El devorador de planetas Emiliano González
«Hay que mirar el cielo», decía el padre de mi padre, «con los pies en la tierra». Creo en esta máxima, inscrita para siempre en mi recuerdo. Atisbar el abismo sin caer, observar las estrellas sin ser fulminado por ellas es una de las características que distinguen al artista del loco. Mi abuelo parecía conocer estas diferencias, pero al final de su vida los límites se le hicieron imprecisos: murió loco, irremediablemente loco. Yo, que tantas veces he estado a punto, sé respetarlo y compadecerlo. Soy escritor. Mi fuerte son los relatos de espanto y alucinación. Desde mi más tierna infancia he leído y re leído a los maestros indiscutibles del genero: Poe, Machen, Lovecraft; sobre todo a este último. Sin embargo, no fue en sus angustiosas paginas donde oí hablar por primera vez del Devorador de Planetas: mi abuelo se encargó, a lo largo de una noche enloquecedora, de abrirme los ojos y de advertirme cuidadosamente de ese y de los otros peligros que encierra el estudio de la astronomía, ciencia y arte; para mi un pasatiempo, para mi abuelo una manera
de evitar el «lunatismo», como él lo llamaba, pues una contemplación excesiva de la Luna precede a una identifi cación rarísima con ella: el resultado es un loco o un hombre-lobo, siendo la barrera que los separa muy sutil y extremadamente fácil de romper. Mi abuelo se salvó de la segunda posibilidad, pero finalmente, a pesar de todas sus cifras y formulas y planos, cayó en garras de la primera. ¿Por qué? . . . A causa del Devorador de Planetas. ¿Cómo? . . . No voy a decir eso. Quizá ni siquiera lo sé. Investigar un poco en la manera de su delirio es el propó sito de las páginas que siguen. Cuando salí de la Universidad mi abuelo me invitó a pasar unos meses con él en su finca de veraneo. Su propie dad comprendía, ademas de la finca en cuestión, varios acre de terreno fangoso y callosidades pétreas, un bosque cillo triste y un observatorio ubicado en lo alto de una colina pelada, sitio ideal para sus observaciones, en motivo del cual había invertido buena parte de la fortuna para retirarse. En el observatorio había reunido su pequeña biblioteca, que incluía, no arbitrariamente como pudiera pensarse, las obras de Paracelso, las de Einstein, las de Giordano Bruno y las de Aleister Crowley. Además, tenía un rincón destina do a sus tesoros: la Pathografía de Tritemius, el Libro del Kraken de Juan de Sidonia, los Unaussprechlichen Kulten de von Juntz y, por supuesto, el Necronomicon del árabe loco Abdul Alhazred. «Es un libro delirante», solía decir, «y plagado de in formación secreta. Desde el punto de vista literario, no
tiene nada que pedirle a Blake. Desde el punto de vista científico, encierra mas verdades que cualesquiera de los acervos de datos y enumeraciones contemporáneos.» Cuando me atreví a hojearlo, comprendí la locura de su autor, pues de las cosas de que habla nadie puede, biológicamente, hablar: el Necronomicon o Al Azif *, como fue firmado, es un intento de apresar materias y energías que se le escaparían a cualquiera, seres de tal magnitud que, por su misma naturaleza, son no sólo inapresables sino inconcebibles. El hombre primitivo los conocía y los temía. Los griegos, los egipcios, los árabes y demás civilizaciones del despertar los confundían con fenómenos naturales, pero tampoco se los explicaban. Plinio registra fenómenos de esa índole en su Historia natural: «platos voladores» sobre el Coliseo; luces rojas o verdes que anonadan bata llas; animales fantásticos que su inocencia hacía codearse con el elefante y la perdiz; masas globulares que aparecen un día, prodigando su hedor venusino, en un plantío de remolachas sin que nadie sepa cómo ni por qué. Abdul Alhazred también los registra, solo que (a su manera por supuesto) explica los cómos, los porqués, y además de esto da nombres, establece geografías, extrae conclusiones, describe con rigor y minuciosidad de biólogo anatomías sugestivamente ultraterrenas, aunque no puede evitar, * Azif being the word used by Arabs to designate that nocturnal sound (made by insects) supposed to be the howling of demons. H.P. Lovecraft
