.las •
cinco
Santa Iglesia
Antonio Rosmini
LAS CINCO LLAGAS DE LA SANTA IGLESIA TRATADO DEDICADO AL CLERO CATÓLICO Edición preparada por Clemente Riva Prólogo de IIdefons Lobo
ediciones península'"'
La versión original italiana fue publicada por Edizioni Morcelliana, de Brescia, con el título de Delle cinque piaghe della Santa Chiesa. © Edizioni Morcelliana, 1966
Prólogo: «Actualidad de la obra de Rosmini)
Traducción de ILDEFoNs LOBO
Cubierta de Jordi Fornas, impresa en Aria s. a., Avda. López Varela 205, Barcelona. Primera edición: julio de 1968. Realización y propiedad de esta edición (incluidos la traducción, el prólogo y el diseño de la cubierta) de Edicions 62 sla., Casanova 71, Barcelona. Impreso en Flamma, Pallars 164, Barcelona. Dep. legal B. 25.181-1968
Al presentar al lector de habla castellana la obra más importante de Antonio Rosmini (1797-1855)-importante por su contenido, por su lucidez, por su valentía y por sus consecuencias-, nos da la impresión de hallarnos ante una obra reciente y actual, a pesar de que fue escrita en 1832. Muy pocas de sus páginas pueden considerarse como supera~as por las circunstancias actuales. Diríase que el autor ha Id? describiendo y analizando algunos aspectos de nuestra SItuación actual. No nos detendremos en situar la obra en su contexto histórico: el sacerdote Clemente Riva que ha preparado esta edición crítica, lo ha hecho magníficamente en el estudio introductorio que sigue a estas páginas. Nos limitaremos a señalar algunos detalles relativos a la publicación de este libro, y a insistir en algunos puntos que nos parecen particularmente interesantes para el lector actual. Rosmini fue un hombre de su tiempo. Filósofo, hombre extraordinariamente erudito, observador perspicaz de la situación social y política de la época en que vivió, no dudó en pronunciarse abiertamente ante unos hechos que nadie se atrevía a desenmascarar. Fueron su amor y fidelidad a la Iglesia lo que le indujeron a ello. Rosmini no fue de aquellos hombres que pasaron desapercibidos por sus contemporáneos. Su talento y su·rectitud, sus dotes y su sentido de la eficacia, le llevaron a entrar en contacto con las más altas esferas políticas y eclesiásticas. Confidente del Papa Pío IX (1846-1878),éste le había manifestado su propósito de crearlo cardenal dentro de muy poco, e incluso era señalado como su futuro Secretario de Estado. Su personalidad y su influencia le crearon enemigos. Y así, mientras en el Santo Oficio se tramaba la condena de su libro «Las cinco llagas de la santa Iglesia», Rosmini tampoco era nombrado Consultor del mismo Santo Oficio y del Indice. Acusado ante el Papa de errores doctrinales, interceptada la correspondencia entre él y Pío IX, el prestigio de Rosmini 5
se derrumbó en pocos días en el Vaticano. En mayo de 1849 el mismo Pío IX confirmaba la inclusión de la obra de Rosmini en el Indice de libros prohibidos, aunque por otro conducto se le aseguraba que su obra estaba exenta de cualquier censura teológica. Uno de los frutos positivos del Concilio Vaticano II ha sido el plan de reforma de la Curia Romana, y concretamente de la Congregación del Santo Oficio, efectuada en diciembre de 1965. Poco después, el mismo cardenal Ottaviani confirmaba el acta de defunción del Indice de libros prohibidos. Entre los autores contenidos en el Indice, después de su supresión, Rosmini ha sido el primero en ser rehabilitado. En efecto, en marzo de 1966,la Congregación para la Doctrina de la Fe autorizaba la publicación de «Las cinco llagas de la santa Iglesia», y poco después el cardenal Ottaviani, Prefecto de aquella Congregación, lo confirmaba oficialmente mediante una carta dirigida a Clemente Riva, perito rosminiano que ha preparado la edición que presentamos, y en la que no se han omitido los pasajes que Rosmini se vio obligado a suprimir, y en la que se señalan los que fueron retocados debido a la censura de la época. Es cierto: Rosmini ha sido rehabilitado. Pero como declaraba a finales de 1966 el cardenal Pellegrino, arzobispo de Turín, refiriéndose a la obra en cuestión, «las rehabilitaciones póstumas son necesarias, pero no son suficientes para cambiar los hechos ni borrar las consecuencias». Los hechos que denuncia Rosmini son de actualidad, y por consiguiente, su sensibilidad eclesial, su voluntad de eficacia, su enorme erudición y su sólida documentación sobre la que funda sus tesis, deberán. prestar grandes servicios para despertar las conciencias y poner en marcha un cambio de estructuras políticas y eclesiásticas. Quisiera ahora señalar brevemente algunos puntos que me parecen especialmente válidos y sugestivos ante una situación político-religiosa determinada. Rosmini nos ha legado un magnífico ejemplo de obediencia y de fidelidad a la Iglesia. Según él, la auténtica fidelidad consiste en la justica y sinceridad (n. 117, nota 122), no en justificar y ocultar, ni en un falso irenismo, ni ea una falsa prudencia de los que creen que «los católicos no han de tener la temeridad de hablar y que deben observar perfecto si6
lencio para no levantar inquietudes y rumores molestos ... Esta clase de prudencia es el arma más terrible de cuantas están minando a la Iglesia» (n. 124). Se trata de una autocrítica constructiva instalada en el interior de la Iglesia la que Rosmini ejerce con la mayor dignidad, citándonos otros ejemplos elocuentes de la historia, incluso el caso de reconocimiento público de errores de gobierno por parte del Papa Pascual II ante el sínodo del Concilio de Letrán de 1112,y del reconocimiento de abusos de poder por parte de los Papas del siglo xv. En las páginas de Rosmini descubrimos algunas ideas-clave que son como el hilo conductor de su exposición: el carácter divino de la Iglesia fundada por Cristo y dotada de una misión salvadora y civilizadora; la fidelidad a la más sana tradición y a la experiencia histórica de la que aún 11.0 día tenemos mucho que aprender; la libertad absoluta de la Iglesia frente a los poderes temporales y a los gobiernos que a menudo se sirven de ella; la fidelidad a los hechos y a la realidad: aquéllos, según él, son de derecho divino en cuanto todo sucede dentro de un plan providencial (n. 97 y 126). Esta fidelidad a la realidad presupone en Rosmini una visión profunda del sentido de la historia. Se trata de una visión dinámica, evolutiva: todo está sujeto al progreso (n. 18),y por lo mismo afirma la posibilidad de un cambio incluso del mismo objeto de lo que es de derecho divino, según las circunstancias de los tiempos (Carta 1, p. 218). Este mismo principio lleva a Rosmini a formular una crítica de la concepción estática de la ley: ciertas leyes promulgadas ante unas necesidades de un momento histórico, impiden a menudo «tanto el abuso como el óptimo uso», e incluso son perjudiciales si siguen en vigor después de haber desaparecido su objetivo (n. 159). Un principio fundamental para la reforma de la Iglesia propuesta por Rosmini se basa en una justa concepción de la autoridad y de un ejercicio correcto de la misma. De acuerdo con el Evangelio, Rosmini concibe la autoridad no como un dominio ni básicamente como gobierno, sino como un servicio (n. 77 y nota 4). Es sorprendente hallar enunciado por Rosmini un principio que él califica de certísimo: «todo cuerpo y persona moral, hablando en general, es apta, y sólo ella, para juzgar lo que más le conviene» (n. 116). De este principio y de la primitiva y más auténtica doctrina de los Padres de la Iglesia, Rosmini deduce la necesidad de la par7
ticipación del clero y del pueblo no sólo en la elección de los obispos, sino también en el gobierno de las Iglesias locales. Los antiguos obispos daban cuenta a sus súbditos de todo cuanto hacían y les pedían su consejo (n. 54). ¡Cuán lejos estamos hoy día de esta concepción de la autoridad eclesiástica! Igualmente Rosmini cita ejemplos de la independencia y de la valentía de los antiguos pastores ante los poderes públicos que no se comportaban según la justicia (n. 80). Rosmini espera de la autoridad del Papa y de la de los obispos la curación de las cinco llagas que afligen a la Iglesia, algunas de las cuales siguen sangrando actualmente. El autor enumera como primera, segunda y tercera llaga de la Iglesia, la separación entre el clero y pueblo en la liturgia, la insuficiente educación del clero, y la desunión de los obispos. La Iglesia del Concilio Vaticano II ha tomado conciencia y posición ante estos males mediante la introducción de la lengua vulgar en la liturgia (objeto de duras acusaciones contra Rosmini por el solo hecho de haberlo insinuado tácitamente), mediante las orientaciones dadas por el Concilio para reformar los Seminarios, y mediante la doctrina de la colegialidad episcopal. En cambio la cuarta llaga descrita por Rosmini, la intervención de los gobiernos en el nombramiento de los obispos y la exclusión de los fieles y del clero en esta designación, sigue aún abierta. Este es el problema que más preocupa a Rosminí, que llena más páginas de su libro y que es objeto de mayor atención en las tres cartas publicadas en el Apéndice en las que acumula copiosa documentación. Rosmini pone en juego todos sus recursos de erudición para dejar en claro los males inmensos que acarreó y acarrea a la Iglesia la intervención de los gobiernos en el nombramiento de los obispos. Intentó demostrar que el derecho divino, la tradición apostólica y patrística y la misma razón, postulan la participación del clero y del pueblo en la designación de sus pastores. «Toda sociedad libre -escribe Rosmini- tiene derecho, por esencia, a elegirse sus propios oficiales. Este derecho le es tan esencial e inalienable como el de existir» (n. 74). Ya el Papa san León Magno escribía: «quien debe presidir a todos, por todos debe ser elegido». Según las máximas de la Iglesia antigua citadas por Rosmini, los fieles tienen derecho a rechazar a un pastor que no sea de su agrado. También los Papas san Celestino y san León reconocían a los fieles el derecho de poner el veto a un candidato, y mandaban 8
que nunca se nombrara a un obispo contra la voluntad de los. fieles. Otra norma tradicional en la elección de los obispos citada por Rosmini (nn. 114-115),era que no podía ser obispo un sacerdote mandado de fuera, sino que debía haber vivido ya largo tiempo en la diócesis: diversos Papas insistieron también en esto (Carta III, p. 239-240).Escribe Rosmini: «El rey que nombra (a los obispos), no quiere fijarse, o en último término, no se fija en estas cosas. Manda a la diócesis las personas que él quiere, sean de donde sean, y no sólo de fuera de la diócesis, sino también de fuera de la provincia y hasta de otro clima y nación. Ahora bien, un extranjero que incluso quizás habla otro idioma, quizás proviene de un país aburrido por las rivalidades nacionales, tal vez no conocido por otra fama que la de ser calificado como favorito del rey, hombre hábil y buen cortesano, ¿acaso será éste el confidente de todos? No se trata de saber si un pueblo de santos se puede santificar incluso bajo tal obispo. Más bien se diría que si se supone un pueblo de santos, el obispo resulta inútil. Si se supone el pueblo cristiano tal como es, y si se quiere conducirlo a la práctica del Evangelio, no se necesitan tales pastores, sino otros. Si se quiere descristianizar al mundo, que se siga actuando así, y veremos por cuanto tiempo los príncipes pueden gobernar el mundo después de haberlo descristianizado» (n. 115). Y aun suponiendo que el elegido fuera «una persona de cualidades excepcionales, según las santas máximas de la Iglesia, esto no basta para ser obispo de una diócesis, por ser desconocido o por no convenir con el carácter de los que deben ser sus súbditos, o por serIes indeseable debido a cualquier causa» (n. 114). Rosmini describe también la trágica situación de la diócesis a la que se le ha impuesto un obispo sin escuchar al pueblo (Carta II, p. 225-226),y propone incluso un método o procedimiento para que el obispo sea elegido por el clero y el pueblo (Carta III, p. 240 ss.). La quinta llaga que el autor observa en el cuerpo de la Iglesia, es la servidumbre de las riquezas y de los bienes temporales excesivos, bienes que le privan de su libertad. Por esta razón afirma que empobrecer a la Iglesia equivale a salvarla, y alaba a los sacerdotes que renuncian a los estipendios estatales (n. 73 y nota 37). El autor toca también el espinoso problema de las tasas impuestas a los bienes de la Iglesia. Rosmini opina que si los bienes de la Iglesia sobrepa9
~ ----
san lo que es de estricta necesidad para el sostenimiento del clero, y no se da todo lo restante a los pobres, aunq~e se trate de un estado cristiano, no es justo que aquellos bienes estén exentos de los impuestos comunes (n. 160, nota 51). Rosmini propone también que los laicos adquieran mayor compromiso en la gestión de los bienes ?e la Iglesia y que -como se hacía en la antigücdadlos ObISpOSden cuenta a sus diocesanos de la administración de los bienes que pertenecen sobre todo a los pobres, y que se haga público el estado económico de la diócesis sin excluir una posible censura por parte del laicado (nn. 161-162).
Introducción
El lector fácilmente se habrá dado cuenta del interés y de la actualidad de los problemas tratados en «Las cinco llagas de la santa Iglesia». Es verdad que algunos de los puntos de vista de Rosmini podrían ser objeto de discusión, por ejemplo su concepción algo teocrática de las naciones cristianas, su idea del sacerdote que, según él, estaría falto de personalidad propia en cuanto representa a la Iglesia, etc. No obstante, Rosmini sigue siendo un profeta: por la agudez con que identificó una problemática, por las bases que sustentan su ideología, por las soluciones que propuso, por su fidelidad a toda costa a unos principios que defendió contra viento y marea. Ojalá su obra contribuya a sensibilizar a los espíritus despreocupados y a iluminar las mentes de todos cuantos, desde dentro o desde fuera, observan, sufren y trabajan para superar la crisis que conmueve a algunas Iglesias nacionales y locales. ILDEFONS
--------------------
LOBO
Cuixa, noviembre de 1967
"
Antonio Rosmini (1797-1855) revela en esta obra todo su gran amor y su visión grandiosa de la santa Iglesia de Dios. Se trata de un amor iluminado por la inteligencia, amor que le hace apreciar y valorar todos los elementos esenciales de la Esposa de Cristo, y que al mismo tiempo, no le cierra los ojos ante las penas que afligen su organismo debido a la tristeza de los tiempos y a los defectos de los hombres. Ya el Concilio de Trento había identificado algunas situaciones enfermizas del mundo cristiano de su tiempo y había iniciado una obra eficaz de saneamiento, desgraciadamente no del todo llevada a término por los hombres de Iglesia. «El Concilio de Trento, escribe F. Bonali en un lúcido artículo, hunde el bisturí especialmente sobre tres llagas: a) la ignorancia del clero y del pueblo; b) la división del clero, y el distanciamiento de éste respecto al pueblo, con la consiguiente disminución de la acción social de la Iglesia; e) la supina sujeción del clero al poder laico. De todo ello derivaron tres principales reformas que pueden caracterizarse así: a) cultura del clero y del pueblo; b) celebración de Sínodos y restauración integral de la jerarquía eclesiástica según la práctica de la disciplina antigua, a fin de conducir la Iglesia al lugar que le compete como guía e iluminadora de los pueblos; e) libertad absoluta de la Iglesia en la acción social. Esta es la síntesis. Mientras que el análisis nos viene dado por Las cinco llagas de la santa Iglesia de Rosmini.» I La exposición de Rosmini, empero, se extiende más allá, incluyendo otros numerosos aspectos del organismo eclesiástico. El sacerdote de Rovereto, a medida que llena sus páginas, tiene presente la imagen de la Iglesia crucificada. A semejanza del Cristo crucificado, la Iglesia sufre a causa de las llagas infligidas a su cuerpo, que son como aquellas inferidas en el cuerpo adorable del divino Salvador sobre la cruz. Los males que afligen a la Iglesia de su tiempo, Rosmini cree 1. F. BONAL!, Le cinque piaghe di A. Rosmini e il Concilio Trento en «Rivista Rosminiana», XLI (1947), p. 11.
10
di
11
que son cinco principalmente, tantos cuantas fueron las llagas de Jesús crucificado. Dichos males los enumera así: a) la separación entre el pueblo y el clero en el culto público, b) la insuficiente educación del clero, c) la desunión de los obispos, d) el abandono del nombramiento de los obispos al poder temporal, e) la sujeción de los bienes de la Iglesia al poder político. Rosmini, con su cálido y radical análisis descubre un nexo lógico, y a la vez histórico, entre una llaga y otra, nexo que nos viene explícitamente subrayado en el mismo texto. Junto a estos cinco puntos principales, nos vienen indicados también otros aspectos estrechamente conexos. De modo que resulta una exposición que respira a todo pulmón, aunque Rosmini tuviera el proyecto de un tratado en el que habría discurrido de los remedios a los males que afligen a la Iglesia de Dios. El escrito que presentamos no se agota en el mero diagnóstico de los males, sino que la parte más importante del libro es el tratado positivo sobre la Iglesia. Las llagas constituyen solamente un motivo, uno de los estímulos que permiten a Rosmini ampliar su mirada penetrante y llena de exaltación sobre la figura entera de la Esposa inmaculada de Cristo, con todas sus inmensas riquezas y sus potencialidades infinitas, capaz de obrar el bien de sus miembros y de la humanidad entera, y de ser el verdadero instrumento de salvación y de santificación de todos los hombres. La Iglesia posee una tal fuerza intrínseca, que efectivamente es capaz de extraer de su seno y de su historia energías antiguas y modernas más que suficientes para sanar estas llagas. Su fuerza es la misma fuerza de Cristo, de Dios. Con ella puede renovar y rejuvenecerse a sí misma en todos sus aspectos, en todos sus miembros y en todas sus instituciones. El Concilio Vaticano II ha confirmado abundantemente que las páginas de Las cinco llagas de la santa Iglesia son realmente verdaderas y proféticas. Los puntos más destacados del libro son: la unión viva del clero y de los fieles en el único Pueblo de Dios; la participación activa e inteligente en la liturgia; el Cristianismo como misterio de vida sobrenatural; el carácter central del Sacramento y de la Palabra de Dios; el retorno a las fuentes de los Padres de la Iglesia; la necesidad indispensable de una teología viva; los graves daños causados por el juridicismo adulatorio; la educación profunda del clero; la unión de todos los obispos para formar un solo cuerpo con el Romano Pontífice como cabeza; el re-
12
torno, en la comunidad cristiana, a la idea del obispo como padre y pastor de la Iglesia local; presencia y consentimiento de todos los fieles en la elección del propio pastor; el sentido de responsabilidad y de participación sincera a la vida de la comunidad eclesial; la libertad de la Iglesia en relación a los poderes políticos y a los bienes terrenos; la pobreza del clero y de los fieles; la caridad de la Iglesia con los indigentes, a los cuales pertenecen, en parte, los bienes de la misma; el predominio de la idea social, aportada por el Cristianismo, sobre la idea individual, propia del paganismo; la vivificación cristiana de los individuos ante todo, y después, de la sociedad; el planteamiento Cristocéntrico de la historia humana. Todo este complejo aparece completado con una documentación y erudición increíbles, como es normal hallarla en casi todas las obras rosminianas. Naturalmente, en este libro hallamos algunas posiciones que reflejan situaciones de la historia de la Iglesia de la primera mitad del siglo XIX. No sería justo pretender que correspondan exactamente a situaciones de tiempos sucesivos. Por lo mismo hay cosas afirmadas por Rosmini, que poseen un valor contingente y transitorio. Pero los motivos de fondo son siempre válidos. Basta pensar únicamente en el espíritu y en los Documentos del Concilio Vaticano II. Los principios sobre los que el sacerdote de Rovereto llamó la atención y que expuso en su época, incluso con incomprensiones, sufrimientos y humillaciones, hoy están madurando y fructificando. No inciden en el tiempo y no hacen historia los hechos clamorosos y publicitarios, ni solamente los acontecimientos y las ideas que hallan en su curso un camino fácil, apoyado y sostenido oficialmente. En la historia de la Iglesia hay movimientos e ideas que se prolongan en el silencio y la persecución, penetrando a fondo en las conciencias y produciendo beneficios que aparecen a largo plazo. Creemos estar no muy lejos de la verdad, afirmando que Las cinco llagas es la obra más célebre de cuantas escribió Rosmini (bastante numerosas, por cierto). La ofrecemos ahora al público en una edición verdaderamente nueva. Es decir: presentamos el último texto del autor, ya que hemos llevado a cabo nuestro trabajo a base de una copia de la obra que Rosmini anotó de propio puño y letra. En caso de haberle sido posible, tenía intención de reeditar su propio trabajo con no pocos retoques y con notables añadiduras y aclaraciones. 13
"Para comprender Las cinco llagas, escribe F. Bozzetti,' es necesario, ante todo, penetrar en el estado de ánimo con el que fueron escritas. Esto es evidente para quien lee sin prevenciones. Rosmini cree en la Iglesia. La piensa y la siente corno la gran obra de Dios en el universo, corno el Reino de Dios, corno el cuerpo místico de Cristo. Quizás en los veinte siglos de existencia de la Iglesia, no exista un católico que la haya amado más que él. Por esta razón se aflige de los males que ella sufre. Y en su dolor, no digo que los exagere, pero les da un relieve que, para quien no ama corno él, puede parecer exagerado. Y a pesar de todo, un tal sentimiento acalorado no atenúa ni ofusca la claridad de la mente. Aquellos males que Rosmini veía en la Iglesia de principios del siglo XIX, eran una realidad. En efecto, el sentido de Cristo, la vida sobrenatural y litúrgica del pueblo cristiano, eran de bajo nivel. Para levantarlo precisaba un clero fervoroso y sabio. Pero para ello se requería una formación más completa. Esto era incumbencia de los obispos. Mas los obispos no podían actuar con fruto si no estaban unidos formando un solo cuerpo, según la institución de Cristo, y no se hallaban apiñados junto a su cabeza, el Papa. ¿ Qué impedía dicha unión? La intromisión del poder laico que había obtenido tener en sus manos el nombramiento de los obispos. ¿Y cómo lo consiguió? Poniendo a su servicio los bienes de la Iglesia, servidumbre que constituía un resto del feudalismo. ~ste es el contenido de Las cinco llagas. »Es fácil darse cuenta de que el objeto principal y final del libro es la reivindicación de la libertad de la Iglesia. Casi dos tercios del libro, en efecto, no hablan de otra cosa. Rosmini lo escribió en 1832, en una población de la región paduana, Correzzola, perteneciente al duque de Melzi, y lo terminó en el Calvario de Domodossola el año siguiente. Después lo encerró en un cajón. Publicarlo en aquel momento hubiera sido un escándalo. Era demasiado osado para un súbdito de Austria. Era precisamente el sistema de José II, entonces eficiente corno nunca, el que era tornado en consi2. Son muchos los que han escrito sobre esta obra rosrninianao Más que otra cosa indicaré la bibliografía esencial. Tengo ante mis ojos algunas páginas manuscritas de dos profundos conocedores de la figura y del pensamiento de Rosmini: el P. Giuseppe Bozzetti (1878-1956)y el P. Giovanni Pusineri (1886·1964),los cuales habían empezado, en diversas ocasiones, a escribir sobre Las cinco llagas de la santa Iglesia. En esta introducción me referiré a las consideraciones a propósito hechas por los dos escritores rosminianos.
14
deración: resultaba una protección sobre la Iglesia que se convertía en capa de plomo; la religión era un "ínstrumentum regni": un clero pávidamen te obsequioso; y era regla oficial la sospecha por toda afirmación espontánea de vida espiritual. »Precisamente en aquel momento, Rosmini lo experimentaba personalmente en Trento, donde la modesta tentativa de abrir una casa para su nuevo Instituto de Caridad hallaba persecuciones y vejaciones de toda suerte por parte del Gobierno, del cual el Príncipe obispo y la Curia eran cómplices con un servilismo que a nosotros hoy nos parecería increíble. Eran tiempos aquellos en los que, para citar un solo y simple episodio, podía darse el caso de un obispo corno Tschiderer, hombre piadoso y santo cuya beatificación se tramita, pero que interrogado una vez por un sacerdote suyo simplemente para obtener el permiso de ir al Veronese para un mes de vacaciones fuera de la diócesis, respondió: "Por mi parte no tengo nada que objetar, pero ¿qué dirá el Gubernium]"
»La santa indignación del ánimo sacerdotal de Rosmini ante un tal estado de cosas, se desborda en las páginas de Las cinco llagas, y las convierte quizás en las más vivas y las más calurosas que haya nunca escrito: facit indignatio versum,» Pero los tiempos cambian y la situación italiana se abre a una nueva vida. Los «tiempos propicios» parece que llegan, según Rosmini, con la elección a Papa de Pío IX. En efecto, así escribe: «Pero ahora (1846) que la cabeza invisible de la Iglesia ha colocado sobre la cátedra de Pedro un Pontífice que parece destinado a renovar nuestra época y a dar a la Iglesia aquel nuevo impulso que debe impeler por nuevos caminos hacia una carrera tan imprevista cuanto maravillosa y gloriosa, ahora se acuerda el autor de estas cartas abandonadas y no duda más en confiarlas a manos de aquellos amigos que en el pasado condividían con él el dolor y en el presente las más alegres esperanzas (n. 165).» Entonces Rosmini
ne necesidad de protección y de privilegios, sino de libertad: éste era el clavo que machacaba. En una carta a Mons. Moreno, obispo de Ivrea (del 30 de abril de 1848) deplora con los siguientes términos, un opúsculo escrito por un sacerdote con alabanzas excesivas del Estatuto de Carlos Alberto: "Conviene escribir sobre cosas que se conocen y no sobre las que se ignora. La Constitución del Piamonte posee los mismos vicios gravísimos que todas las otras, sin garantizar en modo alguno la libertad de la Iglesia. El clero debe altamente reivindicar esta última, sin dejarse engañar por las insidiosas y falsas palabras del poder laical: llegó el momento de abrir los ojos y demostrar que los sacerdotes ya no son más niños que deben ser conquistados con cerezas y golosinas." Para él, por ejemplo, era una "golosina" aquel primer artículo del Estatuto: "La religión católica es la religión del Estado": frase indeterminada y equívoca que lo prometía todo sin mantener nada. Parece que los hechos, más tarde, le han dado la razón. »Rosmini quería la libertad para la Iglesia como un derecho esencial que debía serIe reconocido, no como un privilegio concedido casi por favor y de manera limitada. Libertad de existir, de formarse, de gobernarse, de organizarse para ejercer su ministerio espiritual, y usar los medios, incluso materiales, que poseyera legítimamente, según el derecho natural y común: ni más, ni menos. »Pero él se engañó creyendo que los tiempos fuesen ya maduros. Mientras se abusaba de la libertad hasta llegar a los graves errores acaecidos, que obligaron al Papa a abandonar Roma (huyendo a Gaeta), el hecho de proclamar la libertad se prestaba, en la confusión de los espíritus, a una mala interpretación entre el gran público. y esto explica la inclusión en el Indice de un tal libro, por más ferviente que fuera en celo honesto y en amor sublime de la Iglesia. No hay duda que después de la experiencia de un siglo, lo~ católicos italianos de hoy lo sabrán comprender en su Justo significado. En cuanto a los liberales de entonces, los que lo leyeron se quedaron con el juicio de Francisco de Sanctis, el cual vio en la reivindicación hecha por Rosmini de la libertad de la Iglesia, casi una afirmación de predominio sobre el Estado. En este aspecto aquellos liberales heredaban la mentalidad de los gobiernos absolutos del siglo XVIII.}) 1
3. El P. Bozzetti escribía estas consideraciones
16
en 1943, estimu-
Esta mentalidad ni siquiera hoy día ha muerto. Un verdadero y auténtico concepto de libertad, incluso en relación a la Iglesia, no ha penetrado todavía en la mente de todos los hombres modernos. La idea del Estado como fuente del derecho, de todos los derechos, forma parte todavía de muchas culturas y políticas de nuestro tiempo. A este propósito, muy a menudo se exhibía aquella expresión equívoca de «Estado de derecho» como suprema afirmación de libertad, mientras que no se trata de otra cosa que de una afirmación incierta e indeterminada, incapaz de reconocer, de respetar, de garantizar y de promover una verdadera y real libertad para toda persona y para toda comunidad de personas, más allá de todo paternalismo y de todo despotismo del así llamado Estado de derecho. En Rosmini el concepto de libertad alcanza verdaderamente una coherencia lucidísima y universal. Sus obras jurídicas y políticas representan un desafío al liberalismo de entonces y a toda suerte de demagogia libertaria, precisamente en el mismo campo de la libertad entendida y aplicada de la manera más radical, más realista y concreta posible, y que tal vez desconcierta y escandaliza a ciertos demócratas y liberales perfectistas y abstractos. El libro de Las cinco llagas es un testimonio ferviente y vivo de ello. El sacerdote de Rovereto escribe su libro en 1832.La composición de Las cinco llagas, escribe el P. Pusineri,' «en aquella fecha y en aquellas circunstancias puede parecer misteriosa, inexplicable. Decidió viajar con toda urgencia hacia Milán y Venecia después de haberse enterado de que sus dos amigos, el conde Giacomo Mellerio y Don Luigi Polidori, se disponían a trasladarse a Venecia en noviembre de 1832. Quiso aprovechar la ocasión para hacer el viaje con ellos, y visitar al Patriarca de Venecia, Mons. Giuseppe Monico, y solicitar la aprobación de las Constituciones de su Instituto que recientemente había puesto en marcha. Monico, en un instante ojeó y aprobó las Constituciones: tal era la gran eslado por una reedición de Las cinco llagas, preparada por E. Zazo (editor Bompiani). 4. En vistas a una eventual publicación de Las cinco llagas, en nuestros días, el P. Pusineri empezó a escribir la i'!troducción, interrumpida apenas iniciada, por su muerte (1%4). CItamos aquí a~gunos fragmentos inéditos que nos introducen en el tema del origen histórico de la obra rosminiana. PC 17 . 2
17
tima que profesaba hacia su joven amigo. Mellerio, pasando por Padua, decidió permanecer algunos días en Correzzola, en una finca del duque Melzi de Eril, del cual era tutor. Rosmini aprovechó aquellos pocos días de descanso para empezar y adelantar bastante el libro de Las cinco
llagas. »¿Por qué precisamente entonces y en aquella ocasión? La carga psicológica que hemos considerado, no bastaría para explicar aquella decisión al improviso, a no ser que hubiera aparecido una causa determinante y urgente. El problema de la Iglesia -que, debido a su gran corazón, tenía siempre presentese lo había planteado Niccoló Tommaseo como necesidad de una solución práctica e inmediata. Transcurrían años de trastornos no sólo políticos y sociales, sino también religiosos. Considérese toda la obra de los adalides de la Restauración religiosa: de Chateaubriand a De Maistre, de De Bonald a Haller y De la Mennais. Esto, en modo particular, había suscitado, junto con alguna desconfianza, un increíble entusiasmo. En Florencia, Lambruschini, Capponi y Tommaseo se habían encontrado en el Círculo de la Antología de Pietro Vieusseux: sobre todo Lambruschini sufría de impaciencia ante los dogmas, los vetos, la disciplina impuesta por el Catolicismo Romano, y anhelaba romper las cadenas e introducir novedades. En el otoño de 1831 se había dirigido a Capponi, el cual no quiso saber nada de ello. Se volvió hacia Tommaseo, quien le reconocía la necesidad de un rejuvenecimiento, de una renovación incluso profunda, si no radical: los dos se comunicaron las propias ideas, pero cuando se trató de pasar a un nivel positivo y práctico, se hallaron ante un desacuerdo insuperable. A Lambruschini todo le parecía mal en la Iglesia católica romana, y propugnaba una "religión del corazón" que asumiese algún elemento cristiano, pero que se inspirase también en la reforma protestante, en la cual descubría igualmente cosas buenas. Pero en modo especial debería tomar algo de los Sansimonianos, en los cuales hallaba mucho de bueno y más adaptado a las necesidades del tiempo. »Tommaseo, a pesar de condescender en mucho con Lambruschini, a pesar de reconocer el mal estado en el que había decaído la Cristiandad, admitía todo el Catolicismo, no quería saber nada de reforma protestante ni de novedades sansimonianas, sin negar méritos de su parte, pero creía que en el Cristianismo se hallaban intrínsecamente todos 18
los elementos para una renovación de la sociedad cristiana, y por lo tanto. n<:>se trataba de .otr':l co~a que de rest~ur~ción, de rejuveneCImIento de las ínstítucíones, de aplicaciones nuevas y prudentes de principios antiguos. El punto preciso sobre el que se produjo una ruptura insoluble entre los dos, fue la firme voluntad de Tommaseo d<: .que toda renovación religiosa debía ser hecha por los legítimo s Pastores.» ' Entonces Tommaseo, con todo su fervor, se volvió hacia Rosmini, amigo de mucho tiempo y de quien valoraba la mteligencia como el más profundo pensador de la época. Conservamos algunas cartas cruzadas entre ambos en aquellos años. Pero una de ellas, en particular, tiene una gran importancia. Tommaseo la anuncia a Rosmini desde el verano de 1832, y Rosmini la espera con gran anhelo. El dálmata se decide a mandársela ellO de octubre. Dentro de una semana (el 17 de octubre) se produce la respuesta del ro-
veretano.' Ambos afrontan el tema del deber de intervenir para combatir los males del mundo y los prejuicios contra la religión instigadora de todos los bienes incluso temporales y de todas las libertades. Pero entre los dos media una profunda diferencia relativa a la prioridad. Tommaseo sostiene que toda soberbia debe ser disipada, para lo cual es necesaria la lucha. Todos deben intervenir y enderezar todo error: "la lucha es ya inevitable, yo la creo ordenada a que se manifieste el pensamiento de muchos corazones». El fogoso dálmata se siente íntimamente impulsado a la acción abierta, a la cruzada por el Cristianismo frente al mal y frente a los errores modernos. Tommaseo considera que la religión cristiana debe asumir aún otra iniciativa, y es la de comprometerse para el bienestar social y material. "El mundo se ha apoderado de los intereses materiales. Y con ellos, casi abre y cierra con llave el corazón de los hombres: la religión debe hacerse 5. Aquí terminan los apuntes manuscritos del P. Pusineri. Sobre esta cuestión se puede consultar con mucha utilidad el libro de Nrccoio TOMMASEO, Delle innovazioni religiose e politiche buone al/'Italia (Lettere inedite a Raffaello Lambruschi~'¡j: 1831-1832),.preparado por R. Cimpianí y con un ensayo introductono de G. Sofri, ed. Morcelliana Brescia 1%3, p. 218. Véase especialmente el ensayo de Sofri. 6. Las dos cartas han sido reproducidas íntegramente en «Charitas», julio 1964, pp. 21-30.
19
dispensadora de estos intereses, no para tiranizarlos, sino par~ garantizarlos y difundir un goce de los mismos según e~Uldad. Entonces los hombres volverán a ser religiosos, del mismo modo como al ver los milagros de Jesucristo las multitudes creían en él. Visteis como el catolicismo en los tiempos y en los lugares donde mantuvo su espíritu y su fuerza se presentó siempre como un beneficio social. Preocupémonos de hacer del mismo un elemento de regeneración social: resultará doble gloria para Dios y doble utilidad para los hornbres.» No se olvide que Tommaseo no llegaba a convencers~ del tipo de vida escogido por Rosmini, dado a los estudios, al recogimiento, a la vida de perfección monástica. Muchas veces lo había invitado a lanzarse al mundo de la acción con todos sus talentos. Era de loco retirarse en la soledad del Calvario de Domodossola, mientras el mundo y la Iglesia lo necesitaban. Rosmini responde a la carta de Tommaseo, planteando al revés la perspectiva de acción cristiana. Reconoce que el estado actual de la religión es doloroso, reconoce males innumerables en el mundo y también en el interior de la Iglesia. Pero ¿cómo eliminarlos? Hay el principio de pasividad que debe regular la vida de todo cristiano, es decir, aquella norma de conducta en virtud de la cual el cristiano escoge por iniciativa propia la humildad operante en el retiro y en lo oculto, a fin de no estorbar con su activismo la obra de Dios, a pesar de estar dispuesto para toda llamada divina, dispuesto a abandonar el retiro para dedicarse a todas aquellas obras que la voluntad de Dios pudiere indicarIe. Escribe Rosmini, que Dios es omnipotente y es capaz de disipar «la soberbia de todos». «Dios se basta a sí mismo. Dios lo es todo; y el que es justo en los bienes terrenos posee su corazón... Por lo tanto la religión no tiene necesidad de ser justificada con artes humanas, sino que, observada, se justifica a sí misma.» La caridad sea el estímulo. Buscad ante todo el Reino de Dios y su justicia, y lo demás vendrá por añadidura. La pobreza es «el único medio mediante el cual la religión del Crucificado puede llegar a dominar los intereses humanos». Cuando «Ia Iglesia carga con los despojos de Egipto, igualmente que con otros tantos trofeos, cuando parece haberse convertido en árbitro de los destinos humanos, sólo entonces es impotente: es como David oprimido bajo la armadura de Saúl. Entonces se ve20
rifica el tiempo de su decaimiento». Mas Dios, que está atento, después de haberla humillado, le hace comprender que «en Él solamente es fuerte y a Él puede confiarse. Movido por la piedad hacia ella, permite a la ferocidad del mundo arrojarse sobre los bienes temporales de la Iglesia y sacar botín, reduciéndola de tal modo a su originaria simplicidad que". nuevamente todo lo atrae hacia sí», pronta a renunciar a ello siguiendo la palabra del Esposo celeste. El cristiano saca su fuerza del Evangelio y de la renovación de su conciencia interior. No cede a la tentación de ver a la Iglesia promovedora del bienestar temporal y material, bienestar que podrá ser una consecuencia de su obra (y lo será ciertamente para la sociedad que viva de manera coherente el Evangelio y las virtudes individuales y sociales). Pero no podrá ser éste el fin de su existencia y de su acción, el cual será siempre esencialmente de orden espiritual y religioso. La Religión y la Iglesia no pueden ser vivificadas a t~av~s.del bien t~mpora! y social, sino a través del EvangeIio VIVIdoy practicado fielmente. Cualquier reforma eclesiástica y cristiana es esencialmente reforma de la conciencia de cada individuo, de todos los aspectos religiosos de la Iglesia, mediante el retorno a las fuentes y a la simplicidad originaria. Vienen aquí a la memoria la palabras de Juan XXIII, relativas a la obra del Concilio Vaticano II: «La verdad que santifica las almas ejerce también una benéfica influencia sobre todo cuanto atañe a la vida ordinaria de los individuos y de los pueblos.» La actitud del catolicismo liberal del siglo XIX, especialmente el francés, halla una oposición intransigente en Rosmini quien no puede admitir una confusión entre religión y política. Su pensamiento teológico-~i~os~fico-jurídicosobre el particular, es muy explícito. ~e~vmdIca una clara y neta distinción entre política y religión frente a toda suerte de cristianismo político y social, así como también frente a todo galicanismo, contra el cual llena muchas páginas de Las cinco llagas. Alguien vio en él injustamente, como veremos, la teoría de la separación entr~ Estado e Iglesia. Rosmini fue estimulado por Tommaseo a llevar su reflexión sobre temas de importancia vital para la vida de la Iglesia. Hay quien ha visto también otro estímulo sobre Rosmini por parte del tío de Tommaseo: el capuchino P. Antonio, el cual en junio de 1832 escribía al roveretano pidiéndole consejos y observaciones relativos a algunos escri21
tos suyos sobre las proposiciones galicanas.' Se sabe seguro que Rosmini en noviembre de 1832, en el retiro de Correzzola, disponiendo de algunos días de tranquilidad, comienza todo su trabajo de modo orgánico y escribe la mayor parte de la obra Las cinco llagas de la santa Iglesia. Los diversos problemas de renovación de la religión y de las instituciones eclesiásticas transcurren ante la mente de Rosmini y adquieren luz y vida a partir de su experiencia sufrida en sus relaciones con el obispo de Trento, -más ligado al emperador que a la Iglesia-, a partir de sus conocimientos y de su inmensa erudición, de su amor por la Iglesia y de la asistencia divina. Los males de la cristiandad son analizados con aquella profundidad que invade toda obra rosminiana, y sobre todo con la preocupación de indicar al mismo tiempo los remedios oportunos, apelando al alma de la Iglesia y a su antigua tradición capaz de informar, salvar y santificar los nuevos tiempos, como lo había ya hecho en otros períodos de su historia.
Quisiéramos considerar otra cuestión, antes de terminar estas reflexiones introductorias, a saber, la cuestión de la inscripción en el «Indice de libros prohibidos» de la obra Las cinco llagas de la santa Iglesia. Las vicisitudes históricas de Rosmini en 1848-1849 son suficientemente conocidas. En cambio se conocen menos los motivos de la condena de su libro. En agosto de 1848, Rosmini había sido enviado a Roma oficialmente por Carlos Alberto y por el gobernador piamontés, con el objeto de discutir con el Gobierno pontificio y con otros gobiernos de la península, un eventual proyecto de Liga nacional y de Confederación entre los varios Estados italianos. Plo IX, que profesaba una estima sincera por Rosmini, manifestó su alegría de tenerlo en Roma. Lo recibía con frecuencia para oír sus consejos y sugerencias, invitándolo a comer en el Quirinal. Incluso le manifestó su propósito de nombrarlo cardenal. En consecuencia, debería hacer todos los preparativos necesarios, ya que sería elegido en el próximo Consistorio del mes de diciembre. Muchos de la Curia lo consideraban ya el futuro cardenal Secretario de Estado. Rosmini hizo todos los preparativos. Pero la si7. F.
22
BONAL!,
op. cit. II, p. 2, n.
tuación política de Roma se precipitó, y Pío IX tuvo que huir a Gaeta, manifestando su voluntad de que Rosmini se reuniese con él allí. Las nuevas vicisitudes políticas y el cambio de situaciones históricas cambiaron el ánimo del Pontífice. El influjo del cardenal Antonelli y de Austria convencieron a Pío IX a retirar la Constitución que había dado a su pueblo, impulsado por nuevos ideales políticos y por sugerencia de Rosmini. En Gaeta comienza el período más triste para el roveretano. Pío IX cada vez resulta más bloqueado por el partido de tendencia austríaca que, primero neutraliza y luego aleja del Papa los mejores hombres, Rosmini en primer lugar. Data de este período (16 de febrero de 1849) una carta «confidencial» del Embajador austríaco cerca de la Santa Sede, Mauricio Esterhazy, dirigida al Primer Ministro en Viena,' en la cual Rosmini es definido «nuestro más formidable enemigo» y como «el mal espíritu de Pío IX». Antonelli y Pío IX están de vuelta, así como también la mayoría del Sacro Colegio. Fácilmente se echarán en los brazos de Austria, ya que cuando el Embajador llegó a Gaeta, tuvo la impresión de ser «esperado como el Mesías», Situado en este clima político, el escrito de Rosmini, destinado a arrebatar al poder político el nombramiento de los obispos en nombre de la libertad de la Iglesia, no podía menos de provocar toda la reacción de Austria que, en el nombramiento de los obispos, tenía puesto uno de los principales reductos de seguridad y de fuerza política de su Imperio. Hay que añadir a todas las vicisitudes mencionadas, las acusaciones de desviaciones y errores doctrinales hábilmente difundidas por sus adversarios, especialmente eclesiásticos, en muchos ambientes y desde hacía ya tiempo. De este modo se obtiene un cuadro de la época y de las situaciones en las cuales se produjo la prohibición de Las cinco llagas. y no resultará difícil intuir las causas, las intenciones y las circunstancias que provocaron y acompañaron tal condena. He aquí los particulares que llevaron a inscribir en el Indice el libro rosminiano. Algún cardenal acusó a Rosmini al Papa en otoño de 1848 como si en Las cinco llagas hubiera doctrinas erróneas. 8. D. MARIANI, Rosmini nei rapporti della Cancelleria austriaca, en «Rivista Rosminiana» LVI (1962), p. 308.
23
Pío IX encargó a Mons. Corboli de hablar de ello con Rosmini. Cinco eran los puntos de acusación sobre los cuales se deseaba que aclarase mejor su pensamiento: 1) el hecho de afirmar ser de derecho divino la elección de los obispos por parte del clero y del pueblo; 2) tender a la transformación de la liturgia en lenguas vernáculas; 3) hablar mal de los Escolásticos; 4) decir que los hechos históricos son de derecho divino; 5) desear la separación entre Estado e Iglesia.' Rosmini quedó sorprendido al sentirse imputar tales opiniones, e hizo notar al monseñor la diferencia entre las acusaciones y lo que realmente se leía en los propios escritos. Sea como fuere, invitó a Carboli a presentarle consejos y hasta una carta destinada al Papa que, el mismo Rosmini con mucho gusto transcribiría, firmaría y presentaría a Pío IX, con pocos retoques. El Papa la acogió benévolamente prometiendo leerla, lo cual no se verificó puesto que, pasado un tiempo, hablando con alguien, afirmó que esperaba una carta aclaradora de Rosmini. Rosmini, habiéndose enterado de esto, escribió otra carta al Papa, la cual a su vez quedó sin respuesta. Ahora ya temía que su correspondencia no llegara a su destino. En la misma declaraba que estaba siempre dispuesto a modificar todos los eventuales errores que le fuesen indicados. Lo mismo repitió de palabra al Papa diversas veces. Pero nunca nadie le dijo nada. Entretanto, las acusaciones más diversas y los cuchicheos más extraños circulaban sobre Rosmini, el "ual se había trasladado a Nápoles. Rosmini visitó algunas veces al Papa, pero constató que el ambiente y el ánimo del Papa habían sufrido un cambio profundo. No obstante, él usó siempre de su lealtad y sinceridad con todos. A mediados de julio (1849), después de supercherías y vejaciones de todo género por parte de la policía borbónica, que no actuaba por propio capricho, abandonó Nápoles e inició su doloroso retorno a través de Italia hasta Stresa, donde llegó el 2 de noviembre, siendo recibido con abrazos por sus queridos colegas. «Las penas y humillaciones de todo género no habían disminuido en nada la serena dulzura de su sonrisa que bajo aquellos ojos profundos y penetrantes daban un carácter casi sobrehumano a su fisonornía.» 10 Durante el viaje, mientras era huésped del cardenal Tosti, 9. Diari, en Scritti editi e inediti, ed. Nazionale, Roma 1934. 10. Diario di Vittoria Manzoni, citado en Vita di A. Rosmini, II, p. 261.
24
en Albano, recibió (13 de agosto 1849) una carta del Maestro de los Palacios Pontificios, en la cual se le anunciaba que «por orden del Santo Padre fue convocada en reunión extraordinaria, en Nápoles, la Congregación del Indice, que prohibió en decreto del 30 de mayo confirmado por el Papa el 6 de junio ... mis dos opúsculos Las Llagas y las Constituciones ... Me fue ocultado enteramente todo este trabajo, y no se me dio a conocer motivo alguno de tal prohibición. Yo mandé mi plena sumisión... Sit nomen Domini benedic-
tum»." Había sido encargado el examen de Las cinco llagas al «P. G. De Ferrari, Comisario del Santo Oficio, y fueron juzgadas "censurables según las reglas del Indice" en fecha de 4 de noviembre de 1848 (el voto se conserva en la sección de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios)»," Es interesante observar tal fecha, porque el 15 de noviembre Rosmini prestaba juramento en la Minerva en presencia de ocho cardenales por el hecho de haber sido nombrado Consultor del Santo Oficio y del Indice. Rosmini había llegado a Roma en agosto. Los desórdenes políticos en el Quirinal se iniciaron el 16 de noviembre. El Sumo Pontífice le era todavía favorable y benévolo. Pero el partido contrario se había puesto a trabajar immediatamente en los primeros meses después de su llegada a Roma. Se trataba de arrebatar a Rosmini, «el mal espíritu de Pío IX», el afecto y confianza del Pontífice. Las penosas circunstancias políticas en las que Pío IX se halló cuando la fuga a Gaeta (24 de noviembre de 1848), y los manejos de funcionarios y dignatarios, facilitaron el juego, y en poco tiempo Rosmini fué hundido. Con todo, el tiempo y la historia han dado la razón a su inteligencia previsora. Y el bien que sembró en el dolor y en la humillación resplandece hoy con claridad profética. ¿ Cuáles fueron los motivos de la prohibición de Las cinco llagas? La denuncia y la imputación iban cargadas de motivaciones doctrinales. Mons. Corboli, en efecto, le había referido que era sospechoso de doctrinas erróneas. Ahora bien, la continua insistencia de Rosmini para que le fueran señalados y precisados mejor los eventuales puntos que debían 11. Diari de Rosmini, op, cit., pp. 411-412. Su sumisión y su humildad aumentaron en gran manera la estima y admiración general hacia él, especialmente por parte de los espíritus más iluminados y abiertos. 12. R. AUBERT, II Pontijicato di Pio IX, Torino 1964, p. 65, n.
25
ser corregidos, el silencio sobre las motivaciones de la condena, el modo de comportarse de los responsables, las maniobras políticas poco claras, orientan a los estudiosos a creer que tal prohibición responde a un hecho de oportunidad y de prudencia. Precisamente el punto más discutido, el de la elección de los obispos por parte del clero y del pueblo según derecho moral divino, fue aclarado por Rosmini de modo eficaz en sus escritos, de manera que no deja lugar a dudas. Mas los tiempos no estaban maduros para doctrinas y orientaciones que incluso apelaban, con fundamento, a tradiciones antiguas de la Iglesia. Indudablemente las intenciones de los adversarios de Rosmini hoy día pueden ser fácilmente identificadas con los documentos que los historiadores ya poseen. Se precisaba impedir cuanto antes que Rosmini llegara a ser cardenal. Además, para Austria, con su josefinismo, Las cinco llagas resultaba ser una acusación más evidente. Otros adversarios habían denunciado también a la Santa Sede numerosísimas proposiciones rosminianas, y veían en Rosmini un pensador peligroso que suscitaba problemas inquietantes para las costumbres adquiridas en un determinado sistema curial. El influjo de Rosmini sobre el Papa debía ser humillado. Nada más eficaz para obtener estos resultados que poner en el Indice el libro sobre Las cinco llagas. La hipótesis de Rosmini sobre la prohibición, es la siguiente: «Me aseguraron que ni una proposición fue hallada en aquel escrito digna de particular censura teológica. De lo cual deduzco que probablemente fueron prohibidas por temor de acusaciones y a fin de que no se sintieran ofendidos algunos gobiernos tenaces en el nombramiento de los obispos.» \3 Casi inmediatamente apareció una obra polémica contra 13. Epistolario Completo, X, p. 263. La preocupación de la Iglesia, en el nombramiento de los obispos, ha sido siempre la de sub straerlo al poder político y convertirlo en un hecho religioso y litúrgico. La presencia activa del pueblo cristiano y del clero en la elección de los pastores de la Iglesia, constituye todavía hoy una cuestión prematura. El problema de la participación activa del pueblo cristiano en el interior de la vida jerárquica de la Iglesia, es ciertamente delicado y difícil, pero seguramente el tiempo hará madurar la cuestión. Aunque las soluciones no sean idénticas a las que hoy se pueden imaginar -ya que incluso el límite de participación activa de los laicos y sus varias formas de expresión, están sujetas a la evolución histórica como todas las cosas de este mundo-, no obstante, no dudo de que este punto será uno de los temas con que se
26
Las cinco llagas, debida a la pluma del P. Agustín Theiner, el cual en forma de carta 14intentó una confutación, con expresiones no siempre caritativas. Rosmini, por su parte, había publicado en Nápoles un arreglo de tres cartas sobre las elecciones epíscopales," en las cuales expone una larga documentación histórica y doctrinal sobre la elección de los Pastores de la Iglesia por el clero y el pueblo, aclara los problemas, e indica el modo y el procedimiento según el cual hoy en día se podría efectuar la elección de los obispos por el clero y el pueblo. Bajo instigación insistente del cardenal Tosti, Rosmini prepara una fuerte respuesta a Theiner," en la cual hace notar la incomprensión y el falso planteamiento de la cuestión, además de numerosas inexactitudes, errores, equívocos, e ideas confusas en torno a los diversos temas afrontados. Algunos amigos de Rosmini, en Casale, acertaron tener en sus manos la respuesta y lo persuadieron de permitir la publicación, que tuvo lugar, en efecto, en el año 1850.
Resulta bastante fácil reconstruir las vicisitudes del texto. De los «Diarios» de Rosmini se deduce que la redacción de la obra empezó el 18 de noviembre de 1832. En el «Diario personal», en la fecha «1832, 18 de noviembre», se halla explícitamente anotado: «Hallándome en Correzzola (Padua) con el amigo Mellerio, tutor del duque Melzí, a quien pertenece aquella posesión, empecé a escribir el libro sobre Las cinco llagas, que después terminé el 11 de marzo de 1833 (Domodossola). Pero redacté de nuevo la última llaga en Stresa, en noviembre de 1847.,,17Entretanto había escrito y publicado la Filosofía del Derecho (1841-1845), con una parte notable dedicada al derecho de la Sociedad Teocrática, en particular la de la Iglesia." Aquí Rosmini desarrolla su pensamiento sobre los derechos y sobre la constitución de la enfrentarán los futuros Concilios ecumerncos. El sentido de corresponsabilidad activa, viva, en la Iglesia por parte de los fieles todos, cuanto más sea profundizado y se desarrolle, tanto más llevará a una participación real en todos los aspectos de la vida de la Iglesia por parte de toda la ecclesia cristiana. 14. Se trata de las cartas que se hallan en el Apéndice. 15. Lettere Storico-critiche intomo al/e Cinque piaghe, Nápoles, 1849. 16. Risposta ad A. Theiner, Casale 1850. 17. Diari, op. cit., p. 425. 18. En 1963 la editorial Morcelliana de Brescia publicó La Societa Teocratica, edición preparada por C. Riva.
27
Iglesia en sí misma y en sus relaciones con las otras sociedades, especialmente con la sociedad civil. Igualmente en 1848 se ocupa de un proyecto de Constitución según la justicia social para ofrecer a las nuevas esperanzas del «Risorgimento» italiano, una indicación constitucional y orgánica característica de los italianos, sin repeticiones o imitaciones pedantescas de constituciones de otros países." La primera edición de Las cinco llagas apareció en Lugano (Suiza) en 1848,edición preparada por Valadini, y en la que no constaba el nombre del autor. Más tarde aparecieron numerosas reediciones: el mismo año 1848,en Bruselas, por parte de la «Société typographique». En 1849 en Génova. El mismo año Batelli la edita en Nápoles. Así como también Enrico De Angelis en 1860. En la misma fecha aparece en Florencia una edición de Le Monnier. En 1863, en Rovereto, dedicada a los Pastores de la Iglesia reunidos en Trento en ocasión del tercer centenario del Concilio. En 1883Rivington la edita en Londres traducida al inglés por el doctor H. P. Liddon, Canónigo anglicano de S. Pablo. En 1943 es publicada por Bompiani en Milán, en edición preparada por E. Zazo. Las tres cartas añadidas en Apéndice fueron publicadas en el periódico Fede e Patria de Casale en 1848·1849. Fueron reimpresas en Nápoles el año 1849 por la Librería Nazionale en un fascículo: Rosmini realizó algunos retoques y notables añadiduras, especialmente en las cartas primera y tercera que fueron totalmente redactadas de nuevo y como pletadas. En algunas reediciones de Las cinco llagas se publican las dos primeras, pero sin los retoques y añadiduras. Rosmini tenía también intención de preparar una nueva edición de su libro con anejos y retoques aclaratorios que iban madurando en su mente, a fin de evitar eventuales y posibles malas interpretaciones. De hecho, hallándose él en Nápoles, sobre una copia de la edición de Batelli del año 1849, efectuó una esmerada revisión de la obra. Sin duda que al hacerla tenía presentes los cinco puntos que le habían sido señalados por Mons. Corboli y a los que ya hemos hecho referencia. Por lo que atañe al punto más delicado, sobre la elección de los obispos por el clero y el pueblo, Rosmini añadió varias precisiones en diversos lugares del texto. Pero sobre todo quiso añadir en Apéndice las tres cartas a las que ya 19. Progetti di Costituzione, ed. Nazionale, por C. Gray, Milán 1952.
28
nos hemos referido, y en las cuales precisa mejor su pensamiento y lo refuerza con una esmerada documentación de la antigua tradición de los Concilios ecuménicos y de los Padres de la Iglesia universal, particularmente de la Iglesia latina, de la Iglesia oriental y de la Iglesia africana. La elección de los obispos por el clero y el pueblo, afirma Rosmini, es ciertamente de derecho divino, pero no de derecho divino constitutivo, sino de derecho moral. Por «derecho divino constitutivo» se entienden aquellas disposiciones y realidades de institución divina, que son necesarias, esenciales e inmutables, bajo pena de invalidez de sus efectos. Por «derecho divino moral» se entiende, por el contrario, todo lo que tiene como origen disposiciones divinas o apostólicas que la Iglesia determina de varios modos, según los tiempos y las necesidades históricas, sin que el efecto sea invalidado por el cambio. Escribe Rosmini en la primera de las tres cartas del Apéndice: «Con tal distinción entre derecho divino constitutivo y derecho divino moral, se concilian los varios pareceres de los autores sobre esta cuestión. Ya que sobre la misma existen diversas opiniones entre los escritores de la Iglesia, y no dándose ninguna expresa declaración por parte de la Iglesia, se puede opinar por ambas partes. Sirviéndome de esta libertad, me ha parecido bien quedarme en el medio, conciliando las opiniones y decidiendo que las elecciones por el clero y el pueblo no son de derecho divino si se habla de derecho divino constitutivo, y lo son si se habla de un derecho divino meramente moral.» De todo esto resulta que también los obispos elegidos por el poder temporal o en modo diverso a la elección por el clero y el pueblo, son elegidos válidamente, mientras sean consagrados y reciban el mandato de la legítima autoridad religiosa, como fue establecido por el Concilio de Trento. Para convalidar su opinión, Rosmini apela, como se ha dicho, a la antigua tradición apostólica y patrística. Por otra parte, después de haber reafirmado el principio de la elección por el clero y el pueblo, reconoce a la jerarquía eclesiástica, o mejor, «a la sabiduría de la Iglesia y de la Santa Sede Apostólica», el poder de determinar «en qué modo, por cuáles caminos, por qué grados se debe proceder para obtener este feliz resultado» (Carta I). Era una preocupación fundamental de Rosmini la de reafirmar el derecho radical y originario de la Iglesia en la elección de los propios Pastores y de sustraerlo a los poderes
29
temporales que se lo habían apropiado. Esta preocupación es propia de todas las épocas de la historia de la Iglesia. También actualmente, ella reivindica su máxima libertad en este campo. Pablo VI en el discurso a los representantes de los Pueblos y Naciones, presentes en la Clausura del Concilio Vaticano II el día 7 de diciembre de 1965, decía: «En este mismo espíritu (de libertad religiosa) la Iglesia pide a los Gobiernos -es objeto de un parágrafo del Decreto sobre la labor pastoral de los obispos (n. 20)- que consientan en reconocerle y devolverle su plena y entera libertad en cuanto concierne a la elección y al nombramiento de sus Pastores.» Y el párrafo 20 del Decreto citado, afirma precisamente el derecho de la Iglesia a la máxima libertad y «hace votos para que en el futuro no se concedan más derechos o privilegios de elección, nombramiento, presentación o designación para el oficio episcopal; y a las autoridades civiles, cuya dócil voluntad para con la Iglesia reconoce agradecido y aprecia en lo que vale el Concilio, se les ruega con toda delicadeza que se dignen renunciar por su propia voluntad, efectuados los convenientes acuerdos con la Santa Sede, a los derechos o privilegios referidos de los que disfruten actualmente por convenio o por costumbre». Por lo que se refiere a la acusación de querer introducir la lengua vernácula en la liturgia, ante la actual renovación litúrgica, considero superfluo extenderme más. Solamente quisiera observar, que Rosmini no era en modo alguno contrario al latín, pero constataba dos hechos de fondo, a saber: la real separación entre pueblo y clero en el culto divino,_y la ignorancia difundida en el pueblo respecto a la lengua latina. Sugería varios medios para subsanar estos males. A este propósito véanse los números 16, 22, 23. En tercer lugar, Rosmini observaba que no era verdad en manera alguna que él hablase mal de los Escolásticos. De hecho, remite al lector, en una nota añadida posteriormente, a las otras obras en las cuales se había «afanado en devolverles el honor con veinte años de trabajo» (n. 40). Así, donde afirmaba que «los hechos son de derecho divino», precisaba que su intención era decir que «todo lo que sucede, incluso permisivamente, tiene un orden y un fin providencial, está orientado a la gloria de Cristo; y este último resultado de todos los hechos del mundo es de derecho divino» (nota 129). Finalmente, en cuanto a la acusación de pretender la se30
paración entre Estado e Iglesia, Rosmini responde que nunca ha sostenido semejante teoría propia del liberalismo. En cambio ha luchado con fe y valentía para reivindicar los derechos de plena, real y auténtica libertad de la Iglesia respecto a la opresión de todo despotismo estatal. Y hasta sostiene en su libro Cuestiones político-religiosas del día (Pescara 1964),la doctrina «de la armonía en la distinción», teoría propia del pensamiento jurídico y teológico rosminiano. Frente a las numerosas acusaciones injustificadas, Rosmini «invoca la indulgencia de los lectores ... pidiendo instantemente su caridad en la interpretación correcta de sus palabras, proponiéndose él escribir para edificar, no para destruir: ha querido unir, no dividir. Todo lo que dijo, lo sometió al juicio de la Iglesia con aquellos sentimientos expuestos en las palabras que preceden la obrita» (Advertencia). El trabajo que presentamos es una edición nueva y exacta del último texto de Rosmini. Con lápiz y pluma él mismo aclaró y añadió algunas precisiones al texto precedente. Hay páginas enteras totalmente nuevas e inéditas. Muchos fragmentos fueron añadidos. Otros fueron suprimidos o modificados. Todo ello con el fin de precisar su pensamiento, de poner en claro expresiones que podían prestarse a confusiones o equívocos, y confirmar y documentar mejor sus «opiniones». Son añadiduras completamente nuevas en esta edición respecto al texto primitivo: la Advertencia inicial; los números 16, 22, 23; las tres largas cartas dispuestas en Apéndice, además de numerosos fragmentos, frases y notas. Terminado nuestro trabajo, podemos, con todo, observar que no se produjo un cambio sustancial en el pensamiento de Rosmini respecto a la primera edición, sino más bien una mayor claridad y precisión, además, naturalmente, de los cambios de estilo y de forma literaria. En notas señaladas con asteriscos, paréntesis cuadrados y palabras explícitas, hemos señalado las indicaciones de las variantes, los retoques y añadiduras más significativas. Además no hemos querido retocar el estilo ni cambiar vocablos usados o revisados por el autor, aunque hoy en día estén fuera de uso, con el fin de presentar el texto tal como lo habría presentado Rosmini mismo, temiendo que cualquier cambio pudiera modificar su pensamiento. Finalmente nos parece oportuno hacer una advertencia. Cuando Rosmini usa los términos «laical» o «laicos», quiere significar generalmente realidades o individuos extra-eele31
Advertencia*
siásticos, según lo cual para Rosmini el poder laical es el poder político y temporal. Igualmente cuando usa el término «eclesiástico», significa sea eclesiástico en sentido estricto, sea, también, eclesial. CLEMENTE
RIVA
En el advenimiento de Pío IX al trono, el autor, al publicar esta obra, escrita hace 17 años, se proponía darla a conocer a algunos amigos más íntimos, como él mismo declaraba en la conclusión. Pero habiendo caído algunos ejemplares en manos de libreros, éstos prepararon otras ediciones contra su voluntad, con el fin de obtener una ganancia. De este modo la obra obtuvo una publicidad mayor y más rápida de la que el autor hubiera deseado. Dejada así la obra en manos de toda suerte de lectores, el juicio del público fue muy variado: algunos la ensalzaron hasta las estrellas, otros la hundieron en los abismos. Sin embargo, estos incidentes reportaron al autor verdaderas ventajas. Varios y muy doctos eclesiásticos le hicieron observaciones sensatas, por las cuales él se declara agradecido. y para demostrar con hechos hasta qué punto las aprecia, se decidió a hacer esta nueva edición, en la cual ha procurado corregir diligentemente todos los puntos que le fueron indicados como dignos de corrección. Quizás en el fervor del celo y del dolor que le ocasionaban los males que oprimen a la Iglesia (donde la impiedad es llevada al triunfo y el nombre de Cristo es profanado), su pluma se dedicó a pincelar aquellos males con rasgos excesivamente severos, tales que podían ofender de alguna manera buena parte del clero al cual se siente honrado de pertenecer. El autor reconoce plenamente la santidad, la doctrina, el celo infatigable, de tantos venerables Prelados y sacerdotes que combaten valerosamente las guerras del Señor y conducen las almas a la salvación con asiduas fatigas. Apela al testimonio del Señor, y declara que fue absolutamente ajeno a su intención reducir en lo más mínimo sus méritos y sus coronas. Al describir los dolores presentes de la Iglesia, para hacerlos resaltar más, el autor a menudo instituyó una com* [Autógrafa y escrita a pluma por el mismo Rosmini. Completamente nueva respecto a .las otras ediciones.]
re 32
17.3
33
paración entre las condiciones en las cuales hoy día se halla la Iglesia, y aquellas en las que se hallaba cuando el pueblo cristiano florecía más ferviente en la fe y la caridad. De lo cual algunos dedujeron que el autor proponía, como remedio universal, reinstaurar en todo la antigua disciplina eclesiástica. Nunca tuvo esta preocupación pues reconoce en la disciplina moderna la obra de la misma sabiduría divina que dictó la antigua, y sabe muy bien que la disciplina no puede ser del todo inmutable, al contrario, conviene que sea acomodada a las circunstancias de los tiempos, tal como lo hace la Iglesia a medida que el Espíritu Santo -que continuamente la asiste- lo sugiere. El objeto de la obra fue señalar simplemente las calamidades de la Iglesia. Sobre los remedios, apenas toca el tema cuando la conexión de la exposición lo exige: según su propósito, debería constituir el tema de otro tratado. En alguna sección de la obra, pareció que quedaba una laguna que podía hacer suponer al lector sentimientos por parte del escritor, que él realmente no profesa. Por ejemplo, donde él indica que históricamente la desaparición de la lengua latina fue una de las causas que planteó una división de sentimientos entre pueblo y clero en el culto público, el autor sin entretenerse en desaprobar el parecer de aquéllos que querrían ver introducidas en la misma liturgia las lenguas modernas, pasa inmediatamente a afirmar que el clero podría aportar remedio oportuno a aquel inconveniente, siempre que su formación fuera perfeccionada. Se deseó, justamente, que añadiera una desaprobación explícita de la opinión de aquéllos que favorecen la reducción de la sagrada liturgia a la lengua vernácula, opinión censurada por la Iglesia. A ésta y a las precedentes observaciones ha satisfecho el autor en la presente edición. Es más, no satisfecho de las observaciones de los otros, el autor, por sí mismo, ha recorrido diligentemente la obrita y ha corregido muchos más puntos que nadie le .había señalado y que debían ser corregidos. Si a pesar de todo, el sabio lector se hallare todavía ante algún pasaje necesitado de enmienda, sepa que nadie se lo indicó al autor. Se dijo que el autor quería atribuir al pueblo la elección de los obispos. Hasta qué punto sea falsa esta creencia lo demuestra por sí mismo el capítulo IV, en el cual no expresa otro deseo, sino el de que el pueblo pueda en tales eleccio34
nes aportar su libre y piadoso testimonio a los candidatos, según el espíritu de la Iglesia. Para aclarar más el pensamIe~to del autor sobre esta cuestión, se han añadido a esta e~lción tres cartas escritas y publicadas por él antes de la mISrna sobre tal argumento. Finalmente, invoca la indulgencia de los lectores por los defectos que todavía han quedado en su escrito, rogando instantemente su caridad para interpretar en buen sentido sus palabras, ya que se ha propuesto escribir para edificar y no para destruir, ha qu.e~ido unir, no. dividir. Todo. c~anto dijo lo sometió al JUICIOde la Iglesia con los sentímíentos exp~estos en las palabras que preceden la obrita.
35
Algunas
palabras preliminares que hay que leer
1. Hallándome en una casa de campo de la region de Padua, me puse a escribir este libro como desahogo de mi ánimo afligido. Y quizás también para confortamiento ajeno. Dudé antes de hacerla, ya que me preguntaba a mí mismo: «¿Está bien que un hombre sin jurisdicción componga un tratado sobre los males de la santa Iglesia? ¿No hay algo de temerario por su parte, en el hecho de preocuparse y escribir sobre ello cuando toda solicitud de la Iglesia de Dios corresponde por derecho a los Pastores de la misma? Señalar las llagas ¿no será tal vez una falta de respeto a los mismos Pastores, como si ellos no conocieran tales llagas, o no les pusieran remedio?» A esta pregunta yo me contestaba que el hecho de meditar sobre los males de la Iglesia no podía serle reprochado ni a un laico, mientras fuera movido por el celo vivo del bien de la misma y de la gloria de Dios. Y me pareció, examinándome a mí mismo, en cuanto un hombre puede estar seguro de sí, que mis meditaciones no derivan de otra fuente que ésta. Y aun me respondía que si algo de bueno había en estas meditaciones, no había razón de esconderlo; y si algo había de malo, sería rechazado por los Pastores de la Iglesia; ya que no hablaba con intención de decidir cosa alguna, sino que me proponía, al contrario, al exponer mis ideas, someterlas a los Pastores, y principalmente al Sumo Pontífice, cuyas declaraciones venerables me serán siempre norma recta y segura para cotejar y corregir todas mis opiniones. Me decía también que los Pastores de la Iglesia, ocupados y cargados por muchos asuntos, no siempre tienen la tranquilidad suficiente para dedicarse a apacibles meditaciones, y que ellos mismos suelen desear que otros les propongan y sugieran aquellas reflexiones que pueden ayudarles en el gobierno de sus Iglesias particulares y de la universal. Y finalmente comparecían ante mis ojos los ejemplos de tantos hombres santos que en todos los siglos han florecido en la Iglesia, los cuales sin ser obispos, como un san Jerónimo, un san Bernardo, una santa Catalina y otros, hablaron y es-
37
cribieron con admirable libertad y sinceridad sobre los males que afligen a la Iglesia de su tiempo, y sobre la necesidad y el modo de restaurarla. No es que yo me compare, ni de lejos, a aquellos grandes, sino que pensé que su ejemplo demostraba que de suyo no era reprobable investigar y llamar la atención de los Superiores de la Iglesia, sobre lo que angustia y fatiga a la Esposa de Jesucristo. 2. Reanimado lo suficiente con estas consideraciones -a saber, que podía sin temeridad dar paso a ideas que s~ amontonaban en mi ánimo sobre el estado y condición presente de la Iglesia, y que no era reprensible tampoco traducirlas sobre el papel y comunicarlas a otros-, nacía en mí otra duda, aparte de la honestidad de la cuestión, respecto a su prudencia. Consideraba que todos cuantos han escrito sobre semejantes materias en nuestros tiempos, y se propusieron y declararon querer mantener una vía media entre los dos extremos, en vez de complacer a los dos poderes, el de la Iglesia y el del Estado, han desagradado igualmente a ambos. Esto me probaba la gran dificultad que presentan tales materias para ser tratadas con satisfacción universal, y por lo tanto, me profetizaba que, en vez de ayudar, escribiendo mis susodichas meditaciones no haría otra cosa que ofender y chocar contra ambas potestades. Pero a todo esto yo me respondía de nuevo que razonaba en conciencia, y que por lo tanto, nadie tenía razón de tomárselas conmigo aunque yo me equivocara: yo no buscaba para nada el favor de los hombres ni ventaja alguna temporal. En caso que hombres de las dos partes se las tomaran contra mí,* yo hallaría compensación en el testimonio de mi conciencia y en la esperanza del juicio sin apelación. 3. Por otra parte, razonaba sobre cuáles podían ser las materias que podían ofender a personas de las dos partes. Por parte del Estado yo consideraba que sólo una cosa podía desagradar a algunos, a saber: el hecho de no poder aprobar el nombramiento de los obispos dejado en manos del poder secular. Pero si yo desaprobaba un tal privilegio considerado en sí mismo (aunque considerado en la época en que fue concedido, la Iglesia ciertamente no erró al otorgarla, sino que usó de su acostumbrada prudencia), por ,.. [Digo «hombres de las sia no penetran ni pasiones píritu Santo, y por lo tanto, mer por parte de ella. (Nota
38
dos partes», ya que en la misma Igleni partidos, siendo asistida por el Esbajo este aspecto, no hay nada que teañadida a lápiz.)]
otra parte estoy plenamente convencido de que no es menos funesto para la Iglesia que para el Estado. Creer lo contrario es ull grave error político. Las razones de que yo dispongo sobre esta aparente paradoja y que he expuesto en mi libro, son tales que puedo apelar a cualquier hombre de Estado que sepa profundizar una cuestión y vencer los comunes prejuicios con la fuerza de la razón, que sepa calcular y concertar todas las causas concomitantes: sólo a partir de ellas se puede predecir y medir el efecto total de cualquiera máxima de Estado. Dicho esto, y sosteniendo tal opinión, creo demostrar no menos premura por el bien del Estado que por el bien de la Iglesia. Por esta razón los soberanos no podrán lógicamente tomar a mal cuanto digo, sino aceptarlo bien. A lo más, quien piense diversamente me podrá objetar que yo entiendo poco en política. Pero mi poco saber ¿será razón justa de hacerme la guerra? Ya que también en política, decía alguien, todo depende de cómo se considere. 4. Por cuanto atañe a la Iglesia, no descubría nada, en la materia de este libro que pudiese disgustar a alguien, a no ser quizás lo que indico sobre las excesivas reservas pontificias en las elecciones. Pero por otra parte. este abuso ya no es propio del tiempo presente, sino que ha pasado ya a la historia. Y todos los hombres de buen sentido estarán de acuerdo conmigo en que, cuando el hilo de la exposición lo exija, no hay por qué temer confesar sencillamente abusos tan patentes. Ya que comportándonos así, es manifiesto que no andamos con partidismos a favor de los hombres y de sus obras, sino que únicamente llevamos en el corazón la verdad y la causa de Dios y de la misma Iglesia. Por otra parte, me parece que no debía disuadirme de escribir la molestia que pudiera causar a personas que poseían más buenas intenciones que amplias perspectivas, ya que tenía la convicción de que mi escrito no era para desagradar a la Santa Sede, a cuyo juicio me propongo someter toda cosa mía, puesto que su pensamiento siempre lo he considerado noble, digno y sumamente conforme con la verdad y la justicia, y sus decisiones dogmáticas, infalibles. Ahora bien, yo no he calificado de abuso sino lo que los Sumos Pontífices han reconocido como tal y en cuanto tal lo corrigieron: abuso, empero, que fue exagerado por los herejes y maliciosos, por lo cual yo mismo en parte he justificado aquellas reservas (ver n. 71). Recordaba, entre otras cosas, aquella insigne Congregación de cardenales, obispos y religiosos a la cual
39
Pablo nI en 1538,encargó bajo juramento el deber de investigar y manifestar libremente a Su Santidad todos los abusos y desviaciones del recto camino introducidos en la misma corte romana. No podían darse personas más respetables que aquéllas que la componían, ya que formaban parte de ella cuatro de los más insignes cardenales, a saber: Contarini, Caraffa, Sadoleto y Polo. Tres de los más doctos obispos: Federico Fregoso de Salerno, Girolamo Alessandro de Brindísi, Giovammateo Giberti de Verona. Junto a ellos, Cortesi, abad de S. Giorgio de Venecia, y Badia, maestro del sagrado Palacio, ambos más tarde cardenales. Pues bien, estos hombres excelsos en doctrina, prudencia e integridad, cuyos nombres vale más que cualquier elogio, cumplieron fielmente el encargo recibido del Pontífice, y no dejaron de señalar al Santo Padre, entre los máximos abusos, el de las gracias expectativas y el de las reservas, y todo lo que había de defectuoso en la colación de beneficios. No dejaron tampoco de descubrir y señalar con visión penetrante, la raíz profunda de tales abusos: indicaron la que suele consistir en desviarse del recto camino en el uso de su poder, tanto el Estado como los ministros de la Iglesia, la cual también yo he llegado a señalar como tal, es decir, «la adulación refinada de los hombres de leyes». Las palabras que usaron sobre esta cuestión aquellos Consultores llenos de sabiduría, en la relación que sometieron al Pontífice, no pueden ser, sin duda, más francas y eficaces. Ya que dicen así: «Tu Santidad, amaestrada por el Espíritu divino que, como dice Agustín, habla a los corazones sin estrépito alguno de palabras, conoce muy bien cuál fue el principio de estos males, a saber, cómo algunos Pontífices predecesores tuyos se circundaron de maestros de acuerdo con sus deseos, con el prurito de escuchar, como dice el Apóstol, y no precisamente para aprender lo que debían hacer, sino para hallar razones en el estudio y en la astucia de aquéllos a fin de justificar lo que les agradaba. De lo cual se siguió (sin considerar que la adulación sigue detrás de todo principado como la sombra al cuerpo, y que siempre fue difícil sobremanera escuchar la verdad junto a los oídos de los Príncipes) que inmediatamente mataron a los doctores que enseñasen que el Papa era el señor de todos los beneficios, y por ello (pudiendo el propietario vender sin injusticia lo que es suyo) se concluyera que en el Pontífice no hay caso de simonía: por esta razón, además, cualquier voluntad del Pontífice era regla
40
según la cual él podía dirigir sus operaciones y acciones. Por lo tanto, lo que era codicia, se convertía en lícito en virtud de tal ley. De manera que de esta fuente, Santo Padre, como de caballo troyano desembocaron en la Iglesia de Dios muchos abusos y gravísimas enfermedades que ahora vemos oprimirla como un desafío. Y así la fama de tales vergüenzas (crea Tu Santidad a quien lo sabe) llegó hasta los infieles: por esta razón precisamente se mofan de la religión cristiana, de modo que a causa de nosotros el nombre de Cristo es blasfemado entre las naciones.» Después de tales consideraciones, aquieté en mí toda duda, y con ánimo seguro y mano libre empecé a escribir este pequeño tratado, que ruego a Dios que lo dirija para su gloria y provecho de su Iglesia. Correzzola, 18 de noviembre
de 1832
41
1. La llaga de la mano izquierda de la santa Iglesia: la división entre pueblo y clero en el culto público de la Iglesia'
5. El Autor del Evangelio es el Autor del hombre. Jesucristo vino a salvar a todo el hombre,' ser mixto compuesto de cuerpo y espíritu. La ley de la gracia y del amor debía, pues, penetrar y posesionarse tanto de la parte espiritual, como de la parte corpórea de la naturaleza humana. Por ello debía presentarse al mundo de tal modo que pudiera obtener este fin y, por decirlo así, debía, también ella, ser mixta: compuesta, en parte, de ideas, en parte de acciones, y con su palabra imperante y vivificadora debía dirigirse no menos a la inteligencia que al sentimiento, a fin de que todo lo humano y hasta los mismos huesos en su aridez pudieran sentir la voluntad de su Creador y ser vivificados por ella. 6. No era suficiente que el Evangelio penetrara todo el hombre como individuo. Ya que la Buena Nueva era destinada a la salvación de toda la humanidad, además de obrar sobre los elementos de la naturaleza humana, debía acompañar con su acción divina esta naturaleza, sin abandonarla nunca en todo su desarrollo, y debía sostenerla también en todos sus estados sucesivos por los que debía transcurrir a fin de que su peso o gravitación hacia el mal no la precipitara en la destrucción, sino que una ley benéfica de progresivo perfeccionamento presidiera su marcha. La Buena Nueva, en suma, debía mezclarse y desarrollarse al mismo paso que las personas humanas, y penetrar con ellas en las asociaciones constituidas por ellas. Debía entonces regenerar y salvar toda sociedad compuesta de hombres: la familia, la nación, todo el consorcio humano, después de haber salvado al hombre. Debía imponer leyes sanas a todos estos grupos ydominarlas en nombre del Dios pacífico, ya que las socieda1. No hay que entender aquí por «división» una separación de comunión o de espíritu, ya que esta comunión no puede faltar nunca a la Iglesia de Jesucristo. El autor entiende por «división» únicamente la mengua de aquella mayor unión actual que nace entre clero y pueblo, cuando éste comprende plenamente los ritos y las plegarías que aquél realiza y recita en las funciones sagradas. 2. In. 7, 23.
43
de~ son obra del hombre, y aquella ley divina que domina y senorea sobre el hombre, es igualmente señora y dominadora natural de sus obras. 7. Los Apóstoles, mandados por el divino Maestro para instruir y bautizar a los pueblos, y formados por su palabra y su ejemplo, se presentaron al mundo como los responsables de la gran labor, y se mostraron como investidos de aquella plenitud de espíritu que correspondía a una tan alta misión. Ellos no se propusieron fundar una escuela filosófica. Los hombres, invitados meramente a esto, no habrían acudido a la predicación apostólica sino en reducido número, aunque aquella escuela no hubiera enseñado otra cosa que la verdad. Así sucedió con todas las sectas filosóficas de Grecia las cuales no tuvieron mayor concurrencia por razón de la parte de verdad que enseñaban o de la menor cantidad de falsedad que contenían. En aquel caso todas las lenguas juntas no hubieran comunicado sino ideas bajo expresiones diversas. Pero siempre ideas. En cambio, la naturaleza humana exigía más: obras reales. Y los Apóstoles no volcaron sobre el género humano meras palabras como habían hecho los filósofos, sino obras. Ni el hecho de hablar todas las lenguas hubiera sido suficiente para el feliz éxito de la empresa. Al mismo tiempo, pues, que revelaron a la parte pasiva del entendimiento humano verdades luminosas y profundos misterios, y proveyeron para que se imitaran ejemplos heroicos, dieron a la parte activa un fuerte impulso, una nueva orientación y una nueva vida. Nótese bien que cuando hablo de las obras con las que los pregoneros evangélicos acompañaron y completaron la eficacia de sus palabras, no pretendo aludir únicamente a los portentos obrados sobre la naturaleza exterior y con los cuales probaron la divinidad de su misión. La potencia de que se mostraban provistos y con la c~.Ial~oblegaban las leyes de la naturaleza en obsequio y testimonio de las verdades que anunciaban, a lo más tenía por efecto convencer a los hombres de que su doctrina era verdadera. La verdad de la doctrina, empero, podía probarse también de otros modos. Y los hombres podían estar convencidos de ella, sin que les satisfaciera. Ya que, como decía si bien la naturaleza humana aspira a descubrir la verdad en el orden de las ideas y no puede reposar hasta que la haya hallado, la naturaleza, con todo, tiene otra exigencia no menos potente y esencial que aquélla: la aspiración constante a ha-
44
llar la felicidad en el orden de las cosas reales, felicidad sobre la Que la naturaleza humana gravita por ley de su misma naturaleza. 8. ¿Eran, pues, estas obras con las que los Apóstoles reforzaban las elevadas palabras que dirigieron al género humano, las virtudes practicadas por ellos? Sin duda que la virtud es una exigencia esencial del hombre. Ya que sin la dignidad moral el hombre es despreciable ante sí mismo. Y quien es despreciable para sí mismo, no es feliz. Los Apóstoles hicieron patentes en sí mismos y ante los ojos de los hombres corrompidos, un nuevo espectáculo: todas aquellas virtudes que ellos mismos habían visto e imitado de su divino Maestro. ¿Qué efectos podía producir esto? La exigencia natural de la virtud era oprimida, sofocada, en el hombre idólatra por la falsa exigencia de la maldad. Las virtudes del apostolado no fueron las que extrajeron del fondo de la naturaleza humana un acento de aprobación, ya que este fondo se había convertido en un abismo cuyo acceso era custodiado, como cancerbero feroz, por la perversidad humana a fin de que no penetrara la luz en su interior. Fueron precisamente aquellas virtudes las que atizaron la ferocidad y crueldad de los hijos de los hombres contra los Apóstoles del Señor, y éstas se saciaron y complacieron en su sangre. La misma fisonomía de la virtud, o había sido olvidada por los hombres, o era conocida sólo por su odio. Y donde algunos de mejor voluntad reconocieron algún vestigio de su belleza y fueron tocados por un rayo de luz de sus atractivos divinos, la perfección inaccesible con la que la practicaban los enviados de Cristo, no podía menos de aumentar en ellos, privados de fuerzas morales, la desesperación en conseguirla, hundiéndolos en el envilecimiento que es hijo de la desesperación y padre de aquel reposo de muerte en el que el hombre ex' tenuado por la depravación extingue toda su actividad y se abandona conscientemente al vicio. Tanto más, cuanto que en la vida de aquellos nuevos enviados aparecía un orden de virtud extraño a la humanidad, por razón de ser sobrenatural. Y las virtudes sobrenaturales, no sólo no podían ser comprendidas, sino que ni podían ser justificadas. A no ser mediante una sabiduría que empezaba por considerar como iocura cuanto la prudencia humana creía poseer de más indudable y ventajoso hasta entonces y ser también lo que más aplaudía de sí misma. 4S
9. Así, pues, las doctrinas evangélicas no podían pasar a ser potentes y eficaces por obra de milagros admirables o de ejemplos virtuosos que las acompañaran hasta penetrar y dominar a la humanidad en sus principios y en su desarrollo, ya que aquéllos no tenían otra virtud que la de demos~rar la verdad de la teorías predicadas, de por sí estériles e meficaces: el valor de los milagros y de los ejemplos no podía ni quería ser apreciado por hombres sumergidos en el vicio. A lo más eran admirados por pocos, vana y parcialmente, en cuanto prodigios de seres extraordinarios que no podía~ ser imitados por el común de los mortales. ¿Dónde radicaba, pues, aquella secreta virtud que hacía que las palabras .apostólicas fueran algo más que meras palabras, muy lejanas de las que proferían los maestros de la sabiduría humana? ¿De dónde derivaba aquella fuerza salvadora que sobrevenía al hombre hasta el recinto más profundo del alma, triunfando sobre él? ¿Qué obras singulares añadían los Apóstoles para salvar al hombre entero, en su parte intelectiva y afectiva, y someter todo el mundo a una Cruz? Para conocer estas obras con las que los Enviados de Cristo,. por mandato, debían acompañar el eco de sus voces, hay que recordar el texto referente a la misión que recibieron. ¿Qué les dijo Jesucristo? «Id y enseñad a todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.» Nunca sabio alguno había hablado en estos términos a sus discípulos. Con semejante precepto se determina cómo los Apóstoles deberán comportarse tanto en relación a la parte receptora del hombre, como a la actividad que le es inherente. Respecto a la inteligencia, que es pasiva en cuanto tiene la función de recibir la verdad, les fue dicho «enseñad a todos los pueblos». Y contemporáneamente, les fue manda~o regenerar a la voluntad en la que reside toda la actividad humana e incluso resume en sí a todo el hombre, cuando se les dijo «bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Se instituyó así un Sacramento que es la puerta de todos los demás y en el que se oculta la virtud recreadora del Dios uno y trino que debía obrar la renovación de la tierra y la resurrección de la ya extenuada en el pecado y eternamente perdida humanidad. 10. Fueron, pues, los Sacramentos los ritos misteriosos y las obras poderosas que sirvieron a los Apóstoles para reJ
3. Mt. 28, 19.
46
formar al mundo entero. Y entre ellos, el más grande de todos, a saber, el Sacramento que nace del sacrificio del Cordero que había dicho al alimentarlos con la propia carne antes de morir: «Haced esto en conmemoración mía.»' Estos sacramentos eran también palabras, es decir signos, pero palabras que nunca tuvieron las escuelas de los sabios de Grecia. Palabras que no llegaban sólo a los oídos materiales ni instruían solamente a la inteligencia, sino que revelaban al corazón reanimado del hombre la inmortal belleza de la verdad, los premios reales de la virtud. Manifestaban Dios al sentimiento, el Dios que se ocultó para no ser contaminado por el contacto de la humanidad impura. Por último, eran palabras y signos, mas palabras y signos de Dios, palabras que creaban un alma nueva en el interior de la vieja, creaban una nueva vida, un nuevo cielo y una tierra nueva. En suma, lo que los Apóstoles añadieron a su predicación, fue el culto católico que consiste principalmente en el Sacrificio, en los Sacramentos y en las plegarias anexas. 11. Las doctrinas que se divulgaban con la predicación, eran otras tantas teorías. Mas la fuerza práctica, la fuerza de la acción, nacía del culto en el que el hombre debía obtener la gracia del Omnipotente. Se hizo frecuente la confusión de las dos palabras moral y práctica, dándoles un significado común, Y... hablándose igualmente de filosofía moral y de filosofía práctica. Sucedió así que cuando el filósofo enseñaba los preceptos de la moral, se persuadía de que con ello ya era hombre virtuoso, y sus discípulos se convencieron de poseer ya en sí mismos la virtud y de haber quedado purificados de los vicios por el solo hecho de haber oído y enseñado la definición del vicio y de la virtud. ¡Infeliz orgullo humano! ¡Diabólica soberbia de la mente que cree haber realizado en sí todo el bien, e ignora que el conocimiento no e~ más que un modesto y elemental inicio del bien, y que el bien verdadero y consumado pertenece a la acción real, a la voluntad efectiva, y no al simple entendimiento! Y no obstante, esta arrogancia de la inteligencia es la perpetua seduc~ión de la huma~:lÍdad,siempre vigente desde que nació, el día en que fue dicho al hombre: «Vuestros ojos se abrirán y seréis semejantes a Dios.» 12. Cuando el autor del hombre se decidió a reformarlo, 5
4. Le. 20, 19; 1 Coro 11, 24-25_ S. Gén. 3, 5.
47
no se contentó con manifestar a la inteligencia los preceptos morales, sino que comunicó aun a su voluntad tuerza práctica para practicarlos. Y si esta fuerza la umo a CIertos ritos externos, fue debido a que quería mostrar qu~ .la daba gratuitamente al hombre, pudiendo añadir l~s condiciones que más le agradaran. Si q~iso. que estos ntos fueran otros tantos Sacramentos, es decir, signos, era para que f.~eran adaptados a la naturaleza del ser. par.a cuya salvación eran instituidos. Convenía a este ser inteligente, que ;;e le comunicara la vida y la salvación precisamente a traves de
!~
~~~y~~~.
.
13. La gracia que fortifica la voluntad. es com~mcada mediante la inteligencia. El cristiano per~l~e a DIOS co~ este sentido intelectivo: vive de este sentimiento y p_or .el es eficaz en la acción. Los Apóstoles y sus suce~ores ana dieron a los pocos sacramentos instituidos l?or C:nsto, adornos consistentes en santas plegarias, ceremomas, signos externos y ritos muy nobles, a fin de que el culto público del Redentor de los hombres, resultara más adecuado para honra del Hombre-Dios y más adaptado a la asamblea de los creye~tes en su palabra. Con ello siguieron el ejemplo que les dIO el Maestro divino, es decir: no introdujeron ~? el t~mplo cosa alguna privada de significado. Toda locución debla expresar las elevadas y divinas verdades, ya que ~ada absolutamente de cuanto se realizaba en las sacras reumones -donde se congregaban para adorar y rogar al Ser. que pe~etra co~ su irradiación las inteligencias de las cnatures intelectivas- podía ser inexpresivo y falto de la luz ~e la ~erdad. Allí la Inteligencia suprema recibía el obsequio raCIOnal. y marcaba, penetraba e inflamaba vitalmente aquellas cr~aturas. Dichas ceremonias y sacramentales que la .Igl~SI~, según el poder recibido, añadió a la parte del culto instituída por Cristo que constituye el t.un~amento de .todo el culto católico, no sólo poseen un significado propio como !o.s Sacramentos, sino que participan también de su fuerza VIVIficadora, por lo que, mediante la fe,. de ~os s~grados '! verdaderos significados orientados a la inteligencia, des.clende al corazón una virtud confortante que recobra y reamma en él la voluntad del bien. 14. Hagamos, empero, otra observ~ció~, sobr.e .el cult? cristiano introducido junto con la predlcacIOn, crísttana. DIcho culto -al que Dios unió su gracia, que debla hacer capaces a los hombres de practicar las doctrinas morales que les
48
eran enseñadas-, no fue solamente un espectáculo presentado a los ojos del pueblo y en el que él no debía intervenir sino para contemplar lo que se hacía como si no fuera parte y actor en la misma escena cultual. Cierto es que el pueblo de los creyentes en Cristo podía ser instruido sólo con ver lo que se realizaba en la Iglesia, como simple espectador de la sagrada representación: Dios, patrón absoluto de sus dones, de haberlo querido, hubiera podido conectar la influencia vivifican te de su gracia con el sólo hecho de contemplar las funciones del culto realizadas por los sacerdotes. Para ordenar, empero, todas las cosas al hombre y de la manera más conveniente, no quiso hacerla. Es más, quiso que el mismo pueblo, en el templo, jugara una parte importante en el culto: quiso que en algunos momentos se realizaran acciones sobre el pueblo (como sucede cuando se le aplican los Sacramentos y las bendiciones eclesiásticas), y en otros, que el mismo pueblo unido al clero por la inteligencia no menos que por la voluntad, interviniera junto con él como lo hace en todas las plegarias en las que el pueblo reza, responde a las salutaciones o invitaciones de los sacerdotes, comunica la paz recibida, ofrece e interviene incluso cual ministro del Sacramento, como en el Sacramento del Matrimonio. En suma, en la Iglesia católica el clero a veces representa a Dios y habla y obra en nombre de Dios sobre el pueblo; otras veces el clero se mezcla con el pueblo, y como perteneciente al cuerpo de la humanidad unificado por una misma Cabeza, habla a Dios y de él espera las misteriosas intervenciones a fin de que le devuelva la salud moral y lo fortalezca. De manera que el culto sublime de la santa Iglesia es uno sólo, y resulta del clero y del pueblo, los cuales con ordenada concordia y según la razón realizan juntos una sola y misma acción. 15. En la Iglesia todos los fieles, clero y pueblo, representan y forman aquella espléndida unidad de la que Cristo habló cuando dijo: «Donde estén dos o tres reunidos en mi nombre y convengan en las cosas que pedirán, allí estaré yo en medio de ellos.» 6 Y en otro lugar dice hablando al Padre: «y yo les he dado la gloria que tu me diste, a fin de que sean una sola cosa, como nosotros somos una sola cosa.» 7 Considérese que esta inefable unidad de espíritu de 6. Mt. 18, 20. 7. In. 17, 22. PC 17 . 4
49
la que habla Cristo con tan sublimes palabras y que tanto repite, halla su fundamento en la «claridad de luz intelectiva» que Cristo dio a su Iglesia a fin de que los fieles fuesen una sola cosa con él, unidos a una misma verdad, o mejor, unidos a él que es la verdad misma. Y para ser perfectamente concordes en las cosas que piden a Dios los que se reúnen para suplicarle lo que necesitan, es preciso, o al menos muy útil, que todos comprendan lo que dicen en las plegarias que elevan conjuntamente al trono del Altísimo. Dicha unanimidad perfecta de sentimientos y de afectos viene a ser, pues, la condición establecida por Cristo para el culto que le rinden los cristianos, a fin de que dicho culto le sea aceptable y él esté en medio de ellos. Es digna de consideración la insistencia con que Cristo expresa esta condición O ley que debe distinguir la verdadera plegaria cristiana, y separarla de la hebraica, que consistía en un culto material y en una fe implicita. Ya que no se contenta con decir que sus fieles recen juntos y unidos en un consentimiento de voluntad, sino que dice expresamente que los quiere unidos «en todo cuanto le piden». ¡Hasta tal punto Cristo es solícito para la unidad de los suyos! Unidad no de cuerpos, sino de mente y de corazón; unidad por la que el pueblo cristiano de toda condición, reunido al pie de los altares del Salvador, no forma más que una persona y constituye aquel Israel que, según la frase de la Sagradas Páginas, lucha y avanza como «un único hombre». Ahora bien, ¿ cuándo se verifica que todo el pueblo cristiano sea concorde en todo y perfectamente uno, a no ser cuando los cristianos reunidos en el templo realizan juntos las sagradas funciones, por lo general sabiendo lo que hacen allí, y lo que se realiza sobre ellos, todos tratando los mismos comunes intereses, todos, en suma, interviniendo en el culto divino no sólo materialmente, sino con perfecto entendimiento de los sagrados misterios, de las oraciones, símbolos y ritos de los que se compone el culto divino? Por consiguiente, es necesario, o por lo menos muy útil y conveniente que el pueblo pueda comprender las palabras de la Iglesia en el culto público, que sea instruido sobre lo que se dice y se hace en el santo sacrificio, en la administración de los Sacramentos, y en todas las funciones eclesiásticas. Con todo, el hecho de que el pueblo esté casi dividido y separado de la Iglesia en un culto que no comprende, constituye la primera de las llagas abiertas y patentes que derraman sangre viva en el cuerpo místico de Jesucristo. 50
16. Con esta exposición * no pretendo decir que si un cristiano, sin culpa propia ignora el sentido de los ritos de la Iglesia y está privado de la comprensión explícita de cuanto se dice y se hace en el ejercicio del culto público, no pueda ya rezar santamente, no pueda elevar oraciones aceptables a Dios. Sé muy bien que "el Espíritu, como dice S. Pablo, ayuda nuestra debilidad. Ya ~ue, aña~e~ no sabemos qué pedir como conviene. Pero el mismo Espíritu ruega I!0I nosotros con gemidos inenarrables, y quien escruta los corazones sabe lo que desea el Espíritu, ya que él pide por los santos según Dios».' No ignoro que la voz de los simples e ignorantes penetra los cielos si es movida por el Espíritu divino. ¡Pobre humanidad si así no fuera! Lo que pretendo afirmar solamente es que, después que Cristo y la Iglesia han instituido el culto divino de modo que esté compuesto de palabras y de signos que tengan un sentido y con los cuales se habla al pueblo cristiano y éste responde o toma parte activa, parece conveniente y conforme a las intenciones de Cristo y de la Iglesia, que el pueblo, en general, asista y realice con la máxima comprensión posible la función que le es asignada. Así como también quiero decir que donde esto se realiza, el pueblo experimenta un gusto y un mayor deleite espiritual en las sagradas funciones, se enfervoriza su corazón, adquiere mayor estima, reverencia y devoción en los ejercicios de la piedad cristiana, y sobre todo se une al clero, cuya dignidad conoce mejor. Y por consiguiente, la caridad se difunde suavemente entre clero y pueblo y entre los fieles que lo componen por razón de la unanimidad de los santos afectos, de los religiosos sentimientos y de una comunicación espiritual por los que todos se sienten eficazmente unidos en un solo corazón, en una sola alma, como una sola familia cuyo Padre es Dios. ¡Cuánto contribuye todo esto a la difusión en los corazones de los fieles de aquel Espíritu que ora y pide con gemidos inenarrables! ¡Cómo ayuda a mantener al pueblo cristiano adicto a sus maestros en Cristo, sumiso y obediente al clero que lo debe guiar en el camino de salvación! 17. Se dieron otras causas de una tan dolorosa e infausta división. Pero dos, en modo especial, parecen haber sido las principales. *
[El n. 16 es todo él una añadidura 8. Rom. 8, 26-27.
manuscrita
y autógrafa.]
