agosto 2006, año v, número
59
agosto 2006, aÑ0 v, número 59
revista mensual ¤5
www.letraslibres.com
l e t r a s
l i b r e s
cuadernos de viaje > la china de ayer y la de hoy > Varados en la guaira > diario de las galápagos > beaumarchais en madrid > la dulce dictadura de viena > buscando a Handke en soria > regreso a vietnam > en la boca no > irán de ida y vuelta
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• Abecé del turismo del ideal • Nuevos vislumbres de la India
Contenido
59 Agosto de 2006 5
E D I C I Ó N Año v
E S P A Ñ A
agosto de 2006
Nuestros colaboradores
cuadernos de viaje
Número 59
Director
Enrique Krauze Directora gerente
Leonor Ortiz Monasterio Director editorial España
Julio Trujillo Director editorial México
Ricardo Cayuela Gally Redacción
Juan Puig, Álvaro Enrigue, Daniel Saldaña París
8
Miguel Cané:
32
Hugh Thomas:
En el mar Caribe
Beaumarchais en Madrid
36
Pedro Sorela:
Coordinadora Administrativa
Mara Figueroa Adjunta a dirección
Marga Conde Secretaria
Ana José Martín Fernández Edición internet
Rodrigo Balassa, León Krauze Director de arte
Sergio A. Ruiz Carrera Asistente de diseño y preprensa digital
Esteban Espinosa Publicidad
Christián Victoria Fernández
Francisco González Crussí:
12
La “Santa Madre” China
18
Eliot Weinberger:
Postal desde China
Viena, o cómo someterse a su dictadura sutil
Editor de ilustración
Fabricio Vanden Broeck
Consejo editorial
J. J. Armas Marcelo, Félix de Azúa, Adolfo Castañón, Juan Gustavo Cobo Borda, Christopher Domínguez Michael, Jorge Edwards, Laura Freixas, Pete Hamill, Hugo Hiriart, David Huerta, Miguel León Portilla, Juan Malpartida, Vicente Molina Foix, Carlos Monsiváis, Beatriz de Moura, José Emilio Pacheco, Sergio Pitol, Barbara Probst Solomon, Alejandro Rossi, Andrés Sánchez Robayna, Fernando Savater, Jorge Semprún, Guillermo Sheridan, Pedro Sorela, José-Miguel Ullán, Mario Vargas Llosa, Enrique Vila-Matas, Juan Villoro, Leon Wieseltier
40
Félix Romeo: Desesperadamente buscando a Peter Handke
Letras Libres, revista mensual, agosto de 2006 Redacción y publicidad: 91 402 00 33 y 91 402 93 22 Fax: 91 401 99 97 e-mail: revista@letraslibres.infonegocio.com Edita: Letras Libres Internacional Domicilio de la publicación: Ayala, 83, 1 A, 28006, Madrid Imprenta: Central de Gráficas Asociadas, S.L. Distribución: Gestión de Logística Editorial, S.A. Suscripciones: 91 402 29 67 y 91 402 00 33 Depósito legal: M 41135/2001 Letras Libres es miembro de la Asociación de Revistas Culturales de España (ARCE)
Esta revista ha recibido una ayuda de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas para su difusión en bibliotecas, centros culturales y universidades de España
Suscripciones: www.letraslibres.com
2 Letras Libres agosto 2006
22
Emir Rodríguez Monegal:
Diario de las Islas Galápagos
46
Tom Bissell: Heridas de guerra
“A quienes me preguntan la razón de mis viajes les contesto que sé bien de qué huyo, pero ignoro lo que busco”.
Ilustración: Dibujo de Lluisot © en su MOLESKINE
– Michel de Montaigne
56
Jorge Carrión:
62
En La Boca no
Ángel Jaramillo: Irán ida y vuelta
66
Carlos Granés: Latinoamérica como baratija
72
Pankaj Mishra:
Nuevos vislumbres de la India
Ilust rad ores: Tamara Villoslada, André Carvalho, Jolanta Klyszcz, Alejandro Magallanes, Julián Cicero, Raúl, Philip Stanton, Max Luchini, Justo Barboza, Raymond Verdaguer agosto 2006 Letras Libres 3
COLABORADORES ■ Tom Bissell (Escanaba, Michigan, 1974) es crítico y escritor
indio. En español están publicados sus libros Pollo a la mante-
residente en Nueva York. Es autor, entre otros, de Chasing
quilla en Ludhiana: viaje por la India provinciana (Barataria, 2002)
the Sea (Pantheon, 2003), un viaje a Uzbekistán, y del libro
y Los románticos (Anagrama, 2000).
de relatos God Lives in St. Petersburg and Other Stories (Pantheon,
■ Emir Rodríguez Monegal (Melo, Uruguay, 1921, New Haven,
January 2005).
Connecticut, 1985) fue crítico, ensayista y profesor de literatura
■ Miguel Cané (Montevideo, 1851, Buenos Aires, 1905)
en la Universidad de Yale. Colaboró en las revistas latinoameri-
fue abogado, diplomático, periodista y escritor, miembro
canas más prestigiosas de todos los tiempos, como la argentina
de la llamada Generación del 80. Editorial Periférica
Sur y las mexicanas Plural y Vuelta.
ha reeditado en 2006 su principal obra, Juvenilia, publicada
■ Félix Romeo (Zaragoza, 1968) es narrador y crítico. Autor
en 1882.
de las novelas Dibujos animados (Anagrama, 1995) y Discothèque
■ Jorge Carrión (Tarragona, 1976) es narrador y crítico. Ha
(Anagrama, 2001).
colaborado en la revista Lateral y el diario Avui, entre otros.
■ Pedro Sorela (1951) es narrador, ensayista y periodista.
En 2001 publicó su novela Ene.
Su última novela publicada es Ya verás (Alfaguara, 2006).
■ Francisco González Crussí es médico y escritor mexicano
■ Hugh Thomas (Windsor, Inglaterra, 1931) es uno de los más
residente en Chicago. Ha colaborado en numerosos medios,
reputados historiadores hispanistas. Su último libro publicado
entre ellos The New York Times, The Washington Post y New Yorker.
es El imperio español (Planeta, 2004).
En México, tiene en imprenta el libro Horas chinas.
■ Eliot Weinberger (Nueva York, 1949) es narrador, ensayista
■ Carlos Granés es antropólogo social.
y traductor. Turner publicó su célebre Una antología de la poesía
■ Ángel Jaramillo (Ciudad de México, 1967) es periodista cultural.
norteamericana desde 1950 (1992) y su último libro en España,
■ Pankaj Mishra (Uttar Pradesh, 1969) es narrador y ensayista
Lo que oí sobre Iraq (2006). ~
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>Miguel Cané >Francisco González Crussí >Eliot Weinberger >Emir Rodríguez Monegal > Hugh Thomas
>Pedro Sorela > Félix Romeo > Tom Bissell >Jorge Carrión > Ángel Jaramillo > Carlos Granés > Pankaj Mishra
cuadernos
de viaje Además de una útil metáfora de la vida, el viaje es un ejercicio de humildad: al salir de su centro habitual y trasponer las lindes de lo conocido, el viajero se expone a los aires de culturas diferentes a las que, si de veras quiere aprehenderlas, se tendrá que adaptar. Un viajero nunca se impone, su cualidad es la de la esponja, que recibe, se enriquece y luego da, habiéndose colmado. Viajar, como dijo Descartes, nos despoja de prejuicios provincianos, ensancha la mirada y el criterio, desvanece las fronteras de la estrechez mental. En este verano, ofrecemos un texto exquisito del olvidado Miguel Cané, escritor argentino que narra la ruta que siguió, en calidad de diplomático, de Venezuela a Colombia; una sosegada descripción de un antiguo templo chino por parte del mexicano Francisco González Crussí; y una instantánea de la nueva China, donde se plasman sus vertiginosas contradicciones, tomada por el estadounidense Eliot Weinberger. Además, rescatamos un diario de viaje por las Islas Galápagos del uruguayo Emir Rodríguez Monegal; seguimos, de la mano del hispanista inglés Hugh Thomas, los pasos de Beaumarchais por Madrid; nos dejamos someter por la dulzura dictatorial de Viena, según Pedro Sorela; acompañamos a Félix Romeo a buscar afanosamente a Peter Handke, ¡en Soria!; nos internamos en el Vietnam de hoy, pero sólo para recordar el Vietnam de ayer, en una larga anagnórisis entre padre e hijo narrada por Tom Bissell; y nos quedamos una temporada en el barrio de La Boca, en Buenos Aires, para no dejar solo a Jorge Carrión. Cerramos con dos ensayos pertinentes: un abecé del “turismo del ideal”, que lleva a europeos y estadounidenses a Latinoamérica en busca de buenos salvajes; y un penetrante ensayo de Pankaj Mishra sobre la mirada que ha posado Occidente sobre la India a lo largo de los años. Si la lectura es una forma del viaje, valgan estas páginas para remontar el vuelo. Y ya: que un buen viaje también es sin excusa. ~
cuadernos de viaje
Miguel Cané
En el mar Caribe La experiencia diplomática del argentino Miguel Cané quedó plasmada en un delicioso libro hoy olvidado: Notas de viaje sobre Venezuela y Colombia (La Luz,1907), del cual forma parte la siguiente postal, narrada con la paciencia y la elegancia de los tiempos idos.
S
alí de Caracas el martes 13 de diciembre; el día y la fecha no podían ser más lúgubres. Pero como en cada día de la semana y en cada uno de los del mes he tenido momentos amargos, he perdido por completo la preocupación que aconseja no ponerse en viaje el martes ni iniciar nada en 13. En esta ocasión, sin embargo, he estado a punto de volver a creer en brujas, tantas y tan repetidas fueron las contrariedades que encontré en el camino. Una vez más volví a cruzar el Ávila, buscando el mar por las laderas de las montañas, accidentadas, abruptas, caprichosas en sus direcciones, con sus valles estrechos y profundos. Los trabajos del ferrocarril se proseguían, pero sin actividad; es una obra gigante que me trajo a la memoria los esfuerzos de Weelright para unir a Santiago de Chile con Valparaíso, los de Meiggs para trepar hasta la Oroya, y los que esperan en un futuro próximo a los ingenieros que se encarguen de cruzar los Andes con el riel y unir Mendoza con Santa Rosa. El ferrocarril de la Guaira a Caracas es, a mi juicio, obra de trascendencia vital para el porvenir de Venezuela, así como el de la magnífica bahía de Puerto Cabello a Valencia. La nación entera debía adeudarse para dar fin a esas dos vías que se pagarían por sí mismas en poco tiempo. Al fin llegamos a la Guaira, después de seis horas de coche, realmente agobiadoras, por las continuas ascensiones y descensos, como por el deplorable estado del camino. Apenas divisamos la rada, tendimos ávidos la mirada, buscando en ella el vapor francés que debía conducirnos a Sabanilla y que era esperado el referido día 13. Me entró frío mortal, porque al notar la ausencia del ansiado Saint-Simon, pensé en el hotel
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Neptuno, en el que tenía forzosamente que descender, por la sencilla razón de que no hay otro en la Guaira. Allí nos empujó nuestro negro destino y allí quedamos varados durante cinco días, cuyo recuerdo opera aún sobre mi diafragma como en el momento en que respiraba su atmósfera. Los venezolanos dicen, y con razón, que Venezuela tiene la cara muy fea, refiriéndose a la impresión que recibe el extranjero al desembarcar en la Guaira. En efecto, la pobreza, la suciedad de aquel pequeño pueblo, su insoportable calor, pues el sol, reflejándose sobre la montaña, reverberando en las aguas y cayendo de plomo, levanta la temperatura hasta 36 y 38 grados; el abandono completo en que se encuentra, hacen de la permanencia en él un martirio verdadero. Pero todo, todo le perdono a la Guaira, menos el hotel Neptuno. Ese nombre me acompañará como una maldición durante toda mi vida; me irrita, me exacerba... Creo tener una vigorosa experiencia de hoteles y posadas; conozco en la materia desde los palacios que bajo este nombre se encuentran en Nueva York, hasta las chozas miserables que en los desiertos argentinos se disfrazan con esa denominación. Me he alojado en los hoteles de nuestros campos, en cuyos cuartos los himnos de la noche son entonados por animales microscópicos y carnívoros; he llegado, en medio de la cordillera, camino de Chile, a posadas en cuya puerta el dueño, compadecido sin duda de mi juventud, me ha dado el consejo de dormir a cielo abierto, en vez de ocupar una pieza en su morada; he dormido algunas noches en las postas esparcidas en la larga travesía entre Villa Mercedes y Mendoza; he pernoctado en El Consuelo, comido en Villeta y almorzado en Chimbe, camino de Bogotá... pero nada, nada puede compararse con aquel hotel Neptuno que, como una venganza, enclavaron las potencias infernales en la tétrica Guaira. ¿Describirlo? Imposible; necesitaría, más que la plu-
ma, el estómago de Zola y al lado de mi narración, la última página de Nana tendría perfumes de azahar. Baste decir que el mueblaje de cada cuarto consiste en un aparato sobre el que jinetea, como diría Laínez, una palangana (que en Venezuela se llama ponchera), como una media naranja, revestida de mugre en el fondo. Luego una silla y por fin un catre. Pero un catre pelado, sin colchón, sin sábanas, sin cobertores y con una almohada que, en un apuro, podría servir para cerrar una carta en vez de oblea. El piso está alfombrado... ¡de arena! No penséis en aquella arenilla blanca y dulce a la mirada, que tapiza los cuartos en las aldeas alemanas y flamencas, perfectamente cuidada, el piso en que se marcaba el paso furtivo de Fausto al penetrar a la habitación de Margarita, el piso hollado por los pies de Hermann y Dorotea. No; una arena negra, impalpable y abundante, que se anida presurosa en los pliegues de nuestras ropas, en el cabello y que espía el instante en que el párpado se levanta para entrar en son de guerra a irritar la pupila. Allí se duerme. El comedor es un largo salón, inmenso, con una sola mesa, cubierta de un mantel indescriptible. Si el perdón penetrara en mi alma, compararía ese mantel con un mapa mal pintado, en el que los colores se hubieran confundido en tintas opacas y confusas; pero como no puedo, no quiero perdonar, diré la verdad: las manchas de vino, de un rojo pálido, alternan con los rastros de las salsas; las placas de aceite suceden a los vestigios grasosos... Basta. Sobre esa mesa se coloca un gran número de platos: carne salada en diversas formas, carne a la llanera, cocida, y plátanos: plátanos fritos, plátanos asados, cocidos, en rebanadas, rellenos, en sopa, en guiso y en dulce. Luego que todos esos elementos están sobre la mesa, se espera religiosamente a que se enfríen y cuando todo se ha puesto al diapasón termométrico de la atmósfera, se toca una campana y todo el mundo toma asiento. ¿Se come? Mentira, allí se enferman los estómagos más fuertes, allí se pone lívido de cólera el caraqueño distinguido, a la par del extranjero. Aquellos mozos, transpirantes como en un eterno baño ruso, usando el paño que llevan bajo el brazo, ya como pañuelo de manos, ya como servilleta, gritando, atropellándose, repelentes, sucios... ¡Aire, aire libre! Así pasamos cinco días, fijos los ojos en el vigía que desde la altura anuncia por medio de señales la aproximación de los vapores. De pronto, al tercer día, suena la campana de alarma. ¡Un vapor a la vista!... ¡Viene de Oriente!... ¡Francés! ¡Qué sonrisas! ¡Qué apretones de mano! ¡Qué meter aprisa y con fórceps todos los efectos en la valija repleta, que se resiste bajo pretexto de que no caben! Un paredón maldito frente al hotel quita la vista del mar; esperamos pacientemente y sólo vemos el buque cuando está a punto de fondear... ¡No es el nuestro! Pasábamos el día entero en el muelle, presenciando un espectáculo que no cansa, produciendo la punzante impresión de los combates de toros. El puerto de la Guaira no es un
puerto, ni cosa que se le parezca; es una rada abierta, batida furiosamente por las olas, que al llegar a los bajos fondos de la costa, adquieren una impetuosidad y violencia increíbles. Hay días, muy frecuentes, en que todo el tráfico marítimo se interrumpe, porque no es materialmente posible embarcarse. Por lo regular, el embarque no se hace nunca sin peligro. En vano se han construido extensos tajamares: la ola toma la dirección que se le deja libre y avanza irresistible. ¡Ay de aquel bote o canoa que al entrar o salir al espacio comprendido entre el muelle y la muralla de piedra, es alcanzado por una ola que revienta bajo él! Nunca me ha sido dado observar mejor esos curiosos movimientos del agua, que parecen dirigidos por un ser consciente y libre. Qué fuerzas forman, impulsan, guían la onda, es una cuestión ardua; pero aquel avance mecánico de esa faja líquida que viene rodando en la llanura y que, al sentir la proximidad de la arena, gira sobre sí misma como un cilindro alrededor de su eje, es un fenómeno admirable. Al reventar, un mar de espuma se desprende de su cúspide y cae bullicioso y revuelto como el caudal de una catarata. Si en ese momento una embarcación flota sobre la ola, es irremisiblemente sumergida. Así, durante días enteros, hemos presenciado el cuadro conmovedor de aquellos robustos pescadores, volviendo de su tarea ennoblecida por el peligro y zozobrando al tocar la orilla. Saltan al mar así que comprenden la inminencia de la catástrofe y nadan con vigor a tierra, huyendo de los tiburones y tintoreras que abundan en esas costas. El embarque de pasajeros es más terrible aún; hay que esperar el momento preciso, cuando, después de una serie de olas formidables, aquellos que desde la altura del muelle dominan el mar, anuncian el instante de reposo y con gritos de aliento impulsan al que trata de zarpar. ¡Qué emoción cuando los vigorosos marineros, tendidos como un arco sobre el remo, huyen delante de la ola que los persigue bramando! Es inútil; llega, los envuelve, levanta el bote en lo alto, lo sacude frenética, lo tumba y pasa rugiente a estrellarse impotente contra las peñas. Consigno un recuerdo al lindo pueblo de Macuto, situado a un cuarto de hora de la Guaira, perdido entre árboles colosales, adormecido al rumor de un arroyo cristalino que baja de la montaña inmediata. Es un sitio de recreo, donde las familias de Caracas van a tomar baños, pero no tiene más atractivo que su belleza natural. El lujo de las moradas de campo, tan común en Buenos Aires, Lima y Santiago, no ha entrado aún en Venezuela ni en Colombia. Siempre que nos encontramos con estas deficiencias del progreso material, es un deber traer a la memoria, no sólo las dificultades que ofrece la naturaleza, sino también la terrible historia de esos pueblos desgraciados, presas hasta hace poco de sangrientas e interminables guerras civiles. Al fin del quinto día, el vigía anunció nuevamente un vapor que asomaba en el horizonte oriental; esta vez no fuimos chasqueados. Pero como el Saint-Simon no debía partir agosto 2006 Letras Libres 9
cuadernos de viaje
Miguel Cané hasta el día siguiente, empleamos la tarde, en unión con la casi totalidad de la población de la Guaira, en presenciar el desembarque de la compañía lírica que debía funcionar en el lindo teatro de Caracas. El mar estaba agitado, “venía mucha agua”, según la expresión de los viejos marinos de la playa y de los conductores de las lanchas ocupadas por los ruiseñores exóticos que iban a poner a prueba su habilidad. Al menor descuido, la ola estrellaba la embarcación contra las rocas o el muelle y el mundo perdía algunos millares de sí bemoles. En el fondo de la primer lancha, vi un hombre de elevada estatura, con calañés, en posición de Conde de Luna, cuando pregunta desde cuándo acá vuelven los muertos a la tierra; era el barítono, seguramente. A su lado, una mujer rubia y buena moza apretaba un perrito contra el seno y tenía los ojos agitados por el terror. ¿Perrito? Contralto. En el segundo bote, la prima donna, gruesa, ancha, robusta, nariz trágica, talle de campesina suiza; junto a ella, el primo donno, su esposo o algo así, ese utilisímo mueble de las divas, que firma los contratos, regatea, busca alojamiento y presenta a la signora los habitués distinguidos. Por último, tras el formidable bajo, que tenía todo el aire de Leporello en el último acto de Don Juan, el tenor, el sublime tenor, que el empresario, según anunció en los diarios de Caracas, había arrebatado a fuerza de oro al Real de Madrid. El referido empresario venía a su lado, sosteniéndole a cada vaivén, interponiéndose entre su armonioso cuerpo y el agua imprudente que penetraba sin reparo, mensajera del resfrío. Cuál no sería mi sorpresa al reconocer en el melodioso artista, que se dejaba cuidar con un aplomo regio, ¡a nuestro antiguo conocido el tenor Abrugnedo! Miré con júbilo al Saint-Simon que se mecía sobre las aguas y que debía partir al día siguiente. Más tarde, vi toda la compañía reunida, comiendo, los desgraciados, en la mesa del hotel Neptuno. El plátano proteiforme, la yuca, el ñame y demás manjares indígenas les llamaban la atención, y el viejo italiano que se habla entre bastidores sonaba en agudezas de carbonero, mientras algunos jóvenes de Caracas, casualmente allí, analizaban los contornos de la contralto con una atención que revelaba o afición a la anatomía o designios menos científicos. Yo, entretanto, dejaba a mi espíritu flotar en el recuerdo de un delicioso romance de George Sand, aquel Pierre qui roule, en el que el artista sin igual pinta la vida vagabunda y caprichosa de una compañía de cómicos de la legua, para detenerme ante esta ligera insinuación, de mi conciencia: En cuanto a vagabundo... Al día siguiente, por fin, procedimos al embarque. Cuestión seria; una de las lanchas que nos precedían y que, como la nuestra, espiaba el instante preciso para echarse afuera, no quiso oír los gritos del muelle: “¡viene agua!” e intentando salir, fue tomada por una ola que la arrojó con violencia contra los pilotes. La lancha resistió felizmente; pero iban señoras y niños dentro, cuyos gritos de terror me llegaron al alma. “No se asuste, blanco” –me dijo uno de mis marine10 Letras Libres agosto 2006
ros, negro viejo que no hacía nada, mientras sus compañeros se encorvaban sobre el remo. Sonrío hoy al recordar la cólera pueril que me causó esa observación y creo que me propasé en la manera de manifestársela al pobre negro. Fuimos más felices que nuestros precursores y llegamos con felicidad a bordo del vapor en que debíamos continuar la peregrinación a los lejanos pueblos cuyas costas baña el mar Caribe. He hecho esta observación: nunca se siente uno más extranjero, más solo, que cuando se embarca en un vapor que está al concluir la carrera de su itinerario. Todos los pasajeros de a bordo han vivido un mes en comunidad, lo que equivale a cinco años en tierra. Han tenido tiempo, por consiguiente, de establecer sus círculos, sus amistades, sus modos de vida a bordo. El que llega es un intruso y en el fondo de las miradas que se le dirigen, hay cierto desprecio por el individuo que sólo tiene tres días de travesía. Sin embargo, cuando pasaban delante de mí, sentado en mi cómoda silla de viaje, leyendo gravemente una historia de Colombia, habría podido decirles que hacía siete meses me encontraba en el viaje. En medio del mundo de a bordo, un tanto silencioso y mustio desde la partida de la compañía lírica, cuyos miembros se habían ejercitado en muchas cosas, excepto en el canto, cuyas primicias reservaban para los caraqueños, tuve un encuentro, que me probó una vez más la verdad del refrán árabe, que limita a las montañas la triste condición de la inmovilidad. Fue un joven peruano, que había conocido en Arica, ennoblecido por su traje desgarrado, su tez quemada y las huellas de las privaciones sufridas peleando por su patria. Hoy estaba elegantemente vestido: venía de París. Después del desastre de Tacna, ganó a Lima por el interior, pero, como la vida era dura bajo la dominación de las armas de Chile, fue a respirar a Europa por unos meses. Era muy buen mozo, observación que me aseguraron había hecho ya la contralto. ¿Encontraré piedad en las almas ideales que viven de ilusiones, si hago la confesión sincera de haber sentido un placer inefable, en unión con mi joven secretario, cuando nos sentamos a la mesa del Saint-Simon, y se nos dio una servilleta blanca como la nieve y recorrí con complacidos ojos un menú delicado, cuya perfección radicaba en el exiguo número de pasajeros? Creo que es la primera vez, en mis largas travesías, que he deseado una ligera prolongación en el viaje. La oficialidad de a bordo, distinguida, el joven médico que no creía en la eficacia de la quinina contra la fiebre y que me indicaba preservativos para la malaria del Magdalena que me hacían preferir el mal al remedio; un distinguido caballero de la Martinica que me daba los datos que he consignado anteriormente, sobre la situación social de la isla; su linda y amable mujer, y por fin, un joven suizo de veintidós años, que se dirigía a Bogotá, contratado por el gobierno de Colombia para dictar una cátedra de historia general y que, no hablando el español, se sonrojó de alegría cuando supo que debíamos ser compañeros de viaje. Inspectores de la
Ilustración: LETRAS LIBRES / Tamara Villoslada
Compañía Trasatlántica que iban a México y Centroamérica, guatemaltecos, costarriqueños, peruanos, todo ese mundo del Norte, tan diferente del nuestro, que no nos hace el honor de conocernos y a quien pagamos con religiosa reciprocidad. A la mañana siguiente de la salida de la Guaira, llegamos a Puerto Cabello, cuya rada me hizo suspirar de envidia. El mar forma allí una profunda ensenada, que se prolonga muy adentro en la tierra y los buques de mayor calado atracan a sus orillas. Hay una comodidad inmensa para el comercio y ese puerto está destinado, no sólo a engrandecer a Valencia, la
ciudad interior a que corresponde, como la Guaira a Caracas y el Callao a Lima, sino que por la fuerza de las cosas se convertirá en breve en el principal emporio de la riqueza venezolana. Las cantidades de café y cacao que se exportan por Puerto Cabello son ya inmensas, y una vez que ese cultivo se difunda en el Estado de Carabobo y limítrofes, su importancia crecerá notablemente. Frente al puerto se levanta la maciza fortaleza, el cuadrilátero de piedra que ha desempeñado un papel tan importante en la historia de la Colonia, en la lucha de la Independencia y en todas las guerras civiles que se han sucedido desde entonces. En sus bóvedas, como en las de la Guaira, han pasado largos años muchos hombres generosos, actores principales en el drama de la Revolución. De allí salió viejo, enfermo, quebrado, el famoso general Miranda, aquel curioso tipo histórico que vemos brillar en la corte de Catalina ii, sensible a su gallarda apostura y que lo recomienda a su partida a todas las cortes de Europa; que encontramos ligado con los principales hombres de Estado del Continente, que acepta con júbilo los principios de 1789, ofrece su espada a la Francia, manda la derecha del ejército de Dumouriez en la funesta jornada de
Neerwinden, cuyo resultado es la pérdida de la Bélgica y el desamparo de las fronteras del Norte; que volvemos a encontrar en el banco de los acusados, frente a aquel terrible tribunal donde acusa Fouquier-Tinville y que acaba de voltear las cabezas de Custine y de Houdard, el vencedor de Hoschoote. Con una maravillosa presencia de espíritu, Miranda logra ser absuelto (el único, tal vez de los generales de esa época, porque Hoche debió la vida al Trece Vendimiario) por medio de un sistema de defensa curioso y original, consistente en formar de cada cargo un proceso separado y no pasar a uno nuevo antes de destruir por completo la importancia del anterior en el ánimo de los jueces. Salvado, Miranda se alejó de Francia, pero lleno ya de la idea de la independencia americana. Hasta 1810, se acerca a todos los gobiernos que las oscilaciones de la política europea ponen en pugna con la España. Los Estados Unidos lo alientan, pero su concurso se limita a promesas. La Inglaterra lo acoge un día con calor, después de la paz de Bále, lo trata con indiferencia después de la de Amiens, lo escucha a su ruptura y el incansable Miranda persigue con admirable perseverancia su obra. Arma dos o tres expediciones en las Antillas, contra Venezuela, sin resultados y por fin, cuando Caracas lanza el grito de independencia, vuela a su patria, es recibido en triunfo y se pone al frente del ejército patriota. Nunca fue Miranda un militar afortunado; debilitadas sus facultades por los años, amargado por rencillas internas, su papel como general en esta lucha es deplorable, y vencido, abandonado, cae prisionero de los españoles, que lo encierran en Puerto Cabello, de donde se le saca para ser trasladado a España, entregado por Bolívar. Es esta una de las negras páginas del Libertador, a mi juicio, que nunca debió olvidar los servicios y las desgracias de ese hombre abnegado. Miranda murió prisionero en la Carraca, frente a Cádiz, y todos los esfuerzos que ha hecho el gobierno de Venezuela para encontrar sus restos y darles un hogar eterno en el panteón patrio, han sido inútiles... Pero mientras se me ha ido la pluma hablando de Miranda, el buque avanza y al fin, dos días después de haber dejado a Puerto Cabello, notamos que las aguas del mar, verdes y cristalinas en el Caribe, han tomado un tinte opaco, más terroso aún que el de las del Plata. Es que cruzamos frente a la desembocadura del Magdalena, que viene arrastrando arenas, troncos, hojas, detritus de toda especie, durante centenares de leguas y que se precipita al océano con vehemencia. Henos al fin en el pequeño desembarcadero de Salgar, donde debemos tomar tierra. No hay más que cuatro o seis casas, entre ellas la estación del ferrocarril que debe conducirnos a Barranquilla. Se me anuncia que el vapor Victoria debe salir para Honda, en el alto Magdalena, dentro de una hora, y sólo entonces comprendo las graves consecuencias que va a tener para mí el retardo del Saint-Simon, al que yo debo los atroces días de la Guaira. Todo el mundo nos recibe bien en Salgar y el himno de gratitud a la tierra colombiana empieza en mi alma. ~ agosto 2006 Letras Libres 11
cuadernos de viaje
Francisco González Crussí
La “Santa Madre” China Anotar un viaje implica incorporar mitologías: narrar será siempre la manera más efectiva de abarcar un mundo nuevo; al final, somos las fábulas que nos contaron de niños. Francisco González Crussí hace la disección de un templo levantado con historias que visitó en China.
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lego de día a la ciudad de Taiyuán (aproximadamente dos millones de habitantes), capital de la provincia de Sanshí en el norte de China, y fácilmente echo de ver que se trata de un importante centro industrial. El cemento, el hierro, la ingeniería, los productos químicos, forman la base principal de su actual prosperidad. En cuanto a sitios turísticos, no sé de ninguno. Libros, folletos y guías no incluyen esta zona entre aquellas que poseen sitios mundialmente renombrados, o que la industria del turismo sanciona como “obligatorios” para los grupos de apresurados visitantes. Por ello hay pocos extranjeros, y mi presencia llama mucho la atención. Soy el único occidental en comercios, en restaurantes, o en las calles por donde transito. La gente se vuelve con curiosidad para examinarme de hito en hito. Los niños me señalan con el dedo. Los padres cuchichean con los chicos viéndome, unos de reojo y otros con descaro, de frente. Me molesta ser el blanco de tantos mirones, pero al fin me acostumbro. Aquí, mis rasgos faciales discrepan conspicuamente de la norma: carezco de ojos oblicuos y mi pelo no es liso. Aquí, me doy cuenta, en verdad soy un personaje exótico. Vamos a visitar un templo, el templo de la “Santa Madre”. Confieso que lo primero que ese nombre me sugirió fue la imagen de María Santísima, Madre de Dios. Pero, claro, en esta parte del mundo la Guadalupana no cuenta con un solo seguidor. ¡Y pensar que de Nuestra Señora ni siquiera han oído hablar! Nueva sorpresa. De hecho, se trata de un templo erigido en honor de un ser humano: una señora 12 Letras Libres agosto 2006
que no es “la nuestra”, y que vivió hace muchísimo tiempo. Después de todo, la mayor virtud del viaje a lugares remotos y ajenos es forzarnos a reconsiderar nuestros prejuicios e ideas recibidas. En el Lejano Oriente, es bien sabido, se practica el culto a los ancestros. Algunos estudiosos señalan que no se trata de “adoración” en sentido religioso, sino simplemente veneración y respeto. Sea como fuere, se levantan templos, se construyen altares, se quema incienso y se hacen reverencias a la efigie o a otros símbolos de los antecesores (como tablillas con el nombre de los venerados). En los hogares, se practica el culto a la memoria de ancestros individuales. Pero, como escribe un experto, “hay personajes con mayor calidad reverencial o de culto que otras”. Es decir, personajes que por sus hazañas o celebridad, como jefes de clanes, líderes o reyes, superan al común de los fallecidos, y llegan a ser tratados con ceremonias litúrgicas y homenajes propios de una deidad. Así sucedió con la homenajeada del templo de Jin Ci,1 a unos veinticinco kilómetros de la ciudad de Taiyuán. El lugar es antiquísimo. Nadie sabe con precisión cuándo empezó a construirse, sólo se sabe que fue durante el período de la historia china conocido como Primavera y Otoño (722481 a.C.). En ese tiempo, China no era un gran imperio unido, como llegó a serlo después, sino un conjunto de estados feudales que guerreaban constantemente entre sí, siempre dados a la intriga diplomática, agrediéndose todo el tiempo unos a otros, y formando alianzas con el abierto y cínico propósito de anexarse las tierras del vecino. Ni qué decir que las fronteras 1 Uso una transcripción común; otra frecuente es “Jin Tse”. En español, la pronunciación más cercana se lograría transcribiendo “Yin-ts”, pero no existe un sistema actualizado de romanización de caracteres chinos para uso de personas de habla hispana. En este artículo se utilizarán grafías de uso frecuente, sin adherirnos rígidamente a ningún sistema estándar.
