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ausencia de Dios, el hombre abandonado a él mismo, él lo sabía desde su infancia. Al purificar los mitos religiosos, al hacer de Dios un salvador y un padre, Cristo prolongó indefinidamente la estéril espera de los hombres; hizo que se malgastaran en rezos inmóviles tanto genio y tantos impulsos que, dirigidos hacia el futuro, hubiesen acortado quizás de varios siglos el reino de la muerte. No perdió ni un minuto en mirar hacia arriba; se arrojó todo él hacia el futuro hasta el fin del camino, hasta la cima de la montaña en donde la tierra se une con el cielo. —Astrid. Este cielo cerrado a nuestros rezos y que se ha abierto a nuestros esfuerzos como la tierra bajo la reja del arado. —Amanda. ¿Por qué esa dicha empezó por tan larga crueldad? ¿Por qué hubo que comprar este cielo a cambio de tanto infierno? —Simón. Estas preguntas no tienen sentido. El árbol era bueno, puesto que dio esta fruta. —Astrid. No me gusta que se evoque demasiado al pasado. ¿Por qué mirar hacia atrás cuando el porvenir no tiene ya separaciones ni obstáculos? Esta muerte que ha dejado de ser una amenaza, quisiera que ya no fuese ni siquiera un recuerdo. Cuando te miro, mi frágil, mi dulce niña, tú que de la antigua fragilidad ya no tienes más que la apariencia y el encanto, pienso en las épocas cuando habría podido sostenerte inerte en mis brazos, vaciada de esta vida que yo te había dado. Y el estertor de todos los niños que morían, mezclado con el grito de todas las madres que miraban morir, remonta en mí desde el fondo del olvido y me ahoga. Tu hermana... —Amanda. Cállate: te comprendo demasiado. Y, sin embargo, no quisiera arrancar de mi memoria la imagen de esos muertos. Siento, ignoro por qué y apenas me atrevo a decirlo, como una
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Seréis como dioses Gustave Thibon Traducción de Jean-Louis Chiquito Reyes
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Primera edición en francés: Vous serez comme des dieux 1959, Librairie Arthème Fayard, Francia Coordinación de edición Pablo Maximiliano Denermadi Captura tipográfica
John Wain Rodriguez Corrección No hizo falta corrección Diseño de portada Pablo Cabezón Debernardi Diseño de interiores Maximiliano “bola de lomo” Debernardi Queda prohibida la reproducción parcial o total de esta obra por cualesquier medios, ya sea mecánico o digitalizado u otro medio de almacenamiento de información, sin la autorización previa por escrito del editor. © Copyright traducción al castellano de Jean-Louis Chiquito Reyes © Copyright Derechos Reservados Abril 2011 Wamos “Guamos” Ediciones Refugio “Nacionalistas Católicos de los Últimos Tiempos” Algún lugar debajo de la tierra Algún lugar de la mancha Código Postal (esta te lo voy a dar) San Benito, Jauja Teléfono: (00) 00-00-00-00 ext. 000 Impreso en Jauja
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morir en el umbral de la liberación; y luego, dudó de él mismo y del hombre, se acusó él mismo de sacrilegio, renegó y maldijo su descubrimiento; lo habría destruido si hubiese tenido el poder de hacerlo. Se volteó hacia los antiguos dioses, imploró su perdón y su gracia. Pero estaba demasiado lúcido, había sondeado demasiado bien los mecanismos de la vida y de la muerte para creer en lo que decía. Rezaba y sabía que su rezo era vano, era como un autómata que, maniobrado por el viejo miedo, hacía las muecas de la vieja fe. Fue la confluencia monstruosa de dos agonías: la suya y la de la muerte que moría por medio de él. Yo asistí a este doble espasmo, y me estremezco todavía al pensar en ello. Fue un redoble de tinieblas al borde de la aurora sin ocaso. Pues todo comenzó para nosotros cuando todo acabó para él. —Amanda. Yo pienso en otra agonía, en otra desesperanza. Cristo también gritó: Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado? —Simón. Lo que Cristo había presentido, él lo descubrió. Cristo fue el más grande de esos embaucadores sublimes que llamaban santos o mesías. ¿Peto qué trajo Él al mundo sino una gran lección de pureza impotente y esta irrisoria promesa de vida eterna hecha por un hombre a unos hombres en nombre de un Dios insolvente? Salvo el calendario vuelto a poner en cero, los siglos que siguieron a Cristo se parecieron a los que lo habían antecedido: la humanidad sonámbula siguió arrastrándose en el mismo camino, entre las mismas huellas, el mal y la muerte, guiada por el farol de una vana esperanza. Pero él, Bergmann, ha cortado verdaderamente la historia en dos, ha absuelto la especie humana del gran pecado de morir. Lo que sólo le ha sido revelado a Cristo en la apertura de la agonía, el vacío del cielo, la
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—Simón. Era un hombre de antaño. Sus fuerzas mortales, las había malgastado sin prudencia para elaborar este descubrimiento que hacía de nosotros unos dioses. La meta alcanzada, estaba demasiado exhausto en cuerpo y en espíritu para que su suero de inmortalidad pudiese actuar en él. Y murió, de una muerte a su medida, tan negra como su vida había sido luminosa: la vieja angustia de morir, que abrazaba en él a su vencedor y a su última presa, lo quebró, lo humilló hasta lo imposible. —Amanda. ¿Se ha recogido todo lo que dijo en su agonía? Tengo miedo y quisiera saber... —Simón. Más bien tiremos el velo de Noé sobre esta embriaguez de la desesperanza. Fue atroz, indecible. Para nosotros, ya es inconcebible. —Amanda. Había, sin embargo, bellas muertes antaño, héroes que entraban en la nada el corazón en alto y los ojos abiertos. ¿Por qué el más grande de todos los hombres fue tan miserable en ese instante que nuestros antepasados llamaban, veamos, busco esa palabra que me había conmovido tanto, ¡ah sí!, la hora de la verdad? —Simón. No había bellas muertes. Y esta hora de la verdad era la hora de la gran mentira: la que llenaban por completo las falsas promesas de sus falsos dioses, hilos necesitaban de todos estos velos, donde su imaginación enloquecida pintaba paraísos, entre la muerte que los anas-traba y su alma que no quería morir. Y esa pantalla ilusoria que les tapaba la nada, ellos la llamaban el más allá. Otros morían inconscientes, matado el espíritu antes que el cuerpo. Y los que conservaban su espíritu y rehusaban la mentira morían desesperados. —Amanda. ¿Pero él?, ¿qué dijo?, ¿qué hizo? —Simón. Conoció la más horrorosa de las agonías: el acoplamiento de la desesperanza y de la mentira. Se indignaba de
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Para Vierne En recuerdo de las conversaciones de las cuales nacieron estas páginas
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Canta a los pueblos destetados Que uno oye gritar en el horizonte Canta a la humanidad futura Dominando a su antojo al mundo natural Y, frente al hombre soberano, Dios, paso a paso, retirándose. Frédéric Mistral El infierno, es creerse en el paraíso por error. Simone Weil
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—Simón. Lo sé bien, jamás estás sola. —Amanda. Sí, frente a un espejo. Sólo me veo a mí allí, y no soy yo. Yo estaba charlando con esta flor. —Astrid. ¿Y qué te decía? Amanda, con una ligereza un poco forzada. —Que morirá mañana, pero que morir no es un mal para una flor. —-Simón. Veníamos justamente a buscarte para que nos ayudaras a preparar estas fiestas del centenario. —Amanda. Es cierto: sólo quedan tres días. —Simón. Todavía no he preparado mi discurso. Hacer frases alrededor de esta memoria sagrada me parece una burla, un impudor. —Amanda. Este muerto que nos ha salvado de la muerte... Pienso en él muy seguido, sobre todo cuando me despierto siempre he estado acostumbrada a estos despertares—, a la hora más desnuda de la noche, la que antecede a la aurora, y este recuerdo entra en mí como una navaja helada. ¿Es cierto lo que cuentan —nunca me dijeron ustedes toda la verdad sobre este punto—, que murió desesperado, que maldijo su obra e imploró a los antiguos dioses? —Simón. Ya no hay que hablar de estas cosas. Era el último de los héroes y el primero de los dioses. Pertenecía todavía a la época cuando toda grandeza se vengaba de sus amantes, cuando todo ascenso cavaba una caída, cuando todo relámpago terminaba en rayo. Phaéton, Ícaro, Prometeo: estos viejos mitos se encarnaron en él por última vez. Supremo testigo del destino, parado un momento sobre la línea de cresta que separa las dos mitades de la historia, le falló el pie y rodó al abismo del pasado. Su muerte habrá sido la última victoria de los dioses sobre los héroes. Amanda. ¿Pero cómo pudo sucumbir en el umbral <«c este paraíso creado por sus manos?
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Se arrodilla para respirar una flor. Simón y Astrid entran. Ella no los ve. ESCENA V —Astrid. Es adorable. Le basta con contemplar una brizna de hierba para ya no ver nada. —Simón. Sus sensaciones son metamorfosis. ¿Te acuerdas, ella tenía cinco años creo, de ese día cuando le dijimos: estás escuchando al ruiseñor? Ella contestó: yo no escucho: él canta en mí. Y era cierto: su silencio era como el alma del ruiseñor que cantaba. Ella es perfume, luz y música; aspira el secreto de las cosas por todos los poros de su ser. —Astrid. La más tierna de las inmortales, el fruto del primer amor vencedor del sepulcro. —Simón. Un lazo florido entre dos universos... —.Astrid. La siento tan frágil, mucho más que nosotros, que nacimos mortales. Si viviéramos todavía en la otra ribera, temblaría a cada instante de verla evaporarse en lo que ella ama. —Simón. ¡Qué obra maestra!, se hubiera dicho antaño ¡que milagro!, ¡el haber vuelto invulnerable esta transparente fluidez! —Astrid. Dispersa en toda cosa y maravillosamente recogida... (Tocando el hombro de Amanda): te mirábamos desde hace un momento. ¿Dónde, pues, estabas? —Amanda, levantándose. ¿Yo? En ninguna parte. Quizás en esta flor... —Simón. ¿Y tu novio? —Amanda. Se fue a ver una película que Stella trajo de su último viaje celeste. Va a regresar. —Astrid. ¿Te dejaron sola? —Amanda. No se está sola cuando se espera...
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Contenido Prólogo ................................................................... 9 Personajes............................................................... 15 Acto I...................................................................... 17 Acto II..................................................................... 39 Acto III ................................................................... 61 Acto IV ................................................................... 83 Acto V ................................................................... 105
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__ Helios. No está del todo despierta. EL doctor Weber me explicó: es el alma de nuestros padres muertos que sueña todavía en ella, es el eco lejano de la angustia ancestral que vibra en su corazón de niña. Estos hombres dudaban de la realidad de todo, y de ellos mismos. La certeza de morir volvía inciertos todos los trámites de su vida. La corana fatal bajaba demasiado rápido sobre sus miradas y sobre sus amores para que viesen en su existencia otra cosa que un sueño, un baile de fantasmas, una ficción para la diversión de los dioses. —Stella. El mito de la Caverna, la vida es un sueño, el gran teatro del mundo; recuerdos clásicos... —Helios. Eso es. ¿Pero qué quieres? La quiero así, esta aurora todavía impregnada de noche, esta flor que tiene miedo de abrirse porque se acuerda demasiado de sus raíces. Voy a ver tu película. (A Amanda): ¿quieres esperarme un instante? Voy a regresar. —Stella. Te dejamos con tus sueños... Helios y Stella salen. ESCENA IV —Amanda. ¿Mis sueños? ¿Y si fuesen más verdaderos que sus conquistas? Me reprochan no ser lo suficientemente curiosa. Y es cierto que ellos han abierto el mundo hasta las fronteras de las nebulosas. Yo viviría, sin embargo, eternamente en esta pradera, rodeada de estas plantas y esos pájaros, todas esas cosas que contienen el infinito porque se quedan en sus límites. Con él, claro... ¿Pero por qué la espera es casi tan dulce como la presencia? No me atrevo a apoyarme en las promesas. Tengo miedo que mueran, de cumplirse...
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El mundo nace como un huevo que se abre bajo este calor compartido. —Stella. Si te reconozco allí, amante atrasada de las medias tintas, de los soles velados, de los capullos nacientes, de todo lo que es promesa, espera y misterio, de todas esas bocas confusas que dicen al mismo tiempo sí y no. ¡Es cierto, me enterneces con tus aires recogidos de pájaro que incuba, como si la vida estuviera todavía en ciernes, como si todavía quedara algo que crear! —Amanda. ¿Algo que crear? (de súbito pensativa). Tienes razón: la vida está en su plenitud; ya no hay huevo, capullo ni promesa; ya no hay nada que crear... —Stella. Ya ves. —Amanda. Sí, ya nada que crear. La gran obra está concluida. Todo ha nacido, todo es perfecto. ¿Pero por qué..? ¿Por qué es esto, como decir, un poco triste? —Stella. ¿Triste? ¿Cuando todas las cumbres están bajo nuestros pies? —Amanda. Quisiera una arriba de mi cabeza. Una punta inaccesible la cual habría que escalar, sin embargo. —Stella. ¿Con la ayuda de un Dios, como antaño? Sueñas, mi pobre pequeña... —Amanda. No sueño y he encontrado a mi Dios. (Echándose en los brazos de Helios). ¡Crearemos juntos esta cumbre y eres tú quien me ayudará a escalarla! —Helios. Eternamente. Y sin riesgo de caída. Ya no hay abismos alrededor de nuestras cumbres. —Stella. Un poco de respiro, amantes sublimes. Vengan pues a ver la película que traigo de mi querido planeta gamma. —Amanda. Ya sabes que no me gustan las imágenes. De por sí tengo demasiado miedo de que todo no sea más que una imagen.
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Prólogo Quiero ante todo anticiparme a un equívoco. Al escribir estas páginas, no he tenido en La mira ni el efecto escénico, ni la pintura de los caracteres, ni la verosimilitud en la literatura de anticipación. La ficción teatral sólo me sirve aquí de ilustración concreta al desarrollo de una idea esencialmente metafísica y religiosa: La de las relaciones y de las oposiciones entre la naturaleza y la gracia, el tiempo y la eternidad. Mi ambición es desnudar, poner en carne viva un problema más bien que aportar una solución. Vivimos en una época donde el poder del hombre sobre la naturaleza se acrecienta cada día en proporciones incalculables; el progreso de las técnicas nos trae mil cosas (el pan cotidiano, la protección contra los elementos, la cura de las enfermedades, etcétera) las cuales nuestros antepasados pedían antaño a los poderes celestiales. Los filósofos ateos ven en esta evolución la señal de una eliminación progresiva de los mitos religiosos: Dios no era más que la proyección imaginaria de los terrores y de las necesidades de una humanidad infante; cuando esos terrores sean apaciguados y esas necesidades satisfechas por los progresos de la ciencia, la ficción divina ya no tendrá uso y se desvanecerá por ella misma. Los creyentes responden que la naturaleza ha sido confiada al hombre para ser corregida y mejorada y que las realizaciones técnicas corresponden al plan de Dios sobre la historia: el progreso temporal nos acerca a la perfección eterna como la curva se inclina hacia la asintota; no es otra cosa que el completo desarrollo de la semilla divina que el hombre lleva en él. Esta afirmación merece ser examinada a fondo. Es indiscutible que todo lo que llamamos civilización se encuentra 7
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ligado a una serie de victorias sobre la naturaleza, a una reducción del margen de caos y de azar que Dios dejó en el universo. Ayúdate, el cielo te ayudará: es vano pedirle únicamente al rezo lo que se puede obtener por la acción, y tanto más que los resultados de la acción jamás han dejado de demostrarse de otro modo precisos y fecundos que los del rezo. Los progresos de la agricultura y de los medios de comunicación han conjurado más hambrunas que los llamados a la misericordia divina y el que sufre de apendicitis tiene más probabilidades de curarse entregándose a un cirujano que prendiendo cirios en un templo. Todo esto es verdad, pero ¿se puede ir indefinidamente por este camino? ¿No hay un punto crítico más allá del cual el hombre deja de ser el colaborador de Dios para convertirse en su rival, donde Prometeo, embriagado por sus conquistas, cede el lugar a la vieja serpiente del Edén que prometía a la criatura la igualdad con el creador? y este Edén perdido por el pecado, ¿es posible y permitido reconstruirlo por medio de la ciencia? Supongamos —como las conquistas aceleradas de la técnica nos permiten preverlo sin demasiada inverosimilitud— que, gracias a esta docilidad ilimitada de la naturaleza, el mito del paraíso terrenal llegue a tomar forma en la realidad. ¿Qué quedará, ante este deslumbrante éxito, de estas formas arcaicas del genio humano que son las metafísicas y las religiones? ¿Para qué discutir sobre las esencias cuando se puede manejar a su antojo los fenómenos? ¿Y por qué rezar cuando los beneficios infalibles de la ciencia reemplazan los favores inciertos de los dioses? El día cuando, por ejemplo, los científicos descubran el remedio específico del cáncer, las súplicas de las multitudes de
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—Helios. Cuando sus ilusiones reventaban, sólo les quedaba la risa para consolarse de su miseria y para vengarse de sus dioses. —Amanda. Su risa, era esperanza que se hacía añicos... —Helios. Se burlaban del amor igual que se burlaban de todos sus dioses y, bamboleados sin fin de la adoración a la blasfemia y del espejismo al desierto, dejaban dormir en ellos al verdadero Dios. —Amanda. Era la época cuando la belleza tenía el sabor de la mentira y la verdad el de la muerte. —Helios. Pero el Dios se despertó. Selló en una roca inmóvil las bodas del esplendor y de la realidad. Capturó el pájaro azul. ¿Se acuerdan ustedes del viejo cuento?, el ave del color del tiempo, inasequible como él. Y el tiempo, caído en la trampa, cerró sus alas. Siempre cantará y nunca más huirá. Y la ironía, que vivía de la mentira, murió con él. —Stella. Jamás he encontrado el tiempo de estar enamorada. Entonces, ningún prejuicio favorable. Pero es muy cierto que ustedes no son ridículos. —Helios. Nadie es ridículo hoy. Lo ridículo nacía del choque de una pretensión contra una impotencia. La pretensión ha desaparecido desde que nuestros poderes igualan a nuestros deseos. —Amanda. ¿Pero cómo le haces, pues, para no estar enamorada? —Stella. ¿Qué sé yo? Quizás porque el mundo se ha vuelto demasiado vasto... ¿por qué encerrarse en un nido cuando todos los cielos están desdoblados? Lo infinito del espectáculo le basta a mi embriaguez. —Amanda. Es extraño. Toda la belleza del mundo, sin el amor, me parece irreal como un sueño. El asombro, la revelación, para mí nacen del encuentro de dos miradas en el mismo objeto.
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de nuevo en el mismo lugar! ¡Un poco de ventilación, por favor! —Amanda. ¿Qué entiendes por hacer arrumacos? —Stella. Lo que tú estas haciendo. Cómo, tú, la nostálgica del pasado, ;no conoces esta palabra? —Amanda. Claro que sí. Es el canto de las tórtolas. —Stella. Y de los enamorados —a los cuales se les llamaba precisamente tórtolos—. Leí esto en tus viejos libros. Se reían mucho del amor en aquel tiempo. —Amanda. No entiendo esta necesidad que tenían de ridiculizar el amor, aquella gente de antaño... —Stella. Porque el amor, para los mejores, era un lujo ruinoso, un fenómeno tan escaso y tan frágil como el arco iris en el horizonte, y para los otros una ilusión, una pretensión, una mímica, una melodía de moda que uno tararea sin saber por qué. ¡El amor! Era un ave maravillosa, jamás domesticada, que cantaba por un momento en algunas almas predestinadas y luego se alejaba volando para siempre. Pero el eco de su canto se arrastraba en la multitud como un llamado y como un remordimiento, y las voces roncas de la manada trataban de imitarlo: así, la melodía divina se convertía en cantinela. El vino de champaña también era un lujo en aquel tiempo: entonces, los pobres, que siempre han sido los remedos de los ricos, bebían horrorosas mezcolanzas bajo cápsulas doradas y etiquetas resplandecientes con coronas de duque. Era lo mismo para el amor: ponían nombres sublimes al pálido vinucho de sus deseos, y su embriaguez era tan adulterada como su brebaje. ¡Amaban por encima de sus medios, los pobres diablos! Y sus pretensiones al amor sonaban a hueco y hacían alzar los hombros como todos los despliegues de falsa riqueza...
