G A B R IE L
M A R C E L
FILOSOFIA PARA UN TIEMPO DE CRISIS
EDICIONES GUADARRAMA L o p e d e R u ed a , 13
Fue publicado este libro por LIBRAIRIE PLON,
París, 1968
con el título POUR UNE SAGESSE TRAGIQUE ET SON AU-DELA
H: * * Lo tradujo al castellano FABIAN GARCIA-PRIETO BUENDIA
* * * Portada de JE S U S AL BA RR AN
©■ C o p y r i g h t b y EDICIONES GUADARRAMA, S. A.
Madrid, 1971 Depósito legal: legal: M. 26076.— 1971 1971 P r i n t e d i n Sp Sp a i n b y Eosgraf,
S. A . - Dolo res, 9
- M a d r id id
O n v - rj í
t
C O N T E N I D O
I
P r e f a c i o ..................................................................................... ¿Q u ép u ed e esp er a r se d e l a f i l o so f ía ? ................... L a r e sp sp o n s a b i l i d a d d e l f i l ó so so f o en e l m u n d o a c t u a l . El hum an ism o a ut é nt ico y sus supu supu estos exist en- c i a l e s ................... ................... ................................................................. E l s er er a n t e el p eenn s aam m i en t o i n t e r r o g a t i v o ................... ................... V er er d a d y l i b e r t a d ................................................................. ......................................... V er d a d y si si t u a ci ci o n es es c o n c r e t a s ......................................... M i m u er er t e y y o ..................................................................
59 77 123 139 15 7
..................................................
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E l h o ?n ?n b r e a n t e su f u t u r o ................................................. .................................................
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Pasión y sabi dur ía en el cont ext o d e la fi l oso fía e x i s t e n c i a í.............................................................................
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.................. Para u na sabi du ría t rágica y su más a l l á
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El encuentro con el mal
ii •
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PREFACIO
!¡
< I
De este libro que ahora presento al público creo poder decir, en primer lugar, que representa la imagen de toda mi obra: es incluso rigurosamente homólogo. Esto significa, ante todo, que consiste en un conjunto de investigaciones, y que, sin duda, se cometería un error al juzgar necesario o simplemente posible descubrir en él la estructura de un sistema. Naturalmente, esto no quiere decir que no exista una convergencia entre todas sus indagaciones: incluso podría afirmarse legítimamente que la obra presenta una verdadera identidad en cuanto a su imantación; creo que se impone este término, esta metáfora. Pienso que el lector se dará cuenta de hallarse en presencia de un cierto campo que no puede ser circunscrito, puesto que se abre hacia lo infinito. Esta apertura resulta aquí esencial. Pero este campo está como recorrido por corrientes. Cada una de las conferencias que componen la obra corresponde a una de estas corrientes y, en suma, a un cierto tipo de interrogación apasionada. Esto es de tal manera verdad que la obra podía haber llevado el título con el que fue presentada mi comunicación a la Sociedad de Filosofía: El ser ante el pensami ento int errogati vo. Pero este título habría presentado el defecto de que, al poner el acento en lo que sin duda hay en él de más profundo, también se habría puesto de relieve el Jado más abstracto de estas investigaciones, que se refieren, ante todo y centralmente, a la situación del hombre actual, víctima de una mutación que seguramente arranca de su origen, pero que al mismo tiempo le expone a una inmensa desorientación. El término situación cobra aquí una importancia básica, y, por tanto, vale la pena explicar en qué sentido.
Prefacio
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Desde hace cerca de veinte años no he dejado de rebelarme contra la etiqueta de existencialista cristiano, que me fue aplicada primero por Sartre y después por innumerables vulgarizadores. Desde entonces no he desperdiciado ninguna ocasión para subrayar la diferencia que conviene mantener entre una búsqueda filosófica asentada sobre la existencia y una doctrina que pretende conferir a ésta una verdadera primacía en relación con la esencia. He dicho incluso que la esencia se me aparecía como debiendo constituir el lugar de una meditación renovada, por mucho que se pueda soñar en relegarla, hasta no se sabe qué esfera subalterna. Nos encontramos ante una filosofía de la luz a la que me he referido a menudo desde el día en que me surgió, como en un destello, la idea de una l uz qu e siente la al egría d e ser l u z . En esta perspectiva, ¿cómo no habría de pregun tarme si la esencia debe ser considerada como un modo de la iluminación o, si se prefiere, del iluminante, lo cual permitiría resistir a la perpetua tentación que emana del pensamiento objetivante? Por lo demás, creo que hace ya mucho tiempo que fui orientado en esta dirección por las profundas ideas de Hocking tal y como se presentaban en su gran obra sobre la Significación de D io s en l a experi encia huma na.
Llegado a la avanzada edad en que me encuentro, me vuelvo con una gratitud indefectible hacia este pensador, desconocido por así decir en Francia y al que no me fue dado conocer personalmente hasta 1960 , mientras que mi primer contacto con su obra data de 1913. Si fue a él, al mismo tiempo que a Bergson, a quien dediqué mi D ia ri o metafísico * en 1927, sigue siendo su nombre el que quiero escribir al principio de este libro, porque después de las charlas que sostuvimos en dos ocasiones en su retiro campestre de New Hampshire, no dudaré en decir que a mis ojos nadie ha encarnado tan perfectamente la idea del filósofo, tal como aparecerá preci* Ediciones Guadarrama, 19 69-
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sada en algunas de las páginas que siguen. Sólo quiero hacer observar que se encuentra colocado, poco antes de la desaparición de Royce, en la confluencia del pensamiento americano ilustrado por James y Whitehead y de la fenomenología husserliana. Excúseseme este paréntesis no premeditado. Se tralía por mi parte de una inclinación que la vida no ha cesado de alimentar y fortalecer y que me lleva a reconocer mis deudas. Quiza convenga añadir que en un momento como éste, con el estructuralismo y otras modas de pensamiento que empiezan a proliferar y que me son extrañas, experimento espontáneamente la necesidad de ligarme a aquellos que, hace ya mucho tiempo, depositaron en mí la semilla de lo que iba a ser mi búsqueda;^ Al decir esto pienso en Hocking y en Bergson, cuya palabra parece que oigo todavía resonar, desde el fondo del pasado, discreta y electrizante a la vez. Cerrado este paréntesis, quizá convendría decir, o al menos indicar, cómo una filosofía de la luz puede poner el acento en situaciones consideradas en lo que tienen en sí mismas de específico. Podría decirse que la situación en la que el ser humano se encuentra comprometido consiste en una particular manera de estar expuesto a la luz de la verdad. Pondré un ejemplo que ya he desarrollado en V e r d a d y l i b er t a d : durante la sublevación de 1956 los húngaros reaccionaron violentamente porque ya no podían soportar las mentiras extendidas por la prensa oficial (única tolerada en su país). Qué puede decirse sino que se encontraron frente a una situación en la que vieron con claridad el estado de degradación al que los opresores pretendían reducirles, y fue a partir del momento en que tomaron t conciencia de ello cuando se rebelaron. No obstante, quiero evitar un malentendido: la noción de exposición a la que me refería anteriormente no debe tomarse en la acepción que tendría si se tratase, por ejemplo, de una planta que aparece (equivocadamente por lo demás) como relativamente inerte con res
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Prefacio
pecto a la acción externa que se ejerce sobre ella. Es manifiesto que la verdad, entendida como una luz, no puede ser considerada como un agente que actúa sobre un ser relativamente pasivo. La verdad no es tal más que si es reconocida, lo cual supone un movimiento de la atención dirigido hacia ella. En mi D i a r i o m e t a f i s i c o hice hincapié precisamente sobre este papel central e incluso primordial de la atención, y muchos de los textos que se presentan en este volumen podrían sin duda ser reinterpretados a la luz de una teoría de la atención que, lo reconozco, queda probablemente demasiado implícita. Sin embargo, es evidente, como por lo demás ya lo vieron numerosos filósofos, incluido Bergson, que entre atención y libertad existe una relación de la mayor intimidad. Esto es lo que parecen ignorar aquellos que, como Sartre, interpretan fundamentalmente la libertad como carencia o privación. Me atrevería a decir que mi facultad de atención da la medida de mi libertad, y esta fórmula presenta la ventaja de poner en evidencia el hecho central de que la libertad no se deja disociar sino arbitrariamente de una cierta referencia a lo real y, en definitiva, a la encarnación. Dudo mucho de que la palabra libertad siga teniendo sentido si pretendemos aplicársela a un ser que suponemos omnisciente y, por este hecho, como exento de encarnación. Quizá convendría extraer de aquí alguna conclusión sobre las relaciones entre finitud y libertad, presentándose aquí la finitud como el campo — forzosamente circunscrito— donde se ejerce la atención. Contrariamente a Spinoza y a los pensadores que proceden de él no es sobre el carácter negativo de la determinación sobre el que he creído mi deber insistir, sino sobre su aspecto positivo. Por otra parte, esto está ligado a la manera en que, a lo largo de todo mi periplo filosófico, he intentado aproximarme al ser. En relación con este punto, conviene conceder una importancia particular a mi comunicación dirigida a la Sociedad de Filosofía:
Prefacio El ser ante el pensami ento int errogati vo. Nos encontra-
mos aquí en los antípodas de cualquier filosofía que pretenda apoyarse sobre una intuición o incluso sobre una afirmación previa del ser. Por el contrario, el ser se presenta como no pudiendo ser más que aproximada y siempre muy imperfectamente desvelado. Esta posición prudente, discreta, implica el no dudar en conceder un puesto principal a la humildad considerada como virtud metafísica primordial, por oposición a la h i b r i s panlógica de Heg el. Y aquí aparece la desconfian za hacia lo global que ha marcado muchas de mis andaduras en órdenes diversos. Se enraíza aquí también una crítica de la idea de totalidad, que se emparenta quizá bastante directamente con la desarrollada por William James en su período pluralista. Desde luego, no hay que llevar esta aproximación demasiado lejos: el pluralismo propiamente dicho siempre me ha parecido digno de desconfianza en la medida en que permanece en el plano de la yuxtaposición, lo cual viene a decir que se hace tributario de cierta representación óptica que siempre he intentado superar. Volviendo ahora a lo dicho anteriormente sobre la atención y la libertad en mi obra, diría que están presentes en la crítica de lo compl eta mente natural, que caracterizaba mis pasos en la época de mi primer D i a r i o metafisico. Hago alusión aquí a las observaciones sobre el propio cuerpo y sobre la sensación, que fueron el origen de mi pensamiento existencial. Lo completamente natural es aquello a lo que se está tan habituado que / siquiera se le presta atención. Por otra parte, también aparece aquí la conexión, que siempre había presentido, entre la vocación del filósofo y la del poeta. Sin embargo, se impone una reserva que sería peligroso omitir: si el filósofo, como el poeta, tiene que hacer una llamada a laspotencias de la admiración, que encubren en la mayoría de los hombres hábitos y prejuicios, se le impone una tarea complementaria que le es propia y que consiste en mantener en
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Prefacio
vigilante ejercicio las facultades de discriminación, pues en caso contrario se corre el riesgo de caer en la peor de las confusiones. Todavía se estaban redactando estas páginas cuando estallaron los trágicos acontecimientos de mayo, y no creo poder dispensarme de precisar mi actitud en presencia de lo que fue quizá el comienzo de una revolución. Y digo quizá porque al escribir estas líneas me es imposible no sólo prever cuál será el futuro del movimiento, sino ni siquiera el dar un diagnóstico irrefutable sobre su naturaleza. Lo que es necesario decir ante todo, en mi opinión, es que en la medida en que tiende a la ubicuidad, la protesta corre el riesgo de perder todo significado y hundirse en un infantilismo de desorden y de reivindicación. Declarar que se quiere destruir la sociedad de consumo es proferir un sinsentido, es hundirse, me temo, en un dadaísmo de la acción contradictorio en sus tér j min os. Lo que sigue siendo indiscutiblemente valedero en el movim iento de mayo — doy de lado a propósito el m anifiesto del 22 de marzo— es la denuncia de una esclerosis que amenaza a todas las estructuras universitarias. Nadie puede poner en duda que se impone una revitali zación, y esto en unas condiciones muy penosas por sí mismas y que se hacen más difíciles todavía por el estado de anarquía que se extiende por todas partes. Algunos, entre los cuales puede citarse a Paul Ricoeur con sus artículos de «Le Monde», tenían sin duda razón al poner en cuestión y al considerar con nuevos ojos la relación general entre docencia y discencia. Pero no vacilaré en decir que puede resultar muy imprudente e incluso peligroso inspirarse a este respecto demasiado directamente, y menos aún sistemáticamente, en ciertos puntos de vista expuestos por Jaspers, a¿í como proponer una interpretación demasiado estrictamente existen cial de esta misma relación. Me inclino a pensar que para salvar lo esencial, es decir, el saber en su integri-
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dad, sería mejor referirnos a las instrucciones platónicas. Ciertamente, hubo un tiempo, estoy convencido de ello, en que fue necesario hacer valer los derechos o simplemente proclamar la especificidad de la existencia frente a ciertas invasiones intelectualistas. Actualmente, frente a lo que designaríamos mucho menos como un romanticismo que como una desviación nihilista de jóvenes desorientados, conviene no vacilar en tomar conciencia cada vez más clara y firme de las constantes que se transparentan cada vez con mayor nitidez en las grandes épocas de la civilización. Si hay lugar para preconizar actualmente una sabiduría trágica, como yo intento hacer en este libro, es ante todo en razón de unas amenazas que pesan sobre una] humanidad superada por sus propias creaciones, por el desarrollo hiperbólico, no sólo de las técnicas, sino de un pantecnicismo que a fin de cuentas desemboca en el vacío. Pero aquí el vacío es el nihilismo, tal como lo vio Nietzsche con gran claridad en su época de mayor lucidez. Soy de los que piensan que es recurriendo a Nietzsche, más que a Marx y a sus epígonos, como podemos obtener una explicación última, que en estos momentos se impone, y que es, en definitiva, en la línea de esta explicación necesaria donde se inscribe la indagación cuyas primicias podrán hallarse aquí. G a b r ie l
M a r c el
Miembro del Instituto de Francia
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¿Q U E P U E D E ESP ER A R SE D E L A FILOSOFIA?
Comenzaré por una observación que me parece importante. Sería completamente ilusorio imaginar que a esta pregunta: « ¿Qué se puede o qué se debe esperar de la filosofía?» pueda dársele una respuesta considerada como válida por cualquier filósofo, como podría ser el caso para una disciplina científica cualquiera, o a j o r t i o r i para una técnica. La verdad es que las palabras «cualquier filósofo» probablemente no tienen más sentido que si decimos «cualquier artista» o «cualquier poeta». En otros términos, es preciso reconocer de la manera más explícita que tanto la filosofía como el arte o la poesía suponen en su base lo que podría llamarse un compromiso personal, o incluso, en un sentido más profundo, una vocación. Tomo la palabra vocación en su |acepción etimológ ica. La f ilosofía , tomada en su fin alidad esencial, no creo que pueda ser considerada más íque como una cierta respuesta a una llamada. No hay que sorprenderse de que, como ocurre con las demás actividades humanas, la filosofía pueda desnaturalizarse, pueda degenerar en una especie de imitación más o menos caricaturesca de sí misma. Y lo puede tanto más cuanto que la filosofía es aún tratada como materia de examen. En Francia, especialmente, donde existe un curso de filosofía, un bachillerato de filosofía, el profesor encargado de la preparación de este examen corre el riesgo de proceder como sus colegas de historia, de ciencias naturales, etc., afanándose por poner simplemente a sus alumnos en condiciones de responder a las preguntas, escritas u orales, que les serán formuladas en el curso de las pruebas a las que tendrán que en
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f i l o s o f í a p ar a un ti em p o d e crisis
frentarse. Con respecto a este proceder, la palabra espantoso traduce de una manera muy exacta esta especie de relleno del que no es suficiente decir que no tiene ninguna relación con la filosofía, sino que incluso. hay que afirmar que es exactamente todo lo contrario. Naturalmente, es posible que los encargados de la enseñanza de esta materia, en su origen, hayan escuchado la llamada de la que hablé y cuya naturaleza sería interesante precisar. Es posible, pero no es seguro. Y por otra parte, no es dudoso que muy a menudo esta tarea, cada vez más fastidiosa, recubra en el profesor la chispa inicial como si se tratase de una especie de ceniza. Por lo demás, esto no es algo totalmente inevitable. He conocido profesores que supieron mantener intacta esa especie de ardor muy particular, a falta del cual la filosofía se reseca, se desvitaliza, se pierde en palabras. La cuestión debería considerarse también desde otra perspectiva, desde el punto de vista del alumno o discípulo. La verdadera relación filosófica, tal como Platón no sólo la definió, sino que la vivió de una vez por todas, es una llama que despierta otra llama. Pero todo puede suceder en tal dominio. Puede resultar que, a través de una enseñanza relativamente seca, un muchacho, para quien la filosofía existe como potencialidad, descubra pese a todo esta realidad a la cual aspira, y a la que yo diría que pertenece de alguna manera sin saberlo. Hasta cierto punto puedo referirme aquí a mi experiencia personal. Yo tuve como profesor de filosofía a un hombre de vasto saber y cuya enseñanza se distinguía por su notoria claridad. Pero al considerar esta enseñanza desde lejos y con toda objetividad, estoy obligado a reconocer que estaba desprovista de esa pasión, de ese calor inspirado sin el cual me atrevería a decir que una enseñanza filosófica no tiene vida. Sin embargo, mi apetito era tal que, desde la primera lección, comuniqué a mi familia que había encontrado mi camino, que yo sería filósofo, y esta certidumbre nunca se vio desmentida.
¿Qué puede esperarse de la filosofía?
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En estas condiciones no se trata para mí de decir cuáles son las conclusiones a las que una encuesta sobre la cuestión inicialmente planteada y llevada sobre bases muy amplias debería conducir. Poco forzaría mi pensamiento al decir que la noción de encuesta, no obstante no confundirse con la de búsqueda, es sin duda bastante extraña a los filósofos en cuanto tales. A decir verdad, corro el peligro de despertar en el espíritu de mis lectores una objeción previa. «Al insistir como usted lo hace — me dirán quizá— sobre el papel del compromiso personal en la actividad filosó fica, ¿no se arriesga a quitar a ésta todo alcance objetivo para convertirla en un juego abandonado a los caprichos de la individualidad?» Es absolutamente necesario hacer frente a esta objeción para disipar de una vez una confusión que conduciría a los peores malentendidos. Esta confusión reposa sobre la propia idea de subjetividad. Quizá se apreciará más claramente si concentramos nuestra atención sobre el arte, que, en ciertos aspectos, se halla en una posición comparable a la de la filosofía. Es evidente que en el origen de una obra de arte encontramos — o así lo suponemos— la existencia de una reacción personal, una manera original de responder a las llamadas múltiples, y de alguna manera desarticuladas, que el objeto dirige a la conciencia del sujeto. Pero no es menos cierto que esta reacción subjetiva no presenta por sí misma ningún valor artístico. Este valor no aparece más que con las estructuras que se constituyen a través de lo que nosotros llamamos el proceso creador y que vienen a proponerse a la apreciación, no sólo del sujeto, o sea el artista, sino de los demás contempladores u oyentes posibles. Ciertamente, sería imprudente hablar aquí de universalidad en un sentido e x t e n s i v o : estas estructuras seguramente no podran ser apreciadas y menos aun íeconocidas p o r t o d o e l m u n d o . Pero también t o d o el m u n d o resulta ser un concepto vacío e inaplica-
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Filosofía para un tiempo de crisis ^
ble. Recuerdo muy bien todavía que, en la época en que la música de Debussy aún no se había impuesto, era mucha la gente que declaraba que su música estaba desprovista de melodía, afirmación que hoy día nos parece as et A l é l i sa nde una aberración. En una obra como Pel l é la melodía es, por el contrario, continua, y precisamente por esto, por estar presente en todas partes, los oyentes no experimentados eran incapaces de discernirla. Para ellos una melodía consistía en un aire que se silba o que se tararea a la salida del concierto o del teatro. Claro está que no es suficiente con que la forma — en este caso la melodía— sea percibida en su ident idad; es necesario también el que sea admitida como significativa, siendo esta significación, por otra parte, inmanente y no dejándose expresar por medio de palabras. [De todos modos, solamente a partir de la estructura, scualquiera que ella sea, puede establecerse la comunión j intersu bje tiva sin la cual no es posible hab lar de valor. Ahora bien, es un hecho el que yo puedo conversar con otro sobre el primer movimiento del Cuarteto X IV de Beethoven; y que no nos limitaremos a hacer las mismas observaciones sobre la tonalidad, sobre la forma en que los instrumentos intervienen aquí o allá, observaciones que muy bien podrían ser hechas por un sordo no músico que leyese la partitura. Si somos sensibles a esta música, reconoceremos a través de las palabras deficientes, de las que estamos condenados a servirnos, que una cierta cualidad se nos hace presente a través de su estructura, una cierta tristeza, una cierta lejanía, que traduce muy bien el término inglés remoteness, y estaremos de acuerdo en decir que nunca, quizá, hemos captado con esta intimidad el sentimiento de lo infinito. Si he insistido tan largamente sobre semejantes ejemplos ha sido para mostrar que, en el arte, la subjetividad tiende a transmitirse en una int'ersubjetividad, muy diferente de la objetividad, tal como se la concibe en la ciencia, pero que, sin embargo, desborda por completo los límites de la conciencia individual reducida a sí misma.
¿Q u ép u ed e esp er a r se d e l a f i l o s o f ía ?
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Pues bien, consideraciones hasta cierto punto seme jantes pueden presentarse en lo conce rniente a lo que con todo derecho podríamos llamar la experiencia filosófica. En efecto, yo no dudaría en declarar que no hay ni puede haber una filosofía digna de este nombre sin una experiencia específica — cuya naturaleza hay que intentar ahora definir— , lo mismo que no puede haber música auténtica allí donde no exista un oído para reconocerla. Y prestemos atención a la deplorable am bigüedad de la palabra «oído». No se puede decir simplemente, lo cual resultaría ingenuo, que la música supone la existencia de un órgano auditivo determinado. La palabra «oído», en su acepción estética, apunta hacia algo infinitamente más sutil, hacia una cierta facultad de apreciar las relaciones, o también hacia una cierta actitud de la conciencia con cuyo concurso nos es dado entender. Para una persona desprovista de oído en este sentido, no hay distinción entre un ruido y un sonido, y lo que para nosotros es una melodía para él es sólo una serie de ruidos. Probablemente, la actitud filosófica no es muy diferente del oído entendido de esta forma. Acabo de usar la palabra actitud cuando había hablado anteriormente de experiencia. En realidad, no existe aquí ninguna contradicción. Porque, para la conciencia, la actitud de la que estamos tratando sólo puede revelarse en cierta forma de reaccionar frente a lo que podríamos llamar su situación fundamental. Conviene precisar todavía más la naturaleza de esta reacción. Quizá podría definirse como un extrañamiento que tiende a convertirse en una inquietud. Quizá sea, como sucede a menudo, apelando a las negaciones como mejor podamos comprender esta disposición. Ante todo consiste en no tomar la realidad como ya ordenada. Pero ¿qué debemos entender aquí por realidad? Ciertamente no se trata de tal o cual fenómeno particular cuya explicación nos preocupa. Lo que está en tela de juicio es la realidad en su conjunto; o más exactamente, es este
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conjunto o esta totalidad lo que está en cuestión. Quiza resulte conveniente el hacer hincapié de un modo particular sobre la misteriosa relación entre el yo que cuestiona y el mundo sobre el cual ese yo se interroga. ¿Dónde está el yo que cuestiona, en este mundo o fuera de él? En este sentido hay que decir que el espíritu filosófico es el que, en presencia del objeto, experimenta una suerte de impaciencia que puede convertirse en ansiedad. Recurriré a un ejemplo que me parece en extremo significativo. Un espíritu filosófico no se acomodará fácilmente al hecho de que lo que nosotros llamamos realidad se nos hace presente siguiendo un orden de sucesión. Esto quiere decir que este orden — que en algunos casos puede parecer un desorden— despertará sin duda en él una desconfianza, tendrá la sensación de no en contrarse sobre un terreno firme. Probablemente llegará a preguntarse si no se trata simplemente de una determinada forma de aparecer algo que en otras condiciones aparecería de manera distinta. Ulteriormente se preguntará si hay algo que pueda existir en sí, es decir, fuera de toda forma de apariencia. Se demostrará fácilmente que estas cuestiones están ligadas a otras que se afincan sobre el sí mismo que yo soy y al cual le es presentada esta apariencia. En la medida en que yo soy el lugar de estas apariencias, ¿acaso no tiendo a convertirme también en otra apariencia? Y así sucesivamente. Dentro de la línea de tales reflexiones se llegará a una filosofía como la de Bradley. Por lo demás, no pretendo decir que un espíritu filosófico como el que acabo de nombrar se plantease la cuestión en estos términos. Recordemos lo que se ha dicho anteriormente. No se puede hablar de cualquier filósofo, de cualquier artista o de no importa qué poeta. Estas palabras no son aplicables más que en el dominio de la pura objetividad, tal como se revela en el plano experimental. Si ponemos en contacto determinadas partículas de tales y cuales cuerpos químicos (cloro, sodio, etc.) se producirá infalible-
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mente tal o cual reacción, que podrá ser registrada por cualquier observador. Recordemos la experiencia con que Kant pretendió determinar las condiciones a p r i o r i . Pero la experiencia de que aquí se trata, ya se refiera al filósofo o al artista, es de una esencia absolutamente diferente. Podría decirse también que se sitúa en un nivel muy distinto de realidad. Pero sucede aquí algo muy digno de señalar y sobre lo que es preciso concentrar la atención, y es que experiencias filosóficas (o artísticas) diferentes pueden entrar en comunicación unas con otras; diría incluso que una experiencia filosófica, que no es capaz de acoger otra experiencia para comprenderla y si es preciso para superarla, debe ser mirada como desechable. Se puede, pues, afirmar que es esencial a la experiencia filosófica, a medida que ella se elabora, el confrontarse con otras experiencias ya plenamente elaboradas y que en general se hayan constituidas en sistemas. Y aun esto es decir po co: esta confronta ción forma parte de la experiencia en cuestión en cuanto que ésta se encuentra dilucidándose y cristalizando en conceptos. Esto es particularmente claro en un pensador como Heidegger; puede decirse que su pensamiento se halla como comprometido en un diálogo perpetuo con los filósofos que le han precedido, no con todos, por supuesto, sino con algunos de ellos con los cuales se reconoce algunas afinidades: los grandes presocráticos, Platón y Aristóteles, y entre los modernos, principalmente, Kant, Hegel y Nietzsche. Citaré a este respecto un hecho muy significativo. Heidegger vino por primera vez a Francia en 1955 y fue recibido en el castillo de CerisylaSalle, en donde un cierto número de filósofos y estudiantes se habían reunido para aprovechar su presencia. Se esperaba que comentase, para de este modo aclararlos, algunos pasajes particularmente oscuros de sus obras. La decepción fue grande cuando se vio que, después de una introducción sobre la filosofía en general, se dedicó a comentar unos
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textos que no eran de él, sino de Kant y de Hegel. A aquellos que discretamente expresaron su sorpresa y su desencanto, les respondió que su método consistía justam ente en aclarar su pensam iento a partir de los grandes filósofos que había estudiado de un modo especial. Naturalmente, es importante hacer notar que tales comentarios, en un espíritu de pareja originalidad, van siempre acompañados de una reinterpretación, que puede considerarse como creadora, de los personajes así evocados. En este caso particular esto es verdad particularmente en lo que respecta a los presocráticos y Kant. Por lo demás, a partir de aquí habría que plantear algunos problemas generales que preocupan mucho a algunos filósofos, particularmente en Francia, y que versan sobre la historia misma de la filosofía. Se reconoce actualmente, sin duda con mayor claridad que en ninguna otra época, la necesidad y al mismo tiempo la dificultad de una filosofía de la historia de la filosofía. Pero de todos modos, si bien la experiencia filosófica comienza necesariamente como un solo instrumental, tiende en su desarrollo a hacerse concertante; y ello incluso en la medida en que se opone a otras maneras de pensar, ya que oponerse a ellas sigue siendo, en cierta medida, una forma de apoyarse sobre ellas. Así ha sido, por ejemplo, la relación entre Kant y David Hume o, más cerca de nosotros, entre Bergson y Spencer; y si se me permite mencionarme a mí mismo en este contexto, puedo decir también que es a los neohegelianos contemporáneos, y particularmente a Brad ley, a los que mi propio pensamiento se opone para definirse, como asimismo a un cierto neocriticismo francés. «Pe ro — me dirán quizá algunos de mis lectores— , si hemos comprendido bien su pensamiento, parece que usted aporta una respuesta muy extraña y un tanto engañosa a la cuestión planteada al comienzo de su investigación. Por una parte dice usted que sólo hay filosofía
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para el que tiene una experiencia personal en esta materia o, en todo caso, para quien tiene oído para este modo de pensamiento. Ahora afirma que la experiencia j filosófica implica una comunicación viviente, un diálo [ go con otras experiencias ya elaboradas, o sea con otros filóso fos. P ero esto ¿no viene a decir que en filos ofía todo sucede en el interior de una especie de círculo mágico formado por los privilegiados o, más aún, en un santuario al que los no iniciados no pueden tener acceso? Ahora bien, lo que nos interesa a aquellos que nos preguntamos qué se puede esperar de la filosofía es precisamente saber lo que ella puede aportar a los no iniciados o, si se quiere, a los profanos, entre los que nosotros nos encontramos. Si sólo se trata de una especie de juego entre personas cualificadas, para nosotros no tiene el menor interés, del mismo modo que se desinteresa por una partida de ajedrez quien no conoce ni siquiera sus reglas.» Esta objeción tiene la gran ventaja de forzarme a emitir algunas precisiones efectivamente necesarias. En primer término hay que responder que es completamente falso imaginar que entre el filósofo y el no filósofo existe algo que se asemeja a un tabique. Este tabique, que ni siquiera existía en épocas pasadas, existe mucho menos en la actualidad, ya que la propia literatura — que todo el mundo lee o al menos eso dicen las estadísticas— está penetrada hasta tal punto de pensamientos filosóficos que en realidad se va haciendo imposible establecer entre ambas ninguna demarcación. Y esto no es sólo verdad para el ensayo y para la novela, sino también para el teatro y para el cine. Un ejemplo como el de Sartre resulta a este respecto muy significativo. No se pueden trazar verdaderas fronteras entre las novelas o las piezas de teatro de Sartre y su obra filosófica. En lo que a mí concierne, tengo que decir exactamente lo mismo. También puede recordarse a un escritor como Paul Valéry, quien, a decir verdad, hacía profesión de despreciar la filosofía, pero que, en la realidad, era en
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cierto modo un filósofo, incluso en sus obras de poesía pura, hasta el punto de que un filósofo profesional como Alain ha podido brindarnos un comentario muy preciso de su gran colección de poemas, Charmes. Pero seguramente es necesario ir aún más lejos y decir que en todo ser pensante, y particularmente en nuestra época, existe, aunque sólo sea por instantes, una especie de rudimento de experiencia filosófica. Diría que esta experiencia se presenta como una especie de estremecimiento en presencia de las grandes realidades misteriosas que confieren a toda vida humana su marco concreto: el amor, la muerte, el nacimiento de un hijo, etc. No dudo en decir que toda emoción personalmente sentida al contacto de estas realidades es algo como un embrión de experiencia filosófica. Está muy claro que, en la inmensa mayoría de los casos, este embrión no sólo no se desarrolla en una experiencia articulada, sino que incluso no parece experimentar la necesidad de semejante desarrollo; sin embargo, también es verdad que casi todos los seres humanos han experimentado en alguna ocasión la necesidad de ser esclarecidos, de recibir una respuesta a sus propios interrogantes. Es necesario añadir que esto resulta cada vez más cierto a medida que la religión propiamente dicha decae, o al menos tiende a cambiar de naturaleza, y que los espíritus se contentan cada vez menos con las respuestas estereotipadas que en otros tiempos parece que eran acogidas sin protesta. Convendría también añadir algo que considero importante, y es que algunos residuos del pensamiento filosófico llegan a todos los espíritus por medio de los diarios, las revistas o, simplemente, por la conversación, y que la mayor parte de estos residuos podrían ser venta jos am ente quemados com o si se tratase de ba sura; por cierto, que no es una de las funciones menos importantes del pensamiento filosófico el proceder a esta suerte de incineración. Sin embargo, una nueva cuestión, más irritante todavía
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que la precedente, debe suscitarse en este momento en la mente de los que me leen : «Usted admite — me dirán— que una cierta relación puede y debe establecerse entre el filósofo y el ‘no filósofo’. Pero ¿de qué filósofo se trata? El no iniciado experimenta un sentimiento de inquietud y de desconfianza cuando se siente en presencia de esta pluralidad de filosofías que parecen excluirse las unas a las otras. El hecho de tener que elegir entre ellas — y uno no comprende cómo y según qué criterio— ¿se puede conciliar con sus pretensiones comunes de expresar una verdad o unas verdades? Y, por otra parte, si un filósofo abdica alguna vez de esta pretensió n, ¿no degenerará su actividad en un simple juego? La pregunta podría formularse también de esta m ane ra: ¿cómo, teniendo en cuenta esa irreductible pluralidad, puede todavía hablarse de l a filosofía en el mismo sentido en que se habla de l a ciencia?» Es muy cierto que tal objeción no puede ser eludida y que la respuesta que se dé tiene una incidencia directa que conviene agregar a la cuestión inic ia l: « ¿Qué puede esperarse de la filosofía?» En primer lugar creo que hay que hacer justicia de una vez por todas a la imagen que más o menos directamente se presenta en la conciencia de aquellos que formulan semejante objeción. Dicha imagen parece ser la de una vitrina o escaparate en donde las diversas filosofías se hallasen colocadas las unas al lado de las otras, viéndose forzado el cliente a elegir entre ellas. Uno de los beneficios más seguros de una reflexión apoyada sobre la historia consiste justamente en demostrar que una comparación así es absurda, puesto que tal comparación sólo es posible para los objetos, para las cosas; y precisamente una filosofía no puede nunca ser tratada de esta suerte, pues constituye en cierto modo una experiencia, yo diría casi que una aventura en el interior de otra aventura mucho más vasta, la del pensamiento humano en su conjunto, o incluso en el seno de algo que quizá transciende esta aventura, si se trata de la
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manifestación del Espíritu y del Verbo, si es una teo fanía. Pero, por otra parte, el que haya captado lo dicho en la primera parte de este estudio se ha puesto en disposición de comprender que una filosofía jamás puede ser concebida de otro modo que en función de una cierta exigencia. La historia de las doctrinas filosóficas es, en gran medida, la historia todavía inacabada de las exigencias del espíritu humano. En realidad, estas exigencias deben ser referidas a las situaciones generales y concretas que contribuyeron a su nacimiento. Por lo demás, se da aquí un tipo de relación extremadamente compleja y que precisamente corresponde aclarar a la reflexión filosófica. En efecto, no tendría ningún sentido decir que una situación puede por sí misma p r o d u c i r una exigencia. En este caso no podemos establecer una relación causal, como hacemos en el caso mucho más simple en que observamos, por ejemplo, que un terreno favorece más que otro tal tipo de vegetación. Este verbo «favorecer» encubre un nudo de relaciones extremadamente complejo. En estas circunstancias es preciso sustituir la imagen engañosa de una elección que recae sobre objetos ideales por una idea muy diferente, la de los diversos niveles en que el espíritu se coloca siguiendo el tipo de exigencia que le anima. Así resulta que un filósofo centrado en las exigencias de la persona, de la personalidad como tal, atacará al marxismo no necesariamente en cuanto método, pues lo cierto es que el método mar xisi'a aplicado en determinados sectores puede resultar fecundo, sino en la medida en que pretende ser una interpretación total y última de la vida y de la historia, mostrando que, en cuanto a estas exigencias, es incapaz de proporcionar nada que se parezca a una respuesta, dado que no puede sino ignorarla. En esta última parte quisiera esforzarme por mostrar lo que parece ser el tipo de exigencia filosófica que surge de manera particularmente apremiante en la época
en que vivimos. Por lo demás, no pienso disimular que hablo aquí en mi propio nombre; pero pido que se recuerde lo que dije al principio sobre el hecho de que no hay ni puede haber pensamiento filosófico sin un cierto compromiso personal. Por tanto, me gustaría dirigir una llamada a aquellos que, de manera más o menos articulada, se sientan abrumados por esta exigencia que yo pretendo definir. En cuanto a los demás, será preciso que al menos sean lo suficientemente conscientes para preguntarse si les es posible descartarla por completo o hacer abstracción de ella. Es decir, la respuesta no puede ni debe ser aquí más que personal, si bien al mismo tiempo atañe a preguntas transcendentes a la pura subjetividad, si ésta se reduce a las simples maneras de sentir, de desear o de no desear. Conviene, pues, ante todo, partir de una descripción general y penetrante que aborde la situación en la que hoy se encuentra la humanidad o al menos la fracción occidental de la misma, sobre la que recae especialmente nuestra observación. Reproduzco aquí una página de uno de mis escritos que data de 1933 , pero de la que actualmente nada tengo que suprimir ni cambiar: «La edad contemporánea me parece caracterizarse por lo que sin duda se podría llamar la desorbitación de la idea de función, tomando aquí la palabra función en su acepción más general, la que comprende a la vez las funciones vitales y las funciones sociales. ELindividuo tiende a aparecer ante sí mismo y; los* demás como un simple manojo de funciones. Por razones históricas extremadamente profundas y que sin duda todavía no captamos más que en parte, el individuo ha sido llevado a tratarse cada vez más a sí mismo como una suma de funciones, cuya jerarquía, por lo demás, se le presenta como problemática, como sujeta en todo caso a las interpretaciones más contradictorias. Funciones vitales ante todo. Y apenas si es necesario indicar el papel que en esta reducción han desempeñado
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el materialismo histórico, por una parte, y el freudismo por otra. Funciones sociales, en segundo lugar: funciónconsu midor, funciónproductor, funciónciudadano, etc. Entre las unas y las otras existe teóricamente un lugar para las funciones psicológicas. Pero pronto se aprecia que las funciones propiamente psicológicas tenderán siempre a ser interpretadas, ya sea con relación a las funciones vitales, ya sea con relación a las funciones sociales, y que su autonomía será precaria y su especificidad cuestionada. En este sentido, Comte hizo gala de un poder adivinatorio al no asignar un puesto a la psicología en la clasificación de las ciencias. Todavía nos encontramos en plena abstracción; pero el paso a la experiencia más concreta se opera en este dominio con extrema facilidad. Con cierta frecuencia me pregunto con ansiedad sobre lo que puede ser la vida o la realidad interior de tal o cual empleado del metro; por ejemplo, del hombre que abre las puertas o del que taladra los billetes. Hay que reconocer que todo, en él y fuera de él, contribuye a determinar la identificación entre este hombre y sus funciones. Y no hablo solamente de su función de empleado, o de sindicado, o de elector. Hablo también de sus funciones vitales. La expresión, en el fondo bastante inquietante, de empleo del tiempo encuentra aquí su plena utilización. Tantas horas son consagradas a tal función. El sueño también es una función, que es preciso cumplir para poder llevar a cabo otras funciones. Lo mismo ocurre con el ocio y con el descanso. Comprendemos perfectamente que un higienista declare que el hombre tiene necesidad de divertirse tal número de horas por semana. Existen funciones orgánicopsíquicas que no pueden ser olvidadas, la función sexual, por ejemplo. Pero no es necesario insistir más sobre esto, ya que es suficiente con un esquema. Lo que hay que tener en cuenta aquí es la existencia de una especie de baremo v i t a l , cuyos pormenores varían naturalmente con los paí
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ses, los climas, los empleos, etc. Pero lo que importa es el hecho de que exista ese baremo. Sin duda, pueden manifestarse algunos factores de desorden, de ruptura: el accidente bajo todas sus formas, la enfermedad. Desde ese momento se comprende muy bien — y esto ocurre a menudo en Am érica y pienso que también en Rusia— que el individuo tenga que ser sometido, como si fuese un reloj, a verificaciones periódicas. La clínica se presenta entonces como si se tratase de un organismo de control o como un taller de reparaciones. Otro tanto sucederá con algunos problemas esenciales como el del b i r t h - c o n t r o l : también serán considerados desde el punto de vista de la función. En cuanto a la muerte, desde un punto de vista objetivo y funcional, aparece aquí como el punto final de lo utilizable, como la caída en el desuso, como un p u r o desecho .» Creo que no se puede dudar de que este sombrío diagnóstico se hace cada vez más exacto, y como escribía un poco después, «no sólo es triste este espectáculo para quien lo mira: existe el sordo, el intolerable malestar sentido por quien se ve reducido a vivir como si se confundiese efectivamente con sus funciones... La vida en un mundo basado sobre la idea de función se encuentra expuesta a la desesperación y desemboca en la desesperación, porque en realidad este mundo está vacío, porque suena a hueco; si la vida resiste a la desesperación es únicamente en la medida en que en el seno de esta existencia actúan en su favor ciertas potencias secretas, cuyo pensamiento o reconocimiento no tiene vigencia en la actualidad». En la perspectiva en que me he colocado en el curso de este estudio, esta última frase es de la mayor importancia. Sólo a partir de ella es posible aportar una respuesta definida a la cuestión planteada inicialmente. Lo que se puede esperar de la filosofía en el momento j / histórico en que nos encontramos es, ante todo, la apor I ' 3
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itación de un diagnóstico, del que acabo de proporcionar un elemento que creo importante, y que se halla dirigido, ante todo, hacia el riesgo de deshumanización que comporta el desarrollo intensivo de la técnica en núes > tro mundo. También puede esperarse de ella que nos permita tomar una conciencia tan lúcida como sea posible de la profunda confusión, casi siempre inarticulada, que experimenta el hombre en este medio técnico y burocrático donde lo más profundo de sí mismo permanece no solamente ignorado, sino continuamente reprimido hasta su raíz. Se trata también de, mediante una prospección cuidadosa y delicada, determinar estas potencias secretas que mencionaba hace un instante. ¿Cuáles son estas potencias? Resulta muy difícil nombrarlas, primeramente por encontrarnos aquí en un terreno donde las palabras están muy a menudo gastadas, vacías de su savia. De una manera muy general diré que estas po tencias son„_como irradiaciones del ser; y es sin duda hacia el ser, como lo han visto todosTos grandes filósofos del pasado y como sigue afirmando H eidegger — desde muchos puntos de vista el pensador más profundo de Alem ania y quizá de la Europa occidental— , es sin duda hacia el ser, digo, hacia donde debe inclinarse la reflexión del filósofo. . Pero preguntaréis no sin inquietud, cuando habla usted del ser como tal, ¿acaso no se refu gia en una abstrac ción vacía de sentido? Hay que responder que el ser es exactamente lo contrario de la abstracción y que, sin embargo, a nivel del lenguaje, se desnaturaliza casi inevitablemente y tiende a confundirse con su contrario. Esta es precisamente la dificultad central, y éste es el motivo de que, en el trabajo de donde he tomado las anteriores citas y que ocupa un lugar central en mi obra, haya insistido sobre lo que llamo «aproximaciones concretas». En mi opinión, esto quiere decir que no podemos instalarnos, por así decirlo, en el ser, ni podemos apoderarnos de él del mismo modo que no podemos ver el foco de donde irradia la luz. Tocio lo que podemos
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ver son las zonas iluminadas por esta luz. Esta comparación entre el ser y la luz es completamente esencial, y apenas es necesario destacar que en esta dirección tropezamos con el texto del Evangelio según San Juan sobre «la luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo». En otro de mis libros he hablado de una luz que sentiría la alegría de ser luz y de la cual participa el ser humano en cuanto tal, a menos que caiga en un nivel animal o incluso inferior al animal. Y aquí puedo prever una última ob jeción, a la cual quisiera responder rápidamente. «Esta respuesta de la filoso fía — se me objetará sin duda— ¿no se confunde con la de la religión ? N o percibimos bien la frontera trazada por usted entre filosofía y religión.» La cuestión es muy importante, y he aquí cuál sería mi respuesta. Creo sinceramente que hay y que debe haber una convergencia secreta entre filosofía y religión, pero también creo que el instrumento es completamente diferente en ambos casos. La religión no puede apoyarse, en efecto, más que en la fe. Por el contrario, creo que el instrumento de la filosofía es la reflexión. Y debo añadir que considero con cierta desconfianza aquellas doctrinas filosóficas que pretenden reposar sobre la intuición. No obstante, he intentado demostrar que la reflexión puede presentarse bajo dos formas diferentes y complementarias. La una es puramente analítica y re ductora: se trata de reflexión primaria. La otra es, por el contrario, recuperadora o, si se quiere, sintética, y es justamente la que se apoya sobre el ser, no sobre una . * intuición, sino sobre una seguridad que se confunde con f? lo que nosotros llamamos alma.
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L A R E SP O N SA B I L I D A D D E L F I L O SO F O EN E L M U N D O A C T U A L
El debate mantenido, en condiciones a veces muy confusas, desde finales de la segunda guerra mundial alrededor de la idea del pensamiento comprometido no puede considerarse como cerrado. Muy por el contrario, en la actualidad se presenta con una gravedad acrecentada, particularmente en Francia, en unos momentos en que uno se siente tentado a preguntarse si no es la propia existencia de la filosofía la que es puesta en tela de juicio. De suerte que — espero poder demostrarlo— esta existencia no podrá ser reconocida a menos de establecer que ella implica una responsabilidad efectiva en el curso de la crisis sin precedentes que se ha abierto ante el hombre desde hace un cuarto de siglo. El problema sobre el cual pretendo concentrar mi reflexión se descubre desde el momento en que el espíritu se ve obligado a plantearse las cuestiones siguientes : ¿puedo estar seguro de que mis lectores o mis oyentes dan a la palabra filosofía el mismo sentido que yo? Más profundamen te todavía, ¿puedo afirmar que en mi propio pensamiento, que para mí mismo, esta palabra está desprovista de ambigüedad? Abordemos en primer lugar la primera de estas cuestiones. La experiencia nos demuestra de modo irrecusable que la palabra filosofía se toma en un sentido absolutamente diferente en la mayor parte del mundo anglosajón y allí donde la fenomenología, posteriormente a Husserl y a Scheler, se impuso progresivamente. Desde luego que si uno retrocede al pasado no le será difícil encontrar oposiciones en cierto modo comparables. A finales del último siglo, un neohegeliano de In
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glaterra, por ejemplo, no hablaba en el mismo lenguaje que su colega empirista, formado en la escuela del aso ciacionismo y de Spencer. Esto es indiscutible, aunque pueda observarse que el elemento de verdad contenido en el asociacionismo podría, después de todo, encontrar un lugar dentro de una síntesis como la de Bradley. Pero yo he podido constatar, por ejemplo, en el Congreso de Lima en 1 9 5 1 , en ocasión en que conversaba con Alfred Ayer, delegado británico para este Congreso, que, cuando hablaba con él de una filosofía de la reflexión, estas palabras, que en Francia designan una tradición sin duda venerable, para él ya no correspondían exactamente a nada. Y mucho más recientemente, al conversar con estudiantes de Harvard, pude comprobar que sus profesores de filosofía, al menos la mayor parte de ellos, les disuadían de buscar una relación en tre ' el pens amiento casi exclusivamente analítico, en cuyo uso pretenden formarles, y la vida, los problemas que la vida nos plantea a cada cual y que parecen no ser a sus ojos más que un lugar de opciones facultativas sin ninguna relación con cualquier referencia filosófica. Sin duda que en este caso también se podrán evocar precedentes. Pero lo que da a la situación presente su carácter propio es el hecho de que algunas disciplinas que estaban consideradas hasta comienzos de siglo como parte integrante de la filosofía, la psicología y la sociología, por ejemplo, sin olvidar la lógica, reivindican en la actualidad no ya sólo una autonomía, sino una independencia radical. Así las cosas, la filosofía propiamente dicha corre, desgraciadamente, el riesgo de aparecer como si fuese un resto, casi podría decirse que como algo «inoperante», cuya persistencia no es en realidad sino tolerada, considerada como una tradición cada vez menos respetada. Se da bastante a menudo, entre hombres sólidamente instalados en la vida, pero que gustan de recordar con nostalgia el tiempo ya lejano de sus estudios, la idea de que la filosofía es una especie de juego intelec-
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tual, una gimnasia relajante para el espíritu que es bueno haber practicado durante algún tiempo, pero sobre cuyo alcance verdadero no hay que hacerse ninguna ilusión. En lo que a mí respecta, responderé que, si la filosofía tuviese que reducirse a algo semejante, sería de desear su desaparición. Si la filosofía no es más que un juego, no es suficiente con decir que se colo ca fuera de la vida real y seriamente vivida, sino que, además, corre el riesgo de aparecer como una impostura, ya que siempre ha sido presentada con unas pretensiones que pueden imponerse a los espíritus jóvenes, pero que, en la hipótesis considerada, deberían ser miradas como mentirosas. Por mi parte no dudaré en decir que la filosofía carece de peso e interés a menos que tenga una resonancia en esta vida nuestra que en la actualidad se encuentra amenazada en todos los planos. Pero es necesario ( ir más lejos y decir que esta resonancia depende de la ) manera en que la filo so fía se sitúe con relación a la I verdad. i Y a propósito de esto, un filós ofo titulado, un pr ofe sor de la Sorbona, cuya autoridad es indiscutible, declaraba hace algunos años, durante una charla televisada destinada a estudiantes jóvenes, que el término verdad no cobra un sentido definido si no es en las ciencias. Expresarse así equivale sencillamente a proclamar la dimisión de la filosofía. Desde este momento puedo afirmar que entre los grandes filósofos del pasado no existe probablemente ni uno solo que hubiese rehusado dar carta de ciudadanía a la verdad dentro de su pensamiento. Incluso un irracionalista como Schopenhauer juzgaba sin ninguna duda que había descubierto la verdad en el fondo de las cosas. La única excepción, probablemente más aparente que real, sería Nietzsche, en la medida en que su pensamiento parece establecerse en cierto modo no sólo más allá del bien y del mal, sino también más allá de lo verdadero y de lo falso. Ahora bien, este pensamiento no puede juzgarse como consistente más
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que si, a pesar de todo, reconoce que cierto tipo de verdad, digamos, por ejemplo, la verdad científica debe transcenderse. Pero esta superación ¿no supone inevitablemente la instauración de una verdad superior, irreductible por lo demás a lo que nosotros designamos habitualmente con este nombre? Imaginar que se puede escapar a esta necesidad, ¿no supone inevitab lemen te arriesgarse por un camino que conduce al delirio? Hay derecho a pensar que, desde este punto de vista, la locura de Nietzsche no es exclusivamente patológica, sino que presenta un sentido: el estar ligada a la violación de lo prohibido. Sin embargo, conviene aquí atender a una objeción prev ia: «Cuando habla usted de filos ofía — se me preguntará— , ¿se refiere a la filosofía en general o más bien a una filosofía en particular con la que se siente más o menos identificado? Si es esta segunda posibilidad la que hay que tener en cuenta, ¿cómo podríamos escapar a la arbitrariedad? Y, por otra parte, ¿tiene verdaderamente sentido hablar de filosofía en general?» Hay que reconocer que la pregunta es pertinente y que no debe dejarse sin respuesta. En primer término hay que poner de manifiesto que se trata del filósofo actual, o sea dentro de un determinado contexto del que no se puede hacer abstracción. Sin embargo, esta indicación resulta todavía insuficiente. La cuestión más importante a la que se trata de responder es la que consiste en saber si, cuando yo hablo del filósofo, me refiero a lo que podría llamarse el filósofo p r o f e s i o n a l . De inmediato nos vemos en una situación embarazosa, ya que es esta profesionalización la que estamos poniendo en duda: ¿es posible sin contradicción ? Cuando se habla del filósofo profesional se piensa en el filósofo diplomado, habilitado por este hecho para enseñar en establecimientos oficiales (o asimilados). Pero a poco que se reflexione, es difícil librarse de un sentimiento de malestar cuando se repara en ese diploma de filosofía y en las condiciones necesarias para que sea
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conferido. Este malestar permanece ligado al sentimiento —quizá al comienzo bastante co nfuso— de una con tradicción que es necesario hacer aflorar a nivel del pensamiento distinto. ¿Acaso la filo sof ía no evoca la idea de una investigación esencialmente libre en la cual está comprometido el que la emprende? ¿No resulta contradictorio imaginar una firma que sería conferida desde fuera, no digamos ya a esta investigación, sino más bien a la persona que pretende consagrarse a ella, una firma que viene a proclamar su validez ? ¿Pero acaso la noción de validez puede aplicarse en esta situación? ¿Validez en nomb re de qué y a partir de qué ? Y aun es preciso ir más lejo s: ¿de qué naturaleza debe ser la autoridad de aquellos que ostentan el poder para entregar estos certificados? Hay que tener en cuenta que la filosofía se distingue evidentemente de las ramas del saber especializado, para las cuales no se plantea la cuestión que acabo de suscitar. Cabe pensar que un candidato a una cátedra de matemáticas o de historia puede, sin que exista contradicción en ello, haber satisfecho ciertas pruebas instituidas por los matemáticos o por los historiadores, de tal manera que las personas calificadas pueden legítimamente admitir y ulteriormente proclamar que tal candidato se encuentra efectivamente en condiciones de transmitir a otros los conocimientos que posee. Pero a poco que se reflexione, la situación resulta muy distinta con respecto a la filosofía, que es de lo que estamos tratando. Sin duda que aquí se puede intentar introducir una distinción entre la filosofía propiamente dicha, esto es, la filosofía como investigación, y la filosofía como materia de enseñanza, y decir que las pruebas a cuyo final se procede a la firma de la que he hablado están destinadas a demostrar simplemente que el candidato posee un cierto bagaje y que es capaz de transmitirlo. Puede admitirse esto, pero a condición de hacer notar seguidamente que la noción de bagaje es aquí muy equí-
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voca, y que una enseñanza filosófica que se reduce a la trasmisión de la que se habla no corresponde de ninguna manera a la exigencia a que se considera que satisface. En filosofía se trata mucho menos de una enseñanza que de constituir una especie de despertador, y la experiencia muestra, sin lugar a dudas, que las pruebas oficialmente instituidas no permiten, sino rara e imperfectamente, saber si el candidato posee esta cualidad esencial. Hay que reconocer que existe algo de especialmente ambiguo en la noción misma de profesor de filosofía, y esto es tan verdad que uno se puede preguntar seriamente si el acto significado por las palabras h a cer p r o fesión de no es, de alguna manera, incompatible con lo que hay de más íntimo en su vocación. Cuando hablamos del filósofo, el término vocación es algo que hay que destacar; es necesario admitir que el sentido preciso de esta vocación no es fácil de definir si no vemos la diferencia con lo que puede ser la vocación de profesor en general. Por lo demás, dejo de lado la difícil cuestión de saber si la vocación de profesor propiamente dicha merece tal nombre, y si es tan característica como puede serlo la de médico, sacerdote o incluso ingeniero. Lo que creo que es necesario comprender es que no se pretende filosofar exclusivamente para uno mismo, ¡para salir de un estado de incertidu mbre o de turbac ión jy con vistas a alcanzar un cie rto eq uil ibrio para la pro ;pia satisfacción. Sucede más bien como si pretendiésem o s tom ar a nuestro cargo la inquietud o la angustia de ¡ otros seres que no conocemos personalmente, pero a los ¡ cuales nos sentimos ligados por una relación fratern a. Es ciertamente molesto, pero quizá inevitable, hablar de uno mismo en semejante contexto. No dudaré en decir que mi vocación filosófica nació el día en que, yendo por una alameda del parque Monceau — debía de tener ocho años en aquel entonces— y habiendo llegado a la conclusión de que no podía saber con certeza si los seres humanos sobreviven a la muerte o si están des-
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tinados a la extinción absoluta, me dije: «Más adelante intentaré ver esto con claridad.» Creo que se cometería un grave error viendo en esto solamente una ocurrencia infantil: es absolutamente cierto que esta preocupación, incluso podría decir esta obsesión, tanto en mi caso como en el de Unamuno, se extiende como una filigrana a través de todo lo que he escrito, y especialmente en mi obra dramática. Pero es evidente también que yo tenía la pretensión — ingenua, lo reconozco— de llegar un dia a verlo todo más claro, y no sólo para mí, sino para todos aquellos que imaginaba embargados por la misma angustia. Me guardaré de decir que esto pueda generalizarse de un modo absoluto. Es dudoso que se pueda descubrir en todos los filósofos la existencia de un determinado problema que se impusiese temprano a la atención interrogativa y ansiosa del futuro investigador. En desquite, puede afirmarse sin duda que en el origen de una búsqueda filosófica siempre hay un extrañamiento, una cierta actitud de no considerar lo que hay como resuelto, de no encontrar natural lo dado que el futuro filósofo encuentra ante sí. Sin duda, esto es demasiado evidente para que haya la necesidad de insistir sobre ello. Pero lo que no está tan claro — y con ello retrocedo a lo dicho anteriormente— es que este enfoque se presentase invariablemente como tendente hacia una verdad que descubrir. Las palabras «una verdad» no son exactamente las que convienen: las verdades fragmentarias y aislables las unas de las otras son de incumbencia de las ciencias y no de la filosofía; es, pues, más bien de la verdad de la que siempre se trata. Pero a partir del momento en que la reflexión llega a un cierto nivel, la actitud crítica recae sobre la propia verdad. Quiero decir con esto que llega—a_interrogarse sobre lo que la p alabra sig nific a en sí misma, al mismo tiempo que sobre las condiciones y los límites en que la aspiración a la verdad puede satisfacerse. Quisiera ver de responder, con la mayor precisión po-
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sible, a la embarazosa cuestión siguiente: cuando 70 , filósofo, hablo del filósofo, ¿es de mí mismo de quien hablo? Una de dos: o bien es de mí, efectivamente, de quien h ablo — y en este caso la especie de careta con que me disfrazo resulta ridicula— , o bien adm ito que, por el contrario, existe una diferencia; pero en este caso no se ve bien cómo me sitúo con relación a este filósofo que yo reconozco no ser. Parece que se da un dilema al que no puedo escapar. A pesar de todo, creo que es la segunda posición la que debo adoptar. No es de mí de quien hablo. Mas en este caso tengo que reconocer que se me exige —y si se quiere, también se me concede— ir mediante el pensamiento más allá de lo que he podido o pueda todavía realizar. En definitiva, he de tener presente en mi espíritu el pensamiento de los filósofos tan diferentes entre los que tengo que situarme, sin que, por lo demás, tenga pretensión de igualarlos. Una de las dificultades a las que tengo que enfrentarme reside en el hecho de que sería inútil esperar encontrar un común denominador en estos filósofos, o al menos que ese denominador se redujese a algo formal, como sería un compromiso personal con relación a la verdad o, más exactamente, con relación a una investigación centrada en la verdad. Ahora bien, es necesario aplicar esto al tema que intento tratar aquí: cuando hablo de la responsabilidad del filósofo, ¿es a la mía a la que me refiero ? M e temo que haya que responder a la vez sí y no. Teniendo en cuenta que estoy situado entre los filósofos, no puedo de ninguna manera excluirme de lo que tengo que decir. Pero al mismo tiempo, en cuanto que soy consciente de mi insuficiencia y de una suerte de infidelidad, probablemente inevitable, a una vocación que excede mis propias posibilidades, temo verme obligado a afirmar que desgraciadamente no puedo ser totalmente consecuente con ella. Existe, pues, un margen que probablemente no es posible reducir por completo: reconocer este margen es reconocer al mismo tiempo hasta qué punto un cierto
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o r g u l l o y una cierta arrogancia me están por definición prohibidos. A modo de anticipación de lo que mostraré más adelante, quizá convenga añadir algo: que soy estructuralmente incapaz de establecer una demarcación completamente rigurosa entre lo que pienso como filósofo y lo que digo como no filósofo, aunque, ciertamente, tenga el deber de hacer todo lo posible por llegar a una conciencia más clara, a una comprensión más estricta con respecto a este punto.
