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ÍNDICE
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COLECCiÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS Serie Derecho
Primera edición: Segunda edición: Tercera edición: Cuarta edición: Quinta edición:
1996 1998 2000 2003 2007
Título original: Appunti di storia delle costituzioni modeme. Le liberta /ondamentali © Editorial Trotta, S.A., 1996, 1998, 2000, 2003, 2007 Ferraz, 55. 28008 Madrid Telé/ono: 91 543 03 61 Fax: 91 543 1488 E-mail:
[email protected] http://www.trotta.es
Presentación: Clara Álvarez Alonso Prólogo Prólogo a la primera edición italiana Prefacio
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Capítulo 1. LAS TRES FUNDAMENTACIONES TEÓRICAS DE LAS .
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Capítulo 2. REVOLUCIONES Y DOCTRINAS DE LAS LIBERTADES
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LIBERTADES
1. El modelo historicista 2. El modelo individualista 3. El modelo estatalista
1. La revolución francesa 2. La revolución americana
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© G. Giappichelli Editare, 1995 © Clara Álvarez Alonso, para la presentación, 1996
Capítulo 3. EL LUGAR DE LAS LIBERTADES EN LAS DOCTRINAS DE LA ÉPOCA LIBERAL
© Manuel Martínez Neira, para la traducción, 1996
Diseño Joaquin Gallego ISBN: 978-84-8164·119·6 Depósito Legal: M·3.696·2007
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1. La crítica liberal a la revolución. El estatalismo liberaL... 2. La doctrina europea del Estado liberal de derecho ..........
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Capítulo 4. PARA CONCLUIR: UNA MIRADA A LAS CONSTITUCIONES ACTUALES
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Impresión Tecnología Grá/ica, S.L.
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¡N D ICE
Apéndice . Bill of Rigbts 1689 . Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano '" . Preámbulo de la Constitución francesa de 3 de septiembre de 1791 . Título 1 de la Constitución francesa de 3 de septiembre de 1791 . Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano . . Constitución Federal americana. Enmiendas Bi// of Bigbts
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Bibliografía
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A la memoria de mi padre, Giorgio
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PRESENTACIÓN
La Escuela de Florencia, bien conocida por los historiadores del derecho, es el nombre con el que se designa al grupo de profesores de esta especialidad cuyas investigaciones tienen como objetivo preferente el estudio del pensamiento jurídico en el marco de la cultura europea. Es ésta una orientación que, desde sus orígenes, le imprimió su carismático fundador, Paolo Grossi, y a la que sus miembros han permanecido absolutamente fieles, dirigiendo sus trabajos en dos calculadas líneas, convergentes aunque diacrónicas. De ellas, la primera parte desde los inicios de la propia cultura jurídica, y por tanto entronca con el derecho medieval y el nacimiento del derecho común europeo, y la otra se centra en la historia más reciente, con un marcado interés por el constitucionalismo, la codificación y las corrientes doctrinales que no se encuadran fácilmente en las tendencias académicas dominantes. En todo caso, ninguna sin olvidar el propósito primordial: la localización, el análisis y la-implantación de las matrices del pensamiento jurídico, considerado parte fundamental de un hecho cultural más amplio y no sólo vinculado a la organización y estructura del poder. Desde tales presupuestos, los integrantes de la Escuela, comenzando por el propio maestro, cuya producción ha tratado ambos campos indistintamente, aportando obras muchas de las cuales son ya clásicos de la especialidad, han efectuado en los últimos veinte años un rastreo sistemático de los aspectos y temas más abandonados o menos frecuentados de la historia jurídica europea, con método rigurosísimo y resultado impensable hace sólo tres décadas. El derecho común y el liberalismo clásicos, la segunda escolástica, la jurisprudencia doctrinal francesa y alemana de los siglos XIX y XX, la Ilustración jurídica, las tendencias más modernistas, todas ellas han sido estudiadas y analizadas globalmente o prestando atención a sus as-
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pectos más relevantes (el derecho penal, la administración, el lenguaje, la propiedad, la soberanía o la ciudadanía) por autores tan familiares e imprescindibles ya como Sbriccoli, Costa, Cappellini y más recientemente Sordi, Mannori, Cazzetta, Mannoni, Rossi o Volante, uno de cuyos más singulares méritos consiste en superar barreras, ampliar horizontes y detenerse donde nadie lo había hecho. y dentro de este bien definido mosaico, donde cada uno parece representar una tesela, Fioravanti ha asumido desde el principio la tarea de reconstruir el constitucionalismo partiendo de sus raíces, con un rigor y fortuna tales que le han llevado a situarse, por mérito propio, como uno de los principales cultivadores actuales de la especialidad. Así lo acredita su bien contrastada experiencia en estos campos, que se remonta, sobre todo, a su primer trabajo relevante: Juristas y Constitución política en el ochocientos alemán', la primera de las tres importantes monografías que, además de otra obra menor y con la que ahora se presenta en su versión en castellano, ha dedicado hasta el momento al tema. En aquel entonces, 1979, fecha de su aparición, el autor, además de realizar una minuciosa reconstrucción de la iuspublicística alemana del XIX, cuya influencia acabaría por derrocar la hegemonía francesa en los medios académicos europeos, nos demostraba que el problema fundamental del constitucionalismo del siglo pasado se planteaba en torno a la pugna entre las nociones «jurídica» y «política» del Estado, presentada en el marco más amplio de la personificación de este último. Un enfrentamiento cuyos orígenes están en la propia escuela histórica, en el que participaron los más conspicuos iuspublicistas de la segunda mitad del siglo desde Gierke a Laband o Hanel y que contrapuso teorías muy diversas, de las que, sin embargo, salió triunfadora la que eliminaba toda intervención política en el ámbito jurídico, desde entonces dominado por la supremacía absoluta de la ley. Fioravanti consideraba con razón este último hecho especialmente pernicioso, en la medida en que supuso el desplazamiento de la ciencia jurídica, y por tanto de los juristas, a pesar de ser éstos sus instigadores, a una función de «culto a la forma jurídica», a la mera «descripción y repetición de la voluntad legislativa» sacrificando otras consideraciones y, sobre todo, olvidando su configuración como «inteligencia del completo desarrollo histórico, (y de la) capacidad de proveer síntesis o un sistema de principios construido a partir de la observación de un orden social». Una teoría, en fin, en la que el propio derecho se presenta «reducido a mera expresión del Estado, perdiendo su dimensión, como ordenamiento colectivo, de ser un punto de referencia necesario en la vida de una cierta comunidad». y fue precisamente a través de esta mecanización de la doctrina 1.
Giuristi e costituzione politica nell'ottocento tedesco, Milán, 1979.
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PRESENTACiÓN
jurídica, a la que tambien contribuyó la «erosión» de conceptos tales como «persona jurídica estatal», «individuo» o «pueblo», como se introdujo un peculiar método que, desde su aparición, no parece abandonar a los cultivadores de la historia constitucional y a los con sritucionalistas europeos, el cual, a la larga, ha supuesto un empobrecimiento científico en ambas materias. Y si bien es cierto que a ello no parece ser ajeno el propio modelo constitucional continental ni tampoco la preocupación por crear un determinado tipo de estado centralizado, no lo es menos que estos argumentos se esgrimen con demasiada frecuencia por quienes aún mantienen la validez exclusiva del mismo, olvidando tanto las transformaciones sufridas por la historia y el derecho constitucionales como, sobre todo, las exigencias de una sociedad en rápida evolución, circunstancias que deberían fomentar otro tipo de acercamientos. No obstante, no es ésta, en verdad, una crítica que pueda dirigirse al autor, en la medida que es precisamente un joven Fioravanti quien en 1979 denunciaba el hecho, como años más tarde lo haría el propio Grossi en relación con otras ramas del ordenamiento a través de su afortunada denuncia del <;absolutismo jurídico», y no sólo reclamaba su superación sino que incluso apuntaba ya entonces cómo conseguirla, yendo más allá en este sentido que Otto Brunner o Carl Schmitt, dos de los grandes renovadores de la iuspublicística alemana en el siglo xx. Así lo pone de manifiesto, además, en sus producciones más marcadamente «institucionalistas», de las cuales las más logradas aparecieron reunidas posteriormente en su libro Estado y Constitucion", Ni siquiera puede percibirse una mínima connivencia al respecto en la que inicia ellibro, versando sobre un aspecto tan complejo y conflictivo como el propio Estado:', habitualmente tratado bajo las directrices de dicho método y que él resuelve magistralmente a través de la «vía de los contrarios», es decir, de la confrontación de racionalidades políticojurídico-administrativas. Especialmente cualificado, pues, por el dominio del tema a causa de su familiaridad con la doctrina jurídica, las ideologías y la organización del poder en los últimos dos siglos, contempladas desde la dualidad doctrinal e histórica, Fioravanti se enfrenta en esta obra, finalmente, a uno de los aspectos pendientes: los derechos individuales. Si los libros y artículos anteriormente mencionados le habían provisto de un bagaje doctrinal excepcionalmente propicio para desarrollar, en la manera en que lo llevó a cabo, lo que tradicionalmente se ha descrito como parte orgánica, esas mismas obras le sitúan en una posición privilegiada para analizar la también tradicionalmente designada en nuestro entorno parte dogmática. 2. Stato e costituzione. Materiali per una storia delle dottrine costituzionali, Turín, 1993. Actualmente este libro está en proceso de traducción al castellano por el profesor Carlos Petit. 3. Stato: dottrine generali e storiografia, p. 7 ss.
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En este sentido, la originalidad de su empeño -hecho que le individualiza del resto de los tratadistas- consiste, conforme a su propio método, en superar el casuismo y formalismo al que habitualmente se rinden las abundantes aportaciones existentes. A pesar de ello no cabe menos de subrayar el respeto absoluto a los modelos constitucionales y revolucionarios, cuya impronta se hace sentir con especial énfasis en los asuntos relativos a los derechos, tanto en los aspectos que afectan a su regulación o contenido como, muy especialmente, en la determinación de su desenvolvimiento histórico. Porque, llegados a este extremo, el problema que cabe plantear es si, al margen de cuestiones doctrinales y convencionales, los tipos inspirados en un sistema de derechos y libertades o que priman una estructura estatal que se manifiesta a través de la ley exigen necesariamente análisis, tanto en la forma como en el fondo, incluso inicialmente diversos. Es decir, si los derechos amparados por las constituciones que responden a las dos grandes tradiciones, la británica y la francesa ---esta última, más próxima a nosotros, marcada por un fuerte «legicentrismo--r-; o, si se quiere definir más dogmáticamente, la constitución concebida como «norma directiva fundamental» -costituzione indirizzo- o como garantía -costituzione garanzia-, son susceptibles de estudios tendencialmente distintos, como ha sido habitual, impidiendo una construcción y una visión globalizadora. Respetando las innegables discrepancias, Fioravanti con este libro demuestra no sólo la posibilidad del intento sino el éxito del resultado, al elegir, como presupuesto básico, las fundaciones -fondazioni- de las libertades en conformidad con tres teorías que, fuera del marco doctrinal, nunca se han manifestado netamente puras en la práctica; más bien, por el contrario, aparecen muy influenciadas por las dos revoluciones que determinan el constitucionalismo formal en la confrontación del estatalismo europeo frente al antiestatalismo y su correlativo individualismo -sobre todo en el ámbito americano- británico. El punto de partida lo conforma la propia identificación y definición de la «cultura de las libertades», entendida como la «cultura que en su conjunto inspira su sistematización en sentido jurídico-positivo», teniendo en cuenta que «cada tiempo histórico produce su propia cultura de las libertades». Concepto amplio que no olvida el relativismo histórico particularmente operativo en este tema ni una necesaria consideración filosófica -a pesar de la opinión contraria del autor- para responder a la cuestión fundamental: «équé puesto ocupan las libertades en nuestra tradición cultural?», Y busca la contestación siguiendo un esquema cronológico centrado, preferentemente, en el análisis de las constituciones del XIX y primera parte del XX, todas ellas, salvo excepciones tardías, influenciadas por un fuerte liberalismo que, ya se considerase un «programa político», como opi-
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PRESENTACiÓN
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naba Brunner, o «una forma de pensar el poder», como más recientemente lo ha calificado B. Ackerman, parecía ampliamente aceptado como legítimo, al menos, por las fuerzas socialmente dominantes. Considerado así y recibido por los juristas como el principal factor que impulsaba la actividad legislativa formal del Estado y legitimador de su inactividad en otros aspectos sociales, el liberalismo se presenta como un elemento complementario y casi inescindible del constitucionalismo ochocentesco, al que Fioravanti, aunque sea de una manera indirecta y sin excesivas concesiones fuera del marco doctrinal del pensamiento estrictamente jurídico, no deja de prestar una relativa atención. Este libro es, además, particularmente interesante porque el tratamiento concedido a la materia de los derechos y libertades es especialmente indicado para superar la dicotomía histórica que tradicionalmente afectó a este tema en concreto, por cuanto, como expresa el autor, es «capaz de conciliar aspectos diversos del patrimonio histórico del constitucionalismo». Y a este respecto adquiere una relevancia destacada el interesante capítulo de conclusiones sobre las constituciones de la segunda postguerra mundial con el problema añadido de la confrontación de los derechos sociales y económicos, aquí enunciado y que el autor promete ampliar en un libro futuro. Cabe esperar, si nos atenemos a lo que ha escrito hasta ahora, que el tratamiento de Fioravanti pueda centrarse en el análisis de la regulación que de los derechos se hizo en las constituciones de los Estados surgidos tras el fin de la segunda guerra mundial en ambos bloques políticos -incluso tal vez en las directrices de los organismos internacionales-, y por tanto no podrá sustraerse de unas indudables referencias de esta naturaleza. Pero, en cualquier caso, lo cierto es que, tanto por sus aportaciones ya aparecidas acerca del tema como por lo que acaso pueda producir en el futuro, se aproxima en el fondo y en la forma a los términos en que ha venido desarrollándose una interesante y novedosa polémica en Estados Unidos durante los últimos veinte años, en la que, por más que se centre en la propia constitución norteamericana, tiene un lugar preferente la cuestión de rights and liberties. Porque, precisamente, la revisión de éstos bajo diferentes puntos de vista ha llevado a un profundo replanteamiento, desde la perspectiva de la cultura constitucional, del propio texto constitucional que, a pesar de todas las modificaciones sustantivas introducidas por las enmiendas a causa de factores sociales y políticos tanto internos como externos, es el único entre los occidentales que tiene una antigüedad de doscientos años. En este sentido, el bicentenario en 1991 del Bill of Rigbts, celebrado con un gran número de publicaciones y encuentros, significó, sobre todo, la consolidación de unas posiciones que se venían perfilando desde algunos años antes y en las que, a diferencia de lo que ocurre en Europa, incluida Gran Bretaña, no son sólo los juristas,
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ya sean constitucionalistas, historiadores o filósofos del derecho, sino tambien los sociólogos y economistas los que han demostrado que tienen mucho que aportar sobre la materia. En este orden de cosas, volver a los orígenes para cuestionar esos mismos orígenes partiendo de posiciones que hoy se definen como neorrepublicanas o neofederalistas, como neoliberales o democrátas monistas o dualistas, no tiene por objeto exclusivo el circunscribirse al momento de la revolución, de la redacción de la constitución o de su evolución histórica inmediata, sino más bien encontrar el principio de un hilo de Ariadna que lleva necesariamente a un tipo determinado de defensa de las libertades incluso en la actualidad, desde posiciones más individualistas o más sociales. Analizar el propio concepto de libertad en la "era revolucionaria», como lo ha hecho J. Ph. Reíd", por ejemplo, es ir más allá de los términos que supone el clásico binomio Liberty-property o de la conceptualización "política y legal», para vincularlo con un gobierno representativo o con la soberanía y rodearlo finalmente de una aureola de ambigüedad que permitía su sustracción a la esfera judicial, hasta que ésta pudo intervenir mediante aplicaciones más inmediatas como la libertad de prensa o la libertad de expresión. O los problemas de! trabajo y la ciudadanía, en la actualidad sustitutos, en cierto sentido, de la dualidad libertadesclavitud. De hecho, todos los autores norteamericanos, cualquiera que sea su adscripción académica, aun cuando se trata de materias jurídicas, aunque utilicen métodos y persigan propósitos diferentes --como en los supuestos de constitucionalistas e historiadores o filósofos-, si bien coinciden necesariamente en e! objeto divergen en los resultados. Es suficiente al respecto observar los estudios de Ackerman, Epsrein o Posner sobre la propiedad, los de Sunstein sobre la libertad de expresión o los de Michelmarr' sobre los principios constitucionales, para percibir las diferencias, incluso de orden material, que, más allá de su fundamentación ideológica, afectan a la unidad de un objeto que hasta hace bien poco casi nadie cuestionaba y replantear los niveles de abstracción necesarios para atender y proteger otros derechos que los explícitamente recogidos por la constitución o la doctrina. y ellos son sólo un ejemplo, por más representativos que sean.
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En este sentido, no es la interpertación sino la forma de interpretación lo que interesa en el plano científico y lo que da agilidad a un tema que se contempla en perspectiva histórica hasta el presente, pero en modo alguno líneal, sino más bien subrayando sus respectivas rupturas y modificaciones. Y la explicación no consiste sólo en que se trata de un modelo diferente, que, en lo que aquí interesa, tiene un marcado protagonismo jurisprudencia!. En el plano doctrinal, los trabajos, salvo cuando se trata de aspectos especialmente relevantes, tienen por objeto también una constitución, un texto lega!. Tampoco, en mi opinión, el excesivo academicismo formal que, en términos generales, revisten las obras europeas sobre derechos se debe a ese carácter legicentrista del constitucionalismo continental o a la influenia lockiana o autóctona en América y más roussoniana en nuestro entorno. Fioravanti, en el libro que ahora tiene su versión castellana, demuestra que, aun sin olvidar modelos e influencias, se puede realizar un estudio sobre los derechos y libertades con todo el rigor que merece una teoría de los mismos, con sus presupuestos doctrinales y de derecho sustantivo, desde sus orígenes hasta el más inmediato presente, aunque, por ahora, haga prevalecer los primeros. Por tanto, sólo desde una aproximación muy superficial podemos aceptar el título original del libro, Apuntes de historia de las constituciones -afortunadamente corregido por el traductor español, Manuel Martínez Neira-, que en un alarde de excesiva humildad le concedió el autor. Y ello por cuanto, sin minusvalorar el carácter de manual que le concede éste en el prólogo, antes bien todo lo contrario, y al que indudablemente responde por la madurez, reflexión y síntesis, esta obra, de interés multidisciplinar, constituye por méritos intrínsecos un valioso tratado de teoría general de los derechos. En cualquier caso, cualquiera que sea la calificación que se le conceda, es particularmente oportuna para el lector español. Enero, 1996 CLARA ÁLvAREZ ALONSO
4. The concept of liberty in the age ofthe American Reuolution, University of Chicago Press, 1988. . 5. Sólo cito aquí, entre la abundante e interesante obra de los autores mencionados, las monografías más representativas: B. Ackerman (ed.), Economic foundations af property law, Bosron, 1975 y Private property and the constitution, 1977; R. Epstein, Takings. Private property and the pouier of eminent domain, Harvard Universiry Press, 1985; Y Farbidden grounds. The case against employment discriminatian latos, Harvard University Press, 1992; C. Sunsrein, Democracy and the problem of free speech, Nueva York, 1993. Es particularmente interesante, por las aportaciones de estos y otros autores, The bill of rights in the modern state, ed. G. Stone, E. Epstein y C. R. Sunsrein, 1991.
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PRÓLOGO
La segunda edición de este libro viene unida a un hecho, fácilmente constarable, que debemos mostrar al lector. En el curso de los últimos cuatro años -los transcurridos entre la vieja y la nueva edición- se ha observado que lo que había nacido como instrumento de trabajo para el curso florentino de «Historia de las constituciones modernas» se mostraba como instrumento útil-y de hecho utilizado- en otros campos, no sólo para el enriquecimiento de la docencia histórico-jurídica, sino también para la enseñanza del derecho constitucional y para el estudio, desde diversos puntos de vista y con distintas perspectivas, de las doctrinas y de las instituciones políticas. Ante tal interés, y a la espera de poder realizar un verdadero manual de historia constitucional moderna y contemporánea", hemos tenido que proceder a la revisión de los apuntes de 1991, precisamente para hacerlos más inteligibles y aprovechables para un públi.co estudiantil evidentemente más amplio que el del curso florentino. Por ello, se ha pensado modificar el texto en aquellos puntos que su uso docente ha mostrado más oscuros o pobres; y se ha aumentado el apéndice bibliográfico, que se ha revelado útil no sólo para la preparación de los exámenes, sino también para investigaciones especializadas. Para la realización de este trabajo hemos tenido en cuenta las Moderno y contemporáneo no tienen aquí el significado que habitualmente le da nuestra historiografía. Moderno se utiliza para expresar que sus planteamientos aún están vigentes, que forman parte de lo que llamamos modernidad, que todavía florece en posmodernidad. Así, se habla de constitucionalismo moderno a partir de las corrientes del derecho natural moderno, del siglo XVII. El constitucionalismo contemporáneo sería el actual, es decir, el que surge después de la primera guerra mundial, pero sobre todo tras la segunda posguerra. En este ~ntido aparece el título original de esta obra, frente al denominado constitucionalismo antiguo, y en este sentido también aparecerán estos términos en estas páginas, aunque contemporáneo -y siempre para evitar equívocos- se haya sustituido por actual. (N. del T.)
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críticas y las sugerencias que han formulado los colegas que han tenido ocasión de leer el volumen o de utilizarlo en sus cursos, pero también las de los estudiantes, que desde su singular posición de usuarios forzosos acaban siempre por estar entre los más lúcidos al señalar lagunas y carencias. Sin embargo, críticas y sugerencias de poco hubiesen servido si no hubiese podido contar, para esta segunda edición, con la ayuda inteligente y constante del dottore Stefano Mannoni, investigador del Departamento florentino de teoría e historia del derecho, que en este trabajo ha vertido no sólo la experiencia acumulada en las actividades docentes conexas al curso de «Historia de las constituciones modernas», sino también su sólida competencia en el campo de la historia institucional y constitucional. Su empeño en esta tarea representa para mí una confirmación del interés suscitado por un volumen singular, nacido con pocas pretensiones, que todavía deberá ser revisado y ampliado siguiendo el programa que ya fue trazado en el prólogo de la primera edición, pero que mientras tanto se esfuerza en dar una respuesta en un campo de investigación como este de las constituciones modernas en el que las necesidades de claridad y de conocimiento se están multiplicando, por motivos que, cada vez más, aparecen inmediatamente conectados con nuestro presente, y que ahora están con absoluta evidencia a la vista de todos. Universidad de Florencia, Navidad 1994 MAURIZIO F¡oRAVANTI
PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN ITALIANA
El volumen que hoy damos a la imprenta nace de una experiencia docente desarrollada en la Facultad jurídica florentina, y a ella vuelve, destinado en esencia a los estudiantes. En este sentido, hay que señalar que se trata simplemente de un instrumento de trabajo, que será verificado por el tiempo. Como es frecuente en este tipo de publicaciones, también en este caso se ha abusado, de manera consciente, del difícil y peligroso arte de la definición, simplificando muchas veces lo que en la realidad es sin duda más complejo, en un intento de ofrecer a los estudiantes conceptos y perfiles lo más claros y definidos posible, con la esperanza de que sean después ellos mismos -o por lo menos los más atentos y críticos- los que desmonten lo que aquí se ha construido pacientemente.
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PRÓLOGO
A
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PRIMERA
EDICiÓN
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El punto de partida es el propio de nuestra disciplina, la historia de las constituciones modernas. El objetivo final que ha animado nuestro trabajo es, en síntesis, mostrar a los estudiantes la dimensión '8 histórico-cultural del derecho público moderno. Éste, en efecto, antes de ser estudiado como conjunto de normas jurídicas más o menos sistemáticamente ordenadas, debe ser entendido como producto de la historia. Y esto, sobre todo, en tiempos como los actuales, en los que no falta quien quisiera reducir el mismo derecho público -como el derecho en general- a pura técnica de mediación de intereses, individuales y de grupo, públicos y privados, como tal «racional en sí» y, por consiguiente, privado de efectivo contenido histórico. Conviene, por ello, que quien se acerca al estudio del derecho público, y no sólo al público, sepa desde el comienzo que ~ fruto de elecciones ue la historia de una determinada sociedad ha o determinaimpuesto; que ese erecho vive en la rea I a asu' oos Significados, y no otros, porque los que lo usan, desde los simples ciudadanos hasta los mismos juristas, lo interpretan dentro de una determinada cultura, desde un modo de entender las relaciones sociales y políticas que, con frecuencia, tiene una base histórica amplia y profunda. Así, con esta idea de fondo, hemos centrado nuestra atención en] los problemas del constitucionalismo moderno, intentando mostrar -en la medida de lo posible- su raíz primera, que pensamos es de carácter histórico cultural. En el fondo, mirándolo bien, estos problemas son desde siempre -ayer y hoy- dos: los derechos la or anización del poder. Al pfimero de ellos se e ica este volumen, el primero de nuestra serie; yal segundo se dedicará un segundo volumen, dedicado a las formas de gobierno. Hay que señalar que la división por materias entre el primer y segundo volumen deberá tener en cuenta la estrecha conexión que existe entre derechos formas de obierno: así, ya en este primer va umen será inevitable hablar también e formas de gobierno, y viceversa en el segundo. Finalmente, el curso se completará con un tercer volumen, dedicado a las constituciones de! siglo xx y e! constitucionalismo moderno, en el que se tratará de hacer una lectura de las constituciones de este siglo desde un punto de vista estrictamente histórico-constitucional, con la guía de los datos acumulados en los dos primeros volúmenes, con el fin de situar esas constituciones en la línea histórica comprensiva del constitucionalismo moderno. La necesidad de este tercer volumen se debe, entre otras cosas, a que los dos primeros se detienen en el umbral de nuestro siglo, limitándose a echar una mirada al presente, como sucede en el caso del último capítulo de este volumen. De esta manera también se limita el espacio temporal de los dos
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primeros volúmenes de nuestro Curso, que comprenden por lo tanto -para los derechos y para las formas de gobierno- desde la época de las revoluciones, a finales de siglo XVIII, y el arranque de la parábola descendente del Estado liberal de derecho, hasta poco más o menos el final del segundo decenio de nuestro siglo. Hay que precisar, sin embargo, que se trata de un espacio temporal abierto, es decir, que no excluye de hecho la posibilidad de referirse a un presente más cercano --como en el caso del último capítulo de este volumen-, o a un pasado más remoto, porque las mismas revoluciones, también en materia de derechos, se explican frecuentemente en relación a lo que las ha precedido en el tiempo, y también porque la misma cultura moderna de los derechos ha usado con frecuencia el argumento que en este trabajo hemos llamado historicista, utilizando la imagen, especialmente en el caso del modelo británico, de una fundamentación de los derechos en un tiempo histórico largo, comprendido entre el medievo y la edad moderna. Finalmente, atendiendo a lo dicho en este prólogo, pero sobre todo al programa de trabajo que contiene, es necesario decir que los logros de hoy son ciertamente modestos en relación al trabajo que todavía queda por cumplir y a las ambiciones que 10 sustentan, que son muchas. Mientras tanto, el volumen que hoy presentamos representa un primer fruto concreto y tangible de nuestro empeño de investigación. Está dedicado a mi padre Giorgio, que se ha marchado mientras comenzaba a reunir los apuntes de mis lecciones. Recordarlo con un volumen destinado a los estudiantes tiene para mí un particular significado: de él, en efecto, he aprendido a reconocer las cosas importantes de la vida. Universidad de Florencia,Navidad 1990 MAURIZIO FIORAVANTI
PREFACIO
Corno se sabe, de libertad se puede discutir fundamentalmente desde dos grandes puntos de vista. Muy resumidamente, se puede decir que se puede discutir en singular o en plural. De libertad, en singular", discuten por regla general los filósofos, sobre el plano ético y también sobre el más específicamente político, indagando sobre el lugar iquela libertad ocupa en la construcción de un cierto orden colectivo \;,políticamente significativo. De libertades, en plural, como derechos, discuten por su parte los juristas...., indagando sobre el lugar que las posiciones jurídicas subjetivas de los ciudadanos ocupan dentro de un ordenamiento positivo concreto y, en particular, sobre las garantías efectivas que tal ordenamiento es capaz de ofrecer. Es evidente que para discutir de libertad en singular sería necesario enfrentarse a ¡Una tradición filosófica de vastísimas proporciones y, así, partir de '1, tiempos históricos remotos hasta llegar al iusnaturalismo moderno, y ,\ .después -al menos- a las doctrinas liberales del siglo XIX y a las idiversas corrientes de la filosofía política de nuestro siglo. Cierta.• <'mente, no es ésta nuestra intención. Por otra parte, una simple histo,¡:ria de la dogmática jurídica de las libertades -que tiene su inicio, rcomo veremos, en la segunda mitad del siglo pasado- parece, desde "nuestro punto de vista, demasiado limitada, demasiado poco significativa. En efecto, con frecuencia en las monografías jurídicas falta constatar que los derechos no son nunca el resultado automático del los mecanismos de garantía formalmente previstos por el ordenamiento, aunque éstos estén recogidos en normas prescriptivas del • El autor refuerza la palabra en singular o en plural con esta explicación, ya que en italiano no existe ninguna diferencia, ni escrita ni hablada, entre la palabra en singular y en plural. Aunque esto es superfluo en la traducción, se ha optado por conservarlo, ya que posee una gran fuerza retórica. (No del To) •• Libertades como derechos, dice el autor, y en este sentido se han utilizado estos términos en la traducción, (No del To)
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máximo nivel, en la constitución. Cada uno de esos mecanismos) -pensemos en la rigidez constitucional y en el control de constitu- ,~ cionalidad, o también en las normas que regulan el delicado momen-Ir to del proceso- se desarrolla en un determinado contexto histórico- . social e histórico-político, que condiciona de manera decisiva su efectividad práctica. En concreto, <:ª-~L'!!i5:E}Qo hist~ico produce su propia cultura de !Qs.Eeree.f!..9.~, privilegiando un aspecto respecto a otro o poniendo las libertades en su conjunto más o menos en el centro del interés general. En definitiva, es precisamente esta cultura de los ciudadanos y de los mismos poderes públicos la que vuelve operativas, o al contrario ineficaces, las elecciones positivamente hechas desde el ordenamiento para la tutela de las libertades y los mismos mecanismos de garantía de los que hablábamos antes. Por lo tanto, más allá y aun antes del dato jurídico-formal, de la dogmática jurídica de los derechos, del análisis del derecho positivo vigente en materia de libertades, existe el condicionamiento de la cultura de las libertades que un momento históricoconcreto es capaz de producir con la acción de los ciudadanos y de los mismos poderes públicos. Por este motivo, nuestro trabajo, por desenvolverse completamente fuera del ámbito propio de la libertad en singular, entendida filosóficamente, y por dedicarse exclusivamente a las libertades en plural, positivamente reconocidas y garantizadas en un cierto ordenamiento, examina ---de estas segundas- sobre todo el dato previo más general, es decir, la cultura que en conjunto inspira su sistematización en sentido jurídiCo-posItIVO. -- Por lo tanto, debemos proceder del siguiente modo: en primer lugar debemos re untamos sobre cómo nuestra cultura olítica Í!1rídic"! - a que comúnmente UtI izamos, y que se ha ido formando en el curso de la edad moderna- ha justificado y afirmado las libertades (capítulo 1); debemos después preguntarnos, pasando de los mo(1e1os abstractos a la historia, cómo las grandes revoluciones de finales del siglo XVIII, esencialmente la francesa y la americana, ~ construido una determinada cultura, y determinadas doct . de !~~_H!>~~ades (capítulo 2); e emos egar a nuestros juristas, para "mostrar en qué contexto histórico-cultural, en el transcurso del siglo XIX, se afirma un tratamiento especializado y formalizado de las libertades, como parte relevante de la doctrina del Estado liberal de derecho (capítulo 3); por último, no faltará una observación conclusiva, relativa a nuestro presente más inmediato (capítulo 4). En toda esta discusión de teoría e historia de las libertades estamos animados por una pregunta de fondo que es bueno confesar de inmediato y que pensamos no es marginal en la actualidad: Lqué lu.--gar ocupan las libertades en nuestra tradición cultural?
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Capítulo 1 LAS TRES FUNDAMENTAClüNES TEÓRICAS DE LASLIBERTADES
SUMARIO: 1. El modelo historieista.- 2. El modelo individualista.- 3. El modelo estatalista.
Hay tres formas de fundamentar (fondare) las libertades en el plano teórico-doctrinal y, por lo tanto, de propugnar su reconocimiento y las oportunas formas de garantía por parte del ordenamiento. En síntesis, se puede decir que la aproximación al problema de las libertades puede ser de tipo historicista, individualista o estatalista. Como veremos en los capítulos sucesivos, en los acontecimientos que se desarrollan a partir de las revoluciones de finales del siglo XVIII ninguno de los tres modelos tiende a ermanecer aislado respecto a os otros. Es más, se pue e precisar que cada uno de ellos tiende a combinarse con uno de los otros dos, y que esto sucede excluyendo de la combinación al tercer modelo, que no es irrelevante por tanto, sino más bien objeto de una precisa y constante referencia polémica. De esta manera, tenemos una doctrina indiviaElista y estatalista de las libertades, construida en clave antihisto._ ricista (en la revolución francesa); una doctrina individualista e ' (\ 0 1iIS'tOricista, construida en clave antiestatalista (en la revolucIón americana); y, finalmente, una doctrina historicista y estatalista, construida en clave antiindividualista (en los juristas del Estado de derecIio del siglo XIX). Comprender estas combinaciones significa para nosotros comprender cómo se ha desarrollado, desde la edad de las revoluciones hasta los umbrales de nuestro inmediato presente, la cultura de las libertades de la que hablábamos en el prefacio. Púo antes de estudiar estas combinaciones debemos -por evidentes razones lógicas- estudiar individualmente los elementos que las componen. A ellos está dedicado este capítulo, comenzando por el modelo historicista.