51
En los símbolos instituidos por Cristo y en los ritos añadidos por la Iglesia nos viene expresada y figurada toda la doctrina perteneciente tanto al dogma como a la moral del Evangelio, y en un idioma común a todas las naciones: la de los signos, que sitúan las verdades ante los ojos mediante representaciones visibles. Pero este idioma natural y universal exige, para ser plenamente entendido, que sus destinatarios posean antes en sí mismos el conocimiento de las verdades cuyo recuerdo se quiere suscitar en su ánimo. El pueblo cristiano tanto menos comprende y percibe los altos significados expresados por el culto cristiano, cuanto menos es instruido con la predicación evangélica. Por lo cual Cristo quiso que la enseñanza de la verdad precediese a las acciones del culto: antes de decir «bautizad las naciones», dijo a sus Apóstoles «instruidlas», Por consiguiente, la escasez de una plena y vital instrucción del pueblo cristiano (afectada por el prejuicio pagano arraigado en muchos según el cual es conveniente mantenerlo en una media ignorancia, o también que no es apto para recibir las más sublimes verdades de la Fe cristiana), constituye la primera razón del muro de división que se eleva entre él y los ministros de la Iglesia. 18. Dije plena y vital instrucción, ya que en cuanto a instrucción material quizás abunda más en nuestro tiempo que en otros. Los catecismos están en la memoria de todos. Los catecismos contienen las fórmulas dogmáticas, expresiones conclusivas más simples y más exactas a las que mediante los trabajos conjuntos de todos los Doctores que florecieron durante muchos siglos, éstos resumieron toda la doctrina del Cristianismo con admirable sutileza de entendimiento, especialmente asistidos por el Espíritu Santo presente en los Concilios y que siempre habla en la Iglesia extendido por doquier. Tanta concisión y exactitud en las fórmulas doctrinales constituye, sin duda, un progreso. La palabra se convierte toda ella y exclusivamente en verdad. Se traza un camino seguro a través del cual los instructores pueden hacer vibrar en los oídos de los fieles a los que instruyen -y sin mucho trabajo por parte de aquélloslos dogmas más recónditos y sublimes. Pero ¿constituye igualmente una ventaja que los maestros de las verdades cristianas puedan ser dispensados de un estudio personal y profundo de las mismas? Si se les ha facilitado el hacer llegar fórmulas exactas a los oídos de los fieles que instruyen, ¿se 52
ha facilitado igual~ente que dichas fórmulas penetren en sus mentes, que bajen hasta el fondo de sus corazones donde no pueden lle~~r si no es a t:avés de sus mentes? El hecho de la abreviación de la doctrina, el hecho de. que las ex~resiones de las que se ha revestid? ~sta doct~ma hayan, s.Ido llevadas a una perfección y a la ultlm~ exactitud dog~atlc~, y sobre todo, el hecho de ha"?erlas fijad? de modo mI?ovlble y, por decirlo así, hayan sido conv~rtldas ~n eXpreSI?neS micas , (. 'acaso ha motivado que sean mas accesibles a la .mteu ligencia común? Quizás no pueda. dudars~ que una. CIerta multiplicidad y variedad de expresiones sena un medio apto para introducir el conocimiento de. la verdad en las mentes de la multitud, ya que una expresión aclara a la otra, y ~l modo o forma que no es apto para un auditor, resulta admirablemente adaptado para otro. En suma, con la ayuda, por decirlo así, de toda la riqueza variada de.l idioma divino, ¿acaso no se intentan mejor todos los cammos, no se apremian todos los accesos por los cuales la palabra penetra en los espíritus de los auditores? ¿Acaso no es verdad qu.e ';lna única e inmovible expresión está privada tanto de movimiento como de vida, y deja también inmóvil la mente y. el corazón de quien la escucha? Un instructor que pronuncia lo que él mismo no entiende, por más escrupuloso que sea en rep~tir verbalmente lo que recibió en otra parte, ¿acaso no marnfiesta que tiene helados los labios y derrama escarcha en vez de irradiar el calor entre sus auditores? Las palabras y las sentencias, cuanto más perfectas y llenas son, tanto m~s requieren inteligencia para llegar hasta el fondo, tanto ma~ exigen sabias explicaciones. Ya que resultan para la multitud como el pan sólido para el estómago del niño: no lo digiere mientras no se le dé molido y triturado: Aquellas fórmulas, imperfectas si se quiere, que en otros tiempos se usaban para enseñar los dogmas cr~stianos, quizás ten~an en su misma imperfección esta ventaja: que no comurncaban al género humano la verdad entera y sólida, sino diríase más bien fragmentada en partes, y la explicación por extenso enmendaba el defecto -si lo habíade las expresiones. Unía y reunía las partes de verdad fragmentadas ún~camente en la expresión. Por no decir que era la verd~d misma la ,que se juntaba y unía en las mentes y en los ámmos de aquéllos en los que había penetrado, y por sí misma se construía y se completaba. Es cierto, la verdad no puede actuar en los espíritus si en vez de ella nos contentamos con su imagen muer53
ta, con las palabras que la expresan a buen seguro de modo exactísimo, pero cuya exactitud sirve poco más que para mover la sensación del oído, ya que aquellas palabras tropiezan y mueren en los oídos. Es verdad que cuando se trata de admitir a un niño en la celebración de los Sacramentos más importantes, se pide con solicitud que conozca los principales misterios. El niño recita las fórmulas y prueba así que los conoce. Aunque también se puede dudar de si el niño que pronuncia de memoria las palabras del catecismo, sabe algo más sobre aquellos misterios de lo que conoce otro que nunca ha oído hablar de ellos. ¿Hay que concluir que la introducción moderna de los catecismos ha sido más dañosa que ventajosa para la Iglesia? De ser así el efecto producido por una institución que de sí misma prometía tanto, sería sorprendente. Hay que afirmar de dichos admirables compendios de la doctrina cristiana, lo que el Apóstol decía de la ley de Moisés: «son sin duda santos, justos y buenos; son útiles en manos de quien sabe usarlos justamente».' Por lo tanto, el defecto está en el hombre, no en la cosa en sí. El catecismo moderno es una óptima invención en sí misma: debía aparecer en la Iglesia debido a la ley de progresión a la que está sujeto todo lo humano sostenido por la Iglesia. Puede hacerse fructificar admirablemente por maestros hábiles y espirituales. Que el clero reflexione sobre ello: se le pedirá cuenta del bien o del mal que habrá causado tanto ésta como todas las demás admirables instituciones con las que el Espíritu Santo enriquece continuamente la Iglesia del Verbo y que, muertas por sí solas, esperan la vida por obra de la sabiduría del clero. 19. Pero no solamente los ritos hablan al cristiano. A la expresión de la acción y a los signos visuales, Cristo en la institución del culto, y la Iglesia, añadieron signos auditivos, a saber, la palabra vocal: ésta, ya al principio, necesariamente, debió variar según las diversas naciones. No obstante, a fin de subsanar este impedimento para una pronta comunicación, la Providencia tenía preparado el imperio romano: formando una sola comunidad de innumerables naciones, había extendido la lengua latina hasta las extremidades de la tierra. Los pueblos llamados al Evangelio se hallaron con una lengua común por la que comprendían las palabras que acompañan, explican y, aun más, informan los 9. Rom. 7, 12; 1 Tim. 1, 8.
54
Sacramentos y los ritos. Por esta razón precisamente las palabras constituyen la forma de los Sacramentos: porque Cristo mediante signos más concretos, quiso hablar de modo totalmente claro a la inteligencia, y dirigiéndose a ella, actuar místicamente. Por lo que convenía que la virtud del sacramento no fuese inherente a la materia usada -de por sí misma muda y que no expresa nada de determinado-, sino a la palabra, que manifiesta a la mente el uso de aquella materia y el fin por el cual se usa. Así, el entendimiento recibía luz por el significado de las cosas que se le manifestaban, y fuerza por la gracia administrada en el sagrado rito. Y no es que la gracia del Sacramento sea impedida por la ignorancia de quien lo recibe sin comprender el significado de las palabras sagradas, ya que los Sacramentos obran ex opere operato: pero quien comprende su significado puede cooperar mejor a la misma gracia.* Ahora bien, las guerras y las mezclas de pueblos cambiaron los idiomas. De tal manera que la lengua de la Iglesia hace ya mucho tiempo que dejó de ser la lengua de los pueblos, y debido a un tan gran cambio el pueblo se halló en la obscuridad, dividido en la inteligencia respecto a la Iglesia que siguió hablando de él, a él y con él. A lo cual no puede responder mejor de lo que puede un peregrino errante en tierra extranjera donde no oye sino sonidos fuera de uso para él, y privados completamente de sentido. 20. Estas dos calamidades, la disminución de la instrucción vital y el cese del latín, cayeron contemporáneamente sobre el pueblo cristiano debido a una misma causa, a saber: la invasión de los bárbaros del norte en tierras meridionales. El paganismo y su espíritu penetró en lo más íntimo de la sociedad. La doctrina cristiana había dominado hasta entonces sólo a los individuos. La misma conversión de los emperadores no era otra cosa que la adquisición de individuos, ciertamente poderosos, pero individuos. Y en los destinos del cristianismo, a los que todo obedece, estaba escrito que la palabra de Cristo debía penetrar en la sociedad, debía juzgar las ciencias y las artes después de haber juzgado a los hombres, y que toda cultura, toda floración humana, todo vínculo social, sólo a partir de ella debía rebrotar de nuevo. Por consiguiente, la Providencia condenó la sociedad antigua a la destrucción y la arrasó desde sus funda*
[El período precedente
fue añadido por el autor.]
55
mentas. Para llevar a término un tal anatema, las hordas de los bárbaros, guiadas por los ángeles del Señor, no sólo arruinaron el imperio romano sucediéndose y cubriéndose unas sobre las otras, sino que trituraron incluso sus ruinas. Así se preparó un suelo despojado para el gran edificio de la nueva sociedad de los creyentes. Realmente, en el curso de la humanidad, la edad media es un abismo que separa el mundo antiguo del nuevo, los cuales no tienen más comunicación entre sí, de la que poseen dos continentes divididos por un océano interminable. En la balanza de la sabidu~ía divina, las dos calamidades, la de la ignorancia y la pérdida de la lengua de la Iglesia -calamidades que en aquellas circunstancias cayeron sobre los fieles-, pesaron menos que el bien que dicha sabiduría consideró en la destruccion radical de las instituciones sociales y de las costumbres de la idolatría. Mediante un tan terrible juicio, el Eterno aceleró el advenimiento sobre la tierra de una sociedad bautizada, también ella, con sangre, por decirlo así, y regenerada en la palabra del Dios vivo. 21. Si por estas dos calamidades Dios permitió que su Iglesia fuera herida por una tan amplia llaga, como es la división del pueblo cristiano y del sacerdocio en las funciones del culto ¿significa esto que la llaga sea incurable? ¿Será verdad que el pueblo en el templo del Señor -donde por institución primitiva no es sólo expectador, sino en gran parte actor-, debe conservar apenas nada más que una presencia material? Digo apenas, ya que resulta demasiado duro a un pueblo de inteligencia avispada tener que intervenir en ritos en los que no se siente implicado y que ni tan sólo entiende," Esta repugnancia en frecuentar las iglesias cristianas, da lugar después a una motivación injusta y por la cual la indiscreción humana llega a menudo a dar un sentido muy extra10. La institución de los Oratorias y de las Congregaciones marianas, fue obra de algunos santos que se dieron cuenta que la piedad del pueblo cristiano tenía necesidad de algún alimento particular, siendo insuficientes las funciones públicas de la Iglesia. Hombres severos que se atienen a teorías y que se fijan poco en las nuevas circunstancias, alzaron la voz contra dichas instituciones, igual como contra aquellas que, según su modo de ver, son nuevas en la Iglesia y desconocidas en la venerable antigüedad, y que les parecen como un deshonor para las funciones comunes de la Iglesia, como si éstas no bastaran, a pesar de haber sido siempre suficientes en los primeros siglos. Censores tan severos y tan atrevidos, empero, no piensan en el hecho de que las funciones sagradas se han con-
56
,
ño y lejano de la verdad a aquel compelle intrare del Redentor_ Si las naciones han sido hechas de manera que puedan ser susceptibles de curación, mucho más lo son los males de la Iglesia. Me parecería ser injurioso a su divino Autor, el pensar que respecto a aquéllos por los que oró a su Divino Padre a fin de que hiciera «de todos sus discípulos una sola cosa, como Él y el Padre eran una sola cosa»," permitiera después, que siempre durara un tal muro de separación entre pueblo y clero," y que el pueblo, para el cual ha nacido la luz del Verbo, asistiera a los más grandes actos de dicho culto, -iba a decir como asisten a él las estatuas y las columnas del templo-, sordo a las palabras que su madre, la Iglesia, le dirige en los momentos más solemnes cuando ella le habla y actúa en persona y en acto de Iglesia. Igualmente injurioso me parecería que el sacerdocio, segregado del pueblo casi diría a una altura ambiciosa en cuanto inaccesible, e injuriosa en cuanto ambiciosa, degenerase en un patriciado, en una sociedad peculiar, es decir, dividida respecto a la sociedad entera, con intereses propios, con leyes y costumbres propias. Tales pueden ser las deplorables consecuencias provenientes de un motivo pequeño en apariencia. Consecuencias a las que sería sometido inevitablemente el sacerdacio que no estuviera ya presente entre el pueblo, o lo estuviera sólo materialmente, mientras que en realidad se ausentara de la grande y popular comunidad de los fieles. 22. Ahora bien: si la llaga es curable ¿cuál será la medicina saludable? ¿y.quién la aplicará a la llaga? ** Por más que hayamos expuesto la desventaja proveniente del hecho de haber desaparecido del pueblo la comprensión de la lengua latina, no obstante, no pretendemos que convenga traducir a las lenguas vernáculas la sagrada Liturgia. No sólo la Iglesia latina sino también la griega y la orien-
vertido en inaccesibles al pueblo. Por otra parte, san Felipe Neri, san Ignacio y otros que se preocupaban del bien de las almas, son testimonios serios de la verdad de nuestras palabras. 11. In. 17, 11. * [Ha sido borrada la siguiente frase: «Y que todo lo que se dice Y se hace en la celebración de los divinos misterios resultara lleno de ficciones».] ** [El n. 22 Y el primer párrafo del n. 23 han sido añadidos completamente de nuevo, por lo que resulta evidente la obediencia de Rosmini a las disposiciones de la Iglesia de aquel tiempo.]
57
tal mantuvieron constantemente las liturgias en las lenguas antiguas en las que fueron escritas. Una sabiduría divina asiste a la Iglesia católica tanto en sus decisiones dogmáticas y morales como en sus disposiciones disciplinares. Adheriéndonas plenamente a una tal sabiduría," reconocemos que la desventaja de una lengua no comprendida por el pueblo en las sagradas funciones, es compensada por algunas ventajas, y que al querer traducir los sagrados ritos a las lenguas vernáculas, se chocaría con mayores dificultades y se aplicaría un remedio peor que el mismo mal. Las ventajas de la conservación de las lenguas antiguas son principalmente éstas: las antiguas liturgias representan la inmutabilidad de la fe; unen diversos pueblos cristianos en un solo rito y con un mismo lenguaje sagrado, haciéndoles sentir mejor la unidad y la grandeza de la Iglesia y su común fraternidad; una lengua antigua sagrada posee algo de venerable y de misterioso a manera de lenguaje sobrehumano y celestial, por lo que para los mismos paganos las lenguas antiguas se convirtieron en sagradas y divinas, y fueron mantenidas constantemente en sus ceremonias religiosas y plegarias solemnes; se infunde un sentimiento de confianza en quien sabe que ora a Dios con las mismas palabras con las cuales oraron durante tantos siglos innumerables hombres santos y nuestros padres en Cristo; otra ventaja es el hecho de que las lenguas antiguas estén ya adaptadas por obra de Ios santos para expresar convenientemente todos los misterios divinos. Las dificultades que se originarían al traducir la liturgia y las plegarias de la Iglesia a las lenguas modernas, además de la pérdida de las ventajas mencionadas, serían principalmente éstas: existen innumerables lenguas modernas, y por lo tanto, además de intentar un trabajo inmenso, se introduciría una gran división en el pueblo, disminuyendo así 'aquella unidad y concordia que tanto deseamos y que queremos inculcar con este librito. Las lenguas modernas son variables e inestables, por lo que aparecería inmediatamente un cambio continuo en las cosas sagradas 12. En la Bula dogmática Auctorem [idei, promulgada por Pío VI, se definió: «Propasito Synodi, qua cupe re se ostendit, ut causa e tollerentur, per quas ex parte inducta est oblivio principiorum ad liturgiae ordinem spectantium, revocando illam ad maiorem rituum simplicitatem, eam vulgari lingua exponendo et elata voce projerendo; temeraria piarum aurium ofiensiva, in Ecclesiam contumeliosa, favens haereticorum in eam conviciis. (Prop. XXXIII, et iterum LXVI).»
58
,
cuyo carácter es la estabilidad. No pudiéndose ponderar continua y suficientemente tantos cambios, éstos pondrían en peligro la misma fe. El pueblo, muy celoso de la uniformidad y estabilidad del culto sagrado, al que fue habituado de pequeño, sospecharía del cambio y le parecería que con el cambio de la lengua se le cambiaba la religión. Las lenguas modernas no siempre estarían convenientemente formadas para expresar todo lo que expresan de religioso las lenguas antiguas modificadas debidamente por el espíritu del cristianismo por obra de los santos. No he enumerado aquí todas las ventajas de las lenguas antiguas ni todos los inconvenientes de las modernas. Pero sólo lo que ya he señalado basta para demostrar plenamente que para obviar el daño de la separación indicada entre clero y pueblo en las sagradas funciones, no se puede aplicar el remedio consistente en introducir en las Iglesias otras lenguas diversas de las que se usan y que están consagradas por el uso de los siglos: es más, este remedio, como hemos dicho, sería peor que el mismo mal. 23. Excluido este camino, no quedan sino dos posibilidades: una es la de mantener tanto como se pueda el estudio del latín, difundiéndolo entre el mayor número posible de fieles, a lo que podrá contribuir en gran manera el mejoramiento de los métodos que hagan más fácil y breve la enseñanza. La otra es la de dar al pueblo cristiano una diligente explicación de las sagradas funciones, introduciendo también la costumbre de que los fieles que saben leer (todos deberían saber) asistan a los oficios eclesiásticos con libros adaptados en los cuales se lea en el lengua vernácula lo que en la Iglesia se recita en latín. ¿Pero quién, nos preguntamos, aplicará estos remedios saludables? El clero. Únicamente el clero católico puede, ante todo preparar, y después obtener la curación de las llagas que hemos señalado. Está confiado al clero el ejercicio de toda caridad laboriosa: en sus labios se halla la palabra de vida. Cristo se la puso para salvación de la humanidad. ~l es la sal, él es la luz, él es el médico universal. ¿Qué impide, pues, que la medicina no se preste solícitamente, no se aplique? Esto proviene de otra llaga de la Iglesia de la que brota no menos sangre que de la primera: es la insuficiente instrucción del mismo clero.
59
11. La llaga de la mano derecha de la santa Iglesia: la insuficiente educación del clero
24. La predicación y la liturgia eran las dos grandes escuelas del pueblo cristiano en los mejores tiempos de la Iglesia. La primera instruía a los fieles con palabras. La segunda, con palabras y con ritos. Y entre ellos, instruía principalmente por medio de los que su divino Fundador enriqueció de manera particular con efectos sobrenaturales, a saber: el Sacrificio y los Sacramentos. Ambas instrucciones eran totales: no iban orientadas sólo a una parte del hombre, sino a todo él. Como decíamos, lo penetraba, y lo conquistaba. No eran palabras dirigidas sólo a la inteligencia, ni símbolos que no tuvieran más virtud que sobre los sentidos. Sino que, sea a través de la mente, sea a través de los sentidos, ambos ungían el corazón e infundían en el cristiano un alto sentimiento en relación a todo lo creado. Sentimiento misterioso y divino que era activo, omnipotente como la gracia que lo constituía, ya que las palabras de la predicación evangélica provenían de santos que derramaban sobre sus auditores aquella abundancia de espíritu de la que ellos rebosaban. Y los ritos, de suyo ya eficaces, lo eran mucho más debido a la buena y óptima disposición de los fieles preparados a recibir los efectos saludables de la palabra de los Pastores, y también por razón de la clara comprensión de todo lo que se hacía y de lo que ellos mismos realizaban en la Iglesia. De tales fieles surgían los sacerdotes. ~stos comunicaban a la Iglesia, que los elegía para el alto honor de ministros suyos, una doctrina preparatoria, tan grande como la fe que habían alcanzado junto con el común de los fieles en la misma acción de la plegaria y contemporáneamente a la visita divina, es decir, de la gracia. Lo cual les hacía conocer y sentir íntimamente en toda su amplitud la sublime religión que profesaban. Ciertamente, conociendo el pueblo del que provienen, se puede ya hablar de los ministros del Santuario. Y con el solo conocimiento de los fieles de los primeros tiempos y de sus santas asambleas, nos bastaría para saber cómo debían ser sus sacerdotes. Así se explican los pasajes que aparecen ante nuestros ojos como prodigios inexplicables y por los 61
que a veces un simple laico aclamado por los gritos de la multitud como pastor suyo, y negándose él en vano, se convertía en pocos días en obispo consumado: cosa nada extraña en la antigüedad que nos legó tantos ejemplos como el de san Ambrosio, san Alejandro, san Martín, san Pedro Crisólogo y otros tantos, elevados sin más del humilde estado de simples fieles y de la vida oculta u ocupada en la dirección de cosas profanas, al episcopado. Estos, tan pronto eran colocados sobre el candelabro, irradiaban un maravilloso resplandor sobre toda la Iglesia. 25. En virtud de la misma ley, también nuestros clérigos son tales cuales son nuestros fieles. Ya que, comúnmente hablando, no pueden ser de otra manera proviniendo de cristianos que en )as sagradas ceremonias quizás nunca han entendido cosa alguna, y que han intervenido cual expectadores extranjeros presentes en una escena sobre la que no saben muy claramente que se trata de sacerdotes. Estos quizás nunca tuvieron el sentimento de la propia dignidad de miembros de la Iglesia. Nunca concibieron ni experimentaron aquella unión en un solo cuerpo y en un solo espíritu, en la que clero y pueblo se prostran ante el Omnipotente y tratan con Él y Él con ellos. Quizás muchos siempre han considerado también al clero como una porción privilegiada y envidiable, porque vive de lo que proviene del altar, como una clase de superiores sin distinción por respecto a cualquier otra superioridad laical, como un todo en sí, y no como la porción más noble de la Iglesia de la que los laicos son miembros menores de un cuerpo que debe ser digno de una única acción, que tiene una única voz para orar, un solo sacrificio por ofrecer, una única gracia derivada del cielo. De todo esto proviene aquel dicho tan común de que las cosas de iglesia son cosas de curas. ¡Por dónde se empezará a instruir y formar un verdadero y noble pensar sacerdotal con alumnos que se acercan a la escuela de la Iglesia tan desmantelados! Despojados de las primeras nociones que deberían suponerse adquiridas y de las que la educación eclesiástica no debería ser otra cosa que un desarrollo progresivo, no tienen ni idea de lo que significa ciencia del sacerdote, no saben lo que quieren al desear llegar a ser sacerdotes y no saben qué emprenden al entrar en la escuela del santuario. 26. Tal defecto de preparación conveniente por parte de los que se agregan al clero para recibir la educación de sa-
62
cerdotes, es más deplorable de lo que parece a primera vista. Ya que no se puede edificar donde no hay terreno firme máxime tratándose de una doctrina como la del sacerdote católico que an:es. supo~e necesariamente al cristiano, ya que el estad~ de cristiano VIene a ser como el primer grado del sacerdocIO. Por lo que los alumnos del santuario introducen consigo en él una falta absoluta de ideología eclesiástica si no las ideas de este .mundo muy bien aprendidas, precisamente porque no tuvieron otra escuela auténtica en sentido contrario. Y con las ideas traen el espíritu mundano que se oculta por algún tiempo bajo la ropa negra, juntamente con costumbres no superadas. Esto alude a los superiores, los cuales no se dan cuenta que ello no basta a la Iglesia de Cristo, quien vino a llenar de sí mismo todas las cosas y mucho más las mentes de los sacerdotes destinados a conoce; .y hacer conocer a los otros todo lo más grande de la religión que debe conquistar y salvar a la humanidad e~t~ra. Y en cambi~, la pobreza y miseria de ideas y de sent~mIentos .que. constrtuye el aparato y la semilla de la institucIón. eclesiástica moderna, no da como fruto sino sacerdotes q~e Ignoran lo que es el laicado, el sacerdocio cristiano y el vlI~c~lo entre uno y otro. Tales ministros de espíritu raqUltICO, de mente engreída, son los que más tarde, cuando son adultos, sacerdotes y cabeza de las iglesias, educan a otros sacerdotes que resultan todavía más flacos y mezquinos que ellos. Y a su vez, se convierten en padres e instructores de otros, necesariamente decrecientes de edad en edad y~ que ~{eldiscípulo no es mayor que el maestro»,' hasta que DIOS m.Ismo no mande su ayuda sintiendo misericordiosa compasión de su amada Iglesia.' 27. No hay duda de que sólo los grandes hombres pueden formar a otros grandes hombres. Y éste era precisamente el valor de la educa~ión antigua de los sacerdotes, dirigida como era por ~o.s,mas grandes hombres que tuviera la Iglesia. En contraposición, por lo tanto, hay que insistir en la segunda causa de la educación insuficiente de los sacerdotes modernos. En los primeros siglos, la casa del obispo era el semina1. Mat. 10, 24. 2.. Hay que advertir que no desconocemos con todo esto, que también en nuestros tiempos tenemos óptimos sacerdotes, pero hablam.os sólo con el deseo de que éstos aumenten. [Esta nota ha sido añadida por el autor al texto corregido.]
63
rio de los sacerdotes y diáconos. La presencia y la vida ~anta de su prelado, resultaba ser una lección candente, cont,mua, sublime, en la que se aprendía conjuntamente la te0I1:a en sus doctas palabras y la práctica en su~. asiduas oCUpaCI?,neS pastorales. Y así, se veía cre~er magníficamente a .los Jovenes Atanasios junto a los Alejandros. Junto a los Sixtos, los Lorenzos. Casi cada gran obispo preparaba de entre su f~milia alguien digno de sucederle, un heredero d~ s~s ~eritos de su celo de su sabiduría. A este modo de institución se d~ben todos' aquellos grandes Pastores que hici~ron tan admirables, tan felices los primeros siglos de la Iglesia, mod? grande y perfecto de institución por la que el sagr~do deposito de las divinas y apostólicas enseñanzas, a traves de .una tradición familiar, fluía fielmente de boca en boca. DIcha institución era también apostólica ya que los Ireneos, los Pantenos, los Hermes y tantos otros, habían obt.enido su sabiduría de los discípulos de los Apóstoles, d~l mismo x:nodo como los Evodios, Clementes, Timoteos, Titos, Ignacios, Policarpos habían sido instruidos a los pies de los Apóst?les, para usar una frase de la Escritura. Entonces. se. cr.eIa en la gracia, se creía en que las palabras del pasto~ mstl~u~do por Cristo como maestro y go.ber~an~e .de la Igles~a, recibían del divino Fundador una eficacia umca y partIcul~r. Por esta fe, adquiría nervio y vida s?b.renatural la do~trma comunicada y se esculpía en los ammos de modo mdeleble. Todo inducía a hacerla operante: la dulzura de la palabra, la santidad de la vida, la compostura y gravedad de las formas, la profunda persuasión del hombre sublime que la administraba. . . «Recuerdo», explica Ireneo hablando de su pnmera m~trucción preparatoria bajo el gran Policarpo, «rec~erdo -dIce- cuanto sucedió entonces, y lo recuerdo mejor q~e lo que sucedió más tarde; ya que las c?sas q~e se apr.endIeron en la infancia nutriéndose, por decirlo aSI, y creciendo en el espíritu con la edad, no se olvidan nunca más. De manera que podría todavía señalar el lugar .donde se sentaba el bienaventurado Policarpo cuando predicaba la palabra de Dios. Tengo aún presente y vivo en el espíritu la grav~dad con la que él entraba y salía dondequiera que .anduviera, cuál era su santidad en toda la conducta de su vida, la majestad que brillaba en su rostro ~ en toda la compostura exterior de su cuerpo, las exhortaciones con las q~e ahme?-taba a su pueblo. Y paréceme todavía oírlo exphcar que él
64
había conversado con san Juan y con muchos otros que habían visto a Jesucristo y también las palabras que él recogió de sus labios y los detalles que les habían sido narrados por el divino Salvador, sea sobre sus milagros, sea acerca de su doctrina. Y todo lo que él decía era plenamente conforme a las divinas escrituras, tratándose de cosas que venían referidas por los que habían sido testimonios oculares del Verbo y de la palabra de vida. Es verdad que por la misericordia de Dios, yo escuchaba todas estas cosas con interés y con ardor y las grababa no sobre las tablillas, sino en lo más profundo de mi corazón. Dios me ha hecho siempre la gracia de recordarlas y revivirlas en mi ánimo».' 28. Tal era el modo de educación sabia y eficaz por la que los grandes obispos educaban por sí mismos al propio clero de manera que resultaba un conjunto de grandes hombres, a saber, muy conscientes del propio carácter y llenos, si me es lícito expresarme así, del sacerdocio. No es necesario que diga ¡qué grado de unión entre el pastor supremo y el resto de los eclesiásticos discípulos suyos, hijos suyos, procuraba tal educación! Las expresiones alto y bajo clero resultaban, en aquel entonces, inauditas. No fueron pronunciadas sino mucho más tarde. Esta singularidad de ciencia, esta comunicación de santidad, este modo de vida, este intercambio de amor que el obispo primitivo transfundía en su joven clero renovándose él mismo como maestro, pastor y padre, ni que decir tiene qué orden armonioso y admirable creaba en el gobierno de la Iglesia, qué dignidad añadía al sacerdocio, a este cuerpo tan unido y compacto, y qué fuerza saludable creaba sobre los pueblos. Escogido y educado así, incluso un clero escaso suplía ampliamente las necesidades de las iglesias. El grado de simple sacerdote pasaba a ser tan venerable y elevado, que no había quien no le pareciera ser altamente honrado al ser integrado en él, por más grande que hubiera sido antes en el mundo. Para los pueblos y las iglesias, era objeto de atención cualquiera que fuera destinado al presbiterado por el propio obispo: • 3. Este fragmento de una carta que el santo obispo escribió a Florino para retraerlo de sus errores, es referida por EUSEBIOen la Historia ecclesiastica, lib. V, cap. 20. 4. Para conocer cuánta importancia se daba al grado de simple sacerdote, basta recordar las palabras con las que los mártires de Lyon se expresan en la carta al papa Eleuterio. Puesto que había sido encargado san Ireneo de esta embajada, entonces simple sacer-
re
17. S
65
esta dignidad del presbiterado, llena de veneración, hacía que resplandeciera más la del episcopado, levantada sobre tan sólida base. Y el sacerdote, de este modo, se hallaba entera, afectivamente y, casi diría por naturaleza, sujeto al obispo.' 29. No causa maravilla el hecho de que aquellos muy santos obispos reservaran celosamente para sí la enseñanza de los clérigos, cuando incluso la del pueblo con suma dificultad y muy raramente se decidían a confiarla a otras manos.' Eran conscientes de que Cristo les había confiado todo dote, en dicha carta con la que viajaba lo recomiendan al Papa de este modo: «Os suplicamos que lo consideréis como un hombre totalmente lleno del celo por el testimonio de Jesucristo. Es precisamente bajo este título que os lo recomendamos. Ya que si creyéramos que el grado y la dignidad pueden conferir justicia y virtud,. os lo recomendaríamos más bien como sacerdote de la Iglesia, puesto que lo es» (EUSEBIO,op. cit. lib. V, cap. 3). Resulta evidente a todo el mundo que, en nuestros tiempos no sería éste el estilo con el que se recomendaría al Papa un sacerdote. En cuanto al interés que los pueblos y la Iglesia ponían en la ordenación de un nuevo sacerdote, bastará recordar los rumores surgidos en ocasión de que los más célebres obispos de Palestina, entre otros Teotisto de Cesárea, y san Alejandro de Jerusalén, ordenaran sacerdote al gran Orígenes. San Jerónimo atribuye estos rumores a la envidia de Demetrio, obispo de Alejandría. ¡Ser ordenado de sacerdote hoy en día no sería ciertamente objeto de tanta envidia y de tanta conmoción! 5. En las cartas de san Ignacio a diversas iglesias, se recomienda en modo especial esta unidad y sumisión del pueblo y del clero a su obispo. En la carta a los Tralianos, los alaba por la perfecta sumisión a Polibio, su obispo, cuyo elogio pronuncia. Dice de él «que es un espejo de aquella caridad que reina en sus discípulos; sólo su porte exterior es ya una gran instrucción: su fuerza la constituye su dulzura extrema, de manera que resultaba difícil a los mismos impíos, no respetarlo». Escribiendo después a la Iglesia de Magnesia, alaba de manera especial a sus sacerdotes por el hecho de ser tan sumisos ea su obispo Dámaso, aunque sea de muy joven edad». En la carta a los Efesios, después de haber sido llevado al cielo el santo obispo Onésimo, los alaba en gran manera porque «todos estaban estrechamente unidos a él, y sobre todo «el presbiterio (presbutérion), es decir, el clero, y porque la gracia les hacía concordar en Jesucristo en perfecta armonía, con los sacerdotes y con el obispo, partiendo todos juntos un mismo pan, que, cual remedio saludable, nos da la inmortalidad y nos preserva de la muerte». 6. Resultó un honor extraordinario para san Juan Crisóstomo, que san Flaviano obispo de Antioquía, le confiara la instrucción de su pueblo. Estos ejemplos no eran comunes en la Iglesia. Los primeros obispos que permitieron a simples sacerdotes predicar el Evangelio, fueron movidos a ello por la virtud y sabiduría extraordinaria de
66
el rebaño, es decir, clero y pueblo a la vez, y de que ~l había puesto la palabra en sus labios y había unido particularmente a su carácter la misión y la gracia. 30. Con estos sentimientos y con estas costumbres del clero, la religión del Crucificado triunfó de los tiranos y de los herejes, y su cabeza invisible le destinaba otra victoria no menos preciosa sobre la impetuosa barbarie. Como ya indiqué, al mandar a los bárbaros del norte a destruir desde sus cimientos la vieja sociedad, la divina Providencia se proponía manifestar al mundo la fuerza de la palabra de Cristo que sobrevive a la destrucción de los imperios y de todas las obras de los hombres, siendo capaz de recomponer la vida, incluso a partir del esqueleto y del polvo, y de recrear la sociedad aniquilada y en forma digna de la misma Providencia. Debe notarse que cuando los hombres, sociales por esencia, rotos todos los vínculos que los unen conjuntamente, humillados, dispersos, sin recursos, sin esperanzas, naufragan, por decido así, en la inmensidad de un océano de desventuras, entonces recurren, en virtud de un impulso natural y como última y única tabla de salvación, a la ayuda de potencias sobrenaturales: entonces se vuelven y se concentran en la religión, idea extraordinariamente dulce para todos los desventurados y a cuyos ojos hace resplandecer de nuevo una esperanza que lo promete todo en la pérdida de todo, ya que es grande como la misma Divinidad. Por lo tanto, la religión -cuyo sentimiento precede a todo desarróllo de cualquier medio e institución social y sobrevive a la destrucción de las mismas-, apareció siempre a la cabeza, por decido así, de los pueblos que nacen o que resucitan de su aniquilamiento. Esta disposición saludable que ya al inicio de las naciones hizo de toda cultura, de toda vinculación social una hija de la religión, debía ser preparada en el tiempo destinado por la Providencia, a saber, en el Medioevo, incluso para el Cristianismo. Todo ello a fin de que la única éstos. El talento de san Agustín, indujo al obispo de Cartago, Valerio, a confiarle la instrucción del pueblo. Así como también el talento ae Crisóstorno, indujo a san Flaviano a hacer lo mismo. Igualmente podemos decir de la célebre escuela de Alejandría, fundada bajo san Marcos, y en la que siempre se tuvieron como maestros, a hombres extracrdinaríos en doctrina y santidad. ¡Entonces sabíase muy bien cuáles son los hombres dignos de enseñar al mundo, y principalmente de enseñar la doctrina de Cristo! ¿Por qué desventura no se siente ya más la fuerza de una máxima tan auténtica y tan saludable?
67
y verdadera religión no fuera inferior en sus efectos a las falsas e imperfectas, a fin de que si éstas habían contribuido también admirablemente a la unión social y al progreso de los pueblos por el hecho de poseer alguna partícula de verdad, la otra apareciera tanto más provechosa, cuanto que contenía en sí misma una verdad completa, una revelación pura y plena, una gracia redentora. Por consiguiente, los pueblos sacudidos y oprimidos por las calamidades temporales, acudieron a los brazos salvadores. de aquella religíón en la que ya habían reconocido tanta dignidad en el orden de las cosas espirituales y divinas. Entonces, por vez primera, solicitaron de ella incluso un socorro humano. Y las tiernas entrañas de la madre universal de los fieles, por aquella caridad con la que había nacido, se conmovieron ante las necesidades de los pueblos abatidos, deshechos, por decirlo así, y fue para ellos consuelo, escudo y guía. Entonces, el clero, sin saber cómo, se halló a la cabeza de las naciones. Y habiendo cedido a la invitación irresistible de la caridad que le apremiaba y le urgía para que socorriera a la sociedad desbordada, se halló, debido a una consecuencia imprevista, como padre de las ciudades huérfanas, y gobernante de los asuntos públicos abandonados: fue entonces cuando la Iglesia en seguida se encontró llena a rebosar de honores y riquezas del mundo, las cuales la desgarraron, diríase, con el propio peso, del mismo modo que las aguas del mar penetran en un nuevo seno abierto en la tierra, al retirarse el continente. 31. Esta nueva ocupación del clero, que apareció en el siglo VI, resultaba infinitamente gravosa y molesta para aquellos muy santos prelados que se daban cuenta de que la I~lesia era oprimida por la suma de bienes terrenos, perdiendo aquella pobreza preciosa que los antiguos Padres habían recomendado tanto; y al mismo tiempo eran agobia7
7. Ni será desagradable ni inoportuno para nuestros tiempos que aduzca como prueba de lo que digo, un pasaje insigne del gran Orígenes. Lo refiero únicamente cual monumento histórico, y como tal no podrá ser rehusado. En él aparece de qué modo en aquellos tiempos, los más insignes hombres de la Iglesia pensaban relativamente en la pobreza y en la libertad del clero. Orígenes, aquel gran instructor de obispos y de mártires, en una de las homilías o catequesis que predicaba públicamente en Alejandría, aprovechando la ocasión de tener que hablar sobre los sacerdotes, a quienes el rey de Egipto había dado tierras, se manifestó con estos nobles sentimientos:
68
dos por la mole de preocupaciones mundanas que apartaban a su espírit1;1de la contemplación de las cosas divinas, y les robaba su tiempo precioso y sus fuerzas necesarias para comunicar la palabra de Cristo a los fieles, para la educación del clero y para la asiduidad en las plegarias públicas y privadas. San Gregario Magno, que gobernó la Iglesia precisamente en aquel siglo, era inconsolable ante los peligros que veía comportaba necesariamente esta nueva carrera que se abría a la Iglesia. Y en sus cartas, no dejaba de lamentarse y de l,lorar por las duras ~ircunstancias de su tiempo, en el que el debla ser el guardián de las arcas, es decir, el tesorero del ~mp.erador, en vez de hacer de obispo, y así «bajo las apariencias de la administración eclesiástica, debía ser arrollado por las olas que frecuentemente sumergen a este siglo».' Esta frase la repite muchas veces, entre otras en una carta que escribe a Teotista, hermana del emperador Mauricio, en la cual para mostrarle su presente infelicidad, empieza a des«El ~eño: no da. a sus sacerdotes porción alguna sobre la tierra, ya que el mismo quiere ser su porción: ésta es la diferencia entre unos y otros. Fijaos bien en esto, todos cuantos ejercéis el oficio sacerdotal. Daos cuenta de que no sois antes sacerdotes del Faraón que del Señor. El Faraón quiere que sus sacerdotes posean tierras, que se ocupen más de las tíerras que de las almas, y que se dediquen a la tierra antes que a la ley de Dios. Y Jesucristo ¿qué ordena a sus discípulos? «Quien no renuncia a todo 10 que posee, dice El, no puede ser mi discípulo.» Tiemblo al pronunciar estas palabras. Ya que me acuso antes que todos, y pronuncio mi propia condena. ¿En qué estamos pensando? ¿Cómo nos atrevemos a leer estas verdades y proc1amarlas al pueblo, nosotros que no sólo no renunciamos a 10 que poseemos, sino que además queremos adquirir lo que no poseíamos antes de convertimos en discípulos de Jesucristo? Si nuestra conciencia nos condena, ¿podemos acaso ocultar, por esta razón, 10 que ha sido escrito? ¡No quiero hacerme culpable de un segundo delito! Sí, lo confieso, y 10 confieso ante todo el pueblo: he aquí 10 que el Evangelio contiene, he aquí 10 que todavía no puedo decir que haya puesto en práctica. Pero al menos, ya que conocemos cuál es nuestro deber, apliquémonos desde este momento a cumplirlo: apliquémonos en dejar de ser sacerdotes del Faraón, para convertirnos. en sacerdotes del Señor, como Pablo, como Pedro, como Juan, los cuales no poseían ni oro ni plata, no obstante, poseían tales riquezas, que la entera posesión de la tierra no se las hubieran podido dar» (In Genes. Hom. XVI). Un pasaje tan claro no necesita comentario: todos saben de qué modo ejemplar Orígenes profesó la pobreza. 8. Epistulae, lib. XI, epist. 1. «Nos enim sub colore ecc1esiastici regiminis, mundi huius [luctibus volvimur, qui [requenter nos obruunt,»
69.
cribirle la paz de que disfrutaba en su vida humilde de monje, antes de ser elevado al pontificado: «Bajo el color del episcopado, he vuelto al mundo: ya que en la condición actual del oficio pastoral,' debo ocuparme de tantos afanes terrenos, que no recuerdo haberme ocupado nunca de tantos en la vida laical. He perdido los elevados placeres de mi paz. y mientras internamente he decaído, externamente parece que haya subido. Por lo que me compadezco a mí mismo, alejado como estoy de la faz de mi Creador. Ya que todos los días me esforzaba para salir del mundo y de la carne, para alejar todas las imaginaciones corpóreas de los ojos de mi mente, y contemplar incorpóreamente los goces superiores. Y no sólo con palabras, sino con la médula del corazón exclamaba anhelando a Dios: "Te dijo mi corazón: he buscado tu faz: tu faz, Señor, seguiré buscando" (Salmo XXVI). Y no deseando nada de este mundo, sin ningún temor, me parecía hallarme en lo más elevado de todas las cosas. De tal modo que casi creía realizado ya en mí, lo que había aprendido de la promesa del Señor, hecha por su profeta: "Te elevaré por encima de las alturas de la tierra" (Isaías 58). Puesto que, quien mediante el desprecio interior de la mente, pasa por encima de lo que en el tiempo presente parece alto y glorioso, es elevado sobre las alturas de la tierra.» Así, después de haber descrito de modo elevado la dulzura de la vida privada dedicada a la contemplación, llñade. aludiendo al cargo episcopal que le fue impuesto: "Pero de repente, empujado por el torbellino de esta tentación, caí de lo más elevado de todas las cosas, en temores y angustias, ya que a pesar de no temer nada para mí, mucho temo para los que me han sido confiados. Por todas partes me siento agitado por las olas de los litigios y sumergido por la riqueza, y qué justamente exclamo: "Estuve en alta mar y la borrasca me ha engullido" (Salmo LXVIII). Deseo penetrar de nuevo en el corazón después de los quehaceres, pero soy apartado de él por los vanos tumultos de las preocupaciones, y no puedo volver a él. Por lo tanto, se ha convertido en algo lejano para mí lo que hay dentro de mí mismo, de tal manera que no puedo obedecer la voz profética que gritaba: Volved, prevaricadores, al corazón (Salmo XXXVIII).» De
este modo sigue lamentándose largamente el santo Padre, porqu~ «entre las preocupac~ones terrenas no sólo no puede rese~Ulr con la mente los milagros del Señor, sino tampoco predIcarlos con la palabra», y oprimido en su dignidad por el tumulto de los quehaceres mundanos, se ha convertido en uno de aquellos de quien se escribió: «los has hundido en lo que se exaltaban» (Salmo LXXII).'· 32. Así, la divina Providencia, nunca engañada por los acontecimientos, obtuvo lo que quiso: hacer penetrar la religión de Cristo en la sociedad, o mejor, crear una sociedad nueva, cristiana. En aquellos siglos de la edad media, la religión de Cristo penetró en todas las partes de la sociedad, y se esparció en ella cual aceite balsámico sobre llagas gangrenadas. Infundió una nueva valentía, una nueva vida en el género humano aturdido, abatido, postrado bajo siglos de desastres. Ella lo acogió bajo su tutela materna; y él, envejecido, después de un cambio admirable, cansado por pruebas largas y crueles, se vio retornado a la edad de la primera infancia: La religión educó a éste su discípulo, nacido de su divina caridad. Y entonces, una nueva semilla fue lanzada sobre la tierra, semilla que fructificó en l'as modernas instituciones civiles. Me refiero a la semilla de una justicia PlÍblica .-cosa inaudita en el mundo antiguo-, cristiana por esencia, a la que todas las pasiones humanas intentan infatigablemente, ofuscar, pero que, no obstante, siempre brillará, Ya que la providencia del Rey supremo, se comprometió a conservar su obra; aquella providencia que, habiéndolo dispuesto todo según su parecer, tiene un solo fin: la gloria máxima del Predilecto del Eterno, los destinos gloriosísimas del reino heroicamente por él conquistado. De lo cual derivó lo que muy bien podía esperarse: que los jefes de las nuevas naciones hijas del Evangelio, demostraran sentir en sí mismos toda la fuerza de aquella religión que constituía sus nuevos Estados y consagraba sus nuevas coronas, y por lo tanto, dieran a contemplar en sí mismos, ejemplos inauditos de virtud cristiana. Esto explica por qué la Edad Me-: dia fue una época en la que reinaron casi tantos santos ilustres cuantos eran los soberanos sobre los tronos de Europa, y para los cuales ser hijos y tributarios de la Iglesia, consti-
9. Esta frase, «ex hac moderna pastoralis oiiicii continentia», demuestra cómo el embarazo causado por los asuntos seculares era un peso nuevo, al que el episcopado no había estado sujeto hasta entonces.
10. Epistulae, lib. 1, epist. 5. Se pueden constatar los mismos lamentos del santo Pontífice, en todas las cartas del libro 1 en la carta 121 de libro IX, y en la carta 1 del libro XI. '
70
71
tuía la gloria más hermosa. Igualmente, constituía una preocupación continua, y era una ocupación de toda la vida, llegar a saber y poder dominar la fuerza, feroz de por sí, con la mansedumbre del Evangelio recibido ávidamente de los labios de los obispos, y por el que obtenían la equidad de las leyes y la espléndida piedad de las acciones reales. Esto muestra también, la razón por la cual mientras los reyes se hallaban en el camino de la santidad, el clero, por el contrario, andaba por el de la corrupción en el que finalmente fue derribado. 33. El clero, que había empezado con dolor y lágrimas a enredarse en quehaceres temporales, y a verse rodeado de los despojos del mundo que venía a menos, comenzó muy pronto, debido a la condición de la naturaleza humana, a aficionarse a ellos; y por causa de las ocupaciones que le cayeron encima -y en las que era principiante y aún no adiestrado en saberse librar de los peligros que traían consigo- olvidó, poco a poco, las costumbres pacientes y es-· pirituales propias del gobierno pastoral, y asimiló demasiado la brutalidad y materialidad de las administraciones profanas: se complació en mezclarse con los nobles, imitando y emulando sus maneras. Desde aquel momento, le desagradó la convivencia con el pequeño rebaño de Cristo. Desde entonces, sus más preferidas ocupaciones fueron la administración política y económica, y siendo así, no le fue difícil persuadirse mediante argumentos sofistas -que no faltan nunca a las pasionesde que aquéllas eran las ocupaciones más importantes para la Iglesia. Entonces los obispos se descargaron y traspasaron al clero inferior la instrucción del pueblo y las ocupaciones pastorales, que habían pasado a ser una carga molesta, o al menos, incumbencias de segunda categoría. Y así nació la institución de las parroquias, que en el siglo x se empezaron a introducir también en las ciudades bajo la vigilancia del obispo, institución que, por otra parte, considerada en sí misma, es laudable y significa un progreso. Como consecuencia, las casas de los obispos, dejaron de ser escuelas florecientes de sabiduría eclesiástica y de santidad para los jóvenes alumnos que crecían como esperanza de la Iglesia, y se convirtieron en otras tantas cortes principescas llenas de militares y de cortesanos. El celo ardiente y apostólico, y la meditación profunda o la exposición de las palabras divinas, no constituían ya el ornamento de aquellas casas. Su gloria suprema fue la de
72
aparecer como un freno para la altivez militar y un libertinaje moderado. Y así se abandonó insensiblemente el ministerio pastoral de los pueblos en manos del bajo clero como tal, de manera que, poco a poco, los párrocos aparecieron ante los ojos de la gente como los pastores y se olvidó que el obispo era pastor," el que verdaderamente, por institución de Cristo, es el único Pastor. Después, el bajo clero y los obispos se fueron separando mutuamente cada vez más, ya que tenían ocupaciones muy diversas y casi contrarias unos respecto de otros. Cesó la costumbre de la vida en común, los encuentros de intercambio se hicieron raros y lo más breves posible, ya que resultaban molestos para las dos partes. ¡Qué molesta resultaba la conversación de dos clases demasiado separadas entre ellas! La veneración y el amor filial de los sacerdotes se convirtió en tímida sujeción. Como que la autoridad tierna y paterna de los obispos tomó aires de superioridad, mezclada, ya de desprecio burlón, ya de compasión, el clero inferior resultó así desacreditado ante la opinión popular, mientras que el clero superior adquiría un lucimiento más aparente que real." ¿Causará maravilla que en la clase sacerdotal, de tal modo degradada, hallara la puerta abierta toda clase de chapucería, y que el carácter sacerdotal apareciera innoble ante sí mismo, después de ser considerado como tal ante los ojos de la gente? Es cierto que las ocupaciones de la predicación y la cura de almas dejadas, casi totalmente como he dicho, en manos del clero inferior, podían colaborar a salvarlo del abismo, tratándose de ocupaciones santas por esencia. Pero desde el momento 11. Por esta razón, así como hasta el tiempo de san Gregario. cuando se hablaba de "Ciencia pastoral» se entendía la ciencia del obispo, así también en nuestros seminarios en los que se enseña la Pastoral. bajo este nombre se quiere expresar la ciencia de los párrocos, de modo que el obispo, en aquellos libros de "Pastoral» no se menciona ni poco ni mucho. Mas el hecho de usar el nombre de Pastor únicamente para indicar el párroco, excluyendo al obispo, deriva principalmente de los Protestantes. los cuales han exterminado el episcopado, ya que éste había abandonado los signos por los que debía ser reconocido como institución de Cristo, es decir, las incumbencia s Que Cristo les confió. Y por consiguiente, la ignorancia del pueblo, hizo perder la idea de obispo. Tal ignorancia fue principio v fundamento del error de los Protestantes que se separaron de la Iglesia por la herejía. 12. Todo cuanto aquí decimos. hemos dicho y diremos, lo decimos hablando en general: hay excepciones, ya que en la Iglesia, siempre hubo obispos muy santos. Queremos advertirlo una vez y para siempre.
73
en que el grado más alto del sacerdocio brillaba ante los ojos ataviado casi de nada más que de opulencia y de poder, el simple sacerdote naturalmente dirigía también él su mirada hacia aquellos bienes envidiando a su obispo. Y por consiguiente, la palabra de Dios, el Sacrificio y los Sacramentos sirvieron para un triste comercio en el que se renovaba, mil veces cada día, la venta del divino Maestro por obra del discípulo traidor. Por la misma razón, los sagrados ritos, las devociones, las plegarias y los mismos dogmas, fueron apreciados, predicados y administrados al pueblo, por razón de lo que rendían al sacerdote. Y así, el pueblo que había permanecido ignorante de tantos aspectos de la sabiduría cristiana, conoció siempre perfectamente las doctrinas especiales de los sufragios, de las bendiciones, de los preceptos de la Iglesia, de las indulgencias, que traían consigo una ganancia para los ministros del altar. Supo aún más cosas, sobre estos particulares, de las que contenía la doctrina cristiana. Siguiendo este proceso, los sacerdotes llegaron a un tal envilecimiento, que ya no se consideró que fuera digno que el obispo se rebajara a pensar en ellos y se fastidiase con molestos afanes en orden a una educación que no les era ya más necesaria. Los vicios rebasaron los límites. Se pensó en poner remedio con leyes y con penas, es decir, con medios legales más propios de los gobiernos temporales que del eclesiástico; aquellos medios, sin destruir la raíz moral de los males, los mantienen por algún tiempo y por la fuerza en los propios cauces a fin de que no irrumpan en una inundación universal. Pero finalmente, rotas las barreras, toda la Iglesia resultó inundada. Y amenazada su fastuosidad profana, fue abatida y arrollada su misma grandeza temporal por aquellas olas inmensas. Entonces la madre de los creyentes resultó desconocida para sus hijos, y pueblos enteros huyeron de su faz que permanecía como oculta a sus débiles ojos. El episcopado fue castigado por la Providencia de modo inesperado e improviso, ya que se había acostumbrado a creer que sus intereses progresaban cuando se incautaban de un palmo de tierra o de un grado mayor de poder en el reino que viene de este mundo. Y al mismo tiempo, absorto en sus pequeños cálculos, no se daba cuenta de que las naciones se alejaban de él y de que las personas, cuya solicitud había abandonado y cambiado por la de las cosas materiales, lo abandonaban a su vez y recuperaban todo lo que es inherente a las perso?as. El episco-
74
pado, despreciado, renegad?: a~ulado ~e improviso y casi invisible en centenares de diócesis, el episcopado que descendió espontáneamente del trono y~ que se sintió ?dioso ante sí mismo (fueron en efecto los ObISpOSde Alemama, de Francia y de Inglaterra los que se arrar:caron de sus, frentes las vendas de su sacerdocio real), el epíscopado, decía, que puede ser castigado pero no morir del todo porque la palabra de Cristo lo constituyó para que durara ha.s,ta el fin de l~s siglos, se sacudió de su letargo, se estremec~o ~nte el propio peligro y reconoció que una de las causas principales del desorden, había sido la negligente educación de los sacerdo~es. Entonces, para poner remedio, se pensó finalmente en la mstitución de los Seminarios. 34. Los Seminarios se inventaron para ~roveer la decadente educación del clero, así como fueron mventados ~os catecismos para remediar la decadencia de la instrucción del pueblo. No se tuvo la valentía -:-y no era de e~perar que se tuviera- de volver al estilo antiguo: que el ObISpOpersonalmente formara a su pueblo y a su clero.. Se ~antuvo la norma de dejar este trabajo para el cl~ro. I~fenor, .aUI:q~e se confió el control a los obispos. La disciplina ~eJoro mmensamente. Se reformaron las costumbres, s: ~IO re~pl:mdecer un celo propio de aquella esfera de actIv~dad.limitada, y en gran parte material, a l~ que el clero inferior fue circunscrito desde hace algunos siglos. Pero ya no se recuperó el arte de dar a la Iglesia grandes hombres- aunque Dios concede algunos a la Iglesia, ~e cuando en .c~~ndo-, sacerdotes que conocieran la amp!Itud ~e su ~IsIon, que consideraran a la Iglesia en su sublime universalidad ~ grandeza, y que aparecieran poseídos interiorJ?e~te y do,?mados por la comprensión del Verbo, que constituía el. ~aracter de los sacerdotes primitivos, por aquella comprension 9-ue,. absorbiendo el alma toda, la arrebata al mundo transítorio y haciéndola vivir en lo eterno, desde las moradas etern.as le enseña a alumbrar un fuego capaz de abrasar toda la tierra. Lo repito solamente los grandes hombres pueden formar a otros grandes hombres. Y para distinguir la diferencia que media entre los discípulos basta comparar en~re ellos .a los maestros. ¡Ah! de una parte tenemos a los antiguos ObI~POS, los hombres más insignes de la Iglesia, y en, la .otra lo.s,Jóvenes maestros de nuestros Seminanos. ¡Que diferencial 35. Considérese con qué cautela y dificultad se emprendía en los buenos tiempos, la institución de una escuela para
75
el pueblo," y también para el clero, que fuera diversa de la d~l obispo: éste no se decidía a hacerlo a no ser que le moVIera a ello la extraordinaria sabiduría y santidad de los hombres a los que confiaba tal responsabilidad, como se ve en, la instituci?n de la ya mencionada escuela de Alejandría, que fue sm duda la primera de este género, ya que fue fundada por S. Marcos." Considérese, por otra parte, cómo abundan, o se cree que abundan hoy en día en maestros idóneos para enseñar al clero la doctrina y la religión de Cristo. No sólo cada diócesis posee su seminario y cada seminario muchos maestros, sino que debido a la gran abundancia de ellos en nuestro tiempo, y debido a la suma facilidad con la que hoy el obispo puede encontrar sacerdotes capaces de ser instructores del clero joven, se cambian los maestros después de pocos años de magisterio, prornoviéndolos a algún beneficio menos flaco, y sustituyéndolos por otros totalmente nuevos. Estos, aunque no hayan adquirido experiencia alguna de las cosas humanas, ni hayan terminado de aprender los principios del sentido común, a partir de las costumbres sociales, no obstante, han terminado el curso superior de las escuelas del seminario, el non plus ultra del saber eclesiástico moderno. Después de lo cual, los tiernos ministros del altar son dedicados sin demora a algún oficio, y así son dispensados honradamente del estudio. Entretanto, la ciencia de la religión que aquellos jovencitos maestros recibieron en el seminario, hecha añicos, o mejor, reducida a aquellos aspectos que parecieron más necesarios para poder despachar pronto y materialmente las funciones eclesiásticas que el pueblo y el gobierno exigen de los sacerdotes por justicia, esta gran ciencia, digo, no ha echado raíces en el ánimo del joven sacerdote, ni ha adquirido unidad. No penetró, ni mucho ni poco, en su alma. Privado del sentido de la ciencia, ptivado de su verdadera inteligencia, la lleva 13. La escuela del pueblo de aonel entonces. no era, con todo. como la .escuela del pueblo de hoy. La sagrada Escritura, v con ella toda la Inmensa materia de la religión de Cristo, se explicaba abiertamente al pueblo cristiano. Y así servía de escuela para el pueblo v para el clero juntos, como ya lo hice notar anteriormente. Es decir, los que eran elevados al clericato, hallaban en ella la preparación necesaria para recibir más tarde la educación eclesiástica. Actualmente estamos tan lejos de la elevada mentalidad de aquéllos, que muchísimos de nuestros eclesiásticos no s~n capaces de comprender lo que digo aquí, y estoy seguro Que tomaran a mal estas mis nalahras. 14. Da testimonio de ello S. JERONIMO, De viris illustribus, cap. 36.
76
pegada o, por decirlo así, colgada de su joven memoria, y es precisamente por su memoria que se considera más apto que un sabio maduro, para ejercer el oficio de preceptor. ¿Cómo? ¿Se necesitan acaso memoriones? Tales resultarán los alumnos. Cosa muy diversa que hablar a la memoria era aquel modo de instrucción referido por Clemente de Alej~~~ría y usado por su maestro, a quien califica de «abeja siciliana que chupaba de las flores de los prados proféticos y apostólicos a fin de producir en el ánimo de los que le escuchaban, la miel de un conocimiento honesto e incorrupto»." Finalmente, en una época en la que la cuantía de la pensión aneja a los empleos es un indicio bastante seguro para juzgar de la habilidad de los hombres que los ejercen, ¿no habrá que dudar seriamente de los grandes conocimientos de los maestros de nuestros seminarios, a cuyo cargo va anejo un estipendio muy escaso, de manera que a menudo les parece tocar el cielo con el dedo, el día que saliendo del se~inario obtienen un beneficio parroquial al que siempre aspIra:on como objetivo de todos sus anhelos, más que a una catedra? 16 36. Por lo tanto si se confía a hombres tan mediocres la formación del clero no es de maravillarse que éstos, abandonados los escritos de los santos y sabios, usen como libros d~ texto libritos prepara.dos, como se dice en la primera págma, para el uso de la Juventud y por cabezuelas parecidas a las de éstos. Todo resulta proporcionado: una cosa reclama a otra de parecida, y un defecto produce otro defecto. . 15. Stromata, lib. 1. Según la opinión de EUSEBIO (Historia eccles., lib. V, cap. 11), el maestro de quien habla aquí Clemente es san Panten o, que presidió la célebre escuela de Alejandría. ' 16. Las necesidades de nuestro tiempo exigen que los estipendios de los maest~os ..de seminaz:i0s equivalgan al menos a las ganancias de las más pmgues parroquias, y que los maestros no sean retirados de la cá~edra, a ~o ser para I;lromoverlos a algún canonicato o dignidad capitular o incluso al episcopado, En la célebre escuela de Alejandría, san Dionisio, san Heráclito y san Aquilea, los tres pasaron uno después de otro, de la cátedra a la sede episcopal de aquella ciudad, la segunda después de Roma. Entonces resonaba todavía en los oídos y en el alma la palabra del Apóstol que recomendaba a Tito que s.e buscara,n. «hombres idóneos para enseñar a los otros» la gran doctnna evangehca. A tales hombres, el Apóstol los caracteriza con el epíteto de «fieles», y quiere que Timoteo no sólo les comunique la doctrin~ que de él había recibido, sino que «se la recomiende»: «et quae audisti a me per multos testes, haec commenda [idelibus hominibus qui idonei erunt et alios docere (Il Tim. 2, 2).
77
Tal flaqueza y superficialidad de los libros usados en las es, cuelas, constituye precisamente la tercera razón de la insuficiencia de la educación del clero. 37. Se dan dos tipos de libros. Hay libros clásicos, solemnes, que contienen la sabiduría del género humano, escritos por los representantes de dicha sabiduría: libros en los que no hay nada de arbitrario y de estéril, ni en el método, ni en el estilo, ni en la doctrina, en los que no se registran meros particulares, en una palabra, vana erudición. Sino que se comunican las verdades universales, las doctrinas fecundas, saludables, en las que la humanidad se ha como transfundido a sí misma con sus sentimientos, con sus necesidades, con sus esperanzas. Existen, al contrario, libros mezquinos y parciales, obras individuales en las que todo es pobre y frío, en los que la verdad inmensa no aparece sino desmenuzada y bajo la forma en la que una pequeña inteligencia ha podido abarcarla. Libros en los que el autor, rendido por la fatiga al darlos a luz, ha quedado sin fuerzas para imprimir al libro otro sentimiento que el de su apuro, otra vida que la del que se desvanece. Libros a los que la humanidad, superados los años de minoría de edad, les vuelve la espalda ya que no se reconoce en ellos, ni en sus afanes ni en sus afectos. Y con todo, se condena bárbara y obstinadamente a ellos a la juventud que los repudia ni que sea por sentimiento natural; y a menudo, ante la necesidad de cambiarlos por otros mejores, cae en la seducción de los libros corruptores, o cobra una decidida aversión por los estudios, o, tras sufrir violencia por largo tiempo bajo la opresión de las escuelas, nace en él un odio oculto y profundo que dura tanto como la vida, contra los maestros, contra todos los superiores, contra los libros y contra las mismas verdades contenidas en ellos. Sí, un odio, diría, que quizás no se explica del todo, pero que trabaja continuamente bajo formas diferentes a las del odio. Odio que se viste de todos los pretextos. Odio que, cuando se manifiesta, maravilla al mismo que lo posee, ya que no se había dado cuenta de tenerlo y no se explica las razones del mismo. Odio que tiene todo el aspecto de impiedad o de ingratitud brutal hacia los preceptores, que, por otra parte, son buenos y que han prodigado tantos cuidados, tantas palabras y tanto amor a sus discípulos. 38. Al principio de la Iglesia, la divina Escritura era el único texto de instrucción popular y eclesiástica. Esta Escrí78
tura, constituye verdaderamente el libro del género humano, el libro (BuBlía), la escritura por antonomasia. En dicho código se describe la humanidad desde el principio hasta el fin. Comienza con el origen del mundo, y termina con su destrucción futura. El hombre se reconoce a sí mismo en todos los cambios de los que es susceptible. Halla una respuesta precisa, segura e incluso evidente, a todas las grandes interrogaciones que siempre tendrá que formularse. Su mente se sosiega con la ciencia y el misterio, así como su corazón es sosegado por la ley y por la gracia. Es el «gran» libro del que habla el profeta, escrito «con el estilete del hombre»." Ya que en dicho libro, la verdad eterna habla de todos los modos propios de la expresión humana: narra, enseña, sentencia, canta. La memoria es nutrida por la historia. La imaginación se deleita con la poesía. La inteligencia, con la sabiduría. El sentimiento se conmueve mediante todos estos modos juntos. La doctrina resulta tan sublime, que el docto desespera de poder llegar hasta el fondo: el estilo parece humano, mas es Dios quien habla en él. Así, dice Clemente de. Alejandría: «l~ ~scritura alumbra el fuego del alma, y al mismo tiempo dirige convenientemente los ojos hacia la contemplación, hechando en nosotros, como por casualidad, alguna semilla -como hace el agricultor en la tierra-, que más tarde vuelve a hallar en estado de fecundación»." Estas pal~bras, si es lícito aplicarlas a las escrituras en general, se aplican con mayor propiedad a las divinas. . 39. Tal era el libro de las escuelas cristianas. Y este gran libro en. manos de los grandes hombres que lo explicaban, era el alimento de otros grandes hombres. Mientras los obispos fueron personalmente los maestros del pueblo y del clero, ellos fueron también los escritores de la Iglesia y de la socie~ad. Por esto casi. todas las ~randes obras de los primeros SIglos, fueron escritas por ObISPOS,y resulta casi una exce~7ión a la regla, hallar libros no escritos por ellos, excepcion que va a favor de algún genio extraordinario como Orígenes, Tertuliano u otros tales a los que, por razón de su gran mérito, se les daba el acceso incluso a la cátedra cristiana. E.stos libros, que debemos al episcopado, constituyen, por decírlo así, una segunda época en la historia de los libros usados para formar a la juventud en las escuelas cris17. Is. 8, 1. 18. Stromata, lib. 1. 79
tianas y eclesiásticas. Constituyen la herencia que los obispos legaron al clero inferior cuando, debido a los afanes de la sociedad política, que se derrumbaba por todas partes y se refugiaba en el seno de su caridad, los obispos fueron alejados de las funciones que hasta entonces habían sido consideradas como inseparablemente unidas a su oficio pastoral: la formación del clero y del pueblo. Insensiblemente el clero inferior los reemplazó en esta obra." Y empezó aquel sector del clero que era más próximo a los obispos y más digno de veneración por su vida eclesiástica, a saber: los canónigos y los monjes que la divina Providencia hizo florecer en aquella época para subvenir a las grandes necesidades de la Iglesia," Esta parte del clero, que sucedió a los obispos en la 19. Digo insensiblemente, ya que estos cambios nunca se hacen ni rápida ni universalmente. «El modo de enseñar, dice Fleury hablando de los cinco siglos que se sucedieron a los seis primeros, era el mismo que el de los tiempos primitivos. Las iglesias catedrales y los monasterios, eran escuelas. Enseñaba el mismo obispo, o algún clérigo por orden suya, o algún monje que despuntaba por su doctrina. Los discípulos aprendían la ciencia eclesiástica, y al mismo tiempo se formaban, bajo los ojos del obispo, en las buenas costumbres y en las funciones de su ministerio» (<
80
educación de la juventud eclesiástica y cristiana, recibió con respeto aquella preciosa herencia de los venerables pastores Y padres de la Iglesia, y la consideró como una norma segura a la que atenerse en sus instrucciones, de manera que puede decirse que por mucho tiempo los antiguos obispos fueron todavía los maestros de la juventud, a través de sus obras. Pero había una gran diferencia: antes la instruían de viva voz y con su presencia física; después sólo con sus escritos, de suyo muertos. Y entre los preceptores de aquellos tiempos infaustos, no eran muchos los que eran capaces de darles vida. El clero de segundo grado, no llegó a hacer nada de original en los cinco siglos sucesivos. No hizo más que repetir las instrucciones y documentos que recibiera de los antiguos padres," sea porque no tenía conciencia de ser maestro en Israel -aquella conciencia que tanto ensanchaba, el corazón de los obispos-, sea porque su actividad intelectual era oprimida por las circunstancias deplorables de la época las cuales, con estragos, devastaciones e infortunio s dominaban por doquier. Pero una vez cesadas las incursiones, y establecidos los bárbaros en las tierras conquistadas, los nuevos maestros pusieron manos a la obra para componer libros en los que quedó plasmado el carácter de la situación. y por consiguiente, resultaron tan inferiores en autoridad, en elocuencia y en firmeza de pensamiento respecto a los de los primitivos obispos, como inferiores eran en dignidad y autoridad respecto a los principios de la Iglesia aquellos ministros subordinados. Dichas obras no podían tener el sello de la originalidad. Eran Compendios o Sumas en las que con método científico se anotaban las verdades cristianas. Compendios, por otra parte, exigidos por la necesidad de facilitar el conocimiento de la tradición eclesiástica, cuyo estudio resultaba demasiado amplio debido a las obras moclero: de manera que ésta es la preocupación constante de todos los siglos en la Iglesia: hacia esto tiende su espíritu y su deseo. 21. «Estudiaban los dogmas de la religión -dice aún Fleury hablando de los monjes- en la Escritura y en los santos Padres, y la disciplina de los cánones. Tenían poca avidez por saber. y poca in~e~tiva, pero sentían una alta estima por .los autores antiguos : se Iimitaban a estudiarlos, a copiarlos, a cornpilarlos y a abreviarlos. Esto es lo que se observa en los escritos de Beda, de Rában<;>y. de los otros teólogos de la Edad Media. No son otra cosa que. florilegios de santos Padres de los seis primeros siglos: era el medio más seguro para mantener la tradición» ("Discurso en torno a la Historia eclesiástica desde el año 500 al año 1500», par. XXI). PC 17.6
81
numen tales que habían crecido de siglo en siglo. Dichos compendios constituyeron la era de la Teología escolástica, que propiamente puede considerarse como la obra característica del magisterio presbiteral. El primero entre ellos y que por su celebridad señaló el principio de la era, fue el compilado en el siglo XII por el Maestro de las Sentencias, Pedro Lombarda. ¡Optima idea la de resumir la doctrina esparcida en las grandes obras de la tradición eclesiástica! En aquéllas los temas se repiten necesariamente mil veces, lo que ocasiona que la fatiga del estudiante también se multiplique. Pero la doctrina cristiana, no sólo fue abreviada en los compendios a fin de decir una sola vez lo que en las grandes obras se repetía una infinidad de veces, cosa muy recomendable. Sino que se abrevió en otro sentido: abandonando todo lo que se refería al corazón 22 y a las otras facultades humanas, se trataba de satisfacer sólo a la inteligencia. Y así, estos nuevos libros no hablaron ya más al hombre como lo hacían los antiguos. Hablaron a una parte del hombre, a una sola facultad, a la que no se limita el hombre. La ciencia tea lógica salió ganando con ello, pero menguó la sabiduría, y las escuelas adquirieron así aquel carácter estrecho y restringido que hizo de los escolásticos una clase aparte del resto de los hombres: les dejaron a ellos el sentido común, para entregarse a razonamientos sutiles. Tal consecuencia era normal. Era propio del obispo hacer una exposición llena de contenido, persuasiva, que se dirigiera a todo el hombre, ya que él no es simplemente un instructor, sino padre 2J y pastor, a quien se dio la misión no sólo de enseñar la verdad, sino también de hacerla amable y salvar así al hombre por la verdad. El sacerdote no puede hacer tanto, y no se siente responsable de esto, por lo que se limita a presentar fríamente la verdad ante los ojos de los discípulos los cuales razonan con él casi de igual a igual." Su método es científico, es decir, sin relación res22. San Bernardo, san Buenaventura y algún otro, son talentos de excepción: éstos escriben con la dignidad de los primeros Padres. 23. Clemente Alejandrino, dice: «Llamamos Padres a los que nos han catequizado. Por lo tanto, es hijo el que es instruido, mientras obre según lo que le enseña quien lo instruye.» Y en este sentido dice la Escritura: «Hijito, no te olvides de mis prescripciones (Prov. 3)>>. Stromata, l. 24. Esta es también la razón por la que los doctores de estos siglos, en materia de filosofía siguieron a Aristóteles, mientras que los de los primeros siglos sentían más simpatía por Platón.
82
ecro a la persuasión, que exige una disposición múltiple, Pino al orden objetivo de las doctrinas, orden absoluto e m~ariable. Con lo cual mengua la plenitud ~el d.iscurso y fácilmente introduce aquel elemento de racionalismo que en el siglo XVI se desarrolló plenamente en el protestantismo," siglo en el que la ciencia sagrada y la religión de Cristo dejaron de ser dominio del clero y fueron, por decirlo así, totalmente secularizadas. 40. Los compendios y las sumas escolásticas llegaron al apogeo de su perfección en el siglo XIII con la Suma de Santo Tomás de Aquino, obra maravillosa. Los maestros que se sucedieron hasta nuestro tiempo en las escuelas cristianas, aunque recibieron muchísimo del nuevo florecimiento de los estudios por lo que respecta a la historia, a la crítica, a las lenguas, a la elegancia del estilo, en el fondo de la doc-
25. El protestantismo, que hoy en día ha renunciado a la revelación para atenerse a la sola razón, es decir, a la razón sistemática, que no es razón, constituye el extremo y total desarrollo de aquel elemento de racionalismo que fue sembrado por los Escolásticos en la sagrada doctrina (pero no por todos ellos, sino por Abelardo, Ockham, etc.). No se vaya a creer que en los católicos, es decir, en aquella parte del mundo cristiano que no se sintió con fuerzas para seguir el desarrollo de este elemento hasta su término final, que es salirse de la Iglesia y de la misma revelación, el elemento de dominio racional haya sido ocioso y no haya comportado ningún efecto apto para ser mostrado y reconocido por nosotros como prole legítima de tal padre. Es fácil darse cuenta de que, en cuanto a la doctrina dogmática, fueron efecto suyo las disputas que dividieron a las escuelas católicas, sobre todo respecto a la gracia, llegando a ser irreconciliables. Por cuanto atañe al derecho civil y canónico, fueron efecto suyo muchas cavilaciones que, en parte, disminuyeron el vigor de las leyes más saludables. Y en cuanto a la moral, el efecto no fue diverso, ya que ocasionó todo cuanto se dijo y se hizo en torno a la cuestión del probabilismo: lo que se dijo y se hizo en esta materia tuvo gran influencia en el decaimiento de las costumbres del pueblo cristiano, decaimiento acaecido no menos debido a la influencia de lo que se llamó «Iaxismo», que debido a lo que se llamó «rigorismo». Son demasiado conocidas las batallas teológicas tan perjudiciales para la unión del clero y para su santificación. No añadiré nada más sobre esto. Así habla Fleury sobre las cavilaciones de los hombres de leyes del siglo XIII: «Véanse los cánones del gran Concilio de Letrán, y más aún los del primer Concilio de Lyon, y se conocerá hasta qué punto extremo llegó la sutileza de los litigantes, con el objeto de eludir todas las leyes y utilizarlas como pretexto para la injusticia, ya que esto es precisamente lo que yo califico de espíritu de cavilación. Ahora bien, los abogados y los prácticos en los que dominaba este espíritu, eran los clérigos, los únicos que entonces estudiaban la jurisprudencia civil
83
trina, empero, no hicieron más que seguir a los Escolásticos, copiarlos, glosarlos, resumirlos, casi diría igual como los maestros que se sucedieron después de los seis primeros siglos de la Iglesia, habían hecho con los Padres. No se considere injuriosa esta comparación, cuya verdad comprenderá cualquiera que no se quede en la superficie de las cosas. Las cartas aparecidas de nuevo en los siglos xv Y XVI llamaron la atención de los hombres, los cuales, abandonada la especulación por el afán de la imaginación y del sentimiento, echaron a perder el nervio de la filosofía cristiana, que pereció así como había perecido antes la grandeza y plenitud de la exposición. Ya no se dio más importancia a las grandes e intrínsecas razones de la doctrina de la fe, mantenidas, sin embargo, por los mejores Escolásticos, que a su vez habían perdido de vista la importancia del modo grandioso y rebosante con que los Padres la exponían. Los Escolásticos disminuyeron la sabiduría cristiana al despojarla de todo lo que pertenecía al sentimiento, y la hacía eficaz. Los discípuo canónica, la medicina y las otras ciencias. Si la sola vanidad y la ambición de distinguirse, suministraba a los filósofos y a los teólogos tan perversas sutilezas para disputar continuamente y no rendirse nunca, ¿qué no habrá hecho la codicia del lucro para incitar con mayor vigor a los abogados? ¿Qué podía llegar a ser semejante clero? El espíritu del Evangelio no es otra cosa que sinceridad, candor, caridad, desinterés. Tales clérigos, tan desprovistos de estas virtudes, resultaban muy incapaces de enseñarlas a los otros» (<
84
los (y los discípulos, digámoslo de nuevo, no son mayores que los maestros) continuaron disminuyéndola, amputándole todo lo que había en ella de más profundo, de más íntimo, de más sustancial, y evitando hablar de sus grandes principios, con el pretexto de facilitar el estudio: en realidad, ellos mismos no los entendían en absoluto. Así la redujeron miserablemente a fórmulas materiales, a consecuencias aisladas, a nociones prácticas de las que la jerarquía no puede prescindir si quiere presentar a los ojos de la gente las cosas de la Religión del mismo modo superficial como fueron presentadas más tarde. Esta constituye, por lo tanto, la cuarta y última época de la historia de los libros usados en las escuelas cristianas. La época de los teólogos, que sucedieron a los escolásticos. Y así, a través de estos grados (la Escritura, los Padres, los escolásticos y los teólogos), hemos llegado finalmente a los textos tan maravillosos que se utilizan en nuestros seminarios, los cuales nos infunden mucha presunción de saber, y mucho desprecio hacia nuestros mayores. Dichos libros, en los siglos futuros en los que la Iglesia, que nunca puede perecer, pone todas sus esperanzas, serán juzgados, a mi parecer, como lo más mezquino y desgraciado que se ha escrito en los dieciocho siglos que cuenta la Iglesia. Libros, para resumirIo todo en una palabra, sin espíritu, sin principios, sin elocuencia y sin método," aunque mediante una aparatosa y regular distribución de materias -en la que hacen consistir el método-, los autores hagan ver que han agotado toda la capacidad de sus inteligencias. Libros, finalmente, que no habiendo sido creados ni por el sentimiento, ni por el talento, ni por la imaginación, no son, por decir verdad, ni episcopales ni sacerdotales, sino que con toda razón los llamaremos laicistas. No necesitan otros maestros ni otros expositores que tengan más que ojos para leer, ni otros discípulos que tengan más que oídos para escuchar," 26. Citemos ejemplos de entre los más doctos: un Tournely o un Gazzaniga. Estos escriben un grueso volumen, eruditísimo por cierto, sobre la gracia, Sólo al final, no tratan ya, sino que solamente tocan de paso la cuestión «en qué consiste la esencia de la gracia», y la dejan sin resolver, como si se tratara más de cuestión de curiosidad que de importancia. ¿Acaso no es lo más importante, lo anterior a todo, conocer la esencia, es decir, la naturaleza de la cosa sobre la que se razona? ¿No es acaso la naturaleza de la cosa, bien conocida, la que nos puede dar la definición auténtica? ¿Y no es la definición el principio fecundo del que deben emanar los raciocinios sobre la misma cosa? 27. Al indicar lo que les falta a los escolásticos y a los teólogos, en
85
41. Si libritos y maestrillos caminan juntos, ¿acaso a partir de estos dos elementos podrá formarse una gran escuela, podrá resultar un digno método de enseñanza? No. La deficiencia del método constituye la cuarta y última razón de la llaga de la Iglesia, de la que estamos hablando, a saber, la insuficiente educación del clero en nuestra época. Decíamos que las costumbres del clero habían perecido en la Iglesia del tiempo en que se separó dentro de las escuelas la formación del corazón de la de la mente." Más tarde se pensó en remediar la excesiva decadencia, efecto natural de aquella separación. Y actualmente en nuestros seminarios bien ordenados se ha introducido la bondad o al menos la regularidad de las costumbres. Pero no se consideró la raíz del mal, no se pensó en reparar la funesta separación entre teoría y práctica, no se procuró formar maestros que fueran igualmente padres. «Para ser padre escribía Juan ~risósto~o, no basta haber engendrado, si~o que es necesario también haber educado debidamente al niño.» Todo lo que se hizo fue prestar ayuda y, por decirlo así, apuntalar por los lados, a fin de sostener las costumbres en decadencia. Pero ciertamente que esto no basta a la Iglesia: 29
comparación con los escritos de los Padres de la Iglesia, ruego al lector que no vaya a creer que quiero despreciar a los unos o a los otros, cuyos valores y méritos también reconozco. Tanto menos espero que no se me imputará desprecio en relación a los escolásticos: tod.os saben la atención que presté, en las otras obras mías, a los principales autores de la Escuela, y cómo he trabajado para revalorarIos du.rante veint: ~ños de fatigas. [Esta nota fue añadida en lápiz, por el mIsmo Rosmini, en el texto corregido.] 28.. «¿Me atreveré, dice Fleury hablando de los jóvenes estudiosos del siglo XII y XIII, a llamaros la atención sobre las costumbres de nuestro~ est':1diantes tal como las he descrito en la historia, a partir del testimonie de los autores contemporáneos? Vísteis cómo todos los días iban a las manos, entre ellos y con los paisanos' cómo sus primeros privilegios consistían en prohibir a los jueces seculares oue juzgaran sus delitos; que el Papa estuviera obligado a conceder al abad de san Víctor la facultad de absolverles de la excomunión proferida por los cánones contra los que golpean a los clérigos; que sus desavenencias empezaban de ordinario en la taberna debido al vino y al alborozo, y llegaban hasta el crimen y a las violencias más extremadas. En suma, podéis contemplar el horrendo retrato que hace de ello Jacobo de Vitri, testimonio ocular. Y a pesar de todo, todos estos estudiantes eran clérigos, destinados a servir o gobernar las Iglesias» (<
es necesario que las buenas costumbres de los eclesiásticos hallen sus raíces y reciban su alimento de la misma solidez y plenitud de la doctrina de Cristo. Ya que no se trata meramente de formar hombres honestos, sino de formar cristianos y sacerdotes iluminados y santificados en Cristo. Este fue el principio y el único fundamento del método usado en los primeros siglos: ciencia y santidad estaban íntimamente unidas, y una nacía de la otra. Es decir, propiamente la ciencia nacía de la santidad. Ya que si se deseaba aquélla, era debido al amor que se profesaba a ésta. Se deseaba aquella ciencia, porque era tal que contenía la santidad en sus mismas entrañas, y no se deseaba otra. Y así todo resultaba unificado: en dicha unidad consiste propiamente la índole genuina de la doctrina destinada a salvar al mundo: no es pura doctrina ideal, sino verdad práctica y real. Y por lo tanto, si se separa de ella la santidad, ¿creeremos acaso que pueda mantenerse aquella sabiduría que Cristo enseñó? Creerlo sería un engaño. Nos consideraríamos sabios y seríamos estultos. Confundiríamos la doctrina de Cristo con una vana y muerta imagen de la misma, falta de fuerza y de vida. 42. He aquí como un santo anhelo de verdad práctica guiaba en sus estudios a san Papías, célebre discípulo de los Apóstoles: «Papías, dice Eusebio en su Historia, se complacía no de la compañía de los que mucho hablaban, sino de los que le enseñaban la verdad. No iba detrás de los que publicaban nuevas máximas inventadas por el espíritu humano, sino de los que referían las normas que el Señor nos dejó como sostén de nuestra fe, y sobre las cuales la misma Verdad nos amaestró. Cuando encontraba a alguien que había sido discípulo de los ancianos, recogía con todo esmero sus discursos. Por ejemplo, preguntaba lo que había dicho san Andrés, san Pedro, san Juan, san Felipe, santo Tomás, san Jaime, san Mateo o Juan el Viejo. Ya que le parecía que las instrucciones que sacaba de los libros le hacían menos provecho que las que recibía de viva voz de aquéllos con quienes conversaba. En sus escritos hacía notar que había sido discípulo de Aristón y de Juan el Viejo. Los citaba a menudo y refería muchas cosas que decía haber aprendido de ellos.» En esta descripción que hace Eusebio vemos qué puro amor de la verdad efectiva -característica propia de la doctrina de Cristo- sin vana curiosidad, llevaba a aquellos sanJO
30.
EUSEBIO,
op. cit., ríb, 111, cap. 39.
87
tos hombres de los primeros tiempos a desear, no tanto saber cómo penetrar con el alma la verdad misma, saborearla con el gusto interior, nutrirse de ella como de pan sustancioso y vital. Por lo que la enseñanza no dependía tanto de los libros, como de la palabra viva a la que se confiaban los más sublimes misterios;" esta palabra era anhelada por los discípulos que la experimentaban en sí mismos como muy saludable. Todo esto constituye uno de los valores del método que usaron los grandes de aquel tiempo para formar grandes hombres: la enseñanza no se limitaba a una breve lección diaria, sino que consistía en una continua conversación entre discípulos y maestros, entre jóvenes eclesiásticos y grandes obispos. Esta ventaja pereció, naturalmente, en el momento en que la instrucción fue confiada exclusivamente al clero inferior, es decir, a meros instructores en lugar de pastores." 43. La ciencia es común a todos los hombres, buenos y malvados. Pero la verdad viva y práctica del Evangelio es sólo propia de los buenos. Por lo que tratándose de enseñar únicamente la ciencia, no es necesario preocuparse demasia31. A fin de que las verdades más sublimes no fueran oídas por los indignos, existía la «ciencia del arcano». Aquellas altas doctrinas, no se confiaban de viva voz más que a los discípulos que habían sido sometidos a prueba durante largo tiempo, y que se habían hecho dignos de ellas mediante el constante propósito de conseguir la santidad de la vida cristiana. Todos los antiguos escritores, nos hablan de esta prudencia y reverencia que se sentía por las verdades reveladas: bastará citar aquí a Clemente de Alejandría, el cual, habla de ello en el libro 1 de sus Stromata, y en tantos otros lugares de sus obras. 32. En los remedios aplicados a la negligente educación del clero, se mantuvo este inconveniente. Uno de los remedios de que hablo, fue la institución de las Universidades. Pero éstas no hacían más que alejar, siempre en mayor grado, a los clérigos de sus obispos, como sucede también actualmente. «Otro inconveniente de las Universidades -dice Fleury=-,' es éste: que los maestros y discípulos, no ocupados en otra cosa que en sus estudios, eran todos clérigos, y muchos de ellos beneficiados, pero fuera de sus Iglesias no ejercían funciones relativas a las órdenes sagradas. Y aSÍ, no aprendían todo lo que se aprende con la práctica -el modo de enseñar, la administración de los sacramentos, el gobierno de las almas- como hubieran podido aprenderlo en sus pueblos. viendo actuar a los obispos y a los sacerdotes, y prestando servicio a sus órdenes. Los doctores de la Universidad eran meros doctores aplicados sólo a la teoría: tenían todas las oportunidades para escribir y tratar largamente cuestiones inútiles, y también motivos de emulación y de discusión, queriendo unos matizar más que los otros. En los primeros siglos, los doctores eran los obispos, sobrecargados de las más sólidas ocupaciones» (<
88
do de las cualidades morales de los preceptores: éstas eran tan solicitadas y exigidas por los antiguos, precisamente porque lo que pretendían era una auténtica santidad, y por lo tanto, se preocupaban de que el hombre que debía enseñarla fuera santo." Igualmente se comprenderá que no se haga una selección moral de discípulos, cuando se trata de una enseñanza puramente científica y no verdaderamente moral. En cambio, cuando se busca la sabiduría moral de la enseñanza, se procura con solicitud alejar de la escuela a todos los que no son movidos por el santo deseo de aquella sabiduría. En los primeros tiempos, en los que de suyo resultaba más fácil escoger sabiamente los alumnos del santuario, se daba esta solicitud, ya que se aplicaba aquel criterio moral único y certero para distinguir los llamados de los no llamados. Y los mismos jóvenes que se acercaban a aquella escuela, sabían muy bien qué iban a hacer allí y qué doctrina tratábase de aprender. Además, la verdad piadosa y práctica tiene esto de propio respecto a la verdad puramente ideal: impone un respeto y veneración hacia sí misma, tanto por parte de quien la recibe, como por parte de quien la comunica, puesto que es de naturaleza esencialmente sagrada y divina. Así, los que tienen la sublime incumbencia de comunicarla, suelen experimentar una gran repugnancia y aversión al tener que prodigarla a los indignos, ya que les da la impresión de que se hacen culpables al profanar y violentar su venerable santidad. Estos tales comprenden muy bien el sentido de aquellas palabras con las que Cristo prohíbe «echar las perlas ante los puercos»." Por esta razón, los maestros primitivos, como 10describe Clemente Alenjandrino, «sometían a la prueba del tiempo, juzgaban con atento examen y discer33. He aquí cómo todo se relaciona, y una cosa es origen de otra: el mal método comporta, naturalmente, malos maestros. En cambio, ¡qué idea más noble no tenían los antiguos sobre el maestro cristiano! [Cuánto no exigían de él! San Gregorio Nacianzeno, en un célebre sermón suyo titulado «Sobre la teología», describe largamente cómo debe ser quien hable de cosas teológicas, a quién debe hablar y con qué precauciones: «No está bien que todos -dice entre otras cosas-, filosofen sobre lo divino. Podrán hacerlo los que han purificado ya el cuerpo y el alma, o al menos los que se esfuerzan por hacerlo y se sienten avanzados en la meditación de las cosas sagradas» (<
89
nían de entre los demás al que podía escuchar sus palabras, y observaban sus conversaciones, sus costumbres, su vida, sus ademanes, su vestido, su aspecto externo; investigaban si era trivial, si era como la piedra o como camino pisado por los viajeros, tierra fértil o terreno arbolado o campo abonado, fértil y labrado en el que se pudiera multiplicar la semilla». E imitaban a Cristo que, como dice el mismo Clemente, «no reveló a muchos las cosas que no eran para muchos, sino que las reveló a pocos, a los que sabía que les convenía; ya que aquéllos podían no sólo -decía él- acogerlas, sino también convertirlas en formación propia». Lo cual equivale a decir que realizaban con la rectitud de su vida el anuncio de la verdad que habían recibido en su inteligencia." Comportándose así, pocos serán los sacerdotes. Pues bien, Clemente no tiene otra respuesta a dar a esta objeción que la siguiente: «Rogad al Señor de la mies a fin de que mande trabajadores a su mies.» 36 44. El principio de «tener que comunicar la palabra viva de Cristo en la instrucción eclesiástica y no la palabra humana y una palabra muerta», daba como resultado otra consecuencia. Todas las ciencias espontáneamente venían a subordinarse a ella, para recibir la unidad y prestar servicio y homenaje a Cristo, preparando los ánimos y las mentes para apreciar mejor la belleza y el precio de la sabiduría evangélica. Por lo tanto, no se daban dos instrucciones, una pagana y otra cristiana, una, la de las ciencias profanas y de espíritu profano, y la otra, la de las ciencias eclesiásticas; una, enemiga y opuesta a la otra. No se echaba a perder el vigor de los jovencitos, infundiendo en su ánimo el espíritu de los escritores paganos y los falsos objetivos humanos de la acción para corregirlos después y enderezarlos con las máximas cristianas y eclesiásticas; sino que se les enseñaba un solo objetivo, así como también una sola doctrina: la de Cristo. ~sta siempre lo dominaba todo. Y así, los estudios profanos servían también para reforzar su fe. Con tal método veíanse salir de las escuelas los Pantenos y los Orígenes, y de las escuelas de los Orígenes los Gregarios Taumaturgos." 35. Stromata, lib. I. 36. [bid. 37. San Jerónimo, cuenta que Orígenes se servía de las ciencias fanas para atraer a la fe a los filósofos y a otras personas doctas iban a escucharle (D.V.M., cap. 54). Gregorio Taumaturgo, el más tre de sus discípulos, en el discurso que pronunció al terminar
90
proque ilussus
45. En la época, empero, en la que todo recibía unidad, gracias a la unidad del principio y a la unidad del objeto propuesto a los estudios verdaderamente cristianos, aquel principio saludable y verdadero convertía los estudios en completos y universales, ya que lo abarcaba todo y en modo especial toda la religión, sus misterios arcanos, sus más profundos principios, sus grandes máximas, en una palabra: todo su sistema. No se hacían exclusiones arbitrarias, ni excepciones injustas de ciertas partes de doctrina, o preferencias en relación a otras. La palabra de Cristo era amada e investigada por sí misma, y por esta razón se quería penetrar en todo lo que fuera posible de indagar. Y puesto que en dicha palabra, se buscaba la vida oculta en ella, la palabra se comunicaba con plegarias, con santas lágrimas y en la liturgia, de la que derivaba la gracia que de modo sobrenatural alimentaba con su luz divina las mentes ávidas de justicia." 46. ¿Quién restituirá a la Iglesia tan gran método, el úniestudios en alabanza de su maestro (In Orig.), narra el método aplicado por Orígenes en su formación. En él se ve cómo aquel gran hombre, empezó la educación corrigiendo sus costumbres. Después, lo introdujo en las diversas ciencias, enseñándolas de modo que fueran orientadas a preparar y fortificar la fe de su alumno. Orígenes no se servía de los compendios, sino que leía junto con él todos los filósofos principales, haciéndole discernir continuamente en ellos la verdad del error. Después de este estudio preliminar, mediante el cual preparó la mente y el espíritu del jovencito y le inspiró el deseo de doctrinas más altas y perfectas, abrió finalmente ante él las sagradas páginas, por las que le hizo alcanzar las enseñanzas de Dios. Sé muy bien que en nuestra época, los compendios no se pueden dejar de lado, pero sé también que, sólo con ellos, nunca se hará nada. Ni se obtendrá tan sólo encaminar a un jovencito hacia el conocimiento verdadero. El uso de los compendios, por lo tanto, debe servir solamente para resumir lo que los grandes autores expusieron por extenso. Conviene leerlos y explicarlos. Ya sé que no se pueden leer y explicar todos. Pero se pueden leer y explicar en parte, y una parte puede servir para inspirar al discípulo, para hacerIe adquirir alguna idea de la grandeza de la sabiduría cristiana, así como del pie de Hércules se pudo deducir que era hombre. Es cierto que de tal modo no se dominaran los límites de toda la ciencia. Cuando se tratare únicamente de señalar los límites, se utilizarán los compendios: para esto sirven legítimamente, y para nada más. La ciencia que el joven aprenderá en las escuelas mediante este método, se asemejará a un cuadro que el alumno ha visto pintar al maestro, y que ha visto pintar sólo en parte. Le faltará que él termine el cuadro del mismo modo como ha visto pintar al maestro. 38. Clemente Alejandrino, cuando en sus obras habla del estudio de las ciencias, siempre añade los Sacramentos de Cristo. Quiero que el maestro no sea un puro instructor, sino un agricultor que asume
91
co digno de ella? ¿Quién devolverá a las escuelas de los sacerdotes sus grandes libros, sus grandes preceptores? ¿Quién, en una palabra, curará la llaga profunda de la insuficiente educación del clero, que se debilita día tras día, y provoca lamentables gemidos por parte de la bella Esposa de Cristo? Únicamente el episcopado: a él se le encargó de gobernarla, a él se le dio el poder milagroso de sanarla cuando estuviera enferma; pero a él en cuanto forma un todo, no en cambio si está fraccionado y dividido. Se solicita esta obra a todo el cuerpo del episcopado, unido en una sola voluntad, en una sola acción. Ahora bien, es precisamente esta unión lo que falta a los Pastores de la santa Iglesia en estos tiempos de engaño. Y ésta constituye una tercera llaga de la Iglesia, no menos cruel, sino incluso más cruel todavía que las otras dos descritas hasta el presente. todos los cuidados y preocupaciones de los retoños que ha plantado. y añade. «Hay dos tipos de agricultura: una que se hace sin escritos, otra con escritos. Haciéndolo de ambos modos, el obrero del Señor que haya sembrado buen trigo y haya hecho crecer las espigas y las haya segado, será un divino agricultor. "Trabajad, dice el Señor, no por el alimento Que perece, sino por el que perdura hasta la vida eterna." Pero el alimento se toma, ya sea en forma de comida, ya en forma de palabras. Verdaderamente son bienaventurados los pacíficos que apartan de su estado miserable a los que son combatidos por la ignorancia en esta vida y se hallan en este error continuo, y les enseñan todo lo contrario y les conducen a la paz que se halla en el Verbo y en la vida que viene de Dios, y alimentan con la distribución del pan a los que están hambrientos de justicia» iStromata, 1). En este texto, se ve cómo este discípulo de los Apóstoles une la distribución del pan a la instrucción mediante las palabras. Ya antes había comparado la instrucción a la Eucaristía. Tal es la descripción que siempre hace del maestro de las cosas divinas. Quiere que sea un obrero divino, un pastor, un ministro de Dios, v como en seguida añade. «que sea una sola cosa con Dios mismo». Orígenes, discípulo de Clemente, piensa igual. «No debe escuchar la palabra de Dios, quien no haya sido santificado en el alma y el cuerpo -dice él-, ya que poco después debe entrar en el convite de la boda, debe comer la carne del Cordero, y beber la Copa de la salvación» (In Exod. hom. XI). [He aquí, pues, la magnífica unión del Sacramento Santísimo y de la palabra! Escuchemos otro fragmento de aquel gran hombre llenos del mismo espíritu: «Vosotros -dice en una de las homilías recogidas de sus mismos labios- que estáis acostumbrados a asistir a los misterios, sabéis muy bien con qué cautela y respeto recibís el cuerpo del Señor, temerosos de que caiga al suelo la más mínima partícula, ya que con mucha razón os consideraríais culpables si por negligencia vuestra, se perdiera alguna migaja: si justamente usáis tanta precaución para conservar su cuerpo, ¿creéis que será menor pecado despreciar su palabra?» (In Exod. hom. XXIII).
