Se podría empezar por un aspecto de la novela que llama la atención y, por qué no decirlo, que genera, en su consideración, cierto pasmo. Tal cual el narrador nos va comunicando, se puede entender que aquel momento que habría sido para él una infancia propiamente dicha no habría sido otro que su estadía con los colastiné; aquella infancia que él habría vivido en un sentido más biológico y temporal no habría sido más que una pre-existencia a su convivencia con esta tribu. Lo que yo entendería, primero, como una infancia en un sentido más bien biológico es aquel momento que todo ser humano atraviesa entre su nacimiento y la primera decena de años de su vida, aproximadamente; esto es claro. Según la herencia del pensamiento desarrollado en el siglo XX por el psicoanálisis y por ciertas experiencias literarias en particular (pensemos en la obra de Proust), se entendería que la vida del ser humano está determinada por aquellas contingencias particulares que suceden en la infancia. En otras palabras, bajo esta línea de pensamiento, se podría concebir al ser humano recién nacido como una tabla en blanco cuyas inscripciones primarias de significado ocurrirían en el período propio a la infancia. El núcleo duro que durante el resto de la vida de todo ser humano actuaría como motor productor de sentido estaría, entonces, definido en este momento. Bajo la terminología psicoanalítica, de lo que acá se habla es de la formación del inconsciente. Pero también puede hablarse de este núcleo duro de sentido como el conjunto de axiomas o el axioma primigenio que estructuraría el sentido de la vida del ser humano hasta su muerte. Hasta acá todo resulta claro. Lo que sucede en El en El entenado en cuanto a esta concepción de la subjetividad obliga a dividir esa infancia orgánica y convencionalmente entendida de una infancia propiamente dicha, que no es lo mismo. Porque, según nos relata el narrador de esta novela, el momento que para él correspondería a este período de inscripción del sentido en la subjetividad humana habría sido su convivencia con los colastiné que habría iniciado a sus quince años. Es decir, todo lo ocurrido de manera previa al naufragio en aquel continente desconocido no habría sido más que una pre-existencia, una pre-historia, un momento previo al nacimiento. Y dado que esta experiencia de formación del sentido en todo sujeto está hecha de pequeñas contingencias, casi imperceptibles, valdría la pena rescatar el siguiente comentario, respecto a cierto gesto hecho por el capitán de la nave que condujo al narrador al continente de los colastiné: Han pasado, más o menos, men os, sesenta s esenta años desde aquella mañana y puedo decir, sin exagerar en lo más mínimo, que el carácter único de ese suspiro, en
cuanto a profundidad y duración se refiere, ha dejado en mí una impresión definitiva, que me acompañará hasta la muerte. Y, como complemente imprescindible al anterior fragmento, habría que añadir una consideración del narrador respecto a su llegada a este nuevo continente: Final de penas y de incertidumbres, esa región mansa y terrena parecía benévola y, sobre todo, real. Del primer fragmento podemos confirmar aquella sospecha del carácter determinante de la experiencia del narrador que inicia el momento en que el barco toca tierra. Y con el segundo fragmento podemos reafirmar ese temblor o pasmo que habría mencionado antes: la vida del narrador anterior a la llegada a la tierra de los colastiné no habría sido más que una especie de fantasmagoría. ¿Cómo es posible concebir una vida cuyo fluir no es capaz de trazar marcas de significado en un sujeto? Pues para esto es necesario enfatizar en dos palabras: el deseo y la experiencia. Una respuesta provisoria a tal problemática sería la afirmación de que es posible que el deseo exista de una manera previa e incluso autónoma respecto a la experiencia. Sin salirse de lo narrado en esta novela, podemos entender el deseo del primer momento de vida del narrador, aquel que sucede en los puertos, entre bares y prostíbulos, como una ansiedad, una inquietud de significado cuya existencia no es más que formal. Y la experiencia sería la vivencia a través de la cual, guiados aún por el arbitrio del deseo, se empezaría a inscribir en la subjetividad los trazos primigenios del sentido de vida. Podría utilizarse la metáfora de la brújula: un sujeto con una subjetividad ya formada tendría inscrito el centro y su norte por la determinación de su experiencia en la infancia; el centro sería aquello que llamamos antes como axioma, los puntos cardinales las formaciones simbólicas y la flecha la expresión del deseo. La vida del narrador previa a los colastiné no sería más que una brújula sin centro y con puntos cardinales que cambian aleatoriamente y sin ningún fin. Así pues, si la infancia propiamente dicha del narrador habría sucedido con los colastiné, su nacimiento propiamente dicho, su llegada a lo real por lo tanto, habría sido el momento del primer desembarco. Ahora bien, desde todo lo anteriormente dicho, habría que pensar aquello que tiene de específico la experiencia del narrador con los colastiné. Para esto resulta muy sugerente tomar en cuenta los cabos mediante los cuales se estructura la narración de esta novela. Específicamente, me refiero a la cuestión del cielo, de la experiencia del
narrador ante el cielo descubierto. Para esto habría que dar paso a la lectura de la primera línea de la novela: De esas costas vacías me quedó sobre todo la abundancia de cielo. Más específicamente, dicha experiencia tiene que ver con el enfrentamiento del narrador con el cielo a oscuras, con la inminencia de la noche. Así pues, si comprendemos que un axioma, como base de una estructura de sentido, es un principio cuya fuerza no necesita comprobación y está cargada de su propia evidencia, se podría postular que la experiencia del cielo sería aquella que habría inscrito en él su axioma primigenio: el cielo oscuro. Podemos articular esta proposición sobre la novela con la siguiente afirmación del propio narrador: Del incendio más colosal no queda más verdad que la ceniza. Pero hay también, en toda vida, un período decisivo, que sin duda también es pura ilusión, pero que sin embargo nos moldea, definitivo. Es una ilusión un poco más espesa que el resto, que se nos prodiga para que, cuando la proferimos, podamos de un modo u otro representarnos la palabra vida. Luego, dado el lugar omnipotente de este axioma, es necesario abordar alguna instancia de segundo grado, no tanto derivada sino que coherente a su irradiación. Específicamente me refiero a que, para llegar a un pequeño porcentaje de aquello que dice este axioma hay que pensar en la experiencia del canibalismo y la orgía de la tribu colastiné. No hay que sorprendernos de que se trate de un suceso ritual, es decir, de que perviva a través de la repetición. Ya Freud introdujo al mecanismo de la repetición como esencial para la inscripción de la experiencia en el inconsciente; es decir, es mediante la repetición que aquello que significa llega a significar de manera enfática y, sobretodo, determinante. Y también en la cuestión de la repetición se incumbe el del ritmo; el ritmo es, aunque sea un lugar común decir que la música está compuesta de puros significantes, algo más que una metáfora para entender lo que es el sentido. Ahora bien, ¿qué es lo que se repite? El acto del canibalismo y el descontrol posterior de la embriaguez. Observando estos dos actos por dentro resultaría difícil decir que hay algo de control en ellos. Pero enfocándolos dentro de una esfera ritual y limitándolos temporalmente, resulta que este evento es en sí una narración intensa, es decir, que dice algo, que hay algo que debe ser escuchado en su devenir.
