HENRY CORBIN
EL HOMBRE Y SU ÁNGEL
Iniciación y caballería espiritual
Ensayos / Destino 24
Título original: L'Homme et son Ange. Initiation et chevalerie spirituelle Traducción: María Tabuyo y Agustín López
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Diseño de la colección y dibujo: Ramón Herreros
© Librairie Arthème © Ediciones Destino, S.A., 1995 Consell de Cent, 425.08009 Barcelona
© de la traducción, María Tabuyo y Agustín López Primera edición: febrero 1995 ISBN: 84-233-2496-6 Depósito legal: B. 2.717-1995 Impreso por Limpergraf, S.L., Carrer del Riu, 17, Ripollet del Vallès (Barcelona) Impreso en España - Printed in Spain
Índice
Nota de los traductores Prólogo EL RELATO DE INICIACIÓN Y EL HERMETISMO EN IRÁN . I. El relato del exilio occidental . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. El relato de iniciación en la obra de Sohravardî . . . . . . . . . . 2. El relato del exilio occidental . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. El simbolismo alquímico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . II. El mito de Hermes y la "Naturaleza Perfecta" . . . . . . . . . . . . . . 1. El Ángel de la Humanidad y el Ángel de Hermes . . . . . . . . . 2. Hermes y la Naturaleza Perfecta o el hombre y su ángel . . . 3. La Naturaleza Perfecta y el simbolismo alquímico de la Resurrección . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4. El doble celestial en la escatología irania . . . . . . . . . . . . . . .
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LA INICIACIÓN ISMAILÍ O EL ESOTERISMO Y EL VERBO I. La Palabra perdida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . II. Un relato iniciático ismailí del siglo X . . . . . . . . . . . . . . . . . . . III. La iniciación a lo esotérico como iniciación al secreto del Verbo de los profetas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . IV. El ritual de iniciación y el misterio del nombre . . . . . . . . . . . . . V. La ética de la Demanda y la ética del legado confiado . . . . . . . VI. El tiempo de los profetas no ha terminado todavía . . . . . . . . . . Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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JUVENILITAS Y CABALLERÍA EN EL ISLAM IRANIO . . . . . . I. ................................................... II. ...................................................
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Notas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Nota de los traductores
Para las transcripciones de los términos árabes y persas se sigue el mismo criterio que el autor que, por imperativos tipográficos, recurre a un sistema de transcripción simplificada. Téngase en cuenta que la s tiene siempre el sonido duro (como ss francesa); la h es siempre aspirada; la kh debe pronunciarse como la j española, nunca como simple k; la ch equivale al sonido francés de tch; dh se pronuncia como la th inglesa de thing. El acento circunflejo sobre las vocales indica que la vocal es larga. El apóstrofo representa a la vez el hamza y el 'ayn.
Conservamos en la traducción la Q de los términos "Qorán", "qoránico", etc., respetando la costumbre del autor, tan ajena al uso habitual en francés como pueda serlo en castellano. Las citas coránicas se han traducido de la propia traducción de Corbin, pues su sentido no siempre coincide con el que pueden recoger las diversas ediciones del Corán publicadas en castellano. Las referencias coránicas se dan tal y como las da el autor, que sigue, por su parte, la edición Flügel; deberá tenerse en cuenta que en ocasiones hay ligeras variaciones en la numeración de los versículos dentro de cada sura respecto a algunas ediciones publicadas en España.
Las fechas se dan en ocasiones en referencias dobles, correspondiendo la primera a la era del Hégira y la segunda a la era cristiana.
Las notas que figuran entre corchetes, conteniendo referencias bibliográficas, fueron incorporadas en la primera edición francesa del libro, publicada después del fallecimiento del autor; no figuraban en la edición original de los tres ensayos que lo componen (otras tantas conferencias pronunciadas en las sesiones del Círculo Eranos), inicialmente publicados en Eranos - Jahrbuch, XVII/1949, XXXIX/1970 y XL/1971. Para la presente edición todas las referencias bibliográficas han sido actualizadas.
Por último, una breve aclaración sobre uno de los peculiares usos lingüísticos de Henry Corbin, que quizá sorprenda al lector español: la expresión "simbolizar con", muy frecuente en todas las obras de este autor, alude al significado etimológico del término, relacionado con las dos mitades en que se divide un objeto, de tal modo que cada una simboliza con la otra.
Prólogo
Los tres ensayos que componen este libro recogen el texto de las conferencias pronunciadas en las sesiones de Eranos en los años 1949, 1970 y 1971. Su distancia en el tiempo pone de manifiesto la continuidad de la labor investigadora de Henry Corbin, continuidad que, por otra parte, es la clave de la unidad de estos textos. El título elegido para agrupar los tres trabajos procede de una expresión del propio Corbin: El hombre y su ángel.
Este es, precisamente, el tema explícito de la primera conferencia. en la doctrina sohravardiana del Ishrâq, el ángel es el doble celestial de la psique terrestre. Ser de Luz que la fundamenta en su realidad de alma, el "ángel" es el principio transcendente de su individualidad. Transciende a ésta, ciertamente, pero de forma tal que, lejos de poner en peligro su existencia, se consuma, por decirlo así, en ella. El destino del hombre es único y apunta a lo Único. Pero a un Único que sólo es tal para cada uno. Por eso mismo, la fórmula para nosotros tradicional de "el hombre y su alma" debe ser sustituida -nos dice Corbin- por otra de mayor riqueza y superior contenido ontológico: "el hombre y su ángel". Esta fórmula expresa, en lo que atañe al destino, no la yuxtaposición de dos realidades distintas o la reabsorción eventual de una en la otra en el seno de la unión mística o en la muerte, sino el misterio ontológico de los Dos, que se mantienen sin embargo como Dos en un Único.
El alma humana viene de fuera. Desde Platón, así lo enseñan numerosas tradiciones. Pero mientras que para el platonismo el alma se ha hundido de algún modo en el exilio de la carne, "hay -nos recuerda Corbin- un tipo de descenso del alma, digamos gnóstico-iranio, que resulta del desdoblamiento, del desgarro, de un Todo primordial". Asumiendo la carne, el alma se ha separado sólo por un tiempo de su "ángel". Parte integrante, como alma, de un "Todo diádico" que la dirige en lo más íntimo, está, desde este mundo, en referencia constante a su doble celestial. es a este doble al que el alma debe unirse por la muerte. pero al que también puede perder para siempre si durante su vida terrestre es infiel a ese compagnonnage que es lo único que puede devolverle un día su unidad perdida.
Esta concepción, que se remonta sin duda al pasado más lejano del Irán, no es tan extraña como podría pensarse a nuestra tradición espiritual. Corbin señala que sus huellas se encuentran en una corriente subterránea que recorre nuestra historia y que va de los cátaros neomaniqueos a Novalis, pasando por Jacob Boehme. ¿Qué es el "ángel", en efecto, sino el mundo verdadero del hombre, su Naturaleza Perfecta que lo aguarda, pero cuya permanencia celestial, adquirida ya, continuamente le guía y le sostiene en el tiempo de su exilio? El "ángel" es, en el fondo, su esencia realizada. "No es -subraya Corbin- ni el Abismo divino impersonal e insondable, ni el Dios extracósmico, a la vez transcendente y personal, de un monoteísmo abstracto o puramente formal. Desde que la unio mystica con el ángel se precisa como reunión del alma con su ángel, la búsqueda se encuentra orientada hacia otra noción del Único que no es la de una unicidad
aritmética, sino más bien la de una Unidad arquetípica, unífica, que "monadiza" todos los "únicos". La experiencia que realiza este "cada vez único" del ser volviendo a su Unidad, presupone entonces un kath'éna, algo así como un katenoteísmo místico. ahí se encuentra la más profunda originalidad del tema del "ángel" en la mística irania. Ésta es sin duda de orden ontológico, puesto que afirma, casi contradictoriamente, una polaridad en la Unidad y, al mismo tiempo, una Unidad en la polaridad que mantiene desde los dos términos: el hombre y su ángel.
Esta unidad dual es en principio efectiva: es lo que hace la unidad, mientras que nosotros sólo concebimos habitualmente la Unidad como sustancia que no admite más que fusión anónima en sí misma. Quedan todavía por descubrir las múltiples implicaciones de esta visión, incluso en dominios aparentemente muy alejados de la experiencia religiosa. Es en definitiva otra concepción del hombre y su destino lo que se nos propone, sobre el fondo de otro planteamiento no dialéctico o metadialéctico del Ser.
Pero esta verdad, de la que Sohravardî, por ejemplo, testimonió hasta el martirio, no se inscribe en la línea de la ortodoxia religiosa del Islam, tal como resulta de la interpretación más común de los textos, sino que, por el contrario, supone el redescubrimiento de una "Palabra perdida", oculta bajo el sentido literal de las Escrituras. De ello nos habla el segundo ensayo. En las tres grandes "religiones del Libro" surgidas de la tradición abrahámica -Judaísmo, Cristianismo e Islam- el Libro manda. Es Palabra revelada, Escritura santa. Pero si el sentido profundo de ese Libro se oculta bajo la dimensión literal de las palabras, desde el momento en que nos atenemos a la interpretación literal estamos mutilando la integridad de la Palabra. El drama de la "Palabra perdida" que se abre entonces adopta innumerables formas, pero puede resumirse en la tensión que opone, en el plano de la iniciación, a los representantes de la religión esotérica, vinculada al sentido espiritual e interior del texto, con los de la religión exotérica, que quiere ser la de todos, "igualitaria y literal". Corbin retoma los elementos de este conflicto siempre actual a partir del comentario de un relato iniciático ismailí del siglo X, inédito hasta la fecha: El libro del sabio y el discípulo.
Por último, y éste es el tema del tercer ensayo- la Palabra interior así recibida hace del iniciado, por su exigencia misma, un "caballero espiritual". vivir de acuerdo y en comunicación con el mundo superior del Malakût, el mundo del "ángel", es lo que caracteriza a los "caballeros", los javânmardân. El persa javân tiene la misma raíz indoeuropea que el latín juvenis. El javânmard es aquel que ha recuperado plenamente su carácter juvenil al acceder al hombre interior, al hombre verdadero. El hombre reunido con su verdadero Yo, o en camino hacia esa reunión transformadora, son el hombre y su ángel en este mundo.
¿Pues de qué tratan, en definitiva, los relatos de iniciación que este volumen nos presenta dejando amplio espacio a los textos originales-, sino de la aventura religiosa del Yo profundo? El "ángel", como hemos visto, no es solamente un Otro tutelar, sino el doble celestial del alma, la contrapartida transcendente del yo terrenal. Podríamos decir que es a la vez otro y no otro. Algo así como un "Yo en segunda persona", como nos dice admirablemente Corbin. Para entenderlo correctamente, es preciso referirse a la teoría de la "imaginación activa", cuyo iniciador fue el filósofo iranio Mollâ Sadrâ Shîrâzî que vivió en el siglo XVII (fallecido en 1640, es decir al comienzo del cartesianismo en Europa). Según Mollâ Sadrâ, la imaginación es una facultad humana transcendente, a la vez sensible y no sensible, o -podríamos decir más bien- una facultad cuya esencia consiste precisamente en escapar de esta dicotomía, una facultad que es "de alguna manera el cuerpo sutil, el vehículo sutil del alma". Si nos atenemos pues a nuestros esquemas, habrá que decir que el lugar que le corresponde es un orden intermedio entre lo sensible y lo inteligible. Éste no se corresponde en absoluto con el mundo imaginario, tal como habitualmente lo entendemos en Occidente, pues lo imaginario sería para nosotros más bien lo irreal, sino que
se trata de un mundo verdadero, un mundo de la más plena realidad, y que Corbin, por esta razón, prefiere calificar de imaginal: mundus imaginalis, 'âlam al-mithâl. Sería, siempre según nuestros esquemas, como un tercer estado de lo real, en el que confluyen todas las fuerzas físicas y psíquicas, el elemento mismo de su conjunción, el "medio", en todos los sentidos del término, de su irradiación.
El mundo imaginal es, en una palabra, el mundo mismo, contemplado en su indivisión, antes de ser sometido a nuestros planteamientos fraccionadores, simplificadores, el mundo en su gloria primera, donde se sitúan las visiones, donde lo real se transfigura. Su reconquista, nos dice Corbin, es "el objetivo y el lugar del combate de los javânmardân. En el orden imaginal, por esencia unitario, el cuerpo no se opone ya al espíritu, pues también su estado es intermedio, sutil. El cuerpo imaginal (jism mithâli) es el cuerpo absolutamente propio, el cuerpo concreto y singular, que se ha hecho, de alguna forma, espiritual. Es sin duda cuerpo, pero cuerpo renovado, devuelto a una nueva juventud, cuerpo plenario y auroral, abierto a la riqueza indivisible del mundo creado, cuerpo inmerso en una realidad en adelante unitaria, donde los conceptos antagónicos de "espíritu" y "materia" no tienen ya cabida. En el mundo imaginal puede operarse el esperado encuentro del hombre y su "ángel", del Yo y su Otro No del Yo y un Tú siempre separador, sino del Yo propio y de un Otro que sigue siendo un Yo, un "Yo en segunda persona" que es su verdadera esencia. Pues el "ángel" es como la plenitud del mundo imaginal, su dimensión acabada, llevada a su culminación. Pero lo es para cada uno de nosotros -es preciso insistir en ello- en una relación y un intercambio que es y que nunca deja de ser de Único a único.
Sobre el cómo de esta metamorfosis, el libro de Henry Corbin aporta una clarificación de elevada pero siempre apasionada erudición. Por la brecha que abre en nuestras concepciones y el campo nuevo que explora, se ajusta, mejor quizá que ningún otro, a esta colección abierta a todos los componentes de ese Espacio interior diferente que estamos buscando. ¿Cómo no sentirse afectado por esa verdad fundamental de que nuestra soledad en este mundo en que debemos vivir no es un destino sin salida, sino que es de por sí esencial "dualitud", retomando el expresivo término de Corbin? Otra parte de nosotros mismos, una parte transcendente, que es nosotros mismos y no nosotros mismos, existe también, existe "en otro lugar" en la medid en que esta última expresión conserva todavía un sentido en la perspectiva del mundo imaginal. Puede sostenernos en nuestro mundo terrenal, a condición de que sepamos oír su llamada transformadora en el corazón de nuestra vida singular. Nos espera.
ROGER MUNIER
1. El relato de iniciación y el hermetismo en Irán (Estudio angelológico)
I. El relato del exilio occidental
1. El relato de iniciación en la obra de Sohravardî (!587/1191)
Una gran figura y una obra colosal dominan, junto con la persona de Avicena, el pensamiento espiritual del Irán islamizado: las del Shaykh Shihâboddîn Yahyâ Sohravardî, muerto mártir en Alepo en la flor de su juventud, cuando apenas contaba treinta ocho años, por orden de Salâheddîn. Pero mientras el nombre de Avicena, que se benefició de la labor de los traductores latinos de la Edad Media y que fue conocido como médico no menos que como filósofo, mantuvo su celebridad en los anales filosóficos de Occidente, la obra de Sohravardî, compartiendo el destino de tantos pensadores orientales, permaneció durante mucho tiempo más o menos ignorada. Su repercusión no fue por ello menos duradera y profunda en Oriente, en el área cultural sometida a la influencia irania, es decir, en el propio Irán y en la India, tanto en el ámbito islámico como en el zoroastriano. En torno a su nombre y al de Avicena (Ibn Sîna) se agrupan las dos grandes corrientes especulativas que se denominan recíprocamente "peripatéticos" e ishrâqîyûn o "iluminativos", según se traduce en ocasiones, atendiendo tan sólo a uno de los sentidos que incluye el concepto de Ishrâq. En el siglo XVI, al comienzo del período safávida, el pensamiento sohravardiano fue objeto de un importante desarrollo en la obra de los maestros de la escuela de Ispahán, entre ellos Mîr Dâmâd y Mollâ Sadrâ. Contribuyó, en conjunción con la filosofía de Ibn 'Arabî, a la formación de la gnosis propiamente shiíta duodecimana previa al citado período safávida (Ibn Abî Jomhûr, Haydar Âmolî, Dawwânî y sus discípulos, como, por ejemplo, Maibodî con su largo prólogo al Dîwân del I Imam. Ejerció igualmente su influjo en el siglo XIX entre los pensadores del período kâjâr (Mollâ Zonûzî, Mollâ Hâdî Sabzavârî) y su espíritu estuvo presente en la obra de Shaykh Ahmad Ahsa'î, fundador de la escuela Shaykhí que desde finales del siglo XVIII representa el esfuerzo de creación espiritual más original en el seno del shiísmo moderno.
Tal es a grandes rasgos la influencia ejercida desde el siglo VI/XII por el pensamiento y la obra de Sohravardî; lo que ahora pretendemos es precisamente subrayar el significado de uno de los elementos más característicos de dicha obra: los denominados "relatos de iniciación". Asociando a esta última expresión el término "hermetismo", queremos resaltar uno de sus rasgos fundamentales y, al mismo tiempo, evocar la obra de Sohravardî como palingenesia o "repetición" persa de un "arquetipo" espiritual a cuya manifestación concurrieron ya, diez o doce siglos antes, decisivos factores iranios. Una tradición de la que, a través de los siglos, jamás han dejado de ser testigos nostálgicos e indómitos los miembros de una familia espiritual que no han abdicado ni ante los sarcasmos y denuncias de los doctores oficiales, ni ante las persecuciones del poder. Por otra parte, al preparar la edición del primer volumen de sus obras, he tratado de poner de relieve las intenciones fundamentales de Sohravardî, pero los detalles en cuanto a la estructura de su doctrina no podrán aparecer hasta una vez concluida la edición. Tres grandes nombres, ensalzados en su obra como profetas, guían la inspiración de Sohravardî: Hermes, Zaratustra y Platón. Esta conjunción que determina el aspecto angelológico, extático, teúrgico, del pensamiento sohravardiano, hace de éste, en pleno período islámico, el testigo de esa misma gnosis que en lengua griega tiene como nombres simbólicos más característicos los de Zósimo el alquimista,
Ostanés el mago persa, o el Hermes del corpus hermético.
Antes de nada, y para perfilar lo que propiamente debemos entender por "relato de iniciación", recordaremos el triple sentido que los textos más importantes de Sohravardî nos permiten diferenciar en el concepto de Ishrâq.
Se trata, en primer lugar, de una iluminación, un fotismo; en este sentido su doctrina es una filosofía de la luz, para la que Sohravardî reivindica una filiación que se remonta a la teología preislámica y a la que debe el sobrenombre de Shaykh al-Ishrâq. Pero, en un sentido más concreto, el término se refiere al resplandor de las primeras luces de la aurora, a la dirección por donde el sol aparece en el horizonte. El adjetivo ishrâqî tomará entonces la acepción de "oriental", y el plural ishrâqîyûn, alternando con mashrîqîyûn, designará no ya a los orientales en general, sino a los sabios de la antigua Persia, los sabios khosravânîyûn. Es en este punto donde Sohravardî se separará más netamente de Avicena, a quien reprocha haber mostrado su adhesión a un proyecto de "filosofía oriental", cuando, ignorando las fuentes de la antigua Persia, iba fatalmente al fracaso. Por último, de forma más concreta todavía, el término designa el modo y el momento de un conocimiento que no es una forma cualquiera de conocimiento, sino que es oriental por ser precisamente el Oriente del Conocimiento. Es la cognitio matutina que en la experiencia mística se anunciará como una escatología individual. Finalmente, pues, teniendo en cuenta que el término árabe hikmat no puede ser exactamente traducido ni por "filosofía" ni por "teología" y que, por otra parte, hakîm ilâhî es la traducción exacta del griego θɛόοοφος , quizás la mejor traducción de hikmat al-Ishrâq sería la de "teosofía oriental". El breve texto que vamos a analizar a continuación lleva por título Relato del exilio occidental. Encontramos tipificados en él los dos polos del pensamiento sohravardiano.
Este pensamiento no pretende ser en modo alguno "innovador"; es 'Ilm hodûrî, Scientia praesentialis, comprensión "en el presente" de una Presencia perpetua. Podría decirse, más bien, que Sohravardî hace que la innovación esté constituida por su propia persona; su poderoso entusiasmo reúne y cohesiona en él mismo la presencia de otras almas dispersas por las vicisitudes del tiempo. Ha trazado el esquema de su genealogía espiritual con líneas vigorosas en uno de sus grandes tratados, en el que vemos cómo la doctrina de Hermes se ramifica en dos tradiciones, la griega y la persa, hasta que ambas vuelven finalmente a unirse en la orden de los hishrâqîyûn. Habría que dejar a un lado la categoría, demasiado fácil, de "sincretismo"; los personajes que figuran en este esquema de una pura historia espiritual no obedecen a factores de "evolución histórica" ni a problemas de "influencias". Son para el autor los ejemplos y manifestaciones de una theosophia perennis que invita a repetir un mismo arquetipo y, por eso mismo, a perpetuar una invisible Iglesia de los Sabios. Es significativo que la teosofía sohravardiana incorpore a su esquema la tradición alquímica (Akhî Akhmîn, Dhû'l-Nûn Misrî); hay ahí, en efecto, una invitación a descubrir en sus "relatos de iniciación" un sentidoo más profundo que el propuesto por el escolástico y anónimo comentador. Por fin, otros autores que mencionan a los hishrâqîyûn remontan su filiación a un grupo de sacerdotes egipcios que se consideraban hijos de la hermana de Hermes, o bien les atribuyen como profeta a Set, el hijo de Adán, lo que fija su conexión, al menos ideológica, con los sabeos de Harrán y con los gnósticos setianos, los cuales, como es sabido, identificaban a Set, bien con Cristo, bien con Zaratustra. En cuanto a su proyecto personal, Sohravardî lo formuló inequívocamente en numerosas ocasiones; haciendo alusión a los antiguos persas, escribía: "Es su sabiduría, elevada y luminosa, presente también en la experiencia mística de Platón y sus antecesores, la que he resucitado en mi Libro de la teosofía oriental, sin que en este proyecto haya tenido precursor alguno".
Este proyecto personal se desarrolla a lo largo de una obra de proporciones enormes, que comprende extensos tratados en los que discute o rechaza los temas de la filosofía peripatética y que sirven de propedéutica a su obra magna, la Teosofía oriental. Pero esta última exige un modo
de comprensión muy distinto. Como afirma Sohravardî en un patético párrafo del Libro de las conversaciones (§ 111): "No basta leer libros para convertirse en miembro de la familia de los sabios. Hay que entrar realmente en la vía sacrosanta que conduce a la visión de los puros seres de luz".
No basta, pues, la comprensión meramente intelectual de un texto que conduzca discursivamente a la sola evidencia de la razón. La gnosis propuesta al sabio no es un mero saber, es una Vía, y el comienzo de la Sabiduría es la entrada efectiva en esta Vía. Ningún texto didáctico, por muy claro que pueda ser, consigue provocar ese movimiento inicial por el solo poder de la demostración. Es preciso, pues, que se presente de otro modo, con su auténtico sentido recubierto por una apariencia exterior que, en virtud de su extrañeza y su irracionalidad, comience por chocar violentamente con la facultad de comprender. Este choque debe tener como resultado una total conmoción del alma que opere una elevación en su comprensión, una anáfora, traducible ciertamente en una exégesis esotérica del sentido oculto, pero exégesis que, a su vez, se mantendrá como tal en el nivel de la mera evidencia intelectual. El acontecimiento real, el acto de ponerse en camino -del que Sohravardî escribe: "Pobre de ti, si cuando se te dice "¡regresa!" te imaginas que se trata de Damasco, Bagdad o cualquier otra ciudad del mundo"-, en suma, la peregrinación interior hacia Oriente, escapa en su realidad a esta traducción exegética. Su verdad no es transmisible nunca sino a través del relato de un sueño, o de una figura, mito o parábola, pues tal representación conserva perpetuamente el poder de provocar el choque decisivo. A su preocupación por esta disciplina imprescriptible responde esa parte de la obra de Sohravardî que designamos como "relatos de iniciación". Existen manuscritos de una decena de ellos, casi todos en persa.
Quisiera sin embargo diferenciar dentro de este grupo aquellos que responden a un carácter más preciso que la exposición de una semejanza o de un mito que invita a la comprensión de un sentido interior. A falta de una tematización delimitada, creo que la mayor parte de la literatura persa, la mayoría de sus poemas novelados de amor místico, podrían entrar en el marco de esta conferencia. Están indudablemente vinculados con el tema que tratamos, pero su análisis excedería nuestro propósito. Propondría simplemente que escuchásemos el relato, narrado en primera persona, de una visión o experiencia personalmente vivida; experiencia que conduce al místico por esa Imaginación activa que constituye su ser más personal hasta la revelación de su origen; revelación inicial que le inicia a su existencia verdadera y provoca, con la entrada en la Vía, una sucesión de etapas que la Imaginación activa recorre hacia el lugar del Retorno (ma'âd), que es también el del Origen (mabdâ'). Es, pues, un relato que expresa y abarca el tiempo propio de la vida del alma y permite medir la edad propia del ser humano en función del punto en que se encuentre en ese camino de retorno. Hay quienes no llegarán nunca a la existencia de su alma; hay algunos cuya alma no crece jamás. Y, puesto que esa duración es una reascensión hacia el Origen, la medida de esa edad invierte el orden de duración del devenir sensible, que progresa y envejece hacia un término indefinido. La iniciación es el nacimiento, tal como lo expresa el tema mítico del Puer aeternus, "nacimiento" que marca justamente el advenimiento celestial de la madurez espiritual. De todo ello encontramos una serie de sutiles insinuaciones en el relato de Sohravardî que lleva por título Epístola sobre el estado de infancia. Es también lo mismo que han experimentado numerosos místicos en el ámbito del Cristianismo y cuyo carácter paradójico queda reflejado en la liturgia tradicional del Arcángel Miguel, que recoge la perícopa evangélica: "Si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos" (Mt 18,1). Y es esto mismo lo que también está insinuado en la resurrección de Fausto como Puer aeternus.
Las condiciones así requeridas determinan un doble motivo en la estructura del "relato de iniciación"; el encuentro con una entidad divina o angélica que inicia al aspirante místico y una secuencia de visiones que marcan las etapas místicas de la "búsqueda" en que se ha empeñado el iniciado. En la obra de Sohravardî, cuatro opúsculos llegados hasta nosotros responden
particularmente a este esquema. Son los titulados Epístola sobre el estado de infancia, El rumor del ala de Gabriel, El arcángel teñido de púrpura y el Relato del exilio occidental. Estos opúsculos se emparentan por su estructura con las visiones de los textos herméticos o los del alquimista Zósimo, así como con los relatos iranios de revelación anteriores al Islam.
En cuanto a los modelos que Sohravardî pudo tener a su alcance, habría que citar las narraciones breves compuestas por el propio Avicena. El prefacio de El exilio occidental hace referencia a su relato Hayy ibn Yaqzân, declarando expresamente Sohravardî lo que no le satisfacía de la composición aviceniana. A decir verdad, existe entre el didactismo de Avicena y el desarrollo dramático y la emoción contenida del relato de Sohravardî, la misma distancia que separa las respectivas concepciones que tenían ambos maestros de la "filosofía oriental". Habría que mencionar también el relato Salâmân y Absâl, llegado hasta nosotros en la versión árabe de un texto griego perdido. Finalmente, no habría que omitir al gran poeta iranio de Herat, Hakîm Sanâ'î (fallecido en el 545 H., algunos años antes del nacimiento de Sohravardî), autor de un poema narrado en primera persona que lleva por título Viaje de las almas hacia el lugar de su retorno. Describe en él un viaje a través del cosmos neoplatónico bajo la guía de la Inteligencia manifestada en forma personal. Pero está claro que los relatos sohravardianos de iniciación en prosa son algo único en la literatura persa.
Tratemos ahora de poner de relieve los rasgos comunes a los cuatro textos. La Epístola sobre el estado de infancia sitúa la escena, al igual que los demás, en la soledad del campo (traducimos simplemente por "desierto", pensando en la magnífica soledad de la meseta irania). A diferencia, sin embargo, de los otros tres relatos, no precisa la cualidad del sabio ideal que hace de iniciador. La serie de parábolas que señalan las etapas de la iniciación termina desvelando el sentido de las manifestaciones extáticas que provoca la audición musical (samâ').
El relato que preludia el Rumor del ala de Gabriel nos muestra al Niño que corresponde al hombre celestial, liberándose de las ataduras con que se traba al niño que corresponde al hombre terrenal, es decir, las trabas del conocimiento sensible que esclavizan a los terrestres, sumidos en el sueño de la muerte de su alma. Es ésta la noche de los sentidos, donde la Imaginación activa queda en plena libertad. Al despuntar la aurora mística (a la hora del ishrâq), el vidente abre la puerta del khângâh ("convento"), es decir, la puerta secreta que, en el umbral de su conciencia más íntima, da al desierto inexplorado: es la entrada al mundo del Misterio, al comienzo de la Vía que conduce al mundo espiritual y angélico. Enseguida ve a diez sabios de belleza resplandeciente, ordenados jerárquicamente según sus grados. Con temor respetuoso se dirige al más próximo y da comienzo la iniciación. La primera parte de la conversación es un viaje mental a través de las esferas celestes de la cosmología. La segunda parte expone los misterios de la angelología, los tres órdenes angélicos: los karûbîyûn, querubines, Logoi o Palabras superiores absolutamente transcendentes; los Logoi intermedios, regentes de las Esferas; finalmente, los Logoi menores que son los humanos, ángeles o demonios en potencia. La primera parte no nos deja ninguna duda sobre la persona del iniciador: es el ángel Gabriel o Espíritu Santo, décimo en el orden arcangélico, hermeneuta para el ser humano del mundo arcangélico superior, mundo que, por estar más allá de los límites del hombre, no le ofrecerá más que un eterno silencio. En la segunda parte, el iniciador parece hablar de Gabriel como refiriéndose a alguien distinto a él mismo. No por ello la visión deja de acentuar sus rasgos. El ángel Gabriel tiene dos alas: la derecha, que es luz pura y absoluta, y la
izquierda, sobre la que se extiende un ensombrecimiento tenebroso semejante a la penumbra rojiza que oscurece en ocasiones la superficie de la luna. El mundo de la ilusión es una sombra proyectada por el ala izquierda del ángel; las almas de luz proceden de su ala derecha. Esta procedencia nos invita a una interrogación perentoria sobre el papel de Gabriel como Ángel de la Humanidad, sobre el horizonte que entonces se abre a una concepción del Sí superior, el horizonte de la "sobreexistencia" humana. Cuando de nuevo se levanta el Día de los sentidos, la visión cesa.
El relato de El arcángel teñido de púrpura pone en escena, con algunas variantes, el mismo encuentro. El vidente consigue escapar de las tinieblas en las que los cazadores Destino y Destinación le han arrojado; encadenado y ciego, se dirige con sus cadenas, a trompicones, hacia el "campo". Desde lejos, observa cómo se aproxima una silueta; pronto distingue un ser de singular belleza, cuya juventud confiere un tinte rojizo a su rostro. A guisa de saludo, le pregunta: "Oh jovencito, ¿de dónde vienes?". La respuesta es tajante: "¡Cómo! ¡Soy yo, el Primer-Nacido del Creador, y me llamas jovencito?". "Pero entonces -pregunta el peregrino intimidado- ¿a qué se debe ese fulgor sonrosado y juvenil?". Con la respuesta comienza la iniciación; por la mañana la aurora, por la tarde el crepúsculo, no son todavía, no son ya, ni el día ni la noche; es la mezcla de luz y tinieblas lo que da a la aurora y al crepúsculo vespertino su resplandor purpúreo. Y lo mismo sucede cuando la luna enrojece al despuntar: un rostro hacia el Día y el otro hacia la Noche. Así también la belleza del ángel, al que el vidente no había reconocido, consiste de por sí en luz y blancura; pero aquel que entregó al místico interlocutor terrestre como presa a los carceleros de los sentidos, arrojó también al ángel, mucho tiempo atrás, a la oscuridad del pozo. Nos encontramos aquí con una de las alusiones más desconcertantes a la suerte sufrida por el Ángel de la Humanidad anteriormente a la existencia de la propia humanidad que de él procede. Lamentablemente no nos es explicada. Me inclino a pensar que sólo puede entenderse por comparación con la angelología ismailí. El diálogo continúa y pasa por fases de gran intensidad; es el más logrado, quizá, de los compuestos por Sohravardî. La conversación está dirigida, esencialmente, a iniciar al viajero en la forma de atravesar la mítica montaña de Qâf.