92
111.La llaga del costado d.~ la santa Iglesia: la desunión de los obispos
47. El divino Autor de la Iglesia, antes de dejar este mundo, oró al Padre celestial que hiciera que sus Apóstoles formaran juntos una unidad perfecta, del mismo modo que él y el Pad~e formaban .la más perfecta de las unidades, puesto que tienen una misma naturaleza. Esta unidad sublimísima d~ la que hablaba el Hombre-Dios en aquella oración maravillosa que. pronunció de.spués de la cena, pocas horas antes de su pasion, era principalmente una unidad interior una unidad de fe, de esperanza y de amor. Pero a dicha unidad interior, unidad que no puede faltar nunca en la Iglesia de manera absoluta, debía corresponder la unidad exterior c.omo el efecto corresponde a la causa, como el edificio aí tipo o plano según el cual es construida, como la expresión corresponde a la cosa que quiere expresarse. « Un solo cuerpo y un solo espíritu», dice el Apóstol: 1 y así lo abarca todo. Puesto que por el cuerpo se significa la unidad en el orden de las cosas externas y visibles, y por el espíritu la unidad en el orden de las _cosas <.!uese ocultan a nuestra vista corporal. «Un s?lo Senor -anade-, una sola fe, un solo bautismo: un solo DIOSy Padre de todos, que está sobre todo y por todo y en todos.» 2 He aquí de nuevo la unidad de la naturaleza divina, puesta como fundamento admirable de la unidad que, de~en formar los h?mbres, los dispersos que Cristo congrego ~aJo sus alas del mismo modo como la gallina reúne a sus pollitos, y constituyó la Iglesia. He aquí, también la fu~nte de. aquella unidad. del episcopado en la Iglesia' de C~IStO, umdad que los ObISpOS percibían de modo tan sublime, y que ~an Cipriano expresaba con tan elocuentes palabras en el libro que tituló precisamente «Sobre la unidad de la Iglesia». .48. Los Apóstoles tuvieron y mantuvieron esta doble umdad en grado eminente. Ya que en el aspecto interno todos en comunión poseían, por decirlo así, una misma doctrí1. er. 4, 4. 2. Ef. 4, 5-6.
93
na y una misma gracia. Y en cuanto al aspecto externo, uno solo de ellos tenía el primado y «el origen del único episcopado», y como dice el gran obispo y mártir de Cartago «lo poseían todos solidariamente».' A uno sólo fue dado en particular lo que fue dado a todos en común. Y sobre uno de ellos, cual única roca indivisa, se edificó la Iglesia cuyo fundamento constituían todos juntos con él y edificados sobre él. 49. La conciencia de esta perfecta unidad en la jerarquía, que es expresión bellísima y como un vago reflejo de la unidad interior del espíritu, llenaba el pecho de los primeros sucesores de los Apóstoles, los cuales, tantos cuantos se hallaban dispersos por las naciones, se sentían constituir un solo y casi diría acreditadísimo personaje, y realizar todos juntos aquel ideal divino de fuerza benéfica que, a semejanza de Dios, se halla todo en todas partes. No ignoraban tampoco que esta estupenda unidad era el testamento que Cristo legó a sus enviados antes de morir, es decir, antes de derramar su sangre que sellaba su nuevo y eterno testamento. Y verdaderamente, la unidad de los suyos, simbolizada en el Pan eucarístico y también en la túnica inconsútil que cubrió su carne divina, constituía como el último signo de todos los deseos de Cristo, y debía ser el fruto de sus inmensos sufrimientos, habiendo él orado a su Padre que precisamente por esto deseaba «que fuesen todos salvos en su nombre, a fin de que pudieran ser una sola cosa».' 50. Puesto que tan sublime idea de la unidad, dominaba las mentes de los antiguos obispos, y mucho más llevándola ellos en el corazón, no descuidaban nada de todo cuanto pudiera vincularles. Y así como mantenían todos la misma fe y el mismo amor hacia el cuerpo de Cristo, también -y es lo que máximamente importa para el recto gobierno de la Iglesia de Dios- nada amaban tanto, nada consideraban corno más antiguo -como suele decirse- que comportarse todos con uniformidad. Quien considere la amplitud del gobierno de la santa Iglesia, esparcida por todas las naciones de la J
3. «Deus unus est -dice san Cipriano en una carta- el una EccIesia, et cathedra una super Petrum, Domini voce (Epístola 40). 4. «Episcopatus unus est, cujus a singulis pars in solidum (Liber de unitate EccIesiae). 5. «Pater sancte, serva eos in nomine tuo, quos dedisti sint unum, sicut et nos» (In. 17, 11).
94
Christus [undata» tenetur» mihi:
ut
tierra, ciertamente se asombrará al descubrir en todas partes la instauración de tanta unanimidad en la doctrina, en las disciplinas e incluso en las costumbres, y cuán pocas son, y no precisamente esenciales, las diferencias que se descubren. 51. Mas, todo esto, ¿de dónde provenía, cómo se mantenía? a) Debido a que los obispos se conocían personalmente. Tal conocimiento empezaba ya antes de ser nombrados obispos y era una consecuencia natural de la digna educación con la que eran formados los grandes hombres, entre los que más tarde eran siempre elegidos los obispos de la Iglesia. Ya que éstos, o habían sido condiscípulos en las escuelas de otros grandes obispos,' o mediante viajes hechos a propósito, habían procurado conocerse mutuamente. En aquel tiempo, no se ahorraban viajes Iarguísimos e igualmente incómodos, para gozar ni que fuera del mero hecho de poder ver a un gran hombre, célebre en santidad y en doctrina, y tener la suerte inestimable de poder oír su voz y aprovecharse de su conversación. Porque precisamente tenían la convicción de que los libros no bastan para comunicar la sabiduría en el sentido en que se entendía esta palabra, es decir, no como un conocimiento estéril, sino como una inteligencia íntima, como un sentimiento profundo, como una convicción activa. Y por otra parte, creían que la presencia, la voz, el ges6. Para citar un ejemplo, san Juan Crisóstomo se educó baio san Melecio de Antioquía, Y Sócrates narra expresamente que, observando el natural bueno del joven, aquel santo obispo le permitía estar si,empre a su lado, y lo bautizó al cabo de tres años de formación, lo hIZO Lector, y más tarde lo admitió a las órdenes del subdiaconado y del diaconado. Además, junto con san Juan Crisóstomo estaban Teodoro y Máximo, los cuales más tarde fueron obispos de Mopsuestia en Cilicia, y de Seleucia en Isauria, Diodoro, que los ejercitaba en la vida ascética, fue también obispo de Tarso. Basilío, amigo de san Juan Crisóstorno, fue promovido al episcopado siendo muy joven. He aquí un nido de obispos, amigos ya antes de ser elevados a aquella dignidad. Si se desea un ejemplo sacado de Occidente, obsérvese la escuela de san Valeriano obispo de Aquilea, Cuando san Jerónimo fue a visitado, además de san Crornacio, que fue después sucesor de san Valeriano en el obispado aquilense, además de Eliodoro que igualmente más tarde fue obispo, florecían allí muy sabios y piadosísimos sacerdotes, diácono s y ministros inferiores, corno el célebre Rufino, Jovino, Eusebio, Nepociano, Benoso y otros recordados por la historia. Se sabe en Africa, que la casa, o mejor, el monasterio de san Agustín era un semillero de obispos.
95
to y hasta las acciones más indiferentes de los grand~s ho~bres, tienen la virtud de transfluir en el otro, comumcar dicha sabiduría y hacer saltar en los jóvenes chispas de genio: éste muere o permanece sepultado e inerte cuando no es -por decirlo así- frotado por el genio ajeno. San Jerónimo fue de Dalmacia a Roma para recibir allí su primera educación. De allí viajó a las Galias donde visitó a todos los personajes que florecían en aquel país. Pasó a Aquilea para escuchar al obispo san Valeriano, bajo el cual se sabe que se hallaban reunidos muchos hombres. celebérrim~s. Después se marchó a Oriente a visitar a Apohnar de Antioquía; se hizo alumno de Gregorio Nacianzeno en Constantinopla, y con sus canas no desdeñó aprender en Alejandría, de boca de Dídimo el Ciego, aquel conocimiento de la verdad cuya búsqueda, en aquel tiempo, no terminaba sino con la muerte. ¿Qué más diremos? Para conocer una sola cuestión de doctrina eclesiástica ¿no se recorría acaso medio mundo? Valga como ejemplo el caso del sacerdote Orosio que desde España, habiendo viajado a Africa para aprender de san Agustín el modo de confutar las herejías que entonces infestaban a la Iglesia, éste lo mandó con el mismo objeto a san Jerónimo, a quien fue a visitar a Palestina. 52. b) De la correspondencia epistolar que todos los obispos mantenían continuamente, incluso los más lejanos. y esto a pesar de faltarles tantos medios de comunicación que nosotros poseemos. Por ejemplo, causa maravilla ver cómo un san Vigilio, obispo de Trento, manda como don a san Juan Crisóstomo, obispo de Constantinopla, acompañado con carta, una parte de las reliquias de los Mártires de la Anaunia, y otra parte la manda a Milán a san Simpliciano. y además de estas cartas de amistad privada de obispo a obispo, también las iglesias se escribían mutuamen~e, sobre todo las principales a sus subordinadas. En esta piadosa correspondencia, participaban tanto el presbítero como el mismo pueblo. Dichas cartas venerables, eran leídas después con respeto en las reuniones públicas, los días festivos. Tal era el ejemplo que los Apóstoles dieron a sus sucesores: re7
7. Esto se comprueba mucho más todavía en el orden. sobrenatural. Los santos comunican a través de todo lo SU?O, y VIerten, por decirlo así, el espíritu de santidad en cua~tos estan a su alreded.or. Lo mismo expresó Cristo claramente mediante las pal~bras «quien cree en mí, como dijo la Escritura, saldrán de sus entranas torrentes de agua viva» (Jn, 7, 38).
96
cardemos, por ejemplo, las cartas de san Pedro, de san Pablo, de san Juan, de san Jaime y de san Judas, las cuales se conservan insertas en el cuerpo de los escritos canónicos. También las cartas de los Sumos Pontífices san Clemente, y san Sotero a la Iglesia de Corinto, así como las que escribieron san Ignacio y san Dionisio, obispo de Corinto, a varias Iglesias, especialmente a la de Roma,' y tantas otras. 53. e) De las visitas que se hacían los obispos, los unos a los otros, movidos por una caridad mutua o por el celo de las cosas de la Iglesia. Y no únicamente por causa del celo por la Iglesia particular a ellos confiada, sino mucho más a causa de la Iglesia universal, ya que eran conscientes de ser obispos de la Iglesia católica' y de que una diócesis no se puede separar del cuerpo total de los fieles más de lo qU,esepararse pue?e cualquier miembro del cuerpo. Ya que aSI como todo miembro del cuerpo humano tiene necesidad de ser irrigado por la masa de sangre que recorre todo el cuerpo y penetra por los poros de las arterias, de las venas medianas y por los capilares, hasta las extremidades cambiándose y renovándose continuamente por todas par~ tes, diríase como de vaso en vaso, de manera que no se puede señalar una porción de sangre que pertenezca a un brazo y otr~ que sea propia de una pierna, sino que todo pertenec~ al mismo cuerpo (y lo mismo podríamos decir de los diversos ~umores que circulan por todo el cuerpo según sus leyes propias, así como también de la acc-iónsimultánea de todas las partes que concurren en producir un único efecto es decir, la vida de la que participa y vive cada parte del cuerpo, no por ~azón de ,tener una. vida propia y particular, sino porque la VIdacomun es precisamente su vida), así es igualmen8. En esta carta de Dionisio a la Iglesia de Roma, el santo dice entre otras cosas: «Hemos celebrado en este día la santa fiesta del domingo, y hemos leído vuestra carta y seguimos leyéndola todavía para nuestra instrucción, así como la anterior que nos escribió Clemente» (EuSEBIO,Historia eclesiástica, lib. IV, cap. 23). Se conocen siete cartas de este insigne obispo de Corinto, escritas a los fieles de diversas Iglesias, una a los de Atenas, una a los de Nicomedia, una a la Iglesia de Amastris en el Ponto, una a la Iglesia de Gortina en Creta y una a los de Gonsos, en la misma isla de Creta. Más conocidas son las seis magníficas cartas de san Ignacio que aún se conservan: a los de Efeso, a los de Magnesia, a los de Tralla, a los Romanos, a los de Filadelfia y a los de Esmirna. ¡Hasta este punto eran amplias las relaciones que mantenían aquellos santos obispos, presbíteros y pueblos cristianos entre ellos! 9. A menudo firmaban con esta denominación.
re
17,7
97
te en la Iglesia católica, en la que conviene que cada diócesis particular, viva de la vida de la Iglesia universal manteniendo con ésta una continua comunicación vital, y reciba su influencia saludable. Y cuando se separa de ésta, ni que sea un poco, inmediatamente queda como muerta. Igualmente, cuando se pone un impedimento a la comunión con toda la Iglesia, entonces no posee más que una vida lánguida y débil, por razón de aquel impedimento que la encoge y la desvirtua, de la misma manera como un brazo estrechamente atado con un cordel, pierde la sensibilidad y el movimiento, o también como un brazo accidentado se paraliza o se entorpece al faltarle circulación y al pararse y suspenderse las funciones. Estas ideas si no se inculcan en la educación" de nuestro clero, nos encontraremos con obispos cuya visión apenas llegará a los límites de sus diócesis y se persuadirán de haber cumplido acertadamente su función episcopal mientras no hayan faltado a las comparsas habituales en sus Iglesias catedrales o en el Seminario, o en cuanto el servicio externo de la diócesis se ha cumplido de alguna manera y sin ocasionar quejas de los laicos, y finalmente por haber realizado todas las funciones del Pontifical y del Ceremonial de los obispos." 54. d) Por razón de las frecuentes reuniones y Concilios, sobre todo provinciales, que se celebraban. La unidad de la Iglesia debía ser una unidad de voluntades, unidad de convicciones, unidad de afectos. Y para obtenerla, no basta el gobierno de uno solo revestido de la autoridad; esta autoridad, siendo sola, comporta siempre algo de codicioso y de hostil y, por lo general, no convierte a los sujetos en seres más iluminados, sino únicamente en más sobrecargados. Por lo que el mismo Apóstol decía: «Todo me está permitido, pero no todo es conveniente.» Por esta razón se requería a menudo, en los asuntos dis11
* El texto precedente decía: «Pero estas ideas son extrañas a la mayor parte de nuestro clero.» 10. Así escribe san Cipriano sobre la misión que tienen los obispos de preocuparse del florecimiento de la Iglesia universal: «Copiosum corpus est sacerdotum concordiae mutuae glutine atque unitatis vinculo copulatum, ut si quis ex collegio nostro haeresim [acere, et gregem Christi lacerare et vastare tentaverit, subveniant ceteri. Nam etsi pastores mu/ti sumus, UNUM tantum GRR;EM pascimus, et oves universas, quas Christus sanguine suo et passione quaesivit, colligere et [overe debemus» (Epístola 68, al. 67 ad Stephanum). 11. 1 Cor. 6, 12.
98
'plinares, el voto del pueblo; se puede decir que en aquel ~!empo era el consejero fiel de los «obemantes de la Igle~a u por lo mismo el obispo daba cuenta al pueblo de todo ~~~nto se hacía en el gobierno de la diócesis," y cedía y condescendía a los deseos populares en todo lo que era posible, -cosa que resulta dulce y afable y sumamente conveniente para el gobierno episcopal, gobierno sublime y que todo lo puede, pero no del mismo modo que el de los reyes de la tierra. Ya que aquél lo puede todo sólo para el bien, y nada para el mal, y por su misma esencia está adornado con la humildad, la modestia y una gran caridad. Es sumamente razonable en todo, y por lo mismo es fuerte por su dulzura." De lo cual provenía también la unión de los obispos con sus presbíteros, cuyo parecer solicitaban respecto a todos los asuntos relativos al gobierno de la Iglesia, a fin de que los que participaban en la ejecución, participaran también en las determinaciones que se venían tomando, y resultaran así de acuerdo con el deseo común y fueran conocidas 12. «En la Iglesia todo se hacía -dice Fleury- según consejo, puesto que no se quería que dominara otra cosa que la razón, la regla y la voluntad de Dios.» «Las asambleas tienen esta ventaja, que de ordinario siempre hay alguien que hace ver cuál es el mejor partido, y reconduce a los otros a lo que es razonable. Se da ocasión a que se manifieste el respeto mutuo, y causa vergüenza mostrarse injustos públicamente. Los que son más débiles en virtud, son sostenidos por los otros. No es fácil corromper a toda una asamblea: pero resulta fácil ganarse a un solo hombre o a aquél que lo gobierna. Y si éste se determina por sí sólo, sigue la inclinación de las propias pasiones que no hallan oposición. En todas las ciudades el obispo no hacía nada importante sin el consejo de los sacerdotes, de los diáconos y de los principales de su clero. A menudo es aconsejable también con todo el pueblo cuando éste tenía un interés en el asunto, como es el caso de las ordenacíones» (Discurso 1 sobre la Historia eclesiástica, par. 5). 13. San Cipriano daba cuenta al pueblo de todo cuanto realizaba, y cuando no podía hacerlo personalmente, durante el tiempo de las persecuciones, lo hacía igualmente mediante cartas, algunas de las cuales aún se conservan (C]. Epístola 38, col. 33). Dos siglos más tarde, se constata que san Agustín hace lo mismo con su pueblo. En sus sermones lo informa de todas las necesidades de la Iglesia, y les da cuenta detallada de su conducta. Son dignos de especial atención los sermones 355 y 356. 14. «Se tenía en tanta consideración el asentimiento del pueblo -dice Fleury- en los seis primeros siglos de la Iglesia, que si éste rehusaba a un obispo, incluso después de haber sido consagrado, se creaba a otro que le fuera aceptable» (Discurso 1 sobre la Historia eclesiástica, par. 4). San Agustín da la razón de ello con estas palabras dirigidas a su pueblo: "Nosotros somos cristianos para nosotros mismos, y obispos para vosotros» (Sermón 359).
99
en su esprritu y en sus razones por los que debían actuarles." Por la misma razón se explican aquellos Concilios en los que los obispos de las provincias colindantes, cual otros tantos hermanos, trataban juntos dos veces al año 16 los asuntOS comunes. Se consultaban mutuamente sobre los casos difíciles que se daban en sus gobiernos particulares y acordaban juntos todo lo que era menester para evitar los desórdenes. Decidían las causas, y nombraban los sucesores de los obispos que fallecían; tales sucesores establecidos por los obispos colindantes, eran no sólo conocidos, sino también de su agrado, y eran tales que contribuían óptimamente a conservar aquella perfecta armonía que unía a todo el cuerpo episcopaI. Por esta razón se reunían finalmente los Concilios más amplios, de varias provincias, los nacionales y los ecuménicos. 55. e) De la autoridad del Metropolitano que presidía a todos los obispos de una provincia, y de la autoridad de las sedes más importantes que tenían sujetas otras provincias y metrópolis. Esta ordenada distribución de todo el gobierno eclesiástico, unía y enlazaba admirablemente entre sí el cuerpo de la Iglesia, ya que no se trataba de una jerarquía vana y de puro honor. 56. 1) Finalmente provenía sobre todo de la autoridad del sumo Pontífice, piedra principal, siempre única e inmóvil en la gran mole del edificio episcopal, y por lo mismo, piedra verdaderamente fundamental que da a toda la Iglesia militante su identidad y perennidad. A él recurrían en sus ne15. San Cipriano, en una carta que escribe a su clero desde el escondrijo donde vivía en tiempo de persecución, da como razón de no haber contestado a una carta que le habían enviado sus sacerdotes, el hecho de estar solo: «porque -diceal principio de mi episcopado decidí no hacer nada por mí mismo sin vuestro consejo y sin el consentimiento del pueblo» (Epístola 14). Obraba así según el ejemplo constante de los Apóstoles. Considérese el procedimiento apostólico en la elección de los diáconos. Los Apóstoles ciertamente que tenían el poder de elegir a quien querían. Y no obstante, ¿con qué suavidad y prudencia no proponían el asunto a los fieles, a fin de que ellos mismos nombraran a los que juzgaran más dignos e idóneos para ejercer aquel oficio? «Fijaos, hermanos -dicen ellos-, en hombres de buena reputación, hasta siete, a fin de que nosotros podamos constituirIos en este ministerio» (Act. 6). Y «el discurso agradó a toda la muchedumbre -sigue diciendo el sagrado historiador-, que eligió a los siete primeros diáconos de la Iglesia». 16. El S.· de los veinte cánones del gran Concilio de Nicea, ordena que dos veces al año se celebre un Concilio en todas las provincias.
100
cesidades graves, todos los obispos y todas las Iglesias del mund<:>,,cual padre, juez, maestro, centro y fuente común. De él recIbIan con~uelo los pastores perseguidos, limosnas los pobres y despojados, así como también los fieles de todas las naciones. Todo el orden católico recibía de él luz orientación, defensa y un orden seguro y tranquilo. ' 57.. ~a!es era? los seis eslabones de oro que constituían los sohdISlm?S vmculo~ que unían a todo el cuerpo episcopal en los mas bellos tiempos de la Iglesia. ¡Y eran verdaderamente de oro! Porque no eran hechos de otra materia que de santid~d, de caridad, de adhesión a la palabra de Cristo y. a los ejemplos de los Apóstoles, de celo por aquella Iglesia fu.ndada con la sangre de Cristo y confiada en manos de los ObISPOS,de temor y temblor presente en su ánimo por !a ~~enta mexorable que un día el mismo Señor y Cabeza invisible y Pastor Jesús, debería pedirles. Hemos visto cómo las invasiones de los bárbaros que dest~uyeron el Imperio Romano, dieron a la Iglesia el principIO de uno de aquellos nuevos períodos que pueden llamars~ de movimiento, en cuanto se levanta de su reposo e iniCIa una nueva marcha. Períodos en los que ella desarrolla por sí misma una nueva actividad, antes oculta en su seno por falta de ocasiones de manifestarse; entonces ejerce una nueva acción sobre la humanidad y produce una nueva serie de efectos benéficos. El período del que hablamos tiene c~mo carác!e.r propio
su eterno designio. Divino el medio principal por el que aquel designio se realiza, es decir, la asistencia del Redentor. Es divina, en fin, la promesa de que dicho medio nunca faltará: no faltará nunca a la santa Iglesia la luz para conocer la verdad de la fe y la gracia para practicar su santidad, y una suprema Providencia que todo lo dispone sobre la tierra en orden a ella. Pero dicho esto, además del mec;lio principal mencionado, hay otros medios humanos que realizan el designio del E terno. Porque la Iglesia es una sociedad compuesta de hombres, y mientras se hallan en camino, son hombres sujetos a las imperfecciones y miserias de la humanidad. Por lo que dicha sociedad, en cuanto es humana, obedece en su desarrollo y en su progreso a las leyes comunes que presiden la marcha de las otras sociedades humanas. Y con todo, estas leyes a las que las sociedades humanas están sometidas en su desarrollo, no pueden aplicarse enteramente a la Iglesia, precisamente porque ésta no es una sociedad totalmente humana, sino que en parte es divina. Y así, por ejemplo, la ley de que «toda sociedad empieza, progresa hasta su perfección, después decae y muere», no se aplica a la Iglesia, asistida por una fuerza externa a la esfera de las vicisitudes humanas, una fuerza infinita que repara sus pérdidas, que vuelve a infundir la vida cuando ésta disminuye. De suerte que dicha sociedad, única y singular, sobrepasa la vida común de las otras sociedades, precisamente porque posee algo en sí misma extraño y superior a las meras sociedades humanas. En suma, la Iglesia es tan estable como la sociedad humana tomada en general, la cual, constituida junto con el hombre, no perece sino con el último individuo de la especie. Ya que las otras sociedades particulares se forman, se destruyen y se reforman de nuevo, existe para ellas un período de destrucción que sucede a un período de formación a la que sigue otro de nueva formación. Mas estos períodos organizadores y estos períodos críticos no se pueden aplicar a las sociedades humanas en general ni, por lo mismo, a la Iglesia de Jesucristo, que siempre subsisten, sino que dichos períodos sólo pueden aplicarse al modo accidental de una y de otra, el cual sólo él se organiza, se destruye y se reorganiza. El momento en el que empieza a obrar la fuerza que preside la organización, se puede llamar época de arranque. El momento en el que la organización termina, se puede calificar de época de estacionamiento. La Iglesia se 102
halla sucesivamente en estas dos épocas. Ora se halla en movimiento hacia algún nuevo y gran desarrollo, ora se halla en reposo como la que ha llegado al fin de su viaje." 59. Hay que hacer otra observación relativa a la ley que preside la marcha de la sociedad, si se quiere aplicar a la Iglesia: en las otras sociedades la recomposición sucede a la destrucción, ya que aquélla intenta reconstituir en modo mejor lo que antes había sido destruido. Pero en la Iglesia la destrucción y la composición son simultáneas, ya que una Y otra no se realizan en torno al mismo objeto, como sucede en las otras sociedades, sino que al mismo tiempo que se destruye un orden, se construye uno nuevo. Tomemos como ejemplo, precisamente aquel tiempo memorable en el que el clero, por razón de la invasión de los bárbaros/' fue impelido a meterse en los gobiernos temporales, época de arranque para la Iglesia de Dios, época que constituye el objeto principal de nuestra atención. En aquel tiempo, el progreso de la Iglesia, el nuevo orden 17. Distingamos, pues, dos épocas o dos perlados. El momento en que empieza un nuevo orden de cosas, constituye la época de arranque. El momento en que este orden de cosas ya está formado y asentado completamente, constituye la época de estacionamiento. Entre la évoca de arranQue y la época de estacionamiento hay un período en el cual la sociedad trabaia para organizarse, es decir, para llevar a la perfección aquel orden de cosas al que presta atención, y esto es lo que calificamos ' como período organizador. Organizado perfectamente aquel modo de ser de la Iglesia, y llegada la época de estacionamiento, no pudiendo las cosas humanas cesar en su movimiento, muy pronto le sucede otro movimiento en sentido cont,ario . a saber, un movimiento de destrucción, y a éste llamamos período crítico. 18. Varias fueron las causas que llevaron al clero -debido a la fuerza de las circunstancias y verdaderamente contra su voluntadal gobierno temporal. A las que ya hemos mencionado , se puede añadir la que un célebre historiador expresa con las siguientes palabras: «Los romanos profesaban un desprecio total y una aversión hacia estos nuevos señores -los bárbaros-, que además de su vulgaridad y fe,ocidad naturales, eran todos paganos y herejes. Por el contrario, aumentó en los pueblos la confianza y el respeto hacia los obispos, todos romanos, y que a menúdo eran personas de las más nobles y ricas.» A esta causa, añade: «Con el andar del tiempo, los bárbaros convertidos al cristianismo, entraron en el clero y aportaron sus costumbres: de manera que se vio no sólo a los clérigos, sino también a los mismos obispos ser cazadores y guerreros. También ellos se convirtieron en señores, y como tales, estaban obligados a presentarse en las asambleas en las que se dirigían los asuntos del Estado y que al mismo tiempo eran Parlamentos y Concilios nacionales." (F'LEURY, Discurso VII sobre la hist. ecles., par. S).
103
que iba organizándose, era la santificación de la sociedad civil. Esta sociedad, hasta entonces pagana, debía convertirse al cristianismo. Es decir, debía adaptar todas sus leyes, su constitución y hasta sus usanzas, al nuevo código de gracia y de amor: el Evangelio. Pero junto con este progreso, se destruía otro orden de cosas, e incluso, en la Iglesia se daba una regresión. La nueva orientación que la Iglesia aportaba a la sociedad civil, traía consigo el desorden indicado, a saber, que el episcopado, alejado de sus naturales incumbencias, instrucción y culto,19 se lanzaba en el abismo de los asuntos mundanos. Tal ocupación fue una tentación imprevista para el clero, desconocida, de la que se presentía ciertamente el peligro; pero no se había aprendido aún el arte de resistirla y de vencerla. Por lo que, a la larga, la humanidad cayó en la terrible prueba: la santidad del clero se halló en la ruina, y las usanzas más bellas y las mejores costumbres eclesiásticas perecieron. He aquí la destrucción que se verificaba junto con la organización. ¡Hasta tal punto llega -y lo diré una vez más- la limitación humana! Aparece incluso en la Iglesia, que en sus nuevos progresos y desarrollos está sometida también a un cambio y a un transtorno, aunque siempre en su modo de ser accidental. 60. Mas, ¿qué siguió a todo esto? Después que la organización -que se quería obtener de Dios-, era ya una realidad, después que el período de destrucción ya se había verificado y había devorado todo lo que fue abandonado por la Providencia a su voracidad, entonces parece por un momento que tal destrucción, una vez consumada, ponga en peligro la misma existencia de la Iglesia, y que atraiga a sus ruinas y al abismo abierto ante él, también lo que se había obtenido y organizado simultáneamente. En tal situación la Iglesia se con~urba. Su fe apenas la sostiene. Y en su extrema
turbación, dirige súplicas y lamentos a su divino Autor, que duerme en la barquita que peligra. Y entonces llega el momento en el que se despierta y amenaza al viento y al mar. y se realiza la experiencia: se comprueban los efectos funestos del principio destructor, y al fin se piensa en hallar el remedio. En aquel momento comienza un nuevo período en el que se quieren reparar los perjuicios sufridos por la nave en su larga y difícil travesía: época de estacionamiento, ya que estas reparaciones no hacen avanzar a la Iglesia, no le dan ningún nuevo y notable desarrollo, sino que sólo la remiendan, por decirlo así, en aquellas partes que han sufrido demasiado en el viaje fatigoso. Con todo, se ha avanzado ya un buen trecho en el camino. Y después de haber reparado la nave, que no puede perecer, debe afrontar todavía otros mares, otros vientos, otras tempestades. 61. El orden de la Providencia en el gobierno de la Iglesia es tal, de manera que la fuerza organizadora resulte siempre más fuerte de la que preside la destrucción, y que las dos fuerzas operen contemporáneamente a fin de que todo se realice con la máxima rapidez y sin pérdida de tiempO,2! y terminado el trabajo, siga un período de reposo para la Iglesia, durante el cual no se realice un largo viaje, ni se afronten grandes empresas, sino que vertladeramente se tienda a reparar sus daños por separado y con diligencia, hasta que llegue el tiempo de zarpar de nuevo para otra travesía audaz. Desde hace ya muchos siglos, desde el ya siempre memorable 1076, y con nuevo vigor desde el Concilio de Trento, se trabaja para restaurar minuciosamente los daños sufridos por la disciplina y por las costumbres eclesiásticas. ¡Quién sabe si no se aproxima ahora un tiempo en el Que la gran nave desamarre de nuevo y desplegue sus velas hacia la alta mar, para descubrir un nuevo y quizás mayor continente! 2l
19. Cuando en los tiempos primitivos se trató de servir las mesas de los fieles, los Apóstoles eligieron a siete diáconos encargándoles de esto. En cuanto a ellos, declararon que no era conveniente que se ocuparan de tal cosa, y designaron las dos funciones eminentemente episcopales, en estos términos: «Nos vera ORATIONI et MINISTERIO VERBI instantes erimus» (Act. 6, 4). La oración corresponde al Culto, y la predicación a la Instrucción. 20. Lo prueban los temores que manifiestan en sus escritos san Gregorio y otros obispos, que fueron los primeros en tenerse que dedicar a los asuntos seculares. Estos temores y lamentos van desapareciendo poco a poco de la Iglesia: síntoma del afecto que el clero iba cobrando a los bienes temporales.
21. Quizá solamente puede hallarse una exceoción a esta ley en los primeros siglos, en los que actuó casi la sola fuerza organizadora. Pero no faltaba el antagonismo : tenía su oposición fuera de la Iglesia, en la sociedad pagana. 22. Al veríodo de destrucción sucede, pues, un período de reconstrucción. Esta reconstrucción pertenece no al movimiento, sino al estado de la I¡rJesia. Contemporáneamente al período de destrucción, se da un período de organización: éste pertenece al movimiento, es el tiempo de las empresas. A éste sucede un cansancio. tiempo de estacionamiento. En el tiempo de movimiento, pues, trabajan dos fuerzas extremadamente activas: una edifica, la otra destruye. En el tiempo
2l)
104
~eis
105
62. Pongámonos ahora en camino: ~n lo~ capítulos precedentes hemos contemplado la actlvIdad mfatigable q desplegó. una fuerza de~tructora en perjuicio de la Igles~~ el!- los sIglos que .s,ucedIeron a los seis primeros, y con respect~ a la educacIOn del pueblo y del clero. Sigamos ahora consIderando esta fuerza enemiga aplicada a deshacer la unión del episcopado. .Los primeros .sucesores de los Apóstoles, pobres y despOJados, se relacIOnaban con aquella simplicidad infundida por e! Evangelio en las almas, y que es sólo expresión del corazon. Por ella, el hombre se comunica inmediatamente a su .semejante, y por ella la conversación de los servidores de DIOS resulta tan fácil y suave, útil y santa. Tal era la conversación de los primeros obispos. Pero cuando éstos fueron circundados y cercados por el poder temporal, su comunicación resultó más difícil. La ambición mundana inventó títulos fijos y determinó un ceremonial material, exigiendo de los hombres, como precio para poder tratar con sus prelados, generosos sacrificios del amor propio, y hasta a menudo un tributo de envilecimiento, en cuanto lo era de ficc~ón y mentira; Por medio de estas exigencias siempre creCIentes, se llego al punto que los meros preliminares en las relacione~ de los cristianos con los príncipes de la Iglesia, se complIcaron con cuestiones artificiosas de formalidad, y a. menudo de tal manera, que no admitían una solución posI.ble y raz~na.ble. Y la mente del pastor de la grey de Cristo, dIgna. de hmIt.arse a meditar las sublimes verdades, y de estudIar consejos prudentes, se halló exhausta por el estudio y en la tutela de dichos nuevos derechos de la Iglesia que nacían del nuevo Código de ceremonias. Por lo que su cará~ter se hizo desconfiado, serio, cauto y falaz por prevenCIón y por recriminación. Todo se complicó. Una asamblea de obispos, cosa de suyo tan dulce y fácil, exigió en adelante las más serias y largas deliberaciones. Ya que antes de participar en ella, había que aplicarse a estudiar sus ceremo~ias, poseer mucho dinero para los gastos, tener mucho tIempo para emplear, y muchas energías para resistir
d~ estacionamiento obran también dos fuerzas, pero ambas de poco VIgO,: una repara parcialmente los desgastes, la otra perjudica todaví~, pe,o más por negligencia que por otra cosa, como en una fábnc~ en la que, después de ser edificada, faIte una buena manutenCIón.
106
las fatigas de la etiqueta: más ligeras que éstas bastan quizás para matar a viejos caducos.2J 63. Tales dificultades que alejan a los obispos unos de otrOS, envolviéndolos en una atmósfera repulsiva, es el signo certero de la ambición que penetraba furtivamente en su interior. ¿Y qué mayor causa de división y de cisma existe que la ambición, mezclada siempre de sus dos servidoras, la codicia de la riqueza y la codicia de poder? Este es un hecho constante en la historia de la Iglesia: «doquiera que a una sede episcopal se juntara por mucho tiempo un tan gran poder temporal, allí se manifestaron también causas de discordia». Inmediatamente nos viene al pensamiento el caso de Constantinopla. No se cumplía aún un siglo de su fundación, cuando los obispos de la nueva Roma, poderosos por la presencia cercana del Emperador, ambicionaron superar las sedes más antiguas y más ilustres de la Iglesia, y obtuvieron llegar al segundo lugar, después de muchos conflictos.'· No contentos todavía, rivalizaron con Roma y ocasionaron el fatal cisma griego.2S He aquí, de modo evidente, una de las terribles consecuencias del poder temporal anejo a la sede constantinopolitana: la pérdida del Oriente por parte de la Iglesia. En occidente, se presta a nuestra consideración el exarcato de Rávena, creado allí en el siglo VI. Muy pronto insubordinó a aquellos arzobispos y les hizo desobedecer a Roma, de tal manera que sólo con decisiones extremas, al fin pudieron ser humillados.2' Pero el gran origen de las discor23. «Los obispos -dice Fleury- se trataban entre ellos como hermanos, con pocas ceremonias y con mucha caridad. Y si constatáis que se dan el título de santísimos, de muy venerables o otros títulos semejantes, atribuidlo a la costumbre que se introdujo en la decadencia del imperio romano de dar a cada persona los tratamientos que correspondían a su condición." (Discurso sobre la hist. ecles., par. 5). 24. Aquella Sede obtuvo el primer lugar, después de la romana en el Concilio de Constantinopla del año 381. Para ello le sirvió nó poco el nombre que aquella ciudad se dio a sí misma: el de nueva Roma. 25. El apoyo del poder político fue lo que hizo que aquellos arzobispos se rebelaran contra Roma. Obtuvieron del emperador una ordenanza que se llamó Tipo, mediante la cual eran substraídos a la obediencia de la Iglesia romana. Este Tipo fue librado en manos del Papa cuando se sometieron bajo León n . 26. En el año 677, Rávena retornó a la obediencia del Papa Domno. Aquellos arzobispos se rebelaron de nuevo en 708, y fue un signo de la Providencia que aquel Exarcato desapareciera muy pronto debido a la destrucción llevada a cabo por Astolfo, rey de los longobardos, en 752, y después de haber durado sólo 180 años. Así la Providencia se sirvió
107
dias y de las desuniones en la Iglesia occidental, fue · A ' . y f'malmente enron1 lo.s d Iversos ntIpapas que aparecIeron. e glo XIV, se produjo el gran cisma de Occidente que au Slextinguido, dejó los más profundos gérmenes de div'isió nque envidias, de ocultas hostilidades entre las Iglesias cr~' t~e nas, gérmenes vigorizados por todo lo que se llevó a cab~ laen los Concilios memorables de Pisa, de Constanza y de Basn en ocasión del cisma. Dicho cisma, fue el que preparó la ;~ fección del sector septentrional de la Iglesia, acaecida ~ siglo más tarde. Aunque extinguido materialmente, dura todavía, y con su espíritu infausto actúa infatigablemente, envuelto bajo el manto del aulicismo y del galicanismo. Sus frutos son las tan mal aconsejadas empresas eclesiásticas de un Emperador o de un Gran Duque; la tan ciega ambición de cuatro arzobispos de Alemania que, luchando con la Sede apostólica, única y ·leal protectora de sus Estados temporales, -perdieron sus dominios; así como también todo cuanto se deseó, se dijo y se tentó más recientemente en una capital católica, a fin de instituir allí a un patriarca y Ocasionar un nuevo cisma en la Iglesia. 64. Estas divisiones, funestísimas , que desgarran el seno de la Esposa de Jesucristo, no causan maravilla si se considera que los primeros obispos que tuvieron que sumergirse en' 'los asuntos temporales, tenían el corazón tan santo y un espíritu tan verdaderamente episcopal, que no lo hicieron sino con dolor infinito y lágrimas. Mas no sucedió lo mismo con todos sus sucesores. Estaban muy lejos del episcopado -pobre y fatigado en la predicación del Evan¡!elio yen la cura inmediata de almas- todos aquellos que estaban dominados por un espíritu mundano, por la codicia de riqueza, y por la avidez de poder profano. De manera que, en todo esto, no hallaban sino preocupaciones y solicitud y a menudo también persecuciones, fatigas, martirio. Tanta era la fortaleza y el espíritu de sacrificio que se les exigía, que podían muy bien decir de su cargo, lo que di.io el Apóstol: «Quien desea el episcopado, algo bueno desea.» 27 Mas los hombres santos huían de él por otra razón: veían en este cargo una dignidad totalmente divina, tal como aparece a los ojos de la fe, y a la que sólo Dios podía llamar y elevar. de estos b árbaros invasores de las tierras de la Iglesia, para consolidar el dominio romano, derribando el poderío ravenense. 27. 1 Tim. 3, 1.
108
d
un humilde sentimiento respecto a sí mismos, no e en modo alguno con el grado de virtud requerida, se crelan para tan divino ministerio. Por lo que, no presende suYa' ningún aspirante a la cátedra episcopal, la Iglesia tá1ld,:,~ee en su elección, y ella misma iba en pos de los homera h rás santos, con criterio desapasionado, sin que el juib!esf n;ra prevenido y turbado por prevención alguna por CIO u de los electores o por manejos de los candidatos. Y pa:t~a elección recaía en personajes, cuya piedad y sabiduría asl , landecía como las que más. Pero este orden justo camr~~P desde el momento en que el episcopado no fue más un O bl ro poder espiritual, sino que se le añadió la administra~~n de abundantes riquezas y la gestión de los gobiernos ~~Il1Porales. Entonces el episcopado se hizo más temible y arduo para los santos, los cuales, se mantenían lejos de él con toda clase de artimañas, hasta obligarse con votos de esquivar aquel peso, como hicieron los apóstoles que, tres siglos antes, tuvieron a Loyola como capitán en la fundación de una compañía de obreros, infatigables en la viña del Señor." y al mismo tiempo, el episcopado desde entonces halló muchos más pretendientes de los que necesitaba, es decir, todos los que ibán detrás de una fortuna temporal, y que tenían cerrada cualquier mejor puerta, y más difícil de abrirse que la de la Iglesia. Entonces apareció la devoción de los nobles, material y formalista. Apareció aquel género de mérito de los plebeyos, que consistía en el arte de tratar los asuntos, o en el desco· nocimiento de las leyes canónicas, más que en celo o virtud en manejar la espada de la palabra divina y guiar las almas al cielo. Entonces, los príncipes terrenos y los grandes, no vieron otra cosa en los pingües obispados, que el medio para premiar a sus aduladores y a sus ministros, o también un modo de situar a sus hijos segundogénitos o a sus hijos llaturales. y lo que antes se hacía por instinto de codicia ¡JeDOS,
28. Muchos casi se escandalizan al ver que los religiosos hacen tanto por la Iglesia, sin ser pastores, y gozan de privilegios que en gran parte los eximen del gobierno de los obispos. Pero ¿no resulta evidente que éste fue un medio utilizado por la Providencia, mediante el cual sostuvo a la Iglesia de Dios, precisamente en el tiempo en que los obispos estaban absortos por las grandezas temporales? La institución de los frailes mendicantes en el siglo XIII, y de los clérigos regulares en el siglo XVI, tuvo, evidentemente, esta finalidad: la de suplir lo que no hacía aquél que, desgraciadamente, se llamó clero secular.
109
inconsiderada, no tardó muchó en convertirse en un sistema político y casi constitutivo del Estado. Podría citar como ejemplo de lo que vengo diciendo, cualquer nación cristiana de Europa, indiferentemente. Ya, que, analizando en cada una de ellas el límite al que llegaron las cosas de la Iglesia, se constatará que, en el fondo, las máximas y el espíritu fueron los mismos que el de la república Véneta de los últimos tiempos, en cuyo dominio los obispos eran todos segundogénitos de las casas patricias, y tuvieron la vocación al episcopado como por casualidad, ya antes de nacer. En otras palabras, ya antes de nacer fueron condenados al episcopado por hombres codiciosos, crueles, presuntuosos, los cuales, en compensación por la condena, dispensaban después a los pastores de la Iglesia de Jesucristo, de sus sagrados deberes y de buen agrado les consentían que llevaran, con ociosa pereza, una vida disipada. ¿Se podrá, acaso, esperar hallar entre tales obispos la mayor carida~ y fortaleza, aquella unión íntima, verdaderamente pastoral, que nace de un celo común por la prosperidad de la amada · Esposa la Iglesia y de una sabiduría que se engrandece y se fortifica con la aceptación de las máximas y con la uniformidad de la conducta? 65. Los hombres que poseen una misma preocupación, la de hacer progresar el género humano hacia la verdad y la justicia, y que no tienen otro interés fuera de éste, fácilmente se unen entre ellos con los lazos de la más sincera amistad e íntima correspondencia. La verdad es universal e inmu· tableo Y la misión, que tiene como fin este bien divino, no puede menos de ser también ella universal, sin poner límites al número de sus miembros. Además, teniendo como vínculo este bien divino, dicha unión no puede menos de ser estable y permanente, sin que cese por las vicisitudes, ni se afloje por el cambio de todas las circunstancias externas de la vida. Tal era la fraternidad de los antiguos obispos: tenía como objeto y vínculo la verdad evangélica, y a Dios mismo como fundamento. Pero cuando el espíritu del hombre se orienta hacia los bienes terrenos y se propone como fin el disfrutarlos, y por consiguiente, se propone también la conservación y aumento de los mismos, entonces ya no es más libre, ya no está consagrado exclusivamente a aquel sumo bien que puede ser de todos sin que falte a nadie, y que no recibe su precio de cosas externas y mutables, sino que lo posee en sí mismo, sin cambios. Entonces el hombre 110
es vano: no puede ya constituir una sociedad verdaderamente leal y de perpetua e indisoluble amistad con otros hombres. Su sociedad, no puede menos de estar condicionada por las circunstancias. Sean cualesquiera las formalidades externas, sean los que sean los signos convencionales de afecto parcial en un tiempo o en otro, no obstante la umon tiene siempre un límite tácito, va siempre acomp~ña da de temores y de cautelas, debe ir provista de reservas que la debilitan de modo increíble y la modifican completa; mente en su naturaleza. He aquí cuántas fórmulas se presu~' ponen: «Si, con quién, cómo, cuánto, sólo hasta el punto que l.a .unión no perjudique los intereses que constituY~n el obJetIVO, o al menos la condición de la unión misma.» Por. lo t~nto, mientras los obispos, ricos y poderosos, no sean espejos extraordinarios de virtud, sino que más bien pertenezcan a aquel género de hombres que quizás durante toda s~ vida tuvieron la vista puesta en una Sede pingüe, cual bIenaventuranza anhelada, ¿qué sucederá? ¿Qué podrá esperarse de estos apóstoles? ¿ Qué duda hay de que su solicitud tendrá como fin su poder y haber temporal? Felices con su suficiencia temporal nunca podrán sentir el deseo de mantener ~na relación espiritual con los otros obispos. Ya que abso:bldos por los asuntos materiales, no les queda ni tiempo m voluntad para mantener vivos semejantes carteos eclesiales, los ~u~les requieren también otra disposición, otro temple de ammo y otro género de estudios. Y si por milagro, procura conservar una unión y correspondencia, ésta s~ra estorbada por todos los manejos mencionados relatIVOS al modo, a las personas, al grado o al tiempo, por las cautelas para no sufrir estorbo alguno en sus comodidades, o molestia alguna en su tranquila felicidad, o por el peligro de disminuir su grandeza mundana, o aumentar l~s preocupaciones y las fatigas: y por todo esto se conslderarán a sí mismos y serán considerados hombres prudentes. .66. La historia de la Iglesia, demuestra, además, que los ObISPOS que llegaron a ser poseedores de señoríos, se enemistaron entre ellos y fueron implicados en facciones, guerras, y en todas las horribles discordias que agitaron los pueblos de todos los siglos; discordias atroces contra la humanidad, fatales para aquella Iglesia que está fundada en el amor, y tremendamente escandalosas por hallarse en manos de aquéllos a los que Cristo había dicho: «Os envío como ove111
jas en medio de lobos.» 29 Y era bien natural que tales obispos, convertidos en uno de los estados del gobierno político, y por ventura el más influyente, aficionados ya a esta su suerte temporal, se vieran envueltos en las disputas y discordias que hervían entre los potentados del mundo: el poder y la riqueza son por naturaleza origen infausto de colisiones, sea para el que quiere defenderlas para conservarlas, sea para el que las utiliza como medios de agravio para hacerlas más grandes todavía. Mas la unión santa, perpetua, universal del episcopado de los primeros tiempos, desapareció, y le sucedieron aquellas uniones parciales y momentáneas, creadas por ÍIltereses temporales: me refiero a las confederaciones, a las ligas, a las facciones. ¡Qué variedad! ¿Acaso podía conservarse la unidad del cuerpo episcopal con tales partidos! ¿No debía necesariamente producirse, poco a poco, aquel aislamiento total de los obispos, que perdura aún demasiado, aunque hayan cesado en gran parte las causas y que constituye una de las llagas más graves y atroces que hacen llorar de manera inconsolable a la Iglesia de Dios? 67. Los obispos que se hallan sumergidos en las preocupaciones y asuntos mundanos, es evidente que deben mezclarse continuamente con magnates y príncipes. Y es también evidente que, estando continuamente con esta gente del mundo,. tarde o temprano se toman sus costumbres y sus modos de comportarse, y se adaptan a su gusto, incluso la propia familia y la propia casa. Resulta también evidente, que el tipo de vida secular es bastante opuesto al eclesiástico: quien se ha vuelto galán por el fausto, por el clamoreo y por la licencia de aquélla, desdeña ya la modestia, el orden y la severidad de ésta. Por lo que necesariamente debía suceder que, ocupado el prelado por la grandeza mundana, no sólo le molestara estar con la gente, a pesar de ser su grey, y con los clérigos inferiores dedicados exclusivamente a las humildes funciones de la Iglesia y a los detalles de la cura de almas, sino que también prefiriera a la conversación con los otros prelados -precisamente porque eran eclesiásticos-, la de los grandes del mundo, por ser más divertida, menos ligada a la censura, y quizás bastante más provechosa a sus intereses. 68. De ello provenía el abandono de las propias diócesis por parte de los pastores, no sólo por razón de tener que 29. Mat. 10, 16.
112
trasladarse a los parlamentos y a los Ca nCI'1'lOS naclOn . al es, . sIlla por el gusto de permanecer habitualmente en las cortes ?e los, reyes, de donde en vano la voz de tantos Concilios Illt~n,to hac~rlos volver. JO ¿Y qué iban a hacer en las cortes? QUlzas a dIsfrutar de los placeres. Quizás a buscar la ma~ nera de aument~r la .fortuna terrena que abre en el corazón humano apetencIas sIempre insaciables. Quizás a alimentarse de. vamdad, recaudando honores y creándose un nombre ven~aJoso. Quiz,á~ a me.z~larse en las dobleces o en la barbarIe. de la pol~tIca. QUlzas, en fin, a hacer la guerra contra la ~Isma IglesIa, contra su doctrina o su disciplina Q . , a ejercer el oficio i~fame de delatores. Quizás a s~tisr~~:~ sus person~le,s enemIstades contra sus hermanos en el episcopado. QUlzas a reinflamar una guerra pérfida y sacrílega c?ntra su padre y ma~stro común, el romano Pontífice. Quizas a beber de la sonnsa de los príncipes la felicidad de s almas .envilecidas. Quizás a adularlo, a c~ndimentar los p~~ c~res Illfames, las empres~~ crueles, con una jovialidad neCla? despreocupada. ¿DIJe, a condimentarlas de jovialidad. Incluso a bendecir aquellas empresas, a santificar aquel~os .p!aceres con sol.emnes palabras episcopales, con la prostI~uclOn del Ev.angellO y de todas las formas de piedad." 'Oh ~IOS, no .mencIOno m~ras posibilidades: de todo cuanto I diJe, hay ejemplos hornbles en la Historia! ¡Están escritos en e~la con caracteres firmes e indelebles, y lágrimas amarguíSImas de la Iglesia y todo el roce de los siglos nunca podrán borrarlos! ' 69. Fue, sin duda un ~~je~ivo de la Providencia -al procurar que el poder ecleslastIco adquiriese gran influencia 30. El Concili? de ~ntioquía del año 341, así como censurar el he. cho de que el obIspo vIva .en la corte, no habla de ello como si se tratara. de un hecho desconoCIdo, y ordena que ningún obispo sacerdote o cléngo, . p~eda hacer ni que sea una mera visita al empe~ador sin el conse~tmllento y las cartas de presentación del obispo de la p;ovincia y partJcula~~ente ~el de la metrópoli. y si alguno viola esta orden del santo ConcIlIo, sera excomulgado y además será privado de su d' . dad 'Ta t I ' . Ign¡b . ¡ n a era ~ santa suspIcaCIa que se sentía entonces por la li. ertad de la IgleSIa! ¡Tal era el temor que se tenía del contagio de las gr~ndezas temporales! El Concilio de Sárdica de año 347 ordena que el obl~po no. vaya a la corte ni tan sólo por razón de íos asuntos de candad, smo que mande un diácono. d 31. Ba~ta con leer la historia de Cristierno, tirano de Suecia, y la d e los ?blsPOS aduladores suyos, para convencerse de ello. La Iglesia .esgraclada.mente, debe a .a quellos prelados la pérdida de aquella na~ C¡ón. Lo mismo puede decIrse de Alemania y de Inglaterra. PC 17.8
113
en los gobiernos políticos-, el de constituir mediadores pacíficos entre los gobernantes y los gobernados, entre débiles y fuertes a fin de que la Iglesia, después de haber enseñado a los 'primeros, durante seis siglos, la submisión y mansedumbre sin par, enseñara también a los segundos a mitigar el uso de la fuerza y los humillara incluso bajo la Cruz, y por la Cruz bajo la justicia, y así de árbitros de .las cosas humanas, pasaran a ser ministros del pueblo de DIOS, por medio de dicha justicia y. de la beneficenc~a:, Esta incumbencia del poder eclesiástIco, esta noble mISlOn ~e la Ig~sia de Cristo, la ejerció por la pa.labra de ta.ntos ObISpOS que predicaron la verdad y, como dIce la Es~ntura, fueron testimonios de Dios ante los reyes: tales ObISpOS no faltaron nunca, aun dándose el caso de la perversión de un gran número de ellos. Oponiendo sus pechos episcopales a sus primeros resentimientos feroces, rompieron su ímpetu. Y calmado, después, su furor instintivo, los prepararon para comprender la existencia de una fuerz~ moral, muy o,t~a de la puramente material que ellos poseIan, fuerza pacIflca y llena de mansedumbre, pero que exige nada menos que sea la rectora, la que juzgue a la fuerza bruta. Esta fuerza inaudita era la legislación evangélica, que ocasionó todas aquellas luchas objeto de tantas supercherías y calumnias, y a pesar de todo tan admirables, tan generosas. Luchas que sostuvieron los Pontífices del Medioevo, contra los monarcas, en favor de los pueblos, es decir de los fieles, y que ,procuraron al mundo, como resultado, una nueva soberarua, una monarquía totalmente nueva, la monarquía cristiana. Así el Eterno dispuso que el gobierno feroz de los señores de la tierra, se modelara según el gobierno pacífico de los obispos de la Iglesia y que no hubiera más esc!avos e? el m~fo1do cristiano, ya que la Iglesia de Cristo no tlene mas .que .hIJOS. Dispuso también que no hubiera más poder arbItrano, ya que la Iglesia posee una potestad santa y razonable. Y por fin, que cesara el hecho de que la mayoría de los hombres fueran meros instrumentos en manos de unos pocos, ya que la potestad de la Iglesia no es otra cosa que un m!~is,terio y un servicio que los pocos prestan a los otr?s, sacnf~ca~do se a sí mismos por el bien de los que han sIdo constItUIdos prójimos suyos. Dios obtuvo todo esto por Cristo: lo obtuvo con los hechos, y cuandQ faltaron los hechos, lo ?btuvo en el grave juicio público de los prevaricadores, mdefensos contra todo esto a pesar de su fuerza . En vista de lo cual, 114
penetradas las máximas evangélicas en todas las mentes, se convirtieron en elementos de un nuevo sentido común que juzga a los monarcas, y lo hace con aquella severidad que jamás se vio sino en los pueblos cristianos. Pero esta noble misión del clero católico ha terminado: el período de la conversión de la sociedad se acabó ya en el siglo XVI. Hoy en día todo hace creer que se prepara una nueva época para la Iglesia, ella que ha trabajado durante los últimos siglos para reparar sus más ínfimos daños, ya que un clero convertido en servidor y vil adulador de los príncipes, no es ya más un mediador entre éstos y el pueblo que lo rehúsa. Y entonces nacen tiempos como el nuestro, en los que todo es irreligiosidad e impiedad. Entonces el poder eclesiástico es dislocado. Ya no se sitúa entre el poder legal de los Reyes, y el poder moral de los pueblos, sino que absorbido por e,l primero, se identifica con él, y resulta monstruosamente desnaturalizado, presentando dos caras: una cruel, fraudulenta la otra; y dos formas: una militar y la otra clerical. Y entonces el mundo rebosa de bandas militares, y de un número excesivo de sacerdotes inútiles. Los reyes se enfrentan directamente con los pueblos: o para recibir la sentencia capital o -lo que es más funesto- para darla. Ya no hay quien los reconcilie entre ellos, quien junte la mano derecha de unos y otros, quien bendiga los pactos y reciba los juramentos. No hay fe ni sanción. Cada uno de los dos atemoriza y amenaza: prepara una batalla campal, y en ella todo se pone en juego. ¡Qué maravilla si en Rusia, en Alemania, en Inglaterra, en Suecia, en Dinamarca y en otras naciones, tan pronto como los príncipes, antes católicos, dominados por el capricho banal de alguna pasión, quisieron constituirse jefes de la religión y separar sus Estados de la Iglesia, no sólo no hallaron casi ninguna resistencia en el episcopado, sino que hallaron en los obispos los ministros más celosos del cruel estrago que se proponían causar en el cuerpo de la santa Iglesia? Aquellos cismas ya eran tales antes de que se realizaran. Sólo se añadieron las formalidades externas, sólo se cambió un nombre. El poder eclesiástico, el único que podía impedírselo, ya no existía, puesto que se había identificado con el poder soberano. Los obispos habían renunciado a ser obispos para ser grandes de las cortes. Y no sólo se habían dividido entre ellos, convertidos en émulos celosos y pendencieros, sino también se habían separado de su Cabeza, el romano Pontífice, y de la Iglesia universal, ante~ 115
poniendo a todo su umon personal con el Soberano. Así renunciaron a su propia existencia, y por lo mismo, prefirieron ser esclavos de hombres lujosamente ataviados que Apósto_ les de un Cristo desnudo. ¡Ay! ¡Qué panorama ofrecen las naciones católicas! ¡Cuál sería la unión y la generosidad del episcopado si penetrara en el ánimo de un soberano el propósito de separarse de la unidad de Iglesia! 70. y obsérvese que aunque la prostitución de los sumos pastores no llegara a un tal extremo -si bien nada puede pararse a medio camino, y todo mal, así como todo bien en la sociedad, por obra del tiempo debe crecer y llegar a su extremo-, con todo, la adhesión obsequiosa de los obispos a los príncipes, y el continuo mezclarse de aquéllos en la materialidad de los asuntos de éstos, disminuye para siempre la unión del cuerpo episcopal. Ya que el obispo, hecho ministro del príncipe, o convertido en persona influyente en los asuntos políticos, debe ser circunspecto con los que tratan con él, incluso con sus mismos hermanos en el episcopado. Se convierte desde entonces en un hombre cauto, taciturno, reservado, difícil de abordar. En tales circunstancias, todos los partidos políticos que se forman en una nación, y también todos los sistemas que se suceden en las administraciones, separan y desgarran el cuerpo episcopal en otras tantas facciones. Facciones que quizás se unen entre ellas en la forma externa, durante un tiempo de tranquilidad pública, ya que las formas eclesiásticas mantenidas desde la antigüedad no proclaman otra cosa que fraternidad y amor. Pero en lo oculto, no están menos desunidos y divididos: desgraciadamente más divididos, en cuanto se hallan superficialmente cubiertos por el manto de la mansedumbre pastoral. ¿Qué diremos de la unión de los obispos de varias naciones? Habiendo dejado de ser obispos de la Iglesia católica por lo que respecta al espíritu por el que están animados y según el cual se comportan, ya no parecen ser otra cosa que pontífices nacionales. Puesto que el grado episcopal se ha convertido en una magistratura, en un empleo como cualquier otro empleo político, así también ellos hacen sus guerras y sus paces, sus treguas y sus hostilidades con los obispos extranjeros y con la misma Iglesia de Dios. Ya en el siglo xv se vio el más absurdo escándalo que nunca haya podido darse en la Iglesia: reunirse un concilio dividido en naciones, y en el cual, renegando con 10i hechos de la potestad que los obispos recibieron de Cristo, la de ser jueces de la fe y maes116
trOS en Israel, se pusieron a decidir las controversias dogmáticas del cristianismo, no ya a votos de prelados, sino a votoS de naciones, y en las asambleas de cada nación se admitieron a votar con los obispos, a los sacerdotes y laicos todos mezclados: preludio infeliz de tantas dietas y congresos de príncipes seculares que en el siglo XVI, en Alemania, en ocasión de la Reforma, sucedieron a los deplorables concilios del siglo precedente. Preludio también de aquellas decisiones por las que tantas magistraturas cívicas, juzgando en materia de religión, renunciaron a la fe de sus padres. Los obispos habían perdido su voto. El poder laical lo había devorado. Y después de todo esto, ¿causarán maravilla los sacerdotes constitucionales de Francia o el monstruoso sistema de la Iglesia nacional? 71. Sí, hay que terminar con la Iglesia nacional cuand,o el episcopado casi no se considera más como el cuerpo de los pastores, sino como el primero de los Estados, cuando se ha convertido en una magistratura política o en un consejo de Estado, o en una junta de cortesanos. Esta nacionalidad de la Iglesia, que existe antes de hecho que formalmente, es lo más opuesto, y constituye la destrucción total de cualquier catolicidad. ¿Cómo la Cabeza de la Iglesia católica, celosa de ella, esposa solamente de Cristo, podrá ser de buen gusto hermano de semejantes obispos nacionales o reales? ¿Acaso no se descubre en esta pregunta, una razón más que suficiente de los límites impuestos por el Romano Pontífice al poder de los obispos, y de las reservas pontificias que se convirtieron también en tema extenso de tantas discusiones y de tantas calumnias? 3Z ¿Acaso existía otro medio para 32. Los reyes franceses, por ejemplo, se habían metido en la cabe· za que al morir un obispo del Estado, ellos eran los sucesores de los derechos del obispo para conferir los beneficios simples, etc. ¿Qué utilidad prestará a la Iglesia que los derechos de los obispos, en e~tas condiciones, sean muy extensos? ¿No será mejor que sean moderados a fin de que la Iglesia, defendiendo al menos algún residuo de su li· bertad, pueda decir al rey lo que Gregorio IX escribía al emperador Federico 11 : «esto quod in col/atione beneficiorum morientibus suc-
cedas, ut dicis, episcopis: majorem in hoc ipsis non adipisceris poi estatem?» (Citado por Oderico Raynoldo en el año 1236). ¡Estas palabras van dirigidas por el Pontífice a un soberano que quería tener más derechos sobre la sede vacante, que los que tenía el mismo obispo! Además, los hombres de leyes franceses, los llamados pragmáticos, sos· tienen, que aunque el rey deje de conferir beneficios, y así, mande a la perdición las almas de sus súbditos, su derecho no puede prescribir ni ser proveído de otra manera.
117
salvar a la Iglesia de la disolución de todas sus partes, de la división de todos sus obispos, fuera de este único medio: hacer mas fuerte y más activo el centro de la misma? ¿Acaso no era urgente, en tales circunstancias, que la Cabeza de los obispos tirara a tiempo de las riendas que ellos habían dejado caer miserablemente de sus manos, a fin de que el carro celestial no se precipitara en el abismo? De hecho, si a la Iglesia le queda algo de libertad -y sin libertad la Iglesia no vive mejor de lo que vive el hombre sin aire para respirar-, ésta no se halla en los obispos sujetos a los príncipes católicos, sino que se ha concentrado toda en la Sede Romana, con excepción quizás de la libertad de la que goza la Iglesia en los Estados Unidos de América o en otras regiones católicas: sólo allí el catolicismo respira aún libremente de alguna manera. Digo de alguna manera: ya que se ha hecho todo y se prueba todo para encadenar total e ignominiosamente incluso al Pontífice Romano. Y si él es libre, lo es sólo de día en día, y por el cansancio de las luchas. Es libre, pero como un Sansón en medio de los filisteos, a base de que despedace continua y prodigiosamente las siempre nuevas cadenas que se le ciñen en torno. Y no obstante, es libre. Sí, aún es libre a pesar de todas las transacciones que dolorosamente está forzado a hacer con aquellos «reyes de la tierra que están a su alrededor, con aquellos príncipes que se han unido contra el Señor y contra su Cristo»." Precisamente porque es libre, precisamente porque es irreductible, ya que es superior la fuerza que lo sostiene que la potencia de los hombres, por esto «tiemblan las multitudes, y los pueblos meditan cosas vanas». Por esta razón toda la tierra se levanta, y el infierno todo irrumpe contra él solo: no existe otra roca inexpugnable contra la que pueda dirigir sus maquinaciones. Precisamente por esto, las múltiples disensiones de los hombres se calman súbitamente cuando se trata de unirse todos juntos para perjudicar a la Cabeza visible de la Iglesia. También por esta razón se verifica que no sólo los impíos, no sólo los herejes, no sólo los reyes, sino también los obispos, el clero áulico y nacional, en su interior no tienen objetivo más odioso, más abominable que su Padre común, el obispo romano. Ya que él constituye el único obstáculo que encuentran en el camino de la dispersión, donde se hallan por ignorancia, por debilidad, 33. Sal. 4.
118
por prejuicio, por corrupc;Jón, por endemoniada maldad; camino digo que conduce a la apostasía, a la venta de Cristo, a la desesperación de Judas. ¡Y ellos no comprenden nada de todo esto! En medio de tantas desventuras para la Esposa del Redentor, los discípulos fieles al Maestro traicionado no tendrían consuelo alguno, si antes de ser crucificado no les hubiera dicho estas palabras: «Tu eres piedra, y sobre esta piedra yo edificaré mi Iglesia, y las puertas del infiernoS no prevalecerán contra ella.» l4 72. Otro efecto deplorable de esta falsa actitud de los obispos, que les divide entre ellos más y más, fue la envidia de los soberanos. Los prelados, convertidos en otros tantos señores temporales, sufrieron de la misma envidia y de las vicisitudes de la nobleza. Y cuando ésta fue temida o combatida por .el poder supremo, los obispos fueron tambit.n temidos y combatidos, y más aún que los nobles. Por lo que cada vez fueron más vigilados y asediados en su actividad, encadenados en todos sus pasos, encerrados y asediados como en prisión, no sólo dentro del Estado, sino en sus mismas diócesis. Y así, fueron separados entre ellos por decisión del Estado, se les impidió trasladarse a los Concilios o reunirse entre ellos, y se les sometió a infinitas humillaciones. Muy pronto su poder político cayó junto con el de los nobles. Pero siendo más débiles que éstos, fueron también despojados más fácilmente de sus señoríos, y, por otra parte, envidiados por los mismos nobles. Para colmo de su humillación, fueron asalariados. Situados un millón de millas lejos del centro de la unidad cristiana, no se habla más de ellos. Toda disensión entre los obispos y su Cabeza fue vista con buenos ojos. Se sembró cizaña. La rebelión fue alabada, apoyada ocultamente, y premiada. Por consiguiente, el Papa, el padre de los padres, el juez supremo de la fe, el maestro universal de los cristianos, ya no pudo entrar en comunicación libremente con sus hermanos y con sus hijos, con los que fueron encargados por Cristo de gobernar con él y bajo él a la Iglesia. No pudo corregirlos, ni llamarlos a su tribunal, ni sus hijos pudieron recurrir a él cuando padecían injusticia." Sus decisiones en materia de fe, sus senten34. 35. rales, ser él como
Sal. 16, 18. Habiéndose conferido a los eclesiásticos muchos bienes tempoel soberano pretendió ser el administrador de los mismos, quiso quien los diera en posesión al prelado, el cual los recibía del rey un regalo, según la frase que se halla eh las fórmulas de las
119
cias en materia de costumbres, antes de ser publicada d bieron ser sometidas a un tribunal laico que pretendiós l~ varse sob:e t?do triJ;>unal eclesiásti~o. ¿Qué digo, a un ~~~ bunal? Mas bIen debIeron ser sometldas al cálculo de la lítica de un príncipe, ni turco, ni hebreo, sino bautizado podecir, a un hijo y súbdito de la Iglesia 3. ·-de la que él h~b~s recibido la enseñanza cristiana y que en el bautismo hab~a jurado mantenerla-, a un hijo y súbdito que puede ser ad~ vertido, corregido, castigado como cualquier otro fiel de entre el pueblo, puesto que la Iglesia no hace excepció~ de personas y los hombres son realmente iguales ante la ley de Jesucristo. Finalmente, mediante el progreso del siglo, se llegó a organizar una nueva rama de policía destinada exclusivamente a los eclesiásticos. Y fue la policía más minuciosa más inquieta, más petulante, bajo cuyos innumerables aguijo: nes el clero católico fue martirizado con el suplicio de los primeros cristianos que, cubiertos de miel y expuestos a los rayos del sol, morían lentamente bajo las picadas de las moscas, avispas y tábanos. Un sistema de esta índole no fue llevado a la perfección de golpe. Su vasta construcción fue labor larga, fatigosa y docta de los hombres de leyes, de estos sutilísimos aduladores de todos los gobiernos. La primera y vaga idea de esta creación de la prepotencia humana, fue sugerida, naturalmente, a la política de los reyes y de los goInvestiduras de los siglos de la Edad Media. El rey, en esta ocasión, exigía del nuevo prelado un juramento en el que le hacía prometer todo cuanto quería. Eadmero (Historia Novorum, lib . II) cuenta que, entre otras cosas que Guillermo II rey de Inglaterra hacía jurar a los nuevos pl;'elados, había ésta: que no apelarían al Sumo Pontífice ni irían a Roma sin permiso de! rey. La apelación al Jerarca supremo por parte de todos los cristianos, es una libertad de derecho divino que deriva de la constitución instrínseca de la Iglesia. Impugnarla constituye un ' intento de destruil;'la. Si se introducen abusos, conviene perseguirlos y enmendarlos, pero no impedir las apelaciones. Igualmente, todo cristiano debe poder dirigirse al Padre común, al Pontífice Romano: tales son las libertades del cristianismo. La pl;'ovidencia de los gobernantes no debe destruir estas libertades, sino defenderlas. Y equivale a defenderlas impedir que bajo el pretexto de éstas se obre e! mal. Es igualmente cierto que bajo el pretexto de eliminar el abuso anejo al uso de esta libertades, los príncipes introdujeron el despotismo temporal en la Iglesia, y aplicaron la fuerza bruta donde debe hallarse sólo la fuerza moral, buscando la impunidad de sus maldades. 36. San GREGORIO NACIANCENO. Oratio ad Civ.: «Quid vera vos principes et praefecti, quid igitur dicitis? Nam vos quoque potestati me
120
. os por la falsa actitud de un clero decadente. Este blern , uno de 1os pensamIentos . 'd . onstituye que actuan y omman en e almas Y en las conductas de los gobernantes antes que 1aSalquiera de ellos se haya formado una línea de conducta cUpIícita, haya sido consciente de ella, y la haya reducido a ex 'd ' po l IÍlCO ' . una teoría. Mas t~r e aparece a l gun pr? f un d o q'!e e apropia aquella Idea, y desde entonces se constltuye en SIS:ema y toma el nombre del ministro que antes que cualquie r otro la ha descubierto más claramente y la ha seguido con mayor constancia. A partir de este momento aquel sistema se elabora con infatigable ingenio, y se lleva a término con método riguroso. ¿ Quién creería que un sistema político tan destructor de la libertad, de la existencia de la Iglesia, lo debemos a un prelado y precisamente a un prelado ornado de todas las apariencias de piedad pero ministro de un príncipe? Ni el mismo Richelieu sabía que cuando rebajaba la nobleza para hacer que el poder supremo fuera menos embarazoso ·en sus manos, constituía entonces esta monarquía de los reinos modernos, la cual se ha hecho intolerable a los pueblos, contra la que se rebelan debido a su violencia. Y se ha hecho intolerable al clero que sucumbe bajo él porque es débil, y no les queda otro refugio que el gemido secreto que ora al cielo, cual un nuevo Moisés, a fin de que libre de Egipto al pueblo de Dios. ¡Ah, que el Señor que habita en las llamas de un zarzal inconsumible, mande sin tardanza su ayuda a su Iglesia oprimidal 73. Si se considera luego cómo las riquezas del clero, no utilizadas en obras de caridad, forzosamente debían convertirlo en objeto de envidia ante la plebe, objeto de odio para los nobles que ven en aquellas riquezas otros tantos bienes patrimoniales substraídos a sus familias, y objeto de ávida codicia para los soberanos, no será difícil reconocer en ellas una abundante fuente de desunión en el pueblo de Dios. Conviene considerar además, que la riqueza poseída por el clero, no tiene una fuerza correspondiente que la protege, siendo aquél ajeno a las armas. Cualquier gran riqueza, privada de la defensa, acaba tarde o temprano por ser pasto del más fuerte, cuyas apetencias resultan no poco sensibilizadas por las apariencias de tesoros tan fáciles de adquirir. Es evidente que todos los espolios sufridos por la Iglesia, tantas veces repetidos en las distintas épocas, tuvieron este simple origen, o por decir mejor, esta ocasión: la debilidad de sus poseedores. Esto explica por qué tan fre121
cu~ntemente, tanto los ,nobles como los clérigos, fueron despOJados de ellas. Aquellos a menudo fueron considerados fuertes: per<:> cuando se hicieron débiles en relación a otra fu~rza superIor a la de ellos, ésta no dejó de caer sobre los mIsmos, tal como últimamente se vio en la Revolución Francesa, acontecimiento menos nuevo de lo que la gente suele creer. Pero lo que resulta sumamente deplorable en el acto de despojar al clero, es lo siguiente: que debido a la ignorancia de los hombres, penetra en las mentes una opinión falsa a saber: que las riquezas de la Iglesia constituyen una sola cosa con ello y con la religión cristiana. Incluso el clero tuvo por demasiado fundamento este prejuicio. Ya que no teniendo otro medio de defender sus bienes temporales contra los agresores que privarlos de los bienes espirituales, el clero consideró el delito del robo sacrílego como algo inseparable de la renuncia a la religión. Es cierto que la pena era justa, y fue igualmente eficaz en los tiempos de mayor fe. Pero después que los príncipes decidieron despojar a toda costa al clero, se pusieron de acuerdo en separarse completamente de la santa Iglesia. Si el clero es perspicaz, debe proceder con mayor cautela en nuestros tiempos. Con la excomunión aneja al robo de las cosas eclesiásticas, se convertía aquel delito en algo más grave, ya que constituye mayor delito robar e incurrir conscientemente en la separación de la Iglesia, que no el solo hecho de robar. Es más difícil que se cometa un delito muy grave, una gran impiedad, en pueblos religiosos en los que vive todavía la fe, que en los pueblos en los que no existe una limitación de la maldad; en aquéllos, en ciertas épocas y en ciertos lugares, las éxcomuniones, como decíamos, pudieron defender las riquezas de la Iglesia.* Pero en los tiempos de incredulidad, así como también ~n cualquier lugar donde la pasión y el grado de la perversidad ha rebasado los límites y ha desafiado
. * [La siguiente nota fue tachada: «En los buenos tiempos de la IgleSIa, se andaba con mucho cuidado en aplicar penas canónicas que separan de la Iglesia a los culpables, por temor de abandonarlos a la desesperación. En el Concilio que san Cipriano convocó en Cartago después de la persecución de Decio, en el año 251, se examinó la causa de aquellos que habían apostado de la fe durante la persecución, y después de un prolongado debate, se decidió "no quitarles del todo la esperanza de la comunión, a fin de que desesperándose, no empeoraran, y viendo cerrada la Iglesia ante sí, no volvieran al mundo y a la vida pagana". He aquí qué consideración se tenía por la fragilidad 'h umana.» ] 122
Iquier tipo de delito, la excomumon no frena a los cri-
c~~ales sino que les incita y les provoca a rebasar los límien su misma acción criminal. Quizá en ciertas naciones tes habría salvado de un naufragio al catolicismo, aligerándose del mismo modo que se a l·1gera una nave en me d·10 d e 1 ; a furiosa tempestad, echando al mar las cosas incluso más preciosas y más apreciadas, a fin de que se salve la nae y las vidas de los navegantes. Quizá abandonando oportu~arnente a un Gustavo Vasa, a un Federico 1, a un Arri0"0 VIII, las inmensas riquezas que la Iglesia poseía en Sue~ia en Dinamarca y en Inglaterra, o al menos una parte de eIl~s, el clero pobre de aquellas naciones las habría salvado y se habría salvado a sí mismo, y habría también resucitado la fe con aquellos medios con los que precisamente los Apóstoles la habían plantado. Mas ¿ dónde hallaremos un clero inmensamente rico que tenga la valentía de hacerse pobre, o al menos que mantenga clara la luz de su inteligencia hasta darse cuenta de que ha llegado la hora en la que empobrecer a la Iglesia equivale a salvarla? Ah!, quizá la experiencia larga y funesta, quizá el grito generoso de libertad lanzado por un hombre, hace poco tiempo -cualquiera que sea la opinión que bajo otros aspectos se tenga de él-, quizá tal grito esté dominado por una gran preocupación que lo eleva por encima de todas las particularidades, y al mismo tiempo un sentimiento católico que posee algo de extraordinario, emana de todas sus palabras de modo que no ha volado en vano por los aires, no ha irritado en vano a los oídos de los centinelas que han sido puestos por Dios como vigías de Israel! 37 Quizá la misma inquietud de los gl1
37. Se alude a la propuesta que un sacerdote hizo al clero de Francia, de renunciar a los estipendios que ,ecibe del gobierno, y recuperar así la propia libertad: propuesta inoportuna quizás, pero generosa y digna de los tiempos primitivos de la Iglesia. Recuerda la libertad de la que era tan celoso el apóstol Pablo, el cual para no disminuirla, no quería ser mantenido a expensas de los fieles, aunque tuviera derecho a ello, como todos los demás Apóstoles : prefería añadir también el trabajo manual a las grandes fatigas del Apostolado, mediante el cual pudiera ganar diariamente lo poco que necesitaba para mantenerse : «Omnia mihi licent -decía- sed ego SUB NULLIUS REDIGAR POI'ESTATIl» (1 COY. 6, 12). [Ha sido tachado este período: «Tan nobles sentimientos resultan extraños a nuestros tiempos. Pero algún corazón los recibirá. La semilla lanzada no morirá sin dar fruto, ya que la palabra de Dios nunca vuelve vacía.»] Pero quien ha pronunciado esta noble palabra, quien ha compJ;"en-
123
pueblos -que al manifestarse toma formas completamente materiales porque un sentimiento que tiene necesidad de manif.e starse, se reviste de las primeras formas que halla a su paso aunque sean inadecuadas y quizá estén también en Contradicción con él-, tal inquietud, digo, tales lamentos continuos por razón de agravios materiales, quizá tengan un origen secreto que los mismos pueblos no han identificado aún en sí mismos. Se oculta seguramente una necesidad de religión donde parece que triunfe la irreligiosidad, la necesidad di do de modo tan elevado el precio de la libertad de la Iglesia, ¿por qué ha entregado esta libertad de la Iglesia a los impíos? ¿Por qué no ha visto que la libertad no es más que un derecho exclusivo de la verdad? ¿Por qué ha m ezclado los derechos de la verdad inmutable con la mentira, por qué ha elevado a la humanidad sin Dios a la altura del grado que sólo pertenece a la huma nidad divinizada de Cristo, por qué ni se ha detenido a adorar en la Iglesia, es decir, en la sociedad de los hijos de Dios, a la columna y fundamento de la verdad y se ha complacido en hallar esta base firme en la sociedad de los descendientes de Adán, de los hijos de los hombres? Es cierto, el sistema resulta coherente: si la verdad es propia de la humanidad pecadora, a ella pertenece igualmente la libertad. Pero no veo que sea posible que la verdad y la justicia se excluyan mutuamente. Soy de la opinión de que la verdad es exclusiva de la sociedad de los justos, y de que el derecho de ser libre no es propio del error. Por lo mismo, el hombre no nace, sino que es hecho libre por Cristo, de quien recibe la luz de la verdad y el ornato de la justicia. La doctrina desesperada de que «todas las ideas que proceden del corazón del hombre tienen el mismo derecho a propagarse y a asaltar la enfermiza y manejable persuasión de los pueblos» es propia sólo de los que son conscientes de que no poseen la verdad, sino que andan siempre detrás de ella, de los que ni mintiendo pueden persuadirse a sí mismos de [lO poseer más que una vana esperanza que nunca se realiza. Tal doctrina no es propia de un católico, no. Este sabe que posee la verdad, siente la dignidad , el precio infinito de la misma, y comprende que no está en su mano desposeerla de sus derechos. Esta es la razón por la que la Cabeza de la ' Iglesia católica ha elevado su voz contra una doctrina que se presentaba bajo el nombre del catolicismo, y la ha ignOl;ado co' mo tal. Que Dios ilumine la mente del hombre del que no podemos hablar sin arrebato de estima y de afecto. Que le dé tal dominio de sí mismo, y tal fortaleza de ánimo, que habiendo salido vencedor sobre el amor propio y sob,e las adulaciones de los amigos y de los enemigos, vuelva del todo y lealmente al camino de la verdad a la que prestó tantos servicios y a la que ha demostrado tanto afecto y devoción , hasta el punto de situarse en una afortunada necesidad de no poder ya ser coherente consigo mismo, si no es retractando francamente los propios errores, y sometiéndose de lleno a la Cátedra eterna a la que se confió el magisterio de la verdad. [Se trata de La Mennais, a quien Rosmini había conocido años atrás y a quien escribió fraternalmente en 1837.]
124
d una religión que se comunique libremente al corazón de l:s pueblos sin la mediación de los príncipes y de los gobiernos, El grito de l~ .irreligio~idad se engaña. ~ ,sí mismo, y el odio a un servIcIO esclaVIzado de la rehglOn confunde endestruye por error la religión misma. En el orden de la ~rovidencia se prepara una reestructuración de las naciones, reestructuración que tiene un fin muy diverso que el de disminuir los tributos -tributos que los pueblos revolucionarios soportan pacientemente en mayor grado- y que consiste _quién lo creería- en librar a la Iglesia de aquel Cristo en cuya mano están todas las cosas.
125
IV. La llaga del pie derecho de la santa Iglesia: el nombramiento de los obispos dejado en manos del poder laical.*
74. Toda sociedad libre tiene el derecho de elegirse sus ropio s oficiales. Este derecho le es tan esencial e inalienable como el de existir. Una sociedad que haya dejado en manos ajenas la elección de sus propios ministros, se ha alienado a sí misma. La existencia ya no le pertenece: aquél de quien depende la elección de sus ministros, puede darle la existencia a su agrado y puede eliminarla de un momento al otro. y en caso de que exista, no existe ya de por sí misma, sino por causa de él, por su benigna concesión, lo cual con'stituye una existencia aparente y precaria, no una existencia verdadera y duradera. 75. Ahora bien, si para los católicos hay sobre la tierra alguna sociedad que tenga el derecho de existir, que equivale a decir que tenga el derecho de ser libre, es sin duda la Iglesia de Jesucristo. Ya que este derecho lo recibió de la .. [En orden a una objetividad histórica, conviene insistir en el pensamiento genuino de Rosmini sobre el tema tratado en este capítulo. El objetivo principal del autor, era sustraer el nombramiento de los obispos de manos del poder temporal y profano, tratándose de un hecho exclusivamente religioso y eclesial. Las difíciles y dañosas condiciones en las que se hallaba la Iglesia santa de Dios en diversos lugares de la cristiandad en tiempo de Rosmini, especialmente donde los emperadores disponían arbitrariamente del poder de nombramiento de obispos, nuestro autor las tenía muy presentes ante su sojas. Su deseo y su presagio era el de ver tal poder, de nuevo en manos de la Iglesia, a fin de conservar la independencia, la autonomía y libertad que le son propias, sobre todo en un punto de extrema importancia: el del nombramiento de los pastores de la Iglesia. A este propósito merecen ser (ecordadas las páginas de la Introducción y las tres Cartas del Apéndice, relativas a la aclaración y profundización del pensamiento exacto de Rosmini, a fin de no incurrir en falsos popularismos o en interpretaciones equivocadas de politiqueos o demagogias sobre el punto de la elección de los obispos por el clero y el pueblo. No se olvide, sobre todo, que tal modo de elegir a los obispos no es de «derecho divino constitutivo», y que según Rosmini, corresponde a «la sabiduría de la Iglesia y de la Santa Sede Apostólica» determinar «de qué modo, por qué caminos, y según qué grados hay que proceder para llegar a este feliz resultado» de la elección de los obispos, según la forma que la Iglesia y la Sede Apostólica romana considere ser la mejor. (Nota del editor italiano.) ]
127
palabra inmortal de su di~ino fundador, y esta palabra~
14, 3.23).San Pablo había consagrado a Tito . o b'ISpO d e, Cre t a. Escri biéndole le ordena que él haga lo mismo en las otras clU~3ldes. "Por esta razón -dice-, te dejé en Creta, a fin d~ que. corrijas lo que es defectuoso, e instituyas ancianos -es deCir, oblspos- en cada ciudad, como yo hice contigo» (Tit . 1, 5). , * [El siguiente texto fue tachado: "Por ~sta razo~, la culpa de la mala elección de los prelados de la IgleSia recaera so~re la cabeza de los prelados precedentes, los cuales antes que nadie se ~an dejado escapar ' de sus manos la elección d 7 sus, sucesores, o bien no han utilizado todos los medios de que dlspoman l?~ra enco~trar otras manos puras y fieles a las que pudie:r;an transmlhr desp~es el sagrado depósito de la palabra y de las inst.itucion;s de Jesucnsto.») 4. «Quien es llamado al episcopado -dlce .Ongenes-, no lo e~ para que mande, sino para que sirva a la ~glesla y le preste su s.el vicio con tanta modestia y con tanta humildad, que a~de a ~Ulen lo reciba.» Y añade esta razón que es común. a cualqUier g.ob.lerno cristiano como al de la Iglesia: «ya que el gobierno de los cnsh~nos debe se; del todo diverso del de los paganos, que resulta duro,. msolente y vano» (Hom. in Math. 20, 25). Esta doctrina del Evangeho, es unánime en todos los Padres.
128
° se
jacta de un derecho riguroso. Sino que condesciende fundamentado en la humildad y la razón, recibe la ley, Y~r decirlo así, de los mismos sujetos por cuyo bien ha sido f'nstituidO, y su constitución admirable es precisamente la de ~oderlo todo ~a~a el bien y nada para el mal: tal es la superioridad, ~l umco derecho .qu~ ~lardea: e~ derecho d.~ ayudar. De aqUl aquel doble pnncIpIO del gobIerno eclesIastico que se manifes~aba en todo durante lo~ yrimeros sig~os. de la Iglesia, Y partIcularmente en la elecclOn de los pnncIpales pastores, Y era éste: «El clero juez, el pueblo consejero.» Cierto que de haberse tratado de un derecho rígido y estrecho, el pueblo cristiano no podía tomar parte alguna en la elección de los obispos. Pero ya que era la sabiduría y la caridad las que presidían el ejercicio del derecho que los gobernantes de la Iglesia habían recibido de Cristo y lo moderaba suavizando toda dureza, por lo mismo, aquellos sant<;?s prelados, nada decidían de modo arbitrario, nada decidían en secreto, nada por propia iniciativa. Enseñados por el mismo Cristo, deseaban la aprobación y el consejo de los demás, y consideraban que el mejor consejo, el consejo menos sujeto a engaño, era precisamente el de todo el cuerpo de los fieles. Así, la Iglesia de los creyentes, actuaba como un solo hombre. Y aunque en este hombre, la cabeza se distinguía de los miembros, con todo, no rehusaba el servicio de los miembros, y no se dividía en sí mismo por el deseo de comportarse por sí solo, independientemente de los miembros. Por lo cual, el deseo de los pueblos designaba a los obispos y a los sacerdotes.' Era más que razonable que los que debían abandonar sus propias almas -y cuando digo almas significo todo lo que decir se puede hablando de los pueblos en los que la fe es viva- en manos de otro hombre, supiesen qué clase de hombre era, y tuvieran confianza en él, en su santidad y en su prudencia: Pero en caso de que el obispo o el sacerdote, de pastor ya no posea más que el
n
5. En el Pontifical Romano se conserva todavía la ceremonia por la cual el obispo pregunta si los que han de ser ordenados gozan de buena fama ante los fieles. 6. Orígenes, en la Homilía 32 sobre los Números, y en la Homilía 6 sobre el Levítico, dice que «en la ordenación del obispo, además de la elección de Dios, se busca la presencia del pueblo, a fin de que todos tengan la seguridad de que se elige como pontífice al mejor y más docto que hay, al más santo y más distinguido en todas las virtudes. Por lo tanto, el pueblo estará presente, a fin de que nadie tenga que arrepentirse y se elimina así todo escrúpulo». pe 17 . 9
129
nombre, y no sea ya el confidente, el amigo, el padre de los fieles, y a él entreguen con plena confianza no ya lo que poseer puedan de más querido, sino a sí mismos; en caso de que el clero se limite a formalidades, o a determinadas y materiales ceremonias de culto, parecido -iba a decir- a los antiguos sacerdotes del paganismo; 7 cuando las cosas propias de aquella religión que enseña a adorar a Dios en espíritu y verdad llegan a un tal extremo, no es extraño entonces que el pueblo se someta y reciba con indiferencia cualquier pastor que se le imponga, aunque no lo conozca, y aun conociéndolo, que no sienta por él no estima ni confianza, sino que sienta hacia él los afectos contrarios.* ¿Podrán proferirse invectivas contra la indiferencia pública en materia de religión, cuando se exige del pueblo y se le educa de manera que esté dispuesto a recibir como obispo suyo, cualquier personaje desconocido y extranjero con el que no posee en común ni comunión de afectos, ' ni vínculos por ra7. Tal concepto del sacerdocio desgraciadamente prevalece en el mundo. ¡Se cree o se simula creer que todas las funciones del sacerdote cristiano deben quedar limitadas por los muros materiales de la Iglesia! ¡He aquí de qué modo hablaba hace poco el señor Dupin, decano de la Cámara de Diputados de Francia (sesión del 23 de febrero de 1833): «l'ai le plus profond respect pour la liberté du pretre, tant qu'il se renferme dans ses fonctions: si cette liberté était attaquée je serais le premier a la défendre; mais que le pretre se contente du maniement des choses saintes, ET QU'IL NE SORTE PAS DU SEUIL DE SON EGLISE; hors de la, il rentre pour moi dans la foule des citoyens; ' il n'a pas des droits que ceux de droit commun.» ¿Es éste el sacerdote católico, es éste el sacerdote instituido por Jesucristo del que se habla? ¿Cuándo Jesucristo ha encerrado el sacerdocio dentJ:o de los muros de la ' Iglesia? ¿O no le dijo acaso: «Id, predicad a todo el mundo», no le ha dicho «Sois la sal de la tierra?» ¿Cuándo habló de templos materiales el divino Fundador de la Iglesia, ~l, que enseñó que «los verdaderos adoradores, adoran al Padre en espíritu y verdad?» ¿Acaso sólo dio a los sacerdotes el poder de desatar y atar dentro de las iglesias, cuando les mandó anunciar la verdad desde encima de los tejados, y los envió diciendo: «Así como el Padre me ha enviado, así os envío yo a vosotros», cuando les encargó llevar el Evangelio ante los tiranos y los dominadores de la tierra, entonces imponía aquellos límites estrechos al sacerdocio cristiano dentro de los que el señor Dupin encieJ;Ta al sacerdote? La ignorancia y los prejuicios del señor Dupin, en cierto modo son inexcusables, puesto que son el efecto del entero sistema de los asuntos públicos y de los obstáculos creados por la política a la religión. * [El siguiente fragmento ha sido tachado: «Y que el derecho de elegirlo pase de mano en mano, de un dueño al otro, como sucedería con un terreno o con una casa».]
130
zón de beneficios recibidos, y cuyas santas obras nunca vio ni .oyó s~ fama, o tal vez vio y oyó algunas poco edificantes? ¡!?IOS qu~era que todas sean santas! Mas, exigir y crear una indiferenCIa e.n el pueblo en relación a sus propios pastores ¿no es lo mIsmo, acaso, que hacerlo indiferente hacia la doctrina que enseñe, indiferente en ser conducido por un camino u otro! ¿No equivale acaso, a exigir que los hombres no tengan ya necesidad de confiar en los ministros de la religió?: es decir, que se renuncie a las necesidades y a las intranqu~h~ades del alma, que se pueda, en fin, prescindir de la rehgH~n ,o contentar~e, como máxiI?o, con la exterioridad y matenalIdad deJa n:IsI?a? ~No eqUIvale esto a obligar al pueblo a una obedIencIa IrracIOnal, que es sinónimo perfectísimo de indiferencia religiosa?' Es verdad que cuando se ha llegado a ?btener esto. del pueblo cristiano, se ha conseguido pervertlrlo y destrUIr en su alma al cristianismo, dejándolo abandonado a sus costumbres. De un pueblo tan infeliz q~e ha perdido sin darse cuenta el sentido religioso medIant~ una secreta: lenta y constante corrupción, de un pue?lo, dIgO,. adormecIdo en sus intereses religiosos, y hecho ya mdependIente respecto a sus obispos," y por lo mismo indi. 8. El gra~ san, León sabía muy bien que obligar al pueblo a recibIr a un ObISPO mdeseable equivalía a perver tirlo: ésta es una de las razones por las que el santísimo Pontífice es firme en mantener la anti~a disciplina de la Iglesia sobre la elección de los obispos por medIO, del clero, pueblo y obispos provinciales. He aquí uno de tantos pasaJe~ de este g:¡;an hombre y que podría citar como prueba de cua~to afIrmo. En el año 445, así escribe a Atanasia, obispo de Tesalómca: «Cuando se trate de la elección del sumo sacerdote que se prefiera a todos el que ha solicitado el consentimiento con~ carde del clero y del pueblo, de modo que si quizás los votos se re~arten con otra p~rsona, sea preferido el que, a juicio del Metropohtan~ ,ha consegUIdo mayor afecto y tiene más méritos, Se ponga atenc~o~ en que n? sea ordenado ning¡.mo de los que no son deseados o .solIcItados,. a fm de que el pueblo, contrariado, no despreGie u odIe a su ObISPO, y NO SEA QUE NO HABIENDO PODIDO TENER AL QUE HUBIERA ~UE~IDO, N? PASE A SER MENOS RELIGIOSO DE LO QUE CONVIENE: ne ple.b~ znvtta eplscopor.um aut contemnat aut oderit; et fiat minus relIgIOsa quam convenzt, cui non licuerit habere quem voluerit.» ¡Tal era ~l. modo .de pensar de los Leones! Ved lo que el mismo Sumo PontIfIce escnbe en la carta a los obispos de la provincia de Viena en el capítulo 3, y en la carta a Rústico de Narbona, capítulo 7. ' 9. P~ra darse cuenta de cuán grande era la estrecha unión y dependenCIa :ntre los pueb.los y sus obispos en los tiempos antiguos, bastará deducIrlo de una cIrcunstancia, según la cual, no sólo los sacerdotes, sino también los simples fieles, al·· pasar de una provincia a
111
ferente al hecho de que cualquier clérigo presida el coro y realice las sagradas ceremonias que no comprende, de tal pueblo, se puede decir justamente lo que decía un padre del tercer siglo de la Iglesia, a saber, que «Dios destina los obispos de la Iglesia según los méritos del pueblo».'" 78. Quien quiera hallar el origen de tan gran desgracia, conviene que retroceda a aquella época tan gloriosa por una parte, y tan fatal por otra, en la que empezó para la Iglesia el período que he calificado de conversión de la sociedad, aquella época que explica toda la historia eclesiástica posterior a los seis primeros siglos, ya que contiene la semilla de todas sus prosperidades y de todas sus desgracias. Es la época, en suma, en la que el clero pesó inmensamente en la balanza del poder temporal, y siendo poderoso, fu,e igualmente rico." otra, debían recibir de sus obispos cartas que demostraran que es· taban . en comunión con la Iglesia. En el Concilio de Arlés del año 314, se ordena «que también los gobernadores de las provincias, obtenidos sus cargos siendo fieles, deben recibir como los otros cartas de comunión con sus obispos, y el obispo del lugar en el que ejerce su cargo, debe preocuparse de ellos y si hacen algo contra la disciplina, debe excomulgarlos». Lo mismo se dice de todos cuantos tienen empleos públicos.
