada de su Madre. Para presentarse al pueblo judío y a la Humanidad como Mesías e Hijo de Dios, como, el gran revolucionario y libertador, Jesús dio pruebas de una sencillez desconcertante. Nunca puso entre El y los demás una barrera de dignidad, y era tan accesible que el que se le acercaba franqueaba sin saberlo la distancia del hombre a Dios. Se esforzó siempre por desterrar las reacciones de temor que pudieran sentir los que le rodeaban y se confió enteramente a sus amigos. Adoptó el modo de vida más ordinario que pueda haber y nunca intentó deslumbrar o llamar la atención. Se conducía en su vida pública como había aprendido a hacerlo en la atmósfera sencilla de Nazaret. Esa sencillez de María es la que llevará consigo hasta la Pasión y la cruz, en su manera tan humana de padecer y de morir la manifestará en su amor a la naturaleza: ¿no es significativo que le gustasen los lirios del campo, las flores vulgares que se encuentran por todas partes en su región, y los prefiriese al lujoso vestido de Salomón? ¿No hay en ello un recuerdo de su niñez, la evocación de flores recogidas y ofrecidas a su Madre, que las recibía con admiración? ¿No eran esas flores la imagen misma de María, mujer totalmente ordinaria en apariencia, pero colmada de gracia? En esa sencillez de gusto se dibujaba una actitud religiosa fundamental. Con ella está emparentada la humildad tan relevante que la Virgen transmitió a su Hijo. Corazón manso y humilde, ¿no es la definición de María tal como nos la presenta el Evangelio? ¿No eran yugo suave y carga ligera los que su autoridad materna había hecho pesar sobre Jesús niño y joven? Pues un yugo del mismo género quiso Cristo imponer a sus discípulos. Y así como su Madre se había hecho la esclava de todos, El se conducía como servidor de los hombres. En su declaración: "El Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir (29)", ¿no se reconoce inmediatamente la inspiración de toda 29
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la existencia oculta de María? Apenas hecha por Dios Madre del Mesías, su primer acto había sido ir a casa de su parienta Isabel para ponerse a su servicio: elevada a la grandeza de la maternidad divina, se complacía en hacerse la más pequeña, yendo a desempeñar el oficio de esclava. Pues bien, ese acto de humildad se reproducirá treinta años más tarde en el encuentro de Jesús con el Precursor: Cristo, consciente de su grandeza mesiánica, querrá humillarse ante Juan Bautista y recibir el bautismo de su mano. La Visitación prefiguró el encuentro del Jordán, y Jesús encontró espontáneamente, a treinta años de distancia, la reacción característica de su Madre. Cuando quiera inculcar definitivamente a sus discípulos, demasiado propensos a disputar por el primer puesto, una lección de profunda humildad, no tendrá más que repetir una acción que muchas vio ejecutar a María. Tomará un lienzo, se ceñirá con él echará agua en una jofaina y comenzará a lava los pies de sus discípulos. Ese oficio, que los ricos y la gente acomodada dejaban a los domésticos, María lo desempeñaba por sí misma, en la casa de Nazaret, para con los huéspedes que recibía. Dueña de casa, era al mismo tiempo esclava. "Vosotros me llamáis, "el Maestro" y "el Señor"...", dirá Cristo a los discípulos, porque había dado ese ejemplo" sabiendo que su Padre le había puesto todo en las manos(30)", exactamente igual que en otro tiempo María había realizado el mismo acto sabiendo que el Mesías le había sido puesto en las manos Niño, Jesús había quedado impresionado al ver a su Madre, a quien veneraba por encima de todo, encorvarse ante los demás para lavarles los pies; y de esa impresión inolvidable de Nazaret quiso hacer un modelo de humildad. También debió de ser recibida de María una so licitud por el prójimo que no temía bajar al detalle y velar por necesidades muy prosaicas. Y así tendrá más tarde atenciones encantadoras: cuando sus discípulos, de vuelta de su misión apostólica, le cuenten con entusiasmo lo que han hecho, les invitará a tomar descanso; como una madre, sin dejar de tomar interés en el relato del viaje o excursión de su hijo, se cuida de que se reponga de su fatiga. Cuando Jairo y su mujer miren pasmados a su hija que acaba de resucitar, Jesús les recordará que es necesario darle de comer. Y en la ribera del lago de Tiberíades, después de su Resurrección, preparará Él mismo la comida de sus discípulos. En ese comportamiento de Cristo uno cree encontrar una mano y un corazón maternales. Finalmente, Jesús es deudor a su Madre de lo que se podía llamar su equilibrio sentimental. Por una parte, los afectos de Cristo están muy desarrollados, y emociones de todo género y matiz recorren su alma y así a veces deja correr sus lágrimas; le vemos sujeto a la compasión, a la cólera, al hastío y al miedo, al gozo y al dolor, a la admiración. Posee toda la riqueza de la emotividad humana, Pero, por otra parte, conserva el señorío de sus sentimientos, porque no cesa de gobernarse según la voluntad 30
Jn., XIII, 13
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del Padre, y no permite que su corazón le extravíe por otro camino. Y, en la misma expresión de sus emociones, manifiesta una mesura y discreción que le impiden complacerse en ostentarlas, atraer sobre ellas las miradas y atribuirles una importancia excesiva. Su personalidad conserva la firmeza y estabilidad necesarias. Ahora bien, es sobre todo por la influencia materna como un hombre puede lograr el desarrollo armonioso y equilibrado de sus facultades afectivas, y María, que mostró al pie de la cruz tal riqueza y dominio del sentimiento, fue ciertamente capaz de transmitidos a Jesús. Así formó María el corazón de Cristo, menos con lo que decía que con lo que hacía: con toda naturalidad el amor de Jesús se desenvolvió a imagen del amor materno. Adquirió su energía intrépida e incansable y su profundo respeto a la libertad humana, la amplitud de sus emociones y una discreción dueña de sus manifestaciones, la multiplicidad de sus atenciones y su sencillez de trato, de gustos y de comportamiento. De los sentimientos de su Madre podrá tomar todo sin verse obligado a elegir. Porque María obraba constantemente según la voluntad del Padre y las inspiraciones del Espíritu Santo, de suerte que no podía producirse disonancia alguna entre su conducta y las legítimas exigencias de Jesús. El niño de Nazaret no tenía más que abrir de par en par su alma a la de su Madre, acogiéndola plenamente. Se abandonaba a María con toda confianza, se dejaba moldear por los toques delicados de su amor. Es cierto que poseía en sí todas las riquezas cid amor divino, y, cuando subrayamos las cualidades humanas que la educación materna desarrolló en Él, no pretendemos en manera alguna negar o desdeñar el papel de la Persona Divina, por la que Cristo se formaba al mismo tiempo que se dejaba formar. Pero fue por medio de María, persona íntegramente acorde con Dios, como el Verbo quiso darse corazón de hombre.
El drama En esa armonía perfecta entre la Madre y el Hijo, que ningún desacuerdo venía a turbar jamás, maduraba, no obstante, un drama. Sería muy incompleto hablar de la felicidad idílica de Nazaret sin señalar, dentro de la intimidad tan ideal, una herida que se desarrollaba con ella. La frase pronunciada por Simeón no era de las que se pueden olvidar. En la predicción de aquel anciano inspirado María había reconocido al punto la voz divina, esa voz particular del Espíritu Santo a que estaba tan familiarmente acostumbrada. Por eso los ecos de aquellas palabras se prolongaban en Ella y hacían vibrar los estratos más profundos de su ser. Guardaba 1a profecía en su corazón y trataba de penetrar su sentido misterioso y de ponerse en la perspectiva del gran dolor que se le había predicho. Poco a poco la espada comenzaba a ahondar su herida. Al mirar a su Hijo con toda la admiración que las madres saben poner en su mirada, no podía menos
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de pensar en la amenaza que pesaba sobre Él. Cuanto más se entusiasmaba al contemplarle, más temía perderle: su tormento crecía con su felicidad sus temores se despertaban con una intensidad repentina cuando incidentes como la pérdida de Jesús en Jerusalén o más tarde las amenazas de los fariseos la hacían temer que el momento de la gran prueba hubiese llegado. "¿Será ahora?", se preguntaba con angustia. Todas sus alegrías maternales reavivaban ese dolor secreto. Por su parte, Jesús, en su amor filial, experimentaba el mismo tormento. Había venido a este mundo para la hora de su Pasión y conocía perfectamente la catástrofe que remataría su vida pública. A ella queda conducirle el Padre y en esa dirección se orientaba todo su pensamiento. Al verse objeto de tantos cuidados por parte de su Madre, no podía menos de pensar que toda esa solicitud concluiría finalmente haciendo de Él un condenado a muerte y crucificado; y en el rostro que se inclinaba afectuosamente hacia Él presentía ya las lágrimas del Calvario. El haría que llorasen los ojos que le miraban con tanto amor. La tranquilidad de hoy, en Nazaret, era el presagio de una tempestad. Y Jesús no sólo la preveía, sino que tenía por misión preparar a su Madre para ella. El mismo debía ensanchar sin cesar la herida que habían hecho las palabras de Simeón. En verdad que probablemente no hizo a su madre ninguna predicción clara y neta. Ambos sufrían juntos en lo secreto de su corazón, sin declararse mutuamente su dolor ni los pensamientos que los obsesionaban. Pero a veces Jesús hacía o decía algo que se refería a la prueba anunciada, aclaraba su sentido y encaminaba a María hacia su sacrificio. Su permanencia en el Templo a la edad de doce años tenía por fin dar una sacudida a su Madre y hacerle caer en la cuenta, por adelantado, de la dura separación a que sería sometida. ¡Qué tormento era, sin duda, para el corazón tan amante de Jesús tener que afligir deliberadamente a su Madre para ejecutar el plan redentor! Su consuelo era ver con que valor y abandono en manos de Dios reaccionaba María. Otro preludio del desgarramiento del Calvario fue la partida de Jesús para su ministerio apostólico. Durante los treinta años de Nazaret las vidas de Jesús y María se habían mezclado, fundido de tal modo una en otra, que era duro separarlas. Cuando se despidieron, cada uno debía de tener la sensación de ser arrancado a sí mismo, de perder lo que tenía de más íntimo. Cierto que la esperanza de un porvenir fecundo no estaba ausente de esa partida, pero no impedía experimentar su dolor. En las despedidas apostólicas casi siempre los padres hacen un sacrificio más duro que el hijo que los abandona; en éste el entusiasmo es a veces tan fuerte que apenas le deja sentir el sacrificio en el momento mismo de la separación. Pero en Jesús había un cariño tan hondo a su Madre y una aptitud tan desarrollada para captar los menores movimientos de su corazón y compartirlos, que percibía vivamente el dolor que le causaba con esa
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despedida y su padecimiento le hacía estremecerse. Estaba emocionado menos por sí que por ella. Pero, evidentemente, dominaba su tristeza disimulándola bajo el valor y la alegría. Y, admirando además la fortaleza de alma de su Madre, le expresaba todo su reconocimiento por lo que había recibido de ella: Quien más tarde se mostrará tan sensible a las muestras de gratitud, y se quejará mansamente de no haber recibido, agradecimiento más que de uno solo de los diez leprosos curados, ¿cómo habría podido dejar de dar gracias a su Madre antes de separarse de Ella? Sabía que todas las cualidades personales que iba a utilizar durante su vida pública eran fruto de su educación: iba a distribuir a los hombres lo que su Madre le había, pues lo en el entendimiento y en el corazón. Él, tan atento a rendir homenaje al Padre Celestial por todos sus dones, no se olvidó, sin duda, de significar a María su reconocimiento. Significar – decimos -, porque estas cosas se entienden con medias palabras y ni siquiera es bueno expresarlas demasiado. Con una palabra o con un gesto Jesús mostraba a su Madre que apreciaba todo el afecto y dedicación con que había sido formado para su tarea de hombre y de Mesías, y el sacrificio, tan de buen grado realizado, que coronaba esa obra de educación. En Caná Jesús renovó en el corazón de María ese dolor de la partida. Porque, aunque le concedía íntegramente su petición y aprobaba su intervención con un milagro, le recordaba su separación: "Mujer, ¿qué tenemos que ver tú y yo?" Inauguraba la misión mediadora de su Madre en la distribución de las gracias, pero hacía que precediera una advertencia sobre el sacrificio que María debía padecer para asumir ese papel. Más tarde, cuando, antes de salir al encuentro de su Madre, declaró a la turba de oyentes que Él se debía a ellos, avivó en el corazón de María la misma herida. Cierto - nosotros lo sabemos - que la Virgen estaba plenamente de acuerdo con su Hijo y deseaba de El una respuesta firme que despidiera a los miembros de la familia, pero esas palabras de Jesús que ella anhelaba no por eso acentuaba menos su sacrificio. Y Cristo, que adivinaba todo lo que ocurría en su Madre, tenía que hollar en cierto modo su cariño filial. Llegó la hora para la que Jesús había ido preparando poco a poco a María. Desde hacia algún tiempo, como la amenaza de los fariseos se concretaba, la Virgen temía lo peor. Por eso cuando acompañó junto a la cruz a su Hijo, el dolor no tuvo que improvisarse; estalló como un fruto maduro. Hemos subrayado que en la cruz el más fuerte dolor de Cristo provino del desamparo del Padre. Después de ese dolor fundamental, el más intenso consistía en tener al lado a su Madre, que experimentaba el colmo del padecimiento. ¡Ah, si Cristo hubiera podido evitarlo, si hubiera podido ahogar los sollozos de María! Pero era impotente, clavado en la cruz por la voluntad paterna, y había de continuar causando a su Madre el tormento supremo. El, cuyo corazón era tan agradecido y delicado, debía martirizar así al ser que más quería en el mundo. Ese ver los ojos enrojecidos de su Madre le quemaba más que la sed devoradora o las burlas de
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sus enemigos. Pero del mismo modo que estaba más estrechamente unido a su Padre, en aquella hora de desamparo, el desgarramiento que sufría le asociaba más indisolublemente a María. En la cruz Jesús se sentía su Hijo mucho más profundamente que nunca; la prueba aumentaba su amor mutuo hasta el paroxismo. Nunca su simpatía recíproca había alcanzado tal grado de fervor. El drama del Calvario, que arrancaba a Cristo de su Madre, le apegaba al mismo tiempo a ella con una fuerza increíble. El haber de atravesar juntos, con tal concordia de sentimientos, una prueba tan integral, aproximaba sus corazones más íntimamente que la atmósfera cálida y apacible de Nazaret. Este drama esclarece toda la evolución del afecto filial de Jesús y explica el sentido de sus manifestaciones. Cristo no había cesado de separarse cada vez más de María, con miras a la Redención; pero por el mismo hecho se unía a Ella cada vez más. Provocando desgarramientos en su corazón maternal, la llevaba a la más firme y profunda asociación con Él. Era en el amor paciente donde Madre e Hijo debían fundirse. Cristo consagró definitivamente ese su despego de una Madre a quien amaba, al constituir a María madre de los hombres. Quería que la Humanidad se beneficiase del afecto materno en que su alma se había desarrollado y que le había envuelto hasta en los momentos más crueles de su vida. Causaba con ello a la Virgen un último dolor, al sustituir al Hijo de Dios por el apóstol Juan, al pedirle que se entregara como Madre a quienes no eran su Hijo único ni podían remplazarle en su corazón. Antes de morir físicamente, quería morir en el afecto de María, hacer en éste el vacío de Sí mismo. Pero, al hacer a la Virgen consumar su sacrificio, y arrancársela a sí mismo para darla a todos los demás hombres, se la unía de la manera más decisiva, puesto que la asociaba a la extensión de su obra redentora y la hacía cooperar a su aspiración más querida, la salvación de los hombres. En adelante, en la aplicación de los frutos de la Redención a la Humanidad María habría de desempeñar un papel primordial: Madre e Hijo estarían íntimamente unidos en la empresa salvadora. Y por cuanto la Madre concurría más activamente a la santificación de la Humanidad, Jesús reforzaría con todo el amor que profesaba a los hombres el que sentía hacia ella. Además. Comenzaba a preparar la gloria de María. Después de haber dicho a su madre: “Mujer, he ahí a tu hijo”, se dirigió al discípulo amado: “He ahí a tu madre (31)”. Le pedía que tuviera para con María el amor y el respeto debidos a una madre y ponía así el fundamento de la devoción a la Santísima Virgen, devoción destinada a alcanzar 31
Jn., XIX, 37
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tan grandes dimensiones en la piedad cristiana. Dando a su madre a la Humanidad, confiaba a los hombres el cuidado de honrarla y venerarla, de proclamar su hermosura y grandeza. Sus discípulos no estarían obligados a la misma discreción que Él en las expresiones de su admiración y amor a María. Cristo mismo pudo resarcirse de esa discreción y liberar toda la energía de su afecto filial después de la muerte de su Madre. Tras haberla dejado algún tiempo en la tierra para que pudiera comenzar en ella su función de madre de los hombres y presidir el nacimiento y los primeros desarrollos de la Iglesia, volvió a llevársela junto a sí por la Asunción de su alma y cuerpo. Así ponía fin al sacrificio, mutuamente sentido, de su separación, y dejaba ya que, por toda la eternidad, hablasen libremente el gozo y la admiración de su corazón filial.
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Capítulo III
CORAZÓN ENTREGADO A LOS HOMBRES Cuando un fariseo o escriba pregunta a Jesús cuál es el primer mandamiento, el Maestro no se contenta con responder: el que prescribe amar a Dios con todo el corazón. Añade que hay un segundo mandamiento “semejante”32 al primero: amar al prójimo. Proclama, pues, una como equivalencia entre estos dos amores, una inclusión recíproca que les da igual importancia, que los hace “semejantes”. No es posible amar a Dios sin amar al prójimo, ni amar al prójimo sin amar a Dios. Con esta declaración Jesús revela el sentido de su vida, porque el encarnó en sí sus mandamientos antes de enunciarlos. En su corazón hay un amor a los hombres “semejante” al amor al padre. Y estos dos amores se identifican de tal suerte, que su afecto al padre consiste en su dedicación afectuosa a la Humanidad. Por los hombres y su salvación aceptó el Hijo la misión que el Padre le había señalado, por ellos salió del Padre y vino al mundo y después dejó el mundo para volver al Padre. Si no hubiera tenido que rescatar a los hombres, la Encarnación habría carecido de significación: para amar al Padre, y amarle con plenitud, el Verbo no tenía necesidad de bajar a la tierra. Podía permanecer en la intimidad celestial y proseguir allí con toda tranquilidad su incesante diálogo de amor. Pero ahí estaban los hombres, que Él mismo había creado y que no eran indiferentes: ellos fueron los que le atrajeron a la tierra. El amor a ellos fue el que le hizo tomar un corazón humano: antes de ser fuente de amor, ese corazón fue producto del amor. Creado por Dios para que perteneciese a la Humanidad, el corazón de Cristo fue educado, en la oscuridad de Nazaret, en los sentimientos y expresiones humanos del amor. Pero nada conocemos de, esa educación, a no ser los resultados, ya que en su vida pública Cristo manifestó el afecto a los hombres en que se había formado durante su vida oculta. Asimismo nos es difícil encontrar en las breves indicaciones del Evangelio toda la riqueza de ese afecto; porque las manifestaciones del amor se captan sobre todo en el contacto de persona a persona, en el cual entran muchos imponderables, que un libro no es capaz de reproducir al vivo. Nos esforzaremos, no obstante, por realzar algunas y comprobar en los detalles de las palabras y acciones de Cristo la aplicación del principio que dirigió su vida. Todos sus actos estuvieron inspirados por su amor a la Humanidad, desde su bautismo y permanencia en el desierto hasta su Muerte y Resurrección. Si no hay hecho, actitud, pensamiento o sentimiento de Jesús que no halle su fuente en el amor al Padre ninguno hay tampoco que no se explique al mismo tiempo 32
Mt., XXII, 38
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por el amor a los hombres. Hasta los episodios en que ese amor no es inmediatamente visible están inspirados en él. Cuando Cristo se hace bautizar por el Precursor, no es por Sí mismo, pues que posee una pureza moral absoluta y no tiene necesidad de conversión o penitencia; es por los hombres. Por ellos deja que el demonio se le acerque y le tiente en el desierto, porque lo que se juega en la lucha es la salvación de la Humanidad. Haciendo ver a Pedro, Santiago y Juan su gloria de transfigurado, quiere sostener su valor ante la inminente prueba de la Pasión y la discreción de sus apariciones después de la Resurrección demuestra que reportó ese triunfo no para deslumbrar, sino para comunicar su gozo y su nueva vida. Su misma Ascensión, su vuelta definitiva a la compañía del Padre, tiene por móvil el amor a los hombres: como declaró expresamente a sus discípulos, sube al ciclo para prepararles lugar. Si sabemos encontrar esta inspiración del amor en los acontecimientos de la vida de Jesús, y captar su temblor en acciones o palabras características, comprenderemos el fin del Evangelio y de la Revelación, porque, en efecto, Cristo vino a la tierra para manifestamos su amor, como todo verdadero testimonio de amor, el suyo necesita ser descubierto por aquellos que son objeto de ese amor. Permanece envuelto en cierto velo; si fuera demasiado brillante, sería una ostentación de amor propio y ahogaría las libertades en lugar de incitadas, haría violencia a las almas en lugar de atraerlas. Necesita, pues, ser adivinado, los que quieren ignorarlo y evitan reconocerlo tienen posibilidad de hacerlo; mas para lo que intentan penetrado y se esfuerzan por sorprenderlo, este amor toma las dimensiones inmensas que efectivamente posee y, bajo una superficie a menudo trivial, revela profundidades asombrosas.
El Buen Pastor Para hacemos comprender este amor del corazón de Jesús a los hombres, San Juan retuvo particularmente, de la enseñanza del Maestro, la alegoría del buen pastor. En uno de sus discursos Jesús comienza por colocar ante sus discípulos la figura del buen pastor, el tipo del pastor perfecto33. Con el arte sencillo y verdadero de quien ha observado y captado al vivo cosas y personas, describe el comportamiento del pastor con sus ovejas, su manera familiar de llamarlas por' su nombre, de sacarlas del redil y de ir luego delante de ellas. Y para poner de relieve la bondad y excelencia de su conducta, la opone a la actitud del ladrón y salteador y del asalariado. Los ladrones y salteadores no entran por la puerta del aprisco; intentan apoderarse de las ovejas, degollarlas. Quieren matarlas; mientras que el pastor se ocupa en hacerlas vivir, engordarlas y ponerlas 33
Según el término griego empleado, «bueno» no significa directamente la bondad y ternura de corazón, sino la perfección de las cualidades del pastor, con el matiz de cierta facilidad o elegancia en esa perfección. (Jn., X, 11).
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lustrosas, queriendo que tengan vida, y la tengan abundante. Por lo demás, las ovejas rehusan seguir a esos ladrones, cuya voz extraña les hace desconfiar, mientras que obedecen confiadas a la voz del pastor, que las conduce a pastos suculentos. En cuanto a los asalariados, el rebaño no les pertenece, y ellos no le tienen afición. Obran por interés. En el momento del peligro el contraste es palmario: el asalariado huye ante el lobo; el verdadero pastor sabe sacrificar la vida, si es necesario, por sus ovejas. Los discípulos quedan arrebatados ante el cuadro bosquejado de manera un espontánea y llena de viveza, pero no comprenden a dónde quiere ir el Maestro. No ven la significación de la alegaría, y piden a Jesús que se la explique. El Evangelio no nos refiere esa pregunta de los discípulos, pero podemos suponerla por sus reacciones con ocasión de discursos análogos, como la alegoría del sembrador. De ordinario Cristo comienza contando una historia, y espera luego la interrogación de sus oyentes sobre la enseñanza que hay que sacar de ella. A la pregunta que le hacen en esta ocasión, responde dando de Sí mismo la más hermosa definición: "Yo soy el Buen Pastor." De la parábola pasa al misterio. Hemos transcrito brevemente el contexto de esta declaración capital para poner de resalto la manera sencilla y natural con que Jesús revela lo más fundamental que hay en El. Expone lo más precioso que tiene en el corazón sin que se llegar a sospechar si quiera la importancia de lo que dice, ¡Lo sublime toma en Él dimensiones tan humildes! Su comparación del pastor nada tiene de nuevo, y está tomada de un espectáculo de la vida corriente. La profesión de pastor no era tampoco una de las más estimadas: se trataba de gente ruda que permanecía un poco al margen de la civilización y que los habitantes de las ciudades o villas de Palestina tenían tendencia a menospreciar. Por tanto, al compararse a un pastor, Jesús no se engrandece a los ojos de sus discípulos y, sin embargo, les descubre con esa comparación el fondo de su corazón.
El que llama a las ovejas por su nombre El buen pastor es primeramente el que conoce a sus ovejas. Las llama por su nombre: detalle que! parece insignificante, pero que revela toda una mentalidad; toda una atmósfera. Para los transeúntes y los extraños un rebaño es un rebaño, y todas las ovejas son iguales o parecidas. Para el pastor cada una se distingue de las otras, tiene su fisonomía propia y lleva un nombre. El pastor conoce perfectamente a sus ovejas, porque las ama y siente por todas un interés personal. Y ¡cuánto amor sabe poner ellas de nombre por el que las llama! La primera vez que se encuentra con Pedro, Jesús le declara: "Tú eres Simón, el hijo de Juan 34", Este nombre de Simón : volverá a su boca con entonaciones variadas, expresando diversos matices de relaciones de amor: la consulta amistosa:" ¿Qué te parece, Simón? Los reyes de la tierra, ¿de quiénes cobran 34
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impuestos o tributo35?"; la felicitación calurosa: "Bienaventurado eres, Simón Bar-Joná, pues que no es la carne y sangre quien te lo reveló, sino mi Padre, que está en los cielos36", la promesa solemne de sostén: "Simón, Simón, mira, Satanás os reclamó para zarandearos como el trigo, pero Yo rogué por ti37...". Pronunciando dos veces el nombre del jefe de sus discípulos, quiere Jesús aferrársele más firmemente y evitar que se deje desconcertar por su negación. Está también el reproche entristecido: "¡ Simón! ¿Duermes38?", y la solicitación de una triple profesión de amor: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas39?". Así, pues, con ese nombre de Simón el Buen Pastor expresa muchos movimientos de afecto; no es casualidad que pronuncie tan frecuentemente el nombre del mayor de sus discípulos. Pero también a otros se complace en llamarlos por su nombre. La víspera de su muerte intenta hacer sentir a Felipe toda la importancia de una intimidad cuyo valor no ha sido comprendido: “Tanto tiempo estoy con vosotros, ¿y no me has conocido, Felipe40?”. En ese nombre, pronunciado por última vez, Jesús querría condensar todo el ofrecimiento de su amor y el último conjuro al traidor, el más patético, es llamarle por su nombre: "¡Judas! ¿Con un beso entregas al Hijo del hombre 41?". En Betania responde a la agitación de Marta: "Marta, Marta, te inquietas y te azoras atendiendo a tantas cosas42...". Repite su nombre para hacerla entrar dentro de sí misma. Hasta a los muertos llama por su nombre: "Lázaro, ven fuera43”. Jesús se dirige a su viejo amigo tan familiarmente como lo hacía en otro tiempo, cuando éste le recibía en su casa; y esa llamada le devuelve la vida. La voz del Buen Pastor resuena hasta más allá de la tumba. Y es una voz de resucitado la que después de haber abordado a Magdalena de una manera impersonal: "Mujer, ¿por que lloras?", la llama por su nombre: "¡María!" 44 Esa palabra produce un efecto mágico, reanudando una intimidad trágicamente interrumpida. Nunca pudo olvidar María Magdalena el acento con que fue pronunciado su nombre: en él reconoció no sólo a Jesús, sino toda su bondad para con ella. Más tarde una voz idéntica resonará 35
Mt., XVII, 25 Mt., XVI, 17 37 Lc., XXII, 31-32 38 Mc., XIV, 37 39 Jn., XXI, 15,16, 17 40 JN., XIV, 9 41 Lc., XXII, 48 42 Lc., X, 41 43 Jn., XI, 43 44 Jn., XX, 15, 16 36
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en el camino de Damasco: "Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues45?" . También a él, al perseguidor, llamará Jesús por su nombre; después de haberle deslumbrado con su luz y derribado en tierra, se le atraerá con una llamada enteramente familiar. Ese “Saúl” repetido quedará grabado en la memoria del apóstol como el resumen de la predilección de Cristo. Se ve por estos ejemplos qué fuerza amorosa ponía el Buen Pastor en el nombre por que llamaba a sus ovejas y qué transformación provocaba en ellas, en Lázaro el paso de la muerte a la vida, en María Magdalena el cambio de la tristeza en una explosión de gozo y agradecimiento, la conversión de Saúl el perseguidor en Pablo el apóstol Jesús consagró a veces esa transformación imponiendo un nombre nuevo, como hizo con sus discípulos preferidos, Pedro, Santiago y Juan, a los cuales asignó un apelativo en relación con su misión futura: "Piedra" e "Hijos del trueno".
El que conoce los corazones El conocimiento del nombre no es más que un símbolo. Lo que Jesús conoce de los hombres es su personalidad con sus sentimientos más íntimos. Por las calles y caminos de Palestina, mientras los demás echan una mirada indiferente o simplemente curiosa sobre los transeúntes y viajeros, el Señor descubre inmediatamente en cada rostro que encuentra toda la historia de una vida y las disposiciones íntimas de un alma. Los ojos de los hombres no consiguen nunca ocultarle sus pensamientos, y en los rasgos de una fisonomía reconoce al momento la expresión de las tendencias y aspiraciones más profundas. Su mirada penetra el misterio de los corazones. Conoce a sus discípulos ya al llamados por primera vez: “Ahí tenéis verdaderamente un israelita - dice al ver venir a Natanael - en quien no hay dolo." "¿De dónde me conoces?", le pregunta éste, sorprendido. "Antes de que Felipe te llamase, cuando estabas debajo de la higuera, Yo te vi 46". Conoce desde siempre a los que ha escogido, y no sólo su carácter, sino también los pormenores más insignificantes de su vida, como es hallarse debajo de una higuera. Y lo conoce porque los ve. La samaritana supo por experiencia. Ella creía poder protegerse en su amor propio y mantener frente a ese judío la barrera del incógnito. Pero Cristo la persigue hasta sus últimas trincheras, revelándole con una sola palabra su verdadera situación moral. "Señor, veo que Tú eres profeta47", responde la mujer, que se siente completamente descubierta. ¡Cuántas veces demuestra Jesús que penetra las reacciones más ocultas de .sus oyentes, de sus discípulos o de los fariseos! Ni siquiera es necesario que sus adversarios expresen en 45
Hechos, IX, 4; XXII, 7; XXVI, 14 Jn., I, 47-48 47 Jn., IV, 19 46
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alto sus pensamientos; Jesús - dice el Evangelio - les "responde". No responde a palabras, sino a corazones. A los fariseos - por ejemplo - que murmuran dentro de sí mismos cuando perdona los pecados al paralítico, contesta: “¿Qué andáis pensando en vuestros corazones48?”. Cuando el fariseo Simón, que le ha invitado a su mesa, se hace la reflexión de que un profeta habría reconocido en la mujer que ha venido a echarse a sus pies a una pecadora, Jesús le responde: “Simón, tengo una cosa que decirte 49”. Después que los discípulos han disputado en el camino sobre quién era el mayor, les pregunta a su llegada; "¿Sobre qué altercabais en el camino50?". Los discípulos se callan, y Jesús, para resolver la cuestión que han suscitado, les pone ante los ojos el ejemplo de un niño. Nada se le escapa a su finura de percepción en medio de una multitud, rodeado y estrujado por todas partes, sabe que una mujer le ha tocado, y le ha tocado con una grande inspiración de fe. También será vano el esfuerzo de Judas por disimular sus designios: Jesús seguirá paso a paso el desarrollo del crimen en el corazón de su discípulo y multiplicará las advertencias: "De vosotros uno es diablo51". "En verdad, en verdad os digo, que uno de vosotros me entregará 52". La hipocresía no logra esconder sus tinieblas a la luz de esa mirada. Ese conocimiento íntimo permite a Cristo tratar a cada uno de manera apropiada. A los dos primeros discípulos que, no atreviéndose a comprometerse demasiado, le preguntan dónde habita, responde: "Venid y lo veréis53", permitiéndoles así observar y reflexionar antes de adherirse definitivamente a El. Pero el llamamiento al publicano Leví es inmediatamente decisivo: "Sígueme54”. De algunos exige el abandono instantáneo y definitivo de la hacienda, el oficio o los padres, invitando a a vender los bienes, prohibiendo volver al arado o retornar a casa para sepultar al padre. Pero Pedro volverá a pasar por casa de sus parientes y hasta se entregará alguna que otra vez a la pesca. Con Natanael, de índole muy recta, el alistamiento se hace desde el primer momento por medio de una franca declaración; con la samaritana, más contorneada y disimulada, Jesús usará de más prudencia: no se revelará a ella sino progresivamente. A Marta y María exige, antes de resucitar a Lázaro, un acto de fe que no reclamó de la viuda de Naím, y en tanto que pone a prueba la confianza de la cananea, alienta y sostiene la de Jairo. El sabe, en efecto, lo que conviene a cada alma.
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Lc., V, 22 Lc., VII, 40 50 Mc., IX, 33 51 Jn., VI, 71 52 Jn., XIII, 21 53 Jn., Iv, 39 54 Mc., II, 14 49
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Conocimiento y simpatía A pesar de su agudeza, ese conocimiento es siempre el que un pastor tiene de sus ovejas. La mirada con que Jesús penetra los secretos más íntimos de cada uno no es la mirada fría y escrutadora del psicólogo, que analiza un estado de alma y se esfuerza por descubrir, los móviles menos confesables de la conducta humana. El psicólogo quiere ser despiadadamente objetivo en su investigación; quiere medir un alma, juzgada e incluida en ciertas categorías, dominada con su ciencia. Intenta reducir las reacciones a tipos bien definidos, clasificar un temperamento o carácter, en fin, quitar a la personalidad lo que tiene de única y original, su misterio. Pero en realidad no llega a tocar lo que constituye el fondo de la persona: su espontaneidad, oculta a los ojos de todos y sólo de Dios conocida. Ese fondo último estaba patente a la mirada de Cristo, pero ésta nunca tuvo la frialdad objetiva que pretende dominar una personalidad para disecarla y evaluarla. Era una mirada impregnada de cálida simpatía, que no quería penetrar en un corazón sino por una, llamada de amor y que, aun bajando hasta las últimas profundidades de un alma, tenía la delicadeza de dejar intacto e inviolado su misterio. Cristo jamás cometió un atropello, a nadie hirió con su poder de penetración ni empleó su conocimiento como medio de soberanía tiránica. Trató siempre con infinito respeto a todas las almas, que le eran perfectamente transparentes. Aun a aquellas que se le resistían y se obstinaban en su resistencia. En ninguna parte leemos que fulminase sobre ellas la omnipotencia de su mirada, o las saquease con su fuerza escudriñadora, o las ejecutase con un juicio rápido y seco. Hubiera podido utilizar el conocimiento que poseía de sus adversarios en la polémica que le ponía frente a ellos, poner a1 desnudo lo que tenían en el corazón, humillados y cubrir los de vergüenza. Verdad es que les hizo reproches colectivos, pero por actitudes cuya calidad todo el mundo podía apreciar. Jamás echó en cara a ningún fariseo los incidentes tenebrosos de su pasado. Como respuesta a sus preguntas malévolas hubiera podido poner a esos ergotizadores entre la espada y la pared con alusiones a algunas de sus culpas, que los habrían hecho sonrojare y desaparecer. En el curso de su proceso hubiera podido reportar una fácil victoria sobre Anás y Caifás con contándoles la historia de sus vidas. Conducido ante personajes que habían tomado parte en muchos negocios turbios y continuaban sacando provechos ilícitos de su situación, Cristo tenía de que acusarlos, y podía así volver el proceso contra ellos. Mientras lo que, con ayuda de tantos testigos, no se lograba articular una sola queja seria en contra de Él, era capaz Él solo de citar hechos irrecusables con todos los detalles y determinaciones para apoyarlos, en que la culpabilidad de sus acusadores aparecería a plena luz. Hubiera podido desenmascarar, hasta en sus vicios más secretos, toda la maldad y todas las maniobras subterráneas de aquellos personajes y derrumbar como un castillo de naipes el bello decorado de honorabilidad bajo el cual escondían su juego. El proceso se hubiera tornado en irrisión
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de los que le habían emprendido. Pero Cristo rehusó emplear su conocimiento de los demás como un privilegio que le permitiera aplastarlos. Ante Anás y Caifás se limitó a defender su propia inocencia, dejando a la mala fe de sus jueces el cuidado de hacerse traición a sí mismo. Prefirió morir antes que descubrir las bajezas de sus feroces enemigos. No hizo uso de su conocimiento del prójimo sino en la medida en que el amor le invitaba a ello. Hasta cuando reprende a los fariseos de guardar bajo exteriores piadosos y devotos un corazón podrido de malos sentimientos, sentimientos, lo hace por amor, para hacer reflexionar y atraérselos por fin a sí. Cuando demuestra a Judas que está al corriente de sus negros proyectos, intenta que renuncie a su disimulo y vuelva a la fidelidad. Es como decirle: "¿Qué haces, Judas? Tú cuentas con sacar provecho de tus maquinaciones, pero ¡ya ves que ninguna de ellas se me escapa!" Si, en conversación particular, declara a la samaritana que ella ha tenido cinco maridos y vive en unión irregular, es para, taladrando su costra de amor propio y todas las mañas que la envuelven, inducirla a una sinceridad que la haga capaz de responder a su llamamiento. Esa revelación tiene por fin trastornar su corazón, o más exactamente, convertirla; y esto es lo que efectivamente se produce, porque la mujer reconoce en ello un poder mesiánico: "Venid a ver - dice a los de su ciudad - un hombre que me dijo todas las que hice. ¿ Acaso es éste el Mesías?55". Tal reacción demuestra suficientemente suficientemente que lejos de sentirse deprimida o exasperada por la declaración de Jesús, aquella mujer quedó transformada, mejorada y conducida a la fe. Cristo utilizó siempre su ciencia de los corazones en bien de los hombres, para provocar en ellos una respuesta a su amor. Nada nos incita más a confiar en uno que saber que nos conoce perfectamente: puesto que, se ha adentrado tanto en nuestra intimidad, ¿a qué tratar en vano de sustraemos a él y no más bien abandonamos enteramente a su discreción? Puesto que sabe todo lo que hay en nuestra alma, ¿a qué oponerle aún la barrera que se levanta contra un extraño y que para él sería del todo ficticia?, ¿a qué persistir en quitarle lo que le pertenece ya? Natanael o la samaritana, ¿no sentirían impulsados impulsados a confiar su alma a quien se la revelaba a ellos mismos? Esa intuición completa de los corazones era uno de los grandes triunfos del poder mesiánico de Jesús y confería a los discípulos una apacible seguridad en el don que hacían de su persona al Maestro. Tenían el consuelo de saberse en manos de alguien que los conocía a fondo. Un psicólogo fácilmente se deja llevar de la severidad. Experimenta a menudo un gozo disimulado en sacar a luz todo el hormigueo de tendencias t endencias egoístas que influyen en el individuo, los complejos de su inconsciente, en una palabra, todo lo que le afea y desfigura. Es hábil en descubrir, bajo nobles aspiraciones, los móviles menos 55
Jn., IV, 29
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honorables, y frecuentemente trata los sentimientos superiores de sublimaciones de los impulsos instintivos. Desconfía de los bellos arranques del alma. Se siente tentado a rebajar lo que estudia y despreciar lo que descubre. En cambio la mirada penetrante de Jesús nunca desestimó lo que vela; sobre nadie se detuvo con menosprecio, nunca se cargó de desdén. Cristo tiene mejor opinión del corazón humano que la que tienen muchos psicólogos. Él, que ve los corazones en lo que tienen de más secreto, y a quien todos los móviles del inconsciente se le ofrecen a plena luz, no retira a los hombres su estima ni su su amor. Ciertamente no muestra condescendencia condescendencia alguna alguna con el mal mal que encuentran a su paso, y el egoísmo humano no halla en Él ningún apoyo. Al mejor de sus apóstoles, que quiere apartarle del camino del Calvario, Ca lvario, no vacila en gritarle: “Quítateme “Quítateme 56 de delante, Satanás ”. Aquí va más lejos que cualquier psicología, pues que saca a luz la última raíz de un mal sentimiento, la persona de Satanás. Pero con ello excusa en cierto modo la actitud de Pedro. Y se abstiene de juzgarle según esa actitud, de identificarle con Satanás, que se la ha inspirado. Eso es precisamente lo que rehusa hacer: identificar a los hombres con el mal que cometen. El verdadero Pedro, el que ha recibido la recibido la promesa de ser constituido jefe de la Iglesia, es el que ha acogido la iluminación del Padre celestial y proclamando Mesías a Jesús. Sus descarríos y faltas, su oposición a la Pasión y su negación no echarán por tierra la estima que Cristo le profesa. Hasta con Judas practicará la negativa a identificar pura y simplemente el mal con el que lo comete: toda su preocupación será intentar disociar a ese discípulo de la traición que se obstina en preparar. Del mismo modo que confía en un Pedro mejor que el que le negará, no cesa de apelar a un Judas mejor que el que piensa en traicionarle: ¿no le deja hasta el final la bolsa de la comunidad y le conserva entre sus íntimos? Prueba de que hasta el final le consideró capaz de volver a mejores sentimientos y de desembarazarse del influjo de Satanás. En su vida terrestre Jesús nunca juzgó para condenar. Por eso no se definió a sí mismo como el gran inquisidor, sino como el buen pastor. Un juez tendría por misión perseguir y castigar los extravíos; el buen pastor, al ver extraviarse una oveja, procura hacerla volver. Los hombres querían apedrear a la mujer adúltera, mas Jesús la absuelve, exhortándola a que no peque más. Al ladrón condenado - justamente, por lo demás - al suplicio de la cruz le promete para el otro mundo no un castigo, sino una recompensa. Su conocimiento de los corazones le permite trastrocar los juicios humanos y restablecer reputaciones. Simón el fariseo creyó un día cogerle en falta: "Ese, si fuera profeta, conociera quién y qué tal es la mujer que le toca, cómo es una pecadora57". Pensaba afirmar una cosa evidente: la mujer que había venido a los pies de Jesús, conocida en toda la ciudad, ¿ no llevaba en su andar y en su aderezo los estigmas de su vergonzoso oficio? Pero la mirada de Cristo se adentra más en esa alma que la mirada de Simón: en 56 57
Mt., XVI, 23 Lc., VII, 39
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la actitud afectuosa de la mujer reconoce un amor que no procede del pecado, sino del perdón y de la inocencia recuperada. La mujer ha dejado de ser una pecadora, y Jesús es realmente el profeta al que Simón creía sorprender. El es quien ve claro con su benevolencia. Esa simpatía, que Cristo manifiesta en su conocimiento de los demás es particularmente particularmente perceptible en el trato con sus discípulos. Con ellos es verdaderamente un conocimiento nacido de la comunidad de vida, tal como un pastor lo tiene de sus ovejas. y los discípulos, habituados a esa intimidad de cada día, saben que si el Maestro los conoce, es en la atmósfera del amor más completo. Al comienzo de sus relaciones con Jesús, cuando la primera pesca milagrosa, Pedro tuvo un movimiento de retraimiento, impuesto por el temor: "Retírate de mí, porque soy hombre pecador, Señor 58". Se sentía expuesto y descubierto en sus pecados ante aquella mirada que acababa de perforar las aguas del lago. Pero después de haberle acompañado durante la vida pública, cuando la segunda pesca milagrosa y la aparición de Jesús resucitado en la ribera del lago, Pedro, que, a consecuencia de su negación, tiene, más que nunca, conciencia de ser hombre pecador, manifiesta, sin embargo, una confianza mucho mayor en el conocimiento que Jesús posee de él y se atreve a apelar a ese mismo conocimiento para asegurarle su su amor: "Señor, Tú lo sabes sabes todo; Tú bien bien sabes que te quiero59". Eso es lo que intenta la omnisciencia de Cristo: ver en los hombres su amor a Él, como se complació en discernido en una pecadora arrepentida y en un discípulo que le había negado. Su mirada no escudriña las tinieblas de las almas sino para encontrar por fin en ellas la chispa de ese amor. Cuando quiere explicar el mismo el conocimiento que tiene de los suyos, le asigna como principio y modelo sus relaciones con el Padre: "Yo conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen, como me conoce mi Padre y yo conozco a mi Padre 60". Es decir, que el conocimiento que Jesús tiene de sus discípulos es del orden más elevado, que no es solamente una intuición psicológica más aguda y profunda que la de la psicología ordinaria, sino que pertenece a un mundo trascendente. Y si es tan hondo y total, es porque quiere ser, como el que une a Cristo C risto con el Padre, una complacencia en que cada uno se abandona al otro. Hemos subrayado que la mirada penetrante de Jesús no tenía por fin espiar o condenar a los hombres, sino que aspiraba a complacerse en ellos por el establecimiento de relaciones de amor. Como el Padre eterno declara hacerla en su Hijo muy amado, Cristo intenta complacerse en sus discípulos y formar con ellos una unión de intimidad tan cálida como con su Padre. Por lo demás, ese conocimiento y complacencia deben ser recíprocos, y las ovejas están llamadas a conocer al pastor como 58
Lc., V, 8 Jn., XXI, 17 60 Jn., X, 14-15 59
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él las conoce. Por esto Cristo se confía completamente a sus discípulos.
