DISCURSO A DIOGNETO
Esta antigua obra es una exposición apologética de la vida de los primeros cristianos, dirigida a cierto Diogneto – nombre nombre puramente honorífico, según la opinión más difundida- y redactada en en Atenas, en el siglo II. Investigaciones Investigaciones recientes invitan a identificarla con la Apología de Cuadrato al emperador Adriano, que durante siglos se creyó perdida. perdida. Desgraciadamente, Desgraciadamente, el único manuscrito que se conservaba conservaba de este este antiguo texto fue destruido en el siglo pasado, durante la guerra franco-prusiana, en el incendio de la biblioteca de Estrasburgo. Estrasburgo. Todas las ediciones y traducciones traducciones se basan basan en ese único manuscrito, ya desaparecido. La parte central de esta apología expone un aspecto fundamental de la vida de los primeros cristianos: el deber de santificarse en medio del mundo, iluminando todas las cosas con la luz de Cristo. Un mensaje siempre actual, que el Señor ha recordado a los hombres en estos tiempos últimos con las enseñanzas del Concilio Vaticano II. La vocación cristiana
(Discurso a Diogneto, V-VII) Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su idioma, ni por sus sus costumbres. Porque ni habitan habitan ciudades exclusivamente exclusivamente suyas, ni hablan una lengua lengua extraña, ni llevan llevan un género de vida aparte de los demás. demás. A la verdad, esta doctrina no ha sido inventada por ellos, como fruto del talento y de la especulación de hombres curiosos; ni profesan – como como otros hacen- una enseñanza humana; sino que, habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta, admirable y, por confesión de todos, sorprendente. sorprendente. Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patrias, y toda patria es tierra extraña. Se casan como todos; como todos engendran hijos, pero no abandonan abandonan a los que les nacen. nacen. Ponen mesa común, común, pero no no lecho. Están en la carne, pero pero no viven según según la carne. Pasan el tiempo en en la tierra, pero tienen tienen su ciudadanía en el Cielo. Obedecen a las leyes establecidas, establecidas, pero con su vida sobrepasan sobrepasan las leyes. A todos aman, y por todos son perseguidos. Se los desconoce y se los condena. Se los mata y en ello se les da la vida. Son pobres y enriquecen a muchos. Carecen de todo y abundan en todas las cosas. Son deshonrados, y en las mismas mism as deshonras son glorificados. Se los maldice maldice y se les declara justos. Los vituperan, vituperan, y ellos devuelven bendiciones. Se les injuria, y ellos dan honra. Hacen el bien y se los castiga como si fueran malhechores; condenados a muerte, se alegran como si se les concediera la vida. Los judíos los combaten como a extranjeros, y los griegos los persiguen; y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su odio. Mas, para decirlo brevemente, lo que el alma es en el cuerpo, eso son los cristianos del mundo. mundo. El alma está esparcida esparcida por todos los miembros del cuerpo, cuerpo, y cristianos hay por por todas las ciudades ciudades del mundo. Habita el alma en el el cuerpo, pero no procede del cuerpo; así los cristianos viven en el mundo, pero no son del mundo. El alma invisible está encerrada en la cárcel del cuerpo visible; así los cristianos son conocidos como quienes viven en el mundo, pero su religión r eligión sigue siendo invisible.
La carne aborrece y combate el alma, sin haber recibido agravio alguno de ella, porque no le permite gozar a su antojo de los placeres; a los cristianos les aborrece el mundo. El alma ama la carne y a los miembros que la aborrecen, y los cristianos aman también a quienes los odian. El alma está encerrada en el cuerpo, pero ella es la que mantiene al cuerpo unido; así los cristianos, detenidos en el mundo como en una cárcel, son los que mantienen la trabazón del mundo. El alma inmortal habita en una tienda mortal; así los cristianos viven de paso en moradas corruptibles, mientras esperan la incorrupción de los cielos. El alma, mortificada en comidas y bebidas, se mejora; lo mismo los cristianos, castigados de muerte cada día, se multiplican más y más. Tal es el puesto que Dios les señaló, y no les es lícito desertar de él. Porque, como dije, no es invención humana lo que recibieron por tradición, ni tendrían por digno de ser conservado tan cuidadosamente un pensamiento mortal, ni se les ha confiado la administración de misterios terrenos. No. Aquél que es verdaderamente Omnipotente, Creador del universo y Dios invisible, Él mismo hizo bajar de los cielos su Verbo y su Palabra santa e incomprensible y la aposentó en los hombres y sólidamente la asentó en sus corazones. Y eso, no enviando a los mortales – como alguien pudiera imaginar- alguno de sus servidores, o un ángel, o un príncipe de los que gobiernan las cosas terrestres, o alguno de los que tienen encomendadas las administraciones de los cielos. Sino que envió al mismo Artífice y Creador del universo. Aquél por quien creó los cielos, por quien encerró al mar en sus propias lindes; Aquél cuyo misterio guardan fielmente todos los elementos; de cuya mano recibió el sol las medidas que ha de guardar en sus carreras cada día, a quien obedecen las estrellas que forman el séquito de la luna en su carrera; Aquél, en fin, por quien todo fue ordenado y recibido y sometido: los cielos y cuanto en los cielos se contiene, la tierra y cuanto en la tierra existe, el mar y cuanto en el mar se encierra: el fuego, el aire, el abismo, lo que está en lo alto, lo de más profundo, lo que está en el medio. A Éste les envió. ¿Y qué? ¿Le envió acaso – como alguno podría pensar- para ejercer una tiranía o para infundirnos terror y espanto? ¡De ninguna manera! Lo mandó en clemencia y mansedumbre, como un rey envió a su hijo rey; como a Dios nos lo envió, como hombre a los hombres le envió, para salvarnos. Para persuadir, no para violentar, pues en Dios no se da violencia. Le envió para llamar, no para castigar, le envió, en fin, para amar, no para juzgar. Le mandará, sí, un día, como Juez; ¿y quién resistirá entonces su presencia?
Referencia: José Antonio Loarte. El tesoro de los Padres. Selección de textos de los Santos Padres para el cristiano del tercer milenio.
Barcelona, Rialp. 1998