Todos estos relatos colocan al místico ante la visión del ángel que es a la vez el Espíritu Santo y el Ángel de la Humanidad. ¿Cómo hay que entender la relación de este ángel con el individuo terrenal? Esto es lo que trataremos de averiguar al estudiar el tema de la "Naturaleza Perfecta". En cuanto a la dinámica de la acción dramática, todos estos relatos comienzan con la transposición a un paisaje insólito en el curso de la noche, es decir, mientras las facultades sensibles duermen, lo que hace posible la clara visión del sueño. Es éste un rasgo esencial que comparten con otros relatos del hermetismo árabe o arábigo-persa. En su voluminosa obra de compilación titulada Libro de la prueba concerniente a los secretos de la ciencia de la balanza, el alquimista Jaldakî ha recogido un Libro de los siete ídolos atribuido a Balînâs, es decir, a Apolonio de Tyana (el Bonellus que es uno de los interlocutores del sínodo alquímico de la Turba philosophorum). El libro contiene una iniciación alquímica dispensada por "siete ídolos que están formados por los siete metales y figuran como sacerdotes ante los altares de los siete planetas". El esquema reproduce la arquitectónica sabea de Harrán. Recuerda el esquema de un relato persa compuesto por Nizâmî en la época de Sohravardî y que lleva por título Haft Paikar (Las siete bellezas o Los siete ídolos). Se ha visto en este último, con toda razón, una ilustración poética del motivo de la vita caelitus comparanda que se relaciona con el nombre de Marsilio Ficino. Traducimos aquí, por la relación que pone de manifiesto, el comienzo del breve relato alquímico atribuido a Apolonio:
Me encontraba en la ciudad que está en medio de la tierra de la armonía y me dirigía con presteza hacia el Templo del Sol, bañado por rayos luminosos. Un grupo de sabios de corazón puro me acompañaba. Alrededor del templo manaban fuentes; las aguas se deslizaban entre el verdor y las flores. Aquel armonioso paisaje me pareció el más bello que pudiera contemplarse. Pasamos apaciblemente el día, y por la noche nos instalamos en una suntuosa dependencia del templo.
Ya la expresión "la ciudad que está en medio" evoca ese mundo intermedio entre lo sensible y lo inteligible puro, que es propiamente el mundo de lo Imaginal, mundo de las ideas de lo individual, es decir, de la actualización de los arquetipos en sus individuos permanentes, los muthul mo'allaqa en la terminología de los filósofos ishrâqîyûn.
Corresponde este mundo al de la Magia-Imaginatio de Jacob Boehme, un tercer reino como el instaurado por la alquimia ismailí de Jâbir ibn Hayyân. Nace de la illuminatio matutina y constituye el "Oriente medio o mediador", como lo designa Sohravardî.
¿Es en este mundo intermedio en el que es preciso encontrarse, o reencontrarse, como paso previo para llegar más arriba? ¿De dónde hay que partir y cómo? Es este viaje místico el que nos describe el Relato del exilio occidental.
2. El relato del exilio occidental
Este relato, excepcionalmente, está escrito en árabe; pero en octubre de 1943, tuve sin embargo la fortuna de descubrir en una biblioteca de Brousse, Turquía, una traducción persa acompañada de un comentario igualmente en persa. Este último es del mismo tipo, ciertamente, que los que conocemos de El rumor del ala de Gabriel o de ese otro breve y sutil relato de Sohravardî titulado El amigo de los amantes místicos, que sin estar en primera persona expone con una delicadeza admirable el nacimiento de la tríada cosmogónica formada por Belleza, Amor y Tristeza. Y cabe preguntarse cuál es a fin de cuentas el alcance de estos comentarios. Sin duda ofrecen una primera clave para un inicial desciframiento de símbolos desconcertantes, pero tienden siempre a sustituir el drama personalmente vivido por una serie de banalidades filosóficas edificantes. Por eso mismo también, al querer "explicar" los símbolos "reduciéndolos" a significados racionales, promueven su destrucción. Si se nos dice, por ejemplo, que el ángel significa o representa una determinada fuerza cósmica, ¿implica eso la desaparición del ángel? ¿No exige la progresión en el mundo de los símbolos, por el contrario, una capacidad de comprensión que cohesiona la coexistencia de o simbolizante y lo simbolizado, de la hipóstasis personificante y lo personificado, del proceso psíquico y del fenómeno proyectado o percibido por él en la physis? Si la virtualidad del mito se agotara en una sustitución definitiva, dejaría precisamente de ser un mito y una "cifra" para no ser más que un dogma.
Tras un breve prólogo, podemos distinguir tres actos en el Relato del exilio occidental: el primero es la cautividad en el exilio y la evasión; el segundo, la peregrinación del retorno; el tercero, la llegada a la Fuente de la vida y el ascenso al Sinaí.
El autor cuenta en el breve prólogo que habiendo leído la historia de Hayy ibn Yaqzân (obra de Avicena) la encontró, a pesar de las sugerencias profundas que contiene, desprovista de alusiones a la Sublime Montaña (al-Tûr al-A'zam), que es la Gran Prueba (al-Tâmmat al-Kobrâ) oculta en los mitos de los sabios y en la historia de Salâman y Absâl, y hacia la cual se ordenan las "estaciones"
de los místicos. Así comienza la obra que tiene la forma de un relato personal.
En el "comienzo del relato", que difícilmente se deja resumir, leemos:
Cuando, juntamente con mi hermano ' Âsim, me puse en viaje desde la región situada más allá del río hacia el país de Occidente, intentando dar caza a una bandada de pájaros de las orillas del Mar Verde, fuimos a caer de repente en "la ciudad cuyos habitantes son opresores" (Qorán 4:77), la ciudad de Qairawân. Cuando sus moradores se dieron cuenta de que nos acercábamos a ellos y de que éramos hijos del célebre sabio Al-Hâdî ibn al-Khair el yemenita, nos rodearon, nos hicieron prisioneros inmovilizándonos con cadenas de hierro y nos arrojaron a un pozo de profundidad sin límites.
Veamos ahora lo que el comentador nos sugiere. "Mi hermano 'Âsim" (literalmente, el Preservado, el Inviolable) designaría la facultad contemplativa o teorética que es característica del alma sin participación del cuerpo. La "región más allá del río" (en el sentido geográfico literal, la Transoxiana) designa el mundo celestial. Los pájaros del Mar Verde son las cosas sensibles que el gnóstico debe elevar, elevándose con ellas mediante el Conocimiento, al estado inteligible. El país de Occidente designa el universo material. Es ésa una identificación ya realizada por la gnosis maniquea, cuando se dice por ejemplo que Mani, al morir, dejó Egipto. La ciudad más extrema de este Occidente, la que marca la máxima decadencia vespertina del ser de Luz surgido del mundo celestial y que se sitúa pues en las antípodas del Ishrâq, de la illuminatio matutina, es Qairawân. Es a la vez el propio cuerpo material en el que es arrojada el alma, y todo el universo de los cuerpos, universo de oposiciones, de guerras y tiranías, que convierten en opresores a las gentes de este mundo. Por último, tras los nombres del sabio que es padre de los dos hermanos (literalmente, el "Guía, hijo del Bien") el comentador descubre una alusión a la Emanación primordial y al Noΰϛ cósmico. ¿Por qué el "yemenita"? Arabia del Sur, Yemen y el país de Saba, juegan un importante papel en este simbolismo místico. De hecho, como lo subraya el comentador, "Yemen", que significa el "lado derecho", tipifica la vertiente derecha del valle donde la voz divina interpeló a Moisés desde el interior de la zarza en llamas (Qorán 28:30). Equivale incluso con frecuencia al término Ishrâq. Por eso mismo, Mîr Dâmâd, el gran maestro de filosofía de Ispahán bajo Shâh 'Abbâs, opondrá a la filosofía peripatética o helénica, la "filosofía yemenita". Y no está de más poner de relieve que el biógrafo de Christian Rosenkreutz condujera a su héroe, en la "búsqueda del Conocimiento", hasta los sabios del Yemen.
Por encima del pozo profundo en el que son arrojados los cautivos, prosigue el relato, se elevaba a gran altura un castillo provisto de torres a las que les estaba permitido subir únicamente durante la Noche. En cuanto el Día despertaba los sentidos y solicitaba su actividad, debían bajar de nuevo al fondo del pozo. Advirtamos, en efecto, que es esta condición nocturna la que autoriza la ascensión espiritual al castillo formado por las esferas celestes. Y quizá esto confiere al texto un alcance muy distinto al previsto por la cosmología marcadamente conformista del comentador. Si este último, comparando esta prerrogativa del sueño a la de la muerte, cita un versículo qoránico -"Dios recibe a las almas en el momento de su muerte, y recibe también aquellas que sin morir están en el sueño" (39:43)-, cierta exégesis ismailí de ese mismo versículo nos introduce en un nivel de
profundidad muy distinto. Presentimos que esa Noche que hace posible y legitima a escapada bien podría ser, aquí mismo, el sentido esotérico (bâtin) que constituye la gnosis, la hermenéutica espiritual (ta'wîl) propia del ismailismo y cuyo guardián es el Imam. Esta Noche del sentido esotérico se opondría al Día de la letra exterior de la Ley religiosa, Día que no es de hecho más que una Tinierbla que sojuzga los cuerpos, los espíritus y las almas.
Como quiera que sea, los cautivos contemplan cada noche el vasto espacio desde alguna de las ventanas, mientras las palomas del Yemen acuden a traerles noticias de la región prohibida. Después de una larga espera, una noche de luna llena, la abubilla, el pájaro tan caro a la reina de Saba, penetra por la ventana; trae "noticias ciertas del país de Saba" (Qorán 27:22):
Todo está explicado, dice la abubilla, en una nota que os traigo. Os la envía al-Hâdî, vuestro padre, y esto es lo que dice: ¡En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso! Suspiramos por vosotros, mas vosotros no sentís ninguna nostalgia. Os llamamos, pero no os ponéis en camino. Os hacemos señas, pero no las comprendéis ... Tú ... si quieres liberarte al mismo tiempo que tu hermano, no te demores en emprender el viaje. Agarraos a nuestro cable.
Vienen a continuación, veladas bajo el sentido espiritual de citas qoránicas, indicaciones sobre la puesta en camino y las etapas del viaje, es decir, sobre la ruptura con los apegos materiales de los que hay que desprenderse para seguir el libre vuelo de la abubilla, en la que el comentador ve tipificados la inspiración mental y la imaginación activa. El momento decisivo es aquel en el que se ejecuta la orden contenida en la nota y que repite la orden dada a Noé: "Sube al barco y di: ¡En el nombre de Dios! ¡que él reme y que él arroje el ancla!" (11:43).
Este viaje es el tema del segundo acto de nuestro relato. La abubilla, la inspiración mental, toma la delantera para guiar a los viajeros. "El sol estaba por encima de nuestras cabezas -dice el narradorcuando llegamos a los límites de la sombra". El comentador salva la dificultad recurriendo al hilemorfismo peripatético. El sol sería la forma; la sombra, la materia. El momento aludido sería la separación para las almas individuales, de la materia y la forma. En verdad, no se acaba de entender cómo sería posible entonces la continuación de los acontecimientos relatados. Lo que más bien podemos percibir en el comentario es la dificultad de la teoría helimorfista para adaptarse a las exigencias de una visión en la que lo que esencialmente se recoge es la idea de una transmutación psíquica. El texto requiere realmente otra interpretación, en función de unas claves que son comunes en la alquimia, de donde han sido tomadas por el autor. Así, el "sol en el meridiano" evoca ese momento de la visión de Zósimo donde, tras el portaespada que viene de Oriente, aparece otro personaje llevando un objeto de forma redonda, de belleza y blancura resplandecientes, cuyo nombre es Posición del sol en el centro del cielo. Es precisamente esta posición en el meridiano (en plena noche, en consecuencia, de lo sensible) lo que caracteriza por otra parte para Sohravardî el mundo intermedio o imaginal, comprendido entre el Oriente mayor del mundo angélico y el Oriente menor de la cognitio matutina, siendo ésta la aurora que anuncia la escatología del mundo sensible material, el derrumbamiento de la ciudad de los opresores , como lo
sugiere este versículo qoránico: "Supe que el momento en que debe cumplirse la amenaza sobre mi pueblo es la mañana" (11:83). A continuación el narrador toma prestadas sus imágenes a los episodios qoránicos relativos a Noé (sura 11), Moisés y Alejandro llamado Dhûl-Qarnain (sura 18), como tipificaciones de la demanda de la Fuente de la Vida. El arca de Noé es sustituida, como en una continuidad sin ruptura, por el navío en el que Moisés viaja con un misterioso desconocido (sura 18).
Los peregrinos conocen ahora su objetivo: escalar la montaña del Sinaí para visitar el oratorio de su "padre". Reman "entre olas altas como montañas" (11:44) y, haciendo suyo el episodio en el que el hijo de Noé encontró su perdición, el narrador nos dice: "entre yo y mi hijo, se elevaron las olas separándonos y él fue de los que se ahogaron" (11:45). Este hijo sería, según el comentador, el pneuma vital. A esta separación pronto sucede otra. Se llega a un lugar en el que las olas se entrechocan con violencia; el narrador lanza al mar a la nodriza que le había amamantado, y en la cual ve el comentador el pneuma físico (rûh tabî'i). Entonces, sin transición, pasamos al episodio en que Moisés asiste a una comprensible acción de su compañero: los peregrinos hacen unos boquetes en el casco de la embarcación (cf. 18:70). A continuación tomarán rumbo hacia la vertiente izquierda de la montaña de Jûdî (lugar al que llegó el arca de Noé; cf. 11:46) pasando por la isla de Yâjûj y Mâjûj (Gog y Magog); el piadoso moralismo del comentador no encuentra ahí otra cosa más que los pensamientos vanos y el amor al mundo. Sin embargo, la mención de estos dos nombres establece una transición natural hacia el episodio en que Alejandro levanta para un pueblo sin defensa una barrera poderosa contra las hordas de Gog y Magog (cf. 18:92 ss.).
La hermenéutica completamente personal de Sohravardî descubre aquí ligeramente su secreto: el relato concerniente a un estado pasado está siempre planteado en el presente, de tal forma que el versículo qoránico no es relatado en el estilo indirecto de una cita, sino hablado, re-citado en estilo directo en primera persona. El término arábigo-persa hikâyat que designa el "relato histórico", equivale en primer lugar al griego μίμησιϛ , "imitación".
Designa también una figura de la gramática árabe en la que se retoma un término de que se ha servido el interlocutor poniéndolo en el caso en que hubiera debido ponerlo él mismo, a riesgo de cometer un solecismo (equivalente en latín: Ambos puto esse Qoreischitas? - Non sunt Qoreischitas!). La conversación del tiempo que se realiza por medio de la apropiación personal de las situaciones qoránicas, este trasvase al estilo directo, implica una ontología de la Historia, cuyo "solecismo" desafía al "tiempo histórico". Estamos así condicionados por una alteración que suspende el tiempo, pues el relato de iniciación puede y debe enunciar en el presente la repetición del arquetipo. En otros términos: es esta tropología, esta anáfora, la que elevando el texto "al presente" de la subjetividad, permite la "re-citación" en primera persona. Es ella también la que, del mismo modo, permite al autor apropiarse, por ejemplo, del episodio de Alejandro, elevándolo a la altura de un mito espiritual y viviéndolo en el presente. "Hay genios -dice- que trabajan a mi servicio y tengo a mi disposición la fuente del cobre en fusión. Les digo a los genios: "Soplad (sobre el cobre) hasta que se haga semejante al fuego" (cf. Qorán 18:95). "Elevé entonces una barrera, para estar al abrigo de Gog y Magog, y se hizo realidad para mí la verdad del versículo: "La promesa de tu Señor es verdadera" (18:98)."
Pero en lo sucesivo, el procedimiento de la hikâyat, el relato de los estados míticos que sitúan el proceso psíquico, interioriza no ya solamente el texto sagrado, sino el "texto cósmico". Es una interiorización del firmamento y de las esferas lo que se produce: el astro toma un sentido interior, análogo al del astrum o sidus en Paracelso. Aquí, a cada astro y su esfera corresponde una facultad del alma. La salida del cosmos, fuera de la esfera de las esferas, es para el místico la representación física de su salida fuera de los cielos interiores a cada uno de los cuales corresponde una facultad del alma. El viaje espiritual se realiza entonces como una meditación activa que toma como soportes los miembros y órganos de esta psicología astral interior, lo que no deja de recordarnos el método del Tantra-Yoga indio o chino. De ahí también la serie de episodios, de apariencia grandiosa o incoherente que nos relata sucesivamente el narrador:
Cogí los dos bultos con las esferas y los coloqué con los genios en un jarro de forma redonda que yo mismo había fabricado, y en cuya superficie había trazadas unas líneas a manera de círculos. Entonces corté las corrientes que brotaban del centro del cielo. cuando el agua dejó de fluir al molino, el edificio se derrumbó y el aire escapó hacia el aire. Lancé contra los cielos la esfera de las esferas a fin de que moliera el sol, la luna y los astros. Entonces escapé de los catorce círculos y de las diez tumbas.
El comentador se las ingenia para establecer una relación minuciosa de correspondencias tan banales como poco convincentes, mientras el relato prosigue con la descripción del viaje más allá de los signos del Zodíaco. Dominando entonces el mundo y los intermundos, el peregrino místico percibe la música de las esferas que le hace desfallecer de júbilo. Éste es de alguna forma el preludio musical al tercer acto de la peregrinación.
Este tercer acto está presidido por dos encuentros; el peregrino conoce una exaltación que le hace llorar de júbilo y también las crisis de angustia: no ha llegado todavía a la resolución final de la disonancia "occidental".
Salí por fin de las grutas y las cavernas -prosigue el narrador- dirigiéndome hacia la Fuente de la Vida. Entonces percibí la Gran Roca en la cima de lo que parecía ser la Sublime Montaña. Pregunté a los peces que estaban reunidos en la fuente de la inmortalidad, gozando con serena felicidad de la sombra sublime que sobre ellos proyectaban la montaña y la roca. -¿Qué es esa elevada montaña? pregunté- ¿Y qué es esa gran roca?. Uno de los peces, que había emprendido su camino hacia el mar, se acercó y me dijo: -Eso es lo que tan ardientemente deseaste; ésa es la montaña del Sinaí y esa roca es el oratorio de tu padre. -¿Pero quiénes son estos peces? -pregunté yo. -Son otras tantas imágenes de ti mismo. Sois los hijos de un mismo padre. Ellos pasaron por una experiencia semejante a la tuya. Son tus hermanos.
Tras recibir sus felicitaciones y parabienes, el peregrino místico escaló la elevada montaña. En su cima encontró un sabio de tal belleza y luminosidad que quedó anonadado por la emoción. cuando sus lágrimas le permitieron articular palabra, le habló de la prisión de Qairawân. "Valor, le
respondió el sabio con dulzura, ahora estás salvado. Sin embargo, es necesario que vuelvas a la prisión occidental, pues todavía no te has liberado por completo de tus trabas". Esta perspectiva aterró al pobre peregrino: "Gemí, gritando como grita el que está a punto de morir". Pero, como consuelo, recibe del sabio la seguridad de que una vez haya vuelto a su prisión, podrá regresar al paraíso del Sinaí cada vez que lo desee, hasta que, totalmente liberado, pueda dejar definitivamente el país occidental.
En el estado de dicha que suscita en él esta promesa, el místico recibe la comunicación del misterio último de su origen. El sabio le muestra el Sinaí que es su morada, pero más arriba hay todavía otro Sinaí, aquel en el que reside su propio "padre", el πϱόγονοϛ -según los escritos herméticos- del hijo terrestre surgido de él. Su relación con aquel que le precede y le ha engendrado es análoga, cuenta, a la relación que le une con este humano que a su vez él ha engendrado. "Soy una parte de él como, yo, a mi vez, te contengo a ti". Y por encima del Sinaí de su πϱόγονοϛ hay todavía otros en una filiación que se hunde en lo Insondable, en aquello a lo que ningún ser adelanta en el ser, Luz de Luz en la que originan todas las luces.
Con toda evidencia, el sabio bello y luminoso que el místico busca y que lo acoge como su "padre", es el ángel que figura en el rango inferior de la jerarquía angélica como ángel Gabriel o Ángel de la Humanidad. Sin embargo, no es solamente la perspectiva de la angelología clásica del neoplatonismo arábigo-persa la que aquí se nos ofrece. La angelología de Sohravardî deja entrever el drama precósmico que está en el origen del "exilio occidental", donde son retenidos los seres luz, el misterio oculto en el simbolismo de las dos alas del ángel Gabriel, una de las cuales se encuentra oscurecida por la Tiniebla. en este símbolo, la intuición podrá captar e imaginar la relación y el encuentro del hombre y su ángel, misterio en el que debían tropezar los comentadores, pues está más allá de los esquemas de la filosofía y la teología exotéricas. De este modo, al término del Relato del exilio occidental, se realiza la unio mystica entre el alma humana y un ser de luz que no es el Dios absoluto y trascendente de la teodicea o la Ley religiosa positiva. Esta unión implica una angelología teogónica que hace estallar el marco de un monoteísmo abstracto y que es la propia de toda gnosis.
Pero acabemos la lectura del relato. La ampliación del tempo, en todas las frases que forman el postludio, expresa la nostalgia que toma esta visión como un relato del pasado, como lo que sería si la promesa recibida del ángel no lo convirtiera en el relato de un siempre inminente porvenir.
Es de mí de quien se habla en este relato; ahora la situación se ha vuelto contra mí. Del espacio superior he caído al abismo del Infierno, entre gentes que no son creyentes; soy prisionero en el país de Occidente, pero sigo experimentando una cierta dulzura que soy incapaz de describir. Esta distensión pasajera fue uno de esos sueños que rápidamente se alejan. Sálvanos, oh Dios mío, de la prisión de la Naturaleza y las trabas de la materia.
Así termina el Relato del exilio occidental. Debe reconocerse que el joven maestro del Ishrâq
poseía una imaginación configuradora lo bastante poderosa como para insuflar vida a sus propios filosofemas, "visualizarlos" y sentirlos como personajes de su propio drama. Ejemplo muy raro en cualquier parte; quizá único en el contexto de la filosofía arábigo-persa.
3. El simbolismo alquímico
Debemos ahora condensar en pocas palabras una primera enseñanza que podemos deducir de este texto. El final del Relato del exilio nos plantea la cuestión de lo que yo llamaría una "angelología fundamental", en tanto que ésta pone de relieve una ordenación del ser en la que está integrada la estructura integral del existente humano. Las observaciones precedentes nos señalan ya la doble vía que se abre a nuestra investigación: la gnosis ismailí y el simbolismo alquímico. De la primera nos ocuparemos más adelante; es a la segunda a la que nos referiremos a continuación.
Desde el preludio, se impone una curiosa observación. Los términos en que está redactada la misteriosa nota que, procedente del país de Saba, la abubilla transmite a los prisioneros concuerda casi literalmente con la invitación que la Piedra de los Sabios dirige a los filósofos en el Libro de los doce capítulos atribuido a Ostanés, el mago persa: "Esta piedra os interpela y no la oís; os llama y no le respondéis. ¡Oh maravilla! ¡Qué sordera embota vuestros oídos! ¡Qué éxtasis asfixia vuestros corazones!". Percibida esta resonancia, podemos preguntarnos: ¿será la alquimia una más entre otras interpretaciones posibles del Relato del exilio occidental, o, por el contrario, no presentará el horizonte de la Obra alquímica una amplitud tal que más bien habría que entender el Relato del exilio occidental como una formulación particular de su simbolismo?
A la luz de los resultados que se derivan de los fecundos análisis de C.G. Jung, podemos optar por la segunda alternativa. Para ello deberemos partir de la fenomenología que requiere previamente toda investigación: hay que saber en qué condiciones un fenómeno se epifaniza, qué es lo que el sujeto se muestra a sí mismo y cómo se lo muestra, según nos indica el verbo άποφαινεϊσθαι rigurosamente tomado en la voz media. Ahora bien, la materia prima sobre la que trabajan los alquimistas no es una materia químicamente constatable, ni siquiera un proceso pensable en términos de química moderna. Se trata esencialmente de un fenómeno psíquico. En cuanto al órgano esencial de la operación alquímica, aquel por el cual se revela a sí misma su fenómeno, sabemos que este órgano era designado por los alquimistas latinos con el nombre de imaginatio, pero de ningún modo en el sentido vulgar que la palabra "imaginación" tiene en francés (que la equipara con lo ficticio o lo irreal), sino precisamente como imaginatio vera et non phantastica. Esta imaginación en el sentido verdadero es la capacidad de producir un mundo en el mismo sentido en que toda la creación es una imaginación divina (como podían entenderlo un Boehme o un Novalis). Esta imaginación hace realidad las cosas quae extra naturam sunt, que no vienen dadas en nuestro mundo empírico y de las que no hay por tanto experiencia sensible, por lo que Jung otorgaba a esa imaginación la naturaleza de arquetipo a priori. Este órgano y este mundo están representados en el Relato sohravardiano por la abubilla y el país de Saba o el Yemen, o por la posición del sol en el meridiano.
El proceso propio de esta Imaginatio es una meditación activa, prolongada y creadora, inmensa diuturnitas meditationis (Ryland), que tiene el carácter de un diálogo interior, colloquium internum
del hombre consigo mismo, con Dios o con su ángel. Ahora bien, la estructura del relato sohravardiano de iniciación consiste esencialmente en este diálogo. Las condiciones a que hacíamos alusión precedentemente y que motivan el simbolismo de estos relatos -habida cuenta de que el carácter histórico y cerrado de las obras dogmáticas no podría producir la entrada efectiva en la Vía- son idénticas a las que imponen al magisterio alquímico su secreto y su simbolismo, consistente "en la relación con las potencias invisibles del alma". El fruto de esta meditación podrá ser designado como "sublimación de la Piedra", "volatilización", o "ascensión al Sinaí".
El mundo en el que ese fruto aparece no es ni el de una materia existente en sí, ni el de una forma abstracta, sino el "reino psíquico de los cuerpos sutiles" que es el mundo intermedio, el Oriente medio que se hace presente en una apprehensio aurea (que tiene la naturaleza del oro).
Precisando todavía más: ¿cuál es en concreto ese fruto? Es la transmutación psíquica que produce por sí misma y en sí misma la Imaginatio vera, como quintaesencia o extracto concentrado de las potencias vitales, físico-corporales y también psíquicas. Esta Imaginación creadora es, según la expresión de Ryland astrum in homine, caeleste sive supracaeleste corpus. Esta última expresión formula el misterio último de la Obra alquímica. La Imaginatio vera como subtile corpus, "cuerpo sutil", es a la vez el órgano y el fruto de su propia hierurgia: debe producir el cuerpo transfigurado de la Resurrección, al que la alquimia china llama "cuerpo de diamante". El alumbramiento y la perennización del cuerpo espiritual psíquico es el nacimiento del hombre pneumático.
Estas reflexiones nos sugieren la necesidad de un trabajo de exhumación de textos tan completo como fuera posible, que permitiese llevar a cabo sincrónicamente el estudio de la tradición alquímica latina y del simbolismo alquímico en Oriente y Extremo Oriente. Para no salirnos del ámbito del Irán islamizado, constatemos que el gran maestro del sufismo del siglo XIV, Shâh Nimatollah Walî, de Kermán, al que se remiten la mayor parte de las agrupaciones sufíes del Irán actual, anotó personalmente su propio ejemplar de Jaldakî (140 glosas). A caballo entre los siglos XVIII y XIX, los maestros del renacimiento del sufismo iranio, Nûr 'Alî Shâh y Mozaffar 'Alî Shâ, expresan a su vez en notaciones alquímicas las fases del misterio de la unión mística. En la gnosis shaykhí, la alquimia como "física de la Resurrección" tiene igualmente un papel preponderante. Puede hablarse pues de una cierta tradición irania persistente, desde la época en que el alquimista Zósimo afirmaba que el secreto fundamental de la alquimia coincidía con el misterio más oculto de la religión de Mithra. En el shiísmo iranio la tradición se vincula al papel iniciador del VI Imam, Ja'far Sâdiq, así al menos se deduce del corpus de las obras de Jâbir.
Ahora bien, entre la gran cantidad de materiales alquímicos árabes y persas todavía inéditos, descubrí recientemente un tratado atribuido al célebre místico al-Hallâj, tratado notablemente abstruso, felizmente acompañado de un comentario atribuido a Ghazâlî y titulado Desvelamiento de los misterios de las pepitas de oro. Las dos atribuciones son muy dudosas, pero ello no cambia en nada el contenido de los textos y eso es lo que aquí nos importa ahora. En efecto, en la primera parte del opúsculo, y en el mismo orden, figuran ciertos símbolos del Relato del exilio occidental. En su segunda parte, el tratado establece un sincronismo decisivo entre la transmutación de la
Piedra y la angelomorfosis o deificación del hombre, la reciprocidad del misterio del Anthropos y el misterio de la alquimia.
Por un procedimiento de hikâyat, es decir, una exégesis tropológica "en presente" como en el Relato del exilio, se nos enseña cómo la Piedra mística es separada de la Tierra impura, que es el hijo de Noé tragado por las aguas del diluvio. Después de la sucesión clásica de las etapas de la obra alquímica -nigrificación, albificación, rubificación (nigredo, albedo, rubedo)- figura, reproduciendo el mismo orden del relato sohravardiano, la laceración del barco, así como el paso por la isla de Gog y Magog y el trabajo de los genios con el fuego (Qorán 18:95), trabajo estimulado por el recuerdo del mismo versículo qoránico que invoca el episodio correspondiente del Relato del exilio: "hasta que se cumpla (se veri-fique) la promesa de tu Señor" (cf. 18:96). Y es del alumbramiento del cuerpo de Resurrección de lo que, sin duda alguna, en ambos casos se trata.
Sohravardî proyectaba "al presente" el estado de un Alejandro místico; aquí, el cuerpo así tratado por el magisterio recibe el nombre de Dhû'l-Qarnain, "bicorne", "de dos cuernos" (o dos puntas o dos trenzas), uno de los cuales es blanco y el otro rojo, elixir lunar y elixir solar, lo masculinofemenino, el Re-bis de los alquimistas latinos. Y el texto añade: "Cuando conoces esta verdadera ciencia, conoces la resurrección de los muertos". Para alcanzar el objetivo, hay que escalar cuatro montañas: la montaña de Qâf (la mítica montaña envolvente, la Piedra), las de Sad y Nûn (dos letras árabes que corresponden a los elementos) y finalmente la montaña del Sinaí (que está en el centro). Habría que tomar nota también de otras correspondencias, como las relativas a la ideología "yemenita" y el país de la reina de Saba como tierra sacrosanta en la que crece el germen del cuerpo sutil de resurrección.
Un episodio un tanto sorprendente del Relato del exilio puede llamar nuestra atención: el diálogo con el pez que habita en la Fuente de la Vida. Jung, analizando la sura 18, ha discernido con clarividencia las implicaciones de este episodio del viaje de Moisés, en el que el siervo deja escapar el pez que vuelve entonces a tomar vida, sumergiéndose de nuevo en el elemento acuático: el pez se identificaría con el misterioso Khadir, y en última instancia con el Sí suprapersonal del propio Moisés. Es el filius philosophorum, regenerado y despertado a una vida nueva por su inmersión en el Agua de la Vida, el Aqua permanens. Es significativo que esta identificación se encuentre como confirmada por el propio Sohravardî, al final de su Espístola del arcángel teñido de púrpura. Al peregrino místico que se inquieta por saber cómo atravesará la montaña de Qâf y luego la región de las Tinieblas, a fin de llegar a la fuente, el ángel responde:
Quien se bañe en esta Fuente, jamás será deshonrado. Aquel que ha encontrado el significado de la Verdadera-Realidad, ha llegado a esta Fuente. Cuando emerge de ella, ha alcanzado la aptitud que le hace semejante a la gota de bálsamo que colocada al sol, en la palma de la mano, la traspasa hasta el otro lado. Si tú eres Khadir, podrás pasar sin dificultad a través de la montaña de Qâf.
De la segunda parte del tratado alquímico seudo-hallajiano no aludiremos aquí más que al fundamento ontológico: no hay más que un solo y único misterio, el del Anthropos, en el sentido de que el mundo humano-divino desde la cima de la Unitud divina hasta los Elementos individualizados, simboliza en cada una de sus fases con el mundo alquímico de la Piedra. Hay un Anthropos menor y un Anthropos mayor (Insâniyat soghrâ e Insâniyat kobrâ). La humanidad menor es la aptitud de recibir gradualmente la gnosis. La humanidad mayor incluye dos grados: 1) un grado que es la "divinidad menor" (Ilâhîyat soghrâ), primera participación angelomórfica, aptitud para recibir el conjunto de los Nombres divinos, que alquímicamente es el momento de la laceración del barco, la disolución por el agua y el fuego, cuando por el magisterio la Piedra llega a estar capacitada para recibir la efusión del Elixir lunar. 2) A su vez este grado marca la aptitud para recibir el Elixir solar, el cual designa alquímicamente a la "divinidad mayor" (Ilâhîyat kobrâ). Entonces se abren al doble Adán todos los tesoros hierosóficos e hierúrgicos, los tesoros de la Luz de Luces, pues "el Elixir lunar es Luz y el Elixir solar es Luz de Luz". Misterio de la Resurrección (tu es ejus minera et de te extrahitur, enuncia el Rosarium), el anuncio de la transmutación alquímica es por esencia una anunciación escatológica. Y por eso al comienzo del Relato del exilio, Sohravardî podía referirse a la montaña del Sinaí como la Gran Prueba.
