Franco Vaccarini Bambú y bambú El Osito Panda, mientras almorzaba tiernos brotes de bambú, le preguntó preguntó a su mamá: mamá: —Ma, ¿por qué qué sólo sólo comemos comemos bambú? bambú? La Osa Panda, mirando el frondoso bosque de bambú que los rodeaba, contestó: —Ositín, —Ositín, mi morroco morrocotón tón de mi corazón corazón,, ¿qué ves alrede alrededor dor tuyo? tuyo? —Bambú —Bambú —dijo el osito osito fastidiado fastidiado porque porque él no era ningún ningún morrocotón. morrocotón. —Entonces —Entonces,, comemos comemos bambú bambú porque porque vivimos vivimos en un bosque bosque de bambú. bambú. —¿Y no pode podemos mos mudarno mudarnoss a un bosque bosque de papas fritas? —No hay, hay, que que yo sepa —dijo Mamá Mamá Panda, Panda, dudando dudando un un poco. poco. Es que ella jamás había salido del bosque de bambú. —Pero una vez vez me dijiste que nuestr nuestros os primos, primos, los los osos polares, polares, comen focas. —Sí, pero pero ellos ellos viven viven en un un mundo mundo de nieve, nieve, donde donde hay bosques bosques de focas y ningún bambú. Dicho esto, Mamá Panda bostezó, indicando in dicando que estaba con ganas de dormir una siesta. —¡Mamá! —¡Mamá! ¿Y qué me decís de los osos pardos? pardos? —Te digo digo que que comen comen pájaros, pájaros, o peces peces,, o miel. miel. Osito Panda siguió pensando, mientras mamá comenzó a leerle un cuento, como siempre a la hora de la siesta. Se llamaba “El bambú verde contra el bambú verde claro”. Osito Panda escuchó el cuento, aunque antes de entregarse al sueño... —Ma... —Ma... —Qué, —Qué, hijito morroco morrocotín. tín. —Me aburro aburro de comer comer siempre siempre bambú bambú,, bambú, bambú, bambú. bambú. Pero Mamá Osa ya se había dormido y soñaba con un bosque, un bosque bosque extraño, extraño, donde donde no había había ningún ningún bambú, bambú, bambú, bambú, bambú bambú..
El rey Todoesmío Ydenadiemás Ydenadiemás El rey del que vamos a hablar ahora se llamaba Todoesmío Ydenadiemás. Y la verdad es que el nombre le calzaba calzaba justo, porque era muy egoísta. egoísta. Su reino estaba asentado en una lejana isla de un mar que ya se secó (es que esto pasó hace mucho, mucho tiempo), y su capital era la Ciudad de la Malavenida. La ciudad tenía un puerto y allí se detenían los barcos que venían de todo el mundo. Apenas un marino ponía pie en tierra, el recaudador del rey le presentaba una lista de tributos tan extraña como la siguiente: - Derecho a respirar: dos monedas de oro (el día). - Derecho a cantar boleros: 6 monedas de oro (la canción). - Derecho a soplarse la nariz: 15 monedas de oro. - Derecho a tocar el tambor: 4 monedas de oro. - Andar sin zapatos: 2 monedas de oro
- Andar con zapatos: 2 monedas de oro. - Decir “qué loco está el tiempo”: 5 monedas de oro. - Mojarse si llueve: 6 monedas de oro. - Escuchar el ruido de la lluvia en los techos: 8 monedas de oro. - Pasear al perro: 10 monedas de oro. -No poder pasear perro por no tener perro: 20 monedas de oro. Alonso del Muérdago, un gran navegante de aquella época, que no quería enojarse por estas imposiciones, respiró hondo, y exclamó mirando al cerro que tenía enfrente: —¡Qué lindo cerro! —Por mirar el cerro: 30 monedas de oro —anotó el recaudador. Ahora sí que Alonso estaba enojado: —¡Esto es un atropello al turista! ¡Exijo ver al rey Todoesmío Ydenadiemás! —bramó. —No, esto no es todo suyo y de nadie más. Esto es todo del rey Todoesmío Ydenadiemás — aclaró el recaudador. —¡Yo no dije que todo esto es mío y de nadie más! ¡Dije que quiero ver al rey Todoesmío Ydenadiemás! —bramó desesperado Alonso del Muérdago. —Entiendo. Hablar con el rey sale 100 monedas de oro. Si además lo quiere mirar se agregan 200 monedas de oro. Y si respira mientras habla, tenga en cuenta que el aire del palacio real es más caro —aclaró el hombre—. ¿Piensa llevar zapatos? —No, voy a ir descalzo —dijo por decir, de enojado que estaba, Alonso del Muérdago. —Para el caso es lo mismo. Con zapatos o sin zapatos le cobramos un plus a la tarifa vigente por gastar la alfombra de la sala del rey. —¡Qué plus ni que plus! Me voy, ¡y no pienso volver! —Irse le cuesta... —alcanzó a decir el recaudador, pero ya Alonso del Muérdago se había retirado en su bergantín. Y al poco tiempo llegó al puerto de la Ciudad de la Bienvenida, donde lo esperaba la orquesta municipal y una bailarina lo invitó a beber jugo de coco y nadie tenía que pagar para respirar, caminar o escuchar. —¡El aire es gratis! —aclaraban los ciudadanos, orgullosos.