Índice Portada Créditos Introducción El modo destructivo de la codicia La codicia sexual El afán de estar siempre informados y conectados La codicia de cosas insignificantes La avaricia La codicia es ambivalente En camino hacia una codicia liberadora 1. Una mirada a la historia Pleonexía: perspectivas de la Antigüedad Codicia, avaricia y tacañería: una ojeada al diccionario de la lengua Oriente y Occidente: diferentes modos de tratar el concepto de codicia 2. Una mirada al Antiguo y al Nuevo Testamento La codicia en el Antiguo Testamento La codicia en la literatura epistolar del Nuevo Testamento La codicia degrada al hombre al nivel de las cosas 3. El camino de Jesús hacia la liberación humana: parábolas y relatos del Nuevo Testamento Sobre la codicia de consumirlo todo (Mt 4,1-11) Primera tentación: lo que la codicia hace de nuestras necesidades Segunda tentación: la apropiación de Dios por la codicia Tercera tentación: la codicia de poder Despojar de poder a la codicia Sobre la codicia de riquezas (Mt 5,3) Transformar la codicia exterior en libertad interior Sobre la triple pobreza interior «Porque de ellos es el reino de los cielos» Sobre el ansia de seguridad absoluta (Mt 6,25-34) Preocuparse trae preocupaciones La existencia es preocupación De la preocupación a la confianza Un remedio contra el miedo: vivir en el momento Descubrir el «tesoro en el cielo» El ansia de tener un apoyo absoluto (Mt 8,23-27) Aguantar las sacudidas de la vida ¡Señor! ¡Socorro! ¡Nos hundimos! 2
Sobre la poca fe y el aferrarse El ansia de estar provisto de todo (Mt 10,5-14) La vida no se aprende: hay que vivirla Demasiado equipaje Anunciar la paz y encontrar la paz Sobre el ansia de triunfar y vivir siempre en armonía (Mt 10,34-38) Nada de paz barata Tomar la cruz Caminos hacia el descanso como liberación de la codicia (Mt 11,28-30) Encontrar descanso Descubrir las propias cargas Descanso sagrado El yugo de la sabiduría y de la humildad ¿Cómo saciarse a pesar de la codicia insaciable? (Mc 6,34-44) Hambre de vida El relato de la multiplicación de los panes en el Evangelio de Marcos Cinco pasos hacia la libertad La respuesta a la codicia de gloria: hacerse pequeño como un niño (Mt 18,1-5) ¿Quién es grande de verdad? Volver a ser niños: volver a ser nosotros mismos El deseo de ser visto De la avidez de compararse y ganar más que los otros (Mt 20,1-16) Injusto A la bondad no se le pueden pedir cuentas Compararse: ¡envidia y descontento garantizados! El afán de tener dinero en abundancia (Lc 12,13-21) Salir perjudicado Lo que retengo paraliza la vida Compartir y dar fruto abundante Sobre el derroche del amor (Jn 12,1-8) Una historia de amor La codicia no tiene ninguna sensibilidad para el misterio del amor El hombre necesita para la vida también lo inútil y bello Del placer de derrochar y de la tacañería que no disfruta de nada (Lc 15,11-32) Reconocer los lados oscuros Santa ira Fiabilidad en vez de codicia engañosa (Lc 16,9-15) Del uso correcto de las cosas La avaricia profana al ser humano 4. Doce pasos hacia una liberación de la codicia Primer paso: admitir que en mí existe la codicia Segundo paso: dialogar con la codicia sobre su sentido 3
Tercer paso: pensar en las consecuencias de la codicia hasta el final Cuarto paso: caminos hacia la libertad interior Quinto paso: transformar la codicia en alegría de vivir Sexto paso: transformar la codicia en ambición Séptimo paso: transformar la codicia en gratitud Octavo paso: transformar la codicia en solidaridad Noveno paso: transformar la codicia en compasión Décimo paso: transformar la codicia en fiabilidad Undécimo paso: aprender el arte de disfrutar Duodécimo paso: aprender la serenidad Bibliografía
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ANSELM GRÜN
La codicia Del afán de tener más a la verdadera libertad
5 SAL TERRAE
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Título original: Gier. Auswege aus dem Streben nach immer mehr © Vier-Türme GmbH, Verlag, Münsterschwarzach, 2015 www.vier-tuerme-verlag.de Traducción: Heinrich Peter Brubach © Editorial Sal Terrae, 2017 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201
[email protected] / www.gcloyola.com Imprimatur: † Manuel Sánchez Monge Obispo de Santander 12-9-2017 Diseño de cubierta: Félix Cuadrado Basas Edición Digital ISBN: 978-84-293-2702-1
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Introducción Desde el primer momento de su existencia, el ser humano ha tenido que enfrentarse con el tema de la codicia. El hombre se caracteriza por este afán, por el ansia de querer tener siempre más y no contentarse nunca con lo que le fue concedido. La codicia –así nos dicen, por ejemplo, los sabios de la antigua Grecia– es dañina para la salud del hombre y lo asemeja a los animales. Al mismo tiempo destruye la base de la comunidad humana, siendo la causa de contiendas y guerras. Todos los sabios de este mundo han descrito la codicia y han enseñado caminos para liberarse de ella, sea en el budismo, que la considera como la verdadera fuente del sufrimiento, sea en la filosofía griega y romana o entre los sabios del Antiguo Testamento, que unieron la sabiduría judía con la griega. Sin embargo, junto a sus elementos destructivos, la codicia tiene también en sí algo vivificador y deleitoso. El teólogo protestante Friedrich Schorlemmer lo recalca continuamente en su libro Die Gier und das Glück [La codicia y la felicidad]: «La codicia, al ser una expresión vital de máxima expresividad, que encierra también mucho de nuestro afán de ser felices en cuanto aspiración hacia la plenitud colmada de la vida, puede ser, asimismo, una fuerza vital imprescindible» (op. cit., 13).
No se trata, entonces, de erradicar la codicia del hombre, puesto que sin ella quedaría, en último término, sin iniciativa propia. Se trata más bien de transformar la fuerza destructiva de la codicia en una fuerza vivificadora. El presente libro intenta ofrecer algunas sugerencias para lograrlo.
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El modo destructivo de la codicia Hoy en día el modo destructivo de la codicia está muy extendido. Además, se presenta en muchas facetas. Hablamos del ansia de tener más, de acumular cosas por la única razón de poseerlas, y del ansia de venganza, cuando nuestra alma narcisista se siente herida. Hablamos del afán de lucro, que no solo ansía cada vez más dinero, sino también sacar el provecho más alto posible del capital. Los ávidos de lucro están contentos solamente cuando sacan la ganancia más alta posible de su negocio y al mismo tiempo embaucan a todos los demás. Schorlemmer habla incluso de un «virus de la codicia», que lleva en sí algo de agresivo e insaciablemente ávido (cf. op. cit., 16). Ese virus de la codicia se hace patente en muy diversas maneras de comportarse. Por lo tanto –así opina Schorlemmer–, también los locuaces y los adictos al sol están infectados por ese virus, ya que no pueden parar de hablar o de tomar más sol. La causa principal de la codicia es el egocentrismo, que gira en torno a sí mismo y está enamorado de sí mismo. Esto se observa actualmente en el fenómeno del narcisismo, del cual los psicólogos nos dicen que va en aumento. Lo cual quiere decir que nunca recibe uno dedicación suficiente. Se necesita encubrir el propio desamparo interior buscando cada vez más atención del exterior. Es el afán de presentarse continuamente. Esto se muestra hoy no solamente en el afán de prostituirse públicamente al presentar la propia vida desestructurada en la televisión con intención de hacerla interesante; se manifiesta también en las redes sociales, cuando uno tiene que describirse continuamente ante sus amigos virtuales. Se vive únicamente en la medida en que uno se presenta. Aparentemente se ha perdido la capacidad de saborear algo a solas o de estar solo con los propios pensamientos. A esa presión de tener que presentarse continuamente le corresponde un lenguaje que no conoce más que superlativos. Todo lo que soy y lo que hago tiene que ser «fantástico», «genial», «una locura». Esa presión lleva a que ya no percibamos lo sencillo y poco llamativo. Aquí reconocemos lo patológico de la codicia.
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La codicia sexual Otra forma de la codicia es el abandonarse a los instintos, el deseo insaciable de sexualidad. Este abandonarse no se muestra hoy tanto en el vivir concreto de las relaciones sexuales con una pareja. Al contrario, a este respecto los psicólogos nos informan de que en la actualidad muchas personas tienen más bien miedo a la sexualidad vivida, porque en ella tendrían que entregarse al otro y liberarse del propio ego. Eso les parece a muchos demasiado peligroso. Hoy en día la codicia de sexualidad se muestra mucho más en el aumento de la búsqueda en internet de expresiones sexuales, pornografía infantil u otras producciones pornográficas. Uno codicia niñas de catorce años; otro, muchachos adolescentes; otro, hombres o mujeres adultos. La oferta es amplia y aparentemente bastante utilizada. Las personas que se dedican a mirar esas imágenes pornográficas en internet están desasosegadas. Nunca alcanzan la tranquilidad. No pueden disfrutar de su tiempo libre y son incapaces de leer relajadamente un libro. A veces tienen realmente la adicción de buscar tales imágenes sexuales en internet, a cada minuto libre que tienen. Este desasosiego está acompañado por la mala conciencia y los sentimientos de culpabilidad. Una persona así siente ante todo el malestar interior de llevar una doble vida: hacia fuera es, por ejemplo, el empresario exitoso, pero hacia dentro es el hombre adicto que aprovecha cada minuto libre para su adicción. Uno se siente escindido íntimamente. E intenta camuflar esa escisión con una actividad incansable.
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El afán de estar siempre informados y conectados En algunos jóvenes, por el contrario, observo un comportamiento realmente compulsivo: a cada momento libre están mirando en las redes sociales si no les ha llegado un nuevo mensaje de uno de sus amigos virtuales. Uno querría estar constantemente informado sobre las actividades de los demás. Muchos de ellos seguramente están movidos por un comprensible deseo de comunicación en medio de un mundo cada vez más anónimo. En otros, sin embargo, se trata también de una adicción, la de estar continuamente informado de lo que hacen los demás. No obstante, esta ansiedad de estar al tanto de lo referente a sus amigos se agudiza aún más en el afán de estar informado, en general, de todo lo que ocurre. Pero en internet existen hoy tantas informaciones que nunca se llega a acabar. En Hong Kong observé a algunas personas que estaban desayunando en un bar. El desayuno era para ellos solamente algo secundario; lo importante era obtener toda clase de informaciones por medio de sus teléfonos inteligentes y tabletas. Si dos personas desayunaban juntas, se sentaban en la misma mesa; sin embargo, no había entre ellas ninguna comunicación, ya que ambas estaban únicamente pendientes de sus aparatos. El afán de informarse de todo y de estar enterado de todo era mayor que la necesidad de comunicarse entre ellas. No pretendo demonizar ni las redes sociales ni los medios de comunicación modernos en general, puesto que nos ofrecen también buenas posibilidades para mantenernos en contacto y recibir rápidamente informaciones importantes. Pero el desasosiego con que algunos hacen uso de estos nuevos medios parece estar impregnado de codicia.
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La codicia de cosas insignificantes Otra forma de la codicia es cuando una persona se enreda en las cosas cotidianas y se deja absorber por ellas, olvidándose del momento en que vive y dejándose llevar, en vez de estar presente en la realidad momentánea. Además, en amplios círculos se puede constatar la pérdida de la noción de trascendencia, que podría relativizar el girar en torno a uno mismo. Muchos se contentan con un concepto de vida sumamente superficial. El sentido de la vida se agota en planificar el evento más próximo. Se pasa de una experiencia a otra sin estar nunca en el momento presente. La codicia se expresa hoy a menudo en el enredo existencial en torno a una vida sin significatividad: todo parece secundario, sin un significado más profundo. En vez de preocuparse de lo esencial y de esforzarse por un conocimiento más profundo de la verdad, que para los griegos y romanos era el objetivo del ocio, se pierde uno en actividades insignificantes. Los griegos hablaban de la alegría de la verdad y del gozo de la contemplación. Este gozo actualmente tiene que ceder el paso a las muchas formas de borrachera: el frenesí de comprar, el éxtasis de la velocidad. Y en vez de rastrear el misterio de la persona mediante el diálogo –el clásico sympósion de los griegos–, se deja uno llevar por el deseo de husmear y destapar secretos, espiando en la vida privada de otros, en lugar de profundizar en el misterio del ser humano.
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La avaricia Después está la avaricia, en sus diversas facetas: el ansia de poseer cada vez más dinero, de conseguir cada vez mayor beneficio, de acumular cada vez más riquezas. Y está también la avaricia unida a la tacañería. Esta forma de tacañería se ha vuelto incluso muy bien vista. Cierta empresa eligió como lema publicitario: Geiz ist geil [La tacañería es fantástica]. Al principio tuvieron bastante éxito, porque la gente se sintió estimulada a la codicia de los precios más bajos posibles. Pero entretanto el eslogan fue retirado, no solo porque muchos protestaron contra él, sino también porque, según parece, no tenía tanto éxito como se esperaba. En algún momento había quedado desgastado. Sin embargo, ello muestra también que la codicia es el motor de nuestra economía. Los estrategas del marketing trabajan con la codicia humana. Si logran excitarla, su estrategia ha sido exitosa. El capitalismo es impensable sin codicia. Esto tiene por un lado efectos negativos, pero, por otro lado, también aspectos muy positivos, porque la codicia impulsa al hombre a desarrollar siempre nuevos productos, impulsando la economía y creando de este modo puestos de trabajo. Pero también para el individuo la codicia es un estímulo para disfrutar de la vida. Quien carece por entero de codicia tiene el peligro de quedar falto de estímulos. La codicia, que anhela disfrutar de la vida en plenitud, impulsa al hombre a viajar a países lejanos, a ver y experimentar cosas nuevas, a admirar la belleza de otros paisajes.
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La codicia es ambivalente Por eso, Friedrich Schorlemmer aboga en su libro por descubrir el anhelo de felicidad hasta en la codicia ruidosa y estridente que busca cada vez más reconocimiento, más riquezas y más poder. Piensa que en el trasfondo de la codicia está «el temor de que en la mera felicidad tranquila aceche el aburrimiento, el páramo del siempre-lo-mismo y el conformismo medio muerto» (op. cit., 24). La codicia nos impulsa a buscar nuestra felicidad. Pero si la codicia se reduce únicamente a su forma sensorial, como afán de más dinero y más consumo, de mayor gloria y poder, entonces «no alcanzamos aquello que anhelamos en lo más profundo, tanto para la vida propia como para la sociedad» (op. cit., 24). Por tanto, no se trata de erradicar por completo la codicia. Sería como querer arrancar toda la cizaña, contra lo que nos previene Jesús en la parábola del trigo y la cizaña: junto con los aspectos negativos de la codicia destruiríamos también sus lados positivos. Por eso, se trata más bien de recortar la cizaña de la codicia con cuidado y transformarla en abono para el trigo, a fin de que tengamos algo que alimente no solo nuestro cuerpo, sino ante todo nuestra alma. Esta ambivalencia de la codicia se muestra también en la faceta de la tacañería. La tacañería puede transformarse en la virtud de la austeridad. La austeridad es la condición para llevar las riendas de la propia vida. Hay personas que nunca tienen suficiente dinero, porque no están capacitadas para la austeridad. Algo parecido ocurre con la ambición. La ambición puede exigir demasiado del hombre y presionarlo continuamente. Pero Evagrio Póntico, monje y escritor del siglo IV, opina que la ambición es muy buena para los monjes jóvenes, puesto que los mueve a una vida ascética. La ambición los anima a luchar con las pasiones y vencerlas. Sin embargo, también en esto hay que mantener siempre el equilibrio. La ambición me incita a mejorarme constantemente y no contentarme con lo alcanzado; es el impulso para seguir desarrollándome. La palabra alemana Ehrgeiz [ambición] quiere decir originalmente «anhelo de honor», ansia de ser honrado. «Honor» se refiere no solo al prestigio y la fama. Significa asimismo dignidad, respeto y magnanimidad. Una persona honorable es una persona que merece respeto, porque vive su dignidad como ser humano. La ambición es, por lo tanto, un impulso positivo, que me lleva a trabajarme a mí mismo y a hacer algo bueno para 14
otros. Sin embargo, también puede dominarme, y entonces nunca soy capaz de alegrarme por lo alcanzado, deseando siempre más y más. Entonces nunca puedo decir «Basta». Y nunca estoy en condiciones de alegrarme de lo que existe y de lo que he conseguido. De la misma manera que hay una «buena» y una «mala» ambición, existe también una curiosidad hermosa, refrescante, y una curiosidad desagradable, que no guarda las distancias. Al leer un libro con curiosidad, me sumerjo en un mundo hasta entonces desconocido para mí, y me experimento a mí mismo de una manera nueva. Visitar un museo con curiosidad me abre los sentidos a la belleza de los cuadros. La curiosidad por la interpretación de una sinfonía de Mozart o de Beethoven aumenta el disfrute del concierto. Pero existe igualmente la curiosidad que no respeta las distancias y que busca constantemente solo chismes y sensacionalismo, queriendo saberlo todo y dando vueltas todo el tiempo solamente a los fallos ajenos.
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En camino hacia una codicia liberadora En todo esto parece tratarse siempre de la medida adecuada. En cuanto fuerza vital, la codicia es algo que no nos está permitido extinguir. La ambición puede ser una fuente de energía que le hace a uno trabajarse a sí mismo, convertirse en una buena persona, progresar en el camino espiritual o hacer algo bueno para otros. Pero la codicia puede también convertirse en una adicción, que nunca me permite alcanzar el sosiego. Y la ambición puede transformarse en una compulsión de querer cada vez más, sin poder nunca disfrutar agradecido lo que he logrado. La gran pregunta de todos los maestros espirituales del pasado era: ¿cómo podemos liberarnos de la codicia destructiva? ¿Cuáles son los caminos espirituales que pueden transformar la codicia en un impulso positivo para la vida? ¿Qué es lo que nos saca de la codicia y nos conduce hacia lo esencial, hacia el centro del hombre? La pregunta por la transformación de la codicia va unida al anhelo de tranquilidad vital y de libertad interior. El hombre dominado por la codicia carece de sosiego y vive preso interiormente. Quien permite que la codicia lo determine, nunca tiene tranquilidad. Muchos anhelan encontrar reposo, pero no son capaces, porque tan pronto como deciden sentarse tranquilamente, los atormenta una y otra vez la codicia de desear aún más, de obtener aún más informaciones, de satisfacer aún más necesidades, de ser aún más reconocidos. Estas personas experimentan, en la codicia, lo contrario de la libertad. Se vuelven esclavos del ansia de conseguir cada vez más poder, riqueza, fama y comunicación. Por eso, en este libro se trata de mantener la codicia como energía vital positiva, pero al mismo tiempo de liberarnos de ella como fuerza destructiva, para llegar a la paz del corazón y alcanzar la libertad interior. En lo que sigue, no pretendo acusar a nadie, ni tampoco moralizar. Quiero describir el fenómeno de la codicia y, sobre el trasfondo de historias neotestamentarias, señalar caminos para poder liberarnos de la codicia. El Nuevo Testamento tiene, a mi modo de ver, algo decisivo que decirnos sobre cómo nos enredamos concretamente en la codicia y cómo podemos liberarnos de ella. Los textos bíblicos nos muestran los diferentes campos donde actúa la codicia: no es solamente la codicia de posesiones o de consumo, sino que puede ser también la codicia de, ante el propio miedo, aferrarse a algo o asegurarse contra toda eventualidad. La codicia es a menudo la respuesta a experiencias de la primera infancia, por ejemplo, cuando yo tenía la sensación de no recibir lo suficiente, de 16
no estar nunca satisfecho, de quedar interiormente hambriento. Los textos bíblicos nos hacen ver las causas de nuestra codicia. Y al mismo tiempo nos muestran caminos para liberarnos de sus cadenas. Esta libertad frente a la codicia, y no su completa eliminación, es la condición para hallar la tranquilidad interior. Así que quiero dirigirme con este libro a las personas que anhelan libertad y sosiego interiores; que, en medio de un mundo dominado por la codicia, descubren en sí mismas el ámbito interior donde están libres de ella, donde están completamente consigo mismas, donde son totalmente ellas mismas, libres de la presión de tener que estar siempre justificándose, presentándose o demostrándose, y libres de la compulsión de satisfacer de inmediato todas sus necesidades. Para este objetivo, la Biblia me parece un excelente guía: lucho con el texto bíblico hasta que se abra para mí como guía hacia una vida lograda, hacia la libertad y la paz interiores.
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1. Una mirada a la historia
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Pleonexía: perspectivas de la Antigüedad Si queremos acercarnos al tema de la codicia, siempre es bueno empezar preguntándonos por el lenguaje sobre ella. La palabra griega para la codicia es pleonexía. Se deriva de pléon y échein y significa en realidad: tener más y luego querer tener más. Este «querer tener más» en la lengua griega no se limita únicamente al ansia de poseer algo. También describe la sed de poder. La actitud que está detrás tiene –para los griegos– el nombre de «pretensión»: hay hombres que pretenden tener cada vez más poder, fama y riquezas. Esto se refiere a personas que se esfuerzan por incrementar sus bienes o su influencia en el ámbito político, engañando a otros para aprovecharse de ellos o incluso explotarlos; que medran a costa de otros y los menosprecian. Siempre y en todo lugar piensan únicamente en su propio beneficio. Los griegos veían en esto ante todo una conducta que perturba la convivencia en la comunidad. La avaricia destruye el buen orden que Dios ha dado al cosmos y a la humanidad. A nivel personal, pleonexía describe la avaricia, la insaciabilidad y la intemperancia. Por eso, pleonéktēs significa también el ladrón, que se apodera de los bienes ajenos. Pero pleonexía puede describir también el deseo en el ámbito sexual o erótico. Para Aristóteles el concepto de pleonexía, como deseo de tener más, tiene que ver tanto con el dinero, el honor y la fama como con los apetitos carnales. Sin embargo, los autores antiguos no ven la pleonexía solamente como una perturbación del equilibrio en la comunidad humana. Es dañina también para el individuo, porque le quita al hombre la armonía interior. La pleonexía es «extralimitarse más allá de lo asignado al ser humano» (Delling, 268). En consecuencia, los filósofos griegos desprecian al hombre que se deja llevar por la pleonexía. Especialmente la filosofía estoica le contrapone el ideal del sabio austero, pues los bienes materiales destruyen la libertad. Los pitagóricos consideran que la avaricia es «la raíz de todo mal» (Karl Suso Frank, 229) y para Platón es una «consecuencia de la depravación del género humano» (ibid., 230). Traduciendo la experiencia de los griegos antiguos a nuestro tiempo, podemos decir que la actitud de la pleonexía se manifiesta en el «no tener nunca suficiente». Hay personas que nunca son capaces de decir: «Ya basta». Esto es válido en lo relativo al 19
dinero y las demás pertenencias, es válido en lo referente al reconocimiento de los otros, pero es válido también respecto a la convivencia diaria. Estando en una fiesta, por ejemplo, se quedan allí sentados, por miedo a perderse algo. Nunca son capaces de decir: «Basta. Me voy a casa». En vacaciones nunca son capaces de decir: «Ya basta por hoy». Siempre quieren vivir algo más. Así que no descansan nunca. Esta actitud del «nunca suficiente» lleva al desasosiego y a una continua insatisfacción. Uno no es capaz de disfrutar agradecido lo que es. Siempre se está ya en lo siguiente. Y así nunca se vive el momento. A la larga, esta actitud es un impedimento para ser verdaderamente humano. Pues una de las capacidades del hombre es la de estar enteramente presente en el momento. Por eso, los griegos tienen razón en considerar que la pleonexía es dañina para el hombre, ya que destruye la dignidad humana. Para el psicoanalista alemán Erich Fromm, la avaricia es consecuencia de la orientación hacia el tener, que él ve como la actitud característica de nuestro tiempo. Como los griegos, también él habla de una triple avaricia: «Puede ser la avaricia del tacaño, la avaricia del ávido de lucro o la avaricia del mujeriego» (Fromm, 113).
También para él, lo característico de la avaricia es el «no poder tener suficiente»: «Sea lo que sea lo que excite su codicia, nunca tendrá lo suficiente; nunca estará satisfecho, en paz. Al contrario de las necesidades corporales, como el hambre, en las que existen límites fisiológicos determinados, la codicia psíquica –y toda codicia es psíquica, incluso si se satisface mediante el cuerpo– es insaciable, puesto que el vacío interior y el aburrimiento, la soledad y la depresión, que pretende superar, no pueden eliminarse ni siquiera por la satisfacción de la codicia» (Fromm, 113).
Lo que escribieron los griegos acerca de la pleonexía lo confirma, pues, la psicología actual. Erich Fromm cita al filósofo judío de la edad moderna Baruch Spinoza, quien –de manera semejante a los griegos– comprende la avaricia como una especie de enfermedad: «Pero, en realidad, la avaricia, la ambición, la lujuria, etcétera son formas de locura, aunque no se las cuente en el número de las enfermedades» (Spinoza, Ética, IV, proposición XLIV, observación, citada en Fromm, 97).
Una forma concreta de la pleonexía es, según los griegos, la philargyría o amor al dinero. Es un estar enamorado del dinero, que puede llevar tanto al derroche como a la tacañería. El concepto de philargyría contradice, en realidad, la imagen griega de la 20
philía, el amor a los amigos. El amor a los amigos, que solo puede existir entre personas buenas, se trastoca aquí en amor a una cosa material, al dinero. Esto contradice la esencia del ser humano. El amor al dinero puede manifestarse en la prodigalidad, pero también en la tacañería. Platón opina que la prodigalidad puede ser más curable que la tacañería. Pues el tacaño no se permite nada. Se daña a sí mismo con su tacañería. Platón entiende la tacañería como una forma de autoagresión. Y esta no se puede curar tan fácilmente como la prodigalidad, que es más bien un síntoma del ansia de recibir reconocimiento externo. El término latino para la codicia es avaritia, derivado originariamente de aveo o haveo, que significa «soplar» o «respirar fuerte». Codicia significa, pues, «estar resoplando por algo». Por eso los romanos creían que al hombre se le podía notar en el cuerpo si era codicioso: el codicioso resopla por algo, nunca está satisfecho. Respira pesadamente y su cara manifiesta la codicia. La filosofía latina condena la avaritia al igual que los filósofos estoicos griegos. Cicerón menciona la avaricia juntamente con la ambición y el donjuanismo, y la designa como enfermedad del alma. Séneca condena la avaricia, porque quita al hombre la paz interior. Considera como un signo de debilidad que el hombre no maneje bien sus pertenencias. Para ese buen manejo de la propiedad se necesita la libertad interior. Así pues, el dominio sobre la avaricia tiene siempre como última finalidad la libertad y la tranquilidad interiores.