de esos estados (y llegó a haber nada menos que hasta ciento setenta de ellos) cambiaban constantemente. En esa caótica era, surgió en el norte, en la región de la actual ciudad de Taiyuán, una poderosa dinastía, la de los Zhou. Imponía su hegemonía sobre los dominios circunvecinos, cuando uno de ellos, el reino Tang, se rebeló contra los opresores. El rey de los Zhou aplastó brutalmente la resistencia. Cuentan los cronistas que, viendo a los rebeldes derrotados, y muertos sus jefes, el rey victorioso tuvo un gesto de briosa altanería. En la euforia del triunfo quiso bromear. Tomó una hoja de un frondoso árbol chino conocido como wu-tong (nombre científico, Ferminia plantanifolia) y la cortó para darle la forma del sello real. Entonces, se acercó a su hermano menor, quien era apenas un jovenzuelo, y ofreciéndole dicha hoja le dijo: “Ahora tú quedas nombrado como rey de Tang”. El chiste se basaba en un juego de palabras: Tang, el reino vencido, y tong, el árbol frondoso, suenan muy semejante en el idioma chino. Sucedió que un oficial de la corte estaba presente cuando el rey Zhou hizo su chiste. Inmediatamente, asumió un aire austero y solemne, y dirigiéndose al rey le pidió que escogiera la fecha para la sanción oficial de la postulación que acaba de realizar. El rey protestó aduciendo que había sido sólo una broma. A lo cual el cortesano respondió con el mismo tono glacial: “El rey no bromea. Cada una de sus alocuciones queda registrada en las crónicas oficiales, sus órdenes son siempre obedecidas por sus súbditos, e instrumentadas con todo el debido ceremonial”. Obviamente, ese tío no tenía un gran sentido del humor. Así fue como el título de rey de Tang fue oficialmente conferido al hermano menor del monarca de Zhou... y se frustró una anexión. Quiso el destino que el joven nombrado, cuyo nombre era Shu Yü, llegara ser un buen gobernante. Desarrolló la agricultura, mejoró las técnicas de irrigación de los campos y fue muy querido de su pueblo. El templo que vamos a visitar fue originalmente erigido en honor de Shu Yü, y en conmemoración de sus buenas acciones. Pero, como en China los honores son retrospectivos, al paso de los años la madre de Shu Yü se convirtió en la titular del templo. ¿Y no es más lógico y más justo que así sea? En Occidente, la nobleza se otorgaba a un hombre por sus hazañas, y absurdamente los privilegios del título nobiliario se perpetúan en su descendencia, aunque los descendientes sean unos zánganos o unos viciosos buenos para nada, a quienes los honores no les cuestan más trabajo que el de portar cierto apellido. Más justos y más lógicos los chinos, entre quienes una gran hazaña honraba a su autor, luego a los padres y, cosa todavía más notable, ilustraba hasta a los abuelos y a los bisabuelos... Otra diferencia. Se habla de un templo, pero esto no significa una construcción única y aislada, como nuestras iglesias o catedrales. Aquí se trata más bien de un campo, a veces de muchas hectáreas, en donde existen diversos edifi-
cios, algunos, por supuesto, destinados a usos litúrgicos y de culto religioso, pero también varios pabellones, jardines, una sala o espacio de teatro, salones de exhibición, y actualmente hasta boutiques o tiendas de souvenirs. El templo (denominación que aquí se usa como sinónimo de “terreno sacro”) de Jin Ci tuvo un período de activa expansión durante los años 550 a 559 de nuestra era, cuando se construyeron edificios adicionales; otro en 1168. Ya desde el siglo xiv se lo conocía como el templo de la Santa Madre. El portal de la entrada no tiene nada de especial interés. Es de construcción reciente, y no permite anticipar la venerable antigüedad de lo que hay dentro. El teatro es lo primero que aparece siguiendo la vereda central. No puedo comentar sobre la calidad estética de un celebrado letrero fijo encima del escenario: mi supina ignorancia respecto a la caligrafía china me lo impide. Pero me impresiona saber la solución que se encontró, en tiempos de la dinastía Ming (1368-1644), a los problemas de acústica que el teatro planteaba. Con el escenario al aire libre, y en un sitio frecuentado por las ruidosas multitudes que en el país más poblado de la tierra se encuentran por dondequiera, resultaba difícil oír a los actores. Se pensó entonces en traer ocho grandes urnas que fueron enterradas inmediatamente bajo el piso del escenario. La resonancia que así se obtuvo se adelantó por varios siglos a la moderna tecnología de amplificación del sonido. Siguiendo por el sendero central, veo una plataforma de cemento, cuadrada, con un pequeño pabellón de unos cuatro metros de altura en su centro. Data de la dinastía Song, entre los años 1094 y 1098 de nuestra era. Me llama la atención que este lugar parece atraer a muchos niños. Pronto descubro la causa: hay aquí cuatro estatuas de hierro, de dos metros de altura, una en cada esquina de la plataforma, que representan hombres de aspecto hosco y marcial en pleno atuendo militar. Son los “hombres de hierro” los que atraen a los chicos. Aquí han estado, de pie, haciendo guardia por casi mil años. Sobre el pectoral de las armaduras se ven inscripciones que permiten conocer la fecha de nacimiento de cada uno. Así, se sabe que la estatua de la esquina suroeste fue forjada en el año 1097, por artífices de fuera de la región; la de la esquina noroeste, en 1098, pero su cabeza no lo fue hasta 1423; la del sureste, en 1098, aunque su cabeza es, relativamente hablando, casi nueva, dado que se realizó en 1926, y finalmente la del noreste es totalmente del siglo xx: cuerpo y cabeza datan de 1913. Ciertas leyendas pretenden dar cuenta de estos hechos. Dice una leyenda que los “hombres de hierro”, después de haber estado de pie durante siglos, día y noche, a la intemperie y expuestos a todos los cambios de estación, terminaron absorbiendo las influencias etéreas y sobrenaturales propias del lugar. Éstas, junto con el incienso, las músicas, las ofrendas, y el fervor de las plegarias de los fieles que acudían al templo, produjeron un fenómeno portentoso: los hombres de hierro adquirieron sensibilidad y conciencia, tal como los agosto 2006 Letras Libres 13
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Francisco González Crussí hombres de carne y hueso. Las estatuas empezaron a hablar y a comunicarse entre sí. Desgraciadamente, los hombres de hierro recibieron también las flaquezas morales y las perplejidades connaturales a los seres humanos. De manera que pronto se sintieron aburridos y a disgusto con su situación de guardias inmóviles. El ambiente que los rodeaba les pareció rudimentario y opresivo; los monjes a cargo del templo, tacaños, marrulleros y egoístas; y la zona en que estaban, triste, estrecha y descuidada. No sólo esto. La mezquindad propia del carácter humano les infundió envidias y disensiones. Tres de ellos se coludieron para maquinar contra el de la esquina suroeste, al cual detestaban por considerarlo “fuereño”. En efecto, esa estatua fue forjada por escultores de Sung-shan, lejos de la región, y tal parece que la recién adquirida humanidad de las estatuas era específicamente china y de corte tradicional a juzgar por su xenofobia e inveterada suspicacia contra los extranjeros. Los tres guardias locales se hicieron hermanos juramentados, pero excluyendo al de la esquina suroeste. Total, el lugar les llegó a parecer insufrible, y los tres que se obligaron a hermandad por juramento decidieron escapar. El del noreste, como el más osado y valiente, se dio a la fuga el primero. Los otros dos, menos arriscados, trataron de seguirlo, pero titubearon y fueron sorprendidos por el monje superior. Impelido por la cólera al descubrir el intento de fuga, los golpeó con su bastón en la cabeza, dejándolos seriamente descalabrados. Por eso es que las cabezas tuvieron que ser reemplazadas después. Tampoco el escapado corrió con mejor suerte. Una férrea voluntad de temple no inferior al del resto de su cuerpo le hizo seguir el curso del Río Fen, arrostrando toda suerte de peligros, hasta su desembocadura en el poderoso Río Amarillo. Pero, llegado a este punto, hubo de detenerse. Aquí las aguas se ensanchaban, y una poderosa corriente levantaba grandes olas que habían devorado ya a cientos de hombres de carne y hueso, y sin duda no habrían despreciado a uno de hierro, como simple bocadillo para amenizar su consueto menú. Para colmo de males, sólo un endeble puente, hecho de paja y delgadas tablas, cruzaba el río. Reflexionaba el hombre de hierro sobre la situación, cuando apareció un anciano viajero en el camino. El de hierro le hizo conversación, diciéndole: “Me he detenido aquí a pensar cómo cruzar al otro lado del río. El puente que han tendido en esta parte me parece de construcción débil, y mucho me temo que si me arriesgo a cruzar sobre él, se puede derrumbar...” El anciano contestó: “¿Qué está usted diciendo? ¿Cómo que derrumbar? ¡Ni que fuera usted un hombre de hierro de Jin Ci, para tirar un puente con sólo caminar sobre él!” Maravilla de maravillas: en ese momento, precisamente cuando el anciano pronunció las palabras “hombre de hierro de Jin Ci”, la sensibilidad y la capacidad de reaccionar y pensar del hombre de hierro se desvanecieron de pronto. 14 Letras Libres agosto 2006
Volvió a ser lo que antes era: una simple estatua de hierro, muda, fría e inmóvil. Además, pesadísima: nadie volvió a saber nada del hombre de hierro de la esquina noreste. Tal vez quedó hundido en lo más profundo de aquel recodo del poderoso Río Amarillo. Una estatua nueva se forjó en el siglo xx, para reemplazar la desaparecida. Es, por cierto, la menos artística del grupo. En cuanto a los dos hermanos juramentados que quedaron atrás, sus descalabraduras no los volvieron más prudentes, ni más juiciosos. Siguieron sospechando del “fuereño”, es decir del hombre de hierro de la esquina suroeste. Pensaban que había sido la causa de su fallida escapatoria, y que arteramente los había denunciado. Lo vejaban, lo insultaban, lo tachaban de traidor, y no cesaban de hostigarlo. Tanto lo humillaron, que él también decidió escapar. No iba a ser fácil, porque a partir de la frustrada huida de sus dos ingratos congéneres, el viejo monje superior puso a un joven novicio a vigilar constantemente a los hombres de hierro. Esperó una noche sin luna, y con extraordinaria cautela, calibrando cada movimiento para máximo sigilo, empezó a deslizarse fuera de la plataforma. Pero, ¡oh triste sino!, es muy difícil andarse con “pies de plomo” cuando se los tiene de hierro forjado. Imposible andar de puntitas en esas condiciones. Hizo lo que pudo por andar como si marchara sobre quebradizos cascarones, pero apenas levantaba su pesadísimo pie derecho, cuando el ruido despertó al novicio, quien inmediatamente reportó al viejo monje. Este último, a pesar de ser un monje, era gente muy de armas tomar, como ya lo habían confirmado los dos descalabrados. El nuevo intento de fuga lo puso fuera de sí. Se apoderó de un hacha, y sin decir ¡agua va!, descargó violentos hachazos sobre el pie que acababa de posar sobre el suelo el hombre de hierro de la esquina suroeste. Hay, en efecto, varias marcas en un pie de la estatua, que bien podrían haber sido producidas a golpes de hacha. La gente que se apiña en la plataforma de los hombres de hierro espera su turno para tocar ciertas partes de ellas. Está claro que la creencia popular es que existen virtudes comunicables a través de los tocamientos. El pie del guardián de la esquina suroeste es uno de los sitios preferidos, pues los frecuentes y repetidos contactos han vuelto esa parte lisa y descolorida, como sucede en Occidente con ciertas estatuas de santos, medallas o reliquias de templos cristianos. Tal es la leyenda de los hombres de hierro. Avanzando por la vereda central, llego a la construcción más antigua del conjunto, erigida durante la dinastía Song en honor de la madre de Shu Yü. Se trata de un templo de diecinueve metros de altura, provisto de veintiséis columnas periféricas que se inclinan ligeramente hacia dentro, con objeto de “incrementar la impresión de su altura”, según rezan los folletos publicitarios del lugar. Un rasgo espectacular que fija nuestra atención en las ocho columnas de la fachada anterior
fue preciso esperar la llegada de un genio como el español Martínez Montañés (1568-1649), cinco siglos más tarde. Los expertos en arte se maravillan de estas figuras. Cada una manifiesta una personalidad propia. Aquí, una dama en atuendo de hombre lleva en la mano izquierda un candelero, mientras que con la derecha parece proteger la llama de corrientes de aire que amenazan extinguirla. Su cuerpo se inclina ligeramente hacia adelante y a la izquierda, pero su cabeza se vuelve hacia la derecha. Es como si estuviera mirando más allá de la línea de servidores a alguien que la ha llamado, y parece estar a punto de responder a la solicitación. Mas allá, veo una mujer enjuta, alta, con un tocado en forma de angosto jarrón, que la hace ver todavía más alta. Su flacura, sus adelgazados labios de comisuras vueltas hacia abajo, y su boca como hendidura, le imparten un aire agrio, adusto y rígido. Parecería ser una mujer a cargo de importantes porciones del presupuesto de la corte de la Santa Madre. Pero su aspecto áspero y desabrido anuncia que es en vano acercarse a pedirle un favor o esperar de ella una excepción a las reglas de la corte. Este cetrino y espinoso personaje impresiona como inamovible y poco simpático.
Ilustraciones: LETRAS LIBRES / André Carvalho
es la presencia de soberbios dragones dorados esculpidos en madera, y tenazmente enroscados alrededor de las columnas. Se trata de los dragones de madera más antiguos de China. Seis fueron hechos en el año 1087 de nuestra era, los otros dos datan de 1102. Se desconoce si alguna vez fueron reparados. Me entero de un detalle que indudablemente habría deleitado a Jorge Luis Borges. El gran escritor argentino invirtió no poco tiempo y esfuerzo en compilar un Libro de los seres imaginarios, en el cual la fauna china ocupa un espacio importante. Ahora me dicen que hay dragones y dragones. “Dragón” long, en chino, y Draco sinensis, supongo, en lenguaje técnicose refiere a un género, en el que hay especies y subespecies. Los dos dragones de las columnas centrales del templo de la Santa Madre son yin-long, alados, y habitantes de la atmósfera superior; los dos que siguen a los lados, son dragones pan-long, criaturas que viven en la tierra, donde tienden a yacer enrollados y descansando sobre su superficie ventral; los dos más laterales son del tipo jao-long, cuyo hábitat está en las aguas de los ríos y del mar; y los dos últimos, en las esquinas, son che-long, característicamente amarillos y desprovistos de cuernos. A cada lado de la entrada, más allá de las ocho columnas, existen sendas estatuas de imponentes guardianes militares, de cuatro metros de altura. Se dice que representan a generales de los ejércitos de la dinastía Zhou. Su fiero aspecto intimida: el de la derecha, reparado en 1950, lleva una lanza, y el de la izquierda porta consigo un hacha. Estos custodios vigilan la entrada del templo de la Madre Santa. En el interior se ve a la Madre Santa en efigie de madera. La vemos sentada, en actitud hierática, serena, envuelta en ropajes ricamente adornados. La bata de amplísimas mangas le esconde las manos, y sobre su cabeza descansa una corona engalanada de perlas y plumas de fénix de brillantes colores. El polvo de no sé cuántos años se ha depositado sobre esta lignaria efigie. Pero aun así la Santa Madre sigue imperturbable, y su cara, muy llena, irradia una noble tranquilidad y la más absoluta seguridad en sí misma. Claro, como que sabe que la fe de sus compatriotas la ha elevado de la humana condición a la divina. Se halla rodeada de 42 servidores, todos de madera, como ella misma. Estas estatuas han sido dispuestas simétricamente a cada lado del trono. Son tres eunucos, seis nobles damas ataviadas con ropajes masculinos, y 33 damas de compañía apropiadamente vestidas con las ropas propias de su sexo. Respetuosos y circunspectos, estos 42 personajes han estado de pie al lado de su soberana durante mil años. Asombra reflexionar que estas efigies datan de la dinastía Song (960-1127 de nuestra era). Nada comparable se producía en Europa en aquel tiempo, cuando en este apartado rincón de China artífices anónimos, usando técnicas groseras y rudimentarias, lograban dar a sus figuras una pasmosa expresividad. Para que la estatuaria europea en madera llegara a superar esa intensidad emocional,
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Francisco González Crussí Acá noto una figura masculina con una gran bufanda verde sobre un hombro. Se inclina hacia adelante, quizá a consecuencia de cierta leve deformación de la espalda. Es un eunuco. La corte de la Santa Madre, igual que la de otros poderosos, imitaba al emperador en cuanto a producir y reclutar eunucos. Igual que el emperador, los nobles del lugar deben haber concluido que, para mantener a los hombres en constante servidumbre, la castración es superior a la persuasión. Tiene las dos manos hacia adelante a la altura del pecho, y las presiona una contra otra, como si estuviera nervioso. Da la impresión, el pobre hombre, de obsequiosidad y nerviosismo. Parece ser parte del personal de la cocina, y su aire servil y ansioso sugiere que está recibiendo indicaciones para preparar la comida de la gran señora. Imposible detenernos a examinar cada una de las 42 que rodean el trono. Precisa continuar nuestro periplo. Adelante encontramos un estanque, luego un reservorio de agua cruzado por un puente en forma de cruz (uno de los objetos que han singularizado a Jin Ci en la comarca), y un manantial de agua que brota de la tierra. Todo ello nos recuerda que Jin Ci ha estado vinculado estrechamente con el agua. Y no podían faltar historias y leyendas que aluden a esta asociación, como a continuación se narra. Hace mucho, pero mucho tiempo, dice la leyenda, no había manantial, ni río en la comarca. Ni siquiera existía Jin Ci. En su lugar había sólo un triste caserío con infelices habitantes que sufrían mucho por causa de la escasez de agua. Andaban pálidos, flacos y deshidratados, y así tenían que caminar varios kilómetros a la fuente más cercana, para transportar el agua, que portaban sobre sus espaldas, como si fueran bestias de carga. Una chica bella y amable, de nombre Liou Chuen-ying, oriunda de un pueblo vecino, se casó con un habitante de esta triste y desamparada aldea, y vino a residir ahí, compartiendo con su esposo las molestias y desventuras propias del lugar. Mala suerte: no sólo soportó esos desabrimientos, sino también las aflicciones que le causaba su suegra, una mujer celosa y cruel. La suegra sádica y malvada es una figura estereotipada del folclor chino. La de Liou Chuen-ying excedía toda medida. Obligaba a su pobre nuera a traer agua todos los días, haciendo el penoso trayecto de varios kilómetros, bajo la lluvia o el sol, y cargando dos grandes baldes de agua que pendían atados con correas de cada extremidad de un grueso palo que la joven se echaba sobre los hombros, según era la costumbre. Para colmo de sus males, la suegra le había proporcionado baldes de forma cónica, específicamente diseñados para evitar que la joven mujer pudiera descansar. Y esto no era todo. Al llegar a casa con su pesada carga, la suegra frecuentemente se las ingeniaba para derramar el agua de uno de los baldes, o la desperdiciaba deliberadamente, para forzar a su nuera a hacer dos veces el difícil acarreo. 16 Letras Libres agosto 2006
La amable joven soportaba todo este abuso sin una queja, viendo lo cual las potencias celestiales decidieron recompensarla. Un día, cuando Liou Chuen-ying regresaba cargando sus pesados baldes bajo un sol abrasador, un anciano a caballo le salió al paso. Desmontó y le pidió agua para su caballo. Sin proferir la más leve queja, la joven le dio lo que pedía, y regresó al manantial para llenar nuevamente el balde. El anciano caballero apareció en la vereda al día siguiente y volvió a solicitar agua para su montura. Otra vez, a pesar del agobiante calor, la joven mujer accedió sin chistar. La escena se repitió tres días consecutivos, y tres veces la joven se condujo con ejemplar generosidad, y sin la menor protesta. Entonces, el anciano dijo: “Escúchame. Yo no soy un hombre de carne y hueso. Soy un inmortal, un ser celestial. He querido venir a conocerte personalmente, porque las alabanzas a tu virtud, tu simpatía y bondad, y los comentarios sobre tu paciencia y humildad, llegaron hasta las regiones celestiales. Ahora me doy cuenta de que cuanto se ha dicho de ti es perfectamente cierto”. A continuación, el anciano le ofreció la fusta o látigo que llevaba consigo, diciéndole: “Toma este látigo. Al llegar a tu casa, deposítalo en el jarrón que usan para almacenar el agua.
Verás que se llena en el acto. Tendrás tanta agua como necesites, sin tener que acarrearla. Pero te advierto: nunca saques el látigo del jarrón, pues podrías causar una inundación”. Obedeció ella, y para su maravilla constató la verdad de lo que había dicho el anciano: el jarrón se llenaba constantemente. No importaba cuánta se usara, el nivel del agua nunca descendía. Como la joven era buena y generosa, pronto comunicó el portento a los habitantes de la aldea. El regocijo fue general. Hubo celebraciones y fiestas. Los campos mejoraron, pues ya no hubo más problemas de riego. Los aldeanos estaban felices, robustos y rozagantes. Sólo la suegra parecía descontenta. Para empezar, resentía la falta de oportunidad para hostilizar a su nuera. Pero además, como ente antisocial que era, le disgustaba la algazara que ahora reinaba en la calle, y le molestaba el ir y venir de las gentes a su casa, pues en el patio de su casa se hallaba el inexhausto jarrón con la fusta mágica, y era ahí donde todos los vecinos se abastecían del precioso líquido. Un buen día, la joven fue a visitar a sus padres a su pueblo natal. Aprovechóse de su ausencia la malvada suegra, quien, a pesar de haber sido prevenida sobre los efectos nefastos de retirar el látigo, decidió hacerlo, por despecho hacia su nuera, y por el prurito de contravenir sus indicaciones. Más tardó la imprudente señora en sacar el látigo del jarrón, que el agua en surgir a enormes borbotones, incontenible. La casa, el vecindario, y pronto toda la aldea, se encontraron bajo el agua. Cuando la gentil joven oyó lo que estaba pasando, se encontraba en la casa de sus padres, peinándose la cabellera. Soltó el peine y acudió inmediatamente a su hogar. No halló el látigo mágico por ninguna parte. Lo único que se le ocurrió para parar el continuo fluir del agua, fue sentarse sobre el jarrón. Para azoro y alivio de todos, cesó la inundación inmediatamente. Termina la leyenda diciendo que la pobre Liou Chuenying, tras salvar a todos de aquel anegamiento, no pudo ya separarse del jarrón en que estaba sentada. Ahí murió poco después, y en agradecimiento a su heroica proeza, los habitantes del lugar elevaron un templo a su memoria. Hoy se visita en Jin Ci: es el templo de la “Madre de las Aguas” (Swei-Mu), con la efigie de la heroína sosteniendo un peine en la mano, precisamente la actitud que tenía al recibir la noticia de la inundación. Es versión común entre el pueblo que el sitio donde estuvo sentada sobre el jarrón, corresponde al lugar donde brotó el manantial natural del lugar, o fuente Nan Lao. El agua que brota de la tierra se encauza a un estanque donde se puede ver una pared, a modo de dique, con diez horadaciones circulares, semejantes a claraboyas de cabina de barco, dispuestas en hilera horizontal cerca del borde superior del muro. Tres de las perforaciones dirigen el agua hacia el sur; las otras siete, hacia el norte. Y entre aquéllas y éstas
se nota, emergiendo del agua, un promontorio de cemento que recuerda el gablete o remate con bola de los techos de algunas pagodas. Hay, como podría anticiparse, otra leyenda tras estos detalles. Se cuenta que, hace muchos siglos, los campesinos de la orilla norte del río mantenían un enconado pleito con los de la orilla sur, a causa de la distribución del agua. Unos y otros la querían toda para ellos, y ya la encauzaban en un sentido, ya en otro. La enemistad de los contendientes se encendía especialmente en tiempos de sequía, y a veces terminaba en feroces riñas con derramamiento de sangre. Las autoridades no sabían qué hacer para calmar los ánimos. Ambos partidos porfiaban en sus demandas. El alcalde convocó a una reunión a los principales miembros de ambos bandos. Ordenó que le trajeran una gran caldera llena de aceite hirviendo. Tiró en ella diez monedas, y dijo a los circunstantes: “El agua se distribuirá en proporción directa a la valentía y heroísmo de las gentes. Quien saque más monedas ganará más agua para los suyos. Veamos si son los campeones de la orilla sur, o los de la orilla norte quienes sacan más monedas. Así se repartirá el agua”. Todos se veían unos a otros sin decir palabra, extrañados de la rara idea que el alcalde había tenido, y temerosos ante el desafío que la dura prueba representaba. Aparentemente, no se permitía el uso de instrumentos para recobrar las monedas. De repente, un joven de la orilla norte, de nombre Zhang, saltó dentro de la caldera, extrajo siete monedas, y murió en el acto. El asunto quedaba decidido: setenta por ciento del volumen de agua iría hacia el norte, y el treinta por ciento hacia el sur. Así se explica la división entre las siete y las tres perforaciones antes referidas. Es tradición que los huesos del temerario héroe fueron enterrados bajo una pequeña pagoda que se construyó en mitad del dique que separa las aguas del reservorio. Y cada año, en la primavera, la gente viene a depositar ofrendas en lo que llaman “el templo del joven Zhang”. Dicen los lugareños que el agua que mana de este sitio es excelente para el cultivo del arroz. Comentan que los granos de arroz son tan fuertes “que se pueden parar verticales en la mesa aun después de cocidos”. Estrambótico elogio, y extraña ponderación, pienso yo. Pero más raro me parece lo que agregan: “A pesar de todo, el excelente arroz de esta región jamás fue considerado digno de ofrecérselo al emperador, el Hijo del Cielo”. “¿Por qué?”, les pregunto extrañado. La respuesta alude a la leyenda de Liou Chuen-ying y a su método de control de inundaciones. Es una respuesta impregnada de sabor a tierra, y de espontaneidad y llaneza muy propias del espíritu campesino: “Porque ese arroz proviene, a fin de cuentas, del trasero de una mujer”. ~ agosto 2006 Letras Libres 17
cuadernos de viaje
Eliot Weinberger
Postal desde China ¿Qué ocurre realmente en China? ¿Es necesario el resto del mundo para ellos? ¿Cómo explicar que un gobierno vorazmente capitalista aún se ocupe de la poesía, pero para censurarla? Eliot Weinberger formuló éstas y más preguntas en una visita reciente, pero no obtuvo las respuestas esperadas.
H
abía jurado nunca ir a China hasta que mi amigo, el poeta exiliado Bei Dao, pudiera viajar allá sin restricciones, pero cuando recibí una inesperada invitación al Primer Festival Internacional de Poesía Ciudad Centenaria en Chengdu, me instó a aceptar: “Si me esperas, estarás demasiado viejo para disfrutarlo”. La participación internacional en el festival iba a limitarse a dos estadounidenses. Por fortuna, me pidieron que eligiera al compatriota, y sin pensarlo escogí a Forrest Gander: la excelencia y la simpatía son una infrecuente combinación en las letras de Estados Unidos. Al seguirle la pista hasta un retiro para artistas en algún lugar del desierto texano, cumplí con el sueño anhelado de representar de nuevo el célebre telegrama que Eric Newby le envió a su amigo en Buenos Aires: “¿DISPONIBLE NURISTÁN JUNIO?” Y había ensayado el tono informal: “Hola Forrest, ¿quieres ir a la provincia de Sichuán la próxima semana?” Mientras nos tambaleábamos del avión y llegábamos a la ciudad, los jóvenes poetas destinados a recibirnos eludieron las preguntas informales: “Os lo dirán en la cena”. Nos trasladaron a un edificio extravagante parecido a Las Vegas, con hileras de delfines rociando agua, llamado Hotel California –China, al haber tenido una Revolución Cultural en los años setenta, sin duda se había salvado de la lista de éxitos radiofónicos. Pasando por alto unos grandes almacenes, las múltiples salas de cine, la pista de hielo, el centro de conferencias, la 18 Letras Libres agosto 2006
Ópera, los diez salones para banquetes, el Restaurante Ciervo de Shunxing, el Muelle de Pescadores (“Antiguo bar de San Francisco”), la Parrilla Margen Izquierdo del Río Sena, la Discoteca Danubio Azul, el supermercado de alimentos y la galería de arte (“la mayor escultura interior de China”), nos apresuraron al sótano de la Aldea de los Famosos Bocadillos de Chengdu, la recreación de una “calle de la Antigua China” con enormes linternas de papel, salsa de soja y vino de arroz en barricas envejecidas, vendedores de hierbas medicinales, calígrafos y sombras chinescas, donde un nutrido grupo de poetas nos esperaba en la Auténtica Casa del Té. Mientras nos ofrecían delicias sin fin en la bandeja giratoria en el centro de la mesa, hubo alusiones veladas e intercambio de miradas, aunque sólo exhortaciones a alimentarnos más. Por fin, cuando ya parecíamos lo bastante idiotizados por el exceso de comida y la falta de sueño, nuestra anfitriona, la poeta Zhai Yongming –de cincuenta años de edad y cuyo nombre era siempre seguido del epíteto “la mujer más hermosa de Sichuán”– con profunda turbación reveló la noticia: la policía había cancelado el festival. La intervención gubernamental en un acto poético de provincias fue lo único que iba a colmar mis expectativas en China. Desde luego que sabía de su boom capitalista, pero imaginaba que las ciudades se parecerían a las del Tercer Mundo, con rascacielos y centros comerciales a la vuelta de arrabales. Además, supuse que vería un collage de la Nueva Nueva China y la Vieja Nueva China: Calvin Klein por aquí y el Gran Timonel Mao por allá. En cambio, parecía que la conversión al calvinismo había sido absoluta. Los del camino capitalista estaban en la Autobahn. “Boom” no es siquiera un esbozo de descripción. En las ciudades que visitamos la mayoría de los barrios habían sido
demolidos y sustituidos con edificios de solidez futurista. Todo era nuevo, o estaba en construcción o renovación; todos parecían atareados; todo era eficiente y estaba muy organizado; las calles estaban impolutas y el aire inmundo por las fábricas y el tráfico; la energía humana y los recursos naturales eran consumidos a un ritmo de alto horno. Por increíble que parezca, y aunque nos desviamos mucho de los senderos turísticos, no vimos arrabal alguno o poco más que un puñado de personas manifiestamente pobres. Quizás haya sido la casualidad, pero era absolutamente distinto, digamos, de Bombay o Bogotá, donde la presencia patente de la pobreza es abrumadora, y los áticos son miradores de ruinas. Desde 1990 el crecimiento per capita en China es del 8,5% anual (en la India, con la cual siempre se compara, es del 4%; en Estados Unidos es del 2% en los noventa si se promedia a Bush y su boom). Es el paraíso capitalista definitivo: mil trescientos millones de consumidores que aún no poseen un i-Pod. Y no basta: ellos mismos están fabricando todas estas cosas, para sí mismos y para el mundo entero. El “milagro” económico japonés dependía de las exportaciones, y resultó menos milagroso cuando tuvieron que ir al extranjero en busca de mano de obra barata. No es difícil imaginar a una China boyante sin que deba exportar nada en absoluto: los bienes para su creciente clase media suministrados por el pozo sin fondo de mano de obra en las aldeas. Tal como ha sucedido en casi toda su historia, China casi no necesita al resto del mundo. Se trata de desarrollo en hipermarcha. A una hora a las afueras de Chengdu, nos llevaron al Museo Mrgdava de Arte Escultórico Pétreo. (Mgrdava es el Parque de los Ciervos donde el Buda predicó su Sermón del Fuego). “Supervisado y patrocinado”, según el catálogo, por Zhong Ming, que me describieron como un poeta antaño paupérrimo; se trataba de una magnífica colección privada de más de mil piezas de gran tamaño, casi todas procedentes de las dinastías Tang y Song, albergada en un hermoso museo diseñado por uno de los mejores arquitectos chinos, Liu Jiakun. Los cleptomagnates estadounidenses del siglo xix habían tardado entre cincuenta y 75 años en hacer dinero, amasar sus colecciones y construir sus museos. Zhong Ming lo había logrado en diez. Nadie podía explicar cómo lo había conseguido. Las ciudades chinas prosperan a expensas del campo, según la opinión recibida. Sin duda es cierto que a los campesinos se les impide migrar a las ciudades, y hay incontables relatos de funcionarios corruptos que expropian tierras campesinas, como solían hacerlo los arquetípicos terratenientes codiciosos de la propaganda maoísta. Sin embargo, las estadísticas oficiales afirman que sólo un 3,1% de la población rural se encuentra por debajo del umbral de pobreza, y la mayor parte de los pobres pertenecen a las minorías mayoritariamente musulmanas de las provincias occidentales (en
Estados Unidos, las estadísticas oficiales a la par de semicreíbles indican que son un 12,7% de la población general, entre ella el 24,4% de afroamericanos y el 21,9% de niños). Adicionalmente, el 6% está en la lista de “renta inferior”, un poco por encima del umbral de pobreza. Según la unicef, la participación en la educación básica es del 93% (al igual que en Estados Unidos). En 1990, el 43% de las aldeas tenían teléfono, en la actualidad el 92%: China debe de ser el único lugar del mundo donde los teléfonos móviles operan en los remotos fortines de las montañas. La tasa de alfabetización es del 90%; en la India, del 57%. La esperanza de vida para un recién nacido es en la actualidad de 71 años; en Estados Unidos, de 77; en la India, 64. Las aldeas que llegamos a ver en las provincias de Sichuán y Yunán parecían comunidades agrícolas autónomas, sin el evidente sufrimiento de parecidos caseríos en la India o América Latina. Los tibetanos en estas provincias, a diferencia de los residentes en Tíbet, según casi todos los testimonios, parecían prosperar –sin duda porque se trata de una minoría no amenazante en regiones de chinos “han”– y estaban construyendo intrincados templos y estupas. Todos los sitios se encontraban repletos de turistas chinos de clase media; la gente de las ciudades cuenta ya con la libertad absoluta de viajar sin autorización. Se nos había avisado que el festival nos organizaría un viaje de cuatro días en un todoterreno a las apartadas montañas, y me había preparado con todos mis pertrechos groenlandeses. La expedición resultó ser una caravana de cinco autobuses con ciento cincuenta personas que habían participado en un festival de arte en Chengdu y nuestro destino no fue una tienda de campaña más allá del límite forestal sino el Balneario Vacacional Paraíso de Jiu Zhai, una versión a la Disney de una aldea de la minoría qiang bajo una enorme cúpula imperial de recreo, indudablemente copiada de Biosphere –y, al igual que Biosphere, con la mayoría de los árboles secos– rodeada por mil cien habitaciones para huéspedes. Una visita al parque nacional próximo fue como una película de terror producida por el Sierra Club al quedarnos atrapados, inmóviles y sin salida, en un estrecho sendero de montaña con otros diez mil caminantes. La mera numerosidad de seres humanos en China es inabarcable, como las distancias en el universo. El índice relativamente bajo de pobreza equivale a cien millones de personas. Mi dato curioso favorito –tal vez apócrifo, pero aún creíble– es que si China se convirtiera enteramente en un país de clase media, y cada chino decidiera pasar sólo una semana de su vida de visita en París, habría unas cuatrocientas mil personas adicionales intentando entrar en Les Deux Magots todos los días. Es inexplicable por qué el gobierno, mientras cientos de millones están inmersos en una orgía de capitalismo laissez-faire, aún se ocupa de la poesía. Bei Dao, el poeta chino más reconocido, es buen ejemplo de ello. Después de agosto 2006 Letras Libres 19
cuadernos de viaje
Eliot Weinberger las masacres de la Plaza Tiananmen en 1989 se exilió en el norte de Europa y en Estados Unidos, viajando con documentos de “ciudadano sin Estado” (lo cual exasperaba a los funcionarios de inmigración, pues no había nada que sellar). Durante nueve años no se le permitió a su mujer e hija salir del país para visitarlo, y sus libros, por supuesto, estuvieron prohibidos. Hace unos años se le consintió, ya como ciudadano estadounidense, visitar a su padre agonizante siempre que se quedara en su casa de Pekín y no apareciera o hiciera declaraciones en público. Se le permitieron unas cuantas visitas más, nunca de más de un mes, y en alguna ocasión se le permitió viajar a Shanghai. Uno de sus poemarios fue publicado, se agotó una primera edición de cincuenta mil ejemplares y luego no se autorizó su reedición. Se ha vuelto a casar con una mujer que vive en Pekín, y a la que había conocido en Estados Unidos. Pudo volver a China una semana en diciembre pasado por el nacimiento de su hijo, pero se le ha denegado el visado desde entonces. Su mujer puede viajar sin restricciones, pero al bebé no le han otorgado sus documentos de identidad deliberadamente, y no puede viajar al extranjero. La familia sigue en el vilo de un limbo burocrático. Sin embargo, a diferencia de la China maoísta, la censura es en la actualidad aleatoria y descentralizada. Determinado libro será prohibido en una editorial y aparecerá en otra. En cuanto a nuestro festival de poesía, simplemente se cambió la sede y los actos se declararon “privados”, aunque todos podían participar. En cualquier caso, unos treinta poetas del país se presentaron: todo había sido sufragado por el propietario del Hotel California, el Paraíso de Ju Zhai y una decena de rascacielos en diversas ciudades, al parecer copiados de Metrópolis y de The Jetsons (un presunto amante de la poesía que nunca se presentó y cuyo nombre nunca supe). Así que sostuvimos algunos debates en la universidad de la localidad y una lectura hasta el amanecer en un bar de moda cuya dueña era Zhai Yongming, “la mujer más hermosa de Sichuán”. Como en todos los festivales de poesía, fue difícil recordar después lo que cualquiera hubiese dicho en los debates, pero los tipos son conocidos: el poeta profesor, en extremo complacido de sus pertinentes citas de Mark Twain y Thomas Hardy; el joven apasionado que no quiere leer nada para que sus emociones y pensamientos permanezcan puros; el poeta tímido y espiritual que cuando se le preguntó cómo el budismo influía en sus poemas, respondió: “me gustan los silencios”; el dinámico y encantador joven en pos de becas; las dos o tres mujeres que con razón se enfadaban por la escasez de mujeres; el poeta no traducido que sostenía que la poesía no podía traducirse; el polígrafo, a sus anchas debatiendo sobre la más reciente poesía estadounidense o la numismática de la dinastía Shang; el poeta veterano, demasiado ebrio para decir algo. El escritor más mencionado fue 20 Letras Libres agosto 2006
Borges y hubo unas cuantas referencias a Harold Bloom, el cual había sido recientemente traducido al chino. A todos les sorprendió que Forrest y yo fuéramos tibios respecto del Canon occidental; suponían que se trataba de las Sagradas Escrituras Universales y no alcanzaban a creer nuestra explicación de que se trataba de un culto en extinción en New Haven. Recientemente les cautivaba asimismo la versión de la “angustia de las influencias” de la historia literaria, aunque en buena medida sea inaplicable a la tradición china: quizás el drama edípico encontrara algún eco en una nación de hijos únicos. Con todo, cabía preguntarse por qué la policía se había molestado en anular todo aquello. Resulta extraño que los artistas visuales al parecer pueden hacer lo que les venga en gana. En Pekín, el grupo “Postsentido” está acrecentando el accionismo vienés de los años sesenta: se clavan a sí mismos en ataúdes llenos de entrañas de animales, recortan trozos de su propia piel y la zurcen a un cerdo vivo, etcétera, etcétera, y –nadie sabe si es o no es cierto, pero figura en todos los portales del fundamentalismo cristiano en internet– cocinan y devoran un feto humano abortado. Me reuní con uno de ellos brevemente, una jovencita guapa y sonriente llamada Peng Yu, la cual, con su marido Sun Yuan, sobre todo trabaja, como suele decirse, cabezas humanas decapitadas y cadáveres infantiles. La pareja provocó un escándalo en el canal cuatro de la bbc al derramar sangre sobre el cadáver real de unos gemelos siameses. Una obra más reciente es un pilar de grasa humana de cuatro metros de altura, recogida de las clínicas que realizan liposucciones. Infortunadamente no se titula “¿La acompañamos con patatas fritas?”. Pasé un día y una larga noche en Da Shan Zi, un distrito pekinés de pequeñas fábricas y talleres, la mitad aún operativas y las otras transformadas en enormes y atractivos estudios, galerías y los inevitables cafés y restaurantes, muy parecidos a los que se encuentran en Berlín oriental. Por fortuna, los artistas que visité estaban en el extremo más estrafalario del arte y de la acción artística. Ye Fu había construido un enorme nido en el extremo de una torre y vivió allí sin abandonarlo durante un mes. A Cang Xin le gusta lamer cosas y se ha fotografiado lamiendo la Gran Muralla, la acera de la Cámara de los Comunes y las estatuas de Roma. Chen Wenbo pinta en grandes lienzos páginas de papel en blanco. Muchos pintores parodiaban sin ambages a Mao y la propaganda maoísta. Cundo pregunté cómo es que los artistas eludían la censura mientras que la poesía aún era prohibida, me respondieron: “Ah, es que a nadie le importan los artistas”. Es casi imposible comprender lo que está ocurriendo en China, y no obtuve respuesta de aquellos a quienes pregunté. La gente del medio rural y la del urbano parecen vivir bajo dos gobiernos distintos. En las ciudades el dinero es la ideología única. La gente casi puede hacer libremente
Ilustración: LETRAS LIBRES / Jolanta Klyszcz
un ardid para hacer ricos a los miembros del Partido. En las aldeas los desplazamientos están rigurosamente supervisados para evitar que las ciudades se conviertan, como México o Lagos, en vertederos de desarraigados. Sin embargo, las revueltas campesinas siempre han causado la caída de imperios en China y el gobierno está aplicando apósitos desesperadamente: eliminación de los impuestos agrícolas, construcción de carreteras, infraestructura energética, escuelas y hospitales. Las políticas respecto de las minorías parecen estar cambiando al fomentar la identidad cultural en lugar de subsumirlas en la nación. En las regiones de la Provincia de Yunán que visité, los naxi y todo lo relacionado con lo naxi era ubicuo: el idioma naxi con su escritura verdaderamente pictográfica se enseña en la actualidad en las escuelas, y Joseph Rock –el primer erudito naxi de Occidente y cuyos escritos acechan los últimos Cantares de Ezra Pound– ha sido canonizado como un santo de la localidad. El caso en el que el gobierno sigue siendo obstinadamente poco acomodaticio es el de Falun Gong, una práctica espiritual muy popular en las aldeas que los funcionarios tienen por una fuerza subversiva y que está siendo totalmente reprimida, aunque el martirio sea siempre el mejor reclutamiento. Esto parece inexplicable sobre todo porque templos taoistas y budistas se están construyendo o restaurando por doquier y están llenos de fieles. Quizás la mayor sorpresa para mí fue que el centenario complejo de inferioridad chino respecto de Occidente parece superado. Han pasado de desear los objetos de Occidente a fabricar los objetos para Occidente, y a apropiarse de las compañías que fabrican esos objetos (entre ellos la computadora ibm en la que estoy escribiendo). China es el único lugar del mundo en el que la Pax Americana parece muy lejana, donde casi nadie pregunta acerca de Bush. Posee los vales de buena parte de la billonaria deuda estadounidense; en China, Estados Unidos es el Hermano Pequeño. En el cancelado Primer Festival Internacional de Poesía Ciudad del Siglo, nunca averigüé dónde estaba la Ciudad del Siglo, pero quedó claro hacia dónde se dirigía este siglo. ~
lo que le apetece, aunque no siempre pueden decirlo por escrito o en internet. (Me sorprendió la franqueza con que se expresaban las opiniones en una conversación, incluso en grupos nutridos en los cuales la gente no se conocía entre sí. En Albania, el invierno pasado, era destacable cómo en las cenas casi nadie decía muy poca cosa sobre casi nada, aunque habían transcurrido muchos años desde la dictadura: se pasaban la noche contando larguísimos chistes). Salvo en la Plaza de Tiananmen, la policía y el ejército son invisibles en las ciudades –desde luego que allí están, pero su discreción resultó inesperada. El último baluarte del maoísmo parece ser una telenovela sobre la Larga Marcha que se emite todas las noches por televisión –inundada de vídeos musicales y concursos–, y que presenta a un Mao bonachón y amistoso ayudando a viejos soldados a cruzar arroyos y compartiendo su arroz con niños campesinos. Salvo esto, lo que solía denominarse el “pensamiento marxista-leninista-maoísta” es ya
– Traducción de Aurelio Major agosto 2006 Letras Libres 21
cuadernos de viaje
Emir Rodríguez Monegal
Diario de las Islas Galápagos Siguiendo las huellas de Darwin y de Melville, Emir Rodríguez Monegal y un grupo de escritores viajaron a las Islas Galápagos hace casi treinta años. Rescatamos este diario de viaje, que es también un sabroso retrato de época, publicado originalmente en la revista Vuelta.
