Del modernismo en El Salvador (1880-1910) En las siguientes líneas intento ofrecere una nueva mirada sobre ese momento de la literatura nacional denominado por los historiadores modernismo. Me interesa, sin embargo, dar algunos apuntes para comprender la formación de la literatura nacional entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, período fundamental en la organización de la sociedad salvadoreña, tanto en sus fundamentos materiales como en sus dimensiones imaginarias e ideológicas. Esta nueva propuesta se enfrenta a un mito firmemente establecido en nuestra historiografía literaria: el papel demiúrgico de Francisco Gavidia. Lo esbozo en pocas palabras. Entre 1881 y 1883 recala en territorio salvadoreño Rubén Darío, todavía adolescente. Se hace amigo de Francisco Gavidia. Desde hacía tiempo, este último luchaba por desentrañar los secretos de la versificación francesa, al tratar de verter al castellano los alejandrinos de Victor Hugo. Finalmente, resuelve el enigma, lo comunica a su amigo y he allí el milagro: Rubén Darío el genio renovador de la poesía hispanoamericana dotado de un verdadero poder demiúrgico, no siempre reconocido, por su amigo salvadoreño. En conclusión, el modernismo nace en El Salvador y de allí se expande al continente y al mundo. Nadie lo dice de manera más elocuente que el propio Gavidia: “¡Quién hubiera creído que la música de unos versos franceses, leídos en un cuarto de estudiante, de una casa de la entonces llamada calle de San José, ahora 8ª. calle Poniente, iba a tener tan poderosas alas, como para influir, cual si fuese una luna o un cometa, en el ritmo que preside en le flujo y el reflujo del mar del habla castellana, por lo menos en el hemisferio hispanoamericano; y no sólo en el ritmo, en el estilo, en la formas de la prosa, y en algunas ideas!”1. Resultaría cómodo pensar que los cambios en la literatura, en la cultura y en la sociedad ocurren así, de manera súbita y puntual, por intervención providencial de individuos geniales. Pero la realidad siempre es más ambigua y confusa. Hemos de notar que el aporte de Gavidia es consignado en algunas historias de modernismo, pero nadie, salvo el propio Gavidia y algunos historiadores de la literatura salvadoreña le atribuyen ese carácter fundacional2. Y a nadie se le ocurriría decir que el modernismo comenzó en un cuartito de la calle de San José en 1883. Porque el modernismo es algo más que un problema de versificación, y sobre todo que un problema de traducción del francés al castellano. ¿Qué es entonces el modernismo? ¿Tiene algún poder explicativo esta categoría de las la s historias literarias o es sólo un cliché que sirve apenas para clasificar de manera rápida y poco rigurosa el caudal de textos que conforman el canon literario hispanoamericano? Si el término modernismo ha de tener alguna utilidad, debemos concebirlo como algo más que un estilo literario. El modernismo es una nueva sensibilidad que se expresa notoria pero no exclusivamente en la poesía y que valora y encuentra inspiración en lo fugaz, lo insólito, el carácter cambiante y mutable del mundo de finales del siglo XIX. Ya lo decía José Martí en 1882 en excelente prosa modernista: 1Gavidia,
Francisco, “Historia de la introducción del verso alejandrino francés en el castellano”, en: La Quincena , A. I, T. II., N. 19, 1 enero de 1904, p. 211. 2 Cf. en otros: Guandique, José Salvador, Gavidia o el amigo de Darío , San Salvador: Dirección de Publicaciones, 1965; José Mata Gavidia, Magnificencia Gavidia, Magnificencia espiritual de Francisco Gavidia, Gavidia , San Salvador: Dirección de Publicaciones. 1968; y Mario Hernández-Aguirre, Gavidia, poesía, literatura, humanismo, humanismo , San Salvador: Dirección de Publicaciones, 1968. Vid. también Gallegos, Luis, Panorama de la literatura salvadoreña, salvadoreña, San Salvador: UCA Editores, 1987.