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Lourdes nos parecerán tan anticuadas y de un rendimiento tan dudoso como el consultar los oráculos o el examen del hígado de aves. La sola experiencia muerde sobre lo real; la especulación y la fe flotan en el vacío. El mundo se descubre y se organiza, no se explica; las cosas, mudas a los llamados del pensamiento puro y del rezo, sólo responden a las preguntas que se les hace con las manos, y en este inmenso complejo de «cómo» sin «por qué», el estudio y el gobierno de los efectos deben substituirse sin restricción a la vana búsqueda de las causas. En el límite de esta evolución, los positivistas y los marxistas habrán tenido la razón sobre los filósofos y los creyentes. Vayamos hasta el final: la creación de la vida y la supresión de la muerte — y una dicha infalible y universal obtenida, no por la sabiduría o por el rezo, que sólo eran, en el fondo, el aprendizaje de la muerte, sino por el ajuste científico de los mecanismos del cuerpo y del alma. ¿No podemos concebir, al término de este ascenso, un tipo nuevo de humanidad— un hombre divino quien, habiendo comprendido y captado a fondo la palabra de Marx: "El mundo no está hecho para ser contemplado, sino para ser transformado", volvería a encontrar, como el Dios del Génesis, la paz y el descanso del séptimo día frente a un universo purgado por su genio del mal y del caos? Así se cumpliría el voto de Nietzsche: "debemos dejar de ser hombres que rezan para convertirnos en hombres que bendicen". Quise mostrar que aún en esta hipótesis extrema —la de un acondicionamiento perfecto y definido de la vida temporal—, el hombre no habría avanzado de un solo paso hacia su verdadero destino, el cual "es de otro orden" como decía Pascal, y que lo espera más allá del tiempo y del otro lado de la muerte. La armonía total y perpetua de las sombras de la Caverna no implica el menor ascenso hacia el mundo de la luz. Más que esto: si es
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cierto que el hombre tiene un alma y que esa alma está hecha para Dios, la perfección misma de este paraíso artificial no podrá más que purificar su sed de la verdadera luz. En la situación actual de la humanidad, el apremio de la muerte que se abate sobre nosotros "como un ladrón" nos hace con demasiada frecuencia concebir y desear la vida eterna como la prolongación bienaventurada de la vida en este bajo mundo y del mundo de las apariencias. Pero cuando la muerte haya desaparecido, el hombre estará enfrentado a una elección trascendental y sin aleación entre lo indefinido y lo infinito, el tiempo y la eternidad. Dios ya no será lo que la tierra no da todavía, sino lo que la tierra no puede dar. El personaje de Amanda encama precisamente esta necesidad de Dios, ya no en calidad de soberano, curandero o consolador temporal, sino en calidad de Dios: lo desconocido y el misterio en estado puro. Ella escoge el riesgo total e irreversible de la muerte para reencontrar la inefable unidad de su origen. Y esta irrupción imponderable de lo absoluto basta para trastocar todos los cálculos de los hombresdioses y dislocar su paraíso... Todo el drama gravita en torno a esta interrogante suprema: ¿es Dios para nosotros una promesa auténtica de vida eterna o bien un seguro imaginario contra los males que aflijan la vida en este bajo mundo y contra la muerte que le pone fin? En la primera hipótesis, el fundamento esencial de la religión queda intacto, pase lo que pase; en la segunda, cada victoria de la creatura marca una derrota del creador, y el triunfo sobre la muerte, suponiendo que sea posible, eliminará definitivamente a Dios de la historia, pues el tiempo habrá tomado el lugar de la eternidad. A tantos cristianos modernos que aclamar sin reserva to dos los progresos temporales
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__ Helios ¡Qué extraña idea! Los dioses que somos ya no necesitan de ilusiones. __ Amanda. Pero ellos también eran dioses, puesto que amaban. —Helios. Gérmenes de dioses. Nosotros somos los frutos. —Amanda. Pero ¿por qué, de todas esas semillas, sólo las últimas germinaron? ¿Cómo pudo la muerte alcanzar a los que ya la habían rebasado? ¿Me culparás por pensar en todas estas bocas que dijeron yo, tú y siempre y a quienes la misma tierra colmó para siempre de su misma respuesta sorda? Yo hubiera podido ser Isolda, tú hubieras podido ser Tristán. ¿Por qué la luz para nosotros y la noche para ellos? —Helios. ¿Culparte? me gusta en ti este recuerdo y esa piedad, este último estremecimiento impotente de la muerte vencida. ¡Cómo habrías sufrido si hubieras vivido bajo su imperio, en estos tiempos cuando el amor estaba desnudo bajo sus golpes! —Amanda. Habría rezado también, quizás, como mis hermanos, los condenados a muerte. —Helios. No me hables de rezo. Es el rezo de los hombres lo que ha prolongado tanto tiempo el reino de la muerte. Ella tenía demasiados aliados en nuestra debilidad, y hasta en nuestra fuerza. Los dioses sacaban de nuestras ofrendas un suplemento de energía para devorarnos. Stella entra. ESCENA III —Stella. ¿Todavía aquí?, ¿sin moverse? Haciéndose arrumacos, apuesto. Tuve tiempo de enviar cinco mensajes a nuestros buenos pioneros de Gamma de la lyra y ¡los encuentro
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—Helios. Pero estos seres a quienes lloras, ¿han conocido el amor de otra manera que en sueño? Del amor, los poetas han extraído leyendas igual que se fija, al destilarlo, el perfume de las flores efímeras. Pero, en la vida real, el aguijón del deseo y el yugo de la necesidad, el peso de la costumbre y el desgaste de los días — ¿no sabes tú que sus almas, aplastadas por un mundo hostil, morían mucho antes que sus cuerpos, que los besos y los juramentos se marchitaban más rápido que los labios?—, todo se unía para expulsar al amor como a un extraño. Sus pies desnudos, su vestido blanco, no estaban hechos para sus caminos de piedra y lodo. Lo que para nosotros es sol inmóvil no era más que un relámpago para ellos el cual, al disiparse, dejaba la noche más negra y más desesperada. Ellos lo sabían bien, esos poetas de las edades sombrías quienes jamás cantaban al amor sin acoplarlo a la muerte. —Amanda. ¿Por qué?, ¡oh! ¿Por qué morían, si ya habían matado al tiempo en el fondo de su corazón? ¿Por qué sus deseos eran vanos mientras que los nuestros están cumplidos? Todas esas muertes hacen una herida a mi inmortalidad. —Helios. Ellos nos preparaban. Nacíamos de sus angustias. Tú eres la realidad de la cual la rubia Isolda no fue más que el sueño, tú eres el sol que ese relámpago anunciaba. No mires hacia atrás: contempla frente a ti los horizontes sin fin de la liberación. Nuestro amor es lo suficientemente rico para redimir al pasado cautivo: todo lo que ha vivido vuelve a vivir en nosotros. —Amanda. Yo lo creo, pero tengo miedo que digamos todo esto para olvidar el horror del pasado igual que ellos, los muertos, inventaban dioses y paraísos para tapar y no ver el horror del porvenir.
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como los efectos y las pruebas de la vocación divina del hombre, quisiera hacerles esta pregunta-limite que desempate para siempre los hombres del futuro y los hombres de la eternidad: si, de un día para otro, la ciencia suprimiera la muerte, ¿qué pensarían ustedes de este «plan de Dios sobre la historia» que perpetuaría indefinidamente la separación entre el hombre y Dios? Y sobre todo, ¿qué escogerían? ¿Aprovechar un descubrimiento que los privaría para siempre de la visión de aquel que llaman ustedes vuestro Dios o bien precipitarse en lo desconocido para reunirse con El? Si optan por la primera rama de la alternativa, ustedes confiesan que vuestra patria está en el tiempo y que vuestro Dios no es más que una canción de ruta con la cual se mece el cansancio de una humanidad en marcha hacia el paraíso terrenal. Y ese Dios se acerca singularmente a "el último mesón" de Baudelaire, al "comodín" de Nietzsche o a "el opio del pueblo" de Marx. Pero si, colmados con todos los bienes y todas las seguridades de este bajo mundo, pueden ustedes decir junto con San Pablo: cupio dissolvi et esse tecum (deseo destruirme y estar contigo), si ustedes desean ver a Dios desde el fondo de su ser, ya no en el espejo de la creación, sino frente a frente, entonces son ustedes verdaderamente discípulos de Aquél cuyo reino no es de este mundo y quien no da como el mundo da. Yo asistía recientemente a un sermón donde el predicador citaba esta frase de un pecador vuelto a traer a Dios por la cercanía de la muerte: "la impiedad, esto es perfecto para vivir, pero es el diablo para morir". ¡Admirable profundidad de las trivialidades! Así, lo que empuja a tantos hombres hacia Dios, no es la libertad del amor, sino la servidumbre de la muerte; es la brevedad y no la imperfección de la vida terrestre. La idea de Dios
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ción de la vida terrestre. La idea de Dios, la rechazan como un fantasma que envenena la vida y, cuando esa vida se les escapa, se tragan ese veneno como un remedio: es la última y engañosa tabla de salvación para el viejo hombre desesperadamente aferrado a su vieja vida. "Un poco de mentira para vivir, mucha mentira para morir", decía Nietzsche. Allí está la línea divisora entre la religión utilitaria y el misticismo: ¿es el miedo a la muerte el que nos hace gritar hacia Dios o es el llamado de Dios el que nos hace aceptar y desear la muerte? ¿Y si tuviésemos la capacidad de elegir entre la perpetuidad y la eternidad, de qué lado se inclinarían nuestros votos? No creo que la elección se le presente jamás al hombre bajo esta forma absoluta. Quise simplemente sacar a plena luz, por la amplificación del mito y de la tragedia, el abismo irreductible que separa dos universos: el de la naturaleza y del tiempo, donde es imposible a priori fijar límites a los progresos del hombre, y el de la gracia y de la eternidad donde sólo Dios puede introducirnos. La gran tentación de nuestra época es confundir estos dos universos pidiendo a las obras del tiempo cumplir las promesas de la eternidad. Y le ruego al lector que interprete este drama como una señal de alarma en un camino que podría conducir hacia esta especie de infierno donde, siguiendo la fórmula angustiada de Simone Weil, el hombre se creería por error en el paraíso.
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tal: la misma ola indiferente hacía rodar sin distinción hacia la misma nada los juramentos de Eloísa y las muecas de la prostituta; el mismo gusano roía todas las frutas y el nacimiento del amor ya era una muerte. El deseo gritaba: "siempre". La naturaleza respondía: "nunca más". El hombre no era más que un grito y el destino una sordera. —Amanda. Lo sé. La respuesta al rezo humano estaba en el hombre. Se concedió él mismo: después de haber suplicado al destino demasiado tiempo, lo retó y lo venció. —Helios. Como había vencido al trueno después de haberlo implorado. —Amanda. Como ha hecho sirvientes suyos a todas esas fuerzas ciegas que fueron sus dioses. —Helios. Pienso en esta cortesana, creo que la llamaban madame Du Barry, quien, en el cadalso, suplicaba retorciendo sus manos atadas: un momento más, señor verdugo. Durante mucho tiempo la gente se rió de su acto de cobardía. Pero este grito traducía el anhelo silencioso de la humanidad entera: todas las miradas que iban a extinguirse gritaban así hacia la indiferente luz. El enfermo que contaba las horas interminables de la noche, el artista sobrecogido por el frío de la tumba ante la obra inacabada, la amante espantada por la fragilidad de los juramentos eternos, todos gritaban a su manera al ejecutor que no escuchaba: ¡un momento más, señor verdugo! Este verdugo sordo y mudo, cansados de implorarle en vano, lo hemos matado. —Amanda. Es maravillosamente cierto. Hemos liberado al amor. Pero no lo hemos creado: existía en las cadenas del tiempo y bajo la espada de la muerte, y es por esto -no hay que estar resentido conmigo— que lloro a veces por estos abortos de la eternidad. ¿Por qué el hombre ha inventado el amor antes de haber matado a la muerte?
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incorrompible y veremos germinar las estrellas en el zureo de las nebulosas. —Amanda. La certeza también da vértigo. La mujer en mí se estremece ante la diosa. —Helios. Es que la diosa es joven en ti como una flor y que la mujer tiene demasiadas raíces en la noche. El hombre temblaba antaño ante la sombra que la dicha proyectaba. Pero desde que hemos conquistado la luz, la dicha ya no produce sombra. —Amanda. Perdóname. Todavía no estoy acostumbrada a mi divinidad. Tropiezo un poco en esta luz sin borde. —Helios. La inmortalidad te enseñará el impasible andar de los habitantes del cielo. Tenemos el poder de los dioses, no tenemos del todo su alma. Llevamos todavía la marca de nuestros límites abolidos igual que los presidiarios liberados conservaban antaño el rastro de sus antiguos grilletes. Hay que dominar ese vértigo, hay que dilatar nuestro corazón a la medida de nuestro poder. —Amanda. Tú me ayudarás. Me parece que el amor es más divino que el poder. —Helios. Esto es lo que se ha creído durante demasiado tiempo. Pero era necesario el poder para liberar el amor. No seas ingrata hacia esa fuerza que te hizo inmortal. —Amanda. Sin ella, no hubiera nacido, y no volvería a nacer hoy bajo tu mirada. ¿Sabes que te amo? —Helios. Tengo la eternidad para enterarme de ello y para no olvidarlo jamás. Yo también renaceré cada día por tu presencia y tu amor. La eternidad, es un nacimiento que no se acaba jamás. —Amanda. Todo es nacimiento cuando ya no hay muerte. —Helios. Ya ves lo que el amor le debe a la ciencia. Ellas gritaban como tú hacia la eternidad, tus hermanas de antaño, las suplicadoras de lo imposible. Pero el tiempo barría la hora inmor
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Personajes: Amanda Helios, su novio Simón, su padre Astrid, su madre Rene, su hermano Stella, amiga de Amanda El doctor Weber El Espectro El doble de Amanda
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ESCUNA II —Helios. ¡Amada mía! —Amanda. Aquí estás. Contaba las horas. —Helios. ¿Para qué contar lo que no tiene fin? Todas las horas son nuestras. —Amanda. Contaba las horas sin fiebre, como se mira una flor que se abre. —Helios. Y que ya no se volverá a cerrar. —Amanda. Como se espera, después del adiós del sol, el nacimiento de una estrella. —Helios. Una estrella que no se apagará nunca. —Amanda. ¡Oh maravilla! ¡Por qué decir siempre y saber que es cierto! —Helios. ¡Siempre! Ven más cerca de mí, promesa inmortal, aurora de la cual ningún mediodía marchitará el rocío. Te amo. Eres el polo y la hoguera de todos mis deseos. Desde lo más profundo de mi infancia, pensaba en ti sin conocerte igual que el grano que germina sueña con luz. Te encontré ahora y tus dedos desatan mi destino. —Amanda. Esta alegría que me invade me asusta. —Helios. No hay que tener miedo. Esto era bueno antaño cuando los dioses estaban celosos de la dicha de los hombres, cuando el destino era el enemigo del amor. El milagro se ha vuelto necesidad. Nosotros somos dioses. —Amanda. Es cierto. Pero algo dentro de mí no se atreve a creer en ello. —Helios. Mira. El universo está extendido a nuestros pies como un perro fiel, como un jardín familiar. Lo exploraremos juntos; remontaremos en la misma barca el río sin riberas, inagotable y dócil. Un mundo siempre nuevo frente a unos ojos siempre vírgenes. Escucharemos a los átomos cantar en nuestra
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—Amanda. Queda una dentro de mi alma. El nido me es más querido que el vuelo. Amo la tierra. —Stella. Ya veo. Estás hecha para el amor. —Amanda. Y tú para el conocimiento. —Stella. El espíritu tiene alas; el corazón siempre pesará su peso de carne. ¿Lo estas esperando? —Amanda. Va a venir. —Stella. ¿No tienes ganas de irte con él hacia las estrellas? —Amanda. Quizás. Pero todas las estrellas están ya en sus ojos. Su presencia me lleva más allá de mí misma. No puedo ir más lejos. —Stella. Eres una flor... — Amanda. Y tú un rayo. Las flores tienen raíces, la luz no tiene patria. —Stella. Ya no hay espacio... —Amanda. Cerca de él, ya no hay tiempo. —Stella. Ya no hay nada. Ni siquiera tú. Yo te conozco: por d, he entendido a las amantes de los tiempos legendarios. Tú eres de la raza de las Isolda, de las Julieta, de aquellas que morían de amor bajo el cielo bajo de los siglos nocturnos, cuando el hombre no sabía todavía qué soñar. Y bien serías capaz de morir como ellas si no hubiésemos matado a la muerte. —Amanda. Sé que la muerte ha muerto cuando lo miro. —Stella. ¡Este viejo amor, que fue durante tanto tiempo la fuente y el enemigo de la vida! —Amanda. ¡Cállate! Ahí viene. —Stella. Adiós. Dejo la flor al jardinero, regreso a las estrellas... Ella sale, entra Helios, un guapo joven cuyo rostro recogido y radiante es como la aparición de un alma desnuda. Ropa, muy sencilla cuya amplitud recuerda un poco el traje oriental de hoy.
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ACTO I ESCENA I
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ESCUNA I
Una pradera en la primavera. Flores entre las hierbas. Algo salvaje y, al mismo tiempo, artificial. Al fondo, una morada toda transparente brilla bajo el sol. El aire es templado. Un pájaro canta. Amanda vaga por el jardín y recoge flores lentamente. Es rubia, muy bella, con algo absorbido e irreal en la mirada. Está vestida con velos blancos, a la antigua. Aparece Stella, en traje obscuro, el cual tiene algo del uniforme y de la prenda protectora. Andar seguro y valiente. Amanda, sorprendida. — ¡Vaya, ya estás aquí! ¿Buen viaje? —Stella. Admirable. Se ganan unas diez horas terrestres con este nuevo cohete. Y ninguna vibración. Movimiento inmóvil. La próxima vez, deberás acompañarme. Era divino. La luz es púrpura en este planeta gamma. Y hay una fosforescencia alrededor de los objetos que los convierte en islotes de claridad en un mar de sangre. Y el aire es espeso, extrañamente tónico: se respira como se bebe. ¿Y tú, qué haces? —Amanda. Lo ves. Recojo flores. —Stella. Yo recogí estrellas. —Amanda. Las estrellas también son flores. —Stella. Es cierto: uno las toca y las respira. —Amanda. Yo prefiero las flores terrestres. Están más cerca. —Stella. ¡Puesto que ya no hay distancia!
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Pero debo regresar al laboratorio. Si estas crisis vuelven, avíseme.
Él sale. ESCENA II Helios, solo. —¡Pobre niña! Sus gritos, sus blasfemias, me han mordido en pleno corazón. Y siento siempre su angustia entre nosotros como un muro compacto, impenetrable... ¿El rayo delta? Dudo en intervenir como frente a una traición, un sacrilegio, peor todavía: un procedimiento de falsificador. Esta angustia... me rechaza y me atrae; es un muro y es una puerta desconocida; siento que hace un todo con su alma, que también es con su angustia que ella me ama y que, si la matara desde fuera con nuestros rayos y nuestras drogas, falsificaría su amor... (Pasándose la mano por la frente). Pero estoy siendo irracional... ¿Serán esas bocanadas de pasado y de locura contagiosas? ¡Soy yo quien voy a necesitar el rayo Delta! Amanda entra. ESCENA III —Amanda. Buenos días. ¿Tienes preocupaciones?
—Helios. Sí y no. Pensaba en ti. Estás aquí y ya no pienso en nada, vivo. ¿Te paseaste por mucho tiempo? —Amanda. No. ¿Sabes, el cuadro de rosas, detrás del cedro; es la lluvia de esta noche? Ya están todas marchitas. —Helios. ¿Esto te entristece? Ve pues hasta el parque del monte de las palomas: verás las nuevas plantaciones del profesor Levy: rosas inmortales como nosotros.
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Gustave Thibon dulzura en esta angustia, como el temblor os-curo de una promesa. —Simón. Esta promesa, La hemos convertido en reali dad. Estaba en el hombre y no en los dioses y los paraísos. —Amanda. Justamente. Y es por esto que, hace rato, te encontraba demasiado severo con Cristo y sus discípulos. Todos los esplendores que dormían en el porvenir, ¿no los adivinaron y anunciaron a través de la bruma de las fábulas? Sabes cuanto me han gustado siempre estos viejos textos proféticos. Todo se encuentra allí, en estado de visión y de llamado, como las obras del adulto en los pensamientos del niño. Todo. La reconciliación del alma y de la carne: si tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo será luminoso. La unidad de las razas y de las naciones: no habrá más que un solo rebaño y un solo Pastor. La filosofía del progreso humano, esa fe en el futuro que nos empuja hacia adelante sin una mirada hacia el pasado: el que mete mano al arado y mira hacia atrás no es propio del reino de Dios. Y esta frase que siempre me ha indignado, a pesar de vuestras lecciones y vuestro ejemplo, yo la amiga y la confidente de los muertos (ustedes siempre se han burlado un poco de mí a causa de esto; miren, Helios me decía el otro día riendo: para ser plenamente amado por ti, sólo me hace taita ser mortal), sí, esta frase que me duele: deja a los muertos sepultar a los muertos. Y el gran acuerdo nupcial del hombre y de la naturaleza anunciado por el profeta: la tierra será como una esposa y el hombre como un novio... ¡Qué locura predecir esto en aquellos tiempos atroces! ¡Extraña esposa que devoraba a todos sus novios! Esta bestia loro/, la hemos domesticado. No era cruel, estaba ciega: nos aplastaba sin vernos. Pero el espíritu que llevaba, la endeble antorcha prendida en el hombre, bebió poco a poco toda su noche.
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—Simón. Esta antorcha ha quemado muy alto en el alma de Cristo. ¡Desgraciadamente! El faro cristiano también era un escollo. —Amanda. Su luz era demasiado pura para unas miradas apenas escapadas de la noche. Los hombres fueron durante mucho tiempo deslumbrados antes de ser alumbrados. Las barcas se rompían contra la torre del faro en lugar de navegar hacia el horizonte el cual barría con sus luces. Pero en fin, la gran renovación del universo, la muerte vencida y la dicha eterna, Jesús y San Pablo hablan de ello como si ya fuesen testigos: "He aquí que hago todas cosas nuevas... nadie les hurtará vuestra alegría. El último enemigo que será vencido, es la muerte... ¡oh muerte!, ¿dónde está tu victoria? Yo soy la resurrección y la vida"... —Simón. Cristo vio la meta, no vio el camino. La muerte hacía tranquilamente su cosecha detrás de estas promesas de resurrección. No se trataba de resucitar muertos, sino de salvar vivos. Lo que hicimos... —Amanda. Cristo no estaba todavía armado para esto, es Él, sin embargo, quien primero reveló a sus discípulos que Dios no estaba en el cielo, sino en el hombre: el reino de los cielos está adentro de ustedes. —Simón. Pero también dijo: mi reino no es de este mundo. Y enseñó a los hombres este rezo que fue repetido durante veinte siglos: ¡Padre Nuestro que estas en los cielos! ¡Cuánta sangre ha fluido, la sangre luminosa del pensamiento, la sangre hirviente de la acción, por esa herida del rezo! Paralizado por la hemorragia, el hombre esperaba el milagro en la tierra y, después de !a muerte, el milagro permanente del paraíso. Tardó mucho tiempo en comprender que no hay más milagro y paraíso que aquel que uno forje con sus propias manos.
