LOS RENDIDOS. Sobre el don de perdonar. José Carlos Agüero, Agüero, Instituto Instituto de Estudios Estudios Peruanos, Lima Lima 2015, 160 pp. pp.
RESEÑA Un testimonio desposeído de la verdad
Los Rendidos es un ensayo testimonial. El poder testimonial de los rendidos radica tanto en el poder de la complejidad y crudeza de la biografía de su autor, como en las genuinas características de la propia voz que narra, moviliza e interpela. El lugar y la forma de enunciación confluyen en los rendidos, para hacer de este documento testimonial, un ensayo de reflexión política sobre la construcción de la memoria, la complejidad inmanente en la condición de víctima y la necesidad de revisar caminos hacia la justicia y la reconciliación. reco nciliación. El testimonio testimonio de Agüero no esgrime la verdad como estrategia discursiva. Es un testimonio que no pretende ser la revelación de ninguna verdad sobre la violencia política. No es la voz del testigo de la historia que nos brinda su versión de los hechos, su verdad y con ella nos proporciona información fundamental para reconstruir lo que “realmente pasó”. No es uno de los tantos testimonios recogidos por la Comisión
de la Verdad y la Reconciliación durante su recorrido por todos los rincones del país en dónde la violencia golpeó tan duro. Ni siquiera es un testimonio como aquel que nos entrega Lurgio Gavilán en sus Memorias de un Soldado Desconocido, el testimonio del niño senderista, el adolescente militar, el joven cura o el adulto antropólogo, que nos regala su historia, esa historia terrible que le tocó protagonizar. Gavilán va encarnando sus diferentes voces, pero narrador siempre es el mismo; es el testigo de una historia terrible, “no es ni culpable ni cómplice de los crímenes”,
renuncia a su protagonismo para ser solamente testigo. El propio Agüero afirma sobre la voz de Gavilán, evitando cualquier tono de juicio, que es un testimonio auto exculpatorio, narrado por un niño, una voz que reclama para sí los atributos infantiles de la ingenuidad y la inocencia en el escenario de la guerra, y en ese sentido “evita en
todo lo posible generar algún momento de tensión que lleve a una discusión sobre su moral”.
El testimonio de Agüero, entonces no es como ninguno de los anteriores y más bien parece ser sus antítesis, una voz sin las pretensiones del “soldado desconocido” y exenta auto complacencia. Una voz desprovista de toda autoridad moral, como la que puede reivindicar la víctima, el agente del estado, el tecnócrata de la justicia transicional o el ciudadano que observa todo desde la asepsia de su televisor. O incluso, la voz del terrorista que se concibe como luchador social o el perpetrador de crímenes de lesa humanidad en nombre de la paz y el bien común. La voz que nos
lleva de la mano por este puñado de relatos, es la voz de los rendidos, de los que no luchan para reivindicarse o justificarse, ni para limpiar su pasado, ni para librarse del estigma, la vergüenza o la culpabilidad que conlleva haber sido protagonista de la guerra. De los que no se suman al coro de aquellos que llevan la voz oficial y convencional sobre la historia. Agüero no se justifica, ni justifica a sus padres, ni sus atrocidades y crímenes, no se mira a sí mismo como una víctima. Por el contrario, denuncia y condena las terribles acciones de sus padres, amigos y conocidos que fueron parte de Sendero Luminoso. Se resiste a asumir el lugar de víctima, pero también se cuestiona la lógica que lo convierte en victimario y perpetrador por herencia genética. En todo caso, se pregunta ávidamente por su lugar, no sabe cuál es el lugar que le corresponde, cuál es el estatuto de su voz y su experiencia vivencial en el escenario de la posguerra. Acaso busca y lo hace abiertamente, como quien interpela en una audiencia pública a los responsables de la memoria, busca legítimamente y desprovisto de cualquier autoridad moral; dónde ubicarse en el proceso de reconstrucción de la memoria y cuáles son las coordenadas que le corresponden por justicia en el nuevo mapa social y político del Perú de posguerra. Se trata a fin de cuentas de un relato íntimo y personal, un poco disperso a veces, contradictorio otras, siempre desposeído de la pretensión toda verdad: lejos de afirmar verdades o sacar conclusiones, hurga en el discurso convencional u oficial, plantea preguntas incómodas y cuestionar las propias respuestas, las suyas y las nuestras. Es una manera diferente y nueva de narrar la historia