Sobre el canibalismo. En este caso no es necesario sobre entender esta situación pues basta con lo que el narrador nos dice al respecto, pues sólo nos importa ahora el significado que en él se produce. Tras una breve digresión al respecto, el narrador en cierta página nos explica que, a fin de cuentas, el acto de alimentarse de otros seres humanos se reduciría a un afán más primario de alimentarse de la carne propia. Y en la experiencia de la embriaguez sucedería lo contrario: espantarse y difuminarse de uno mismo entregándose al deseo, pero a un deseo sin centro, un deseo asignificante. Lo que importa en todo esto es que el narrador, en los diez años en los que habría vivido con los colastiné, nunca habría participado de este festín y orgía. En todos los casos habría sido un observador. Al igual que su situación ante el cielo oscuro. La inminencia de aquella oscuridad se devela ante el narrador como el fundamento de lo real, de su propia concepción de lo real al menos. Aquel descubrimiento de la oscuridad que pervive de manera omnipotente fuera del narrador sería también una comprensión de que la misma oscuridad pervive dentro de él y lo determina y así se llega a presentir en la narración de esta novela una concepción fatalista de la vida que, el mismo narrador, en cierto momento de paroxismo reflexivo, llega a definir de la siguiente manera: (…) de la negrura que nos rodea, la virtud no salva (…) Nuestras vidas se cumplen en un lugar terrible y neutro que desconoce la virtud o el crimen y que, sin dispensarnos ni el bien ni el mal, nos aniquila, indiferente. Y lo que resta es poco. No en el sentido de que tenga una importancia narrativa menor pues la narración póstuma a la convivencia con los colastiné es igual de plena de sugerencias y desafíos para cualquier lectura crítica. Pero para ésta con la que ahora me desenvuelvo, todos los sucesos posteriores resultan, utilizando un término propio del narrador, una experiencia “fantasmagórica”. Esto resultaría casi espantosamente coincidente con aquel momento que llamé de la pre-historia del narrador sino fuera por un detalle. Después de la experiencia con los colastiné, el narrador, como puede leerse en las páginas que prosiguen a ese momento, se ve enfrentando ante la imposibilidad de volver a ser un sujeto de la experiencia. Claro ejemplo de esto es la narración de la puesta en escena teatral de los sucesos con los colastiné. En términos estrictamente psicoanalíticos, pareciera que el narrador entraría en todo este tiempo en una depresión crónica, en el sentido de que le resultaría imposible continuar, sobre el flujo de la vida que sigue sosteniendo, un proceso de re-simbolización y de una incapacidad de edificar o de idear nuevas estructuras de sentido. Pero si esto fuera la palabra concluyente sobre
dicha narración, tal no existiría. El hecho mismo de que dicho sujeto, imposibilitado de vivir la experiencia, se disponga a narrarnos su pasado, da cuenta de que la última vía para evitar la anulación total de su condición humana habría sido optar por la escritura, ejercicio que siempre está más allá del deseo y tal vez más acá de la experiencia, lo que no quiere decir que prescinda de ambos sino que, de alguna manera, al narrar su propia historia dicho narrador pervierte definitivamente la relación entre los movimientos de su deseo y la ansia por la experiencia, por lo que parece ser que se nos dibuja un círculo por el que empezamos otra vez en el momento de los puertos, de los bares y de los prostíbulos. En este ensayo he querido hacer una lectura complementaria a la voz, ya de por sí potente, del narrador creador por Juan José Saer. Pues siempre hay algo que las voces dices más allá de lo que se escuche de manera inmediata. Y aunque quisiera concluir con cierta alegría, en este caso no me queda más que optar por la puesta en abismo de todo lo dicho; y resulta aún más triste tener que explicitar que de eso se trata: de una puesta en abismo: “…y creo que fue en ese momento que se me ocurrió por primera vez - a los quince años ya - una idea que desde entonces me es familiar: El recuerdo de un hecho no es prueba suficiente de su acaecer verdadero.”