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Codicia, avaricia y tacañería: una ojeada al diccionario de la lengua La palabra alemana Gier [codicia] está relacionada con el término gerne [con mucho gusto]. El codicioso quiere tener algo con mucho gusto. Esto no suena especialmente negativo. Más bien es la expresión general del deseo, del anhelo. A este significado corresponderían la palabra griega epithymía o la latina desiderium. Se trata, pues, de un término más bien neutral, que designa el deseo o apetito, el cual puede estar referido a cosas buenas o malas. Sin embargo, la palabra gieren [codiciar] significa al mismo tiempo un deseo muy fuerte, que tiene más bien un regusto negativo. Del antiguo alto alemán git se derivan las palabras Gier [codicia] y Habgier [avaricia], pero también la palabra Geiz [tacañería]. Así pues, en alemán tacañería significa originariamente lo mismo que codicia. Ser tacaño es codiciar. Más tarde se usó la palabra «tacañería» en el sentido de ahorro exagerado, que está relacionado con la codicia: hay que tener cada vez más, sin poder gastar nada ni para otros ni para sí mismo. No se puede disfrutar de nada. En cuanto a la avaricia, en alemán se habla de Habgier (codicia de querer tener cada vez más) o de Habsucht (adicción al tener). El término Sucht [adicción] deriva del alemán antiguo siech, que significa prácticamente «enfermedad». La avaricia es, pues, una enfermedad. Hay que tener cada vez más para compensar la falta de ser. Como no se «es» realmente, como no se puede disfrutar el puro ser, se sustituye el ser por el tener. Pero esto lleva a necesitar tener cada vez más. La palabra alemana haben [tener] viene de heben [alzar] y significa originariamente agarrar algo, asirlo. El avaro quiere asir cada vez más. Tiene que agarrarlo con sus manos y aferrarse a ello desesperadamente. En alemán no se habla solo de Habsucht y Habgier [avaricia], sino también de Habseligkeiten [pertenencias, efectos personales]. Se piensa, pues, que el que posee lo suficiente y tiende a asir cada vez más es feliz, selig. Pero el tener no lo hace a uno feliz, sino más bien infeliz, desgraciado.
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Oriente y Occidente: diferentes modos de tratar el concepto de codicia Entre los Padres de la Iglesia fue Clemente de Alejandría quien más se ocupó de cómo vencer la pasión de la avaricia, que para él era una especie de enfermedad incurable. Por ello, en sus escritos unía las ideas de la filosofía griega con la actitud básica cristiana de la sobriedad. Pero lo importante para él no era la renuncia a los bienes, pues «es importante tener lo necesario para la vida, a fin de vivir sin preocupaciones y poder hacer el bien» (RAC 240). En cambio, Clemente de Alejandría cita un oráculo para demostrar la fuerza destructora de la avaricia: «La avaricia destruirá no solo a Esparta, sino a cualquier ciudad» (Stromata, libro IV, V, 24)
Clemente describe, pues, más bien al gnóstico cristiano que actúa movido por el espíritu de Jesús y por eso está libre también del vicio de la avaricia. Lo mismo que Clemente enseñaba en Oriente, lo transmitía en Occidente Ambrosio de Milán. Su punto de partida era una ética basada en lo que es conforme a la razón y a la naturaleza: «Por naturaleza el hombre no dispone de propiedad privada [...]. Por ello, la propiedad privada sigue siendo en el fondo un bien común y solo es legítimo su uso correcto, concorde con la naturaleza y la razón. El uso perverso es la avaritia» (RAC 240).
Por culpa de la avaricia se pierde la sensibilidad para el bonum commune, el bien común. En Oriente es sobre todo Juan Crisóstomo el que critica la avaricia de la clase dominante, pero a veces también del clero. La avaricia de los clérigos es para él un signo de la decadencia de la Iglesia, ya que el crecimiento exterior (de la riqueza, de los bienes materiales) no va acompañado por un crecimiento interior. En Occidente, Agustín representa una posición más moderada: para él lo más importante es la actitud. Pues conoce también a pobres que codician la riqueza y, por el contrario, a ricos que dan con generosidad y muestran libertad interior frente a los bienes materiales. Por eso, Agustín presenta a sus lectores a Jesucristo como modelo del verdaderamente pobre. 23
En la teología occidental, el tema de la codicia se desarrolló mayormente en el ámbito de la doctrina sobre la concupiscencia del hombre. Esta doctrina relacionaba la concupiscencia (el deseo) sobre todo con la sensualidad del ser humano. El hombre percibe en sí mismo una escisión interior: desea algo que contradice su meta espiritual. Los teólogos occidentales basan su enseñanza sobre este tema principalmente en el capítulo 7 de la carta a los Romanos. Pablo habla allí de la escisión interna, pues en su interior hay una tendencia que contradice su propia voluntad. En la historia de la teología hubo debates intensos sobre si la concupiscencia tiene su origen en el pecado o si es algo esencialmente inherente al ser humano. El tema se discutió además en relación con el pecado original. Las numerosas discusiones teológicas –también precisamente en forma de controversia entre diferentes teólogos católicos y protestantes a lo largo de los siglos– hoy en día nos resultan ajenas. Sin embargo, muestran que los teólogos cristianos han sido siempre conscientes del peligro que supone la tendencia del ser humano a dejarse dominar por un deseo. Este deseo puede después convertirse en codicia: en codicia de dinero, de experiencias sexuales, de reconocimiento y de poder, de tener cada vez más información, de disfrute sin límites. No obstante, lo paradójico es que el codicioso no es capaz de disfrutar de verdad. Los glotones –así nos dicen los médicos– no saborean en absoluto lo que comen. Y porque les falta el gusto, comen sin medida y en realidad ansían algo que los toque y los colme en lo más profundo.
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2. Una mirada al Antiguo y al Nuevo Testamento Antes de ocuparme de textos particulares de los Evangelios de Mateo y de Lucas, quisiera echar una breve mirada al Antiguo Testamento y a la literatura epistolar del Nuevo Testamento, con el fin de ver qué tienen que decir acerca del tema de la avaricia. El Antiguo Testamento relaciona siempre la avaricia con la ganancia injusta y con la rapacidad de los violentos. El avaro le quita al otro sus bienes con violencia. Por lo tanto, el Antiguo Testamento ve la avaricia sobre todo como «el afán descontrolado de aumentar las pertenencias a costa de los pobres y oprimidos» (RAC, 236). Pero Dios ama la misericordia y la justicia. En consecuencia, la avaricia provoca la ira de Dios. Los profetas critican la extorsión de los pobres por los ricos avarientos. Para el filósofo judío Filón, la avaricia es incluso una pasión maligna y difícil de curar, y es «la fuente de la vida infeliz» (Delling, 270).
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La codicia en el Antiguo Testamento Entre los profetas es sobre todo Jeremías el que denuncia la codicia de los sacerdotes, de los poderosos y de los ricos de la sociedad. Afirma: «Porque del primero al último solo buscan medrar; profetas y sacerdotes se dedican al fraude» (Jr 6,13).
La codicia siempre tiene que ver con el fraude. Y esta codicia fraudulenta se ha extendido incluso en el recinto sagrado, entre los sacerdotes y los profetas. Los profetas pronuncian palabras para arrullar a la gente, para recibir después de ellos regalos y satisfacer su codicia de riquezas. Sin embargo, la advertencia del profeta se dirige a todos los israelitas, no solamente a los sacerdotes y profetas: «Tú, en cambio, tienes ojos y corazón solo para el lucro, para derramar sangre inocente, para el abuso y la opresión» (Jr 22,17).
La codicia está unida a menudo a la extorsión y la opresión de los pobres. Se satisface a costa de aquellos que tienen poco o nada. Los ricos nunca se contentan, siempre quieren todavía más. El profeta Isaías nos muestra en esta sentencia el beneficio que recibe quien está libre de avaricia y extorsión: «El que procede con justicia, habla con rectitud y rehúsa el lucro de la opresión; el que sacude la mano rechazando el soborno y tapa su oído a propuestas sanguinarias; el que cierra los ojos para no complacerse en el mal, ese morará en las alturas; picachos rocosos serán su alcázar, con abasto de pan y provisión de agua» (Is 33,15s).
El que renuncia a la avaricia recibe siempre lo suficiente de todo lo que necesita para vivir. Además, tiene un refugio que nadie le puede quitar. Y desde lo alto de la montaña tiene una hermosa vista del paisaje; su vida está llena de belleza. El avaro quiere siempre más. Nunca se contenta. Pero lo paradójico es que el que siempre quiere más, al final pierde todo; y el que está libre de avaricia tendrá lo suficiente. Este conocimiento lo confirma también la sabiduría judía, como lo transmiten sus Proverbios: «El codicioso arruina su casa; el que odia el soborno vivirá largos años» (Prov 15,27).
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En la versión latina se emplea aquí la palabra avaritia para el soborno. El que ha vencido la avaricia tendrá una vida larga. El codicioso vive siempre con el temor de no tener lo suficiente. Y por el exceso de codicia destruye la base de su vida: su propia casa. Por eso el salmo 118 nos advierte que es mejor volverse hacia los preceptos de Dios en lugar de hacia la avaricia: «Inclina mi corazón a tus preceptos y no al lucro» (Sal 118,36).
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La codicia en la literatura epistolar del Nuevo Testamento Esta advertencia del salmo se encuentra también una y otra vez en la literatura epistolar del Nuevo Testamento. Aquí los autores unen la sabiduría judía con la griega, es decir, a menudo hablan de la avaricia en relación con el llamado catálogo de vicios. Los catálogos de vicios estaban muy extendidos por entonces en la filosofía estoica y se les contraponían catálogos de virtudes. En los catálogos de vicios la avaricia se encuentra frecuentemente al lado de la impureza y el libertinaje sexual. Tanto para los vicios como para las virtudes, era popular un esquema basado en el número cinco. Donde más claramente se adopta este esquema quinario es en la carta a los Colosenses. El autor amonesta al cristiano a mortificar también ahora, en la vida diaria, los «miembros» de este mundo terreno, de los que se despojó, por así decirlo, en el bautismo, y a distanciarse de ellos: «Así pues, mortificad todo lo vuestro que pertenece a la tierra: fornicación, impureza, pasión, concupiscencia y avaricia, que es una idolatría» (Col 3,5).
La avaricia se subraya especialmente en esta enumeración. El que solo va detrás del dinero sirve, en último término, a un ídolo. Y el que sirve a un ídolo es dominado, y al final destruido, por él. En la carta a los Romanos Pablo incluye la avaricia entre las muchas otras actitudes negativas que son consecuencia del rechazo de Dios. Puesto que los hombres conocían a Dios, pero no lo honraron como Dios, él los entregó a la futilidad. Un signo de esa futilidad es también la avaricia: «Están repletos de injusticia, maldad, avaricia y malignidad; están llenos de envidia, homicidios, discordias, fraudes, perversión» (Rom 1,29).
La avaricia está estrechamente unida a la envidia, el fraude y la perversión. Y se expresa también en la discordia y el homicidio: si entro en litigio con otros, me gustaría tener lo que ellos poseen. Y eso lleva después a menudo al homicidio. Un ejemplo del Antiguo Testamento es la reina Jezabel, que incita a su marido a matar al dueño de una viña para apoderarse de su finca. También la carta a los Efesios atribuye esa pasión negativa de la avaricia a la inconsistencia de los gentiles, de la que los cristianos deben distanciarse de manera 28
especial: «Pues, inconsistentes como son, se entregan al desenfreno y llenos de codicia practican toda clase de indecencias» (Ef 4,19).
Heinrich Schlier explica así este versículo: los gentiles han perdido la relación con Dios y por ello viven en la relajación interior. Y esa relajación lleva a la avaricia. Pues «la existencia relajada es también ciertamente una existencia que ya no es completa. Estando incompleta, para completarse a sí misma se entrega a los excesos. Codiciando tener, busca sus posesiones en el exceso, pero nunca las consigue, porque toda posesión, fuera de Dios y de lo que él, el Creador, concede, se desvanece al alcanzarla» (Schlier, 215). Los cristianos, en cambio, deben vivir desde la relación con Dios. Si viven desde Dios y en Dios, entonces se vuelven luz para el mundo. Entonces hacen que la luz de Cristo brille en este mundo. Pero eso no es compatible con la avaricia: «Fornicación, impureza de cualquier clase, avaricia, ni se nombren entre vosotros, como corresponde a consagrados» (Ef 5,3).
Un tema de la predicación apostólica es la avaricia de los que anuncian la palabra de Dios. Pablo mismo se defiende contra este reproche: él ha trabajado siempre para su propio sustento y nunca se ha dejado pagar por su trabajo apostólico. Por eso escribe a los tesalonicenses: «Nunca hemos actuado por oculta avaricia» (1 Tes 2,5).
El autor de la segunda carta de Pedro previene a los cristianos contra los falsos maestros, que no solamente se dejan pagar sus servicios, sino que manifiestan su avaricia tratando de comprar a los cristianos con palabras mentirosas: «Y por avaricia intentarán compraros con palabras mentirosas; pero su sentencia hace tiempo que no reposa, su condena no duerme» (2 Pe 2,3).
La avaricia falsea el mensaje de Jesús. Los predicadores que han sucumbido a ella no anuncian la palabra de Jesús, sino que la tergiversan para que agrade a la gente y donen todo el dinero posible para los predicadores.
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Esta palabra es sumamente actual también hoy: en algunas iglesias hay predicadores que opinan que su homilía solo es buena si ganan mucho dinero con ella. Hablan, entonces, según los deseos de la gente y falsean el mensaje de Jesús. Su corazón, como dice la carta de Pedro, está «entrenado en la avaricia» (2 Pe 2,14). La palabra que Pedro emplea aquí es particular: gegymnasménēn. Traduciéndolo literalmente, podríamos decir: su corazón ha hecho gimnasia en la avaricia. Es decir, han entrenado su corazón en la avaricia.
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La codicia degrada al hombre al nivel de las cosas El Antiguo y el Nuevo Testamento coinciden, pues, en prevenir a los hombres contra el peligro de la avaricia, porque esta es un signo de que el hombre no está fundamentado en Dios. Por no tener un fundamento que lo sostenga, busca tener cada vez más para llenar su vacío interior. Pero esta codicia lleva al hombre finalmente a la esclavitud y al fracaso. La codicia es idolatría, religiosidad falsa. El hombre no se vincula a Dios sino a cosas terrenales. Pero esto no hace bien a su alma. Porque aquello a lo que el hombre se vincula lo marca también. El atarse a las cosas materiales convierte al hombre mismo en cosa. Por eso no es de extrañar que la codicia haya llevado a los hombres contemporáneos a tratarse entre ellos como cosas. Erich Fromm ha expuesto en su libro Haben oder Sein [Tener o ser] que la cosificación es una consecuencia de la actitud del tener. La mayor posesión no consiste únicamente en el dinero, sino sobre todo en poseer hombres. Fromm atribuye esta actitud a la sociedad patriarcal: «En la sociedad patriarcal aun el hombre más pobre era propietario de su mujer, de sus hijos y de su ganado, y podía considerarse como su dueño absoluto» (Fromm, 74).
Esto ha llevado en nuestro tiempo a que en las empresas los trabajadores hayan sido y sean considerados como capital productivo. Fromm detecta este pensamiento posesivo, esta voluntad de tener, también en expresiones hechas, como cuando hablo de «mi médico», de «mi abogado», de «mi empleado». Además, con frecuencia vemos la salud como una propiedad. Pensamos que podríamos tener todo lo que deseamos. Esta actitud es un signo de la codicia de enseñorearnos de todo, tenerlo todo en las manos y no soltar nada.
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3. El camino de Jesús hacia la liberación humana: parábolas y relatos del Nuevo Testamento
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Sobre la codicia de consumirlo todo (Mt 4,1-11) «Entonces Jesús, movido por el Espíritu, se retiró al desierto para ser tentado por el diablo. Guardó un ayuno de cuarenta días con sus noches y al final sintió hambre. Se acercó el tentador y le dijo: “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan”. Él contestó: “Está escrito: No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Luego el diablo se lo llevó a la Ciudad Santa, lo colocó en el alero del templo y le dijo: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, pues está escrito: Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de ti; te llevarán en sus palmas para que tu pie no tropiece en la piedra”. Jesús respondió: “También está escrito: No pondrás a prueba al Señor, tu Dios”. De nuevo se lo llevó el diablo a una montaña altísima y le mostró todos los reinos del mundo en su esplendor y le dijo: “Todo esto te lo daré si, postrándote ante mí, me adoras”. Entonces Jesús le replicó: “¡Fuera, Satanás! Pues en la Escritura está escrito: Ante el Señor tu Dios debes postrarte y solo a él debes servir”. Entonces el diablo lo dejó y unos ángeles vinieron a servirle».
Primera tentación: lo que la codicia hace de nuestras necesidades En este relato de las tentaciones nos muestra Mateo que Jesús superó una codicia triple. Jesús es tentado por el diablo. El diablo es el diábolos, el que desordena todo, el que desconcierta la mente humana, el que mezcla lo bueno con lo malo, el que entremezcla la codicia en todas las actitudes y necesidades humanas. La primera tentación consiste, por así decirlo, en mezclar la codicia en la comida. Todos tenemos que comer para mantenernos en vida. Todos tenemos que consumir para poder dar algo. Pero la tentación consiste en agarrar todo para sí, en consumirlo todo. Trayéndolo al presente, esto no significa querer hacer de todo lo que se pueda algo comestible; lo más peligroso de esta tentación es más bien consumirlo todo, utilizar también lo sagrado en favor nuestro. Pues las piedras de las que Jesús debería hacer pan son también un símbolo de lo santo. Por su dureza la piedra se relaciona a menudo en la Antigüedad con las fuerzas divinas eternas e inmutables. En muchas culturas existen piedras sagradas. Lo santo está fuera del alcance del mundo. El mundo no puede disponer de ello. Sin embargo, hoy existe absolutamente la tentación de hacer utilizable hasta lo más sagrado; incluso la religión tiene que «servir» para algo. En Norteamérica, por ejemplo, se pregona algo así como una teología del éxito: se abusa de Dios para ganar todo el dinero posible. Reza y serás rico es el título de uno de esos libros típicamente norteamericanos, que han caído por completo en esta primera tentación. Aquí la codicia es incluso sublimada religiosamente. La oración está al servicio de la codicia, enriquece al hombre. Todo lo que hacemos en el ámbito religioso debe servir para algo, debe llevar al éxito. Todo se mide por su utilidad. Todo está a nuestro servicio y al de la satisfacción de nuestras necesidades. 33
Nos hemos olvidado de dejar a lo sagrado ser sagrado, intocable, fuera de nuestro alcance. En el texto bíblico referido, se pide a Jesús que abuse de su relación con Dios para satisfacer todos sus deseos. Pero él rechaza al tentador apoyado en la palabra de la Escritura: el hombre vive de toda palabra «que sale de la boca de Dios». La verdadera hambre del ser humano es espiritual. De las palabras dichas por Dios se puede vivir. Las palabras pueden nutrir verdaderamente mi alma. Segunda tentación: la apropiación de Dios por la codicia En la segunda tentación se trata de la apropiación de Dios. Se podría decir: es la codicia de consumir también a Dios, de utilizar a Dios para uno mismo. En esto se expresa la codicia de reconocimiento y de fama. Como hemos visto más arriba, el concepto griego de pleonexía no se refiere solamente a querer tener más posesiones, sino también un mayor reconocimiento y admiración. Se quiere abusar de Dios con el fin de incrementar el propio sentimiento de autoestima, sentirse uno mismo como algo especial y ponerse por encima de los demás. Podríamos decir que aquí se trata de la tentación de la grandiosidad. La psicología nos dice que la evasión a la grandiosidad es un comportamiento típicamente narcisista: se quiere escapar del propio desamparo refugiándose en imaginaciones grandiosas. La espiritualidad se presta directamente a emprender la huida hacia lo grandioso. Pero Jesús rechaza una tal huida. Lo peligroso de esta tentación es el abuso de las palabras bíblicas: el diablo tienta a Jesús haciendo alusión a la frase de un salmo, según la cual Dios ha mandado a sus ángeles que lo lleven en sus palmas. Se puede abusar de Dios para adquirir reconocimiento entre los hombres. Entonces no se trata de Dios, sino solo del propio ego. Si se abusa de lo sagrado, se destruye lo más valioso del hombre. En la actualidad este peligro es grande. Se abusa de Dios para la propia lucha contra los enemigos. Dios debe ayudar a vencer a los enemigos. Se recurre a él para justificar la propia obstinación. Jesús no cae en esta tentación y replica con otra palabra de la Biblia: «No pondrás a prueba al Señor, tu Dios». Cuando abuso de mi camino espiritual para realizar ante los hombres hazañas extraordinarias o para desarrollar capacidades con las que ponerme por encima de ellos, estoy poniendo a Dios a prueba –eso piensa Jesús–. Abuso de Dios en mi favor, para mi propio ego. Mucho de lo que se ofrece actualmente en el mercado
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espiritual como camino hacia una mayor experiencia no hace más que reforzar el ego, en vez de abrirlo a Dios. Esto es debido a la codicia de formas cada vez más extraordinarias de autoexperiencia y lleva a inflar el ego, pero no a abrirse a Dios. Tercera tentación: la codicia de poder La tercera tentación es la del poder. Es la tentación de usar a las personas en beneficio propio, de ejercer poder sobre ellos, de tener cada vez más poder, de dominar a cada vez más gente. El poder puede hacerle a uno ávido de cada vez más, sin contentarse nunca con el poder que tiene cada uno como persona. El diablo le enseña a Jesús todos los reinos de este mundo. Jesús podría convertirse en soberano de todos ellos con solo postrarse ante el diablo y adorarlo. Esta tentación la conocemos quizá de otro contexto: en muchos cuentos se describe como un pacto con el diablo. El hombre aumenta su poder entregándose al demonio. Pero esto tiene siempre su precio. El hombre pierde su libertad, y muchas veces también su amor. Se vuelve frío y su alma muere. Para Mateo esta última tentación, la del poder, es la más peligrosa. Por eso va a presentar a Jesús en su Evangelio como aquel que renuncia a cualquier forma de poder o fuerza, que frente a la violencia humana reacciona sin violencia y precisamente así acredita su filiación confiada en el Padre celestial. Jesús rechaza la tentación del poder citando la frase del Deuteronomio con la que Moisés exhortó al pueblo de Israel a servir al verdadero Dios: «Ante el Señor tu Dios debes postrarte y solo a él debes servir». Es llamativo que los tres textos de la Escritura con los que Jesús rechaza al diablo proceden del libro del Deuteronomio. Con ello Mateo quiere mostrar que Jesús estaba expuesto a las mismas tentaciones que el pueblo de Israel en su salida de Egipto. Jesús no cae en la tentación y de esta manera se convierte en fundador del nuevo pueblo de Dios, que lo sigue por el camino de la prueba. A la orden tajante de Jesús: «¡Fuera, Satanás!», el diablo, de hecho, se retira. Sin embargo, las tentaciones no han terminado aún con el comienzo de la vida pública de Jesús. Mateo lo muestra en dos ocasiones más dentro de su Evangelio. En una de ellas aparece otra vez la expresión «¡Fuera, Satanás!», que Jesús dice a Pedro cuando este querría apartarlo del camino del sufrimiento (Mt 16,23). En la otra reaparece la frase
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introductoria que Mateo pone al comienzo de cada tentación: «Si eres Hijo de Dios...», a saber, en la cruz, cuando la gente que se burla de Jesús le reclama: «Si eres Hijo de Dios, ayúdate a ti mismo y baja de la cruz» (Mt 27,40)
La tentación llega a su culmen en la cruz, y allí es también donde Jesús la vence definitivamente. Después que Jesús hubo resistido a las tres tentaciones en el desierto, Satanás se retira y vienen ángeles para servir a Jesús. El monte de la tentación se convierte así en el monte del paraíso. Esto significa: allí donde resistimos a la tentación de la codicia, está el paraíso para nosotros. Allí experimentamos la cercanía salvadora y amorosa de Dios, tal como se expresa en los ángeles. Porque Jesús no cede a la última tentación en la cruz, en la resurrección Dios lo lleva al paraíso, a la gloria junto al Padre. Despojar de poder a la codicia Lucas presenta, en su Evangelio, un cambio en este pasaje: la segunda tentación es la del poder y la tercera es la de abusar de Dios para la propia grandiosidad. A diferencia de Mateo, que tenía un trasfondo judío, Lucas era griego y en su cultura la mayor tentación no era la del poder, sino la de hincharse con la sabiduría y ponerse por encima de los demás mediante el saber y las capacidades especiales. Judíos y griegos estaban, pues, expuestos a diferentes peligros. Hoy hay personas que, como los judíos, están más amenazadas por la tentación del poder y otras que, como los griegos, corren el riesgo de refugiarse en la grandiosidad para disimular su propio desamparo y ponerse, con su elevada espiritualidad, por encima de otras personas. Ambas tentaciones son expresión de una misma codicia, la de querer tener cada vez más poder y más prestigio y situarse cada vez más por encima de los demás. Y, en definitiva, es la codicia de hacer objetos de consumo también a Dios y a los seres humanos. Todos han de servir ahora a la propia grandeza y poder. A esta tentación de la codicia hay que resistir. Jesús nos enseña cómo hacerlo en el relato de las tentaciones, tal como nos lo transmiten Mateo y Lucas: superamos la codicia cuando con Jesús descubrimos los trasfondos de la codicia y meditamos las palabras de la Biblia de tal manera que, por medio de ellas, despojamos de poder a la codicia en nosotros. Si 36
unido a Jesús pronuncio las palabras de la Biblia contra mi propia codicia y las mantengo, pierde su poder sobre mí.
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Sobre la codicia de riquezas (Mt 5,3) «Dichosos los que son pobres ante Dios, porque el reino de los cielos les pertenece»
Transformar la codicia exterior en libertad interior Nuestro tiempo se caracteriza por la acumulación de riquezas cada vez mayores. Mucha gente ansía dinero y bienes. Hacen depender su autoestima del tipo de coche que conducen o de la clase de ropa que visten. Hay niños que sufren las burlas de sus compañeros de clase si llevan zapatillas de deporte baratas o no tienen ropa de marca. Al parecer, el sentido de autoestima de los niños es tan pequeño que hacen depender su aceptación de una moda cara. Muchos creen que necesitan sus símbolos de estatus para poder mostrarse ante la gente. Tienen tan poca confianza en sí mismos que necesitan ciertas cosas para poder esconderse detrás de ellas. A veces se tiene la impresión de que algunas fiestas y eventos sirven únicamente para que los ricos exhiban su riqueza o para que las estrellas mediáticas puedan pasearse por allí. Pero si echamos una ojeada entre bastidores, lo que nos sale al paso es un gran vacío interior. Cada uno codicia presencia mediática, quiere hacerse interesante y presume de lo que tiene. A esta codicia de tener cada vez más bienes y riquezas, cada vez más presencia pública, contrapone Jesús la primera bienaventuranza. No llama bienaventurados a los que no tienen dinero. No le importa la pobreza exterior, sino la interior. Y esta pobreza interior significa al mismo tiempo libertad interior. Solo el que es pobre en su interior puede llegar al reino de los cielos. Solo en aquel que no es dominado por la codicia de riquezas puede reinar Dios. La codicia de riquezas nos separa de nuestro propio corazón. Una mujer me contaba que le era ya imposible entablar una conversación normal con su marido, que tenía mucho éxito económico. Para él valían únicamente dinero, poder y sexo; y a pesar de ser inteligente, su lenguaje se hacía cada vez más banal y primitivo. Los bienes se habían convertido en un sustituto de su vacío interior. Lo que le importa a Jesús es, sobre todo, la libertad interior. No exige que nos despojemos de todo el dinero, pero exige que en el espíritu seamos libres de la codicia de dinero. Sobre la triple pobreza interior
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Existen también personas pobres desde el punto de vista económico que están girando siempre alrededor del dinero; todo el día están pensando cuál de sus necesidades quieren satisfacer todavía. Jesús exige de ellas el mismo cambio de mentalidad que de los ricos: en adelante no deben definirse por el dinero, sino por su verdadero ser. Nadie ha comprendido mejor esta dimensión espiritual de la primera bienaventuranza que el místico alemán conocido como Maestro Eckhart. La libertad de espíritu consiste, en último término, en ser libre del propio ego. El pobre de espíritu está abierto a su verdadero ser, abierto a Dios que está en él. El Maestro Eckhart habla, en un sermón sobre esta primera bienaventuranza, de una triple pobreza: pobre de espíritu es el que nada quiere, nada sabe y nada tiene. Para el ser humano esto significa que no pretende lograr nada en su camino espiritual. No hace uso de Dios para tener algo para sí, para ver cumplidos sus deseos o para sentirse en Dios mejor o más seguro. La pobreza de espíritu significa carencia de intenciones. Y esta carencia de intenciones es precisamente, en la relación con Dios y también con los hombres, la condición necesaria para un encuentro logrado. Si alguien quiere algo de mí, en mi encuentro con él seré muy reservado. En ese encuentro no puede darse ninguna transformación, ningún contacto real con el otro. No es más que una relación comercial, que no corresponde al misterio del encuentro personal. Erich Fromm menciona este sermón del Maestro Eckhart en su libro Haben oder Sein [Tener o ser], como ejemplo de la orientación hacia el ser. Sobre el «no querer nada» o la carencia de intenciones escribe: «Cuando Eckhart habla de no tener voluntad, no quiere decir con eso que uno deba ser débil. Se refiere a un tipo de voluntad que es idéntica al deseo por el que uno se ve arrastrado [...]. El hombre que no quiere nada es el hombre que no tiene deseo de nada» (Fromm, 66).