- 3 Franco Vaccarini - El rey Todoesmío Ydenadiemás Con el tiempo, todos los habitantes de la Ciudad de la Malavenida se mudaron a la Ciudad de la Bienvenida. Hasta el perro del rey Todoesmío Ydenadiemás se construyó una balsa de madera y fue recibido personalmente por Alonso del Muérdago, que por entonces se había retirado de sus aventuras marinas y vivía en la Ciudad de la Bienvenida. El rey Todoesmío Ydenadiemás, aburrido, se miraba en el espejo, y al verse las arrugas decía: —Por atreverse a mostrar mis arrugas, señor espejo, deberá usted pagar mil monedas de oro. Y el espejo un día se enojó y se rompió a propósito.
El payaso malhumorado —¡Mis dedos son mágicos! —dijo el payaso Desbarajuste, que se creía un gran mago. —¡Puedo sacar palomas y conejos de mi bonete! Los chicos que festejábamos el cumpleaños de Marquitos en el patio
de su casa nos preparamos para ver algo asombroso. —¡Mis dedos son capaces de cualquier cosa! —seguía diciendo el payaso con su voz finita y chillona. —¡Miren! Y de su bonete no salió nada. A todos no dio mucha risa, pero queríamos magia. —No nos digas mentiras, Desbarajuste —le rogamos. —¡Vamos, queremos ver palomas blancas y conejitos dientudos! Desbarajuste se ofendió muchísimo. Era muy vanidoso y no le gustaban las quejas del público. ¿Pueden creer lo que hizo? ¡Hizo aparecer un dragón en el patio! Y era un dragón tan grande que casi no nos quedaba lugar para jugar. Para mejor, la bestia se comió un pedazo grande de torta y amenazaba con devorarse todas las salchichas. La mamá de Marquitos iba a llamar al dueño del zoológico para que se lo llevara. Al final, el loco del payaso Desbarajuste volvió a meter su dragón en el bonete y después hizo aparecer dos palomas blancas y cuatro conejos que sólo comían zanahorias. Todos lo aplaudimos y a él se le pasó el enojo. Pero ni Marquitos ni nadie volvió a llamarlo para un cumpleaños, porque si un payaso se enoja con los chicos, lo mejor es que se dedique a otra cosa, a ser domador de dragones o boxeador, por ejemplo.
El gato más grande que todo Camila tuvo un sueño. Soñó que había ido al cine con la tía Ana y cuando volvieron a casa la mamá se estaba bañando, porque hacía mucho calor. La mamá cantaba bajo la ducha: “Una linda arveja se cayó en la oreja de la vieja Virueja de Pico Picotueja. La oreja se quejó pero nadie la escuchó. ¿Quién escucha las quejas de una pobre oreja?” Después la tía Ana se fue del sueño y ahí vino la parte de miedo porque Camila vio un gato que no era como son los gatos normales. Éste era un gato que crecía. Que crecía y crecía. Camila comenzó a tener miedo y a tener más miedo y así fue que, en el sueño, se puso a gritar: —¡Mami, vení, mami! ¡MAMAAÁ! La mamá cerró la ducha y salió del baño, envuelta en una toalla, a ver qué pasaba. El gato ya era tan grande, pero tan grande que no se veía: se había estirado como un globo, como esos globos que de tan hinchados se hacen transparentes. Y ahora la propia Camila, la casa, la mamá estaban adentro del globo. No, perdón: del gato. —¿Qué te pasa, Cami? —preguntó la mamá, que tenía la punta de la nariz mojada. La mamá se impresionó mucho cuando Camila le explicó que todo
el aire que respiraban estaba hecho de gato. Ninguna de las dos sabía que soñaban. La mamá preguntó: —Pero Cami, ¿entonces el gato es más grande que la casa? Camila le contestó muy seria: —No, mami, más, más... ¡Más grande que el mundo! —Entonces... ¿es como el Universo? —Por lo menos es como el Universo. Pero me parece que un poco más —dijo Camila. Y con la seguridad que sólo se puede tener en un sueño, le aseguró a la mamá: —Mami, es sencillo. Nosotros estamos adentro de la casa, la casa está adentro del Mundo, el Mundo está adentro del Universo y el Universo está adentro de un gato. Y listo.