Creo que este largo preámbulo era necesario para destacar las condiciones en que se plantea el problema de la responsabilidad del filósofo. Problema, sin duda alguna, oscuro, y sobre el que es preciso confesar que los datos han sido como embrollados a placer por un cierto existencialismo; pero de esto tendremos ocasión de hablar posteriormente. La primera cuestión que inevitablemente se plantea es la de preguntarse ante qu i é n es responsable el filóso fo. Y suponiendo que se pueda responder a esta pr egunta, la palabra responsabilidad ¿tiene aquí algún sentido preciso? Partiremos de un caso límite, como es el de un Estado totalitario, ya se trate de la Alemania nazi o de la Rusia soviética. Aquí la respuesta a la cuestión es en verdad muy clara: el filósofo es responsable ante la sociedad, y más exactamente, en cuanto a los dos ejemplos evocados, ante el partido único o ante sus representantes, los cuales se precian de hallarse en posesión de la verdad, ya se llame el nuevo Corán El ca p i t al o M ei n K a m p f .
Hay_jque afirmar que tan pronto como un «filósofo» se pone a las órdenes de lo que se podría llamar el soberano, infringe de inmediato una de las condiciones de la? búsqueda filosófica que debe considerarse como impresj cindible. Esta condición es la autonomía. N o debe vaci ¡ larse en tachar de apostasía filosófica a quien se pone al servicio de una seudoverdad declarada incondicional.
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Se da en este caso una especie de trasposición de lo que pudo ser hace siglos el dogmatismo teológico, si bien esta trasposición supone un notorio agravante, puesto que el nuevo dogmatismo no puede tener la pretensión de estar fundado sobre algo que se parezca a una revelación. Mas al destacar la autonomía considerándola como el sello propio de la búsqueda filosófica, ¿no estaremos al mismo tiempo exonerando al filósofo de todo lo que podría aparecer como una responsabilidad? ¿Acaso no tendemos a relacionar peligrosamente el caso del filósofo y el del artista? Puesto que, al fin y al cabo, parece bastante difícil admitir que un pintor o un compositor, en cuanto tal, tenga una responsabilidad , ¿de qué orden podría ser esta responsabilidad? Aquí nos surge de inmediato una objeción: quien dice sociedad no habla necesariamente de un Estado totalitario. ¿No pod ría considerarse la responsabilidad del filósofo ante la sociedad tomando este término en un sentido más amplio y por lo mismo más compatible con la libertad que debe presidir toda reflexión digna de este nombre ? Pero es preciso responder que la palabra sociedad es en sí misma extremadamente vaga. La sociedad en ge neral no existe. ¿A qué sociedad nos referimos enton ces ? Sólo puede tratarse de una sociedad d eterminada en la que el filósofo se encuentra inmerso, bien sea como ciudadano, como miembro de una Iglesia, etc. Consideremos un caso concre to: ¿es responsable el filósofo fre nte a la comunidad nacional? Esforcémonos en ver qué encubren estas palabras, claras en apariencia. No tardaremos en descubrir que a este respecto la confusión es completa. Me referiré a un caso específico que se presentó a las conciencias en fecha reciente y en condiciones muy dolorosas. ¿Debía el filósofo abstenerse de denunciar el uso masivo de la tortura por parte del ejército francés durante la guerra de Argelia? A mi modo de ver, es imposible el admitir tal abstención. Supongamos,
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lo cual no es enteramente verdad, que los jefes del ejército francés hayan juzgado tales prácticas indispensables para ganar la guerra : ¿hay que considerar a estos jefes com o rep rese ntantes cualificados de la comunid ad nacional? Esto sería un juicio muy arriesgado. Por otro Jado, de scalificar públicam ente a los je fe s, ¿no suponía de hecho servir al enemigo y en cierto modo hacerse culpable de traición? Es éste un problema grave e incluso angustiante. Pero creo que no debe dudarse en decir que un filósofcT'digno de este nombre tenía que juzgar que Francia, servida por tale s medios, de jab a de alguna manera de ser Francia; es decir, de mostrarse fiel a una cierta vocación que los espíritus mejores no han cesado de considerar como característica de este pueblo. Dada esta circunstancia, ¿no podría decirse que la responsabilidad debería ser ejercida en relación con esta idea y no en relación con un poder que puede afirmarse que la traicionaba? No se pueden desconocer las dificultades que suscita tal modo de pensar: en lo que a mí concierne, si bien me pronuncié públicamente contra el uso de la tortura, me opuse contra un manifiesto firmado por numerosos intelectuales, que me parecía equivaler a una llamada a la deserción. Hay que convenir en que la situación es aristada y en que es muy difícil determinar exactamente el punto en que la obligación cambia de naturaleza y de signo. Sin embargo, me parece que se debe rechazar la objeción que consistiría en decir que el que concibiese su responsabilidad, como yo la he definido, haría prevalecer una opinión muy subjetiva, una simple preferencia personal sobre un deber imprescriptible: el de respetar las leyes de la ciudad. Se advertirá que en realidad es el problema central de la etica platónica el que se plantea de nuevo aquí y que nos hallamos en la oposición que en el G o r g i a s , por ejemplo, enfrenta al filósofo y al sofista. Hace algunos años intenté demostrar que entre ver-
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dad y justicia existe una solidaridad infrangibie, y que pecar contra la verdad es pecar contra la justicia e inversamente. En este sentido, no hay ejemplo más esclare cedor que el de aquellos hombres que, en condiciones peligrosas, tomaron partido a favor de Dreyfus en 1898 , contra una verdad oficial que había de revelarse como una mentira. Hay que decir que estos hombres no eran filósofos. Pero lo que nos interesa es precisamente cuál sería la actitud del filósofo frente a la situación dreyfusiana. Desde luego que sólo los sofistas pueden condenarla. Es importante para nuestro propósito volver a los textos famosos de Péguy en N ot re jeunesse. A propósito de este privilegiado ejemplo presentó él la distinción entre política y mística, que más tarde llegaría a ser famosa. En cuanto a su significación profunda, esta distinción sigue siendo valedera. Pero no estoy seguro de que deba mantenerse su terminología. Recuerdo la famosa frase: «La mística republicana era aquello por lo que se moría; en la actualidad la política republicana es aquello de lo que se vive.» Está fuera de duda que Péguy tenía razón al denunciar la explotación política del caso Dreyfus llevada a cabo a destiempo por aquellos que intentaron utilizarlo como plataforma para sus ambiciones partidistas. Pero la palabra mística me parece aquí bastante inadecuada. Me pregunto si esta distinción no hubiese estado mejor formulada con otro lenguaje, quizá en el blondeliano. En efecto, me parece pertinente la oposición fecunda que Blondel intentó establecer entre pensamiento pensante y pensamiento pensado. La generosidad, como tal, está sin duda del lado del pensamiento pensante. Pero sólo a partir del momento en que las ideas son objetivadas, son reducidas a fórmulas utilizables como excitantes, el pensamiento se pervierte, se hace demagógico. Ahora bien, me parece claro — y recojo aquí la línea general de mi exposición— que la generosidad debe ser como el sello de un pensamiento filosófico digno de
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este nombre. Lo que contribuye a ocultarnos esta verdad es el hecho de que tenemos la tendencia a ver en la generosidad una especie de efervescencia verbal, y seguramente sentimental, que es en realidad propia de las ideologías. Sin embargo, la_ distinción entre el filóso fo y el ideólogo debe salvaguardarse a cualquier precio. La carencia que tan a menudo se manifiesta en los ideólogos recae sobre un pensamiento regulador y crítico, cuyos preceptos debe observar indefectiblemente el filósofo en cuanto tal. Esto quiere decir que la generosidad debe ir unida a una cierta prudencia, prudencia que es tan virtud como el valor, como lo enseña la teología moral. Con la reserva hecha, y cuya importancia no hay que exagerar, también ahora, en 1968 , se le puede dar la razón a Péguy con respecto a lo que escribía en 1 9 1 0 : «Este precio, este valor propio del caso Dreyfus se mantiene todavía, se mantiene constantemente, se tenga lo que se tenga, se haga lo que se haga... Tiene en el buen sentido, en el sentido místico, una fuerza increíble de virtud, una virtud de virtud increíble. Y en el mal sentido, en el sentido político, tiene una fuerza, una virtud de vicio increíble» x. Esta es la razón por la que he juzgado que debía mencionarla de modo tan expreso e insistente. Pero ¿puede decirse que una situación como ésta sea, en el grado que sea, característica de lo que se llama el mundo actual ? Creo que la respuesta debe ser matizada. Las condiciones en las cuales se desarrolló el caso Dreyfus pueden parecer en principio como superadas o pasadas, al menos en las democracias occidentales. ¿No im plican aquéllas, en efecto, la existencia de una cierta casta militar actualmente desacreditada? Aunque me pregunto si no será ésta una manera superficial de juzgar. En primer lugar, lo que vemos en muchos países demuestra 1 Ed. La Pléiade, p. 535.
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que, en caso de conflicto o de amenaza, esta casta podría imponerse de nuevo. Pero sería un grave error el pensar que semejante casta es la única que puede amenazar seriamente los valores de justicia y de verdad, a los que el filósofo debe permanecer fundamentalmente adscrito. Es suficiente recordar lo sucedido en los países del Este en la época staliniana, e incluso después en menor grado, para comprender el peligro que constituye un partido, sea el que sea, cuando alcanza la hegemonía absoluta. He escrito recientemente, en otro contexto, que en la actualidad la democracia debía ser reconocida como el único modo posible de existencia de las sociedades, al abrigo de aventuras aberrantes que sólo pueden terminar mal, y que nos hallamos en el terreno de lo irreversible, exactamente como en lo que concierne al control ejercido por la ciencia o por las técnicas surgidas de ella sobre la existencia humana. Se trata de una simple comprobación y no de un juicio de valor, porque todo lo que hemos vivido y lo que todavía estamos llamados a vivir en los diferentes países muestra hasta qué punto es precario el equilibrio bajo un régimen democrático, y esto por múltiples razones que no voy a enumerar. Me limitaré a indicar, porque es a mi modo de ver uno de los factores más amenazantes, el rol corruptor del dinero que Péguy — siempre Péguy— denunció con gran vehemencia. Pero la plutocracia difícilmente será capaz de confesarlo, y apenas si puede recurrir a excusas que no son siempre todo lo claras que deberían ser. Estas breves indicaciones tienen únicamente por objeto demostrar la mucha vigilancia que el filósofo debe ejercer, sin que por ello tenga jamás derecho a ceder a las facilidades del espíritu partidista. Como dije anteriormente, sobra con decir que tiene que caminar sobre una arista y que al mismo tiempo está destinado a una cierta soledad. Y en cuanto a esta soledad, creo que no tiene por qué enorgullecerse. Representa incluso una tentación a la que debe resistir.
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No obstante, estas observaciones no me parecen suficientes para responder a la cuestión central que he planteado al hablar de las responsabilidades del filósofo en el mundo actual. De una parte, creo ver, como ya lo indiqué al co-[ mienzo, que este mundo está cada vez menos dispuesto aj aceptar, ni siquiera en principio, las advertencias o las recomend aciones del filó sofo , ny de otra parte, que esta actitud desconfiada, y en el fondo despreciativa, encubre una ilusión fundamental que precisamente el filósofo, y sólo él, tiene el deber de descubrir. Quizá en esta obligación resida su dificultad esencial. ¿En qué consiste dicha ilusión? En figurarse que este < mundo lleva en sí mismo su propia justificación. La idea y el término de situación ya han sido tocados en el, curso de esta exposición. Conv iene v olver de nuevo a ellos, aunque en un sentido más amplio, para intentar resolver el problema que nos ocupa. Dudo que haya un sentido en interrogarse sobre la responsabilidad del filósofo u r b i et o r b i , o sea bajo una perspectiva intemporal o destemporalizada. Tin análisis sobre la responsabilidad en general permitiría demostrar que ésta no puede ejercerse sino en la duración o, más exactamente, en un contexto temporal. Por lo tanto — hay que repetirlo— , es en presencia de una situación determinada y actual como debe considerarse la responsabilidad del filós ofo. ¿Cuál i es esta situación? Creo que es necesario decir que es consecutiva a una cierta toma de poder del hombre. Precisando más: se trata de una cierta crisis sobrevenida en la historia de esta toma de poder, historia que comenzó con las primeras conquistas técnicas. Sin duda, nos encontramos! ante una situación sin precedentes, puesto que, a partir de los medios técnicos que ha llegado a lograr, implica la posibilidad de que el hombre destruya su habitat terrestre; en suma, de que cometa un suicidio a nivel de la especie. Sí, creo que es a la luz de la idea de " l suicidio como conviene interpretar las espantosas posi-
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bilidades que ante nuestros ojos han tomado cuerpo desde 1945. Por otra parte, sería un craso error considerar esta situación desde el punto de vista exclusivo de la ciencia ficción. Como me parece que ha visto muy claramente Heidegger, este desarrollo ha sido acompañado por una evolución mucho más general que interesa a la conciencia o a la propia subjetividad y que ha tenido su punto culminante en el D i o s ha m u er t o , de Nietzsche. Por mi parte añadiría también otra referencia: la frase famosa que Dostoievski colocó en boca de uno de sus persona je s: «S i Dios no existe, todo está pe rm itido .» El que desencadene el proceso de una guerra atómica, cualesquiera que sean las razones para justificar una iniciativa de este tipo, se hará culpable de un atentado tal que uno puede preguntarse si algún crimen cometido en el curso de la historia puede compararse con él. Sería el acto de un hombre que demostraría ipso jacto que no tuvo respeto por nada de lo que el hombre ha considerado valioso hasta nuestros días. Y, sin embargo, es de temer que sea preciso contar con esta posibilidad. ¿Acaso no hay que pensar que todos aquellos que, a su nivel respectivo, contribuyen a hacer posible tal iniciativa serán por anticipado cómplices efectivos, cualesquiera que sean los argumentos elegidos para justificarse ? Eticamente hablando, una posibilidad semejante sólo admite el rechazo incondicional. Me inclino a creer que la misión propia del filósofo ante una situación tan trágica y que preside el destino de toda la humanidad bien podría ser la de articular o dar forma a esta condena sin apelación. Desde este punto de vista, ¿es plen ame nte satisfactoria la voluminosa obra de Jaspers sobre tan tremendo problema? Cómplice o no cómplice. Me pregunto, y no sin angustia, si no es éste el dilema frente al cual está colocado el filósofo: faltar a su misión al permanecer en silencio, o ceder a la tentación de lo que podría considerarse un oportunismo.
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Con toda honestidad, creo que debo introducir aquí una reserva o más bien un signo de interrogación. Pronunciar una condenación tal, ¿no supone incurrir en una cierta facilidad y conferirse a sí mismo a bajo precio un certificad o de pureza? ¿No constituye una ligereza el hacer abstracción de las condiciones históricas reales en que se encuentra colocado lo que hoy se llama el mundo libr e? ¿N o es olvidar de mane ra inexcusable que, si América no hubiese estado en posesión del arma nuclear, la Europa occidental habría quedado probablemente sumergida por la marea soviética? De lo cual se concluye que la responsabilidad del filój sofo en caso semejante se presenta bajo dos aspectos di; fíciles de conciliar. De una parte, es necesario que recuerde incansable mente algunos principios sobre los que es imposible transigir y que los aplique con rigor sin ceder jamás a la tentación de juzgar diferentemente según se trate de un bando o de otro. Así, por ejemplo, cualquiera que sea su nacionalidad, deberá reconocer que el bombardeo de Dresde fue un crimen de guerra, un delito colectivo imperdonable. Por otra parte, si pretende que sus afirmaciones sean tomadas en consideración, debe comprender que tienen que tener un peso histórico, es decir, que han de tener en cuenta el contexto histórico, ya que sin referencia a éste sus consideraciones caerán en el vacío. Como ya dije en Francfort en mi conferencia sobre la paz, en 1964 , g l filósofo se encuentra ante una contradicción hiriente y humillante. Aunque probablemente sea necesario que se sienta humillado, ya que es el único modo de inmunizarse contra el pecado de orgullo. Esta observación general me parece justa, pero es preciso que no se use como escapatoria. Después de todo, no olvidemos que una responsabilidad digna de este nombre debe desembocar en la acción. Ahora bien, en este caso particular y angustioso, ¿qué forma puede tomar dicha acción ? No creo que el f ilós ofo tenga el
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deber, ni quizá el derecho, de participar en una manifestación ruidosa al modo de Russell, en Inglaterra. Para él no puede tener mayor interés el prodigar su firma en las apelaciones publicadas en los diarios. Por el contrario, creo que e l f il óso fo. ..tal como yo lo concibo, debe mantenerse en contacto con el cien tífico — es decir, con el físico y el biólogo— , y que, por otra parte, debe esforzarse — lo cual es mucho más d ifícil— por hacerse escuchar de los hombres que tienen la penosa carga de dirigir los asuntos públicos. Creo que solamente a este nivel, desde este escalón y en esta posición intermedia que es la suya, puede tomar útilmente la palabra, y, además, debe limitarse a grupos restringidos y no pronunciarse ante muchedumbres reunidas en inmensas salas, donde las pasiones se cargan eléctricamente. Como dije en mi conferencia de Francfort, es necesario contar con el tiempo, con una evolución que, sin duda alguna, se está operando en los países del Este2. Recordemos que todo lo que es repentino resulta enormemente sospechoso y peligroso. El filósofo preocupado por su responsabilidad debe contar con las profundas fuerzas de la vida y, por otra parte, debe colaborar con un sentimiento perpetuamente sostenido de su insuficiencia y de su debilidad. Que nunca se le ocurra tomarse por un oráculo, pues en este terreno ello equivaldría a caer en el charlatanism o. ¿Y hay algo más despreciable que un cha rlatán que no se tiene por tal ? Pero sin duda hay que ir mucho más lejos, y ello es inevitable desde el momento en que se toma conciencia de que lo que se halla en juego es nada menos que la vida o la supervivencia de la humanidad . Y aún es ne cesario precisa r m ás : no _se_ trata exclusivamente de su 2 Por un lado, lo que ocurrió durante la primavera en Che coslovaquia parece aportar una extraordinaria confirmación de las observaciones formuladas anteriormente, peto la intervención soviética del pasado verano demuestra que Moscú no ha cam biado nada en cuanto a lo esencial.
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supervivencia física. Hay otras muchas maneras en que el hombre puede destruirse o más exactamente deshumanizarse. También aquí le es precisa al filósofo una vigilancia incansable. Pero está claro que no basta con montar la guardia, como se puede hacer alrededor de un edificio público. Lo que verdaderamente le incumbe de modo específico es una toma de conciencia de lo que es el hombre en cuanto tal, y con ello me refiero a la antropología filosófica, particularmente tal como se encuentra en Martin Buber, quien, por lo demás, ha sido precedido en este camino por numerosos pensadores. En la actualidad, lo que se pone de relieve de un modo cegador es que hay que considerar al hombre como v o cación y no como se hizo hasta fecha relativamente reciente en cuanto naturaleza. Podemos decir a grandes rasgos que precisamente el mérito del pensamien to existencial consiste en haberlo puesto de manifiesto. Desgraciadamente, en determinados casos, que se han beneficiado de una publicidad que no corresponde a una filosofía digna de tal nombre, este pensamiento ha caído en la confusión más funesta, no evitando un anarquismo radical más que para caer en una dogmática que se achaca, quizá indebidamente, al marxismo. Estos son los dos escollos por entre los que el pensamiento existencial tuvo que abrirse camino en unas condiciones precarias e incluso peligrosas. A mi modo de ver, la tarea del filósofo es hoy más difícil que nunca, y con ello recojo las observaciones presentadas al comienzo de este estudio. Estas dificultades encuentran una expresión o una ilustración, al menos parcial, en la objeción que no pueden dejar de suscitar las indicaciones que acabo de dar. Se me preguntará sin duda: «Cuando denuncia el proceso de deshumanización que está en curso, según usted, en el mundo de hoy, sobreentiende una idea del hombre que es la suya, y que, por otra parte, debería ser ex plicitada. Pero ¿con qué derecho puede usted pretender que el filósofo (en general) tenga que aceptar esa idea
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y criticar, a partir de tal suposición, los nuevos valores que son o serán descubiertos por unas generaciones que precisamente se desvían de esa concepción clásica suya?» La cuestión es de la mayor importancia y resulta ineludible. Diría, incluso, que el filósofo debe hacer suya esta objeción, al menos provisionalmente; quiero decir que su pensamiento no puede permanecer vivo más que si se acoge, e incluso sostiene, una eríst i ca, de la cual esta objeción sea el centro. Pero volveré, de una manera muy general esta vez, a mi posición a propósito de las armas atómicas. Ciertamente, el filósofo debe perseguir en sí mismo el espíritu de facilidad. Debe preguntarse si la idea del hombre y de los valores humanos que él pretende man! tener no estará empañada de pura subjetividad. Peroj deberá responder — responderse a sí mismo, que es Jo que aquí importa y lo único que puede justificar una afirmación o una decisión, y así lo testimonian los ejem píos consignados en la historia— con testimonios no sólo escritos, claro está, sino también, y puede que ante todo, vistos. Todos estos testimonios convergen en un universalismo que puede ser considerado desde el ángulo racional o desde el ángulo cristiano, y, por lo demás, lo es frecuentemente desde uno y otro. Cierto que este término, universalismo, es mucho más abstracto, pero se trata del espíritu que tiende a promover en los hombres la comprensión y el respeto mutuos, sin que, por otra parte, y quede bien entendido, se implique con ello un igualitarismo, cuya consideración crítica, principalmente desde Nietzsche y Scheler, ha demostrado que está basado en la confusión y el resentimiento. ¿Tiene verdaderamente algún sentido decir que este espíritu no corresponde sino a una exigencia subjetiva? No puede pretenderse, a menos que se juege con las palabras. Por otra parte, la historia de la noción de subjetividad muestra con qué precauciones debe manejarse este concepto. Por lo demás, el delimitar el campo, en el cual es
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posible la innovación y legítima la voluntad de innovación, corresponde en propiedad al filósofo. He intentado demostrar, hace ya mucho tiempo, que la voluntad de innovación en arte, por ejemplo, es siempre sospechosa y, sin duda, condenable. La innovación en arte es algo que se encuentra y que, probablemente, no se debe buscar. En el orden de la técnica sucede de otro modo. Aquí se trata de innovar para mejorar un rendimiento. Pero en el dominio ético la innovación no tiene ningún sentido. Pondré un ejemplo que me parece característico. En la historia de las ciencias probablemente no haya existido un renovador más grande que Einstein. Pero cuando se le planteó con la intensidad de todos conocida el problema de conciencia de determinar si no había sido culpable al proporcionar los medios con los que se hizo posible la existencia de unas armas que el hombre puede utilizar de modo criminal, se le planteó de un modo que puede considerarse como transhistórico. Si es que es posible la solución de tal problema, dicha solución no se verá afectada por la novedad indudable de unas teorías de cuyo desarrollo se conocen las consecuencias. Podría decirse, y con ello concluyo este desarrollo, sin | duda demasiado sinuoso, que la tarea o la vocación propia del filósofo consiste en lograr en sí mismo un equilibrio paradójico entre el espíritu de universalidad, por lo mismo que toma cuerpo en valores que deben reconocerse como inalterables, y su experiencia personal, de la cual no tiene la posibilidad, ni siquiera el derecho, de hacer abstracción, puesto que es en función de ésta como puede llevar a cabo su aporte individual. Ciertamente, la naturaleza de este aporte es bastante difícil de precisar, pero antes de intentar hacerlo, debo decir que justamente este aporte no es separable de la responsabilidad que incumbe al filósofo. La palabra aporte es poco satisfactoria, puesto que parece designar una cosa, cuando se trata más de una d i l u c i d a c i ó n : para el filósofo se trata mucho menos de
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demostrar que de mostrar; pero también a este respecto hay que andar con cuidado, ya que no nos encontramos en el orden de las cosas, donde mostrar es designar ló que está ahí. En cambio aquí, es decir, en lo que podemos llamar en términos generales el dominio espiritual, mostrar es hacer madurar, es promover y transformar. En un contexto muy distinto, he intentado recientemente precisar lo que yo llamaba una madurez existencial. Creo que la finalidad esencial del filósofo consiste no solamente en favorecerla, sino, ante todo, en determinar sus condiciones. Para ello necesita primeramente distinguir lo que está maduro de lo que está en vías de descomposición. Me doy cuenta de que esto nos lleva a situarnos en la idea tradicional de perfección, pero abordándola desde el punto de'vista y en la línea de la vida. La perfección separada de la vida no es más que un e i d o l o n , del que el filósofo no puede por menos de desconfiar. Volviendo una vez más sobre la idea de responsabilidad, diría que es precisamente a la luz de esta idea de madurez existencial como mejor puede aprehenderse su naturaleza. En efecto, se ve que la responsabilidad del filósofo con respecto a sí mismo no puede estar disociada más que por abstracción de su responsabilidad con respecto a los demás hombres. En ningún caso le asiste el derecho a desolidarizarse por el hecho de acogerse a no se sabe qué estatuto de privilegio. En mi opinión, una filosofía digna de este nombre no puede desarrollarse, ni tampoco definirse, sino bajo el signo de la fraternidad.
E L H U M A N I SM O A U T E N T I C O Y S U S SU P U E ST O S E X I ST E N C I A L E S
Comenzaré por advertir que el título de esta exposición en su versión alemana era: D i e e x i s t e n t i e l l e n U rgew issheit en des W ahren M enschseins !. Y que bajo esta forma fue presentada primeramente en Austria. La palabra U rgew issheit en puede dar ya lugar a un malentendido. El prefijo «Ur» está claro que no debe tomarse en un sentido cronológico. Creo que nada sería tan arriesgado como la tentativa de determinar cuáles han sido las certidumbres del hombre primitivo. Por lo demás, la propia noción de hombre primitivo es ya digna de desconfianza. Además, es suficiente con pensar en el niño para comprender que esta cuestión no puede plantearse de este modo. Se trata más bien de algo análogo a lo que Max Picard, por ejemplo, designa con la palabra Das Vorgegebene. Por otra parte, es necesario hacer hincapié sobre el adjetivo existencial, y añado que en francés preferiría el término assurance (seguridad) al de certitude (certeza). Podría decirse que las certezas pertenecen al dominio del objeto. Pero todavía hoy pienso, como en la época ya lejana en la que redactaba la última parte de mi D i a r i o m et a f i si c o y el artículo «Existencia y objetividad», que debe mantenerse una oposición entre ambos términos, sin que, por lo demás, esta oposición coincida de ninguna manera con la que la filosofía tradicional establece entre sujeto y objeto. Importa insistir sobre este punto para prevenir enojosas equivocaciones. 1 Literalmente, las seguridades existenciales fundamentales im plicadas en el hecho de ser verdaderamente un hombre.
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jQ ui zá po dr ía decirse en primer lugar que la certeza no sólo no está expuesta a la duda, sino que de alguna manera debe ser pensada como inquebrantable. Esto se expresa de un modo general mediante un verbo impersonal, tal como constat, en latín, o Es st eht fest, en alemán. Se dirá, por ejemplo: es cierto que el agua hierve a la temperatura de cien grados centígrados, o, en otro orden de cosas, que la suma de los ángulos de un triángulo es igual a dos rectos. Por otra parte, es imposible pensar una estructura objetiva sin pensar al mismo tiempo, de manera más o menos explícita, en unas certezas referidas a ella. Si consideramos ahora al ser humano de un modo ob jet ivo , es decir, como perte necie nte a una determinad a especie, en cuanto que presenta una estructura anatómica específica, etc., está claro que podríamos enunciar a su respecto juicios que presentasen un carácter de certeza, pero que no podrían ser considerados como exis tenciaíes. Ahora bien, en el enunciado figuran las palabras D as W ahre M ensch-sein . Pronto se ve que aquí se introducen referencias de un orden que no es el de las ciencias de la naturaleza. En efecto, aquí la palabra verdad debe tomarse en una acepción más o menos normativa. Por otra parte, podríamos reemplazar la palabra verdadero por la palabra auténtico. Y al mismo tiempo debe precisarse también la significación del verbo ser (en M ensch- s e i n ) . A primera vista nos sentiríamos tentados a sustituirlo por un verbo como comportarse. E|_problema quedaría referido entonces a las seguridades existenciales que fundamentan un comportamiento auténticamente humano. Considero, sin embargo, bastante peligroso atenerse a un enunciado que parece implicar referencias a un pen samiento estrechamente conductista. Creo jjn e debemos resistir con todas nuestras fuerzas a la tentación, hoy tan común, de definir al hombre por un cierto comportamiento específico, lo que nos lleva a olvidar que lo propio del hombre es definir su acción en reía
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ción con ciertas exigencias que van más allá de todo comportamiento, la más imprescriptible de las cuales toma cuerpo en la idea misma de verdad. En esta perspectiva podría decirse que en cierto modo \ lo propio del hombre es dar testimonio, sin prejuzgar la j naturaleza de este testimonio o la de la realidad, ante la ! cual este testimonio se articula. A partir de estas indicaciones, con todo lo indeterminadas e insuficientes que puedan resultar, estamos en condiciones de aclarar un poco mejor la distinción mencionada entre lo objetivo y lo existenciaí. Se ..puede decir, de un modo muy gen eral, que lo o b jetivo en cuanto tal es lo que no nos concierne. Sin embargo, esto resulta un tanto equívoco. ¿Puede decirse que las leyes objetivas que presiden el funcionamiento de mi organismo no me conciernen? Hay un sentido en que esta afirmación sería evidente y absolutamente falsa. En efecto, en cierto modo mi ser depende de estas leyes. ¿Desde qué punto de vista puede decirse, pues, que éstas no me conciernen ? Lo que quiero decir es que estas leyes no me tienen en cuenta a mí. Pero esta palabra resulta aquí demasiado indeterminada; sin duda sería necesario sustituirla por una noción más precisa, por ejemplo, la de mi designio o la de mi propósito fundamental. Se trata de lo que han expresado todos los pensadores, y principalmente los poetas, cuando pusieron de manifiesto la indiferencia fundamental de la naturaleza. Mencionare como ejemplo unos versos célebres de Víctor Hugo en L a T r i s t ess e d ’ O l y m p i o : Naturaleza de frente serena, ¿cómo olvidarte? Cuán po co t i empo necesit as para cambi ar t odas las cosas Y cómo qu iebras en tus ?neta morfosi s Los hi l os mi steriosos con qu e están enlazados nuestr os [corazones.
.Adecir verdad, no se trata aquí de nuestra propia estructura objetiva, sino más bien de los cambios físicos
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que se operan ineluctablemente en el mundo de las cosas, de tal suerte que al regresar el poeta, después de haber transcurrido muchos años, al jardín en donde había vivido en su infancia no encuentra nada de lo que él recordaba. Ahora bien, las categorías existenciales propiamente dichas no pueden intervenir más que a partir del mo ' mentó en que, de alguna manera, sino suprimido, al me inos se ha franqueado el intervalo que separaba el sujeto del objeto en el ejemplo que acabo de dar. La oposición se establece, por lo tanto, entre el ámbito de la separación y el que podríamos llamar el de la unidad o trabazón, que quizá sería mejor llamar el de la participación, implicado evidentemente en la propia noción de testimonio. Está claro, en efecto, que un ser radicalmente aislado de los demás, encerrado en sí mismo y al cual le fuese simplemente dado el considerar un cierto espectáculo exterior a él, no podría ser considerado como testigo, a menos que vaciemos esta palabra de su significación concreta y positiva. También podría decirse que desde el momento en que penetramos en lo existencial se nos aparece ya el compromiso ; palabra cuyo sentido deberíamos, sin duda, precisar después del enojoso abuso que de ella ha hecho la literatura existencialista. Conviene poner de manifiesto las razones a que se debe el que el problema del humanismo auténtico se plantee en nuestros días con tal vehemencia. Nadie puede dudar que en el curso del último medio siglo hemos visto cómo se multiplicaban a nuestro alrededor los peores ejemplos de inhumanidad. Pienso, sobre todo, en los campos de concentración y en los horrores sin cuento que allí se llevaron a cabo, pero sin olvidar tampoco los traslados masivos de población que tuvieron lugar en Europa oriental, en Asia, etc. En general estaremos de acuerdo, al menos de este lado del telón de acero, en declarar que tales prácticas sólo han | sido posibles por un desconocimiento radical de las con-
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diciones que implica el ser humano auténtico. Pero también es importante hacer un esfuerzo para comprender cuál puede ser la situación de espíritu de aquellos que en el Este se sublevaron contra esta apreciación. Sabemos, por ejemplo, que se esforzaron por sostener que no había campos de concentración, sino campos de reeducación. No basta con protestar sobre la increíble hipocresía que supone el expresarse de este modo. Me parece de mayor interés intentar comprender el postulado que supone semejante tentativa de justificación. Creo que ese postulado se halla unido a la idea de que el verdadero ser humano está todavía por venir y que nos encontramos en ese momento crítico y decisivo de la historia en que se produce a gran escala la toma de conciencia de esta humanidad aún por instaurar sobre las ruinas de un mundo desmoronado. Desde esta perspectiva se comprenderá que todos los medios sean considerados como permisibles con tal de que favorezcan la venida de esta nueva humanidad. Pero precisamente — y ésta será la primera ilustración concreta del tema general alrededor del cual se organiza esta investigación— a tal manera de pensar deberíamos oponer un categórico rechazo, en nombre de lo que podríamos llamar una seguridad existencial original. Haré notar de pasada que la dirección de nuestro pensamiento es en este caso bastante comparable a las que permitieron definir el dogma con relación a las herejías reconocidas como tales; porque a no dudar es una herejía, y de las más funestas que puede haber, esta creencia en un hombre futuro que una pretendida élite se encargaría de hacer venir al mundo, sin importarle el sufrimiento de los hombres existentes a los que sacrifica sin escrúpulo a este ídolo. Resulta demasiado claro que esta idea del hombre por venir no es la expresión esquemática de una promesa que nace en la experiencia humana tal como se ha elaborado a través de la historia, sino que nace en el entendimiento abstracto; se comprende entonces que las palabras «nacer o enraizar»
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están aquí fuera de lugar. Un ser vivo, una planta, por ejemplo, no puede echar raíces en el cemento o en el asfalto. Los modos de ver del entendimiento abstracto pueden compararse a estas materias artificiales. En último análisis, este hombre por venir apenas es comparable más que al esquema de una máquina que se hubiese concebido sin que todavía se hubiese llegado a imaginarla concretamente. Pero—advertimos que corresponde a la esencia de una máquina el estar al servicio del hombre, aunque una trágica experiencia nos enseña que esta relación puede pervertirse o invertirse de tal manera que el hombre pase a estar al servicio de sus propias máquinas. Más aún, que se compare con ellas, llegando a despreciarse a sí mismo, como admirablemente ha expuesto Gunther Anders en su reciente y bello libro D i e A n t i q u i er t h ei t d es M en s ch en . Es verdad que quizá se dude del fundamento de esta asimilación. El hombre por venir, se dirá, se distinguirá del hombre tal como existe actualmente por el hecho de que será libre de todas las servidumbres que todavía hoy pesan sobre él. Pero será preciso responder que es justamente la idea de esta liberación absoluta lo que resulta abstracto y quimérico. Probablemente, es tan absurdo creer en la posibilidad de esta liberación absoluta como imaginar al hombre sobre la tierra sustraído a leyes tales como la de la gravitación. La comparación entre el hombre así concebido y la máquina está fundada exclusivamente en el hecho de que la máquina es un producto de la abstracción por oposición al organismo verdadero que de ninguna manera puede permanecer aislado del cosmos en el que nace, y, en particular, de una línea que se sumerge en lo insondable. Partiendo de estas reflexiones podemos hacer patente a la conciencia reflexiva la seguridad existenciaí de la que he hablado y sin la cual no cabe ningún humanismo auténtico. No obstante, todavía podría surgimos una dificultad. La objeción consistiría en decir que la herejía de la que
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he hablado debe ser rechazada en nombre de un postulado que se afinca en la esencial dignidad del hombre, y que muy bien podría emparentarse con aquellos que Kant expuso en L a crítica d e l a r azón pr ácti ca. Pero ¿puede pensarse en considerar los postulados kantianos como seguridades existenciales? Parece algo absolutamente imposible. Los postulados kantianos se muestran como implicaciones no de la ley moral misma, sino de la relación que se establece entre ésta y los seres sensibles que somos nosotros. Sin embargo, es evidente que una implicación no podría ser existenciaí. Por otra parte, se puede pensar que tocamos aquí los límites del pensamiento kan tiano. Hay que decir que no estamos de acuerdo en esta asimilación de la seguridad, tal como aquí la consideramos, con los postulados kantianos. Para darse cuenta de ello conviene volver a los ejemplos de donde he partido, y, en particular, al problema planteado por los traslados forzosos de población. Cuando afirmo que éstos se llevaban a cabo despreciando algo que está estrechamente unido al ser humano verdadero, ¿acaso me limito a decir que contravienen una determinada exigencia del espíritu? De ningún modo. Porque se trata de una exigencia encamada, y es esta encarnación lo que resulta importante. Quiero decir que, cuando condenamos estos traslados forzosos, tenem os en cuenta — y ésta es la base misma de nuestra apreciación— la existencia de innumerables seres humanos que sólo pudieron realizarse dentro de su vocación, porque les fue dado el vivir de padres a hijos dentro de un determinado territorio al que estaban unidos por un cierto lazo no sólo de pertenencia, sino de amor. La_.ide.a de una coperte nencia entre el hombre y el espacio concreto en que vive se muestra como fundamental. Ciertamente, no debe entenderse de una manera absolutamente rígida, como lo desearía un tradicionalismo demasiado estrechamente dogmático. Con cierta frecuencia esta idea tomó en el pasado formas serviles que hoy no podemos aceptar. Re
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conocemos plenamente al individuo el derecho a emanciparse de esta relación en todos los casos en que la experimente como esclavizadora. Pero es preciso que esa emancipación sea realizada por libre voluntad. No tiene nada en común con las medidas de planificación abstracta, en cuyo nombre un Estado totalitario — o sus man ifestaciones— se arrogan el derecho de transplantar una población. Al escribir estas líneas pienso en un gran escritor de lengua alemana que, después de algunos años de olvido relativo, se encuentra de nuevo en el rango a que tiene derecho: me refiero a Jeremías Gotthelf. Creo que nadie ha tenido un sentido más directo y más profundo de esta copertenencia, y quizá se deba en parte a que ésta es tan trágicamente desconocida y violada el que la obra de Gotthelf se nos presente como una llamada indispensable a los fundamentos existenciales del verdadero humanismo. Al evocar esta obra me parece que aclaro suficientemente lo que he querido decir al hablar de la exigencia encarnada. Una ilustración más reciente y nos menos significativa podría encontrarse en la obra de Péguy o en algunas partes, no las menos sólidas, de la obra claudeliana. Estas referencias resultan apropiadas para mostrar cuán lejos nos encontramos de los postulados de la razón práctica o de todo lo que pueda parecérsele. Encuentro indispensable subrayar el hecho de que estos tres grandes poetas, cuya cultura filosófica es reducida y que en cualquier caso ignoraban a Kierkegaard y las doctrinas elaboradas por sus discípulos, que estos poetas, digo, expresaron en sus obras, mucho más claramente que los metafísicos, las seguridades existenciales que intento hacer inteligibles. Por otra parte, éste es el momento de manifestar la dificultad fundamental con la que se choca cuando uno se compromete en semejante empresa. En efecto, ¿cómo evitar el riesgo de volatilizar este aspecto existencial al pretender hacerlo inteligible? Porque de un modo general hacer algo inteligible es conceptuali
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zarlo. Pero aquí apenas puede operarse la conceptualiza ción sin que se traicione sustancialmente aquello mismo que se intenta conceptualizar. Esto vale también para lo que he llamado la copertenencia del hombre y de su {Jmivelt. Uno puede preguntarse si no debe evocársela simplemente por medios que en el fondo tienen más que ver con la poesía, o incluso eventualmente con la música, que con el pensamiento abstracto. O más exactamente, habría que decir que el pensamiento abstracto tiene como función ante todo reconocer su propia insuficiencia y por lo mismo preparar el camino a modalidades de pensamiento que lo sobrepasen sin negarlo. Al término de este largo análisis podemos, pues, decir que la seguridad existencial fundamental, sin la cual es l ' imposible ún humanismo auténtico, consiste en la afirmación de un lazo original, que podríamos incluso llamar umbilical, que une al ser humano no con todo el mundo en general, lo cual equivaldría a no decir nada, i sino con un cierto ambiente determinado y tan concreto i como pueda serlo un nido o un capullo de gusano \ de seda. Hemos visto de pasada que es propio del ser humano el tomar posición con relación a esta unidad original, y, llegado el caso, el poder romperla, al menos en algún grado. No existe la libertad sin esta posible toma de posición. Ni libertad ni menos aún pensamiento, y está claro que las condiciones del pensamiento y las de la libertad son, en cierto sentido muy profundo, idénticas. Sin embargo, es necesario advertir que la libertad así concebida puede aparecer como la facultad de arrancarse a la existencia y, en último análisis, de destruirse. Por otra parte, partiendo de este punto se logró constituir en el pasado filosofías que, al menos en cierto modo, hacían abstracción de la existencia, como se ha podido ver en algunas formas del idealismo particularmente exangües. Por lo demás, nada sería más falso y más peligroso que pretender definir la libertad por este poder. Lo que
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hay que reconocer es que la libertad comporta esta posibilidad que, en el límite, se actualiza en y por el suicidio, pero no comporta menos la posibilidad contraria, es decir, la de resistir a esta tentación que, en épocas como la nuestra y en determinadas condiciones sociales, puede hacerse insuperable para algunos. Si en lo que concierne a la libertad puede hablarse de una seguridad existenciaí, es, en mi opinión, a condición de restaurar la relación central, demasiado a menudo perdida de vista, entre libertad y encarnación. Esto lo veremos con mayor claridad en las reflexiones que van a seguir y que tratarán sobre la relación entre su jeto je to y ob jeto je to.. j Del mismo modo que hemos manifestado anteriormente el hecho de que existir para el ser humano con ’siste en cierto modo en pertenecer a una realidad ambiente de la que nunca podemos separarnos sin peligro si bien en determinadas condiciones esta separación llega a hacerse hacerse nece necesar saria— ia— del mismo modo hemos de de reconocer también que cada uno de nosotros, para operar lo que podríamos llamar su crecimiento, debe abrirse a otros seres diferentes a él y llegar a ser capaz de acogerles sin que ello suponga el ser barrido o neutralizado personalmente por ellos. Esto es lo que yo he llamado 1la intersubjetividad. Dicha intersubjetividad no puede considerarse como un simple dato factual. O, más exactamente, sólo adquiere un valor cuando es algo más que un simple dato factual, cuando se muestra como una progresiva conquista sobre todo lo que puede llevar a cabo uno de nosotros a centrarse o a encerrarse en sí mismo. En suma, la intersubjetividad no es ni puede darse más que por la libertad, y quizá no exista otro ámbito donde la libertad aparezca como potencia positiva, en vez de bajo el aspecto negativo que cobra cuando trata de separarse de la existencia, como hemos visto hace un momento. Hay que reconocer, como hicimos anteriormente, que no se trata aquí simplemente de un postulado práctico ----
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0 de un simple deseo. La seguridad existenciaí se ejerce sobre las condiciones estructurales que permiten al ser individual abrirse a los demás. Sería inútil disimular que esta seguridad, precisamente por ser fundamental, no se deja captar fácilmente y que, cuando intentamos reducirla a una proposición general, corremos el riesgo de desnaturalizarla. En efecto, hablar de las condiciones estructurales, como acabo de hacer, supone encaminarse por una vía formalista. Sin embargo, es evidente que la seguridad de la que tratamos se sitúa más allá de cualquier formalismo. También aquí es hacia la poesía, hacia la experiencia poética adonde tenemos que volvernos para alcanzarla. Pienso, por ejemplo, en la experiencia fundamental que se halla en el corazón de los poemas de Walt Whitman: My spirit has pass’d in compassion and determinatio n [ a r v u i i d t h e w h o l e ea ea r t h , 1 have l ook ’d f or equals and lov ers and fo un d t hem hem ready ready [ f o r m e i n a l l l a n d s, s, I thi nk some di vi ne rapport has equali equali sed sed m e wit h t he? he?n 2. 2.
A este respecto importa prever una objeción que puede considerarse grave, la que consistiría en decir que una obra como la de Whitman sigue siendo tributaria de una cierta S t i m m u n g (talante), que a pesar de todo no es más que una disposición subjetiva, y que, en consecuencia, puede parecer completamente abusivo hablar aquí de una seguridad existenciaí. La cuestión es de tal importancia que merece que nos detengamos en ella. A mi entender, la objeción presupone, a fin de cuentas, una cierta oposición que justamente se trata de sobrepasar: la oposición entre lo que sería un simple dato de la psicología individual y lo que, por el contrario, sería valedero para todos, valedero para la conciencia 2 Lea ve of Years. Salut au mo nde, párrafo 13. El título origi nal del poema está escrito en francés.