La segunda forma de la pobreza, según el Maestro Eckhart, es no saber nada. Afirmaciones parecidas las encontramos en la literatura sapiencial de todos los pueblos. El verdadero sabio sabe que no sabe nada. Sin embargo, Maestro Eckhart entiende esta palabra de forma algo diferente. El verdadero sabio no sabe nada tampoco de la acción divina en él mismo. Simplemente, se entrega a él. No sabe cómo, cuándo y dónde actúa Dios en él. Renuncia a explicar la actuación divina y se entrega, en cambio, al misterio de
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su gracia. Renuncia también a explicarlo todo exactamente. Erich Fromm interpreta así esta bienaventuranza siguiendo al Maestro Eckhart: «Esto significa que no debemos considerar nuestro saber como una posesión, que nos ofrece un sentimiento de seguridad y de identidad; no debemos estar “llenos” de nuestro saber, no debemos aferrarnos a él ni codiciarlo» (Fromm, 67).
Pobreza, según el Maestro Eckhart, significa en tercer lugar no tener nada. Nada me pertenece, ni un ser humano, ni mi casa ni mi vida. Puedo disfrutar de todo, pero sé que solo lo tengo prestado. Tengo mi cuerpo de regalo, pero no puedo poseerlo y garantizar su funcionamiento por medio de un modo sano de vida. Soy mi cuerpo, pero al mismo tiempo este se sustrae a mí. Las personas que amo no me pertenecen. Son libres. Y solamente si las dejo libres, soy capaz de amarlas de veras. Pero, sobre todo, Dios no me pertenece, no lo poseo. Me entrego del todo a él sin tener nada en las manos. Por eso, para el Maestro Eckhart la pobreza de espíritu es la actitud decisiva ante Dios. Dios viene a nuestro encuentro, se hace uno con nosotros, pero sin que podamos retenerlo. Él es el indisponible, al que no podemos asir. Mientras sigamos pensando que tenemos en nosotros un lugar donde Dios puede actuar, seguimos estableciendo una diferencia entre Dios y nosotros. Dios mismo se crea en nosotros el lugar donde puede actuar. En relación con esto, el Maestro Eckhart formula una petición a primera vista incomprensible: «Por ello ruego a Dios que me libre de “Dios”» (Fromm, 68).
Simplemente debo dejar actuar a Dios en mí, sin que yo pueda decir: «Tengo a Dios en mí» o «He hecho una experiencia de Dios». La tercera manera de ser pobre de espíritu consiste, para el Maestro Eckhart, en dejar actuar a Dios simplemente, sin reflexionar sobre ello: no tengo nada en la mano. No tengo nada en la cabeza. Permito simplemente que Dios actúe como él quiera. En el budismo se habla, en este sentido, del «desapego». Esto corresponde al cristiano o jesuánico «ser pobre de espíritu»: no dependo de las cosas. No me dejo determinar por ellas. Las toco, pero no se me pegan, tirando de mí hacia abajo o tomándome en posesión.
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En el sermón de la montaña, Jesús da una respuesta a la sabiduría del Oriente. Jesús nos muestra en él un camino óctuplo hacia la vida lograda. Podríamos entenderlo como respuesta al camino óctuplo hacia la vida lograda que enseña Buda, aunque históricamente no podemos demostrar que Jesús intencionadamente quisiera dar una respuesta a la sabiduría de Buda. El Evangelio de Mateo nos cuenta ya al comienzo que los sabios del Oriente acuden a Belén, para expresar que en este Jesús de Nazaret se reúne toda la sabiduría del Oriente y del Occidente, del Sur y del Norte. Ellos se inclinan ante la sabiduría que ha venido al mundo en el niño que está en el regazo de María. Mateo recoge de nuevo este tema al comparar a Jesús con Salomón. La reina del Sur vino a escuchar la sabiduría de Salomón. Jesús mismo dice de sí: «Pero aquí hay alguien mayor que Salomón» (Mt 12,42). En sus palabras Jesús recoge el anhelo de los sabios del Oriente y del Sur y al mismo tiempo lo supera. La sabiduría de todos los pueblos gira siempre en torno a la pregunta de cómo se logra la vida. La pregunta fundamental de toda sabiduría es cómo el ser humano puede llegar a ser feliz. Y también los caminos que la sabiduría ofrece son parecidos. Jesús recoge la sabiduría del Oriente cuando habla del desapego a las cosas, de la libertad interior frente a las cosas y las personas. De esta manera responde a la reina de Saba cómo el hombre puede alcanzar la felicidad. Para Gregorio de Nisa, la pobreza de espíritu es la condición para que uno pueda elevarse a Dios en libertad. En consecuencia, no interpreta esta bienaventuranza en un sentido moralizante, como renuncia a todos los bienes, sino en un sentido místico, como camino hacia Dios: «¿Quieres saber quién es el pobre de espíritu? Aquel que prefiere la riqueza del alma al bienestar del cuerpo; que pasa necesidad por el espíritu, que se sacude la riqueza material como una carga, para poder levantarse e impulsarse por los aires hacia arriba» (Gregorio de Nisa, 163).
La pobreza interior eleva, pues, el alma a Dios. Nos libera de toda dependencia. Los bienes tiran hacia abajo. El espíritu que se ha liberado del apego a las cosas materiales puede elevarse a Dios en la contemplación y hacerse uno con él. «Porque de ellos es el reino de los cielos» 41
En el evangelio de Mateo concreta Jesús cómo es la felicidad que se alcanza mediante las ocho bienaventuranzas, o mejor dicho mediante las actitudes que están tras ellas, y lo hace con la frase pospuesta a cada una, introducida por un «porque». Con respecto a la primera bienaventuranza, la de la pobreza de espíritu, la frase que sigue es «porque de ellos es el reino de los cielos». El reino de los cielos es en Mateo lo que en el Evangelio de Marcos Jesús llama «reino de Dios». El reino de los cielos es el lugar donde reina Dios en nosotros. El que es pobre de espíritu renuncia a tener todo bien atado y a controlarlo todo en su interior; está abierto al señorío de Dios. Allí donde Dios reina en él, es donde llega a ser él mismo por entero. Allí encuentra su verdadero ser. En la imagen del reino de los cielos suena algo como: en un hombre así se abre el cielo. En él está el cielo, un espacio de amplitud y libertad, de plenitud y de amor. Si Dios reina en nosotros, ya no seremos dominados por la codicia o por las propias necesidades. El señorío de Dios nos hace interiormente libres. En el Evangelio de Lucas queda claro que aquí se trata de un reinado interior de Dios, no de un reinado exterior y mundano. Jesús dice: «El reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17,21). Dentro de nosotros existe un espacio en el que Dios reina. En este espacio interior de silencio somos libres de la codicia. Nunca llegamos a ser completamente libres. Pero tenemos en nosotros un lugar interior donde somos libres. Y nos hace bien retirarnos una y otra vez a ese espacio interior de libertad. Entonces también en lo demás no nos dominará ya la codicia, sino que, como «sana codicia», nos impulsará hacia la vida.
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Sobre el ansia de seguridad absoluta (Mt 6,25-34) «Por eso os digo que no os preocupéis por vuestra vida, qué vais a comer, ni tampoco por vuestro cuerpo, con qué os vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad los pájaros del cielo: no siembran, no cosechan ni recogen provisiones en graneros; pero vuestro Padre del cielo los alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellos? ¿Quién de vosotros puede, por mucho que se inquiete, prolongar un poco su vida? ¿Y por qué os preocupáis por la vestimenta? Aprended de los lirios del campo: no trabajan, ni hilan. Pero yo os digo: ni Salomón, con todo su fasto, se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba del campo, que hoy crece y mañana se echa al horno, Dios la viste así, ¿no os vestirá mejor a vosotros, hombres de poca fe? Así pues, no os preocupéis y no preguntéis: ¿qué vamos a comer? ¿Qué vamos a beber? ¿Con qué nos vamos a vestir? Pues de todo esto se preocupan los paganos. Vuestro Padre del cielo sabe que tenéis necesidad de todo aquello. Vosotros, sin embargo, buscad primero su reino y su justicia y lo demás se os dará por añadidura. Así pues, no os preocupéis del mañana, que el mañana se ocupará de sí. A cada día le basta su problema».
Preocuparse trae preocupaciones Otra forma más de la codicia es el ansia de una seguridad absoluta. El ser humano quiere estar asegurado contra todos los riesgos. Querría asegurarse contra robos, inundaciones, asaltos, incendios, y además querría asegurar su propia vida. A esta codicia de seguridad absoluta se refiere Jesús cuando llama a sus discípulos a no preocuparse. La preocupación es expresión del ansia de tenerlo todo bien atado, de preocuparse de todo, para estar bien provisto y seguro. Para mí, la preocupación expresa también un ansia de control, lo cual es muy fatigoso. Peter Schellenbaum ve el prototipo del hombre que quiere tenerlo todo bajo control en el héroe griego Sísifo. Sísifo quería, en realidad, ser inmortal; los dioses se lo permitieron, pero solo bajo la condición de que empujara una gran piedra hasta la cima de una montaña y la dejara caer por la parte opuesta. Pero cada vez, poco antes de que Sísifo logre subir la piedra hasta la cumbre, le fallan las fuerzas y la piedra vuelve a rodar hacia atrás. Esto es, para Schellenbaum, una imagen de las personas que hacen todo lo posible «para tener todo bien atado en su vida y ponerlo todo bajo control. Sin embargo, de un modo más radical que otros, pierden de pronto todo control y se vienen completamente abajo» (Schellenbaum, 57). La existencia es preocupación Según Martin Heidegger, el hombre es esencialmente un ser que se preocupa. La existencia es preocupación. Estar en el mundo significa preocuparse por la propia existencia, estar preocupado por uno mismo. La preocupación inquieta al hombre y no lo 43
deja descansar en ninguna parte. Puede llegar a esclavizar al hombre. Entonces da vueltas únicamente en torno a esa preocupación. Y cuando se libra de una preocupación, se presenta ya la próxima. Martin Heidegger cita la fábula romana acerca de la preocupación (la cura), que nos describe plásticamente el fenómeno de la preocupación: «Una vez la “preocupación” (cura) cruzó un río y vio una tierra arcillosa. Pensativa, tomó un trozo de ella y empezó a modelarlo. Mientras meditaba para sí qué cosa había formado, apareció Júpiter. La “preocupación” le ruega que le infunda espíritu al puñado de arcilla modelado. Júpiter se lo concede gustosamente. Pero cuando ella quiere poner su nombre a su artefacto, Júpiter se lo prohíbe, exigiendo que le ponga su propio nombre. Mientras la “preocupación” y Júpiter discutían, se levantó también la tierra (tellus) pretendiendo que el artefacto llevara su nombre, ya que ella le había concedido parte de su cuerpo. Los litigantes tomaron a Saturno como juez. Y Saturno les comunicó la siguiente decisión, aparentemente justa: “Tú, Júpiter, porque le has dado el espíritu, vas a recibir, cuando muera, su espíritu; tú, tierra, porque le has dado el cuerpo, vas a recibir su cuerpo. Pero porque la preocupación formó primeramente a este ser, tiene derecho a poseerlo mientras viva. Pero, ya que habéis discutido por el nombre, que se llame homo [hombre], porque fue hecho del humus (tierra)”» (Heidegger, 42).
Toda la existencia del hombre está, pues, determinada por la preocupación por sí mismo. Mientras viva, pertenece a la preocupación. Solo al morir deja la preocupación de reinar sobre él. Entonces pasará a pertenecer a Júpiter o bien a la tierra. Los romanos expresaban con esta fábula que todo lo que hacemos está marcado por la preocupación. La preocupación nos impulsa a trabajar, a ganar nuestro sustento, a asegurar el futuro, a aumentar la propiedad, para que finalmente podamos vivir tranquilos y seguros. Las personas que pretenden con su preocupación tenerlo todo bien atado en su vida dan «una impresión al mismo tiempo de esfuerzo heroico y de resignación deprimida» (Schellenbaum, 56). Precisamente porque quieren controlarlo todo, su vida se descontrola una y otra vez. Lo que edifican trabajosamente se derrumba en un momento. De la preocupación a la confianza Jesús quiere liberar al ser humano de su preocupación y de su manía de controlarlo todo. Nos invita a confiar en vez de preocuparnos. La confianza es el camino para dejar de dar vueltas continuamente en torno a las propias preocupaciones. Sin embargo, probablemente ningún otro texto de la Biblia ha provocado tanta crítica como este sobre la preocupación. La pregunta que sigue en pie es: ¿es esto realmente realista? ¿No debemos preocuparnos por el futuro? ¿No es irresponsable el no 44
preocuparse por el mañana? Ernst Bloch opina incluso que este texto pone de manifiesto la ingenuidad económica del cristianismo. ¿Qué quiere decirnos hoy Jesús con esta exhortación a no preocuparnos? ¿Es que justifica el estilo de vida alternativo, que le reprocha a la burguesía un concepto exagerado del trabajo y una justificación equivocada de la propiedad? Una mirada más precisa a lo que hay en el texto nos hace ver cómo la palabra de Jesús puede ser una respuesta a la preocupación inquietante que hoy en día nos perturba. La palabra griega para la preocupación, mérimna, significa inquietarse con cuidado o preocupación por algo, estar pendiente de algo, la temerosa expectativa de algo, el miedo a algo… Muchas veces también tiene el matiz de aflicción o dolor por algo. Los griegos hablan de las preocupaciones que atribulan y atormentan al hombre sometido a ellas. Esta forma de preocupación tiene siempre que ver con el miedo. Es actuar por miedo, «miedo practicado en torno a la existencia» (Ulrich Luz). El miedo es también la causa de que seres humanos como Sísifo quieran controlarlo todo. Tienen miedo del caos interior y quieren adquirir el control sobre él. Pero logran justamente lo contrario: el caos rompe el control y toda preocupación se demuestra inútil. En esta preocupación temerosa por uno mismo piensa Jesús en su discurso. Y responde a ella con dos imágenes: primero con la de los pájaros, que no siembran ni cosechan. Con ello tiene presente el trabajo del varón. Con la imagen de las flores del campo, que no hilan, responde al trabajo típico de las mujeres. Ambas formas de trabajo son buenas. Sin embargo, el ser humano puede darse demasiado a su trabajo. En vez de trabajar confiando en la providencia de Dios, piensa, lleno de miedo, que todo depende de él. En el fondo, lo que le mueve es el miedo a quedarse corto, a no tener lo suficiente. Ese miedo falsea su trabajo y le impide encontrar alegría en él, ser gozosamente creativo. Entonces el trabajo se reduce a ser expresión de preocupación y de miedo; perturba al hombre y le causa una inquietud permanente. Un remedio contra el miedo: vivir en el momento Es comprensible que el ser humano se preocupe temerosamente por su vida y su futuro, pues su existencia en este mundo está amenazada. Sin embargo, la inseguridad de su existencia no debería empujarle a la preocupación miedosa, sino a confiar en que Dios 45
mismo se preocupa de él. Sísifo quería alcanzar la inmortalidad. Probablemente eso es lo que se esconde detrás de toda voluntad de control: el hombre no quiere conformarse con su mortalidad; desearía alcanzar la inmortalidad, tenerlo todo controlado, incluso la vida. Jesús nos enseña un camino diferente. Nos invita a vivir ahora en el momento, como lo hacen las aves y los lirios. Además, nos advierte de otra realidad, el reino de Dios: «Vosotros, sin embargo, buscad primero su reino y su justicia y lo demás se os dará por añadidura». No se trata de asegurar la vida terrenal, sino de que Dios reine en mí. Si Dios reina en mí, se pierde el miedo a tener que dominar todo, a querer ser también señor de mi vida. Si doy vueltas únicamente en torno a mí mismo y a mi miedo, toda mi vida se ve devorada por la preocupación. Lleno de desasosiego, estaré siempre a la búsqueda de nuevas formas de aseguración. Mirar al reino de Dios relativiza mi preocupación. Puedo asegurarme a un precio tan alto como quiera contra el robo, pero con eso no lo puedo evitar. Puedo pagar mucho dinero por un seguro de vida; sin embargo, con ello no puedo prolongar mi vida en un solo día. No tengo ninguna garantía de una vida sana y larga. Estoy en manos de Dios. Lo decisivo es que venga el reino de Dios y que Dios reine también en mí. Si Dios reina en mí, me libro de la preocupación atormentadora y Dios me libera de los ídolos de este mundo a los que me aferro temeroso y que no descansan nunca hasta que les pertenezca por completo. Descubrir el «tesoro en el cielo» La preocupación temerosa oscurece el espíritu. Esto ya lo describe Homero al hablar de Sísifo: «El cuerpo estaba bañado en sudor, pero alrededor de la cabeza giraba una nube de polvo» (Odisea, XI, 600).
La preocupación lleva a que nos esforcemos y por esforzarnos acabamos bañados en sudor. Pero nuestra cabeza está envuelta en nieblas. Es una ilusión poder tenerlo todo bien atado en nuestra vida. La cabeza ofuscada por la codicia me empujará a gastos y seguros absurdos. Jesús quiere liberarnos de la preocupación temerosa, a fin de que percibamos sensatamente la responsabilidad para con nosotros mismos y nuestra familia.
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El arte consiste en preocuparse por el futuro y al mismo tiempo apartar una y otra vez la preocupación. Debo hacer lo que está en mis manos y después abandonarme confiadamente en Dios. Como administrador, tuve que preocuparme durante 36 años de que la abadía tuviera una base financiera sólida y de que nuestros empleados pudieran confiar en un puesto de trabajo seguro. Pero también tuve la experiencia de lo amenazados que están los bienes materiales. En mi trabajo con las finanzas llegué a comprender de una manera nueva la palabra de Jesús: «No acumuléis tesoros en la tierra, donde los roen la polilla y la carcoma, donde los ladrones abren brechas y roban. Acumulad tesoros en el cielo, donde no los roen polilla ni carcoma, donde los ladrones no abren brechas ni roban. Pues donde está tu tesoro, allí está también tu corazón» (Mt 6,19-21).
El dinero y los edificios que hemos levantado con el dinero pueden destruirse rápidamente. El dinero puede devaluarse. Los préstamos no son devueltos. No hay nada seguro. En medio de esto, Jesús nos remite al tesoro en el cielo. Se refiere con ello probablemente a las buenas obras. Pero el tesoro en el cielo puede ser también la riqueza interior del alma. El tesoro es imagen del verdadero yo. Por este tesoro es por el que deberíamos preocuparnos. Pero este tesoro está –así lo dice Jesús en la parábola del tesoro escondido en el campo– en el campo de nuestra alma. Tenemos que mancharnos las manos para llegar hasta ese tesoro. Se trata de escarbar a través de la suciedad de nuestro caos interior para descubrir el tesoro en el fondo de nuestra alma. En vez de angustiarnos y estar preocupados por nuestra seguridad, deberíamos ocuparnos del reino de Dios. Esta imagen quiere decir que Dios reina en mi corazón y me dirige hacia mi verdadero ser, hacia la imagen única que Dios se ha hecho de mí. Este reino de Dios dentro de mí está en el fondo de mi alma o, como dice Jesús en el Evangelio de Mateo, en la habitación escondida de mi corazón. Cuando entro en mi interior, en lo escondido de mi alma, descubro allí a Dios, que reina en mí. Y allí estoy libre de la preocupación. Cuando estoy en contacto con ese lugar de silencio, mi vida se vuelve correcta, vivo de manera justa en sintonía con mi esencia, soy alentado y elevado. En ese espacio interior de silencio cesan las preocupaciones; allí no tienen acceso. Allí estoy libre de toda presión de controlarme a mí mismo y mi vida. Si he llegado a ese lugar interior de silencio, al «reino de Dios en mí», entonces puedo decir realmente con 47
Teresa de Ávila: «Solo Dios basta». Entonces hago la experiencia de no tener que preocuparme ya por nada más. Ya no tengo que inquietarme por si cumplo las expectativas y exigencias de los hombres; pues los hombres, con sus expectativas y juicios, no tienen acceso a ese lugar. A esta habitación interior no puede entrar tampoco el miedo. Allí puedo sentir por un instante que tengo todo lo que necesito para vivir. Aquí cesa el miedo por mi futuro económico. Esto no quiere decir que no esté obligado a administrar responsablemente mis finanzas. Pero existe un espacio en mí al que eso no le afecta. Esto me da libertad y tranquilidad verdaderas. En ese espacio interior no me atormenta ninguna preocupación. Pase lo que pase conmigo, sé que Dios está en mí. Y donde en mí vive Dios, el misterio, allí puedo estar en casa, allí estoy –en medio de las vicisitudes e inseguridades del mundo– sostenido y protegido. Dios es la auténtica liberación de la preocupación del hombre. Jesús nos muestra en sus palabras sobre la despreocupación un camino de cómo liberarnos de la preocupación temerosa por nosotros mismos y de la codicia de seguridad y de protección contra todas las eventualidades de la vida, de la codicia de querer controlarlo todo. El camino hacia la libertad pasa por la confianza en que Dios se preocupa por mí. Y el camino a la libertad pasa por el espacio interior de silencio, donde el reino de Dios está dentro de nosotros. Allí, donde nos ocupamos del reino de Dios, somos libres de la codicia. Allí alcanzamos la tranquilidad interior.
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El ansia de tener un apoyo absoluto (Mt 8,23-27) «Jesús subió a la barca y sus discípulos lo siguieron. De pronto se levantó tal tempestad en el lago que las olas cubrían la embarcación. Pero Jesús dormía. Entonces se acercaron los discípulos y lo despertaron gritando: “¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!”. Él les dijo: “¿Por qué tenéis tanto miedo, hombres de poca fe?”. Se levantó, increpó a los vientos y al lago y sobrevino una gran calma. Los hombres decían asombrados: “¿Quién es este, que hasta los vientos y el lago le hacen caso?”».
Aguantar las sacudidas de la vida Otra forma de la codicia es la de aferrarse a la propia vida, agarrarse a algo, buscar un apoyo absoluto. Detrás de la avaricia se esconde el miedo a no tener lo necesario. Detrás del ansia de aferrarse acecha el miedo a hundirse. Hay personas que se agarran a su pareja o a sus amigos para esquivar el miedo a la muerte. Otros se aferran a ciertos métodos terapéuticos o espirituales, para no sentir temor al hundimiento. El psicoanalista Irwin Yalom opina que muchas neurosis son consecuencia de reprimir el miedo a la muerte. Las neurosis son en este caso el sustituto de mirar de frente al miedo a la muerte. El miedo a la muerte pertenece esencialmente al ser humano. El que lo reprime se ve envuelto en turbulencias interiores y exteriores. De este miedo a hundirse y de las turbulencias que se derivan de él nos habla Mateo en el relato de la tempestad en el lago. Lo ha tomado del evangelio de Marcos, pero dándole un enfoque propio. Conecta la historia con la situación de su comunidad y habla de los discípulos que siguen a Jesús. La embarcación es aquí –así lo han visto también los Padres de la Iglesia– una imagen de la barca de la Iglesia. Pero es también una imagen de la propia vida. En la Antigüedad se utiliza de buena gana esta comparación, según la cual el hombre en su vida –por así decirlo– viaja por el mar en una nave. Nuestra vida es insegura. En la nave tenemos un apoyo. Es nuestro cuerpo, son nuestras capacidades. Pero están a merced de las olas y de la agitación del mar. Mateo habla aquí de un gran seismós, es decir, de un maremoto. El mar se ve sacudido. En Marcos, en cambio, se habla de un torbellino o de un viento contrario. Ambos son, una vez más, imágenes de nuestra vida o de nuestra existencia humana, pues en muchas ocasiones el destino nos sopla un viento contrario a la cara. Todo se vuelve de repente contra nosotros. Luchamos contra fuerzas que no podemos agarrar bien. La fuerza que se opone a nosotros es inasible como el viento. O bien sentimos el viento contrario que viene de personas que actúan contra nosotros. La imagen del torbellino, en 49
cambio, apunta a otra situación: se nos arrastra de un lado a otro, sin que nos demos cuenta de dónde viene el viento. Acabamos en la confusión, sin poder encontrar un apoyo. Mateo, por su parte, se lo imagina de otra forma: se produce una gran sacudida. Esta es para él una imagen del tiempo final. La literatura apocalíptica habla de un gran terremoto que sacude a todos los hombres y los desbarajusta. Si lo aplicamos a nosotros, significaría la gran sacudida que nos provoca el miedo a la muerte. Pues nuestra vida es siempre tiempo final. Con la muerte nuestra vida llega a su término, nuestro tiempo se acaba. Este pensamiento nos sacude y es como un terremoto, que pone en cuestión la seguridad con la que a menudo vamos por la vida. Pero sacudida significa también las sacudidas psíquicas que experimentamos una y otra vez, como cuando muere una persona querida de nuestro entorno, o cuando se nos diagnostica una enfermedad amenazadora. Ante semejantes sacudidas reaccionamos, de forma semejante a los discípulos, con agitación y pánico. Mateo describe el desvalimiento de los discípulos en la sacudida de su vida. Los discípulos ya no ven ninguna salida; están desconcertados y desamparados. Jesús está también en su barca, pero duerme. Se podría decir que los discípulos no tienen ninguna relación con él. Y porque no tienen relación con él, él no los ayuda en su miedo. Los discípulos solo dan vueltas en torno a su miedo. Pero al mismo tiempo la sacudida despierta a los discípulos. La palabra que utiliza Mateo significa literalmente «acercarse rápido». ¡Señor! ¡Socorro! ¡Nos hundimos! La reacción de muchos ante su miedo a hundirse es la agitación. También los discípulos se agitan. Su miedo y su desasosiego interior se expresan en las tres breves palabras, yuxtapuestas en el original griego, con las que los discípulos despiertan a Jesús: Kýrie, sôson, apollýmetha. Se podrían traducir asimismo con tres breves gritos de auxilio: «¡Señor! ¡Socorro! ¡Nos hundimos!». Los discípulos no saben cómo va a ayudarles el Señor; simplemente gritan pidiendo socorro y describen su propia situación con la expresión «hundirse», «irse a pique», «estar perdido». Los discípulos tienen miedo a perder el apoyo, a perderse ellos mismos y hundirse. Sienten que no pueden apoyarse ni
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en los tablones de la barca ni en los otros que van en el bote. Han perdido todo apoyo. Necesitan a alguien que los salve. Sôson puede significar además: «¡Líbranos del poder de esta catástrofe!». O también: «¡Guárdanos en medio de las turbulencias de este terremoto! ¡Protege nuestro verdadero yo! Tenemos miedo de perdernos». No se trata, pues, solamente del miedo a perder el suelo bajo los pies, sino, en definitiva, del miedo a perderse uno mismo, a perder la propia identidad. Entonces ya no sé quién soy. Me hundo en el remolino de las intensas emociones que sacuden lo más interior de mí. Sobre la poca fe y el aferrarse Estando aún echado, Jesús responde a los discípulos: «¿Por qué tenéis tanto miedo, hombres de poca fe?». En Mateo la cuestión no es si fe o increencia, sino si fe grande o pequeña. Los discípulos son «de poca fe», en traducción literal. Con esta descripción Mateo piensa en todos nosotros. Desde luego que creemos en Dios, en Jesús. Pero nuestra fe no alcanza para encontrar un apoyo firme en las sacudidas de nuestra vida. No es suficiente para librarnos del miedo a hundirnos. Nuestra pequeña fe no nos cura del convulso aferrarnos a nuestra vida. Y por eso buscamos algo que nos dé apoyo. Unos firman una póliza de seguros tras otra, para tener un apoyo firme en las inseguridades de su vida. Otros se aferran al dinero, que les promete seguridad. Otros, aún, se agarran a personas. Pero al esperar apoyo absoluto de un ser humano, piden demasiado de él. Y así el temor a hundirse se hace aún mayor. El exégeta protestante Ulrich Luz ve la poca fe manifestada en «… el hecho de que el discípulo pierde de vista el poder y la presencia de su Señor y, en consecuencia, ya no puede actuar» (Luz, II, 29). Para él, la poca fe es «la desesperación de los que se atrevieron a hacer algo con Dios» (Luz, II, 30). Todos somos siempre a la vez creyentes e incrédulos. Hemos experimentado el poder de la fe. Pero después la perdemos de vista. Parece como si se nos desvaneciera entre las manos. Hemos apostado por la fe. Pero ahora, cuando nuestra vida entera se ve sacudida, no sentimos ya nada de su fuerza. Y así, a menudo reaccionamos como los discípulos, desamparados y desesperados.