reciente sobre el conflicto armado interno, que seguramente resultará muy reveladora y estimulante para quien esté dispuesto a revisar su comprensión de nuestra tragedia, así como las premisas y perspectivas desde las cuales estamos reconstruyendo la memoria del episodio más violento y lamentable de nuestra historia republicana. Los Rendidos un escrito testimonial emprendido para volver a mirar los involucrados durante el conflicto armado interno, a los criminales, a los terroristas, a los que son culpables, pero también a los héroes, los activistas y a los inocentes. Una reflexión abierta que nos toca asumir como propia: ¿cómo construir un mapa que ubique a los protagonistas en el lugar que le corresponde? ¿Quiénes son los inocentes y los culpables? ¿Los culpables pueden también ser víctimas? ¿Las víctimas son siempre inocentes? ¿Qué significa ser una víctima? El autor y su condición José Carlos Agüero es historiador, poeta y activista de los Derechos Humanos. Trabajó para la Comisión de la Verdad y la Reconciliación recogiendo testimonios de la violencia política en Ayacucho. Hijo de militantes del partido comunista Sendero Luminoso que murieron ejecutados extrajudicialmente. Su padre José Manuel Agüero murió en 1986 durante el sofocamiento del motín en el penal El Frontón junto a otros
150 presos acusados por terrorismo. Silvia Solórzano, su madre, fue asesinada por los miembros de Sendero luminoso en una playa de Lima en 1992 de tres disparos en la cabeza: "sintió lo disparos, los tres por la espalda, como las palmadas de un amigo que te ha esperado mucho" He aquí el lugar de enunciación desde el cuál Agüero fue redactando durante años los textos breves que componen Los Rendidos. Escritos para mirar y pensar sobre su ser hijo de terroristas - eso que él llama su “condición” - sobre el estigma, la vergüenza, la culpa que esa condición conlleva para un ser humano. Esta condición es el motor de todas las preguntas en busca de respuesta que recorren estos textos. El autor y testigo, encaramado sobre su condición, asume una perspectiva crítica e imparcial sobre la historia que te tocó vivir y que tiene el coraje de narrar. Su condición es un estigma: “tener una familia que para una parte de la sociedad está
manchada por crímenes, que es una familia terrorista, es una realidad concreta, como una silla una mesa un poema.” Ser estigmatizado de esta manera conlleva a la
vergüenza. El autor confiesa que la vergüenza se va aprendiendo y se vive de formas muy distintas, y es algo real que forma parte de cada cosa que haces y está presente en cómo te relacionas con los demás. Llevar un estigma es ser el blanco de la condena y el menosprecio. Hay un sentimiento de ser inferior que ensucia los días y uno vive avergonzado de ser quien es. El estigma también conlleva a la incomprensión la invisibilidad y el no reconocimiento. Ser hijo de senderistas ya implica en sí mismo llevar una carga o una condena, implica un juicio. Pero el estigmatizado necesita de un estigmatizador que, al sentirse guardián de alguna moral superior, es incapaz de escuchar al que tiene algo diferente que decir. La vergüenza implica la renuncia al orgullo, que requiere simplemente aceptar que eres hijo de terroristas, que tu padre y tu madre, que tus amigos más queridos, cometieron actos que trajeron muerte y dolor. Aceptar que sus decisiones implicaron asumir una teoría del año colateral con costos aceptables en función de un bien Superior. Y reconocer todo esto, es renunciar a la autoprotección y es vivir en la vulnerabilidad, es renunciar a la propia dignidad y haber perdido todo derecho. Agüero confiesa sobre la muerte de sus padres que "por ninguno de los dos hicimos mayores gestiones, los enterramos en medio de tensión, pobreza y prisa. Los hijos de terroristas no tienen derecho a grandes manifestaciones de duelo. Todo incluso la muerte es parte de un secreto transparente y vulgar.” Y se pregunta entonces si sentir alivio por la muerte de su madre y luego culpa por sentir ese alivio, es un asunto personal, suyo, íntimo o psicológico. ¿No es acaso un tema que tiene relación con las cosas públicas? Y él mismo responde, que sentir esa mezcla amarga de alivio y culpa, por la muerte de quién quieres, no puede ser un asunto individual: “es un signo del
fracaso del afecto, ante la bárbara razón. Se trata de un daño compartido por cientos
de miles de familias. Un dilema de amor. El amor debe ser parte de lo público, más aún cuando es terrible.”