10.
ORIGENES,
In ludie. hom. 4.
11. Ya antes de esta época, apenas los emperadores fueron cristianos, hicieron alguna tentativa para mezclarse en las elecciones de los obispos. Por decir verdad, esto no fue tanto culpa de ellos, cuanto de los tristes eclesiásticos por los que eran sorprendidos y arrastrados hacia actuaciones tan subversivas de la constitución eclesiástica. ¡Qué fácil es a un príncipe secular dejarse engañar por la hipocresía y el atrevimiento,' o por la ignorancia de los 'malos sacerdotes, sobre todo en materia eclesiástica! El gran Atanasio tuvo que lamentarse mucho en este aspecto de las tentativas del emperador Constancio. He aquí lo que escribe de él aquel campeón invicto de la divinidad 'del Verbo: «Esté -dice-, anduvo pensando el modo cómo poder cambiar la ley, disolver la constitución del Señor que nos fue transmitida por los Apóstoles, y cambiando la costumbre de la Iglesia, inventó un nuevo sistema de instituir a los obispos. Los manda a pueblos que no quieren que sean extranjeros, lejanos de más de cincuenta jornadas, y los hace escoltar por soldados. Y estos obispos, en vez de ser objeto de aquella justicia que aplicaría el pueblo sobre ellos, son ellos los que emiten amenazas y cartas a sus jueces» (Epist. ad solitariam vitam agentes). En este pasaje aparece cómo se consideraba un punto importante de la constitución de la Iglesia, el modo de elegir a los obispos por obra del clero y del pueblo, y se consideraba como de institución divina y mantenida por la tradición apostólica. También san Cipriano, en la epístola 68, declara que esta manera
l32
Es evidente que, desde el momento en que el clero fue poderoso y rico según el mundo, la política de los soberanos resultó interesada en subyugarlo, y por lo mismo interesada en participar en la elección de los prelados. Por esta razón, las primeras sedes en las que el poder laical asumió las elecciones, fueron las de Antioquía y Constantinopla, donde residían los emperadores y donde los Patriarcas poseían un poder más amplio.12 79. La lucha contra el poder secular, que quería arrogarse las elecciones de los obispos, duró muchos siglos. La Iglesia se defendía con los cánones. Pero éstos son respetados por razón del culto de los principios y de la opinión religiosa de los pueblos. Por lo que, el hecho de que viniera a menos la libertad del clero en las elecciones, puede ser un signo certero de la disminución de la fe, de la moralidad y de la piedad por parte de los gobiernos y de las naciones. He aquí un resumen histórico. Ya en el siglo VI empezó a pesar inmensamente en la balanza de los electores, más que los méritos del candidato, el de elegir a los obispos es de derecho divino: «de traditione DIVINA et apostolica observatione descendit» . Merece también reflexión, el reproche que hace san Atanasio a Constancio, porque manda los obispos
«ex aliis loeis et quinquaginta marzsionum intervallo disjunctis!» 12. Con todo, se requería que junto al voto del emperador siempre tuviera lugar la elección canónica por el clero y el pueblo. Por ejemplo, Epifanio, al principio del siglo VI, siendo Patriarca de Constantinopla y dando relación de su elección al Romano Pontífice Ormisdas, después de haber dicho que había sido elegido por el emperador Justino y por todos los grandes, añadía qué «no faltó el consentimiento de los sacerdotes, de los monjes y del pueblo»: «simul
et sacerdotum et monacorum et fidelissimae plebis consensus accessit •. Igualmente, en el mismo siglo, la carta del Sumo Pontífice Agapito que se leyó en el Concilio de Constantinopla celebrado bajo el Patriarca Mennas, hablando de la elección de éste, indica también que hubo el consentimiento imperial, pero como algo accesorio, e insiste sobre lo que era norma canónica, a saber, la elección por el clero y el pueblo: «Cui licet praeter cae teros , serenissimorum imperatorum electio arriserit, similiter tamen et totius c1eri ac populi consensus ilccessit, ut et a singulis eligi crederetur.» Estas palabras indican la libertad eclesiástica. ¿Cuál fue la razón por la que, en ciertas épocas, el patriarcado d e Constantinopla llegó a ser públicamente puesto a la venta? ¿Por qué, en otros tiempos se vendió el Papado? ¿Quién no se dará cuenta de que no fue otra la razón, sino los bienes temporales anejos, no ya a la caridad, sino a la pompa de las sedes? Los hombres del mundo no están dispuestos a gastar por dignidad alguna, que no comporte ventajas mundanas.
133
favor del soberano. Entonces, los Concilios, con sus cánones, se preocuparon con solicitud del peligro, defendiendo la libertad de aquellas naciones. El Papa Símaco, en un Concilio celebrado en Roma el año 500 en el que intervinieron doscientos diez y ocho obispos, publicó un decreto confirmando las elecciones canónicas de los obispos, contra la potestad laical que continuamente pretendía meter mano en ellas. El decreto empieza con estas palabras: «No nos agradó que algunos de los que tienen el deber de seguir, y no la autoridad para mandar, tuvieran poder alguno para determinar cualquier cosa en la Iglesia.» Y después de este exordio, fija el antiguo procedimiento para elegir a los obispos con los votos del clero y del pueblo. u El concilio de Clermont del año 535," añade que el obispo sea constituido por la elección del clero y de 'los ciudadanos, y con el consentimiento del Metropolitano, sin que intervenga 13. ¡Cuánta importancia no dio la Iglesia, desde los primeros hasta los siglos actuales, en mantener inviolablemente el método de las elecciones episcopales consistente en el consentimiento de todos y en el juicio del clero! Siendo este punto, según mi opinión, algo que interesa sobremanera a la constitución divina de la Iglesia, no quiero dejar de señalar aquí otros documentos ante¡;iores al siglo VI, capaces de probar la continua y solícita preocupación de la Iglesia en mantener las elecciones inmunes de la influencia de todo poder laica!. Ya en el gran Concilio de Nicea, se sintió la necesidad de confirmar con un canon (can. 6) la costumbre divina y apostólica de las elecciones. Esto prueb a que, apenas los emperadOJ;-es fueron cristianos, la libertad de la Iglesia se sintió amenazada. Por la misma razón, los Concilios siguientes no dejaron de publicar decretos, a fin de que quedara en firme el antiguo y legítimo modo de elegir a los obispos por medio del clero y del pueblo, entre otros el de Antioquía, en los cánones 19 y 23. EntI:e los cánones apostólicos, hay uno, el 29, que dice así: «Si un obispo, haciendo uso de los principios seculares, ha obtenido una Iglesia por su favor (del emperador), sea depuesto y excomulgado; y hágase lo mismo con todos los que comulgan con él.» El papa Celestino 1, al principio del siglo V, publicó igualmente un decreto con el cual mantenía la misma libertad: «Nullus invitis -di-
ce- detur episcopus; cleri, plebis et ordinis consensus et desiderium requiratur.,., El gran san León, que tuvo la cátedra de Pedro en el mismo siglo, es decir, del 440 al 461, y ya citado más arriba, estuvo siempre atento para asegurar el libre procedimiento en las elecciones de los obispos. Bastará señalar el decreto dirigido a Atanasio, obispo de Tesalónica, en el que dice: «Nulla ratio sinit, ut inter episcopos ha-
beantur, qui nec clericis sunt electi, nec a plebe expetiti, nec a provincialibus cum metropolitani iudicio consecrati.» 14. Can. 2.
134
pro~ección de l~s grandes, y sin ningún artificio, sin obligar a nadIe, con el mIedo o con dones, a escribir un decreto de elfCción. De lo contrario, quien incurriera en ello, sea priv~do de. la comunión de la Iglesia que pretende gobernar." La mIsma preocupación por mantener libres las elecciones respecto a los influjos del poder temporal, se constata en el II Concilio de Orleans en el año 533," y en el III Concilio del año 538,17 así como también en el Arvernés el año 535, y en otros. Lo cu~l demuestra la necesidad que tenía la Iglesia de aquellos tIempos, de defenderse de algún modo del poder temporal que la desgarraba continuamente y se apoderaba de sus derechos. Este mismo poder temporal ha logrado en Francia hacer sancionar por ley eclesiástica la necesidad del consentimiento real, consentimiento que de hecho ya se requería en las elecciones de los obispos. Esto se obtuvo mediante el célebre canon del Concilio V de Orléans (549), en el cual se salvan, no obstante, los derechos del pueblo y del clero." No se considere de ninguna manera irracional que se pida el consentim iento real. Al contrario: es, sin duda, conforme al espíritu de. l~ Iglesia, espíritu de unión y de paz, y que desea que los m~mstros del Santuario sean aceptados por todos, y por lo mIsmo mucho más por los jefes de los pueblos. Con todo este consent!miento lleva ~onsigo un enorme peligro, a saber; que se conVIerta en orden ' y llegue a ser una gracia del soberano.
15. Can. 4. 16. Can. 7. 17. Can. 3. Fleury, exponiendo el contenido de este Concilio dice q.u e «se recomienda en él que se siga la antigua forma en las' eleccIOnes de los obispos de la provincia, con el consentimiento del clero y de los ciudadanos, probablemente por .razón de los disturbios que el poder temporal empezaba a introducir» (Lib. 32, par. 59). .18: .Can. 10. «Nulli episcopatum praemiis et comparatione liceat adzplscl, sed cum voluntate regis IUXTA ELECfIONEM CLERI AC PLEBIS.» . 19. Así ha sucedido, por desgracia. Entre las formas que nos han SIdo conservadas por MARCOLFO (lib. II. cf. también el Apéndice al tomo II de Concilii della Francia del P. SIRMONOO), las cuales estaban e!l uso en Francia bajo los reyes de dinastía merovingia, hallamos prec~samente no la del consentimiento que daba el rey a las elecciones, SIUO l ~ del precepto. Se expresa así: «Con el consejo y voluntad de lo~ obISpos y de nuestros mayores, según la voluntad y el consenti~Iento del clero y del pueblo de la misma ciudad, en la mencionada C!~dad de N., nos os conferimos en nombre de Dios la dignidad Ponhf¡cal. Por lo cual, mediante el presente precepto decidimos y mandamos que la mencionada ciudad, los bienes de esta Iglesia y el clero, sean sujetos a vuestro arbitrio y gobierno. » Nada más frecuente en
135
Ya que en tal caso, la Iglesia, libre por gracia se convierti en servidora por justicia.U) Y la gracia de suyo es arbitraria. De suerte que el hecho de que la Iglesia tuviera o no tuviera los más dignos pastores, dependería de la voluntad y del mismo capricho de una persona laica por ser poderosa, y de aquellos o aquellas que más influjo ejercieran sobre ella. y así ocurrió. Y no sólo el consentimiento fue una gracia, sino que también lo fue el gobierno. Finalmente resultó una gracia vendida. Y que se quiso vender a alto precio. Los bienes de la Iglesia,'! el envilecimiento, el alma, fueron la moneda destinada a comprarla." los escritores de este tiempo que hallar la frase «por orden del rey» mediante la cual éste o aquél fue hecho obispo. Existen también las fórmulas de súplica que el pueblo presentaba al rey para que se publicara este precepto: se necesitaban peticiones para obtener órdeñes. ¡Y qué órdenes! 20. La adulación y la vanidad inventaban estas expresiones, que pdmero no tenían ningún valor, pero pronto adquieren valor demasiado real. Es extraño que no se dieran cuenta de que de esta manera no se presta a los soberanos aquel auténtico y constante respeto que se les debe, sino que se usa un lenguaje que Pronto o tarde se convierte en satírico. Parece verdaderamente un discurso irónico y mordaz, el de un escritor del siglo pasado, por: otra parte muy erudito, el cual habiendo sido criticado por haber dicho de este tiempo del que hablamos: «era un beneficio del rey que el clero gozara de la libertad de elegir, y que el rey era el árbitro y el juez de la elección» -como si estas dos cosas pudieran hallarse juntas-, se defiende diciendo que por beneficio real entiende el hecho que el rey haya abandonado la usurpación. ¿No sería éste uno de los beneficios de los ladrones, que perdonan la vida? He aquí las palabras del escritor, por otra parte muy devoto del poder laico: «us eligendi pe-
nes clerum erat. Sed quia saepe reges electionum usum interturbaverant, assensum in merum imperium vertere soliti, Ecclesia Gallicana his qui veterem electionum USW11 restituerant . uf Ludovico Pio, plurimum se debere profitebatur. Eorum certe beneficiorum erat asserta et vindicata .sacrarum electiorwn libertas etc.» (N . ALEx., Ad calcem Dissert. VI in saec. XV et XVI). 21. San Gregario de Tours escribía en el año 527: «Jam tunc germen illud inicuum coeperat fructificare, ut sacerdotium aut venderetur a regibus aut compararetur a clericis.» El santo escribe estas palabras después de haber mencionado muchas actuaciones de clérigos que habían obtenido de los reyes las sedes episcopales, no movidos por la virtud pastoral, sino en virtud del dinero. 22. Los reyes godos, usurparon el nombramiento del mismo Sumo Pontífice, perturbando la elección canónica . Alejados estos de Italia, Justiniano se reservó el derecho de confirmar a los Pontífices. Sus sucesores exigieron una gran suma de dinero del nuevo Papa a cambio de la gracia de esta confirmación, la cual suma se pagó hasta Constantino Pagan ato que subió al trono el año 668.
136
Este peligro dio ocas IOn al III Concilio de París, celebradp cuatro años después del de Orléans, es decir en 553, de restablecer con un canon la antigua libertad de las elecciones, sin mencionar más el consentimiento real. «Ningún obispo, dice el canon 8.° de este sínodo, sea ordenado contra la voluntad de los ciudadanos, sino ordénese solamente a aquéllos que la elección del pueblo y del clero ha propuesto con total libertad. Nadie sea introducido por orden del príncipe o, bajo cualquier condición, contra la voluntad del metropolitano y la de los obispos colindantes. Si alguien presumiera, con exceso de temeridad, acaparar por orden del rey la grandeza de este honor, sea juzgado indigno de ser aceptado por los coprovinciales de aquel lugar, los cuales lo considerarán como ordenado indebidamente.» Al final de este mismo siglo VI, el gran Pontífice San Gr,egorio veía toda la importancia de la libertad de la Iglesia, y por otra parte comprendía muy bien que los obispos que han recibido su promoción del poder secular, son servidores de éste. En ocasión de la muerte de Natal, obispo de Salona, metrópoli de Dalmacia, así escribía el Papa al subdiácono Antonino, rector del patrimonio de aquella provincia en 593: «Advertid inmediatamente al clero y al pueblo de la ciudad, que elijan de común acuerdo a un obispo, y mandadnos el decreto de la elección a fin de que el obispo sea ordenado con nuestro consentimiento, como en los tiempos antiguos. Sobre todo, tened cuidado de que en esta acción no se entrometan ni reales ni protección alguna de personas poderosas; ya que el que es ordenado de este modo, está forzado a obedecer a sus protectores, a cuestas de los bienes de la Iglesia y de la disciplina»." En 615 el V Concilio de París proclamó igualmente la libertad de las elecciones, aunque Clotario II modificó las decisiones del Concilio con un edicto en el que insistía en que quería, ciertamente, ver observados los estatutos de los cánones sobre la elección de los obispos, haciendo, con todo, excepción para los obispos que a él le gustara que fueran ordenados o que él mandaría desde su palacio, esco23. Epist. 22 11, Ind. cap. 2. San Gregario prestaba mucha atención a la libertad de las elecciones de los obispados . Este es un tema que se halla a menudo en sus cartas; véanse, entre otras, Lib. III, epist. 7.
137
gidos entre sacerdotes dignos: edicto que incluso bajo Dagoberto, su sucesor, resultó válido!' El Concilio Cabilonense celebrado bajo Clodoveo II en el año 650, declaró inválidas y nulas, sin excepción alguna, todas las elecciones en las que no se procediera según la forma establecida por los Padres.25 En aquel tiempo, se constata en Francia una lucha continua -aunque secreta, y llevada a cabo con intrigas y respetos aparentes-, entre los reyes y el clero. Los primeros, con objeto de usurpar las elecciones episcopales; el segundo, para conservarlas libres. 2' Lucha que trajo muchas vici24. He aquí la expresión del edicto que constituye una contradic· ción "in terminis»: «1deoque definitionis nos trae est, ut canonum statuta IN OMNIBUS conserventur ... Ita ut, episcopo decedente, in loco ipsius, qui a metropolitano ordinari debet cum provincialibus a clero et populo eligatur.» Después de estas bellas palabras siguen inmediatamente estas otras: «Et si persona condigna fu erit, PER ORDINATIGNEM PRINCIPIS ordinetur: veZ certe si DE PALATIO etigitur, per meritum personae et doctrinae ordinetur.» ¡¡He aquí cómo el poder civil pretendía que se mantuviera los estatutos canónicos IN OMNIBUS!! 25. Can. 10. 26. He aquí algunos hechos. Gregorio de Tours (Lib. IV, cap. 5 y 6), narra que los obispos pidieron instantemente a Catón, elegido can6nicamente como obispo de la Iglesia de Auvergne, que consintiera en ser consagrado sin esperar el nombramiento del rey Teobaldo (año 554). El mismo san Gregorio, cuenta (Lib. VI, cap. 7) que Albino sucedi6 a Ferreolo en la sede Uceticense «extra regis consilium». Muerto Albino, el mismo historiador narra que un cierto Jovino re· cibi6 el «precepto» real de aceptar aquel obispado, pero los obispos coprovinciales, habiéndose apresurado a hacer la elecci6n canónica, previnieron a Jovino, y dieron la sede al diácono Marcelo (Lib. VII. cap. 31). Los ciudadanos de Tours, pidiendo al rey que les concediera por obispo a Eufonio, que habían elegido can6nicamente, el rey respondi6: «PRAECEPERAM us Cato presbyter illic ordinaretur: et cur est spreta JUSSIO NOSTRA? (GRBGORIUS TOURON., Lib . IV, n, 15). Habiendo el rey ' Clotario colocado en la Iglesia Santonense a Emérito como obispo, fue tolerado, pero una vez muerto el rey Clotario, el metropolitano Leoncio, congregados los obispos de la provincia, lo depuso del episcopado por no haber sido elegido canónicamente (año 562 (GRa:;QRIUS TOURON., Lib. IV, cap. 26). · Igualmente los obispos de Aquitania se apresuraron a dar a la Iglesia de Aqui el sacerdote Faustiniano, a pesar de que el rey hubiera destinado aquella sede al conde Nicecio. Por esto Constantino Roncaglia, dice sabiamente que «habiendo juzgado los obispos que era su deber oponerse a la autoridad del rey que intentaba hacerse el generoso con las sedes episcopales, resulta claro que aquellos principes nunca se hallaron en la posesi6n pacífica de tal poder que se atribuían a sí mismos en la elecci6n de los obispos por propia voluntad», y que «la Iglesia nunca ha consentido en ello libremente, por más que a menudo tenga que
138
situdes pero la Iglesia, aunque no resultó siempre oprimida del todo, por lo menos sufrió aprietos y resultó oprimi~a de modo intolerable por el peso de la fuerza. Es cierto que los Papas no se durmieron ante el peligro, cada día mayor, de que el poder de los príncipes invadiera las elecciones episcopales: en este caso, la Iglesia entera hu· biera estado en sus manos. Al principio del siglo VIII, se vio a Gregario II escribir incluso hasta Oriente para amonestar al emperador y disuadirlo de poner mano en este sacrosanto derecho que tiene la Iglesia de darse sus propios prelados. 27 Pero, ¿ con qué resultado? La violencia se renovaba continuamente, y la Iglesia no podía oponer otra cosa que nuevos cánones, nuevas leyes y nada más. De hecho, el séptimo Concilio ecuménico,' celebrado en Nicea en este mismo siglo, el año 787, no dejó de proteger, a la Iglesia con un canon contra la violencia de este mundo, que suele considerar lícito para sí todo lo que puede: «Toda elección -dice el santo Concilio-,28 de ' obispos, sacerdotes o diáconos llevada a cabo por los príncipes, sea inválida según la regla que reza: "Si alguien sirviéndose de los poderes temporales, obtiene una Iglesia a través de éstos, sea depuesto y sean excomulgados todos los que están en comunión con él." Ya que es necesario que el que debe ser promovido al episcopado, sea elegido por los obispos, como fue definido por los santos Padres que se reunieron en Nicea.» El sínodo celebrado el año 844 cerca de la población' de Teodon 29 mandó una solemne amonestación a los reyes hermanos Lotario, Ludovico y Carlos, a fin de que las iglesias no permanecieran más faltadas de pastor, ya que acaecía que, dependiendo de los príncipes las elecciones de los obispos, y estando en discordia entre ellos, no tenían ni tiempo ni ánimo para dedicarse a los intereses de la Iglesia, y así, ésta, debido a tal servilismo, participaba de todas las vicisitudes del poder laical: «Como legados de Dios, dicen soportar forzosamente muchas cosas cual madre piadosa, a fin de que no le suceda lo peor». 27. Entre otras cosas, Isáurico escribe a León estas notables palabras: «Quemadmodum Pontifex introspiciendi in palatium potestf!tem non habet ac dignitates regias deferendi: sic neque imperator m Ecclesiam introspiciendi et eZectiones in clero peragendi» (Epist. II ad Leon. lsauricum). 28. Can. 3. 29. Can. 2.
139
con mucha dignidad y libertad aquellos Padres, os amonestamos a que las sedes que permanecen viudas de pastor debido a vuestras discordias, después de haber apartado de ellas cualquier peste de simonía herética, reciban sin dilación sus obispos, los cuales quieren ser dados por Dios confOTme a la autoridad de los cánones, designados regularmente por vosotros, y consagrados por la gracia del Espíritu,» El Sumo Pontífice Nicolás 1, firmísimo defensor de los cánones en todo, no dejó de hablar muchas veces y públicamente contra este abuso de la alta potestad: el de mezclarse en las elecciones de los obispos. Entre otros documentos, lo hizo en la carta que dirigió a los obispos del reino de Lotario, a los que manda bajo pena de excomunión, de advertir al rey que saque a Ilduino de la Iglesia de Cambrai que él le había dado, a causa de ser indigno e irregular, y que permita «al clero y al pueblo de aquella Iglésia que se elijan por sí mismos un obispo del modo que prescriben los sagrados cánones».'" Bajo el sucesor de Nicolás el Grande, Adriano n, se celebró el octavo Concilio ecuménico en Constantinopla en el año 869, tiempo en el que la libertad de la Iglesia había sido muy maltratada." Con la misma fuerza se protesta en defensa de dicha libertad, se repiten las mismas máximas 'de la antigüedad en orden a la elección de los obispos: prohibición de ordenar obispos por autoridad y orden de un príncipe, bajo pena de deposición," e incluso prohibición a 30. Epist. 63. 31. Los obispos de Francia, en este tiempo, no podían ya salir del reino sin permiso expreso del rey. Ni un metropolitano no podía mandar a un obispo como legado suyo fuera del Estado, como se deduce de lá carta de Incmaro de Reims al Papa Adriano, escrita en el año 869. 32. Can. 8. «Apostolicis et synodicis canonibus promotiones et consecrationes episcoporum. et potentia et praeceptione principum facta s interdicentibus, concordantes, definimus, et sententiam nos quoque proferimus, ut si quis episcopus, per versutiam vel tirannidem princioum. huiusmodi dignitatis consecrationem susceperit, deponatur omnimodis, ut pote qui non ex voluntate Dei, et ritu ac decreto ecc/esiastico, sed ex voluntate carnalis sensus, ex hominibus, et per homines, Dei donum possidere voluit vel consentit.» Can. 33. «Promotiones atque consecrationes episcoporum, concordan s prioribus conciliis, electione ac decreto episcoporum collegii fieri, sancta haec et universalis synodus definit et statuit atque jure promulgat, neminem laicorum principum vel potentum semet inserere
140
los laicos poderosos de intervenir en la elección de los obispos si no son invitados por la Iglesia." Mas, ¡ay! ¡Cuán rezagada anda la razón y la justicia en su influencia sobre los hombres, en comparación con las pasiones! ¡Mucho más si éstas tienen de su parte la fuerza externa! Los príncipes cristianos, lejos de prestar oídos a las exhortaciones de su madre la Iglesia, a sus mandamientos, a sus amenazas, no hicieron más que ulteriores usurpaciones de su libyrtad, sostenidas por sutilezas legales y por la violencia. Hablo en general. Ya que, sin duda, no faltaron monarcas dóciles y respetuosos que obedecieron. Y éiíré más todavía: casi todos los príncipes experimentaron alguna influencia por parte de las continuas decisiones y de las leyes eclesiásticas que íbanse publicando con perseverancia por parte de los Pontífices y de los Sínodos, en torno a la electioni patriarchae, vel metropolitae, aut cuiuslibet episcopi; ne videlicet inordinata hinc et incongrua fiat confusio vel contentio; praesertim cum nullam in talibus protestatem quemquam potestativorum vel caeterorum laicorum habere conveniat, sed potius silere ac attende re sibi, usquequo regulariter a collegio ecc/esiastico suscipiat finem electio futuri pontificis. Si vera quis laicorum ad concertandum et cooperandum ab ecclesia invitatur, licet huiusmodi cum reverentia, si forte voluerit, obtemperare se asciscentibus; taliter enim sibi dignum pastorem regulariter ad ecclesiae suae salutem promoveat. Quisquis autem saecularium principum et potentum, vel alterius dignitatis laicus, adversus communem et consonantem, atque canonicam electionem ecclesiastici ordinis agere tentaverit, anatema sit, donec obediat el consentiat quod Ecclesia de electione ac ordinatione proprii praesu, lis se velle monstraverit.» . 33. Estos cánones, resultan dignos de mención, dice Fl(;!ury, «en cuanto que eran publicados en presencia del emperador y del senado» (Lib. LI, par. 45). En este Concilio se redactaron otros cánones en defensa de la libertad de la Iglesia. Los principales son los siguientes : Can. 21: «Los poderosos del mundo, respetarán los cinco Patriarcados sin intentar desposeerlos de las sedes y sin hacer nada contra el honor que se les debe», por lo que se constata cómo los Patriarcados eran objeto de mayor consideración que las otras sedes, debido a las rentas y al mayor poder temporal que les era anejo. - Can. 14: «Que los obispos no abandonen sus Iglesias para salir al encuentro de los soldados, o de los gobernadores, bajando del caballo o prostrándose entre ellos. Deben mantener la autoridad necesaria para reprenderles cuando sea necesario.» - Can. 17: «Los patriarcas tienen el derecho de convocar a los metropolitanos a su Concilio, siempre que lo juzguen conveniente, sin que aquéllos puedan excusarse diciendo que el príncipe se lo impide.» Y añaden estas palabras : «Rechazamos con horror lo que dicen algunos ignorantes, a saber : que no se pueden celebrar Concilios sin la presencia del pl;'Íncipe.» ¡Así hablan los Concilios ecuménicos!
141
disciplina de la Iglesia, cuyo punto capital fue siempre el de las elecciones. Con todo, a aquéllos quizás les interesaba menos extender su poderío que dominar las elecciones episcopales. No se precipitaron a eludir las leyes canónicas, a no ser con invenciones muy ingeniosas. E incluso, junto a sus usurpaciones, emitieron declaraciones y cláusulas respetuosas que constituían una contradicción y condena manifiesta de las mismas.34 Todo lo cual, empero, no hizo menos necesaria la vigilancia de la Iglesia ni. la fortaleza de aquellos máxima mente íntegros custodios de Israel que lucharon en las guerras del Señor, y que el mundo no dejó de calumniar atribuyendo sus generosos esfuerzos a la propia - ambición y orgullo, mientras que, en cambio, obraban por una exigencia de la justicia y por la salvaguardia del depósito que les fue confiado, y para no incurrir en la sentencia de Cristo que un día deberá pedirles cuenta rigurosa de aquel depósito. 80. Uno de dichos generosos prelados de la Iglesia que, a fin del siglo nono, defendió en Francia, con _nobleza y rectitud episcopal, la libertad de las elecciones episcopales, fue el célebre arzobispo de Reims, Incmaro. Bastará con explicar aquí lo que le sucedió con el rey Luis JII. Se celebraba en 881 el Concilio de Fismes, presidido por 34. He aquí, como ejemplo, con qué mezcla de orden y de súplica, de sumisión y de autoridad, con qué estilo de piedad que oculta a la prepotencia, escribe Luis 11 a Odón, arzobispo de Viena, para imponerle o moverlo por todos los medios a nombrar obispo de Grenoble a un cierto Bernario, únicamente por la razón de ser un clérigo del emperador Lotario, y porque este emperador deseaba que fuera instituido obispo: «Nuestro amadísimo hermano Lotario -dice-, rogó a nuestra mansedumbre (mansuetudinem nostram), que quisiéramos conceder el obi:;pado de Grenoble a un clérigo suyo, de nombre Bernario, lo cual hicimos con toda benignidad (quod nos benignissime fecimus).» He aquí la prepotencia de Su Mansedumbre: primero realiza la cosa, y después se dirige humildemente a la Iglesia en favor de ella. "Por esta razón amonestamos a tu santidad (monemus), que si nuestro amable hermano te mandara al mencionado clérigo para ser ordenado, obedezcas (obbedias) enseguida (mox) a su voluntad, por lo que te certificamos nuestra concesión de que sea ordenado para la Iglesia de Grenoble.» Las recomendaciones de Carlos el Calvo y de Luis 111, eran por el estilo, conteniendo más contradicciones que palabras. A veces se recomienda a un sujeto, añadiendo la cláusula: «a no ser que sea hallado indigno», dejando el examen en manos del metropolitano. Pero lo que valían semejantes cláusulas, en realidad se puede juzgar por el hecho del Concilio de Fismes, bajo Luis 111, que explicamos un poco más adelante.
142
el arzobispo Incmaro. Habiendo quedado vacante la sede de Beauvais, después de la muerte del obispo Odón, un clérigo llamado Odoacro, se presentó al Concilio con decreto de elección por parte del clero y del pueblo de Beauvais, pero obtenido con el favor de la Corte. El Concilio tenía el derecho de examinar a este clérigo antes de confirmarlo; y habiéndolo hecho, lo juzgó indigno. Se redactó entonces una carta al rey en la que los Padres exponían los motivos por los que, según los cánones, no podían proceder a la consagración de Odoacro. Se mandó la carta al soberano, junto con una delegación de obispos. Muy pronto se produjeron grandes rumores en la Corte. Se decía «que cuando el rey permitía una elección, debía ser elegido el que él dese~ba,JS y que los bienes eclesiásticos estaban en su poder y que él los confería a quien quería»." El rey escribió una carta a Incmaro con el estilo acostumbrado: incierto y contradictorio. Insistía en que «quisiera seguir sus consejos, tanto en los negocios del Estado, como en los de la Iglesia, y le rogaba que tuviera hacia él la misma deferencia que había tenido con los otros reyes predecesores suyos». Después añadía, como prueba de querer seguir sus consejos: «Os ruego que con vuestro consentimiento y ministerio yo pueda dar el obispado de Beauvais a Odoacro, vuestro amado hijo y fiel servidor mío. Si me complacéis, honraré a todos los que vos más amáis.» 31 ¿ Será, acaso, para complacer a un hombre, que se puede entregar a un Pastor el rebaño de Cristo? ¿ Se pueden confiar las almas redimidas por la Sangre del Hombre-Dios en manos, no de quien posee la santidad y la prudencia, sino en manos de un predilecto, de un poderoso, y deseado por 35. He aquí cuál era el proceso de las usurpaciones: 1.0) el poder laico impide a la Iglesia llevar a cabo elecciones sin haber antes obtenido el permiso; 2.°) después, este permiso se convierte en mera gracia soberana, que se niega o se concede arbitrariamente; 3.°) esta gracia ya no se concede gratuitamente, sino que se hace pagar por quien sea; 4.°) finalmente esta gracia soberana vendida, por la cual se permite la elección, se concede bajo condición de que se elija a quien el rey quiere. 36. Nótese la acostumbrada confusión de ideas que hacían estos cortesanos. ¡Los bienes eclesiásticos, que no eran más que lo accesorio, se convierten en lo principal, sobre todo en relación al episcopado! Y además, los bienes de la Iglesia, ¿son o no son de la Iglesia? ¿Acaso el gobierno civil puede disponer de la propiedad ajena? 37. HINCMARUS, Epist. 12, t. 11, p. 188.
143
un rey, a fin de que se en~-iquezca ~on los bienes del episcopado? ¿Qué trastorno de Ideas es este? " Incmaro no faltó a su deber: respondlO que «en la carta del Concilio no había nada que fuera contra el respeto debido al rey, ni contra el bien del Estado, y que no pretend,ía otra cosa que mantener el derecho de exammar y de confIrmar las eJ.ecciones según los cánones por parte del met,r,opolitano y de los obispos de la provincia». ,«Que vos s,ea~s el señor de las elecciones, añade, y de los bIenes eclesIastIcos, son discursos salidos del infierno y de la boca de la serpiente. Recordaos de la promesa que hicisteis en ocasión de vuestra consagración y que fue suscrita por vuestra ma~o. Fue presentada a Dios sobre el altar y delante de ,los ObISpos. Hacérosla leer en presenci~ de vuestro conseJo. Y no pretendáis introducir en la IglesIa lo que ~os grandes e~pe radores predecesores vuestros no pretendIeron en su tIempo. Espero conservaros siempre la fidelidad y el respeto que os debo. Vuestra elección me ha causado no pocas preocupaciones. No queráis, pues, devolverme mal por bien, intentando persuadirme en mi vejez de que me aleje de las santas normas que he observado, gracias al Señor, hasta el momento presente durante los treinta y seis años de episcopado. En cuanto a las promesas que me hacéis, no pretendo pediros ninguna, a no ser en beneficio de lo~ pO~,res y para salvación vuestra. Mas, os ruego, que conslderels que las ordenaciones contra los cánones, son simoníacas, y que todos los que son sus mediadores, .participan ,de est~ culpa. No os he hablado aquí según mI cabeza m he dIvulgado ideas propias. Os he referido las palabras de Jesucristo y de sus Apóstoles, de sus santos que reinan con él en el cielo. 'Temed si no las escucháis! Los obispos se reúnen en Con~ilio para proceder a una elección regular junto. c~n el clero y el pueblo de Beauvais, y con vuestro consentImIento.» Los obispos que hablaban así de la verdad a lo~ rey~s, sin desprecio, creían darles la mayor prueba de su fI~~ e mviolable adhesión. ¡Cuán poco se conoce esto! ¿De qUIen podrán esperar los monarcas, poder oír la verdad y la palab~a divina, si los obispos se la ocultan? ¡Ah, que sepan, pues, dIStinguir el acento de aquella libertad apostólica que no tiene nada que ver con el poco respeto y aprecio! Que ~os r~yes católicos sepan apreciarlo. Sepan que es un don mestlmable de Dios tener hombres que les hablan en conciencia, y que para no violarla, van al encuentro de su indignación y
de otra mucho más opresora: la de sus aduladores y serviles ministros. De ninguna manera quieren traicionarles ni venderles agradables mentiras, las cuales parecen aumentar su poder terreno, pero en realidad, socavan lentamente sus fundamentos y preparan la ruina. La Iglesia, «columna y firmeza de la ven1ad», siempre fue de esta opinión: que no se debe engañar ni a los prmcipes que quieren ser engañados y que castigan cruelmente a quien no los engaña. Esta lealtad de la iglesia, siempre amiga, está destinada a consolidar los tronos, dándoles como apoyo la justicia y la piedad. Esta voz tan fiel ¡ha sido tan mal interpretada! ¡Tan mal comprendida! ¡Tan calumniada por los enemigos mortales del principado, enmascarados por sus celosos sustentadores! Saben éstos muy bien, que si el príncipe escucha las palabras severas de la Iglesia, la misma Iglesia y el Estado avanzarán de común acuerdo. Por lo que nada les preocupa más, que hacer creer al principe que la Iglesia siempre sustrae algo de sus derechos. Y presentan la libertad apostólica de los Papas y de los obispos como ambición y detracción de la dignidad real. Precisamente bajo este aspecto fue presentada a los ojos de Luis IlI, por sus ministros, la digna y fiel contestación de lncmaro. Y mientras ésta debía aumentar en el joven príncipe la veneración y la gratitud por el ,viejo prelado, no hizo más que indignarlo y llevarlo a mortlfIcar al generoso anciano con la sigUIente respuesta: «Si vos no consentís a la eleCCIón de Odoacro, tendré como cosa cierta que no queréis prestarme el respeto debido," y mantener mis derechos, sino que queréis resistir en todo a mi voluntad. Contra un igual a mí, haría uso de todo mi poder para mantener mi dignidad," pero contra un súbdito mío que pretende rebajarla, me serviré de mi desprecio. No se irá más allá en este asunto hasta que haya informado a mi hermano rey y a mis primos reyes, a fin de que se reúna un Concilio de todos los obispos ~e nuestros reinos 40 que sancionarán conforme a nuestra dIgnidad. Por fin, si la necesidad lo requiere, haremos también cuanto la razón exija.» Si Incmaro hubiese obrado por ambición e interés, tal 38. Se hace consistir el respeto al rey en cometer vilezas, en traicionar a la Iglesia de Cristo y a las almas compradas por él a precio de sangre, ¡todo para complacerles! 39. ¡Una dignidad que consiste en la superchería! 40. He aquí el capricho o el puntillo de un simple fiel, que impe 17.10
144
145
respuesta, con la que se veía amenazado de perder la gracia del ' soberano, indudablemente le hubiera hecho ceder. Mas el hombre que obra en conciencia, no cede. El príncipe no es capaz de hacerse traicionar por éste, ya que la fidelidad que profesa hacia el príncipe, se funda en la fidelidad que profesa a Dios. No es una fidelidad de interés, sino una fidelidad de deber. Incmaro, efectivamente, respondió con libertad. En cuanto al reproche de falta de respeto y de obediencia, se contentó en desmentirlo solemnemente al secretario que escribió la carta del rey. Y añadió sobre lo restante: «En cuanto a lo que decís que haréis, si la necesidad lo requiere, todo lo que la razón exija, veo muy bien que esto se dice para atemorizarme. No tenéis otro poder que el que viene de arriba. Plazca a Dios librarme de esta prisión o por medio de vos o por medio de quien quiera -me refiero a este cuerpo anciano y enfermo- para llamarme a él a quien con todo mi corazón deseo ver. No porque lo merezca, ya que no merezco más que el mal, sino por su gracia gratuita. Si yo pecare consintiendo a vuestra elección, contra la voluntad y las amenazas de muchos, ruego al Señor que ves mismo me déis el castigo en esta vida, a fin de no sufrirlo en la otra. Y ya que os tomáis tan a pecho la elección de Odoacro, mandadme decir cuándo los obispos de la provincia de Reims podrán reunirse junto con los que os fueron enviados en delegación por el Concilio de Fismes. Yo me haré llevar allí, si aún vivo. Mandad también a Odoacro, junto con los que lo han elegido, sean éstos del palacio o de la Iglesia de Beauvais. Venid también vos, si os place, o que vengan vuestros comisarios. Y se verá si Odoacro entró en el redil por la puerta. Pero que él sepa, que si no viene, lo mandaremos a buscar dondequiera que se hallare en la provincia de Reims, y será juzgado por nosotros como usurpador ,de una Iglesia, de modo que nunca más ejercerá función eclesiástica alguna en lugar alguno de esta provincia. Todos cuantos habrán tenido parte en su culpa, serán excomulgados, hasta que no hayan satisfecho a la Iglesia.» pide a todos los obispos de un reino reunirse en Concilio. ¿Por qué? Para obtener de ellos que promulguen «una ley no según la justicia, sino de acuerdo con su gusto», al que dan el nombre de dignidad. ¡Es bien extraña la esperanza de corromper a un Concilio nacional para vengarse de la rectitud de un Concilio provincial! ¿Acaso no vimos cómo espe,anzas semejantes producen los mismos resultados en nuestros días? ¿Quién ha olvidado el Concilio nacional de París?
146
Palabras tan espléndidas, tan dignas de los obispos de los primeros siglos, no retuvieron la violencia: los cortesanos, que se emulan mutuamente para ver quién obtiene pronunciar palabras más lisonjeras a oídos de su señor y mostrarse más devotos, llevaron a Luis In al uso de la fuerza: la intrusión de Odoacro se consumó a mano armada: la infeliz Iglesia de Beauvais sostuvo a este mercenario. Pero no lo inscribió en el catálogo de sus pastores. Un año más tarde, excomulgado por éste y otros delitos, fue depuesto, habiendo ya Luis nI bajado al sepulcro para dar cuenta de su conducta al juez divino." 81. Lo que facilitó inmensamente la empresa de apoderarse de las elecciones episcopales, intentada asiduamente por el poder temporal de los príncipes, fue la división entre pueblo y clero, verificada debido a las razones que he mencionado. El pueblo, siempre más separado de sus past~res, siempre más corrompido, empezó a importarle menos tener pastores dignos . Por otra parte, las sedes episcopales, habiéndose convertido en lugares de felicidad temporal por las riquezas rebosantes y los honores, y por lo tanto, aspirando a ellas los más codiciosos y obteniéndolas los más intrigantes, era fácil que el pueblo, echado a perder, fuese comprado y vendido, desgarrado en partidos, conmovido por 'tumultos, y por fin convertido en instigador de indignos gue lo adularan, y en los que amaba y buscaba sus propios vicios, en vez de las virtudes episcopales. Tales desórdenes, dieron 41. Para todos cuantos la palabra Providencia -que regula las cosas humanas- signifique algo, y los que creen que nada sucede sin una sabia disposición de la misma, no podrán menos de reflexionar sobre la coincidencia de la muerte de este joven príncipe Luis 111, con la admonición que le hizo el prelado de Reims a propósito del asunto del obispado de Beauvais. Éste, en la carta que respondió al rey, firme en querer a Odoacro como obispo, a pesar de las leyes canónicas, dice entre , otras cosas: «Si vos cambiáis lo que hicisteis de mal, Dios lo arreglará cuando querrá. El emperador Luis no vivió tanto como su padre Carlos; vuestro abuelo Carlos vivió me· nos que el suyo, ni vuestro padre vivió tanto como el suyo. Cuando estéis en Compiegne, bajad la mirada: mirad dónde está vuestro padr.e, y pedid dónde está enterrado vuestro abuelo. No os exaltéis ante quien murió por vos: resucitó y ya no muere más. Vos pronto os iréis de aquí. Pero la Iglesia con sus pastores, bajo Jesucristo su Cabeza, durará para siempre, según su promesa.» Fleury, que cieJ;tamente no es un historiador crédulo, después de haber citado estas palabras del digno arzobispo, añade: «esta amenaza de Incmaro, podría considerarse como una profecía cuando, al año siguiente, se vió morir a este joven rey» (Lib. 111, par. 32).
147
justa ocasión de excluirlo enteramente de las elecciones. Primero se hizo en Oriente, donde ya antes el poder laical se apoderó de las elecciones. Después en Occidente. Y esto tachó de los cánones su sanción, que consistía principalmente en el pueblo. El clero se alegró -apoyado en esto sin que se diera cuenta, por la política de los príncipes, a su vez menos movidos por una decisión deliberada que por un instinto infalible- por el hecho de reservarse para sí solo todas las elecciones, sin consultar ni contar más para nada con el deseo de la multitud de los fieles. En el clero, muy pronto prevalecieron algunos pocos sobre la gran mayoría de ios eclesiásticos," y convirtieron en privilegio de su clase la facultad de elegir al obispo. Y estos tales, que fueron los canónigos de las catedrales, obtuvieron hacer confirmar con leyes de la Iglesia lo que habían arrogado. Excluida, por lo tanto, la gran masa del pueblo de las elecciones episcopales, y también la del clero, el cuerpo electoral se extenuó, sin fuerza alguna para mantener el derecho de elegir contra los que quisieran apoderarse de él. 82. Estando así las cosas, en tiempos de los Papas franceses residentes en Avignon," tuvieron lugar principalmente 42. Esto ocurrió en el siglo XII y XIII. Por una carta del célebre Incmaro, obispo de Reims, se ve claro que en aquel tiempo, en el siglo IX, participaba en la elección del obispo, el clero del campo, y no sólo el de la ciudad. Escribe a Edenulfo, obispo de Laudun, mandándole que presida la elección del obispo Cameracense: «quae e/ec-
tio non tantum a civitatis c/ericis erit agenda, verum et de omnibus monasteriis ipsius parochiae, et de rusticanarum parochiarum presbiteris occurrant vicarii commorantium secum concordia vota ferentes. Sed et /aici nobi/es ac cives adesse debebunt: «QUONIAM AB OM NIBUS DEBET ELIGI, CUI DEBET AB OMNIBUS OBEllIRI."
El hecho de que Incmaro advirtiera de ello a Edenulfo, significa que ya desde entonces se tendía a modificar esta antigua costumbre. Inocencio 111, a finales del siglo XII, en una decretal (De causo possess. et propriet., cap. 3), atribuye el de,echo de elegir «ad cathedralium ecclesiarum clericos». Finalmente el Concilio IV de Letrán, en 1215 (canon 24-25), limitó las elecciones a los canónigos de las catedrales. Esto se hizo seguramente por razones justas, atendidas las circunstancias de los tiempos. Pero esto no excluye que aquellas razones y circunstancias que obligaron a la Iglesia a comportarse así, no fueran calamitosas. [El último período fue añadido.] 43. Clemente V fue el Pontífice que en el año l306 extendió las reservas pontificias a los obispados. Benedicto XII, que subió a la sede apostólica en el año l334, casi las universalizó. Bonifacio IX, a fines de este si¡lo XIV, extendió las anualidades a los obispados, y las perpetuizó.
148
las reservas pontificias, las gracias expectativas, y las anualidades para conseguirlas. Desde el primer momento fueron bien vistas por los príncipes, y quizás también solicitadas por ellos, porque debilitaban cada vez más las sanciones del derecho que la Iglesia posee para elegirse los pastores." Ya que la sanción que tutela al derecho, conviene que sea tan fuerte como amplio es aquél. Pero una persona sola, aunque revestida de la dignidad que se quiera, no tiene la fuerza correspondiente a la extensión del derecho de elegir los obispos en todo el mundo. Con las reservas universales, se asumió una responsabilidad superior a las fuerzas, se emprendió el ejercicio de un derecho inmensamente vasto, a cuya salvaguardia no podía aplicarse una fuerza correspondiente. Y un derecho sin la sa1vaguardia de una sanción correspondiente, es precario: es un derecho perdido. De ello derivan los lamentos de las naciones, las humillaciones de los concordatos con los que la madre de los fieles es obligada, por sus hijos descontentos, a rebajarse a pactar con ellos.'s De lo 44. Esta observación explica un hecho que, de lo contrario, resulta incomprensible. El Concilio de Basilea, sostenido por los poderes laicos, anula las reservas pontificias. ¿Cuál fue el auténtico y profundo propósito de la política de los príncipes, al ponerse de la parte del Concilio de Basilea? ¿Acaso destruir las reservas? No. Sino más bien debilitarlas para poderlas dominar. La prueba de ello la hallamos en la conducta de los reyes de Francia a este propósito. Carlos VII, recibe con aparente exultación los decretos de Basilea, y los declara ley del Estado en la asamblea de Bourges, donde se publica la Pragmática Sanción. ¿Y por qué? El mismo Carlos VII, poco más tarde, y sus sucesores Luis XI y Carlos VIII, ruegan al Papa que se reserve la colación de ciertos obispados y que los confiera a tenor de las súplicas reales. Por lo tanto, querían las reservas, pero querían que fueran débiles, a fin de que el Papa hiciera de ellas lo que ellos querían. Por lo tanto, el verdadero espíritu de la política, era el de abrogar las reservas para debilitarlas, y una vez atenuadas, servirse de ellas para eludir las leyes de la Iglesia. 45. Durante quince siglos, la Iglesia, en medio de tantas calamidades, quizás nunca cayó en tan gran envilecimiento hasta ser forzada a aceptar tales pactos con los fieles. Tanta humillación se debió a los pecados del clero: «¿ Si la sal se desvirtúa, con qué se salará? Ya no sirve para nada más que para ser echada fuera y pisada por los hombres» (Mat. 5, 13). Digo esto, porque no se puede disimular que los concordatos fueran verdaderos pactos, tal como los califican los mismos Sumos Pontífices: «Nos attendentes -dice Julio 111-, concordata vim PACTI inter partes habere etc.» (Constit., 14 septiembre 1554, citado por RAYNALD.) Aunque ningún pacto se mantiene cuando empieza a convertirse en inicuo. Ni los pactos con la Iglesia se deben interpretar de modo tan estrecho que ofendan a la plenitud
149
mismo pro.viene, en fin, aquella llaga horrible en el cuerpo de l~ I?lesla, por la. que, suprimidas las elecciones antiguas, suprImIdas las eleccIOnes del clero, despojados los Capítulos de su derecho, despojados los Papas de sus reservas el nombramiento d~ los obispos de todas las naciones c~yó sólo en manos lalcales, reservando únicamente la confirmación -bien poca cosa- a la Cabeza de la Iglesia. Y así se consumó la obra de la violencia, revestida exteriormente con el manto de la b~nig?idad, «!a servidumbre de la Iglesia bajo todas las aparIencIaS de lIbertad»." Antes de manifestar la insoportable acerbidad de tan horrenda llaga, antes de hablar de esta libertad fingida, de esta verdad de servilismo debo detenerm.e todaví~ a enumerar las otras causas por l~s que las ~le~cIOnes epIscopales llegaron a tan infeliz situación. Segulre narrando las largas luchas de los santos Pontífices y Pastores que tanto hicieron, tanto sufrieron, a fin de im~edir que se ,re~lizaran, para mantener libre a la Iglesia, con lIbertad autentica, tal como fue constituida para siempre por su divino Fundador. 83. Cuando. los caudillos del Norte guiaron a los bárbaros a la conqUIsta del Sur, después de la conquista se titularon reyes de Francia, de Italia, de Inglaterra, es decir: de su l?oder para el bien de los cristianos, la cual, siendo esencialmente hbre, nunca puede ser encadenada. Estas mis palabras no orientan a conden~r a I?s concordatos, sino a deplorar su necesidad. Es verdad ~,ue , DI medIante los concordatos, ni mediante cualouier otra convenClOn humana, .pue~en ser derogados los derechos divinos e inn:u.tables de !a IgleSIa , DI se puede restringir su poder legislativo recIbId~ de Cnsto . ni disminuir en modo alguno aquella plenitud de autondad por la que ella puede llevar a cabo todo el bien y. por lo tanto, puede condenar, puede imponer, sin límites, a los fieles cuanto ella crea necesario y útil para su eterna salv'lción y para in: cremento sobre lá tierra del Reino de Cristo. 46~ Cuando el gran Pontífice Adriano 1, escribió a Carlomagno en el a!l? 784 para hacer!e saber que no correspondía al poder laical partICIpar en las eleccIOne~ de los obispos, y que debía dejarlas libres, entonces el Papa te~Ia un argumento persuasivo y justo para ?res.ent~r a Carlos, y ~e este: que ni él mismo, aun siendo Papa, se mmISCUIa ~n las ~leccIOnes, a fin de que quedaran más libres. Y de hecho, Adnano ~IZO U S? de este argumento. He aquí sus palabras : «Numquam Nos m quallbet .electione úwenimus nec invenire habemus. Sed !'leque vestram excel/enttam optamus in talem rem incumbere. Sed qua~lS a c~e~o et plebe ... ~l~ctus canonice fuerit, et nihil sit quod sacro obslt ordlm, soltta tradUlOne il/um ordinamus» (Conc. Gal/., t. 11 p. 95 y 120). ~ste argun:ento, muy válido de cara a los príncipes, lo; Papas lo perdIeron en tIempo de las reservas.
150
reyes de las tierras; y también de los franceses, de los italianos, de los ingleses, o sea, de las personas . Ya que era imposible a un solo señor, por fuerte que fuera, conservar la propiedad de las tierras, de tan grandes exJ:ensiones de los países, debido a la ley mencionada, -a saber, que «1.a sanción apta para defender un derecho, debe corresponder a la extensión del mismo derecho»- aquellos capitanes, nuevo género de reyes, inventaron o adoptaron los feudos como medio de conservar para sí la propiedad de los latifundios, cediendo el usufructo a otros que pasaban a ser custodios fieles de aquellas tierras de las que, de otro modo, hub ieran sido salteadores peligrosos, sobre todo sus compañeros de armas: una vez restablecida la paz, no hubieran aceptado en manera alguna no participar de las comunes conquistas. Tales beneficiados del rey, escogidos por un interés común, fueron aquellos fieles de los que derivó el nombre de feudos . Estos juraban fidelidad al rey, y vasallaje en servicios determinados, sobre todo en el de prestar soldados y luchar ellos mismos en las guerras que el rey emprendía. Agudísimo descubrimiento aquél, en tales circunstancias. De tal manera ql:le los conquistadores conservaron la propiedad de las tierras, sometiendo por un tiempo a las personas mediante el cebo del dominio útil que se les cedía, el . cual, a la muerte del feudatario, recaía de nuevo en manos del rey que a su vez investía a otro leal, al que más le gustaba:' Ahora bien, muy pronto se dio cuenta la política de los nuevos señores de Europa, de que más que a soldados, convenía confiar el depósito de las tierras a conservar, a los obispos y a las iglesias. Lo cual dio origen a los feudos y a los señoríos eclesiásticos, ya desde el tiempo de Clodoveo. Más que ningún otro, fue Carlomagno quien comprendió la importancia de esta invención. «El gran Carlos», dice Guillermo de Malmesbury, «para debilitar la ferocidad de las naciones germánicas, había entregado casi todas las tierras en manos de la Iglesia, considerando, con suma clarividencia, que los hombres de orden sagrado no se propondrían tan fácilmente como los laicos, quitarse de encima de sus hombros el fiel servicio del gobernante. Además, en caso de que los laicos se 47. Los feudos laicales, en Francia, se hicieron hereditarios sólo hacia finales de la segunda dinastía, como lo prueba M. ANTONIO DIMINICY, De praerogativa al/odiorum, cap. 15. Respecto a los eclesiásticos, no teniendo éstos sucesores, fueron siempre personales.
151
rebelaran, los eclesiásticos podrían frenarlos con la autoridad de la excomunión y con la severidad del poder.»" Tan gran liberalidad de los príncipes respecto a los obispos, si por una parte equivalía a actos de piedad, por otra resultaba ser como los regalos de los clientes a los jueces. Además, la misma naturaleza de estas regias munificencias, comportaba, casi necesariamente, el servilismo de la Iglesia. Los obispos, convertidos en otros vasallos, obligados a prestar el juramento y el homenaje de fidelidad en manos reales," solidarios del rey y hechos partícipes de los intereses de grandeza en este mundo, devotos suyos, compañeros de armas en las expediciones y guerras que le agradaba emprender, estos tales era imposible que sintiesen la fuerza de la palabra del Apóstol: «Ninguno que lucha bajo la bandera de Dios, se complica en asuntos seculares.»" Era igualmente imposible que no se acostumbraran a considerar a su rey únicamente como su señor temporal, y que ellos mismos no se consideraran siervos suyos, participantes de sus riquezas y de su poder por su gracia. Se olvidaban de que su propio rey era, al mismo tiempo, un simple laico, un hijo de la Iglesia, una oveja de su redil, y de que ellos eran los obispos mandatarios del Espíritu Santo para gobernar a la Ip;lesia de Dios. En una palabra, no era posible que habiéndose convertido en hombres del rey,'! tuvieran presente que eran 48. De gestis regum Anglorum (lib. V). «Carolus magnus pro contundenda gentium illarum (germanicarum) fe roda, omnes pene terras ecclesiis contulerat, consiliosissime perpendens, nolle sacri ordinis hamines tam fadle quam laicos fidelitatem domino reiicere. Praeterea, si laid rebellarent, illos posse excommunicationis auctoritate et potentiae compescere.» 49. y no todo terminó aquÍ. Ya que, ¿dónde está el límite? El juramento que se exigía a los obispos como feudatarios, después se exigió a los obispos en cuanto obispos, «per extensionem» dirían los juristas, y mediante esta cláusula creyeron haber justificado la usurpación. La Iglesia no calló. Prohibió prestar juramento a los obispos que no habían recibido del príncipe cosa temporal alguna. Se promulgó un solemne dec.reto de Inocencio III, en el Concilio de Letrán, que dice así en el can. 43: «Nimis de JURE DIVINO quidam laid usurpare conantur, cum viros ecclesiasticos nihil temparale detinentes ab eis, ad praestandum sibi fidelitatis juramenta campellunt. Quia vera, secundum apastolum, servus sua domino stat aut cadit, sacri auctaritate Condlii prahibemus, ne tales clerici persanis saecularibus praestare cagantur hujusmadi juramenta.» SO. II Tim. 2, 4. SI. Quien era investido de un feudo por el rey, calificábase de hamo regis. No se puede hallar mejor expresión que indique el abso-
152
,'tambres de Dios, ya que «nadie puede servir a dos señores»." 84. Desgraciadamente, es efecto característico del uso de las cosas temporales para un fin temporal el de obcecar a los hombres. Todo el poder de la Iglesia, toda la libertad eclesiástica pertenece a un orden espiritual e invisible. ¿Por qué maravillarse, pues, si añadiendo un gran poder externo y sensible, un oficio temporal y material al poder y al oficio espiritual del episcopado, los obispos, hombres también ellos, resultaran tan obcecados y ocupados por estas añadiduras como aquellos príncipes, y situaran muy pronto en todo ello el nervio espiritual de su dignidad episcopal, que mezclaran y confundieran el poder espiritual recibido de Cristo con el poder temporal recibido del príncipe; que este poder invisible, mezclado y confundido con el tempor al, se desvaneciese, por decirlo así, y lo perdieran de vista y que como consecuencia se llamara episcopado el beneficio anejo, no pudiéndose comprender ya más una separación entre el oficio del episcopado y el beneficio temporal, ni cómo podía subsistir aquél sin éste? Verdaderamente, las frases corrientes que contienen según el estilo de aquella época, las opiniones comunes, prueban de modo manifiesto lo que estoy diciendo. Lo confunden todo. En vez de decir que el rey confiere los bienes temporales anejos a la sede episcopal, dicen que «da, confiere el episcopado, la dignidad episcopal, manda, preceptúa que fulano sea obispo, por orden del rey mengano es ordenado, etc.»5J Repito que estos modos de expresión no contenían, en la luto dominio del rey sobre este hombre, convertido en propiedad real. ¡Qué idea más rara no sería imaginarse a un san Pedro, o a un san Pablo, o a un Crisóstomo, o a un Ambrosio convertido de horno Dei en hamo regis! La palabra hamo se había transfOrmado en sinónimo de soldado, en aquellos tiempos, como se puede ver en DU CANGE, Glass. medo et infim. latinit. voc. «miles». 52. Mat. 6, 24. 53. Fulberto Carnotense (Epist. 8), escribe de Franco, canciller del rey Roberto, que fue obispo «eligente clero, suffragante papulo DONO ROOIS». Como indiqué más arriba, esta frase era usada comúnmente por todos, y no se daba importancia a su inexactitud. Entre las fórmulas de Marcolfo, en la que contiene el precepto del rey -a la que nos hemos referido ya-, se dice al obispo designado: «PONTIFICALEM in Dei nomine COMISSIMUS DIGNlTATEM.» Un celoso defensor de los derechos reales conviene en que tal expresión exige una explicación, añadiendo precisamente la que sigue: «quad saniori sensu et magis canonico intelligi non potest quam de regiorum jurium et feudorum
153
época en la que fueron inventados, todo lo que expresan: pero predecían lo que algún día significarían. Precisamente sucede así: primero se inventan unas frases, y durante algún tiempo circulan sin valor alguno: son otras tantas condescendencias de la verdad a la pasión, otras tantas falsedades. Pero las cosas no se deti enen detrás de las frases. Puesto que hay una ley que impele a los hombres a decir la verdad, y les lleva a poner en práctica las palabras que pronuncian, aunque sea vanamente. Por lo que el modo corriente de hablar de una nación, preanuncia, a quien sabe penetrar hasta el fondo de las vicisitudes humanas, el camino que se está tomando. Y en la manera de expresarse, lee las tendencias de los pueblos y profetiza lo que pretenden conseguir con su orientación. Dicha identificación de los beneficios temporales con la dignidad episcopal en el modo de expresión, el hecho de atribuir al poder laical la distribución de las dignidades pontificales del mismo modo como se distribuyen los dones que dependen por naturaleza del arbitrio del donador, indicaba claramente la adulación, la corrupción del clero, vuelto ya a la baja servidumbre de los príncipes seculares, prefiriendo las riquezas del mundo a la libertad de Cristo. Y en los príncipes aparecía la infatigable tendencia de invadirlo todo, de conquistar la Iglesia de la misma manera como habían conquistado la tierra. Esta tendencia podía sostenerse por algún tiempo sin desarrollo natural, por la piedad personal de algunos y por la repugnancia de la opinión pública, todavía religiosa. Pero después, con la ayuda del tiempo, debía caer indudablemente hacia donde tendía, y debía también madurar el fruto cuyo germen poseía. Vemos, pues, que desde el principio, a excepción de algunos actos arbitrarios en las elecciones, aquellos reyes reconocían, no obstante, el derecho de la Iglesia a escoger sus propios Pasto"res. E incluso cuando conferían las sedes episcopales según su arbitrio, solían hacerlo con palabras que moderaban la extravagancia de su injusticia e inspiraban investitura et concessione quae Clodoveus ex ecc/esiis manu liberali contulerat (Hist. Ecc/es. saec. XIII, XIV, dissert. VII, arto 3). San Gregorio de Tours (lib. IV, cap. 7) dice de Cantino, obispo de Auvergne: «Tunc JUSSU regis TRADITIS ei CLERICIS et omnibus quae hi de rebus ecc/esiae exhibuerant.» Clotario 11, en el edicto en el que modifica el canon del Concilio V de París, dice: «uf si persona condigna fuerit PER ORDINATIONEM PRINCIPIS ORDINETUR». Estas expresiones se hallan continuamente en los escritos de aquel tiempo.
154
piedad, cautos como eran para no ofender de golpe la opinión de los prelados y de los pueblos que aún se mantenía rígida y fija sobre la norma de los cánones y de la verdad: aún no se había hecho flexible y cortesana." La piedad, la rectitud y la política de Carlomagno fue más allá, y restituyó a la Iglesia incluso aquella parte de libertad que había sido violada por los reyes de estirpe merovingia. También Ludovico Pío imitó el ejemplo de su magnánimo progenitor.55 Mas no fue así con los reyes que vinieron más tarde. 85. Que a la muerte de cada obispo, los feudos volvieron a las manos del rey, y que durante la sede vacante, el rey disfrutara del fruto del feudo -10 que se llamaba regalía-, era tolerable, porque surgía de la misma naturaleza de los feudos. Pero no se limitaron a esto. Por la codicia de percibir estos réditos, los príncipes mantuvieron largo tiempo las iglesias privadas de pastores.56 De esta manera impedían las 54. He aquí cómo se atenuaba el Praeceptum de Episcopatu de los reyes francos, según la fórmula que nos ha sido conservada por Marcolfo: "Cognovimus antistitem i/lum ab hac luce migrasse, ob cuius successorem so/licitudinem congruam una cum pontificibus (vel proceribus nostris) plenius tractantes, DECREVIMUS i/lustri viro i/li pontificalem in ipsa urbe committere dignitatem.» 55. El Sumo Pontífice Adriano 1, había amonestado a Carlomagno sobre su obligación de dejar libres las elecciones de los obispos . y este gran hombre, recibió la admonición de la Cabeza de la Igle· sia con aquella docilidad que manifiesta mayor grandeza de ánimo en los supremos príncipes cristianos por grandes que puedan ser sus resistencias y desobediencias. Es más, en el año 803, en sus capitulares de Aquisgrán, en el capítulo 2, declaró y sancionó aquella libertad con el siguiente Decreto: «No desconociendo los sagrados cánones, hemos aceptado la orden eclesiástica, a fin de que la santa Iglesia posea con mayor seguridad su propio honor: que los obispos sean elegidos por la propia diócesis, mediante elección del clero y del pueblo, a tenor de los cánones establecidos, alejada cualquier aceptación de personas y de dones, según el mérito de la propia vida y según el don de la sabiduría; a fin de que puedan ayudar en todo a sus súbditos con el ejemplo y con la palabra.» En el año 806, Ludovico Pío confirmó la ley de Carlomagno en el capitular publicado después del Sínodo de Aquisgrán. 56. En el siglo XI la usurpación había llegado al colmo. Para no ser interminable, bastará indicar lo que sucedió a dos arzobispos de Cantorbery -Lanfranco y san Anselmo- con dos reyes de Ingla~e rra: Guillermo I y Guillermo 11. Pidiendo Lanfranco, nombrado obISpo por Guillermo 1, los bienes de que gozaban sus predecesores, . el rey respondió altivamente: «se ve/le omnes baculos pastorales Angllae in manu sua tenere». El historiador que narra este hecho (GERVASIUS DOROBERNENSIS, Imaginationibus de discordiis inter monacos Dorober-
155
elecciones, exigían que no se pudiera elegir obispo sin el permiso real sr y supeditaban el Evangelio y la salvación de las almas a la voluntad del rey, a su capricho, y sobre todo a su avaricia. Y ya que los simples sacerdotes disfrutaban también ellos de los réditos de la Iglesia, se mandó que la Iglesia desde entonces no tuviera ya el derecho de ordenarse
ni tan sólo un sacerdote, a no ser por gracia y concesión soberana." 86. Es más: los hombres de leyes, que son en las Cortes lo que los sofistas demagogos son en un pueblo que ha llegado a la corrupción, descubrieron este singular argu~ento: «Lo que es principal absorbe a lo que es acceSOrIo. Los feudos son lo principal entre los bienes de la Iglesia. Por lo tanto, todos los bienes de la Iglesia deben equipararse a los
nenses et Baldevinum Archiepisc., p. 137) dice que el prelado, al oír esta respuesta, quedó desconcertado, y calló por prudenci,a a fin de que el rey no causara males peores a la Iglesi? Ademas d~ esto , puede explicar en qué estado se hallaba la IglesIa en aquel tJe~po , lo que le acaeció al sucesor de Lanfranco, san Anselmo, con Guille~ mo n . Narra Eadmero (Historia Novor., lib. I) que, puesto que GUIllermo dejaba sin pastor a las iglesias a fin de percibir los réditos durante la sede vacante, Anselmo, como primado, se creyó con el deber de hacerlo notar al rey, a fin de que se diera cuenta de los grandes males que provenían de la falta de prelados,. Y.le suplicó humildemente que pusiera término a un hecho que perjudicaba a su propia alma. Dice el historiador, que al oír este dis~urso del sant? arzobispo «non potuit amplius spiritum suum rex coh~bere, se~ Oppldo turbatus cum iracundia dixit: "Quid ad te? numqutd abbatlae non sunt meae? Hem, tu quod vis agis de villis tuis, et ego non agam quod volo de abbatiis meis?"» Aquel gran prelado, no pudiendo menos de hacer algunas reflexiones al rey sobre su discurso, notando que los bienes de la Iglesia no eran suyos a no ser para defenderlos y protegerlos, y que eran de Dios, destinados al sostenimiento. de l.o~ ministros de Dios, el rey indignado añadió: "Pro certo novens, nllht valde contraria esse quae dicis. Non enim antecessor tuus auderet ullatenus patri meo dicere: et nihil faciam pro te.» ¡Hasta este punto era limitada la propiedad y la libertad de la Iglesia en aquellos tiemp~s, y tal era la prepotencia y el modo de pensar del pode~ laical! 57. La Iglesia siempre demostró repugnarle tal dependencia. Y la lucha entre la Iglesia que quie.re actuar libremente, y el poder secular que quiera someterla, continúa en la historia. Por esta razón, a menudo había conflictos por causa de elecciones realizadas sin que antes se obtuviera el permiso del rey. Ricardo I, hacia el año 1190, en una carta al obispo de Londres, se lamenta mucho de una elección verificad'a sin habérselo consultado antes: «Quod si ita est, regiam majestatem nostram non modicum esse offensa,:,-»; y de~lara : «Non enim aliqua ratione sustineremus quod a pra~f~t¡s moy!achls v.el ab aliis quodquam cum detrimento honoris nostr¡ In electlOne eptscopi fieret: et si forte factum esset, quin in. irritum .revocarelur~ . Pero los progresos que había hecho el poder lalcal en tiempo de Ricardo, invadiendo los derechos de la Iglesia con la opresión de su libertad, eran increíbles, y debilitaban cada vez más la resistencia de la I.g,lesia. ¡;:sta hubiera perecido, si Dios, que vela por su conseryaC;lOn , no hubiera suscitado Papas de una fortaleza y de una magnammIdad sobrehumanas a fin de que la liberaran. ¿Qué hubiera dicho la Iglesia en sus mejores tiempos, si príncipes seculares hubieran pretendido que debía someterse a ellos en la elección de sus propios pastores, y que debía impetrar la gracia de poder Ilevar a cabo toda
nueva elección? ¿Qué hubieran dicho los Ambrosios o los Crisóstomos al ver que el hijo de la Iglesia quiere atar las manos a su madre, y que no la deja actuar, sino i~al como a una esclava 9-ue se le permite actuar sólo con el benepláCito de su amo? ¿Con que noble y santa vehemencia habrían contestado a semejantes violencias, defendiendo los sagrados derechos de la esposa de Cristo? Toda:ría en el siglo x, y en el mismo Oriente, la Igl~sia demost~aba experimentar toda la humillaci6n provocada po.r semejante opresión a la que se la reducía. Cedreno, cuenta que Nicéforo Focas había prohibido realizar elecciones de obispos sin su permiso. Y 'aunque aquel emperador se había manchado con muchos delitos, no obstante, el historiador considera esta ley mediante la cual subordinaba las elecciones de los pastores de la Iglesia a su voluntad, como la mayor ~e su~ maldades: «Id omnium gravissimum -dice-, quod legem tulll, CUt el EPlSCOPl QUIDAM LEVES ATQUE ADULATORES (¡aquí está la raíz del mal!) SUBSCRIPSERUNT ne absque imperatoris sententia ac permissu episcopus vel eligeret~r vel ordinarelur.» Habiendo después sucedido a ~ocas Juan Tzimiscem, el patriarca que entonces gobernaba la Iglesl~. de Constantinopla, Polieutes, con coraz6n sacerdotal, rehus6 a~mltIrlo en la Iglesia con los fieles hasta que no abrogara la ley de Nlcéforo, ley destructora de la libertad. Y el emperador lo hizo rasgando aquella ley ante todo el pueblo (CEDREN., Ad ann. 969). 58. Entre las fórmulas de Marcolfo (19) hay la titulada Praeceptum de clericatu, la cual constituye la licencia necesaria que confería el rey a quien quisiera ser clérigo. Se llama también precepto, porque todo lo que sale de boca del rey debe ser un precepto: la acostumbrada mentira de la adulación. Si yo pudiera llegar a aconsejar a los príncipes, les aconsejaría que desterraran toda falsed~d del lenguaje de la Corte, y que edificaran su poder sobre la solidez de la verdad. S610 con hacer esto, ¡cuánto más finnes y augustos serían sus tronos! ¿Pero quién no se reirá maliciosamente de estas palabras? Por otra parte, algunas veces los obispos ordenaban a cléri~os sin preocuparse del permiso real. Entre las cartas de Gerberto (Eplst. 57), hay una de un arzobispo de Reims en la que dice «';lue se le acusa de delito contra la majestad del rey por haber conferido grados eclesiásticos sin la autoridad y permiso de aquél». También los reyes de Francia querían que dependiera de ellos que los fieles cristianos se pudieran retirar del mundo y consagrarse a Dios en las órdenes religiosas. Incmaro, en una carta a Carlos el Calvo, dice expresamente a aquel monarca, que tal ley nunca fu~ aceptada por la Iglesia. Esta carta está publicada por el P. CellottI junto con el Concilio Duziacense.
156
157
feudos y someterse a la misma legislación.» 59 Con esta argumentación singular, todos los bienes de la Iglesia tuvieron el alto honor de ser considerados como entidades nobles, como bienes de primera categoría, y por lo mismo, como bienes, de alguna manera, reales.'" En consecuencia, el rey pretendió tener los mismos derechos no ya únicamente respecto a los feudos, sino respecto a todos los bienes eclesiásticos, sin distinción. Quiso percibir de todos la regalía, es decir, los frutos de los beneficios 61 vacantes, que al morir el beneficiado debían recaer en manos del príncipe, el cual, después muchas veces disponía de ellos a su gusto y como si se tratara de algo absolutamente propio." A veces incluso 59. Cf. NAT. ALEJANDRO, In saec. XIII et XIV, Dissert, 8, art. 1. 60. Se dice que éstos poseían una mejor protección y defensa . Pero el poder civil, ¿acaso no fue instituido para proteger igualmente todas las propiedades? 61. El nombre de beneficios, que se conserva todavía universal· mente en la Iglesia, proviene en su origen primero de los beneficios militares, y después de los eclesiásticos, que eran asignados por los monarcas de los nuevos reinos de la Edad Media. Aquel nombre re· cuerda la venta que hizo el clero, sin darse cuenta, de su propia libertad al príncipe, cambiéndola por las riquezas. 62. La Iglesia no ha enmudecido: ha intentado defenderse contra tales usurpaciones. Pero, ¿qué puede oponer a las armas? No tenía más que la razón, la autoridad y los cánones. He aquí algunos de ellos: el gran Concilio ecuménico de Calcedonia, ya en el 451 había redactado este canon: «Reditus vera viduatae Ecclesiae integras reservari apud oeconomum ejusdem ecclesiae placuit.» - El Concilio Regiense del año 493, decreta en el canon 6: «5tabili definitione consul-
tum est, ut de caetero observaretur, ne quis ad eam Ecclesiam, quae episcopum perdidisset, nisi vicinae Ecclesiae episcopus exequiarum tempore accederet; qui visitatoris vice tamen ipsius curam districtissime gereret, ne quid ante ordinationem discordantium in novitatibus c/ericorum subversioni liceret. /taque, cum tale aliquid accidit, vicinis vicinarum Ecclesiarum inspectio, recensio, descriptioque mandatur.» En los Concilios españoles de Valencia y de Lérida de los años 524 y 525, se repite la disciplina establecida por el Concilio de Calcedonia. En el 11 Concilio de Orleans del año 533 (can. 6), se decreta que, muerto el obispo de una diócesis, su vecino irá a hacerle los funerales, reunirá a los sace,dotes, hará un inventario exacto de los bienes de aquella Iglesia y confiará su custodia a personas diligentes y seguras, igual como determina el Concilio Regiense. El Concilio V de París del año 614 (can. 7), manda que nadie too que los bienes de algún obispo o clérigo que haya muerto, ni en caso de que intervenga un precepto real, bajo pena de excomunión: se de· termina que - «ab archidiacono vel clero in omnibus defensentur et
conserventur». El célebre Incmaro, arzobispo de Reims, así escribía en el si-
158
se equipararon los bienes eclesiásticos libres a los feudos. De esta manera se enfeudaron los diezmos." Y yendo siempre más allá por este camino, se confirieron como beneficio a los laicos, estos diezmos u otros bienes libres enfeudados, igual como sucedía a veces con los verdaderos feudos en ocasión de la muerte de los obispos o de los abades." Y puesto que se consideraba inseparable la dignidad espiritual del beneficio temporal, llegó a verse laicos, las más de las veces soldados, gobernar abadías como abades en medio de monjes, o en los obispados como obispos en medio de clérigos. 65 glo IX a los obispos y principales de su provincia (Epistola IX): «et sicut episcopus et suas et ecclesiasticas faculta tes sub debita discreti~me in vita sua dispensandi habet potestatem, ita facultates Ecclesiae vlduatae post mortem episcopi penes oeconomum integrae conservári jubentur futuro successori ejus episcopo; quoniam res et faculta tes ecclesiasticae "NON IMPERATORUM ATQUE REGUM POTESTATE SUNT" ad dispensandum vel invadendum, sive diripiendum, sed ad defensandum atque tuendum». Este célebre obispo escribe las mismas cosas directa~ente al rey Carlos el Calvo (Epistola XXIX), y lo mismo repite en diversas cartas, como por ejemplo en la XXI y XLV. Otro célebre arzobispo de Reims, Gerberto, el mismo que más tarde fue sumo Pontífice bajo el nombre de Silvestre 11 establece la misma doctrina en su carta 118 dirigida al clero y al ~ueblo. Siendo tan repetidas e inculcadas en la Iglesia estas leyes, los prín· cilJes, hasta el siglo IX no podían poner mano en los bienes de la Iglesia sin incurrir en una pública desaprobación. Por ejemplo, Los Anales Bertinianos, no dejan de notar, en el año 882, como un delito d~! emperadOJ:" Carl?s el Grande el hecho de haber permitido a Ugón hIJO de Lotano el Joven, que consumiera los bienes de la Iglesia de ~etz, «quas sacri canon es -dicen- futuro episcopo reservari praeci-
plunt». 63. Es cosa sabida, y se deduce del que los diezmos fueron usurpados por bién por los obispos y rectores de las De decim. cap. 26, y la Estravagante De
cuerpo del derecho canónico los príncipes, así como tam: Iglesias. Cf. la Estravagante
his quae fiunt a praelato sine
consensu capit. 17. 64. Quien quiera conocer ejemplos de cuanto estoy diciendo, que consulte la Historia de Natalio Alejandro, siglos XIII y XIV disertación VIII, art. I11. ' 65. El Concilio de Meaux del año 845, no dejó de hablar con libertad apostólica al rey Carlos el Calvo, el cual ejercía el despotismo sobre la Iglesia, concediendo los bienes de la misma a laicos «con lo que se ocasionaba que, contra toda autoridad, contra los de~retos de los. ~adres y contra la costumbre de la religión cristiana, los laicos r~sIdleran como amos y maestros en los monasterios regulares en medIO a . sacerdotes, clérigos y religiosos, y siendo abades decidían de s~ vida religiosa, los juzgaban, dispensaban o les enco~endaban, segun la regla, la cura de almas y los divinos tabernáculos, no ya sin
159
87. Tal contubernio inseparable entre lo espiritual y lo temporal, fue ocasión, por lo tanto, de que el hecho de usurpar lo temporal resultara lo mismo que usurpar también lo espiritual. Y así, los príncipes dieron las investiduras, con las insignias del poder espiritual, el anillo y el báculo pastoral; los obispados quedaron totalmente vacantes allí donde el príncipe se reservaba los beneficios;" los príncipes se inla presencia, sino también sin el conocimiento del obispo» (Cf. los cánones 10 y 42 del mencionado Concilio). Y por esta razón, aquellos Padres decretan «ut praecepta illicita jure beneficiario de rebus ecclesiasticis facta a Vobis -hablan al rey Carlos el Calvo- sine dilatione rescindantur, et ut de cae/ero ne fiant, a dignitate Ves tri nominis regii caveatur» (can. 8). Y pintan ante sus ojos, con toda durezá, la indignidad que supone desgarrar la túnica de Cristo, cosa que no hicieron ni los soldados que lo crucificaron, «ante oculos reducen tes tunicam Christi, qui vos elegit et exaltavit, quam nec milites ausi fuerunt scindere, tempore vestro quantocitius reconsuite et resarcite: et nec violenta ablatione, nec illicitorum praeceptorum confirma/ione res ab ecclesiis vobis ad tuendum et defensandum ac propagandum commissis auferre ten tate; sed ut sanctae memoriae avus et pater ves ter eas gubernandas vobis, fautore Deo, dimiserunt, redintegrate, praecepfa regalia earumdem ecc1esiarum conserva te et confirma te» (can. 2). Obsérvese que en este Concilio se distinguen los bienes dados a la Iglesia como «aUodi e liberi", de los dados como «feudi». Se reprende al rey sobre todo por haber entregado los ptimeros a los laicos. 66. He aquí cómo se expresa una Notitia de Villa Novilliaco que se halla en el Apéndice de Flodoardo: «defuncto Tispino archiepiscopo, tenuit Dominus, rex Carolus Remense "EPISCOPIUM" in suo dominatu, et dedit vi/lam Novilliacum in beneficio Anschero saxoni», etc., es decir, a un soldado, confundiéndose el beneficio temporal con el episcopado. Y ya que no hay nada que la codicia unida al poder, no intente y no invente para llegar a la satisfacción propia, los príncipes que se veían solicitados por la Iglesia para que no las dejaran privadas de pastor durante largo tiempo, idearon mandar, en lugar de obispos, una especie de comisarios llamados corespiscopi, reservándose entretanto los bienes episcopales. Estos no-pastores atribularon en gran manera a la Iglesia: así se explican tantos lamentos y tantos decretos de los Concilios del siglo IX contra los corespiscopi, hasta que estos seres de naturaleza incierta, después de haber causado a la Iglesia prolongadas molestias, desaparecieron completamente. Flodoardo (Historia Remensis, lib. IIl , cap. 10), hablando de una carta de Incmaro al Sumo Pontífice León IV, dice así: «in hac vera epistola, de his quos temeritas chorepiscopalis ordinare, vel quod Spiritum Sanctum consignando tradere praesumebat, requisivit. Et quod terrena potes/as hac materia saepe offenderet, ut videlicet episcopo quolibet defuncto, per chorepiscopum so/is pontificibus debitum ministerium perageretur, et res ac facultates Ecclesiae saecularium usibus expenderentur, sicut et in nostra Ecclesia iam secundo actum es!», etc.
160
trometíeron en todas las elecciones; 61 se produjo un comercio de sedes episcopales vendidas a quien más ofrecía; se elevaron a almas viles sobre los tronos de la Iglesia, por el único mérito de ser viles, es decir, vasallos del príncipe e incitadores de sus vicios. Hubo una degradación y corrupción exorbitante en el clero y en el pueblo, y todos los males que derivaban de este terrible estado de cosas, oprimían a la desdichada Iglesia y redundaban luego -los monarcas no se dan cuenta de ello- en el mismo Estado: lo embestían, lo turbaban, lo desgarraban y le impedían aquel progreso de civilización hacia el que -si se conserva la justicia del poder civil- son conducidas las naciones por sí solas, siguiendo en curso tranquilo, asociadas en bella armonía la naturaleza racional y la religión de Cristo. 88. El clero, ante tal opresión, perdía cada día más l¡¡l conciencia de su dignidad y de su libertad. Y se consideraba recompensado de tales pérdidas, cuyo precio ya desconocía, con el aumento de las riquezas y del poder temporal." 67. Quien quiera saber cuál fue el proceso . según el que los príncipes llegaron a apoderarse de las elecciones, empezando por las súplicas y recomendaciones, y terminando por las órdenes y las violencias, no tiene más que consultar a TOMASSINO, Veto et Nov_ Eccles. Discipl. pars I, lib. I, cap. 54. 68. Considérese la abyección de estas palabras del obispo Arturico, referidas por Elmoldo (In Cronico Sc1avorum, lib. I, n. 69 y 70), y bastará para conocer hasta qué punto el modo de pensar. de los ministros del Omnipotente quedó viciado por la redundancia de ventajas temporales. «Las investiduras de los Pontífices -dice este obispo- son sólo permitidas a la dignidad imperial, ya que siendo la única excelente, es después de Dios, la más sublime entre los hijos de los hombres.» (Un obispo declara que la dignidad imperial es la más sublime después de la de Dios, olvidando que cualquier sobertlno temporal es en la Iglesia un puro laico, un hijo suyo.) «Aquella dignidad obtuvo este . honor con gran usura.» (No se trata de un honor: repartir los obispados es cosa gravísima y derecho sagrado e inalienable de la Iglesia. ¿Puede la Iglesia venderlo? ¿Pueden los príncipes comprarlo con bienes temporales? ¿Qué otra cosa queria Simon Mago?) «y no fue debido a una ligereza vana que los dignísimos emperadores se hicieron llamar Señores de los obispos» (¡¡¡un obispo que alaba a los príncipes laicos porque se hicieron llamar S eñores de los obispos!!!), «sino que compensaron este menoscabo» (¿es acaso un menoscabo?) «con copiosísimas riquezas del reino» (¿La libertad de la Iglesia se puede compensar acaso con riquezas temporales? ¿Se puede echar a perder aquella que constituye la única riqueza dejada por Cristo a la Iglesia, para tomar éstas que sólo pueden darlas los monarcas del mundo?), «mediante las cuales la Iglesia se engrandeció y fue adornada más decentemente» (¿de virtud o más bien de un
pe 17 ,11
161
Esto no significa que haya faltado nunca a la Iglesia una voz solemne que se elevara de lo más profundo de la humillación para proclamar la verdad. Esta nunca dejará de hablar al mundo: ya que la Iglesia inmortal no existiría más desde el momento en que dejara de anunciarla. Mas era como una voz solitaria, eran como lamentos y gemidos que se oyen surgir acá. y acullá en medio de un campo funerario. Me contentaré con referir un pasaje efe Floro, diácono de Lyon, el cual en este siglo x, en el que las elecciones de los obispos habían llegado a tan mala situación y había perecido casi del todo su libertad, se puso a escribir precisamente un libro «sobre la elección de los obispos», a fin de dar a conocer cómo debía realizarse según las santas leyes de la Iglesia, y confutar aquella opinión que ya empezaba a penetrar en la corte, introduciéndose insensiblemente como algo de derecho, a saber, «que era necesaria la voluntad del rey para que la elección del obispo fuera legítima y ratificada». Empieza exponiendo netamente la doctrina auténtica sobre las ordenaciones episcopales, con estas palabras: «Es manifiesto a todos los que ejercen el oficio sacerdotal en la Iglesia de Dios, que debe observarse todo lo que la autoridad de los Sagrados Cánones y las costumbres eclesiásticas ordenan "según la disposición de la ley divina y según la tradición apostólica" acerca de la ordenación de los obispos, fatuo esplendor externo?). «Que ella nunca considere ser un envile· cimiento el hecho de ceder un poco a la sujeción; ni se avergüence de inclinarse ante uno sólo, a través del cual puede dominar sobre muchos» (¡singular consejo, digno verdaderamente de un sucesor de los Apóstoles! La Iglesia no se propone dominar, sino salvar a los hombres; lo primero se hace con los bienes temporales, pero lo segundo con la fuerza de la palabra de Dios y del Espíritu Santo. Si la Iglesia fuera sierva de un solo hombre, aunque dominara a todos los hombres, . desde aquel momento sería repudiada por Cristo). El modo de hablar de este obispo es tan extraño, que podrá ser útil que cite también las mismas palabras latinas, a fin de que no parezca, por ventura, que las he inventado yo o que las he cambiado al traducirlas a la lengua italiana. Relas, pues, aquí: «lnvestiturae pontificum imperatoriae tantum dignitati permissae sunt, quae sola excellens, et post Deum in filiis hominum praeminens, hunc honore .":' non sine faenare multiplici conquistavit. Neque impera tares dignissimi levita te usi sunt, ut episcoporum domini vocarentur, sed compensaverunt noxam hanc amplissimis regni divitiis, quibus Ecclesia copiosius aucta, decentius honestata, iam non vile reputet ad modicum cessisse subjectioni; nec erubescat uni inclinari per quem possit in multas dominari.» ¡¡Quién podría creer que Natale Alejandro, citando este pasaje, añadió: «praeclare dictum!!».
162
a saber, que, muerto el pastor, y estando vacante la sede, un miembro del clero de aquella sede, el que sea elegido por el común y concorde consentimiento del mismo clero y de todo el pueblo, designado notoria y solemnemente con decreto público y que será consagrado por el legítimo número de obispos, debe obtener de manera justa el puesto del pontífice desaparecido. No hay que dudar en absoluto de que no sea cosa confirmada por el juicio y concesión divina lo que se celebró con tanto orden y observancia legal por parte de la Iglesia de Dios. Tales son las cosas que se constatan como decididas en los Concilios de los Padres, en los decretos de los Pontífices de la Sede apostólica y acreditados desde el principio por la Iglesia de Cristo.>; Como prueba de esta doctrina, cita las palabras de San Cipriano, el cual en una carta a Antoniano, hablando de , la elección de San Cornelio, escribía así: «El obispo debe ser constituido por el juicio de Dios y de su Cristo, por el testimonio de todos los clérigos, por el sufragio del pueblo y por el consentimiento de los sacerdotes ancianos y el de los mejores (bonorum virorum).» Después de lo cual, añade: «Según estas palabras del bienaventurado Cipriano, es manifiesto que desde el tiempo de los Apóstoles, y después de casi cuatrocientos años, todos los obispos de la Iglesia de Dios han sido ordenados, y han gobernado legítimamente al pueblo cristiano, sin consulta alguna del poder humano. Cuando más tarde, los príncipes empezaron a ser cristianos - un argumento evidente basta para convencerse de ello-, en general se mantuvo la libertad de la Iglesia en la ordenación de los obispos. Puesto que no era posible que, siendo el monarca de todo el mundo un solo emperador, éste pudiera conocer y escoger a todos los obispos que debían ser ordenados en todas las extensísimas partes de la tierra, en Asia, en Europa y en Africa. Y, no obstante, siempre fue válida la ordenación que celebró la santa Iglesia según la tradición de los Apóstoles, y según la forma de acuerdo con una observancia religiosa. Que más tarde en algunos reinos se haya introducido la costumbre de que la ordenación episcopal se haga consultando al rey, sirve para un aumento de fraternidad a fin de estar en paz y concordia con el poder secular, pero no para hacer más auténtica y autorizada la sagrada ordenación. Esta sólo puede conferirse a quien sea, por indicación divina y con el consentimiento de los fieles de la Iglesia, pero no mediante el poder real.
Puesto que el episcopado no es un oficio humano, sino un don del Espíritu Santo... De lo cual se dedúce que el príncipe peca gravemente si cree que por beneficio suyo puede conferirse lo que solamente la gracia divina distribuye, ya que en esta cuestión, el ministerio de su poder no debe preceder, sino seguir detrás como por añadidura.»·' 89. Conviene declarar que el poder laical, con perseverancia mantenida durante muchos siglos en la constante tendencia a dominar a la Iglesia, mediante una alternativa de beneficios y de supercherías, había por fin avanzado tanto, que no podía ir más allá: la conquista era ya un hecho. La misma Iglesia, en este siglo x, parecía fatigada ya de levantar la voz y de protestar inútilmente contra las usurpaciones: parecía que ya no tuviera más voz ni aliento, o que se hubiera puesto ronca. Hablaba, pero muy débil y raramente. Nos hallamos en el más desgraciado de los siglos. El clero, desencaminado, obcecado por los bienes temporales y ya casi acostumbrado a traficar con la dignidad y la concier.cia, se halló ante una notable situación, apta para colaborar con la servitud eclesiástica: el poder de ütón 11, que humilló a los grandes señores, e hizo más fuerte y absoluto el poder monárquico. Hubiera sido un gran beneficio para la sociedad, si el poder monárquico no se hubiera encaminado hacia la usurpación de los derechos de la Iglesia. Mediante una tal prioridad y viciosa costumbre, todo aumento de su fuerza no era más que un aumento de la misma usurpación.70 69. "Cum ministerium suae potestatis in hujusmodi negotium peragendo adjungere debeat, non praeferre.» Esta es la verdadera idea de lo que los príncipes pueden hacer en favor de la Iglesia: no constituirse en . le~isladores, sino ayudar a que las leyes y disposiciones de la IglesIa sean observadas según la voluntad de la Iglesia, y no de otra manera. 70. Esto no sucedió inmediatamente. Otón I fue príncipe religioso y piadoso, y se sentó en el trono junto con los grandes Alfredo y Carlos. Se narran de él muchos hechos que prueban su respeto hacia la Iglesia y hacia su autoridad. A un conde que le pedía los bienes de un cierto monasterio a fin de mantener a los soldados le respondió desdeñosamente que «el dar a los laicos los bien~s de la Iglesia, le parecía ofender el precepto de Cristo: "no deis lo que es santo a los perros"». Ayudó mucho a la Iglesia romana. Sancionó la libertad de la elección del Sumo Pontífice. Por lo tanto no fue Otón quien acabó de oprimir la libertad eclesiástica. Pero é~ta acabó de desaparecer como consecuencia del mayor poder legado por Otón a sus sucesores, que no fueron ni tan rectos como él, ni de menta-
164
-Al principio del siglo XI, la libertad de las elecciones había perecido casi enteramente. Escribe así, desde Inglaterra, el abad Ingolfo, contemporáneo de Guillermo el Conquistador: «Desde hace muchos años no se realiza ya más elección alguna simplemente libre y canónica, sino que la corte real confiere todas las dignidades a su buen gusto mediante el anillo y el báculo: tanto las de obispos como las de abades.» 71 En tiempo de Felipe I, así se lamentaba el Papa sobre Francia, a Procleo, obispo de Chalon: «Entre otros príncipes de nuestro tiempo que traficando con perversa codicia han atropellado del todo a su madre, nos hemos enterado mediante un relato cierto, de que Felipe, rey de los Francos, oprimió de tal manera a las iglesias galicanas, que parece que ha llegado ya a su punto extremo el ultraje de tan det~s table crimen. Lo cual lo soportamos sintiendo tanta mayor pena por aquel reino, en cuanto que se sabe cómo en otras ocasiones fue a un mismo tiempo el más poderoso por su prudencia, por su religión y por su fuerza y mucho más fiel a la Iglesia romana.» 72 En cuanto a Alemania, he aquí lo que dice san Anselmo, obispo de Lucca, escritor contemporáneo: «Tu rey -se dirige al antipapa Guilberto- vende continuamente los obispados, publicando edictos diciendo que no hay que tener por obispo a quien sea elegido por el clero o pedido por el puelidad tan amplia y magnánima. Añadiré todavía, que otra de las circunstancias que prepararon la ruina total de la libertad eclesiástica consumada en la primera mitad del siglo XI, fue también el celo religioso de príncipes piadosísimos, sobre todo de Otón I y Otón III y del muy santo emperador Enrique: éstos pusieron sus manos sobre la Iglesia con la intención sincera de ayudarla. Y la Iglesia, viendo las ventajas que obtenía, no se opuso a ello. Pero acaeció que sus sucesores se hallaron como con facultad de disponer de las cosas eclesiásticas y después la utilizaron para las propias pasiones. 71. «A multis annis retroactis nulla electio praelatorum erat mere libera et canonica; sed omnes dignitates tam episcoporum quam abhatum per annulum et baculum regis curia pro sua complacentia conferebat." 72. "Inter cae te ros nos tri huius temporis principes, qui Ecclesia Dei perversa cupiditate venumdando dissipaverunt, et matrem suam ancillari subjectione penitus conculcarunt, Philippum regem Francorum Gallicanas Ecclesias in tantum oppressisse certa relatione didicimus, ut ad summum tan detestandi huius facinoris cumulum pervenisse videatur. Quan rem de regno illo tanto profecto tulimus molestius, quanto et prudentia et religione et viribus noscitur fuisse potentius, et erga Romanam Ecclesiam multo devotius» (Epistola 35).