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Jesús confronta a los discípulos, en primer lugar, consigo mismos y con su poca fe. Solo después de esto se levanta e increpa a los vientos y al lago. «Y sobrevino una gran calma». El original griego dice aquí galḗnē megálē, que quiere decir: una calma grande, inmensa, una calma que deja una profunda impresión. Si Jesús se levanta en nosotros, se produce una calma impresionante. Entonces nos vemos cogidos completamente por esa calma. Entonces nada puede ya sacudirnos, causarnos inseguridad, asustarnos. Si consideramos ese levantarse de Jesús en nosotros, podríamos decir también que llegamos a entrar en contacto con nuestro verdadero ser. Si vivimos desde nuestro ser interior, alcanzamos la calma. Entonces la sacudida exterior no puede hacernos nada. Entonces no nos aferramos convulsivamente a puntos de apoyo exteriores, ni caemos en la agitación. Cada una de las sacudidas que sufrimos en nuestra vida es, pues, una invitación a entrar en contacto con Jesús en nosotros, con nuestro verdadero ser, y despertarlo para poder vivir desde ese centro interior. Este es un camino importante para librarnos de seguir enredados en nuestro codicioso aferrarnos a seguridades exteriores. El ansia de estar provisto de todo (Mt 10,5-14) «A estos doce los envió Jesús con las siguientes instrucciones: “No vayáis a los gentiles y no entréis en ninguna ciudad de los samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca. Sanad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, expulsad demonios. De balde habéis recibido, dadlo de balde. No llevéis en el cinturón oro ni plata ni monedas de cobre. No llevéis alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias ni bastón, que el trabajador tiene derecho a su sustento. Cuando entréis en una ciudad o aldea, preguntad quién es digno de hospedaros; hospedaos con él hasta que os marchéis del lugar. Al entrar en una casa, saludadla con la paz; si la merece, entrará en ella vuestra paz; si no la merece, vuestra paz retornará a vosotros. Pero si alguien no os recibe y no escucha vuestro mensaje, al salir de aquella casa o ciudad sacudíos el polvo de los pies”».
La vida no se aprende: hay que vivirla Una codicia que todos conocemos es la de estar provistos de todo para nuestro camino, nuestra profesión o nuestra tarea. Hay personas que hacen una formación tras otra, por miedo a no tener el saber o la preparación suficientes para cumplir con sus tareas. Pero Jesús les replica en su miedo con toda sencillez: «De balde has recibido, dalo de balde. Te he dado lo que necesitas. Confía en tus propias capacidades. Te he provisto suficientemente. No necesitas todavía esta o aquella cualificación». 52
Otros se preparan para dar una conferencia o una hora de clase con tanta energía que luego no les quedan fuerzas para las otras cosas de la vida. Están obsesionados con su éxito. Piensan que deberían hacer todo lo posible para salir airosos. A esta codicia contesta Jesús en su discurso a los discípulos, a los que envía a anunciar el mismo mensaje que ha anunciado él: «¡El reino de los cielos está cerca!». Tienen que hacer las mismas obras que ha hecho Jesús: «¡Sanad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, expulsad demonios!». A lo mejor nos parece demasiado pedir. Si recibimos una tarea como esa, pensamos que primero tendríamos que estudiar durante años en la escuela de Jesús para poder realizar algo parecido a lo de él. Sin embargo, Jesús confía en que sus discípulos puedan sanar. No son sanadores que puedan curar a todos, pero de su mensaje puede salir un efecto curativo. Pueden despertar de nuevo a la vida a personas entumecidas en sí mismas. Pueden curar heridas con su dedicación amorosa. Pueden regalar aceptación a personas que no se soportan a sí mismas, capacitándolas de esta manera para aceptarse. Y pueden expulsar demonios, aclarar pensamientos sombríos, arrojar los «fantasmas» con que los hombres se defienden de la transformación interior. Son grandes tareas las que Jesús confía aquí a sus discípulos. Si a nosotros se nos confiara tanto, estaríamos en peligro de presumir de ello. Nos jactaríamos de ser grandes sanadores, de que de nosotros sale una energía que sana y de que tenemos manos curativas. Pero Jesús sabe de este peligro. Por eso amonesta a sus discípulos para el camino: «¡De balde habéis recibido, dadlo de balde!». En todas las capacidades que Jesús nos confía, deberíamos ser siempre conscientes del peligro de atribuirnos las capacidades a nosotros mismos o de dárnoslas de personas especialmente espirituales, que han recibido de Jesús capacidades especiales. Entonces no damos de balde, sino pensando en nuestra propia fama o en nuestra singularidad espiritual. Nos gozamos en nuestra grandiosidad. Nos creemos algo especial, personas sanadoras. Pero no somos nosotros los sanadores. Hemos recibido la fuerza curativa de Jesús gratuitamente, y de vez en cuando se nos permite transmitirla, pero solo de forma también gratuita. Pues hemos recibido el don gratis, como se dice en latín, o «de regalo», como dice la traducción literal del término griego en este pasaje. Demasiado equipaje 53
Jesús concreta ahora ese «de balde» también en sentido material: «No llevéis en el cinturón oro ni plata ni monedas de cobre. No llevéis alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias ni bastón, que el trabajador tiene derecho a su sustento». Estas instrucciones de Jesús parecen estar limitadas en el tiempo y dirigidas solo a los predicadores itinerantes de los primeros tiempos. En este sentido suavizaban muchos comentaristas de la Iglesia primitiva las palabras de Jesús. Pero para Jesús se trataba aquí de prohibir terminantemente que por evangelizar se recibiera dinero. La primera palabra de este versículo en el original griego es ktḗsēsthe, que significa «adquirir». A los discípulos no se les permite aceptar por su trabajo ni oro ni plata ni monedas menudas. Únicamente tienen derecho a esperar de las comunidades la trophḗ, la alimentación. La renuncia al equipamiento parece radical frente a los predicadores ambulantes judíos o helenísticos de aquellos tiempos. Los rabinos llevaban sandalias y bastón. El bastón servía para defenderse de perros o ladrones. Jesús, en cambio, exige de sus discípulos radical pobreza e indefensión. Y establece para ellos la prohibición de adquirir y de mendigar. Por entonces la mendicidad religiosa estaba muy extendida y, según parece, era también un problema. Así lo han descrito muchos escritores antiguos (cf. Luz, II, 96s). La chocante pobreza e indefensión de los predicadores ambulantes de comienzos del cristianismo es, para Ulrich Luz, «un signo de credibilidad de su predicación, que hay que entender sobre todo en analogía con los signos proféticos» (Luz, II, 97). La pregunta es: ¿qué significan para nosotros estas palabras de Jesús? Y no solo para los sacerdotes y agentes pastorales, que se sienten enviados por Jesús de forma especial. Las palabras tienen un significado para todos nosotros. Para mí significan que no poseo la palabra de Dios como una propiedad que puedo transmitir. Soy peregrino en camino. Estoy buscando a Dios. Y solo como peregrino en búsqueda puedo transmitir lo que yo mismo recibo de Dios una y otra vez. No se trata de mis capacidades, que llevo conmigo, sino de mi disponibilidad al Espíritu de Dios. La palabra significa también para mí que nunca puedo poseer a Dios o disponer de él. Siempre estoy en busca de Dios. Y él puede también sustraerse a mí. No puedo presentarme como uno que sabe exactamente quién es Dios, que está muy cerca de él y, por lo tanto, puede hablar de él de manera especial. Tengo que luchar una y otra vez por encontrar palabras para hablar adecuadamente de Dios. 54
Pero las palabras de Jesús pueden entenderse también de otra forma: cuando partimos de viaje, queremos asegurarnos. Nos proveemos de ropa y dinero suficientes y de un teléfono móvil cargado. Algunos que han hecho el Camino de Santiago como peregrinos me han contado que antes de salir habían metido muchas cosas en su equipaje –por si acaso esto o lo otro–. Pero al ver que la mochila se hacía cada vez más pesada, tuvieron que sacar varias cosas y dejarlas. Intuían que no conseguirían hacer el camino con tanto peso a la espalda. Es una imagen bonita para nosotros. Y corresponde a la experiencia que hicieron los primeros discípulos de Jesús por los caminos del imperio romano: si se hubiesen provisto para todas las eventualidades, nunca habrían podido ponerse en camino. También nosotros, para nuestro camino por este mundo, nos necesitamos sobre todo a nosotros mismos y aquello que hemos recibido de Dios de forma gratuita. Todo equipamiento es secundario. Puede servir de ayuda. Pero, por muy caro que sea nuestro equipamiento, no podemos forzar con él el éxito de nuestro camino. Anunciar la paz y encontrar la paz Este texto me da aún otra respuesta a la codicia: reconozco en mí la codicia de tener éxito con todos los seres humanos, de tocar el corazón de todos. Queremos tener éxito ante la gente con aquello que tenemos para dar. Continuamente nos preguntamos: ¿fue bueno lo que hice y lo que dije? ¿Lo has entendido? ¿Te ha tocado el corazón? Siempre giramos en torno a nuestra aceptación por los demás. Nunca tenemos suficiente. Por otro lado, muchos me cuentan que en su trabajo –sobre todo profesores, agentes pastorales, conferenciantes, terapeutas– están bajo la presión de tener éxito. Aprendieron su instrumental, muchas veces con una larga formación. Ahora están bajo la presión de tener que llegar a la gente. Frente a esta presión, Jesús nos da una respuesta liberadora: el camino de la serenidad, es decir, dejar a las personas como son. Si no encuentran buenas nuestras palabras o no pueden aceptarlas, debemos dejárselo a ellos. No debemos someternos a presión para demostrarles que tenemos razón y que nuestro mensaje es importante. Está bien que otro no vea las cosas como nosotros y quiera seguir con sus propias ideas. No tenemos que convencer a nadie. Debemos dar lo que podemos dar; y si eso no es suficiente para el receptor, debemos dejar al otro en esa insuficiencia, sin culparnos permanentemente a nosotros mismos por no ser suficientemente buenos.
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Y Jesús nos encomienda todavía una misión más para nuestro camino: la de anunciar la paz con nuestro mensaje y llevar la paz a las casas. No debemos pedir demasiado a la gente, sino mostrar un camino de paz a los que están desgarrados interiormente y no viven en paz consigo mismos y con su entorno. Pero si hay personas que no quieren esa paz, no debemos rompernos la cabeza por ello y echarnos toda la culpa. Hay que dejarlos simplemente. «Entonces vuestra paz retornará a vosotros», dice el texto bíblico. No saldremos desengañados, sino con paz interior. Dejamos a las personas su libertad y reconocemos también en nosotros la limitación de no poder llegar a todos y no poder ayudar a todos como médicos o terapeutas.
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Sobre el ansia de triunfar y vivir siempre en armonía (Mt 10,34-38) «No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer la paz, sino la espada. He venido a enemistar al hijo con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y los familiares de un hombre serán sus enemigos. Quien ame a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; quien ame a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí. Quien no tome su cruz para seguirme no es digno de mí. Quien quiera ganar la vida la perderá, quien la pierda por mi causa la ganará».
Nada de paz barata El hombre no anhela solamente tener una vida exitosa, sino también en armonía con su entorno. Pero las palabras de Jesús parecen exigirnos lo contrario. Quien le sigue, no experimentará en su familia la armonía. Jesús no ha venido a traer la paz, sino la espada, como él mismo dice. Quien se decide por el camino de Jesús, quien se sabe enviado por él a este mundo, experimenta que no lleva por todas partes la paz, sino también la espada. La espada no es en este caso imagen de violencia, sino de «separación». La palabra de Dios que anunciamos es como una espada de doble filo: separa nuestros pensamientos y nos descubre dónde tenemos pensamientos de perdición y dónde pensamientos de salvación. La palabra nos llama, pues, a la decisión. No es una palabra sin compromiso, que podemos escuchar disfrutándola simplemente. Al contrario, la palabra de Dios quiere penetrar por medio de nuestro anuncio en el corazón humano y provocar allí una división entre los pensamientos que traen vida y los que dañan al hombre. La palabra anunciada quiere llamar a los oyentes a decidirse por Dios y distanciarse de todo lo que es contrario a él. Pero «espada» significa en este contexto todavía algo más, a saber, andar por el camino del discipulado de una forma tan radical que me distancio de otras personas. Y esto puede afectar muy concretamente a la propia familia. El seguimiento de Jesús es más importante que la paz en la familia. Además, hay que saber que en tiempos de Jesús la paz en la familia se conseguía frecuentemente mediante una sumisión total a las exigencias familiares. El clan se mantenía unido, pero nadie podía romper con él, so pena de ser excluido. Ahora bien, Jesús considera que el camino del individuo es más importante que la armonía en la familia. Él no quiere ninguna paz barata en la que todos estén de acuerdo entre ellos. Él provoca a cada uno a encontrar su propio punto de vista. Pues solo cuando lo haya encontrado, podrá establecer buenas relaciones con los demás.
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A muchos les gustaría andar por su propio camino, pero al mismo tiempo quieren que ese camino les parezca bien a todos, que todos tengan comprensión para su decisión. Jesús, en cambio, nos invita a andar por nuestro propio camino, por el que hemos reconocido como el nuestro después de madura reflexión y de acuerdo con nuestra conciencia, incluso si nuestra propia familia no está de acuerdo y al principio hay discordia. La autenticidad de nuestro camino es más importante que una armonía superficial en la cual todos siempre están de acuerdo con todos. Esta armonía puede paralizarnos o volverse autoritaria al impedirnos seguir nuestras propias ideas y sentimientos. Tomar la cruz Pero no codiciamos solamente la armonía en nuestra familia, sino también en nuestra vida. Nos imaginamos que nuestra vida se va a desarrollar sin el menor contratiempo. Perseguimos con frecuencia la ilusión de tener éxito siempre y de que todo va a ir bien, solo con llevar una vida espiritual o hacerlo todo correctamente. Jesús, por el contrario, nos muestra otro camino para nuestra vida. Él dice que debemos tomar nuestra cruz y que, si no, no habríamos entendido su mensaje y no seríamos dignos de él. Pero ¿qué significa tomar la cruz? Para mí significa decir sí a aquello que a diario me contraría, a mí y a mis planes; todo aquello que me viene de fuera. Puede ser un contratiempo, una enfermedad, un accidente, una persona que precisamente quiere algo de mí, aunque yo había planeado ya mi día. «Cruz» es todo lo que se cruza con mis planes, todo lo que no elijo yo mismo. La cruz puede llegarme desde fuera, pero también puede estar dentro de mí. «Cruz» puede ser mi susceptibilidad, mi irascibilidad, mi impaciencia, mi ansiedad. Si, por ejemplo, tomo mi susceptibilidad como mi cruz, me reconcilio con ella, dialogo con ella, entonces me conducirá a Dios. Me quitará la ilusión de poder volverme insensible a base de ascetismo y oración. Hace pedazos la imagen idealizada que me he hecho de mí mismo y me abre a Dios. Cuanto mayor me hago, más clara me resulta la sabiduría que se esconde en esta palabra de Jesús. No soy yo el que tengo que elegir mi camino hacia Dios. Es Dios quien me envía por el camino. Y en ese camino me sale al encuentro una y otra vez la cruz, precisamente allí donde no la esperaba. Si la tomo sobre mí, me llevará –como a Jesús–
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al amor incondicional de Dios, que justo cuando toco fondo me levanta y me despierta a una vida nueva. El ansia de vivir siempre en armonía conmigo mismo y con la gente se expresa también en el afán de estar siempre del lado de los vencedores. Querría que mi vida salga bien, salir victorioso en todo lo que emprendo. A esta codicia replica Jesús con las palabras: «Quien quiera ganar su vida la perderá, quien la pierda por mi causa la ganará». El codicioso no quiere ganar solamente su vida, sino todo lo que se pueda ganar. Pero cuanto más lo quiera, más perderá su alma, su vida, su verdadero ser. En cambio, quien pierde su vida por causa de Jesús, quien está dispuesto por causa de Jesús incluso a perder su vida terrenal por el martirio, vivirá de verdad. El codicioso tiene ansia de vida. Pero su codicia lo lleva a no vivir de verdad. Nunca recibe lo que anhela. Se pierde a sí mismo en su codicia. Pero quien está dispuesto a despojarse de sí mismo y de todo lo que relacionamos con la vida –riqueza, bienes, honor, reputación, salud y fuerza– encontrará la verdadera vida. Entrará en contacto con lo más íntimo de su ser, con el «alma», como dice el texto original griego. Y allí, en el fondo de su alma, encontrará la verdadera vida.
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Caminos hacia el descanso como liberación de la codicia (Mt 11,28-30) «Venid todos a mí, los que andáis cansados y agobiados, y yo os daré descanso. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; así encontraréis descanso para vuestra alma. Porque mi yugo es suave y mi carga, ligera».
Encontrar descanso La persona codiciosa nunca encuentra descanso. Siempre tiene que tener más. Siempre está pensando en qué más necesita todavía. No puede jubilarse porque se perdería alguna buena oportunidad. El codicioso nunca está contento con lo alcanzado. Quiere aún más reconocimiento y atención pública. Tiene miedo de perderse algo. Por eso tiene que estar siempre online, para absorber todas las informaciones. El codicioso quiere tenerlo todo, aunque no es capaz de darse cuenta realmente de lo mucho que tiene y disfrutarlo. Jesús nos promete que nos dará descanso. Y al mismo tiempo nos enseña un camino para encontrarlo. Este camino es, a la vez, un camino para vencer la codicia. Jesús invita a las personas a acercarse a él, pues él les dará descanso. Mateo sitúa muy conscientemente estas palabras de Jesús en la tradición de los maestros judíos de sabiduría. Jesús ben Sirá, que une la sabiduría griega con la judía, invita a los ignorantes a su escuela para que encuentren allí el descanso (cf. Eclo 51,23-27). El que se pone bajo el yugo de la sabiduría encontrará el descanso. En la persona de Jesús, pues, está encarnada la sabiduría de Dios. Él nos enseña un camino hacia la verdadera vida, la alegría, la paz y el descanso. Jesús entiende su obra como un regalar descanso a los hombres agobiados y cansados. Este descanso recuerda probablemente al descanso sabático de Dios en el relato de la creación. Jesús permite al hombre participar en él. El descanso sabático se caracteriza por el juicio divino de que todo es muy bueno y muy hermoso (Gn 1,31). Solo cuando encuentro bueno lo que constituye mi vida y digo sí a la belleza que hay en ella, puedo encontrar descanso. Descubrir las propias cargas Jesús invita precisamente a los que están agobiados y tienen cargas pesadas que soportar. Con ello se refiere a nosotros, que nos imponemos a nosotros mismos cargas pesadas cuando nos dejamos llevar por la codicia. Los exégetas opinan que con la carga Mateo pensaba en la ley judía tal como la interpretaban los fariseos. Si aplicamos los dos 60
términos «estar agobiados» y «soportar cargas» a nuestra situación, se podrían referir a personas que se agobian sin conseguir nada. Trabajan y trabajan, pero ya no son capaces de disfrutar del trabajo. Se dejan absorber por él. Están bajo la presión interior y exterior de tener que hacer algo siempre. Quizá es su mala conciencia lo que les produce tanta presión. Quizá es la educación: han internalizado las enseñanzas de sus padres de que uno tiene que ganarse la vida y trabajar sin descanso. Quizá está también en el trasfondo el miedo a ser etiquetados como vagos e inútiles. Cuando, siendo niños, querían jugar, se los calificaba de holgazanes. Algunos lo tienen tan arraigado que siempre se buscan algo que hacer. Para otros, el «estar cansados» significa la constante sobrecarga. No se sienten a la altura de las exigencias que se les plantean. Tienen miedo a ser despedidos o rechazados. Por eso se cansan y se agobian. La palabra alemana Plage [agobio] deriva del latín plaga, que significa lo mismo que golpe, latigazo, herida, o también castigo del cielo. La fatiga o el trabajo pesado son percibidos como un golpe. El cielo me castiga haciéndome esforzarme tanto. La palabra Plage [agobio] está relacionada con Fluch [maldición]. Muchos experimentan el esfuerzo excesivo en su vida como una maldición que pesa sobre ellos. Ya en el Antiguo Testamento se veía así, cuando Dios al expulsar a Adán del paraíso le dice: «... maldito el suelo por tu culpa: comerás de él con fatiga mientras vivas» (Gn 3,17). La carga que hoy en día tenemos que soportar no consiste tanto en la carga de la ley judía o eclesiástica. Es más bien la carga que uno mismo se echa encima. Algunas veces es la carga del autocastigo que uno echa sobre sí para escapar a los sentimientos de culpabilidad que lo atormentan. Otras veces es la carga del propio superego, que lo obliga a uno a trabajar sin parar. Este superego prohíbe el descanso y el ocio. Nunca lo deja a uno en paz. Comenta constantemente todo lo que uno hace y nunca está contento con lo que uno es. Anda criticando en torno nuestro, como lo hacían en otro tiempo nuestros padres descontentos. Pero también se refiere a la carga que nos ponemos encima si nos dejamos guiar por la codicia. La codicia no nos deja nunca descansar; nos impulsa siempre a rendir más y ganar más y ser más famosos, o a introducir en nosotros más informaciones. La codicia nos oprime y nos aplasta. Nos roba la paz interior.
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Descanso sagrado A todos los que se han vuelto incapaces de descansar, Jesús les ofrece un camino para encontrar descanso. Para esto utiliza la palabra anapaúō: parar, interrumpir, hacer la calma, recrearse, y anápausis, que significa interrupción, calma, lugar de descanso. De ahí viene nuestra palabra «pausa». En griego, anápausis significa no solamente el descanso en el trabajo, sino también los tiempos de reposo necesarios para los órganos internos del cuerpo humano, los que necesita el deportista, y el descanso del servicio militar. En sentido religioso, anápausis puede significar también salvación de todos los males. Para los griegos el descanso es algo sagrado y un bien salvífico, que se pide a los dioses. El Antiguo Testamento lo ve de forma parecida. El hombre piadoso anhela el descanso sabático que Dios le ha concedido. El desasosiego es una maldición. Caín, por ejemplo, tiene que errar por ahí sin descanso: «Andarás errante y vagando por el mundo» (Gn 4,12). Esta maldición que pesa sobre Caín caracteriza también hoy la conducta de muchas personas. Vagan por ahí sin descanso. Se esfuerzan sin que les merezca realmente la pena, porque su trabajo no da ningún fruto (cf. Gn 4,12). En el caso de Caín, la causa más profunda de su desasosiego era la culpa que había cargado sobre sí al asesinar a su hermano Abel. Los sentimientos de culpa lo atormentan y le hacen andar errante por ahí. También hoy en día los sentimientos de culpa reprimidos podrían ser la causa de que las personas huyan una y otra vez de sí mismas y no aguanten mucho tiempo en ningún lugar. Muchos no se atreven a descansar por miedo a que los sentimientos de culpabilidad que han dejado a un lado puedan aflorar de nuevo, por miedo a darse cuenta de que han herido a su hermano Abel, o no han prestado oído a sus gritos o han pasado de largo ante su necesidad. Filón, el filósofo judío, considera el descanso como el valor supremo, pero entendiendo el descanso no como inactividad, sino como una actividad sin cansancio. Dios descansa sin estar cansado. Su descanso es actividad creadora. Para Filón, el hombre piadoso encuentra –de manera semejante a Dios– el descanso creador, mientras que el hombre insensato vive sin descanso. La actividad a la que nos impulsa la codicia no es una actividad sin cansancio, sino que es fatigosa. La codicia nos impulsa a correr
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cada vez más deprisa en nuestra rueda de hámster, sin llegar a la meta. Los teólogos griegos Clemente de Alejandría y Orígenes desarrollaron las ideas de Filón en su interpretación de la Biblia. Según ellos, es Jesús el que nos conduce a la quietud verdadera y perfecta (teleía anápausis). Porque el que mediante la purificación de su alma ha encontrado el descanso no desea otra cosa sino a Dios. El que se ha retirado del mundanal ruido a la quietud del silencio experimentará con un corazón limpio cómo el Espíritu de Dios reposa sobre él y le regala el descanso, que le da la fuerza para ser verdaderamente creativo. El yugo de la sabiduría y de la humildad Sobre el trasfondo de la comprensión griega y judía del descanso, las palabras de Jesús resultan muy actuales también para nosotros hoy: nos parecemos a los hombres insensatos que permanecen inquietos porque no han encontrado su verdadero fundamento. Pesa sobre nosotros la maldición de Caín, que nos hace vagar sin descanso. Estamos huyendo de nuestra mala conciencia. El miedo y los sentimientos de culpa no nos dejan alcanzar el descanso. Y dejamos que la codicia nos empuje cada vez más a seguir corriendo y a esforzarnos para conseguir aún más. La pregunta es cómo podemos encontrar en Jesús el verdadero descanso. Jesús nos invita diciendo: «Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón». Dos son los caminos para introducirnos en el descanso. El primer camino consiste en cargar con el yugo de Jesús. Es el yugo de la sabiduría, el yugo de la ley divina, libre de mandatos humanos, benéfica para el hombre. Es un yugo ligero, que no oprime, sino que conduce a la libertad. El que se pone bajo la palabra de Jesús, el que se deja introducir por su enseñanza en el misterio del Dios misericordioso y en el misterio del hombre, encuentra verdaderamente descanso. La palabra «religión» viene en origen del término que significa «yugo». Quiere decir, pues, llevar el mismo yugo que Dios, estar ligado (religare) a Dios. Solo el que está ligado a Dios en su corazón se libera de las muchas ataduras que, si no, lo mantendrían preso. Se libera del yugo de la esclavitud, que carga sobre sí al hacerse dependiente de los hombres y de su reconocimiento. Se libera del yugo del miedo y se libera del yugo de las muchas leyes que le impiden vivir de verdad.