“No hay obra permanente, porque las obras de los tiempos de reenquiciamiento y remolde son esencias mudables e inquietas; no hay caminos constantes, vislúmbrase apenas los altares nuevos, grandes y abiertos como bosques. De todas partes solicitan la mente ideas diversas: y las ideas son como los pólipos, y como la luz de las estrellas, y como las olas del mar. Se anhela incesantemente saber algo que confirme, o se teme saber algo que cambie las creencias actuales. La elaboración del nuevo estado social hace insegura la batalla por la existencia personal y más recios de cumplir los deberes diarios, que no hallando vías anchas, cambian a cada instante de forma y vía, agitados del susto que produce la probabilidad o vecindad de la miseria” 3 No es descabellado afirmar que ese mundo tenía algo común con el nuestro. Eran tiempos de incertidumbres, de movimientos, que grandes cambios que la expansión mundial del capitalismo, la difusión global de ciertos símbolos y hábitos cosmopolitas, así como la incipiente pero ya notable penetración de la tecnología en la vida cotidiana operaban en los mundos hasta entonces tradicionales y cerrados de América Latina, especialmente aquellos de América Central. Hasta en una ciudad pequeña como San Salvador – que hacia 1900, no sobrepasaba los 30,000 habitantes – los flujos migratorios, la movilidad social, el comercio internacional, el desarrollo de caficultura, el telégrafo, el teléfono y el tranvía (aun cuando fuese tirado por mulas) cambiaban el semblante de los mundos de vida con tanta rapidez, que en 1895, Arturo Ambrogi, un joven inquieto de escasos diecinueve años, se vio urgido a escribir crónicas sobre sus recuerdos de infancia. Estaba convencido de que su ciudad natal no volvería a ser nunca la misma. El vértigo del cambio de la modernidad es una realidad mundial que debemos tomarnos en serio para no descalificar al modernismo como mera imitación de modas francesas. Esta nueva sensibilidad reclamaba un nuevo lugar para la literatura. En la primera mitad del siglo XIX, durante la construcción de los estados nacionales, la literatura había estado al servicio de la empresa civilizadora como un dispositivo más de racionalidad, al lado de los saberes científicos y los programas ideológicos de modernización. El literato, o quizá sería más exacto llamarle “hombre de letras”, luchaba por irradiar las luces de los proyectos dominantes de estado y someter la “barbarie” de aquellos a quienes la modernización no reconocía lugar alguno. Los temas de las obras literarias de estos “letrados” debían ser elevados, edificantes y contribuir a la consolidación de imaginarios racionalistas. Se entiende que desde una racionalidad hecha a la medida de los intereses de los grupos que se habían hecho del poder luego de la independencia y las pugnas civiles de la primera mitad del siglo XIX. En el caso salvadoreño, debemos señalar que, si bien Francisco Gavidia tiene una clara vertiente modernista y contribuye de manera eficaz a la renovación de algunos dispositivos métricos y a los repertorios temáticos de la literatura nacional, en otros aspectos de su persona literaria encarna de manera prístina el ideal del “hombre de letras”. En el caso del “descubrimiento métrico” antes mencionado, debemos señalar que está seguro que tendrá un impacto decisivo en el lenguaje científico: “Hoy puede decirse que a España, Salvador Rueda y sus discípulos han popularizado el nuevo alejandrino. Y, permítaseme añadir, la vieja contextura de la frase castellana, hija del ontologismo inmemorial español, algo ha perdido con el nuevo alejandrino, que es
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Martí, José, “El poema del Niágara” [prólogo al poema de Juan Antonio P érez Bonalde], en: José Martí, Nuestra América, Caracas: Biblioteca Ayacucho, p. 302-303.