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1. EL MODELO HISTORICISTA 11'11 1,1
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Pensar históricamente las libertades significa situarlas en la historia y de este modo sustraerlas lo más posible a las intromisiones arbitrarias de los poderes constituidos. En este sentido, la aproximación historicista tiende inevitablemente a rivile iar las lIbertades civiles las--:neganvas», as I erta es ue se traducen en ca acidad de obrar en aúsencla e im e Imentos o e o ligaciones, dentro de una esfera claramente de imitada y autónoma, so re to o en relación con el poder político. Se piensa aquí, sobre todo, en la l~~o~y en la propiedad privada, con sus correspondientes poderes-deCfísporJ.U~VJ:;> s~ropietario. No es casual que el país en el que ""l? rf:df' más fuerte es desde siempre la cultura historicista de las libertades sea el país en el que más fuerte es la tradición de primacía de las libertades civiles, las «negativas»: nos referimos obviamente a Inglaterra y al célebre binomio liberty and property, En esta línea explicativa, se pone en primer plano la fuerza Imperativa de los d~ri dos, es decir, de los derechos ue el tiempo e uso -precisamente la~a- an n irmado e ta mo o que los ha vuelto indisponibles para la voluntad contingente e quienes ostentan el poder político. Por este motivo, la explicación historicista de las libertades privilegia los tiempos históricos largos, y en particular tiende a mantener una relación abierta v oroblemática entre la edad media v la ' • moderna; tiende, esto es, a no agotar el tiempo histórico de las libertades enla edad que generalmente se sitúa -precisamente como edad moderna- con el iusnaturalismo del siglo XVII y con los Estados absolutos, y que culmina después con las revoluciones y con las declaraciones de derechos, para extenderse finalmente en las estructuras del Estado de derecho posrevolucionario. En la reconstrucción historicista, limitarse a este tiempo histórico, entre el siglo XVII y el XIX, significa implícitamente circunscribir la doctrina y la práctica de las libertades en un horizonte delimitado, el de la construcción del Estado moderno, entre Estado absoluto y Estado de derecho; es, decir, en el horizonte de un sujeto político que crecientemente se sitúa como titular monopolista de las funciones de imperium y de la capacidad normativa, y que como tal pretende definir, con más o menos autoridad, de manera más o menos revolucionaria, las libertades, circunscribiéndolas y tutelándolas con instrumentos normativos diversos. La fascinación de la edad media, para el pensamiento historicista, se debe al hecho de que un sujeto político de este género está ausente en la época: desde este punto de vista, es recisamente en la edad 1\ me' no des ués, cuando se construye a tradición euro ea de la l( n!!!:..esaria limitación -! po er po ítico e «imperium». Si es así, se
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trata ahora de ver más de cerca cómo nuestra aproximación historicista logra individuar en la edad media verdaderas ro ias situaciones de libertad jurí icamente protegidas. Algo que puede escapar a quien está habituado ---como en efecto todos nosotros lo estamosá-pensar en los derechos y en su tutela exclusivamente en los términos modernos de una norma de garantía general y abstracta, de clara naturaleza pública, proveniente del Estado y de su autoridad. Ya hemos subrayado que en la edad media falta un poder público Fígidamente institucionalizado, capaz de ejercitar el monopolio de las funCIOnes de imperium y normativas sobre un cierto territorio a él subordinado. De aquí se sigue que el mismo imperium ---que más o menos podemos describir como poder de imponerse en las controversias como tercero neutral con autoridad para hacer cumplir la sentencia, como poder de imponer tributos de distinto género y naturaleza, y finalmente como poder de pedir el sacrificio de la vida con la llamada a las armas- está fraccionado y dividido entre un gran número de sujetos a lo largo de la escala jerárquica. que va desde los señores feudales de más alto rango hasta cada uno de los caballe, rosarmados y, luego, hasta zonas de aplicación del mismo imperium estrechamente limitadas y circunscritas. - Todos estos sujetos están ligados por una relación de intercaml bio, que es fundamentalmente la relación de fidelidad y protección. En este contexto, la reconstrucción historicista subraya con fuerza la In el' ' . Quien dimensión contractual de reci roci está obligado desde su nacimiento y desde su condición a ser fiel a un señor concreto sabe que éste está obligado a su vez a protegerle a él mismo, a sus bienes y a su familia. Ciertamente, del contrato en sentido moderno falta en estos casos el aspecto de la seguridad del cumplimiento normativamente prefijado y determinado. En otras palabras, falta -para aquellos que ocupan los grados más bajos de la escala jerárquica- la posibilidad de recurrir, sobre la base de una norma cierta y con cicla, a un terceto, neutr ue 'uz e cómo a e'ercita o e señor sus eres e t erium cómo a cumplido el senor sus deberes de protección. Sin ém argo, a reconstrucción historicista subraya que todo esto no implica por sí ausencia de derecho. Ya que no se debe cometer el error de buscar «derecho» en la edad media utilizando las categorías del derecho moderno; si se hace de esta manera fácilmente se concluye con la ausencia de «derecho» en el medievo, precisamente porque así no se busca de ningún modo el derecho propio y específico de la edad media, sino el mismo derecho moderno, es decir, algo que se ha afirmado más tardíamente. Si por el contrario aceptamos sumergirnos de verdad y completamente en una realidad diferente de la nuestra, advertimos que el medievo tenía sin dudasu propio modo de garantizar iur~,
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derechos y libertades. Seremos así capaces de individualizar no una poco probable norma general y abstracta de garantía, sino más bien la presencia de un derecho objetivo, radicado en la costumbre y en la naturaleza de las cosas, que asigna a cada uno su propio lugar, es decir, sus derechos y sus deberes, comenzando por los más poderosos, los que están en la cúspide de la escala jerárquica. Se trata de un derecho que es sustancialmente ius invo/untarium; , que ningún poder fue capaz de definir y de sistematizar por escrito. Por lo tanto, si bien es cierto que los poderosos pueden infringir las reglas existentes con mayor facilidad respecto al derecho moderno -pero sin olvidar el temor, en este mundo medieval, a convertirse en tiranos, provocando así la desagradable consecuencia del ejercicio de un legítimo derecho de resistencia-, es también cierto que con mucha más dificultad, siempre respecto al derecho moderno, los mismos dominantes pueden definir con autoridad de manera sistemática el catálogo de derechos y libertades, en una situación en la que ninguno tiene el poder supremo de interpretar los deseos del «pueblo» o de la «nación», sino que cada uno reclama para sí su esfera de autonomía, sus derechos adquiridos, confirmados estab~ el uso y el tiempo.L2!"~lsamente por a uerza normatíva ae la costumbre. ' 1 esto se deb~ añadir que, en toda Europa a partir del siglo XIII aproximadamente, esta compleja realidad tiende en alguna medida a racionalizarse, a ordenarse en ámbitos territoriales de dominio más vastos y simplificados. En ellos, los señores territoriales ponen r escrito, con verdaderos y propios contratos d~lHerr schaftsvertriigeJ (KERN, 1919; BRUNNER, 1954; OESTREICH, 1966; I KLEINHEYER, 1975), lasº-S>Ema~destinadasa regular, también~o el I perfil de los derechos y libertades;1as relaciones con los estamentos, es decir, con las fuerzas corporativamente organizadas, con los más fuertes en el ámbito del poder feudal, pero también con las fuerzas agentes de la nueva realidad urbana y ciudadana que comienza a destacar, en este momento, del conjunto de relaciones tradicionalmente predominantes en la edad media". Cierta historiografía considera que, en realidad, con este nuevo arreglo político se está frente a una primera fase de la historia del Estado moderno, que comportaría desde ahora una cierta dialéctica -precisamente moderna- entre el dominio político y el territorio, este último entendido cada vez más como realidad política artificialmente unificada de manera creciente bajo el dominio del señor. Sin embargo, debemos ser más bien cautos respecto a esto. En efecto, en
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Piénsese en el pactismo aragonés y en la firma del Privilegio general de 1283, pero también en el pactismo navarro, catalán, valenciano y en el más tardío castellano. Interesa al respecto: VV.AA., El pactismo en la historia de España, Instituto de España, Madrid, 1980. (N. del T.)
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lo que a nosotros nos interesa, los derechos y libertades, se demuestra -al menos parcialmente- lo contrario: la permanencia de un:' modo tí icamente medieval de or anizar las relaciones olíticas. 1 No se debe cometer el error de proyectar en e uturo -en el ~entido que después diremos- una de las más relevantes novedades contenidas en los contratos de dominación: el nacimiento de asambleas re resentativas de los estamentos ue colaboran con el señor en la estlOn r. En primer lugar, no se puede a lar en esta ~, y todavía por largo tiempo, de una ~a ep e' ercicio de libertades polític s de amcI clón ama as también Ii erra es «positivas», en sentido moderno. No se puede, ni siquiera lejanamente, comparar lo que sucede en Europa a partir del siglo XIII con los ideales políticos mucho más tardíos, revolucionarios y democráticos, de la autodeterminación de un pueblo o nación. Cuando los representantes de los estamentos se sientan juntos, aliado del señor, no representan a ningún «pueblo» o «nación», por la sencilla razón de que en estos siglos no existe de ningún modo un sujeto colectivo de este género que como tal pueda querer, pedir y obtener ser reptesentado. Además, los representantes de los estamentos no pretenden decir, junto al se?or, cu~l es la ley. del ter~itorio; ~ientras perma~ez tI ca el orden medieval, ninguno, ni los pnmeros, m el segundo, tiene 1\ este poder de definición, ya que el derecho -como ya hemos vistoes en esencia ius invo/untarium, que radica en las cosas y por lo tanto no depende de ningún poder constituido. > . Pero entonces, si esto es así, éen qué consiste el contrato de do: minación? Ni en la concesión o imposición desde abajo de libertades políticas en sentido moderno, de representación del «pueblo» o «nación»; ni en la anticipación histórica de la fórmula de la monarquía constitucional, en la que monarca y representantes colaboran en la formación de las leyes. Por tanto, équé son? Brevemente: los contratos de dominación sirven para reforzar las respectivas esferas de dominio, la del señor y la de los estamentos. El primero, por su parte, reuniendo a su alrededor a los representantes de los estamentos, no hace otra cosa que afirmarse como vértice de la organización de las relaciones políticas de un territorio. En efecto, aquellos representantes no son otra cosa que la reformulación institucional de la antigua práctica medieval del consi/ium y del auxilium, según la cual quien está políticamente sometido tiene entre sus deberes de fidelidad el de prestar consejo y ayuda al propio dominante. Como veremos, algo muy distinto, si no opuesto, respecto a una práctica electoral y representativa moderna fundada sobre el derecho originario de la nación o pueblo a construir el orden político en su conjunto. Al mismo tiempo, ya que las relaciones políticas medievales son generalmente contractuales, también los estamento~~.íU!. eu.J,l9~er ganar algo de la operación que les conduce a expresars~ en la~
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asambleas políticas institucionalizadas, Se trata de algo que se apre-
da, soore"todü: eñ la línea tradicional del medievo de la custodia
celosa de lo¿.derechos r~icados eI!...el tie~ en particular<:k1os ~e n~patrimoniar,de lOs[llenes. Por lo tanto, hablando en términos modernos, t~g~ ver más con las libertades «negativas» o civiles que con las «positivas»OJ'.olíticas. . En concreto, los contratos de dominación de [os que estamos tratando disponen con frecuencia la necesidad del consenso de las asambleas representativas para la imposición de tributos extraordinarios, que exceden las normales recaudaciones que el señor realiza como vértice político de un territorio; y, más en general, ofrecen garantías de variado tipo en la tutela de la posesión de bienes confirmada por el tiempo y la costumbre. De este modo los estamentos, a os que se añaden ahora también las ciudades con sus ordenamientos, tienen mayores posibilidades, sobre la base de las reglas fijadas en el contrato de dominación, de defender sus patrimonios y sus respectivas esferas de dominio, calificando eventualmente como tirano al señor que viole dichas reglas. Como vemos, estamos dentro de un contexto típicamente medieval de organización de las relaciones políticas, que por medio de los contratos de dominación se perpetúa en el tiempo y -en la interpretación historicista- resiste hasta la obra de centralización del Estado absoluto, llegando en esencia hasta los umbrales de las revoluciones de finales del siglo XVIII. Creemos que es posible hacer ahora una valoración de conjunto, al mismo tiempo que volvemos a la cuestión de la que hemos partido: la relevancia cultural de una aproximación historicista a la problemática de las libertades. Quien com~l..~tal v!.sión normalmente subraya que precisamente en la edad media están r~~ce'sfÜ:ofundas -en los térmÍnos que hemos visto- de la libertad como autonomía y como segyridBd. como'!p 1 e ros r ios (ferecnos de los propíOS bienes. Sin embargo, existen algunos datos di íci mente e u 1 es ques~ el modelo medieval del moderno. \ En primer lugar, I?~r ra~ment~~_Eráctica medieval reconoce '1 iurf!..l..libe..r:t9..{e,,~ a 19s..i.!!2.~IaüC!§ El!cuant,9 taleslS2mo al contrario es característica fundamentarder derecho moderno, desde las declaraCiO'ñes revolucionarias de derechos en adelante7' D~erta des tienen en el medievo. una estructuració~rativa, son m~dO:-derlúgá'~, delvane;deraciudad~de"a aldea, de la comunidad y, por eso, pertenecen a los individuos sólo en cuanto que están bien enraizados en esas tierras, en esas comunidades. Z) En segundo lugar, lo _~__p,Jl!ecs más alentador desde un pung> . d~.yis~'!.Eg~:.!~!!t~.lijstori<;.is~....es decir, el arraigo de los derechos e~ liist0ti~_!:!!--'as~.2§~n la consecuente injIisponiblhdad porI>arte ~..!:!,l~nes ostentan el PQ!k.t:...p.olític<1.z... tiene otra lectura
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para los defensores de la ideología que sustenta la construcción del derecho moderno. En efecto, una situación histórica como la medieval es para la óptica del derecho moderno, una situación en la ~e t~ los suietos -precisamente porque tienen derechos funda os en la historia y en el transcurso del tiempo- están dominados por una suerte de orden natural de las cosas ue asi ña a cada uno su sitío y, con é, su conjunto e derec os sobre la base e nacimiento, el e'Sfamenfo, de la pertenencia a un lugar concreto, a una tierra. Púes b'té'i1,tOCtó esto es incom atible con la conce c"n oderna de la liberta como t re expresión de a voluntad, como liberta «positiv~rñéñSiOñde1a~íá6ree~0 défñO~ se opone de modo irreconciliable el mundo medieval, que, en el mismo momento en que confía los derechos y las libertades a la fuerza del orden natural de las cosas históricamente fundado, impide a los hombres disfrutar de la eset1kifll libertad de Querer unoraeñ ái{erente. Es la falta de esta libertad, que en su raíz es la progenitora ~ertadesp~sitivas».,lo que nos hace sentir -a nosotros modernos-la ed~o algo lejano. ¿Debemos por este motivo afirmar la sustancial irrelevancia de la visión historicista en la formación de la cultura y de las doctrinas de las libertades en la edad moderna? Ciertamente no, por diversos motivos. De momento, como veremos en los capítulos sucesivos, el modelo historicista, una vez liberado de las imágenes más radicalmente opuestas al universo político y cultural moderno, y oportunamente combinado con otros elementos teóricos, volverá a ser útil en la construcción conceptual de los derechos y libertades a partir del siglo XVIII. Pero, sobre todo, no debemos olvidar que uno de los países claves para j la historia del constitucionalismo moderno-;Inglaterra, funda en na arte la doctrina de su identid~lstórico-E.9Jítica só6re [a imagen en!!e tOértaa~~]!!!..:(JJe..va.7es 1 modern.a~: e a contmUt Si preguntamos a lOitdeFeñsores del modelo histOrICIsta sobre la contribución específica de Inglaterra a la historia del constitucionalismo moderno advertimos enseguida que, en la óptica historicista, este país ocupa un lugar emblemático y absolutamente central. Se considera que la historia constitucional in lesa demuestra cómo es IJosible una transición radual relativamente In o ora e or en me ieva a mod~~~~e las libe.!~_.E, prescindiendo e la presencia ~ \~ de un poder~?Etico sOberan
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siguiente capítulo- a aspectos importantes del constitucionalismo de la época de las revoluciones. En particular, el primero de estos textos, la Magna Charta, es sólo en aparÜ~ncia uno de tantos contratos de dominación que se realizan en Euro*.a -como-hemos'Ylsto=- en el sIglo XIII. En el artí=-culo 39 de la Carta se dispone: «Ningún hombre libre podrá ser detenido o encarcelado, o privado de sus derechos o de sus bienes, o puesto fuera de la ley o exiliado, o privado de su rango de cualquier otro modo, ni usaremos de la fuerza contra él, o enviaremos a otros para que lo hagan, excepto por sentencia judicial de sus pares y según la ley del país». Ciertamente, en un artículo de este tipo no es difícil descubrir,la es~r~.c!.ura corporanvadDasocíeclad medIeVal inglesa y europea: de fa noción, por precisar, de «hombre llbre» al juICIO «entre pares», fundado sobre un concepto general de justicia que presupone una división de la sociedad en órdenes y estamentos. Pero, admitiendo todo esto, los defensores del modelo historicista, y en particular de la tradición constitucional inglesa, poneg de relieve otras características de la Magna Cbarta. De entrada, el mayor énfasis, respecto a otros C..QD!La..t9i de domi!1~~iQl!...4.~~l!1!~~~~~iC!a1ibení!dl;eisotZ(¡r'Ei mismo artículo 39 puede efectivamente, desde este' punto de vista, ser leído como una anticipación histórica de un.a..~Ji!.s_Rri~ciJ'!lles. dimensiones de la . r libertad en sentido moderno, que es la livertadCómo s{iúi7{Jáaae -"")' losprópics 'bl'eii:és,~ero tambiéndeLa~R&Pi«p'éri
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'l o7áenn.qr,u~gL!1f._qj.,fg~ª_S.~3tGl.~ICªQl:c:~!~.teJ.1~ce rños. 'En efecto, el contexto historico específico inglés introduce un
~ento nuevo esencialmente dinámico: la 'uris rudencia. Esto último es, en as tra iciona es reconstrucciones e a istoria nacional o constitucional inglesa, el verdadero factor de unidad: son los iue~ ~~.~X.30 10,s...e..rírciQe..u:.los ~gi~l~.42!~.JQ~!lnstru~ el dere~ élio común ing és -el céle re common law-, de país. Y, aaemrs, la 'üñSPrudencia es el instrumento e~~~~n de las ~,as e tute a.." ta es, que acampana en el tiempo -::éfeS'de la-ecrad' media hasta la edad moderna- su gradual evolu-
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ción desde re las puramente rivadas de arantía del dominium, de-l los bienes, asta unas re as cua¿j:.E.º!!.~ y I pro la tute a e as ~~~9~~~tido m..Q..derl}.o de las 1 erta eS~e!@tlvas».
.. En la reconstrucción historicista del modelo inglés, tal evolución culmina en el siglo xvrr, con las grandes figuras de Edward Cake (1552-1634) y de John Locke (1632-1704), y con la conocida C/orious Revolution de 1689":"TI'eesta forma se va formando, de manera más perfecta, la convicción de que el tel11acle)51~libertades, ~uan
to elaboI~_9.JlQ~udenciaL e~re~ r.sla~ de common
1§;~~nf~U!.;.J.~§?2]1~
Ji..art!i~~,
ee;..~~E..9..!!.C?..1EJ?~r- remamos en Francia- s:
resiste? asumIr las formas del Estado absoluto. Es oportuno precisar que]á so eranía par amentarza, des ina a a consolidarse a partir de la Crorzous Revolution gracias a un drástico redimensionamiento del poder real (KEIR, 1953), no de enera 'amás en soberanía ilimitada. Esta involución fue impe i a ien por una cierta permanencia e principio de los c.kdi.s.aud ha.lan."s, que exige la partici ación en la actividad legislativa de los tres órdenes e ar ament'C)'--=lte y, Commons y Lords-, D~""'~J"~aICalconvicción e ue existe un núcleo duro e de ech s.fundamenta e e los .. ue o ~~~ I~O ne~Q.!.sico GOUGH, 95 ). La i ea e que los actos iITáCiO~ nares y arbitrarios ctellegislador no pueden lesionar los derechos ad{, + r.: quiridos de los Englishmen es tan fuerte que, como veremos, los ft. 1Y"-< colonos americanos apelarán a ella para reivindicar la salvaguarda de ~."~'~'. sus libertades y propiedades contra e~ mismo P~r~~men.to i11:g1és: ~o !- A~\~'-'-> sorprende, entonces, que una autorizada tradición historiográfica ....,4 encuentre en Cake los orígenes del moderno control de constitucionalidad (MATIEUCCI, 1976), entendido esencialmente en sentido de garantía, como primacía de las reglas de tutela constitucional de las libertades ---el llamado bigher law- sobre las voluntades contingentes de quienes ostentan el poder político. Aunque en realidad este control de constitucionalidad no se ha desarrollado en Inglaterra y la referencia a Cake en la doctrina del higher law parezca cuestionable, queda todo el peso de una tradición de fundamental law que se ha alimentado tanto de la teoría política como de la costumbre jurisprudencial británica (STONER Jr., 1992). En síntesis, el modelo inglés es por lo tanto el que mejor permite librar a la perspectiva historicista de la oprimente imagen medieval, intolerable para los modernos, del inmutable orden natural de las cosas. El caso inglés permite efectivamentesituar las libertades en l~ ciclOS'1á'rgosdera1iiStéli-ia]la 70ñifUi ditr¿~rs"iístt;;Y1ñdQlas t r lL I
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tes e intactas- en los tiempos nuevos de la civil society burguesa, presentes ya en las a mas ae L~-' iusnatura ismo e Locke -interpretado de esta manera- y de los ingleses es por ello bien distinto del iusnaturalismo del que hablaremos dentro de poco, al referirnos al segundo modelo, el individualista. Al iusnaturalismo lockiano, así reconstruido, le falta en efecto toda carga polémica contra el pasado medieval que, al contrario, viene recibido y adaptado a los tiempos nuevos. La nueva socied~ civil liberal es en este sentido nada menos gue la generalización-;ó¡:>.?~t~}::!:~men.t~Qillgifi'!.Y_r.nri.q..mQ,a-::ae.Ja...aoti~aautonomía med~.y,ªL~echos y libertades. Y, así, se afirma con palabras claras (ULLMANN, 1966) que el proyecto iusnaturalista del seiscientos y del setecientos de afirmación de los derechos individuales se logra sustancialmente en su vertiente de garantía sólo donde, como en Inglaterra, ha existido una ininterrumpida tradición medieval de tutela jurisprudencial y consuetudinaria de tales derechos. Todavía tenemos que aclarar un aspecto, para lo que debemos contemplar en su conjunto la forma de gobierno y de Estado que se impone en la tradición constitucional británica. Se trata de la célebre fórmula del King in Parliament, es decir, de la composición eguilibrada, en el :Parlamento, de los tres órdenes POlitlCOS del remo: la MonarqUla,los Loras y los Comunes'. É"stréSlá cIaslCa estructura ltberatQeI obterno mmferal1o;'''qiíe""és tal, y por e ~ o , p~qli"~.~ .UlIib~ra..~eJt.!...sí. mIs. Q~q~~n.tIr~caa1s~cla es, 1m i-
c§,~~~iu~_OiñgWi~~a.s_& . ~e::zii.rl7h~-0a
PoS~í~@..~~isti~~.~deJ.,!})J~gt-lP....P.Q!!.tico. _. En este contexto ínstitucional, la finalidad principal, o mejor dicho exclusiva, de la asociación política, del complejo encuentro equilibrado de los poderes públicos, es impedir atropellos, defender las posiciones adquiridas por cada uno. Lo que falta totalmente es la posibilidad d.E retornar a un estado de naturaleza entendido ra'díat:1 mente, en que los mdlvlduos uedan ro ectar ex novo la forma '~ PW1ICél._sobre a ase e un as.,uer o contrac e vo u a es. na posibilidaaaeeste npo repugna a c~in!cionalisI!lP i.J!gI.és) g~ Bor n
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2.
EL MODELO INDIVIDUALISTA
Cultura individualista y cultura historicista de las libertades se encuentran preliminarmente en un punto, el relativo a la relación existente con el pasado medieval. Aquí está, en nuestra opinión, la gran diferencia entre los dos modelos. En efecto, mientras la cultura historicista de las libertades busca en la edad media la gran tradición europea del gobierno moderado y limitado y, en algún modo, empuja al constitucionalismo moderno que quiera convertirse en protector de aquellas libertades a compararse con el legado medieval, la cultura individualista tiende por el contrario a enfrentarse con el pasado, a construirse en polémica con él, a fijar la relación entre moderno y medieval en terminos áefractura de época. En otras palabras, la edad moderna -desde el iusn~iglo XVII a las declaraciónes revolucionarias de derechos y, más allá, hasta el Estado de derecho y el Estado democrático- es la edad de los derechos individuales y del progresivo perfeccionamiento de su tutela, precisamente porque es la edad de la progresiva destrucción del medievo y del orden feudal y estamental del gobierno y de la sociedad. Este tipo de reflexión -que funda la teoría y la práctica de las libertades y de los derechos en sentido moderno sobre la radical oposición a la edad media- se desarrolla a través de dos líneas. En primer lugar, tal oposición se sustancia en una fuerte antíte-
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sis entre orden estamental orden individual del derecho. Por orden estamenta del derecho se entien e aquel tipo especI ICO de orden, característico del medievo, en el cual los derechos y los deberes son atribuidos a los sujetos según su pertenencia estamental. Tenemos así no sólo la imposibilidad lógica, además de histórica, de los derechos del hombre, o del ciudadano, o de la persona, abstractamente entendidos, sino también un derecho que concretamente impone regímenes jurídicos distintos según la pertenencia estamental: una propiedad de los nobles, una de los burgueses-ciudadanos y una de los labriegos; un testamento de los primeros, de los segundos y de los terceros, distintos entre sí; y así sucesivamente para todas las formas jurídicas que los sujetos utilizan en su vida de relaciones jurídicamente relevantes. ~ lucha por el derecho moderno se presenta así como la luch,!/ por la progresiva ordenación del derecho en sentido individualista antlestamentaI. La historia de tal lucha se inicia con las primeras intuiciones de los filósofos del iusnaturalismo y alcanza una primera y sustancial victoria con las declaraciones revolucionarias de derechos, en particular con la francesa de 1789 (BOBBIO, 1989). Esta última, con su referencia abstracta a los derechos del hombre y del ciudadano, no hubiera sido posible si antes el iusnaturalismo no hubiera comenzado a pensar en esos derechos mediante el artificio lógico y argumentativo del estado de naturaleza, prescindiendo or lo tanto de sus atribuciones se ún e es uema or enador de ti o estame ta ue domma a la ~ ad europea prerrevoluciongjja. De esta manera, el iusnatura ISmo se separa violentamente de las raíces medievales -que como recordamos estaban bien presentes en la reconstrucción historicista y en uno de sus máximos intérpretes, John Locke- y se proyecta con fuerza en el futuro, en las declaraciones revolucionarias de derechos. En la aproximación individualista a la problemática de las libertades no preocupa mucho el hecho de que la predilecta edad moderna, del siglo XVII en adelante, sea también la edad en la que se construye la más formidable concentracion e oder ue a Istoria a a conocido rImero . la forma de Estado absoluto espués ba'o el am aro del islador revo cionario intér rete e la voluntad general. Ciertamente, uno de los deberes fun amentales de las constifilC'i'ones modernas --como veremos más adelante- será precisamente el de garantizar los derechos y libertades frente al ejercicio arbitrario del poder público estatal. Pero por otra parte, también es cierto e indudable que una cultura rigurosamente individualista de las libertades atribuye a este esfuerzo de concentración el mérito histórico de haber sido el instrumento de la progresiva destrucción de la vieja sociedad estamental de privilegios. En efecto, este esfuer®rzo de concentración de imperium sustrae progresivamente a los es\ ~ tamentos, y en particular a la nobleza, el ejercicio de las funciones
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políticas -juzgar, recaudar, administrar- y, de esa forma, libera al individuo de las antiguas sujeciones, convirtiéndole así --en cuanto tal- en titular de derechos. En este sentido, el primer y más elemental derecho del individuo es poder rechazar toda autoridad distinta a la ley del Estado, ahora único titular monopolista del imperium y de la capacidad normativa y de coacción. En este orden de cosas, es evidente que el modelo para la construcción de los derechos y libertades en sentido moderno no puede ser Inglaterra. Lo que en la visión historicista parece un mérito, un dato positivo irrenunciable, es decir, la incapacidad del poder político de codificar con autoridad las posiciones jurídicas subjetivas de los individuos, primero súbditos y después ciudadanos, aparece ahora como un defecto difícilmente perdonable. Para la perspectiva individualista Inglaterra no ha tenido una verdadera experiencia histórica de Estado absoluto, ni una verdadera revolución con sus correspondientes declaraciones de derechos, sencillamente porque no ha tenido jamás la fuerza para imponer la nueva dimensión individualista moderna al viejo orden feudal y estamental. Francia se convierte así en el país guía, ya que es en Francia, primero con el Estado absoluto y despuéS"'con la revolución, donde se ha construído el derecho moderno de base individualista más tí !ca c1aro:-el CIVI e los có Igos y e pu Ico-constltuclOn e las declaraciones de derechos. ----Ciertamente, como hemos visto, también la aproximación historicista se reconduce al final a la necesidad de tutelar del mejor modo posible la esfera privada individual, según el célebre binomio liberty and property. Pero afirma la primada del individuo exclusivamente frente al poder político estatal. En el acercamiento individualista, por el contrario, modelado más bien sobre el ejemplo francés que sobre el inglés, la misma rimada del individuo se dirige sobre tod contra los poderes de los estamentos, contra e señor-Juez, el señorrecaudador, el señor-admInIstrador. En sínteSIS: el modelo hÍstoriCis-' ta sostiene en pnmer lugar una doctrina y una práctica del gobierno limitado; el individualista sostiene en primer lugar una reuolucion, social que elimine los privilegios y el orden estamental que los sostiene. En definitiva, desde el punto de vista historicista el defecto principal del modelo individualista es que admite en exceso la necesidad de un instrumento colectivo -el Estado, la voluntad general, u otro- que elimine el viejo orden jurídico y social; desde el punto de vista individualista el defecto principal del modelo historicista es ser demasiado tímido y moderado al extender los nuevos valores del individualismo liberal y burgués también en su dimensión social de lucha contra el privilegio. Pero, como ya hemos dicho, dos son las líneas a través de las cuales el modelo individualista construye la doctrina moderna de los
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derechos y las libertades, en oposición a la edad media. Si la primera línea -ya analizada- es la antítesis entre orden estamental y orden individual, la segunda es la línea, necesaria en el horizonte individualista, que generalmente se llama contractualista, De ésta debemos ocuparnos ahora. A este propósito, se recordará cómo el modelo historicista era totalmente contrario a una perspectiva contractualista, Aquel modelo prevé la posibilidad, frente a un gobierno descompuesto o convertido en tiránico, de que la soberanía retorne al pueblo. Pero este último --como ya hemos observado- no procede, en este caso, de manera contracrualista --como conjunto de individuos que libremen\? te deciden sobre la adopción de una nueva y mejor forma política de ¿li'~ asociación-, sino como fuerza e instrumento de la historia que con ,¡..'S Y' .0,0 \>:;7 ID'!I' o su intervención y su rebelión reconduce al gobierno al camino, totalf'j:l mente necesario, del gobierno moderado y equilibrado que la experiencia histórica concreta, entre e! medievo y la edad moderna, había construido de forma prudente y gradual. Las cosas son bien distintas en la aproxima.ción individualista. En _ este caso la asociación olítica existe a no como producto de los ajustes prudentes de la historia -incluido el pape restaurador del pueblo-- sino sim lemente or ue los individuos la han uerido \ construido. No es casua idad que quien e ige eCI 1 amente e modelo individualista no inicie su estudio desde Locke, todavía interpretable en clave historicista y medievalista -aunque no necesariamente, como veremos-, sino desde Thomas Hobbes (1588-1679) (BOBBIO, 1979), ciertamente más claro y firme que cualquier otro pensador I~ del siglo XVII ~ subrayar la naturaleza..i2rtificial, dependiente de la '0J voluntad de los ciudadanos, del poder políticQ. De este modo, como en e! caso de la antítesis entre orden estamental y orden individual, las doctrinas individualistas confirman su radical oposición al pasado medieval. En efecto, en la lógica individualista, el antiguo orden natural de las cosas, que asigna a cada uno sus propios derechos y deberes, no puede ser reformado o desarrollado gradualmente como sugiere el ejemplo histórico inglés: debe ser abatido ara oder construir ex novo ara oder edificar un nuevo or en olítico ue se funde sobre la volunta e os In IVI uos, so re e consenso de los ciudadanos, La liberaclOn del'n iVI uo e a sujeción a los ¡>oderes feudales y senOrla es com rende tambIén su Ii eración e un or en 12.0 ItiCO g o a, que antes trascen la su vo un~e ahorañO está o6TIgado a súfrir, y que puede y deber ser reinventado a partir de la voluntad individual con el instrumento del contrato social. Sin embargo, el contractualismo --como el individualismo en general- tiene un lado decididamente estatalista. Ya hemos visto cómo los defensores de la aproximación individualista aprecian la o
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. concentración de imperium propia del Estado moderno como instru'mento de destrucción del viejo orden estamental. , Falta añadir ahora que también el contrato social, como instru'mento de edificación de la sociedad política, contiene en su seno un ineludible aprecio por e! mayor nivel de civilización y de seguridad .que se consigue precisamente aceptando consensualmente e! abanJIono del estado de naturaleza. Si los individuos aceptan voluntaria: .mente salir de! estado de naturaleza y renunciar, por consiguiente, a ,algunos de sus derechos -al menos a la autorutela judicial, recono'gendo a un tercero neutral dotado de poder de coacción en la con;-¡frontación de las partes litigantes- es porque piensan que sólo con .¡Hi .presencia de una autoridad legítima común tutelarán mejor su~ .~erechos. La asociación política, el Estado, es, pues, elemento de ab-soluta relevancia, sin el cual --como aparece particularmente claro ,t;n Hobbes-los hombres estarían destinados a la guerra civil y esta.rían de hecho privados de derechos. Ya que la atribución de los mis.rnos a los individuos presupone una situación de posesión suficiente.mente estable y garantizada en el tiempo y en el espacio, que no . .pueda ser fácil presa de las coaliciones de fuerzas que de tanto en ,tanto prevalecen en la realidad. -, Como vemos, de cualquier forma que se contemplen las doctri.nas individualistas se acaba siempre enfrentándose con la embarazosa ,presencia -embarazosa, naturalmente, desde un punto de vista historicista- de la soberanía estatal como iostrumento positivo de lucha c ntra e! rivile io y e! orden estamental, o como instrumento .•.• e ma or arantía e os erec os y l erta es. En este punto, esta,.1110s obligados a a irmar que SI se rec aza un amentar los derechos y Iibertades en la historia se debe apoyar su existencia en otra cosa; y .esta otra cosa sólo puede ser la autoridad de! Estado soberano. ¿Estamos quizás deslizándonos ya hacia nuestro tercer modelo, e! estata,lista? La respuesta es negativa, al menos parcialmente. En realidad, .existen suficientes razones para distinguir el modelo rigurosamente individualista del modelo rigurosamente estatalista, que veremos enseguida. En concreto, existen dos aspectos necesarios en la cultura individualista de las libertades que no son admisibles en la óptica :estatalista y que contribuyen, por consiguiente, a diferenciar la prif mera de la segunda. gLprimero de estos aspectos se contiene en la fórmula liberal, !ndividualista de la presunci6n de libertad, que encontrará una solemne CodIfIcaCIón en el artículo 5 de la Declaración de derechos del hombre y de! ciudadano de! 26 de agosto de 1789: «Todo lo que no está prohibido por la ley no puede ser impedido, y nadie puede ser obligado a hacer lo que ella no ordena». Esto equivale a decir que sólo la máxima fuente de! derecho, la ley. con sus clásicos caracteres
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de generalidad y de abstracciónJxpresión de la voluntad general, impedir, obligar ~ordenar, en una palabra, limitar los derechos y libertades de los ciu adanos. -Üña-dlSPosición de estas características se volvía, en la Declaración de derechos de 1789, no sólo contra los viejos poderes feudales y señoriales -a los que la revolución estaba sustrayendo toda capacidad pública de coacción- sino también contra los poderes que se estaban construyendo dentro del nuevo Estado de derecho. En conreto , jueces y administradores públicos, para limitar las libertades de los ciudadanos, debían basarse de ahora en adelante siempre y de todas maneras sobre la previsión legislativa general y abstracta. Todo esto es reconducible, a su vez, a la presunción fundamental de libertad de la que hemos partido. En un ré imen olítico ins iraVI do or los rinci ios liberal-individualistas se resume la i ertad se \ debe emostrar lo contrario, es decir, la le itimidad de su limitación; , por esto, tal limitación debe asumir armas particulares, y más específicamente la generalidad ~ la abstracción propias d~y, máxima fuente de derec11O:15eScIe e punto de vista del ciudadano, todo ello es constitutivo de su máximo derecho individual: el derecho de presumirse libre mientras una ley no diga lo contrario. Las libertades no son por lo tanto límites eventuales a un poder potencialmente omnicomprensivo, sino ciertamente lo contrario: las libertades son PC!tencialmente indf!finidas, salvo su legítima limitación por parte ~ la rey. En una palalJra, laS11bertade~YJlQ..rl"p-Qder..públicode coacci.QTI->,§.QIlJO valor-primariamente constitutivo. Ahora precísaITieótécl primer aspecto de profunda y clara diferencia entre la cultura individualista de las libertades y las aproximaciones más rigurosamente estatalistas. En efecto, de este modo s~~ominiototal del v lar Es ado sobre el valor in_dividJ.!o: la comunidia e los individuos, en cuanto necesitada -éomo hemos visto- de un sólido poder político central, de una indiscutida autoridad del legislador, permanecerá siempre, desde esta perspectiva, societas de individuos en la que cada uno obra, dentro de los límites de la ley, para realizarse a sí mismo, para perseguir sus fines. Así, en una visión rigurosamente individualista, se desconfía de las filosofías est~~aE~tas de! bien com4!!.-º~interés general, o del progrés-o~~-aeTa tranSformacionSocial p~_r~ fiI!~.!!.s.!..os, que tienden a sobreestimar las Tiin-¿ionesdefpoaer público estatal, asignando así a cada uno un lugar y un puesto en e! cumplimiento de la empresa colectiva. Antes bien, cada uno debe valer simplemente en cuanto individuo L!1_0 en cuanto buen cIudadano más o menos fiel, más o me-ii~f.§9Udario~--más o menos movilizado y e~eñado en la act!!aciÓn- del bie.!l=ª~~'E_~~,--derprogreso colectívoü-de cualquier otra filosofía pública. Contra los intentos de comprometerle y de movilizarle, de hacerle solidario, el modelo individualista reivindica precisamenpue
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te la presunción de libertad y, por lo tanto, el hecho de que el ejercicio de las libertades no puede ser'guiado o diri ido por la autoridad pú ica genéricamente enten i a sino sim lemente e ImIta o or el egIs a oro ~ Ciertamente, esta función de delimitación no es accesoria o sólo eventual: es, también en el modelo individualista, la necesaria presencia autoritativa de la ley que garantiza la seguridad de los derechos de cada uno, como declara el artículo 4 de la Declaración de derechos de 1789: «La libertad consiste en poder hacer todo lo que no perjudica a otro; así, el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre tiene como límites sólo los que garantizan a los demás miembros de la sociedad el goce de esos mismos derechos. Estos límites sólo pueden ser determinados por la ley». Por otra parte, en la óptica individualista, el primer «sólo» del artículo 4 resulta decisivo: los límites que la ley impone al ejercicio de las libertades y los derechos de cada uno pueden tener sólo una razón justificativa, garantIzar el goce de las mIsmas libertades y derechos a los otros mIembros de la SOCIedad. En consecuencia, el leg¡.~a dar no podrá lImitar las osiciones 'urídicas sub'etivas de o ciudaa os'- or otros motIVOS: e ien común, la uti 1 ad social colectiva, la~a ~l... E ejemplo mas corriente es e e propietano, que eñ el módelc individualisra no podrá ser limitado en sus poderes de disposición por motivos de utilidad social sino, sólo y exclusivamente, en el caso de que los utilice de manera que no consienta un uso igual al propietario colindante (por ejemplo, sustrayendo --con un determinado aprovechamiento de los recursos hidráulicos- el uso del agua al propietario del predio colindante aguas abajo). Resumiendo este primer aspecto, se puede decir que en el modelo individualista, a diferencia del estatalista, se presume la existencia de la sociedad civil de los individuos anterior al Estado. Tal sociedad tiene necesidad del Estado y de su ley para consolidar posesiones y garantizar derechos, pero unas y otros existen antes del Estado político -en e! estado de naturaleza, según las argumentaciones del siglo XVII y XVIII-, que interviene así para perfeccionar la tutela, para delimitar con mayor seguridad las esferas de libertad de cada uno, para prevenir e! nacimiento de un posible conflicto radical, pero no para fundar, no para crear. Derechos y libertades son reconocidos por e! Estado, pero no creados: no se puede crear aquello que ya existe. Este esbozo sería suficiente para excluir una lectura en clave exclusivamente hobbesiana del modelo individualista y para distinguirlo del estatalista, Pero, además, existe una segunda diferencia que interesa analizar. Se trata de la decisiva imagen del poder constituyente, entendido como fundamental y origmario oder de los in ivid c' ir sobre la arma y so re el mm o de a asociación olítica del Estado.