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El segundo camino es el de aprender. Debemos aprender que Jesús es manso y humilde. Jesús es benigno, amable y sin violencia. Y él ha descendido a lo más profundo del ser humano. Ambas actitudes, praýs y tapeinós, son, según parece, caminos hacia el verdadero descanso. Praýs significa para Jesús amabilidad paciente, la que muestra precisamente frente a los pecadores. Jesús es manso como Moisés (cf. Nm 12,3). El hombre que aprende de Jesús esa bondad y mansedumbre, la amabilidad y dulzura para consigo mismo y para con los demás, encuentra descanso. Quien es bueno consigo mismo y con otros, encuentra el descanso en su corazón. Quien, por el contrario, está agresivamente furioso contra sí mismo y contra sus pasiones y necesidades, despierta en ellas una energía contraria que simplemente no lo deja descansar. Siempre tiene que estar alerta, para que sus pasiones no lo sorprendan y dominen. El que se trata a sí mismo y a otros con amabilidad no tiene necesidad de vivir siempre temiendo que otros lo hostiguen o se aprovechen de él. Y el que se ha vuelto suave, el que ha dejado que su dureza y rigidez fueran trituradas por las piedras de molino de su vida (la palabra alemana Milde [suave] viene de mahlen [moler]), es capaz del verdadero descanso. Se ha vuelto blando y ya no tiene que aferrarse a algo. No solo es suave, sino también sabio (sapiens), porque ha saboreado (sapiens viene del latín sapere [saborear]) lo que es el misterio de la vida humana. Ha experimentado que no puede aferrarse a nada, que solo en Dios puede encontrar apoyo y descanso. Por otra parte, una condición para el descanso es la humildad. Ya en el Antiguo Testamento la mansedumbre y la humildad (praýs y tapeinós) aparecen frecuentemente relacionadas. La palabra griega para «humilde» significa literalmente «bajo». La palabra latina humilitas interpreta la humildad como el valor respecto a la propia condición terrena, como la valentía de atenerse a la existencia terrenal y no elevarse por encima del propio ser de criatura. La humildad consiste, en último término, en la valentía de mirar a los ojos a la propia verdad, de apearse del alto corcel de las imágenes ideales de uno mismo para reconciliarse con su realidad como ser humano. El que ya no huye de su verdad, el que ya no cierra los ojos ante ella, puede encontrar descanso. Mientras esquive mi verdad, nunca podré llegar a estar interiormente en calma. Jesús nos promete ambas cosas: «os daré descanso» y «encontraréis descanso para vuestra alma». Cuando los apóstoles, que volvían de su misión de anunciar el reino, se
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reunieron de nuevo con Jesús, él los invita: «Venid vosotros aparte, a un paraje despoblado, y descansad (anapáusasthe) un rato» (Mc 6,31). Jesús proporciona descanso a sus discípulos apartándolos de la multitud, posibilitándoles un lugar de reposo y una pausa, para poder contar de sí mismos y recuperarse de nuevo unos con otros. Esta invitación de Jesús es válida exactamente igual para nosotros hoy. Jesús nos llama una y otra vez a retirarnos conscientemente de la multitud y, en un lugar solitario, hacernos uno con nosotros mismos y experimentar la unión con Dios. La oración es ese retirarnos a un lugar solitario. Esto vale no solo para el tiempo de silencio en que nos apartamos de los demás, sino también como realidad interior: en la oración accedemos al espacio interior en el que estamos a solas con Dios, en el que somos totalmente uno; uno con Dios, uno con nosotros mismos y uno con toda la creación. Jesús nos da descanso y nos promete que encontraremos descanso para nuestra alma si aprendemos de él. El descanso empieza en el alma. Primero tiene que calmarse nuestro interior. Luego la calma tendrá también su efecto en el cuerpo. Si el corazón se ha sosegado, entonces realizaremos también nuestra actividad con todo descanso; nuestros movimientos emanarán desde el descanso interior; participamos en el descanso creativo de Dios. El codicioso, en cambio, nunca llega a descansar. Sin embargo, la causa de su intranquilidad no hay que buscarla en sus sentimientos de culpa, como en Caín, sino en la inquietud insaciable de sus necesidades. Nunca tiene bastante. Siempre quiere más. Su codicia tiene un precio: el desasosiego que poco a poco lo pone enfermo. Un directivo me contaba que hace 15 años se salió de la Iglesia y nunca se preocupó de Dios. No lo echaba de menos. Pero su desasosiego iba en aumento. Una amiga, finalmente, le dijo: «Con tu intranquilidad permanente acabarás en una clínica psiquiátrica». Eso le hizo aguzar el oído. Y así, se retiró a un monasterio. Allí se sintió de repente tocado por Dios, allí se dejó tocar por él. De ese modo encontró de nuevo su descanso. Quien espera su descanso del dinero y no de Dios, jamás lo encontrará. Pues el dinero no puede saciar el anhelo de descanso. El anhelo de bienes es, en realidad, el anhelo de descanso. Pero la paradoja es que muchas veces no encontramos descanso, sino que estamos obsesionados por la codicia de bienes. Jesús encauza el anhelo de
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bienes hacia dentro: debemos buscar el verdadero tesoro en nuestra alma. Solo el que descubre en sí mismo la riqueza del alma encuentra verdaderamente el descanso.
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¿Cómo saciarse a pesar de la codicia insaciable? (Mc 6,34-44) «Jesús vio el gran gentío y se compadeció de ellos; porque estaban como ovejas sin pastor. Y se puso a enseñarles muchas cosas. Como se hacía tarde, los discípulos fueron a decirle: “El lugar es apartado y ya se hace tarde, despídelos para que vayan a los caseríos y las aldeas vecinos a comprar algo para comer”. Él replicó: “¡Dadles vosotros de comer!”. Ellos le contestaron: “¿Vamos a comprar pan por doscientos denarios para darles de comer?”. Les dijo: “¿Cuántos panes tenéis? ¡Id a ver!”. Ellos miraron y le dijeron: “Cinco panes y dos peces”. Ordenó que hicieran recostarse a la gente en grupos sobre la hierba verde. Se sentaron en grupos de cien y de cincuenta. Tomó los cinco panes y los dos peces, alzó la vista al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos para que se los repartieran a la gente; e hizo repartir también los peces entre todos. Y todos comieron y quedaron satisfechos. Los discípulos recogieron las sobras de los panes y los peces y llenaron doce cestos. Los que comieron de los panes eran cinco mil hombres».
Hambre de vida El codicioso nunca está satisfecho. Por mucho que coma, su hambre de vida nunca se calma. Los griegos antiguos representaron al codicioso en el mito de Tántalo. Tántalo había pecado porque ofreció a los dioses como comida a su propio hijo sacrificado. Peter Schellenbaum llama a este mito un mito de autodestrucción. Tántalo es para él una imagen del hombre codicioso, que nunca tiene suficiente. «En su desmesura destruye su propia carne y sangre: una imagen tremenda de la autodestrucción [...]. El codicioso abusa de su cuerpo hasta la autodestrucción y por eso es castigado con la incapacidad de disfrutar» (Schellenbaum, 124).
Schellenbaum opina que la codicia es una compensación por el desprecio del propio cuerpo. El codicioso no siente su propio cuerpo. Hace uso de él como de una marioneta, pero no lo siente ni se relaciona con él. «El titiritero es esclavo de su miedo a la peligrosidad de la vida misma. En su codicia trata de apoderarse del gozo de vivir, pero sin querer pagar el precio por él, a saber, el dolor, la enfermedad, la muerte. En cuanto lo domina la codicia, él mismo mata el disfrute deseado, por miedo a despertarse como hombre mortal» (Schellenbaum, 124).
El codicioso esquiva su propia vitalidad, pues vitalidad significa siempre también mortalidad. El codicioso «quiere tener bien atado el placer; y no encuentra ninguna satisfacción. Ese es el suplicio de Tántalo del hombre codicioso» (Schellenbaum, 124). El mito expresa ese suplicio diciendo que Tántalo, en el mundo de las sombras, está en medio de un arroyo de agua fresca. Pero tan pronto como se inclina para beber, el agua desaparece. Por encima de su cabeza hay ramas con frutas estupendas; pero tan 67
pronto como quiere cogerlas, las ramas se levantan y las frutas quedan fuera de su alcance. El relato de la multiplicación de los panes en el Evangelio de Marcos Si tenemos a la vista este mito de la autodestrucción del codicioso, se nos presenta de una manera nueva la respuesta que nos dan los evangelistas con su relato de la multiplicación de los panes. Me gustaría contemplar primero el relato de la multiplicación dentro del Evangelio de Marcos, para a continuación interpretar la historia de de el punto de vista de la codicia. Marcos cuenta dos veces la multiplicación milagrosa de los panes. Algunos exégetas creen que se trata en ambos casos del mismo acontecimiento. Sin embargo, en la construcción narrativa del Evangelio de Marcos se muestra la importancia que atribuye el evangelista a ambos textos. A Marcos le interesa de manera especial la reacción de los discípulos. En el segundo relato de la multiplicación de los panes los discípulos actúan como si se hubiesen olvidado del primer acontecimiento. No se dan cuenta de quién es ese Jesús, están ciegos. Las dos multiplicaciones de los panes las ha situado Marcos entre los relatos de tres travesías en barco. En esas travesías Jesús muestra igualmente a los discípulos su poder sobrenatural, pero tampoco eso provoca en ellos ninguna fe. En la tercera travesía –después de la segunda multiplicación de los panes– los discípulos, según el relato de Marcos, están todavía obsesionados con si el pan que llevan va a alcanzar. Continúan presos de la codicia del pan. Jesús critica severamente a sus discípulos: «¿Seguís sin saber y sin entender? ¿Tenéis vuestro corazón empedernido? ¿Acaso no tenéis ojos para ver y oídos para oír?» (Mc 8,17s).
Ni con las dos multiplicaciones de los panes ni con las tres travesías del lago, en las que pudieron experimentar el poder de Jesús, se han abierto los discípulos a creer que Jesús se preocupa ya de ellos, que tienen lo suficiente para saciar su hambre. Continúan ciegos y son por ello una permanente advertencia al lector para que lea el evangelio con ojos abiertos y un corazón dispuesto y se comprometa con Jesús, que quiere llevarnos por el camino hacia la vida.
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Algunos exégetas interpretan la multiplicación de los panes en el sentido de que Jesús exhortó a los discípulos a compartir sus provisiones. Sin embargo, Van Iersel piensa con razón que esto «rebajaría el relato a la cotidianidad trivial de personas que se han olvidado de llevarse el bocadillo» (Van Iersel, 156). No se trata de la cotidianidad, sino de algo extraordinario: de la misteriosa epifanía de la gloria divina. Solo cuando el pan se ha partido, pueden comer de él innumerables personas. Esto alude a la muerte de Jesús y a la Última Cena, donde Jesús parte el pan como parábola de su muerte. La muerte de Jesús es la fuente de la vida para los hombres. Ahí reciben lo suficiente para comer. Ahí reciben pan y pescado, alimento para el cuerpo y para el alma. Los números que se mencionan en ambos relatos ciertamente no son casuales. Con cinco panes se sacian cinco mil hombres y se llenan doce cestos con las sobras. En la segunda narración, cuatro mil personas quedan saciadas con siete panes y se recogen siete cestos de sobras. El cinco es el número del hombre abierto a Dios. Jesús es plenamente hombre, pero al mismo tiempo es Dios. Mediante el encuentro con Jesús los hombres encuentran su verdadero ser y al mismo tiempo se abren a Dios, reconociendo en él la meta de su vida. Los doce cestos aluden a la comunidad de la Iglesia y a la capacidad comunitaria del ser humano. Los hombres, que en el encuentro con Cristo descubren su totalidad, se vuelven también capaces de convivir unos con otros y de amalgamarse en el nuevo pueblo de Dios. Los siete panes aluden a la transformación que tiene lugar por medio de Cristo, y las cuatro mil personas representan los cuatro puntos cardinales. En el segundo relato de la multiplicación de los panes se dice que algunos han venido de lejos. Esto es un símbolo de los «paganos», que vienen de lejos para escuchar a Jesús. Ambas multiplicaciones tienen en sí una dinámica interna. El primer relato se dirige, por así decirlo, a los judíos, que son reunidos por Jesús en el nuevo Israel. Esto se hace patente también en el orden de colocación: la gente debe sentarse juntándose en grupos de cien y de cincuenta. Esto corresponde al orden de los campamentos del Israel antiguo. El segundo relato se dirige a los «paganos», que se congregan desde los cuatro puntos cardinales. Además, tiene lugar en tierra «de paganos». En este pasaje Marcos
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quiere mostrar que Jesús se dirige con su mensaje, cada vez con más frecuencia, a aquellos que no pertenecen al pueblo de Israel. Esto se muestra, por ejemplo, en el relato de la curación del endemoniado de Gerasa y en el de la curación de la hija de la mujer sirofenicia. En la narración de la primera multiplicación de los panes, Jesús se compadece de la gente, que son como «ovejas sin pastor». Al decir esto, Marcos se refería entonces seguramente a los judíos, que no tenían un verdadero pastor. Los maestros y líderes de Israel habían fracasado. Pero las ovejas sin pastor son también una imagen para nosotros hoy. Sin pastor, las ovejas están perdidas. No tienen orientación alguna. Se dispersan; cada una va por su camino e, indefensa, está expuesta a los peligros. Además, las ovejas no encuentran pasto. Jesús les da orientación. Con su mensaje les enseña el sentido de su existencia y las conduce a los pastos para que encuentren alimento. La palabra que Jesús les anuncia es alimento para ellas. Jesús se preocupa por las ovejas; cura sus dolencias; sacia su hambre y les da lo que de verdad las nutre y sacia. Todo esto es expresión de su compasión para con los hombres. Esta compasión culmina en su muerte en la cruz. Allí es donde parte el pan único, que los discípulos llevan consigo en la barca (Mc 8,14), para saciar nuestra hambre más profunda. En el relato de la segunda multiplicación de los panes, Jesús tiene de nuevo compasión. Pero la causa de su compasión es diferente: «Si los mando a casa en ayunas, desfallecerán por el camino; y algunos han venido de lejos» (Mc 8,3). Los hombres –y aquí se piensa sobre todo en los «paganos»– desfallecerán por el camino si no se encuentran con Jesús. Languidecerán y se desmayarán de debilidad. Son incapaces de seguir su camino solos. Necesitan ser fortalecidos para caminar. Esto vale también para nosotros hoy: Jesús es el Hijo de Dios, que nos fortalece en el camino de nuestra vida al entregarse como pan. En su muerte parte el pan para nosotros. Su pan alcanza para todos nosotros. En el fondo, las dos multiplicaciones de los panes y las tres travesías del lago en barco apuntan a la muerte de Jesús en la cruz, en la que se entrega a sí mismo por nosotros y nos conduce a la otra orilla, a la orilla de la gloria divina. En el primer relato de multiplicación de los panes la iniciativa sale de los discípulos. Son ellos los que exhortan a Jesús a despedir a la gente para que puedan comprarse algo
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de comer. En el segundo relato, es Jesús el que actúa realmente. Es él quien tiene compasión y desea fortalecer a la gente para el camino. En el primer relato Jesús dice a los discípulos dos frases esenciales. La primera es: «¡Dadles vosotros de comer!». Este encargo de dar a la gente algo que los nutra y fortalezca no es solo para los sacerdotes, religiosos y agentes pastorales. Las palabras de Jesús son para cada uno de nosotros. Cada uno tiene en sí algo que puede alimentar a otros. Y tenemos la tarea de alimentarnos mutuamente no solo con pan, sino también con nuestras palabras, con nuestro amor y nuestra dedicación. La segunda frase de Jesús es: «¿Cuántos panes tenéis? ¡Id a ver!». Muchas personas a las que he acompañado espiritualmente piensan que no pueden dar nada a otros; que están tan ocupados con sus propios problemas que no tienen fuerzas para dar algo a otros. Además, no tendrían nada que pudieran dar. Otros podrían hacerlo mucho mejor, pero a ellos les faltaban ideas adecuadas o la fuerza necesaria para dar algo a los demás. Jesús, en cambio, nos pide a cada uno de nosotros que vayamos a mirar cuántos panes tenemos, es decir, qué capacidades llevamos en nosotros para poder alimentar a otros. Los dos relatos de la multiplicación de los panes en Marcos son historias eucarísticas. Esto resulta claro por la fórmula fija, que se repite casi literalmente en ambos relatos: «Jesús tomó los cinco panes y los dos peces, alzó la vista al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos para que se los repartieran a la gente». Los mismos cuatro verbos aparecen en el relato de la Última Cena en Marcos: «Jesús tomó pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: “Tomad, esto es mi cuerpo”» (Mc 14,22).
En la Última Cena, Jesús en persona da el pan a los discípulos y en el pan se da a sí mismo. En la multiplicación de los panes, da los panes a los discípulos para que ellos los repartan. El pan partido alude a Jesús en la cruz. El pan que alimenta y fortalece a todos los hombres representa a Cristo mismo, que se nos da. Él es la verdadera comida en nuestro camino. Tenemos que transmitir a Cristo, no a nosotros mismos. Por medio de nuestro amor debe hacerse experimentable para los hombres el amor de Cristo.
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Cinco pasos hacia la libertad Cuando miro los relatos de la multiplicación de los panes en Marcos desde el punto de vista exegético, reconozco que tienen una intención simbólica. Por lo tanto, es adecuado aplicar estos relatos en relación con nuestro tema de la codicia. En el relato de la multiplicación de los panes según Marcos veo cómo podemos liberarnos de la codicia en cinco pasos. Primer paso: «Jesús […] se compadeció». Se compadece de las personas porque han perdido la orientación y desfallecen en su camino, porque se les acaban las fuerzas. En vez de girar en torno a mí mismo y a mi codicia, necesito la compasión para con las personas. La palabra griega para «compadecerse», splanchnízomai, quiere decir «dejarse conmover en las entrañas». Si me dejo afectar por las dificultades de las personas, dejo de girar en torno a mis propias necesidades. Entonces la codicia pierde su poder sobre mí. El segundo paso queda claro en esta palabra de Jesús: «¡Dadles vosotros de comer!». La primera reacción frente a las dificultades de los hombres, frente a su hambre de alimento, frente a su anhelo de Dios, es el sentimiento de impotencia y desvalimiento, como lo manifestaron también los discípulos. Dudamos de si somos capaces de dar algo a los hombres, de si nuestras palabras son alimento para ellos, de si llegamos verdaderamente a sus corazones. Pero Jesús no acepta ninguno de nuestros pretextos. Muchos justifican su codicia diciendo que ellos no pueden salvar a todo el mundo. Pero Jesús desactiva esos intentos de justificación con su claro mandato: «Dales tú de comer. Deja de quejarte. No busques a otros que ayuden. Ayuda tú a estas personas. Dales de comer. Pregúntate qué es lo que alimenta realmente sus almas». Muchos contestan a este reto con dudas. Dicen: «Pero yo no tengo nada que dar. No encuentro las palabras que los alimenten. Yo mismo sigo teniendo hambre». La llamada de Jesús invalida tales pretextos. Al decirme: «Dales tú de comer», me da también la capacidad de dar de comer a los demás y alimentarlos en su camino de anhelos. El tercer paso sigue a la duda de si soy capaz de verdad de ayudar a los demás. A esa pregunta contesta Jesús: «¿Cuántos panes tenéis? ¡Id a ver!». No tengo las dotes de Jesús, ni siquiera las de un buen organizador. Pero tengo conmigo cinco panes. El cinco representa, como decíamos, al hombre abierto a Dios. Cuando miro mi existencia
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humana, me doy cuenta de que tengo bastante para compartir algo con otros. Si miro en mi interior detenidamente, descubro que hay suficiente que puedo dar a otros. Simplemente debo compartir con los hombres mi condición humana en sus luchas y su búsqueda de respuestas. Debo repartir lo que he recibido de mis padres y de Dios. Y debo repartir lo que soy, mi ser humano. El cinco es también el número del amor. Los griegos relacionan el cinco con Afrodita, la diosa del amor. Tenemos en nosotros suficiente amor, que podemos compartir. Y el amor no merma al regalarlo. Jesús dice: «¡Id a ver!». La palabra griega para «ver», ideîn, significa una mirada interior. Tenemos que mirarnos hacia dentro, a ver qué descubrimos en nosotros. Cuando me contemplo a mí, veo también dentro del corazón de los demás. Pues quien se ha conocido a sí mismo, conoce también a los hombres que lo rodean. En lo más íntimo de nosotros nos parecemos mucho. Lo que me mueve a mí, mueve también a los otros. El cuarto paso consiste en repartir el pan. Jesús nos hace un encargo. Pone a sus discípulos a trabajar. Ellos deben repartir a los hombres los panes que llevan consigo. Al hacerlo harán la experiencia de que los panes alcanzan. En el momento en que los reparten, no se empobrecen, no merman. En la actualidad muchos que ayudan a otros se sienten agotados y exhaustos. La causa, a menudo, radica en que no dan lo que han recibido, sino que dan para recibir. Dan para recibir reconocimiento o aprobación. El que da por esta razón pronto se encuentra agotado. Pero el que simplemente escucha su voz interior, saca agua de su fuente interna. Y entonces es capaz de repartir sin que su provisión se agote. No controla cómo funciona esto. No quiere presumir con ello. Sencillamente da, porque es su encargo. Y al cumplir el encargo de Jesús, el pan que reparte no se acaba. El quinto paso se hace patente en la orden que da Jesús a los discípulos de que digan a la gente que se sienten juntándose en grupos de cien y de cincuenta. La experiencia de la comunidad –y aquí precisamente la del banquete comunitario, en el que compartimos todo unos con otros– es una ayuda importante para vencer la codicia, que nos hace girar únicamente en torno a nosotros mismos y a nuestras propias necesidades. Somos enviados a reunir a los hombres en una comunidad. En nuestro mundo anónimo, en el que las personas se aíslan cada vez más y se sienten solas, nuestro encargo es formar comunidades.
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Los dos números, cien y cincuenta, nos muestran la cualidad que deben tener las comunidades: el cien representa la totalidad y el cincuenta, la apertura a Dios y a su Espíritu. Debemos regalar a la gente la experiencia de una comunidad sanadora, donde se cure su desgarro íntimo y lleguen a ser personas enteras. El número cien alude además a la parábola de Jesús sobre las cien ovejas. Debemos ayudar a los hombres a encontrar de nuevo lo que han perdido, a encontrarse de nuevo a sí mismos. La comunidad a la que invitamos tiene que ser una comunidad espiritual, donde las personas se abran juntas a Dios, encuentren en él el sentido de su vida y el fundamento sobre el cual construir la casa de su vida. En Dios tienen que hacerse uno consigo mismos y con los demás. Quien recorre con Jesús estos cinco pasos, vencerá su codicia. Ya no lucha más contra ella. Al contrario, desarrolla en sí capacidades que lo llenan de tal manera que la codicia ya no tiene poder sobre él. El que quiere someter su codicia se ve, a pesar de eso, dominado por ella. Pero el que recorre estos cinco pasos de Jesús se aleja cada vez más de la codicia. La codicia no puede seguirlo por este camino; por eso ya no tiene ninguna oportunidad en él.
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La respuesta a la codicia de gloria: hacerse pequeño como un niño (Mt 18,15) «En aquel momento los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: “¿Quién es el más grande en el reino de los cielos?”. Él llamó a un niño, lo colocó en medio de ellos y dijo: “En verdad os digo que si no os convertís y os hacéis como los niños, no podéis entrar en el reino de los cielos. Quien pueda hacerse tan pequeño como este niño, ese es el más grande en el reino de los cielos. Y el que acoja a un niño como este por mi causa, a mí me acoge”».