evidentemente de la escuela psicológica… No debe olvidarse que el lenguaje científico ha ganado mucho con esa forma psicológica”4. Quizás más que el primer modernista, Gavidia es el último gran hombre de letras salvadoreño; un intelectual que construye una autoridad discursiva que no es plenamente literaria, en el sentido moderno del término, sino en el más tradicional de la literatura como la matriz del pensamiento racional. Así es como se explican y cobran pleno sentido sus extravagantes tesis y experimentos sobre el Idioma Salvador que llevará a cabo en las primeras décadas del siglo XX. Todavía entonces, en pleno siglo de las ciencias del lenguaje, Gavidia sigue empecinado en hallar la clave de una lengua pura, transparente para que la razón hable sin la interferencia de ruidos. ¿Qué significa entonces ser moderno a finales del siglo XIX? Esto lo comprenderemos mejor si revisamos la personalidad literaria de Arturo Ambrogi, otro de los nombres canónicos del modernismo salvadoreño. A diferencia de Gavidia, desde el comienzo de su carrera Ambrogi pretende que se le reconozca como literato exclusivamente. Y su género predilecto no es ni la poesía lírica ni mucho menos el drama histórico, sino un extraño híbrido que el mundo de la prensa había contribuido a la literatura: la crónica. La revista El Fígaro, que edita junto a Víctor Jerez entre 1894 y 1895, es ya una revista predominantemente literaria, donde la crónica constituye un ingrediente protagónico, aquel que permite conectar el valor estético con una cotidianidad marcada con la letra impresa del periodismo. En la crónica, Ambrogi ya no pretende tratar temas elevados, ni hacerlo desde una perspectiva seria o erudita. Antes bien, sus crónicas o relatos de finales del XIX podrán parecernos ligeros y hasta frívolos. Y Ambrogi no tiene vergüenza de admitirlo; porque la crónica implica la elección de otra mirada, la búsqueda de otros temas de inspiración literaria. Gavidia en sus poemas o dramas trata de llegar a verdades fundamentales, a los grandes sentidos que pueden asentar el establecimiento de la joven patria sobre bases sólidos. El tiempo, las cosas, son siempre expresión de algo más, de sentidos fundamentales, trascendentes: la razón universalizante o la esencia histórica que define la particularidad nacional. La crónica de Ambrogi, por su parte, implica la búsqueda de inspiración precisamente en lo fugaz, en lo cotidiano, en lo evanescente, en el confuso fluir de impresiones que posibilita el mundo de finales del siglo XIX, donde las distancias y los tiempos se achican, y donde la existencia de las personas se ve marcada por un flujo creciente de mercancías: objetos novedosos y fascinantes, sin marca de origen, ni sentido únivoco. ¿Cómo hacer sentido de ello? Gavidia cree que es posible elevar el vuelo a las moradas del ser, Ambrogi se sumerge en el aluvión de los nuevos tiempos. Y esto no es un problema de géneros. Porque algo similar logran el mismo Darío en sus destellantes poemas, o la prosa de Martí, a quien difícilmente se puede acusar de trivial. Ninguno de ellos pretende ser ya un sabio que concilie ciencia y arte, quizá porque ya han dejado de creer que ello sea posible en el mundo que les toca vivir. Su mundo no realiza la promesa de orden racional, sino todo lo contrario, es mundo caótico, confuso, a la vez fascinante y terrorífico. Ellos ya no le piden a la literatura servir a una utopía de racionalidad caduca que sólo puede ser artificial e inútil, sino sumergirse en ese fluir, en ese devenir fascinante. La literatura ya no es el aliado de la racionalización sino la vía para explorar sus zonas ciegas y oscuras, e incluso para relativizar o cuestionar la modernización. Esto no obsta, hemos de aclarar, a que en la vida práctica la mayor parte de los escritores 4
Gavidia, op. cit., p. 212.
modernistas se acomoden al poder e incluso, saquen ventaja para ello del prestigio que conlleva asumir la pose de detractores del mundo moderno5. He de aclarar que intento aquí reemplazar a Gavidia por Ambrogi, como fundador del modernismo salvadoreño, ni mucho menos decir que estos dos autores son los únicos modernistas salvadoreños. Ninguno de ellos vivió como entidad solitaria, aislada de la interacción con otras personas, con la sociedad y la cultura. La literatura no la hacen individuos solos. La literatura es una institución que tiene un impacto en la sociedad por medio de la producción de efectos subjetivos por vía de la escritura. Y ello es tarea de colectivos intelectuales. La perspectiva que nos impone la historiografía literaria tradicional, con sus presupuestos