El poeta y la polilla del saco azul Existió hace mucho un poeta en Bagdad. Su nombre era Mulaj Edén y ante personas desconocidas era muy tímido, tanto que se ponía colorado. Descubrió que podía evitar el ponerse colorado si hacía control mental. Solía caminar por la calle pensando “No me pongo colorado, no me pongo colorado, ni parado ni acostado, no me pongo, no me pongo, no me pongo colorado”. Se concentraba tanto en el control mental, que no saludaba a nadie. —Ahí va el petulante de Mulaj Edén, quién se creerá que es, siempre tan arrogante —comentaban las señoras al verlo pasar, ignorando que estaba haciendo fuerza para no ponerse colorado. Era un poeta de gran vocación. Sus poemas no le gustaban a nadie, y eso hacía más firme su voluntad y más clara su vocación. Cuando recitaba poemas se olvidaba de todo: de que era vergonzoso y de que sus poemas no le gustaban a nadie y hasta de hacer control mental para no ponerse colorado, aunque también se olvidaba de ponerse colorado. En general, la gente entiende que la poesía habla de las flores, del otoño y del amor, así que consideran buen poeta a cualquiera que diga: “En el otoño, retoños no crecen. En la primavera, las flores florecen.” Otros poetas recitan cosas así: “Bella es la arena al sol cuando esconde una flor. Si me das un beso, yo te doy mi corazón.” Y la gente aplaude y dice: —¡Qué fino! ¡Qué inspirado! Y hasta algunas señoras opinan: —Ay, qué buen novio para la nena un poeta así. Pero Mulaj Edén escribía poesía diferente, escuchen: “Harta, juega a cartas, bate la pancarta, corre y bate sus marcas. Llega a Pandemonium, la ciudad de los demonios. En su ausencia, a la florucanta se la comió el ratonitum
sin decencia. Tomó Stramonium. Y se nubló, no hay solarium. Qué lunario, dijo el canario cuando se lo comió el tiranosaurio.” Después de entonar versos con este contenido, mucha gente fruncía la nariz, los señores más nerviosos sufrían picos de presión y la mayoría del público se retiraba indignado de la sala. Cierta vez, hasta recibió un carterazo de la esposa del califa Heropás, que era más buena que la sopa de verduras.- 3 Franco Vaccarini - El poeta y la polilla del saco azul Él insistió con declamar sus versos en público y anunciaba sus recitales con el título de: La Poesía del Futuro Pero no iba nadie. Mulaj Edén lo encontró muy lógico: “Van a venir en el futuro”, se consolaba, convencido. Mulaj Edén no se rindió. Organizó reuniones en su casa que llamó orgullosamente: Las mil y una noches con Mulaj Edén A la primera noche asistieron su mujer y unas amigas, que antes de terminar la función ya no eran más amigas. Temerosa de perder a sus relaciones para siempre, la mujer le prohibió recitar las mil noches siguientes. Como Mulaj Edén protestó, ella fue más estricta todavía: le juró que no lo dejaría escribir mientras viviera. —¡No soy tu mula, Mulaj! —le dijo la esposa a Mulaj. Desde ese día, cada vez que Mulaj Edén ponía cara de poeta, la mujer cantaba operetas con voz aguda, rompía vidrios o le gritaba al oído: —¡Leruleru teruteru! ¡Leruleru carpinteru! ¡Leruleruleruleruleruleru! Mulaj Edén terminó escribiendo dentro de un armario, oculto en su propia casa, a altas horas de la noche, cuando su mujer y los ciudadanos de Bagdad dormían. Alumbrado por una vela que se derretía apurada (quería apagarse pronto la vela y adivinen por qué: no le gustaban los versos de Mulaj) escribió poemas maravillosos a la polilla del saco azul, como el siguiente: “Vepeopo upunapa linpindapa popolipillapa lapa upunipicapa quepe dapa bopolipillapa.” La traducción a nuestro idioma sería: “Veo una linda polilla, la única que me da bolilla.” Dicen que un día el poeta de Bagdad le pidió al hada de Bagdad que lo convirtiera en polilla macho. Cuando Mulaj Edén se hizo polilla, no se olvidó que de hombre fue poeta, así que continuó recitando grandes obras, todas dedicadas a la polilla del saco azul, que aceptó su propuesta de casarse. Y vivieron con tal delicia, que se comieron hasta las camisas.
