ARTE DE INJURIAR POR IGNACIO B. ANZOÁTEGUI Por Po r Un Filósofo Producido Pre Prreree-fascio -fascio “Desde la Silla Apostólica, en 455 León I detuvo a los vándalos que saqueaban Roma. Dios sabe si hoy podría detener al vandalismo progresista que ha entrado a saco por la Iglesia ”.”.
I.B.A.
Mediados del marzo pasado, el director de la Biblioteca Nacional –aun desinteresado por medírsela con Genovese en franco duelo de barrocos de nuestra penúltima retórica digitaldescarga por CN23 que estamos en presencia de un nuevo oleaje de “nacionalismo católico”. El nuevo papa exportado alcanza según el alboroto oportunista mediático una dimensión no menor a la que lograron en los últimos lustros los “commodities” del monocultivo
sojero. El papa embanderado en pleno Vaticano con los colores del club llamado a la vez el Santo o el Gauchito irrumpe en la esfera públicomediática como un cuerpo celeste en caída libre, un Halley de Belén al choque, que al colisionar con Canal 13 ha producido una emanación incontenible de un gas espiritual que ha convertido a todos, paganos, judíos, infieles, evangelistas, new-agers macritas y multiperonistas polirrubro, en papistas por el papismo mismo. Pero la mayor tradición del catolicismo nacionalista argentino no fue la plebeyo-populista sino la de los señoritos patricios amenazados. Estos muchachos no esperaban una neoargentinización de la iglesia católica universal que acabara con el celibato la veda al profiláctico y armara la selección del Vaticano para el 2014. El más lúcido de sus gacetilleros no era un “sedevacantista” pero condenaba íntegramente las concesiones
sojero. El papa embanderado en pleno Vaticano con los colores del club llamado a la vez el Santo o el Gauchito irrumpe en la esfera públicomediática como un cuerpo celeste en caída libre, un Halley de Belén al choque, que al colisionar con Canal 13 ha producido una emanación incontenible de un gas espiritual que ha convertido a todos, paganos, judíos, infieles, evangelistas, new-agers macritas y multiperonistas polirrubro, en papistas por el papismo mismo. Pero la mayor tradición del catolicismo nacionalista argentino no fue la plebeyo-populista sino la de los señoritos patricios amenazados. Estos muchachos no esperaban una neoargentinización de la iglesia católica universal que acabara con el celibato la veda al profiláctico y armara la selección del Vaticano para el 2014. El más lúcido de sus gacetilleros no era un “sedevacantista” pero condenaba íntegramente las concesiones
sesentistas de Juan XXIII y Paulo VI – entroncándolas en una reyerta que llamaba la de la “Iglesia Militante” contra la “Iglesia Dialogante”- y su nombre era Ignacio Anzoátegui. Fue un señor laico y argentino cuya obra es un canto permanente por un catolicismo de máxima, imperial belicoso caballeresco medieval y nazi-fascista, una curiosidad para leer en este momento en el que despunta un papa porteño que es ungido aparentemente por el consenso mundial para reformar al catolicismo en un sentido contrario en vistas a obstaculizar su camino de extinción. “La vieja liturgia era la cortesía del alma: la manera de dirigirse a Dios con el debido protocolo. Hoy todo eso ha quedado a cargo de los peluqueros del post-Concilio, maestros de ceremonias del más abyecto guarangaje”. “En plan de aggiornamento, los equipos post-conciliares han corrido al latín hasta de las misas, que día vendrá en que tendrán que ser rezadas en lunfardo, con un fondo de música pop”.
El destino póstumo de este escritor viene siendo un poco extraño. Hoy aparece publicado a condición de ser enajenado con esa franja roja en diagonal como advertencia que dice raro y maldito, en la colección “los raros” de Colihue y en una antología de “malditos” latinoamericanos publicada en Chile. Fue un hombre público, minoritario pero lejos de ser un marginal. Altísimo funcionario, abogado, ideólogo, historiador escolar, pedagogo, docente universitario. Publicaba en editoriales de su ghetto cuando no lo hacía por sus propios medios en ediciones de escasos ejemplares, y en los 50 llegó a publicar un par en Emecé. Fue reeditado siempre por editoriales católicas y nacional-conservadoras. Hoy la única que lo publica sin el mote de “raro” o “maldito” es una editorial hispanista de ínfima llegada al circuito mainstream de las librerías.