nacionalistas e individualistas, ignora mucho de la rica vida literaria de esas décadas. Minimiza también la importancia de espacios de diálogo e intercambio como fueron los periódicos, las revistas, las sociedades literarias y sus veladas o el mercado editorial y las estructuras de mecenazgo. Por razones de espacio, no me detendré en reconstruir este escenario sin el cual la literatura no habría sido posible. Sólo los mencionaré algunas circunstancias y sucesos para entender la vida literaria de El Salvador del período estudiado. Cuando Darío viene a El Salvador en 1881, no llega a un yermo. Antes bien, se trata de un momento bastante efervescente en la vida culta nacional. El doctor Rafael Zaldívar, quien gobernó con mano de hierro entre 1876 y 1885, e impulsó las reformas liberales que harían posibles el desarrollo del capitalismo agrario y el despojo de tierras de importantes sectores del campesinado tradicional, se presentaba ante el público lector de la prensa como un mandatario culto, como Mecenas de las artes. Algunas iniciativas culturales como la Academia La Juventud y su Biblioteca, reciben su patrocinio personal. Esta sociedad es la que organiza el 15 de septiembre de 1882 la velada lírico-literaria donde Rubén Darío se habría de lucir ante el público distinguido salvadoreño. Junto a otro joven nicaragüense, Román Mayorga Rivas, radicado en El Salvador desde temprana edad, recita un extraño diálogo, una especie de duelo poético donde Román asume la posición del poeta “dandy”, exaltador de las bondades mundanas de la vida urbana y Rubén la de poeta bucólico, que dice preferir la quietud de la vida retirada en armonía con los movimientos de la naturaleza6. Era obvio que no era un diálogo serio, ya que difícilmente alguien se podía creer que el joven Rubén, ya famoso por sus escándalos bohemios, fuera el personaje que representaba sobre las tablas. A pesar de la factura poco sofisticada de estos versos juveniles, se respira ya en ellos el aire juguetón e irreverente que habría de marcar el modernismo. Hemos dicho que San Salvador era en esa época una ciudad relativamente pequeña, nada comparable con metrópolis como México o Buenos Aires, o con ciudades grandes y en acelerado transe de modernización como Santiago de Chile. No alcanzaba a dar soporte a un mercado editorial extenso y diversificado, pero sí a varias imprentas y periódicos que constituían el sustento de algunos escritores. Un caso importante es El Diario del Salvador , fundado en 1895, y que fue dirigido precisamente por Román Mayorga Rivas. En sus 5
Para visiones renovadaros sobre el modernismo hispanoamericano recomiendo consultar las si guientes obras: Gutiérrez Girardot, Rafael, Modernismo, Barcelona: Montesinos, 1983; Julio Ramos, Desencuentros de la modernidad en América Latina, Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio, 2003 (publicado originalmente por Fondo de Cultura Económica en 1989); y Susana Rotker, La invención de la crónica, México: Fondo de Cultura Económica, 2005. 6Darío, Rubén y Román Mayorga Rivas, “Diálogo”, en La Juventud , 22 de septiembre de 1882, pp. 185-191.
páginas acogió colaboraciones de diversos colegas escritores como Luis Lagos y Lagos, Juan Antonio Solórzano o el propio Ambrogi, quienes en el oficio del periodismo logran depuran sus instrumental de expresión. También en estos años surgen iniciativas de publicación de revistas, algunas de ellas especializadas total o parcialmente en la literatura, en el nuevo sentido aportado por el modernismo. Quisiera mencionar dos de estas revistas que se conservan hasta el día de hoy y cuya consulta ha sido fundamental para elaborar la presente selección. En primer lugar, hemos de mencionar a El fígaro, semanario que se publica entre octubre de 1894 y noviembre de 1895, un poco más de un año. Se publica en papel barato y sus páginas suelen estar plagadas de errores tipográficos. Sin embargo, acoge lo mejor de la nueva sensibilidad modernista, salvadoreña y latinoamericana. Es un verdadero laboratorio de la escritura y su principal y más depurado producto viene a ser Arturo Ambrogi, que redacta – con nombre propio o distintos pseudónimos – un buen porcentaje de sus páginas. En segundo lugar, tenemos a La Quincena , que tuvo un vida más larga. Se publicó entre 1904 y 1907, y en su producción se invirtieron mayores recursos. Su papel es de mejor calidad e integra ya fotograbados, que son sin duda una parte fundamental de su atractivo y éxito. Comenzó con subsidio estatal pero al cabo de un año ya se lograba sostener con suscriptores y anunciantes. La dirigió el primo de