165
j
blo, si no precede la voluntad real , como si él fuera el portero de aquella puerta sobre la que la verdad dijo: "¡A éste abre el portero!" Vosotros desgarráis los miembros de la Iglesia católica que habéis invadido en todo el reino, y que, reducida a la servitud, mantenéis bajo vuestro dominio como viI esclava. Y hacéis presa de la libertad de la ley de Dios con el viI servicio que prestáis al emperador, diciendo que todo está sujeto al derecho imperial: los obispados, las abadías, todas las iglesias sin excepción alguna; mientras que el Señor habla diciendo: "Mi Iglesia, mi paloma, mis ovejas." Y Pablo dice: "Nadie arrebata de por sí mismo la dignidad si no es llamado por Dios como Aarón."» 73 . 90. P~ro en estos tiempos tan infelices, en los que la IgleSIa de DIOS parece morir inevitablemente, Cristo suele recordarse de su palabra, se despierta, y suscita algún hombre extraordinario que con inmensa fuerza moral, ciertamente no h.umana, todo lo afronta, todo lo resiste y se mantiene superIor a todo. Casi diría que rejuvenece el reino del Eterno sobre la tierra. Cualquiera ha comprendido ya quién es el Enviado de Dios en el tiempo del que hablamos: todos se han dado cuenta que hemos descrito a Gregorio VII. Este hombre, memorable para siempre, subió a la cátedra de Pedro en el año 1073. Ya habían sido presentadas a su predecesor no sólo las acusaciones sobre el libertinaje desenfrenado, y sobre la tiranía inaudita ejercida sobre sus súbditos los cristianos, sino también la vejación que Enrique IV causaba a la Iglesia. Pero san Alejandro n, adelantado por la muerte, no había podido poner mano en la llaga profunda y mortal del cuerpo de Cristo.7' La Providencia reservaba 73. Estas opiniones fueron divulgadas por los aduladores del emperador, y el santo obispo de Lucca se dedicó a rebatirlas en una obra n.oble y franca escrita expresamente, en la que resuena todo el lenguaje de la antigüedad que, como tantas veces he dicho, nunca ha faltado . del todo a la Iglesia. He aquí el argumento del libro 11, tal como el. l~ expo~e en la introducción con estas palabras : «Opitulante Domml nostn clementia, qui nos et sermo"nes nostros suo mirabili nutu. regit atCJue ~is,!onit, a~cingimur respondere his qui dicunt, regalt potestatl C:hnstl Ecclestam subiacere, ut ei pro suo libito, vel prece, vel pretro, vel gratis, liceat pastores imponere eiusdem possessiones vel in sua vel in cujus libuerit iura transferí.»' Esta respuesta del santo obispo está llena de erudición y de fuerza. 74. El santo Pontífice, antes de morir, en el año 1703, había citado nada menos a Enrique a comparecer en Roma para satisfacer ante la Iglesia por los delitos de los que era acusado por los sajones. Por lo que Gregario VII cuando subió a la Sede Apostólica, haiIó la cau-
166
para el humilde monje HiIdebrando la mISIOn durísima de usar también después de los suaves estímulos y lenitivos, el bisturí que con corte valiente y magistral curara la ya vieja gangrena." Este había rehusado el pontificado: lo aceptó después en conciencia para no oponerse a la voluntad divina, y constató que los tiempos eran tan lúgubres que, supuesto sa ya abierta por su predecesor, el cual siempre había puesto toda su energía en poner un dique a los males de la Iglesia que ya rebosaban, en reprimir las elecciones simoníacas y vengar la libertad de las mismas. Odón de Frisingen, dice de este gran hombre: «Ecclesiam iamdiu ancillatam in pristinam reduxit libertatem» (Lib. VI, cap. 34). 75. Siempre son interesantes las palabras de los contemporáneos. Pero me apuro en justificar con su testimonio todo cuanto digo, tratándose de materia tan desfigurada y confundida por los historiadores partidistas. He aquí cómo Mariano Scoto (in Cronico ad ano 1075) cuenta este acontecimiento: «No temió -habla del emperador Enrique- hacer todo lo posible para manchar y ofuscar la única y amada Esposa del Señor por medio de los concubinarios, de los herejes, poniendo a la venta - siguiendo el ejemplo de Simón-, los ministerios espirituales de la Iglesia, dones gratuitos del Espíritu Santo, mediante contratos malvados, contrarios a la fe católica. Pero algunos personajes eclesiásticos de la Iglesia de aquel tiempo, viendo y oyendo semejantes maldades del rey Enrique, maldades nefastas e inauditas, llevados por el celo de Dios por la casa de Israel, como el profeta EIías, lloraban y se lamentaban con cartas y de viva voz, mandando delegados a Roma y quejándose a Alejandro obispo de la Sede Apostólica de éstas y de otras cosas sin número que se decían y se hacían en el reino teutónico por obra de los insensatos herejes simoníacos, y de las que era autor y señor el rey Enrique. Entretanto, muerto el señor apostólico Alejandro, empezó a gobernar la Sede Apostólica Gregorio, llamado también Hildebrando, monje de profesión. ~ste, habiendo oído las quejas y .Jos justificados clamores de los católicos contra el rey Enrique, así como también la crueldad de sus maldades, encendido por el celo de Dios, pronunció la seritencia de excomunión contra el susodicho rey, principalmente por la culpa de simonía.» Los escritores contemporáneos están de acuerdo en describir a Enrique como entregado a toda suerte de desenfrenos, tanto en sus costumbres privadas, como por la tiranía hacia los súbditos y por la impiedad desvergonzada respecto a la Iglesia. En cambio Enrique halla la protección de los escritores del siglo pasado. Y Gregario, el justo y magnánimo Gregorio, que renuncia a su soledad y a su vida para refrenar a un tirano bestial, para proteger al pueblo oprimido y para salvar al cristianismo que perecía sin una valiente y urgente protección, este Gregorio sólo merece la abominación y la execración de la humanidad. ¡Gracias al cielo, que mueve a los mismos protestantes a reconocer en Gregorio VII el verdadero defensor del género humano y no sólo el de la Iglesia, el demiurgo de la civilización moderna! (Cf. la obra publicada en alemán bajo el título Hildebrando y su siglo). Aunque el siglo de Gregario seguirá siendo materia de meditación en los siglos futuros.
167
que un Papa qUIsIera cumplir con las obligaciones propias, debía resultar una víctima. Por lo que se inflamó en un espíritu de sacrificio, y mostró pronto al mundo que poseía el mismo sublime concepto del episcopado que los primitivos obispos de la Iglesia, escribiendo a sus colegas: «Considerando que, debido al breve lapso de esta vida y a la frívola cualidad de las comodidades temporales, nadie puede recibir mejor este apelativo de obispo que cuando se padece persecución por la justicia, hemos decidido incurrir antes en las enemistades de los perversos, obedeciendo a los mandamientos divinos, que obedeciendo torpemente a aquéllos, provocar la ira del cielo.» 76 91. No obstante, ante todo tentó lo más paternalmente posible con Enrique, todos los caminos de la dulzura y de la paciencia. Pero resultaron inútiles. Los enviados del Pontífice, sus cartas, sus numerosas y amorosas insistencias resultaron igualmente despreciadas e ilusas. Reunió en Sínodo a los obispos y a los cardenales, y les pidió consejo. Les fueron expuestos todos los pasos hechos por el Padre de los fieles con el objeto de sacar del error al hijo extraviado, y por otra parte las vejaciones, los insultos y el aumento de las maldades con las que había correspondido Enrique. También y sobre todo les expuso el cisma que había intentado realizar en la Iglesia por el ministerio de muchos obispos corrompidos, viles mandatarios suyos en Lombardía y en Alemania. Se leyeron las cartas imperiales que traían los embajadores allí presentes en el Sínodo, llenas de toda clase de sacrílegos vilipendios. Y se escuchó a los embajadores que, en pleno Concilio, hicieron el siguiente discurso al Papa: «Manda el rey nuestro Señor que abandones la Sede apostólica y el Papado, ya que le pertenece, y que no ocupes más este santo lugar.» TI Se consideraron todas las cir76 . Epistola 11, lib. IX. 77. Un contemporáneo registra este hecho, he aquí sus palabras:
«Cum igitur dissimulare amplius tanti facinoris malitiam non posset, Apostolicus excommunicavit tam ipsum, quan omnes eius fautores , atque omnem sibi regiam dignitatem interdixit, et obligatos sibi sacramentis ab omni debito fidelitatis absolvit: quia quod verecundum etiam est dicere, praeter haereticam quam praelibavimus culpam aderant in sancto Concilio nuntii illius sic audentes latrare : "Praecipit Dominus noster rex, ut Sedem Apostolicam et Papatum, utpote suum, dimittas, nec locum hunc sanctum ultra impedias" ... I gitur quem sui solius iudicio Dominus reservavit, hic non solum iudicare, verum etiam suum dicere, et quantum in ipso est, audet damnare: quam ob cau-
168
cunstancias, la excepción de los tiempos, el mal irremedia-· ble, sin que existiera un remedio eficaz. Y todos los Padres, de acuerdo, sin ninguna excepción, aconsejaron al Papa que, si nunca se daba una circunstancia en la que fuera necesario usar del rigor, era aquélla, y por lo tanto se tenía que intentar este último camino: no se debía abandonar a la Iglesia, sino que debíase dejar un ejemplo solemne de constancia eclesiástica para los siglos futuros. Por otra parte, el emperador no había recibido la corona de modo incondicional, sino bajo condiciones y pactos jurados: se había verificado un verdadero contrato entre él y el pueblo cristiano cuando fue elegido emperador. Se descubrían obligaciones por las dos partes: el pueblo había hecho el juramento de fidelidad condicionado al mantenimiento de los pactos relativos principalmente a la libertad y defensa de la religiqn; la Iglesia por naturaleza era madre y protectora de los cristianos; ésta había recibido los ' juramentos imperiales en nombre propio y del pueblo; no convenía que el pueblo se desvinculara por sí mismo de sus .iuramentos, sino que correspondía a la Cabeza de la Iglesia proveer para la salud del pueblo y de su religión, cual intérprete y juez de los juramentos. Por lo que el Sumo Pontífice se sentía ahora obligado en conciencia, a causa de la Iglesia y del pueblo fiel, a pronunciar la sentencia, declarando que el emperador había faltado a sus juramentos, y por consiguiente, el pueblo era también libre respecto a los suyos. Este era el fondo y la explicación auténtica del consejo dado unánimemente por todo el Sínodo al Sumo Pontífice Gregorio VII." Por lo tansam omnis illa sancta S-modus iure indignata, anathema illi conelamat atque confirmat» (S. ANSELMI LICENSIS , Paenitentiarius, in ejus Vita, cap. 3). 78. Tal doctrina de derecho público, era común en aquel tiempo entre los cristianos, y nadie la ponía en discusión. Los reyes eran realmente constitucionales, aunque todavía no había sido inventada esta palabra. El Concilio habló suponiéndolo. He aquí las palabras del Concilio referidas por Pablo Benriedense en la Vida de Gregorio VII. Narra que, habiendo pronunciado el Pontífice un grave discurso a los Padres, informándoles del estado de las cosas, exclamaron: «Tua, sanctissime Pater, censura, quem ad regendum nostri temporis saeculum divina peperit elementia sententiam proferat, quae hunc conterat, ET FUTURIS SAECULIS TRANSGRESSIONIS CAUTELA M conferat. Tandem omnibus acelamantibus definitum est, ut honore regio privaretur, et anathematis vinculis tam praenominatus rex, quam omnes assentanei sui colligarentur. Accepta itaque fiducia, Dominus Papa, EX TOTIUS SYNODI CONSENSU, ET JUDICIO, protulit anathema.»
169
to, Gregario, forzado por la propia conciencia, excomulgó a Enrique IV, y en 1076, declaró a sus súbditos libres de su juramento de fidelidad. 92. Este hecho capital señala la época, como dije, del período de reconstrucción de la Iglesia. Este fue el signo de una batalla terrible. La Iglesia levantaba la cabeza oprimida durante tanto tiempo por un yugo ignominioso: tal cosa necesariamente debía dar ocasión a una lucha desesperada entre la oprimida y la fuerza opresora. No triunfó sino después de tres siglos de luchas. Habiéndose desvinculado con fortaleza de la servidumbre, del poder laical, el gran Cisma de Occidente la desgarró. Apenas se extinguió éste, llegaron las herejías del septentrión. Sólo con el Concilio de Trento la Iglesia empezó a descansar. Entre tanto, las dos grandes máximas de Gregorio VII, a saber, la libertad del poder eclesiástico y la honestidad de los clérigos se impusieron firmemente. La primera aportó inmediatamente su fruto, dando fuerza y valor a la Iglesia para triunfar sobre tantos enemigos: el mismo Concilio de Trento se puede considerar como fruto suyo. Después de éste, empezó a fructificar sensiblemente la segunda máxima, mediante la depuración de la disciplina clerical y de las costumbres. 93. Era inevitable la triple y horrenda lucha contra el desafuero, el cisma y la herejía. El cisma y la herejía eran hijas de la violencia y sobrevivían a la madre. Cuando Gregorio VII subió al trono, existía ya la semilla fecundada de todos estos males. El remedio fue poderoso y rápido. Pero era imposible que con su acción llegara tan rápidamente a impedir la explosión de aquellos males que era inminentes. Si no impidió aquellos males, por lo menos llegó a vencerlos. Gregorio halló a la Iglesia en un estado semejante al de la tierra en el momento del solsticio invernal. Aunque el astro vivificador, cuando llega al máximo alejamiento del círculo que pasa sobre nuestras regiones , vuelve con su curso hacia atrás desde aquel punto extremo y se acerca a nuestro meridiano, sin embargo el retorno no es tan rápido como para impedir los mayores rigores de la estación que sólo cae cuando ya ha dado la vuelta. Pero a pesar de los fríos y de los hielos, el sol da la vuelta en su camino y retorna sobre Imestras cabezas. Esperémoslo. Llegará un día en el que derretirá los hielos y reavivará con calor benéfico toda la naturaleza entorpecida y esterilizada. 94. No será inútil hacer una observación sobre aquel 170
aspecto de la decisión del Concilio romano y de Gregorio, que fue ocasión de tantas habladurías y calumnias contra la Sede Apostólica, a saber: la disolución del juramento de fidelidad concedida a los súbditos del rey Enrique. La observación es la siguiente: La Providencia divina, decíamos, al hacer entrar en la Iglesia a las riquezas y al poder del mundo -lo cual empezó con la conversión de los emperadores romanos y principalmente desde las invasiones de los bárbaros que destruyeron el Imperio Romano y fundaron los reinos modernos-, se proponía santificar a la sociedad después de haber santificado al hombre, y hacer que los principios del Evangelio p~ netraran en las leyes y en la misma entraña del orden público. Si tal influencia benéfica de la religión se constató muy pronto con signos manifiestos mediante una mayor justicia y equidad que presidía las diversas ramas de la administración pública, al fin se descubrió que había igualmente ejercido una acción poderosa y perseverante sobre la naturaleza misma del poder supremo, hasta cambiar por fin la índole de aquel poder. Pero este cambio se había obrado de manera tan sabia y tan gradualmente, con tanta suavidad, de manera que la naturaleza del poder político supremo cambió antes de que persona alguna se diera cuenta de lo que el Evangelio obraba tácitamente. Y después del hecho, quedó por hacer una investigación muy delicada y difícil: la de determinar el modo y los grados por los que la religión de Cristo llevó a término este cambio importantísimo. En suma, la monarquía pagana, o si se quiere diré incluso la monarquía natural, era absoluta. Y el cristianismo la convirtió en constitucional. Que nadie se ofenda por esta palabra: convengo en que en los tiempos modernos ha sido profanada. Si se me permite la exposición completa de mi pensamiento, se verá que éste es del todo extraño a tantas cuestiones peligrosas que se ventilan en los tiempos actuales en los que se desea el bien sin haberlo conocido de una manera clara. Un ministro de Estado, un célebre escritor sobre quien no puede recaer sospecha alguna de favorecer la insubordinación de los pueblos, escribía que <
de en los hombres, hubieran confiado a tribunales constituidos, a propósito, el derecho de castigan>." Y así, este notable escritor, que afirmaba también con mucha razón, que no podía crearse una constitución política por obra de manos humanas, reconocía, no obstante, que la monarquía al convertirse en cristiana, había recibido leyes fundamentales. Dicho esto, todos pueden darse cuenta de que cuando yo hablo de Constitución, entiendo algo completamente diverso de todo lo que los partidos intentan imponer con rivalidad a un pueblo o a un rey, algo muy diverso de las teorías de hombres ingeniosos y benévolos. No pretendo una constitución hecha por hombre, sino nacida por sí misma por obra de los siglos y de la fuerza misteriosa de las circunstancias, lo que equivale a decir una constitución hecha por Dios. Pienso en una constitución que es efecto espontáneo de una doctrina que se ha convertido en común por su potente evidencia, y que después de haber subyugado la persuasión de los monarcas y de los súbditos, los ha hecho actuar igualmente de acuerdo con sus dictámenes. Ahora bien, yo sostengo que esta doctrina firme e invariable que mereció la fe de todos cuantos componen la sociedad europea. fue el Evangelio. Y que la persuasión de los monarcas y de los pueBlos, vinculada a aquella doctrina, lleva a la siguiente consecuencia: Que su modo de obrar «dejó de ser arbitrario y empezó a tener principios inmutables». Esto equivale a decir que los príncipes se sometieron a la constitución que les fue impuesta por el Evangelio, y así acogieron y reconocieron el principio y la semil1a inmortal de todas las reformas civiles. Tal constitución, ciertamente que no vio la luz ni se perfeccionó en el mismo instante en que los emperadores - se hicieron cristianos, ya que hablamos, y nótese bien, de una Constitucióu de hecho. Convenía que antes el Evangelio fuera conocido y abrazado por los pueblos y los monarcas. Después convenía que penetrase en sus corazones y dominara su persuasión, cosa que no podía hacerse tan rápidamente. Convenía también que de los principios del Evangelio se dedujeran las consecuencias, que se aplicaran aquellos princ~ pios al modo de gobernar, lo cual no exigía menos tiempo. FInalmente era necesario que el cristianismo cobrara tal fuerz~ sobre el ánimo de los monarcas, que obtuviera de ellos la SIguiente resolución: «Somos cristianos, queremos ser coheren79. El conde José De Maistre.
172
tes con nosotros mismos, queremos que la ley del Evangelio regule nuestro poder, triunfe sobre nuestras pasiones.» Este era el hecho importante. Y se obtuvo poco a poco. Y mientras este poder de la religión no se desplegó sobre los monarcas, éstos no bajaron su cabeza altiva. Y de monarcas absolutos no podían pasar a ser monarcas constitucionales en obsequio del Dios que se hizo hermano de todos los hombres. Añadiré todavía que cuando se hizo esta constitución, ésta no fue limitada únicamente al artículo mencionado por el hombre ilustre que hemos citado más arriba. Tuvo otros artículos, todos los que el espíritu evangélico dictó y vendrá dictando sucesivamente. 95. Se distinguen, pues, tres estados diversos del Cristianismo respecto al poder político. Cuando los emperadores no habían aún entrado en la Iglesia; cuando una vez introducidos en ella, no habían sufrido todavía la influencia saludable del Evangelio; y cuando dicha influencia les trajo sus más benéficos efectos en provecho suyo. Mientras la Iglesia de Cristo no contaba más que con el pueblo, y el soberano les era extraño, la Iglesia no podía dirigir la palabra de sus enseñanzas celestiales sino al pueblo. Y le decía: «Tú, pueblo fiel, gimes bajo el dominio, a menudo tiránico, de príncipes impíos o supersticiosos que adoran a los falsos dioses. Soporta en paz tu opresión. Considera todo cuanto sucede como inscrito en el orden de la Providencia. Ella vela sobre ti. Aquel poder no estaría en manos de príncipes infieles, si también él no fuera ordenado por la eterna Providencia para tu propio provecho. Porque todo poder viene de Dios que es omnipotente. Sólo el pecado, es un mal, sólo la virtud es bien. Ocúpate de éste, y abandona lo restante a la solicitud de tu Padre que está en los cielos. Cuando a él le parezca bien, cuando verá que otro orden de cosas te confiere mayor cantidad de méritos para la vida eterna, entonces él cambiará las cosas externas, y tendrás tus príncipes en medio de ti. Entre tanto, respeta a los que te han sido dados, obedéceles en todo lo que no es contrario a la ley de Dios. Combate, muere por ellos. Y no por temor, sino házlo en conciencia, para honrar en ellos al Dios que desde lo alto dispone todas las cosas humanas.» Cuando más tarde llegó el tiempo en el que los príncipes se convirtieron a la fe, siguió hablando al pueblo de la misma manera. Pero se puso a enseñar también a los príncipes. Y ya que el Evangelio todavía no había penetrado en ellos a 17~
fondo, y puesto que sólo lo poseían en la superficie, ella les h~bló no públicamente, por decirlo así, sino en privado. Y mIentras que, por una parte, decía al pueblo: «Nunca consentiré que te rebeles contra tu soberano, aunque sea díscolo; si eres pueblo de Cristo, debes profesar la humildad, la sumisión y el sacrificio», por otra, tomaba aparte y por separado a los monarcas y les decía: «Sabed que no sois más que hombres, y ':lue los hombres son todos iguales ante el Eterno; que seréis Juzgados por Cristo como el último y el más mezquino de vuestros súbditos, y aun más severamente porque está escrito: "Juicio durísimo será hecho sobre los que presiden." Sabed que vuestro estado es temible y no deseable a los ojos de la .fe; que la justicia y la caridad son los dos únicos caminos por los que podréis escapar de los suplicios eternos y s~lvar vuestras almas; que no debéis amar ni poner el corazon en la,s grandezas de las que estáis circundados y que os abandonaran todas con la muerte; que habéis sido constituid~s. por la Providencia cabezas del pueblo cristiano, no para utIlIdad vuestra, sino suya; que vuestra dignidad es un ministerio, un servicio; y que para haceros más grandes que los otros, debéis haceros los más pequeños de todos.» Tales son las verdades sublimes y humanísimas que la Iglesia hizo resonar en los oídos e infundió en los ánimos de los reyes cuando se convirtieron en hijos suyos. Y ellos las escucharon con respeto, maravillados al descubrir una nueva nobleza que no les podía ser dada por el poder ni por el fausto de las coronas, sino únicamente por la humildad de la cruz del Salvador. ¿Y qué sucedió? Tales verdades penetraron en el corazón y vencieron. Llegó su tiempo, y sobre casi todos los tronos de Europa aparecieron héroes que practicaron todas las virtudes del Evangelio a la perfección. Si con una mano administraban justicia y luchaban por ella, extendían la otra para socorro de lós pobres, nuevos hermanos suyos queridísimos, hasta nutrirlos y servirlos personalmente, viendo a Cristo en ellos, el cual se hizo presente en la persona de todos los pobres, y llegaron a curvar sus hombros reales bajo el peso de enfermos miserables abandonados por todos sobre los caminos, por ser demasiado repugnantes. CuaQdo la Iglesia hubo adoctrinado de tal modo en la teoría y en la práctica del Evangelio tanto a los príncipes como a los pueblos, entonces ya no les habló más por separado. La buena madre llamó, por decirlo así, a los unos en presencia de los otros, e hizo con ellos este razonamiento: Príncipes,
174
~ijos
míos:. habéis sido ya iluminados por la luz del EvangelIo: ¿ quereIs comportaros conforme a él en todo? -Lo queremos. -Pues b~en, se. os r~cuerda que el Evangelio os dice que, no la casualIdad, SInO DIOS por su benigna Providencia os ha constitu~?o cabezas de su pueblo cristiano, a fin de 'que le conserveIS la paz, le administréis la justicia, y sobre todo le mantengáis y protejáis el bien que es para él el mayor de todos: su religión. ¿Deseáis otra cosa? -Es justo. No deseamos nada más: pondremos nuestra gloria en gobernar al pueblo de Dios justa y pacíficamente y en defender a la Iglesia de Cristo, madre nuestra. : -Jurad, por lo tanto, todo esto, juradlo en mis manos, ante vuestros pueblos. -Lo juramos. -¿Mas, qué garantía dais de vuestro juramento? ¿No es justo que vuestro pueblo, a fin de que ponga toda su confianza en vosotros, cual otras tantas imágenes de Cristo, tenga igualmente una prueba y seguridad de cuanto hoy le prometéis, para que nunca suceda que el pueblo cristiano sea gobernado por príncipes infieles o rebeldes a la Iglesia? -Es más que razonable: que Dios mande sobre nosotros todas las desgracias si faltamos a nuestros juramentos. -¿Declaráis, pues, que descenderíais con gusto de vuestros tronos si os alejarais de la obediencia de la Iglesia? ¿Declaráis que seríais indignos de ceñir una corona cristiana que co~stituye en vicario de Cristo, único Rey de los siglos, a qUIen la lleva, en caso de llegar a ser enemigos de su Iglesia, y que por lo mismo, aceptáis que el juramento de fidelidad ' no obligue más a vuestros súbditos desde el momento que cayerais en tal enormidad? -Sí, sí, lo declaramos. Aceptamos con gozo todo esto: nos parece justo que los hijos de la Iglesia no sean gobernados más que por otros hijos devotos de la misma, ya que si un príncipe no es más que un ministro de Cristo, encargado del bien de los fieles, ya no es tal cuando se ensaña contra el mismo Cristo. -¡Ea pues! príncipes y súbditos, hijos mios amados; tocad con vuestras manos este sacrosanto libro del Evangelio: vuestros mutuos juramentos por los que hoyos ligáis, sean recuerdo perpetuo a modo de leyes fundamentales e inmutables de los reinos cristianos. Serán fuentes inagotables de felicidad pura, mientras sean religiosamente observados. Que
175
caiga maldición y desventura sobre el primero que los viole. Todo esto no es un sueño: es un hecho realísimo. Es la constitución de los reinos cristianos, nacida en la Edad Media, en el tiempo en que el espíritu del Evangelio había llegado a dominar y someter las más elevadas cimas de la sociedad. Aquellos príncipes, penetrados por la doctrina de Cristo, se sentían fervorosos por ella más que nunca, y hubieran querido sufrir cualquier cosa antes que renunciar a ella. Por lo que, seguros de sí mismos, no temían pronunciar juramentos que consideraban muy justos y humanos, y no temían desear que junto con ellos se ligaran también sus descendientes, como con vínculos dichosos. La equidad y la caridad hacia sus pueblos -los cuales lavados en las aguas de un mismo bautismo, los consideraban como sus hermanos, arras venerables y sagradas confiadas a sus manos por el rey de los reyes- y el celo ardiente de la fe, prevaleció sobre la ambición, sobre el amor del propio poder. Y para gloria de esta fe, para bien auténtico de los pueblos, tuvieron el gozo de traspasar a sus sucesores un imperio menos absoluto en cuanto a la forma, pero más noble por cuanto más justo, más compasivo y consagrado él mismo a la religión. Así aumentaron en dignidad moral, y a su vez en estabilidad y consistencia aquellos cetros que se inclinaban bajo una ley eterna de amor y de justicia: reinar consiste única y verdaderamente en servirla. Esta constitución cristiana de los reinos, en parte fue escrita, en parte no lo fue. Pero siempre fue aceptada por todos. En otros tiempos no hubo príncipe, no hubo pueblo que la pusiera en duda. Ya que, estando todos unidos, siendo todos religiosos, no tenían razón de hacerlo. Era un bien común. Interesaba a todos mantenerla. Algunas veces se reducía a leyes más concretas, más precisas: tales eran las que presidían el Imperio Romano y el Reino de Alemania. Veámoslo en el hecho que tenemos en las manos de Enrique. 96. Cuando Enrique, amenazado en ser depuesto para siempre por parte de los Señores alemanes reunidos en Tribur, fue a ver al Papa en el castillo de Canossa, para impetrar la absolución de la excomunión, a fin de moverlo a concedérsela sin dilación, adujo que pronto expiraba el año al que había sido vinculada la excomunión, y la urgencia que le daban las «leyes palatinas», según las cuales en caso 'q ue el rey permaneciera más de un año y un día fuera de la co~ munión de la Iglesia, era declarado indigno del cargo de rey,
176
y perdía ipso tacto el trono sin posibilidad de ser restablecido en él.80 Lo cual movió al santo Pontífice a concederle la absolución, engañado por los actos externos de arrepentimiento que el infeliz monarca supo simular. Ya que en Alemania se había fijado el período de un año y un día de excomunión para privar del trono, así en la mayoría de los tronos cristianos se tenía como cierto y aceptado por las partes interesadas, que la herejía y la infidelidad privaban del trono, y los juramentos de fidelidad emanados de los súbditos, se hacían sólo bajo condición de que el príncipe perseverara en la fe cristiana católica." 97. Dicho esto, resulta evidente que la destitución de un príncipe cristiano dependía de una causa cuya decisión pertenecía al foro de la Iglesia, ya que a ella incumbe decidir sobre la fe y mantener o expulsar de su seno a los fieles, de 80. He aquí las palabras de Lamberto Scafuaburgense (ad ann. 1076): «Ut si ante hanc diem excomunicatione non absolvatur, dein· ceps JUXTA PALATINAS LEGES, indignus regio honore habeatur, nec ultra pro asserenda innocentia sua audientiam mereatur: proinde enixe petere, ut solo interim anathemate absolvatun>, etc. ¿Qué son estas leyes palatinas , sino una verdadera constitución? 81. Enrique reconoció esta condición aneja a los reinos de los príncipes cristianos como proveniente de la tradición de la Iglesia, en una carta que escribió a Gregario VII , en la que dice así: «Me quoque, licet indignus in ter christianos sum, ad regnum vocatus, te teste, quem sanctorum Patrum traditio soli Deo judicandum docuit, nec pro aliquo crimine NISI A FIDE (quod absit) exorbitaverim, deponendum asseruit.» Santo Tomás, que es el escritor que ha recogido la tradición eclesiástica con mayor extensión y seguridad, más que ningún otro, y cuyas decisiones son consideradas como sentencias de la Iglesia, sostiene que esta «ley constitutiva» de los reinos cristianos, es decir, que un rey católico, al hacerse hereje, cae automáticamente del trono, resulta y proviene de la misma constitución de la Iglesia hecha por Jesucristo, y no proviene meramente de una convención expresa o sobreentendida pactada entre los principes y el pueblo por mediación de la Iglesia (Summa Theol. I1a I1ae, q. XIII, a. 2). Pero es cierto que mientras esta convención no se realizara, mientras la doctrina no fuera aceptada y recibida como buena y justa, no sólo por la opinión de los pueblos sino también por la de los príncipes, no había llegado el momento en que los Jefes de la Iglesia pudieran ejercer este su derecho sobre los fieles cristianos. Esto no ha sido lo suficientemente considerado por los que se maravillan de no hallar en los primeros siglos de la Iglesia el ejercicio de este poder, y de ello deducen que es abusivo. Primero la Iglesia debía llevar a cabo la reforma del individuo, y después debía reformar a la sociedad. Una vez reformada és ta, podía aplicar a la misma las leyes exigidas por el cristianismo.
177
cualquier condición que sean. Además, habiendo sido la Iglesia la que, convertida en madre común, había aproximado y unido a los príncipes y a los pueblos mediante una convención de amor, y habiendo dado al mundo el espectáculo nuevo y conmovedor de que unos y otros se dieran fraternalmente la mano derecha, convenía que sólo la Iglesia, depositaria del pacto sagrado, fuera también su intérprete, y en caso de violación, ella la declarara antes de ~ue las partes reivindicaran con los hechos los derechos violados. Antes de que estas convenciones cristianas entre los pueblos y sus jefes fueran ratificadas, la sujeción humilde era de derecho divino: 82 ,', en aquel estado de cosas la Iglesia nunca reconoció la posibilidad de que los súbditos cristianos se substrajeran a la obediencia de su soberano en cosas honestas. Cuando los mismos soberanos, prestando oído a las voces de la equidad y de la caridad, ennoblecieron sus coronas, las hicieron brIllar con luz celestial al someterlas al Evangelio deseando que dependieran de los principios evangélicos, cuando quisieron llegar a ser los ministros y vicarios de Jesucristo para bien de los hombres libres, en vez de ser señores de hombres esclavos; cuando prometieron, juraron querer ser tales y se plantearon la necesidad de ser hijos que respetan a la Iglesia de Jesucristo, entonces la soberanía llegó a ser, por decirlo así, «de derecho humanoeclesiástico», y la Iglesia reconoció que podía darse el caso de que los súbditos pudieran ser absueltos de sus juramentos de fidelidad. Pero ya que este cambio en la sociedad no llegó de golpe, sino insensiblemente, como decíamos, y sin que ojo hu82. Entiéndase de modo justo y en el sentido en el que san Pa· blo dijo «omnis potestas a Deo», y san Pedro: «subditi estote OM NI HUMANAE CREATURAE propter Deum ». Por esta razón, santo Tomás enseña expresamente que es contra el derecho divino sustraerse a la sujeción de un príncipe infiel. «Est ergo contra jus divinum prohibere quod ejus judicio non stetur, SI SIT INFIDELIS» (Expos. in Ep. 1 ad Cor., cap. 6). Y en cambio, si el príncipe es cristiano, el santo Doctor reconoce que puede darse el caso que los súbditos puedan ser absueltos del juramento de fidelidad por la autoridad de la Iglesia. - «Et ideo quam cito aliquis per sententiam denuntiatur excommunicatus propter apostasiam a fide, ipso facto eius subditi sunt absoluti a dominio ejus et juramento fidelitat is, quo ei tenebantuY» (Summa Th . IIa IIae, q. XIII, a. 2). * [Ha sido tachado: «la soberanía era, como decíamos, absoluta, de derecho divino, ya que los hechos son de derecho divino, siendo ordenados por la Providencia» .]
178
mano alguno se diera cuenta de ello, y por otra parte, presentándose a la Iglesia la ocasión de pronunciar por vez primera un juicio tan importante en tiempo de Gregario VII, na es de extrañar que el paso de este santo Pontífice pareciera a muchos algo nuevo, y aprovecharan la ocasión de esta novedad para calumniarlo. Los que entonces lo calumniaron, tenían por qué hacerlo: la Iglesia había ejercido mucho antes una jurisdicción, que dependía de los mismos principios del derecho público cristiano, sin hallar la más mínima oposición y sin que nadie se maravillara de ello, ya que se trataba no de actos de rigor, sino de favor y que no iban contra vicios fuertes y obstinados. 98. Además, los que se oponen a la conducta de la Iglesia respecto a Enrique IV, argumentan, en sus interminables y amargas declamaciones, a partir de los males que redundaron en la sociedad y durante tanto tiempo por causa de la lucha entre la Iglesia y el imperio. Ante todo, quisiera rogar a éstos que se dieran cuenta de que una de las razones por las que la Iglesia se abstuvo de semejantes extremismos antes del siglo de Gregorio VII," fue precisamente a causa de estos males; también les ruego que no quieran servirse del hecho de que la Iglesia se abstuviera de semejantes actos peligrosos hasta el siglo XI -el más corrompido de todos y en el que no pudo soportar más al delito-, como un argumento contra la jurisdicción de la misma. En segundo lugar quisiera pedirles que consideren fríamente la cuestión de «si el paso de Gregario fue de tal natur~leza hasta llegar a causar necesariamente todos aquellos males que se ocasionaron». 99. Tan terrible lucha no fue en realidad entre el sacerdote y el imperio, como vulgarmente se acostumbra a creer, sino que fue una lucha llevada a cabo (,en nombre del sacerdocio y del imperio»: fue más bien un sacerdocio dividido en dos partes: una de ellas combatía por la Iglesia y era la Iglesia; la otra combatía para sí misma contra la Iglesia, cubrién83. El mismo Enrique en una carta que escribe al Papa, hablando de Julián el Apóstata, atribuye no a la falta de derecho sino a la prudencia de la Iglesia el hecho de no haberlo depuesto. «Cum etiam Julianum Apostatam, PRUDENTIA sanctorum episcoporum non sibi, sed solí Deo deponendum commiserit.» Este era el modo común de pensar en tiempo de Enrique. ¿Cómo cambió este modo de .pensar entre los cristianos? ¿De dónde provienen las opiniones modernas del derecho cristiano? He aquí un problema importante.
179
d?se bajo las apariencias del celo por los derechos del impeno. Los nobles, así como también el pueblo, concordaban Con el Papa." Pero muchos obispos ricos y poderosos iban contra el Papa. La razón es clara: el Papa en manera alguna había declarado la guerra al rey, a quien amaba con afecto paterno y m~cho menos a. la corona ni a ninguno de sus derechos qu~ nadIe ha pretendIdo nunca usurpar'. Sino que el Papa había declarad~ guerra contra el clero simoníaco y licencioso: se creía oblIgado en conciencia a exterminar, aunque fuera a 8~. Fueron los príncipes alemanes los que llevaron la causa de Ennque .ante. el Papa. Y no ya únicamente los sajones, sino que al. gunos h~stonadores modernos quieren hacer creer que también los de S.uavI~ y los de otros pueblos alemanes, como refiere Bruno en la HIStOrz~ de le: guerra de Sajonia. Después de haber descrito la desgarrada ~lsoluCI.ÓI?- y la tiranía inmoderada y desmesurada de Enriqu.e, prOSIgue dIcIendo: «Gens vero Svevorum, audita Saxonum calamztate, clamo legatos suos ad illos misit, et foedus cum eis fecit, ut neut~r populus ad alterius oppressionem regí ferret auxilium. Eandem querzmomam fecerunt ad ínvicem OMNES PENE RB:iNI TEUTONICI PRINCIPES,. sed tamen palam nullus audebat fateri.» Cuando más tarde, Gregono, en una carta llena de espíritu de concordia, verdaderamente evangél~co, disuadió a los príncipes alemanes reunidos en Gerstenge d~. elegIrse C?tro rey, entonces estos príncipes, concordes en la deciSIOn de elegIrlo, eran «pars longe maxima». Algunos años más tarde queriendo aún los príncipes reunidos en Tribur elegirse a otro rey' dejaron finalmente y de nuevo las cosas en manos del Papa man: da?do a E.n:~que -en actitud suplicante y dispuesto a acepta~ cualqUIer condlcIOn- delegados que le dijeran: «Tametsi nec in bello nec in pace ulIa unquam ei justitiae veZ legum cura fuerit, se LEGIBUS cum eo agere ve/le» (¿qué eran estas leyes según las cuales los señores alemanes querían tratar a Enrique, sino leyes fundamentales, en una p~lab:~,. la Constit/fción cristiana del Estado?); «et cum crimina quae el ObJI~luntu~ ?"!1mbus. c.0n~tent luce cladora, se tamen rem il1tegram Romam PontlflclS cogmtlOm reservare» etc. Esto manifiesta que la causa la ponía en manos del Papa la misma nobleza alemana, a la que correspondía la· elección del rey. Que este cuerpo electoral de estado se man~uvo de buena fe en el derecho de elegir otro rey si Enrique se obstmaba en sus culpas, se deduce de las palabras que siguen por part.e de la legación, puesto que después de haber prescrito lo que E.nnque debía hacer para dar satisfacción al Estado cuyas leyes había vlOlado, se ~ncargaba a los legados de decir al rey: . Porro si quid horum prevarzcetur, tum se OMNI CULPA, OMNI JURISJURANDI RELIGIONE OMNI ~E~I~IAE I':'FAM~A LIB.ERATOS, non expectato ulterius Romani Po~tificis JUdIClO, qUId relpubllcae expediat, communi consilio visuros.» Este era el dc:;recho público de aquel tiempo. Este lenguaje no fue desmentido por_ Enrique! ni .fue objeto de reprensión por parte del Papa, ni extran~ a nadIe, m fue hallado contrario a la justicia o equidad. Sólo los fIlósofos de nuestros tiempos se escandalizan de él, y gritan : ¡a por los rebeldes!
180
cuestas de la propia sangre, aquellos VlClOS ya tan desarrollados que hubieran acabado con la Iglesia en caso de ser tolerados por más tiempo." Atemorizados, pues, ante la integridad y santidad de aquel hombre elevado por Dios a la Cátedra apostólica a fin de dar seguridad al pueblo de Israel, cual otro Sansón, todos los clérigos relajados y cuantos habían comprado los obispados a Enrique a elevado precio, fuertes en virtud de las Señorías y por su influencia en el gobierno del Estado, se sublevaron de común acuerdo, se unieron en una alianza formidable por odio a la virtud, la más potente de las pasiones. Usaron todos los artificios que sugerir puede la maldad más consumada," y como signo de unión, lanzaron el grito «tenemos que defender todos los sagrados derechos del propio soberano». Mas ¿ qué derecho del propio soberano pretendían defender estos obispos? ¿Quizá el de ser simoníaco 85. He aquí cómo Hugo Flaviacense expuso la verdadera razón de la llamada guerra entre el sacerdocio y el imperio: «OB HANC IGITUR CAUS~M , q~ia scilicet sanctam Dei Ecc/esiam castam esse volebat (Gregonus), llberam, atque catholicam, quia de sal1ctuario Dei simoniacam, et neophytorum haeresim, et foedam libidil10sae contagionis po/lutionem volebat expelIere; membra diaboli coeperunt in eum insurgere, et usque ad sanguinem praesumpserunt in eum manus iniicere, et ut eum morte vel exilio confunderent, mu/tis eum modis conati sunt deiicere. SIC surrexit inter regnum et Sacerdotium contentio, ac crevit solito gravior sanctae Dei Ecc/esiae tribulatio» (In Chron. Virdunensi). Cf. ~LEURY, el artículo titulado Rebelión de los Clérigos concubinarios, lIb. LXII, XII). Todos los obispos que estaban de la parte del emperador y q~e excitaban su ánimo contra las admoniciones del Papa, ya habían SIdo excomulgados antes por simonía, por herejía, por libertinaje y por otras infamias de toda suerte: eran los mismos a quienes Enrique había vendido los beneficios eclesiásticos. ¡Qué corazón no necesitaba un Papa que debía gobernar a la Iglesia con semejante clero y que osaba emprender su reforma, siendo arrollado el poder temporal por los mismos vicios y siendo manejado por la parte más corrompida del clero! 86. No sólo la violencia brutal, sino también el arte de la calumnia, del sofisma, y todo género de sutiles engaños fueron agotados contra Gregorio VII por parte de los clérigos que estaban en torno a Enrique, disfrazados de partidarios, consejeros y ministros suyos, cuyas chapucerías él quería corregir. El arzobispo de Rávena, Guiberto, que más tarde fue antipapa, no dejó de falsificar el decreto de Nicolás n, y haciéndolo circular, quería hacer creer que la elección de los Papas había sido confiada del todo en manos del emperador. Con semejantes mentiras se engañó a mucha gente, se creó una confusión sobre esta cuestión, y se prolongó la discordia. ¡He aquí los verdaderos autores de los disturbios!
181
y protector desvergonzado del concubinato del clero? ¿Qué otro derecho del rey Enrique resultaba atacado? ¿Acaso Gregario VI! propuso nunca la más mínima pretensión respecto a cualqUIer otro derecho real? ¿Pidió otra cosa, sino que cesara de negociar con las sedes episcopales y dejara de prostituirlas con personas infames? Con toda certeza lo excomulgó para detener la total e inminente ruina de la Iglesia, ya que no resultaban útiles los otros medios: el emperador era seducido por las pérfidas sugerencias de los prelados compañeros suyos de libertinaje. , Pero no sólo el clero corrompido arrastró a Enrique a lo mas profundo de tantos males!' ~l mantuvo e impidió que la lucha terminara. Era natural: la guerra no puede terminar hasta que se vence al enemigo; y el único enemigo era la corrupción de este clero áulico. Sup.ong?I?os que Enrique hubiera escuchado las paternas y ~~StlSImas :palabras de la Cabeza de la Iglesia, o que reconCIlIado la pnmera vez con el Pontífice en el castillo de Canossa, no hubiera sido arrastrado hacia sus pasadas irregularidades por obispos inicuos que se servían de él como escudo, para sí mismos y para sus vicios. Pronto se hubiera calmado toda la tormenta. El rey, al ser absuelto inmediatamente de la excomunión, hubiera permanecido en perfecta paz con la Iglesia. Hubiera conservado su reino, y . el 87. Desde la primera juventud, prevalecieron en torno a Enrique los clérigos más libertinos, y debieron separarse de él un san Anón y otros hombres íntegros, puesto que no eran aduladores ni instigadores d~ s~s peryersas tendencias. Bruno, en la Historia de la guerra de Saloma, atnbuye el hecho de que Enrique se entregara hasta el .fondo a todos los vicios más infames, a su familiaridad con el ObISP? de B.r~men, ~dalbert<;>:. «Hac igitur -dice- episcopi non episco.p.all .doctnna, rex In nequltla confortatus ivit per libidinum praecipttla SICUt equus et mulus, et qui multorum erat rex populorum thronu~ posuit in se libidini cunctorum reginae vitiorum» etc. El ~ismo E~r:que en un mon;ento de arr~?entimiento, verdadero o fingido, y escnbIendo a Gregor:o la confeslOn de sus faltas, atribuye la causa en part7 a sus ~e.sgraC!ados consejeros: «H eu criminosi nos -le escribe-, par.tlm puenttae blandientis instinctione, partim potestativae nostrae et . lmperios~e potentiae libertate, partim eorum, quorum seductiles nimlum secutl sumus consilia, seductoria deceptione, peccavimus in coelu. m et coram vobi~, et jam digni non sumus vocatione ves trae filia tia"!IS .• N?n so!um .emm no~ res. ecclesiasticas invasimus, verum quoque Indlgn~S qUI~usltbe! et. Slmomaco felle amaricatis et non per ostium sed allunde mgredlentlbus Ecclesias ipsas vendidimus et non eas ut oportuit, defendimus» etc. (Cf. GOLDASTI, Constit. Imp~rial. t. 1). '
182
iadoso Pontífice, abrazándolo en su seno con entrañas rehosantes de paternidad, lo hubiera rociado con copiosas lágrimas de p~ra al~gría. ~i la pret~ndida lu~ha entre ~l sacerdocio Y el Impeno hubIera termmado aSI, en segUIda después de nacer, ¿qué hubiera sido de los prelados intrusos, simoníaco s Y concubinarios? Ellos presentían muy bien las consecuencias: presentían qué hubiera sido de sus vicios, de su vida bellaca y desenfrenada, de sus riquísimos beneficios comprados por ellos a altos precios, de sus mujeres, de la gracia del príncipe, cómplice suyo arrepentido. Esto lo explica todo, y muestra la razón, más clara que el sol, del por qué esta gente ~ayó en l~ ~esesperación al enterarse ?e que Enrique se habIa reconCIlIado con el Papa, y la raza n de que utilizara los medios más extremos para hacerlo recaer en el precipicio, rompiendo así de nuevo con el Pontífice y con la Iglesia." 100. ¿Se desea aún otra prueba de que no eran los derechos del imperio el objeto de aquellas contiendas sumamente infelices y tan prolongadas? Recuérdese cuanto sucedió medio siglo más tarde entre Enrique V y Pascual n. Este inmortal Pontífice lanzó a oídos de todos un lenguaje al que no se hubiera podido hallar otro más santo y más elevado en boca de cualquier Papa de la antigüedad. Con su conducta demostró que en la sede de Pedro no ha faltado nunca el espíritu de apostolado y que el eterno Evangelio de Jesucristo no tiene ni ayer ni hoy. Creo tener que citar las mismas palabras del pacto que este gran Papa propuso. a ~~ rique V, puesto que constituye un monumento lummosIsImo: prueba que nunca en la Iglesia se podía extinguir ni faltó en los siglos más lastimosos, aquella sublimidad de 88. Cuando Enrique obtuvo de Gregorio VII la absolución de la excomunión en el castillo de Canossa, entonces los obispos de su partido, quedaron desolados al ver que el emperador abandon.a ba su causa. Roberto de Bamberg, Udalrico de Costreim, y otros pnmeros consejeros de sus maldades cuyo alejamiento de la corte y de la persona del rey, el Papa, al ab~olverlo, había puesto como condición, así como también respecto a otros obispos lombardos del mismo talante, los cuales levantaron tal rumoreo amenazando con la rebelión -todo por causa ' del celo que ostentaban por la deshonrada dig~idad real. ~e Enrique-, que apartaron a Enrique de su buen propÓSIto y l.e hlcle; ron volver a las andadas. ¡La lógica de estos prelados era sm~lar. La dignidad real era deshonrada porque se había dejado corregIr d~ sus vicios por el Papa: por esto intentaban castigar al rey. j«et qU!pem» con los hechos!
183
pensamiento que eleva al sacerdocio cristiano por encima de todas las alturas y por encima de todas las riquezas transitorias de la tierra y lo hace poderoso por la sola palabra de Dios. Al mismo tiempo, este fragmento de Pascual II puede demostrar aquella verdad que continuamente repetimos: que la servidumbre y la corrupción del clero derivan del hecho de inmiscuirse éste en los asuntos mundanos. El Papa, en suma, con un acto de magnanimidad sin par, propone que el clero renuncie a los feudos y a todas las grandezas seculares, y que a cambio de este abandono se le restituya su completa libertad. Sublime propuesta, hallándose la Iglesia en aquel estado; propuesta a la que los escritores de la historia eclesiástica no prestaron la debida atención, y a la que todavía hay que hacer justicia. Las reflexiones del futuro lo harán, procurando que brille como uno de los hechos más luminosos de la historia de la Iglesia, aunque tanta sublimidad y belleza por parte de la propuesta del Papa Pascual, digna de los Apóstoles, la convertía precisamente en extraña y absurda a los ojos de sus contemporáneos. El clero de Alemania, al oirla, se horrorizó, se revolvió contra el Papa y revolvió al emperador que por parte suya la había aceptado y jurado. No podía esperarse otra cosa. He aquí de nuevo la seducción del clero producida por los bienes temporales, y cómo, por tercera vez, al menos, impedía la paz entre el sacerdocio y el imperio. He aquí cómo el imperio se substraía a la obediencia a la Iglesia para hacerse obediente y esclavo del clero corrompido, lisonjeado y envanecido por el humo de la adulación con la que este género de clero que no tiene ni dignidad ni libertad para vender, siempre lo seduce. El imperio, pues, constituye un puro pretexto: es algo accesorio en la gran lucha. El clero corrompido ~btiene implicar astutamente al imperio en su propia causa, y combate para sí mismo en nombre de los derechos del imperio y con el brazo de éste. Pero oigamos ya al Papa Pascual. Así escribe al emperador: «Fue decretado por las instituciones de la ley divina y prohibido por los sagrados cánones, que los sacerdotes se ocupen de los asuntos seculares y que vayan a la corte si no es para interceder a favor de los condenados o a favor de otros a quien se haya hecho in justicia. Pero en las regiones de vuestro reino, los obispos y los abades andan tan ocupados en asuntos seculares, que no pueden menos que frecuentar asiduamente la corte y ejer184
cer la milicia. Y los ministros del altar se han convertido en ministros de estado, habiendo recibido de manos de los reyes ciudades, ducados', marquesados, casas de moneda, fortalezas y otras cosas que pertenecen al servicio del reino. Por lo que se ha impuesto una costumbre en la Iglesia: que los obispos elegidos no reciban ya la consagración si antes no son investidos por el rey." Incluso a veces algunos son investidos en vida de los obispos. Nuestros predecesores de feliz memoria, Gregorio VII y Urbano II, conmovidos por estos males y por otros sin número que muy a menudo sucedían por causa de la investidura, reuniendo frecuentes Concilios episcopales, condenaron aquellas investiduras realizadas por manos laicas. Y si había clérigos que obtenían iglesias por este medio, creyeron que debían ser depuestos y los que les investían debían ser excomulgados, a tenor del canon apostólico que reza así: "Si un obispo, haciendo uso del poder secular, obtiene de él una Iglesia, sea depuesto, y .sean excomulgados los que estén en comunión con él." Por lo que ordenamos que te sean entregadas, a ti, rey Enrique e hijo amadísimo, y a tu estado, los derechos reales que evidentemente pertenecían al estado en tiempo de Carlos, Ludovico, Odón y de los otros príncipes predecesores tuyos. Excluimos y prohibimos bajo pena de anatema que en 'adelante ni obispos ni abades presentes o futuros, adquieran derechos reales, a saber, las ciudades, los ducados, los marquesados, los condados, las casas de moneda y de impuestos, las abogacías, los derechos de los centuriones, los tribunales reales con sus dependencias, el ejército y las fortificaciones. Decretamos además, que las Iglesias permanezcan libres con sus oblaciones y posesiones hereditarias que claramente no pertenecen al reino, tal como prometiste el día de tu coronación al Señor Omnipotente, ante toda la Iglesia.» 90 89. He aquí la verdadera causa de las investiduras: los feudos. 90. «Divinae legis institutionibus sancitum est, el sacris canonibus interdictum, ne sacerdotes curis saecularibus occupentur, neve ad comitatum, nisi pro damnatis eruendis, atque pro alliis qui injuriam patiuntur, accedant. In ves tri autem regni partibus, episcopi vel abbates adeo curis saecularibus occupantur, ut comitatum assidue frequentare , et militiam exercere cogantur. Ministri vera altaris, minislri curiae facti sunt, quia civitates, ducatus, marchionatus, monetas, turres, el caetera ad regni servitium pertinentia, a regibus acceperunt. Unde etiam mos Ecclesiae inolevit, ut electi episcopi nullo modo consecrationem acciperent, nisi per manum regiam investirentur. AI~quando etiam vivis episcopis investiti sunl. His et aliis plurimis malls, quae
185
¿Acaso es éste el lenguaje de los usurpadores? Tanta generosidad, tanto desapego respecto al poder temporal legíiimamente adquirido por la Iglesia debido a los servicios prestados al estado durante muchos siglos, ¿ constituye, quizás, una prueba de la ambición de los Papas y de su avaricia? 9! ¿ Qué intercambio se exige al poder secular pára re. p~r investituram plerumque contigerant, praedecessores nos tri Grego. rzus VII et Urbanus Il felicis recordationis Pontifices excitati, collec· tis frequenter episcopalibus Conciliis, investituras illas manu laica dam· naverunt, et si qui dericorum per eam tenuissent Ecclesias, deponen· dos, dato res quoque communione privandos percensuerunt, juxta illud Apostolicorum Canonum Capitulum, quod ita se habet: Si qui episcopus saeculi potestatibus usus, Ecclesiam per ipsas obtineat, deponatur, et segregentur omnes qui illi communicant. Tibi itaque, fiti carissime Henrice rex, et regno regalía illa dimittenda praecipimus, quae ad regnum manifeste pertinebant tempore Caroli, Ludovici, Ottonis, et caeterorum praedecessorum tuorum. lnterdicimus etiam el sub anathema· te districtione prohibemus, ne qui episcoporum seu abbatorum, praesentium vel futurorum, eadem regalia invadant, id est, civitates, duca tus, marchias, comitatus, monetas, telonium, advocatias, jura ceno turiorum, et curtes quae regi erant, cum pertinentiis suis, mílitiam el castra. Porro Ecclesias cum oblationibus et hereditariis possessionibus, quae ad regnum manifesle non pertinebant, liberas manere decrevimus, sicut in die coronationis tuae omnipotenti Domino in conspectu totius Ecclesiae promisisti» (Epistola XXII). 91. Otros acusarán al magnánimo Pontífice de no haber sostenido suficientemente con esto los derechos de la Iglesia, abandonando a la codicia de otros los bienes temporales de la misma. Que se me perdone una observación a este propósito: me tomo la libertad de someterla al juicio de los que tienen más visión de las cosas que yo. Me parece que, cuando la riqueza y el poder temporal han penetrado en el clero, no sólo han producido una evidente corrupción en una parte del mis· mo, sino que también, par lo general, han engendrado una excesiva confianza en los medios humanos respecto a la religión. Me pregunto si quizás en otros casos estos bienes no han sido defendidos con ex· cesivo empeño. -como explicaré mejor más adelante-, mientras que, según el espíritu eclesiástico de la antigüedad, «es mejor abandonar· los cuando su defensa puede producir al peligro de un mal espiritual mayor», ya que los bienes materiales no son de absoluta necesidad para la Iglesia, como lo es su libertad y santidad. Por esto no mere· cen una defensa absoluta e incondicional. Quien quiera constatar cuán desinteresados eran los sentimientos de san Agustín, no sólo respecto a su persona, sino también respecto a los bienes de su Iglesia, que lea los sermones que dirigía a su pueblo, en particular el 316. En éste, entre otras cosas, dice: «Quien prive de algo a sus hijos para dejar lo que le pertenece a la Iglesia, que busque a otro que no sea Agustín, para recibir su don. Creo que, si Dios quiere, no podrá hallarlo»: estas últimas palabras demuestran que este sentimiento era común a los obispos de su tiempo. Y añade: «iCómo se alabó la acción de Aurelio, obispo de Cartago! Un hombre que no
186
nunciar a tan vastos ·derechos? ¿Se nutre, por debajo, una segunda intención? ¿Es éste, acaso, un juego de la política de la corte romana? Dios juzgue entre éstos que opinan así y Roma. Los Papas no piden otra cosa a los reyes que la "libertad» de la Iglesia oprimida hasta su extinción. Me atrevo a decir que nunca han pedido otra cosa: éste es el límite de toda su ambición y avidez." Pero por desgracia, era tenía hijos ni los esperaba, dejó todas sus posesiones a la Iglesia, reservándose el usufructo. Le llegaron hijos, y el obispo restituyó cuanto le había legado, en el momento en que menos se lo esperaba. Podía dejar de restituírselo según el mundo, pero no según Dios.» Igualmente, con qué generosidad escribe san Ambrosio: «Quid igitur non humiliter responsum a nobis est? Si tributum petit (imperator) non negamus. Agri Ecclesiae solvunt tributum: si agros desiderat imperator, potestatem habet vindicandorum, nemo nostrum intervenit» (De Basilicis tradendis, n. 33). Sobre este asunto de los tributos, añadiré todavía que algunas veces se puso demasiada preocupación en mantener la exención de los tributos en favor de los bienes eclesiásticos. Cuando los bienes de la Iglesia son muchos, este Privilegio comporta algo sumamente odioso, y parece ser contra la equidad. Me atrevo a decir más todavía: causó más daño a la Iglesia que ventajas, incluso en el orden temporal, ya que fue ocasión de que se inventara aquella terrible expresión de las manos muertas, y de que se dijera, como 10 hizo Barbosa, «regnorum utilitas postulat ut bona stabilia sint in commercio hominum non privilegiatorum ET EXEMPrORUM (De Pensionibus, lib. I1, vol. XXVI, n. 19). Un justo arreglo hubiera sido «que el Estado renunciara a la regalía respecto a los bienes que por su origen no son realmente feudos, y que los bienes de la Iglesia pagaran el tributo como · todos los otros». 92. Pascual II sabía muy bien que eran las sugerencias de los bellacos las que enturbiaban la cuestión, y por esta razón escribía así al rey de Inglaterra: «En medio de estas contradicciones, no deb es permitir, rey, que nadie introduzca en tu ánimo una persuasión profana, como si nosotros quisiéramos disminuir algo de tu poder o exigir una mayor influencia nuestra en la promoción de los obispos. Más bien abandona tu pretensión, pOr amor de Dios, que es evidentemente contraria a Él, y que no puedes ejercerla estando con Dios; ni nosotros podemos concederla, por nuestra salvación y la tuya. Por lo demás, cualquier cosa que nos pidas y que podamos concederte según Dios, te la concederemos con sumo placer, y nos ocuparemos con interés siempre creciente de todo cuanto redundare en tu honor y exaltación. Y no creas que se debilite el nervio de tu poder por el hecho de desistir de esta usurpación profana: antes bien, reinarás con mayor eficacia, con más solidez, con más honor, porque en tu reino reinará la autoridad divina.» Estas últimas palabras de Pascual, son a la vez bellas y dignas de atención, ya que indican un hecho observado por un profundo pensador de nuestros tiempos: «que aunque los Papas se opusieron a los soberanos cuan-
187
precisamente esta libertad y la existencia de la Iglesia lo que desagrada. El hecho de pedirla y reivindicarla, constituye el único error que no se perdona en esta lucha. Y el mundo se llena de estos gritos : ¡insulto a la majestad de los tronos! ¡usurpación ambiciosa de sus derechos! Tal es el espíritu de injusticia y de engai'..ú profundo que ha presidido las exclamaciones contra los Pontífices romanos e incluso la prensa del siglo pasado. ¡ ¡Tal es la razón puesta en evidencia por aquel celo afectado por la dignidad de los monarcas en tiempos en los que se intenta todo para borrarlos de sobre la faz de la tierra!! ¿Y sólo los monarcas no se dan cuenta de ello? 101. La proposición que sostengo, a saber, que
188
emperadores de Alemania, a fin de que se vea cómo la verdad que sostengo es común a todas las luchas que en aquel tiempo tuvieron lugar entre los Papas y los príncipes. Se trata de lo que sucedió entre Pascual II y Enrique 1 de Inglaterra. . , . . Enrique, como cualqUIer otro pnnclpe de su tIempo, hacía lo que se le antojaba con los obispados. El Papa le advirtió que eran cosa sagrada; que no se podía traficar con ellos; que la Iglesia debía conferir las Sedes; que debían conferirse a sucesores de los Apóstoles y llamados por Cristo por medio de las elecciones canónicas. El Rey no accedía: de lo cual se seguía un intercambio de cartas y de delegaciones." Pascual II permanecía inmóvil como una roca, y con 93. A la primera embajada que Enrique envió a Roma para ob,tener de Pascual el derecho de investir a los obispos, este ilustre Pontífice le respondió con una carta digna de la Cabeza de la Iglesia, y en la que, entre otras cosas, decía así: «Pedías que te fuera concedido por indulto de la Iglesia Romana el derecho y la facultad de constituir a los obispos y a los abades por medio de la investidura, y que se sometiera al poder real lo que el Señor 0r:mipo!ente" declara que se hace sólo por obra suya, puesto que el Senor dIce: Yo soy la puerta: si alguien entra a través de mí se salvará." Ahora bien, cuando los reyes ' se arrogan ser ellos la puerta de la Iglesia, entonces sucede que los que penetran en la Iglesia a través de ellos, no son ya pastores, sino robadores y lad~ones, ya qu~ el ~eñor dice: "Quien no entra por la puerta del redll de las ovejas, SInO que penetra por otra parte, es robador y ladrón." En , real~dad si t~ di!~ ción nos pidiera algo muy importante que, segun DlOS, con JustIcIa y salvo nuestro poder pudiéramos concederte, con mucho gus~o .te lo concediríamos. Pero lo que nos pides es cosa tan grave, tan IndIgna, que ni con artificio alguno la Iglesia puede ju~tificarlo o adm~ tirIo. El bienaventurado Ambrosio llegó a ser empUjado hasta los hmi tes extremos antes que conceder al emperador el dominio de la Iglesia. Le respondió: "No quieras agravar tu situación, oh. empe.radar, creyendo que sobre las cosas divinas exista un de:echo Impenal. No te ensalces, sino que si quieres reinar por mucho tIempo, sométete a Dios. El ha escrito: "Las cosas de Dios a Dios, las cosas del César, al César." Los palacios corresponden al emperador, las .Iglesias, a~ sacerdote. A ti se te confió el derecho sobre las construcClOnes publIcas, no sobre las sagradas. ¿Qué esperas de una adúltera? Puesto que es adúltera la que no está unida por legítimo matrimonio. ¿No te repugna oh rey, que se llame adúltera aquella Iglesia que no ?a contraído matrimonio legítimo? Ya que todos creen que el obISpo es esposo de la Iglesia. Si eres hijo de la Iglesia, deja que tu madre contraíga matrimonio legítimo de. modo que se una. a un. esposo legítimo, no por obra de hombre, SInO por obra de .C rlsto DlO~ y Hombre. El Apóstol atestigua que los obispos son elegldo~ por DlOS cuando son elegidos canónicamente, cuando dice : "NadIe se arroga el honor, sino el que es llamado por Dios, como Aarón." Y san Ambro-
189
él, San Anselmo, entonces primado de Inglaterra. Este Santo Arzobispo había sufrido ya muchas persecuciones y exilios por la libertad, a causa de Guillermo, inmediato predecesor de Enrique, el cual lo había hecho volver del destierro por política, y lo acogió con honor. Pero nunca pudo corromperlo ni recibir honor alguno por parte de los obispos investidos por mano real. Para terminar la discordia Con Anselmo, una nueva embajada fue enviada al Pontífice: tres obispos por el rey, y dos monjes por el primado, pero volvieron sin haber obtenido nada. En presencia de los obispos y de los nobles reunidos por el Rey, se leyeron las cartas del Papa a Anselmo, lleno de dignidad y de constancia." La causa parece terminad'a y el Rey finalmente se rinde. ¿Fue realmente así? En el momento de tratar la paz, al ser restituidos a la Iglesia los sagrados derechos violados, los tres obispos enviados al Papa se levantan y enturbian la situasio dice : "Justamente se cree que ha sido elegido por el juicio divino aquél que todos han solicitado"; y poco después: "cuando concuerde la petición de todos, no dudes de que el Señor Jesús haya sido el autor de la voluntad y el árbitro de la petición, el presidente de la OI:denación y el que otorga la gracia". Además, el profeta David, conversando con la Iglesia, dice: "En lugar de tus padres te han nacido hijos: los constituirás príncipes sobre toda la tierra," He aquí cómo la Iglesia engendra hijos y los constituye príncipes. Verdaderamente es monstruoso decir que el hijo engendra al padre, y que el hombre deba crear a Dios! Ya que es manifiesto que en la Escritura los sacerdotes son llamados dioses en cuanto son vicarios de Dios. Por todo esto la santa Iglesia Romana y apostólica, no dudó en oponerse valientemente por medio de nuestros predecesores a la usurpación de los reyes y a la abominable investidura que pretendían conferir; las gravísimas persecuciones de los tiranos, no fueron capaces de someterla, persecuciones por las que fue afligida y sacudida hasta nuestros tiempos. Pero confiamos en el Señor, puesto que Pedro el Príncipe de la Iglesia y el primero de los obispos tampoco perderá la virtud de la fe 'depositada en Nos.» Esta carta es citada por EADMERo, Historia Novorum, lib. IlI. 94. Estas cartas de Pascual a Anselmo decían así: «Es bien conocido a tu sabiduría con qué eficacia, firmeza y severidad nuestros Padres combatieron en los tiempos pasados contra la venenosa raíz de depravación simoníaca: la investidura. En tiempo de Urbano, señor y predecesor nuestro de memoria digna de respeto en Cristo, se reunió cerca de Bari un venerable Concilio de obispos y de abades provenientes de diversas partes: en él intervenimos tu religión y Nos mismo, como recuerdan muy bien los que estaban con nosotros, y se pronunció la sentencia de excomunión contra aquella peste. Y Nos, que tenemos el mismo espíritu de nuestros Padres, pensamos lo mismo y atestiguamos lo mismo.» Esta carta lleva la fecha de 11 de diciembre de 1102.
ción: mediante un indigno y apenas creíble engaño, ocasionan la rebelión del rey contra el reo ausente, y mantienen la esclavitud de la Iglesia. Desenmascarada después la impostura, fue castigada con la excomunión. Ellos aseguraron que el Papa les había hablado en secreto dando permiso al Rey para hacer lo que prohibía en sus cartas, ya que no había querido ponerlo por escrito, a fin de que los otros príncipes no se aprovecharan de la ocasión para desear lo mismo." En vano los dos monjes compañeros de embajada protestaron y negaron el hecho: fueron vilipendiados y oprimidos. De esta manera desapareció toda esperanza de concordia, y no por obstinación del Rey, sino por maldad de obispos aduladores, simoníaco s e infamemente extraviados. Constituye, pues, una evidente injusticia por parte de los historiadores modernos el hecho de olvidar la importancia de la cuestión, para entretenerse en un punto accesorio de procedimiento, olvidando la causa por la cual se combatía, y 95. He aquí lo que respondió Pascual cuando oyó la infame mentira de los tres obispos cortesanos: «Apelamos como testigo contra nuestra alma a Jesús que penetra los ríñones y los corazones, en caso de que desde el momento en que tomamos la responsabilidad de esta santa Sede, semejante delito haya solamente pasado por nuestra mente. Dios nos libre de que nunca seamos infectados ocultamente por tal delito, de manera que tengamos una cosa en la boca y otra escondida en el corazón, ya que se pronunció esta imprecación contra los falsos profetas: "Que Dios disperse a todos los labios mentirosos ," Si callando aceptáramos que la Iglesia fuera manchada con la hiel de la amargura y con la raíz de la impiedad, ¿cómo podríamos excusarnos ante el Juez eterno, cuando el Señor dijo al Profeta como enseñanza para los sacerdotes: "Te puse como vigía de la Casa de Israel?" No proteje debidamente a la ciudad quien situado sobre la roca y distraído expone la ciudad a ser presa de los enemigos. Pues bien, si es una mano laica la que entrega el signo del oficio pastoral, el báculo, y el símbolo de la fe, el anillo, ¿qué hacen ya los Pontífices en la Iglesia? El honor de la Iglesia cae por el suelo, se disuelve la fuerza de la disciplina, se conculca toda la religión cristiana desde el momento en que toleramos que la temeridad de los laicos presuma llevar a cabo lo que sabemos que incumbe sólo a los sacerdotes. No, no es propio de los laicos traicionar a la Iglesia, ni de los hijos manchar con el adulterio a la madre, ya que corresponde a los laicos defender a la Iglesia y no traicionarla. Odas arrogándose ilícitamente el oficio sacerdotal, fue tocado por la lepra. También los hijos de Aarón, al colocar sobre el altar un fuego extranjero, fueron consumidos por las llamas divinas», etc. Y sigue probando el carácter ilícito del hecho que el príncipe confiera según su voluntad los obispados, excomulgando por fin a los impostores y a aquellos que entre tanto habían sido investidos por el rey con sedes ep1scopales.
191 190
ocupándose todos de los combatientes. Los combatientes, o los jefes de los combatientes eran los Papas y los soberanos. Pero la causa por la cual se combatía era la del clero: los primeros luchaban para restituirles la antigua virtud y dignidad; y los segundos para mantener sus vicios, de tal manera que los príncipes no eran, por decirlo así, sino caudillos a sueldo del populacho de la clase de los eclesiásticos, los cuales bajo su escudo, como siempre perseguían también entonces la impunidad. 102. Así, pues, ¿convenía que la Cabeza de la Iglesia se dejara atemorizar por la fuerza bruta de la que disponía el clero corrompido? ¿ Convenía que los sucesores de san Pedro se desanimaran considerando la dificultad de la empresa? ¿Convenía que ante los males que se originarían de la terquedad invencible de los eclesiásticos que rehusaban los avisos y las leyes saludables, los sucesores de san Pedro se retiraran sin proveer por la salud de la Iglesia de Dios que les había sido confiada y que se hallaba en extremo peligro? Tal vileza de ánimo ¿podía ser digna de los sumos Pontífices? ¿O acaso no debían éstos entregarse a aquella obra eon tanta mayor grandeza de ánimo y espíritu de sacrificio, en cuanto la fe en la palabra de Cristo les decía que al fin su éxito era seguro? Por otra parte, ¿ cuándo se obró reforma alguna sobre la tierra sin grandes atropellos? ¿ Cuándo se aniquilaron abusos introducidos e inveterados universalmente, sin obstáculos y contradicciones? ¿Acaso un pueblo ha recuperado nuncá la dignidad perdida sin sacrificios? ¿Acaso nunca una nación se ha hecho feliz sin pasar por grandes desventuras y sin sostener las más duras pruebas? ¿ Se pretenderá que la Iglesia católica, esta comunidad de pueblos envilecida y esclava, pueda resurgir de lo más profundo de la humillación y volver a ser libre sin una gran sacudida, sin una gran agitación social? Por lo tanto, no saben lo que dicen aquellas cabezuelas que con tanta seguridad en sí mismas critican a aquellos grandes hombres que fueron destinados por la Providencia como guías de las naciones cristianas y encargados por ella de la reforma de la humanidad. 103. Interrogo a los historiadores más enemigos de los Pontífices, a los escritores protestantes, pregunto a Hume y Robertson, y no pueden menos de reconocer el hecho de que «el resurgimiento de la sociedad humana que había llegado a una degradación extrema, y no sólo la Iglesia, coincide con 192
la época del pontificado de Gregario VII." Bastaba un ojo no infectado por la pasión para darse cuenta de que esta coincidencia no es casual, y que se explica por las acciones humanas y sublimes del Pontífice, contra las que tanto hablan, y que incluso consideradas en sus efectos totales, han redundado indudablemente no menos en bien de la Iglesia que en bien de la sociedad civil, cuya causa es común, o más bien es una e indivisible. Nuestra exposición, empero, sólo se refiere a la libertad de la Iglesia en las elecciones de los obispos," y por lo mismo limitémonos sólo a éstas. 104. El grito de libertad lanzado por Gregario, sacudió a la Iglesia de Dios de aquella especie de sopor por el que se había dejado invadir. Pareció un grito nuevo, agradable, útil. La fe, la justicia, la dignidad de la Iglesia se reavivaron cual chispas apagadas por medio de aquel soplo en el interior de todos los corazones. Y las iglesias particulares y todos los santos prelados que quedaban en la Iglesia, respondieron a la llamada," se enrolaron bajo el signo de la causa común, repitieron las antiguas declaraciones y protestas contra las usurpaciones seculares mediante escritos y cánones que no 96. «Los abusos del gobierno feudal, junto con la depravación del gusto y de las costumbres -su natural consecuencia-, no habían hecho más que aumentar durante muchos años. Parece que hacia finales del siglo XI llegaron al colmo de su progreso. En esta época se constata que empieza el proceso en sentido contrario, y a partir de ella podemos enumerar la sucesión de las causas y de los acontecimientos, cuya mayor o menor influencia ha colaborado a dirigir .la confusión, la barbarie, y a substituirlas por el orden, la educacion y la regularidad.» (Introducción a la Vida de Carlos V, seco 1). 97. Constituiría una investigación profunda y útil «el examen de los sentimientos de justicia, de equidad y de humanidad que Gregario VII inspiró a la sociedad llena de barbarie, y las consecuencias provechosas que se verificaron». Por ejemplo, en un Concilio celebrado en Roma, se preocupó de promulgar una ley en favor de los náufragos, ordenando «que en cualquier playa en la que arribaran, se respetara su infortunio, y que nadie se atreviera a tocar su persona y sus cosas»: «ut quicumque naufragum quemlibet et illius bona invenerit, secure tam eum quam omnia sua dimittat» (Concil. IV Rom. sub Gregor. VII) . Esta es una de aquellas leyes de humanidad que pasaron al derecho público europeo. 98. Sería interminable referir cuánto cansancio y sufrimiento soportaron por causa de la libertad de la Iglesia como consecuencia del movimiento iniciado por Gregario, un san Anselmo de Cantorbery, un san Pedro Damiano, un san Anselmo de Lucca, un san Guido de Chartres, y más tarde un san Bernardo y tantos otros prelados insignes que florecieron sucesivamente en la Iglesia. .
pe 17.13
193
aparecían en absoluto, o al menos raramente, en el siglo anterior." Evidente~ente la obra fue guiada por Dios. ¿Qué consejo humano pOdIa socorrer a la Iglesia en situación tan extrema? ¿ Dónde hallar un hombre -diría yo casi único en la historia-, para colocarlo, después de haber sido hallado, sobre la Sede Apostólica, y que osara imponer una reforma total a un mundo viejo y corrompido, que afrontara todos los po~eres y todos los enemigos internos, que en pocos años y mediante once concilios castigara los más solemnes e inveterad~s desórdenes y que purificara de ellos a la Iglesia, y que fmalmente dejara como herencia a sus sucesores las máximas por él precisadas y puestas en evidencia, las únic~s que po~ían regir el tan combatido gobierno de la IgleSia? ¿De que manera, a no ser por decisión divina, podía sucederse aquella larga serie de pontífices que siguieron a Gregorio VII, y que fueron un Víctor lII, un Urbano n, un Pascual Il, un Gelasio n, y un Calixto Il, partícipes del espíritu de fortaleza y de rectitud de aquel gran Pontífice que era cons~derado por todos como padre y maestro común,"JO y que contm~~ran.!a gran obra de liberación de las elecciones y de punfIcaclOn de las costumbres, sin que ni uno sólo se desmintiera a sí mismo, o cambiara el camino seguro que halló trazado ante sí? 101 Se requería nada menos que todo esto: 99. He aquí algunos cánones de Concilios celebrados después que Gregorio levantó el estandarte de la reforma y de la libertad ya antes de que expirara el siglo XL ' El Concilio de Clermont, en el año 1095, redactó dos cánones : 15. Nullus ecclesiasticum aZiquem honorem a manu Zaicorum accipiat. 18. Nullus presbyter capellanus aZicuius laici esse possit nisi concessione sui episcopio ' El ConciliQ de Nimes del año siguiente 1096, redactó el canon 8 : «CZericus veZ monachus, qui ecclesiasticum de manu laici susceperit beneficium, quia non intravit per ostium, sed ascendit aliunde sicut fur et latro, ab eodem separetur officio.» El Concilio de Tours del mismo año 1096, dice en el can. 6: Nullus laicus det veZ adimat presbyterum Ecclesiae sine consensu praesulis. 100. En la profesión de fe hecha por Pascual II en el Concilio Letrán del año 1112, dice aquel Pontífice que abrazaba los decretos de los Pontífices sus predecesores, et praecipue decreta Domini mei Papae Gregorii VII, et beatae memoriae Papae Urbani: quae ipsi laudave;unt, laudo; quae ipsi tenuerunt, teneo; quae confirmaverunt, ~onflr'!l0; quae damnaverunt, damno; quae repulerunt, repello; quae -mterdlxerunt, interdico; quae prohibuerunt, prohibeo in omnibus et per omnia, et in iis semper perseverabo. ' 101. Todos estos Pontífices, también los que reinaron poco tiern°
194
esfuerzos prolongados; una perseverancia, casi obstinada en las mismas máximas, más duraderas que la vida de un ;010 hombre; una infatigable y valiente predicación de la verdad realizada con ánimo apostólico por muchos Pontífices seguidos, que aparecieran como un solo Pontífice vivo e inmortal de la misma manera como único era el Pontificado que fue capaz de romper .los prejuicios, dominar las pasiones, y hacer penetrar en el ánimo de los soberanos la fuerza lenta de la razón y hacerlos inclinar finalmente bajo Cristo. Así po, convocaron Concilios y promulgaron decretos a favor de la libertad de las elecciones, con gran fortaleza y magnanimidad. Siendo imposible e~po?er todas sus actuaciones, referiré solamente algunos decretos pnnclpales por ellos publicados. Víctor 11, aunque sólo reinó dos años, celebró un Concilio en Benevento en 1087, donde publicó el siguiente decreto: «Establecemos igualment.e que si de ahora en adelante alguien recibe de persona laica un obIspado o una abadía, no sea considerado ni obispo ni abad ni se le preste honor como si tal fuera. Además, le prohibimos el uso del .gremial de san Pedro y la entrada en la Iglesia hasta que, arr~pentldo, n? abandone el puesto que ha recibido con tan grave dellto de ambICIón y de desobediencia, que es también infamia idolátri~a. Igualmente establecemos respecto a los grados y dignidades i~fenores de la Iglesia: También si algún emperador, rey, duque, prínCIpe, conde o cualqUler otro poder secular presumiera conferir el episcopado u otra dignidad eclesiástica cualquiera, sepa que los 318 Padres del Concilio de Nicea excomulgaron a tales vendedores y compradores, juzgando que fuera anatema tanto el que da como el que recibe. Urbano 11 defendió la misma libertad de las elecciones en tres Concilios que convocó en Melfi, en Clermont y en Roma, los años 1089, 1095 Y 1099. He aquí dos cánones del segundo de estos dos Con. cilios: 1. «La Iglesia católica sea casta en la fe y libre de toda servidumbre secular.» 2. «Los obispos, los abades u otros miembros del clero que no reciban dignidad eclesiástica alguna de mano de los príncipes o de cualql,1ier otra persona laica.» .. Pascual 11, opuso al abuso de la esclavitl,1d de las elecciones episcopales, los decretos de ocho Concilios celebrados por él cinco en Roma en los años 1102, 1105, 1110, 1112, 1116; los otros tre~ en Guastalla, en Trozes y en Benevento en los años 1106, 1107, 1108. Es increíble con qué magnanimidad, equidad y dulzura Pascual II combatió p?~ la libertad de las elecciones : la fortaleció y la exigió. En el CanCIlla de Guastalla, se habla de modo que se ve cómo los esfuerzos del Papa empezaban a obtener algún fruto en la reforma de la Iglesia. He aquí un fragmento del mismo: «Desde hacía ya tiempo la Iglesia <;atólica era ultrajada por hombres perversos, tanto clérigos como laICOS. Por lo que en nuestro tiempo nacieron muchos cismas y herejías. Ahora por gracia divina, habiendo disminuido los autores
195
ocurrió, cuando en 1122 en Worms, y en el año siguiente en el Concilio Ecuménico de Letrán, precisamente cuarenta y nueve años después que Gregorio VII condenara por vez primera el abuso de las investiduras, los soberanos renunciaron solemnemente a sus usurpaciones. ¿ Quién, sino la divina Providencia, perfeccionó y selló la gran obra, cuando el derrumbamiento de circunstancias y situaciones imprevistas, condujo a Odón IV en 1209, a Federico Il en 1213 y en 1220, y por fin a Rodolfo I en 1275 a renunciar a los derechos abusivos de regalía, de espolio, y de deportación que todavía embarazaban no poco la libertad de la Iglesia? 105. Se puede decir que la Iglesia, y la Santa Sede que la guiaba, había triunfado plenamente con las promesas jurade tales maldades, la Iglesia resucita a su libertad originaria. Por lo que conviene proveer a fin de que las causas de tales cismas permanezcan enteramente destruidas. Por esto, dando nuestra aprobación a las constituciones de nuestros Padres, prohibimos absolutamente que se verifiquen investiduras por parte de los laicos. En caso que haya algún violador del presente decreto, cual reo de injuria hacia su madre, si es clérigo será apartado de la participación de su dignidad, si es laico será alejado de los umbrales de la Iglesia.» Gelasio n, vejado, expulsado de Roma y perseguido como sus predecesores, defendió valientemente con la vida la misma causa. Calixto n, que consiguió, después de esfuerzos increíbles, hacer la paz al abandonar Enrique V las investiduras, antes las había ya condenado con solemne decreto en el Concilio de Reims en el que participaron 420 Padres. Será útil referir aquí las palabras del obispo de Chalon, nuncio del Papa cerca del emperador. Suscritos los pactos en presencia de muchos testimonios, el emperador negaba con audacia haber prometido cosa alguna. El nuncio, después de haberlo convencido de su mala fe, sirviéndose de lo que había escrito con su puño y mediante el testimonio de todos los presentes que testificaban contra él, se puso a hablar de modo capaz de darle a conocer muy bien el verdadero estado de la cuestión: «Señor -le dijo-, por parte nuestra nos hallarás fieles en todo a nuestras promesas. Ya que nuestro Señor el Papa, no intenta disminuir en cosa alguna la condición del imperio o la corona del reino, tal corno algunos sembradores de discordia están divulgando desatinadamente. Al contrario , él proclama a todos públicamente que te deben servir de todos modos prestando el servicio militar y todos los otros servicios, tal corno acostumbraban a servirte a ti y a tus predecesores. Si tú consideras que ' disminuye la condición de tu reino por el hecho de que no puedas ya en adelante vender los obispados, tal juicio es muy falso, ya que hubieras tenido que considerarlo corno un aumento y una ventaja para tu reino, y corno tal esperarlo, ya que se trata de que abandones por amor de Dios, aquellas cosas que son contrarias precisamente al Señor Dios.» Se trataba únicamente de esto. Se podría desafiar a todos los sofistas modernos a que probaran que el Papa deseaba algo más.
196
das por Rodolfo en Limsanne: todo prometía que la libertad de las elecciones era ya cosa establecida para siempre, y que, por lo tanto, se debía esperar el reflorecimiento universal de la grey de Jesucristo. Pero entonces, el enemigo del género humano halló un nuevo y más perspicaz método para enturbiar la paz y la prosperidad de la Iglesia. Y fue -¡.debo decirlo?- las reservas inmoderadas. La superioridad que la Santa Sede había conquistado mediante un triunfo tan justo y puro sobre los poderes del mundo, la colmó de responsabilidades -sus necesidades casi la obligaron a ello--, y otras causas más deplorables entraron en juego ante tan grave cambio de disciplina. No es que la Santa Sede no tenga derecho de reservarse las elecciones, cuando una necesidad extraordinaria lo exija. Aquella Sede siempre tiene el derecho de salvar a la Iglesia, pero fueron las reservas ordinarias y universales las que levantaron contra ella todos los intereses. Las disputas empezaron casi al mismo tiempo que las reservas. Ya en el siglo XIII, para reducir al silencio a los ingleses, Gregorio X se veía obligado a prometer que no conferiría más beneficios de patronato secular. lo, Poco más tarde, se pedía al Concilio de Lyon 103 que dictara medidas oportunas, y no habiéndolo obtenido, disminuyó por todas partes el respeto debido a la madre de todas las Iglesias, y surgieron actos hostiles contra ella. En Inglaterra, Eduardo III anuló las provisiones pontificias.IO< En Francia el clero galicano componía decretos por sí mismo, mediante los cuales imponía leyes al Papa. Carlos VI en 1406 asumía aquellos decretos como ley del Estado. Si el Concilio de Constanza, presionado por todas partes para que arrebatara las reservas pontificias, se abstuvo de ello debido a la reverencia que aún se profesaba hacia el supremo jerarca, siguió muy pronto el de Basilea, más impaciente y atrevido, y lo arrebató todo. Los decretos de Basilea contra las reservas, contra las gracias expectativas y contra las anualidades, fueron recibidos como caídos del cielo por parte de Francia, que las había provocado, y en 1438 pasaron a la famosísima pragmática sanción. Alemania pronto imitó su ejemplo en 1439. Y poco después, cediendo los Pontífices cada vez más, se crearon discordias 102. Epistola XIII. 103. Año 1245. 104. Año 1343.
197
contra los concordatos de Eugenio IV y de Nicolás V de los años 1446 y 1448.'05 Esta vez el abuso provenia de' la Iglesia: debemos confesarlo junto con los sumos Pontífices que lo reconocieron sencillamente. Y así, el asunto de las reservas terminó de tal modo, que la Sede Apostólica resultó tan humillada por ellas, como gloriosamente ensalzada había sido antes por el triunfo reportado en la cuestión de las investiduras. 106. Pero lo más deplorable, fueron las consecuencias funestísimas que este hecho causó en la Iglesia, incluso después de haber desaparecido. Es verdad que la lucha de las investiduras había sido más atormentada. Pero sus heridas habían sido menos graves, y más fáciles de cicatrizar. Roma, en aquella lucha, brillaba con todo el esplendor de la justicia, de la magnanimidad y del desinterés. Sólo la fuerza bruta, el libertinaje y la mentira iban contra ella.'Oó No fue así 105. El primero de estos dos concordatos se concluyó en Frankfurt; el segundo en Aschaffenburg, bajo Federico 111. 106. Observé ya que absteniéndose los Pontífices romanos de m· tervenir sin necesidad en las elecciones de los obispos, podían hablar con mayor vigOr a los príncipes y disuadirlos de que intervinieran. Tiene mucha fuerza el hecho de que el Papa Adriano pudiera decir lo que escribía a Carlomagno: Numquam nos in qualibet electione in· venimus, nec invenire habemus.» Después de esta premisa, qué valor no toma la amonestación del Papa que sigue diciendo: Sed neque ves· tram excellentiam optamus in tale m rem incumbere. Sed qualis a clero et plebe... electus canonice fuerit, et nihil sit quod sacro obsit ordine, solita traditione illum ordinamus?» (Conc. Gall., t. 11, p. 95 Y 120). En ocasión de la discordia producida por razón de las inves· tiduras, aquellos grandes Pontífices no dejaron de asegurar a los príncipes que al sostener la libertad de la Iglesia, no pretendían conseguir un fin secundarío como el de arrogarse las elecciones o el de in· fluir en ellas. Hicieron todo lo posible para apartar del ánimo de los príncipes esta sospecha . Pascual 11 escribía a Enrique 1, rey de In· glaterra: «bíter ista, Rex, nullíus tibi persuasio profana surripiat, quasi aut potestati tuae aliquid diminuere, aut NOS IN EPISCOPORUM PROMOTIONE ALIQUID NOBIS VELIMUS AMPLlUS VINDICARE» (EADMERO, Hist. Novor., lib. 111). Alejandro 111 (siglo XII) fue tan delicado en este aspecto, que habiendo fundado la ciudad de Alessandria y habiéndole asignado su primer obispo, declaró que no pretendía prejuzgar con aquel acto la libertad de las elecciones de los prelados futuros : De novitate et necessitate processit -dice en la Bula-, quod nulla prae· cedente electione, auctoritate nostra, vobis el Ecclesiae ves trae electum providimus. Statuimus ut non praejudicetur in posterum quominus electionem liberam habeatis, sicut Canonici Ecclesiarum Cathedralium, quae Mediolanensi Ecclesiae subiacent ¡Con tanta delicadeza y nobleza procedían los Pontífices de aquellos tiempos en la cuestión de las elecciones!
en' lo de las reservas. En este último asunto, a todas las naciones, a los príncipes y a las Iglesias, no les pareció ver otra cosa en la acción de Roma que un bajo interés. Esto causaba más disguto que ira. Y ésta es menos dañosa que el desprecio. Resulta mucho menos perjudicial la pérdida de los bienes temporales, expuestos a la violencia de la persecución, que la pérdida de la propia dignidad moral. Desgraciadamente, la Providencia divina, que quería purgar de avaricia a aquella primera Sede a la que nunca abandona, debió someterla a la más amarga y rigurosa de las pruebas. Permitió que aquella avaricia fuera vencida por la violencia, por el odio, por el desprecio. Por desgracia aquélla no cede nunca sino bajo el peso de la fuerza que la oprime. La derrota de Roma dejó impresos en los ánimos unas disposiciones tan contrarias a ella, que la Iglesia de Jesucristo resultó sobremanera debilitada. Esta circunstancia favoreció sumamente a las herejías del siglo XVI. Estas hallaron a los príncipes fatigados y desanimados en la estima y en el amor a la santa Sede, escandalizados de ella, y no dispuestos a sostenerla, sino incluso satisfechos al ver hormiguear entre el mismo clero, valientes opositores de los Papas que entonaban el grito de libertad bajo el yugo envejecido y molesto. Aquella libertad, al ser proclamada, resultaba licenciosa. Decía más de lo que los príncipes podían comprender entonces. Era la independencia de la razón natural respecto toda revelación positiva. Se trataba de aquel racionalismo fatal que, cual gérmen de muerte, se fue desarrollando en los años siguientes hasta constituir la gran planta de la incredulidad que cubrió la tierra, cambió las costumbres sociales, derrumbó los tronos, y dio que pensar a la humanidad respecto a su futuro destino. La Revolución francesa y la de Europa remonta a tan lejanos orígenes. 107. Otra consecuencia del hecho de las reservas, más funesta de cuanto decir se puede, fue, como ya hemos insinuado, el nombramiento de los obispos cedido a los príncipes seculares,'07 mediante el cual menguó la libertad de las 107. En Inglaterra, poco antes del Concordato de León X con Francisco 1 se había cedido al rey el nombramiento de los obispos, con indulto' pontificio. Pero ¿será verdad que el sucesor de León X, Adriano VI cediera a Carlos V y a los reyes de España que le sucedieran el nombramiento de los obispos de aquel reino, como muestra de' gratitud, por ser el monarca discípulo suyo y por cuyos beneficios era deudor del Pontificado? ¿Es posible que la libertad de la
199 198
elecciones que tan magnánimos esfuerzos, tan largos peli~ gros, tan inmensas aflicciones habían costado a un Gregario VII, y durante siglos enter os a sus invictos sucesores. ¿Diremos que en el Concor dato de Bolonia del año 1516, a fin de conservar algunas ventajas económicas, Roma cedió una parte de esta preciosa libertad? Jamás. Así como tampoco se nos escapará de los labios una palabra de reproche de un acto que León X realizó con gran madurez de parecer, y cuya lectura escucharon los Padres de un Concilio general.'" ¿ Quién nos impedirá, no obstante, que deploremos las tristísimas circunstancias de los tiempos que hicieron necesaria, cual mal menor, una tan gravosa convención? ¿ Quién nos impedirá que lamentemos el duro destino de la sabiduría de tan gran Pontífice y de tan importante Concilio a quien tocó tener que abandonar de nuevo en manos del poder laical gran parte de aquella preciosa libertad de las elecciones, para cuya reivindicación habían sido consideradas bien empleadas las agitaciones y las atroces discordias en toda la Iglesia y en todo el mundo durante tantos siglos? 108. Si de hecho el poder de los Pontífices romanos había llegado, como hemos visto, a lo más alto, después que se solucionó la cuestión de las investiduras, el poder de los príncipes temporales había ido decayendo hacia el lado opuesto. La nobleza, en ocasión de aquellas discordias , se había sublevado contra ellos, y se había independizado del todo acá y acullá, formando nuevos y menores principados en Europa. Pero en la época del restablecimiento de la paz, mientras el poder papal, retrocediendo en su apogeo , empezó a decaer, por decirlo así, y decayó por el mismo medio mediante el cual parecía que quisiera crecer siempre más según las previsiones humanas -con las reservas y con otras funciones que se atribuía, cubriéndola de riqueza-, los poderes temporales aprovechaban aquel tiempo de tranquiliIglesia ciones ésta! 108. de las
fuera regalada así, como moneda vil con la que pagar obligaprivadas y personales? ¡Qué infeliz liberalidad hubiera sido
Es incluso cómica esta frase de Natalio Alejandro hablando elecciones : «Jus plebis in Reges christianissimos ECCLESIAE GAllI CANAE LIBERTATIB US et antiquo more ab Ecclesia tacite salte m approbato transfu sum est.» (Hist. Eccles. I n saec. I, dissert. VIII) . ¡Bellas libertades aquellas que someten la Iglesia de Dios a los príncipes temporales! Se debería llamar con razón «las servidumbres de la Iglesia Galicana».
200
dad para reparar sus pérdidas, sirviéndose de cul:lnto pudiera aumentar su poder y autoridad. Finalmente, en el siglo xv, un príncipe cruel que ignoraba cualquier obstáculo impuesto por la honestidad, Luis XI , enseñó a todos los príncipes de Europa el modo de abatir a la nobleza con duros y atroces golpes, y convertir así en absoluto el dominio real. Esta política fue recibida substancialmente por todas las cortes, aunque no con igual desfachatez de abierta tiranía. Fue continuada con perseverancia, hasta que Francisco 1 y Carlos V acabaron de poner las bases de la gran obra que, en Europa, confería a la soberanía una nueva forma y naturaleza. Los Pontífices del siglo XVI tuvieron que negociar con estos últimos soberanos, y el resultado de tales negociaciones fue la necesidad de entregarles de nuevo una parte de la libertad de las elecciones, a saber, el nombramiento para las sedes episcopales, reservando a la santa Sede sólo la confirmación. Este tipo de disciplina, ¿qué es básicamente sino las mismas reservas divididas entre soberanos y Pontífices! Esta disciplina es la que todavía rige, y va profundizando cada vez más una de las más amargas y lamentables llagas de la crucificada Esposa de Cristo. 109. y no todos se dan cuenta de ello: parece que habiendo cedido al poder temporal sólo el nombramiento, reservando al Pontífice la confirmación, aquél no perjudica demasiado a la libertad eclesiástica. Pero esta razón aducida a favor de la disciplina actual ¿acaso en tiempos mejores hubiera dejado de ser considerada como un velo que cubre, pero que no cura la llaga, o si se me permite decirlo, como un engaño diplomático? Lo dudo mucho. Veamos qué idea tenía la Iglesia sobre las elecciones, antes de este último estado de la disciplina. Intentemos deducir el juicio que los antiguos prelados emitirían sobre el nombramiento de los obispos abandonado en manos del poder laica!. En aquel tiempo en el que el poder laical iba creciendo en su constante empresa de conquistar las elecciones, y con ellas la libertad de la Iglesia, es decir, en el siglo IX -en el siglo siguiente la usurpación llegó al colmo-, un paso adelante en esta progresiva invasión lo constituyó el hecho de exigir que la elección no se hiciera sino después de haber pedido y obtenido el permiso de los príncipes, como hemos visto. Diplomáticamente hablando, diríase que tal cosa no tiene nada que ver con la elección libre. Sin embargo, ¿ qué 201
le párecióa la Iglesia de entonces! Consideró tal pretensión de los soberanos como una violación de su libertad. Vimos de qué manera el arzobispo Incmaro, y otros prelados de aquel tiempo se opusieron fuertemente a este cepo puesto a la Iglesia, declarando en aquella ocasión que «el deber de una diócesis de pedir permiso al príncipe antes de proceder a la elección del propio pastor, lo consideran como una obligacion de elegir al que sea del gusto del príncipe». Así se consideraba entonces tal atentado. Ahora bien ¿qué hubieran dicho los prelados de aquella época, si en vez de tener que pedir nuevamente el permiso para elegir, se hubiera tratado de que el mismo príncipe nombrara concretamente la persona a quien se había de elegir? No hubieran temido aún mucho más que todo terminara de manera que se tuvieran por obispos sólo a los que el príncipe le agradara imponer a las Iglesias? ¿No hubieran temido igualmente que la confirmación pontificia resultara una formalidad que nunca seria rehusada mientras la persona elegida fuera inmune de delitos públicos, o al menos, notorios? Si los deseos de las Iglesias no son tenidos en cuenta, si éstas no son escuchadas, ¿qué libertad eclesiástica les queda, o al menos, para qué sirve la libertad eclesiástica? 110. Otro paso ulterior realizado por el poder laical en aquel siglo, en proceso ascendente en su influencia sobre las elecciones, fueron las súplicas l'eales. ¿Qué parece más inocente que una simple súplica? ¿Obliga acaso? ¿No pueden los electores dejar de escucharla? Pues bien, ¿qué le pareció entonces a la Iglesia? El célebre san Guido de Chartres, aquel obispo tan amante de las buenas relaciones entre Estado e Iglesia,'09 y tan conciliador, consideraba la súplica real como un aniquilamiento de la libertad eclesiástica.u • Los más in109. Basta con leer la carta 238 de san Guido a Pascual n , para ver cuán grande era el espíritu de concordia y de paz de este santo obispo, y cómo con todas sus fuerzas procuraba que nunca se perturbara el acuerdo entre el Estado y la Iglesia. En esta carta, entre otr~s cosas, escribe esta frase preclq¡:-a: Novit enim Paternitas vestra, quta, cum regnum et sacerdotium inter se conveniunt, bene regitur mundus, floret et fructificat Ecclesia. Cum yero inter se discordant, non so: lum parvae res non crescunt, sed etiam magnae res miserabiliter dllabuntur. 110. Cf. las cartas 67, 68 Y 126 de este gran obispo. En la carta 102 dice precisamente que «non licet regibus, sicut sanxit octava Synodus, quam romana Ecclesia commendat et vel1eratur, ELECTIONI BUS EPISCOPORUM SE IMMISCERB».