Así llegamos al término y principio del Relato del exilio occidental. Lo que al final podemos comprender es que la reunión del "Yo occidental" entenebrecido y el "Yo oriental" de luz es el acontecimiento escatológico que no puede ser anticipado por la conciencia más que en momentos fugitivos.
La experiencia alquímica nos ha instruido sobre su lugar y su órgano, Imaginatio vera, diálogo interior, y sobre su fruto, el corpus subtile. Diálogo interior que da el ser imaginándolo, que crea aquello que los alquimistas latinos llamaban Infans noster y le hace atravesar, "al igual que la gota de bálsamo", la montaña de Qâf para alcanzar por fin la Fuente de la Vida y el Sinaí.
Los diálogos sohravardianos exaltan la visión a un horizonte más elevado aún que el de "el hombre y su alma", planteando el motivo de "el hombre y su ángel". Así pues, si la reunión con el ángel es el motivo escatológico, convendrá profundizar en su esencia. ¿Qué es el hombre y su ángel? Sohravardî, lo mismo que los alquimistas, tienen todavía mucho que enseñarnos sobre este punto mediante el tema de la "Naturaleza Perfecta". Y puesto que la reunión con el ángel es el acontecimiento del eschaton, conviene captar su arquetipo fundamentalmente allí donde la reunión con el doble celestial constituye por excelencia la escatología, el cumplimiento final: a saber, en la escatología maniquea y mazdea.
I. El mito de Hermes y la "Naturaleza Perfecta"
Nuestras conclusiones precedentes han orientado nuestra investigación hacia el motivo de "el hombre y su ángel" como tema de una antropología que tiene por principio y término una angelología fundamental. Este tema lo hemos visto precisarse al final del Relato del exilio occidental, donde discernimos que la unio mystica del alma con el ser que es su origen, se presiente como el cumplimiento del yo personal del místico en la persona del ángel que, siendo su origen, es también el "lugar" de su retorno. La persona del ángel es en este sentido el "lugar" de la sobreexistencia celestial del místico; no es ni el Abismo divino impersonal e insondable, ni el Dios extracósmico, a la vez transcendente y personal, de un monoteísmo abstracto o puramente formal.
Puesto que la unio mystica con el ángel se precisa como reunión del alma con su ángel, la búsqueda se orienta entonces hacia una noción del Único que no es la de una unicidad aritmética, sino más bien la de la Unidad arquetípica, unífica, que "monadiza" todos los "únicos". La experiencia que realiza este "cada vez único" del ser volviendo a su Unidad, presupone entonces un kath'ena, algo así como un katenoteísmo místico. Al mismo tiempo, la reunión del alma con su ángel no se realiza como una fusión que aboliera la polaridad de los dos términos en una Unidad simple. Esa unión rige una ontología donde la individuación consuma no las soledades del Único, sino cada vez el misterio del Único que es Dos, del Dos que es Único.
Por eso la pregunta más urgente deberá referirse ahora a la persona de ese ángel que aparece especialmente en los relatos sohravardianos. Dos preguntas se plantean desde el principio. si relacionamos el simbolismo de las dos alas de luz y oscuridad con los datos que nos proporcionan los grandes tratados dogmáticos, la primera pregunta será ésta: ¿cuál es el lugar de este ángel en la jerarquía de las hipóstasis celestiales o Logoi mayores? ¿Se trata del primero o del décimo? Por otra parte, las vacilaciones de los comentadores ishrâqîyûn van a plantearnos esta otra pregunta: ¿es ese ángel el ángel-arquetipo de la naturaleza humana, o bien el ángel individual que los textos hermetistas relatados por Sohravardî llaman "Naturaleza Perfecta" (al-Tibâ'al-tâmm)? Cuestiones decisivas en torno a las cuales nace el mito propiamente sohravardiano de Hermes que, juntamente con los motivos resucitados de la antigua Persia, configura el "neo-zoroastrismo" propio del maestro del Ishrâq. ¿Pero qué es entonces esa "Naturaleza Perfecta"? Esencialmente el anuncio de un modo de ser sicígico que otorga al ser terrestre un doble celestial y cuyo arquetipo lo vemos manifestado con especial claridad en las antiguas hierosofías iranias. Modo de ser cuyo cumplimiento es la hierogamia que la alquimia representa como un nuevo nacimiento. Finalmente, en su significación escatológica, este motivo alquímico del Puer aeternus nos colocará en el desenlace mismo de una sofiología irania que resuelve el simbolismo de las dos alas de Gabriel, el Ángel de la Humanidad. Tales son los cuatro temas que examinaremos ráplidamente aquí, y cuya profundización exigiría todo un volumen.
1. El Ángel de la Humanidad y el Ángel de Hermes
Si buscamos en los textos qué rango corresponde al Ángel del Sinaí en la jerarquía celeste, podremos ver cómo ese motivo aparece ante nosotros no como un dilema, sino como la "cifra" que la angelología fundamental invita a resolver a cada ser humano. Coloquémonos en el centro del esquema general que nos proponen tanto el Libro de la Teosofía oriental como el Libro de los templos de la Luz. La ordenación del ser repite en cada grado de los seres la relación primordial del Primer Arcángel con la Luz de Luces; esta relación de amor original da a cada esencia dun Amado en el mundo superior, que es a la vez su origen y su guía. Cada especie es considerada como la teúrgia de su ángel propio, al que Sohravardî da en cada ocasión el nombre que le designa en la angelología mazdea. Es así como la teúrgia constituida por la especie humana en su conjunto, tiene su ángel particular: el ángel Gabriel que Sohravardâ identifica a veces con el ángel Sorûsh (el Sraosha del Avesta, Srôsh en pahlavî), y de forma constante con el Espíritu Santo, según la identificación qoránica profundizada por la gnosis del Islam. Pero este ángel, se dice, sería igualmente lo que los filósofos helenizantes llaman "Inteligencia agente" y ahí se origina una dificultad importante muy bien resuelta por un comentador iranio de Sohravardî, Jalâloddîn Dawwânî, en el siglo XV.
Esta identificación tendería en efecto a hacer del Ángel teúrgo de la humanidad la Décima inteligencia según el esquema cosmológico peripatético, es decir la engendrada de la inteligencia de la luna. ¿Pero cómo entonces, al comienzo de la Epístola del arcángel teñido de púrpura, puede éste replicar al peregrino místico: "¡Soy el Primer-nacido de los hijos del creador, y tú me llamas jovencito?". Por otra parte, si es exacto que en el Relato del exilio, como también en el de El rumor del ala de Gabriel, el ángel es el décimo en la jerarquía de las hipóstasis, el hermeneuta para los humanos del silencio de los mundos superiores, se afirma igualmente que este ángel es, como tal, el décimo de los logoi "mayores", no el décimo de los logoi "intermedios" que son los regentes de las esferas y corresponden a las inteligencias de la cosmología helénica. Los dos esquemas se superponen sin coincidir, y por eso la identificación pura y simple del Ángel Gabriel o Espíritu Santo con la Inteligencia agente está llena de dificultades insuperables; quizá es el accidente más característico del encuentro entre la filosofía helénica y la filosofía "yemenita".
Pero la figura del ángel no deja de ofrecernos el enigma primordial: él es el teúrgo y arquetipo de la humanidad, y se nos presenta provisto de dos alas: una luminosa y otra entenebrecida. En su simbolismo, el maestro del Ishrâq captó el secreto de la sabiduría de los antiguos persas. En términos filosóficos, el ala entenebrecida marca, según él, la no-necesidad del ser, la contingencia que afecta, considerada en sí, a todo el universo manifestado a partir de la insondable Luz de Luces, y no solamente a la décima de las hipóstasis arcangélicas de Luz. Además, puesto que ésta revela al místico que es la Primera-Nacida de la Creación y que, mucho antes que él, ella fue ya semi-cautiva de las Tinieblas, revela así un drama originalmente sobrevenido en su propio ser de Ángel de la Humanidad, fuera del cual no tendría sentido intentar entender el misterio de cada uno de los humanos surgidos de este ángel, ni en última instancia resolver la disyuntiva planteada a los
comentadores: ¿el Ángel de la visión es el Ángel de la humanidad o el Ángel personal de Hermes? Este drama sobrevenido en el Ángel y en cada una de las ejemplificaciones de su ser es precisamente lo que debe ayudarnos en principio a averiguar la respuesta a la pregunta: ¿el Ángel es el primero o el décimo?
Esta respuesta la encontramos, con más claridad que en ninguna otra parte, en la angelología cosmogónica del ismailismo, la cual conoce un drama mítico "anterior" a la aparición del Adán terrestre. Según la cosmogonía ismailí, en el origen de los orígenes hay una díada arcangélica (el primero y el segundo arcángel, Inteligencia y Alma, Logos-Sophia) que es la manifestación primordial de la Deidad insondable e incognoscible, sin ipseidad ni predicado. De esta díada proceden siete hipóstasis querubínicas (Karûbîyûn), la primera de las cuales, presa de un misterioso estupor, duda y tarda en reconocer y "realizar" la unidad de la Unitud divina (el tawhîd) así como la primacía de la Inteligencia primordial. A causa de ese retraso, pierde su rango (el tercero en la jerarquía celestial), que queda vacante y, a pesar de su arrepentimiento, que es aceptado, se ve desplazada al décimo lugar. Drama que está en el origen del entenebrecimiento del ala izquierda de Gabriel y que está representado con un vigor muy superior al que proporcionaría el simple recurso a la contingencia filosófica. Convertido en el décimo elemento del Pleroma celestial superior y el primero de este Pleroma angélico del que procede y se "sustancia" el mundo de las esferas celestes, Gabriel como Ángel de la Humanidad es en persona el misterio del Anthropos original sufriendo en la cautividad de las Tinieblas. Los humanos que son sus "miembros", es decir los elegidos en todos los grados de la jerarquía ismailí, tienen como sentido y tarea de su vida ayudarle a aniquilar las Tinieblas aniquilándolas en sí mismos, uniendo su esfuerzo a la ayuda (ta'yîd) de los Celestiales, a fin de que el ángel pueda remontarse otra vez a su rango original. En su "existencia a la manera del ángel" se verifica y realiza la naturaleza arquetípica de dicho ángel, y ahí precisamente encuentra su fundamento la relación del individuo humano con su ángel, o con su "Naturaleza Perfecta".
Los comentadores han tenido que enfrentarse a las dificultades que plantea el análisis. Dawwânî, por su parte, tiende a identificar en ocasiones en el Ángel-arquetipo (Rabb al-Nû') la "Naturaleza Perfecta" de la visión de Hermes, mientras que Maibodî, su discípulo, tiende a discernir en esa Naturaleza Perfecta el Ángel-arquetipo en persona. Aquí pues un nuevo interrogante relativo a la persona del ángel viene a añadirse al primero. Ya la naturaleza arquetípica del ángel teúrgo de la humanidad nos sugiere que no se trata de un dilema, sino que la investigación debe orientarse en este sentido: si el ángel individualizado se manifiesta con el nombre de Naturaleza Perfecta, ¿cuál es entonces su relación con el ser individual del que él es ángel, y cuál es, recíprocamente, su relación con el ángel-arquetipo? Para sugerir una respuesta, es necesario un rodeo. Deberemos acudir a los textos en los que aparece esa Naturaleza Perfecta, el Ángel de Hermes, allí mismo donde se origina el mito propiamente sohravardiano de Hermes.
En el gran Libro de las conversaciones, Sohravardî evoca la visión célebre en el curso de la cual Hermes interroga a la misteriosa y hermosa entidad espiritual que se manifiesta a él y de la que recibe esta respuesta: "Yo soy tu Naturaleza Perfecta". En el Libro de las elucidaciones el mito de Hermes se precisa. Hermes está, durante la noche, en el Templo de la Luz, en presencia de un sol.
Cuando estalla la "columna de la aurora", ve una tierra a punto de hundirse con ciudades sobre las que se abatía la cólera divina. Volvemos a encontrar aquí, uno por uno, algunos de los elementos que ya aparecían en el Relato del exilio: el "Sol de Medianoche" (el día pleno de la Imaginatio vera en la noche de los sentidos); la illuminatio matutina levantándose al Oriente del alma y anunciando la escatología, el hundimiento de la ciudad de los opresores. Entonces Hermes exclama: "Sálvame, tú que eres mi padre", y escucha esta respuesta: "Agárrate al cable de luz iluminador y sube hasta las almenas del Trono". Hermes sube "y he aquí que bajo sus pies había una Tierra y había un Cielo", Tierra y Cielo en los que los comentadores (Shahrazûrî e Ibn Kammûna) reconocen el mundo intermedio e imaginal, el "Medio Oriente", es decir el mundo "en que se espiritualizan los cuerpos y se corporifican los espíritus" (Mohsen Fayz) y en el cual podría reconocerse algo semejante al universo espiritual de las visiones de Swedenborg. Además Shahrazûrî, el comentador, identifica en el ser al que Hermes dirige su llamada al ángel originador (con el que hemos visto unirse al místico en el Sinaí), al tiempo que ve en Hermes el alma del místico, el alma del Perfecto. Vemos así cómo nace en la hierosofía del Ishrâq, algo como el mito de Hermes, héroe de la escatología mística, en el sentido de que por el método de la hikâyat, cada experiencia "recitará" a su vez "en el presente", en primera persona, la experiencia de Hermes; cada alma perfecta lo ejemplifica, lo re-cita, como lo han ejemplificado ya las visiones de Zaratustra y Kay Khosraw.
En algunos de sus "Salmos" todavía inéditos en los que sopla muchas veces un lirismo extraordinario, Sohravardî deja oír la nota dominante de su hermetismo. En el Salmo del Gran Testamento, por ejemplo, exclama: He tomado su fuego a los meteoros y con él he prendido la orilla. He puesto en fuga a las tropas de los demonios para que no me vean subir hacia las cohortes de Luz. He invocado a mi padre diciendo: ¡Oh ángel de la teúrgia perfecta, tú el amigo de Dios, tú el muy noble! Llévame hacia ti, a fin de que mi ser se dilate al igual que los esplendores de la Luz divina.
Y tras una especie de peregrinación mística en la que visita de plano en plano los Templos de lo Invisible, concluye:
Tal es el imperativo divino, conforme al cual ha sido grabado el hierograma de Hermes. Se ha sellado la promesa. Los ángeles son sus testigos, y ellos mantienen a sus actuales compañeros de cuerpos de carne.
Este pacto místico es pues el que fundamenta el valor ejemplar y ejemplificador del éxtasis de Hermes. En cuanto al contenido de la promesa, otra invocación lírica de Sohravardî, ésta dedicada especialmente a la Naturaleza Perfecta, lo describe de este modo:
¡Oh Tú, mi Señor y príncipe, mi ángel sacrosanto, mi precioso ser espiritual! Tú eres el Padre en el Cielo del Espíritu y el Hijo en el Cielo del Pensamiento. Exclusivamente entregado ... al gobierno
de mi persona, tu fervor intercede ante Dios, el Dios de los Dioses, para compensar mis deficiencias. Tú que estás revestido con las más deslumbrantes luces divinas ... ¡A tí te imploro! Manifiéstate en mí en la más bella de las epifanías, muéstrame la luz de Tu rostro resplandeciente. Sé para mí el mediador ... levanta de mi corazón la tiniebla de los velos.
Retenemos esencialmente la cualificación atribuida a la Naturaleza Perfecta, a la vez alumbradora y alumbrada. Es una de las múltiples variantes de un mismo símbolo, variantes que dan pie a una relación cuya expresión puede ver modificado su género (el Ángel Espíritu Santo evocado como "padre" en el Relato del exilio era concebido por los gnósticos como "Madre divina"); pero una y otra vez el símbolo viene siempre a sugerir lo inexpresable, aquello ante lo que fracasan los recursos del lenguaje humano: el misterio de una unidad-dual, de un modo de ser en dualitud significado aquí por la relación del hombre con su ángel, relación que tipifica la de Hermes con su Naturaleza Perfecta y que es el objetivo al que aspira el héroe de los relatos sohravardianos de iniciación. Habrá que preguntar, pues, a los textos de la tradición hermética que pudo conocer Sohravardî, qué es esa Naturaleza Perfecta, y qué modo de ser determina en la existencia humana para ejemplificar en ésta la naturaleza del ángel-arquetipo.
2. Hermes y la Naturaleza Perfecta o el hombre y su ángel
El texto actualmente más accesible relativo a la Naturaleza Perfecta parece ser la obra de teúrgia conocida en latín con el título de Picatrix (deformación del nombre de Hipócrates), cuyo original árabe lleva por título Ghâyat a.-Hakîm (El objetivo del sabio), y cuyo autor debe haber vivido hacia el siglo VIII. Contiene en efecto una larga cita de un cierto Libro al-Istamâkhîs en el que Aristóteles prodiga, al parecer, sus consejos a Alejandro y le instruye sobre la manera en que conviene invocar la Naturaleza Perfecta y pedirle que aparezca. El texto menciona en detalle la célebre visión a la que, después de Sohravardî, se han referido incansablemente los ishrâqîyûn. Se nos dice que la Naturaleza Perfecta es "el secreto oculto en la filosofía misma", y que los filósofos no han podido revelarlo sino a aquellos discípulos que habían llegado al grado perfecto de la sabiduría.
Es una entidad espiritual (rûhânîya) en la que los filósofos participan en grados diversos y a la que han denominado con diferentes nombres (tan deformados por la escritura árabe que todavía no puede proponerse ninguna identificación justificada).
Y he aquí -se dice- lo que contó Hermes: Cuando quise sacar a la luz la ciencia del misterio y de la modalidad de la Creación, encontré una bóveda subterránea oscura, llena de tinieblas y de vientos.
Nada distinguía allí a causa de la oscuridad, y la violencia de los vientos me impedía mantener encendida la lámpara. Entonces se me mostró durante el sueño un ser de incomparable belleza, que me dijo: Toma una luz y colócala en una copa que la proteja; así te iluminará a pesar de los vientos. Entra después en la cámara subterránea, cava en su centro y extrae de allí cierta imagen teúrgica confeccionada según las reglas del Arte. Cuando hayas extraído esa imagen, cesarán los vientos en la bóveda subterránea. Cava entonces en sus cuatro esquinas: sacarás a la luz la ciencia de los misterios de la Creación, de las causas de la Naturaleza, de los orígenes y modalidades de las cosas. Entonces le pregunté: ¿Quién eres tú? Él me respondió: Soy tu Naturaleza Perfecta. Si quieres verme, llámame por mi nombre.
Este relato, del que también debía apropiarse Balînâs-Apolonio de Tyana en el libro árabe que le es atribuido, revela una notable profundidad en el análisis psicológico: descenso a las profundidades de la Psique oscura; la débil claridad de la lámpara-conciencia que basta para "romper el hechizo"; los secretos de la Creación descubiertos en la fuente misma de las proyecciones del alma que configura su mundo; todo ello bajo la inspiración procedente de un lugar situado más allá del alma consciente: la Naturaleza Perfecta o Ángel que la origina, su Yo superior. En cuanto a la tipología de esta literatura de iniciación (descubrimiento de un libro de revelación en una cámara subterránea, o bien visión acompañada de una iniciación oral), se ejemplifica tanto en el exordio de los relatos sohravardianos como en el prólogo del Poimandres del Corpus hermético; en el Pastor de Hermas lo mismo que en el Libro mazdeo de la sabiduría celestial (Mênôkê-Xrat); en la iniciación de Zaratustra con el Agathos Daimôn, tal como la menciona el escolio sobre el Alcibíades, al igual que en el éxtasis del rey persa Kay Khosraw, tal como lo comenta Sohravardî. El Nous, el Ángel o la Naturaleza Perfecta suscita en el alma consciente una sucesión de imágenes (o las etapas de un viaje mítico), en las que el alma (como Hermes poniendo la llama en una copa) contempla la forma arquetípica que desde el origen se encontraba ya allí.
Que el Ángel o la Naturaleza Perfecta tenga ese poder y esa prerrogativa es lo que se deduce de una frase que el Ghâyat al-Hakîm pone en boca de Sócrates, invocando de nuevo el testimonio de Hermes.
El sabio Sócrates -se dice- declaró: Se llama Naturaleza Perfecta al Sol del Filósofo, su raíz y sus ramas. Preguntaron a Hermes: ¿Cómo se llega a conocer la sabiduría? (variante: ¿cómo se participa en ella? ¿cómo se la hace descender hasta aquí?) Hermes respondió: Por la Naturaleza Perfecta. Le preguntaron: ¿Cuál es la clave de la sabiduría? Él respondió: la Naturaleza Perfecta. Le dijeron entonces: ¿qué es la Naturaleza Perfecta? Él respondió: es la entidad espiritual (o celestial, el Ángel, rûhânîya) del filósofo, la que está unida a su astro, la que lo gobierna, le abre los cerrojos de la sabiduría, le enseña lo que le es difícil, le revela lo que es justo, le sugiere cuáles son las llaves de las puertas, durante el sueño como durante la vigilia.
Se constata aquí una precisión tan vigorosa de los rasgos personales que una evocación del demonio socrático se encontraría fuera de lugar, como lo estaría igualmente toda reducción simplificadora al daimón paredros conocido de formas diversas por muchas religiones de la antigüedad. Es superfluo añadir que una interpretación de la Naturaleza Perfecta que le redujera a una alegoría o una metáfora, sería un perfecto sinsentido. Su persona sutil, su belleza, su luz, hacen de ella una aparición precisa. Y habría que tener en cuenta, sobre todo, que no se invoca con tanto fervor, no se reconoce tal prerrogativa y no se espera la suprema felicidad de lo que es experimentado como una alegoría. Ahora bien, este fervor no es exclusivo de Sohravardî, a pesar de su muy personal visión del Ángel. En la entrevista de Hermes con su Naturaleza Perfecta referida por el Ghâyat al-Hakîm, ella le enseña cómo rogarle y cómo invocarla. Lejos de tratarse de una elaboración teórica, vemos cómo la piedad hacia el ángel desarrolla una liturgia cuya recurrencia (al menos dos veces por año) asegura su perpetua Presencia. Es de algún modo la celebración íntima de una religión completamente personal, que supone un ceremonial particular en el secreto de un oratorio individual (preparación de alimentos místicos, especie de comunión final).
He aquí la parte central de esta liturgia en el momento de dirigirse a las cuatro Naturalezas visualizadas como hipóstasis de la Naturaleza Perfecta (análogas a los cuatro arcángeles del Trono cósmico):
Yo os invoco, oh poderosos, espirituales y sublimes ángeles que sois la sabiduría de los sabios, la sagacidad de los penetrantes, la ciencia de los científicos. Atendedme, compareced ante mí, acercadme vuestro magisterio, guiadme con vuestra sabiduría, protegedme con vuestra fuerza. Enseñadme a comprender lo que no comprendo, a saber lo que no sé, a ver lo que no veo. Apartad de mí los males que se ocultan en la ignorancia, el olvido y la dureza de corazón, a fin de hacerme alcanzar la condición de los antiguos sabios en cuyo corazón la sabiduría, la penetración, la vigilancia, el discernimiento y la comprensión eligieron su morada. Habitad, vosotros también, en mi corazón y no os separéis de mí.
La continuación del mismo libro nos ofrece un texto particularmente rico en enseñanzas para el objetivo que aquí nos proponemos. En el capítulo consagrado a la exposición de las liturgias astrales practicadas por los sabeos de Harrán, leemos una invocación a Hermes que retoma parcialmente, palabra por palabra, la invocación que la propia Naturaleza Perfecta había enseñado a Hermes para dirigirse a ella. He aquí la invocación transmitida a Hermes:
Estás tan oculto que no se conoce tu naturaleza, eres tan sutil que no puedes ser definido por cualificación ninguna, pues ... con lo masculino eres masculino, con lo femenino eres femenino, con la claridad del día tienes la naturaleza del día, con la sombra nocturna tienes la naturaleza de la noche; rivalizas con todo ello en su naturaleza y te haces semejantes a ello en tus modos de ser. Así eres tú. Te invoco por todos tus nombres: en árabe, ¡oh 'Otâred! En persa, ¡oh Tîr! En romaico, ¡oh Hârûs! En griego, ¡oh Hermes! En indio, ¡oh Buda! ... Concédeme la energía de tu entidad espiritual por la que mi brazo quede fortalecido, que ella me guíe y me facilite el estudio de todos los conocimientos. Por Haraquiel, el ángel que custodia tus dominios, atiende mi oración, escucha mi
súplica ...
Vienen a continuación unas fórmulas que corresponden palabra por palabra a las que hemos visto anteriormente, aunque en esta ocasión en singular:
"Guíame con tu sabiduría, protégeme con tu fuerza, hazme comprender lo que no comprendo ...", etc., para terminar con estas palabras: "Habita en mi corazón con la energía que emana de tu noble entidad espiritual, que no se separa de mí, y con una luz que me sirva de guía en todos mis propósitos".
Nos limitaremos a señalar una circunstancia esencial e esta extraña y sorprendente concordancia: ¿no está plasmado ahí el modo de relación del alma con su ángel, de Hermes con su Naturaleza Perfecta? La transición de la liturgia hermética de la Naturaleza Perfecta a la liturgia harraniana de Hermes lleva consigo la identificación entre los términos de que se vale Hermes para invocar a su Naturaleza Perfecta y aquellos por los que el propio Hermes es a su vez invocado. Esta transición marca una fase del movimiento de configuración mítica que vincula entre sí los "momentos" de Hermes. Y esta transición identificadora, de un Hermes a otro, ¿no tipifica algo así como la paradójica relación implícita en las primeras palabras de la invocación sohravardiana a la Naturaleza Perfecta, nombrándola como la que alumbra y es, a la vez, alumbrada? Hermes prefigura míticamente la situación recíproca: el Alumbrador alumbrado, el Invocador invocado, análogo a la situación del Salvador salvado, relación ya realizada y siempre realizándose.
Lo que puede verse tipificado en el paso ideal de una liturgia a la otra es, en efecto, una conjunción y una transmutación, una hierogamia del alma y el ángel, de Hermes y su Naturaleza Perfecta, determinando una communicatio idiomatum, un intercambio de atributos entre el Invocador y el invocado. (Compárese con la oración de Astrampsychos: "Ven a mí, Señor Hermes ... yo soy tú y tú eres yo") Resulta de ahí un modo de ser tan sutil (conjugando lo masculino y lo femenino, la claridad del día y la oscuridad de la Noche, como en el simbolismo de las dos alas), que la invocación proclama la impotencia del lenguaje para calificarla. Sólo el simbolismo alquímico intentará representarla mediante la imagen del nuevo nacimiento (Infans noster, Puer aeternus). Esta transición litúrgica es el lugar ideal donde se origina el mito propiamente sohravardiano de Hermes y su Naturaleza Perfecta. Hermes es su hijo y está separado de ella; el eschaton de su peregrinación terrestre en las Tinieblas debe llevarse a cabo como un nuevo nacimiento, un alumbramiento en él mismo de la Naturaleza Perfecta, de tal modo que él se una a ella en una dualitud que no es ya la dualidad de dos seres distantes o yuxtapuestos, sino el misterio de los Dos en un Único. Y podemos inclinarnos a pensar que si el planteamiento hermético presenta en Sohravardî unos rasgos tan personales (y personalizantes), es debido quizá a que la visión del doble celestial se refuerza en él con trazos inspirados por las hierosofías de la antigua Persia, que determinan ese complejo que es propiamente el "sohravardismo", la doctrina del Ishrâq. En efecto, es en la antigua hierosofía persa donde más explícitamente se encuentra manifestado el arquetipo de un modo de ser sicígico que da a la psique terrenal un doble celestial de luz, y somete a su corresponsabilidad la realización de su unidad-dual. Si la relación de Hermes con su Naturaleza
Perfecta nos pone sobre la vía de esta psico-ontología, es también profundizándola como responderemos a la cuestión inicial de su relación con el ángel-arquetipo de la naturaleza humana, y podremos atisbar una solución a las dudas de los comentadores.
Si el verdadero modo de ser del alma no es una soledad sino un ser en dualitud, si el alma en su existencia terrena, con la conciencia que le es propia, es el segundo miembro de un Todo diádico en el que el Yo superior o celestial es el primero, esto implica una ontología que hace posible la distancia y la distensión que constituyen su presencia en el mundo terrestre, y que prevé también su resolución; implica que el alma no ha empezado a ser en este mundo material, sino que ha tenido su origen en otra parte, habiendo posteriormente "descendido a tierra". Simplificando al máximo pueden distinguirse dos tipos en el modo de presencia que determina este descenso a la tierra: hay un tipo, digamos platónico, que vendría determinado por la encarnación del alma que desciende a tierra tras una elección preexistencial. Según otro tipo, digamos gnóstico-iranio, el descenso del alma resulta del desdoblamiento o desgarramiento de un Todo primordial.
Pero la posibilidad de este desdoblamiento debe estar fundada desde el origen en la estructura misma de ese Todo, y es este modo de ser lo que venimos designando por "dualitud". El alma así encarnada posee un "par" o "compañero", un doble celestial que viene en su ayuda y al que debe unirse o, por el contrario, perder para siempre post mortem, según que su vida terrenal haya hecho posible, o por el contrario imposible, el retorno a la condición "celestial" de su bi-unidad. Esta ontología del alma es bien conocida más allá de las fronteras de Irán (una misma visión "sofiánica" se ha impuesto, por decirlo así, tanto a los cátaros neomaniqueos, como a un Novalis o a un Boehme). Pero son las fuentes iranias las que manifiestan primitivamente, por excelencia, el arquetipo de este modo de ser.
En el mazdeísmo, las fravartis (en persa, farvahar) literalmente "las que han elegido" (la Luz frente a las Tinieblas) preexistían a las almas terrestres. Aparecen en principio como auxiliares de Ohrmuzd para la defensa del reino de la Luz Pura frente a las contra-potencias de las Tinieblas. Cuando la Creación fue producida en su estado material para contribuir a esta defensa, todos los seres materiales tenían su prototipo en seres celestiales. De este modo, las fravartis eran los dobles celestiales de las almas terrenales, sus respectivos ángeles tutelares (como la Naturaleza Perfecta respecto a Hermes). Pero la teología mazdea desarrolló y modificó este theologoumenon. Si finalmente alma y fravarti fueron identificadas, es porque se entendía que las fravartis habían aceptado abandonar el reino de Pura Luz (gran número de ellas debió sucumbir) para venir a tierra y combatir a las contra-potencias demoníacas. El alma pura, fiel a Ohrmuzd en la tierra, es pues de hecho la fravarti misma; es, podríamos decir, su condición terrestre. Condición pasajera que no suprime de ningún modo, como tal, la estructura bi-unitaria. Pues entonces el doble de la fravarti convertida ahora en entidad terrestre, es su daênâ, su Yo celestial que es la luz de su fe preexistente a su condición terrenal. El encuentro escatológico que confiere su significado supremo al motivo de "el hombre y su ángel", es entonces el encuentro que tiene lugar entre la fravarti y su daênâ. La abolición de la dualitud sólo se ve consumada si la fravarti sucumbe a las Tinieblas. Lo que escatológicamente se ofrece entonces al hombre es una falsa daênâ, caricatura de su humanidad mutilada, reflejo de sí mismo reducido a sí mismo.
En la "Liturgia de Mithra" antaño descifrada por A. Dieterich, se lee una invocación al "Cuerpo Perfecto" análoga a la invocación que Hermes dirige a su Naturaleza Perfecta. El mago comienza por invocar a Пϱόνοια y ψυχή (es decir, al Nous y el Alma del mundo), se dirige luego al Cuerpo Perfecto ("¡Oh Primordial Génesis de mi génesis! ¡Oh Primordial Origen de mi origen!") invocándolo en el nombre de los cuatro elementos primordiales y sutiles que lo personifican uno por uno ("Soplo [pneuma] primordial del soplo, del soplo que está en mí", etc.) para concluir con el ruego encarecido ("Tú, Cuerpo Perfecto de mí mismo, moldeado por un brazo glorioso y una diestra imperecedera") de que transfiera al cautivo retenido en su naturaleza inferior "a la generación que está libre de la muerte".
Sin duda tenemos aquí una ilustración de las palabras de Zósimo identificando el secreto del Arte alquímico y el misterio más oculto de los Mithriaca. Constituido como la Naturaleza Perfecta por los cuatro elementos divinos, sutiles y simples, opuestos a los elementos materiales y burdos cuya mezcla determina el cuerpo físico, ese Cuerpo Perfecto es el corpus subtile de Resurrección. Él le preexiste y lo anuncia; como la Naturaleza Perfecta, puede ser invocado e implorado; el nuevo
nacimiento en la inmortalidad es consumado gracias a su mediación; y, como la Naturaleza Perfecta, es a la vez padre y madre, Γένεσις y ΆΆϱχή.
Este último y fundamental carácter nos orienta hacia otra región del pleroma religioso iranio: el maniqueísmo.
Ya por el tratado maniqueo chino publicado en 1911 por Chavannes y Pelliot, se conocía el tema de una Naturaleza primitiva luminosa, que fue identificada, más recientemente, con una entidad divina que uno de los fragmentos exhumados en Turfán glorifica como "nuestro padre y nuestra madre, nuestra magnificencia, nuestro Yo de esplendor", es decir, nuestra Naturaleza luminosa o nuestro Yo primordial ("La salvación sea contigo, con quien nuestra alma se identifica desde el origen primero").