T
“El aspecto que el mundo tendría después de un flagelo incendiario” (Melville, The Encantadas).
odo podía haber terminado mal. Más de una vez estuvimos (creímos estar) tan cerca del desastre que, retrospectivamente, ahora que me siento a la máquina a pasar en limpio las notas de viaje, tengo la sensación de salir de una de esas suavemente siniestras novelas de Bioy Casares en que en la última página los personajes (y el lector) descubren que el peligro no sólo había sido
real sino inimaginable. Esta excursión a las Islas Galápagos –auspiciada por la Casa de la Cultura Ecuatoriana y el Círculo de Lectores de Ecuador, como parte de un Congreso de Escritores Hispánicos que se reunió en Quito a fines de noviembre–, más de una vez pudo haber generado una catástrofe. O, por lo menos, eso es lo que muchos pensamos y sentimos y gritamos el último día, en el desolado aeropuerto de Bartra, sin agua, sin comida, sin servicios higiénicos, esperando durante cuatro horas y media un avión que llegaría, o no, a rescatarnos a las doce y treinta en punto. Pero en aquella planicie tecnológica y vacía, al rayo del sol ecuatoriano, sin otro alivio que una brisa persistente, sin teléfono ni otro medio de comunicación con el mundo
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exterior que la telepatía o la magia negra, con un único paquete de galletitas que humildemente repartía una de las excursionistas, la máscara del decoro burgués estuvo a punto de resquebrajarse más de una vez. El terror no era infundado. Aquel aeropuerto parecía salido de una película de ciencia ficción. Era una cáscara hueca: una pista, una torre de observación, dos salas para pasajeros y maletas, un baño (que no funcionaba) y absolutamente nada más. Fuera de los excursionistas no había un solo ser vivo. Ni siquiera tortugas. Lo increíble es que a las doce horas exactas, saliendo del vacío, un jeep trajo tres soldados que pusieron en marcha una máquina de generar electricidad, la que permitió poner en funcionamiento la bomba de agua y el aeropuerto entero. A las doce y treinta, con una puntualidad que no es habitual en nuestros países latinoamericanos, un avión militar posaba en Bartra y nosotros, olvidados de Bioy y de las películas de ciencia ficción, empezábamos a reclamar por qué la Coca-Cola no estaba bastante helada y había sólo un ejemplar del periódico de Guayaquil con las noticias de las elecciones en España y Venezuela. La rutina del mundo capitalista había borrado en un instante el horror primordial. Lo que sigue son unas notas, en forma de diario, sobre esos cuatro días E.R.M.
Domingo 3 (1978)
A las 7 a.m. ya estamos en el hall del Hotel Continental, de Quito, esperando transporte al aeropuerto militar. Como todas las noches, el sábado nos quedamos levantados hasta tarde y en las caras de esta madrugada dominical se muestran los estragos del tiempo, pero todos pretendemos estar en muy buena forma y parecemos sólo preocupados de no olvidar las lociones para la piel y los lentes de sol (las islas están en pleno Ecuador, a unas quinientas millas de Guayaquil, en pleno océano), los zapatos de tenis, los shorts y trajes de baño, las cámaras fotográficas y demás impedimenta del turista. Con Luis Goytisolo verificamos una vez más si tenemos todo a mano. Aunque había leído a Luis desde que publicó su primer novela, Las afueras, en 1958, ganando el primer Premio Biblioteca Breve (debe andar por ahí una crónica mía en Marcha), sólo el año pasado, en una breve visita a Barcelona en el tórrido mes de julio, había tenido oportunidad de conocerlo personalmente. Pero ese sólo día pasado en Poblet, con la admirable María Antonia y sus dos hijos, había bastado para reconocernos como practicantes del mismo género literario: el diálogo, género que siempre está en peligro de extinción. Estos días en Ecuador (participando en mesas redondas, viajando a Guayaquil y Cuenca, desayunando o cenando, con gentes o solos) no hemos parado de dialogar, y nos prometemos más intercambio en las Galápagos, con o sin iguanas. Luis es pequeño, compacto y tiene una cara intensa que recuerda alguno de esos actores franceses de los años cincuenta (Serge Reggiani, por ejemplo), hechos de huesos, nervio y fuego latente. Tiene una virtud rara en España: sabe escuchar. Tiene una virtud más rara aún: mientras habla, piensa. Poco brillante, en apariencia, observa todo, y cuando decide hablar, da en el clavo. Su sentido del humor es sutil. No abusa de él pero está allí, a mano, siempre. Los lectores del segundo volumen de su Antagonía (el hermoso título es: Los verdes de mayo hasta el mar, 1975) saben hasta qué punto esa mirada que observa y esa palabra que registra lo observado pueden ser mortales. Nunca la decadente sociedad que se reúne en la costa de Cataluña fue expuesta con más rigor, con más contenida furia, con más felicidad verbal. Pero ahora todo lo que nos preocupa es saber si tenemos la crema para la piel a mano o si el amigo que nos lleva al aeropuerto encontrará o no la entrada nueva que (como de costumbre) no tiene ninguna indicación visible. En el aeropuerto nos encontramos con los otros excursionistas. Sólo parte de los invitados al Congreso han optado por las Islas Galápagos. Borges, a pesar del entusiasmo que tenía por ir, fue persuadido de no hacerlo. Sólo más tarde, al ver las condiciones espartanas del barco que nos llevó por el archipiélago y las dificultades permanentes de embarque y desembarque en cada isla, comprendimos que los orga-
nizadores habían practicado un acto de caridad cristiana al impedir que Borges (79 años cumplidos, frágil y casi ciego) pretendiese emular a Herman Melville, el cronista de las Encantadas. En cambio, y para compensarlo un poco, el crítico ecuatoriano Hernán Rodríguez Castelo lo llevó en el yate de un amigo a dar unas vueltas por el fabuloso estuario del Guayas. Otros, más fuertes y jóvenes que Borges, declinaron la excursión porque tenían compromisos previos. El crítico y profesor argentino Enrique Anderson Imbert (lleno de energía a sus 68 nerviosos años) debía volver a sus cursos en Harvard. El narrador colombiano, Pedro Gómez Valderrama, uno de los hombres de más deleitosa conversación que conozco, tenía compromisos en Bogotá. Pero aun con estas bajas, el grupo de excursionistas pasaba de los cuarenta. Prominentes, entre ellos, estaban el poeta colombiano Álvaro Mutis, el novelista ecuatoriano Alfredo Pareja Díez-Canseco, el poeta español Juan Luis Panero (sí, hijo de Leopoldo, es claro), el crítico uruguayo Ángel Rama, el narrador ecuatoriano Pedro Jorge Vera y, last but not least, nuestro huésped, el crítico Galo René Pérez, presidente de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Como pasa casi siempre en nuestros países, además de las personas formalmente invitadas había una cantidad de gente (no menos distinguida, sin duda) que sólo fue invitada oralmente y que, a veces, hasta trajo sub-invitados. El resultado (por un rato, al menos) se pareció mucho al caos. Tratándose de un aeropuerto militar, la disciplina era rigurosa. Quien no estaba en la lista oficial, no recibía pase para subir al avión. Y eso era todo. Entre los invitados orales estaban nuestros excelentes amigos, José Luis y Pitoya Arcos Galbete, de la Embajada española en Quito: otros fanáticos y jóvenes practicantes del diálogo. Pero no había diálogo con los soldados a cargo de la operación. Tuvimos que abandonar a nuestros amigos a su cruel destino, y subir al avión con los privilegiados que sí teníamos pase. Veinte minutos después, José Luis y Pitoya (y todo el resto de los invitados orales) habían subido al avión. El aeropuerto estaría controlado por los militares, pero Ecuador es Ecuador y finalmente siempre se encuentra allí una manera amable de arreglar las cosas. La mano invisible de Galo René Pérez (o de los aún más invisibles jerarcas españoles del Círculo de Lectores) debe haber estado moviendo los hilos precisos. Cuando despegamos, tanto los oficiales como los orales estábamos inextricablemente mezclados. Después de una parada en Guayaquil (para recoger otros viajeros), despegamos sobre el Pacífico para un vuelo de dos horas y media hasta el aeropuerto de Bartra, en las Galápagos. La tecnología (que no conocieron Darwin ni Melville) nos permitía cubrir en ese tiempo los casi mil kilómetros de océano que separan el archipiélago de Guayaquil. Bartra es un aeropuerto militar: una torre de comanagosto 2006 Letras Libres 23
cuadernos de viaje
Emir Rodríguez Monegal do, con lo mínimo, o tal vez menos (falta algún vidrio, la escalera de madera está punto de perder algún pedazo); un par de espacios en el edificio central, para despachar pasajeros y maletas, y un impracticable patio de bancos de cemento, bajo el rayo de un sol atractivo sólo para iguanas. Fue construido por las fuerzas norteamericanas, durante la Segunda Guerra Mundial, para proteger el acceso al Canal de Panamá de otros posibles Pearl Harbor. Dos omnibuses nos esperan: uno, común pero pronto lleno hasta los topes, y otro que parece una reliquia de una película latinoamericana de Howard Hawks (Only Angels Have Wings, de 1939, o tal vez, Ceiling Zero, de 1935, aún más arcaica). Los que no entramos en el primer bus, nos sentamos a esperar en la ventilada sombra del viejo. Pero pronto alguien viene a avisarnos que ese ómnibus no sale. Viendo el estado comatoso en que está, es fácil creerlo. Esperamos pacientes la vuelta del primero y apenas lo abordamos, vemos que (por un milagro tecnológico cuyo secreto está cuidadosamente guardado por las Galápagos) el increíble ómnibus decrépito arranca apenas le damos la espalda. Este no será el único acto de “realismo mágico” con que nos deleitará esta excursión. Llegados al muelle para tomar el barco que nos llevará por las islas, sólo encontramos un destroyer, apenas más grande que un remolcador, que parece haber sido pintado el día que inauguraron el aeropuerto. Con la gracia de hipopótamos paralíticos, agravada por la impedimenta turística, y la ayuda generosísima e irónica de marineros y hasta dos hermosas guías gringas, conseguimos trepar al remolcador. Para consuelo, en el salón comedor nos esperan las palabras cordiales del capitán (joven, buen mozo, poeta al parecer) y un almuerzo de langosta y mariscos que nos sabe a Fouquet’s. Antes de sentarnos descubrimos (el realismo mágico) que el remolcador no es tal sino el mismo barco que ha de llevarnos de excursión por el archipiélago. Descubrimos también que, a pesar de parecer tan pequeño, es un verdadero laberinto de camarotes y salones, y tiene realmente alojamiento para las cuarenta y tantas personas que componemos la excursión. Con estupor y cansancio aceptamos ser empaquetados de a cuatro por camarote (por suerte, seguimos juntos con Luis) y despachando rápidamente las maletas, nos sentamos para el suculento almuerzo. Poco a poco, y como en una película de Hitchcock, empezamos a reconstruir la verdadera secuencia de acontecimientos. Sabíamos que la excursión sería en un barco de guerra, pero no sabíamos que el barco en que estábamos, el Calicuchima, no era el barco originariamente escogido. Éste estaba de reparaciones en una de las islas y, a último momento, hubo que traer el Calicuchima de Guayaquil, sin tiempo de acondicionarlo adecuadamente (no sólo no había sido repintado, como descubrimos esa misma noche). El único lujo del barco, 24 Letras Libres agosto 2006
aparte de la cordialidad de todos, era el servicio: de primera, ya que venía del barco grande. De modo que tuvimos que aceptar las condiciones espartanas y poner al mal tiempo buena cara. En un barco de guerra, el orden de prioridades es claro: primero la oficialidad, después las máquinas, luego un vacío, luego otro, luego la tripulación, y al final (después de un par de vacíos) las visitas. Es claro que la cordialidad enmascaraba esa jerarquía rígida. De a poco, y como quien despierta de un largo y tenaz sueño, llegamos a estas modestas conclusiones. Nuestro primer contacto con las islas mismas ocurrió en la tarde. Ya nos habían prevenido que bajaríamos en una de las Islas Playas. Didácticamente habíamos recibido un mapa de las Galápagos y unas feroces instrucciones sobre lo que no hacer. Aunque teníamos ideas vagas (restos de lecturas de Darwin, Melville y hasta de Tennessee Williams), no sabíamos hasta qué punto el antiguo archipiélago de piratas y bucaneros, el penal de los siglos coloniales, se había transformado en una de las primeras estaciones ecológicas del mundo. Ya en 1958, y con los auspicios de la unesco, se fundó la Fundación Charles Darwin para las Islas Galápagos. A principios de 1960 se inició la construcción de la estación biológica Charles Darwin, con ayuda económica del Ecuador (al que pertenece el archipiélago). En 1964 fue inaugurada. La finalidad es preservar el ecosistema (para usar la palabreja): es decir: inmovilizar las Islas en una época biológica anterior a la llegada del hombre. El resultado es el parque zoológico más grande y abierto del mundo. Un parque en que los animales son los que están en libertad y los hombres circulan sólo por caminos marcados, custodiados por guardianes entrenados que los sacan al sol en horas fijas. En las Islas Playas no hay tortugas, así que nuestra primera experiencia fue como ir a ver Hamlet y enterarnos que dan Rosencrantz y Guildernstern. Pero más tarde comprendemos que la excursión está planeada como un banquete. Las Islas Playas son los hors d’oeuvres que nos introducen en el mundo fabuloso de hace millones de años: un mundo volcánico, de piedra basáltica negra, blanqueada por los excrementos de animales y un sol que no da respiro. Las estrellas de esta isla son las focas y las iguanas, pero el astro absoluto es el león marino. Los había visto hace muchos años en la Isla de Lobos, frente a la Playa Brava de Punta del Este, pero ahora, por primera vez, camino entre ellos. Tienen un sentido muy preciso de la territorialidad. Éste incluye la posesión de las hembras, su harén, como dicen los biólogos. Como las focas no parecen excitar a nadie de nuestro grupo, no hay peligro por ese lado. El peligro existe cuando nos encontramos con algún inmenso lobo sentado en medio del camino que se ha trazado para nuestra circulación. Los guías nos recomiendan prudencia. Hay que esperar a ver si el lobo decide apartarse. Si no lo
Ilustraciones: LETRAS LIBRES / Alejandro Magallanes
que un especialista en basura ha dejado caer entre los cactos, o la cajita vacía de película fotográfica que otro aficionado tiró por ahí. No se cansa de pedirnos que no salgamos del camino trazado y nos ensaya en los aplausos para prevenir problemas con los lobos marinos. Cuando le digo que es un poco irreal querer excluir al hombre (ya que estamos ahí, miramos a los animales, ellos nos miran desde sus profundidades prehistóricas); cuando insisto que hasta esa tarea de cuidar y proteger las especies en peligro, de detener y fijar el reloj biológico es anti-darwiniana ya que interfiere en la supervivencia de los más aptos, admite que esas cuestiones la preocupan. Pero no la hacen dudar de su misión. Y ahora lo que importa es que tengamos el privilegio de ver a los animales en libertad, sólo reduciéndonos a ser eso: un ojo que mira. Desde las rocas más altas, observamos los pájaros y los peces. Más especies que las que podré reconocer nunca organizan el más increíble ballet en tierra, mar y aire. El agua verde y azul, transparente, nos permite reconocer los cardúmenes de peces, oscuramente coloridos, que trazan laberínticos caminos en el mar. De golpe un pelícano se hunde como una flecha y emerge, chorreando, con una presa en el pico. Tenemos que moderar nuestro entusiasmo porque el borde de las rocas está tan erosionado que nuestros pies no tienen suficiente apoyo. Lúgubremente, Margaret nos informa que el año pasado dos turistas cayeron más veloces que el pelícano pero sin emerger vivos. Otra señal de nuestra mortalidad compartida con los animales: algunas focas tienen cicatrices de tiburones en el vientre, o una aleta mutilada. En el vasto océano brillante al sol y tan fresco, a veces asoma una aleta triangular. El equilibrio ecológico ha convertido las focas en pasto de tiburones. También son pasto de las moscas que se concentran feroces en los ojos y se beben los lagrimales. Muchas están casi ciegas por eso. Tiradas perezosamente sobre las rocas, como odaliscas de Ingres, sensuales y distraídas, sólo se mueven un poco para evitar ineficazmente una mosca. Sus aletas son demasiado cortas para alcanzar los ojos. Parecen muñones. De golpe nos damos cuenta que este paraíso zoológico no ha sido diseñado por Walt Disney sino por el lúcido Charles Darwin. De noche anclamos en la bahía Academy, cerca de la estación de Puerto Ayora. Vamos al pueblo, recorremos sus calles mal iluminadas, tomamos alguna cerveza y compramos chucherías. Pero el pueblo nos parece trivial frente al escenario apocalíptico de las Islas Playas.
hace, si en cambio nos enfrenta con sus roncos ladridos (duros, cortos), entonces hay que echar mano de un recurso inesperado: aplaudir fuerte. Parece que los lobos son más delicados de oídos que las cantantes de ópera y huyen el aplauso. Algunos, sin embargo, se enfurecen y ladran más. Formamos una improvisada claque, hasta que se apartan. Por el camino nos fascinan las iguanas. Hay dos especies: las marinas son negras y casi no se distinguen de la negras rocas. Pero las terrestres (de unos colores vivos, rojos herrumbrados por el verde y el amarillo) son un festín expresionista y hubieran hecho las delicias de Ensor. En su libro, Darwin no se cansa de llamarlas ugly pero su gusto victoriano no es el nuestro. Las iguanas de aquí son más pequeñas que las mexicanas y parecen abrumadas por el calor. Como respiran por la piel se aplastan literalmente sobre las rocas, pareciendo más una piel de iguana que un animal vivo. Las máquinas fotográficas no paran de funcionar. Habrá exposición de iguanas en todo el continente. Nos ha tocado una guía norteamericana, una deliciosa muchacha de la Universidad de Gainsville, en Florida, que está trabajando desde hace cuatro meses en la Estación Darwin. Es ecóloga aunque no fanática. Sabe que es imposible evitar la contaminación humana de este paraíso zoológico. Con paciencia, recoge el paquete vacío de cigarrillos
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Emir Rodríguez Monegal Lunes 4
Una especie para la que no estábamos preparados por nuestros guías es la familiar cucaracha. La primera apareció a eso de las 11:30 p.m, cuando ya estaba por subir a la litera que me correspondía. A un movimiento de la almohada, salió muy urgente una pequeña cucaracha marrón. Una inspección más detallada reveló que no era la única. Mis compañeros de camarote empezaron a hacer sus propios descubrimientos. Pronto el reposo estaba cancelado. En las instrucciones precisas sobre cómo tratar a la fauna local, las cucarachas no figuraban. De hecho (después supimos), eran tan ajenas al paraíso zoológico como los hombres, y Darwin no las había estudiado. Pero nosotros pronto nos convertimos en especialistas. A la hora del desayuno comparamos notas. Los más fatalistas se habían limitado a ofrecer la otra mejilla y seguir roncando. Pero hubo quienes emprendieron contra las cucarachas una batalla tan descomunal como la del Quijote contra los carneros, y con el mismo ridículo resultado. José Luis y Pitoya nos contaron que uno de nuestros amigos pasó la noche dando alaridos y arrojando todo objeto portátil contra el múltiple enemigo. Ellos mismos recurrieron a dormir con la luz prendida ya que las cucarachas son reticentes y no les gusta exhibirse mucho. Alguien nos informó más tarde que la premura con que el Calicuchima dejó Guayaquil impidió que fuese fumigado. Después de esta ominosa información, fuimos preparados para las dos excursiones del día. Muy profesionalmente se nos explicó lo que veríamos y dónde. Armados de mapas, diagramas y boletines, bajamos a los botes, preparados para enfrentarnos al fin con las tortugas. Como esta excursión es breve, sólo tendremos tiempo de ver cinco de las cuarenta y tantas islas que componen el archipiélago, y estas cinco no incluyen aquellas donde las tortugas tienen su hábitat. Para compensarnos (quién se atrevería a irse de las Galápagos sin verlas), examinaremos las tortugas que tienen en la Estación Darwin. Aquí el zoológico natural se convierte en zoológico común. En unos barrancos especialmente diseñados para hacer que las tortugas se sientan a gusto, están los monstruos antediluvianos. Todo lo que sabíamos de ellas es cierto: son enormes, feas, solemnes. Nos miran con sus ojos fríos de reptil; por lo general, nos ignoran. Incluso cuando los más audaces subimos en sus caparazones o hasta nos balanceamos precariamente de pie sobre ellas. Se irritan pero la reacción es lentísima, como si el tiempo en que viven tuviera un ritmo milenario. Es la hora del almuerzo y al olor de la caña partida que trae uno de los guardianes (estos feroces monstruos son pacientes hervíboros), se desplazan milimétricamente hacia su comida. Las cámaras fotográficas se dan un festín. Como si fuera un living room decorado por Gaudí, nos sentamos entre y sobre las tortugas que chupan y rechupan la caña con sus 26 Letras Libres agosto 2006
mandíbulas sin dientes, y nos hacemos fotografiar para la instantánea posteridad de las Polaroid. Mientras unas comen, otras se quedan mirando el infinito temporal, como si esperasen turno desde hace siglos. En un rincón y contra el muro de piedra, una tortuga ha conseguido montar parcialmente sobre otra. Es imposible saber si busca alivio a su soledad o si realmente se la está fornicando. El proceso es tan lento que cualquier hipótesis es creíble. Alertados, los camarógrafos se concentran en la pareja, con la voracidad del conde Drácula al descubrir una yugular virgen. Inmunes al accidente de las cámaras, las tortugas continúan su oscuro comercio. Me acuerdo de golpe que al tratar el tema de la reproducción de las tortugas, Darwin usó el más decoroso lenguaje victoriano (“During the breeding session, when the male and the female are together...”, p. 409, releo en la edición de John Murray, Londres) en tanto que nosotros violamos esa intimidad con nuestros flashes. Pero a las tortugas ni el decoro de Darwin ni nuestro voyeurismo les importan un rábano. Con la misma indiferencia con que había montado a su pareja, la tortuga de arriba desciende a continuar su excursión de siglos. Nunca sabremos si realmente fuimos testigos de una fecundación más, o si aquella tortuga sólo quería ver un poco lo que pasaba del otro lado del muro de piedra. En la estación hay un vivero de tortugas. Como la especie estaba muy amenazada en alguna de las islas (ya no hay balleneros o piratas pero hay ratas salvajes, cerdos feroces y sobre todo aves voraces), la estación ha construido viveros que conservan los huevos y protegen a las tortuguitas hasta que están en condiciones de protegerse a sí mismas. En uno de los discursos de mayor bravura de Tennessee Williams (está en Suddenly Last Summer), el destino del artista y del poeta en el mundo moderno había sido alegorizado con la anécdota de las tortuguitas que al salir de los huevos sobre la playa ardiente, tienen que ganar una carrera mortal contra las aves, para llegar al refugio del mar antes de que a picotazos éstas penetren el caparazón aún tierno y se las devoren. Para Williams, esas aves rapaces son los heterosexuales. Pero la estación ha decidido alterar el equilibrio ecológico, dándole primacía a las tortugas sobre las aves. Y nosotros nos beneficiamos de esta decisión ya que podemos deleitarnos (con auténtico espíritu waltdisneyano) con la gracia natural de las tortuguitas. En la tarde, vamos a otra isla, Floreana, la Charles, de Darwin, para conocer más especies: los rosados flamencos, las casi invisibles rayas que yacen en la arena y que emergen de sus nidos superficiales al menor contacto de nuestros pies, veloces, amenazantes, turbias. La excursión a Floreana es cansadora. No hay casi brisa y el sol se siente como plomo. Para aliviarla Margaret nos cuenta la historia de la baronesa germánica y sus dos amantes: uno rico y explotado; otro pobre y querido. La baronesa
se enredó con otros habitantes de la isla en permutaciones que todavía hoy no son claras, y un buen día desapareció con el pobre (es claro) y nunca fueron encontrados. Pero su desaparición desencadenó una ola de muertes violentas que se presta a toda clase de hipótesis. Con la precisión de quien cuenta una historia muchas veces contada, y con un vocabulario que revela sus cautelas científicas, Margaret nos revela un argumento de película de Agatha Christie. Pero al final no ata los cabos sino que los suelta aún más. Retornamos a nuestra mediocre vida de excursionistas después de ese ejercicio en el melodrama.
Antes de regresar al barco visitamos una playa de la isla que tiene un correo singular. Consiste en un barril en el que los visitantes depositan sus cartas y tarjetas (sin sellos, naturalmente) y en el que también recogen la correspondencia dejada por otros y dirigida a lugares que habrán de visitar. Encuentro una postal, en francés, para una señora residente en Cabo Frío, cerca de Río de Janeiro, y como proyecto volver por el Brasil, me hago cargo de la tarjeta, con el sentido solemne de responsabilidad que debía tener Mercurio en tiempos menos automatizados. De noche, repasamos con Luis algunas de las aventuras de este congreso. Para él, Ecuador es su primera experiencia
de la Suramérica del Pacífico. Yo conocía Colombia, Perú y Chile pero sólo había sobrevolado Quito. El entusiasmo que nos despertó el centro colonial de la ciudad (casi intacto y con magníficos conventos e iglesias) nos ha dejado con ganas de volver sin prisa. En Guayaquil, fue el malecón y la atmósfera de ciudad tropical, húmeda, de olores densos, lo que nos impresiono más. Recordamos con asombro algunos de sus monumentos: el relamido homenaje de mármol a Bolívar y San Martín con motivo de la famosa entrevista está severamente amonestado por la monumentalidad agresiva de la escultura y espacio construidos por Guayasamín para el Centro Cívico. De Cuenca poco podemos evocar, ya que el día estuvo casi enteramente dedicado a infinitas conversaciones, mesas redondas, conferencias y entrevistas. Fue allí donde mejor palpamos que la trasnochada disputa sobre el compromiso literario no está muerta ni enterrada, y que las polémicas de los años sesenta continúan librándose con anacrónica frescura. Algunos de nuestros oyentes se quedan muy perplejos al saber que los profesores cubanos Moreno Fraginals y Fernández Retamar visitaron la Universidad de Yale, el año pasado, invitados por el programa de Estudios Latinoamericanos que yo dirijo, para discutir en privado y sin demagógicas declaraciones periodísticas la posibilidad de un intercambio cultural más intenso entre La Habana y Yale. No menos asombroso les parece que Alejo Carpentier haya aceptado venir en marzo a Yale, a un congreso auspiciado por el mismo programa, a discutir con sus colegas universitarios el delicado tema de la Historia en la Ficción. Aquellos que todavía creen operativa la famosa “Carta abierta a Pablo Neruda”, en que improvisados socialistas cubanos acusaban al poeta (y a Fuentes y a mí) de servir al imperialismo norteamericano porque visitábamos Estados Unidos, no podían comprender cómo dos de los más conocidos firmantes de la carta habían aceptado ir a Yale. Era inútil explicarles que la Revolución Cubana está a punto de cumplir veinte años y que hasta Fidel ya ha declarado obsoleto el término “gusano”. Ahora los exiliados son “cubanos residentes en el extranjero”. (A mi regreso, conversando con Roberto González Echevarría, que en diciembre estuvo dos veces en Cuba, con un grupo que está tramitando la salida de los presos políticos de la isla, me cuenta que el cambio de nomenclatura ha creado perplejidades en los fidelistas. Para marcar el nuevo status de los exiliados, un ingenioso propuso que se les llamara “compañeros gusanos”). agosto 2006 Letras Libres 27
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Emir Rodríguez Monegal Luis, que militó en la resistencia contra el franquismo y hasta estuvo preso por ello, es la persona menos fanática que he conocido y por todos los medios se resistió (en Cuenca y en otras partes), a politizar burdamente la literatura. Por mi parte, hace ya más de una década que expresé la esperanza de que los cubanos llegasen a practicar un diálogo sin restricciones con el resto del mundo latinoamericano, y especialmente con los que viven y trabajan en Estados Unidos. Ahora que ese diálogo empieza, resulta increíble encontrar gente tan mal informada que se cree “progresista” y sigue librando las batallas del pasado. Por suerte, el nivel del congreso (sobre todo en las sesiones sobre poesía y novela en que me tocó participar) fue otro. La presencia de Enrique Anderson Imbert, de Gómez Valderrama, de Ángel Feliciano Rojas, de Alfredo Pareja Díez-Canseco, de Álvaro Mutis, de Pedro Saad, especialmente impidió que se distrajese la discusión hacia temas superados. Por otra parte, la valentía de la dirección de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, que no cedió a la presión de las patrullas ideológicas (querían impedir la venida de Borges), evitó que el congreso se convirtiese en otra exhibición más de focas amaestradas, que firman manifiestos ya cocinados por los comisarios de turno. La presencia de Borges, en dos mesas redondas (noviembre 28 y 29), atrajo el público mayor del congreso y fue un éxito increíble. Porque Borges, en su ancianidad cada vez más transparente, ha llegado a tal simplicidad de dicción que consigue comunicarse con el público por encima de la gastada oratoria de los que lo llaman “Maestro” a cada tres palabras, o de los fanáticos que traen su discursito escrito en términos abstractos e indigeribles. Ante un hombre que no ha tenido empacho en elogiar a nuestros más siniestros dictadores, pero que también se ha negado a defender la familia, la patria y hasta la religión católica, es difícil situarse con clichés. Como otros ancianos apocalípticos (pienso en Pound o en Céline), Borges representa al escritor que se niega a pactar con las buenas conciencias y no juega el juego de la hipocresía moral. A una respetuosa pregunta sobre por qué no intercede ante el gobierno del General Videla (“Usted, Maestro, que es tan amigo de los generales”) para saber el paradero del escritor Haroldo Conti, “desaparecido” hace años, Borges contesta con simplicidad: “Pero si yo no soy amigo del General Videla. Almorcé una vez con él [estaba presente también Ernesto Sábato, podía haber agregado] y me di cuenta que no teníamos nada en común. Como usted sabe, ellos son católicos y yo soy agnóstico”. Para entender la respuesta, hay que entender que efectivamente Borges presta más atención a las creencias religiosas de alguien que a su filiación política: esta última suele cambiarse más fácilmente. Pero no todas fueron preguntas políticas. A una dama que insistía en 28 Letras Libres agosto 2006
preguntarle cómo podía haber creado tantos personajes inolvidables, Borges contestó llanamente: “Pero sí no he inventado ningún personaje: todos son yo. He fracasado completamente”. A un escritor ecuatoriano que le recordaba que en una ocasión lo había visitado en Buenos Aires y habían departido inolvidablemente sobre el gran Juan Montalvo, recitando de memoria Borges pasajes enteros del ilustre prosista ecuatoriano, Borges le replicó con su algo vacilante dicción: “No me acuerdo de esa ocasión, pero si usted la recuerda, debe ser verdad. Eso sí, no pude haber recitado mucho de Montalvo porque sólo leí los Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, y eso fue hace mucho y ahora no me acuerdo de nada”. A otra pregunta sobre si ahora era más feliz que cuando era joven y podía ver, contestó sin vacilaciones que sí era más feliz porque los jóvenes son tan desesperados... A un catalán que quería saber si pensaba en imágenes, conceptos o en palabras, y después de explicarle inútilmente las dificultades de ese tipo de planteo, terminó por decirle: “Bueno, para simplificar su posición, permítame que le pregunte: usted, cuando tiene un dolor de muelas, ¿lo tiene en español o en catalán?” Todavía deben estar resonando las carcajadas del inmenso público que llenaba todo resquicio de la Universidad Católica. El día anterior, Ernesto Cardenal había asistido a un conversatorio en los jardines de la misma universidad y había sido aplaudido, tal vez por el mismo público. Su presencia en el congreso, como huésped del mismo, resultó equívoca porque en realidad vino invitado también por el comité de ayuda a la oposición sandinista en Nicaragua. Prefirió seguir el consejo de los miembros políticos del comité y no participar en los debates literarios. Por pura casualidad, me encontré con él en el Museo del Banco Central, que visitamos con Galo René Pérez como huéspedes del director. Con la cordialidad de siempre, Ernesto nos abrazó excusándose por no tener tiempo de participar en el congreso. Como iba camino al Perú, prometió volver a leer sus poemas, de regreso. Recordamos su visita a Yale, hace unos años, y el éxito que tuvo entre los estudiantes y profesores jóvenes que no salían de su asombro al escuchar a un sacerdote que sostenía que había más verdadero cristianismo en Fidel Castro que en la mayoría de los curas católicos. Como siempre, Cardenal parece sereno, animado por una fuerza interior muy firme y constante. La situación de Nicaragua es desesperada, su comunidad de Solentiname ha sido destruida, pero él sigue su tarea, confiando en Dios y practicando literalmente el mensaje cristiano. Mas da pena que no venga a conversar con nosotros porque nos están haciendo falta gentes que no sólo hablen del compromiso (atrincherados en puestos burocráticos del capitalismo) sino gente auténticamente comprometida. Ya es tarde y volvemos a nuestras literas.
