Emiliano González
La Habitación Secreta
A Beatriz
Prólogo: Eleonora En casa de una amiga Recuerdo coralino
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Encantamiento 17 Eleusis 18 Ritualia 19 Inscripción 20 Deseos 21 Poema 22 Relato 23 Rito 25 Sueño 26 Crepúsculo gótico 27 Intermedio 28 Delmira 29 El pueblo de las niñas El amor
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La fiesta en la playa
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Aventura 34
Prólogo: Eleonora
Eleonora se había hecho construir, en la calle de Dolores, frente a un parque melancólico, un palacete Art nouveau con fragmentos de mansiones extintas. La fachada simulaba un rostro humano. En el patio interior había una fuente preciosa, en que un tritón soplaba por una caracola el agua cristalina que iba a dar a los pechos de una sirena de cabellera ensortijada . . . Los interiores no eran menos extraterrestres. Había recolectado, poco a poco, en librerías de viejo, una Biblioteca Ideal, y no había tenido el mal gusto de eliminar los ex-libris de sus volúmenes, aunque a cada uno había impreso su sello (una sirena verde con sus iniciales), sabiendo que en Japón los grabados se valúan mas cuando poseen la impronta de multitud de dueños. La biblioteca se iniciaba con una primera edición de Azul… empastada en seda verde-pavo, que en su primera pagina ostentaba la dedicatoria de Darío a una dama incógnita, en tinta sepia. Eleonora prefería muchas veces contemplar esas palabras en lugar de releer los poemas en prosa, en que la influencia del peor Mendes (el de “Sanguíneas”, no el de “Zo’har”) es, por desgracia, todavía demasiado evidente. “La tigre de bengala”, sin embargo, y “La ninfa” eran ya, a su modo de ver, poemas darianos en el sentido más estricto del término. El primero, con su celebra-
ción pagana de la naturaleza virgen, todo en un ambiente de cuento de hadas, de antigua conseja, de never-never land, le arrancaba rugidos de placer, y el segundo, con sus voluptuosidades parisienses, con su estilo enjoyado y artificial, que trazaba en el alma arabescos de Beardsley, la hacía bramar como una satiresa enferma de lujuria. Sólo se detenía, usualmente, unos instantes en ese libro que despedía un capitoso olor a incienso de sándalo con el que Darío había iniciado, en lengua española, una renovación temática y estilística absoluta (para la cual Juana Borrero, Casal y algunos otros habían abierto brechas ya, con plumas de oro), y luego de colocarlo amorosamente en su lugar tomaba, con una actitud espiritual de íntegra reverencia, la segunda edición de Prosas profanas, que un amigo le había obsequiado (luego de mandarla empastar en cuero azul, con el título en letras doradas) en una fiesta inolvidable. Prosas profanas era para Eleonora la Biblia del Modernismo, y esta segunda edición, que fue la definitiva, con los misteriosos sonetos finales, constituía la joya más preciada de su tesoro bibliográfico. De principio a fin, ese libro era un grimorio de Belleza y de Sabiduría cincelado como una estatua de Venus en un mármol rosa, vagamente modulado por una flauta rústica o insinuado por un arpa feérica y, hasta en las piezas “españolas” que contenía, la androginia espiritual del poeta eliminaba cualquier posible rudeza, cualquier verbosidad senil inherente al espíritu ibero. Los residuos parnasianos, que en Azul… todavía molestaban por su frialdad, se disolvían en Prosas profanas elegantemente, por algún secreto recóndito, y sólo servían como basamento para que el poeta, como un Dyonisios niño, enamorado del sol griego y de las vides llenas de rocío matinal, orga-
nizara danzas furibundas al pie de montañas de fábula y a orillas de mares opalinos. Las virtudes clásicas del libro, las formas impecables, eran efectivamente parnasianas, pero sólo servían para eternizar una deliciosa bacanal. Por otro lado, el íntimo recogimiento ascético de las piezas finales, que representaban el fruto más jugoso de las investigaciones esotéricas de Rubén, su inquietud pensativa frente a los Siete Pecados Capitales, el respeto intelectual del nefelibata por el apocalíptico enigma de la Prostitución —esbozado ya por el satánico esplendor, con fulgores inquietantes de ojo de víbora, de su “Reino interior”— era como la contrapartida sobria y católica, necesaria sin duda, de sus embriagueces helenas, y remataba con una nota de mística interrogación el desenfreno inicial, que gracias a ese contraste parecía aun más perverso, en la relectura. De la misma época de Prosas profanas, impresa en los talleres de “La Vaconia” (que publicó Los raros) y ostentando epígrafes de Albert Samain, Paul Fort y Mallarmé era la plaquette (empastada en cuero negro, el título en oro apagado) En la plenitud de los éxtasis, del argentino Carlos Alfredo Becú, otra joya, no menos “rara” —aunque menos conocida, gracias al incendio que relegó al olvido casi toda la edición— que Prosas profanas: Becú era un verdadero bizantino de la Decadencia, un parnasiano alucinatorio, un cincelador de visiones de hashish, un ejemplo solitario de rareza inhumana: Los pavos reales, alhajas vivas de esmalte y gemas, se pasean por el mosaico del regio patio; una fuente de jaspe, cuajada de gemas —jaspe azulado, crysoberilos, de vetas pardas—
lentamente murmura en el medio del patio y los muros de obsidiana pulida reflejan al infinito los pavos reales y los mosaicos y a las columnas ecos de luces que se reflejan al infinito.