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ste poder será el padre de todas las libertades políticas, las «positivas», ya que en él se contiene la máxima libertad de decidir (la massima liberta di volere), que es la de decidir (volere) un cierto y determinado orden político. Ya hemos visto cómo un poder semejante es claramente incompatible con la aproximación historicista. El ejemplo inglés demuestra en concreto, con la fórmula institucional del gobierno moderado y equilibrado, cómo la forma política debe ser producto de los progresivos ajustes de la historia y no de la ~oluntad de los hombres contractualmente determinada. Se trata ahora de explicar por qué el poder constituyente es incompatible también con la perspectiva estatalista, En efecto, en esta perspe_ctiva la sociedad de los individuos..[Jolíticamente activos nace sólo con el Estado y a través del Estado: antes de este momento no existe ningún sujeto poITtIcamente si nificativo sino sólo una multitudo disgrega a e m IVI uos que, como tal, no puede decidir (volere) nada preciso nI es capaz de decidir autónomamente --como «pueblo» o «ñaclOn»- s2.~e la identidad de la forma política colectiva. Por lo tanto, sólo desde la visión individualista y contractualista de las libertades políticas, las «positivas», se llega a admitir la existencia de un poder constituyente autónomo que precede y determina los [ poderes estatales constituidos. En concreto, en la perspectiva individualista y contractualista, se sostiene que antes de producirse el pactum subiectionis con el que los individuos se someten a una autoridad común existe, como acto precedente y distinto, el pactum societatis con el cual nace la sociedad civil de los individuos ue es t~mbién a socie a e os In ivi uos o íticamente activos -el pueb o o nacion e la revolución francesa-, como tal autónomamente ca az de e'ercer el poder constitu ente de - eci ir vo ere e unde!".Ep cierto tIpO e stado, de asociación política;. Sin embargo, esta condición no basta para fundar nuestro modelo. El poder de crear un orden político debe traducirse necesariamente en una constitución, debe ser poder constituyente en sentlao pleno y no mero uoluntarismo político, es decir, capacidad indefinida del pueblo soberano de cambiar a su antojo la constitución existente. En efecto, los individuos confían la protección de sus derechos preestatales a la constitución, en virtud del ejercicio del oder consti~!!x:ente que prec~t a los po,ª~esc~!!&tui ~ e manera que e imperium que se e ega a estos poderes puede ser limitado como garantía y en nombre de la constitución. Este dualismo entre poder on sti tuYente y poder constituido no sólo entra en crisis cuando el imperium es delegado completa e irrevocablemente a un soberano --como ocurre en el modelo estatalista-e-, sino también cuando el pueblo rechaza sujetar las manifestaciones de su voluntad a formas y procesos --como ocurre en la degeneración voluntarista.
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Desde esta perspectiva, por ejemplo, resulta difícilmente asimilable a nuestro modelo el pensamiento político de jean-jacques Rousseau (1712-1778), aunque sea de matriz radicalmente indiuiilualista y contractualista, ya que le falta la conceptualización del poder constituyente, de una verdadera y precisa voluntad de produliir una constitución como auténtica norma vinculante. En efecto, p,\¡ra Rousseau el soberano no puede obligarse a sí mismo, orque ~Iio existe ni ue e existir nInguna clase e ey undamenta o I aton ara el cuer o e ue o» ERATHÉ, • a garantía e os . erechos indivi ua es resi e exclusivamente en la generalidad y abstracción de la voluntad expresada por el pueblo-cuerpo soberano, y no en el dualismo entre poder constituyente y poder constitui~o. Pero la voluntad general -precisamente porque está expresada unitariamente por el pueblo-cuerpo soberano-- es necesariamente justa y, por lo tanto, es inadmisible un control de constitucionalidad. El disenso puede ser tachado de egoísmo, de incapacidad de trascender los intereses particulares. Se comprende entonces cómo la vulgarización del pensamiento roussoniano durante la revolución francesa .pudo justificar al mismo tiempo los excesos del voluntarismo político y las formas de representación orgánica de claro sentido estatalista, que se sitúan en sus antípodas: paradigmática figura del legislador virtuoso que interpreta la voluntad general. ~ l Por lo tanto se puede decir que el modelo individualista se diferencia del estatalista porque admite y quiere, al comienzo de la experiencia colectiva, la sociedad de los individuos políticamente activos, I con su autónoma subjetividad distinta y precedente al Estado, que ~ impone respectivamente la presunción general de libertad y la pre,:..] sencia de un poder constituyente ya estructurado. De todo esto discutiremos más adelante, desde el punto de vista distinto y opuesto propio de las razones y de las argumentaciones de nuestro tercer modelo: el estatalista, Mientras tanto, hay que aclarar definitivamente las diferencias entre los dos primeros modelos: el historicista y el individualista. Toda la historia de las libertades en la edad moderna está marcada por la intensa disputa entre individualistas e h~as sobre la tutela de las libertades civiles, las «negativas». Los primeros sostienen --como hemos visto- que el mejor modo de garantizarlas es confiarlas a la autoridad de la ley del Estado, dentro de los límites --que también hemos visto-- rígidamente fijados de fa resunción de liber~y a condición de que e sta o sea ruto e la voluntad constituyente de los ciudadanos. Los segundos sostienen que no existen garantías serias y estables de dichas libertades una vez que el poder político se ha apoderado de la capacidad de definirlas y de delimitarlas; ~nfía, cOOlQ la m.~Qr forma de tutela, en las vi.rt~,9~.~.Ae la jurisprudencia por su naturaleza más prudente, más ligada -sin sal-
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tos bruscos- al transcurso natural del tiempo y a la evolución espontánea -no dirigida- de la sociedad. Pero la diferencia principal y más clara entre los dos modelos es otra, y se refiere a las libertades políticas, las «positivas». A este propósito, el modelo historicista propugnará seguramente una gradual y razonada extensión de las libertades políticas -así el derecho del voto, como demuestra el ejemplo inglés-, pero desconfiará siempre de la manifestación intel)sa y de fuerte participación de la libertad política de decidir (volere) de los reunidos en la Asamblea Constituyente. Por eso, en la historia constitucional inglesa no existen asambleas constituyentes como las que están presentes en la historia constitucional francesa. En la asamblea constituyente el modelo historicista ve la peligrosa manifestación de una situación de inestabilidad, en la que la determinación de la forma política escapa a las prudentes leyes de la historia y es remitida a la fluctuante y mutable voluntad de la mayoría de los ciudadanos. En el momento constituyente así entendido se reconoce, sobre todo, una artificiosa y casi antinatural unificación de la sociedad --claramente diferenciada por distintos intereses- en la superioridad de la voluntad política constituyente. Frente a la sociedad de los individuos oUt icamente activos, bien presente en el modelo indiviualista y contractualista~i9J1....hi§.!2!i9§!iLprivilegia la concreta socie"Jaa civiTae losJ!J1er.e~~ue la ~~i!-l!fión y la forllliLP-Qlí..!is:a deben mantener en eguilibriQ.: Y mantener en equilibrio significa, precisamente, impedir que alguien, como poder constituyente, pueda decidir unilateralmente sobre los caracteres globales de la asociación política, del Estado. Este concepto general de equilibrio entre las fuerzas, entre los intereses, atrae también al ejercicio de las libertades políticas. En efecto, en la doctrina historicista del gobierno equilibrado y moderado, participar en la formación de la ley -por ejemplo a través del derecho de voto y de la elección de los representantes- significa en esencia introducir en la forma política un elemento decisivo de control frente a los que intentan romper el equilibrio, por ejemplo -en los orígenes de este suceso- frente al monarca que de manera arbitraria intente disponer de los bienes de los súbditos, gravándolos sin el consentimiento de los representantes. En definitiva, ejercer las libertades políticas significa esencialmente controlar mejor el ejercicio del poder político y, por lo tanto, tutelar mejor y defender las libertades civiles, las «negativas», evitando que puedan ser injustamente englobadas por una fuerza que tienda a romper el equilibrio, predominanoo sobre las otras. En una palabra: en el modelo historicista las libertades políticas, las «positivas», son funcionales y, en cierto sentido, . accesorias respecto a las libertades civiles, las «negativas». En el modelo individualista y contractualista las cosas son distin-
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car también ---en el mecanismo imparable de la superioridad política de la voluntad general constituyente- a las predilectas libertades civiles, las «negativas». Tratará entonces de imaginar al sujeto del poder constituyente como societas de individuos que piden tutelar mejor sus propios derechos, y no como pueblo que expresa sintética y unitariamente una voluntad política constituyente, condicionando de manera continua la estabilidad de los poderes constituidos y de las esferas de libertad individual: frente a tal eventualidad el individualismo volverá a ser la doctrina de la libertad como seguridad de los propios bienes y de la propia persona. Sin embargo, la lógica contractualista puede llegar al desenlace extremo y último del que hablamos más arriba, ya que contractualismo e individualismo están entre sí estrechamente relacionados, como revela la fortuna de Rousseau durante el bienio jacobino de la revolución francesa. Por ello, como veremos más adelante -en el tercer capítulo-, historicismo y estatalismo hacen frente común, en plena época liberal, contra las consecuencias últimas de la cultura individualista y contraetualista de las libertades, por considerarlas destructoras de toda forma seria y estable de unidad política y de garantía de las libertades civiles, las «negativas». Pero antes de examinar las combinaciones entre nuestros modelos que se producen en el curso de las revoluciones y del liberalismo decimonónico, debemos examinar el tercero de ellos, que ya en parte hemos tratado: el modelo estatalista. 3. EL MODELO E5TATALI5TA
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Hay que aclarar rápidamente que el estatalismo sobre el que ahora discutimos como verdadero y auténtico tercer modelo, distinto y autónomo de los precedentes, ~e diferencia de la valoración positiva -ya analizada- del apel del Estado ue hace la cultura individua~ Hemos dicho -y o repetimos otra vez- que a cu tura individualista de las libertades valora positivamente el papel desempeñado por el Estado moderno, como máxima concentración de imperium, en la lucha contra la sociedad estamental y privilegiada; y no puede dejar de reconocer la necesidad de un legislador fuerte y dotado de autoridad que sepa delimitar y garantizar con seguridad las esferas de cada uno. Pero todo esto no puede confundirse con una cultura rigurosamente estatalista de las libertades y de los derechos. ~a ella la autoridad del Estado es algo más que un instrumento necesario de tutela: es la condición necesaria para ue las libertades los derechos nazcan sean alum rados como auténticas situaciones 'uríd' s subieti[ vas e os individuos.
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comienza con Hobbes la historia de las libertades y de los derechos en sentido moderno, pero desde una perspectiva completamente distinta. Para aquella doctrina, Hobbes suministra, con su visión del estado de naturaleza como bellum omnium contra omnes (guerra de todos contra todos), una filosofía política radicalmente individualista, que presupone la destrucción de todo orden históricamente dado y, por lo tanto, de la antigua solidaridad medieval de estamento, de rupo, de corporación. Ciertamente, el individuo tomado aisladamente en el estado de naturaleza, precisamente a causa del incesante bellum, difícilmente podrá ser considerado titular de derechos cuya garantía esté asegurada; y sin embargo él es, junto a los otros individuos, el protagonista, con su voluntad, de la creación del Estado político organizado, que nace con el intento de tutelar algunos derechos primarios que en este sentido le anteceden, entre los cuales -precisamente en la lógica de Hobbes- alcanza particular relieve el derecho a la vida y a la seguridad. El hecho de que Hobbes no propugne, como Locke, el gobierno moderado y equilibrado o no admita el derecho de resistencia de los súbditos no significa que el primero no se mueva, como el segundo, en la lógica que comprende el individualismo y el contractualismo. La finalidad de la cultura estatalista es precisamente la de despojar a Hobbes de este marco conceptual general que ya conocemos, para convertirle en cabeza de un tercer y distinto modelo, el estatalista ue rescinde de toda referencia a un derecho natural de los individuos recedente a erec o lmpue~o -por el Esta .2. En la lóglZa estatalista, s0J>-te~L ue e esta o naturaleza es bellum omnium contra omnes significa necesariamente soste er no existe n10 unáTl~~~~~rC'~rJ:_chQXQ4!;~nterior al Estado,-ant~ la fuerza imperativa y autoritativa de las normas del Estado, únicas de fijar las osiciones 'urídicas su ~ ca aces de or enar la sacie a jetivas de cada uno. -----~ desaparece totalmente la distinción -necesaria como hemos visto para la cultura individualista y con'tractualista de los derechos naturales- entre actum societatis y pactum subiectionis. No existe por lo tanto ningunasocietas antes e único y decisivo sometimiento de todos a la fuerza imperativa y autoritativa del Estado: la societas de los individuos titulares de derechos nace con el mismo Estado, y sólo a través de su presencia fuerte y con autoridad. Surge sin embargo otra distinción: la que se da entre contrato (contract) y pacto (pact) (Duso, 1987). En efecto, para la cultura estatalista también es cierto que el Estado político organizado nace de la voluntad de los individuos y, en particular, de su necesidad y deseo de seguridad. Ocurre, sin embargo, gue esto no se obtiene ya con un contrato en el que las partes se dan recíprocas ventajas y asumen un compromiso mutuo:sllO con un pact, acto.s\e subordina....._..
Lo ue la cultura estatalista no uede admitir es un oder constiente entendido como contrato e arantía contract) entre partes istintas, que ya poseen bienes y derechos y promueven el nacimiento del Estado político para poseer mejor los unos y los otros. Cierta- mente, hemos visto que también en la cultura individualista el poder constituyente puede transformarse en algo más y distinto que un sim. ple contrato de garantía, pretendiendo expresar una voluntad política que tiende a determinar, o al menos a condicionar, el rumbo general de los poderes estatales constituidos. Ocurrirá así sobre todo -e-como veremos en el capítulo siguiente- con el pueblo o nación de la revolución francesa. Pero no existe duda, por otra parte ,-como hemos visto--, de que el individualismo riguroso acabará finalmente por desconfiar de aquella versión extrema del poder constituyente que termina por situar la voluntad del pueblo o nación por encima de todo y, quizá, de la misma tutela de las libertades civiles, las «negativas». De esta forma, desde el unto de vista individualista, es verdaderamente difícil separar con claridad el ejerclclO el po er constituyente de la dimensión del contrato de garantía (contract): siemeEe prevalece la ima en de un Estado olítico ue nace ara tutelar mejor os erec os indivi ua es ya existentes. La cultura estatalista desconfía precisamente de un poder constituyerrteentendlao sobretodo como contrato de garantía (contract). En tal concepción del poder constitu~atalistareconoce la presencia de un grave peligro para la unidad políticoestatal. Se puede decir que tal unidad no se produce totalmente por esta vía, desde el momento en ue cada uno, desde el rinci io, mediante el contrato de arantía, se reserva dentro el Estad lítico su propia es era de in uencia, que le permite estimar después si
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la creación del mismo Estado ha sido conveniente y oportuna para la afirmación y la tutela de sus propios derechos. En todo esto la cultura estatalista ve una indebida confusión entre derecho privado y público, entre dominium e imperium, subrayando, en consecuencia, la radical diferencia entre la obligación política, estatal y pública, y el contrato (contract), que es, y debe permanecer, como una forma típica y exclusiva del derecho privado. B~emente: el Estado olítico es debe ser al o muy distinto de una si~de \ m~ se rielad entre osee ores e erec os e lenes. Resumiendo, en e modelo estatalista se admite y se a irrna que el Estado nace de la voluntad de los individuos, pero tal voluntad no puede ser representada con el esquema negocial y de carácter privado del contrato (contract) entendido como composición de intereses individuales distintos. Para hacer al Estado verdaderamente fuerte y dotado de autoridad, su géneSIS debe depender de otra cosa, ue es en síntesis el pacto pact: so amen e con e pact se lo ra or in liberar a eJercICIO e po er constituyente e to a In uencia de carácter privado situ' dolo completamente en el lana de la decisión p'olítica. Para la cultura estata ista, ta ecisión -la que conduce a fündar el Estado- es propia, específica e íntegramente política, ya que está libre de todo consciente cálculo privado de conveniencia por parte de los individuos. Estos últimos ya no están representados como sujetos racionales a la búsqueda, mediante el contrato, de condiciones mejores de ejercicio y de tutela de los derechos que ya poseen -en el estado de naturaleza-, sino como sujetos desesperadamente necesitados de un orden político, que no poseen nada concreto y definitivo y que -precisamente por esto- no pueden desear y querer otra cosa sino el Estado políticamente organizado. De todo esto deriva otra importante consecuencia. Para la re\~ construcción estatalista, los individuos que deciden someterse a la '~ autoridad del Estado dejan de ser, precisamente por esta decisión y sólo a partir de este momento, descompuesta multitud y se convierten en pueblo nación. En la lógica estatalista, semejante entidad colectiva --como el pueblo o nación- no es pensable antes y fuera ...4.el Estado: existe por ue una autoridad una su rema otestad lo ~~. E reino, como síntesis unitaria que trasciende las infinitas articulaciones territoriales y corporativas, existía sólo a través de la persona del monarca; y más tarde, durante la revolución francesa, no faltará --como veremos- la tendencia a concebir al pueblo como síntesis unitaria que trasciende las facciones sólo a través de la asamblea representativa. Totalmente distintas son las soluciones que a esta problemática ofrece -como en parte ya sabemos- la cultura individualista y contractualista. En efecto, en tal cultura el contrato de garantía examinado arriba puede transformarse también --como sucede en la
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ciudadano que vota ejerce un derecho individual originario, sino una función pública estatal; obra así no como parte de una comunidad políticamente soberana -pueblo o nación- que de esa manera, también con el voto, pretende determinar el rumbo de los poderes estatales constituyentes, sino como parte del Estado mismo, que con su derecho positivo se sirve de la expresión de voluntad del ciudadano para individualizar a los que tendrán el deber de hacer las leyes. Por otro lado, las libertades civiles las «ne ativas», terminan or tener una suerte análoga en el modelo estatalista. E~ye, también para este segundo tipo delIbertades, la referencia a una sociedad que precede al Estado ue no odría ~ samente or ue as s~iendo capaz sólo de reconocerlas, pero M e crearlas. 1 contrario, en el modelo estatalista también las libertades civiles las «ne ativas», son lo ue la ley del Estado uiere que sean. Antes de tal ley es incluso absur o a lar de derechos y libertades, de su concreta atribución a los individuos, de las oportunas formas de tutela. Frente a la cruda realidad del bellum omnium contra omnes no valen las llamadas a la historia y a la filosofía: ~ utori da del Estado uede atemperar el conflicto y dibujar así un mapa en el ue las fronteras entre as es eras e I erta e ca a uno sean ciertas estén aran tiza . ---'- Ciertamente, de este modo se pierde completamente la dualidad entre libertad y poder propia del modelo individualista y, también, del historicista. En efecto, la una y el otro -la libertad y el podernacen juntos en la reconstrucción estatalista. Ahora bien, todo esto es inaceptable para quienes piensan que el primer deber del constitucionalismo -como sucede en la reconstrucción individualista y contractu-alista, o en la historicista- es limitar el poder en nombre de realidades valo es -como los derechos ylibertades-_g.ru:: lo preceden. e ué garantías puede ofrecer una ley del Estado desligada de toda referencia externa? ¿Quién puede asegurar que los derechos y las libertades fijados en la ley no sean un instante después anulados por la misma autoridad, en igual ejercicio de su poder soberano? ¿Cuál es entonces la frontera entre un modelo esratalista de las libertades y un modelo totalmente despótico? La respuesta a esta pregunta no es, ciertamente, fácil. Parece evidente que el modelo estatalista, tomado aisladamente, puede conducir a resultados despóticos. En concreto, a diferencia de nuestros dos primeros modelos, éste será siempre reacio a someter al soberaI!,º--no importa que se-areyü asamblea fegislatlva- a~e ~erior: a la fuerza de la costumbre y de los derechos radicados en la historia, o a una constitución escrita que pretenda imponerse como norma fundamental superior al mismo soberano. El so~, si es verdaderamente tal, estará al frente de un carnEo n9rmativo potencialmente ilimitado,y-ñópuede tolerar los límites
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TRES
FUNDAMENTACIONES
TEÓRICAS
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· qy~ la historia o la constituciÓn quieran imponer a su acción --ordenadora. Se observa de esta manera la distancia que separa la doctrina estatalista de la soberanía del constitucionalismo de impronta historicista o individualista, esencialmente entendido como técnica de li: mitación del poder con fines de garantía. Y sin embargo el estatalismo .que hemos analizado aquí es en realidad -como hemos observado y .como veremos con más detalle en los capítulos sucesivos- uno de los componentes esenciales de la cultura más integradora de las libertades y los derechos en la edad moderna. Trataremos de explicar esta circunstancia más adelante, cuando .:discutamos sobre las tendencias estatalistas de la revolución francesa y del mismo Estado de derecho liberal del siglo XIX. Por ahora, baste :decir que la necesidad de estabilidad y de unidad dese m eña un pa,pel fundamental a favor del modelo estata ista en ambos casos. Bajo Ieste perfrl, las culturas hIstoricistas, individualistas y contractualistas · parecen débiles e inseguras. Y, en la óptica estatalista, tienden a re'ducir el Estado a mero unto de e uilibrio entre las necesidades de :Jos I~V! uos, o a una simp e y mutua as~~~ciónen-~iee4ores ae6lenés~reproductoaerao n d ~e la :~a oría e os cm aoanos, como ta mudable en el tiem o. Ahora ,:bien, e g n argumento e a cu tura estatalista es precisamente éste: ..con un Estado de este tipo, tan débil que es fácil presa de los egoísmos individuales y de facción, no se llega a consolidar y garantizar nada y, por lo tanto, ni los derechos ni las libertades. Puede ser justo · 'temer el arbitrio del soberano, pero no se debe por ello olvidar jamás -,'que sin soberano se está destinado fatalmente a sucumbir a la ley del 'rnás fuerte. Autoridad soberana y libertades individuales, entendidan .esencialmente como seguridad de los propios bienes y de la propia persona, nacen juntas en la óptica estatalista y, por ello, juntas están destinadas a prosperar o a decaer.
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Capítulo 2 REVOLUCIONES Y DOCTRINAS DE LAS LIBERTADES
SUMARlO:
1. La revolución francesa.- 2. La revolución americana.
De los modelos abstractos a la historia. En este capítulo buscaremos cumplir este trayecto, empezando por las dos grandes revoluciones de finales del setecientos, la francesa y la americana. Se trata de preguntarse qué cultura de las libertades y qué doctrinas de las libertades han manifestado tales revoluciones -utilizando para este propósito los instrumentos conceptuales que hemos construido en el capítulo precedente-, y en concreto si la visión que ha prevalecido ha sido de tipo historicista, individualista o estatalista. ~ Ya hemos dicho que nuestros tres modelos no se presentan jamás aislados en la realidad histórica concreta, sino que tienden a combinarse de distinta manera entre ellos. Esto es especialmente válido para el delicado momento histórico de las revoluciones de finales del setecientos, que nos disponemos a examinar ahora. Es evidente que la cultura de las libertades que primero encontramos en las revoluciones es de t" individualista contractualista. Las razones e ta opción son evidentes. En e ecto, as revo uciones •.señalan de distinto modo y con diferente intensidad el momento en que en el centro del ordenamiento jurídico se pone al individuo como ~eto único de derecho, qU,e -más allá de las viejas discriminaciones .. e estamento-- es ahora titular de derechos en cuanto tal, como iQ'. dividuo. Esto sirvetanto en la esfera de las libertades civiles, las «ne_J ':gativas», constituyendo un espacio civil-económico en el que el indi: 'viduo reivindica derechos de autonomía frente al poder público, itcomo en la es.fera de las libertades políticas, las «positivas», respecto a la dependencia del poder público de las voluntades de los individuos, según el esquema del contrato social. Sin embargo, en realidad las cosas no son tan simples. Como ve'remos enseguida, individualismo y contractualismo tienden, no por
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azar, a combinarse con diversos aspectos de los otros dos modelos: historicista y estatalista. Esto sucede or la necesidad -no casual, sino más bien estructural y fisio ógica- de ~ir el modelo individual~ta y cQQtractualista para prevenir Cíertas posibles degeneraciones. - En efecto, así como el modelo historicista tiene su asible degen ~-es ecir, en una situación en la que las libertades no son otra cosa que lo que resulta del orden de las cosas históricamente dado- y el esta . o ie e su asible de eneración en el despotismo -es de~~ la dificultad de limitar con segunda e ~ asoberana potestad pública con fines de garantía-, también el individualismo y el contractualismo tienen sus posibles degeneraciones, particularmente temidas -como enseguida veremos- en el curso de las revoluciones y en el ochocientos liberal. En concreto, el individualismo puede traducirse ~ económico, es decir en una situaCl a~~que en la base del edificio político común está s 'lo exc usivamente~ o u~~ión de ~gu~aci0itJut a entre i n ~ s . Como hemos visto en e capítu o precedente, éste es uno e os argumentos más fuertes del estatalisrno. Pero aún más evidente es la posible degeneración del individualismo y del contractualismo en sentido voluntarista, en una dirección que acaba haciendo depender todo el edificio público -y por tanto también la configuración de las libertades y derechos- de la variable voluntad de los individuos ciudadanos. Es evidente que contra una situación de' este género servirán y tendrán óptima fortuna las imágenes estata/istas de estabilidad y continuidad; es decir, las imágenes de un poder público soberano fuerte, capaz de trascender en el tiempo las voluntades de los que lo han fundado o que de vez en cuando son llamados a ejercitarlo. Así será ---como veremos- para aspectos relevantes de la revolución francesa y, más aún, en el curso del ochocientos liberal, cuando el modelo historicista --como también veremos- vuelva a ocupar un lugar clave en la crítica a la imagen de un poder público dependiente de la voluntad contractual de los ciudadanos.
1. LA REVOLUCIÓN FRANCESA
Cuadro cronológico sumario 1788 8 de agosto: convocatoria de los Estados Generales. 1789 24 de enero: reglamento electoral para los Estados Generales. 5 de mayo: sesión de apertura de los Estados Generales. 17 de junio: el tercer estado se proclama Asamblea Nacional.
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20 de junio: juramento del Juego de Pelota.
14 de julio: toma de la Bastilla. 4 de agosto: abolición de los privilegios. 20-26 de agosto: la Asambleaadopta los artículos de la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano. 90
12 de julio: constitución civil del clero. 91 2 de marzo: decreto de Allarde que suprime las corporaciones. 16 de mayo: voto sobre la no reelección de los constituyentes a la legislatura sucesiva. 14 de junio: ley Le Chapelier sobre la prohibición de las asociaciones de trabajadores 20-21 de junio: fuga del rey a Varennes. 13 de septiembre: la Constitución entra definitivamente en vigor. 11 de noviembre: veto del rey sobre los decretos concernientes a los emigrantes. 19 de diciembre: veto del rey sobre el decreto concerniente a los sacerdotes refractarios. 27 de mayo: decreto sobre la deportación de los sacerdotes refractarios. 8 de junio: decreto sobre la constitución de un campo de federados en París. 11 de junio: el rey opone el veto a los decretos de 27 de mayo y de 8 de junio. 10 de agosto: caída de la monarquía. 21 de septiembre: reunión de la Convención y proclamación de la República. 21 de enero: ejecución del rey.