Martes 5
Rodeada de mar por todas partes, cada isla de las Galápagos tiene el problema de la escasez de agua potable. A nuestra costa, aprendemos la dura lección de vivir en un archipiélago volcánico. El Calicuchima tiene el agua racionada. Así que aprendemos a racionar nuestras visitas al w.c., a bañarnos (en el Ecuador) una vez por día, y a limpiarnos los dientes con agua mineral. Rabelais y Céline podrían describir con mayor elocuencia que yo este capítulo coprológico. Prefiero refugiarme en el decoro victoriano de Darwin (que nunca habla de este problema en su Diario). Pero ya en el tercer día de nuestra excursión, empieza a hacerse visible el desesperado esfuerzo por seguir pareciendo consumistas urbanos. Nos acostumbramos a exagerar la loción para después de afeitarse, o a petrificar la nariz cuando pasamos por ciertas áreas higiénicas del barco. Por suerte hay mucho aire afuera, podemos dormir con los ojos de buey abiertos y no falta la ocasional gota de agua que sale inesperadamente de la reseca canilla. No quiero ni pensar cómo se las arreglan las valientes compañeras de excursión. Hoy visitaremos la Isla San Cristóbal, la Chatham de Darwin. Por primera vez, tenemos oportunidad de ver, muy de cerca, las aves en sus nidos: pinzones, pájaros brujos, fragatas (que al volar, despliegan las alas como un velero
del siglo pasado), piqueros enmascarados (con un antifaz como el de Douglas Fairbanks en The Mark of the Zorro), piqueros de patas azules (que empollan los huevos con sus patas) piqueros de patas rojas, gaviotas de cola bifurcada y sobre todo golondrinas. Pero no podemos negar nuestro origen: el pajaro que más nos conmueve es el albatros, celebrado por Coleridge y su discípulo Baudelaire. Pronto estamos recitando, entre todos y a pedazos, el hermoso poema del francés: Souvent, pour s’amuser, les hommes d’équipage Prennent des albatros, vastes oiseaux des mers, Qui suivent, indolents compagnons de voyage, Le navire glissant sur les gouffres amers. Ahora los tenemos delante de nuestros ojos, estos viajeros alados, despegando desde el borde mismo del acantilado, volando en grandes y hermosos círculos, infatigables y serenos. Más tarde, plantado en el centro del camino que nos esta destinado, un albatros nos enfrenta, irritado por nuestra atención turística. Entonces podemos verlo, dejando caer sus alas (“como remos”, dice el poeta), torpemente, sobre sus flancos: Ce voyageur ailé, comme il est gauche et veule! Lui, naguere si beau, qu’il est comique et laid! Ses ailes de géant l’empêchent de marcher. Pero nuestro albatros ni siquiera está dispuesto a caminar torpemente. Furioso por la invasión a su territorio, quiere eliminarnos con la fusilería de sus ojos, nos empuja literalmente con los gestos hostiles de su pico, fuera del camino marcado. Nos quedamos inmóviles, esperando que se canse de esta actitud hostil. Al fin, desdeñoso y rezongando, se va a pasos cortos, ridículos. Baudelaire debe haber visto albatros (además de leerlos en el poema de Coleridge) cuando su viaje a Madagascar. Yo había visto algunos al cruzar el Atlántico. Pero ahora están ahí, a mano, o casi, y nos impresionan por corroborar tan exactamente las palabras del poeta. Solo más tarde, al repasar mi Darwin de regreso de las Galápagos, me entero que nuestra comunión literaria con los albatros de San Cristóbal fue falsa. No son la especie que Coleridge inmortalizó en The Rime of the Ancienf Mariner, y Baudelaire glosó en su poema de Les fleurs du mal. Los nuestros son grises y no tienen otro pedigrí literario que el que les otorga, sin mayor entusiasmo, Darwin. Aquellos son blancos, majestuosos, agosto 2006 Letras Libres 29
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Emir Rodríguez Monegal verdaderos “rois de l’azur”. Al leer la prosa científica, precisa, de Darwin siento vergüenza retrospectiva por nuestro entusiasmo, nuestro inútil esfuerzo por reconstruir el poema de Baudelaire. Me siento como esos visitantes de una iglesia gótica que, extasiados hasta el misticismo por un colorido vitral, se enteran de que es una obra moderna: el original fue destruido cuando la revolución francesa o fue volado por las bombas de las superfortalezas volantes de la Segunda Guerra Mundial. Este es el primer mediodía realmente ecuatorial que tenemos. No hay brisa y el sol raja. Demasiado tarde me doy cuenta que no me he puesto bastante crema en los brazos, que empiezan a tomar un color de carne cruda, me arden las orejas y la punta de la nariz que no consigo proteger con mi gorrito de tela, en los tobillos hay una franja que parece robada de una langosta. Cuando me tiro al agua en una caleta en que es posible nadar sin riesgo de ser visitado por tiburones, tengo la sensación de que mi piel chirría. Pero al minuto me he olvidado de las quemaduras. Con nosotros, se bañan docenas de focas. Son los animales más mansos y juguetones del mundo. Empiezan por nadar, rápidamente, en torno de nosotros, estudiándonos por las dudas, pero al ver que somos pacíficos, se ponen realmente confianzudas. Pasan ágilmente entre nuestras piernas y nos dan topetazos de carneros marinos. Al ser bien recibidas, se atreven a dar pequeños mordiscos, como cachorros mimados. Al cabo, están desfachatadas. Una termina por apoderarse de una de las patas de rana de un bañista y no la larga. O la larga sólo cuando se convence que el bañista también quiere jugar. Empiezan un tira y afloja que desata una tempestad de cámaras y flashes. Los únicos que no condescienden a tanta jarana son los lobos marinos. Desde la orilla nos saludan con algún ladrido seco si nos acercamos demasiado a sus respectivos territorios. Pero no objetan que juguemos con sus focas en el agua: la territorialidad no se extiende al mar. Sobre las rocas dormitan los cachorros, blanquitos y tan tiernos que dan ganas de estrujarlos. Pero ya nos han explicado que está terminantemente prohibido hacerlo. Se corre el riesgo de que se contaminen con nuestro olor y las madres sean incapaces de reconocerlos por el olfato, dejándolos sin alimento ni cuidado. Así que tenemos que contentarnos con las fotografías. Cuando vuelvo a la arena me quedo un rato hipnotizado por dos foquitas que no se cansan de rodar, una sobre otra, embadurnándose con la arena, incensantes e infinitas en su juego. La excursión está llegando a su fin. Todavía nos queda un paseo por las tiendas para turistas de la isla y los bares de los alrededores. Pero ya nos empiezan a entrar las ganas de dejar este zoológico mágico y volver a nuestras cajitas urbanas. El capitán invita a un grupo a almorzar con él, en el confortable comedor que corresponde a la oficialidad y que parece decorado para una película de los años cincuenta. La comida 30 Letras Libres agosto 2006
es la misma del comedor turístico pero la bebida no sólo es mejor sino de una abundancia pantagruélica. Se nos explica que hoy es el día de Quito, no sé cuántos años (y siglos) de la fundación de la ciudad. Vamos a volver al comedor en la noche después de la cena, para seguir dando el tradicional grito: ¡Viva Quito! En realidad, parece que todo el día no hacemos otra cosa que brindar. Cuando llega la noche, el Calicuchima está anclado en la bahía, frente al pueblo, y gira lentamente sobre sus anclas. En el puesto de mando no hay nadie. De las entrañas del barco sube ritualmente el grito repetido de las celebraciones. La noche está tibia y hay una curiosa luminosidad en el aire. Otro barco está delante del nuestro y también gira lentamente sobre sus anclas. Una ilusión óptica nos hace creer que los dos se van acercando lentamente. O, por lo menos, es lo que sostiene Juan Luis Panero que se ha adherido vivamente a las celebraciones y ahora sube a tomar un poco de aire. Trata de convencerme de que dentro de cinco minutos vamos a chocar y hasta me apuesta una botella de whisky a que la catástrofe va a suceder. Un poco más sobrio, o tal vez con más millas marinas entre pecho y espalda, le observo que el Calicuchima no avanza realmente, que mire sobre la borda y no va a ver la menor estela, que si nos moviéramos habría olitas, etc. No sé si mis argumentos lo convencen. Lo cierto es que los cinco minutos pasan y seguimos balanceándonos, cerca pero lejos del otro barco. No apunto esto para decir que Juan Luis me debe una botella de whisky (se la pienso cobrar la primera vez que nos encontremos en Bogotá, donde trabaja ahora), sino para indicar, o aludir, a un cierto estado de sugestión colectiva que se ha ido apoderando de nosotros, alimentado por la extrañeza de estas islas prehistóricas, por la violencia hecha a nuestros hábitos urbanos al tener que aceptar que en este mundo los hombres somos parásitos indeseables. Y también, es claro, por la más sutil experiencia de estar confinados en un barco militar en el que somos como niños en manos de la tripulación y la oficialidad. Ellos lo saben todo y nosotros nada. Ahora, para cortar la histeria contagiosa de Juan Luis (que está empezando a minar hasta mi racionalismo), tenemos que mandar a alguien a hablar con algún oficial para que nos aseguren que no, que los barcos no van a chocar y que podemos irnos a nuestras literas, como chicos buenos y dormir bien y etc., etc. Miércoles 6
A las 7 a.m tenemos que tener todo empacado porque a las ocho vendrá el ómnibus que nos devolverá al aeropuerto. El Calicuchima ha viajado toda la noche y estamos otra vez en el muelle de Bartra. Por broma, le digo a Luis que un tablón que comunica nuestro barco con un barco-tanque recostado al muelle, será la escalerilla por la que debemos bajar con todo nuestro equipaje; se mata de risa. Nos pone-
mos a imaginar a nuestros compañeros menos atléticos, y a nosotros mismos, negociando la impedimenta turística sobre ese tablón de piratas. Media hora después, en fila india, bajamos por el tablón, precariamente, ayudados o empujados por la tripulación y las lindas gringuitas, hasta la seguridad de tierra firme, el ómnibus, el aeropuerto, la civilización en fin. El ómnibus que nos lleva al aeropuerto regresa al muelle y nos quedamos de golpe, y por primera vez desde que empezó el congreso, literalmente solos: cuarenta turistas, incapaces de estornudar sin tener un kleenex a mano, abandonados en un aeropuerto en que no hay una sola persona de servicio, en que los w.c. no funcionan, no hay agua potable, y sólo hay (fuera) un sol rajante, algunos cactos, unos bancos de cemento y las pistas desoladas. Tardamos una media hora en convencernos de que hemos sido abandonados para siempre a nuestro destino. El destete brusco nos hace volver la mirada al caminito que lleva al muelle. Algunos piensan que hay que regresar al barco, nuestro único punto de contacto con el mundo exterior. (Más tarde nos enteraremos que el barco no tenía radio y que de hecho estuvimos cuatro días sin otro contacto que el que nos daban los puertos en que parábamos). La histeria contenida la noche anterior nos empieza a minar rápidamente. Refugiados al pie de la torre de comando, vacía y cerrada a llave, Luis Goytisolo, Juan Luis Panero y yo nos ponemos a imaginar el libreto de una película de catástrofe que podríamos filmar con nuestra aventura. Luis quiere que el film comience con cada uno de los excursionistas saliendo de su mundo cotidiano, para ir al aeropuerto militar de Quito. Mas melodramático, yo quiero un comienzo espectacular: un gigantesco albatros rasga los aires y va volando circularmente sobre la Isla San Cristóbal. Filmada la toma con helicóptero, la imagen se concentra en la caleta en que juegan las focas. No hay un ser humano a la vista pero un zoom se va centrando sobre una mancha blanca en la arena, una de cuyas extremidades, con una pata de rana, está siendo tironeada por una foca juguetona. Al centrarse del todo se ve el cuerpo desnudo (hermoso, es claro) de una de las guías: el agua, la foca, la cámara juegan tantalizadoramente con ella. Está muerta. Entonces empiezan los títulos, sobre una música de fondo a la Bernard Herman, y con la secuencia que inventó Luis. Para reforzar el libreto llega oportunamente Álvaro Mutis que desde hace años trabaja y vive en México, y que ha escrito algunos hermosos libretos cinematográficos. Uno, notable, sobre los últimos días de Bolívar está en el volumen titulado La mansión de Araucaíma (Barcelona, Seix-Barral), relato que también tuvo su origen en un libreto, éste escrito especialmente para Buñuel. Con Álvaro a mano, nos largamos a preparar una superproducción financiada por Joseph E. Levine, y con elenco internacional. Apoyándonos en semejanzas físicas o de
carácter vamos desarrollando el casting. Hay elecciones que están tan a la vista que es imposible errar: Jack Nicholson tiene que ser Luis; Anthony Quinn, Álvaro; David Niven, Alfredo Pareja; Anouk Aimée, la mujer de Álvaro; Vittorio Gassman, Ángel Rama. Otros son más difíciles de adjudicar. Margaret, nuestra guía favorita, puede ser una Ali McGraw, más jovencita, o una Sissy Spacek. Pero cualquier starlet con talento podría servir. Juan Luis y Pitoya tienen que ser no sólo muy jóvenes sino muy bonitos y con aire “caro”. Propongo Dominique Sanda para Pitoya pero no me decido por nadie para Juan: un Michael Caine, cuando apareció por primera vez en The Ipcress File, podría dar la dosis exacta de lentes, sexo y sobreentendido sentido del humor. Pero ahora Caine ya está mostrando demasiado los estragos de una década de sólida bebida. Para mi personaje, las opiniones están divididas. Pienso que Alberto Sordi podría servir, pero Álvaro cree que Woody Allen estaría mejor, aunque él es flacucho y yo estoy más por el lado de los sólidos. Le digo que Martha Traba (crítica de arte, al fin) ya me había adjudicado una vez a Woody Allen. Así que nos quedamos con ese casting, por ahora. Pero hasta la fantasía de la catástrofe se agota como remedio contra el terror atómico. Excursionistas que no encuentran consuelo en el cine han convencido a nuestra guía de que vuelva al barco para buscar noticias. Cuando Margaret regresa repite la noticia que sabíamos (y en la que hace horas que no creemos); el avión llegará a las 12:30 p.m. El reparto del único paquete de galletitas es melancólico. Yo tengo una tableta de chocolate (siempre llevo una: he leído Arms and the Man, El soldado de chocolate, de Shaw) pero no me animo a ofrecerla todavía. Sin agua, el chocolate puede ser una forma dulce del suplicio de Tántalo. Empezamos a entrar en coma, a caer inmóviles sobre los sillones del aeropuerto. Me descubro dormitando, con grandes imágenes “technicoloridas” del film que nunca haremos. Aquí se interrumpe el manuscrito. El final es conocido. A las 12 en punto un jeep trae tres soldados que transforman la ruina atómica intacta del aeropuerto en una máquina eficiente. Volvemos al siglo xx, estamos en un aeropuerto militar de las Galápagos, y el avión de las 12:30 p.m. llega a las 12:30 p.m. La película termina trivialmente con un happy ending. ~
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Hugh Thomas
Beaumarchais en Madrid
Personaje emblemático del siglo xviii,Beaumarchais (1732-1799) hizo un viaje relámpago a España para ayudar a una hermana en apuros. Hugh Thomas, el gran hispanista, nos ha hecho llegar este adelanto de su estudio sobre la estancia en España del librepensador francés.
a
principios de octubre la corte española acostumbraba retirarse al Escorial, en donde permanecía hasta alrededor del 10 de diciembre. El traslado era al gran monasterio de los Jerónimos, a unas cuatro horas de Madrid, sitio desde el cual el rey Felipe ii había gobernado España y su gran imperio. (Luego se convertiría en hogar de los monjes Agustinos que establecieron allí una famosa universidad). Con la llegada de la corte al Escorial el monasterio se transformaba por completo; los doscientos monjes se mudaban a las alas sur y oeste, y cedían sus celdas al rey y a la nobleza. El resto de la corte, los burócratas y las sirvientas, se aglutinaban en las fondas o posadas de los alrededores. El sainete de Ramón de la Cruz titulado La fonda del Escorial ofrece un vivo retrato de cuán incómoda era la vida en esos albergues. El monasterio tenía una extraordinaria biblioteca donde Beaumarchais encontró una gran edición antigua de Petrarca, y se lo contó al duque de la Vallière, quien tenía un gran interés por los libros. La visita llenó a Beaumarchais de ansiedad: “Una de las cosas que más me llamaron la atención es la condena que se hace en este magnífico monasterio de los libros de casi todos nuestros filósofos modernos, estampada en lo alto del coro de los monjes. Los libros proscritos están ahí nombrados, por autor y título, y –en particular– condenan, no sólo a todos los libros de su amigo Voltaire, sino a cualquier cosa que el mismo Voltaire escriba en el futuro”. De vuelta en Madrid, Beaumarchais buscó llevar una vida plena. El dinero de París-Duverney lo hizo posible: ¡sesenta mil libras era una suma más que considerable!, y empezó a ofrecer “cenas encantadoras”. Cuando no estaba “en casa”, iba a pasear al Prado, en compañía de lord Rochford, el embajador 32 Letras Libres agosto 2006
británico, que fungía como su fino maestro particular. Ese irregular sendero no era aún la gran avenida en la que se convertiría años después, con el nombre de Salón del Prado –cuando el arquitecto Ventura Rodríguez la diseñó a manera de parque con hermosas fuentes–, pero la gente ya iba ahí a pasearse en sus carruajes, para ver y ser vista. El Prado había ganado fama, en comedias y romances españoles, como sitio de intriga y de atracos. Un arroyo lo recorría por el medio y las vendedoras de naranjas, limones y castañas se aplicaban en sus oficios: al parecer, en ocasiones, llevaban y traían mensajes secretos entre los amantes, de un carruaje a otro. El Prado estaba plagado de pordioseros. En El barbero de Sevilla Beaumarchais hace que el conde de Almaviva conozca ahí a Rosina, su futura condesa: “Por favor date cuenta”, le dice Almaviva a Fígaro, “que la casualidad hizo que, hace seis meses, me topara en El Prado con una joven de una belleza inimaginable… Ya la verás” (Acto i, Escena 4). También fue aquí –si bien en el extremo norte, cerca de donde pronto estaría la admirable fuente con la estatua de la Cibeles, diosa de la fertilidad– que unos quince años antes el pintor italiano Antonio Jolli representó con maravillosa calidez la gran calle de Alcalá. Beaumarchais asistía a tertulias en casas particulares y también a conciertos privados, como los que ofrecía su nuevo amigo lord Rochford, el embajador británico de origen holandés, pero descendiente del hijo ilegítimo de uno de los estatúderes. Lord Rochford era un noble extravagante, tanto así que, cuando abandonó Madrid, tuvo que empeñar toda su platería. Una de sus locuras fue ordenar un cuadro con su escudo de armas en el centro. Su lema era Spes durat avorum (La esperanza dura en caminos apartados), pero el pintor erróneamente escribió Spes durat amorum (La esperanza del amor dura), algo que resultaba más acorde con su agitada vida privada. (Después Rochford fue embajador en París y, más tarde, se unió al desafortunado gabinete del Duque de Grafton como secretario de Estado del departamento del norte). Horace Walpole y Choiseul lo consideraban
Aquí se desconoce por completo lo que es bailar de manera normal, y por ello me refiero al baile figurado, porque no llamo así a los movimientos grotescos y a menudo indecentes de los bailes de Granada, o bailes moriscos, que deleitan a estas gentes. Aquí el más popular es uno que se llama fandango, cuya música posee una vivacidad extrema y cuyo entretenimiento está centrado en hacer pasos o movimientos lascivos… Ni siquiera yo, que no soy el más modesto de los hombres, pude evitar sonrojarme.
Sin alzar la mirada una joven española de módico talle se pone de pie para colocarse frente a un hombre terrenal y desenfadado. Ella comienza por extender sus brazos y chasquear los dedos, lo que continúa haciendo a lo largo del fandango para marcar el tiempo; entonces, el hombre se vuelve, parece tomar distancia y regresa con varios movimientos violentos, a lo que ella responde con gestos similares, aunque con un poco más de dulzura, pero siempre con ese chasquido de los dedos, y parece decirle: “Me río de ti: vete adonde quieras que no seré yo quien se canse primero”. Hay duquesas y otras damas distinguidísimas que sienten un entusiasmo ilimitado por el fandango. El gusto por esta danza obscena, que quizá podríamos comparar con la calenda de nuestros negros en América, está muy bien establecido entre estas gentes. Incluso el mismo Casanova, cuando llegó a Madrid unos años después, se mostró asombrado, si acaso algo más complacido que Beaumarchais, por esta exhibición: “Lo que más me gustó del espectáculo”, escribió acerca de un baile de máscaras, “fue una danza maravillosa y fantástica que se dio a la media noche… el famoso fandango… Cada pareja baila sólo tres pasos, pero los gestos y las actitudes son los más lascivos que pueda uno imaginar. Todo está representado, desde la primera expresión de deseo hasta el éxtasis final. Es una auténtica historia de amor. No pude imaginar que una mujer rechace a su compañero después de este baile, pues parece exaltar los sentidos. Ese espectáculo de bacanal me excitó tanto que estallé en júbilo”. El fandango tenía su sitio dentro de la sociedad educada. Así, en el sainete Las resultas de los Saroa, Guerrera, una dama, pregunta: Ilustración: LETRAS LIBRES / Julián Cicero
un tonto, pero Beaumarchais pensaba que Rochford era un hombre astuto. En esos meses, Beaumarchais a menudo era el alma de las fiestas, o por lo menos así se lo aseguró a su hermana Julie. Como era invierno es probable que las reuniones a las que asistía estuvieran animadas con bailes dirigidos por un bastonero, o maestro de ceremonias –elegido al azar entre los invitados–, que tenía que estar bien informado para hacer frente a los deseos y menoscabos de sus compañeros de baile. La música quizá corría a cargo de una banda de concertistas ciegos que tocaban guitarras, violines, flautas u oboes, e incluso trompetas y contrabajos. Por lo general, en esa época, los bailes se iniciaban y terminaban con un minueto (que solía bailarse con todo y sombrero), y también había otros muy socorridos, como las contradanzas, así como aquellos con un fuerte elemento de juego. Por ejemplo, la “meona”, en la que los danzantes, en círculo, tomaban un trago de agua y escupían en el centro de la rueda. La “marcha china” obligaba a los participantes a postrarse de pies y manos. Beaumarchais era muy bueno para ejecutar todos estos bailes, al menos así lo afirma en sus recuentos, y no hay motivo para dudar de sus palabras. También, asistía a bailes públicos que eran más escandalosos, los llamados “bailes de candil”, iluminados apenas por rústicos candelabros. En realidad se trataba de los primeros centros nocturnos. La puerta estaba abierta a todo el que quisiera entrar, en especial a majos y majas, un fenómeno social muy curioso. Se trataba de petimetres de clase trabajadora que se vestían de punta en blanco, y se veían afectados por una cortesía muy elaborada. Al bailar, algunos de ellos hacían gestos desenfrenados que escandalizaron incluso al mismo Beaumarchais, para quien el baile más alarmante fue el fandango, ejecutado por dos personas que jamás se tocan pero que expresan todas las emociones presentes al momento de hacer el amor. Beaumarchais le escribió al duque de la Vallière:
–¿Habrá fandango esta noche? A lo que Granadina responde: –Desde luego. Espero que dure hasta el amanecer. Un poco después Granadina le pregunta a un aguador gallego: –Y hoy, ¿qué vas a comer? –Fandangu –le responde el gallego. Otro baile era la seguidilla, generalmente efectuado por cuatro parejas, al son de la guitarra y las castañuelas, con un cantante que entonaba estrofas de cuatro versos y un estribillo. Había muchos tipos de seguidillas, como las manchegas, andaluzas, gitanas y boleras. Con el tiempo, esta última se agosto 2006 Letras Libres 33
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Hugh Thomas transformó en el bolero, que proviene de las seguidillas y que aún cuenta con apasionados fanáticos. Cada baile tenía sus propios movimientos, que nobleza y pueblo por igual se esmeraban en aprender con gran cuidado. Beaumarchais escribió la letra de una seguidilla, que acompañaba con música de guitarra: Aunque me río, [le escribió a su hermana en París] podría enviarte versos escritos para tu serviteur de las seguidillas españolas que son variedades muy bonitas, pero cuyas letras casi nunca tienen el menor valor. Aquí, como en Italia, se dice que las palabras no son nada, y la música lo es todo… Pero un momento, caballeros, no dejemos que la alegría de la noche eche a perder el trabajo de la mañana. De modo que, durante el día, continúo como siempre, escribo y pienso en asuntos de negocios y, por la tarde, me abandono a los placeres de una sociedad tan ilustrada como bien elegida. Recibe la última seguidilla que proviene de mi pluma y que ha tenido gran éxito. Aquí todo el que habla francés la sabe. Escribí la letra como si una pastora llegara a un encuentro primero que el hombre, a quien le recrimina haberla hecho esperar. La letra es esta: Las promesas de los amantes Son ligeras como el viento, y sus dulzuras, Trampas engañosas, Ocultas bajo las flores. Ayer, Lindor, en un deleite encantador, Otra vez me juró Que sus suspiros de amor, Ante la expectativa de placer, su deseo despertó… “Mi querido Boisgarnier”, añadió, empleando uno de los apodos que usaba la familia Caron: “voy a tomar un jarabe de cilantrillo porque, desde hace tres días, he tenido un horrible resfrío que se me subió a la cabeza, pero me envuelvo en mi bata española y me pongo un buen sombrero de bandolero; es lo que aquí se llama capa y sombrero, y cuando un hombre se echa la capa al hombro, puede ocultar parte de su rostro y por eso se le llama embozado”. “Lindor”, quien Beaumarchais supone aquí es amigo de la pastora, es el alias del conde de Almaviva en el Acto i, Escena 2, de El barbero de Sevilla, y es un nombre que a menudo aparece en obras y cuentos de la época, como por ejemplo en Le Scrupule, la historia de Marmontel, escrita en 1761. Sir Walter Scott alguna vez afirmó: “Por Dios, ya basta de otro Corydon o de otro Lindor”. Beaumarchais tenía un Lindor en un sainete inconcluso titulado El sacristán, que escribió al regresar de París, en 1765. En lo que se refiere a otros sitios que Beaumarchais pudo 34 Letras Libres agosto 2006
haber visitado en Madrid, sin duda está la oficina principal de la Real Academia de Artes, en aquella época ubicada en el segundo piso de un edificio largo al que llamaban La Panadería, en la Plaza Mayor. Comparable a la Place du Marais, data del siglo xvii y a veces se le usaba para ejecuciones públicas. Cuando así ocurría, todas las ventanas de la plaza se cerraban. Si la ejecución era por garrote vil, el andamio se colocaba cerca del Portal de Paños; si era por ahorcamiento o decapitación, se ubicaba en la Carnicería, adonde la gente acudía a comprar carne. La Plaza Mayor también servía de mercado –sobre todo, tal y como ocurre hoy, durante la Navidad, cuando había gran cantidad de adornos religiosos, incluyendo muchos pesebres, así como vendedores de pavo que pregonaban su producto a gritos, afiladores de cuchillos de Galicia o de Francia, vendedores de aceite (“¡Aite, aite!”), y guapas mujeres que ofrecían castañas. Al parecer Beaumarchais no visitó ninguna taberna, posada o expendio de vino (a excepción del cuarto oscuro en donde veía los fandangos), ni la plaza de toros que está pasando la Puerta de Alcalá, construida diez años antes por el difunto rey Fernando vi. Carlos ii, al igual que su padre, Felipe v, no gustaba de las corridas de toros. Si Beaumarchais hubiera asistido a una, él –que provenía de un país que ama a los perros–, se habría sentido muy perturbado por el uso, entonces frecuente, de esos animales en el ruedo. Para la Navidad de 1764 Beaumarchais aún estaba en Madrid. En Nochebuena, le escribió al Duque de Vallière que le parecía “la más completa saturnalia romana”. La incontrolable licencia que reina en las iglesias en nombre de la alegría le parece increíble. Hay una en donde hasta los monjes bailan en el coro con castañuelas. La gente hace el paroli (un complicado juego musical), con calderones, silbatos, globos, zapateados y tambores. Luego están los gritos, canciones, peligrosas maromas; parece una feria, una bacanal que desborda las calles toda la noche: “En una iglesia contigua a mi casa hubo, durante ocho días, una misa cantada, con su infernal faburden (harmonización coral), y todo en honor del nacimiento de Cristo, que era el más tranquilo y sabio de los hombres”. El último día de 1764, el rey cambió su residencia principal madrileña y se trasladó, del viejo Palacio del Retiro en el este de la ciudad, al nuevo palacio construido en el oeste por el arquitecto italiano Sabatini sobre las ruinas del viejo Alcázar, incendiado accidentalmente en 1734. El nuevo edificio era magnífico y fue hogar de los reyes hasta el derrocamiento temporal de la monarquía española, en 1931. Cuando Napoleón lo recorrió con su hermano José, a quien había impuesto en el trono español, en 1808, comentó: “Vas a estar mucho mejor alojado que yo”. ~ – Traducción de Laura Emilia Pacheco © 2006, Hugh Thomas.
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Pedro Sorela
Una vida mejor en y con Esterhazy Torte La geometría de sus jardines, los estrictos ángulos rectos de su arquitectura, la uniformidad de su moda invernal, la gravidez de su Historia, su elegancia sobria y, sobre todo, su irresistible repostería, hacen de Viena, según Pedro Sorela, una dictadura sutil que somete a todos los que la habitan.
H
ace ya tiempo que Viena intenta sobrevivir bajo la bota de buen cuero flexible de la dictadura: la nieve cae sin rechistar y las nubes llegan siempre por el mismo sitio. Las marcas de la elegancia establecida, que no es elegante, visten a todo el mundo, sin excepción, y no sólo consiguen que el otoño baile obediente y sin pausa en ordenados remolinos, sino que la gente se vista siempre con ropa de frío, que es más cara y tapa las arrugas, bolsas y flojedades. Y que el hecho de parecerse, parecerse mucho, no sólo no les repugne sino que les guste. En fin: una dictadura. No tendría demasiado sentido insistir en contarla de no ser porque algunos pequeños indicios permitirían sospechar la inminencia de… la inminencia de… una inminencia. ¿Una dictadura?, se preguntan ya los pocos que puedan leer este cuento. ¿En Viena? ¡Pero si en Viena la civilización descubrió el urbanismo redondo y el arte de suicidar un imperio bailando el vals! Eso sin contar con la Sacher Torte, 36 Letras Libres agosto 2006
el psicoanálisis y la arquitectura funcional que acabó con los edificios en forma de pastel de nata de los Habsburgo. …¿Lo ven? La gente pasa al lado mismo de una tiranía, vive en ella, entre los ángulos rectos de sus edificios y las mantas de lana suave pensada para apaciguar rebeldías, y ni siquiera se da cuenta. Basta verles los ojos. Si uno se pasea por el centro comercial –único lugar en el que es posible encontrar un número apreciable de gente, y no calles vacías, como desalojadas por muchos meses seguidos de sólo domingos o alguna amenaza nuclear tranquila–, verá que esa gente no sería capaz de ver una tiranía ni aunque se empotraran contra ella con sus caros coches en un día de hielo sobre el asfalto. Ya ocurrió, y no hace tanto, aunque algunos puedan pensar que es un golpe bajo recordarlo. No sólo no la vieron venir sino que luego, después de la hecatombe, muchos incluso dudaban de si en realidad había sucedido, y pretendían argumentar sus dudas, e incluso votaban por los matarifes. O fingían no verlos disfrazados de médicos o abogados o respetables vendedores de coches de segunda mano. O iban a los cementerios a negarles la realidad a los muertos: “No, mire usted, usted no está muerto. Lo que ocurre es que ha cogido frío... No deben confundirse los síntomas. Pero ¿ha
Ilustraciones: LETRAS LIBRES / Raúl
probado usted un grog de chocolate con brandy y canela? No falla… Eso levanta a un muerto”. En realidad, si se piensa, no es tan de extrañar: en Viena casi todo está pensado por sucesivos gobiernos benévolos para que no se le vea el lado desagradable a la existencia: el paso del tiempo, por ejemplo, que tal vez sea lo más desagradable. En Viena no pasa, y si pasa, gracias a los impuestos, lo hace en carruaje. Ese es sólo un ejemplo. De ahí la permanente presencia de fantasmas, fantasmas prestigiosos y amigables que todo el mundo finge que están vivos. “Esta es la casa de Mozart”, te dicen por ejemplo como si Mozart fuese un campeón de esquí, hijo predilecto de la ciudad que se ha ausentado para una gira con una guitarra. Mientras tanto algún mecanismo escondido detrás de la estatua (siempre hay una estatua, y rara vez cagada por las palomas) te tararea algún fragmento del concierto para oboe o del alegre Don Giovanni. Nunca el Réquiem, por supuesto. O la estatua de Schiller, o el anillo de Schubert… El anillo, el Ring, es una creación estupenda de los arquitectos vieneses. Mientras inventaban con él el urbanismo circular o amueblaban la ciudad de forma que los grandes burgueses se mirasen siempre a sí mismos, estremeciéndose de gusto mientras se escandalizaban con los delirios de Freud, los atrevimientos de Schnitzler (que escribía sobre militares cobardes y cadenas de sexo) o el elegante y espiritual porno de Schiele, esos mismos arquitectos se sacaban una de las mejores ideas para la esclavitud que no lo parece. Una idea genial. Consiste en crear jardines hechos de pura geometría, de geometría en estado puro, del ideal mismo de la geometría rectangular... y encerrar en ellos a la gente. Y como ha demostrado la Historia, pues la fórmula ya ha sido acreditada a lo largo de más de un siglo como, quizá, ninguna otra del siglo xx, la gente ni siquiera se da cuenta. O sea la esclavitud perfecta. Le quitas a la gente los jardines, los árboles y los pájaros, le quitas las decoraciones, más que bonitas, distintas, le quitas a las casas cualquier cosa que sobre de sus ángulos rectos, creas grandes cubos, para entendernos, los alineas, dices que eso es arquitectura racional, o funcional, o alguna palabra civilizatoriante y prestigiosa, y ya está. Nadie rechista: unos cuantos constructores se forran con la complicidad de miles de arquitectos a sueldo, y todos tan contentos y en particular los alcaldes y ministros, que mantienen a la gente arrebañada y lanar en los establos. Y felices con la ilusión de ser propietarios. ¿Cómo se puede ser propietario de unos cuantos metros cúbicos de aire? Pero ellos creen que sí y la fórmula funciona. ¡Que si funciona!: esa es la gran aportación de Viena a la esclavitud mundial. La idea de que la gente no sólo puede sino que debe vivir en cajas –una idea exportada desde ahí hacia Hungría y todo el Este, y hacia Lyon, Toulouse, Madrid y de ahí hasta América y el mundo–, la idea de que el ángulo recto es el ángulo de la felicidad. Y la felicidad ya no
es producto de quién sabe qué supersticiones sino que es una felicidad racional. Dios no es ya triangular sino rectangular, como la televisión, que se ha convertido en la única ventana de las viviendas. Normal: sólo en ella se pueden ver pájaros, y verdes, y mujeres desnudas. La vida. Hace tiempo que dura la dictadura pero no menor es la edad de quienes se opusieron a ella. Hubo un fulano, por ejemplo, Hundertwasser (un artista a quien le dolían los ojos a base de ver tanto ángulo recto, que además como que le encerraban los colores), que reivindicó el derecho no sólo a ser sino, y ahí está la gracia, a mirar distinto. El derecho a asomarse a la ventana y ver una ciudad que no fuese el reino de los paralalepípedos e imperio de los subsecretarios. De los sargentos y de los directores de orquesta. Que fuese también de los violines, de los aporreadores de tambor y de los azules. De las nubes cuando tienen prisa y todos esos ángulos las desgarran, y de los perros que se escapan de los mimitos y cursiladas de sus dueños. Pues bien: astutamente, como corresponde a una ciudad que ha gobernado medio mundo y sabe cómo manejar a los rebeldes, los tiranos de la ciudad, gente respetable y amante de los niños, le hicieron entrega de una esquina. Sí, una agosto 2006 Letras Libres 37
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Pedro Sorela esquina, como quien entrega un parque o una plaza, una esquina en un barrio alejado, y en ella el hombre construyó una especie de cuento de Andersen, con colores y ventanas distintas entre sí, y demostró su teoría, a saber: si se mira distinto se es más feliz. Ahora la dictadura explota el invento y ha incorporado esa pequeña rebelión al concierto general de grises de la ciudad. Como el sonido del pequeño triángulo entre una gran sinfonía de Shostakovich. Porque eso es lo que caracteriza las dictaduras modernas: la sutileza. Los modales. “En este café”, dicen (y es el Hawelka, el más bohemio, el más antiguo de los cafés, con los sofás desgastados y huellas de lejanas rebeliones y poemas), “en este café…” y te cuentan de cómo alguien escribió un poema tan bello que obligó a un príncipe a regresar desde París, donde vivía, para buscar al poeta por toda Viena para invitarle a una copa (una leyenda, seguro: apenas se sabe de príncipes capaces de capturar un verso). O “enestecafé” y te cuentan la historia de cómo un señor escribía un periódico él solo y llegó a enfadar tanto al emperador que éste decidió no salir ya por la puerta de su palacio que daba a ese café, y mandó tapiar las ventanas. ¡Recortarle la ciudad a un emperador! ¡Eso sí que es periodismo! ¡Civilización! No es de extrañar que Kafka naciese en Viena y se inspirase en ese cuento para escribir “El urbanista”. O te lían con los pasteles. Si no te rinden con la arquitectura, con la Historia, con el prestigio de los rebeldes, entonces te atacan con pasteles, tortas: artillería pesada. Schoko-trüffel, a la que le basta el nombre para hacerle vacilar a cualquiera la resistencia. O la Cremeschutte, para vencer a los reacios con un faible por lo cursi, que son muchos, toda una fuerza electoral. O la Jubilämestorte, que vence por la simple fuerza del patriotismo, una treta de eficacia probada: el pastel va envuelto en los colores de la bandera, el imperio, la tierra de nuestros padres, todo el “cuandoéramos” que no falla nunca, y si falla, entonces se fusila y en paz. Pero no es nada fácil que ocurra eso. ¿Quién se puede resistir a un buen café, en un buen café, adornado con Apfelstrüdel? ¡Satán, y no Viena, inventó ese pastel! Fue en una discusión entre diablos un poco torpes y en la que uno de ellos no terminaba de entender qué es tentación. (Difícil de definir, en efecto: mejor mostrar, siempre y cuando se caiga. Si no el experimento no sirve. Se caiga, se desfallezca, se precipite en, se arroje uno a). O si no, ya, entonces, el argumento final: la Esterhazy Torte, que no por casualidad lleva el mismo apellido que Barba Azul. No se conoce a nadie que se haya resistido, no en Viena al menos, ni en todo el imperio austrohúngaro. Así se explica que los Esterhazy se mantuvieran en el poder 38 Letras Libres agosto 2006
tanto tiempo: sobornaban a la población con Esterhazy Torte: su degustación, su recuerdo, su añoranza… Por no hablar ya de los músicos, de las mujeres, de los valses (véase nostalgia de). Siempre el pasado, claro, un pasado, una juventud ya ida. Nunca el presente. Y mucho menos el negro futuro del tiempo arrugado. ¿No es eso lo más definitorio de las dictaduras? Que congelan el tiempo. Siempre prometiendo tesoros por venir pero siempre fijando el pasado en plan estatua. Como si el recuerdo de su juventud, de cualquier juventud, les impidiese avanzar.
Por eso nieva todo el tiempo. Y por eso los burgueses pasean sin pausa, comprando ropa de invierno de marca que les recuerde los tiempos en que reían en el Prater cogidos de la mano, con vestidos de flores, representando no su juventud sino la juventud que les habían dicho, la de postal que todo el mundo intenta representar hasta que se da cuenta de que no es esa… Pero entonces ya es tarde. Y esa es la razón de que coman pasteles Esterhazy. No sólo porque quieren, como todo el mundo, seguir siendo los de entonces sino porque, después de probar uno, con sus heráldicos grises y oros, nadie quiere hacer la revolución y poner en riesgo el mundo. Con la consecuencia de que, seguramente, ya no se harían más pasteles así. A fin de cuentas con Esterhazy Torte cualquier tiranía es dulce. Lo que los Esterhazy no tenían previsto es que un día, un día en apariencia cualquiera de cualquier invierno… Pero eso todavía no ha sucedido. Y los escritores, en Viena, no pueden profetizar nada, aunque tengan visiones y vean lejanos incendios y crepúsculos entre la nieve. Sólo pueden dar cuenta de la gloria, la juventud, el pasado… ~
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Félix Romeo
Un viaje de verano sobre un viaje de invierno Encontrar a Peter Handke en Soria es tan improbable como que, de hecho, alguien se lance a buscarlo. Pero eso es exactamente lo que hace Félix Romeo en estas líneas, que son una pesquisa y un paseo: otras maneras de leer.
M Fresc Co.
e siento en una mesa pequeña, de espaldas a la gran cristalera que da a la calle. Como si estuviera castigado. Pienso en Cristina, mi mujer, pero me viene a la cabeza Peter Handke. Pienso en toda la historia que ha sucedido con el Premio Heine y con su apoyo a Milosevic y con el rechazo del Premio. Pienso que quizá Peter Handke esté en Soria, el lugar al que marchó para escribir su Ensayo sobre el jukebox. Es una idea que no tiene ninguna base real, una intuición. Un disparate: Peter Handke se habría podido refugiar en Soria para huir de todo el follón relacionado con el premio Heine. José Comas escribió en El País: “La concesión a Handke del Premio Heine, dotado con cincuenta mil euros, desencadenó una enorme polémica en Alemania. La decisión del jurado indignó a muchos y desencadenó una fuerte reacción política y entre los literatos, por las tomas de postura de Handke a favor de Serbia en las guerras balcánicas y del fallecido presidente de ese país, Slobodan Milosevic, juzgado como criminal de guerra en La Haya, y por haber asistido y tomado la palabra en su entierro”.
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El primer ministro de Renania del Norte-Westfalia, el democristiano Jürgen Rüttgers, abrió el fuego y condenó en un discurso la concesión del premio a “un autor que relativiza el Holocausto”. Concejales de todos los partidos reaccionaron escandalizados y anunciaron que votarían contra Handke en la reunión del concejo prevista para tratar el tema el 22 de junio. A favor de Handke se pronunciaron varios intelectuales, como la Nobel austriaca Elfriede Jelinek o el director de cine Wim Wenders. Ulla Unseld-Berkewitz, la jefa de la editorial Suhrkamp, que publica a Handke y que le concedió un premio hace un año, escribió que “proscribir de esa forma a uno de los más grandes escritores es un signo de la amenazante bancarrota de nuestra cultura”. Dos miembros del jurado dimitieron porque no querían permanecer por más tiempo “en un jurado que no apoya lo que votó. No podemos seguir a disposición de una ciudad que convoca a un jurado independiente especializado y después desaprueba políticamente sus decisiones”. Peter Handke fue uno de los escritores que más leí cuando era adolescente. Me fascinaba. Me gustó mucho Desgracia indeseada, en la que contaba la historia de su madre y su suicidio. En Dibujos animados, plagié uno de los minicapítulos del libro de Handke, y puse al principio de la novela una cita sacada de ese libro: “El horror es algo que pertenece a las leyes de la Naturaleza: el horror vacui de la conciencia. La representación se está preparando en estos momentos y de repente advierte uno que no hay nada que representar.
