ron todos a la sagrada Comunión con mucho fervor y compostura. Al final entonamos unos motetes, y me volvieron a dejar solo. Por desgracia o por fortuna, no me dejaron solo mucho tiempo. Cuando tenía ya el desayuno preparado en un banco, entraron cerca de una docena de rapazas, todas menores de siete años. Sentadas todas enfrente de mí, seguían con ojos avizores todos los movimientos de la cuchara desde mi plato a la boca y viceversa. Si las miraba yo, se encogían de hombros y escondían el rostro como podían. Aunque estaban regordetas y bien vestidas, me dio una compasión inmensa de aquellas criaturas y les herví dos litros de café con azúcar y leche condensada que debía ser para mí. Lo bebieron todo, y, cuando vieron que no les hervía más, salieron a toda prisa y desaparecieron sin decir gracias o cosa por el estilo. A los cinco minutos volvieron con todos los niños y niñas del lugar. Entraron todos sin llamar y se sentaron donde les pareció bien, sin pedir permiso para nada. Es decir, que me habían tomado por uno de los suyos, y mi casa por una de tantas; pues en Alaska se entra en casa del vecino sin llamar, se come lo que se pesca, sin pedir permiso ni decir gracias, y se sale cuando a uno le viene bien, sin decir adiós. Luego me trajeron dos niñas para que las bautizase. Tenían ya nombre indígena; el nombre cristiano sería el que yo les pusiese. Sin vacilar un momento les puse los nombres de mi madre y de mi abuela, y procedí a bautizarlas con la mayor solemnidad que pude desplegar. Las aguas bautismales le anegan a uno en gozo y satisfacción. Un bautismo, aquí, en la tundra, se me antoja a mí un refresco que Dios le tiene a uno preparado después de un viaje penoso por tormentas de nieve. Tres meses más tarde me enteré de que la que llevó el nombre de mi madre se había muerto. —Vaya, me dije, un alma más que rogará incesantemente por mí en el cielo hasta que a mí me llegue el turno. Un alma más que está en el cielo dando gloria positiva a Dios, porque Dios quiso escogerme a mí para que yo la bautizase.
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