Municipalidad Distrital de Pocollay
Prof. Reymundo Hualpa Condori
MUNICIPALIDAD DISTRITAL DE POCOLLAY
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INTRODUCCIÓN
A excepción de la antología publicada por el maestro Luis Alberto Calderón Albarracín, nuestra región casi no cuenta con relatos vinculados a Tacna. Por primera vez, hemos sistematizado la literatura popular y la literatura occidental. Ambas, contradictorias, pero convergentes en algunos casos, nos muestran un tesoro inmaterial que no conocemos todavía. Por ello, ha sido un deber ineludible hacer la presente antología del cuento de Tacna. Los relatos recogidos han sido tomados de fuentes confiables; así como las versiones orales. Es un primer esfuerzo, no concluido, que seguramente será completado con otros trabajos. Nuestra comunidad educativa no cuenta con fuentes veraces, que nos permitan conocer y valorar las manifestaciones literarias. Al publicar los cuentos de Tacna, buscamos que los estudiantes, los docentes, los padres de familia, en suma cualquier persona pueden acceder a los cuentos de Tacna. La antología contiene relatos de terror, cuentos patrióticos, prosa de ficción, cuentos religiosos… religiosos… Se ha insertado un mito, para tener una vista panorámica nacional, sobre la literatura popular. Se ha actualizado la ortografía de los textos, mas no se ha modificado su construcción sintáctica. Tacna, setiembre del 2013
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SUMARIO
El tesoro del Cacique (Anónimo) El diablo de Ite (Modesto Basadre Chocano) Siska (Pedro Quina Castañón) La doncella y el niño (Ernesto A. Rivas) Grandes almas (Víctor G. Mantilla Osorio) Albarracín (Víctor G. Mantilla Osorio) La música prohibida (Modesto Molina Paniagua) La procesión de la bandera (Federico Barreto Bustíos) Una lección de francés (Modesto Molina Paniagua) Los tres hermanos perdidos (Anónimo) El arriero, el sastre y el camarón (Anónimo) Nepis (Guido Fernández de Córdova) Entre el mar y el acantilado (José Portugal Tellería) Castigo divino (Anónimo) El origen de la tuna (Anónimo) La fajita de Mullincagua (Anónimo) El gato celoso (Anónimo)
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MITO
MITO DE CUNIRAYA WIRACOCHA
El mito de Cuniraya Wiracocha forma parte de los escritos de Francisco de Ávila, quien en la primera década del siglo XVII los recolecta en la provincia de Huarochirí. Ávila fue encargado como “extirpador de idolatrías”. Tenía la misión de destruir las antiguas creencias andinas y reemplazarlas por la religión católica. Para ello recorrió la sierra de Lima (Huarochirí) con ayudantes andinos, los que escribieron en quechua los mitos y leyendas de esa región. r egión. La primera traducción al español lo hizo José María Arguedas, publicando el libro “Dioses y hombres de Huarochirí” en 1966. Posteriormente, Posteriormente , Gerald Taylor hizo una nueva traducción en 1987, que aparece en el libro “Ritos y tradiciones de Huarochirí en el siglo XVII”, de donde hemos adaptado el presente relato. Cuentan que en tiempos muy antiguos, Cuniraya Wiracocha se convirtió en un hombre muy pobre, y andaba paseando con su ropa hecha harapos, y sin reconocerlo algunos hombres lo trataban de mendigo piojoso. Pero Cuniraya Wiracocha era el dios del campo. Con solo decirlo preparaba las chacras para el cultivo y reparaba los andenes. Con el solo hecho de arrojar una flor de cañaveral (llamada pupuna) hacía acequias desde sus fuentes. Así por su gran poder, humillaba a los demás dioses (huacas) de la región.
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(…) Una mujer llamada Cahuillaca, quien también era una huaca, que por ser tan hermosa, todos los demás huacas la pretendían. Pero ella siempre los rechazaba. Sucedió que esta mujer, que nunca se había dejado tocar por un hombre, se encontraba tejiendo debajo de un árbol de lúcumo. Cuniraya que la observaba de lejos, pensaba en una manera astuta de acercarse a la bella Cahuillaca. Entonces se convirtió en un pájaro y voló hasta la copa del lúcumo, donde encontró una lúcuma madura a la que le introdujo su simiente, luego la hizo caer del árbol – justo al costado de donde Cahuillaca se encontraba tejiendo. Al verla, [Cahuillaca] se la comió muy gustosa, y de esta manera la bella diosa quedó embarazada, sin haber tenido relaciones [íntimas] con ningún hombre. A los nueve meses, como era de esperarse, Cahuillaca tuvo su parto. Durante más de un año crió a su hijo, sola, pero siempre interrogaba sobre quién sería el padre. Llamó a todas las huacas y huillcas, a una reunión para dar respuesta a su pregunta. Cuando supieron de la reunión, todas las huacas se alegraron mucho, asistieron muy finamente vestidos y arreglados, convencidos de ser a los que la bella Cahuillaca elegiría. Esta reunión tuvo lugar en un pueblo llamado Anchicocha. Al llegar, se fueron sentados, y la bella huaca les enseñaba a su hijo y les preguntaba si eran los padres. Pero nadie reconoció al niño. Cuniraya Wiracocha también había asistido, pero como estaba vestido como mendigo Cahuillaca no le preguntó a él, pues le parecía imposible que su hijo hubiese sido engendrado por aquel hombre pobre.