¿Quién es grande de verdad? El hombre codicioso probablemente se pregunta también quién será el más grande. Querría mostrarse lo más grande posible en este mundo. Hoy día hay una auténtica adicción a presentarse en público. Para algunas personas, el summum es que se las vea en la tele; da igual lo penosa que pueda resultar su intervención. Lo importante es que lo vean a uno. Por eso la pregunta de los discípulos es también nuestra pregunta: ¿quién es realmente grande, quién es el más grande? Pensamos que somos grandes cuando tenemos mucho dinero, cuando aparecemos en los medios de comunicación, cuando recibimos alabanzas de los demás, cuando llamamos la atención. Y creemos ser los más grandes cuando empequeñecemos a todos los demás que nos rodean. Nuestra grandeza la vivimos siempre a costa de otros. Tenemos que devaluar a otros para valorarnos nosotros como la persona más grande, la más exitosa, la más lista y la más guapa. Jesús, en cambio, coloca a un niño en medio de los discípulos. Eso ya es una provocación. No quiere dar a los discípulos una enseñanza abstracta, sino que llama a un niño. Señalando al niño en medio de ellos, los enseña de forma más realista que con palabras sabias. «Si no os convertís y os hacéis como los niños, no podéis entrar en el reino de los cielos». Hacerse como los niños no significa hacerse infantil. Significa más bien volverse consciente de la propia insignificancia. El hombre ante Dios es como un niño, pequeño e insignificante. Como un niño debe elevar los ojos a Dios, elevar los ojos al que es grande de verdad. Además, un niño está siempre abierto a lo nuevo. Todavía es capaz de asombrarse. Es grande quien es capaz de asombrarse. Los griegos pensaban que el asombro es el inicio de la filosofía. Quien no es capaz de maravillarse como un niño, nunca llega a ser un buen filósofo. Y al decir «filósofo», los griegos no pensaban únicamente en el que ha 75
estudiado filosofía, sino en el hombre que –como lo expresa la palabra griega– es amigo de la sabiduría. Volver a ser niños: volver a ser nosotros mismos Hacerse como un niño tiene aún otros significados. En la psicología actual se dice que cada uno lleva en su interior a un niño herido. Y este niño herido grita cada vez que se le hiere de nuevo de forma parecida a cuando era pequeño. Nuestra tarea es abrazar a este niño herido que hay en nosotros. Pero también tenemos a un niño divino en nosotros. Él nos recuerda la imagen única que Dios se ha hecho de nosotros. El niño divino representa además nuestra vitalidad interior, la intuición de lo que constituye nuestro ser. El niño divino no se ha acomodado. Sabe lo que es adecuado para él; es libre; está enteramente presente. Solo si estamos en contacto con el niño divino que hay en nosotros, podemos experimentar a Dios. Porque Dios está enteramente presente. Necesitamos la presencia de un niño para percibir la pura presencia de Dios. Pero también un niño con el que soñamos que nos encontramos representa lo originario del ser humano. Cuando soñamos con un niño, eso quiere decir siempre que entramos en contacto con nuestro verdadero ser. Y que en nosotros algo nuevo pide la palabra, algo que corresponde a nuestro verdadero ser. El niño representa, pues, lo originario. No se ha acomodado. Confía en su propio sentimiento. De la misma manera debemos confiar también nosotros en nuestro sentimiento más íntimo, que aún no está corroído por la codicia. La intuición interior nos pone en contacto con nuestro verdadero yo. Y allí, en el yo, no estamos determinados por la dimensión del tener, sino por la dimensión del ser. Allí somos sencillos, sin tener que aparentar nada, sin necesidad de justificarnos. El niño simplemente está ahí; es pura presencia. No tiene que demostrar nada. Si llegamos a experimentar en nosotros esa cualidad del niño, somos libres de la presión de tener que estar siempre exhibiendo algo. Disfrutamos del puro ser. Un niño representa además lo pequeño en el mundo. Como seres humanos, deberíamos sentirnos siempre ante Dios como niños, que alzan la vista y se maravillan del Dios infinito. El niño está abierto al misterio. «Reino de los cielos» significa, en este contexto, que Dios reina en nosotros. Pero Dios no puede reinar en un ser humano 76
satisfecho, en un «sabelotodo». Por eso debemos hacernos como los niños, abiertos a recibir algo nuevo. Y debemos hacernos como los niños, que saben que no saben nada, curiosos de la verdadera sabiduría. Solo entonces, cuando estemos en contacto con el niño que hay en nosotros, Dios puede reinar en nosotros. Todavía otra actitud más es –según Jesús– característica del niño. Debemos hacernos «tan pequeños como este niño». Solo entonces seremos grandes en el reino de los cielos. «Hacerse pequeño» en griego se dice tapeinoûn y en latín, humiliare. Los griegos probablemente piensan con esta palabra más bien en hacerse pequeños, en contentarse como un niño. Los latinos piensan en el humus [tierra], y por tanto en la humildad. Humildad significa en este contexto, como ya se mencionó antes, la valentía de colocarse con los pies en la tierra y aceptar la propia condición humana y terrena. Aquí se hace visible la paradoja cristiana: solo sube al cielo el que antes ha bajado a la tierra (cf. Ef 4,9). Solo cuando nos aceptemos a nosotros mismos con toda humildad tal como somos, con todos los fallos y debilidades, con nuestra insignificancia que percibimos en la imagen del niño, solo entonces reinará Dios en nosotros y solo entonces seremos grandes en el reino de los cielos. Encontraremos en Dios nuestro verdadero yo. El que se hincha ante Dios será humillado, se verá dolorosamente confrontado con su propia humanidad. El deseo de ser visto El codicioso quiere compensar su inferioridad con todo el dinero posible. Lucas nos lo ha mostrado en el ejemplo de Zaqueo, el jefe de publicanos. El jefe de publicanos era de pequeña estatura y tenía complejo de inferioridad. Eso lo había llevado a colmar su vacío con dinero. Y, como jefe de publicanos, tenía que empequeñecer a otros para poder creer en su propia grandeza. Pero no lo lograba. Solo cuando Jesús lo mira, alza la vista hacia él y reconoce en él el cielo, solo entonces es capaz de cambiar su conducta. Ya no necesita más el dinero para hacerse ver. Jesús lo ve como el hombre que es, sin que tenga que demostrar nada. Y precisamente esa experiencia es la que lo ha abierto a dar la mitad de sus bienes a los pobres. Ahora que ha encontrado la aceptación por parte de Jesús, ya no necesita el dinero para compensar su carencia. El encuentro con Jesús ha liberado a Zaqueo de su codicia. Jesús ni siquiera le ha exhortado a dejar la codicia. Al
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mirarlo Jesús, al alzar la vista hacia él y reconocer en él el cielo, lo ha transformado de un codicioso en un hombre libre y generoso. Jesús nos quiere decir: si te conviertes y te haces como un niño, libre del afán de tener que demostrarse continuamente, si te miras a ti mismo y te sabes mirado por Dios, entonces eres libre para dar. Entonces se deshace tu codicia. Eres capaz de aceptarte a ti mismo. Y eso te permite desprenderte de tu dinero o compartirlo con otros.
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De la avidez de compararse y ganar más que los otros (Mt 20,1-16) «Con el reino de los cielos sucede como con un hacendado que salió de mañana a contratar obreros para su viña. Se apalabró con ellos en un denario al día y los envió a su viña. Volvió a salir a la hora tercia, vio en la plaza a otros que no tenían trabajo y les dijo: “Id también vosotros a mi viña y os pagaré lo debido”. Ellos se fueron. Volvió a salir a la hora sexta y a la hora nona e hizo lo mismo. A la hora undécima salió de nuevo, encontró otros que estaban por allí y les dijo: “¿Qué hacéis aquí parados todo el día sin trabajar?”. Le contestan: “Nadie nos ha contratado”. Y les dice: “Id también vosotros a mi viña”. Al anochecer, el dueño de la viña dijo al capataz: “Llama a los obreros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros”. Pasaron los del atardecer y recibieron un denario cada uno. Cuando llegaron los primeros, esperaban recibir más; pero también ellos recibieron un denario. Entonces empezaron a protestar contra el hacendado: “Estos últimos han trabajado solo una hora y les has pagado igual que a nosotros, que hemos soportado la fatiga y el calor del día”. Él contestó a uno de ellos: “Amigo, no te hago injusticia. ¿No nos apalabramos en un denario? Pues toma lo tuyo y vete. Que yo quiero dar al último lo mismo que a ti. ¿No puedo yo disponer de mis bienes como me parezca? ¿O tienes envidia porque soy bueno?”. Así, los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos».
Injusto Jesús conoce el arte de contar de modo que cautiva a sus oyentes y al mismo tiempo los provoca. La parábola de los trabajadores de la viña es una historia de este tipo, que no deja frío a nadie. La mayoría de los oyentes reaccionan enfadados. Los empresarios dicen: «Yo nunca podría actuar así con mis trabajadores. Jesús no tiene ni idea de la vida laboral de hoy». Los obreros se identifican con los trabajadores de la primera hora y se enfadan con los que llegaron a trabajar a última hora. Pero los empresarios y los obreros no son los únicos que protestan contra esta parábola. También cristianos que se esfuerzan por guardar los mandamientos de Dios, por comprometerse con la Iglesia, por cumplir sus obligaciones como cristianos, reaccionan indignados contra quienes, sin guardar ningún mandamiento, llegan al cielo. Precisamente allí donde una parábola nos molesta, puede tener lugar un cambio de perspectiva. Con la parábola, Jesús nos saca de donde estamos. Despierta nuestra curiosidad. Pero al mismo tiempo transforma nuestra manera de ver las cosas. Destapa nuestros deseos y motivos escondidos y nos muestra que secretamente esperamos recibir más que los otros. Nos hace ver nuestro continuo compararnos con los demás: no soy capaz de mirar con gratitud lo que recibo; siempre lo comparo con lo que otros reciben. Y me pregunto por qué no recibo más, a pesar de haber rendido más. Esta no vale solo para la viña, sino también para nosotros en muchas situaciones de nuestra vida.
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Jesús describe una situación que era común en la vida diaria laboral de Palestina: un hacendado busca temporeros para su viña. Muchas grandes haciendas de entonces eran explotadas con jornaleros, una mano de obra más barata que los esclavos. La jornada de trabajo empezaba muy de mañana. El hacendado de esta parábola sabe dónde puede encontrar trabajadores. E invita a los que están en la plaza a trabajar en su viña. Como salario apalabra con ellos un denario, el salario habitual por una jornada de trabajo. Es normal que el hacendado vaya de nuevo a la plaza en busca de obreros a la hora tercia, es decir, a las nueve de la mañana. Pero que vaya a contratar trabajadores otras dos veces más es bastante insólito. Y que el dueño de la viña salga de nuevo en busca de trabajadores a la hora undécima se sale completamente de lo corriente. Esto es exactamente una hora antes de que finalice la jornada, y por lo tanto no tiene ningún valor económico. La contratación de los obreros a la hora undécima la describe Mateo en este texto de modo detallado y prolijo. Con ello muestra que aquí se halla el auténtico objetivo de la parábola. Solamente con estos trabajadores entabla conversación el hacendado: «¿Qué hacéis aquí parados todo el día sin trabajar?», les pregunta. Y ellos contestan: «Nadie nos ha contratado». Se sienten inútiles. Nadie los quiere. A los que andan por allí sin hacer nada evidentemente no les va bien. No se alegran de su ociosidad, más bien sufren por ella. Claramente Jesús sabía crear tensión al narrar. Aumenta la tensión cuando, al contar el pago del salario, hace que vengan primero los últimos. El hacendado les paga como jornal un denario. Esa es una buena remuneración, especialmente si consideramos que el dueño de la viña no había apalabrado ningún salario con ellos. Pero despierta codicias en los obreros de la primera hora. Aunque se había acordado con ellos un denario como salario, ahora esperan más y protestan porque reciben también un denario solamente. No están contentos, sino que se comparan con los otros que han trabajado menos. Su respuesta es muy simbólica. Y uno intuye que Mateo pone esta respuesta en boca de los cristianos celosos que se molestan porque Jesús llame también a pecadores, porque en la comunidad cristiana tengan sitio también personas que no tienen ningún mérito que presentar: «Estos últimos han trabajado solo una hora y les has pagado igual que a nosotros, que hemos soportado la fatiga y el calor del día». Estas palabras dejan claro qué es lo que mueve a los cristianos y cómo entienden su vida: no están agradecidos por tener un trabajo y porque les va bien en la vida, sino que se comparan con otros. No
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miran con agradecimiento lo que han recibido, sino que miran de reojo los regalos que Dios hace también a otros. La comparación me vuelve envidioso y ciego a lo que es adecuado y bueno para mí. Además, los cristianos que deberían sentirse aludidos por este texto entienden su vida como una carga y una lucha bajo el calor del día. No ven la alegría del trabajo, del éxito, de la cosecha que obtienen y que pueden disfrutar. Están obsesionados con la carga, con el peso y la fatiga que la vida trae consigo. Sin embargo, la parábola no se refiere únicamente al típico cristiano típico que se esfuerza por seguir los mandamientos de Dios y de la Iglesia y que se siente tratado injustamente cuando Dios regala la salvación también a otros. Está abierta a cada uno de nosotros, también a los no creyentes. Nos descubre que no estamos en nosotros mismos y que no somos capaces de disfrutar agradecidamente lo que la vida nos ofrece. Por el contrario, siempre nos comparamos con otros. Y el compararnos nos hace codiciosos. Querríamos tener tanto dinero como el vecino. Querríamos tener tan buen aspecto como la mujer que hemos visto en la televisión. Querríamos ser tan inteligentes como este o aquel maestro o profesor. Nunca estamos contentos con lo que somos. Somos insaciables en nuestros deseos. La envidia despierta cada vez más deseos en nosotros. Y siempre hay personas que tienen algo que nosotros no tenemos. Por eso queremos siempre tener todavía más y conseguir todavía más. A la bondad no se le pueden pedir cuentas El dueño de la viña en la parábola trata al portavoz de los obreros con la expresión de confianza «amigo». Le remite al convenio que hicieron. Y le plantea, y con él también al lector que se irrita por esta parábola, la pregunta: «¿No puedo yo disponer de mis bienes como me parezca? ¿O tienes envidia porque soy bueno [con otros]?». Esta pregunta penetra como un aguijón en el corazón del portavoz, pero también en el corazón del oyente o lector. Con esta pregunta Jesús describe su propio ser y el ser de Dios. Dios es bueno. Pero a su bondad no se le pueden pedir cuentas, ya que es inmerecida. En la época de la Reforma se interpretó esta parábola como la victoria de la gracia sobre cualquier idea de merecimiento. Pero probablemente también eso es demasiado unilateral. Porque el hacendado sí que da a cada uno lo que es justo, lo que se ha merecido. Solo que la justicia de Dios, que se vislumbra en la manera de actuar del dueño de la viña, supera toda contabilidad. 81
Ciertos Padres de la Iglesia interpretaron esta parábola como imagen de la vida del ser humano: algunos hombres son cristianos de nacimiento, otros se convierten en su primera juventud, otros siendo ya adultos o incluso de ancianos. Y los Padres de la Iglesia exhortan a los cristianos de la primera hora a no flaquear en su fervor, a la vez que conceden a los que recibieron el bautismo tardíamente consuelo y esperanza. Cada cual debe recorrer su propio camino y servir a Dios por su camino personal, sin compararse con otros. Como salario reciben todos un denario. No solo es el jornal común de entonces, sino al mismo tiempo una imagen del alcanzar la plenitud y hacerse uno con Dios. Más que el hacerse uno con él no hay nada. Esa es la meta de la vida humana. Los caminos que llevan a esta meta son diversos, para uno más corto, para otro más largo. Compararse: ¡envidia y descontento garantizados! Esta interpretación era un intento de aplicar la enseñanza de la parábola en la época correspondiente. Pero ¿cuál es el sentido actual de esta parábola? A mí me sitúa ante la pregunta de cómo entiendo mi vida: ¿solo como rendimiento, como trabajo fatigoso, mientras que la auténtica vida consiste en estar por ahí sin hacer nada? ¿O tengo la sensación de que mi compromiso en favor de otros me regala también satisfacción? Aunque el trabajo a veces es fatigoso, al final del día me siento bien, porque he trabajado para Dios y para los hombres. Esto da sentido y plenitud a mi vida. El que está sin ocupación, dando vueltas en la plaza, seguro que no es feliz. Muy a menudo se siente superfluo. Su vida no tiene sentido. Haber sido llamado, convocado, contratado, todo esto constituye el valor de la persona. Cuando me entrego al trabajo que me ha sido conferido, sin compararme con otros, entonces al trabajar me hago uno conmigo mismo, con Dios y con los hombres. Y no necesito más para vivir. Cuando, por el contrario, aparto mi vista de lo que hago, miro a los otros y me comparo con ellos, entonces estoy interiormente dividido y descontento. Al hablar en mis cursos con los participantes sobre esta parábola, me doy cuenta de cuántas agresiones ocultas, cuántos sentimientos de envidia, cuántos celos y cuánta codicia emergen en nosotros. Al otro no le pasamos nada por alto. Tenemos la impresión de que somos postergados. Miramos de reojo a los que se lo montan bien. 82
Probablemente nadie puede contemplar esta parábola sin reaccionar interiormente. Destapa en nosotros lo que hay de envidia y de codicia escondidas bajo la superficie de nuestra conciencia del deber, de nuestra dedicación al trabajo, de nuestro compromiso cristiano. El que reacciona con fuerza ante la parábola debería interrogar a esa reacción suya sobre qué «brota» ahí en él de envidia, celos, agresividad y codicia. Y luego debería entablar una conversación con Jesús, que le propone otra forma de ver las cosas y lo invita a dejar de compararse y a aceptar con gratitud lo que ha ganado honradamente mediante el trabajo de sus manos. Si en todo lo que hago me comparo con otros, siempre me siento injustamente tratado. Pero si estoy centrado en mi trabajo y progreso en él, entonces me lo paso bien. Si aparto la mirada del trabajo y miro a los que no hacen nada, a los que no se esfuerzan, termino por enfadarme. Pero entonces me amargo yo mi propia vida. Jesús quiere invitarme a estar del todo en lo que actualmente hago o experimento y a dejar toda comparación con otros. Si me fijo en los otros, siempre desearé, lleno de codicia, lo que los otros tienen o hacen. Entonces desearía estar tan ocioso como los demás, dando vueltas por ahí. Pero ¿sería entonces realmente feliz? Si luego estoy ocioso dando vueltas por ahí, me compararé con los que tienen algo que hacer y los envidiaré. La envidia y la codicia van juntas. Las dos son caminos hacia la infelicidad. Involucrarme en lo que soy y hago, ese es el camino hacia la tranquilidad interior y la satisfacción.
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El afán de tener dinero en abundancia (Lc 12,13-21) «Uno de la multitud pidió a Jesús: “Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo”. Él le respondió: “Hombre, ¿quién me ha hecho juez o árbitro entre vosotros?”. Después dijo a la gente: “¡Atención! Guardaos de cualquier clase de codicia, porque el sentido de la vida no consiste en que un hombre por sus muchos bienes viva en la opulencia”. Y les contó esta parábola: “Las tierras de un hombre dieron una gran cosecha. Entonces pensaba: ‘¿Qué haré, que no tengo donde guardar toda la cosecha?’. Finalmente dijo: ‘Haré lo siguiente: derribaré mis graneros y construiré otros mayores en los que meteré todo mi trigo y mis provisiones. Después puedo decirme a mí mismo: ahora tienes acumulados muchos bienes, que alcanzan para muchos años. Descansa, come y bebe y disfruta de la vida’. Pero Dios le dijo: ‘¡Necio, esta noche te reclamarán la vida! Lo que has acumulado ¿para quién será?’. Así le pasa al que acumula tesoros solo para sí mismo, pero no es rico a los ojos de Dios”».
Salir perjudicado Hace poco tuve una conversación con una abogada de derecho familiar y hereditario. Me contaba cuánta codicia que surge a menudo en la gente tan pronto como se trata de repartir la herencia. En esto la gente nunca recibe lo suficiente. Pero en muchas peleas por la herencia no se trata primordialmente del dinero y de los bienes, sino de la pregunta por quién era el preferido del padre o de la madre. Algunas veces se ventilan, sobre el trasfondo de los conflictos judiciales, los antiguos conflictos familiares. En estos casos le invade a uno el sentimiento de haber salido perjudicado, de no haber recibido el suficiente amor y cariño por parte de los padres. Ahora se quiere compensar a posteriori la falta de amor, consiguiendo lo más posible de los bienes. Pero los conflictos familiares no se solucionan con dinero. Al contrario, a menudo las familias se enemistan por completo a causa de la cuestión de la herencia. El mantel se desgarra. Uno ya no se habla más con el hermano o la hermana. En el texto del Evangelio de Lucas, se acerca a Jesús un hombre de la multitud que, según parece, también ha salido perjudicado, que no se sentía adecuadamente considerado por su padre o suficientemente querido por su madre. Ahora le pide a Jesús que diga a su hermano que reparta la herencia con él. El hermano pretende todo el amor de los padres para él solo, quiere quedarse con todo y no compartir nada. La petición del hombre parece sensata. Sin embargo, Jesús responde rehusando: «Hombre, ¿quién me ha hecho juez o árbitro entre vosotros?». Jesús se niega a inmiscuirse en las peleas por la herencia. No se siente llamado a arreglar conflictos familiares. No quiere si el hermano o la hermana debería haber recibido más amor de los padres.
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Lo que retengo paraliza la vida Jesús previene a los hombres contra cualquier forma de avaricia. Quien quiere tener cada vez más se define a sí mismo solo desde fuera. Nunca encuentra su propio valor, nunca llega a sí mismo y a su centro. Nunca estará contento. Jesús expresa esto en una frase un tanto complicada. En la versión que hemos transcrito, dice: «El sentido de la vida no consiste en que un hombre por sus muchos bienes viva en la opulencia». Se podría traducir también: la vida no recibe su sentido de la abundancia de bienes exteriores disponibles. El avaro espera que el dinero fluya. Pero las cosas no pueden fluir. No nos permiten sentir que la vida fluye. Las posesiones no pueden fluir. Lo que retengo hace más bien que la vida se paralice. Con esta frase Jesús quiere decir que el deseo de tener frena la vida. Pero él quiere que la vida fluya en nosotros, cosa que solamente logramos si no nos aferramos a las cosas externas. El tener es algo rígido. Solo el ser tiene la capacidad de fluir. Y únicamente cuando logramos pasar del tener al ser, empieza a fluir nuestra vida. Lo que Jesús quiere decir con esto lo explica con el ejemplo del agricultor rico. Jesús cuenta que los campos de ese hombre han dado una cosecha abundante. El agricultor puede, pues, estar agradecido. No ha sido mérito suyo tener una cosecha tan buena. A continuación inicia un diálogo consigo mismo. A Lucas le gustan los monólogos interiores. Es un medio estilístico que toma de la tragedia griega. De este modo trata de exteriorizar los pensamientos del oyente. Todos conocemos pensamientos parecidos a los que medita a solas el agricultor rico. Suenan totalmente razonables. Si su cosecha no cabe en los viejos graneros, parece sensato construir otros mayores. Pero después sus pensamientos prosiguen en una dirección que no puede agradar a Jesús. El hombre se dice: «Descansa, come y bebe y disfruta de la vida». Estas ideas corresponden a la filosofía epicúrea, que por entonces era popular en Grecia y que tiene nuevos partidarios también hoy. Se trata de disfrutar de la vida todo lo posible y sentirse siempre bien. Las «ofertas de wellness» siguen atrayendo hoy a muchas personas. Esto puede no ser malo. Sin embargo, Jesús ve en ello el peligro de que uno gire solo alrededor de sí mismo, de su sentirse bien. Pero el sentirse bien no es algo que podamos planificar ni tampoco retener en absoluto. Dios mismo podría trazar una raya bajo nuestras cuentas: «¡Necio, esta noche te reclamarán la vida! Lo que has acumulado ¿para quién será?». No podemos retener nada, ni bienes ni éxito ni reconocimiento ni aprobación. Estas son 85
cosas exteriores. Se trata de la vida, del alma, como dice el texto griego. El alma se refiere al hombre interior. Allí, en el interior, se decide si la vida se logra o no. El agricultor piensa que solo ahora, puesto que ha previsto todo para el futuro, puede empezar a vivir de verdad. Querría tener una garantía de una vida larga y placentera. Este relato bíblico me recuerda una historia que cuenta Peter Schellenbaum: un señor tuvo que someterse a una operación grave en el hospital. Cuando le dieron el alta, preguntó al médico jefe cuánto tiempo podría vivir aún con esa enfermedad. El médico le dijo que tenía buenas perspectivas. Pero el hombre no se contentó con eso. Quería saber exactamente qué esperanzas de vida tenía según las estadísticas médicas. El médico opinaba que alrededor de treinta años más. El hombre iba por la calle sumido en sus pensamientos. Por ir pensando en la estadística médica, no se dio cuenta de un coche, que lo atropelló. Murió en el acto (cf. Schellenbaum, 48s). Si hacemos que nuestra vida dependa de cosas exteriores, la desperdiciamos. Y no tenemos en cuenta a la muerte, que de improviso nos sorprende. La codicia desaprovecha la vida. Nunca vive en el momento, sino siempre en el futuro. Y no tiene en cuenta que la muerte podría sorprendernos ahora. El codicioso se aferra a la ilusión de que vivirá eternamente. Pero esta ilusión se desvanece más rápido de lo que él piensa. La crítica de Jesús a las palabras del agricultor tiene aún otro trasfondo. Con frecuencia hay personas que me dicen: «Ahora quiero trabajar duro y ganar tanto dinero que pueda jubilarme a los cincuenta años. Entonces tendré tiempo para la familia. Entonces gozaré de la vida». Cuando escucho tales palabras, sé que nunca llevan a una vida plena. Porque estas personas ya no son capaces de descansar en absoluto. Y cuando quieran tener tiempo para su familia, esta ya hará mucho que se ha alejado de ellos. Los niños ya no necesitarán a su padre. Además, esas personas se han identificado tanto con su trabajo que ya no son capaces de disfrutar de la vida. Creen que después del trabajo dictado por la codicia llega por sí sola la alegría de vivir. Pero esto es una ilusión. Jesús destruye esa ilusión con su alusión a la muerte repentina, que puede llegar en cualquier momento. Compartir y dar fruto abundante
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Lucas escribió su Evangelio para la clase media griega: grandes propietarios, artesanos, comerciantes y mercaderes. Y no defiende la opinión de que la propiedad en sí sea mala. Tampoco exige que sus oyentes renuncien sin más a sus pertenencias. Pero deben compartirlas con otros. No deben girar alrededor de sí mismos. Si no, viven al margen de la vida y de Dios. Jesús considera que quien quiere solamente retener sus bienes, como el agricultor rico, fracasa. En vez de la acumulación codiciosa para sí, Jesús aconseja la solidaridad con los pobres. La solidaridad transforma la codicia en el gozo comunitario por lo que Dios nos regala en común. Jesús habla de personas que amontonan tesoros solo para sí mismas, que quieren tener todo solo para ellas. Nunca pueden tener bastante. Pero su vida no da fruto. En la psicología moderna se habla de la «sensación de flow», que es la verdadera condición para ser feliz. La vida debe fluir. Y fluirá solo si me entrego yo mismo, mi tiempo, mis bienes; si me entrego al trabajo, si me entrego a los hombres. Jesús piensa que el que se entrega se hace rico ante Dios. No se trata aquí solo de la entrega de mis bienes, sino también de la entrega de mi tiempo y de mis fuerzas. El que siempre tiene miedo a dar más de lo que sus fuerzas le permiten, el que siempre pone límites sin llegar a entregarse, tendrá una vida estéril. Erich Fried lo ha formulado de manera impresionante en su poema Kleines Beispiel [Pequeño ejemplo]: «También la vida no vivida se acaba. A lo mejor más despacio, como una pila en una linterna que no usa nadie. Pero esto no sirve de mucho si uno después de muchos años quiere encender esa linterna. Ya no sale ni un soplo de luz y, si la abres, encuentras solo tus huesos. Y si tienes mala suerte, también estos ya del todo carcomidos. Para eso podrías perfectamente 87
haber alumbrado». El agricultor quería retener sus «pilas» para sí. Su «linterna» no alumbró nunca. No deberíamos conservar y asegurar nuestra vida no vivida, sino vivir la vida de verdad, entregándonos nosotros y entregando lo que tenemos de fuerzas, de capacidades, de todo lo que está a nuestra disposición. Así la vida se enriquece. Y nuestra luz brillará, para nosotros y para otros. Entonces surgirá lo que el agricultor desea para sí: «Descansa y disfruta». La verdadera alegría no puede uno quedársela para sí. Surge cuando se da, cuando la vida fluye y la «pila» se gasta en «alumbrar».