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en general. Pero precisamente lo propio del pensamiento existencial consiste en establecerse al otro lado de esta oposición, que no presenta más que un valor epistemológico. Quizá lo mejor sería introducir aquí la mención de ese elemento profético sin el cual, probablemente, no existiría la gran poesía. Bien entendido que no tomo esta palabra en su acepción temporal. Es profética la palabra que se profiere por o en nombre de otro. En este caso se trata de una infinidad de otros. Sin duda, Whitman es un profeta en este sentido. El hablaba en nombre de una infinidad de seres incapaces de hacerlo por sí mismos; él era su voz. Si la democracia americana, considerada en su intención más pura, más universalmente humana, encontró un portavoz para hacerse oír, y en el fondo, para ser, ese portavoz es, en mi opinión, la poesía whitmaniana. Y es preciso añadir que llegó llegó más allá de los límites del continente americano, y que, sin la menor duda, contribuyó a despertar toda una nueva poesía en Europa, especialmente en Francia. Pero esto sólo fue posible porque en el corazón mismo de esa poesía vivía una cierta experiencia fundamental, La apertura del hombre hacia el hombre. Y al hablar hablar de exp eriencia fundamental me refiero precisamente a que nos encontramos mucho más allá de la restringida esfera constituida por una S t i m m u n g puramente individual. Por lo demás, podrían ponerse ejemplos diferentes, pero convergentes, en el ámbito de la música. Los grandes músicos también han sido portavoces o profetas. Sin embargo, se preguntará alguien, «¿no es totalmente men te arbitrario arb itrario elegir eleg ir ejem plos plo s como los qu quéT se acaban de poner y despreciar determinadas experiencias fundamentales como son la soledad y la desesperación?» A esta pregunta mi respuesta será doble: pienso menos que nadie en despreciar a f o r t i o r i esas experiencias dolorosas y lacerantes; por el contrario, me parecen esenciales. Pero habría que preguntarse si no conviene definirlas, o al menos comprenderlas, como negación de esa comunión universal que se expresa en Whitman o,
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por ejemplo, en el Beethoven del H i m no a la alegría. En otras palabras, nadie puede dudar de que cada uno de nosotros está expuesto, como a una de tantas amenazas, a la soledad y a la desesperación. No obstante, no hay nada en estas amenazas que invalide o que permita dudar del valor original de las experiencias de comunión, aunque una de las tareas más importantes de la reflexión sea el descubrir cómo son posibles estas amenazas y cómo pueden desarrollarse. Pero yo añadiría esto: como se recuerda, me propuse poner en claro algunas de las seguridades existenciales sin las cuales un humanismo digno de este nombre no puede constituirse. Precisamente dentro de esta perspectiva —observémoslo por el lado de la religión propiamente dicha— dicha— la experiencia de la comunión o de la ape rtura de unos hombres a otros aparece como inves ¡ tida de una importanc ia particular part icular.. Hay que añadir c o 1! rrelativamente que todo lo. que contribuye contribuye a oscurecer esta experiencia en la conciencia humana se muestra como un obstáculo para un humanismo auténtico. Me refiero, ante todo, a los prejuicios raciales y de clase tanto como a un cierto nacionalismo actualmente su Por lo demás, estas observaciones exigirían ser precisadas, ya que al formularlas de un modo general se corre sin duda el riesgo de acreditar algunos errores graves: pienso en los referentes a un humanitarismo abstracto o a un vago pacifismo que, en fecha todavía reciente, se alió inconscientemente con los más espantosos poderes de opresión. En otras palabras, es un problema extraordinariamente difícil y complejo el de saber cómo, es decir, en qué condiciones concretas el espíritu de universalidad puede destruir las relaciones entre los hombres. Pero no es éste ahora mi propósito. Sólo quiero introducir estas reservas para evitar enojosas confusiones. Ahora bien, con respecto a estas seguridades positivas que se inscriben a la vez en la encarnación y en la in
2po de crisis Fi l oso fía pa ra u n tie? tie??
tersubjetividad, ¿podría caber una seguridad seguridad existenciaí de otro orden y que recayera sobre la finitud radical del existente que soy yo, o dicho de un modo más claro, sobre mi mortalidad? Me refiero, naturalmente, a los valiosos análisis de Heidegger en S e i n u n d Z e i t sobre el Z u m T o d e Sei n 3. Como hace algunos años tuve ocasión de recordar en Berlín, es imposible no darse cuenta a este respecto de una peligrosa ambigüedad que se revela en el hecho de que la expresión no se deja traducir correctamente al francés. Los comentaristas franceses más recientes de Heidegger han querido introducir la expresión «ser hacia la muerte», a fin de evitar el uso de la preposición «para», que parecía comportar la idea de una finalidad o de un destino. No tengo la intención de meterme en una discusión minuciosa que se saldría del marco de esta conferencia. No puedo dar más que mi posición personal, tal como la formulé en la comunicación que dirigí hace veinte años al Congreso Internacional de Filosofía de París. Cuando intento tomar conciencia de mi situación de existente, considerándola en relación con lo que podría llamar mi futuro, observo que sólo aparece como indudable esta proposición: m o r i r é , sin poder en absoluto pronunciarme en cuanto a las condiciones de espacio y tiempo en que mi muerte tendrá lugar. Desde esta perspectiva, mi situación resulta perfectamente comparable a la de un ajusticiado al que se le hubiese encerrado en una prisión cuyas paredes móviles se aproximasen minuto a minuto. Desde ese momento no hay nada en mi existencia actual que no pueda ser como desecado, desvitalizado, destituido de toda importancia o de todo interés por esta presencia en el horizonte o esta inminencia de mi muerte. Esta siniestra posibilidad de dejarme obsesionar por la muerte hasta el punto de llegar a pa3 Hablaremos de ello más adelante, adelante, en el capítulo «M i muer te y yo», página 157.
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ralizarme de inanidad frente a todo lo que me concierne
y} con mayor razón, frente a todo lo que concierne a los
demás, se encuentra como inscrita en mi estructura de ser finito. Nos encontramos aquí en presencia de una anticipación del suicidio en el seno mismo de la vida. Qe nada serviría serviría — e incluso incluso sería estúpi estúpido— do— argumentar que tal actitud presentaría un carácter patológico. Esto no representaría más que una etiqueta depreciativa, pero que no cambiaría en nada la cuestión. Todo esto me parece indiscutible. Por supuesto que hablo de la posibilidad, es decir, del hecho de que mi situación pueda mirarse de este modo; así, pues, quedo expuesto a la tentación de una desesperación para la cual, a primera vista, no parece haber recurso. N o obstante, ¿podemos ¿podemos decir que se trate aquí aquí de una seguridad existenciaí original? En verdad, nada me parece más dudoso. Creo que todo sucede más bien como si la certeza de mi muerte futura viniese de alguna manera a aplicarse como algo extraño sobre la seguridad fundamental que es la de ser o, cuando esta seguridad se vuelve refleja, la de participar en el ser para la eternidad. Esto nos traslada al experi m ur nos aeternos aeternos ess esse e de Spi noza, sin que ello implique, por lo demás, una adhesión a la metafísica spinozista. La deficiencia central de las filosofías existenciales de la angustia consiste, en mi opinión, en ignorar de un modo completamente arbitrario una experiencia fundamental a la que yo llamaría de buena gana el gaudium essendi. Por otra parte, no hay ninguna duda de que sobre el gaudium essendi pesa una amenaza o de que sobre él se proyecta una sombra terrible. Este es el aspecto trágico de nuestra condición. Pero no obtendríamos más que una idea mutilada y deformante si excluyésemos este dato original. Y esto no es todo : cuando concentro concentro mi reflexió n sobre el hecho de que mi muerte futura puede llegar a ejercer sobre mí una acción petrificante, me veo llevado a reconocer que esta acción no es posible más que por una connivencia de mi libertad. M i muerte no puede
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nada contra mí sino es por la colusión de una libertad que se traiciona a sí misma para conferirle esta realidad o esta apariencia de realidad, cuyo poder de fascinación he señalado en primer lugar. En último término, es esta libertad y sólo ella la que puede ejercer el poder capaz de esconder a mi vista no sólo la riqueza del universo, sino todo aquello que no sería afectado por mi muerte, como la vida de los otros y los valores de los que depende. La propia existencia del sacrificio se presenta como una refutación existencial de esta desesperación, que después de todo equivale a un solipsismo práctico. Por otra parte, es evidente que sigue siendo posible para un pensamiento impugnador el pretender que el sacrificio es absurdo y que tiene por fundamento una ilusión óptica muy fácil de descubrir. Pero ésta es justamente la grandeza y la dignidad del hombre: el poder despreciar unos argumentos de este orden, y esto en nombre de una experiencia que no se deja recusar. Pero es precisamente aquí donde encontramos una seguridad existencial original que, en definitiva, no puede ser más que una irradiación misteriosa del g a u d i u m essendi: y esta irradiación es la esperanza. No voy a reproducir el análisis efectuado en F l o m o viator. He intentado demostrar la diferencia radical, demasiado frecuentemente perdida de vista por los filósofos, en especial por Spinoza, entre el deseo y la esperanza. Lo que se puede llamar el estatuto ontológico de uno y de otra es absolutamente diferente. Se podría decir que el deseo está centrado en el «yo», mientras que la esperanza no es separable del amor, de lo que he llamado intersubjetividad. Pero si en el curso de estas reflexiones hemos sido capaces de encontrar las raíces de dos de las virtudes teologales, hay razón para pensar que también podemos encontrar las de la tercera, es decir, la fe. Por otra parte, debo confesar que aquí las dificultades son quizá todavía más serias que las anteriores. Porque me parece peligroso suscribir pura y simplemente
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la idea de una religión natural, que sería como una especie de patrimonio natural del ser humano. Tampoco pretendo que esta idea sea falsa, pero no podría ser aceptada más que al término de un inmenso trabajo, cuyas conclusiones presentarían siempre un carácter algo aventurado. Además, si nos colocamos en este terreno, nos arriesgamos a contravenir las indicaciones que formulaba al comienzo de esta conferencia, cuando hice observar que la palabra original no debe tomarse en un sentido cronológico. Creo ver más bien la posibilidad de una línea de pensamiento reflexivo, que debería proseguirse a partir de una meditación sobre lo que ocurre al hombre ante nuestros ojos en un mundo en el que se proclama la muerte de Dios. También aquí es a partir de la herejía como podemos elevarnos hacia la comprensión — y entiendo por ella el pleno reconocimiento de las condiciones sin las que no puede darse el ser humano auténtico— . Por otra parte, es necesario proceder a una discriminación muy precisa entre el ateísmo profesado y el ateísmo v i v i d o . El ateísmo profesado, allí donde es la base de la rebelión, puede a veces estar motivado por una exigencia que, en fin de cuentas, está muy lejos de ser extraña a una religión digna de tal nombre. Por el contrario, el ateísmo vivido, al estar determinado por la satisfacción y el adormecimiento en el seno de un mundo cada vez más entregado a la técnica que termina por funcionar para sí misma (al no permanecer bajo una voluntad superior que la utilice con fines espirituales), el ateísmo vivido, digo, no puede más que abrir el camino a la desesperación de la que hablaba anteriormente, lo cual viene a decir que no puede ser sino un camino de muerte. En la hora presente, para un filósofo consciente de sus responsabilidades al mismo tiempo que de los peligros que amenazan a nuestro planeta, no hay probablemente tarea más importante que la consistente en encontrar estas seguridades existenciales fundamentales, constitutivas del ser humano verdadero en cuanto i m a g en d e D i o s
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E L SER A N T E E L P E N SA M I E N T O I N T E R R O G A T I V O 1
Es evidente que la lectura de los últimos escritos de Heidegger fue la que dio origen a esta meditación. Sin embargo, debo decir que no se trata en grado alguno de proceder a una crítica directa del pensamiento hei deggeriano. La reflexión sobre el ser se encuentra en el centro de mi pensamiento ya desde un principio, lo cual se traduce especialmente por la distinción entre problema y misterio. No hay razón para renunciar a esta distinción, pero sólo a condición de que siga siendo un instrumento de pensamiento, o también para emplear una metáfora más precisa, de que constituya una especie de canal abierto a una cierta navegación intelectual o espiritual. Pero, de hecho, la experiencia muestra que esta distinción corre el riesgo constante de naufragar en un verbalismo. Dado lo cual, me guardaré de utilizar el término «misterio» en la exposición que seguirá; por otra parte, siempre he permanecido en guardia contra lo que podríamos llamar el desgaste del lenguaje filosófico. Estoy convencido de que es necesario revitalizarlo constantemente. Ahora bien, esta revitalización no puede llevarse a cabo si no es por medio de una reflexión vigilante que se mantenga constantemente en contacto con la experiencia. Teniendo esto en cuenta, me ha parecido necesario reconsiderar el problema a partir de cero. 1 Sesión de la Sociedad Francesa de Filosofía del 25 de enero de 1958. Quiero dar las gracias a la Sociedad de Filosofía por haberme autorizado a reproducir el texto de mi comunicación y del coloquio que tuvo lugar a continuación.
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Hace ya unos veinte años, recuerdo que mantuve una discusión con un discípulo de Jacques Maritain sobre lo que él llamaba «la intuición del ser». Siempre me veía precisado a plantear de nuevo la misma cuestión: «Sj existe esa intuición del ser, ¿cómo se explica que haya tanta gente que no se dé cuenta de ello?» En cuanto a mí, debo confesar que, cuando se me habla de una intuición del ser, estas palabras no me dicen nada. Todo lo más, estaría dispuesto a admitir, como ya lo hice explícitamente en Etre et avoir , una intuición ofuscada u obturada. Y en este caso, ¿sigue teniendo sentido la palabra intuición? Lo encuentro bastante discutible. Por lo demás, podría preguntarse si esta idea de una intuición ofuscada por el juego del pensamiento discursivo, y principalmente por el pensamiento técnico, presenta o no algunas relaciones con la noción heideggeria na del olvido del ser, de la Vergessenh eit des Sei ns. Pero ¿qué es lo que puede ser olvidado ? ¿Se trata verdaderamente del ser? Confieso que la expresión me parece lamentablemente imprecisa. El término «perdido de vista» sería, sin duda, preferible a la palabra «olvidado». De todos modos, creo que estamos obligados a preguntarnos sobre el ser. Pienso que no ocurriría igual si estuviésemos en posesión de esa famosa intuición en la que no creo. Sin embargo, vamos a reflexionar sobre la naturaleza de esta interrogación y sobre las condiciones en las que se emprende. En el fondo, podríamos decir que vamos a preguntarnos por una pregunta. En seguida veremos amontonarse las dificultades. ¿Podemos usar la palabra «preguntar» sin hacernos inmediatamente la pregunta de q u i é n interroga y q u i é n es interrogado ? Admitamos que sea legítimo resp ond er: soy «yo» el que pregunta, dando por descontado que tenemos el derecho de decir «sí mismo» («moi» en el original fr ancé s) en lugar de «yo » (« je ») ; y nos veremos embrollados a causa de los problemas que surgen tan
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pronto como tratemos de explicitar lo que es ese «yo». {Por lo demás, esta explicitación es algo de lo que hay que abstenerse, ya que lo propio del «yo» es justamente no ser exp licitab le.) Y queda otra cuestión con exa : ¿Quién es preguntado?» La respuesta que se nos presenta inmediatamente es decir: «Yo me interrogo.» Pero precisamente este verbo reflexivo que nosotros utilizamos tan espontáneamente, tan fácilmente, sin apenas ver en él ning una dificultad, ¿no nos reservará muchas sorpresas ? Busquemos en la experiencia corriente un caso en el que podamos decir sin dudar. «Yo me interrogo», e intentemos analizarlo. En el fondo, ¿sobre qué puedo interrogarme? ¿Sobre lo que pienso? Pero esto no está claro. Si la idea clásica que se tiene de la conciencia de sí fuese correcta, debería saber de inmediato lo que pienso sin necesidad de tener que preguntármelo. Pero, en realidad, hoy sabemos que esta transparencia de sí mismo es excepcional: es un caso límite, y nada más. Me interrogo, por ejemplo, sobre alguien al que he visto. Precisemos más: me interrogo sobre alguien que ha venido a pedirme un servicio, y cuando digo «me interrogo por esta persona», lo que quiero decir es «me pregunto lo que verdaderamente pienso de esta persona». Aquí el «¿qué pienso?» se transforma insensiblemente [en un «¿qué debo pensar?» Pero esta pregunta estoy suponiendo que me la dirijo a mí mismo y no a alguna persona mejor informada que estuviese en condiciones de instruirme. Estamos, por tanto, en plena oscuridad. Todo sucede como si en estas condiciones, por lo demás difíciles de determinar, yo procediese a una especie de parcelamiento interior, casi podría decirse a una «socialización de...» ¿De qué? En semejante situación parece que las palabras se escamotean: se trata mucho menos de un saber que de una cierta situación que aspira a convertirse en saber. Esta situación no es, por otra parte, asimilable a un simple f e e l i n g (sentimiento), pues com
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r porta aspectos b ajo los cuales puede ser considerada ! como un modo de conocimiento. El hombre sobre el que me interrogo tiene un cierto comportamiento. Ha pronunciado también algunas palabras de las que me acuerdo, y que podrían ser apropiadas para motivar una apreciación, digamos, favorable. Pero algo en mí — y ob servo de paso cuán oscuras son estas palabras: «en mí»— tiende a rechazar esta apreciación, algo que es como una resonancia del comportamiento, o quizá de la expresión del rostro o el timbre de voz, y ese algo se convierte en interlocutor, o más bien se erige en interlocutor. También aquí el empleo del verbo reflexivo resulta sospech oso: ¿no soy más bien «yo» quien trata |a este algo de esta manera? Esta ilustración, que a primera vista puede parecer extraña al tema, tiene la ventaja, en mi opinión, de poner de manifiesto lo que hay de confuso, de fundamentalmente inexplicable en el acto, mediante el cual yo m e i n t er r o g o p o r , y muy especialmente mediante el cual me interrogo por el ser. En este caso los interlocutores suscitados aparecen en número indefinido. Me veré, pues, limitado a decir que interrogarme sobre el ser es una ¡ manera de reconocer la incapacidad en que me encuentro ' de saber a quién interrogo. Pero la cuestión en sí misma, ¿es claramente formu lable? La lamentable ambigüedad que caracteriza nuestra lengua hace en seguida su aparición. Quizá convendría plantear una cuestión previa, y esta cuestión sería: «¿El ser es?» Pero aparte de que el sentido de esta cuestión está oscuro (ya que no hay evidencia de que signifique: «¿Hay ser?», y no es más seguro el que esta cuestión tenga sentido), la reflexión me obliga a plantear la pregunta en un nivel más elevado. Antes de preguntarme si el ser es o si hay ser, es necesario que esté seguro de lo que quiero decir cuando digo «el ser». Pero la ambigüedad evocada hace un instante consiste justamente — y creo que nunca se insistirá lo bastante sobre ello— en que el ser, en francés, puede
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significar «el ente», como cuando se habla de un ser o de unos seres, o bien el hecho o el acto de ser. Es muy deplorable el que no dispongamos, como en griego o en alemán, del infinitivo sustantivado y que nos veamos obligados a introducir palabras anexas como son la palabra «hecho» o la palabra «acto». Si me atengo al primer sentido, es decir, al sentido en que el ser es, en definitiva, el «ente», pronto me doy cuenta de que una formulación tal como «¿qué es el ser?» resulta absolutamente defectuosa. Sería preciso completarla diciendo, por ejemplo: «¿Qué es el ser con relación a las apariencias?» Incluso así rectificada, la fórmula resulta imprecisa y pide un complemento. Por ejemplo, sería necesario decir: «¿Qué es el ser en cuanto ser?» Pero se engañaría uno al decir que, tras una fórmula semejante, trasparece, aunque muy oscuro, el otro sentido y, por lo mismo, la formulación siguiente: « ¿Qué es ser?» , sin que todavía pueda especifica r si conviene precisarlo diciendo, por ejemplo: «¿Qué es el hecho de ser?», o «¿Qué es el acto de ser?» Mas no puedo atenerme a esto. Tengo que preguntarme si estoy verdaderamente seguro de que esta pregunta tiene una significación. Va a serme necesario proceder mediante aproximaciones con respecto a cuestiones como: «¿Qu é es actuar?» «¿Q ué es padecer?» Y en seguida advierto que estas cuestiones a las que me refiero comportan evidentemente una referencia a un cierto sujeto que actúa y padece. (El empleo de la palabra «sujeto» es evidente que resulta completamente problemático, y una vez más comprobamos la lastimosa ambigüedad de nuestra lengua.) Habría que precisar, diciendo: «¿ Qué es actuar o sufrir pa ra este íxoxíe[jLevov ?» (me gusta mucho más la palabra griega). Ahora bien, tenemos que preguntarnos hasta qué punto es esto aplicable a la cuestión: «¿Qué es ser?» ¿Tiene sentido el proponer en primer lugar un «ente» y preguntarse después! «qué es ser para este ‘ente’ ?» Me parece que en realidadl y aquí sin duda me encuentro en radical oposición con
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Heidegger— la cuestión «¿Q ué es ser para un ‘ente ’ ?» se anula a sí misma. En efecto, cuando me interrogo i sobre lo que es actuar para un sujeto actuante, esta cuestión recae sobre lo que me aparece como una modalidad especificadora, es decir, que con razón o sin ella concibo a este sujeto tal como es de alguna manera antes de actuar, no siendo esta prioridad necesariamente cronológica, por supuesto. Pero el hecho o el acto de ser es, por el contrario, primero con relación a toda posible especificación. Por lo tanto, no tiene sentido el preguntarse qué es ser para un «ente». Me inclino a pensar que nos hallamos frente a una seudocuestión, como, por lo demás, la qu e consiste en preguntarse — seguimos con Heideg ger— cómo es que existe algo y no más bien nada. En relación con este problema (que Heidegger no ha sido el primero en plantear, ya que según parece él 1 hace re ferencia a Sch ellin g) hay__.que tener en cuenta5) t que toda pregunta se enuncia a partir de una base sub j yacente que no puede ser otra sino precisam ente el ser./ f por tanto, será necesario llegar hasta decir que, en rigor, [no se puede preguntar por el ser, puesto que no se pue Ude preguntar más que a partir del ser. Mas hay que •añadir en seguida que quizá sea imposible discernir cuál es la naturaleza de esta base, o de este basamento, y que la cuestión misma quizá no tenga ningún sentido. Introducir aquí la idea de una naturaleza y de un discernimiento de esta naturaleza supone olvidarse de en qué consiste la cuestión, puesto que significa introducir subrepticiamente una idea de carácter especificador en aquello que, por definición, está más allá de toda especificación posible. Pero si ello es así, se presenta radicalmente imposible, como yo lo suponía al comienzo, el evocar algo que parezca una evidencia del ser. Si, por otra parte, reflexiono sobre la evidencia, si trato de tomar conciencia de lo que puede ser evidente, me veré siempre llevado a evocar ciertos tipos de relaciones. Y no veo de ninguna manera lo que podría ser
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evidente fuera de ciertas relaciones juzgadas como fundamentales. También es preciso admitir que esta evidencia en sí misma puede ponerse en duda casi siempre; pero parece que no puede serlo sino en referencia a una evidencia previa, y no veo que esta evidencia previa pueda, en nigún caso, ser evidencia del ser. Sin embargo, poner en duda que exista una evidencia del ser, ¿no supond ría inevitablemente admitir, no ya la contingencia del ser, ya que esto podría ser contradictorio, pero sí, quizá, que el ser no es...? Tengamos cuidado de no caer en las trampas del lengua je. ¿Acaso podemos tranquilizarnos recordando, con los eléatas, que es completamente absurdo el dudar de que el ser exista? ¿No estaremos dejándonos intimidar por una contradicción en los términos? Para descartar esta contradicción quizá sea suficiente con reconsiderar una afirmación verbal como ésta: la afirmación que se refiere al ser quizá no se refiera a nada; en otras palabras, es posible decir con el nihilista de L a V i l l e , de Claudel: «Nada es...» «Herm ano, ¿qué palabra tan lúgubre es esa que has dicho ?, pregunta Lambert de Besme . Y él respo nde: — ¡Escucha! Repetiré la palabra que he dicho: Nada es. He visto y he tocado el horror de la inutilidad, lo que no es, añadiendo la prueba de mis manos. A la nada no le hace falta una boca que pueda proclamar: ‘Yo soy.’ He aquí mi botín, tal es el descubrimiento que he hecho.» Es evidente que en este caso siempre se podrá recurrir a refutaciones de tipo clásico. Se dirá: esta nada que dice «yo soy» atestigua, diciendo esto, que se trata de una mentira. Pero lo que resulta singular es que la validez, en cierto sentido innegable, tanto de estas afirmaciones
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como de estas refutaciones no nos libera, en mi opinión, de Ja conciencia de lo que yo llamaría una cierta inanidad. De hecho, unos argumentos de esta índole jamás convencerán a un nihilista: es como si resbalasen sobre una superficie que fuesen incapaces de penetrar. Para evitar quedar prisionero de las palabras es necesario hacer intervenir la idea de una exigencia con la que se está o no se está o se puede no estar satisfecho. Sin duda, un refugio lógico o verbal hace acto de presencia de inmediato, puesto que siempre quedará el recurso de decir: «A que llo que satisface — o no— la exigencia en cuestión — y cuyo alcance habría que precisar por lo demás— , ¿cómo podría no ser?» Pero una respuesta de esta clase se coloca manifiestamente fuera de la órbita propia de un pensamiento que se interroga por el ser en el segundo sentido, que yo persisto en seguir creyendo fundamental, en el sentido verbal, y no sustantivo, en el sentido en que el ser es, en suma, un infinitivo tomado sustantivamente. Y en esta perspectiva, ¿no me veo llevado a rechazar las posiciones nihilistas que quizá : estén ligadas a la noción confusa de un ser sustantivado ? Por tanto, todo parece conducir hacia algo que no me satisface y que, por lo demás, no puede satisfacer de ningún modo: una seguridad que no puede convertirse en ( evidencia, una seguridad que en el fondo debería ser asimilada a una prohibición, puesto que se trata esen i cialmente de la seguridad de una imposibilidad. Aunque suponga una tentativa casi impracticable, esforcémonos por definir esta imposibilidad. Parece que se refiere a toda regresión hacia un más acá. Quizá sería mejor decir «a toda reducción a algo distinto de sí», o más simplemente «a algo», porque lo que no comporta la posibilidad de ser «distinto que» no puede ser «tal» (tal o cual cosa). Nos encontramos, por tanto, en el campo de lo no cualificable. Esto parece oscuro, ya que el pensamiento se desliza continuamente desde el sentido 2 , es decir, del serverbo,
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al sentido 1 , o sea el sersustantivo. Por el contrario, resulta bastante claro si se mantiene firmemente que lo que se discute es el ser como infinitivo. Quizá se aclararía un poco esta oscura situación diciendo que vamos a hacer una transposición de lo que sería, en presencia de una cosa, la designación, el acto de designar un «esto». Pero puesto que nos encontramos más acá del mundo de las cosas, del mundo del «tal y cual» (o de «esto y aquello»), nos encontramos también más acá de toda ecceidad determinada, nos encontramos a nivel de lo que podría llamarse la ecceidad general, o también del fundamento que posibilita el que pueda haber un «esto». Pero parece que es necesario el ir más lejos todavía en esta dirección. El ser así evocado (digo «evocado» y no «definido», puesto que esto resultaría contradictorio) está más acá de toda objetividad. Ahora bien, esto supondría hacerse culpable de una confusión, y de una confusión grave, como es la de concluir de aquí que el ser está del lado d el sujeto, lo que constituiría también otra manera, aunque completamente falaz, de localizarlo en una región separada del mundo de los objetos. Recojo aquí lo que he dicho en otra ocasión sobre lo problemático, puesto que no puede haber objetividad, localización, designabilidad, más que allí donde se planteen problemas, cualquiera que sea, por lo demás, la posibilidad de resolverlos. En cam bio, dudaría hoy — y es probablemente el único punto en el que he evolucionado con relación a la comunicación presentada por mí al Congreso Internacional de Filosofía de 1937 — en hablar de metapr obl emát ica. Sin duda sería mejor introducir el vocablo «hipoproblemática», que pone de manifiesto con mayor claridad que nos encontramos p o r d eb a j o del nivel en que surgen los problemas. Pero, podría objetarse, puesto que nos encontramos más acá de lo cualificable, ¿podemos tener la seguridad de que las palabras que utilizamos no son otra cosa que un puro f l a t u s v o ci s ?
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acá de la representación es el espejismo o la realidad de Creo que sí, porque esta afirmación, tan indigente una tierra prometida. Lo único que quiero poner de mai como pueda parecer, debe bastar en definitiva para mosnifiesto en este estadio de mi reflexión es que el ser trar la imposibilidad del nihilismo radical tal como lo hipoproblemático del que he hablado se muestra antej I enunciaba el personaje de Claudel. ¿Qué es, en efecto, todo como indiferente o neutro en relación con la aspií un tal nihilismo sino una filosofía de la fragmentación ración hacia un ser que sería el m ás- ser absoluto o pié' ^ absoluta, filoso fía que, por lo dem ás, se niega a sí misma en cuanto tal. Ahora bien, el ser alcanzado más acá roma. Según parece, habría lugar para plantear una dualidad de toda objetivación es fundamentalmente compacto o no entre el ser hipo y el ser hiperproblemático. fragmentario. Debo decir que todo se hace aquí más brumoso, y no No por ello es menos cierto que tampoco aquí acce j demos al ser de las antologías tradicionales. Hace poco ' pienso minimizar las dificultades que comporta lo que evocaba una exigencia que nos daba la impresión de apa ¡ voy a decir ahora. No veo el que esta dualidad pueda concebirse como recer como decepcionante, como fracasada con respecto última y que sea posible establecernos en ella, instalara lo que podríamos llamar el espectáculo del mundo. En términos generales, puede decirse que se trata de una exi j nos en ella, si no es gracias a un error. Y este error en el fondo es siempre el mismo: consiste en cosificar ilegencia de cohesión y de plenitud. Hay que añadir de gítimamente lo hipoproblemático. Ahora bien, recordeinmediato que esta exigencia no cobra su significación, mos que lo hipoproblemático, lejos de poder pensarse su valor de aspiración más que en relación con un ser que sufre y que se siente dividido. También podría llaen algún grado como una cosa, constituye más bien una situación fundamental que preside toda situación concremársele un ser exiliado y cada vez más dolorosamente ta particular. Quizá podría ha blarse — y me satisface consciente de este exilio. En estas condiciones, es más bien el espectáculo el que se pone en tela de juicio y al bastante esta expresión— de situacióntramp olín para que se reconoce incapaz de satisfacer y de colmar. poner de relieve que se trata de un nisus, de un élan No encuentro nada de particular en el hecho de que a falta del cual el sí mismo («yo») que pregunta y que un optimista del tipo leibniziano sobrepase el plano del reconoce los límites de su interrogación, carece de ser, espectáculo propuesto a una inteligencia: «¡Qué espec i y no es nada. táculo!... Pero no es más que un espectáculo.» Me atre \ Por otra parte, tiendo casi inevitablemente a traducir vería a decir que el más profundo descubrimiento de esta situación a un lenguaje de relación, o quizá sea meSchopenhauer, pese a sus limitaciones, como la de su pla jor decir de pertenencia o participa ción. Pero al mismo tonismo residual, es el descubrimiento de la insuficiencia tiempo me dispongo a calibrar la inadecuación de semeintrínseca de la representación, del espectáculo..., cual jante planteamien to. A la vez, pro ced o a una suerte de quiera que sea. En este sentido representa una anticipa I crítica — casi sería mejor decir a «un sentar en el banción respecto de los filósofos de la existencia. Pero aquí, quillo»— de ese modo de aprehensión deficiente que es advirtámoslo bien, nos vemos arrastrados, o más exactael mío. mente succionados más acá del mundo de los objetos, Y aquí surgirá para el filósofo — naturalmente hablo que por naturaleza son algo representado y que tienden del idealista— la tentación casi irresistible de hipostasiar a identificarse con su representación. Por lo demás, se y de glorificar esta subjetividad radical que posee el popuede dejar de lado la cuestión de saber si este más der de la problematización radical, o que consiste en
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el acto mediante el cual un valor, un valor absoluto, se confiere a lo que no podría reducirse a no ser más que una cosa. Pero esto resulta inadecuado, ya que, al expresarme de este modo, parece que propongo una interpretación sub jetiv a — quizá hab ría que decir «su bje tivizante »— de lo que se presenta como lo totalmente otro, sin que el amor pierda toda realidad... En realidad un ser es dado, no en el sentido trivial, y por otra parte incierto, en el que los filósofos tienen la costumbre de utilizar esta palabra, sino en cuanto que es verdaderamente u n d o n . Guardémonos bien de considerar aquí el don como una cosa; por el contrario se trata de un acto. Por este apartado camino, parece que nos vemos llevados a encontrar el acto de ser. Sigue siendo innegable que el pensamiento de este acto se encuentra continuamente encubierto por un pensamiento degradado y cosista. Pero hay derecho a pensar que esta paradoja, que viene a inscribirse en el corazón de lo que nosotros llamamos un ser, presenta un valor de alguna manera i n d i c i a l . Creo que podría verse en ello como el comienzo de un dinamismo ascensional, que no puede acabar más que en la Kotvtovía perfecta. Mas en este momento hemos dejado muy detrás de nosotros el campo del pensamiento interrogativo. En última instancia quizá no pertenezca sino a la fe Ja realización del despegue definitivo.
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G. B erge r.— Agradecemos a Gabriel Marpel esta interesantísima comunicación. Antes de que se abra esta sesión, la junta de nuestra sociedad deliberará para saber qué comunicaciones han de ser previstas para las próximas reuniones. Sin ninguna duda, nosotros desearíamos escuchar comunicaciones originales y personales. Y uno de nosotros ha pr ecisado su opinión en estos términos: «Querríamos escuchar a un filósofo, y preferentemente un filósofo francés, que nos exponga un pensamiento personal sobre los problemas fundamentales de la filosofía.» Creo que lo que acabamos de oír responde con bastante exactitud a este deseo. Nos ha hecho usted el honor de dejarnos participar en su meditación. Todos los presentes le están vivamente reconocidos, y creo que testimoniarán el interés que han sentido al escucharle por la vigencia misma de las cuestiones tratadas. Bén ézé.— Estoy casi enteramente de acuerdo con los puntos de vista del señor Marcel. Las reservas que podría presentar son secundarias. Yo quizá emplearía otro lenguaje, pero en definitiva estamos de acuerdo en cuanto a la crítica. La palabra «ser» es oscura por tener varios sentidos. Precisamente usted se tomó el cuidado de distinguirlos, o al menos de distinguir dos: «¿Qué es ser?» y «¿Qué es el ser?» Me permitiré decir que ha visto bien cómo la segunda fórmula: «¿Qué es el ser?» nos conduce directamente a un ser singular, al ser por excelencia. Y h a 1 acabado diciendo que, en el límite, el problema del ser 1 se convierte en el probJema de Dios. No se puede decir de otro modo. No obstante tengo que hacer una ligera
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reserva: no es necesario hablar de límite. Nos encontramos dentro por completo. En cuanto a la otra fórmula: «¿Qué es ser?» hace referencia, por el contrario, a un concepto, a algo capaz de repetición: este ser, aquel ser... La palabra evoca una pluralidad, un plural. Por consiguiente (y le pido disculpas si me salgo de su pensamiento), se trata de lo fenoménico, de lo espaciotemporal. De estos dos sentidos usted se ha quedado con el único que conviene aquí: el ser por excelencia. Volvamos sobre él y dejemos de lado la palabra «Dios», demasiado cargada de complicaciones inútiles. Si es que he comprendido bien su pensamiento, el idealismo está superado, el «yo pienso» se encuentra por así decir desbordado, puesto que no es solamente al «yo» (que es, como usted ha dicho a propósito de la dualidad, el que pregunta y el preguntado) a quien es preciso abandonar — no existe un «yo» puro — sino también al «pien so», con el que ya no se sabe qué hacer. ¿Qué es entonces «el ser»? Por ser evidentemente incognoscible, nos vemos obligados a hablar mediante metáforas, metáforas dirigidas por medio de una dialéctica fundada únicamente en la exigencia de impulsar, sin contradicción y hasta el final, las cuestiones que se pueden plantear a este respecto... Me pregunto entonces si no podríamos cambiar de vocabulario, y sin rechazar los demás sentidos de la palabra «ser» (de los que no tengo por qué hablar), mantener los de absoluto y relativo. Lo absoluto, como sinónimo del ser, el «¿Qué es el ser?» de su fórmula (a), lo relativo, como sinónimo del sentido «¿Qué es ser?» de su fórmula (b). La ventaja de esta pareja de conceptos se manifestará ante todo por el hecho de que lo absoluto mantendrá mejor su privilegio, ya que no sería difícil demostrar que, detrás de un relativo cualquiera, se encuentra siempre lo absoluto y que, en consecuencia, ya no podría haber lugar a la confusión, a la asimilación entre los dos sentidos de la palabra ser, asimilación
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que es preciso, y creo que usted así lo ha hecho, denunciar. Otra ventaja, y en mi opinión bastante importante, es que se apreciaría mejor que entre absoluto y relativo no existe simetría. Lo absoluto es, en efecto, ese basamento,^; ese «más acá» de todo problema. No es sólo incalificable, sino también y sobre todo «insustancializable», por así decirlo. Quien dice sustancia, en efecto, no hace referen] cia al fenómeno, sino a algo que está ligado al fenómeno,' a las cualidades. La sustancia es lo absoluto cuando ya se ha revestido de algo relativo. Pero lo absoluto como tal es independiente de todo lo que se perciba o imagine para «aprehenderlo». Creo que tiene el mismo sentido que el que usted da a la palabra ser, pero liberado deí todo compromiso. Mediante este cambio de vocabulario se comprenderán mejor las relaciones entre absoluto y relativo. En cualquier relativo siempre descubro lo absoluto; lo que no tiene nada de extraño, puesto que un absoluto que no estuviese en todas partes ya no sería un absoluto. Por consiguiente se impone una dialéctica apropiada. ¿Cu ál? Hay que elegir: si hacemos alusión a la noción de causa y producción, llegamos en seguida al en sí y al p o r sí que, por su sesgo relativo, no tienen ningún sentido. Si hablamos de fines, incluso de su carencia, nos encontramos en el otro extremo. De cualquier modo que denomine el fenómeno, aunque no fuese más que mediante la palabra relativo, inmediatamente surge el término «absoluto». He aquí, pues, la disimetría de que hablaba más arriba y que no se pone realmente de manifiesto si utilizamos la palabra «ser». Lo relativo supone lo absoluto, pero Id absoluto no tiene necesidad de lo relativo, o más bien,\ como el uno no puede ir sin el otro, el paso, dentro de\V la reflexión en que se los compara, se lleva a cabo de ] un modo muy lógico de lo relativo a lo absoluto y sin contradicción, pero no sucede así en el paso inverso. Tomemos como ejemplo la dialéctica cartesiana del
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sible. He aquí, pues, dónde se pone de manifiesto esta asimetría. Para utilizar a mi modo una expresión pintoposible de esta dialéctica. Y digo admitamos porque nada resca de J. Wahl, diría que la transascendencia es intenos impide el llevarlo más lejos, hasta el pensamiento ligible (lógicamente comprensible), mientras que la trans en Dios de Malebranche, o mejor todavía hasta la susdescendencia no lo es. Y ello se comprende me jor con tancia spinozista (usted ha nombrado a Spinoza), pero las palabras «absoluto» y «relativo» que con sólo la pa ' sin sus atributos, por supuesto, pues de otro modo tanto labra «ser». el pensamiento como la extensión desaparecerían. Mas Gabriel M arcel.— Creo que estamos casi de acuerdo. detengámonos en el cogito cartesiano. Se ha llegado a él Sólo que experimento una cierta repugnancia en operar mediante un razonamiento impecable, incluso antes de ese cambio de vocabulario. Esto no significa que esté conañadirle el ser, palabra que oscurece su doctrina. Razoforme con mi vocabulario, como no he cesado de maninamiento irrefutable que nos hace tocar, por así decir, lo festarlo, pero confieso que dudo mucho de la convenienque usted llama el basamento de toda determinación, no cia de introducir aquí la noción de absoluto, en primer sólo a propósito del conocimiento, sino también del senlugar porque, pese a todo, se encuentra cargada de asotimiento y de la acción. Pues no existe contradicción en ciaciones históricas hasta tal punto... el paso de lo relativo a lo absoluto. Trasposición si se Bénézé .— Pero el ser también... quiere, trascendencia, pero lógicamente aceptable. Ga briel Marcel. Sin duda, pero tengo la impresión de Pero si habiéndome situado en este absoluto y pretenque si empleo la palabra «absoluto» para caracterizar lo diendo sobrepasar esta otra metáfora, quiero «redescen que he llamado basamento, quizá introduzca algo que der» hacia lo relativo, no puedo hacerlo sin violar^ eL comporta implicaciones de las que no estoy seguro. princip io de contradicción. ¿Por qué? Porque lo relativo j Vuelvo sobre lo que ya he dicho, porque en el fondo es múltiple, mientras que lo absoluto implica unicidad,^ y es difícil y estimo que es indispensable referirse conti de la unicidad no se puede, lógicamente, deducir lo múU .nuamente a ello. Ademas no estoy seguro de que el señor tiple. Beneze no se haya apartado de mi pensamiento... Lo absoluto es uno, es decir, indivisible. Es diferente He hablado del «hecho» o del «acto» de ser, porque al u n o parmenídico, pues el un o de Parménides es inmóno sé bien cual es necesario emplear. Lo repito una vez vil, y esta noción de inmovilidad pertenece al fenómeno. mas, por una parte tenemos el ente y por la otra el acto Aplicado al u n o esto no puede ser más que una metáfora, o el hecho de ser. Entonces si yo empleo la palabra y es necesario que la dialéctica que intenta hacerlo com«absoluto» me parece que procedo precisamente a esa prender se aleje de toda metáfora, haciéndola inofensiva sustantivacion de la que tanto usted como yo hemos dicho de alguna manera; ya sea que se encuentre inspirada en que no es aceptable. el movimiento y el reposo, en la acción, en la tendencia, Dicho de otro modo, temo meterme en una contradicen el basamento, en la aspiración, en la ascensión o en ción, puesto que no se puede evitar que la palabra «abla bajada, en lo que se quiera — pues las palabras no soluto» tenga precisamente una especie de resonancia co faltan— ante todo debe tomar su significación en el sista. fenómeno. Y bien, del mismo modo que la unicidad! absoluta no puede proporcionar lo múltiple sin un estran 1 Bene ze. Para comprender la cuestión creo que será gulamiento que nada tiene que ver con la lógica, igual | suficiente con declarar que el absoluto no puede ser una cosa... mente el urjo, la unidad, no puede dar lugar a lo divicogito. Admitamos que el cogito sea eJ último término
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Gab riel M arcel.— Sí, sólo que yo veo los posibles inconvenientes de la palabra y por otra parte no estoy seguro de ver sus ventajas. No comprendo qué conseguimos al entrar en este círculo peligroso y difícil de lo absoluto y lo relativo. Naturalmente que, en cuanto al fondo, estoy de acuerdo con usted; en efecto, creo que se puede y que se debe remontar de lo relativo a lo absoluto (aceptando este lenguaje que no es de mi gusto) y que, en efecto, la idea de una especie de deducción (pues esto es de lo que se trata), de una reducción de lo relativo a partir de lo absoluto resulta impracticable. Por lo demás, ésta es la manera de ver de Brunschvicg. Sólo que me pregunto si aquí nos encontramos todavía dentro del terreno que intento examinar o prospectar, y si no habremos entrado en el raíl, por así decir, de unas etapas y de un pensamiento filosófico que creo absolutamente necesario superar. Seguimos dentro del pensamiento de Hamilton, o de otros que se hallan tan lejos como pueda imaginarse de lo que quiero decir... Lo que para mí resulta capital es esta especie de duali dad insostenible, pero de dualidad que, provisoriamente, aparece como inevitable entre lo que llamo el «basamento», puesto que ambos hemos empleado esa palabra, y lo que he llamado el «pléroma», es decir, la consumación perfecta. Si yo emplease la palabra «absoluto» (y repito que no me agrada hacerlo) lo haría no con respecto al basamento tomado en sí mismo, ni tampoco con respecto al pléroma, aunque esto sea ya más discutible; lo haría con respecto a lo que he llamado esa conjunción misteriosa de lo uno y lo otro, y de la que he dicho que no estoy seguro — y repito que éste es un punto sobre el que es probable que no estemos del todo de acuerdo— , no estoy seguro, digo, de que ni siquiera en este caso dicho término aclarase mi pensamiento. Tengo la impresión de que aquí la reflexión apunta hacia algo que no es ya absolutam ente de su incumbencia.