202
teligentes y santos prelados del siglo IX, protestaron ' fuertemente con él contra aquella súplica real. Préstese atención: 'qué es más: la simple manifestación de un deseo en favor de una persona, tal como hacía entonces el príncipe a los lectores, o nombrar explícitamente a un individuo según propio gusto? Si aquella simple manifestación del deseo oberano se consideraba como un atentado contra la elec\ón canónica, ¿a dónde iría a parar tal libre elección cuando fos príncipes nombran a los obispos? ¿Acaso los Pontífices deberán hacer otra cosa que denegar la confirma~ión? Y tal confirmación, ¿pueden en todo caso rehusarla l~?remente? No. Primeramente sólo pueden hacerlo, como se dIJO,. cuando recaigan culpas sobre el que ha recibido el nombramIento ..Y aun no siempre, cuando así fuere, sino que será necesano que éstas hayan podido llegar a oídos de la Cabeza de. la Iglesia. Y no basta esto, sino que es preciso que l.as culp~s sean lo suficientemente probadas. No todo termma aqUl: conviene que el Pontífice, al negar la confirmación, no tema irritar demasiado al monarca, no tema ocasionar a la Iglesia un mal bastante peor. Y esto depende del temperamento de los príncipes, de su religiosidad, y más todavía de los ministros que los dirigen, y de todo el complejo de las circunstancias y relaciones diplomáticas en las que se halla la santa Sede. ¿No será muy fácil a un príncipe introducir este ~e mor en el ánimo del Pontífice, sobre todo en tiempos de mcredulidad, de frialdad; de hostilidad general contra la Sede apostólica? ¿Dónde queda pues, en nuestros tiempos una auténtica libertad en las elecciones de los obispos, libertad que no sea meramente formal? ¿Qué diría la antigüedad eclesiástica de semejante situación de la Iglesia? 111. Si pareciere que yo no comparo !a. libertad que l~ queda actualmente a la Iglesia con las maXImas de los pnmeros siglos, me contentaré con llamar a colación e~ modo de pensar de los primeros prelados del siglo IX, SIglo de adormecimiento, por decirlo así, en el que el clero, extenuado, casi ya se había acostumbrado a la servitud de los soberanos. Y no obstante, en aquel siglo todavía se sabía q~é era la libertad y en qué consistía. Pero veamos ahora cu~l era el pensamiento del siglo siguiente en el que la IglesIa sacudió de sus espaldas el yugo ignominioso, y en el que muy santos y valerosos Papas hicieron resplandecer como el sol la libertad de la Iglesia. Veamos qué dirían aquellos grandes Pontífices, de nuestra situación según la cual en la ma-
:1
203
yoría de las naciones católicas no se verifican otras elecciones episcopales que las que llevan a cabo los soberanos por sí mismos. Veamos si tales elecciones serían consideradas como tristes o dichosas. Bastarán dos hechos. ¿ Qué pudieron obtener del magnánime Pontífice en la terrible persecución de Enrique V contra Pascual 1I, la cárcel, las ignominias, las fatigas, la muerte próxima, los estragos de la ciudad y del territorio romano, los apremios, los robos, la desgracia de los buenos faltos de protección, víctimas del desenfreno de bárbaras milicias no guiadas, sino incitadas por la ira de un emperador perjuro? Obtuvieron el privilegio de investir a los obispos con rentas episcopales confiriéndoles el báculo y el anillo, pero a condición de que dichos obispos fueran antes elegidos canónica y libremente, sin simonía, sin «violencia" 1I1 y según otras condiciones añadidas que restringían el privilegio. A Enrique le pareció que se había salido con la suya arrebatando un privilegio de esta naturaleza al oprimido Pontífice. Y no obstante, el privilegio no confería en absoluto al emperador facultad alguna para intrometerse ni en las elecciones ni en la ordenación. Sólo la de consentir a ellas y dar al elegido la posesión del obispado. ¿ Qué sucedió con esto? Pareció como si toda la Iglesia se levantara contra Pascual y proclamara que había disminuido la libertad eclesiástica: amenazaban un cisma. ¿Por qué razón? Por haber concedido al rey realizar una ceremonia poco conveniente, la de investir al obispo con el báculo y el anillo, signos de la jurisdicción episcopal. Y con todo, el rey insistía en que no pretendía con aquella ceremonia sino conferir la posesión de los bienes temporales.m Pero la Iglesia no se contentó con esto, ya que el báculo y el anillo siendo en realidad símbolos de algo más, y ya que la investidura exigía el consentimiento del príncipe para que el elegido pasara a ser obispo, se originaron Concilios por todas partes, movimientos de prelados, asambleas de cardenales contra la concesión arrebatada al Papa, e incluso amenazas de sustraerse a la obediencia de aquel santísimo 111. «... ut regni tui episcopis et abbatibus LIBERE PRAETER VIOLEN· TIAM ET SIMONIAM ELEcrIS investituram virgae et annuli conteras», dice el privilegio citado por GUILLERMO DE MALMESBURY, De gestis Regum Anglorum, lib. V. 112. «Non Ecclesiae jura, non officia quaelibet, sed regalia sola. dare asseret (Henricus).» Así lo atestigua PEDRO DIACONO, Chronicl Cassinensis, lib. IV, cap. 42.
204
..
Pontífice. Para apaciguar tanta ebullición de los ánimos, no se requería nada menos que la heroica humildad del Pontífice. Reconoció haber traspasado los límites del deber: convocó un Concilio en la Basílica de Letrán, se presentó allí allí como reo, se acusó a sí mismo, depuso las insignias pontificiales y declaró estar dispuesto a renunciar al pontificado para satisfacer ante la Iglesia, y confió la propia corrección al juicio de los Padres. «Aquel escrito -dijo- que compuse sin el consejo y aprobación subscrita de los herman?s, forzado por una grave necesidad, no por razón de la vida, de la salud y gloria mía, sino únicamente debido a los ap.uros de la Iglesia, aquel escrito en el que no nos obliga nin.guna condición o promesa, puesto que lo reconozco mal hecho, como mal hecho lo confieso, y deseo corregirlo del todo, con la ayuda divina. El modo de tal corrección lo confío al consejo y al juicio de mis hermanos aquí reunidos, a fin de que por causa de él no se origine en el futuro algún daño para la Iglesia o perjuicio alguno para mi alma.» El Concilio, habiendo examinado el asunto, pronunció después esta sentencia «Aquel privilegio, que no es privilegio y que no debe recibir tal nombre, y que fue arrebatado por la violencia del rey Enrique al Papa Pascual para liberar prisioneros y la misma Iglesia, todos nosotros reunidos en este Concilio con el mismo Papa, lo condenamos con censura canónica por autoridad eclesiastica y por juicio del Espíritu Santo, declarándolo invalidado y absolutamente abrogado, y bajo pena de excomunión sentenciamos que ya no tenga ninguna autoridad ni eficacia.') Se da la siguiente razón de semejante sentencia: «Se condena porque en aquel privilegio, el que es canónicamente elegido por el clero y el pueblo, no puede ser consagrado por persona alguna, antes de que sea investido por el rey. Lo cual va contra el Espíritu Santo y contra la institución de los Cánones.» 1I3 113. «Et hoc ideo damnatum est, quod in eo privilegio continetur quod electus canonice a clero et populo, a nemine consecre· tur nisi prius a rege investiatur. Quod est contra Spiritum Sanctum et canonicam institutionem.» Doble er a el defecto que se descubría en aquel privilegio: 1) No pudiendo el obispo tomar el gobierno de su diócesis sin el consentimiento del rey, y por lo tanto, pudiendo ser negado por el rey por capricho o por voluntad de perj.udicar ~ la Iglesia, ésta resultaba impedida en el uso de su ministeno que tIen~ el derecho de ejercer en todo el mundo libremente debido a l,a auton· dad recibida de Jesucristo. Inocencio 11 decía que convema poner atención en el disentimiento del rey cuando era motivado por razo-
205
Así, pues, aquellos Padres y toda la Iglesia de entonces, no consideraban tolerable que un obispo, aunque elegido legítimamente por el clero y el pueblo, necesitara el consentimiento y la investidura del príncipe para ser consagrado. Ahora bien, ¿ qué les hubiera parecido, si Pascual hubiese descartado la libre elección canónica, privilegiando de tal modo al emperador, que sólo un sujeto nombrado por él pudiera ser consagrado obispo? ¿Acaso no hubieran estimado mucho más deplorables que las circunstancias en las que se hallaba Pascual,''' las del siglo XVI, en las que un Pontífice llegaba al extremo de considerar menor mal para la Iglesia nes justas y jurídicamente probadas, y no en caso contrario. 2) La palabra investidura contenía un equívoco, ya que «investir a un obis· po» parecía significar conferirle la jurisdicción episcopal, lo cual era herejía atribuirlo al poder laical y era contra el Espíritu Santo. Se podría añadir, 3) que poner a un obispo en posesión de los bienes libres del obispado, es injusticia y superchería si quiere hacerlo el rey por propia autoridad, y no por privilegio concedido por la Igle· sia que es la propietaria de sus bienes. ' Por el contrario, era justo que el rey, por propia autoridad, invistiera al obispo de, los ,bienes feudales, ya que la propiedad directa de estos bienes r,a~lca, ~Iempre en el príncipe: el feudatario no posee más que el dommlO utIl. Pero estas dos clases de bienes se confundieron en la jurisprudencia de aquel tiempo, como ya hemos observado, y todos l~~ bienes de. la Iglesia se hicieron pasar por feudales, Esto no sucedlO tanto debido a la avaricia personal de los monarcas, cuanto por la naturaleza de aquellos gobiernos bajo los cuales las propiedades no eran todas igualmente protegidas, sino las reales mejor que las otras. ~e la ventaja de los bienes feudales por encima de los otros, nacieron los
feudi oblati.
114. Este Pontífice se condenó a sí mismo en otro Concilio celebrado en la Basílica de Letrán en el año 1146. ¡Qué emocionantes resultan las circunstancias que él describe narrando cómo fue inducido a aquella condescendencia hacia Enrique! ¡Cuánta humildad y dignidad inspiran! «De:;pués que el Señor hubo hecho lo que quiso con lo que era suyo -dice-, y después de haberme entregado a mí y al pue· blo romano en manos del rey, yo veía cómo todos los días sin cesar se realizaban robos, incendios, matanzas, adulterios. Yo deseaba apartar de la Iglesia y del pueblo de Dios tales y semejantes maldades. Lo que hice, lo hice para librar al pueblo de Dios: lo hice como hombre, ya que soy polvo y ceniza. Confieso que obré mal. Elevad súplicas a Dios por mí a fin de que me perdone, Y en cuanto a aquel desgraciado escrito que se redactó en las tiendas militares, ,y que para verguenza suya se califica de sacrílego, yo lo condeno ,baJO anatema perpetuo, a fin de que no resulte memorable para nadie, ~ os ruego que vosotros hagáis lo mismo,» Y todos aclamaron : «ASl sea, así sea,» Tan tristes circunstancias pudieron obtener de Pascual todo esto. No obstante, es como nada en comparación al nombramiento real de los obispos, cedido a los príncipes cuatro siglos más tarde.
206
de Dios el hecho de conceder que los obispos fueran nombrados por un príncipe secular, antes que sufrir las consecuencias de su denegación? Me abstengo de añadir ulteriores reflexiones a estos hechos, aunque creo que merecen una meditación profunda. 112. Dedúzcase también el juicio que hubiera hecho la Iglesia del siglo XII sobre el nombramiento real, a partir de otro hecho acaecido bajo Inocencia II. Fallecido el arzQ.bispo de Bourges, Luis VII dejaba amplia libertad al clero y al pueblo de aquella Iglesia para que se eligiera su prelado. Solamente ponía la condición de que no se intentara elegir a Pedro de Castra: había jurado de no quererlo como obispo. La elección recayó nada menos que sobre él. El elegido fue a Roma, el Papa lo instituyó sin admitir la excepción del rey y «juzgó que no existía auténtica libertad de elección allí donde el príncipe pudiera excluir a alguno por voluntad propia a no ser que probara ante un juez eclesiástico que faltaban al candidato las condiciones necesarias para ser elegido. En tal caso, el rey, lo mismo que cualquier otro fiel, debía ser escuchado»."5 Pero en el caso citado no se trataba de otra cosa que de dejar en manos del rey el derecho de excluir a una persona, lo cual era considerado por aquellos prudentísimos Pontífices como una violación de la libertad eclesiástica, ya que la libertad es cosa delicadísima y resulta perjudicada por la más mínima cosa. Por lo tanto, ¿ qué le hubiera parecido a Inocencia II si se hubiera tratado no de conceder al rey la exclusión de una sola persona, en una sola diócesis, y en un solo caso accidental, sino del nombramiento de todos los obispos del reino y para siempre? ¿Qué hubiera sido ante sus ojos de la libertad de la Iglesia cuando se hubiese entablado tal proyecto y se hubiese aplicado? No se insulte la memoria de aquellos sumos Pontífices que conservaron ideas tan nobles y auténticas sobre la libertad con la que Cristo ha decorado a su Iglesia,'" diciendo que su 115. « , .. judicante veram non t!sse electionis libertatem ubi quis excipitur a Principe, nisi forte docuerit coram ecclesiastico judice illum non esse eligendum: tune enim audiatur ut alius.» 116. Estas ideas no faltaron nunca ni pueden faltar en la Iglesia, ya que son eternas como la verdad. Para darse cuenta de que en el siglo XVI los Pontífices no pensaban de otro modo que todos los siglos precedentes, basta observar que Julio 11, inmediato predecesor de León X, confirió a veces obispados contra la voluntad del rey, como a fines del siglo precedente lo había hecho Inocencia VIII con el obispado de Angecs. Sin entrar en la cuestión de Si esto fue digno de
207
mo~o. de pensar era, exa.gerado, t~l como la codlcl~ humana estan sIempre dIspuestas a cualq~ler de los homb~es más grandes, santos
ignorancia y la decir. Apelo a y discretos que florecIeron en la IglesIa en esta época: apelo a un san Bern~rdo, cuyo catolicismo era citado como ejemplo por el mIsmo Napoleón. El prudentísimo abad de Clairvaux no pensa~~ de otro modo, que Inocencia n. Al suplicar a éste que ~Ulslera condes~e~Qer sólo por una vez a Luis vn permitIendo que se elIgIera para la sede de Bourges un obispo que no fuera Pedro de Castra, no discordaba en absoluto de los sentimientos del Pontífice. Porque aunque aquel santo hombre se manifestaba como muy leal y muy libre en el modo de escribir a Roma, no obstante, en este asunto intercede por el rey, escribiendo así a los cardenales: «De dos cosas no excusamos al rey: de haber jurado ilícitamente, y de perseverar en su juramento injustamente. Lo hace no por voluntad propia, sino por vergüenza, ya que conside¡;-a vergonzoso -como sabes muy bien- no mantener el juramento ante los francos, ~unque se. haya jurado mal públicamente (a pesar de que nmgun sabIO duda de que los juramentos ilícitos no poseen valor alguno). Con todo, confesamos que ni de esto P?demos ex~usarlo:, no tratamos de excusarlo, sino que pedImos perdon por el. Considerad si se puede excusar de alg';l.na manera l~ ir~, la ~dad, la majestad. Sí se puede si quer~ls qu~ la mlser~cordl~, sea exaltada por encima del juiCIO, ~:mendo co~slderacIOn por un rey que tiene apariencia de mno, perdonandole por esta vez, mitigando de tal manera las cosas que en lo futuro no presuma lo mismo. Quiero decir que se le perdone si es posible, quedando en todo salva la libertad de la Iglesia y conservando la debida veneración hacia el arzobispo consagrado por mano apostólica. Esto es lo que el mismo rey pide humildemente, esto es lo que nuestra ya demasiado afligida Iglesia os ruega con humildad.» 117 P.or lo tax:to, s~n. Bernardo no ~~llaba excusa para un príncIpe que mtervmIera en la eleccIOn de los obispos excluyendo una persona de las que podían ser elegidas: reconoce en e~to ~.ma ofensa a la libertad eclesiástica. Según estos principIOS mmutables en la Iglesia de Dios, ¿en qué se convierten
los nombramientos reales? ¿Se deberá calificar el tiempo en el que aparecen, tiempo de libertad o de servidumbre? ¿Deberán los hijos de la Iglesia alegrarse o llorar por su siglo? 113. Para conocer mejor la naturaleza de esta llaga maligna de la Iglesia, considérese que con el nombramiento real se han abandonado todas las máximas más respetables sobre las elecciones que la Iglesia había seguido en todos los siglos y de las que se había mostrado extremadamente celosa. Considérense una a una estas grandes máximas cuya práctica desapareció de la Iglesia en el año 1516, aunque siempre se mantuvieron vivas en el deseo. Una máxima inviolable de la Iglesia fue que «sea elegido como obispo el mejor de cuantos haya». Esta máxima es justa, clara y conforme a una idea muy elevada del episcopado. La Iglesia no cree que se pueda poseer una determinada dosis de doctrina, de bondad y de prudencia que pueda ser suficiente para tan gran oficio, de suerte que lo que haya de más pueda ser superfluo. Sino que a pesar de todos los m éritos de un hombre, por muchos y grandes que sean, le parecen siempre poco para aquel cargo que se ha calificado de «tremendo para hombros de Angel». No pudiéndose hallar persona adecuada para tan gran dignidad, se deseaba que se eligiera obispo al mejor de todos cuantos se pudieran hallar. 11I
e~comio -lo cual no nos corresponde indagarlo-, no obstante, es clerto que tal modo de proceder de los Pontífices, demuestra cuáles son las ideas verdaderas e inmutables sobre la libertad de la Iglesia. 117. Epístola 219.
118. Toda la sagrada antigüedad proclama muy alto este principio. He aquí con qué fuerza Orígenes lo inculcaba en el segundo siglo de la Iglesia. Hablando del modo según el cual Aaron fue constituido en la antigua ley, señala que en aquel lugar se significaba el modo cómo se debía elegir al obispo en la nueva ley. Dice, pues: "Veamos cómo fue constituido aquel pontífice. Moisés convocó la Sinagoga, dice el texto sagrado, y habló así: "Esta es la palabra que ha mandado el Señor." He aquí cómo, aunque el Señor había mandado constituir al pontífice y él mismo lo había elegido, no obstante, convoca también a la Sinagoga, ya que al ordenar algún sacerdote, se desea la presencia del pueblo a fin de que todos sepan y tengan la certeza de que se elige para el sacerdocio aquel que entre todo el pueblo es el más docto, el más santo, el más eminente en todas las virtudes; ut sciant omnes et certi sint quia qui praestantior est ex omni populo, qui doctioT, qui sanctior, qui in omni virtute eminentior, ille eligatur ad sacerdotium» (Hom. VI in Levit.). Esta doctrina es propia de toda la tradición de la Iglesia. He aquí el discurso que en siglo IX el Visitador, es decir, aquel obispo que era mandado por el metropolitano y por el príncipe para presidir las elecciones, pronunciaba ante la asamblea de los electo¡;es: "Os mandamos por orden soberana y por la fe que jurasteis conservar a Dios
208
pe 17.14
209
Ahora bien, el concordato que establece el nombramiento real, tuvo que substituir la antigua máxima por otra: el nombrado debe ser «un hombre grave, maestro en teología o en derecho, y que al menos tenga veintisiete años».'l9 Por lo tanto, ya no se requiere el mejor, sino un hombre capaz. Es verdad que al príncipe, a quien se deja el nombramiento, no se le exime de la obligación de elegir al mejor. ¿Pero qué garantías posee de ello la Iglesia? La Iglesia no puede rehusarlo, a no ser en caso que «el nombrado no sea hombre grave, maestro en teología o de la edad prescrita». ¿Qué garantías posee la diócesis particular a la que es destinado ? Cuando ésta se lo elegía, se aseguraba de ello por sí misma. Cuando era nombrado por los obispos provinciales o por el sumo Pontífice, siempre era la Iglesia quien finalmente hacía la elección. Ella sabía; debía saber lo que le convenía. En caso contrario, se dañaba a sí misma, nadie la injuriaba. Pero siéndole impuesto, debe aceptarlo mientras sea suficientemente capaz. ¿ Y qué quiere decir hombre grave y doctorado en teología? ¿Qué significa un hombre de veintisiete años? Aunque el proceso que hace la santa Sede antes de confirmarlo, fuera una garantía para la diócesis, ¿qué garantía daría este proceso? Que el obispo es un hombre grave y doctorado ¿ Y acaso puede bastar esto para una diócesis? ¿ Todo hombre grave y todo hombre doctorado será un obispo conveniente para ella? Dejando aparte la cuestión de si será realmente el más conveniente, ¡qué amplitud no suponen estas palabras de flOmbre grave, doctor, de veintisiete años! ¡Qué gradación no existe entre hombres graves! ¡Qué diversidad de doctrina entre cuantos han recibido el honor del doctorado! ¿Nos quedamos con palabras o consideramos la realidad? ¿Confiamos acaso en nuestras Universidades? ¿Su doctrina ha llovido del cielo? ¿Se trata acaso de la doctrina de Salomón, y es toda ella buena y segura? En fin, ¿ tendremos que contentarnos con tener obispos cuyo precio será y a nuestro señor emperador Ludovico, a fin de que no incurráis en aquella gravísima sentencia de condenación y bajo aquel terrible anatema que nos conduce a todos ante el tribunal del juez, que no nos ocultéis quién es el que en esta congregación consideráis como el
mejor, el más ' docto, el más adornado por las buenas costumb~es «ut eum quem meliorem et doctiorem et bonis moribus ornatlOne.m in ista congregatione conversari noveritis, nobis eum non celare dl gnemini) (lnter formulas promotionum episcopalium). 119. Estas son las palabras del Concordato.
210
negativo, es decir, que serán hombres en los que no se podrá hallar mancha alguna grave y pública? El control de la santa Sede, es cierto, no puede ir más allá, y en caso que pudiera y lo quisiera, su lucha con los príncipes sería continua. Por lo tanto, el obispo es elegido en último término, no porque se acumulen en él el mayor número de cualidades, sino porque no hay delitos, o por decirlo más exactamente, no hay acusación segura contra él. Ahora bien, ¿basta tal bondad negativa para constituir, no digo ya a un buen obispo, sino puramente a un buen cristiano? 114. Otra máxima inviolable de la Iglesia sobre la elección de los prelados, fue siempre «que fuera elegido un sacerdote conocido, amado y querido por todos aquellos a quienes debe gobernar».12O Lo que equivale a decir que sea elegido por todo el clero y pueblo de la diócesis a la que .e s destinado. Por consiguiente, puede darse el caso de una persona provista de cualidades excepcionales, y que según las santas y antiguas máximas de la Iglesia esto no baste para ser el obispo de una diócesis, por ser desconocido, o por no convenir con el carácter de los que deben ser sus súbditos, o por serles indeseable debido a cualquier causa. Una Iglesia es como una persona que tiene confianza en un ministro del altar, y no en otro. Su deseo de tener como padre y pastor aquel en quien tiene más confianza, es razonable y bueno. ¿Por qué no sera satisfecho tal deseo? Si el príncipe es quien nombra al obispo, por lo general el deseo común queda sin cumplir. Y así se subvierte aquella máxima, llena de prudencia y de caridad que la Iglesia tuvo siempre presente en el nombramiento de los obispos. 115. Una tercera máxima invariable en la Iglesia fue la de que «se eligiera para ser obispo a un sacerdote que por largo tiempo fuera adscrito a la diócesis que debe gobernar y no mandado de país extranjero».''' Quien ha vivido y, 120. ef. más atrás el n. 77 y ss. - El hecho de que un obispo no fuera conocido por los diocesanos, lo declaraba ilegítimo e intruso. San Julio 1 en una carta a los Orientales (Apud Athan. Ap. 2), deduce que Gregorio, elevado a la sede de Alejandría es un intruso «quia mullis notus, nec a presbyteris, nec ab episcopis, nec a populo postulatus fuerat". San Celestino 1: «Nullus invitis detur ep~scopus.» (Epist. 2). San León: «Qui praetuturus est omnibus, ab ommbus ehgatur» (Epist. 84). 121. Sentencia solemne de toda la antigüedad: «EX PRESBYTE~IS EJUSDEM ECCLESIAE, VELEX DIACONIBUS OPTIMUS ELIGATUR» (SAN LEON, Eplst. 84). Inocencia 1 en la epístola al Sínodo Toledano (cap. 2), condena el
211
por decirlo así, ha envejecido en la diócesis, conoce las cosas, las personas, las necesidades y los medios convenientes para satisfacerlas. Es conocido y amado por los prolongados servicios prestados, y es ya como un viejo padre de aquel pueblo, desde largo tiempo hermano de aquel clero. Y además del esplendor de sus virtudes, el deber de gratitud por sus prolongadas fatigas, y basta la misma suave costumbre, le vinculan todos los ánimos que se le someten con reverencia. También esta máxima tan luminosa y tan evangélica es pisoteada por el nombramiento real. Es natural. El rey que nombra, no quiere fijarse, o en último término no se fija en estas cosas. Manda a la diócesis las personas que él quiere, sean de donde sean, y no sólo de fuera de la diócesis, sino también de fuera de la provincia y hasta de otro clima y nación. Ahora bien, un extranjero que quizás incluso habla otro idioma, quizás oriundo de un país aborrecido por las rivalidades nacionales, tal vez no conocido por otra fama que la de ser favorito del rey, hombre hábil y buen cortesano, ¿acaso será éste el confidente, el amigo de todos? No se trata aquí de saber si un pueblo de santos se puede santificar también bajo un tal obispo. Más bien se diría que si se supone un pueblo de santos, el obispo resulta inútil. Si se supone el pueblo cristiano tal como es, y se quiere conducirlo a la práctica del Evangelio, no se necesitan tales pastores, sino otros. Si se quiere descristianizar al mundo, que se siga actuando así, y veremos por cuánto tiempo los príncipes pueden gobernarlo después de haberlo descristianizado. 116. Alguien dirá: un buen príncipe puede por sí mismo mantener de algún modo estas máximas de la sagrada antigüedad, a las que la Iglesia nunca puede renunciar. Pero en tal caso, ¿por qué la Iglesia no ha hecho el pacto de manera que los príncipes nazcan siempre buenos? Además, incluso cuando el príncipe sea bueno, ¿se pretenderá que un laico, distraído por tantas preocupaciones y por tantos placeres como le procura el gobierno temporal y el uso de la corte, sea un teólogo profundo? ¿ Se pretenderá que conozca las más graves y profundas máximas de la disciplina eclesiástica? o ¿ que comprenda la importancia extrema de las mismas, que tenga un celo apostólico hasta anteponerlas a cualquier otro interés, que las mantenga firhecho de Rufino «qui contra populi v oluntatem et disciplinae ratio· nem episcopatum LOCIS ABDITIS ordinaverat».
212
mes contra la seducción, la adulación, la intriga, contra las oscuras, infatigables y violentas pasiones de todos los que le circundan y de cuyo consejo y ministerio depende ? ¿Quién podrá exigir tanto a un pobre mortal? Pongamos que se dé realmente este nuevo prodigio. Esto no basta. Además de conocer y querer mantener las máximas inviolables de la disciplina eclesiástica, debería poderlo llevar a cabo. Para que ello fuera posible, sería conveniente que conociera todas las Iglesias particulares, de la misma manera como cada una se conoce a sí misma. Debería transformarse él mismo en cada una de las Iglesias, después de haberse transformado en la Iglesia universal. ¿Quién no presentirá la imposibilidad de realizarlo? Finalmente, sin ir más allá, bastará un principio certísimo para iluminar la cuestión, principio confirmado por la experiencia universal y resultante de la naturaleza humana y de la naturaleza de las cosas. Es el siguiente: «Cualquier cuerpo o persona moral, hablando en general, es la única capaz de juzgar lo que más le conviene», ya que está iluminada por el propio interés, siendo éste el tutor más seguro y atento que hallar se pueda. A pesar de cualquier excepción que se quiera asignar a esta ley que preside todas las corporaciones y todas las sociedades, no obstante, por lo general ésta siempre será verdadera, y más verdadera aún hablando de la Iglesia, cuyo interés es espiritual y moral, recto y simple, fiel consigo mismo y luminoso. De todo lo cual resulta que si las iglesias reciben de manos de otros los propios obispos, éstos nunca les podrán ser asignados con aquella casi infalibilidad de juicio con la que las Iglesias podrían procurárselos a sí mismas, tal como lo hicieron durante tantos siglos. Esto es suficiente para darse cuenta de que su derecho resulta así conculcado, ya que ¿ cómo se podrá negar al pueblo de Dios el derecho de tener el mejor pastor posible? La Iglesia que elige el propio pastor tiene un único interés: el de las almas. El príncipe tiene muchos intereses. ¿Es verosímil que el príncipe, entre sus muchos intereses y los de sus partidarios, haga siempre dominar como interés SUpremo en el nombramiento de los obispos, el de la Iglesia? ¿Es posible que la preocupación del bien de la Iglesia esté Continuamente presente en su espíritu, y que sea tan fuerte hasta luchar contra todas las otras preocupaciones y vencerlas? En tal caso, ¡que héroe y qué apóstol se sentaría sobre el trono! 213
El príncipe debería contentarse con que el obispo fuera un súbdito fiel a toda prueba. Es imposible que no lo sea si es un hombre santo y cuyo corazón está lleno del espíritu del Evangelio y de la Iglesia. Pero no debe exigir nada más del obispo. No debe exigir que el obispo sea un agente secreto suyo y -séame permitido decirlo-, un miserable empleado de policía. Esto desnaturalizaría el carácter episcopal y violaría la máxima fundamental del episcopado. «Nadie que ejerza la milicia de Dios se implica en asuntos temporales.» Es ésta una máxima tan delicada, que se viola hasta con el pensamiento. En suma, no es lo mismo la fidelidad evangélica que nace de la conciencia y que tiene por fundamento la rectitud de la justicia, y la fidelidad política que nace de los vínculos del interés humano y que no tiende hacia la justicia, sino que su fundamento es la utilidad. El obispo es el hombre de la justicia, y debe poder serlo libremente. El príncipe cristiano no debe establecer una especulación política o económica sobre su carácter sagrado. En cambio, ¿cuál es la norma del príncipe, en general y hablando de buena fe, sino la política? Y en todos los otros asuntos, fuera de los de la religión, ¿acaso podrá tener otra norma? ¿Cómo, pues, un asunto tan importante, el nombramiento de los obispos -e~ el que ningún objetivo político debería estar presente, sino únicamente un objetivo del todo puro y espiritual-, podrá resultar lo suficientemente garantizado, si se deja en manos de un hombre, cuyas circunstancias, costumbres, educación, ejemplos, lo fuerzan a obrar siempre políticamente? ¿Deberemos ser tan confiados hasta el punto de descansar tranquilamente sin dudar en absoluto de que en él los intereses de la religión prevalgan siempre sobre los de la política? ¿Qué entiendo por política? ¿Acaso no es lo que. siempre está dispuesto a sacar ventajas de todo, que se nutre de cualquier alimento, y destila en sus alambiques todo lo que le viene a las manos? ¿Qué será, pues, un obispo elegido por la política? Lo someto a reflexión de cada uno. Por lo tanto, ¿tiene necesidad la Iglesia de hijos de la política? 117. Hubo un tiempo en el que la Iglesia entabló una guerra encarnizada contra la simonía. Creíase que no podía existir vicio más nocivo e ignominioso para la Iglesia. ¿Es, acaso, la simonía secreta, menos simonía? La simonía que provi:ene de la política ¿es menos vergonzosa y triste? La gangrena que no duele, ¿ es menos mortal que la llaga que
214
duele y hace gemir? Los objetivos temporales que se mezclan en el nombramiento de los obispos, y los medios astutos utilizados para obtener del príncipe las sedes ¿son acaso otra cosa que simonía? Es simonía refinada y decorosa, e incluso modesta. No repugna por su insolencia, no duele. Pero digo yo: ¡mala señal! Hay gangrena y se requiere el bisturí. ¿Es verdad que los procesos por simonía han desaparecido en nuestro tiempo? ¿Quién osaría reinstaurarlos? ¿Pero acaso esto significa que haya cesado aquel vicio tan vergonzoso, o más bien será que ha hallado una fortaleza inexpugnable donde no puede ser atacado? * ¿Por qué, pues, el príncipe pone tanto empeño en reservarse el nombramiento de los obispos? ¿Es quizás el bien de la Iglesia lo que le preocupa? Si fuera así, es evidente que dejaría que la Iglesia se eligiera los obispos. Ya que es imposible que presuma de saber elegirlos mejor que ella. ¿Es acaso simplemente para tener en la persona de los obispos, súbditos fieles según las máximas del Evangelio o según el espíritu de la Iglesia? De ser así, precisamente debería dejar en manos de la misma Iglesia la elección, ya que, cuanto más digno es un obispo del carácter episcopal, más santo es, más apostólico, y también más fiel, con una fidelidad limpia y cristiana. Préstese atención: digo fiel, incluso a costas de la propia vida. No digo adulador, no digo cortesano, no digo bandolero, no digo vasallo servil en todos los deseos, en todos los pensamientos conocidos o supuestos del rey, del ministro, del gobierno al que a menudo le correspondería iluminar y guiar sirviéndose del código del Evangelio cuyo intérprete es él.'" S' no es ésta la razón por * [El fragmento precedente ha sido añadido.] 122. ¡Cómo habría que desear que todos, príncipes y súbditos conocieran en qué consiste la auténtica fidelidad! No, esta virtud no consiste en actos viles, en vender la propia conciencia, sino que siempre va acompañada de la justicia y de la sinceridad. Por esta razón yo presento este libro, no sólo como signo de mi adhesión a la santa Iglesia, sino como una demostración de mi fidelidad a mi soberano. ¡Ojalá pueda ser recibido como tal, sin que las intenciones más puras sean a veces mal interpretadas! El concepto de fidelidad evangélica, sobre la que estoy razonando, se halla constanter,nente en la tradición eclesiástica. Relo aquí en un hecho que se relaCIOna precisamente con las elecciones de los obispos . En el siglo XI, habiendo el rey de Francia dado a la Iglesia de Chartres un obispo i~norante e indigno, los canónigos de aquella Iglesia intentaron comprometer
215
la que el príncipe pone tanta importancia en tener en su mano los nombramientos episcopales, es claro que busca en ellos un apoyo positivo, no moral, sino político; pero apoyo político del propio poder, no divino, sino humano, un apoyo cualquiera, no un apoyo meramente justo. Y con todo esto, ¿no estamos en el campo de la simonía? ¿No es, pues, simonía ca la causa y la raíz de los nombramientos seculares? ¿La Iglesia no resulta, con ello, desnaturalizada? ¿El oficio episcopal, no es envilecido y corrompido? Ciertamente que si el soberano temporal se propusiera con intención pura, únicamente el bien espiritual de la Iglesia, aunque a él le correspondiera nombrar al obispo, de ninguna manera querría fiarse de sí mismo ni de sus ministros. Desearía más bien tomar como consejera a la Iglesia misma, ateniéndose fielmente a sus consejos."J al arzobispo de Tours y a los obispos de OrIeans y de Beauvais para que intervinieran cerca del rey, a fin de que quisiera reparar la herida causada por él a la disciplina eclesiástica; a este propósito, en su carta, escriben estas palabras: «No queráis ser lentos en actuar por causa de la reverencia debida al rey, como si abstenerse sea propio de la fidelidad hacia él, ya que le seréis verdaderamente ~ás fieles si corregís en su reino lo que hay que corregir, y le induCIS a que desee tal corrección.» Esta carta se halla en FULBERTO DE CHARTRES, Epist. 132. 123. Una de las razones más poderosas por las que la Iglesia no quiso nunca que dependiera de los príncipes la adquisición de los obispados, era porque veía que concediéndolo, se hacía inevitable la simonía. Calixto II, en el Concilio de Reims, donde se trató de la paz entre la Iglesia y Enrique, declaró que haria todo lo posible para desterrar de la Iglesia a la simonía «quae maxime» - dijo«per investituras contra Ecclesiam Dei innovata erat». El sumo Pontífice Pascual, había dicho ya antes que la influencia laical en el acto de conferir los obispados, era la raíz de la simonía. Y el ConciIi? .Lateranense del año 1102, renovó la prohibición de que nadie recibiera de .manos laicas, ni Iglesias ni bienes de Iglesias: Haec est enim -dice- simoniacae pravitatis RADIX, dum ad percipiendos hon?res Ecclesiae, saecularibus personis insipienter homines placere deslderant. Este era un hecho que saltó a los ojos de todos: los más santos prelados de la Iglesia no han dejado de deplorarlo. El insigne obispo de Lucca, san Anselmo califica de semillero de simonía el hecho de que los obispados' dependan de la voluntad del príncipe, y no creía que la religión cristiana pudiera subsistir por mucho tiempo con tal disciplina. «Quis enim non advertat -dicehanc pestem seminarium esse simoniacae haereseos ET TaTIUS CHRISTIA.NAE ~LIGIONI~ I:AMENT~B~LE:-r DESTRUCTIONEM? Nempe cum dignitas epIscopalls a prznclpe adlplscl posse speratur, contemptis suis episcopis et. clericis, Eccles!a D~i deseritun>~ etc. (Lib. II). Se quería, pues, destruir no sólo la slmoma en la Iglesia, sino también su raíz e in-
216
118. Diré más todavía: dejar libre a la Iglesia en la elección de sus pastores es propio del verdadero interés , temp0ral del príncipe. A primera vista esto parecerá una paradoja, y así lo han considerado hasta ahora los políticos vulgares. Pero si uno se eleva a consideraciones más altas, haciendo un cálculo más amplio de los intereses, más profundo, se termina volviendo a descubrir como verdad de hecho este principio: «Todo lo que es justo y conforme al espíritu de la religión cristiana, en general resulta también más útil al príncipe cristiano.» Digo en general, es decir, suponiéndolo convertido en máxima de estado. Apliquemos este principio a la materia que estamos tratando. Un obispo que no ha sido elegido por el príncipe, será un mediador entre el príncipe y el pueblo. El príncipe puede contar totalmente con él, ya que en todos los tiempos la Iglesia católica ha inculcado siempre a los súbditos la doctrina de «que no les es lícito rebelarse contra el príncipe por cualquier razón». Por lo tanto, cuanto más el pastor de la Iglesia esté revestido del espíritu eclesiástico, cuanto más sea el elegido de la misma Iglesia, tanto más constante será en inculcar a los pueblos la sumisión, la obediencia, el sufrimiento hasta en las más duras opresiones. El pueblo estará pendiente de los labios de quien le enseña la mansedumbre y de quien le da ejemplo; en él ve a un hombre imparcial, a un sacerdote de Cristo que no posee otro código que el Evangelio. Pero si los obispos son nombrados por el príncipe, si el pueblo descubre en ellos otros tantos empleados del soberano, si los considera como parte interesada y teniendo un mismo interés común con el príncipe, ¿ cómo recibirá sus palabras? Estas perderán toda su fuerza moral. y la fuerza de la religión, que es tan grande, no podrá prestar servicio alguno al príncipe, ya que cuando un mediador se convierte en parte interesada, deja con ello de ser mediador. El príncipe tendrá, es cierto, un apoyo político por parte del clero, en cuanto se ha convertido en una sección de la nobleza, en cuanto cuenta en su seno con grandes propietarios, y en cuanto por sus riquezas posee muchos amigos c1uso su semilla. ¿O es que acaso se perdonará a la raíz y a la semilla porque no se ven, porque se esconden bajo tierra? De tal absurdidad quisiera persuadirnos una jurisprudencia aduladora. ¿Pero acaso puede mantenerse una persuasión que no tenga la base firme de la verdad que la sostenga? No puede durar, porque la Iglesia de Cristo debe sobrevivir al mundo.
217
influyentes. Pero la fuerza que es propia de la Iglesia, la fuerza del Evangelio, y que tiene efectos invencibles, la fuerza que ejerce la justicia sobre los corazones de los hombres , la fuerza misma que tiene Dios y que ha sometido al mundo, esta fuerza ya no existe más en los países en los que los obispos son impuestos por el príncipe, y por consiguiente el príncipe, por la avidez de tener mucho, ha perdido más. Igualmente de todo esto proviene un daño muy grande para la religión, la cual se hace odiosa al pueblo y participa de todo el odio que las facciones políticas pueden estimular contra los príncipes, y en tal caso, resulta tan lejana la posibilidad de que pueda sostener el trono, que ni resulta capaz ya de sostenerse a sí misma. Esto es lo que hemos visto acaecer en Francia en nuestros días. Su clero no ha podido frenar el furor de la rebelión de la que ha sido víctima junto con los re?~s de aquella nación , precisamente por la desunión política creada en aquel Estado entre clero y príncipe, porque aquel clero fue elegido por el mismo príncipe. ¡Gran y terrible lección! Docto, pío y hasta heroico era aquel clero intrépido que cayó bajo la guillotina sin envilecerse. Y sin embargo, nada podía en aquella nación que por otra parte no era insensible ni a las palabras del cristianismo ni a la generosidad de la virtud. No, no bastaron las dotes más espléndidas: el Galicanismo lo ha perdido. Enseñaba la religión del rey. Tenía el pecado original, porque el Galicanismo dependía de la palabra del rey. Esto bastó para que fuera objeto de todos los oprobios, de todas las amarguras en las que fue tan abundantemente abrevado. Aquel odio no fue odio al clero, fue odio al rey, que perseguía también, en el clero y con el clero, a la religión. 119. Hagamos otra reflexión. A un conquistador, a un aventurero .que intenta usurpar un trono, comprendo muy bien que le pueda ser útil tener obispos que prefieran los bienes temporales a la religión, y que le vendan sus almas. Mas para un príncipe cristiano, reconocido como legítimo, considero que no hay utilidad mayor que la de tener en su reino hombres desapasionados, que le sepan decir la verdad, incluso a cuestas de incurrir en su desgracia. Sostengo que para un príncipe cristiano no hay utilidad mayor que la de poder conocer bien y estar seguro de lo que constituye la justicia y saber en qué consisten las verdaderas ventajas de la religión cristiana. Admitido esto, para que sobre los tronos de la Iglesia se sienten hombres tales, sumamente íntegros,
218
seguro que no hay mejor sistema que el recibirlos de la misma Iglesia. Ella posee el espíritu de Dios, a no ser que se pretenda que el gobierno secular posee y conoce mejor el espíritu de Dios, más que el clero y la Iglesia. De modo que yo creo que si el príncipe quisiera tener como obispos a hombres totalmente leales y que fueran libres heraldos de la verdad, y además quisiera y supiera elegirlos él mismo, debería, obrando siempre con precaución, hacerlo secretamente, es decir, sin que nadie supiera que la elección provenía de él: ya que el solo hecho de que se sepa, basta para que lo engañen. ¿ Quién conoce el precio de la modesta, pero cándida libertad evangélica, propia del carácter episcopal? ¿Qué príncipe o qué política serán lo suficientemente elevadas hasta poder darse cuenta de que la mencionada libertad evangélica de los obispos impediría al gobierno del estado desbordarse en excesos, y sería la que le detendría al borde del precipicio hasta el que lo empujan la inconsideración o las pasiones de los gobernantes? ¿ Cuántos Estados hubieran sido salvados de las revoluciones y de la anarquía si esta libertad preciosa, -auténtico perfume que dondequiera que se perciba, impide a los Estados cristianos que se corrompan- hubiera sido apreciada tanto como se merece? Pero, como he dicho, en vez de calcular las ventajas de este freno que la injusticia y la pasión de los gobernantes descubriría como muy ventajoso para su propia conservación, la inconsiderada prudencia del mundo propone como único fin de la política un ciego, ilimitado y continuo aumento de poder, y se considera como algo antipolítico cualquier limitación impuesta al poder del gobierno; como . si un poder pudiera subsistir después de haber alejado de sí cualquier límite, aunque sea justo, es decir, después de haber conseguido poder realizar libremente cuanto se le antoje, sea justo o injusto, y como si no hallara precisamente su propia destrucción en este poder sin límites. Un monarca totalmente absoluto, no podría subsistir, ni que fuera unos pocos días, sobre el trono. Los límites que soñara en destruir a nivel del derecho, los hallaría duplicados y agravados a nivel de los hechos. Por esta razón se observó con perspicacia «que cuando los príncipes quisieron quitarse de encima toda sujeción respecto a la Iglesia, se dieron cuenta de que eran verdaderos esclavos del pueblo»: esto sólo explica todas las circunstancias políticas de nuestros tiempos. A despecho de las obscuridades que han difundido los sofistas
219
enemigos de los tronos reales junto con sus aduladores, y de los prejuicios sistemáticos que han manchado a los historiadores modernos que han hablado del siglo XI, me permito hacer aquí una reflexión apelando a los hombres más desapasionados y más penetrantes que podrán declarar si ésta no es justa. Mi reflexión es la siguiente: «Afirmo que el clero libre representado por Gregario VII, fue verdaderamente útil al m ismo emperador Enrique IV, a pesar de la aparente oposición respecto a él, mientras que el clero adulador y esclavo suyo, fue la auténtica causa de su ruina.» Extraña afirmación. Y no obstante, es fácil de demostrar. Basta considerar lo que sucedió a los barones alemanes. Los señores sajones y alemanes, irritados por sus desenfrenos y su tiranía extremada, al rebelarse contra él, se quejaban sobremanera de la lentitud y moderación del Papa, y amenazaban con elegirse por sí mismos un nuevo emperador, sin esperar el juicio del Papa. Este, en cambio, daba largas al asunto, intentaba arreglar las cosas, hacíase mediador entre el soberano y aquellos señores, con el deseo de dar tiempo para ver si quizás Enrique entraba en razón: de ser así, prometía inoluso sostenerlo. Pero aquellos príncipes, impacientes ante la larga espera, sin consentimiento del Papa que era partidario de la conciliación, eligieFon a Rodolfo de Suabia, lo que hizo interminable el litigio. Y Enrique perdió. Ahora bien, si Enrique hubiera escuchado al Papa, hubiera sido uno de los más grandes emperadores, las disensiones se hubieran solucionado precisamente por mediación del clero libre que era escuchado debido a su libertad y que era apto para ejercer tal mediación. En cambio, ¿quién arrebató a Enrique esta ventaja? ¿Quién lo condujo a tan triste fin de morir destronado, fugitivo y pobre? Nadie más que su clero esclavo a quien había vendido los obi·s pados. Este clero fue el que le aéonsejó ciegamente, no que mantuviera una autoridad sin el freno de la justicia, un derecho vano de arbitrariedad que le situara en un estado capaz de realizar tanto el mal como el bien sin obstáculo alguno, sobre todo una .utoridad para hacer el mal, ya que la de hacer el bien nadie se la disputaba. Este clero perdió a Enrique. Un clero fiel, no de fidelidad política, sino de fidelidad evangélica, lo habría salvado.''' 124. Quien quiera constatar de hecho la certeza de esta conjetura, basta que recuerde lo que sucedió a otro · Enrique, al gran rey
220
120. Este deseo de hallar en el episcopado un apoyo per tas et netas, un medio tal no para hacer respetable ante los pueblos una autoridad justa, sino que les haga esclavos de cualquier tipo de autoridad, este principio del que es tan difícil que se despoje el gobierno laical, es el que los mueve también a nombrar obispos fatales para la Iglesia que, como por casualidad, posean una apariencia eclesiástica -y hoy en día no se puede prescindir de ella-, pero que de hecho no sean libres ministros de Dios, sino siervos del príncipe vestidos de obispos. Debido a la fidelidad que se busca en ellos, fidelidad que nace de motivos humanos, les conviene disponer de personas que den mucha importancia a los bienes humanos; les conviene evitar diligentemente el nombramient.o de aquellos hombres que se elevan por encima de todo lo terreno, y que en las riquezas y en los honores que reciben de mano del príncipe, no reconocen más que una miseria que les cae encima y un grave peso al que someten sus hombros sin entusiasmo, con resignación y por amor de Dios. l2S
de Francia. El Papa no pedía otra cosa sino que los franceses tuvieran un rey católico: no sentía hostilidad personal alguna contra Enrique, ni ocultaba pretensión política alguna al respecto. Los católicos franceses confederados no se mantenían dentro de estos límites. En la carta que escribieron al legado del Papa, a Cayetano, incitaban al Papa para que nombrara un rey de Francia: la opinión de la Sorbona apoyaba a este partido: «Sorbona -dice la cartahuius sententiae est, urgetque Pontificem ut ipse regem Galliae pronuntiet, declaretque; alioquin Gallia conclamata est, expersque remedii. Et esse hanc potestatem Pontifici regem declarandi, rationibus plane evidentibus, multisque exemplis ostendunt. Immo adiungunt, ubi Pontifex regem pronuntiaverit, isque in Gallia denuntiatus fuerit, continuo a clero et ab omnibus catholicis receptum iri» (sub. ano 1592, die 16 april.). ¿Qué hizo el Papa? Ni llegó a este extremo ni cayó en el otro de Enrique: jugó el noble papel de mediador. La mediación obtuvo su efecto, de hecho, a favor de Enrique, ya que éste cedió en la herejía, y fue reconciliado y reconocido como rey por el Papa y por todos los franceses. ¿Qué duda cabe de que si Enrique se hubiera obstinado en la herejía, hubiera perecido por fin con todo su valor? El Papa, pues, no perjudicó a Enrique como le hubiera perjudicado un clero vendido que le hubiera incitado contra el Papa y contra la Iglesia, sino que la resistencia del Papa le ayudó extraordinariamente a hacerlo entrar en la Iglesia y al mismo tiempo a devolverle la estimación de los franceses. ¡He aquí cómo la Iglesia libre mantiene y restablece a los príncipes en el camino de su política auténtica, e incluso beneficia su grandeza temporal! 125. El célebre Cardo Gofredo, abad Vindocinense, en su opúsculo sobre las Investiduras, dirigido a Calixto JI, escribía a este propósito: «Ex jure autem humano tantum illis debemus (a los príncipes tempo-
221
Estos hombres evangélicos a quienes la verdad ha hecho libres, hasta son temidos por la política del mundo, cual escollos y obstáculos para sus vanas empresas. Pero la Iglesia llega a ver muy pocos que resplandezcan sobre las sedes episcopales -al contrario de los tiempos primitivos-, y el mundo carece de heraldos sinceros del Evangelio, carece de la justicia eterna de maestros y de sacerdotes, y los príncipes carecen de amigos y consejeros verdaderamente fieles . Esta misma razón, que el obispo debería poder ser un hombre capaz de servir lealmente a su príncipe manifestándole la verdad, confirma lo que decía antes: al episcopado no le bastan los espíritus mediocres. Tal oficio exige demasiada prudencia y demasiada fortaleza. Quien dijo: «El buen pastor da su vida por las ovejas»,''' exigió una gran magnanimidad por parte del obispo. No son éstas, palabras de consejo, sino de obligación estricta. Quien en la vida normal podría ser un hombre honesto, sobre la cátedra episcopal no será más que un lobo o un perro mudo tal como califica la Escritura a los pastores que no saben morir o ladrar. ¿Qué rey se propone en conciencia no nombrar como obispos sino a hombres que demuestren poseer un corazón tan íntegro y fuerte que sepan morir antes que callar la verdad? 121. Otros inconvenientes se añaden a todos éstos a causa del nombramiento real. Los reyes y los gobiernos consideran a los obispos como otros tantos empleados políticos : los eligen según el mismo sistema, que prevalece en el gobierno. Se exige, naturalmente, que tales obispos hayan abrazado también ellos las mismas máximas políticas. En este estado de cosas, los obispos no pueden quedar contentos y satisfechos con el mero estudio de las normas eternas de verdad y de justicia, absteniéndose de pronunciarse respecto a las do~trinas políticas y limitarse a mantener y conservar la paz y el amor entre los hombres sirviéndose de las máximas universales y divinas del Evangelio. Donde el nombramiento de los obispos se hallare en manos del poder laical, es inevitable que el sistema que preside tal nombramiento esté sujeto a cambio, de la misma manera como cambian los principios de los gabinetes y de los ministerios; es inevitable que hoy se elijan como obispos a hombres de cierto QUANTUM POSSESSIONEM DILIGIMUS, quibus ab ipsis veZ a parentibus suis Ecclesia ditata et investita dignoscitur.» 126. In. lO, 11.
rales)
222
color, y mañana a hombres de otro color diferente, sin que llegue nunca el tiempo en que se elijan hombres blancos,. de ningún color. Entre tanto con tales nombramientos se alimentan todos los intereses y todas las pasiones individuales, sin que se preste atención al bien espiritual de los pueblos y a la conservación de la Iglesia de Jesucristo. 122. No me dedicaré a exponer todo lo que la Iglesia y el mismo Estado deberían temer del nombramiento real de los obispos en el momento en que, desgraciadamente, naciera un soberano necio, o se convertiera en un hombre impío y enemigo de la Iglesia, o tuviera a su lado ministros crueles y enemigos también de la Iglesia. Es más que conocido lo que sucedió en tales casos. Así como lo es igualmente con qué facilidad los príncipes fueron siempre engañados por los herejes, ávidos maestros de mentira, de adulaciqn y de seducción religiosa. Y no solamente los príncipes perversos, sino también los óptimos, y especialmente los que poseen mayor ardor por el bien de la Iglesia, resultan más miserablemente engañados y seducidos por la astuta maldad de éstos que siempre hormiguean por las cortes y buscan en ellas instigadores. m La herejía se esconde bajo el manto de la piedad, y la teología de los laicos no es lo suficientemente precisa para poderla descubrir en seguida, ya que aquélla habla con dulces palabras, fomenta la ambición, es indulgente con las blandas pasiones, y no le cuesta nada simular y mentir. Y así, hasta los mejores príncipes, en tales tiempos eligen incluso a verdaderos herejes que simulan la doctrina católica, y cuando ya fuertes y estando la nación ya perdida, 127. El arrianismo se propagó de esta manera; y en realidad todas las otras herejías no se difundieron por el mundo sin el apoyo de las cortes y de los príncipes que se dejaron engañar por la astucia de los herejes. ¡Cuántos obispos herejes se introdujeron por la fuerza bruta del poder laica!! Basta con abrir la historia eclesiástica y las páginas aparecen llenas de ejemplos. Si en el siglo XVI no se produjo en todas partes la intrusión de obispos herejes como en Inglaterra, en Suecia y en otros países, fue debido a que en muchas partes las herejías destruyeron el episcopado, y lo destruyeron con el brazo del poder secular. El poder secular, por lo tanto, no puede precaverse en modo alguno contra los falsos sistemas religiosos si no es adhiriéndose fuertemente a los Jefes de la Iglesia y creyendo en su magisterio, ya que no existe otra voz igualmente viva, suprema y duradera. ¿Esperarán éstos, acaso, la convocación de un Concilio ecuménico? ¿Es siempre posible disponer de este tribunal extraordinario? ¿Y mientras tanto se deben dejar engañar? Que abran el Evangelio y lean: «Yo he fundado mi Iglesia sobre piedra.» Que crean, pues, en el Evangelio.
223
aban?onan las apariencias y se quitan las máscaras que les cubnan el rostro. Todo esto se descubre en la historia reciente de la Iglesia. Pero vaya hablar de un peligro todavía más tremendo por ser más oculto. Mejor dicho, de un mal presente. 123. Una fuerza infatigable actúa hoy en día y desde hace mucho tiempo por todas partes de la tierra, para propagar en la Iglesia de Dios la semilla más venenosa del cisma. Por desgracia se ha creado un sistema cismático. El cisma aún no se ve por ninguna parte: nunca se ve hasta que explota. Y entre tanto, los instigadores de este sistema -muchos de los cuales están en la buena fe-, pronuncian palabras sumamente seductoras e insidiosas a oídos de todos los príncipes de Europa, y les hacen creer desdichadamente que aq~l sistema constituye un baluarte necesario para su autond~~ y poder, y denuncian el sistema contrario, que es ,el catolIcIsmo,. con las acusaciones más injuriosas, despachandolo como SI se tratara de una pura invención humana, de un descubrimiento maligno de la ambición de la Cabeza de la Iglesia. ¿Cómo no serán seducidos los monarcas? ¿~caso 'pueden éstos poseer tanta penetración, tanto desapaSIOnamIento, tanto amor a la verdad, que distingan correctamente el sistema cismático del que hablamos, y la verdadera doctrina de la Iglesia? Cierto que no. No existe otro camino para ellos que el de cerrar sus oídos a los doctores particulares y sin misión, y abrirlos a los pastores de la Iglesia escuchándolos según el grado que les viene asignado en eÍ orden jerárquico, creyendo finalmente en las palabras de Cristo, que dijo que su Iglesia la edificó sobre Pedro. Estas palabras serán de condena inexcusable para aquellos príncipes que habrán preferido la voz de otro maestro a la de la Cabeza de .la Iglesia. Por desgracia cada príncipe tiene sus teólogos, y cree justificarse ante Dios siguiendo quizás los consejos de algún obispo de su reino. ¡Pero cómo! ¿En qué círculo vicioso se enreda? ¿No es él mismo, acaso, quien ha nombrado a estos obispos? ¿No es él mismo quien escoge a aquellos teólogos privados? Si es así, ¿cómo podrá estar seguro de que a través de ellos escucha la voz de Dios? ¿Cómo sabrá que es la Iglesia que le habla? Si quiere oir a la Iglesia, ésta debe ser la Iglesia libre, no la Iglesia esclava. Debe ser la Iglesia en el orden de la jerarquía, y no puede ser un miembro de la Iglesia que se halla en contradicción con el todo. De lo contrario, no habrá opinión, por rara
que sea, que no se pueda justificar medíante el voto de teólogos privados o de obispos vasallos del príncipe. No es así como la verdad se saca a flote. El príncipe no hallará en sus consejeros sino a sí mismo y sus intereses. Entre tanto, el sistema cismático sobre el que estoy hablando, desgraCiadamente ha prevalecido y prevalece por todas partes. ¿ Qué medio más seguro para hacerlo prevalecer más y más, que dejar el nombramiento de los obispos en manos de los príncipes? Es evidente que, dondequiera que los príncipes estén imbuidos de este sistema cismático, éstos nombrarán obispos a personas de cuyas ideas estén antes muy seguros. Y ya que este cisma se acuIta como el fuego bajo la ceniza, es evidente que ni el Papa, con la reserva de la confir.mación de los que han sido nombrados obispos, puede evItar esta oculta destrucción de la Iglesia, especialmente tratándose no de Italia, donde el Papa puede obtener infol'mación más fácilmente, sino de naciones lejanas en las que la política, la diversidad de lengua y otras causas, dificultan la comunicación entre la Cabeza de la Iglesia y los pueblos. Las retractaciones,* las declaraciones y los juramentos no son más que paliativos ineptos para quien no tiene conciencia: ,son medios. oportunísimos por parte de quien hace profeslOn de sedUCIr para obtener su fin. ¡Ojalá la experiencia no hubiera comprobado esta triste verdad! Cuando todo el r eino ya no tenga más que obispos de esta naturaleza el cisma, a la más mínima ocasión, será ya un hecho consu~a do, sin reparo ni obstáculo alguno. Si la Iglesia cismática de Francia que se manifestó en ocasión del concordato de Napoleón con Pío VII, constituyó la porción más pequeña de la Iglesia de aquel país, se debe a la feliz incongruencia de aquel clero singular, el cual, debido a un orgullo nacional, puso en Europa las bases del sistema cismático del que estoy hablando. Debido a un sentimiento más recto de piedad, en la práctica no fue fiel a su vana teoría. Si aquella pequeña Iglesia cismática, no llegó a turbar y destrozar toda la Iglesia de la nación, y tampoco la Iglesia universal tal como habría sucedido en otras circunstancias fue debido ~i~~mente a u~ 7asgo de la divina Providencia: la cual permItlO que la polItlca de aquel hombre poderoso que dominaba entonces en Francia, y que todo lo había sometido a sí con cetro de hierro, se asociara a la verdadera Iglesia y al
224
pe
* [Las últimas cuatro líneas fueron añadidas.] 17.15
225
sumo Pontífice, permaneciendo así impotente, pero no humillada ni sometida a la facción cismática.'" 124. Por más que puedan introducirse abusos y desórdenes en las elecciones realizadas por las diócesis y provincias particulares, éstos serán siempre parciales, la corrupcion no se extendera a toda la nación, no se harán, al menos, bajo la capa de un sistema prefijado, no será un principio de maldad infernal que rija todas las elecciones y que infl~ya directamente en la perversión del total de los reinos. En cambio, concedido el nombramiento a un príncipe, ¡qué poder tremendo de hacer el mal se concede a la voluntad de un solo hombre! Si se concede a un gabinete, ¡qué poder tremendo se instituye fuera de la Iglesia, poder que con su acción terrible sobrevive a las personas de los príncipes, y dura tanto cuanto duran las normas adoptadas por los gabinetes! Por desgracia el cisma está ya muy avanzado. En toda Europa se colocan en secreto sus primeras piedras. ¡Y son muy otras que las piedras sobre las que se construye el templo del Señor! Ahora bien, en circunstancias tan fatales para la Iglesia católica, ¿ dónde y quién no duerme un plácido sueño? Todo maroha bien, a juicio de los prudentes de este mundo. Según el parecer de otros más prudentes aún, es necesario que los católicos no tengan la temeridad de hablar: conviene observar perfecto silencio para no excitar inquietudes y rumores molestos. Todo lo que puede ocasionar turbación, no es más que imprudencia y temeridad. Esta clase de pru128. Un testigo excepcional por no ser sospechoso de no favorecer el absolutismo político -me refiero a Richelieu-, consideraba el Galicanismo como un sistema cismático. Descubría el espíritu del cisma también en esto, en el hecho de que «una Iglesia particular se proponga decidir cuestiones de tal importancia que conciernen los intereses de toda la Iglesia y de todos los Estados cristianos: cuestiones que por lo mismo no corresponden sino al tribunal supremo del sumo Pontífice y de los Concilios ecuménicos». ¿Qué sucederá si la Iglesia de una nación particular, si algún obispo, si un consejero, un profesor de teología osa no sólo decidir, sino decidir contra la práctica de los Concilios y de los Pontífices, y a veces contra sus declaraciones explícitas? ¿Acaso no es éste un proceder cismático? ¿Hab¡;á algún príncipe cristiano que pueda tener la conciencia tranquila ateniéndose al parecer de tales doctores particulares? ¿Podrá afirmar que ha buscado suficientemente la verdad, la doctrina de la santa Iglesia católica? ¿Podrá creer de buena fe que no actúa sino para mantener sus derechos y que no perjudica en nada los del prójimo?
226
dencia es el arma más terrible en manos de cuantos están minando a la Iglesia. La minan ocultamente. Y quienes denuncian su acción, quienes revelan su traición, son considerados turbulentos, son los perturbadores de la sociedad. Entre tanto la Iglesia se lamenta, y con mucha razón puede pronunciar las palabras del Profeta: «en la paz, su amargura se ha hecho amarguísima». Por consiguiente, si alguna voz, interrumpiendo el silencio de muerte, se levanta para hablar de los medios de salvación que aún le quedan a la Iglesia, fijaros de dónde procede: sale de boca de un simple fiel. Como máximo se tratará de un pobre sacerdote valiente. Fueron dos pobres sacerdotes -lo digo para honrar a la verdad-, los que últimamente, aprovechando al menos la ocasión de aquella revolución que en Francia renegó de la religión católica como religión del Estado, osaron presep.tarse con súplicas a los obispos de su religión, y someterles estas reflexiones sobre el nombramiento para los obispados: «Mientras los jefes de la religión sean hombres escogidos por la misma religión -dijeron a los obispos de su nación-, esta religión no tiene por qué temer. No la matarán ni la persecución ni el hambre: ni la persecución ni el hambre mataron las iglesias de Oriente, de Alemania y de Inglaterra. Murieron por la intervención corruptora del poder en la constitución del episcopado, sea porque los obispos vendieron voluntariamente la propia independencia, sea porque quizás ignoraron hasta qué punto hombres libres y creyentes pueden resistir a las voluntades sacrílegas. ¡Ha llegado vuestra hora, oh sagrado resto de nuestros obispos, ha llegado vuestra ocasión de aguantar este ataque obstinado contra la autoridad! Con sus ojos han ya contemplado vuestras cabezas encanecidas en las precedentes desventuras. Han contado vuestros años, y se han alegrado: ya que el tiempo del hombre es seguro. A medida que vayáis desapareciendo, colocarán en vuestras sedes hombres de su confianza, cuya presencia diezmará vuestras filas sin destruir todavía la unidad. Un residuo de vergüenza desaparecerá más tarde de sus actos. La ambición oculta contraerá pactos terribles. Y el último de vosotros en morir, podrá descender bajo el altar mayor de su catedral con la convicción de que sus funerales son los funerales de toda la Iglesia de Francia.» 125. Así, pues, ¿se abandonará a la Iglesia? ¿No queda esperanza alguna de que el catolicismo se levante de la opresión, de que vuelvan a ser libres las elecciones episcopalesJ
227
sin las que la Iglesia no puede subsistir? No, no hay esperanza: toda la fuerza está de parte del cisma; de parte de la Iglesia no hay más que debilidad. Consideradas las presentes circunstancias, ni los obispos ni el mismo Sumo Pontífice pueden remediar el mal. No hay poder alguno en mano del hombre capaz de tan gran empresa. Pero existe la fe, existe la palabra de Dios: debe ser intimada incluso al mundo que la rehúsa. Los enviados del Señor que la proclaman, han salvado sus almas que perderían no proclamándola. Pero este estado de la Iglesia no es nuevo. En otras ocasiones la Iglesia no tenía esperanza de salvación alguna puesta en los hombres. Nunca la tuvo. Ya que la Providencia, superior a ellos, quiere reservar toda gloria para sí, de manera que sea exaltada la única Cabeza invisible de la Iglesia, Jesucristo. Triunfará precisamente cuando sus enemigos crean haber consumado su victoria, y cuando a sus fieles les haya fallado todo socorro que no sea él. En la libertad de las elecciones, se vio resplandecer siempre, y de modo particular, sobre todos los pensamientos de los hombres, la omnipotencia de Aquél que ha recibido del Padre «todo poder en el cielo y en la tierra». 126. La nación cristiana y el pueblo cristiano, miembro de ésta, posee una constitución de derecho verdaderamente divino, es decir, de hecho. Los hechos son de derecho divino, ya que es Dios y solo Dios quien dirige todos los hechos.'" ¡Ay de quien toca esta constitución! ¡Ay de la nación que infringe sus leyes! Los males caerán sobre ella en tal abundancia, que no dejará de ser agitada y desgarrada hasta que no haya retrocedido y no haya restablecido la Constitución de la que estamos hablando. He aquí las leyes simples, universales e inmutables de esta constitución. Dicha qmstitución insiste en dos ,fundamentos: 1: en un derecho supremo, 2.° en un hecho universal que es el resultado de todos los hechos. Es decir, ante todo hay un poder legislador supremo, o si se prefiere, un poder que proclama las leyes superiores, y un poder que las sanciona. Estos dos 129. Cuando digo que los hechos son de derecho divino, ent iéndase bien. Con esto no se quieren justificar los hechos malvados que se oponen a la ley divina. únicamente nos proponemos decir que todo lo que sucede, incluso permisivamente, tiene un orden y un fin providencial, está orientado a la gloria de Cristo : y este último resultado de todos los hechos del mundo es de derecho divino_ [Nota añadida a ldpiz.]
228
poderes nunca se' unen en una misma persona, sino que siempre pertenecen a personas diversas. Me explicaré. En medio del pueblo cristiano, hay una voz incesante que anuncia la ley evangélica y que es la justicia completa. Esta misión se confía a la Iglesia. Es el poder legislativo o promulgador de leyes. ¿De dónde recibe su sanción? No se 'trata de la sanción en la otra vida, sino en la presente. La Iglesia no está armada -me refiero a armas materiales-, 'j su carácter esencial está expresado en las palabras con las que Cristo confió la misión a los Apóstoles: «He aquí que yo os mando como ovejas en medio de lobos.» 130 La sanción temporal, de suyo no está en manos de la Iglesia. Es otro poder, ya que Dios ha separado la ley de su sanción. 13I Confió a la Iglesia la misión de anunciar aquélla, y se ha reservado sólo para sí el sancionarla temporalmente, a fin de que nadie se pueda vanagloriar y domine por encima de sus semejantes: ni la Iglesia, por su debilidad física, ni todavía menos el gobierno temporal, ya que la fuerza bruta no puede ser razón de gloria humana. Y no' obstante, Dios, en general, no sanciona la ley de la Iglesia en el tiempo y con milagros. Más bien ha organizado en su pueblo, por decirlo así, la sanción de la ley anunciada por la Iglesia. Es decir, ha constituido de tal modo el pueblo de los creyentes, que se halle en la feliz necesidad de tener que sancionar él mismo la ley divina: así, ha cedido a su pueblo el poder que sanciona la ley. Lo que voy a decir, aclarará esta afirmación que no debe hacer caer en sospecha a nadie. En el pueblo cristiano, es decir, en toda nación que pertenezca a este pueblo, aparecen siempre, de hecho, tres poderes: el poder supremo o de gobierno, el poder de los magnates o de los nobles, y el poder del pueblo. Sucede que cuando uno de estos tres poderes es culpable, halla una oposición e incluso su castigo por parte de los otros dos, los cuales entonces se unen para defender la justicia contra el tercer poder que conculca las leyes. Cuando digo que sucede, lo repito, no me refiero sino a lo que es propio del hecho histórico, y me abstengo en absoluto en esta exposición sobre lo que sucede, de toda cuestión de derecho. Para que cada 130. Mat. lO, 16. 131. La Iglesia posee ciertamente el poder de r atificar de varios modos sus leyes. Pero aquí no se h abla de estas ratificaciones eclesiásticas. Se habla de una ratificación superior a la que nunca falta la plena eficacia, [Nota añadida a ldpiz. ]
229
poder se "m"a ntenga en esta sujeción que le impide faltar sin ser castigado, es necesario, evidentemente, que dos de los tres poderes mencionados, sean siempre más fuertes que el tercero, ya que s610 entonces su alianza ocasional en favor de la justicia constituye la misma justicia. Ahora bien, tal sanción sera tanto más eficaz, cuanto más fuertes sean los dos poderes unidos respecto al tercero abandonado a sí mismo, y la justicia se mantendrá así tanto más protegida y asegurada. Pero ya que la culpabilidad contra la justicia puede recaer en cada uno de los tres poderes, la meior repartición de la fuerza en favor de la justicia, es indudablemente aquélla «por la que, en cualquier caso, la sanción de la iusticia contra el poder prevaricador, sea la mayor posible». De donde se deduce la consecuencia de que la repartición de la fuerza más favorable para la justicia en el pueblo cristiano, será la que establezca un perfecto equilibrio de fuerzas entre los tres poderes, de modo que cada uno posea una cantidad igual de fuerza. De esta manera, toda prevaricación de un poder u otro, hallará una oposición contra sí por parte de los otros dos que lo superan de mucho, es decir, que su relación respecto a él, será de dos a uno. De modo que si sucediera que uno de los tres poderes llegara a ser más fuerte que los otros dos luntos. se daría entonces la tiranía al menos en potencia. Si "sucediera que dos poderes se unie~ ran a favor de la in lusticia, y oprimieran a la minoría, es decir, al tercer poder, se daría la conjura contra el Estado. Pero si los tres poderes se coninran contra la iusticia -lo que no sería opresión de sí mismos, sino de la Iglesia-. entonces llega el momento en Que la nación pierde el catolicismo. y más tarde se sale también del cristianismo: se da, pues, Hereiía e Impiedad. Estas son las tres enfermedades radicales de . la sociedad civil cristiana. Qué fin le espera a una nación separada de la Iglesia y substraída así al magisterio de la verdad, es difícil decirlo. Ya no pertenece al pueblo de Dios del que estamos hablando. Se ha introducido al orden de las naciones infieles -o al m~nf)S terminará metiéndose entre ellas- y las naciones infieles están suietas a males Que les son propios. Estará ba io la influencia de algo más funesto todavía por parte de las naciones infieles, a saber, de una ley de degradación que no se puede prever a dónde la conduciría si otras causas no perturbaran su acción infatigable: no existe todavía en la historia un ejemplo de nación que haya agotado todas las transformaciones a 230
las que una ley tan fatal la empuja incesantemente, y que llegada a ciertos límites, no haya vuelto hacia atrás llena de temor ante un abismo abierto ante sí, acercándose de nuevo a la Iglesia católica e incluso volviendo a entrar en ella. Dejando aparte este caso de muerte por apostasía, y volviendo a los otros dos males de las naciones cristianas -la tiranía y la conjura contra el Estado-, diré que la nación católica afectada por estos dos males, no dejará de ser agitada hasta que no haya expulsado de su seno el germen de su triste mal y hasta que no haya restablecido la ley de su constitución divina, que consiste en que dos de los tres poderes sean más fuertes que el tercero, y por lo tanto, que siempre sean capaces de sancionar en cualquier caso la violación de la justicia por parte del tercero. 127. La Providencia siempre se sirvió precisamente de esta constitución propia de los Estados cristianos para salvar las elecciones de los obispos cuando uno de los tres poderes intentó usurparlas. Hubo una época en la que la nobleza impedía la libertad de las elecciones, utilizando todos los medios para convertirse en árbitro de las mismas. Entonces la divina Providencia se sirvió de los soberanos, junto con el pueblo, para reivindicar a la Iglesia su derecho, y devolver la libertad a las elecciones.''' En otras ocasiones el abuso estuvo de parte del pueblo, y aquél fue reprimido al ser ayudada la Iglesia por los soberanos y por la nobleza: l33 132. En el siglo VIII los obispados , por razón de los feudos. eran invadidos por la nobleza, armada e Ín"iuriosa. CarIomagno v Pepino defendieron a la Iglesia, y este último obtuvo del sumo Pontífice Zacarias el privilegio «ad personam» de nombrar a los obispos. El abad LUDO de Ferrara. escribe: "Pipinus a quo per maximum Carolum et
religiosissimum Ludovicum imperatorem duxit rex noster originem, ex: posita necessitate hujus regni Zacariae romano Papae, in Svnodo, CUt Martir Bonifacius interfuit, eius accepit consensum, ut acerbitati temporis, industria sibi probatissimorum, decedentibus episcopis, mederetur» (Epist. 81). 133. Se distinguen, pues, dos periodos en los intentos de la nobleza y del poder supremo para apoderarse de las elecciones: en el primer período se trataba de tomarlas por asalto, mediante una abierta usuJ:; pación: en el segundo se actuó bajo mano y con habilidad, y se llego insensiblemente hasta el fin. . .. En Francia el poder supremo se unió con el pueblo en perjUIcIO de la libertad 'de la Iglesia y contra la nobleza, y por esta razón hubo conjura contra el Estado. En la asamblea de las comunas d~l año 1615, el tercer lugar fue para el galicanismo, v el sistema católIco fue ~e fendido por el clero y por la nobleza, "de manera que, como escr:be Bartolomé Grammond presidente del departamento de Toulouse (Htst.
231
son beneficios imperecederos que los piadosos soberanos rindieron a la Iglesia y que ésta siempre recordó y recordará hasta el fin de los siglos. Finalmente los mismos monarcas se entrometieron y tiranizaron horriblemente las elecciones. Esto dio ocasión a la gran lucha que empezó o, por decirlo meior, explotó en tiempos de Gregorio VII, y en la que la Iglesia fue reivindicada por la nobleza y por el pueblo, contra la usurpación de los soberanos. Humillados éstos, la nobleza levantó de nuevo la cabeza, y se apoderó más hábilmente todavía de las elecciones no menos que de las sedes episcopales, dirigiendo las cosas de tal modo que, excluido el pueblo y la mayoría del clero, las elecciones dependieran de los Capítulos catedralicios que vinieron a ser como la desembocadura de la nobleza, salvadas siempre las debidas excepciones. Por este medio la monarquía de nuevo cobró fuerza sobr e la nobleza que se envilecía. y llegó a presionarla y finalmente a dominarla totalmente. Entonces los príncipes obtuvieron el nombramiento de los obispos, es decir, sin duda alguna la máxima influencia sobre las elecciones episcopales. Esta influencia fue legalizada bajo forma de protección. Se utilizó con cautela y decencia externa, y se vistió del mejor gusto diplomático. Entre tanto, el cisma se hace cada vez ad ann. 1615, lib. n, el partido católico decía: «c1erum et nobilitatem convenire in eandem sententiam, nec ideo contrariam opinionem valere quía ita populus censet: duorum vota et calculos uni praevalere •. En 1673 el clero se declaró también según la misma sentencia correcta, pero en 1682 contradijo a sus padres. El clero, de nombramiento real bajo un rev despótico como Luis XIV, fue partidario del rey: entonces el galicanismo tomó las apariencias de la mayor regularidad y obtuvo su triunfo. Pero ¡de qué sirvió esta conjura del poder supremo y del pueblo contra el Estado y contra la I glesia? Sirvió para la ruina del rev. Con la nobleza, casi aniquilada, el rey se halló ante el pueblo que él i'nismo había elevado. Dos poderes , uno ante el otro , sin mediador, no pueden perseverar concordes por mucho tiempo : el pueblo eliminó al rev, lo mató. ¡Qué lección és ta! ¡Qué falsa política aquélla Que no piensa en otra cosa que en convertir en ilimitado el poder supremo! Los excesos se tocan : quien se ensalza excesivamente, más miserablemente se derrumba. Hay que observar algo singular: el Cardenal Richelieu estuvo a favor de la Iglesia y contra el galicanismo. Y no obstante, fue él quien preparó el triunfo de éste: él fue el más grande instrumento del hundimiento de la nobleza y del absolutismo real. El gran hombre no se daba cu enta, pues, de lo Que hacía. ¡Cuántos hav Que parecen ver mucho, y en realidad son miopes engañándose de la misma manera!
232
más irreparable. ¿Quién librará de él a la Iglesia, al mundo? ¿ Quién salvará los tronos extenuados en prepararse a sí mismos las más miserables desgracias y las más raras peripecias? ¿Cuál de los tres poderes podrá utilizar la divina Providencia para sancionar una vez más la ley de la injusticia, y para restituir a la Iglesia aquella plena libertad de existir que nunca mano mortal tocó impunemente? Una rápida mirada sobre el mundo nos dará la respuesta. La sanción tremenda de la divina Providencia no está ya en la oscuridad, no es necesario adivinarla. Ha empezado ya y se deja oír en varios puntos de Europa y del universo. Inglaterra e Irlanda, los Estados Unidos y Bélgica gozan de libertad para elegir a los obispos. Por ningún precio la Providencia dejará de redimir a la Iglesia para que tenga libertad en todas las naciones de la Tierra: que los monarcas no lo duden. Los pueblos, sÍ, los pueblos son la vara de la que ella se sirve. Las rebeliones son execrables: ¿quién las execra, quién las condena más que la Iglesia? Lo que no hace la Iglesia, no lo hacen los más buenos. Lo hace precisamente el poder de Jesucristo qUe es Señor de los reyes y de los pueblos, que somete a su voluntad todas las cosas, que suele sacar el bien del mal. El usará también el brazo del malvado para sus fines. 128. Sí, me atrevo a decir que es irreparable la confusión de toda Europa ya que hay un solo medio para evitarla: el de restablecer a la Iglesia en su plena libertad, el de comportarse respecto a ella con sumisión y justicia. Pero este medio, es el único que no se aprecia, es el único que desgraciadamente se rehúsa. Se intenta todo, se utiliza todo, los ejércitos y las más prudentes negociaciones. Pero todos estos medios son parecidos a los últimos socorros que se prestan al moribundo con la mayor urgencia y vigilancia, los cuales obtienen ya mucho cuando se logra prolongar por algunos instantes sus sufrimientos mortales. ¿Acaso falta inteligencia? No, falta fe. Falta un amor suficiente a la justicia. No se cree que la Providencia tiene un designio fijo en el gobierno de los acontecimientos. No se cree que la Iglesia posee una misión que debe ser realizada a toda costa. El hombre se persuade que no necesita de ella. Así, la incredulidad elimina después a la inteligencia, es decir, hace incomprensible el sagrado y universal grito de los pueblos cristianos: él de Libertad. Los pueblos confiesan que no se rebelan por una razón verdadera. Se engañan a sí mismos, ya que tienen 233
una conciencia profunda de la verdadera razón por la que se sublevan, y les falta la expresión de esta conciencia. E s necesario que se sepa que los cristianos, siendo esencialmente libres, no pueden servir al hombre en el que no vean la imagen de Dios; no pueden servirlo más que bajo una condición: la de recibir del magisterio de la Iglesia la ley evangélica de humildad y de mansedumbre, ley que la Iglesia, esclava y despreciada, ya no es capaz de enseñarles. ¡Ah, si se entendieran estas verdades! En este caso se llegaría aún a tiempo! *
* [El siguiente fragmento, escrito en 1832, fue excluido de la edi· ción de las Cinco Llagas, de 1848, ya que las condiciones políticas y el ánimo de Rosmini habían cambiado profundamente.] En Europa sobrevive una persona' [probablemente se trata de Fran· cisco Ir de Austria, pero hay dificultades para admitirlo] digna de como prenderla: una persona augusta y sumamente venerable, sea por las prolongadas desventuras en las que ha encanecido y que ha superado; sea por la madurez obtenida en tantas experiencias y por la dulzura de su carácter verdaderamente real que la convierte eri delicia y objeto de amor para millones, no de súbditos, sino de hijos : sea por,Ja rec· titud de su intención pura y resplandeciente como la luz. Y ahora ¿quién impide que, no éstas mis humildes palabras que no presumen de tanto, sino la verdad que contienen, llegue a aquellos oídos augustos que están ávidos y que no son dignos de otra cosa que de la verdad, y penetren aquella mente que no busca nada más que la ju sticia y que reconoce sólo a ella como fundamento de su trono? ¿Quién puede impedir que este pastor de pueblos, con paso magnánimo y valiente, rompiendo la densa multitud de los prejuicios, avance solitario por un camino totalmente nuevo y se constituya en libertador de la Iglesia, y mediante la libertad recuperada, se convierta en salvador de las naciones? ¡Qué gloria más ilustre y más digna del monarca que quiere proveer su trono de tanta piedad, gloria que es propia también de sus ejércitos bien adiestrados, que Dios ha protegido en tantos p eligros no sin razón, que con su espada ha defendido a la Iglesia y que, finalmente, es el sucesor de un Apóstol! ¡Ah, si mis votos pudieran ser escuchados desde el Cielo, si mi sangre pudiera ser aceptada, quisiera contemplar con mis ojos antes de morir, o muriendo, esta nueva corona inmortal en torno a las sienes de tan gran sober ano! 234
V. Sobre la llaga del pie izquierdo: la servidumbre de los bienes eclesiásticos
r
129. A partir de las cosas que hemos razonado hasta aquí, aparece claro que la caída de la Roma pagana, predicha por las Escrituras bajo el nombre de Babilonia, fue , en el orden de la altísima Providencia, no sólo un acto de justicia vindicativa de la sangre de los mártires y extirpadora de las últimas raíces de la idolatría, sino también una disposición de aquella política divina por la que la humanidad es gobernada por el Rey de los reyes, mediante la cual, disuelta la antigua y decrépita sociedad, adquiriera una nueva hija de la Iglesia del Hombre-Dios, marcada en su , frente con un carácter sagrado, indeleble, que la hiciera semejante a su madre inmortal, y junto con ella se desarrollara mediante un progreso interminable de civilización desconocida y nueva. Pero la gloria que de tal obra debía provenir al elemento divino de la iglesia de Cristo, convenía que fuera moderada y contrarrestada por la humillación que debía derivar de] elemento humano de la misma Iglesia, a fin de que todo el bien se atribuyera a Dios o a su Cristo, y no al hombre. Por lo cual Dios permitió que los conquistadores bárbaros, encargados de la destrucción del imperio romano por un elevado designio, y movidos, sin saberlo, a convertirse en discípulos de la Iglesia, introdujeran el Feudalismo que acabó extinguiendo la libertad de la misma Iglesia y siendo causa de todos sus males. A decir verdad, la afluencia de riquezas no habría bastado para precipitar al clero en aquel precipicio que hemos considerado, ni tampoco los poderes temporales hubieran ocasionado efecto tan deplorable si éstos hubieran sido independientes. Dios se sirvió incluso de la monarquía para mantener íntegra la libertad de la Sede Apostólica, a fin de que al menos la Cabeza quedara a salvo de la servidumbre universal, y libre la Cabeza, después diera la libertad a los miembros, siendo ésta la gran obra que Roma debe todavía llevar a cabo. 130. Sí, el Feudalismo fue la única, o al menos la principalísima fuente de todos los males, siendo un sistema mezclado de señorío bárbaro y profano, y a la vez de servidum235
bre y vasallaje a los príncipes temporales. En cuanto es dominio señorial, el Feudalismo separó al clero del pueblo (primera llaga), y dividió en dos partes al mismo clero, que fueron llamadas injuriosamente alto y bajo clero, sustituyendo la relación de padre e hijo, que lo unfa, por la de señor y súbdito, que lo divide. Esta es la causa de la negligente educación de los clérigos (segunda llaga), y también de la división, que se introdujo en el alto clero, es decir, entre los obispos. Faltos de fraternidad , revivían de nuevo los celos de los señores feudales tanto respecto a sí mismos como por lo que se refiere al príncipe cuyo vasallaje todavía les dominaba. De este modo, cada obispo permanecía separado del pueblo y alejado de todo el episcopado (tercera llaga). En cuanto es una servidumbre, el Feudalismo después de haber sometido a los obispos a su señor temporal, como si fueran simples fieles y súbditos suyos, encadenó ignominiosamente a la Iglesia, junto con todas sus cosas, al carro del poder laical, arrastrándola por todas las simas y precipicios, en los que durante su curso irregular y falaz, a menudo se va descuartizando y se precipita en los abismos. Después de mil envilecimientos y de mil desdichas, despojada de los poderes recibidos, se halla tan desprovista de fuerzas , hasta el punto de no saber ya conservar ni defender el nombramiento de los propios pastores (cuarta llaga). Digo que el Feudalismo esclavizó a la Iglesia con todas sus cosas, porque los monarcas bárbaros acostumbrados a no reconocer sino vasallos, consideraron todas las cosas eclesiásticas con este mismo instinto. Los hombres de leyes aduladores, considerando todo esto, supieron reducir a teoría de derecho el despotismo bárbaro, ya arraigado de hecho, enseñando Que "lo principal exige 10 accesorio ». Declaraban que los feudos real{;!s eran como 10 principal, deduciendo de este modo que, por 10 tanto, también los alodios poseídos por la Iglesia debían ser considerados como bienes feudales . De esta manera el Feudalismo 10 absorbió todo: no dejó libres ni las personas ni las cosas de la Iglesia. 131. Dejando, pues, aparte el caso de la soberanía que no se realizó más que en la Sede Romana, y que no habría podido realizarse tampoco en otras, al menos durante mucho tiempo -y que siendo dominio libre no comporta una servidumbre ignominiosa- digo, pues, que lo que corrorT'pe y envilece al clero no son las riquezas libres sino las esclavas: fue, en efecto, la servidumbre de los bienes eclesiás236
ticos, la causa lamentable por la que la Iglesia no pudo conservar sus antiguas máximas respecto a los bienes eclesiásticos, ni regular libremente la adquisición de los mismos, su administración y su distribución tal como convenía según su propio espíritu. Esta falta de una ordenación convemente respecto a la administración y al uso de los bienes de la Iglesia en conformidad con las antiguas máximas y con el espíritu eclesiástico, constituye precisamente la quinta llaga que todavía hoy aflige y martiriza a su cuerpo místico. 132. El Feudalismo en gran parte ha caído ya, y cada vez va disolviéndose más ante la civilización de las naciones, de la misma manera como las sombras huyen ante los rayos del sol: la Iglesia no posee ya feudos. Pero los principios legales, las costumbres, el espíritu del feudalismo, perduran después de él. La política de los gobiernos se inspira en él y los códigos modernos han heredado de la Edad Media tan lllfausto legado. Señalamos las razones para que se consideren los efectos. 133. La Iglesia primitiva era pobre, pero libre. La persecución no le robaba la libertad de su gobierno, ni tan solo el despojo violento de sus bienes, no comprometía en absoluto su auténtica libertad. No tenía vasallaje ni protección y aún menos tutela o abogados defensores. Bajo estas denominaciones traidoras, se introdujo la servidumbre de los bienes eclesiásticos. Desde entonces resultó imposible a 'l a Iglesia, como decíamos, mantener sus antiguas máximas en lo que se refiere a la adquisición, al gobierno, y al uso de sus bienes materiales. El olvido de estas máximas que arrebataban a los mencionados bienes todo lo que poseen de lisonjero y de corruptor, la condujo a un peligro extremo. Debemos señalar las principales de aquellas máximas. 134. La primera máxima, que se refería a la adquisición de los bienes, era que la oblación debía ser espontánea. «En cualquier casa en la que entrareis, había dicho Cristo a los apóstoles, decid ante todo: Paz sobre esta casa. Permaneced en la misma, comiendo y bebiendo cuanto posean: porque el obrero merece su salario.» 1 Estas últimas palabras fueron norma de los apóstoles, norma repetida muchas veces por san Pablo.' Con ellas Cristo imponía a los fieles la obligación de alimentar a los obreros evangélicos y les daba 1. Le. 10, 5-7. 2. 1 Coro 9, 4, 15; 1 Tim. 5, 17-18.
237
el derecho de ser mantenidos por ellos. Se trataba de un verdadero precepto. Pero por el hecho de ser un prec~pto, no disminuye la espontaneidad de la acción, ya que espontánea debía ser también la misma adhesión al evangelio y la incorporación al cuerpo de los fieles. La espontaneidad de la acción humana no cesa sino cuando a la obligación se añade también una coacción violenta. Ahora bien, Cristo no añadió otra sanción que ésta: «ante cualquiera que no os reciba ni escuche vuestras palabras, salid fuera de la casa o de la ciudad, y sacudid el polvo de vuestros pies».' Se deja en manos de la justicia divina la imposición de un castigo a los infractores de aquel precepto, de acuerdo con el espíritu de mansedumbre del divino Legislador, el cual promete que a su tiempo así lo hará: El suceso de Ananías y Safira prueba lo mismo: «Si hubieras conservado tu campo, dijo san Pedro a Ananías, podías disponer de él, y vendiéndolo ¿acaso no quedaba en tus manos su precio?» s Igualmente las colectas ordenadas por san Pablo a las Iglesias de los Gálatas y de los Corintios, para subvenir a las necesidades de los cristianos pobres de Jerusalén, se dejan al espíritu de caridad y a la discreción de cada uno: «cada domingo, cada uno de vosotros separe lo que le parezca bien».' 135. Además, el precepto dado por Cristo a los fieles de mantener al clero, no se extiende más allá de la estricta necesidad, lo cual venía significado en la expresión «de que los heraldos evangélicos comieran y bebieran en cualquier casa en la que entraran», edentes et bibentes quae apud iUos sunt. Por lo que Pablo, ateniéndose a la manera de expresarse de Cristo, escribía a los Corintios: «¿Acaso no tenemos nosotros la necesidad de comer y beber?» 7 Si a los fieles se les dejaba toda la espontaneidad en el modo de suministrar el necesario sostenimiento al clero primitivo, respecto al cual existía también un precepto, ¿cuánto más espontáneas resultaban por su propia naturaleza aquellas ofertas que sobrepasaban el límite de la necesidad? 136. A finales del siglo II y a principios del 111, Tertuliano nos hace saber que esta bella espontaneidad se conservaba todavía. "Cada uno, escribe en el Apologético, cada 3. Mat. 10, 14. 4. Ibid. 15. 5. Act. 5, 1, 11.
6. 1 Coro 16, 2. 7. J Coro 9, 4.
233
mes o c~ando quiere y si 'pued~, guarda una pequeña cantidad de, dmero, ya que nadIe es forzado a ello, sino que lo da espontaneamente. Estos ahorros son como depósitos de piedad.»' Esta máxima, reaparece más o menos explicada en todos los siglos de la Iglesia, la cual quería y recomendaba que no sólo los fieles no fueran violentados en sus oblaciones, sino que ni tan sólo se les indujera a prestarlas artificialmente y con halagos. Hasta en el siglo IX se constata que el Concilio III de Chalan publica cánones para mantener ilesa, incluso contra este abuso, la espontaneidad de los dones que los fieles ofrecían a la Iglesia: 137. La ley de los diezmos, que Dios había asignado a los Levitas en el Antiguo Testamento, no fue confirmada por Cristo en el Nuevo. Y la razón creo que debe ser ésta:, No queriendo el Autor de la gracia añadir peso alguno positivo además del que la naturaleza de las cosas ya exigía -y la naturaleza de las cosas exige solamente que el clero sea mantenido por los fieles que se benefician de su trabajo, lo cual no determina medida alguna en la subvención a prestar, pudiendo ser más o menos grandes las necesidades, según el número de los obreros-, la determinación precisa de la medida, en algunos casos hubiera constituido una prescripción algunas veces superior a las necesidades, y otras inferior a las mismas. No habiendo el Señor prohibido tal oblación, sino que la dejó libre en absoluto a discreción de los fieles, éstos ya desde los primeros siglos la ofrecieron espontáneamente, teniendo presente la antigua determinación/o de modo especial los que provenían de la sinagoga. E incluso en el siglo VI, parece que por insinuación de los obispos más tenaces en la conservación de las antiguas máximas, Justiniano prohibía no sólo que no se usara la fuerza para recaudarlas, sino que ni se aplicaran penas eclesiásticas. u Es cierto que la Iglesia podía reducir a precepto lo que 8. Modicam unusquisque stipem menstrua die, veZ cum velit, et si modo possit, apponit: nam nema compellitur, sed sponte conjert. Haec quasi deposita pietatis sunt CApaZ. cap. 39). 9. Cj. TOMASSINUS, P. III, Lib . 1, cap. 23. 10. IRAENEus, Lib. IV, cap . 34. - ORIGENES, Hom. in XI Num. Cj. el pasaje de S. CIPRIANO, De unitate Ecc1esiae, cap. 5, donde dice : «At nunc de patrimonio nec decimas damus», parece que hay que considerarlo como un reproche hacia los que por falta de fervor, no las pagaban. 11 . Cad. De Episco. et Cleric., lib. 39.