Y es cierto que este señor es un maldito hoy en día, si por hoy en día se entiende el campo cultural flagrante, y si se entiende como cualquiera sabe sin preferir lanzarse a ventilarlo que ni Lamborghini ni Pizarnik ni ni ni ningún francés, ya francés de Francia ya francés de Palermo, lo son, no hoy. Cierto también que un españolista medievalista, un poeta intemporal de temática mitológica épica y religiosa, un católico-falangista, un difamador de la modernidad y de todo lo que viniera de Francia en aras de un ideal caballeresco, no se parecen mucho a lo que se conoce por un maldito desde el canon que sentó un día Verlaine, ni tampoco por un raro en la manera en que los presentó por entonces Darío –Anzoátegui acopió parvas de páginas contra la literatura francesa del siglo XIX-. Sin embargo entre sus planes estaba ciertamente el de reivindicar el escándalo y el de épater le bourgeois: el
burgués es uno de sus enemigos, es el liberal, el masón, el romántico, el norteamericano, el francés, el socialista, el positivista, el anticlerical, el existencialista, el espectador de cine, el protestante, el judío, el cristiano bobo solemne o reformista. Se trata de una lectura peligrosa de llevar bajo el brazo, por esos pagos. Quien ande con los viejos libritos de este señor entre sus bártulos correrá el riesgo de ser reportado a los tribunales de la Nueva Inquisición ProgresistaBienpensante, o peor todavía caer bajo sospecha general y universal. Él, Anzoátegui, por su época, acaso no corriera esos riesgos, porque escribía al resguardo de la ideología de un cierto grupo social con bastante peso público que le festejaba chistes y exabruptos, que eran su habilidad. Él mismo era un inquisidor incluso, aunque más bien en un sentido clásico . Un inquisidor medio en broma, de chasco casi, más
literario que literal, ya que uno es su circunstancia como dijo uno, aunque a esto Anzoátegui no lo hubiese rubricado, porque Anzoátegui parecía como venido de otro tiempo, del tiempo aquel en que el Diablo tenía pezuñas y cola y se presentaba personalmente. Quiero expresar que estos libros se encuentran en el seno de nuestra impoluta Biblioteca Nacional, en la de los maestros y en muchas más; en mercadolibre.com, y en diversas y varias nobles librerías anticuarias de la Nación. ¡No me querrán llevar preso a mí solo! *** La rareza postulada por la colección de Colihue y la Biblioteca Nacional que alguna vez estuvo presidida por un amigo y correligionario de don Ignacio –Martínez Zubiría (Hugo Wast), uno que corriendo carreras de nazis tal vez le ganara- ciertamente atañe más a su obra que a su figura, especialmente a la única que alcanza a
la fecha el estatuto de clásico, aunque de clásico raro, impedido, ilegible, las Vidas de Muertos . Este libro fue quizá el clásico imposible de un sistema literario que no fue, o mejor de un Estado o una Nación que intentaron ser y se quedaron en aborto: los que propusieron un hato de personajes que componían el elenco del conservadurismo nacionalista católico, un grupo de poder poblado en su momento de agencias culturales que a duras penas alcanzó a encaramarse en el Estado desde los años 30 con muchas ideas y venidas. Si hubiesen tenido mejor suerte Anzoátegui integraría el canon argentino, tal vez en calidad de primer escritor cómico nacional, el gran satírico acaso, aunque en sus horas de seriedad supo hacer méritos para ser tenido también por poeta por divulgador histórico y por teórico de la raza, que para él es lo mismo que decir de la Iglesia y de España. Mientras tanto, Anzoátegui fue no
mucho más que un libelista, un panfletero sección letras. Como prosista, por lo demás, nunca se interesó demasiado por los grandes géneros literarios salvo en su oficio de crítico compilador y editor. Fue más –además de funcionario- un operador cultural, apenas si escribió ficción narrativa, no compuso obras de teatro, y se dedicó por entero a cultivar el estilo dentro de la didáctica y el articulismo. No sólo dentro del género epidíctico, que en éste habría que incluirlo, ya que como antimoderno practicante no debería ser considerado estrictamente un ensayista (su gusto por Erasmo o Montaigne no hacía mella en su antihumanismo medievalista), sino también en el género judicial, esa otra tradición de la retórica exterior al campo literario, y que Anzoátegui cultivó como si no lo fuera. “No hay derecho sin poesía” era su lema en este dominio, y sus sentencias al parecer daban el ejemplo y se sabe
por buena fuente que hay quienes aún planean publicarlas en libro. Si por su “rareza” bibliográfica integra una colección donde se apiña con Groussac, Martínez Estrada, Molina y Vedia o Soiza Reilly (más Cancela y Castellani que eran sus queridos), por su “malditismo” biográfico integra ahora una terna que sí que lo alarmaría. En ésta lo acompañan homosexuales, manicomizados, merqueros y porreros terminales y lo peor: mujeres; todos, cual más cual menos escritores de culto de vida mitificable puestos a comparecer en vistas de un futuro canon lateral de postergados a escala continental. Se trata del libro Los Malditos editado en 2011 por la Universidad Diego Portales de Chile bajo compilación de la periodista argentina Leila Guerriero. Perfiles biográficos de escritores latinoamericanos del siglo XX –dice la contratapa- de “vidas estragadas, intensas, proclives en la mayoría de
los casos a los excesos del cuerpo y a los tormentos del espíritu”: “locura, alcoholismo, autodestrucción”. Acá lo acompañan para su desgracia o desconcierto póstumos personajes como Rodrigo Lira, Pizarnik, o el conductor de Bendita TV Uruguay Gustavo Escanlar. “Son ‘los raros’, por utilizar la expresión de Rubén Darío (agrega la misma contratapa): individuos que se consagraron a la literatura poniendo sus propias vidas como aval de un crédito finalmente insostenible”. Entre todos estos raros, ciertamente es un raro, y más que nada por parecérsele bastante poco a la buena mayoría de ellos; cierto que era un fumador y bebedor bastante convicto (lo deja traslucir él mismo por sus libros, donde abundan los elogios al vino y el tabaco entre otras distracciones), pero no parece haber estado muy cerca de pedir asilo en los psiquiátricos o centros de rehabilitación. En un balance último de lector final uno puede