Recientes investigaciones, que han sido posibles merced a la publicación de documentos de Asia central y de otros en lengua copta, han clarificado de forma progresiva el modo de ser del Sí original de Luz. Se ha insistido especialmente en la naturaleza y las prerrogativas de esta entidad de Luz que lleva en el contexto maniqueo el nombre Gran Vahman (o en parto Gran Manûhmêd o Manvahmêd), que tiene su origen en el avéstico Vohu Manah (neopersa Bahman), nombre que designa en el mazdeísmo al primero de los Amahraspands o arcángeles, y cuyo sentido general es Espíritu bueno, Pensamiento luminoso, Nous de Luz. Es necesario analizar su relación con los Manvahmêd o Vahmanân individuales. Si se ve en la Gran Manvahmêd al Hombre Perfecto, y si se la identifica con esa Columna de Gloria que es la Columna de Luz constituida por la procesión ascendente de todas las almas liberadas de las Tinieblas que retornan al reino de la Luz, se siente, ciertamente, la tentación de concluir que son todos los Vahmanân los que, reunidos, constituyen el Gran Vahman o la Gran Manvahmêd. Esta representación no parece sin embargo que salvaguarde la integridad de la situación propuesta por el mito.
En efecto, si es verdad que el Gran Vahman se nos muestra como potencia cósmica y a la vez como potencia activa en el interior del hombre, eso no es tanto una conclusión cuanto la fijación de los datos mismos del problema, de ese mismo problema que nos han planteado las vacilaciones de los comentadores y que nos presenta una doble faceta. En términos sohravardianos el problema en cuestión sería: ¿cuál es la relación entre el místico y su Naturaleza Perfecta, entre Hermes y su ángel, relación a partir de la cual podrá ser determinada la posición del par formado por ambos respecto el ángel-arquetipo de la naturaleza humana, el Ángel Gabriel o Espíritu Santo? Ahora bien, la estructura del Todo diádico que nos sugiere la relación Hermes-Naturaleza Perfecta, se vería comprometida si se considerara que la totalidad de las almas de luz cautivas de las tinieblas son, simplemente, la totalidad misma de los Vahmanân individuales que constituyen el Gran Vahman. Las bi-unidades o unidades-duales, habrían sido sustituidas por unidades simples (de un solo bloque). Se habría destruido entonces la díada y su ontología propia, y haría falta admitir que es el Yo (o el Sí) de Luz como tal, el que es ahora cautivo de las Tinieblas; pero se haría imposible el diálogo entre el Ángel (el Yo de luz) y el alma que es su yo terrestre y que él tiene la misión de salvar. Se habría escamoteado a la vez uno de los aspectos de la situación: la relación del Nous individualizado, salvador de su Psique terrestre propia, con el Nous cósmico.
Aquí también la terminología del "neo-maniqueísmo" de los cátaros nos advierte de los términos que es preciso salvaguardar. Está el alma humana terrestre y cautiva: Anima. Está su Espíritu Santo o Angélico (Spiritus Sanctus o Angelicus); cada alma elegida tiene el suyo. Está por último el Spiritus principalis, aquel al que se invoca al nombrar a las tres personas de la Trinidad. El Espíritu o Nous cósmico es a la Psique total, lo que cada Nous, Espíritu o Ángel individual es a cada Psique. No es una analogía de términos, sino una analogía de relaciones lo que se trata de
determinar.
Estos aspectos del problema se manifiestan en cuestiones tales como ésta: ¿mantiene el Nous cósmico alguna realidad personal más allá de sus individuaciones? ¿O, por el contrario, no quedaría ya nada de él, una vez que esas individuaciones hubiesen sido absorbidas en la totalidad del Nous?
¿O, tal vez, no hay una realidad personal para el Espíritu Santo y los "Espíritus Santos", es decir, no existe en todos y cada uno de los casos el soporte de un modo de ser dialógico, la tensión de la dualitud de Dos en Uno, que no se resuelve en monólogo?
Ahora bien, se deduce netamente de los textos que la Gran Manvahmêd es considerada poseedora de una personalidad independiente de sus partes, aunque sólo sea en razón de esa característica del pensamiento indo-iranio que ve en el Todo una unidad específica que se añade a las unidades competentes. Y esto debería bastar ya para confirmarnos que la idea de la Gran Manvahmêd presenta una mayor complejidad que nuestro concepto aritmético de la suma de las partes de un Todo. Paralelamente, los filósofos ishrâqîyûn repetirán incansablemente que la universalidad de cada ángel-arquetipo no es la universalidad de un concepto lógico y que, lejos de obstaculizar su realidad personal, la amplifica. Nuestro esquema, por problemático que parezca, debe salvaguardar de este modo la identidad del Nous en su cosmicidad y la de cada una de sus hipóstasis, la identidad del Nous unido a cada una de las almas por las que vela y a las que salva.
Es en este misterio de salvación donde propiamente nos aparece entonces la acción del Nous que se realiza "cada vez" en y por una de sus individuaciones. Ahí radica la fuerza del motivo del "doble celestial" cuyo de sarrollo en el maniqueísmo concierne en primer lugar y de modo especial al propio Mani. Es el ángel que se aparece a un Mani de 24 años, como su "doble" o "gemelo" y le anuncia que es ya tiempo de manifestarse y llamar a los hombres a su doctrina. "La salvación sea contigo, Mani, de mi parte y de la del Señor que me ha enviado a ti ...". Es sin duda a ese doble celestial al que van dirigidas las palabras de un Mani moribundo: "Contemplaba a mi doble con mis ojos de luz". Y también en un salmo que glorifica la partida del alma de la existencia terrestre, se hace mención a "tu doble que no flaquea". Así pues, cada alma tiene su doble. Si el doble celestial de Mani puede ser Cristo (según la tradición occidental del maniqueísmo) o la Virgen de Luz (según la tradición oriental), cada alma tiene también su particular doble sicígico, su Nous, su doble celestial que, cuando el alma muere en la Tierra, le guía hacia el reino de la Luz.
Es pues el Nous individual el que aparece a su alma o su hijo terrestre para fortificarlo, guiarlo, salvarlo. Es el Nous de una determinada alma. Pero de este modo, realiza como "miembro" del Nous cósmico toda la salvación de esa alma, lo mismo que la salvación cósmica es la obra total del Gran Nous.
El Nous individual es "miembro" del Gran Nous, lo mismo que el alma individual es "miembro" del Nous individual. Esta ejemplificación en dos grados del célebre theologoumenon de los "miembros" precisa la graduación apuntada por el hermoso himno en lengua parta que dice: "Vamos alma, no temas. Yo soy tu Manvahmêd, tu garantía y tu sello, y tú eres mi cuerpo, las vestiduras con que me cubro para asustar a las fuerzas. Y soy tu luz, el resplandor original, la Gran Manvahmêd, la Garantía perfecta". Así pues, el Nou individual puede también presentarse, singulatim, como la Gran Manvahmêd; esta posibilidad de una communicatio idiomatum nos
orienta en definitiva hacia un tipo de relación propia y precisa, como la profesada por la gnosis valentiniana en su angelología: los ángeles de Cristo son reconocidos ahí como el propio Cristo, en el sentido de que cada ángel es Cristo en relación a cada existencia individual.
Pero al decir "en relación a", corremos todavía el riesgo de ser traicionados por el lenguaje, reduciendo dicha relación a algo abstracto, muy distinto de la relación que aflora de una hipóstasis y que es lo único que puede aprehender en su plenitud la Imaginación mítica "sustanciadora".
No es a una relación de lógica filosófica de este tipo a lo que hace alusión el Ángel del Sinaí cuando, dirigiéndose al místico, se refiere al ángel que reside en el Sinaí superior: "Él me contiene lo mismo que a mi vez yo te contengo a ti". Es en virtud de esta transparencia recíproca como los comentadores podían ver sucesivamente a la Naturaleza Perfecta en el ángel-arquetipo, y a éste en aquélla. Y ello incluso a espaldas de su conciencia filosófica, puesto que, como filósofos, dejaron su duda sin resolver.
Si el misterio de salvación cósmica operado por la Gran Manvahmêd aparece como al trasluz en la redención individual que es obra del Nous personal del alma (del mismo modo que la redención por el Christos-Angelos se realiza, para la gnosis, en y por la Redención que realiza cada uno de sus ángeles), esta transparencia nos descubre a la vez la relación de la díada que tipifican Hermes y su Naturaleza Perfecta respecto al Ángel arquetipo y salvador de la naturaleza humana. Una breve evocación de la angelología ismailí nos ha permitido contemplar en dicho ángel el misterio del Anthropos, del Salvador-salvado (lo mismo que en el maniqueísmo el Hombre primordial es Ohrmizd, Dios sufriente). El simbolismo sohravardiano de las dos alas del ángel Gabriel puede mostrarnos entonces toda la fuerza y profundidad de su significado. La cosmología del Ishrâq nos presenta todos los grados del ser ordenados en sicigias (desde la de Logos-Sophia). Cada ángel alumbra su alma con su cielo. El ángel-arquetipo de la humanidad ha alumbrado en sí mismo su Imagen en múltiples imágenes, y estas imágenes son a su propia imagen: un ala de Luz y otra a la que han oscurecido las Tinieblas. El desentenebrecimiento de esta ala, que mide según la visión ismailí la reascensión progresiva del Ángel a su rango original, es precisamente la salvación de todas sus almas operada por sus ángeles de Luz que son los ángeles o dobles de Luz de dichas almas. Hermes y su Naturaleza Perfecta son las dos alas que ejemplifican el Ángel-arquetipo, como el Amante y el Amado son las dos alas que ejemplifican la esencia dual del Amor (Rûzbehân de Shirâz), y como los dos "cuernos" de Dhûl'l-Qarnain expresan la naturaleza diofisita (lo masculino-femenino) de la Piedra mística de los alquimistas. Existir a la manera del ángel, es hacer desaparecer el entenebrecimiento del ala oscurecida para que las dos alas se reflejen recíprocamente el brillo de una sola luz. Éticamente, esto implica en este mundo responder al ángel, para que él pueda responder por nosotros en el otro. Escatológicamente, es el ascenso definitivo al Sinaí, anunciado en el postludio del Relato del exilio occidental. El Ángel de la naturaleza humana en su integridad no se hace visible más que en y para la unidad reconstituida de Nous y Psique, del hombre y su ángel, lo mismo que la realidad del Amor no es visible más que en y para la unidad del Amante y del Amado.
La consumación de esta unificación post mortem ha podido ser representada por ciertos gnósticos como una hierogamia. De hecho, el misterio no puede acceder a la conciencia más que en símbolos fugitivos. Los alquimistas se han esmerado en configurarlos proyectando la unidad del nuevo ser así nacido en la imagen del Puer aeternus. ¿Vendrá entonces a revelarse en el Cielo de éste otra Naturaleza Perfecta situándose como en una octava superior del ser? ¿El nuevo Sinaí elevándose por encima del Sinaí del arcángel Gabriel y prefigurando una ascensión indefinida, de Yo en Yo, de Cielo en Cielo? O bien, insistiendo sobre la dualitud restaurada en su verdad por la transmutación del término inferior terrenal en el término superior celestial, por la transferencia a la "Generación exenta de la muerte" que unifica la esencia sin confundir las personas, ¿es la perpetuación de su diálogo lo que es preciso imaginar a través de las eternidades? (En el curso de una de sus visiones, Swedenborg percibe cómo, desde la lejanía del cielo, se le aproxima un carro sobre el que se alza un ángel magnífico; cuando la visión se acerca, se da cuenta de que no se trata
de un ser angélico sino de dos). Hay posibilidades de representación que surgen espontáneamente y que la Imaginación de las gnosis no ha podido desde luego agotar. Sería vano buscar entre las diversas repeticiones del arquetipo una filiación histórica que lo "explicase"; más vano todavía sería constreñirlas a la claridad de una sistematización filosófica. No pueden configurar más que símbolos, y es en la noche de los símbolos como debe avanzar aquí la investigación.
Así, el tema de la Naturaleza Perfecta reaparece en la orquestación del mito alquímico del nuevo nacimiento. Ya los desarrollos precedentes nos han informado sobre la intervención de una imaginación simbólica común. Es este carácter común el que nos va a ser confirmado por la integración en el contexto alquímico del tema de la Naturaleza Perfecta; este carácter común consiste esencialmente en la misma espera en una semejante prefiguración de la Resurrección. La alquimia mística tuvo, por encima de todo, la intuición escatológica de la conjunctio o hierogamia; ella nos encamina por sí misma hacia nuestro objetivo final.
2. La Naturaleza Perfecta y el simbolismo alquímico de la resurrección
Lamentablemente no disponemos de espacio suficiente para analizar en detalle el capítulo final de un opúsculo inédito del alquimista Jaldakî (siglo XIV), titulado, como en una evocación de Zósimo, El sueño del sacerdote, El extremado interés de este breve capítulo radica en el hecho de poner en escena como figuras clave de la Obra alquímica a la Naturaleza Perfecta y a Hermes, resaltando con fuerza su significado, por contraste con la impotencia de aquellos que Jaldakî llama "los simples" (jâhilûn). Estos últimos son los seudoalquimistas que únicamente manipulaban objetos materiales, aquellos cuya imaginación está afectada por una debilidad tan radical que es impotente para captar el ser y la existencia de un símbolo. Su agitación no tiene otra consecuencia que provocar el asesinato de Hermes y originar la desaparición de la Naturaleza Perfecta de la que previamente habían conseguido separar a Hermes. Jaldakî sugiere así de forma inmejorable que el fin de la Alquimia es el misterio de una transmutación psíquica, y que sólo una apprehensio aurea satisfará las condiciones "litúrgicas".
Esta transmutación es la que se percibe y experimenta en la conjunción mística de Hermes y la Naturaleza Perfecta, visualizada en sus sustitutos alquímicos, Azufre rojo y Azufre blanco. Es la conjunción de Eros y Logos lo que el sacerdote, distanciándose de los jâhilûn, celebra en el Templo de Venus, ajustándose a las prescripciones grabadas sobre el ídolo del templo. Y el misterio se proyecta en una figura nueva que Jaldakî designa como "Niño de la renovación" (alwalad al-jadîd; de manera análoga, en el ismailismo, el último Imam del ciclo, "aquel que resucita", es llamado "Niño perfecto", al-walad al-tâmm).Ahí mismo, pues, en la reunión de Hermes y la
Naturaleza Perfecta, vemos aflorar en Jaldakî, con su más importante símbolo, el fin último de la Alquimia, lo que los textos latinos llaman Infans noster, filius sapientiae, filius philosophorum.
Ahora bien, esta imagen del Niño, del Puer aeternus, es la que se nos anunciaba como proyección simbólica de la reunión final del hombre y su ángel, tal como la concepción del doble celestial la proponía a nuestro análisis. Esta imagen es eminentemente adecuada para prefigurar y representar la complejidad de las ideas que acabamos de evocar, es decir, a la vez la unidad del nuevo ser y los dos polos que lo estructuran, como ha quedado patente de forma admirable en los análisis de Jung y Kerényi. La figura del Niño, más exactamente del renovatus in novam infantiam, marca la simultaneidad ideal de dos términos opuestos, término inicial y término final, preexistencia y sobreexistencia, el ya y el todavía no, y cohesiona en su unidad las fases que atraviesa (como el héroe-niño) la Piedra mística: lapis exilis et vilis; servus rubeus et fugitivus; hasta la apoteosis del Deus terrenus, Luz por encima de toda luz, cuando la Piedra se convierte en corpus glorificatum.
El nacimiento de estas fases y la anticipación de su resolución final lo sugiere Jaldakî por el nombre mismo que impone a este "Niño de la renovación" que es en lo sucesivo él mismo: Jaldakî le llama 'Abd al-Karîm "servidor de la Noble (Piedra)". En los albores de su nuevo nacimiento, es en efecto el esclavo de la Noble Piedra a la que debe servir hasta el final triunfal, cuando adopta la forma de filius regius. Ahí está todo el Aenigma regis, la hierogamia del Cielo y la Tierra que debe realizarse in novissimo die hujus artis, el Último Día que marcará la realización final de la Obra.
Traspuesto a los términos de la alquimia mística, el motivo de Hermes y la Naturaleza Perfecta que habíamos encontrado en Sohravardî, lleva a sus últimas consecuencias los significados que podían deducirse del simbolismo de las dos alas del arcángel. El hermetismo prefigura ahí la reunión unitiva del amante y el amado cuya nostalgia llena toda la poesía mística persa. Y si el salmo sohravardiano puede referirse a la Naturaleza Perfecta como el alumbrador-alumbrado, es porque es ella misma la que en Hermes se alumbra a sí misma, precisamente cuando Hermes (o el sacerdote del Sueño) se alumbra a sí mismo. Del mismo modo, el Amado, término gramaticalmente en pasiva, es simultáneamente el término que activa el amor en el Amante y se alumbra en él como Amado alumbrándolo precisamente como Amante. Éste es el motivo de que la Alquimia latina tuviera tanto afecto al símbolo de la Virgen-Madre, y es desde esta misma perspectiva como en un estudio de mística comparada deben entenderse las paradójicas sentencias de un Angelus Silesius en su Peregrino querubínico, cuando dice, por ejemplo, que el alma debe, como la Virgen-Madre, concebir y alumbrar a Dios: "¿De qué me sirve, Gabriel, que tú saludes a María, si no tienes el mismo mensaje para mí?". Y también: "Si el Espíritu de Dios te roza con su esencia, el Niño de la Eternidad nacerá en ti".
3. El doble celestial en la escatología irania
La idea de una hierogamia realizándose in novissimo die, el misterio del nuevo nacimiento donde un ser se engendra a imagen del doble celestial que éste presenta y activa en él, la conformación y corresponsabilidad místicas que anuncia el alba de la Resurrección: todos estos temas se entremezclan, se relacionan recíprocamente, aparecen como en transparencia unos sobre otros con complejidad creciente. Son las grandes líneas directrices de una voluntad y de una imagen del mundo de la que el pensamiento sohravardiano es un magnífico ejemplo, y nos indican en qué sentido puede intentarse un trabajo de definición tipológica. Habrá que situarse para ello ahí mismo donde la escisión de un par primordial celeste-terrestre enuncia el misterio del Origen, y donde la restauración de su biunidad se nos propone como la norma de una ética interior cuyo fruto debe ser precisamente el encuentro y el reconocimiento escatológico del hombre y su ángel. Este encuentro es el acontecimiento-tipo que se dibuja en el horizonte escatológico iranio, tanto en el mazdeísmo como en el maniqueísmo.
En el mazdeísmo, el sencillo esquema a que nos veíamos limitados nos mostraba a la fravarti descendida a la tierra, convertida en un alma terrestre cuyo doble celestial es entonces la daênâ. Es de lamentar que ningún zoroastriano haya podido ser discípulo de Schelling o de Baader. Las dificultades de los tiempos lo han impedido, y el filósofo investigador tiene que habérselas con la tarea de abordar el Corpus mutilado de la teología mazdea. Se había considerado en principio que el concepto de daênâ se desdoblaba en dos significados: el del Yo transcendente o celestial del hombre, por una parte, y el de religión, por otra. Es fácil, sin embargo, ver cómo ambos significados culminan en uno solo. Se ha debatido también sobre su carácter colectivo o individual. Tengo la impresión de que el esquema del problema es el mismo que el que ya anteriormente nos planteaba la relación del ángel arquetipo y la Naturaleza Perfecta.
En suma, tenemos que reparar especialmente en la idea de la personalidad preexistencial, celestial o transcendente, del alma que ha pasado a ser terrenal, y que es también su "religión" puesto que es aquella que el alma eligió antes ya de su ciclo terrestre, en su fe preexistencialmente puesta en el "Señor Sabiduría", Ahura Mazdah. Si en su acto mismo, un pensamiento ve aflorar una hipóstasis, ¿se trata realmente de indigencia filosófica, como un idealismo abstracto ha creído poder reprochar tanto a los neoplatónicos tardíos como al mazdeísmo? ¿No es más bien generosidad y sobreabundancia ontológica (de Pensamiento-Ser y de Seres-Pensamientos)?
Tomemos sin reticencias, con toda su fuerza plástica, los textos, quizá los más bellos de la teología mazdea, donde se describe el encuentro escatológico con el ángel- daênâ. En el tercer día después del exitus, el Elegido ve cómo se le aproxima una Forma deslumbrante en la que reconoce a una joven de belleza jamás contemplada en el mundo terrestre. A su pregunta maravillada: "¿Quién eres tú?", ella responde: "Soy tu daênâ ... aquella a la que tus pensamientos, tus palabras, tus acciones han hecho. Era amada, tú me has hecho más amada; era bella, tú me has hecho aún más bella".
La visión maniquea acentúa aún más los trazos. Se conocía ya por el Fihrist árabe de al-Nadîm la escena de la ascensión del alma post mortem, cuando viene a su encuentro, enviada por el Anthropos primordial, una divinidad de luz bajo la forma del "Sabio guía"; otras tres divinidades le acompañan, así como "la Joven que es a semejanza del alma". Todas vienen dispuestas a ayudar al alma contra los demonios que pretenden asaltarla. Los comentadores se han interesado sobre todo en la cuestión de cómo debía interpretarse la persona del "Sabio-guía". Ahora bien, un texto sogdiano recientemente publicado por Henning nos orienta hacia una respuesta definitiva. El texto describe el descenso de los ángeles que van al encuentro del alma para tranquilizarla y protegerla ("No temas, oh alma justa ... avanza ... sube al Paraíso de Luz, recibe la alegría"). "Y su propia Acción, una maravillosa y divina princesa, una Joven inmortal, vendrá a su encuentro, con flores adornando su cabeza ... ella misma le indicará el camino (del Paraíso de Luz)". Los Kephalaia de Mani mencionan igualmente esta Forma (o Imagen) de Luz que reciben Elegidos y Catecúmenos cuando renuncian al mundo, y que se manifiesta a ellos post mortem junto con los tes ángeles espléndidos que la acompañan. Mejor que cualquier otro texto maniqueo conocido hasta la fecha, el fragmento sogdiano atestigua que "los maniqueos compartían la idea zoroastriana de la daênâ de un hombre, a cuyo encuentro sale tras la muerte adoptando la forma de una joven". Ahora bien, se dice expresamente que es la daênâ la que guía al alma que es a semejanza suya. Ella es ese doble de luz cuyo diálogo con su alma terrestre ya hemos reseñado anteriormente. El descenso de las divinidades de luz descrito en el Fihrist árabe recibe pues el sentido que aquí planteamos.
Este sentido precisa que la conformación del hombre a su ángel determina su responsabilidad recíproca. En la medida en que el hombre haya respondido en tierra a su daênâ, ésta responderá por él post mortem. No creo que se pueda degradar la visión en metáfora o alegoría, sin destruir a la vez toda posibilidad de comprender el modo de ser y la relación sicígica que postulan tanto la concepción mazdea como la maniquea. La daênâ es la acción del alma terrestre, y no se trata aquí de una de esas metáforas de las que abusa nuestro lenguaje moderno y abstracto. Si daênâ es esta Acción, el alma terrestre habrá existido precisamente a su semejanza. No separemos uno de otro el misterio de la hierogamia escatológica cuya preparación o anticipación es un nuevo nacimiento, y el misterio del Alumbrador-alumbrado donde acción y pasión están en relación recíproca: el
alumbramiento de la daênâ por y en el alma humana es precisamente, a la vez, el alumbramiento de esta alma en y por el ángel- daênâ.
La enseñanza más valiosa, aún cuando pudiera ser la más contestada, del libro de H. S. Nyberg (cuyo planteamiento concordaría bastante bien con el de un ishrâqî) es haber mostrado la experiencia extática en la religión zoroastriana, haber puesto de manifiesto la significación escatológica de dicha experiencia (siendo entonces la muerte del Elegido el éxtasis definitivo), y haber buscado su órgano en un análisis de las figuras de la daênâ. Reflexionando sobre el texto de Nyberg, podríamos hacer el siguiente comentario: según sea la imagen alumbrada o el éxtasis vivido en este mundo por cada uno, así será su muerte. Lo que en esta vida haya deseado y anticipado es lo que determinará la visión y la revelación suprema en el momento de su muerte. Nadie puede esperar tener en el otro mundo la visión de lo que haya negado o profanado, de lo que haya entregado a las Tinieblas en esta vida. El mundo del ángel no podrá responder por el hombre que se haya negado a responderle a él; la daênâ no será más que la abolición del pasado celestial para aquel que la haya negado. La espantosa visión que describen en contrapartida los textos mazdeos y que se ofrece al hombre demoníaco no es más que la caricatura de la daênâ; es la visión que el hombre entregado por su propia negación a la nada de su soledad tiene de su propio yo; negación que lo excluye de su doble celestial, y que es la marca de la mutilación de la "imparidad" infernal de un ser cuya esencia era "paridad" y dualitud celestial. Lo hemos encontrado representado en términos alquímicos como el asesinato de Hermes y la desaparición de la Naturaleza Perfecta. En una y otra parte encontramos siempre la norma de una misma tensión ética, con un desenlace y una sanción semejantes.
Para terminar, reparemos en lo siguiente: es hacia esa sofiología hacia lo que nos orientarían las ideas aquí desarrolladas en torno al tema del doble celestial. Ya Plutarco traducía, como se sabe, por Sofía el nombre del Amahaspand o arcángel femenino del Avesta, Spenta Armaiti. Éste puede ser uno de sus aspectos. Nuestra investigación se inclinaría más precisamente a identificar daênâ y Sophia, y la visión maniquea tendería expresamente a confirmarlo. En cuanto a la repetición de este arquetipo en la mística de amor del sufismo iranio, ya nos hemos referido a ello anteriormente. A su vez, la visión que tiene Hermes de la Naturaleza Perfecta puede ser interpretada como una visión de la Sophia "en persona": Hermes declara que es ella el ángel del filósofo, la que lo gobierna y le inspira.
Tal es, por último, recordémoslo, la prerrogativa que también Sohravardî saludaba en su Naturaleza Perfecta, cuando le imploraba que se manifestase un día "en la más bella de las epifanías". El fragmento sogdiano nos permite referir a la Joven que es el doble celeste del alma el atributo de "Sabio-Guía" (al-Hakîm al-Hâdî) que se menciona en el Fihrist árabe. Ahora bien, este nombre de "Guía" (al-Hâdî) es precisamente el que el narrador de El relato del exilio occidental da al ángel que le ha engendrado, el que reside en el primero de los Sinaí; las vacilaciones de los comentadores nos han llevado a preguntarnos si era Gabriel el ángel-arquetipo de la naturaleza humana, o bien la Naturaleza Perfecta el ángel tutelar individual, o si había ahí un dilema. La figura de la daênâ que vemos aparecer como en una transparencia en al-Hakîm al-Hâdî se proyecta sobre un horizonte hacia el cual sólo el silencio puede encaminarnos. El ciclo de nuestra demanda se cierra sobre sí mismo, clausurando si no nuestro propio "exilio occidental", sí al menos las reflexiones a que nos
ha conducido el relato sohravardiano.
Teherán, 6 de junio de 1949 Lunes de Pentecostés
2. La iniciación ismailí o el esoterismo y el Verbo
I. La Palabra perdida.
El drama común a todas las "religiones" del Libro, o mejor dicho, a la comunidad que el Qorán designa como Ahl al-Kitâb, la comunidad del Libro, que engloba a las tres grandes ramas de la tradición abrahámica (Judaísmo, Cristianismo e Islam), puede ser designado como el drama de la "Palabra perdida". En efecto, todo el sentido de la vida está centrado para esta comunidad en el fenómeno del Libro santo revelado, en el sentido verdadero de este Libro; ahora bien, el sentido verdadero es el sentido interior, oculto bajo la apariencia literal, y desde el momento mismo en que los hombres desconocen o rechazan este sentido interior mutilan la integridad del Verbo, del Logos, y comienza el drama de la "Palabra perdida".
Este drama se manifiesta bajo múltiples formas: en filosofía, es el nominalismo, con todos los condicionantes del agnosticismo; en teología, es el literalismo, ora el de los piadosos agnósticos, temerosos ante todo lo que sea filosofía o gnosis, ora el de una teología que se esfuerza en rivalizar con las ambiciones de la sociología, y que es simplemente una teología que ha perdido su Logos, una teología agnóstica. Se comprenderá que la tarea de recuperar la Palabra o Verbo perdido desborda los límites de la lingüística que está de moda en nuestros días. No se trata ya de un "progreso del lenguaje", sino de recuperar el acceso al sentido interior del Verbo, a ese sentido esotérico que despierta temor o desdén entre aquellos exégetas que, según su propia expresión, persiguen una exégesis "a ras de suelo".
Una clara percepción visionaria de esta situación dramática parece encontrarse en el opúsculo que Swedenborg escribió comentando la aparición del "caballo blanco" en el capítulo 19 del Apocalipsis. El texto joánico dice así:
Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea. Sus ojos eran como llama de fuego y había en su cabeza muchas diademas; y tenía un nombre escrito que ninguno conocía sino él mismo. Estaba vestido de una ropa teñida en sangre; y su nombre es: el Verbo de Dios (ò Аόγος του θεου, Verbum Dei). Y los ejércitos celestiales, vestidos de lino finísimo, blanco y limpio, le seguían en caballos blancos (...) Y en su vestidura y en su muslo tenía escrito este nombre: Rey de reyes y Señor de señores (Ap 19, 11-16).
Swedenborg comenta el texto y afirma en primer lugar que es imposible hacerse una idea clara de
lo que significan los detalles de la visión, a menos que se perciba su sentido interior, es decir, esotérico. Naturalmente, no se trata de convertir la visión en una alegoría, ni de abolir o destruir sus elementos concretos, pues es precisamente la realidad interior oculta la que provoca el fenómeno visionario y sostiene la realidad de la visión. Se trata de percibir lo que anuncia cada una de sus apparentiae reales. El "cielo abierto" representa -y significa- que el sentido interior de la Palabra, del Verbo, puede ser visto en el Cielo, y, por consiguiente, también por aquellos para quienes, en este mundo mismo, está abierto el cielo interior. El "caballo blanco" representa y significa la "inteligencia espiritual" de la Palabra, así comprendida en cuanto a las realidades interiores y espirituales. El caballero que lo cabalga es el Señor en tanto que Verbo, puesto que su nombre es "Verbo de Dios". Que tenga un nombre escrito que nadie conoce sino él mismo significa que sólo él y aquellos a quienes él lo revela ven la Palabra, el Verbo, en sus significados interiores y esotéricos. Que lleve vestiduras manchadas de sangre significa la palabra en cuanto a su realidad literal, que tanta violencia sufre cada vez que se rechaza su sentido interior.
Los ejércitos que le siguen en el cielo sobre caballos blancos y vestidos igualmente de blanco designan a todos aquellos que están en la inteligencia espiritual de la Palabra y perciben sus realidades interiores, sus sentidos esotéricos. La blancura de sus vestidos significa la verdad que está en la luz del Cielo, y eo ipso la verdad interior, la verdad de origen celestial. La visión de esta blanca caballería swedenborgiana preparando la venida de la Nueva Jerusalén es confirmada por todos los textos que Swedenborg reúne a lo largo del opúsculo o en el apéndice, y que ha comentado por otra parte en sus Arcana caelestia. De esta acumulación de textos se deduce que, en los múltiples pasajes de la Biblia en los que se hace mención del caballo y el caballero, el sentido interior de este último es siempre el intelecto, siendo su montura la inteligencia espiritual. El conjunto es lo bastante impresionante como para persuadir de que sólo la interpretación espiritual de estos pasajes conduce a su verdadero sentido. Si he citado detalladamente este comentario de la visión en la que Swedenborg ve anunciado el hecho de que el sentido espiritual o interior de las Escrituras será revelado cuando llegue el tiempo final de la Iglesia, es, por una parte, porque este comentario refleja perfectamente el drama de las "religiones del Libro": el Verbo perdido y el Verbo recuperado, o la ocultación y la posterior manifestación del sentido interior, esotérico, que es el sentido verdadero porque es el Espíritu y la vida del Libro santo revelado. También, por otra parte, porque la concepción global de la hermenéutica de Swedenborg maneja los mismos principios que la hermenéutica espiritual practicada en las otras dos ramas de la tradición abrahmánica; lo que acabamos de leer, en particular, está especialmente en resonancia con la perspectiva escatológica de la gnosis shiíta en general, tanto la propia de la tradición imamita duodecimana como la de la tradición ismailí. El relato iniciático que vamos a analizar y comentar pertenece a la tradición ismailí. Desgraciadamente, a modo de introducción histórica, debo limitarme a recordar que el ismailismo es, con el imamismo duodecimano, una de las dos ramas principales del shiísmo, y que el ismailismo, que debe su nombre al Imam Ismâ'îl, hijo del VI Imam Ja'far al-Sâdiq (!765), representa por excelencia, junto con los teósofos del imamismo duodecimano, la tradición de la gnosis esotérica del Islam. Está claro que el Islam sunnita, es decir, el Islam mayoritario, el de los doctores de la Ley, no puede tener hacia esta tradición esotérica más que una actitud negativa; si no, no existiría el drama en cuestión. Veremos luego con qué vehemencia el autor de nuestro relato iniciático se expresa sobre este tema.