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A este respecto me siento muy cerca del último Schel ling', Bén ézé.— Creo que estamos de acuerdo en rechazar la transdescendencia Gab riel Marcel.— No tengo un particular interés por la transdescendencia, pero no estoy seguro de si Jean Wahl estará de acuerdo con nosotros; creo que la transdescendencia le agrada enormemente. Advierta que en este momento no tomo postura sobre esto, ya que plantea problemas difíciles que exigirían una terminología distinta a la que he usado. No sé si estamos de acuerdo usted y yo, pero admita que lo más difícil de mi exposición, es decir, el hecho de que ese basamento, que es algo de lo que tenemos la seguridad, pero no del todo la evidencia, es lo más i n v i s i b l e que pueda haber... Incluso en cierto momento me he servido de la palabra «táctil»... Béné zé.— En efecto, la ha utilizado, pero creo que ninguna de las dos conviene... Gab riel Marcel.— Desde luego, aunque todas las palabras son malas en mi opinión. ' Béné zé.— ¿Incluso el término «basamen to»? : Gab riel Marcel.— Desde luego. Incluso el término «ba mento» resulta desastroso en cierto aspecto; por ello repito que es extraordinariamente difícil hablar de lo que aquí se trata, ya que el lenguaje se hace a cada instante fracasar a sí mismo. Sin duda, al emplear una expresión tan espacial me sitúo por completo fuera de lo que pretendo decir. Je an W ah l.— Com pre ndo bien el gesto de Gabriel Marcel al rehusar la asimilación de lo que nos ha dicho con la oposición clásica entre absoluto y relativo. Es manifiesto el esfuerzo que ha realizado usted, tan! to en el D i ari o metafísico como después, para superar una cierta posición de los problemas. Ahora se le ofrece 1
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1 El te xto de la intervención de Bénézé está incompleto, pero ha sido dejado así por su autor. ( N . D . L . R . )
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de nuevo esta solución y comprendo que experimente cierta repugnancia en adoptarla. Hago una reserva acerca del empleo de la palabra «transdescendencia», que nunca ha tenido para mí el sentido que le otorga el señor Bénézé. Probablemente Gabriel Marcel y yo no estemos de acuerdo sobre la «transdescendencia», pero yo nunca la he empleado en el sentido de descender de lo absoluto a lo relativo. Gabriel M arcel.— En efecto. Todo lo contrario. Jean W ah l.— ¿Sería necesario volv er a la idea de se r?, nos ha dicho Bénézé. Es muy bonito decir, como Heidegger, que es necesario ir «más allá del juicio». Estoy perfectamente de acuerdo. Pero entonces, ¿cómo mantiene la idea de ser? Los tomistas han visto bien que| j/ la idea de ser se encuentra esencialmente en el juicio. Creo que ha hablado usted de algo que apenas puedo calificar, pero que desde luego no calificaría ciertamente con la palabra ser. Ha dicho usted que se trata de algo no cualificable. Eso depende del sentido que se dé a esta palabra. Desde luego no es una cualidad que se pueda definir y, sin embargo, la cualidad es lo que tiene mayor realidad. Yo diría que se trata de algo «cualificable, pero de un modo incalificable». Gabriel M arcel.— Debo man ifestar que estoy bastante de acuerdo con lo que acaba de decir Jean Wahl, y creo con él que Ja palabra «ser» entraña consecuencias desastrosas para Ja filosofía. Si fuese posible sustituirla, ¡ personalmente quedaría encantado. Pero pienso que sería extremadamente difícil. Si alguien puede proponerme una terminología metafísica que excluya la referencia ai ser creo que me reportaría un inmenso servicio. Sin ¡ embargo, estoy seguro de que nadie lo ha logrado... ' Jean W ah l.— Quizá Brad ley. Gab riel Ma cel.— Quisiera volver nuevamente sobre ese «no cualificable», para que intentásemos ver verdaderamente de lo que se trata. Me parece que he expresado de una manera más pre |
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cisa lo que quise decir cuando afirmé: en el fondo se trata de una situación fundamental, que no puede considerarse como objeto; por lo demás, no puede decirse que yo sea el responsable de la distinción sujetoobjeto. Creo que no hay error más grave que el error subjetivi zante en relación con lo que pretendo. Si usted quiere no llamemos ser a esto, pero por otra parte no sé cómo... Usted ha hablado de Bradley. Probablemente hay no una semejanza absoluta, pero sí cierto parentesco entre lo que he dicho y el pensamiento de Bradley. Pero ¿qué hay para Bradley? Hay la experiencia absoluta, una experiencia que evidentemente no tiene nada que ver con Ja experiencia de los empiristas. Adviertan que en el fondo quizá resulte bastante es darecedor en este momento el mencionar a Bradley; podría decirse que lo que yo he llamado el enlace, esa articulación misteriosa entre el «basamento» (lamento tener que emplear nuevamente esta palabra, pero no encuentro otra), la seguridad básica, si se prefiere, aquello sin lo que no podemos pasarnos, y el lugar de aspiración que he llamado pléroma, se puede quizá admitir que si podemos — lo que dudo, porque yo creo en el pensa miento itineran te— , si podemos establecernos en esta unidad, esto constituiría quizá algo que se asemejaría bastante a la experiencia absoluta de Bradley. Pero hay una diferencia. Pese a todo, yo encuentro la filosofía de Bradley demasiado extraña a lo que he llamado un cierto dinamismo. En mi opinión, el puesto de la con \ dición itinerante del hombre ha sido poco considerado \ en su filosofía. Jean W ah l.— Si en este mom ento me fuese necesario definir una visión del mundo sería la de Bradley, pero sin su absoluto, y eso es precisamente lo que usted acaba de hacer. Gabriel Marce l.— Sin embargo, creo que Bradley se muestra fundamentalmente absolutista. Se encontraría mucho más de acuerdo con la terminología de Bénézé, mientras que yo me aparto de ella. Repito que no estoy
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por entero satisfecho con mi terminología. En el fondo, j lo que expongo es más bien un replanteamiento de la | terminología usual de la metafísica. Je an W ah l.— Quisiera pe rm itirme señalar un punto, que desde luego representa una cuestión de detalle. Creo que actualmente se está siendo un poco injusto con respecto a Fichte, al preferir el último Schelling a ciertas ¡ etapas bastante extraordinarias del pensamiento de Fichte. Gab riel M arcel.— Es posible. Pero yo no me refería exactamente al último Fichte, sino a su filosofía en ge neral. Tengo que decir que he citado a estos filósofos únicamente como referencia para que se viese poco más o menos de qué se trataba. Y lo mismo digo en cuanto a mi referencia a Schopenhauer Goldm ann.— Si he comprendido bien a Gabriel Marcel, ¡ creo que la idea esencial de lo que acabamos de escuchar ' reside en la distinción entre dos aspectos del ser, o quizá entre los dos niveles en que el problema del ser debe plantearse, según é l : un basamen to hipoproblem ático de la realidad cotidiana, algo que constituiría la base, el fundamento, y de otra parte, algo muy elevado, ideal, , que en el límite sería Dios. Entre estos dos niveles se sitúa el plan o intermedio, el de la distinción entre el j sujeto que piensa, que interroga, que actúa, y de otra parte, los objetos pensados por él, o bien los demás hombres que responden a sus interrogantes. Se trata no ' sólo del nivel de la vida cotidiana, sino también del de la investigación positiva de las ciencias humanas. Ahora bien, me parece que a este nivel Gabriel Marcel no ve ninguna necesidad de plantear el problema del ser. Si he comprendido bien, incluso se separa en cierto momento de Heide gger al decir que para él la pregunta ¡ sobre las relaciones entre el ser y el ente no tiene sentido.; El ente queda situado precisamente en este plano inter| medio donde la cuestión del ser no se plantea. Personalmente yo reprocharía a Heidegger más bien lo contrario, a saber, el no plantear de manera suficientemente radical y universal el problema de las relaciones
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entre el ser y el ente, y esto en la medida en que él reconoce, también sobre el plano óntico, la posibilidad de una ciencia no filosófica y, sin embargo, válida de las realidades humanas. En última instancia y esquematizando, por supuesto, podría decirse que Gabriel Marcel nos propone, si le he comprendido bien, seguir la tradición del siglo x ix y comienzos del xx, período durante el cual las ciencias positivas del hombre se alejaban cada vez más de la filosofía, mientras que, por su parte, el pensamiento filosófico continuaba sobre el plano puramente metafísico y religioso, perdiendo cada vez más todo contacto con las ciencias positivas. Me parece, sin embargo, que el acontecimiento filosófico más importante de los últimos cuarenta años reside en la toma de conciencia progresiva (que si bien no es todavía dominante, se dibuja ya tanto por parte de algunos investigadores positivos como por parte de cierto número de pensadores filosóficos), del hecho de que es al nivel mismo de la comprensión positiva del ente y especialmente del ente humano, donde la separación entre la ciencia y la filosofía resulta insostenible y deformante, ya que tal o cual hecho parcial y limitado no puede comprenderse más que en la medida en que se inserta en el devenir significativo y estructurado de una, totalidad espaciotemporal que abarque a la vez el objeto estudiado y el sujeto que lo piensa. Ahora bien, esto significa precisamente que se plantea el problema de las relaciones entre el ente y lo que Lukacs llama la totalidad, y Heidegger, el ser. Para ilustrar metodológicamente este problema, mencionaré un pasaje célebre de Marx en donde se explica cómo cuando yo veo un negro que pasa por la calle, el conocimiento que tengo de él es abstracto e insuficiente, y que el progreso hacia un conocimiento concreto sólo puede hacerse a través de todo un conjunto de reflexiones que inserten al negro en la totalidad del devenir social. En efecto, si el negro viene de Africa, se trata
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quizá de un jefe o de un rey de una tribu, pero si viene de Amé rica, quizá se trate de un esclavo. Y si conti nuamos este orden de reflexiones llegaremos a la comprobación de que la sociedad europea participa también, en una cierta medida, del hecho de que en esta época haya esclavos en América y jefes de tribu en Africa. Ahora bien, Marx vivió en Europa y participó a su vez en la vida de la sociedad europea, de suerte que, en alguna medida, mínima sin duda, pero real, su comportamiento contribuyó a crear la realidad del negro a quien él se propuso estudiar (e inversamente, por supuesto, el comportamiento del negro contribuyó a constituir la realidad de ese individuo a quien llamamos Marx). P o r ello es imposible estudiar de manera válida la realidad humana desde un plano cientificista que considere esta realidad como un objeto exterior al investigador, con el que se encuentra en una relación de espectador, o todo lo más en una cierta interacción de un tipo semejante a la que en microfísica une al investigador con su objeto de estudio. Usted tiene razón al decir que, cuando se plantea el problema del ser, lo esencial es escapar al espect ácul o, superar el plano de distinción entre el sujeto y el ob jeto, el plano de la cosa. Creo que esto es incluso válido en el nivel intermedio en donde se sitúan las ciencias positivas del hombre, y no sólo en el nivel del basamento y del fin último. No se trata naturalmente de suprimir, a nivel del estudio positivo, la cosa y el espectáculo, sino de dar cuenta de ellos integrándolos en una totalidad o, si usted lo prefiere, en el ser que los envuelve y los sobrepasa, sin que esto vaya en contra de la ciencia, sino del cientificismo. Para terminar, añadiré que tal actitud lleva j sin duda a reintegrar en la ciencia positiva algunos con [ ceptos que el siglo xix había eliminado prácticamente del pensamiento científico, a saber, el valor, la finalidad, e incluso la fe. Sin embargo, esto no implica en ¡ absoluto la fe en Dios. Desde la simple fe a Ja fe en 1
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Dios hay un salto que sería preciso, antes de aceptarlo, justificar en el plano de la com prensión positiva de los hechos. Creo también que habría que tener gran prudencia, siempre en el plano de las realidades cotidianas, cuando se dice que un hombre no puede sumarse con otro, que se trata de una personalidad singular, irreductible, etc. Gabriel Marcel tiene mucha razón cuando arremete contra el peligro de un cientificismo puramente cuantitativo, contra un pensamiento que reduce al hombre a un elemento intercambiable, a un engranaje industrial o técnico. Es el mismo problema que Marx y Lukacs plantearon en el plano de la cosificación y del fetichismo de la mercancía. Pero aun respetando el aspecto concreto de la realidad humana, no se puede hacer abstracción de la cantidad. Efectivamente, los hombres se suman o congregan en innumerables sectores de su actividad y de su comportamiento. A la hora de resolver una determinada tarea o de proporcionar un rendimiento, no es lo mismo diez hombres que mil. No se puede dar al individuo un valor absoluto. Hay situaciones en que es preciso exigirle que se someta a los fines generales, sin que ello implique reducirle a un simple medio, y sin hacer tampoco de lo general un valor absoluto, lo cual equivaldría a la otra cara del mismo error. En una palabra, creo que a los análisis tan interesantes que acabamos de escuchar sería conveniente añadir otro ámbito,.en el cual el concepto de ser me parece también fundamental: el del ente, de la ciencia positiva, el de las relaciones humanas con Pedro, Juan o Jacobo y con todos los demás hombres que tratamos de comprender y de ser comprendidos. Gabriel M arcel.— Quizá le extrañe mucho, pero no creo estar en considerable desacuerdo con usted. El que no haya hablado a fondo de lo histórico no quiere decir que no signifique para mí algo muy importante. Cuando brevemente y de pasada hablé del dinamismo ascensional, ese dinamismo ascensional implicaba precisa-
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mente todo ese mundo de las relaciones concretas, que yo valoro como el que más. No es a un autor dramático al que mejor se le puede reprochar el desconocimiento de todo eso... Diré simplemente esto. No estoy por completo de acuerdo con usted, pero sí lo estoy en cuanto a la necesidad de superar el orden del espectáculo. Ignoro hasta qué punto se interesa usted por introducir en esto la palabra «ser», de la que Jean Wahl y yo dijimos hace poco que es enormemente fastidiosa. Yo diría que en este dominio la palabra «ser» es completamente inútil. Gold ma nn.— Precisamente en eso es donde reside el problema esencial. Me parece que no se pueden aprehender de manera positiva los hechos concretos a nivel de la vida, de lo inmediato, de los datos empíricos, a no ser que se intente comprenderlos a través de una filosofía dialéctica del ser, o, si se quiere, del devenir de los conjuntos espaciotemporales que abarcan a la vez al pensamiento y a quien lo piensa. Gab riel M arcel.— Comprenda que en cuanto a eso soy un poco escéptico. Cosa curiosa, a ese respecto soy más fenomenista que usted... Nadie puede dudar de que existen realidades concretas que intervienen, pero ¿es realmente necesario el imponer a esas realidades concretas la comunidad de un índice ontológico? El aspecto que nos hace estar en mayor desacuerdo es que, en el fondo, yo parto de una axiología mucho más fundamental que la suya. Si dejamos de lado las cuestiones de vocabulario, que tampoco son tan importantes después de todo, no estoy absolutamente en desacuerdo con usted, y, en efecto, encuentro extraordinariamente importante cuanto dice. Etien ne Souriau.— Me he sentido afectado en sumo grado — y como yo, creo que todos los demás— por la belleza y la profundidad de la exposición de Gabriel Marcel, y especialmente por el patetismo en el desarrollo de algunas de sus teorías en el ámbito de lo posible. No es exactamente una objeción lo que pretendo
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hacer. Deseo simplemente su opinión acerca de un recurso que creo posible en una investigación de este género. Me interrogo acerca de si la idea misma de pregunta, que tan importante papel instrumental desempeña en todo esto, no aporta este recurso al que me refiero, al preguntarse, dentro de tal prob lema, quién es e l que j pregunta y quién el preguntado. Por desgracia, sin duda existen preguntas sin respuestas, pero no existen respuestas sin preguntas. Ahora bien, ¿a quién se debe la iniciativa de plan tear una pregunta? A menudo una aparente pregunta no es más que un deseo, si es que no se trata de un ruego o una súplica. Interrogar al ser, ¿no significa simplemente desear de él una luz que lo ilum ine ? ¿Puede consid erarse esto como un verdadero acto? La pregunta no es acto sino a condición de solicitar la respuesta con alguna autoridad. No podemos preguntar a cualq uiera... ¿Y qu iénes están obligados a respondernos? Mi pro blema es el sigu ien te: ¿podemos pregu ntar al ser? Y no escaparé a esta dificultad dicie ndo: es a mí mismo a quien interrogo a propósito del ser. Porque ¿puedo esperar de mí mismo una respuesta a tal pregunta, sino en cuanto que de alguna manera me tome a mí mismo por el ser, o en cuanto que en algún grado participe de él? ¿No resulta necesario invertir resueltamente este orden y pensar que en toda pregunta de este género somos nosotros los preguntados y no los que preguntan, y preguntados no por nosotros mismos, sino por el ser? Se trata a la' vez de mi dificultad y de mi esperanza. Si somos preguntados por el ser, esto nos proporciona una especie de investidura. De aquí se deduce que venimos a ser cuando nos enfrentamos a la pregunta; y con una existencia a la vez correlativa y distinta (por no decir separada), en la medida en que mediante esta pregunta llegamos a ser activamente respuesta. Capacitándome para responder, me
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otorga una especie de consagración de existencia, de exis tencia que no se recibe, sino que se toma. La clave de todo se encuentra en esta experiencia (que me parece a la vez directa, inmediata, y que puede ser de una importancia me tafísica prim ordial) de sentirnos interrogados, de sentirnos más interrogados que interrogantes, cuando se trata de plantearse una cuestión cual quiera relativa al ser. Gab riel M arcel.— Esto coincide en realidad con la cuestión que me plantea Césari en una carta que me ha dirigido. En lo que usted ha dicho diría que hay algo que me seduce poéticamente... Pero sobre el plano de la reflexión filosófica pura, me parece que tropieza usted de inmediato con la dificultad que he señalado. Usted dice: « ¿Acaso no es el ser quien me pregunta ?» ¿En qué sentido toma usted el ser? Es verdaderamente el ente. Observe que Césari dice en su carta: «Es necesario es cuchar al ser.» Pero estas fórmulas, que repito me gustan poéticamente, encierran una duda filosófica. Yo preguntaría: «Pero ¿qué es el ser?» Creo que todo esto resulta perfectamente satisfactorio dentro de un plano religioso y cristiano. Si se dice: «Es Cristo quien me pregunta», esto significa algo absolutamente preciso, y de alguna manera puede satisfacerme por completo. Pero más acá de este dato religioso absolutamente preciso y revelado, no puedo estar seguro de que la frase: «Es el ser quien me pregunta» tenga un sentido, porque nos expone inmediatamente a todas las contrapreguntas tan exasperantes que he mencionado en esta exposición. Me gustaría saber qué responde usted a esta pregunta: «¿Qué es el ser?» Etienne Souriau.— «Espero » poder responder. No ignoro que empleo una expresión formalmente criticable cuando, para abreviar y exponer problemáticamente mi situación, digo: «Es el ser quien me pregunta.» Por supuesto que, en realidad, no sé quién me pre-
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gunta. La experiencia de la que hablo, y que me parece primordial, se limita a padecer la pregunta. Si supiese quién me pregunta — y esto viene dado implícitam ente en la pregunta— , tendría la solución de todos los problemas metafísicos. Lo que yo siento comporta solamente una incitación a marchar en el sentido de la respuesta, a hacer de mí mismo una respuesta a la pregunta. Perdóneme si quizá abuso de algunas palabras, pero la posibilidad de instaurarme a mí mismo haciéndome respuesta es correlativa a esta pregunta. Si consigo llegar a ser adecuadamente una respuesta a la pregunta, podré saber qué es el ser. El sentimiento de ser interrogado me lleva a la búsqueda del ser. De este modo, el ser se encuentra hipotéticamente, o más bien problemáticamente, al final de la larga búsqueda así comenzada. Esto es lo que expreso, erróneamente, por supuesto, al decir, con esta fórmula abreviada: el ser me pregunta. Quizá sería m ejor de cir: yo padezco el resultado de ser / preguntado con intención del ser, o mejor aún: con iní tención de ser. Gab riel Marcel.— En ese caso me quedo completamente con lo que decía Jean Wahl hace un momento. Creo que lo que usted dice tiene una realidad en el plano de la experiencia, que para mí es lo único que cuenta innegablemente. Creo que es perfectamente cierto el que podamos experimentarnos como preguntados, como interpelados. Pero no veo lo que gana al emplear la palabra «ser» para designar a ese interpelante desconocido, y me parece que si emplea esta palabra, que en mi opinión resulta nefasta, caerá usted en antinomias de las que no podrá salir. Una vez más nos enfrentamos al constante problema de la terminología. Etienne Souriau.— Evidentemente me pongo en una posición demasiado fácil al hablar de esbozo, de movimiento que comienza, de búsqueda del estado incoativo, y así sucesivamente, y opino que desde cierto punto de
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vista, es demasiado fácil poner todo esto virtualmente entre los datos de la experiencia. En definitiva, empleo la palabra «ser» porque creo que por este medio llego a |enc ontrar en mí que soy un ente. En la existe ncia todos ¡ nos encontramos a mitad de camino entre un mínimo y un máximo del ser. Por tanto, en la medida en que soy preguntado y en la medida en que respondo logro ganar un poco más de «ser», soy más «ente». Por consiguiente, gracias a este impulso que emana de la pregunta, y en el que yo no llevo la iniciativa, encuentro la posibilidad de entrar en relación con algo que experimento en mí, en cuanto que soy más ente. Sin duda que todo esto es puramente problemático. Se trata de llegar a avanzar más por este camino. Reconozco la ilegitimidad formal de todo lo que anticipo acerca de la realización de lo que todavía está por realizar. Llevarlo a cabo es mi tarea, y es sólo en cuanto tarea que tengo que realizar como me es dado. Gabriel Marcel.—En cierto modo, repito una vez más, pienso que tiene usted toda la razón, y creo, por lo demás, que esto se identifica con la experiencia fundamental del artista, aunque él sea completamente incapaz de darse cuenta de ello. También encontramos en Heidegger esta E n t f e r n u n g . Pero debo decir que esa expresión no ofrece garantías. Creo que corre usted el riesgo de echar a perder, de desnaturalizar o hacer sospechosa una experiencia cuya autenticidad no pongo en duda, y que incluso considero muy importante filosóficamente, metafísicamente, al darle usted esta especie de valor ontológico. No estoy en contradicción con usted. Lo estaría si dijese: para mí la experiencia que usted describe no tiene ningún sentido, cuando, por el contrario, creo que se trata de una experiencia completamente positiva, esencial y que, en suma, es una experiencia que contribuye al perfeccionamiento de un ser («u n ser» existe más, y es como alimentado por ella). Pero me parece que, casi
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inevitablemente, va usted a embarcarse en una ontología de la que no logrará salir. Quizá sea preciso decir que hemos llegado al fin de la ontología. Es muy posible. Una vez más, «la objeción que me ha hecho» Jean Wahl o «la pregunta que me ha formulado», las acepto completamente; únicamente añadiría que las acepto a beneficio de inventario, ya que es necesario que se me proponga una terminología que me permita plenamente sobrepasar la palabra ser. Hasta el momento no la encuentro por ninguna parte, y me pregunto si es posible encontrarla. Me pregunto si no nos encontraremos reducidos a la muy ingrata situación de tener que luchar perpetuamente con las propias palabras de las que nos vemos forzados a servirnos, aunque reconociendo a cada instante que tales palabras nos ponen en peligro de incurrir en error. Sandoz.— En primer lugar quisiera decir lo mucho que me ha interesado la conferencia de Gabriel Marcel, y en particular lo que ha dicho al comienzo acerca de la ausencia de intuición del ser y sobre la manera en que se plantea la interrogación sobre el ser. Estoy profundamente convencido de que no existe intuición acerca del ser; no aprehendemos el ser más que en la medida en que hablamos de él, no le captamos sino en la palabra, durante la reflexió n, en una frase y, finalmente, en el diálogo; y creo que es precisamente este carácter «dialéctico» del pensamiento lo que sub yace a la dificultad propuesta a propósito de la interrogación. Me permitiré preguntarme si la cuestión de la interrogación se plantea bien en los términos en que usted lo hace, como acaba de recordar al responder al señor Souriau. La dificultad esencial, ¿consiste en saber quién interroga y quién es el interrogado? ¿Acaso no podría pensarse que la interrogación procede de un modo más radical de esa ambigüedad en que nos encontramos con respecto a la palabra, dado su poder para enunciar tanto lo verdadero como lo falso, ya que puede adoptar
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la form a afirmativa o negativa? Y para ir definitivamente al fondo del problema, la interrogación sobre el ser ¿realmente se dirige en primer lugar a lo que es el ser o a lo que es ser, como usted prefiere ? ¿No se tratará más simplemente de «qué es lo que es verdad»? «¿Ha regresado Pablo, sí o no?» «¿Llueve?» En definitiva, me I parece que uno se interroga, ante todo, sobre la verdad (o falsedad) de una palabra. Mediante el análisis de la estructura de la palabra, respecto a la cual nos preguntamos si es verdadera, quizá llegaríamos a descubrir un sentido del ser aún más original que el que usted ha puesto de manifiesto. Pido disculpas por el atrevimiento que supone el intentar ir más allá de la distinción que usted propone, con el griego y el alemán, entre el participio y el infinitivo, entre ó'v y etvat entre seiend y sein. En la primera interrogación, donde se pregunta sobre la verdad de la frase o de la proposición, el ser toma una forma todavía más verbal, por así decir, que el infinitivo (que es un poco como el nombre abstracto del verbo, mientras que el participio sería el nombre concreto). Resulta revelador, en efecto, que el verbo comprendido en una frase esté siempre en forma personal, es decir, que remita siempre a un sujeto, yo, tú o é l ; y no puede quedar aislado de esta referencia al sujeto con el cual le «conjugamos», como dicen tan extrañamente los gramáticos. Si se intenta precisar lo que significa la forma plenamente verbal, la forma personal del verbo, se vería seguramente que ésta añade al infinitivo (que en realidad se limita a designar la naturaleza de una acción) la expresión del ejercicio mismo de esta acción, ejercicio referido necesariamente a un sujeto (mientras que la designación de su naturaleza no implica esta referencia actual a un sujeto) ; por ello este ejercicio se encuentra como tal más allá de toda denominación particular. Y yo me pregunto si este ejercicio no es el ser, en su sentido más puro y más actual, a propósito del cual se
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plantea la primera interrogación de la que he hablado. De este modo llegaríamos a descubrir en el ser no ya dos, sino tres aspectos: El primer aspecto sería el que acabamos de describir, el ser como ejercicio, ejerciéndose, expresado por la forma personal del verbo. En estrecha relación con el aspecto precedente, tendríamos el aspecto sujeto, expresado por el participio. Sería el seiend alemán, el en s latino. Ese sujeto sería de alguna manera portador del ejercicio, a menos que se prefiera decir con mayor justeza que es en la exacta medida en que participa de este ejercicio; en este sentido el ser es «aq uel l o qu e es». Y por último, e inseparable de los otros dos, vendría el aspecto de su esencia o naturaleza, determinación específica, que se encontraría ya en el sujeto (a quien nombraría), ya en el verbo (a quien definiría) y que se expresaría por el radical, la raíz de las palabras, y de una manera más general, por lo que los lingüistas llaman semantema. Este aspecto se explicitaría en la definición : aqu ello que hace que lo que es sea de una det erminada manera. ¿No podemos pensar que este tipo de análisis permitiría precisar el sentido mismo de la interrogación acerca del ser ? Sin duda resulta d ifícil el hacer ver esto con tan breve intervención. Sin embargo, me parece que podremos darnos cuenta de que el ser, en el primer sentido, no se encuentra más acá de toda especificación, sino más allá, como el perfeccionamiento que piden y que esperan, para ser reales, todas las perfeccione s «defin idas» . Y ahora entronco esta importante afirmación con el final de su conferencia, a saber: que el ser es un don que el sujeto no tiene por sí mismo. Sólo que yo no temería sostener que ese don hace surgir fuera de la nada al sujeto que le recibe, de suerte que la idea de cosa no me parece absolutamente rechazable: sólo quiere significar el su
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je to sin el cual no podemos pensar el ejercicio del ser. Desde luego que quedaría por relacionar todo esto con el hombre y con la experiencia del ser que realizamos. Pero me limitaré a plantear la cuestión de saber si (somos capaces de tomar conciencia de nosotros mismos de otro modo que no sea por referencia a algo que no ' somos nosotros. Gabriel Marcel.— No estoy seguro de comprender lo que usted intenta añadir a lo que yo he dicho. Es posible que lleve razón, no lo dudo, pero ¿no le importaría poner un ejemplo? Es el método que yo utilizo siempre. Me gustaría que pusiese un ejemplo muy sencillo para precisar esas diferentes acepciones, ya que no estoy seguro de que realmente exista un desacuerdo entre nosotros. Lo que ha dicho al comienzo a propósito de la intuición del ser me ha interesado. Sandoz.— Hace un mom ento puse, un poco al azar, dos ejemplos: «¿Ha regresado Pablo?» «¿Llueve?» En ambos casos se trata de la verdad de la proposición, úni \ camente la estructura es diferente. En «¿Ha regresado Pablo?» lo que me preocupa es saber si Pablo está dentro de la casa y no fuera; lo que me inquieta es esa especie de cualificación, de localiza \ción de Pablo, pero no su existencia, la cual está fuera ■!de duda y queda presupuesta en mi preg unta. Po r el contrario, cuando me pregunto «¿Llueve?», es la propia existencia de la lluvia lo que me preocupa. Partiendo de estos dos ejemplos podríamos llegar a los dos sentidos de la palabra ser expuestos por usted: el ser como «cualificación», que tendería hacia el ser como plenitud, y el ser en el sentido de «el hecho de ser». Pero lo que me parece importante es que en ambos casos la pregunta no recae sobre lo qu e sea el ser ni sobre lo que es ser, sino sobre la vendad de la atribución del ser (expresado por un verbo) a su sujeto. Me parece imposible desconocer esta referencia del acto que se ejerce a un sujeto; y en este sentido la noción de sujeto me parece esencial para la comprensión del ser
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Gabriel Ma rcel.— Pero ¿cuál es ese sujeto en su ejem plo : «Llu eve » ? Sandoz.— Podemos analizarlo de mil mane ras... Dig amos en principio que es «la lluvia». Gabriel M arcel.— Por el momento permítame decirle que no le comprendo. Volvamos a sus dos ejemplos. «¿Ha regresado Pablo?» Usted dice razonablemente que la pregunta concierne a una cierta cualificación de Pablo. Por lo demás, en ese caso particular, la palabra «cualificación» es inexacta, pero no encuentro otra mejor... ¿Está Pablo, en ese mom ento, en la casa? ¿Puedo representarme a Pablo como estando en ese momento en la casa? Y, sobre todo, actuar en consecuencia: llamarle, por ejemplo. Si queremos hacer un análisis concreto, nos veríamos obligados a hacer intervenir elementos que probablemente no se utilizarían en el otro ejemplo. Pero en el primero hay una existencia, que es la de Pablo, y en el otro otra existencia, que es la de la lluvia. Sin embargo, no veo la diferencia de registro entre esos dos ejemplos. Por otra parte, tampoco entiendo muy bien adonde nos conduce esa distinción. Sandoz.— En el primer ejemp lo no me pregunto por la existencia de Pablo, mientras que en el segundo me pregunto directamente por la existencia de la lluvia... Lo que creo que hay que tener en cuenta es que, tanto en un caso como en otro, existe un sujeto que ejecuta la acción significada por el verbo. Esto es al menos lo que me parece que resulta de la estructura misma de la frase, a la vez discursiva y dialéctica. Repito que no creo que estas observaciones se opongan a lo que usted ha dicho. Gab riel Marcel.— Lo lamento, pero usted se refiere a algo que no veo con claridad. Repito que no estoy seguro de estar en desacuerdo con usted, y me excuso por no ver claramente lo que usted pretende decir. Quizá nos sería necesario hablar más ampliamente... Patr i.— Al escuchar a Gabriel M arcel y, después, al seguir la discusión, he tenido la impresión de que los
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problemas filosóficos clásicos, que todo el mundo desearía ver superados, subsisten, a pesar de todo, a modo de telón de fondo. Gabriel Marcel sostuvo un argumento que parecía capaz de liquidar definitivamente la cuestión del ser: en efecto, si la noción de ser es una presuposición de no importa qué especie de pregunta resulta absurdo suscitar la pregunta por el ser. Sin embargo, a continuación, ha introducido la noción de la nada al poner de relieve una interesante secuencia tomada de Claudel. Me pregunto, por tanto, si la cuestión del ser no se plantea precisamente porque poseemos la noción de nada a la cual oponemos la de ser. La nada surge como vina especie de contraste del ser. A partir del momento en que oponemos el ser y la nada, tenemos derecho a preguntarnos qué es el ser y qué es la nada, y qué es lo que los distingue. De aquí se desprende que si queremos liquidar la pregunta por el ser — como parece ser el deseo de algunos, especialmente el de Jean Wahl— habría que asegurarse en primer lugar de poder liquidar la pregunta por la nada. A partir del momento en que oponemos el ser y la nada, deja de haber una presuposición única y todo sucede como si se tratase de algo que se opone a otra cosa, a otra cosa sobre cuya marca distintiva sería legítimo preguntarse. ¿No estaremos resucitando la aporía de Platón? Si nos preguntamos/ «¿qué es la nada?» es señal de que la nada no debe sei// tan nada como parece y que el ser no es tan «entei como se presume. Encontramos, por tanto, en este trasfondo de la legitimación de la cuestión del ser un arqueoproblema que, pese a todo, no parece estar liquidado. No importa quién hable del ser por oposición a la nada. Por otra parte debo confesar que nunca he comprendido bien lo que quería decir Kant cuando sostenía que el ser no era más que un predicado lógico y no un predicado real, para 10 que recurría al ejemplo de los cien táleros. El predicado
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lógico no añade nada a su sujeto, mientras que el predicado real añade algo. Pero cuando decimos que cien táleros existen, añadimos algo al sujeto, puesto que nos es preciso salir de la noción. Parece, por tanto, que el ser debería constituir un predicado real más bien que un predicado lógico. Por otra parte, cuando decimos que el círculo cuadrado no existe, innegablemente hacemos intervenir la noción de nada. Esto quiere decir, en efecto, que en virtud de su noción definidora, el conjunto de los círculos cuadrados no puede ser representado por ningún elemento. Esto me lleva a algo que aparentemente resucita todas las viejas aporias. Creo que podría decirse del ser que \ consiste en el conjunto de todos los conjuntos que pue / den representarse por elementos. En estas condiciones) la noción de ser no sería la del conjunto de todos los conjuntos, sin añadir otra especificación. Conocemos, en efecto, conjuntos, como el de los círculos cuadrados, que no pertenecen al ser porque no están representados por elementos. Y de aquí nace nuestro problema, ya que la pregunta por el ser resulta inseparable de la pregunta por la nada. No pretendo haber proporcionado la menor solución a este problema, pero tengo la impresión de que había aquí una cuestión que era necesario evocar, ya que no ha sido plenamente resuelta. Gab riel Marcel.— Con el ejemplo de los cien táleros introduce usted el problema de la existencia, creando de este modo una nueva dificultad. No niego de ningún modo que no exista una comunicación entre el problema del ser y el de la existencia. No puede decirse que se den separadamente el ser y la existencia. Esto va implícito en todo lo que he expresado. Sin embargo, opino que, dentro de la perspectiva que he elegido, no sería prudente introducir esas referencias existenciales. Patri. A pesar de todo creo que el lengu aje corriente
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nos autoriza a ello, ya que si separamos completamente el ser de la existencia, el lenguaje filosófico perdería todo contacto con el del hombre corriente. Gabriel Marcel.— Cuando nos interrogamos sobre el ser nos encontramos mucho más allá del lenguaje ordinario. Quisiera detenerme un momento en lo que usted ha dicho a propósito de la nada. Nos ha recordado la cita de Claudel. Desde luego que en cierto modo la nada puede considerarse, efectivamente, como el fondo sobre el cual el ser viene a colocarse. Por otra parte, no podemos considerar como despreciable la crítica bergsoniana. Me pregunto si la nada no representa una especie de papel intermediario y sospechoso entre una posición inicial y una posición ulterior del ser. Aunque de todos modos no me es posible desarrollar esto ahora, confieso que me repugnaría admitir una especie de primacía de la nada. Pienso que es falso psicológicamente, y metafísica mente no creo que se pudiese sostener ni un segundo. En otras palabras, no creo que pueda decirse seriamente: el problema del ser implica la prioridad del problema de la nada. Creo que la nada es algo absolutamente ulterior. Patr i.— Pues yo opino que, desde el mom ento en que en el leng uaje corriente utilizamos el término nada — y es la negación la que nos obliga a ello— , realizamos una especie de opción en favor de la legitimidad del término nada. Para desembarazarse de la nada sería necesario llegar a expresarse dentro de un lenguaje donde no existiese la negación. Y en este caso nos libraríamos tanto del ser como de la nada. Gab riel Marcel.— No creo que pueda procederse de un modo tan expeditivo. Alqu ié.— Tengo una pregunta muy breve que formular al señor Marcel. El señor Marcel nos ha hablado del problema del ser como de un problema nuevo. Sucede que en la hora
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actual muchos piensan que la filosofía moderna ha logrado una posición absolutamente nueva frente al problema del ser, nueva al menos con relación a la metafísica clásica. Quisiera simplemente preguntar a Gabriel Marcel si estima que los distintos problemas que ha planteado esta tarde se plantean en términos verdaderamente diferentes en los filósofos clásicos. Porque estoy muy sorprendido, para no referirme sino a un solo caso, por el hecho de que un cierto número de palabras de las que él ha empleado tengan un equivalente en los clásicos. Tenemos, por ejemplo, la palabra sustancia, palabra que a todos nos asusta, y que ha sido desterrada tanto por Gabriel Marcel como por Goldmann, como por muchos otros. Pero la palabra «basamento» utilizada por Gabriel Marcel ¿no viene a ser el equivalente de la palabra sustancia? En consecuencia, se plantea el problema de la sustancia. Así se dice: bajo la extensión subyace la cosa extensa, bajo el pensamiento subyace la cosa pensante...; Y esta cosa, esta «res» , es la sustancia... He aquí simplemente la cuestión que quería plantear: ¿piensa el señor Marcel que en la filosofía moderna se da una posición nueva ante el problema del ser? ¿O cree que, en términos ligeramente diferentes, pero en suma semejantes en cuanto al sentido, los filósofos clásicos han planteado la misma cuestión? Gab riel Marce l.— N o, estoy persuadido de que se trata de problemas que, en cierto modo, han estado siempre presentes a todos los filósofos. Probablemente sería necesario comenzar hablando de Platón, y por lo demás me refiero en especial al Platón de El sofista, que hace bastante tiempo que no he vuelto a leer, aunque estoy seguro de que despertaría en mí la misma admiración que la última vez que lo leí. Cuando usted dice que después de todo «basamento» equivale a «sustancia» está probablemente en lo cierto. Yo diría, sin embargo, que existe un cambio que me parece extremadamente importante: se trata de que la pa-
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labra «sustancia» está, pese a todo, tan cargada de lo que yo he llamado asociaciones cosistas que por esa sola razón ya no podemos servirnos de ella. Repito una vez más que la palabra «basamento» no me gusta. Estoy muy lejos de proponer su adopción. Me sirvo de ella de me jo r o peor grado para evocar algo que a mi enten der no corresponde en absoluto a lo que ha sido aludido por Descartes. Usted, que conoce mucho mejor que yo a Descartes, podrá mostrarnos que el propio Descartes no fue ajeno a estas dudas... Pero lo que me parece importante no es la palabra «basamento», de la cual me he servido de una manera simplemente aproximativa; es lo que quise decir, lo que pretendí indicar de una manera mucho más indirecta al hablar de una cierta situación fundamental, cuando afirmé que esta situación fundamental no era cosificable. Si digo esto es para rechazar absolutamente el término sustancia, con mayor fuerza aún con que he rechazado el término absoluto propuesto por el señor Bénézé. Unicamente encuentro que sería vina pretensión absurda en este dominio del pensamiento el que pretendiésemos innovaciones absolutas. Por el contrario, creo que la verdad es sutil. Abordamos siempre los mismos problemas porque estos problemas son eternos. Y es preciso añadir sin vacilación que tal búsqueda está centrada en aquello que no es posible sobrepasar. ¡Cuántas veces he dicho que resulta absurdo imaginarse que Platón, por ejemplo, puede ser sobrepasado! Lo único que es verdad es que nos sentimos obligados, por razones que no es tan fácil precisar, pero que sentimos, a abordar con nuestros miserables recursos personales, en un contexto y con un horizonte diferentes, estos mismos problemas eternos. Creo que el propio Heidegger, pese a que, sobre este punto, se muestra evasivo y a menudo imprudente, reconocería también que existe lo insuperable. El no tiene la menor pretensión de superar a Parménides o a He ráclito...
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En realidad, creo que no se puede plantear la cuestión en estos términos. Por el contrario, a mi parecer, nos haríamos culpables de una confusión extremadamente grave, que consistiría en tratar los problemas filosóficos como si fuesen problemas técnicos. Sin duda existen problemas técnicos que son problemas absolutamente nuevos. Los problemas que pueden plantearse en el campo electrónico, por ejemplo, probablemente no tienen ninguna relación con los problemas que podían plantearse hace sólo treinta años. Es preciso imaginar técnicos absolutamente nuevos que sean capaces de crear por sí mismos innovaciones nocionales. i Pero creo, y lo digo formalmente, que es muy peligroso el querer asimilar los problemas metafísicos fundamentales a estos problemas. El hecho de que reconozcamos que no podemos sobrepasar a estos hombres excepcionales no quiere decir que tengamos que limitarnos a repetir lo que ellos han dicho. Gastón B erger.— Quisiera permitirme una pregunta para asegurarme de que he comprendido la originalidad de su pensamiento. Muchos filósofos, con diferentes vocabularios, han hablado de punto de partida y de punto de llegada; gene I raímente ellos han hecho de su punto de partida el ob jeto de una intuición perfectamente clara. En este momento pienso en Descartes; y la expresión segtiridad que usted ha empleado hace poco me parece absolutamente exacta y podría convenir a muchas filosofías clásicas: lo que tenemos en uno de los extremos de la cadena es la seguridad de una insuficiencia. En el otro extremo, en el que usted ha llamado el pléroma, tenemos la segurij dad de una suficiencia, pero de una suficiencia de la*, que estamos privados. Gab riel Marcel.— Eso es. Gastón B erg er.— Lo que a mi entender caracteriza su pensamiento, contrariamente quizá a lo que parecía
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creer hace poco el señor Goldmann, es que usted pone el énfasis en el pensamiento itinerante, y que la palabra «ser» le molesta por conceder demasiado valor, ya al punto de partida que nosotros aprehendemos, ya sea a esa plen itud que no alcanzamos, mientras que es er/ ese intervalo, pero en ese intervalo efectivamente recorrido, puesto que no se trata de un intervalo puramente rela cional, donde se sitúa para usted el camino más importante del espíritu. La palabra «basamento» no la utiliza usted para dar la impresión de que su camino reposa sobre algo, sino como una designación provisional, mientras buscamos una fórmula que se nos escapa continuamente. Parece que se da entonces en su pensamiento una es j pecie de opción entre el ser, que sería realizado o dado í de una vez, y una existencia que se busca a través de un camino personal y que subraya el término mismo de la pregunta. Lo que es dado es la pregunta, incluso antes de que se sepa quién pregunta, quién debe responder y sobre qué debe plantearse la pregunta, incluso antes de que se sepa qué tipo de satisfacción va a procurarnos. Si bien, al escucharle, descubro personas «en marcha», personas que se interrogan sobre sí mismas, sobre sus interlocutores y sobre la circunstancia que las une a todas, me parece que de donde extrae verdaderamente su originalidad su pensamiento es de la dilucidación de este movimiento cuyas situaciones extremas son límites; y que este pensamiento no consiste simplemente en el reconocimiento estático de un ser insuficiente y un ser perfecto que intentasen encontrarse a través de un intervalo. Gabriel Marcel.— Ha caracterizado usted admirablemente mi pensamiento, probablemente mucho mejor de lo que yo lo hubiese hecho... Miche l Souriau.— He tenido con Gabriel Marcel algunos encuentros, algunas conversaciones en que le he participado experiencias de tal orden que no quisiera a ningún precio que pareciese que pretendo atacarle. Digo
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esto porque, dentro de esta forzada brevedad, mi pregunta podría parecer un ataque. Se trata de lo siguiente: tengo la impresión de que, siguiendo un pensamiento puramente interrogativo, por una parte, y la noción de una especie de ser en el que no cabe la intuición, por otra, usted ha colocado el problema en la única perspectiva en que no puede ser resuelto. El pensamiento interrogativo es un pensamiento que siempre interroga, que interroga por definición, como si se tratase de un niño que pregun tase: « ¿Por qué no me das eso ?» — «Porque te hará daño» — « ¿Y por qué me hará daño?», etc. La cosa no tendría fin. Como usted ha dicho, el pensamiento interrogativo resbalará siempre sobre su objeto, de interrogación en interrogación. En cuanto al ser, me ha sorprendido leer en su resumen: «Yo no conozco la intuición del ser...» Creo que de un ser del que nunca hayamos tenido intuición sería mejor no hablar, ya que, pese a todo, sólo por una forma de intuición le conocemos. Si al pensamiento interrogativo le privamos del derecho a ser un pensamiento afirmativo, si también le privamos del derecho de llevar a cabo una intuición, jamás haremos entrar en contacto las dos caras del problema... Y yo me pregunto si, en el fondo, no se ha dicho usted: «Si la filosofía no puede resolver la pregunta es necesario confiarla a alguna otra cosa.» Gabriel M arcel.— No estoy conforme. Para mí la filosofía, tal como la concibo, se encuentra enteramente abierta hacia algo que la sobrepasa. Esto es absolutamente cierto. Pero esto no quiere decir que el papel parenético de la filosofía sea despreciable. Me parece, por el contrario, extraordinariamente importante; y diría que aquellos que pretenden dar una respuesta sin toda esta preparación previa se exponen, en algunos casos, a cometer grandes errores y a hacerse muy graves ilusiones.
V ER D A D
Y L I BER T A D
El título que he dado a este estudio puede legítimamente sorprender a primera vista. Estas palabras, verdad y libertad, forman una de esas inseparables parejas que estamos acostumbrados a hallar en los tratados de moral y filosofía. Pero es justamente esto lo que me parece alentador para emprender una reflexión como la presente. Sucede aquí algo parecido a lo que el mundo físico nos ofrece: una corriente eléctrica no se establece si no\ existen dos elementos con una diferencia de potencial.i ¡ Cualquiera que tenga práctica de reflexion ar sabe que también existen corrientes en el dominio del pensamiento, si bien no resulta fácil el definir exactamente su naturaleza. Como ocurre a menudo, lo mejor será proceder negativamente. ¿Qué es para el pensam iento lo contrario de una corriente? Es un cierto estancamiento parecido al de la muerte. Sólo que el estancamiento se disimula muy a menudo con el torrente de las palabras o, lo que viene a ser lo mismo, con ideas hechas que 1 no son ya verdaderamente pensamiento. Esto es algo constante en los profesionales de la retórica y demasiado a menudo también, es necesario decirlo, en los predicadores. Las frases se encadenan las unas a las otras según un ; mecanismo que en realidad no es más que el del hábito. {, Por el contrario, la corriente sólo se establece allí don | de el espíritu desarrolla un cierto poder de invención o S creación. En este caso, si he reunido en un mismo acto de atención estas dos palabras — verdad y libertad— no ha sido por la tentación de abandonarme a una cierta pereza,
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namientos del pensamiento rutinario, a un funciona, miento de la mente que se ejerce sin ningún esfuerzo de pensamiento. Mi primera intención había sido la de hablar aqu{ simplem ente sobre la verdadera y la falsa liber tad — distinción, por lo demás, sobre la que todavía tendré ocasión de insistir— . Pero en ben eficio de la refle xió n, me ha parecido que era necesario remontarse más alto para intentar<^buscar la existencia de una cierta relación íntima. y secreta entre verdad y libertad"' Ahora bien, es evidente que en primer lugar tendré que someter estas dos nociones a un tratamiento adecuado, sin cuya presencia quedarían semejantes a cuerpos inertes. En lo que concierne a la noción de libertad, la dificultad reside en su carácter ambiguo; está bien claro que «presentará cara cteres bastante diferentes según que para.su consideración se la sitúe en un terreno po lítico o social, o que, por el contrario, se adopte una ! perspectiva ética o incluso metafísica^ ^ En principio, el término verdad no parece manifestar la misma dificultad. Sin embargo,^al reflexionar sobre este concepto veremos que tam bién „se_ trata de una idea. \ de la que se pueden hacer, usos..muy diferentes^ Diré |de inmediato que habré de considerarla\ante todo ep cuanto que representa un valor. /' De hecho, ¿es ..la _ verdad como tal un valor? Es cierto que si nos la representamos como algo que i gst á ah í, independiente incluso del hecho de ser o no reconocida^ parece d ifíci l considerarla como un valor, pero queda por ver justamente si esta representación es legítima, si no implica una objetivación quizá injustificable de algo que debería ser considerado de otro modo. En conformidad con el método que es habitual en mí, más bien que partir de un análisis abstracto referido a una noción, tomaré un ejemplo sacado de la historia contemporánea e intentaré ver qué luz es capaz de proyectar este ejemplo sobre el problema que me he propuesto.
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marlo categóricamente, que sea este mismo ejemplo el que me ha determinado a interrogarme acerca de las relaciones entre verdad y libertad. Me refiero a dos testimonios llegados a mí con respecto a los acontecimientos de Polonia y de Hungría en 1956 . Jeanne Hersch, que quizá sea la alumna más notable de Karl Jaspers y que es autora de un libro muy importante titulado I deol ogía y realidad, después de haber asistido al proceso de Poznan — conocía perfec tamente la lengua polaca— , no dudó en afirmar, en una conferencia que dio en París al regresar de Polonia, que levantamiento de Poznan se había llevado a cabo ante todo c ontra las mentiras acumuladas por _el„gobierno y por una prensa serv il^— . Algunas semanas mas tarde tuve ocasión de volver a encontrarme con un diplomático que fue cónsul de Francia en Budapest desde 1948 hasta 1956 . Su testimonio fue análogo al de Jeanne Hersch^ Lo que los húngaro s no pudieron soportar, me decía, fueron las mentiras continuas, sistemáticas, de las que la prensa oficial se hacía eco, en cuanto a la situación económica del país, por ejemplo.'^A causa de esto se vio cómo una población se alzaba, aquí y allá, contra la mentira. Pero ¿en nombre de qué? Es ésta una cuestión importante, pero a la que, es preciso reconocerlo, no es fácil aportar una respuesta precisa. En lo que concierne a Hungría, es probable que sea necesario resistir a la tentación de introducir un ;«ismo», tal como socialismo, liberalismo, etc., para definir lo que habría sido como un «programa» de la insurrección. Es probable que en este caso, como en muchos otros, la idea misma de un programa resulte errónea en alguna medida. Corresponde al modo en que se intenta — a destiempo y desde fuera— imaginar un cierto movimiento en^el que no se ha participado. Está fuera de toda duda qué\los insurgentes húngaros sabían infinitamente mejor lo que no querían a ningún precio, lo que rehusaban con todo su ser, que lo que deseaban instituir para po-
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y libertad
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bablemente se encontraban todos de acuerdo era la volun «el tirano», pero está claro que puede no tratarse de un tad de desembarazarse de un ocupante al que detesindividuo determinado, sino de un grupo, cuyos partaban. ticipantes, por lo demás, no siempre pueden preciPero ¿aclara esto el papel que desempeña en tal situasarse. ción la verdad en cuanto valor? O en otros términos ¿Y qué es justamente lo que en este momento p er í ¿podemos aprehender, sin dejarnos engañar por las pa- jnanece oculto? No se trata de datos de hecho, del tipo labras, algo así como la contrapartida positiva de esta de los que pueden figurar en una lista, en una anotación protesta vital contra la mentira, que en pocos días transpolicíaca o en algún expediente de los que puedan enformó una capital en un campo de batalla? contrarse en una comisaría o en un ministerio: se trata Esta contrapartida no puede ser más que una exigencia |[de una cierta cualidad que está implicada en el respeto si bien tan profunda que no le es fácil ponerse direc- i |de sí m ism o. M as todo sucede como sí ~el~ opresor p re tamente en claro acerca de sí misma. Yo diría que se téndiese despojar al oprimido de todo respeto de sí trata de la voluntad de ser reconocido^La misma volunmismo. ¿Por qué motivo? E n realidad, nada está más tad que queda lastimada cada vez que un ser humano^ claro: se trata de transformar al individuo en un simple es h um illadóp? Nad ie ha comprendido me jor esto, entre instrumento para que de ninguna manera pueda opolos escritores, que Dostoievski. No sólo expresa maranerse a jjati j fines perseguidos por el opresor. Y es aquí villosamente la herida secreta del que sufre la humilladonde mejor se aprecia el sentido repugnante de la ción, sino también.la forma en que esta herida puede intécnica que pretende obtener falsas declaraciones de un fectarse hasta el punto de convertirse en una amenaza condenado: esas confesiones no verdaderas están despara^otros. 7 ' tinadas precisamente a quebrar i n t e r i o r m e n t e al que ayer Las mentiras que se imprimían cínicamente en la prentodavía representaba un adversario, y al cual se trata de sa oficial de Polonia o de Hungría no pudieron menos convertir en instrumento. No hay que callar que esa técde ser sentidas como una ofensa por aquellos que estanica supone un desprecio sin límites hacia el ser humano, ban obligados a aceptarlas día tras día. Es la ofensa que una creencia inquebrantable en la posibilidad de moldear se expresa en esta simple e indignada pre gun ta: ¿por (del mismo modo que un herrero trabaja un metal inqué admitimos esto? candescente) a todo aquel que caiga i n t e r i o r m e n t e en tal Y aquí penetramos, como por un atajo, en el inte- situación, de modo que ya no pueda oponer ninguna rior de una especie de macizo que me propongo exresistencia a la voluntad del tirano. I n t e r i o r m e n t e he diplorar. cho, pero en realidad no estoy seguro de poder emplear Si reflexionamos atentamente, se nos mostrará, en aquí esta palabra. En realidad se trata mucho más de su efecto, lo que he llamado «voluntad de reconocimiento», primir toda interioridad. Del mismo modo que se vacía siempre que logremos desprendernos de las interpretauna concha de su contenido, así se procede con la vícciones objetivizantes que rechacé hace un momento. Retima, de manera que ulteriormente pueda ser «rellenada» pito una vez más que hay mucho que perder. cuando se por la propia voluntad del poderoso. Nos encontramos pretende confundir la verdad con el hecho, y esto lo^ en prese ncia del vesclavismoj más riguroso e im placable comprenderemos. claramente. si_nos tomamos la molestia que haya existido jamás. de profundizar la naturaleza de este reconocimiento cí Esforcémonos por aclarar estas conexiones cuya im-
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_ __ ' ser el sentido de la verdad supone atacar directamente
' { a su aut or respet o.
Es, sin duda, manifiesto que un ser moralmente sano tiene horror a la mentira porque la considera como una mancha. Incluso sabiendo que mi mentira no será descubierta, me repugnará el recurrir a ella porque tengo el cuidado de salvaguardar mi limpieza interior. Es tas palabras pueden ser tomadas literalmente: en cierta medida yo significo para mí algo así como un cuarto o una casa donde es preciso hacer reinar un cierto orden, e incluso diría que una cierta decencia. Ahora bien^las i A / f palabras orden y decencia constituyen aproximaciones concretas con relación al término «verdad», considerado desde su aspecto existencial, es decir, en cuanto que tiene interés para el viviente que yo soy. Dentro de esta misma perspectiva, si pensamos en lo que son, por ejemplo, los representantes de una prensa subyugada en el interior de un país totalitario, veremos claramente que estos seres están, en el sentido más profundo de la palabra, alienados. Son moral y espiritualmente b e i m a t l o s (sin patria). Por lo demás, es interesante hacer notar que existe, hasta cierto punto, una correspondencia entre la situación material de un ser exiliado o desarraigado y la condición espiritual que intento definir. Está fuera de duda que los seres desarraigados podrán con mucha mayor facilidad convertirse en instrumentos en manos del tirano. Esta observación me parece importante porque permite ver que .^existe todo un conju nto de condiciones concretas a las que llamamos comúnmente libertad, sin tener siempre una idea perfectamente clara de lo que designamos con este nombré'^ De todos modos, es obvio que tenemos que guardarnos de la idea rudimentaria según la cual un hombre libre sería un hombre enteramente independiente. Esto constituiría un punto de vista puramente abstracto y que no corresponde a nada en la experiencia tal y como se nos presenta. Si consideramos
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comprobar que se halla sometido a toda clase de obligaciones (fiscales, militares, etc.). No será un ciudadano sin esta condición, y se estará de acuerdo en aceptar que, si intenta sustraerse a estas limitaciones, lo hará en nombre de una concepción falsa, o en todo caso infantil, de la libertad. Es preciso añadir que/uní pueblo só lo permanece libre mientras sus ciudadanos!. aceptan estas obligaciones.\Hay que reconocer, por tanto,, que Kant tenía sobrada razón al establecer una conexión^ interna entre «obligación» y «libertad»; y ello oponiénV dose a una concepción puramente anárquica que confunde obligación y coerción. Por otra parte, hay que guardarse, naturalmente, de ciertas simplificaciones por demasiado optimistas. Sin duda que los pesados impuestos que el contribuyente está obligado a pagar son sentidos por éste como una coerción, lo que no tiene nada de extraño, y, por lo demás, ésta es la razón de que a menudo intente defraudarlos. Lo que puede decirse es» que un ciudadano, en la medida en que toma conciencia | de su ciudadanía, se siente impulsado a hacer abstrae -1 ción, tanto como le sea posible, de ese sentimiento de coerción, así como a reconocer que no puede liberarse de esta obligación, por penosa que sea, sin contribuir a poner en peligro la comunidad a la que pertenece y que, a pesar de todo, le permite realizarse. Sin embargo, es totalmente cierto que existe aquí un equilibrio difícil de^guardar y que puede, en cualquier momento, verse peligrosamente comprometido. No es éste el momento para entrar en detalles sobre los problemas extraordinariamente complejos que plantea la vida de una democracia, pero es necesario — sobre todo filosóficamen te— reconocer esta complejidad y poner de manifiesto las peligrosas ilusiones a las que uno se expone si se embarca en un optimismo al que la experiencia política no cesa de oponer su mentís. Es cierto que a todos los niveles, ya se trate de relaciones entre individuos o entre naciones, la noción de
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diciones reales de la existencia civilizada. Pero tenemos que preguntarnos cómo se relaciona esto con lo que se ha dicho precedentemente acerca de las relaciones entre verdad y respeto de sí mismo. También conviene atacar más directamente de lo que he hecho hasta ahora la noción misma de «hombre libre». Lo que importa en primer lugar es negar totalmente |que la libertad pueda ser tratada como un atributo global i que pudiese ser afirmado o negado de un individuó par^ i ticular o del hombre en general. Basta para darse cuenta 1de ello con propo nerse a sí mismo esta cuest ión: ¿soy yo un hombre libre? Se comprenderá entonces que, formulada en estos términos, la pregunta no presenta ninguna signific ación precisa. ¿Podría yo al menos responder de manera categórica si tal o cual de mis actos ha sido o no libre ?\Es necesario, sin lugar a dudas, desprenderse de algunos prejuicios'que van ligados a una forma viciosa I de filo sofa r, consistente en creer que un acto es tanto más libre cuanto menos motivado se encuentre. 'Por influencia de André Gide se ha extendido primero en literatura, pero más tarde también en una cierta filosofía, la idea enormemente sospechosa de lo que el autor de Los monederos falsos ha llamado «el acto gratuito», es decir, el acto que se realiza no sólo sin estar obligado o impulsado a ello de alguna manera, «sino por el placer», arbitrariamente, y parece ser que para demostrarse a uno mismo que se es libre. Así es como, en la novela L as cuevas del V’at icano, el personaje principal empuja por el hueco de la portezuela abierta a su compañero de viaje, a quien no conocía de nada, únicamente porque le parecía divertido. En realidad, nos encontramos en el centro mismo de !lo que he llamado al comienzo «la fals^ libertad». Por Ni que el acto gratu ito está'; por definic ión, vacío de todo •sign ifica do; no responde a nada, y; en cambio, puede j estar lleno de una pretensión que es la más errónea de itodas, la de afirmarse como existente o creerse libre me
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peor de las aberracion es. Sin duda es absurdo imaginarse \ que un acto es tanto más libre cuanto menos motivado está. En realidad, lo que cuenta es, por así decir, la I ^cualidad misma de la motivación. Pongamos un ejemplo ! 'Concreto. Tenemos un hombre que se ha convertido en el blanco de la intimidación que sobre él ejerce un chantajista. Este le exige una fuerte suma de dinero a cambio de no revelar una circunstancia de su vida que el otro, por una determinada razón, siempre ha mantenido en secreto. Nos encontramos en este caso con una coacción muy semejante a la del bandido que amenaza con su revólver al caminante solitario. Supongamos que el chantajista consigue su objetivo: el otro se resigna a entregarle la suma que reclama. Está demasiado claro que esta entrega, arrancada a la fuerza, no puede de ninguna manera considerarse como un acto libre; incluso diría que, en última instancia, no se trata verdaderamente de un acto, sino de un modo de pasividad que sólo tiene la apariencia de un acto. El a cto verdadero — po dríamos decir también el acto libre— está situado siempre entre dos límites, uno de los cuales es el acto gratuito I o, más exactamente, el acto insignificante que se realiza í , sin saber por qué. E l otro límite consiste en la pasividad : que se manifiesta cada vez que un individuo cede a una ‘ fascinación, como es el caso, por ejemplo, del jugador, del alcohólico, del toxicómano. Y un hombre víctima / del terror puede considerarse verdaderamente como un , toxicómano. N egativam ente, la libertad se define, po r / tanto, como la ausencia de todo lo que se parezca a una alienación. Pero esto puede también expresarse en forma i positiva ^áctúo librem ente cuando los motivos de mi acto se encuentran en la línea de lo que puedo legítimamente, considerar como los rasgos estructurales de mi persoi nalidad.\ \ Esto exigiría, sin embargo, mayor precisión, ya que la palabra «personalidad» es en cierto grado ambigua. Es evidente que no se trata de temperamento, ni siquiera
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sona a quien afecta. En este contexto podemos identificar j personalidad con persona. En otra ocasión 1 he intentado mostrar «que la persona se define ante todo por su opo sición a esa especie de elemento anónimo e irresponsable que en francés se designa con el pronombre indefinido «on» (se), y en alemán, con la palabra «man». Molesta que en inglés se vea uno casi forzado a emplear la palabra «one», que en principio es completamente anfibológica y que, tomada en su sentido habitual, significa «uno» o «un tal». Heidegger, en un conjunto de análisis cuyo valor me parece insuperable, ha demostrado contundentemente que este «se» constituye el pensamiento degradado, el cual, por otra parte, no sólo nos envuelve a cada uno de nosotros, sino que nos penetra. La mayor parte del tiempo, nuestras opiniones no son otra cosa que un reflejo del «se», sin que podamos advertirlo. Este «se» es por definición inaprehensible y no localizable. He aquí un ejemplo: corre un rumor sobre cierta persona. Yo pregu nto : «¿Q uién dice eso? ¿Quién lo afirm a?» A lo cual alguien me responde simplemente: «No lo sé, pero/ ‘se’ dice que...» Lo propio de la persona es precisamente oponerse a esta ambigüedad.