preguntarse si ese señor no estaba efectivamente loco (vesánico escribe Horacio González y estilísticamente sería más justo); loco pero de una locura extemporánea como su propia razón, tal vez lo que Macedonio llamara la locura del ser y ser es ser cristiano decía, una locura divina y señorial que en buena medida compartía con los que lo acompañaron siempre desde la cuna a la Secretaría de Cultura, pero que en otra medida le fue solamente suya, en la medida de su desmesura extravagante, porque fue un aventurero de la ortodoxia como su maestro Chesterton, pero que derrapó por la hybris bastante a menudo. Pero a eso él le llamaría pecado. Arte de la injuria versión Anzoátegui (Teoría de la lectura y cuestiones de método) “Cada día creo más firmemente que lo único cierto es lo increíble ”
Leerlo por lo menos sirve porque pensar es pensar contra uno mismo y leer es pensar y desde el cuerpo de otro; leer a los que piensan como uno es dejar de pensar y además uno nunca piensa, uno busca lleno de esperanzas, que es otra cosa. Como poeta fue irregular y anacrónico ya entonces. Sus intentos de “narrativa” –ver sus Nueve Cuentos del 38terminaban tronchados por su monomanía ideológica y su instinto de pretor/francotirador de la curia y de inquisidor riente; sus “cuentos” amenazan serlo pero acaban siendo parábolas o más bien apólogos bajo el ancestral formato del diálogo (igual descreo de que toda ficción narrativa moderna no sea finalmente una parábola). Deja una sensación extraña leer su poesía amatoria y épica, llena de temas mitológicos, bélicos, de reyes y santos y de sublimes escarceos prematrimoniales, sus
sonetos preclaros y sus versos de arte menor zurcidos con rimas facilongas y pavotas enchapados con canciones infantiles después de haber leído sus brulotes carniceros. La gente de aquella época no se privaba de nada. El enemigo presente que pueda leer también su castiza ternura de lírico lo encontrará más vomitivo aun. Un buen ejercicio gástrico. Anzoátegui amerita por ejemplo una antología temática, que podría tener la forma de un diccionario, que para contrastarlo con el de Bierce podría ser el de Dios. Alianza ha publicado compendios de la obra de Schopenhauer de esa manera, bajo nombres como el arte de hacerse respetar, el arte de tener razón o el arte de insultar, que es aquel en el cual nuestro apostólico no sólo descollaba sino que perseveraba casi unilateralmente. Comparado con él el misántropo de Danzig es un medroso perdido en la lacia mar de las abstracciones
teoréticas. Estaba demasiado preocupado en solventar con fundamentos el nirvana nouménico y en construir un sistema monolítico y definitivo tanto como para dejar buena parte de sus puteadas y de su ars ofensiva como papeleta póstuma de relleno. Porque el cabrón germano no fue sólo un práctico del escarnio sino un teórico instructivo que vertió sabios y obvios consejitos del género autoayuda al rosquero y al sorete. Introdujo el estilo injuriosocalumniador en el género del discurso filosófico moderno, eso que tanto molestaba al Heidegger que intentaba bendecir para el nuevo siglo a Nietzsche como metafísico y serio. Pero más le molestaba a su no tan querida madre Johanna que con la disculpa de prevenirlo acusaba a su hijo –léanse las cartasde sabelotodo irritante y pedante desagradecido e imprudente. Anzoátegui no tenía afanes estrictamente filosóficos ni
contamos con los testimonios postales o magnetofónicos de su parentela femenina (la hija no lo quiso atender a Becerra cuando fue a entrevistarla para “Los Malditos”). Pero el insufrible de Schopenhauer arriesgó todo su capital social –de sociabilidad o vincular habría que decir- con tal de cantarle al mundo las cuarentas de su rechazo al mundo. Lo de Anzoátegui era más cómodo, no operaba solo contra todos ni sólo contra todos, era apenas el vocero de su sector social fuera del horario de protección al menor, el que jugaba a decir lo que sus pares pensaban y no se animaban a ventilar, el portavoz desbocado, el autor intelectual de las tundas de la patotita patriótica que tampoco nunca faltó en este pueblo valeroso. Eso sí, tenía lo que aquel otro no tenía, un perverso, macabro, sentido del humor a flor de piel.
Para Schopenhauer el insulto era un último recurso que tenía a mano todos los días. Cuando se quiere tener razón con prescindencia de la verdad –asentó- y el oponente es más versado sutil e inteligente que uno –lo que apenas suele significar que logró comprarse un público más numeroso o pagador- queda el recurso de la ofensa grosera y directa al cuerpo. Cuando la polémica encaja una imputación que deja el objeto de la querella a cambio de lo dicho por el contrincante –cuenta Schopenhauer- se formula lo que llama el argumentum ad hominem ; pero –peor- cuando el objeto se abandona y el ataque se dirige ya no a lo que aquél dice sino a con quién se acuesta o no se acuesta, a las pastillas que toma o a cómo huele después de un partido ello constituye lo que llama argumentum ad personae , el auténtico juguetito rabioso de nuestro olvidado don Nacho. Es un recurso de la inferioridad dice
como tan claro lo tuvo aquel otro señorito insidioso llamado Witoldo, lector del filósofo que acuñó aquello de cuanto más torpe y estrecha es la opinión tanto más se nos vuelve importante . Anzoátegui sabía mantener a raya la
ira “animal” del guarango a ley de un uso más “femenino” del agravio, el arte de la hablilla, bola, murmuración, habladuría, esa predisposición decadente a la obturación del Ser según Sein und Zeit , ese era su punto medio no precisamente aristotélico entre la ira y la indiferencia. Borges había escrito “Arte de injuriar” porque descubrió el día anterior en un flash que la sátira era como cualquier otro un género formal y convencional, así dice, con el detalle singular de promover “un contrabando pertinaz de argumentos necesariamente confusos”. “Su método es la intromisión de sofismas, su única ley la simultánea invención de
buenas travesuras. Me olvidaba: tiene además la obligación de ser memorable”. Los ilustres payasos muertos “Cualquiera tiene derecho a escribir imbecilidades con la condición de arrepentirse algún día. Se puede ser zonzo de vez en cuando, pero no se debe seguir siendo zonzo para el resto de la vida. La mentalidad de Alberdi como escritor fue la misma desde los veintidós años hasta su muerte ”.