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Ante la negativa de todos los interrogados, en reconocer al niño, Cahuillaca ideó poner en el suelo al niño, dejando que ande a gatas solo hasta donde se encuentre su padre. Hizo así, y el niño se dirigió muy contento donde se encontraba Cuniraya Wiracocha. Cuando su madre lo vio, muy encolerizada gritó: -Ay de mí. ¿Cómo habría podido tener un hijo de un hombre tan miserable? Y con estas palabras cogió a su hijo y corrió hacia el mar. Entonces Cuniraya dijo: -Ahora sí me va a amar. Y se vistió con un traje de oro, y la siguió, llamándola para que lo viera. Pero Cahuillaca no volvió para mirarlo, siguió corriendo con la intención de arrojarse al mar por tener un hijo de un hombre “horrible y sarnoso”. Al llegar a la orilla, frente a Pachacamac, se arrojó y quedaron convertidos, ella y su hijo, en dos islotes que están muy cerca a la playa. Como Cuniraya pensaba que Cahuillaca voltearía a verlo, la seguía a prudente distancia, gritándole constantemente. De pronto, se encontró con un cóndor y le preguntó: -Hermano, ¿dónde te encontraste con esa mujer? -Aquí, cerca está, ya casi la vas alcanzando- le respondió el cóndor. Por darle esa respuesta, Cuniraya le dijo al cóndor: -Siempre vivirás alimentándote con todos los animales de la puna, y cuando mueran tú sólo te los comerás, y si alguien te mata, él también morirá. El huaca siguió en su carrera en pos de Cahuillaca, encontrándose con un zorrino.
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-Hermano –le preguntóencontrado con esa mujer?
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¿en
dónde
te
has
El zorrino le contestó: -Ya no la alcanzarás, está muy lejos. Por darle esa mala noticia, el huaca le dijo: -Por lo que me has contado, te condeno a que camines sólo de noche, serás odiado por los hombres y apestarás horriblemente. Siguió caminando apresuradamente, más abajo del camino se encontró con un puma. -Ella todavía anda por aquí, ya te estás acercando –le dijo el puma. Por darle tan buenas noticias, Cuniraya le respondió: -Comerás las llamas del hombre culpable, y si alguien te mata te hará bailar primero en una gran fiesta, y todos los años te sacará, sacrificándote una llama. (De este modo, Cuniraya le confiere al puma categoría para ser adorado, y manda además que todos los años se celebre una fiesta en su honor, en la que se bailará y se sacrificará una llama en su honor). Luego, Cuniraya se encontró con un zorro. Al preguntarle por Cahuillaca, el zorro le dijo que se encontraba muy lejos y que no la alcanzaría. Cuniraya le dijo al zorro: -Aunque andes a distancia, los hombres llenos de odio te tratarán de zorro malvado y desgraciado. Y cuando te maten, te botarán a ti y a tu piel como algo sin valor.
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Después Cuniraya se entrevistó con el halcón, quien le auguró que pronto la alcanzaría. Por ello contestó el huaca: -Tendrás mucha suerte, y cuando comas, primero almorzarás picaflores. El hombre que te mate, llorará tu muerte, y sacrificará una llama en tu honor, y bailará poniéndote sobre su cabeza, para que resplandezcas allí. Seguidamente dialogó con unos loros, quienes le dijeron que ya no la alcanzaría. Por ello, Cuniraya, les maldijo, diciéndoles: -Andarás gritando muy fuerte, y cuando los escuchen, sabiendo que tienen la intención de destruir los cultivos, sin tardar los hombres los ahuyentarán y habrán de vivir sufriendo mucho, serán odiados por ellos. De este modo, cada vez que se encontraba con alguien que le daba una buena noticia, le auguraba un buen porvenir, y si se encontraba con alguien que le daba malas noticias, lo maldecía. Así Así llegó a las orillas del del mar, donde donde se encontraban las dos hijas de Pachacamac, custodiadas por una serpiente. Pero, poco antes, la madre de éstas, Urpayhuachac, había entrado al mar para visitar a Cahuillaca. Aprovechando esta ausencia, Cuniraya violó a la menor de las hijas. Cuando quiso hacer lo mismo con la otra, ésta se transformó en paloma y voló. Es por esto que a su madre le llaman Urpayhuachac, “la que pare palomas”. En ese tiempo no había peces en el agua. Solo Urpayhuachac los criaba en un estanque, que estaba dentro de su casa. Cuniraya enfadado porque había ido a visitar a
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Cahuillaca, arrojó todos los peces del estanque al mar. Y es por esto que el mar, ahora, se encuentra poblado de peces. Cuando la hija menor de Urpayhuachac le contó lo que Cuniraya le había hecho, se encolerizó y se decidió por matarlo, tramando un astuto plan. Urpayhuachac llamó a Cuniraya con el pretexto de quitarle las pulgas. Éste aceptó. Pero al mismo tiempo hacía crecer una gran peña, para que le cayera encima al huaca y lo aplastara. Pero éste, con gran astucia, se dio cuenta de las verdaderas intenciones de Urpayhuachac, y huyó del lugar. Desde entonces, Cuniraya Wiracocha anda por el mundo engañando a huacas y hombres. (Adaptación de Lizardo Tavera. En: Trilce, Literatura 4, pp. 09-10, Lima, 2010).