Ambrogi, Vicente Acosta, acaso el más logrado poeta modernista salvadoreño. La Quincena no es una revista exclusivamente literaria, se presenta como “revista de ciencias, letras y artes”, pero la coexistencia de estas dimensiones en sus páginas ya no es orgánica. Se trata más bien de la necesidad de un medio cultural que no permite la diversificación editorial. De la lectura de las páginas de estas revistas, de sus creaciones a menudo efímeras, a veces imperfectas, podemos notar que la oposición entre modernismo y corrientes vernáculas de la literatura es más artificial e inestable de lo que hemos creído, y yo me atrevería sugerir que insostenible al menos para el caso salvadoreño. Vemos que Ambrogi desde 1894, a los diecinueve años, comienza a hacer experimentos con el habla popular y a erigir en objeto de representación literaria sus paseos por el campo y los barrios populares. Hacia 1904, será su primo Vicente Acosta, el epígono del modernismo quien lo anime a recorrer el trayecto hacio lo vernáculo. Reproduzcamos sus palabras en su recensión de la segunda edición de Crónicas marchitas : “el niño escritor que empezó sus ensayos pensando y sintiendo en francés de segunda mano… en él hay materia prima para un paisajista tropical de primera fuerza, como la demostrado en la pintura de nuestros campos, aldeas, alquerías y fiestas populares. Haga a un lado ese enervante monomanía del francesismo; sea centroamericano, salvadoreño en sus descripciones, como lo es por origen; y bien pronto le sobrará materia que tratar a Ambrogi, con su briosa y bien cortada pluma”7. Tampoco Acosta rehuye el tema indígena ni la representación del paisaje tropical en sus poesías modernistas. Pero es quizá la identidad literaria de Ambrogi como “cronista”, como artista de lo efímero y circunstancial, la clave para entender la invención de la literatura “nacional” de El Salvador en la primera mitad del siglo XX.
Acosta, Vicente, “Bibliografía centroamericana”, en: La Quincena , T. 1 N.7, 1 de julio de 1903, p. 236. Crónicas marchitas se publicó por primera vez en 1902, y reune crónicas de las experiencias de Ambrogi en Chile y Argentina entre 1898 y 1899. Ambrogi publicaría nuevamente este título en 1916, añadiendo crónicas más recientes. 7
Con estas reflexiones estoy señalando la necesidad de buscar nuevas fuentes que permitan enriquecer nuestro corpus literario por lo que, deliberadamente, he evitado recurrir a las fuentes canónicas y las antologías más transitadas. El modernismo como verdadero impulso de renovación literario y cultural, que lo fue tanto en El Salvador, como el resto de América Latina, se desdibuja si seguimos repetiendo las leves pinceladas que nos legó Max Henríquez Ureña8 o si continuamos alimentándonos de antologías como las de Román Mayorga Rivas o de Manuel Barba Salinas 9. Sin pretender negar el valor del aporte de estos trabajos, es necesario señalar sus obvias dificultades. En el caso de La Guirnalda Salvadoreña – la antología de Mayorga Rivas – , es de notar que fue recopilada en la primera mitad de la década de 1880, cuando el modernismo, apenas se dejaba entrever tanto a nivel del continente como del país. La antología de Manuel Barba Salinas apenas incluye narraciones de unos cuantos escritores del período: Gavidia, Salvador J. Carazo, Manuel Mayora Castillo, Ambrogi, Peralta Lagos y Francisco Herrera Velado. Algunos de estos cuentos fueron publicados originalmente en las décadas de 1910 o 1920. Estoy convencido que esfuerzos como el que nos entrega Joaquín Meza, de reunir una selección comprensiva y meditada de la obra de Vicente Acosta, sin duda el más importante poeta del modernismo salvadoreño y una figura protagónica en la escena cultural nacional de finales del siglo XIX y comienzos del XX, es un paso importante para asumir nuestra tradición literaria y hacerla accesible a las nuevas generaciones.
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Cf. Henríquez Ureña, Max, Breve historia del modernismo, México: Fondo de Cultura Económica, 1954. Esta obra documenta la historia del modernismo en toda América Latina, dedica escasas páginas al modernismo de El Salvador y se detiene apenas en Gavidia y Ambrogi, y menciona de pasada a Vicente Acosta, Román Mayorga Rivas, Alberto Masferrer y un par de no mbres más, vid. pp. 406-411, 9 Cf. Mayorga Rivas, Román (ed.), La Guirnalda Salvadoreña, 3 volúmenes, San Salvador: Dirección de Publicaciones (1977). Esta obra fue publicada por primera vez entre 1884 y 1886. Cf. Barba Salinas, Manuel (ed.), Antología del cuento salvadoreño, San Salvador: Dirección de Publicaciones, 1980.