LAS VUELTAS DEL TIEMPO
(De Tragedias portátiles) Iván Égüez Sin haberlo pensado, un día se puso a trotar en el parque. Por el lado contrario venía una muchacha en short y buzo blancos, dorada como ese sol tras bastidores de las seis de la mañana. A la segunda vuelta quizá la vio más detenidamente y le pareció rauda y desopilante, desaprensiva como él, casi indiferente. Mientras corría sintió una rara emoción al saber que la iba a topar en la tercera vuelta; la vio pasar con un tranco más m ás seguro y con la mirada m irada perdida en el horizonte. En el nuevo encuentro le pareció un poquito excedida de peso, menos rápida pero siempre bella. El quinto cruce fue casi un disimulo: pasó sin sonreírse, tan preocupada como agitada. Luego demoró en aparecerse, pero al fin, venciendo su ya manifiesta gordura, avanzó sin siquiera mirarlo. Esta vez el tiempo de la vuelta aumentó considerablemente, pero ahí venía, casi al paso, demacrada y con unos cabellos plateados por debajo del gorro. Sin embargo saludó y en sus ojos se notaba cierta mirada de, podríamos decir, comprensión más que de esquiva timidez. Él, entristecido, pensó un instante en dejar de dar vueltas para no volverla a encontrar y decepcionarse del todo, pero ahí estaba ella esperándolo, d ispuesta ispuesta a ayudarlo, a caminar junto a ese anciano con quien se habían conocido en el parque cuando eran un par de chiquillos desaprensivos ante la vida.
LA MÁSCARA
(Tomado de Cuentos fantásticos) Carlos Béjar Portilla Esquinio contempló el perfil céreo de Amelina mientras el coche se iba a más de cien por la carretera. Tuvo que pisar el freno ante alguien distraído y esta vez hundió más el fierro con los ojos puestos en la noche. Amelina tenía la falda una cuarta encima de la rodilla. Dos hermosas piernas largas, interminables, que se dilataban al presionar sobre el asiento. Un poco más oculto – pensó- el triángulo sagrado velado en seda blanca. Una poza de miel como la califican en Candy. Pero era evidente que no iba a meter la nariz dentro de ella por no ser Buda. No tenía la piel de granito erosionado por los monzones, ni era gordo, ni opulento, ni insensible. La deseaba tanto y ella estaba percatada. De todos modos, la amistad un tanto superficial con su único lazo de cultura, de civilización, no les permitía mayor proximidad. Hablaban de los problemas de la ciudad, de su literatura, de los habitantes y, de cuando en vez, coincidían plenamente en las ideas éticas. El resto era pornografía e imbecilidad para el submundo. Así, marginales, eran de los pocos que salvaban el arte y el espíritu. De esto, por lo menos, se sentían completamente seguros. Ahora Amelia quería conocerlo un poco más y gozar con la erudición de Esquinio. La magia como alienación, como suprema tentativa de la inteligencia, como ratificación de la condición de genio. Miró otra vez la cintura presa en el amarillo del traje. El sitio en que las medias se terminaban punzantes sobre las piernas. Los senos pequeños, vacíos de intención materna. Estaban solos con una especie de complicidad íntima prendida en las espaldas. Solos en la noche baja. Por eso le hizo la invitación en la que pensaba. Una reunión secreta del Grupo de Estudios Teosóficos. Entiéndase un piso alquilado con las paredes teñidas de negro, cortinas rojas y varios camastros de suela. Luces de aceite y figuras de yeso en situaciones agresivas. Subieron luego de detener el coche al pie del edificio. En verdad, para Esquinio no era problema el arribar al Grupo con una extraña puesto que, siendo intelectual destacadísimo, orgullo de la urbe, fungía además en la clandestinidad como el Señalado. Ritos de magia y de investigación intelectual al nivel de espíritus, un poco más allá de toda sensación carnal, pagana y descastada. En el recibo lo cubrieron con la manta de las Iridiscencias Estelares y ya estaban los siete Sacerdotes, los siete Príncipes cósmicos, esperando comenzar con las invocaciones. Amelia por indicación del Verdugo tuvo que desvestirse e ingresó al recinto completamente desnuda con su piel de estatuaria manchada por los resplandores grasos de la penumbra. Los otros le hicieron poco o ningún caso. Acostumbrados a ver a las varias sacerdotisas que de vez en cuando se permitían contratar, una mujer más por desnuda que estuviera, no era cosa. Esto le dijo Sosías a Centauro, en voz baja, mientras cerraba el círculo en torno al altar. Una cruz de piedra de base octogonal cuyas puntas miraban los extremos de la tierra. Distintos caracteres esotéricos grabados a cincel en el cielo raso y, en el centro, pendiente sobre la cruz, la jaula de un cuervo escandaloso disparándose en ruidos. Y empezaron: -Se trata de saber cual es el principio. Los siete en coro repitieron: -SE TRATA DE SABER CUAL ES EL PRINCIPIO. El verdugo un poco más atrás sacrificó una tortuga y comenzó a esperjear sobre el Consejo, valiéndose de un hisopo de bronce, la sangre del animal.
El Señalado luego de estos exorcismos de rigor, con una voz que no era la suya pudo dictaminar: -Puesto que, Venerable Consejo, estamos en el centro, con una venda oscura cerrando el porvenir, sabiendo que no es realmente la muerte la que asoma al frente de los ojos; en las espaldas aún si queremos girar, una simple cuestión natal que disfraza al insondable misterio del origen, hemos venido a adquirir en el pozo del fondo el antecedente inmediato de la semilla cósmica. Nos ha sido revelado que al final estriba en la desaparición de toda huella consciente no como hecho individual sino como integridad antiexistencial. Es decir, cuando ni la muerte pueda concebirse a sí misma por intermedio del último de los vivos. Cuando ya absolutamente nada tenga puntos de referencia. Así también el Origen, que es el principio de todo, se halla aquí presente en este mismo instante, afirmado enteramente en una conciencia que no ha dejado de persistir. Son los hombres los que han disimulado su verdadero ser inventando un pasado que no existe, que no ha existido nunca y que se trata de justificar en una supuesta y falsa noche de los tiempos. Esquino terminó derrumbándose agotado pero sin dejar de mirar la hermosa desnudez de Amelina. El Círculo echó una especie de gruñido prolongado. Finalmente asumiendo un tono grave gritó por última vez: -ASÍ SEA. Una vez concluida la faena el Verdugo fue encerrado en una celdilla de paredes selladas, mientras los del Consejo se pintaban el rostro con el yeso de las estatuas. Todos estaban puros. El Espíritu interrogado y Amelina en perfecto trance, con unas ganas locas de entregarse al Señalado a fin de contaminarse con su luz y entendimiento. Fueron luego al carretero, otra vez rodando a cien rumbo a uno de los moteles de las inmediaciones. Esquino guardaba silencio y cosechaba los primeros frutos de un deslumbramiento total. Por su parte Amelina pensó que estaban más allá del amor, de la vida y de la muerte. La noción ética le provocaba risas ante la posibilidad de la fusión. Esa noche Esquinio creyó engordar. Con el rostro inflado tallado en piedra del altar, sintió la máscara sin atreverse del todo a creerla suya. Solamente que se trataba de un ceremonioso Buda hurgando con la nariz el apetitoso sexo de su amada. (De Simón el mago, 1970).