De Leopoldo Lugones, Eleonora tenía Las montañas del oro, en la edición del Ateneo Reissig de México, empastada en rojo, con una curiosa dedicatoria de Rafael Cabrera a una mujer enigmática llamada Diana. Este libro, al aparecer en Argentina en 1986, fue recibido con escándalo por los críticos ortodoxos, pero Rubén habló de “los tropeles de bisontes, precedidos de vuelos de palomas, de este Juvenal corregido por Verlaine”. De Amado Nervo, el iniciado, Eleonora poseía El donador de almas (1899), novela de excelente humor, cuyo ingenio cabalístico, salpicado de diálogos cómicos y sorpresivas intuiciones, la encantaba. Se trataba de un libro muy pequeño, de una exquisita miniatura, que aludía a los juegos con los tamaños, ya que la obra maestra de Nervo iba precedida de una traducción, de la misma pluma, de La máquina del tiempo, de Wells. La novela del inglés, al ser trasladada al español modernista de Nervo, se convertía en una obra muy diferente y original, en la que Dios se convertía en la Providencia, por ejemplo, y en la que se destacaba mucho la filiación simbolista de Wells: Nervo aludía a “aquella criatura extremadamente frágil, pero bella y graciosa”, que entre los macizos de rododendros de pétalos malvas y púrpura, la esfinge y el palacio de porcelana verde, se desplazaba alegremente, con su túnica de brillantes colores. Weena (llamada Weene en ocasiones) aromaba con sus
flores futuras el presente fastuoso del estudio de Eleonora: la fragancia inusitada de los jardines eternales lo penetraba todo, y Eleonora soñaba con esas flores divinas, que las manos de una niña encantadora habían puesto en los bolsillos del saco del Viajero del Tiempo. A la luz de una lámpara chinesca, Eleonora leía los “palpitantes y hermosos episodios” (en palabras de Ñervo), para entregarse luego al Donador de almas, que lo aclaraba lodo, que lo iluminaba todo, de manera genial. Ambas obras habían sido ilustradas por un artista mágico, sutil, cuya fuma eludía la lupa curiosa de Eleonora. Las viñetas ¿serian de Nervo? Lo cierto es que la bella caligrafía de Nervo aparecía en la dedicatoria, en la conclusión, y en “la palabra sagrada” que “da la clave de todas las ciencias divinas y humanas”:
De Leopoldo Díaz, el impasible parnasiano, Eleonora había conseguido una antología rara publicada por una editorial oscura. Frecuentemente se detenía en su poesía fantástica, en sus versos a la Esfinge: La Reina terrible, que besa y embriaga, La Reina terrible de verdes pupilas, La de cabellera profusa y extraña, La Reina indolente de senos de loto, La pálida. [ ...] Los lotos emergen sus regias corolas
Como deslumbrantes estuches de Hadas,— La brisa se duerme cantando en los juncos: Refulgen ligeros temblores de nácar, Y por las obscuras riberas del Nilo Acuden los Ibis en lenta bandada . . . El viento de Nubia sacude los altos cipreses; Los Ibis se ausentan en roja bandada: La luna refulge cual ópalo inmenso En el oro del cielo engastada . . . El Nilo distiende sus pardos anillos Y Heliópolis duerme su sueño de nácar. Las negras Esfinges, insomnes, se miran Con ciegas pupilas de ágata: Como interrogando sus propios silencios, Las negras Esfinges se miran y callan . . .