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CUENTOS
EL TESORO DEL CACIQUE
“Cura de Locumba, a principios del siglo actual (*), era el
venerable doctor Galdo, quien fue llamado un día para confesar a un moribundo. Era éste un indio cargado de años, más que centenario, y conocido con el nombre de Mariano Choquemamani. Después de recibir los últimos sacramentos, le dijo al cura: -Taita, voy a confiarte un secreto, yo no tengo hijos a quién trasmitirlo. Yo desciendo de Titu-Atauchi, cacique de Moquegua en los tiempos de Atahualpa. Cuando los españoles se apoderaron del Inca, éste envió un emisario a Titu-Atauchi con la orden de que juntase oro para pagar su rescate. El noble cacique reunió en breve gran cantidad de tejos de oro, y en los momentos en que se alistaba para conducir ese tesoro, recibió la noticia del suplicio de Atahualpa. Titu-Atauchi escondió el oro en la gruta que existe sobre el alto de Locumba, se acostó sobre el codiciado metal y se suicidó. Su sepulcro está cubierto de arena fina hasta cierta altura; encima hay una empalizada de troncos de pacay y sobre éstos gran cantidad de esteras de caña, piedra, tierra y cascajo. Entre las cañas se encontrará una canasta de mimbres y el esqueleto de un loro. Este secreto me fue trasmitido por mi padre, quien lo había recibido de mi abuelo. Yo, taita cura, te lo confío para que, si llegase a destruirse la iglesia de Locumba, saques el oro y lo gastes en edificar un nuevo templo. Corriendo los años, Galdo comunicó el secreto a su sucesor. El 18 de setiembre de 1833, un terremoto echó por tierra la iglesia de Locumba. El señor Cueto, que era el nuevo cura, creyó llegada la oportunidad de extraer el tesoro; pero tuvo que luchar con
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la resistencia de los indios que veían en tal acto una odiosa profanación. No obstante, se asociaron algunos vecinos notables y acometieron la empresa, logrando descubrir los palos de pacay, esteras de caña y el loro. Al encontrarse con el esqueleto de esta ave, los indios se amotinaron, protestando que asesinarían a los blancos que tuviesen la audacia de continuar profanando la tumba del cacique. No hubo forma de apaciguarlos y los vecinos tuvieron que desistir del empeño. En 1868, era ya una nueva generación la que habitaba Locumba, mas no por eso se había extinguido la superstición entre los indios. El coronel don Mariano Pío Cornejo, que, después de haber sido en Lima, Ministro de Guerra y Marina, se acababa de establecer en una de sus haciendas del valle de Locumba, encabezó nueva sociedad para desenterrar el tesoro. Se trabajó con tesón, se sacaron piedras, palos, esteras y, por fin, llegó a descubrirse la canasta de mimbres. Dos o tres días más de trabajo y todos creían seguro encontrar, junto con el cadáver del cacique, el ambicionado tesoro. Extraída la canasta se vio que contenía el esqueleto de una vicuña. Los indios lanzaron un espantoso grito, arrojaron hachas, picos y azadones y echaron a correr aterrorizados. Existía entre ellos la tradición de que no quedaría piedra sobre piedra en sus hogares, si con mano sacrílega tocaba algún mortal el cadáver del cacique. Los ruegos, las amenazas y las dádivas fueron impotentes para vencer la resistencia de los indios. Al cabo, se le ocurrió a uno de los socios emplear un recurso al que con dificultad resisten los indios: el aguardiente. Sólo emborrachándolos pudo conseguirse que tomaran las herramientas. Removidos los últimos obstáculos apareció el cadáver del cacique de Locumba.
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¡Victoria! –exclamaron los interesados. Quizá no había ya más que profundizar la excavación de algunas pulgadas, para verse dueños de los anhelados tejos de oro. El mayordomo se lanzó sobre el esqueleto y quiso separarlo. En ese mismo momento un siniestro ruido subterráneo obligó a todos a huir despavoridos. Se desplomaron las casas de Locumba, se abrieron grietas en la superficie de la tierra, brotando de ellas borbollones de agua fétida, los hombres no podían sostenerse de pie, los animales corrían espantados y se desbarrancaban, y un derrumbe volvió a cubrir la tumba del cacique. Se había realizado el supersticioso augurio de los indios: al tocar el cadáver, sobrevino la ruina y el espanto. Eran las cinco y cuarto de la tarde del fatídico 13 de agosto de 1868, día de angustioso recuerdo para los habitantes de Arica y Tacna, y otros pueblos del Sur”. --(*) Versión recogida por Modesto Basadre Chocano, en el siglo XIX. El recopilador destila una cuota de discriminación racial en uno de los párrafos, creyendo creyendo que los “indios” “indios” (sic), son son una raza inferior. inferior.
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EL DIABLO DE ITE
“Era el mes de noviembre de 1831. En el olivar de Talamolle se hallaban reunidas algunas familias de Moquegua y Tacna, y gran número de familias de Locumba, Mirave e Ilabaya, Entre todas reinaba la mayor cordialidad, la más estrecha unión. Gran número de las personas que las componían acababan de regresar a caballo del baño, a orillas del mar se preparaban para disfrutar de los más opíparos almuerzos, cuando el zambo Ventura, vaquero del señor don Bruno Vargas, se presentó en el campamento de su patrón a comunicarle que habiendo tenido necesidad de buscar unos animales, que se hallaban extraviados había penetrado en ese territorio, llamada el Desierto, existente entre Mollegallo y la Sopladera, y que de repente se había encontrado, cara a cara con ¡el Diablo! Los concurrentes, al oír la relación de Ventura, y ver lo conmovido y asustado que se hallaba, prorrumpieron en estrepitosas carcajadas. Ventura sostenía su relación con mil juramentos, asegurando que el Diablo, al momento que tropezó con él, se había subido a los cerros con asombrosa velocidad, desapareciendo de su vista. El zambo Ventura era un hombre como de cincuenta años de edad, muy honrado y verídico, y tanto insistió sobre la verdad de su relación, que los oyentes al fin suspendieron su mofa. Don Tomás Chocano Moreno, abuelo materno mío, y uno de los hombres más chistosos que se han conocido era muy empeñoso en averiguar de Ventura si el tal Diablo tenía los cuernos retorcidos, como algunos carneros viejos, o los tenía puntiagudos, como los toros bravos, indagación que Ventura no pudo resolver.