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y esto sucedía de tal manera que estos actos llegaban a
considerarse no só lo como excusables, sino como re 1 queridos, como obligaciones. En este sentido es indudable que toda ocupación por el enemigo es una escuela de inmoralidad. Hemos visto también que donde una dictadura totalitaria se despliega sin restricciones el avasallamiento es tal que «*1 esclavo, en el límite, acaba por encontrarse rnás allá de todo fingimiento y engaño; no le queda la suficiente realidad interior como para saber si finge a engaña. Está anonadado. Así vemos reunirse las diversas cadenas de pensamiento que me he visto llevado a seguir sucesivamente. Parece, en efecto, como si el hombre no fuese una persona y, por consiguiente, no pudiese reivindicar su cualidad de hombre sino en la medida en que se compromete, en que afronta; y, por otra parte, parece igualmente que lo que tiene que afrontar es justamente la verdad. Sin embargo, todo esto exige ser considerado más a fondo. La conexión entre valor y libertad no parece en principio que pueda ponerse seriamente en duda. Se estará de acuerdo en que, en general, un cobarde no puede ser considerado de ningún modo como un hombre libre. Sin embargo, esta afirmación tropezará, sin duda alguna, con una objeción por parte de aquellos a quienes he aludido anteriormente, y concretamente por parte de Sartre. Para estas/personas la libertad se confunde con/ lo que ellos llaman la elección. Estiman, por lo demás,! que nuestra condición nos obliga perpetuamente a elegir, jja rtre llegará incluso a de cir: yo estoy condenado a ser libre. Todo esto se entronca con una concepción metafísica en cuyo detalle no puedo entrar, pero que consiste en oponer, siguiendo a HegeL el ser- p ara-sí a l ser- en- sí. El ser- pa r a- sí se caracteriza por un principio de negación o anonadamiento sin el que ía conciencia no podría existir. No es éste el lugar para criticar éstaleo ría metafísica que, por ingeniosa que sea, nos conduce ___
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cido el propio Sartre en la conclusión de su gran obra^ Probablemente, siempre habrá quien no dude en afirmar que el cobarde ha elegido ser cobarde, en cuyo caso se guiría siendo libre hasta en la peor abdicación de sí mismo. Pero en lo que a mí respecta opino que ésta es una interpretación artificial e inadmisible. La verdadera j opos op osici ición ón se encuen enc uentra, tra, creo cre o yo, entre entr e el homb ho mbre re
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posible peligro o muerte. Probablemente, ya que el animal es accesible al miedo. Creo que conviene retener estas observaciones para examinar la objeción que rechaza la idea de una conexión interna entre valor y verdad. ¿Acaso no hemos podido ver, en Alemania, por ejemplo, a toda una juventud fanatizada y de cuyo valor es imposible dudar ponerse abiertamente al servicio de una causa de la que no podemos por menos de pensar que implica las mayores res aberraciones? Y en este sentido sentido tendremos que hacer frente a un dilema que podría formularse así: o bien profanaremos el término verdad implicando en él una causa o una doctrina execrables, o bien tendremos que reconocer que el valor puede desplegarse indiferentemente al servicio de la verdad o del error. Por lo demás, el término «error» no me satisface completamente; preferiría el de «herejía moral». Parece indudable que un herético fanatizado puede estar lleno de valor. Mas quizá la distinción entre valor físico y valor moral nos permita escapar a este dilema. Podría suceder que el valor físico de las SS, por ejemplo, reposase, pese a todo, en una profunda cobardía intelectual y moral. Pero es precisamente la naturaleza de esta cobardía lo que es necesario dilucidar. Lo que dificulta la tarea es que, cuando pronunciamos la palabra «cobardía», nos vemos arrastrados casi invenciblemente a entender la cobardía física, la cobardía ante la muerte, por ejemplo. Ilustraré lo que quiero decir reproduciendo un corto fragmento de una de mis obras de teatro, L e D a r d . Por lo demás, acaso no venga mal introducir algunas referencias concretas en este conjunto bastante abstracto de reflexiones. Uno de los personajes principales de esta pieza es un universitario que, por su origen, pertenece a un medio extremadamente modesto. Ha llevado a cabo intensos estudios; pero, sobre todo, mediante su matrimonio, ha tenido la posibilidad de entrar en una familia burguesa
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ha facilitado todo. Pero este hombre, Eustache Soreau cae víctima de la mala conciencia. A causa de su éxito social siente como remordimientos por haber perdido el contacto con el mundo de los humildes al que perteneció. Desde entonces se sentirá como amargado por el éxito, se convertirá en un hombre resentido. Su mujer, Béatrice, sufre cruelmente por este estado de cosas, hasta verse impulsada a confiarse a un amigo de Eustache, Werner Schnee, cantante refugiado que ha abandonado la Alemania nazi por solidaridad con su compañero y amigo, un pianista judío que ha sufrido los peores tratos y que acaba por morir en un sanatorio suizo. Werner Schnee está ajeno a los complejos que corroen el alma de Eustache. Eustache. Eustache Eustache — le cuenta cuenta Béatrice— tiene una una naturaleza extremadamente escrupulosa. Parece como si un cierto confort, una cierta facilidad Je pusieran en peligro de adormecer su conciencia. Pero Werner sólo ve miedo en lo que Eustache cree ser su conciencia. Béatrice protesta: «Tú sabes muy bien que Eustache es valiente.» «Estoy de acuerd acuerdoo — responde responde W erne r— , pero pero esta palabra no tiene una sola significación; se puede ser valiente ante la pobreza, ante el peligro, ante la muerte, y no serlo ante el juicio.» «¿Qué juicio?», pregunta Béatrice. «Es difícil responder. Pienso que se trata de una mezcla. Quizá la idea que él se haga del juicio de otras personas. Pero esta idea procede de él. Creo que se burla de la opinión de la gente y piensa también que nada tiene que reprocharse. Pero es como si...» Werner no termina la frase. Pero creo que, para lo que nos interesa, las palabras decisivas son :^se puede ser valiente ante la muerte y no serlo ante el "juicio .»>A quí el juic io se confunde con la verdad o, más profundamente, con lo universal. Pero aquí se hace necesario renovar la precaución con que he procedido periódicamente desde hace un cuarto de siglo: el temible error al que actualmente se halla expuesto el hombre procede siempre de compren-
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confusión que Ibsen denunció ya en E l e n e m i g o d e l pueblo con un vigor todavía no superado. Por lo demás, no puedo resistirme en este momento a recordar esta pieza pieza que, cuando mi padre me la leyó — allá por el 1898 o 1899 — , me causó causó una especie de choque, de conmoción, que habría de repercutir a lo largo de toda ¡ni vida. Quisiera excusarme por este paréntesis, quizá demasiado personal. Pero lo considero tanto más oportuno cuanto que, en general, los comentaristas de mi obra no parecen conceder importancia a este factor en la historia de mi pensamiento... Al leer hace relativamente poco la bella conferencia que la novelista y filósofo inglesa Iris Murdoch dio en 1967 en la Universidad de Cambridge, compruebo que, pese a todo lo que pueda separarme del agnosticismo que en ella se manifiesta, algo muy profundo en mí acepta los puntos de vista platónicos sobre el bien, la virtud y el valor que allí se ponen de manifiesto.
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VERDA D
Y SI SI T U A C I O N E S C O N C R ET ET A S
Un profesor de filosofía de la Sorbona declaraba durante una emisión de televisión, destinada a orientar a los profesores jóvenes, que la noción de verdad no tenía un sentido que se pudiese precisar más que en el domi/ nio del pensamiento científico. Lo cual viene a decir que los valores a los que hace referencia el moralista o los estudiosos de la estética se encuentran radicalmente separados de lo que hay que considerar como la verdad. Ahora bien, esto supone inevitablemente relegar estos valores al dominio de la pura subjetividad — una sub jet ivida ivi dad d que, por po r supuesto, supu esto, no tiene tie ne nada nad a que ver con la que definió Kierkegaard, sino que, por el contrario, se confudiría con una subjetividad arbitraria que, por otra parte, puede presentar diferentes formas según que se coloque en el cuadro de la psicología o en el de la sociología. Pero ¿acaso no conviene precisamente someter a discusión una forma tan limitada de concebir la verdad? ( El método que voy a seguir consistirá, como de costumbre, en partir de una experiencia en el sentido amplio y que desborde la manifestada por el empirismo tradicional. t re intento aclarar lo que queremos En L e my stere de l ’é decir cuando afirmamos que alguien está o no en la verdad. Decir que alguien está en la verdad o en el error supone algo así como si la verdad o el error consistiesen en una atmósfera en la cual el espíritu, y no el cuerpo, quedase, por así decir, inmerso. Quisiera partir de un caso particular que presenta, en mi opinión, la gran ventaja de obligarnos a distinguir
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Un médico, después de los correspondientes análisis de laboratorio, descubre que su paciente se halla condenado a muerte en breve plazo. El enfermo, que ignora el resultado, le ha pedido que le diga la verdad, cualquiera que ésta sea. Pero admitamos que este médico esté dotado de una intuición psicológica que le permite comprender que el enfermo, si se entera de que está condenado a desaparecer en breve plazo, vivirá sus últimos meses o sus últimas semanas envenenado por la angustia. En tal caso, ¿cuál debe ser la actitud del médico? ¿No está quizá obligado a atenuar la cruel verdad y decirle, por ejemplo, «su estado es grave sin duda, pero tiene usted algunas posibilidades de curar»? Aquí es preciso tener cuidado, como en cualquier otro caso, con lo que significan las palabras «situación concreta». No se trata de considerar la relación médico enfermo en un sentido general, sino entre el médico y un determinado enfermo. Nótese bien que no he dicho un determinado médico, puesto que hay que suponer la idea de una vocación que es la vocación del médico (y 'no la de este médico en particular), y dicha vocación l implica justamente el deber absoluto de tener en cuenta ya singularidad del enfermo. Ahora bien, es evidente que lo que acaba de decirse implica todavía una simplificación: supongamos que el enfermo sea un creyente preocupado por su salvación, dato del cual el médico no puede hacer abstracción. Es posible que el enfermo esté verdaderamente animado por el deseo de ponerse en orden con Dios — y digamos también con su conciencia— antes de morir. Esto supondrá para el médico un problema muy difícil, muy embarazoso. En relación con su comportamiento frente al enfermo, tiene que decidirse por hacerle más fácil su prueba, en la medida de lo posible, o, por el contrario, colocar en primer lugar el aspecto religioso de la situación. Hagamos notar que, sobre este punto, no es ya sólo la vocación de médico en cuanto médico lo que va a in-
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dad del médico, el hecho de que él mismo sea o no sea* creyente, y esto pese a cualqu ier hon esto esfuerzo que J pueda hacer por abstraerse de su punto de vista personal. Lo que se ve con claridad es que las palabras «estar en la verdad» se aplican a un modo de ser o de actuar que es esencialmente leal — leal hacia sí mismo o leal hacia otro— , pero que puede legítimamente quedar mar \ cado por una incertidumbre. Mantengámonos siempre en contacto con lo concreto: el médico estará obligado, si ello es posible, a llamar a alguna persona allegada al enfermo. Pero no siempre le resultará fácil saber, por ejemplo, qué miembro de la familia será el más indicado para confiarse o pedirle consejo. Y cabe que todavía deba ejercer una fa cultad de apreciación que no puede considerarse propiamente dentro del orden médico. Podría ser oportuno que el médico tomase contacto con el sacerdote — o pastor — al que su enferm o ten ga la costumbre de ver y consultar. Y también a este respecto, ¡cuántas posibles dificultades ! ¿Quién ga rantiza que ese sacerdote o pastor posea el necesario buen sentido? Lo que me parece muy importante es hacer notar que, como sucede a menudo, es más fácil ver en qué consiste estar en el error que saber exactamente lo que es estar \ en la verdad. Se permanece en el error cuando uno se'l apega exclusivamente a un aspecto de la situación que se considera, despreciando los demás aspectos. Per o por l otra parte, puede temerse que si nuestro médico pesa demasiado escrupulosamente los argumentos opuestos, se quedará en un mera expectativa en lugar de tomar una decisión. De hecho, n o d e c i d i r puede ser una manera \ / hipóc rita de decidir negativam ente. \ Hay en esto una indicación que me parece importante para lo que estamos tratando. ¿No hab ría que decir, en efecto, que la cobardía, que se traduce aquí por el rechazo de la elección, consiste en cierto modo en la huida ante la verdad?
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clara de la relación, en realidad bastante compleja, que une al sujeto con la situación. De una parte, es obvio que la situación se presenta como una invitación al sujeto y que ésta se le ofrece para ser superada. Porfío demás, es precisamente la superación lo que importa. Pero de otra parte, es necesario subrayar el hecho de que el sujeto está cogido, implicado en la situación de un modo muy análogo a como una determinada persona está implicada en un asunto. La expresión «situación falsa» tiene sentido precisamente dentro de esta segunda perspectiva. Inmediatamente voy a poner un ejemplo concreto, ya que estoy persuadido de que el modo de no perderse en palabras consiste en ilustrar siempre nuestro pensamiento con algo concreto. El ejemplo que se me ocurre es muy simple. Es el caso que me encuentro a la vez en relación con la mujer y con la amante de uno de mis amigos. Por supuesto, hablo aquí de relación de amistad. Cada una de las mu jeres se co nf ía a mí y me hab la libremente de la otra. ¿Cómo no experimentar un penoso sentimiento de du plicidad en tales condiciones ? Lo que viene a concretar I este sentimiento es el hecho de que la esposa ignora que conozco a la amante. De este modo me encuentro en una situación falsa, una situación que es preciso superar. En principio parece que la solución residiría, por ejemplo, en decirle con franqueza a la mujer que tengo relaciones amistosas con la amante. Pero por este procedimiento es probable que crease una situación no menos penosa que la primera. Porque la mujer me reprocharía esta amistad, y sin duda exigiría de mí que eligiese. Y puede ocurrir que yo tenga razones para no querer elegir, ya que tengo la impresión de que al seguir siendo confidente y consejero de estas dos mujeres puedo ejercer sobre ellas una acción beneficiosa. / Me limitaré a decir que la característica de la situa ción falsa es precisamente el hecho de que no se pueda
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salir de ella sin que las consecuencias sean ruinosas. Esto, que demostraré más adelante, es particularmente visible en el ámbito de la política internacional. Las situaciones falsas no han dejado de multiplicarse en el mundo, de lo cual se deriva el penoso embrollo en el que todas las potencias se encuentran implicadas hoy. Permaneciendo por el momento dentro del ámbito de las relaciones privadas, quisiera desarrollar un ejemplo mucho más complejo, tomado de una de mis obras de teatro : H o m m e d e D i eu . El pastor Claude Lemoine, pocos años después de casarse, ha sabido por su propia mujer, Edmée, que le había engañado con un tal Michel Sandier y que éste era el padre de su hija Osmonde. El pastor la perdona, y desde entonces todo parece recobrar el orden. Edmée se conduce como una mujer honorable y la hija crece sin sospechar para nada la verdad. La joven tiene ya veinte años. Y sucede que el amante, Mich el, sabiendo que padece una enfermedad incurable, solicita ver al menos una vez a su hija antes de morir. Esto crea una situación nueva que exige una decisión. Claude no cree tener derecho a rechazar una petición que le parece legítima. Por otra parte, le parece que su consentimiento no significa, después de todo, más que la consecuencia de su perdón. Pero Edmée, por el contrario, se rebela por esta | especie de sangre fría que su marido manifiesta ante tal circunstancia. Y esta inesperada calma acaba reforzando en ella una sospecha retrospectiva. En el fo ndo , ¿cuál ha sido el valor o la importancia del perdón que se le ha concedido? ¿No habrá tenido simplemente el carácter de un acto profesional, que no le ha sido nada costoso llevar a cabo porque era incapaz de amarla como un hombre?» De este modo, no es sólo el acto lo que se pone en dis1 cusión, sino el propio ser, y la acusación de Edmée ha l liará a fin de cuentas una especie de eco en el alma de n es. ¿Dónde Claude, que ya no sabrá literalmente qu i é está la verdad en todo esto? Recordemos lo que se ha
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dicho más arriba. La situación tiende hacia una cierta superación. Un filósofo de la vieja escuela diría proba blemente que lo que hay que hacer es que los esposos prescindan de cualquier interrogación sobre sí mismos y se pongan de acuerdo para actuar caritativamente frente al desgraciado Sandier. Sin embargo, es evidente que esta respuesta o solución, si bien es razonable, se queda más acá de la existencia y que, por lo mismo, no tiene ninguna influencia sobre el verdadero problema, es decir sobre estos dos seres a quienes la existencia atropella. Ciertamente, el desarrollo de la obra tiende hacia el descubrimiento, o quizá sería mejor decir hacia la instauración de esta verdad. Para ello será necesario que el proceso de destrucción sea llevado hasta el límite, es decir, que la esposa, Edmée, llegue también a hacerse cuestión de sí misma. Su antiguo amante no le oculta que la desprecia por haber sido cobarde, ya que ha rehuido el acto que hubiese consistido en marcharse con él, como fue su ofrec imien to. Desde entonces, ¿cómo tendrá fuerza moral para dirigir reproches a su marido? ¿Acaso ella no es tan débil como él? Y sucede que ambos se estremecen al llegar a esta especie de desnudez moral, después de haberse desprendido de toda ilusión sobre sí mismos. Lo que me parece interesante hacer notar es que aquí nos encontramos más allá de la lucidez. La lucidez limitada a sí misma resulta insuficiente para fundamentar una verdad. Es preciso que a ésta se añada la mutua compasión y, añadiría, la humildad, sin cuya presencia ‘■la compasión se hace imposible. Donde reina el orgullo^ ■/no hay luga r para la m iserico rdia. Un ejemplo como éste, al que se podrían añadir mu fehos otros, nos ayuda a comprender mucho mejor que la verdad dentro del plano existencial no puede depender exclusivamente de procesos intelectuales. Hay que añadir algo, sobre lo cual podríamos decir que pertenece al alma. He dicho anteriormente que los problemas internacio-
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nales poseen un especial valor para una explicación como ja presente. La historia reciente nos ofrece ejemp los sobre los que nunca se meditará demasiado. Pienso especialmente en la situación en que se encontraban los hombres de Estado de Francia o de Inglaterra en los comienzos del año 1936, cuando fueron prevenidos por un agente secreto de que Alemania, en contra de lo estipulado por el Tratado de Versalles, se preparaba para invadir la ribera izquierda del Rhin. Se trataba de un verdadero golpe de audacia por parte de Hitler. El Estado alemán juzgaba la empresa totalmente imprudente. En la actualidad ya no existe duda de que, ante seme jante acontecimiento, hubiese sido preciso reaccion ar m ilitarmente. Sin embargo, por una especie de ceguera mezclada también con cobardía, se dejó pasar esta ocasión, y el futuro demostró que se trataba de la última. En mi opinión, la reflexión sobre la historia nos muestra con mucha claridad que en la línea de los acontecimientos históricos ocurre algo muy semejante a lo que sucede en las vías del ferrocarril. En ambos casos hay ciertos momentos determinados en los que se puede y se debe elegir, como ocurre con los empalmes de la vía férrea. Si se deja pasar el empalme seguramente se necesitará recorrer doscientos kilómetros más para poder abandonar la línea por la que viajamos. ¡Qué pérdida de tiempo! ¡Cuánto gasto inútil! Pero cuando se trata de acontecimientos puede ocurrir que el cambio sea ya imposible y que la ocasión se pierda irreparablemente. Esto fue exactamente, a mi entender, lo que sucedió con la Alemania de Hitler. En 1936 hubiesen hecho falta hombres de Estado en posesión a la vez de la lucidez y del valor del cirujano que se da cuenta del momento preciso en que hay que operar: ayer hubiese sido demasiado pronto, el absceso no estaba maduro; mañana sería demasiado tarde, porque habría el peligro de una infección general. El resultado de esta desastrosa abstención fue que, cuando se produjo la crisis checoslovaca, era demasiado
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tarde para reaccionar, tanto más cuanto que, después neutra: se puede imaginar a unos bandidos que están al del Anschluss, las defensas militares de Checoslovaacecho de la ocasión que les permita dar su malvado quia habían sido envueltas. Creo, por tanto, que los golpe con un mínimum de riesgo. ¿Ba jo qué condiciones adversarios de los acuerdos de Munich cometieron el podríamos establecer una conexión entre ocasión y vererror de creer que la situación de 1938 permitiría todavía dad, de suerte que faltar a esta ocasión significase favola reacción militar que fue posible e incluso necesaria recer el error? Contestaré que esta relación o conexión en 1 9 3 6 . Fue tanto como olvidar el carácter irreversible se da de un modo notoriamente claro en el caso del del tiempo histórico. Por otra parte, la alegría y el alivio hitlerismo. Porque la empresa hitleriana se dirigía contra( con que fueron acogidos los acuerdos fue algo escandalo que puede llamarse el orden humano o la comunidad loso. Porque hay que reconocer que los aliados traiciohumana considerada en su universalidad. Desde ese mo^ naron sus compromisos, traicionaron la confianza que los mentó la ocasión, el kairós, cobra un valor positivo, pueschecos habían depositado en ellos. En lo que a mí conto que designa la posibilidad de frenar una empresa funcierne, recuerdo haber tenido el punzante sentimiento de dada sobre el desprecio del derecho. que debíamos experimentar una profunda vergüenza por Se puede añadir que la inercia de la que dieron prueba esta traición. los gobiernos de París y Londres en tales circunstancias Pero ahora se ve muy claramente — sin duda con más implica la cobardía y la ceguera de las que he hablado claridad que en los ejemplos precedentes— en qué conanteriormente. Es aquí donde se puede apreciar mejor siste la superación necesaria: se trataba, para Francia e este valor del coraje puesto al servicio de la verdad y Inglaterra, de trabajar sin descanso a fin de estar preque quizá constituya el centro de toda ética digna de paradas para el momento de la prueba suprema. Desgraeste nombre. La experiencia demostrará además que, con ciadamente no fue esto lo que ocurrió, y mucho menos demasiada frecuencia, el miedo a corrrer un riesgo desemteniendo en cuenta que el gobierno francés depositó una boca en el aumento indefinido de este riesgo, hasta tal injustificada confianza en aquel sistema de defensa que punto que se convierte en la certidumbre de perder. se llamó la Línea Maginot. Se podrían hacer análogas observaciones con respecto Nunca podré recordar sin emoción la bella carta que a las dudas que manifestaron los hombres de Estado bri uno de mis parientes escribió al entonces presidente Da | tánicos a finales de julio de 1 9 1 4 . El miedo a compro* ladier para decirle que la capitulación de Munich sólo meterse contribuyó a crear una situación tal que el compodría justificarse a condición de que, en adelante, se promiso absoluto se hizo una necesidad inevitable. Si sir. pidiese a los franceses los esfuerzos más sostenidos. Esta Ed. Grey hubiese prevenido a Guillermo II desde el co_ apelación no fue escuchada mienzo de la crisis, por intermedio del príncipe Lich Todo lo que se acaba de decir apenas me parece dunovski, de que existían todas las posibilidades de que doso. En cambio, puedo muy bien imaginar que un lecInglaterra no pudiese permanecer neutral en caso de contor me haga la objeción siguiente: «¿Tiene usted dereflicto, esta advertencia hubiese contribuido a impedir la cho — podrá preguntarme— a emplear el término verdad guerra casi con toda seguridad. ¿Quiere decir esto que en un caso como el que acaba de contar?» Ed. Grey sea el responsable principal? No lo creo, ya Vuelvo al ejemplo que acabo de relatar: he dicho que no podía arrogarse el derecho de atar las manos al que en 1936 se perdió una ocasión que después ya no se gabinete, al que pertenecía y sabía dividido, mediante una volvería a encontrar. Ahora bien, la palabra ocasión es declaración categórica. Es, por tanto, más bien a los _____
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miembros del gabinete opuestos a Ja intervención, corno Jo hn Morley, por ejem plo, a los que es adecuado incriminar. Su falta consistió, como de costumbre, en un error de apreciación sobre la situación real de la Europa de aquel momento. La aversión contra Rusia experimentada por muchos liberales les llevó quizá a minimizar el peligro que representaba el imperialismo alemán. Tampoco quiero decir que Rusia quede exenta de reproches con respecto a esta crisis; sin duda se movilizó demasiado pronto. Pero para ser justo, es preciso añadir de inmediato que en esta circunstancia Poincaré, y también su embajador en San Petersburgo, Paléologue, se mostraron por lo menos imprudentes. Poincaré debió haber hablado al zar de modo que le hubiese incitado a la moderación. Ahora bien, parece que prometió a Rusia un apoyo incondicional con respecto a la crisis servia, lo cual de ningún modo estaba implicado en los términos del Tratado. De hecho, Nicolás II tenía en qué fundarse para pensar que Francia se pondría de su lado. No es posible dejar de preguntarse si, en el fondo, el mismo Poincaré, quien probablemente creía inevitable la guerra entre Francia y Alemania en un plazo más o menos breve, no pensaba, en suma, que la ocasión era favorable para lo que se convertiría en una guerra de revancha que permitiese a Francia reconquistar las provincias perdidas en 1 8 7 1 . Dentro de la línea de mis explicaciones precedentes, quisiera mostrar las diferencias entre estas dos «ocasiones»: la de 1914 y la de 1936. Dije que en 1936 se trataba de detener una empresa nefasta para la comunidad humana y también, en realidad, para el propio pueblo alemán que se encontraba implicado. Admitamos, por tanto, que en 1936 Francia e Inglaterra debían haber emprendido una operación militar contra Alemania. Casi sin ninguna duda, ello habría marcado el fin de la aventura hitleriana. Me parece que existe una diferencia esencial entre esta operación y una guerra de reconquista que estallaría después de más de
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cincuenta años del Tratado de Francfort. Esta diferencia debe afirmarse incluso si se estima, como es mi caso, que Alemania cometió una grave injusticia al arrancar a Francia la AlsaciaLorena. Lo que basta, por otra parte, para mostrar esta diferencia es que ningún hombre de Estado francés, ni siquiera el mismo Poincaré, habría osado tomar la iniciativa de declarar esta guerra de reconquista. Todo lo que podía hacer era esperar que viniese de Alemania una provocación, en cuyo caso esta guerra se presentaría como una simple respuesta. Pero el hecho de tener que recurrir a un procedimiento tan solapado es suficiente para mostrar que, a comienzos de siglo, se había llegado a un punto en que una guerra de desquite emprendida sin provocación se consideraba como una guerra de agresión. No insistiré más sobre ello. Me limitaré a decir que, a la luz de los documentos, la guerra de 1914 aparece en la actualidad como nacida de una situación que comporta infinitamente más confusión y responsabilidades múltiples de lo que han creído aquellos que, quizá de buena fe, han declarado que el derecho se hallaba enteramente de un lado. En realidad, actualmente nos damos cuenta de que esta guerra fue la primera fase del suicidio de Europa. Sin embargo, conviene examinar cuidadosamente una cuestión que puede plantearse el lector. ¿No resulta algo arbitrario el establecer a p r i o r i una correlación entre verdad y universalidad, y concluir que la verdad estaba necesariamente del lado de los que se oponían a la empresa hitleriana? Conviene responder que, en el campo científico, la distinción entre verdad y universalidad resulta impracticable. Sólo hay que añadir seguidamente que se trata de una universalidad d e j u r e y no necesariamente de facto. De este modo es como Galileo, por ejemplo, tenía razón en contra de sus adversarios, si bien el número estaba de parte de estos últimos, y así ha sucedido con todos los precursores. Es desgraciadamente cierto que, en el ámbito de las relaciones internacionales, las peores confusiones tienden a establecerse
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encuestas y estadísticas, y quizá tengamos que hacerlo entre estos dos tipos de universalidad, ya que las consi particularmente en el dominio económico y demográfico. deraciones numéricas intervienen con desprecio de toda Tomemos, por ejemplo, la situación actual de la India. sabiduría. No hay duda de que en este momento me refieSe puede demostrar de manera convincente y objetiva ro a esa extraña aritmética que prevalece en la ONU, de que los índices de crecimiento de la población terminarán tal suerte que un pueblo primitivo del Africa central, que por conducir, de aquí a algunos años, a una situación caacaba de estrenar su independencia, goza del mismo deretastrófica, que por lo demás ya es un hecho en algunas cho de voto que una gran potencia. No desconozco las raregiones de este inmenso país. Existe, si se quiere, una zones prácticas por las que esta igualdad, evidentemente verdad que puede ser puesta en evidencia por los experabsurda, se ha instituido. Pero tales razones son evidentos, pero esta verdad tiene un carácter abstracto y casi temente negativas: si se estableciesen diferencias sobreestéril, porque lo que importa, como hemos visto ya por vendrían tales conflictos que la organización se convertiotros ejemplos, es encontrar el medio de superar la situaría en un caos. Sin embargo, el futuro mostrará quizá, y ción. Los expertos a los que hago alusión no vacilarán, me atrevería a decir, muy probablemente, que esta igualsin duda, en recomendar el empleo masivo de procedidad conducirá también a un caos. mientos anticonceptivos. Pero es entonces cuando surgen En realidad, la única justificación de esta extraña aritlas mayores dificultades y cuando los expertos se revelan mética consistiría en decir que, con el número, los facincapaces. Porque se trata de seres humanos, a los que tores perturbadores que intervienen en cada caso parno se pueden imponer por la fuerza estos procedimienticular tienden a neutralizarse, y de este modo existen tos como si se tratase de una vacunación (y aún en este más probabilidades de que una especie de buen sentido caso habría que decir que el problema subsiste). Es un termine por prevalecer. Ahora bien, esto representa un hecho que, en su inmensa mayoría, a la población india argumento teórico y la experiencia basta para demostrar le ha repugnado hasta ahora el recurrir a tales procedique de ningún modo se adapta a la realidad de los hemientos. Y he aquí a nuestros expertos en el mayor chos, porque no tiene en cuenta el hecho, que es, sin aprieto. Al mismo tiempo, se hace extremadamente difícil embargo, capital, del influjo pasional de lo colectivo. La ver exactamente dónde está la verdad. Decir que está del experiencia reciente ha demostrado que, en la ONU, por ejem plo, e l bloque afroasiático ha votado por unanimi I lado de los expertos supone, por la razón que ya he dado, atenerse a una abstracción, porque, después de todo, se \ dad. Mas esta unanimidad no constituye en ningún grado trata de acudir en ayuda de seres humanos, cuyas con | un signo de sabiduría o de verdad. Es de temer que, por vicciones no hay derecho a pisotear. T odo JLo_q ue_se el contrario, muy a menudo influya a favor del error. podría decir es que sería necesario esforzarse por imAquí, sin embargo, el problema que ocupa el centro partir entre estas masas de población una cierta educade todas estas reflexiones surge de nuevo de manera inción y despertar una conciencia que actualmente no existe. quietante. Acabo de hablar de error y de verdad. Estas La respuesta parece razonable, pero la reflexión demues palabras no tienen sentido más que cuando se puede hatra que se trata de un procedimiento ilusorio y que sublar de una universalidad d e j u r e. Mas en primer lugar, pone el problema ya resuelto. ¿Quiénes serán, en efecto, ¿quién está cualificado para reconocer tal universalidad? esos educadores? ¿Cómo serán reclutados? Y aun admiCreo que es necesario introducir algunas distinciones, tiendo que lo sean de manera atinada, ¿serán aceptados sin cuyo apoyo caeríamos en la peor de las confusiones. por la población? Todo ello exige mucho tiempo, es* Ante todo hay que establecer algunos hechos mediante
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fuerzo y dinero y, mientras tanto, millones de seres corren el riesgo de morir de hambre. Estas observaciones corren el peligro de parecer muy pesimistas. Sin embargo, las considero muy importantes porque tienden a mostrar cuán falso es imaginar una verdad totalmente hecha en el orden de la existencia que nos ocupa. Esto es aquí todavía más verdad que en el Xv dominio de la ciencia, si bien la diferencia quizá no sea {absoluta. La verdad no puede conseguirse más que a pase de una prueba que presenta siempre un carácter trágico y, habría que añadir, muy probablemente mediante individuos pertenecientes a una élite, quiero decir que posean esa facultad tan rara de tomar en cuenta la experiencia. Nunca se insistirá demasiado sobre la escasez de seres humanos capaces de experiencia. Se ha vivido demasiado tiempo de la idea, contraria a los hechos, de que la experiencia consiste en una especie de dato común a todos los hombres y de que está dotada de una virtud compulsiva, aun cuando la realidad sea que casi siempre se encuentra como obturada por unos prejuicios que jamás han sido sometidos a discusión. No es difícil ver que estas reflexiones tan simples, pero tan esenciales, se aplican al destino todavía impre I visible de todos los pueblos que han accedido reciente /mente a la independencia sin haber alcanzado todavía i nada que se parezca a la madurez. Creo que ya es tiempo de elevarnos por encima de los ejemplos, quizá demasiado numerosos, a los que me ha parecido indispensable recurrir para mostrar lo enormemente dificultoso del problema de la verdad existen cial — entiendo por ello la verdad dentro de la existencia— > no sólo en cuanto a su resolución, sino incluso a su mismo planteamiento. Lo que destaca ante todo entre lo que he dicho es, .en primer lugar, que la verdad no puede separarse de ^un conjunto de valores. El análisis demostraría, creo ^ y°> Síue estos valores se hallan centrados en una cierta /"Conexión entre el orden y la libertad. Esta conexión es
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difícil de realizar y, posteriormente, difícil de salvaguardar. Se trata de algo muy próximo a lo que ordinariamente llamamos la justicia, y en otro contexto he intentado demostrar que, efectivamente, entre verdad y jus"l ticia existe una solidaridad que nunca debe desconocerse./ Vimos hace poco que los teóricos, al quedar habitualmente prisioneros de la abstracción, corren con frecuencia el riesgo de sustituir la realidad viva, y por supuesto amenazada como todo lo que vive, por algo que no es más que una caricatura, a veces ridicula. El teórico está inclinado por naturaleza a olvidar el papel que desempeñan las circunstancias y los acontecimientos, los cuales son, sin embargo, de primordial importancia, particular ^ mente cuando se trata de razonar sobre el mejor gobierno posible. En este caso se expone a caer en la trampa de una ideolog ía fanática. Y sería muy arriesgado afirmar que no sea éste el caso de Platón. Lo que intento mostrar, sobre todo, es cómo se plantea la cuestión de la verdad en una crisis que interesa al destino de la humanidad entera, como es la de 1 9 1 4 o la de 1936, incluso como la presente situación tomada en su conjunto o, más particularmente, tal como aparece en la región del Sudeste asiático. Todas las observaciones precedentes se aplican aquí de un modo más manifiesto. Esta situación, de cuyo carácter angustioso nadie dudará, se debe, al menos en parte, a lo que no puede por menos que considerarse como un error de apreciación cometido por el gobierno americano, cuando rehusó reconocer el gobierno de la China comunista, que acababa de constituirse. Los acontecimientos han demostrado sin ninguna duda que Inglaterra, que ciertamente no sentía mayor simpatía que América por los regímenes comunistas, había actuado de una manera mucho más sensata al reconocer a este gobierno. Está claro, en efecto, que este reconocimiento, que ha llegado quizá a ser indispensable, es ahora mucho más difícil para los Estados Unidos de lo que lo hubiese sido en la época de que hablo. Nos encontramos, pues, ante una contradicción
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plenamente comparable a la que expuse a propósito de Munich. Pero de otra parte, fuera de algunos militares casi todo el mundo está de acuerdo en reconocer que se está haciendo indispensable una negociación de con ju nt o si no se quiere correr el peligro de un conflicto generalizado. Al mismo tiempo hay que decir que esta negociación supone dicho reconocimiento, por muy penoso que pueda resultar. Mis lectores habrán comprendido hacia qué conclusión general tiende todo este estudio, de cuyo carácter tan \Wpoco académico quisiera excusarme: tiende a poner de manifiesto la inmensa importancia del papel que corresponde a la reflexión en el hombre de Estado.. ._aJa_reflexión y __al valor. Com o ya he dado a ente nder, a menos de confundir el valor con la impulsividad, que no es más que una caricatura despreciable de aquél, habrá que afirmar que el valor y la reflexión son inseparables! si bien en un régimen democrático nada es más naturalmente impopular que la reflexión. Por lo demás, creo que ésta es la razón principal por la cual las situaciones falsas, es decir inextricables, no han cesado de multiplicarse eh el mundo actual, creando de este modo ese estado de angustia generalizada que sufren todos aquellos que no se han quedado en un estadio infantil. No se podría cometer error más estúpido que interpretar estas graves advertencias en un sentido profascista. En la actualidad es evidente que los fascismos, de cualquier clase que sean, no han sido nunca otra cosa que enfermedades de la democracia, de suerte que los peligros, quizá inherentes a los regímenes democráticos, se encuentran en ellos considerablemente agravados, y agravados más allá de todo límite. Por lo demás, no existe la menor intención en mi pensamiento de preconizar no sé qué clase de retorno hacia regímenes no democráticos. No podrían ser sino utópicos cuentos de hadas. Y esto es una razón más para que, en el interior de este mundo, amenazado a la vez por extravíos colectivos y por excesos técnicos, se desarrolle una reflexión decididamente orien*
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tada hacia la verdad entendida tal como he tratado, si no quizá de definir, sí al menos de cercar. P. S.— Releo este texto en febrero de 196 8, en unos momentos en que las tropas americanas sufren los asaltos violentos del VietCong y en que la mayor parte de las grandes ciudades del Vietnam son reducidas a ceniza. En la hora actual es todavía imposible decir si podrán establecerse satisfactoriamente negociaciones entre Washington y Hanoi. Lo único que está claro es que la empresa americana, haciendo abstracción de todo p a r t i p r i s de tipo ideológico, se muestra en la actualidad como algo completamente absurdo. Por lo menos la justificación presentada por la Casa Blanca resulta hoy definitivamente invalidada. Al pretender la defensa de la libertad de Vietnam del Sur, América lo ha condenado al aniquilamien to. Y en estas condiciones es necesario reconocer que la guerra emprendida por Washington contra Hanoi y el VietCong apenas puede ya aparecer de otro modo que como la defensa llevada a cabo con medios hiperbólicos del capitalismo del Oeste contra el comunismo.
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El problema que quisiera abordar ahora no es ésta la primera vez que ha retenido mi atención, aunque en esta ocasión hay un cambio en la perspectiva adoptada: se trata de la relación que une al ser humano con su propia I muerte. Acabo de emplear los términos «problema» y I «relación», pero esto no quiere decir que dichos térmi | nos se adecúen con todo rigor a la cuestión. De lo que no hay duda es de que, si hay aquí una relación, ésta no puede ser más que existencial, pero no objetiva. De haber una relación objetiva debería ser descubierta por vía inductiva o por medio de encuestas. Ahora bien, la reflexión no tarda en' demostrar que tal cosa sería absurda y que aquello por lo que nos interrogamos se . encuentra precisamente situado fuera de la competencia '*•de toda posible encuesta. Se trata, en efecto, no del ser humano en cuanto que puede dar lugar a descripción, sino del hombre como existente, y no se puede separar al existente de la relación que sostiene consigo mismo, aunque quizá sería mejor decir del hecho de que se encuentra referido a sí mismo. No es preciso decir que al comenzar a andar por este camino pronto salen a mi encuentro las aserciones que Heidegger ha presentado de la manera más dogmática en S e / n u n d Z e i t . Y son precisamente estas aserciones las que me propongo examinar de un modo crítico. Primeramente quisiera recordar cómo y en qué momento interviene la consideración del Sein zum Tode. A propio intento lo dejo sin traducir. Volveré sobre ello con más tiempo para exponer las razones por las que la expresión heideggeriana no es adecuadamente traducible al francés. f
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La expresión Ein existenziell es Sein zu m To de aparece por primera vez, si mal no recuerdo, en el capítulo 45 , capítulo que abre la segunda sección del libro titulada D a s ei n y t e m p o r a l i d a d . Por el momento me veo forzado a conservar el término alemán. Creo, sin embargo, que, pese a las protestas de Heidegger, Dasein puede traducirse grosso modo por existencia humana. Al echar una ojeada retrospectiva al análisis exis tencial que le ocupa durante los seis capítulos de la primera sección, Heidegger reconoce que este análisis no puede aspirar a lo que él llama la U r s p r ü n g l i c h k e i t . Por lo demás, no estoy muy seguro de que esta palabra exprese adecuadamente el pensamiento de Heidegger. El precisa hasta cierto punto este pensamiento cuando dice que una interpretación ontológica original no reclama solamente lo que llama una situación hermenéutica asegurada i n p h e n o m e n a l e r A n m e s s u n g , lo que significa en la aplicación y apropiación fenoménicas, sino que también debe asegurarse expresamente (de saber) si ha i n d i e V o r - habe gebracht , la totalidad del ente temático. Las palabras in die Vorhabe gebracht son también muy difíciles de traducir, pero no creo que se cometiese un error grave al traducirlas por poner en evidencia, poner de manifiesto. Dos líneas más adelante, Heidegger dirá que la consideración que se dirige hacia el ser debe alcanzarle en cuanto a la unidad del momento estructural aferente y posible. No voy a tratar de disimular el que este lenguaje me parece abominable por su oscuridad y complicaciones inútiles, y sigo estando convencido de que todo ello podría expresarse de un modo mucho más simple y claro. Heidegger dirá después que ha determinado la idea de la existencia como un poder ser comprehensivo, que concierne a su propio ser. Pero en cuanto mío, este poder queda abierto a la autenticidad y a la inautenti cidad, o a la indiferencia modal de la una y la otra. La interpretación anterior, que se apoya sobre la cotidianei dad media, se limitaba al análisis del existir indiferente,
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es decir inauténtico. Pero por eso mismo esta caracterización ontológica de la estructura de la existencia presenta una deficiencia esencial. ¿Con relación a qué existe deficiencia o carencia, sino con relación a esta totalidad que ya ha sido evocada? Sin duda que aquí nos encontramos también con una dificultad terminológica. No estoy del todo seguro de que la palabra Ganzbeit, que desde luego es completamente insólita, no deba traducirse más bien por integridad, en el sentido etimológico y por consiguiente no ético de la palabra. Es verdad, observa Heidegger, que había sido afirmada precedentemente x, que el cuidado era D i e G a nz beit des Strukturganzen der Daseinsverfassung, literalmente la integridad del todo estructural de la constitución del ser humano como G a n z h e i t . Está claro una vez más que Ganzheit no puede traducirse por totalidad, y la palabra ensemble (conjunto), aunque un poco mejor, ape ... ñas resulta más con veniente. Pero, observa H eide gger, ' ¿acaso no implica esto el hecho de renunciar a la posibilidad de colocar en el campo visual el D asein ais Gan tes, es decir, a la existencia humana como totalidad ? La |cotidianeidad es el ser entre el nacimiento y la muerte, ly si la existencia determina el ser del Dasein y si el poder ser contribuye a constituir su esencia, entonces es preciso que el Dasein en cuanto que puede ser de alguna manera no lo sea todavía (de un modo definitivo). El ente para quien la existencia constituye su esencia se opone por naturaleza a una posible captación de sí mismo como ganzes Seiendes, como siendo pleno o en su plenitud. , Heid egge r espera, pues, dilucidar por vía negativa una conexión entre autenticidad e integridad o plenitud. Se trata, por tanto, de poner de relieve esta plenitud del Dasein y, por consiguiente, en lugar de mantenerse en el intervalo entre la vida y la muerte, considerar el final, das En de. La finalidad del serenelmundo es la muerte.^ Este fin aferente al poder ser, es decir, a la existe ncia, i 1 En el capítulo 41, p. 191.
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delimita y determina Ja pJenitud posible del Dasein. Para el Dasein, el hecho de ser a su término ( Z u - E n d e ) en la muerte no podrá intervenir adecuadamente en la consideración de la plenitud posible a menos que se obtenga un concepto adecuado de la muerte, es decir, existencial. Cito en primer término la frase siguiente en alemán, cuya importancia resulta central. «DASEINSMÁSSIG aber ist d e r T o d n u r i n e i n e m e x i s t en z i el l en S ei n z u m T o d e .»Yo traduciría D asei nsm ássig por en su aplicación o en su afectación al D a s e i n . Pero tengamos bien en cuenta lo siguiente: la preposición zu resulta aquí en extremo ambigua. Esta preposición presentaba un valor totalmente definido y simple un poco antes, cuando se trataba del zu- Ende Sein, puesto que estas palabras significan ser a su término, ser en el límite de sí mismo. Pero me parece incontestable el que esta misma palabrilla: zu , de apariencia tan insignificante, tan anodina, cobra un valor completamente distinto en el caso de Sein zum Tod e. Dejo de lado, por el momento, las dificultades que se acumulan en el transcurso de este mismo párrafo, cuando Heidegger tiene la audacia de hacer intervenir das Gew issen, es decir, la conciencia, siendo ésta, para volver a la traducción comentada de Al. de Wáhlens, el poder de interpelación radical que se dirige a nosotros cuando nos encontramos perdidos en las distracciones mundanas. Ateniéndome a las implicaciones inmediatas del Sein zum T o d e , compruebo lo siguiente: por un procedimiento que me parece un verdadero juego de pasapasa, Heidegger desliza la acepción inicial de la preposición zti hacia una acepción completamente diferente y que yo diría que es la ambigüedad misma. Los traductores franceses lo han sentido así hasta tal punto que, con la esperanza de evitar los equívocos a que da lugar en francés la palabra p o u r (para), han intentado vanamente introducir la preposición vers (hacia). Pero yo estimo que las palabras ser hacia la muerte carecen de toda significación cualquiera que sea. A menos que ilegítimamente hagamos abstracción de los datos elementales de la lengua francesa,
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no tenemos derecho a olvidar que vers (hacia) implica movimiento, hacia implica el verbo ir. Ahora bien, cualesquiera que sean los recursos, por desgracia ilimitados, de que disponen los prestidigitadores de la metafísica, no se conseguirá nunca que en francés el verbo etre (ser) pueda convertirse en un verbo de movimiento. El recurso de la preposición hacia es, pues, un expediente poco honrado y que se revela tanto más ineficaz en la medida en que contribuye, en realidad, a poner de manifiesto, de modo muy contrario a las intenciones del que lo usa, la incertidumbre de pensamiento que envuelven las palabras Sein zum Tode. De mejor o de peor grado, si se quiere traducir estas palabras no hay más remedio que volver a la palabra para. Pero Ja verdad es que la preposición oculta aquí posibilidades diferentes que se expresan por verbos también diferentes si se toma uno la molestia de analizar la cuestión. Citaré algunas de esas posibilidades. Y Sex para la muerte puede significar ser entregado a la muerte, pero también ser destinado a morir o incluso ser condenado a morir. Es probable que, en términos generales, el comentarista de Heidegger, si se viese obligado a elegir, manifestase una preferencia por el término ser destinado a morir. Pero ¿cómo no ver que si esta traducción parece la mejor o, al menos la menos mala, es justam ente porque sigue siendo equívoca en razón del equívoco que subsiste entre finalidad y destino? Me parece que si se quiere permanecer fiel al pensamiento de Heidegger, en la medida en que éste es susceptible de ser captado, resulta importante «desfinalizar» al máximum la preposición para. Por lo demás, no cabe duda de que es imposible utilizar el término «destinado a» sin que conserve siempre un ligero tinte de finalidad. Por otra parte, es preciso volver sobre una palabra que se emplea constantemente en el texto y que yo unas veces he traducido y otras he resumido. Me refiero a la palabra G a n z h e i t . No puedo evitar el pensar que Heidegger debió
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haber planteado una cuestión previa: la de saber si el término Ganzheit es aplicable al Dasein. Reflexionemos en efecto, sobre las implicaciones de lo que yo he designado con la palabra, bastante bárbara, lo reconozco, de «completud». A primera vista, uno podría sentirse tentado a decir que no hay completud más que de lo enumerable. Ahora bien, es manifiesto que el Dasein, de cualquier forma que se le defina, no podría dar lugar a ninguna enumeración. Aunque no pueda decirse de un modo absoluto, yo afirmaría que no puede ser completo más que lo que se presenta como compacto, como Lückenlos. Ahora bien, basta con reflexionar sobre lo que soy para darme cuenta de que justamente me falta este carácter. Cuando me ■s^interrogo sobre mi ser, éste aparece como extraordinariamente lleno de lagunas, como comportando toda clase de impulsos, de veleidades o tentativas que no parecen conducir a nada; el término un poco insólito de desmele namiento es quizá el que mejor traduce lo que quiero decir. Se me viene a la mente una comparación: recuerdo esas aglomeraciones tentaculares, como la de Sao Paulo, por ejemplo, que lanzan sus prolongaciones en todos los sentidos, pero que no están encerradas o circunscritas por nada, lo cual las opone a las ciudades que han existido hasta hace poco tiempo. La ciudad es ein Ganzes; la aglomeración moderna es por naturaleza ei n U n g anzes. Y lo que es necesario reconocer, en completa contradicción con lo que dice Heidegger, es que aquí la muerte no cambia absolutamente nada, no modifica de ninguna manera la incompletud interior a la que acabo de referirme. Por lo demás, la muerte no puede ser considerada como una finalidad —4 o cual el propio Heidegger parece reconocer por momentos, pero no sin incurrir en contradicción consigo mismo— . Heidegger dirá, por eje m plo 2, que en la muerte el Dasein 110 está ni realizado, ni simplemente desaparecido, ni siquiera terminado o aun vuel 2 Se'm un d Z eit , p. 245.