Tan impasible como Leopoldo Díaz, aunque frenando sus impulsos visionarios con una discreción muy respetable y personal, que prefería la transparencia del diamante a los bizarros fulgores del jaspe indostánico, y que ofrendaba rosas a una deidad más severa que la del argentino, aunque no por severa menos rubia ni menos sabrosa, era el español Manuel Reina, cuyo último libro, Robles de la selva sagrada, era para Eleonora el primer libro irreprochablemente modernista escrito en la Península. Eleonora poseía la primera edición —que fue también la última—, la del grabado que nos muestra a Reina sonriendo irónicamente con los ojos tras de los espejuelos. De los libros posteriores, Eleonora conservaba sólo aquellos que, por su entonación y sus intenciones, eran completamente modernistas: la Salamandra de Rebolledo, la Bre-
ve historia del modernismo de Max Henríquez Ureña, y un libro misterioso, publicado anónimamente, que carecía de fecha: La habitación secreta. Salamandra, de Rebolledo, era una novela impregnada de lujuria y de espanto, de la cual Eleonora conservaba la primera edición, de 1919, dedicada por el autor a Julio Torri y acompañada de una carta, fechada en Cristianía, que hablaba de una señora Jacobi que, para su tormento y dicha, era su vecina, que no dejaba de reírse ni fumar y por la noche, en que estaba “escotada y abrigada con pieles espléndidas”, causaba en él “una admiración cercana al éxtasis”. En la carta, Rebolledo se quejaba del frío, pero añadía que la señora iluminaba con su belleza “los sombríos pinares de Skaadalen”. La Breve historia del modernismo, en la edición de pastas duras de 1958 —cuya portada muestra a un cisne chistoso sobre fondo negro— era un verdadero placer para la estética Eleonora. En este libro fastuoso desfilaban todos los “raros” hispanoamericanos y españoles, el autor se perdía en meditaciones extravagantes y en alusiones que provocaban una curiosidad obscena por esas obras remotas, inconseguibles. Finalmente, La habitación secreta, el libro anónimo, constituía un misterio para Eleonora. Lo había encontrado en circunstancias extrañas, después de una aventura amorosa con un muchacho iniciado, como ella, en los enigmas del ocultismo. Empastado en tela verde, con el título en letras plateadas, La habitación secreta era un hallazgo mágico y un misterio, pues Eleonora no había querido abrirlo desde la tarde aquella en que el muchacho la dejó en la librería con el estremecimiento del amor en los labios. Había guardado
el libro en su bolsa y luego, al llegar a casa, lo había metido entre otros volúmenes de poesía. Y al día siguiente, Eleonora tampoco leyó el libro. Quiso dejar esa sorpresa para un día especial. Y ya habían pasado dos años desde entonces. Era un día de marzo, un veinticinco, cuando Eleonora experimentó cosas tan deliciosas y tan mágicas en la mañana que después de comer se dirigió hacia la biblioteca, tomó el libro, corrió las cortinas, encendió la lámpara, tomó asiento en un sofá mullido y empezó a leer: Tal era la belleza de Amentet, que seducía a los hombres atrayéndoles a un universo vegetal y umbrío en cuyo centro resplandecía la perfecta luz inmóvil del Lago de la Vida. Rafael Llopis, El novísimo Algaztfe
. . . there were great forests, like the forest of Arden that Shakespeare loved, the pixies, the “little folks”, used to wander at night in the glades, like Titania and Oberon, and Puck, and because they took great pride in their dainty hands they made themselves gloves out of the flowers. So the particular flower that the little folks used came to be called “folks’ gloves”, the name that everyone uses now. [ ...] For, you see ‘gloves’ have got ‘love’ inside themIsa Bowman, Lewis Carroll as I Knew Him
En casa de una amiga Un amuleto de jade verde simula un gesto bestial junio a la máscara de gato de la que pende —recuerdo bien— un collar de huesos tatuados que la luz al cruzar los vitrales pinta de raros colores. Hay disfraces de hiena o de venado para que las niñas jueguen y mapas antiguos en la pared. Más allá hay un jardín con estatuas verdinosas arcadas y piscinas donde el sol brilla girando y trinos azules de pájaros en las frondas.