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Durante el almuerzo se discutió largamente sobre la relación de Ventura; y al fin se resolvió a instancias de don Carlos Maule Stevenson, mi tío, el mandar a los puntos designados por Ventura, varios hombres bien montados a buscar a ese Ser, o a ese animal, a quien Ventura juzgaba representar a su Majestad Infernal. Marcharon los ocho o diez comisionados al desierto, así llamado: al anochecer regresaron, no habían visto al Diablo, ni habían hallado huellas o señales de él. Ventura fue por muchos días objeto de la burla de varios; y en especial de mi abuelo, quien afirmaba que lo que Ventura había considerado como representante de Satanás, no podía ser sino algún toro viejo, que se había retirado a esas soledades, después de ser maltratado por competidores más jóvenes de su raza. Ventura sin embargo sostenía la verdad de su relación, ¡flaqueando sí su testimonio respecto a los cuernos! No habían pasado muchos días, cuando unos arrieros arequipeños que regresaban de Tacna aseguraron, que al pasar el río, por el vado enfrente de la Pampa de Silicate, habían visto un mono tan grande como un hombre, el que al verlos, huyó rápidamente internándose al monte, a orilla del río. Ya la relación de Ventura tenía un comprobante: entre el Diablo y un gran mono podría existir alguna analogía. Se resolvió mandar algunos agentes, que apostados en determinados puntos, y en especial en los manantiales de Mollegallo, y vado del río de Ite, pudiesen espiar los movimientos de ese ser, fuese Diablo o mono. Al día siguiente volvieron algunos espías; habían en realidad visto un ser, al parecer, hombre que huyó despavorido al verlos, con asombrosa rapidez hacia los cerros del Desierto. Con estas relaciones no cabía la duda, existía un ser extraordinario en esos lugares y se resolvió indagar por él y descubrirlo, averiguando su modo de existir.
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Se formó un verdadero plan de campaña. El señor don Bruno Vargas, con dos hombres debía salir al alto del Airampal, y marchar por esas alturas hacia la Sopladera. El señor don José Tamayo y señor Yáñez debían marchar por las quebradas de Mollegallo, y coronar las alturas del cerro del Pajarito; don Carlos Maule Stevenson debía vigilar las Pampas de Silicate; don Pedro Portocarrero debía recorrer las pampas de Ite y vado del río; don Jacinto y don Celestino Vargas debían penetrar con don Ignacio Cossio por las alturas, frente a los puntos, donde hoy se hallan las casas de don Carlos Zapata; don José María Malo, don Saturnino Cañas, y otros debían pasar por detrás del Cerro Verde, rebuscar esas hondonadas, en fin otras partidas debían cubrir y rebuscar otras salidas de ese territorio. Todas las patrullas debían marchar hacia un centro, hasta encontrarse, y poder comunicar el resultado de sus indagaciones, combinándose señales etc. para el caso de hallar el objeto de sus pesquisas. Serían las dos de la tarde, cuando el señor Tamayo, que había entrado por el lado de Mollegallo, hizo señales de haber descubierto al Diablo, y notició que se dirigía al Sur, es decir hacia los crestones de roca, que forman el lado Norte de la quebrada de la Sopladera. Con las noticias recibidas, todos los exploradores se dirigieron hacia el punto indicado, reconcentrándose del mejor modo posible. Como a tres de la tarde quedaba poco terreno que reconocer, se hallaba este casi cercado por las patrullas; sin embargo el Diablo no aparecía. Se desmontaron algunos mozos, y exploraron las rocas y cuevas que allí se encuentran. En una poco profunda, jadeante pero tranquilo, y al parecer apacible, se halló el objeto de sus indagaciones. No era el Diablo; no era un mono, era un hombre joven, al parecer de veinte años, de estatura mediana, su cuerpo cubierto de