Cuando todo a tu alrededor persiste en acusarte y condenarte por ser hijo, amigo, o estar vinculado por el afecto, a terroristas, criminales y asesinos; es comprensible que uno se vea obligado a tener a la mano algunas justificaciones para aquellas acciones que por extensión de los vínculos también son nuestras. Uno no puede vivir cargando un cúmulo de vergüenzas, uno busca salvar su historia personal del oprobio. Sin embargo, a pesar de este ejercicio de empatía, Agüero marca sus distancias: “a mí no
me sirven las justificaciones. Sé que todo es cierto, que las miles de muertes atroces son ciertas, reales y hay que admitirlas. Que (mis padres) estaban enfermos de justicia, que esto los llevó al odio y el odio a la destrucción.” De esta manera, el hijo de los
terroristas, no justifica el terror, no minimiza la magnitud del daño ocasionado por sus padres, esos que lo amaban y lo protegían y que estaban en esta lucha - en la que cada vez creían menos – por sus hijos, para dejarles un legado, un mundo más justo que habitar. Pero entonces, si uno no niega ni justifica las acciones de sus padres para limpiar su pasado y legitimarse social y políticamente; ¿le corresponde asumir las responsabilidades de sus padres?, ¿las culpas se heredan? Agüero, aquí nuevamente se cuestiona: “¿me toca a mí pedir perdón por lo que hicieron mis padres?” Y ensaya: “los hijos no pueden heredar la culpa de los padres, no es justo, per o sí la heredan. La
culpa es compleja, tiene múltiples formas y se adapta. Toda comunidad necesita culpables.”
Agüero es entonces testigo de excepción de la guerra. Pero no está limpio, su mancha es genética: es hijo de terroristas y eso lo hace culpable de alguna manera. Y esta condición lo inhabilita para exigir el reconocimiento de su dignidad humana y su condición de ciudadano. Pero también hay otra dimensión en esta su condición. Una dimensión que aguarda a la sombra por ser reconocida y que desencadena sus preguntas más urgentes: ¿acaso no es también una víctima? ¿acaso sus padres no fueron víctimas también, asesinados extrajudicialmente, rendidos, por la espalda, traicionados, por los suyos, desposeídos de su condición humana? ¿Es posible mirarlos como seres humanos con dignidad y derechos ciudadanos? ¿Es posible mirarlos como iguales en algún sentido? ¿Es posible la empatía o la compasión respecto del perpetrador o victimario cuando se vuelve víctima? ¿Un terrorista, o un hijo de terroristas, puede ser reconocido en su condición de víctima, en el marco del proceso de construcción de memoria? Y finalmente, sobre su propio padre, que murió sin rogar a sus asesinos, de pie mientras lo fusilaron, mientras se preocupaba por los heridos intentando salvarlos y protegerlos; Agüero se cuestiona si haber pecado vuelve asqueroso al pecador y lo aparta del mundo de los humanos, o si sólo
hay maldad en cada acto terrorista; maldad absoluta. Y nuevamente ensaya una respuesta: quizás sí, quizás su barbarie fue tan extrema que perdieron su condición de congéneres. Pero vuelve a la carga y nos interpela: ¿es posible que todos, durante todo el tiempo, hayan sido unos miserables? ¿realmente no tenemos nada en común, no se nos parecen en nada? Pero la voz oficial de la memoria parece responder: que no es éticamente válido atribuirle cualidades a un senderista, ni recordarlo con afecto, ni reconocer su vulnerabilidad, ni mucho menos otorgarle la condición de víctima. No hay lugar para el perdón y no