Recuerdo coralino Viniste, muchacha, con sabor a mar arrastrando las algas en tus cabellos Cabalgaste gigantescos hipocampos envueltos en seda para llegar hasta mi playa natal y me enseñaste a hacer el amor nadando entre las gemas de la gruta maravillosa
Encantamiento
El viento rizaba las aguas de la fuente, pero en el inmenso bosque secreto no se oían murmullos. Nuestros corazones guardaban silencio. Abriste suavemente tus labios empurpurados y me señalaste, en un instante raro de cerebración voluptuosa, con tu mano derecha, blanca y delgada, el misterio de la pagoda dormida. Los flamencos amarillos alzaron el vuelo. El agua de la fuente estaba inmóvil. En el gran bosque secreto se inició un silencioso rito mistérico: lo sé porque las hojas enormes de la araucaria se tiñeron de azul. Entonces, en el cielo, en los mosaicos de ágata, en la fuente de ópalos, en el mármol asiático de la memoria, se posaron cenizas ardientes e instauró su imperio el hada de las afirmaciones: cada veta rojiza ardió y en la luz de agua marina que tus ojos me enviaron adiviné el preludio de tus serenos éxtasis. Ahora, contigo de la mano, recorro el patio lujoso del presente, llegamos ante la misteriosa pagoda de la luna, y surge de tus labios una canción de cascadas de garzas.
Eleusis Dos muchachas una rubia morena la otra señalan el camino hacia el bosque secreto Suspiran las fuentes y el viento murmura palabras obscenas en los bosques llenos de moras A lo lejos en el mar juegan las iniciadas La niña duerme en el carro llevado por dóciles ratas amarillas Despertará entre los brazos de la maga Harmonía de cuyos senos brota la Vía Láctea cuando el Hades pasa a ser el reino de las hadas
Ritualia Era un paisaje de biombo: las grullas se abatieron sobre la selva y un murmullo de hojas y un crujido de ramas anunció la llegada de los tigres del deseo. La luna se levantó sobre los templos azules para renovar el rito de la fecundación. En los estanques temblaron imágenes de muchachas enjoyadas alzando la ofrenda con manos sacerdotales. De pronto un baile de monos ititálicos insinuó el éxtasis de los acoplamientos bestiales y las deidades de piedra temblaron por un momento. Luego la lluvia lavó el escenario con su llanto de plata.
Inscripción
“Las reinas, adormiladas, en los tapices roídos . . . ” El eco reptaba por la alfombra, apagándose, hasta que un resplandor opaco de silencio permaneció bajo los ventanales ambarinos, largo rato. Decoraciones de leyenda, boscajes hilados en el muro . . . cuando las hadas de la noche son siete. Y las hermanas, suavemente, hacían que los cirios se extinguieran . . . para encontrar la puerta de los recuerdos amorosos, al fondo del corredor. Y en el parque sagrado de los encuentros, el otoño fue la sombra de un beso. “En las aguas de Grecia . . . ” y el libro de oro es cerrado por mi adolescencia.
Deseos Quiero escuchar las palabras nocturnas de las colegialas mientras la luna de primavera brilla cutre los andamios Quiero disfrazarme con mis mejores trajes y en la calma de un gabinete decorado con ojos cantar el epitalamio de las muñecas
Poema El erudito noche a noche se desplomaba con una risa extraña en la isla de la flama dorada El león perseguía al unicornio sobre el papel enlunado de la imagen Ella sostenía el espejo de su estirpe y con lento ademán dibujaba raros vestidos en verde-nilo recordando las noches de estío las páginas de amor la alquimia dé los besos Tal vez una vida de curiosidad pasada iras los biombos de la sorpresa avance desde el fondo de la memoria ¿Erraremos entonces como fantasmas?