6 de abril: creación del Comité de salud pública. 24 de junio: voto de la Constitución. 4 de agosto: ratificación popular de la Constitución. 5 de septiembre: el Terror está al orden del día. 10 de octubre: proclamación del gobierno revolucionario (la aplicación de la Constitución se suprime hasta la restitución de la paz). 11 de junio: el Gran Terror. 27 de julio: caída de Robespierre.
y llegamos finalmente a la revolución francesa. Precisamente en .caso de la revolución francesa ---como ya hemos recordado otras ".. fces- se asiste, en efecto, a la formación de una cultura de las liber~ iades que resulta de una combinación entre el modelo individualista "il't . ,}t:(:ontractualista, de una parte, y el estatalista de otra. Se trata ahor de ver más de cerca cómo se realiza esta combinación, comenzando 'p;or la siguiente circunstancia: nuestros dos primeros modelos se encuentran sobre un terreno que excluye la contribución del tercero,
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dejando entonces totalmente fuera, desde el horizonte político y cultural de la revolución, la visión historicista. Para convencerse de esto, basta leer con atención la Declaración de derechos de 1789. En ella, en contraposición con el pasado del antiguo régimen, existen sólo dos valores político-constitucionales: el individuo la le como ex resión de la soberanía de la nación. Al artículo 2, que esta ece: «E In e to a ásociación po ítica es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre», responde el artículo 3, que establece: «El principio de toda soberanía reside esencialmente en la Nación. Ninguna corporación o individuo puede ejercer una autoridad que no emane expresamente de ella». Los dos artículos juntos fijan las coordenadas generales de un modelo político que al mismo tiempo libera al individuo y al Estado ---este último manifestado ahora en los términos de la soberanía de la nación- de la presencia embarazosa de los viejos poderes feudales y señoriales. La afirmación de los derechos naturales individuales y de la soberanía nacional no son realidades completamente opuestas en la Declaración de derechos. Al contrario, ambas se toman como hijas del mismo proceso histórico, que al mismo tiempo que libera al individuo de las antiguas ligaduras del señor-juez o del señor-recaudador, libera también al ejercicio del poder público en nombre de la nación de las nefastas influencias en sentido disgregante y particularista de os poderes feudales y señoriales. La concentración de imperium en el legislador intérprete de la voluntad general aparece, en primer lugar, como máxima garantía de que nadie podrá ejercer poder y coacción sobre los individuos sino en nombre de la ley general y abstracta. Pero, mirándolo bien, esta alianza entre las razones del individualismo y las razones del estatalismo -entendido aquí genéricamente, en relación al proceso histórico de concentración de imperium: en el curso de la explicación precisaremos qué se entiende por estatalismo en la revolución-, entre la primacía de los derechos individuales y la primacía de la soberanía de la nación y de sus legisladores, es posible o necesaria en la revolución francesa porque precisamente ella ha de combatir el pasado y, más específicamente, un pasado de antiguo régimen en el que la estructura en sentido estamental de la sociedad, de los derechos y de los poderes impedía, al mismo tiempo y en la misma medida, la afirmación de los derechos individuales y de un poder público claramente unitario. Por este motivo en la Declaración de derechos la palabra «ley» -presente nueve veces y en lugares decisivos- contiehe inseparablemente 'unto al significado de límite al ejercicio de las libertades, e 'sumlSl0n, e garantta e que os In iVI uos a no odrán ser liga os or nm una orma autorida que no sea 1 e isla or Intérprete legItImo e a voluntad genera. La misma ley, y por e o
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la autoridad pública, al mismo tiempo que limita el ejercicio de la libertad de cada uno, hace posible las libertades de todos como individuos frente a las antiguas discriminaciones de estamento. Leamos .libora con este fin el artículo 5: «Todo lo que no está prohibido por -, ley no puede ser impedido, y nadie puede ser obligado a hacer lo e ella no ordena». Atribuye a la ley el formidable poder de prOhi-1 Hir, de impedir, de obligar y de ordenar; pero también, al mismo lfiempo e inseparablemente, presta a los individuos la garantía basilar 'He que ninguno será coaccionado sino en nombre de la misma ley, '~h contra de la antigua realidad de los poderes feudales y señoriales. ~} Contra tal realidad -la del antiguo régimen- se alían indiviil'ualismo y estatalismo, ideologías de los derechos naturales indivi8uales y de la soberanía de la nación y de sus legisladores. Por ello la tCtiltura de la libertad de los derechos de la revolución francesa no f>ue e ser e tipo historicista. Para os constituyentes ranceses, en ~ueI1os momentos hIstóricos, confiar las libertades y los derechos a la historia habría significado consentir que las prácticas sociales e iiIstitucionales del antiguo régimen continuasen ejerciendo su influencia tras la revolución; y, por ello, todo el proyecto revolucionario se construye a través de la contraposición radical al pasado del íI1ñtiguo régimen, en la lucha contra la doble dimensión del privile'~o y del particularismo y, por lo tanto, a favor de los nuevos valores 'chnstitucionales: fundamentalmente, los derechos naturales indivi:~uales y la soberanía de la nación. '. Hay, además, otro buen motivo para rechazar la visión historitista. Como sabemos, quien sostiene el modelo historicista Piensu generalmente --como hemos visto en el capítulo precedente- que ¡.•.~.,.a: mejor forma de gobierno es la solución británica de gobierno equi. librado o moderado que une en sí los factores constitucionales y las ,~erzas sociales para evitar atropellos unilaterales y, por ello, para proteger al máximo posible los derechos históricamente adquiridos :por cada uno. Ahora bien, tal filosofía de los poderes públicos y su consecuente organización no era en absoluto posible en la situación :francesa de 1789, por una serie de motivos sobre los cuales convie'tite aquí detenerse. 11;\ En primer lugar, hubiera sido necesario -para construir una forlba de gobierno y de Estado correspondiente a los principios del gobierno equilibrado a la inglesa- que los constituyentes franceses pudieran concebir su traba' o obra de re arma de la m na." uía ~e.n sen t constttuCtona sobre la estela de la Glorious Revolution ln esa e SI o anterior. ero precisamente esto era imposible en quellas circunstancIas históricas (FURET, 1988 y 1989; VIOLA, 1989; 'AKER, 1988). En efecto, apenas se pasó de la proclamación de los principios de la Declaración de derechos de 1789 a la organización ¡de los poderes, con la Constitución de 1791 se acordó rápidamente
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que la monarquía no podía constituir, como en el modelo británico del King in Parliament, el primer elemento del parlamento, franqueada por los Lords y por los Commons y junto a ellos expresión del gobierno equilibrado o moderado. En concreto, los constituyentes franceses rechazaron resueltamente la hipótesis de un veto absoluto del monarca sobre los actos de la asamblea legislativa, ya que el carácter absoluto del veto hacía que la voluntad del monarca se convirtiera en necesaria, al igual que la de la asamblea, para producir la máxima fuente de derecho, la ley, reproduciendo así la lógica británica -a rechazar- del King in Parliament. En lugar del veto absoluto se eligió, como solución de compromiso, un veto suspensivo que el monarca era llamado a ejercer desde fuera de la asamblea, como jefe de un poder ejecutivo a su vez fuertemente debilitado por la Constitución de 1791, privado casi del todo de poderes normativos autónomos, encaminado a la ejecución, lo más mecánicamente posible, de la ley querida por la asamblea. En segundo lugar, los constituyentes franceses no tenían la posibilidad de introducir en su modelo constitucional el segundo elemento de la solución británica del gobierno equilibrado y moderado: el elemento aristocrático. En efecto, la rev ución francesa descarta ráeCIr n pidamente la hipótesis del bicameralismo histórico blCa era ismo ue tIene su origen en a necesidad de e uilibrar en sí e e emento ~crático y e emocr tICO, 1 erenClando oportunañ1eíñe en este sentido las modalidades de acceso a ambas cámaras, como sucedía en el caso de los Commans y de los Losds: No podía ser de otro modo en una revolución que se alimenta de la oposición histórica al pasado del antiguo régimen, es decir, de la lucha radical -como hemos visto arriba- contra el privilegio y el particularismo. Resumiendo, se puede decir que la aproximación historicista a la problemática de los derechos y libertades era imposible en la revolución francesa también por el hecho de que ésta no podía o no quería construir una organización de poderes que correspondiese al ideal británico, orientado de manera historicista, del gobierno equilibrado 'O moderado. En vez de esta última solución -más atenta a compensar y mediar en la dimensión horizontal los intereses y las fuerzas agentes de la sociedad, equilibrando los unos a las otras dentro de la forma de gobierno- la revolución impone una dimensión vertical, que se manifiesta en la relación, precisamente vertical, entre la unidad de la nación o del pueblo y la expresión institucional de tal unigad en las asambleas legislativas. Se abren así, respecto al tradicional modelo británico, problemas nuevos e inéditos: desde la relación entre poderes constituyentes y poderes constituidos, hasta las cuestión de los modos de ejercicio, directos o mediados por la representación, de la soberanía de la nación o del pueblo. De estos últimos aspectos nos ocuparemos a continuación. Basta-
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rá por ahora recordar aquí la oposición -que ya vimos en el capítulo precedente- entre la lógiéa británica del gobierno e uilibrado y la fr...ancesa de la asam ea const¡tu ente e oder con' ente. La ,primera estima que tiene que en rentarse exclusivamente -según los términos utilizados en el capítulo precedente- con la sociedad civil rJ,e los individuos titulares de derechos según el clásico esquema de J{fJerty and property, y piensa entonces que el primer problema del gobierno es el de equilibrar los intereses y las voluntades de los particulares, La segunda -la francesa- estima que tiene ue enfrentarse también con la sociedad de los individuos po ¡ticamente ac tuos, es deCir, con una SOCIe a que aparece esta vez de orma unitaria y lhificiál como pueblo o nación, soberanamente titular del poder constituyente, y piensa e o ces que el . er oblema del gobierno no es e uilibrar, sino más bien ex resar y re resentar so eranía ~~o o l1ación. es e esta perspectiva, equi 1 rar puede querer crecir -aigüíTi'eñtó éste que tuvo gran difusión entre los constituyen. tes franceses- reintroducir voluntades particulares que, en cuanto tales, estorban y ofuscan la expresión unitaria de la voluntad soberana del pueblo o nación. '.. Para concluir esta parte, se puede decir, a manera de síntesis, que fa gran novedad llevada a cabo por la revolución francesa -novedad desde luego perturbadora o escandalosa para algunos ligados al moi CIelo británico tradicional- fue la de hacer aparecer de imprOViSO] _ '"sobre la escena, en su autonomía una sociedad civil uni icada en la (@ .i?ers ectiva va ,. con i u e como ueblo o nación. . Ciertamente, en la Declaración de derechos de 1789 está tam:qién presente la sociedad civil de individuos que reclaman del poder público en primer lugar seguridad y autonomía para la propia persoqa y para los propios bienes. Así, la idea de la preestatalidad de los ~ derechos naturales individuales, claramente contenida en los dos pri: meros artículos de la Declaración, está en función de esta exigencia. También los artículos cuarto y quinto, ya recordados, en lo que se : refiere a la conocida presunción general de libertad, o a una cierta · orientación de garantía frente a un Estado que quiera limitar en deiIlasía las libertades de los individuos. Sin olvidar después el último Ji-tículo, el diecisiete, que proclama la propiedad como «derecho el dieciséis, quizás el más conocido, que · ~iíviolable y sagrado». individualiza precisamente en la «garantía de los derechos» el núcleo ·esencial de un régimen constitucional no despótico. 0, finalmente, \9S artículos siete, ocho y nueve, que afirman los clásicos principios r~berales: la tipicidad de los delitos, la prohibición de analogía en materia penal, la irretroactividad de la ley penal y la presunción de i;nocencia. Principios todos que se conectan evidentemente con la presunción general de libertad del artículo quinto, especificándola
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sobre un terreno, como el penal y el del proceso penal, particular mente delicado y relevante para la tutela de la libertad personal. No hay duda, por lo tanto, de que en la Declaración de derechos está presente esta dimensión garantizadora de la autonomía del po der, esta atención al binomio británico liberty and property: Pero el hecho de que la cultura de los derechos y libertades de la revolución francesa no pueda ser, por todos los motivos que hemos dicho, de tipo historicista, no puede dejar de tener influencia. En fin, la adop ción del esquema individualista y contractualista trae a colación, como ya en parte hemos dicho, dos factores nuevos que conviene ahora reformular. El primero es ciertamente el1actor legicentrista (GAUCHET, 1988 y 1989; ]AUME, 1989; RIALS, 1988), bien presente -como hemos visto en este mismo capítulo- en la misma Declaración de derechos, fBrevemente, ellegicentrismo es el punto sobre el cual la revolución I!nedia entre individualismo y estatalismo. En efecto, para los revolu cionarios franceses y para la misma Declaración de derechos, la leyes. ~ _y distinto-- ~ un instrumento técnico Bara garantizar me'or los d echos y libertades ue seen. La le es más bien un valor en sí no un mero instrume to, por r s a su autoridad se hacen posi es os erechos y as libertades de todos: con su ausencia, a an o un e ' a or irm y au onza o, se caería en el detestado pasado de la sociedad de los privilegios del antiguo régimen. Por lo tanto, con el legicentrismo se produce una llamativa co rrección del modelo individualista en sentido estatalista. A la ima,.gen de la preestatalidad de los derechos, que en teoría imponen al Estado ya su ley <íeEeres exclusivos de buena tutela y conservación de lo que a él preexiste, se suma se sobrepone la imagen, igualmente fuerte, de los derechos e to os ue eXisten s6 o en e momento en e ue la misma e os hace osi s ncreto, a irrnan o os como ere chos de los individuos en cuanto tales, contra las viejas lógicas de estamento. Las dos imágenes conviven en la revolución francesa y se expresan juntas en el gran mito del legislador que encarna la volun tad general, que habla la lengua nueva de la generalidad y de la abs tracción. A su máxima autoridad corresponde la máxima garantía de que ningún hombre podrá ser limitado en sus derechos por otro hom bre si no es sobre la base de la ley, ahora única autoridad legítima. Así, sobre la base de la opción legicentrista, la cultura revolucio naria de los derechos y libertades no podrá nunca ser radicalmente individualista ni radicalmente estatalista. Ninguno de los dos extre mos es posible en la revolución francesa. Contra el primero será siem re posible recordar que la ley general y abstracta es la primera condi ción necesaria de existencia de los derechos y libertades en sentido individualista; contra el segundo será siempre posible releer el artícu
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REVOLUCIONES Y DOCTRINAS DE
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LIBERTADES
- segundo de la Declaración de derechos: «El fin de toda asociaciónl olítica es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles el hombre», es decir, algo que en cuanto tal preexiste a la voluntad olítica del Estado y a su ley. ! En fin, no existe duda de que la opción legicentrista separa clara ente la cultura de la revolución de la cultura historicista, a la inglesa,
e los derechos y libertades, ya que atribuye alle&islad,ot: -en cuanto
'térprete de la voluntad general y en cuanto instrumento, él mismo,
e la destrucción de la sociedad del antiguo régimen- un lugar cen
:al en materia de derechos y libertades individuales que la cultura
lesa generalmen~ reconocía y rec~, por motivos histófr o-teóricos que son conocidos por lo dicho en el primer capítulo.
, Pero, como íbamos diciendo, dos son los factores nuevos que la
:¡ievolución trae a colación respecto al tradicional modelo consriru
-.pional británico. Junto al factor legicentrista encontramos ~l factor \ ¡;bnstituyente, que va unido -como hemos visto en el primer capítu- l) .JO=- al modelo individualista, en concreto en lo que se refiere al 'aspecto contractualista. ~ ; ""-En un contractualismo rigurosamente individualista el Estado no _,~s otra cosa que lo que sirve para tutelar mejor los derechos y liberta des de los individuos que a él preexisten. Es más, el Estado existe . esencialmente o me'or exclusivamente, or ue existe la necesidad { de tutelar mejor los erec os y las l ertades, n e on o e ta con . lrepCI6n está la idea de que el contrato social no es más que un con trato (contract) de ase uración mutua individuos titularescre ¿cree os poseedores de bienes, quizás acentuándo e e pues este último as ec o ro ietano en a van nte -ya recordada antes-.-rl privattsmo económico. ;--Hagaiñós ahora esta sencilla pregunta. ms este tipo de contrae tualismo el que encontramos en la revolución francesa y en la Decla - ración de derechos? ¿El poder constituyente de la revolución está contenido por completo en los límites del pacto de garantía entre los individuos? La respuesta es claramente negativa. La nación de los revolucio
narios franceses es algo bien distinto de una simple sociedad civil de
individuos titulares de derechos naturales que sólo piden mayor tute la, mayor seguridad, liberty and property, La nación ejercita el poder
constituyente sobre todo cuando decide (vuole) todo un nuevo orden
social y político que sustituye al viejo. Ella no se limita a crear, con labor constituyente, condiciones más ciertas y seguras para el ejerci tJ) cio de los derechos naturales individuales, sino que además se confi
gura como realidad cumplidamente política que en cuanto tal indica
las metas a alcanzar, vincula a los ciudadanos, individualiza a los ene
migos a combatir y aislar.
En este sentido, la nación o pueblo de la revolución francesa es
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desde los comienzos un concepto político de carácter claramente combativo OAUME, 1989). En efecto, la unidad de la nación o pueblo se construye desde los primeros meses, desde 1789, sobre todo en oposición y polémica frente a un enemigo que es, en una palabra, el estamento de los privilegiados. Después, durante la fase jacobina, la categoría de los enemigos del pueblo se dilatará desmesuradamente, y se abrirá así la fase del Terror, de los Tribunales políticos revolu cionarios, de la justicia sumaria. Pero, mirándolo bien, las raíces de todo esto estaban ya presentes en 1789. Apenas comenzó la revolu-i ción, el primer problema fue defenderla de sus enemigos, de la cons- l piración de los aristócratas y, en general, de las facciones enemigas \ ! de la unidad dinámica y progresiva del pueblo y de la nación. Este hecho se debe tener en cuenta siempre que se hable del contractualismo de la revolución y en particular de la presencia de un poder constituyente de la nación o del pueblo, entendido como poder originario y soberano de los ciudadanos políticamente acti vos de decidir sobre la suerte futura del modelo político-constitu cional. Es este mismo hecho -el carácter político-combativo pro pio del concepto de nación o pueblo de la revolución francesa- el que impide a la revolución misma permanecer dentro de los límites más tradicionales de la fundación (jondazione) de la autoridad pú blica para garantizar mejor -como finalidad exclusiva o prevalen te-los derechos y libertades ya existentes en el estado de naturale za. La revolución no puede estar contenida en las fronteras del usnaturalismo lockiano, del binomio británico liberty and property, porque tiene un royecto para el futuro ue debe realizar desde el p~er constituyente de~e o o nación. ~~§~ rá ser sólo instrumento deconservaCiOn de los ~a de~san a eXIstentes autónomamente, como ocurre en etliias tra IClOnal esquema iusnatura ista e tipo británico. Dere chos y libertades deben, por el contrario, ser afirmados y construi dos activamente por parte de la revolución misma contra sus ene migos, sobre el plano prescriptivo, como esperanza de un futuro mejor y más justo. Esto nos conduce al segundo momento de decisiva diferencia entre la revolución francesa y el modelo tradicional británico. Para diferenciar la primera del segundo no sólo tenemos la presencia de un legislador que debe ser fuerte y con autoridad también en materia de derechos y libertades -la ideología dellegicentrismo de la que tratábamos antes-, sino también la presencia de un poder constitu yente del pueblo o nación, dinámicamente proyectado en sentido prescriptivo sobre el futuro, que puede ser formidable instrumento de legitimación, desde abajo, del mismo legislador, pero ~ puede_ tender también a amenazar o a destruir del todo su autoridad y que "-----~~---~--~-----'-~
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LIBERTADES
crea el problema, nuevo e inédito, de la relación entre poder constitu
~oi1er ttslativo constituido.
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- De este prolema debemos ocuparnos ahora, ya que si con el legicentrismo se podía pensar haber encontrado un razonable equi librio entre la libertad como autonomía y las necesarias formas de disciplina del ejercicio de las libertades civiles, las «negativas», más difícil parece, en materia de libertades políticas, las «positivas», en contrar un momento satisfactorio de conciliación entre la necesidad de estabilidad de continuidad de los poderes públicos constituidos y a continua necesi ad revolucionaria de legitimarse recurriendo a la imagen y a la práctica de la soberanía originaria de la nación o pueblo, agente e~sentido radicalmente constituyente. - Para explicar todo esto, es necesario partIr de la Declaración de derechos de 1789, que establecía en su artículo 6: «La Leyes la ex presión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen dere cho a participar personalmente o a través de sus representantes, en su formación». Aquí, los constituyentes quisieron deliberadamente dejar abierta, es decir, sin resolver, la alternativa entre democracia s., directa -«personalmente»- y democracia representativa -«a través de sus representantes-e--. Esto sucedió porque no se encontró un pun to medio satisfactorio entre la necesidad de expresar directamente la voz del poder constituyente, del pueblo o nación -la democracia directa- y la necesidad, igualmente fuerte, de dar estabilidad, conti nuidad y seguridad a los nuevos poderes constituidos posrevolucio naríos -la democracia representativa (GAUCHET, 1988 y 1989). La falta de tal punto de equilibrio, de un arreglo satisfactorio en las relaciones entre autoridad del poder constituyente y autoridad de los poderes constituidos, tendrá consecuencias de incalculable al cance en la revolución francesa. Antes de explicar cuáles son estas consecuencias, es necesario explicar por qué la revolución falló en este deber de dar fuerza y autoridad, al mismo tiempo, al poder cons tituyente y a los poderes constituidos. Para cumplir este deber, la revolución necesitaba tener una vi sión menos dramática de la. alternativa entre democracia directa y democracia representativa. Lo que no pudo ser en las circunstancias históricas concretas en las que se desarrolló la revolución. En efecto, por una parte, la revolución es t 1 porque rechaza la dimensión institucional de la re esentacion, ya que a rma e ere ~ e o n mano e ue o o naClOn e autorrepresentarse, évitando así la ló ica tradicional e antl uo regImen ue quería que e reino uese tal, es ecir, enti a po ítica unitaria, sólo a raves e a repre s'éntaci6n que de él hacía, en sentido unitario, el monarca. En estel- sentido, aceptar la democracia representativa significaba nada menos ,:!) que traicionar la revolución -fue esto, obviamente, el caballo de batalla de los jacobinos en su fase de oposición a la Constitución de
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1791-, ya que suponía volver atrás, a una situación social e institu cional en la que el cuerpo constituyente soberano existía sólo a través de la representación que de él hacía una autoridad pública constitui da, aunque ahora se trataba del legislador más o menos democrática mente elegido, y nOJ~ del Ill0J:1arca. Por otra parte, es también verdadero lo contrario. En la revolu ción existe una doctrina que rechaza radicalmente las instituciones de la democracia representativa; pero'también existe lo contrario, es decir, una doctrina que exalta sin medida las virtudes de esta última, terminando por dejar en un segundo plano, hasta caSi ~l 1ñlsmo póCler constltuyente de los éiliOaCtanos. Este segundo fIlón de pensamiento nace porque la revolución nos quiere separar de otro aspecto cualificado de la práctica política del antiguo régimen: el mandato imperativo. La negación radical de esta práctica -que está, como es sabido, en los orígenes mismos de la Asamblea Nacional Constituyente francesa- consistente esencial mente en el poder dé instruir minuciosamente y de revocar a los propios representantes por parte de las comunidades territoriales y rofesionales que representaban, lleva a la revolución directamente acia la exaltación de la democracia representativa, entendida como forma de organización política en la que los elegidos son finalmente capaces, en cuanto tales, de representar la entera nación o pueblo, por encima y más allá de las antiguas fragmentaciones corporativas, estamentales y territoriales, libres de todo vínculo de mandato. Inevitablemente, de todo esto surge una concreta actitud frente a la hipótesis de la democracia directa: ésta aparece, en aquellas cir cunstancias históricas, como el nuevo enemigo de la moderna demo cracia representativa que tiende a destruir, como el mandato impera tivo del antiguo régimen, toda capacidad de representación unitaria del pueblo o de la nación. En efecto, cuando la nación tiende a obrar directamente cae inevitablemente en la tram a 1 articularismo de la fragmenta ión en accIOnesy en secciones. Sólo el mecanis o la representación, su iman o mediando a máximo nivel los intere ~~~.~ crear una representación unitaria del cuerpo pohtlco. -----r:arevolución permanece entonces prisionera de una dramática alternativa. Po~ hacer la revolució si nifica liberarse de la tradición del rtnci io monár, uic0l..es decir, de una tradición orien ta _~ e1!.!.~_~o...~~e9-u~íaqúe~ese de manera unitaria, como nación, só o a través e a representación queoeerñáCla1apersona del monarca. En este primer sentido, hacer la revolución significa evitar que se forme, con la figura del legislador elegido más o menos democráticamente, un nuevo soberano que, como el monarca, pretenda ser el prius, el primer presupuesto de toda la dinámica política sin el cual ni siquiera se puede hablar de un
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contractualismo revolucionario, precisamente por ser radicalmente hostl a to a arma de institucionalización de los poderes públicos constituidos, a5aba inexorablemente por convetl.irs~ --como enseguida veremos- eE voluntarismo políticQ, que subordina todo el edificio político y la misma constitución a la voluntadd:irecta del pueblo soberano, como tal capaz de cambiar en caJa momento las reglas del juego. Y, por el contrario, la doctrina de la ~ representativa, precisamente por oposición a todo esto, tíende a asumlr --como dentro de poco veremos- acentos uertemente estatalistas hasta incorporar la so beranía ori .naria de la nación o pue o a as .sla or de los oderes ConStltUl os en genera. - Entonces, resumiendo y retomando nuestra pro em as libertades, se puede decir que en la revolución francesa están presentes dos v~s, o mejor opuestas, de las libertades poltticas, faS;positivas». En la primera versión, el ejercicio de estas liberta~ des-del mismo derec o e voto ca ra slgmfca amente en el AJ text e la llama a ClU nt ncttua, e a presenc'a continua y estable del pueblo soberano, orgarnz o en las asambleas primarias de base. Baste aquí pensar en la Constitución jacobina de 1793, en la que todos los órganos del Estado y todas las funciones públicas deben ser reconducidos al poder soberano originario del pueblo y de sus asambleas primarias. Pero lo más importante es que la misma constitución es siempre e ilimitadamente mutable por parte del12ueb1Osóberano, según la célebre formulación (lel artículo 28 de la Declaración de derechos de 1793: «Un pueblo tiene siempre el derecho de revisar, reformar y cambiar su Constitución». Por lo tanto, en la lógica radical-democrática 'acobina la voluntad s~~loevt1acónsmume, en e ~ ucecons~ , en el sentido de que no quiere y no puede producir instituciones políticas estables. La constitución es asf simplemente lo que el pueblo soberano quiere que sea, de manera elástica, en función de las exigencias políticas del momento, de la lucha que el pueblo está llamado a combatir contra sus enemigos. Este es precisamente el uoluntarismo político en el que termina por caer el contractualismo de tipo radical-democrático de la revolución francesa. Por otra parte, precisamente en oposición a esta tendencia, la ~ revolución roduce también una concepción uertemente estatalista "2/ de las 1 erta es políticas, las «positivas», con la finali<;illd de terminar, de estaolhzar, la revolución misma. En esta segunda concepciÓn, que ~rante los primeros trabajos de la Constituyente, y que reaparecerá con fuerza después de la caída del partido jacobino, los ciudadanos no están todos llamados a movilizarse, a estar continuamente presentes como sujetos políticamente activos. Ellos deben ser sólo respetuosos con la ley y no necesariamente virtuosos (JAUME,~ 1989), no neéésariamente dispuestos, p~la cosa pública, a
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crificar sus propios intereses personales. Mejor dicho, lo que la institución y los poderes públicos deben garantizar a los cruda~ )S es el espaCIO suficiente para ue puedan ocuparse de su esfera nva a, e os negocios, e comercio, e a arru la, e los a ectos.~ ar, de la olítica, de la cosa pública, se ocu a ahora una clase : ecial, la c ase o Itlca emocránca e resu ta del rocedimlento !éctor . :.: Así, la más conocida entre las libertades políticas, el derecho del oto, asume un significado nuevo y completamente distinto. Este erecho no se encuadra ya en la filosofía jacobina de la ciudadanía etiva, no presupone ya la presencia de un pueblo de ciudadanos líticamente activos, físicamente presentes de manera estable y connua; al contrario, el e'ercicio del derecho del voto ermite a los ':fhismos ciudadanos delegar e e'ercicio de as unciones úblicas a la .t 'ase po mea. Tan pronto como esto sucede, e pue o eja de existir cómo sujeto de la soberanía política y, en su lugar, aparece el sistema de los poderes constituidos guiado por los representantes elegidos. ¡¡J1, Así como el radicalismo democrático jacobino está sobre todo obsesionado con el peligro de traicionar a la revolución -institucio'I).alizando los poderes públicos autónornamente frente al pueblo soberanD-, aquí, al contrario, en esta segunda concepción, la necesi.dad rinci al es acabar la revolución, a1e'ando lo más ~ a posi ili ~emocracia direc.!~, Irán o o len, en una demotilracia representativa -así enten3ida- se está dentro del horizonte estatalista, que quiere -como sabemos por el primer capítulo- que el pueblo o nación exista sólo a través del mecanismo de la represen;taci6n polftica y no ya autónomamente. Brevemente, lo que mantiene unido al pueblo, lo que le hace parecer y ser realidad política ' unitaria, no es ya la virtud de los jacobinos, la incesante necesidad de sentirse parte de una comunidad políticamente activa de manera directa, sino el hecho de que todos se reconocen representados por la .autoridad de un legislador democráticamente elegido. Se es ciudada-7 no francés esencialmente porque existe un parlamento francés que 'representa al pueblo francés. "(' Resumiendo, se puede decir que la cultura revolucionaria de las libertades políticas, las «positivas», oscila entre los dos extremos del uoluntarismo y del estatalismo: o el ueblo soberano existe siem re, amenazando continuamente la estabilidad de os po eres constitui. dos, o no existe ya autónomamente, sino sólo a través de la invención 'y 'de fa práctica de una representación política concebida desde un punto de vista estatalista, que lo absorbe por completo. Sobre esta base, creemos que es posible llegar a algunas conclusiones -aunque sean parciales y provisionales- en esta parte de nuestro trabajo dedicada a la revolución francesa. Quien se ha ocupado de la revolución desde nuestra óptica, atendiendo a la cultura
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de los derechos y libertades que ha sido capaz de producir y que nos ha dejado en herencia, parte generalmente del artículo 16 de la Declaración de derechos, que afirma ---como ya sabemos- que no puede existir una sociedad y una ordenación del poder de tipo constitucional sin la garantía de los derechos. No obstante, después del recorrido realizado en estas páginas, podemos afirmar que precisamente aquí, en la garantía de los derechos, está el punto débil y más problemático de la revolución. Dedicaremos las próximas páginas a demostrar este asunto. Sin duda, la Declaración de derechos contiene principios -ya señalados- de clara impronta liberal-garantizadora, los cuales han dejado una honda huella en nuestros sistemas políticos. Baste recordar, con este propósito, los artículos 7, 8 y 9 que enuncian, en su conjunto, los principios fundamentales de todos los códigos penales y de procedimiento penal propios de los sistemas políticos modernos y contemporáneos orientados en sentido garantizador y liberal democrático:/ No es cosa de poca monta. Sin embargo, mirándolo bien, todas ~ las garantías ofrecidas por la Declaración de derechos convergen soV bre un solo punto, sobre la supremacía, en materia de derechos y libertades, de la ley general y abstracta. También en lo relativo a los artículos antes citados, équé es, en el fondo, la garantía contra el arresto arbitrario contenida en el artículo 7 sino la garantía de poder ser detenido sólo en en los casos previstos y taxativamente prescritos en la ley? En la Declaración de derechos y, en general, en la revolución t~ remite~ y a la autoridad del legislador,; Por lo demás, ya hemos indicado esta característica de la revolUCión cuando discutíamos sobre ellegicentrismo. Todas las ideologías que sustentan la revolución llegan a esta conclusión: la convicción de ue la le eneral y abstracta -más que la jurisprudencia, como en el caso británico-eser-ulsttumento más idóneo ara la arantía de los derechos. Se es li re porque se está go ernado de manera no 'arbitraria, porque en materia de derechos y libertades no vale ya la voluntad de un hombre contra la de otro, porque son abolidas las dominaciones de carácter personal, porque sólo la ley puede disponer de nosotros mismos. Sin embargo, una vez llegados a este punto --que es, en el fondo, el conocidísimo de la certeza del derecho-, la cuestión de la garantía de los derechos no se cierra totalmente. Se abre más bien la formidable problemática del vínculo que es posible imponer, con finalidad de garantía, a un legislador tan poderoso y con tanta autoridad como el presentado por la revolución francesa. ¿Cómo defenderse contra la hipótesis de ue recisamente el le islador se convierta en e peor eneml o e los derechos y I erta es? s más, éen que me I a os constituyentes ranceses se p antearon este mismo
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problema? mn qué medida fueron sensibles a la hipótesis del posible arbitrio del legislador? Responder a estas preguntas significa intentar un balance, total y conclusivo, de la cultura revolucionaria de los derechos y libertades. Se trata de una cultura ---como ya hemos dicho- orientada profundamente en sentido individualista y contractualista, pero que tiende también a mezclarse, en puntos decisivos, con un enfoque de la problemática de los derechos y libertades de claro carácter estatalista. Tal entrelazamiento se verifica tanto en el ámbito de las libertades civiles como en el de las libertades políticas. En el primer caso la revolución parte de la afirmación, con los dos primeros artículos de la Declaración de derechos, de la preestatalidad de los derechos individuales en cuanto derechos naturales. Pero termina después pensando esos mismos derechos en clave legicéntrica, es decir, esencialmente a través de la figura de un legislador fuerte y con autoridad, que no se limita a reconocer una realidad preexistente ---como proponía el esquema iusnaturalista tradicional- sino que más bien es condición necesaria para la existencia de los derechos en sentido individual, difícilmente pensables, en este sentido, prescindiendo de la autoridad pública y antes de ella. En el segundo caso, el de las libertades olíticas, las« ositivas», la revo ución parte -para e amente- e a afirmación de a supremacía de la rioridad del cuerpo soberano constltu ente denomina o pueb o o nación; pero aca a QQE.Jemer sin medida esta.J.11
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próximo capítulo- dentro de un contexto político-constitucional que ya no podrá prescindir totalmente del modelo estatalista o que, mejor dicho, casi lo empujará a ser dominante. Esto se realiza frente a las imágenes revolucionarias -individualistas y contractualistas- de la preestatalidad de los derechos individuales y del poder constituyente de los ciudadanos, pero en continuidad con la revolución misma, en cuanto mira a la fundación de un poder público fuerte, entendido como condición necesaria para la existencia de los mismos derechos individuales y de la unidad política de la nación o pueblo, en sintonía con las doctrinas revolucionarias dellegicentrismo y de la representación política estatalista que ya hemos visto. T oda esto sirve como premisa a la cuestión antes indicada de la garantía de los derechos, que ---como veremos- está fuertemente condicionada por un contexto, como el de la revolución y los sistemas políticos que de ella brotan, que prevé la necesaria presencia de un elemento cultural e institucional de carácter claramente estatalista. Como es sabido, en el modelo tradicional británico -orientado en sentido historicista-la garantía de los derechos se resuelve con la prioridad del poder 'udiciaTSObre el obiemo sobre el poder legisla~ El primero, que por su natura eza parte de la práctica consuetudinaria, tutela los derechos afirmados por la experiencia contra las pretensiones de monopolio de los gobernantes y de los legisladores. En la revolución francesa este esquema no era posible por una serie de motivos que ya hemos analizado, y que separan decididamente la experiencia revolucionaria francesa de una cultura de los derechos y libertades de impronta historicista. En concreto, la revolución no puede ni quiere conceder un papel garantizador importante a los jueces, porque parte de la experiencia histórica del Estado absoluto que la condena a ver a los jueces o como funcionarios del Estado, o como enemigos de la unidad política de la nación en el caso de que éstos, como herederos de privilegios aristocráticos, hubiesen querido independizarse de la voluntad política soberana hasta el punto de poderla contestar eficazmente. En una situación de este género no se reconocía la raíz del gobierno limitado, a la inglesa, sino la existencia de un peligro concreto para la unidad y la soberanía de la nación y de sus representantes. Una vez rechazada la solución británica, la revolución intentó fundamentar (cercó di fondare) de otro modo la prioridad de los derechos y libertades sobre el poder público soberano. Obligada a renunciar a la historia y a la función activa del poder judicial en sentido de garantía buscará refugio y consuelo en la afirmación revolucionaria de la preestatalidad, en sentido iusnaturalista, de los derechos y libertades. De aquí, de esta necesidad, nacen los dos primeros artículos de la Declaración de derechos de 1789. Sin embargo, de este modo no se llegó en absoluto a cerrar la cuestión de la garantía
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de los derechos; de forma que debemos volver a la pregunta que antes hemos enunciado: écómo y por qué el legislador y el conjunto de los poderes constituidos deben sentirse vinculados a los derechos naturales individuales? La respuesta de la revolución es, a este propósito, tremendamenderechos indiv~duales 11 f1 te simple: elle islador no. uede lesion or ue es necesarIamente usto' es talar ue encarna en SI a vo- 8/ untad eneral de uebl . , Se explica así que la Declaración e erechos agote el sistema de garantías en el envío obligado a la ley. De esta manera se vuelve a una situación que se piensa necesariamente no arbitraria, necesariamente iusta. El problema principal ya no es ITñutar el arbitrio de11egislador, como en el modelo británico, sino afirmar su autoridad como dominio de la voluntad general sobre el espíritu de facción. Cuanto más fuerte es el legislador me'or refle'a la voluntad eneral ecue . más se ' . des ):..derech<2S. En la revolución no existe entonces ningún intento serio de contraponer el derecho natural de las libertades al derecho positivo dado por la ley del Estado, individualizando en el primero un verdadero límite externo a la autoridad del segundo del cual partir para construir un sistema de garantías. El objetivo verdadero de la reVOlUCiÓn es otro: construir un legislador virtuoso, necesariamente respetuoso con los derechos de los individuos en cuanto expresión necesaria de la voluntad general. Sobre esta base, el momento específico de las garantías tiende inevitablemente a disolverse y a volver a la cuestión, que se convierte en la primera y más relevante, del ejercicio de las libertades políticas, las «positivas». En otras palabras, los derechos y libertades están~guras si quien obierna uien le isla es de verdad ex resión de la nación o pue o, si su autoridad se ha ido construyen o ver a eramente a partir de las voluntades de los ciudadanos. Aquí está toda la proolemática revoluclOnana de los derechos y libertades, también de las libertades civiles,las «negativas». Simplificando, équé garantía para la libertad personal ofrece el artículo 7 de la Declaración de derechos -que ya conocemos y que no hace falta recordar- si después la ley a la que reenvía de manera obligatoria no es realmente fuente de derecho distinta a las otras, expresión verdadera de la voluntad general del pueblo o nación? Por otra parte, es precisamente el aspecto de las libertades políticas' las «positivas», el menos resuelto, el más abierto y problemático en las revolución francesa, como ya sabemos por las páginas precedentes. Caída en la trampa de una fuerte y dramática alternativa entre democracia directa y democracia representativa, la revolución está bi . de mostrar la ima en ací ica un le iSlador virtuoso, que en cuanto encarna de manera indolora la voluntad genera es de
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por sí capaz de ofrecer, en la línea teórica de la revolución, el máximo de certeza y de garantía de los derechos. En realidad, se trata más bien de un legislador demasiado débil, por un lado, porque está incesantemente amenazado por la práctica de la democracia directa; y, por otro, demasiado fuerte, porque está continuamente sometido, por reacción, a la tentación de incorporar en sí, con el mecanismo de la representación política, el poder constituyente del pueblo o nación. En el primer caso, los derechos y libertades, precisamente bajo el perfil de las garantías, pierden estabilidad -garantía y estabilidad están evidente y lógicamente conectadas de manera estrecha- y se convierten en variables del proceso político que --en la línea voluntarista radical que ya conocemos- difícilmente llegará a construir, y fijar en el tiempo, una verdadera y propia constitución de los derechos y libertades; en el segundo caso, la hipótesis legícentrista viene dilatada sin medida por la idea de que la nación o pueblo existen como unidad política solamente a través de sus representantes, en los cuales se deposita una carga notable de autoridad y de soberanía difícilmente delimitable -siempre a efectos de garantizar los derechos y libertades. Por esto es totalmente legítimo afirmar --como ya hemos hecho antes- que el punto débil de la revolución está en la garantía de los derechos. Garantía ue ló ica, cultural e históricamente está ligada al concepto e rt i ez constitucional, e ecir, a a presenCIa e una constItUCIón que sea como t ca az de im onme, para fines de arantia, so re as voluntades normativas e po er po meo, incluida la feY:ta'n exaltada en el curso de la revolución. Ahora bien, es precisamente esta dimensión político-institucional lo que falta en la revolución francesa. La revolución discute largamente sobre constitución, hasta crear la moderna noción prescriptiva de constitución -baste pensar para ello en el artículo 16 de la Declaración de derechos: "Toda sociedad que no asegura la garantía de los derechos, ni determina la separación de los poderes, no tiene constitución»-; pero no puede después, y no quiere, crear una verdadera y propia práctica de rigidez constitucional. Es más, precisamente por este motivo los dos extremos de la revolución, el voluntarismo y el estatalismo, acaban fatal y significativamente por tocarse. Por un lado, es cierto que en la lógica radical y jacobina -pensemos en el artículo 28 de la Declaración de derechos de 1793, que ya hemos tenido ocasión de citar- el pueblo soberano puede cambiar continuamente de constitución, y en cuanto soberano no puede ni debe encontrar en ella un obstáculo demasiado rígido y consistente; por otro, es también cierto que, en la lógica de la representación política orientada por el principio estatalista, la nueva clase política emancipada del mandato imperativo y que encarna la voluntad general no puede ni debe, en la misma medida, encontrar en la
,. constitución un obstáculo demasiado rígido que comprometa su autoridad de representante de la unidad política nacional. Esta tensión continua e irresuelta explica además la aparente paradoja de un constitucionalismo que, en sus textos, elabora complejos y articulados procedimientos de revisión constitucional, puestos evidentemente para la tutela de la misma constitución, sin lograr asegurar su efectividad; y explica igualmente la búsqueda afanosa de un "garante de la constitución» y de un "poder neutro» que se resiste a concretar en soluciones institucionales adecuadas (COLOMBO, 1993;
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1994).