Lo cursi y el snob son temas suyos de siempre. En Vidas de Muertos desfilan los popes literarios del parnaso argentino latinoamericano en tanto que tales, como snobs y aquejados de cursilería (uno de sus programas a lo largo de sus distintos libros consiste en demostrar que la cursilería es también patrimonio de las aristocracias y que hay un esnobismo malo y otro potable), como bovaristas suertudos que por la distorsión engañosa de la sociedad moderna –y su subproducto la cultura
hegemónica argentina (ya la oficial liberalconservadora ya la popular-clasemedista sobre la que se recortan los Ingenieros los Almafuerte o los Carriego)- pasaron a consagrarse como fetiches o ídolos propios de la falsa conciencia moderno-nacional y de su alienación (medida no por el patrón proletariado-universal sino por el patrón cristiandad monarco-hispana). Los prohombres del discurso oficial de la época –y escolar de casi todas las épocas- desfilan en su pasarela como vanidosos empolvados e histéricos, mistificadores y figurones de una posteridad fácil y pronta. Algunos son más vivos que estúpidos y otros más gansos que vivos, cuanto más se distanció el campo literario del poder concreto más proliferaron los segundos que los primeros (Guido y Spano era “un éxito de señoritas” y representaba la mutación de la solemnidad aristocrática en ”cajetillismo”; era un haragán al que “la sociedad de su tiempo le
había asignado una profesión altamente decorativa: la profesión de poeta”.). Los literatos confundían los asuntos de la vida de los literatos –escribió- con los asuntos de la historia argentina, porque creían que ellos estaban en la historia. Cuando le pinta se convierte en esteticista, y en Vidas de Muertos le pinta especialmente. Por eso dice que Echeverría no sabía nada de arte y parecía un analfabeto charlatán, que Mármol “no sabía ni siquiera versificar” y que los literatos liberales eran unos ilustrados sin ninguna cultura. Mármol – parafraseándolo- como hombre trabajaba para desterrado y como argentino trabajaba para prócer. La obra de arte no le interesaba –dice-. Así, si utiliza la chismografía para combatir el canon es seguramente porque entendía que le respondía al romanticismo, a “la asquerosidad romántica” –sentimentalismo sensualista ventilador de intimidades deificadas-, de alguna
manera en sus propios términos. “En lugar de escribir la vida, Mármol se puso a describir alcobas. Eso podrá interesarles a los tapiceros, pero a mí no me interesa”. Echeverría “se crió entre guitarristas y malevos, pero ni siquiera supo quedarse con ellos. Ellos hacían patria y él se puso a hacer romanticismo”. Los personajes de Mármol no se matan por amor como él creía sino porque “están asqueados de tanto romanticismo”. Las lectoras de María de Jorge Isaacs no se sentían satisfechas si su vida no se convertía en literatura. “El sufrimiento no tuvo en América categoría espiritual: tuvo categoría sentimental. Los amantes sufrían aquí para que lo supieran las amadas, no para que lo supiera Dios. A ellas podría engañárselas y por eso falsificaron el sufrimiento e hicieron con él literatura”. Anzoátegui escribe, atacando a Echeverría, que el arte no tiene nada que ver con la sociedad ni con el tiempo ni con la
civilización y que los únicos hombres serios son los grandes santos y los grandes pecadores (Echeverría no era ni lo uno ni lo otro). La crítica argenta actual propone en los pies de la “literatura de izquierda” de Tabarovsky escribir en nombre de nadie y para nadie. La de derecha de los 30, ponía al todopoderoso en el lugar de ese nadie. Anzoátegui confundía a dios con su público exiguo, por eso creía escribir para dios (“La lógica de la poesía está reservada a Dios exclusivamente”), y vituperaba a los best sellers del viejo canon estatal o del nuevo popular. “A las putas –dice de Almafuerte- las llamaba señoras: hacía eso para que lo tomaran por un hombre genial. Eran los compromisos de la popularidad”. El error en este caso está en el principio: en escribir para el común de la gente, que tiene el tremendo prejuicio de las cosas verosímiles. La poesía es, por naturaleza, inverosímil. La lógica de la poesía está reservada a Dios exclusivamente.
La Argentina para Anzoátegui tenía que ser una monarquía absolutista, católica y teocrática, que repusiera el orden mundial medieval y que representara la restauración del reino español preborbónico, porque no sólo era más papista que el papa sino más hispano que los ibéricos. Si ese mundo hubiese existido podemos imaginar que su crítica literaria habría empezado con él. Si ese estado hubiese ocurrido él sería el fundador de su teoría literaria y su aparato de la crítica, representando su prehistoria insurreccional y de trinchera, empezada con Francisco de Paula Castañeda y acabada con él. En ese contexto ideal existiría un arte desconectado de la historia y la sociedad, meramente remitido a la eternidad de dios (Para Amado Nervo – esnobista místico cadáver parlante monja laica y profesional de la histeria triste- “Dios era una cosa literaria”…). Incluso todo aquello que no presuponga recepción divina no dejaría de ser
pastiche, entendido como una suerte de sinónimo de intertextualidad …al poeta Rubén Darío debe buscárselo donde el poeta es él mismo, donde habla claramente, como todos los días; es decir, donde muestra la hilacha. El resto es puro ejercicio retórico y puro pastiche, perfectamente conciente. Juzgarle bajo este último aspecto sería juzgar su habilidad para el remedo, y eso no interesa a nadie.