Relato La bella desconocida cruzaba el boulevard tiritando de miedo Meneaba la cabeza entre largos helechos y olor a fresas El sol teñía poco a poco el cielo de verde y sobre la playa la fantasía del exhibicionismo gesticulaba con toda su alma Mientras el faro de Bresi cubierto de hiedra y anterior al diluvio llamaba con su luz melancólica a las reinas mágicas del país de las algas Ella entraba en su casa la casa deshabitada
de los amores mudos y desparramaba su negra cabellera sobre el tapete verde como las grandes señoras de ayer como las amazonas como la noche saliendo del baño
Rito Mi hermana y yo solemos, en penumbra, dejar a nuestro amor tejer su tela. Sus labios en mis labios, Filomela infunde su veneno. Me deslumhra su rostro de bacante, cuando alumbra la luna, que se sabe nuestra abuela. Es algo que aprendimos en la escuela de magia, cuyo sexo nos alumbra.
Sueño Nada semejante a las cosas de la tierra en este espacio de musgos y de mármoles. En columnas ardientes y en estatuas de hielo se enroscaban serpientes y en el lóbrego pelo de cariátides negras anidaban los cuervos.
Crepúsculo gótico Vuelo de águilas rojas entre nubes de oro: el ritual que consuman los gigantes alados al posarse en las cumbres, desde cuyos costados se despeñan cascadas en diluvio sonoro. Las cascadas descienden hasta el valle secreto donde bloques de mármol y rajado granito, aplacando del agua el furor infinito, la convierten en río apacible y discreto. Me recuesto en la hierba de curiosos matices y contemplo el paisaje. No estoy solo: ella duerme a mi lado. De pronto, se despierta y al verme adorando a Natura, muestra senos felices.
Intermedio Se oscurecen una a una las almenas del castillo la princesa de la luna se estremece entre el tomillo con un paje perversillo . . .
Delmira El mirar de la esfinge que en la entrada al jardín de los sueños vigila se clavó sin asombro en la luz de sus ojos como quién reconoce un antiguo tesoro. Con sus manos.,Delmira —con sus manos de reina oriental— dio caricias en la piel de leopardo de la muda vigía y con pasos muy lentos se internó en las veredas de marfil. Ese día fue más largo que otros y más rico en portentos, en fulgor amoroso y en extrañas delicias pues el viaje sagrado al jardín misterioso fue emprendido por alguien que al soñar no dormía.
El pueblo de las niñas
Memorias vagas de un pueblo habitado por niñas silvestres, libres, refinadas y exquisitas. Casas llenas de jarrones misteriosos y de platos que muestran paisajes de égloga. Postales con rosas difuminadas, con rosas imaginativas. Los trazos de un arte raro y hechicero, realizados por manos femeninas, destacan por todas partes. Libros de lomos vegetales y portadas curiosas, obra de raras y meditativas artífices. Una muchacha bebe leche en la bruma de las zarzamoras. Motivo de postal, de álbum melancólico, motivo de contemplación: una muchacha lo contempla en una hamaca, bajo las pródigas enredaderas amarillas. La misma escena de ese álbum puede contemplarse todas las tardes en rincones de penumbra, por la calle . . . En las mañanas hay sol. Es un pueblo dormido, como un gato, sobre la hierba que emite vapor en la mañana. Y ese pueblo amodorrado, de tejados pintorescos, como un gato en la hierba, es habitado por las niñas felices de los agradables recuerdos. Ellas se dedican a recordar cosas de placer, leen libros interesantísimos, juegan juegos misteriosos, ríen, abren puertas en sus casas las llevan a otras casas, donde los jardines se intercomunican y donde suceden deliciosas aventuras de amor.