La hija de la reina de Inglalanda Anoche soñé con la hija de la reina de Inglalanda. En el sueño, yo estaba de turista en Bolivia, viendo el carnaval de Oruro. La princesa sobresalía en medio de personas que reían y bailaban. ¡Cuánta elegancia lucía con su trajecito blanco, el rodete en el pelo y esos mofletes con hoyuelos! Una distinción que sólo puede tener la hija de la reina de Inglalanda.
Me extrañó verla rodeada de disfrazados con cuernos y tridentes, una murga festiva, que contoneaba las caderas al ritmo de la música. — Me conmueven las expresiones del pueblo — confesó. De inmediato comenzamos a charlar como viejos amigos. — Mi nombre es Ruper —me presenté. — Y el mío, para vos, es Lud —dijo la princesa. Lud tranquilizó a los custodios diciéndoles que yo era el hijo de un antiguo entrenador de polo de su padre, el rey. Sabía que todo era un sueño, así que me propuse mantener los pies sobre la tierra. “Naturalmente, la princesa se ha enamorado locamente de mí”, reflexioné. Los de la murga, al tomar nota de esto, comenzaron a bailar con nuevos bríos para atraer su atención, pero la princesa Lud no me quitaba los ojos de encima. — Ruper, acabo de enamorarme de vos —admitió, confirmando mis sospechas. — Lo sabía —le contesté. (Con las princesas no hay que pasarse de modesto). — Tonto —me dijo un instante antes de arrojarse a mis brazos. (¿Vieron que tenía razón?). ¡Extraño mundo! La cosa prometía y yo sentí una mezcla de orgullo y de vergüenza. Sabía que todas las miradas de la prensa de Oruro estaban dirigidas hacia mí. La princesa Lud me invitó al viaje que esa misma noche haría en barco a la Antártida. — ¿Cómo llegaste en barco a un país sin mar? — quise saber. Pensé que iba a decirme que en la Bolivia de los sueños había mar, pero me aclaró que volaríamos en helicóptero hasta un puerto de la costa chilena. No me negué, pero bien que me metía en un apuro. Es que llegar a los carnavales de Oruro y encontrarte con la hija de la reina de Inglalanda y que se enamore de vos y que te invite a viajar a la Antártida, apenas se puede creer, aun en los sueños. Zarpamos esa misma noche en un barco lleno de luces y de custodios. Hacia el amanecer vimos los primeros hielos, a la deriva, moviéndose como monstruos perezosos. Habían apagado las luces y el barco era, en realidad, pequeño y austero. Hacía mucho frío y el viento nos demolía en cubierta. Nos encerramos en un camarote a mirar el paisaje por un ojo de buey. Era siempre el mismo paisaje y la princesa siempre me contaba las mismas cosas: se quejaba del ayuda de cámara, del bufón, del sastre. Nada ni nadie colmaba sus caprichos. Salvo yo, Ruper, doce años, de Villa Ortúzar. A media tarde, confesé la verdad. Tenía catorce mil compromisos en Buenos Aires: ir a la escuela, hacer los deberes, una fiesta de cumpleaños, vacunar a mi gato. Ella me respondió: — Insignificancias, Ruper. Vos te casás conmigo y te venís a Inglalanda. Estábamos programando la boda, mirando melancólicamente el crepúsculo sobre las montañas de hielo, cuando sonó el despertador. — Tengo que irme. Tengo que ir a la escuela —le supliqué.