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espeso bello, con abundante barba, y larga y enredada cabellera. A las voces de los descubridores, todos acudieron a la cueva, morada de tan extraordinario ser. Sobre montón de pasto seco se hallaba el objeto de tantas indagaciones, mirando a sus perseguidores con ojos vagos, y con signos de muy limitada inteligencia. Dos mozos robustos se le acercaron, lo tomaron por los brazos y condujeron afuera, era un objeto de ansiosa curiosidad para todos. En la cueva no existían armas o instrumentos de ninguna clase, a no ser que se considerasen como tales, un trozo de granito amarrado a otro trozo de palo con fibras de algún animal; dos costillas de buey algo afiladas en la punta, y que sin duda servían al joven para escarbar las papas silvestres, y raíces que eran su alimento. La cincelada copa de ese monarca del desierto, era un gran cuerno de buey, llena de agua, arrimado a un rincón. El joven no tenía vestido: el único que lo abrigaba era el largo y espeso vello que cubría su cuerpo. Sin duda era de raza blanca: lo demostraba su color, que aunque muy tostado por el sol, era blanco; su barba y la configuración general de sus facciones. No hizo la más pequeña resistencia cuando lo separaron de su cueva, no dio voces: parecía un niño, o un completo imbécil. Su mirada era vaga. Era el Hombre Primitivo sin ninguno de los adelantos de la civilización, y sin inteligencia. Más que voces eran aullidos los que de su pecho exhalaba. Se despachó un propio a Talamolle, a traer alguna ropa para cubrir la desnudez del expósito, poniéndose en marcha al campamento toda la comitiva. Como a las seis de la tarde, ya vestido el joven, llegaron a Talamolle, y la curiosidad de
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las hijas de Eva, fue insuperable para examinar y reconocer al Diablo. Este fue conducido al campamento de don José Tamayo. Al ver la llamarada del fogón de la cocina corrió a agarrar con sus manos la llama viva de la leña, y se quemó las manos: el infeliz creía poder agarrar sin duda con las manos, un trozo de ese astro, que había iluminado sus ojos, que había calentado sus miembros desnudos. Rechazó los alimentos preparados, sólo apetecía la carne cruda, y de preferencia los vegetales crudos, como las papas, etc. Fue imposible calzarlo: sus pies eran largos y anchos, con los dedos muy largos y apartados. Satisfecho su reducido apetito, su gusto era dormir: en todos sus actos demostraba la sencillez de un infante, y la más completa inocencia e ignorancia de todo. Al día siguiente de ser hallado, se le dio una cajita de música, ya con cuerda. Al momento dio varios gritos, se puso la cajita al oído, la trató de morder, con sus largas uñas quiso rasgarla; parecía que consideraba la caja de música como un pajarito, que había venido a sus manos. Se le cortó la barba y su enmarañada cabellera, sin hacer la más pequeña resistencia. Se trató, sin el más pequeño resultado favorable, el enseñarle a hablar: con grande dificultad se pudo hacer comprender el sentido de algunas pocas palabras, su inteligencia al parecer era muy limitada. ¿Quién era este joven? ¿Cuál era su procedencia y origen? ¿Quiénes eran sus padres? ¿Era este joven hijo de alguna moderna Magdalena, que había venido a la Tebaida de la Sopladera, a ocultar su vergüenza, al fruto de su fragilidad, a llorar su desventura y abandono? Y esa madre si existía. ¿Dónde se hallaba? ¿Y el padre de ese niño fue por ventura, quien lo condujo a esas
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soledades, huyendo quizás de doméstico infortunio? ¿Cómo se había mantenido en esas desiertas soledades ese desdichado joven, tan apacible, tan inofensivo, tan infantil en sus actos, tan niño en sus deseos? ¿Algún padre celoso había arrojado de su paternal morada, a quien consideraba como fruto de un crimen, como muestra constante de la degradación de su casa y blasones? Preguntas son estas que jamás se podrán resolver; se hallan los pormenores sepultados en el más profundo abismo y jamás, jamás se podrán publicar. Entre el cura de Locumba, y el Reverendo Segura, fraile dominicano de Moquegua, se resolvió bautizar al joven, se le puso el nombre de Andrés, día en que se le halló en el desierto de la Sopladera: su nombre fue pues Andrés Desierto. En diciembre las familias abandonaron Talamolle, el señor Tamayo se hizo cargo de la manutención y educación de Andrés. En abril fue Andrés atacado en Locumba de muy fuertes tercianas; un día, en ese mes desapareció de la casa para él paterna: jamás se supo su suerte o paradero. Meses después, en los montes de Camiarita, se hallaron los esparcidos huesos de un joven, por la dentadura algo gastada se creyó fuesen los restos del tan desgraciado Andrés. Peruano Gaspar Hauser su origen fue un misterio: su muerte fue lamentada por aquellos a quienes había interesado por la dulzura de su carácter, por sus actos infantiles e inofensivos” inofensivos” (Modesto Basadre Chocano, 1883).