cómplice al fin de su época, decir «dios» cuando debería decir, simplemente, ser vivo. A esta genealogía repelente pertenece el Devorador de Planetas, no registrado por Alhazred en su original Libro de los nombres muertos pero entrevisto por mi abuelo, durante aquella noche fatal, en el telescopio. ¿Han leído ustedes El Horla de Guy de Maupassant? Se trata, probablemente, del cuento más importante de un autor que por lo demás se limitó a trasladar al papel cuadros de Manet, bellísimos, perfectos indudablemente, pero carentes de esa cualidad irrepetible: la autenticidad, sospechada o presentida, de las cosas que narra y de las ideas que despliega. En él se habla de un ser invisible y fatal cuya existencia es sugerida al narrador por medio de vasos de leche que le son bebidos mientras duerme y cuyo carácter de Sucesor del hombre se devela al final, aunque dejándonos un poco en la expectativa de si realmente hay algo imperceptible a nuestra razón (como el chimpancé es imperceptible a la vaca en su calidad de chimpancé) pero perceptible a nuestros sentidos, que registran todo aquello ante lo cual la razón se muestra impotente. ¿Qué diablos es ese algo? Un ser vivo, por supuesto: se alimenta de leche e impone su voluntad en el personaje, aniquilán dolo poco a poco y hundiéndolo en la locura. Pero, ¿con qué finalidad? ¿En qué mundo se mueve? ¿Cuáles son sus pasiones? ¿Tiene, acaso, pasiones . . . o la pasión, las emo ciones, la vida son conceptos aplicables sólo a quien se llama a sí mismo un ser humano? ¿Actúa el «horla» por
Instinto? Pero … ¿qué es en ese plano el Instinto? Las mismas interrogaciones que hoy aplico al «horla» las apli qué entonces ante Eso que mi abuelo llamaba el Devo rador de Planetas. Era una noche tranquila cuando ocurrió la cosa. Cena mos tarde, y al ver lo propicio que se hallaba el cielo para la observación, mi abuelo insistió en aprovechar esa noche anormalmente clara. El cielo tenía una limpidez absoluta mente negra, si saben lo que quiero decir. Precisamente habíamos estado criticándolo en aquellos días: nubarrones grotescos impedían cualquier vislumbre y lluvias suaves corrompían esa comba majestad de las noches y de las auroras. «¡Ideal, ideal como nunca antes!», decía mi abuelo, y centraba convenientemente el lente de su telescopio en la Luna, motivo de conversaciones ante interminables tazas de café y de disquisiciones tétricas, pues mi abuelo combi naba sabiamente la poesía con los fenómenos cósmicos y gustaba de regalarme, a mí que adoro las pesadillas, las teorías mas descabelladas que cruzaban su, por lo demás, lúcida cabeza. «¡Demonios!», gritó de repente. «Algo ha ocurrido en la Luna.» Sonreí sin poder evitarlo y pregunte qué diablos había pasado. «Está . . . más cerca que hace dos semanas . . . monstruosamente cerca.» Se retiró y me permitió echar una ojeada. Para mí, la Luma era la misma de hacía dos semanas. «¿No te das cuenta? . . . Por su curso natural debería hallarse aproximadamente a la misma distancia. Y aunque parezca increíble: se ha acercado mucho . . . » y añadió: «A menos que el telescopio mienta»
y procedió a revisarlo, sin hallar nada que indicara una falla en su funcionamiento, y hablando para sí en un idioma que, por estar lleno de terminología, me era incom prensible. Al comprobar definitivamente que el telescopio no mentía me dejó solo y, sin decir una palabra, se encerró en el cubículo de su biblioteca. Le espere por media hora, mirando esa Luna gigantesca, exactamente la Luna de siempre, solo que ligeramente mayor a los ojos de un astrónomo. De pronto creí ver en el fondo de uno de sus cráteres lo que parecía ser una linea ondulada y roja, inten samente roja, pero luego, al frotarme los ojos, no la vi más. Llamé a mi abuelo. No me respondió. Grité: «¡Vi algo en la Luna!» La puerta se abrió y salió mi abuelo. «¿Qué viste?», preguntó. «Vi una línea ondulada y roja en el fondo de un cráter.» Al oír esto corrió hacia el telescopio (traía un manojo de papeles en las manos). Miró la Luna y luego me miró, sonriendo. «¿Has estado leyendo a von Juntz?» Recordé al excéntrico autor de Los cultos sin nombre, que mado por los esbirros de la Inquisición en las postrimerías del siglo diecisiete. «No», contesté. «No he tenido tiempo de consultar su obra. ¿Por qué?» Titubeó un poco antes de responderme. Y dijo, con una voz cavernosa: «Cuando la Luna sangra y las estrellas engordan el Devorador de Planetas anda cerca.» Reí. «¿Quién es el Devorador de Planetas?» Mi abuelo siguió mirando la Luna, en silencio, como en trance. Tanto, que soltó el racimo de papeles y estos se desperdigaron por el suelo. Los recogí uno a uno y me los guardé en el saco. «¿Es una cita de von Juntz?»,