— ¡Guardias, a él! —ordenó la mofletuda. Y los guardias vinieron a mí. Un placard de cada lado y la hija de la reina de Inglalanda haciéndome su primera escena. — Olvidemos esta discusión, Ruper, vení, vamos a mirar los pingüinos. Con un tirón algo imperativo, me llevó de la mano hasta el otro lado del barco para poder ver los pingüinos. Sonreí automáticamente al verlos y dije: — Son simpáticos, aunque no sé por qué, me parecen un poquito siniestros. — Ideas tuyas, Ruper, no son dañinos. — Tenés razón, ellos no son dañinos —comenté, mirando de reojo a los custodios. — Hasta son capaces de jugar si te toman confianza, Rupertito. — No quisiera ser su juguete, de todos modos —dije, en el mismo sentido. Los pingüinos nos miraban con una expresión imparcial, pero a la vez con un leve disgusto aristocrático, como si nuestra visita pasara por alto algún aspecto protocolar no muy grave, pero sí un tanto molesto. — Rupertito, me muero por jugar canasta en el camarote. ¿Vamos? Me arrastró hasta el camarote sin interés aparente en mi respuesta. En el camino exclamó: — ¡Ludo Matic! Tuve un sobresalto, por el momento injustificado, porque se refería al nombre de otro juego. — ¿Sabés jugar al Ludo Matic? Si no sabés mejor, así te gano más fácil —exclamó, mientras me daba un pellizco. Un par de horas después seguía perdiendo a ese juego espantoso. La súbita certeza de que la princesa me obligaría con sus guardias a jugar toda la noche, terminó por abatirme. Me maldije por haber vivido en Villa Ortúzar, tan alejado de las costumbres de la nobleza. — Me encanta el Ludo Matic, me encanta de verdad. ¿No querés que juguemos toda la noche? — le dije, en un arranque de libre albedrío. Una cosa es que ella me obligara, otra cosa es que yo lo propusiera: solo debía anticiparme a sus órdenes para salvar mi dignidad. Total, en algún momento me despertaría para ir a la escuela. Seguramente no sería sencillo hacerlo, con los custodios en cubierta y la princesa enamorada de mí.
El viejito que se robó la luna Un día, frente a la placita de mi casa vi a un señor de barba blanca, petiso y panzón que miraba el cielo y anotaba algo en un papel. Me acerqué para saber qué hacía. - Me llamo Buoner. Soy profesor - me dijo, mientras escribía. - Yo me llamo Walter, ¿Por qué mira el cielo, profesor?
- Porque soy astrólogo. Estudio la posición de las estrellas, pero mi especialidad es la Lunasusurró con un tono misterioso, mientras miraba una luna casi transparente a esa hora del día. - ¿Me deja mirar el cielo con usted ?- le pregunté. El profesor se rió y me dijo que por supuesto. Como no decía más nada, me quedé callado un ratito. Pero después no pude con mi genio. - Y ¿Qué pasa con la Luna? - ¿Qué Luna? - exclamó distraído. - Luna hay una sola. - No te creas- me contestó, sumergido en sus anotaciones. Antes de irse, enrolló el papel, guardó la lapicera y se despidió con una sonrisa. Era el mes de abril. La planta de moras se iba quedando sin hojas frente a la puerta de casa. Yo siempre miraba a la plaza para ver si aparecía el viejito. Al fin un día volvió, con unos pantalones azules, como los que usan los jardineros. - Hola, Walter. ¡Se acordaba mi nombre! Eso me hizo sentir con derecho a hacerle todas las preguntas que se me ocurrieran. El profesor tuvo mucha paciencia y me habló de un invento que él quería probar esa noche. - Esta noche voy a robarme la Luna - ¡ Nadie puede robarse la Luna!- repliqué. El viejito estaba loco, pero era divertido. - Esta noche a las diez, te espero al lado del charco que hay en la canchita de fútbol. Si venís, serás el único testigo. Pasé el resto del día armando y desarmando planes para salir de casa a semejante hora. Mamá no iba a dejarme salir solo, menos papá. A último momento se me ocurrió una idea. - Mami, te olvidaste de sacar la basura. - Ay, qué cabeza la mía!. ¿ No me harías el favor de sacarla ? Papá estaba en su cuarto mirando televisión. Feliz de la vida, salí a la vereda, dejé la bolsa pegada al tronco de la morera y crucé hasta la plaza. El viejito tenía un aspecto ceremonioso. - Muy bien, has sido puntual, Walter.