El hecho es que todo el debate revolucionario francés sobre la constitución y sobre la garantía de los derechos está precedido por el debate sobre la soberanía del poder constituyente o de los poderes constituidos, del pueblo soberano o de los legisladores representantes. Para salir de este cuadro de referencia y para situar la cuestión de la garantía de los derechos fuera del decisivo condicionamiento de la cultura estatalista, se debe salir fuera de los confines marcados por la revolución francesa y dirigirse a la otra orilla del Atlántico.
2.
LA REVOLUCIÓN AMERICANA
Cuadro cronológico sumario 1765 22 de marzo: el Parlamento inglés adopta la Stamp Act, que introduce nuevos derechos fiscales en las colonias. 24 de marzo: ley sobre los acuartelamientos militares en las colonias (Quartering Act). 30 de mayo: deliberación de protesta de Virginia sobre la Stamp Act. 19 de octubre: resoluciones de protesta de las colonias reunidas en congreso en Nueva York sobre la Stamp Act. 31 de octubre: pacto de no importación de los comerciantes de Nueva York.
1767 1769
Townshend Acts: el Parlamento impone nuevas tasas sobre numerosos productos importados por las colonias americanas 16 de mayo: deliberaciones de Virginia que revalidan el principio no taxation without representation,
1770 1773
El Parlamento inglés revoca la Townshend Acts (con la excepción del impuesto sobre el té), pero revalida el poder de gravar las colonias. 16 de diciembre: desórdenes en el puerto de Boston (Boston Tea Party).
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1774 14 de octubre: declaraciones y resoluciones del primer congreso continental sobre los derechos de los colonos americanos. 1775 6 de julio: declaración de Filadelfia «sobre las causas y sobre la necesidad de tomar las armas», 1776 15 de mayo: preámbulo y resolución de la convención de Virginia sobre la independencia de las colonias. 4 de julio: declaración de independencia de las colonias americanas de la madre patria. 1781 1 de marzo: aprobación definitiva de los Artículos de Confederación. 1786 21 de enero: resolución de la asamblea general de Virginia para la adopción de un plan federal para la disciplina del comercio. 14 de septiembre: los delegados de 5 Estados reunidos en Annapolis piden la convocatoria de una convención en Filadelfia para remediar los defectos de la Confederación. 1787 25 de mayo: se reúne en Filadelfia la convención para emendar los artículos confederales. 17 de septiembre: la convención adopta la Constitución de los Estados Unidos de América. 28 de septiembre: la Constitución federal es sometida a la aprobación de los Estados. 1789 8 de junio: Madison, en la Cámara de los representantes, propone las enmiendas a la Constitución destinadas a ser adoptadas como Bill ofRights. 1791 15 de diciembre: entran en vigor las primeras diez enmiendas de la Constitución (Bill ofRights). 1803 Marbury vs. Madison: la Corte Suprema, bajo la presidencia del juez Marshall, crea las premisas para la afirmación del control de constitucionalidad, declarando la primacía de la Constitución sobre los actos legislativos.
Comparar la revolución americana con la francesa significa -como veremos en las próximas páginas- enfrentarse a muchos de los aspectos más cualificados y también más problemáticos del constitucionalismo moderno, particularmente, desde nuestro punto de vista, al de la cultura de los derechos y libertades. Concluimos el análisis de la revolución francesa con la dificultad de garantizar de manera estable y eficaz los derechos y libertades en una cultura señalada de algún modo por el modelo estatalista, que termina por situar en el centro de nuestra discusión la imagen del
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legislador virtuoso, abriendo así las puertas a una soberanía del poder constituyente o de los poderes constituidos, del pueblo o del Estado, difícilmente controlable con fines de garantía. En este contexto, quien parte de una cultura de impronta histori~ cista está obligado a desconfiar de las proclamaciones revolucionarias francesas de los derechos y libertades y a subrayar este punto débil de la revolución francesa. En otras palabras, en esta línea interpretativa se sostiene que cuando la cultura de los derechos y libertades se separa de la tradición británica, de impronta historicista, se acaba forzosa y necesariamente, como demuestra precisamente el caso de la revolución francesa, por exaltar sin medida la soberanía de un poder público --constituyente o constituido- y por debilitar, de esa manera, la garantía de los derechos. Nos encontramos así -en contraposición más o menos radical con la revolución francesa- con la revolución americana, con todo su valor histórico emblemático. A este propósito, se sostiene que el constitucionalismo moderno, entendido como técnica específica (fe 1&!!!!§Q!!. de7l!§r cOñ1íiig@(íjjdlU{aranlta, nace no con las Declaraciones de erec os de la revolución francesa, sino más bien con la Constitución federal americana de 1787 (MAITEUCCI, 1988). La afirmación sorprenderá, seguramente, a quien está habituado a reconocer en la revolución francesa el origen de nuestros sistemas políticos orientados en sentido liberal democrático. El hecho es que en esta opción a favor de la revolución americana ocupa un lugar determinante una cultura de derechos y libertades esencialmente distinta de la afirmada con la revolución francesa. Vuelven aquí en primer plano los modelos que hemos individualizado en el primer capítulo. Si la revolución francesa tiende a combinar, en los términos que ya hemos visto, el modelo individualista con el estatalista, definiéndose por oposición con el pasado de antiguo régimen y excluyendo totalmente la componente historicista, la re-) volución americana, por su parte, tiende a combinar individualiSmO e tS OrtCt exc u en o e sus ro ios orizon s las t os tas estatalistas euro eas de la sobe ía olitica. Y precisamente en esta combinación algunos ven a mejor expresión posible del constitucionalismo moderno en materia de derechos y libertades. Se trata ahora de ver cómo la revolución americana realiza tal combinación, para después analizar la cultura de derechos y libertades que consiguió producir y, por último, preguntarnos -de manera análoga a cuanto ya hemos hecho para la revolución francesa- si las soluciones estadounidenses son verdaderamente las mejores posibles, o si también en el caso de la revolución americana existe un relevante punto débil en materia de derechos y libertades. En la cultura revolucionaria americana de los derechos y libertades historicismo e individualismo están fuertemente interrelaciona-
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dos. Mejor dicho, se podría decir que estamos frente a una cultura que une, de manera inseparable, historicismo e individualismo. Éste es el primer aspecto general que hay que poner de relieve, porque sobre esta base se hace particularmente clara y significativa la diferencia de fondo que existe entre la cultura estadounidense de los derechos y libertades y la europeo-continental, que parte de las Declaraciones de derechos de la revolución francesa. En efecto, en la cultura revolucionaria francesa de los derechos y libertades, historicismo e individualismo son absolutamente incompatibles e irreconciliables. La revolución ----como ya sabemos- no puede fundar los derechos y las libertades en la historia, porque haciéndolo así se encuentra con la realidad del antiguo régimen, es decir, con el orden estamental del derecho, con el mundo de los privilegios, que intenta derribar precisamente en nombre del nuevo orden individualista fundado sobre el sujeto único de derecho. En este sentido, toda la revolución francesa se define en oposición con~ antiguo régimen; y precisamente esta neces,dad de ruptura hace imposible toda doc"trina historicista de los derechos y las libertades. La revolución americana no advirtió esta necesidad or ue, sencillamente, no tenía ningún «antiguo régimen» que derri ar. Ciertamente, también esta revolución tenía que provocar su propia ruptura, que en este caso consistía en la separación definitiva de la madre patria, en la proclamación de la independencia; pero se trataba de algo bien distinto, que no implicaba en absoluto la necesidad de definirse en oposición respecto al pasado, como sucedía en el caso de la revolución francesa. Es más, apenas nos acercamos a la problemática constitucional de la revolución americana, advertimos rápidamente la extraordinaria ambivalencia que estas revoluciones presentan sobre este punto, y ~n particular en lo que atañe precisamente a nuestra materia de los derechos y libertades. En efecto, la necesidad de construir un mundo nuevo y un nuevo sistema político fundado sobre el valor preeminente de los derechos naturales individuales, sobre los Rights, no excluía para nada el hecho de que los protagonistas de esta operación se sintiesen orgullosamente Englishmen, hijos de una tradición histórico-constitucional que había ofrecido aportaciones de primer orden a la causa de los derechos y libertades. Esta puerta abierta a la valoración del asado, en este caso la tradición(Id comm n law es lo que di erenCia e entrada la revolución americana de la francesa. e rata de un ato que debe tenerse siempre presente cuando se leen los textos constitucionales de la revolución americana en materia de derechos y libertades, también los más célebres, como la misma Declaración de Independencia del 4 de julio de 1776 o la Declaración de derechos de Virginia del mismo año. Sería erróneo, para estos mismos textos, detenerse en la letra, individualizando así induda-
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¡:b1esconsonancias, en materia de derechos naturales individuales, con la Declaración francesa de 1789. Es necesario por el contrario proJundizar más, descubriendo las diferencias, debidas precisamente al distinto contexto histórico general en el cual se realizan las dos revoluciones. En concreto, es necesario preguntarse: icontra qué realidad opresiva son afirmados en las dos revoluciones los del' hos individuales? Aquí está precisamente la raíz e a i erencia. No existe duda, en efecto, de que en la revolución francesa aquellos derechos se afirman esencialmente contrael pasado de antiguo régimen" contra todo un sistema político ySOCÍal que se quería destruir porque se le considera'ba como fuente de injusticia y de desórdenes. El mismo estatalismo e la revolución francesa ----como ya sabemos- está en función de .este objetivo, ya que el dominio del legislador o su capacidad de representar la unidad del pueblo o nación son esenciales para construir un sistema político integralmente nuevo, que ha roto ya del todo los azos con el viejo orden estamental; y, precisamente por esto, se manifiesta -en términos institucionales- en el dominio de la ley general y abstracta entre las fuentes del derecho, y en el dominio de la representación política sobre los antiguos vínculos corporativos que se expresaban en la institución del mandato imperativo. Todo esto no sirve para la revolución americana, que no tenía que destruir ningún orden estamental; no tenía que afirmar el dominio de la ley general y abstracta sobre las viejas fuentes del derecho; o tenía que codificar -aspecto nada irrelevante- un moderno deecho privado fundado sobre el sujeto único de derecho contra el iejo derecho común, como sucedía en Europa; no tenía, en fin, que 1\ estruir una práctica precedente de representación de tipo corpora- ~ vo. Así, pues, aunque se admita que los derechos individuales afirados por los textos constitucionales de las dos revoluciones sean s mismos, lo que resulta cierto es que el objetivo polémico contra el ual son proclamados es totalmente distinto; y, en concreto, en la volución americana tal objetivo no viene dado por ningún sistema e antiguo régimen. Este hecho elemental cambia completamente el significado más profundo de los derechos y libertades en las dos revoluciones; así el . rimel' problema que encontramos es descubrir cuál era para los reolucionarios americanos la realidad opresiva y tiránica contra la cual, i n nombre de los derechos individuales, la revolución podía y debía el' llevada a término. Un análisis más puntual de los hechos que condujeron a la Decla.ación de Independencia nos ayuda en esta tarea, y nos ayuda por lo anto a descubrir el rostro del tirano contra quien los revolucionarios mericanos afirman derechos y libertades. De entrada, en la Declaración de Independencia está contenida
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una importante referencia de carácter cronológico, ya que s~a ue la acción tiránica del monarca inglés se ha extendido or es aero de oce anos. e retroce e en el tiempo esde 1776 a 1765, año eri el que rosaeregados de nueve de las trece colonias se reunieron en Nueva York, en el conocido Stamp Act Congress. Se trataba, en aquella ocasión, de impugnar una serie de disposiciones fiscales que la madre patria había impuesto sobre algunos consumos internos de las colonias. Se comprendió rápidamente que el largo tiempo de la dominación colonial no había transcurrido en vano. Lo que en su origen fueron realidades puramente económico-comerciales se habían convertido en realidades político-constitucionales, en el sentido de que la protesta de las colonias tendió rápidamente a situarse en un plano no meramente financiero sino más bien claramente constitucional, que envolvía, a partir de la cuestión fiscal, la problemática de los derechos y libertades de los colonos. De esta manera las resoluciones de muchas asambleas coloniales y del mismo Congreso de Nueva York, como también la petición que éste devolvió al monarca inglés, asumieron inmediatamente tono y carácter constitucional; planteando decididamente la cuestión de la \Ve itim' ad la im osición trI utana de la madre patria sin el con\~entimiento de los e os.v e sus asam eas reoresentativas. Se trataba, en fin, de la vieja fórmula no JExª~iQn _w~eJ!re sentation; fórmula que estaba en cierto sennaoeñlabase del mismo CüñStitUcionalismo británico, que desde siempre deseaba diferenciarse del despotismo de los Estados absolutos de la Europa continental, precisamente, por esta rígida prohibición de libre aprehensión de los bienes de los súbditos, por esta intrans~ente defensa de los bienes y de los atrimonio entendidos como instrumentos de mde endencia y en definitiva de liberta ersonal se ún e célebre momio /ie y an prope1JY. ---¡S;:sí, los colonos vuelven contra la madre patria el antiguo patrimonio de los derechos y libertades, fundado históricamente, que ella misma había creado. Se dirigen respetuosamente al monarca inglés para rogarle que revoque los tributos, para recordarle que también ellos son sus súbditos que, como tales, viven bajo los preceptos de la ancient constitution británica, por ella tutelados en sus derechos, en la posesión garantizada de sus bienes. ¿Qué habrían pensado los súbditos de Londres si el monarca hubiese pretendido recaudar sin el consentimiento de los Commons y de los Lords? ¿No habrían protestado también ellos contra la violación de la constitución? Y épor qué los Eng/ishmen de la otra orilla del Atlántico no deberían sentirse despojados, de igual manera, de sus derechos y de sus propiedades? Mirándolo bien, el acto de protesta de 1765 era también un acto , de fidelidad. Los documentos de que disponemos son en este sentido
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propias, de poder y deber ejercitar los propios derechos -como el consentimiento sobre los impuestos, que ocasionó la controversiapor medio de aquellas asambleas, en una palabra, de no estar representados por el parlamento inglés. Después de haber narrado brevemente los sucesos de la revolución en sus orígenes, ahora se puede responder mejor a la pregunta que hemos planteado: ése puede identificar con cierta seguridad el perfil del tirano contra el cual los revolucionarios americanos afirmaban los derechos y libertades? Vuelve aquí a primer plano la comparación con la revolución rancesa, trazada antes brevemente. Como hemos dicho otras veces, para los constituyentes franceses la tiranía a derrotar era todo un s istema, es decir, el sistema del antiguo régimen. En este sentido, el tirano de la revolución francesa no está constituido por un sujeto político-institucional definido --en hipótesis la monarquía, que en un primer momento los constituyentes querían salvar desvinculándola, en la Constitución de 1791, de la declaración de muerte del antiguo régimen-, sino más bien por una pluralidad intrincada de situaciones de privilegio, jurisdiccionales, fiscales, comerciales, relativas a los oficios públicos, que encuentran su síntesis en el concepto, cada vez más despreciado con el avance de la revolución, de «antiguo régimen». Completamente distinto es el caso de la revolución americana, que no tenía efectivamente que destruir -como ya hemos dichoningún «antiguo régimen». Esto no significa, obviamente, que la misma revolución no produzca también un fuerte movimiento de emancipación social que, en los años inmediatamente siguientes a la Declaración de Independencia, asumirá rasgos y tonos decididamente radicales, en oposición a la corrupción y a las injusticias del precedente régimen colonial. Pero permanece claro que la revolución americana no tiene en las instituciones ni en la sociedad del periodo colonial al tirano que derrotar, su «antiguo régimen» que destruir. Como sabemos por los sucesos ocurridos entre 1765 y 1776, que ya hemos esbozado, la revolución americana, a diferencia de la francesa, parte de la necesidad de o onerse a un le islador que se su one fuera de los con ines e su e ítima ¡uTlsaiccion. Tirano es un preciso y éfinido poder pú co que actúa e manera ilegítima y no todo un sistema, como en el caso de la revolución francesa. Falta añadir que este enfoque, este punto de partida, permanecerá siempre firme -como veremos mejor a continuación- en el curso de la revolución americana, marcando sus sucesivos desarrollos, también cuando se trate de plantear, con las nuevas constituciones estatales y federales, las relaciones de los ciudadanos con los propios legisladores, más o menos democráticamente elegidos. Bajo este perfil, eJ..gran hilo conductor de l~ltura político-constitucional americana será siempre la descon-
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fianza frente a los le isladores en articular frente a su retensión de encarnar a vo unta eneral a 1 era e a revo ución rancesa. Con esto hemos llegado a la raíz de la I erencia entre a revolución americana y la francesa. Esta última, ~pe~ ella sistemáQ9 destrucción de la socreaaddel antig~tiene[(inecesida4!k te de cardcter estatalista. Contra los antiguos ¡¡na fuerte com pnvi egios se debe afirmar a autorida de egi lador soberano que, con el instrumento de la ley general y abstracta, hace posibles los derechos en sentido individual y, al mismo tiempo, hace posible, a través del artificio de la representación, la unidad del pueblo o na- Q ción. La revolución americana, por su I'arte, se afirma precisamente ,,::) contra to verSlOn es ata 1S a e os erec os 1 e a es. I los co onos eCI en en 7 rescm Ir to o igamen con la madre patria es porque piensan que ella ha dispersado, o está amenazando, todo el patrimonio histórico de los derechos y libertades, ahora en las manos 1, de un parlamento que de hecho se cree soberano y omnipotente, y ¡ que por ello pretende gravar a su antojo a los súbditos prescindiendo totalmente de su consentimiento. En pocas palabras, se puede afir¡i; mar que la revolución francesa confía los derechos y libertades a la " obra de un legislador virtuoso, que es tal porque es altamente repret sentativo del pueblo o nación, más allá de las facciones o de los inte!¡reses particulares; mientras que la revolución americana desconfía de '~Jas virtudes de todo legislador -también del efegido democrática¡¡mente, como veremos enseguida- y, así, confía los derechos li erhades a la constitución es dec' a la OSI II a e Imitar al le isla:r, 'or con una norma de orden superior (RAYNAUD, 1989). , Sobre este plano, ~Istoricismo y .iusnaturalism~ i~dividual~sta se acercan hasta confundirse y se convierten en una uruca doctrina de s Rights, de la prioridad de los derechos sobre los poderes públicos. .so que parece irreconciliable en la revolución francesa -historicisfno e individualismo, en ese caso identificados respectivamente con sociedad de privilegios y sociedad de derechos- aparece ahora de manera natural perteneciendo a la misma familia, la del constitucio'na/ismo, entendido como la doctrina de la prioridad de los derechos y; por consiguiente, de los límites a los poderes públicos con finaliIad de garantía. . Así, en la Declaración de Independencia, y después en las Constidones de los distintos Estados, la proclamación de los derechos ~turales individuales se confunde y se mezcla con el continuo recla- l c@ o a los precedentes históricos y, en particular, a la tradición británique parte -como hemos visto en el primer capítulo- del artículo de la Magna Charta para fundar la tutela de las libertades sobre las glas del due process of law, en la línea del célebre binomio liberty d property, De aquí, entre otras cosas, la extraordinaria fortuna de ~écke en la revolución americana, por la feliz ambivalencia de este
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pensador, por una parte legible como fundador del iusnaturalismo moderno, pero por otra interpretable también como heredero legítimo de la tradición medieval de limitación de los poderes públicos. Lo primero que debemos poner de relieve es que iusnaturalismo individualista e historicismo encuentran en América un camino común esencialmente porque han de combatir el mismo enemigo, que es el estatalismo, es decir, la síntesis (equazione) europea, también aplicable para Inglaterra, que une poder de hacer las leyes y poder soberano. Unión que, para la perspectiva opuesta de los revolucionarios americanos, significa sobrevalorar el puesto del legislador, ya no poder público específico autorizado por la constitución, sino síntesis -en nombre de la voluntad general- de toda experiencia colectiva, y como tal inevitablemente predispuesto a considerar los derechos y libertades como fruto y producto, más que como necesario presupuesto, dé la propia obra. Naturalmente, historicismo e individualismo se alían para fundar la doctrina estadounidense de los Rights no sin consecuencias, en el sentido de que uno y otro estarán destinados, en el momento mismo en el que se unen, a cambiar de significado. Veamos cómo. Comenzamos por la componente historicista, bien presente en los Englishmen de la otra orilla del Atlántico. Ciertamente, no puede ser idéntica a la tradicional y original doctrina británica, radicalmente historicista, de los derechos y libertades. Una cosa es constatar que los americanos, con su revolución, no querían en absoluto repudiar completamente la tradición británica medieval y de la Glorious Revolution por lo que ofrecía en materia de tutela de los derechos y libertades, y otra es negar toda solución de continuidad, sosteniendo con varias argumentaciones (ULLMANN, 1966; McILWAIN, 1940; POUND, 1957; REJD, 1986; 1987, 1988) que la revolución fue hecha íntegra y exclusivamente con el objeto de restaurar la ancient constitution britannica, con su bagaje de derechos y libertades. La revolución americana parte, por el contrario, de la convicción de que esta tradicional constitution debe cambiar rofundamente de si nificado si no se mere que egenere inalmente --como había ocurrido en e caso concreto e as re aciones con as colonias americanas- en omni otencia arlamentaria. En concreto, es necesario que la constitution re uerce su capacidad de garantía, desvinculándose de su habitual iden'tíTICacIón coñüñj>atnmomo indiferenciado de principios existentes en múltiples textos escritos, emanados en diferentes momentos -siempre a partir de la Magna Charta de 1215-, y que se habían afirmado en la costumbre o en la jurisprudencia. La constitución para los americanos, más allá de la tradición británica, debe corresponder a un texto orgánico escrito, que el cuerpo constituyente soberano ha querido, y que como tal puede serde hecho opuesto a los gobernantes que hayan actuado de manera ilegítima, es decir,
¡ppone la existencia de un poder constituyente que toda la tradición ~'glesa del gobierno equilibrado y moderado --como sabemos por los .!1pítulos precedentes- negaba de raíz. Ahora bien --como antes decíamos-, también el elemento indi(id.ualista sufre una profunda revisión en la cultura revolucionaria ;ijnericana de los derechos y libertades. A este propósito, ya hemos 'trrbrayado otras veces cómo ,se trata de un individualismo más i!'Itiestatalista que el europeo. Este, primero en su raíz histórico-teóliea y después en el curso de la revolución francesa -como hemos ~isto en los capítulos precedentes-, apreciaba la aportación ofrecida R}:>r el Estado moderno --entendido como extraordinario proceso rle concentración del imperium- a la causa de los derechos indivi[uales, Esto no existe en la ex eriencia americana, ue no conoce uel proceso de concentración como instrumento de li eración de ~s m IVI \los de la su~ión a los antiguos po eres e caráct ¡¡id.!.senoriales o corporatiVos. Por ello, es capaz de ahrmar de maneJi más aara la preestatalidad de los derechos ue la revolución sitúa }Í!1 una dimensIón ue ue e e 1 se como his órico-nat , a !luese JUStI ican recurnen o predominantemente a las conocidas forilulaciones teóricas europeas de los derechos naturales, o recurrien,~b predominantemente a la tradición historicista británica del go~ierno limitado con finalidad de garantía. !fl' ~f Resumiendo, la cultura revolucionaria americana de los derechos ~.libertades es al mismo tiempo, y de manera inseparable, de carácter )tstoricista e individualista. Esto es posible porque historicismo e in~vidualismo ya no son en tierra americana lo que eran en el viejo ¡jJntinente. El primero se emancipa -como hemos visto- del tradi~ional modelo británico y admite, así, la posibilidad de una constitu~ión escrita, querida por el cuerpo constituyente, y desde aquí defien,~e los derechos y libertades; el segundo, por su parte, se emancipa ~el contexto europeo-continental del Estado moderno como máxi,paconcentración de imperium, y encuentra así en su camino el clási~b binomio británico de liberty and property, . ~. Sobre este último punto debemos insistir ahora, es decir, sobre ¡as diferencias entre las dos orillas del Atlántico, entre revolución Wr~nce~a y. r~vol~ción americana, d~sde el punt~ de vista de las doc:trmas individualistas y contractualistas de las libertades y los derethos. En efecto, si es cierto que la cultura de los revolucionarios ame~icanos es bien distinta, también en su componente historicista, de la ~tadicional británica, también es cierto, al mismo tiempo, que el indi~idualismo y el contractualismo de los mismos revolucionarios es dis~into al de la Europa continental y, en particular, al de la revolución rancesa.