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to, por decirlo así, manejable ( V e r f ü g b a r ) como algo que se tuviese al alcanze ( Z u h a n d e n e n ) . Por mi parte,s, diré que la muerte no se me presenta con ^T irí Térm ino a menos_ que la vida pueda c onsiderarse como un recorrido. Pero la vida no se_.me presenta de este modo más que si yo la considero desde fuera; y en la medida en que^así 1o~ hago d eja de ser expe rimentada por como mi auténtica vid aj Y en este momento sería adecuado recorcTár a~ Ber gso n, cuya importancia me parece que Heidegger desconoció 3. Pero, se me dirá sin duda, usted desprecia lo verda y deramente esen cia l: ¿por qué no se refiere usted a un texto como el de la página 2 5 9 , en el que se dice que el Dasein, en cuanto que es arrojado en elserenelmundo, X' está ya entregado ( üb er a n t w o r t et ) a su muerte? Siendo zu sein em To de — ya hemos visto por qué estas palabras son prácticamente imposibles de traducir— muere de hecho, y ello continuamente, en tanto que no llega a su «desvivir» ( A b l e b en ) . Como he hecho observar a menudo, es éste un pensamiento que Rilke ha traducido en un lenguaje incomparablemente más satisfactorio. Pero nada de esto pone fin al equívoco que he señalado precedentemente. Creo que todo lo que puede decirse es que, con la ayuda de una terminología infinitamente menos precisa, pese a lo que pueda parecerle a un lector superficial, Heidegger sel esfuerza por traducir una cierta experiencia existenciaí de la muerte dentro de la vida. Esta experiencia no tienej por qué ser rechazada, pero menos aún por qué ser tratada como un absoluto y, en suma, erigida en verdad.) No tengo por costumbre referirme al pensamiento de Spinoza, pero ¿cómo podría dudarse de que también hay en él una experiencia existenciaí, aunque totalmente irreductible a la de Heidegger? ¿Y podría pretenderse en 3 Cf. la nota que figura en las pp. 43 2-4 33 , donde se dice que la concepción de Bergson, a pesar de la distinta manera en que fundamenta su teoría, se asemeja al pensamiento hegeliano.
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algún sentido que Spinoza pueda ser incluido en la inau tenticidad? Por lo demás, la expresión Freiheit zurrí T o d e 4, de la que se vale Heideg ger, ¿no está también cargada de equívoco, ya que es también aplicable a la actitud spinozista, cuando no podemos imaginar ni por un segundo el que Spinoza hubiese podido hacer suya la expresión Sei n z u m T o d e ? Lo que personalmente me parece de la mayor importancia es que hay aquí una posible opción y que esta opción no se reduce de ningún modo a la considerada por Heidegger al establecer una distinción entre el modo auténtico y el modo inauténtico. En realidad, a este respecto Heidegger ha procedido mediante una suerte de coerción, contra la cual estimo que debe alzarse el pensamiento reflexivo. Pasando ahora, después de esta larga introducción, a la exposición de mi propia manera de ver este problema esencial, me propongo recoger en primer lugar lo que dije hace ya más de treinta años en mi comunicación al Congreso Internacional de Filosofía de París de 1937 . Este texto figura en D u r e f u s a l ’ i n v o ca t t o n 5. Reproduzco aquí sólo lo esencial. «Me está permitido en todo momento separarme lo suficiente de mi vida como para considerarla como una sucesión de sorteos. Cierto número de tiradas ya han tenido lugar, otros números todavía deben salir. Pero lo que tengo que reconocer es que, desde el mismo instante en que he sido admitido a participar en esta lotería, me ha sido entregado un billete sobre el que figura una sentencia de muerte. El lugar, la fecha, el cómo de la ejecución están en blanco. Es evidente, por otra parte, que, cuando considero los premios que me han ido tocando en el pasado, compruebo que no me es dado tratarlos como elementos que se 4 Literalmente, libertad para la muerte. 5 Vuelto a publicar con el título Essai de philosopbie con cr é t e, Gallimard, 1966.
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pudiesen yuxtaponer. Estas suertes o estas desgracias influyen las unas en las otras. Ni siquiera puedo asignar a estos premios valores fijos, ya que podrán variar en función de los premios que queden por salir. Observo ademas que el modo en que me ha sido dado acoger estas tiradas sucesivas puede parecerme también un premio. Por lo demás entramos aquí en un terreno ambiguo, porque puede parecer que yo he de ser antes de recibir, pero también que apenas puedo esperar trazar una línea de demarcación precisa entre lo que yo llamaría confusamente mi naturaleza y los dones o las pruebas que me han sido dispensadas... Y no se excluye tampoco que en el principio de lo que llamo mi naturaleza pueda haber un acto constitutivo de mí mismo, como pensaron Kant y Schopenhauer. Pero en medio de tantas nubes que se acumulan y que^ descienden de alguna manera desde lo desconocido del futuro hacia las profundidades de un pasado que se deja reconocer cada vez menos como algo dado, una seguridad se mantiene invariable: yo moriré. De todo lo que me aguarda, la muerte es lo único no problemático. / Esto es bastante para que se imponga a mí como un astro fijo en el universal centelleo de los posibles. Pero esta muerte no la puedo sobrepasar con el pensamiento e imaginarla como cumplida sino a condición de ponerme en el lugar de otro que me sobreviva, para el que lo que yo llamo m i m u e r t e será su muerte. El hecho de que’ ello sea así puede conferir a mi muerte, en relación conmigo mismo, una suerte de poder obsesionante y de\. algún modo petrificador. Y desde este mome nto ya no/ habrá nada en mi existencia actual que no pueda ser como desecado por esta presencia de mi muerte. Puede suceder incluso que, presa de vértigo, ceda a la tenta/ ción de poner término a esta espera, a esta tregua miserable cuya duración ignoro, puesto que me encuentro en una situación perfectamente comparable a la del condenado a muerte que puede esperar su ejecución en cual/ quier momento. J
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Y en esta dirección, decía yo, se constituye para I una metaproblemática del no ser, ya que degenera o pue L de degenerar en una sistemática de la desesperación.» Ateniéndome a esto por el momento, reflexiono sobre estos textos y advierto que sin duda hay razón para tratar de distinguir entre la muerte, considerada como implicada en el hecho de estar en el mundo, y el cómo de esta muerte. Diría que en este caso este cómo pertenece al orden del acontecimiento. Se trata, por ejemplo, del accidente de coche del que quizá sea víctima o de la ''áj enfermedad contraída en alguna parte, etc. Pero la muer te en sí misma no puede ser de ninguna manera asimilada a un acontecimiento, lo que equivale a decir que, en cuanto tal muerte, rigurosamente hablando, no es algo que me sucederá. Dentro de lo que acabo de decir quisiera que reparásemos en dos palabras: en primer lugar, en el término implicada. ¿En qué me baso para decir que el «deber morir» está verdaderamente implicado en el serenel mundo? Es verdad que puedo darme cuenta a posterior i de que mi serenelmundo se encuentra asegurado por el funcionamiento de unos mecanismos que, justamente por ser mecanismos, no pueden ser sino perecederos. El inevitable momento en que quedan fuera de uso tales mecanismos constituye lo que yo llamo la muerte. Un argumento de este tipo parece aclarar la existencia de una relación necesaria entre serenelmundo y_debermorir, sin que ello signifique que el término de implicación sea en rigor perfectamente aplicable. Pero reparemos bien en lo siguiente: esta argumentación supone que yo me separe lo suficiente de mi seren elmundo como para sustituirlo por algo distinto y que habrá sido previamente deslastrado de lo que me gustaría denominar su peso experiencial. En efecto, será pre |ciso que proceda a una especie de desencarnación ideal I de mí mismo y que imagine más o menos confusamente / los dispositivos materiales que habrán de asegurar la in
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míserción en el mundo de la entidad supuesta. Podría expresarse esto diciendo que me represento a mí mismo como orientado de alguna manera a lo que llamo el mundo. Sobre esta operación ficticia de desencarnación previa habrá que ejercer lo que yo he llamado la reflexión segunda, si no para anularla, sí al menos para problema tizarla. Y cuando digo problematizar, quiero decir exactamente p o n e r e n d u d a la validez de esta disociación entre un ego previo y una fijación realizada por medios materiales y que hacen que secundariamente este ego pueda estar presente en el mundo. En un lenguaje diferente podríamos decir que la prioridad de la esencia con relación a la existencia es problemática, lo cual no significa que sea necesario precipitarse de cabeza en una afirmación de sentido contrario que postule la prioridad de la existencia con relación a la esencia. Pero está claro que esta puesta en tela de juicio vacía, por así decirlo, la argumentación por la cual se pretendía establecer una conexión necesaria entre serenelmundo y debermorir. ¿No sucederá que el sentido propio de las palabras serenelmundo es mucho menos claro de lo que a primera vista parece? Es posible, después de todo, que el papel de los mecanismos, sobre cuya existencia nadie duda, se ejerza de manera intramundana y no entre una entidad que se supone extraña al mundo y el mundo mismo. vA ¿Se dirá entonces que este debermorir es aprehendido/ de manera inmediata y no inferido, de suerte que ten-) dría que reconocer que me siento o que me experimente^ como mortal, como debiendo morir? Mas aquí tropezamos de nuevo con Spinoza, que acaba de declararse en contra de tal aserción, con Spinoza que nos afirma que nos sentimos y experimentam os como eternos. ¿Y cóm oí * dudar de que vienen a testimoniar en su favor todas nuestras experiencias de plenitud, todas las experiencias tales como el amor, la creación, la contemplación, en las que tenemos conciencia de alcanzar el ser? Ciertamente, l —
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.será necesario reconocer que estas experiencias, al menos Ipara el común de los hombres, presentan un carácter transitorio o intermitente, y que uno puede llegar a inhi birse cuando su vitalidad cede, cuando sobreviene la fatig a y con ella la depresión. Hay momentos, ¿podríamos dudarlo?, en que no sólo nos sentimos como mortales sino que parecemos aspirar a morir, a destruirnos, a anularnos. Por supuesto que estoy completamente seguro de que Heidegger protestaría de la manera más formal contra una referencia a lo que él llamaría muy desdeñosamente estados psicológicos. Pero la verdad es que, pese a lo que puedan decir algunos fenomenólogos, es muy difícil establecer una frontera precisa entre lo que es psicológico y lo que es, valga la palabra, «experiencial». Vuelvo a emplear la palabra utilizada por Henry Bugbee en su interesante libro T h e I n w o r d A íu r n i n g y que yo he usado después, en particular en mi comunicación a la Academia de las Ciencias Morales en 1 9 5 5 . La afirmación spinozista, en cuanto que es experiencial, se opone radicalmente al Z u m T o d e S e i n heideggeriano y preside la ordenación del ser finito que yo soy a la eternidad (otros ¿irían a la vida eterna). Po£_lo demás seré el primero en reconocer una vez más que lo que es verdad en los momentos de plenitud deja de serlo cuando la vitalidad cede, cuando se produce la depresión, cuando la fatiga nos embarga, una fatiga tal que puede presentarse en sí misma como aspiración a un sueño eterno. Cuando esto sucede se puede decir que: sentimus experimurque nos mortales esse. Sin embargo, la cuestión permanece abierta mientras no se sepa si puede uno atenerse a lo que yo llamaría la comprobación relativista de un ora..., ora. Nada hay menos seguro. La palabra la tiene el metafísico, que seguramente rehusará atenerse a esta idea de una simple oscilación, pero que también puede tener las mejores razones para poner en duda el que la verdad pueda estar en esa especie de reminciamiento de sí que implica siempre la
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fatiga, ya que ésta inclina inevitablemente hacia la dimisión. Hay un término que he usado hace poco y que se presta a la discusión: he hablado incidentalmente de la muerte en sí misma. Sin embargo, es dudoso que se pueda hablar realmente de un en sí, de una ipseidad de la muerte. Si no les importa, volvamos al punto de partida, sin sobrecargarnos esta vez con aserciones heidegge rianas. Desde que traspasé la segunda infancia pude darme cuenta de que yo mor iría — si bien nadie ha po \ dido decirme cuándo y cómo moriré— . Existe, por tanto, Aúna certidumbre, aunque hay algo en mí, irresistible e /irracional, que se subleva contra esta especie de deten (ción. No obstante, me veo forzado a admitir inevitable 'mente que no puede tratarse de un azar, ya que todos los seres humanos sucumben, unos antes y otros después; tic debe de haber para ello una razón, pero una razón que |l ^5eL>ase en nuestra naturaleza o en nuestra condición. Sin embargo, esto no me permite de ningún modo pronunciarme sobre la relación que me une a mi muerte (y añadiría que tampoco sobre si el término relación es aplicable en este caso). Recordemos la alternativa formulada v más arrib a: ¿me encue ntro entregado a una fatalida d ?'“" _ ¿Estoy llamado a mo rir ? En este segundo caso seguimos estando en la oscuridad, ya que el sentido de la palabra llamada se mantiene radicalmente indeterminado. ¿Es >toy, por el contrario, condenado a morir? Esto sería ya más claro, a condición de que la palabra condenado se tome en su sentido preciso y que verdaderamente exista un juez que condene, que n os condene. Pero en este caso se abre ante mí la protesta indefinida en que \consiste el fondo de la obra de Ka fka . ¿Por qué somos] condenad os? ¿En qué consiste la falta o ía ofensa por la que nos hemos convertido en culpables? Es sin duda evidente que, más acá o más allá de la revelación, la pregunta está destinada a permanecer sin respuesta, y a fin de cuentas la respuesta tiende a ser negada, pues
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hay algo en mí que en último término la rechaza. Algu„ nos objetarán que la idea de la muerte como condenación está ligada a la revelación y que el filósofo en cuanto tal no tiene por qué prestarle atención. Esto me parece un punto de vista simplista que no puedo aceptar Vivo en un mundo que, aunque incrédulo, está impregnado de ideas relativas a la revelación. En consecuencia, sólo mediante la abstracción y en la medida en que intento desligarme de este contexto existencial puedo considerar la revelación y las afirmaciones que se refieren a ella como si fuesen extrañas al debate y no tuviesen ninguna intervención. Por lo demás, añadiría, me parece muy difícil no distinguir cómo, bajo la afirmación del Z u m T o d e S e i n , se transparenta la sombra difusa de una V e r u r t e i l u n g , de una condenación. Y en realidad en la medida en que se pretendiese eliminar radicalmente esta sombra, creo que se encontraría uno en presencia de un dilema extremadamente incómodo: o bien retrocedería más acá de lo existencial, hacia la afirmación naturalista y cientificista de una ley, de un determinismo puro y simple; o bien habría que inclinarse por el escándalo de la muerte considerada en su desnudez provocadora, y en esta ocasión, por supuesto, sin valerse del recurso de sobreentender en este escándalo una finalidad interna cualquiera. Pero en esta dirección está claro que ya no se desemboca en la afirmación del serparala muerte, sino más bien en la afirmación del ser a pesar y — en cc>«/r^de4amuerter Sin embargo, guardémonos de ceder al peligro del atractivo de lo que puede ser sólo una frase. ¿Puedo yo como existente calificarme como ser contra l a mu ert e? ¿Acaso no me arriesgo a incurrir con ello en una simplificación tan arbitraria como la que he reprochado a Heid egg er? ¿No de bería buscarse la verdad más bien en el seno de la estructura dramática de mi ser? La dificultad casi insuperable con la que aquí choca el pensamiento me parece que reside en el hecho de que todo recurso a tendencias o a instintos contradictorios, como
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puede comprobarse en Freud, por ejemplo, amenaza con implicar una esquematización cuyo carácter artificioso debe ser reconocido formalm ente. Si bien es verdad que ^ yo soy, o más exactamente, que tiendo a constituirme / contra mi muerte y a pesar de ella, también es verdad, / no igual, pero sí complementariamente, es verdad tam- J bi é n que algo en mí puede ser o devenir cómplice de / esta muerte contra la cual en cierta manera me dirijo; V y me parece que aquí volvemos a encontrar, advirtámoslo I claramente, esa especie de desmelenamiento que he ad ¡ vertido al comienzo de este análisis. Quizá pueda decirse, a condición de introducir inmediatamente algunas precisiones difíciles, que cada uno /ide nosotros está llamado de alguna manera a determinarse en el seno de esta confusión, de tal modo que la muerte por venir pueda tener una significación para él. Mas también en esta ocasión todas las palabras exigen ser pesadas y probadas, y en particular la palabra llamada. En efecto, ¿no he dicho que cada uno de nosotros puede ser llamado a ... ? ¿Se diría que depende de mí constituir o dejar de constituir a mi alrededor un mundo en que la palabra llamada comporte un sentido positivo? Sin duda, pero también aquí conviene tener cuidado, porque la naturaleza de esta dependencia, o más bien de esta independenc ia, se hace cuestionable a su vez. Y vuelvo a encontrar las nociones sobre las que tanto he insistido en otros momentos, especialmente la de receptividad creadora, que se opone a todo lo que se pueda parecer a construcción; y es éste, estoy firmemente convencido, el punto en que el idealismo moderno en su conjunto ha _ fallado siempre. E sto equivale a decir, en el caso que nos I ocupa, que este mundo a la vez personal y suprapersonal \ con respecto al cual mi muerte por venir puede llegar a \ cobrar una sign ificación , no es posible de ninguna ma \ ñera que yo pueda construirlo. Ni siquiera diré, pro ] píamente hablando, que pueda quererlo, a menos que por voluntad se entienda una conformidad con un orden concreto, en que tengo que despertar como insensiblemente.
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Por lo demás, como tan a menudo ocurre en mi obra es en boca de uno de mis personajes, e impulsadas por las necesidades secretas del contexto dramático, donde encuentro las palabras en que mejor se expresa, con una precisión concreta que el filósofo puro no puede siquiera pretender, la intención esencial a la que se refiere lo que acabo de decir. Es Antoine Sorgue quien habla en esta m i ssai re que considero como uno de escena final de L ’ é los momentos más reveladores de toda mi obra. Hago notar de paso que esta pieza nunca ha sido representada en Francia, y que si lo fuese algún día, no podría ser más que después de que se hayan liquidado — ¿viviré todav ía?— los fermento s de odio que se remontan a la Liberación. «Hay algo que he descubierto después de la muerte de mis padres. Lo que nosotros llamamos sobrevivir es en realidad ‘bajovivir’, y aquellos que no hemos dejado de amar con lo mejor de nosotros mismos resulta que se convierten en una especie de bóveda palpitante, invisib le , pero presentida e incluso rozada, bajo la que avanzamos cada vez más encorvados, con más desapego de nosotros mismos, hacia el instante en que todo será absorbido por el amor» 6. Sin duda, aquí la conciencia filosófica, a condición de que por estas palabras se entienda la conciencia reflexiva reducida a sus solos recursos, deja su puesto a lo que podríamos llamar la conciencia profética. «El instant e en que todo será absorbido por el amor» no es acon- tecible. Por así decirlo, es por su propia esencia Jen- seitig, está del otro lado, y es con relación a ese momento como nuestra existencia puede cobrar figura, y es en su ausencia cuando nuestra propia existencia corre el riesgo de hundirse en el absurdo y, en el sentido más riguroso de la palabra, en lo innominado. Pero esto nos llevará a reconocer lo que considero fundamental, y que Heidegger me parece que nunca ha 6 L e secret est d ans l es /les, p. 269.
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sospechado, porque, a pesar de las apariencias, Heidegger permanece prisionero de un solipsismo, no teórico ciertamente, sino existenc iaí — y casi diría otro tanto de Sartre— , y es que en la perspectiva más profund a la? consideración de la muerte del ser amado prevalece i níi - l nitamente sobre la de la muerte propia. Ya he insistido demasiado sobre esta preeminencia en mi comunicación al Congreso de 1937, pero, sobre todo, en Presencia e inmor tal idad, para que me parezca necesario volver de nuevo sobre ello. Me limitaré a evocar la controversia, breve, pero profundamente significativa, que se entabló entre Léon Brunschvicg y yo en el mismo Congreso. Cuando él dijo que la muerte de Gabriel Marcel parecía preocupar mucho más a Gabriel Marcel que la muerte de Léon Brunschvicg a Léon Brunschvicg, yo le respondí que planteaba muy mal la cuestión y que lo quejánicamente era digno de preocupar a ambos era la muerte del ser que nosotros amá'“£r bamos. Sobre este punto puedo decir que mi pensamiento no ha evolucionado en absoluto desde 1937 y que, por el contrario, la experiencia ha venido a confirmarlo de la forma más dolorosa y más irrecusable. Por lo demá?'J en este punto no sólo me opongo de la manera más radical a Heidegger y a Sartre, sino a la postura de la mayor parte de los filósofos anteriores. Pero debo señalar una excepción notable, y una vez más es de Schelling de quien se trata, del autor de ese extraordinario y profundo escrito que es Clara, donde relata el día siguiente a la ^ muerte de su mujer.
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En primer lugar, precisaré la perspectiva que voy a adoptar en este estudio. Está perfectamente claro que me propongo hablar como filósofo y no como teólogo. Además, pienso que, cuando se trata del problema —aunque mejor sería hablar del misterio— del mal, las líneas de pensamiento del filósofo o del teólogo se aproximan extrañamente. En mi opinión, no hay apenas otra cuestión en el Ucurso de la historia en que los filósofos hayan mostrado *con mayor claridad su impotencia. Muy a menudo, en sus esfuerzos por desembarazarse de un problema molesto, lo que han hecho es eludirlo, y así sustituyen la j realidad del mal por simples conceptos, con los cuales I es francamente fácil ejecutar juegos de manos. Por fortuna hay excepciones. Citaré al menos dos: en primer lugar Kant, quien, gracias a su noción del mal radical, escapa a la crítica que acabo de formular. Y también, claro está, Schelling, el Schelling de los Estu dios sobre la esencia de la li berta d human a.
A este respecto me agradaría proceder, como ya he hecho en ocasiones, a lo que de buen grado llamaría una experiencia de pensamiento en el espíritu de la filosofía existencial (y no digo del existencialismo, porque, como se sabe, hace años que he tachado esta palabra de mi \ vocabulario). En el espíritu de la filosofía existencial, lo cual viene a significar que no efectuaré un análisis de la noción, sino que me preguntaré cómo nosotros, los ' seres humanos, nos encontramos con el mal y qué se puede decir acerca de este encuentro. Más claro aún: si hacemos abstracción de este encuentro posible o de esta posibilidad de encuentro, habremos dejado de hablar
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del mal y estaremos hablando de cualquier otra cosa, de la que nos desembarazamos fácilmente. De manera ge. neral se podría decir que en esta cuestión lo fácil resulta mucho más sospechoso que en ninguna otra, y ésta es mi objeción fundamental contra la literatura edificante, que siempre adolece de facilidad. Todo el que intente reflexionar honradamente sobre el mal ha de mantener una conciencia continua y precisa de las situaciones concretas en lo que éstas tienen de angustiadoras, incluso hay que decir de trucificadoras sin lo cual se irá por las nubes; i es decir, en este caso, se perderá en las palabras. La famosa frase de Kant sobre la paloma encuentra aquí una especie de inesperada aplicación. El pensamiento, o digamos la reflexión, no puede tener aquí no sólo eficacia, sino ni siquiera el menor peso si no se limita a adherirse a la experiencia en lo que ésta tiene de más lacerante o de más lacerada. Hace algún tiempo, al reflexionar con los estudiantes que venían a pedirme una orientación sobre los problemas centrales de la filosofía moral, solía yo invitarlos, una vez que habían expuesto ante mí sus pensamientos, a una operación para ellos desusada: les invitaba a dramatizar: «Imaginem os — les decía— un ser humano determinado enzarzado en la resolución de un problema seme jante a éste del que ustedes me hablan — un problema de responsabilidad, por ejem plo— , y preguntémonos si lo que ustedes han dicho hasta ahora podría servirle de alguna ayuda, si le permitiría orientarse en esta especie de noche en que se debate. Ahora bien, para responder a esta pregunta tienen que colocarse en el lugar de ese ser determinado, tienen que dejar de ser simplemente un conferenciante que habla en el aula de una Universidad y, por tanto, reconozcámoslo, en un medio irreal. Sólo así dispondrán del único criterio que permite reconocer si, en su exposición, han dicho algo real o se han contentado con simples palabras.» ¿Hay que decir que esta recomendación podría dirigirse útilmente a esos predicadores demasiado inclinados
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a enamorarse de sus propias palabras, sin preguntarse con ansiedad, como deberían hacer, qué probabilidades tienen esas frases de encontrar un eco en los corazones heridos? Como ocurre con tanta frecuencia, yo diría incluso que casi siempre, la reflexión no puede ejercerse donde falta la imaginación. Y aún añadiría que no existe caridad, que no existe agapé digna de tal nombre cuando falta la imaginación. Estas observaciones generales se aplican del modo más directo a la cuestión sobre la que me propongo reflexionar ahora y demuestran la extrema dificultad de una tarea como ésta. Porque es evidentísimo que la imagina 1 ción que recae sobre las situaciones concretas no basta, que debe ser en cierto modo sobrepasada, aunque permaneciendo siempre presente, íntimamente presente en el pensamiento del que reflexiona. Si me expresase en alemán, no emplearía aquí el verbo a u f h e b e n , del que Hegel y sus sucesores han hecho a menudo un uso a mi entender imprudente. No creo en absoluto que, para los pobres caminantes que nosotros somos, eso a lo que llamamos mal pueda ser nunca aufgehoben. En esta experiencia de pensamiento, emprendida como ^acabo de exponer, lo mejor es partir de la amenaza. Sólo existe el mal, si no me equivoco, para aquellos seres / - " susceptibles de sentirse amenazados. Esta amenaza, claro está, no tiene por qué expresarse en palabras. La amenaza verbal no es más que una forma particular de la amenaza. Pero hemos de preguntarnos cuáles son las condiciones estructurales sin las que no hay amenaza posible, sea cual sea la forma que tome, ya sea precisa ' v o, por el contr ario, indistinta, ex plíc ita o inarticulada. Sólo está expuesto a la amenaza el ser cuya integridad es susceptible de verse comprometida o lesionada. Empleo a propósito el término integridad, a causa precisamente de su generalidad. Puede tratarse de la integridad orgánica, pero también de una integridad moral\ o espiritual. ¿Habrá que decir, como se sentiría uno tentado a hacer
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en principio, que la amenaza, en cuanto tal, es siempre exterior al ser amenazado? Si se reflexiona sobre ello, no parece que se le pueda aplicar ese término de exterioridad, al menos si lo interpretamos espacialmente. Yo puedo sentirme amenazado por mi propio interior, ya se conciba éste orgánicamente, ya como una fuerza o unas fuerzas cuyo control se me escapa, pero que me es imposible localizar fuera de mí mismo. Esta ausencia de control posible es importante y se revela como un índice esencial de la amenaza. Pero, por otra parte, acaso convenga subrayar que la amenaza es tano más amenaza cuanto más difusa se presenta, cuanto menos se deja delimitar. Esto parece implicar una cierta confusión entre lo interno y lo externo. El hombre amenazado es, pues, comparable a los defensores de una ciudad sitiada: nunca puede sentirse seguro de que el sitiador no tenga cómplices dentro de la ciudad misma. Se siente traicionado, y la inquietud que experimenta en presencia de esta ¡traición, sospechada, pero no evidente, viene a sumarse a su confusión. Esta palabra, confusión, es aquí muy importante. Incluso creo que es la primera que debe subrayar quien pretenda plantearse la cuestión del mal. Y, al contrario, si hace abstracción de ella, se coloca por ello mismo fuera de la situación concreta del ser humano frente a frente con el mal. He dicho bien: frente a frente con el mal. Volvemos a hallar aquí lo que indicaba al comienzo, cuando hablaba de un encuentro fuera del cual parece que el mal pierde su propio carácter. Pero las consideraciones precedentes permiten entrever ya todo lo que este encuentro tiene de singular. Incluso diría que se trata de un encuentro en la noche, que se distingue por ello mismo de todos los encuentros que pueden tener lugar durante el día con alguien que tenemos enfrente y que se presenta al descubierto. Esto me recuerda el episodio de Ba j o el sol d e Sat án, de Georges Bernanos, en que el abate Donissan encuentra al demonio. Pero precisamente
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porque este encuentro se efectúa en la noche, no puede producirse sin que el ser humano vacile y pierda (o esté a punto de perder) el equilibrio. El camino que voy a utilizar para aproximarme al tema es hasta tal punto insólito que apenas dejará de despertar en el lector un tipo de objeción que puede formularse poco más o menos como sigue: lo que importa — se dirá— no es esta amenaza tomada en sí misma, sino conocer el lugar de donde emana. ¿Quién es el que amenaza? Es preciso, en efecto, que la amenaza sea la manifestación de algo, que provenga de un cierto agente al que precisamente hay que desenmascarar. ' ^ ¿Quién es este agente ? ¿A qué intenció n obedece al amenazar? Esto es lo que habrá que determinar. Pero ¿no se trasfiere así la verdadera cuestión a la intención, que sin duda hay que calificar de malign a? ¿No volvemos a caer en la problemática habitual de la que intentábamos en vano sustraernos? La experiencia de pensamiento a que me estoy entregando supone una cierta negativa a admitir opuesta ta a esta problemática tradicional. El interés particular en lo que se refiere a la amenaza o al amenazante, tal como he intentado evocarlos más que definirlos, reside justam ente en la imp osibilidad en que ante ellos nos en contramos de adueñarnos, de alguna manera, de esta entidad mediante el pensamiento, de tal modo que nos permita disponer de ella lo suficiente como para cali \?*ficarla y clasificarla. En esta perspectiva yo diría que lo propio del mal es cogernos de improviso o cogerno s a traición, y esto de una manera demasiado radical para que nos sea realmente posible efectuar la operación habitual que consiste en localizar al culpable. Lo cual viene a significar que resulta perfectamente vano imaginar la menor posibilidad de tratar el mal como el personaje de una novela policíaca, donde el inspector X , a fuerza de tenacidad y astucia, termina por identificar al autor del crimen. Porque hablar del autor del crimen supone todavía introducir una cierta dualidad
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entre el agente y ei acto. Toda investigación postula en el fondo esta dualidad y se orienta forzosamente hacia la solución de la pregunta: «¿ Q ui én ...?» Y una vez resuelta esta cuestión, el policía puede, y debe, considerar su tarea como terminada. No tiene por qué interrogarse sobre la relación interna, incluso metafísica, existente entre el agente y el acto. No ocurre lo mismo, al menos en apariencia, en lo que concierne al juez o al jur ado, por que éstos deberán preguntar se si hay o no circunstancias atenuantes, si se da o no responsabilidad plena, etc. La confusión que reina a este respecto entre juris tas y psicólog os nos es de sobra conocida. Tras esta digresión, que me parecía necesaria para subrayar el carácter distintivo y singular del camino que voy a seguir, volveré, para intentar esclarecerlo mediante un ejemplo concreto, a lo que he llamado el encuentro con el mal. Imaginemos un niño que ha tenido siempre plena confianza en sus padres, sobre todo en su madre. Esta le ha enseñado que no hay que mentir. El nunca se ha planteado la cuestión de lo bien fundamentado de este mandamiento, pese a que lo haya infringido alguna vez. Aunque haya mentido sabe perfectamente que eso está mal. Pero esta consciencia, más o menos clara, de obrar mal, no tiene nada en común con lo que yo llamo el encuentro con el mal. Supongamos ahora que ese niño sorprende un día a su madre en flagrante delito de mentira. De golpe todas las consideraciones que he formulado sobre la amenaza o sobre la sensación de haber sido traicionado encontrarán su exacta aplicación. Ya no sabrá literalmente en qué punto se encuentra, puesto que comprobará que el ser mismo en que depositaba su confianza le ha traicionado, incluso que su fuente de valores estaba encenagada. Ahora bien, una situación semejante no tiene posibilidad de solución. ¿Hab rá de pensar que su madre es culpable porque ha infringido una regla que conserva para ella su valor? ¿O por el contrario, habrá de pensar
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que esta regla es a sus ojos insignificante y en consecuencia también lo es la infracción? Pero entonces, ¿cómo comprender que esta misma regla le haya sido presentada como imprescriptible? Por otra parte, si la madre es culpable, ¿cómo conciliar este descubrimiento con los sentimientos de respeto y admiración que le inspiraba ? ¿Debo convencerm e, yo, el niño, de que mi madre es realmente como yo, de que es tan falible como yo? Y en ese caso, ¿qué actitud adoptaré a partir de ahora con respecto a ella? ¿Es que se ha acabado el respeto que por ella se ntía? ¿Es que sólo por esto mi madre ha dejado de ser mi madre? Ya comprendo que acabo de proceder a una especie de desarticulación o «desembrollamiento» de algo que es la confusión misma, pese a que quizá la esencia de esa confusión sea precisamente mantenerse inmune en el que la padece a esta desarticulación que acabo de efectuar. He dicho antes que el niño, aun a sabiendas que obraba mal, no había de ningún modo encontrado todavía el mal. Si se le hubiese interrogado y hubiese sido capaz de expresar de manera inteligible lo que sentía, sin duda hubiera respondido poco más o menos así: «Yo no he tenido nunca la pretensión de ser perfecto. Sé que soy un ser que no se somete sin dificultad ni resistencia a las reglas de conducta que le enseñan. En estas condiciones me parece natural el contravenirlas de vez en cuando, aunque sepa en esos momentos reconocer mi falta. Pero mi madre ha ocupado en mi vida el lugar de un ser irreprochable. Esto no significa necesariamente que ella me haya dicho que lo fuera. Pero para mí era natural que se conformase, quizá sin esfuerzo y por naturaleza, a esas reglas que trataba de inculcarme. Acabo de descubrir que no es así ni mucho menos. Por lo tanto, me encuentro ante una verdadera traición e ignoro totalmente cómo debo interpretar esa traición. En consecuencia, estoy desorientado. He caído en medio de la noche cuando hasta ahora todo había estado lleno de luz para mí »
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He aquí, a mi entender, un ejemplo tan preciso como es posible hallar de lo que he llamado el encuentro con el mal, con la imposibilidad de localizarlo exactamente o de interpretarlo. Lo que equivale a decir que nos encontramos en lo que podíamos denominar lo existente puro; esto es, en un elemento cuyo dominio se nos niega en cierto modo sin que se pueda determinar, claro está, quién o por qué nos lo niega. Pondré ahora un ejemplo absolutamente distinto, pero que en cierto grado puede ser complementario del primero. Hace unos meses me hablaron de un muchacho rebosante de fuerza e inteligencia y al que parecía esperar una vida feliz y fecunda. Al regreso de sus vacaciones, sintiendo un ligero malestar, fue a visitar a su médico: Pensaba que se trataba de una afección sin importancia, sin la menor gravedad. Se le sometió a una serie de análisis, a un examen radiológico, etc. De todo ello resultó que padecía un cáncer de evolución ultrarrápida, que ya era demasiado tarde para una intervención quirúrgica y que era de esperar un desenlace fatal al cabo todo lo más de algunos meses. También en este caso, y quizá de modo más manifiesto que en el precedente, se trata de un encuentro con el mal. Y también esta vez el mal se presenta como una traición, como una alevosía. Evidentemente no es fácil dar un nombre preciso a lo que ocupa el lugar que ocupaba la madre en el ejemplo anterior. Por lo demás, la designación exacta no tiene mayor importancia. Ni siquiera es necesario saber si ese muchacho era creyente o no, en el sentido preciso y confesional del término. Lo que desde luego se puede decir es que su vida había sido dirigida por una especie de confianza implícita en unas potencias que quizá no experimentaba la necesidad de nombrar, pero cuyo armonioso concurso le aseguraba el ejercici o de sus facultades. Y este concurso era requerido en todos los casos, cualesquiera que fuesen esas facultades, ya se tratase de un deportista, de un
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hombre de acción, de un sabio o de un artista. El sentimiento de plenitud que acompañaba sus menores pasos no era otro que la seguridad implícita basada en este concurso: no había la menor razón para suponer que le sería retirado. Repetiré lo que he dicho antes: está perfectamente claro que la distinción entre lo exterior y lo que no lo es no tiene aquí la menor significación. Se puede decir indiferentemente que todo es exterior o que nada lo es. Pero de pronto, en condiciones imprevi ¡ sibles y de manera escandalosa, este concurso le es retirado inopinadamente. A este respecto se nos impone una comparación de modo irresistible: la de una persona cuyo mantenimiento o cuyos estudios, por ejemplo, estuvieran asegurados por un tercero que, bruscamente y sin ningún motivo discernible, le retirase la ayuda financiera de la que siempre se había beneficiado. La comparación resultará más contundente todavía si suponemos que el benefactor había permanecido en el anónimo. Y de repente, todo se acaba. El abandonado es cri be ; no hay respuesta. Además, ¿a quién escribir? El dinero llegaba por intermedio de un notario que declara no estar autorizado a revelar el nombre del remitente. Por tanto, se produce de pronto un vacío incomprensible. En ambos casos falta de repente una asistencia indispensable y que se creía asegurada; en ambos casos no hay la menor explicación, y esta ausencia misma de explicación lleva hasta lo absoluto la confusión del ser al que viene a faltar este socorro indispensable. Penetremos bien el sentido trágico y en cierto modo insondable de la palabra confusión. En ambos casos hallamos la misma ausencia radical de recurso. En el caso del enfermo no se trata simplemente de que no se conozca una terapéutica capaz de detener el progreso del mal. Lo que sigue faltando es una respuesta, cualquiera que sea, a la enloquecedora pregunta: ¿por qué? ¿Cómo puedo comprender que tantas promesas como me parecía que me habían sido hechas (aunque ignoro por qué o por quién) se vean de pronto reducidas a nada? No sólo
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no llego a comprender qué sentido puede presentar esta horrible situación, sino que ni siquiera puedo saber si tiene algún sentido. A partir de esta situación, cuyo carácter punzante e incluso angustioso se reconocerá que no he tratado en absoluto de atenuar, habrá que preguntarse cómo debe ser superado el mal. Pero primero conviene hacer una observación que me parece de la mayor importancia. Como ocurre a menudo en los problemas de esta índole, tal observación se formula negativamente: es contrario a toda razón, y se podría añadir que a toda cordura, imaginar que existe una técnica capaz de resolver este problema (y hasta es posible que tengamos ocasión de ver que el mismo término problema resulta aquí impropio). Me refiero bien entendido en primer lugar y de la manera más categórica al procedimiento adoptado por la Ciencia Cristiana, y que consiste en decir que el mal no existe y que, por tanto, el deber consiste pura y simplemente en negarlo (esto, claro está, refiriéndose a la enfermedad). De aquí se deduce que se ha de condenar toda terapéutica médica, de cualquier clase que sea. Tal terapéutica es en realidad un pecado, porque supone la existencia del mal, y por ello mismo contribuye a crearlo. Señalemos, por lo demás, que incluso en esta teoría el mal existe en cierto modo, esto es, radica en la creencia errónea o sacrilega en la existencia del mal. En realidad nos enfrentamos con una pretensión falsa e incluso verdaderamente her é t i ca . Está perfectamente claro, en efecto, que los adeptos de la Ciencia Cristiana, lo mismo que los del Cristo de Montfavet, aíslan de manera arbitraria y desnaturalizan gravemente una parte del mensaje evangélico. En ningún caso la doctrina tradicional de la fe implica nada que conduzca a la proclamación de la no realidad del mal. En general, el realismo cristiano se opone radicalmente a una concepción ilusoria que las más de las veces no es sino una
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transposición bastante grosera de concepciones que han prevalecido en ciertos sectores del pensamiento hindú. Así se explica cómo pueden establecerse alianzas, hasta confundirse casi totalmente, entre la Ciencia Cristiana y la teosofía. Tiende a crearse una falsa espiritualidad que puede convertirse en una terrible tentación para aquellos espíritus que han roto con las más fuertes tradiciones cristianas, pero que temen, por otra parte, verse inundados por un materialismo que se confunde a sus ojos con la ciencia positiva. Todo esto no debe ser tomado a la ligera ni puesto pura y simplemente en ridículo. Nunca se insistirá lo bastante en que estas aberraciones sólo son posibles en la medida en que falta no sólo la predicación cristiana, sino también la teolo gía. Y es precisamente en lo que concierne al mal, considerado non in abstracto, sino existencialmente, donde esta deficiencia se manifiesta más a menudo. No puedo olvidar que, en el curso de un debate sobre la causalidad divina sostenido en el Instituto Católico de París, cuando yo traje a colación el caso de aquel muchacho atacado de repente por un mal incurable y del que antes hablé, cierto religioso me respondió que al fin y al cabo no tenía más que adorar la potencia o la sabiduría de Dios a través del determi nismo de las fuerzas naturales de las que su caso no era más que un simple ejemplo. Debo decir que todos los teólogos presentes protestaron vivamente contra esta observación. Pero no por ello es menos característica de un cierto tipo de pensamiento abstracto y absolutamente ciego en lo que respecta a las realidades humanas concretas. Por desgracia no se puede dudar de que este tipo de pensamiento causa aún estragos en muchos seminarios y Facultades de Teología. No trataremos de ocultar que lo que aquí interviene es una cierta pereza del espíritu que se contenta con seguir caminos trazados desde hace mucho tiempo y que se dispensa a sí misma de ese esfuerzo de imaginación que, se diga lo que se quiera, es inseparable de la auténtica caridad.
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Resulta de todo esto que quien se esfuerza por reflexionar filosóficamente sobre el mal, haciendo abstracción de ese dato irreductible que es el encuentro con él, se condena a permanecer al margen del tema que pretende tratar. A partir de ese instante, nada de lo que diga tendrá el menor alcance o, más exactamente, no alcanzará en absoluto ese algo, que deja de ser una realidad para convertirse en un concepto vago. Aho ra bien, ¿no nos colocamos así en una situación sin salida? Quisiera mostrarme a este respecto tan concreto, tan directo como me sea posible. Convenzámonos de algo que es fundamental, pero que, no trato de ocultarlo, corre el riesgo de aparecer como revolucionario a los ojos de quienes tienen el hábito de un cierto tipo de especulación cuya legitimidad no han puesto jamás en duda: creo que eso que se llama, sin duda impropiamente, el problema del mal sólo puede ser abordado en el seno de una comunicación concreta de ser a ser. El problema se desnaturaliza, incluso se puede decir que pierde toda su significación, desde el momento en que se le transforma en una cuestión académica. Esto podría expresarse en un lenguaje más técnico diciendo que el problema del mal no concierne en ningún caso a lo que Kant, y otros después de él, han llamado el pensamiento en general. Y aun podría ser esclarecida la cuestión negativamente de este modo: no son sólo el metafísico y el teólogo de tipo clásico los que se colocan en el terreno de lo que he llamado el pensamiento en general, sino que lo hace también el técnico, y esto en la medida en que su investigación se aplica a objetos perceptibles y susceptibles de ser modificados en una u otra forma. Pondré un ejemplo: me doy cuenta de que el ruido del motor de mi coche presenta una anomalía. Por tanto, entro en un garaje y consulto al mecánico. Este desmonta el motor y encuentra la causa indiscutible del ruido anómalo que me inquietaba. Podemos decir, sin la menor vacilación, que quienquiera que fuese el mecánico que llevase a cabo el examen, con tal de que se
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trate de un experto, llegaría al mismo resultado. Además, es fácil comprobarlo: el mecánico cambia una pieza determinada y el ruido cesa. Igual ocurre hasta cierto punto con determinados desórdenes fisiológicos: se puede asegurar en todos los , casos que el problema planteado por la existencia de dicho desorden tiene una solución precisa, objetiva, y también en este caso debe ser posible obtener una confirmación experimental. Pero lo que quiero hacer comprender es que existe un abismo entre las cuestiones de este orden, que recaen siempre sobre un funcionamiento, y el problema del mal. ' Por otra parte, y lo repetiré una vez más, asimilar el mal aun vicio de funcionamiento es una tentación permanente para la inteligencia humana, al menos en este mundo nuestro, cada vez más dominado por la técnica. Cierto tipo de psicoanálisis tenderá irresistiblemente a interpretar lo que nosotros llamamos — a su juicio de manera muy impropia— el mal o el pecado como un defecto de condicionamiento, o incluso como una mala adaptación después de una perturbación, de un traumatismo. Claro está que el psicoanálisis no conduce inevitablemente a puntos de vista tan mecanicistas, pero siempre está expuesto a esta tentación de la que con tanta frecuencia he hablado. Quizá se me pueda retrucar diciendo que, después de todo, la relación entre psicoanalista y psicoanalizado constituye un ejemplo de la relación intersubjetiva, a partir de la cual cobra sentido el problema del mal. Pero quizá esto no sea verdad sino en la medida incierta y precaria en que esta relación se aproxima al lazo espiritual que se establece entre director y dirigido, tomando, claro es, estas palabras en su acepción religiosa. Además, hay que añadir que incluso en este campo los riesgos de alteración son graves: el director de conciencia está expuesto a la tentación de hablar como experto, como hombre que ha visto mucho; en resumen, de tratar al otro como un caso que él resuelve con desenvoltura
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Pero a partir del momento en que interviene el mal ya no se puede hablar de «caso». Esto es verdad ya en cierto grado en lo que respecta a una enfermedad física: un médico digno de tal nombre mantiene siempre con su enfermo una relación individualizada y hasta cierto punto irredu ctible. ¡Y cuánto más verdad es esto cuando se trata del mal moral o metafísico! No s encaminam os, pues — y me excuso por tanta lentitud y tantos rodeos, inevitables en un estudio como el presente— , a la idea filosófica men te insólita de que no se puede abordar de modo efectivo a un ser visitado por el mal más que a condición de entrar con él en una ! relación que es, en último término, una participación o una comunicación. Lo cual viene a significar precisamente que no debemos en absoluto seguir considerando el mal como una anomalía que hay que explicar o eliminar. Mas esto es todavía demasiado vago. En efecto, no puede tratarse de una simple simpatía testimonia: da con toda la imprecisión y dilución de semejante término. Para ver un poco más claro esforcémonos por precisar mejor lo que estamos discutiendo, es decir, esforcémonos por superar las determinaciones negativas que habíamos sentado cuando dijimos que el mal no podía asimilarse a un simple vicio de funcionamiento. Pues hay que reconocer que en este punto del análisis al que hemos llegado la cuestión se plantea en términos irritantes para el espíritu. ¿Cómo no hemos de experimentar la necesidad de confiar de nuevo en ese método de captación intelectual sin el cual nos parece que ni siquiera sabríamos decir bien lo que pensamos? Creo que ha llegado el momento de sacar a colación cierta observación que hizo un día ante mí alguien que, sin llegar a ser un filósofo de profesión, siempre me ha parecido que estaba dotado de un poder de penetración excepcional. Dicha observación era en sustancia la si j guíente: «En el fondo, tan pronto como interviene el
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jnal, la muerte comienz a invariablemente su tarea; el m al^ ~ anuncia la muerte, es ya la muerte.» Pero también a este respecto hemos de guardarnos de reducciones deformadoras, a las cuales tiende casi de manera inevitable el pensamiento técnico; por ejemplo, la de afirmar que la muerte forma parte integrante de una cierta economía o incluso de un orden que la supone. Precisamente aquí se puede ver con toda exactitud cómo se opera la sustitución falsificadora de la que he hablado en tantas ocasiones. Ya no se trata de la muerte hi c et mi ne, que i viene a aniquilar una vida concreta, un amor determi \ nado, que viene a interrumpir una comunión. Se trata \ de la muerte en general, de la que no concierne a una \ persona en particular y, en consecuencia, sobre la que se puede disertar cómodamente en todos los niveles, desde las precisiones de la bioquímica hasta los lugares comunes de una cierta filosofía moral. Sin embargo, esto no es todo; hay que incluir también una edulcoración sis temática análoga a aqu ella a la que ya me he referido. Hablo de la que se expresa en un espiritismo reconfortante, que se cree capaz de domesticar a la muerte, de extraerle su aguijón, incluso de transformarla en un simple juego del escondite o de la gallina ciega. No quisiera, sin embargo, que se tergiversase mi pensamiento. Creo que existen numerosas razones para admitir que ciertas comuniones, en apariencia rotas, pueden reanudarse más allá de ese «poco profundo y calumniado r ío : la muerte», según la definió Mallarmé . Pero creo también que hay allí gracias, fulguraciones imprevisibles, y que se perdería todo si se pretendiese encontrar algo semejante a las conquistas técnicas, susceptibles de ser conseguidas por cualquiera con tal de que las persiga con tenacidad suficiente. Es extraordinariamente difíc il — y hay que preguntarse si la Iglesia lo ha conseguido— mantener el equilibrio entre una credulidad infantil y una desconfianza sistemática que puede degenerar en un verdadero poder de obstrucción.
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He hablado de fulguración1: esos relámpagos liberadores se presentan para darnos la seguridad, o para confirmarnos en ella, de que allí donde una filosofía soberbia y ciega pretende convencernos de que no existe más que un vacío, una nada, hay, por el contrario, una , plen itud de vida, las maravillosas reservas de un mundo donde hormiguean las promesas, donde todo lo que existe es llamado a la comunión universal, donde ninguna posibilidad, ninguna probabilidad, puede perderse sin remisión. No obstante, la estructura humana es tal que no nos permite más que presentir este inmenso consensus creador. Desgraciadamente, los recursos de que dispone la desesperación para cegar las vías por las que estas seguridades regeneradoras pueden llegar hasta nosotros son infinitos. Hay que dejar bien claro el hecho de que una filosofía que, cediendo a las complacencias del optimismo, se niega a dar el lugar que le corresponde a la tentación de la desesperación, desconoce hasta un punto verdaderamente peligroso un dato fundamental de la situación humana. En cierto modo esta tentación se encuentra en el centro mismo de nuestra condición. Falta por saber, sin embargo, si no se tratará de la condición de una humanidad pecadora y caída. Pero la mención de la desesperación puede allanar el camino, no digamos para una solución, pero al menos para una formulación infinitamente más precisa de la angustiosa cuestión en torno a la cual no ha dejado de girar mi reflexión. Triunfo sobre el mal, triunfo sobre la muerte, triunfo sobre la desesperación. Tales son, en realidad, las diversas modalidades de la posibilidad única y terrible que se divisa en el horizonte del h o m o v i a t o r , del hombre que avanza sobre ese camino suyo tan estrecho, el «camino de crestón» entre los abismos. 1 Encontraremos un interesante ejemplo de semejante fulgu ración en el extraordinario testimonio aportado por Rosamond Lehmann en su último libro, A Si v a n i n t h e E v en i n g , Collins, Londres, 1967.