Los suyos le conocen Si conoce a fondo a los que le rodean, les da igualmente a conocer el fondo de sí mismo. No se conduce como quien, dominando a los demás por una ciencia extremadamente penetrante, se guarda celosamente de descubrirse a ellos, por temor de perder el triunfo de su superioridad. Muy al contrario, se expone a sus ojos con una completa sinceridad, en una convivencia en que todos sus actos y palabras manifiestan su alma. Quiere expresamente no esconderles nada y no se reserva ningún reducto interior; nada sustrae a la observación de ellos. Siempre evitó llevar dos vidas, una para los otros, preocupándose de sus miradas, y otra, oculta, para sí mismo. Se muestra tal cual es, y esta lealtad perfecta es una manera de darlo todo. Cualquier disimulo sería una mentira, incompatible con la luz que El personifica, y toda reserva sería una restricción a un amor que quiere ser ilimitado. Abre completamente su corazón a los hombres, les confía todo lo que sabe, todo lo que es, todo lo que posee. Ya cuando revela a los demás los pensamientos íntimos o la conducta de ellos, se revela sobre todo, a sí mismo. Natanael comprendió bien que Cristo se le manifestaba, al abordarle con una declaración sobre su franqueza de carácter; inmediatamente después de haber dicho a la samaritana quién era ella, Jesús le declara quién es El; al proclamar el perdón concedido a la pecadora, da a entender al fariseo Simón que es verdaderamente profeta. No quiere mostrar su conocimiento de los demás sino a condición de reciprocidad: se les da a conocer y les confía su propio secreto. Restablece así la igualdad de amor que la superioridad de su intuición pudiera haber comprometido. Al revelarse a los demás, les concede entrada franca en su interior, como Él la tiene en el de ellos. Sus discípulos le conocen como Él los conoce. Los trata como a amigos, a quienes se dice todo. "Ya no os llamo siervos, pues el siervo no sabe qué hace su señor, mas a vosotros os he llamado amigos, pues "todas las cosas que de mi Padre oí os las di a conocer 61". Notemos que todo el grupo de los discípulos es llamado a esa amistad y se beneficia de ella: Jesús no reserva ese favor a alguna que otra alma escogida, sino que lo concede a todos. Protesta con energía contra la intención que alguien pudiera sentirse tentado a atribuirle de guardar lo mejor de sí para su familia. Declara públicamente que quiere tener con todos los que están dispuestos a escucharle una intimidad tan honda como con sus parientes: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?" - pregunta a los que le anuncian la llegada de su familia -. Y no vuelve los ojos hacia el lado de los que llegan, sino que echando en torno una mirada a sus discípulos y oyentes, los señala con el dedo: "He aquí mi madre y mis 61
Jn., XV, 15
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hermanos. Porque quien hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, éste es mi hermano, y hermana, y madre62". Hasta ese nombre, el, más querido, de “madre”, que los hombres reservan cuidadosamente para aquella que los trajo al mundo y los crió, quiere Cristo extenderlo a todos, Desea trabar con todos una intimidad tan afectuosa como con una madre, intimidad que debe tener por fundamento el celo común por el cumplimiento de la voluntad de Padre. Hace profesión de comunicar a todos los tesoros: más profundos de su corazón. A todos quiere prodigar su amistad; quiere hacer entrar en su familia a la humanidad entera. Por otra parte, tan sorprendente amabilidad no perjudica en modo alguno a la intensidad de su amor; el corazón de Jesús no se agota a fuerza de comunicarse. Entrégase a cada uno con el máximo afecto; su familia, aunque prodigiosamente aumentada, sigue siendo familia, y sus amigos, por numerosos que sean, son tratados como amigos. Precisamente a causa de la universalidad de su amor no quiso revelarse sino en su vida pública. No aprovechó los largos años pasados en Nazaret para descubrir su mesianidad a parientes y vecinos, Sólo María y José, advertidos por el cielo del carácter extraordinario del niño, percibieron en él algo no común, divino. Cuando comenzó a darse a conocer a los hombres, quiso ofrecerse a todos, y todos fueron tan privilegiados como los miembros de su familia. Sin duda sabe por adelantado que muchos de aquellos a quienes trata de revelarse no se hallan en las disposiciones requeridas para acoger su ofrecimiento, Pero quiere manifestar que se interesa por todos y que de Él no dependerá el que no pueda establecerse la intimidad con cualquiera. Se porta como el sembrador que esparce su semilla tanto entre las zarzas, sobre los guijarros o en el camino como en la tierra buena. Derroche - podría decirse -; pero Jesús no teme derrocharse, porque su generosidad no quiere detenerse en ningún límite es la largueza de un corazón que desea entregarse a todos los hombres aun a costa de diligencias inútiles y a riesgo de sufrir humillantes fracasos. Por eso Cristo obra a plena luz. Los que se dejan gobernar por su interés personal o por el de una facción, maniobran en la sombra para mejor alcanzar su fin. El que se dirige únicamente por un amor que a todos se ofrece, nada tiene que ocultar y busca una claridad que le permita darse más franca y definitivamente. En tanto que los fariseos se conciertan secretamente para proteger su situación e influencia contra ese intruso, Jesús se pone constantemente al descubierto. En su proceso podrá decir que siempre habló en público en el Templo, enseñando su doctrina a todo el que quería oírla. Ante auditorios en que merodean los espías de los fariseos, no vacila en proclamar su misión mesiánica, 62
Mt, XII, 49-50
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porque quiere comunicarles todo lo que tiene en el corazón. Y cuando sus discípulos se esfuerzan por disuadirle de volver a Judea, donde se le quiere apedrear, les responde que continuará caminando a plena luz y no jugará al escondite con sus enemigos. Vuelto a Betania, realizará allí su milagro más esplendoroso, la resurrección de Lázaro. Si hubiera aceptado intrigar en las tinieblas, se habría hurtado a los hombres en lugar de darse a ellos; se habría hecho ignorar, cuando debía hacerse conocer. El peligro que arrostra revelándose públicamente demuestra bien que no busca esa revelación por sí mismo, sino por los demás. También la forma que ésta toma denota que está inspirada por el amor: Jesús se da a conocer por medio de actos que constituyen un don. Para expresar que Él es la luz de la Humanidad, devuelve la vista a los ciegos; para insinuar el poder restaurador de su gracia, cura a numerosos enfermos, y prueba su poder de perdonar los pecados devolviendo la libertad de movimiento a un paralítico; para mostrar que es la vida, resucita varios muertos. Quiso que su revelación, que era ya en sí misma un don, se efectuase en forma de beneficios, y que los hombres obtuviesen de ella inmediatamente un provecho visible. Además, se pone en seguida a compartir con sus discípulos esos privilegios personales. Lejos de echarse a conocer para establecer entre los hombres y Él una barrera infranqueable y relegados a una admiración o un temor impotentes, no se descubre a ellos sino para comunicarles su grandeza. Si declara: "Yo soy la luz del mundo63", dice igualmente a sus discípulos: "Vosotros sois la luz del mundo 64", porque les transfunde su verdad iluminadora. Transmíteles también su virtud de taumaturgo, y veremos a Pedro, poco después de Pentecostés, dar a un cojo la facultad de andar. Les entrega, sobre todo, su poder de perdonar los pecados, ese poder que tanto sorprendió a los fariseos y suscitó tantas protestas indignadas, tantas, acusaciones de que usurpaba , una prerrogativa divina. Fue en ese perdón de las culpas humanas donde reveló su autoridad del modo más llamativo y probó que el Padre le había puesto todo, en las manos. Pues bien, en vez de guardar para sí ese distintivo supremo de su omnipotencia, reviste con él a sus discípulos. Su potestad para repetir a los hombres lo que el Padre le había enseñado parecía también estarle exclusivamente reservada, como al único que había sido bastante íntimo del Padre para escuchar de Él las, más secretas palabras. Sin embargo, Jesús lo confía a sus discípulos, al imponerles la misión de enseñar a todos los pueblos. Del mismo modo, al señalarles el deber de bautizar a los hombres en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, les otorga su poder divino de hacer pasar de la muerte a la vida. Cuando daba gracias al Padre por la resurrección de Lázaro que iba a obrar, decía: "Padre, gracias te doy porque me oíste. Yo ya sabía que siempre me 63 64
Jn., VIII, 12 Mt., V, 14
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oyes65". También ese poder de obtenerlo todo del Padre lo comunica a los suyos, al asegurarles que todo lo que pidan con oración confiada les será concedido. Como Cristo, sus fieles serán siempre escuchados. Jesús quiere que esa comunicación de sí a sus discípulos sea tan completa, que la acogida que se les prepare vaya, en realidad, dirigida a Él mismo, como si se encontrase plenamente en los suyos: "Quien os recibe a vosotros, a mí me recibe66". Hasta lo que tiene de más fundamental en su persona, su calidad de Hijo de Dios, quiere compartido con sus discípulos; quiere elevados a todos a la filiación divina. Por eso al reproche capital que le echaban en cara sus enemigos: "Siendo hombre te haces Dios", responde: "¿No está acaso escrito en vuestra ley: "Yo dije,: sois dioses67"?. A quienes le acusan de querer engrandecerse por amor propio y orgullo, replica que,: lejos de querer alzarse por encima de los demás,: quiere alzar a los demás a su nivel, según la promesa de la Escritura de otorgar a los hombres una vida divina. Al revelarse como Hijo de Dios, no se deja guiar sino por el amor, ya que quiere extender a todos la nobleza de una filiación adoptiva. Vemos, pues, que era aquélla la acusación más temible contra el corazón de Cristo, en el cual pretendía encontrar un monstruoso egoísmo y que la respuesta decisiva se hallaba en ese mismo corazón, en el amor desbordante por el que no se manifestaba sino para darse: Jesús comunica todo lo que posee, y eso es lo que justifica su revelación. El amor es, por tanto, lo que da su verdadero sentido a la revelación que Cristo hace de Sí mismo, Para Él no se trata de una manifestación destinada a hacer impresión en los hombres y procurarle ventaja sobre ellos, sino de una comunicación total de sí a los demás. El beneficio no es para Él, porque Cristo no tiene necesidad de la aprobación o admiración de nadie para ser plenamente lo que es, sino para los hombres, que se enriquecen con cuanto les revela. Semejante revelación no se presenta, pues, como un espectáculo ofrecido a los discípulos; es una transformación que se efectúa profundamente en ellos con todo lo que Cristo les comunica. Entrar en el conocimiento que Jesús ofrece de sí mismo es aceptar trabar con Él relaciones de amor, recibir el don completo de su persona y quedar así totalmente cambiado y renovado. Es en el hombre donde la revelación obra algo, porque él es el objeto del amor de Jesús.
Comunicación Una revelación por medio de la comunicación de todo su ser y de todo su corazón: eso es lo que el Evangelio nos deja suponer al referimos la historia de una vida pública pasada en medio de un grupo de discípulos. No puede contar todos los pormenores, porque son acciones muy triviales las que más estrechamente eslabonan una vida de 65
Jn., XI, 42 Mt., X, 40 67 Jn., X, 33-34 66
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comunidad. Se limita a mencionar algunos sentimientos de Cristo, aquellos de que los discípulos guardaron un recuerdo más particular:. el agradecimiento al Padre, la misericordia y la compasión, la cólera y la tristeza, la bondad y la admiración. Lo que hay que subrayar es que Jesús no disimula sus sentimientos, ni siquiera cuando son de naturaleza humillante y parecen arrojar sobre Él una sombra. En tanto que los hombres generalmente tienen cuidado, cuando su amor propio es vivo, de ocultar a los demás sus movimientos de espanto y abatimiento y sus penas personales, Cristo deja ver a Pedro, Santiago y Juan, y con ellos a todos los cristianos que leerán su Evangelio, los sentimientos que! invaden su alma al aproximarse la Pasión: el pánico del terror, el tedio y el abatimiento, el agobio de una sombría tristeza: Comenzó a sentir espanto y abatimiento, y les dijo: "Triste está sobremanera mi alma hasta la muerte 68". Cristo muestra a todos que, antes de padecer, tiene miedo al suplicio. Aplica hasta el final el principio de su amor en virtud del cual vive a corazón abierto con sus discípulos. Les ha manifestado sus alegrías y procurado hacérselas compartir, señaladamente las alegrías de sus acciones de gracias al Padre. Hasta ha tenido la audacia de exponerles, en el discurso de después de la Cena, el gozo que experimentaba al volver al Padre, y ha querido asociados de manera totalmente desinteresada a ese gozo tan noble. En el momento de la agonía intenta hacerlos comulgar en su tristeza. La comunicación de todo cuanto siente y hace se prosigue en la gran obra de su vida, la Pasión. Quiere que esa revelación suprema de su amor que es el sufrimiento del Calvario sea una comunicación con sus discípulos. Camino del Gólgota, comparte el peso de la cruz con Simón de Cirene. Es un símbolo. Mucho tiempo atrás había advertido a todos los que se presentaban para seguirle que habían de llevar su cruz. "¿ Podéis beber el cáliz que Yo vaya beber?69", había preguntado a Santiago y Juan. Y poco tiempo antes de la Pasión había declarado a sus discípulos que la catástrofe que iba a producirse no era sino el comienzo de una serie de pruebas que se abatirían sobre ellos: Preludio de los grandes dolores serán estas cosas. ¡Ojo con vosotros mismos! Os entregarán a los sanedrines, y, llevados a las sinagogas, seréis azotados, y compareceréis ante los gobernadores y reyes por causa de mí para dar testimonio ante ellos 70". Cristo no quiere que sea única la tragedia de su comparecencia ante el sanedrín, proceso ante el gobernador Pilato y flagelación. Desea comunicarla, como todo lo demás. No pretende reservarse un papel sublime, excluyendo de él a los demás, y salvar por sí solo a los hombres, despreciando el concurso de éstos. Quiere que su obra maestra de la Redención, su invención más asombrosa, que consiste en dar testimonio de su amor por un sufrimiento extremo, se realice con la colaboración de todos. Por esto sufre los tormentos de la crucifixión teniendo a su lado a algunas personas fíeles y sobre todo a su 68
Mc., XIV, 33-34 Mt., XX, 22 70 Mc., XIII, 8-9 69
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madre, que participa con todo su corazón en el drama en que está implicada. La necesidad de llevar la cruz no es simplemente una penosa obligación promulgada por Cristo, es el ofrecimiento amantísimo de compartir su misión redentora. No es el desquite en el prójimo de quien, descontento por sus pruebas, quiere concederse la triste satisfacción de ver a los demás padecer tanto como Él, ni una exigencia impuesta con miras a la obtención de una recompensa que hay que merecer; sino que es esencialmente una comunicación de amor. ¿No es a quienes más ama a quienes más estrechamente asocia Cristo a su dolor? Es María quien se halla más cerca de Él al pie de la cruz. Es a sus discípulos preferidos, Pedro, Santiago y Juan, a quienes, antes de ser detenido, pide que permanezcan y velen con Él, a fin de prepararlos a unirse a sus padecimientos. Y si los discípulos pierden una ocasión tan preciosa, les proporcionará otras. En el gran acto de amor con que confiere a Pedro el poder supremo, le promete una muerte semejante a la suya: "Cuando hayas envejecido, extenderás tus manos, y otro te ceñirá y te llevará a donde tú no quieras71". En la llamada magníficamente generosa que dirigirá a Saulo el perseguidor, irá incluida una promesa del mismo género, revelada al que está encargado de instruirle y bautizarle. “Yo le mostraré - dice el Señor a Ananías - cuánto habrá de padecer por causa de mi nombre72. Y Pablo se gozará y gloriará de revivir la muerte de Cristo: "Con Cristo estoy crucificado 73". La cruz es el mejor don de Cristo, el que otorga más abundantemente a los que más quiere: es el resumen de sus vida, símbolo de su afecto a los hombres, y, comunicándosela, les da lo mejor de sí mismo. Nada, pues, se reserva Cristo en la comunidad que forma con los suyos. Entrega toda su persona y con más insistencia lo más profundo y querido que tiene. Y, como no quiere fijar límite alguno a esa liberalidad, decide que se perpetúe en el tiempo: “Sa bed que estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos 74”. No retirará lo que una vez dio: ese compartir su vida con sus discípulos lo continuará; seguirá comunicándoles su persona, sus sentimientos, sus poderes y su misión, como lo hizo durante su permanencia sobre la tierra.
EL MAESTRO BUENO Don de todo el misterio El carácter absoluto del don que Cristo hace de Sí mismo a sus discípulos aparece claro en su enseñanza. Todo lo que aprendió del Padre lo transmite a sus discípulos: "A 71
Jn., XXI, 18 Hechos, IX, 16 73 Gál., II, 19 74 Mt., XXVIII, 20 72
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vosotros - les dice- os ha sido comunicado el misterio del reino de Dios 75". Revela, pues, a los apóstoles aun el misterio. En la literatura apocalíptica que se había confundido en la época de Jesús, los misterios significaban los decretos divinos ocultos concernientes al fin de los tiempos. Cristo descubre a los apóstoles el secreto de Dios: el designio que Dios formó de otorgar la sanción a la Humanidad, y que ha guardado en su corazón durante muy largos siglos, es ahora revelado íntegramente. Los discípulos aprenden a conocer la más maravillosa de las invenciones divinas y a penetrar así en lo más íntimo que hay en Dios. El misterio que Cristo aporta no es, pues, una realidad destinada a permanecer oculta a los hombres o a seres manifestada a medias, por demasiado alta, demasiado incomprensible para ellos. Y Jesús no se contenta con entreabrir la puerta del misterio, sino que le abre de par en par, "comunica" el misterio. Cierto que sobrepasa la capacidad natural de comprensión de los discípulos, pero lo que "la carne y sangre" el hombre dejado a sí mismo no puede percibir ni asimilar, la iluminación del Padre de los cielos puede hacerlo comprender. Por eso Cristo no duda en revelar a los suyos el fondo de la sabiduría divina, esas “ profundidades” de Dios76 que el ojo del hombre no podría ver ni su oído oír ni su entendimiento penetrar, pero que el Espíritu Santo sondea plenamente y puede dar a conocer. Esa resolución de Jesús de decirlo todo a los hombres contrasta con las disposiciones de muchos sabios o pensadores religiosos de la antigüedad, que no comunicaban sino muy difícilmente y a un círculo estrecho de iniciados los " misterios" de que se creían depositarios. Poseían secretos preciosos, que rehusaban confiar al primer llegado, porque de ello sacaban superioridad o hasta provecho. A esa reserva celosa, Cristo opone una actitud de franca y completa comunicación de su doctrina. No se desdeña de descubrir su más sublime mensaje a unos pescadores de Galilea, hombres sencillos y rudos, que no tienen nada de la ciencia de los doctores de la ley. Los hace partícipes de las verdades más trascendentes. Es la primera bondad del Maestro: enseñar todo lo que sabe. Tal es su conducta con los discípulos. Pero con las turbas, ¿no adopta una actitud diferente, de cierta reserva? "A vosotros os ha sido comunicado el misterio del reino de Dios; mas a aquellos de fuera todo se les presenta en parábolas, a fin de que mirando miren, y no vean; y oyendo oigan, y no entiendan; no sea que se conviertan y se les perdone77". Lo de fuera de que habla Jesús son la turba aglomerada en torno a la casa en que conversa con sus discípulos; esa turba, que no puede entrar en la casa, no penetra tampoco en el misterio. Algunos comentadores han concluido de este pasaje del Evangelio que Jesús empleaba las parábolas para ocultar a las turbas la verdad, y hasta han pretendido que se Ja ocultaba a fin de provocar su hostilidad contra El, hostilidad que acabaría en el fin que intentaba, la muerte en cruz. ¿No es esto atribuir a Cristo bien 75
Mc., IV, 11 I Cor., II, 10 77 Mc., IV, 11-12 76
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perversos designios y una astucia diabólica? ¿Quién puede admitir que las parábolas, esas historias encantadoras y sencillas, fueron inventadas por el Maestro de manera insidiosa para mecer en ilusiones a sus oyentes? El que se compadeció de las turbas porque no tenían pastor, ¿habría querido ser para ellas un falso pastor, un salteador que las extravía por malos caminos? Todo el Evangelio nos muestra el amor que Jesús profesa a la turba; se dirige a ella sin cesar y no se cansa de hablarle; se inclina sobre todas sus miserias y obra dentro de ella numerosas curaciones. Hasta se cuida de que tenga qué comer. Proclama bienaventurados a los pobres, a los oprimidos, a los desgraciados que le siguen. En fin, la turba se gana toda su simpatía. Y se la devuelve. Porque se agolpa a su paso, y se pone a buscarle cuando huye de ella para retirarse a la soledad. Está loca por sus discursos, que escucha durante horas y días, grita su admiración ante los milagros de que es testigo, y en su entusiasmo querría reconocer a Jesús como rey de Israel. Es tan adicta al Maestro, que los fariseos temerán su reacción cuando decidan la perdición de Jesús, y deberán maniobrar para no herir los sentimientos del pueblo. ¿No es la turba la que, pocos días antes de su Pasión, preparará a Jesús una entrada triunfal en Jerusalén? No puede, pues, haber ni de parte de Cristo prejuicio alguno contra la turba ni de parte de ésta. mala disposición hacia Jesús. El Maestro habría faltado a su misión de predicador si hubiese cegado al pueblo en lugar de iluminarle. No utilizó, pues, las parábolas para velar su doctrina a los ojos de esa turba a la que tanto amaba. Por eso San Marcos no hace decir al Señor: " Yo les hablo en parábolas a fin de que no vean ni entiendan", sino: "A aquellos de fuera todo se les presenta en parábolas, a fin da que mirando miren. y no vean..." Que todo se les presente en parábolas no es una situación querida por Cristo, sino muy al contrario. Es un estado de cosas con que tropieza y que deplora profundamente. Lamenta que para las turbas todo quede en parábolas, lamenta ser impotente para explicarles su verdadero sentido, para elevar sus inteligencias y corazones a una comprensión más seria de lo que predica. Querría enseñarles la auténtica naturaleza del reino de Dios, comunicarles su misterio. Pero experimenta una tenaz resistencia, debida a la propaganda llevada a cabo por los fariseos. Porque una mala intención actúa en la turba "a fin de que mirando miren y no vean". Es Satanás, el enemigo del Sembrador, que se sirve de los fariseos para impedir que la semilla penetre en los corazones. Son todos los ardides del adversario, que tratan de conseguir que para la mayoría de la gente todo se reduzca a parábolas, que mirando y escuchando a Jesús no puedan verle ni entenderle y de esa. manera queden fuera del sendero de salvación. En la intención de Cristo las parábolas son una introducción a la luz del reino. Con ellas intenta abrirse camino hacia la ruda inteligencia de las turbas y hacerles comprender lo más posible de su mensaje. No pudiendo llegar por la vía directa, aún exponiéndose de declarar demasiado abiertamente el alcance de su doctrina y misión, a provocar un movimiento de hostilidad que le cerraría definitivamente los
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entendimientos, emplea un procedimiento lleno de imágenes que hace la verdad más suave y más fácil de asimilar. Sus parábolas no tienen por fin velar su enseñanza o dar la verdad con cuentagotas, sino hacer llegar a la turba toda la revelación posible. San Marcos caracteriza bien la intención de Cristo: "Con muchas parábolas semejantes les hablaba la palabra, según que eran capaces je entender 78". No eran capaces de comprender más a causa tanto de su inteligencia poco desarrollada como de las ideas propagadas por los fariseos. Pero, en lugar de desinteresarse de oyentes tan pocos comprensivos, Jesús se esfuerza por iluminados hasta el máximo. A las turbas, como a los discípulos, entrega cuanto puede de su doctrina, y por, su parte no pone reserva alguna a su don de revelación. Las parábolas son expresión de su amor a. la gente del pueblo, de un amor que no renuncia a conducida a las verdades más altas por los caminos más humildes. Por lo demás, ni a los discípulos puede Jesús decírselo todo, dada la incapacidad de ellos. “Todavía muchas cosas tengo que deciros, mas no las podéis sobrellevar ahora; mas cuando viniere él, el Espíritu de verdad, os guiará por el camino de la verdad integral79”. El único límite que Cristo pone en la comunicación de su doctrina es, pues, el qué le impone la incapacidad actual de los apóstoles. Pero no es sino una restricción momentánea, y Jesús tiene el firme designio de revelarlo todo, ya que enviará a su Espíritu para que manifieste lo que no haya dicho Él mismo por su propia boca. Está decidido a confiar a los suyos todo lo que sabe.
El que ilumina a los ciegos Tarea difícil, pero que cumple con celo infatigable. ¡Cuánto no debió de repetir a sus discípulos que el reino que venía a fundar no era un reino terreno! Y, sin embargo, en el momento de subir al cielo, oye que le preguntan: “Señor, ¿en esta sazón vas a restablecer el reino a Israel?” 80. Hasta el fin el entendimiento de ellos ha permanecido reacio a la naturaleza espiritual de su doctrina. Otro se hubiera irritado ante incomprensión tan obstinada. Pero Jesús se contenta con tomar la pregunta en un sentido espiritual que ella no tiene, y entenderla del verdadero reino de Dios: les responde que la voluntad del Padre es la única que regula las fases de su establecimiento y que no toca a los discípulos conocerlas. Y añade que la expansión de ese reino consistirá para ellos en llevar su testimonio hasta los confines de la tierra. Después de haber tratado tantas veces de iluminar a sus discípulos, tiene la paciencia de responder a una interrogación que denota una total ininteligencia de su enseñanza, y tiene la bondad no sólo de repetirse, sino de difundir una luz más abundante. Ocurre lo mismo con la predicción de su Pasión 78
Mc., IV, 33 Jn., XVI, 12-13 80 Hechos, I, 6 79
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y Resurrección. Profetiza varias veces que será condenado a muerte y conducido al suplicio y que resucitará al tercer día. Hasta describe su Pasión con algunos pormenores: "Mirad, subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, y le condenarán a muerte, y le entregarán a los gentiles, y le escarnecerán, y le escupirán, y le azotarán, y matarán, y tres días después resucitará 81". Pero esas precisiones, tan impresionantes, no bastan para convencer a los apóstoles. Santiago y Juan continúan pidiéndole sentarse en su gloria uno a su derecha y el otro a su izquierda. Después de la Resurrección, Cristo reanudará la explicación de este hecho, que había anunciado varias veces: a los discípulos de Emaús y a todos los discípulos expondrá que el Mesías debía padecer y así entrar en la gloria. “ ¡Oh insensatos y lerdos de corazón!”82, dice a Cleofás y su compañero, reanimándoles el corazón con su conversación optimista y alentadora. Lo que podría haber sido un reproche irritado no es - por así decirlo - sino una palmada amistosa destinada a despabilar a aturdidos. Jesús les da una larga lección: las incomprensiones, lejos de desanimarle, le estimulan a inculcar su doctrina con más fuerza y claridad. Su reacción es análoga a la que experimenta ante los pecadores. Sobre éstos vuélcase con tanto más afecto cuanto están más decididamente hundidos en sus culpas y son, por tanto, más desgraciados; del mismo modo, cuando encuentra dureza de entendimiento en sus oyentes, procura con ardor multiplicado iluminarlos y convencerlos. El Maestro bueno tiene la misma generosidad que el Buen Pastor, cuya solicitud mueve particularmente las ovejas que huyen de El. Por eso, si instruye a sus apóstoles con una tenacidad tanto mayor cuanto mayor dificultad tienen en comprender su doctrina, se empeña todavía más en predicar al pueblo cuando éste, trabajado por los fariseos, se muestra cada vez menos apto para entender su enseñanza y se siente tentado a apartarse de Jesús. Es en ese momento cuando obra su mayor milagro, la resurrección de un hombre sepultado cuatro días antes. Ese milagro es una parábola viviente y concreta, realizada históricamente, y, por consiguiente más impresionante que cualquier relato imaginario: a una turba ávida de imágenes Jesús da algo mejor que imágenes: una escena real que demuestra indiscutiblemente su poder de vencer la muerte y conferir la vida. Esa demostración, tan elocuente produce al efecto que los fariseos se quejan unos a otros: "Veis que nada lográis; he aquí que el mundo se fue tras Él" 83. Porque la turba que le vio resucitar a Lázaro es la que le aclama en Jerusalén. Es igualmente en el momento en que esa turba se dispone a abandonarle cuando se dirige a ella con más vigor y le dice a voces lo que tiene que decide, como para hacerse oír de quienes se tapan los oídos. A pesar de la amenaza que sobre Él pesa, habla más alto que nunca, en una última tentativa por hacer entrar la verdad en los corazones. Está en la lógica de su amor prodigarse tanto más 81
MC., X, 33-34 Lc., XXIV, 25 83 Jn., XII, 19 82
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enérgicamente cuanto mayor resistencia encuentra.
El que ilumina a los enemigos Esa voluntad de dar toda la luz posible a todas las inteligencias, y particularmente a las que se le cierran, resplandece en cada página del Evangelio, frente a sus adversarios. Vienen los saduceos a imponerle una objeción refinada que intenta poner en ridículo la doctrina de la resurrección de los muertos: "Había entre nosotros siete hermanos, y el primero, después de casado, murió, y, como no tenía prole, dejó su mujer a su hermano; asimismo también el segundo y el tercero, hasta los siete. Posteriormente a todos murióse la mujer. En la resurrección. pues, ¿de quién. de los siete será su mujer? Pues todos la tuvieron" 84. Se ve bien, por la índole de la pregunta, que los saduceos no tratan de pedir un parecer, sino de embarazar al Maestro. Pues bien, a pesar de su mala intención, Jesús les responde jluminándolos. Aprovecha esa ocasión para enseñarles la realidad y la pureza de la vida celestial: "En el día de la resurrección no se casarán ellos ni ellas, sino que serán como ángeles de Dios en el cielo". Más frecuentemente aún son los fariseos los que vienen a interrogarle de manera insidiosa y El no se niega a ofrecerles una luz que tan poco deseo tienen de acoger. A los que "con ánimo de tentarle"85 le preguntan si está permitido a un hombre repudiar a su mujer, les expone todo el plan divino sobre la unión indisoluble de los esposos – Algunos le reclaman una señal del cielo, aun cuando tantos milagros le ven realizar: Jesús podría remitirlos al testimonio de esos milagros, pero prefiere responder a su pregunta, aunque subrayando que proviene de un corazón perverso: “Una generación perversa y adúltera reclama una señal, y otra señal no se le dará sino la señal de Jonás el profeta” 86 y les predice su Muerte y Resurrección, es decir, la esencia del drama redentor: a enemigos que intentan cogerle en falta se esfuerza por esbozarles el misterio fundamental del reino de Dios. Asimismo al doctor que quiere implicarle en una discusión rabínica, preguntándole cuál es el mayor mandamiento de la Ley, le resume en dos preceptos toda la doctrina moral que ha venido a traer a los hombres. Ilumina, pues, sobreabundantemente y magistralmente a los que le preguntan para hacer fracasar su revelación y sustraerse a su enseñanza. Ellos quieren arrastrarle a sus tinieblas; Él los sumerge en su luz. Le tienden una trampa con e! fin de llevarle a tomar posición en e! terreno político: “Maestro, sabemos que eres veraz y enseñas el camino de Dios en verdad y no tienes respetos humanos, porque no eres aceptador de personas: dinos, pues, ¿qué te parece? ¿Es lícito dar tributo a César o no?” ¡Cómo respira adulación esta entrada en materia! Cristo, cuyo corazón debió de vibrar ante tanto disimulo, reprocha a sus interlocutores su hipocresía: “¿Por qué me tentáis, farsantes?” Pero lejos de de jarse llevar del mal humor y 84
Mt., XXII, 25-28 Mc., X, 2 86 Mt., XII, 39 85
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despacharlos, acepta responderles y enuncia un principio capital en las relaciones de la religión con la política: "Dad, pues, al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios"87. Con estas pocas palabras resuelve un problema que no ha sido suscitado más que para molestarle, y se detiene a resolverlo en beneficio de los querían utilizado contra El. Hasta cuando parece que elude la pregunta, por razón de la mala fe que la ha dictado, cuida de dar los elementos de la respuesta. Mientras predica en el Templo, los príncipes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo le preguntan: "¿Con qué potestad haces esas cosas?", Jesús hace a su vez una pregunta: "El bautismo de Juan, ¿de dónde era? ¿Del cielo o de los hombres?" Y como ellos se abstienen de manifestar su opinión, les declara: "Tampoco Yo os digo con qué poder hago estas cosas"88. Pero esa negativa a responder es ya una respuesta para el que quiera entenderla: Jesús proclama que Él obra en virtud de la misma autoridad que el Bautista, es decir, la de Dios. En controversias con las que sus adversarios quieren cogerle en las redes de sus maniobras hipócritas, Cristo prosigue su anuncio del reino de Dios. Y lo proseguirá hasta el último límite: en la última trampa ,que se le tenderá - el conjuro solemne de Caifás para saber si pretende ser Hijo de Dios -, coronará su obra de enseñanza a sus enemigos afirmándoles la verdad capital de su vida. Hasta el fin sigue siendo para los terribles fariseos el Maestro bueno. Aunque cien veces tuvo motivo legítimo para romper con ellos y castigarlos con su silencio, nunca renunció a iluminadas. A todas las interrogaciones destinadas a precipitarle hacia una condenación a muerte, reacción generosamente dando un aumento de luz.