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Todo esto no se refiere solamente a la falta en América de toda referencia a la problemática europea del Estado moderno como máxima concentración de imperium, En efecto, nuestro análisis comparado sería incompleto si no nos ocupásemos también de la distinta articulación, como consecuencia de la revolución americana, de las libertades políticas, las «positivas», comenzando por la estructuración de la representación política sobre la base electiva democrática y terminando con la cuestión del poder constituyente. Por lo demás, mirándolo bien, la revolución americana, contestando al poder del Parliament inglés de gravar las colonias sin el consentimiento de sus asambleas representativas, partía de la intransigente defensa de una de las más clásicas y tradicionales libertades civiles ---es decir, del derecho de defender el propio patrimonio de la arbitraria invasión del poder público-, sobre la base de una afirmación por parte de los colonos -la de no estar representados en el Parliament inglés- que comprometía desde el principio la gran cuestión de la representación política, desarrollándose así también sobre el terreno de las libertades políticas. En efecto, la madre patria y las colonias se encontraron preliminarmente justo en este punto, partiendo de dos concepciones distintas de la representación política. Para el monarca inglés su comportamiento había sido del todo legítimo porque él, al imponer los tributos, había consultado con la única asamblea legítima representativa de todos los Englishmen, es decir, con el Parliament inglés, en el cual todos los súbditos de Su Majestad Británica debían sentirse representados independientemente del hecho de que ellos, concreta e individualmente, ejercitaran el derecho de voto que, por lo demás, no era ejercido ni por los colonos americanos, ni por muchos otros Englishmen de la madre patria, sin que estos últimos debieran sentir por ello al Parliament como autoridad extraña. Para los colonos americanos un razonamiento de este tipo no podía ser convincente, precisamente porque partían de otra concepción de la representación política. Estaban habituados, por la práctica representativa de las asambleas coloniales, a considerar a los representantes como concretos portadores de los múltiples y distintos intereses operantes en la sociedad civil y económica, en un contexto de gran fluidez social y política y de reducidísima distancia entre la clase política de los representantes y la sociedad civil (BONAZZI, 1988). En fin, la situación histórico-social en la que los colonos habían elaborado sus ideas sobre la representación política era bien distinta a la de la madre patria, que había establecido una clase política de procedencia más o menos aristocrática, fuertemente legitimada y por ello mismo capaz de ser reconocida como representativa de todos los súbditos, de todo el pueblo de los Englishmen. Así, volviendo a los acontecimientos históricos que caracterizaron el comienzo
la revolución americana, los colonos no podían aceptar ser vir,lfüalmente representados por un parlamento como el inglés, a mu~~has millas de distancia, que ellos no habían elegido y que en esencia lno conocían, que difería demasiado de la representación explícita de ~§us intereses a la que estaban habituados por la práctica representati,¡Va de las colonias. li;v Sobre esta base, es posible volver ahora al problema planteado wielativo a las diferencias entre las dos orillas del Atlántico, entre la ~revolución francesa y la americana, en materia de libertades políticas, lulas «positivas»; de de~echo de voto, de r~?resentación polític~. Co'¡nocemos ya las soluciones de la revolución francesa, que oscilaban ihitre el voluntarismo jacobino que bascula sobre la presencia física y f~onstante del pueblo soberano y sobre la democracia directa, y el !;estatalismo de una democracia representativa que se obstinaba en !i~.ortar toda forma de mandato y de instrucción a los representantes ~~br parte del mismo pueblo. Detengámonos por el momento en esta i:$egunda solución, y comparémosla con la doctrina revolucionaria ~!americana de la representación explícita de los intereses. ;tl, Las diferencias, ciertamente clarísimas, resultan evidentes: mienWhras la revolución france arte de la necesidad de estabilizar ríegi~! -¡roa u case olítica fuerte roclamándola capaz de re resentar ,0 1 ue o al otarlo de unidad ver ader lSI e -rompiendo la ¡[práctica de antiguo régImen e mandato imperativo-, la reVOIU] «bón americana parte de la necesidad -como hemos visto en las ~~áginas anteriores- de negar una representación política no expli!\citamente querida, no directamente instruida por las múltiples co!1:munidades de intereses que componen el pueblo soberano. En pocas ¡'palabras: la cultura revolucionaria francesa tiende --desde esta persl:pectiva, obviamente, más adelante nos ocuparemos de la otra, la ~j¡¡cobina- a legitimar a los legisladores representantes; la americana iBie la rimera fase revolucionaria t" on iar s como ~) e to a forma de autonomía e o olítico res ecto de lo social de la !ij~ ase o ítica res ec o e a rea 1 ad concreta de la SOCle a civil en ,~§lis distintas articu aciones, \' ¿Se debe decir entonces, en consecuencia, que la revolución ame~Jicana, que tanto desconfía del poder de los representantes, nos proJl'pone un modelo de relaciones políticas más cercano al jacobino, al ~;¡ado democrático-radical de la revolución francesa? \:1 Al comienzo, en los años inmediatamente siguientes a la Declaratbón de Independencia, parece que las cosas van en esta dirección. WNo es ésta precisamente la sede adecuada para un cuidadoso examen t¡üe las múltiples constituciones que los nuevos Estados americanos se ~.Hieron rápidamente después de 1776. Es cierto que alguna de estas constituciones -ejemplar en este sentido es la de Pennsylvania de L1776-, como en general la práctica política de estos años, muestran
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vestigios evidentes de una difusa ideología republicana de impronta democrático-radical (BAILYN, 1967; WOOD, 1969) que presupone la existencia de un pueblo virtuoso que desconfía firmemente de los poderes constituidos y, por ello, movilizado firmemente contra los gobernantes para la defensa de sus derechos. Consecuencia de todo esto es una ráctica difusa del oder de instrucción de los re resentantes, que ciertamente a na escan a IZ~o no ROCO a los teóricos franceses de la rew:esentaÓón..E.2lliifa re~~~naria, propensa a sl!E,erar los antiguos vínculos de mandato; así como una fuerte dependencia, en las ñuev~onstituciones, del ejecutivo y de los jueces a un legislativo contestado desde la base, pero también único intérprete posible de la voluntad popular, a la manera de la más tardía Constitución francesa jacobina de 1793. Sin embargo, la llamarada republicana y democrático-radical estaba destinada a apagarse con cierta rapidez. Ya desde el inicio de los años ochenta -es paradigmática en este sentido la Constitución de Massachusetts de 1780- comienza a abrirse paso una interpretación distinta del proceso que había comenzado con la Declaración de Independencia y de la misma revolución entendida en su conjunto. Cabe preguntarse a qué conducía en concreto la revolución en el plano institucional, con su explosión en sentido democrático-radical. Y se descubre así que tal explosión, de no ser controlada, estaba conduciendo a una nueva y extraordinaria concentración de poderes en las asambleas legislativas de cada uno de los Estados. Es verdad que fuera de tales asambleas presionaba el people at large, el ueblo virtuoso de las ideologías radicales republicanas; pero es verad también que, por esta vía, se corría el riesgo de producir un uevo despotismo en el momento en que las asambleas legislativas, únicas depositarias, aunque contestadas, de la legitimación democrática tenían en su mano, con su poder de nombramiento, a todos los administradores públicos y a los mismos jueces, acabando inevitablemente por disponer de extraordinarios poderes de intervención sobre la sociedad civil. He aquí, pues, que las constituciones de cada Estado vuelven bien pronto a orientarse sobre el ideal británico del gobierno equilibrado o moderado, a descubrir la necesidad de un poder judicial independiente del legislativo, e incluso a atribuir al ejecutivo un poder de veto, articulado y estructurado de modo diferente, respecto al legislativo. Ahora bien, écómc interpretar esta evolución de las relaciones políticas y constitucionales en los Estados americanos después de la Independencia? Estos descubren en los años ochenta -iniciando un proceso que conducirá a las soluciones de la Constitución federal de 1787, como veremos enseguida-la vocación originaria de la revolución: la crítica a toda forma de omn.iJ2..otencia parlamentaria. Y tras-
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ladan ahora la crítica hecha al Parliament inglés, que había pretendí!:do gravarlos sin su consentimiento, a las nuevas asambleas legislati~vas de cada uno de los Estados. , Se descubre así que la doctrina republicana y dernocrático-radi-
['011 de la representación explícita de los intereses no fue otra cosa '¡que un instrumento utilizado por los revolucionarios americanos 'para negar la representatividad del Parliament inglés, y de esta manera negar sus pretensiones de dominio político; pero cuando luego rse advirtió que las pretensiones de omnipotencia parlamentaria pro[venían de o~ra parte, es de~ir? de los legisladores de los nuevos Es:a¡dos, no vacilaron -para limitarlos-e- en volver contra ellos los vie~jQs instrumentos británicos del gobierno equilibrado o moderado: ~ independencia de los jueces y la autónoma autoridad del ejecutivo, --¡aunque ya no de carácter monárquico. ~ Se confirma así cuanto ya hemos tenido ocasión de decir: el vertdadero ran hilo conductor de la revolución amerO ana es la cr¡¡¡¡:;¡a :la omni oteneza de los e IS a ores. A este in convergen to os los ¡'argumentos posib es, desde os contractualistas radicales más cerca'lJ¡OS al jacobinismo francés y a la democracia directa, a los historicistas (del gobierno equilibrado o moderado. De nuevo, también en el cam'po de la participación política, del ejercicio de l~~ libertades pOlí~icas] rKlas «positivas», los dos modelos que la revolución francesa habla se~parado, el individualista-contractualista y el historicista, convergen I'porque existe un común y único adversario a derrotar: el estatalismo, Ha omnipotencia de los legisladores. En fin, la revolución americana atrae también a esta órbita coniceptualla última problemática que debemos examinar, la del poder konstituyente. f" Tanto en la revolución americana como en la francesa la figura ';del poder constituyente tiene extraordinaria relevancia; pero tam¡,bién en esta cuestión debemos partir de las diferencias entre las dos \;l:évoluciones, más allá de ciertas coincidencias sobre la atribución de )3. soberanía al pueblo, entendido como sujeto al que se le imputa el [ejercicio del poder constituyente. ,: ,. Conocemos ya esta problemática en lo que se refiere a la revolutetón francesa. En ella, la afirmación de un poder constituyente de la ~nación o del pueblo representa en cierto sentido la esencia misma de Ha revolución, que por primera vez muestra cómo una nación o un '¡pueblopuede darse una constitución, crear una constitución; por otro tliido-y es una contradicción que ya hemos examinado- el mismo \Rbder constituyente acaba por ser una realidad muy temida, en cuan;tb se manifiesta, como sucede en la fase jacobina, en la presencia !física y constante de un pueblo que, continuamente, pone en discu'sión la autoridad de los poderes constituidos y los contenidos de la constitución misma. Al fin --como hemos visto-, la revolución fran-
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cesa termina por ser, bajo este perfil, nada menos que un proceso de fuerte competencia por la atribución de la soberanía entre el pueblo y los representantes, entre las asambleas primarias de base y las asambleas legislativas electas. Pues bien, la revolución americana tuvo el mérito, en los años comprendidos entre la Declaración de Independencia y la Constitución federal de 1787, de mostrar otro significado posible del e~i cio del poder constituyent~ distinto al que la revolución francesa había traído a colación. Brevemente, se puede decir que la experiencia de los Estados americanos entre 1776 y 1787 muestra (STOURZH, 1974, 1979, 1988; WOOD, 1969) cómo el ejercicio del poder constituyente puede tradu " se en la atribuciól'l. al pueblo de na autoridad sURer" r a la de los legisladores, uitándoles to a atribuclOn e soberanía y su ordinan o sus le nstituctón n t c mo . t:lxima uente erec o. En otras palabras, en la experiencia estado m ense e concepto de poder constituyente se une desde el principio al de rigidez constitucional, es decir, a la presencia de reglas fijas -más' dlÍIClleS de reformar que las contenidas en leyes ordinarias-, a la' presencia de un núcleo fuerte y rígido del pacto constituyente, que debe ser defendido en primer lugar del posible arbitrio del legislador, sobre todo para garantizar y tutelar los derechos y libertades individuales. De esta manera hemos llegado, a propósito del poder constituyente, a otra de las más relevantes diferencias entre la revolución americana y la francesa. En este sentido, es absurdo prorrogar la conocidísima disputa sobre quién ha inventado antes el concepto de poder constituyente, si los revolucionarios franceses de 1789 o los "americanos de 1776 en adelante. En realidad, lo importante es el significado profundamente distinto que el ejercicio de aquel poder asume en ambos contextos históricos: asociado al concepto de soberanía, entendida como el poder del pueblo soberano de decidir sobre -Ia constitución y sobre las reglas del juego, en el caso de la revolución francesa; asociado al concepto de rigidez constitucional, entendida como la máxima forma de tutela de los derechos y libertades contra el posible arbitrio del legislador, en el caso de la cultura de la revolución americana que llega ahora a su fase más madura, al abrigo de la Constitución federal de 1787. Se podría decir también, de forma más sintética: la realidad primaria y originaria de la experiencia constitucional -el poder constituyente- viene dada para los revolucionarios franceses por una unidad política capaz de querer, denominada pueblo o nación; para los revolucionarios americanos, por un conjunto inviolable de reglas, denominado constitución. Si profundizásemos sobre las razones de esta fundamental diferencia, advertiríamos enseguida que tienen mucho que ver con la particular trama que se desarrolla en la cultura americana de los de-
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~,rechos y libertades entre el modelo individualista y contractualista, tde una parte, y el modelo historicista, de otra. Está claro que este ¡LÓltimo modelo, tomado aisladamente, no admite de ninguna manera Ú:l concepto de poder constituyente, como sabemos ya por los capítu'J.os precedentes. En efecto, también el poder constituyente de la re~~olución americana, como el de la revolución francesa, debe ser \",econducido en primer lugar a una cultura de carácter individualista ~!y contracrualista-que remite a los individuos y al pacto fundamental que entre ellos se establece la decisión primera sobre la identidad ~¡general del edificio político que se quiere construir. !,';;,' Y, sin embargo, es indudable que la cultura historicista influye no f:poco en la particular configuración que el poder constituyente adop!!.ta en la experiencia americana, en el momento en el-que se une --eo§roo hemos visto- al concepto de rigidez constitucional. En este sen~i'tido,-y. no por casualidad, enco~tramos en la cult~~a de los í',~evoluclOnanos amencanos una continua mezcla y confusión entre la ~"eferencia al contractualismo de impronta iusnaturalista -al contraf.¡O social-, por una parte, y a la tradición británica del higher law, biel gobierno limitado por el derecho histórico indispoaible, por la ¡,¡otra (CORWIN, 1928-29). IJ~, La presencia decisiva de este se undo elemento de carácter histo- @ ,ricista im ide a a doctrina americana del oder constltu e -y, ~;C~n concreto, a a practica de las convenciones constitucionales popu~Jares que se reunieron en los Estados americanos después de 1776~:determinarse or el voluntarismo olítico de im ronta " ina. El '~~ueb o ejercita el po er constituyente no sólo para reclamar para sí ~~l ejercicio directo de la soberanía política y de las decisiones fundaª;wentales sobre los caracteres de la constitución, sino también, y quil~zá sobre todo, para fijar de manera estable los contenidos de la nor~w.a constitucionah, para oponerse al posiBle arbitno del Ieg¡s~ y o/#eI poder constÍtuyente. '!;, Otra vez, como en el caso de las libertades civiles y políticas y de li1.;¡. representación política -ya examinada antes-, iusnaturalismo e ~istoricismo, en este caso respectivamente doctrina del contrato soi~ial y doctrina del higher law, del derecho histórico indisponible, no ¡~e oponen sino que se unen, encaminando el ejercicio del poder consfit#uyente al objetivo de siempre: limitar y circunscribir la autoridad ~.•~~;.elle islador, a la ue ahora se opone una constltucion ngl a. oco fÍ;tnporta que tal resu ta o se o tenga con una ama a a contrato ~§ocial o a la tradicional doctrina británica historicista del higher law: W,p que cuenta de verdad es precisamente el resultado, es decir, el ~!¡mite puesto al posible arbitrio del legislador. 'i. Sobre esta base, es ahora posible llegar a una sintética valoración ¡general y conclusiva del constitucionalismo americano. No es éste el (lugar para examinar en detalle la mayor contribución, y la más cono-
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cida, de este constitucionalismo, es decir, la Constitución federal de 1787. Ella es capaz de conciliar la presencia fuerte del poder constituyente del pueblo americano -«Nosotros, pueblo de los Estados Unidos» es el sujeto de la constitución- con la presencia de un poder legislativo federal capaz de representar, con autoridad, al pueblo americano y a los Estados, es decir, de un poder que está ya lejos de la obsesión radical de finales de los años setenta, que temía -como sabemos- toda forma de autonomía de lo político frente a lo social, todo tipo de legitimación estable de los representantes. Al mismo tiempo, esto ocurre sin caer en el exceso opuesto, es decir, sin atribuir la soberanía al legislador -como sucedía en la revolución francesa, que oscilaba continuamente, como sabemos, entre soberanía del poder constituyente y soberanía del poder legislativo constituido-, ya que toda la constitución está construid sgún el principio de los pesos y de los contrapesos -ehecks and balances-, que;aetende que no eXIsta un poder supremo sino que
con ines de garantía. --- Así, a a lrmación del poder constituyente del pueblo americano sirve para calificar la constitución como «leysuprema del País»-artículo VI-, y establecer particulares procesos que dificultan su revisión -artículo V-o Sobre esta base, y sobre la base del Bi// of Rights adoptado como enmienda a la constitución en 1791, se desarrollará el conocido control difuso de constitucionalidad de los jueces americanos, de manera todavía hoy inconcebible en países como los europeo-continentales, influenciados por la cultura estatalista de los derechos y libertades.
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Así, la vieja ideología británica del gobierno equilibrado o rnodeaunque superada por la realidad y por la doctrina del poder constituyente del pueblo americano, y aunque ya no referida al tradicional mixed government compuesto por monarquía, aristocracia y democracia, p~nece viva en la Constitución de 1787 por lo que se refiere a la té~nica de los esos y contra esos, también con el fin de ~) eVItar a formaCIón e una suprema otesta or e o, de corroborar a realidad y la doctrina ~o lerno limitado. ~ interesa volver alíOra so re la comparación con la revolución francesa, que hemos diseminado a lo largo de las páginas precedentes. Bastará recordar en qué medida los constituyentes franceses fueron extraños a la técnica estadounidense del balance, del equilibrio entre los poderes. Por lo que se refiere al poder judicial, aquéllos debían enfrentarse con la doble ideología del juez-funcionario estatal y del juez-aristocrático. El primero, necesariamente limitado a la estricta aplicación de la ley del Estado, el segundo, supuesto enemigo de los valores fundamentales de la unidad política y de la certeza del derecho positivamente encarnadas por el legislador. A los constituyentes franceses estaba también prohibida la proyección de cualquier control de constitucionalidad, como demuestran las diversas prohibiciones de injerencia impuestas a los jueces respecto al legislador, contenidas en las leyes de materia judicial de la revolución y en la misma Constitución de 1791. Por lo que atañe al ejecutivo, dada su proveniencia histórica de la monarquía -y más allá del compromiso de atribución del poder de veto contenido en la Constitución de 1791- era muy difícil imaginar su legitimación constitucional autónoma respecto al legislativo. En este sentido, la relación entre legislativo y ejecutivo dará lugar a no pocos sucesos graves en la historia constitucional francesa, ante la incapacidad de organizar adecuadamente sus respectivas atribuciones en el plano constitucional (DUVERGER, 1984). Por lo dicho, parece difícil resistir la tentación de formular una conclusión que podría ser, en síntesis, ésta: si el constitucionalismo . )i moderno es la ideología que sostiene el principio del obierno limita- I i o con fina i aran la, a ue eClr entonces que os sta s \ 'nidos, y no cia es e ís o nCla del constltuciona ismo mo erno. Es en los Estados Unidos, y no en otro ugar, donde se forma la doctrina y la práctica de la c0!1~óE.....rí.gi(la y el conexo control de constitucionalidad; y esto sucede .=...::comonemos intentao explicar en estas páginas- porque sólo en la experiencia estadounidense los modelos historicista e individualista y contractualista recuperan su originaria y común inspiración de garantía contra las filosofías estatalistas y legicéntricas de la Europa continental. Ahora bien, una conclusión como ésta se manifiesta como indis-
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existan sólopo eres autorizaaoSOTTa constItucIón en e uilibrio entre ellos. Es ecir, po eres -legislativo, ejecutivo y judicial- para los cuales la constitución prevé una serie de atribuciones reservadas, previendo al mismo tiempo los modos de control de uno respecto al Q!m. El legislativo tiene de frente el poder de veto del Presidente]ere del ejecutivo; este último no puede ejercitar algunas de sus más importantes atribuciones sin el consenso del Congreso, y todos deben tener en cuenta el poder de los jueces de no aplicar las normas contrarias a la constitución. Además, la elección del bicameralismo es también una elección de e uilibrio. La Cámara representa la unidad el pueb o y el e emento democrático; el Senado, por su parte, representa sobre todo los intereses de los Estados y el elemento aristocrático, ya que su elección depende, en la versión originaria de la constitución, de las legislaturas de cada uno de los Estados, es decir, de una clase política ya seleccionada, y no directamente del pueblo. No es posible, en este ámbito, insistir más en el análisis de la Constitución federal de 1787. Baste decir, en resumen, que en esta constitución y en to_da la historia del constitucionalismo american toq~.A.Lrigido al principio fundamental del gobierno limitad!:!
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cutible sólo si se parte de la premisa que hemos indicado antes, es decir, de la convicción de que e) constitucionalismo moderno tiene como deber exclusivo o absolutamente predominante el de crear un gobierno limitado con finalidad de garantía. En realidad, la misma historia nos demuestra que esta premisa no es precisamente pacífica. En efecto, la revolución francesa ciertamente ha trasmitido --como enseguida veremos- una imagen distinta, y en cierto sentido más ambiciosa, de los deberes del constitucionalismo moderno. SiJa revolución frances~ne~ punto dibil--como hemos visto-- en la ara ' e lo rechos la revolución americana tiene también su punto débi ecisamente por un amen e manera preVia e o 1en esta concepClOn genera e constituciona ismo. demasiado pobre. ~ compara con e ªIstinto punto de vista de la revolución francesa. - y llegamos finalmente a exponer esta separación, esta diferencia de visiones. Para los constituyentes franceses el constitucionalismo moderno contiene también, necesariamente, un proyecto y u!J,4J1I..omesa para el futuro, la de una sociedad más justa. Bajo este aspecto, recIentes investigaciones (GAUCHET, 1989) están demostrando de manera inequívoca cómo lE. cuestión de los derechos sociales -de las ayudas públicas y de la instrucción pública, en el1enguaje de la revolución- son cuestiones constitucionales desde el rincipio, desde 1789, aunque espues ta es erec os só o encontrarán una provisional consagración formal en los célebres artículos 21, 22 y 23 de la Declaración jacobina de 1793. Esto sucede porque el individualismo y el contractualismo de la revolución francesa, no mediatizados --como en la revolución americana- por ningún elemento de caráter historicista -que como tal subraya más la necesidad de tutelar los derechos existentes que la necesidad de extender a todos su efectivo goce-, constituyen en su conjunto también una filosofía de la transformación social para promover la igualdad en el goce de los derechos, con una fuerza y una intensidad que desde luego fueron desconocidas en la revolución americana. También los constituyentes americanos, como los franceses, pensaron obviamente -sobre la base de los comunes ideales iusnaturalistas- en una sociedad futura de libres y de iguales. Sin embargo, no existe duda de que también ellos, como los constituyentes franceses, tuvieron sus obsesiones. No se trataba ya, como en el caso de Francia, de la representación de la necesaria unidad de la nación o del pueblo en el legislador, sino --como hemos dicho otras veces- del principio del gobierno limitado. A esto sacrificaron todo lo demás. Los revolucionarios americanos realizaron así una constitución que es más lugar de competición entre los individuos y las fuerzas socialesy políticas que proyecto común para el futuro. Se trata de
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una constitución que se funda sobre un único valor dominante, el d~ la tutela fuerte y absoluta de los derechos individuales, y que deja al margen la constitución como indicador normativo de un conjunto de valores -pensemos otra vez en la igualdad y en los derechos sociales- a realizar colectivamente en el futuro. Bajo este aspecto, lo que todavía impresiona de la revolución francesa es precisamente esta dimensión de la ciudadanía activa, bien expresada en el artículo 23 de la Declaración de 1793 -que individualiza «en la acción de todos" el fundamento de la «garantía social>, de los derechos-; la siempre recurrente crítica a una concepción meramente utilitarista de la constitución -que ve a ésta como un mecanismo externo a los individuos que sirve exclusivamente para proteger mejor sus derechos-; y, por fin, el bosquejo problemático y contradictorio --como hemos visto-- de un poder constituyente que no se queda en fijar -como en el caso estadounidense- las reglas del juego, sino que puede representarse continuamente para indicar de manera prescriptiva a los poderes constituidos las metas a alcanzar según los principios fijados en la constitución. También en todo esto está presente el riesgo del estatalismo, que aparece evidentemente conexo, desde los tiempos de la revolución francesa, con este modo de entender el constitucionalismo moderno. No por casualidad, ni de manera incidental o pasajera, ~ constitución como o como norma directiva, como inst mento e lucha contra el rivile '0, siempre a encontrado en su camino -como revemente veremos en e u timo caprtu 0 estatalismos vieios nuevos desde elle 'centrismo de la revolución frances dos sociales» de nuestr Con esto estamos ya fuera del estudio CIentíficoy queda abierta sólo la posibilidad de una opción política valorativa: o un constitucionalismo rigurosamente antiestatalista y exclusivamente dirigido a la garantía de los derechos con instrumentos de carácter esencialmente jurisprudenciales, o un constitucionalismo que quiera inspirar y dirigir más ambiciosamente, con sus principios, las transformaciones del futuro, que quiera promover los derechos y no sólo reconocerlos y garantizarlos -el caso de los derechos sociales, que presuponen una guía activa para su común desarrollo en todos los poderes del Estado y no sólo garantías de orden jurisdiccional-, aceptando así conscientemente la posibilidad de encontrar en su camino alguna forma, vieja o nueva, de estatalismo.
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Capítulo 3 EL LUGAR DE LAS LIBERTADES EN LAS DOCTRINAS DE LA ÉPOCA LIBERAL
SUMARlo: 1. La crítica liberal a la revolución. El estatalisrno liberal.- 2. La
doctrina europea del Estado liberal de derecho.
Puede ser oportuno volver a las consideraciones con las que concluía el capítulo anterior. Como se ha visto, la comparación entre las dos grandes revoluciones de finales del setecientos, francesa y americana, lleva a individualizar dos tipos fundamentales de constitución que se entrelazan dentro de la teoría e historia del constitucionalismo moderno. De una parte, la constitución como norma directiva undamental, ue llama a toóos os o eres úblicos a los individuos a traoarar por el cump Imiento de una empresa colectiva, en teoría para la reaTIZación de Uña socIedad más justa; de otra, la constitución como norma fundamental de garantía, ue deja a todas las fuerzas en juego y a los individuos el poder de definir sus ines libremente, ImItan o de manera cierta y segura la capaCIdad de mfluencia de los poder~s úblicos, en la línea del gobierno limitado. Se estará más cerca del primer tipo de constItucIón cuando se tieñda a privilegiar la necesidad de sentirse parte de una comunidad en marcha que actúa para conseguir ciertos fines, que se identifica en el reconocimiento colectivo de ciertos valores generalmente compartidos, del segundo tipo, cuando se tiende a privilegiar la necesidad de limitar lo más posible la intervención de los poderes ' lic s sobre la sociedad. Ahora ien, SI e emos analizar en este capítulo la cultura de los derechos y libertades del siglo XIX, es necesario comenzar mostrando cómo esa cultura nace precisamente de una fuerte crítica a ambas concepciones generales de la constitución antes esbozadas: a la constitución como norma directiva fundamental y a la constitución como norma fundamental de garantía. Es más, se puede decir que el liberalismo político y jurídico del siglo pasado toma los caracteres fundamentales y originarios de su propia identidad de esta doble crítica.
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liberal, comprendida entre la revolución y la llegada de las democracias de masa, sea la época del Estado llamado «mínimo», del crecimiento autónomo y espontáneo de las fuerzas agentes dentro de la sociedad civil. Ahora bien, creemos que la cultura liberal de los derechos y libertades es también esto, pero no sólo esto. Es cierto que esta cultura, respecto alIado político-voluntarista de la revolución, manifiesta una verdadera y propia crítica a determinados aspectos del estatalisrno revolucionario. Por otro lado, aunque los jacobinos habían considerado su constitución como norma directiva fundamental, en el contexto de una democracia directa que tendía continuamente a amenazar y desestabilizar los poderes constituidos ¿qué quedaba ahora, en pleno siglo XIX, de aquel proyecto sino la base ideológica para un modelo de relaciones políticas que podía dar a los poderes públicos la más amplia capacidad de intervención sobre la sociedad? Es más, la noble aspiración a vivir en una comunidad de ciudadanos virtuosos ¿no presuponía el poder del Estado a penetrar en las conciencias de los ciudadanos con la finalidad de vigilar en qué medida eran de verdad solidarios y virtuosos? Y, finalmente, équé hubiera ocurrido de las predilectas libertades civiles, las «negativas», si la acción conformante y prescriptiva del legislador virtuoso se sumase a la acción infinitamente más capilar y disciplinante de un poder administrativo extenso que la revolución --como se iba descubriendo en aquellos años- no había destruido sino que había acrecentado respecto a los aparatos del Estado absoluto? Resumiendo, seguramente es cierto que la cultura liberal de los derechos y libertades manifiesta una sincera crítica antiestatalista; y que tal crítica encuentra intérpretes de primer orden, como Alexis de Tocqueville (1805-1859), no por casualidad comprometido en el estudio del modelo estadounidense, y no por casualidad inclinado a comparar las conquistas de la revolución con las enseñanzas historicistas británicas. Sin embargo --como antes se decía-, la cultura liberal del siglo pasado no tuvo sólo y exclusivamente vocaCión antiestatalista. Si aSI fuese, tendríamos que ima inar una unívoca triun al afirmación de l~ constituci ' o norma undamen nt' imero en los Estados Unidos y des ués e s haber reducido rogresivániente, o mejor e Iminado, el peso del elemento estatalista tam~i~n:eñefVíeJO continente. 'En realidad, el panorama es más complicado por una sene de motivos. En primer lugar, hay que decir que la constitución como norma directiva fundamental de la revolución francesa desaparecerá del hQt!zontedeI liberalismo europeo del siglo pasado, pero volveráa ser in_CD~~~ªQI~.¡;:.Y.ªJlº:
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dentales después de la caída de los regímenes totalitarios. No se puecrep;r tanto, en una valoración general y eqUilibrada del constitucionalismo moderno, considerar la constitución como norma directiva fundamental como el fruto efímero y contingente de la llamarada revolucionaria francesa. Pero hay más. El panorama se complica no sólo sobre la base de estas perspectivas futuras relativas a los actuales sistemas políticos, sino también en relación a las mismas características del liberalismo del siglo pasado y de su crítica a la revolución, de la que hemos partido. Desde este segundo punto de vista, que debemos ahora precisar, arantía está en también la constitución como norma fundament e unto e mira e a cntlca i era. ste segundo aspecto no es menos Importante que e nmero para comprender los caracteres generales de la cultura liberal de los derechos y libertades. Como ya sabemos, la constitución entendida rigurosamente como norma fundamental de arantía termina por reducir la constitución misma a lu ar e competición entre os m IVI uos entre as uerzas JlOlíticasy socia es¡ arantiza que todos los actores respeten las reglas del juego, pero so re todo garantiza que los poderes públicos no influyan en el mismo juego, en e! sentido de que cada uno de los actores debe, dentro del marco de la constitución, permanecer absolutamente libre para determinar sus fines, para conseguir sus intereses. Ahora bien, tal concepción no podía satisfacer al liberalismo europeo del siglo pasado por los motivos que enseguida veremos. Mientras tanto hay que decir que este liberalismo no es an~t~!i~r vocación -como el estadoun~uanto el antiestata Ismo sirve para contestar a plan de go ierno de dirección é la socie a n I a constitución como norma directiva fundañ"-íentáhle la revoTución1raiiceSa. Pero, ~o bien, en estaeonstirucl n como norma irecnva ndamental está contenido también -como sabemos por el capítulo precedente- ~ d ~ l de una cnntinua inestabilidad de los poderes constituUIOS, perenne~menazados en mmisma legitimación por la pr~ncia de un poder constitu ente teóricamente ca az de cambiar en cada momento e s' ificado un amental de la constitución. Se descubre así, desde el punto de vista libera, que la constitución como norma directiva fundamental de los revolucionarios franceses amenaza a la vez, y aJ mismoo tiempo, la autonomía de la sociedad civil y la estabilidad de ,~ los poderes públicos, dando lugar a un dirigismo estatalista, o a un ' contractualismo revolucionario que continuamente reclama al pueblo el ejercicio de! poder constituyente. Se,descubre así el segundo lado de la crítica liberal a la revolución. Esta había sido, por una parte, demasiado estatalista y dirigista, demasiado propensa a reformar la sociedad sobre la base de la nor-
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ma fundamental elegida, pero por otra, demasiado contractualista, demasiado dispuesta a configurar los poderes públicos en función de las necesidades y de las voluntades de los individuos y de las fuerzas sociales. Los liberales se sentían delante de una nefasta doble herencia de la revolución que, según ellos, había alimentado demasiado las pretensiones estatales de dirección política de la sociedad, así corno las pretensiones de los individuos y de las fuerzas sociales de dominio y de control sobre el mismo Estado. De manera sintét~' ca: demasiado Estado en la sociedad, pero también demasiada sacie dad en el Estado. Ser liberal en la Europa pos revolucionaria significó empeñarse en ambas direcciones, en restituir seguridad y autonomía a la sociedad civil, pero también en restituir confianza y estabilidad a los poderes constituidos. Es sobre todo en Alemania, con Georg Wilhelm Friedrich I-!egel (1770-1831) y también con Friedrich Carl von Savigny (1779-1861), fundador de la Escuela Histórica del derecho, donde se desarrolla este segundo aspecto de la crítica a la revolución: ue es en esencia cnnca a contractua tsmo revo ucionario; es decir, a la ideología que, según los críticos liberales, había reducido toda la esfera políticopública a simple producto de la voluntad de los individuos y de las fuerzas sociales. Alemania pone en evidencia que el liberalismo europeo -notablemente influenciado, sobre todo en la segunda mitad del siglo, por esta cultura alemana- no intentaba, con su crítica a la constitución corno norma directiva fundamental de la revolución francesa, una adhesión plena a las soluciones ofrecidas por la constición corno norma fundamental de garantía. Éstas -las soluciones de la constitución corno norma de garantía- contenían una renuncia previa por parte del poder político a ser algo distinto a un mero instrumento de garantía, una simple relación de mutua aseguración entre individuos, por ellos querida de manera libre y contractual. ¿Qué estabilidad -de nuevo la estabilidad, la verdadera obsesión de los liberales- se hubiera podido construir a partir de una organización política tan débil, preparada para servir a los intereses y a las necesidades de los particulares? Por lo tanto, y resumiendo, la cultura liberal rechaza la constitución corno norma directiva fundamental, en nombre de una mayor autonomía de la sociedad civil de los particulares; pero rechaza también lo que en su lógica puede considerarse el exceso opuesto, es decir, la tendencia contractualista a hacer derivar las instituciones políticas de las voluntades, de los intereses y de las necesidades de los individuos y de las fuerzas sociales. ~chaza, por ello, no solamente la supremacía del oder consti u ente c motor rimero de la consnrucron corno norma directiva fundamenta, sino también a su~e la soCiedad civil ae los pamculares COiñOfúndamento~
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la constitución corno norma fundamental de garantía, que aba~ en exceso la esfera de la política y de las instituciones a las voluntades de los individuos de las fuerzas sociales Por este motivo, el liberalismo es a obligado a buscar soluciones nuevas, distintas de las formuladas en las revoluciones de finales del setecientos. Desde el punto de vista liberal, aquellas revoluciones -la francesa en primer lugar- habían producido una cultura de los derechos y libertades incapaz de garantizar condiciones mínimas de estabilidad. Estabilidad para la sociedad civil, amenazada por l~a exigencias del dominio político inherentes a la constitución corno norma directiva fundamental, pero también para los poderes constituidos, amenazados por el contractualismo revolucionario, por las exigencias de los individuos y de las fuerzas sociales. Los dos aspectos aparecen necesariamente juntos, porque están fuertemente conectados por una común aspiración a relaciones políticas y sociales más estables. Por esto resulta deformante la visión del liberalismo decim n" ue o o e rimer as ect~l~e9!P~n -que ya hemos visto- del m de o historicist!1 para tUfelarlas liberta s . . s as «ne ativas» la de sa de la autonomía e a sociedad civil articulares, ideo o la del ~».