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pero siempre viva, en un recoveco de su ser donde ya no puedo penetrar y el cual ella misma ignora sin duda... —Weber. Ya veo... Una semana de rayos Delta y todo estará de nuevo en orden. (Con una sonrisa fría). Tenemos las herramientas para impedir a los muertos venir a perturbar a los vivos. —Helios. ¿No cree usted que pueda reponerse sola? Siempre ha tenido una aversión irracional hacia la psicotécnica. Lo que ella extraña más que todo, en su nostalgia de las edades oscuras, es lo imprevisible: el azar en las cosas, la libertad en el hombre. —Weber. ¡Otra vez una secuela del pasado! Lo que uno llamaba el misterio, era las tinieblas de nuestro espíritu que proyectábamos hacia afuera. ¡Lo imprevisible! Un coctel de ignorancia y de impotencia... Yo se lo decía el otro día antes de su crisis: ¿hay menos alma en el perro domesticado que en el antiguo lobo de los bosques? ¿Menos poesía en las estrellas desde que el hombre les conoce el génesis y sigue su marcha? —Helios. Por decírselo todo, temo ser un poco su cómplice. Me gusta en ella este misterio y esta libertad, este amor salvaje y fiel que se recrea sin fin como el agua de un manantial, esta elección que brota de la noche, que parece venir de otro mundo. ¿Hay peligro en no intervenir inmediatamente? —Weber. Perentorio. Ninguno. Somos lo bastante fuertes para dejar evolucionar este resto de misterio sin permitirle ir demasiado lejos. Igual que el gato juega con el ratón, igual que los dioses de antaño jugaban con la libertad de los hombres y alcanzaban siempre la pelota loca. La omnipotencia puede esperar: estos enclaves de noche cercados por la luz, no corremos ningún riesgo al tolerarlos, los someteremos cuando nos parezca.
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—Amanda. Jesús, sin embargo, dijo al paralítico: "Le vántate, agarra tu cama y camina". ¿No era ya esto el lema de los tiempos futuros? —Simón. Esta orden, Él la dio en nombre de su Padre. Y renegó de su verdadera misión, blasfemó cuando dijo: el Padre es más grande que Yo. Él vivo, nada estaba arriba de Él. Pero su grandeza, espantada de ella misma, se dobló como un árbol bajo el viento y su cima tocó la tierra, y la gran blasfemia del rezo se perpetuó por medio de Él, y los hombres, tras Él y posternados como Él —¡qué símbolo!, no se reza ni de pie ni caminando, se reza de rodillas: el rezo inmoviliza y empequeñece—, los hombres dejaron dormir en ellos la semilla divina para buscarse en los cielos a un Padre ausente. ¡Un padre! la imagen de Dios, no es el padre, es el Hijo, es el eterno nacimiento extendido hacia el inagotable porvenir, es la semilla alada de los vivos y no la inmóvil estatua de los muertos. —Amanda. Acuérdate de los cantos de navidad. Hace dos mil años, adoraban ya la infancia de Dios. —Simón. Era una intuición del corazón y no una certeza de la mente. La muerte tenía mucha vida. Los féretros de los padres y, por encima de todo, el gran féretro vacío de Dios aplastaron durante mucho tiempo más las cunas de los niños. Y la rueda estúpida del desuno, atascada en el fango de las religiones, siguió girando sin avanzar. Cuando bastaba con pensar en lugar de soñar, con actuar y no implorar. —Astrid. Todas estas sombrías mudas prepararon nuestras alas: la meta debe reconciliamos con el camino. —Simón, Yo lo decía hace rato, pero ¿que quieres? No puedo siempre dominar mi dolor y mi rebelión cuando píen so en tantos atrasos y espejismos. Tiemblo después, tiemblo desde lo alto de nuestras certezas para siempre conquistadas igual que los soldados vencedores debían de temblar antaño al pensar en los azares 62
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que habrían podido cambiar la victoria en derrota. Pero es cierto lo que dices: el humilde núcleo de verdad contenido en los espejismos, el grano de mostaza del evangelio, se ha convertido en un árbol inmortal. Y todo es sagrado puesto que todo está concluido: ¡benditos sean hasta los azares que han llevado a la derrota del azar, bendita sea la larga noche cuando esta aurora germinó.' —Amanda. ¿No había otra cosa en esta noche más que la espera velada de nuestra aurora? —Simón. ¿Qué quieres decir? —Amanda. Pienso en estrellas que ya no vemos, ¡oh! es una idea absurda, en estrellas que nuestra aurora ha quizás borrado para siempre... —Simón. Sueñas. Nuestra aurora sólo ha disipado fantasmas. Todo está concluido. —Amanda. Todo está concluido. Esto quiere decir que todo está perfecto. Esto quiere decir también que todo está terminado. —Simón. Lo que está terminado, es la noche, el mal, el miedo. El porvenir está abierto en grande, y sin límites, como la esperanza de los hombres. —Amanda. Tengo miedo, otra vez una idea absurda... de que ya no haya porvenir, que ustedes lo hayan matado al desgarrar su velo. —Simón. ¿Cuál velo? Era la muerte la que le tapaba el paso al porvenir. Hemos derribado esta pared. —Amanda. ¿Derribado una pared? Quizás... hay que creerlo... (Ella mira ansiosamente a su padre) ¿Y si ustedes hubiesen tapiado una puerta?
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ESCENA I En la casa de Helios. Una pieza grande, pocos muebles, algunos cuadros en las paredes, un inmenso ventanal abierto sobre una extensión de agua y unos árboles. Helios, sentado, mira con ansiedad contenida a Weber que camina por todo lo largo y ancho del lugar: rostro impasible, ligeramente crispado por la reflexión. —Weber. Es extraño, extraño... hay que tener en cuenta las condiciones donde ella nació, en esta prodigiosa explosión de la victoria sobre la noche y sobre la muerte. —Helios. La victoria, ya es la paz... —Weber. Todavía es la guerra. El eco de los combates sólo se apacigua por grados, en los espíritus y en las carnes. He observado algunos fenómenos análogos con los hombres nacidos en esta época. No estaba todavía todo regulado desde el origen como para los niños de hoy; quedaba un gran atraso de caos y de angustia por saldar. Estas crispaciones del alma son lo que eran antaño los terremotos: los últimos espasmos del caos muriéndose. ¿Cómo está ella ahora? —Helios. Muy calmada, más dulce que nunca, demasiado calmada quizás y como ausente de ella misma y de todo lo que la rodea. Puede ser que el choque que me ha causado esta crisis me haga imaginar cosas que no existen, pero sus palabras, sus gestos, ya no la entregan enteramente; parece ser que un velo divide su vida en dos y que, bajo ese velo, la angustia permanece, dormida
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ACTO II ESCENA I
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ACTO III ESCENA I
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ESCENA I
U na terraza en la entrada de la morada de los padres de
Amanda. Mobiliario de jardín. Simón garrapatea unas notas en una libreta. Astrid está sentada a su lado. Amanda hojea un álbum. —Astrid. ¿Tu discurso avanza? —Simón. Sí y no. Cada vez experimento la misma confusión, la misma emoción cuando debo hablar con estos seres, ayer todavía materia oscura, hoy vida y pensamiento. La embriaguez y el pudor de un Dios frente a la primera mirada de su creatura... Amanda, levantando la cabeza. —¿Cuántos serán? —Simón. Veinte mil. Hemos hecho coincidir este nacimiento con las fiestas del centenario. Nacidos de ayer, oirán hablar por primera vez de la historia de los hombres. —Amanda. Pienso en las leyendas cosmogónicas: Adán surgido del limo de la tierra, la metamorfosis de las piedras lanzadas por Deucalión y Pirra, este paso sin transición del estado de cosa a la plenitud del ser humano, este súbito despertar de un alma que bebe el universo de un solo trago... —Simón. Allí, otra vez la leyenda se había adelantado a la razón. Todas las veces que hablo con estos hijos de la ciencia creadora (has olvidado a Minerva surgiendo armada del cerebro de Júpiter), evoco lo que habría sido el primer diálogo de Adán y de Dios si estas viejas historias no hubieran sido únicamente profecías. ¡Inmortales como Dios! ¡Y creadores como El! La in-
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mortalidad no sería más que un privilegio egoísta sin ese éxtasis de la creación. Rene entra como ráfaga. —Astrid. Estás bastante atrasado ¿qué hacías? —Rene. Déjenme tomar aliento (se deja caer sobre una silla y respira dos o tres veces muy hondo). Y sobre todo, déjenme reír. ¿Es cierto que antaño podía uno morirse de risa?' Ya no puedo más... —Amanda. ¿Qué es lo que te divierte tanto? —Rene. Cosas serias, gorda. Una lección de historia. Figúrate que el profesor Andrés nos condujo al palacio de exposiciones para visitar la famosa retrospectiva del siglo veinte. Todavía me duele todo el cuerpo de tanto reír. ¡Lo tonto que podían ser, nuestros abuelos! De nuevo se ríe a carcajadas. —Amanda. Eres tú quien te comportas como un tonto. Explícate. —René. Me quedé un poco más tarde en la sección dedicada a los periódicos y a las revistas de antes de la guerra atómica. ¡Los pobres diablos! La estupidez los había desintegrado antes de la bomba, no perdieron gran cosa al transformarse en fuegos artificiales... ¿Sabes tú por qué se apasionaban? ¿Páginas enteras dedicadas a qué? Hojeé al azar: al busto de una estrella de cine, a la boda de un príncipe fantoche (estaban locos por las cosas de la nobleza, estos demócratas conscientes y organizados) o más, ¡agárrense bien, dos grandes páginas, querida!, a un aironazo mal familiarizado con los misterios de la etiqueta que había hecho arremolinarse las faldas de no sé cuál otra princesa en gira oficial. Y concursos de belleza al por mayor con las fotos de las ganadoras y las medidas exactas de sus atractivos: es de creer que Cupido envejecido se había hecho contador o agrimensor...
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—Simón. Rápido, hay que llamar al doctor Weber. El remedio... —Amanda, todavía extraviada, pero de repente calmada. No quiero remedio... Perdónenme todos... Estaba loca... Ya está pasando... No quiero remedio. (A Helios). Te amo. Te amo libremente. Acepto este mundo puesto que es el tuyo. (Echándose en sus brazos). ¡Ah! ¡Te amo corno si fuera a morir! TELÓN.
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de España. Se levantó contra la apostasía del sucesor de San Pedro, recogió las llaves del reino, se proclamó vicario de Jesucristo por la gracia divina y, como la indomable Piedra de Luna en la Edad Media, fulminó anatemas que se perdían en el vacío y convidó bajo su guía a unas ovejas que ya no escuchaban. Por supuesto, rehusó el suero de inmortalidad y murió algunos meses después, dividido entre la maldición y el rezo, abandonado por todos, repitiendo esta frase del evangelio: "Se alzarán falsos cristos y falsos profetas y harán prodigios hasta el punto de seducir, si fuese posible, aún a los elegidos". Había lanzado en sus últimos días excomuniones irrisorias en contra del Papa renegado y de todos los adoradores de la bestia del apocalipsis. Se cuenta que se calmó en su extrema agonía, que anunció el regreso inminente de Cristo sobre los nubarrones del cielo, que rezó por todos los hombres, y sobre todo por nosotros, los magos y Iris profetas de Satán. Sus últimas palabras habrían sido: "perdóneles, Padre Mío, porque no saben lo que hacen". Amanda, enderezándose, como perturbada. —¡Pero es horrible! ¡Y es maravilloso! ¿Por qué nunca me habían contado esto? —Simón. No es más que un detalle... —Amanda. Es una señal. Es un juicio. Es también... un llamado. ¡La muerte de este anciano me desgarra como un hijo que saldría de mí! —Astrid. ¿Qué tienes pues? Nos asustas... Amanda, exaltada. —Él tenia razón. Él sabía. Él era el último en saber. Hubiera querido estar cerca de él en su agonía. ¡Hubiera querido morir con él!
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Y los deportes, la vuelta ciclista de Francia con sus gigantes, sus dioses de la carretera que tenían en la imaginación de las multitudes el lugar de Rolando o del Cid en las canciones de gesta; se extasiaban con algunos segundos de adelanto o de atraso: allí también la cifra era reina. ¡Y esta literatura de osario y de rastro que pululaba alrededor de los crímenes presentes o pasados como moscas sobre las llagas y sobre los desechos! Todo esto sin carne, sin vida, sin entrañas: aves todavía más disecadas que descompuestas. Necesitaban lo sensacional a toda costa, y nada era más insípido que sus pimientos artificiales. "La prensa del corazón" -sí, hijos míos, los corazones ya no tenían secretos, latían en la feria— distribuía por millones de ejemplares intimidades y confidencias fabricadas en cadena; los reyes destronados y las cortesanas pasadas de moda contaban sus amoríos a la multitud; se escribía para no decir nada y se leía para no saber nada. Y no hablo de su credulidad de salvajes bastardeados ante todos los sucedáneos del misterio y de la magia: las videntes, los curanderos, los astrólogos despachaban a cualquiera que llegaba su mercancía imaginaria... allí está con qué se pasaban el tiempo justo antes de disiparse en polvo radioactivo. Una comedia sin autor ni director; una colección de títeres que se jalaban de las cuerdas unos con otros. Los robots de hoy son menos estúpidos... —Amanda. Era muy triste y no hay de qué reír. —Rene. ¿De qué llorar tampoco, espero? —Amanda. ¡Desgraciadamente no! Era demasiado triste para hacer reír y demasiado estúpido para hacer llorar. —Simón. Cuando se tiene demasiada hambre, come uno cualquier cosa. Cuando se tiene demasiado miedo, uno se refugia donde sea. No tenían elección de medios para olvidar que iban a morir.
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—Amanda. Tu exposición estaba muy incompleta. Todo este papel impreso e ilustrado, era sus excitantes o sus narcóticos, como quieras: su verdadero alimento estaba en otra parte. —Rene. Miré sobre todo los periódicos. —Amanda. Busca más bien en los libros. Toma Bernanos, Saint-Exupéry, Simone Weil y tantos otros: la miseria disfrazada de su época, ellos la veían como tú la ves. —Simón. Sí, pero en la vieja niebla teológica que falseaba todas las perspectivas. Dos sentimientos dominaban este siglo: el miedo y el aburrimiento. —Rene. Se aburrían de vivir y tenían miedo de morir. ¡Explíquenme esto! —Simón. Es muy fácil de explicar. El suelo que se ocultaba bajo sus pasos, el rayo que retumbaba arriba de sus cabezas les prohibían las largas esperanzas y las grandes obras que sólo ellas dan un sentido a la existencia. El aburrimiento, es lo cotidiano reducido a él mismo. El porvenir tapado hace el presente irrespirable. Entre más medido les era el tiempo, más les duraba. La prisión crea el peor de los desiertos: la soledad sin espacio y sin libertad. Incapaces de escaparse, no tenían otro recurso más que distraerse. Distraerse del asco de vivir. Distraerse del miedo de morir. Su literatura "de escape", corno ellos decían (¡sí, se sentían, pues, cautivos!), sus películas, su agitación, su alboroto, todo esto no era más que fantasmas tejidos por el aburrimiento de los prisioneros. —Rene. ¿El aburrimiento?, ¿qué sabor podía tener esto? —Simón. La ausencia de sabor. La corteza de la vida habitada por la muerte. Regocíjate por no entender nada. Matar a la muerte no habría servido de nada si no hubiésemos también matado al aburrimiento. Entra Helios.
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la libertad a los fieles, declaró que la Iglesia católica no había sido más que la prefiguración mítica del reino que el espíritu humano acababa de edificar con sus solas fuerzas y, después de haber recordado los inmensos beneficios morales y espirituales del cristianismo en el curso de la edad teológica, nos entregó simbólicamente las llaves del reino de las almas que deben pasar, dijo expresamente, de manos del vicario de Jesucristo a las de los hombres que han cumplido las promesas de Jesucristo. —Rene. ¡Admirable! ¿Y toda la manada siguió?, ¿ninguna oveja refunfuñó? —Simón. Ninguna. Con la ayuda del rayo, por supuesto. Pero la balanza se inclinaba mucho de nuestro lado. El Papa evocaba justamente en su mensaje esta frase de un escritor del siglo veinte: "Mientras el hombre sea mortal, el cristianismo probablemente será inmortal". La fe cristiana era un seudo remedio contra la muerte, del tipo de esas recetas mágicas con las cuales se contentaban los enfermos antes de los grandes descubrimientos de la medicina. ¿Qué quieren ustedes? El verdadero remedio ha hecho olvidar al remedio malo. El cristianismo vivía de la muerte y murió junto con ella. La promesa de inmortalidad se disipó en el cielo cuando se cumplió en la tierra. —Amanda. ¿Entonces no amaban a Cristo más que por sus promesas? —Simón. Era lo mismo. ¿No dijo San Pablo: "si no resucitamos, nuestra fe es vana"? —Amanda. ¿Y, sin embargo, ese viejo Obispo? —Simón. Ya no pensaba en él; el rayo mismo no pudo nada con éste. ¡Qué alma! Un diamante negro, pasado al estado de piedra, noche cristalizada. Era el Obispo de una pequeña ciudad
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ESCENA II inundado de esa luz que hace discernir infaliblemente lo verdadero y el bien. En el tiempo de la revolución técnica, se les llamaba de buen grado rellenado de cráneo o lavado de cerebro a los medios científicos de persuasión, —lo que, en el fondo, sale siendo lo mismo: primero purgaban para luego atiborrar—; era materialismo malo que confundía los grados del ser: uno abría con ganzúa las cerraduras que no sabía abrir. Pero nosotros hemos descubierto la llave: no hemos forzado las puertas, las hemos abierto. Nuestra intervención no ha abolido más que la triste posibilidad de escoger el error y el mal: no es la libertad, es la servidumbre que hemos matado. Hemos confirmado a los hombres en la gracia, como lo hacía Dios para los santos en la leyenda cristiana. De la libertad, hemos conjurado todos los riesgos y desplegado todas las suertes. —Helios. Lavado de cerebro quizás, en el senado de un baño de luz que purga el espíritu de todas sus manchas. —Simón. Veamos, ¿te sientes menos libre amando a Helios? Habíamos, sin embargo, previsto este amor. Amanda. Como abrumada. —La presciencia de los dioses... —Helios. No es el sepulcro de la libertad, es el terreno donde se levanta. —Simón. Además, no hemos abusado del rayo. Muchos cristianos han venido a nosotros, convertidos por el solo presagio de nuestros descubrimientos. El ejemplo más ilustre es el del último Papa, Juan XXIV quien, después de haber estudiado por mucho tiempo el resultado de nuestros trabajos y haberse recogido vanos meses en la soledad, promulgó un mensaje solemne en el cual disociaba la misión histórica y las pretensiones metafísicas del cristianismo. Al renunciar a su cargo y al regresar
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—Helios. Buenos días a todos. Continúen. Se sienta. —Amanda. Este joven tiene curiosidad por el pasado, como yo, pero diferentemente. Se preguntaba qué es lo que podían experimentar nuestros antepasados cuando se aburrían. —Helios. ¿Por qué no lo que sentían cuando tenían peste o cuando se creían poseídos por el demonio? —Simón. Yo decía que suprimir la muerte habría sido una catástrofe si no hubiésemos conseguido al mismo tiempo la fuente interior de la vida. —Helios. No vivir y ya no morir... Nos libramos de una buena. —Simón. Nuestros robots también son inmortales. Y el hombre estuvo a punto de parecérseles. A propósito, insistiré sobre todo en esto, en mi discurso del centenario. —Helios. ¿Qué dirá usted? Me gusta oírlo hablar de estas cosas, usted cuya vida se extiende sobre las dos mitades de la historia, usted que ha visto morir, usted que hubiera podido morir. —Simón. No le enseñaré nada. Pero este relato de la liberación es inagotable como el océano que nutre y recibe a los ríos. (Mira sonriendo a Amanda). Yo quisiera sobre todo convertir enteramente a esta niñita mal despierta del pasado. —Amanda. Estoy despierta. Pero el recuerdo de los viejos sueños puede suavizar un poco la luz demasiado cruda de la evidencia... —Rene. ¿Estos recuerdos son tus gafas de sol, si entiendo bien? —Amanda. No, entiendes muy mal... —Simón. He aquí las grandes líneas. Después de la no che pre-
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histórica de la cual no sabemos nada, todas las civilizaciones descansaban sobre las rodillas de los Dioses. La tierra no era más que un lugar de exilio o una prisión, o más bien las dos cosas al mismo tiempo: un presidio. El hombre caído de un cielo imaginario no concebía otra salida a su destino que el remontar hacia ese cielo. La perfección estaba dada de una vez por todas; residía de este lado de la vida y más allá de la muerte, y el hombre sólo la podía alcanzar renunciando a la tierra, al esfuerzo creador, humillándose como un instrumento en las manos de los dioses. Y aquellos que habían matado sus anhelos y roto su naturaleza en ese tiempo de exilio y de prueba volvían a encontrar del otro lado de la tumba la plenitud de su origen. Gracia, trascendencia, más allá, paraíso, ésos eran los bonitos nombres que ellos daban a su ignorancia, a su impotencia. Daban vueltas así alrededor de sus dioses como una ardilla en su ¡aula, como un planeta encadenado a su órbita, y su porvenir no era más que la repetición estéril del pasado. Nada nuevo bajo el sol, decía el Eclesiastés. Todo es habitual y efímero, respondía Marco Aurelio. La idea cíclica del tiempo tapaba el horizonte, la eternidad aplastaba la historia. La esperanza temporal del mesianismo judío, el humanismo griego, la explosión del renacimiento, no fueron más que relámpagos inciertos en la niebla de las mitologías. —Amanda. ¿Y el evangelio? —Simón. El más grande de los símbolos. Anunciaba al hombre su propia divinidad. Pero se traicionó al nacer: Dios subió de nuevo a su cielo y el hombre volvió a caer en su prisión: la ola libertadora se paralizó, y los abades de Cristo la levantaron como un dique frente a las nuevas corrientes de la historia.