parece que pueda haberlo. Ser víctima y perdonar Desde su denostada condición, el estigmatizado, denuncia a sus estigmatizadores, aquellos que, desde cierto lugar de superioridad moral, construyen la memoria sentenciando, sin compasión ni perdón posibles, a los culpables. Denuncia una práctica hipócrita de la sociedad civil defensora de los Derechos Humanos, que ha abdicado de su mandato de defender a todos por igual; pues un derecho humano no es negociable. Una práctica recurrente que se funda en el tabú sobre estos sujetos indefendibles, sin derechos, casi innombrables. “Los Derechos Humanos trazaron su frontera allí, derrotados, impotentes y rendidos.”
Los Rendidos es un texto que se aleja de los discursos y narraciones convencionales acerca del conflicto armado interno. Se diferencia en la forma de aproximarse a los involucrados. Agüero reclama que ampliemos nuestra perspectiva de análisis convencional y simplificador sobre los hechos y el comportamiento de los involucrados durante el conflicto armado interno. Lo particular de su perspectiva es que no se señalan culpables, inocentes, cómplices o víctimas con total certeza y definición, sino que se problematizan todas estas categorías y perspectivas, con la convicción de poner un juego la agencia de todos los que desempeñaron algún papel. Finalmente, Agüero plantea una revisión del concepto de víctima: ¿qué significa ser una víctima? Desde la perspectiva convencional, la víctima es entendida como un sujeto unidimensional y pasivo que sufre en carne propia la violencia del perpetrador. Se invisibiliza su rol como agente, tanto en los hechos de la guerra como en construcción de la narrativa de posguerra. Se deja a un lado la motivación y la voluntad de los sujetos, para poner de relieve únicamente el daño que han sufrido. Esto significa la negación de su agencia política. El autor propone un nuevo enfoque: pensar en las víctimas como sujetos políticos, con capacidad de agencia, destacando su voluntad y motivación. Ya no más víctimas, no más desvalidos entre dos fuegos, ya no más inocentes abatidos. Traer a escena al actor y dejar de lado la víctima. El viaje narrativo de Los Rendidos dibuja una parábola de aprendizaje y desprendimiento. “Yo no soy una víctima” empieza afirmando Agüero en su
testimonio. Él nunca se consideró así mismo como una víctima y nunca se comportó como tal – esa también es una herencia de sus padres -, sin embargo, se pregunta si su condición también corresponde con esa categoría. Y entonces al final del viaje, el autor termina en otro lugar, uno distinto y revelador. Ha sido movilizado por el propio ejercicio de memoria personal, por este proceso íntimo de selección que supone la conservación y el olvido, la discriminación entre lo que es necesario callar y que lo merece ser expuesto y compartido. Al final del viaje, asistimos a su rendición. Y la rendición implica “ser una víctima por primera vez, para poder tener la
oportunidad de perdonar, y luego, rendirme. Dejar de serlo para entregarme completamente a la censura, la mirada y la compasión de los demás. Para poder perdonar hay que rendirse, entregarse totalmente los demás, ponerse en sus manos. No se trata de esperar un acto recíproco, un efecto político. Es dejarse sentir y tener la voluntad a su vez, de acoger, consolar, dejarnos fascinar por los demás o dejarnos morir en los demás. No puede ser un acto de orgullo, sino un regalo, un acto de humildad.
Omar García Serra