Del romanticismo al modernismo americanos Anzoátegui no encuentra más que imitadores –de Víctor Hugo a Verlaine-; pero con ese criterio toda historicidad de cualquier texto configuraría un “pecado” de parodia y pastiche. Parcialmente tenía razón, en que todas las novedades del día convertidas después en los clásicos de un sistema literario nacional no pasaban de ser traducciones y adaptaciones, es decir parciales apropiaciones indultadas o delitos plagiarios no descubiertos, en todo caso mal hechos, y de ahí su diferencia y singularidad.
En todo postulador de un ideal de lector no divino encontraba a un menardista. Alberdi tenía la ingenuidad de “un muchachón roussoniano” y no le gustaban las mujeres. El que sale más airoso de todos, se diría que al único cuya tumba más o menos respeta, es Sarmiento. Si bien –dice- que fue uno de los tipos que mayores males le hizo al país: Sarmiento “tuvo toda su vida un genio bárbaro”. Y para Ignacio Anzoátegui el dilema nacional era civilización o Cristo . A un Alberdi que pedía “practicas y no ideas religiosas” le responde que “el mal de América es precisamente la falta de conocimiento religioso”. Bastó que unos pocos pedantes nos hablaran para que depositáramos nuestra religión doméstica en manos de las mujeres. Nos bastó el miedo de los hombres para que le perdiéramos el miedo a Dios. Ellos nos traían razones y nosotros no teníamos ideas: teníamos prácticas. El catolicismo de Alberdi no era catolicismo, porque no conocía la Iglesia…La Iglesia no es tolerante, es la Iglesia
bárbara de Jesucristo, nada civilizada en el sentido liberal. Es intolerante porque posee la verdad; es bárbara porque posee la alegría de la esperanza en Dios; es nada civilizada porque no necesita de las cosas del mundo. Los hombres de la generación de Alberdi no podían comprender esto.
El fisonomista gastador “Oh, créanme, hacer el culeíto no es nada en comparación con hacer la facha! ” W.G.
La avanzada del argumento ad hominem hacia el argumento ad personae supone la aparición del fisonomista, pero no a la manera solemne de los criminólogos que seriaba el positivismo, Anzoátegui trabaja el asunto a la manera del “cachador”, un cachador señorial alegremente racista, bastante lejos del cachador conceptual a la manera macedoniana –ese autor que describía a la escritura como a una serie de poses de autor a ser fotografiado en su ausencia, invisiblemente, y que declaraba
“abstenerse de cara” como principio-. Para eso recurría a una nomenclatura del insulto dieciochesca, les llamaba “mulato” tanto a Rivadavia y Sarmiento como a…Sócrates. Es sugestivo pensar que este Anzoátegui que hipotizaba afrodescendencia en los great men de la ilustración nacional, sospechados impensadamente de proto-cabecitas-negras del bando contrario, fue, con muchas idas y venidas y un poco a la fuerza, peronista, y propuesto por el mismo Perón como secretario de cultura. Efectivamente, Anzoátegui les quería “hacer la facha” como escribió Gombrowicz, claro que en la medida en que esto se podía hacer en nombre de Dios y la Iglesia ex mazorquera, nunca hay en Anzoátegui un humillado cáustico arrojado a las garras del peón que ve cómo su nobleza se propulsa al lumpenismo, como en el caso de aquel teórico polonés de los procesos cíclicos de la facha al culo. Es la chacota sobona
de un cenáculo de caballeros –y de la fe- pero en farra. Aunque de la chacota pasaba raudamente a la execración, más que nada cuando ponía en la mira al nuevo parnaso aplebeyado, “los cretinos de Boedo” dice, que alimentan la fama de los Carriego o los Almafuerte (“Su vida fue la de un pobre hombre con pretensiones de genio”). Sarmiento no sólo tenía “jeta de mulato” sino “cara de vieja”; Almafuerte: cara de apóstata. Olegario V. Andrade, petiso y gordo, “parecía un quebracho retacón”. Yrigoyen “cara de haber sido zaguanero de joven” y Sartre –ya en plan universal algunas décadas después- era bizco en privado y en público y tenía una mirada de polilla que había apolillado a Occidente. Sócrates: “horrenda cara de sátiro de talabartería”… Yendo más allá el gran proyecto de los Cursos de Cultura Católica en el que estuvo comprometido y del que fue un
promotor consecuente partía del principio Se debe ser católico y no tener cara de católico , y uno de sus modelos de conducta eran los antiguos “santos sin cara de santos de santería” (porque “el santo que fue pecador tiene sobre los otros santos la ventaja de que conserva su cara de pecador” con la que se gana la confianza de los pecadores). También en el plano sociopolítico, su campaña perpetua contra la movilidad social la desestratificación y la mezcla de clases merecía un abordaje desde el fisonomismo reaccionario jetocrático: El hombre que ha nacido verdulero no tiene derecho a adoptar una cara de conde, porque –para desprestigio de los verduleros- será siempre un conde de carnaval; como el que ha nacido conde no tiene derecho a adoptar una cara de maestro, porque –para desprestigio de los maestros- será siempre un maestro de escuela.