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huelga de hambre frente a la verdad! Regular, orientar, dilatar las almas, ser a la vez el autor y el espectador de esta transfiguración interior, esto fue una embriaguez sobrehumana de la cual jamás agotaré el recuerdo. Así es como se hizo la unidad de la especie humana. Y, casi al mismo tiempo, nuestro amigo Bergmann descubría el suero de inmortalidad. —Amanda. Pero... perdónenme... soy quizás ridícula... no sé cómo decir... Cuando ustedes utilizaron este rayo de persuasión, ¿no tuvieron miedo de la facilidad de vuestra victoria y también de ese mundo demasiado bien regulado, demasiado obediente, que iba a salir de vuestros descubrimientos?, ¿pensaron en la libertad de los hombres? —Helios. ¡La libertad! ¿Cuenta esto frente a la dicha, frente a la luz? ¿Era libre el hombre en esas mitologías que te gustan? ¿Dios le pedía su opinión para crearlo y para salvarlo? —Amanda. Podía perderse... —Helios. También se perdía por un decreto tic Dios. Acuérdate de los dogmas de la predestinación y ele la providencia. ¿No era la gracia todopoderosa? ¿Eran los elegidos libres de salir del cielo? ¿Puedes reprochar a estos hombres divinos de haber realizado lo que los dioses habían apenas prometido: el paraíso para todos? Lo que uno llamaba la providencia comenzó con ellos. ¿Había que, bajo el pretexto de respetar la libertad, dejar a los hombres con su ignorancia y con sus pasiones? ¿Era esto la libertad, esos tanteos de ciegos y de borrachos en una caverna sin salida? ¿Está el ojo menos libre cuando pasa de la noche al día? —Simón. El rayo ha disipado las tinieblas, no ha violado la libertad. La ha dilatado a la medida del prodigio que acababa de nacer entre nuestras manos. Compréndeme: no hemos impuesto a los espíritus pensamientos y sentimientos fabricados: los hemos
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real y fecunda se quedaba sin cultivo bajo sus pasos. Aun así, estos buenos teólogos veían bastante claro cuando enunciaban con gravedad las cualidades de estos cuerpos transfigurados y sus profecías, Dios más, Dios menos, resultaron muy exactas. Transparencia: nuestros cuerpos son enjambres de rayos; impasibilidad: hemos eliminado el sufrimiento; ubicuidad: jugamos con la distancia y la gravedad; inmortalidad: la muerte no es más que un recuerdo. —Helios. Ustedes han roto el ciclo que ligaba la generación con la corrupción: Saturno ya no devora a sus hijos. —Simón. ¡Y pensar que todo esto se debió a la valentía de algunos científicos solitarios! La revolución técnica había transformado el mundo exterior, la revolución psíquica renovó el mundo interior. Todo estaba perdido si no hubiésemos tenido éxito. Para este mundo nuevo, se necesitaba un hombre nuevo. —Amanda. Despojar al viejo hombre... investirse del hombre nuevo. —Simón. Sí, lo habían previsto todo, pero no hacían nada. Seguían machaconeando esos textos sagrados, los devotos de los últimos tiempos, y el hombre nuevo no salía de sus rezos. Veían en nosotros a unos locos peligrosos hasta el día cuando el destello de nuestros descubrimientos vino a barrer sus resguardos nocturnos. Buen alboroto se armó en las fraternidades cristianas cuando hicimos brotar la vida y la conciencia de nuestras combinaciones químicas. Unos perdían la fe, otros trataban de conciliar este prodigio con su fe, otros clamaban contra la impostura o el milagro diabólico; se agitaban por todos lados como hormigas cuando uno pisa eL hormiguero. ;Este tumulto duró algunos años, luego descubrimos el rayo de la persuasión y, con su uso, acabamos con esos espíritus atrasados que hacían
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—Helios. El único beneficio de la religión cristiana, es que el hombre empezó a inscribir la palabra libertad sobre la puerta de su prisión. En letras de fuego que, poco a poco, royeron la pared... —Simón. Hubo que esperar dieciocho siglos. Y llegó la primera de las dos grandes revoluciones de la historia (todas las demás no eran más que vanas batallas de tribus y de ídolos), la revolución técnica, que se desplegó bajo el impulso de una idea virgen, imprevista —sacrílega a los ojos de los creyentes atrasados—, la gran idea libertadora de la evolución y del progreso que trasladaba sobre la tierra y en el futuro las promesas del cielo y de la eternidad, que reemplazaba el límite estúpido del ser por la flecha alada del devenir, que rompía el círculo maldito donde el tiempo, enganchado como un caballo jalando la rueda del molino, trituraba energías para moler rezos, polvo infecundo que el viento dispersaba en los desiertos del cielo. El hombre por fin vuelto a él mismo y creador de él mismo, Dios elaborándose en el crisol de la historia -y todo lo que uno nombraba misterio, absoluto, no conocible vuelto semejante a estos mares de nubes que los aviadores ven abajo de ellos-, y la dicha del cielo, la tranquila mirada de un Dios sobre su obra, antaño recompensa prometida a los esclavos arrodillados, abriéndose de repente como una tierra por explorar, un imperio por conquistar. —Amanda. El reino de los cielos padece de violencia y «s violentos lo hurtarán... —Simón. Citaré el evangelio si lo deseas. Pero evocaré sobre todo a los que pensaron y orientaron esta revolución: Hegel, Comte, Marx, Nietzsche y, a pesar de los restos de concha católica que todavía quedaban pegados a tus alas, ese admirable Teilhard de Chardin.
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—Helios. ¡El punto Omega! Se necesitaba valentía para anunciar este puerto en medio de las tempestades del siglo veinte. —Simón. Y la acción seguía al pensamiento. Mientras se creyó, como Santa Teresa, que la vida en este bajo mundo no era más que pasar una noche en un mal albergue, las ciencias técnicas Rieron tratadas como parientes pobres, como humildes sirvientas, buenas a lo sumo para barrer el resguardo provisional mientras llegue el reposo eterno del cielo. —Amanda. ¿Había, sin embargo, hombres que sólo creían en la vida terrestre: los gozosos, los libertinos, los ateos? —Simón. Creían sobre todo en la muerte. Se embriagaban con el presente, no construían el porvenir. Su lema era: comamos y bebamos, pues mañana moriremos... Pero cuando el hombre por fin hubo comprendido que el mundo visible era su única patria y su único reino, cuando el porvenir oculto por el abrigo de los dioses se abrió de súbito ante él, se lanzó en cuerpo y alma en la explotación de su imperio, y concluyó en menos de dos siglos una obra que todas las generaciones anteriores jamás se habían atrevido a concebir. —Rene. Estuvo, sin embargo, a punto de estirar la pata con tu revolución técnica. Fue peor que la peste o la hambruna. Mejor vean la retrospectiva: sección de los recuerdos de la guerra atómica... —Simón. Cada novedad vuelve a hacer del hombre un niño. Deslumbrado por el juguete prodigioso que crecía día con día entre sus manos, se olvidaba de su cuerpo y de su alma. Acumulaba en su derredor los inventos y los descubrimientos sin preocuparse por asimilar sus conquistas. Entonces, como todos los advenedizos, se encontró muy pobre por haber llegado a ser bruscamente demasiado rico.
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las mitologías situaban en la noche primitiva, usted es uno de aquellos que lo han visto hacia adelante en el futuro y que lo han esculpido en lo real... ___Amanda. "No era del edén, era del cielo de lo cual hablaba yo... —Simón. El árbol de ciencia, bien cultivado, se convirtió en el árbol de vida. El Dios del Génesis sabía lo que hacía cuando prohibía al hombre recoger el fruto del conocimiento. —Amanda. Le había dado el jardín para cultivarlo... —Simón. Como a un aparcero, no como a un amo. El campesino sublevado decidió que la tierra era para quien la cultiva. —Helios. Ustedes tomaron al pie de la letra la palabra de Marx: el mundo no está hecho para ser contemplado sino para ser transformado. —Simón. Había que imitar al Dios del Génesis: actuar primero, contemplar luego. La última hora del sexto día ha sonado para nosotros; podemos ahora contemplar nuestra obra: el hombre reconciliado con él mismo, sus semejantes y el universo, y decir como Jehová que todas estas cosas son muy buenas. —Amanda. Esta armonía divina entre el hombre y las cosas — el espíritu que, al penetrar la materia con sus rayos, echa fuera al azar y a la muerte—, los cristianos la habían anunciado: los nuevos cielos y la nueva tierra, los cuerpos gloriosos... —Simón. ¡Ah sí! Los cuerpos gloriosos. Esta fisiología transcendente siempre me ha alegrado mucho. Igual que sus discusiones sobre la naturaleza de los ángeles o sobre las propiedades del fuego del infierno. Malgastaban tesoros de inteligencia para describir y analizar cosas que no existían. Y mientras andaban a paso largo rastrillando nubes, la buena tierra
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había encontrado los secretos de la muerte; nos hemos atrevido a ir más lejos y hemos encontrado los secretos de la vida. Pues el mundo es un... —Amanda. ¿Era pues tan sencillo? Tanta facilidad me hace a veces pensar que todo esto no es más que un sueño. —Simón. Los materialistas de antaño tenían razón cuando afirmaban que la llave del mundo interior está en el mundo exterior, que la ciencia que pesa, mide y prevee se aplica a las almas como a las cosas. Los metafísicos, esas arañas desinteresadas que tejían sus hilos complicados, no para atrapar moscas, sino por el placer de enredar los problemas, se burlaban de su "simpleza" y ¿te su espíritu "primario". ¿Qué quieres? Resultó que la verdad era sencilla y que los primarios tocaban de muy cerca a las razones primeras. A través de la incomprensión, la ironía y la desconfianza, hemos descubierto las combinaciones misteriosas que hacen brotar la vida de la materia y el espíritu de la vida. Hemos construido almas igual que nuestros padres construían puentes, cohetes o robots. Almas inmunizadas contra la ignorancia y el egoísmo por el rayo interior que las nutre, y sobre todo contra el aburrimiento, ese viejo cáncer de la dicha. No más saciedad: hemos creado el hambre con el alimento, la mirada con el espectáculo. —Amanda. Leí, en un viejo libro cristiano, esta frase sobre la dicha de los elegidos: desearán eternamente lo que poseen. —Simón. Es exactamente esto. Hemos matado al hábito. Un mundo sin polvo. Unos ojos que no terminan de despertarse. La espera ensanchada por la plenitud, el rocío de la noche bajo el sol de mediodía... —Helios. El viejo sueño del Edén —el hombre inmortal y radiante en el centro del universo domesticado—, ese sueño que
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Esto fue el famoso desequilibrio entre el tener y el ser, el cual estuvo a punto de dar la razón a esos pesimistas devotos o ateos que refunfuñaban frente al progreso. ¿De qué le sirve al hombre ganar el universo si llega a perder su alma? Ves que lo menciono, tu querido evangelio. Por poco hubiese sido cierto. Sus descubrimientos se peleaban entre ellos en su pobre alma que no había seguido el movimiento, que se arrastraba todavía a ras del suelo, presa de todas las pasiones primitivas, mientras que sus cuerpos volaban ya por encima de los océanos y que la materia vencida les entregaba el secreto de sus orígenes. Ebrios del vino nuevo de la ciencia, deliraban como Noé después de las primeras vendimias. Quitada la borrachera, se aburrían: entonces, para volver a encontrar esa embriaguez que la saciedad volvía cada día más precaria y más fugitiva, se cortaban distracciones en la tela misma de su aburrimiento: la vida exterior, el bullicio, la velocidad, y, viviendo cada vez más afuera de ellos mismos, se aburrían siempre más. Hasta el día cuando el juguete fabuloso explotó entre sus manos; y esto fue la guerra atómica, la destrucción de las tres cuartas partes de la humanidad. —Rene. ¡Esta vez, lo habían encontrado, el verdadero remedio contra el aburrimiento! —Simón. Fue la suprema guerra de religión, el más monstruoso de los sacrificios humanos a la última máscara de la divinidad. Dios jamás tuvo rostro, pero aquella máscara, la ideología política, fue la más estúpida y la más voraz de todas. —Helios. La paz que siguió no fue mejor... —Simón. De hecho, se regresó muy lejos atrás... una vez que pasó el primer momento de estupor, un gran sentimiento unánime se apoderó de los sobrevivientes: el asco por las pasiones políticas que habían suscitado el desastre.
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Y al mismo tiempo, el odio por el progreso técnico que le había dado esta amplitud infernal Con los cristianos en particular: ustedes saben que, a todo lo largo del siglo veinte, estaban divididos entre conservadores y progresistas: éstos seguían muy de cerca a los tecnócratas y a los marxistas: saludaban a las fábricas como las catedrales del mundo moderno y veían en el socialismo el desenlace normal del evangelio y, para justificar lo que les quedaba de fe religiosa, hablaban del plan de Dios sobre la historia. De hecho, eran más progresistas que cristianos y este ídolo que llevaban con ellos en el furgón de equipaje de la historia no molestaba a nadie. ¡Pues bien! Los pocos que sobrevivieron renegaron en bloque del progreso y de la técnica, se acusaron mutuamente de idolatría y de sacrilegio y pidieron perdón a la memoria de los reaccionarios de antes del diluvio: Gandhi, Gabriel Marcel, Saint-Exupéry, Simone Weil, espíritus enviscados en la nostalgia del pasado, nombres viejos olvidados ahora. —Rene. ¡El hecho es que su progresismo había recibido un buen golpe! —Simón. Se vio entonces renacer como una especie de iglesia medieval. Ningún cristiano se atrevió más a decir, como después de las dos guerras anteriores, que este cataclismo había sido una crisis de crecimiento. Se volvió a creer en el demonio, se le atribuyó los inventos diabólicos que habían estado a punto de aniquilar a la especie humana, uno se humilló bajo el brazo de un Dios vengador, y se fundaron comunidades arcaicas donde la vida en marcha lenta ya no fue más que una preparación a la muerte. Regreso a la tierra, al artesanado, a la tradición, al espíritu de infancia, a la fe del carbonero, ¿qué más sé yo? Todos los retrocesos y todas las renuncias a la vez: uno se volvía de nuevo gusano para castigarse por haber hurtado el fuego del cielo. Las viejas aves de mal agüero, una
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vez más, habían cantado entonadas; la horrorosa ley de los ciclos aplastaba de nuevo al hombre bajo su rueda. —Helios. ¡Qué espesuras de polvo y de olvido sobre este pasado, sin embargo, tan cercano! ¿De dónde viene que esta nueva Edad Media suene tan falso y tan a hueco, comparada con el pasado que trató de reproducir? —Simón. El regreso al pasado no resucita lo que fue: copia y machacones. Ceniza en vano removida por manos friolentas... —Amanda. No se pone el vino nuevo en viejas odres... —Helios, sin duda alguna, le tocará a todo el evangelio. Esto no impide que uno hubiera podido morir de este reflujo tanto como del diluvio que lo había antecedido. —Simón. La fe en el hombre había experimentado un terrible eclipse. A los truenos del apocalipsis siguió el mascullar de los rezos. Pero algunos los mejores- resistieron al contagio sagrado; el abismo no les hizo renegar de la altura escalada por sus padres (entre más alto sube uno, más caro cuesta el menor paso en falso); midieron los errores, los defectos de adaptación de la civilización anterior y, como esos artilleros novatos de las antiguas guerras que comenzaban por masacrar a sus propias tropas, rectificaron su tiro. Y esto fue la aurora de esta transformación suprema que llamamos hoy la Revolución psíquica. —Amanda. Era tiempo de pensar en el alma... —Simón. El acontecimiento ha probado que no era demasiado tarde. Rehacer las máquinas no era difícil. Pero era « nombre a quien había que rehacer, era su espíritu al que había que volver tan fuerte, tan infalible como los monstruos de metal y de llama que habían desfigurado la tierra. La ciencia se volteó del tener hacia el ser, del reino hacia el rey, de los objetos alumbrados hacia la antorcha. Al separar los primeros velos de Isis, el hombre
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—Amanda. Nada y todo. Lo que no tiene nombre. Dios él mismo. —Stella. Es decir nada. —Amanda. Queda rezarle sin pedirle nada. Quizás queda darle todo. En el vacío. Sin retorno. Sin esperanza. Ser el último cortesano de un rey holgazán y destronado... —Stella. La pura absurdidad... —Amanda. El rezo puro. —Stella. Todo esto es una locura. Si Dios hubiera existido, habría reaccionado, no se habría dejado, no hubiera permitido al hombre construir un falso paraíso disimulando para siempre al verdadero. —Amanda. No sabes hasta dónde puede llegar el silencio de Dios. —Stella. La nada se calla... —Amanda. El amor también. ¡El sí respeta la libertad! No ajusta las almas como un relojero. Es casto como la nieve bajo las estrellas... —Stella. ¡Viejos sueños! Buscas algo fuera del universo, fuera de todo. —Amanda. Busco la norma del universo. —Stella. La norma del universo está en su fin. Está en la victoria eterna del hombre. Está en nosotros. —Amanda. ¿Y quién hizo al hombre? —Stella. ¡Ilusión del antes y del después? Todo el camino está contenido en la meta. No hay por qué al absoluto. También el antiguo Dios no tenía causa. La verdad está en la definición de los teólogos, volteada. Explicaban todo piula norma. Todo se explica por el fin. Es La atracción de la flor la que hizo el grano. El porvenir creaba y guiaba al presente igual que el océano jala hacia él los ríos. Y el hombre durante mucho tiempo no fue más que un delgado arroyo bordeado por la muerte antes de ensancharse en océano sin ribera. ¡Ah! tu fantasma de Dios, lo 96
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—Amanda. ¿Para qué? no son más bellas que las demás. —Helios. Pero su belleza no pasa... —Amanda. La flor pasa, la belleza permanece. Regresa a lo invisible de donde vino. —Helios. ¡Qué metafísica! para hacer estremecerse la sombra de platón! —Amanda. Esas flores inmortales, me parece que no hay nada detrás de ellas. Veo su belleza, no puedo creer en ello... A propósito, acabo de encontrar al doctor Weber. Siempre anda con prisa, como de costumbre. Se detuvo sin embargo para decirme unas palabras. No me gusta su mirada. Creo que venía de aquí. ¿Le has hablado de mí? Helios, dudando. —Sabes bien que él puede saberlo todo, que no necesita de confidencias... —Amanda. Sí, las ondas psíquicas captadas, grabadas, ajustables. Es por esto que su mirada me incomoda. Vuelvo a encontrar allí el impudor helado de esos instrumentos que revelan y guían a las almas. Tengo vergüenza de estar desnuda frente a él como lo estoy frente a ti. El no me ama. —Helios. Confundes los planes. No hay ni pudor ni impudor en la mirada del científico. Él no juzga, sólo ve y actúa para tu dicha. —Amanda. ¿Y si prefiero mi secreto a mi dicha? Por tan pobres que fuesen, los hombres de antaño tenían por lo menos ese tesoro interior que ningún análisis, ningún rayo podían poner al descubierto y que sólo daban por amor. —Helios. También tenían dioses que lo veían todo y su pudor no se resentía de ello. Querida mía, nunca te has decidido completamente a reconocer que los hombres en realidad se han convertido en lo que eran los dioses en las fábulas.
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—Amanda. No es la misma cosa. Dios lo veía todo, pero era interior a todo, y su amor iba tan lejos como su mirada. El hombre era un reflejo de esta luz, una gota en este océano. Dios vivía, amaba, sufría por dentro; no pegaba ni un grito, no derramaba ni una lágrima que cayera fuera de Dios. ¡Pero el doctor Weber y vuestros otros jerarcas! Él no vive en mi alma, no soy su imagen. El mide mis estremecimientos, no es él quien se estremece dentro de mí. Detecta mi angustia, no siente mí angustia. Conoce la longitud de ondas de mi amor, no está enamorado de ti. Es por esto que tengo vergüenza cuando me mira. Penetra en mí y permanece extraño para mí, como en una violación. Esta mirada desviste mi alma, y, sin embargo, no es mi alma que él ve, es su simulacro, su máscara mortuaria, un moldeado tan fidedigno como inerte. Está la verdad del afuera, que es la de la ciencia y la verdad del adentro que es la riel amor. Esa mirada que atraviesa mis velos me roba a ti. —Helios. ¿Pero qué dices? Estas dos verdades se reúnen en la unidad de la vida. No comprendo tu rebelión. Es muy cierto que no eres una parte, una emanación del doctor Weber. Pero eres una parte del Dios-Humanidad representado por los jerarcas. Y todo lo que decías de la interioridad de Dios se vuelve a encontrar allí. —Amanda. Lo sé. ¿Pero qué quieres? Es más fuerte que yo, tiemblo frente a esta omnipotencia de los hombres. Tengo vértigo cuando pienso que ese científico, si lo quisiera, podría dirigir mi amor fuera de ti. —Helios. El no lo querrá jamás. Como tampoco el Dios de las viejas leyendas podía querer el mal. ¡Pero reflexiona, pues! Tiemblas frente a una suposición absurda, casi te indignas de que el amor sea cultivado y dirigido por el espíritu del hombre, mientras que antaño nacía y moría al capricho de los más vanos
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ociosidad y sus ministros, los alcaldes del palacio, actuaban y gobernaban en su nombre. Esto duró cierto tiempo, luego los ministros tomaron el lugar de los reyes y ejercieron por derecho la autoridad que detentaban de hecho desde hacía mucho tiempo. Esa es toda la historia de las relaciones entre los dioses y los hombres. Mira a lo largo de los siglos, este reflujo continuo del rezo contenido por la acción. Ayúdate y el cielo te ayudará, decían nuestros antepasados quienes olfateaban ya la vanidad de la fe. A medida que el hombre creció en audacia y en poder, se cansó de atribuir el fruto de sus trabajos a los edictos de un rey holgazán. Regresa hacia atrás: los primeros hombres imploraban a los elementos y a los animales, al mismo tiempo se ocupaban en avasallarlos o defenderse de ellos. Y la ciencia ahuyentó a la idolatría. Pero el margen de desconocido tardó mucho en ser reducido. ¿Te acuerdas? Nos divertimos contemplando uno de esos oratorios que levantaban antaño abajo de las carreteras que atravesaban las montañas. Se detenían allí para implorar a no sé cuál madona, protectora de los viajeros. Desde el siglo veinte, los cristianos más devotos no les prestaban más atención que a otros vestigios del pasado. Rezaban también para conjurar las hambrunas y las epidemias: transportes y remedios respondieron eficazmente a la pregunta. El rezo se interiorizó entonces: se pidió a Dios la salud moral y la paz del corazón, pero también allí las técnicas del alma suplantaron a la piedad, y la moral sin Dios nació. Finalmente, vencida en todos los frentes, la fe se replegó en su último refugio: la muerte, puerta de la nada, cuyo horror trataba de disimular coloreándola de eternidad. La echamos de allí al hacer al hombre inmortal. Dime: ¿qué más queda por pedirle a Dios?