Una doctrina que apela a la libertad del amor Generosidad tan radical va acompañada - cosa digna de atención - de un profundo respeto a la libertad humana. Cristo nunca se deja llevar de un celo impetuoso hasta el punto de hacer violencia a las conciencias. Podría deslumbradas, subyugadas y encadenarlas a su voluntad. Pero se abstiene cuidadosamente de hacerlo, porque su amor quiere la expansión, y no la esclavitud, de las almas. Lejos de pretender añadir un nuevo peso a la Ley judía, comienza por librar a sus discípulos de la inextricable red de prescripciones con que los fariseos la rodeaban; los aligera de una observancia demasiado minuciosa del sábado y de la práctica de los ayunos. Se opone a todos los que hacen recaer sobre los hombros del prójimo una carga que ellos mismos no son capaces de soportar. Hasta adopta una actitud que contrasta deliberadamente con la de Juan 87 88
Mt., XXII, 16-17, 21 Mt., XXI, 23-27
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Bautista: éste se había señalado por su austera penitencia, en tanto que Jesús se hace notar por las comidas a que se sienta con cualquiera que le invita o le recibe. Come y bebe, y lo hace abiertamente y sistemáticamente. Su primer cuidado es que la alegría se exprese libremente en el alma de sus discípulos, la alegría de la presencia del esposo en una fiesta nupcial. Y semejante alegría se veda estorbada por una ascésis deprimente. No se trata de ejercitarse, por medio de severas privaciones, en temer la cólera divina o en esforzarse por apartada, sino de apreciar plenamente la bondad de Dios que hace vivir a su Hijo entre los hombres; hay que alegrarse por favor tan extraordinario. Cristo intenta dilatar los entendimientos y los corazones. Enseña con autoridad, y sus oyentes ven en ello una gran diferencia con la enseñanza de los escribas que se remitían a la autoridad del texto que interpretaban. Pero Cristo hace sentir esa su autoridad soberana no abrumando o aplastando las conciencias, sino favoreciendo su espontaneidad. Si se declara señor del sábado, es para suavizar su yugo. En el Sermón de la Montaña se presenta como fundador de una nueva moral: "Se dijo a los antiguos..., mas Yo os digo." Pues bien, los preceptos que inculca tienen como característica hacer crujir las reglas demasiado exteriores, para desarrollar plenamente una actitud interior. Quiere desembarazar a sus discípulos de toda la casuística de los juramentos y promover la franca sencillez del sí o no; recomienda evitar en la oración toda afectación y las fórmulas demasiado complicadas o redundantes y dirigirse a Dios con entera sinceridad, a puerta cerrada; invierte la gradación de las penas previstas por las costumbres de los fariseos para las ofensas al prójimo, asignando el castigo más considerable al ultraje más leve; quiere mostrar que los actos externos importan menos que las disposiciones íntimas: la menor rencilla debe haber desaparecido antes de ir a hacer una ofrenda a Dios. De la misma manera, desdeña las prescripciones destinadas a asegurar una pureza exterior, como las abluciones antes de las comidas o la ausencia de contacto con los pecadores, e insiste en la pureza de corazón. Define el pecado no por la violación de las reglas que prohiben ciertos alimentos, sino por los malos sentimientos que se forman en el fondo del alma. Liberando las conciencias de todo un sistema de prácticas que las ahogan, Cristo quiere que extremen las buenas disposiciones. Hace más absoluto el amor conyugal condenando hasta una mirada adúltera y no tolerando divorcio alguno; suprime todo límite al amor del prójimo, que debe ejercitarse aun con los enemigos y no cansarse jamás de perdonar. Llega hasta a quitar las pendencias su última excusa, la responsabilidad del otro: "Si, pues, estando tú presentando tu ofrenda junto al altar, te acordares allí de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano"89, Considera expresamente el caso en que "tu hermano tiene algo contra ti”, más bien que “tú algo contra tu hermano”, a fin de perseguir hasta sus últimas trincheras la mala voluntad o la pereza en reconciliarse; deben intentarse todos los medios, aun en el caso de que el prójimo 89
Mt., V, 23-24
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parezca culpable o dé pruebas de malevolencia. Por ahí se ve en qué sentido vino Cristo no a derogar la Ley, sino a perfeccionada. Lo que viene a llevar a su plenitud es el espíritu de la Ley, que en ella estaba demasiado bien encerrado. Cuando reclama de sus discípulos una justicia superior a la de los escribas y fariseos, no los invita a hacer más que ellos añadiendo observancias a las suyas, sino a superados cumpliendo interiormente lo que ellos ejecutan superficialmente. Si afirma que ni el menor detalle ni la menor tilde de la Ley pasarán, no es que mantenga todas las prescripciones formalistas, puesto que es el primero en no tenerlas en cuenta; lo que desea es que sus discípulos no se permitan la menor quiebra en la disposición de alma que se les manda: por ejemplo, ningún rasguño - ni el más insignificante - en el amor al prójimo. Cristo se revela, pues, como un Maestro exigente, pero se ve que esa exigencia dimana de su bondad, porque apela a la espontaneidad. Jesús altera completamente la atmósfera del cumplimiento de la Ley, y hasta la naturaleza de esa Ley. Resume todos los mandamientos en el amor; sustituye una Ley que doblegaba las voluntades e imponía cargas por un precepto cuya total ambición es realizarse lo más suave y voluntariamente posible, en el ímpetu de una libertad ansiosa de darse. Prescribe una orientación a la actividad humana, pero de manera que surja de lo más profundo del ser y que la personalidad encuentre: en ella - bien que a través de muchos sacrificios el verdadero modo de desplegarse. Precisamente por que ama a los hombres, Cristo quiere librados de la opresión del temor, y tiene la audacia porque audacia es - de hacer que todo descanse sobre el amor, de pedir al amor la ejecución de la voluntad divina. Repite muchas veces a sus discípulos que están obligados a observar los mandamientos, pero presenta esa obligación bajo la forma de una petición de amor. "Si me amareis - les dice -, guardaréis mis mandamientos"; "Quien tiene mis mandamientos y los guarda, éste es el que me ama"; "Si alguno me amare, guardará mi palabra"; "Quien no me ama, no guarda mis palabras"90. He ahí en qué términos lega su Ley a sus discípulos. Recuérdense los prodigios de poder que acompañaron la entrega de la Ley a Moisés, y el espanto que infundieron en el pueblo, y se medirá el camino recorrido. Para la observancia de la Ley, Cristo cuenta no con el terror, sino con el atractivo de su Persona: tiene suficiente confianza en los hombres para proponerles un programa de vida en que a la necesidad del precepto se junte, transformándola, la espontaneidad del amor. Cuando quiere diseñar el cuadro de la perfección evangélica, no enumera los artículos de un código, sino un conjunto de bienaventuranzas; "Bienaventurados los pobres, los mansos, los puros, los misericordiosos, los pacíficos, los hambrientos, los 90
Jn., XIV, 15, 21, 23, 24
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afligidos. los perseguidos..." Proclama el ideal que viene a predicar en forma de bienaventuranza, para dejar a un lado la coacción ceñuda y triste y estimular la energía gozosa. Señaladamente, no se contenta con exhortar a la resignación a los que padecen; sino que les promete que su tristeza se convertirá en gozo. Aunque trae a los hombres una doctrina moral en que la cruz juega un papel predominante, les muestra que es con ellos y no contra ellos como desea su felicidad y les proporciona e! más excelente medio de llegar a ella; que en Ella soberanía divina, bien que absolutamente trascendente, quiso manifestarse en forma de bondad y asignarse como fin la máxima alegría de los hombres.
Luz que no quiere deslumbrar El mismo respeto a la personalidad manifiesta Cristo en la manera de provocar la adhesión a su Evangelio. Hubiera podido revelarse con tal fuerza de evidencia que arrastrara el asentimiento de todos; pero eso hubiera sido violentar los espíritus, arrebatarlos a pesar suyo. Prefiere anunciar su mensaje y presenta su Persona en una luz más discreta, suficiente para motivar un movimiento de fe, pero no bastante deslumbrados para barrer las resistencias. Aun a sus discípulos no pretende imponerse a cualquier precio, y les reserva a veces la posibilidad de abandonarle. Sin embargo, se ligó a ellos con una amistad fortísima. Con secreta angustia - ellos debieron de percibida en el tono de su voz - les pregunta, después del discurso acerca de la Eucaristía, que ha suscitado un gran número de defecciones: "¿También vosotros queréis marcharos?" 91. Al hacer esta pregunta, Jesús espera con todas sus fuerzas una reacción como será la de Pedro, porque el inmenso afecto que profesa a sus discípulos se refuerza más en d momento en que muchos le abandonan, y su corazón se rompería si los viera irse también a ellos. Y, no obstante, a pesar del vigor de esa esperanza y ese cariño, tiene la suprema delicadeza de dejarles en libertad de marcharse o quedarse. No quiere apropiarse a los que ama, esclavizados a su voluntad, arrastrados en su seguimiento. Eso sería amados no por ellos mismos, sino por sí mismo. Y Él los ama por ellos, por su persona; por lo cual se guarda de sujetada a encadenarla con una avidez demasiado imperiosa de conservados a toda costa. Quiere que la personalidad de sus discípulos se exprese sin trabas y se desenvuelva en el amor, y por eso apela a su libre elección. Si estiman que no pueden soportar las palabras que acaba de pronunciar acerca de su cuerpo que dará a comer y su . sangre que dará a beber, más vale separarse. A ellos, toca decidir. No ejerce presión sobre su inteligencia, como hubiera podido hacerla repitiéndoles a manera de eslogan que Él era el Mesías e induciéndolos a repetido tras Él. Se designa con la misteriosa denominación de "Hijo del hombre", y se limita a suministrar a los apóstoles un gran número de indicios de su misión mesiánica. A los 91
Jn., VI, 68
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enviados de Juan Bautista, que le preguntan de parte de su maestro si es realmente el que ha de venir, responde con la descripción de algunas señales: "Los ciegos cobran vista, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, los pobres evangelizados" 92. A Juan toca sacar la conclusión. Del mismo modo son los apóstoles quienes han de descubrir en Jesús al Mesías y proclamarle tal. "¿Quién dicen los hombres que soy?" Diversas opiniones corren sobre ese punto: unos ven en Él a Juan Bautista, otros a Elías o uno de los profetas. Señal evidente de que hasta ahora Cristo no ha afirmado en términos precisos que es el Mesías. "Y vosotros continúa, dirigiéndose a los apóstoles -, ¿ quién decís que soy?" Es Pedro el primero que afirma la mesianidad de Jesús: "Tú eres el Mesías" 93. En su confesión de fe Pedro verdaderamente halla algo: no es una lección que recita, sino un descubrimiento que hace espontáneamente, bajo la inspiración reveladora del Padre. Cristo es un Maestro que no suplanta a sus alumnos, sino que desarrolla el sentido sobrenatural de ellos de manera que puedan percibir por sí mismos la verdad y llegar por sus propias fuerzas, vigorizadas y guiadas por la gracia, a la solución del problema que plantea la Persona de Jesús. El mejor testimonio de la libertad que deja a los hombres reside en el hecho de que algunos se le resistieron. Los fariseos, que le llamaron seductor y, pervertidor de almas, nunca se dejaron seducir por Él; pero Cristo no toma pretexto de la urgencia que hay de salvados de su mala fe para hacer violencia a sus almas y unidos a sí mismo por medio de un trastorno que los deje aturdidos. Judas, que vive continuamente en su intimidad, conserva la facultad de resistírsele hasta el final. Jesús hace todo lo posible por atraérsele, pero con suavidad y sin jamás hacerle sentir su peso, siendo así que disponía de muchos medios de imponerle una coacción para su bien: lo que quiere es el amor de Judas, y nada más. Volvamos a ver a Cristo en presencia del joven rico. Este se precipita hacia Jesús impulsado por un gran entusiasmo. El Evangelio nos cuenta, en efecto, que corre hacia el Maestro, se arrodilla ante Él y le hace una pregunta que indica una total abertura de alma: "¿Qué he de hacer?" ¿Va Cristo a explotar ese ímpetu, a aprovecharse de él para arrastrar al joven en pos de Sí? De ningún modo. Primeramente trata de calmarle, de hacerle reflexionar y recobrar la serenidad: deliberadamente enfría su sudor, res pondiéndole que acaba de llamarle inconsideradamente "Maestro bueno", porque sólo Dios es bueno. Después, para dejarle tiempo de reponerse de su emoción, le recuerda la serie de los mandamientos, aun cuando adivina desde el principio que el joven anhela hacer algo mejor y pide más. Cuando éste declara que ha observado toda la Ley, Cristo 92 93
Lc., VII, 22 Mc., VIII, 27-30
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le mira a los ojos con un amor particularísimo. ¡Cuán hasta el fondo debió de adentrarse en el alma del joven esa mirada de amor, y cómo debió de invitar y solicitar poderosamente al amor! Sin embargo, no es una mirada arrebatadora que subyuga, pues el joven responde a ofrecimiento tan seductor con una mueca y una negativa. Cristo se guarda, a pesar del intento amor que le profesa, de violar su libertad. Es Maestro bueno rehusando arrancar a sí misma un alma que el joven estaba dispuesto a darle a la ligera. Si más tarde, con un rasgo extraordinario que conviene a un hombre extraordinario, derriba a Saulo en el camino de Damasco, no le quita con ese golpe su libertad más profunda. La prueba de ello es que Saulo tiene suficiente fuerza de espíritu para hacer una pregunta y después otra. Y por sí mismo se pone a disposición de Cristo: “¿Qué he de hacer, Señor? 94”. Jesús no quiere usar del poder discrecional que Saulo le ofrece; que éste se levante y se tome tiempo suficiente para recobrarse do su emoción yendo a Damasco y allí se le indicará lo que ha de hacer. Cristo da a conocer su voluntad a su perseguidor, pero no le fuerza a seguida y deja a salvo en él el dominio de sí. Pablo tendrá tiempo de hacer su acto de fe después de reflexionar y en plena posesión de sus facultades. Contando más tarde este acontecimiento al rey Agripa, añadirá que no fue incrédulo a la visión celeste: habría podido negarse a creer en ella, pero se sometió conscientemente. Cristo, pues, no arrebató el alma de su perseguidor aturdiéndole; antes bien le liberó del peso de su pasado y de los prejuicios que le aprisionaban y le puso en estado de decidirse con toda claridad por o contra Jesús. En el camino de Damasco no se le quitó a Pablo la libertad, sino que se le dio. Este cuidado de Cristo por preservar la libertad ajena demuestra la autenticidad de su amor. Él, la personalidad más poderosa de la Historia, no aplastó las personalidades que le rodeaban o que encontraba, a su paso, porque verdaderamente quería el bien y desenvolvimiento de ellas. El, la Luz, no quiso ser seguido o acompañado por sombras. Fue Él quien suscitó el desarrollo, asombrosamente rico, de personalidades como las de Pedro y Pablo. Fue Él, Maestro bueno, quien las formó y les entregó todos los tesoros de su mensaje y de su vida, pero, como a almas libres que le eran demasiado queridas para que pudiera violentadas y esclavizadas.
EL AMIGO El amigo Cristo ha venido a la tierra para provocar el amor a su Persona, para atraer hacia sí a la Humanidad y el universo. Pero antes de reclamar esa adhesión y para obtenerla, ama Él mismo a los hombres. Su bondad es primera y preveniente. Por eso no se presenta con 94
Hecgos XXII, 10
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los rasgos de un conquistador que viene a establecer su dominación, ni de un propagandista que habla alto para imponer sus ideas. Ciertamente, Cristo está movido por un celo devorador de ganar las almas para su causa y utiliza hasta sus momentos de fatiga para difundir su mensaje, como lo atestigua el episodio. de la samaritana. Pero antes de tomar quiere dar: con el don que hace de sí mismo solicita el don ajeno. A pesar de ser Dios, se entrega a María y José, y así les gana el corazón. A los dos primeros discípulos, que le preguntan dónde habita, les responde invitándolos a seguirle, y con su morada les ofrece su persona. Antes de escoger a Pedro como pescador de hombres, se pone a su servicio y le procura una abundante pesca de peces. Cuando la samaritana viene al pozo, se abre a ella pidiéndola de beber. Es Él quien va hacia los publicanos y pecadores, y se da a ellos manifestándoles abiertamente su simpatía. Le es grata su compañía, en el clima de confianza que reina entre los convidados a una misma comida. Consiente en tener esa confianza aun con los fariseos, aceptando las invitaciones a su mesa. La practica sobre todo con los que Le siguen en sus desplazamientos, con sus discípulos, con el grupito de mujeres que le acompañan a todas partes, la entrega que hace Jesús de sí mismo compendia toda la historia de su venida a la tierra, desde el momento de la Encarnación, en que se entregó al seno de una mujer, hasta el de su Pasión, en que se entregó al beso hostil de Judas, a la tropa de los soldados llegados para prenderle, al Sanedrín y a Pilato, a la cruz. Esa entrega acaba por anudar amistades muy profundas. Se trata de verdaderas amistades, con todo el afecto que esta palabra supone. Lo que Cristo da ante todo es su Corazón, y es el corazón de los demás lo que desea recibir. Se describe a sí mismo como esposo en una boda, es decir, como alguien presa de un amor intensísimo y ternísimo, que quiere contagiar a cuantos le rodean, haciéndoles compartir la alegría de ese amor. No pide a sus discípulos ayunos u otras prácticas de piedad, porque quiere celebrar en cierto modo ese amor en todo su esplendor. Antepone el amor afectivo a un "amor efectivo" con consistente en sus obras. En la casa de Betania Marta se fatiga preparando la comida y se siente desbordada; querría que María, en lugar de reposar al lado del. Señor, le echase una mano. Pero Cristo aprecia más el abandono afectuoso de María que la agitación de Marta, y así lo dice: "Una sola cosa es necesaria" 95: entregarle su corazón. Por el amor afectivo es por donde todo debe comenzar, porque Él es el que da valor a los actos. El ejemplo de Marta muestra que el mismo servicio de Cristo puede ser estorbo para amarle. Y no ha habido mayores adversarios de Jesús que los que pretendían servir a Dios cumpliendo las prescripciones de la Ley, pero descuidándose de amarle verdaderamente. La "mejor parte" que María ha escogido sentándose a los pies del Maestro para escucharle y ser toda de Él, es también la que Cristo quiere ofrecer a los hombres al venir como para desposarse con ellos. Es la parte del afecto ferviente e 95
Lc., X, 42
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íntimo.
El discípulo amado La amistad de Cristo adopta diversos matices. Entre los discípulos Jesús ama principalmente a Pedro y a Juan, pero de manera bien diferente. Profesa a Juan una amistad más tierna, que hace de él "el discípulo a quien amaba Jesús". Sin duda, todos ellos eran “discípulos a quienes amaba Jesús”, pero el vocablo expresa una ternura particular, adaptada al temperamento sensible y delicado de Juan. Desde el primer encuentro con Cristo, Juan se deja atraer por Él; en busca de un ideal de un maestro espiritual, había seguido hasta entonces a Juan Bautista, pero se comprende que al momento prefiriese al rudo asceta la suavidad de trato de Jesús. Abandona, pues, la austera compañía del que blande sobre el pueblo la amenaza de la cólera divina, para acompañar en adelante al "Cordero de Dios" que viene a quitar los pecados del mundo. Como siente una especial necesidad de afecto, aprecia a un Maestro cuya predicación está inspirada por una gran compasión hacia las turbas y cuyos milagros de curación manifiestan a cada paso su bondad. Por eso él es el discípulo que sigue, Cristo más de cerca. Y hay que entender esta proximidad en el sentido material, porque Juan parece inclinado a las manifestaciones sensibles de amistad. Con Pedro y Santiago asiste a la Transfiguración y a la agonía de Getsemaní; pero, sobre todo, tiene la dicha de recostarse en el pecho de Jesús en la última Cena. Para él el corazón de carne de Cristo significa algo, y he aquí que en cierto modo se le entrega ese corazón. Ese momento privilegiado constituye la cumbre de su amistad, la resume en toda su fuerza afectuosa y sentimental, y quedará como el símbolo permanente de ella, puesto que Juan será llamado "el discípulo que se recostó en el pecho del Señor". En el Calvario Juan se halla inmediatamente al pie de la cruz, con las mujeres y es a él a quien confía Cristo lo más querido que tiene en este mundo: su propia Madre. Al discípulo más tierno correspondía el don más tierno. La amistad que había tenido con el Hijo podría proseguirse, en el mismo clima de afecto delicado, con la Madre. Juan es luego testigo de un hecho que le impresiona profundamente: la lanzada del soldado después de la muerte de Cristo. Cierto que esta lanzada no traspasa sino un cadáver, pero alcanza al corazón de carne humana sobre el que, no hace aún veinticuatro horas, el discípulo amado se recostaba en una larga pausa de intenso fervor. Y, como en la víspera la entrega de ese corazón al discípulo representó para éste el testimonio sensible de la amistad más alta, la lanzada le parece ahora el símbolo de un amor que ha sufrido hasta el final. Esta vista le liga más a Cristo, como el espectáculo de un acontecimiento muy íntimo - en que un corazón se descubre totalmente- une más definitivamente a dos amigos. En la mañana de Pascua Juan es el primero de los discípulos que llega ante e! sepulcro vacío. Más tarde, en el lago de Tiberiades, es él quien reconoce al Señor en el
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desconocido que se halla en la ribera, Porque su amor, más tierno, es también más intuitivo. En fin, Cristo, que se entregó a él adaptándose a su carácter, le promete una muerte en la prolongación de su amistad. El jefe de los apóstoles padecerá el martirio, pero Juan no tendrá más que permanecer aquí abajo hasta que el Señor venga. Ese fin será a imagen de! momento de intimidad de la Cena: Cristo vendrá y dejará caer de nuevo sobre su pecho la cabeza de su discípulo. La hermosa expresión con que a menudo se designa la muerte cristiana, "dormirse en el Señor", se verificará de manera particularmente profunda en aquel que aprendió a conocer todo el valor de ese reposo.
Pedro De otro género, robusta y vigorosa, es la amistad con Pedro, Juan se dejó conquistar por la persona de Jesús desde el primer encuentro en que le oyó predicar: las palabras y las miradas de Cristo bastaron para hacerle presentir lo demás, A Simón, más realista y menos contemplativo, lo mueven más los hechos. Por ello es un hecho lo que Jesús le ofrece adherirle a sí definitivamente. “Boga mar adentro - le dice cuando se halla en la barca -, y soltad vuestras redes para la pesca". Indicación audaz de parte de un profano a un profesional, porque no se trata aquí de enseñar una doctrina, sino de coger peces. Jesús interviene en un terreno de la competencia de Simón.. Quiere fundar en la audacia su amistad con él. El atrevimiento de esta orden sorprende a Simón y le seduce. La reacción es característica de un tipo que se observa con frecuencia en Simón y que podría definirse: retroceder para saltar mejor. Le impresiona primeramente la cosa paradójica que desea Jesús, "Maestro - le dice -, con haber estado bregando toda la noche, nada cogimos". Añade, sin embargo: "Pero sobre tu palabra soltaré las redes." Después de haber medido la magnitud del obstáculo, se lanza con tanto mayor generosidad. Y la palabra de Cristo obra lo que el trabajo de la noche no había podido obtener: una captura excepcional de peces. Ante ese prodigio, Simón reacciona a su manera habitual: comienza por retroceder. Se postra a los pies de Jesús diciendo: "Retírate de mí, porque soy hombre pecador, Señor." Pero Cristo le hace salir de su estupor: "No temas, de hoy más serán hombres los que pescarás” 96. Y Simón se da a Él con tanto mayor vigor cuanto que primeramente se había retraído consciente de su indignidad. Es precisamente lo que Cristo quiere: ganársele de manera decisiva. Como se ve, las reacciones de Pedro son fuertes y enteras. Le llevan a hacer un don total de sí mismo. No le ahorran choques ni retrocesos, pero esas colisiones o flaquezas provocan de rebote más seriedad en la entrega, más radicalismo en la adhesión. Cristo conoce esa intrépida generosidad, y por ello usa la audacia con Simón: no duda en pedirle mucho. Pero le da mucho, porque Jesús es el primero en ser 96
Lc., V, 4-10
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generoso, y con una generosidad más entera aún que la de su discípulo. San Juan nos cuenta que en el primer encuentro Jesús confirió a Simón un nombre nuevo: “Tú eres Simón, hijo de Juan: tú te llamarás Cefas (lo que significa Pedro) 97”. Desde el principio, y de la manera abrupta que conviene al temperamento de Simón, le regala el más hermoso destino, destino que incorpora definitivamente a su persona inscribiéndole en su nombre. Simón es desde ese momento la piedra fundamental de la Iglesia. La prodigalidad de las pesca milagrosa manifiesta la prodigalidad inicial con que Cristo otorgó el nombre de Pedro; la multitud de almas cuya conquista le confió desde el primer instante. La amistad continúa, como comenzó, con muestras de magnífica liberalidad por parte del Maestro, y con arranques de fe por parte del discípulo. Cuando Jesús se acerca de noche a la barca de los apóstoles caminando sobre las olas del lago, les inspira tal espanto que se ponen a dar gritos. Pedro tiene miedo como los demás; pero, según su manera ordinaria de reaccionar, desde que oye la voz tranquilizadora de Jesús, da prueba de una confianza tanto más extraordinaria cuanto más vivo ha sido su temor: “Señor, si eres Tú, mándame ir a Ti sobre las aguas.” Es la petición que Cristo quería provocar en él: desea asociar a Pedro a las manifestaciones de su poder, y por ello le convida a venir. Pedro se aventura a sali fuera de la barca y camina atrevidamente sobre las olas: imagen de una amistad en que Cristo y su discípulo van uno hacia otro en un prodigio de fuerza sobrenatural, dominando la tempestad de los elementos. Al compartir con él su poder de caminar sobre las aguas, Jesús le concede la prefiguración de un poder supremo que se sostendrá milagrosamente y desafiará las tempestades. Mas, viendo la furia del vendaval, Pedro vuelve a sentir miedo, comienza a hundirse y clama con ardor al Maestro: “Señor, sálvame”. Una vez más la flaqueza de un instante suscita un ímpetu más ansioso hacia Jesús. Éste extiende la mano para asirle: “Poca fe, ¿por qué titubeaste?98”. Jesús halla demasiado pequeña una fe que, sin embargo, es mayor que la de los demás discípulos: a Pedro pide más, como a su mejor amigo. La audacia de su fe no debe tener límites. Por eso, cuando Jesús, después del discurso eucarístico, hace a sus discípulos la pregunta: “¿También vosotros queréis marcharos?”, podemos imaginar que sea Pedro sobre todo a quien dirige su mirada. Y a la angustia velada del Maestro, a quien el abandono de sus doce causaría un terrible dolor, responde la angustia de Pedro, que no puede soportar la idea de una deserción: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna99". Del mismo modo que Jesús en ese momento crítico intenta apretar sus lazos con los discípulos, Pedro, a vista de las defecciones, se adhiere a Él con más vigor. 97
Jn., I, 42 Mt., XIV, 25-31 99 Jn., VI, 67-68 98
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Están las vidas de ambos tan bien ajustadas, que una separación sería para ellos una tragedia. "¿También vosotros...?", dice Jesús, preguntando si va a perder todo lo que le queda, lo más querido que tiene en el mundo. "¿ A quién iremos?", declara Pedro, como poseído de vértigo ante el vacío que dejaría la ausencia de Jesús. Sus almas se remiten el eco de los mismos sentimientos. Ese ajuste llega hasta las más íntimas profundidades de su ser. A la pregunta del Maestro "Y vosotros, ¿quién decís que soy?", Pedro responde tocando e! fondo de la personalidad de Jesús: "Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios viviente 100". En la penetración del enigma de esa persona va más lejos que ningún otro ha ido hasta el presente; descubre lo que Jesús revelará a Caifás en e! proceso final. A la audacia de su fe responde la audacia de la confianza que Cristo le demuestra con la investidura que le promete. Si Pedro proclama la misión mesiánica de Jesús. Este anuncia el destino eminente del jefe de su Iglesia. A su vez el Maestro penetra hasta el fondo en el alma de su discípulo: "Y Yo a mi vez, te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia...101". Así se enlazan en esa amistad la grandeza de los destinos, un hondo conocimiento recíproco y una intrépida confianza mutua. Mas para que ese lazo se haga más fuerte, ha de ser atravesada una gran crisis. El pensamiento y los sentimientos de Pedro conservan una divergencia profunda con los de Jesús en lo concerniente a la orientación de su mesianismo. Pedro ha soñado siempre en un Mesías glorioso; Jesús, en cambio, sabe que camina hacia los tormentos y la muerte. Cuando predice su Pasión, Pedro le toma aparte y se pone a dirigirle severos reproches y a tachar esa profecía de sacrílega: “¡No lo consienta Dios! Señor, de ningún modo te acaecerá tal cosa”. Cristo reacciona con una viveza extrema: "Quítateme de delante, Satanás; piedra de escándalo eres para mí, pues tus miras no son las de Dios, sino las de los hombres102" . Esa prontitud en rechazar con aspereza al discípulo proviene de la fuerza de su amistad: Jesús siente tanto más la seducción de la tentación cuanto que le llega por boca de un apóstol profundamente amado. La invitación es más peligrosa que en el desierto: entonces Jesús no tenía frente a sí más que a Satanás, pero hoy es su gran amigo el que le tienta, con una voz que le agrada oír y un afecto enternecedor y tiene que defenderse contra su corazón; no quiere dejarse conmover; por eso protesta - con tanta vehemencia, y desenmascara bajo los rasgos y en las palabras de Pedro la siniestra presencia de Satanás. Prestándose a esos pensamientos demasiado humanos, sugeridos por el espíritu del mal, Pedro se ha lanzado a través del camino como una piedra de escándalo, destinada a hacer caer al Maestro. Con su invectiva Cristo nos deja sospechar su ternura: su reacción patentiza el influjo que ejercen sobre Él los deseos de su amigo. 100
Mt., XVI, 15-16 Mt., XVI, 18 102 Mt., XVI, 22-23 101
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La colisión se reproduce en la última Cena. Al ver a Jesús ceñirse con un lienzo y lavar los pies de los discípulos, Pedro siente hervir su indignación. No admite que el Maestro se rebaje a la categoría de siervo. Cuando Jesús llega a él, se desborda y ex plota: "Señor, ¿ Tú a mí lavas los pies?" Jesús le responde: "Lo que Yo hago, tú no lo sabes ahora: mas lo entenderás después." Pero Pedro replica con más violencia: "No lavarás mis pies nunca jamás." Jesús emplea el gran argumento: "Si no te lavo, no tienes parte conmigo." Simón ha de escoger: o dejar hacer o perder la amistad de Cristo. Entonces, ante esa terrible eventualidad, siente refluir a sí todo el vigor de su amor y se entrega por entero. Es su reacción habitual, el don completo que sucede a un retroceso pasajero: "Señor, no mis pies solamente, sino también las manos y la cabeza103". Estos choques preparan la gran prueba que va a sacudir su amistad: la Pasión. Jesús advierte especialmente a Pedro de la tentación que le amenaza: Satanás va a zarandearte como el trigo. Pero añade que ha rogado por él a fin de que no desfallezca su fe; en la hora del peligro, Cristo, a quien todos abandonarán bien pronto, no desampara a sus amigos, y como en otro tiempo, después de haber dejado a Simón hundirse en las olas, extendió al punto la mano para salvarle, así ahora le dejará hundirse en su negación, pero volverá a levantarle inmediatamente, suscitando su arrepentimiento. Hasta tiene la audacia de decide: "Y tú un día, vuelto sobre ti, conforta a tus hermanos104". Es al que tendrá la flaqueza de negarle a quien pide que sostenga a los demás. Pedro lo hará, no con sus propias fuerzas, que se habrán ido miserablemente a pique, sino con el apoyo del Señor. Pedro no cree en la predicción solemne y precisa de su triple negación. No obstante, no se puede poner en duda su generosidad. "Señor, contigo pronto estoy en ir aun a la cárcel y a la muerte105". Y en la ocasión del prendimiento de Jesús, apenas despertado de su modorra, se apresta a poner por obra su resolución y saca su espada, dispuesto a morir, si es preciso, cubriendo, al Maestro con su cuerpo. Esa generosidad no tiene más que un defecto: es demasiado natural. Pedro tiene demasiada confianza en su fuerza humana de afecto. No ha comprendido todavía que la amistad con Cristo no puede establecerse más que un plano sobrenatural. Es el movimiento sobrenatural de la fe lo que hasta aquí le ha unido al Maestro: la revelación del Padre, en virtud de la cual vio en Jesús al Mesías, y la confianza en la omnipotencia de Cristo, que le hizo caminar sobre el lago. Ahora bien, la Pasión exige, para ser comprendida y aceptada, criterio y energía sobrenaturales a la naturaleza: causa repugnancia e incomprensión. Pedro, que se descuidó de velar y orar en Getsemaní, se presenta ante la tropa de soldados con una valentía natural; pero Cristo condena su recurso a la violencia, y cura al siervo herido. 103
Jn., XIII, 6-9 Lc., XXII, 32 105 Lc., XXII, 33 104
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Entonces la valentía del apóstol se derrumba. Huye con los demás. Cuando regresa a las cercanías del local en que se desarrolla el proceso, está de tal modo bajo el imperio del temor, que, ante siervos o desconocidos, niega por tres veces conocer al acusado. En ese momento Jesús reanuda una amistad que parecía iba a romperse. A la tercera negación se deja oír el canto del gallo, "y volviéndose, el Señor miró a Pedro106". Esa mirada le salva, porque no lleva condenación alguna y llega simplemente como un llamamiento al amor. Pedro sale a llorar una culpa que sabe perdonada ya. Después de la Resurrección, Cristo quiere demostrarle que sus privilegios de jefe de los apóstoles subsisten intactos: Simón es el primero de los discípulos a quien se aparece. Y en la aparición del lago de Tiberiades su estrecha unión queda sellada para siempre. Las circunstancias son idénticas a las de otro tiempo, cuando Simón lo dejo todo para seguir al Maestro. Es como una segunda vocación. El trabajo de toda la noche ha sido infructuoso. "Echad la red a la derecha de la barca - les dice un desconocido y hallaréis107" . Por última vez Jesús hace comprender a Simón que ahí donde todos sus esfuerzos humanos han fracasado, la confianza en el Señor puede producir maravillas. Es la pesca milagrosa. Después de haber comido juntos, Cristo dice a Pedro: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?" Con ello manifiesta toda la importancia que atribuye al amor de Pedro: llega hasta a solicitar de él una declaración expresa: "Sí, Señor, Tú sabes que te quiero." A la protesta de amor de Pedro responde el más amoroso favor de Cristo, que hace de su discípulo el pastor de la Iglesia: "Apacienta mis corderos." Por segunda vez le dirige la misma pregunta, y a la tercera pone en ella un acento de mayor ternura, empleando un verbo "amar" más afectuoso. El recuerdo de la tercera negación provoca el más amistoso llamamiento al amor. A Pedro le entristece ese recuerdo, pero a la vez le lanza con un ímpetu más total hacia el Maestro: "Señor, Tú lo sabes todo; TÚ bien sabes que te quiero." Jesús le inviste de nuevo de su función de jefe y le predice su martirio. “En verdad, en verdad te digo: Cuando eras más joven, tú mismo te ceñías y anclabas donde querías; mas cuando hayas envejecido, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde tú no quieras108”. Tal será el coronamiento de su amistad. Cristo, que comunica a Simón su propio oficio de buen pastor, le transmite igualmente la más sublime misión del buen pastor: la de dar la vida por sus ovejas. Es la última audacia de su amistad: Jesús acabará llevando a Pedro a donde él tenía tanta re pugnancia en ir; él, que había tratado de apartar al Mesías del Calvario. Así debe rematarse la transformación de Simón en Pedro. Porque si la amistad de Cristo se adaptó al temperamento recio ,y vigoroso de Simón, terminó por obrar una revolución completa en él. Aprovecha como cosas preciosas los recursos naturales, pero 106
Lc., XXII, 61 Jn., XXI, 6 108 Jn., XXI, 15-18 107
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trastornándolos. A ese hombre que se halla en plena conciencia de sus fuerzas, Jesús le prueba su flaqueza y le aporta una fuerza trascendente. Para conquistar su alma, le deja trabajar toda una noche noche sin coger ni un pez, hundirse hundirse en las aguas del lago, negar negar a su Maestro. Y le pide que tenga fe en un poder que le proporciona una pesca milagrosa, le sostiene sobre las olas y suscita un amor tanto más intenso cuanto más vergonzosa fue la caída. La amistad de Jesús utiliza las reacciones del temperamento pronto y generoso de Simón - que hacen que a retrocesos momentáneos, flaquezas o colisiones suceda un salto de donación más, más, total -, de manera manera que él desconfíe desconfíe de sí mismo mismo y ponga toda toda su confianza en el apoyo que le da el Maestro. Simón se convierte en Pedro - es decir, en la roca inconmovible sobre la que descansa el edificio de la Iglesia - en la medida en que se abre enteramente a Cristo y recibe de Él su energía y firmeza. Lejos de retirar o disminuir sus favores a consecuencia de la negación, Jesús los confirma definitivamente: esa negación le proporciona la ocasión de dar más a su discípulo, borrando la ofensa cometida. Cristo busca esas ocasiones de mostrarse generoso con sus amigos. Y la culpa de Simón lleva más seguramente, a éste a la disposición de alma de quien todo lo ha de recibir y tiene necesidad de ser sostenido por otro. Concluye, pues, en un trastrueque de orden sobrenatural. La amistad de Cristo es gracia transformadora y trastornadora; gracia fiel, a la que no desalientan los descarríos pasajeros; gracia que hermana la ternura con la fortaleza, y funda en el don del corazón la misión más audaz: "¿Me amas?"
Lázaro Muy diferente se nos presenta la, amistad con Lázaro - toda de descanso y consuelo -, que Jesús se hizo al margen de su actividad apostólica. Muy poco nos hablan los Evangelios de esta amistad tan apacible y, por así decir, invisible; San Lucas, que cuenta una escena de Betania citando los nombres de Marta y María, no menciona a Lázaro. Podemos simplemente sospechar que a Jesús le gustaba pasar por Betania; que en casa de Lázaro se reponía de las fatigas de la jornada, y se distraía, de la tensión de su predicación con el descuido de una conversación llena de confianza; que, en medio de los odios que le perseguían y las amenazas que pesaban sobre El, hallaba en casa de su amigo refugio seguro y fidelidad indefectible. Por eso cuando Lázaro cae enfermo, sus hermanas mandan a Jesús este simple recado: "Señor, mira, el que amas está enfermo109". Ni siquiera es necesario decir su nombre: no mbre: Lázaro es el que ama el Señor. Aunque no toma inmediatamente el camino de Betania, Cristo tranquiliza a los mensajeros: "Esta "Esta enfermedad no es de muerte, sino para gloria de Dios, a fin de que por ella sea glorificado el Hijo de Dios”. Palabras enigmáticas, sin duda, pero de las cuales los enviados debieron de retener sobre todo la afirmación "Esta enfermedad no es para 109
Jn., XI, 3
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muerte." La promesa era suficiente para sostener su confianza: Jesús no abandonaría a su amigo. En su fidelidad llega incluso hasta el valor heroico, porque cuando se decide a volver a Judea al lado de Lázaro, se expone conscientemente a los golpes de sus más feroces adversarios, y arriesga su vida. "Maestro - le dicen 1os discípulos -, ¿ahora trataban de apedrearte los judíos y otra vez vas allá?" Y como el Maestro persiste en su decisión, ellos tienen la impresión de acompañarle a la muerte. "Vamos también nosotros - dice Tomás a sus compañeros para morir con Él." Para ir al socorro de Lázaro, Jesús está dispuesto a sacrificarlo todo: quiere ser fiel hasta la muerte, y ni la amenaza de los fariseos ni las objeciones de los discípulos le hacen vacilar en ir junto a un amigo que tiene necesidad de Él. Si su amistad se muestra intrépida, manifiesta también en esta ocasión su carácter tierno y afectuoso. ¿No ocultan ya mucha ternura estas palabras que dirige a los apóstoles: "Lázaro, nuestro amigo, se ha dormido, pero vaya despertarle"? Habla como si no hubiera cesado de velar el sueño de Lázaro: capaz, en todo momento, de hacerle abrir de nuevo los ojos a una simple indicación, como si aún más allá de la muerte hubiera continuado manteniendo la. misma familiaridad con él. Se hubiera podido creer que, dada su omnipotencia, que podía en todo instante restituir la vida a Lázaro, y, por otra parte, se disponía a hacerla, Jesús no habría de sentir pena por esa muerte. Hasta se alegra, antes de partir otra vez para Judea, de la gran sorpresa que prepara: "Lázaro murió, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis." Sin embargo, cuando llegado a Betania, ve a María venir a echarse sollozando a sus pies, y a los conocidos que la rodean llorar con ella, se estremece profundamente. Se 1e ve sacudido por la emoción: tiene justamente tiempo para hacer una pregunta: "Dónde le habéis puesto?", y su pena estalla. "Lloró Jesús. Decían; pues, .los judíos: Mira cómo le quería." Que Jesús llore - así a su amigo muerto cuando va a darle la l a alegría de resucitar, demuestra que quiere ser sensible a todas las emociones del amor, aun a aquellas de las que la razón habría podido dispensarle. ¿No es una de las notas del amor ser accesible a las emociones, dejar al corazón enternecerse por simpatía? ¡El ideal de Cristo está tan alejado de la indiferencia estoica, que pretendía anular y domar todas las turbaciones de los sentimientos! El Evangelio declara expresamente que Jesús "se conturbó". Bien habían juzgado los estoicos que la emoción constituye una debilidad, pero el verdadero amor acepta esa debilidad, y con ello se reconoce humildemente dependiente de la persona amada. Cristo Cristo admite en sí la debilidad de las lágrimas, lágrimas, y los circunstantes no se engañan al ver en ello una señal de amor. Cuando llega al sepulcro, Jesús siente otra vez un estremecimiento de dolor que le agita hasta el fondo del alma. Experimenta la tristeza que sienten los hombres ante la tumba del ser querido que acaban de perder. Recobra luego toda su firmeza, manda quitar la piedra y, después de haber invocado al Padre, hace salir al muerto del sepulcro.
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El Evangelio no nos cuenta el encuentro y abrazo de Jesús con su amigo, pero, ha subrayado bastante los movimientos de compasión de Cristo para que podamos adivinar su alegría, alegría tanto más entusiasta cuanto más penosa había sido la prueba. El que lloraba hacía unos instantes, sin duda derramaría ahora lágrimas de felicidad. Con este episodio capital la amistad de Jesús y Lázaro entra plenamente en el drama de la Redención. Ya hemos observado hasta qué punto la amistad, con Simón se situó en un orden sobrenatural, trastornando las concepciones humanas del apóstol. Habría podido esperarse que la amistad con Lázaro permaneciera apacible y extraña a la obra propiamente, redentora, puesto que se había establecido fuera del grupo de los discípulos y no se enderezaba a la formación de un apóstol. Pero Cristo da prueba de una audacia excepcional, ya que expresamente deja morir a su amigo y le impone el más radical de los sacrificios. Altera todas las costumbres confortables de la amistad, e introduce ésta en el plan sobrenatural de la Redención, haciendo pasar a Lázaro por una muerte y resurrección que son el anuncio inminente de su propia Muerte y Resurrección. Jesús quiere que la suerte de su gran amigo sea una prefiguración de la suya; desea que Lázaro se le parezca de una manera eminente, esbozando el drama de la salvación, y ése es el favor más terrible y más noble que le hace, el don más ,grandioso de su amor.