Su criticismo facial remitía más a la chismología universal –que ha trasmitido por
dos milenios por ejemplo la fealdad de Sócrates como objeto de discurso- que a una inspiración frenológica o lombrosiana –que eran más bien un legado de época- de pretensiones científicas que le eran ajenas. Observa por ejemplo cómo las leyendas negras liberales acerca de la sanguinolencia rosista eran un fenómeno antes que nada de transmisión oral perpetrado por las mujeres, por las viejas y matronas (en esa atención a la feminidad como segundo saber se parece un poco a Macedonio –que reparaba más en su sabiduría ágrafa y refranesca que en su veritismo sibilar), un cuento que transmitían las abuelas pero no los abuelos, y el peso invisible que el rumor tiene en la historia patria. Su humor racista se servía de certezas operativas que no necesitan de oblicuas apelaciones a la autoridad epistémica, ni su Dios gótico necesitaba de la genética determinista. Vidas de Payasos Ilustres descubre no sólo payasos de la
historia sino monstruos de acá y allá –como Crusoe, al que considera más que un personaje literario un “monstruo filosófico”-, pero la monstruosidad se mide en función del desvío de la doctrina imperial de la Iglesia hispana y no de la “naturaleza” médico-legal, que de suyo es anzoateguianamente monstruosa. Anzoátegui se reía del aspecto y la cara de los demás como se ríen los niños prepotentes y alborozados que bien conocía y a los que pretendía guiar como profesor/niñoterrible. Es el inventor argentino del bullyng historiográfico. De todos modos cuando se aboca al enemigo –bastante seguido cuando andaba en prosa- Anzoátegui toma todo de sus colegas las comadres, su arte de la injuria tiene al comadreo, el infundio, el chisme, el bulo, por estrategia superior. Fue un bloguero hecho y derecho. Las máximas y consejos de Goebbels y K. Schmitt, que tanto se conmemoran ahora en la tevé y en
los portales de los diarios, ya eran tácitamente suyas. Su método de investigación biográfica se documenta en lo que llama “suposiciones” y “prejuicios”, hace historia inventando rumores pero al menos lo aclara, va hacia las ideas pero por lo bajo (el hijaputismo le llamaría Marechal, su par populista), fatigando la infamia como decía aquel otro. Sus estratagemas biográficas hacen del “revisionismo” una prensa amarilla de fina prosa aplicada a las celebrities decimonónicas del discurso ochentista o a cualquier enemigo aleatorio o voluntario de la Iglesia a lo largo de la historia occidental. Contra la pornografía sublime o sensualismo sentimental del “romanticismo” opera con el valor de verdad de la anécdota como desublimación-represiva , usa el ancestral y originario artilugio de las esclavas tracias desde la posición del señorío como un Nietzsche paparazzi. Tiene todo para postularse a
precursor de la rosca crítica digital del “campo literario”. “Echeverría –escribe- seguía la moda de la época: así se inventó una fortuna amorosa para poder meterse con el amor. Todo esto hay que suponerlo, porque si no se supone nada no se comprende el siglo pasado”… Decía inclusive haber escrito sobre autores que no había leído, en eso va hasta mejor que Macedonio como ancestro –en lo procedimental en este caso más que en lo estilístico- del aparatejo crítico profesional universitario o peri-universitario argentino, hay chicas profesorales y ochentistas que hicieron de esa confesión una jactancia un sistema y unos cuantos papers pícaros. Tengo el honor de no haber leído jamás una sola línea de Emilio Zola. Y, además, tengo la suficiente serenidad de juicio para execrarlo…
El “culto al coraje” de Borges a Anzoátegui
“Jorge Luís Borges inventó a Jorge Luís Borges. Lo demás lo hicieron la masonería literaria y su aliada la cobardía. Después de la de coimero de alto bordo, la carrera más segura y lucrativa es la de figurón ”. (De Tumbo en Tumba)
“No hay verdadera crítica sin trompadas, como no hay verdadera religión sin guerra religiosa” decreta Anzoátegui en algún momento; ya había escrito su Vidas de Muertos ajustando sus cuentas con el público argentino engañado por el liberalismo conservador que la generación del 80 había convertido en pensamiento único nacional y ahora se abocaba a disparar contra los republicanos arengando a la Falange. Es una declaración de principios que se diría que lo pinta de cuerpo entero. “ La crítica –escribe memorablemente- es el arte de dar una opinión cuando nadie lo pide ”. “Nuestras pasiones –agregaba- son de dos clases: aquellas por las cuales tenemos el derecho de dar una trompada y aquellas por las
cuales merecemos que nos den una trompada. Cualquiera otra actitud se llama comodidad, aunque el mundo moderno se haya puesto de acuerdo en disfrazar la comodidad con el nombre de libertad”…”Porque si algo debemos admitir –escribieron sus biógrafos epigonales autores de la antología que le publicó la Secretaría de Cultura en el último año del Proceso- es que Anzoátegui era muy parecido a su obra”. Aunque a punto y seguido apenas, parece que se desdijeran…”Seguramente era más y otra cosa”. Bien, ¿vale la pena una suerte de verificación o contrastación biográfica que inquiera en el vínculo ético entre aquellos enunciados performativos de una cierta moral y la mera vida o la conducta de su referente y sujeto? El personaje histórico Ignacio Braulio Anzoátegui es un personaje sumamente legible, se lo lee de hecho como a un raro y como a un maldito, el