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SISKA
( A A Gerardo Vargas) Las sombras caen sobre la faz de la tierra, la campana de la iglesia toca; sus sones se desparraman en las melancolías de la tarde; la gente vuelve de sus tareas, y Siska, la de los ojos negros como el carbunelo, la de los labios rojos como las flores del granado, a las orillas del camino de la vida, con el cerebro sin ideas, con el corazón vacío, sola, abandonada y triste, viendo tronchado por la segar del enemigo el árbol a cuya sombra se meció su cuna; mirando amargado por las lágrimas de sus padres el arroyuelo que apagó su primera sed, sola, abandonada y triste, dijo: - ¡Ah! Yo soy la rosa que a agosta en el verano. Y el viento responde: - Yo seré rocío. La aurora desparrama azucenas sobre los campos; las nubes esmaltan las flores con blanco rocío; las aves confían al viento su hermoso raudal de armonías, y Siska, la de cabellos negros, más negros que las gotas de la tinta; la de tez pálida, más pálida que las hojas de la rosa mahón extranjera en tierra propia con la conciencia sin nubes, con el corazón sin temores, triste, huérfana y sombría, observando que los jardines de su patria se han convertido en pesebres de caballerías extrañas; contemplando que los genios de su tierra apenas son pobres ruiseñores aprisionados, triste, huérfana y sombría dice:
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- ¡Ah! Yo soy la oscura nube que impide contemplar la serenidad de los cielos. Y el viento responde: - Yo seré tu iris. Braman las nubes, el huracán se agita, desatan los ríos sus lenguas rabiosas, encrespan los mares sus olas gigantes, la tempestad afila, y Siska, la de cutis fino como la senda blanca; la de seno puro como paloma sin mancha, naufraga de las tormentas de la existencia, con una fe sin dudas, con una esperanza sin recelos, sombría, taciturna, pensativa, viendo que la choza en que corrió sui infancia se ha transformado en el calabozo en donde lloran y gimen sus hermanos; contemplando que el sepulcro de sus héroes es un templo profanado, sombría, taciturna y pensativa, dice: - ¡Ah! Yo soy un pálido diamante arrancado a las entrañas de las rocas. Y el viento lo responde: - Yo seré tu luz. Recoge el viento sus alas, retira el agua sus lenguas, la nube apaga sus rayos, la luz aclara las cosas, el cielo es azul, y Siska, la que brilla sobre la tierra como un sol en medio de los abismos; la que derrama la dicha como la plenitud llena los golfos del vacío, palma en el desierto del mundo, con una alma sin rencores, con un valor sin miedo, pensativa, pobre y desdeñada, viendo que los trofeos de su patria son despojos del invasor; contemplando que el oro de sus montañas se ha convertido en cadenas para aherrojar sus manos, pensativa, pobre y desdeñada dice:
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- ¡Ah! Yo soy aquella para quien se han escrito los infortunios del mundo. Y el viento le responde: - Yo seré tu ángel. ¡Pobre Siska! Flor sin rocío, nube sin iris, piedra sin brillo, idea sin forma, como vagará de tierra en tierra; como de puerta en puerta buscará el pan de los desterrados; como deseará desde lejos, ver flamear sobre los edificios de su pueblo la bandera de su patria; como deseará dormir el sueño de la muerte en el panteón de sus hermanos; como apetecerá mezclar sus cenizas con las cenizas de sus abuelos. ¡Oh! Y cuando muera lejos, muy lejos, acaso también el viento repita: ¡Yo seré tu cielo!” (Pedro Quina Castañón, 1894).
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LA DONCELLA Y EL NIÑO
I “Era las tres y media de la l a tarde del día 26 de mayo de 1880, cuando el ejército chileno ocupaba las alturas del “Campo de la Alianza” que, durante diez horas, habían defendido las huestes aliadas con manifiesto valor. Más de tres mil hombres, entre muertos y heridos, en el campo de batalla, atestiguaban el heroísmo con que se resistió al enemigo… Lo que siguió al triunfo, no sabría describirlo nuestra pluma. Son hechos cuyos recuerdos horrorizan… Los chilenos, sedientos de sangre, se arrojaban sobre sus indefensas víctimas para ultimarlas sin piedad ni misericordia. En pocos momentos, el teatro del combate quedó reducido a un vasto cementerio, donde los cadáveres eran hollados y escarnecidos. II Tacna, la bella ciudad del Tacora, ha caído presa en las garras garras del “cóndor” chileno. Allí, donde horas antes sólo se oían acordes marciales y vivas entusiastas de los aliados, reina espantosa confusión. Gritos, blasfemias, maldiciones por un lado. Ayes, clamores y llantos por el otro… Son los alaridos de la agonía unidos a las carcajadas cínicas de los verdugos… Al chileno nada lo detiene. Todo lo pisotea, todo lo profana… Ni el emblema de la “Cruz Roja” es respetado. Los establecimientos sobre los que flamea la santa insignia, son teatros de abominación indescriptible. Los heridos que cobijan, sirven de pasto al
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hambre de horrores del implacable enemigo. Y el incendio, con su fatídico esplendor, completa el exterminio… III En una de las casas de la calle… han entrado un oficial y dos soldados del ejército vencedor. La espada del primero y las bayonetas caladas en los rifles de los segundos, están tintas de sangre. Buscan nuevas víctimas con el ardor del chacal embravecido. Todo lo destrozan, pero no hallan ningún ser a quien inmolar a sus feroces instintos. Se van a retirar, mas antes de hacerlo, determinan acabar su obra demoledora incendiando la casa. En este momento fíjanse los ojos del oficial en una puerta que permanece cerrada. Se adelanta hacia ella, con violento esfuerzo la abre, y un cuadro conmovedor aparece a su vista. IV La habitación que acaba de ser violada se compone de dos piezas pequeñas, de un aspecto pobrísimo. En la primera, en cuyo umbral han aparecido los tres chilenos, vénse dos seres arrodillados, implorando a una imagen de la madre de Dios, colocada sobre una mesa de madera. Uno de ellos, es una joven de quince a dieciséis años. Rubia, como la virgen a quien implora, sus ojos, azules como el cielo, brillan bañados por las lágrimas que, resbalando por sus mejillas, van a sepultarse en su casto seno. Su rostro dulce y bello, como el de un ángel, está realzado por los tintes de vivísimo dolor. Con las manos juntas y elevadas hacia la imagen de la madre del redentor, solicita su protección. A su lado se