Judas Vengamos ya al capítulo más triste del Evangelio: la amistad de Cristo con Judas, amistad dolorosa y escarnecida. Ninguna otra muestra más claramente que Jesús ama antes de ser amado y aun sin ser amado. Cuando llamó a Judas a que le siguiera le envolvió en una mirada de amor, en la que brillaba una inmensa esperanza. No le dio menos que a los demás discípulos: todas las alegrías de su intimidad, todos los misterios de su doctrina, todas las confidencias de su alma. Le escogió de entre muchos para hacer de él uno de los pilares de su Iglesia, y le destina a sentarse sobre uno de los "doce tronos" preparados para juzgar a la nación de Israel. Le envía en misión apostólica, entre los setenta y dos discípulos y le hace realizar maravillas. Pero llega un momento en que Jesús quiere elevar más francamente su amistad con sus apóstoles a un nivel sobrenatural. No acepta el entusiasmo natural que resulta del milagro de la multiplicación de los panes y en su discurso sobre la Eucaristía, explica el sentido espiritual de este milagro, prometiendo dar a comer su cuerpo y a beber su sangre. Ese discurso desconcertante, que desorienta la inteligencia de los oyentes, reclama una sola respuesta: la fe. Todos los apóstoles hacen ese acto de confianza en el Maestro, excepto Judas. Este abandona de corazón a Jesús, pero decide permanecer con Él por interés. Cristo trata de hacerle comprender que no se deja engañar: "De vosotros uno es dia blo110". Se expresa veladamente; podría expulsarle con indignación, pero le conserva en 110
Jn., VI, 71
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su compañía con la esperanza de convertirle y ganárselo de nuevo. Sigue siendo, en efecto, amigo de Judas y la hipocresía del discípulo, que le hiere en lo más profundo no le hace renunciar a la sinceridad de su amistad. Persiste en amar al que, cada vez más, no piensa sino en sacar de Él el mayor provecho; y a las mañas con que Judas intentará perderle opondrá las mañas de un afecto que se ingeniará en salvar al discípulo pervertido, en arrancarle a su traición. desde entonces Cristo siente detrás de sí a uno que le espía y le explota, que le evalúa. Cuando en Betania María toma una libra de perfume de gran precio para derramarlo sobre los pies de Jesús, Judas le reprocha ese despilfarro: "¿Porqué no se vendió este perfume. en trescientos denarios y se dio a los pobres?111". Cristo no vale trescientos denarios: entre Él y una suma de dinero Judas ha hecho ya su elección, y e1 acuerdo que va a concluir con los príncipes de los sacerdotes se contentará con un precio diez veces menor. La unción de María le da la impresión de que el precio máximo que espera obtener de los fariseos, tiene unas decenas de denarios, es irrisorio para el valor comercial de Cristo y que en ese contrato va a dejarse engañar. Tal vez es éste un motivo que aumenta la violencia de su protesta. A todos esos cálculos, cada uno de los cuales es un insulto a su persona, Cristo responde simplemente apro bando el rasgo de María sin querer desenmascarar el verdadero motivo inspirador del reproche formulado contra ella. En la última Cena Jesús emprende una última tentativa, verdaderamente patética, para apartar a Judas de su designio. Primeramente deja ver su tristeza: “Jesús se conturbó en su espíritu”112. Después – dice el evangelista – “declaró”, como para afirmar solemnemente algo casi increíble, algo de que le cuesta convencerse y que va a sorprender al grupo de los discípulos: “En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me entregará”. A la vez que se esfuerza por ablandar con su tristeza un corazón endurecido, se dirige a la inteligencia de Judas, para demostrarle que todos sus fingimientos son incapaces de ocultarle a la mirada del Maestro, y que, por tanto, le sería mejor rendirse a esa luz. Hasta ahora Cristo ha tenido la delicadeza de no nombrar nunca a Judas cuando aludía a aquel de los doce que se disponía a traicionarle. Siempre le dejó la posibilidad de volver a mejores sentimientos sin que los demás pudieran sospechar siquiera que había sido infiel. Por eso, a pesar de varias advertencias, los discípulos ignoran a quién se refiere y discuten entre sí. En este momento Cristo emplea los grandes medios, bien que con la discreción de un amigo. Para hacer impresión en Judas, revela a Juan que el traidor es aquel a quien va a alargar el bocado de pan y al alargárselo, ofrece de nuevo a Judas su alianza y amistad. Es como si le dijera: "Judas, Yo sé perfectamente que eres un traidor, ya que puedo hasta designarte nominalmente. No obstante, estoy siempre presto a volver a tomarte por amigo, si quieres cambiar tus 111 112
Jn., XII, 5 Jn., XIII, 21
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disposiciones." Pero Judas persevera en su hipocresía, porque acepta el bocado conservando su alma de traidor. Por eso el evangelista declara: "Y tras el bocado, en el mismo instante, entró en él a Satanás." Ciertamente Satanás se halla ya desde hace mucho tiempo en él, pero después de cada fracaso del amor de Cristo, Satanás penetra más adentro en su alma 113. Jesús, que no ha tenido éxito ofreciendo su cariño, utiliza la amenaza para hacer retroceder a1 traidor: "El Hijo del hombre se va, según está escrito; mas ¡ay de aquel hombre por cuyas manos, el Hijo del hombre es entregado! Mejor le fuera a aquel hombre no haber nacido" 114. No es todavía una condenación. pero sí una terrible amenaza, destinada a hacer reflexionar a Judas. Y cuando éste huye subrepticiamente de la sala para hundirse en la noche, Jesús le amonesta todavía: "Lo que vas a hacer, date prisa en hacerlo." Su amistad quiere perseguirle por medio del remordimiento. En la escena del prendimiento, cuando Judas trata de hacer que la tropa eche mano a Jesús. Este se esfuerza todavía por conquistar un corazón tan rebelde. Cuando el traidor se acerca a abrazarle. Cristo le amonesta, como antes de alargarle el bocado de pan: «Amigo, ¡a lo que has venido!"115. Y Se abandona con toda la sinceridad de su amor a ese abrazo, en el que, por parte de Judas, todo es hipocresía e interés: Le muestra a la vez su dolor, su perfecto conocimiento de todo, su reproche por tal infamia, y su ternura siempre dispuesta a perdonar, dirigiéndole esta queja: «¡Judas! ¿Con un beso entregas al Hijo del hombre?"116. Y ¿quién sabe si después, en el curso de los desplazamientos del proceso, no se arregló para encontrarse con la mirada de Judas, como con la de Pedro, y le lanzó un último llamamiento? Cristo continuó siendo amigo de Judas hasta el fin. Pero no pudo impedir el desenlace trágico de esa amistad. Judas se hizo cada vez más enemigo de Jesús, porque se negó a entrar en las miras sobrenaturales que aquella amistad exigía. Simón aceptó perder la confianza que tenía en sus propias fuerzas para apoyarse exclusivamente en Cristo, y arrastró al mismo camino a los demás discípulos; Lázaro aceptó morir para renacer; todos los amigos de Jesús tienen que perderse para encontrarse. Pero Judas no se sometió a esa condición: quiso conservar toda su confianza en los bienes de este mundo y cuando, después de haber recibido el precio de su traición, comprendió su valor irrisorio, rehusó trasladar su confianza a Cristo y prefirió la desesperación de un alma que había adquirido conciencia de su malicia y del vacío de las cosas terrenas. Se encerró más salvajemente en sí mismo, para protegerse contra lo últimos asaltos de una 113
Cfr., p. ej., Lc., XXII, 3. Mt., XXVI, 24 115 Mt., XXVI, 50 116 Lc., XXII, 48 114
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amistad que no le abandonó hasta el último suspiro, bien que él echara a perder todo el fruto de la misma. Fiel hasta el extremo límite, Cristo pidió al Padre perdón para Judas como para sus demás enemigos, pero - según parece - el traidor, ahorcándose, pervirtió hasta el extremo límite el don de una amistad tan heroicamente perseverante.
Los discípulos desconocidos Hemos relatado algunos casos particulares de la amistad de Cristo. De hecho, Jesús la tuvo con cada uno de sus discípulos; pero el Evangelio se limita a describir algunos hechos dispersos. Para poder contamos por menudo la historia de todas esas amistades, los evangelistas habrían tenido que interrogar a todos los discípulos, uno tras otro, a fin de retener, de sus numerosos recuerdos, palabras o acciones con que Jesús los había vinculado a sí de manera especialísima. Pero ese método no cuadraba ni con sus posibilidades ni con el fin de su relato; que consiste en diseñar las líneas esenciales de la vida y doctrina de Cristo. Sin embargo, se nos ha conservado un ,episodio que manifiesta con una viveza impresionante de qué modo tan personal se ligó Jesús con cada uno de sus discípulos, aun con aquellos que, perdidos en un grupo numeroso, no son mencionados en el Evangelio. Es la aparición de Cristo resucitado a los dos, discípulos que van a Emaús. No forman parte de los Doce, no aparecen distintamente por ningún lado en los relatos evangélicos. Y, sin embargo, en medio del tumulto de ese día de su Resurrección, Jesús no se olvida de ellos. Abandonan Jerusalén porque han perdido la esperanza. Van rumiando tristemente su chasco, cuando se les junta en el camino un desconocido. A Cristo le gusta aproximarse a sus discípulos en los momentos críticos. Les manifiesta todas las delicadezas de la amistad. Primeramente se interesa por ellos: "¿,Qué pláticas son esas que cambiáis entre vosotros mientras vais caminando?" Después les invita a declarar los motivos de su tristeza, sabiendo qué consuelo es para una persona que padece poder exponer su padecimiento. En esta conducta de Cristo - notémoslo hay algo más que un juego. Cierto que Jesús conoce de antemano todo lo que van a contarle los discípulos y tiene perfecta conciencia de poseer un medio infalible para devolverles la alegría. Pero desea simpatizar con sus amigos y participar realmente en sus penas, para mejor hacerlas desaparecer. Por paradójico que el hecho pueda parecer, le vemos, resucitado y gozando ya del triunfo y felicidad definitivos, tomar parte en el dolor de personas que se entristecen todavía por su muerte y no creen en los rumores de su Resurrección. Su corazón sigue siendo accesible a todas las miserias humanas, cualesquiera que sean. Después de haberlos escuchado, Jesús les da una sacudida para sacados de sus sombrías cavilaciones y provocar en ellos una saludable reacción, "¡Insensatos!", les dice. Y les demuestra su ceguera pasando revista a los profetas y exponiéndoles cómo el
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Mesías debía entrar, en la gloria por medio del padecimiento. Lejos de cerrarse hoscamente ante el vigoroso apóstrofe que el desconocido les dirige y la lección de Sagrada Escritura que les da, los discípulos están interiormente encantados. En e1 fondo de sí mismos no deseaban otra cosa que ver probar que su tristeza no tenía fundamento y que acababan de conducirse como ciegos: eso sería encontrar algo de la esperanza perdida. Por eso están pendientes de los labios de ese hombre que los consuela tan luminosamente, y cuando, a su llegada a la aldea, hace ademán de proseguir su camino, ellos se agarran a Él y le fuerzan a entrar en su casa. De nuevo este fingimiento de Cristo no es un simple juego: si aparenta querer seguir adelante es para suscitar un movimiento de parte de ellos. Tiene interés en la espontaneidad de sus amigos. Hasta aquí se ha impuesto en calidad de desconocido, pero ahora que comienzan a conocerle y se hacen capaces de apreciarle, les toca a ellos decidir si esa compañía debe prolongarse. La perspectiva de perder un compañero que acaba de levantarles la moral provoca las instancias que Jesús esperaba. Cómo se goza con la especie de violencia que le hacen y el ruego que le dirigen: ¡"Quédate con nosotros"! Los discípulos invocan como motivo el declinar del día, pero bien ven los tres que eso no es más que un pretexto. ¿No ha bajado Cristo a la tierra para que los hombres se aficionen a Él y le fuercen a permanecer junto a ellos? Su amistad ha obtenido lo que deseaba. La aventura se termina con la expresión ordinaria de la amistad, una comida en común. Pero Cristo había compartido tantas veces sus comidas con los discípulos, que le era fácil hacerse conocer en el simple ademán de la fracción del pan. En el momento en que los ojos de los discípulos se abren, desaparece. Pero les deja el calor de su presencia, ese calor que habían sentido a lo largo del camino: "¿Por ventura nuestro corazón no estaba que ardía dentro de nosotros cuando Él nos hablaba en el camino...?"117. Ese ardor se transforma en un entusiasmo que los hace volver inmediatamente a Jerusalén. ¿No es éste el tipo de amistad que Cristo entabla con cada fiel? Acompaña en el camino, interviniendo sobre todo en el instante en que el alma está abrumada de tristeza, y convierte poco a poco el dolor en alegría, recordando la doctrina esencial de que la salvación se obró por la Pasión y de que la felicidad no se alcanza sino a través del sufrimiento. Enardece a su discípulo con su presencia y hace que se le aficione de tal manera que le invite y le fuerce – por así decirlo - a quedarse. Pero Él permanece siempre más o menos desconocido, como un amigo discreto que se escapa cuando se cree cogerle y desaparece cuando se le reconoce. Está muy cerca, visible e invisible a la vez, introduciéndose como un compañero en los monólogos de los corazones sin que los ojos ciegos reparen en él, y transforma así la historia monótona y solitaria de cada uno en el encanto ferviente de una amistad. 117
Lc., XXIV, 13-32
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Las mujeres El Evangelio nos enseña que Cristo hace objeto de su amistad no sólo a los hombres, sino también a las mujeres. Hay mujeres que le siguen al mismo tiempo que los discípulos, como lo relata San Lucas: “... Y recorrió Él una tras otra las ciudades y aldeas predicando y anunciando la buena nueva del reino de Dios; y con Él iban los Doce y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malos y enfermedades: María la llamada Magdalena, de la cual habían salido siete demonios, y Juana la mujer de Cusa, procurador de Herodes, y Susana, y otras muchas, las cuales les servían de sus haberes”118. Estas mujeres se adhieren, pues a Cristo, como los discípulos, pero no tienen la misma formación ni la misma función que ellos. Prestan servicios, los múltiples servicios económicos que reclama el mantenimiento de la comunidad apostólica. Si se preocupan menos de asimilar la enseñanza de Jesús, se ligan más a su persona y le son más fieles en la prueba de la Pasión, le siguen sin vacilación al Calvario y se mantienen junto a Él al pie de la cruz. Embalsaman su cuerpo antes de ser puesto en el sepulcro, y en la mañana de la Resurrección son las primeras en volver a él: ¡en tan vivos deseos arden de encontrar de nuevo la presencia del Maestro, aunque sea en un cuerpo inanimado! Se diría que ya no pueden vivir sin Jesús. La reacción de María Magdalena ante el sepulcro vacío es sintomática. En sí la desaparición de un cadáver no es una desgracia muy grande, sin proporción, de todo modos, con la catástrofe del Calvario. Pero María Magdalena estalla en sollozos: es como si se le quitara otra vez a Cristo. "Se llevaron a mi Señor y no sé dónde le han puesto". Jesús es su Señor, Él es de ella como ella es de Él, y ¡he aquí que. se le arrebatan! Obsesionada con su dolor, dice al, que cree hortelano: "Señor, si Tú te lo llevaste, dime dónde le pusiste, y yo lo tomaré"119. Proposición loca, porque el que hubiese quitado el cuerpo no estaría dispuesto a devolverlo, y María no habría podido transportar el cadáver. Pero ninguna imposibilidad cuenta ante el deseo de volver a entrar en posesión de Cristo. ¡Qué entrega tan absoluta, qué adhesión tan fanática - por decirlo así - a la persona de Cristo se advierte en tales palabras! A esta fidelidad total, a esta intrépida voluntad de encontrarle, Jesús responde haciéndose reconocer de la manera más encantadora y entregándose a los ímpetus de afecto tan tenaz. También a las demás mujeres se aparece expresamente mucho antes de mostrarse a los discípulos. Ahora es Él quien responde, pero, como siempre, fue suya la iniciativa de esas amistades. San Lucas especifica el origen de varias de ellas: la curación o la liberación de la posesión del demonio. Y se puede afirmar de manera general - por los demás 118 119
Lc., VIII, 1- 3 Jn., XX, 13 - 15
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ejemplos citados por los Evangelios - que Jesús trata a las mujeres con gran simpatía, aunque no sean ángeles de pureza; recuérdese su actitud respecto de la mujer adúltera, de la mujer llegada a casa de Simón el fariseo, de la samaritana, de la cananea, de la viuda de Naím. A veces muestra verdadero atrevimiento al dirigirles la palabra en público, y los apóstoles se asombran de verle en conversación con la samaritana junto al pozo de Jacob. Pero sus anticipos de un auténtico amor están siempre por encima de toda sospecha; jamás se cernerá un equívoco sobre el motivo de su afecto a las pecadoras, y la santidad inmaculada de su corazón no ofrece duda para nadie. Los fariseos, que espían meticulosamente todos sus actos, jamás le harán en este terreno ni sombra ni reproche. La amistad, tan estrecha, que Jesús establece con las mujeres que le siguen, se sitúa en un plano superior, en que no puede haber cuestión de complacencias sospechosas. Por otra parte, va encauzada como las demás amistades de Cristo, por un camino sobrenatural en que debe sufrir todo el trastorno de la salvación. Cuanto más profundamente aman a Jesús esas mujeres, más profundamente las hiere el dolor de su Pasión y más duro se les hace verse separadas de Él por la muerte. Su amistad las sumerge, pues, en una terrible prueba que despoja su corazón humano para prepararlo al gozo divino de la Resurrección. Así como tiene una amistad estable, fuera del grupo de los discípulos, con Lázaro, Jesús mantiene: una del mismo género, fuera del grupo de mujeres que le siguen, con Marta y María. "Estimaba Jesús - dice San Juan - a Marta y a su hermana y a Lázaro"120. Cuando es recibido en su casa, le complace ver a María sentarse a sus pies, ávida de oírle y más aún de estar apaciblemente en su compañía. Por eso la defiende contra los reproches de Marta y le ¿a la razón, afirmando que ha escogido la mejor parte. Poco tiempo antes de su Pasión, es muy sensible al homenaje de María, que viene a derramar sobre sus pies una libra de perfume, porque en el gran precio de esa unción advierte el valor que ella atribuye a su persona y, la defiende contra nuevos reproches: ella acaba de tener el rasgo de compasión, afectuosa que tendrán bien pronto otras mujeres; "se adelantó a perfumar mi cuerpo para la sepultura". Jesús da incluso una, forma brillante a su aprobación, ya que anuncia: "En verdad os digo, donde quiera que fuere predicado el evangelio por todo el mundo, se hablará también de lo que ésta hizo para memoria suya"121. Lo que ella hizo era bien humilde y sencillo, pero el amor que lo inspiraba valía la pena de ser citado como ejemplo. A la prodigalidad de María responde Jesús con una generosidad mucho mayor a su veneración, con la voluntad de publicar por todo el mundo su hermoso rasgo. Marta y María no se hallaban entre las mujeres que acompañaron a Cristo en su 120 121
Jn., XI, 5 Mc., XIV, 8-9
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suplicio122. Pero si no vivieron en todo su horror aquellas horas dolorosas. Cristo no hizo para ellas una excepción a la Ley de sus amistades: les impuso el trastorno de una prueba que las introdujo plenamente en la obra redentora. Dejó morir a Lázaro, a pesar de la súplica de ambas. Y oyéndolas decir a Jesús la misma frase: "Señor, si estuvieras aquí, no se hubiera muerto mi hermano" 123, adivinamos hasta qué punto la actitud de Jesús las desconcertó y zarandeó su amor. Pero su fe persistió y fue recompensada. Cristo, por otra parte, procuró dejar bien claro que si no acudió inmediatamente a su llamada, no fue por dureza de corazón, puesto que, al vedas llorar, se sintió movido a compasión y lloró. Sufre Él mismo el dolor que inflige a las personas que ama, y ese sufrimiento - infaliblemente seguido, por lo demás, de una alegría común - sella definitivamente su amistad.
Pablo La amistad de Jesús con Pablo pertenece a otro orden, puesto que no se trata ya del “Cristo según la carne”, sino del Cristo según el espíritu. Esta amistad tiene, no obstante, características análogas a las de las amistades evangélicas. Exige un completo trueque, que se efectúa de manera sorprendente en el camino de Damasco y se prosigue durante toda la vida del apóstol. Pablo debe abandonar todo su pasado judío, sus convicciones más queridas, sus afectos más vivos, y es enviado, él, judío apegadísimo a su nación, a convertir a los pueblos extranjeros. Debe además, como Pedro, adquirir una conciencia agudísima de la debilidad de sus recursos humanos y de su personalidad, aunque tan poderosa, y poner toda su confianza en la fuerza de Cristo. Ha recibido una" espina en la carne"; que es para él un recuerdo continuo de su impotencia. Rogó al Señor que le librase de esa enfermedad que parecía estorbar su esfuerzo apostólico, pero el Señor le hizo comprender que debía alegrarse de su flaqueza, que permitía a la fuerza de Cristo obrar más abundantemente en él. A la misma razón se debe que Pablo aluda varias veces a su pasado de perseguidor; esos antecedentes atestiguan que ha llegado a ser lo que es por lo gracia y fuerza de Cristo y de ningún modo por méritos propios. Así como a Pedro se le había conferido el poder supremo después de su negación, a Pablo se le dio la potestad apostólica después de la persecución que dirigía contra la Iglesia. Pablo comprende muy bien que ese trastorno de todo el ser es para Cristo una manera de asociarlo a su Pasión y ve en ello una señal de su amor. Todas sus pruebas, en vez de separarle de Cristo, le unen a El. "¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿Tri bulación?, ¿angustia?, ¿persecución?, ¿hambre?, ¿desnudez?, ¿peligro?, ¿espada? Según está escrito: que por tu causa somos matados todo el día, fuimos contados como ovejas 122
Téngase presente que el autor distingue a María la hermana de Marta, de la Magdalena. Esta sí asistió a la Pasión del Señor, como el mismo autor ha recordado poco antes (N. del T.) 123 Jn., XI, 21 y 22
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destinadas al degüello. Mas en todas estas cosas soberanamente vencemos por obra de Aquel que nos amó124. Pablo se da cuenta de que verifica constantemente en su experiencia personal la muerte de Jesús y su paso de la muerte a la vida, gloriosa. Viviendo así en compañía de Cristo, paciente y resucitado, ¿no participa en la Pasión más intensamente que los discípulos que desertaron del Maestro cuando el prendimiento? En Pablo la amistad se ha hecho más interior, una vida "en Cristo". Pablo tiene el sentimiento de estar envuelto por todas partes en el amor de Jesús: "El amor de Cristo nos apremia», escribe a los corintios 125. Ese ardor recuerda el misterioso calor que enardeció los corazones de los discípulos de Emaús y, como empujó a éstos a tomar inmediatamente el camino de Jerusalén en un arrebato de alegría, hace caminar a Pablo por los numerosos caminos de su apostolado. El amor de Cristo sobrepuja todo conocimiento, - dice también -; y de nuevo nos viene a la memoria la impresión de los discípulos de Emaús, cuyos ojos no llegaban a reconocer a Jesús. Cristo es a la vez visible e invisible, y para conocerle, a El y su amistad, hay que tener una mirada sobrenatural. Mas Pablo desea escapar, por fin, de esta compañía en que Cristo no cesa de hurtarse mientras se da, para llegar a la amistad perfecta: "Tengo el deseo de ser desatado y estar con Cristo"126. Toda su esperanza de la vida bienaventurada se resume una fórmula de amistad: estar con Cristo.
Amistades redentoras Amistad con Juan, con Pedro, con Lázaro, con Judas, con los discípulos, con María Magdalena, Marta y María, las demás mujeres, con Pablo: todas esas amistades tienen formas particulares adaptadas al temperamento de cada uno, pero también rasgos comunes. En ellas Cristo manifiesta a la vez la ternura de un afecto que brota del corazón y apela al corazón y la audacia vigorosa de un amor que viene a trastornar al alma. Introduce, en efecto, cada una de sus amistades en el plan redentor, y las levanta a un nivel sobrenatural. Asocia a sus amigos al drama de la Pasión, en el que hay que perderse para alcanzar la salvación, y en el que el fracaso del hombre debe preparar el triunfo de Dios. Fuertes personalidades como Pedro y Pablo aceptaron, conscientes de sus flaquezas o de sus culpas, esa impotencia humana que debe dar paso al poder divino, y pusieron toda su confianza en Cristo. Judas se negó a renunciar a los valores terrenos y abandonarse al Salvador e hizo abortar completamente la incansable amistad de Jesús. Sí Cristo impone, esa exigencia fundamental a sus amigos, es porque no los ama de una 124
Rom., VIII, 35-37 II Cor., V, 14 126 Fil., I, 23 125
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manera superficial, sino hasta el fondo de su ser, y quiere hacer su amor soberanamente eficaz, transformándolos completamente. Su amistad aspira a apoderarse de toda la persona para elevada a un nivel trascendente; se insinúa por medio de la ternura, pero se despliega con una fuerza prodigiosa, para obrar una revolución interior. Lo quema todo, para hacer surgir una vida nueva.
EL SALVADOR Bondad No consideramos aquí la obra por cuyo medio obtuvo Cristo la salvación de la Humanidad, sino la disposición de alma con que manifestó su misión de Salvador. Proclamó la intención general que le animaba, tanto en conversaciones privadas como en discursos públicos "No envió Dios a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él». "No vine para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo"127. Un juez se habría presentado con los rasgos de una severidad inexorable un salvador se presenta con semblante, palabras, hechos de bondad. Especificando que viene a nosotros en calidad no de juez, sino de salvador Jesús subraya que su bondad, tantas veces manifestada por sus emociones de simpatía y compasión y por sus actos de benevolencia, no resulta de la casualidad, sino que expresamente querida como una actitud general en relación con su misión. Esa bondad fundamental de salvador, por la cual Él se define, constituye una invitación frente a las representaciones que del Mesías se hacían los judíos. Lo que sobre todo se miraba del Mesías por venir era su grandeza, la irradiación de su gloria; en un apocalipsis como el Libro de Heno el Hijo del hombre aparecía para asegurar el triunfo definitivo de los justos sobre los perversos. Así, pues ese Hijo del hombre había de traer la salvación en el estrépito de una victoria terrorífica, y apenas: le podía imaginar viniendo a este mundo con rasgos de bondad familiar. ¿No reclamarán los fariseos a Jesús prodigios? Cristo asombra a sus compatriotas al poner toda la fuerza de su persona en su bondad. El precursor mismo está desconcertado; había anunciado que el hacha estaba puesta a la raíz de todo árbol que no diera buenos frutos, y que se preparaba una pira. Pero la actitud de Jesús se parece poco a del leñador en ademán de dar hachazos. A la pregunta que Juan Bautista le hace llegar, responde mencionando otras señales de su mesianidad, que manifiesta su amor: los ciegos ven y los sordos oyen, los leprosos son curados, los cojos andan, los muertos resucitan, los pobres reciben la buena nueva era que inaugura el por muestras de bondad. Es como salvador como participa, al comienzo de su ministerio apostólico, en las 127
Jn., III, 17; XII, 47
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bodas de Caná. En esa fiesta da la medida de su afecto hacia los hombres. Hace poco tiempo todavía ayunaba en el desierto. Y ahora acepta la invitación a una boda. Es que antes en la soledad a nadie molestaba con la austeridad de su régimen, ya que allí sólo el Padre le acompañaba. Pero ahora quiere simpatizar plenamente con los hombres y asociarse a sus alegrías. ¿No es cosa digna de atención que El, portador de la doctrina espiritual más alta, comience su apostolado tomando parte en un banquete? Habría podido despreciar esos goces humanos; pero no: los estima profundamente porque son algo de aquellos a quienes ama El, que conocía el banquete celestial, no desdeña las comidas de esta tierra. Y cuando la alegría de los comensales está amenazada de extinción por falta de vino, es Él quien la salva. Emplea por primera vez sus poderes milagrosos para cambiar agua en vino. Algún tiempo antes, en el desierto, había rechazado la sugerencia de Satanás de que convirtiese piedras en panes. Allí esa transformación prodigiosa se le proponía con miras a satisfacer su propia hambre y se había negado a esa utilización egoísta de su poder de Hijo de Dios. Aquí se trata de sacar de apuros a unos pobres, de hacer un milagro en favor de los demás. Por eso acepta aplicar su poder de Redentor para que beban los comensales. Proporcionar vino es mucho menos necesario e importante que curar ciegos, leprosos o paralíticos, que convertir pecadores o devolver la vida a cuerpos inanimados. Pero precisamente el hecho de que esa generosidad se emplee en una cosa más insignificante con el simple fin de evitar un contratiempo a los esposos y un desagradable desenlace a la fiesta, manifiesta una bondad más absoluta: el amor se revela tanto más conmovedor cuanto más humildes son las necesidades o deseos de la persona amada que se apresura a satisfacer. El episodio de Caná muestra hasta dónde puede llegar la simpatía de Jesús, y representa en cierto modo el "ápice" de su afecto. Lo que Él salva no es sólo la alegría del banquete, sino el matrimonio mismo. Aceptando la invitación ratifica con su presencia la unión de los esposos. Esa aprobación adquiere todo su sentido cuando se piensa que Cristo viene a arrancar a los apóstoles de su familia llamándolos a seguirle, que proclama la excelencia de una vida perfectamente casta, de la virginidad adoptada por razón del reino de Dios. Ese ideal – del que, por otra parte, El mismo da ejemplo integralmente vivido - no le induce a despreciar el matrimonio; nunca puede observarse en El ni sombra de resentimiento respecto de aquellos que no se elevan a la misma altura. En Caná se alegra de la felicidad! de los esposos e interviene para alimentarla. Al vino de las bodas humanas, agotado bien pronto, hace suceder su vino, inagotable y mejor, como si quisiera remplazar el amor natural del matrimonio, que tan de prisa se desvanece, por su amor, de muy diferente calidad. Así es como, bajo la apariencia de ese símbolo, salva el matrimonio. En el fondo realiza la misma inversión de valores que en las amistades que contrae: la fuerza humana debe reconocer su nada y dar lugar a la fuerza divina. Jesús lleva su bondad hasta procurar al matrimonio la alimentación de su propio amor; Él, que es el Esposo único y
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trascendente, da al hombre y a la mujer un amor de esposo que reserva sus mejores suavidades para el final, contrastando así con la caducidad de las pasiones simplemente humanas. También a la samaritana la trata como salvador, y no como juez. En la Nueva Ley que promulga para sus discípulos, refuerza la indisolubilidad del matrimonio; pero eso no le impide mostrar una gran bondad a una mujer que vive en situación irregular. Hasta obra de manera desconcertante: para darse a conocer a los habitantes de Siquén, escoge a una persona de costumbres harto livianas; y como es curiosa y charlatana; Él se sirve de esos dos rasgos del carácter femenino para ganársela y hacerla contar su aventura a los demás. Si se hubiera encapotado en una actitud; de juez, habría comenzado por reprender a la mujer por su liviandad y no habría hecho ninguna concesión a su curiosidad ni a su deseo de charlar. Pero, lejos de mirarla con desprecio, echándole el vistazo desdeñoso que le otorgaban algunas personas honradas de Siquén, de costumbres irreprochables, la trata con estima y respeto, y le hace el honor de pedirle un servicio. Las reacciones de amor propio y susceptibilidad de su interlocutora no desalientan su amor. No le retira el don de Dios que le ofrece; simplemente se esfuerza por hacerla adquirir conciencia de él: "Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú le hubieras pedido, y Él te hubiera dado agua viva”128. En esa réplica Jesús, descubre su corazón. Se halla en la situación de aquel ,a quien corresponde dar; y, sin embargo, al principio había trocado los papeles tomando ademán de mendigo: “Dame de beber”. Cuando ha llegado a convencer a la mujer de que ella tiene algo que recibir, prometiéndole un agua que bulle para vida eterna, un agua que apaga para siempre la sed, la hace entrever la verdadera condición de su don. Desde que la samaritana le pide; "Dame esa agua", Él va al problema crucial; "Ve, llama a tu marido y ven acá." Así como en una boda remplazó un vino insuficiente por su propio vino, quiere ahora remplazar el agua del pozo por otra agua. Pero mientras en Caná le bastaba continuar la situación establecida, aquí debe restaurar un estado de cosas injustamente destruido. Después de haberse encontrado con el amor en el matrimonio, tropieza con un amor fuera del matrimonio. Y quiere que la mujer renuncie a ese amor prohibido, se reconcilie con su marido y vuelva a emprender la vida común con éste. Sólo entonces podrá ella recibir el agua viva, y, en lugar de estar esclavizada a un amor prohibido, se entregará al amor superior cuya gracia le trae Jesús. Es el trastorno que Cristo quiere producir en ella, como en todos aquellos a quienes profesa afecto. Pero en este caso su bondad es tanto más notable cuanto que la ejerce con una persona cuya situación actual condena y a la que exige inexorablemente que reforme sus costumbres. Con esa bondad quiere 128
Jn., IV, 10
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ponerse en camino de salvarla, porque para curar las enfermedades de un corazón primeramente hay que introducirse introducirse en él. Para comprender la extensión de la bondad de Cristo, se puede comparar su actitud con la de los discípulos. Un pueblo de Samaria se niega a recibir a Jesús porque parece ir en peregrinación a Jerusalén; los samaritanos sienten al verle, reavivarse su odio hacia el culto judío del Templo. Santiago y Juan tienen una reacción de "hijos del trueno": "Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?"129. Cristo se vuelve inmediatamente a ellos para reprenderles, y se marcha sencillamente a una aldea vecina. Quiere jalonar su paso por la tierra con actos de amor y no con explosiones de venganza, y procura inculcar esa misma disposición en el ánimo de sus apóstoles. Del mismo modo, cuando algunas personas llevan a sus niños a Jesús para que los toque y les imponga las manos, los discípulos quieren oponerse y rechazan esa tentativa de aproximación: el Maestro tiene otra cosa que hacer que entretenerse con esos pequeños y no hay que importunarle. Jesús se enoja y dice a los apóstoles: "Dejad a los niños que vengan a mí, no se lo estorbéis; pues de los tales es el reino de Dios" 130. Y antes de bendecirlos, los abraza. Su primer movimiento frente a ellos brota de su ternura; primeramente ha de apretarlos apretarlos contra su corazón, corazón, antes de imponerles las manos. manos. Hay en ello una imagen de toda su conducta: en primer lugar ama, después santifica y salva. En otra ocasión Juan da prueba de dureza o más bien de celos: "Maestro, vimos a uno, que no anda con nosotros, lanzar demonios en tu nombre, y se lo estorbamos." Pero Cristo no admite ese proceder: "No se lo estorbéis, pues no habrá nadie que obre un milagro en mi nombre, y pueda en seguida hablar mal de Mí. Pues quien no está contra nosotros, con nosotros está" 131. Jesús no sólo no comparte las miras estrechas y celosas de su apóstol, sino que, por principio, interpreta de manera benévola la conducta ajena. Guarda y salva en los hombres lo que puede ser conservado. En Jericó un ciego se pone a gritar en dirección a Él: "Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!"132. Estos gritos importunan a la turba que rodea a Cristo y muchos se vuelven contra el ciego para imponerle silencio. Pero Jesús no percibe en esos gritos redoblados más que la súplica de un desgraciado, y se detiene para llamarle. Una vez más muestra mayor bondad que los que le rodean. Supera sin cesar los límites humanos de paciencia y acogida. 129
Lc., IX., 54 Mc., X, 14 131 Mc., IX, 38-39 132 Mc., X, 47 130
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Compasión Su alma de Salvador se manifiesta sobre todo en una inmensa compasión. Sin embargo, Jesús habla tenido razones para resistir a los impulsos de lástima que sentía a la vista de las miserias miserias humanas. humanas. Sabe perfectamente perfectamente que el único mal mal digno de ser temido por el hombre es el pecado y que el padecimiento no constituye un mal moral, ya que tiene por misión purificar y ennoblecer al alma. Debe ayudar al corazón a despojarse de sus apegos demasiado fuertes a la tierra y hacerle poner su confianza y esperanza en solo Dios. Jesús seguirá ese camino del padecimiento hasta el final y por su medio obrará la Redención. Durante su vida pública tiene conciencia de caminar a la Pasión, más aún, de haber sido enviado a la tierra expresamente con miras a esa Pasión, para tomar sobre sí los dolores de la cruz, dolores tan terribles que tienen el aspecto de una maldición divina. Ya, pues, que se somete voluntariamente a esa prueba y la considera como un elemento esencial de su obra redentora, parece que tendría el derecho de no combatir el dolor ajeno; ¿no aseguraría los intereses espirituales de los hombres rehusando librarlos de sus sufrimientos y animándolos solamente a soportarlos con valentía y generosidad? En el Sermón de la Montaña proclama bienaventurados a los que se hallan en aflicción o sufren persecución, ¿Por qué va a estar obligado a secar las lágrimas de los que lloran, a suavizar los tormentos de los que sufren? Pues bien, lejos de hacerle insensible, su vocación al suplicio del Calvario y su doctrina de la redención por el sufrimiento le hacen más propenso a emocionarse ante los dolores humanos, más solícito en aliviados. Ante el espectáculo de esos dolores deja hablar a su corazón. Ya le hemos contemplado en Betania, donde, viendo el dolor de Marta, María y los demás, no puede menos de llorar. Al encontrarse con un cortejo fúnebre en la ciudad de Naím sus ojos se detienen menos en el féretro que llevan que en una viuda sollozante que llora a su hijo único, Jesús, profundamente conmovido, quiere poner fin a su duelo inmediatamente, como si no pudiera soportar la vista demasiado emocionante de sus lágrimas: "No llores" 133. Después toca el féretro y hace detenerse al cortejo. "Muchacho, Yo te lo digo, levántate." El muerto se incorpora y se pone a hablar y Jesús - cuenta el evangelista" "lo entregó a su madre". Se adivina, en esta diligencia que pone devolver el hijo a su madre, la prisa que se toma más tarde, después de su Resurrección, por entrar a María. Tal como nos lo describe San Lucas: el milagro lo realiza Cristo en favor de la madre y por compasión hacia ella, más bien que por el joven mismo. Si hubiera sido la suerte de este como la que apiadó a Cristo, éste se habría limitado a detener el cortejo y mandar al muerto que levantara. Pero - según el Evangelio - fue la vida de la viuda la que le emocionó, fue a ella a quien primeramente 133
Lc., VII, 13
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se dirigió haciendo haciendo cesar su dolor es a ella a quien restituye el joven, para para dejar claro el sentido de su rasgo. Ninguna miseria corporal le deja indiferente siente movido a piedad de los leprosos134, de los ciegos135, de todos los enfermos o lisiados vienen a Él, y los cura. Verdad es que cuida de saquen de esa curación un provecho espiritual, que les pide que crean y tengan confianza en Él, a veces declara que se les perdonan sus pecados. Pero se deja emocionar verdaderamente por su gracia física. Cuando asiste a las convulsiones de epiléptico que han llevado ante El, interroga al padre del desgraciado: "¿Cuánto tiempo hace que comenzó a estar así?"136. Participa en su tristeza antes de poner fin a ella. En el momento de que a un sordo-tartamudo, levanta los ojos al cielo y aspira, como para hacer subir al Padre la queja de ese enfermo e interesar a todo el Cielo en su dolor 137. Esa compasión hace que tome a veces la iniciativa de otorgar la curación a quienes no piensan en pedírsela; en una sinagoga, un día de sábado, llama de entre los asistentes a una mujer encorvada que apenas puede mirarle: "Mujer - le dice -, estás libre de tu enfermedad"138. Le impone las manos, y al instante ella se endereza. Las curaciones milagrosas que Jesús siembra a su paso son los hechos que más impresionan al pueblo: Cristo manifiesta su poder no por medio de prodigios egoístas, útiles para El mismo, sino por medio de beneficios que aprovechan a los demás. Por eso las turbas - según San Marcos se asombraban sobremanera diciendo: Todo lo ha hecho bien, y hace oír a los sordos y hablar a los mudos"139. No se puede resumir mejor la bondad de Cristo y las maravillas que realiza: todo lo ha hecho bien. No sólo combate la enfermedad, sino que defiende el honor de los enfermos. Cuando se encuentra con un hombre ciego de nacimiento, los discípulos están convencidos de que se trata de un defecto debido a un pecado particular: "Maestro, ¿quién pecó: éste o sus padres, para que naciese ciego?" Jesús responde: "Ni pecó éste ni sus padres, sino que se habían de manifestar en él las obras de Dios" 140. Y da vista al ciego. Declara así que no hay que incriminar de pecado a los enfermos o a sus padres, y que la enfermedad tiene un sentido muy distinto: se da para que en ella resplandezca la gloria divina. En el caso esta gloria consiste en el poder mesiánico de Jesús que se revela esplendorosa por medio de la curación. Pero el caso es simbólico, y el principio enunciado, universal. Cristo quiere devolver su significación al padecimiento: antes era señal de pecado y un castigo; ahora se convierte en un don divino, en que debe brillar el 134
Mc., I, 41 Mt., XX, 34 136 Mc., IX, 21 137 Mc., VII, 34 138 Lc., XIII, 12 139 Mc., VII, 37 140 Jn., IX, 2-3 135
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esplendor del poder de Dios. No es ésta la menor prueba de amor que Jesús da a los lisiados y enfermos: transforma completamente el sentido de sus miserias corporales al relacionarlas con un designio de amor por el que Dios quiere entregarse más. Su mal se presenta de ahora en adelante como una atención especial de la bondad del Cielo. Cristo no podía dar mayor consuelo a los que padecen que hacerles entrever que sus padecimientos provienen de una predilección divina.