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—Amanda. En lo que ellos llamaban Dios. —Stella. ¡Dios! ¡Pero esto era una palabra cuyo sentido era el hombre. Era el margen entre el hombre y él mismo, era lo posible del hombre no desplegado todavía. Se creyó en Dios mientras quedaban pasajes por descifrar en el libro del universo y del destino: volteada la última hoja, elucidado el último texto, sólo el hombre permaneció, el hombre centro y amo de todo! —Amanda. El evangelio de los hombres sin alma... no te canses repitiéndolo. Lo conozco. —Stella. La evidencia no sufre por ser repetida... —Amanda. Stella, por primera vez en mi vida, recé. Stella, casi irritada. — ¡Rezar! ¿Pero qué puedes esperar del más muerto de todos los muertos, del único muerto que haya jamás vivido? Piensa en la historia de los hombres. Amanda. Dios está más allá de la historia. —Stella. Más allá de la historia, no hay nada. El tiempo es la tela del ser. —Amanda. No, el desgarrón... —Stella. ¡Imaginaciones! El rezo tuvo su hora y sus beneficios. La fe era la fuerza de los débiles: les disimulaba el abismo que separaba su destino de sus anhelos: caminaban con pie más seguro soñándose aliados en ese cielo indiferente que giraba sobre su cabeza: el rezo aligeraba el peso helado de los astros. Allí donde no se podía actuar, valía más creer... —Amanda. Hablo de otro rezo, no una muleta o un pretil para sostener nuestro andar, sino una mirada inmóvil hacia el más allá de todos los caminos... —Stella. Yo pienso en la historia de los reyes holgazanes que tu padre mencionaba el otro día para ilustrar la evolución de la mentalidad religiosa. Estos monarcas degenera dos vivían en la
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acontecimientos: un encuentro absurdo, las fluctuaciones del instinto, las quimeras de una imaginación que jugaba sin control, ¿qué más sé yo? ¡Su amor que ellos creían libre era el juguete de todos estos azares! —Amanda. Ellos tenían fe. En todos esos azares, ellos veían la máscara de Dios... —Helios. Su Dios es quien no era más que la máscara de la casualidad... —Amanda. La espera de lo imprevisto levantaba su vida... —Helios. ¡Lo imprevisto! Hablábamos de ello hace rato con Weber. Tropezaban en la noche y, no sabiendo de qué lado iban a caer, adoraban lo imprevisto. La ignorancia de las causas les daba la ilusión de una elección de su libertad o de un favor de su Dios. El misterio del porvenir, el secreto de las almas, éstos eran los fantasmas que poblaban sus miradas deslumbradas por tinieblas. Y ese imprevisto que extrañas, ¡qué prisa tenían de ser librados de él! ¿Quedaba un átomo de azar y de noche en su más alta imaginación de la dicha, en este paraíso, supremo objeto de sus anhelos, que ellos llamaban el lugar de la luz eterna? ¿Nos reprocharás de haber realizado este paraíso, de haber reconstruido el mundo en esta luz? Esos muertos que tú amas, acuérdate de lo que decían, ¡qué extraña anticipación!, del pecado contra la luz... —Amanda. Tengo miedo, ¡oh!, siento el vértigo que vuelve a subir, tengo miedo que nuestra luz no sea la verdadera luz. —Helios. ¡Sueñas! No hay más que una luz... —Amanda. La verdadera luz, creí entreverla el otro día en esta crisis de locura: la vi del otro lado de la muerte. —Helios. ¡Es insensato! Mi pobre niña, me duele tanto verte así...
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—Amanda (tomándole las manos). Esta crisis... ¿por qué no me has preguntado nada? ¿Por qué has hablado de esto con Weber sin decirme nada? —Helios. Estaba esperando que todo se apaciguara en d. Tenía miedo de despertar tus fantasmas. Y luego... perdóname... no te quiero esconder nada, me parecía que una parte de tu ser se había despegado de mí, que había una pared entre nosotros. —Amanda. ¿Una pared? Quizás hay una pared entre yo y yo, entre mi alma y mi espíritu; jamás habrá pared entre nosotros. Te amo, ¿cómo puedes dudarlo? Es más cierto que la luz y el paraíso. Cae en los brazos de Helios. —Helios. ¡Oh! gracias. Te vuelvo a encontrar... —Amanda. Nunca me habías perdido. El dolor no separa. —Helios. No hay que sufrir. El dolor está detrás de nosotros, como la muerte. —Amanda. Lo sé bien. Es cierto para todos, no para mí. Sufrir. Tengo miedo de ello y lo necesito. Quizás no soy todavía lo suficientemente madura para vuestro paraíso. Le tengo miedo a esta obediencia infinita a las cosas, a ese destino avasallado que ya no sabe decir no: en esta docilidad sin límite, siento como una venganza sin perdón. Entonces, me parece que mi dolor restablece no sé cuál equilibrio olvidado. Es extraño: nuestros antepasados temblaban ante el peligro; yo, le tengo miedo a la certidumbre, al camino uniforme, al mar demasiado tranquilo, a todo lo que va infaliblemente a su meta... Ese peligro que no está en ninguna parte, lo siento por todas partes. —Helios. Dime todo. ¿Qué sentiste en esta crisis? —Amanda. Es inexpresable. Un vértigo venido de muy lejos, como si la fe de ese viejo obispo muñéndose me hubiese llevado hacia el pasado en un viento de tormenta.
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—Amanda. ¿Daño? Ya no tiene alma para sufrir. Y tú también ya no tienes alma. Ustedes han despedido a la muerte. Ella se vengó llevándose sus almas. Les quedan ideas, energías, sentimientos, todo lo que obedece a los rayos y a las drogas, todas las vestiduras, todos los simulacros del alma que hacen de ustedes simulacros de Dioses. ¿Pero qué estoy diciendo? Vengo de con los muertos, hablo la lengua de los muertos. Nadie puede oírme ya. Stella, conmovida. —Habla como si comprendiera, Amanda. Sabes que no me gustan los despliegues de bellos sentimientos, sobre todo entre mujeres. La ternura es una fruta secreta que no hay que exprimir demasiado: entre más dulce, más insípido es el zumo que se saca de ella. Siempre te he tratado con ligereza: no se anda con incomodidades ni sentimientos con los que uno más quiere, sobre todo ahora que ya no los puede perder. Pero te necesito: en mi vida llena de acción y de gran día, eres el contrapeso de silencio y de misterio, el manto de agua interior. Habla: trataré de comprender... Amanda, en voz más lenta. —Stella, te acuerdas... todavía éramos niñas... esta lección de historia. —Stella. No me gusta pensar en ello, pero me acuerdo. Habíamos hablado de Cristo y del momento de la historia que representaba su doctrina. Te pusiste de pronto a llorar y gritaste: la historia, las ideas, las doctrinas, esto me da igual: ¿díganme dónde está ese hombre que llamaban Cristo? ¿Y todos los demás muertos, en dónde están? —Amanda. Este grito se ha convertido en mi vida. Yo quería saber dónde están los muertos. Ahora quiero reunirme con ellos. —Stella. ¿Reunirte con ellos dónde?
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¡No quiero! ¿Hay peor suplicio que esta alegría impuesta? ¡Ah! ya sé ahora. El infierno de antaño, era el desafío, la negación, el tormento, el fuego: nuestro infierno, es la parodia sin defecto, la imitación impecable del paraíso, el alimento químico tan perfecto que ya no se le distingue de los frutos de la tierra. ¡No lo quiero! Tengo un alma, un alma que sólo obedece al amor. Y capaz de perderse también: al paraíso de antaño, al inocente paraíso de Dios, se le podía dar la espalda. ¡Y éste, este fértil pastizal artificial, ninguna oveja se negará a pacer allí! Estoy impregnada de él y lo vomito, ese falso néctar que vierte una embriaguez fabricada. Eternamente diré no a vuestros éxtasis de títeres, a vuestra inmortalidad postiza. ¡Ya es suficiente con ser vuestra victima, ya nunca más me engañarán! Stella entra ESCUNA III —Stella. Amanda, ¿cómo estás? El día está aquí. Hay que abrir las ventanas. —Amanda. ¿Abrir las ventanas? Está hecho. He visto lo invisible... —Stella. Te sientes mejor, ¿verdad? —Amanda. Sí, más cerca de los muertos... Stella, aparte. — ¿Qué pasa? Weber me había prometido que todo estaría bien esta mañana... (En voz alta). —Amanda, todas las fantasías tienen límites. Ya empiezas a ser de mal gusto. Tus fantasmas son quizás muy poéticos, pero hay vivos alrededor de d. Helios no se atrevió a venir primero: le hiciste mucho daño ayer.
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Se acabó ahora. Ya no quiero pensar en ello... Pero déjame preguntarte una cosa. Si yo hubiera vivido en el tiempo de la muerte y de los dioses, sé que mi existencia no habría sido más que un rezo. Eres tú a quien rezo ahora puesto que los dioses están muertos. Tú dirás sí, no serás sordo ni cruel como ellos. Escucha... hablaron de mí con el doctor Weber: recetó para mí ese rayo infalible que apaga la duda y la angustia. No lo quiero. El único remedio que deseo, eres tú. ;No tienes suficiente claridad en tus ojos, suficiente amor en tu corazón para curarme? y si no, ¿para qué vivir? —Helios. ¡Pero las dos cosas no se oponen! El aire que nos rodea no viene de mí. Esto no te impide respirar... —Amanda. El aire que respiro no va hasta mi alma... Compréndeme: esta luz artificial que lo prevee y lo regula todo, sé lo que le debemos, la respeto, la quiero, como se puede querer lo que no quiere... —Helios. Lo que ha curado el amor de la muerte... —Amanda. La quiero también, pero no quiero que me penetre, que me posea enteramente; quiero guardar en el fondo de mí un refugio intacto, un reducto secreto donde el amor abre sólo al amor, un último velo que sólo tú puedas desatar. —Helios. ¡Divina ilusión, estremecimiento atrasado de una estrella muerta! Hablabas hace rato de rezo. Pero eres tú quien merece que se te rece de rodillas. ¡Pues bien!, yo había adivinado tu deseo. Tus padres querían una intervención inmediata (sabes que se puede actuar a distancia sin que el paciente lo sospeche); soy yo quien les pedí que esperaran. Esto me costó. Tuve la impresión de un repudio, de una cobardía, de un sacrificio a los viejos ídolos. (Mirándola con severa ternura). Por tu amor, me incliné ante esa mentira que llamaban libertad.
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—Amanda. ¿Hasta allí? ¡Oh! te amo yo también... te amo de otra manera, en una dimensión desconocida, como si algo se hubiera derrumbado en mí, abriendo a mi amor abismos prohibidos. Un amor que lo contiene todo, que lo sumerge todo: la vida, el pensamiento, la alegría, el dolor, son como restos de barcos en ese océano. ¿Han alguna vez los dioses y los muertos amado así? Para siempre: esto me parecía tan dulce: sé ahora que es terrible. (Bajando la cabeza en un gran recogimiento). Es preciso que el amor sea infinito para que acepte ser eterno. —Helios. Gracias, gracias. Sí, mereces ser adorada de rodillas, no como los espectros divinos de antaño, pero como un verdadero Dios, como un Dios viviente, ¡oh tú que unes en tu debilidad inmortal todo el misterio de las noches engullidas y todos los rayos del alba inmutable! —Amanda. Es demasiado, esto no tiene nombre... ¡Oh! ¿Qué ola me lleva? ¿Hacia cuál cielo? ¿O hacia cuál abismo? Salgo. Déjame sola un momento. Sola con mi alma, hasta el reflujo. Ella sale. ESCENA IV —Helios. Ella tenía razón. Ese relámpago interior que nos ha fundido el uno en el otro, no habríamos sentido su llama y su luz si hubiéramos usado el rayo... habría que hablar de ello con Weber. Yo no puedo. Es nuestro secreto, nuestra fuente... Pero es también un problema. ¿Cuál parte debemos dejar al misterio original en la ciudad límpida de los dioses? ¿Dónde terminan las promesas, dónde empiezan las amenazas del antiguo caos? ¿Hasta dónde hay que respetar este germen de noche que hace fermentar la luz?
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y que yo imploro como una recompensa imposible! Ella camina por lo largo y ancho. Todo lo que nuestros padres temían: el hambre, el frío, la enfermedad, la servidumbre, el aburrimiento, lo hemos barrido como polvo. Todo lo que deseaban: la abundancia, la salud, la libertad, la embriaguez sin revés y sin término, lo hemos conquistado. Hemos cosechado los frutos radiantes que el mismo rezo apenas se atrevía a mirar... ¿Qué le falta de imponderable y de supremo a ese esplendor para que sea respirable para el alma? Ser un don quizás: el espíritu vive de lo que toma, el alma de lo que recibe... O una señal, un reflejo, una promesa... Pero todos los símbolos han muerto. Cada cosa está encerrada para siempre en su propia perfección, ya nada conduce más allá de lo que es... La Ciudad de los hombres-dioses tiene palacios mágicos, fuentes claras como un beso del cielo, jardines en donde el grito oscuro de la naturaleza se funde en la armonía inventada por los hombres; no tiene puentes hacia la otra ribera... Largo silencio. — Lo que le falta a toda cosa, es perderse en lo que ella anuncia, es ser la estrella que la aurora borra. La muerte, al irse, cerró la vida sobre ella misma... Despidieron a la Parca... Y el tiempo se enrosca sin fin en torno al alma como el hilo de la araña alrededor de la mosca cautiva. Nuestros padres rodaban fatalmente al abismo, estamos ligados al camino... Ella se sienta en su cama. —¡Oh! Qué fervor entra en mí, qué certidumbre... Yo había soñado, el día regresa... ¡Horror! Comprendo, es el rayo, son las ondas reguladoras que se deslizan sobre la epidermis de mi alma, que borran las magulladuras dejadas por el abrazo de los muertos.
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quedarse mucho tiempo sin respirar y sin morir... La respiración de un alma, es el rezo. Nunca he sabido rezar. Toda mi vida, miré hacia el rezo igual que los pequeños pordioseros de antaño contemplaban desde lejos los palacios prohibidos de los príncipes y de las hadas... Rezar, era pedir... Era también aceptar... Pero ya no queda nada por pedir cuando uno lo tiene todo, nada que aceptar cuando no se sufre de nada... Es cierto: Dios es pobre. Quizás murió de soledad y de frío como esos ancianos que se despojaban de su herencia y a quienes sus hijos dejaban morir sin amor y sin cuidados... No, no está muerto puesto que lo llamo... Mi rezo prolonga la agonía de Dios en la tierra...
Se arrodilla — ¡Oh!, usted a quien nuestros antepasados nombraban el padre de los pobres, Más pobre ahora que la flor desecada, el manantial seco, la piedra de los viejos caminos donde nadie pasa ya, Poder infinito evaporado en toda debilidad, Amor sin defensa despojado hasta la nada, Usted Dios que se ha dejado tomarlo todo, Usted Dios que no le queda ya nada que dar, Dios que ya no es más que usted mismo, Rey sin corona, sol sin rayos, rezo sin voz... Dios desnudo, haga de mí vuestra prenda, Dios muriendo, que yo sea el lecho de vuestra agonía, ¡Y si usted está muerto, que yo sea vuestra tumba" Ella se levanta. —Ya no se puede pedirle nada... Un Dios desnudo quiere un rezo desnudo. ¡Lo adoraré durante los siglos de los siglos, sin poder jamás reunirme con El, sin siquiera saber si existe! ¡Ah!, esa muerte que nuestros padres temían como un castigo inevitable
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ESCUNA V —Weber, con gravedad. Creo que estuvimos equivocados por no intervenir inmediatamente. La observé durante vuestra conversación. Su radiono-ograma muestra extrañas perturbaciones: yo jamás había observado hasta ahora problemas de esta amplitud. Hay que actuar sin tardanza. —Helios. Usted observó todo. Es un impudor. Estas cosas eran sólo nuestras. ¿Tenía usted el derecho? —Weber. Tenía el deber... —Helios. El deber no da todos los derechos. Nuestro secreto... —Weber. Querido mío, no hay secreto para los dioses. Tampoco indiscreción. Ya estaba en el evangelio: "Todos los pensamientos serán revelados... Lo que dicen en secreto será gritado en los tejados". ¿Dónde estaría la armonía transparente de la Ciudad si hubiéramos tolerado estas infiltraciones de tinieblas? —Helios. Nuestro amor... —Weber. Cada uno su campo. Vuestro amor es de ustedes como experiencia interior, es mío como fenómeno observable. Mi indiscreción lo asombra. Lo que me asombra todavía más, es vuestro asombro. Mi pobre amigo, ya no reconozco en usted al jerarca. El vértigo de Amanda habrá influido sobre vuestro espíritu. Este contagio... —Helios. Estaba pensando en ello en este instante. Pero, ¿qué hace usted con la simpatía, con la ternura? El amor lo comparte todo. —Weber. No hablamos del todo el mismo idioma. La simpatía para la enfermedad, yo la llamo contagio. Pero dejemos este malentendido. Usted sufre. Todo sufrimiento crea una aspiración de aire por donde se precipita el pasado. Usted me preguntaba
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ted me preguntaba hace rato hasta dónde podríamos dejar llegar las cosas. Amanda nos servirá de prueba. —Helios. ¡Amanda... servir de prueba! Usted es atroz... —Weber. Soy uno de los guardianes de la Ciudad luminosa. Debo vigilar la evolución de la menor gota de noche... Astrid entra. ESCUNA VI —Astrid. Helios, buenos días. Ella sale de aquí. ¿Cómo la dejó? —Helios. Todo estaba límpido entre nosotros. Salió, quería estar sola. —Astrid. La divisé de lejos en el parque. Tengo la impresión que cambió de calle para evitarme. Tenía la cabeza baja, titubeaba un poco al caminar. Helios, tengo miedo. Usted que la ama, ¿por qué escogió esperar? Quizás ya es demasiado tarde... —Weber. Nunca será demasiado tarde. Nosotros detentamos los hilos de todos los seres y de todos los destinos. Pase lo que pase, por más lejos que vaya a perderse, siempre la traeremos de regreso. Pero se trata de acortar su sufrimiento, y para esto, hemos esperado ya demasiado. Voy a encargarme de esto... Helios, casi brutamente. —No, le pido que espere más. —Weber. ¿Usted la ama y no se apiada de ella? ¿Usted quiere prolongar su angustia? —Helios. Porque siento germinar algo en ella que está más allá de su angustia y de mi piedad. Respeto, aguardo... —Astrid. ¿Germinar? ¿Aguardar? ¿Qué? Lo irrevocable.
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robado todo a Dios; él es el único rey de la creación, y Dios desposeído se refugió en lo no creado. ¿Puedes tú amar a un Dios desnudo, una perfección mendicante, una belleza que sólo aparece en los sueños? —Amanda. Sí, ¡y que éste "sí" sea mi única, mi eterna respuesta al silencio de Dios! ¡Qué redime todas mis ignorancias pasadas, y también, pues no sé lo que su falsa luz va a hacer de mí mañana, todos mis repudios por venir! —El espectro. Yo te había puesto a prueba. Me has vencido. Estaré mejor cerca de ü que en ese pasado donde Dios no era más que el Rey de reyes. Amanda, tuviste piedad del pobre de pobres: reencuentra tu alma, ya no nos volveremos a separar... Amanda, agitándose mus fuerte. — Estoy salvada... —El espectro. Todavía no. Quizás no soy más que un grito sin respuesta. —Amanda. Es la misma voz que llama y responde. —El espectro. ¿Y si yo te hubiese engañado? ¿Si yo no fuese más que un sueño? —Amanda. No quiero despertarme de este sueño. Prefiero soñar mi alma a vivir mi vida. —El espectro. Amanda, ya está regresando el día terrestre. Acuérdate. Un sueño que el día no disipa viene del cielo. El fantasma desaparece como absorbido por un rayo de luz que pasa entre las cortinas del telón. ESCENA II
Amanda, quien se levantó después de un rato de silencio. —Mi alma, yo tenía un alma. Ya no veo nada. ¿Se ha ido, ha regresado en mí? (Un silencio). Está aquí. La siento respirar. Un alma puede
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El pan escaso tenía un sabor casi sobrenatural, el baño mágico del sueño (ignoras esto, tú: las noches de los hombres-dioses están adulteradas como sus días) hacía de cada aurora un nuevo nacimiento. —Amanda. Háblame de su alma... —El espectro. Su alma era todavía lo suficientemente rica para perdonar a Dios tanta desgracia. Había inmensos relámpagos en esta noche. Miserables como lo eran, tomaban de sus pobres cosechas ofrendas para lo desconocido... —Amanda. Lo desconocido, era la muerte. Le tenían miedo... —El espectro. Siempre tiene uno miedo de lo que desea más allá de los límites y de la costumbre. Su espanto frente a la muerte, era el estremecimiento de la virgen frente al esposo. —Amanda. Los envidio. Eran lo suficientemente pobres para tener esperanza. —El espectro. Ellos esperaban en contra de la evidencia, en contra de la razón. Su espera se nutría de todas las negativas del destino. —Amanda. Es que su esperanza era un recuerdo. La memoria de su origen los llamaba hacia su fin. —El espectro. No lo sé, lo creo. —Amanda. ¿No sabes nada de Dios? —El espectro. A fuerza de pasar por la boca de los hombres, Dios se ha convertido en una palabra. Todos estos muertos que me rodean tienen demasiadas certezas sobre El. Escucha, Amanda: desde que el hombre se ha vuelto muy rico, Dios se hizo muy pobre. Dios está desnudo ahora como los recién nacidos y como los muertos. Los abrigos de rey y todos los oropeles de la omnipotencia que los creyentes y los sacerdotes habían lanzado sobre su desnudez desaparecieron como harapos. El hombre le ha
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Escuchen... lo que voy a decir es monstruoso, ¡oh!, ya no creía yo estas cosas posibles, bien se ve que ustedes nacieron en la era inmutable, ustedes que hablan tan fácilmente de esperar; lo que siento germinar en ella, yo, es la muerte. Teníamos otra hija, su hermana mayor, quien murió algunos meses antes de la victoria. Ella tenía esta neblina en la mirada, ese desliz fatal fuera del mundo de los hombres. He visto morir, yo, he visto morir el mundo en los ojos de mi niña. Pues la verdad del mundo está en los ojos de los hombres, y cada mirada que se apagaba se llevaba el universo en su naufragio. Conocí esta época, cuya marca llevo dentro de mí: la llaga de mi corazón no ha desaparecido como las arrugas de mi rostro, esa época cuando lo que se llamaba la vida no era más que una inagotable agonía. Weber, fríamente, con una pizca de ironía superior. —No se trata de muerte. Detentamos los hilos, le digo, hemos retomado y modernizado el taller de los parques. Átropos ya no nos convenía: la despedimos. (A Helios). En cuanto a usted, querido mío, con su respeto y su espera frente al desamparo de un ser amado, déjeme decirle que usted ha franqueado hacia atrás el espacio por varios siglos. Usted nos regresa a aquellos tiempos estúpidos cuando el hombre cultivaba la desdicha como un árbol frutal. —Helios. Tiene usted razón. Pienso como usted. Pero algo en mí contradice mi pensamiento. Mi alma está en lucha con mi espíritu... Soy como una barca en la tormenta. —Weber. Nosotros le devolveremos la tranquilidad. (A Astrid). A su hija también. Y a usted. Sin duda alguna, esta angustia es contagiosa. ¡Si los dioses se ponen a dudar de ellos mismos! Entra Stella.