Expresado de forma sumaria, cuando hablamos de los rasgos que son comunes a las diversas partes en el contexto del fenómeno del Libro santo revelado, pensamos lo siguiente:
1. Para la gnosis ismailí, el sentido interior, el sentido espiritual esotérico de la Revelación qoránica, es también el sentido verdadero; es esto precisamente lo que la diferencia del literalismo de la religión islámica oficial y mayoritaria, que, a sus ojos, puede decirse que "ha perdido la Palabra", puesto que rechaza el sentido verdadero, el sentido oculto del Verbo divino en el Qorán. Se podría afirmar que para el esoterista ismailí también el Verbo divino (Kalimat Allâh) aparece cubierto con vestiduras manchadas de sangre, signo de las violencias que ha sufrido por parte de los exoteristas y los doctores de la Ley que lo mutilan, rechazando lo que constituye su Espíritu y su Vida. Veremos que los ismailíes se expresan con un realismo no menos trágico: los doctores de la Ley han convertido la Palabra divina en un cadáver.
2. Veremos que el Imam, en el sentido shiíta del término, es "homólogo" del blanco caballero del Apocalipsis, tal como Swedenborg lo entiende, puesto que es a la vez el dispensador y el contenido mismo del sentido espiritual esotérico. Es a la vez el hermeneuta y la hermenéutica: es el "Libro que habla" (Qorân nâtiq). Si Swedenborg identifica el poder del blanco caballero con el "poder de las llaves" (potestas clavium) es porque, esta vez, no se trata ya de un magisterio jurídico de la Iglesia, sino de la inteligencia espiritual que es la llave de la Revelación. De igual modo, se nos hablará en el curso de nuestro relato iniciático, de las llaves que tienen el poder de abrir el acceso al mundo espiritual invisible.
3. Swedenborg afirma que el Verbo divino es lo que une el Cielo y la Tierra, y que por esta razón se le llama Arca de la alianza. Recogeremos igualmente, en el curso de nuestro relato iniciático, una alusión al Arca de la alianza. Tal como se utiliza en él para designar a la Religión absoluta, puede decirse que es la imagen que reúne el esoterismo de las tres ramas abrahámicas.
4. Para Swedenborg, el situs del hombre regenerado es el sentido interior del Verbo divino, porque su "hombre interior" está abierto al Cielo espiritual. Incluso aunque no lo sepa, el hombre interior espiritual forma parte ya de la sociedad de los ángeles, por más que siga viviendo en su cuerpo material. La muerte, el exitus físico, es el paso, el momento en el que se hace consciente de esa pertenencia. Esto significa que el hombre regenerado por la inteligencia espiritual del Verbo divino es, desde ese momento, uno de aquellos de los que el Apocalipsis (20,6) afirma que no serán alcanzados por la "segunda muerte". También para los teósofos ismailíes, como nos lo mostrará nuestro relato iniciático y como muy bien lo analizó más tarde el filósofo Nasîroddîn Tûsî (siglo XIII), el fruto de la iniciación espiritual es preservar al iniciado de la "segunda muerte". Dicho de otro modo, el fenómeno biológico de la muerte, el exitus, no implica eo ipso que se haya dejado este mundo. Pues el sentido verdadero de la muerte estriba en la muerte espiritual. Ahora bien, aquellos que están espiritualmente muertos nunca dejan este mundo, pues para salir de él hay que ser un viviente, un resucitado, es decir, es preciso haber pasado por el nuevo nacimiento espiritual. Por eso oímos al gnóstico ismailí profesar que la iniciación preserva para siempre de la segunda muerte; la entrada en la Orden ismailí es la entrada en el "paraíso en potencia" (jinnat fi'l-
qowwat).
5. Es preciso que el acceso al sentido esotérico permanezca abierto, pues es la condición de ese nuevo nacimiento que es la salvación, y no hay tradición sin perpetuo renacimiento. Esto implica la presencia permanente en el mundo de lo que el shiísmo llama el Imam, ya sea de forma manifiesta o se encuentre en la ocultación. Ahora bien, el Imam, como dispensador del sentido espiritual esotérico que resucita a los muertos espirituales, participa del carisma profético. Como hemos recordado anteriormente, es el "Qorán que habla" (Qorân nâtiq); sin él, el Qorán no es más que un Imam mudo (sâmit); sin él, la palabra está perdida y no hay ya resurrección de los espiritualmente muertos. A los ojos del esoterista ismailí, ése es el drama del Islam sunnita. Es preciso, pues, que el carisma profético se perpetúe en nuestro mundo, incluso tras la venida del profeta del Islam, que fue el "Sello" de los profetas enviados para revelar una Ley nueva y en definitiva la última. Los seres humanos no pueden pasar sin profetas.
No es posible, entonces, eludir la pregunta: ¿cómo puede ponerse todo esto en concordancia con el dogma oficial del Islam, según el cual, tras el profeta Mohammad, no habrá ya más profetas? Veremos que precisamente sobre este punto el relato ismailí se expresa abiertamente y con vehemencia, pero también en perfecta consonancia con los textos que, entre los espirituales cristianos de nuestra Edad Media, afirman que el tiempo de los profetas no está cerrado. En uno y otro lado, la clausura de la profecía es justamente el drama de la Palabra perdida, que hace imposible la resurrección de los espiritualmente muertos y la salvaguarda contra la "segunda muerte". Es el drama que han vivido los espirituales y los esoteristas islámicos, pues se ha desarrollado en el corazón mismo del Islam. La hermenéutica swedenborgiana del caballero blanco del Apocalipsis extiende, pues, su validez a todas las "religiones del Libro revelado". Al hablar el lenguaje de los símbolos, puede decirse que también los esoteristas shiítas e ismailíes han estado en su busca; el caballero blanco era para ellos el "Amigo de Dios", es decir, el Imam.
Participaron en la Demanda del Imam, como otros participaron en la Demanda del santo Graal. Veremos cómo en el ritual de iniciación es el Imam el que confiere al iniciado el Nombre que en adelante será el suyo, en el sentido de que estará en lo sucesivo al servicio de ese Nombre; el iniciado será su "caballero". No tengo noticia de que ningún estudio completo y profundo se haya llevado a cabo hasta el momento sobre la tensión vivida respectivamente, en el Islam y en la Cristiandad, entre los dos polos: el de la religión espiritual esotérica y el de la religión exotérica, legalista y literalista.
El texto ismailí que vamos a analizar aporta a ese trabajo por hacer un documento de valor inapreciable.
II. Un relato iniciático ismailí del siglo X.
Se trata de un relato en árabe, uno de los innumerables textos inéditos de la literatura ismailí de la que no conocemos todavía sino una mínima parte. Es un texto perteneciente al género literario que podríamos designar como "relatos iniciáticos", y que lleva por título "El libro del sabio y el discípulo" (Kitâb al'âlim wa'l-gholâm). Este relato nos enseña, mediante un esquema ideal, qué sentido tiene ser ismailí y cómo se llega a serlo. Entre todas las obras ismailíes llegadas hasta ahora a nuestro conocimiento, ésta presenta unas características peculiares. Es muy distinta a los textos de la literatura ismailí clásica de la época fatímida; presenta ejemplos magníficos de una audacia que no se encuentra, normalmente, entre los textos que le son contemporáneos. Aunque ha sido atribuido tanto a Mansûr al-Yaman (siglo III/IX), como a su hijo o nieto, Ja'far ibn Mansûr alYaman (siglo IV/X), ambas atribuciones son dudosas, dado el estado actual de nuestros conocimientos. En todo caso es ciertamente de gran antigüedad, lo más tarde del siglo IV/X, y es posible que la vehemencia de que en ocasiones hace gala sea un rasgo atribuible a la influencia kármata. Tal como se nos presenta en manuscrito, la obra no es de gran extensión (equivaldría a unas ciento treinta páginas de texto árabe en un volumen de formato in-octavo, lo que en traducción francesa podría suponer unas doscientas páginas).
La redacción de este relato iniciático es, de un extremo al otro, viva y dramática. No es un relato en primera o tercera persona, sino un diálogo en el curso del cual cada uno de los personajes puestos en escena nos revela su carácter y sus preocupaciones. Pero se trata de algo muy distinto a un diálogo platónico. Hay cambios de lugar; los personajes se desplazan; hay una acción dramática que progresa, de modo que se podría concebir una puesta en escena análoga a la de algunos de nuestros "misterios" medievales. Los progresos de la acción están marcados por intermedios confiados a un "narrador" anónimo que se confunde con el autor. Las dramatis personae son cinco: está el sabio (al-'âlim) cuya condición de tal figura en el título mismo de la obra; su papel consiste en personificar perfectamente al dâ'î ismailí, y es sin duda por este motivo por el que no se le da ningún nombre propio. En segundo lugar, el discípulo, el neófito, que a su vez se convertirá en maestro en el transcurso de la segunda parte del libro; sólo ahí nos enteraremos por fin de cuál es su nombre de pila, Sâlih. Está también el Shaykh, del que se habla con suprema veneración y que es el sustituto del Imam; aparece en el momento culminante del libro, cuando tiene lugar el ritual de iniciación. El cuarto personaje es el padre de Sâlih, designado como shaykh al-Bokhtorî. Por último, Abû Mâlik, el mollâ y consejero de los notables de la aldea en la que viven Sâlih y su padre. El relato comienza con la evocación, en el curso de una entrevista entre un grupo de discípulos y el maestro, del personaje cuyo papel dominará toda la primera parte del libro: el sabio, al-'âlim. Se nos informa simplemente de que se trata de un persa (un "hombre de Fârs", región situada al sur de Irán) de larga y fecunda experiencia espiritual. Tal como esta experiencia aparece caracterizada, se nos sitúa desde el primer momento en el centro mismo del esoterismo ismailí.
Encontramos en el prólogo una especia de monólogo interno, en el curso del cual nuestro dâ'î (el sabio, el emisario ismailí) rememora el propósito tan frecuentemente repetido por su propio padre: la mejor y la más importante de las obras que pueden hacerse en este mundo es "la resurrección de los muertos". Por eso nos dice:
Yo era todavía un muerto; Dios ha hecho de mí un ser vivo, alguien que sabe (un gnóstico) ... Lo que debo hacer de aquí en adelante, es mostrar mi reconocimiento por esta gracia divina, transmitiendo a aquellos que vendrán tras de mí el legado que me ha sido confiado (al-amâna), lo mismo que me lo transmitieron a mí los que vinieron antes que yo.
Y su meditación prosigue: este legado ha descendido desde el Pleroma supremo hacia las criaturas de este mundo y ha llegado finalmente hasta él. Pero él mismo no es el eslabón final de esta cadena mística. El legado que ha recibido no es propiedad suya, es la "ganancia" de sus precursores; él mismo, en tanto que ha sido admitido al alto conocimiento, es también la "ganancia" de sus predecesores, el fruto de su acción.
Ya desde el comienzo, este monólogo interior nos ofrece los dos temas centrales del libro: la resurrección de los muertos y la ética del legado confiado. Por una parte, sabemos ya que esta resurrección pretende ser resurrección de los muertos en el sentido verdadero, es decir, de aquellos que están espiritualmente muertos, pues el sentido verdadero de la vida no es el de la vida biológica. La muerte espiritual es el desconocimiento y la inconsciencia, la agnôsia (jahl) o el agnosticismo bajo todas sus formas. La resurrección consiste en despertarse a este desconocimiento por el despertar a lo esotérico (bâtin), a lo invisible, al sentido oculto. Todo lo que es aparente, todo lo exotérico (zâhir), tanto en relación a los fenómenos de la Naturaleza como a la letra de las revelaciones divinas, todo este phainômenon, implica un componente esotérico, el sentido oculto de una realidad invisible. El despertar del sueño de la inconsciencia exotérica (de la "Palabra perdida") es provocado por el ta'wîl, por la hermenéutica que promueve todas las cosas al rango de símbolos, y eso en toda la medida, y sólo en la medida, en que el ta'wîl opera eo ipso un nuevo nacimiento, el nacimiento espiritual. Ésta es la obra del iniciador, del sabio, al que, por esta razón, se le designa siempre como "padre espiritual".
Por otra parte, el segundo tema central que el monólogo interior de nuestro dâ'î nos propone es la ética del legado confiado, que viene determinada por el hecho de tener conciencia de no ser el último eslabón de la cadena de la gnosis (silsilat al-'irfân) en este mundo; quien ha recibido ese legado tiene el deber de transmitirlo. Hay también una doble Demanda: primero, demanda de la gnosis que es la resurrección espiritual; segundo, demanda de aquel a quien el gnóstico podrá, a su vez, resucitar, y que será el heredero legítimo al cual transmitirá lo que le ha sido confiado. El resucitado debe a su vez operar la resurrección de los otros. Es una antigua máxima ismailí: el adepto no es verdaderamente un fiel hasta que ha conseguido que otra persona se convierta en
adepto fiel semejante a él.
Estos dos motivos centrales, resurrección de los muertos y ética del legado confiado, van a ser el resorte dramático del libro y van a determinar toda su arquitectura. Conforme a la idea de la doble Demanda que se impone al adepto, el libro consta en efecto de dos partes bien diferenciadas: la primera, que es el relato de la Demanda de la gnosis, termina con una escena de iniciación que tiene un extraordinario interés, dado el estado actual de nuestro conocimiento de los textos. Comienza entonces la segunda parte, en el curso de la cual el nuevo iniciado se convierte a su vez en un maestro de la gnosis, un dâ'î, es decir, alguien "que llama", que hace oír la "convocatoria" (da'wat) ismailí a la gnosis y transmite el precioso legado a aquellos a los que reconoce la capacidad de recibirlo. Es así como por él y por todos los que son como él, la Palabra divina permanece en este mundo; la "convocatoria" que, según los textos más tardíos, comenzó "en el Cielo", con la llamada dirigida al Pleroma por la primera de las Inteligencias querubínicas, se perpetuará sobre la tierra hasta la aparición del último Imam, el Imam de la Resurrección (Qâ'im alqiyâmat).
Es por estos motivos por los que nuestro sabio de Persia, nuestro dâ'î iranio, se ha puesto en camino. Ha dejado su hogar, su familia, sus bienes, para "convocar" o "llamar" a su vez hacia el bien supremo que se ha revelado a él. Antes fue pobre, pues no había encontrado todavía la gnosis; pero ahora lo sigue siendo aún, pues no ha encontrado al discípulo a quien transmitir su legado. Su viaje le lleva por poblaciones persas y árabes; la topografía es vaga, pues el relato no se preocupa de lo anecdótico. Nuestro peregrino llega así a la última jazîra (la palabra significa literalmente isla o península; de hecho designa las circunscripciones en que la cartografía ismailí, quizá completamente ideal, divide el mundo). Su llegada al atardecer a una aldea desconocida va a marcar el término de su búsqueda del discípulo y nos podrá al corriente sobre los métodos de la pedagogía espiritual del ismailismo, métodos que de manera magnífica y sorprendente pone de relieve este breve relato iniciático, de comienzo a fin. El dâ'î ismailí no es un misionero que predica en la plaza pública o en la mezquita, dirigiéndose indistintamente a una multitud desconocida. Debe proceder discretamente, individualmente; debe ser fisonomista, despertar la simpatía de las gentes, pero sin que los demás comprendan de inmediato quién es él; debe practicar el discernimiento de los espíritus, despertar en el interlocutor el deseo de saber más, y no hablar sino en función de ese deseo y de la compresión que él testimonie. De lo contrario, se expondría a entregar a quien no es digno el legado que le ha sido confiado. Nada más significativo desde este punto de vista, que la escena inicial de nuestro relato.
Nuestro dâ'î llega pues al atardecer a una aldea desconocida; encuentra a varias personas conversando en un tchây-khâneh o un lugar de este tipo. Se acerca discretamente y se mezcla progresivamente en la conversación. Se le saluda respetuosamente: "¡Ya fatâ!". El término es solemne: "¡Oh compañero! ¡Oh caballero! ¿de dónde vienes?" A todas las preguntas responde el recién llegado en términos tan ambiguos como edificantes. Por ejemplo, cuando se le pregunta: "¿de qué tienes necesidad? ¿en qué trabajas?", él responde: "en cuanto a mis necesidades, es cosa regulada. En cuanto a mi trabajo estoy precisamente en su busca" (¿cómo aquellas buenas gentes podían comprender que lo que él buscaba era el heredero, el nuevo adepto del que poder hacer un gnóstico?). Finalmente la noche cae; nuestro dâ'î acaba pronunciando un sermón tan edificante que hace saltar las lágrimas de toda la asistencia, pero no impide a nadie despedirse para volver a sus casas ... salvo a uno, el más joven de todos, pero que es también el más inteligente, y que quiere saber más. Es el hijo de un eminente shaykh árabe, cuyo nombre, se nos dice, es "Shaykh alBokhtorî".
El joven acompaña hasta su morada al sabio, que le invita a entrar en su casa. Cenan juntos, y cuando se encuentran en buena disposición para la conversación, el joven comienza a hablar:
¡Oh sabio! Tú has aportado algo importante a mis oídos. Has pronunciado una elocuente homilía, dando de la religión divina la más bella de las descripciones. Has dejado oír la más magnífica de las llamadas (da'wat) (para quien sabe oírla). La intensidad de tu discurso despierta en las inteligencias el deseo de hacerte preguntas. La excelencia que tú muestras es propia de alguien que ha alcanzado la perfección en lo esotérico y cuya penetración domina la exotérica ... Has afirmado que la ignorancia sume a las inteligencias en la angustia y en la urgencia de buscar el conocimiento. ¡Pues bien! mi inteligencia es de las que sienten con toda la fuerza posible su desnudez y su miseria. Yo te pregunto: ¿hay para mí un camino hacia la Vida? ... Muéstrate misericordioso, pues también tú tuviste antaño en la misma condición que yo me encuentro ahora, y Dios encaminó su gracia hacia ti por
mediación de alguien cuya experiencia era superior a la tuya y cuyo conocimiento se te imponía ... ¿Qué es, entonces, eso a lo que tú convocas? ¿De quién viene esa llamada? ¿Hacia quién va?
Recordemos el monólogo interior del dâ'î: "Yo era un muerto; Dios ha hecho de mí un ser vivo". La petición del discípulo, nos deja oír los dos motivos que ya hemos señalado, la llamada a la resurrección de los muertos y el argumento del legado confiado: lo mismo que alguien ha venido a ti para transmitírtelo, a tu vez debes tú transmitírmelo a mí. Entonces comienza un diálogo muy ajustado y preciso, en el que se despliega toda la habilidad de una pedagogía y una psicología experimentadas. El dâ'î debe despertar al joven a la conciencia de lo que propone la gnosis ismailí, la cual presupone un despertar de la ignorancia bajo todas sus formas, que opera una resurrección entre los espiritualmente muertos. Sabemos ya que esto es el despertar a lo esotérico, a la percepción de que a cada fenómeno visible (zâhir) corresponde una realidad oculta, espiritual y secreta (bâtin); se trata, pues, de comprender el principio de una simbólica universal de la cual el ismailismo no es más que una aplicación particular y profundizada a la religión islámica: "La dimensión exotérica de lo que yo te propongo, son usos establecidos e instituciones. Su dimensión esotérica, son altas ciencias y conocimientos".
El discípulo plantea la pregunta, si no la objeción, que suelen formular todos aquellos que pretenden hablar de lo esotérico sin saber realmente de qué hablan, o también algunos que, procedentes de las creencias literales exotéricas, se encuentran en presencia de lo esotérico o de un esoterista: ¿cuál es la razón de esa selección espiritual que el esoterismo implica? "Si se trata de un don de Dios a las criaturas, ¿qué es lo que te ha hecho a ti más digno que a otros de poseer ese don? " La ética del legado confiado tiene la respuesta adecuada: "Nadie profiere una Palabra de Verdad, sin haberla tomado de las mismas fuentes de las que nosotros la hemos tomado". Ningún mérito personal hace de nosotros seres dignos de ese privilegio. Pero hay algo más: hemos sabido guardar íntegramente el legado que nos ha sido confiado, mientras otros lo han dilapidado. Dicho de otro modo: hemos preservado la integridad de la Palabra, su componente exotérico y su componente esotérico, mientras que otros han despilfarrado el Tesoro. Este Tesoro despilfarrado es la Palabra perdida, el contenido esotérico de las Revelaciones, del que se dice que es como la hierba que verdea y que tiene la dulzura del agua del Éufrates, mientras que lo exotérico, reducido a sí mismo, son las hojas muertas o la espuma que tiene el sabor amargo de las aguas marinas. Por eso los literalistas y exoteristas son pobres en relación a nosotros, y se nos acercan a llorar su miseria. "La ignorancia les obliga a buscar el Conocimiento junto a aquellos que se han mantenido próximos a las venerables Fuentes ... Tienen necesidad de nosotros, mientras que nosotros podemos pasar sin ellos". El gnóstico ismailí practica pues la hospitalidad espiritual en el sentido más elevado del término: "El que sabe, llama (da'wât) al que ignora. El que está vestido, viste al que está desnudo. El que es rico sacia al que está hambriento".
Recibida la confianza del maestro, el discípulo se imagina que él ya no se cuenta entre los ignorantes. Es preciso que el sabio le desengañe:
- El discípulo: ¿Qué argumento tienes contra mí? Reconozco todo lo que acabas de decir. Niego todo lo que tú niegas ... Rechazo lo falso y a quienes están en el error. - El sabio: Ciertamente, tú debes ser calificado de un modo distinto a ellos, pero intrínsecamente tu situación es la misma. - El discípulo: ¿Cómo es posible eso? Yo reconozco la verdad de aquel que está en posesión del
Verdadero (sâhib al-Haqq) ... - El sabio: En verdad, tú difieres de ellos, puesto que aceptas lo que ellos niegan. Pero el impedimento que tú padeces es el mismo que el que ellos padecen. ¿No ves que buscas refugio en la afirmación del conocimiento de alguien que está en posesión del Verdadero, mientras el común de los literalistas (al-'âmma) busca refugio en la afirmación de la Verdad sin más? Si vuestra manera de actuar os diferencia, vuestra ignorancia os hace semejantes (es decir, tú no tienes todavía la experiencia personal de estar en posesión del Verdadero, del mismo modo que ellos carecen del conocimiento de la Verdad). - El discípulo: Tienes razón. Pero entonces explícame ...
- El sabio: ¿Reconoces el valor de mi argumento en lo que concierne al común de los literalistas? - El discípulo: ¡Sin duda! - El sabio: Bien. ¿Está alguien capacitado para afirmar por sí mismo una vedad que pertenece a otro? - El discípulo: No, nadie puede hacerlo. - El sabio: Entonces, ¿qué te queda por hacer, sino volverte hacia aquel del que tienes necesidad, sin que él tenga necesidad de tí?
Ésta es la primera alusión, muy discreta, a la persona del Imam en el que está contenida la "ciencia del Libro", es decir, el conocimiento de lo esotérico. Nunca el recién llegado ha estado en condiciones de improvisar y fundamentar lo esotéricos que profesan los esoteristas, pues este conocimiento no se improvisa; el ta'wîl, la hermenéutica de los símbolos, al igual que el tanzîl, la revelación literal, no se inventan ni se reconstruyen a golpe de asociaciones de ideas, de razonamientos eruditos o de silogismos. Es preciso el hombre inspirado, el que te pone en la única vía por la que reencontrará la Palabra perdida. Éste es todo el sentido de la iniciación, que implica como postulado que el tiempo de los profetas no está todavía acabado. Veremos en efecto que nuestro relato no distingue expresamente, como lo hace la teosofía shiíta en general, entre la inspiración de los profetas hasta aquel que fue el "Sello de los profetas", y la inspiración propia del tiempo de la walâyat, tiempo de los "Amigos de Dios", posterior al "Sello de los profetas". Nuestro texto profesa una concepción más radical y generalizada de la inspiración profética. El discípulo debe comprender lo que significa la da'wat, la "llamada"; de lo contrario, se quedará entre los muertos, es decir, entre los ignorantes, entre el común de los literalistas.
¿Cómo saldrá el discípulo de la miseria y la angustia que le aquejan? ¿Cómo ocupará su lugar entre los elegidos? ¿Será por derecho propio como resultado de su dedicación y su empeño, o le será concedido tras una simple petición? "Ese lugar -le dice el sabio- lo obtendrás por tus merecimientos. No lo busques por el halago; si lo obtienes como un favor, quedarás frustrado (la
ética del Conocimiento excluye toda idea de favor y consentimiento). No trates de actuar con astucia; ponte al trabajo, si quieres llegar a ser un gnóstico".
Es importante poner de relieve en estas premisas la disposición de espíritu que se invita a adoptar al discípulo, si quiere ocupar su lugar entre los que responden a la "llamada" (da'wat). Se le invita expresamente a profesar una teología general de las religiones que el ismailismo ha sido quizá el primero en formular. Hay que comenzar por tener una clara percepción de la relación entre los diversos Libros santos revelados y, por tanto, de lo que constituye esencialmente el "fenómeno del Libro" que es el centro de las "comunidades del Libro" y que, en consecuencia, determina la relación existente entre ellas. Es absolutamente necesario liberarse de la impresión que espontáneamente formula el discípulo, al compartirla todavía con el común de los no-iniciados. "¿Te imaginas -le pregunta el Sabio- que las palabras de Dios (Kalimât Allâh, los Verbos de Dios) y los Libros de Dios se contradijeran uno a otro, o bien que el libro más antiguo pudiese desmentir al más reciente o a la inversa?" No, el sentimiento de que el discípulo debe impregnarse es esa amplitud ecuménica del esoterismo que la teosofía ismailí profesa desde el origen.
Este ecumenismo, como sólo puede profesarlo el ecumenismo de los espirituales, ha sido expuesto de forma excelente, posteriormente a nuestro relato iniciático, por el gran dâ'î y filósofo iranio Nâsir-e Khosraw (siglo XI), y también en los tratados tardíos de la tradición de Alamut. Es una forma de percibir la sucesión de las grandes religiones según el esquema del hexaemeron. Las grandes religiones constituyen los seis días (las seis épocas) de la creación del cosmos religioso o hierocosmos. Si hay alguna duda sobre los dos primeros "días" (el primero sería el "día" de los sabeos bajo la dirección de Seth, el segundo el de los brahmanes), no las hay, desde luego, a continuación: el tercer día aparece la religión de Zoroastro; el cuarto día, la de los judíos; el quinto, la de los cristianos; el sexto, el Islam. La idea es tan fundamental que la veremos reaparecer solemnemente al final del diálogo, pero esta vez para romper toda clausura de la inspiración profética en la que lo exotérico de cada religión pretende encerrarse. En efecto, para cualquiera que percibe de este modo el cosmos religioso, el pleroma de las religiones, toda contradicción queda abolida. De un "día" de la creación al otro (de una época a otra), el nuevo Libro no contradice ni destruye al Libro anterior; simplemente, abroga su Ley (nâsikh, la raíz nsh connota simultáneamente las ideas de borrar y transcribir, de ahí la idea de metamorfosis), pues lo explica y lo supera. El discípulo es invitado a rehacer de algún modo en sí mismo, mentalmente, el recorrido del hexaemeron. Comprenderá que si todos los Libros santos han venido de Dios, aquel que ha "bajado del cielo" en el "sexto día" (el Qorán) es también el más próximo a las advertencias escatológi-cas que contiene.
El discípulo acoge positivamente este ecumenismo y pide al sabio que establezca los requisitos que deberá satisfacer para que acepte ser su guía. Son cinco las condiciones que éste formula: "1) Si te confío algo, no malgastes nada (ética del legado confiado). 2) Si te pregunto, no me ocultes nada. 3) No me fuerces a que te responda. 4) No me preguntes nada antes de que yo tome la iniciativa. 5) No hagas mención de mi orden delante de tu padre". El dâ'î le da a entender que la única información que podrá transmitir a este último será, llegado el momento, algo que le induzca,
también a él, a responder a la da'wat.
Aquí el diálogo está interrumpido por un intermedio que con sólo algunas líneas cubre, sin embargo, un amplio intervalo de tiempo. El "narrador" nos informa de que el sabio y el discípulo, ora se reúnen, ora se separan. Entre una y otra entrevista, no sabiendo dónde se encuentra su amigo y maestro, el discípulo se siente a veces sumido en la perplejidad. En definitiva, podemos considerar ese tiempo como un "período de incubación", al término del cual el sabio reencuentra a su discípulo y constata que ha hecho grandes progresos. Ha llegado el momento en que éste, deseando saber más, debe enfrentarse a sus responsabilidades. El sabio le dice: "En verdad la religión (Dîn en el sentido ismailí del término) tiene una llave que la hace lícita o ilícita; es una diferencia análoga a la que existe entre la lascivia y el matrimonio". Se nos habla, pues, de una llave que abre el secreto, y cuya ausencia hace a éste inviolable. Esta llave es la entrada en la fraternidad ismailí (en la da'wat), es el compromiso adquirido directamente con el iniciador. Cuando el discípulo acepta el compromiso, el iniciador puede abrirle de par en par la vía de lo esotérico. Es pues al discípulo a quien corresponde, mediante la aceptación del compromiso, poner esta llave en las manos de su maestro.
Nos gustaría, ciertamente, conocer la fórmula del compromiso aceptado por el discípulo; desgraciadamente, el texto no nos la revela. Nos dice simplemente que el sabio la recita en voz alta, haciéndosela repetir al discípulo frase por frase. Nos dice que "el joven estaba estremecido por la emoción y que las lágrimas fluyeron en abundancia hasta que llegó a la última palabra del compromiso. Entonces rindió gloria a Dios. Supo con certeza que había entrado ya en el partido de Dios y en el partido de los Amigos de Dios".
La primera de estas expresiones -"el partido de Dios"- es qoránica (58,22); en cuanto a la segunda -«el partido de los "Amigos de Dios" » (Awliyâ' Allâh)- es importante atribuirle aquí su sentido más concreto y específico: el término se refiere propiamente a los Imames en el sentido shiíta de la palabra y engloba a aquellos de sus fieles que reciben esa cualificación por su particular consagración y entrega a los Imames. (Recordemos que la palabra walâyat significa literalmente "amistad", en persa dûstî. Es el carisma de la proximidad divina lo que sacraliza propiamente a los Imames como "Amigos de Dios". Cuando se dice que el "tiempo de la walâyat" sucede al "tiempo de la profecía", ello significa que al tiempo de la Ley o sharî'at sucede el tiempo de la iniciación espiritual por los "Amigos de Dios"). Recordemos también, de paso, que encontramos exactamente la misma denominación en una escuela mística del siglo XIV en Occidente: los Gottesfreunde. Por otra parte, los textos ismailíes hacen uso habitualmente de la palabra Dîn, "religión", en un sentido absoluto y que no deja de recordar el uso que se hacía en la antigua Francia del término "la Religión", para designar la Orden soberana de San Juan de Jerusalén (la llamada Orden de Malta). Del mismo modo, entendido en su sentido preciso, el término "Amigos de Dios" está relacionado con la fraternidad ismailí basada en una fotowwat, en un pacto de compagnonnage que determina su organización a la manera de una Orden de caballería; no carece de fundamento el que se haya planteado en diversas ocasiones -sin recibir nunca solución definitiva- el problema de las posibles relaciones entre la da'wat ismailí y los caballeros del Temple. La palabra Dîn, en el uso ismailí, está cargada del matiz propio de los esoteristas, y por eso nuestro término "religión", tal como es utilizado corrientemente en la actualidad, no basta en modo alguno para sugerir el aura que la
envuelve. Cuando un autor ismailí escribe esta palabra, piensa en la religión que es teosofía y gnosis (Dîn-e bâtin, Dîn-e Haqq), religión absoluta, gracias a la cual, a lo largo del hexaemeron, la Palabra jamás ha estado "perdida", pues ella ha conservado íntegramente lo esotérico (las haqâ'iq) de la religión.
Precisado este asunto de vocabulario, abordemos ahora la continuación del diálogo, en el momento en que comienza verdaderamente la instrucción del discípulo.
III. La iniciación a lo esotérico como iniciación al secreto del Verbo de los profetas.
La enseñanza que el sabio transmite a su nuevo discípulo comienza por la cosmogonía. Le explica la ley del septenario y la ley de la dodécada como fundamento de las correspondencias entre los mundos, poniendo así de manifiesto su estructura común, su "isomorfismo". El discípulo pregunta entonces por qué los sabios, si tal es el ordenamiento del mundo, hacen profesión de renunciar a él. El dâ'î le explicará el sentido de esa renuncia; le mostrará que la verdad de toda actitud hacia el mundo (y, en consecuencia, también la verdad de una antropología) está en función del grado de comprensión de la verdadera relación entre lo exotérico y lo esotérico, entre lo aparente y lo oculto. Pero la perpetuación de esta verdadera relación supone la perpetuación de la palabra divina. Desde las premisas, todo está orientado ya hacia la conclusión final del diálogo. O bien el tiempo de los profetas está cerrado, y entonces la Palabra está perdida y el Verbo divino se ve reducido al silencio, o bien esa Palabra permanece, manteniéndose lo exotérico y lo esotérico como elementos inseparables, y entonces el tiempo de los profetas no está cerrado. Ésta será la conclusión, formulada en un contexto a decir verdad dramático. Desdichadamente, todo ello debe ser resumido aquí a grandes rasgos.