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Sobre el derroche del amor (Jn 12,1-8) «Seis días antes de la Pascua, Jesús fue a Betania, donde estaba Lázaro, al que había resucitado de entre los muertos. Allí le prepararon un banquete. Marta servía y Lázaro era uno de los comensales. Entonces María tomó una libra de perfume de nardo puro, muy costoso, ungió los pies a Jesús y los enjugó con sus cabellos. La casa se llenó del olor del perfume. Pero uno de sus discípulos, Judas Iscariote, el que luego lo traicionó, dijo: “¿Por qué no se ha vendido ese perfume por trescientos denarios para repartirlos a los pobres?”. Pero esto no lo decía porque le importaran los pobres, sino porque era ladrón; y como tenía la caja común, sustraía los ingresos. Jesús replicó: “Déjala, que lo guarde para el día de mi sepultura. A los pobres los tenéis siempre entre vosotros, pero a mí no me tenéis siempre”».
Una historia de amor La codicia va ligada a la tacañería o también al derroche. El derroche puede ser una señal de falta de disciplina o también un signo de que uno quiere presumir con su dinero. Entonces con el derroche quiere comprarse uno el cariño de la gente o, por lo menos, su admiración. Los Padres de la Iglesia opinan que la tacañería es más difícil de curar que el derroche. Pues el derroche puede ser transformado en derroche de amor. El derroche del amor es lo contrario de la codicia y de la tacañería. El amor da porque quiere dar, porque es tan grande que sencillamente tiene que dar. De este amor derrochador nos cuenta Juan en este pasaje de su Evangelio. Los relatos de Juan tienen siempre un significado simbólico. Juan narra algo sucedido, pero lo sucedido apunta a algo invisible y misterioso. Así ocurre también con el relato de la unción de Jesús en Betania. Juan comienza con la frase: «Seis días antes de la Pascua, Jesús fue a Betania, donde estaba Lázaro, al que había resucitado de entre los muertos». El seis es el número de la imperfección y de lo hecho por uno mismo. Pero lo imperfecto es perfeccionado y completado por la muerte y la resurrección de Jesús. El seis apunta ya al siete, el número de la transformación y la perfección. En la resurrección el hombre es creado de nuevo. Allí está la verdadera Pascua: el tránsito al mundo de Dios, la transformación y divinización del hombre. María lleva a cabo el misterio de la Pascua, del tránsito. Con su unción pasa del mundo de la utilidad al mundo del amor, del mundo de las limitaciones al mundo del amor ilimitado. María, Marta y Lázaro ofrecen seis días antes de la Pascua, es decir, el domingo por la tarde, una cena a Jesús. Quizá la cena sea aquí un símbolo de la eucaristía, que los cristianos celebraban en la tarde del domingo. María toma una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, y unge con él los pies de Jesús. Es una cantidad de perfume 89
derrochadoramente grande. El perfume de nardo era considerado en la Antigüedad como uno de los más costosos. Judas estima el valor de esta cantidad en trescientos denarios. Eso es más que el salario anual de un jornalero. Después se dice: «La casa se llenó del olor del perfume». La abundancia exuberante del perfume recuerda la abundancia del vino que regaló Jesús en las bodas de Caná. En las bodas de Caná se habla del nuevo sabor de la vida. Aquí se trata del exquisito olor, que sube a la nariz. El amor de Dios, que en la muerte de Jesús llega a su plenitud, difunde un olor agradable. La casa entera, la Iglesia entera, el mundo entero se llenan de él y son transformados por él. Los Padres de la Iglesia interpretan esta escena así: desde la muerte y resurrección de Jesús el buen olor del conocimiento (gnôsis) de Dios llena el mundo entero. Frente al mal olor que sale de Lázaro muerto, la resurrección significa un olor agradable. Juan enseña con estas imágenes que la realidad de Dios se puede percibir con todos los sentidos. Se la puede ver y escuchar, saborear, oler y tocar. La tradición mística ha prolongado esta visión de Juan en su teología de la dulcedo Dei, la «dulzura de Dios». Dios se deja experimentar y sentir. La huella de Dios en el alma humana es el buen olor, el nuevo sabor, la dulzura y la alegría. La unción con perfume exquisito es imagen del amor. En el comienzo de la pasión está, pues, el amor de una mujer. En el capítulo 13 del Evangelio de Juan se describe el actuar de Jesús como amor. El relato de la unción se halla también en los Evangelios de Marcos y de Mateo. Pero ahí María unge la cabeza de Jesús. Juan, en cambio, habla intencionadamente de la unción de los pies, porque este gesto es algo muy personal y también erótico. Solo se permitía hacerlo a la esposa o a la hija. Lo que hace María tiene su paralelo en la acción de Jesús: en la Última Cena Jesús lavará los pies a sus discípulos. Con esto no solo lleva a cabo con sus discípulos el servicio masculino del esclavo, sino también el servicio femenino de la esposa y de la hija. En la cruz Jesús consumará este amor al entregarse por nosotros. Allí se abrirá la vasija preciosa de su corazón y su amor se derramará sobre nosotros. La codicia no tiene ninguna sensibilidad para el misterio del amor Judas no entiende el amor derrochador de María. Tampoco tiene ninguna sensibilidad para el misterio del amor de Jesús, que se entrega por nosotros en la muerte. Lo ve todo 90
bajo el aspecto de la utilidad. Esto es humano. Pero el amor de Dios es algo diferente. Sin embargo, lo que Juan quiere dejar claro aquí con la respuesta de Judas es lo siguiente: no es posible apropiarse de la revelación de Jesús, tampoco como programa social. En realidad, a veces detrás de un programa social se esconden de hecho la envidia o la avaricia. Así lo interpreta el mismo Juan cuando explica la crítica de Judas de que el perfume se hubiera podido vender por trescientos denarios y dar el dinero a los pobres como expresión de su avaricia: «Esto no lo decía porque le importaran los pobres, sino porque era ladrón; y como tenía la caja común, sustraía los ingresos». La avaricia se ha infiltrado, pues, incluso en el círculo de los discípulos. También Jesús necesitaba dinero para su manutención y la de los discípulos. Pero el que estaba a cargo de la caja común incurría en la avaricia. Malversaba el dinero. Este fenómeno lo encontramos también hoy una y otra vez cuando leemos en la prensa que el tesorero de una empresa de utilidad pública, de una campaña de donaciones, de una obra misionera, etc., ha desviado dinero para su uso personal. Donde se trata de dinero, se despierta también la codicia, incluso en personas que colaboran con buenas causas, como la misión o el apoyo a proyectos solidarios. En este relato de Juan se trata del misterio del amor que se expande. Es el amor de una mujer. Cuando en el Evangelio de Juan las mujeres juegan un papel central, el amor está siempre en el medio, como ocurre en las bodas de Caná, en la conversación con la samaritana, en la resurrección de Lázaro –en la que María y Marta tienen un papel importante–, aquí en la unción de Betania y finalmente en la escena de la resurrección con María de Magdala, que busca al amor de su alma. Juan coloca al comienzo y al final de la pasión de Jesús una escena de amor. El centro de la pasión, la muerte de Jesús en la cruz, es la culminación del amor. Juan expresa con la imagen de la unción de Jesús que el amor que llega a su plenitud en la pasión y resurrección de Jesús no se puede calcular. Es derrochador y no razonable. No puede ser comprendido por hombres de entendimiento prosaico. Solo es accesible para el que también sabe amar. La unción de la cabeza de Jesús en los Evangelios de Marcos y Mateo podría entenderse como unción regia. Jesús, que va a la muerte, es a la vez el verdadero rey. La unción de los pies, como nos la describen Juan y Lucas, es más bien expresión del amor, y de un amor erótico. En Lucas la unción de los pies es claramente una escena erótica: la mujer con fama de pecadora suelta sus cabellos para secar los pies de Jesús, que antes 91
había mojado con sus lágrimas. Para la sensibilidad judía, soltarse los cabellos era especialmente erótico. Además, la mujer besa los pies de Jesús. Jesús mismo interpreta su acción como expresión de su gran amor. Ese amor es un signo de que a la mujer se le ha perdonado mucho. Lucas deja aquí intencionadamente al lector en la incertidumbre de si Jesús perdona a la mujer porque le ha demostrado tanto amor, o si solamente confirma el perdón que ha sido la causa de su amor. Es un entrelazamiento de perdón y amor. Porque la mujer ha amado mucho, se le ha perdonado mucho, y viceversa: porque se le ha perdonado mucho, ama tan derrochadoramente. El hombre necesita para la vida también lo inútil y bello El tema del amor derrochador y de la crítica a él vuelve a surgir a menudo también en nuestros días. Muchos reprochan a la Iglesia que, en vez de construir templos hermosos y caros, debería dar el dinero a los pobres. Algo de razón lleva esta crítica, puesto que la Iglesia debería ser siempre una Iglesia de los pobres. Pero si ponderamos esta crítica a la luz del Evangelio de Juan, deberíamos preguntarnos igual de críticamente: ¿no se esconde detrás de esa crítica la envidia y, en definitiva, la codicia de tener el dinero para ellos? ¿Es la alusión a los pobres una coartada para la propia codicia? Construir hermosas iglesias y apreciar la belleza del arte es, al fin y al cabo, expresión de un amor derrochador. Porque amamos a Dios, deseamos también expresar su hermosura en la belleza de un templo, en la hermosura de un cuadro. Si por pura preocupación social nos olvidamos del arte, no ayudamos tampoco a los pobres. También ellos necesitan lo bello para poder sobrellevar su propia vida. Por supuesto, debe haber siempre un equilibrio entre la belleza y la ayuda social. Pero la pobreza no se puede superar únicamente con dinero. Hace falta también elevar la mirada hacia algo superior para relativizar la pobreza. La respuesta de Jesús les parece una burla a los críticos del amor derrochador: «A los pobres los tenéis siempre entre vosotros, pero a mí no me tenéis siempre». Esta frase es, por lo menos, un aguijón para todos los que se comprometen con todas sus fuerzas para eliminar la pobreza. Ni siquiera con mucho dinero podremos deshacernos de la pobreza en el mundo. Debemos hacer siempre las dos cosas: ayudar a los pobres y al mismo tiempo poner la mirada en el que sacia nuestro anhelo más profundo: en el Dios del amor, en Jesucristo, en quien brilla del modo más visible el amor de Dios por nosotros.
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Del placer de derrochar y de la tacañería que no disfruta de nada (Lc 15,1132) «Un hombre tenía dos hijos. El menor dijo al padre: “Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde”. Él les repartió los bienes. A los pocos días, el hijo menor reunió todo y emigró a un país lejano, donde derrochó su fortuna viviendo como un libertino. Cuando hubo gastado todo, sobrevino una carestía grave en aquel país, y empezó a pasar necesidad. Entonces fue a un hacendado del país y le insistió para que lo enviara a sus campos a cuidar cerdos. Deseaba llenar el estómago de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces, reflexionando, pensó: “¡A cuántos jornaleros de mi padre les sobra el pan mientras yo aquí me muero de hambre! Me pondré en camino a la casa de mi padre y le diré: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no merezco llamarme hijo tuyo. Trátame como a uno de tus jornaleros’”. Y se puso en camino y regresó a su padre. Estaba aún distante cuando su padre lo divisó y se enterneció. Corriendo se le echó al cuello y lo besó. El hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus criados: “Enseguida, traed el mejor vestido y vestidlo; ponedle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traed el ternero cebado y matadlo. Vamos a comer y estar alegres. Porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y ha sido encontrado”. Y empezaron a celebrar una fiesta alegre. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando se acercaba a la casa, oyó música y danzas. Llamó a uno de los criados para informarse de lo que pasaba. Le contestó: “Es que ha regresado tu hermano y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado sano y salvo”. Se enojó y no quería entrar. Su padre salió a rogarle que entrara. Pero él replicó a su padre: “Tantos años llevo sirviéndote, sin desobedecer una orden tuya, y nunca me has dado un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. Pero, cuando ha llegado ese hijo tuyo que ha malgastado tu fortuna con prostitutas, has matado para él el ternero cebado”. El padre le respondió: “Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero tenemos que alegrarnos y hacer una fiesta, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y ha sido encontrado”».
Reconocer los lados oscuros Del tema del derroche y la tacañería se trata también en la parábola probablemente más hermosa de Jesús, que nos relata Lucas: la parábola del hijo perdido y del hermano que se quedó en casa. En ella se nos presentan muy claramente los dos aspectos de la codicia. Por una parte, la codicia como placer de dilapidar todo, de gastar sencillamente todo lo que tengo, sin disciplina alguna; el placer de irse lejos y llevar una vida «libertina». Por otra parte, la codicia como tacañería: conservar todo junto con parquedad, quedarse en casa, no tener valor para arriesgarse a nada, optar siempre por lo seguro. El hijo aparentemente cumplidor y adaptado, el chico bueno que se ha quedado en casa, experimenta el lado oscuro de su hermano. Y viceversa, el hermano derrochador experimenta los lados oscuros reprimidos de su hermano mayor. El hijo menor no soporta la vida acomodada en casa. Exige al padre ya ahora la parte de la herencia que le corresponde. Quiere vivir, y lo quiere inmediatamente. Esto corresponde a la actitud de muchos jóvenes hoy: quieren simplemente vivir, sin restricciones, y a ser posible ahora mismo. El hijo menor emigra entonces a un país 93
lejano. En eso no hay nada que reprocharle; todo lo contrario, muestra su capacidad de arriesgar. Pero después malgasta su fortuna «viviendo como un libertino». El original griego dice zôn asṓtōs, es decir, «viviendo sin esperanza de salvarse»; vivía en la impiedad, el desenfreno, la disipación. Aristóteles define asṓtōs de esta manera: «Derrochador es quien se arruina a sí mismo por su estilo de vida» (Heininger, 159). Después el hijo cae tan bajo que se somete a un hacendado, se hace dependiente de él. Este lo manda al campo a cuidar cerdos. Para lectores judíos esto es una imagen de que el hijo se ha perdido por completo y ha renunciado a sí mismo y a su dignidad. Ha terminado entre los cerdos. Pero ni siquiera le dan los frutos del algarrobo que comen los cerdos. Cuando ha llegado a tocar fondo, cuando se lo han quitado todo de las manos, cuando está vacío y fracasado, sentado sobre el montón de añicos de su existencia, entra en sí, vuelve en sí. Él, que se había alejado de sí mismo, que se había dejado guiar por su codicia, entra de nuevo en contacto consigo mismo, regresa a sí mismo. Tras llegar a sí mismo, pronuncia un monólogo que refleja adecuadamente su situación interior: «¡A cuántos jornaleros de mi padre les sobra el pan mientras yo aquí me muero de hambre! (en griego apóllymai, «estoy perdido», «me hundo»). Me pondré en camino (griego anastás, «levantarse», «resucitar») a la casa de mi padre y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no merezco llamarme hijo tuyo. Trátame como a uno de tus jornaleros”». El monólogo describe el estado anímico del hijo y da al lector acceso a su situación psíquica. Está cerca de darse completamente por vencido. Pero hay en él una voz que le hace volver. No quiere perderse. Quiere vivir. Lo que ha comprendido en su corazón, lo lleva a la práctica: se pone en camino hacia su padre. El padre se compadece de él. Corre a su encuentro. Para un padre de familia la prisa era en realidad un modo inadecuado de comportarse. Pero al padre no le importa nada su posición. El hijo es más importante para él. Por eso corre hacia él, se le echa al cuello y lo besa. No deja que el hijo se disculpe, sino que ordena a sus criados sacar el vestido del hijo, ponerle el anillo al dedo y sandalias en los pies. Con esto el padre acoge al hijo de nuevo enteramente en la familia. Y celebra un banquete: «Vamos a comer y estar alegres. Porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y ha sido encontrado». Santa ira 94
Pero la alegría del padre por el regreso del hijo perdido encuentra resistencia. El hijo mayor reacciona lleno de ira al ver la celebración que el padre organiza para el menor. En el Antiguo Testamento esta clase de ira es un motivo que aparece a menudo. Es la ira del creyente cuando Dios tiene compasión del pecador. Así reacciona Jonás, lleno de ira, a la compasión de Dios para con Nínive. Y el salmista habla de la ira del justo ante los éxitos del malvado (Sal 37,1). El hijo mayor de la parábola, con su ira, no representa solo a los fariseos que se esfuerzan todo lo posible por guardar los mandamientos de Dios, aunque con frecuencia cumplen su obligación sin alegría, sin descubrir la riqueza de vida que Dios les ofrece. Cada lector probablemente se verá reflejado en el hijo mayor. Muchas veces vivimos con el ideal de guardar todos los mandamientos de Dios y hacer solamente su voluntad. Pero el que nos enfademos porque otras personas no se atienen a esos mandamientos muestra que dentro de nosotros hay un lado oscuro que se siente aludido: que, por ejemplo, vivimos como es debido no de manera voluntaria o no por motivos auténticos, «puros», lo cual no nos hace felices. Con frecuencia lo que está detrás es más bien el miedo a la vida. Lo mismo se puede decir cuando vivimos austeramente y nos enfadamos con los que derrochan su dinero. Nos irritamos con el que vive nuestros lados oscuros reprimidos. En la reacción del hijo mayor se muestra claramente que el hijo menor vive el lado oscuro de su hermano. En sus palabras a su padre manifiesta los motivos inconscientes que lo movían a quedarse en casa, a ser buen chico y a vivir austeramente: «Tantos años llevo sirviéndote, sin desobedecer una orden tuya, y nunca me has dado un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. Pero cuando ha llegado ese hijo tuyo, que ha malgastado tu fortuna con prostitutas, has matado para él el ternero cebado». El hijo ha cumplido la voluntad del padre no desinteresadamente, sino que quería con ello ganar reconocimiento. Esperaba secretamente que el padre lo distinguiera especialmente porque se había quedado en casa. Era austero, no daba ninguna preocupación al padre, no dilapidaba su fortuna. Pero detrás de esa fachada de respetabilidad, se perciben fantasías sexuales reprimidas, ya que reprocha al hermano haber malgastado su fortuna con prostitutas, cosa que no puede deducirse del relato y corresponde a su propia fantasía. En la figura del hermano mayor, pues, describe Lucas nuestros lados oscuros, que a menudo se esconden tras una fachada piadosa. 95
El padre se dirige con cariño también al hijo mayor: «Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero tenemos que alegrarnos y hacer una fiesta, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y ha sido encontrado». Esta es una frase llena de ternura para con el hijo mayor. Pero además el padre le señala que «este hijo mío» es también su hermano. Si el hermano que se había perdido ha sido encontrado y si el que estaba muerto ha revivido, entonces hay suficiente razón para celebrar una alegre fiesta. No se puede leer esta parábola sin entrar en contacto con los propios deseos y necesidades, emociones y anhelos. Los dos hijos ponen al descubierto lo que está escondido en nuestra alma. Y los dos hijos apuntan al padre misericordioso. A él podemos volvernos tanto si ahora somos como el hijo menor o como el mayor, como el derrochador o como el correcto y ahorrador, como el temerario o como el adaptado. Los dos, cada uno a su manera, estaban muertos y se habían perdido, el uno en una vida libertina, el otro en su corrección medrosa. Uno ha vivido su codicia en el derroche, el otro en la tacañería. El padre misericordioso invita a ambos hermanos a vivir, a celebrar una fiesta llena de alegría por dejar nuestra codicia, volver a encontrar la vida y alegrarnos de ello.
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Fiabilidad en vez de codicia engañosa (Lc 16,9-15) «“Yo os digo: haceos amigos con el Mammón injusto, de modo que, cuando se acabe, os reciban en las moradas eternas. El que es de fiar en lo poco, es de fiar en lo mucho; el que es deshonesto en lo poco, es deshonesto en lo mucho. Si con el dinero injusto no habéis sido de fiar, ¿quién os confiará los bienes verdaderos? Si en lo ajeno no habéis sido de fiar, ¿quién os encomendará lo vuestro? Un siervo no puede estar al servicio de dos amos, pues odiará a uno y amará al otro o apreciará a uno y despreciará al otro. No podéis estar al servicio de Dios y del Mammón”. Los fariseos, muy amigos del dinero, oían todo esto y se burlaban de él. Él les dijo: “Vosotros pasáis por justos ante los hombres, pero Dios os conoce por dentro. Pues lo que los hombres consideran excelso, a los ojos de Dios es una abominación”».
Del uso correcto de las cosas Como ya hemos mencionado, al escribir su Evangelio Lucas pensaba como destinatarios en la clase media griega, es decir, artesanos, grandes propietarios y comerciantes. Lo que pretende con este texto no es que estas personas acomodadas dejen su profesión y den todo el dinero a los pobres. A él le interesa más bien el uso correcto de las cosas, dando importancia al compartir, a las obligaciones sociales que lleva consigo la propiedad. En esto, Lucas tiene siempre en mente también la manera de pensar de la filosofía griega. La primera afirmación es que debemos hacernos amigos con el Mammón injusto, que nos ayuden a ser recibidos en las moradas eternas. Mammón significa originariamente aquello en lo que uno pone su confianza. En la Biblia el término se emplea mayormente en el sentido de bienes, y especialmente de bienes adquiridos de manera deshonesta. Lucas lo une con las palabras griegas tês adikías, o sea «de la injusticia». Esto puede significar la riqueza adquirida injustamente. Pero también puede querer decir la riqueza que engaña, que deja en la estacada a su propietario. En todo caso, Lucas se refiere con el término Mammón a unos bienes que realmente no le corresponden a uno, que se han ganado de manera deshonesta y sobre los que, en último término, no se puede construir, porque se pueden desvanecer muy rápidamente. A pesar de eso, debemos hacernos amigos con el Mammón injusto, por ejemplo, dando limosnas a los pobres, que después intercederán por nosotros cuando, al morir, se trate de nuestro destino eterno. Aquí está, pues, en primer plano el compartir los bienes. Si hacemos eso, podemos confiar en que Dios, a la hora de la muerte, nos reciba en su eterna morada. En los versículos siguientes no se trata tanto del compartir como más bien del uso fiable y fiel de las cosas, de los bienes y del dinero. El hombre debe ser pistós en el trato con las cosas, lo cual significa: digno de confianza, fidedigno, fiable, honesto. Es 97
importante, pues, usar las cosas como les corresponde, como es apropiado y correcto. En este ámbito se describen el dinero y los bienes con tres palabras, que se encuentran también en la filosofía griega: la riqueza es, en primer lugar, una cosa pequeña y de poca importancia; en segundo lugar, es injusta; y, en tercer lugar, es un bien ajeno. El dinero es pequeño en comparación con los valores verdaderamente grandes. Lo grande, para los griegos, es el alma. El dinero es, en último término, siempre algo injusto. No nos pertenece en justicia. No tenemos ningún derecho a los bienes. Los tenemos prestados. El verdadero bien es aquello sobre lo que realmente podemos edificar. Lo «verdadero» es, en definitiva, Dios mismo. Dios es la verdad propiamente dicha. Todo lo demás en este mundo es solo apariencia, que nos engaña, que no cumple lo que promete. Los bienes de este mundo son, por último, ajenos. Son algo que nos viene de fuera, pero que no corresponde a nuestro ser. La verdadera propiedad es el alma. El alma está en nosotros. Ella es nuestra verdadera riqueza. Pero para Lucas no se trata solo de la contraposición entre lo pequeño y lo grande, entre los bienes injustos y los verdaderos y entre lo ajeno y lo propio. Lucas está convencido de que el uso correcto de las cosas pequeñas de este mundo, de la riqueza injusta y de los bienes ajenos es la condición para que obtengamos los bienes verdaderos y eternos. Con otras palabras: el trato correcto con el mundo es el criterio de si nuestra espiritualidad es acertada o no. La espiritualidad no es solo algo puramente espiritual; se realiza, más bien, en el uso fiable y fiel de las cosas de este mundo. No se muestra en escaparnos de este mundo, sino en usar el dinero y la riqueza sin codicia, en ser leales y fiables, en tratar las cosas con justicia. La avaricia profana al ser humano Lucas agrega a estas reglas sobre el uso correcto de las cosas agrega Lucas la frase sobre el siervo que no puede servir a dos amos: «Odiará a uno y amará al otro o apreciará a uno y despreciará al otro». El hombre tiene que decidir si se deja guiar por la avaricia, sirviendo entonces al ídolo del dinero –el Mammón– o si sirve a Dios. No se puede amar de la misma manera a Dios y al dinero. Jesús dice claramente: tienes que decidirte entre Dios y el dinero. Naturalmente, esto no significa –si añadimos los versículos anteriores– que no podamos tener dinero. Pero la pregunta es en qué cosas ponemos nuestro
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corazón. Si ponemos nuestro corazón en Dios, podemos usar serena y libremente el dinero y los bienes. Pero no nos vemos determinados por ellos. Lucas nos informa de la reacción de los fariseos, de los cuales dice que eran «muy amigos del dinero». Son philárgyroi, amantes del dinero. Se ríen sin más de las palabras de Jesús. Pero Jesús penetra su codicia. También ellos utilizan a Dios para triunfar exteriormente, ganar dinero y quedar bien ante la gente. El juicio de Jesús sobre ellos es duro: «Vosotros pasáis por justos ante los hombres, pero Dios os conoce por dentro. Pues lo que los hombres consideran excelso, a los ojos de Dios es una abominación». El que presume de sus bienes y su riqueza, o también de su éxito, es ciertamente grande ante los hombres, pero Dios mira al corazón. Y ve a menudo en estos hombres la abominación. Esto es para los judíos la expresión de aquello que profana lo sagrado. Hablan de abominación en el templo. La avaricia es, pues, algo que profana lo sagrado en el hombre, que profana el alma. Entonces ya no queda nada en el hombre que esté sustraído al mundo; está completamente determinado por el mundo. Pero sin lo sagrado en su corazón, el hombre pierde su dignidad. Lo que Lucas escribe sobre el uso fiable de las cosas y de los bienes, san Benito lo ha concretado en su regla, especialmente en el capítulo sobre los artesanos. El uso fiable, fiel y fidedigno de las cosas significa para Benito: 1. No ser presuntuoso, no ponerse por encima de las cosas y usarlas únicamente para ensalzarse a sí mismo y las propias cualidades. Ser fiel significa aquí ser humilde en relación con las cosas. 2. No cometer engaño. Aquí se trata de lo contrario de pistós (fiel, fidedigno). Comete engaño el que presenta las cosas más bonitas de lo que son. Una expresión actual de semejante engaño es con frecuencia el marketing. El modo como se elogian las cosas a menudo no tiene ya ninguna relación con las cosas. No importa la cualidad, sino el éxito de ventas. La industria farmacéutica de Estados Unidos gasta más dinero en marketing que en investigación. No le interesan, pues, la innovación y la mejora, sino solo las ventas. Es la forma moderna del engaño, que ya entonces veía san Benito. 3. El mal de la avaricia –malum avaritiae– no puede infiltrarse. Los artesanos de entre los monjes no deben tratar de ganar todo el dinero posible con sus 99
productos y así convertirse en servidores de la avaricia, sino vender sus mercancías algo más baratas «de lo que es posible fuera del convento, para que Dios sea glorificado en todo» (Regla de san Benito, 57, 8s). Benito concreta aquí lo que dijo Jesús en Lc 16,10ss sobre el uso fiable y digno de confianza de las cosas. Para él, el trato fiable con las cosas es signo de una espiritualidad auténtica. Para Benito, Dios es glorificado precisamente cuando usamos las cosas de este mundo fiel y honestamente. Es, pues, una espiritualidad aterrizada. La libertad con respecto a la avaricia es una condición para que Dios sea glorificado en nuestro trabajo y en la venta de nuestros productos. Si la gente en nuestra conducta comercial reconoce solo nuestra avaricia, Dios se les oscurece. Pero si, por el contrario, reconocen en nuestro trabajo la humildad, la libertad y la transparencia y fiabilidad, su mirada se abrirá a Dios. Reconocen en nuestro comportamiento que lo que nos importa es Dios y no nosotros mismos, la gloria de Dios y no nuestra propia glorificación.