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ESCUNA VII Stella, inquieta. —Acabo de verla en el jardín. Hemos intercambiado algunas palabras. Su voz era extraña. Sus palabras todavía más. Ya no la reconozco... Helios, usted debería ir hacia ella... —Weber. ¿Qué le dijo? —Stella. Hemos hablado de mi próximo viaje estelar. Ustedes saben que me vuelvo a ir mañana. Ella me preguntó bruscamente si, entre estos enjambres de mundos todavía inexplorados, no pensaba yo que existiera en alguna parte un sol, un planeta, un meteoro, una zona del éter, una parcela cualquiera del espacio y de la luz que sea por siempre jamás inaccesible. Respondí que nada escapaba a nuestros análisis y a nuestros medios de acción y que la conquista y la explotación totales del universo ya no eran más que una cuestión de tiempo y de efectivos humanos. Yo agregué (¡un viejo recuerdo de mis estudios filosóficos!): "¡Todavía queda de lo desconocido, ya no hay no conocible!". Bromeando, por supuesto: la pedantería me sienta muy mal... Ella se volvió muy pálida, su rostro se torció como si se le hubiera golpeado desde dentro y me dijo: "¡Cállate! ¡Ya lo sabía yo! La prisión ya no nene muros, nadie se escapará nunca más...". Luego se puso a caminar apartándose de mí. La llamé. No respondió. Vine a avisarles. —Weber. Muy interesante. ¿Y ayer, la vio usted? —Stella. Traté de distraerla sin mostrar que me acordaba de su crisis. Me habló de los muertos... —Astrid. ¡Los muertos! ¿Todas esas tumbas no se cerrarán nunca pues? ¿Qué hacen esos fantasmas en pleno día? ¿Para qué haber matado a la muerte si los muertos no están acostados en la misma fosa y el mismo olvido, si dejan sus féretros para venir a
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—El espectro. Veo sacrificios humanos... —Amanda. Esta puerta sangrienta, la heme» tapiado para siempre también. —El espectro. Oigo el grito de Ifigenio bajo el cuchillo... —Amanda. Veo la entrada de Ifigenio en donde los dioses... —El espectro. Ya no hay sacrificios en el mundo donde vives. Entonces... —Amanda. Entonces, entonces, todo lo que llamamos ciencia y dicha no es más que un sacrilegio triunfante. —El espectro. Lo has adivinado. Es por esto que me fui... —Amanda. ¿Sufrían, esos muertos? —El espectro. Veo pestes, guerras, hambrunas... Veo el interior, el detalle de sus sufrimientos. Pues no se sufre más que en detalle, de una imagen, de un recuerdo, de un remordimiento que tuercen el alma como una lavandera una prenda mojada. Tenían hambre, tenían frío, tenían miedo. Veo soldados quemando las cosechas de los pobres, veo presidiarios encadenados en galeras y verdugos quienes, a latigazos, arrancan extrañas fuerzas a estos cuerpos agotados igual que se hace brotar el fuego del pedernal. Veo chozas donde unos ancianos piden perdón con la mirada al llevarse a su boca inútil y siempre hambrienta algunas migajas de comida. Tantas miserias en fin que la piedad se pierde en su multitud y su espesor como el rocío de la noche en la arena del desierto... —Amanda. Sin embargo, vivían. ¿Dónde encontraban la fuerza? —El espectro. Estaban muy cerca de la tierra. La naturaleza, que hoy no es más que una sirvienta, ni siquiera: un instrumento, era una madre para ellos. Su leche misteriosa fluía por sus miembros: sacaban de allí el descanso vigoroso de la infancia.
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primeros tiempos de la automatización. Hay mucho desempleo para las almas en este momento... me fui... completamente desnuda como en el día de tu nacimiento... dejando mi ropa, mis costumbres, mis máscaras. Un alma que se va no se lleva nada con ella. Es por esto que su salida pasa desapercibida... —Amanda. ¿De dónde me hablas? Ya no estás en mí, no estás en Dios... —El espectro. No vengo del país de Dios, ni siquiera sé si Dios existe, vengo del país de la fe. —Amanda. ¿Qué quieres decir? —El espectro. El alma es intemporal. ¿Es eterna? Hay que esperar que Llegue la muerte del cuerpo para saberlo. Pero los cuerpos ya no mueren. Es infinitamente triste. Nunca sabré si soy eterna. —Amanda. No me has dicho de dónele venías... —El espectro. No podía respirar en el presente. La eternidad estaba cerrada para mí. Retrocedí en el pasado. Te hablo desde el país de los muertos... Amanda, agitándose. —Los muertos, dime, ¿dónde están? —El espectro. No sé. Allí donde estoy, todavía son vivos. Vivo en el pasado, te digo. Retrocedí, no cambié de dimensión... —Amanda. ¿Ves en el interior de las almas, verdad? ¿Qué es lo que eran esos muertos? ¿Para qué vivían? —El espectro. Ellos vivían. Sin preguntar por qué. Tenían embriagueces de bestia y éxtasis de Dios. Y adoraban a muchas bestias bajo el nombre de Dios. Veo unos ídolos... —Amanda. La idolatría... también era una religión. El hombre ya no adora a las bestias ni a los dioses: se adora a él mismo.
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beber la sangre de los vivos como esas larvas y esos vampiros de las abominables leyendas de antaño? Ciertamente no me gusta ese evangelio del cual se nutren sus malos sueños, pero contiene una frase, una palabra, que la curaría si ella quisiera comprenderlo a fondo: "Yo no soy el Dios de los muertos, sino el de los vivos". Sí, de los vivos. Sólo de los vivos. ¡No hay lugar para los muertos en la luz! —Helios. Usted Lloraba hace rato por su hija mayor. Es una muerta... —Astrid. Yo llevé su vida en mi vida. La llaga está fresca. Pero todos esos muertos desconocidos, irreales, siento que van a robarme la segunda igual que la muerte se había llevado a la primera. —Weber. No dramaticemos nada. Hay que mirar el pasado en su verdadero día. Una tragedia se juzga por su desenlace. Esta palabra del evangelio que usted mencionaba, es cierto que lo contiene todo. (A Helios): ¿Se acuerda usted del curso del profesor Andrés, lo tomamos juntos, sobre el profetismo en el Antiguo y el Nuevo Testamento? Es allí donde entendí el sentido de la historia. Estos judíos eran profetas, en el senado más preciso de la palabra: hombres que veían el porvenir, este porvenir que hemos hecho. Eran vivos que hablaban con vivos. Sus esperanzas eran terrestres igual que sus almas. No buscaban la bienaventuranza en la muerte, sino en la plenitud de la vida. El Dios que ellos anunciaban, era el hombre de mañana, el Reino de los cielos, era la Ciudad futura. Y todos los cuentos de hadas con los cuales envolvían su mensaje no tenían más importancia que la envoltura o la etiqueta de una mercancía. Pero, desde el alba del cristianismo, los viejos sueños platonianos mezclaron su humo con los rayos de las profecías, y la espera de los hombres se
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desvió del porvenir hacia la eternidad. A fuerza de mirar hacia el cielo, se perdió el sentido de la tierra, y la esperanza, encerrada en los sepulcros, se convirtió en un fantasma... —Stella. Le hablé de la noche donde está sumergida la primera mitad de la historia. Ella me dijo que estas anieblas eran la prueba que hacía a los sabios y a los héroes. Y que la libertad era un ave nocturna... —Weber. ¡La libertad! ¡Eran escasas, esas aves de noche! . Encorvados como lo estaban bajo el peso de la necesidad, del miedo, de los prejuicios, de las tiranías, ¿cuántos hombres libres entre esos millones de esclavos? —Stella. Ella no ve más que aquéllos. Me habló de Sócrates, de Marco Aurelio, de Pascal. —Weber. Este arrepentimiento del pasado reaviva en ella un sentimiento que desapareció al término de la evolución humana: el prejuicio aristocrático. La humanidad se reconocía antaño en algunos testigos privilegiados que se levantaban a través de las edades como los menhires en la landa. La multitud no contaba. Era la hierba servil que uno pisa, viva, y que uno olvida, muerta. El culto a los héroes hizo tantas víctimas como el culto a los dioses, y es la misma locura la que lo inspiraba. Si ella hubiera leído mejor el evangelio, habría entendido que hemos realizado, en nuestra arquitectura social, el gran sueño igualitario de Cristo. Y en adición todas las demás utopías democráticas las cuales, con una desesperante regularidad de metrónomo, se prendían en la embriaguez de la libertad y se apagaban en el frío de la tiranía. Hemos vertido la realidad en el molde de estos sueños, como el escultor hace entrar la idea en la piedra. Nos hemos apiadado de la multitud, como Cristo. Como Él, hemos aplanado las montañas
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ESCUNA I La recámara de Amanda. Oscuridad casi total. i Gran silencio. Amanda está recostada sobre su cama. Se agita como en un sueño. Un espectro aparece. El espectro. —No te despiertes todavía, Amanda. Solamente tengo esta hora para hablarte. Cuando tus ojos se abran, ya no me verás. —Amanda. ¿Estoy muerta? ¿Quién eres tú? —El espectro. Soy tu alma. —Amanda. ¿Mi alma? ¿Tenía yo un alma? —El espectro. No me reconoces. Nadie reconoce a su alma. Hay espejos para los rostros... —Amanda. ¿No hay espejos para las almas? —El espectro. Había Dios. Se hizo añicos... —Amanda. ¿Vienes del país de Dios? —El espectro. No, no estás muerta. —Amanda. Y, sin embargo, ya no estás en mí... —-El espectro. Mace mucho tiempo que las almas de los hombres salieron volando de sus cuerpos. Sin ruido, como en un sueño. I .líos no se dieron cuenta. —Amanda. ¿Tú también, me dejaste? —El espectro. Hasta hace rato, yo pendía todavía de ti por un hilo. Este último remedio, más sutil, que pretende transformarme, me hizo huir. Dicen que hace mi labor mucho mejor que yo. Me sentí inútil, como los obreros reemplazados por los robots, en los
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y rellenado los valles. De la igualdad de las almas ante Dios — esta flecha del espíritu que hería de muerte al ídolo aristocrático—, hemos sacado la igualdad entre los hombres sin Dios. Hemos nivelado por encima de las más altas cumbres del pasado: los crueles privilegios de los héroes y de los reyes, los hemos abolido al extenderlos a todos los hombres. Sólo tenéis un amo y todos sois hermanos, decía Cristo. En la tierra como en el cielo, ya no tenemos amo: solamente hermanos, iguales por hecho como por derecho. Hasta hemos suprimido el sufragio universal, concesión hipócrita, ardid de guerra del instinto aristocrático agonizante, pues escoger a los mejores, es todavía afirmar la inigualdad. Todos los hombres se valen: no hay grados en la Ciudad de los dioses. Los jerarcas (hemos conservado la palabra y suprimido la cosa) son sorteados cada siete años. ¡Hemos exorcizado hasta el azar! —Astrid. Usted contempla vuestra obra igual que los reyes de antaño miraban desde su balcón a la multitud anónima. Yo pienso en un solo ser, mi hija, encadenada, encarcelada por los muertos. La jalan hacia ellos desde la otra ribera, se me escapa, ya se parece a los fantasmas que habitan en ella... —Weber. La imagen de su muerte está en usted igual que el retumbar inofensivo del trueno cuando el relámpago homicida se ha desvanecido. ¿Es necesario recordarle que ya no se puede morir? Después del descubrimiento de Bergmann, el cual aseguraba la inmortalidad a las células de nuestro cuerpo, todavía quedaba el peligro de morir por accidente. Bien sabe usted que este último riesgo está abolido desde hace quince años. Poseemos la fórmula específica de cada individuo. Los átomos que lo componen están ligados, imantados entre ellos por una onda invariable. Aún dispersados por una explosión atómica, se jun tan
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infaliblemente igual que las abejas separadas se reúnen con su reina. El tiempo ya está lejos cuando dos voluntarios de la muerte fueron escogidos para la primera experiencia y, después de haber sido volatilizados en la mañana, se encontraron en la noche, frescos y sonrientes, con todas sus moléculas reajustadas, frente a la multitud estupefacta cuya angustia estalló en aclamaciones de triunfo. ¡Otro prodigio con el cual los profetas de los siglos infantes habían envuelto la frágil intuición en los pañales de los mitos! El dogma de la resurrección de la carne: según la Iglesia Católica, había que creer en ello para ser salvado. Creímos en ello. Y con verdadera fe. Sus teólogos distinguían la fe viva de la fe muerta. La fe muerta, la fe de los muertos, era esperarlo todo de Dios. La fe viva, es creer que todo le es posible al hombre y esculpir lo real a la imagen de lo posible. Es así como acabamos con la muerte bajo todas sus formas. —Astrid. Es de otra muerte de la cual tengo miedo para ella, de una especie de suicidio por obsesión, nostalgia, ¿que sé yo?, de una muerte que la tomaría desde dentro, las puertas cerradas, de una tumba invisible que se cavaría en ella... —Weber. Desde dentro como desde fuera, el suicidio es imposible. Nadie desea morir hoy, pero si, por una suposición impensable, alguien quisiera infligirse la muerte, su gesto no tendría más efecto que un golpe de espada en el agua: la unidad de su ser se volvería a formar al instante. Amanda, detenida un momento en el umbral, ha oído estas últimas palabras. Entra.
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ESCUNA VIII
ACTO IV ESCENA I
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Amanda, como extraviada y con una dureza trascendente en la mirada. —¡Como en el infierno! El anhelo imposible de los condenados... Weber, glacial. —¡Como en el paraíso! ¿Se habla de muerte y de suicidio para los elegidos en sus viejos libros? —Helios. Amanda... Escúchame. Amanda, retrocediendo. —Tú, no me hables. Es de ti de quien más miedo tengo. (A Stella): dime, Stella, tú que regresas del cielo, ¿estás bien segura que ya no hay estrellas? Las estrellas, eran promesas, ojos sobrenaturales que nos miraban, frutos que se contemplaban a lo largo del camino y que se recogían después de la muerte. ¡El cielo, el cielo! Ustedes no lo han conquistado, ustedes lo han vaciado. Una estrella explorada, ya no es una estrella. ¡Ah! Ustedes han extinguido la mirada de los ángeles, han arrancado de la rama los frutos todavía verdes de la vida eterna... ¡No le han dejado a Dios el tiempo de madurar! Se acabó ahora. La belleza, el amor, eran los obsequios de lo invisible, el maná en el desierto y en el exilio. Ustedes han robado a los pobres la limosna de los dioses. Ya no hay nada... No más estrellas, no más cielo... ¡Pero entonces, entonces el infierno está por doquier! ¡Oh! ¡Qué me muera! ¡Qué todos los muertos tengan piedad de mí! ¡Qué la tierra materna me engulle puesto que ya no tengo padre en el cielo! Se desmaya.
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Astrid, echándose sobre ella. —Bien lo sabía yo... Se está muriendo... Está muerta. Los muertos la mataron. —Helios. Mi amada, te lo suplico, reconóceme. Yo era tú... —Weber, con una calma demasiado exterior. No es nada. Un polvo de pasado en el engranaje. Vamos a soplar encima. (Se sienta y saca una libreta de su bolsillo). Redacto la receta. Que alguien vaya al laboratorio. Doce horas de sueño absoluto, luego los rayos, y esta pesadilla macabra habrá desaparecido. Pónganla sobre este sofá. (Se quedan todos paralizados). ¡Bueno pues!, gestan soñando todos ustedes? Soy el único despierto aquí. ¿No se les hace que esto? juegos del infierno y del cielo han durado lo suficiente? Estoy saturado de anacronismo. Quizás sería tiempo de bajar el telón... (Redacta tranquilamente su receta mientras Astrid y Helios llevan a Amanda al sofá). Vayan al laboratorio. Les darán esto enseguida. Y regresen rápido. (Mientras que Helios toma la receta y con voz grave, un poco ahogada, como una confesión): el eco del pasado... No creía yo que un eco fuera tan difícil de morir. Helios, tomando la receta y saliendo de la pieza. —Una voz cuyo eco no quiere morir. ¿Está usted seguro que se haya callado? TULÓN.
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prisiones, que el alma no es más que un grito hacia otro infinito. Es este grito mudo, que vuestro paraíso deja sin respuesta, el que ha reabierto las puertas de la muerte. Esa muerte que fue nuestro único obstáculo se ha convertido en la única meta. Y Dios —Dios que habíamos contundido primero con su obra, luego con nuestra obra—, Dios ha vuelto a convertirse en Dios: nada empaña ya el espejo interior en donde contemplamos su rostro. Estamos en la encrucijada de dos caminos que no se encontrarán jamás: lo infinito del tener o la pureza del ser, un mundo por conquistar o un padre por reencontrar, el culto orgulloso de la humanidad triunfante o la adoración de un Dios desposeído, de un Dios sin Iglesia y sin sacerdotes, expulsado del universo como un parásito. Sólo Él falta en vuestro paraíso: ustedes lo han encerrado en el fondo de las tumbas, en ellas bajaremos para reunirnos con Él. Ya no tiene nombres, ustedes le han robado todos sus atributos, ustedes son quienes hablan desde lo alto de todos los montes Tabor y Sinaí: iremos a buscarlo más allá de las señales y de los posibles; es hora de la elección suprema. Dos infinitos están en la balanza. Ustedes son libres como ángeles. La muerte ya no es una ley: es un ejemplo. —Astrid. ¡Pero qué hable, qué hable! Le creeré si me habla... Pero se calla... Weber, riendo sarcásticamente. —Siempre se callará. —Helios. Siempre habrá almas que escuchen este silencio para luego morir. —Astrid. Tengo vértigo. ¿Qué pasó? Éramos tan felices... —Helios. Nuestra dicha era un velo. La verdad lo desgarró...