Salvador de la turba Cristo tiene compasión no sólo de los individuos, sino también de las turbas. Le vemos apiadarse de una multitud que le sigue desde hace varios días, porque no tienen qué comer. Y para satisfacer esa humilde pero apremiante necesidad del hombre, realiza el milagro de la multiplicación de los panes. Cuando se piensa en todas las multitudes humanas que, desde los comienzos de la Humanidad hasta nuestros días, han sido y son atormentadas por el hambre, se comprende el inmenso alcance de la mirada de com pasión que Jesús tiende sobre la turba y la conmovedora generosidad de su distribución de alimento. Cristo no fue insensible a la miseria material del pueblo y no pudo soportar el espectáculo de hombres hambrientos. "Siento compasión de esta muchedumbre, pues ya tres días permanecen conmigo y no tienen qué comer; y si los despidiere ayunos a sus casas, desfallecerán en el camino, y algunos de ellos han venido de lejos" 141. Según el relato de la primera multiplicación de los panes, los discípulos resuelven el problema muy fácilmente, a expensas de la turba: "El lugar es solitario - dicen a Jesús - y la hora ya muy avanzada; despídelos, para que, yendo a los cortijos y aldeas del contorno, puedan comprarse algo que comer"142. Cristo no tiene con tiene corazón para despedir así a sus oyentes, y responde a los apóstoles, para hacerlos participar en su obra de conmiseración: "Dadles vosotros de comer." Y les proporciona con qué alimentar a toda aquella muchedumbre. Pero la compasión de Jesús no se detiene en las necesidades materiales de la turba; mira más a su miseria espiritual. La multiplicación de los panes es, en su intención, el anuncio de la distribución del pan eucarístico. La miseria de las almas es, en efecto, la más profunda, la más desoladora, tanto más cuanto que muy a menudo no es claramente sentida; ésa es la que Cristo percibe más vivamente e intenta socorrer. Va a ofrecerle lo más precioso que tiene: su cuerpo y sangre. Quedó conmovido por esa miseria espiritual desde que vio a la gente concurrir a El al sitio desierto en que había buscado un refugio con sus discípulos: había partido en barca con los Doce para distanciarse de la turba, y he aquí que, al salir de la barca, divisa un gran número de 141 142
Mc., VIII, 2-3 Mc., VI, 36
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personas que se le han adelantado: habían adivinado el lugar donde quería ir. "Se compadeció entrañablemente de ellas porque andaban como ovejas que no tienen pastor"143. Viendo tal deseo de seguirle y oírle como al único hombre en quien ponen su esperanza, Jesús renuncia a huir de ellas y se pone a instruirlas. No es la primera vez que le impresiona el fervor de la multitud en agarrarse a El, pero se ve, en la avidez por acercársele, echa de ver todo carácter patético de su miseria y desorientación. Sus aspiraciones por un mundo mejor, esas turbas buscan desesperadamente un guía, porque nadie ocupa de ellas con amor para dirigirlas y educar. Hasta aquí no ha habido más que asalariados y ladrones, que han explotado al pueblo; los fariseos, en el fondo de su corazón le desprecian, van a forzarse en trabajado para hacerle colaborar en propios designios. Y le imponen toda suerte de reservancias que le hacen doblarse bajo su peso: hombres andan, pues, abatidos y querrían hallar salida. Lo que les falta es un verdadero salvador. Compasivo, Jesús se presenta a ellos: "Venid a mí todos cuantos andáis fatigados y agobiados, y os aliviaré"144. El alivio ofrecido por Cristo el que el oasis ofrecía antiguamente a las caravanas del pueblo hebreo. Pero la vista del oasis podía engañar, porque podía no ser más que un espejismo. En su desgracia, Job había comparado a sus amigos a torrentes pasajeros que corren por el desierto se secan en seguida: “Oteáronlos las caravanas. Tema, las comitivas de Sabá esperaron en ellos; quedaron avergonzados de haber confiado, llegaron hasta ellos y se vieron corridos. ¡Así sois ahora vosotros para Mí: veis una cosa horrible y teméis!"145. ¡Qué decepción para una caravana que ha caminado bajo el peso abrumador del sol del desierto con la esperanza puesta en la parada que entrevía y no encontrar allí el refrigerio con que contaba! Job camina bajo las desgracias que se acumulan sobre su cabeza y, en el desierto por el que va arrastrándose, no descubre lugar de refrigerio y descanso: el refugio que creía hallar en sus amigos se le hurta. A las turbas humanas que por tanto tiempo, desde los orígenes de la Humanidad, han vagado errantes por un desierto en que todos los oasis eran engañosos, Cristo, compadecido, ofrece por fin el verdadero oasis que es el mismo, un descanso que alivia de la fatiga del camino, una amistad que no retrocede ante la desgracia y acoge a todos los miserables. Más especialmente promete dar descanso a las multitudes judías que, invitadas a colocar sus esperanzas y buscar su consuelo en el cumplimiento de la Ley, se hallaban en realidad agobiadas bajo la opresión de sus prescripciones demasiado minuciosas. A todas las desilusiones del pasado hace suceder la satisfacción auténtica de la gran aspiración de los hombres al descanso del corazón, a la alegría tranquila y sosegada. Basta ir a Él su compasión, soberanamente eficaz, procura a los cansancios humanos un alivio definitivo. 143
Mc., VI, 34 Mt., XI, 28 145 Job., VI, 19-21 144
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El socorro de los pecadores La conmiseración de Jesús se inclina con la más intensa solicitud hacia los pecadores. En esto su amor se supera a sí mismo. Para comprender la sorpresa y aun escándalo que debía de causar a la mentalidad judía la simpatía de Cristo por los pecadores, hay que traer a la memoria el ideal que el judaísmo proponía a sus fieles, el del justo que observa perfectamente la Ley. Por el hecho de cumplir las voluntades del Cielo, el justo era amigo de Dios y objeto de su favor; el pecador, por el contrario, era enemigo suyo, debía esperar la cólera y la venganza divinas y no merecía piedad ni clemencia. Con la revelación del Antiguo Testamento Yahveh había inspirado a su pue blo horror al pecado. Pero ese horror había venido, bastante naturalmente, a envolver al pecador mismo. En algunos salmos los justos se prevalían ante Dios, como de una virtud, de su odio al pecador, y reclamaban contra éste los peores desastres como castigo. Se gloriaban de haber cortado toda relación con Él, y esa supresión de todo contacto había tomado la forma de una prescripción de pureza, en virtud de la cual los fariseos se abstengan de tocar a los pecadores. Esa repulsión sistemáticamente organizada es derogada de manera firme y clara por Jesús, que se ostenta públicamente en compañía de ellos y no temo comer en su casa. “Amigo de publicanos y pecadores"146 es la calificación despreciativo con que sus adversarios le designan. A los reproches de los fariseos, que preguntan a los discípulos: “¿Cómo es que vuestro Maestro come con publicanos y pecadores?”147 Jesús responde con una declaración de principio: "No vine a llamar justos, sino pecadores." Y da la razón profunda: “No tienen los robustos necesidad de médico, sino los que están mal. Andad y aprended qué quiere decir Misericordia quiero, que no sacrificio”. Son, pues, los pecadores los que por su situación desgraciada atraen sobre sí la compasión de Cristo; hacia ellos le inclina su corazón, porque necesitan ser curados. Nos daremos cuenta de los motivos de esa preferencia si nos representamos el espectáculo que Jesús - que conoce la disposición esencial de cada alma - tiene ante los ojos. De un lado los fariseos, soberbios en su pretendida perfección, que nada tienen que aprender, nada de que pedir perdón: "¡Oh Dios!, gracias te doy porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros o también como ese publicano; ayuno dos veces por semana; pago el diezmo de todo cuanto poseo." No tienen necesidad de salvador: De otro lado están los publicanos, que no osan siquiera levantar los ojos al cielo, sino que se golpean el pecho: "¡Oh Dios, ten piedad de este pecador!"148. Se concibe que a Cristo le atraigan los segundos más que los primeros y que vaya con ellos con gran 146
Mt., XI, 19 Mt., IX, 11 148 Lc., XVIII, 11-13 147
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simpatía. Esa doble actitud, que describe en una parábola, la encuentra a cada paso en su camino; la observa señaladamente cuando el banquete en casa de Simón el fariseo 149. Se siente espiado por un hombre que se cree justo, que pretende juzgarle desde lo alto de su superioridad, que no le muestra más que las estrictas consideraciones de la cortesía. Sin ninguna de las atenciones en que se reconocen un verdadero respeto y una sincera cordialidad. Por la puerta entra una mujer. Apenas se atreve a levantar los ojos. Debe de haberse hecho violencia para entrar, contra la costumbre, en una sala de banquete reservado a los hombres, y su corazón, penetrado de su indignidad y jadeante por su audacia, late amenazando romperse. Va derechamente a Jesús como a su último refugio. Por eso el Maestro la mira con una mirada con que ninguna vez ha mirado a Simún, una mirada llena de compasión afectuosa. Esa mirada, en que ella había puesto toda su esperanza, la salva. Como al publicano de la parábola, hela más justificada que el fariseo. Por lo cual Cristo declarará a éste: "En verdad os digo que los publicanos y rameras se os adelantarán en el reino de los ciclos"150 Hemos notado hasta qué punto las amistades de Cristo transformaban los corazones. La bondad que muestra a la pecadora arrepentida obra igualmente en ella un cambio total. Desde que llega junto a Jesús, ella adivina, en la actitud benévola del Maestro, que éste la acoge y perdona. Esta acogida la conmueve de tal modo, que en el momento en que se inclina para derramar el óleo perfumado prorrumpe en llanto. Entonces se abandona por entero y deja correr libremente sus lágrimas sobre los pies de Jesús; después, cuando su emoción se calma un poco, desata su cabellera, para enjugar esos pies que acaba de bañar con el fervor de su arrepentimiento y gratitud. Cada vez más animada por el consentimiento del Salvador, se atreve a hacer algo que jamás hu biera creído posible: Le besa los pies. ¡Una pecadora tocar a un santo, al Mesías, y tocarle depositando en sus pies besos ardientes! Por fin vierte el óleo perfumado que había traído en un frasco de alabastro. Todas esas muestras de afecto tienen por punto de partida las señales casi imperceptibles - que no refiere el Evangelio - con que el Maestro, desde el primer instante, mostró a la mujer que accedía a su intento. Desde ese momento la mujer consagra a Jesús todo su corazón: la que hada profesión de vivir en la alegría y no conocer sino la risa, se pone a llorar. Su cabellera, que tantas veces había desatado para cometer el mal, sirve para el más humilde y afectuoso de los servicios, el que Jesús propondrá más tarde como modelo de humildad. Sus besos, de los cuales hasta entonces había abusado vergonzosamente, están ahora inspirados por un puro fervor. Y los perfumes, que la habían ayudado a seducir y arrastrar al vicio, se convierten en el homenaje de su arrepentimiento. Todo lo que en "ella había servido al pecado se halla así dedicado a Cristo; la bondad del Maestro ha provocado la transformación de pasiones degradantes en amor auténtico y santo. 149 150
Mt., XXI, 36-50 Mt., XXI, 31
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Esa misma bondad es la que obra en Zaqueo una transformación análoga. Cuando sube a un sicómoro para ver a Jesús, Zaqueo parece empujado sobre todo por la curiosidad; no obstante, el esfuerzo que nace demuestra cierto interés y preocupación por Aquel de quien se cuentan tantas cosas maravillosas. Cristo no quiere desaprovechar esa buena disposición, aunque tan tímida e imperfecta, y va a recompensar el esfuerzo. "Zaqueo - le dice, levantando los ojos hacia é1 -, date prisa en bajar, porque hoy he de parar en tu casa"151. Pero Zaqueo es uno de los jefes de los publicanos, que se ha enriquecido con exacciones, estrujando al pueblo; y que debe ser uno de los hombres más infames de Jericó. A pesar de eso, él es el escogido, por Cristo, y Zaqueo comprende la audacia manifiesta de esa benevolencia del Maestro, que, por lo demás, suscita murmuraciones. Le arrebata comprobar que, lejos de rechazarle definitivamente, como tantas personas piadosas lo hacen en los juicios que forman sobre su persona, Jesús ostenta su simpatía por él y le encuentra digno de ser amado y honrado. Por eso baja rápidamente del árbol y corre lleno de gozo a su casa para recibir en ella a Cristo. Y, completamente trastornado por su bondad, le ofrece un corazón del todo cambiado; al acogerle a la puerta, le declara su resolución, tomada al instante, de dar a los pobres la mitad de sus bienes y restituir el cuádruplo a aquellos a" quienes haya defraudado. Ha sido la interpelación de Jesús en el camino la que ha desencadenado esta conversión y salvado a Zaqueo. Cristo responde: "Hoy vino la salud a esta casa, por cuanto también él es hijo de Abraham; porque vino el Hijo del hombre a buscar y salvar lo que había perecido." Cristo, pues, no teme manifestar bien alto su amistad con - aquellos a quienes se designa públicamente como pecadores. Los escribas y fariseos conocen tan bien esa simpatía del Maestro, que quieren explotada para su perdición. Si le traen una mujer sorprendida en adulterio, es porque saben que, según los principios habituales de su conducta, Jesús querrá hacer que escape a1 castigo, y esperan ponerle así en contradicción abierta y directa con. la Ley; "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante delito de adulterio. En la Ley, Moisés nos mandó que a semejantes mujeres las apedreásemos; Tú, pues, ¿qué dices?" Los fariseos no se han engañado: Cristo, compadecido, va a proteger a la culpable. Pero lo hace reduciendo al silencio y poniendo en fuga a los acusadores: "Quien de vosotros esté sin pecado, sea el primero en apedrearla." Cuando los fariseos han desaparecido, se dirige a la mujer: "Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te condenó?" "Nadie, Señor." "Tampoco Yo te condeno; anda y desde ahora no peques más"152. El único que no ha cometido pecado alguno y que tendría derecho a condenar es el primero en perdonar. Su declaración: "Quien de vosotros esté 151 152
Lc., XIX, 5 Jn., VIII, 1-11
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sin pecado..." explica la grandeza de su actitud. El es el inocente y santo, de una pureza absoluta; experimenta por el pecado una repulsión y horror como jamás hombre alguno ha podido sentir, porque esa aversión es igual a la fuerza de su amor al Padre. A sus ojos todo pecado es execrable y monstruoso. Por lo mismo el adulterio de mujer no despierta en su corazón complacencia alguna, sino una reprobación radical. Y, sin embargo, Jesús mira a la culpable con intenso afecto: cuanto odia el pecado, tanto ama al pecador o pecadora. Condena el pecado, y toda su vida hasta su muerte en la cruz atestigua esa condenación; pero salva al pecador, y toda su existencia terrena tiene por fin asegurar esa salvación. "No peques más", dice a la mujer adúltera. Con lo cual manifiesta que reprueba la culpa y que al mismo tiempo espera apartar de ella en lo sucesivo a la mujer: la salva de la lapidación para salvarla del pecado. Esa mujer ¿no quedó marcada para siempre por la bondad y la confianza del Maestro? La misericordia de Jesús para con los pecadores halla su más bella expresión en la cruz. Un malhechor condenado por sus latrocinios defiende a Jesús de los insultos que le dirige su compañero: ".. .Este nada inconveniente ha hecho." Después pide a Cristo: "Acuérdate de mí cuando vinieres en la gloria de tu realeza." Esta petición no suprime el hecho de haber pasado toda su vida cometiendo fechorías que le han valido una justa condenación a muerte. ¡cuántos jueces humanos, cuántos psicólogos no habrían creído en una conversión tan rápida! Habrían sospechado de la sinceridad o, en todo caso, de la profundidad de ése cambio de disposición, persuadidos de que una existencia dedicada por largo tiempo - a malos hábitos no puede corregirse en un instante, y ni siquiera reformarse verdaderamente. Pero Cristo, más compasivo y por eso mismo más perspicaz, escucha plenamente su oración y le asigna una recompensa que muchos otros podrían envidiar: "En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso"153. He ahí esa vida pasada en robos y asesinatos, metamorfoseada en un instante por la bondad generosa de Cristo: que se contenta con un solo grito de amor y de petición de auxilio para llevar al malhechor consigo al paraíso. A ningún otro prometió Jesús la felicidad del cielo para el día mismo de la muerte. La transformación de un ladrón en un santo que las estimaciones humanas habrían juzgado imposible -. Cristo la realizó en un instante: nada limita el poder de su bondad. Después de su Resurrección Cristo continúa manifestando esa preferencia por los pecadores. La primera aparición que nos cuenta el Evangelio está destinada a María Magdalena, en otro tiempo pecadora habitada por siete demonios. El primer discípulo a quien se muestra es el que le ha negado y llorado su culpa; y es recordando su triple negación, a la que responde una triple profesión de amor, como le constituye jefe de la Iglesia. Aquel a quien deslumbra con su luz en el camino de Damasco, es el mayor 153
Lc., XXIII, 39-43
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perseguidor de la Iglesia. ¿Por qué esa predilección por los pecadores? Es que son ellos los que han atraído al Hijo de Dios a la tierra y le hacen cometer esa locura de amor que es la obra redentora. Les pertenece, pues; tiene para con ellos todas las abnegaciones; les rinde honor y les da su afecto. Lo explicó El mismo en una parábola. A las murmuraciones de los fariseos: "Este acoge a los pecadores y come con ellos", responde: "¿Qué hombre de vosotros que tenga cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y se va a buscar la perdida, hasta que la halla? Y en hallándola, pónesela sobre los hombros, y llegado a su casa convoca a los amigos y a los vecinos y les dice: Dadme el parabién, porque hallé mi oveja perdida"154. Recordando lo que haría cualquier pastor, Jesús presenta, bajo el velo de la trivialidad, el secreto más querido de su corazón: el tra bajo que se toma para recuperar al pecador, a costa de la más alocada carrera y de las diligencias más inverosímiles, y la alegría que siente cuando la encuentra y recobra alegría no menos loca que lo era la pena. Ese entusiasmo en la acogida del pecador arre pentido es el rasgo del amor de Jesús que más vivamente conmueve a los hombres, porque éstos se maravillan siempre de ser recibidos con alegría por aquel cuyo juicio temían. Por el contrario, cuando fracasan todos los esfuerzos del buen pastor por traer consigo la oveja perdida, la tristeza no tiene límites. ¿Quién podría decir el dolor infligido a1 corazón de Cristo por la obstinación irreductible de Judas? ¿Y la melancolía tan impregnada de suave afecto, de la mirada que tiende sobre la ciudad de Jerusalén? "¡Jerusalén, Jerusalén, la que mata los profetas y apedrea a los que le han sido enviados! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos como la clueca a su pollada debajo de las alas, y no quisisteis!" "Si conocieras también tú en este día lo que lleva a la paz! Mas ahora se ocultó a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti en que levantarán una valla tus enemigos contra ti, y te cercarán y te estrecharán por todas partes, y te arrasarán y estrellarán a tus hijos en ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra en razón de no haber conocido el tiempo de tu visitación"155. Jesús llora sobre la ciudad rebelde pensando en las desgracias que la aguardan. No se alegra al ver venir el castigo sobre sus enemigos; menos aún reclama tal desastre para satisfacer una venganza; antes bien, la visión del desastre futuro de la ciudad que va a crucificarle. Le emociona hasta provocar sus lágrimas y hace refluir, en Él toda su ternura, semejante a la de una clueca para con su pollada. Más tarde muchos cristianos hablarán de la ruina de Jerusalén casi con alegría, o con un corazón seco, como de una feliz sanción a la incredulidad de los judíos. Verán en esta ruina el triunfo del cristianismo, el desquite del drama del Calvario. Jesús no la 154 155
Lc., XV, 2-6 Lc., XIII, 34; XIX, 42-44
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contempló con mirada triunfal, sino con ojos bañados de lágrimas. Nunca le causó placer la desgracia de los hombres, aunque fueran sus mayores enemigos. La mano del Padre, que se deja caer sobre los judíos incrédulos, le hiere en pleno corazón por la compasión que suscita en Él. El consuelo de Cristo es pensar que ese fracaso proporciona la ocasión de una generosidad mayor. Porque por él su misión de Salvador va inmediatamente a hacerse más universal. Ya que la mayor parte del pueblo judío, conducida por sus jefes, rehusa seguida, la llamada de su mensaje evangélico va a ser llevada a todos los demás pueblos. Entristecido por el pequeño número de elegidos, es decir, de judíos, dispuestos a creer en El, Jesús piensa complacido en el gran número de llamados, de nuevos invitados, que van a entrar en el reino de Dios. Porque la sentencia "Muchos son los llamados, mas pocos los elegidos"156 no es una declaración amenazadora o pesimista, sino que esencialmente es el anuncio de una misericordia más amplia, como lo demuestra la pará bola del convite, de la cual es conclusión. En esa parábola vemos al rey, reaccionando a la negativa de los primeros invitados, ponerse a invitar a todos: "Id, pues, a las encrucijadas de los caminos - dice a sus servidores - y a cuantos hallareis llamadlos a las bodas"157. Y esos nuevos invitados, los gentiles, llenan la sala del banquete. Por los pocos judíos que responden a la invitación, habrá, pues, otros mucho pueblos que vendrán a sentarse a la mesa: muchos llamados pero pocos elegidos158. Cristo se venga de los fracasos únicamente con una extensión de su misión de Salvador; y por tanto con un acrecentamiento de su bondad. Tal es la naturaleza expansiva de la generosidad de Jesús, que quiere superar todos los límites. Lo que trae a los hombres, lo trae en abundancia y a todos. Nunca se negó a realizar las curaciones que se le pedían: "Cuantos le tocaron dice San Marcos recobraban las salud”159. Cuando favorece a Pedro con una pesca milagrosa, le procura con qué llenar las barcas hasta el borde, y cuando multiplica los panes lo hace de suerte que todos queden ampliamente saciados. Estos favores temporales hacen presagiar la generosidad del Salvador en el terreno espiritual. A quienes lo dejan todo por seguirle, les otorga el céntuplo. Al siervo que ha sido fiel en cosas pequeñas le constituye señor de un gran territorio. Y el buen ladrón recibe una recompensa maravillosa, una felicidad inmensa por un simple arranque del corazón Cristo no mide sus larguezas: salva en plenitud. 156
Mt., XXII, 14 Mt., XXII, 9 158 Hay que tener presente que - como ha demostrado el P. De BUZY (Les Paraboles, París, 1932, pp, 32S y siguientes), seguido por el P. LAGRANGE- el episodio del traje de boda ha sido añadido a la parábola del convite. Siendo así, hay que restituir -creemos- la frase «Muchos son los llamados...» a la parábola del convite como a su primer contexto, del cual ha quedado separada por la inserción de una parábola secundaria. 159 Mc., VI, 56 157
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EL HEROE Un amor que lucha, una bondad que exige Al admirar la bondad, mansedumbre y compasión de Jesús, hemos ya hecho resaltar algunos indicios del vigor de su amor. Porque si, en muchas circunstancias, se deja llevar libremente de la debilidad y turbación de la emoción en presencia de aquellos a quienes ama y ve padecer, nunca se deja arrastrar fuera de los caminos de su designio redentor, cuyas condiciones mantiene con intrépida energía. El Buen Pastor es también un héroe, y en su ternura hay una fuerza indomable. Cuando empleamos la palabra" héroe", la purificamos de todas las resonancias peyorativas que pudiera tener: Cristo no busca una gloria vana por medio de hazañas maravillosas, ni hace alarde de valentía. Sino que es un héroe en el sentido de que ama a los hombres hasta el extremo y lo hace todo por ese amor. Como no desea agradarles, sino salvarlos, su amor es esencialmente un amor de lucha. El corazón de Cristo tiene una batalla que ganar. "No os imaginéis que vine a poner paz sobre la tierra; no vine a poner paz, sino espada." Y ¿dónde pone esa espada? En los afectos humanos más profundos: "Porque vine a separar al hombre contra su padre, y a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra." ¿Por qué esta terrible sentencia en labios de Aquel que vive del amor a su Padre, está enamorado de su madre, profesa a los hombres tanto cariño, recomienda por encima de todo el amor al prójimo, ratifica el amor de los esposos de Caná? Jesús mismo descubre el motivo: "Quien ama al padre o a la madre más que a Mí, no es digno de Mí; y quien ama al hijo o a la hija más que a Mí, no es digno de Mí" 160. Cristo exige a los hombres un amor superior a todos los afectos humanos. Ciertamente lo impone ante todo a sus apóstoles, a quienes llama especialmente a seguirle; pero lo reclama de todos, porque hay circunstancias en que cualquiera de sus fieles debe poder sacrificar sus más caros afectos al amor de Jesús. Si Cristo tiene reivindicaciones tan draconianas, no es por desconfianza hacia los hombres, menos aún por afán tiránico de monopolización; es porque quiere elevar las muy alto, porque las ama hasta querer transformarlas íntegramente con la fuerza de su amor. Y por ello su bondad se revela exigente, terriblemente exigente. Es la verdadera bondad, que busca el bien superior de aquellos a quienes ama, y no la satisfacción de los caprichos de estos. Se niega a capitular ante el egoísmo humano cuando éste vaya acompañado de cierta generosidad. El joven rico había sido testigo - a lo que parece - de la escena conmovedora en que Jesús había acogido a los niños que le eran presentados, abrazándolos y bendiciéndoles. Embargado de loca admiración por una ternura tan amable y sencilla de parte de un gran Maestro, se precipita hacia Él a fin de tener parte en su afecto y ponerse bajo su dirección. Pero, en su fervor al preguntarle qué ha de 160
Mt., X, 34, 35, 36
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hacer para tener la vida del alma, alimenta la secreta esperanza de que una benevolencia bonachona va a permitirle una perfección religiosa con menores gastos: Cuenta con la bondad de Cristo para obtener una doctrina más condescendiente: “Maestro bueno” - le saluda -. Jesús rectifica al momento: su bondad no es del mismo género que las bondades humanas, que se dejan llevar a concesiones perjudiciales; es una bondad divina, sin quiebra ni acomodamiento; no es más muelle que la bondad de Yahveh, porque es recibida del Padre, a quien debe ser rendido homenaje por ella." ¿A qué me llamas bueno?" – responde -. ¿A qué? ¿Es porque el joven confía en un doblegamiento del Maestro, en una bondad nueva, mejor que la de Dios? "Nadie es bueno, sino sólo Dios." Y para mostrar que su bondad se halla en la prolongación de la de Yahveh, Jesús repite la enumeración de los mandamientos, lo esencial de la Ley. Después formula la condición con que invita al joven a seguirle: "Anda, vende cuanto tienes y dalo a los pobres"161. ¡Condición categórica bien digna de la bondad de Dios! Si el joven aguardaba un compromiso mitigador, hele bien desengañado. Y cuando éste frunce el ceño, Cristo no intenta conservarle, a pesar de todo, rebajando sus exigencias. Persiste sencillamente en mirar al joven con amor" un amor que no quiere doblegarse con ningún regateo. Y le deja marcharse. Para salvar la vocación de algunos de sus discípulos, no vacila en negarles un retorno a la familia, peligroso para la firmeza de su adhesión al Maestro. "Te seguiré, Señor - dice un discípulo -, mas primero permíteme irme a despedir de los de mi casa." Jesús responde: “Nadie que puso su mano en el arado y mira hacia atrás, es a propósito para el reino de Dios162”. La petición parecía muy natural, pero implicaba una mirada hacia atrás la nostalgia de ciertas aficiones que habrían robado a Jesús el corazón del discípulo. Por eso es rechazada sin compasión. Cristo no es menos severo con aquel que le ruega poder ir primeramente a dar sepultura a su padre. "Sígueme, y deja a los muertos enterrar a sus muertos" 163. Entre el reino de Dios y los que permanecen extraños a Él hay una separación radical, corno entre la vida y la muerte, y Cristo lo proclama de manera clara y neta. Parece haber en sus palabras algo de dureza. Y sin embargo el corazón de Cristo, de donde sale esta orden de apariencia cruel, estuvo siempre animado de un afecto tierno, sumiso y diligente para con María y José; conoce y aprecia la intimidad familiar con los deberes que lleva consigo. Tampoco desdeña deberes tales como el de la sepultura, puesto que alabará a María de Betania por su generosidad en derramar sobre sus pies una gran cantidad de perfume: verá en esa unción una preparación a su sepultura, y anunciará que será publicada en todo el mundo. Pero en ciertos casos los afectos familiares amenazan la libertad de un alma puesta al servicio del reino de Dios. Cristo exige entonces que se los corte enérgicamente y que se 161
Mc., X, 18-21 Lc., IX, 60-61 163 Mt., VIII, 22 162
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renuncie aun a tareas tan nobles como sepultar a un pudre. Ofrece a los que quieren seguirle un amor bastante poderoso para desprenderlos de esos afectos y suficientemente completo para cerrar la herida. Lo que suprime, lo reemplaza, y con algo mucho mejor. Su aparente dureza es en realidad un amor más fuerte y audaz. Es, por otra parte, con sus mejores amigos con quienes Jesús se muestra más exigente. A Pedro le pide un cambio completo de mentalidad, la conversión de esperanzas terrenas en las del reino de Dios, el reconocimiento - tan arduo para su vigor impetuoso - de la debilidad de sus recursos humanos, y le promete el suplicio del martirio. A Lázaro le pide el abandono supremo, el de la muerte, y hace compartir ese sacrificio a Marta y María. Más tarde, Saulo deberá despojarse completamente de sí mismo y renegar de su pasado. Judas creerá durante algún tiempo poder permanecer en la compañía del Maestro y cultivar el apego al dinero. Pero al fin se verá puesto en el trance de escoger; por lo demás, desde el momento en que comienza a obrar por la bolsa, queda convertido en "diablo". Cristo tiene piedad de él, pero nunca hasta permitirle hacer puesta en ambos tableros; mantiene su exigencia de renunciamiento, con los riesgos de traición y desesperación que lleva consigo para Judas. Y explica su conducta con esta advertencia solemne: "Nadie puede ser esclavo de dos señores, porque o bien aborrecerá al uno y tendrá amor al otro, o bien se adherirá al primero y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero"164. Así, pues, Cristo, aunque quiere atraer a todos los hombres, no intenta reunir los más posibles en torno suyo por medio de concesiones complacientes. Al mismo tiempo que los invita, combate en ellos todo lo que les aleja de Dios, todas las formas del egoísmo, desde el orgullo a la codicia, y hasta los afectos .legítimos que pudieran traer consigo una partición del corazón. En aquellos a quienes más ama, lleva esta lucha con el mayor ardor, porque los quiere más perfectos. Su amor a los hombres es una guerra continua, sin cuartel, contra Satanás, contra el pecado, contra todas las malas pasiones o simplemente condescendencias con la naturaleza. La obra de redención se desarrolla como un gigantesco combate. El Evangelio cuenta de manera impresionante ciertos aspectos de ese combate, que hay que tratar de penetrar para comprender el corazón de Cristo.
La primera batalla Se levanta el telón, y se nos introduce en todo este inmenso drama de la vida pública - que va a estar marcado por una colisión terrible y prolongada - con la presentación de los dos adversarios y la descripción de los objetivos de la lucha. En el 164
Mt., VI, 24
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desierto, por la contemplación del Padre y la unión a sus deseos, Jesús va a llenar su corazón de la fuerza con que ha de derribar a Satanás. Cuando la siniestra silueta se le aproxima y hace caer su sombra sobre los pensamientos de su espíritu y los sueños de su imaginación, Cristo está enteramente poseído por el amor al Padre, del que se ha empapado y con el que se ha fortalecido en la soledad. Está, pues, preparado para librar la primera gran batalla, la más decisiva, por otra parte, porque su resultado va a dominar todo el desarrollo de su ministerio apostólico. Ahí está, héroe de la luz, frente al poder de las tinieblas. Pero ningún público asiste a ese duelo, porque Cristo se empeña en él por un amor a los hombres absolutamente puro, tanto más sincero cuanto más ignorado. Su heroísmo, lejos de buscar estima y admiración, permanece escondido en su corazón. Y es también en su corazón donde están presentes los hombres, pues que por ellos se expone. El primer esfuerzo de Satanás tiende a apartar a Jesús de ese amor, sugiriéndole que utilice en provecho propio sus poderes de Hijo de Dios. Cristo ha recibido del Padre un poder mesiánico en favor de los hombres y para su salvación; el demonio le invita a explotado con un fin simplemente egoísta: satisfacer su hambre. Si, por un imposible, Jesús con consintiera en la sugestión, lanzaría toda la empresa mesiánica en la dirección de su propio provecho y se le vería, en lugar de derramar por doquier beneficios a su paso, servirse de sus poderes milagrosos para su propia ventaja, para llevar una vida agradable y fastuosa. Pero no: rehusa desviar hacia su provecho la menor partecita de su poder, llevar a cabo la acción, aunque tan sencilla, de cambiar una piedra en pan. Permanece, fiel al Padre, con cuya voluntad se alimenta y a los hombres, a quienes se ha dedicado por completo. Satanás le incita al egoísmo de otra manera. Le inspira un método de redención, poco costoso, que consiste, en prodigios: ponerse sobre el pináculo del Templo y lanzarse al vacío, ante una multitud que aplaudirá la hazaña. Mediante algunas demostraciones de ese género, se ganaría la admiración loca del pueblo, y tendría en sus manos la suerte de una turba entusiasta. Se atraería a todo el mundo sin tener que tomarse trabajo alguno. Cristo compara esta perspectiva con la de una Pasión sangrienta y una muerte de ajusticiado. Incontestablemente el camino propuesto por Satanás es más seductor. Desembarazaría su vida pública de la obsesión de un fin cruel y lamentable. Y libraría a los hombres de la necesidad, tan poco halagüeña, de llevar cada uno su cruz, facilitando singularmente la adhesión de todos al mensaje evangélico. Pero sería la ruina del amor: Jesús renunciaría a amar a los hombres hasta el extremo, hasta tomar sobre Sí las más aplastantes sufrimientos, y querer transformar a los demás asociándolos íntimamente a su Pasión. Le faltaría valor si evitara darse completamente a ellos e imponerles el ideal del sacrificio; ahora bien, Él ha sido enviado por el Padre para un
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don total de Sí mismo y para la santificación de la Humanidad. Rechaza, pues, la sugerencia satánica como una horrible cobardía; no halagará, a los hombres con prodigios; los salvará por la cruz. Finalmente Satanás trata de hacer titubear la resolución de Cristo descubriéndole una vista general de su imperio sobre las almas. Porque la dominación del espíritu del mal es un hecho: el demonio ejerce un señorío profundo en los corazones que tiene encerrados en los calabozos del pecado. Y Jesús que, mejor que nadie, ve el fondo de las almas, se da cuenta de su esclavitud. Durante su vida oculta ha tenido ocasión de comprobar la flaqueza humana y su facilidad en dejarse arrastrar al mal; ha chocado muchas veces con egoísmos feroces y ha tenido que deplorar el espectáculo de vidas que se hundían más y más en el pecado. La obstinación de una voluntad en sus extravíos puede alcanzar un grado pasmoso: aun antes de chocar con el endurecimiento de Judas y de los fariseos, Jesús se convenció de ello por sus observaciones de Nazaret. Querer extirpar completamente el pecado de las almas, ese pecado tan íntimamente anclado y tan resistente, ¿no es perseguir una quimera? En lugar de lanzarse a la loca pretensión de restablecer a los hombres en una pureza y santidad integrales, ¿no es mejor considerar razonablemente la situación y pactar con un enemigo tan temible y difícil de vencer? ¿No es preferible conquistar los corazones reconociendo cierto señorío inevitable del pecado sobre ellos? Cristo cerraría los ojos a esta porción del pecado, la cubriría con el velo de una ignorancia voluntaria. He ahí el arreglo que Satanás se esfuerza en obtener de Jesús cuando le promete el reinado universal si consiente en inclinarse ante su poder. Porque la solicitación “Todo esto te daré si postrándote me adores” 165, es menos grosera de lo que parece a primera vista: invoca el espectáculo de la inmensidad del pecado para concluir en un compromiso. Puesto frente a ese lamentable espectáculo, Cristo echa de sí al tentador y su proposición. Sólo Dios debe ser el Señor de los corazones: Jesús está decidido a perseguir el pecado hasta en sus últimas trincheras, a desarraigarlo completamente de las almas y destruir el imperio de Satanás. Ama demasiado a los hombres para poder sufrir que permanezcan, si quiere parcialmente, esclavos del mayor enemigo que tienen. Las tres tentaciones enderezan, pues, a doblegar el amor de Cristo, no sólo el que tiene a su padre, sino también el que profesa a los hombres. Satanás quiere evitar que Jesús consagre exclusivamente sus poderes de Hijo de Dios a hacer beneficios a los hombres, que se sacrifique por ellos hasta padecer los mayores tormentos, que se empeñe en librarlos totalmente de la esclavitud del pecado. Lo que Satanás quiere echar por tierra, o al menos hacer vacilar, es el heroísmo de un amor absoluto. Tal vez cuenta con la bondad de Cristo para arrancarle una debilidad, una condescendencia. Pero él es 165
Mt., IV, 9
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la única persona para con la que Jesús no muestra bondad alguna; únicamente a Satanás dice el Maestro: “Vete de aquí”. Con esta irreductible hostilidad guarda Cristo toda la fuerza de su amor y sale vencedor del combate.