En el origen de los orígenes, el Príncipe (Mobdi') instaura una Luz de la cual proceden o derivan tres Verbos (Kalimât), designados como Voluntad (Irâdat), Imperativo interior (Amr, cf. el Λόγος ένδιάθεος en Filón) e Imperativo proferido (Qawl, Λόγος πϱοφοϱιχòς). Dicho de otro modo: ab initio la Creación es la Voluntad de un imperativo que profiere el Verbo. El Verbo proferido, que recapitula la tríada, es el Verbo creador, es decir la "vocación" del ser puesto en imperativo (KN, que hay que traducir literalmente por Esto, no por fiat). En el origen de los orígenes, es bajo la forma de su imperativo como se manifiesta el ser, no ya como ser (en infinitivo) ni como siendo (participio sustantivo). El emanatismo y el creacionismo ingenuo (la idea de creación ex nihilo) son superados desde el primer momento. Es del ser en imperativo de donde procede como una respuesta, sin intervalo, el ser que es, el ente, y esto es lo que expresan las palabras del Qorán: Kon fayakûn. La grafía árabe de esta esencificación imperativa supone siete letras (KN FYKWN); son las siete letras-fuente, primera manifestación de la ley del septenario (como todos sus cofrades, el autor se expresa aquí con ayuda de la ciencia de las letras, 'ibn alhorûf, es decir, del álgebra filosófica).
De estas siete letras proceden siete cosas: 1) De la Luz, lo primero creado, (protoktistos) es creado el Espacio. De los tres Verbos son respectivamente creados: 2) el Agua; 3) la Tiniebla; 4) la luz visible, es decir la luz de los Cielos y la Tierra. De esta segunda tríada proceden respectivamente: 5) el humo o vapor cósmico; 6) el limo; 7) el fuego. Siete Fuentes están así en el origen de la
Creación primordial; los primeros efectos de esta ley del septenario se manifiestan en los siete Cielos creados del principio-vapor, y en las siete Tierras creadas del principio-limo, como siete ramificaciones que derivan de las siete Fuentes.
Por otra parte, los nombres que designan los tres Verbos totalizan, en su grafía árabe, doce letras, primera manifestación de la dodécada. Sus signos en el Cielo son los doce signos del Zodíaco; sus signos sobre la Tierra, las doce jazîra. Cielos y Tierra no eran más que un bloque soldado por las Tinieblas. El Creador separó la Luz y las Tinieblas; hubo Noche y hubo Día, corroborando a su vez la ley del septenario (los siete días y las siete noches de la hebdómada), y la ley de la dodécada (las doce horas del día y las doce horas de la noche que forman el nictómero).
Ahora bien, todas las cosas que proceden de las siete Fuentes originales han sido dispuestas por díadas o pares, y ahí mismo se perfila el misterio del nacimiento eterno de la "religión", que es gnosis. Pues entre todos los pares del ser, que son otros tantos aspectos manifestados de su Imperativo (las dos letras KN), el Creador elige uno para él mismo, sacado de la quintaesencia de su Voluntad profunda y del secreto de sus misterios, un par respecto al cual todos los demás son otros tantos símbolos. Es el par formado por el Conocimiento y la Luz (γνώσις y φώς); y esto es Dîn, la Religión absoluta en el sentido ismailí.
Para esta religión que es gnosis y luz, él instituyó sobre la tierra una elite espiritual de hombres que son los templos del Verbo profético (boyût al-nobowwat), los tesoros de su sabiduría y los hermeneutas de su revelación. Forman una jerarquía esotérica cuya estructura simboliza con la del universo; cada grado de su jerarquía es, en efecto, lo esotérico de una forma exterior, algo que es simbolizado (mamthûl) por un fenómeno visible que constituye su símbolo (mathal); mejor dicho: cada uno simboliza con el otro. 1) Está el Enunciador (Nâtiq), "aquel que comunica" lo exotérico de las revelaciones divinas (cada uno de los seis grandes profetas designados en nuestro texto como Imâm-Nâtiq); simboliza con el sol que es su forma exotérica. 2) Está aquel que es su Umbral (Bâb) o su "prueba" (en el que está investido lo esotérico, al que los textos de la literatura ismailí clásica ddesignan como Imâm-Wasî, Imam heredero de un profeta, o I Imam de su período, fundamento (asâs) del Imamato de ese período); 3) Están los predicadores, los emisarios que "llaman" (do'ât, plural de dâ'î), y que tienen a las estrellas como elemento exotérico y símbolo. Los siete grandes profetas simbolizan con los siete cielos; los siete Imames del período de cada gran profeta simbolizan con las siete tierras. Los doce noqabâ (jefes espirituales) que acompañan a cada gran profeta simbolizan con los doce signos del Zodíaco. Los doce hojjat (pruebas, garantes) que responden para cada Imam, simbolizan con las doce jazîra.
Este breve esquema recapitula lo esencial de la cosmología expuesta por nuestro relato iniciático. La ley fundamental es ésta: la díada de lo esotérico y lo exotérico ejemplifica la relación entre la fraternidad (el hierocosmos) y los fenómenos cósmicos (el macrocosmos). Todo lo que viene después va a derivar de esta analogía. Comprendemos así cómo la ley de las correspondencias entre los mundos define la estructura que hace posible el ta'wîl, la hermenéutica que promueve todas las cosas al rango de símbolos, pues el ta'wîl consiste en "reconducir" todas las cosas de un
plano al otro, permitiendo de este modo descubrir las figuras homólogas en los diversos planos. La misma ley de correspondencia se aplica a las figuras en el espacio y a las figuras en el tiempo, es esa ley la que hace posible la hermenéutica tipológica. Sin ella, que mantiene indisociablemente unidos el zâhir y el bâtin, no habría ya símbolos; el mundo estaría mudo. Es, pues, dicha ley lo que constituye el secreto del Verbo, pues por ella todas las cosas se hacen "comunicantes", toda historia se convierte en parábola.
El sabio concluye su exposición sobre este punto con unas palabras que aportan toda la precisión deseable:
Lo esotérico (el sentido interior) es la religión divina que profesan los Amigos de Dios. Lo exotérico son las Leyes religiosas (sharâ'i') y los símbolos de la religión divina. De este modo, la religión divina (la religión interior de los Amigos de Dios) es el alma y el espíritu de las leyes religiosas, mientras que, recíprocamente, las leyes religiosas son un cuerpo material para la religión esotérica y un indicio de todo lo que a ella se refiere. Así como el cuerpo no subsiste más que por el Espíritu, puesto que éste es su vida, y el Espíritu no subsiste en este mundo más que por el cuerpo, puesto que éste es su volumen (o su envoltura, joththa), del mismo modo lo exotérico de la ley religiosa sólo subsiste gracias a la Religión esotérica (al-Dîn al-bâtin), pues ésta es su Luz (nûr) y su Idea (ma'nâ, el sentido espiritual), el Espíritu de la vida de las prácticas exotéricas; pero también, recíprocamente, lo esotérico sólo subsiste por lo exotérico, porque éste es su volumen (la envoltura visible), el indicio que permite encontrarlo. Así lo exotérico es el conocimiento de este mundo y lo único visible para él. Pero lo esotérico es el conocimiento del ultramundo y sólo es visible por éste.
Aquí está contenido, en unas pocas líneas, lo esencial de la gnosis ismailí; podemos decir que, para quien la sigue, nunca estará perdida la Palabra. En cuanto al sabio, añade todavía el texto:
No hay una palabra (o una letra) entre las palabras de lo esotérico, ni un solo Amigo entre los Amigos de Dios, cuyos testigos no sean múltiples en lo exotérico (en el mundo exterior), dada la multitud de los símbolos y la amplitud de lo que abrazan las prescripciones exotéricas.
En este momento del diálogo, el discípulo, maravillado por lo que acaba de oír, manifiesta una cierta turbación.
- El discípulo: (Si es así), ¿por qué los sabios denigran este mundo y hacen profesión de renunciar a él, mientras que los ignorantes se enamoran del mundo y hacen de él el objeto de su ambición? ¿No son estos últimos los que tienen razón y los que encuentran su sentido oculto?
- El sabio: No, los sabios no están equivocados. Saben lo que quieren decir, mientras que los ignorantes, en la valoración que otorgan a este mundo, no pueden tener razón, puesto que ignoran su sentido espiritual oculto, y puesto que cualquiera que ignora la existencia de algo pasa forzosamente a su lado sin reparar en ello. - El discípulo: Muéstrame entonces la falsedad de los ignorantes, puesto que la apariencia dice lo contrario. Mi corazón está angustiado y no encontrará tranquilidad hasta que lo haya comprendido.
La respuesta del sabio es patética. Lo que los ignorantes, desconociendo el sentido oculto que es el Espíritu y la vida de las cosas de este mundo, manipulan no es más que un cadáver. Por la misma razón, aquellos que ignoran o rechazan lo esotérico de la religión, hacen de ésta un cadáver. Ahora bien, no está permitido tocar un cadáver, pues no se puede hacerlo sin verse afectado por la impureza. Y éste es el drama de la "Palabra perdida".
- El sabio: Este mundo, con todo lo que te he descrito, es la apariencia de una realidad oculta (zâhir li-bâtin), el "fenómeno de un noumeno"); sólo gracias a ella subsiste, pues lo esotérico es para lo exotérico lo mismo que el Espíritu es para el cuerpo. Pero para quien no conoce el Espíritu y no reconoce másque el cuerpo, para ése el cuerpo no es en realidad más que un cadáver. Ahora bien un cadáver es algo que no está permitido tocar. Así pues, si nuestros sabios se apartan de este mundo es porque este mundo es un cadáver; no quieren tocarlo porque tal es la prescripción qoránica (5,4), hasta que la vida le sea dada por el tiempo que Dios lo quiera.
Aquí se percibe, como de forma sorda, el leit-motiv de la resurrección de los muertos espirituales. En otro pasaje del diálogo sobre el que no podemos extendernos aquí, en el que el sabio tiene ocasión de explicar a su discípulo la hermenéutica de José de los sueños del Faraón (12,49), el texto precisa: "Dios no dice en su libro (31,39) "que este mundo no os engañe", sino "que la vida de este mundo no os engañe". Pues la vida puede entenderse en varios sentidos: está la vida exterior (exotérica) de este mundo, cuyo desenlace es el aniquilamiento; y está la vida del ultramundo, cuyo desenlace es la perennidad.
La primera es una vida según el simple conocimiento del zâhir; la segunda es una vida según el conocimiento del bâtin, pues el conocimiento de lo exotérico es la vida de este mundo, y éste es el conocimiento inferior, mientras que el conocimiento de lo esotérico es la vida del ultramundo. Y por eso en el versículo citado se afirma: "que no os seduzca la vida de este mundo", es decir, que no os seduzca el conocimiento de lo exotérico que se apega a la letra y a la apariencia.
De ahí que, para aplacar la angustia del discípulo, el sabio concluya:
- La mentira de los ignorantes cuando hacen el elogio de este mundo es patente, puesto que no conocen el sentido oculto (la realidad interior), lo que Dios ha querido para el mundo. Su opinión es que Dios ha creado el mundo sin que esto tenga ningún sentido. Ahora bien, la creación del mundo por parte de Dios no es un mero juego. Si el mundo fuera en sí mismo su propio fin no habría salida; esta creación sería absurda, pues toda creación que no conduce a algo es ridícula, y todo discurso que no tiene sentido es una futilidad. - El discípulo: He aquí bien establecido el criterio veraz de los santos y la clarificación de su preeminencia, así como también el criterio falso de los ignorantes. Me falta ahora por comprender lo esotérico, el sentido oculto de este mundo, pero la preocupación que me asaltaba se disipa.
Vemos entonces cómo actúa la pedagogía ismailí; no opone un dogma a otro, ni inicia tampoco a ninguno; más bien enseña a descubrir el sentido oculto de todas las cosas, incluidos los dogmas. Es una ilustración anticipada del lema del segundo Fausto: "Todo lo efímero no es más que símbolo".
-El sabio: Pues bien, este mundo, con el conjunto de sus símbolos, es lo exotérico del ultramundo y de lo que contiene. Ese ultramundo es el Espíritu y la Vida. Quien en este mundo sólo actúa por este mundo, sin conocer el ultramundo, actúa en la ignorancia; su acción no tiene sentido, pues carece de salida.
El diálogo se orienta entonces hacia una especie de ejercicio práctico sobre la simbólica, del que se derivará que la aptitud para descifrar los símbolos y para pensar en símbolos es lo que determina las categorías de los humanos. La lección culminará recordando cómo se realiza el paso del Verbo divino al Verbo humano en la persona del Imam-que-habla (Imâm-Nâtiq), lo que, de una manera u otra, postula la noción, común a todo el shiísmo, del Imâm como Quorân nân nâtiq, el "Libro que habla", garantía de la permanencia del Verbo: la presencia continua del "Libro que habla" es la garantía contra el peligro de la "Palabra perdida" cuando "lo que el Libro dijo" ya no está ahí. Y así damos un nuevo paso hacia la conclusión del diálogo: el tiempo de los profetas jamás puede quedar cerrado. Pero en este momento, una pregunta planteada por el discípulo va a dirigir la acción dramática hacia la gran escena de iniciación que marca el punto culminante del relato.
- El discípulo: Explícame entonces los puntos de referencia (ma'âlim, plural de ma'lam, signos de ruta, puntos miliares) de este mundo y de lo que encierra. Confronta para mí los símbolos (amthâl) con los simbolizados (mamthûlât) que son sus aspectos interiores o esotéricos (bawâtin). - El sabio: Dios no ha creado ningún ser en este mundo, ni animal en la tierra, ni pájaro que vuele,
ni nada húmedo ni seco, ni montañas, ni piedras ni árboles, ni los metales como el oro y la plata, ni las piedras preciosas, en definitiva, nada en el conjunto de las cosas grandes o pequeñas, que no nos proponga un símbolo (éste es exactamente el principio aplicado por Swedenborg en Arcana caelestia).
Ya anteriormente, el Sabio había dado una breve lección de simbólica, que es retomada aquí con algunas variantes y adiciones. El cielo que contiene el conjunto de las cosas simboliza con el Imamque-habla (el profeta "que habla el Libro"); los doce signos del Zodíaco simbolizan con los doce noqabâ; las estrellas cn los dâ'î. La Tierra en su inmensidad simboliza con el heredero espiritual del profeta (el Imam, en el sentido propio del shiísmo, como "Libro-que-habla" pues conoce lo esotérico y el ta'wîl). Las doce jazîra simbolizan con los doce hojjat de cada Imam heredero de un profeta; los siete ángeles de los siete cielos con los mediadores entre Dios y cada Imam-que-habla (o profeta); los siete mares con los siete mediadores entre Dios y los Imames que suceden al Imamque-habla. El agua salada y amarga simboliza el conocimiento de lo exotérico reducido a sí mismo; el agua dulce simboliza el conocimiento de lo esotérico, ya se trate de fuentes invisibles bajo la tierra o del agua que corre sobre la superficie de las rocas, pues "el agua es la vida del ser vivo, lo mismo que el conocimiento es la vida del ser que conoce".
Finalmente está el espacio. ¿De qué es símbolo el espacio? El espacio que todo lo contiene y al que nada contiene, no simboliza con nada. Esto mismo encierra un sentido esotérico en el que la idea de símbolo se transciende y se anula, y es en este sentido en el que puede decirse que el Espacio es el símbolo de lo que no simboliza con nada, de "Aquel a quien nada se asemeja" (42,9). No es el símbolo de Dios, pues no puede haber símbolos de Dios en el sentido en que hay símbolos de Imam, de los noqabâ, de los dâ'î, etc. El espacio supremo, que no simboliza con nada, es el símbolo de la incognoscibilidad divina, de la inefabilidad de aquél que no simboliza con nada. En este sentido esotérico, el espacio supremo es el símbolo supremo, en el límite donde se detiene todo simbolismo, y éste es el sentido que hay que dar al versículo qoránico (16,62): "A Dios pertenece el símbolo supremo" (al-mathal al-a'lâ). Y más allá del espacio, entre el espacio y el Principio, está el tiempo, no el tiempo de nuestra duración cronológica uniformemente cuantificable, sino el tiempo cualitativo puro, la "estación" eterna que es el tiempo de la Voluntad divina que profiere el ser en el imperativo, ese tiempo justamente que se transforma en espacio, símbolo supremo ...
El discípulo es presa del vértigo:
- Me haces penetrar en el abismo del mar, en el Pleroma supremo (al-Malâ' al-a'lâ). Volvamos a los conocimientos de este mundo y a sus símbolos. Quizá ahí encontraría una ayuda para mí y la fuerza para llevar lo que tengo que llevar. - El sabio (con amistosa ironía): Habías empezado a elevarte ... y de pronto tu intelecto queda deslumbrado. Si te desvelara lo esotérico de ese esotérico, estaríamos en la misma situación que Moisés y Khezr (cf. sura 18: Moisés sorprendido y escandalizado por los actos d Khezr, su iniciador,
que no llega a comprender). - El discípulo: ¿Quieres decir que esta realidad esotérica tiene una dimensión esotérica aún más esotérica que ella misma? - El sabio: ¡Naturalmente! Hay en lo esotérico una dimensión esotérica que es la más alta de las moradas, más amplia que lo simplemente esotérico en cuanto a la potencia, más perfecta en cuanto a la virtud de servir de guía. Es el objetivo y el término de todas las señales que jalonan la vía de la salvación (najât). - El discípulo: Discierno pues tres grados (tabaqât) de conocimiento: lo exotérico, lo esotérico y lo esotérico de lo esotérico (bâtin al-bâtin).
Es esta dirección la que el sabio trata de mostrar a su discípulo. Una vez más debemos limitarnos, lamentablemente, a resumir las grandes líneas del texto. Las condiciones de inteligibilidad de toda proposición forman una tríada: es preciso un nombre, una cualificación y un sentido que los une y que es la intención (ma'nâ) propia de la proposición. Decir "la luna se levanta" tiene un sentido; enunciar separadamente el nombre (la luna) y la cualificación (se levanta) no tendría sentido.
Lo mismo sucedería si nos limitáramos a pronunciar aisladamente la palabra "exotérico" y la palabra "esotérico"; podría entonces preguntarse: ¿exotérico de qué o para quién? ¿esotérico de qué o para quién? Pero las palabras adquieren un sentido si digo "exotérico de la religión" o "esotérico de la religión". Se comprende entonces que la religión es algo que tiene un componente exotérico y un componente esotérico, y por eso su símbolo puede ser la estructura del huevo, que tiene un elemento exotérico que es la cáscara que lo envuelve, otro esotérico que es la parte blanca del huevo, y un esotérico de lo esotérico que es la parte amarilla del huevo, que es su sustancia y su sentido.
Ahora bien, a estos tres grados o modos de conocer y comprender una cosa (modi intelligendi) corresponden tres modos de ser (modi essendi): 1) El que conoce lo exotérico sin conocer lo esotérico está al nivel de los animales ("no posee la Palabra"). 2) El que conoce lo esotérico es un verdadero creyente; que está al nivel de aquellos que merecen ser llamados hombres. 3) Por último, el conocimiento de lo esotérico de lo esotérico es el conocimiento propio de los ángeles. "Quien lo posee es espiritual por el conocimiento, aún siendo material por el cuerpo. Es un profeta que Dios suscita como vicario suyo en la Tierra ... Es el órgano y el hermeneuta de la Revelación divina; tiene las llaves del Paraíso en el que no entran más que aquellos que le siguen" (recordemos el caballero blanco del Apocalipsis 19,11 ss.). Y por eso aquellos que merecen ser llamados hombres se reparten en dos categorías: está el Sabio divino ('âlim rabbânî, el theo-sophos), y están aquellos que reciben su enseñanza sobre el camino de la salvación. Todo lo demás es populacho, seguidores sectarios de cualquier charlatán que difunden su extravío y arrastran a los demás a su ignorancia.
- El discípulo: ¿Cómo atreverse a pretender algo como el rango al que Dios eleva a sus amigos ...? ¿Puedes tú ayudarme? - El sabio: al agricultor le es posible mejorar el suelo; puede sembrar y regar la tierra; mas no está en su poder hacer brotar de la tierra las plantas y las flores. El hombre puede hacer experiencias cuando quiere, mas no le es posible crear lo que quiere. Me resultaría doloroso, hijo mío, que me pidieses ayuda en algo y que yo no pudiera ayudarte. Que Dios ilumine tu conciencia íntima ... Estás en la vía de la salvación ... la vía de los hombres vigilantes. Sigue el camino que te corresponde; no estás aún sino al principio. Agarra firmemente tu cable, hasta que, por un cable que procede de Dios, seas guiado al cable de Dios. - El discípulo: ¿El cable de Dios no es el Imam hacia el que tú me has llamado? - El sabio: Él es su parte visible (zâhir) y es también tu cable, el "sólido asidero". - El discípulo: ¿Qué es, entonces, el cable de Dios y qué un cable de Dios? - El sabio: Es lo que está en su extremo lo que te guía, y ése es el término al que llegan los sabios.
En pocas palabras, el sabio instruye a su discípulo en esta ética de la Demanda que se revelará, en la segunda parte del diálogo, como el resorte de la ética del legado confiado. La mención del cable de Dios tiene una intensa capacidad de sugerencia: el Imam es la parte visible o manifiesta de ese cable. ¿Se quiere sugerir con ello que sea lo esotérico de lo esotérico, tal como se revela a cada aspirante, cuando llega al término de su Demanda?
El discípulo, intimidado por tales profundidades, profiere la invocación que todo piadoso musulmán tiene ocasión de repetir varias veces al día: lâ hawl wa lâ qowwat illâ bi'llâh, "no hay más fuerza y poder que los que vienen de Dios". Feliz ocurrencia por su parte, pues el sabio se vale de esta fórmula para plantear a su discípulo lo que en la Edad Media se designaba, en nuestras escuelas, como una bona dubitatio, lo que en la lengua de nuestros días podría traducirse por una "buena pega". Y la solución a esta "pega" desemboca en el secreto mismo de la profetología y la imamología: el paso del Verbo divino al Verbo humano y el retorno del Verbo humano al Espíritu que constituye su vida.
El sabio interroga entonces al discípulo sobre el sentido de esta piadosa fórmula, tal como acabamos de traducirla que es como comúnmente se la traduce. El joven no puede responder otra cosa que lo que le ha sido enseñado en la madrasa, y comprende que lo que allí ha aprendido no es precisamente una exégesis demasiado buena; incluso podría decirse que es realmente lastimosa. Se introduce aquí un breve interludio cómico que acentúa el humor del sabio, que vuelve a tomar rápidamente toda su gravedad. Desde el primer momento se pone de manifiesto que la exégesis enseñada en la madrasa es precisamente un llamativo ejemplo del tipo de ta'wîl del que es
absolutamente necesario prescindir, un ta'wîl que surge de la más desafortunada de las hermenéuticas, aquella con la que se contentan los exoteristas, que lejos de tener el menor conocimiento de los símbolos y de practicar un ta'wîl auténtico, lo reducen todo a figuras de gramática y retórica, las únicas que les preocupan y que se encuentran al alcance de sus posibilidades.
¿Traducir la palabra hawl por fuerza? De acuerdo. Pero la raíz hwl comporta la idea de cambio o mutación, paso de un estado a otro. Aquí está referida al Nâtiq, al profeta "que habla", porque la persona de éste es el lugar en que, por el dictado del Ángel de la Revelación se realiza la mutación, el paso del Logos o Verbo divino (Kalâm al-Khâliq) al Verbo humano (Kalâm al-adamîyîm), de forma que el Verbo divino es entonces manifestado y resulta comprensible a los hombres. "El Verbo de la Sabiduría (Kalâm al-Hikmat, el Verbo del sabio de Dios, del profeta, Verbum theosophicum) se convierte así en cuerpo y envoltura material del Verbo divino; recíprocamente el Verbo divino, el Verbo del Creador, es para el Verbo de la Sabiduría el Espíritu de la Vida y la Luz de la salvación. Por eso el Verbo de la Sabiduría se ha elevado por encima de todos los demás Verbos, a causa de la preeminencia del Verbo del Creador que constituye su dimensión esotérica". Así habla el sabio de nuestro relato iniciático.
Podemos decir, pues, que el Verbo de la Sabiduría (el Verbo del sabio divino) es el único subjetum incarnationis concebible; representa la caro spiritualis del Verbo divino, pues el Verbo divino no puede sino espiritualizar cualquier carne en la que se "encarne", y es en el Verbo humano donde se encarna como epifanía de lo esotérico, de la interioridad suprasensible en la exterioridad sensible. El profeta "que transmite la Revelación" (el nâtiq) es así, en su persona, el lugar de paso, de la mutación, donde el Verbo divino se transforma, se metamorfosea, en Verbo humano. Y es este paso, esta mutación, lo que etimológicamente significa la palabra hawl. Decir lâ hawl illâ bi'llâh, equivale a decir: no hay mutación del Verbo divino en Verbo humano que no se realice sino por Dios. Y esto es el tanzîl, "hacer descender" el Verbo divino por el órgano del profeta.
Ahora bien, el profeta, el que "transmite la Revelación" por el dictado del Ángel, ya no está aquí; ha dejado a los hombres el "Libro hablado" por él, el Libro que es para su Verbo lo que éste fue para el Verbo divino que fue su Espíritu y del que él fue cuerpo. Que el Espíritu que lo vivifica esté presente en este cuerpo, en este Libro, implica que no sea solamente el "Libro hablado" años ha por el órgano del profeta, sino que sea de manera permanente el "Libro que habla". Este "Libro que habla" (Qorân nâtiq), es justamente la cualificación otorgada por el shiísmo al Imam, que es en persona el Señor de la hermenéutica (sâhib al-ta'wîl), sin el cual, en consecuencia, la Palabra estaría definitivamente perdida, pues el Libro estaría en lo sucesivo mudo (de ahí la relación que hemos establecido entre el Imam y el caballero blanco del Apocalipsis, cap. 19). Como explica el sabio a su discípulo, el Imam (en el sentido que esta palabra tiene en la literatura ismailí clásica) es "aquel a quien Dios da la fuerza para llevar este Verbo", aquel a quien incumbe la hermenéutica del sentido esotérico, es decir, el oficio de "reconducir" el Verbo humano exotérico al Verbo que, aún manifestándose en él, se oculta en él, y esto es precisamente el ta'wîl.
Es así como el sabio puede concluir que la piadosa fórmula lâ hawl wa lâ qowwat equivale a decir: no hay tanzîl ni ta'wîl sino por Dios. Se deriva, pues, de todo ello que para quien no conoce ni reconoce al Imam, el "Libro que habla", no hay más que un Libro, un Libro que es un Verbo humano vacío del Verbo divino. El rechazo de lo esotérico, es decir, de la gnosis, es por consiguiente el drama mismo del Verbo perdido, de la "Palabra vaciada de su sentido", y por eso la iniciación ismailí pretende en definitiva conducir al iniciado al reencuentro del Verbo perdido. El pensamiento profundo de la gnosis ismailí concuerda con lo que conocemos con el nombre de gnosis en las tres ramas de la tradición abrahámica. El "fenómeno del Libro revelado" como epifanía del Verbo secreto de Dios, ha puesto a los hermeneutas de lo esotérico de una y otra parte ante las mismas tareas; por eso la misma ley de correspondencias, es decir, el mismo conocimiento de los símbolos, se ha impuesto en una parte y en otra a los hermeneutas espirituales.
No es fruto del azar que sea precisamente en este momento del diálogo cuando el autor introduce la interpretación de José de los sueños del Faraón; nos hemos referido ya brevemente a lo que el sabio ha dicho sobre este episodio a su discípulo. Nos fijaremos únicamente ahora en el hecho de que este pasaje del diálogo conduce a la doble pregunta que todo hasta aquí ha venido preparando: "¿Qué es -pregunta el discípulo- de aquel que tiene la ciencia del bâtin pero desprecia el zâhir?". El sabio responde que está en la misma situación que quien pretende recoger los frutos antes de que haya llegado el tiempo de la cosecha. "¿Y qué es de aquel que se aferra al zâhir, sin conocer el bâtin?" pregunta a continuación el discípulo. "Ésa es la peor de todas las situaciones posibles", responde el sabio. En efecto, se nos ha dicho anteriormente que es el modo de conocimiento que está al nivel de los animales, que quien así actúa no hace sino manipular un cadáver. Para ése, la Palabra está perdida. Por el contrario, quien accede al conocimiento de lo esotérico, recupera la Palabra, puesto que desde ese momento accede a su sentido esotérico, es decir, percibe el Verbo de la Sabiduría como envoltura del Verbo divino. Comprendemos así cómo la oposición del teólogo oficial al gnóstico ismailí, al teósofo shiíta en general, ha sido la tragedia más profunda del Islam. Podemos comprenderlo tanto mejor cuanto que todo lo que dice el gnóstico ismailí es válido también, como de manera anticipada, para el mundo poscristiano de nuestros días, donde asistimos a la tragedia de una teología que ha perdido su Logos.
Es pues a un grupo inmenso al que alude la respuesta del sabio que viene inmediatamente después en el diálogo. Tomar posición en este mundo -dice- sin contemplarlo a la luz de la Vida en el sentido verdadero, tal como lo hacen los sabios, es como cultivar una ciencia que ignora la realidad del mundo supremo a la que está ordenada. Todos los que así actúan deberían saber que no tienen excusa, que no hay argumento que se pueda hacer valer contra Dios, pues, como dice el versículo qoránico, "han recibido suficientes elementos de conocimiento como para haberse puesto en guardia" (54,4). Por el contrario, Dios sí tendrá un argumento contra ellos, pues ha puesto a su disposición, en el interior de ellos mismos, el mismo órgano que en los sabios. Pero no quieren hacer uso de él y dejan que se atrofie. Un versículo qoránico lo afirma igualmente: "Tienen corazones con los que no comprenden, ojos con los que no ven, oídos con los que no oyen" (7,178).
Señalemos además un episodio del diálogo en el curso del cual el sabio enseña a su discípulo que, si las gentes de este mundo forman "clases" (tabaqât), los espirituales, los que "profesan" la religión esotérica (ahl al-Dîn), forman igualmente una jerarquía. Pero, a diferencia de la profana, esta jerarquía no depende de ninguna consideración ni circunstancia exterior ("social", diríamos hoy). Ninguna consideración de fortuna juega el menor papel; la capacidad espiritual asignada a cada uno es valorada para cada uno, ése es el único criterio. Que la capacidad espiritual no es idéntica en todos, es algo que se constata de forma evidente, pero esto no impide en absoluto que todos juntos formen una sola compañía (la Orden de una misma fotowwat) con los profetas, los justos, los mártires, como afirman los versículos qoránicos (4,71-72).
Nos acercamos así al momento decisivo de la acción dramática. El discípulo pide al sabio que le indique hacia dónde debe orientar el máximo de su esfuerzo. Con la generosidad propia de su empuje juvenil, que conmueve a su iniciador, se manifiesta dispuesto a empeñar en la tarea toda su alma y toda la fortuna de que puede disponer en este mundo. El sabio, reteniendo con dificultad sus lágrimas, le dice:
- ¡Oh, hijo mío! es por los que son como tú que los sabios emprenden sus viajes (es decir, que los dâ'î van en misión a las jazîra). Por los que son como tú, la Tierra se mueve y el Cielo permanece ... Por los que son como tú el rocío del Cielo espiritual desciende por entre las aberturas de las nubes ... En cuanto a la parte que pretendes reservarme de tu fortuna, ninguna necesidad tengo de ella. ¡No! Hace mucho tiempo que me aparté de la fortuna y que escapé a su seducción. No sería una buena acción, oh hijo mío, proporcionarme lo que a ti mismo no te place. En cuanto a la parte que reservas a tus hermanos y la que reservas para la zakât (el diezmo legal), todo eso es igualmente un depósito que te ha sido confiado y que pertenece a su poseedor. Guárdalo, pues, en tu poder hasta que le encuentres, pues es él quien decidirá sobre ti y por ti. (Comprendemos que, con este lenguaje oscuro, se está refiriendo al Imam). - El discípulo: ¿Quién es aquel cuya nobleza es tal que no transgredirías ni su juicio ni su orden? - El sabio: Es alguien a quien Dios me impone como deber, a mí y a todos los creyentes, el satisfacer. Alguien que tiene en sus manos las llaves del paraíso (mafâtîh al-jinân, es decir, las llaves de la inteligencia espiritual, como el caballero blanco del Apocalipsis comentado por Swedenborg) y los supremos conocimientos del mundo espiritual (el Malakût); alguien cuyas manos, al abrirse, dispensan la luz del Sinaí. Él es la causa de los signos (es decir lo esotérico de los versículos qoránicos), alguien que se eleva por su conocimiento hasta las más altas cimas. Por él será completa tu luz, por él Dios llevará a su término todo cuanto a ti se refiere. - El discípulo: ¿Quién es él en relación a ti y quién eres tú en relación a él? - El sabio: Yo soy su hijo espiritual, uno más entre los frutos de su generosidad. - El discípulo: ¿Tengo alguna disculpa por no haberlo conocido hasta ahora? - El sabio: En efecto, tienes una disculpa, puesto que nadie te ha hablado de él.