Entonces esta representación se cae como un personaje de dibujos animados que se da cuenta que lleva ya mucho tiempo andando por los aires”. Me distancié de Handke y dejó de interesarme cuando decidió apoyar al gobierno serbio de Milosevic, aunque nunca he dejado de leer las traducciones de sus libros. No fui el único para el que Peter Handke dejó de tener interés. En los periódicos y en las revistas en las que antes se le prestaba atención dejaron de prestarle atención, y pasó a aparecer sólo cuando las noticias con él relacionadas tenían que ver con la guerra de Yugoslavia o con Milosevic. Dejó de ser un escritor para ser el exegeta de un tirano. Un tirano que había sido detenido, que sería juzgado, que murió en prisión en lo que al principio parecieron extrañas circunstancias pero que más tarde dejaron de serlo. Como ensalada de escarola, y pienso que aunque encuentre a Peter Handke en Soria, posibilidad que me parece a cada instante más imposible, será difícil que nos entendamos. Salvo para la policía del Reino Unido, a quien mi inglés le había parecido perfect momentos antes de proceder a mi detención, nadie más logra entenderme cuando hablo en ese idioma. No sé alemán. Y Peter Handke tampoco sabe castellano, o no suficiente para mantener una conversación. Y el idioma, me parece mientras bebo un poco de gazpacho, tampoco será la barrera: aunque logre encontrar a Handke en Soria me parece imposible que a él le apetezca hablar conmigo, un desconocido, un freak que va a Soria a buscarle, sobre Milosevic, sobre el Premio Heine o sobre la duración o sobre el día logrado o sobre el cansancio. También ha escrito José Comas en El País: “Se consuela Handke con que podrá ir con tranquilidad a la tumba de Heine, en el cementerio de Montmartre en París, que no queda lejos de la aldea donde reside”. ¿Qué sentido tiene ir a buscar a alguien al lugar en el que se supone debe estar? Babel
Cuando cuento el proyecto de viaje a Soria para buscar a Handke, a mis amigos les entra la risa. Les parece una broma. ¿Handke? ¿En Soria? Ignacio dice que hago todo lo contrario de lo que suele hacerse: “en lugar de ir a buscar al campeón, vas en busca del derrotado, del apestado”. Luego dice: “tienes que titular tu artículo ‘Buscando a Handke desesperadamente’”. Estamos en la terraza del bar Babel de la calle Zurita. Es de noche. Hace calor. Nos reímos. Y pienso que tiene toda la razón: ¿cuál es el motivo por el que quiero encontrarme con Handke? ¿Recriminarle que me haya abandonado? ¿Que haya dejado solo al adolescente que quería ser escritor y que leía cada una de sus palabras como si fueran una biblia
Mr. Dumbo
Mr. Dumbo es un bistró de comida sirio-libanesa. Preparan un buen humus y un buen baba ganus y unas buenas hojas de parra y unos estupendos falafel. Cenamos con Félix y Eva en la terraza, en un chaflán que une las calles López Allué y Cortes de Aragón. López Allué fue un escritor costumbrista oscense que tuvo éxito con su novela Capuletos y Montescos, versión montañesa de Romeo y Julieta. Félix es de Soria, y cuando cuento mi proyecto de viaje para buscar a Handke, me ofrece las llaves de su casa. (Cuando me dé las llaves, unos días más tarde, me entregará también un plano a color de Soria en el que viene detallado el lugar exacto de su casa: Ronda don Eloy Sanz Villa, junto a Santa Teresa de Jesús, junto a los Jardines de Gustavo Adolfo Bécquer, junto a la calle de Los Linajes de Soria.) A Félix y a Eva no les parece tan disparatado el proyecto de viaje. Me escuchan como si estuviera diciendo algo racional, lógico, inevitable: ir a Soria a buscar a Handke. Aunque ellos vayan habitualmente a Soria y nunca hayan visto a Handke en Soria. Les pregunto por un restaurante chino del que habla Handke en Ensayo sobre el jukebox. Félix me dice que en Soria hay dos restaurantes chinos, pero que el más antiguo, del que habla Handke, está muy cerca de su casa, muy cerca de la Alameda de Cervantes. Les digo que entraré en el restaurante chino con una fotografía de Handke y preguntaré a los camareros si han visto a ese tipo. Les digo que mi padre fue policía. Es posible que haya heredado su gen policiaco. Se ríen. Cristina también se ríe, y dice que sí que es posible que tenga madera de policía. Hyundai Matrix
Ismael me dice que coja discos, que los que tiene en el coche los tiene demasiado oídos. Su coche es un Hyundai Matrix azul, diseñado por Pininfarina. Me gusta mucho viajar en este coche. Ismael se queja de que tiene poco reprís y de que es difícil adelantar en carretera. Piensa en cambiarse de coche. Cojo una bolsa de Los portadores de sueños, la librería de Félix y de Eva, y la lleno de discos. Los discos que más he oído estas semanas. Un disco de Antònia Font, un disco de Pauline en la playa, un disco de Dean Martin, un disco de July Delpy, un disco de Françoise Breut, un disco de Tachenko, un disco de Mogwai, un disco de Camera Obscura, un disco de Belle & Sebastian y veinte discos más. Nos perdemos al salir de Zaragoza y en lugar de coger la autopista, cogemos la carretera. La carretera tiene un tráfico denso. Miles de camiones. No podemos adelantar. Yo miro el paisaje e Ismael tararea las canciones. Hacía mucho tiempo que no viajaba por esta carretera. Por ella se extiende la ciudad en un inmenso arrabal de agosto 2006 Letras Libres 41
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Félix Romeo
más de veinte kilómetros. Sólo después de pasar Pedrola, y su restaurante castillo, la ciudad desaparece y empieza el campo. Cereal, viñedo, árboles, montes, tierra labrada, tierra yerma. El Moncayo es el monte que parte Aragón y Castilla. Desde el lado aragonés parece un monte de Japón, como el Fujiyama, porque se eleva desde el valle del Ebro, como un hongo, sin rivales. En cada pueblo recordamos a los escritores del lugar. En Magallón recordamos a Lázaro Carreter. Lázaro Carreter escribió los manuales escolares de lengua y literatura con los que estudiamos Ismael y yo de la editorial Anaya. Lázaro Carreter escribió, vergonzosamente, con seudónimo, La ciudad no es para mí, uno de los grandes éxitos de Paco Martínez Soria: primero, obra de teatro y después, una de las películas de más éxito de la historia del cine español. En Borja recordamos a Braulio Foz, que está enterrado en el cementerio, junto a la carretera. Pocos kilómetros más adelante, en Bulbuente, recordamos a Julio Alejandro, que tiene una calle junto a la carretera. Julio Alejandro fue un guionista brillante. Firmó para Luis Buñuel los guiones de Viridiana, de Tristana, 42 Letras Libres agosto 2006
de Simón del desierto, de Nazarín... De seguir vivo, Julio Alejandro habría cumplido cien años. Nació en Huesca, se hizo marino, escribió poemas que prologó Antonio Machado, escribió teatro, se exilió en México y murió en Jávea, mientras charlaba con Manuel Vicent, con José Luis García Sánchez y con Rafael Azcona. Julio Alejandro me envió una postal a la cárcel: con su letra grande me hablaba de la libertad. Pocos días más tarde, falleció. Me siento muy culpable porque nunca le respondí. En Trasmoz ambientó Bécquer uno de sus cuentos de brujas. Miguel Mena, que ha escrito varias novelas sobre secuestros, la última Días sin tregua, sobre el secuestro del futbolista Quini, tiene casa en Trasmoz y vive muy cerca del lugar donde eta tuvo secuestrado al padre de Julio Iglesias. Buscamos a un escritor, pero encontramos a otros escritores, que no son Peter Handke. Al cruzar la frontera con Castilla, queda a nuestra derecha el camino a un pueblo que se llama Montenegro de Ágreda. Ismael bromea: “ya estamos un poco más cerca de Peter Handke. Montenegro acaba de conseguir en referéndum independizarse de Serbia”. Así lo contó Europa Press: “Montenegro declaró la inde-
Ilustraciones: LETRAS LIBRES / André Carvalho
pendencia de su unión con Serbia el pasado 3 de junio, después de que sus habitantes así lo decidieran en un referéndum celebrado un mes antes. Croacia reconoció a su vecino el pasado 12 de junio”. Cuando el Duero se pone a nuestro lado empiezo a cantar, como un perro, una famosa canción de Gabinete Caligari: “Voy Camino Soria, tú hacia dónde vas... Bécquer no era idiota ni Machado un ganapán, y por los dos sabrás que a la ribera del Duero existe una ciudaaaaaad”. Ismael se ríe. Ismael ha traído un libro de Handke para que Handke se lo firme cuando nos encontremos con Handke. Al llegar a la ermita de San Saturio, uno de los lugares por los que paseaba Machado, uno de los lugares por los que pasea Handke cuando va a Soria, obligo a Ismael a realizar una maniobra peligrosa para que gire a la izquierda. Nos paramos en la puerta del camino que lleva a la ermita. Tendremos que caminar más de un kilómetro, bajo árboles. Cuando salimos del coche una bofetada de calor reduce nuestras expectativas. Decidimos que Handke no está en la ermita de San Saturio. Me gusta cruzar el río a la entrada de Soria. El puente es de un solo sentido y hay un semáforo que regula su tránsito.
Cuando era niño me gustaba esperar en ese semáforo y ver el río, abajo, corriendo. Hace unos días, Nacho, primo de Cristina, me ha dicho que soy acuático, que se nota en mis artículos: siempre hablo de agua y de piscinas. Él no es acuático, y por eso le llama la atención que hable tanto de agua. Esta carretera de Soria la crucé muchas veces cuando era niño, camino de Aranda de Duero, donde vivían mis tíos y donde solía pasar algunos días de verano. Soria es una ciudad en la que hace mucho frío y en la que yo siempre he pasado calor. Deteníamos un momento el coche y comprábamos pan en un horno que había junto a la carretera. El pan de Soria. Las calles de Soria están completamente desiertas: no hay coches circulando ni personas caminando. Aparcamos fácilmente en el centro de la ciudad. Es fiesta. San Juan. Todos los comercios están cerrados. Sólo están abiertos los bares. Aunque están bastante vacíos, porque hoy se celebra La Saca. En La Saca, doce toros son trasladados desde los corrales del Monte Valonsandero hasta la plaza de La Chata. Más de cien caballistas y toda la gente que quiera ayudar se encargan del recorrido, que tiene una extensión de unos seis kilómetros. China Town
Antes de sentarnos a beber algo, vamos al restaurante chino China Town, que está en la calle Nicolás Rabal, en uno de los laterales del parque. Es la una de la tarde. En el restaurante sólo hay una familia comiendo: una familia latina que se queda muda cuando entro en el restaurante y pregunto al camarero, enseñándole la fotografía de Handke de la solapa del Apéndice de verano a un viaje de invierno, si ha visto a ese tipo. Se arremolinan todos los trabajadores en torno a mí, queriendo mirar la fotografía: nadie lo ha visto. No lo conocen. La familia latina sigue atenta a la escena. En la fotografía, a blanco y negro, Peter Handke lleva el pelo largo, media melena oscura, y lleva gafas de pasta, bastante grandes, y lleva bigote, que parcialmente se tapa con la mano. En la contraportada del libro se lee: ¿Quién quiere comprender? ¿Hay alguien que quiera comprender? Estudiar la historia anterior, o la historia en general, tenerla ante los ojos y ponerla de manifiesto podía a ayudar a aclarar algo, sin duda, y llevar la cuestión un par de peldaños por encima del redoble de actualidades. Pero ello –y esto es, por lo menos, una experiencia personal al estudiar la historia, la de Yugoslavia, durante los últimos tres o cuatro años– no aportó claridad alguna, no aportó ninguna luz, todo lo más una centella pasajera o más bien una mera lucecita. De la mano (¿mano?) del estudio de la historia, ¿no acababa uno moviéndose sólo en círculo, o más bien en zigzag y, en lugar de ver más con la ayuda agosto 2006 Letras Libres 43
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Félix Romeo de aquel, acababa uno moviéndose en un laberinto, en un laberinto casi sin luz? Lo leo, y me pregunto qué demonios quería decir Handke, aunque sé qué demonios quería decir Handke. Muy cerca del China Town está la comisaría de policía. No es difícil pensar que los trabajadores del restaurante chino y que la familia latina hayan pensado que yo, vestido completamente de negro, sea un policía secreto. A Handke le gustaba ir al restaurante chino de Soria porque pensaba que esos chinos eran los únicos que en Soria eran más extranjeros que él. Cuando Handke vino a Soria era finales de los años ochenta o comienzos de los noventa. Desde entonces ha pasado mucho tiempo. Cuando Handke vino a Soria era invierno, y hacía frío. Terraza alameda Cervantes
Sentados en la terraza del parque leemos la prensa local. La edición soriana de Heraldo y la edición soriana de El Mundo. Vemos las fotografías de las fiestas. Comenzaron ayer. Por los altavoces de la terraza suenan canciones sorianas. La camarera que nos atiende es latina. Pienso que si Handke está ahora en Soria será uno más de los extranjeros de la ciudad, y no tendrá necesidad de ir al restaurante chino. Bar Asador Ecus
En el Bar Asador Ecus comemos cangrejos y cochinilla asada. Somos los únicos clientes del restaurante. Luego, se sentará una pareja cerca de nosotros: la chica es latina. La camarera de la barra es rumana. En el salón hay una enorme pantalla con imágenes de una televisión local, sin volumen. A todo volumen, suena una retransmisión radiofónica de La Saca: en directo. Los locutores se tratan de usted. Parece que la bajada de los toros no es como debería ser: se detienen, se dispersan, no atienden a los caballistas. Ismael y yo nos miramos. No podemos hablar. Nos reímos. El camarero nos pregunta si estaba buena la cochinilla. Lo pregunta porque nos hemos dejado casi toda la carne en el plato. Le pregunto, enseñándole la fotografía de Handke en la solapa del libro, si conoce a ese tipo. Nos responde, después de mirar atentamente la fotografía, que no. Nos pregunta si lo buscamos por alguna razón. Le respondo que la razón de buscarle es encontrarle. Casino de la Amistad Numancia
Las calles de Soria están desiertas. Caminamos solos. Callejeamos solos. En silencio. Entramos en los hoteles. En muchos de ellos tenemos que llamar al timbre porque la puerta principal está cerrada. Enseño la fotografía de Handke. Nos miran raro. Nos dicen que no. Siempre es no. 44 Letras Libres agosto 2006
En los escaparates de las librerías hay libros de Machado, de Bécquer, de leyendas sorianas, de César Ibáñez, que ha creado un detective soriano, el comisario Maroto, que espero que tenga más suerte que yo en sus pesquisas. De Sánchez Dragó, Muertes paralelas, que cuenta la investigación que lleva a cabo sobre el asesinato en la Guerra Civil de su padre, Fernando Sánchez Monreal, y con ella podría haber escrito un buen texto. Lo tenía todo. Tenía un asombroso golpe de efecto inicial: cuando él había crecido creyendo que los asesinos de su padre habían sido los “rojos”, descubre por boca del comisario Conesa, que le está interrogando en la Puerta del Sol, que a su padre lo mataron los “nacionales”. Tenía un personaje potente: Fernando Sánchez Monreal, de veintitantos años, periodista de acción. Tenía una época tan sangrante como propicia para las historias, reales e imaginarias: la Guerra Civil. Tenía un caso: la desaparición y muerte de Fernando Sánchez Monreal, y de su compañero de desdicha, el también periodista Luis Carreño. Tenía emoción: pues su búsqueda implica enfrentarse a todos los afectos y a todos los odios. Y, también, y no en menor grado, tenía que defender la rehabilitación pública de su padre. Utiliza todos esos elementos, pero tan caóticamente que a menudo se disuelven, o se entierran, chocando unos con otros. Decidió que la investigación sobre la muerte de su padre tenía que ser una “obra en marcha”: escribe conforme recibe la información, y cuando recibe información que contradice lo que ha escrito lo reescribe todo, una y otra vez. Esta “obra en marcha” debería ser fresca, pero está llena de pesadez barroca. Sánchez Dragó no ahorra al lector ninguna de sus averiguaciones... pero hay algo que alienta en esa búsqueda que es verdadero y que tiene mucha fuerza. Ricardo Piglia ha escrito que toda la literatura es o una investigación o un viaje. Como hay pocos socios esta tarde calurosa de San Juan, un camarero latino nos deja sentarnos en la terraza del Casino de la Amistad Numancia. A nuestra derecha hay sentados en torno a una mesa tres ancianos y a nuestra izquierda hay sentado en otra mesa un anciano que fuma un gran puro con boquilla de plástico y que llevas gafas de sol. El camarero latino no ha visto a Peter Handke, aunque nos dice que el nombre le suena. Sonríe. Sonreímos. Los tres ancianos de la mesa de la derecha hablan de pesca. Uno de ellos dice que una vez pescó una trucha. Pero luego dice, para que nadie piense que está mintiendo, que la trucha estaba herida. Otro de ellos, laringectomizado, golpea en la cabeza del tercero con un periódico enrollado. En la entrada del casino hay una placa en la que se recuerda que frecuentaron el lugar Antonio Machado y Gerardo Diego. No hay una placa que recuerde que Peter Handke también ha estado aquí. Si todavía sigue aquí, escondido más allá de las mesas de billar, en las que nadie juega. ~
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Tom Bissell
Heridas de guerra Cuarenta años después de la guerra, un hijo acompaña al padre de vuelta a Vietnam. Para el hombre mayor, el viaje puede ser una reconciliación consigo mismo; para el menor, la manera de ver al padre en su justa dimensión. Tom Bissell lleva la bitácora de esta inmersión en el corazón de las tinieblas.
E
n el principio era la guerra. Muchos hijos de veteranos de Vietnam, cuando recuerdan su adolescencia, sienten esa frase con una convicción apropiadamente bíblica. En el principio era la guerra. Ahí está, en el pasado de nuestros padres, una estrella moribunda que aniquila todo lo que pasa demasiado cerca. Para los hijos en crecimiento de muchos veteranos la distancia temporal de la guerra era casi imposible de calibrar porque había sucedido antes de tu existencia, antes de que llegaras a comprender el mero accidente de tu lugar en el tiempo, antes de que te dieras cuenta de que tu realidad –tu habitación, tus juguetes y tus libros de historietas– no tenía nada que ver con la de tu padre. Sin embargo, pese a su lejanía temporal, los efectos secundarios de la guerra eran ineludiblemente íntimos. En cada comida Vietnam se sentaba a la mesa, invisible, con nuestras familias. Mi madre, que se divorció de mi padre cuando yo tenía tres años, y cuyo padre, un coronel de la Marina, los había presentado, en un momento dado ya no pudo manejar las pesadillas diurnas y nocturnas, el nunca saber con qué esposo iba a tratar en cada instante. Mi madre desciende de una larga y condecorada procesión de militares. Entendía a los hombres que habían estado en la guerra. Era lo que los hombres hacían. Cualesquiera que fueran las sombras que la guerra cernía sobre las mentes de sus sobrevivientes –y las cernía, por supuesto que lo hacía; ella lo sabía– debían soportarse estoicamente. Pero el héroe de guerra con el que se había casado sólo era capaz de un estoicismo intermitente. 46 Letras Libres agosto 2006
El lugar del que había regresado no era Normandía, sino un país que a lo largo de los primeros años de su matrimonio se había vuelto un sinónimo tácito de fracaso, violencia. Se supone que las guerras se terminan. Y no obstante su héroe de guerra seguía en guerra. Cuando era niño, temía las noches en que mi padre bebía demasiado, entraba furtivamente en mi habitación, me despertaba, y durante una hora trataba de explicarme, a mí, su hijo de diez años, por qué las decisiones que había tomado –decisiones que, como se machacaba sin misericordia, provocaron la muerte de sus mejores amigos– eran las únicas que podía haber tomado. Otras noches, recordaba con cariño a las mujeres que había cortejado en Vietnam, que parecían haber sido bastante numerosas, llenando mi tierna imaginación de extrañas visiones de mí mismo como un niño asiático. Le contaba a mis compañeros de la escuela elaboradas historias sobre mi padre. Cómo él solo se enfrentó a toda una guarnición de “gooners”1. El día en que se perdió al descender en balsa por un río y sobrevivió a la caída de una cascada. La vez que lo hirieron y un amable soldado negro lo arrastró hasta un lugar seguro. Algunas eran reales; la mayor parte, no. La guerra no había terminado para él, y ahora estaba viva en mí. A veces siento que Vietnam es el único tema del que mi padre y yo hemos hablado; a veces siento que realmente nunca hablamos de ello. Mi padre se entrenó como oficial en Quantico con el escritor Philip Caputo, con quien mantiene una relación cercana y que llegó a convertirse en mi mentor literario. Mi padre incluso tiene una breve aparición en el libro de Phil A Rumor of War, al que se considera como una de 1 Aficionados al equipo de futbol inglés Arsenal. Muchos se reúnen para ver los partidos, apostar y beber cerveza. [N. de la T.]
las mejores memorias sobre el conflicto y que fue el primer libro sobre Vietnam en llegar a la categoría de gran éxito de ventas. Cuando en el libro Phil se entera de la muerte de Walter Levy, amigo suyo y de mi padre, que sobrevivió un total de dos semanas en Vietnam, recuerda una noche en Georgetown en la que él, Levy y otros fueron a un bar “a beber y mirar a las chicas y pretender que aún eran civiles”. Y luego esto: “Nos sentamos y llenamos los vasos, todos riendo, probablemente por algo que Jack Bissell había dicho. ¿Estaba Bissell con nosotros esa noche? Seguramente, porque todos reíamos a carcajadas y Bissell siempre era divertido”. Todavía recuerdo la primera vez que leí ese párrafo y cómo mi corazón se estremeció. Ahí estaba el hombre del que nunca tuve mucho más que un atisbo, cuya vida aún no había sido labrada por tanta oscuridad, el hombre al que no encontraba en la azulosa tiniebla de las dos de la mañana bebiendo vino y viendo Gettysburg o Platoon por enésima vez. En A Rumor of War vi al hombre todavía normal en el que mi padre podía haberse convertido, un hombre con las tristezas promedio. Cuando era chico me quedaba mirando su corazón púrpura enmarcado (“la tonta medalla”, como él le dice) y, al lado, una foto de mi padre, de su entrenamiento en Quantico. bissell se lee del lado izquierdo del pecho. Detrás suyo, el verde de la amigable vegetación de Virginia. Se ve un poco como un joven Harrison Ford y sonríe, sosteniendo su rifle, con ojos indescriptiblemente tiernos. Quería encontrar a ese hombre. Creí que podía encontrarlo en Vietnam, donde había sido hecho y deshecho, donde había muerto y resucitado. Cuando por teléfono le dije que tenía los boletos de avión, que podíamos irnos en unos meses, se quedó callado, callado como nunca antes. “Dios mío”, dijo. n
Hemos manejado durante horas, a lo largo de la costa, por carreteras sorprendentemente bien conservadas, a través de lo que parecen túneles de verdor exuberante del campo vietnamita. Mi padre hace ruiditos de satisfacción mientras lee la copia del Viet Nam News que compró en el aeropuerto de Ho Chi Minh, donde pasamos unas horas después de nuestra llegada antes de despegar hacia Hué en Vietnam central. “¿Está interesante el artículo?”, pregunto. Yergue la cabeza, alerta como un ave, y se me queda mirando. “Sólo estoy disfrutando este intercambio cultural”, contesta. Cuando termina de memorizar el contenido del periódico acribilla a nuestro traductor, Hien, con preguntas como, “¿Esa es una paloma?” “¿Esos son cultivadores de té?” “¿Eso es caña de azúcar?” “¿Cuándo construyeron esta carretera?” “¿Qué tanto usan energía solar los vietnamitas?” “¿Cómo te sientes?”, le pregunto, luego de que Hien le rinda un informe acerca del impacto global de las exportaciones de arroz en la economía vietnamita.
“Maravilloso”, contesta. “Increíble. Me lo estoy pasando excelente”. “¿Estás seguro de que quieres volver a ver parte de tus viejos dominios?” Me clava la mirada con los ojos arrugados y la boca modelada en la misma mueca emocionalmente indecisa que he notado, con creciente frecuencia, en fotografías mías recientes. “Fue hace mucho tiempo. No pasa nada”. Atravesamos las áreas rurales de crecimiento descontrolado de muchos poblados. Veo mujeres con sombreros campesinos cónicos, enormes canastas en forma de jarras llenas de arroz, todos los lugares comunes del vestuario escénico de la guerra de Vietnam. Pero estas no son mujeres del Vietcong, ni llegarán soldados estadounidenses a perforar las canastas de arroz con sus bayonetas en busca de artillería oculta. Los lugares comunes no significan nada. Ni siquiera son lugares comunes, sino elementos básicos de la vida vietnamita. Ya me he dado cuenta de que la guerra comunica mucho aquí, pero define poco, y de pronto resulta muy extraño referirnos a la guerra de Vietnam, una frase cuya falta de adjetivos se vuelve más bizarra mientrás más pienso en ello. Logra agarrar a toda una nación y hundirla en perpetuo conflicto. “¿Dónde estamos?”, pregunto después de un rato. “Nos acercamos al Paso Hai Van”, dice Hien, apuntando adelante donde la carretera repleta de autobuses serpentea para ascender por la cordillera del Truong Son. A nuestra izquierda la espesa pared de pinos de agujas largas se abre de pronto para revelar una abrupta caída. Más allá de la orilla del acantilado está el azul infinito del mar de la China del Sur, un caos con crestas blancas tan increíblemente picado que casi espero ver el rostro de Yaveh flotando sobre él. En la parte más alta del paso quedamos varados en un pequeño embotellamiento, y mi padre se baja del coche para tomar fotos. Lo sigo. Aquí arriba hace frío suficiente como para que nieve, las nubes cuelgan muy bajo. Cuando quiere salir en las fotos me pasa la cámara. Miro la reliquia de aparato, una Yashica fx-7. “Traje esa cámara conmigo”, anuncia orgulloso, “la primera vez que vine a Vietnam”. “¿Ésta es la cámara con la que tomaste todas esas diapositivas?” El Espectáculo de Transparencias de Vietnam de John C. Bissell fue un clásico de mi niñez en Michigan. “¡Papá, esta cámara tiene treinta y ocho años!” Me mira. “No, qué va”. Alza una mano y manotea frívolamente. “Tiene... ¿qué? Treinta y dos años”. “Tiene treinta y ocho, papá. Casi cuarenta”. “No, porque 1960 más cuarenta años da 2000. Yo llegué en 1965, así que...” “Así que 2005 menos dos años es hoy, 2003”. Mi padre guarda silencio. Y se repente se pone pálido. “Dios mío. Carajo”. agosto 2006 Letras Libres 47
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Tom Bissell “No te la crees, ¿verdad?” “No me había dado cuenta de que soy tan viejo hasta ahora”. Se soba la cara con preocupación mientras lo centro en el visor. n
Del otro lado del Paso Van Hai, Vietnam se vuelve más tropical, una gran extravaganza cromática que alterna selva y arrozales. Una densa niebla se cierne sobre esas calmas e interminables extensiones de aguas quietas. Cerca, búfalos de agua del tamaño de pequeños dinosaurios están hundidos hasta los flancos en el lodo, mientras campesinos arroceros con bolsas para el cuerpo que parecen condones vadean con el agua hasta el pecho sosteniendo bultos de redes sobre sus cabezas. Después de un rato nos detenemos, por insistencia mía, en el memorial de Son My, que está a unas millas de la ciudad de Quang Ngai. Son My es un subdistrito dividido en varias aldeas, de las cuales la más famosa es My Lai. Fue en una parte de My Lai donde, en 1968, sucedieron los más conocidos crímenes de guerra contra aldeanos vietnamitas: entre ciento cincuenta y quinientos setenta civiles desarmados fueron masacrados con una brutalidad sorprendentemente versátil. Mi padre no quería venir, por varias razones, algunas muy fáciles de imaginar, otras menos. Una de las menos fáciles es su de algún modo incomprensible relación de amistad con el capitán Ernest Medina, quien comandaba la Compañía C, la unidad de la décimo primera Brigada de la vigésimo tercera División de Infantería, responsable de la mayor parte de los asesinatos de My Lai. Medina, un méxico-estadounidense cuya prometedora carrera militar había sido cortada de tajo por My Lai, acabó asentándose en el norte de Wisconsin, y mi padre lo veía ocasionalmente. Mi padre sostiene que Medina es un “gran tipo” que clama no haber ordenado que se hiciera nada de lo que pasó y no tiene manera de explicarlo. En el camino, mi padre dijo malhumoradamente que lo que yo no entendía es que cosas como My Lai pasaban todo el tiempo, sólo que a una escala mucho menor. Lo miré, atónito. Sabía qué quería decir, y él sabía que yo sabía lo que quería decir, pero escucharlo decir esas palabras –con su soterrada tolerancia por el asesinato– fue, por muy poco, demasiado. Pude haberlo cuestionado, y casi lo hice: ¿Tú hiciste algo así? Pero no pregunté, porque ningún hijo debe plantearle a ningún padre esa pregunta con tal ligereza. Porque ningún padre debe creer, ni siquiera por un momento, que su hijo lo cree capaz de tales cosas. Porque sé que mi padre no es capaz de algo así. Eso me digo mientras nos dirigimos hacia Son My. Dos autobuses de recorridos turísticos ya están estacionados aquí, ambos decorados con un chillón dibujo de marsopas. Camino hasta un gran tablero de madera que enlista “El reglamento de la zona de vestigios de Son My”: “No está permitido que los visitantes introduzcan pólvora, sustancias 48 Letras Libres agosto 2006
reactivas o flamables, veneno ni armas en el museo. De igual manera, se les pide informen y detengan cualquier manifestación negativa hacia esta reliquia histórica”. Las divisiones del territorio están marcadas por una serie de altas y susurrantes palmeras, senderos empedrados, setos podados en forma de cubos y estatuas, desgarradoras estatuas: impresionantes campesinas destripadas a tiros, niños suplicantes, puños alzados en desafío. Estas son las primeras muestras de escultura comunista que he visto que no producen un impulso instantáneo de derribarlas con un martillo neumático. Mientras, mi padre estudia una lápida que enlista los nombres y edades de algunas de las víctimas de Son My. “Según tú, ¿qué le falta a la lista?”, me pregunta cuando me acerco. Una de las columnas de edades de las víctimas reza así: 12, 10, 8, 6, 5, 46, 14, 45. La mayor parte son mujeres. “No hay hombres jóvenes”. “Eso es porque ninguno de los jóvenes estaba ahí. Ésta era una aldea del Vietcong”. “Papá. Papá”. “Es sólo una observación. Todo esto probablemente fue una misión de venganza. De hecho, sé que lo fue. Probablemente dijeron, ‘Vamos a darles una lección’, y masacraron a todos. Lo cual implica una ligera violación a toda ley y regulación moral, escrita, militar y civil”. Mientras caminamos hacia el museo, noto que las palmeras están marcadas con pequeñas placas que señalan los aún visibles agujeros de bala que los soldados dispararon durante la matanza. (“¡Matemos unos cuantos árboles!”, era, entre los soldados estadounidenses en Vietnam, el equivalente de “¡Fuego a discreción!”) “Jesucristo”, dice quedamente mi padre, deteniéndose a mostrarme en una palmera un agujero de bala en forma de telaraña. Su rostro se vuelve espectral. “Quinientas personas...” El museo está lleno de turistas, en su mayoría ancianos europeos, y todos dan vueltas, mirando las vitrinas, con algo como terror cósmico pintado en el rostro. Miro la fotografía de un hombre que ha sido arrojado a un pozo, el brillo de su cerebro en el agujero abierto en su cráneo, y siento que el mismo terror se apodera de mi cara. Más fotos: un hombre muy flaco partido en dos por el fuego de ametralladoras, una mujer con sus propios sesos en un ordenado montoncito al lado de su cuerpo. En la sala de al lado hay una galería, un fichero de perpetradores de My Lai, enormes ampliaciones de malas fotocopias, con los pixeles del tamaño de monedas de diez céntimos. Que consten sus apellidos: Calley, Hodges, Reid, Widmer, Simpson y Medina, durante su juicio en la corte marcial, en el que fue exonerado. (La mayor parte de los hombres directamente responsables de los crímenes de My Lai habían sido exonerados cuando la historia salió a la luz; el brazo de la justicia militar es especialmente corto, y nunca fueron enjuiciados.) También hay fotos de Lawrence
“¿Por qué un hombre”, dice Hien, “como Calley, mata, y otro, como Colburn, trata de impedirlo? ¿Cuál es la diferencia?” Mi padre tiene la vista fija en la zanja. “Es solamente... guerra”, le contesta a Hien. Hien asiente, pero sé que la respuesta no le satisface. A mí no me satisface. Y tampoco, al parecer, a mi padre. “Creo que a lo que se reduce esto”, continúa, inquisitivamente, “es a la disciplina”. Cuando Hien se aleja, mi padre se soba el pecho sobre la camisa. “Me duele el corazón”. “Claro”, le digo. “He visto a los marines estadounidenses vengarse, pero sólo mataban hombres, no mujeres y niños. Es horrible. Cuando llegamos aquí éramos... ¡éramos como cruzados! Íbamos a ayudar a la gente. Les íbamos a dar una vida mejor, íbamos a traerles democracia. Y la manera en que lo hicimos fue tan moralmente...” Suspira, se frota la boca, sacude la cabeza, todos los gestos que buscan darle sentido a las palabras. Pero no es posible. My Lai sucedió dos años después de que mi padre saliera de Vietnam. La guerra de Vietnam de 1966 no era la guerra de Vietnam de 1968, que ya para entonces había segado las vidas de campos y campos llenos de hombres y de buena voluntad, incluyendo las de quienes habían originado y planeado esa guerra. Kennedy, McNamara, Johnson: en 1968 todos habían caído. Pienso en la historia que mi padre me contó una vez, sobre cómo le pidieron que transportara a un prisionero del Vietcong en helicóptero a la aldea de Tam Ky. Lo describió como un “muchachito aterrorizado, muerto de miedo, amarrado, pero que aún se retorcía, resistiéndose. Y luchó, y luchó, y luchó durante 45 minutos. Sabía que iba a ser arrojado del helicóptero. Lo sabía. Así que llegamos a Tam Ky, y me preguntaron, ‘¿Qué aprendiste?’ Y respondí, ‘Aprendí que este muchachito quiere matarme porque pensó que lo iba a aventar del helicóptero’. Y maldita sea, en un momento dado estuve a punto de hacerlo”. Y ambos reímos, forzadamente. Historias de guerra. Mi padre no habría sido capaz de arrojar a un hombre atado de un helicóptero, bajo ninguna circunstancia. Pero me lo imagino –me imagino– aquí en My Lai en los primeros instantes de la terrible situación de ese día, la malvada disponibilidad del gatillo haciéndose presente en las mentes de amigos y camaradas, y no me gusta el abanico de posibilidades que veo. De repente, mi padre alza la mirada de esta miserable zanja y la posa en un verde pastizal vecino. “Ojalá Hien estuviera aquí”. ¿Había encontrado, finalmente, una mejor respuesta a su pregunta de por qué algunos hombres se limitan a matar mientras que otros piensan en salvar vidas? Pues no. Quiere saber si lo que está sembrado allá es maíz o trigo o qué. Ilustraciones: LETRAS LIBRES / Philip Stanton
Colburn, Hugh Thompson y Herbert Carter. Los dos primeros eran parte de la tripulación de unos helicópteros que lograron aferrarse a lo que les quedaba de humanidad y sacaron de ahí a un puñado de civiles durante la carnicería. Del último se dice que se metió una bala en el pie durante la matanza para no participar; fue la única baja del lado estadounidense durante la operación. Las medallas que acreditan como héroes de guerra a los soldados Colburn y Thompson también se exhiben, aunque más discretamente. Veo a mi padre escabullirse con Hien, ambos lucen grisáceos, golpeados, y voy tras ellos cuando escucho a mis espaldas una voz con fuerte acento alemán exclamar, “He estado en Auschwitz, y es conmovedor, pero esto es mucho más conmovedor, ¿ja?” Las personas a la que se dirige esta mujer alemana son canadienses.
“¿Qué dice, perdón?”, musito apenas audiblemente. Me mira sin disculparse. Lleva un collar de grandes cuentas de jade que venden en las calles. “Más conmovedor. Por la vida. La vida que rodea este lugar”. Ondea las manos, largas y delgadas manos de esqueleto, mientras los canadienses aprovechan para salir a hurtadillas. Aunque estoy bastante convencido de que se trata en cierta forma de una “actitud negativa”, no la reporto. Salgo de la sala sin decir palabra. Encuentro a mi padre y a Hien parados a la orilla de la zanja en la que muchas de las víctimas de la matanza fueron arrojadas. Cerca hay un mural estilo Guernica con helicópteros que salpican muerte y soldados estadounidenses de rostro malvado que se abalanzan sobre mujeres y niños vietnamitas indefensos. La zanja no es particularmente profunda, larga o ancha, y está cubierta de maleza casi por completo.
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¿A qué se dedica tu padre? Una pregunta que se le hace a los jóvenes todo el tiempo. En particular, las mujeres se lo preguntan a los muchachos, supongo que con la idea de una especie de astrología secular. ¿Quién serás en diez años más?, y, ¿quiero ser parte de ello? La creencia común es que todo joven, como el lloroso Jesús de Getsemaní, tiene dos opciones en relación con su padre: rechazo o emulación. En algunos aspectos mi padre y yo no podemos ser más distintos. Si bien heredé su sentido del humor, su amor por la lealtad y su espalda licantrópicamente velluda, soy digno hijo de mi madre en todo lo que tiene que ver con las cosas prácticas y emocionales. Soy un desastre con el dinero, lloro por cualquier cosa, y en general, siento antes de razonar. Puedo adivinar las reacciones de mi madre porque tengo su corazón. Mi padre sigue siendo más misterioso para mí. ¿Qué hace mi padre? Siempre he respondido lo siguiente: “Mi padre es de la Marina”. Lo cual, casi siempre, me hace acreedor a un gesto de conmiseración. Mas lo cierto es que mi padre y yo nos llevamos bien. No ha sido siempre así: mantuve un sólido promedio de “D” (apenas aprobatorio) en el instituto, él opinaba que mi decisión de ser escritor (al menos al principio) era un pasajero desvarío de soñador, y engastados en nuestra historia quedaron varios Chevys chocados y provisiones de mariguana descubiertas. Pero siempre hemos estado cerca. A medida que envejezco, me he dado cuenta de que los problemas que muchos de mis amigos tienen con sus padres, las animosidades y desilusiones, conservadas por tanto tiempo en los residuos de la adolescencia tardía, de pronto son dejadas de lado por ambas partes. Pero mi padre y yo, si acaso, nos hemos acercado más, aunque lo entienda cada vez menos. Mi padre es un marine. Pero cuán pobremente lo describe esa palabra. No es alto, pero es tan delgado que lo parece. Su cabeza tiene exactamente la forma de un huevo, lo que motivó el apodo que mi hermano y yo le pusimos: Cabeza de huevo. (Y sin embargo, nada explica los sobrenombres que nos dio: Tiña y Remo.) Tiene un caminar de pato, una extraña mezcla de torpeza y determinación, con los grandes pies apuntando hacia afuera en ángulo de cuarenta y cinco grados. (Acostumbraba burlarme de él por su forma de andar hasta que una novia que tuve me hizo notar que yo camino exactamente igual.) Así pues, mi padre no es ningún Gran Santini2, ningún paladín de la hombría avasallante. Por ejemplo, cuando era niño, en los juegos de baloncesto del barrio, en nuestra cochera, mi padre lanzaba tiros libres dignos de una abuelita. “Besos y abrazos” era su frase al llevarme a dormir. Sin reparar en ello, 2 The Great Santini, película de 1979 protagonizada por Robert Duvall y basada en la novela homónima de Pat Conroy, sobre un marine con una exitosa carrera como aviador militar, misma que contrasta con sus fracasos como padre y esposo. [N. de la T.]