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Ahora bien, sería enteramente vano pensar que está posibilidad, tan «desplomante», me atrevería a decir, puede ser disipada a la luz de una reflexión llevada a cabo en el recinto de la conciencia solitaria. A l l í donde' amenaza la desesperación es donde lo que decimos puede verse con mayor claridad. Sin duda, la conciencia solitaria puede acceder a la resignación. Pero falta saber qué es lo que tal término expresa verdaderamente. Y lo que expresa no puede ser, después de todo, más que un a d o r m e c i m i e n t o . No creo que ocurra lo mismo con la esperanza, que es precisamente todo lo contrario de la resignación. Ya en otra ocasión intenté demostrar — y lo hice justa mente en las horas quizá más sombrías de nuestra historia— que toda esperanza se constituye a través de un nosotros o para un nosotros. Incluso me siento tentado a decir que toda esperanza es en el fondo coral, si bien se trata de una evidencia misteriosa que, en este mundo nuestro, corre el peligro de alterarse al racionalizarse. Probablemente, el coro de que aquí se trata no se deja reducir al esplendor de una colectividad embriagada de sí misma; o más exactamente, si nos limitamos a ella, se corre el riesgo de confundir la esperanza con una efervescencia precaria que no es, después de todo, más que una exaltación de las potencias vitales. Sin embargo, estas potencias vitales se encuentran inermes y como estupefactas en presencia de la muerte. No son ellas las que pueden transcenderla. El coro sólo cumple su misión cuando se hace invocación propiciatoria. Seguramente, no existe nada más difícil de penetrar — y creo que deberíamos reconocerlo con toda hum ildad— que el sentido y la eficacia de esta invocación. Claro está que en principio debemos rechazar toda interpretación antropomórfica y mitológica, y yo experimento como el que más el malestar que inspira al hombre moderno una idea como la de la cólera de Dios. Sin embargo, aquí, como en otras ocasiones, el método que más nos conviene es el empleo de una reflexión ejercida so-
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Está bien claro, en primer lugar, que esas «referenbre y contra sí misma, una reflexión elevada a Ja secias» no pueden en ningún caso asimilarse a los medios gunda potencia. Está fuera de duda que Ja noción, aceptravés de los cuales podría esperarse alcanzar un dea table para los fiJósofos, de un Dios impasibJe, taJ como terminado fin. Plantear la cuestión en esos términos es pudieron concebirlo los estoicos o Spinoza y, claro está, retroceder hacia el tipo de solución que no he dejado Goethe, aunque muy a propósito para seducir la intede afirmar que debe ser rechazada. ligencia, responde muy mal a cierto tipo de exigencia Pero hay que decir, sobre todo, que el término refemística que no se puede rechazar por las buenas. rencia es impropio y sólo puede inducirnos a error. La No obstante, no continuaré por este camino, uno única forma de proceder es emplear el método de dra de los más arduos que existen. De otro modo sobrematización a que me he referido anteriormente. pasaría los límites de la investigación que me he proS¿_ estoy batalland o con el mal en el sentido en que puesto. no he dejado de evocarlo, es decir, con la tentación de/ Mas también aquí hemos de contar con rápidas y fuli desesperar de mí mismo o de los hombres o incluso de; gurantes zambullidas. Sólo diré que, más allá de esa especie de pléroma que recordaba hace poco, parece como JD io s, no conseguiré vencer esta tentación replegándome! sobre mí mismo, puesto que la asfixia no puede ser una: si fuese el corazón mismo de Dios el que abre a algunos liberación. Mi único recurso es abrirme a una comunión predestinados la más misteriosa, y para algunos la más inás amplia, y quizá infinita, en cuyo seno el mal que ha peligrosa, de las puertas. yenido a visitarme cambia en cierto modo de naturaleza; ¿Y cómo no hemos de prever la objeción que no jporque al conve rtirse en nuestro mal de ja de ser un puede por menos de formularnos el no privilegiado? Este apenas si alcanza a imaginar semejantes experien- 1g°lpe asestado contra un amor centrado sobre sí mismo^ ¡Y esto no es decir bastante: se convierte en el mal sobre cias, puesto que no son tributarias en absoluto de nuesel que tú has t ri unfa do. ¿Quién es este tú? Puede ser tras categorías. «H e escuchado — dirá— todo lo que uséste o aquél cuyo ejemplo brille en el horizonte de mi ted ha dicho sobre el encuentro con el mal. Puedo hasta memoria. En ello volvemos a encontrar el recurso a la admitir que una filosofía que lleva a cabo sobre lo que comunión de los santos, cuyo valor salvador nunca se ella llama el mal una manipulación dialéctica se hace invariablemente culpable de un fullería inconsciente. ¡ reconocerá lo bastante. Mas también puede ser — y al fin Pero lo que no alcanzo a comprender, por el contrario, j 7 al cabo no se trata más que de dos maneras distintas de expresar la mism a verdad— , por encima de tal o cual es cómo esas referencias, ya sea a un nosotros que se uniorden, el que sigue siendo para nosotros el testigo ar fica en la invocación propiciatoria, ya sea a f o r t i o r i a quetípico, al que invoca, explícitamente o no, todo tes experiencias tan extrañas al común de los hombres que , timonio. ni siquiera creemos todos en ellas, cómo esas referencias tan insólitas pueden permitirnos salir de ese calle- i Pero , se me objetará , ¿no supone esto consagrar el fracaso de la filosofía al hacerla depender en último jó n sin salida en el que parece que estamos encerrados término de las premisas cristianas? Ciertamente vale la para siempre.» pena considerar tal objeción en toda su gravedad, aunA decir verdad, lo que hace la respuesta difícil es que que es posible que el término «premisas cristianas» hay en la manera de plantear la cuestión un algo que ; comporte una ambigüedad que es necesario poner de mala desnaturaliza y que le hace correr el peligro de llevarse nifiesto. ¿Se trata tan sólo de una historia milagrosa, a sí misma al fracaso.
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cuya autenticidad no resulta irrecusable para quien no la contempla con los ojos de la fe? Creo que es preciso aclarar la cuestión: lo que resulta perfectamente evidente para cualquiera que haya meditado sobre la condición humana, sobre el existir humano, es el hecho de que el misterio de esta condición en ninguna parte ha sido mejor aclarado en sus profundidades que en la catcquesis cristiana. En efecto, no existe una fenomenología de la existencia humana que pueda evitar el recurrir en último término al doble misterio de la crucifixión y la resurrección, el único capaz de proyectar sobre nuestra vida una luz que le dé sentido. Esta palabra que acabo de emplear, misterio, es seguramente la pa labra clave. Y es aquí donde debemos llevar a cabo la sustitución del término «problema del mal» por el de «misterio del mal». Ya desde el comienzo aseguré que acabaríamos por tener que reconocer la inadecuación del primero. Misterio del mal. Esto significa precisamente que es inútil'," que es quimérico pensar en una cierta reabsorción posible del mal en la historia, y que no lo es menos pretender recurrir a un artificio dialéctico para integrarlo en una síntesis superior. En esto radica, y lo digo sin la menor vacilación, uno de los límites absolutos del hegelianismo y de sus sucedáneos marxistas. Pero hay otra tentación a la que también tenemos que resistir, y no podemos negar que en ciertos momentos dicha tentación se hace irresistible: es la tentación de un maniqueísmo — por lo demás quizá deformado— que pretende convertir el mal en un principio opuesto al bien y empeñado con él en una lucha sin término. No hay nada que merezca más retener nuestra atención que el esfuerzo heroico mediante el cual la teología, desde los primeros siglos y sobre todo en San Agustín, ha triunfado de esta tentación. Resta por decir que, después de haberse desvanecido tantas posibilidades, el único camino que queda abierto frente al problema del mal es el de la paradoja en el
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sentido de Kierkegaard, el de una doble afirmación que debe mantenerse en toda su tensión: el mal es real; no podemos negar esta realidad sin atentar contra ese serio fundamento de la existencia que no puede ser puesto en duda sin que dicha existencia degenere en un sin sentido o en una especie de horrible burla. Y, sin embargo, ha bl an do en. t é rm i no s absol ut os, el mal no es real. Tenemos que llegar, no a la certidumbre, sino a la fe en la posibilidad de sobrepasarlo, no abstractamente claro está, es decir, adhiriéndonos a una teoría o a una <\¡\ teodicea, sino hic et nunc. Esta fe que se nos propone no existe sin la gracia. Es la graci a. ¿Y qué sería de nos ! otros, qué sería este agobiante caminar en que consiste nuestro modo de existir sin esta luz, tari fácil de ver como de no ver y que esclarece a todos los hombres que vienen al mundo ?
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En el curso de este comentario me guardaré no sólo de profetizar, lo que sería absurdo, sino hasta de algo más modesto, como sería el formular un pronóstico sobre el futuro que aguarda a la especie humana.' Considero que es necesario hacer hincapié desde un principio sobre las incógnitas que comporta la situación presente, situación que se trata de reconocer, de un modo semejante a como se reconoce una cierta zona en tiempos de guerra. Evidentemente, la incógnita principal consiste en saber si en un futuro próximo se hará o no uso de las armas nucleares. Pero me parece que sobre este punto lo más que se puede hacer es apostar. Y el sentido de la apuesta está determinado por motivaciones afectivas. 'E l o ptimista dirá que no puede imaginar que unos cuantos hombres puedan echar sobre sí el peso de poner en peligro la existencia de la especie. Otros, más pesimistas o más cínicos, estiman, por el contrario, que no hay límite para las locuras de que son capaces los hombres cuando se encuentran cegados por la pasión. Otra incógnita, por supuesto, es el alcance que podría tomar esta destrucción. Cuando asistía, hace algunas semanas, a la proyección de una película de propaganda china, oí afirmar por un portavoz del gobierno de Pekín que, en su táctica de intimidación, los imperialistas exageraban groseramente las consecuencias maléficas que arrastraría el uso de las armas nucleares. Por lo demás, apenas hay que subrayar el carácter tendencioso y profundamente sospechoso de unas afirmaciones destinadas a tranquilizar a los ciudadanos de Mao Tsétung. Se trata, por consiguiente, para mí de tomar postura sobre cuestiones debatidas y en donde, tanto de una parte
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como de otra, la mala fe puede despacharse a su gusto. En compensación hay que hacer constar que estas incógnitas intervienen en cuanto tales en la conciencia o en la subconsciencia del hombre actual, contribuyendo así a calificar esta situación de conjunto a la cual vamos a referirnos. Dicha situación se caracteriza en su conjunto por el término general de mutación. Incluso allí donde parece que se ha logrado una cierta estabilidad, tal estabilidad se siente como amenazada no sólo por fuerzas exteriores, sobre las cuales se sabe que no se tiene ningún control, sino desde «den tro». Y vale la pena detenerse un instante para determinar lo que se quiere decir exactamente cuando se emplean estas dos palabras: «desde dentro». El primer ejemplo que salta a la memoria es el de la familia; cuántos padres, y esto en todos los medios sociales, observan con una suerte de temor que sus hijos se les escapan, lo cual no significa sólo el que se sustraigan a su autoridad, sino también y más profundamente que parecen vivir en otra dimensión a la cual los padres no tienen acceso. Y así se desarrolla un proceso de disolución que ni la mejor voluntad ni la mayor paciencia por parte de los mayores logra superar. Hay que añadir que este proceso va afectando calladamente incluso la conciencia de aquellos que hasta el presente creían haber alcanzado certidumbres susceptibles de conferir a sus vidas una consistencia, una solidez a toda prueba. He dicho a toda prueba, pero la experiencia parece mostrar precisamente que se trataba de una ilusión. Y así es como el mundo de los mayores comienza a vacilar, o, en otros términos comienza a ser afectado por una duda, al principio probablemente incon fesada, pero cuya acción corrosiva se dejará sentir cada vez m ás 1. Todo esto es demasiado claro para que sea 1 Conviene record ar que estas líneas fueron escritas más de un año antes de los sucesos de mayo de 1968.
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necesario insistir sobre ello, pero como tengo la costumbre de ser explícito y concreto lo aclararé con mayor precisión. Pongamos por ejemplo el caso de unos padres cristianos, incluso practicantes. Uno de sus hijos, que tiene diecisiete o dieciocho años, declara que ya no quiere volver a la iglesia. De acuerdo con el sacerdote — admitiendo que se trata de un sacerdote inteligente— se reconoce que toda coacción debe excluirse en este caso. Y así se establece una especie de m o d u s v i v e n d i , sin duda inevitable, pero cuyos efectos amenazan con llegar a ser perniciosos, en primer lugar para los demás niños, que acabarán por atribuir un carácter facultativo al hecho de ir a misa; pero, a la larga, quizá también para los propios padres, ya que a pesar suyo llegarán a poner en duda el carácter absolutamente normativo de unas reglas que en otro tiempo les habían sido presentadas como imprescriptibles. Es necesario reconocer que el sentimiento de muta j ció n en sí tiene alg o de intolerable. Sin duda, esto es i verdad rigurosamente hablando, pero lo es en cualquier caso cuando se trata de seres que viven en sociedad. De aquí la necesidad, casi diría que biológica, para el ser humano de ponerse a la defensiva contra una experiencia que amenaza contra lo que se podía llamar su integridad. Para facilitar la comprensión de esta clase de dificultad ligada a la mutación citaré la penosa impresión que recuerdo haber experimentado con ocasión de trasladarme de domicilio, y en el momento preciso en que habiendo abandonado mi antiguo alojamiento no me encontraba todavía acoplado a mi nuevo apartamento. Me sentía un poco como si el suelo desapareciese bajo mis pasos. Había una cierta semejanza con lo que se experimenta en el caso de una sacudida sísmica. En estas condiciones se comprende muy bien, de una parte, que el hombre actual experimente un sentimiento de inseguridád'TSTTundamental, que necesita a toda costa buscar protección contra unas amenazas de las que, por
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lo demás, la mayoría de las veces no tiene más que una idea muy vaga; de otra parte, y de manera complementaria, que las seguridades de todo orden, a causa de esta inseguridad, cobren una importancia siempre creciente. Y ello sucede, aunque se trate de cataclismos naturales o de guerras, en cuyo caso estas seguridades dejan prácticamente de funcionar. Lo que hay que hacer notar, sobre todo, es que las seguridades en cuestión presentan invariablemente un carácter técnico, que se trata de mecanismos que deben ponerse en marcha en tal o en cual circunstancia, netamente determinada de antemano. Evidentemente que estos mecanismos han ocupado el lugar de una confianza que los hombres de otros tiempos, y hasta una fecha relativamente reciente, colocaban no sólo en la providencia, sino en los efectos que se podían lograr mediante oraciones dirigidas a la voluntad omnipotente de un Dios más o menos antropomórfico. Estas observaciones me parecen de gran importancia para quien intente tomar conciencia del modo en que el hombre actual tiende a situarse en relación con un futuro imaginado. De un modo general, es razonable que, salvo excepciones, nuestros contemporáneos se preocupen poco por el futuro, precisamente porque tienen conciencia de la mutación en la que se encuentran inmersos. Sin embargo, es necesario introducir esta importante reserva: nuestra época implica un esfuerzo de planificación cada vez mayor. Se reprocha a los gobernantes del último cuarto de siglo el no haber previsto suficientemente un futuro que se ha convertido en nuestro presente, y se pretende no incurrir en los mismos errores, y esto se aplica, ante todo, a los problemas planteados por la demografía y por la civilización urbana. Pondré un ejemplo concreto: se admite generalmente que una ciudad como París de aquí a veinte años contará con unos quince millones de habitantes, y uno se interesa por determinar las disposiciones que deberían tomarse para prevenir esta enorme extensión de nuestra metrópoli. Conviene hacer notar que la
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preocupación por la planificación no se encuentra más que en la cúspide, en aquellos hombres que en algún grado se sienten responsables del futuro, encontrando muy poco eco en la población propiamente dicha. Todo parece suceder como si cada uno tuviese oscuramente la conciencia de no ser capaz de llevar a cabo su tarea diaria, ya tan pesada y azarosa, sino a condición de no hacer proyectos que sobrepasen una fecha próxima. Y esta fecha es, en términos generales, la temporada de vacaciones, cuando al fin podrá respirar, en el sentido literal y figurado de la palabrayEsto me parece implicar un divorcio, quizá inevitable, entre lo que se podía llamar la gente de la base y la gente de la cúspide, y quiere decir, por lo demás, que los planificadores no pueden sentirse seguros en realidad de estar apoyados en sus esfuerzos. Y de este modo se encuentran como condenados a una especie de sobrevuelo perpetuo y azaroso. Pero creo que hay que decir que el verdadero problema que debe ocuparnos se plantea en una dimensión diferente, la de la reflexión, y para ser más precisos, de la reflexión filosófica en la medida en que el filósofo no se sustrae — como por desgracia sucede a menudo— del sentimiento de una cierta responsabilidad en'¡ relación con la situación humana tal y como le es dadof comprenderla. Por lo demás, el verbo comprender debe tomarse aquí en una acepción muy amplia. Comprender es quizá, en primer lugar y ante todo, sentir con, incluso diría padecer con. Cuanto más reflexiono, más me parece que la compasión se impone al filósofo digno de este nombre dentro del estado actual del mundo. No voy a disimular que al expresarme de ese modo hace un momento me refería a una tradición filosófica venerable que, posteriormente a los estoicos y a Spinoza, hace hincapié sobre lo que podría llamarse el deber de impasibilidad para un pensador que se precie de serlo. Pero yo personalmente creo que, si bien este deber puede estar implicado en la vocación del sabio, el filósofo,
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por el contrario, debe tomar conciencia del carácter es¡ que puede ser el reencuentro de sí mismo en la calma pecífico de su tarea y debe rechazar esta disociación rai y en la soledad. Ahora bien, esto supone una cierta per dical entre conocimiento y afectividad, que, por supuesto jmanencia inter ior. Y es obvio que las condiciones actuaestá implicada en toda investigación científica. En reales de la vida, principalmente a causa de la radio, la lidad, me limito a sacar consecuencias de la distinción televisión, etc., tienden a obstaculizar una permanencia que formulé hace poco entre existencia y objeti vi dad y de este orden y, como lo vio tan claramente Max Picard, que constituye el punto de partida de todos mis escritos. a sustituirla por una discontinuidad que, si al principio , El que la compasión pueda ser luminosa y el que esta , es quizá soportada, terminará, por el contrario, siendo iluminación sea particularmente importante en un tiempo £ exi gi d a. ¿Por qué motivo ? Porqu e cada cual desea ante como el nuestro, en que la hegemonía de la técnica se todo estar distraído. Es la atención lo que se pretende * afirma cada día más, constituye el punto de partida de desviar. Pero ¿de qué? Dec ir que de sí mismo sería pro las reflexiones que van a seguir y que tratan, lo repito, bablemente erróneo. Yo diría más bien que es de un ciersobre la manera en que el filósofo consciente de sus to vacío que se experimenta de manera angustiosa como (responsabilidades debe considerar el futuro que el hom la anticipación de la muerte. Por supuesto que aquí se I bre parece estar en camino de forjarse. encuentra, apenas traspuesta, la idea pascaliana de la diPara un filósofo de la existencia no se trata, como versión. El ocio esperado, si no se colma, amenaza con para un filósofo de tipo clásico, de partir de un princidesembocar en un vacío temible. Así se explica el pio universal del que se desprenderían las consecuencias, hecho, sorprendente sólo para un observador superficial, sino de concentrar ante todo su atención sobre una situa•de que las gentes en vacaciones parezcan experimentar ción básica en la que él mismo, en cuanto hombre, lia necesidad de aglutinarse los unos con los otros, sin participa lo suficiente como para vivirla, pero de la que buscar en absoluto la calma, el silencio y la soledad. se distancia lo bastante como para poder considerarla. « ¿En qué sentido — se preguntará alguien con impa| Como he indicado anteriormente, parece que la vida ciencia— estas observaciones, sin duda exactas, pero pa r¡cotidiana, tal como se está obligado a vivirla para poder ciales, pueden aclarar una investigación que trata sobre (subsistir, se presenta en cualquier caso al hombre de las la relación del hombre con su futuro?» grandes ciudades como con menos posibilidades de poder Para responder a esta pregunta haré observar, en privivirse, quiero decir como comportando cada vez menos mer lugar, que la gran ciudad ejerce, no sólo en Occij su propia justificación. De una manera general, incluso dente, sino en todos los lugares de la tierra, una fuerza para creyentes auténticos, esta vida cotidiana depende de atracción casi irresistible incluso sobre aquellos que cada vez menos de un más allá pensado escatológica hasta nuestra época se hallaban contentos con una vida mente, pero sí cada vez más de la idea de un ocio a cuyo rural de la que se podría decir que estaba directamente favor el individuo volvería a encontrarse, ya se trate del ^sincronizada con los ritmos de las estaciones. En Francia, asueto semanal, de las vacaciones anuales o del tiempo un sociólogo dedicaba recientemente una tesis en la Sor de la jubilación, en que se habrá descargado ya del agobona a lo que llamaba el fin del campesinado, y anunbiante fardo de la profesión. Pero la cuestión central ciaba como próximo el fin de la civilización rural. Cierque se plantea aquí a la reflexion“es saber si en estas tamente, es muy posible que este fin o esta desaparición condiciones las palabras «encontrarse» tienen algún sensucedan antes de lo que se piensa. Es innegable el hecho tido. Muchos de entre nosotros saben por experiencia lo de que, por razones múltiples, un verdadero tropismo
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un futuro grandioso que el hombre está forjando para ;s¡ mismo?» , No dejo de reconocer el impacto que no puede por ¡Henos que tener sobre la imaginación, e incluso sobre el entendimiento, las prodigiosas hazañas de los astronautas, y aún más, diría yo, los cálculos matemáticos que permiten la realización de estas mismas hazañas. En mi opinión, es este triunfo del pensamiento matemático lo que, ante todo, merece admiración. Pero no hay nada en , todo esto que pueda garantizar en m odo alguno que lítales prodigios tengan un efecto benéfico para el auténtico desarrollo del ser humano. Y no hay que ol ¡vidar que, para el filósofo de la existencia, lo único •que cuenta en última instancia es este desarrollo. En una j novela publicada recientemente, muy digna de tenerse en cuenta y cuyo autor es un checo que escribe en fran Jcés, encontré esta profu nda observación: «E n la actualidad parece que sólo el verbo p r o d u c i r se conjuga en futuro. El verbo ser no ha corrido la misma suerte.» ' Personalmente, al verbo p r o d u c i r yo le añadiría el verbo tener. Y aquí volvemos a tropezar con las observaciones pre cedentes sobre la civilización urbana: en los constructores — pues en gener al ya no se puede hablar de arqu itectos— que edi fican esos inmensos caserones en que se amontonan los hombres del mañana, ya no se encuentra la preocupación, sin duda importantísima, por saber qué tipo de humanidad se va a forjar, ya que, a fin de cuentas, nadie puede poner en duda que el habitat contribuye a formar a quien lo habita. Por lo demás, no se alcanza a ver en qué sentido la aventura astronáutica podría contribuir al enriquecimiento de la naturaleza humana. Todo sucede como si cada vez se tuviese menos en cuenta esta naturaleza. Este es, por lo demás, el sentido del existencialismo ateo, sin duda la única doctrina a la que el término existencialismo se puede aplicar sin confusión. Como quizá no se ignore, en lo que a mí 2 Literalm ente, los mortales habitan en la medida en que re concierne, desde hace más de veinte años no he cesado dimen la tierra. atrae a un número cada vez mayor de individuos hacia las ciudades, y ello ocurre justo en el momento en que éstas tienden a hacerse inhabitables. Para dar su sentido pleno a la palabra inhabitable me siento tentado a reparar nuevamente en los sustanciosos desarrollos que se encuentran en los A u f s a t z e, de Heidegger, sobre las implicaciones de la palabra habitar. Me refiero, ante todo, a la fórmula, a primera vista desconcertante, D i e St erbl ichen w ohnen, in sofern sie die Erde retten 2. El rescate que aquí se afirma no es del todo una conquista, una explotación. Heidegger nos dirá, por ejemplo, que los mortales reciben el cielo en cuanto tal. En otras palabras, el h a b i t a t tiene a sus ojos un valor antropocósmico, del que se puede decir, sin lugar a duda, que se encuentra enteramente perdido en el tipo de civilización que tiende a prevalecer en la actualidad. En estas condiciones no hay que extrañarse de que en el cuadro de esta reflexión me vea llevado a conceder una importancia tal a la transformación que vemos operarse bajo nuestros ojos, y para hablar todavía con mayor precisión, a la aglomeración que ha venido a sustituir a lo que en otro tiempo fue la ciudad. Nada sería más falso que juzgar esta transformación como exterior o superficial. En realidad, es la idea misma del hombre lo que ante nuestros ojos se está desnaturalizando. A decir verdad, me es fácil imaginar la objeción que no dejarán de hacerme aquellos que, en la mutación presente, creen ver, ante todo, una emancipación sublime de la especie humana: «En lugar de concentrarse sobre problemas menores, como los del habitat o las estructuras de las nuevas ciudades, ¿no conven dría resaltar la prodigiosa conquista del cosmos, a la que asistimos desde hace algunos años y que supone la ruptura de unos límites que hasta hace muy poco han aprisionado al hom bre? ¿No hay aquí algo así como un empeño por
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de rechazar esta designación que me ha sido atribuida por error o por falta de información. No quisiera que se malentendiese la significación y el alcance exactos de las observaciones que preceden. Como he dicho al comienzo, no se trata de profetizar. Esto se aplica en particular a un dominio como el de la astronáutica: creo que nadie se puede pronunciar de una manera categórica, y quizá ni siquiera razonable, acerca del extenso campo de investigaciones que va a abrirse a la ^conquista de los hombres. Sin embargo, lo que sí podemos comprobar por el momento es, por ejemplo, que las /sumas astronómicas actualmente absorbidas por la conquista del espacio van en detrimento de empresas que, de llevarse a cabo, podrían hacer que los pueblos actualmente menos favorecidos accediesen a una mejor situa ■ción y que, en cualquier caso, lograrían satisfacer sus necesidades primarias. Esta prioridad concedida de hecho a tales actividades que, a primera vista se presentan como secundarias, si no superfluas, no puede explicarse desgraciadamente más que por consideraciones que ponen de manifiesto el carácter profundamente sospechoso de la aventura astronáutic a. ¿Cómo no estar persuadidos de que esta aventura se encuentra como traspasada por una segunda intención que se centra sobre lo que Nietzsche llamaba la voluntad de poder? Podríamos sentirnos impulsados a juzgar de otro modo si entre las grandes potencias que tienden a repartirse el planeta se llevase a efecto una colaboración no sólo formal, sino penetrada realmente por una buena voluntad. Nos hallamos tan lejos como quepa imaginar de lo que en la hora presente sigue siendo impensable: el que China aceptase participar en una especie de cooperación cósmica. Pero basta con formular tal hipótesis para darse cuenta de que, en el estado actual de cosas, resulta realmente absurda. Los datos que presenta la situación mundial hacen aparecer como provisionalmente sin esperanza el estado de inferioridad cada año creciente de lo que se llama el Tercer Mundo. Como dijo el papa Pablo VI, en un dis-
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curso pronunciado hace algunas semanas, las posibilidades de violencia parecen multiplicarse hoy desmesurada kmente. A este respecto, el espantoso callejón sin salida del Vietnam se presenta como el signo o la manifestación de una contradicción interna de nuestro mundo, y no se ve nada claro cómo podrá resolverse en síntesis, según el ritmo hegeliano. Lo que sorprende en la actualidad al observador imparcial es la impotencia a la que parece estar condenada la buena voluntad, tal como ha sido concebida después de Kant por todos aquellos que han creído en la efica i cia de la razón práctica. Ya es tiempo de hablar, para ver a qué se reduce en el mundo de 1968 esa noción de progreso en la que, después de los enciclopedistas, tantos nobles espíritus del último siglo han puesto su esperanza. Por mi parte, hace largo tiempo que he llegado a esta ¡ conc lusión: que si existe un solo dominio en que la idea f de progreso conserve un sentido e incluso pueda ser aplicable de manera plenamente justificada es el dominio de la técnica; y aquí radica probablemente, para decirlo de pasada, una de las principales razones de la fascinación creciente que la técnica ejerce sobre las generaciones que llegan. Precisemos un poco lo que esto quiere decir: es innegable que un determinado procedimiento nuevo, empleado con vistas a tal o cual fin, es preferible a los procedimientos antiguos a los que sustituye. Y la palabra preferible no debe tomarse en un sentido subjetivo. El nuevo procedimiento es, por ejemplo, más económico, tiene mayor rendimien to, etc. Y la consecuencia es que resulta ya imposible volver a los procedimientos anteriores, a los que el nuevo ha destronado literalmente. Por tanto, tropezamos con esa irreversibilidad sin la que el progreso no podría existir. Por lo demás, considero importante — pero una tarea semejante excedería los límites de esta exposición— preguntarse cuáles son las contrapartidas del progreso. Es notorio que estas contrapartidas resultan tanto más
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una devaluación de la persona y tienden, a fin de cuentas, despreciables cuanto más nos mantenemos más acá del dohacia un positivismo innegablemente agravado. minio de la vida, del psiquismo y de la propia realidad Desde luego que me guardaré de todo pronóstico en social. Cuanto más se avanza, no sólo, diría yo, hacia lo cuanto a las posibilidades de duración de una tal doccomplejo, sino más esencialmente hacia el interior y, en trina, que parece presentarse como la confluencia de tenúltima instancia, hacia lo espiritual, con mayor claridad dencias bastante distintas. En cambio, lo que parece aparecen estas contrapartidas como preñadas de un cadesgraciadamente indudable es que las condiciones de la rácter amenazador. Pero si bien se mira, esto significa, existencia actúan en contra de la persona, y esto se apresin ninguna duda, que en los niveles superiores la cia más claramente en la medida en que entre las conditécnica pierde su carácter autosuficiente, lo que viene a ciones de la existencia figuren las condiciones de infordecir que se estrella contra lo que se podría llamar una mación, tales como resultan del desarrollo de los medios metatécnica, cuya presencia, sin duda, puede negarse de difusión. No se ve bien cómo estos medios podrán verbalmente, puesto que las palabras lo permiten todo, dejar de estandardizarse cada vez más, ni tampoco cómo pero que de hecho coincide con lo que llamaría de buen este desarrollo podrá dejar de arrastrar una neutralizagrado el santuario del ser humano y su libertad. ción cada vez mayor en detrimento de los seres humanos. Ahora bien, sin duda la palabra libertad constituye la Lo que está tomando cuerpo ante nuestra mirada es clave pára quien intente reflexionar sobre el futuro que simplemente la verificación de las intuiciones proféticas el hombre, según parece, se está labrando. No vamos formuladas hace un siglo por el genial Samuel Butler en a disimular, por otra parte, que la confusión que reina su E r ew ew h o n . actualmente — incluso y quizá quizá especialmente entre los los Incluso rehusando entregarse a las aventuradas esfilósofos— en cuanto al sentido que habría que dar al peculaciones sobre el futuro, hay que reconocer que, a término libertad contribuye en gran medida a confundir poco que se reflexione sobre los elementos con que las perspectivas. cuenta nuestra experiencia actual, nos vemos conducidos y En cuanto a mí se refiere, jamás jamás he dejado dejado de pensar pensar inevitablemente a conclusiones muy alarmantes. Porque, que el término libertad no cobra un sentido preciso más 1 salvo salvo el caso caso de un catacli cataclismo, smo, la lógica interna del pro '^ue ”allí "don de se trata del desarrollo personal. Estimo, greso demográfico, de una parte, y la progresión inconademás, que la libertad no puede de ninguna manera ser trolada de las técnicas, de otra, parecen actuar inevitaasimilada a un atributo que se puede reconocer o no en blemente contra la persona y, por tanto, también contra el ser humano: creo que no puede ser más que una conquista, las más más de las veces imp erfec ta y siempre pre • la libertad.''Salvo cataclismo, digo, y esta reserva no representa ningún recurso estilístico. No pienso solamente caria. Desde este punto de vista, todas las fuerzas que en la guerra atómica, de la que en realidad nadie puede tienden hacia la despersonalización se ejercen contra la estar seguro si estallará o no, sino que pienso también libertad. Pero sin duda resulta poco útil para nuestro en el desencadenamiento imprevisible de fuerzas telúripropósito hacer el inventario de los factores que intercas u otras, de las cuales cada año nos reserva ejemplos vienen en tal despersonalización. Lo que, §in embargo, a menudo aterradores. Ignoramos absolutamente qué pa conviene subrayar es la responsabilidad en que incurren j roxismos pueden alcanzar tales desastres, y al mismo tiemactualmente aquellos que, en nombre de un pretendido po debemos reconocer que no somos capaces de anticipar estructuralismo — término por lo demás tan cargado de de nada mediante el pensamiento acerca de las consecuen ambigüedad como el de existencialism o— , proceden a
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cías que tendrían sobre el desarrollo ulterior de la humanidad. Por lo demás, quisiera introducir una observación que quizá parezca paradójica: tan aflictivos, e incluso diría tan consternadores como puedan ser para nuestra afectividad esos cataclismos, en la perspectiva de la pura reflexión, presentan quizá la ventaja de poner al hombre en guardia contra un orgullo, contra una soberbia con respecto a la cual los sabios de todos los tiempos están de acuerdo en que no puede conducir sino a lo peor. Los sabios, he dicho. ¿Y dónde están hoy los sabios? sabios? Como he tenido ocasión de decir en otro lugar, es la propia noción de sabiduría la que en términos generales se encuentra desacreditada en la actualidad. Sin embargo, creo que, si cada uno de nosotros ha conservado ese tan amenazado sentido de la responsabilidad, debe reaccionar en su esfera contra este descrédito. Esta es, por lo demás, la conclusión de las presentes observaciones, de las que deseo que se me excuse por su carácter sombrío y alarmante. Por muy temibles que sean estas perspectivas, debemos mirar el derrotismo como una trampa de la que hay que apartarse, es decir, no tenemos derecho a instalarnos en la certidumbre de lo peor, sino que hemos de negarla como ta l certidumbre. Y es aquí donde intervienen las virtudes teologales, que se inscriben en lo que podría llamarse otra dimensión: la del instante o la de lo eterno, como se quiera. Y en ello coinciden San Pablo, Pablo, Pascal y Kierkegaard. En cuanto a Teilhard de Chardin, no considero con demasiada confianza su tentativa, tan generosa como se quiera, de unificar estas dimensiones, pues mucho temo que su pretensión haya sido llevada a cabo al precio de una confusión perniciosa entre el optimismo de una parte y la esperanza de otra. La prueba de esta confusión la encontramos en el mismo éxito que obtiene la obra de Teilhard de Chardin entre ciertos comunistas que desprecian la fe cristiana, sin cuya presencia la obra pierde su significación. El er s. s. propio Teilhard de Chardin, en L ’ H y m n e d e l ’ U n i v er se alza indignadamente contra la interpretación consis-
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tente en situar sobre el plano de un confort material generalizado el futuro del que, en cierto modo, él se erige erige en profe ta. P ero, ¿cómo no no ver que él mismo se encuentra expuesto a este error de interpretación al sa cralizar hasta cierto punto el progreso técnico, incluso minimizando, según parece, la realidad y el lugar del mal en la historia de la humanidad? De esta manera, sin duda se ha prestado, sin pretenderlo, a una vulgarización de su pensamiento que le priva de su originalidad esencial. De cualquier modo, es razonable preguntarse si al menos no habrá sido un gran precursor y si la tarea de reconciliación entre la ciencia y el cristianismo, a la que I él prodigó tantos esfuerzo s, no será será proseguida por otros quizá mejor preparados filosóficamente. Se trata de una posibilidad que nadie puede excluir a p r i o r i . También sería preciso investigar — y ésta ésta es es una tarea que incumbe únicamente al al filósofo — en qué condicio nes una tentativa semejante podría presentar algúnas posibilidades de éxito. Este proyecto implicaría una reconsideración de la ciencia y de la religión, o para decirlo con mayor precisión, del hecho cristiano, a partir de una aprehensión directa o inmediata que se efectuaría más allá de los postulados cientificistas, de una parte, y de las construcciones teológicas, de otra. Y en esta esta circunstancia, más que a Teilhard de Chardin, ,es probablemente a Blondel a quien convendría referirse, pero al Blondel de la primera época y no al de la última, en la que parece haber retornado hacia un tomismo del que en sus comienzos se había liberado. Una vez más quiero excusarme por la rapidez y forzada oscuridad de estas indicaciones. Xle_cualquier modo, creo que tienen la ventaja de «señalar», aunque sea en un sentido negativo, los obstáculos entre los que quizá algún día el pensamiento humano se pueda abrir un camino hacia la ruta de un futuro mejor.
P A SI S I O N Y SA SA B I D U R I A E N E L C O N T E X T O D E L A F I L O SO F I A E X I S T EN EN C I A L
Un grupo de estudiantes procedentes de un país vecino me han confesado el malestar, incluso diría la repugnancia intelectual, que experimentaban al oír con tanta frecuencia a sus profesores pronunciarse a favor de soluciones de concesión, o aun de compromiso, con respecto a los problemas filosóficos que pretendían resolver. Les respondí que comprendía muy bien su reacción, tanto más cuanto que yo mismo había reprochado muy a menudo de manera retrospectiva a mi profesor de filosofía el haber actuado de la misma forma, contribuyendo con ello a extender entre sus alumnos el sentimiento de que la verdad es en general incolora y, en consecuencia, mediocre. Mis corresponsales me preguntaron entonces si accedería a visitarlos con objeto de tra i tar ante ellos esta cuestión tan delicada. Accedí en prin ! cipio, aunque de momento me pare cía bastante bastante difíci l formular en términos inteligibles y precisos el problema ¡ que que se me me había planteado. planteado. Se trataba, pues, en primer lugar, de interpretar aquella reacción suya y preguntarse después si tal reacción j podía pod ía justif jus tifica ica rse tras haber habe r reflex ref lexio ionad nad o sobre sobr e ella . Los dos epítetos que yo había utilizado, incolora y mediocre, no figuraban en la carta de mis corresponsales. Sin embargo, me parecía que, dada su naturaleza, nos permitirían precisar el nudo de la cuestión. Ese tipo de soluciones de concesión tienden a presentarse como un medio para no recibir con oposición una cierta exigencia que es preciso hacer aflorar a la conciencia. ¿No nos estará permitido decir que se trata de la exigencia de una verdad exaltadora, por la cual puede uno apasio i
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ponder así (y esta vez es una reflexión secundaria la que narse e incluso lleg ar a sacrificarse? A hora bien, ¿es que se lleva a cabo) : se trata simplemente de una disposición afectiva? Al meLa cuestión estriba en saber si los debates filosóficos nos no lo parece. En realidad, el término afectivo es pueden ser asimilados a las polémicas personales, las cuauno de los más ambiguos que existen. Lo que hay que les, en efecto, no pueden ser reglamentadas si no es de esclarecer es precisamente la relación que puede estaacuerdo con la equidad y dando a cada uno lo que le es blecerse entre un ser — y quizá haya que especificar que debido. Y tal cuestión se esclarece de manera inesperada se trata de un ser joven— y esa verdad por la cual se cuando se centra la atención sobre el punto siguiente; sentiría dispuesto en determinadas circunstancias a entreCuando se trata de un litigio ordinario, distinguimos garse y aun a morir. Es bien patente — y hemos de reclaramente la condición con que puede ejercerse la funconocerlo con toda ob jetividad— que el comunismo se ción arbitral o, para hablar con más exactitud, cuáles son presenta a sus adeptos como una verdad de este orden. las condiciones a que debe someterse el magistrado para Y claro está que el cristianismo, cuando es vivido en la cumplir con su oficio y para que todo el mundo recoverdad, se halla en posesión del mismo carácter. Pero nozca que ha cumplido con él. Ah ora bien, ¿ocurre lo lo verdaderamente exaltador es lo incondicional. La afirmismo en el caso que nos ocupa? Parece en extremo dumación, explícita o no, que constituye su resorte es la doso, y quede bien claro que me estoy refiriendo a un siguiente: «Es incondicionalmente cierto que...» No obstema en el que hace cerca de medio siglo que estoy intante los profesores cuya tibieza, o quizá cuya pusilanitentando abrirme camino. midad, intentamos denunciar apelarán contra este inconClaro está que uno se siente verdaderamente tentado dicional. Para ellos, síes verda d hast a ciert o pu nt o q ue..., a responder así: un historiador de la filosofía que se pero no es menos cierto que..., etc. Da la impresión de halle en posesión de un conocimiento suficiente de los que pretenden llevar a cabo un arbitraje o como si intensistemas está f a c u l t a d o para efectuar el tipo de pesada tasen ejercer una especie de magistratura, preocupada que le permitirá aportar su juicio a este respecto, o inpor mostrarse equitativa. No podemos por menos de reconoce r que, en la pers j cluso proceder a una dosificación entre determinadas teopectiva de lo que he llamado en otras ocasiones la re ; rías contradictorias que se presentan como ciertas. Pero en la realidad no hay nada más escabroso que el flexión primaria, hay que darles la razón, precisamente pasar de la exposición de una doctrina que el historiador porque se muestran como obligados a la instauración de se esfuerza por reconstruir a esta especie de evaluación una cierta justicia y porque es muy raro, en efecto, que o de pesada. Además, la experiencia demuestra claramente en un litigio de la clase que sea una de las partes conque cuanto más profundamente penetre el historiador en tendientes tenga toda la razón y la otra esté enteramente la doctrina que se esfuerza por comprende r — y en cierta equivocada. Y en ese caso, ¿no es preciso rechazar la manera por rehabilitar— tanto más difíci l, por no decir protesta de que he hablado y preguntar a los que la imposible, le resultará retroceder lo suficiente para apreformulan si lo que hacen en realidad no es poner en ciarla con objetiv idad. Y todo sucederá, según parece, duda el valor del progreso conseguido a partir del estacomo si el historiador, al tratar de identificarse por medio infantil, cuando los conflictos se solucionan por la dio del pensamiento con el filósofo al que ha consagrado fuerza? sus desvelos, se viese por ello mismo incapacitado para Ciertamente, hay motivos para intimidarse ante un juzgarlo . Pienso, por ejemp lo, en uno de los historiadocontraataque semejante. Pero creo que se podría res
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res de la filosofía más profundamente integrados que yo he conocido, Víctor Delbos, y en su obra L a p h i l o s o p h i e p r a t i q u e d e K a n t . Pues bien, no se encontrará a lo largo de todo el libro ni un solo juicio sobre el pensamiento kantiano. Y sin embargo he conocido lo suficiente a Víc tor Delbos para saber hasta qué punto practicaba la humildad. Los juicios comparativos a que he hecho alusión se encontrarán más bien en obras de vulgarización, en las que, por la fuerza de las circunstancias, suele faltar por regla general la probidad absoluta propia de quien ha pasado largos años estudiando un sistema en su génesis y en su estructura. Incluso me siento tentado a ir más lejos y decir que, cont rar i am ente a lo que debería ser, el juicio comparativo será tanto más categórico y tanto más sumario cuanto menos directo y menos profundo sea el conocimiento de la persona que lo formula sobre aquello de lo que habla. Además, ¿cómo no subrayar que una dosificación recae siempre sobre cosas? ¿Y acaso el pensamiento de un filósofo auténtico puede en modo alguno asimilarse a una cosa? Cuando me refiero a mi propia experiencia intelectual, me veo forzado a remontarme al período de gestación en cuyo curso, en condiciones difíciles, precarias, incluso azarosas, comenzaron a tomar forma los pensamientos que habría de formu lar mucho más tarde. Y aquí hay que recurrir a la distinción, tan importante, que Maurice Blondel ha señalado entre pensamiento pensante y pensamiento pensado. En verdad es tentador, aunque infinitamente peligroso, cortar el cordón umbilical que ata el pensamiento pensado al pensamiento pensante. Y sin embargo ésta es la tentación a que se cede, aunque no se dé uno cuenta en absoluto de hacerlo, cuando se cree que se puede reducir una filosofía a las fórmulas en las que, hasta cierto punto, ha tomado cuerpo. Y digo hasta cierto punto, porque es infinitamente arriesgado pensar que tales fórmulas pueden ser aisladas, no sólo de su contexto expreso, sino también de esa especie de empuje
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interior que las precede y sin el cual perderían lo mejor de su significación. Sin embargo, es a una ilusión de esta naturaleza a la que cedemos cuando imaginamos que es posible tratar una filosofía como si fuera una cosa, más aún, como si fuera un compuesto que se presta a manipulaciones. La «pesada», en último término, no es otra cosa que una manipulación. Pienso en este momento en la declarada aversión de mi querido amigo Charles du Bos por la literatura comparada, incluso, más generalmente, por la comparación en el orden literario y artístico. Du Bos tenía hasta tal punto el sentido de lo único y lo incomparable que a sus ojos esas «comparaciones», que suele efectuar con gran gusto una cierta crítica, aparecían como un modo de traicionar lo esencial. Es posible que llevase demasiado lejos este tipo de escrúpulo, pero yo creo que en el fondo tenía razón y que lo que él atacaba con tanta fuerza a propósito del arte y la literatura puede aplicarse con la misma justicia, al menos, a la filosofía. ¿Cómo no advertir que la idea misma de una dosificación resulta incompatible con una apreciación meditada de lo que es una doctrina filosófica y de su carácter profundamente orgánico? Las operaciones, siempre groseras, a que se entrega el vulgarizador que pretende proporcionar a sus lectores los elementos para una evaluación tienen lugar en una especie de espacio imaginario que no tiene nada en común con aquel donde el pensamiento del filósofo ha crecido como una planta, como un ser viviente. Bergson, a quien por lo demás debe tanto Charles du Bos, en su memorable comunicación sobre L ’ i n t u i t i o n p h i l o s o p h i q u e , ha puesto de relieve de una vez por todas esta especie de inconmensurabilidad esencial existente entre las doctrinas filosóficas. «Proviene — escribió— del hecho de que en la base de una doctrina filosófica hay siempre una intuición simple, y hasta tal punto simple que el filósofo no consigue jamás formularla como tal. Y por esa razón habla de ella toda su vida. No es capaz
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de formular lo que tiene en el espíritu sin sentirse obligado a corregir su fórmula primero y a corregir su corrección después; y así, de teoría en teoría, rectificando cuando creía completarse, no hace otra cosa, por una complicación que llama a otra complicación, mediante desarrollos yuxtapuestos a otros desarrollos, que expresar con una aproximación creciente la simplicidad de su intuición orig ina l... ¿Cuál es esta intuic ión? Si el filósofo no ha logrado darnos la fórmula, no seremos precisamente nosotros quienes la conseguiremos. En cambio, lo que sí llegaremos a captar y a fijar es una imagen intermedia entre la intuición concreta y la complejidad de las abstracciones que la traducen... Lo que caracteriza en primer término esta imagen es la capacidad de negación que encierra en sí misma. Recordemos cómo procedía el daimón de Sócrates, que detenía la voluntad del filósofo en un momento dado y que le impedía obrar, más bien que prescribirle lo que tenía que hacer. Creo que la intuición se comporta muchas veces en materia especulativa del mismo modo que lo hacía el daimón de Sócrates en la vida práctica... Ante ideas corrientemente aceptadas, ante tesis que parecen evidentes, ante afirmaciones que hasta ahora habían pasado por científicas, susurra al oído del filósofo la palabra i m p o s i b l e . Imposible, aunque los hechos y las razones parezcan invitarte a creer que esto es posible y real y cierto. Imposible, porque una experiencia, confusa quizá, pero decisiva, te dice, por intermedio de mi voz, que es incompatible con los hechos que se alegan y las razones que se dan y que, por lo tanto, esos hechos deben de haber sido mal observados, y esos razonamientos deben de ser falsos» *. Termino aquí mi Cita* aunque la ilustraré recordando que el mismo Bergson decía que, tras haber estudiado un cierto número de doctrinas que le parecían al menos concebibles, cuando llegó a Kant hubo un algo en él que le hizo exclamar: «Imposible, esto es imposible.» e et l e mo uv ant , pp. 119-120. 1 La pensé
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«Pero — me rebatirán quizá los hombres que se sientan aludidos con estas observaciones— la última palabra ¿no corresponde a una reflexión madura que viene a negar esta incondicionalidad e introducir lo que se podría llamar el q u o d a m m o d o ? ¿Con qué derecho — me preguntarán— se permite rechazar la autoridad de esta reflexión limitadora que se ocupa de denunciar los abusos de lo que se podría denominar el pensamiento exaltante y exaltado?» Ahora sí que nos encontramos en el corazón mismo del problema sobre el que me han pedido que reflexione para ustedes y ante ustedes. Lo form ularé así : ¿es que la estructura de lo real, no como una especie de negocio sobre el que un experto podría pronunciarse desde fuera, llevando a cabo un arbitraje, sino tal como se revela a los seres misteriosamente llamados a vivir y a morir, acaso esta estructura de lo real no está en cierto modo secretamente acorde con las exigencias del pensamiento exaltante o exalta do? Y tengo que recordar a este respecto lo que escribí en Etre et av oir, es decir, bastante antes de que el pensamiento sartriano hubiese tomado cuerpo: yo no soy ante todo y fundamentalmente h o m o spectator, sino homo parti ceps. Sólo que, desde la época en que formulé esta distinción, me he visto obligado a tomar conciencia del carácter ambiguo, y en ciertos aspectos quizá engañador, de la palabra participación. En la actualidad más bien me siento inclinado a decir que en el fondo no tiene más que un valor negativo: el de poner de relieve la especie de dehiscencia que parece producirse tan pronto como se pronuncia la afirmación: «yo soy». Y en esto, más que hacia Bergs on, me siento inclinado a volverme hacia Claudel, el mejor a mi entender a quien podría apelar. Permítanme que les cite el comienzo de la primera escena de T et e d ’ o r : «Cébés.— Aqu í estoy, débil, ignorante, hombre nuevo ante las cosas desconocidas,
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y vuelvo mi rostro hacia el Año y el arca lluviosa, con el corazón lleno de pesar. N o sé nada y nada puedo. ¿Qué puedo decir? ¿Qué puedo hacer? ¿En qué voy a emplear estas manos que penden, estos pies que me llevan como el sueño nocturno? La palabra no es más que un ruido y los libros no son más que papel. Aqu í no hay nadie más que yo. Y me parece que todo, el aire brumoso, las tierras fértiles, y los árboles y las bajas nubes me hablan, en una conversación sin palabras, ambiguamente. El labrador regresa con su carreta; se oye su grito tardo. Es la hora en que las mujeres van a buscar el agua. Ha llegado la noche.— ¿Qué es lo que yo soy? ¿Qué es lo que hag o? ¿Qué es lo que espero? Y me respondo a mí mismo: No lo sé. ¡ Y deseo dentro de mí llorar, o gritar, o reír, o saltar y agitar los brazos! ¿Quién soy yo? Hay todavía manchas de nieve, tengo en mis manos una rama florida. Porque marzo es como una mujer que sopla sobre un fuego de leña verde. ¡Olvidemos el verano y la espantosa jornada bajo el sol! ¡Oh, cosas, aquí me ofrezco a vosotras! ¡Yo no sé nada! ¡Vedme! Siento necesidad, y no sé de qué, y podría gritar sin fin muy alto o muy bajo, como un niño que se oye a lo lejos, como los niños que se han quedado solos, al lado de las brasas rojas. ¡Triste cielo! ¡Arboles, tierra! ¡Sombra, noche lluviosa! ¡Mira dme ! ¡Que mi petición no sea negada!»
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¿Por qué he sentido Ja necesidad de recordar este texto admirable ? No sólo para expresar en cierto modo mi propósito, sino también porque pienso que en él se encuentra expuesta con vigor incomparable la situación fundamental del «yo» que aparece sobre la tierra. Sin embargo, hay que reconocer sin ambages que cuanto mayor sea el grado en que un ser toma conciencia radical de esta situación, más refractario se mostrará a aceptar los arbitrajes de que he hablado. Porque lo incondicional radica en el hecho mismo de encontrarse allí, de tener quizá que amar, de tener por fuerza que sufrir, pero sobre todo en el hecho de saberse condenado a muerte. En consecuencia, nos encontramos estructuralmente situados más allá de un orden en el que, pesando los pros y los contras, sólo se puede decir que «quizá sea cierto que..., pero no es menos exacto que...», etc. Intentemos ver ahora con alguna precisión adonde nos conduce el camino que acabamos de seguir. No obstante, parece que aún nos falta prever una objeción que nuestro adversario no dejará de hacernos. «Ad mito — nos dirá sin duda alguna— que nuestra situación, tomada por así decirlo en bruto, implica efectivamente datos que se sitúan más allá, o hablando más exactamente, más acá de toda disyunción o aun de toda yuxtaposición que se traduzca por el término t a m bi é n. Pero tenemos el derecho, e incluso el deber, de preguntar qué papel le incumbe justamente al pensamiento filosófico frente a estos datos en bruto. El papel del pensamiento filosófico ¿no consiste acaso en instalar esta soledad salvaje? Y por el hecho mismo de hacerlo, ¿no está obligado a dudar de esa pretendida incondicionali dad? Incluso se podría decir que la reacción obligada ante esta soledad, exacerbada en cierto modo, es el grito, y que esta reacción puede derivar en lirismo. Ahora bien, el pensamiento filosófico ¿no obedece a un estatuto muy distinto?» Y en este punto vemos que nuestro campo de inve stigación se precisa y define. De acuerdo con que la exal-
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tación le conviene al lirismo. ¿Le conviene también a la metafísica? Está bien claro que no, al menos del mismo modo. Lo que en realidad se trata de saber es si el canto o el lirismo no traducirán a su manera un aspecto de la realidad que, sin la menor duda, puede ser abordada con ayuda de un lenguaje distinto, pero que en ningún caso puede ser expresada por medio de conceptos que nos permitiesen manipular lo real. Por lo demás, tal manipulación se efectúa de manera muy diversa según los campos en que se ejerce, pero comporta siempre reajustes del tipo de los arbitrajes de que hablé anteriormente. Y a este respecto todavía refren do lo que dije hace un cuarto de siglo, en la conferencia que pronuncié en 1930 en la Fédération des Associations d’Etudiants Chrétiens, conferencia que sería recogida más tarde en Etr e et avoi r. Dentro de una perspectiva que en la actualidad me parece excesivamente religiosa — lo cual se explica por el hecho de que acababa de adherirme al catolicismo— de fin ía2 yo entonces un orden que contrasta en todos sus aspectos con el mundo dominado por la técnica, un orden en el cual el sujeto se siente situado frente a un algo en el que todo intento de hacer presa es rechazado 3. Si la palabra transcendente tiene alguna significación, añadiría, es ésta sin duda, y designa exactamente el intervalo absoluto, infranqueable que se abre entre el sujeto y el ser, en tanto que éste se zafa de todo intento de captación. Me refería entonces al sentimiento de lo sagrado, en el que intervienen a la vez el temor, el respeto y el amor. En aquel entonces mi preocupación esencial era situar el acto de adoración en relación con un mundo que parece cada vez más resuelto a excluirlo. En cambio hoy, después de un largo periplo, después también de haber tomado contacto con el pensamiento heideg geriano, si bien no de un modo profundo, creo que he 2 Cf. I n c r e d u l i d a d y f e , Guadarrama, 1971, p. 26. 3 Ibid.