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que le pedía al hombre, no era llamados inútiles a una omnipotencia que no existía todavía —¿irás tú a suplicar a un grano que te dé frutas y sombra?—, ¡era nacer en él, era existir de otra manera que en deseo y en sueño! El misterio de la Encarnación, la parábola del grano de mostaza, las palabras de San Pablo sobre la creación que gime en medio de los dolores del alumbramiento divino, eso era... No hemos echado a Dios de un cielo donde El no estaba, lo hemos sacado del hombre donde descansaba su germen y su esbozo. Hemos reemplazado la imagen por la realidad, el deseo por la realización. Y si la obra ha sido tan larga, es que la religión jalaba en sentido contrario. Todas las veces en que el hombre imploraba a Dios Padre, atrasaba en él el crecimiento de Dios Hijo. Su propio hijo. El hijo del hombre, decía el evangelio. Con todo, estaba claro. Y se necesitaron más de dos mil años para que comprendiéramos... —Amanda. ¡Pero entiéndeme pues! Si hay, arriba del tiempo, una perfección inmutable, todas las injusticias, todas las miserias del pasado están redimidas. Pero si el tiempo lo contiene todo, Stella, ¿dónde están los muertos, dónde están todos los hombres de antaño quienes miraron al cielo sin que el cielo los mirara, quienes gritaron hacia la eternidad sin que la eternidad les respondiera? Sé lo que me vas a decir, lo que mi padre me dijo, lo que todos ustedes repiten: que ellos nos preparaban. Pero un alma no es un medio, un alma no es un camino, un alma es una meta. Con sólo contar una que- haya muerto en vano, toda vuestra dicha está condenada para siempre, toda la armonía de vuestro universo fluye por esta Haga, Si lo que fue único no es inmortal, iodo es caos. —Stella. Concibes la inmortalidad como una de esas redes que
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se tendían antaño en los circos con el fin de volver inofensivos los saltos mortales de los acróbatas. Nuestra eternidad, la de nosotros, es una victoria, y toda victoria hace víctimas... —Amanda. Es por esto que odio vuestra victoria. Y que mi alma atrasada en el campo de batalla tiene mirada y amor solamente para los muertos. —Stella. Aún en las guerras de antaño, el esplendor de la victoria hacía olvidar a las víctimas. —Amanda. Tarde o temprano, todos caían en la red divina. Los vivos sabían que los muertos los esperaban. —Stella. En la noche... —Amanda. Fuese en la noche, estaban juntos. No había esta cortadura monstruosa entre los hombres de la noche y los hombres de la luz. Ya no puedo vivir fuera de la unidad, Stella. O un Dios recibía a estos muertos en su seno y es allí donde quiero reunirme con ellos, o no hay nada y quiero compartir su nada. —Stella. ¡Es una inmortal la que habla así! —Amanda. ¿Y para qué quiero esa inmortalidad que me separa de todo lo que amo? Si hay un Dios en la otra ribera, es una blasfemia en contra de ese Dios y si solamente hay la muerte, es una traición para con los muertos. O han ustedes desviado para siempre la nave del puerto, o han ustedes huido de la nave que se hunde... —Stella. Me das vértigo. Ese océano de certidumbres que repudias... —Amanda. Es en este repudio en donde está la elección suprema, el riesgo absoluto. La muerte era antaño el gendarme de Dios: de buen grado o por fuerza, ella le traía de vuelta a todos los hombres. Ellos no escogían vivir o morir y todos, salvo algunos héroes, bajaban a la tumba con sus miedos y sus esperan-
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ción, había dicho que no a la luz, Quedó todavía un alma prosternada frente a Dios: quedará por lo menos un espíritu de pie en contra de Dios. —Helios. Usted, por lo menos, ha escogido. La coincidencia entre la conquista del universo y el prodigio de esta muerte nos ha sido dada para afilar nuestra elección hasta lo absoluto. ¿Y ustedes, qué escogen? ¿Quieren seguirla u olvidarla? —Astrid. Ya no sé, quisiera estar muerta como ella para no tener que escoger. ¡Ah! ¡Si vuestro Dios existe, que se manifieste, que hable, que haga una señal para iluminarme! —Helios. ¿Una señal? ¿Qué probaría esto? Hoy es el hombre el que hace las señales y Dios se prueba por su silencio. Pero si quiere una señal, mírela. La señal de las señales, es esta irrupción de lo desconocido que hace fracasar los prodigios del hombre. El más grande milagro antaño, era la resurrección de un muerto. Hoy, es la resurrección de la muerte... —Weber. ¿Un milagro, ese estúpido accidente, ese defecto de fabricación, esa partícula de caos que se elimina? Sólo les queda este vacío para alojar allí a vuestro Dios. Lo vuelven ustedes a poner en su lugar: en la nada... —Helios. Usted ha escogido. Interpreta según su elección. ¡Ah! Esas palabras de Cristo que ella amaba y que, al convertirse en su vida, la mataron, esas palabras liberadas ahora de las viejas confusiones y que brillan con toda su hiriente luz: "No soy del mundo... No rezo para el mundo... No doy como el mundo da... ¿De qué le sirve al hombre ganar el universo si llega a perder su alma?". I .;i espada que separa el alma del espíritu ha penetrado hasta el fondo. Se necesitaba poseer lo infinito del espacio y lo infinito del tiempo para saber que esos dos infinitos son todavía
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—Weber. El viejo miedo ha retornado. —Helios. La eterna esperanza palpita todavía. —Weber. Esta lección... —Helios. ¡Este ejemplo! Una brecha está abierta en vuestro paraíso. —Weber. La cerraremos. —Helios. La ensancharemos hasta el cielo. Dios ha tenido piedad. Nos ha absuelto de la segunda muerte: la inmortalidad temporal. Nos ha salvado de la mentira del poder y de la dicha. —Weber. Pensaremos en algo. Escuche, Helios. Estamos amenazados por una extraña revolución, por un despertar imprevisto de los instintos nocturnos de la humanidad. Hay que disimular esta muerte. Ni siquiera es una muerte: es una eliminación, un malentendido, Ese despojo no era digno de nuestras conquistas. Amanda está viva. (Mostrando el doblé). Allí está. —Helios. Guarde la copia, el original ha regresado con su autor. ¡Ah! Usted quiere esconder esta muerte, igual que los fariseos hacían rodar una piedra contra el sepulcro vacío de Cristo resucitado. Imposible: esta boca para siempre muda llenará el mundo con su silencio. —Weber. Tenga cuidado. Me voy a ver obligado a destruirlo para salvar la humanidad. —Helios. Hágalo. Sé que ya no soy inmortal. —Weber. ¡Pues bien! No. Viva usted. Los hombres escogerán... Nosotros los guiaremos en su elección... Pero si, por un desastre increíble, esta explosión subterránea, este reflujo de la muerte debía de sumergir a la humanidad, trayendo de vuelta a los antiguos dioses, esos fuegos fatuos de los cementerios, sepa usted que habrá alguien para decir no. No a la noche, como ese viejo obispo español, solo contra todos en la euforia de la libera-
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zas terrestres, soñando sobrevivirse y no rebasarse, mendigando una inmortalidad semejante a la que ustedes han fabricado, y es por esto que no encontraron ustedes incrédulos cuando cerraron las puertas de la muerte. Los hombres no pedían más que esto: aun cuando creían rezar a Dios en sus templos y hasta en su lecho de agonía, sus rezos no se dirigían a Dios sino a ustedes... Ahora Dios ya no tiene a la muerte a su servicio. El no apremia, se espera;.El no es más que espera... Nosotros somos quienes tenemos que ir... Dios está desnudo y atado como Cristo en la cruz... Lo que grita en mí hacia El, es El... Sólo ÉL No más mezclas... La elección ya no es, como antaño, entre la tierra que pasa y el cielo que permanece, sino entre la verdadera y la falsa divinidad, entre la pureza imposible y la dicha demasiado segura, entre el Dios que se hizo hombre y el hombre que se hizo Dios. Lo que fue la más implacable de las fatalidades se convierte en el más libre de todos los votos. Renuncio a la inmortalidad que detengo para la eternidad que estoy esperando. De todo el peso de esta vida ilimitada que soporto sufriendo y que rechazo, ¡escojo la muerte! ESCENA IV Helios, que acaba de entrar y ha oído las últimas palabras de Amanda. —¿Y este vivo que te quiere, Amanda, que haces de él? —Amanda. ¿Tú? ¿Tú que creí amar? Ya no te quiero, sólo se puede amar lo que muere. Los vivos, en la tierra, están hechos para amar y para morir. Tú no eres un vivo. Déjame. Lo que yo amaba en ti, en todos ustedes, era el Dios que ustedes mataron...
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—Stella. ¡Ah! ¡Cállate pues! Harías renacer en mí un sentimiento que los hombres ya no conocen: el odio. —Amanda. No los odio. No se puede odiar lo que no existe. Por fuera y por dentro, todos ustedes hacen los gestos del alma, no tienen alma. Lo han ustedes falsificado todo: los elementos, la naturaleza, el hombre y hasta la eternidad, hasta el cielo. Y vuestro fraude es tan perfecto que se necesita la mirada de un Dios -de un Dios que ya nunca más hablará—, para distinguir la copia del original... —Stella. Si todo es falso, eres falsa... —Amanda. Sí, pero yo lo sé... El elixir de Fausto... ¿Y qué me importa esta vida que no termina? Quiero terminar, quiero realizarme... Nuestros antepasados eran efímeros y eternos. Nosotros no morimos porque estamos muertos... ¡Ah!, ¡todos esos rostros sin arrugas me espantan... los muertos y los condenados no envejecen! —Helios, con un tono desesperado en la voz. Amanda, te amo. Amanda, irritada, después de un breve movimiento de relajación. —Cállate, podría creerte todavía... Veamos, se acuerdan de esta farsa ¿verdad? —busco el título... ¡Ah!, sí, el robot enamorado—, que un ingeniero había montado el año pasado para las fiestas de no sé cuál aniversario del descubrimiento de la automatización. Todo estaba maravillosamente arreglado y previsto: él se agitaba en el escenario como un Tristán o un Romeo: ningún gesto, ninguna expresión del amor se le escapaba; sentía también a su manera, sin duda, ¿qué sabemos de ello? Un residuo de alma, una fosforescencia de amor se desprendía quizás de su mecánica trabajando. Todo el mundo rió mucho. Yo tuve frío, y tardé mucho tiempo en calentarme. Yo no sabía todavía, presentía...
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—Stella, sollozando. ¡Pero es espantoso! ¿Cuál es la verdadera? —Astrid, al doble. No, quédate. Ya no sé. Yo tenía una hija. Ya no veo más que dos fantasmas. Todo se vuelve irreal, la muerte como la vida... —Amanda. Todos ustedes que he amado, adiós para siempre. Todavía hay almas, lo siento, lo sé. (Mirando a Weber). Los hay que duermen a pierna suelta... Se necesitará mucho silencio para despertarlos... (Atrayendo a Helios hacia ella). Tú, divinamente efímero... Con esta muerte en tus ojos como una promesa y como una aurora... (Lo mira largo tiempo y acaricia su rostro). Aún si los muertos me engañaron, aún si debo desvanecerme por completo, habré poseído la eternidad. (Su respiración se debilita). No hay que llorar. La sucesión infinita de los siglos vencidos no nos hubiera traído este minuto ya consumado. Está fuera de! tiempo. Regresa a su fuente... —Astrid. Amanda, nunca más... —Amanda. Nunca más... Es el eco de siempre en el idioma de los hombres... Ya no se mueve. ESCUNA VI —Weber. Todo se acabó. Helios, levantándose. —Todo recomienza. Esta muerte es un nacimiento. Esta muerte es una resurrección. Todos los cantos de navidad, todas las campanas de pascua repican a la vez. —Weber. Es el último mordisco de la bestia que se está muriendo. —Helios. Es el primer grito del Dios que renace.
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—Helios. Amanda, cuando venía hacia ti, hace rato, pensaba en nuestra unión, en el hijo que nacerá de nosotros. Amanda, irónica y lejana. —¿El doctor Weber sin duda te dijo que esta idea me ayudaría a volver a tomarle el gusto a la vida? ¡Un hijo! ¡Un nuevo condenado al presidio de la dicha! No tendría alma: sería un monstruo como tú, como yo, salvo este sueño en mí que quizás es Dios, quizás locura... ¡Un hijo! ¡Pero hacen ustedes unos tan bonitos en vuestros laboratorios! ¡Y a qué cadencia! Somos nosotros quienes pareciéramos imitar a la química con todos esos misterios pasados de moda del antiguo amor. Besos, juramentos, noches de bodas, canciones de cuna y sonajeros, espera de la primera sonrisa, esto es tan chapado a la antigua como consultar los augurios o hilar la lana en el torno... —Stella. Sabes que regresamos a ello cada vez más. Todo lo bueno que tenía el pasado... —Amanda. Sí, vuestra famosa reconciliación con el pasado... Ultima moda, suprema novedad: ¡el regreso a la vieja naturaleza! Ustedes regresan como aficionados a las necesidades primitivas. Todavía hacen niños como antaño, sin los riesgos ni los dolores de antaño, igual que restauran viejas granjas en donde se divierten rasgando la tierra con herramientas arcaicas, dejan crecer muros de selvas vírgenes en vuestros parques, instalan reservas de animales salvajes. Esta sencillez, es vuestro lujo más refinado e hipócrita: ¡ustedes juegan a ya no jugar! ¡Ah!, pueden contemplar vuestra obra. Todo está perfecto, todo está vacío. La substancia de las cosas se les ha escapado entre los dedos. Ya nada es imposible, ya nada es deseable. Al suprimir Codos los riesgos, ustedes han estrangulado todas las oportunidades... Me acuerdo... Los viejos libros de magia...
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Hombres antaño ofrecieron su alma al demonio para obtener la dicha terrestre. Eso con lo cual soñaban los brujos, ustedes lo han hecho. ¿Cuál demonio les ha dado todo a cambio de vuestra alma? —Helios. Un alma, Amanda, no sé lo que quieres decir cuando pronuncias esta palabra... Quizás nenes razón: no tengo alma. Pero lo que se quiebra en mí al escucharte, ¿con qué nombre lo llamarás? Amanda, iluminándose. —¡Ah! ¡Te reencuentro! (recobrándose). No, no eres un vivo puesto que ya no puedes morir... Weber entra y lleva a Helios aparte. ESCENA V Weber, en voz baja a Helios. —Es grave, muy grave. Desconcertante. He hecho todo. Nada le ha hecho efecto. La locura se desborda. Voy a tratar de dormirla de nuevo. Amanda, corriendo hacia él, con una especie de vehemencia resignada. —Doctor escúcheme. Usted me vio nacer, usted es el amigo de mi padre... Le hablo como si fuese usted un vivo. Los vivos eran crueles, eran a veces lastimosos. El exceso de desgracia los desarmaba... Tenga piedad de mí, sufro demasiado. Usted posee los secretos... ¿Usted puede matarme, verdad? No se me puede impedir morir... Es fácil: ustedes son los amos. No estoy hecha para este mundo, para esta dicha. Se lo suplico, devuélvame a los muertos. Me Llaman... en el cielo... o en el abismo... no sé... allí donde vuestra ciencia no puede ir... Sea bueno, deshágame de mi cuerpo: mi alma se irá sólita...
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dual? Yo tenía la fórmula y he realizado la misma síntesis con los mismos elementos. Las palabras copia y original tenían un sentido en las épocas cuando la copia no era más que la pálida réplica del original. Veamos, si Rembrandt, con el mismo genio y los mismos materiales, hubiera pintado dos cuadros absolutamente idénticos, ¿rechazaría usted al segundo a cambio del primero que un accidente habría destruido? Usted rechaza esta alma salida de mis combinaciones químicas. Pero es la ley más vieja del mundo el que lo superior dependa y brote de lo inferior. Cuando un ebrio de antaño tiraba al suelo a una muchacha en una zanja, si un genio o un santo nacían de su unión estúpida, ¿era esto otra cosa que química? ¿Las combinaciones desencadenadas por el instinto de un bruto eran, pues, más sagradas que los mismos fenómenos guiados por la reflexión creadora? ¿Por qué acepta usted las creaciones del azar y rechaza las del hombre? —Helios. Porque las obras de Dios no son una parodia. Hay detrás de ellas toda la virginidad de la nada. Dios no copia, crea, y cuando crea un alma, la hace única e inmortal como Él: aún si ella lo olvida y reniega de Él, no la desdobla como usted, y es por esto que no los destruyó a ustedes cuando le robaron el universo. —El doble. Padre mío, madre mía, Helios... Sin embargo, sí soy yo. ¿Por qué me hacen daño? Helios, a Weber. —¡Pero es monstruoso! ¿Ha pensado usted que este maniquí puede sufrir? ¿Qué usted nos forza a caminar sobre mentira que sangra? —El doble. Quiero irme. Stella, tú me reconoces. Llévame a las estrellas...
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—El doble. Ni siquiera hay que escoger (mostrando a Amanda): ésta no existe: es la larva que he despojado, es la locura de la cual estoy curada y que delira todavía a mi lado... —Helios. ¡No, ni siquiera hay que escoger! (Yendo hacia Amanda). Eres tú a quien quiero, tú que me dejas libre, tú que me has enseñado a rezar y a morir. Yo te seguiré, tengo un alma yo también, un alma que sangra y mi vida se va por esta herida. Pero tú, Amanda, ¿me amas todavía? —Amanda. Siempre te he amado. Es de tu máscara de inmortalidad de la cual me había alejado. Ahora ha caído. Vuelvo a encontrar por fin tu rostro efímero, ese velo transparente de tu alma inmortal. ¡Tu alma! No necesité de vuestros aparatos infernales para sentirla despertarse: allí donde la ciencia registraba agujeros de sombra, yo escuchaba germinar el rezo y los dioses... Acércate... Iremos juntos fuera de todos los espacios... ¡Ah! Veo aparecer la estrella inexplorable, la que brilla dentro de nosotros y que uno alcanza sin moverse, deshaciéndose de la existencia. —Helios, agarrando la mano de Amanda, a Weber. Quizás sería tiempo de deshacernos de esta muñeca parlante... Todo esto es demasiado irreal para ser trágico. El efecto falló. Se creería uno con el ilusionista... Muy bien lograda, su copia. Lo felicito. ¿Para cuándo la serie de este prototipo? Astrid, al doble. —Él tiene razón. Usted no es la que llevé en mi seno, que he nutrido con mi a m o r . Usted me asusta... —Weber. Es la vieja metafísica de la identidad que la extravía a usted. No es su copia, es ella. Viva y pensante. La primera, la que se disuelve en esta cama, ¿la había usted sacado de la nada? ¿No se ha ella construido con ele memos anónimos dispersos en el universo y juntados siguiendo la fórmula de su síntesis indivi-
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Weber, contractado y glacial. —La ciencia mató mucho antaño. Todos los adoradores del misterio, todos los amantes del pasado se lo han reprochado bastante para humillar al hombre ante los dioses. Ya no volverá a hacerlo. Cálmese, hija mía: no la mataré, la curaré. Amanda, estallando. —¡Ah!, bien lo sabía yo... ¡Estaba loca de implorarlo... Todas las puertas están tapiadas para la eternidad. Estoy en el infierno. En el infierno sin haber pasado por la muerte, para siempre cautiva de vuestra dicha monstruosa! (Se queda un momento inmóvil; una calma dolorosa aparece poco a poco en su rostro y cae de rodillas). Señor Dios, no le pido un milagro. Le han quitado todo. Está usted sin fuerza... No puede usted venir a buscarme... Déjeme solamente adorar vuestra ausencia. Los antiguos condenados lo maldecían. Ponían toda su alma en esta rebelión. Lo han olvidado. Vuestra ausencia no les molesta. No lo necesitan a usted para ser felices. Todo está perfecto en esta ribera para los que no tienen alma. ¡Oh, pureza sin fondo, sea bendecida por haberme salvado de esta dicha! Levantándose y volteada hacia el público. —¡Mi rechazo restablece el orden eterno. En vuestro paraíso infernal, hay por lo menos un condenado que sufre! TELÓN
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(Hablando en su teléfono portátil): Amanda puede venir. —Astrid. ¿Qué pasa? Me está usted volviendo loca... —Weber. Van a ver. Había yo previsto lo peor. Para devolverles lo mejor. Un instante de regocijo no es inútil. Silencio. Amanda y Helios se miran todavía sin hablar. La puerta se abre y vemos entrar a una, joven, la cual es la replica exacta de Amanda, pero en plena salud, tal como la vimos en el acto I. Estupor general. ESCUNA V Weber, a Simón y a Astrid. — Allí está. Les regreso a su hija. Yo tenía la formula. La rehice. Es ella, exactamente ella —con su núcleo hereditario y todo lo adquirido en su crecimiento y educación—, salvo esta hemorragia invisible que nos ha robado a la primera. La naturaleza tiene fallas, la ciencia es infalible. ¿Qué dicen? Pueden tocar con sus manos el sueño encarnado de las mitologías. El doble de Amanda se echa en los brazos de Astrid y de Simón, quienes se dejan sin reaccionar. Luego se va hacia Helios. —El doble. ¡Helios, te vuelvo a encontrar. Soy yo, yo sin mi locura! Amanda, quien se ha reanimado y mira fijamente a su doble. —¡Ella dice la verdad. Soy yo, yo sin mi alma! Ustedes hablaban de hemorragia. Tenían razón: un alma es una Haga interior que sangra del lado de Dios... (A Helios): Helios, escoge. Yo voy a morir. No quiero arrastrarte a este abismo, nada o Dios, del cual no sé nada, sino que me atrae y que lo prefiero a todo. Esta será tuya eternamente, estarán felices con toda esa dicha que he rechazado: ningún Dios le hablará, ninguna muerte te la quitará. ¡Escoge! 104
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historia: conquistar el universo para renunciar a él, sacrificar la certidumbre al misterio, hacer del hombre el igual de Dios para que su respuesta sea tan pura, tan libre como el llamado de Dios! Sí, es cierto que voy a morir... Lo sé desde que mi alma ha regresado. El alma es novia de la muerte: nada puede impedirles reunirse. (Todos se crispan o lloran). ¿Pero por qué están tan tristes? La dulce muerte ha regresado; ha atravesado para alcanzarme todo el espesor de vuestras conquistas, entra en mí como un gran perdón estrellado... Su piedad no se detendrá en mí... Si tienen un alma, llámenla. Venía antaño sin que la llamaran... Era el verdugo de la naturaleza... Ya no es más que la sirvienta del amor. La más pura de las respuestas al más libre de los anhelos... Vuelve a caer, sin aliento. Weber, quien, mientras ella hablaba, dijo algunas palabras en una especie de teléfono que lleva con él. —Los átomos ya no obedecen... Su corazón cede, es el fin. Se necesitaría un milagro... —Amanda, quien ha oído, con voz muy cansada. ¿Un milagro? Se está realizando... —Astrid. ¿Pero no le tienes miedo a este desgarramiento, a esta noche a donde vas? —Amanda. Hay un foso de nada entre yo y Dios: lo veo, ya estoy allí, le tengo miedo, menos que de la mentira... Weber, explosivo y dominándose. —Ya basta. Ya no quiero disputar estos restos al naufragio. ¿Para qué, si ya he reconstruido la nave? Esta forma que se desagrega ante nuestros ojos, ya no es su hija que habíamos hecho inmortal: es su residuo, su fantasma, una corteza habitada por los gusanos de las viejas tumbas. Que vaya a reunirse con los espectros que la llaman: ya se parece a ellos. Era más fácil volverla a crear que curarla. 120
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película! Los muertos están en otra parte. Fuera del tiempo y de todas las dimensiones, de todas las curvaturas del tiempo. No quiero evocarlos, quiero reunirme con ellos. ¿Y qué me importa todavía el pasado? ¡De lo que tengo sed, es de eternidad! Weber, contractado. —No podemos darle lo que no existe. —Amanda. ¡No quiero existir, quiero ser! (De repente cansada). —Déjenme con mi nada, con mi Dios... Astrid, precipitándose. —¿Sufres? —Amanda. No sufro, me disuelvo... En la otra luz... La que ustedes ya no ven, que han ocultado, dormido... Ella se despertó y ese despertar duerme todo lo que no es ella... Esta gota de claridad en el fondo de mí, que se ha negado a obedecerles y que ahora me penetra completamente, que deshace esta soldadura monstruosa entre mi cuerpo y mi alma. —Weber. Una gota de sombra... —Amanda. Es la misma cosa. La verdadera luz es noche para ustedes. —Astrid. Amanda, ¿no es cierto que vas a morir? Una eternidad sin ti, un desierto sin manantiales y sin fronteras... —Amanda. Ustedes habían nacido mortales. ¿Por qué rompieron como una cadena ese privilegio sagrado de morir? Habría podido decirles hasta luego... (Stella estalla en lágrimas. Helios inmóvil todavía contempla a Amanda). No lloren... los bendigo... Sin ustedes, no hubiera tenido esta muerte, jamás habría rezado como rezo... Rezar, para los hombres infantes, era pedirlo todo a Dios; para los hombres-dioses, es rechazarlo todo para Dios... ¡Ah! el gran ciclo se cierra... ¡Esto era el sentido de la
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etapa, un medio éxito. Explotaremos nuestra victoria hasta el final: le haremos restituirnos por la fuerza el pasado y, como en los antiguos cuentos para niños, volveremos a encontrar en las entrañas del monstruo degollado a todas sus víctimas vivas. Mañana, verán a Sócrates, Cristo, Juana de Arco, y sobre todo Bergmann, el vencedor de la muerte y su última víctima. Y vuestro voto sobrenatural será concedido: ya no habrá abismo entre las dos mitades de la historia. Díganme ahora, si la divinidad se mide en su poder y en sus beneficios, .-¡dónde están los verdaderos dioses? Helios, sacudido. —Ya no pensaba en este proyecto. ¿Es posible? ¿Ya? Weber, con una sonrisa ligeramente condescendiente —No en nuestra dimensión del espacio-tiempo, por supuesto. En la curvatura que hemos establecido cuando captamos y orientamos el débito de la luz. Las barreras siderales, las esclusas celestes... Solamente habrá que desplazarse un poco para visitar a los resucitados. Cambiar de piso. Es quizás previendo esto que se ha dicho: hay varias moradas en la casa de mi padre... Amanda, enderezándose, con vehemencia. —¡Es demasiado cierto! ¡Sí era preciso que la parodia y la impostura llegaran hasta allí! ¡Ahí!, ¡todavía me reservaban ustedes esta tentación! Yo había rechazado vuestro porvenir... Ahora me ofrecen las cenizas del pasado recalentadas, resucitadas en sus hornos diabólicos. Pero esos muertos que vuestra magia va a hacer aparecer, no serán los verdaderos muertos, mas su reflejo, su copia, su apariencia, ésta delgada capa del ser que el tiempo puede engullir y escupir. ¡Y vuestra trompeta que debe vaciar los sepulcros, es el miserable toque que me invita al desarrollo de una
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ESCUNA I
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n mes después, en casa de los padres de Amanda. Astrid está sola en uní pieza grande parecida a aquélla en donde se desarrolló el tercer acto en casa de Helios. Una música extraña llena el aire. Astrid, con aire ausente y los rasgos como disueltos por el sufrimiento, gira un botón invisible; silencio. —Astrid. ¿Qué es? Nunca había oído esto... este silbido de tempestad encadenado por una fidelidad, esta violencia prosternada... La explosión de una armonía sobrenatural... (consulta un programa). ¡Ah! es cierto, Stella me había hablado de ello: es la transcripción sonora del movimiento de los planetas en nuestras colonias de la constelación de la Lira... La música de las esferas... (Con un movimiento de cansancio y de rebelión). Oigo el canto de las estrellas, la voz del abismo, pero en ese abismo que es el corazón de mi niña, ya no oigo nada... Simón entra. ESCUNA II Simón, después de un silencio, ansiosamente. —¿Entonces? —Astrid. Siempre lo mismo. Ha leído mucho esta mañana. Siempre los mismos libros. No me atrevo a quitárselos: todo su veneno ha entrado en ella... Creo que ha adelgazado más... Ya no tengo esperanza.