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seguía besando a mi padre cuando ya estaba en el instituto, hasta que algunos amigos me cacharon y se burlaron de mí: “¿Le das besos a tu papá?” Pese a ello, peleábamos todo el tiempo. No me refiero a discusiones. Eran peleas en serio. Con frecuencia le anunciaba mi llegada dándole un puñetazo en el hombro, a lo que él reaccionaba haciéndome una llave inmovilizadora hasta que cantaba una canción, que durante años creí que él había inventado: “Why this feeling?/ Why this joy?/ Because you’re near me, oh you fool./ Mister Wonderful, that’s you”3. El tormento no era únicamente físico. Cuando era muy niño mi padre me decía que él había inventado los árboles, y luchado en la Guerra Civil, y reía hasta que se le saltaban las lágrimas cuando mis maestros llamaban a la casa para reprenderlo. En correspondencia, mi hermano y yo simplemente no le dábamos tregua al pobre hombre, vertíamos un jarabe laxante en su café cuando iba para el trabajo y cargábamos sus cigarros con finas astillas de madera de pino barnizada que explotaban después de unas cuantas caladas. Una de ellas tronó durante una junta en su banco, otra, mientras manejaba a la iglesia, lo que lo mandó de un volantazo a la cuneta. Siempre se puso a mano. En el instituto llevé a una muchacha a casa y estaba alardeando en tono sabihondo, cuando mi padre me tiró al piso en donde me retuvo al tiempo que embarraba pizza en mi cara y llamaba a nuestros perros para que me lamieran. No hace falta decir que no hubo una segunda cita con esa chica. Pero mi padre es un marine. Puede ser cruel. Después de una fiesta de instituto que dejó la casa demolida y en la que se robaron nuestros regalos de Navidad, lo busqué para pedirle perdón y decirle que lo quería. “No”, dijo, sin siquiera voltear a verme mientras recogía los vidrios rotos de un portarretratos. “No creo”. Teníamos un gran Diplodocus de peluche llamado Dino, que se transformó en una especie de sillón en el que nos arrellanábamos todos a ver la tele, pues mi padre era de los que se tiraban al piso con sus hijos. Una vez, recargados en Dino mientras veíamos Las arenas de Iwo Jima, le pregunté qué se sentía ser herido. Me miró, agarró la piel de mi antebrazo, y me pellizcó tan fuerte que las lágrimas me dejaron los ojos vidriosos. Contraataqué preguntándole con muy poco tacto si alguna vez había matado a alguien. Tenía diez, once años, y mi fría, herida mirada taladró sus ojos; la fuerza de voluntad es una de las pocas pasiones humanas que no son gobernadas por la edad. Él apartó la mirada primero. Es un marine. A eso le atribuyo mucho de la completa locura que fue crecer a su lado. Un día disparó una flecha en llamas a la puerta de entrada de la casa de su hermano, nada más porque sí. Cada 4 de julio se daba a la tarea de destruir los botes de basura del vecino rellenándolos de cohetes y un chorro de gasolina, y siempre encendía la mezcla arrojando 3 Una traducción aproximada sería: “¿Por qué esta alegría?/ ¿Por qué esta emoción?/ Porque estás conmigo, tonto. / Eres el Hombre Maravilla, sí señor”. [N. de la T.]
dentro, con toda delicadeza, la colilla de un cigarro que se había fumado hasta el filtro. Otro vecino depositó media docena de culebras rayadas en nuestra bañera; mi padre le correspondió llevando las culebras a su casa y colocándolas con toda calma bajo la colcha de su cama. Una vez, durante la cena, Phil Caputo contó una anécdota en la que mi padre manejaba como loco un autobús turístico en Key West, Florida, pisando el acelerador a fondo en un abarrotado estacionamiento mientras sus pasajeros, unos setenta provectos paseantes, gritaban sin parar. Tiempo después me fijé en que Phil no se mudó a vivir a Key West sino hasta principios de los ochenta, lo que convertía a mi padre en un falso conductor de autobuses de cuarenta años de edad. Entré al Cuerpo de Paz después de la universidad y pronto me di por vencido. La casa de la desilusión paterna tenía muchas habitaciones, e incluso hoy no soporto muy bien la relectura de las cartas que me envió cuando preparaba mi regerso a casa. Son cariñosas, son crueles, son las cartas de un hombre que ama fieramente a su hijo, y cuyo pasado es tan doloroso que olvida, a veces, que el sufrimiento es una desgracia que algunos nos vemos forzados a experimentar, y no una necesidad humana. Pero, ¿qué he hecho con mi vida? Me he transformado en un escritor muy interesado en los temas del sufrimiento humano. Y últimamente pienso que ése ha sido mi intento de acercarme a algo de lo que mi padre vivió. Durante la guerra en Afganistán, me quedé varado en Mazar-i-Sharif con muy poco dinero y en compañía de un amigo, Michael, un periodista danés al que había seguido mientras se adentraba en la guerra. Aunque yo llevaba todas las credenciales necesarias, la patrulla fronteriza uzbeca nos rechazó tres veces seguidas. El dinero apenas nos iba a alcanzar para unos días, y con las tarifas de taxi de Mazar a la frontera a cincuenta dólares el viaje, nos estábamos quedando sin opciones. Llamé a mi padre con el teléfono satelital que me prestó un periodista de la Associated Press. Era la víspera de Navidad en Michigan y él y mi madrastra estaban solos, tal vez esperando una llamada mía o de mi hermano. Mi padre no tenía idea de que yo estaba en Afganistán, pues le había prometido quedarme en Uzbekistán. Contestó después de un solo timbre, con la voz coloreada por la alegría. “Papá, escúchame por favor, porque no tengo mucho tiempo. Estoy aquí atorado en Afganistán. Me quedé sin dinero. Necesito que hagas algunas llamadas, ¿me escuchas?” En la línea no se oía más que una débil, fría estática. “¿Papá?” “Sí te oí”, musitó. En este punto, al escucharlo, sentí que los ojos me ardían. “Creo que estoy en problemas”. “¿Te hirieron?” En un instante pasé de un infantil gimoteo a casi reírme. “Nadie me hirió, papá. Sólo estoy preocupado”.
“¿Estás hablando en clave? Dime dónde estás”. Su pánico, perfectamente preservado luego de atravesar nubes y el espacio y las tripas digitales de una pequeña luna de metal, relampagueó y me golpeó con toda la fuerza de una voz que se oye de cerca. “Papá, no estoy prisionero, estoy...” Pero ya se había ido. La línea quedó silenciosa, el satélite se había deslizado en alguna nebulosa de interferencia que cortaba la comunicación. Decidí no pensar en el estado en que mi padre había pasado el resto de las fiestas navideñas, aunque más tarde supe que las había pasado derrumbándose. Y por un corto período, al menos, lo inimaginable se había vuelto mi vida, no la suya. Yo era él, y él, yo. n
Mi padre y yo caminamos por una playa de brillo cegador en la ciudad de Qui Nhon. La noche anterior bebimos galones de cerveza Tiger, y me pongo a comparar nuestras constituciones. Mi padre ingiere una fracción de lo que acostumbraba, pero aún posee la férrea disposición que todo alcohólico necesita si busca vivir de esa manera. Yo me veo y huelo como si hubiera pasado la noche en el orinal de un manicomio, y él se ve y huele como si hubiera dormido quince horas en un mágico lecho de flores. Recuerdo las diversas ocasiones en que, durante la infancia, vi a mi padre triunfalmente insensato después de una botella de Johnnie Walker Red, vestido tan sólo con ropa interior y una chamarra, saliendo a palear un poco de nieve a las tres de la madrugada. Horas más tarde, lucía sonrosado y silbaba al anudarse la corbata para ir a trabajar. Constitucionalmente, no pertenezco a la prole de este hombre, y aquí en la playa me palmea la espalda mientras las arcadas me sacuden en medio de unos matorrales. Qui Nhon es donde mi padre desembarcó junto con otros mil marines en abril de 1965, un mes después del despliegue, en Danang, de los primeros soldados norteamericanos enviados al sureste de Asia explícitamente como tropas de combate. Los batallones de abril fueron asignados al mando del general William Westmoreland, quien buscaba combatir directamente al Vietcong. Los soldados ya no soportaban montar guardia, impotentes, en aeropuertos, hospitales y antenas de radio, sino que iban a cazar y matar insurgentes del Vietcong. (El plan falló. Un cálculo sostiene que casi el noventa por ciento de las refriegas derivadas de las tácticas de búsqueda y destrucción fueron iniciadas por las tropas enemigas.) Muchos esperaban una victoria rápida, pues todo el mundo sabía que el Vietcong y el ejército de Vietnam del Norte no podrían hacerle frente a la superior potencia de fuego de los Estados Unidos. Otros se prepararon para una lucha larga y cruenta. Mi padre, como casi todos los jóvenes soldados de la época, pertenecía al primer grupo. Nos toma quince minutos de peinar la playa encontrar agosto 2006 Letras Libres 51
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Tom Bissell el lugar exacto de su desembarco: una delgada fila de palmeras en la costa, milagrosamente inalterada desde 1965, lo transporta en la memoria. Nos quedamos parados, mirando al mar interminable, bajo un negro enrejado de sombras proyectadas por las grúas y andamios del hotel que se construye a unas docenas de yardas. Le hago algunas preguntas, pero me pide amablemente que lo deje solo por un momento. Al instante me doy cuenta de mi error. Ahora no puede hablar, mira fijamente al océano con una mezcla de confusión y reconocimiento. Me quedo callado. Aquí es donde nació el hombre que conozco como mi padre. Es como si se contemplara a sí mismo a través de un velo ensangrentado de recuerdos. “Nos dijeron que iba a ser un desembarco de combate”, dice luego de un rato. “Y que esperáramos lo peor. Los barcos en los que veníamos estaban inundados, y las balsas de desembarco y los vehículos anfibios partieron. Tocamos tierra, armados de pies a cabeza, amartillados, atrapados, listos para ir a la guerra. Teníamos tanques y camiones y Ontos”. “¿Ontos?” “Vehículos de carga ligera montados con seis fusiles sin retroceso. Disparan todo tipo de municiones. De las que atraviesan armaduras. Antipersonales. ‘Willy Peter’, que es fósforo blanco, una de las cosas más mortíferas con las que te pueden dar. Cuando el cartucho explota, rocía fósforo blanco, y si le echas agua, lanza una llamarada al instante. Se alimenta de oxígeno, y tienes que cubrirlo de lodo para apagarla. Bonita arma”. “¿Cuántos años tenías con ese arsenal a tu disposición?” “Veintitrés. Era líder del pelotón. Pero también era el comandante de la compañía, y tenía a toda la infantería y la gente de pertrechos a mi cargo. Posiblemente era uno de los comandantes de compañía más jóvenes en Vietnam, si no es que el más joven”. De este hecho, puedo decirlo, aún se enorgullece. “Todo el mundo nos vitoreaba. Era maravilloso. Ésa es mi mayor frustración cuando platico con gente que no estuvo aquí. Me dicen que realmente nadie quería que viniéramos a Vietnam. Pues te puedo asegurar que nos recibieron con los brazos abiertos”. “¿Cuándo se echó a perder la cosa?” Señala las colinas más allá de Qui Nhon; una arcadia de agrestes y hermosos triángulos de jade aterciopelado y afilados espolones de desnudas rocas blancas, con algunas cascadas blancas que caen centelleando. “Se ven bonitas, pero descubrimos que los Vietcong estaban justo ahí. Sólo les tomó dos días abrir fuego. Éramos tan novatos, que al principio nos disparábamos entre nosotros. Un muchacho –fue una tragedia– se quedó dormido en su guardia y se dio la vuelta en la trinchera. Al despertar, vio gente y disparó sin pensar. Mató a los otros tres soldados de su unidad”. 52 Letras Libres agosto 2006
En Vietnam, y especialmente durante las primeras operaciones, los soldados estadounidenses experimentaron un estilo de combate caóticamente distinto del que conocían. No había territorio que tomar, ni frente que defender, y pocas oportunidades para la gloria en la elección de rutas del enemigo. Las batallas al descubierto fueron escasas y aisladas en el tiempo, y los combatientes enemigos todo el tiempo se disolvían en la jungla sólo para reaparecer, en las mentes de los cada vez más (con toda razón) nerviosos soldados, bajo la forma de aldeanos supuestamente inocentes.
En el camino hacia la aldea de Tuy Phuoc, le pregunto a mi padre acerca de la ruptura entre el tipo de combate para el que fue entrenado y el tipo de lucha que los Vietcong lo forzaron a emprender. “Los Vietcong no se nos acercaban”, afirma. “No tenían el poder de fuego necesario. Y sabíamos que si se nos enfrentaban, iban a perder gente, equipo, pertrechos. Así que mejor la agarraban contra nuestras patrullas”. Está agitado, y se asoma con fría determinación por la ventanilla. Tuy Phuoc es la aldea donde lo hirieron. Señala los rieles contiguos a la carretera, asentados en un montón de tierra comprimida de unos ocho pies de alto. “¿Ves eso? Ahí detrás nos ocultábamos, como una posición fortificada”. Y emite una risita. “¿En cuántos tiroteos participaste?” “Una docena, veinte. Podían durar desde diez segundos hasta dos horas. Luego los Vietcong se detenían y desaparecían. Perdimos muchísimos tratando de salvar a nuestros heridos y recuperar los cuerpos. Y ellos lo sabían. Sabían que seguiríamos haciéndolo. Así murió Walt Levy, ya sabes: tratando de arrastrar a un soldado herido fuera de un arrozal”. “Te noto ansioso. Estás sudando”. “¿De veras?” Se toca la sien, una laguna de sudor. Rápidamente se limpia los dedos en la camisa. “Bueno, quizá un poco”.
“¿Qué piensas de los Vietcong ahora?” Observa su cámara mientras le da vuelta entre sus manos. “Todos éramos soldados. Sufrieron terriblemente, sabes, en comparación con nosotros. Eran gente valiente. Comprometida con su país. Nosotros, de algún modo... perdimos eso”. “Lo siento”, le contesto, para mi sorpresa. “Sí. Yo también”. Tuy Phuoc es menos una aldea que una serie de islas dispersas en una gran llanura que en este momento está completamente inundada por la estación de lluvias. Conducimos en medio de esas islas por una larga y recta carretera que se abre paso en el agua invasora por apenas unas cuantas pulgadas. Cada isla es un pequeño nodo de vida al estilo de una familia suiza, como la de los Robinson: una casa modesta, una desvencijada cerca de madera, un patiecito arenoso lleno de charcos, una pequeña dársena con una barca de madera amarrada. Bolsas de plástico y viejas cámaras desinfladas de llanta de bicicleta de oscuro significado cuelgan de las ramas de muchos árboles. Mi padre menciona que hace cuarenta años todas esas casas eran cabañas de juncos. Hien irrumpe para afirmar, con cierto orgullo, que el gobierno ha estado construyendo y modernizando todas las aldeas de Vietnam desde que la guerra terminó, en 1975. El camino es estrecho y está lleno de peatones; arriba, el cielo parece un espacioso y gris cementerio de nubes muertas. El agua estancada que nos rodea tiene el color del té donde es más profunda, y verde en los charcos superficiales. “Aldeas del Vietcong”, dice mi padre de pronto, abarcando con la mirada las islas de Tuy Phuoc. “Todas éstas”. Finalmente nos estacionamos cuando el camino está demasiado inundado para continuar y nos quedamos al lado del carro. Mi padre cree que fue herido quizá unos cientos de yardas adelante del punto en donde nos vimos forzados a detenernos. Luce notoriamente nervioso y enciende un cigarro para distraerse. En ambos lados de la carretera hay grupos de vietnamitas. Se llaman de un lado a otro del agua, saludando y riéndose. Cada tantos minutos algún valiente se lanza a la carga con una moto acuática por las aguas estancadas, y el agua se divide tras las ruedas con mosaica inmediatez. Por lo que veo, Tuy Phuoc no es precisamente un pueblo turístico, y en general, la gente nos deja solos. Pero casi todos se nos quedan mirando. Los aldeanos son de baja estatura, llevan la ropa húmeda y la piel bronceada hasta un punto vagamente insalubre. Las mujeres sonríen, los hombres saludan inclinando la cabeza amablemente, y los niños corren hacia nosotros antes de pensarlo mejor y esconderse tras las piernas de sus madres. “¿Quieres contarme lo que pasó?” Mi frase es más que nada una cortesía, pues sé qué fue lo que pasó. Le dispararon –en la espalda, nalga, brazo y hombro– al comenzar una escaramuza al lado de la carretera, y un soldado negro lo arrastró hasta un
lugar seguro. Una de las cosas que desde hace mucho admiro en mi padre es su ausencia de animosidad racial; un rasgo bastante inusual entre los hombres de la Michigan rural. Siempre lo he atribuido al soldado negro que salvó su vida. De la misma manera, le adjudiqué mi juvenil estridencia en asuntos raciales –siempre estaba saltándole al cuello a los invitados de mis padres o amigos del instituto cuando la palabra nigger hacía su desagradable entrada en escena– al misterioso salvador. “Estábamos en una misión de búsqueda y destrucción”, explica mi padre. “Entramos a Tuy Phuoc en caravana. Luego de veinte minutos de manejar vimos que el camino estaba bloqueado por un enorme montón de tierra. Sabiendo el tipo de misión en la que estábamos, y con el Vietcong obviamente enterado de que veníamos, estábamos en plena alerta. Yo estaba en la vanguardia de la caravana y llamé a los ingenieros. Iban a volar el montículo y reconstruir el camino para que pudiéramos continuar. Llegaron unos quince hombres y me volví para hablar con el sargento de artillería de la primera compañía de infantería cuando el montículo explotó. Lo habían rellenado con un montón de acero y metralla. La única razón por la que sigo aquí es que me di vuelta para hablar con el sargento de artillería. Me acuerdo que le dije, ‘Gunny, voy a regresar para traer más equipo’. Ya sabes, palas y cosas así. La bomba le dio a Gunny en la cara, y yo salí volando. Caí y traté de levantarme. No pude. Había gente tirada por todos lados. Creo que hirieron a unos quince. Sólo murió Gunny. El sargento de mi pelotón me jaló hasta una zanja, me vendaron de emergencia, me atascaron de morfina y nos sacaron en helicópteros. Estaba muy jodido, en estado de shock. Tenía doscientas heridas. Las contaron. Mi brazo izquierdo fue el más afectado por el estallido. Creí que me lo iban a amputar. Así acabó mi guerra, al menos por un tiempo”. “Un momento”, lo interrumpo. “Creí que te habían disparado”. “No, nunca me dispararon. Y por mí, está bien”. “Pero ésa no es la historia que tú me contaste”. Me mira. “No creo haberte contado nunca esa historia”. “Y entonces, ¿por qué recuerdo que te dispararon, y que un soldado negro te llevó a rastras para salvarte”. “No tengo idea”. “¿El sargento que te jaló hasta la zanja era negro?” “No creo. La verdad, no me acuerdo”. Mi padre trae la camisa arremangada, y me fijo en su brazo izquierdo. Increíblemente, nunca antes noté el sombreado de tejido cicatricial que recorre su antebrazo, o lo delgado que es su brazo izquierdo comparado con el derecho. Pese a esto, muchas veces me detenía a ver las cicatrices de un rosa encendido, del tamaño de una moneda de cinco céntimos en su bíceps y en el homóplato, el pequeño relámpago queloide en su cuello. De niño, me quedaba viendo esas heridas evidentes y, a veces, incluso las tocaba, y mis deditos despertaban al sentir su textura tan distinta, como de hule. Pero ahora debo agosto 2006 Letras Libres 53
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Tom Bissell admitir que en realidad no recuerdo a mi padre contándome que le hubiesen disparado, ni que un soldado negro le hubiese salvado la vida. Recuerdo haber contado esa historia, pero no que me la contaran a mí. En algún punto, la anécdota simplemente aparece en mi mente. ¿Por qué la inventé? ¿Porque hacía de mi padre un héroe? En la emergencia del crecimiento todos necesitamos héroes. Pero el padre con el que crecí no era un héroe para mí, no en ese tiempo. Estaba demasiado herido en la cabeza, demasiado eterna, terriblemente triste. Demasiado divertido, explosivo, confuso. Los héroes no son complicados. Tal cosa los lleva a hacer tal otra. El heroísmo activo de mi soldado negro imaginario transformaba a mi padre en un héroe pasivo; se acurrucaban a orillas de un camino en el Vietnam de mi imaginación, envueltos en nitroglicerina, el explosivo de la caballerosidad. La historia le daba sentido al sinsentido. Pero la guerra no tiene sentido. La guerra hiere sin ton ni son a todo el mundo y los derriba en la línea. Una bolsa para cadáver no solamente le queda bien al cuerpo que acaban metiendo en ella. Tome los 58,000 soldados norteamericanos caídos en Vietnam y multiplíquelos por cuatro, cinco, seis; sólo entonces comienza uno a darse cuenta del daño que esta guerra hizo. (Haga partir su proyección de los dos millones de vietnamitas asesinados y contemple, por vez primera, un continente entero de pérdida.) La guerra, cuando es necesaria, es indescriptible. Cuando no es necesaria, es imperdonable. No es una oportunidad para el heroísmo. Lo es solamente para la supervivencia y la muerte. Ver la guerra de cualquier otra manera tan sólo garantizaba su inevitable reaparición.
que se vaya nunca. ¿Por qué tenía que perderlo?, quiero saber de pronto. Porque quiero que siempre esté aquí. Nos queda demasiado que hablar. Por fin, un vietnamita descalzo se acerca a saludar. Sus piernas y brazos lampiños son tan delgados y morenos que parecen tallados en madera de teca. Al ver que mi padre y él se dan la mano y (con ayuda de Hien) se ponen a platicar, me doy cuenta de que tendrá aproximadamente la misma edad que mi padre. De hecho, no es inverosímil suponer que este mismo hombre pudo haber instalado la bomba-trampa que casi mata a mi padre. Pero su solar simpatía no es fingida, y bajo su insistente calidez emocional puedo sentir cómo la incomodidad de mi padre se suaviza y languidece. Al poco rato ambos ríen al unísono. Escucho a mi padre y a su nuevo amigo vietnamita hablar respetuosamente sobre el pequeño gran tema de haber tomado las armas contra el otro cuando eran jóvenes: sí, mi padre ya había estado antes en Vietnam; no, el vietnamita no siempre ha vivido en Tuy Phuoc. Su conversación se desliza hacia un silencio lleno de tacto, y ambos asienten y miran al otro. Con una sonrisa, el hombre de pronto le pregunta a mi padre qué lo trae a Tuy Phuoc, ya que es una aldea alejada del mundanal ruido. Por largos momentos mi padre piensa qué respuesta darle, mirando las nubes bajas y grises, entre las cuales asoman algunos pequeños trapezoides de azul. Finalmente se dirige a Hien, “Dile... Dile que, hace muchos años, me hirieron aquí”. n
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Miro a mi padre, que sigue fumando y husmeando por ahí. De pronto, luce muy viejo. No es que se vea mal. De hecho, está en mejor forma física que yo, pero nunca lo he visto tan viejo. Su cuello ha comenzado a aflojarse y colgar, sus ojos se ven más grandes y amarillentos, el largo vello lobuno en la base de su garganta está canoso. Yo tengo 29, seis años más que mi padre cuando fue herido. ¿Realmente puedo conocer al muchacho que salió volando por los aires, desgarrado por una bomba-trampa? ¿Puedo llegar a conocer a este hombre, que sigue volando, y de algún modo, sigue desgarrado? A fin de cuentas, nuestras vidas son sólo parcialmente nuestras. Las partes de nuestras vidas que cambian más son las que inciden con mítica intensidad en las vidas de nuestros seres queridos: nuestros padres, nuestros hijos, nuestros hermanos y hermanas. Cuando esas historias se traslapan, cambian, pero no decidimos cómo, ni por qué. Una por una, nuestras historias nos son arrebatadas, arrojadas a las zanjas de la memoria humana compartida. Se salvan, pero cambian. Un día, mi padre desaparecerá, sólo quedarán las partes de él que recuerdo y las historias que me contó. ¿Qué tanto más acerca de él no he entendido del todo? ¿Qué me ha faltado preguntar? Y ahora que lo veo, no quiero 54 Letras Libres agosto 2006
Una vez, mientras cazábamos perdices, actividad que no era de mis favoritas, mi padre me abandonó luego de que yo no quise seguir adelante si no me daba una barrita de granola. Se negó, dejé de caminar, y se fue. Yo tendría unos doce años. Era un frío día de otoño, hojas embrujadas amarillo-anaranjadas se arremolinaban a mi alrededor, y, a medida que los momentos se transformaban en minutos y los minutos en horas, sentado en un tronco, empecé a perder la esperanza. Los árboles se hicieron más altos, el aire, más frío; el bosque era un interminable espejo orgánico de mi miedo. No recuerdo cuánto tiempo estuve solo. Al oscurecer, cuando ya había alzado el cuello de mi abrigo y me había enroscado en una bola indefensa en la tierra, mi padre apareció en medio de los arbustos en un sendero distinto al que había tomado al dejarme, y me alzó en brazos. Estaba llorando. Había “dado algunas vueltas”, dijo rápidamente. No se había perdido. Mi padre nunca se perdió. Era un soldado. No dijo nada más; yo tampoco. Lo abracé, él me abrazó, y me llevó cargando fuera del bosque. ~ –Traducido por Una Pérez Ruiz Este texto se publicó originalmente en Harper’s Magazine. La novela más reciente de Tom Bisell, The Father of all Things, será publicada por Pantheon.
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Jorge Carrión
En La Boca no Barrio fundado por inmigrantes genoveses, La Boca, con sus coloridas casas de madera y zinc y su decadente personalidad portuaria, puede ser, según se le mire, la puerta de entrada a Buenos Aires o su patio trasero. Jorge Carrión rememora el medio año vivido entre sus calles.
E
n La Boca, no. Me lo dijeron muchas veces. Sobre todo mis compañeros del curso de alemán: es un barrio peligroso, no es recomendable vivir allí. “El patio trasero de Buenos Aires”, me lo definiría más tarde Lito Diosccia. La clientela del Goethe Institut de la avenida Corrientes estaba nutrida por jóvenes de los barrios altos: San Isidro, Núñez, Barrio Norte, Devoto. Me ha costado completar esa lista mínima sin recurrir a Google: me estoy olvidando, aunque sólo hayan pasado dos años. Pese a la advertencia, viví cerca de seis meses en un conventillo del pasaje Zolezzi de La Boca, a cien metros del estadio de fútbol. Durante algún tiempo he recomendado la visita por libre de aquellas calles que fueron (un poco) mías; hasta que ayer me llegó un e-mail de un amigo español: le dieron una paliza a escasa distancia de la que fue mi casa, eran ocho o nueve niños, le robaron la cámara de fotos y cinco dólares. n
Martín, Nora y Valentino vivían con cuatrocientos dólares al mes. Los he llamado (el e-mail de mi amigo asaltado y la constatación de mi pérdida de memoria me han hecho pensar brutalmente en ellos): están bien. El barrio experimenta una cierta mejora, me ha contado Martín, “están invirtiendo guita, Jordi, hay quien dice que quieren convertirlo en un segundo San Telmo”. 56 Letras Libres agosto 2006
Precisamente en San Telmo –el barrio vecino y pintoresco– me subí por primera vez en el 152. He buscado una fotografía en Google Imágenes para recordar el diseño de rayas rojiazules sobre fondo blanco, las grandes ruedas, la carrocería robusta que temblaba por el pavimento deteriorado. Era septiembre de 2002: la crisis económica eran calles levantadas y farolas sin bombillas. Me habían contactado con Martín para que me enseñara La Boca; era mi último día en Buenos Aires. Quedamos en la parada final del 152, al cabo de la avenida Pedro Hurtado de Mendoza (el primer europeo que pisó la zona). Lo recuerdo con un sombrero de tela negro, de ala ancha, pero las fotografías me desmienten: me recibió con el pelo largo sin recoger, barba de una semana y cazadora vieja de aviador. Con su voz ronca me contó la historia del barrio, sus orígenes a mediados del siglo xix, cuando se asentaron a orillas del Riachuelo las primeras familias genovesas, su carácter migrante: italianos y españoles sobre todo. Paseamos por Caminito, comimos una pizza en un pequeño local que desaparecería algunos meses después, caminamos por los viejos raíles que bordean un huerto vecinal y conducen al estadio de fútbol. Después Martín me abrió las puertas de su casa, un viejo conventillo que a copia de esfuerzo había convertido en un museo íntimo, en un homenaje al pasado boquense; cebó mate; puso la radio (la cadena de tango Dos por Cuatro, banda sonora del lugar); pasamos las horas siguientes charlando; llegó Nora, despeinada y locuaz. Estaba embarazada. En algún momento de nuestro paseo nos habíamos encontrado con un perro vagabundo, que Martín había bautizado
como Velázquez. Era negro y, de convertirse en hombre, hubiera llevado el pelo largo y cazadora de piloto. n
La literatura tiende a resumir una vida en una historia. Construye la ficción de que un momento, una experiencia, un viaje fueron la esencia, el misterio, el epítome de una existencia. El relato se convierte, entonces, en la crónica de un revelado. Desde esa concepción de lo literario, la historia de Nora y Martín culmina en Valentino. Es una bella historia de amor, perfecta para que fuera apareciendo aquí, progresivamente, como un negativo que se vuelve color en el papel fotográfico. Martín es un bala perdida, un veinteañero que vive a salto de mata, recitando versos en lunfardo o haciendo trabajos de manutención o de jardinería. Después de varios domicilios en Buenos Aires (es oriundo de La Plata), se acaba de ir a vivir a un conventillo de La Boca, que se caía a pedazos y que él, que es un manitas, ha ido restaurando y adecentando. Nora es una joven muy guapa que vive con su madre en el vecino barrio de Barracas, hace unos años que rompió su relación con un futbolista que ahora triunfa en Europa. Se conocen en el grupo de teatro Catalinas Sur. Un grupo de teatro comunitario, que está diseñando una obra colectiva, vecinal, que se propone llevar a escena a un centenar de aficionados de las calles adyacentes al galpón donde se reúnen. El reto es contar la historia del país a través de la historia de un club de barrio. El resultado se llamará El fulgor argentino: todavía sigue en cartelera. Nora y Martín son los protagonistas. En la obra, se enamoran, se casan, tienen un hijo, viven y sobreviven en la turbulenta historia nacional. En una escena epicéntrica, bailan tango y se besan: escenografía del enamoramiento. Durante decenas de ensayos el beso fue falso, a algunos milímetros de los labios. Pero el día del estreno algo cambia: el beso es real, sobrepasa los límites de la actuación. Se han enamorado. Nora se traslada al conventillo del pasaje Zolezzi. Cuando yo los conozca y su historia llegue a mí, ella estará embarazada. Al cabo de un año regresaré a Buenos Aires y Valentino será un recién nacido. n
En la Boca no se sabe adónde comienza y adónde termina la calle. Entre lo privado y lo público no existe una frontera definida. No sólo las ventanas y las puertas están abiertas para mostrar habitaciones, camas, colchas, cuerpos tumbados mirando televisión que impúdicamente muestran muslos, sudor, carne. No sólo la gente viste la misma ropa para estar en casa que para comprar el pan o sacar la basura. También los perros callejeros se convierten de repente en perros domésticos. O viceversa. Se trata de una cuestión de límites blandos, que permiten que lo privado se derrame hacia lo público. Las
bolsas de basura, por ejemplo, se acumulan en las esquinas igual a como se habían acumulado en el patio o en la cocina horas antes: la inexistencia de contenedores provoca ese trasvase. En muchas de esas esquinas se hace explícita la transición: las aceras están destrozadas, el cemento roto, la piedra levantada y en sus intersticios crecen plantas, como si entre el asfalto por donde transitan los autos y la fachada de las viviendas hubiera una tierra de nadie, un posible jardín silvestre por donde transitan los peatones. La crónica de viajes también circula por esos intersticios: entre la quietud textual y el movimiento de la vida, entre la historia colectiva y la intimidad personal; cada párrafo es una acera levantada entre el conventillo del texto y la experiencia en la calle. No hay puertas que separen lo público de lo privado. Muchos conventillos son de obra en la parte inferior y de materiales aún provisionales en la superior, como si el proceso de urbanización no terminara nunca: como si siempre se pudiera erigir un piso más. Un nuevo capítulo. En verdad, la historia de Martín y Nora no es más que una de las miles de historias que conforman el entramado de las vidas de Nora y Martín. De todas las demás rescataré aquí algunas, las que se entrelazan con la casa y con el barrio y conmigo, que fui allí viajero casual, falso inmigrado, testigo. n
En julio de 2003 Velázquez ya era un perro doméstico. Como Martín, había encontrado el gusto por el hogar. Me recordaba a los perros que, durante mi infancia, vivían casi salvajes en los descampados de Rocafonda, barrio de inmigrados. Durante los meses siguientes me instalé periódicamente en el conventillo del pasaje Zolezzi: en la planta baja, de obra, vivía la familia; en el patio, habitaban Velázquez, el perro de Martín, y Sol, la cócker de Nora; en el primer piso, tenía yo mi apartamento: cuarto de baño, cocina, salón y dormitorio con suelo y paredes de madera y chapa, amueblados con sillones, colchones y cuadros supervivientes de la época de los abuelos de mis anfitriones. Con el tiempo conocería bien a Maruja, la madre de Nora, que nació en Galicia y llegó a Buenos Aires en 1941. Su padre, republicano, había llegado cuatro años antes. –Todavía recuerdo la navegación por las rías, con mis tíos, cuando yo apenas tenía unos años de edad. Ese paisaje me acompañará siempre –me dijo varias veces. –Yo vine en barco, un barco como el de Venimos de muy lejos, por eso siempre que veo la escena inicial de la obra se me pone la carne de gallina. La familia de Martín proviene del País Vasco. Cuando viajaron por Europa, visitaron el pueblo de su bisabuelo, Pedro María Otaño, que era un poeta en euskera. En el comedor del conventillo, junto a viejos libros, imágenes en blanco y negro, el piano y el tocadiscos de anticuario, hay una fotografía de Martín junto a la estatua de su antepasado. agosto 2006 Letras Libres 57
cuadernos de viaje
Jorge Carrión n
La cotidianeidad mata el viaje. Pero también lo revitaliza: cuando te canses de ella, volverás a partir. Yo tuve una rutina en La Boca. Me levantaba a las ocho, encendía el viejo calefón, me duchaba y me vestía sin hacer ruido para no despertar al bebé con mis pisadas; iba al locutorio de Juan Croce, consultaba mi e-mail; desayunaba en La Perla con Daniel Aguirre, pintor de Caminito; regresaba al conventillo, me tomaba un mate con Nora y Valentino; leía o escribía sobre la emigración; pasaba la tarde en el Goethe Institut; de regreso a casa, compraba una botella de vino tinto, que compartiría con Martín durante la cena. A Juan Croce le habían atracado veinte veces en lo que iba del año; acababa de divorciarse; criaba abejas en un islote de Entre Ríos. Daniel Aguirre vendía estampas boquenses en el mercado de Caminito mientras se entregaba en cuerpo y alma a su obra, y a los problemas de salud de su suegra. Nora trabajaba en el galpón; y ensayaba; y coordinaba encuentros de teatro comunitario, siempre en compañía de Valentino Astor, en el cochecito. Martín cambiaba continuamente de ocupación, pero nunca le faltaba trabajo: espectáculo con zancos, cuidado de jardines, recitación con acompañamiento de guitarras, carpintería. Incluso recibió una invitación de la Academia del Lunfardo, el lenguaje de la delincuencia y del tango, para recitar en un congreso. Yo paseaba, observaba, anotaba detalles: palabras del argot de los bajos fondos porteños que había oído en mi infancia, porque provenían de España; fragmentos de metal de barco que estaban incrustados en los conventillos, salvavidas o baúles ultramarinos que ahora decoraban restaurantes o dormitorios; nombres de calles que remitían a una topografía importada de Italia o de España; anécdotas (la mujer que envenenó a sus amigas con pequeñas dosis en el té de la tarde, compañera mía en el locutorio; las idas y venidas de Granada Insúa, el auto-proclamado Presidente de La Boca, con quien nunca crucé una palabra; el pintor que se pasó toda la vida retratando paisajes de su Nápoles natal, adonde no había regresado en setenta años); oficios que pervivían allí (impresor manual, amasador de pasta, pícaro, fileteador, afilador, botellero, hincha de fútbol profesional, bandoneonista, bailarín de tango). Algunas mañanas caminaba por la orilla del Riachuelo en compañía de Velázquez. No tenía raza conocida, aunque sí un lejano parentesco con el ovejero alemán –perro policía. En algunos barcos había vida: viejos marineros que hervían agua o asaban carne en una parrilla sobre la cubierta; jaurías de perros que se habían instalado entre los mástiles podridos, en los camarotes oxidados o en las bodegas sin carga. Porque predominaban los barcos muertos, carne fría de desguace. Sus nombres remitían a otra era 58 Letras Libres agosto 2006
y a otro continente: Madrid, Ciudad de Vigo, Río de la Plata, Lisboa, Emperador de los Mares. Hasta la vía del tren que separa La Boca de Barracas caminaba yo a veces, pero las primeras chabolas de una villa me inyectaban enseguida miedo. Y regresaba. n
En Rocafonda los inmigrados acceden a pisos construidos por nativos. Tras una breve acogida por parte de familiares o conocidos ya instalados, compartirán un alquiler, entrarán automáticamente en el mercado. En un tipo de vivienda que ha sido diseñado por los arquitectos del país de acogida. La villa, en cambio, supone la llegada a una ciudad sudamericana de técnicas de construcción y de distribuciones espaciales propias de la cultura del inmigrante. Un traslado. Los conventillos son la pervivencia de una práctica común en los emigrantes europeos de los siglos pasados: la erección de sus propias viviendas, a orillas del río, antes de que puedan ahorrar para comprarse una parcela o una casa en un barrio ya consolidado. Los conventillos, además, suponen el matrimonio del material local (la madera del árbol) con el material importado (el metal, la chapa de los barcos): la madera es la tierra y el metal es el mar: el sedentarismo y el viaje se amalgaman en los cimientos, las paredes, las vigas de esa primera casa, necesariamente compartida. Cada familia vivía en una habitación, igual a como lo hicieron mis padres cuando llegaron desde sus pueblos andaluces a Rocafonda, en la periferia de Mataró (en la periferia de Barcelona y de Europa). A finales del siglo xix, a los conventillos también se les llamaban cuarteles, por la coexistencia de espacios íntimos y comunitarios en el mismo recinto (como en el convento). El patio del conventillo, como el del cortijo o el de la villa italiana, se convertía rápidamente en el centro del diálogo. En el ámbito de la pervivencia oral del imaginario de origen. Los viajeros hablan sobre sus viajes. Los emigrantes sobre su emigración. En el conventillo el baño se llama biorsi. El calentador, calefón. La cama, catrera. Los bosteros (aficionados de Boca Júniors), xeneizes, es decir, genoveses. El lunfardo, el argot del arrabal, es una legua migrada, híbrida, entre el castellano, el italiano, el catalán, el gallego, el genovés. Al poco de mi regreso de Argentina, mi hermano llegaría a casa con una pregunta: “¿Por qué nadie me entiende cuando hablo del poyo de la cocina? Todo el mundo dice el mármol de la cocina”. Cogió del anaquel el diccionario María Moliner y buscó “poyo”: “Banco de obra de albañilería o de piedra que se construye junto a la pared en las casas de los pueblos, por ejemplo para poner cántaros. También en el exterior de las casas, junto a la pared”. La palabra se la trajeron del pueblo, del cortijo, del campo. La heredamos. Su equivalente urbano en Cataluña es “mármol”: el marbre de la cuina.
Ilustraciones: LETRAS LIBRES / Max Luchini
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Hablando con Daniel Aguirre me comentó que él antes iba mucho al Dock Sur, cruzando el río en la barca. En La Boca se recuerda a menudo el tiempo de los burdeles económicos, cuando todos los jóvenes del barrio cruzaban el Riachuelo para saciarse. La última vez que intentó cruzar el río lo hizo por el puente de Avellaneda y tuvo que salir corriendo. Una banda de pibes chorros iba hacia ellos, robando a todos los que se cruzaban en su camino. –No vuelvo –sentenció. El Riachuelo es una frontera. Del lado de acá: la policía bonaerense. Del lado de allá: la policía de la provincia de Buenos Aires. Una frontera pútrida: contamina. El agua es insalubre; el aire, también, a causa de la petroquímica del Dock Sur. Tolueno en la orina y plomo en sangre. Recuerdo el día que me habló de ello Lito Diosccia, el presidente de la asociación de comerciantes de La Boca, en una pizzería, las paredes decoradas con fotografías en blanco y negro de la época de Quinquela Martín, el pintor por excelencia del barrio, con sus amigos banqueros, pescadores o cantantes de tango. Ahora esto es el patio trasero de Buenos Aires, pero durante décadas fue su recibidor de lujo, un puerto lleno de actividad, un barrio limpio, prolijo, sin vagos, ¿entendés?, sin ladrones.
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En septiembre de 2002 se representaba en El Galpón de Catalinas El fulgor argentino; al año siguiente, Venimos de muy lejos era la obra en cartelera. La vi cuatro veces. Habla de la llegada de los inmigrantes europeos y su espacio central es un conventillo. Durante el siglo xx, el tiempo de la acción, el espectador asiste a la transformación de Argentina; a la argentinización de los españoles, italianos, polacos, judíos hasta entonces sin patria. En la parte final de la obra llegan nuevos futuros argentinos: paraguayos, bolivianos, de los llamados “países limítrofes”. La escena inicial es un barco que se abre. La proa, hecha con sábanas blancas, penetra en el escenario y no permite ver los rostros de las decenas de inmigrantes que cantan en una mezcla de español e italiano. Voces que son tristeza. Venimos de muy lejos... La proa se parte, para abrirse en abanico. Vemos los rostros de todos esos recién llegados. Su nostalgia incipiente. Hasta que cambia el ritmo de la canción, se acelera, y empiezan a hablar de la esperanza. “Queremos laburar”, repiten al final de esta escena de apertura: “queremos laburar”. Una vez coincidí con Maruja en el teatro: efectivamente, siempre llora con ese barco.