Entonces el discípulo plantea la cuestión decisiva, la pregunta que hay que plantear para ser aceptado. Como Parsifal, formulando la pregunta que le hace ser admitido por fin al misterio del santo Graal, el discípulo pregunta si no ha llegado ya la hora de ser conducido al Templo de luz del Imam.
- El discípulo: ¿Debo hablar o guardar silencio? - El sabio: Di lo que creas que debas decir.
- El discípulo: ¿No ha llegado el momento de que me conduzcas al umbral donde quedará anulada mi negligencia, a fin de que penetre en el Templo de la Luz (Bayt al-Nûr) para recibir allí la luz? ¿No forma parte esta obligación del legado confiado, cuyo precio debo pagarte? - El sabio (comprendiendo que el gran momento ha llegado): Ciertamente, así ha de ser, pero debe ser con su permiso y por decisión suya (es decir, la llamada debe proceder del Imam, lo mismo que es el Graal el que llama a sus elegidos; de lo contrario, nadie puede encontrar el camino).
Aquí se sitúa un nuevo intermedio, que marca la nueva fase de la acción dramática de que nos da cuenta el "narrador". El sabio debe ausentarse. Es preciso que se dirija a casa de aquel al que designa como su "padre mayor" (al-wâlid al-akbar; en términos de nuestra caballería, alguien como el "gran prior"). ¿Es el Imam en persona, o bien un alto dignatario en funciones de delegado? Nuestro relato guarda silencio sobre este punto, sin duda de forma voluntaria. Le designa simplemente como "el Shaykh", y con este nombre intervendrá en el díalogo; obligado nos será, por tanto, observar la misma discreción. Se trata en cualquier caso de un dignatario ismailí de elevado rango dentro de la jerarquía esotérica. Durante el breve intermedio determinado por la ausencia del Sabio iniciador, podemos hacer balance, medir toda la distancia recorrida desde el día en que nuestro dâ'î iranio penetraba prudentemente en el tchay khâneh, o un lugar semejante, en la aldea desconocida. Ha realizado lo que corresponde a su función de dâ'î , ha llevado a cabo su misión; ha encontrado, tal como deseaba, tal como la ética del legado confiado le imponía, un heredero de su gnosis. Ahora debe remitirlo al dignatario que se encuentra por encima de él. Poco importa que los nombres de uno y otro no nos sean revelados; nuestro relato no pone en escena alegorías ni figuras imaginarias o míticas, sino personajes-arquetipos: el dâ'î en su esencia, el mostajîb (neófito) en su esencia. Por otra parte, pronto nos enteraremos del nombre de éste.
El sabio se dirige pues a su "prior" para ponerle al corriente y explicarle el caso de su neófito. Lo que de él le cuenta, motiva inmediatamente esta respuesta: "Condúceme rápidamente ante ese joven, pues confío en que será la puerta a través de la cual la Misericordia de Dios llegará hasta sus contemporáneos" (la segunda parte de nuestro relato iniciático nos mostrará que, en efecto, así debía ser).
Nuestro dâ'î, entonces, regresa apresuradamente hacia la aldea en que reside su discípulo. Lo encuentra con mal aspecto, abrumado por la tristeza, presa de la melancolía. Se informa y se entera de que ha sido su separación lo que le ha sumido en ese estado. Pero la buena nueva que le aporta disipa todas las sombras.
- El sabio: En verdad Dios sabía lo que hay en tu corazón y te ha facilitado la prueba. Ha proyectado en el corazón de su amigo (Walî, el Imam o su delegado) misericordia para contigo. Toma lo que necesites para el viaje; voy a conducirte a lo que constituye tu esperanza, y podrás alcanzar así el umbral de tu objetivo.
El joven llora de alegría y temor reverencial, multiplica sus muestras de agradecimiento, toma lo necesario para el viaje y deja su morada para una larga ausencia; mientras tanto, su padre según la carne, el shaykh al-Bokhtorî, permanece ignorante de todo lo que atañe a su hijo. como Gurnemanz llevando a Parsifal hacia el Graal, el sabio ismailí conduce entonces a su discípulo hacia el Templo de la Luz, hacia el misterioso "gran prior" al que ya anteriormente se refería el dâ'î, designándolo como el "sabio mayor" (al-'âlim al-akbar) y el "padre mayor".
IV. El ritual de iniciación y el misterio del nombre.
Nuestros dos peregrinos se ponen juntos en camino y llegan a la residencia del shaykh (ninguna precisión topográfica se nos proporciona, pues nuestro relato va siempre a lo esencial, a lo que ocurre en el interior de las almas). Tiene lugar una primera entrevista, presidida por criterios de cortesía, durante la cual el protocolo no les permite más papel que el de guardar silencio con una sonrisa, mientras escuchan las palabras del shaykh. Éste ordena a su mayordomo les acomode en la hospedería, los trate con el mayor respeto y atención y les proporcione todo aquello de lo que tengan necesidad. Nos enteramos de pasada de que el citado mayordomo es de hecho algo así como el "hermano hospedero"; él mismo forma parte de la fraternidad ismailí y es además amigo del sabio, al que pregunta: "¿Es éste el joven del que hemos oído hablar?". "Sí -responde el sabioes aquél cuya noticia causa alegría en los corazones". Emoción del discípulo: "Mi historia ha llegado hasta los Amigos de Dios y hablan de mí en sus reuniones".
El sabio y su discípulos pasan la velada conversando. Al día siguiente, entrada la mañana, solicitan del shaykh permiso para presentarse ante él. Entonces da comienzo la parte inaugural de un ritual de iniciación en el curso del cual el shaykh pronuncia un emotivo sermón, seguido a continuación de un diálogo entre él y el discípulo. Sermón y diálogo se nos muestran no como algo improvisado, sino como el texto litúrgico de un ritual regularmente observado en cada ocasión, en la recepción de cada nuevo miembro de la fraternidad ismailí.
No podemos citar aquí, sino abreviándolo, el sermón del skaykh:
Gloria a Dios que mediante su luz ha apartado las tinieblas de los corazones; en su equidad ha abierto lo que en el objeto de la búsqueda había quedado cerrado (...). Es un carisma dispensado a las inteligencias el consagrarse a la búsqueda (talab, la Demanda); el desenlace de la búsqueda es el acto de encontrar. El signo que marca el acto de encontrar, es la dulzura que se saborea en lo que se encuentra. De cualquier agua dulce lo aparente (lo exotérico) es lo que se bebe. Pero lo oculto (lo esotérico) está velado. Quien lo busca no se cansa nunca de meditar, mientras que el común de las gentes (los exoteristas) no comprenden nada de lo que aquél busca.
Y el sermón precisa que esta búsqueda de la gnosis es un derecho y, por ser un derecho, es
también un deber. Quien se niegue a satisfacer este derecho es un malvado y un inicuo. Si buscar el conocimiento, la gnosis, es un derecho, actuar en su nombre, llevarla a la práctica, es un deber. Y este deber implica fidelidad hacia los Guardianes de la Causa, tanto cuando el curso de las cosas es favorable como durante los períodos de prueba. Y el sermón del shaykh termina con este versículo qoránico: "Nadie alcanzará esta perfección sino aquellos que perseveren. Nadie la alcanzará sino quienes han recibido una parte inmensa" (41,35).
Se entabla entonces el extraordinario diálogo de una liturgia ismailí de iniciación de la que hasta ahora no conocemos otros ejemplos:
- El shaykh: ¡Oh caballero! (Ya fatâ!). Has sido honrado con un amigo que ha ido a ti en calidad d mensajero, con la llegada de un visitador delegado parta ti. ¿Cuál es tu nombre? - El discípulo: 'Obayd Allâh ibn 'Abdillah ("Pequeño servidor de Dios hijo del servidor de Dios"; es ésta una cualificación que conviene a cualquier creyente anónimo; no es todavía un nombre propio). - El shaykh: Ésa es tu condición y ya teníamos noticias de ti (es decir, que ya sabíamos eso sobre ti).
[¿Eres un hombre libre?]. - El discípulo: Soy un hombre libre hijo del servidor de Dios (anâ horr ibn 'Abdillâh). - El shaykh: ¿Y quién te ha liberado de la servidumbre, para que te hayas convertido en un hombre libre? - El discípulo: Este sabio (señalando con la mano al sabio que le había "llamado", que había sido su dâ'î) es quien me ha liberado. - El shaykh: Pero si él mismo era servidor y no Señor, ¿tenía acaso la capacidad de liberarte? - El discípulo: No, no la tenía. - El shaykh: ¿Cuál es, entonces, tu Nombre?
El discípulo, estupefacto y perplejo, se abstiene de responder y baja los ojos. - El shaykh: ¡Oh caballero! (Yâ fatâ!). ¿Cómo conocer a alguien que no tiene nombre, aunque haya nacido? - El discípulo: Pero yo soy un recién nacido de ti; así pues, dame tú un nombre. - El shaykh: Eso es lo que haré cuando hayan pasado siete días. - El discípulo: Pero, ¿por qué esperar a que pasen siete días?
- El shaykh: Por respeto hacia el recién nacido. - El discípulo: ¿Y si el recién nacido muriese antes de que los siete días se hubiesen cumplido? - El shaykh: No, nada malo le ocurrirá, y será nombrado cuando el plazo expire. - El discípulo: El nombre con el que me nombrarás, ¿me pertenecerá? - El shaykh: ¡Entonces serías un ídolo! (ma'bûd, eres tú lo que se adoraría). - El discípulo: ¿Cómo debe entonces entenderse? - El shaykh: Es el nombre el que es tu señor (mâlik) y tú su servidor (mamlûk). Pregunta sólo sobre lo que está a tu alcance. Ve ahora y espera el plazo que te ha sido fijado.
Lo que fundamentalmente hay que subrayar en este diálogo litúrgico de iniciación es el vínculo que se establece entre el "fenómeno del nombre" y el misterio del nacimiento espiritual. Pueden distinguirse ahí dos fases: una primera fase en la que precisamente el discípulo percibe que no tiene todavía nombre propio. Recordemos la tríada que condiciona la inteligibilidad de toda proposición: hace falta un nombre, una cualificación y un sentido interior que vincule a ambos. Ahora bien, a la primera pregunta del shaykh, el discípulo responde de hecho con una cualificación que puede ser común a todos los creyentes y, en consecuencia, todavía anónima; no es en modo alguno un nombre propio. Pero un ser no asume una individualidad, no sale del anonimato, hasta que se le puede nombrar por su nombre propio. Sin embargo, hay más: desde el punto de vista de la individualidad espiritual, de la individualidad a que da nacimiento la iniciación, todos los nombres que llevan los individuos en la sociedad profana no son sino nombres comunes; no hacen salir del anonimato, puesto que no se relacionan con la individualidad espiritual surgida del nuevo nacimiento. Estos nombres no valen pues para el ultramundo. Sólo el nombre recibido en el momento de la iniciación (el que en el sufismo se conoce como el nombre de tarîqat) es verdaderamente el nombre propio de la persona y este nombre debe mantenerse inicialmente en secreto ante la sociedad profana. Por eso un hombre no puede llevar un nombre propio si no es un hombre libre, si no ha resucitado de entre los muertos, es decir, si no ha recibido la iniciación; dicho de otro modo, no se es un hombre libre si no se ha pasado por el nuevo nacimiento que es el nacimiento espiritual (wilâdat rûhânîya; la acción de la da'wat se anuncia aquí, desde el primer momento, como la resurrección de los espiritualmente muertos). Ahora bien, siendo el Imam la fuente de la iniciación, es a él a quien le incumbe la iniciativa de conferir el nombre propio.
Segunda fase del diálogo. Cuando el discípulo pregunta si este nombre le pertenecerá, el shaykh le responde que, si así fuera, él sería entonces un ídolo; luego le explica que si ese Nombre es su nombre propio, ello no significa que su nombre le pertenezca, sino, al contrario, que es él quien pertenece a ese nombre. No hay aquí ningún enigma, creemos, si nos atenemos a la teoría de los Nombres divinos, tal como la encontraremos, dos o tres siglos más tarde, ampliamente sistematizada en el gran teósofo místico Ibn 'Arabî (cuyas fuentes shiítas no podemos ignorar ni despreciar). Está el misterio de los Nombres divinos -casi de las hipóstasis divinas- que desde toda la eternidad aspiran a ser conocidos, es decir, a ser investidos en sujetos que serán los respectivos nombrados de estos
Nombres, los denominados en los que esos Nombres "tomarán cuerpo". Es así como se han formado los nombres de Ángeles terminados en "-el" (Serafiel, Gabriel, etc.) y los nombres de los humanos formados, por ejemplo, con la palabra 'abd: 'Abd a-Rahmân (servidor del Misericordioso), 'Abd al-Qâdir (servidor del Poderoso), etc. (desdeñamos aquí el fenómeno de laicización de estos nombres, la omisión corriente de la palabra 'abd, en el oriente modernizado).
Todo nombre propio es de este modo un nombre teóforo, un nombre portador-de-Dios, y quien lo lleva no es su propietario; es más bien la propiedad de ese Nombre, y es esa relación privilegiada la que hace de él un hombre libre frente a todos los órdenes profanos. Hay entre el Nombre y el nombrado (Ism y mosammâ) la misma relación que entre Rabb (el Dios determinado como Señor personalizado) y el marbûb (el fiel del cual él es personalmente el Señor, el soberano). Son solidarios uno de otro, cada uno tiene necesidad del otro y responde por el otro, para que cada uno, Rabb y marbûb, sea lo que es. Aquel que lleva un nombre teóforo es pues todo lo contrario a un ídolo. Es la relación con su Nombre lo que determina su individualidad espiritual, su hecceidad, que es lo que le hace salir del anonimato espiritual. La imposición iniciática del nombre propio equivale, pues, a suscitar en el iniciado (el espiritualmente resucitado) el Verbo divino a cuyo servicio estará en adelante, del que será "caballero", pero que será mantenido en secreto ante el profano. Si la desdicha quiere que revele ese nombre, ello significará para él, literalmente, el drama del Verbo perdido; habrá "perdido la Palabra". Esto es lo que provisionalmente podemos decir sobre esta parte de un ritual del que no conocemos, por el momento, otros ejemplos.
Al final del diálogo litúrgico, el joven se retira en compañía del sabio que es su "padre espiritual" al alojamiento puesto a su disposición. De nuevo el hermano hospedero les testimonia su interés: "¡Y bien! dice, ¿qué es d nuestro hermano aquí presente y de su aspiración?". El sabio responde: "Ha recibido una promesa, y quien ha recibido una promesa sufre de sed ardiente, pero el plazo está próximo". Los dos, el sabio y su discípulo, pasan juntos los siete días en conversaciones espirituales. Al séptimo día, el joven procede a realizar unas abluciones completas, se pone vestiduras nuevas y luego, en compañía del sabio, su padre espiritual, se dirige de nuevo al shaykh. Lo encuentran dispuesto para proceder al ritual.
El instante es solemne. Se intercambian saludos, luego el shaykh y el aspirante marchan gravemente al encuentro uno de otro, y llega el momento en que el shaykh debe decir lo indecible. El lector de nuestro relato es mantenido en la ignorancia de esta revelación. Deberá compensar la discreción a que se obliga el autor, con todo lo que aprenderá en la segunda parte del libro (cuando el nuevo iniciado se convierta a su vez en iniciador) y con todo lo que podemos conocer, por otra parte, gracias a la literatura ismailí que nos es accesible. Cuando se encuentran frente a frente, el shaykh, se nos dice, "comienza a decir lo que los pensamientos no pueden limitar, lo que los cálamos no pueden registrar, lo que no ha subido al corazón de ningún hombre. Es algo de lo que no es posible tratar en las escuelas (las madrasa) donde se enseña a elaborar sermones; algo demasiado sublime para que se pueda decir explícitamente en un libro; algo que no puede ser sino revelado personalmente a quien es digno de escucharlo".
Ahora bien, una vez celebrada la ceremonia de iniciación, la conclusión que saca el autor nos proporciona de entrada un notable ejemplo de ta'wîl.
Se nos dice que el nuevo iniciado conoció entonces a su Señor, y que, agarrándose al "cable sólido" le fue en adelante lícito realizar los ritos de peregrinación, llevar a cabo las circumambulaciones alrededor del Templo sacrosanto de la Ka'ba y llegar al término de su peregrinación al "Signo mayor". Ahora bien, todo indica que topográficamente estamos muy lejos de La Meca, y no se trata de que nadie se haya desplazado hasta allí, puesto que el escenario en que se desarrollan los acontecimientos no se modifica en la continuación del relato. Todo se clarifica y se explica si nos referimos a otros textos ismailíes que nos dan el ta'wîl, la hermenéutica del sentido espiritual, de la peregrinación (hajj). La peregrinación, en sentido esotérico, es obra de toda una vida. Es abandonar progresivamente las antiguas creencias (el apego a lo exotérico puro y simple); es progresar gradualmente desde el rango de neófito (mostajîb) hasta el de hojjat, el más próximo al Imam. Las etapas que corresponden aquí a un "camino de Santiago" completamente espiritual son, pues, los grados de la jerarquía esotérica terrestre que simbolizan con los grados de la jerarquía celestial. Ahora que el joven ha sido incorporado a la cofradía, le es lícito emprender esta peregrinación. Dar la vuelta alrededor de la Ka'ba, esto es, acercarse hacia el Imam; éste es siempre la Qibla, el eje de orientación de la peregrinación, de la cual él mismo es el punto de llegada, el "Signo mayor". Se nos dice, por último, que el nuevo iniciado conoció entonces a su Señor, lo que nos hace evocar la máxima tan frecuentemente repetida: "Quien se conoce a sí mismo (nafsa-ho, su alma) conoce a su Señor"; en los comentarios de los teósofos shiítas, el Imam aparece frecuentemente como imagen o símbolo de ese "sí mismo".
La incorporación del neófito a la fraternidad ismailí es ya un hecho, y el joven, siempre en compañía del sabio que fue su guía, prolonga su estancia junto al shaykh a fin de completar su instrucción espiritual. La continuación del diálogo nos permite recordar una vez más los dos temas centrales que hemos señalado desde el principio: la resurrección de los muertos y el legado confiado. Recordemos la pregunta que el neófito planteaba al principio: "¿Hay un camino para mí hacia la vida?". Con razón ahora le dice al sabio que fue su guía: "¡Que Dios te recompense!" Así lo pide aquel que estaba muerto y a quién tú le has dado la vida". Y el sabio puede responderle que su petición ha sido satisfecha, pues "la gnosis le ha dado la vida más allá de la muerte" (dicho de otro modo: la segunda muerte no tiene poder sobre aquellos a quienes la gnosis ha resucitado, cf. Ap 20,6). En cuanto a la ética del legado confiado que, al transmitir lo esotérico de la Palabra, la mantiene viva y opera esa resurrección, el dâ'î le ha sido fiel. Ése era todo su propósito, se nos dijo al principio, y se nos recuerda con insistencia en este momento que marca la culminación del libro. La escena de la despedida entre el shaykh y el nuevo iniciado está llena de emoción.
-El shaykh: Te doy permiso, hijo mío y te autorizo a partir. Ciertamente, me es penoso separarme de ti, pero tres circunstancias me fuerzan a ello. Una es que estoy a punto de marchar a otro país. La segunda es que tú llevas mucho tiempo separado de tu familia, aparte del hecho penoso de que tuviste que dejar a tu padre sin avisarle; ahora bien, tengo esperanzas respecto a él, si sabes conducirte de forma adecuada. La tercera es que debes satisfacer a partir de ahora el deber con que te carga la gracia que has recibido, y a tu vez convocar (a la resurrección de los muertos) ... Te recomiendo la piedad vigilante hacia Dios que te ha creado; te encomiendo la custodia del legado confiado del que estás en adelante encargado.
El shaykh y el nuevo iniciado se levantan y se abrazan. Se dicen adiós. Ninguno de los dos puede
retener las lágrimas; ninguno de los dos es capaz de articular palabra. Finalmente, se separan.
El joven retoma, en compañía dl sabio, el camino a su país. Cuando llegan a las proximidades de la aldea, el sabio considera llegado el momento de la despedida. Allí tiene lugar su última conversación. El sabio conoce bien la hostilidad del padre de su discípulo respecto a los ismailíes, a su hijo le corresponde apaciguar y cambiar la disposición de su alma.
- El sabio: ¡Oh hijo mío! ya sabes las recomendaciones que te ha hecho el shaykh ... Inmensa es la esperanza que ponemos en ti. A ti te incumbe, pues, preservar el legado que te ha encomendado tu padre espiritual y ser constante al servicio de la causa que te ha sido confiada. Recuerda que la vigilancia y la discreción (taqîya) son los ángeles de tu religión y tu conducta.
Mencionadas las últimas recomendaciones del sabio, nuestro texto termina así:
Cuando el sabio hubo conducido al discípulo hasta lugar seguro y hubo terminado de alimentarlo como una madre, le dijo: "¡Oh hijo mío! ahora te toca a ti encargarte de ti mismo, puesto que yo debo ocuparme de otros y no de ti. El momento de la separación ha llegado".
Se constata así la importancia que adquiere la ética del legado confiado en el momento de las despedidas, es decir en el momento en que el nuevo iniciado se encuentra solo y debe asumir sus responsabilidades. Este legado confiado es su viático. Y esto es perfectamente conforme a lo que habíamos visto desde el principio. La Demanda de la gnosis es una cosa; llegada a su término, exige entrar en una nueva Demanda que no es, de hecho, más que la prolongación de la primera: la Demanda de aquel a quien transmitir el legado, conforme al principio de la ética ismailí ya recordado aquí: el fiel no es un verdadero fiel hasta haber hecho de otra persona un fiel semejante a él.
Era pues imposible que nuestro relato de iniciación terminara con lo que acabamos de leer. Todo lo que hemos leído, analizado y comentado no constituye más que la primera parte, la Demanda de la gnosis que nos muestra el camino seguido por el neófito que ha respondido a la llamada y que lleva hasta la iniciación que marca su resurrección espiritual. Ahora, debe a su vez transmitir el legado confiado, hacer oír la "convocatoria" a aquellos en quienes perciba la capacidad para responder a ella. Para empezar, es en su propio país, a su propio padre, a quien, lo quiera o no, va a tener que hacer oír esa "convocatoria". De nuevo, el escenario cambia. Nos encontramos ahora en la casa del shaykh al-Bokhtorî y de su hijo, del que sólo ahora conoceremos el nombre, al menos el nombre profano, ya que no el nombre de iniciación que permanece en el secreto. Ese nombre es Sâlih (el justo, aquel que tiene aptitud). Evidentemente, dadas las circunstancias en las que Sâlih había
dejado la morada familiar, el encuentro entre padre e hijo nos hace presagiar un reencuentro tempestuoso.
V. La ética de la demanda y la ética del legado confiado.
Sâlih se encuentra, pues, en la vivienda familiar. Tras largos meses en compañía de sus padres espirituales, el sabio que fue su guía y el shaykh que le confirió la iniciación y le dio su Nombre, se encuentra ahora solo. Está completamente desconsolado. Las lágrimas y la aflicción que le aqueja hacen que la familia y los vecinos se sientan conmovidos en presencia de una pena tan desgarradora. Pasa un día y una noche. Luego, el padre, el shaykh al-Bokhtorî, hace su entrada. Todo hace presagiar el desencadenamiento de la tormenta.
- El shaykh al-Bokhtorî: ¡Hijo mío! ¿Es así como los hijos recompensan a sus padres? Yo te había conocido como el mejor de los hijos que pudiera tener un padre. Jamás he desaprobado tu manera de ser ni he desautorizado tu manera de pensar, sino hasta la llegada de aquel extranjero (gharîb). Tú lo preferiste a mí. Te marchaste con él obedeciendo sus órdenes, abandonando el camino de tus padres. Si algo hay de verdadero en ese hombre que yo no haya conocido, tú me has traicionado y eres culpable respecto a mí, puesto que me has ocultado esa verdad. Y si ese hombre estaba en el error, entonces eres culpable hacia ti mismo, culpable de la perdición de tu alma. Y lo que te ocurre a ti, me ocurre a mí mismo.
Se advertirá la utilización de la palabra "extranjero" para designar al dâ'î ismailí. Éste es el término característico, habitual también en otras gnosis, para designar al gnóstico, al alógeno, aquel que es extranjero en este mundo. Piénsese aquí también en el Relato del exilio occidental de Sohravardî. La palabra aparecerá de nuevo en diversas ocasiones, siendo siempre el dâ'î ismailí el extranjero.
Para apaciguar la ira paterna, Sâlih responde con mucha dulzura y evoca los recuerdos de su infancia, la actitud de su padre en el curso de esos años que quedaron atrás. Luego, aceptando el dilema planteado por su padre, responde con otro no menos hábil. Los dos dilemas se cruzan entonces como si fueran espadas.
- Sâlih: En cuanto a mi relación contigo, todo estriba en saber si hay salida para este dilema: o bien tú eres alguien que sabe ('âlim, un sabio) y me has prohibido el acceso a tu saber, y en tal caso no puedes censurarme haber buscado la salvación de mi alma junto a otra persona distinta a ti, o bien eres un ignorante; en este último caso, estás disculpado en mi corazón, pero tienes aún más necesidad que yo del extranjero, pues si me hubieras precedido acercándote a él antes que yo, serías mi hermano mayor; el momento de tu nacimiento sería anterior al mío, pues, según creo, tú pudiste
escuchar el discurso del extranjero, igual que lo hice yo.
Sâlih hace alusión a esa alteración en el orden de las relaciones naturales entre padre e hijo, que se deriva de la nueva relación determinada por el nacimiento espiritual; veremos cómo, más adelante, su propio padre lo afirma en términos emocionados. Por el momento, Sâlih ha apuntado bien; el shaykh está tocado y comprende -nos dice el narrador- que no tiene salida ante este dilema. Los ojos de al-Bokhtorî se llenan de lágrimas.
- El shaykh al-Bokhtorî: ¡Oh, hijo mío! el argumento que en tu favor utilizas contra mí, también yo podría utilizarlo en mi favor contra ti (es decir, nada me has comunicado de lo que la enseñanza del extranjero te ha podido desvelar; si lo hubieras hecho, quizá yo mismo te habría seguido). Cuéntame, pues, en qué consiste. Si su enseñanza es verdadera, yo aceptaré al extranjero por respeto a mi propia alma. Pero si es falsa, lo apartaré de ti por respeto y deferencia hacia tu alma.
Comprendemos ya que la tempestad está definitivamente apaciguada. La partida parece ganada de antemano. El padre y el hijo mantienen largas conversaciones, los progresos son rápidos. Entonces Sâlih envía un mensaje al extranjero, al dâ'î que había sido su guía para decirle que todo marcha bien respecto a su padre y que sería el momento oportuno para que viniera a verle. Sâlih se convierte así en mediador entre uno y otro. Vemos confirmarse así lo fundado de las esperanzas que, como antes se nos dijo, los dos dignatarios ismailíes habían depositado en Sâlih.
Y esas esperanzas estaban tanto más fundadas cuanto que el paso de Sâlih y su padre a la religión esotérica no puede pasar, dada su posición social, en modo alguno inadvertido. Añade el autor que Dios debía "resucitar" posteriormente y por medio de ellos a numerosas criaturas. Por el momento, la alarma se extiende entre los notables de la localidad; no comprenden lo sucedido con el shaykh al-Bokhtorî y su hijo. Se reúnen con su mollâ para estudiar la situación. Las entrevistas con este mollâ van a ocupar toda una sección de la segunda parte del relato. Se nos informa ahí de que el nombre de este eminente mollâ es 'Abd al-Jabbâr Abû Mâlik. Es un hombre de gran rectitud, reputado por la amplitud de su saber, la prudencia de su juicio, y a quien su competencia ha valido el sobrenombre de "Cubo de los sabios" (Ka'b al-ahbâr). Pronto comprobaremos que su principal mérito es quizá tener el alma de un buscador sincero y capacidad para comprender en qué consiste el espíritu de la Demanda.
Con la entrada en escena de Abû Mâlik, el lugar de los acontecimientos y los interlocutores cambian de nuevo. La acción se traslada en primer lugar a la casa de Abû Mâlik. A lo largo de las entrevistas que éste mantiene con el grupo de notables alarmados, lo vemos sacudiendo el dogmatismo ingenuo de los que habían ido a consultarle y despertando en ellos el verdadero espíritu de la Demanda, de modo que, finalmente, todos terminan por dirigirse a casa de Sâlih y su
padre. El desenlace de los acontecimientos es ya previsible. Resumamos de nuevo a grandes trazos.
Algunos notables acuden pues a buscar a Abû Mâlik.
- Ellos: Venimos a informarte de la llegada a nuestro país de un cierto extranjero (¡siempre esta palabra!). Este extranjero ha llamado a una doctrina o a una religión (madhhab) cuyo contenido ignoramos. Sâlih se ha convertido y ha arrastrado después a su padre, el shaykh al-Bokhtorî; los dos dicen ahora lo mismo que el extranjero; ambos llaman a la religión a la que aquél llamaba. ¿Qué será de la generosidad que siempre ha manifestado el shaykh al-Bokhtorî para con nuestra comunidad, si nuestro vínculo de fraternidad religiosa se rompe? Por otra parte, si están en la verdad, deberíamos seguirles, pero en nuestra ignorancia somos incapaces de ello. Y si han caído en el error, habría que demostrárselo, mas para eso somos más incapaces todavía. A ti corresponde orientarnos en esta difícil situación.
Abû Mâlik intenta tranquilizarlos, pero ante tal actitud los notables se muestran desconfiados. Piensan que Abû Mâlik asume la defensa de los "heréticos".
- Abû Mâlik: ¡No! No es a ellos a quienes defiendo, sino a vosotros mismos y también a mí, poniéndoos en guardia contra las palabras engañosas y contra la tentación de lapidar a los ausentes basándonos en lo que no comprendemos. (Notable detalle de composición: aquí el autor pone en labios de Abû Mâlik, a la manera de un tema musical esbozado antes de ser desarrollado, unas palabras que anuncian ya la intrépida conclusión que ocupará toda la parte final del diálogo). Si actuáramos así, seríamos semejantes a aquellos pueblos antiguos que tenían tal admiración por sus propias doctrinas y creían comprender tan íntegramente los designios divinos, que decretaron que después de los suyos Dios ya no enviaría a otros profetas.
Lo que Abû Mâlik quiere inculcar mediante sus respuestas a sus interlocutores es el espíritu de búsqueda. Él es ya ismailí en potencia, como lo demuestra dando testimonio de ese "Espíritu de la Demanda" que se corresponde con el que animó en Occidente la Demanda del santo Graal. La Demanda del Graal recibe aquí el nombre de "Demanda del Imam", que es el "Libro que habla" (Qorân nâtiq, y sugerimos más adelante, para concluir, que quizá ése es justamente el sentido del "Libro del Graal"). El autor de nuestro relato iniciático maneja el diálogo de nuestros interlocutores de tal modo que toda la entrevista se desarrolla según los cánones de la pedagogía ismailí, cuyos rasgos característicos ya hemos puesto de relieve: no oponer dialécticamente un nuevo dogma a antiguos dogmas, sino proceder de forma hermenéutica; no rechazar lo que está ahí, no destruir lo exotérico ("no golpear en la cara", en el rostro, wajh-e Dîn, es el gran precepto), sino "llamar" a descubrir lo que está oculto, lo que permanece en el interior, de ahí los libros titulados Kashf al-mahjûb, "Desvelamiento de lo que está oculto". Pero es precisamente este punto
el que los interlocutores de Abû Mâlik tienen en principio más dificultad en comprender.
Abû Mâlik se ve pues en la obligación de demostrarles en primer lugar que han sustituido la inspiración divina por los dogmas de los doctores de la ley. Han puesto la confianza en los hombres en lugar de ponerla en Dios, y es precisamente el rechazo de esa situación lo que movió a Dios a enviar a los profetas. Por eso mismo los que les precedieron en tal actitud "mataron a los profetas d Dios. Ruego pues a Dios que os guarde de seguir a gentes anteriormente caídas en el extravío". Pero los notables insisten en su certeza: están seguros de estar en la verdad. "No es así les explica Abû Mâlik- como hay que proceder para la averiguación del sentido oculto de las cosas, del mismo modo que no es acusando a los demás de mentir como se encuentra forzosamente la dirección justa". Los notables se sienten un tanto desconcertados: ¿en qué puede consistir la búsqueda si no se rechaza el error y no se aferran a la verdad? Abû Mâlik, con gran sabiduría, les responde: "Cuando habéis reconocido y aceptado la verdad, cuando habéis reconocido y denunciado la falsedad, no por eso formáis parte de los buscadores, pero os contáis entre los doctores de la ciencia de la profecía ('olamâ' bil'-nobowwat), entre aquellos que guían y juzgan a los humanos por la Revelación divina". Los notables afirman contentarse con esto. Su interlocutor adopta entonces una actitud más provocativa.