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consolidar el futuro, para que los límites y las miserias de ayer no repercutan sobre el mañana. Hemos vencido y la hora de la reconciliación ha sonado. Mientras el pasado se oponía a nuestra marcha, sí fue necesario descuidar o maltratar esas raíces que nos traían más trabas que savia. Pero una victoria es perfecta sólo si transforma al vencido en aliado. Y es lo que vengo a anunciarle. Amanda, con voz ausente. —¿El pasado? Ya no estoy en él... —Weber. Impregna toda su alma. Usted sólo ama a los muertos, llora sobre la injusta fatalidad que condena a la nada a esos miles de millones de seres que nacieron antes que nosotros. Y usted está en la verdad: nada está hecho mientras queda algo por hacer y si la justicia no es absoluta, si no reina sobre todos los tiempos y sobre todos los espacios, no existe. Su corazón ha mostrado el camino a nuestro espíritu: el más maravilloso de los arranques germinaba en su retroceso; al hundirse usted en el pasado, usted anunciaba el porvenir, su sufrimiento era la columna de fuego que guiaba nuestra marcha. Escúcheme bien, Amanda. Y todos ustedes, ahórrenme las explicaciones técnicas. Con nuestros colegas del grupo Tiempo-Espacio-Luz, hemos perfeccionado una fórmula que nos permitirá remontar la cuesta del tiempo, reinsertar el pasado en el presente, traer de vuelta a la plenitud de la existencia a todos los hombres engullidos en la tierra y en la noche. ¡La resurrección de la carne! Era la última cima por escalar para elevar la realidad al nivel de las promesas simbólicas de los antiguos dioses. Hemos forjado la Trompeta — no del juicio final, sino de la reconciliación universal-, cuyos acentos van a hacer estallar la piedra ciega de los sepulcros. Habíamos arrancado a la muerte sus presas futuras. Era sólo una
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vida, el otro para regresarla de la muerte. ¿Puedo ir hacia ella? —Astrid. Más vale quizás traerla aquí. Siempre le ha gustado este cuarto en donde hemos vivido ¡untos. La vista es más bonita desde aquí que desde su habitación. Vamos a buscarla cada mañana: se queda algunas horas frente a la bahía. Stella está con ella. Helios, ¿quiere usted ir a ayudarla? —Helios. No daré ni un paso. Espero a que ella me reconozca. —Simón. Yo voy... El sale... Largo y pesado silencio. Luego entran Simón y Stella llevando un sillón de enfermo en donde está recostada Amanda. Está extremadamente pálida. Sus ojos ensanchados y radiantes inundan su rostro con su luz. Gira lentamente la cabeza a la derecha y a la izquierda, luego su mirada se detiene sobre Helios, quien la contempla sin hacer un movimiento. Stella voltea la cabeza para llorar. ESCENA IV Weber. Dominando difícilmente su emoción y con una voz que se endurece por grados. —Hija mía, todos los que están aquí la aman. Comprendemos su desamparo. Pero sepa que su angustia habrá sido para nosotros un reproche y también una exhortación, un estimulante, una especie de luz profética que dirige la acción. Pensé desde la primera hora que sólo podríamos curarla dándole lo que desea. Hemos colonizado el universo, hemos desarmado el porvenir arrancándole el antiguo aguijón de la muerte. Todo el espacio nos pertenece: en cuanto al tiempo, sólo tenemos una mitad bajo nuestro imperio; tuvimos que luchar en contra del pasado para
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—Simón. Yo, tengo esperanza. Hemos vencido a enemigos más temibles. Siempre obtiene uno lo que espera sin flaqueza. —Astrid. Lo sé, y es a esto a lo que le tengo miedo. Hemos deseado con todo nuestro ser alejar a la muerte y navegar hacia los astros, y la realidad se moldó a nuestros deseos. Es la muerte lo que ella desea, y la muerte vendrá: ella la crea al llamarla. —Simón. La rechazaremos. Miles de millones de seres inmortales están ligados contra ella. Y ya la hemos matado... —Astrid. ¿Matado? No, dormido. Se despierta, ha escogido el alma de mi hija para despertarse. —Simón, No es un despertar. Es un espasmo tardío de la bestia degollada. Amanda no morirá, no puede morir. Ella sueña su muerte: es ella a quien vamos a despertar: arrancaremos esta pesadilla de su alma. —Astrid. Palabras, palabras... Tú no la ves como yo la veo, tú no la quieres como yo la quiero. Los vivos responden a los vivos: mis llamados la dejan muda, ya no escucha más que a los muertos. Ya está muerta en la raíz de sus deseos, y su cuerpo seguirá a su alma: la materia está hecha para obedecer, lo sabes bien... ¡Ah! es espantoso,.. ;Te acuerdas? ¡Cómo lloramos de alegría cuando nació, de esta alegría sin límite y sin rescate por haber dado a luz a la primera inmortal! ¡Con qué fervor contemplamos esos ojos sagrados que un pacto eterno ligaba a la Luz! ¡Qué escollo nos esperaba bajo esta falsa transparencia! igual que los más miserables de nuestros antepasados, nos habíamos embriagado de promesas celestiales, pero no eran más que promesas: este cielo, lo hemos escalado... ¿Por qué? ¡Pata cavar, para nutrir una nueva tumbal —Simón. ¿Por qué clavar nuestros temores sobre el porvenir? La salvaremos. En los tiempos cuando la muerte era fatal, oí a
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esposas y madres, aferradas a la esperanza como tú a la angustia, decir en la cabecera de un agonizante: mientras hay vida, hay esperanza. —Astrid. ¡Esperanza para la muerte, sí! La única espera siempre colmada, rebosante como las tumbas... (Un silencio). Ni siquiera tendré el recurso, como las madres de antaño, de soñar que la volveré a encontrar en el seno de un Dios. Soy inmortal, yo, la habré perdido para siempre, no tendré ni siquiera una mentira para consolarme... ¡Ah!, ¡esta muralla que hemos levantado entre nosotros y la muerte, si no es impenetrable, si la garra invisible de un Dios puede atravesarla para quitarme a mi niña, más vale que se derrumbe enteramente! —Simón. Te dije que la salvaremos. Weber trabaja sin parar. Está lleno de confianza. ¿Pero sabes? no es ella quien más me preocupa, es Helios. Acabo de dejarlo: me asustó. ¿Y por qué ya no viene a verla? En él es donde está la primera fuerza que la amarra a la vida. —Astrid. Es por esto que ella lo rechazó. Esos muertos que habitan en su alma estaban celosos de él. Ahora ella ha escogido: él ya no puede nada para ella. Ya ni siquiera lo rechaza, lo ignora. Se despertó de él como de un sueño. —Simón. Y él también no es más que un sueño ya. Te lo repito: él me espanta más que ella... Temíamos, cuando los dimos el uno al otro, que ella se convirtiera en su reflejo o en su satélite, y es lo contrario que sucedió, ella es quien lo arrastra cu su huida hacía atr ás, y quizás él la precede ya en esta pendiente
donde se deslizan hacia la oscura infancia de los hombres. Su mal es menos visible, lo siento más interior. Casi no habla ya, también lee esos viejos libros donde están anotados los vagidos de la humanidad y los interpreta como revelaciones divinas, y lo que más me preocupa es que, como sólo piensa en
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perturbaciones en los grados inferiores, los registra bajo la forma de sentimientos de insatisfacción; desea cambiar de estado, y ese deseo de más allá del cual usted busca el origen en un Dios desconocido, es sencillamente el deseo de ir más allá de lo que molesta al alma, es decir curar. Hacemos dioses proyectando nuestras lagunas en el cielo. El hombre cuyas entrañas cansadas rechazan todos los alimentos reales siempre puede soñar con alguna comida ideal que le volvería el apetito; este deseo no basta para hacerla existir. Una brecha que se abre en lo posible, y anhelos imposibles la llenan en seguida con su humo: la locura de Amanda no tiene otra causa ni otro significado... —Helios. Lo entiendo a usted. He trabajado con usted, he pensado como usted. Usted, no me puede comprender. Los dos vemos las mismas cosas. Pero no tienen el mismo sentido. En este universo cuyas fuerzas toda le obedecen, usted encuentra el calor de una patria, yo siento el frío del exilio. Lo que nos separa es más que el espesor de un mundo, es la inagotable distancia entre el mundo Dios. —Weber. Viejos juegos de la razón pura, tan fáciles como vanos... Es más fácil imaginar un Dios que domesticar un átomo. —Astrid. ¡Otra vez palabras! ¡Pero qué están haciendo pues! Usted que podría salvarla por medio del amor y usted por medio de la ciencia, han consentido los dos en su muerte. —Simón. Tú también has consentido. Tu abatimiento... — Astrid. Desespero, no consiento. Mi desesperanza, es rebelión aplastada... —Weber. ¿Quién le habla de desesperanza? Todavía tengo un remedio. Y, si fracasa, un segundo. Uno para traerla de vuelta a la
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no forma un siempre. Ustedes han conquistado lo ilimitado, han perdido lo infinito. Han abierto todas las puertas, pero la puerta única se cerró... No, la muerte de los hombres no es un accidente de la naturaleza: es un castigo y una promesa. Ustedes se han substraído al castigo y la promesa se ha hundido como una fruta enferma. Es el gran pecado final que viene a sellar el pecado del origen, es el Omega del repudio. Todos los hombres vivos a esta hora están infectados con él y desnaturalizados, y ese pecado, ningún Dios bajará del cielo para absolverlo con su sangre. Sin embargo, la muerte de Amanda es la señal que Dios regresa... —Weber. Usted me divierte con sus historias de más allá y de puertas cerradas o abiertas. Es un juego absolutamente gratuito el imaginar un más allá maravilloso en lo que sea: el vacío y la nada no protestan. Esos escapes imaginarios tenían un sentido cuando los hombres se ahogaban bajo el peso de sus adversidades y la opresión de sus límites. ¿Pero dónde está el lugar del más allá para quien posee el universo? —Helios, En el vacío que cava en él la posesión del universo. En el grito sin respuesta que vuestra dicha perfecta le arranca. Un solo ser insatisfecho y vuestro paraíso se cambia en infierno... Weber, irónico. —Es lo que les sucedió a los ángeles rebeldes en la mitología cristiana. El acontecimiento les mostró que estaban equivocados. Y en cuanto a esas almas insatisfechas que bostezan hacia Dios, parece usted haber olvidado lo que nuestros hijos saben desde su primera lección de antropología: que no hay más almas que cuerpos, sino síntesis más o menos complicadas, más o menos perfectas, y niveles en el interior de cada síntesis. El nivel mas elevado corresponde a lo que usted llama el alma. Si se producen
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ella, está como insensible a su indiferencia. Hay una luz extraña en su mirada cuando le hablo de ella; parece que ya la posee en otro mundo, que prepara su alma para unas bodas desconocidas. Y lo peor —quisiera que fuese una ilusión—, es que me parece a veces, cuando lo sorprendo, perdido en su propia ausencia, que interrumpo un rezo. —Astrid. Lo envidio. Mi llaga no secreta este bálsamo de la ilusión. Está desnuda para la eternidad. Helios y Weber entran: Helios muy cansado, los rasgos apagados, con una transparencia misteriosa en la mirada. Weber preocupado, pero endurecido en una actitud de lucha. ESCUNA III —Simón. ¡Y bien! ¿Esos nuevos rayos? —Weber. Estoy desconcertado. Los rayos actúan. Los pensamientos, los sentimientos que queremos inspirarle penetran en ella, pero chocan contra no sé cuál pared de rechazo, lo cual anula su efecto; su vida interior está tomo desdoblada: la parte enferma resiste, cerrada y hostil, a los movimientos de la parte sana. Es una astilla de pasado hundida en el corazón de su ser, la cual infecta poco a poco todo el presente. Tengo vergüenza de confesarlo: hay allí un punto de sombra, un núcleo de desconocido que no llego a comprender. Astrid, con violencia y terror. —Vaya usted hasta el final. ¿Cree que se va a morir? —Weber. No quiero mentir, lo temo. A menos que dentro de poco... Estamos buscando: es una carrera entre la ciencia y la muerte. (Con voz concentrada): ¡pero si debemos de ser vencidos, será la última vez:
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—Astrid. ¡La última tumba que se abre para la primera inmortal! Los demás, todos los demás vivirán eternamente. ¡Y es sobre nosotros, sólo sobre nosotros que se desplomará el horror único de esta desesperanza! —Helios. Si ella muere, si este navío sin defecto se hunde en este mar sin tormenta, es que la muerte no es, como lo habíamos creído, una imperfección o un accidente: es el grito, el deseo supremo del ser, ese naufragio es nuestro puerto, esta disolución nos regresa a la unidad. —Weber. Helios, ya no quiero discutir con usted, su amor lo extravía. —Helios. ¿Compartirlo todo con lo que uno ama, es esto extraviarse? —Weber. Amar a un loco, no es casarse con su locura, es luchar hasta el final para curarla. —Astrid. ¡Cómo la quiere usted! Me duele el pensar que ella ya no lo quiere. —Helios. Lo que ella rechaza en mí, es esta prenda, esa máscara de inmortalidad robada a un Dios demasiado paciente. Cuando la haya arrancado, cuando ella vuelva a encontrar a la creatura desnuda, cuando sepa que yo también voy a morir, nuestras almas se volverán a encontrar. Prefiero su amor a vuestra inmortalidad. —Simón. ¿Prefiere mejor seguirla que salvarla? —Helios. Me salvo al seguirla. Y ya no tengo elección. Se sabe que se está en la verdad cuando ya no se puede escoger. —Weber. Usted cede al viejo instinto de muerte que la fatiga animal del hombre segregaba antaño. —Helios. La muerte me atrae. Ella es la meta. —Weber. Antes de nosotros, no había meta. Apenas caminos, siempre mal trazados, siempre truncados. La muerte, en donde usted ve no sé cuál alquimia sobrenatural y divina, es el más trivial de los
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fenómenos biológicos. Las plantas, los animales mueren. ¿Cree usted que un Dios recoge sus almas con su manguilla? La muerte no es un misterio: durante mucho tiempo fue un hecho, una consume si usted quiere, una ley que hemos abrogado como la guerra, la enfermedad, la gravedad y las demás servidumbres de la naturaleza. —Helios. Si la muerte no es más que un fenómeno biológico, ¿por qué penetra en un cuerpo inmortal? ¿Amanda muñéndose, es esto un accidente de la materia? ¿Ha visto usted morir animales de un deslumbramiento de lo imposible, de un sueño de belleza que hacía añicos sus límites? Podía uno dejarse engañar antaño. El cuerpo desgastado abandonaba el alma ávida de vivir más; ahora es el alma ávida de Dios la que abandona un cuerpo inmortal. ¡Esta agonía absurda, imprevisible, sobre la cual usted no puede nada, usted que lo puede todo, es el sobresalto de un Dios que rompe sus cadenas, es la cara de luz de la muerte que se quita el velo! —Weber. Es pasado mal cicatrizado que sangra y se infecta. Ningún misterio que adorar, un simple problema por resolver. No sé, sabré. —Helios. Usted no sabrá jamás. Lo que es divino está fuera de vuestras dimensiones y de vuestras conquistas. Siempre habla usted del pasado: usted mete allí todo lo que le molesta igual que proyecta en el porvenir todo lo que espera. Usted es incapaz de salir del tiempo. —Weber. El tiempo lo da todo, a condición de adaptarse a su curso, cié no retroceder como usted. —Helios. Yo no retrocedo hacia lo que fue, remonto hacia lo que permanece. La eternidad estaba abierta para los hombres de antaño. Ustedes la taparon al robar el porvenir a Dios. El mañana es de ustedes, pero la continuación innumerable de los mañanas
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—Astrid. ¿La verdad? El dolor me ciega. Todo es noche en mí. No distingo nada en estas tinieblas. Ya no puedo escoger. —Helios. Puesto que usted sufre, ha escogido. Los Dioses no sufren. Nos hemos convertido de nuevo en creaturas... —Stella. Helios, sálveme. No veo nada más allá de la muerte. Dudo de todo y de mí misma... —Helios. Tú también escogiste puesto que dudas. La duda es fe herida. Hombres, por fin somos hombres, con sus miedos, sus esperanzas, sus dudas, su ternura y su miseria. La parodia divina se ha derrumbado: Dios ha regresado junto con la muerte. El doble, avanzándose bruscamente con ademanes de extravío. —¿Y yo? ¿Qué voy a escoger? ¿Y qué soy? ¿A dónde debo ir? Estoy viva y estoy muerta. No tengo padre en la tierra. No tengo padre en el cielo. ¿Creen ustedes que halla lugar cerca de vuestro Dios para el simulacro de un alma? ¿Una tumba incluso querrá de mí? —Helios. Eres la encarnación inocente del crimen de los hombres-dioses, el sacrilegio convertido en vida y pensamiento, y quizás, quizás su víctima expiatoria. Si sufres por no ser, eres. Pero que seas sueño o realidad, ¡qué Dios tenga piedad de ti! Reza con nosotros. Se arrodilla. Todos lo imitan, salvo Weber. El doble subyugado se arrodilla también. Largo silencio. —El doble. Era ella... La verdadera, la única... ¡Oh! ¿Quién me libera? Me fundo en ella como ella en Dios... Tengo un alma puesto que me muero... ¡Adiós para siempre! El doble desaparece como absorbido por la luz.
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ESCENA VII Astrid, contemplando el lugar donde el doble de Amanda se desvaneció. —Dios me habló. Creo. Quiero morir como ella... —Simón. El tiempo del hombre ha terminado. Dios ha perdonado puesto que mata. —Stella. El cielo invisible se me aparece: la estrella única brilla bajo sus ojos cerrados... —Helios. Mis bien amados, estamos salvados... Weber, crispado y mirando también el lugar donde desapareció el doble. —Veo el mecanismo de vuestro milagro. Es la irradiación de vuestro delirio, son las ondas dañinas que salen de ustedes las que han penetrado en ella como un acido y que la han disuelto. Era demasiado nueva, demasiado receptiva para resistirlo. Ustedes asesinan el porvenir... —Helios. Abrimos la puerta a la eternidad... —Weber. ¡Ya basta! Hay que matar el contagio en el huevo. No me esperaba esta rebelión de los hombres-dio-ses. Ustedes me forzan a aniquilarlos igual que el Dios de vuestros sueños fulminó a los ángeles rebeldes. Amantes de la muerte, vuestros deseos serán cumplidos. Prepáren-se, dentro de tres minutos ya no existirán. Todos, en una sola voz. —Gracias. Weber sale.
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ESCUNA VIII Todos se arrodillan en silencio. Helios, rezando. —Dios desconocido, reciba vuestra imagen. Pero ten-ga piedad de todos los hombres. Haga que la muerte no muera con nosotros. ¡Qué baje sobre nuestros hermanos como la lluvia sobre el desierto, como el perdón sobre el pecado! ¡Qué ella sea el perro fiel que le trae de vuelta al rebaño! (Besa la mano de Amanda). Helada ya... ¡Oh! Tú que has buscado a Dios más allá de los paraísos... Un inmenso resplandor deslumbrante llena la sala. Cuando se disipa, todo el mundo ha desaparecido. ESCUNA IX Weber, en el umbral de la sala. —Era necesario. La nada también debía tener sus mártires... (Los ojos bajos y con voz ensombrecida). ¿Usted que me forzó a matar, cual Dios me dará el coraje de vivir? TELÓN.
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