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accedido a un sentido mas amplio de lo que he llamado la metatécnica, y creo también que es esta noción la que tengo que aclararles a ustedes para precisar y completar hasta hacerlo más inteligible lo que dije en la primera parte de este estudio. En realidad, el momento histórico que vivimos me parece particularmente favorable para llegar a una apreciación de la metatécnica y de su valor intrínseco. Y estoy pensando sobre todo en la conquista del espacio y las locas ambiciones que ha desencadenado. ¿Quién puede creer que la preocupación dominante en los que llevan a cabo estas exploraciones, a las que por lo demás no niego mi admiración, sea ampliar los límites del saber? Mucho me temo que tengamos que enfrentarnos a lo que se podría llamar un colonialismo foráneo e incluso hiperbólico. Pero igualmente se podría hablar de una alienación llevada hasta el absoluto, como si el hombre realizase un esfuerzo supremo y en cierto modo desesperado por olvidar su condición. Más aún, por descubrir o inventar el medio de manumitirse de ella por intermedio de la técnica. La metatécnica, tal como yo la concibo, es ante todo y en primer lugar una recuperación. Pero, cuidado. No se trata de un fenómeno propiamente psicológico. La verdad es que no puedo recuperarme a mí mismo más que a condición de recuperar la realidad a la que me ajusto. Está claro que esto se presta a una objeción inmediata, a la que conviene hacer frente sin tardanza. «La palabra metatécnica — se me dirá— parece corresponder etimológicamente a una superación. Pero, muy al contrario, ¿no estaremos acaso en presencia de una regresión al estadio pretécnico, ese estadio en el que el hombre se siente en medio de un mundo que le sobrepasa en todos los sentidos y en el que ante todo se pone de manifiesto su impotencia?» A mi modo de ver, no se trata aquí en absoluto de una regresión que, en último término, implicaría el abandono de las conquistas logradas por la técnica. Quizá,
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para evitar todo malentendido sobre este punto capital convendría expresarse como sigue : La técnica se encuentra encauzada dentro de una cierta dirección. Pero no se puede establecer a p r i o r i hasta dónde podrá aguantar el espíritu humano sin llegar a estrellarse, si prosigue por este camino. Esto se aplica con toda justicia al campo de las realizaciones interplanetarias. No tenemos dificultad en ver estos obstáculos con que el hombre tropieza todavía en la actualidad; pero ¿cómo podríamos atrevernos a asegurar que no se llegará a reducir tales obstáculos con la ayuda de procedimientos técnicos cuyo principio se nos escapa todavía? Por otra parte, no vacilamos en declarar que en esta dirección el desarrollo es irreversible. Sólo un cataclismo cósmico o provocado por la locura de los hombres sería capaz de reducir a nada este desarrollo. Y me parece contrario a toda razón, salvo en caso de ocurrir una catástrofe planetaria, imaginar que los hombres puedan verse obligados a dar marcha atrás, y no solamente frenar la evolución técnica, sino ni siquiera remontarla. He hablado hace poco de dirección: la palabra es importante y requiere, como su complemento, la de dimensión. Precisamente cuando Rilke hablaba de la religión diciendo que es una dirección del corazón, se refería a una dirección que no es aquella en la cual o según la cual pueden realizarse los progresos técnicos. Ahora bien, hoy en día — y quizá se observe más clarame nte en China que en Rusia— es fácil sentir la tentación de encerrarse en esta dimensión del pensamiento técnico hasta el punto de negar que pueda existir cualquier otra. Por lo demás, habría que traducir esta última negación a un lenguaje más vigoroso. Lo cual significa que todo aquello que no es susceptible de inscribirse en los registros del pensamiento técnico y que por ello mismo no puede traducirse en cambios observables en el mundo material, debe ser considerado como ilusorio. Sin embargo, el filósofo cometerá siempre la indiscreción de preguntarse qué es esta ilusión, cuál es su ser o su no ser y en qué
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punto se sitúa. Me parece que lo más probable es que se intente resolver el problema apelando a la historia. «Esta cuestión — se nos dirá sin duda— es una supervivencia, es algo que pertenece al pasado y no puede encontrar lugar en el mundo que estamos construyendo con materiales sólidos a partir de datos positivos, científicos e inconmovibles.» Creo que les será casi imposible, queridos lectores, evitar la pregunta de si no me estaré apartando de la cuestión planteada al principio de este estudio. A decir verdad, no lo creo yo así, porque, precisamente, aquí se pone muy bien de manifiesto cuál será esa especie de término medio, el m o d u s v i v en d i , en el que se detendrán sin protesta incluso aquellos a los que estamos intentando incriminar. « ¿Por qué no admitir — sugerirán sin ^ duda estos espíritus con ciliadore s— que hay un mu ndo real, objetivo (ese cuyo control y dominio asegura el pensamiento técnico) y, por otra parte, que haya un campo del sentimiento, una especie de asilo en que el alma, herida por el espectáculo de ese mundo implacable, encuentra el medio de refugiarse sin que nadie tenga nada que censurar?» Me apresuraré a afirmar que esta falaz amplitud de espíritu me lastima, diría incluso que me escandaliza tanto como a vosotros. El lugar en que se lleva a cabo la afirmación metafísica o religiosa no es asimilable a un parque público, a un quiosco de música o a una tienda de campaña para las horas de ocio o las vacaciones. Estoy convencido de que un pensamiento filosófico que se precie de tal tiene que declararse solidario del espíritu de intransigencia que rechaza sin apelación toda especie de seudosolución acomodaticia. Tiene que hacerlo, aun a sabiendas de que este espíritu de intransigencia será desdeñosamente calificado por muchos de pasión. A mi entender hay pocos términos que hayan contribuido más que el de pasión a engendrar la confusión, en particular en lo que se refiere al campo de la etimología, de la filiación de la palabra. Al poner el acento sobre todo en el padecer o en la pasividad se corre el más grave riesgo
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de desconocer la naturaleza de la pasión, que es ante todo exaltación. Pero la verdad es que en esta cuestión nos acechan las dificultades. Resulta tentador, pero peligroso, hablar a este respecto de sentir: la pasión de la libertad, po r ejem plo, o la de la verdad — y ambas están mucho más próximas de lo que comúnmente se cree— no se dejan ciertamente reducir a un sentir, de cualquier tipo que este sentir sea. Uno de los mayores méritos de Kierkegaard, y bastante más tarde, de Nietzsche, en un contexto por completo diferente, consiste precisamente en haber puesto de relieve lo que en la pasión hay de absolutamente positivo. Mas esto no quiere decir en modo alguno que la pasión no pueda degradarse, mediante una fijación, hasta el punto de llegar a ser, no sólo esterilizante, sino incluso destructiva. Pienso que, como siempre, nos sería muy útil concentrar la atención sobre un ejemplo que fuese particularmente susceptible de esclarecer nuestro pensamiento sobre la cuestión, y en este caso creo que conviene fijarnos sobre la pasión del conocimiento. Esta, en efecto, tiene la gran ventaja de eliminar de plano cualquier acusación de irracionalismo. Por lo demás, observaré de pasada que hay que desconfiar en extremo del término irracionalismo, porque la mayoría de las veces oculta confusiones. Pienso, por ejemplo, en la crítica tan injusta y tan poco inteligente que Benda se atrevió a hacer de Bergson, mientras que un racionalista de mucha mayor envergadura que Benda, Léon Brunchsvicg, conservó siempre por el pensamiento bergsoniano una especie de afectuoso respeto. Mas procuremos ahora reanudar el hilo de una reflexión que, me atrevo a decir, corre el peligro de desbocarse en todo momento. He dicho hace unos instantes que pudiéramos atenernos a la facilona solución que consistiría en disponer, fuera del mundo sometido al ejercicio del pensamiento técnico, un pequeño cercado en que el sentimiento podría encontrar un refugio. Pero lo que acabo de indicar con
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respecto a la pasión, y en particular a la pasión del conocimiento, es capaz, en mi opinión, de esclarecer lo que con ello he querido decir. En realidad, el mundo técnico continúa siendo tributario del pensamiento inventivo y creador y, por otra parte, no hay nada en él que permita explicar este pensamiento y fundamentar su posibilidad. Creo que el lector no podrá por menos de darse cuenta de que volvemos a tropezar, de que encontramos de nuevo esa metatécnica de que tratamos anteriormente. Pero ahora quizá consigamos aprehender mejor su esencia. Como se ve, lo mismo que tantas otras veces, mi pensamiento ha progresado en espiral a lo largo de todo este capítulo. ¿No habrá llegado acaso el momento de recordar el título que me he creído obligado a dar a este trabajo después de haber redactado una parte del mismo: Pasión y sabidur ía en el cont exto de l a fi l osof ía exi stencial ?
Si concen tramos nuestra atención, como he sugerido, sobre la pasión del conocimiento o sobre la pasión de la justicia, comprobaremos que tanto la una como la otra se expresan simplemente a través del término a cual quier pr ecio. Por extraño que resulte, todo parece demostrar que en la historia o en el mundo se está llevando a cabo una obra a la que es indispensable que se consagren determinadas personas, sin consideraciones e incluso sin piedad. Esto es especialmente importante para nuestro propósito porque, si nos atenemos a lo que hemos llamado el plano de los arbitrajes, las palabras a cualqui er p reci o no tienen ningún sentido. Por ejemplo, no se concluye un negocio a cualquier precio. Pasados I ciertos lím ites, tal negocio resulta desastroso y hay que renunciar a él. Pero aquí se trata de algo misterioso que ni en una sola ocasión se deja asimilar a un negocio. Sin embargo, tengamos cuidado. Porque hay la posibilidad de que oigamos pronunciar estas palabras, a cual quier precio , a algunos tecnócratas, sean o no comunistas. Así les oímos decir: «Ese pantano tiene que estar terminado para tal fecha. Es preciso que lo esté a cual qui er
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precio .» Esta coincidencia, al menos aparente, tiene mo-
tivos para inquietarnos. Nos obliga a determinar los límites traspasados los cuales esas palabras, a cualqui er preci o, se convierten, no ya en un insulto a la razón, sino en un verdadero ultr aje a la humanidad. Y aquí precisamente tenemos que introducir las consideraciones relativas al orden de la sabiduría. Ahora bien, tenemos que reconocer que este término, sabiduría, tiene en la actualidad una mala prensa, y ello porque en cierto modo la sabiduría se encuentra gravemente hipotecada. ¿Qué es la sabiduría? ¿Es el n e q u i d n i m i s del poeta la tino? ¿Es el espíritu de mesura llevado hasta un punto en que roza con lo que llamamos mediocridad? Creo — y es éste un punto esencial sobre el que sin duda valdría la pena reflexionar largamente— /que la sabiduría tiene que ser revalorizada; y pienso que no podrá serlo más que en función de una toma de conciencia, renovada también, a la vez de lo que es y de lo q ue pued e ser el hombre y, al mismo tiempo, de los abusos de que tiene que guardarse. Pero aquí nos arriesgamos a tener que enfrentarnos con una contradicción. Por una parte, sigue siendo verdad, como en la época de los griegos, que la hybris, que es pretensión, desmesura y desafío, debe ser condenada. Pero, por otra parte, ¿no he dicho que el camino seguido por el pensamiento técnico y conquistador era irreversible? No veo más que una solución para esta contradicción: consiste en reconsiderar en cierto modo la acción técnica mediante una reflexión que podríamos llamar existenciaí, que debe ejercerse sobre las implicaciones del «yo existo» y que debe tender a desvelar lo que se esconde tras esas reali j dades de las que se puede decir a la vez que son ,las más simples y las más misteriosas que existen: nacer, (vivir, morir. En mi opinión sólo sobre una base de este ¡tipo se hace posible la existencia de una sabiduría verdadera. No obstante„Jenemos aún que preguntarnos si dicha sabiduría puede presentar un carácter estrictamente humanista. Para hablar con toda franqueza, creo que no.
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Pienso que el humanismo del que Renán o Anatole Fran ce fueron quizá los últimos representantes, aunque tanto el uno como el otro un poco fingidamente — añadamos a estos nombres, si les parece, el de Duhamel e incluso el de Giraudoux— , creo que este humanismo está fin iquitado. El marxismo parece haber tomado su relevo, si bien en unas condiciones que un espíritu imparcial no puede por menos de considerar muy alarmantes. Cuando digo que esta sabiduría a la que me refiero no es, propiamente hablando, humanista, quiero significar que, cuando reflexiona sobre sí misma, aparece ante sus propios ojos como en cierto grado tributaria de una acción que emana, conforme diremos muchos de nosotros, del Espíritu Santo. Sin embargo, los que prefieran no utilizar una expresión tan teológica pueden decir que procede de unas potencias espirituales que no se encuentran en absoluto situadas en la órbita del mundo humano tal como este mundo aparece incluso para un observador no comprometido. Me doy cuenta actualmente de que en el fondo es en torno a esta sabiduría donde giran todos mis pensamientos, al menos después de mi conversión al catolicismo. Pero muchas de las notas que redacté en una época anterior se refieren también a ella sin el menor asomo de duda. Esta observación me parece importante para todo aquel que intente comprender la evolución de mi pensamiento. En un principio este pensamiento se orientó hacia lo que podría llamar una premística, es decir, intentaba conseguir algunos acercamientos a la mística propiamente dicha. Pero poco a poco, sin que por mucho tiempo m e diese cuenta yo mismo de esta deriva — creo preferible decir de esta declinación— , mi investigación se orientó hacia la profundización de las condiciones sin las cuales una auténtica sabiduría tiende a desaparecer para dejar paso a un delirio, que en ciertos casos puede disfrazarse con apariencias racionales. Pero para responder a la cuestión implícitamente planteada en el título — y ésta será mi conclusión— diré sin
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vacilar que una sabiduría que no concede a la pasión el lugar que le corresponde, que no reconoce las justifica ciones subterráneas de la exaltación y el sacrificio, es in • digna de ser calificada de sabiduría. Para ella, l a pasión j debe ser un dato fundamenta l, como la vida o la muerte Sólo nos resta esclarecerla a ella misma y sobre todo proyectar una luz sobre los abismos en que corre el riesgo de extraviarse cuando se ciega hasta el punto de tomarse a sí misma por ley.
P A R A U N A SA B I D U R I A T R A G I C A Y SU M A S A L L A
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Existe una fatiga y un desgaste de las palabras como existe una fatiga y un desgaste de los hombres. Tanto en un caso como en el otro puede hacerse necesario un relevo. Por ejemplo, la palabra sabio, que hizo una tímida aparición en el lenguaje oficial e incluso en las institucio nes, ¿está llamada a verse sustituida por la palabra e x p e r t o ? Hace algunos años, durante una huelga de mineros, fueron los sabios, o al menos los hombres designados como tales por los poderes públicos, los encargados de efectuar un estudio de conjunto sobre el problema de los salarios. Se trataba, en suma, de determinar, dado el estado de la situación, qué aumentos serían necesarios, teniendo en cuenta a la vez el alza constante de los precios y la necesidad de no tomar ninguna medida que amenazase con arriesgar el equilibrio financiero y abrir camino a la inflación. Grave y difícil cuestión, verdaderamente, pero que a la hora de la verdad sólo precisaba la intervención de los técnicos en economía. Ahora bien, si nos referimos a la historia del pensamiento humano, no podremos por menos de observar que la sabiduría pertenece a un orden muy distinto, incni ca en la medida en que implica cluso que es m et at é con excesiva frecuencia la problematización de las técnicas, de toda técnica en suma. El simple hecho de que un hombre pueda ser designado, en razón de su competencia reconocida o supuesta, para resolver un problema del tipo indicado, basta, a mi entender, para demostrar que la palabra sabio no puede aplicarse en este caso. «Pe ro — se me preguntará— ¿no se debe esto en realidad al hecho de que la palabra sabio corresponde a una
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noción periclitada, perteneciente a una edad pretécnica? La sociedad, al utilizar los instrumentos que las ciencias ponen a su disposición, ¿no se siente empujada a invadir cada vez más el terreno del fuero interno, del B ei sich Sein, que es sin duda el único en que las palabras ‘sabio’ y ‘sabiduría’ tienen derecho a ser empleadas ?» Se puede temer, en efecto, que sea esto lo que ocurre con lo que ha sido considerado por tanto tiempo, en particular por los estoicos, como la inviolabilidad o la inexpugnabiüdad del fuero interno. Lo cual es cierto en primer término en el plano del conocimiento, pero también, y trágicamente, en el plano de la vida misma. Hace más de quince años, en una comunicación dirigida al Congreso para la Libertad de la Cultura, que se celebraba en Berlín, escribí lo siguiente (y apenas si será necesario recordar las trágicas experiencias que motivaron mis temores) : «Todos nosotros, si no queremos mentirnos a nosotros mismos o pecar de una presunción injustificable, tenemos que admitir que existen medios concretos susceptibles de utilizarse mañana en contra nuestra y despojarnos de esta soberanía, o digamos, menos ambiciosamente, del control sobre nosotros mismos que antiguamente se podía justificadamente considerar como infrangib ie, como inviolable. Y ni siquiera podemos decir, como los estoicos, que nos queda la bienhadada posibilidad del suicidio. Porque esto no es cierto, ya que podemos vernos en una situación en que ni siquiera deseemos matarnos, en que el suicidio nos parezca un recurso ilegítimo, en que nos sintamos obligados, no sólo a sufrir, sino a desear el castigo a que son acreedoras las faltas que nos imputaremos a nosotros mismos, quizá sin haberlas cometido.» Pero estas siniestras posibilidades, que se realizan principalmente y sin la menor duda en los países sometidos al yugo soviético, aunque quizá también se den en otras partes y desde mucho más antiguo, corresponden en cierto modo al hecho de que la autenticidad del fuero interno,
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sobre todo a partir de Nietzsche, ha sido radicalmente puesta en duda. Hoy en día parece más que dudoso que sea factible para cualquier ser humano descubrir, liberar ese núcleo que hay en sí mismo y que se podría designar como su yo mismo esencial. Y hay que confesar que esta especie de desmoronamiento del sí mismo es como una invitación indirecta a todas las intervenciones, a todas las intrusiones de la sociedad, por variadas que sean las formas que estas intrusiones puedan revestir. Quizá convenga prever, para descartarla lo más pronto posible, la observación siguiente: «¿Acaso no deberíamos simplemente efectuar una descentralización de la sabiduría y reconocer que en el mundo que se desenvuelve ante nuestros ojos es la sociedad la que está llamada a revestirse con los atributos otorgados por la tradición a la personalidad del sabio?» De hecho, es muy probable que la idea bastante confusa de semejante transferencia flote desde hace mucho tiempo en la mente de los doctrinarios del pensamiento socialista, y lo más probable es que éste fuese el caso de los utopistas de la primera mitad del siglo xix. Pero no vacilaremos en responder que la idea de una tal transferencia se basa en una ilusión muy próxima al delirio. JEn efec to , la sociedad, sean cuales fueren los pe rfec cionamientos de que es capaz, no puede llegar a ser nunca un auténtico sujeto. Nunca será más que un casi, un seu dosujeto. Con respecto al ser o al actuar del sabio, el comportamiento de que es capaz se puede comparar, todo lo más, a lo que un cerebro electrónico es con respecto i un ser pensante. Pero ¿no habremos proced ido de manera impruden te .1 parecer adm itir tan fácilmen te, y como si se tratase ’e una evidencia, que la sabiduría, tal como ha sido efinida por los moralistas, está ligada a una situación ¡ue nada tiene que ver con el hombre de hoy? ¿No habrá me decir más bien que lo que al parecer ya no puede absistir en nuestro tiempo es esa seguridad, que, por O demás, siempre corre el riesgo de degenerar no sólo
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en presunción, sino incluso en complacencia en sí mismo? Al tocar este punto, lo mismo que ocurre con otros muchos, creo que hemos penetrado en una zona de inseguridad, de la que quizá, después de todo, el peligro mortal que corre nuestra especie a causa de las armas nucleares no es mas que su expresión visible o su símbolo. Claro está que la sabiduría del magistrado o del oficial retirado que traducía a Horacio para llenar sus ratos de ocio ya sólo tiene para nosotros el valor a la vez en ternecedor e irrisorio que se desprende de las fotografías antiguas encontradas en el fondo de un cajón en una casa de campo. No obstante, debemos resistir tenazmente a la tentación de pensar que la sabiduría se reduce a esta especie de régimen de vida o de dieta espiritual con que se satisfacen aquellos que, aunque todavía viven fisiológicamente, sin embargo se han despedido ya de la vida, de sus trabajos, de sus peligros y también de las tentaciones que entraña. Resumiré con gusto la idea cuya cara negativa acabo de presentar diciendo que para el hombre de hoy la sa Ijbiduría no puede ser sino trágica. Ciertamente, en este aspecto de la cuestión volvemos a tropezar con Nietzsche, y hemos de confesar que semejante encuentro no tiene nada de tranquilizador. Porque si bien es cierto que en un momento determinado hubo una sabiduría nietzscheana — y esto no hay posibilida d de negarlo— , podríam os preguntarnos a pesar de todo si se debió al azar el que dicha sabiduría desembocase en la demencia. Y esto es suficiente al menos para obligarnos a examinar con mayor atención los límites en que debe mantenerse una sabiduría que se afirma o se pretende trágica para continuar siendo sabiduría. Por añadidura, hay que reconocer que estas palabras, «sabiduría trágica», tienen una resonancia romántica que casi por fuerza ha de despertar nuestra inquietud. Cierto que podemos pensar que el hombre de hoy, si quiere alcanzar una cierta profundidad, no puede de ningún modo hacer abstracción, si no de la W el t a n s ch a u u n g , al
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men osde J a experiencia romántica. Me creo obligado a reconocer que dicha experiencia está presente en él al menos como tentación vencida. Probablemente habrá que añadir incluso que no se trata de una tentación a la que hubiera escapado de una vez para siempre. Las palabras «de una vez para siempre» son sin duda aplicables únicamente al campo de la racionalidad, o bien de la técnica en la cual esa racionalidad toma cuerpo; pero no lo son en absoluto a la vida como tal, a la vida que entraña siempre retrocesos, retornos, nostálgicas llamadas que resurgen del pasado y del mundo de la infancia. I Pero siguiendo esta líne a de pensamiento, quizá deba jmos añadir que pre cisamente esa perman ente tentación , contra la cual todos deberíamos permanecer en guardia, es un aspecto de la inseguridad fundamental que hemos ^ de tener siem pre presente en nuestra conciencia, ya que es esta presencia la que confiere a la única sabiduría que nos resulta asequible, o al menos significativa, su carácter auténticamente trágico. Estas consideraciones, por exactas que sean, presentan, sin embargo, para mi gusto un carácter excesivamente vago e indeterminado. Sólo presentarán verdadero interés si permiten aportar al menos un rudimento de respuesta a las cuestiones candentes que se nos plantean en la actualidad. Digamos, en términos generales, que tales \! cuestiones son todas relativas a una cierta situación que se define en primer lugar por el desarrollo acelerado e hiperbólico de las técnicas y por los peligros manifiestos, y quizá mortales, a que ese desarrollo expone a nuestra especie. Es po sible concebir — y esto porque existen de hecho hombres que se esfuerzan por encarnarla— una sabiduría, al menos pretendida, que inspirada en el ejemplo de Gandhi, mejor o peor entendido, trata de oponerse a este desarrollo con un rechazo, no ya simplemente verbal, sino efectivo. Con este espíritu, el escritor Lanza del Vasto ha fundado una pequeña comunidad que pretende, en la medida de lo posible, bastarse a sí misma, de suerte
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que, por ejemplo, la ropa voluntariamente anacrónica que visten sus miembros está tejida a mano. Pero mucho me temo que en este caso nos encontremos ante una falsa sabiduría, ante una caricatura involuntaria de lo que podría ser la auténtica sabiduría cuyos principios, al menos, estoy tratando de esclarecer. —Tíe~ habl ado anteriormente del riesgo de complacencia en sí mismo. Este es precisamente el escollo contra el que choca, de manera casi inevitable, toda comunidad de este tipo. Sólo resulta ejemplar ante sus propios ojos. Está expuesta a que de todas partes le llegue el reproche de fa ri seísmo esteti zant e. Quizá incluso se pudiera decir que tropieza con el dilema siguiente: o bien esta suficiencia es falsa, en el sentido de que una comunidad semejante depende para su vida material de una comunidad infinitamente más amplia y establecida sobre principios opuestos; o bien es efectivamente autónoma, pero ¿a qué precio? A falta de todo lo que podría llegarle de fuera para enriquecer y alimentar su sustancia, es muy de temer que se vea condenada a morir de anemia perniciosa. A mi entender está claro que el rechazo de las técnicas, del mundo de las técnicas, responde a una especie de infantilismo, al que se añade además el defecto de ser artificial. Todo lo más que puede verse en una comunidad de este tipo es el equivalente a las reservas de indios que se mantienen con grandes gastos en algunos distritos apartados de los Estados Unidos. Sólo se pueden considerar como anexos cuidadosamente conservados de cualquier museo de Historia Natural. Su fin consiste en conservar el testimonio de un pasado irrevocablemente desaparecido, a pesar de que Lanza pretende seguramente constituir algo así como el modelo para las pequeñas sociedades del porvenir. También es posible una actitud rigurosamente inversa, y el optimismo planetario que testimonian los escritos del padre Teilhard de Chardin nos permiten definirla con bastante claridad. Se trata ante todo de la afirmación
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entusiasta de la técnica, incluso nos sentiríamos tentados a decir de su valor redentor. Sin embargo, conviene precaverse contra una posible confusión, que el propio padre Teilhard se ha tomado el cuidado de señalar expresa ! mente. «Lo que más desacredita en este momento a los ojos de los hombres la fe en el progreso es la infortunada tendencia, todavía manifestada por sus adeptos, a desfigurar en lamentable milenarismo lo que hay de más legítimo y más noble en nuestra espera, a partir de ahora despierta, de lo ‘ultrahumano’. Un período de euforia y abundancia — una edad de oro — es, se nos dice, todo cuanto nos reserva la Evolución. Ante un ideal tan ‘burgués’ es justo que nuestro corazón desfallezca» x. A lo que no es más que una cuestión de bienestar opone el padre Teilhard lo que él llama una sed de ser más, la única capaz de salvar a la tierra pensante del t a e d i u m vitae.
Ahora bien, este progreso, del que el padre Teilhard no duda, se puede operar de dos maneras. Una sería el producir una aceleración mediante una acción externa de coerción, la compulsión artificialmente ejercida por un grupo humano más fuerte sobre los más débiles, que se viene a añadir a la compresión natural ejercida por las causas físicas. El otro método consiste en la puesta en juego entre los hombres de una fuerza de atracción mutua profunda, de una unanimidad cuyo principio generador no puede consistir, en último término, más que en la atracción común ejercida por un mismo Alguien. En una conferencia pronunciada en Pekín el 22 de febrero de 1941 y que figur a en el tomo V de sus obras, consagrado al P o r v e n i r d e l h o m b r e , el autor declara «que cuanto más se esfuerza, con simpatía y admiración, por medir los inmensos movimientos de la vida transcurrida, más se siente persuadido de que este gigantesco desarrollo, cuya 1 L ’ H y m n e d e l ’ U n i v er s pp. 117-118.
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marcha nada será capaz de detener, no alcanzará su término si no es cristianizándose» 2. En consecuencia, nada más lejos del pensamiento del padre Teilhard que un optimismo tecnocrático que atribuya a las técnicas, tomadas en sí mismas, la facultad de resolver el problema humano en su conjunto. En realidad, la esperanza que anima al padre Teilhard está fundamentada sobre una mística. Por desgracia es muy de temer que dicha mística sea mucho más difícilmente comunicable que el optimismo que ella transciende desde tan alto. Y , además, ésta es la causa de que podamos ver a ciertos marxistas testimoniar su simpatía por un pensamiento que es en realidad irreductible al suyo y que ellos decapitan pura y simplemente al anexionárselo. Por lo demás, hay que reconocer que, incluso en el padre Teilhard, la integración de esta mística y algunas opiniones de naturaleza muy distinta, y que se presentan en el fondo como simples extrapolaciones, se establece en condiciones extremadamente precarias. Por ejemplo, en el texto que acabo de citar, la frase «el desarrollo cuya marcha nada será capaz de detener», o bien se reduce a pura retórica, o bien implica una especie de fatalismo del progreso que se halla en flagrante contradicción con los principios del cristianismo. Y precisamente porque la unidad de este pensamiento es frágil, se ve casi inevitablemente llevado a disociarse de tal form a que sus elementos más superficiales, y — hay que decirlo— también los más seductores, se dejan fina lmente explotar para fines partidistas por hombres incapaces de participar de la fe ardiente que es el corazón mismo de la obra teilhardiana. En lo que respecta al problema que nos ocupa, creo que este pensamiento, si se le considera en todas sus dimensiones y haciendo abstracción de las contradicciones que esconde, se sitúa más allá de lo que llamamos la sabiduría, en una zona confusa y difícilmente delimi 2 Loe. cit ., p. 100 .
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table en que ciencia y religión intentan conjugarse. Pero, en contraposición, las expresiones simplificadas, esquematizadas e incluso caricaturescas con que tal pensamiento se reviste en tal o cual librepensador, se colocan, por el contrario, por debajo de la sabiduría propiamente dicha. Este largo paréntesis puede tener la virtud de desembarazar un poco nuestro camino, puesto que las observaciones a que da lugar esta obra, cuya importancia histórica no se puede poner en duda seriamente, nos permiten ver de manera más clara los límites en que debemos mantenernos en la búsqueda a tientas a que procedemos para intentar descubrir lo que puede ser en la actualidad una sabiduría. A mi entender conviene plantear en principio el hecho h de que un progreso puramente científico y técnico no ¡ ¡ puede contribuir por sí mismo a instaurar entre l os / hombres la concordia sin la cual no es posible n i n - j j c guna auténtica felicidad. Por lo demás, esto no implica,!/ propiamente hablando, que tengamos que desconfiar dé la ciencia y de las técnicas. Lo que aseguramos más bien j eTqüe es preciso denunciar la ilusión de los que esperan de ellas lo que no pueden dar en ningún caso, es decir conferi r un sent ido a nuestra vida.
Ahora bien, es precisamente este sentido o, si se quie/ re, este valor lo que la sabiduría pretende descubrir y & salvaguardar — esto, claro está, en un nivel distinto al de las seguridades que nos otorga la revelación— . In cluso dejaré de lado la importante cuestión de saber en qué condiciones la sabiduría en cuanto tal puede subsistir al lado o en el interior de una existencia centrada sobre afirmaciones de este orden. Es muy posible que, en un contexto semejante, la sabiduría propiamente dicha tenga que sufrir una verdadera transmutación. Pero el problema de que me estoy ocupando concierne a aquellos que no han sido penetrados de esas seguridades. ¿N o sería dar pruebas de una ligereza c ulpable el pretender que esos no creyentes que, en la mayoría de los casos, no son por lo demás ni adversarios ni
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militantes, sino más bien escépticos, o al menos inseguros, están condenados a caer en la idolatría a que sucumben los tecnócratas? En cambio, lo que sí me parece exacto — y de nuevo tropezamos con el pensamiento que intentab a precisar al hablar de sabiduría trágica— es que el equilibrio espiritual que se trata de alcanzar no puede de ningún modo presentar el caracter estático que descubrimos en aquellos a quienes he llamado los jubilados de la vida, sino que se presenta como una victoria siempre precaria, no ya sobre la inseguridad, sino sobre la angustia que parece ser su consecuencia casi inevitable. Pero ¿acaso esta angustia no está ligada a la mortalidad y acaso no encontramos aquí, cualesquiera que sean las transformaciones, apenas imaginables, que ha experimentado el cuadro en que se inscribe la vida de los hombres, un problema secular sobre el cual la reflexión de Platón o Spinoza se ha ejercitado con tal fuerza que resulta imposible imaginar a p r i o r i que se pueda sobrepasar ? Al considerar las cosas más de cerca, se da uno cuenta de que, a pesar de todo, las perspectivas se han modificado profundamente bajo el impulso de la historia y la' conciencia histórica, y hoy en día parece casi imposible plantear el problema en los términos en que se plantea en el Fedón o en la Etica, por ejemplo. Cualesquiera que sean las objeciones a que está expuesta la noción heideggeriana de Z u m T o d e S e i n — por lo demás, las he presentado ya anteriormente y siguen para mí sin respuesta— , el autor de S e i n u n d Z e i t tuvo razón al recalcar, quizá con mayor fuerza que ningún otro pensador antes que él, la inmanencia de la muerte en la vida. El hecho de que, a causa de la sentencia que pesa sobre ella, la vida lleve en sí misma la muerte, como aquella «sombría mitad» de que habla el poeta de Ee cimetiere m a r i n , no permite apenas aceptar sin más la idea platónica de la preparación para la muerte, ni tampoco relegarla, a la manera spinozista, lejos de las preocupaciones del sabio. Una vez más, parece que no nos está permiti-
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do apartarnos de lo trágico. Así, pues, el sabio está obligado a tomar posición frente a este dato esencialmente ambiguo del que la vida y la muerte son los aspectos indisociables. Por lo demás, preferiría evitar el expresarme así, pues quizá sea preciso abandonar la idea tradicional de un ser privilegiado que hubiera tomado posesión a título definitivo de una cierta cualidad de ser. Concebido de esta forma, el sabio corre el riesgo de parecemos hoy en día como la transposición laica — y sin duda irrisoria— del santo. Pero es que, además, tampoco la santidad puede ser concebida en ningún caso como una posesión. Sólo es tal santidad por una gracia a la cual hay que responder sin desaliento. La tentación, bajo todas sus formas, está siempre presente como una posibilidad amenazante de la que tan sólo una vigilancia indefectible puede salvaguardarnos. En cuanto a la sabiduría, se presenta mucho menos como un estado que como una aspiración, y aquí hemos de sacar a colación una vez más la referencia e x p e r i m e n t a l a nuestra inseguridad fundamental. Y quizá no resultase inútil recordar también que parece existir como una misteriosa proporcionalidad entre el acrecentamiento de la inseguridad fundamental y el desarrollo de los medios técnicos puestos en acción para garantizar al hombre contra los riesgos que le amenazan (en su salud, en sus bienes, etc.). No hablamos de lazos causales, sino más bien de aspectos conectados con una determinada situación que, en un sentido amplio, puede ser llamada histórica. Aspirar a la sabiduría es aspirar a convertirse en cierto modo en dueño de esta situación. Pero, ya lo sabemos, este dominio se muestra como minado en su interior por fuerzas que parecen coaligarse para poner en duda su posibilidad. Me limito a resumir lo que hemos dicho ya de pasada, pero con un tal resumen lo único que conseguiremos será poner de manifiesto la insuficiencia de semejante posición. ¿No parece reducirse la sabiduría al parpadeo de una llama condenada a una cercana extinción?
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La cuestión que se plantea ahora es determinar en qué dirección deberíamos encaminarnos para superar esta actitud, que quizá no sea más que una supervivencia. No trato de ocultarme que estoy abordando un terreno sembrado de escollos y en el que sólo podemos aventurarnos con la mayor prudencia. Pero me parecería faltar a la equidad si silenciase los pensamientos que formulé por primera vez al final de la primera guerra mundial y que constituyen en realidad el trasfondo de todo lo que he escrito desde entonces. Esta superación no puede efectuarse si no interviene la reflexión para problematizar una situación de con junto que hasta el presente había sido considerada como algo natural. El carácter específico de esta situación consiste en lo que yo he llamado con frecuencia un antropocentrismo práctico que, por lo demás, evita cuidadosamente reconocerse como tal a causa de las enojosas asociaciones de ideas que desencadena habitualmente la palabra antropocentrismo. Las líneas que siguen de Máximo Gorki, leídas por azar en estos días y que han sido incluidas para encabezar la traducción de su teatro completo, expresan con una especie de ingenua arrogancia la tranquila presunción que fundamenta semejante posición: «La única idea que existe para mí es el hombre: el hombre y sólo el hombre es en mi opinión el creador de todas las cosas. Es él quien realiza los milagros, y en el futuro será el dueño de todas las fuerzas de la naturaleza. Todo lo que hay de más hermoso en nuestro mundo ha sido creado por el trabajo y la mano inteligente del hombre... Yo me inclino ante el hombre porque no percibo ni veo nada sobre la tierra aparte las materializaciones de su razón, de su imaginación, de su espíritu inventivo.» A tal afirmación opondremos los elocuentes versos de Gérard de Nerval:
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Hombre, libre pensador, ¿t e crees el único capaz de pensar En este mundo en que la vida estalla en todas las cosas? Tu libertad dispone de las fuerzas que posees, Pero el universo se mantiene indiferente a todos tus consejos. Respeta en la bestia el espíritu que en ella actúa; Cada flor es un alma en que hace eclosión la naturaleza; Un misterio de amor reposa en el metal; «T od o es sensi bl e . » Y todo tiene poder sobre tu ser. Teme, en el muro ciego, una mirada que te espía: El verbo palpita en la materia... i No la obligues a servir un fin impío! Muchas veces en el ser oscuro habita un Dios escondido; i Y como u n ojo que nace cubierto por su párpado Un espíritu puro crece bajo la apariencia de las piedras!
Acaso se juzgue poco razonable traer a colación, tras la altanera declaración de un novelista, el testimonio de un poeta órfico. Pero toda la cuestión — y hay que reconocer que en nuestros días normalmente se trata de eludirla, salvo, claro está, en el caso de Heidegger y los que a él apelan— consiste en saber si la sabiduría, cuan do es algo más que un conjunto de recetas utilitarias y, en último término, técnicas, puede enraizar en otro terreno que no sea precisamente aquel en que tiene origen la poesía y en el que encuentra su alimento. Esto, que a primera vista puede parecer una afirmación totalmente gratuita, se esclarecerá, espero, y se justificará con lo que sigue. Evidentemente, el antropocentrismo agresivo del que he hablado no puede por menos de alentar un espíritu de desmesura que se presenta en conjunto como incompatible con la constante enseñanza de los moralistas. Pero aquí volvemos a tropezar, como es lógico, con la interrogación subyacente en toda esta meditación: tal enseñanza ¿debe considerarse como periclitada? La dificultad central contra la que no dejamos de chocar podría ser enunciada de la manera siguiente: «L o que usted denomina antropocentrismo — se me dirá— , ¿no es acaso la expresión, por lo demás tenden-
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ciosa y peyorativa, de una verdad que preside a todas las demás y a la que no se puede discutir en nombre de unas pretendidas seguridades que no hacen sino poner de manifiesto el ámbito de la afectividad? Esta verdad central (o primera) recae en realidad sobre las condiciones sin las cuales incluso la palabra verdad pierde toda su sign ifica ción . Y esas condicione s, ¿no residen exclusivamente en el esfuerzo inteligente del hombre?» Cierto que esto puede parecer evidente; pero la realidad es que de esta observación no se puede deducir nada que se parezca al antropocentrismo. Creo que Heidegger ha visto perfectamente clara esta cuestión, aunque su lenguaje, como le ocurre con tanta frecuencia, sea más propio para oscurecer que para aclarar el pensamiento que pretende expresar (si bien él mismo se encargará de recordarnos que para él esconder y revelar son aspectos inseparables de un mismo acto). Quizá no seamos absolutamente infieles a lo esencial de su pensamiento si lo exponemos así: por una parte, si no el hombre, al menos el hecho de ser hombre excede las determinaciones o las definiciones con que se han contentado habitualmente los filósofos clásicos a partir de Aristóteles. El hecho de ser hombre, tal como aparece en particular en el lenguaje del que no es separable, no puede ser pensado más que con referencia al ser. Sin embargo, me propongo evitar aquí el empleo del término ser, aun a riesgo de apartarme un poco del pensamiento del filósofo, porque lo que intento en realidad es menos reproducir ese pensamiento que determinar las condiciones en que me parece capaz de precisar y sobre todo esclarecer nuestro problema. Propongo sustituir la distinción, a mi modo de ver radicalmente sospechosa, entre el ser y el ente por la distinción entre la l uz y lo qu e es i l u m i n a d o p o r e l l a . Es obvio que en este caso luz no designa en absoluto un agente físico. Cuando alcanzamos a comprender lo que al principio nos parecía oscuro, ya sea gradualmente, ya sea, por el contrario, de modo súbito, se hace la luz en nuestro espíritu, y
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esto es tan cierto para el ciego como para el clarividente. Pero manifiestamente no tendría ningún sentido decir que es el mismo hombre el que p r o d u c e esta luz, cualquiera que sea el modo en que se intente definir esta producción. Podemos dejar de lado, al menos provisionalmente, la cuestión de saber si la luz así entendida tiene una fuente, e incluso la de saber si el plantear tal cuestión tiene un sentido preciso. Pero en tanto que reflexiono sobre mi condición de hombre (o de ser pensante), me veo obligado a reconocer que dicha condición no puede definirse sin hacer referencia a esta luz inteligible. Además, la reflexión nos demuestra que la luz me invade en tanto mayor grado cuanta mayor abstracción de mí mismo hubiera hecho anteriormente. Y no se trata tan sólo de mi yo individual, sino también del hecho mismo de ser un yo en general, precisamente de ese dato que culmina en el orgullo antropocéntrico. Está verdaderamente patente que es la sinrazón misma pretender que el hombre produce la luz en el sentido en que una fábrica produce la electricidad (señalamos, sin embargo, de pasada, que incluso en el caso de una fábrica la palabra producción debería dar lugar a un análisis que contribuyese a disipar su sentido aparente). Desde este punto de vista, es ciertamente absurdo imaginar que el desarrollo hiperbólico de la ciencia contribuye a modificar, en la medida que sea, la situación fundamental del hombre con respecto a esta luz. No obstante, esta situación seguirá siendo siempre muy difícil de esclarecer, dado que el esclarecimiento recae inevitablemente sobre lo que es esclarecible y no tiene el menor sentido decir que la luz puede ser esclarecida. Al sobrepasar así el antropocentrismo, ¿nos acercamos a nuestra meta? En principio me parece bastante dudoso. Porque lo que se ha dicho anteriormente se refiere a la verdad, al hombre en presencia de la verdad. Aho ra bien , ¿es evidente la relación entre verdad y sabiduría? Plantear esta relación, ¿no supone sobreenten-
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der un intelectualismo al que no es seguro que podamos suscribirnos sin desconocer ciertos aspectos esenciales de la realidad humana? Yo creo que lo que debe ser tomado aquí en consideración es más bien una cierta verdad de la vida. En efecto, quizá se renuncie implícitamente a conferir un contenido a la palabra sabiduría si se niega que las palabras verdad de la vida tienen en sí mismas una significación. ¿No encontramos aquí un pensamiento muy próximo al que expresa Simmel cuando dice: «Así como la vida en el nivel fisiológico es procreación continua, hasta el punto de que vivir es también algo más que vivir, del mismo modo en el nivel espiritual engendra algo que es más que la vida: lo objetivo, que tiene en sí mismo valor y significación. Este modo que tiene la vida de elevarse por encima de sí misma no es algo que le viene por añadidura, sino que es su propio ser alcanzado en su inmediatez» ? 3 Probablemente se pueden hacer algunas reservas sobre la terminología de Simmel, especialmente en lo que concierne al término «objetivo». Pero no por ello hay que dejar de concederle que ha dicho algo esencial, algo que la filosofía de la vida corre siempre el riesgo de olvidar; corresponde a la esencia de la vida c u l m i n a r en algo que en cierto modo es su «más allá», de suerte que las palabras verdad de la vida adquieren realmente un sentido. Sin embargo, todo esto sigue siendo a mis ojos demasiado indeterminado y, por tanto, equívoco. Intentando en otro tiempo, si bien en un contexto muy diferente, determinar las relaciones entre la vida y lo sagrado y recordando que esta relación parece abolirse en la perspectiva naturalista, creía yo ver que sólo porque la vida se presenta en su eclosión, en su frescor y por ello mismo en una especie de cualidad alusiva (una integridad original, secreta y como inviolable), pode3 Lebenanscbauung, p. 94.
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mos, como en un relámpago, restituirle su valor sagrado. Pero cuando nos concentramos sobre lo que he llamado la verdad de la vida, ¿no tropezamos precisamente con esta integridad? Advierto de pasada que en mi opinión el H e i l , de Heidegger, corresponde a lo que denomino aquí integridad, y que el traductor francés se ha equivocado al transcribirlo por indemne. Creo que el pensamiento de Simmel y el de Heidegger podrían completarse a este respecto, aunque el difícil pensamiento que estoy tratando de alumbrar no corresponde exactamente ni al uno ni al otro. Me parece que la vida — en el sentido en que cada uno habla de su vida— no puede mirarse como pura y simplemente extraña a la luz concebida como dato ontológico último, un dato que es al mismo tiempo d o n a n t e , siendo esto lo que lo hace ultimo. Pero en esta cuestión el lenguaje nos falla, porque es obvio que luz y vida no pueden ser tratados como datos distintos, entre los cuales sería preciso establecer una conexión. Tan falso resulta decir que la vida produce la luz como enunciar la relación inversa. Estas son esque matizaciones groseras e inaceptables. Es preferible referirse, con toda la precisión posible, a la forma en que la vida se ilumina para aquel que ha vivido mucho y ahora intenta deducir un orden de lo que, a medida que lo vivía, se le aparecía como una pura confusión. Y aquí se nos viene naturalmente a la memoria el ejemplo de Goethe o, mejor aún, el Ri peness is all , de Próspero. Sin embargo, en este punto de nuestra investigación no podemos olvidar lo que hemos dicho anteriormente sobre la inseguridad radical a que está condenado el hombr e de hoy. Y en torno a esta cuestión parece que se formula el problema alrededor del cual no hemos de jad o de girar ni por un mom ento: esta inseguridad, ¿no es incompatible precisamente con la maduración que parece implicar toda sabiduría digna de tal nombre? Porque no se es sabio, sino que se t i e n d e a serlo. Aho ra bien, ¿no nos lleva esto simplemente a la angustia
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que definíamos al principio ? ¿Merecía la pena llevar a cabo todo este periplo para llegar a una conclusión tan negativa? Mas a pesar de todo parece que se desprende una conclusión positiva de todas nuestras reflexiones: hemos dicho que sólo una confusión injustificable ha podido llevar al hombre a ver en su ego y en los poderes técnicos que utiliza el principio ordenador del mundo. El nuevo antropocentrismo es todavía menos justificable que el antiguo, el cual, después de todo, se adhería a un antropocentrismo previo. Y no tengo el menor inconveniente en afirmar que este rechazo es sin duda el comienzo, el principio de la sabiduría tal como se debe definir hoy en día. Se trata de una humildad fundamentada en la razón y que es como la contrapartida de la iluminación que acompaña a todo acto de comprensión auténtica. Pero esta humildad está relacionada con la conciencia vigilante de un peligro o de una tentación, la de la afirmación centrada sobre un « Soy yo quien . ..». Por lo demás, esto no implica en absoluto la exagerada tesis de Simone de W ei l, según Ja cual el uso del término «yo» es en cierto modo pecaminoso, sino un punto de vista más matizado, que consiste en conceder al «yo» un lugar que le sitúa en un determinado conjunto de potencias, tomando aquí esta palabra en el sentido que le da Schelling. En este punto, la inseguridad (ligada a la amenaza de la que he hablado) parece relativizarse en la medida en que el hombre restablece en su verdad la relación que le une con la luz original de que he hablado. Ahora bien, si situamos esta consideración como centro de nuestra vida, ¿no corr emos el riesgo de recaer, más o menos directamente, en un spinozismo, aunque quizá traspuesto términológicamente, y de hacer así abstracción del aspecto trágico en el que, según he repetido, es necesario hacer hincapié? Y precisamente al llegar a este punto estoy abordando lo que a mis ojos es lo más importante, pero que al mismo tiempo es capaz de provocar las más vivas oposi
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dones. Porque es uno de los puntos en que me aparto más resueltamente del pensamiento de Heidegger, tal como se interpreta comúnmente. En efecto, volvemos a la crítica a la que a mi entender deber ser sometido el S e i n z u m T o d e y a la extraordinaria minimización del problema capital de la muerte del otro, de la muerte del ser amado que afecta tan gravemente toda su obra y que acaba por aprisionarla en un solipsismo existenciaí (enclavado, por otra parte, en una ontocosmología puramente lírica). Pero ¿qué ocurre aquí con el ag a péy con todo lo que con él se relaciona? Pienso que no es posible resolver la dificultad introduciendo, como hizo Binswan ger, una categoría suplementaria, representada por el amor. Porque aquí no es cuestión de categorías, sino del destino mismo de la criatura que somos cada uno de nosotros, y las categorías, sean las que sean, no están más que a su servicio o a su disposición. Lo que tenemos que determinar es cómo se sitúa lo que he llamado la luz original y que sin duda hay que guardarse de considerar como una especie de noíis aristotélico y despersonalizado, con relación a este mundo nuestro, tan trágico, en el que cada uno participa en el «sercontrala muerte», no sólo en virtud de un D r a n g , de un instinto de conservación, sino más profunda e íntimamente contra la muerte del amado y que, para él, cuenta infinitamente más que la muerte propia, hasta el punto de que, no por naturaleza, pero sí por vocación, está descentrado o poli centrado. Ahora bien, aquí la cuestión se plantea en términos que parecen anunciar el retorno a una especulación gnóstica del tipo de Boehme. En lo que a mí respecta no es precisamente ésta la dirección en que preferiría embarcarme, aunque estoy muy lejos de desconocer o de subestimar la importancia del pensamiento de Boehme y de sus actuales discípulos. Lo cierto es que mi propósito es menos ambicioso. No obstante, no rechazaré ni el término gnosis ni el de orfismo, aunque pienso que esta gnosis renovada debería más bien mantenerse al
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nivel de una exper iencia elaborada. Y vuelvo a insistir en lo que escribí inmediatamente después de la Liberación en un artículo que ha pasado en general desapercibido, a pesar de haber escandalizado a ciertas y determinadas personas, sobre L a audacia en l a m et afísica. Por lo demás, me limitaba en él a continuar simplemente las indicaciones que figuraban en la segunda parte del Jour nal M é t aph y siqu e. Creo que todos nosotros estamos como invitados más acá de la fe, sobre la cual aquí no nos planteamos problema alguno, a poner de manifiesto los rasgos de un mundo que no está en modo alguno superpuesto al nuestro, sino que es sin dudarlo este mismo mundo, pero captado en una multiplicidad de dimensiones, multiplicidad a la que de ordinario estamos muy lejos de prestar la menor atención. Además, no se trata tan sólo del mundo en cuanto U m w e l t o U?)7gebu n g, sino en cuanto que desemboca en las profundidades de nosotros mismos, de las que no nos libera verdaderamente el psicoanálisis más que en un aspecto, pero no en lo esencial ni mucho menos. Enesta perspectiva, que no se puede plantear sin suscitar roces ni escándalos entre los filósofos y entre los teólogos, podría suceder que, en esta época de inseg ur ida d absoluta que estamos viviendo,\ la verdadera i sabiduría consista en aventurarse, prudentemente, claro I está, pero con una especie de escalofrío placentero, por ! los caminos que conducen, no digo fuera del tiempo, pero sí al menos fuera de nuestro tiempo, a un terreno I en que los tecnócratas y los estadistas, por una parte, í y los inquisidores y los verdugos, por otra, no sólo pierden pie, sino que se desvanecen como humaredas al i amanecer un día radiante.
COLECCION UNIVERSITARIA DE BOLSILLO
PUNTO OMEGA 1. 2. 3. 4.
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7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22 . 23. 24. 25. 26 .
27. 28. 29 .
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33. 34. 35. 36. 37. 38. 39. 40. 41.
42. 43. 44. 45. 46. 47. 48. 49. 50. 51. 52. 53. 54. 55. 56. 57. 58. 59.
Vintila Horia: U n a m u j e r p a r a el A p o ca l i p s i s (novela) Alfonso Albalá: El secuestr o (novela). S. Lupasco: N uevos aspectos del art e y de la ciencia. Theo Stammen: Sistemas pol ít icos a ctual es. Lecomte du Noü y: D e la ciencia a la fe. G. Uscatescu: Teatr o occidental contempor áneo. A. Hauser: L i t e r a t u r a y m a n i er i s m o . H. Clouard: B r e v e h i s t o r i a d e l a l i t er a t u r a f r a n c es a . ti ca post eri or a Stalin. H. von Ssachno: Li terat ura sovié
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A. Balakian: E l A l o v i m i e n t o Si m b o l i st a .
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