239
se había introducido por costumbre, tal como lo hizo prime. ro en algún lugar, en el siglo VI," y después por todas partes, cuando le pareció que éste era el medio más conveniente o necesario para asegurar al clero su sostenimiento. Pero la espontaneidad de la oferta, sólo desaparecía cuando se aplicaba una sanción por parte del poder civil: ésta ap~re ce en el siglo VIII junto con el Feudalismo." 138. Es éste el momento de considerar que el Evangelio introdujo en el mundo una nueva especie de derechos que podemos calificar de derechos eclesiásticos. Antes no se conocían más que derechos de estricta justicia, y acciones de beneficencia. Los primeros admitían la fuerza externa y violenta, las segundas permanecían del todo libres. Entre estas dos formas de acciones morales, el divino Legislador que reformó al mundo, introdujo una tercera forma de la que precisamente constituye un ejemplo el derecho conferido por él a los sagrados ministros: es el derecho de vivir del altar, al cual añadió como defensa del mismo, la amenaza del castigo futuro. Tal es la naturaleza de las otras disposiciones eclesiásticas sancionadas únicamente por penas canónicas y espirituales, ya que la máxima pena que la Iglesia posee como propia, es la de separar al desobediente y con~ tumaz del cuerpo de los fieles, y por lo tanto, la privación de los bienes que provienen de la comunión con ellos. Esta categoría de penas con las que la Iglesia mantiene sus órdenes y sus derechos, resultaba absolutamente desconocida y extraña al gobierno temporal, tal como Cristo había ya enseñado en aquellas palabras: <
240
por ésta en virtud de donaciones espontáneas, fueran tuteladas por la fuerza pública, lo mismo que todas las demás, ya que después de la donación adquieren naturaleza de derecho de estricta justicia. Pero el empleo de la fuerza parece repugnar a la antigua máxima, tratándose de obligar a los fip.les a hacer donaciones y ofertas como es el caso de los diezmos, de las primicias y de oblaciones semejantes. La primitiva y espontánea naturaleza de esta máxima, no podía echarse a perder debido a la costumbre introducida, no tratándose de nada más que de uno de tantos sofismas jurídicos que pretende convertir un donador espontáneo en un estricto deudor por la única razón de que por largo tiempo ha perseverado en la donación. 140. Este primer grado de servidumbre al que fueron sometidas las oblaciones espontáneas, disminuía la caridad entre los fieles donadores y el clero, ya que no se sentían más vinculados por las suaves relaciones de bienhechor y beneficiado, o mejor por las relaciones mutuas de los beneficiados entre ellos, dando los unos cosas temporales y el otro las espirituales según el pensamiento apostólico, si nos vobis spiritualia seminavimus, magnum est si nos carnalia vestra metamus. 15 Las relaciones naturales primitivas eran reemplazadas por las relaciones frías y odiosas entre deudor y acreedor, las cuales por una parte eliminaban el mérito y la suavidad de dar y por la otra la gratitud de recibir. Y el clero, seguro de poder vivir, ya no experimentaba el aumento y la disminución de las ofertas según sus fatigas. 141. Pero otro grado de servidumbre más funesta, fue la confusión de las propiedades libres y ofrecidas a la Iglesia, con las propiedades feudales que absorbieron a todas las otras. Esta confusión engendró la opinión de que todas las cosas de la Iglesia pertenecían al Señor que confería el feudo, y a quien servían las personas de la Iglesia. La prueba de esta servidumbre de los bienes eclesiásticos, se expresa incluso en el lenguaje de aquel tiempo, ya que las iglesias se llamaron manos muertas, lo cual significaba una clase de siervos; 16 nunca más pareció este vocablo injurioso. Y la 15. 16. lonas, mente
1 Coro 11, 11. «La aparcería no podía ser calificada de propiedad para los ca· ya que estos últimos o siervos de la tierra, llamábanse precisa· manos muertas porque nada podían poseer como propio» (CrBRARIO, Dell'Economia del Medioevo, Lib. 111, cap. 3). pe 17 . 16
241
mala semilla, después de haber producido ocultamente los más venenosos frutos en medio del clero, ünalmente produjo el despojo actual de la Igle.sia, y el solemne decreto del 2-4 de noviembre de 1789, medIante el cual la Asamblea Nacional de Francia declaró que todas las propiedades eclesiásticas pasaban a disposición de la nación entera, de ~1~ nera que la revolución llevada a cabo en nombre de la CIVIlización recibió la herencia y los despojos del Feudalismo. 142. ' La segunda máxima que protegía a la Iglesia de la corrupción que de suyo pueden acarrear los bienes terre~os, era que «éstos se poseyeran, se administraran y se distnbuyeran en común». Así, los primeros fie1 s entregaban ,el pre7 cio de las casas y de los campos vendIdos a los Apostoles, distribuyéndose a cada fiel según la necesidad de cada uno prout cuique opus eral." ¡Qué caridad no fomentaba er: los tiempos primitivos, qué unión no aportaba entre los fIeles, entre los fieles y el clero, esta comunión de bienes! «La multitud de los creyentes poseía un solo corazón y una sola alma, y ninguno de ellos calificaba de propias las cosa~ que poseían, sino que todo era común».Ia ,El dulc~ es~ecta~ulo que ofrecía esta fraternidad, nunca mas conocIda, mduJo a Filón de Alejandría, aún siendo judío, a escribir un l~bro de elogio. Los santos consideraron siempre esta fratermdad como el mejor ejemplo del amor evangélico, y se sabe por la historia cómo Crisóstomo deseó poderla introducir entre su pueblo de Constantinopla: constituía la perfección de cuanto narra Livio sobre los mejores tiempos de Roma, cuando dice que el censo privado era breve, el común amplio. 143. Esta máxima se conservó durante mucho tiempo entre el clero. Los obispos, sucesores de los Apóstoles, eran depositarios de todo el haber de la Iglesia y distribuían, generalmente. cada mes, cuanto era necesario a los clérigos que bajo sus órdenes trabajaban en el Evangelio. Nadie poseía cosa alguna como propia. Cuando Consta~tino, en el año 321 permitió las disposiciones testamentanas a f~~or de la Iglesia, se expresó así: «que a todos les sea permItIdo de dejar cuando mueran los bienes que desee el santísimo, católico y venerable Concilio de la Iglesia católica»." Más tarde la I~lesia prohibió expresamente que se con17. Act. 4, 35.
18. ¡bid. 32. 19. Cad. de saol'os. Eccle':iiis, lib. 1.
242
cediera a un individuo del clero alguna porción de bienes, separándola del conjunto -como lo demuestra un edicto del siglo v atribuido al santo Padre Gelasio-, a fin de que los bienes eclesiásticos fueran mejor administrados y conservados.'" A partir de este mismo espíritu de la Iglesia, se dictó la ley de Valentiniano, que prohibía dejar legados o herencias a miembros del clero secular o regular," ley de la que no se lamentaron los hombres santos de aquella época, como un san Ambrosio o un san Jerónimo, sino que más bien se dolieron de los eclesiásticos que la habían merecido para vergüenza propia. «No me quejo de la ley, dice Jerónimo, pero sí me duele haberla merecido. El cauterio es excelente, pero ¿para qué tener la herida que necesita el cauterio? Que haya heredero, pero que sea la madre de los hijos, es decir, la Iglesia: sea ella la heredera de su rebaño que engendró, alimentó y apacentó. ¿Por qué nos entrometemos entre la madre y los hijos?» 22 Así, pues, el santo no quería que los miembros del clero o del monacato se entrometieran entre la Iglesia depositaria de las ofertas piadosas, y sus hijos, con los que las compartía según las necesidades. Esta unidad de los bienes comunes, administrados por la sabiduría y la caridad episcopales junto con el consejo del clero,21 ni que decir tiene cuánto sirvió para construir y conservar la salubérrima unidad interior del clero, y la del clero con el pueblo. 144. Pero al difundirse cada vez más el Evangelio en las aldeas, fue provechoso fundar Iglesias en el campo, lejos de las catedrales y resultó conveniente asignar un fondo dis20. GRATIANUS, Causo XII, cap. 23: nec cuiquam cIerico proportione sua aliquid solum EccIesiae putetis deputandum, ne per incuriam et negligentiam minuatur: sed omnis pensionis summam ex omnibus praediis rusticis urbanisque collectam ad Antistitem deferatis. 21. L. VALENTINIANI 20. De Episcopis et cIericis, lib. XVI. Cod. Teod. Tit. 2 ad S. Damasum R.P. 22. Epist. ad Nepotianum. - San Ambrosio haciendo también mención de esta carta de Valentiniano, dice: «Quod ego non ut querar, sed ut sciant quid non querar, comprehendi, malo enim nos pecunia minores esse, quam gratia.» A lo que, poco después, añade: «La po~e~ión de la Iglesia es el gasto de los pobres. Que cuenten cuántos pnSIoneros han r.edimido las Iglesias, cuántos subsidios han administrado para alimentar a los emigrados» (Epist., lib. 1, ep. 17). 23. Etenim ea aetate -dice Berardi hablando de este punto- quo: tiescumque negotium eccIesiasticum peragendum erat, Episcopus cIen consilium, convocata Synodo, expetebat (GRATIANl, Canones ... de Gelasio, cap. 46).
243
tinto a las mismas." Esto se hizo en un primer momento por vía de excepción. Se asignó también algún fondo para uso eventual a los clérigos beneméritos y a los peregrinos, como se deduce de una disposición del Papa Símaco, en el siglo vr." Estos fondos se llamaron precarios." Pero la detentación, la administración y el uso de los bienes eclesiásticos, fue perdiendo cada vez más la unidad primitiva, hasta desparramarse en beneficios particulares, a medida que se disolvía la vida común del clero, tan deseada por la Iglesia. Mediante frecuentes leyes y disposiciones canónicas, la restauró en alguna ocasión, pero al fin no pudo mantenerla. ¿ Qué razón nefasta se lo impidió, sino de nuevo el muy bárbaro sistema del Feudalismo? 145. El Feudalismo comporta una servidumbre personal, y sólo por esto resulta ya repugnante al carácter eclesiástico, que es el de la libertad. Además de esto, los bienes del feudatario no sólo se convierten en esclavos, sino que además adquieren una servidumbre especial como consecuencia de la servidumbre personal del que los disfruta: nueva razón de su oposición intrínseca al espíritu de la Iglesia y al de la condición eclesiástica. A decir verdad, en la divina constitución que Cristo legó a la Iglesia, desaparece la personalidad de sus ministros: éstos no se representan a ellos mismos, sino que representan a la Iglesia. Siempre es todo el cuerpo de la Iglesia y en virtud de su Cabeza quien obra por medio de ellos en todas sus funciones. Los órganos no poseen personalidad alguna propia más de la que posee un pie, un brazo o cualquier otro miembro del cuerpo humano. La perfecta unidad mística constituye pues, el fundamento de esta admirable constitución. Así como, en caso de que cada uno de los miembros del cuerpo humano quisiera ser o llegar a ser una persona aparte, el cuerpo, habiendo perdido 24. Postea vera primum factum, ut Praesbyteris ruralibus, quos Parochos adpellabant, bonorum administrationem concederent, eorumdem· que exemplo praesbyteris illis, qui in civitatibus titulos, sive ecclesias regere dicebantur. Id etiam totum constat ex Concilio Aguthensi, cui praefuit idem Caesarius anno 506, praesertim vera Can. 32, et 33. Can . 12, q. 2. (BERARDI, Ibid. De Symmacho, cap. 48). 25. GRATIANUS, Causo XVI, lib. 1, cap. 6l. 26. Un autor reciente observa que, al principio, una porción de bienes no la disfrutaban invidualmente, sino solamente donde había una comunidad de sacerdotes, car dans celle-ci -dice-, la vie commu-
ne maintient encore quelque temps l'ancien état des choses (WALTER, Manuel de Droit Ecclésiastique, par. 241).
244
toda su belleza y su orden natural, se convertiría en un monstruo, o mejor, no podría ya existir más, lo mismo puede decirse de la Iglesia. Esto es precisamente lo que intentó hacer con ella el sistema feudal, ya que todo vasallo no puede representar más que a sí mismo, la persona a quien sirve y con ella las cosas que posee. Este vasallaje es un servicio prestado al señor temporal, y tiene un objeto, es un oficio esencialmente temporal y secular. Mientras se trató de libres riquezas, éstas podían tener una destinación espiritual. y los bienes libres de la Iglesia siempre la tuvieron: eran administradas y se distribuían según un espíritu y una destinación caritativa: por ellas eran mantenidos los sagrados ministros, y se sostenía el culto divino. Las manos de los pobres, las de las viudas, las de los leprosos, las de los peregrinos, las de todos los miserables, eran las arcas preciosas en las que la Iglesia depositaba sus tesoros, para librarlos de la rapacidad humana. Haciendo todo esto la madre de los fieles no se extralimitaba en su ministerio eclesiástico, que es ministerio de caridad materna y de misericordia cristiana. 27 Pero el vasallo, el siervo que debe ocuparse del servicio de su señor, y que debe administrar lo que posee en función de este servicio, tiene ya otra función esencialmente diversa, y ya no eclesiástica: ya no es más el bonus miles Christi: se ha implicado en negocios temporales contra el precepto del Apóstol," y en él ya no se ve más a la sola Iglesia, sino al hombre aislado, un hombre como todos los demás, un hombre que sirviendo los intereses y el honor de su señor, debe tener una corte, debe hacer uso de la ostentación y del lujo en su propio tratamiento, debe ponerse incluso a la cabeza de gente armada, en una palabra, hacer el papel de conde, de barón, para sí mismo y para el señor, no ya el de obispo ni de prelado para su Iglesia y para su pueblo indiviso gracias a él. 27. Será útil someter a consideración del lector este mismo concepto expresado con palabras de un escritor del siglo v, Julián Pomerío: «Nunc autem -dice- quod christiani temporis sacerdotes magis susli·
nent quam curant possessiones Ecclesiae, etiam in hoc Dco serviunt: quia si Dei sunt ea quae conferuntur Ecclesiae, DEI OPUS AGIT, qui res Deo consecratas, non alicuius cupiditatis, sed fidelissimae dispensationis intentione non deserit. Quapropter possessiones quas oblatas a populo suscipiunt sacerdotes, NON SUNT IN1"ER RES MUNDI DEPUTARI CREDENDAE, SED DEI (De vita contemplativa, lib. n, cap. 11). 28. Labora sicut bonus miles Christi JESU. Nemo militans Deo implicat se negotiis saecularibus (n Tim. 2, 34).
245
146. Esta gran transformación, contra naturaleza, de las personas de la Iglesia, marcó en las mentes de los obispos de la Edad Media, la idea de su individualidad, languideciendo la de la unidad del cuerpo del episcopado y del clero. Disolvió los vínculos que hacían tan poderoso en Cristo y tan espléndido el maravilloso cuerpo de la Iglesia en sus mejores tiempos, capaz de obrar todo el bien. Finalmente dividió y desmenuzó incluso los bienes eclesiásticos, que con su unión o disgregación representan, a modo de efectos, y en parte constituyen a modo de causas, la unidad moral o la disgregación de las personas; los desmenuzó hasta poner su administración y su provecho, casi enteramente en manos de clérigos particulares. Así se explica el origen filosófico de los beneficios significado por la misma palabra: beneficio es un término del vocabulario feudal. Se llama beneficio, ante todo, las tierras cuyo usufructo el príncipe concede a sus cortesanos y comensales como galardón por sus servicios. 147. Hay que observar que cuando una idea y una forma se imprimen fuertemente en la inteligencia y en la imaginación de los hombres, y prevalecen sobre ella, entonces se convierten en norma y modelo al que se adaptan todas las otras ideas y todos los modos de obrar susceptibles de ser influidos por aquella idea, y las que no lo son, se subordinan igualmente a ella y se agrupan a su alrededor como siervas dominadas por ella. En los primeros siglos de la Iglesia, la gran idea esculpida en todas las mentes cristianas, era la de la unidad: la unidad de Cristo iluminaba y dominaba en todos los pensamientos y palabras de los fieles y del clero, en las disposiciones eclesiásticas, en los intercambios, en la administración y en los bienes que se poseían. El feudalismo se basaba en una idea totalmente opuesta: la idea de 'separación, idea que procede de la de individualidad, y sobre la idea de individualidad que procede de la de señorío. Este sistema que dominó sobre el orden temporal, esculpió poco a poco en la mente de los eclesiásticos aquella idea que precisamente le servía de fundamento: de aquí proceden los males de la Iglesia. 148. Para los bárbaros que conquistaron Europa, era normal la idea de fuerza, de violencia, de valor personal de dominio. La Iglesia insinuó lentamente en sus rústicas mentalidades la idea contraria que le era propia. Y así se originó la lucha entre las dos ideas. De la misma manera que cuan246
do se enfrentan dos sociedades dominadas por dos ideas contraria~, éstas, en parte se combaten abiertamente usando cada una sus armas propias, en parte intentan conciliarse y fundirse penetrando una. idea en el dominio de la otra -aunque siempre conserven la oposición oculta que les es propia por naturaleza-, así suce~ió q.ue los gobierno~ b~rbaros en parte oprimiendo con arbItrarIedad a l~ I~lesla, mt~ntaron subyugarla y reducirla totalmente ~l CrIterIO de su ld~a de señorío, violenta, individual, materIal; y en parte acogIeron en su seno, casi sin darse cuenta, la idea contraria mmISterial moral unitaria y espiritual de la Iglesia. Así se explica' su modo de obrar doble y. ~ontra~ictorio, te}ido de actos de suma piedad y de beneficIOs haCIa la Igl:sIa, y de actos impíos de despotismo, extremadamente nOCIV?S para ella, según que obedecieran a una u otra de las do;, Ideas: ~ la idea original aportada por ellos, o a la q_ue hablan ~~cIbl do del magisterio de la Iglesia. Y algo semejante sucedIO con el clero, el cual en parte instruyó y apaciguó a aquellos hombres violentos con la palabra evangélica, introduciendo en sus mentes la propia idea unificadora de la caridad, en parte quedó herido en la .gran lucha, ~ a.c,ogió la idea contraria: así se explica la mIsma contradlccIOn en su comportamiento ora de santísimos y heroicos ejemplos y esfuerzos para con'servar la unidad de Crist~, ora de desór~ene~ p.r~ fanos, de bajísimas condescendencIas, de tendencI~s mdl~l dualistas, disipadoras de la unidad y de la ~omumdad CrIStiana y eclesiástica. La lucha entre las dos Ideas, y la contradicción práctica tanto en el orden temporal como en el eclesiástico, constituyen el carácter distintivo de la Edad Media. Esto solo explica todos los acontecimientos de aquella época, y especialmente los choques entre el iI?perio '! la Iglesia. No pudiendo ésta 'p erecer, ni se: destrUld~ la Idea que la domina enteramente, p~rque el Cielo y la t~erra pasarán, pero no la palabra de CrIsto, cada vez que .la Idea contraria a la Iglesia, la del dominio temporal y VIOlento y la de la desunión domina y penetra en el clero hasta compro1;Ileter su existencia, la Iglesia se levanta en aquel ~o~ento cual gigante que se despierta, y con renovada e mUSItada potencia, abate, ante el extremo peligro, a su enemigo, ,lo ~xPulsa de sus tiendas por él invadidas, y restaura en SI' dmISma y en sus ministros, la idea de la que depen d e su VI a.29 2~. He~os dicho que la conciliación de las dos ideas, la de la indi-
247
149. Todo esto nos explica las vicisitudes sufridas por los bienes eclesiásticos. Los señores medievales, comportándose segun la idea de individualidad y de señorío. no sólo consideraron feudales incluso los bienes libres de la Iglesia, sino que los invadieron, dispusieron de ellos como si les pertenecieran, los distribuyeron a laicos y los expropiaron. Estas usurpaciones fomentaron amplias discordias entre ellos y la Iglesia, la cual, mediante cánones conciliares leyes pontificias y penas canónicas luchó contra tan gra~ abuso. Los prelados, es decir, aquel sector de entre ellos que era vasallo del príncipe, y en el que la idea de individualidad se había arraigado junto con los feudos comportándose a tenor de ésta, dispusieron de las propiedades eclesiásticas como si se tratara de las propias. Olvidándose de que eran comunes, las expropiaron, las infeudaron, las intercambiaron, las entregaron a los mismos laicos, las derrocharon en o~tenta~iones, en lu)os, en delicias, en acciones militares y en VIOlencIas. La IgleSIa se opuso a todo esto con innumerables cánones y decretos, permaneciendo así estrechamente vinculadas la alienación, la administración y la disposición. El v~dualidad
propia del imperio bárbaro, y la de la unión orgánica propIa de la Iglesia, son de por sí irreconciliables, y que su momentánea concordia o fusión, no es más que aparente: pareció muchas veces que l.a J~ri~era ~~ea debía aniquilar a su contraria. Pero la Iglesia, en tal dIfícil sItuaclOn, la restablece y restaura con un poder siempre renovado. ¿Hemos de profetizar que nunca habrá paz entre los dos poderes, entre el temporal y el espiritual? Lejos de nosotros tan funesto presentim!e!lto. Puede ser que haya concordia, y la habrá, pero bajo una condICIón: que el poder temporal aleje totalmente de sí mismo l~ idea de la individualidad, resto de la violenta barbarie y del feudalIsmo, y se reconstruya sobre la idea propia de la Iglesia que no ~uede perecer, es decir, sobre la i~ea de la unidad orgánica y cristIana entre los hombr~s. Esta constItuye la única conciliación posible, y no la de las dos zdeas que son irreconciliables sino de los dos órdenes: el temporal y el espiritual, que admiten perfectamente una conciliación. Así, los gobiernos temporales de los señoríos deben transformarse totalmente en sociedades civiles. Después de una lucha de más de un milenio, ¿no nos damos cuenta de que ya se acerca y de que ya empezó tan deseable transformación? Toda la sociedad de Europa sufre a'?te tal ?arto. La expulsión de la idea de señorío por parte ct.e los gobIernos, Idea que perturba la tranquilidad del mundo, constItuye la gran obra que la Providencia preparó con tantas luchas int~stinas de la humanidad y que tomaron forma y apariencia de conflIcto entre el poder laical y el poder eclesiástico -aunque no sea t~l- durante tantos siglos : aquéllas todavía sobreviven bajo las cenIZas hasta que se perfeccione y se termine la obra.
248
clero inferior, cada vez más desligado de sus prelados, tuvo que ser protegido a toda costa por la Iglesia contra la arbitrariedad y la crueldad de aquéllos, mediante repetidas y minuciosas disposiciones. Así se explica la lucha que se origina tan a menudo también hoy día entre los cabildos y los obispos, la inamovilidad de los párrocos, que arrebata en gran parte a los prelados la posibilidad de remediar rápidamente los escándalos y las desgracias espirituales de las poblaciones. 150. Puesto que el divino fundador de la Iglesia no quería que pereciera el principio de la comuni?? de .los bi.en~s ~cle siásticos nO sólo respecto a su posesIOn, smo m SIqUIera respecto' a su administración Y uso, por esta razón suscitó y multiplicó en aquellos tiempos el Monacato y el orden reÜgioso, el cual hiciera expresa Y pública profesión. de . tan saludable principio. Los fieles, guiados por aquel mstmto cristiano que les es infalible, mostráronse desde entonces más propensos a presentar sus oblaciones y sus dones al clero rerular que custodiaba rigurosamente las antiguas máximas, ~ue al clero secular. Cuando el Concilio III .de Letrán (1179), intimó a los laicos la restitución de los dIezmos enajenados, éstos, en su mayor parte, los remitieron a los monasterios, y nO ya a las iglesias a los que habían pertenecido, lo cual en lo sucesivo fue permitido por los mismos Ponfífices, mientras tuvieran el consentimiento del obispo.3
249
un fondo en el que se depositaban las oblaciones de los fieles, pero era absolutamente comunitario, para ejemplo de lo que debía hacer e hizo más tarde la Iglesia. Cuando el paralítico pidió limosna, Pedro pudo decirle: «Argentum est aurum non est mihi.» '" Pero a los Apóstoles se les aseguraba lo necesario mediante su derecho a vivir en las casas de los fieles que les acogían; recibían bastante más de lo que daban. El apóstol Pablo informaba de esta doctrina a su discípulo Timoteo cuando le escribía: «La piedad es un gran negocio si uno se contenta con lo suficiente. Ya que nada hemos traído a este mundo, y sin duda que no podemos llevarnos de él lo más mínimo. Por lo tanto, mientras tengamos para comer y vestirnos, estemos contentos con esto.» J3 Así, pues, integrarse al clero, en los mejores tiempos de la Iglesia, equivalía a hacer profesión de pobreza evangélica." En aquel tiempo la expresión clero secular no había sido inventada: apareció en ocasión de la decadencia de la antigua disciplina, cuando parecía que también el mundo secular tenía su clero. La profesión de pobreza duró largo tiempo cual órna mento del ministerio sacerdotal, al que generaln;J.ente entregaban lo que poseían los que eran escogidos para tal ministerio, o bien lo distribuían entre los pobres. Como dice Isidoro de Pelusio, tum voluntaria paupertate gloriabuntur." A hombres tan íntegros y desinteresados se les confiaba después la administración y la distribución de los bienes de la Iglesia, como depositarios de la posesión de los pobres. Julián Pomerio, después de haber presentado como ejemplos de pobreza voluntaria los dos grandes obispos Paulina de Nola e Hilario de Arlés, que de riquísimos que eran, se habían convertido en pobres de Cristo, añade: «Por lo que se puede comprender muy bien que tan grandes hombres -que para . ser discípulos de Cristo renunciaron a todo lo que poseían-, conscientes de que los bienes de la Iglesia 32. Act. 3, 6. 33. 1 Tim. 6, 6·8. 34. Lo sabemos directamente de Julián Pomerio que escribe: «l tao que sacerdos, cui dispensationis cura commissa est, non solem sine cupiditate, sed etiam cum laude pietatis, accipit a populo dispensan· da et fideliter dispensat accepta; QUI MONIA SUA, AUT PAUPERIBUS DISTRI· BUIT, AUT ECCLESIAE REBUS ADJUNGIT, ET SE IN NUMERO PAUPERUM, PAUPER' TATIS AMORE, CONSTITUIT; ita ut UNDE PAUPERIBUS SUBMINISTRAT, INDE ET IPSE TAMQUAM PAUPER VOLUNTARIUS VIVAT» (De vita contemplativa, lib. JI,
cap. 11). 35. Lib. V, Epist. 21.
250
no son otros que la piedad de los fieles , la satisfacción por los pecados, y el patrimonio de los pobres, no los reclamaron para uso privado, como si les pertenecieran, sino que, como algo confiado a ellos, los distribuyeron a los pobres. Lo que la Iglesia posee, lo posee en común con aquellos que nada tienen: de modo que no debe dar cosa alguna a los que ya poseen lo suficiente con lo propio. Dar al que ya tiene, equivale a desperdiciar.» 36 Por esto los clérigos recibían de los fondos comunes lo necesario para vivir, igual como los que se contaban entre los pobres, a quienes se consideraba pertenecer dichos fondos comunes. Así, el obispo era el primero de los pobres, y distribuyéndoseles aquellos bienes, era justo que bajo el mismo título se asignara una parte a sí mismo y a los clérigos inferiores." Esta dignísima máxima, estaba tan marcada en los espíritus, que no. se juzgaba conveniente ' que si un sacerdote se reservaba algo de lo suyo, viviera de lo de la Iglesia, y no siendo pobre ni indigente tuviera derecho a ello, substrayendo indebidamente a los pobres lo que les pertenecía. Era justo. Nos viene confirmado por el autor del siglo v ya citado, que entre otras cosas escribe así: «Los que poseyendo algo como propio, quieren, no obstante, que les sea dado algo, reciben, no sin cometer un gran pecado, parte de lo que debería sostener al pobre. Ciertamente que el Espíritu Santo habla de ellos cuando dice: "Comen los pecados de mi pueblo." Si los que nada poseen, no reciben los pecados, sino los alimentos que necesitan, así los que poseen, no reciben los alimentos que ya poseen en abundancia, sino que asumen los pecados de los otros. Igualmente, los pobres, si con su ingenio y esfuerzo pueden arreglárselas, no pretendan recibir lo que es debido al débil y enfermo, no sea que la Iglesia, cargada con el peso de todos, incluso de los que en manera alguna se hallan en la necesidad, -si también éstos deben recibir de 36. De vita contemplativa, lib. II, cap. 9; es digna de mención aquella sentencia: Quod habet Ecclesia cum omnibus nihil habentibus habet commune, como aquella otra que demuestra la opinión que entonces se tenía de que los bienes de la Iglesia eran para el uso común, no para el individual. 37. Esta máxima es registrada también en el decreto de Gra· ciano (Can. 12, q. 2, cap. 22), donde se cita uno de los cánones apostólicos que dice: Ex his autem, quibus episcopus indiget (SI TA~EN INDIGET) ad suas necessitates et peregrinorum fratrum usus et lpse percipiat, ut nihil ei possit omnil1o deesse.
251
lo que ella puede distribuir como necesario a los que no tienen ayuda alguna-, no pueda después socorrer a aquellos a quienes se debe. Los que sirven a la Iglesia, piensan de modo demasiado carnal si creen que van a recibir estipendios terrenos ,'" y no más bien premios eternos. Ya que si un ministro de la Iglesia no tiene de qué vivir, la Iglesia aquí bajo no le da en manera alguna un premio, sino que le presta 10 necesario, a fin de que en lo futuro reciba aquel premio de su trabajo que con la esperanza de la promesa divina, espera con certeza ya en esta vida. En cuanto a aquellos que poseyendo, no piden que les sea dado sino lo que se les debe, y viven a cuestas de la Iglesia, no me incumbe a mí determinar con qué pecado reciben lo que quitan al alimento de los pobres. Estos, debiendo ayudar a la Iglesia con sus bienes, la sobrecargan en cambio con sus gastos, como si vivieran en la comunidad con el objeto de no tener que alimentar a ningún pobre, no albergar a lÜ's huéspedes o no tener que disminuir el propio presupuesto con los gastos diarios.» 39 152. Los abusos contrarios a esta generosa máxima antes de la Edad Media no podían ser más que parciales, ya que eran los mismos hombres, no la dignidad eclesiástica, )os que por su misma índole los repudiaban. Pero ¿ cómo podía mantenerse vigente la misma máxima, hablando en general, cuando los bienes de la Iglesia, habiendo perdido su naturaleza primitiva, se convirtieron en feudales, y los eclesiásticos más eminentes en otros tantos feudatarios? Desde aquel momento, la distribución de los bienes tomó otra ley, otra dirección: los bienes, en vez de bajar a manos de los pobres, se estancaron o volvieron a subir en manos del señor. La primitiva idea se perdió, o al menos se hizo ineficaz en muchos, y se introdujo la idea de la propiedad absoluta: los fondos sagrados fueron derrochados. 153. También la dispersión del fondo común en beneficios asignados a clérigos en particular, por una parte hizo desaparecer en los clérigos -a los que el obispo distribuía una cuota de bienes desproporcionada a sus fatigas y a sus méritos- un estímulo incluso humano en el cumplimiento 38. Según estos sentimientos, ¿cuánto menos deberán esperar beneficios, palabra que recuerda el don que hace el señor temporal de lo que es suyo a quien quiere? 39. De vita contemplativa, lib. II, cap. 10.
252
de sus sagrados deberes, y los separo del obispo de quien resultaron independientes por lo que atañe a sus ganancias; 40 por otra parte cesó el ejemplo luminoso del público sost~ni miento ministerial de los pobres por manos de la Iglesia, y junto con el alimento material, menguó también el alimento espiritual. En aquel entonces la Iglesia tenía una solicitud especial por el cuerpo de pobres que consideraba como algo suyo y con el que continuamente trataba: el solo hecho de alimentarlo de aquel modo, equivalía ya a una instrucción, era un estímulo al agradecimiento que les hacía conocer, venerar y amar a la Iglesia, doblemente madre para ellos. Se debe insistir en que, después de esto, se produjo, por decirlo así, la secularización de las obras de caridad. Ya que por defecto del clero, éste fue substituido por los institutos de caridad independientes, en los que P9cO a poco prevalecieron los laicos. En el orden de la Providencia se dio la ventaja de que muchos cristianos se enfervorizaron en el ejercicio de estas santas obras. Pero sufrieron también el perjuicio de que, no siendo ya aquellas obras animadas por el espíritu y por la sabiduría eclesiástica, se humanizaron, perdieron el carácter divino que las sublimaba y las ordenaba a la salvación de las almas. Este es el origen primitivo de la filantropía moderna. El bien perdido se recuperará, no obstante, cuando el clero vuelva a ser generoso y magnánimo. Ya que en aquel tiempo tan esperado -que parece ya cercano-, los laicos no querrán separarse y segregarse más del clero: separados de él, pierden toda comprensión espiritual, y se esterilizan en los asuntos materiales. Entonces, la adquisición de la cooperación de los laicos será útil y preciosísima, desde el momento en que laicos y clero, abandonada toda separación, volverán a ser un solo cuerpo en Cristo, del mismo modo como los miembros y la cabeza constituyen uno sólo. La división de los beneficios, por lo tanto, impidió el flujo espontáneo de los bienes de la Iglesia hacia los necesitados: el deber de la limosna, fue repartido 40. Esto es advertido por san Cipriano, el cual atribuye a los lectores Celerino y Aurelio la misma porción que se daba a los sacerdotes ut et sportulis eisdem cum presbiteris honorentur (Epist. 33); también por san Gregario Magno en diversas de sus cartas, en una de las cuales escribe a un obispo: De redditibus Ecclesiae, quantum in integro portionem Ecclesiae tuae clericis, secundum meritum veZ officium, sive Zaborem suum, ut ipse unicuique dandwn perspexeris, sine aZiqua praebere debeas tarditate (lib. XI, Epist. 51).
253
entre los beneficiados, no sujeto ya a la supervlslOn del obispo y no regulado por su prudencia. Los pobres dejaron de formar desde entonces un cuerpo sagrado, como era antes, confiado a la tutela de la Iglesia. 154. La cuarta máxima reguladora de los bienes eclesiásticos y que impidió que los mismos perjudicaran la integridad del clero, era que «no sólo aquellos bienes debían utilizarse para fines piadosos y caritativos, sino que además, a fin de que su distribución permaneciera alejada de la arbitrariedad y de la avaricia, debían ser compartidos en finalidades fijas y determinadas». Tan pronto como aumentaron los bienes de la Iglesia y los abusos empezaron a ser graves, aunque accidentales y parciales, la Iglesia pensó y decidió que se determinara el uso preciso de las riquezas de la Iglesia. Así se explica la división cuatripartita de las mismas: una parte era para el obispo, otra para los clérigos inferiores, la tercera para los pobres, la cuarta para la construcción de Iglesias y mantenimiento del culto. Los Concilios de Ageda del 506, y el de Orléans del 511, prescriben esta reparticion, refiriéndose a disposiciones eclesiásticas más antiguas. Gregario Magno la recuerda en muchas de sus cartas." Es cierto, no había nada más oportuno para alejar la corrupción que podía introducir la riqueza, que determinar bajo ley el uso preciso en el que debía ser aplicada: 42 el abuso es inevitable si el uso de una gran cantidad de bienes se deja al arbitrio de aquél a quien se confía aquella cantidad. La corrupción y ruina de muchos monasterios parece que debe atribuirse precisamente a esta causa: poseyendo enormes riquezas, no existía una ley capaz de determinar los objetivos principales. Por lo que se gastaban 41. Lib. I, epist. 64; Lib. II, epist. 5; Lib. III, epist. 11; Lib. IV, epist. 26; Lib. VII, epist. 8; Lib . IX, epist. 51. - En España la porción de los pobres se unía a las del obispo y a la del clero inferior: de esta manera los bienes eclesiásticos eran tripartitos. 42. Es probable que no siempre la cuádruple repartición debiera entenderse como si se tratara de partes iguales, sino que la cantidad de cada una debía variar según las necesidades. Es lo que observa Carlos Sebastián Berardi en su obra sobre el Decreto de Graciano, en la que, después de haber citado un canon del Papa Gelasio, añade : «In quo sane illud observandum est, quadripartitam illam ecclesiasticorum redituum distributionem non adeo rigide esse intelligendam, ut ad proportionem quandam, ut vocant, geometricam, non ad arithmeticam rationem exigatur» (Gratiani Canon es, etc., pars 11, cap. 49: De Gelasio).
254
como mejor parecía a los abades o superiores en cuyo poder se hallaban. 155. ¿Cuándo penetró el Feudalismo en el santuario? ¿ Cómo es que no se pudo mantener ya más aquella santísima distribución? Era interés del señor, o por decir mejor, de aquella aristocracia violenta a la que se reduce el Feudalismo, que los bienes se acumularan en manos de las grandes familias, en manos de pocos. El poder secular se fundaba en esta acumulación. Por lo tanto, repugnaba la dispersión de los bienes, la justa, caritativa y fraterna distribución de los bienes. Se hizo necesaria la institución de los beneficios a fin de asegurar el sostenimiento de la parte más débil del clero, la cual habría perecido de hambre y de miseria, si no se hubiera salvado así de la avaricia rapaz de los grandes señores, entre los que se contaban los obispos. Estos ya no pertenecían al pueblo, como en los tiempos prim.iti- " vos sino a la clase de los aristocráticos y dominadores invasores ya que los antiguos obispos, si bien provenían de familias quizás riquísimas y nobilísimas, al pasar a ser obispos, se convertían en parte del pueblo cuya pobreza profesaban. A partir de entonces, el abuso se convirtió en ley: los cánones de la Iglesia fueron eludidos mediante innumerables combinaciones de palabras," cuando no se eludían mediante la violencia o infracciones manifiestas. La división cuatripartita, la determinación de los réditos eclesiásticos para usos determinados, resultó insoportable. La antigua máxima en la práctica naufragó, y con ella, su espíritu. 156. «El espíritu de generosidad, la facilidad en dar, la dificultad en recibir» constituía la quinta máxima con la que la Iglesia se ponía al abrigo del peligro de las riquezas en los siglos anteriores al Feudalismo. La Iglesia mantenía esculpida muy alto la sublime e inaudita palabra de Cristo: «es mejor dar que recibir»," palabra 43. Entre las más deplorables confusiones de palabras, o por decirlo mejor, de verdaderas mentiras, hay que enumerar las encomiendas. Para eludir la ley que prohibíá la acumulación de varios beneficios en una sola persona, se daba la encomienda; es decir, se confiaba y recomendaba su administración. Esta administración de los bienes eclesiásticos, incluso de los monasterios y de los obispados, se concedían también a personas laicas, y así disfrutaban de los frutos sin peligro alguno: ¡como quien dijera, al dar una oveja al lobo, que se hace para encomendarla a su protección! Toda la jurisprudencia se pervirtiÓ con semejantes perversas mentiras. 44. Act. 20, 35.
255
que predicaba cual buena nueva al mundo esclavo del egoísmo, y la hacía resplandecer en todos sus actos, en todas sus actuaciones. Los obispos consideraban los bienes temporales y su administración como un peso molesto que soportaban sólo como exigencia de caridad." Todavía no existían leyes que dificultaran la alienación de los bienes recibidos. Se recibía con gran reserva, y se daba con gran liberalidad. San Ambrosio rehusaba los dones y las herencias si sabía que podía ser en perjuicio de parientes pobres: Non quaerit -escribía- donum Deus de jame parentum. Y añadía: Misericordia a domestico progre di debet pietatis otticio." La Iglesia podía entonces llevarlo a cabo, cuando su espíritu era libre, no atado por mil lazos, y en modo especial por la protección -así la califican- de los príncipes seculares, ya que precisamente un efecto de dicha servidumbre de la Iglesia bajo la fuerza, lo constituye el hecho de que le fuera impedido realizar actos de generosidad, actos que tan a menudo practicaban los antiguos obispos de la Iglesia y que le conferían un gran esplendor. He mencionado ya los sentimientos de Aurelio y de Agustín en esta materia. En uno de los sermones que el gran Padre de Hipona pronunció ante su pueblo, tuvo que defenderse de la voz que circulaba: Episcopus Augustinus de bonitate sua donat totum, non suscipit -qué magnífica acusación!-, por lo que se lamentaba que a causa de esta generosa liberalidad del santísimo obispo, nadie ofreciera cosa alguna a la Iglesia de Hipona, nadie la constituia en heredera. Posidio, en la vida que escribió de san Agustín, cuenta que éste restituyó una posesión a uno de los notables hiponenses, el cual habiéndola librado a la Iglesia bajo escritura legal y desde hacía ya muchos años, después se había arrepentido de ello, y había pedido al obispo que se la devolviera para su hijo. Y se la restituyó rehusando incluso una cantidad de dinero que le había enviado para los pobres, aunque no sin advertirle de su conducta pecaminosa. Narra también que habiéndose dado cuenta san Agustín, de que entre el clero inferior alguien 45. «Dios me es testimonio -escribe san Agustín en la carta 126-, que toda la administración de las cosas eclesiásticas de las que se cree que nosotros poseemos la propiedad, no la amo sino que la tolero por razón del servicio que debo a la caridad de los hermanos y al temor de Dios: de manera que si pudiera prescindir de ellas, salvo mi ministerio, desearía que así fuera.» 46. In Luc. cap. 18.
256
el1vidiába ~l ,?bi~I'Oj eh cuyas manos se hallaban los bienefó de la IgleSIa, hizo unas reflexiones ante el pueblo de Dios con. el que aquellos obispos compartían todas las cosas ex~ pomendo «que a. él le hubiera gustado vivir de las col~ctas del pue~lo de DIOS, antes que soportar las preocupaciones y el g~bIernO de ~quellas posesiones, y que estaba dispuesto a cederselas a fm de que todos los servidores ' : _ t d D' .. . y mllllS :-os e lOS VIVIeran del modo según el cual se lee en el AntIguO Te~tamento: los s~rvidores del altar participaban todos de el. Pero los lalcOS nunca quisieron consentir en ello»." . 157: San Juan Crisóstomo, hablando a su pueblo, menc~ona Igualmente la razón .del por qué la Iglesia no siguió vivIend.~ de las colec!as accIden~ales d~ los fieles. Pero aceptó tambIen l~s do~aclOnes de bIenes mmuebles. Dice que el clero se VIO oblIgado a hacerlo, no por interés propio sino P?r ~az~n de la necesidad de proveer a los pobres, habiendo dIs:~mnUldo por parte de los fieles el fervor primitivo de la cand.ad. «Po~ causa de vuestra poca generosidad, dijo, la IgleSIa necesIta poseer lo que ahora tiene. Ya que si todo se llevara a cabo según las leyes apostólicas, las rentas de la Iglesia las constituirían vuestro mismo espíritu el cual sin duda, sería un depósito seguro y un tesoro ina~otable. Pero puesto q~~ vosotros acumuláis tesoros en la tierra y tod¿ lo encerraIS en vuestros escondrijos, la Iglesia necesita gastar para las comunidades de las viudas, para los coros de las vírgenes, para recibir a los huéspedes, para las estrecheces de los que deben viajar lejos, para las calamidades de los que están en las p~isiones, para las necesidades de otros que son mancos o mutIlados, y para otras cosas similares. ¿Qué se puede hacer?»" 158. ¿Quién no deplorará tan notable cambio verificado durante los siglos de ruina y barbarie que se han sucedido en la Iglesia, y por el que un clero provisto de tan elevados espíritus, ~e tanta s~bli~idad, liberalidad y caridad, llegó a ser tan dIverso de SI mIsmo y de su propia naturaleza has.. 47. La ~u~an~dad de todos los tiempos es defectuosa, pero quiSleramos dIstmgUlr el error parcial y excepcional de lo que ha llegado ~ ser costumb~e univer~al, perjudicando al mismo cuerpo social y abolrendo las máxImas segun las cuales se rige.
48. Sed numquam id laici suscipere voluerunt August.). 49. Hom. XI in Epist. ad Coro
pe 17 . 17
(POSSIDIO,
Vita
257
ta el punto de merecer ser estigmatizado con el verso, En él su exceso se sirve de la avaricia? Considérense dos causas: una la de los actos de los príncipes bárbaros, la otra, la de las disposiciones que la Iglesia se vio obligada a establecer en defensa propia a fin de evitar un mayor mal. 159. El Feudalismo, como hemos visto, habiendo hecho cambiar de naturaleza a los bienes eclesiásticos, y siendo éstos apropiados con frecuencia y concedidos por los príncipes a laicos, así como también por los mismos prelados feudatarios, la Iglesia debió oponerse al abuso mediante leyes. Como consecuencia, la legislación empezó a tomar una dirección compl~tamente opuesta a las máximas primitivas; es decir, desde aquel momento se orientó «a facilitar lo más posibie a la Iglesia la adquisición y la conservación de los bienes temporales, y a dificultar lo máximo su enajenación». Los legisladores suelen acudir con sus disposiciones, donde es mayor el abuso: en nuestro caso llegaba hasta el extremo. Pero muy a menudo, sucede que con la preocupación de impedir el abuso, se hace más de lo que es necesario, o bien no se consideran otros inconvenientes que provienen de aquella misma legislación, y se impiden otros bienes debido a la excesiva disminución de la -libertad. Y así al abuso, se ata el mejor uso. 0, por fin sucede también que dicha legislación que tenía como fin legítimo exterminar el abuso, sobrevive al abuso ya exterminado, por lo que la humanidad resulta encadenada y coartada por leyes desprovistas de la razón que las justificaba cuando fueron emanadas. En nuestro caso, ciertamente que era un gran mal que los bienes eclesiásticos fueran desviados de su destinación, que se les diera una finalidad profana, y se los utilizara como paga de servicios y oficios seculares, traicionando las piadosas intenciones de los donadores. Pero constituía también un grande y sumo bien que los obispos, con el consejo de su clero, pudieran renunciar oportunamente a las donaciones y herencias que se ofrecían a la Iglesia, pudiendo vender las posesiones y distribuirlas -sin excesivas dificultades y formalidades-, a todos cuantos tuvieran necesidad de ellas: así la Iglesia socorría todos los males que pesan sobre la humanidad. La Iglesia ya es lo suficientemente rica si posee un tesoro de caridad y un amplio servicio de beneficiencia. La Iglesia es ya lo bastante feliz si puede decir con san Ambrosio: Aurum Ecclesía habet, non ut servet sed ut e roge t, ut subveníat in 258
necessítatibus.'" Ahora bien, ¡qué trIste significado, qué perjuicio para los justos inter.eses de la Iglesia, qué escándalo no resulta ser la idea, la opinión dominante de que el clero tiene siempre las manos abiertas para recibir y siempre cerradas para dar! Es cierto, la consideración de que todo lo que entra en las arcas de la Iglesia no saldrá quizás nunca más, es cosa que entristece, engendra la desestima, suscita la envidia, extingue la liberalidad de los fieles, produce la sospecha de que en el curso de los siglos se acumulan las riquezas que las familias necesitan para vivir, el comercio para florecer, el estado para defenderse. Ofrece un pretexto a los gobiernos para que intervengan en las disposiciones sobre los bienes eclesiásticos; les dicta las deshonrosas leyes de amortización; rompe el amor y desune cada vez más al pueblo del clero y de la Iglesia; es causa de incredulidad; provoca las detracciones y las calumnias de los impíos y . finalmente arma el furor de las multitudes sublevadas por los desgraciados, o por la codicia de los poderosos y les lleva a romper violentamente la arca sagrada para extraer el oro, y a derribar las puertas del santuario, cerradas con llave, para robar sus tesoros. Por mi parte considero que no dar ocasión alguna a estos males es mucho más deseable, mucho más útil para la Iglesia de Dios que abundar en riquezas temporales, o impedir que una parte de ellas sean expropiadas incluso inconsideradamente. 160. Las admoniciones, los cánones, las penas de la Iglesia, pudieron poco a poco calmar a los bárbaros conquistadores e impedir que disiparan a su voluntad el patrimonio eclesiástico. Pero cabe advertir, que el poder secular no es nocivo solamente por la violencia o pillaje: daña mucho más con sus mismas liberalidades, con sus leyes civiles dictadas bajo inspiración secular y profana para tutelar y proteger a la Iglesia y a sus bienes. El gobierno civil no posee el sentido eclesiástico, y siempre que mete mano en el santuario enfría y apaga su espíritu sólo con tocarlo. Carlomagno y Otón 1 favorecieron a la Iglesia: y no obstante, el feliz regalo de los feudos -al que fueron movidos no sólo, por la
so. En el Cuerpo del Derecho Canónico se registran las magníficas enseñanzas de san Ambrosio y de los otros Padres sobre el espíritu de liberalidad de la Iglesia, siempre pronta a romper los va.sos sagrados para socorrer a los vasos vivos redimidos por la sangre de Cristo. Cj. GRACIANO" Causo XII, quaest. cap. 2, 70 Y 71. 259
devoción a la Iglesia, sino por aquella política que quería menguar el poder de los nobles y al mismo tiempo someter la de los obispos- fue el cebo fatal que atrajo al clero. Desde entonces el poder secular se entrometió en la Iglesia: sus gracias, sus favores, terminaron con robarle la libertad, el aire del que vive. ¿Qué otra cosa puede hacer el gobierno temporal, sino ayudar a la Iglesia con la fuerza bruta, su único medio natural de actuaclOn? Pues bien, la fuerza es precisamente de índole directamente opuesta al espíritu de la Iglesia. ¿Qué aspecto presenta la Iglesia retratada con las cadenas, los fasces consulares y las hachas en las manos? Horroriza a la vista. «¡Qué máscara más cruel! Rechaza no sólo a los malos, sino también a los buenos. El poder temporal, además, ni conoce ni guarda los límites de su protección: acostumbrado a mandar, manda cuanto puede. Incapaz de conocer el verdadero bien de la Iglesia, pretende ser juez de la misma, y considera su bien procurarle ventajas en el orden terreno. Trata la administración de sus bienes como lo hace con los propios, ignorando que aquéllos son de género muy diverso. Acumula tanto como puede, permite que se gaste lo menos posible. Enriquece a la Iglesia, si es necesario, incluso con privilegios e inmunidades, mediante una protección exagerada y excepcional, incluso contra la justicia, llegando a oponerse a la igualdad civil, y por lo tanto, resulta siempre odiosa al pueblo que no comparte todo esto." Y así, 51. La inmunidad de los impuestos, debe consideJ:arse según dos períodos diversos de los Estados. Todos los Estados modernos de Europa, desde el tiempo de su fundación hasta el actual han cambiado de naturaleza. En el primer período eran Señoríos : en este peliodo lo que los súbditos daban como contribución, era cosa privada del plincipe- que era señor de todo y llevaba adelante al Estado por su cuenta. Por lo tanto, eximiendo de los impuestos públicos a quien él' quería, no hacía más que dar lo que era suyo: de este modo fueron eximidos los nobles y los eclesiásticos. Pero los Estados europeos, debido a una acción secreta del Cristianismo, y principalmente por influencia de los Papas, se transformaron lentamente en verdaderas sociedades civiles. Aquí nace el problema: ¿es justo que en una sociedad civil, los bienes de la Iglesia estén e~e~ tos de los impuestos públicos? Se debelia responder que en la hIPOtesis de que estos bienes no excedieran lo necesario para el mantenimiento del clero y que lo restante se diera a los pobres, no sería injusto tal favor. Pero tratándose de bienes que exceden tales necesidades o no utilizándose ya más en las antiguas obras de beneficencia 'es razonable que paguen como todos los demás. De todos modo; esta es la actitud más decorosa y útil para la misma Iglesia. Par~ convalidar las expropiaciones de los bienes eclesiásticos, se
260
la máxima de la facilidad en dar y de la reticencia en recibir, que es connatural a la Iglesia, le resulta imposible ponerla en práctica cuando sus bienes ya no son más libres en su mano, sino que sirven al poder laical. 161. No solamente en esto la Iglesia se mostraba de elevada índole, sino también por el hecho «de querer que la administración de sus bienes. apareciera ante todos»: ésta es la sexta máxima que practicaba en los tiempos primitivos. Hemos visto cómo los antiguos obispos discutían todas las cosas con su pueblo y con el clero: lo mismo hacían por lo que atañe a los bienes temporales. Además, los sacerdotes y los diáconos que los administraban, debían disfrutar del sufragio del pueblo cristiano, según la tradici6n apostólica: 52 debían ser multiplicaron las formalidades, además de las requeridas para convalidar las expropiaciones de los bienes privado~, v entre otras dispo~iciones se nromulgaron los años de la prescripción : en oposición f\ la validez de un testamento en favor de la Iglesia. se redujeron las formalidades requeridas para. todos los demás testamentos. ~Fue justo e~to? Consideradas estas disposiciones como armas de defensa contra los fraudes oue abundaban con el objetivo de usurpar lo de la Iglesia, mucho más oue lo de los particulares, entonces no se pueden censurar aquellas formalidades. Si se consideran bajo otro aspecto, algunas de tales disposiciones son dilmas igualmente de .i usta alabanza. en cuanto corregían las leyes civiles y preparaban el camino a leyes más justas de las Que algún día debelian disfmtar igualmente todos los ciudadanos . Así, las formalidades requeridas por las leves romanas para la validez de un testamento. eran y habían llegado a ser excesivas. La Iglesia se queió de ello por cuanto afectaba a los bienes eclesiásticos, y así señaló el camino de la reforma de la legislación. hasta tal punto que acrecentó con ello la libertad de legar a favor de todos. Una vez corregida la legislación . es de desear que la Iglesia no sea favorecida por ningún privilegio entre las naciones civilizadas. nrivilegio Que mejore su condición en el orden temporal. bastándole que se le respete el derecho sagJ:ado e inviolable que tiene por naturaleza: la libertad, la plena libertaci. no sólo de recibir y de administrar por sí misma cuanto espontáneamente se le ofréce o le ofrecieron ya los fieles, sino igualmente. de dar y de ser generosa con aquel espíritu de caridad que la amma y la informa. . . ., , 52. Considérese la eleCCIón de los pnmeros dIaconas. Los Apost?les convocaban a la multitud de los discípulos y les hablaban aSI: «Considerate. ergo, tratres, viros ex vobis boni testimonii septem, plenos Spiritu Sancto et sapientia, quos constituamus super hoc opus» (Act. 6. 2). Dejan que la multitud los elija se)!Ún su buen ,iuicio (<
261
personas conocidas y de su absoluta ' confianza. ¡.Con qué delicada reserva no propone san Pablo a los de 'Connto que ellos mismos se elijan a los que deberán llevar sus limo~nas a los cristianos necesitados de Jerusalén! «Que cada dommgu, cada uno ponga aparte lo que crea conveniente, a fin de que cuando yo llegue no se hagan las colectas. Cuando est~ré entre vosotros, entonces enviaré con cartas de presentaCIón a los que habréis juzgado dignos para qu: '~leven v'!estros dones, a Jerusalén. Y si será necesano que VIaje tambIén yo, vendran conmigo.» 53 Pablo era obispo y apóstol. Tenía todo el poder. No obstante, no quiere elegir por sí mismo a los portadores de aquellas limosnas: deja la elección en manos del pueblo: omnia mihi !icent, sed non omnia expediunt. 54 ¿Acaso habrían dudado de la fidelidad del Apóstol? No. Pero no basta. En materia de intereses temporales, el hombre santo se abstiene tanto como puede de mezclarse en ellos. Reserva su poder apostólico únicamente para las cosas necesarias, y deja .libre al pueblo en lo restante: constituye para el~~ una satlsfac: ción justa y natural que pueda hacer ta~~)l~n algo p~r SI misma, que vea con sus ojos, qu~ use su JUICIO, que se mterese en el bien, que intervenga también la Iglesia. Así, san Juan Crisóstomo no temía dar cuenta a su pueblo del uso que hacía de lo; réditos de la Iglesia: Sumus etiam p~rati vobis reddere rationem. 55 Del mismo modo y con el mIsmo espíritu procedían todos los. antiguos obispos. . 162. Es cierto que no basta que el uso de los bIenes de la Iglesia se haga de acuerdo con el d~ber: que se ~é cuenta sólo a los gobiernos tampoco es sufiCIente para satIsfacer al pueblo cristiano que ofrece piadosamente sus cosa~ a la Iglesia. Constituiría una ayuda increíble para la IgleSIa que todos los bienes que posee, especialmente los de las órdene.s religiosas, fueran regulados en su uso, con la mayor ~recI sión posible, mediante sabias leyes emanadas de la mIsma Iglesia. Para cada finalidad debería signarse una parte correspondiente, ni demasiado pequeña ni excesiva. Se d~be ría publicar, después, un informe, de manera que a~:>a.recIera ante todos con la máxima claridad, lo que se reCIbIÓ y lo que se gastó para cada finalidad, de manera que .la opinió? de los fieles de Dios pudiera presentar una sanCIón de Pl!53. 1 Coro 16, 2-4. 54. Ibid. 6, 12. 55. In Epist. ad Coro Hom. 21.
262
blica estima o de reproche por el empleo de las rentas, y así también los gobiernos estarían informados sin más. No, no hay duda de que no conviene, que la justicia y la caridad, según la cual la Iglesia se comporta en la administración económica de sus bienes temporales de cualquier especie que sean éstos, permanezcan ocultas, sino que es más deseable que nunca que resplandezcan cual antorcha ardiente sobre el candelero. ¡Esto, cómo la reconciliaría con los ánimos de los fieles! ¡Qué instrucción y qué ejemplo podría dar a todo el mundo! Sólo entonces la debilidad de sus ministros, sostenida por la opinión pública, se mantendría lejos de caer en la tentación humana, ya que el hombre, cuando no puede pecar ocultamente, no peca, o al menos, no peca tanto. Tan dichosa necesidad de dar cuenta de sí mismo a los fieles públicamente, incluso a la sociedad de los hombres, despertaría las conciencias de muchos, somnolientas por falta de estímulos suficientes, y haría sentir la necesidad de que los puestos eclesiásticos fueran ocupados sólo por hombres valientes dotados de una rectitud, perfecta y patente y de una piedad auténtica. 163. Finalmente indicaré una séptima y última máxima: ' que <<1os bienes de la Iglesia sean admi.nist;ados por ella misma bajo absoluta vigilancia». La IgleSIa SIempre lo ha recomendado a quienes confió la administración, declarando que aquellos bienes son de Dios y de los pobres, que se comete sacrilegio si por descuido o dejadez de los procuradores se perdiera algo. Esta máxima es tanto más importaI;tte, cuanto al ser descuidada dio mayor ocasión a los gobIernos de meter mano sobre los bienes haciendo lo que quisieron: así se perpetuó la servidumbre de la Iglesia y de ~us posesio~e~. 164. Es verdad que la Iglesia, ya persegUIda, ya opnm~ da, siempre en lucha con el poder temporal an:igo o ene~I go, y además siempre ocupada en asuntos consIderado~ mas importantes que el bien de las almas, nunca tuvo tlempo suficiente para llevar hasta la perfec~ión la adm,ini.strac~ón de sus bienes, y para establecer un SIstema economIco. bIen organizado y defendido por todas partes. ~i se. conSIdera cuánto ha recibido la Iglesia durante los vanos SIglos de su vida, y cuánto ha perdido por defecto de una at~nta e i.ndustriosa administración económica, resulta impOSIble deCIr, qué sería ahora la Iglesia si sus bienes materiales ~u?ieran sido administrados siempre sabiamente por sus mIlllstros. Pero la fuerza del espíritu humano es limitado, y nunca lle263
ga a realizar dos empresas diversas al mismo tiempo, aunque estén vinculadas entre ellas. La finalidad espiritual de la Iglesia, debía absorber necesariamente casi toda su atención, y no podía al mismo tiempo ser muy solícita de la buena marcha de la parte material, mientras su legislación disciplinaria más importante -la que se refiere directamen_ te a la salvación de las almas- no hubiera sido establecida antes de manera completa, y mientras la experiencia no hubiera demostrado el daño incalculable que la negligencia de la parte material comportaba para la misma parte espiritual. El hecho de que esto no fuera posible desde el principio, ni Quizá tampoco conveniente, nos lo demuestra el ejemplo de Cristo, que se conformó con tener un administrador infiel entre sus discípulos , a fin de que, me parece, sirviera de prueba de que nada debía distraerlo del gobierno espiritual, ni que fuera el peligro de perjuicios materiales. Y terminaré con esto, concluyendo Que, de todo cuanto ha sido objeto de reflexión, resulta evidente que, cuando Pascual II hizo la magnánima propuesta de renunciar a los feudos , aquel gran hombre colocó el hacha sobre la raíz de la planta perversa, pero la época era demasiado descompuesta para tolerar tal remedio. 165. Esta obra, comenzada en el año 1832 y terminada el año siguiente, dormía en el pequeño escritorio del autor, completamente olvidada, ya que los tiempos no parecían propicios para publicar lo que había escrito más para alivio de su espíritu, afligido por el grave estado en el que contemplaba a la Iglesia de Dios, que por otra razón. Pero ahora (1846) Que la Cabeza invisible de la Iglesia ha colocado sobre la Sede de Pedro un Pontífice que parece destinado a renovar nuestra época y a dar a la Iglesia aquel nuevo impulso que debe empujarla por nuevos caminos hacia una trayectoria tan imprevista como maravillosa y gloriosa, el autor se recuerda de estos papeles abandonados, y ya no duda en confiarlos en manos de aquellos amigos que junto con él compartían el dolor en el pasado, y las más alegres esperanzas en el presente.
264
APÉNDICE:
Cartas sobre las elecciones de los obispos por el clero y el pueblo* DIRIGIDAS AL SEÑOR CANóNIGO GIUSEPPE GATTI, DOCTOR EN TEOLOG/A, DE CASALE
* [Estas cartas fueron publicadas por vez primera (1848-1849). en el periódico (<
Primera carta
St-resa, 8 de junio de 1848 Debo agradecerle la honrosa mención que Ud. ha querido hacer, en el estimable Diario que se publica bajo su dirección, de la pequeña obra que he publicado en Milán con el título La Constitución según la justicia social, etc. No obstante, no deseando presentarme ante Ud. con un mero acto de agradecimiento estéril, permítame que aproveche esta -\ ocasión para manifestar mejor mi opinión sobre el punto que Ud. insinúa cuando dice que a mí me gustaría «introducir el aspecto democrático incluso en el gobierno eclesiástico,. Amo la unión en todas partes y la discordia no la quiero en ningún lugar, ya que la unión es caridad o para decirlo mejor aún, la caridad es unión auténtica, y es el precepto que el divino Maestro dio a los individuos, no menos que a la sociedad humana. Puesto que amó muchísimo al pueblo, amó sobre todo la unión entre el pueblo y el clero. No quiero decir con esto que el pueblo tenga una parte directa en el gobierno de la Iglesia: sé muy bien que tal cosa fue confiada por Jesucristo en manos de los Apóstoles y de sus sucesores, los obispos, los cuales constituyen una maravillosa unidad jerárquica mediante el primado de honor y de jurisdicción que san Pedro dejó en herencia a los Sumos Pontífices. La intervención del pueblo no puede ser otra cosa que intervención de caridad, de consejo, de correspondencia paterna y filial, y por lo tanto, puede variar de modo y de grado según lo dicte a la Iglesia el espíritu de caridad y de prudencia. De este intento hablaba yo cuando en la mencionada obra proponía como remedio muy saludable para nuestros males, y me atrevo decir cual remedio necesario, el retorno a la elección de los obispos por el clero y el pueblo, según la antigua costumbre que precisamente no otorgaba al pueblo otra cosa que la facultad de expresar su deseo sobre los can1. Esta carta fue reelaborada por el Autor.
267
didatos, honFarlos con su buen testimonio, y aceptar al ele' do que fuera de su confianza. gI· . Añadía que tal procedimiento de elección, confirmada mnumerables cánones de Concilios , es de derecho dI'VIno por con lo que no me he propuesto afirmar ciertamente . l ' · h ' . , nI o h e d IC o, que todas las practIcas y los varios modos u sad en la antigüedad para efectuar las elecciones por parte dO~ clero y del pueblo, fueran de derecho divino. Tampoco :e puede dedl;lClr. del. ?ech? .que el pueblo haya ejercido un derecho de mstItuclOn dlvma en la elección de los obisp -como demostré en otro lugar y como manifestaré me]' os , ad I ' no pueda cambiar la fo r mor mas e ante-, que la IglesIa de elecc~ón, o que haya obrado mal haciéndolo, puesto qu: ~e movld~ a ello por razones gravísimas, según aquel espínu de candad y de prudencia que dirige, como he dicho todos sus actos. ' No .co~sidero sUI?erfluo a~~dir -a fin de que nada quede como mClerto en mI afirmaclOn-, que no se trata de un derecho divino constitutivo, sino de un derecho divino moral que es cosa muy diversa. Ya que el segundo, cuando es vul~ nerado, no comporta invalidez alguna, y por esta razón los obispos, incluso los nombrados por el gobierno civil, mien· tras sean confirmados y reciban el mandato del Sumo Pontífice, son pastores legítimos, tal como lo definió el sagrado Corrcilio de Trento en la sesión XXIII, canon 8. Mediante tal distinción entre el derecho divino constitutivo y el derecho divino moral, se concilian los diversos pareceres de los autores sobre esta cuestión. Ya que dándose diversas opini?nes sobre la misma entre los escritores de la Iglesia, y no eXIstiendo ninguna declaración expresa de la Iglesia, se puede opinar a favor de una o de la otra parte. Sirviéndome yo de esta libertad, me ha parecido bien mantenerme en un punto medio, y conciliar las opiniones diciendo que las elecciones de los obispos por el clero y el pueblo, no son de derecho divino si se habla de un derecho divino constitutivo, pero lo son si se habla de un derecho divino meramente moral. Es verdad que sólo es de derecho divino constitutivo en la institución de los obispos, la sagrada ordenación y la misión por parte de la Iglesia: las dos cosas, en efecto, son independientes respecto al pueblo y respecto a cualquier otro poder laical, como lo enseña el sagrado Concilio de Trento con estas palabras: Docet sacrosancta Synodus, in Ordine Episcoporum, Sacerdotum, et caeterorum Ordinum, nec po-
268
puli nec cuiusvis saecularis potestatis, et magistratus consensum, sive vocationem, sive auctoritatem ita requiri, ut sine ea irrita sit Ordinatio: quin potius decernit, eos qui tantummodo a populo aut a saeculari potes tate aut magistratu vocati et instituti, ad haec ministeria exercenda aseendut, et qui ea propria temeritate sibi sumunt, omnes non Ecclesiae ministros, sed tures et latrones, per ostium non ingressos, habendos esse.' El derecho divino moral se reduce al derecho que tiene la Iglesia de ser libre, así en sus funciones, como también en la elección de sus propios pastores, y al deber que tienen todos los fieles, de cualquier dignidad que estén revestidos, así como también todas las sociedades, de dejarla perfectamente libre. ¿Acaso esta libertad no es de derecho divino? ¿Fue la Iglesia la que primero y espontáneamente ofreció , sus manos a fin de que se las encadenaran? ¿O no fue más bien el orgullo de los hombres el que, sometiendo a sus pies precisamente el derecho divino de la libertad de la Iglesia, intentó todos los medio.s para despojarla de su libertad esencial, para enredarla entre mil cadenas, ora sirviéndose de la violencia, ora de las seducciones, ora de las más astutas doctrinas legales? ¿ Y la Iglesia no tuvo acaso que soportar muchas veces las limitaciones impuestas a su libertad, p.ara evitar males peores? En el hecho de las elecciones, ¿fue la: Iglesia acaso la que ofreció espontaneamente al poder laical el nombramiento para todas las sedes episcopales de ciert?S Estados, y no hizo más bien este sacrificio, tras larguíSImas luchas, forzada por las más duras circunstancias? La historia está abierta a todos, y justifica plenamente a la Iglesia. La Iglesia no cesó nunca de proclamar bien alto no menos a los príncipes que a los pueblos, que le corresponde la más plena libertad en sus actos, y no cesó de reivindicar para sí la parte de libertad que le fue posible. No dejó de permitir, e incluso de encomiar el celo de aquellos sacerdotes o simples fieles que con la palabra o por escrito defendieron sus libertades. Yo amo esta divina libertad, como debe amarla todo hijo fiel a la Iglesia y especialmente todo sacerdote suyo, como la amó Jesucristo, cuya esposa es la Iglesia. Por razón de este amor, y no por otra causa, también yo levanté mi humilde voz, y manifesté mi vivo deseo de que se res2. Ses. XXIII, c. 4.
269
tituya a la Iglesia su absoluta libertad de elegirse a sus pastores, la más importante de todas ante mis ojos: en su seno fecundo, contiene todas las otras. No puede ser restituida a la Iglesia la totalidad de esta libertad, sin que cesen los nombramientos de los obispos que en los tiempos modernos han vuelto a las manos del poder laica!' Estos nombramientos que están en manos del poder laical, no por razones excepcionales sino de modo permanente y perpetuo, constituyen evidentemente una disminución de la libertad de la Iglesia, una cadena que se le ha impuesto, por la que ella ya no puede elegir libremente y sin obstáculos a los que considera los más dignos para las sedes episcopales. Por lo tanto, a mi parecer, constituyen una violación del derecho divino de la libertad eclesiástica, por parte de quien ha puesto a la Iglesia en la dura necesidad de tener que concederlos. Tal derecho exige, a mi modo de ver: 1. Que las elecciones de los supremos pastores destinados a apacentar la grey de Cristo, se hagan libremente por parte de la Iglesia, es decir, por el poder eclesiástico. Ahora bien, ¿ esta libertad no resulta inmensamente restringida y disminuida con el nombramiento concedido al poder secular? ¿Cómo puede la Iglesia estar segura de que será elegido el más digno y el de mayor confianza del pueblo? ¿ Qué garantías le da o le puede dar el poder laical, especialmente los gobiernos que no reconocen la religión católica como religión de Estado, sino que son admitidas indiferentemente todas las creencias, y son todas igualmente protegidas? Cualquier disminución de la libertad de la Iglesia en la elección de sus pastores, hiere, por lo tanto, su derecho divino, puesto que Jesucristo la hizo libre e independiente. Por consiguiente, conviene que la libertad de la Iglesia sea reivindicada y reintegrada también en esto sin demora, tan pronto como sea posible. 2. Que en las elecciones se escuche al pueblo cristiano, que verdaderamente se atienda a su testimonio, que no sea forzado, ni tan sólo moralmente, a recibir un pastor en el que no confía y que quizás no conoce ni de nombre, ni de vista, ni por sus acciones, ni por su fama: mientras que las ovejas conocen a su pastor, como ha dicho Jesucristo: No dije de qué manera se debe hacer todo esto. Esta es 3. In. 10.
270
otra cuestión. Se deberá buscar el medio más oportuno. No obstante, parece ser cierto que no podrá faltar alguna posibilidad en un tiempo en el que se atribuye al pueblo el nomo bramiento de sus representantes a los parlamentos. Tampoco dije de qué modo, por qué caminos, por qué grados se debe proceder para llegar al feliz resultado de e~i gir de los gobiernos laicales la plena libertad de las eleccIOnes episcopales. Esto es incumbencia de la sabiduría de la Iglesia y de la Santa Sede Apostólica que la preside. Así como también le corresponde juzgar si ha llegado ya el tiempo de esta gran obra de regeneración, como yo lo espero, o si los tiempos no son todavía maduros. Quiero observar que aunque fuera vana mi esperanza de que este tiempo bienaventurado haya llegado o esté próximo, no creo que obrara piadosamente reprimiendo el ardor que me empuja a hablar de , esto, ya que los anales de la Iglesia me enseñan que las reformas se preparan siempre lentamente, y que antes de que se efectúen por completo, muchos suelen alzar la voz para señalarlas, y la Iglesia los aplaude con su espíritu. Antes de que la legítima autoridad lo juzgue oportuno, o antes de que pueda ponerse manos a la obra de manera eficaz, muchos fieles y sacerdotes las proponen y las piden con su celo privado y con vivísimas instancias. Todo lo cual me persuadió de que el hecho de levantar la discusión sobre la necesidad de reivindicar para la Iglesia la absoluta libertad de las elecciones episcopales, no debía ser contraproducente en manera alguna, a no ser para mí mismo, empezando así a preparar desde lejos su llegada, cosa que debía agradar a la Iglesia y ser conforme en todo a su espíritu. He dicho francamente todo cuanto oprimía mi ánimo, sin buscar mis intereses, sino los de Jesucristo. Pero volvamos a los dos aspectos según los que he considerado la libertad de las elecciones, es decir, respecto al clero y respecto al pueblo. Nadie se maraville si menciono también esto. No conviene de ninguna manera que el pueblo sea despreciado o considerado demasiado altivamente. En él no faltan I.unca hombres santos, hombres prudentes en Cristo y que tienen el sentido de Cristo. Este pueblo es parte del cuerpo místico de Cristo. Forma un solo cuerpo junto con sus pastores y está incorporado a su Cabeza. Por el bautismo y la confirmación, ha recibido un carácter indeleble, un carácter sacerdotal. No es que los fieles participen del sacerdocio público o que posean jurisdicción alguna, y mucho 271
menos que de ellos provenga la jurisdicción eclesiástica como dijeron los herejes: esta jurisdicción deriva inmediata~ mente de Cristo al episcopado ordenado en unidad bajo Pedro. Pero el simple cristiano disfruta, no obstante, de un sacerdocio místico y particular que le confiere una dignidad y un poder especiales, y un sentido de las cosas espirituales. Por 10 tanto, no solamente el clero jerárquico y el no jerárquico, sino también el pueblo cristiano tiene unos ciertos derechos. Existe una libertad del clero, y una libertad del pueblo dentro de los límites prescritos por la sagrada tradición y por las leyes de la Iglesia. Todos son libres en Jesu. cristo. Por ejemplo, el pueblo cristiano puede y debe oponerse a un obispo que enseñara de modo evidente la herejía; puede y debe separarse de un obispo intruso o de un cismático: su sentido sobrenatural lo advierte de ello y le confiere el derecho.' Los Santos Padres, que enseñaron que la participación del pueblo en la elección de los obispos procede de la ley divina, sacaron las pruebas: 1) de la ley antigua; 2) de los Actos de los Apóstoles que nos narran la elección de san Matías, de san Timoteo, y de los siete diáconos; 3) de algunos lugares de las cartas de san Pablo; 4) de las razones intrínsecas procedentes de la doctrina de Cristo, a saber, de la suavidad y racionalidad del gobierno eclesiástico, de la dignidad de los cristianos, del fin del ministerio eclesiástico, de la mayor seguridad del juicio público, etc.; 5) de la tradición inmediata de Cristo y de los Apóstoles, no escrita. Me extendería mucho si me pusiera a desarrollar todos estos capítulos y a confirmar cada tema con citas de los Padres y de los escritores eclesiásticos. Por lo tanto, me limitaré a escoger únicamente algunos de los más autorizados y conspicuos testimonios, aptos para demostrar la tradición divina y apostólica de las Iglesias más célebres. La Iglesia Romana es la primera y la Cabeza de todas las Iglesias. La tradición de esta Iglesia, madre y norma de 4. San Cipriano, en la carta 68, deduce este derecho y este deber que tiene el pueblo cristiano de separarse de un obispo infiel precisamente por la facultad que tiene el pueblo de intervenir co~ su sufragio en la elección de los propios Pastores. «Propter quod -dlce-
plebs obsequiens praeceptis dominicis et Deum metuens a peccato.r~ Praeposito separare se debet, nec se ad sacrilegis sacerdotis sa_cnfl-. cia miscere, quando ipsa maxime habet potestatem eligendi dlgnossacerdotes. veZ indignos recusandi.»
272
todo el mundo, nos viene dada por san Clemente· P~pa y mártir, discípulo inmediato de los Apóstoles, en su pn~era carta de la que disponemos todavía, dirigida a la !glesIa de Corinto: esta carta fue escrita en nombre de la mIsma Iglesia romana, como lo atestiguan el título y el contexto de la misma. En el párrafo 44 de esta carta, se lee:
«Et Apostoli nos tri cognoverunt per DOMINUM NOSTRUM JEquod futura esset contentio de nomine e'p~sco patus. Ob eam ergo c~usam, a~cepta perfecta 'praecognltlOne, constituerunt supradlctos (epIscopOS), et demceps, FUTURAE SUCCESSIONIS REGULAM TRADIDERUNT; ut cum -illi decederent, ministerium eorum et munus alii viri probati exciperent. Constitutos (Katastazéntas) igitur ab illis, vel deinceps ab aliis viris eximiis, CONSENTIENTE AC COMPROBANTE (s~n~udp Kesáses tes ekklesías páses) UNIVERSA ECCLESIA; qUI mculpati ovili Christi ministraverunt cum humilitate, quiete, nec illiberaliter: quique lango tempore AB OMNIBUS TESTIMONIUM PRAECLARUM REPORTARUNT; hos putamus officio iniuste deiid.» etc.' No creo que pueda hallarse un documento más ilustre y auténtico en la tradición de la Iglesia romana que el de este santo Papa el cual escribe en nombre de la misma Iglesia que recibió directamente de boca de san Pedro la norma para la elección y constitución de lo~ obispos, tal ~omo Cristo la había enseñado. Este nos atestlgua que los ObISpOS eran constituidos, es decir, ordenados, enviados y elegidos por otros obispos, debiéndose interpretar así aquel ab aliis eximiis viris; pero se requería el consentimiento, la aprobación y el buen testimonio de toda la Iglesia, también por parte del pueblo. Esta es, pues, la tradición divina y apostólica. y aunque un testimonio de tal y tan grande autoridad parece que se debería considerar como suficiente para demostrar que la intervencion del pueblo cristiano en ~as elecciones episcopales es de derecho divino y apostólico: según la tradición de la Iglesia Romana, no obstante, séanie permitido transcribir también otra cita de las Constituciones Apostó-
SUM CHRISTUM,
5. Un erudito añade la siguiente nota a este texto: «Locus, si qui a/ius, apprime utilis ad intelligendum quae fuerint partes cler! et populí in episcoporum ordinatione. Katástasis ad apostolos et eplscopOS, suneudókesis ad plebem spectat.» PC 17 . 18
273
licas. Se halla en el libro VIII, capítulo 4.· de esta ant'igua colección, y dice así:
«Primus igitur ego Petrus aio, ordinandum esse episcopum, ut in superioribus omnes pariter constituimus, inculpatum in omnibus, ELECTUM A CUNCTO POPULO UT PRAESTANTISIMUM. Quo nominato et placente, CONGREGATUS POPULUS una cum presbiterio et episcopis qui praesentes erunt, in die dominica, consentiat. Qui vera inter reliquos praecipuus est, interroget praesbiterium et PLEBEM, an ipse est, quem IN .FRAESIDEM POSTULANT: et ILLlS ANNUENTIBUS, iterum roget, an AB OMNIBUS testimonium habeat, quod dignus sit magna hac et illustri praefectura; an quae ad pie tate m in Deum spectat ab ipso sint recte facta, an iures erga homines servata, an domesticae res pulchre dispensatae, an vitae instituta sine reprehensione. Cumque UNIVERSI pariter secundum veritate m, non autem secundum anticipatam opinionem, testificati fuerint talem eum esse; quasi ante iudicem Deum ac Christum, praesente scilicet Sancto Spiritu et omnibus sanctis et administratoribus spiritibus, rursus tertio sciscitetur, an dignus vere sit ministerio; ut in ore duorum aut trium testium stet omne verbum: atque iis tertio assentientibus dignum esse; A CUNCTIS PETATUR SIGNUM ASSENTlONIS, ET ALACRITER DANTE S AUDIANTUR; silentioque facto» etc. De esta Constitución, cuyas palabras se ponen en boca del mismo san Pedro, se deduce de modo manifiesto, que se consideraba ser de tradición apostólica, la intervención que se atribuía al pueblo en la elección de los obispos:' san Clemente, en el lugar citado de su carta sinodal, da a entender que los Apóstoles habían recibido de Cristo tal precepto. Lo mismo se puede deducir de las Constituciones apostólicas, ya que en el libro II, capítulo 2.°, se pone en boca de los Apóstoles: «De episcopis vera EX DOMINO NOSTRO AUDIVIMUS» etc., y poco después se lee: «quod si in quapiam parva paroecia aetate provectus non reperiatur, et sic aliquis iuvenis, quod episcopatu dignum IUDICENT CONTUBERNALES, quique in adolescentia senilem mansuetudinem et disciplina m ostenderit, is 6. El gran pontífice san León, sin duda repetía la voz de. eSJa antigua tradición primitiva cuando, interpretando una sent~ncla ~ Pablo Apóstol, escribía: «Ut apostolicae auctoritatis norma In om~~
bus servaretur QUA PRAECIPITUR ut sacerdos Ecclesiae praefuturus .n solum ATIESTATi:ONE FIDELIUM, sed etiam eorum qui foris sunt testImonio muniatur.. (Epist. 89).
274
TESTIMONIO ILLORUM FRETUS, salva pace constituatur». Juan Beveregio, apoyándose en éstos y otros argumentos, sostiene que en semejante materia «nihil inter ius divinum el apostolicum interest».7 Los sucesores de san Clemente conservaron fielmente tan excelsa tradición, y tenemos pruebas clarísimas de ello en las actas, que aún hoy poseemos, de san Cornelio,' de san Julio,' de san Zósimo,'o de san Bonifac.io I," de san Celestino," de san León Magno,13 de san Hila-
7. ef. eodex eanonum Ecclesiae primitivae illustratus, lib. 11, cap. 11, par. 18. 8. En una carta a Fabio obispo de Antioquía a la que hace refe· rencia EUSEBIO, Hist. Ecles. lib. VI, cap. 43, Cornelio demuestra que Novato se había introducido en la sede apostólica mediante una elección que pecaba de muchas irregularidades, entre las cuales la falta de consentimiento del pueblo: «cui cum universus clerus multique ex populo refragarentur», etc. ef. SAN CIPRIANO, Epist. 24. 9. San Julio, en la carta que escribió en defensa de san Atanasio y que fue conservada por el mismo san Atanasio, no se escandaliza de que éste hubiera dicho que el pueblo debía intervenir en la elección de los obispos según la ley divina, sino que lo .reconoce y acepta tal doctrina de Atanasio, declarando que Gregorio no podía ser admitido en la sede alejandrina, neque plebi cognitum neque postulatum a praesbiteris (Athan. Ap. cap. 2). 10. San Zósimo condena a Lázaro y a Herodes como usurpadores del episcopado, también por la razón de que el pueblo no los quería: «plebe et clero contradicen te, ignotos, alienigenas intra Gallias sacerdotia usurpasse» (Epist. 3). 11. San Bonifacio, en una Constitución ordena que quede elegido como obispo «quem ex numero clericorum - divinum iudicium et universitatis consensus elegerit». 12. San Celestino escribe a los obispos de las Galias: «Nullus invitis detur episcopus: cleri plebis et ordinis consensus requiratur» (Epist. 2). 13. Nadie más que san León el Grande se dio cuenta de la uti· lidad de mantener la libertad del pueblo en las elecciones de sus pastores según la antigua tradición, atestiguada por tantas cartas suyas. He aquí algunos pasajes de las mismas: Epístola 84. «eum de summi sacerdotis electione tractabitur, ille
omnibus praeponatur, quem cleri plebisque consensus concorditer postularit. Metropolitano defuncto, cum in locum ejus alius fuerit subrogandus, provinciales episcopi ad civitatem metropolitanam convenire debebunt, ut omnium clericorum atque omnium civium voluntate discussa ex presbyteris eiusdem Ecclesiae, vel ex diaconibus, optimus eligatur.» Epístola 89. «Expectarel1fur certe vota civium, testimonia populorum, quaereretur honoratorum arbitrium, electio clericorum, quae in sacerdotum solent ordinationibus, ab his qui norunt PATRUM REGULAS custodiri. Teneatur subscriptio clericorum, honoratorum testimonium, ordinis consensus et plebis. Qui praefuturus est omnibus, ab omnibus eligatur. Nullus invitis et non petentibus ordinetur; ne civitas epis-
275
rio," de san Ormisdas,1S de san Gregorio Magno,16 de Adriano 1/' del siempre memorable Gregorio VII," así como tamcopum non optatum AlIT CONTEMNAT AlIT ODIlRIT ET FIAT MINUS RELIGIOSA cui non licuit habere quem voluit. Nulla ratio sinit ut inter episcopos habeantur, qui nec a clericis sunt electi, nec a plebibus expetiti, nec a provincialibus episcopis cum metropolitani iudicio consecrati.» 14. En la carta I de san Hilario Papa, se pide cuenta a un obispo que había consagrado a otro sin el consentimiento popular, «nullis petentibus populis». 15. Este santo pontífice, en la voz del pueblo que pedía a uno como obispo suyo, descubría un gran signo de la voluntad divina. Bn una de sus cartas escribe: «l stam sacerdotibus ordinandis reverentiam servet electio, ut in grave murmure populorum divinum credatur esse iudicium. lbi enim Deus, ubi simplex sine pravitate consensus» (Epist. 25). 16. San Gregario Magno fue muy escrupuloso en exigir el consentimiento del pueblo según la antigua tradición, antes de confirmar a los obispos, como se deduce de muchas cartas suyas. Las cartas 56 y 58 del libro 1, y las cartas 3, 8, 30 del libro n, van dirigidas no menos al clero que al pueblo de Rimini, de Perugia, de Nápoles y de Nepi exhortando a unos y a otros a la elección de sus propios obispos. He aquí otros pasajes de las mismas que confirman idéntica doctrina: Lib. l, Epístola 19. «Qui dum fuerit postulatus, com solemnitate decreti omnium subscriptionibus roborati et dilectionis tuae testimonio litterarum, ad nos veniat sacrandus.» Lib. Il, Epístola 15. Salte m tres viros rectos ac sapientes eligite, quos ad urbem generalitatis vice mittatis, quorum et iudicio plebs tota consentiat. Este gran pontífice ponía tanto cuidado en mantener libre la elección de los obispos y la del pueblo, que se había propuesto abstenerse él mismo de todo cuanto pudiera disminuirla, como claramente se deduce de las cartas: Lib. l, Epístola 14 y 55; lib. Il, Epíst. 29 y 38. 17. Este Papa imitó a los grandes pontífices León y Gregario con su delicadeza de no tomar parte en las elecciones, dejándolas totalmente libres: así pudo d~fender su libertad más eficazmente, incluso contra la usurpación de los príncipes. Por ejemplo, pudo escribir a Carlomagno: «Numquam nos in 'qualibet electione inveninus nec invenire habemus. Sed neque vestram excellentiam optamus in talem rem incumbere. Sed qualis a clero et a plebe, cunctoque populo electus canonice fuerit, et nihil sit quod sacro obsit ordini, solita traditione illum ordinamus» (Concil. Gall. t. II, p. %, 120). lB. San Gregario VII, no fue menos celoso que sus predecesores y que los grandes León y Gregario en mantener las antiguas tradiciones y en reivindicar para el pueblo y para el clero la plena libertad de las elecciones episcopales. Todas sus cartas, todos los actos de su vida lo comprueban. Como ejemplo no citaremos más que algunos pocos pasajes. a) Escribe al clero y al pueblo Carnotense a fin de que elijan a su pastor «praemissis orationibus, atque triduano ieiunio et elemosi-
QUA M CONVENIT,
276
bién de Urbano n, de Pascual n," y de otros- innumerables que siempre han exigido y defendido, de acuerdo con el depósito de la tradición romana, la intervención del puebloen las elecciones episcopales. Si las elecciones por el clero y el pueblo, cesaron más tarde en la Iglesia occidental que en la oriental, se debe atribuir al hecho de que la sede de Pedro que las sostuvo, quedó situada en occidente. Nadie puede determinar el origen de la intervención del pueblo en las elecciones episcopales. Nadie puede decir: empezó tal año, por orden de tal Papa, con el canon de tal Concilio. Constituye una norma recibida de los teólogos, para reconocer cuáles son las tradiciones apostólicas, el hecho de nis» (Lib. IV, Epíst. 4, 5). b) Ordena que sea destituido el obispo de Orleans por intruso, ' «sine idonea cleri et populi electione» (Lib. IV, Epíst. 6; Lib. V, Epíst. 5, 11, 14). c~ Se alegra con el clero y el pueblo de la misma ciudad, por haber elegIdo canónicamente a Sansón como obispo (lbid.). d) No cede ante el deseo del rey Felipe de que fueJ;'a promovido obispo un cierto abad, sin que antecediera la elección canónica por parte del clero y del pueblo, «qui sanctorum patrum statuta sequi el observare cupimus»; y repite en la misma carta: electio carlOnica et sanctorum patrum regulis consonans dignoscatur (Lib. V). e) Escribe universo clero et povulo Arelatensi para exhortarles a la elección de su obispo (Lib. VI, Epíst. 21). f) Por la mü¡ma razón escribe al clero y al pueblo de Reims (Lib. VIII, Evíst. 16). Cf. igualmente las cartas 17-20 del lib. VIII, Y la 18 del lib. IX. g) El Concilio Romano del año lOBO, celebrado bajo Gregario VII, ~rescribe el modo de la elección canónica con el canon 6, que empieza así: «lnstantia visitatoris episcopi, qui ab apostolica vel metropolitana sede directus est, clerus et populus, remota omni saeculari ambitione, timare atque gratia, apostolicae sedis vel metropolitani sui consensu, pastorem sibi secundum Deum eligat.» Sería demasiado extenso referir cuanto hizo Gregario VII en defensa de las elecciones libres por parte del clero y del pueblo. Thomassinus opina que la gran lucha de las investiduras entre la Iglesia y el Imperio , no hubiera tenido lugar si Enrique IV hubiera permitido que precediera a la investidura la elección canónica del clero y del pueblo (Vetus et nova Eccle. discipl., Pars 11, Lib. 11 cap. 3B, paJ;'o 2). Bastará con decir que este gran Papa imitó la delicadeza del primer Gregario, de León y de Adriano absteniéndose ordinariamente de intervenir en las elecciones a fin de que en nada se disminuyera, según la antigua norma, la plena libertad del clero y del pueblo (Cf. App. Epist. 3). 19. Estos dos pontífices y otros que les sucedieron, siguieron el mismo camino señalado por el máximo restaurador de la disciplina eclesiástica, Gregario VII, y' mantuvieron firmemente el derecho del clero y del pueblo de intervenir en las elecciones de los obispos.
277
que se pierdan en la más remota antigüedad sin que nadie pueda asignar un tiempo determinado en el que empezaron. Hay, pues, que concluir afirmando lo que el Papa Liberio decía al emperador Constancia: la Iglesia Romana ha recibido sus tradiciones directamente de labios de san Pedro,'· o también con el canon atribuido en el Cuerpo de derecho canónico al Papa Anacleto, que fue el mismo Señor Dios quien concedió al pueblo tomar parte en la elección de sus pastores. 21 Parece que hoy en día haya algunos que, a nuestro modo de ver mal informados, creen poder justificar mejor a los Sumos Pontífices de los últimos siglos -que debido a las circunstancias de los tiempos, debieron conceder a diversos príncipes católicos el nombramiento de los obispos-, sosteniendo que la antigua tradición de la Iglesia Romana que consistía en escuchar la voz de todo el cuerpo de los fieles, no era divina ni apostólica, sino puramente eclesiástica. Pero, como decíamos, nosotros consideramos que éstos están bastante mal informados. Creemos que el camino para justificar a aquellos Sumos Pontífices, no consiste en negar el origen divino y apostólico de dicha intervención. Cuál sea el verdadero camino que hay que seguir sin necesidad de recurrir a tal negación, lo diremos dentro de poco. Deseamos ardientemente defender y conservar para la Santa Iglesia Ro· mana aquella gloria de la · que justamente fueron muy celosos todos los Pontífices, y que proviene del hecho de haber recibido sus autorizadas tradiciones de la misma boca del príncipe de los Apóstoles que la fundó. {(Quis enim nesciat, ~diremos con el santo Pontífice Inocencia 1- aut non ad· vertat, id quod a principe apostolorum Petro Romanae Eccle· siae traditum est, ac nunc usque custoditur, ab omnibus de· bere servari, nec superduci, aut introduci aliquid,quod aut auctoritatem non habeat, aut aliunde accipere videatur exem· plum.» 22 Por lo cual los Concilios hacen referencia a esta venerable tradición de la Iglesia Romana, incluso cuando se trata de fijar el lugar que ocupa el pueblo en la elección de los obispos, como se puede ver en el Concilio III de Orleans.23 20. S. Athan. Apol. 11. j 21. Ejectionem quoque, ut supra m emoratum est, summorum sacerdotum sibi DOMINUS reservavit, /icet electionem eorum bonis Sacerdotibus et spiritualibus POPULIS concessisset (Can. 11, Dist. 79). , 22. Epist. 1 ad Decentium Ep. Can. 2, Dist. 11. 23. Can. 3
278
. Después de la Iglesia Romana, la Alejandrina precedíó a la de Constantinopla, antes que ésta apareciera. E s conveniente, pues, que intentemos descubrir cuál era la tradición ~e esta Iglesia por lo que atañe a la intervención del pueblo CrIStiano en las elecciones episcopales. Los Padres, testimonios de la tradición de la Iglesia Alejandrina, afirman también ellos que esta intervención es de derecho divino y apostólico. La tradición de san Marcos se halla en perfecto acuerdo con la tradición de san Pedro. Nadie más autorizado que san Atanasio entre los grandes hombres de la Iglesia de Alejandría. Empecemos, pues, por éste. Es necesario que se sepa que los primeros en infringir y subvertir lo que los Apóstoles, instruidos por Cristo, habían dispuesto acerca de las elecciones de los obispos por el cle-. ro y el pueblo, fueron los herejes, y en tiempo de san Atana- . sio, los Arianos, los cuales se sirvieron para ello del desafuero del emperador Constancia, que les era favorable. A él hay que atribuir los primeros atentados contra la anti~ua disciplina. San Atanasia describe así el modo de proceder del emperador ~n este asunto, oponiéndose a la temeridad dé Constancia: Hoe (Constantius) exsistimavit DEI LEGEM immutaturum, '1.um STATUTA DOMINI PER APOSTOLOS TRADITA violaverit, Eccle· ,iae mores inverterit, novumque adinvenerit ordinationum genus. Ex aliis quippe loeis, etiam quinquaginta mansionibus dissitis, episcopos militibus stipatos AD INVITOS POPULOS ransmittit: qui UT POPULIS COMMENDARETUR, IPSIQUE Non FIANT, minas adfuerunt, litterasque ad iudices.24 Este gran Padre, ?ues, da ·testimonio, según la tradición de su Iglesia, de que wnstituir obispos contra la voluntad de los pueblos que deben a'Jacentar como grey propia, constituirlos tales sin que sean conocidos ni dignos de la confianza del pueblo por sus obras, es una infracción de la ley de Dios y de los estatutos confiado~ por Cristo a los Apóstoles y transmitidos por los Apóstoles a las Iglesias. En otro lugar afirma lo mismo para demostrar que Gregar io, sucesor suyo en la sede alejandrina, no es más que un intruso. He aquí sus palabras: -Si qua enim adversum nos criminatio vim haberet, oportuit nec Arianum nec haereticae sententiae hominem adhi24. Epist. omnibus ubique solitariam vitam agentibus etc., n . 74.