Fui sin cámara de fotos; con cuatro pesos en el bolsillo; con ropa deportiva; sin abrir la boca. Por tanto, no poseo para narrarlo más que el recuerdo. Es el embarcadero más nauseabundo en que he estado nunca. En las orillas del Riachuelo el agua es petróleo, cementerio de botellas, ruedas de camión, barcas que ya desaparecieron. Desciendo la rampa metálica: hay una barca esperando; los mechones rubios del barquero no se alteran por mi presencia. Él sigue comiendo gominolas y contando monedas de veinticinco centavos mientras escucha algo a través de los auriculares. Hasta que no inicie el regreso la barca que hay del otro lado, con cuatro mujeres y una niña a bordo, el viejo barquero remando de pie, no me pedirá la moneda el mío, mucho más joven, vestido con chándal, los mechones teñidos. Entonces saldrá del muelle minúsculo y avanzará los cincuenta metros que deben separar las dos orillas inmundas, mientras sobre nuestras cabezas el puente de Avellaneda gruñe cada vez que es atravesado por un camión, cada dos o tres segundos un nuevo gruñido de metal. La cabeza de un perro sobresale goyescamente del río negro: está nadando en sentido contrario al nuestro: del Dock Sur a La Boca. Enseguida agosto 2006 Letras Libres 59
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Jorge Carrión llegamos a la casita de hojalata, pintada de colores, que pese a la neblina y a la porquería se refleja en el agua. Enseguida estoy caminando por la calle General Rivas, entre galpones y astilleros, Caminito a lo lejos, oasis entre tanta degradación. Los conventillos son pálidos aquí. Hay muchos más que en La Boca, completamente de madera y chapa, muchos de ellos están aislados y no unidos al vecino, el gris y el óxido son los colores predominantes. Campo de fútbol de la plaza José Hernández, tapizado de hojas otoñales, las mismas que cubren todas las calles que recorro, por donde parejas de jóvenes, tanto chicas como chicos, armados con rastrillos, las amontonan para quemarlas. El edificio mejor cuidado que veo en mi corto paseo es la Iglesia de Dios de la Isla Maciel.
sonrojaba sus mejillas, se pintaba los labios, se recogía el pelo, mudaba el acento, impostaba la voz, se quitaba la falda y la camiseta de porteña, se ponía el traje de inmigrada, cada vez menos aquí y ahora, cada vez más aquí y entonces, principios del siglo pasado, días de hambre y calor e incomodidades en un barco transatlántico, la llegada, la adaptación, la peluca, el maquillaje, cada vez más argentina y menos de allí, menos gallega, se disfrazaba Nora de gallega, de su personaje de gallega, frente al espejo, bajo las luces, sus compañeras de reparto ya totalmente vestidas de recién llegadas europeas, Nora ultimando su disfraz de gallega, mientras su madre ya la estaba esperando, como cuando era niña y volvía del colegio, pero esta vez no a la puerta de casa, sino en la platea, en su butaca, dispuesta a llorar de nuevo con la llegada (la partida) del barco, con su acento gallego real, ella misma, tantos años atrás, idéntica a esa actriz que es su hija, alguna vez me disfrazaron de andaluz en mi niñez, yo también actué, la identidad es también una máscara, Nora ahora es gallega sobre el escenario, realmente gallega, por arte del teatro. n
Todo está más degradado que en La Boca. El patio trasero del patio trasero. El viejo barquero me devuelve a mi barrio. Las venas se ramifican en sus mejillas, como les suele ocurrir a los alcohólicos. n
La última vez que fui a ver la obra le pedí permiso a Nora para ver cómo se maquillaba. Las actrices iban y venían, medio disfrazadas de mamá judía o de niña italiana o de joven sevillana, pero aún con sus jeans o sus peinados de porteñas, y Nora, frente al espejo, afilaba sus pestañas, se coloreaba los párpados, 60 Letras Libres agosto 2006
En junio de 2004 me fui de La Boca. Dos años después, una banda de nueve o diez niños golpearon a un amigo para robarle la cámara y cinco dólares, a pocos metros de mi casa. Durante esos lapsos de tiempo he mirado muchas veces las fotografías del medio año que pasé en aquel barrio, pero como mera sucesión sentimental, sin prestar atención real, detallada. Mientras escribía este texto, en cambio, he querido recordar. He nombrado rostros, perros, calles, cuadros, barcos: los he situado en un plano y en una cronología: la memoria esforzada es la única que pervive. En La Boca, sí, les replicaba a mis compañeros del Goethe Institut de la avenida Corrientes; pero no recuerdo haberles dado nunca razones de mi sí rotundo, sin vacilaciones. Nunca les hablé de Rocafonda, ni de la noción hogar, a doce mil kilómetros de distancia, ni de bilingüismo, ni de palabras migrantes, ni de barcos, ni de teatros. Algunas noches, al volver de clase de alemán en el 152, me encontraba a Velázquez frente a la puerta del conventillo, cerrada. Quizá había pasado una semana merodeando por el barrio, o en la villa del puente de Avellaneda, junto con su otra familia, la que un día le descubrió Martín en sus propios merodeos boquenses. En una época de celo, Velázquez dejaría embarazada a Sol, pero yo ya no vería aquellos cachorros híbridos de apartamento y conventillo, de dama y vagabundo. Volvía: siempre volvía a casa. Yo le abría la puerta. Entrábamos. El pasillo seguía siendo un museo. La casa seguía siendo la guarida de un anticuario. Mientras yo subía las escaleras, él acudía a su rincón. Junto a Sol, o a solas: allí se acurrucaba. Era posible que Nora estuviera actuando, que Martín recitara aquella noche, que Maruja y Valentino durmieran ya en la planta baja. ~
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Ángel Jaramillo
Irán ida y vuelta Poco se sabe de un lugar si no se camina por sus calles. De Irán sabemos que es la nueva arista en llamas del tristemente célebre “eje del mal”, pero ignoramos todo sobre su pulso diario. Ángel Jaramillo viajó hasta ahí para conocer de primera mano el inflamable país de los ayatolás.
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DE VIENA A TEHERÁN
l año de Mozart en Viena admite todas las variedades del arte pop. Jamás tantos grafitis del “genio de Salzburgo” se habían pintado en una ciudad. El aeropuerto de Viena no era una excepción. Por un momento pensé que viajaría en Amadeus Airlines rumbo a Teherán. Desde el 11 de Septiembre los aeropuertos ya no son lo que eran antes. El área de revisión de maletas parece un homenaje al mejor cine surrealista: un guardia intentando abrir la espalda de una muñeca Barbie en busca de un improbable explosivo. Mientras contemplaba esta escena, digna de una parodia de David Letterman, un mullah me hizo la plática. Su barba estaba recortada con cuidado y sus ropas lucían nuevas. Al ver el fajo de periódicos que yo llevaba bajo el brazo, me preguntó si era periodista. Lo negué con cierto nerviosismo –alguien me había desaconsejado mostrar el menor indicio de politización– y en cambio murmuré que sólo era un interesado en los asuntos de la aldea global. Seguramente no me creyó, pero sonrió despacio e intentó practicar su español conmigo. Detrás de él, había una mujer con un chador negro –el cuerpo entero cubierto, exceptuando el rostro– cuidando un recién nacido. Ese fue mi primer encuentro con ese “mundo raro”, donde el erotismo femenino es objeto de la mayor represión y escarnio público. La verdad sea dicha, las aeronaves de la República Islámica
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de Irán no pasarían un mínimo examen de derechos humanos realizado por Amnistía Internacional o Human Rights Watch. Desde que están en el avión, las mujeres tienen que someterse al estricto código de vestimenta que ha impuesto el régimen de los clérigos: las aeromozas parecen sacadas de un set de una película de Batman donde todas quisieran ser batichica. Mientras escuchaba que alguien desde la cabina nos daba la bienvenida a bordo –“In the name of Alah, the compassionate, the merciful”– yo no dejaba de pensar en un nombre cuyas letras deben estar grabadas con fuego en el infierno: Abu Nidal. En diciembre de 1985, el terrorista alguna vez más temido del mundo, incluso por la olp, ordenó el lanzamiento de granadas a turistas que pretendían viajar a Tel Aviv en el aeropuerto de Viena. La perspectiva de una muerte por un ataque terrorista me hizo fijar la vista en los dulces de pistache –uno de los principales productos de exportación de Irán– mientras reconstruía las escenas de una vida dedicada a la molicie, la desesperación y el absurdo. Luego me di cuenta que esa no era mi vida pero para entonces ya era muy tarde: sudaba en frío. Antes de llegar a Teherán sólo sabía que un joven rollizo llamado Saeed me estaría esperando en el aeropuerto. Al pasar el área de revisión de pasaportes, vi a una rubicunda figura sosteniendo una cartulina que decía “Anjel”. Me gustó esa jota intermedia puesta como un palo de golf hecho de letras. Llevamos mis maletas al auto de Saeed y emprendimos la marcha hacia el centro de Teherán. “Me gustaría poner
música pero está prohibido escucharla en estos días en un coche”, me comentó Saeed. Mientras pensaba en esta forma de la represión, nos acercamos a un automóvil que la policía especial de los mullahs tiene para lidiar con grupos terroristas. En este caso revisaban a un grupo perteneciente a Hezbollah. Me sorprendió que Hezbollah provocara la atención de la policía iraní (después de todo, este grupo terrorista siempre se ha beneficiado del respaldo de Irán), pero en el complejo tablero de la política en el Medio Oriente las alianzas son el teatro más rápido del mundo. Lo que es cierto es que el régimen de los ayatolás –así lo sugiere una lectura entre líneas de la prensa iraní controlada por el Estado– está interviniendo en Iraq, pues considera ese país –cuando menos el sur– como parte del mundo chiita que debe controlar. El futuro de la región dependerá, en más de un sentido, de si Irán, con su visión teocrática, logra influir decisivamente en Iraq, o si éste, con su nuevo gobierno democrático, logra promover un movimiento interno que derroque al gobierno de los clérigos. Fui a Irán no como el turista en busca de playas fabulosas o montañas prodigiosas (aunque el país cuenta con ambas); mi intención era conocer de primera mano la opinión de algunos conocidos iraníes acerca de la situación política. También me interesaba explorar la posibilidad de entrevistar a Hossein Jomeini, un nieto del Ayatolá, y de quien me habían dicho odiaba al régimen de los clérigos chiitas que controlan el gobierno iraní. El destino quiso que también me enterara –gracias a la afición deportiva de los taxistas– de la posible alineación que el equipo persa presentaría en el primer cotejo frente a México en el Mundial de Alemania. Los hombres en cuclillas
Llegué a Teherán de noche y me sorprendió percatarme de que casi todos los anuncios públicos escritos en farsi estaban traducidos al inglés. Después sabría que en Irán, incluso en sectores de la clase media baja, tienen acceso a antenas parabólicas, donde se pueden ver programas americanos. Lo primero que asombra al visitante de la capital iraní es la majestuosidad de la cadena montañesa de Alborz, que mira hacia la ciudad. Al verla, recordé un verso de Chesterton: “Mármol como luz de luna maciza, oro como un fuego congelado”. Alguien mencionó que cerca había un resort para esquiar. Imaginé escandinavos que sólo conocieran Teherán por la nieve de sus montañas. En Alemania y Austria las bicicletas son usadas por ciudadanos vigorosos demasiado preocupados por el Umwelt. En Teherán, en cambio, las avenidas y las calles están pobladas de motocicletas ubicuas que hacen las veces de taxis. El rumor de esos motores es el sonido de una ciudad demasiado contaminada. Tuve la sensación de visitar una metrópoli que pronto sería nostálgica. Los futuros residentes de Teherán seguramente evocarán la época de los Paykan –equivalente persa de los “vochitos”– desgastados con sus carburadores que ya exigen jubilación.
La mañana siguiente a mi llegada salí a recorrer la ciudad muy temprano. En mi periplo por una de las principales avenidas me topé con un grupo de hombres en cuclillas, en actitud de sumisa espera, junto a una burocrática puerta de un edificio gris. Me acerqué a leer la inscripción en la entrada que a la letra decía: “La Fuerza Disciplinaria de la República Islámica”. Como Stalin, el ayatolá Jomeini –hombre del año según la revista Time en 1979– también vislumbró el arribo del hombre nuevo. Pero a diferencia del homo sovieticus, el habitante del mundo de acuerdo a Jomeini no aspiraría a la emancipación sino a la rendición total ante la autoridad clerical. En ese sentido, su esfuerzo continúa: ¿alguien se atreve a dudar del éxito de la distopia de los hombres en cuclillas frente a “La Fuerza Disciplinaria de la República Islámica”? Ante este indiscutible logro de la voluntad teocrática, la imaginación liberal –con sus instituciones de derechos humanos y sus Naciones Unidas– responde primero con perplejidad, luego con asombro, luego con fatiga: quizás ha descubierto sus verdaderos límites. Pequeños actos de desobediencia civil
El corazón espiritual de la universidad de Teherán es una mezquita. Mientras caminaba por el campus, no pude dejar de mirar los grupos de mujeres estudiantes ataviadas con chador y mascadas en la cabeza que el gobierno ha impuesto como el código de la vestimenta femenina. Se pensaría que las universidades son uno de los principales productos de la Ilustración, pero en estas aulas las estudiantes están sentadas hasta atrás, mientras los estudiantes ocupan las primeras bancas. Esto ocurre también en vagones del metro y en autobuses: la arena pública como mezquita. Nuestro léxico político reconoce esta realidad a la que ha bautizado como apartheid. Mientras estuve en Irán, Ahmadineyad dijo que las mujeres tendrían la oportunidad, por primera vez, de ingresar a un estadio de fútbol para ver los partidos. Esto, sin embargo, fue denegado por el liderazgo de los clérigos. Decidí tomar un refresco en uno de los comedores donde se practica la segregación por sexos. Me senté en una mesa del área reservada únicamente para mujeres. Para mi sorpresa ninguna de ellas se escandalizó o intentó llamar a las autoridades. –¿De dónde eres? –me preguntó una de ellas. –De México –respondí como quien menciona una galaxia lejana. Rieron entre ellas, mientras yo admiraba la belleza de casi todas. Me habría gustado verlas en todo su esplendor: observar con lentitud sus largas cabelleras ondeando entre la brisa del verano. Imaginé ser su héroe: me vi encabezando un gran movimiento emancipador para despojarlas de su chador y sus mascadas. De mi sueño de líder feminista me sacó un brazo que se posó sobre mi hombro. Se trataba de un guardia de la universidad que me ordenaba desalojar el agosto 2006 Letras Libres 63
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Ángel Jaramillo lugar. De haber sido iraní, me habría ido bastante mal, quizás una temporada en la cárcel, como después me explicaron. La República Islámica de Irán es, entre otras cosas, un gran experimento en misoginia. Desiertos nucleares
En los meses previos a mi visita, los titulares de los principales periódicos europeos consagraban un dilatado espacio al programa nuclear iraní y la posible amenaza que éste representa para la comunidad internacional. La historia de esta crisis comenzó en 2002 cuando un grupo de oposición iraní en el exilio mostró evidencia de que Irán había escondido un programa de investigación nuclear durante más de diecisiete años. En junio de 2003, la Agencia Internacional de Energía Atómica (aiea) verificó las acusaciones del grupo, y declaró que Irán violaba el Tratado de No Proliferación Nuclear. Para hablar del tema y de otros asuntos me reuní con Kaveh –un intelectual y traductor iraní– en el restaurante Mansoor, cerca del centro de Teherán. “La cultura política de los iraníes promueve la holgazanería”, me dijo Kaveh, y agregó: “Esto se aplica también a los clérigos y gobernantes en Irán. Por ello, no creo que sean capaces de construir una bomba atómica”. Otras versiones en Occidente indican que, tras la caída del presidente de Georgia, Edward Shevardnaze, un grupo de científicos emigró a Irán para ayudar al régimen en su programa nuclear. Lo cierto es que el programa iraní puede considerarse como una consecuencia indeseada del desarrollo atómico europeo. El científico pakistaní A.Q. Khan, quien trabajó para un laboratorio ligado a la empresa de investigaciones nucleares urenco, con sede en Ámsterdam, viajó a Islamabad en enero de 1976 con toda la información para construir una bomba nuclear. Años después, Pakistán ingresaría al club atómico. En ese bazar de la muerte la tecnología llegaría a Irán, vía A.Q. Khan. Mientras me encontraba en tierras persas, el esfuerzo diplomático europeo –en 2003 Inglaterra, Francia y Alemania conformaron el grupo de los tres, con el fin de dialogar con el gobierno iraní– había fracasado y la aiea estaba a punto de dejar la definición de la cuestión en manos del Consejo de Seguridad de la onu. Otra crisis entre Medio Oriente y Estados Unidos se avizoraba en el futuro. El siglo xx nos ha legado la imagen del desierto nuclear: Robert Oppenheimer citando el Bhagavad Guita después de la explosión atómica en Los Álamos. También la planta nuclear de Natanz se encuentra en medio del desierto y se puede ver desde la carretera que comunica Esfahan con Qum. Se trata de un conjunto de unos quince edificios y una torre resguardada por baterías antiaéreas. A decir verdad, no me había percatado de su existencia hasta que el chofer del taxi que contraté gritó súbitamente: “Atomic, atomic”, mientras su índice apuntaba hacia el parabrisas. Si los científicos iraníes 64 Letras Libres agosto 2006
tienen éxito en construir un dispositivo nuclear, un misil Shahab-3 –con su mensaje del infierno– puede ser cargado con una ojiva y apuntar hacia Israel. ¿Está preparada la conciencia de Occidente para la posibilidad de un “holocausto nuclear”? Entre gotas de lluvia, las lomas escarlatas recortaban un cielo nublado. Después escampó unos segundos, mientras la luz de rayos eléctricos se adivinaban en el horizonte. Imaginé la caída de misiles sobre el desierto: también recordé el Bhagavad Guita. El nacionalismo iraní
En junio de 2005, Mahmud Ahmadineyad, un ex comandante de la guardia revolucionaria de Irán, fue electo presidente en unas elecciones caracterizadas por el fraude. Ingeniero en tráfico y transporte, Ahmadineyad fue alcalde de Teherán en 2003. Pertenece al grupo Abadgaran, una coalición de partidos conservadores que hoy dominan el escenario político. Antisemita, ha dicho que Israel debe ser borrado del mapa y niega que el Holocausto haya tenido lugar. Los neonazis, durante el mundial de Alemania, convirtieron a Ahmadineyad en un héroe de ocasión. En el café Naderi, un lugar que frecuentaban artistas y escritores en los tiempos del Shah, platiqué con Naya, una fotógrafa profesional, quien trabaja para agencias internacionales y que en febrero cubrió los ataques a las embajadas escandinavas en Teherán por parte de extremistas musulmanes. Hablamos del cine de Kiarostami, de la literatura iraní, de la guerra de Iraq, de los jóvenes persas. La pirámide demográfica de Irán muestra que el país está poblado principalmente por jóvenes. Hace un par de años, el movimiento estudiantil parecía haber puesto en jaque al régimen clerical. Sin embargo, como la primavera de Machado, como llegó se disolvió. “El movimiento estudiantil está acabado” me dijo Naya, mientras me señalaba un par de universitarias que ella conocía. “Ahora sólo les interesa hablar de cosméticos y ropa”. Curioso, pues la moda iraní para las mujeres no es precisamente muy amplia. La conversación nos llevó a la pregunta de cuál sería la reacción de la población iraní en el supuesto caso de que Estados Unidos bombardeara las plantas nucleares. “Sin duda apoyarían al régimen contra el invasor. Hay que tener en cuenta la magnitud del nacionalismo iraní. Si Estados Unidos quiere perder la simpatía que tiene entre la población, lo peor que puede hacer es atacar militarmente al régimen”. Es cierto, por las breves pláticas que tuve con iraníes en la calle pude percatarme de la admiración que sienten por Estados Unidos, “el mejor país del mundo”, me dijo, contundente, un taxista. Pero esta admiración no debe confundirse con aceptación de las políticas americanas en Medio Oriente. La historia de las relaciones entre Irán y Estados Unidos proviene de un trauma de medio siglo.
Teherán sólo tiene tres líneas del metro. Subí a uno de los trenes subterráneos con el fin de dirigirme a la estación Taleqani, que se encuentra justo en la esquina adyacente al edificio que solía albergar la antigua embajada estadounidense. Este lugar es una cicatriz del nacionalismo iraní. En 1953 la cia orquestó un golpe de estado –la famosa operación Áyax– contra el presidente democráticamente electo, Mohammad Mossadegh. Por más de veinticinco años, la política de respaldo a la dinastía Reza Palehvi fue implementada desde ese edificio. Aquí también el nuevo gobierno del Ayatolá sorprendió al mundo al mantener como rehenes a 52 diplomáticos norteamericanos en 1979. Hoy, las paredes que resguardan el complejo están dedicadas a la propaganda contra Estados Unidos: la estatua de la libertad está dibujada con el rostro de la muerte. Desesperadamente buscando a jomeini
Viajé a Qum porque quería entrevistar a Hossein Khomeini. Se trata de uno de los nietos del Ayatolá. Su importancia radica en el hecho de que sus críticas al régimen de los clérigos han sido más que acerbas. La verdad sea dicha, mis simpatías están con este ilustre clérigo que ha decidido oponerse a la tiranía teocrática de su gobierno. En la jerarquía del chiismo, Jomeini es un sayeed, un clérigo júnior, por así decirlo. De hecho, Hossein Jomeini apoya una intervención militar estadounidense para liquidar al régimen. Tampoco duda en definir los esfuerzos de la coalición angloamericana como “liberación”. Me interesaba saber cuáles eran sus razones. Un contacto me había dicho que quizá lo podía encontrar en la ciudad de Qum, donde otrora vivió el Ayatolá, y es considerada sagrada por el chiismo iraní. La “ciudad de dios” es uno de los sitios más sucios y desolados que he visto. Un festival de vulcanizadoras y servicios de limpieza para autos le dan la bienvenida al visitante. Nuestro carro se abrió paso entre el tráfico, y por fin llegamos a la mezquita de Hazrat-e Masumeh, donde se resguarda la tumba de Fatimah, la hermana del Imán Reza. Abordé a algunos de los mullahs para preguntarles por Jomeini. Cada uno de ellos me daba información distinta. “Sí, vive aquí, pero está muy enfermo y no te puede ver”, me dijo uno. “No vive aquí, sino en Karbala”, sentenció otro. “Lo que sé es que vive en Bagdad”, respondió otro más. Después de algunos minutos, el taxista que había contratado preguntó a otro par de clérigos por Jomeini. Uno de ellos, enfurecido, amenazó al chofer y se fue profiriendo palabras en farsi, que no logré entender. A petición del chofer, quien tenía miedo de que lo mataran si lo asociaban con el nieto del Ayatolá, regresé a Esfahan sin haber podido conversar con Hossein Jomeini. La ciudad nos despidió con granizo. La ciudad de los poetas
Pasé mis últimos dos días en Shiraz, que está situado más al
sur. Ahí conocí a Soltani, el atento recepcionista del Hotel Shiraz Eram y un amante del español. Me habló del sufismo y de los antiguos viñedos de Shiraz. Su palabra favorita en español era la “siesta” que además ponía en práctica en las lentas tardes iraníes. Irán siempre ha respetado y ensalzado a sus poetas: de Rumi a Hafez. De hecho, la victoria del farsi (o persa) se debió, en parte, a un poeta, Ferdosi, gracias al cual en Irán no se habla el árabe. Decidí visitar, por lo tanto, el jardín que es a su vez el mausoleo del poeta Hafez. La leyenda dice que quien abra un libro de Hafez frente a su tumba, verá reflejado su destino en uno de los poemas. Abrí, pues, el libro frente al mausoleo de Hafez. La suerte quiso la página veinticuatro. Me gustó un fragmento que muy bien podría ser el epígrafe de esta crónica: Ilustración: LETRAS LIBRES / Justo Barboza
Could there stern fools who steal religion’s mask And rail against the sweet delights of love, Fair Leila see, no paradise they’d ask, But for her smiles renounce the joys above. Como en un poema de e.e. cummings, Hafez nos describe cómo la alegría construye su palacio en la mujer amada y no en las máscaras religiosas. Quienes somos optimistas creemos que ahí se descifra el futuro de Irán. No lejos de esa ciudad se encuentra Persépolis, la antigua capital del imperio Aquemenida. Bajo las ruinas de Persépolis está, entre otras, la tumba de Jerjes. Recordé la guerra entre Persia y Atenas que definió al mundo antiguo y pensé en el mundo moderno. No mucho ha cambiado: la batalla de Maratón es cíclica. ~ agosto 2006 Letras Libres 65
ensayo
Carlos Granés
Latinoamérica como baratija En la curiosa danza de las percepciones, los habitantes de los países ricos padecen nostalgia del folclor, mientras los ciudadanos de regiones pobres envidian la vida abúlica de los extraños que los visitan. ¿Dónde quedó el meridiano de la razón? Carlos Granés ensaya sobre una trasnacional exitosa y secreta: los revolucionarios latinoamericanos de exportación.
u
na de las cosas que más sor prende a un estudiante lati noamericano que llega a una universidad estadounidense, además de los recursos eco nómicos de que dispone, de la fastuosa infraestructura de su campus y de las facilidades que otorga para que profeso res y alumnos se dediquen, en cuerpo y alma, a la actividad académica, es el fervor con que desde sus aulas y audito rios se critica a la cultura occidental. Hablo, desde luego, de los departamentos de ciencias sociales y humanidades, ámbitos en los que la crítica a la modernidad occidental y a todos sus corolarios –el capitalismo, el mercado, la indus
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trialización, las instituciones, la globalización, etc.– se ha convertido en tema reiterativo, si no obligado, de artículos, tesis doctorales y monografías. El desencanto hacia la modernidad parece ser el nuevo paradigma. Se ha diagnosticado el desfallecimiento de los grandes proyectos que animaron al hombre moderno. A la razón se le critica el no haber sido barricada suficiente para detener la barbarie nazi. Tampoco se le perdona haberse instrumentalizado al servicio de la técnica ni haber privi legiado la lógica del mercado. A la idea de universalidad se la acusa de aplastar a las minorías, de homogeneizar a la humanidad y de servir como excusa al “hombre blanco occi dental” para meter sus narices en los países de la periferia. Ninguna de las ilusiones que inspiró la Ilustración se salva: el anhelo de más tiempo libre para disfrutar de actividades creativas no fue más que un sueño; los dos valores con más poder de inspiración, la libertad y la justicia, no se materia
lizaron en una sociedad utópicamente igualitaria ni en una verdaderamente libre; y el individuo, aquel ser capaz de crearse a sí mismo y emanciparse de las presiones externas, resultó ser sólo un organismo condicionado por las fuerzas de la economía, del inconsciente, del poder, de la genética y de las instituciones. Y esto no sólo se observa en Estados Unidos. Varias figuras del panorama intelectual europeo han logrado notoriedad gracias a sus incisivas críticas a las instituciones, prácticas e ideologías del mundo moderno. Tengo en mente a Michel Foucault, quizás uno de los pensadores más influyentes de las tres últimas décadas en Estados Unidos, cuyos trabajos sobre el poder y las prácticas discursivas han sido la base para demostrar que el sujeto autónomo, el gran invento moder no, no es más que un mito. Para los foucaultianos, siempre habrá una entidad abstracta y difusa –el poder– doblegando los cuerpos y las mentes para adaptarlos a la ideología domi nante. No hay manera de escapar. El poder está en todas partes, incluso en el lenguaje. Por eso quien interviene en el mundo público siempre será visto con suspicacia, pues detrás de lo que dice o propone deberá haber un intento por someter al otro. La voluntad de poder y dominación aparece como algo consustancial a hombres y mujeres, casi como el pecado original agustiniano, que mancilla anticipadamente cualquier acción humana, bien sea en el campo de las artes, del saber o de la política. No debe extrañar, por eso mismo, que el esfuerzo de las actuales generaciones de intelectuales no vaya encaminado a proponer reformas que mejoren las condiciones de vida de las personas, sino a “deconstruir” los discursos, las novelas, los programas de televisión o cualquier otro producto cultural en busca de “intentos de dominación”. A Foucault se podrían sumar muchos otros intelectuales, desde Alasdair MacIntyre hasta Jacques Derrida, todos ellos hermanados por su decepción hacia un proyecto que, según su diagnóstico, en lugar de dar los frutos prometidos parece haber deshumanizado al hombre. Por culpa del individua lismo, aseguran, una sensación de malestar enturbia los áni mos de la gente: hemos perdido el sentido de pertenencia, no encontramos el cabo de las tradiciones y cada vez resulta más difícil darle sentido a nuestras vidas. El mundo se des figura y se convierte en un lugar hostil y alienante. No hay un orden ni una jerarquía en la cual nos podamos situar, ni un vínculo que nos una con los otros y con la naturaleza. Y para completar el cuadro, la razón instrumental encumbra la eficacia como valor fundamental, relegando a un segundo plano aquellos otros valores que facilitan la convivencia y la búsqueda de la felicidad. Lo que sorprende de este diagnóstico tan desalentador es que los países desde donde se formula son los que mejores condiciones de vida dan a sus ciudadanos. Son los países donde hay una mejor distribución de la riqueza, donde
las libertades fundamentales están mejor salvaguardadas, donde hay sistemas de bienestar que garantizan cierto tipo de igualdad, donde los adelantos médicos mantienen a raya enfermedades que aún castigan al Tercer Mundo, y donde se han alargado las esperanzas de vida. Para un observador externo, especialmente si es un liberal latinoamericano, resulta muy difícil entender por qué se habla tan mal de la modernidad, si la escolaridad y la alfabetización de los países donde florecieron los valores modernos tienen los índi ces más altos, la pobreza se ha disminuido a niveles menos ofensivos, la amenaza de guerra entre naciones democráticas es cada vez menor y peligros tan frecuentes en otras regiones, como las dictaduras, el fanatismo (excepto el nacionalista), el populismo, la irresponsabilidad en el gobierno, la corrup ción y los desmanes ideológicos han sido, en mayor o menor grado, controlados. Todo esto no deja de sonar sospechoso. Es evidente que ciertas perversiones del proyecto moderno han planteado nuevos problemas para la humanidad. La ciencia al servicio del armamentismo, el daño medioambiental causado por el desarrollo y la desigualdad cada vez más creciente entre países industrializados y no industrializados, por ejemplo, son consecuencias directas del estilo de vida moderno que no dejan de ser alarmantes. Sin embargo, si se compara la situación de los países donde la modernidad echó raíces con la de aquellos en donde sólo fue privilegio de unos pocos, resulta imposible negar que, después de todo, ciertas trans formaciones en las formas de vida han traído beneficios a los que muy pocos estarían dispuestos a renunciar. ¿Quién, en sus cinco sentidos, prefiere un mundo en el que el individuo está indefenso ante la tribu, ante un monarca todopoderoso o ante la fuerza bruta del matón de turno? ¿Quién no agra dece la tranquilidad y seguridad que se respira en un mundo regido por instituciones legales? ¿Quién no ve con buenos ojos que la religión sea una opción personal, y no la ley con la que se regula la vida pública? Extraña, entonces, leer esas actas de defunción del proyecto moderno. Más aún si se observa lo que está pasando en Europa. La adhesión de los países del este a la Unión Europea, y la luz verde para las negociaciones con Turquía, supone un proyecto más desco munal que la Acción Paralela fantaseada por Robert Musil en El hombre sin atributos. ¿Habrá soñado Kant con un mundo más cosmopolita y universal que el de hoy en día? Los derechos humanos han generado consensos inquebrantables entre pueblos, las ciudades europeas son cada vez más mestizas, hay organismos internacionales que se ocupan de debatir problemas globales y los medios de comunicación permiten denunciar cualquier atropello desde los rincones más aleja dos del mundo. El espíritu de la modernidad parece, más bien, revitalizarse cada vez más. Todo esto hace sospechar que, cuando se habla del declive de la modernidad, en realidad se habla de otra cosa. No es agosto 2006 Letras Libres 67
cuadernos de viaje
Carlos Granés el proyecto moderno en su totalidad el que fracasó, sino una de sus utopías, aquella que inspiró Rousseau en el siglo xviii y que, con Marx, se convirtió en una empresa política en el xix y el xx. La meta de esta utopía fue erigir una sociedad igualitaria, sin clases y sin antagonismos sociales, en la que tanto la libertad como el bien individual concordaran con la libertad y el bien colectivo. La sociedad utópica –en la que todos los valores armonizaban y podía vivirse, a la vez, manteniendo los más estrictos parámetros de igualdad y gozando de plena libertad– en la práctica demostró ser sólo una quimera. Todos los países en los que el marxismo llegó al poder vivieron fracasos estrepitosos en el terreno econó mico y, sobre todo, en el moral. Tanto así que los partidos de izquierda –que están en el poder o que aspiran a estarlo– han tenido que erradicar por completo el vocabulario marxista y el espíritu revolucionario de sus propuestas, y, al mismo tiem po, plegarse al juego democrático y al sistema capitalista. ¿Significa esto que el marxismo ha quedado confinado en las asignaturas de historia del pensamiento del siglo xx, o en las fronteras de una que otra dictadura anacrónica? Curio samente, no. En la academia estadounidense el marxismo sigue siendo una herramienta de análisis para comprender y evaluar el mundo contemporáneo. Marx y Foucault son los autores que moldean el marco conceptual con el que se observa la realidad. Y el resultado, como no podría ser de otra forma, es explosivo: la modernidad no liberó, condenó; las instituciones no forman, alienan; el individualismo no permite elegir opciones morales, corrompe; y quienes defien den todas estas ideas no fortalecen la libertad individual, son portavoces de las multinacionales y aliados de la explotación. Esta combinación de Marx y Foucault –que tantas críticas ha recibido por parte de intelectuales como Harold Bloom, Richard Rorty, Robert Hughes y Jean-François Revel– se transforma en el dardo más incisivo con el cual machacar a la cultura occidental. Su diana predilecta es el individuo y la capacidad de libre elección; y la forma de atacarlo es demostrando que la lógica del capitalismo corrompe las ins tituciones modernas y merma la libertad del sujeto. El ejemplo más claro de cómo las instituciones occidenta les anulan al individuo y le imponen unas reglas de juego de las que no puede escapar lo ofrecen los estudios de otro inte lectual francés, el sociólogo Pierre Bourdieu. En los cuadros que pinta Bourdieu del mundo contemporáneo, cualquier individuo que entre en alguno de los campos de producción cultural, bien sea la ciencia, el arte o la literatura, es inme diatamente coaccionado por las reglas de la institución. Las “fuerzas del campo” anulan la voluntad y la intención crea tiva. Lo que se escribe, pinta, esculpe o fotografía empieza a depender de las orientaciones del mercado y de los intereses de clase de editores, galeristas o críticos. El creador, que antes era puro, al entrar en el juego olvida su amor por el conoci miento o por el arte, y, tras la maquiavélica conversión, sólo 68 Letras Libres agosto 2006
se preocupa por conseguir capital económico, simbólico o cultural. Después de leer a Bourdieu parecería que ningún artista o escritor orientara su actividad siguiendo el llama do de su vocación, su intención creativa, sus intereses o su curiosidad. Esas cualidades desaparecen y sólo quedan las fuerzas de la institución y de la economía. La sensación que se obtiene es que todo es una gran farsa, un gran engaño en el que lo menos importante es la creación artística, y que quien cree en el talento artístico o en la calidad literaria no es más que un ingenuo. Esta imagen desencantada que se da de la sociedad occi dental, en la que todo parece adulterado por el capitalismo, en la que todos sus productos culturales son artificiales, falsos e ilegítimos, despierta dentro de los occidentales la añoranza por mundos más sencillos en donde, por el contrario, todo es real y nada ha sido mancillado por el mercado, la codicia u otros intereses espurios. Los estudios sobre antropología del turismo lo confirman. Esa franja, cada vez más amplia, de europeos y estadounidenses que, gracias a los benefic ios de la modernidad, cuentan con vacaciones pagadas, emplean su tiempo libre viajando a sitios que les ofrecen lo que su socie dad les niega: exotismo, autenticidad, pureza, identidad. El europeo vuelve a sus antiguas colonias, pero ya no, como durante el período colonial, para expoliarlas, sino movi do por un sentimiento de nostalgia. Nostalgia por un paraíso que ahora, desencantados de su sociedad, empiezan a redes cubrir en todo su esplendor. En estos paraísos encuentran “costumbres auténticas”, “tradiciones atávicas” e “identida des colectivas”. Una “vida real”, diferente a la que tienen que soportar en sus aburridas oficinas, en donde aún no llegan la mediocridad y frivolidad que vienen con la masificación del consumo, la información y la industria del entretenimiento. Este tipo de nostalgia –que el antropólogo Renato Rosaldo1 llama “nostalgia imperialista”– supone de forma gratuita que todo en el pasado fue mejor, antes de que la modernidad separara los campos del arte, la religión y la ciencia, y vulne rara la armonía entre la naturaleza, el hombre y el más allá. Para el nostálgico imperialista más radical, la modernidad no abolió costumbres crueles: aplacó identidades; no mejoró las condiciones de vida: arrasó tradiciones; y no incrementó la producción: alienó a la mujer y al hombre. Lo más interesante de todo este nuevo interés por la tradición, la autenticidad y la identidad que acompaña al pensamiento y, sobre todo, a la actitud posmoderna, es que estos conceptos no designan nada concreto que pueda ser identificado en la realidad. Tradición, pureza, autenticidad no son términos que describan algo observable a primera vista. Son, por el contrario, calificativos que se emplean, siempre que hay disputas ideológicas, para darle valor a algo que antes no lo tenía. Cada vez que se enarbola alguno de 1 Renato Rosaldo, “Imperialist nostalgia”, Representations, volumen 0, número 26, 1989.
2 Christopher Steiner, “The Art of the Trade: On the Creation of Value and Authenticity in the African Art Market”, en The Traffic in Culture, editado por G. E. Marcus y F. R. Myers, University of California Press, Berkeley, 1995.
Ilustración: LETRAS LIBRES / Raúl
estos conceptos es porque de por medio hay intereses polí ticos o económicos. Ninguna práctica es una tradición hasta que alguien intenta cambiar la; nada es auténtico hasta que se puede sacar provecho a su autenticidad; y ningún pueblo tiene identidad hasta que se siente amenazado por la presencia del extranjero. Y sin embargo miles de turistas se embarcan en busca de todos estos rasgos que el mundo moderno eliminó, y que hoy sólo subsisten en los rincones alejados del Tercer Mundo. Eso lo entienden muy bien los habitantes de los países que reciben hordas de turistas sedientos de exotismo. Los comerciantes de artesanías de Costa de Marfil, por ejemplo, saben perfectamente qué es lo que esperan encontrar los turistas occidentales entre sus tenderetes, y eso es justamente lo que les dan. El antropólogo Christopher Steiner2 describe las estrategias de estos vendedores para cargar de autentici dad a sus mercancías. Una de sus técnicas consiste en dejar que el turista “descubra” un objeto valioso. Para ello fingen no saber mucho sobre algunos de los artículos que ofrecen, de modo que el turista cree estar frente a una pieza que tie ne un valor estético o cultural que el nativo, por ignorancia, no logra apreciar. En algunos tenderetes hay una trastienda “oculta”, a la que se deja entrar al turista para que “descubra” él mismo las verdaderas joyas que no se ofrecen a primera vista. Los comerciantes más astutos cuelgan las máscaras den tro de casas habitadas por nativos, adonde llevan al turista a que vea el objeto en su “entorno natural”. Otra de sus téc nicas consiste en hacerle ver al comprador que los objetos que tiene enfrente no son sólo mercancías, sino que están estrechamente ligados a sus tradiciones y a su vida diaria. En ocasiones los modifican para que parezcan más auténticos: les rompen partes, los rajan, los ahuman e incluso los untan de sangre y plumas, de modo que parezcan piezas vivas, con historia, tan auténticas que hasta han sido usados en rituales primitivos. Todo es un gran montaje, tan auténtico o tan falso como Disney, en el que se le da al nostálgico imperialista lo que quiere encontrar.