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encuentra un tierno niño que reza, también lloroso. De la otra pieza, salen ayes penetrantes y quejidos estertorosos a mezclarse con el murmullo infantil de las oraciones de los que rezan. V Al oír el golpe descargado sobre la puerta, la joven se vuelve y mira aterrada a los tres desconocidos. Instintivamente les suplica compasión. ¡Ay desdichada! No comprende que a su hermosura velada por el llanto, poetizada por el dolor, la arrastrará al martirio sino a la deshonra. El oficial ha fijado la vista en su belleza, y un fulgor siniestro han despedido sus pupilas. Como serpiente que se lanza sobre el pajarillo que ha electrizado con su mirada, así el oficial se precipita sobre la infortunada joven y posa su mano impura sobre ella. Pero ésta, levantándose airada, rechaza con energía agresión tan infame. El oficial arroja la espada que empuña, y avanza sobre la indefensa doncella. Comienza entonces un combate terrible entre la virtud y el crimen, entre el verdugo y la víctima, teniendo por testigos impasibles a los dos soldados, que apoyados sobre sus rifles custodian la puerta… La joven resiste heroicamente. El oficial enardecido por el fuego brutal de las pasiones es una fiera. Ansía poner término a la defensa que hace ese débil ser de su pureza, levantando la mano, la deja caer brutalmente en aquel rostro de lirio, arrojando a la joven sobre el pavimento. -¡Miserable!... El niño, que ha seguido llorando con desconsuelo y extendiendo sus manecitas hacia los soldados, implorándoles socorro, viendo caer a la joven, a impulsos
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del golpe alevoso del oficial, se inclina ligero y recogiendo la espada que éste soltara, se arroja sobre él, hundiéndosela en el pecho con varonil e increíble fuerza… El oficial cae… Mas ¡Ay! El niño no sobrevive mucho a su valerosa acción… Los dos sayones, testigos de la lucha desesperada entre la joven pura y el infame oficial, levantan sus rifles, y dos balas cobardes cortan el hilo de esa infantil existencia. Como leona herida, la joven se pone de pie, se abalanza hacia el inanimado niño y arrancando de entre sus crispadas manos la acerada arma, se arroja sobre los soldados. Pero ¿qué podría la infeliz contra esos asesinos? ¿Qué la paloma contra el milano? Apenas ha llegado hacia ellos y logrado inferir pequeña herida a uno, cuando dos bayonetas se clavan en su pecho dejándola sin vida. Efectuado este segundo crimen, los infames, pasando por encima de los cadáveres tendidos a sus pies, llegan al cuarto interior en cuya entrada aparece en esos momentos una anciana pálida, demacrada, que enseña en sus ojos los últimos fulgores de la existencia. Este nuevo y tristísimo espectáculo no los mueve a compasión; y cargando sus rifles, ponen término, miserablemente, a los pocos momentos que restaban de vida a esa infeliz. Luego saquean la humilde habitación, donde su sed de pillaje nada encuentra digno de su rapacidad, y la abandonan en seguida, cargados con el cadáver de su oficial para que no sirva de pasto a las llamas que consumen la casa. Dejan tras sí, tres víctimas. Pero… ¿Qué son tres víctimas para ellos?” (Ernesto A. Rivas). Riv as).
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GRANDES ALMAS (*)
Eran tres amigos, los tres muy jóvenes, subtenientes los tres del batallón Granaderos de Tacna: Noé Picoaga, José Pedraja y Ramón de Osorio. Era este último de noble alcurnia, circulaba por sus venas sangre de marqueses españoles. Los tres habían jurado sobre la cruz de su espada, a la manera de los antiguos caballeros, luchar por la victoria hasta alcanzarla, y si la suerte de las armas les era adversa, morir en la demanda antes que sobrevivir a la derrota. Era una mañana nebulosa y fría. El andén de la estación se hallaba cubierto de soldados: formaban parte del contingente que la ciudad de Tacna enviaba a la plaza fuerte de Arica. La locomotora, ya con la presión necesaria, rugía sordamente, temblaba, violenta por lanzarse sobre el riel a toda velocidad de sus ruedas. De cuando en cuando saltaba de sus flancos un chorro de vapor. El maquinista, con la mano en el manubrio, esperaba la señal convenida para hacerlo girar, con esto comenzaba el galope desenfrenado de la bestia de hierro. Detrás de ella, numerosos carros puestos en hilera, iban recibiendo su carga humana: hombres de rostro curtido en las fatigas de la campaña, jóvenes que por primera vez se revestían del arreo militar, adolescentes animosos que renunciaban a las caricias maternales, para empuñar el rifle vengador de los desastres: grandes corazones en débiles pechos.
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Por entre la multitud de soldados, mujeres y niños, circulaban oficiales de brillante uniforme, dictando las últimas órdenes para el embarque. Era el momento de la despedida, de la despedida de término incierto, tal vez de la muerte. La madre despedía al hijo, la hermana al hermano, la amada al amante, el amigo al amigo. ¡Cuántos no volverían a verse en este lado de la tumba! La patria lo exigía, y era preciso separarse, aunque fuera conteniendo la lágrima, reprimiendo el sollozo. Silbó la locomotora; el convoy se puso en marcha. En el andén, ya casi desierto, se veía, como postrer detalle de la partida, a un oficial abrazado con su madre. Con dulce violencia se desprendió de los brazos que lo estrechaban como ansiosos de retenerlo; subió al primer carro que pasaba y se confundió con los demás viajeros. Un instante después asomaba la cabeza por una ventanilla, pero la madre ya no veía al objeto de su cariño: las lágrimas le nublaban la vista. Lenta, pesadamente se deslizaba el tren, resoplando, gimiendo, entre las vivas y aclamaciones del pueblo que, fuera de la estación, lo aguardaba para verlo marchar con su carga de valientes. La multitud agitaba banderas; varias señoritas, desde un balcón, arrojaban flores al paso de los coches, cuyas ruedas iban aumentando, a cada segundo, la rapidez de su vuelta. Las últimas casas de la ciudad quedaban atrás. El maquinista, ya en campo abierto, movió una que otra llave y el tren, como si hubiera sido un corcel en cuyo flanco se hundiese agudo acicate, saltó, voló, cobrando una velocidad de treinta millas por hora y a poco se perdió entre la neblina como en un túnel.