279
herí, sed secundum ecclesiasticos canones, et SECUNDUM VERBA PAULI: CONGREGATIS POPULIS et Spiritu ordinantium Cum virtute Domíni nos tri JESU Christi, omnia iuxta ecclesiasticas leges disquíri ac peragi, PRAESENTIBUS POPULIS et clericís QUI ILLUM POSTULARENT. Nec .d ecuit eum ex alia regione ab Arianis adductum, episcopi nomen quasi mercatum apud eos QUI EOS NEC PETERENT, NEC VELLENT, ET REM GESTAM PRORSUS IGNORAVERINT, saecularium iudicium patrocinio ac vi ses e intrudere. Illud vera ecclesiasticorum canonum abrogatio est, ethnicosque ad blasfemandum inducit et ad suspicandum, quod non SECUNDUM DIVINAM LEGEM, sed nundinatione et patrocinio ordinationes fiane Aquellos cánones, pues, de los que hacían uso las Iglesias de entonces, Atanasia los califica de «ley divina», precisamente porque provenían de los Apóstoles y de Jesucristo mismo. Lo mismo repite y explica en otro lugar diciendo del intruso Gregario que neque iuxta' ecclesiasticum canonem ordinatus fuisset, neque IUXTA APOSTOLICAM TRADITIONEM vocatus fuisset episcopus: sed ex palatio cum militari manu et pompa missus fuisset.2I> Según esta misma tradición de la Iglesia alejandrina habla otra luz gloriosísima de la misma Iglesia, Orígenes, cuando confirmándola con la ley dada por Dios en el Antiguo Testamento, comenta aquel pasaje del Levítico que empieza así: Convocavit Moyses Synagogam et dicit ad eos etc. El pasaje es éste: Licet ergo Dominus de constituendo pontifice praecepis· set, et Dominus elegisset, tamen convocatur et Synagoga. Requiritur enim in ordinando sacerdote et PRAESENTIA POPULI ut SCIANT OMNES ET CERTI SINT, quia qui praestantior est e~ omni po pulo, qui doctior, qui sanctior,qui in omni virtut6 eminentior, ille eligitur ad sacerdotium, et hoc ASTANTE POPULO, ne qua postmodum retractio quiquam, ne quis scr;/.pulus resideret. Hoc est autem quod et APOSTOLUS PRAECEFIT in ordinatione sacerdotis dicens: Oportet autem illum et testimonium habere bonum ab his qui foris sunt. r7 Por lo tarta, estos Padres deducían la necesidad de la intervención del pueblo en las elecciones, de las leyes divinas concordes, es I
25. Epist. encyclica ad omnes ubique commint'stros Domino dilec· n. 2: . 26. Epist. omnibus ubique solitariam vitam agentibus etc., n. 14. 27. In Cap. 8 Levit. Hom. 6.
ttl:!;
280
decir, de las leyes del Antiguo y del Nuevo Testamento, y todo según la enseñanza y la tradición de las Iglesias a las que pertenecían. En este pasaje de Orígenes, debe notar se la razón que aduce de la presencia del pueblo ut sciant amnes et certi sint quia qui praestantior est ex amni papuZo, qui sanctior, qui doctior, qui in omni virtute eminentior, ille eligitur ad sacerdatium, ya que se considera siempre en la Iglesia que en la elección de los pastores no basta contentarse en hallar el hombre que posea solamente buenas cualidades negativas, sino que se debe aplicar todo el esfuerzo para descubrir a quien esté adornado con las mayores cualidades posibles, en una palabra, el que sea más digno ex omni populo. De ser así, si tal es la doctrina y la norma de la Iglesia, que se nos. diga cómo pueden cumplirse éstas -sin querer engañarnos con vanos subterfugios y con sutilezas de forma, sino deseando honestamente hallar la verdad de los hechos- cuando los nombramientos sean abandonados en manos de los gobiernos laicos y se lleven a cabo en lo oculto de sus gabinetes. El mismo Orígenes, en la homilia XXII sobre el libro de los Números, advierte cuánta diferencia existe entre la elección de un simple sacerdote y la de un obispo, que él compara al caudillo del pueblo hebreo: Moisés no se atrevió a constituirlo por sí mismo, sino por revelación divina y congregando a todo el pueblo, a pesar de que hubiera nombrado por sí mismo a los ancianos, los cuales, según Orígenes, corresponden a los simples sacerdotes. Y, no obstante, Moisés hubiera podido hacerlo. «Sed hoc non facit, non eligit, non audet. Cur non audet? Ne posteris praesumptionis relinquat exemplum.» 21 Así se expresa Orígenes, cuyas observaciones son repetidas por san Juan Crisóstomo.Z9 No se opone a esta tradición de la Iglesia alejandrina lo 28. L. M. FRANC HAU..IER explica de esta manera el pensamiento de Orígenes: «qui (Orígenes) notat Moysem elegisse presbiteros quos ipse ordinat: populo vera ducem nequaquam nisi ex divina revelatione et synagoga congregata, eligere ausum fuisse: simili enim ratione episcoporum, qui sunt populi duces, electionem videtur Ecclesia maioris momenti censuisse, quam ut episcoporum, INCONSULTA PLEBE, arbitrio permitteret» (De sacris electionibus etc., p. 1, sect. 1, cap. 2 a. 4). 29. In Act. Apost. Hom. 14. Este Padre enseña la misma doctrina: deduce la necesidad de hacer intervenir al pueblo en las elecciones episcopales no menos por razón de los ejemplos de la ley antigua , que por razón del ejemplo de los Apóstoles. Observa que los Apóstoles no eligen a los diáconos propria sententia y que «prius rationem
281
que señalan san Epifanio 30 y san Jerónimo," a saber, que en Alejandría, inmediatamente después de la muerte del obispo, el clero lo substituía por otro, sacándolo de su seno, a fin de no dar ocasión a las facciones y a los partidos populares. Al morir san Alejandro, añade san Epifanio, no se pudo elegir en seguida al diácono Atanasio, aunque había sido designado sucesor suyo por el prelado moribundo, ya que se hallaba ausente: había sido enviado por el mismo Alejandro a la Corte del emperador, por lo que se confirió la cátedra ale. jandrina a Aquila. Pero lo que cuenta san Epifanio, es considerado por los mejores críticos como un error de este Padre. En realidad, y es cosa indudable, Atanasio, como él mismo atestigua, fue sucesor inmediato de Alejandro, por lo que aquel Aquila del que habla Epifanio, si es que existió y si no se refiere al gran Aquila antecesor de Alejandro, situado por error en este lugar, a lo máximo pudo ocupar la Sede sólo de modo provisional hasta el retorno de Atanasio y en nombre suyo. De todos modos, la alusión hecha por aquellos dos Padres, no prueba otra cosa sino que no se admitía demora en hacer la elección del nuevo obispo así que moría el antiguo, y no que el pueblo no interviniera: prueba, en efecto, como observa Thomassinus, primariam eligendi auctoritatem penes praesbyteros alexandrinos fuisse,J2 lo cual no puede ser puesto en discusión; pero que el pueblo no tomara parte alguna en la elección y que no debiera aportar su testimonio, su aprobación, su aceptación, no lo prueba de ninguna manera. Si las cosas hubieran sido de otro modo, los herejes no hubieran después opuesto a la elección la falta del consentimiento del pueblo: o si la hubieran impugnado, hubiera bastado con responder que tal era la costumbre y la tradición reddunt mu/titudini»; y añade: quod etiam nunc fieri oPo.~tet (Ibid.). Hace una observación semejante hablando de la elecclOn ~e .sa~ Matías: «lam illud considera quod Petrus omnia ex communt d¡sc¡pulorum sententia nihil auctoritate sua, nihil cum imperio» (In ct . Hom. 3) , y esto a~nque reconociera la plena potestad que tenía Pe ro de elegir por sí mismo. Podemos considerar a este gran Padre co.m o testimonio autorizado de la tradición de Antioquía Y de Constantlll O pla ya que si la doctrina de estas Iglesias hubiera sido diferentde, s:~ Ju~n Crisóstomo lo hubiera sabido y no hubiera interpretado e a modo la Escritura. 30. Haers. 69, n. 11. 31. Epist. ad Evangelum. 32. Ve tus et nova Eccles. disciplina, p. II, lib. II, cap. !, 6.
1
282
de la Iglesia Alejandrina. Pero no se respondió así: se respondió demostrando cómo su elección había sido pública y solemne, cómo había sido unánime el consentimiento de todos al elegirlo, y con cuántas instancias y aclamaciones lodo el pueblo cristiano había demostrado quererlo como obispo." Finalmente, hay que creer que san Atanasio conocía como ningún otro la tradición de su propia Iglesia ya que cuando para demostrar que Gregorio se había incautado indebidamente de la sede de Alejandría observaba entre otros defectos, que la elección no había sido hecha «SECUNDUM VERBA PAULI», congregatis populis et Spiritu ordinantium tute «D. N. JESU CHRISTI»." Se puede creer muy bien
cum virque Orígenes conocía la tradición cuando consideraba la intervención del pueblo como una exigencia de la misma ley de Dios, tanto de la antigua como de la nueva. Hallamos, pues, concordes en esto toda la Iglesia occidental, o mejor, la Iglesia universal representada por san Clem ente y por la Iglesia Romana, y la Iglesia oriental representada por san Atanasio y por la Iglesia Alejandrina, cuando n os aseguran que la intervención del pueblo en las eleccion es episcopales procede de la tradición inmediata de Cristo y de los Apóstoles, y que viene confirmada también por la ley escrita del Antiguo y del Nuevo Testamento, interpretada b ajo la luz y el espíritu de la misma tradición. Hallamos concordes estas Iglesias en atestiguarnos que la intervención del pueblo en las mencionadas elecciones, pertenece al derecho divino. No obstante, consultemos también a las iglesias de África, de las que pueden ser dignos representantes san Cipriano y los obispos de su tiempo. La carta 68 de este insigne Padre es una carta sinodal, y fue escrita no sólo en nombre propio, sino en nombre de cuarenta y dos obispos de África, cuyos nombres aparecen al principio de la misma carta. Además, no va dirigida a una persona en particular, sino a las Iglesias de España ad cleros et ad plebes in Hispania consistentes. En esta carta, pues, escrita en ocasión de haber desaparecido en la persecución dos obispos españoles, Basílides y Marcial, se lee lo siguiente: «Quod et ipsum videmus DE DIVINA AUCTORITATE DESCENDERE, ut sacerdos PLEBE PRAESENTE, SUB OMNIUM OCULIS sicut 33. Epist. encyclica Concilii Alexandrini, in Athan. ApoJ., 34. Ad Ep. Ortodox., n. 2.
n. 283
in Numeris c. XX Dominus Moysi praecepit dicens: Apprehende Aaron fratrem tuum et Eleazarum filium eius et impones eos in monte coram omni Synagoga, et exue Aaron stolam eius et induere Eleazarum filium eius, et Aaron appositus moriatur ibi." CORAM SYNAGOGA iubet Deus constitui sacerdotem, id est instruit et ostendil ordinationes sacerdotales NON NISI SUB POPULI ASSISTENTIS CONSCIENTIA FIERI OPORTERE, ut PLEBE PRAESENTE veZ detegantur maZorum, veZ bonorum praedicentur, el sit ordinatio iusta et legitima QUAE OMNIUM SUFFRAGIO ET IUDICIO FUERIT EXAMINATA. Quod postea SECUNDUM DIVINA MAGISTERIA observatur in Actis Apostolorum, quando de ordinando in locum Iudae ApostoZus Petrus ad plebem Zoquitur: Surrexit, inquit, Petrus in medio discentium: fuit autem turba hominum fe re centum viginti (Act. 1). Y aducido el ejemplc de los siete diáconos, sigue diciendo: quod utique iccirco TAM DILIGENTER ET CAUTE, CONVOCATA PLEBE TOTA, GEREBATUR ne quis al altaris ministerium vel ad sacerdotaZem locum indignus obreperet; y poco después concluye: Propter quod diligenter DE DIVINA ET APOSTOLICA OBSERVATIONE servandum est et tenendum quod apud nos quoque fe re per provincias universas tenetur ut ad ordinationes rite ceZebrandas AD EAM PLEBEM, CUI PRAEPOSITUS ORDINATUR, episcopi eiusdem provinciae proximique quique conveniant, et episcopus deligatur PLEBE PRAESENTE, QUAE SINGUIt
LORUM VITAM PLENISSIME NOVIT ET UNIUSCUIUSQUE ACTUM DE EIUS CONSERSATIONE PERSPEXIT.»
Me detengo aquí, ya que me parece que tales documentos son suficientes para conprobar lo que decía, es decir, que también la intervención del pueblo en las elecciones episcopales, pertenece al derecho divino. Esto no lo dije por mí mismo, sino apoyándome, como se ve, en las bases de los más venerables y .antiguos documentos. Después que, desgraciadamente, tuve el dolor de constatar que alguien se había escandalizado de esta mi opinión -que no es mía, como dicen, sino de los que estuvieron cerca de la fuente de la tradición, cerca de Cristo y de los Apóstoles, legítimos sucesores de éstos a los que se les confió el sagrado depósito para transmitirlo a la posteridad-, creo que t{!ngo el deber de impedir cualquier escándalo que alguien haya podido sufrir, añadiendo alguna reflexión y diciéndoles: Hermanos míos, si vosotros os limitarais a mantener una opinión diversa de la mía, me abstendría en absoluto de haceros algún reproche o de lamentarme por ello. Pero vaso-
284
,,,:
tras no soportáis que otro piense de otro modo en algo que la Iglesia nunca ha definido a 'ruestro favor, y os precipitáis a acusarme de herejía, de ~or: de temeridad, cuando más bien deberíais -si me creéis en el error-, atribuir el desacierto a una doctrina muy inferior a la vuestra, puesto que siempre he confesado la falibilidad de mi mente, y he declarado siempre y he demostrado con las palabras y con los hechos, querer estar sometido, como el último de los fieles, a cualquier decisión y sentimiento de la Santa Iglesia Apóstolica Romana. De esto me lamento. Pero para convenceros de que en la sentencia de la que hablamos no es probable que haya herejía ni error alguno, contentaros con hacer junto conmigo las siguientes consideraciones: Cuando el discípulo de los Apóstoles, el sucesor de Pedro, el Vicario de Jesucristo, el Santo Padre y mártir Clemente, en nombre y persona de la Iglesia Romana, escribía a la Iglesia de Corinto que, según el documento dejado por Cristo a los Apóstoles, los obispos debían ser instituidos mediante la intervención de todo el pueblo, si en esta sentencia hubiera error -y ciertamente que no puede haberlo-, ¿es posible que la Iglesia de Corinto, apostólica también ella, y que conservaba las recientes tradiciones de Cristo y de los Apóstoles, no se hubiera escandalizado como ahora hacéis vosotros conmigo? ¿Es posible creer que no hubiera dicho una palabra contra esto, sino que al contrario aquella carta venerable se leyó en las Iglesias públicas, como si fuera inspirada por Dios mismo, sin oposición alguna? Y puesto que tales cartas, como observan los eruditos," aunque fueran dirigidas a Iglesias particulares, no obstante se consideraban como dirigidas igualmente a todas las Iglesias, ¿es posible que ni la Iglesia universal ni una Iglesia particular no emitiera ni un hilo de voz para señalar aquel error o aquella herejía que ahora vosotros os complacéis en descubrir en la misma doctrina porque la veis en mis labios? ¿Es acaso posible que los sucesores de san Clemente, sin decir nada de lo contrario, sin hacer censura alguna, hayan confirmado en sus cartas y disposiciones todo cuanto san Clemente les había transmitido, cuando incluso el mismo Papa Liberio, hablando de sus predecesores, entre los que Clemente era considerado uno de los principales y más ilustres, declara que recibieron y transmitieron fielmente de mano en mano la tra35. ef. Beveregio en la edición de los Padres Apostólicos.
285
dición del Apóstol Pedro, quam ipsi a beato et magno Apostolo Petra acceperunt? 36 I Y san Atanasia cuando e.':i~:~ndo a todos los obispos y a todos cuantos en el orbe católico hacen profesión de vida solitaria, afirma que el pueblo cristiano por tradición apostólica y divina toma parte en la elección de los obispos, ¿ es posible que no temiera ser tachado de error o herejía por parte de alguno de los obispos contemporáneos o por alguna de las iglesias, o al menos no temiera ser contradicho por el Sumo Pontífice? Y en cambio, en vez de ser acusado de tan gran culpa, fue defendido y considerado como el campeón de la pureza de la fe por el Sumo Pontífice y por toda la Iglesia católica, mientras que san Julio Papa, en un Concilio condena cual intruso en la Iglesia Alejandrina a Gregario, por varias razones, entre otras también por la falta de intervención del pueblo cristiano, confirmando así el mismo argumento mencionado por Atanasia. Y con todo, éste apeló y se dirigió a Roma in Ecclesia -dice- ubi nulla extranea formido, ubi solus Dei timar est, ubi liberam quisque habet sententiam! 37 San Atanasia hace este magnífico elogio de la Iglesia Romana. ¿Acaso san Cipriano, unido casi con todos los obispos de Africa, hubiera escrito impunemente y con toda seguridad a los obispos de toda España que el pueblo debía intervenir en las elecciones episcopales secundum divina magisteria de divina auctoritate, de divina et apostolica traditione, sin que nadie nunca lo tachara por ello de herejía o de error, o lo hubiera desmentido en lo más mínimo, sino que todos lo aplaudieron cual auténtico testimonio y doctor de la Iglesia? Por lo tanto había un asentimiento de toda la Iglesia sobre este punt!='o Los obispos y las iglesias andaban todos de acuerdo. Las tradiciones concordaban con ellos en magnífica armonía. Apoyado sobre estos fundamentos, también yo me he atrevido a decir, sin temeridad sino con respeto hacia la Iglesia y hacia su espíritu, hacia sus cánones y sus decretos, que el pueblo tiene un derecho divino de tener parte en la elección de los pastores que deben apacentarlo y conducirlo a la salvación. Hay que añadir una reflexión que proporcionará otro arSAN ATANASIO, Epist. ad omnes ubique vitam solitariam agentes. 37. Ad omnes ubique solitariam vitam agentes, n. 29,
36.
286
gumento para probar que no es temeraria, y muchos menos herética, la sentencia de que la facultad otorgada al pueblo cristiano de intervenir con su sufragio en la elección de los propios pastores, forma parte de una tradición divina y apostólica. Es doctrina común de los teólogos, que cuando una costumbre eclesiástica, cuyo inicio no se puede determinar, se constata que es común a todas la Iglesias, y especialmente a las fundadas por los Apóstoles, tal costumbre debe considerarse de institución apostólica. Ahora bien, consta por la historia como un hecho indiscutible, que en todas las iglesias más ilustr'es del mundo, y de modo especial en las fundadas por los Apóstoles, en las iglesias de Roma, de Alejandría, de Antioquía, de Constantinopla, de Efeso, de Heraclea, de Corinto, de Tesalónica, de Cartago, y lo mismo puede decirse de todas las otras, durante muchos siglos eJ pueblo intervino ordinariamente en la elección de los obispos, y sin el voto o consentimiento del pueblo el obispo no era considerado legítimo, sino intruso." Aunque no hubiera otros argumentos, éste ya bastaría por sí solo para considerar aquella costumbre como una de las fundadas por los Apóstoles, según el espíritu de Dios y la enseñanza de Cristo.¿Sabéis ahora lo que hacéis cuando no reconocéis la fuerza de este argumento y negáis el carácter apostólico de una sola tradición eclesiástica que se apoya sobre este argumento y sobre los otros expuestos más arriba? Negáis así la apostolicidad de todas las tradiciones, os cerráis el camino para demostrar el carácter apostólico de cualquier otra tradición. Este es el verdadero peligro: y este peligro es grave." 38. Adviértase aquí de nuevo que afirmamos que la intervención del pueblo en las elecciones episcopales es de derecho divino puramente moral. El hecho de que se considerara como intruso el obispo que entraba en la diócesis contra la voluntad del pueblo, provenía únicamente del derecho eclesiástico, lo cual equivale a decir que la Iglesia no le confería la jurisdicción ni le confiaba la misión, precisamente porque quería que interviniera el consentimiento del pueblo requerido moralmente por la tradición divina y apostólica. 39. Cuando un autor es atacado en las palabras que ha pronunciado, tiene lugar una discusión de la que puede surgir la verdad. Pero no es así cuando la inculpación no tiene otro fundamento que las intenciones que se suponen en lo más acuIto del espíritu. Tal es la acusación que algunos me hacen, la de querer que la sagrada liturgia se celebre en las lenguas vulgares. Yo no dije ni una palabra de esto, ni nunca pensé .de otro modo de lo que piensa y definió la santa Iglesia sobre esta cuestión. La ocasión de semejante acusación fue el hecho de que yo indicara históricamente las causas por las cuales ac-
·Por todo lo cual me parece que puedo concluir, sin merecerme culpa alguna, con la frase de Natale Alessandro que escribe así: DE TRADITIONE DIVINA ET APOSTOLICA OBSERVATIONE descendit quod populus in electionibus sacris suffragetur suo testimonio, concedo: iudicio, nego: '" esto es todo cuanto dije nada de más, nada de menos. ' Me parece necesario, además, que responda a la objeción que puede insinuarse en el ánimo de los que, constatando que se ha verificado un cambio en una gran parte de la Iglesia católica, y desde hace ya algunos siglos, respecto a la disciplina acerca de las elecciones de los supremos pastores, temen que al admitir como de derecho divino la intervención del pueblo en ellas, se critique a la Iglesia, como si hubiera sobrepasado los límites de su poder modificando tualmente el pueblo cristiano que asiste a las funciones sagradas no toman aquella parte activa que le asignan los ritos y el espíritu de la Iglesia. Históricamente, pues, dije que esta separación del pueblo cristiano respe~to al clero que realiza las funciones, se ha producido poco a poco debIdo a dos causas, a saber: por la escasa instrucción que ~e ha dado al pueblo sobre las funciones sagradas, y por haberse perdido el uso de la lengua latina al introducirse las nuevas lenguas. No dije nada más. Y no obstante, ¡esto bastó al celo de algunos para deducir mi intención de querer que las sagradas funciones se tradujeran en lengua vulgar.! ¿Impugnan acaso la verdad de las dos razones indicadas por mi históricamente? No, puesto que no pueden hacerlo. En su lugar añaden por sí mismos y me atribuyen lo que no dije. Concluyen: ¿queréis, pues, la lengua vulgar? Yo les contestaré: hermanos míos, seguid leyendo mi libro y se disipará en vosotros toda sospecha. Yo no sólo indico históricamente aquellas dos I;:azones del mal, sino que propongo también el remedio. ¿Cuál es este remedio? ¿Acaso el que vosotros interpretáis, que las sagradas funciones deben traducirse en lengua vulgar? Vaya, de ningún modo: no propongo un remedio que sería peor que el mal. Yo señalo como único remedio «una mayor instrucción del clero», porque el clero mejor instruido en el espíritu def culto eclesiástico y alimentado del jugo vital del mismo, comprendería mejor la importancia y sabría hallar los medios de instruir al pueblo y hacerlo participar más íntimamente y saborear más de cerca los sagrados ritos y todo lo que se le dice y se le hace en la Iglesia. Esto es lo que dije y únicamente esto en la obra Las cinco llagas de la santa Iglesia, y no otra cosa. Lo cual demuestra claramente que no formo parte de aquellos que, no comprendiendo la divina sabiduría de la Iglesia, querrían cambiar la lengua que ella usa en las sagradas funciones . De todos modos, para tranquilizar ante cualquier escrúpulo, insisto y declaro aquí solemnemente que me atengo en todo y por todo a cuanto se definió en torno a esta cuestión en la bula llena de sabiduría Auctorem fidei, y especialmente en las proposiciones 33 y 66. 40. Diss. 8 in Saecul. 1.
288
una costumbre de derecho divino, o como si hubiera obrado con poca prudencia. Si hubiéramos creído que tales consecuencias provienen lógicamente de la doctrina expuesta, nunca la habríamos aceptado ni expuesto. Por más que esta objeción ya la haya resuelto en otro lugar, no obstante, pensando que quizá se pueda leer este escrito sin haber leído los otros escritos míos, volveré sobre el tema prestando servicio a mis adversarios buenos y bien intencionados. No quiero aprovecharme de las opiniones de varios teólogos sobre el poder que atribuyen al Papa de dispensar, por causa justa, incluso las cosas que son de derecho divino. Las opiniones de estos teólogos se pueden leer en las obras de Suárez· ' y en otros autores. No obstante, observaré que no habiendo sido condenada la sentencia de Me1chor Cano, el cual, distinguidos dos tipos de preceptos divinos, algunos inmutables, y otros que son tales, que su observancia puede en algún caso particular impedir un bien espiritual mayor, como el voto o el juramento, sostiene que la Iglesia tiene facultad para dispensar de estos últimos. Así, tampoco podría condenarse el hecho de afirmar que la Iglesia tiene"'la facultad de dispensar la consulta del pueblo en las elecciones episcopales cuando esto sea necesario para evitar un mal mayor, aunque dicha intervención del pueblo sea de derecho divino. Según esta sentencia teológica no condenada, por el hecho de admitir que las elecciones del clero y del pueblo sean de derecho divino, no se sigue la consecuencia que se quiere deducir, a saber, que la Iglesia haya traspasado los límites de su autoridad al cambiar la forma de dichas elecciones. En segundo lugar, es admitido entre los teólogos que se califique de derecho divino todo lo que sea de institución apostólica, como lo advierte santo Tomás," y en estas cosas el doctor Angélico, seguido por muchos, concede al Papa la facultad de dispensar. En tercer lugar, conviene distinguir entre el derecho divino y el objeto del derecho divino. El objeto del derecho divino no siempre viene determinado por el mismo derecho, 41. De Legibus, lib. X, cap. 6. 42. Quodlib. 4, a. 13, y Quodlib. 9, a. 15; también In 4 dist o 26, qu. 3, a. 3, ad 2. PC 17 . 19
289
y por lo tanto la Iglesia tiene el poder de determinarlo de diversas maneras según las diferentes necesidades y las diversas oportunidades de las épocas. Tomemos como ejemplo el contrato matrimonial, que es objeto del derecho divino porque constituye la materia del sacramento. Este derecho no determina todas las formalidades que debe revestir tal contrato a fin de que sea materia apta para el sacramento del matrimonio: es objeto del derecho divino, pero indeterminado. Por consiguiente la Iglesia tiene la facultad de determinarlo y de añadir aquellas condiciones y formali· dades que ella cree que conducen mejor al bien espiritual y temporal del pueblo cristiano, )' tiene facultad también para variar estas formalidades según las diversas circunstancias sociales en épocas diversas. Con su poder la Iglesia hace que aquel mismo contrato que en una época era materia válida del sacramento del matrimonio, en otra época no sea más materia válida. Y así, antes del Concilio de Trento, eran considerados como válidos por la Iglesia los matrimonios clandestinos; después de este Concilio, el contrato matrimonial ya no es materia idónea para el sacramento si no se concluye en presencia del propio párroco y ante dos testigos. De esto no se debe deducir que la materia de los sacramentos no sea de derecho divino, o que la Iglesia, cambiando la materia del sacramento matrimonial, se haya apartado del derecho divino, cuando en realidad no ha hecho otra cosa que determinar de modo diverso el objeto, el cual, por otra parte, no es especificado por el mismo derecho divino, sino que solamente se indica en general. Algo semejante debe decirse sobre el modo de elegir a los obispos. Este modo es objeto del derecho divino, pero no es determinado de manera total y en todas sus circunstancias; corresponde, por lo tanto, a la autoridad de la Iglesia, determinarlo según las necesidades y la utilidad del pueblo crist.iano. Po; lo tanto, están sujetas a la autoridad de la IglesIa las dIversas modificaciones que en el transcurso de los siglos ha experimentado el método de elegir a los pastores diocesanos, ya que ella, movida por el Espíritu Santo, determina lo que más conviene al Reino de Dios sobre la Tierra. En cuarto lugar, conviene tener presente lo que advertí al principio: no se trata del derecho divino constitutivo, sino de un derecho divino moral. Por ejemplo, el robo y la agresión los prohíbe el derecho divino. No obstante, yo puedo dar el dinero a quien me pide la vida: yo que cedo lo _que
290
es mío, no infrinjo el derecho divino, pero lo infringe quie.n me obliga con violencia a cederlo. Lo mismo hay que , d~clr de la libertad de la Iglesia; ésta es toda ella y en su maxlma totalidad, de derecho divino. Pero esta inalienable e imprescriptible libertad fue asediada y ~iol~nta?a muchas veces. y la IO'lesia tuvo que tolerar su dlsmmuclón. Para salvar a una p:rte, la parte mayor y esencial, ha de~~do abandonar la parte menor y menos imp?rtante. La ces.lOn a los soberanos cristianos del nombramIento de los ObISPOS, debe considerarse bajo este aspecto, ya que la Iglesia no lo hizo ciertamente por decisión propia y espontánea, no fue ella quien se avanzó a los soberanos a pedirles que lo a~eptaran. Lo hizo porque, teniéndolo todo en cuen~a, descubnó en ~u sabiduría, que éste era el menor mal posIble en aquellas CIrcunstancias difíciles de los tiempos en los que se hallaba. Y por parte de la Iglesia no hay en ello la más. mínima. ir:fracción del derecho divino: no fue el agente smo el pacIente. En quinto lugar hay que advertir qu~ la Iglesia: debie~do, por razón de la angustia fruto de las CIrcunstancIas, teme.ndo en cuenta la barbarie que cubrió al mundo y por lo mISmo la ignorancia del pueblo y la facilidad en llegar a violencias y a facciones tumultuosas'" teniendo en c~enta la n~ gligencia de los eclesiásticos 44 y la preponderancIa del domInio temporal de los príncipes bárbaros que oprimían a los pueblos con la espada de conquist~dores, Y, q~e por todos los medios empuñaban la fuerza caSI como umca base del orden público en aquellos siglos agitados, d~biendo la ~gl~sia, digo, ceder a la presión del tiempo y confIar a los prmclpes los nombramientos de los obispos,'l lo hizo por una parte 43. Esta fue la razón excepcional y momentánea por la cual Pepino se lisonjeaba de haber recibido del Po?-tíf~ce Zacarías !a facu.ltad de proveer las sedes vacantes, «ut acerb!tatz temporum zndustr!a sibi probatissimorum decedentibus episcopis mederetur» (Lupus, Ep!st. 81). . l. 44. La dejadez de los eclesiásticos en mantener lIbres l~? e ecclOnes según la antigua fórmula, es atestiguada por los Con~IllOs. de la época. El Concilio II de Orleans dice en el can. 7: «In ordznand!s metropo/itanis episcopis antiquam institutionis formulam renov?mus, QUA.M PER INCURIAM OMNIMODIS VIDEMUS OMISSAM . /taque metr0'p0lztanus eptscopus a comprovincialibus episcopis: c!e~icis velo pop~tl!S el~ctus, congregatis in unum omnibus comprovznctalzbus epzscop!S ordznetur.» Lo mismo se deduce del Concilio V de París, en el can. 1, el cual restablece las elecciones por el clero y el pueblo «iuxta statuta patrum». 45. Se cree vulgarmente que el sínodo séptimo y octavo celebra?;os en los siglos VIII y IX -es decir, cuando los pueblos del norte, hablen-
291
conservando al menos el princIpIo en la forma legal, y por otra, acompañando la gran cesión con todos los atenuantes capaces de disminuir el inconveniente. He dicho que en las formas legales se salvó el princIpIO, ya que según el derecho público que entonces vigía en Europa, los monarcas absolutos representaban ellos solos a los pueblos, y sólo ellos se ocupaban de sus intereses. Según es-
te derecho, pues, se consideraba que el pueblo debía aceptar a sus pastores por boca de su soberano, ya que, así como en el orden civil, el pueblo nada hacía a no ser por medio de su príncipe, del mismo modo los hombres de leyes laicos extendieron esta máxima al orden eclesiástico y espirituaL Cualquiera que fuera el valor intrínseco de tal derecho, éste vigía, se aceptaba y se creía en éL
dose precipitado sobre occidente y sobre el septentrión, habiendo con· vertido en bárbaras las regiones más civilizadas de Europa, habiendo disuelto los vínculos de la antigua sociedad y reducido a la ignorancia y a todas las calamidades a los pueblos más cultos-, apartaron totalmente al pueblo de la intervención mediante su sufragío, en las elecciones episcopales. Esto es falso. Si se examinan detenidamente los cánones de aquellos Concilios generales, se descubre, al contrario, que no hacen otra cosa que oponerse a las intromisiones de los príncipes y de sus magnates en las elecciones episcopales, y protegen así la libertad de la Iglesia. He aquí el canon 3 del Sínodo VII, que es el segundo de Nicea (año 787): Omnis e/ectio a principibus facta episcopi aut presbiteri aut diaconi, irrita maneat secundum regu/am quae dicit: Si quis episcopus saecu/aribus potestatibus usus, ecclesiam per ipsos obtineat, deponatur et segregentur omnes qui illi communicant (Cant. Ap. XXX). Oportet enim ut qui provehendus est in episcoporum ab episcopis e/igatur; quemadmodum a sanctis patribus qui apud Nicaeam convenerunt, definitum est etc. El título que antecede a este canon en la traducción de Herveto, es éste: quod non oporteat a principibus e/igi episcopum. Es, pues, evidente, que no se trata aquí de excluir al pueblo cristiano de prestar su testimonio: no se abroga nada de lo que hacía la Iglesia antes de este Concilio, sino que se renuevan los cánones apostólicos y los decretos del primer Concilio de Nicea, los cuales ciertamente que no excluyen al pueblo. En suma, el Concilio no se propone otra cosa que proteger la libertad de las elecciones episcopales contra la intromisión en ellas de los poderes laica les que en aquella época pretendían acaparar con la violencia, no menos los derechos del pueblo que los de la Iglesia. Se desea que los obispos elijan como ya antes lo habían hecho, sin impedir que el pueblo continuara expresando su deseo y prestando su testimonio como también se había hecho hasta entonces. El VIII Concilio ecuménico, el IV de Constantinopla (año 869), con los cánones 12 y 22 renueva la misma prescripción concordans, como dice, prioribus Conci/iis, sin abrogar ni innovar nada respecto a las antiguas tradiciones. Anastasio Bibliotecario, resumiendo el canon 12, lo enuncia así: Statutum est etiam istud admodum Ecclesiae Dei proficuum, ne favore principum e/igantur episcopio Es verdad que en el canon 22, después de haberse ordenado «neminem /aicorum principum ve/ potentum semet inserere electione ve/ promotione patriarchae ve/ metropolitae, aut cuius/ibet episcopo, ne videlicet inordinata hinc et incongrua fiat consufio», añade: «praesertim cum nullam in ta/ibus potestatem quemquam potestativorum ve/ ceterorum /aicorum habere conveniat, sed potius si/ere, ac attendere sibi, usquequo regu/ariter a collegio Ecclesias suscipiat finem electio futuri pontificis». Mas, ¿qué
aporta todo esto? 1.0 Está fuera de discusión que ningún laico tiene poder de elegir al obispo: este poder pertenece y siempre ha pertenecido a la autoridad de la Iglesia, es decir, a los obispos y al sumo Pontífice. Conviene, pues , distinguir la autoridad de elegir del derecho del pueblo de dar el propio parecer que es lo que nosotros defendemos. 2.° El Concilio habla de cada uno de los laicos, no del cuerpo de los fieles: se propone excluir las imposiciones de los príncipes y de los laicos poderosos; 3.° el Concilio ordena que los laicos no hablen hasta el final de la elección, y permite, pues, que una vez terminada la elección expresen su consentimiento y su aceptación; 4.° El Concilio permite además que si algún laico es invitado por la Iglesia no sólo a dar su testimonio y aceptación respecto al elegido, sino a participar también en la elección, lo haga, aunque modestamente: si vera quis laicorum ad concertandum et cooperandum ab Ecclesia invitatur, licet huiusmadi cum reverentia, si forte vo/uerit, obtemperare se asciscentibus»; 5.° quiere que la elección del orden eclesiástico sea común, concorde y canónica, y la defiende contra la intromisión de los laicos poderosos que se propusieron impedir su resultado: «Quisquis autem saecu/arium principum et potentum, veZ alterius dignitatis laicis -se habla siempre de laicos individuales de alto rango- adversus ca mmunem, consonantem atque canonicam electionem ecclesiastici ordinis agere tentaverit, anathema sit» etc.; 6.° finalmente hay que observar que después de estos Concilios, en la Iglesia oriental, la intervención del pueblo en las elecciones no cesó sino poco a poco, lo cual debe atribuirse a la degradación del estado del mismo pueblo, cuyos derechos eran absorbidos pOr el absolutismo de los gobiernos civiles, pues excluidos los príncipes y los poderosos, cesaba también la intervención del pueblo que, o no se preocupaba de ello, o no era dejado libre ni en esto por parte del poder laical que quería ingerirse él en lugar del pueblo. Optima cosa es defender y proclamar limpia de toda mancha la disciplina moderna aprobada por la Iglesia. Pero esto debe hacerse con verdad y lealtad, ya que no otra cosa quiere la Iglesia. El celo que mueve y justifica a la Iglesia en su actuación actual, no debe prejuzgar la gloria que le proviene de su actuación primitiva. Por lo que no es digno de alabanza imitar a ciertos escritores griegos del bajo imperio, como Zonara y Balsamón, los cuales, perjudicados en sus sentencias por las costumbres de la época en que vivieron, cuando el pueblo ya no intervenía más en las elecciones, mintieron diciendo que. ~a facultad de intervenir había sido quitada al pueblo por el ConcllIo Niceno I. a cuyos cánones se refieren los Concilios Niceno II y Constantinopolitano IV. A fin de que nadie crea que la interpretación que yo hago .de estos Concilios es sólo mía y mis adversarios hallen nueva ocaslón de
292
293
En cuanto a los atenuantes que se añadieron a la cesión de los nombramientos, hay que notar que la propuesta del príncipe, antes de confirmar al elegido, puede recoger la información de juzgarse necesaria, incluso por parte de los fieles, sobre la persona nombrada, lo cual prueba que la Iglesia también de hecho mantuvo la máxima de que no se excluyera totalmente, por lo general, la voz de la grey sobre su futuro pastor. En sexto lugar, finalmente, conviene distinguir el derecho del ejercicio del derecho. El primero puede muy bien provenir de la institución divina, ¿pero acaso se deduce de ello que sea también de origen divino el ejercicio del derecho, y que la Iglesia no pueda regular de otro modo dicho ejercicio? Si, pues, la Iglesia suspendió por causas justas el ejercicio del derecho del pueblo de intervenir en las elecciones de sus pastores, ¿se sigue acaso de ello que haya anulado el derecho mismo? ¿Con qué documento eclesiástico se podrá nunca probar tal tesis? La historia no nos brinda ninguno: antes bien, nos dice que el pueblo fue en gran parte excluido de la intervención en las elecciones de los obispos, pero no existe documento alguno, que yo sepa, que pruebe algo más de lo dicho, a saber, que se suspendió el ejercicio de aquel derecho del pueblo. ¿En cuántos otros casos la Iglesia no regula, y en tiempo oportuno no suspende el ejercicio de derechos incluso naturales y divinos? El derecho de comer es natural, confirmado también por la ley divina." Y, también la Iglesia suspende y regula su ejercicio, sin sobrepasar en nada su autoridad, cuando impone a sus fieles, a sus hijos, el ayuno y la hablar mal de mí, recordaré que el eruditísimo Luis Thomassinus explica exactamente como yo las deliberaciones de aquellos Concilios y según el modo que claramente señala el texto de aquellos cánones. Estas son sus pabaJ;as respecto a cuanto definió el VII Concilio: «U t ergo Nicaeni 1 Concilii canone ita episcopis adsignabantur summa elec-
tionum potestas, ut cleri populique nihilominus momenti aliquid haberent suffragia, quorum tamen omnium arbitri et iudices essent episcopi; non aliter Nicaenae II Synodi canone supra laudato, ita constitU/tur episcoporum quidam auctoritatis apex, ut nec clero tamen, nec populo sua excutiantur suffragia7> etc. (Vetus et nova Ecclesiae disciplina, p. 11, lib. 11, cap. 26, 1). Aquel docto compilador de la disciplina eclesiástica hace las mismas observaciones sobre lo que dispuso el VIII Concilio ecuménico, demostrando con muchos ejemplos que también después de éste, el pueblo siguió interviniendo en las elecciones episcopales según los cánones antiguos. 46. Gen. 2, 15-17; 9, 2-5.
294
abstinencia de carne. Es un derecho divino el que tienen los fieles de participar de la santísima Eucaristía: responde al precepto impuesto por Cristo. Y también la Iglesia impone condiciones positivas para el ejercicio de este derecho, como estar en ayunas desde la medianoche precedente: lo regula con esta y otras disposiciones. Lo suspende del todo a los excomulgados. Lo limita de muchas maneras, por ejemplo prohibiendo que un hombre sano comulgue dos veces en el mismo día. Los obispos, por institución divina, tienen el derecho de gobernar a la Iglesia: in qua vos Spiritus Sanctus posuit episcopos regere Ecclesiam Dei:' ¿Qué significa esto? ¿Acaso la Iglesia no tiene facultad de dictar leyes para los obispos, de limitar su jurisdicción, de suspenderlos por completo en el ejercicio de sus funciones? La Iglesia, por lo tanto, tiene autoridad para reglamentar y suspender, por causa justa, el ejercicio de todos y de toda clase de derechos que tienen los fieles; sin que esta reglamentación del ejercicio de los mismos destruya o anule los derechos radicales. Y así, la Iglesia podía suspender perfectamente, de acuerdo con su sabiduría, o limitar" el ejercicio del derecho que tiene el pueblo de participar en las elecciones de sus pastores. El hecho de que la suspensión de este derecho fuera universal y durara varios siglos, no constituyó un obstáculo, ya que el más o el menos no cambia la especie, y la suspensión debe durar tanto cuanto duran las causas que la han motivado, a juicio de la Iglesia. Por otra parte la vida de la Iglesia es tan larga que varios siglos pueden considerarse como un tiempo breve. Por lo tanto, esta mera distinción entre el derecho y el ejercicio del derecho es más que suficiente para justificar a la Iglesia de lo que hizo, y libra de toda mancha la antiquísima doctrina que el pueblo fiel recibió de Cristo 47. Act. 20, 28. 48. Es cierto que, incluso actualmente una ciudad que se hubiera quedado sin obispo, podría expresar su deseo de que tuviera como sucesor a esta o a aquella persona de su confianza y excluir a otra. Esto ha sucedido muchas veces en los tiempos modernos, y la Iglesia nunca reprobó estas manifestaciones espontáneas de la opinión pública de los fieles . También en la ordenación de los sacerdotes, según el Pontifical Romano, se suele realizar todavía la ceremonia, de .pedir al pueblo el buen testimonio a favor del clérigo que es pl:"0movldo. ~, como dice Hallier,
295
por medio de los Apóstoles: la facultad de dar de buena fe su consentimiento en la elección de los obispos. Por lo demás, ya expuse extensamente en otra obra * re. cientemente publicada cuál es la parte que corresponde al pueblo en las elecciones de los obispos, y cuán urgente es -hablando siempre según mi opinión privada- la necesi. dad de poner fin a la forma excepcional de tales elecciones y restablecer la forma legítima y canónica, por lo que me limi. to a estas pocas cosas que he querido escribirle como signo de mi reconocimiento y de mi estima.
* [Se trata precisamente de Las Cinco llagas, en concreto del cap. 4.]
296
Segunda carta
Roma, 21 de octubre de 1848 A la amable acogida que usted ofreció a mi carta del día 8 de junio del año en curso, en la que yo declaraba que la libre elección de los obispos es de derecho divino, usted añade aún otra amabilidad, la de invitarme a obviar las difi· cultades que se presentan sobre el modo de actuar para que el pleno ejercicio de este importantísimo derecho de la li· bre elección, sea restituido a la Iglesia y se ponga en práctica. Usted considera difícil que el soberano quiera renunciar espontáneamente a la presentación de candidatos para las sedes episcopales vacantes, y además le parece muy arduo determinar el modo según el cual se podría proceder a la elección canónica sin inconvenientes de discordia u otros. Tales dificultades serían ciertamente graves en otros th!m· pos, por ejemplo, hace un siglo. En el nuestro, o bien no las hay, o si las hay, creo que se pueden solucionar fácilmente mientras el clero lo quiera, ya que si el clero quiere, no hay libertad alguna de la Iglesia que no se pueda reivindicar en breve tiempo: la fuerza bruta debe ceder ante la fuer· za moral, y lo que es razonable y justo halla siempre un ca· mino conveniente mediante el cual se puede pasar a la prác. tica. En la presente no hablaré más que de la primera dificul· tad, de su temor de que los monarcas católicos rehúsen ce· der espontáneamente el derecho de nombramiento para las sedes episcopales. Creo que esta reticencia proviene más que de otra cosa, del amplio velo de ignorancia que cubre a la plebe cristiana desde hace ya largo tiempo por respecto a esta materia de las elecciones episcopales. Apartémoslo, afir· mo yo, y la luz de la verdad hará lo restante. Me basta, pues, que se proclame muy alto de modo que todos, incluso los laicos, sepan que las elecciones de los obispos son de derecho divino según el modo que expliqué en la mencionada carta; que la libertad de la Iglesia, toda entera, en particular la libertad de las elecciones, es de de·
297
r echo divino; y que si la Iglesia, después de haber combatido durante siglos para salvarla, renunció a una parte de ella, en gran parte, fue para evitar males mayores en aquella situació,n agitada y casi de disolución en la que se hallaba la sociedad civil, y para poner un dique a usurpaciones m ayores con las que amenazaba la presunción del poder laical que había llegado a ser absolutísimo, especialmente en tiempos de Francisco rey de Francia. Basta con que esto se haga saber y se predique sobre los tejados. Basta con que se publiquen las razones por las que la restitución de la libertad de las elecciones es una necesidad suprema y urgente para la Iglesia de nuestros tiempos. Y que se haga saber a todos, principalmente a los laicos, que éste es el único camino por el que el clero podrá ser reformado y ponerlo al nivel de las grandes necesidades de la sociedad actual. No es que el clero de nuestros días esté falto de doctrina y de virtud, sino que una y otra deben aumentar. La palabra evangélica debe brillar con mayor resplandor en su boca, en su vida, en la plenitud de sus obras santas. Esta vivificación del espíritu eclesiástico, todos la desean y la invocan, a excepción del diablo y de sus ángeles. Conviene, pues, que se señale el camino para llegar a ello. Conviene persuadir a todo el mundo de que el camino más breve y más seguro, el único, consiste en terminar con la servidumbre de la Iglesia en la elección de sus ministros, y restituirle su plena libertad. Cuando los príncipes cristianos se persuadan de que son causa de un gravísimo mal para la Iglesia de Jesucristo -y corresponde al clero enseñárselo- estorbando el nombramiento de los prelados en vez de dejarlo en absoluta libertad a la Iglesia, tal como debe ser por su naturaleza, entonces hablará en ellos la conciencia. Y aunque se pudiera dudar de alguno de ellos, de manera que la apariencia de un mayor poder temporal prevaleciera sobre la voz de la conciencia, yo ciertamente que no dudaré, en general, de los soberanos católicos, pues creo en sus rectas intenciones, en su piedad, en su fidelidad a la Iglesia, en la influencia que deben ejercer sobre ellos no pocos ejemplos que recibieron de sus augustos antepasados, los cuales se distinguieron por su verdadera piedad y sumisión filial a la Iglesia, constituyendo la más espléndida gloria de sus linajes. Basta que uno solo de ellos inicie este camino generoso, para que los otros no puedan faltar y deban seguir detrás. Estoy convencido de que
298
Dios los bendecirá si son hijos amorosos de la Iglesia, si consideran una gloria hacerla libre, si se levantan hasta convertirse en vengadores de su libertad. Pero al mismo tiempo que creo que los soberanos son capaces de un acto de justicia tan magnánimo y tan santo como es el de dejar plena libertad de acción a la Iglesia, reconozco igualmente que para promover tan gran bien, la opinión pública ejercerá una enorm e influencia, que el clero, como decía, debe formar instruyendo al pueblo sobr e este tema. ¿Por qué actualmente se hiere al clero con injurias calumniosas? Porque los obispos son nombrados por el rey: los fieles de las diócesis los reciben sin conocerlos, sin amarlos, sin haberlos amado antes, sin haber visto sus obras, sin tener confianza en ellos; y tampoco el clero diocesano puede tenerla. El prelado es impuesto a los sacer dotes y al pueblo, y hay que aceptarlo tal cual es : podrá ser óptimo, pero debe luchar contra la indiferencia y contra la aversión misma antes de que sus dotes puedan dar fruto para el bien de la grey, sus dotes que supongo egregias, sus virtudes que supongo excelentes. Se habla de la reforma de los estudios en los seminarios. Dadme obispos nombrados por el clero y el pueblo y aquellos estudios cobrarán en seguida nueva vida . Los pueblos profesan poco respeto hacia sus pastores. El mismo clero de la diócesis no está demasiado unido a él. Haced que el obispo sea elegido por el clero, que tenga la aprobación del pueblo y todo se arreglará. Se sospecha que los obispos son vasallos del príncipe, y por lo mismo contrarios a aquellas reformas y a aquellas libertades que parece que disminuyen el poder arbitrario del príncipe. Por falsa que sea esta sospecha, existe, y resulta increíblemente nociva a la Iglesia, a la religión, a las almas de los fieles. Pero tal sospecha cae totalmente por sí misma desde el momento en que ya no se puede ver en el obispo al favorito o al beneficiario del príncipe que lo nombra. Podría extenderme más si no hubiera ya tratado expresamente esta materia en una de mis últimas obras. No hay capítulo alguno sobre el que se pueda pedir una reforma en las cosas de la Iglesia, al que no se pudiera satisfacer mediante la libre elección de los prelados. Basta, pues, con que la materia sea tratada ampliamente por los eclesiásticos doctos: que éstos hagan ver las infinitas y saludables consecuencias de las elecciones libres, y en seguida aparecerá una opinión iluminada que pedirá a los príncipes esta preciosa libertad.
299
¿Qué duda cabe de que 'al menos entonces los príncipes la concederán? Usted teme que, a pesar de todo, los príncipes mantendrán para sí lo que en otros tiempos obligaron a ceder a la Iglesia amenazándola con mayores males, ligados por el propio interés al darse cuenta de la influencia moral de los obispos sobre sus pueblos. No me parece que sea cosa de nuestro tiempo tal cálculo de interés que tiende a aumentar el poder de los príncipes mediante el sacrificio de la libertad de la Iglesia, y junto con ella, el de la razón de los pueblos. Considero demasiado avisados a nuestros príncipes para que se equivoquen tan desaforadamente en este su cálculo de interés: despues de tantas lecciones, no puedo creerlos tan ciegos. Los obispos presentados por los príncipes, tal como se hace actualmente, no pueden ejercer gran influencia sobre los pueblos libres que son celosos como nunca de la libertad que han adquirido. Por lo tanto, los príncipes no pueden confiar demasiado en la influencia de tales obispos que tienen un pecado original ante el pueblo. Pero lo que es más lamentable tener que decir, es que si es verdad que tales obispos no pueden ejercer gran influencia sobre los pueblos a favor del monarca que los ha elegido y cuyos partidarios son considerados, tampoco pueden ejercer gran influencia en el mantenimiento de la fe, de las buenas costumbres y de la religión. Ahora bien, ¿ constituye el verdadero interés del príncipe que los pueblos se vuelvan indiferentes respecto a la religión, incrédulos, libertinos, que no respeten más a sus pastores y que no escuchen más su voz? Ciertamente que no. Esto no es útil ni al príncipe ni a nadie. Este es el medio mediante el cual los príncipes han sido derribados de sus tronos y atropellados bajo los pies de la plebe: esto se repetirá, o estaremos continuamente bajo el peligro de ver cómo se repite, mientras los príncipes y los pueblos no sean dóciles a la voz de la Iglesia, su madre y maestra. Y esto no será así hasta que los obispos no sean nombrados por los príncipes. Si la justicia es el único fundamento firme de los tronos, que los príncipes empiecen a ser justos con aquella Iglesia que fue antes que ellos y que perdurará después de ellos. Empiecen ya a desear sinceramente que entre ellos y el pueblo haya árbitros imparciales, pacíficos, autorizados, estimados y amados por ambas partes: tales serán los obispos
300
nombrados libremente por los que deben nombrarlos, sin intervención de la monarquía, que ciertamente no tiene nada que temer si quiere la justicia, aunque deberá temer mucho si quiere la arbitrariedad. No existe mayor bien para un príncipe justo y grande, que disponer de hombres, ministros del Dios de la paz y de la justicia, que le digan claramente la verdad. Con demasiada razón, hace pocos días, Thiers decía en la Constituyente francesa, que los príncipes han perecido porque abundaron demasiado en su propio interés. Durante tres siglos los hechos han demostrado absolutamente que los príncipes -y al decir príncipes entiendo también las otras formas de gobierno- no son aptos para proponer a grandes hombres para las sedes de la Iglesia. Por esta razón la religión se halla reducida al estado al que ha sido reducida. Muchos irrumpen en lamentos y exclamaciones sobre la impiedad que domina, sobre el libertinaje re· bosante; pero después no se preocupan de identificar las causas, de proponer remedios. Y si probáis de hacerlo, los hombres celosos, aquellos nuevos Jeremías, fruncen el ceño, y por poco no os cuelgan el título de hereje, de innovador, o al menos de temerario. Y así, por ignorancia, disuelven de entre los hombres aquella caridad que podría dar tanto fruto en el progreso del reino de Dios sobre la tierra, igual como ellos, desean el bien. ¡Qué raros fueron sobre las sedes episcopales los hombres ilustres en santidad, doctrina, actividad, en amplitud de miras y de medios durante estos tres siglos en los que la Iglesia siguió adelante gimiendo bajo la esclavitud de las elecciones! No, esto no es útil ni a los príncipes, ni a los pueblos, ni al orden, ni a la libertad, ni a las almas, ni a la prosperidad temporal del mundo. Estas cosas proclamadas bien alto, ahora que se puede abrir la boca y respirar, llegarán cuando sea a oídos de los príncipes. Puede ser que al oírlas pongan su mano sobre el corazón y digan abriendo sus ojos: Hemos estorbado a la Iglesia, y Dios nos ha castigado. Es posible que en un momento de paz consideren la tremenda responsabilidad quve asumen ante la faz de Jesucristo, mezclándose en las elecciones de los obispos, ya que los mismos autores benignos, como san Alfonso de Liguori, declaran que el príncipe comete un pecado mortal si no presenta para los obispados a los más dignos sacerdotes de cuantos se puedan hallar. ¿ Qué príncipe puede afirmar con buena fe que siempre ha propuesto al más digno de todos cuantos podía hallar para una
301
cátedra vacante? ¿Acaso le excusará ante Jesucristo el hecho de que fuera inepto para hacer la elección? Ya que no sólo el príncipe, sino que ni el poder laical en general no conoce, no puede conocer las necesidades reales de la Iglesia, no posee el don de apreciar justamente las sublimes cualidades del pastor, y por lo mismo, es incapaz de reconocerlo y elegirlo entre muchos, aun suponiendo que las miras humanas y temporales no desencaminaran su juicio, tal como sucede. El laicado ejercerá óptimamente su oficio, pero nunca el que es propio de la Iglesia. Concluyendo: el interés de los príncipes, tanto temporal como espiritual, su grande, iluminado y bien entendido interés les aconseja que restituyan a la Iglesia la libertad de elegirse a sus pastores. Yo espero que escucharán este consejo de uno que ciertamente no tiene autoridad, pero que les ama sinceramente: espero que lo escucharán a tiempo. De lo contrario, sucederá que los pueblos, aconsejados también por el propio interés, y mejor prevenidos que los príncipes, se encargarán de conseguir de las manos tenaces de sus señores, aquella libertad de elegirse los obispos, la cual constituye un derecho sagrado, no menos del pueblo que del clero, tal como he declarado. Será la mejor garantía que pueda darse de las libertades concordadas, del Gobierno constitucional. Si parece que el pueblo cristiano en el momento presente da poca importancia a las elecciones episcopales, llegará el día en que les dará muchísima, y entonces, tarde o temprano, ciertamente que serán redimidas. Tengo el honor, etc.
302
Tercera carta
Roma, 1 de noviembre de 1848
En la última carta que tuve el honor de escribir a V. S. Reverendísima sobre las elecciones episcopales, me limité a responder a la primera dificultad que me proponía, sobre la reinstauración de dichas elecciones según la antigua libertad: se trataba de la dificultad que opondrían los soberanos, tenaces en mantener las concesiones que la Iglesia les hizo. No prometí responder también a la segunda, la que hace referencia a los inconvenientes que podrían surgir al querer poner en práctica el precioso derecho que tiene el clero y el pueblo de la Iglesia católica de elegir a sus pastores. No prometí responder, puesto que dudaba si convenía hacerlo. Era consciente de que no me correspondía a mí definir cuál era el modo más oportuno y que excluyera inconvenientes, o al menos con inconvenientes menores -ya que en las acciones humanas siempre hay inconvenientes- según el cual se pudiera restablecer la antigua disciplina, adaptándola a nuestros tiempos. El clero y el pueblo pueden ser llamados a participar en las elecciones episcopales mediante diversos procedimientos. La determinación de cuáles sean los más oportunos, depende en gran parte de las diversas circunstancias en las que se hallan las diferentes provincias. Por lo cual, también antiguamente, cuando regía la forma canónica de las elecciones por parte del clero y del pueblo, no se observaban por todas partes los mismos procedimientos para llevarlas a cabo, sino que, según las circunstancias, eran válidas diversas costumbres por cuanto se refiere a los particulares de la ejecución. No me faIta la esperanza de que los obispos, conocedores de las condiciones de los tiempos en que vivimos, de 1as grandes necesidades de la Iglesia, y de las esperanzas que comporta el grito de libertad que se ha elevado, después de tanto tiempo de desunión y de aislamiento, querrán reunirse en el espíritu del Señor, y tratar de las COsas que interesan al gobierno de sus Iglesias. La sabiduría colectiva y la unidad del espíritu y de medioi, es lo que la 303
Iglesia más necesita, hoy día más que nunca. Es necesario que sienta toda la grandeza de la promesa del Señor, que dijo que donde se hallen dos o tres congregados en su nombre, allí estará El en medio de ellos. Mis esperanzas crecen al ver que los obispos de Alemania se mueven y se reúnen en el espíritu del Señor, confrontando entre ellos los grandes intereses de la religión de aquel país y la de la salvación de los pueblos. El ejemplo de la reunión de Würzburg será imitado por otros, y poco a poco se irán reanudando entre los prelados de ias diferentes provincias y de las diversas naciones, aquellas relaciones íntimas y continuas que hicieron tan admirable, uniforme y potente la santificación del rebaño de la Iglesia de los primeros siglos, la cual caminaba en la peregrinación de este mundo y luchaba en el campo del Señor como si fuera un solo hombre. Hablo de los obispos católicos y de los que lo hacen todo en comunión con el Sumo Pontífice, con la debida subordinación al que es el primero entre ellos y de quien todo el episcopado recibe la unidad, el orden y la existencia. Ya que no existe el segundo sin el primero, aunque primero no signifique uno sólo. Es verdad que a la plenitud del poder que reside en la Sede Apostólica, no falta ninguno de los derechos que son necesarios para dirigir y mantener continuamente en orden a la Iglesia universal. Pero las mismas disposiciones que provienen de la Cabeza de la Iglesia serían estériles sin la ejecución y sin la obediencia concorde de todos los otros prelados que presiden cada una de las Iglesias. Las propuestas, los consejos y los deseos manifestados unánimemente por éstos., sirven para dar mayor seguridad a la Sede Apostólica de su colaboración y de su celo por el bien de la Iglesia, y le dan a conocer si es conveniente y oportuno dar o no ciertas órdenes relath:as a la disciplina eclesiástica ya que omnia mihi licent, sed non omnia expediunt. Ciertamente que no sería ni útil ni oportuno prescribir lo que el episcopado no estuviera dispuesto, en su mayoría, a ejecuta.r o pareciera repugnarle. Esto exige a menudo la caridad y la prudencia. Depende de la Sede Apostólica ante todo, y en segundo lugar de la ayuda y de la cooperación que le presten los obispos, las reformas y el buen resultado de las mismas en el orden 4isciplinar. Esta preocupación, como decía, me hizo dudar si era conveniente que yo 'le manifestara mi opinión sobre el modo más apto para regular las elecciones episcopales en el mo-
mento en el que se restituyera a la Iglesia la antigua disciplina según la cual las verificaban el clero y el pueblo. No obstante, habiendo meditado y reflexionado que no es ilícito ni injurioso para la Iglesia que se exprese una opinión privada, sino que a menudo incluso es ésta la economía de la Iglesia, a saber, que no se decida a llevar a cabo grandes reformas sino después de haber sido propuestas muchas veces y deseadas por todos, y después de haber sido discutida su utilidad y necesidad, para lo cual ella misma antes .de decidirse solicita el voto de los teólo~os privados -aunque sea reunida en Concilios generales, y siendo así dirigida por la sabiduría inspirada-, por todo esto, no quiero dejar del todo incompleta la reflexión que empecé. Quisiera satisfacer igualmente de alguna manera a su segunda pregunta, -pudiendo decir también yo con el amigo Job sobre algo tan importante:
30,4
pe 17 . 20
conceptum sermone m tenere quis poterit? Ante todo conviene decir que, sean quienes fuesen los que nombren y elijan a los obispos, no hay duda de que la cosa es de tanta importancia que, ningún cuidado, ninguna garantía será superflua a fin de que la elección resulte óptima. Por esta razón el Sacrosanto Concilio de Trento recomienda y confía en que qui maxime digni fuerint, quorumque prior
ac omnis aetas, a puerilibus exordiis usque ad perfectiores annos per disciplinae stipendia ecclesiasticae laudabiliter acta, testimonium praebeat, secundum venerabiles beatorum patrum sanctiones assumantur." De ello se deduce la responsabilidad que asumen ante Dios y ante los hombres todos cuantos influyen en la elección. De manera que puede decirse sin temor a equivocarse que tales son los obispos, cual es el clero inferior; tal es el pueblo, tal es el estado de la Iglesia, y tal es la condición de la sociedad humana. Es cierto que la opinión particular a menudo se engaña a sí misma: los afectos y las inclinaciones particulares ejercen no poca influencia sobre ella. Y a menudo cede ante aquéllas sin que el mismo hombre sea consciente de esto, movido por el favor o por las recomendaciones individuales. Un hombre solo no puede, hablando en general, verlo siempre todo donde hay tanto que ver. Por el contrario, no es tan fácil que la opinión unánime de todos se equivoque o resulte influenciada, ya que en la apreciación de muchos juntos, las tendencias individuales se eliminan y se destruyen mutuamente, 49. Ses. VI De Reform. cap. 1.
30,5
las luces particulares y los puntos de vista especiales se completan al unirse, y la verdad permanece clara y concorde. La sentencia que pronunciaron los Sumos Pontífices Siricio 50 e Inocencio 1 concuerda con esto, al decir: Integrum enim est iudicium "quod plurimorum sententiis contirmatur." Además, cuando todos pueden expresar su opinión, y prevalece la de la mayoría, cesa también la sospecha de favoritismo, y todos tienen la seguridad de que se hizo cuanto se podía para hallar la verdad. Esta doble razón, de que se descubre más fácilmente la verdad cuando el juicio de muchos concuerda, y que esta verdad es más fácilmente reconocida y aceptada por todos, fue precisamente una de las principales causas de la antigua disciplina sobre la elección de los obispos, sobre los que escribía Tertuliano: praesides apud nos probati quique seniores, honorem istum non pretio, sed testimonio adepti. S2 Y Lampridio narra que el emperador Alejandro Severo, aunque pagano, se maravilló al ver que los cristianos sabían elegirse pastores tan excelentes mediante votos comunitarios, y quiso imitar su ejemplo en la elección de los Gobernadores de las provincias: propuso por escrito los nombres de los que él quería elegir para este cargo, exhortando al pueblo a declarar si había alguna culpa que imputarles, y en caso afirmativo a alegar las pruebas.53 No quiero dejar de observar qué influencia benéfica empezÓ a ejercer la Iglesia en la reforma del gobierno civil ya bajo los emperadores paganos, induciéndoles a despojarse de los procedimientos y de los arrebatos del despotismo. Es necesario, además, que antes de penetrar en las entrañas de la cuestión, veamos a qué se reduce la esencia de la misma: así, simplificaremos no poco la cuestión distinguiendo todo lo que es accesorio y accidental. Diré, pues, que la esencia consiste en estas dos cosas: que se elijan \:omo pastores' de la Iglesia los mejores hombres que puedan hallarse, y que sean reconocidos como los mejores por el mismo rebaño que se les confía, por la g.rey que somete su propia alma bajo su solicitud pastoral. Cuando se obtengan estas dos condiciones, la mayor idoneidad posible y la opinión de esta idoneidad por parte del rebaño, nada faltará SO. 51. 52. 53.
306
Epist. 4. Epist. ad Victricium Rothomagensem Ep. Can. 5, disto 64. Apolog. 39. Vita Alexandri Severi, cap. 45.
ya para una óptima elección. Cualquier método que se uti~ !ice para llevar a cabo estas dos condiciones esenciales, es del todo indiferente mientras se obtenga el objetivo. En épocas y condiciones sociales diversas, puede ser necesario un modo de proceder más eficaz que otro. Algunas veces ocurrió que el modo de por sí mejor y más eficaz para el intento, como es indudablemente el que determina el gran Papa san León: qui praetuturus est omnibus, ab omnibus eligatur," no se pudo utilizar debido a inconvenientes accidentales que sobrevinieron debido a la ignorancia y a la barbarie del pueblo, debido a la ambición de los sacerdotes y a las discordias que fácilmente se suscitaban. Entonces fue conveniente aplicar mitigaciones sacrificando. el método óptimo para evitar males mayores. No obstante, aquel método con· servado casi intacto por la Iglesia oriental durante casi ocho siglos, y durante más de once por la occidental," no fue aban· donado sino gradualmente por la Iglesia y lo menos posible, hasta que las elecciones cayeron casi totalmente en manos de soberanos absolutos y avidísimos de reinar también en el templo; éste marcaba el límite de su autoridad y el cons· tante e invencible obstáculo que halla el absolutismo, o me· jor, el despotismo. Actualmente, pues, la cuestión se reduce a saber si las condiciones sociales de los tiempos han cambiado respecto a aquellas en las que se hallaba la sociedad humana "cuando se abandonaron al juicio de uno sólo, a saber, del gobernante civil, todos los nombramientos episcopales de una nación, salvo, empero, la confirmación Apostólica. Se reduce saber si el mejor modo de elegir a los obispos, modo arrai· gado en la Iglesia durante tantos siglos, y del que atestigua san Cipriano de divina auctoritate descendere,56 y sobre el que añade diligenterde traditione divina et apostolica observatione observandum est et tenendum,S1 se puede restable· cer totalmente o en parte, o bien si hay que perder completamente la esperanza de reinstaurarla. Ciertf\mente que cuan· 54. Epist. 10 ad episcopos Vienneses. SS. También después del octavo sfnodo se siguió, en general y sobre todo en occidente, realizando las elecciones de los obispos por el clero y el pueblo. Gregorio VII, como se ve en sus cartas, apoyó con tenacidad esta antigua costumbre que se mantuvo, en gran parte, incluso en el siglo siguiente. Cf. SAN BERNARDO Epist. 12 y 13. 56. Epist. 68. 57. [bid.
307
do el Concilio de Trento dijo, hablando de las elecciones, nihil in iis «PRO PRAESENTI TEMPORUM RATIONE» innovando," al mismo tiempo venía a indicar que se podía o se hubiera podido innovar al efectuarse un cambio en la condición de los tiempos. Cuando considero que el antiguo y óptimo modo de elegir -que provenía de una tradición divina y apostólica- po cesó hasta que sobrevino la barbarie, y como dijo Lupo, abad de Ferrara, hablando del privilegio que se pretendía haber sido concedido por el Sumo Pontífice Zazarías a Pepino, acerbitate temporis,59 en un tiempo en el que la sociedad romana se desorganizó y se disolvió cuando sobrevinieron las invasiones del norte, sucedidas una después de otra, y que confundía todos los órdenes niveles sociales, cuando ~onsidero que a pesar de todo la Iglesia, ante tal confusión de la cosa pública, mantuvo tanto como pudo y a menudo se esforzó por restablecer la antigua disciplina, abatida por la confusión del orden público y por la ignorancia, entonces me parece que digo algo conforme al espíritu y al deseo de la Iglesia afirmando que, al contrario de nuestros tiempos, acabada la barbarie, reorganizada la sociedad, resucitada y avanzada no poco la civilización, conviene que al cesar la causa cese el efecto, y que se restituya el antiguo régimen. Debe cesar la excepción cuando la regla puede recuperar su vigor. ¡Cuánto no ha cambiado el mundo entero y el orden social desde la época del Concilio Tridentino! Tres fueron las causas principales que hicieron necesario que cesara la antigua forma de elegir a los obispos por parte del clero y del pueblo: la ignorancia del pueblo que lo hacía indiferente a tener este o aquel pastor,'" las perturbaciones y las discordias que contaminaban las elecciones de los obispos, el desafuero de los reyes bárbaros convertidos después en absolutos y despóticos y que no toleraban ningun freno de su autoridad, y por consiguiente, atropellaban con58. Ses. XXIV, De Reform., cap. 1. 59. Epist. 81.
60. Domingo CavalIerio en sus Comentarios De iure canonico observa cómo los pueblos poco a poco hacia fines del siglo XII se habían vuelto indiferentes respecto a la elección de sus pastores. Variis -dice- et frequentibus regum ad episcopos constituendos nominationibus suffragia populi ferme ceciderant, et quo tempore sub Callisto Il (a. 1120-1125) canonicae electiones restitutae sunt, populi non mu/tum videntur fuisse suffragiorum appetentes (P. 1, cap. 22, par.. 13).
308
tinuamente los derechos de la Iglesia, nueva razón ésta que insensiqilizaba al pueblo respecto a la elección de sus pastores, hallándose en estado servil y habituándose a ceder en todo a la voluntad de sus señores. La primera de estas causas, a saber, la ignorancia, ha desaparecido, ya que la cultura se ha difundido por todas partes. También ha cesado la tercera de las causas, y va desapareciendo de día en día el absolutismo de Europa, sustituyéndole por doquier el gobierno libre y constitucional en el que toma parte el mismo pueblo. Queda la segunda causa, el temor de que se introduzcan en las elecciones episcopales los partidos, las disensiones y los escándalos. Es verdad, actualmente hay que temer estos males si las elecciones se dejan en manos del pueblo. Es de temer que la misma ambición que convierte servilmente a los sacerdotes en cortesanos y adeptos de los monarcas absolutos cuando éstos distribuyen las sedes episcopales, les convierta, en cambio, en aduladores del pueblo y facciosos en el momento que puedan esperar del pueblo las dignidades eclesiásticas. Toda la cuestión se reduce, pues, a saber si existe un modo de restablecer lo substancial de las elecciones antiguas sin chocar y estrellarse contra este gravísimo inconveniente. Ahora bien, la dificultad parece más grande de 10 que es, mientras no se defina exactamente qué parte corresponde al pueblo. Y cuál al clero en las elecciones episcopales ségún el espíritu de la Iglesia. Según este espíritu, el pueblo nunca ejerce el oficio de juez. Nunca es él quien determina de modo aosoluto quién debe ser su pastor. A este propósito, el papa san Celestino decía, escribiendo a los obispos de Puglia y de Calabria: Ducendus est populus, non sequendus; nosque, si nesciunt, eos qui liceat, quidve non liceat, commonere, non consensum praebere debemus'" Y el gran Incmaro, arzobispo de Reims, escribiendo al clero y al pueblo Bellovacense para decirles que debía elegir obispo, y después presentarle la elección como metropolitano a fin de examinarla y confirmarla, así instruye claramente a aquellos electores: Praenoscere vos denique volo, quia si persona a sacris canonibus deviam scienter nobis adduxeritis, non solum ex ea pontificem non habebitis, verum etiam pro illicita electione, ut contemptores canonum, iudicium incurretis. Sed et nostro, et coepiscoporum nostrorum iudicio refutata rationa61. Can. 2, disto 62.
309
/ biliter eZectione vestra incongrua, taZem secundum Laodicenses canones studebimus eligere, qui vestris vitiosis voZuntatibus non vaZeat consentire. Si, por lo tanto, el pueblo no es el juez que pronuncia la sentencia definitiva en la elección de sus pastores, ¿cuáles serán sus funciones y sus derechos naturales en esta gran obra? Estos se reducen a los tres siguientes que se incluyen uno en el otro: 1. Dar buen testimonio de las virtudes y de la idoneidad del pastor ya que se trata de procurarle, testimonio que debe pesar muchísimo en el ánimo de quien lo elige, y por consiguiente tiene el derecho de hacer notar igualmente los defectos, ut plebe praesente, dice san Cipriano, veZ detegantur ma.lorum crimina, veZ bonorum merita praedicentur.61 2. Desear y solicitar el pastor cuyas virtudes atestigua. Por lo que los obispos de Alejandría, reivindicando la elección de san Atanasio frente a las calumnias de los arrianos, afirman que a fin de constituirlo obispo en lugar del difunto Alejandro, omnis multi'iudo, et omnis popuZus CathoZicae Ecclesiae, tamquam ex una anima et corpore convenientes, vociferabantur, Qlamabant petentes Athanasium Episcopum Ecclesiae: hoc praecabantur publice a Christo, et hoc nos adiurabant facere, per multos dies et noctes, ipsi neque ab Ecclesia discedentes, neque nos sinentes abire: huius rei nos testes sumus, huius et urbs universa, et provincia.6l 3. Rehusarlo incluso después de haber sido elegido, mientras el rechazo provenga de la mayor parte o de la parte más sana de los diocesanos: por esta razón el Papa san Celestino escribe que nullus invitis .d etur Episcopus," lo cual equivale a una especie de veto que la Iglesia reconoce cual derecho del pueblo cristiano. La Iglesia, aJ conceder estas atribuciones al pueblo en la elección de sus pastores, es guiada por una sabiduría suprema. Ya que es cierto, quiero repetirlo una vez más, que la elección en materia tan importante, realizada por uno o por pocos, está sujeta al engaño, y fácilmente la negligencia penetra en el elector en el reducido número de electores cuando no tienen que temer el juicio del público o pueden superarlo impunemente, y además porque la causa principalísima 62. Epist. 68. 63. Vita sancti Athanasii in nova edito eius operum. 64. Epist. 2, cap. 5, ap. GRATIANUM, can. 13, disto 61.
310
del buen resultado del gobierno pastoral es el amor, la estima y la confianza que las almas de los fieles que deben ser conducidas a la vida eterna depositen en el pastor . Debido especialmente a esta última razón fue prescrito por los Sumos Pontífices san Celestino os y san León," que los obispos tenían que ser elegidos entre los clérigos de la diócesis que debían gobernar. Esta prescripción de la Iglesia provenía de tiempos más antiguos, y fue ratificada por los reyes francos. como afirman sus Capitulares: ut e/Jiscopi per electionem cleri et populi secundum statuta canonum de propria diocesi eligerentur.67 Tan excelente disposición. fue muy frecuentemente descuidada cuando ya no se escuchó al pu~blo en las elecciones. Esta no puede ser descuidada donde quiera que la elección se funde en el testimonio y el deseo popular: aquélla no puede recaer sino en sacerdotes de la propia diócesis de los que el pueblo cristiano singulorum vitam plenissime novit, et uniuscuiusque actum de eius conversatione perspexit," o también en hombres ilustres y famosos en la Iglesia por su virtud, doctrina y prudencia, cuyos méritos son universalmente conocidos: en este caso la excepción no contradice a la regla, puesto que conserva su espíritu. Conviene ahora que determinemos ante todo cuál es el pueblo o plebe cristiana que es llamada por el espíritu y por los cánones de la Iglesia a ejercer las tres funciones mencionadas en la elección de los obispos. No se puede ciertamente considerar como pueblo a los infieles, para cuya evangelización la Iglesia manda a los obispos. En este caso el pueblo no puede emitir sufra¡!io alguno, sino que los misioneros son mandados por la Iglesia docente -siguiendo el ejemplo de la misión dada por Cristo a los Apóstoles-, a convertir las naciones paganas al Evangelio, como 10 hizo san Atanasio cuando ordenó a Frumencio, obispo de los indios, y como hicieron y hacen tantas veces los Sumos Pontífices. Tampoco son comprendidos entre la plebe cristiana que atestigua en las elecciones episcopales, los herejes o los cismáticos. Tampoco los impíos e indiferentes, a quienes no 65 . Epist. 2 ad episc. Narbonens. 66. Epist. 12 ad Anastas., ed. QUESNELL. 67. Lib. 1 Capitular., 85. El emperador Honor io había prohibido igualmente ne clerici ex aliena possessione vel vico, sed ex eo, ubi Ecclesiam esse constiterit, ordinentur (Lib. XXXIII, C. Th. De Episcopis). 68. S. CYPRIANUS, Epist. 88 .
311
( importa la bondad del pastor. Si se introdujeran ~ dar el voto personas movidas por fines profanos y por mtereses secu'ares, el clero, que es juez de la elección, debe, como ya indicamos anteri')rmente, enmendar el mal prescindiendo de sus votos viciados o nulos por sí mismos. Por lo tanto, bajo el nombre de pueblo o plebe fiel, se deben incluir a los buenos y más iluminados de entre los diocesanos, c~yo voto debe únicamente prevalecer: compete a la sagacIdad de los jueces reconocerlo. San Clemente, Pontífice Romano y discípulo inmediato de los Apostóles, en su primera carta a los Corintios dice expresamente que los Apóstoles prescribieron que después de su muerte los obispos fueran desi~nados por los hombres más preclaros y célebres de la IgleSIa, gratum sibi hoc esse, testante universa Ecclesia. E incluso cuando, modificada la antigua disciplina, se confió la elección de los obispos a los Capítulos de las Catedrales, las leyes eclesiásticas determinaron que fuera considerado elegido, «in quem omnes veZ maior et SANIOR pars CapitUili consentit»." Puestas estas premisas, estoy totalmente convencido -aunque, como ya dije antes, la mía es una opinión privada y sin ninguna autoridad- de que se p~e~e, y por lo. tanto, se debe restablecer totalmente en la practIca, en las CIrcunstancias actuales en las que se hallan las naciones católicas, la gran máxima de san León Magno: Qui praefuturus est omnibus, ab omnibus eligatur, y por lo tanto, deben concurrir en la elección del obispo: a) El pueblo cristiano y piadoso de la diócesis, b) El clero de la misma diócesis, c) Los obispos coprovinciales presididos por su metropolitano, d) El Romano Pontífice como juez y definidor supremo. . De qué mánera puede contribuir el pueblo cristiano sin cae~ en los graves desórdenes de los tumultos aburridos por la Iglesia y condenados por muchos Concilios, especialmente por el canon 13 del Concilio de Laodicea? 70 >
69. Cap. Quia propter, cap. 57. Cavallerio en sus Come?tarios De iure canonico, P. 1, cap. 22, par. 14 dice: Dignitates Eccleslarum conferendae sunt dignioribus, et hinc potius pond.eranda, quam ~um e ran· do suffragia. Sed ne in rixas et turbas suffraglOr.u m ponderat!l;me evaderent electiones, moribus receptum est, ut malOr pars expnmat ~o tius corporis consensum. Cf CABASSUT., Theor. et prax. lur. Canon. lib. n, 70. cap. 24. 'b VIII Pedro de Marca cree erróneamente (De C.S. et l. Ll , cap.
312
Esto se podría obtener, según mi opinión, de varios m?dos. Para mencionar uno sólo, me parece que se podrían abrIr registros en todas las parroquias de la diócesis, a las que todos los fieles que lo desearen pudieran dirigirse para escribir su parecer sobre el nuevo obispo que hay que elegir, para denunciar los impedimentos canónicos contra los que tuvieran probabilidades de ser elegidos, y dar también el nombre del sacerdote que consideraran má s digno de ser el futuro obispo de aquella diócesis. Para resucitar en el pueblo el sentimiento de la importancia que tiene que sea elegido e1 mejor pastor posible, además de la~ preces e instrucciones públicas oportunas hechas desde el púlpito, especialmente sobre la rectitud de intención al dar el voto, me gustaría que cada párroco, cerrados los susodichos registros que podrían haber quedado abiertos durante ocho días, invitara a su casa a doce ancianos, es decir, a los más viejos entre sus feligreses que hayan comulgado por Pascua y que no estén impedidos para asistir a la reunión -es también conveniente hoy día resucitar el sentimiento de respeto hacia la vejez-, y dialogando con ellos, recogiera sus sentimientos, llamando también a esta conferencia a los sacerdotes de la parroquia. Después, hechoel escrutinio de los votos y el proceso verbal de la conferencia, que fuera enviado todo al Vicario foráneo o decano. De esta manera el pueblo tendría amplias ocasiones para dar a conocer sus deseos prestando su testimonio a favor de los mejores, abandonando los tumultos y las facciones. Pasemos a analizar la parte que debería tomar en las elecciones el clero diocesano. A mi parecer, sería útil y conveniente que el clero diocesano se reuniera en asamblea en la ciudad episcopal, en la Iglesia catedral: podrían ser nombrados escrutadores los canónigos de las catedrales, los rectores y directores espirituales de los seminarios, los profesores que instruyen y educan en letras, en filosofía y teología a los clérigos -es razonable que se dé a aquéllos más importancia de la que generalmente se les da-, y los vicarios foráneos o decanos. Esta asamblea es suficiente para conocer cla6, JI. 2) que este canon excluye de las elecciones la parte ínfima del pueblo, interpretando «kojlous» por vilem plebeculam, puesto que esta palabra, como ya otros observaron, significa propiamente los tumultos y motines. Cf. TOMASS.: De V. et N. Eccles. Discipl. P. n, lib. n, cap. 2.
313
ramente ,el voto del clero diocesano. La primera cosa que debería haoer esta asamblea, sería examinar diligentemente los sufragios del pueblo presentados por los vicarios forá.neos, y habiendo verificado el escrutinio de los mismos, y habiendo escrito los nombres de los que han sido indicados 'por el deseo popular, la asamblea debería examinar, ante todo, si puede estar de acuerdo ·con la elección del que es más deseado. Cuando no sea así, debido a excepciones canónicas, o por otras razones, llevaría a cabo el mismo examen sobre las otros designados, procurando escoger alguno de éstos. Si tampoco esto fuera posible, la asamblea nombraría a otro _a votos, indicando las razones por las que, declinadas las propuestas del pueblo, ha creído deber preferir a un sacerdote no designac;.o. El decano del capítulo o el vicario capitular, o un canónigo elegido por la asamblea, subscribiría las actas en los que siempre debería indicarse la persona hacia la cual el pueblo demostró mayor deseo, así como también la que fue preferida por la asamblea del clero diocesano: estas actas serían enviadas o llevadas al metropolitano. Después, en función de jueces, se reunirían con el metropolitanoe1 día establecido, los obispos coprovinciales, y examinadas las aetas de la elección verificada, confirmarían al elegido por el pueblo, o al elegido por el clero diocesano. Y si ni uno ni el otro reunieran en sí las condiciones requeridas por los cánones, o se pusieran de aouerdo en elegir a otro sacer,d ote más digno de modo manifiesto, pondrían por escrito el resultado de su juicio, que sería sometido al Sumo Pontífice como a juez supremo, quien debería realizar la confirmación y la elección definitiva. Si los obispos coprovcinciales, el clero diocesano y el pueblo convinieran en una misma persona, sólo ésta sería presentada al Sumo Pontífice. Si fueran dos las personas que hubieran resultado elegidas por las 'tres clases de electores, entrambas .serían propuestas a la confirmación pontificia. Finalmente, si el pueblo nombrara a uno, el clero diocesano a otro, y los obispos coprovinciales a un tercero, se sometería la terna a la sentencia pontificia. No vaya a decirse que este procedimiento para elegir a los obispos es largo y complicado, ya que resulta ordenado y puede ser tan rápido como se quiera mientras los responsables provean su ejecución. Y en caso de que comportara alguna lentitud, sería compensad¡:t de sobras por las garantías que ofrecería la correcta elección de los obispos y por 31~
la satisfacción de todos, ya que hoc tamen munus, dice el Concilio de Trento, huiusmodi esse censet, ut sí pro reí magnitudine expendatur, numquam satis cautum de eo videri possit.71 No obstante, cabe notar diligentemente una cosa, y es que no se debería cambiar en nada el modo prescrito para la elección del Sumo Pontífice, modo sabiamente determinado a partir de la más madura y larga experiencia, sobre todo considerando que sus electores son lo suficientemente numerosos y son siempre los hombres más eminentes e ilustres de la Iglesia de Dios, los cuales conOfl.~n de cerca las necesidades de la Iglesia universal, cuyos asuntos tratan, habiendo sido dispuesto por el sagrado Concilio de Trento, que sean escogidos entre todas las naciones cristianas, quos SS. Pontifex ex omnibus christianitatis nationibus quantum commode fieri potest, prout ido neos reperit, assumet, y que sean los más excelentes, nihil magis in Ecclesia Dei esse necessarium, quam ut Beatissimus Romanus Pontifex, quam sollicitudinem universae Ecclesiae ex muneris sui officio debet, eam hic patissimum impendat, ut lectissimos tantum sibi Cardinales adsciscat.72 La elección del Sumo Pontífice es del todo excepcional, ya que no se trata de elegir solamente el obispo de Roma, cuyo clero, por otra parte, los Cardenales -r epresentan, sino de elegir la Cabeza de la Iglesia universal, cuyacondición nadie puede conocer mejor que el sagrado colegio -que asiste al Pontífice en el gobierno de la misma, cual propio Senado. Por lo que la elección del mismo no necesita ningún cambio, ninguna ley nueva. Cumplidas las leyes que han sido publicadas y confirmadas por la experiencia, y observado 10 que prescribe el Concilio de Trento, se garantiza y se asegura plenamente la óptima elección de la Cabeza suprema de la Iglesia. Se objetará, quizás, al modo que indicamos como el que nos parece más conveniente para las elecciones episcopales, que no se menciona para nada alguna intervención del poder civil. ¿No parece que debería tener algún peso también ésta en la elección de los obispos? Ante todo, existe una diferencia entre el poder civil, que puede ser organizado bajo diversas formas de gobierno, y la persona del rey. Este no es más que un simple fiel como 71. Ses, XXIV, De Reform., cap, 1. 72. [bid.
31-5
todos los otros y que debe ser juzgado, según sus méritos buenos o malos, por Dios y por la Iglesia. La riqueza y el poder no le añaden nada de nuevo ante la ley de Di~s y. ante el poder espiritual. E1, por su naturaleza y pres.CIndI.endo de sus privilegios, es un fiel que pertenece a la dIócesIS en la que reside, y también él puede registrar su voto como todos los demás, puede registrar sus excepciones y sus recomendaciones como todos: el peso de las mismas será considerado y medido por quien le incumbe. Pasemos a considerar el poder civil. Si éste quiere prestar ayuda a la Iglesia debe hacerlo únicamente del modo que la Iglesia lo desea y se '10 pide, no según su arbitrio propio. Por lo tanto, cuando la Iglesia solicite su intervención para reforzar la legítima elección de los pastores ya realizada, el poder civil hará una buena obra si presta su apoyo a la ejecución de 10 que la Iglesia ha determinado. En la época en la que las elecciones episcopales eran perturbadas por los tumultos populares, la Iglesia recurrió muchas veces al poder civil para mantener el orden y a fin de que las facciones no impidieran al obispo elegido tomar legítima posesión de su sede. Pero también muchas veces el poder civil, aprovechándose de estas peticiones de la Iglesia, se introdujo en las mismas elecciones, más allá de cuanto los sagrados cánones permitían y de cuanto la Iglesia deseaba, 10 cual constituyó un abuso de fuerza, deplorable y muy funesto." 73. Así, parece que el Sumo Pontífice Simplicio advirtió al Pre· fecto del Pretorio, Basilio, bajo Odoacro rey de los érulos, que en las elecciones de los obispos debía hallarse presente para ayudar a re· primir los tumultos y los amotinamientos, y que el mismo Basilio des· pués pretendió . más diciendo que sin él no se podían elegir obispos. Por lo que Cresconio, obispo de Tívoli, en el sínodo romano celebrado en el año 502 se lamentó del edicto de Basilio con estas palabr as: cHoc perpend~t sancta Synodus, si praetermissis personis religiosis quibus maxime cura est de tanto Pontifice, electionem laici in suam redegerint potestatem: quod contra canones esse, manifestum est.» Teodorico, rey de los Godos, muerto el Pontífice romano, para poner tér· mino a las discusiones y a las luchas que duraban desde haCIa dos meses, nombró a Félix 111, a quien nadie igualaba en cualidades excelentes entre el clero romano, y el Senado y el pueblo espontáneamente lo aceptaron, como se deduce de las cartas del rey Atalanco (CASSIODOR~, Lib. VIII, Epist. 16). También po.r estl3: razón, a fin de que. fueran repr~ midas las perturbaciones y las vIOlencias, Juan IX en el SITIodo rom~ del año 898 quiso que el nuevo Pontífice fuera consagrado, no elegl o, en presencia de los magistrados civiles y con la ayuda de la fuerza
316
Se ' dirá que el poder civil tiene un gran interés que sean elegidos obispos que mediante su influencia moral no perturben los asuntos públicos, y que por 10 tanto, parece razonable que también aquél debe interve~ir. No negamos esto, sino en el modo debIdo. El asunto debe ser considerado en todos sus aspectos. Así como en las formas modernas de gobierno se deja a todos los ciudadanos la libertad de opinar, incluso en los .asuntos administrativos y políticos, así también los obispos deben ser hombres que gocen de la misma liberta~ ..No debe considerarse culpa del obispo si no aprueba las InJusticias y los abusos de la administración pública, o si no calla ante los mismos. Es más, los obispos, como maestros de las naciones, deben mantener derecha en su mano la balanza de la justicia, deben proteger a los oprimidos incluso contra los abusos de la autoridad pública, aunque de modo prudente y legítimo. Deben amar i~al~ente a los grandes y a los pequeños, a los reyes y a los subdltos, a los gober~an tes y a los gobernados. Ahora bien, si el gobierno pudIera excluir del episcopado, a su arbitrio, los mejores y m~s íntegros sacerdotes, o elegir a los que le son más dócIles y que demuestran ser ciegos e indiferentes ,ante los males públicos, resulta claro que nunca se te~dn~ .sobre las sedes episcopales a hombres de perfecta JusticIa, y que gopública, como él mismo declaró: «Quia sancta romana. Ecclesia pIUl'.imas patitur violentias, Pontifice obeunte; quae ob hoc mfe,:unt~r, quta absque imperatoris notitia et suorum legatorum praesentu~ fa . <:ONSECRATIO nec canonico ritu et consuetudine ab imperatore dlrectt mtersunt ~untii, qui violen tia m et scandala in. eius consecratione non permitterent fieri" etc. (Ap. LABB. t. IX Concll.). Por esta razón con frecuencia los mismos Concilios pidieron a los príncipes prudentes y devotos de la Iglesia, que ellos mismos eligieran a un obispo, temi~nd.o que de no hacerlo así se produjeran discordias. Pero esto conStltU1~ una excepción, y los príncipes quisieron que fuera un derecho ordInario y que pudieran ejercerlo segú? su arbitr:i0' En vez, de prest~r su ayuda a la Iglesia cuando lo requena la necesIdad de. eVItar las dIscordias y las violencias que se introducían en las elec~IO~es y que ,ellos solos, teniendo la fuerza en sus manos, podían rep~ImIr, pretendIe:~n que les correspondía siempre, y por derecho propIO .~el poder CIVI~, la elección episcopal aunque hubieran caído en la hereJIa. As~ se explIcan las quejas continuas de la Iglesia y sus esfuerzos repehd?s para reivindicar de las manos de los príncipes su liber~ad de elegIrse s~s pastores : «Ubi ille canon -exclamaba san AtanaSIa-, ut e~ palatt? mittatur is, qui episcopus futurus est? aut quod genus c~nonts quo. ltcitum est militibus Ecclesiam invadere et episcopos constttuere? (Eptst. ad solitar.).
317
..,
zando de la confianza popular, fueran idóneos por una parte para tutelar a los gobiernos contra los excesos populares, y por la otra, para proteger a los pueblos contra las arbitrariedades del gobierno, dirigiendo a unos y a otros palabras de verdad, y constituyéndose en mediadores y maestros de concordia y de paz. Por lo tanto, que el gobierno tenga su parte e influencia para excluir en las elecciones episcopales a los que podrían verdaderamente perjudicar el orden público; pero que no sea ésta una facultad arbitraria de excluir a quien quiera, y mucho menos la de elegir a quien desea. Que no sea una facultad de excluir ejercida ocultamente, un poder absoluto y arbitrario, sino que esté obligado a manifestar las razones por las que cree tener que excluir a esta o a aquella persona. Las causas de la exclusión sean formuladas pn!cedentemente, y las culpas imputadas, suficientemente probadas con argumentos y hechos, ya que las arbitrariedades que perjudican a los ciudadanos privados, deben excluirse absolutamente en los nuevos sistemas de gobierno público. A fin de que el poder civil pueda ejercer mejor este su derecho, yo propondría que al mismo tiempo que el metropolitano manda a Roma el nombre de los elegidos, lo comunicara también al Gobierno civil. En caso de que éste pudiera imputar a los elegidos alguna culpa o delito político, lo manifestaría al Tribunal Supremo de la Iglesia, es decir, al Papa, dentro de un tiempo determinado, y el Papa decidiría si la acusación política está bien fundada o no.74 Por consiguente, la admitiría o la rechazaría, pero no podría aceptarla mientras el gobierno no aportara, como decíamos, ·h echos positivos que probaran que la persona elegida se excedió en la libertad de opinar con manifestaciones de sentimientos :>ubversivos del orden público, o se manchó con
un delito político. Fuera de estos casos, las instancias de los Gobiernos no deben tener valor alguno, tanto más cuanto que la forma propuesta para elegir, hace casi imposible que sea elegido un hombre falto de honestidad y de honra, desde el momento que es considerado el más excelente que puede ser escogido con la colaboración de la opinión pública y de la del episcopado. De este modo, se da a cada uno lo suyo, se restituye a la Iglesia su libertad, a los Gobiernos su legítima influencia. Así se restablece el acuerdo razonable y cristiano entre el Gobierno civil y el poder eclesiástico. He aquí, pues, reverendísimo señor, la humilde opinión sobre el procedimiento según el cual se podrían llevar a cabo útilmente las elecciones episcopales, opinión que usted solicitaba de quien tiene el honor de ser etc ...
74. Hablando del consentimiento del rey que se requería antes de la consagración bajo los francos, Cavallerio escribe: «Consensus autem regius, electioni accedens, non nuda erit probatio, sed potius ex causis confirmatio, licebatque ideo regibus factam electionem expendere et ex causis reiicere; y poco más adelante: causae autem, quibus licebat regibus electos excludere, erant illae ipsae, quae electiones minus legitimas faciebant, petebanturque vel ex electionum vel personarum vitiis.» Hasta aquí muy bien. Pero a estas causas se añadía otra: «si electus minus aptus esset servitio regis», la cual provenía del sistema feudal. Esta ya no podría darse hoy en día, ya que los obispos no son y no pueden ser siervos del rey o del poder civil (Cf. CAVALLERIO, Comment. De l. C., pars 1, cap. 23, par. 2).
318
319
Bibliograffa
ANTONIO ROSMINI, Lettere sulle elezioni vescovili, Nápoles 1849; La societa teocratica, en «Filosofia del Diritto», ed. preparada por C. RIVA, Brescia 1963; Progetti di Costituzione, preparada por C. GRAY, Ed. Nazionale, Milán 1952; DelZa missione a Roma di A. Rosmini, Turín 1881; Diari, en «Scritti editi e inediti», ed. preparada por E. CASTELLI, Ed. Nazionale, Roma 1934; Risposta ad Agostino Theiner, Casale 1850. PAGANI, BOZZETTI, ROSSI, La vita di A. Rosmini, 2 vols. Rovereto 1957. ROGER AUBERT, Il pontificato di Pio IX, Turín 1964. AGOSTlNO THEINER, Lettere storic()cCritiche in tomo alZe cinque piaghe del chiarissimo Sacerdote D. Antonio Rosmini-Serbati, Nápoles 1849. STEFANO SPINA, Il Parricidio attentato dall'Abate A. Rosmini-Serbatí roveretano, cioe, la piagha mortale che alZa Santa Cattalica Apostolica Romana Chiesa, sua e nostra Madre comune, ha egli cercato di fare col suo velenosissimo opus colo intitolato «Le cinque piaghe della Chiesa» , Nápoles 1849, FRANCESCO PUECHER, Osservazioni critiche sull'opuscolo intitolato «Lettere storico-critiche intomo alle cinque piaghe della santa Chiesa» del P. Agostino Theiner, Casale 1851. GIOVANNI CASATI, Libri letterari condannati sull'Indice, Millán 1921. GIUSEPPE BOZZETTI, Per una giusta valutazione delZe «Cinque Piaghe», Novara 1922. GIUSEPPE CAPOGRASSI, La Conferenza di Gaeta e A. Rosmini, Roma 1941. FRANCESCO BONALI, Le Cinque Piaghe di Rosmini e il Concilio di Trento, en «Rivista Rosminiana», XL (1946), pp. 55-62. ERNESTO BALDUCCI, La Chiesa e il Tempo secondo Rosmini, in «Conferenze Rosminiane», Milán 1955. LUIGI PAGGIARO, Le cinque piaghe della Chiesa, en «Humanitas», X (1955), pp. 974-980. DoMENICO MARIANI, Rosmini nei rapporti della Cancelleria austriaca, en «Rivista Rosminiana», LVI (1962), pp. 300-309. GIOVANNI PUSINERI, Dalle «innovazioni» del Tommaseo alle «novita» del Rosmini, preludio al libro delle Cinque Piaghe, en «Charitas », mayo 1964, pp. 217-222, julio 1964, pp. 21-30. CLEMENTE RIVA, Critica rosminiana al perfettismo politico, en «Humanitas», XII (1963), pp. 1232-1247.
321
índice
Prólogo: «Actualidad de la obra de RosminÍ>t
5
Introducción
11
Advertencia . .
33
Algunas palabras preliminares que hay que leer
37
1.
La llaga de la mano izquierda de la santa Iglesia: la división entre pueblo y clero en el culto público de la Iglesia. . . . . . . . . .
43
JI. La llaga de la mano derecha de la santa Iglesia: la insuficiente educación del clero . . lIl.
61
La llaga del costado de la santa Iglesia: la desunión de los obispos. . . . . . . . . .
93
La llaga del pie derecho de la santa Iglesia: el nombramiento de los obispos dejado en manos del poder laical . . . . . . . . . .
127
V. Sobre la llaga del pie izquierdo: la servidumbre de los bienes eclesiásticos. . . . . . . .
235
Apéndice: Cartas sobre las elecciones de los obispos por el clero y el pueblo. . . . . . . . .
265
IV.
Primera carta. (Stresa, 8 de junio de 1848) . Segunda carta. (Roma, 21 de octubre de 1848) . Tercera carta. (Roma, 1 de noviembre de 1848) Bibliografía . . . . . . .
267 297 303 321
r
Esta obra de Antonio Rosmini, sin duda la más importante por su contenido , por su lucidez, por su valentía y por sus consecuencias, nos da la impresión de hallarnos ante una obra reciente, a pesar de que fue escrita en 1832. Rosmini , fílósofo, erudito, observador perspicaz de su época , no dudó en pronunciarse abiertamente ante unos hechos que nadie se atrevía a desenmascarar. Fueron su amor y su fidelidad a la Iglesia que le indujeron a ello . Habiendo sido incluida esta obra en el índice de los libros prohibidos , en mayo de 1849, poco después de su publicación, Rosmini ha sido, no obstante , el primer autor rehabilitado después de la supresión del rndice , gracias al Concilio y a la reforma de la Curia . En efecto , la Congregación para la Doctrina de la Fe autorizaba su edición, en mayo de 1966. Es vetClad que , como decía el Cardenal Pellegrino , « las rehabilhaciones póstumas son necesarias , pero no son suficientes para cambiar los hechos ni borrar las consecuencias» . Los hechos que denunciaba Rosmini todavía son de actualidad y, por consiguiente , su sensibilidad eclesial y su enorme erudición deberán prestar grandes servicios para despertar las conciencias y poner en marcha un cambio de estructuras eclesiásticas . Un principio fundamental para la reforma de la Iglesia -según la tesis rosminiana- se basa en una justa concepción de la autoridad y en un ejercicio correcto de la misma . Finalmente , uno de los problemas que le preocupaban más era la intervención de los gobiernos en el nombramiento de los obispos y la exclusión del clero y de los fieles en esta designación. Y esta «cuarta llaga » sigue aún abierta, pese al movimiento actual de renovación impulsado por el Vaticano 11