Sobre el pasto, vi dos espejos raros, de marcos gruesos y pesados. Buoner tomó uno de los espejos y lo empujó bajo el agua del charco. La luna se reflejaba en el agua y en el espejo. El agua se estremeció, como si tuviera frío. - Ahora viene el momento más importante- dijo. Y encima del espejo sumergido puso el otro, pero con el vidrio hacia abajo, de tal forma que desapareció el reflejo de la luna. Noté que había oscurecido de pronto. Miré hacia arriba y la hermosa luna llena del cielo, era apenas un manchón negro. Me asusté tanto que dejé al profesor Buoner hablando solo. - No te asustes, luego vendrá otra. ¡ No es cierto que hay una sola! Cada día la Luna es distinta. Crucé la calle, entré a casa, iba a gritar, pero entonces recordé que podían retarme por hablar con un desconocido a las diez de la noche. “Ya se darán cuenta”, pensé. Enseguida vino papá diciendo que se estaba produciendo el último eclipse lunar del siglo, que la luna había desaparecido oculta por la sombra de la Tierra. Me callé la boca, me mordí la lengua. No quería discutir con papá. ¡El profesor Buoner se había robado la Luna, má que eclipse ni eclipse! Sin embargo, a la noche siguiente la Luna apareció de lo más campante por el cielo. No sabía si creer en la teoría del eclipse, o si el viejito había liberado a la Luna, o si era una Luna de reemplazo. A veces creo más en el viejito, a veces en mi papá. Para los 7 Calderos Mágicos Autorizado por su autor: Franco Vaccarini
Franco Vaccarini LA BRUJA QUE TODAVIA NO COMIO Aquella mañana, los alumnos somnolientos que caminaban hacia el colegio sintieron un escalofrío al ver sobre la vereda una escoba rota, con su palo quebrado en dos, que despedía una extraña pestilencia. Envuelta en la niebla, daba la primera impresión de ser una paloma muerta. Los memoriosos recordaron las leyendas contadas por sus abuelos y ya en clase no podían dejar de mirar por la ventana, como si algo acechara del otro lado. Hacía ya muchos años, una bandada de brujas atacó la ciudad: habían
salido de un agujero de la tierra, según se supo después, en el seno de un volcán apagado llamado Torombola. Las brujas volvieron a su inmundo agujero montadas a sus escobas voladoras, con unos cuantos niños que nunca, pero nunca volvieron a verse. Y esa era la historia que los abuelos contaban a sus nietos. La escoba fue llevada al gobierno de la ciudad y derivada de inmediato a los expertos en Artes Ocultas. Por la rareza de su diseño, por sus hebras de paja aromatizadas con azufre, se dictaminó que aquella era, nomás, escoba de bruja y que su dueña se habría enredado con los cables del alumbrado eléctrico, seguramente loca de gula por la cercanía de tantos niños dormidos. Las brujas del volcán apagado de Torombola necesitan comer un niño cada 100 años. No parece mucha cosa, pero, ay, ¿y si te toca a ti ser ese niño? Te parecerá mucha cosa. Sin duda. Estas apariciones tan espaciadas hace que muchos no crean en ellas y no toman las precauciones del caso: cerrar bien las ventanas, pero, sobre todo ¡que no haya espejos en los cuartos! Es ley que las brujas entran y salen de los espejos que cuelgan en los cuartos de los niños. Mientras duermes, la bruja, que ve a través de la oscuridad, te observa desde el interior del espejo, aguarda el momento apropiado y luego...abres los ojos en el interior del volcán Torombola. Puede ser peor, puedes NO abrir los ojos. Y tus padres no sabrán de tu ausencia hasta la mañana siguiente... Ahora, había una bruja en el pueblo. Una bruja sin escoba buscada por las fuerzas vivas. La encontraron unos empleados municipales, alertados por el ladrido de varios perros callejeros, en una alcantarilla del puente central. Desesperada de hambre, chillaba y reía como una hiena enferma Debajo de su capa negra, tenía dos alas de mosca, débiles y atrofiadas y su cara abundaba en hoyos, lunares y bolsas de arrugas. A las pocas horas de encierro, mientras las autoridades debatían que hacer con ella, la bruja murió. Sus alas de mosca, las pezuñas, los colmillos, demostraban que aquello no era un ser humano, sino una cruza de razas, un puente entre el infierno y la humanidad...y aquí estaba la prueba para que todo el mundo creyera en las brujas. En el laboratorio donde iban a embalsamarla, dos empleados la
acostaron sobre un camastro, junto a su escoba rota, pero... ¡cometieron un error! Era la hora del almuerzo, así que los dependientes se fueron a comer, según marca el reglamento municipal. Al regresar, la bruja no estaba. Y vaya uno a saber como arregló su escoba la muy artista o si acaso se zambulló de un salto en el brillante espejo, frente a su camastro, para caer a los abismos de su mundo. Eso sí, no se comió a nadie y ¡ sigue con hambre!