Junto a todo esto aparece también la tendencia a reforzar y legitimar los poderes constituidos frente al contractualisrno y a las exigencias de la sociedad civil. En este sentido, en el liberalismo posrevolucionario se manifiesta la imposibilidad, histórica y teórica, de que la Europa continental siga las huellas del constitucionalismo estadounidense, en el cual-e-como hemos visto- individualismo e h~ toricismo se habían aliado frente al estatalismo. En realidad, el liberalismo europeo tiene necesidad de su estatalismo, que se manifiesta en la fórmula europeo-continental del Estado de derecho: por una]' 2\ parte «de derecho», porque se empeña en la tutela de la sociedad y de f!J los individuos frente a las exigencias de dirigistas de los poderes públicos, pero por otra parte también plenamente «Estado», porque se empeña en la defensa de las instituciones políticas frente a la misma sociedad civil. Por tanto, la célebre &,aración Estado-sociedad de la época liberal funciona en ambos sentidos: en la protección de la sociedad y de los individuos frente a la invasión arbitraria del poder público, pero I c~-i-e.rz. también en la protección de los mismos poderes frente a las voluntades particulares, individuales y de grupo, operantes en la sociedad civil. Detengámonos en las características generales de este auténtico estatalismo liberal. Al menos en sus orígenes, en la primera mitad del siglo, es menos dirigista que el de la revolución, si de este último se torna el aspecto ligado a la constitución corno norma directiva funda-
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mental, a la exigencia de una reforma incesante y global de los equilibrios de la sociedad civil. Pero, por otro lado, considera --como todo el liberalismo europeo- que la revolución había generado una situación de inestabilidad crónica y difusa en las instituciones políticas, lo que debía remediarse reforzando el elemento estatalista. Esta tarea de estabilización y de consolidación se realiza afrontando el problema desde su raíz, es decir, negando que la configuración -la autoridad, la legitimación- de las instituciones políticas derive del poder constituyente de los ciudadanos -de su manifestac ión de voluntad, del contrato social-o Desde el punto de vista liberal, mientras se permanezca en esta cultura revolucionaria de impronta voluntarista y contractualista, se está condenado a tener instituciones políticas débiles, presas fáciles del partido vencedor de turno, continuamente oscilantes --como demostraban los mismos acontecimientos franceses de 1789 en adelante- entre la tentación radical y la autoritaria. En este sentido, el liberalismo está más influenciado por el mode~ 19 estatalista -nuestro tercer mOdelo de los analizados en el primer capítulo- ue la pro ia revolución. En efecto, ésta contenía poderosos elementos estatalistas, aste recordar --como hemos visto en el capítulo precedente- ellegicentrismo, que atenuaba el clásico dogma iusnaturalista de la preestatalidad de los derechos, o la tentación de contrastar la democracia directa con cierta doctrina de la representación política, que veía en ésta la condición necesaria de existencia del pueblo o nación como unidad política. Sin embargo, es indudable que el estatalisrno de la revolución tenía que enfrentarse con la soberanía popular, con el poder constituyente, con el mismo contrato social. Aunque es cierto -como hemos visto en el capítulo anterior- que todo esto ya era temido en tiempos de la revolución, también es cierto que esta última -la revolución- no podía olvidar completamente su origen primero: la afirmación del poder originario del pueblo o nación para decidir los caracteres fundamentales de la constitución sin ninguna norma que no fuese la derivada de la propia libre voluntad. Ahora bien, e~talismo liberal apuesta por eliminar este lado de la revolución, por restituir a las institu .ones olíticas su autónotma egtttmación lstmta e a revolucionaria contractualista. En este semido, el lIberalIsmo rompe en dOs al individualismo revolucionario: por una parte, contra la constitución como norma directiva fundamental, se hace paladín de las libertades ciyjle~ las «negativas», de los derechos del individuo en cuanto miembro de una sociedad civil ~ q~~ autonomía frente a las exi e Clas cliri istas de los oderes ,_/ públicos; pero por otra parte, desvincula las institUCIOnes po íticas de fas vofuntades de los individuos, margina hasta su total anulación la primera y más originaria libertad política, «positiva», que es el dere-
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cho del individuo, junto a los otros individuos, de decidir sobre los caracteres generales del orden político. Se abre aquí el gran capítulo de la polémica liberal contra el llamado atomismo revolucionario, reconocido sobre todo en la célebre definición jacobina del pueblo como la universalidad de los ciudadanos vivos. Aquí estaba, desde el punto de vista liberal, el origen de todos los males: en la idea de que en la base de las instituciones políticas existía un pueblo hecho de muchas individualidades distintas -los ciudadanos vivos-, que con sus manifestaciones concretas de voluntad y con el acuerdo entre ellas determina los caracteres de las instituciones mismas. En el lugar de un pueblo así concebido los l¡l/~7l'\ liberales sitúan la nación como undamento más estable y sólido de l ~~)
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as instituciones oliticas.
rerrmno-concepto de «nación» (FÉHRENBACH, 1986), que en el ~~M~'. tiempo de la revolución era todavía intercambiable con el de "pueblo» ~._yJc:2J:'rD (BACOT, 1985) -aunque los jacobinos, como es sabido, preferían el }\wtlfZLPU, segundo al primero que, ya bien presente en el artículo tercero de la G'J /Ú~,' Declaración de derechos de 1789, se había demostrado, de manera inadmisible a su entender, compatible con un sufragio censitario como el establecido en la Constitución de 1791-, viene ahora a asumir un significado totalmente nuevo y distinto, que se define en polémica con la soberanía popular de la revolución francesa. Para lo liberales la nación a no es el sujeto del poder consti tu yente. La nación es una realida tstortco-natural e etermina por libre volunta e os mdividuos, y que a su vez no determina de manera contractualista los caracteres de las instituciones políticas: lqJJ .'n con sus i ituciones, es roducto de la historia. Sobretodo en emania, pero no só o en Alemania, pierde importancia progresivamente la idea de que la constitución es el resultado de una libre y consciente elección de la voluntad del pueblo o nación. En este sentido, en el punto de mira de la crítica liberal aparece sobre todo el artículo ventiocho de la Declaración de derechos de 1793 que, afirmando el irrenunciable poder del pueblo a cambiar la constitución, proclamaba el derecho de toda generación a darse sus leyes, a no estar sujeta a las leyes de las generaciones precedentes. De tal manera, la crítica liberal a la revolución encuentra en el concepto de «nación» el antídoto necesario contra el voluntarismo y el contractualismo revolucionario. En la base de las instituciones 0-' \ lítt~~~está~~ueblo, entendi o jaco inamente como a universa 1 ad e os cm a anos vivos, como concreta eneración de individuos no vinculada a ninguna norma gue no pr,2Yenga de su 'propla ~soberana;sino mas bien la na'6 ue se f e encialmen e sobre la base istórica, como sucesión concatena de eneraCtO es ca a una e las cua es -en contra del artículo ventiocho arriDarecor ado- está en realidad obligada a tener en cuenta la herencia
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de las precedentes, y por eso no es en absoluto capaz de decidir cont~ua1uorQ!í~1~~ovo., ,Así, de manera gradual, va'c!esapareClendo a lo largo del siglo XIX la idea de que la constitución y las mismas instituciones políticas son generadas por una decisión política fundan te, realizada en sentido constituyente o, en cualquier caso, por la voluntad determinada de manera contractualista de los individuos. Las instituciones son, al contrario, fruto de la hist ia de la experiencia de una cierta nación; por e o no son ilimitadamente mo I Ica es. ienen unos caracteres y no otros porque así y no de otra manera han sido estructuradas por la historia de la nación, por el sucederse de las generaciones. Como se ve, por este camino el liberalismo euro se ac ca sensiblemente al tra IClOna mo elo historicista británico y, en particular, a la aversión de éste -qtreconocemos por los dos primeros capítulos- a enfrentarse con cualquier perspectiva contractualista radical, con toda atribución de soberanía al poder constituyente. Vuelve a ser útil aquí, otra vez, la comparación con el constitucionalismo estadounidense, que --como hemos visto en el capítulo precedente- había mantenido el elemento historicista británico en su horizonte cultural. Sin embargo, la diferencia con Europa es radical. El constitucionalismo americano combina --como ya sabemosindi~lismoiusnaturaliS"tae hlstoricÍsmOlm función antiestatalista; mantiene el se ndo ara COrregif1a posible mclinación del primero en sentido estatalista, como en e ecto había ocurrido en la relsmo con la doctrma e lS a or volución rancesa con e e 1 que encarna la volunta general. También en el liberalismo posrevolucionario de la Europa continental existen elementos historicistas actuando en este sentido, que sirven para preservar los espacios de autonomía de los individuos y de la sociedad civil; pero existe también un segundo aspecto necesario del historicismo liberal, que opera claramente en sentido antiindividualista y anticontractualista. Bajo esta perspectiva, se hace más evidente que el.historjcjsmo europeo posrevolucionario no sirve tanto para reforzar la autonomía (re' los derechos individuales frente a los oderes públicos cua a exc UIr e cata o o de los erec os individua es aSlCOS el derecho dé ea ir, con los otros individuos, sobre los caracteres un mentaresde las znstttuCtOnes ~ -- Por lo tanto, en senti o opuesto al constitucionalismo estadouni. dense, el historicismo liberal europeo asume un claro significado antiindividualista y estatalista, que se manifiesta bien en la nueva con;¡ cepción general de la nación como realidad histórico-natural, como producto orgánico de la historia, sust aí omo tal a la libre determinación de los individuos y, por el o, fundamento estable e indiscu-
tible de legitimidad para las instituciones políticas. Por consiguiente, el historicismo se alía con el estatal' o en función antundlV1duarr-: ro;nticontractu~, con e ID e contribuir a reforzar la idea de que os poderes pUblicas no dependen de una construcción contractualista desde la base, sino que por el contrario existen de manera natural y necesaria, como producto orgánico de la historia de la nación. La verificación primera y más importante de esta diferencia entre el constitucionalismo estadounidense y el liberalismo europeo-continental se tiene a propósito de la alternativa entre rigidez y flexibilidad constitucional. Como sabemos, las constituciones delliberalismo decimonónico son en general flexibles, es decir, modificables por el legislador por la vía ordinaria; por consiguiente, Europa continental difiere sobre este punto esencial de los Estados Unidos. Ahora bien, en lo que se refiere a la cultura política y jurídica, las razones de tan importante divergencia deben buscarse --en primer lugar- en la crítica liberal de impronta historicista a la revolución, que antes hemos visto. Mientras gue Estados Unidos recupera del tradicional modelo historÍcista británico la doctrina del hi her law, e gobierno imita o con IDa 1 a de garantía, la Europa con-....---, mentalmente laaversIón al oderconsnruyente como ro uct 1 re v s ID ividuos. En otras palabras, mientras enJos Estados Unidos el historicismo sirve ra a irmar la ri idez de la constitución frente a los po eres públicos, en la Europa continental la recuperación e rnoelo historicista concibe tal eventualidad -la constitución como suprema fuente de derecho, superior a las leyes ordinarias- como el dominio arbitrario del poder constituyente de los ciudadanos sobre las instituciones políticas, destinadas de esta manera a caer, como en el tiempo de la revolución, en una inestabilidad crónica. Se asiste, así, a un cambio de perspectiva respecto a los Estados Unidos. Mientras en la otra orilla del Atlántico la constitución, rígida y protegida por el control de constitucionalidad, se impone a los poderes públicos para garantizar los derechos, en la Europa continental es el Estado de derecho, la ley del Estado, el poder público como reflejo orgánico de la nación, el que custodia los derechos, y por ello es defendido, desde un punto de vista rigurosamente liberal, de las intromisiones desestabilizadoras de la constitución, del poder constituyente, de las voluntades particulares de los individuos y de las fuerzas sociales. En síntesis: mientras en los Estados Unidos los derechos están en la constitución y el arbitrio puede provenir de los poderes del Estado, en la Europa continental los derechos están en el Estado y el arbitrio puede provenir del poder constituyente, del contrato social, de la constitución como fruto de las voluntades de los individuos y de las fuerzas sociales.
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tración pública libre de las hipotecas de los poderes particulares, a l~ que se accede por mérito y competencia y no por privilegio aristocr~- ~ tico o de riqueza. También en este caso, como en el del código civil, se debe subrayar su necesidad desde la óptica general del proyecto revolucionario. ¿Cómo se hubieran asumido los principios de igualdad formal o de unidad del sujeto del derecho si alguien, como funcionario público, hubiese podido continuar ejerciendo imperium sobre otro por tradición familiar aristocrática, como en el caso de la herencia, o por la fuerza de la riqueza? Así, pues, resumiendo, tanto el código civil como la administración pública reclaman los principios individualistas de la revolución, en oposición al antiguo régimen y en clara relación con la Declaración de derechos de 1789. Vuelven a la misión primera de la revolúción: construir un modelo de relaciones políticas y sociales fundado sobre la unidad del sujeto de derecho; y, más en concreto, una sociedad civil en la que formalmente todos tengamos a disposición, gracias al código civil, los mismos instrumentos jurídicos para la apropiación y la venta; y una estructuración de los poderes públicos en la que se pueda ejercitar legítimamente el poder sólo y exclusivamente en nombre de la ley y ya no sobre la base de una particular condición de privilegio. Sin embargo, este fuerte ligamen de la codificación civil y del proyecto de construcción de una administración pública liberada de las viejas posiciones de poder, con los contenidos esenciales del programa revolucionario -sobre todo de carácter individualista- estaba destinado en el curso del siglo a atenuarse, hasta llegar a una situación -como veremos enseguida- en la que el derecho civil de los particulares ordenado en el código y el derecho público de la administración, ambos como derecho positivo del Estado, aparecen totalmente emancipados de los principios constitucionales contenidos en la Declaración de derechos de 1789. Por este motivo, es posible entender ---como antes se decía-las vicisitudes del código civil y de la administración pública en el curso del siglo como un proceso de progresivo desplazamiento del uno y de la otra desde el campo de atracción de la constitución al del Estado, a lo largo de una línea de creciente influencia y hegemonía de los principios del estatalismo liberal. ~ Debemos ahora analizar este suceso histórico. Comenzamos por el código civil. En una situación de gran inestabilidad como la francesa posrevolucionaria, el código adquiere enseguida un lugar de absoluto relieve, ya que en él se condensa al máximo nivel la aspiración liberal a la estabilidad. Se atenúa entonces cada vez más su ligamen con la Declaración de 1789 y con la imagen del código como producto del individualismo revolucionario, y prevalece en la misma medida el otro aspecto del mismo código, es decir, la imagen de un Estado soberano, fuerte y dotado de autoridad que por
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I -fin, precisamente con la codificaci'
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.. ha sido c -o se supone- e rom er con el viejo sistema de las fuentes del derecho de abro ar o ra icalmente e crear un sistema normatIvo cerrado -autosuficiente los 'ueces ue en y deben res etar El estatalismo liberal encuentra en e código civil una manifestación normativa de primera magnitud; gracias al código, el liberalismo europeo puede finalmente pensar en el derecho positivo del Estado como en un derecho cierto y estable -la célebre certeza del derecho- que los jueces aplican de manera segura, garantizando a los individuos las posiciones jurídicas subjetivas fijadas en la ley. Pero hay más. El valor fundamental de la certeza del derecho incorporado en el código se impone, precisamente en la lógica de base del estatahsmo liberal, en primer lu ar rente a las constituciones a las Declaraciones de erec os, demasiado uctuantes y por ello poco seguras, demasia o pen lentes de las opciones políticas del cuerpo constituyente. Las relaciones entre las fuentes del derecho llegan así a invertirse completamente. La constitución no sirve ya para dictar los principios básicos que tienen que reflejar las leyes del Estado y, eventualmente, defender los derechos y libertades frente a los posibles arbitrios de los poderes constituidos; sino que estos últimos, ahora armados con el código de un sistema normativo cerrado y con autoridad, deben ser defendidos de las intromisiones de los principios constitucionales que reflejan las elecciones políticas del momento y, por ello, amenazan la certeza del derecho garantizada por la ley del Estado. En una palabra, la tutela de los derechos garantizados por la constitución se sustituye por la certeza del derecho garantizado por el código y por la ley, por el derecho positivo del Estado. Ésta es la primera conquista del estatalismo liberal: poner en el centro y en la cumbre del sistema de fuentes del derecho la ley del Estado y, proporcionalmente, reducir el espacio de la constitución, .';!e ahora es sobre todo Frame ofgovernment, instrumento de organización de los poderes púbhcos, más ue auténtico acto de funcra: mentaclOn tute a e os erec os liberta es (CLAVERO, 1989). onsecuentemente, as Dec araciones de erechos -incluida la de 1789- pierden poder en el plano normativo y prescriptivo. El derecho natural en ellas contenido ya no es el punto de partida necesario para la construcción de un nuevo derecho positivo. Frente a la soberanía de la ley del Estado, las Declaraciones de derechos con sus derechos naturales aparecen poco más que como una clase de manifiesto programático, que tiene poco que ver con el derecho positivo estatal, que es el que los jueces ordinaria y cotidianamente aplican. Una explicación similar debe hacerse para la administración púlica. En efecto --como ya hemos dicho-, el derecho de la administración pública es la otra pieza fundamental, junto al derecho civil
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del código, del derecho positivo del Estado, entendido como derech~ fundamentado en sí mismo que valora poco, es más, desconfía, una legitimación de orden constitucional. Aunque el derecho administrativo no sea nunca codificado como el civil-por motivos que no pueden ser indagados aquí-, asumirá cada vez más en el curso del siglo, como el civil, el carácter de un sistema cerrado y autosuficiente, dotado de propias y específicas instituciones y principios generales elaborados por la ciencia jurídica. Setrat de un proceso que culmina en el último cuarto del siglo y en los primeros decenios del nuevo, cuando la administración pública aparezca dotada de un verdadero y propio derecho preciso y específico para ella, de un sistema de actos y de negocios, de una jurisdicción -la administrativa- distinta de la jurisdicción ordinaria, civil y penal. El derecho administrativo, así entendido, es también atraído -como el derecho civil del código- por la órbita ideológica del estatalisrno liberal. En efecto, frente a la interpretación liberal-individualista del derecho administrativo, que intenta someter la administración al derecho --con finalidad de garantía-, someter a límites jurídicos ciertos y calculables los actos de los administradores públicos y de toda la maquinaria del Estado, va ganando terreno a lo largo del siglo otra interpretación del mismo derecho administrativo, de impronta decisivamente estatalista, Si existe un derecho ropio esinispecífico de la administración ública enonuna o erecho IVO es porque a misma administra ., n re resenta en el nivel más a o a potesta onginana soberana del Esta o, ue, como ta , no ue e to erar normas ue roven an de era e': e a SOCle a civil de los particulares o de las e ecciones realizadas en el terreno olítico-constltuclOnaI. En suma, en el derecho administrativo, e;;;cho de la administración, se manifiesta bien la autonomía de los aparatos administrativos públicos, sin los que, en la lógica liberal estatalista, no existiría ningún verdadero Estado de derecho, porque toda la maquinaria del Estado se plegaría a las exigencias de los particulares o a las opciones de orden político-constitucional de turno. En concreto, no se puede admitir que, por una parte, el Estado como administración se someta con su autoridad al régimen jurídico civil ordinario, o que sea llamado a juicio como@alquier particular, y por otra, que toda la vida del Estado, cuando actúa cotidianamente como administración, esté influida constantemente por los cambios del orden constitucional. Así, también el derecho administrativo, como el derecho civil del código, se conviéÍ"te esencialmente en derecho ositivo del Esta en el sentido de que ambos sistemas normativos ---el civil y e administrativo- constituyen un tipo de derecho que se liga en primer lugar, por su misma existencia, a la autoridad del Estado, es decir, a una realidad ya no problemática, como en el tiempo de la revolución,
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sino pacífica para la cultura política y jurídica liberal que al fin satisace su aspiración de estabilidad. Esto se realiza --como hemos intentado explicar- pagando un precio no despreciable desde un punto de vista estrictamente constitucional: colocando el núcleo de poder público soberano, el Estado, más al/á de la constitución, en una zona que ésta ni puede ni debe alcanzar. A pesar de ello, se trata un oder entendido como no arbitrario, porque de lo contrario estaríamos fuera e liberalismo político y jUfídico. ~ trata de un.poder normativizado gue, a su vez, ~: crear normas y generar seguridad tanto en el plano civilista como en el púbhco-admlllistratI~, en fas relaCIOnes entre los p;rticuIares como entre éstos y el Estado; garantizar, valiéndose de su autoridad l"1 de Estado soberano, la certeza ([el derecho. aue desde un vista subJetIvo suQOi1e garantía y certeza de las QQs.@9nes jurí~de @.da uno. Pero -y esto es lo que más nos importa- e ~ se realiza contra la supremacía de la constitución, que para nuestros li era es se convierte esencia mente en supremacía de la política, y por eso fuente de inestabilidad y de inseguridad para los individuos y para los poderes públicos.
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Este deslizamiento desde la supremacía de la constitución -como norma fundamental o como máximo instrumento de garantía- a la supremacía del Estado y de su derecho positivo cristaliza definitivamente, de manera clara y estructurada, sobre todo en el último cuarto de siglo y en los primeros decenios del nuevo cuando, con el gran desarrollo de la ciencia europea del derecho público, se codifique acabadamente la doctrina estatalista liberal de los derechos y libertades. Sobresalen aquí tres grandes figuras, tres juristas que juntos representan, con sus obras, el más alto nivel de elaboración teórica de la doctrina del Estado de derecho europeo-continental en materia de derechos y libertades. Se trata del francés Raimond Carré de Malberg (1861-1935), del alemán Georg Jellinek (1851-1911) y del italiano Vittorio Emanuele Orland~2). Aunque los tres juristas trabajan en situaciones histórico-constitucionales distintas -una República, la Tercera, para Carré de Malberg; un sistema político todavía condicionado por el principio monárquico, en el caso del Segundo Imperio de Jellinek; una monarquía fuerte pero ambiguamente parlamentaria, en el caso de Orlando-, sus reflexiones coinciden en muchos puntos. En concreto, la cuestión que a nosotros nos interesa -los derechos y las libertades- es la más idónea para analizar los trazos comunes que nos permiten hablar de una auténtica doctrina europea del Estado de derecho.
Como punto de partida, existe una lectura común de la revolución francesa, una valoración común del alcance y de los efectos de este acontecimiento histórico. Ahora que la revolución está más lejana es posible retomar la cuestión, después de las críticas liberales de la primera mitad del siglo, suministrando una versión orgánica y definitiva de la interpretación liberal de la misma revolución. El primer aspecto sustancial de la doctrina del Estado de derecho europeo-continental, respecto a la revolución, puede sintetizarse en los siguientes términos: de la proclamación revolucionaria de las libertades a la tutela de los derechos en el derecho ositO tatal. El proceso que conduce e una a otra no es considerado por nuestros juristas liberales como una evolución pacífica, como un mero perfeccionamiento de los instrumentos de tutela o como una concreción de las abstractas proclamas revolucionarias en el derecho positivo estatal. Al contrario, se trata de un proceso marcado -como en parte ya sabemos- por una profunda discontinuidad. Se hace ahora patente, de manera definitiva, que la doctrina e~ rapea-continental del Estado de derecho no contempla, sino que re chaza, la presencia de un catálogo de derechos fundamentales, a imagen de la Declaración de derechos de 1789. Para nuestros jurist , esta elección de la revolución se debió a contingencias históricas concretas que exigieron, por una parte, prestar atención a las presiones contractualistas provenientes de la base y, por otra, crear una tabla de valores que legitimasen los nuevos poderes públicos, activando así su capacidad de intervención en la sociedad en nombre de los principios expresados en la misma Declaración de derechos. En suma, las Declaraciones de la revolución se justifican sólo en el contexto de una relación entre el Estado y la sociedad que la revolución no logró situar en términos correctos. Como hemos visto, las' Declaraciones servían para legitimar las exigencias contractualistas de la sociedad sobre el Estado, pero también las exigencias dirigistas -recordemos cuanto hemos dicho en las páginas precedentes a propósito de la constitución como norma directiva fundamental- de los poderes públicos sobre la sociedad. Ahora bien, con el advenimiento del Estado liberal de derecho las cosas se colocaron en su sitio: la soberanía del Estado se sustraía a las exi encias contractualistas de los IndIVIduos de las fuerzas sociales, por una arte' a au onoml e a sacIe a CZVI, a -as eXI enci s Ir! istas e los oderes ú icos or otra. n esta nueva situación e estabi idad -pensemos en la Francia de la Tercera República, en el Segundo Imperio de Alemania, en la época giolittiana en Italia, es decir, en contextos histórico-políticos e histórico-sociales que podían acreditar la sensación de una conquista definitivamente segura- se pensaba que no existía ya ninguna necesidad de una Declaración de derechos, porque nadie tenía ya necesidad de legitimarse
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. sobre la base de principios de naturaleza político-constitucional: ni los individuos ni la sociedad civil, garantizados en su esfera sobre todo por el código civil y desligados del afán constituyente; ni los poderes públicos, reforzados en la esfera de la soberanía políticoestatal y por ello sin necesidad de aparecer como instrumentos de transformación de la sociedad con fines de justicia sobre la base de valores fijados en al misma Declaración. Sólo si se tiene presente este marco general de referencia, bien distinto del de la revolución, no asombrará la forma con la que uno de nuestros juristas, Carré de Malberg, liquida de manera sumaria la Declaración de 1789 con este razonamiento: si la Declaración, recogida en el Preámbulo de la Constitución de 1791, era por ello parte integrante de la Constitución, se derogó sin duda por las constituciones sucesivas que habían derogado la misma Constitución de 1791; si, al contrario, la Declaración no había entrado a formar parte de ninguna constitución, se debía asumir tal circunstancia como prueba evidente de su carácter político-filosófico, en absoluto jurídico. En definitiva, la Declaración de derechos se consideraba como uno de los múltiples documentos producidos por la revolución que quizá había tenido una breve y limitada vigencia jurídica con la Constitución de 1791. Por ello sería de interés para el historiador de los sucesos revolucionarios, pero no ciertamente para el jurista, que tenía que enfrentarse solamente con las normas vigentes del derecho positivo estatal. Hasta aquí la parte destructiva de la crítica liberal a la revolución francesa. Pero épodían nuestros juristas y, en general, el liberalismo de finales del siglo XIX y principios del xx olvidar la revolución? Y ése debía dar por descontado que el estatalismo liberal era una invención de los mismos liberales, pensado totalmente -como Estado de derecho- después de la revolución, o mejor dicho contra ella? En concreto, una respuesta precisa y satisfactoria a la segunda pregunta era necesaria y urgente para la doctrina europeo-continental del Estado de derecho. En efecto, nuestros juristas liberales advirtieron de manera sutil la necesidad de legitimar sólidamente al Estado, más allá de la conocida polémica de la primera mitad del siglo contra la inestabilidad revolucionaria. Si todo terminaba por converger en el Estado y, sobre todo, si los derechos y libertades encontraban ahora su sede apropiada exclusivamente en el derecho positivo estatal, era entonces necesario que este mismo «Estado» apareciese como algo más que el simple fruto de la polémica liberal contra la inestabilidad de la revolución. Por este motivo, para nuestros juristas se hace necesario releer la revolución, buscando valorar al máximo nivel su vertiente estatalista, buscando sacar a la luz cómo también en ella, a pesar de las desviaciones y los excesos típicos del momento revolucionario, estaba ya pre-
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sente la aspiración, en aquel momento ahogada, de construir u~n auténtica soberanía del Estado. Por ello, los juristas liberales buscan, a pesar de su crítica a la Declaración de derechos, trazar una línea de continuidad entre la revolución y ellos mismos, entre la revolución y la doctrina del Estado de derecho. Se trataba de una lectura difícil y problemática, porque los elementos del estatalismo revolucionario -que hemos analizado en el capítulo segundo- no se habían precipitado en la afirmación de una auténtica soberanía del Estado como la propugnada por nuestros juristas casi un siglo después. Sin embargo, el intento de los juristas liberales de apropiarse de la revolución no puede escandalizarnos demasiado. En realidad la revolución ha sido para Europa un suceso tan emblemático que, de alguna manera, empuja a todos a mirarse en ella, genera la tentación de buscar en ella el origen primero de lo que se es o se quisiera ser: de la democracia, liberal o social o también socialista; de la sociedad liberal, burguesa o capitalista. Por eso, nuestros juristas no son más que una voz entre un nutrido grupo de lectores de la revolución. Ahora, nos interesa entender no tanto si ellos nos dicen algo cierto o fidedigno sobre la revolución francesa, sino más bien cuál ha sido su lectura concreta y cómo sirvió para consolidar el Estado de derecho de finales del siglo XIX y de comienzos del nuevo siglo. La guía de esta relectura está obviamente en la soberanía; y, por ello, la atención de nuestros juristas se centró sobre todo en el artículo tercero de la Declaración de derechos de 1789 que atribuía la soberanía a la nación. ¿Cuál fue el motivo de fondo de tal opción por la soberanía de la nación en 1789? Como ahora ya sabemos, nuestros juristas no podían admitir el poder constituyente -entendido como poder originario y soberano de la sociedad de los ciudadanos políticamente activos, precisamente de la nación, de decidir los caracteres generales de las instituciones políticas-, ya que de este modo se volvía al contractualismo de la revolución y, por ello, a la reprobada condición de inestabilidad en las relaciones políticas y sociales. Sobre todo gracias a Carré de Malberg, se tiene ahora una lectura totalmente nueva del artículo tercero de la Declaración de 1789, y por ello del mismo principio de soberanía de la nación. Se trata de una lectura que -como enseguida veremos- presupone un modo completamente nuevo de valorar la revolución en su conjunto. En su esencia más profunda, la revolución no había sido una transferencia de soberanía de un sujeto a otro, es decir, del monarca al pueblo. Entenderla de este modo fue la injusticia más grave cometida por los revolucionarios, que acabaron por reducir las instituciones políticas a mero instrumento de actuación de las voluntades del pueblo soberano, a imagen del absolutismo regio que, de manera pareci-
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da, había considerado las instituciones como totalmente dependientes de la voluntad superior del monarca. Por este camino se terminaba inevitablemente, a los ojos de nuestros juristas, en el así llamado atomismo revolucionario que ya hemos tenido ocasión de recordar. Se provocaba un proceso político en el que cada uno --como titular de una cuota de soberanía, como miembro de la nación o del pueblocreía disponer de las instituciones políticas. La fase jacobina de la revolución era, siempre desde la óptica de los juristas liberales, todo esto y, con esto, la destrucción de toda mínima condición de unidad y de estabilidad política. Se trataba entonces de volver a 1789 y a la presunta versión originaria de la soberanía nacional que, según nuestros juristas, la revolución habría alterado sucesivamente, interpretándola -como arriba se decía- como una simple transferencia de poderes del monarca al pueblo. Es aquí, en este esfuerzo de relectura de los juristas liberales, cuando aparece providencialmente el término-concepto de «moderno». En realidad, el esfuerzo inicial de la revolución había sido proponer un criterio moderno de atribución de la soberanía política, que la revolución había arrollado porque estaba todavía ligada al criterio «antiguo» --en oposición al «moderno», obviamente- de la soberanía en sentido subjetivo, antes del monarca ahora del pueblo, entendido jacobinamente como universalidad de los ciudadanos vivos. La soberanía en sentido moderno niega, por el contrario, todo poder originario absoluto a cualquier sujeto; y en este sentido era pensada inicialmente -también en opinión de nuestros juristaspor los constituyentes de 1789, que invocaban la soberanía de la nación para excluir que la nación con sus instituciones políticas, en cuanto soberana, pudiera depender de la voluntad de un sujeto preconstituido, fuese el monarca o el pueblo, como concreta y física sociedad de ciudadanos políticamente activos. Como se ve, el vuelco es total. La soberanía ya no es el JlQder subjetivo de decidir, en sentido constíñiyente, sobre cara<;.teres de las institucion~~ s~oel~~~ ~_~a... naci~n y. de .sus in~tituciones ~olíticas de excluir tOabtlpO ae depen3encla "extenor ue retenda 1rl Ida rescn n-
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de la soberanía de1.eueblo. --'PCíék¡;;-é;Si!1üra indIVidualizar, con cierta precisión, la línea que nuestros juristas trazan desde la revolución hasta sí mismos y hasta su Estado de derecho. En una palabra, es la línea del Estado moderno como titular monopolizador de la soberanía política que, en cuanto tal, es capaz de negar toda dependencia del exterior, de un sujeto preconstituido. La revolución francesa, según nuestros juristas, había intentado realizar este camino en un primer momento. Con el artículo tercero de la Declaración de derechos, había buscado contraponer
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la soberanía de la nación al principio monárquico y al mismo tiempo al democrático-radical. Había intentado fundar la autoridad del Estado y de las instituciones políticas sobre la nación, es decir, sobre un dato objetivo y muy unificado que no podía y no debía depender ya de la voluntad específica y particular de ningún sujeto preconstituido, ni del monarca, ni del pueblo físicamente entendido como universalidad de los ciudadanos vivos y como conjunto concreto de fuerzas", políticas y sociales. La revolución no lo había conseguido, no había logrado crear instituciones políticas fuertes y dotadas de autoridad que, en nombre de la nación, fuesen capaces de rechazar todo intento de dominio por parte de sujetos políticos concretos, como el monarca o el cuerpo constituyente soberano de ciudadanos. Según la interpretación de nuestros juristas, esto sucedía porque la revolución, a pesar de todo, debía demasiado al criterio «antiguo» de atribución de la soberanía política de tipo subjetivo. En otras palabras, al destruir la soberanía de un sujeto, el monarca, la revolución estaba predispuesta a buscar la soberanía de otro sujeto, el pueblo, para ocupar el puesto del primero. Fue así como abrió el camino a la soberanía popular de impronta jacobina, al atomismo revolucionario, a la destrucción de toda condición mínima de unidad y de estabilidad política. \ La revolución representa por ello, a los ojos de nuestros juristas, el momento histórico en el que el Estado soberano nacional moderno logra afirmarse frente a algunas exigencias de dominio, como la del monarca o la de los antiguos poderes de impronta feudal y señorial, pero no es todavía tan fuerte como para afirmarse globalmente frente a las exigencias de dominio de los individuos-ciudadanos, del pueblo o de las facciones que en él se agitan. Resumiendo, la revolución no logra despersonalizar totalmente las relaciones políticas. La misma ley, enfatizada por los revolucionarios, no es todavía reconducible de manera cierta y segura a una razón abstracta e impersonal, como el Estado, y es todavía con demasiada frecuencia el fruto concreto de quienes físicamente la han querido, el pueblo y sus representantes. He aquí, por lo tanto, la línea que sin solución de continuidad va desde la revolución al Estado de derecho decimonónico que antes habíamos bosquejado y que ahora podemos concretar. En la ÓPtica] de nuestros juristas aquel Estado de derecho tenía el deber preciso de @ completar el proceso histórico de afirmación de la soberanía del Estado nacional. Proceso que, como hemos visto, la revolución había iniciado de manera demasiado incierta y contradictoria, en cuanto que tal soberanía se afirma ahora también frente a la amenaza ya la tentación democrático-radical de la soberanía popular de la que la revolución no había conseguido escapar. Si esto es posible ahora, lln siglo después, es porque en el ínterin ha crecido enormemente la
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autoridad del Estado en clave de Estado de derecho, es decir, de Estado capaz de imponer su derecho a todas las fuerzas particulares que actúan en la sociedad y al pueblo. Resumiendo, se trata de dilatar sin medida los elementos estatalistas presentes ya en la revolución, rechazando resueltamente su lado tl\ individualista y contractualista -las ideologías del contrato social y ~ del carácter preestatal de los derechos individuales- y sobre todo la perspectiva constituyente, que ponía en la base del Estado la voluntad de los ciudadanos, de los individuos políticamente activos. Finalmente, hay que preguntarse: équé lugar terminan por ocupar los derechos y libertades dentro de una cultura política y jurídica de este tipo? ¿Qué doctrina de los derechos y libertades produce la teoría jurídica del Estado de derecho y, en general, el estatalismo liberal? En primer lugar, se debe observar que con nuestros juristas se agota el desarrollo histórico del iusnaturalismo moderno que se inició en el siglo XVII. En otras palabras, ya no parece posible fundar los derechos y las libertades sobre el gran argumento del estado de naturaleza, contraponiendo el derecho natural de las libertades al derecho positivo del Estado. Tal operación parece fruto del tiempo histórico espectfico de la revolución, que se piensa definitivamente desaparecido y que todavía no conocía -como hemos visto-- la plena e integral soberanía del Estado nacional y de su derecho. Ahora existe un solo y único derecho, el derecho positivo del Estado-:-Eñ ~, y s~lo en ~!, @Os derechos libertades deBen encontrar el fun~~ mento as o ortunas formas de tute a. -- Como recordaremos, a cu tura revolucionaria de los derechos y libertades había intentado mediar entre estatalisrno e individualismo iusnaturalista. Ahora bien, nuestros juristas anulan el segundo término de tal relación de mediación y rechazan, por tanto, considerar los derechos de los individuos como valores que preceden a la autoridad del Estado: son sólo el resultado de una concreta aplicación de las normas del Estado. Por eso la repulsa del modelo iusnaruralisra -individualista y contractualista- es clara y rotunda, así como igualmente clara es la inclinación de nuestro Estado liberal de derecho en sentido estatalistao De esta manera, la doctrina jurídica más madura de tal Estado afirmará claramente que los
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Pero tal inclinación en sentido estatalista no sirve sólo para fundamentar los límites del Estado en relación con la garantía de las libertades civiles, las «negativas», sino también en lo que se refiere a las libertades políticas, las «positivas», en primer lugar en referencia al derecho del voto. En efecto, una vez desaparecida la hipótesis de la democracia directa de impronta jacobina, una vez eliminada la referencia revolucionaria al contrato social y al cuerpo constituyente soberano, así como a la misma soberanía popular, el derecho de VOto asume mediablemente el significado de ejercicio de funciones públicas, como. es por lo demás característica esencial de todo modelo de relaciones políticas orientado en sentido estatalista. Así, cuando el elect el Estado liberal de de cho decimonónico -y esto sirve asta la llegada e los parti os políticos de masa posteriores a la primera guerra mundial- elige a sus representaqtes no forma parte de una cowunidad soberáñá -el pue5To o la nación- que, en cuanto tal, determina~ el instrumento de las elecciones- t§a dirección vinculante.Q.ara l~eres públicos, sino q~e más bie!!...eJ~~_una ~~ada normas CIeI'Estaoo que~~as:ca1Ja es, a los que te'ñarañ"éf'C1eTiCaao cJe5er de lelñSlar. es de e inter r ar as necesl a es e a nacion, En suma, no es el cuerpo soberano de los ciu adanos e ectores e que prescribe un rumbo a los poderes públicos, sino que, al contrario, son estos últimos los que se sirven de los electores para designar a la clase política dirigente. Se intuye así, entre otras cosas, cómo tal concepción estatalista del derecho de voto facilitó la permanencia, a lo largo del siglo XIX, de sistemas electorales de tipo censitario. En el fondo permanece el trauma revolucionario y jacobino de la democracia directa y del sufragio universal, que se asocia a la responsabilidad de haber destruido toda forma mínima de unidad y de estabilidad política. Estamos así en condiciones de llegar a una primera conclusión sumaria. En el Estado liberal de derecho decimonónico, la amplitud de las libertades civiles, las «negativas», así como las formas de garan- \ tía de estas libertades dependen de un acto de autolimitación del Estado soberano; y las libertades políticas, las «positivas», dependen de un acto de soberanía del Estado, que llama a los individuos-electores a desarrollar una función pública, es decir, a designar a la clase política dirigente. Por último -he aquí nuestra conclusión-, ya no pueden existir derechos fundamentales en el sentido de que ya no puede haber un contenido necesario de los derechos fijado en la constitución -como en las Declaraciones de derechos revolucionarias- y fundado sobre datos elementales que preceden al Estado de tal manera que se impongan a él, es decir, la sociedad civil de individuos para las liberta-
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Se trata de un lugar que los protagonistas de este acontecimiento y también nuestros juristas no consideran marginal, ya que el Estado de derecho aparece como la mejor forma posible de tutela de los derechos frente a un pasado revolucionario que había proclamado solemnemente las libertades y los derechos pero que después, en la práctica, había dejado todo a la libre voluntad del pueblo soberano e incluso a la voluntad de un partido ganador, como en el caso de la fase jacobina de la revolución. En realidad, ahora sabemos que los derechos no pueden ocupar~ en el sistema político del Estado liberal de derecho, más que el espacio compatible con la opción fundamental por un modelo estatalista. Ya que en un modelo estatalista los derechos se funda entan ex sivamente en las normas de sta en cuanto que tales normas pueen tute ar os derec os, permanece abierta siempre y de todas formas la pregunta: équién impide al Estado soberano, que ha fundado con su norma los derechos de los individuos, retirar hoy lo que ha concedido ayer? ¿Por qué una norma que, por ejemplo, limite fuertemente los derechos electorales de los ciudadanos o la libertad personal es menos legítima que la norma que los fundamenta desde el momento en que ambas son expresión, en igual modo y medida, de la soberanía del Estado? Para nuestra doctrina del Estado de derecho, como para todo modelo de relaciones políticas orientado en sentido estatalista, la respuesta a tal pregunta es particularmente difícil. En efecto, es eVide.n. te} que a aquellas re untas se res onde admitiendo la necesidad de una constItución rígi a, a partir de a cual es posible considerar ilegIt1iñás\ ras normas del Estado contrarias a ella y, en particular, a la configuración que se haga de los derechos y libertades. Sin embargo, los juristas del Estado de derecho consideraban este planteamiento corriO"una inadmisible reviviscencia del censurado dere- I cho natural, es decir, de un derecho externo al Estado gJ)~menªz.aba j cóntmuamente su autoridad la certeza de su derecho. ¿Qué quedaría de tal autori a , e ta certeza y, en de initiva, e mismo Estado de derecho si las normas concretas que emanan de él pudiesen derogarse o suspenderse en cualquier momento en nombre de la constitución¡ En realidad, cuando una norma emana del Estado debe ser aplicada siempre y de todas maneras, en primer lugar por los jueces a los cuales en hipótesis podría pertenecer el control de constitucionalidad en un régimen de constitución rígida. En efecto, en un modelo político orientado en sentido estatalista, la regla general es que la ley puede ser derogada o suspendida su aplicación sólo por un acto de igual fuerza normativa, por otra ley posterior que provenga de la misma fuente, de la misma voluntad soberana. En este estado de cosas es difícil pensar, dentro de nuestro Estado de derecho, en un mecanismo que elimine las normas contrarias a
~~olíticas, las «positivas». En concreto, si todas
las libertaindan sólo y exclusivamente sobre las normas del Estado, se dpl;>éporfuerza admitir que existe ahora un solo derecho fundamenel de ser tratado conforme a las leyes del Estado. , En otras palabras, toda la problemática de las libertades se reduce a la problemática de la actio, de las soluciones jurisdiccionales que se pueden invocar en el caso de que alguien lesione un derecho individual fundado sobre la ley. Esto es precisamente, en síntesis, el Estado de derecho: un mecanismo de rápida, segura y uniforme aplicación de la ley por parte de los jueces. Que después tal ley reconozca, en el plano de los contenidos, ciertos derechos de modo más o menos amplio, es algo que ya no puede ser examinado de ninguna manera al faltar ahora un punto de referencia de orden superior a la misma ley, tipo constitucional. Lo que importa es sólo que los derechos que la ley reconoce en ese momento sean adecuadamente tutelados, en el sentido de que sea siempre posible recurrir a un juez para su tutela. . En qué medida tal tutela jurisdiccional de los derechos sea realmente eficaz en el Estado liberal de derecho, es algo que no corresponde discutir aquí. Baste recordar el caso emblemático -al que ya hemos aludido en este capítulo- de la justicia administrativa, es decir, de un remedio contra los actos arbitrarios de la administración pública que con el tiempo se consolidará como plenamente jurisdiccional. Ciertamente, fue entendido por muchos juristas liberales como una extensión de la tutela a favor de posiciones jurídicas subjetivas de otra manera no protegidas, pero al mismo tiempo fue proyectado y estructurado de tal manera que no comprometiera el principio básico de la soberanía del Estado, presente y perfectamente operante también en la administración: que no podía por ello ser implicada en un juicio a la par y del mismo modo que cualquier particular, o frente al mismo juez -el ordinario- que juzgaba habitualmente entre particulares. En definitiva, en un sistema político fundado sobre principios de carácter estatalista es difícil que el juez -no importa si ordinario o administrativo- sea completamente libre para tutelar los derechos individuales en el momento en el que éstos chocan con las razones de la autoridad. En efecto, el juez del que se trata no es depositario de un ideal de garantía autónomamente fundado en la constitución -COmo en el caso estadounidense-, sino que es expresión de la soberanía del Estado, de tal manera que, en plenitud, no puede aparecer como un tercero neutral entre las razones individuales de los particulares y las razones de la autoridad pública y de la burocracia del Estado. Quizá estemos ahora en condiciones de responder a los problemas antes formulados sobre el lugar que derechos y libertades ocupan en el Estado liberal de derecho del siglo pasado.