El amor Dentro del parque de todos hay otro parque secreto que recorremos los dos
La fiesta en la playa
Habían llegado al extraño hotel tres días antes La belleza del lugar había sido como un bosquecillo soñado . . . ¿cuántas veces deseado? Entre la gente mágica del hotel, en el agua, cada mañana, los sorprendía . . . ¿Que? La delicia. Encontraban su amor, entre las enramadas, los jazmines, las niñas. Aquella noche, decidieron caminar por las playas vecinas. El primer lugar iluminado al que llegaron era un restaurante similar al del hotel, sólo que vacío. Luces multicolores, misteriosa soledad . . . Prosiguieron su camino. El restaurante estaba cerca de una casa en la que imaginaron una reunión de artistas, con música tranquila. En las paredes, las luces fluctuaban. La brisa encantadora del mar movía los cabellos de ambos, trayéndoles recuerdos de fiestas . . . Caminaron por la playa, bajo la luz de las constelaciones. A un lado, por el lado del lago, la luna amarilla surgía entre las nubes . . . Caminaron un largo rato. Malecones abandonados, nuevos edificios. En una ocasión contemplaron un hotel a medio construir en el que, sin embargo, se alojaba alguien: las luces de un cuarto estaban encendidas. Ella dijo que el elevador del hotel insistiría siempre en subir hasta el oscuro noveno piso, por más que el huésped oprimiera el botón de su cuarto . . .
Por mucho tiempo caminaron los dos amantes, platicando de amigos e inventando argumentos, ya que los dos escribían. En algun momento, o en varios, se sentaron a descansar en rocas salpicadas de agua marina. Reanudaron el camino. En algún momento se quitaron las ropas para nadar. Nadaron. Se besaron. Volvieron a la orilla. Siguieron caminando. Alejándose, cada vez más, del hotel. El viento llevaba las hojas, las hojas amarillas. Él pensó en un viejo café adormecido, enmedio de un jardín de rosas, donde atendían bellas meseras y dos amantes hablaban en un lenguaje infantil . . . Ella dijo: —¡Mira! . . . Y a lo lejos él distinguió las luces de otro restaurante. Se trataba de un restaurante solitario, en medio de la playa, donde se celebraba una fiesta. Globos multicolores surgieron del restaurante, perdiéndose en la noche. Un estremecimiento agradable los recorrió. Sabían quiénes los esperaban, aunque nunca habían visto esos rostros. Eran sus amigos, sus hermanos y hermanas. Lentamente se acercaron, tomados de la mano. Una muchacha rubia, delgada y elegante les salió al paso. —Bienvenidos —dijo. —Bienvenidos a la fiesta de la playa. Los amantes entraron en el restaurante. Las parejas bailaban, se abrazaban se besaban. Los hombres y las mujeres intercambiaban opiniones, se hablaba de arte. Las luces del lugar y la música suave los acariciaron. Comenzó el baile.
Aventura
Explorábamos playas lejanas . . . Habíamos llegado flotando, en un mar de muy poca profundidad, hasta el restaurante en las rocas. Antes, había yo mirado la fachada rosada de un hotel, pensando en aquel disco, Delirio, de Astrud Gilberto, que me lleva siempre a ambientes de infancia, a una tarde en que el viento agita las cortinas de un cuarto que da a una ciudad de sueños, donde los cines ofrecen películas deliciosas y en las transparentes librerías siempre se puede encontrar algo bueno. Antes, digo, antes, miraba la fachada rosada del hotel. Algunos niños buceaban a mi alrededor. Ella flotaba fielmente a mi lado . . . hasta que, lejos de ahí, pasadas no sé cuántas horas, llegamos al restaurante aquel, posado sobre las rocas como un extraño oasis. Algunos escalones bajaban hasta la playa, y vimos bajar a una bella mesera de shorts blancos y blusa verde que dejó un coco sobre la mesa en que hablaban personajes misteriosos. — Hola —dijo una voz de joven. —Hermes —murmuró una muchacha. Salimos del agua y caminamos sobre la suave arena de aquella extraña playa. Vegetales de formas voluptuosas nos salieron al paso. Escalaban la breve colina, describiendo figuras raras. Incluso musgo, helechos y mariposas. Dis-
tinguimos, en lo alto de la colina, algunas adolescentes con lentes oscuros, de variados colores, que vestían esos trajes de baño, esos bikinis que las hadas les regalan en el Paraíso. Tomamos asiento. El joven, luego de intercambiar con nosotros algunas palabras amables, desapareció eras un inesperado vestidor que había al pie de la colina. Quedamos ahí, nosotros y la muchacha. Nos dijo algo que no olvidamos nunca: —Abran el frasco de la etiqueta verde que hay en la recámara del encantado hotel de la reina de la noche. Ahora, que escribo esto con el traje de baño mojado, mirando el mar, me acuerdo de sus ojos serenos, donde el día reflejaba todas sus palmeras.