En Latinoamérica contamos con innumerables ejemplos de astutos embaucadores que, anticipándose a las expecta tivas del europeo o del estadounidense bienintencionado, preparan minuciosamente el terreno para que a su llegada encuentren lo que esperan –y desean– encontrar. El Subcoman dante Marcos es el ejemplo más evidente de los últimos años. Como muestra el también antropólogo Pedro Pitarch3, el movimiento neozapatista ha sabido adaptarse a la perfección a las demandas de autenticidad y de identidad que se hacen desde las facultades más progresitas del Primer Mundo. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional era, en 1993, una guerrilla revolucionaria que seguía la ortodoxia marxista. Era antiburguesa, antiimperialista y proclamaba la dictadura del proletariado. Ese discurso, calcado del de otras guerrillas latinoamericanas, se transformó poco a poco en una reivin dicación de la identidad indígena. El ezln, que empezó luchando por el pueblo y después por los campesinos, se decantó finalmente por los indios y, específicamente –gran artimaña para ir con el espíritu de los tiempos–, por la identi dad indígena. Los medios de comunicación cumplieron un papel decisivo en el giro que tomó el movimiento neozapa tista. Después de su incursión en los pueblos de Chiapas, en enero de 1994, el diario La Jornada empezó a referirse a los neozapatistas como indígenas. La imagen de Zapata se fue esfumando hasta ser reemplazada por la del indio. La historia 3 Pedro Pitarch, “Los zapatistas y la política”, Letras Libres, año ii, núm. 22, octubre 2001. agosto 2006 Letras Libres 69
ensayo
Carlos Granés previa del ezln también se olvidó, de modo que los forajidos parecieron recién surgidos de la selva para reivindicar la voz de los indígenas. Pero en realidad los indígenas no existieron nunca como categoría en los discursos ni en los objetivos de la lucha neozapatista. Es a partir del éxito internacional de la mascarada étnica como lo indígena empieza a definir al gru po guerrillero. “Marcos” se convierte entonces en un indio: empieza a escribir con la sintaxis de los indígenas y a hablar en nombre de las comunidades indígenas. Nada importa que el enmascarado no sea ni haya querido ser nunca un indígena –en realidad quería ser el Che Guevara–, pues el discurso de la identidad, de la pureza y de la autenticidad lo convirtió a él en héroe mundial, y al nostálgico imperialista le dio una causa en la cual creer y por la cual luchar. Pero aquí lo que tenemos es otro gran montaje. El éxito de los neozapatistas dependió de la pureza y autenticidad de la identidad indígena que decían defender, y sin embargo la única voz que se escuchó fue la de “Marcos”, un profesor mestizo de clase media urbana. Deleitados con su prosa y sus ocurrencias, varios nostálgicos imperialistas llenaron de elogios sus escritos y lo encumbraron en los pedestales de las letras latinoamericanas, y ya no importó si lo que decía era verdad o mentira, pues ahí tenían a su “buen revolucionario” dando la lucha que ellos, en sus sociedades avanzadas, democráticas, estables, ricas, sobrias y aburridas, jamás podrían dar. Los intelectuales latinoamericanos también saben a la perfección qué es lo que deben decir para que, al igual que la cueva de Alí Babá, se les abran las puertas de las universidades, librerías e instituciones del Primer Mundo. El protagonista de El síndrome de Ulises, la última novela del colombiano Santiago Gamboa, lo dice con claridad: “Ciertos escritores no muy talentosos se refugiaron en el ‘compromi so’ como salvoconducto literario. Están en la primera fila de todas las actividades politicoculturales organizadas por el establishment europeo y cumplen el papel que se espera de ellos, que es provocar lástima”4. La nostalgia imperialista, además de engordar los bolsillos de unos cuantos oportunis tas, no hace nada productivo ni positivo por Latinoamérica. La pornomiseria y todos sus derivados, que pretenden mos trar a los latinoamericanos como víctimas inermes de desal mados enemigos exteriores (o de enemigos internos aliados con perversos agentes externos) tiene mucha acogida, pero, a la larga, resulta tremendamente perniciosa. Mientras el latinoamericano siga siendo un pobre desvalido al que hay que salvar, y no un igual con el que se puede negociar, pactar o llegar a acuerdos, habrá desigualdad en la relación entre países. Y mientras el latinoamericano siga sacando prove cho a su marginalidad, miseria y exotismo premoderno, se seguirá cultivando una mentalidad reaccionaria, obstáculo
infranqueable, ese sí, para alcanzar los niveles de vida de las sociedades modernas. La nostalgia imperialista no es un fenómeno nuevo. Durante la conquista de América, como señala Naipaul, la búsqueda de El Dorado no sólo estuvo motivada por el ansia de oro. También se nutrió de “una fantasía del Nuevo Mundo, la Jauja de ensueño, el mundo perfecto, inviolado”5. Los indígenas de entonces –que le aseguraban a Quesada, Berrío, Ahumada, Aguirre, Raleigh y tantos otros que El Dorado estaba tras aquella colina, a un día de camino, en la desembocadura del Orinoco, bajando la montaña–, al igual que los latinoamericanos de ahora, saben qué quiere el nostálgico imperialista y saben cómo dárselo. Lo saben porque siempre ha sido lo mismo. Los habitantes de la Vieja Europa y del moderno Estados Unidos han ido a buscar sus ilusiones perdidas al Nuevo Mundo. Latinoamérica nunca ha sido un continente real, sino una proyección onírica en la que, libres de represión, aparecen los deseos frustrados del Primer Mundo. Y todos los espejismos fantaseados por habitantes de países prósperos –desde El Dorado hasta la Revolución– han concluido en empresas calamitosas. ¿Cuántos indígenas muiscas, de los ocho mil que embarcó Quesada en su delirio por El Dorado, habrán sobrevivido? ¿Cuántos civiles habrán muerto en la no menos delirante utopía revolucionaria del Cura Pérez? Quesada y Pérez, ambos españoles, buscaron en las selvas de Colombia el sue ño que no podían soñar en sus propias tierras. A excepción del Quijote, todos los chalados que han querido purificar el mundo de injusticias, sin medir las consecuencias, han ido a dar a Latinoamérica. Pero el sueño es una cosa y la realidad otra. Eso lo saben los latinoamericanos que padecen los males que surgen donde no hay modernidad, o sólo modernidad a medias. La inseguridad, la falta de respeto por la vida, el verdadero capitalismo salvaje (secuestro, narcotráfic o, venta de órganos, trata de blancas), la inestabilidad política, el despotismo del más fuerte, el clientelismo, la pobreza, la ausencia de libertades y un largo etcétera, representan la otra cara del vergel edénico aún no mancillado por la modernidad. Por eso, así resulte extraño, el liberal latinoamericano añora el aburrimiento de las tranquilas oficinas del Primer Mundo, y desearía que las transformaciones sociales y culturales que abrieron el rumbo de Europa y de Estados Unidos hacia la tolerancia, el desarrollo, la libertad y la justicia se reproduje ran a lo largo y ancho de su continente. Quizás entonces esa enorme franja de latinoamericanos que, por el momento, están condenados a ser inmigrantes, también pueda pertene cer en el futuro, como el europeo y el estadounidense común, a esa clase turista que sale de sus países no por necesidad, sino en busca de emociones fuertes. ~
4 Santiago Gamboa, El síndrome de Ulises, Bogotá, Editorial Planeta, 2005, p. 254.
5 V. S. Naipaul, La pérdida de El Dorado (1969), Madrid, Editorial Debate, 2001, p. 29.
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ensayo
Pankaj Mishra
Nuevos vislumbres de la India Según la mirada occidental, la India ha pasado de ser una sociedad arcaica y cargadamente espiritual a un motor del siglo xxi, acorde con el modelo de la democracia liberal. Pankaj Mishra hace el seguimiento histórico de esa perspectiva, la matiza y corrige sus puntos miopes.
H Introducción
oy la India parece un gigante que despierta, un gigante cuya fuerza, largo tiempo adormecida, se ha desencadenado gracias a una economía liberalizada. Resulta extraño recordar que tan sólo unos años atrás la India aparecía a los ojos de la imaginación occidental como una nación pobre, atrasada y a menudo violenta, que arrastraba una economía socialista ineficaz y una dinastía política que socavaba las pretensiones democráticas. Incluso a finales de la década de 1980, muchos europeos y estadounidenses inconformes con sus sociedades materialistas viajaban a la India en busca de satisfacción personal a través de las tradiciones espirituales del país. De pronto, empero, la clase media india, con sus doscientos millones de posibles integrantes, parece despiadadamente materialista; sus ejércitos de ingenieros y científicos bien preparados podrían estar listos para generar una crisis de empleo en toda Europa occidental y Estados Unidos. Lejos del exotismo inherente al 72 Letras Libres agosto 2006
viejo discurso del orientalismo, India se caracteriza hoy por una occidentalización cada vez mayor. La velocidad con que ha surgido esta nueva visión de la India es apabullante; y es fácil desatender los supuestos ideológicos que la sustentan: esas ideas que Occidente atesoró para sí mismo durante los dos siglos anteriores, cuando dominó el mundo, y que ahora conforman el discurso del nuevo orientalismo. La antigua visión europea de la India
El historiador griego Herodoto menciona a la India en su gran Historia. Esta primera referencia conocida a la India en la literatura occidental es breve y sumamente inexacta. Herodoto no podía concebir que Asia fuera más grande que Europa. Además, creía que en la India unas hormigas extraían oro y producían así el tributo que, según su imaginación, los indios pagaban a Persia. Mas no se equivocaba en todo. “Las tribus de India son numerosas”, escribía, “y no hablan en absoluto el mismo idioma”. Alrededor del 400 a.C., un crítico griego de Herodoto, Ctesias de Cnido, pensaba que los indios eran sátiros y que el sol de la India era más caliente y diez veces más grande que el sol de otros lugares. Jenofonte hablaba de la fabulosa
riqueza de India en Ciropedia, su novela histórica. Platón y Aristóteles aventuraron información a medias sobre esa tierra al este de Persia. India era, atendiendo a las menciones en la literatura occidental, una fusión de hechos y fantasías en el imaginario europeo. El contorno preciso de la India permaneció borroso incluso para el conquistador macedonio Alejandro, quien llegó hasta el Punjab, en el norte, en el 326 a.C., antes de volver atrás exhausto y regresar a una muerte prematura en Babilonia. Sin embargo, Alejandro se las arregló para acercar Oriente a Occidente más que nadie en tiempos pasados. Megástenes, el enviado griego en la corte del gran emperador indio Chandragupta Maurya (320-297 a.C.), no tardó en proporcionar el primer testimonio directo sobre la India. En él, Megástenes describía una sociedad donde el honor, la virtud y la sabiduría eran premiados por encima de todo; daba cuenta de los brahamanes y los ascetas, y pintaba un retrato idílico sobre la vida campesina. Sus recuentos alimentaron la fantasía del geógrafo Estrabo (64 a.C.-24 d.C.) y de Plinio, el escritor romano (24-79), quien pensaba que la India cubría la tercera parte de la superficie terrestre. Estas ideas generales sobre la India –su enorme población y riqueza, el sistema de castas– también aparecen en la importante obra del historiador griego Arriano. Durante los primeros siglos del Imperio romano, cuando floreció el comercio entre Asia y el Mediterráneo, llegaron a la India más viajeros. Los historiadores romanos, sin embargo, muestran pocos avances respecto de sus predecesores griegos en cuanto a su conocimiento de la región. A lo largo de la Edad Media, la India se volvió incluso más remota, y fueron los viajeros árabes –Al-Beruni, en el siglo x e Ibn-Batutah en el siglo xiv– quienes escribieron los relatos más grandiosos sobre ella. La Europa medieval fincó sus propios miedos y fantasías en ese remoto territorio; el mito y la leyenda florecieron en ausencia de información. El culto a Alejandro Magno se fortaleció con relatos imaginarios sobre las riquezas que el conquistador extrajo de la India. Se decía que fue ahí donde Santo Tomás predicó y encontró conversos poco tiempo después de la muerte de Cristo. En esa época, la India era también la casa del Preste Juan, el rey cristiano increíblemente rico que ayudaría a Europa a vencer de una vez por todas a los musulmanes. Este abigarrado velo de ignorancia se levantó en el siglo xvi, cuando los misioneros jesuitas entraron en territorios indios que ningún occidental había pisado y enviaron desde ahí reportes detallados a Europa. La apertura de la ruta marina hacia la India a finales del siglo xv atrajo a los comerciantes europeos; fueron ellos quienes estudiaron detalladamente las culturas locales con las que se encontraron. El nuevo impulso de curiosidad y aprendizaje que inspiró el Renacimiento y que condujo a la Ilustración llevó ahí a muchos más euro-
peos. Entre los más famosos se cuentan los viajeros franceses François Bernier y Jean-Baptiste Tavernier, cuyo retrato de la India en el siglo xvii fue cuidadosamente analizado por Voltaire y otros filósofos ilustrados, y que ayudó a configurar una visión europea de la India como un despotismo oriental, una visión que se mantendría vigente por mucho tiempo. Los juicios sobre la India fueron mucho menos burdos antes de la época de los imperios europeos, cuando la inferioridad de los nativos se convirtió en un artículo de fe. Antes, los viajeros de Europa no negaban que en la India habían hallado una cultura mucho más antigua y, en muchos sentidos, mucho más sofisticada, que la suya. Voltaire, por ejemplo, a menudo invocaba las virtudes de India y China con el fin de recalcar las deficiencias de la Francia del siglo xviii. El siglo xix, empero, trajo consigo actitudes radicalmente nuevas. El Imperio británico culminó su conquista de la India y se convirtió en la mayor potencia del mundo, azuzando la envidia de sus rivales europeos que se lanzaron a la creación de sus propios imperios en Asia y África. También fue en el siglo xix cuando una serie de revoluciones científicas, económicas y políticas dieron a Europa occidental una nueva idea de sí misma. La India y, en términos más generales, Asia, se convirtió en un lugar con el que el viajero occidental medía su propia sociedad, para encontrarla casi siempre superior; India se convirtió en un telón de fondo gigantesco para la comprensión que el viajero occidental tenía de su propio estado emocional, del refinamiento de su moral y de su visión filosófica. Hegel y Marx: la India en la historia universal
Conforme una dinámica Europa expandió su poder y su influencia alrededor del mundo a finales del siglo xviii y durante todo el siglo xix, se estableció una visión de las culturas asiáticas en la que éstas eran inherentemente estáticas y conservadoras. Aunque hubo una excepción importante: los románticos alemanes. Las religiones de la India con su cualidad panteísta llevaron a los alemanes a postular la unidad espiritual del mundo y a criticar la cultura francesa dominante de la Ilustración. En su reacción contra el clasicismo francés, el padre de los estudios sobre la India, Friedrich Schlegel, llegó a afirmaciones tan evidentemente exageradas como ésta: “Todo, sí todo”, decía, “tiene su origen en la India”. (Citado en Raymond Schwab, The Oriental Renaissance, Columbia, 1984, p. 71). La religión y la sociedad indias interesaron tanto a Schopenhauer como a Nietzsche; y, por supuesto, Max Mueller se convirtió en el indoísta más prominente del siglo xix en Europa. Pero la visión más influyente y duradera sobre India provino de Hegel, quien, como los románticos y aun siendo crítico de ellos, desarrolló una concepción global del espíritu humano, aunque sin compartir su visión idealizada de la India. agosto 2006 Letras Libres 73
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Pankaj Mishra El sistema dialéctico hegeliano fue el primer intento ambicioso por describir la historia humana en su totalidad, y en él se subsumía Asia sin demora. Según Hegel, la historia universal es “esencialmente, el desarrollo de la conciencia de la libertad por parte del espíritu, y de la consecuente realización de dicha libertad” (Hegel, The Philosophy of History, Dover, 1956, p. 63). “Las naciones orientales sabían libre a uno; los griegos y los romanos a algunos; mientras que nosotros sabemos a todos los hombres (al hombre en tanto Hombre) absolutamente libres” (Ibid. p. 19). La teología de Hegel sentó un tono. Asia pasó a formar parte de un período incipiente del desarrollo de la libertad. El desdén por su religión y su cultura se volvió un lugar común entre la elite británica, reemplazando el viejo interés orientalista. Ahí está, por ejemplo, James Mill en su notoria History of India. “Hay un acuerdo universal sobre la maldad, el absurdo, el desvarío de las ceremonias sin fin en que consiste la práctica de la religión hindú” (Ed. Madden, 1858, pp. 274-275). Incluso para John Stuart Mill, bien conocido por su liberalismo, la India era una sociedad atrasada que carecía del dinamismo de Europa y requería de un período de tutelaje europeo. Marx, el heredero e intérprete creativo del sistema dialéctico de Hegel, llevó su visión de la India más allá. Para Marx, la India era parte de lo que él llamaba el modo asiático de producción, definido por la ausencia de lucha de clases y por una forma de gobierno altamente centralizada que impedía el cambio y la modernización. Marx condenaba la opresión y la violencia del colonialismo británico en la India. Pero otorgaba gran importancia al papel histórico de la burguesía europea en la región. Aunque consideraba temporal la presencia de esta burguesía, que estaría a punto de ser derrocada por las clases trabajadoras, no podía resistirse a celebrar sus logros en una prosa casi lírica: La burguesía, en su reino de apenas cien años, ha creado más fuerza productiva masiva y colosal que todas las generaciones anteriores juntas. La dominación de las fuerzas de la naturaleza por parte del hombre, la maquinaria, la aplicación de la química a la agricultura y a la industria, la navegación a vapor, los tendidos ferroviarios, los telégrafos eléctricos, la limpieza de continentes enteros para el cultivo, la canalización de ríos, poblaciones enteras surgidas de la tierra –¿qué siglo anterior tuvo siquiera una intuición sobre esta fuerza productiva que yacía en el seno de la labor social? (Marx, The Communist Manifesto, Selected Works, vol. 1, Progress, 1969, pp. 98-137). Según lo veía Marx, en el curso de sus conquistas, los europeos habían impulsado a continentes enteros de lo que se denominaba el mundo subdesarrollado, continentes aislados 74 Letras Libres agosto 2006
durante siglos que no tenían noticia de Occidente ni de sus semejantes, hacia la historia, o hacia lo que Marx llamaba “historia universal”: Cuanto más se acaba con el aislamiento de las diversas naciones por el perfeccionamiento progresivo de los modos de producción, del comercio y de la división del trabajo que surge espontáneamente entre las naciones, la historia se vuelve más universal. Así, por ejemplo, si un inglés inventa una máquina que deja a innumerables trabajadores sin pan en India y China, que rompe formas enteras de vida en esos países, esa invención se convierte en parte de la historia universal (Marx, The German Ideology, Collected Works, Progress, vol. 5, p. 27). De esta manera, Marx podía ajustar a la India en su esquema dialéctico como una etapa necesaria en el proceso de ascensión de la conciencia y de entrada de la región a la historia universal. Marx pensaba que los burgueses europeos habían “logrado maravillas que sobrepasaban por mucho las pirámides egipcias, los acueductos romanos, las catedrales góticas”; ellos habían “conducido expediciones que ensombrecen todas las migraciones previas y todas las cruzadas”. Tal vez incluso Marx ignoraba que este esfuerzo burgués por modernizar el mundo produciría la gran ideología de los dos siglos siguientes, la ideología de la modernidad, de la que abrevarían lo mismo socialistas que capitalistas del libre mercado. La historia: la ideología de la modernidad Durante los siglos xix y xx, los británicos afirmaron
que habían traído a India lo mejor de la modernidad –tecnología, laicismo, el gobierno de la ley, la sociedad civil– y que India había sido un lugar bárbaro gobernado por musulmanes tiránicos hasta la llegada de los europeos. Lo notable de esta afirmación es que tuvo eco entre muchos indios que luchaban por la libertad y contra el régimen colonial. Estos indios denunciaban la explotación británica de la India. Sin embargo, concedían que pese a la opresión y la violencia los británicos habían puesto, sin darse cuenta, los beneficios del mundo moderno al alcance de los indios, y que así el estadonación independiente de la India entraría mucho más rápido a dicho mundo. Para estos indios anticolonialistas, la historia de Europa ya había proporcionado las pautas para entrar al mundo moderno. Las revoluciones políticas, económicas y científicas del continente en los siglos xviii y xix habían demostrado que un país dependiente de la agricultura era atrasado y feudal; que debía industrializar su economía, entregarse a la ciencia y la tecnología, organizarse con directrices racionales y reducir el poder de la religión y las supersticiones. Pero como parecían haber demostrado los ingleses y luego
y conmemorar, como lo consideraban Tucídides y Herodoto, los primeros grandes historiadores; la historia no como una serie de acontecimientos sin relación, sino como un proceso racional, que atravesaba etapas definidas con claridad, hacia un estado más elevado de progreso y desarrollo, un proceso que se mostraba en el paso occidental de la Edad Media a la Reforma y el Renacimiento y en las numerosas revoluciones, el proceso que mucha gente en el resto del mundo podría duplicar si tenía la perspectiva y los medios adecuados. La garantía contra el fracaso parecía ser el gran éxito de Occidente desde el siglo xix –la época en que la historia adquirió prestigio como guía para comprender ese confuso nudo de motivaciones y acciones humanas que el pasado presentaba ante los ojos inexpertos; la época en que, popularizada por intelectuales como Hegel y Marx, esta nueva interpretación teleológica de la vida humana comenzó a predecir, incluso a planear un futuro por lo demás desconocido, en el que las cosas serían mejores de lo que eran en ese momento. La India no era considerada parte de este movimiento de avance de la razón y la humanidad que había alcanzado su apoteosis en la Europa del siglo xix. Para Hegel, los indios habían permanecido hundidos en un “sueño mágico y sonámbulo”. Para Marx, la India era “una sociedad sin resistencia y sin cambio”, marcada por una “vida indigna, estancada y vegetativa”. Él creía que los europeos encauzarían a lugares como la India en el arroyo del progreso humano. Esta tarea de modernización, que los colonialistas británicos habían comenzado, no era considerada menos esencial por los gobernantes de la India postcolonial. Éstos buscaban legitimidad afirmando que estaban ahí para completar esa tarea, para establecer, como dijo Nehru en su discurso del Día de la Independencia, la “cita de la India con su destino”. Sin duda, en un principio la élite gobernante de la India buscó el camino nacionalista de la modernización. Hace poco se le criticó por establecer una economía socialista y proteccionista, por estar más cerca de la Unión Soviética que de Occidente y por no tener una mayor apertura a la inversión y el comercio exteriores. Pero su decisión ha de ser considerada en el contexto de un país que recién salía del colonialismo. Ilustraciones: LETRAS LIBRES / Raymond Verdaguer
los estadounidenses y los franceses, un país no podría hacer nada de esto si no se reconstituía como un Estado-nación con una clara identidad nacional. De su ejemplo resultaba claro que sólo un Estado-nación relativamente homogéneo sería capaz de defenderse y convertir a seres humanos dispares en ciudadanos de una sociedad productiva y eficiente. Durante el siglo xix y a principios del siglo xx, gran parte de Europa intentó adoptar lo que se convirtió en un medio de supervivencia: un Estado-nación independiente y poderoso; fue un deseo que llevó a la reconstrucción de Europa bajo líneas nacionalistas, y que implicó nuevos trazos para las fronteras y una limpieza étnica brutal. Al ver a sus maestros europeos, a muchos nativos instruidos de Asia y África les pareció claro que la organización más elevada del Estado-nación había permitido a las naciones occidentales amasar sus recursos superiores, sus inventos y su poder militar. Obligados a considerar que su herencia de una tradición antigua no había sido capaz de salvarlos de la dominación de Occidente, concluyeron que ahora era tiempo de que Asia y África trabajaran duro y esperaran emular el éxito de Occidente. Alcanzar a Occidente: tal era la obsesión de muchos, inclusive en Rusia, un Imperio y no una colonia europea, donde casi no había un escritor o intelectual en el siglo xix que no marcara su postura radical ya fuera a favor o en contra de la occidentalización. Si Alexander Herzen e Ivan Turgenev hablaron de los beneficios de la democracia liberal y de la necesidad del raciocinio en los asuntos humanos, los eslavófilos –Fiodor Dostoievski y, más tarde, León Tolstoi, entre otros– declararon la superioridad moral y la sabiduría instintiva de la devota alma rusa. En 1868, los nuevos gobernantes Meiji de Japón emprendieron su propio programa de modernización diseñado para colocar al país lado a lado con Europa occidental –un programa que más tarde llevaría a Japón, a principios del siglo xx, a la guerra contra Rusia y a las conquistas coloniales en Asia. Estos esfuerzos tendientes a la modernidad occidental tuvieron un aspecto religioso, esto es, fueron impulsados por una creencia religiosa en la historia –la historia no como algo que sucedió en el pasado y que vale la pena recordar
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Pankaj Mishra India apenas emergía de más de dos siglos de explotación sistemática durante los cuales fue efectivamente des-industrializada. Hubiera sido políticamente suicida y económicamente catastrófico para sus gobernantes dar continuidad a políticas de mercado libre que de hecho habían caracterizado al gobierno colonial y que habían llevado a un crecimiento promedio del 1%. Y, si uno veía el mundo desde Nueva Delhi durante la Guerra Fría, la Unión Soviética parecía un socio menos egoísta y exigente que Estados Unidos. Visiones de la India tras la Guerra Fría
Durante la Guerra Fría, cuando la así llamada amenaza comunista representada por la Unión Soviética y China preocupaba a las elites occidentales, la consideración de la India como un lugar pobre y atrasado que sin embargo era muy espiritual y producía grandes hombres como Gandhi y Nehru no cambió mucho. Los jóvenes viajeros occidentales que vagaban por la India con cabellos largos y copias del Bhagavad Gita sólo reforzaban los viejos clichés sobre la espiritualidad india. Es ahora, y durante los últimos quince años, tras la caída del muro de Berlín, que ha surgido una nueva idea sobre la India: más que ser la tierra de los hombres santos, es el país de una clase media consumidora en ascenso. Los filósofos occidentales contemporáneos han mostrado poco interés o conocimiento sobre la India. Son los periodistas occidentales que escriben para los grandes diarios y los asesores expertos quienes han proporcionado las imágenes más influyentes de la India en Occidente. Muchos de ellos han crecido en la Europa y en los Estados Unidos de posguerra; tras vivir durante la Guerra Fría, han visto la caída de los regímenes comunistas en la Unión Soviética y Europa oriental como una vindicación de los valores occidentales del capitalismo y la democracia liberal. Este triunfalismo occidental posterior a la Guerra Fría fue expresado con destreza por el pensador estadounidense Francis Fukuyama en El fin de la historia. Como lo describió el crítico marxista Perry Anderson recientemente, la idea esencial de Fukuyama es que, si bien puede no haber “garantía de un viaje rápido de la humanidad desde todos los rincones del planeta hacia una democracia próspera y pacífica basada en la propiedad privada, el libre mercado y las elecciones periódicas”, “estas instituciones son el término del desarrollo histórico”. Desde el colapso de los regímenes comunistas en Europa del Este en 1989, esta visión casi teleológica del mundo parece haber predominado entre los medios de comunicación y las elites políticas occidentales, tal como lo reflejan no sólo aquellos diarios relevantes como The Economist, The New York Times, The Wall Street Journal y The Financial Times, sino también los discursos de los dirigentes occidentales. Esta ideología de la globalización, o nuevo orientalismo, cobró fuerza a lo largo de los noventa y es ahora un artículo 76 Letras Libres agosto 2006
de fe. Dicha ideología coloca la teoría de Marx sobre el atraso asiático a la cabeza y proclama que la India y China han despertado al fin de su letargo asiático con ayuda del capitalismo de libre mercado, y que ambas son gigantes económicos que conducen el crecimiento mundial al convergir con el modelo europeo de la modernidad. Como ha dicho Thomas Friedman, el renombrado periodista estadounidense, el mundo es aparentemente plano, o por lo menos está dejando de ser redondo. El fracaso de China para prosperar en una democracia liberal al tiempo que toma para sí el capitalismo de libre mercado puede causar en algún momento cierta exasperación. Sin embargo, China ofrece a las corporaciones de todo el mundo el tentador mercado de un billón de clientes, y una fuente igualmente infinita de mano de obra barata. También India aparece de nuevo como una nación de hormigas que extraen oro –las hormigas, en este caso, son los trabajadores con bajos salarios, sin protección sindical, que producen las doradas ganancias de las multinacionales occidentales. Lo que ayuda a la India es su democracia formal; su proximidad con los valores occidentales aparentemente más pronunciada. la India y la modernidad
China, por supuesto, es muy distinta de la India. En el transcurso de su reciente y traumática historia –la guerra civil, la revolución comunista, el Gran Salto Adelante, la Revolución Cultural– su cultura tradicional ha sido atacada de forma continua y hasta cierto punto ha desaparecido. Este no es el caso de la India, donde el movimiento anticolonialista echó mano de las tradiciones indias como un recurso. Cabe decir que las elites religiosas de la India nunca fueron tan coherentes y poderosas como sus contrapartes en Europa, así que nunca hubo de pasar por la secularización al estilo europeo. Por ello, los indios viven simultáneamente en muchos mundos distintos, tanto viejos como nuevos, y tienen muchas identidades sobrepuestas. Lo que en Europa se ve como un signo de superstición y atraso en la India es sencillamente un esfuerzo por ajustarse a una multiplicidad de roles. Un ejemplo: hace unas semanas, un oficial veterano de la policía apareció en un juicio con babuchas, anillo nasal y dupatta, declarándose a sí mismo un Radha, es decir, un consorte romántico del dios hindú Krishna. Acusado de “incumplir el código de vestimenta de la policía y las normas de servicio” fue obligado a presentar su renuncia voluntaria. En otro incidente, la seguridad aeroportuaria impidió a un gurú abordar un vuelo con su báculo recubierto de plata. Sus seguidores, enfurecidos, montaron una violenta protesta que provocó una reacción policíaca brutal. Ambos acontecimientos generaron desdén y golpes de pecho en los medios indios de habla inglesa. “¿Qué hacemos con estos tontos irresponsables?”, se preguntaban muchos. La queja más grande parecía ser: ¿por qué seguimos siendo
atrasados? ¿Por qué no podemos comportarnos como un país moderno y racional? Esta reacción era predecible. Gran parte de los medios indios de habla inglesa expresan los sueños de opulencia y fortaleza nacional que alberga la clase media. Estos medios defienden el capitalismo de libre mercado, el estado laico y un ejército con armamento nuclear. Ellos ven a la India como la máxima potencia del siglo xxi y tienden a avergonzarse por cualquier cosa que haga ver a los indios como una muchedumbre caótica y supersticiosa. Muchos indios de clase media están cautivados por estados autoritarios como Singapur, Malasia y China, que, según ellos, han logrado un alto grado de disciplina y eficacia. Estos indios, que tienden a votar por el nacionalista pbj (Partido Bharatiya Janata), creen que la democracia ocasiona caos, desunión y desperdicio en la India, y que impide al país asumir su lugar adecuado entre la elite de naciones modernas desarrolladas. Las lecciones históricas que estos indios extraen de Europa y del Lejano Oriente están basadas al menos en parte en hechos. La mayoría de estos países se han convertido en Estados-nación modernos rompiendo los vínculos con su pasado étnico y cultural e imponiendo a sus ciudadanos, por lo general de manera antidemocrática, un comportamiento uniforme. La idea fundamental que define a las sociedades burguesas en la modernidad es que los seres humanos son individuos racionales en pos del sueño de una vida próspera que se hace posible a través de numerosas posesiones y tiempo de ocio: una ambición que el gobierno y las empresas deben ayudar a cumplir. Esta visión tan exclusivamente materialista del mundo es la ideología implícita de la clase media en la mayoría de los países occidentales; es esta ideología la que respalda los acuerdos políticos, económicos y legales de las sociedades modernas en general. Sustentada por el capitalismo corporativo, también proporciona a la sociedades occidentales su
carácter relativamente uniforme: una variedad limitada de roles públicos, modos de vestir, comida y entretenimiento. Dicha ideología materialista se extiende de manera notoria conforme las sociedades se vuelven opulentas y más personas disfrutan de los servicios al alcance de la clase media. Asimismo, ayuda a crear consenso político en torno a temas importantes, en especial durante épocas de guerra, cuando los enemigos, reales o imaginarios, ponen en jaque la prosperidad. Esto explica en parte por qué los partidos políticos que alguna vez estuvieron profunda y ferozmente divididos tienden a sonar cada vez más parecidos, o por qué David Cameron se parece a Tony Blair, y los demócratas de Estados Unidos son incapaces una y otra vez de distinguirse de los republicanos. Pero la clase media en la India sigue siendo pequeña, y son muchos más los campesinos, los obreros y los desposeídos. Su ideología autolegitimadora de la modernización y la secularización, aunque institucionalizada por el Estado y sostenida por la mayoría de los partidos políticos, debe competir con tradiciones más viejas, aparentemente irracionales de ascetismo, hedonismo y devoción religiosa. Como he dicho, India es radicalmente diferente en este respecto de China, donde los poderosos modernizadores, tanto comunistas como no comunistas, destruyeron sistemáticamente las antiguas tradiciones durante los últimos cien años, y ayudaron al país a convertirse en un imitador de patrones occidentales de trabajo y consumo más empedernido que India. Muchos mundos distintos coexisten en India, y juntos mantienen las fuerzas centralizadoras y homogeneizadoras de la modernidad bajo control. Nada demuestra esto más claramente que la política india, un reino cambiante y extremadamente saturado de partidos, grupos y filiaciones. En años recientes, poderosos partidos regionales basados en castas se las arreglaron para restringir las ambiciones más salvajes de los nacionalistas hindúes. Los partidos comunistas, irrelevantes en otras partes del mundo, tienen una presencia notable hoy día en India. Estos partidos trabajan como importantes grupos de preagosto 2006 Letras Libres 77
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Pankaj Mishra sión dentro del parlamento indio, desafiando y a menudo diluyendo las políticas del gobierno que favorecen a los más acaudalados. Esta diversidad se extiende al reino económico. Recientemente se ha dado gran publicidad a la tecnología de la información y los call centres de la India, tanto en la prensa doméstica como en la internacional, haciéndolos parecer el motor de la nueva economía india. Pero estas empresas occidentalizadas comprenden tan sólo una muy pequeña fracción del pib del país, producido en gran parte por la gente que se ocupa de satisfacer las demandas de cientos de millones de consumidores indios. Una vez más, la India es diferente de China, donde dos tercios de la economía están relacionados con la exportación. Los nombres comerciales extranjeros no tienen un gran lugar en la India. Las películas de Hollywood nunca han representado más del cinco por ciento de la industria cinematográfica india; los panatalones de mezclilla y las blusas están más lejos que nunca de sustituir al sari o al salwar kameez como la indumentaria favorita de las mujeres indias. McDonald’s y Pizza Hut pueden resaltar el glamour de la elite india, pero han sido incapaces de suplantar la comida rápida disponible en el país desde hace siglos –la samosa o, al sur, el idli; y los indios prefieren el paneer sobre el mozzarella en su pizza. Cualquiera que intente encabezar un negocio exitoso en la India, sea nativo o extranjero, debe reconocer la gran diversidad de gusto gastronómico, de indumentaria y entretenimiento, antes de intentar imponer una versión estandarizada e internacional. El poder del capitalismo corporativo y de la publicidad de marca, tan tangible en cualquier ciudad europea, está muy restringido a las cinco metrópolis más grandes. El pequeño empresario, el producto sensato, local y ecológico, así como la artesanía, todavía florecen en un grado notable. Casi todos los días los periódicos publican signos de resistencia individual a una modernidad homogeneizadora. El oficial de policía que portaba la indumentaria de Radha no sólo se remontaba a Wajid Ali Shah, el último gran gobernante de Awadh, quien también se vestía como Radha y a quien los británicos acusaron de afeminado antes de derrocarlo. Con su vestido andrógino, él también rechazaba la función que le exige un mundo despiadado e hiperracionalizado, y afirmaba su derecho a regresar a lo que el mundo ve como un comportamiento infantil e improductivo. El gurú que se rehusaba a partir sin su báculo sagrado estaba reclamando su derecho a la dignidad individual de un orden más alto que el provisto por la seguridad nacional de un estado que pregona sin parar una retórica del “terrorismo” y que exige a sus ciudadanos vivir en constante miedo y paranoia. Hoy, la India está llena de esos “tontos irresponsables”. Ellos insinúan que el país no será totalmente “moderno” por mucho tiempo más, y que esto puede ser algo muy bueno. 78 Letras Libres agosto 2006
El nuevo orientalismo
No obstante, el impresionante crecimiento económico de India en los últimos tiempos sin duda forma parte ahora de la mitología de la globalización en Occidente. La India pasó de una sociedad atrasada y estática, según Marx, a uno de los motores de la historia universal impulsado por la burguesía europea en el siglo xix. La modernización de la India se ha convertido en una fuente no sólo de ganancias corporativas, sino de reafirmación existencial e ideológica para grandes sectores de los medios de comunicación y la intelligentsia occidentales. Esta ambiciosa reconceptualización de la India no sólo ignora o suprime grandes aspectos de la historia, también es incapaz de lidiar con la experiencia tortuosa y a menudo trágica de su desarrollo moderno de. La violencia étnica en Cachemira que se ha cobrado más de ochenta mil vidas en los últimos quince años; la violencia más oscura, pero no menor, en los estados del noreste; los suicidios de millones de granjeros en los últimos cinco años; el desplazamiento de millones de personas debido a gigantescos proyectos de ingeniería hidráulica –todos estos desastres y problemas, que rara vez reportan con amplitud los medios de comunicación indios, pueden explicarse por referencia a la lógica del desarrollo según se manifestó en la historia europea. La India está en camino, se dice, hacia un modo de trabajo y consumo moderno, europeo y estadounidense; y la transición probablemente será, como lo fue en Europa, dolorosa. Pero la propia transición de Europa a su estado presente de estabilidad y opulencia fue más que sólo dolorosa. Implicó conquistas imperiales, limpiezas étnicas y muchas guerras menores, así como dos grandes guerras. Al tiempo que la India y China, con sus hambrientas clases medias, se alzan sobre un mundo de recursos energéticos limitados, no es difícil imaginar que este siglo estará igualmente marcado por la tragedia, por la rivalidad y por guerras destructivas como las que hicieron del siglo pasado uno especialmente violento. Es por todo ello que resulta necesario examinar la ideología aparentemente benigna de la modernidad europea, que constituye el núcleo argumentativo del nuevo orientalismo. Durante mucho tiempo la India ha sido privada de su complejidad interna y subsumida en una narrativa histórica creada en gran medida por los occidentales poderosos. Escritores e intelectuales se enfrentan con el desafío de desarrollar un nuevo entendimiento: uno que no esté basado en modelos supuestamente universales de economía y política, provenientes de Occidente, sino en historias y tradiciones específicas. No será fácil despojarse de reflejos intelectuales condicionados por dos siglos de dominación occidental en el mundo. Pero en realidad no hay tarea intelectual más urgente y gratificante en la era de la globalización que la provincialización de Occidente. ~ – Traducción de Marianela Santoveña