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la constitución por la sencilla razón de que las opciones estatalisras excluyen que la soberanía del Estado -y su derecho- pueda ser puesta en discusión en nombre de una constitución como norma fundamental de garantía -entendida como autónomo acto de fundación de los derechos y libertades-o En otras palabras, el Estado de derecho del siglo pasado, en cuanto heredero de la tradición europeo-continental de la soberanía política, descarta la solución estadounidense de la constitución rígida y del control de constitucionalidad confiado a los jueces, porque ve en tal solución una amenaza para la soberanía del Estado, para la certeza de su derecho. Por este camino, se descubre de nuevo la continuidad que existe entre la revolución y el Estado de derecho -de la que ya hemos discutido antes, a propósito de la soberanía nacional-: el dogma de la fuerza de la ley, la convicción de que la ley una vez emanada de6~ ser, slempre'y de todos modos, aphcada de manera cierta y uniforme, S10 que los Jueces puedan 1Oal2.11cifffa ---como sucedIa en el caso estadoumdense- en nombre de la constitución. Sin embargo, permanece abierta la pregunta que antes hemos señalado: ¿Cómo impedir, entonces, que el legislador viole los derechos individuales, quizá los mismos derechos que él mismo había constituido antes, con un acto soberano? La pregunta se hace más urgente cuando --como sabemos- la misma doctrina del Estado liberal de derecho había eliminado todo valor jurídico imperativo y efectivo a las Declaraciones de derechos, abandonándolas en el tiempo histórico de la revolución. Por eso ya no se podía encontrar en las Declaraciones un punto firme, un agarradero, de garantía frente al posible arbitrio del legislador. y entonces, écúal es la garantía contra una posible transformación del Estado liberal de derecho en Estado despótico? ¿Qué consistencia efectiva asumían los calificativos «de derecho» y «liberal»? Para responder a estas preguntas, que los mismos juristas de la época liberal se hicieron en varias ocasiones, se debe comprender previamente que, en la lógica rigurosa y exclusivamente estaralista, son preguntas sin respuesta. En efecto, una vez emprendido el camino de la soberanía del Estado, y de la absoluta obligatoriedad de su derecho, resulta absolutamente imposible individualizar un punto de [ referencia externo -en hipótesis la constitución- para fundamentar la legitimidad del derecho estatal. Entonces, para responder a nuestras preguntas y para tranquilizar las conciencias liberales acerca de la efectividad del límite entre Estado de derecho y Estado despótico, era necesario salir del modelo estatalista; más en concreto, era necesario encontrar un correctivo para este modelo que no pusiese en discusión la soberanía del Estado pero que, al mismo tiempo, ofreciese un apoyo seguro a quien se preocupaba por la suerte de los derechos individuales.
Después de la repulsa, fuerte y clara, del modelo iusnaturalista, contractualista e individualista la búsqueda de la que hablamos tenía que dirigirse al modelo historicista, que por otro lado ya lo hemos '.' visto presente en el panorama general decimonónico del estatalismo liberal. En concreto, hemos visto que el término-concepto de «nación», en oposición al revolucionario de «pueblo», desarrollaba para nuestros liberales una función esencial, la de negar el fundamento contractualista del Estado, su dependencia del pueblo, es decir -a la manera jacobina-, de las voluntades de los ciudadanos políticamente activos. La «nación», a diferencia del «pueblo», es una realidad histórico-natural, es un dato objetivo, estructurado por la misma historia, y no puede por eso, como tal, ser fácilmente presa de los sujetos políticamente activos, de los partidos vencedores de turno. Miremos ahora esta misma problemática, no ya desde el punto de vista del fundamento del Estado -firme y estable en cuanto que no es voluntarista y contractualisra, sino histórico-natural-, sino desde el que ahora nos interesa, desde el punto de vista del posible arbitrio del legislador en materia de derechos y libertades. Brevemente: si el Estado se fundamenta en la realidad históriconatural de la nación nunca podrá ser del todo libre en sus manifestaciones de soberanía, deberá tener siempre en cuenta la realidad objetiva de la nación, desde el momento en el que aparece unida a su desarrollo histórico, en el nivel de madurez civil, política y económica que ha alcanzado. Intentemos entonces, finalmente, ofrecer una respuesta a nuestras preguntas sobre el arbitrio del legislador. El argumento histori-l' cista desdramatiza esta liípótesis, porque el legislador, en cuanto soDetano, no odrá nunca redUCIr los es aclOS de los derechos y . 11 erta es más a a e ímite rado or e esarro lo istórico e a ~ No podrá reducir la amp itu e as libertades clVlles, las «negativas», que los individuos han adquirido como propias en el tiempo; no podrá negar el acceso a la sociedad política, al ejercicio del derecho de voto y de las libertades políticas, las «positivas», a quien posea la madurez necesaria para el ejercicio de estas libertades. En otras palabras, si la sociedad nacional se desarrolla en sentido liberal, de progresiva afirmación y extensión de las libertades civiles y políticas ---como los protagonistas de aquel tiempo creían firmemente, animados por una filosofía optimista de la historia y del progreso- el Estado debe seguir tal tendencia, reflejándola puntualmente en su legislación. Si no lo hiciese así, se convertiría rápidamente en una especie de cuerpo extraño, que la comunidad nacional rechazaría. No por casualidad, bajo esta perspectiva, los juristas de nuestro Estado liberal han recordado en otras ocasiones el gran mito de la Glorious Reuolution de 1689. En ella veían el modelo acabado de una resistencia legítima contra el arbitrio del poder político, que no
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se produce en nombre de valores abstractos asumidos y fijados racionalmente, que no se dirige a destruir la autoridad política -como en el caso de la revolución francesa- sino a reconstruirla, a reconducirla sobre los caminos de la historia y de la realidad de la nación. Entonces, resumiendo, la soberanía del Estado, también en cuanto a la garantía de los derechos, no está limitada y no puede ser limitada por otro derecho, por una norma de orden constitucional, por un conjunto de principios racionalmente fijados en una Declaración e derechos, por un control de constitucionalidad confiado a los juees. Está limitada más bien por los hechos y por la historia, por el lugar que el poder político ocupa en la sociedad liberal del siglo pasado, indudablemente más circunscrito bajo esta perspectiva que el que ocupaba en la revolución. La revolución, en efecto -y así volvemos, para concluir, a las argumentaciones de las que hemos partido al comienzo de este capítulo-, por una parte no había afirmado suficientemente el valor de la soberanía del Estado, porque todavía estaba demasiado influenciada por los modelos iusnaturalistas, individualistas y contractualistas, pero por otra había exaltado demasiado la autonomía y las virtudes de lo político, es decir, la capacidad de los poderes públicos de anticipar la historia y el desarrollo concreto de la sociedad, de reformar esta última en nombre de la voluntad general y sobre la base de los valores elegidos por el cuerpo constituyente y por la misma clase política dirigente. En el Estado liberal de derecho or el contrario se a uesta or una aosoluta exc usivi a e derecho del Esta o, con su aplicaCIón rápi a y segura, ya no contestable so re a ase de otro derecho distinto al estatal; pgo.2l.»,Üs,po t!!:mpo se sustrae al poder político -que es titular de aquel pOder soberano normativo-e- toda aspiraci2.lL~~_virtuoso a im oner valo es de orden constI UClO o djF!.Strice.s gueri as por e pu.e_~.Qb,srano, as cua es uniformen y conformen toda la sociedad. -- - • - -~-Ño'Iiay ~d;~ que ser liberal en el siglo pasado significó inseparablemente ambas cosas: reconstruir la autoridad del Estado soberano y negar al mismo Estado todo poder vinculante y global de dirección de la sociedad. Se podría decir, en síntesis, que en la lógica liberal la constitución como norma fundamental de garantía (costituzione-garanzia) no puede imponerse como norma al Estado soberano, pero al mismo tiempo la constitución como norma directiva fundamental (costituzione-indirizzo) no puede imponerse como norma a la sociedad. No por casualidad el modelo liberal inició su declive aproximadamente con el fin de la primera guerra mundial cuando, con la llegada de los partidos de masa, la referencia a la necesaria unidad histórica de la nación -como fundamento no contractual de las
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instituciones políticas y, como hemos visto, límite necesario a su acción sobre la sociedad- aparezca como algo abstracto e improbable. Y cuando, por el contrario, se vea cada vez más como algo concreto y visible la competencia entre sujetos distintos, entre partidos, clases y grupos de intereses por la conquista del poder político, por la determinación de la dirección política dominante, que a su vez terminará por cambiar los equilibrios de la sociedad. Entonces, será cada vez más difícil reconocer en el legislador el espejo fiel de la nación y de su historia, el acuerdo tradicional de hombres eminentes y capaces que la nación misma había elegido con el método de las elecciones más allá de todo conflicto de dirección o de parte. La misma ley aparecerá entonces, cada vez más, como el fruto de una voluntad política y de una mayoría vencedora, y surgirá inevitablemente la necesidad de poner un límite positivo al legisladar, de vincularlo a la observancia de ciertos valores constitucionales y también de obligarlo a la realización de aquellos valores en la sociedad. Después del largo dominio decimonónico de la soberanía del Estado se vuelve así, gradualmente, a poner el acento sobre la constitución como máxima garantía contra el arbitrio de los poderes públicos y también como norma directiva fundamental a cumplir sobre la base de los valores en ella fijados. La constitución como norma fundamental de garantía y la constitución como norma directiva fundamental de las revoluciones volverán de esta manera a vencer.
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Capítulo 4 PARA CONCLUIR: UNA MIRADA A LAS CONSTITUCIONES ACTUALES
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Pero más allá de las características singulares de las constituciodemocráticas posteri ores a la segunda guerra mundial, cabe destacar que en este momen to histórico se descubre en su conjun to la supremacía de la constit ución, bien como máxima forma de garantí a de los derech os y libertades, bien como norma directiva fundamental a seguir para la realización de los valores constitucionales. Estos dos último s aspectos son inseparables de la inspiración originaria de nuestra s constituciones. En efecto, tras la caída de los regímenes totalita rios y la conclusión de la segunda guerra mundial parece insuficiente una afirmación solemne, protegida por la constitución, de los derech os y libertades frente a las posibles prevaricaciones de los podere s públicos. Parece necesario concebir la constitución misma, y al mismo tiempo , no sólo como norma fundamental de garantía, sino tambié n como norma directiva fundam ental a la que deben conform arse en sus acciOfi"es, en nombre de los valores constltucionales~ todos los SUJetos políticamente activos. públicos y pnvadOS:En efimti va, se concib e la constitución no sólo como mecanismo encaminado a la protecc ión de los derechos, sino también como gran norma directiva, que solidariamente compro mete a todos en la obra dinámica de realización de los valores constitucionales. Así, en la constitución italiana de 1948 el artículo segundo en el que la República «reconoce y garanti za los derech os inviolables del hombre» va inmedi atamen te seguido del artículo tercero, que compro mete a la misma República a «remov er los obstáculos de orden económico y social» que de hecho limitan la libertad, la igualdad y los derechos políticos de particip ación de todos los ciudadanos. Ahora bien, desde nuestro punto de vista, es import ante comprende r que esta reanud ación del protago nismo de la constitución --como norma de garantí a o como norma directiva fundam entalha de entend erse frente a la versión estatalista del Estado de derech o que había domina do todo el liberalismo decimonónico, como hemos visto en el capítul o anterio r. En concre to, si la constitución debe ser -precis ament e como acto de fundaciónaeT as derechos y liberta des-- una verdadera":y" precisa norma jurídifa -y no ya un mero manifiesto político-ideológICO como sostenían los juristas liberales a propós ito de las Declaraciones de derech os de la revolu ción- ~ .ense~Jlida el problema de la ilegitim idad de a uel1as normas e derecho ositivo estatal VI entes en cuanto emana as arma mente de manera correcta, per contran as a a constItuclOn -norm a un amental de orden superior- en cuanto a los conten idos sustancia!.§§.. En otras palabras, la existencia misma de un contro l de constItucionalidad -no import a si difuso o concen trado, si de mera inaplicación de la norma estatal constit uciona lmente ilegítim a al caso concre to o con eficaci a anulatoria erga omnes de la norma misma - destruye el dogma libees
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ral-estatalista de la fuerza absoluta de la ley, y crea así una situación, inconcebible para la doctrin a decimonónica, en la que la validez de las normas del Estado está como suspendida, en el sentido de que depend e de un juicio sobre su conform idad con la constitución y, en definitiva, con una cierta interpr etación de la constitución y de los principios constitucionales. Pero, como antes se decía, la renova da supremacía de la constitución no se refiere sólo a este aspecto, que es el de la rigidez constitucional, el del control de constitucionalidad y el de una tutela más eficaz de la esfera individual de libertad con el instrum ento de la constitución como norma fundam ental de garantí a (costituzionegaranzia). Con las constituciones democráticas de este siglo vuelve a primer plano otro aspecto, el de la constitución como norma directiva fundamental (costituzione-indirizzo), que dirige a los podere s públicos y condiciona a los particulares de tal manera que asegura la realización de los valores constitucionales. Una materia típica de la constitución como norma directiva fundamental es, por ejemplo, el goce de los derechos sociales, así el derech o a la educación o a la subsistencia o al trabajo. Pues bien, este segundo aspecto lo mismo que el primero, la constitución como norma directiva fundamental al igual que la constitución como norma fundamental de garantía, contras ta inevitablemente con el estatalismo liberal del siglo pasado. No porque --como frecuentemente se piensa - un protagonismo de los podere s públicos, como el antes indicado, implique un crecimiento cuantitativo de los deberes de la administración del Estado -algo real, como demuestra la gran expansión de la administración estatal educativa en relación con el derecho a la educación, o de los instrum entos públicos de asistencia y prevención en relación al derech o a la subsistencia o a la salud- , ya que tambié n la administración del Estado liberal se mostró, por su lado, dispuesta, dentro de ciertos límites y según ciertas estrategias, a expand erse asumie ndo sobre sí nuevos deberes, como sucedió en varios Estados europe os a finales del siglo pasado. El motivo es más bien otro, y se refiere de nuevo a la gran cuestión de la soberanía del Estado. En efecto, lo que no es admisible para la lógica liberal-estatalista es que la unidad política de un pueblo o de una nación, representada por el Estado soberano, no se conciba como una realidad objetiva y pacífica, sino que por el contrar io se convierta en una realidad problemática que ya no puede ser presupuesta, que contrar iament e aparece como el resultado de una acción dinámica inspirada por la constitución, como el fruto de una dirección conscientemente elegida por las fuerzas sociales y políticas. En realidad, dentro de toda esta proble mática está de nuevo la inquin a del estatalismo liberal respecto al contractualismo, es decir, a la idea de que el «Estado», que tradicionalmente representa el bien fundamen-
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tal de la unidad política, no sea el presupuesto de todo, sino más bien el resultado de una acción consciente de los individuos, de las fuerzas sociales y políticas, como también de los mismos poderes públicos. Resumiendo, el esratalisrno liberal es derrotado por la nueva realidad constitucional en un doble sentido. Con la constitución como norma fundamental de garantía renace la idea de que la validez de las normas del Estado puede y debe ser juzgada partiendo de una norma fundamental que precede la autoridad misma del Estado. Y con la constitución como norma directiva fundamental renace la idea -originariamente de impronta contractualisra, pero revisada ahora a la luz de una realidad constitucional distinta que prevé la presencia de fuerzas organizadas como los partidos políticos- de que el mismo Estado existe sólo como resultado de un encuentro de voluntades, como consecuencia de una dirección elegida, que los poderes públicos deben perseguir de común acuerdo. Si en el primer caso el Estado se encuentra con un límite a su derecho positivo -inconcebible desde una óptica rigurosamente estataiista-i-, en el segundo caso el mismo Estado se convierte sin más en instrumento, que solamente existe en función de un objetivo a perseguir, de valores a realizar, de necesidades a satisfacer, como en el caso de los derechos sociales. Se entenderá bien, en este punto, que esta segunda lesión del principio de soberanía del Estado resulta no menos profunda que la primera. En efecto, el Estado es auténticamente soberano, no sólo cuando es capaz de imponer su derecho como único y absolutamente válido, sino también cuando logra que su existencia no dependa de un criterio directivo de legitimación, de una norma fundamental que pretenda determinar finalidades, que haya sido elegida en un contexto que lo preceda y lo determine, sea la sociedad de los ciudadanos políticamente activos de la revolución o la soberanía popular de las constituciones democráticas actuales. Quizá estemos ahora en condiciones de formular una primera y breve conclusión. Como hemos visto, la cultura de los derechos y libertades de las constituciones democráticas posteriores a la se unda gllerra mun la se arma en contra OSIClOn con e estata Ismo I eral del si lo asa o; y en partlcu ar aparece re orzada por una intención origipal de com mar as os tra IClOnes revo ucionanas Istmtas: la constitución como norma fundamental de garantía la constItucIón como norma directiva fun amenta. . Como sabemos -por el capítüTo segundo-, en el tiempo de las revoluciones esas dos tradiciones se habían formado contemporáneamenre, pero sin encontrarse ni combinarse nunca. No es casual que los Estados Unidos -el país por excelencia de la rigidez constitucional y del control de constitucionalidad, en definitiva de la constitución como norma fundamental de garantía- sea el país que siempre ha desconfiado en mayor medida del significado vinculante de la
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puede afirmar de verdad que se está hoy frente a una nueva gran etapa del constitucionalismo moderno que ha sido capaz de acoger en sí lo mejor de las posibilidades ofrecidas por las revoluciones del setecientos? Para algunos, la respuesta debe ser decisivamente positiva. Según esta primera opinión se debe afirmar en efecto que, en medio de las contradiciones y de los límites de las democracias modernas, la fase ue se abre con las constituciones de la última posguerra mun~ la se un an (asee a istona e constltuclOna lsmo mo erno, de la historia e os erec os as i erta es es ues e a rtmera, [ l¡z¡¡e- as revo uciones. na se une a a otra en nombre de la supremacía de la constitución (BOBBIO, 1982), cerrando así el paréntesis que se había abierto en el curso del ochocientos con las soluciones ofrecidas por el Estado liberal de derecho de clara impronta estatalista que, efectivamente, habían reducido los derechos a simple producto de la voluntad normativa del Estado. Es más, muchos de los límites y de las contradicciones de nuestras democracias son -en esta línea interpretativa- reconducidos a la permanencia de la cultura y de la práctica político-institucional de impronta estatalista (ALLEGRETII, 1989; BERTI, 1990); es decir, a la dificultad de afirmar en serio la supremacía de la constitución frente al derecho positivo estatal, ya sea como norma fundamental de garantía ya como norma directiva fundamental. Pero de lo que no existe duda, continuando en esta línea interpretativa, es ue el camino e egi o con as constltuclOnes emocraticas e a ú tima os erra mun la es e usto ue enva e atnmonlO lstonco de las revoluciones, junto a a su eración de los modelos o mcos estata lstas Q:e~pasa o. Sin embargo, no todo es así de pacífico. No faltan voces escépticas y críticas, que se diferencian claramente de las precedentes. Según esta segunda opinión, las constituciones actuales como normas directivas fundamentales, con sus derechos sociales y sus premisas de justicia social, no han nacido en absoluto en función antiestatalista ----<:on la intención de sustituir al Estado soberano legítimo en sí por un sistema político legítimo sólo en cuanto siga la norma directiva fundamental elegida, como ya hemos observado en este.capítulo-, sino en una relación de clara continuidad con el aspecto más claro de todo estata/ismo, que es el constructivismo (HAYEK, 1973 y 1978), es decir, l~ tendencia a concebir el cuerpo social organizado no como una societas, en la que cada uno persigue libremente sus Qro íos fines res etando las normas enerales de conducta, sino C?~g_l:l_na untversitas en la ue a ca a uno está asignado un deber y un lugar en re ación al cUfl.1.E.limiento e ~a empreE. colectiva, a la realización de la norma directiva fundamental: por ejemplo, la destrucción de la" sodeoaa-aelos privl1egla30s enla revolución francesa,
o la realización de la justicia social en las constituciones actuales (OAKESHOTI, 1975). En otras palabras, lo que se sostiene en esta línea interpretativa es . e ser sólo un sistema de arantía que cuando u titu i' y retende ser también un sistema de va ores, una norma irectiva fundament ----<:omo ha sucedido, precisamente en as constituciones democráticas de la última posguerra mundial-, se está ya necesa.riamente fuera del constitucionalismo y se dan los presupuestos para una renovada soberanía del Estado. De esta manera, la crítica neoliberal a las constituciones democráticas actuales ----<:rítica de evidente ascendencia británica, ligada a la tradición que pretende que el deber esencial, o mejor dicho exclusivo, de la constitución sea el de tutelar liberty and property, limitando y equilibrando los poderes públicos- nos ayuda a formular algunas preguntas conclusivas. él.a constitución como norma· directiva fundamental representa verdaderamente la intención de superar los límites, concebidos estrechos, de una concepción meramente garantizadora de la constitución misma? O éno es quizá ella misma hija de la tradición europeo-continental de la soberanía político-estatal que desde siempre combate la supremacía de la constitución como norma fundamental de garantía? Y esta norma directiva fundamental ¿puf;de de verdad ser el reflejo coherente de las voluntades individuales colectivas, que en cuanto tal vmcula los poderes úblicos, como uería el prmclelo a~.~~be!:..ama popu ar so emnemente reafirma o ~!1 lél§. constituclOnes actuales? O éno es cierto, como sostienen nuestros críticos neoiiberales, que la misma norma directiva fundamental no es otra cosa ue el instrumeñto rinci al del que el nuevo estatalismo se sirve para conformar los in ivi uos y la sociedad a la voluntad "lscrecional de los poderes públicos? No es posible responder ahora a estas preguntas ni, menos aún, se quiere aquí tomar posición respecto a la alternativa antes tratada. Con esta alternativa se pretende poner de relieve cuáles son los aspectos fundamentales que tenemos delante cuando discutimos hoy de la cultura que debe sostener la doctrina y la práctica de los derechos y libertades. Y, en definitiva, la alternativa es la siguiente: o mantener en pie y desarrollar la ambiciosa intención emprendida por las constituciones democráticas actuales, tendente a conjugar la constitución como norma directiva fundamental y la constitución como norma fundamental de garantía, conciliando así aspectos distintos -y a su vez en contraste- del patrimonio histórico del constitucionalismo; o bien afirmar resueltamente que en aquella intención está contenido un vicio de fondo a eliminar, otra vez de tipo estatalista -si bien, esta vez, bajo el ropaje más seductor de la constitución como norma directiva fundamental-, y entonces colocar todo el constitucionalis-
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mo dentro de la órbita de la constitución como norma fundamental de garantía, de la protección y no de la promoción de los derechos. Es evidente que esta segunda opinión es la propia del constitucionalismo liberal de impronta británica, que concibe toda la historia del constitucionalismo como la lucha contra el estatalismo. Primero en Inglaterra, contra el intento de fundar en la isla un sistema político absolutista de impronta continental; después en la revolución americana, contra el arbitrio del parlamento inglés y del monarca que se había convertido en tirano; finalmente, contra la soberanía del Estado posrevolucionario y hasta la actual inquina a los sistemas políticos que en nombre de la constitución como sistema de valores pretenden determinar discrecionalmente las líneas de desarrollo de la sociedad y los mismos comportamientos de los individuos, los lIamados «Estados sociales» según el lenguaje corriente. También es evidente que es difícil individualizar con exactitud las connotaciones histórico-teóricas del primer término de nuestra alternativa, es decir, del constitucionalismo que ha sostenido las elecciones de fondo de los constituyentes de la última posguerra mundial, precisamente porque ellas resultan de una compleja combinación de elementos diversos. Lo que es cierto es que en esta última perspectiva no está contenida la renuncia preliminar, característica del modelo británico, que conduce a hacer del constitucionalismo exclusivamente una doctrina de los límites y las garantías; por el contrario, hay también un componente -de compleja estructura interna a su vez- que quiere que el constitucionalismo, en cuanto proceso de afirmación de ciertos valores, sea también proyecto de reforma o de superación de una cierta sociedad que contrasta con estos valores, como en el tiempo de la revolución francesa y de la lucha contra la sociedad de los privilegios, y que sea entonces también, y necesariamente, búsqueda de la dirección fundamental que tiene unida a una colectividad y a su sistema de poderes. Ahora, situado frente a la alternativa que hemos individualizado en estas últimas páginas, cada uno elegirá sobre la base de sus propias inclinaciones y de su propia sensibilidad. Importa saber, sin embargo, que ésta es la elección fundamental, de la que deriva el significado último de todo el sistema positivo de los derechos y las libertades.
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Maurizio Fioravanti (Prato, Italia, 1952) Es profesor de Historia de las constituciones modernas en la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad de Florencia. Su trayectoria profesional ha girado en torno a la tarea de reconstruir el constitucionalismo partiendo de sus raíces, con un rigor y fortuna tales que le han llevado a situarse, por mérito propio, como uno de los principales cultivadores actuales de la especialidad. Es autor, entre otros libros, de Constitución. De la Antigüedad a nuestros días (l2007) y editor de El Estado moderno en Europa. Instituciones y derecho (2004), ambos publicados en esta misma Editorial.
Fioravanti se enfrenta en esta obra a uno de los asuntos pendientes del constitucionalismo moderno: los derechos individuales. Partiendo de su concepción del derecho público no corno un conjunto de normas jurídicas más o menos ordenadas, sino corno producto de la historia, y destacando así la dimensión históricocultural de lo que él considera uno de los principales problemas del constitucionalismo moderno, Fioravanti realiza en esta obra un estudio sobre los derechos y libertades fundamentales con todo el rigor que merece una teoría de los mismos, con sus presupuestos doctrinales y de derecho sustantivo, desde sus orígenes hasta el más inmediato presente. La obra constituye un valioso tratado de teoría general de los derechos, así corno un verdadero manual de historia constitucional moderna y contemporánea.