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En Arica, dividido el Granaderos, los tres amigos destinadas sus compañías a distintos lugares, no volvieron a verse sino la víspera del combate. Gran parte de los oficiales de la guarnición, solía reunirse antes del toque de silencio, con el fin de olvidar en animada charla las fatigas del ejercicio diario. Comentaban las noticias últimamente recibidas, contaban historias militares, hojeaban libros de táctica, aventuraban ideas acerca de la marcha de la guerra: hacían, en suma, un recreo de su tiempo, hasta que la voz de la corneta los llamaba a la guardia o al reposo. Una noche, Noé Picoaga, que nunca formaba parte de esas reuniones, se juntó a sus compañeros. El hecho inusitado de su presencia entre ellos, fue saludado con demostraciones de júbilo. El oficial que tenía la palabra aquella noche, un capitán del Tarapacá, contaba como postre de conversación, la siguiente historia: -La verdad es, compañeros, que a mí me emocionan de sobremanera los relatos tiernos. No puedo recordar sin sentir un redoble en el corazón, lo que le sucedió a la señora madre de aquel rey persa, que hacia azotar con gruesas cadenas las aguas del Helesponto. Escuchadme. Se Hallaba Alejandro el Grande en su tienda de campaña, rodeado de sus generales –calculo que unos diez- celebrando la última victoria con luminoso vino de Chio. Haré notar que en todas las épocas de la historia ha habido siempre un vino famoso: en la antigüedad griega, el que acabo de nombrar; en la época de los terribles romanos, el Falerno; y en la moderna, el champagne. Y lo más curioso es que los laureles siempre se han regado con vino, sin duda por ser el laurel una planta y ser un líquido el vino, por lo menos eso era hasta hace poco; hoy lo considero como un cuerpo que ha pasado al
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estado gaseoso, no logro verlo en ninguna parte y temo no llegar a nada concreto sobre el particular, hasta después de la campaña. Volviendo a mi cuento: estaban en lo mejor de sus libaciones Alejandro el Grande –que sin duda tendría unos siete pies de altura- y sus generales, cuando sin previo anuncio, levantando una pesada cortina de Damasco… -¿De Damasco? –le interrumpieron. -¿Por qué no? –prosiguió imperturbable el capitán ¿no dicen que Damasco era la ciudad más antigua del mundo? Debía existir entonces. -Para que la historia de las cortinas no sufra – volvieron a interrumpirle- hazla de cualquier otra cosa. No hay inconveniente… levantando un ligero cortinaje de lino de Egipto, se introdujo en la tienda una mujer anciana, cubierta de joyas, el traje en desorden, deshecho el plumado sombrero… -¡Sombrero con plumas! Entonces no se conocían. -¡Ah, bien!... y sin sombrero. La anciana se arrojó a los pies de Efestión, del bello Efestión, que siempre deslumbraba por lo brillante de sus arreos, y entre sollozos y lágrimas, pidió al general, creyéndolo Alejandro, por la vida de algunos persas que habían tenido la temeridad de combatir contra los griegos y la mala fortuna de no haber desaparecido en la batalla. Se enterneció tanto el ilustre conquistador, que abandonó su asiento y aun la copa, y levantó a la vieja reina, prometiéndole que no se haría nada en contra de sus protegidos y continuó bebiendo; pero… Habríase terminado la narración si al llegar a ese punto, Noé no hubiese abandonado bruscamente el lugar de
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la tertulia, tratando de sofocar los sollozos que se agolpaban a su garganta y si al mismo tiempo la corneta, con su nota prolongada y lastimera, no hubiese dado la señal de la guardia o del reposo. Al día siguiente Noé se hallaba en una de las fortificaciones levantadas en la ribera del mar. Sentábase sobre unos sacos de arena, la mejilla apoyada en la mano. Sus ojos seguían el vuelo de las gaviotas o se fijaban en las olas que cubrían de espuma las rocas de la playa. Su fantasía se entregaba al recuerdo o al ensueño. Lejos, más allá de aquellos arenales, en una casita cubierta de enredaderas, a la orilla del río, arrodillada delante de un crucifijo, tal vez su madre reza por él. Tiene la infeliz, la esperanza de tornar a verlo a él, que ha jurado no regresar sino victorioso; a él que sabe que la victoria no acompaña a las armas de su patria. Noé llora. -¿Por qué lloras, muchacho? –dice una voz a su espalda. Noé se vuelve sorprendido y reconoce a su coronel. Éste le habla con dulzura: -Soy el primero que reconoce tu valor; no te ofendas, pues, si te digo que aún es tiempo para que te marches a Tacna, tú no has debido venir, tu madre te espera, déjanos aquí a los viejos, aguarda a que nosotros hayamos desaparecido, entonces habrá llegado tu hora, mientras tanto… vamos… ¿qué me dices? Con ese jefe no había cómo enfadarse, era tan bondadosa y franca su fisonomía, tan suave, tan paternal su voz…