El conflicto con los fariseos Sin embargo, la lucha va a continuar bajo otra forma. Los Evangelios están llenos de los ecos del conflicto con los fariseos, tanto que se podría ver en ello lo esencial de la vida pública. Jesús encuentra a esos adversarios a cada vuelta de su camino, con una oposición que no cesa de agrandarse. Se comprende, al leer esa guerra áspera y dura, toda la verdad de la profecía de Simeón: “He aquí que Éste está puesto para caída y resurgimiento de muchos en Israel, y como señal a quien contradice” 166. Esta contradicción que abruma a Cristo es resuelta y hasta violenta. Ataca, a través de su persona, al reino de Dios que Él ha venido a establecer . “Es anunciado el reino de Dios y se le hace violencia”167. ¿Por qué este asalto dirigido contra el reino? ¿Por qué la persecución, que ya alcanzó a Juan Bautista, se reproduce ahora? San Lucas coloca la declaración de Jesús en un contexto que esclarece su significado. Hay oyentes que no han podido soportar el gran principio enunciado por Cristo: “Ningún criado puede servir a dos amos... No podéis servir a Dios y al dinero”. “Oían todas estas cosas los fariseos, que eran amigos del dinero, y hacían mofa de Él”168. Los fariseos son, ciertamente, partidarios de un mesianismo, pero de un mesianismo que les asegure la posesión de bienes terrenos: la prosperidad material, la liberación de la nación judía del yugo romano, junto con el establecimiento de su dominación sobre los demás pueblos y una cómoda reputación obtenida por medio de prácticas exteriores de piedad. ¡Ah! Si Cristo consistiera en entrar en sus miras, en prometerles, con una doctrina más acomodaticia, la salvaguardia de su posición adquirida y la justificación de su conducta, los ganaría inmediatamente para su causa. Pero justamente, en lugar de dar pruebas de diplomacia y oportunismo, los obliga a escoger: o sus ventajas de aquí abajo, con su orgullo y su rapacidad, o Cristo: un solo amo. Jesús, que quiere salvarlos, nunca se volverá atrás de ese dilema, porque eso sería autorizar la perversión del corazón de ellos y prestarles el más ruin servicio. Mantendrán heroicamente su exigencia, aceptando el riesgo de una condenación a muerte antes que ceder al egoísmo de aquéllos. Esta firmeza inconmovible de su amor desencadenará todas las tempestades. Sintiéndose amenazados por un mensaje tan exigente, los fariseos buscan querella 166
Lc., II, 34 Lc., XVI, 16. He traducido literalmente el texto francés, ya que la interpretación de Bover – Cantera traduce así: “Es anunciada la buena nueva del reino de Dios, y todos forcejean por entrar en Él” Tampoco la versión de Nacar – Colunga coincide con la que sirve de apoyo al autor. (N. del T.) 168 Lc., XVI, 13-14 167
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contra Jesús. Y – cosa notable – no encuentran qué reprocharle en su conducta, sino beneficios. El tema más frecuente de sus críticas reside en los milagros realizados el día de sábado. Ellos no participan en la alegría de los enfermos y lisiados curados por Jesús: rechinan los dientes al asistir a esas maravillas. ¿No llegarán a tramar la muerte de Lázaro, es decir, una mala acción exactamente contraria al gran favor otorgado por Cristo? No sienten estima alguna por las bondades de Jesús, porque ellos desprecian al pueblo, que es el beneficiario de ellas: “Esa turba, que no conoce la Ley, son unos malditos”169. Al contrario, esas bondades los ponen furiosos, porque acarrean a su Autor cierta popularidad, que podría apartar a las turbas de otros maestros menos generosos. Es, pues, por los hombres por quienes Cristo se encuentra expuesto a la hostilidad de los fariseos, y cuando éstos cojan piedras para apedrearle, podrá declararles con toda verdad: “Muchas obras buenas hice a favor vuestro de parte de mi Padre: ¿por cuál de estas obras me apedreáis?” 170. En lugar de esos beneficios de toda clase, ¿qué reclaman los fariseos? Prodigios. Más bien que buenas acciones, querrían acciones de brillo que sedujeran su inteligencia y no se enderezaran a convertir su corazón. Pretenden sustituir el amor de Cristo, que apela a sus posibilidades de generosidad y amor, por un arreglo entre dos egoísmos, aceptando Jesús lanzarse a una carrera gloriosa y renunciando a molestarlos en sus satisfacciones. Semejante demanda lleva verdaderamente la marca de Satanás, de aquel que sugirió en el desierto la ejecución de un prodigio y el ajuste de un compromiso. ¿Cómo reacciona Cristo ante esa controversia sistemática? Cuando se le reprochan sus milagros, reivindica bien alto el derecho a la generosidad: nada le exaspera tanto como la pretensión de contrarrestar la bondad de su corazón. Enseñando un sábado en una sinagoga, ve a un hombre cuya mano derecha está rígida. ¿Va a retroceder ante las miradas sospechosas de los escribas y fariseos y dejar marcharse al hombre con su enfermedad, para evitar un nuevo pretexto de querella? De ningún modo. Se dirige directamente a sus adversarios, no por bravata y desafío, sino por deseo de afirmar bien alto su libertad de curar a un desgraciado. "¿Es permitido - les pregunta - en sábado hacer bien, salvar una vida?" Y no obteniendo respuesta, echa una mirada sobre ellos, y luego dice al hombre: "Extiende tu mano" 171; y la repone en buen estado. Este milagro provoca el furor de escribas y fariseos, y tienen consejo sobre el medio de perder a Jesús. No soportan la grandeza de su amor. En otra ocasión, cuando cura a la mujer en corvada, el jefe de la sinagoga da parte a la asamblea de su indignación: "Hay seis días para trabajar: en éstos, pues, venid y haceos curar, pero no en día de sábado." No se atreve a dirigir su reprensión direc169
Jn., VII, 49 Jn., X, 32 171 Lc., VI, 10 170
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tamente contra Cristo, que acaba de revelar su autoridad en la enseñanza que ha dado, y la emprende con personas menos terribles, particularmente con la mujer, que acaba de dar gloria a Dios. La dicha y el entusiasmo de esta mujer, que él debería compartir, le irritan, y, en lugar de asociarse a su reconocimiento dando gracias al cielo, no manifiesta más que horror por lo que juzga una violación del sábado. Jesús le hace avergonzarse de su actitud, demostrando su hipocresía, así como ]a de sus partidarios: "Hipócritas, cualquiera de vosotros en sábado, ¿no desata a su buey o su asno del pesebre y lo lleva a abrevar? Y a ésta, que es hija de Abraham, a quien ató Satanás hace ya dieciocho años, ¿no era razón desatarla de esta cadena en día de sábado?"172. Y mientras el pueblo se alegra del milagro, los adversarios de Cristo quedan confundidos con la réplica del Maestro. La viveza de las reacciones del Maestro se debe, subrayémoslo, al hecho de que las malas intenciones de sus enemigos tienden a impedirle hacer el bien, causando así daño a aquellos por quienes Él siente un amor muy particular: los inválidos y los desheredados de la vida. En la fuerza con que pregunta a los fariseos si es permitido curar en sábado, hay que oír vibrar la ternura de su piedad para con un hombre con la mano rígida; y su indignación ante la hipocresía proviene de su compasión por una mujer lisiada desde hace dieciocho años. Es a los demás a quienes Jesús quiere proteger. Da una lección al fariseo Simón para defender el honor de la pecadora arrepentida. Dispersa a los acusadores de la mujer adúltera. Cuando ciertos fariseos reprochan a los discípulos el arrancar espigas en sábado, interviene para justificar aquella acción: "El sábado por e! hombre fue instituido, y no el hombre por el sábado. Así que señor es el Hijo del hombre también del sábado”173. En esta respuesta a tales argucias afirma no sólo su soberanía, que le permite hacer e! bien en día de sábado, sino el sentido de esa soberanía. El sábado ha sido instituido por el hombre, y como el Mesías ha recibido todo poder sobre la Humanidad, es Señor de cuanto ha sido puesto al servicio de los hombres, particularmente del sábado. El amor a los hombres es el que lo domina todo; por ese amor es por lo que choca con los fariseos: del sábado, del que ellos hacían una institución fastidiosa, Él quiere hacer un testimonio de la bondad divina.
La cólera Así se explica la cólera de Jesús. Ese corazón tan manso y bondadoso conoció la cólera. No todos los evangelistas se atrevieron a referirla, pero San Marcos, con sencillez realista, no dudó en llamada por su nombre 174. Se comprende el escrúpulo de San Mateo y San Lucas: la cólera parece una falta de dominio de sí, una pasión 172
Lc., XIII, 14-16 Mc., II, 27-28 174 Mc., III, 5 173
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violenta, indigna del maravilloso equilibrio de la personalidad de Cristo. Pero justamente el Señor pudo permanecer y permaneció perfectamente dueño de sí en medio de su cólera. ¡Cuántas veces no cuenta el Antiguo Testamento las cóleras de Yahveh! No hemos, pues, de sorprendernos de la de Cristo, eco de la de Dios. Cólera profundamente sentida y verdaderamente digna del Mesías. ¿Por qué se encoleriza Jesús? "Por el encallecimiento de su corazón" - nos dice San Marcos de los fariseos – . Es además una cólera forzada, porque está toda empapada de tristeza – según la descripción del evangelista -. Hasta hay cierta dificultad en interpretar el término griego empleado para significar tristeza, porque significa de ordinario condolencia, compasión: Jesús se enoja contra los fariseos y, sin embargo, padece con ellos, su cólera tiene algo muy particular: que va acompañada de una inmensa conmiseración por la desgracia de corazones tan duros. Y ¿cómo se venga? Con un milagro de curación. “Y echando en torno una mirada sobre ellos con indignación, contristándose por el encallecimiento de su corazón", dice al hombre: "Extiende tu mano." La cólera de Cristo proviene, pues, del amor, que se irrita de la fría insensibilidad ajena; está inundada de amor, puesto que está penetrada de dolor íntimo y de compasión; y tiende al amor, quiere asegurar la realización de un beneficio. Esa cólera repercute en las invectivas contra los fariseos, que son las expresiones más violentas que Cristo pronunció: "¡Ay de vosotros, fariseos, que dais el diezmo de la hierbabuena, de la ruda y de toda clase de hortalizas y pasáis por alto la justicia y el amor de Dios!" “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos farsantes!, porque cerráis e1 reino de los cielos delante de los hombres; que ni entráis vosotros, ni a los que entran dejáis entrar... ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos farsantes!, porque os semejáis a sepulcros encalados, que de fuera parecen vistosos, mas de dentro están repletos de huesos de muertos y de toda inmundicia. Así también vosotros por de fuera parecéis justos a los hombr es, mas de dentro estáis repletos de hipocresía e iniquidad” 175. Con quienes no comprenden el lenguaje de las bienaventuranzas, Jesús emplea el de las maldiciones. Con la violencia de sus expresiones no quiere, ciertamente, englobar a todos los fariseos en una reprobación definitiva, sino que intenta dar una sacudida a aquellos a quienes no ha logrado conmover ni atraer. Trata de provocar un choque en esas conciencias endurecidas. Para que cesen de estar engañadas por sus ilusiones, desenmascara el verdadero fondo de sus sentimientos; les hace más difícil la perseverancia en la hipocresía y lo que les reprocha esencialmente es su falta de amor sincero a Dios y el daño que causan a los demás. Por otra parte, esa acusación pública no pretende condenar a cada uno de los fariseos individualmente: es su mentalidad y partido lo que fustiga. Cristo tiene cuidado de respetar las personas particulares; cuando reprende a una, como al fariseo Simón, Se limita a señalar algunas señales exteriores de frialdad, y cuando res175
Lc., XI, 42; Mt., XXIII, 13, 27, 28
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ponde al jefe de la sinagoga después de la curación de la mujer lisiada, encausa a todos sus opositores: "Hipócritas", dice en plural. Dirige su invectiva contra el grupo, absteniéndose de juzgar a talo cual. En fin, su cólera contra los dirigentes del pueblo judío desemboca en un rasgo solemne. La primera vez que vino en peregrinación al Templo, a la edad de doce años, Jesús quedó escandalizado del tráfico que allí se abrigaba: el culto de Yahveh estaba desviado hacia provechos comerciales. El Hijo resolvió hacer cesar ese insulto a su Padre. También en eso había que escoger: Dios o el dinero. En el curso de su vida pública, al venir al Templo de Jerusalén, Cristo realiza su viejo sueño: expulsa a los mercaderes y derriba las mesas de los cambistas. El observador de la escena que hubiera tratado de leer en su mirada, habría visto en ella una impresión de alivio: su amor al Padre podía darse curso libre, después de haber soportado largo tiempo una profanación que le dolía en el corazón. Esta expulsión es el preludio de otra que marcará el resultado de la lucha: “¿Es que no está escrito - enseña Jesús - que Mi casa será llamada casa de oración para todas las gentes?” Mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones." 176 Puesto que los jefes del pueblo judío han transformado su culto divino en un lucrativo comercio, todas las naciones serán 'llamadas a sucederlos en ese privilegio. Porque si la higuera de Israel rehusa dar frutos y por ese motivo es condenada a - la esterilidad para lo sucesivo, hay una viña que extenderá sus ramas por todos los pueblos. Observamos aquí la reacción característica de la generosidad de Jesús: su , cólera contra los fariseos va a implicar un llamamiento a todos los pueblos. Ante la hostilidad, su corazón no se estrecha, sino que se ensancha sin medida.
Amor en la lucha El mismo anuncio de generosidad era ya perceptible en la declaración sobre el Hijo del hombre, señor del sábado. Los fariseos han pervertido el sábado; Cristo dará a los hombres un nuevo sábado, más espléndido. Asimismo los dirigentes judíos han profanado el Templo, y se preparan a destruir ese Templo viviente que es la Persona de Cristo: “Destruid este santuario, y en tres días lo levantaré” 177. El Templo que Jesús devolverá a los hombres será incomparablemente más hermoso, puesto que no será hecho por mano de hombre: será su Cuerpo resucitado y todo el edificio de la Iglesia, suyo sostén será Él. Lo que sus adversarios corrompen y deshacen, Jesús lo restituye más magnífico. Por tanto no hay que interpretar como una simple manifestación de impaciencia la amenaza del Señor: “Os digo que os será quitado el reino de Dios y se 176 177
Mc., XI, 17 Jn., II, 19
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dará a la gente que produzca frutos” 178. En la cólera contra los que rehusan su oferta, Jesús halla ocasión de abrir más ampliamente su amor a todos los pueblos. Así reporta Él la victoria, respondiendo con un don más liberal a un egoísmo más duro. En su polémica con los fariseos tiene buen cuidado en hacer notar que Él no alimenta intención alguna de venganza personal: “No penséis que os voy a acusar delante del Padre”179 El que os acusará será el mismo Moisés, en quien ellos tienen puesta su confianza. Del mismo modo Cristo no se considera como el gran ofendido por la incredulidad de ellos: “Y quien dijere palabra contra el Hijo del hombre, s ele perdonará; mas quien dijere contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el venidero”180. Personalmente, Jesús no mantiene animosidad ni susceptibilidad alguna; pero advierte de la gravedad de pecar contra la luz dad por el Espíritu Santo, porque el que persiste en cegarse hasta el fin rehusa su salvación. Cristo afirme que sigue dispuesto a acoger toa buena voluntad, aun la que venga de los fariseos: “...Al que viniera a Mí no le echaré fuera; pues he bajado del cielo no para hacer mi propia voluntad, sino la voluntad del que me envió. Y ésta es la voluntad del que me envió: que de todo lo que me dio no pierda nada...” 181. Jesús, pues, hace cuanto puede por no perder a ninguno de lso fariseos. Acepta sus invitaciones, aun cuando no provienen de pura simpatía. Responde a sus preguntas, aun insidiosas. Alienta a un escriba que da pruebas de comprender su doctrina: “No andas lejos del reino de Dios”182. El mejor indicio de que no rechaza en bloque a los directores, escribas y fariseos, es que un miembro del consejo, José de Arimatea, se adhiere a su mensaje y se hace secretamente discípulo suyo, y que un fariseo, Nicodemo, viene a buscarle reconociendo en Él a un hombre de Dios. Esa conversación con Nicodemo muestra cómo Jesús se preocupa a la vez de acoger una buena voluntad y de mantener todas las exigencias de su doctrina. Nicodemo empieza prudentemente contentándose con aludir a los milagros de Jesús como prueba del origen divino de su enseñanza. Querría saber más de ella, pero se abstiene hasta de hacer una pregunta, dejando a Jesús el cuidado de adivinar su deseo y de dirigir la conversación. A ese gran tímido, que viene a Él de noche por temor a comprometerse y que no se atreve a adelantarse demasiado, Cristo le expone inmediatamente la metamorfosis completa que exige la entrada en el reino de Dios: "En verdad, en verdad te digo: si uno no fuere engendrado de nuevo, no puede ver el reino de Dios." Esto es decir a ese fariseo que debe comenzar una vida del todo nueva, cambiar enteramente su 178
Mt., Xxi, 43 Jn., V, 45 180 Mt., XII, 32 181 Jn., VI, 37-39 182 Mc., XII, 34 179
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existencia. Jesús le explica a continuación por qué esa necesidad de renacer: es que Dios ha enviado por amor a su Hijo a este mundo, para comunicamos su vida divina, “porque así amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo unigénito a fin de que todo el que crea en Él no perezca, sino alcance la vida eterna”. Por consiguiente, la audacia de la metamorfosis requerida proviene del amor del Padre: dándonos a su Hijo, quiere elevarnos a una vida trascendente. A Nicodemo, como a sus amigos, Cristo reclama un trastorno del ser. Semejante al amor del Padre, el del Hijo tiene la misma osadía para con todos los hombres: no quiere atenuar para los fariseos el vigor de sus exigencias y luchará hasta el fin por hacérselas admitir.
Lucha con los próximos No sólo contra los fariseos debe Jesús sostener combate. Sus primeros adversarios están entre los más próximos. Choca con la hostilidad de la gente de su aldea, que considera como una blasfemia sus pretensiones mesiánicas. Cuando, en la sinagoga de Nazaret, desenrolla el libro del profeta Isaías, para aplicarse a Sí mismo un pasaje de él y presentarse coma el enviado de Dios que trae la liberación, provoca el asombro y la incredulidad. ¡"El hijo de José" quiere hacerse pasar por el Mesías! Sin duda se cuenta que ha realizado milagros en Cafarnaún, pero debería hacerlos primeramente en su propio pueblo. Sus oyentes le reclaman prodigios. Ante su falta de fe, Jesús decide irse a otra parte: no es la primera vez que un profeta es rechazado por sus compatriotas y se marcha a los extraños. "Y se llenaron de cólera todos en la sinagoga al oír estas cosas. Y levantándose le arrojaron fuera de la ciudad y le llevaron hasta la cima del monte sobre el cual estaba edificada su ciudad, con el intento de despeñarle. Mas Él, habiendo pasado por en medio de ellos, iba su camino" 183. ¡Qué pena para el alma sensible de Jesús ver todos aquellos rostros, que Él conocía familiarmente, haciendo muecas de odio y amenaza! ¡Los primeros en querer apedrearle no son los fariseos, sino aquellos entre quienes ha pasado su juventud! Y, entre esos habitantes de Nazaret, los miembros de su familia son de los más escépticos. ¿No quieren, en los comienzos de su ministerio, llevarle de nuevo a casa bajo el pretexto de que ha perdido la cabeza? Y Cristo tiene que resistirles. Él, que declara que su venida podrá separar a un hijo de su padre y a una hija de su madre, es el primero en sufrir una división de sus "hermanos", o sea, sus primos. Pero se mantiene firme: desbarata su tentativa de hacerle regresar a Nazaret, proclamando que en lo sucesivo Él se debe a otra familia que tiene por lazo de unión la voluntad divina. Y cuando le proponen que vaya con ellos a Jerusalén y realice allí prodigios para satisfacer su deseo de brillar, se niega enérgicamente a acompañados. Irá a Jerusalén, pero no con ellos. 183
Lc., IV, 28-30
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Lucha contra su parentela; lucha igualmente, en muchas ocasiones, contra sus discípulos. No es sólo en las turbas donde ha de combatir la aspiración a un mesianismo terreno, glorioso y regalón, hambriento de triunfo político; también los discípulos comparten esas tenaces ilusiones, que alimentan su ambición. Muchas veces, y hasta en la última. Cena, Jesús los reprende por sus altercados sobre el primer puesto, por su preocupación de saber quién será colocado más cerca de, su trono. Los amonesta en varias ocasiones por su falta de bondad para con los niños, para con un exorcista extraño, para con una ciudad de Samaria. Hasta con Pedro se encara cuando éste quiere apartarle del camino de la cruz. A veces reprocha a todos su falta de confianza: "¿Todavía no reflexionáis ni entendéis? ¿Tenéis encallecido vuestro corazón? ¿Teniendo ojos, no veis, y teniendo oídos, no oís?"184. Contra todos, pues, ha de luchar, aun contra los seres que le son más queridos; se puede adivinar su padecimiento íntimo. Si lamenta la incredulidad de los fariseos y hasta en su cólera revela su compasión por ellos, ¡qué tristeza no debe de sentir ante la falta de fe de los miembros de su familia! La única persona con quien no ha de luchar es su Madre. Pero debe arrancarse de Ella cuando su partida para la vida pública y sobre todo cuando su muerte en cruz. Cristo acepta todos los inconvenientes de esa lucha: la pena que hubiera querido no infligir a los demás y que se ve obligado a infligirles por su bien; y la soledad en que la lucha le confina, puesto que combate solo contra todos, con un solo aliado que nunca aparece en escena. Su tarea habría sido más cómoda si hubiera podido mostrarse menos intransigente y conciliarse el acuerdo fácil de los demás. Pero eso habría sido hacer traición a su amor. Si se arriesga a parecer a los ojos de algunos duro y fanático en el mal sentido de la palabra, sabe que finalmente los hombres bien dispuestos reconocerán en una lucha tan valerosa el testimonio de una entrega y un afecto más auténticos.
Lo que está en juego en la lucha Es tal vez en su amenaza más terrible, la del infierno, donde fundamentalmente se revela el amor que anima su combate. Jesús quiere hacer retroceder a los fariseos ante la perspectiva del fuego eterno; quiere inculcar la importancia del amor al prójimo pintando el cuadro del juicio final, en que el Hijo del hombre separará a los benditos del Padre de los malditos. Con ello da a conocer el objetivo final de la lucha: si combate con tanto empeño, si utiliza todos los medios de acción sobre las almas, incluso la amenaza, es porque se trata de asegurar a los hombres una felicidad eterna y evitarles una desgracia definitiva. Ese destino de ultratumba merece todos los esfuerzos de una lucha 184
Mc., VIII, 17-18
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obstinada. Desde el principio, el combate se libra, implacable, entre gigantes: la escena de la tentación en el desierto muestra la talla de los adversarios y la magnitud gigantesca de la batalla. En el curso de la vida pública la lucha no cesa de agrandarse. Los fariseos se endurecen más y más y los discípulos mismos tienen dificultad en comprender y admitir el anuncio de la Pasión. A medida que se acerca el fin, Cristo se encuentra cada vez más solo, porque es perseguido de sus enemigos y desconcierta a sus amigos; tanto que en el momento de su condenación será abandonado por sus discípulos y por las turbas y escarnecido por sus adversarios. Había puesto a sus oyentes en la necesidad de no servir más que a un amo. Al intensificarse la lucha esa necesidad se transforma en un dilema más terrible todavía: o crucificar a Jesús o ser crucificado con Él. Cierto que hay muchos modos de participar en su crucifixión, pero en una alternativa en la que no hay término medio. Los que no están con Él, están contra Él. Cristo lucha hasta el heroísmo de su suplicio y tiene la audacia suprema de reclamar a todos los hombres la misma lucha heroica. Quiere derramar y compartir todo el amor que ha enterrado en su corazón solitario y perseguido de héroe.
CORAZON MANSO Y HUMILDE Yugo suave "Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprended de Mí, pues soy manso y humilde de corazón, y hallaréis reposo para vuestras almas. Porque mi yugo es suave, y mi carga, ligera"185. Humilde en su sometimiento al Padre, Jesús Se revela no menos humilde en la autoridad con que se dirige a los hombres. Y cosa realmente notable es esa humildad lo que propone como motivo de adhesión a su doctrina. Posee muchas otras razones para hacer admitir su enseñanza: es el enviado del Padre, y bien a menudo pedirá a los vacilantes y opositores que crean por Aquel que le envió; es la Luz, la Verdad, y reclama de todos los que aman la verdad que escuchen su voz; tiene - como declarará Pedro palabras de vida eterna; garantiza su doctrina con milagros, y toda persona bien dispuesta debe reconocer – según la expresión de Nicodemo – que nadie puede realizar tales maravillas si Dios no está con Él. Y, sin embargo, cuando quiere atraer a los hombres y hacer que sigan el camino que les enseña, prefiere presentarles como razón fundamental la mansedumbre y humildad de su corazón. El llamamiento más profundo y más eficaz proviene de su amor.
185
Mt., XI, 29-30
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Jesús no renuncia a establecer una verdadera soberanía: no suprime el yugo ni la carga. Pero en el peso que impone y en la autoridad que instaura, quiere que se sienta su profunda bondad. Mientras que los doctores de la Ley imponen a los demás prescripciones imposibles de observar, a las cuales ellos tienen la habilidad de sustraerse, mientras que los fariseos aplastan las conciencias con su rigor meticuloso, Jesús quiere evitar toda dominación tiránica y, lleno de atención para con los hombres, les hace ligera la Ley que les da. No se ve en Él, el Señor Supremo, ese egoísmo y orgullo de una autoridad que, se exalta esclavizando a los demás. Se pone perfectamente al nivel de aquellos sobre los que está destinado a reinar; no cree oportuno tomar el aire de un grande de este mundo y guardar las distancias para hacer impresión en ellos. Tampoco hace alarde de su ciencia. Su única preocupación es ayudar , a los hombres, liberarlos y aliviarlos. "Manso y humilde," La alianza de la mansedumbre can la humildad es característica. Hay clases de humildad que, lejos de seducir, retraen: en ellas el alma que mira a sí misma, se desprecia y se tiene por nada y se encierra en la convicción de su nulidad. Busca más deprimirse que promover el bien en los demás; su comportamiento tímido, embarazado, en fin, obsesionado por su propio yo, carece de impulso y de abertura. Este retrato triste y como mueca de humildad no concuerda en absoluto con la figura del Salvador. La humildad de Cristo es mansedumbre: está vuelta hacia los demás, a los que trata de manera suave. Consiste en ponerse a disposición del prójimo, no cuidándose de sí y desapareciendo. Lejos de emparedarse en una conciencia deprimida, Jesús se olvida sencillamente de sí mismo. Presenta su humildad como una confrontación para todos; lejos de causarles malestar, debe asegurarles el sosiego y el descanso. Se podría decir que es una humildad sonriente, acogedora, tranquilizadora.
Humildad en la vida oculta y en el umbral de la vida pública Los treinta años de Nazaret son una prueba manifiesta de esa humildad. Jesús niño y joven no busca distinguirse ni sacar ventaja de sus dotes excepcionales. Tiene el arte de desaparecer ante los demás y en la manera más natural, es decir, la que se inspira" en un verdadero afecto y en el auténtico deseo de querer el bien del prójimo más bien que su propio interés. Los de su aldea no ponen atención en Él y le atribuyen una personalidad ordinaria, vulgar, sin relieve. No se dan cuenta, de eso que los ojos penetrantes de María son los únicos en descubrir: que Jesús permanece en la oscuridad voluntariamente. Logra así ser considerado como un ser humano verdaderamente semejante a los demás, perdido en el número. La Virgen siente particularmente atraída su atención hacia el carácter voluntario de la obediencia de Jesús: cuando la peregrinación al Templo de Jerusalén, el Niño mostró que poseía un poder superior al de sus padres; si persiste en estarles sometido, es porque quiere. Pero los vecinos están más
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bien inclinados a ver en esa sumisión, que se prolonga aun después de los veinte años y parece tan cumplida, la señal de un carácter dócil que no tiene mucho vigor. Todo esto ayuda a Jesús a alcanzar su fin: desaparecer a los ojos del mundo. Cuando a la edad de doce años se sustrae a la obediencia para quedarse en el Templo, manifiesta de otra manera su humildad. En casa de su Padre ¿no está en su propia casa? ¿Y no es Él el Maestro de esa Ley que explica a los doctores? Por eso, evangelios apócrifos imaginan que el Niño se coloca en medio de los doctores para enseñarles. Pero el relato de San Lucas sugiere una actitud muy diferente: Jesús se conduce como alumno; escucha las palabras de los doctores y les hace preguntas. Sin duda se colocó primeramente entre un grupo de alumnos y fue notado por el maestro, quien le hizo conocer de sus colegas. Jesús aprende antes de enseñar, y no pretende en esta ocasión más que dar a los doctores de la Ley la satisfacción de tener un alumno excelente. En la vida pública esta humildad toma dimensiones más amplias. Jesús comienza haciéndose investir por otro. Ha sido enviado por el padre acá abajo y podría prevalerse de ese origen supremo de su misión apostólica para dispensarse de recurrir a cualquier autoridad humana. Pero del mismo modo que quiso nacer de una mujer y entroncar así con toda la Humanidad, quiere relacionar con un hombre el ejercicio de sus poderes mesiánicos, a fin de que él le ligue a toda la tradición que le ha precedido. Jesús recurre al Precursor y se hace bautizar por él. Para el Salvador el bautismo no podía tener el significado de una purificación o conversión del corazón. Pero la virtud santificadora de la acción de Juan Bautista representa en este caso extraordinario la inauguración de una nueva vida, la vida apostólica. En querer Jesús recibir de otro su consagración solemne para la empresa de la salvación, hay una humillación sumamente impresionante, tan asombrosa como la que le hizo aprender de labios de María las oraciones al padre del Cielo. La Virgen le inició en la vida interior; el bautista debe lanzarle al apostolado. Juan retrocede ante la realización de acto tan audaz y protesta que deberán invertirse los papeles y que es él quien debería hacerse bautizar por Jesús. Mas el Salvador persiste en su humilde demanda: “Déjame hacer ahora, pues así nos cumple realizar plenamente toda justicia”186. Juan bautizando y Jesús haciéndose bautizar van a consumar la “justicia” del Antiguo Testamento con la inauguración del reino mesiánico. El que inclina la cabeza ante el último de los profetas hace así acto de sumisión a la Antigua Alianza y empalma con ella, a fin de poder en seguida dar cumplimiento a las promesas de las misma. El acto humano de consagración es ratificado al punto por una manifestación divina, en que el Padre glorifica al que acaba de humillarse y le proclama su Hijo amado, mientras el espíritu santo desciende sobre Él para que pueda cumplir su 186
Mt., III, 15
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misión. Evidentemente es del Cielo de donde en realidad recibe Jesús la investidura de su mesianidad junto con la fuerza para llevarla a cabo. Pero aunque es Dio, se inclina ante un hombre que es el representante del Cielo: la más prodigiosa aventura de todos los tiempos comienza con la humildad de un bautismo. En el desierto da prueba de una humildad aún más extraña cuando se ofrece a las tentaciones de Satanás. Permite a este ángel caído, horror viviente del pecado, aproximarse a Él y hablar a su entendimiento e imaginación. A nadie se le habría ocurrido que un Hijo de Dios sufriera dejarse interpelar por el demonio y no le prohibiera todo acceso a sus facultades, todo contacto con su conciencia. Mas, a fin de reconquistar para Dios los corazones de los hombres, Jesús acepta ese humillante encuentro. Tolera una intrusión diabólica en el curso de sus pensamientos, se deja rozar, en cierto modo, por el infierno. Para mejor combatir el imperio de Satanás sobre las almas, se ofrece a sus maniobras y admite ser puesto frente a sus sugestiones. Y más tarde tendrá la humildad de contar a sus apóstoles que Él, la santidad en persona, padeció la prueba de la tentación: porque, en efecto, sólo El pudo hacer el relato de esa escena sin testigo. Si no la hubiera referido El mismo, nunca se habría osado pensar que hubiera descendido tanto en su humildad.
Humilde servicio Toda la actividad de su vida pública puede resumirse en un humilde servicio. Jesús se pone enteramente a disposición de los discípulos y de la turba: es su corazón manso y humilde el que le hace soportar pacientemente la tardanza en creer y las equivocadas interpretaciones sobre! el sentido de su mensaje el que le impide expulsar al hipócrita Judas y apartarse para siempre de los fariseos endurecidos. Hasta las curaciones milagrosas son para Él un servicio, en que desea salvar su modestia. Porque no obra a la manera de un prestidigitador que quiere asombrar al público y conquistarse popularidad. En Caná hasta el maestresala ignora el milagro que acaba de realizarse. Cuando vienen a anunciar a Jairo que su hija ha muerto, recomendándole que no moleste ya al Maestro, Jesús le anima a tener confianza, porque, conmovido por su dolor, desea realizar el milagro. “¿Por qué os alborotáis y lloráis? – dice a su llegada -. La niña no murió, sino que duerme” 187. Si buscara el éxito, se portaría de modo muy diferente. "Habéis podido comprobar -diría- que la niña está bien muerta, y, por lo demás, la prueba de ello está en vuestras lamentaciones. Pues bien: vais a ver cómo Yo voy a resucitarla." Pero no: Jesús quita. importancia a ese hecho de la muero te hablando de sueño, hasta el punto de atraerse las burlas de los presentes. Quiere disimular la maravilla de la acción. 187
Mc., V, 39
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Asimismo había una manera espectacular de realizar la multiplicación de los panes: Jesús podría haber hecho aparecer de golpe una inmensa cantidad de ellos ante los ojos de la turba. Pero obra de manera mucho más discreta, remplazándose los panes a medida que se los distribuye. En lugar de proclamar: "Voy a darles Yo mismo de comer", Cristo dice sencillamente a los Doce: "Dadles vosotros de comer" 188. Pide una colaboración de que podría haberse dispensado: la de sus discípulos y la de las personas que tenían los cinco panes y los dos peces. No quiere hacer sus milagros Él solo. La colaboración que pide con más frecuencia consiste en un acto de confianza y atribuye la curación a la fe del que le implora. “Tu fe te ha salvado”189, dice al ciego al que acaba de devolver la vista. Esa misma declaración es la conclusión de otros milagros 190. Jesús hace olvidar el poder de su acción para mostrar la grandeza y la eficacia de la fe de aquellos que acuden a Él. Cuando el padre del epiléptico, después de haber contado brevemente las tristes aventuras de la enfermedad de su hijo, le dice: "Pero si algo puedes, socórrenos, compadecido de nosotros", Jesús le responde: "¿Que “si puedes”? Todo es posible al que cree”. No es ésa la réplica que nosotros habríamos esperado lógicamente. El hombre ponía en duda ,el poder del Mesías; Jesús no afirma su propio poder, sino el poder de todo el que tiene fe. Atribuye por adelantado a la fe de su interlocutor el mérito de la curación. "Creo - grita el padre -; socorre a mi fe, aunque sea poca"191. Tan bien logra Cristo ocultar su poder milagroso, que aún hoy atrae menos la atención de los lectores del Evangelio la curación propiamente dicha que el drama interior del padre y el grito de una fe que querría ser más perfecta. De tal modo quiere Cristo depender de esa fe que allí donde choca con una incredulidad tenaz no realiza milagro alguno: “No podía”192, dice San Marcos. A veces toma precauciones especialísimas para obrar la curación sin que nadie se entere. Cuando en Betsaida le traen un ciego, no quiere hacer un milagro en plena calle. Le han rogado que toque al desgraciado; Jesús tiene la encantadora atención de conducirle de la mano, y cuando se hallan fuera de la aldea, le devuelve la vista. Y le recomienda en seguida que ni siquiera pase de nuevo por Betsaida, a fin de no divulgar el milagro193. En esa consigna del secreto, que Cristo repite tan a menudo a aquellos a quienes cura, hay sin duda cuidado por evitar una reacción demasiado violenta por parte de sus 188
Mc., VI, 37 Mc., X, 52 190 Cfr., Mc., V, 34; Lc., VII, 50 y XVII, 19; Mt., IX, 29 y XV, 28 191 Mc., IX, 22.24 192 Mc., VI, 5 193 Mc., VIII, 22-26 189
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adversarios, que responden a sus beneficios con un aumento de hostilidad. Pero ese mismo cuidado es indicio de humildad, ya que Jesús acepta restringir Ja irradiación de su acción por consideración a las malas disposiciones de sus enemigos, y de todos modos sus órdenes de guardar silencio sobre aquello que sería justo y bueno publicar can claro testimonio de que realiza los milagros para los demás y no para Sí mismo. Revelan el deseo profundo de Cristo de ser el bienhechor desconocido que esparce la felicidad en torno suyo por puro amor, sin buscar en ello ninguna ventaja de propia reputación. Jesús, muy a menudo quería quedar oculto y “no lo logró” 194, consiguió , en todo caso, hacer que la posteridad ignorase los más de sus beneficios: ¡por algunos milagros que nos cuentan los evangelios, cuántos definitivamente olvidados! ¡Cuántas vidas liberadas y transformadas a su paso, sin que nos haya quedado rastro alguno!
Aceptación de la dependencia y del fracaso La humildad de Cristo se transparenta también en su acatamiento del estado de cosas establecida antes de El y de la autoridad tanto civil como religiosa. Jesús viene a realizar en este mundo una revolución única en la historia, y desde el principio tiene perfecta conciencia de ello. Trae un mensaje que debe trastornar las ideas y la conducta de los hombres, y se apresta a fundar una sociedad que tendrá por misión renovar completamente la faz del universo. Pues bien, este revolucionario provisto de un poder inaudito se somete al orden que reina en su patria. Cuando tantos judíos esperan fomentar una rebelión para expulsar al ocupante, no dice una sola palabra ni ejecuta una sola acción que repruebe o discuta una ocupación humillante para el orgullo nacional. Acepta sencillamente las condiciones políticas de Palestina y, cuando sea presentado a Pilato, no pondrá en duda la legitimidad de su poder. No desaconseja pagar el impuesto al César, y no teme hacer el elogio del centurión, declarando su fe superior a la que halla en Israel. Acata análogamente la autoridad religiosa. Lejos de predicar una campaña de desobediencia frente a los representantes de esa autoridad, cuyos abusos y vicios conoce, encarga a sus discípulos que no los imiten, pero que se conformen a sus dictámenes: "Sobre la cátedra de Moisés se sentaron los escribas y fariseos. Así, pues, todas cuantas cosas os dijeren, hacedlas y guardadlas; mas no hagáis conforme a sus obras, porque dicen y no hacen"195. Tiene particular cuidado de ponerse con su enseñanza en la prolongación. de la tradición judía y presenta su doctrina no como una derogación de la: Ley, sino como su perfeccionamiento. Paga el impuesto al Templo, aunque afirmando a Pedro que tiene el derecho de no pagarlo. No resiste a los soldados que vienen a 194 195
Mc., VIII, 24 Mt., XXIII, 2-3
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prenderle y prohibe a sus discípulos todo uso de la violencia. Se muestra lleno de deferencia con los jefes religiosos que presiden en su proceso y consiente en representar el humilde papel de acusado, Él, el Juez por excelencia. No pretende dirigir los debates; antes bien, se deja guiar por sus jueces, no por una especie de pasividad u oportunismo, sino por un sincero sentimiento de dependencia. En su mismo obra de apostolado Cristo da muestras de una humildad sorprendente. Porque quiere depender en ella de sus discípulos. Realiza un inmenso trabajo cuyos frutos no trata de recoger personalmente. El siembra, y deja a los discípulos el gozo y el orgullo de cosechar. Al pasar por Siquén y difundir la buena nueva entre los samaritanos, advierte a sus apóstoles que los campos están blancos para la siega: esa siega sed para ellos. Para el que conoce la dicha del apóstol al recoger los frutos de su labor, esta renuncia de Cristo adquiere una significación heroica. Jesús predica, pero no organiza todavía adhesiones estables entre la turba, porque su Iglesia no será fundada verdaderamente sino en Pentecostés. Más tarde, después de la muerte del Maestro, los apóstoles se beneficiarán de los efectos de su predicación. Serán ellos quienes obrarán las conversiones y administrarán los primeros bautismos. Para sí mismo Jesús no quiere guardar sino un ruidoso fracaso. Toda su vida pública acaba en una infamante condenación a muerte, que le deja solitario en presencia de turbas hostiles y en ausencia de sus discípulos. Cristo reserva todo el éxito a sus apóstoles, y hace ese éxito más brillante por el contraste con su propia derrota. Es verdaderamente la humildad del amor. Se podría objetar que Cristo recogió ciertos éxitos. ¿No se le aficionó la turba apasionadamente, no manifestó su entusiasmo queriendo proclamarle rey y no le preparó una entrada triunfal en Jerusalén? Pero Él nada hace para excitar ese entusiasmo: Se hurta a toda tentativa de concederle la realeza; y cuando llega a Jerusalén por última vez, no se presenta como un jefe militar, sino bajo la modesta apariencia de un príncipe pacifico montado sobre un asno. Los éxitos pasajeros que cosecha sirven para poner de relieve sus fracasos. La ola de popularidad que Le vale la multiplicación de los panes da más elocuencia al abandono general del día siguiente, cuando el discurso sobre la Eucaristía. La profesión de fe de Pedro, en el camino de Cesárea, tan confortadora para Jesús, hace más dolorosa su incomprensión de la predicción de la Pasión y su oposición a esa eventualidad. La entrada triunfal en Jerusalén hace más punzante la defección universal que se produce cuando el prendimiento y el proceso, y más insultantes los clamores de la multitud; "Crucifícale." Los favores momentáneos de la multitud tienen por resultado hacer caer a Jesús de más alto. Por otra parte, El sabe que todo en su vida converge hacia la humillación final, y colabora con toda su alma en la ejecución de ese proyecto del Padre.
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Jesús deja traslucirse su humildad de manera particularmente conmovedora en la Pasión. No la aborda con mirada desdeñosa y segura de sí, haciendo gala de un valor altivo con aires de desafío, Mientras los hombres ponen a menudo su punto de honra en desterrar todo temor ante el padecimiento y la muerte, o disimular, al menos, su espanto; mientras las epopeyas ponen la más alta virtud de sus héroes en una intrepidez que los hace volar enfurecidos al combate, Cristo se halla presa de un miedo terrible y una repulsión temblorosa ante la inminencia de la Pasión. Para afrontar el dolor, no se yergue en pie en una actitud altanera de bravura, sino que yace miserablemente tendido por tierra, abrumado bajo el peso de su abatimiento y temblando de pánico. No invoca al Padre para reclamar le una gran prueba que haga brillar su resistencia, sino para suplicarle que tenga a bien apartar de Él el cáliz que va a sede ofrecido. Y, en medio de esta crisis de alma, va humildemente, varias veces, a sus discípulos a mendigar un poco de simpatía, pidiéndoles que velen y oren con Él. Es su flaqueza humana lo que revela en ese momento decisivo de su existencia. Continúa conservándose en humildad en el curso de su Pasión, ¡Cuántas veces repitió a sus discípulos que para seguirle había que llevar cada uno su cruz! Pues bien, Él no lleva la suya con aire gallardo y orgulloso de triunfador; la arrastra penosamente y ni siquiera tiene fuerza física para hacerlo así hasta el Calvario. En el camino, muy modestamente, flaquea, hasta el punto de que se le ha de descargar y poner la cruz sobre los hombros de Simón de Cirene. Camino del suplicio, Jesús no pretende batir ningún récord, y los dos ladrones que le acompañan, más robustos de constitución y sin duda menos mal tratados, parecen a los ojos de los transeúntes más valientes que El. En esa marcha al Gólgota nada hay que pueda inspirar una epopeya; ninguna hazaña grandiosa. Después, una vez puesto en la cruz, se abstiene de toda declaración solemne y de todo discurso. No pronuncia más que algunas frases jadeantes y sencillas, Poco tiempo antes de expirar tiene una expresión harto vulgar, aunque en realidad muy profunda; "Tengo sed"196. En lugar de encerrarse esquivamente en sí mismo con rigidez estoica, y no dejar traslucirse nada de su dolor, confía a los hombres la tortura que le abruma: confiesa su tormento. Muchos moribundos piden de beber: Jesús no obra de otro modo, porque, aunque su muerte tiene lugar en circunstancias excepcionales, quiere comportarse exteriormente de la manera más ordinaria. Ni aun en la cruz quiere atraer la atención sobre sí. Un asceta de penitencias extraordinarias se avergonzaría de pronunciar las palabras "tengo sed" como de una intolerable concesión hecha a la naturaleza; Jesús, que en otro tiempo tuvo la humildad de pedir de beber a la samaritana, tiene ahora la de pedir un refrigerio a los que le han crucificado. Se pone así, una vez más, en su poder. Y enseña a todos los que le sucedieren en la cruz que se trata menos de vencer el dolor a 196
Jn., XIX, 28
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fuerza de energía que de soportarlo con mucho amor y mansedumbre.