documental sobre la anécdota de su vida en función de su dimensión de personaje literario es improbable que se filme siendo un escritor tan peligroso para el amplio público como de ínfima importancia histórica, pero pudo ser escrito en las veintipico de páginas que le dedicó Becerra. La tarea ímproba ciertamente, el trabajo sucio, es leer sus textos, señalados por diversos y ciertos consensos y con diversas y no pocas razones como ilegibles en virtud del anacronismo de sus temarios o peor de lo fragoso y embarazoso de sus valores. Intentar rescatar algo que no sea un simple elogio del autoritarismo o del totalitarismo e ismos así, y que tampoco sean un par de chistes memorables o un estilismo retórico prolijo es tarea dudosa y comprometida. Anzoátegui –se lee en el trabajo de Becerrasostiene una discusión con la primera jueza mujer de la Argentina por haber rubricado una
ruptura matrimonial, declara que “la justicia no puede emanar de una mujer”, va a parar a la alcaldía de tribunales, y al tiempo termina siendo íntimo amigo de la jueza progresista. Anzoátegui es el “cruzado” (Ferrer) que escribe furibundamente libro tras libro sus mismas ideas pertinaces exaltadas e intransigentes que invitan a la guerra santa a romper vidrieras y a sacar los tanques a la calle o a quemar los libros de textos liberales de las escuelas públicas, y su hijo le declara al biógrafo: “El viejo nunca nos impuso creer en nada, nunca nos obligó a ir a misa y nunca lo escuché discutir con nadie sobre religión. De los once, algunos salieron religiosos y otros no, y eso nunca afectó nuestras relaciones”. Entonces… ¿en qué quedamos? “Entonces, ¿por qué –se pregunta BecerraIgnacio Anzoátegui es un autor de la bibliografía fascista argentina?, ¿por qué su libro Escritos y Discursos a la Falange forma parte de la
colección de la editorial Santiago Apóstol, junto a Breve retrato sobre el Anticristo , de Vladimir Soloviev, y La perversión democrática , de Antonio Caponetto, director de una conocida revista de intrigas y catarsis naziparanoides llamada Cabildo ?” “Un crítico que no se siente capaz de arriesgarse a que le peguen –seguía Anzoátegui- debe limitarse a ejercer la crítica en la intimidad de su familia, donde se puede llamar brutos a los ausentes sin responsabilidad alguna. La crítica es el arte de dar una opinión cuando nadie la pide. (…) Para eso un crítico serio necesita poseer un gran espíritu de mártir o unos grandes puños que le permitan resistir a aquellos que quieran convertirlo en mártir”. Entonces: ¿era un “crítico serio”?: ¿la crítica de Anzoátegui era en serio ? ¿O era Anzoátegui un cómodo , a la manera del “hombre correcto” que denunciaba como antítesis del caballero
heroico de vida peligrosa que decía defender en sus volúmenes? La primera sospecha la induce su semi-deudo estilístico Arturo Jauretche desde Los Profetas del Odio y la Yapa de 1957 donde narra un modesto incidente entre Anzoátegui y FORJA. Al parecer éstos habían recibido una balacera en la calle y Anzoátegui que había publicado recientemente sus Vidas “nos soltó un brulote” escribe Jauretche. A lo que parece que Homero Manzi le respondió con una frase que por Internet recuerdan varios: “Usted se ha metido con todos los próceres menos con uno: el que dejó un diario de guardaespaldas...”. Ciertamente el prócer era Mitre, sospechosamente omitido de su lista de necrológicas, a la que se agregaron nuevos occisos en la tercera edición pero jamás el fundador de La Nación, diario, por lo demás, que supo recibir colaboraciones del propio Anzoátegui, que evidentemente, literato al fin
antes que político militante o incendiario, no omitía coquetear de vez en cuando con el enemigo de su propia clase, con los medios de la cultura casi siempre oficial del liberalismo conservador oligarca. Y es posible que por esos circuitos el tono anzoateguiano cambiara, basta leer el tono de los libros que publicó para Emecé. Y acá sigue la segunda escena de desenmascaramiento donde imprevistamente Jauretche se reúne con Adolfo Bioy Casares, que narra otro episodio en el mismo sentido del anterior aunque de puertas adentro, diez años después, en el bodoque póstumo de 1600 páginas llamado Borges , publicado en 2006, referido también por Becerra. En la entrada del 19 de marzo del 67 Borges dice según Bioy y como olvidándose de aquello que había escrito en “Arte de injuriar” sobre lo “formal y convencional” del asunto: “Carlyle, León Bloy, Mencken y algún otro energúmeno literario
crearon un personaje, que era ellos mismos, y lo hicieron escribir en ese carácter. Ignacio Anzoátegui es una versión ínfima y debilísima de ese personaje, pero con esta particularidad: que personalmente es muy cortés”. “Esta cortesía – sigue ahora Bioy- echa una extraña luz sobre su conducta en la vida y en los libros. En esa dualidad, cada una de las dos maneras de ser queda en tela de juicio. ¿Por qué es cortés en el trato directo? ¿Porque considera que un matón infringe la cortesía y la buena educación? Entonces ¿por qué no es cortés y educado por escrito? ¿O admira la descortesía y los malos modales, pero no se atreve a emplearlos cara a cara con la gente? ¿Confía en que la cortesía y la buena educación estarán bastante afianzadas en sus lectores para que no lo apaleen? Tal vez con fundamento o modestia confía en que no han de leerlo”.