pregunté, de nuevo en vano, mientras mi abuelo mero deaba por otros rincones de la bóveda celeste. Opté por dejarlo solo y salir a tomar el fresco. Afuera no había fresco: había frío, un frío que calaba, pero algo acogedor tenia ese frío, porque bajé los escalones y me tiré a mirar el cielo entre las piedras. «¿Para qué mirarlo de cerca?», pensé. «Ya es lo suficientemente aterra dor visto de lejos . . . », pero seguí mirándolo. Tenía fija la vista en una estrella cercana a la Osa Menor, porque de ella surgía un influjo especial, que había sentido ya en otras, pero no tan intensamente: una especie de encanto particular, diferente del mero goce que nos provoca la luz en un cuadro donde la luz ha sido manejada sesudamente: éste es un goce terrícola y aquel es un goce exclusivamente celeste, una luz perenne que ha robado sus atributos al fuego y que por lo mismo fascina. ¿Cómo no había de horrorizarme al verla extinguirse ante mis ojos como una vela? Así donde hasta hacía unos segundos había brillado, un hueco negro la sustituía . . . Oí aullar a mi abuelo. La desaparición y el grito me paralizaron; la mente se me borró, se me borró todo: el cielo, las estrellas, el montículo de piedras, el observatorio, la luz de la Luna, el hueco negro en lo negro del vacío. Anulado por la noche, no supe nada de mí ni de mi abuelo hasta el día siguiente; cuando vi desarrollarse, ante mis ojos aterrados, un verdadero cuadro de locura: Mi abuelo contemplaba, impasible, el incendio de sus notas y de sus libros; el observatorio, los instrumentos de
precisión y la biblioteca estaban destruidos; vidrios rotos, estantes arrasados, cuadernos hechos trizas me hablaban de los actos de la noche anterior; mi abuelo estaba pálido, tan pálido que al principio dude de su verdadera identidad. No me detuvo cuando empece a golpearle, y seguí gol peándolo hasta agotar mis fuerzas, pero ceder era una palabra que aquella mañana parecía ignorar, y solo un cuerpo de enfermeros le hizo cambiar de sitio horas des pués, cuando fue llevado por una ambulancia al hospicio de Arkham, viejo manicomio situado en las afueras de la ciudad . . . en el que a punto estuvieron de internarme con él. «Cuando la Luna sangra y las estrellas engordan el Devo rador de Planetas anda cerca. ¡Ay del aquel que ose turbar con su mirada el libre proceder de este demonio, vacío que se alimenta de materia, pues mirar lo que no es acarrea locura y la muerte: ver maravillas significa merecerlas, tener ojos resistentes, asiduos a lo maravilloso! Es como la historia aquella del mendigo que se quedó ciego por codicia. Así, los prodigios del cielo y del infierno castigan a los hombres y halagan a los dioses y a los demonios.»
Leyendo estas palabras sabias, transcritas penosamente por mi abuelo en uno de los papeles que me guarde, com prendo mejor la manera de su delirio. Respecto a lo que realmente pasó aquella noche en el observatorio . . . nadie puede saber nada con certeza. Los boletines y semanarios
científicos no informan desaparición de estrella alguna, ni cambios perceptibles en la distancia que separa a la Tierra de la Luna, y menos «desangramiento» de esta, o «gordura» en las estrellas. Quizá todo fuera una ilusión óptica (nunca puede saberse). ¿Alucinaciones? ¿Delirio? ¿Sugestión? ¡Quien sabe! . . . Sólo se que aquella noche los dos vimos lo mismo: uno de cerca, otro de lejos. Mi abuelo murió loco y desde entonces yo . . . ya no puedo «mirar al cielo con los pies en la tierra» pues, ¿que es la Tierra sino un bombón susceptible de ser devorado por nuestro amigo?