Humildad en el triunfo Podría decirse que en el triunfo que sigue a su muerte manifiesta Jesús todo el esplendor de su humildad. Hubiera podido mostrarse lleno de gloria, con una luz deslumbradora, a los ojos 'de sus enemigos, para confundidos; hubiera podido caer de rodillas, temblando de terror, a los que Le habían condenado o habían aplaudido su ejecución. Mas, por el contrario, da muestras de una discreción y pudor verdaderamente notables. El público pudo asistir libremente a su muerte y contemplarle en su suplicio y humillación; en cambio, nadie está presente al acontecimiento de la Resurrección, y los guardias del sepulcro no se acuerdan más que de haber visto un relámpago y haber quedado aterrados. Cuando Jesús se aparece a sus discípulos, no está aureolado de la gloria celestial; se asemeja tanto a un hombre ordinario que a menudo no se le reconoce de pronto. María Magdalena le toma por un hortelano, y los discípulos de Emaús por un forastero y cuando se encuentra entre sus apóstoles realiza acciones tan sencillas y vulgares como participar en sus comidas. A las pretensiones de Tomás, que juega a espíritu fuerte y exige meter su mano en las llagas del Salvador para creer en la Resurrección, responde con una humildad total, ofreciéndole entera satisfacción: "Trae acá tu dedo, mira mis manos; y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente"197. Esta humildad del Maestro hace que el amor propio del apóstol se derrumbe: a Tomás le da vergüenza mantener sus altivas pretensiones ante tal entrega. Y responde con un profundo acto de fe: "¡Señor mío y Dios mío!" En la sumisión tan asombrosa de Jesús a sus exigencias ha reconocido la manera de obrar de un Dios. El último episodio de la vida terrena de Cristo, la Ascensión, está impregnado de la misma humildad -. Los apóstoles esperan que en ese momento Cristo va a restablecer el reino de Israel y sueñan en una gloriosa empresa de liberación y conquista. Pero Jesús desaprovecha esa suprema ocasión y en lugar de ponerse en campaña, se oculta. Se esconde de manera definitiva a sus discípulos. Se le ve elevarse al cielo; pero esa subida parece muy pálida en comparación con las descripciones entusiastas del triunfo mesiánico, que evocaban una decoración solemne. Una nube vela a los ojos de los discípulos la fiesta del más allá. La última imagen que esos ojos guardarán representa bien la persona de Cristo: un un hombre semejante a los demás, demás, que hace de su Ascensión a los cielos y vuelta gloriosa al Padre un acontecimiento muy sencillo y prosaico y transforma transforma su toma de posesión sobre la Humanidad en un ademán de desaparición.
197
Jn., XX, 27
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Admiración por los hombres Ciertos sentimientos de Cristo muestran el carácter altruista de su humildad, su voluntad de olvidarse para pensar en los demás. Así es particularmente en sus movimientos de admiración. Jesús no es de los que al humillarse ellos mismos tienen buen cuidado - de rebajar también a los demás. Sabe admirar lo que hay de hermoso y grande en un hombre. Y así rinde ante la turba homenaje público a Juan Bautista: "¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña cimbreada por el viento? ¿Pues qué salisteis a ver? ¿Un hombre vestido de ropas muelles? Mirad que los que llevan las ropas muelles en los regios palacios están. ¿Pues qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Sí, os digo, y más que profeta. Este es de quien se ha escrito: "Mira que yo envío mi mensajero delante de tu faz, el cual aparejará tu camino delante de ti" 198. Y proclama que entre los que han precedido al reino de Dios no ha habido hombre mayor que el Precursor. Este elogio adquiere tanto más relieve cuanto que Cristo no adoptó el mismo género de vida ni de espiritualidad que Juan Bautista, y que en torno a éste se hallaba un grupo de discípulos más o menos opuestos a los suyos. Jesús no pasa su vida en el desierto, sino entre los hombres; y no practica los ayunos y penitencias de su austero antecesor. No obstante, lejos de denigrar el modo de obrar de Juan Bautista, alaba su permanencia en el desierto y su austeridad, y proclama su grandeza. Jesús, que a veces tiene que reprender a sus discípulos, expresa también su admiración por profesión de fe de Pedro. Se extasía ante los pequeñuelos que se adhieren a su homenaje y creen en Él. Felicita a la cananea por su perseverancia: “¡Oh mujer, que grande es tu fe!”199 Y propone como ejemplo al centurión que acaba de mostrar una confianza tan absoluta en la sola palabra del Maestro. Al oírle, Jesús se llenó de admiración y dijo a los que le seguían: "En verdad os digo que en nadie hallé tan grande fe en Israel" 200. Entre las personas de toda clase que hacen limosnas al Templo, distingue y admira a una pobre viuda que acaba de echar dos monedillas casi sin valor y hasta llama a sus discípulos para hacerles compartir su admiración: "En verdad os digo que esa viuda pobre echó más que todos los que echan en el gazofilacio, porque todos los demás echaron de sus sobrantes; ella, empero, de su indigencia echó cuanto tenía, todo el sustento de su vida"201. Para Cristo ese humilde rasgo, inadvertido de los hombres, tiene un altísimo valor. ¿Quién podría decir todas las acciones ordinarias y ocultas que su vida terrena le dio ocasión de admirar? La recompensa que otorga al buen ladrón, ¿no es un elogio de su oración de contrición y de confianza? Y el cargo de jefe de la Iglesia que confiere a Pedro, ¿no manifiesta su estima por el amor 198
Mt., Xi, 7-10 Mt., XV, 27 200 Mt., VIII, 10 201 Mc., XII, 43-44 199
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que le ha profesado este discípulo? Cristo llega incluso a declarar su admiración por todos los que, en la sucesión de los tiempos, creerán en él: "Bienaventurados - dice a Tomás - los que no vieron y creyeron"202. El, que se complace sobre todo en admirar a aquellos a quienes no se aprecia mucho, como los pequeñuelos, los pobres, los extranjeros, los condenados, quiere felicitar de antemano a todos los cristianos desconocidos que le darán su fe. Para comprender el significado de esta admiración de Jesús, hay que recordar el término de comparación que Él posee: la perfección infinita del Padre, junto a la cual las noblezas humanas parecen ridículamente pequeñas, verdaderamente muy poca cosa. Sin embargo, es bastante humilde y amante para admirar esa poca cosa y reconocer grandeza en ella. Su admiración concede a las acciones humanas una importancia inestimable.
Atenciones de un corazón humilde El aprecio con que, en su humildad, mira Cristo a las personas que le rodean se manifiesta en las atenciones menudas en que su solicitud las envuelve. No pierde de vista los menores detalles y se interesa por ellos. Cuando acaba de resucitar a la hija de Jairo, y los circunstantes quedan fuera de sí ante tan gran milagro, Jesús recuerda a los padres, a quienes la sorpresa y el gozo hacen olvidar todo lo demás, que la niña tiene hambre, y les dice que le den de comer 203. En el momento en que la admiración de todos se fija en El, Jesús Se preocupa únicamente de la niña y, después de haberle devuelto la vida, provee a sus humildes necesidades. El rasgo de resucitarla y el de satisfacer su hambre proceden del mismo amor, que quiere ser un servicio. No tiene menos atenciones para con sus discípulos. Cuando vuelven de su misión apostólica, fatigados pero entusiasmados, le cuentan sus hechos y hazañas, su primera reacción es permitirles reposar: "Venid vosotros solos aparte a un lugar solitario y tomad un poco de reposo"204. La víspera de su muerte les hará dar testimonio de que nunca dejó que les faltase cosa alguna: "Cuando os envíe: sin bolsa, alforja y sandalias, ¿ acaso os falló algo?" "Nada"205, le responden. Ni las necesidades más materiales e insignificantes escapan a su solicitud siempre vigilante. Aun después de su Resurrección les prodiga esas atenciones. Cuando se aparece en la ribera del lago de Tiberiades, aun antes de que los apóstoles le reconozcan y se le acerquen, se pone a prepararles prepararles un almuerzo. almuerzo. Y luego, para hacer hacer honor al trabajo de 202
Jn., XX, 29 Mc., V, 43 204 Mc., VI, 31 205 Lc., XXII, 35 203
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ellos, les pide que traigan, a las brasas que ha encendido, algunos de los peces que les ha hecho coger. Conserva hasta el final su corazón manso y humilde.
Ardides de un corazón humilde En su sencillez juega todos los juegos del amor. Halla maravillosos ardides para suscitar en los hombres una alegría mayor. En una barca maltratada por la tempestad tiene el desconcertante descaro de dormir. Los discípulos, que no comparten su tranquilidad, le despiertan llenos de espanto: "Señor, ¡Socorro!, nos perdemos" 206. Jesús les reprocha su agitación, y llego, volviéndose hacia los vientos y el mar para calmarlos, devuelve a los apóstoles una paz tanto más apreciada cuanto más viva había sido la emoción. Cuando camina sobre el lago al encuentro de sus discípulos, hace ademán de pasar adelante, como hará más tarde con los discípulos de Emaús. Al sentir el roce de ese fantasma, los apóstoles comienzan a gritar. "Tened buen ánimo; Yo soy, no tengáis miedo"207, les dice al punto. Se diría que toma expresamente apariencias aterradoras y terrible para transformar inmediatamente después el espanto en confianza. La hemorroísa ha logrado tocar el vestido de Jesús y se ha sentido instantáneamente curada. Cree poder pasar inadvertida entre la turba; pero he aquí que Cristo hace una pregunta que la pone en un terrible apuro: "¿ Quién me tocó los vestidos?" La mujer, viéndose descubierta, se adelanta hacia el Maestro. Todas las miradas están asestadas sobre ella, que tiembla como si hubiera robado furtivamente un milagro y debiera confesar su fechoría. Se postra delante de Cristo y le confiesa su acción. Jesús la tranquiliza: "Hija, tu fe te ha salvado: vete en paz y queda sana de tu enfermedad"208. Después de haberla hecho reparar en que la fe, más bien que el tacto material, ha provocado el milagro, le da la paz de su amistad y la hace saber que su curación no ha sido robada por sorpresa, que le es dada definitivamente. ¡Qué satisfacción no siente al ver convertirse en gozo los temores de la mujer! En las apariciones que siguen a su Resurrección la táctica es habitual. Regularmente los apóstoles se asustan de verle surgir ante ellos. El los calma diciéndoles: "Soy Yo, no temáis." Le gusta dar sorpresas y suscitar así explosiones de felicidad: es cosa que está en la psicología del amor. ¡Cuál no es su ingeniosidad en cambiar bruscamente las lágrimas de María Magdalena en un desbordamiento de alegría con sólo llamada por su nombre! Cuando camina con los discípulos de Emaús, no hace más que preparar, a lo largo del camino, la sorpresa final. En virtud del mismo método, a veces, antes de conceder un favor, hace ademán de 206
Mt., VIII, 25 Mt., XIV, 27 208 Mc., V, 34 207
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rehusado. En Caná parece primeramente oponerse a la petición de su Madre, para causarle en seguida una alegría mayor con la realización del milagro. La cananea, que viene a implorar de Él que cure a su hija, sufre una réplica severa: "Deja que primero se sacien los hijos; que no está bien tomar el pan de los hijos y echado a los perrillos”. Hay, no obstante, en el tono de sus palabras una sutil indicación de que la puerta no está cerrada definitivamente. La mujer persiste osadamente: "Si, Señor; también los perrillos, debajo de la mesa, comen las migajas de los niños"209. Jesús ha provocado, aparentando repulsa, el arranque de fe que anhelaba, y obra ahora la curación que ardía en deseos de conceder. En el caso de Lázaro su bondad emplea un ardid análogo. No se pone en camino en seguida de la llamada de Marta y María, con ser tan conmovedora - " Señor, mira, el que amas está enfermo" 210, sino que se queda aún dos días donde estaba, antes de partir para Betania. Ciertamente habría podido acudir aun antes de que se Le avisase, y curar a su amigo. Pero si espera tanto tiempo es porque quiere conceder a Lázaro un favor más extraordinario: resucitarle después de cuatro días de muerto. Y también Marta y María sentirán una alegría tanto más intensa cuando su hermano vuelva de la muerte y ellas hayan llorado ya su partida. La bondad de Jesús sabe reservarse para hacerse más generosa. Aun el drama de la Pasión se desarrolla siguiendo esa intención: Cristo Se deja atrancar a sus apóstoles y fieles y les inflige la más cruel de las decepciones, pero les prepara con ello una felicidad tanto más exaltada en los inolvidables encuentros del día de la Resurrección. y el vado que con su Ascensión deja entre ellos lo llenará la plen itud del Espíritu Santo: la última separación prepara el gozo desbordante de Pentecostés. Este juego de sorpresas que Jesús juega con los suyos revela la aspiración de un corazón manso y humilde, que concede mucha importancia a la alegría del prójimo y se ingenia en promoverla tanto con las invenciones más sencillas como con las más sublimes.
CORAZON SACRIFICADO El don supremo "El buen pastor expone su vida por las ovejas" 211. Es en ese sacrificio donde se le 209
Mc., VII, 27-28 Jn., XI, 3 211 Jn., X, 11 210
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reconoce, porque ahí es donde resplandece su amor. El corazón de Cristo se revela plenamente en su Pasión y muerte en la cruz; todas las demás manifestaciones de su alma convergen hacia ese momento supremo y todas las acciones anteriores se iluminan a la luz cruel, clara, decisiva de ese don absoluto. Se trata de un clan perfectamente querido con una resolución libre y espontánea. La condenación de Jesús no es un simple incidente desgraciado debido a las maniobras de los adversarios; Cristo se ofreció voluntariamente, con toda soberanía: "Por esto me ama mi Padre, porque Yo doy mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que Yo por Mí mismo la doy. Poder tengo para tomada otra vez. Esta orden recibí de mi Padre" 212. Poco antes de pronunciar su condena, Pilato, impacientándose con su silencio, le recuerda que él tiene plenitud de potestad: "¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo potestad para soltarte y tengo potestad para crucificarte?" Pero Jesús responde: "No tuvieras potestad alguna contra Mí si no te hubiera sido dada de arriba" 213. Se somete libremente a la voluntad del Padre que es la que lo gobierna todo -, y tiene plena conciencia de ir a la muerte espontáneamente. Importa subrayado, porque hay mucho más amor en un ofrecimiento libre que en una resignación a la fatalidad. Más aún: Cristo quiere este fin trágico más de lo que ha querido cualquier otro acontecimiento de su vida terrena; "para esto" 214, en efecto, vino a este mundo. En fin, lo quiere expresamente como la prestación más alta de su amor a los hombres: "Mayor amor que éste nadie le tiene: que dar uno la vida por sus amigos"215. Toda la existencia de Jesús se orienta hacia ese objetivo; sus pensamientos y sus deseos se encaminan hacia ese testimonio de su total consagración a la Humanidad. Su corazón suspira por esa hora como por el instante privilegiado en que podrá mostrar de lo que es capaz su afecto.
La última Cena Por eso, en las horas que preceden a la prueba. Cristo acumula las pruebas de amor: las efusiones de la última Cena son las más vivas de todo el Evangelio. Comienza por confiar a los apóstoles su deseo de esta comida final; "Con deseo deseé comer es la Pascua con vosotros antes de padecer"216. Es un deseo ya antiguo, que se ha aumentado con el tiempo. Al pensar en los tormentos y muerte que habría de padecer, Jesús gustaba de decirse que antes de ese terrible paso tendría el gozo de celebrar una comida con el grupo de sus amigos. Y desde hacía mucho tiempo se aprestaba a la institución de la Eucaristía, de la que había dado un gusto anticipado en la multiplicación de los panes y una promesa en el discurso que la había seguido. Pero es ahora cuando ese deseo 212
Jn., X, 17-18 Jn., XIX, 10-11 214 Jn., XII, 27 215 Jn., XV, 13 216 Lc., XXII, 15 213
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adquiere toda su fuerza. Jesús suspira ardientemente por esa comida en que su intimidad con los Doce va a alcanzar su punto culminante; suspira tanto más ardientemente cuanto que se siente ya muy próximo al dolor e instintivamente busca apoyo y consuelo en la compañía de sus discípulos. Va a consagrar definitivamente, a inmortalizar esa intimidad tan profunda, y tiene prisa por hacerlo. Una vez a la mesa, realiza una acción que indica la calidad de su amor. Cristo quiere demostrar que no busca en esa comida el goce comodón de la amistad, el verse rodeado de discípulos que le rindan homenaje y se pongan a su servicio, prestos a satisfacer sus menores deseos. Ha entrado en el cenáculo para dar y, no para recibir, para servir y no para hacerse servir. Por eso procede al lavatorio de los pies. San Juan insiste en el hecho de que Jesús está en ese momento penetrado de su omnipotencia: "Sabiendo que todas las cosas las entregó el Padre en sus manos y que de Dios salió y a Dios vuelve levántase de la cena y deja los vestidos..."217. Antes de lavar los pies de los discípulos tiene, pues, conciencia particularmente viva de su soberanía. En el curso de la operación la manifiesta patentemente declarando a Pedro: "Si no te lavo no tienes parte Conmigo." y después de haber vuelto a tomar sus vestidos y puéstose a la mesa, proclama explícitamente su poder supremo: “Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y decís bien, pues lo soy”. Es, por consiguiente, a título de Maestro y Señor como lava los pies de los apóstoles; toma toda su autoridad soberana para colocada en ese servicio: para ponerla humildemente a disposición de los mismos. Es verdad que con ello quiere dar un ejemplo impresionante: "Si, pues, os lavé los pies, Yo, el Señor y el Maestro también vosotros debéis unos a otros lavaros los pies. Porque ejemplo os di para que, como Yo hice con vosotros, así vosotros lo hagáis." Pero ese modelo que ofrece es perfectamente sincero: Jesús deja ver en esa acción el fondo de su alma. No obra como en una escena artificial destinada a proporcionar un tipo de imitación; como tampoco cuando manda a sus apóstoles amarse unos a otros como Él los ha amado les propone su amor como el de un actor de teatro que hubiera actuado para e! público. Al ceñirse con un lienzo y llenar una jofaina para el lavatorio de los pies, está animado del sentimiento que inspira toda su vida terrena: la dedicación afectuosa de su poder divino al servicio de los hombres. Dios encarnado es plenamente Él mismo en ese acto de humildad; enviado del amor, descubre en él su corazón. Esta actitud fundamental, por la que toma su grandeza divina y su poder absoluto para someterlos y entregarlos a los hombres, se encuentra de manera muy característica en los episodios de la Pasión. Jesús se presenta en ellos a la vez como Señor y como esclavo. Señor, de derecho; esclavo, de hecho y voluntariamente. Este comportamiento pone a la vista la orientación esencial de todo el plan de salvación, la omnipotencia divina, que se reveló de manera más bien terrible en el Antiguo Testamento, se revela en 217
Jn., XIII, 3-4
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Cristo como puesta por amor al servicio de la Humanidad. Dios manifestó su trascendencia y soberanía al pueblo judío para hacer comprender a los hombres la inmensidad del don que de ellas les haría por medio de su Hijo. Inclinándose sobre los pies de los discípulos, Jesús se encorva tanto más cuanto Yahveh había dejado entrever su altura. El corazón de Cristo contiene el secreto de toda la conducta divina: una omnipotencia que se entrega con un amor humilde.
La Eucaristía Semejante disposición es precisamente la que explica la institución de la Eucaristía - Jesús ejerce en ella su omnipotencia, ya que convierte el pan en su propio cuerpo y el vino en su propia sangre, dejando intactas las apariencias. Y comparte ese poder con sus apóstoles, puesto que les comunica la facultad de hacer lo mismo que Él. Pues bien, lo que intenta con ese uso de su poder soberano es entregarse enteramente a los hombres: les da su cuerpo como alimento y su sangre como bebida. Se pone al servido de la vida de sus almas bajo la forma más humilde que hay: dándose a comer y beber. Se le habían reclamado prodigios: he aquí que realiza el más inaudito de los prodigios, pero de una manera velada, que no cambia en modo alguno las apariencias de las cosas, para mejor ocultar la fuerza de su amor. Antes de ofrecer el sacrificio sangriento del Calvario ofrece el sacrificio de la Cena, que le permite ampliar indefinidamente en el tiempo y el espacio el don que quiere hacer de sí mismo. No tiene más que una vida y no puede morir más que una vez, pero su corazón es más grande que su vida terrena, y quiere perpetuar y multiplicar su sacrificio. Y halla el modo genial y misterioso de permanecer en agonía hasta el fin del mundo, de renovar incesantemente en provecho de los hombres su paso de la Muerte a la Resurrección. Su poder se emplea, pues, todo entero en dar a su amor la máxima expansión. Hasta le permite anticipar la hora del suplicio, como si estuviera impaciente por sacrificarse lo más pronto posible. No promete a sus discípulos entregarles su cuerpo; se lo da inmediatamente: “Este es mi cuerpo, que por vosotros es entregado” 218. No se contenta con anunciarles que derramará su sangre; se la da a beber entonces mismo: "Esta es mi sangre de la alianza, que por muchos es derramada para remisión de los pecados"219. Sin aguardar hasta el día siguiente, Jesús consuma íntegramente su sacrificio el mismo día. Lo hace – es cierto - de una manera incruenta, pero muy reveladora de sus sentimientos. Analicemos más de cerca sus palabras, para hacer resaltar todas las trazas de su 218 219
Lc., XXII, 19 Mt., XXVI, 28
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amor. Además del ansia por un sacrificio actual e inmediato, del cuerpo que es entregado y la sangre que es derramada, Jesús expresa la universalidad de su don: "Bebed de él todos"220, dice a sus discípulos, alargándoles el cáliz. Esa sangre tan preciosa la ofrece a todos indistintamente; no quiere reservarla al círculo de privilegiados que constituye el grupo de sus apóstoles, porque en la palabra "todos" se dirige a los que se adherirán más tarde a su mensaje. Por otra parte, añade que su sangre es derramada por muchos; es decir, que, al pronunciar esas palabras, Jesús ve en lontananza el número indeterminado, siempre creciente, de hombres a quienes aprovechará su sacrificio. En ese momento su corazón no se olvida de ninguno: en la omnipotencia con que decide perpetuar su sacrificio hasta los límites del tiempo y del espacio, se halla la omnipotencia de una mirada que abraza a la Humanidad y a cada uno de los hombres. Cristo se da en general y en particular: contempla a cada uno y dirige hacia él la generosidad de su amor. Declara que por esa sangre se efectúa una alianza, una nueva alianza. Si se la compara con la antigua, concertada en la sangre de los toros que Moisés inmoló a Yahveh, se da uno cuenta de que es una manifestación de amor mucho más profunda. Allí fueron los judíos quienes, por intermedio de Moisés, sacrificaron algo a Dios; aquí es Dios mismo quien, en virtud de sus poderes divinos, se sacrifica y da su sangre a beber: es Él quien hace los gastos de la alianza, quien la concierta a sus expensas. Y como señal de esa unión y sostén otorgados definitivamente a los hombres, da nada menos que a Sí mismo, de tal manera que con la señal recibamos todo lo que Él es. Símbolo de la alianza definitiva, la Eucaristía entrega a los hombres a Cristo entero. Cristo, pues, tiene conciencia de personificar para lo sucesivo la alianza de Dios con la Humanidad. Semejante alianza no representa simplemente un contrato, un tratado que engendra derechos y obligaciones. Ciertamente Yahveh había prometido su protección especial al pueblo judío, con la obligación para éste de observar la Ley. Pero igualmente se había revelado como el esposo de Israel, que tenía para con esta nación la ternura de un amor conyugal. Cristo renueva la alianza renovando ese amor de esposo a su esposa. San Pablo hablará más tarde de las bodas de Cristo con la Iglesia, recordando cómo “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a Sí mismo por ella” 221. El propio Jesús se declaró Esposo, tomando por sí mismo un título que ya le había aplicado Juan Bautista. Y comparó el reino de su hijo a la fiesta que un rey organiza por las bodas de su hijo. Pues bien, el momento de la instauración del reino ha llegado; aun antes de instituir la Eucaristía222, Jesús anuncia: "En verdad os digo que no beberé ya más del fruto de la vid 220
Mt., XXVI, 27 Ef. V, 25 222 Según el orden de San Lucas, que parece más probable 221
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hasta el día aquel en que la beba de nuevo en el reino de Dios" 223. Inaugura, pues, ahora el banquete de bodas que su Padre ha querido preparar para Él. Y experimenta para con todos esos hombres con los que hace alianza los sentimientos de esposo: rebosa de ternura y afecto, y quiere que su sangre, que distribuye expresamente bajo apariencias de vino, nene a sus convidados de la embriaguez de su amor. Antiguamente la sangre de los sacrificios evocaba cierta crueldad, degollamientos un tanto repugnantes a la vista; Cristo da su sangre como testimonio de un amor absolutamente puro, en el que la fuerza no corrompe la suavidad. Su alianza es primera y esencialmente alianza del corazón. Es además una obra de misericordia y de reconciliación. Al declarar que su sangre es derramada para remisión de los pecados, Cristo entrevé toda la miseria del pecado en el mundo, la desgracia de una turba inmensa de pecadores que sin Él no tendrían esperanza alguna de salvación. El sacrificio que constituye la efusión de su sangre es la respuesta a esa desgracia, la manifestación decisiva de la compasión de Jesús. Y es al mismo tiempo la prueba de la reconciliación. El pecado implica una ofensa a Dios y pone al hombre en estado de enemistad con su Creador; la sangre derramada por Cristo repara esa ofensa, obtiene el perdón divino, suprime la enemistad. En el instante en que da el cáliz a sus discípulos, Jesús alivia, lleno de gozo, la miseria de los pecadores y con su Padre reconcilia a la Humanidad. Instante verdaderamente solemne, porque, hasta entonces en la historia, el hombre se había esforzado en vano por remontar la pendiente del pecado, por escapar a la tiranía de tendencias que le arrastraban al mal. Había buscado su liberación en toda suerte de prácticas religiosas que él creía le purificaban y lavaban de sus culpas, pero que en realidad no llegaban a borradas de su corazón. Al fin el peso de sus pecados seguía abrumándole y, después de haberse vuelto y revuelto de todos lados para desembarazarse de él, lo sentía recaer más pesado sobre sus hombros, Para reconciliarse con el Cielo, los Judíos habían ofrecido numerosos sacrificios en el Templo, y los paganos habían implorado a un gran número de divinidades, a las que se habían asido con toda la fuerza de su esperanza. Mas todos esos intentos se saldaban con una gran derrota, porque la sangre: de: los animales sacrificados era de demasiado poco valor y los dioses invocados eran producto de la imaginación y del fervor humanos. Por fin, Cristo responde a esa profunda aspiración hacia una liberación y una reconciliación, que el hombre había sido impotente para satisfacer. De un golpe procura a toda la humanidad la liberación del pecado y la reconciliación con Dios y tiene conciencia de colmar con ello el anhelo más íntimo del hombre, de asegurarle la dicha más desesperadamente aguardada. Si los deseos humanos eran profundos, el amor con que Cristo los escucha es mucho más profundo aún. Al pronunciar esas sencillas palabras: "para remisión de los pecados", introduce toda una visión del mundo y de la historia, el móvil de su venida a la tierra y del heroísmo de su sacrificio. Se siente feliz al pagar tan 223
Mc., XIV, 15. La formulación de San Marcos parece más fiel que la de San Lucas
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gran precio para dar tan gran gozo. A fin de fijar el carácter definitivo de esta alianza de misericordia Y perdón, dice a los apóstoles: "Haced esto en memoria de Mí"224. El encargo de uno que va a morir y pide a sus amigos que se acuerden de él para prolongar su amistad tiene resonancias patéticas. Pero aquí hay mucho más: es un mandamiento que Cristo da a los suyos, ordenándoles no sólo que guarden su recuerdo, sino que renueven su sacrificio. Empeña toda su soberanía no precisamente para pedir a sus apóstoles que continúen amándole, sino para ponerles en las manos, por siempre jamás, el amor que les profesa, para hacerlos retener y renovar su holocausto. Al hablar de la remisión de los pecados, vuelto los ojos al pasado ahora contempla el porvenir. Su amor, que ha sido bastante fuerte para remontarse hasta los orígenes de la Humanidad, asegurar el perdón a todos los pecadores y colmar la más antigua aspiración humana, se encamina ahora a los tiempos futuros para transformados por la celebración continua de su sacrificio y conducirlos así al fin del mundo. De esta manera interpreta San Pablo la orden de Jesús "Haced esto en memoria de mía", cuando escribe a los Corintios. "Porque cuantas veces coméis este pan y bebáis el cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga" 225. La Eucaristía está orientada hacia la última venida de Cristo: enlaza el origen del mundo y su pecado con la apoteosis final. Es el amor de Jesús el que, en la Cena, recorre de un tirón toda esa distancia, abrazando en su fervor a la Humanidad y su historia.
La despedida Esas perspectivas grandiosas, que hinchen el corazón de Cristo de una generosidad ilimitada y le mueven a extender indefinidamente su sacrificio, no le hacen perder de vista las circunstancias concretas en que se halla ni el círculo de los que inmediatamente le rodean. En las palabras que dirige a sus discípulos después de la cena revela su solicitud por ellos. Les anuncia la inminencia de su muerte. Varias veces les ha predicho su Pasión, declarándoles que el Hijo del hombre sería perseguido y condenado por los jefes del pueblo judío. Esta vez ya no describe el acontecimiento en términos objetivos: lo mira con toda la emoción de un adiós a los amigos. Su voz se hace tierna, y su afecto envuelve a los discípulos en una intimidad más estrecha: “Hijuelos” 226, los llama. Uno piensa en la comparación que Él mismo empleó para describir su actitud para con Jerusalén: la de una clueca que quiso recoger a sus polluelos debajo de las alas. Con el grupo de sus discípulos, este afecto maternal ha tenido éxito: Cristo los reúne en torno suyo y, en estos últimos momentos de su existencia terrena, los estrecha contra sí 224
I Cor. XI, 23-24 I Cor. XI, 26 226 Jn., XIII, 33 225
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con más calor. “Ya poco tiempo estoy con vosotros”227. Ese poco tiempo lo considera Cristo infinitamente precioso y no querría perder ni una partecita de él. Indudablemente se alegra de volver al padre; pero le duele separase de los hombres, dejar en la tierra a sus amigos. Ha dejado prendarse su corazón de esos discípulos con quienes ha vivido y le desgarra haber de abandonarlos. Querría que se prolongase con ellos esa intimidad terrestre que tanto ha apreciado. Pero no es posible. Por eso les pide que hagan perdurar ese amor de otra manera, por una unión de carácter místico, que hasta debe ser más íntima que la compañía de la vida pública: Jesús, que en otro tiempo pidió a los apóstoles que le siguieran y permanecieran junto a Él, los invita ahora a permanecer en él. Han sido testigos de los movimientos de su corazón y no salir ya de él. Jesús declara, por otra parte, que Él será el primero en venir a permanecer en sus discípulos, porque en toda unión de amor la iniciativa le pertenece a Él. “Si alguno me amare, guardará mi palabra, y mi Padr e le amará, y a él vendremos y en él haremos mansión” 228. Y es todo el cielo lo que hace descender con el Padre al alma de los que le acogen. Así se formará una permanencia recíproca de Cristo en los hombres y de los hombres en Cristo: “Permaneced en Mí, y yo en vosotros”229. Y para mostrar bien que esta intimidad lleva consigo un don de toda la persona, añade: “Permaneced en mi amor” 230. Con ello Jesús se asegura un triunfo sobre la movilidad y fragilidad de las cosas humanas. Todos los que vinieron antes de Él y trataron de ayudar a los hombres terminaron su acción con su muerte; todos los que tuvieron la nobleza de amar vieron que el tiempo se llevaba tras de sí su amor: el olvido lo borra todo, y en la memoria humana los grandes hombres de la historia no dejan más que una caricatura de sí mismos. Pero Cristo, en el momento en que no dispone más que de unos breves instantes que vivir en compañía de sus discípulos, logra estabilizar para siempre el afecto que le une a ellos. Hace de su amor, que parecía pasajero, una cosa permanente. Su poder de amar trasciende definitivamente la fugacidad del tiempo y hace entrar la eternidad en la existencia de aquí abajo. Con la misma emoción con que les anuncia el poco tiempo que le queda para vivir con ellos, declara Jesús a sus apóstoles: “Ya no hablaré muchas cosas con vosotros” 231. Durante su vida pública ha consagrado lo mejor de sus fuerzas a formarlos, a impregnarlos de su enseñanza; ahora debe interrumpir esa tarea, en que ha tenido sus complacencias. Por lo demás, en la humildad de su amor, la concebía como un intercambio de pensamientos entre ellos y Él, porque no dice: “Ya no hablaré muchas cosas”, sino: “Ya no hablaré muchas cosas con vosotros”. Su enseñanza se hacía en forma de diálogo más bien que de monólogo. Cristo se entristece al pensamiento de que 227
Ibid. Jn., XIV, 23 229 Jn., XV, 4 230 Jn., XV, 9 231 Jn., XIV, 30 228
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va a dejar para siempre esas conversaciones. Pero halla el medio de perpetuar la enseñanza que ha emprendido: también en esto hace definitivo lo que el tiempo se preparaba para borrar. “Estas cosas os he hablado estando con vosotros; mas el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el padre en mi nombre, Él os enseñará todas las cosas y os recordará las cosas que os dije Yo” 232. Ese Espíritu está destinado a permanecer “con ellos perpetuamente”233. Él los iluminará acerca de la Revelación llevada a cabo por el Hijo: porque “no hablará de sí mismo sino de lo que oyere, eso hablará”234, es decir, que transmitirá a las inteligencias la doctrina de Jesús y no hará sino continuar su enseñanza. En esta conversación, en que Cristo asegura la perpetuidad de su amor, la preocupación por la suerte de los discípulos es primordial. Cuando un hombre teme una gran desgracia, corre el riesgo de dejarse obsesionar por los peligros de su propia situación y no poder pensar en otra cosa. Pero Jesús cuando tan sólo unas horas faltan para su prendimiento, y la Pasión, que se aproxima, comienza proyectar su sombra sobre Él, piensa en los demás. Si les predice la catástrofe inminente, no es simplemente por necesidad de desahogar su corazón sino por el deseo de fortalecer el valor y la confianza de sus discípulos. “Desde ahora os lo digo, antes de que suceda, para que, cuando sucediere, creáis que Yo soy” 235. Y sobre todo, más aún que de su prueba personal, se preocupa de la que sacudirá más tarde a los suyos. En un discurso pronunciado algunos días antes, anunció que hasta el fin del mundo sus fieles serían perseguidos, apresados, llevados ante los jueces: “Seréis aborrecidos por todos a causa de mi nombre” 236. Más allá del porvenir inmediato que le concernía a él, dirigía su mirada hacia un futuro más alejado, en que sus discípulos tendrían que padecer. En el discurso que tiene después de la Cena deja ver la misma solicitud: “Sí a mí me persiguieron, también a vosotros os perseguirán... OS expulsarán de las sinagogas; más aún, llega hora en que todo aquel que os matare piense rendir culto a Dios” 237. Bajo la amenaza de sus propios padecimientos, Cristo parece, pues, fascinado por los padecimientos ajenos. En el instante en que va a sufrir el asalto, prepar a la moral de sus discípulos para tiempos más lejanos. “Estas cosas os he hablado para que no os escandalicéis” 238. Hasta les explica el sentido de las pruebas que habrán de soportar: no están destinadas a castigar a culpables, ni provienen de la cólera divina. Es el amor del Padre, que, inclinándose sobre su viña, poda los sarmientos que llevan fruto, para que produzcan fruto más copioso 239. Los padecimientos, 232
Jn., XIV, 25-26 Jn., XIV, 16 234 Jn., XVI, 13 235 Jn., XIII, 19; XIV, 29 236 Lc., XXI, 17 237 Jn., XV, 20; XVI, 2 238 Jn., XVI, 1 239 Jn., XV, 2 233
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pues, no constituyen una reprobación, ya que son enviados a los que "llevan fruto" y no tienen otro fin que aumentar su fecundidad. Cristo consuela de antemano a sus discípulos, mostrándoles que sus dolores provendrán de una predilección particular de Dios. Luego, antes de dejarlos, los abruma, literalmente, con sus beneficios y promesas. Si se va de ellos es porque quiere prepararles la dicha celestial: "Voy a prepararas lugar. Y si me fuere y os preparare lugar, otra vez vuelvo y os tomaré Conmigo, para que donde Yo estoy, estéis también vosotros" 240. Jesús tiene, pues, intención de trabajar en pro de sus discípulos junto al Padre, al que retorna. Todavía desde otro punto de vista el provecho de los suyos exige su partida: "Por haberos Yo dicho estas cosas, la tristeza ha llenado vuestro corazón. Pero Yo os digo la verdad: os cumple que Yo me vaya: porque, si no me fuere, el Paráclito no vendrá a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré" 241. Jesús se ausenta, para poder dar el Espíritu Santo. Si se quedara entre los hombres haría superfluo ese don, porque su presencia visible en estado glorioso bastaría sobradamente y no habría necesidad de la luz invisible del Espíritu Santo para recoger las adhesiones humanas. Y como esa operación íntima del Espíritu Santo constituye un bien para los hombres, Cristo desaparece para hacerla posible. Él, que es el único hombre que podría legítimamente pretender que su presencia es insustituible, cede el puesto a Otro, en provecho de la Humanidad. Además su partida permitirá a sus discípulos realizar grandes cosas: “En verdad, en verdad os digo: Quien cree en Mí, las obras que Yo hago, también él las hará, y mayores que estás hará, porque Yo voy al padre. Y cualquier cosa que pidiereis en mi nombre, eso haré”242. Cristo se retira, pues, para que los suyos puedan hacer una obra más considerable que la suya; junto al Padre escuchará sus oraciones y los hará capaces de realizar prodigios. Prevé que sus apóstoles van a recibir un gran golpe, "No se turbe vuestro corazón"243, les repite. Y les regala su paz, una paz bastante poderosa para sortear todas las tempestades. "La paz os dejo, la paz mío os doy; no como el mundo la da, Yo os la doy"244. La suya es una paz que trasciende la fragilidad de los acontecimientos humanos. Más aún, Cristo da a los discípulos el gozo. Como hay una paz falsa, la que da e1 240
Jn., XIV, 2-3 n., XVI, 6-7 242 Jn., XIV, 12-13 243 Jn., XIV, 1 y 27 244 Jn., XIV, 27 241
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mundo, hay también un gozo falso, el que siente el mundo, "En verdad, en verdad os digo que vosotros lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se regocijará" 245. Lo que Jesús promete es el gozo auténtico y definitivo: "Vosotros os acongojaréis, pero vuestra congoja se tornan en gozo. La mujer, cuando está de parto, tiene congoja, pues llegó su hora; mas cuando ha dado a luz al niño, yo no se acuerda del aprieto, por el gozo de que nació un hombre al mundo. Pues así también vosotros, ahora cierto tenéis congoja; mas otra vez os veré, y se gozará vuestro corazón, y vuestro gozo nadie os lo quitará" 246. Jesús vive en cierto modo, por anticipado, la dicha que va a otorgar a los suyos. Como predijo siempre su Resurrección ni mismo tiempo que su Muerte. Así también anuncia, después de la inminencia de la catástrofe, la proximidad del triunfo. "Un poquito y ya no me veis; y otro poquito, y me veréis" 247. Y hasta presenta como ganada esa victoria, de la que, para animarlos, les dio un gusto anticipado en la Transfiguración: "Tened buen ánimo, yo he vencido al mundo" 248. Los discípulos tendrán parte en ese triunfo, particularmente por el poder que se les concederá de obtener del Padre todo que pidieren. Cristo se va de sus discípulos colmándolos de favores. “No os dejaré huérfanos”249. No sólo no los abandona a sí mismos, sino que lleva su gozo a la plenitud: "Estas cosas os he hablado para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea cumplido"250. Y los beneficios que les prodiga tienen más valor por cuanto él se sacrifica para procurárselos. Con la separación va a preparar la intimidad del cielo; y con su ausencia asegurará la presencia del Espíritu Santo. Para dar la paz, se va a internar en la turbación desgarradora de la agonía. El gozo que promete va pagarlo con una tristeza sin precedente; su alma se sentirá triste hasta la muerte. Cuenta con reportar la victoria pasando por la más humillante de las derrotas. Si declara a los discípulos que todo podrán obtenerlo del padre celestial, es porque Él se habrá sometido a la voluntad paterna y habrá renunciado a satisfacer su deseo de ver el cáliz apartado de su camino. Cristo no tiene más que una aspiración: colmar a los demás de felicidad, merced a la terrible desgracia que ya a abatirse sobre él.