Por eso para entender algo de lo que vagamente se aparece como el misterio de Anzoátegui sirven los reportajes narrados cinematográficamente, o como un policial, de Becerra, que igual no ofrecen ninguna respuesta al enigma antiestructuralista que instaló Bioy Casares y que es el mismo que animó la escritura de la biografía literaria argentina reciente más exitosa por estas fechas y la más gorda de la historia nacional (porque el “Borges” no es una biografía estrictamente), la de un cierto hijo bastardo de Anzoátegui con menos suerte en vida pero con más suerte en la crítica actual, la de Osvaldo Lamborghini, escrita por Ricardo Strafacce en mil páginas más o menos al calor de una pregunta fundamental que era – según declara el autor de entrada-: ¿cómo habrá sido alguien que escribió así? Y si algunos con este bodoque han querido desenmascarar a un Lamborghini que de desinteresado por la
publicación pasaría a desesperado por, o que de terrorista cultural pasaría a cortesano frustrado, o de maricón facho a ni maricón ni facho, o del mito –anecdótico- al logos –archivístico-, con el bodoque de Malditos donde está la nota ésta sobre Anzoátegui otros podrán imaginarse una venganza póstuma similar. Si el tema con Aira es si “¿es o se hace?” el idiota o el genio (asunto ubicado por E. Gandolfo), con éste ¿cuál sería? ¿Si fue o se hacía el nazi? Borges había escrito – en el sepelio- que Macedonio escribía para saber quién era, una gastada más de un cegato que nunca pudo leerlo, que rechazaba su escritura para afirmarlo como átopos, como Sócrates Nacional-Porteño, como enigma a decidir en torno a si Genio-Idiota o Idiota-Genio. Pero es el que lee, el lector, el que lee para saber quién es, para saber qué son las cosas y para saber qué hacer (el lector es leninista), los escritores, llegado el caso –o sea cuando escriben “por
encargo” de sí mismos- escriben para no ser lo que son, el problema es que no saben lo que son. Anzoátegui burlón cultor de la infamia y la injuria no era un duelista, por algo se reía de esa izquierda señorial o aseñorada, ya socialista, ya provinciana y liberal y pequeñoburgueoide, integrada por espadachines de chambergo o “tribunos” elocuentes y ofendidos. Era un segunda línea, guarecido detrás de señores más señores y de señores con sotana, que eran los que iban a la palestra. A él más bien le estaba reservado el trabajo del ocio, convertir en chiste, literatura de autoconsumo, licencia poética o boutade, lo que trabajaba más en serio la primera línea: DellÒro Maini, Meinvielle, Casares, Ibarguren, Sánchez Sorondo etc.: los serios. Más que un francotirador era un recalcitrante al que podemos imaginar destornillándose de risa en su escritorio mientras ve cómo los camelots de
la banda juvenil patriótica se entretienen rompiendo cráneos plebeyos o del que un día podríamos esperar que, amenazado, salga con su pistola… pero no que nos mande sus padrinos o nos quiera trompear a lo Viñole (o a lo Viñas). De hecho, se burla en varios lugares de los duelistas (“Yo le contesté entonces que siempre tenía preparada una respuesta en el caso de que me desafiaran a batirme: ‘Díganle a su ahijado que yo no pienso matarlo, pero que si él quiere hacerlo que me avise para comulgar por la mañana’”.), así como desprecia a esos “compadritos” que fascinaban a Borges, aun cuando éste lo ubicó en la grilla de autores de El Compadrito , una antología sobre el tema publicada por Emecé en el 45 donde don Ignacio comparte cartel con Carriego, Martínez Estrada, Fray Mocho, y con algunos allegados como Lugones, Güiraldes o Sáenz y Quesada. Del héroe preferido de los cínicos griegos,
Heracles, dijo que era “un matón, un forzudo que confundió el mito con el circo” (“Y actuó, así, como un nuevo rico de la fuerza, como un cochino burgués ensoberbecido”). Becerra narra un par de anécdotas más que van en el mismo sentido y apenas amenaza a postular “una cierta blandura que aparece en los momentos en que Anzoátegui debía afrontar la experiencia mundana del intercambio personal”. Borges tenía un cierto orgullo militar, un poco aguado, no era un gusto por los militares – al fin y al cabo era un conservador “anarquista”sino por el “coraje” que encontraba en sus “mayores”, como su abuelo muerto heroicamente en guerra, o bien en los compadritos barriales, y un tema con su propia y declarada cobardía ("No haber caído, / como otros de mi sangre, / en la batalla. / Ser en la vana noche/ el que cuenta las sílabas"). De ahí procede la sospecha orquestada por su jefe de
trabajos prácticos, el chismógrafo mayor de la literatura argentina. La cuestión que el Robin Borgeano quiso dejar para la posteridad de mancomún con su maestro ciertamente no es si fue Anzoátegui un bobo o un genio o un buen o mal escritor (“Que yo sea buen o mal poeta es cosa que solo interesa a los demás. A mí, lo único que me importa es ser poeta”) sino si el más militarista belicoso e insultante de los escritores argentinos no fue en realidad de la misma forma que Borges simplemente un cobarde, pero un cobarde no asumido disfrazado de lo contrario. Para cerrar, esta declaración que deja María Kodama, en un reportaje de La Nación de 2012, en torno al affaire “Borges”-Bioy: “Borges me definió a Bioy una vez con una palabra: "Cobarde". Ésa era la palabra con la que lo definía”…
Y lo que sería la respuesta de Anzoátegui mismo a todo el intríngulis susomentado, sita en la página 93 de su libro del 68: “La tentación, eso que recordamos en el Padrenuestro –‘ne nos inducas in tentationem’, ‘no nos pongas bajo la tentación’- no es sólo la de sexto ni la del noveno mandamiento (más imperecedera esta última que la primera). La tentación involucra a todos los mandamientos, incluido el que nos prohíbe romperle la cara a Sartre o verter unas gotas de acónito en el té de Borges. Por eso mismo yo conservo colgada al costado de la cabecera de mi cama una vieja estampa que reproduce la ‘Bendición Santa con que el Seráfico Padre San Francisco de Asís bendecía a todos y con la que bendijo a Fray León su compañero muy molestado de tentaciones: El señor te bendiga, y te guarde; te manifieste su divina cara, y tenga misericordia