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4. Doce pasos hacia una liberación de la codicia Sobre el trasfondo de los textos bíblicos, que nos han mostrado las más diversas facetas de la codicia, quisiera todavía presentar doce pasos para poder llegar a una codicia liberada. Estos pasos no son una receta patentada sobre cómo superar la codicia. Más bien deberían indicarnos la dirección en la que podemos ir. En todos estos puntos no se trata de combatir la codicia y vencerla. Pues si luchamos contra ella, despierta en nosotros una energía contraria y tenemos que luchar continuamente contra ella. El objetivo de estos doce pasos es más bien la transformación de la codicia en el gusto por la vida. Hoy se tiende a mantenerse constantemente en el cambio, por ejemplo, en algunas empresas en las que se efectúan cambios cada pocos meses en la estructura y la manera de trabajar. Pero cambiar resulta algo agresivo. Quien desea cambiarse, se dice a sí mismo: «Tal como estoy, no estoy bien. Tengo que llegar a ser otro». «Otro» es también un número ordinal y significa dos, el segundo. El cambio, pues, hace de mí, por así decirlo, una segunda opción. La transformación, en cambio, tiene como objetivo que yo llegue a ser del todo yo mismo. Pero para eso, primero tengo que aceptar quién soy. Tengo que apreciarme junto con todo aquello que he llegado a ser. Por medio de todo lo que soy, quiero llegar a ser cada vez más aquel que soy en realidad desde Dios. Existen diferentes caminos de transformación. Principalmente quisiera mencionar tres: 1. El agua se transforma en corriente eléctrica al construir una presa y luego dejar correr el agua hacia abajo. La transformación funciona de forma parecida: construyendo una resistencia contra la codicia que la embalse, para que luego pueda fluir hacia otra energía. 2. La transformación se realiza al presentar a Dios todo lo que hay en nosotros. Entonces el Espíritu de Dios debe penetrar y transformar todo lo que le presentamos. Solo puede ser transformado aquello que presentamos a Dios. Lo que pasa en el encuentro con Dios puede pasar también en el encuentro con una persona. Si le hablamos a otro de nuestra codicia sin avergonzarnos por 101
ello, la codicia puede transformarse. La carta a los Efesios expresa así este camino de transformación: «Todo lo que se desvela es iluminado por la luz, y lo que queda iluminado es luz» (Ef 5,13s). Lo que presento a Dios es iluminado por su luz y transformado en luz. 3. La transformación se realiza en la acción. Puedo, pues, simplemente probar y ejercitar nuevas actitudes. Al probarlas, las actitudes antiguas se transforman. Estos tres caminos de transformación están detrás de los doce pasos que ahora quiero presentar, para transformar la codicia en un impulso hacia la vida.
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Primer paso: admitir que en mí existe la codicia Solo puede ser transformado aquello que aceptamos. Por eso el primer paso consiste en que admitamos que somos codiciosos. Cada uno percibirá en sí una codicia distinta: uno es impulsado por la codicia de reconocimiento, otro por la codicia de atención y aprecio. Otros codician estar en permanente comunicación con el mundo entero. Un camino para no tener que admitir la propia codicia consiste en cubrir y justificar nuestra acción y nuestras aspiraciones con otros motivos. Si se trata, por ejemplo, de la codicia de informaciones, fingimos querer estar informados porque lo necesitamos para nuestro trabajo. Queremos progresar en la escala profesional para tener más influencia en la sociedad. Por mucho que algunas de estas razones puedan estar justificadas y ser verdaderas, sin embargo, deberíamos estar muy atentos a si no estamos escondiendo nuestra codicia detrás de esos argumentos. Quien tiene que justificar demasiado, es que no tiene un fundamento sobre el que mantenerse en pie. Admitir la propia codicia es la condición para que pueda transformarse. Pero no reconozco la codicia solo ante mí mismo, sino también ante otras personas y ante Dios. Presento mi codicia a Dios. Esto requiere humildad, pues me cuesta mucho admitir que, a pesar de todos mis caminos espirituales, siento todavía codicia en mí.
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Segundo paso: dialogar con la codicia sobre su sentido Todo lo que hay en nosotros tiene un sentido. Y esto vale también para la codicia. Pero la pregunta es qué sentido tiene la codicia en nosotros. La buena codicia quiere impulsarnos a la vida. Pero a menudo reconocemos también en nosotros una codicia que nos domina, que quiere tener cada vez más. Si preguntamos por su sentido, descubrimos a menudo en nosotros un déficit que padecemos. La codicia quiere llenar ese déficit. Por ejemplo, anhelamos tener cada vez más dinero porque desde la infancia teníamos la sensación de no tener lo suficiente. O bien anhelamos un apoyo absoluto porque, cuando éramos niños, no teníamos seguridad en la relación con nuestros padres. Quizá también anhelamos ser admirados por todos porque hemos pasado demasiado desapercibidos. O queremos sentirnos a nosotros mismos porque en la infancia no hemos aprendido suficientemente a estar con nosotros mismos, a sentirnos, a disfrutar de nuestros sentimientos. Hemos podado nuestros sentimientos, nos hemos separado de nuestro cuerpo, porque no aprendimos nunca a quererlo de verdad. La codicia es una estrategia del alma para compensar la carencia que hay en nosotros. Por eso, si dialogamos con la codicia, no lucharemos contra ella, sino que reconoceremos su sentido. Al mismo tiempo veremos que a menudo es un camino inadecuado para compensar nuestros déficits, ya que nos lleva a nuevas dificultades. Nos lleva a una dependencia interna y algunas veces hasta a compulsiones. Vivimos, por así decir, bajo la presión de tener cada vez más dinero, de atraer sobre nosotros cada vez más admiración, de buscar cada vez más apoyo en los bienes o en una persona. Por eso el diálogo con la codicia podría invitarnos a desarrollar otras estrategias para compensar nuestros déficits y mirar de manera más positiva el hueco interior que la codicia quiere tapar, llenándolo con algo que realmente nos dé un apoyo. Eso es, en último término, el amor: no solamente el amor de una persona, sino el amor de Dios.
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Tercer paso: pensar en las consecuencias de la codicia hasta el final Una ayuda para superar la codicia es pensar en sus consecuencias hasta el final. Es decir, que me imagino, por ejemplo, que estoy ganando cada vez más dinero. ¿Estoy contento con ello? ¿Encuentro descanso interior? O si cada vez más personas me admiran, ¿sacia realmente eso mi deseo? Me he asegurado contra todo: ¿eso me hace realmente sentirme vivo o me quedo solamente anquilosado? ¿Me conduce la codicia de verdad a sentirme a mí mismo o me aleja cada vez más de mis verdaderos sentimientos y de mi cuerpo? Al admitir la codicia y pensar en sus consecuencias hasta el final, puedo relativizarla. Al mismo tiempo puedo preguntarme: ¿qué es lo que me produce verdadera tranquilidad y verdadera libertad? Entonces la codicia podría ser para mí un camino hacia la verdadera tranquilidad y libertad. Podría llevarme a creer y a confiar en Dios. Al mismo tiempo la codicia producirá en mí una inquietud buena, que no me permite simplemente seguir viviendo satisfecho, sino que me impulsa a seguir buscando hasta encontrar el verdadero descanso. A Agustín su inquietud interior lo llevó finalmente a Dios. Él escribe: «Inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti, Dios mío». Así la codicia se convierte en una amiga que me impulsa a buscar a Dios y la vitalidad, la tranquilidad y la libertad que proceden de Dios.
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Cuarto paso: caminos hacia la libertad interior Los budistas dicen que debemos aprender a no aferrarnos ni apegarnos a las cosas terrenas. También el cristianismo ha desarrollado caminos espirituales para poder aprender esa libertad interior con respecto a las cosas. Un camino consiste en preguntarnos en todas las cosas que buscamos con avidez: ¿esto me hace realmente feliz? ¿Qué significa para mí el dinero, la comida, la fama, las compras? Así indago en mí mismo si soy dependiente de estas cosas. Y si constato una dependencia interna, llevo a cabo un programa de entrenamiento para ejercitarme en la libertad interior. En la tradición cristiana el tiempo de Cuaresma es un tiempo apropiado para entrenarse en la libertad interior. Renuncio conscientemente algún día a determinadas comidas, al alcohol, a los medios de comunicación, a la televisión, a internet, a las compras, para chequear si todavía soy libre interiormente. Este entrenamiento no está dictado por prohibiciones interiores, sino por el gusto de la ascesis. El placer que esperaba de la codicia lo percibo ahora en la libertad que de repente siento. El camino de la renuncia está marcado por la imagen de la presa, que construyo para transformar la energía del agua en corriente eléctrica. Es decir: al renunciar a lo que la codicia me presenta continuamente, construyo una presa. Entonces la codicia se puede transformar en libertad interior. Y lo que espero de la codicia –una mayor alegría de vivir– lo experimento de pronto en la renuncia y en la libertad interior que la renuncia me regala.
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Quinto paso: transformar la codicia en alegría de vivir De la codicia espero más alegría de vivir. El ser humano que esté completamente libre del sentimiento de la codicia ciertamente no desea tampoco ninguna vitalidad. Simplemente, sigue viviendo. Por eso es importante transformar la codicia en auténtica alegría de vivir. San Benito indica en su regla un camino que debe recorrer el joven que acepta la invitación a aprender en el monasterio la alegría de vivir. Benito cita a este respecto el salmo 34: «¿Hay alguien que ame la vida, que desee años disfrutando bienes? Guarda tu lengua del mal, tus labios de la falsedad; apártate del mal, obra el bien, busca la paz y corre tras ella» (Regla de san Benito, prólogo 17 = Sal 34,14s). La verdadera alegría de vivir la aprende el monje joven cuando contiene su lengua y obra el bien en lugar del mal. Obrar el bien le transmite la alegría de vivir. Y debe buscar la paz y correr tras ella. La codicia con la que antes perseguía el placer, el dinero o la fama, debe servirle ahora de impulso para perseguir la paz. Es una imagen paradójica, puesto que la paz la asociamos en realidad con calma y silencio. Pero el salmista nos exhorta a correr tras la paz. De la misma manera que el cazador persigue con pasión al ciervo, así debemos hacer nosotros con la paz. Debemos esforzarnos apasionadamente por conseguir la paz en nosotros mismos y a nuestro alrededor. La codicia no llega a menudo a la meta que pretende alcanzar. El agricultor rico, por ejemplo, quería disfrutar de la vida. Pero aplaza el disfrute para más tarde. Y así no llegará nunca a disfrutarlo. La verdadera alegría de vivir solo la experimenta quien vive totalmente en el presente, quien es interiormente libre y persigue lo que le trae auténtica paz. La codicia se transformará de la forma más eficaz cuando aprendamos el arte de vivir totalmente en el momento. Si vivo totalmente en el momento, sin juzgarme, sin tener que justificarme porque ahora mismo no estoy haciendo nada, sino simplemente estar ahí, entonces experimento la verdadera alegría de vivir. Y entonces se disuelve la codicia. Lo que anhelaba por medio de la codicia, lo experimento. Pero para eso no necesito nada, ni dinero ni fama ni 107
atención, solamente el puro existir. En ese puro ser, experimento lo que Sísifo quería lograr a base de esfuerzo: la divinización. Dios es el puro ser. Cuando yo simplemente soy, sin comentario alguno, experimento a Dios, estoy en Dios, participo de Dios.
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Sexto paso: transformar la codicia en ambición La codicia de reconocimiento y fama, de ser visto y querido, nunca se satisface del todo. Pero si eliminamos la codicia por completo, nuestra vida resulta aburrida. Entonces nos falta la ambición de hacer algo con nuestra vida. Los Padres del desierto, que conocían muy bien las pasiones humanas, nos aconsejan que transformemos la codicia en ambición. La ambición nos impulsa a vencer nuestros fallos y aprender disciplina. Es, pues, enteramente una virtud mundana, que nos incita a ser buenos, porque también nosotros queremos ser vistos por los hombres. Pero precisamente porque sentimos la ambición y nos dejamos impulsar por ella, estamos también en condiciones de distanciarnos de ella. Decimos entonces: sí, por supuesto que me gustaría que mi conferencia llegue a la gente. Pero en este momento no importo yo, ni cómo me ve la gente, sino que Dios toque los corazones de las personas. Aceptando, pues, la ambición, puedo transformarla una y otra vez en transparencia para Dios. La ambición me ha empujado a preparar bien la homilía, pero en el momento de pronunciarla dejo ir la ambición e intento ser transparente para el Espíritu de Dios, que debe hablar por medio de mí.
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Séptimo paso: transformar la codicia en gratitud La codicia nos empuja a querer cada vez más y tener cada vez más. Un impulso importante para la codicia es el de compararse con otros. Queremos todavía más para tener más dinero que nuestros prójimos, más bienes, más reconocimiento, más popularidad. Un camino importante para transformar la codicia es renunciar a compararse con otros. Lo hacemos casi instintivamente. Me llama la atención, por ejemplo, una y otra vez siempre que doy un curso y los participantes entran por primera vez en el aula. Se comparan con el resto: ¿son los otros más viejos o más jóvenes, más inteligentes o más tontos, más espirituales o más mundanos que yo? ¿Tienen mejor aspecto que yo? ¿Tienen más autoestima que yo? ¿Cómo están ahí sentados: llenos de inseguridad o llenos de confianza en sí mismos? ¿Dónde me siento? No podemos evitar compararnos. Pero en cuanto lo hacemos, deberíamos darnos cuenta y dejarlo. Y deberíamos tomar la comparación con otros como una ocasión para estar agradecidos por nuestra propia vida, por nosotros mismos como personas únicas. La comparación se convierte en invitación a mirarme agradecidamente, a mí mismo y a mi vida, pues la comparación no me deja descansar, mientras que la gratitud me regala paz. A la inversa vale también: al ejercitar la virtud del agradecimiento, entrenándonos en recibir cada mañana el día con gratitud y devolverlo agradecidos por la tarde a las manos de Dios, la codicia en nosotros va disminuyendo cada vez más. Ya no tiene poder sobre nosotros. El agradecimiento es la actitud que ya no le deja a la codicia ninguna oportunidad en nosotros. Nos lleva a la tranquilidad interior. La palabra alemana danken [agradecer] viene de denken [pensar]: quien reflexiona correctamente sobre su vida, está agradecido. El agradecimiento nos lleva a una actitud de alegría y satisfacción. Las personas agradecidas son siempre personas agradables; las personas codiciosas más bien nos repelen. Observando a personas agradecidas y personas codiciosas de nuestro entorno, nos vemos provocados a dar más espacio en nosotros a la gratitud que a la codicia, pues realmente nos gustaría ser apreciados por los demás y no rechazados por ellos. También aquí es la codicia la que nos impulsa, en definitiva, a desarrollar la ambición de ser aceptados por la gente y, mediante esa ambición, a transformar la codicia en gratitud.
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Octavo paso: transformar la codicia en solidaridad La codicia produce soledad. En realidad, lo que las personas codiciosas querrían obtener mediante sus riquezas es ser reconocidos por los hombres. Eso es lo que le ocurría seguramente al jefe de publicanos Zaqueo, que era pequeño de estatura y buscaba compensar sus sentimientos de inferioridad a base de acumular todo el dinero posible. Pero su codicia lo arrinconaba cada vez más y, en vez de ser admirado por la gente, lo aborrecían. Cuando Jesús lo miró y lo aceptó incondicionalmente, la codicia de Zaqueo se transformó en solidaridad. Ahora estaba dispuesto a dar la mitad de sus bienes a los pobres. Ahora ya no necesitaba ponerse con sus riquezas por encima de los pobres. Bajó de su sicómoro y se solidarizó con la gente. Al experimentar la comunión con las personas y sentirnos solidarios con ellas en sus necesidades, desaparece nuestra codicia. La solidaridad desactiva la codicia en nosotros. Y nos conduce a la experiencia que durante mucho tiempo quisimos alcanzar mediante nuestra codicia: ser reconocidos y vistos por los demás. Algunos moralistas no hacen más que denunciar la codicia del «capitalismo de casino». Pero su moralizar no tiene efecto alguno. El moralista se siente bien cuando denuncia a otros. Pero no cura aquello que rechaza. Ser solidario significa ser consciente de que todos llevamos en nosotros la codicia y, por eso, renunciar a una crítica generalizadora sin consecuencias, enseñando en su lugar caminos que nos ayuden a vivir juntos con y a pesar de nuestra codicia.
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Noveno paso: transformar la codicia en compasión Los budistas contraponen a la codicia la compasión. La codicia es la causa de todo mal. La compasión es la meta del camino espiritual, que siempre es un camino para salir de la codicia. Lo que el budismo llama «compasión» lo describe la Biblia con el término «misericordia» o «clemencia». Jesús nos exhorta: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36). Lucas emplea aquí la palabra griega oiktírmōn, que significa «sentir con». Este «sentir con» caracteriza a Dios. Cuando lo practicamos, hemos entendido quién es Dios, y entonces participamos de Dios y de sus sentimientos. Al sentir con las personas con las que me encuentro, ya no los veré como competidores, a los que debo superar siendo más rico o más famoso. Al sentir con los animales, ya no los trataré como mercancía sin valor en los mataderos y no querré, lleno de codicia, comprar su carne cada vez más barata. Y al sentir con las plantas, dejaré de explotar la naturaleza y de destruirla para saciar mi codicia. Quien siente compasión por las personas, los animales y las plantas, los trata con cuidado. La codicia me hace ciego para con las personas, los animales y las plantas que me rodean; la compasión me abre los ojos y me produce el sentimiento de estar acogido y apoyado. Ejercitarse en la compasión vence a la codicia. Y a la inversa vale también: debo transformar mi codicia en compasión. ¿Cómo puede hacerse? En mi opinión, pensando hasta el final en las consecuencias que tiene mi codicia de usar, abusar y explotar a personas, animales y plantas únicamente para mis propios fines. Imaginándome cómo hiero con mi codicia a las personas, animales y plantas, se despierta en mí la compasión por ellos. Porque creo que nadie es tan sádico que pueda alegrarse mucho tiempo de la explotación de las personas, los animales y las plantas. Imaginándose la situación de los explotados, crece en uno la compasión; y esta desarma a la codicia.
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Décimo paso: transformar la codicia en fiabilidad En el budismo se intenta superar la codicia rompiendo las relaciones con el mundo. Es decir: el mundo con sus riquezas ya no me importa nada. Me retiro solo a mí mismo. Así la codicia ya no tiene ningún poder sobre mí. Este es un camino ascético, que ciertamente tiene paralelos en el cristianismo. Sin embargo, Lucas nos muestra en su Evangelio otro camino para transformar la codicia: no podemos sencillamente cortar la relación con el mundo, los bienes, el dinero y la riqueza. Eso sería emigrar del mundo. Pero vivimos en el mundo, y como cristianos –así dice Lucas– tenemos una responsabilidad respecto a cómo tratamos con el mundo. Por eso nos aconseja andar por el camino de la fiabilidad y la fidelidad en el manejo de los bienes y de la riqueza. No podemos emigrar del mundo, sino que debemos configurar este mundo. Siendo fiables y leales, justos y prudentes en el manejo de las cosas de este mundo, se supera la codicia. No podemos suprimir la relación con el mundo, pero podemos transformar la codicia en fiabilidad y fidelidad. Entonces la codicia permanece como un impulso a tratar con el mundo de manera justa y prudente, sin que perdamos la fuerza que se oculta en la codicia. También en esto los Padres del desierto tenían consejos que dar. Ellos nos dicen que aprovechemos la fuerza intrínseca de las pasiones para aprender la virtud. Así que debemos utilizar la energía que se oculta en la codicia para dirigirnos de una manera positiva a las cosas de este mundo y tratar con ellas con cuidado.
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Undécimo paso: aprender el arte de disfrutar El codicioso es insaciable. Quiere disfrutar cada vez más. Pero en realidad ese «cada vez más» tiene que ver con el hecho de que no es capaz de disfrutar realmente. No puede disfrutar de la comida y por eso se atiborra cada vez más. Los psicólogos nos dicen que las personas que tienen que luchar contra el sobrepeso a menudo tienen poco sentido del gusto. Y porque no saborean las comidas, pueden atiborrarse con ellas sin medida. Es verdad que la superación de la codicia puede darse mediante el ayuno, pero no mediante un ayuno y una renuncia permanentes. La codicia se vence más bien aprendiendo a disfrutar de verdad. Esto no es válido solamente para el comer y el beber, sino también para otras cosas. Si percibo mi vivienda con todos los sentidos y en ella me siento en casa y protegido, disfruto del hogar que experimento. Entonces no necesito continuamente una vivienda aún más grande para poder presumir de ella. Las personas codiciosas que alardean de su vivienda grande y cara la mayoría de las veces no se sienten a gusto en ella. Utilizan la vivienda para sus fines, pero son incapaces de disfrutar de ella como un lugar recogido y hogareño. Quien sabe disfrutar del paseo por el bosque no tiene que irse de vacaciones a regiones cada vez más lejanas y caras ni tener cada vez más lujo. Está contento porque sabe disfrutar. El disfrute vence a la codicia. Pensando hasta el fondo las consecuencias de la codicia, descubro en mí la capacidad de disfrutar de las pequeñas cosas de la vida.
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Duodécimo paso: aprender la serenidad El codicioso necesita tener cada vez más. Vive –para decirlo con Erich Fromm– en el modo del tener. El que ha experimentado el modo del ser, puede desprenderse de las cosas. Ser significa también dejar ser. Dejo ser a las personas como son. Dejo la naturaleza como es. No necesito cambiar todo constantemente. Puedo dejarme también a mí mismo. Dejar siempre tiene que ver también con renunciar: renuncio a mi ego, renuncio a la codicia. Un principio de la espiritualidad y también de la psicología dice que solo puedo dejar lo que antes he aceptado. Solo puedo dejar mi codicia, pues, si la he aceptado. La codicia aparecerá en mí una y otra vez. La miro de frente, la percibo, la acepto como una parte de mi alma. Pero después también la dejo. No la combato, no le grito que desaparezca. Pues ante mis gritos solo se retirará brevemente, pero después regresará con más fuerza aún. Acepto mi codicia y la dejo para este preciso momento. Cuanto más me ejercito en esto, más débil se vuelve la codicia. Mi codicia me invita una y otra vez a dejarme a mí mismo y mis pasiones. Si he dejado mi ego y soy capaz de dejarme a mí mismo y las cosas del mundo tal como son, entonces estoy sereno. Puedo mirar al mundo con serenidad y tranquilidad. No me altero por cualquier cosa. La serenidad me da al mismo tiempo la confianza en que las cosas del mundo se transforman, sin que yo tenga que hacerlo todo personalmente. El sabio Lao-Tse reconoció en la serenidad el arte de transformar realmente este mundo. Todo lo grande crece por la serenidad. Cuanto más quiero cambiar a las personas, más difícil se me hace. Si soy capaz de dejarlas serenamente, se transformarán e irán madurando hacia la forma que les está destinada por su ser, o, dicho cristianamente, por Dios.
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Índice Índice Portada Créditos Introducción
2 5 7 8
El modo destructivo de la codicia La codicia sexual El afán de estar siempre informados y conectados La codicia de cosas insignificantes La avaricia La codicia es ambivalente En camino hacia una codicia liberadora
1. Una mirada a la historia
9 10 11 12 13 14 16
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Pleonexía: perspectivas de la Antigüedad Codicia, avaricia y tacañería: una ojeada al diccionario de la lengua Oriente y Occidente: diferentes modos de tratar el concepto de codicia
19 22 23
2. Una mirada al Antiguo y al Nuevo Testamento
25
La codicia en el Antiguo Testamento La codicia en la literatura epistolar del Nuevo Testamento La codicia degrada al hombre al nivel de las cosas
26 28 31
3. El camino de Jesús hacia la liberación humana: parábolas y relatos del Nuevo Testamento
32
Sobre la codicia de consumirlo todo (Mt 4,1-11) Primera tentación: lo que la codicia hace de nuestras necesidades Segunda tentación: la apropiación de Dios por la codicia Tercera tentación: la codicia de poder Despojar de poder a la codicia Sobre la codicia de riquezas (Mt 5,3) Transformar la codicia exterior en libertad interior Sobre la triple pobreza interior «Porque de ellos es el reino de los cielos» Sobre el ansia de seguridad absoluta (Mt 6,25-34) Preocuparse trae preocupaciones
33 33 34 35 36 38 38 38 41 43 43
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La existencia es preocupación De la preocupación a la confianza Un remedio contra el miedo: vivir en el momento Descubrir el «tesoro en el cielo» El ansia de tener un apoyo absoluto (Mt 8,23-27) Aguantar las sacudidas de la vida ¡Señor! ¡Socorro! ¡Nos hundimos! Sobre la poca fe y el aferrarse El ansia de estar provisto de todo (Mt 10,5-14) La vida no se aprende: hay que vivirla Demasiado equipaje Anunciar la paz y encontrar la paz Sobre el ansia de triunfar y vivir siempre en armonía (Mt 10,34-38) Nada de paz barata Tomar la cruz Caminos hacia el descanso como liberación de la codicia (Mt 11,28-30) Encontrar descanso Descubrir las propias cargas Descanso sagrado El yugo de la sabiduría y de la humildad ¿Cómo saciarse a pesar de la codicia insaciable? (Mc 6,34-44) Hambre de vida El relato de la multiplicación de los panes en el Evangelio de Marcos Cinco pasos hacia la libertad La respuesta a la codicia de gloria: hacerse pequeño como un niño (Mt 18,1-5) ¿Quién es grande de verdad? Volver a ser niños: volver a ser nosotros mismos El deseo de ser visto De la avidez de compararse y ganar más que los otros (Mt 20,1-16) Injusto A la bondad no se le pueden pedir cuentas Compararse: ¡envidia y descontento garantizados! El afán de tener dinero en abundancia (Lc 12,13-21) Salir perjudicado Lo que retengo paraliza la vida
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Compartir y dar fruto abundante Sobre el derroche del amor (Jn 12,1-8) Una historia de amor La codicia no tiene ninguna sensibilidad para el misterio del amor El hombre necesita para la vida también lo inútil y bello Del placer de derrochar y de la tacañería que no disfruta de nada (Lc 15,11-32) Reconocer los lados oscuros Santa ira Fiabilidad en vez de codicia engañosa (Lc 16,9-15) Del uso correcto de las cosas La avaricia profana al ser humano
4. Doce pasos hacia una liberación de la codicia Primer paso: admitir que en mí existe la codicia Segundo paso: dialogar con la codicia sobre su sentido Tercer paso: pensar en las consecuencias de la codicia hasta el final Cuarto paso: caminos hacia la libertad interior Quinto paso: transformar la codicia en alegría de vivir Sexto paso: transformar la codicia en ambición Séptimo paso: transformar la codicia en gratitud Octavo paso: transformar la codicia en solidaridad Noveno paso: transformar la codicia en compasión Décimo paso: transformar la codicia en fiabilidad Undécimo paso: aprender el arte de disfrutar Duodécimo paso: aprender la serenidad
Bibliografía
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