Soberanía y amor en la humildad En el huerto de Getsemaní la omnipotencia soberana de Cristo cae sobre Él para abrumarle. En ese momento su mirada se tiende sobre todos los hombres y ve en ellos el 245
Jn., XVI, 20 Jn., XIV, 20-22 247 Jn. XVI, 16 248 Jn., XVI, 33 249 Jn., XIV, 18 250 Jn., XV, 11 246
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horror del pecado que los aprisiona. Ante ese espectáculo, Jesús se siente invadido por una inmensa tristeza. Su amor quiere tomar toda esa carga, ese peso tan agobiante de las culpas de la Humanidad; y éstas le aplastan hasta derribarle en tierra. La fuerza de su mirada y de su amor sirve, pues, para oprimirle. En medio de esa sacudimiento de todo su ser, Cristo conserva la solicitud por sus discípulos. Varias veces se levanta para volver junto a Padre, Santiago y Juan y pedirles instantáneamente que velen y oren: tienen necesidad del auxilio de arriba para sostener su flaqueza. Jesús Se olvida de su propia flaqueza para preocuparse de la de los suyos; en el instante más duro y tenso de su existencia piensa en los demás: "Vigilad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu, sí, está pronto, mas la carne es flaca"251. La escena del prendimiento ofrece las mismas características: Cristo, por una parte, despliega su omnipotencia para humillarse y por otra manifiesta su cuidado por los demás. Primeramente se adelanta como Maestro y Señor hacia la tropa que viene a prenderle. Es El quien toma la palabra: "¿A quién buscáis?" Y cuando les responde" Yo soy"252, lo hace de una manera tan soberana que los soldados retroceden impresionados y tropiezan unos contra otros. Mas el poder supremo que así da a conocer lo utiliza no para resistir, sino para entregarse: Se presenta por sí mismo para ser atado y llevado de allí: Con esta actitud expresa el sentido de su soberanía, que es la de un corazón manso y humilde. Muestra igualmente preocupación por la suerte de sus discípulos. Ya que si se ofrece espontáneamente a la tropa, es porqué quiere ser su única víctima. Fascina a los soldados para que todos se dirijan a Él, y como algunos quieren asir a uno que otro de sus discípulos, les dice: "Si, pues, me buscáis a Mí, dejad marchar a éstos" 253. El, a quien tanto va a hacer sufrir el ser abandonado por los suyos, quiere resguardarles la huida y ponerlos en seguro. Mirando cómo echan a correr, se entristece de perder su compañía, pero le alegra ver los escapar de sus enemigos: todo el odio debe recaer sobre El solo. Y no se trata de un amor limitado a sus partidarios, que podría significar un egoísmo de grupo. Porque Cristo muestra su solicitud para con los que vienen a detenerle: quiere que su prendimiento no haga daño a nadie, y toca en seguida la oreja ensangrentada de Malco para curarla. Su último milagro en este mundo lo realiza en favor de un adversario. En adelante sus manos estarán atadas y no podrán ya tocar a nadie.
251
Mc., XIV, 38 Jn., XVIII, 4-5 253 Jn., XVIII, 8 252
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Soberanía y amor en el drama final En el curso de su proceso Cristo continúa ejercitando su omnipotencia para la consumación de su sacrificio. Hay dos escenas en que guarda silencio ante Anás y ante Herodes. Es exhibido ante e! primero como una preciada captura, conducido a casa del segundo como objeto de curiosidad. Sin embargo, no protesta; se contenta con callar. Podría hacer pagar caro a Anás, recriminando su conducta, e! placer que se le ha reservado. Podría explotar el interés que Herodes demuestra por El para granjearse su protección y evitar la condenación. Pero deja hacer Ante Caifás y ante Pilato hace profesión de su poder soberano en el momento en que se le pregunta si está investido de él. A la pregunta del Sumo Sacerdote: "¿Tú eres el Mesías, el Hijo del Bendito?", responde: "Yo soy, y veréis al Hijo de! hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo entre las nubes de! cielo"254. A la de Pilato: "¿Luego rey eres Tú?" contesta: "Tú dices que Yo soy rey"255. Pero estas declaraciones de soberanía las hace a sus expensas, ya que constituyen motivos de condenación: el Sumo Sacerdote le acusa inmediatamente de blasfemo, y Pilato hará poner sobre la cruz la Inscripción "Rey de los judíos". Si, pues, Jesús se sirve de su poder, es con miras a su sacrificio: Se entrega a los hombres. Y continúa pensando en los demás. Él, que rehusa maniobrar para salvar su vida, intenta hacer bien a Pilato. Su única preocupación consiste en salvar el alma del gobernador. La primera vez que Pilato le pregunta si es el rey de los judíos, responde: "¿De ti mismo dices tú esto, o bien otros te lo, dijeron de Mí?"256. Le sugiere que la pregunta que ha hecho tiene un sentido más profundo y que El posee una realeza acerca de la cual debería interrogarle espontáneamente, fuera del proceso. Pero el gobernador se rebela contra el esfuerzo de reflexión a que se le convida. Jesús prosigue su tentativa, explicándole que su reino no es de este mundo, y que es el imperio de la Verdad. Pilato se resiste objetando su escepticismo; no obstante, está visiblemente impresionado por la inocencia del acusado, y la luz que Cristo. 'ha tratado de Jade ha penetrado, al menos parcialmente, en su alma. Camino del Calvario, Jesús no se apiada de Sí mismo cuando las mujeres le expresan su compasión, sino que piensa en la desgracia de ellas cuando sea tomada Jerusalén. Aun agobiado por el peso de una cruz que le extenúa, conserva fuerza para pensar ante todo en los padecimientos ajenos y sentirse movido a lástima: "Hijas de Jerusalén, no lloréis sobre mí , sino llorad más bien sobre vosotras mismas y sobre vuestros hijos"257. En la cruz sigue preocupándose por los demás. Así como realizó su 254
Mc., XIV, 61-62 Jn., XVIII, 37 256 Jn., XVIII, 34 257 Lc., XXIII, 28 255
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último milagro en provecho de un enemigo, consagra ahora a sus enemigos su última oración: “Padre perdónalos, porque no saben lo que hacen”258.Jesús tiene cuidado de motivar su demanda de perdón, invocando el hecho de que los responsables de su muerte no comprenden ]a monstruosidad de su crimen. Con la declaración de ese motivo muestra la sinceridad de su demanda y de la compasión que siente por sus adversarios. Para comprender el heroísmo de esta actitud, basta recordar que no todos los cristianos han sabido imitar esa generosidad y perdonar a los judíos y que hasta parece haber habido muy pronto tentativas de borrar esta oración del Evangelio 259. Cristo no sólo destierra de su corazón todo rencor o deseo de venganza, sino que intercede positivamente en favor de sus enemigos, y lo hace en un momento en que el Padre está más inclinado que nunca a escucharle. Su clamor “Tengo sed”260 expresa primeramente una sed física. Pero la piedad cristiana no se. ha engañado al reconocer además en él una sed más alta. Cuando Jesús manifestó su sed a la samaritana y le pidió de beber, estaba sediento de un alma. Si ahora lanza la misma queja, no es simplemente porque se seque su paladar y su lengua se ponga pastosa, es porque tiene sed de las almas por las que muere. Al confesar su tortura física, expresa su aspiración más honda, su deseo de salvar a todos los hombres. Por lo demás entonces mismo le es dado calmar un poco esa sed con la conversión de uno de los malhechores crucificados con El. Nada más conmovedor que esta confesión que Cristo hace a los hombres de la necesidad que siente de tenerlos consigo. En fin, Jesús tiene la suprema delicadeza de velar por el porvenir de su Madre, confiándola al discípulo amado, y la suprema generosidad de darla por Madre a todos los hombres. Con este último regalo quiere dejar a la Humanidad el fondo de su propio corazón. Llega así al apogeo de un sacrificio en que ha prodigado a fondo todos los recursos de su corazón. Siguiendo la expresión de San Juan que sirve de prólogo a toda la Pasión, "Jesús, como hubiese amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo"261.
258
Lc., XXIII, 34 Falta en algunos manuscritos 260 Jn., XIX, 28 261 Jn., XIII, 1 259
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CAPITULO IV
CORAZÓN DE CRISTO, IMAGEN DEL CORAZÓN DEL PADRE "Quien me ha visto ha visto al Padre" 262. Cristo nos revela el corazón del Padre al revelarnos su propio corazón. En sus más insignificantes acciones humanas se manifiesta no sólo su amor a nosotros, sino también el que nos tiene el Padre. Nunca, pues, debemos pararnos, al leer el Evangelio, en la contemplación del corazón de Cristo; para penetrar todo su sentido, debemos remontarnos siempre hasta la del corazón del Padre.
El Buen Pastor Cuando Jesús Se llama a Sí mismo el Buen Pastor, define al propio tiempo el oficio del Padre. En el Antiguo Testamento Yahveh se había presentado como pastor de su pueblo: "Como un pastor apacienta su rebaño”, dijo un profeta 263. Y el salmista Le invocaba con este título: “Pastor de Israel” 264. Al quejarse de que todos cuantos Le han precedido son ladrones y salteadores, al llenarse de compasión para con las turbas que vagan a la ventura como ovejas sin pastor; Cristo prolonga las quejas y la misericordia de Yahveh: “Por cuanto mi rebaño se ha convertido en objeto de presa, y mis ovejas han venido a ser pasto de todas las fieras del campo, por mengua de pastor, pues mis pastores no se han cuidado de mi ganado, sino que los pastores se han apacentado a sí mismos y no a mi grey, por eso, escuchad, pastores, las palabra de Yahveh” 265. Ante esa trágica situación Dios había decidido asumir El mismo el cargo de Pastor: “He aquí que Yo mismo cuidaré de mi ganado” 266. Y había diseñado su plan a grandes trazos. Se proponía primeramente rehacer la unidad del rebaño: “Como un pastor pasa revista a su ganado el que día que se halla en medio de su grey dispersa, así Yo pasaré revista a mis ovejas y las libraré de todos los lugares por donde se dispersaron...” 267. Cuando Cristo declara que hay ovejas fuera del redil y que El tiene que recogerlas, de manera que haya “un solo rebaño y un solo pastor”, ¿no hace eco a la promesa del Padre de reunir todas las ovejas dispersas? Yahveh proyectaba también proporcionar a su rebaño pastos suculentos: “En pastizales buenos los pastorearé” 268. Esos pastos suministra Jesús a su rebaño, porque ha venido para que los hombres “tengan vida y anden sobrados”. Yahveh 262
Jn. XIV. 9 IS. XL, 11. 264 Salmo LXXX, 2. 265 Ez. XXXIV, 8-9. 266 Ez XXXIV, 11. 267 Ez. XXXIV, 12. 268 Ez. XXXIV, 14. 263
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quería además dar reposo a sus ovejas: “Apacentaré a mi rebaño y Yo los haré sestear” 269 . Jesús ofrece el mismo reposo a todos cuantos andan fatigados y encorvados bajo la carga. En fin, Yahveh manifestaba una solicitud particular por las ovejas descarriadas o enfermas: “Buscaré la res perdida, y haré volver la descarriada, y vendaré la herida, y robusteceré la flaca” 270. ¿No es ésa la preocupación que anima a Cristo cuando Se declara dispuesto a dejar las noventa y nueve ovejas fieles para ir en busca de la oveja perdida? Yahveh había anunciado que ejercería su calidad de Pastor enviando al Mesías: “Yo suscitaré sobre ellos un solo pastor...” 271. Y eso es lo que sucede: los sentimientos de buen pastor del Padre se reflejan perfectamente en el Hijo. Por tanto no ha de verse en la figura del buen pastor un contaste con la concepción de un Yahveh rudo y severo. Sin duda se observa en el Nuevo Testamento una mitigación real con respecto al Antiguo, pero es una mitigación prevista y decidida por Dios mismo. La bondad que se revela en el corazón de Cristo es, toda entera recibida del Padre. Es lo que Jesús hace notar al joven rico: Sólo Dios es bueno. Es el Padre quien nos ha dado al buen pastor. El buen pastor – según la expresión de Cristo- llama a las ovejas por su nombre. Así se dirige Jesús a Simón, a Felipe, a María Magdalena, etc. Con ello no hace más que reproducir la conmovedora atención con que Yahveh llamaba por su nombre a los que había especialmente escogido: "¡Abraham!", dice a aquel a quien quiere constituir padre de la nación judía, al reclamarle el sacrificio de su hijo 272. A Moisés le repite: "Te conozco por tu nombre"273. Y cuando varias veces llama a Samuel, la voz parece tan familiar que el joven cree escuchar la de He1i274. Aun a todo Israel declara Yahveh: "Te llamo por tu nombre, mío eres"275. Quizá la costumbre de Jesús de llamar a los suyos por su nombre nos hace caer mejor en la cuenta de la bondad que el Dios del Antiguo Testamento ponía en llamadas parecidas. Una característica del buen pastor es conocer a sus ovejas, y Jesús da pruebas de un gran poder de intuición, movido por una ferviente simpatía. La mirada que fija sobre los hombres no es diferente de la mirada de Dios, que "prueba corazones y entrañas". 276 Así como Jesús "responde" a los fariseos antes que ellos hayan abierto la boca, Dios dialoga con los corazones humanos, porque conoce sus pensamientos antes que les hayan salido a los labios. "Yahveh, me has sondeado y conocido, sabes cuándo me 269
Ez. XXXIV, 15. Ez. XXXIV, 16. 271 Ez. XXXIV, 23. 272 Gen. XXII, 1 273 Ex. XXXIII, 12 y 17 274 1 Sam. III, 10. 275 Is. XLIII, 1. 276 Salmo VII, 10. 270
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siento ame levanto, calas mi pensamiento desde lejos... Pues no estaba en mi lengua la palabra, y era de Ti, Yahveh, toda sabida"277. También en esto Cristo ha hecho comprender más claramente el sentido de ese conocimiento divino, al mostrarlo envuelto en el amor. Ya el salmista confiaba en esa omnisciencia para ser conducido, gracias a ella, "por el camino eterno"278. Jesús se sirve de su conocimiento de los corazones para pedir a Natanael que Le siga, para convertir a la samaritana, para proteger a la pecadora arrepentida, para tratar de arrancar de su hipocresía a los fariseos. Y cuando Pedro Le dice: "Señor, Tú lo sabes todo; Tú bien sabes que te quiero" 279, expresa el término a que quiere llegar el conocimiento de Cristo; mas también el del Padre, porque para el Padre "conocer" es ya escoger y amar y, por consiguiente, solicitar al amor.
El esposo y el amigo Al presentarse como Esposo, Cristo revela que el Padre desea profesar a los hombres toda la ternura del amor conyugal. Porque hace ya largo tiempo que Yahveh decidió conducirse con Israel como un esposo con su esposa. Varias veces acusó a su pueblo de entregarse al adulterio y la fornicación280. Pero aunque le compara por sus infidelidades a una ramera y le dice por medio del profeta Oseas: "Ella no es mi mujer, ni yo soy su marido", está resuelto a transformar a la mujer voluble en esposa fiel: "Te desposaré conmigo con fidelidad, y reconocerás a Yahveh"281. Y para describir esa unión ideal, inspiró el Cantar de los Cantares, en que toda la pasión del amor humano sirve de símbolo al afecto mutuo de Yahveh e Israel: "Yo soy de mi amado y mi amado es mío." "Ponme como sello sobre tu corazón, cual sello sobre tu brazo; pues fuerte como la muerte es el amor"282. Al traer, pues, a los hombres ternura de esposo, Cristo les transmite las efusiones del corazón del Padre, consagrándolas definitivamente con la Nueva Alianza. Muestra que en el amor de Dios a la Humanidad se pueden encontrar analógicamente todas las cualidades y matices del amor conyugal: la frescura de las impresiones poéticas, la finura de la emoción, la admiración entusiasta, la delicadeza del respeto, la fuerza indomable del cariño, el gozo triunfante. Cuando Jesús aprueba que sus discípulos vivan en la alegría porque, teniendo al esposo con ellos, deben tomar parte en la felicidad de las bodas, es el gozo mismo del Padre el que les comunica, porque el Padre ha logrado al fin, por medio de su Hijo, desposarse para siempre con la Humanidad. Hasta en su calidad de amigo descubre Cristo los sentimientos del Padre. Cuando 277
Salmo CXXXIX, 1, 2, 4. Salmo CXXXIX, 1, 2, 4 279 Jn. XXI, 17 280 Os. 1, 2; II, 4. 281 Os. II, 21-22 282 Cant VI, 3; VIII, 6. 278
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en la tierra traba amistad con sus discípulos, con Lázaro, con Marta, María y otras mujeres realiza el gran proyecto de Dios de establecer con los hombres relaciones de sencillez y familiaridad. Era lo que Yahveh había emprendido ya en los orígenes, inmediatamente después de la creación: se paseaba, a la brisa del día, por el vergel en que había colocado a Adán y Eva, y Se entretenía con ellos en conversaciones amistosas. El pecado arruinó todo eso, pero Dios guardó en su corazón el ideal de amistad que quería restaurar. Y trató de reanudar con Abraham la amistad que la culpa original había roto. El patriarca está sentado en el calor del día, a la entrada de la tienda, en el encinar de Mamré, y he aquí que, alzando los ojos, ve aparecer a Yahveh. Hay tres hombres de pie, y Abraham los invita a una comida abundante. Esa visita divina le vale una posteridad. Hemos notado que la amistad de Jesús trocaba la vida; lo mismo sucedía con la amistad de Dios. En adelante la vida de Abraham cambia de sentido, al convertirse en padre de un niño de cuyo linaje nacerá el Mesías y esa transformación lleva consigo terribles exigencias. Hemos visto cuanta dificultad experimentaba Pedro en aceptar la eventualidad de la Pasión de Cristo y cómo finalmente fue asociado a esa Pasión por el anuncio de su propio martirio. Abraham es asociado de antemano al sacrificio que el Padre hará de su Hijo, ya que recibe la orden de sacrificar a Isaac. Dios no ahorra padecimientos a aquellos a quienes ama. En las relaciones de Yahveh con Abraham se manifiestan además otras características de la amistad. "A vosotros os he llamado amigos - declara Jesús a sus discípulos -, pues todas las cosas que de mi Padre oí os las di a conocer" 283. La amistad es, en efecto, comunicación de los secretos del alma, confidencia mutua. "¿Encubriré yo a Abraham lo que voy a hacer?"284, se preguntaba Yahveh. Y anuncia al patriarca la destrucción de Sodoma y Gomorra. Más aún en nombre de esa misma amistad, que le vale la revelación de los designios de Yahveh, Abraham intercede por la población de las ciudades amenazadas. Y lo hace con un atrevimiento sorprendente, disminuyendo progresivamente de cincuenta a diez el número de justos que habría de bastar para apartar el castigo. Pues bien, esa audacia se ve coronada por el éxito: Yahveh se rinde a todos los deseos de Abraham y acata íntegramente su plegaria. Jesús promete a sus amigos la misma favorable acogida. Todavía dejará Dios entrever más adelante ese hermoso sueño de amistad con los hombres, señaladamente al enviar a su ángel al encuentro de Tobías. Es El mismo quien, por medio del ángel, acompaña a Tobías a lo largo de sus viajes, le rodea de atenciones, 283 284
Jn. XV, 15. Gen. XVIII, 17.
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le libra de peligros y le conduce a buen puerto. El es quien le instruye y le prodiga sus consejos, quien come y bebe con él. En la amistad del Padre, como en la de Jesús, las comidas en común contribuyen a la unión. Si el ángel Rafael realiza ya el sueño divino de la amistad, sólo Cristo es capaz de darle pleno cumplimiento. Las relaciones amistosas de Jesús con Pedro, Juan o Lázaro son más íntimas y conmovedoras, y al mismo tiempo más decisivas y santificadoras, que todas las amistades del Antiguo Testamento. Sin embargo, no hay que oponerlas a estas últimas, porque son la amistad del Padre que continúa y concluye magníficamente. En el grupo de los discípulos, en medio del cual pasa toda su vida pública, Jesús asegura la presencia perpetua del afecto del Padre; el Padre acompaña por doquier a los apóstoles, y en el corazón de cuantos, como Pablo, quieren vivir la amistad con Cristo, se instala para siempre el amor familiar del Padre celestial, que comparte la mansión de su Hijo.
Amor paternal Hay circunstancias en que la bondad de Cristo toma un aire paternal y evoca de manera más patente el afecto del Padre celestial. Cuando ordena a los discípulos que dejen a los niños venir a El, se creería oír la voz del Padre, que quiere apartar los obstáculos que impiden a sus hijos acercársele. El ademán afectuoso con que Cristo abraza y bendice a esos pequeñuelos es la expresión visible del amor con que el Padre abraza y bendice. La predilección de Jesús por los pobres y los afligidos prolonga la que Dios les manifestó en el Antiguo Testamento. Los desvalidos y los atribulados han atraído siempre el favor divino. Es uno de los rasgos en que se diferencia la amistad divina de las amistades humanas. Estas tienen a menudo por motivo el interés y cristalizan de mejor gana en torno a los ricos y poderosos, que disponen de bienes terrenos; Dios, por el contrario, mira con más solicitud a los que nada tienen de atrayente, a los que viven en la indigencia o pasan por alguna prueba. Cuando Jesús llama a sus apóstoles para hacerlos admirar los dos ochavos que una viuda ha depositado como limosna para el Templo, es la admiración de Dios mismo la que trata de comunicarles. A la ignorancia y desprecio de los demás para con el rasgo de 1a pobre mujer, El responde, en nombre del Padre, con el desquite de la estima divina. Ese desquite era el que los pobres del Antiguo Testamento esperado impacientemente. Por otra parte, se les había concedido ya en el hecho de haber el Padre escogido la pobreza para su Hijo. En la compasión de Jesús por las turbas se oye el eco de la gran compasión que Yahveh mostró para con el pueblo judío en el curso de la historia. Esta, en efecto, no es
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otra cosa que una manifestación repetida y cada vez más extensa de la misericordia divina. Cuando Jesús Se percata de que, en el lugar desierto en que predica, el hambre atenaza a sus numerosos oyentes, siente la compasión que a sus numerosos oyentes, siente la compasión que anteriormente había experimentado Dios ante la muchedumbre judía hambrienta, y da pan y peces con la misma generosidad con que entonces fueron procurados el maná y las codornices. "He oído las murmuraciones de los hijos de Israel había declarado Yahveh a Moisés -. Háblales en estos términos: Al atardecer comeréis carne, y por la mañana os saciaréis de pan; conoceréis, pues, que yo soy Yahveh, Dios vuestro"285. Cristo dice sencillamente a los apóstoles: "Dadles vosotros de comer." La escena es más familiar y sencilla, porque Dios ha querido ponerse al alcance de los hombres; pero la reacción del Hijo es idéntica a la del Padre. En cuanto a la misericordia para con los pecadores, Jesús mismo nos demostró que los sentimientos del Padre no diferían de los suyos. La parábola del hijo pródigo puede ponerse en parangón con la de la oveja perdida. A la alegría del buen pastor corresponde la del padre del pródigo. Jesús describe la solicitud del pastor, que pone la oveja sobre sus hombros y, luego de haber vuelto a casa, reúne a amigos y vecinos para decirles: "Dadme el parabién porque hallé mi oveja perdida" 286 Cuando el hijo pródigo aparece a lo lejos, el padre corre hacia él con igual solicitud, se arroja a su cuello y le cubre de besos. Y dice a sus criados: "Comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo estaba muerto y revivió, estaba perdido y fue hallado" 287. Es el mismo entusiasmo, casi delirante. Nada indica mejor que el cotejo de estas dos parábolas propuestas por el Maestro hasta qué punto el corazón del Hijo concuerda con el del Padre. Si Jesús declara que ha venido para salvar lo que estaba perdido, su mismo nombre indica ya que esa intención salvadora procede primeramente del Padre, ya que "Jesús" significa “Dios ha salvado”. ¿No había declarado Yahveh por boca de uno de sus profetas: "Fuera de Mí no hay ningún salvador." "Yo soy, Yo soy quien borra tus delitos por Mí mismo, y no me acordaré de tus pecados"?288. Así obra Cristo cuando absuelve al paralítico o a la pecadora arrepentida o libra de sus acusadores a la mujer adúltera. Como el Padre, y en su nombre, perdona de la manera más gratuita. Yahveh había anunciado no sólo el hecho de la salvación, sino también el esplendor de los tiempos mesiánicos, en que su generosidad divina se derramaría sin tasa. Pues bien, precisamente generosidad es lo que manifiesta Jesús a cada instante cuando multiplica los milagros a su paso, Cuando dice a voces a todos los que se sienten 285
Ex. XVI, 12. Lc, XV, 6. 287 Lc. XV, 23-24 288 Is, XLIII, 11 y 25, 286
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fatigados: "Venid a Mí", ejecuta la promesa de Yahveh, que "al cansado da fuerza, y al impotente multiplica el vigor"289. El ofrecimiento que hace a la samaritana de calmar para siempre su sed es el eco de una predicción divina. "El agua que Yo le daré se hará en él fuente de agua bullidora para vida eterna"290, dice Jesús. " Sobre cumbres peladas abriré ríos; en medio de vegas, fuentes"291, había declarado Yahveh. Así, pues, la bondad del Padre precede siempre a la de Cristo y encuentra en ésta su cumplimiento.
El amor exigente Jesús representa los sentimientos del Padre no sólo en su amor sino también en las exigencias absolutas del mismo. "Yo le mostraré - dice a Ananías, refiriéndose a Pablocuánto habrá de padecer por causa de mi nombre" 292. Ese destino de terribles pruebas para aquel a quien escoge, ¿no puede caracterizar la vocación señalada por Yahveh a los profetas del Antiguo Testamento? Dios les impuso terribles sacrificios y les reservó grandes persecuciones; y Jesús recuerda varias veces la hostilidad que encontraron en el pueblo. En particular el sacrificio que Cristo exige a Pablo se parece al que antiguamente Dios reclamó de Jonás. Pablo está sumamente apegado a su nación: "Pues deseada ser yo mismo anatema por parte de Cristo en bien de mis hermanos según la came"293. Pues bien, Jesús le envía a predicar el Evangelio entre los gentiles; lo cual provoca en el alma del apóstol un continuo desgarramiento, una desazón viva e incesantemente sentida. También Jonás fue enviado a los extranjeros, pues que Yahveh le mandó ir a predicar a los habitantes de Nínive. Esta misión desagradaba tanto a sus sentimientos nacionalistas, que intentó huir tomando un barco para Tarso. Pero Dios frustró esos subterfugios, mantuvo su orden y envió a su profeta a Nínive. Y Jonás tuvo que consentir en sacrificar su particularismo judío y dedicarse a los extranjeros. Si Jesús Se muestra draconiano en las condiciones de sus llamamientos es porque mantiene en su bondad las mismas exigencias que el Padre. El Evangelio nos hace asistir a la lucha grandiosa de Cristo contra Satanás; el Antiguo Testamento nos describía la lucha de Dios contra las potencias del mal. La escena de la tentación en el desierto es, desde ciertos puntos de vista; paralela al relato de la caída de Adán y Eva. Porque en este relato vemos a Yahveh dirigirse a la serpiente para intimarle su maldición y declararle una guerra sin cuartel: "Por cuanto hiciste tal, maldita serás... Y enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu prole y su prole, la cual te apuntará a la cabeza, mientras tú apuntarás a su calcañar" 294. Así, pues, el fuego de la 289
Is. XL, 29 Jn. IV, 14. 291 Is. XLI, 18 292 Hechos, IX, 16 293 Rom. IX, 3. 294 Gén. ITI, 14-15. 290
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lucha por las almas de los hombres se encendió primeramente en el corazón de Dios; Cristo vino a traerlo a la tierra y a dar - como descendiente de la mujer - un golpe fatal a Satanás cuando su permanencia en el desierto, en espera de completar más tarde su victoria por medio de la cruz. En la mirada de cólera que lanza Jesús sobre los fariseos encuentra su culminación toda la letanía de las cóleras de Yahveh. ¡Cuántas veces no reveló Dios su descontento e indignación ante los descarríos de su pueblo, siempre propenso a abandonarle para volver a la idolatría! ¡Cuántas veces no le amenazó con los peores castigos por sus pecados y su desprecio de la Ley! Las exhortaciones de los profetas están llenas de palabras de venganza. Los reproches que Jesús dirige a los fariseos por su endurecimiento no hacen sino expresar una vez más la cólera del Padre. Pero esa cólera, como la de Cristo, no tiene por fin castigar a los hombres, sino hacerlos reflexionar y traerlos a mejores sentimientos. Las diversas características que dejan ver en la cólera de Jesús una forma de la bondad se verifican en Yahveh. El libro de Jonás nos muestra a Dios encolerizado contra Nínive: "Dentro de cuarenta días Nínive será destruida...”295. Pero es una cólera acompañada de tristeza y compasión, como lo será la mirada de Jesús sobre sus enemigos: "¿Y no habré Yo - dice Yahveh a su profeta- de tener compasión de Nínive, la gran ciudad, donde hay más de ciento veinte mil personas que no saben discernir entre su diestra y su izquierda...?"296. Por eso, desde que los ninivitas comienzan a hacer penitencia, el decreto de destrucción de la ciudad queda revocado y la cólera se cambia en misericordia: "Compadecióse Dios del mal que había indicado iba a hacerles y no lo llevó a cabo"297. Es lo que otro profeta declara: "Apártese el impío de su camino, y el ruin de su designio, y conviértase a Yahveh para que se apiade de él, y a nuestro Dios, pues ampliamente perdona." Y prosigue, el mismo profetas, afirmando que los pensamientos y los caminos de Yahveh son infinitamente superiores a los nuestros: "Tanto como los cielos superan en elevación a la tierra, así mis caminos son más elevados que vuestros caminos y mis pensamientos que vuestros pensamientos"298. ¿En qué se manifiesta esa superioridad? Precisamente en el hecho de que el perdón de Dios es siempre más amplio de lo que nosotros estaríamos dispuestos a admitir; sus amenazas son meramente condicionales. Lo que es absoluto es su voluntad de procurar la alegría y la paz nada impedirá que ese designio se realice. "Tal será mi palabra, que ha salido de mi boca: no tornará a Mí de vacío, sin que haya producido lo que yo quería y llevado a efecto felizmente aquello para que la envié. Ciertamente, partiréis con alegría y en paz seréis conducidos" 299. Del mismo modo 295
Jon. nI, 4 Jon. IV, 11. 297 Jan. nI, 10 298 Is. LV, 7 Y 9 299 Id., 11-12 296
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Cristo asegura, cuando predice el desastre escatológico, que todo terminará con el triunfo del Hijo del hombre, e insiste: "El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán"300. Así, pues, lo que no pasa son las palabras que anuncian el triunfo mesiánico. La cólera no dura más que un tiempo; la bondad permanece. Entristecido por el endurecimiento de buen número de judíos, Jesús tiene el consuelo de pensar que ese obstáculo será ocasión para una mayor dilatación de su amor, que alcanzará tanto mejor a todos los pueblos. Pero Yahveh había ya concebido ese proyecto, porque El fue quien anunció la promesa repetida por Cristo: "Mi casa se llamará casa de oración para todos los pueblos" 301. El fue igualmente quien decidió conceder la salvación a Nínive. Jonás se rebeló contra esa generosidad divina, y en la respuesta de Yahveh: "¿Estás justamente encolerizado?" 302, acompañada de una demostración, se ve ya venir la respuesta que Jesús pondrá en boca del dueño de la viña, como reacción ante la envidia de los obreros de la primera hora, que no pueden soportar la recompensa dada a los obreros de la hora undécima: "¿Ha de ser malo tu ojo porque yo soy bueno?". En su lucha contra el mal, el Padre y el Hijo, triunfan abriendo más liberalmente su corazón.
Corazón manso y humilde Corazón manso y humilde: se podría creer que es una característica exclusiva de Jesús, la cual no estaría bien atribuir al Padre. Y, sin embargo, también en su mansedumbre y humildad nos revela Cristo el corazón del Padre. Cuando Se sepulta por treinta años con su vida oculta de Nazaret, para no vivir después más que dos años de vida pública303, nos hace sensible la humildad del Padre, que prolongó por muchos milenarios de la historia de Humanidad su vida oculta, madurando en su corazón proyectos de salvación que no manifestó sino después de muy larga espera. Entre los treinta años de retiro y los dos de ministerio hay una desproporción análoga a la que existe entre el período inmenso en que Dios Se dejó ignorar, aunque trabajando secretamente las aspiraciones humanas, y los tiempos mucho más cortos de su revelación. Esa desproporción hace resaltar la importancia del ocultamiento consentido por el Padre. Cristo nos hace comprender lo que ese ocultamiento debió de costar a Dios. Jesús hubiera querido, durante su permanencia en Nazaret, en que veía las inmensas necesidades de las almas, gritar por todas partes que El venía a traerles la salvación. 300
Mc. XIII, 31. Is. LVI, 7. 302 Jon. IV, 4. 303 Cfr., la nota 9 de la página 12 (N. del T) 301
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Pero, sumiso, callaba. También el Padre hubiera querido, en los tiempos antiguos, gritar a los hombres quién era y qué bondad les reservaba; mas para preparar la Encarnación de su Hijo y orientar suave pero seguramente los espíritus hacia ese acontecimiento, para no estropear las cosas con la precipitación, guardó silencio. Contuvo los impulsos de su corazón, acumulando simplemente, con el correr de las épocas, la fuerza de su misericordia, que debía estallar tanto más generosamente cuanto más estrechamente había sido reprimida. La paciencia de Jesús para la incomprensión de sus discípulos hace revivir la paciencia de Yahveh para con su pueblo. Y la colaboración que les pide para el establecimiento de su reino, dejándoles toda la parte gloriosa, prolonga la colaboración que Yahveh reclamó de sus profetas, aceptando desaparecer detrás de los mismos y hacer llegar a los hombres sus pensamientos por la voz – tan defectuosa – y sus sentimientos por el corazón – tan imperfecto – de aquéllos. Las encantadoras atenciones que Cristo muestra a sus discípulos, preocupándose por su descanso y alimento, reflejan la solicitud del Padre. Tampoco el Padre teme hacer descender su amor hasta los menores detalles y velar por las más humildes necesidades humanas: el propio Jesús lo afirma, citando como prueba el cuidado que el Padre tiene de alimentar a los pájaros y vestir a los lirios del campo. En el Antiguo Testamento vemos a Yahveh hacer a Adán y Eva unas túnicas de piel y vestirlos con ellas. Antes de expulsarlos del vergel de Edén 304. Durante la sequía manda a Elías al torrente de Kerit: “Beberás del torrente, y he dado orden a los cuervos de que sustenten allí” 305. Después, cuando el torrente se ha secado, le ordena ir a casa de la viuda de Sareftá, y les asegura a ambos la subsistencia. Vela por el descanso de todos, imponiendo la obligación del sábado. Ya antes que Cristo se pusiera al servicio de los hombres, el Padre había querido servirles. Como Cristo, manifiesta un profundo respeto a la libertad humana. La prueba más evidente está en la escena de la Anunciación. Luego de haberse inclinado ante María, el ángel le pide, de parte de Dios, su consentimiento a todo el plan de salvación. Dada la importancia suma, para toda la Humanidad, de la colaboración de María y de la realización de la obra redentora, éste sería el momento de ejercer una coacción. Pero Dios rehusa obrar así, y deja a la Virgen enteramente dueña de su decisión. Tiene la condescendencia de hacer depender del sí de una doncella la ejecución de sus proyectos. En este mismo episodio Dios parece proceder como más tarde hará Cristo muy a 304 305
Gen. III, 21. Reyes, XVII, 4
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menudo. Jesús goza en gran manera transformando una impresión de temor en un sosiego profundo o en una explosión de gozo. “No temáis”, dice ordinariamente a sus discípulos en las apariciones que siguen a la Resurrección. Y, después de haber turbado el alma de una mujer a quien acaba de curar, obligándola a salir de la turba y presentarse ante El, la tranquiliza por completo: “Vete en paz” 306. También Yahveh provoca en María cierta turbación con el saludo que Le dirige por medio del ángel, pero en seguida hace llegar a Ella las palabras que más de una vez había dicho al pueblo judío: “no temas”307. Y la emoción de la Virgen se convierte al punto en paz y felicidad. Como su Hijo, el Padre se complace en preparar a los hombres sorpresas maravillosas. La sencillez de Jesús aparece simbolizada en sus rasgo para con el ciego de Betsaida, a quien toma de la mano para conducirle fuera de la aldea y devolverle la vista. Ese rasgo amistosos, que excluye toda presunción, es el que Yahveh realizó constantemente a favor de Israel, conduciéndole de la mano para descubrirle su luz.
El sacrificio En fin, el amor del Padre se manifiesta también en el amor con que Cristo Se sacrifica por nosotros. Porque al Padre hay que atribuir la iniciativa de la Pasión: El fue quien envió a su Hijo a la muerte, sacrificando así por los hombres su corazón paterno; “quien - según la expresión de San Pablo- a su propio Hijo no perdonó, antes por nosotros todos le entregó"308. Porque si es verdad que en la cruz Jesús ofrece al Padre una reparación sobreabundante por las ofensas de la Humanidad, no lo es menos que el Padre es el primero en inmolar, en cierta manera, su afecto más hondo. No es para El un placer entregar a su Hijo un suplicio. Antiguamente Abraham se mostró dispuesto a herirse a sí mismo en su hijo, “no perdonando” a Isaac, sino conduciéndole a la pira. Dios realizó en lo más profundo de su amor de Padre el sacrificio de que eximió a Abraham. ¿No era El el primero en sentir el desamparo cruel a que había condenado a su hijo? Cuando la agonía de Getsemaní, ¿pudo contemplar con corazón frío e insensible los temblores convulsivos de Aquel a quien amaba sobre todas las cosas? Y ¿cómo no iba a llegar a su corazón paterno el espectáculo de los dolores del Calvario, que tantas lagrimas arrancaron a María? Por eso los artistas de la Edad Media mostraron la participación del Padre en la Pasión, representándole con los brazos extendidos detrás de la cruz. El Padre es el primero y el último en su amor a la Humanidad. Jamás habría querido tal drama si no 306
MC. V 34 Lc. I,30; efr., p. ej., Is. XII, 10 y 13. 308 Rom VIII, 31. 307
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hubiera tenido sed de todas las almas: el clamor de Jesús es su propio clamor. Como Cristo y por medio de El, “amó a los suyos hasta el extremo”.
Imagen perfecta En todo lo que tiene, tanto de sublime y heroico como de dulce y afectuoso, el corazón de Cristo es perfecta imagen del corazón del Padre. A veces estamos tentados de imaginarnos que Jesús ha amado a los hombre de una manera más cálida y ferviente que el Padre, que en apariencia ha quedado más lejano. Ese fue el error del joven rico, y sa bido es con qué viveza lo rectificó Cristo: “Sólo Dios es bueno.” Para precavernos contra esa tentación, Jesús no cesa de repetir que el Padre ama a los hombres y que El mismo lo ha recibido todo del Padre. El es por entero la expresión visible del Padre invisible. Hemos subrayado algunas correspondencias entre los rasgos de Jesús y los de Yahveh en el Antiguo Testamento. Pero hay una correspondencia más íntima y más esencial: cada acción de Cristo no sólo está emparentada con actos anteriores de Dios, sino que responde exactamente a una actitud actual del Padre, dimana de ella y la manifiesta. En Cristo es el Padre quien a cada instante explaya su bondad. Nada hay en el amor de Jesús a los hombres que no deriven inmediatamente del amor del Padre Celestial. Y no hay descubrimiento que más dilate el alma que ver el corazón del Padre en el corazón de Cristo.