- Abû Mâlik: ¿No es suficiente, entonces, que el shaykh al-Bokhtorî y su hijo tengan el privilegio sobre vosotros para que aceptéis vuestra pobreza al lado de los buscadores? - Ellos: ¿Un privilegio? ¿Cuál? - Abû Mâlik: Ellos conocen lo que vosotros conocéis y algo más que vosotros no conocéis (es la perpetua ventaja del esoterista sobre el literalista). Si no lo buscáis junto a ellos, os provocarán para que se lo preguntéis. Si no les prestáis atención, os apremiarán a la lucha, de forma que tendrán sobre vosotros la triple ventaja de la prioridad, la búsqueda y la lucha.
Esta vez los notables se sienten estremecidos y piden a Abû Mâlik que les indique el camino que deberían tomar; escuchan entonces de sus labios estas palabras admirables en las que se expresa toda la ética de la búsqueda, en contra del dogmatismo tan satisfecho de sí mismo que ni siquiera percibe que "ha perdido la Palabra".
- Abû Mâlik: Extrañarse de mi manera de ver sería obstinarse en la ceguera. Despreciar la búsqueda es un error. Por el contrario, ningún perjuicio puede derivarse de su actitud para los buscadores. Pero el que busca tiene necesidad de conocer las puertas (abwâb), a fin de buscar lo verdadero con perfecta conciencia de lo que es la búsqueda (ma'rifat al-talab). En efecto, aquel que busca lo Verdadero sin conocer las puertas de la búsqueda estará tanto más dispuesto a acusar a los otros del error, pues lo falso se manifiesta por la hipocresía y el acuerdo de las opiniones (el conformismo o el dogmatismo de grupo), mientras que la Verdad se manifiesta por la adversidad y el sufrimiento que se afronta y las pasiones que se desencadenan en contra de uno mismo. Por eso no renuncia a tener las pasiones de su lado y no persevera contra la adversidad y el sufrimiento sino aquel que está
provisto de un corazón sano y fuerte y de una conciencia recta (qalb salîm). - Ellos: ¿Qué es entonces esa conciencia de la búsqueda y esa conciencia recta? - Abû Mâlik: En cuanto a la conciencia de la búsqueda, ésta implica en primer lugar que seáis conscientes de ser pobres. Quien está en la necesidad, busca remediarla, poniendo su miseria al servicio del objeto de su Demanda. En cuanto a la conciencia recta, es un corazón que no se obstina en acusar de falsedad todo lo que se presenta ante él, sea lo que fuere, de tal modo que permite que lo verdadero se manifieste y manifieste su excelencia.
Hay más, al acusar de mentira (takdhîb), el dogmático se inflige una herida a sí mismo, pues el que denuncia jamás ha vivido en sí mismo lo que denuncia. La ética de la Demanda tiene como primer imperativo la percepción del límite del zahîr, de lo exotérico, como algo insostenible. Los notables dan entonces un gran paso; comprenden que la puerta de la búsqueda es antes que nada la humildad de la consagración al servicio del objeto de la Demanda. Ahora bien, se preguntan inquietos: ¿esta humildad debe venir antes o después de que se haya comprendido? A esta pregunta ingenua Abû Mâlik responde que la humildad debe preceder a la manifestación (bayân) del objeto de su Demanda, puesto que sólo gracias a ella podrán comprender esa misma manifestación. Toda la ética ismailí culmina en la réplica de Abû Mâlik a los dubitativos notables.
- Ellos: Y si el objeto de nuestra búsqueda se revelara vano y falso, si no coincidiera con lo que buscamos, ¿vana y falsa entonces habría sido también nuestra humildad? - Abû Mâlik: ¡De ningún modo! Pues de hecho es a Dios mismo a quien vuestra humildad se dirige. De ninguna manera quedaréis frustrados por vuestra Demanda, pues lo importante es que respetéis la ética que ella impone, y ahí está ya vuestra recompensa.
Llegados a este punto, el diálogo no tiene ya más que una salida. Abû Mâlik deberá conducir a sus interlocutores ante el shaykh al-Bokhtorî y su hijo Sâlih, a fin de ser instruidos por ellos en la verdad completa. Los notables se muestran de acuerdo. Abû Mâlik subraya el carácter solemne, único, de su decisión; deberán arrepentirse de sus faltas, liberarse de todas sus deudas, purificarse de toda mancha y revestirse con la más blanca túnica de la resolución, pues en verdad "nuestra salida en común -les dice- es un éxodo hacia Dios" (como el éxodo de Abraham, como el éxodo del personaje del Relato del exilio occidental de Sohravardî).
- Ellos: ¡Está bien! Haremos lo que tú ordenas de aquí a tres días. - Abû Mâlik: ¡No!
- Ellos: De aquí a dos días. - Abû Mâlik: ¡No! Hoy mismo. Si aceptáis, iremos juntos; de lo contrario, iré yo solo.
Los notables acatan la voluntad de Abû Mâlik y satisfacen sus prescripciones. El escenario de los hechos cambia por última vez; nos encontramos de nuevo en casa del shaykh al-Bokhtorî y su hijo, adonde se han dirigido conjuntamente Abû Mâlik y sus compañeros (allí mismo habrá un traslado de la acción a la habitación de Sâlih).
El comienzo de la entrevista es patético. Un quiproquo por parte del shaykh al-Bokhtorî, da pie, en primer lugar, a una evocación de los temas esenciales; el orden de parentesco espiritual determinado por el nacimiento iniciático invierte la relación de parentesco natural; la vida a la que ese parentesco hace nacer es una vida imperecedera. Conducido por Abû Mâlik, el pequeño grupo se presenta pues en casa del shaykh al-Bokhtorî. Se intercambian saludos y se disponen a la conversación. - Abû Mâlik: ¡Oh Abû Sâlih (padre de Sâlih)! ¿Cómo está tu hijo Sâlih? ¿Dónde se encuentra? - El shaykh al-Bokhtorî: En verdad, es Sâlih el que es ahora mi padre, y yo soy su hijo; Sâlih está con su Señor (el skaykh quiere decir que está meditando). - Abû Mâlik: (no entendiendo el sentido de estas últimas palabras) murmura piadosamente: "Somos de Dios y volvemos a Dios" (Qorán 2,151). ¿Acaso Sâlih ha muerto? - El shaykh al-Bokhtorî: ¡Oh, no! Sâlih no ha muerto ni morirá jamás; está vivo para toda la eternidad.
Mediante el intercambio de algunas frases, el autor ha dejado constancia, por una parte, de la maravillosa inversión de relaciones naturales acaecida entre padre e hijo, merced a la nueva filiación que establecen entre ellos sus respectivos nacimientos espirituales. Sâlih ha conducido a su padre a la da'wat, a lo esotérico; le ha dado la vida. Así pues, en el plano del Malakût o mundo espiritual, los papeles se invierten: el hijo se convierte en padre, mientras que el padre se convierte en hijo (piénsese en la denominación atribuida a Fátima, la hija del Profeta, como Omm abî-hâ, "madre de su padre"). Ya anteriormente Sâlih había dejado entender a su padre por medio de alusiones esta inversión de su relación natural. Por otra parte, al malentendido de Abû Mâlik, el shaykh responde con lo que, como ya sabemos, es la idea dominante de la gnosis ismailí: la resurrección de los muertos, el nacimiento iniciático que hace nacer a la vida en el sentido verdadero, a la vida del mundo espiritual, protegiendo para siempre al iniciado del peligro de la segunda muerte. Pues fuera del fenómeno biológico que podemos denominar exitus, sólo los vivientes en sentido verdadero, es decir, los resucitados, salen efectivamente de este mundo. La triunfal afirmación del shaykh alBokhtorî nos hace comprender que la iniciación ismailí opera una "teúrgia espiritual", lo mismo
que en la comunidad antaño agrupada en torno a los Oracula Chaldaïca, donde la iniciación era vivida como un "sacramento de inmortalidad". También la gnosis es esto, un conocimiento salvífico que proporciona la vida inmortal.
Ante estas paradojas gnósticas, Abû Mâlik tiene el presentimiento de encontrarse ante un secreto extraordinario. Su interlocutor lo adivina.
- El shaykh al-Bokhtorî: ¡Oh Abû Mâlik! Sé consciente de lo que haces; sé firme en tu busca, pues estás al comienzo de la prueba. - Abû Mâlik: Dices la verdad. Los primeros pasos en la verdad son una prueba. Mi búsqueda es la del Hombre justo (al-'abd al-sâlih). - El shaykh al-Bokhtorî: (haciendo un juego de palabras con el nombre de su hijo): no hay camino que conduzca ahí. Pero ¿quizá te refieres a mi hijo Sâlih? - Abû Mâlik: Sí.
Entonces el shaykh se apresura a ir a informar a su hijo. Después de una breve invocación: "¡Oh Dios mío! Abre en tus servidores los oídos de su corazón, que tu Misericordia les guíe hacia el objeto de su Demanda", Sâlih hace poner en orden rápidamente el salón de recepción y se invita a los visitantes a pasar a él. Una vez procedido a los gestos y palabras de cortesía (Sâlih se disculpa afirmando que él mismo habría debido adelantarse haciendo una visita a Abû Mâlik), se entabla el verdadero diálogo, no sin cierta dificultad. Dos Demandas marchan al encuentro una de otra: Abû Mâlik está en la Demanda de la gnosis; Sâlih, en la Demanda del heredero legítimo de esa gnosis, de aquel al que debe resucitar de entre los muertos. Es preciso pues que el encuentro se produzca, pero para ello es necesario que Abû Mâlik sea conducido al terreno de la verdadera pregunta: ¿En qué consiste la búsqueda auténtica, la Demanda? ¿Qué es de aquellos que la rechazan o la ignoran? ¿Qué es la religión en sentido verdadero, es decir, en el sentido que le da el esoterista? En ese momento el diálogo podrá orientarse hacia su conclusión.
Sâlih se sorprende de que Abû Mâlik le haya saludado como si fuera un profeta, un "avisador" (nadhîr) enviado en misión por el cielo.
- Sâlih: ¿Es con actitud de desconfianza como has venido a mí, oh Cubo de los sabios? ¿O bien con espíritu de conformismo (moqallidan)? ¿Si así fuera, qué sería de tu perfecta inteligencia, de la eminente sagacidad que sabemos posees? (Dicho de otro modo: ¿cómo puedes plantearte el adherirte
a la opinión profesada por otro?) - Abû Mâlik: Tu rango está más allá de toda sospecha, y los asuntos religiosos (Dîn) están por encima de todo conformismo (taqlîd). - Sâlih: ¿Cómo me atribuyes entonces la condición de "avisador", cuando éste es un profeta, y el profeta es un testigo ante Dios en favor o en contra de sus criaturas? (según que éstas acepten o rechacen su mensaje; ahora bien, tú y tus amigos, os habéis mantenido hasta ahora al margen de este mensaje; nada tengo pues que testimoniar ni a vuestro favor ni en contra vuestra). - Abû Mâlik: Dices la verdad ... Pero al menos hemos reconocido la excelencia de la búsqueda. Así hemos comenzado por ponernos a la búsqueda (o a la Demanda) de ti. Hemos puesto en ti nuestra esperanza como objeto de nuestra Demanda. Accede pues a prestar atención a nuestra búsqueda. - Sâlih: ¡Oh Abû Mâlik! Desde el momento en que has comprendido la excelencia de la búsqueda, has reconocido el derecho por el que se impone a ti (dicho de otro modo: el deber que te impone el derecho que ella tiene sobre ti). - Abû Mâlik: ¿Y cuál es su derecho? - Sâlih: Tiene derecho a que comprendas sus diversas modalidades y persigas aquella que propiamente te corresponda (si no, ¿cómo pretendes ser un buscador?).
Aquí Sâlih se ve en la obligación de explicar a Abû Mâlik los tres modos o aspectos de la búsqueda, de la Demanda. Está el buscador que sabe, está el buscador que aprende a conocer y está el buscador que desea aprender. La fortuna es el tesoro de las gentes de este mundo (ahl al-donyâ); el conocimiento, la gnosis, es el tesoro de las gentes del ultramundo (ahl al-âkhira). Así como la búsqueda de las riquezas de este mundo se presenta bajo tres aspectos, lo mismo la búsqueda de la gnosis religiosa (talab al-Dîn, la Demanda de la gnosis) y de los tesoros del ultramundo es de tres clases: 1) Hay un buscador que posee ya el conocimiento (tâlib 'ârif, el gnóstico perfecto). Es el sabio divino ('âlim rabbânî, el theo-sophos), que busca a los muertos por la ignorancia y la inconsciencia, a fin de resucitarlos por su conocimiento, por la gnosis (reconocemos aquí el gran tema de la espiritualidad ismailí: la resurrección de los muertos, en el verdadero sentido de la muerte. El buscador que ha alcanzado la gnosis, busca en adelante a aquellos a los que debe resucitar por el Espíritu de la vida al sentido verdadero, a fin de que la "segunda muerte" no tenga ya poder sobre ellos. Como ha dicho el shaykh al-Bokhtorî: "Sâlih jamás morirá". Esta Demanda es eo ipso la del heredero a quien transmitir el legado confiado, pues este legado no puede ser transmitido más que a alguien que esté vivo en el sentido verdadero. 2) Hay un buscador que está aprendiendo a conocer, es el aprendiz (mota'allim) que ya ha accedido a ciertos grados del Conocimiento y que trata de llegar hasta el final. 3) Está el buscador que aspira a convertirse en aprendiz; es el ignorante que ha tomado conciencia de su ignorancia y que no tiene otro conocimiento que su conciencia de ser un pobre. Busca entonces a aquellos que saben, a fin de aprender. Éstos son los tres aspectos de la Demanda y la triple condición de quienes entran en ella (al-tâlibûn).
- Abû Mâlik: Por lo que a mí respecta, soy el buscador que aspira a aprender, el que no sabe nada, aunque he sabido ya que soy pobre. Enséñame entonces (puesto que la función del dâ'ì ismailí consiste esencialmente en proponer y ejercer esa "hospitalidad" espiritual). - Sâlih: ¿Lo has sabido o lo has comprendido? - Abû Mâlik: ¿Qué diferencia existe entre lo uno y lo otro? (entre 'ilm y ma'rifat). - Sâlih: Saber, es recibir una información procedente de otra persona. Comprender algo es verlo uno mismo con sus propios ojos.
Y, antes de pasar a esbozar lo que podríamos llamar una fenomenología de la ignorancia como angustia, trasponiendo al plano espiritual el sentido de la pobreza, Sâlih precisa: el primer caso no implica, en el que ignora, ningún conocimiento previo de su ignorancia. Encuentra un día a alguien que sabe y que le informa de lo que ignora. Solamente entonces sabe que antes era un ignorante, mientras que el segundo caso, el de la "comprensión" personal, es el del hombre que conoce su pobreza; en ningún momento ignora que es un ignorante.
- Sâlih: (Aquel que ha comprendido su propia ignorancia) pregunta sobre algo que no conoce, e ignora la respuesta. Su corazón está sumido en la angustia a causa de la ignorancia, y no espera apaciguamiento más que por el conocimiento de lo que ignora. Por eso su ignorancia es desde ese momento conocimiento, pues le revela su indigencia, y esa indigencia es su angustia, y es la angustia lo que obliga al hombre a buscar el vasto espacio, la inmensidad de la altura (si'at al-'olow), y esto es el Conocimiento, la gnosis, pues el conocimiento es inmensidad. A partir de ahí, sí, has comprendido que eres un pobre. (No es, pues, una información exterior lo que te hace comprender, sino la conciencia de una miseria interior de la que debes salir a toda costa). - Abû Mâlik: Todo lo que acabas de describir, lo experimento en mí mismo. He comprendido ya que soy un pobre, que estoy en una indigencia extrema. Así pues, compensa mi miseria con tu abundancia. - Sâlih: Temo que vas demasiado deprisa. - Abû Mâlik: Es la angustia de mi miseria lo que me empuja. Por eso me apresuro. He comprendido la excelencia del vasto espacio. Entonces busco ... Tu preeminencia no constituye ninguna duda para mí, por eso me he dirigido a ti. Tú propones el sentido oculto, por eso es a ti a quien busco.
Pero Sâlih atempera el ardor de su nuevo discípulo, a fin de probarlo.
- Sâlih:¿De dónde proviene la certeza de que yo sea el objeto de tu Demanda y la persona a la que debas dirigirte? Ningún doctor en ciencia de la profecía ('âlim bi'l-nobowwat) te ha hablado de mí. ¿No aspiras todavía en tu búsqueda a la comodidad del taqlîd?
Sâlih es verdaderamente un maestro ismailí en psicología. En términos de psicoterapia moderna, diríamos que no quiere de ningún modo que Abû Mâlik "proyecte" nada sobre él o realice una "transferencia". Se da cuenta perfectamente de que Abû Mâlik no tiene todavía el verdadero espíritu de la búsqueda, de la Demanda; aún lleva trazas del espíritu del taqlîd (conformismo); busca, pero todavía busca una autoridad. Ahora bien, la gnosis no es un taqlîd, un conformismo, una adhesión a un dogma. Por el contrario, consiste precisamente en escapar al taqlâd; de ahí la pedagogía ismailí, no dogmática sino íntegramente hermenéutica. La iniciación que es la potestas clavium del Imam, no impone un dogma; inicia a lo esotérico del dogma.
No obstante esta reserva, Abû Mâlik está encantado de lo que oye. Hay aquiescencia por su parte, sin darse cuenta de que existe un pequeño malentendido; cuando oye a Sâlih hablar de las falsificaciones que han sustituido las piedras preciosas por bisutería, no comprende todavía que los falsificadores son los hombres de la religión puramente exotérica que él mismo ha profesado hasta ese momento, si bien, ciertamente, con toda rectitud. Por eso él mismo cree estar en posesión de una joya (¡aunque pretenda confesar su pobreza!). Pide a Sâlih que le muestre la suya, a fin de valorar la superioridad de ésta. Pero, a juicio de Sâlih, los lapidarios se han pronunciado ya sobre la pretendida joya que no pasa de ser mera bisutería. Así ocurre con el Conocimiento; no es un conocimiento confirmado hasta que no ha sido aceptado por aquel que tiene la ciencia de la fisiognomía.
- Abû Mâlik: Ciertamente, pero ya no conocemos especialistas de esta ciencia en nuestros días; el tiempo de los profetas ha pasado. La revelación divina por los Libros ha terminado y ningún profeta ha sido prometido a los hombres para los tiempos venideros. Las comunidades del Libro no profesan ya (no tienen ya otra religión) que la de las tradiciones históricas (riwâyât).
El bueno de Mâlik no se da cuenta de que pone así el dedo en la llaga, el secreto de donde va a brotar el torrente que arrastra toda la limitación impuesta al tiempo de los profetas. El problema de las "religiones del Libro", del Verbo divino revelado en los libros santos, es el problema planteado al principio. ¿Está cerrada la Revelación divina? Y si lo está, ¿quiere esto decir que la Palabra está perdida? Y si la Revelación está cerrada sin que la palabra esté perdida, ¿no es necesario que el Espíritu haga aflorar perpetuamente su sentido oculto? Esta eclosión es el ta'wîl, la Palabra perpetuamente recuperada, y en eso consiste toda la gnosis ismailí. Nuestro relato iniciático no puede admitir que el tiempo de los profetas haya sencillamente terminado. A partir de aquí nos encaminamos hacia el desenlace dramático del diálogo. La humanidad no puede pasar sin profetas. ¿Qué ocurriría si fuese verdad que el último profeta hubiese venido ya y si la Revelación estuviese en lo sucesivo cerrada? Y de no ser así ¿qué ocurre entonces con el dogma del Islam exotérico?
Sâlih, como perfecto dâ'î ismailí, comienza por diferenciar gnosis y fe histórica. "Toda religión que se profesa pura y simplemente como mera recepción de la transmisión histórica (riwâyât) no merece el nombre de Religión (Dîn)". De ella diríamos que es lo que Lutero llamaba fides historica seu mortua. En términos ismailíes, esa religión es el muerto que hay que resucitar. Sâlih va a utilizar un argumento ad hominem. ¿No hay a menudo desacuerdos entre los riwâyât de la tradición histórica? ¿Quién los resolverá? "Lo que se encuentra en los Libros", responde Abû Mâlik. Pero ¿quién hará su análisis y su síntesis? Sâlih ha sido testigo de situaciones en las que el propio Abû Mâlik, incapaz de decidirse entre opiniones diferentes, debía despedir a algún desdichado consultante, perplejo y desorientado. Abû Mâlik pronuncia entonces una frase de desencanto, una frase terrible en verdad, que no resuena solamente en el Islam del siglo X, sino que sus ecos se propagan por todas partes a través de los siglos.
- Abû Mâlik: No hacemos sino aferrarnos al nombre de la religión. - Sâlih: ¿Pero qué es la religión según tú? - Abû Mâlik: (que hasta aquí tiene la buena conciencia de un doctor en derecho canónico): Son los mandamientos y las prohibiciones, lo lícito y lo ilícito, las costumbres y las obligaciones. - Sâlih: Entonces, según tú, ¿la religión no es nada más que eso?
El instante es patético. La respuesta va a decidir entre el poder legalista del Islam exotérico y la espiritualidad del Islam esotérico de la gnosis. Abû Mâlik mantiene los ojos bajos, reflexionando sobre qué es lo que queda si la religión es desprovista de su contenido, si "no nos aferramos más que a un nombre" vacío de sentido. Luego, vuelve a levantar la cabeza. - Abû Mâlik: No sé si todavía me queda algo. Pero entonces, según tú, ¿qué es la religión?
La respuesta se nos da con ciertos tonos líricos: - Sâlih: La religión (la que es sabiduría divina esotérica, theo-sophia), es un velo que constituye la más segura protección contra los corruptores, pero sus puertas están abiertas a los buscadores. Se distingue por su prioridad aquel que la procura. Se consagra a lo mejor aquel que la busca (...) Es el vínculo entre la Tierra y el Cielo, un vínculo continuo y sin ruptura. Es el asidero de quienes a él se agarran, el cable de los que buscan un refugio. Es el Arca de la Sakîna (tâbût al-Sakîna), el Arca de la salvación, la Luz de la vida.
Estas últimas expresiones son llamativas: Tâbût al-Sakîna. Tâbût es el Arca de la Alianza. Aquí, en mi opinión, es preciso dar a la palabra Sakîna un sentido mucho más preciso que el que tiene corrientemente en árabe: quietud, reposo del alma. Creo que esta palabra significa para el gnóstico ismailí lo mismo que su equivalente Shekhina en la gnosis hebrea, la "Presencia divina". En cuanto al "Arca de salvación", la expresión se refiere al arca de Noé. Para los ismailíes, es la cofradía esotérica, la da'wat. Para los shiítas en general, es el pleroma de los Imames. La "Luz de la vida", por su parte, es la de la vida contra la cual la "segunda muerte" carece de poder. Daría la impresión de que la extraordinaria "llamada" (da'wat) de Sâlih, fuera en realidad una "llamada" dirigida a todas las "comunidades del Libro" surgidas de la tradición abrahámica, como si preludiara lo que más adelante llamaremos el ecumenismo del esoterismo. Es esto lo que sin duda presiente Abû Mâlik, desconcertado por el discurso de Sâlih.
- Abû Mâlik: Si debe existir algún día una religión con la que Dios quiera que se le honre, responderá, sin duda, a la descripción que tú acabas de dar. Pero, ¿y mientras tanto? ... Para el dâ'î ismailí no hay por qué esperar. - Sâlih: ¡Oh, Abû Mâlik! pon tu luz en el nicho de tu intelecto, e intenta comprender lo que se quiere de ti ... Y, esta vez, Abû Mâlik comprende. - Abû Mâlik: No me queda pues sino conocer a qué a lo que tú llamas.
O, lo que es igual, conocer la da'wat ismailí, esa "convocatoria" que comenzó en el cielo con la "llamada" de la primera de las Inteligencias querubínicas y cuya forma final sobre la tierra no es otra que la "convocatoria ismailí". La conversión de Abû Mâlik va por buen camino.
VI. El tiempo de los profetas no ha terminado todavía.
Nos encaminamos ahora hacia el desenlace, estaríamos tentados de decir que hacia la explosión final del diálogo. Señalemos por anticipado los hitos que marcan el camino: Sâlih comienza por explicar a Abû Mâlik que aquello a lo que él "llama" es a reconocer la equidad divina. Esto parece una formulación inofensiva y perfectamente conforme con el dogma islámico más exotérico. Pero ceder a esta apariencia sería caer en la trampa del malentendido que engendran habitualmente las palabras del esoterista, tal como las entiende la teología exotérica. Pues no se trata de la justicia divina como atributo moral de un Dios abstracto que toda la teología islámica está de acuerdo en profesar. La teosofía esotérica del shiísmo afirma que la Esencia divina en su transcendencia no puede recibir ni Nombre ni Atributo. De hecho, como lo afirman numerosos hadîth, los Imames o los "Amigos de Dios" son los soportes o los sujetos de dichos Nombres y Atributos. La cuestión se plantea, pues, de este modo: cuando se habla de la equidad divina, ¿cuáles son los soportes reales de esta equidad, los que constituyen su acto y su manifestación? Además, es con la condición de plantear así la pregunta como se comprenderá de qué modo la idea de la equidad divina nos permite responder a esta otra cuestión: ¿está o no está perdida la Palabra? ¿Está cerrada la Revelación divina y la humanidad no tiene ya nada que esperar, o tal vez hay todavía motivos para estar a la espera? Sigamos, pues, el desarrollo del diálogo con sus peripecias imprevistas.
De entrada, Abû Mâlik se declara de acuerdo. ¿La equidad divina? Ciertamente también él la profesa con toda su fe. Pero Sâlih le pone en guardia de inmediato: "No se trata de lo que tú te imaginas, oh Abû Mâlik". En lo que piensa Abû Mâlik es, en efecto, en la cualificación atribuida a Dios por un monoteísmo abstracto, sin conocimiento real de lo que se describe, es decir, sin consciencia de por qué Dios puede manifestarse a nosotros bajo ese aspecto, y de qué nos hace posible hablar de su equidad. Abû Mâlik se siente entonces desconcertado: si la tesis de quienes profesan la Unidad (tawhîd) y la equidad divina está degenerada y corrompida, no puede haber sobre la tierra, piensa él, ninguna verdad firme, a menos que el sentido, la Idea (ma'nâ), de ese tawhîd y esa equidad sean algo muy distinto a lo que afirman los discursos pronunciados en cualquier parte. ¡Pues sí! Justamente se trata de eso; si así no fuera, no habría drama de la Palabra perdida. Ciertamente, no son ni la Unidad ni la equidad divinas las que están corrompidas, pues por esencia son incorruptibles en sí mismas. Son los discursos que pronuncian los hombres sobre una y otra los que corrompen la tesis que profesan.
Abû Mâlik profesa, por supuesto, la doctrina exotérica más edificante: "Afirmo que Dios es único. Nada hay semejante a él. Es equitativo. No impone a los hombres cargas que éstos no puedan soportar". Pero Sâlik le interrumpe: todo lo que está diciendo Abû Mâlik podrá ser muy edificante, pero los nombres y atributos que enuncia sobre Dios son tan abstractos como inútiles. Es exactamente como si afirmara, por ejemplo: el fuego es caliente. Es verdad. Pero ¿para qué sirve si
no hay nada que calentar ni nada que cocer? Si el nombre ocupara el lugar de la realidad nombrada, el solo hecho de mencionar el fuego bastaría para quemar la lengua. Ahora bien, Abû Mâlik lo ha confesado hace un momento: "No hacemos sino aferrarnos al nombre de la religión". Así pues, ¿cómo se ha caído en lo que podríamos llamar un "nominalismo" puro y simple? Pero este nominalismo, cuando se trata de Dios, es sin duda el de la Palabra perdida. Debería ser así cuando hablamos de Dios, si la Palabra no estuviera perdida, como sería el caso si la sola mención del fuego bastara para quemarnos la lengua. Por eso Sâlih pregunta a Abû Mâlik: "¿Has oído, nada más, hablar del fuego, o has sentido realmente la quemadura del fuego?".
Siguiendo con su razonamiento, Sâlih propone a Abû Mâlik un pequeño ejercicio sobre la grafía árabe de la palabra ALLH (Allâh), en la que la alif inicial está aislada, sin ligadura, mientras las tres letras restantes están unidas entre sí en la escritura por medio de un trazo. ¿Alguna de estas letras es Allâh? ¿Cuál? ¿O lo son todas en su conjunto? ¿O bien son nada más un indicio que señala hacia Allâh? ¿Cuál es el Nombre? ¿Quién es el Nombrado? ¿A cuál de los dos se dirige tu culto? ¿Qué es lo que establece la diferencia entre el Nombre y lo Nombrado? Abrumado por estas preguntas, Abû Mâlik pierde un poco la cabeza. Intenta una escapada edificante como lo han hecho todos los catecismos del mundo al hablar del Dios cognoscible en sus obras. Pero Sâlih le reconduce de nuevo al problema: nada de huidas hacia la analogía; no hay analogía entre la obra de un artesano y la creación divina. Abû Mâlik no ha sido testigo de ésta. En la relación entre un sujeto y la cualificación que recibe, la cualificación preexiste lógicamente al sujeto, puesto que su campo de aplicación supera a éste y puede ser atribuida a otros. Imposible alcanzar por esta vía la realidad profunda en singular, la de una individualidad angélica o una individualidad humana (digamos que nos haría falta, por ejemplo, percibir directamente en su singularidad la socratidad de Sócrates, la mikaelidad de Mikael, etc.). No, la relación del sujeto divino con sus atributos no es la relación de un sujeto con los conceptos generales de la Lógica. Forzado a dar alguna respuesta, el pobre Abû Mâlik baja la cabeza murmurando: "Esta vez la Palabra se ha ido (...). La palabra supone un sujeto que habla, un sujeto cualificado por el discurso. Ahora bien, Dios transciende todo atributo". Ésta es toda la cuestión: ¿cuál es el sujeto de esos atributos?
Aprovechando su ventaja, Sâlih insiste (resumimos a grandes trazos toda una argumentación dialogada). ¿Podrá lo Sublime Indecible dejar a sus fieles en la ignorancia de lo que exige de ellos, o incluso exigir de ellos lo imposible? Ahora bien, Dios no los ha creado en el estado de sabios, sino tal como vienen al mundo, como ignorantes que nada saben. Es preciso pues que esta ignorancia sea compensada, equilibrada por un contrapeso, que no puede ser más que un conocimiento directamente inspirado por Dios ('ilm ladonî). Ahora bien, los seres humanos a quienes ese conocimiento es inspirado son aquellos a los que se llama "Amigos de Dios", y son ellos los que hacen contrapeso a la carencia de la criatura humana, y es en esto en lo que consiste la equidad divina: en suscitar los contrapesos que equilibran la ignorancia de los hombres. La equidad divina no es el atributo moral de una abstracta entidad suprema. No tendríamos ninguna razón, ninguna prueba, para conferirle un determinado atributo, fuera el que fuese, más bien que su contrario. En suma, lo único que conocemos de la equidad divina son los Amigos de Dios, suscitados para hacer contrapeso. Los Amigos de Dios son esa equidad divina, el secreto del misterioso equilibrio en el que esa equidad consiste. Por eso los Amigos de Dios, los contrapesos divinos, serán objeto de la misma veneración que el propio Dios, puesto que por ellos el Verbo divino, aunque indecible, es proferido en un Verbo humano, audible y comprensible, y bajo este
Verbo humano puede ser recuperado el sentido oculto que es el Verbo divino.
Todos han tenido el mismo conocimiento de lo Invisible, aunque hay entre ellos un cierto orden de preferencia, según que ese conocimiento les haya sido dado como tanzîl, en el acto de "hacer descender" la Revelación divina hacia los hombres con su revestimiento literal, y éste es el caso de los profetas que han aportado un Libro, o según que el conocimiento les haya sido dado como ta'wîl, la hermenéutica que al descubrir el sentido oculto "reconduce" la palabra a su arquetipo, y éste es el caso de los Imames. Lo que se nos muestra como capital y original, en relación a los textos shiítas clásicos, en el discurso de Sâlih es que el ta'wîl es puesto en pleno pie de igualdad con el tanzîl, apelando a que la fuente de ambos es la revelación divina.
Ciertamente hay un orden de prioridad, basado en el hecho de que ta'wîl presupone el tanzîl, lo mismo que lo esotérico presupone lo exotérico; pero es esto sólo, y nada más, lo que determina la prioridad del profeta "hablando" la letra de la Revelación, "hablando el Libro", sobre el Imam "que habla la hermenéutica" (como "Libro que habla"). Y éste es un punto que Abû Mâlik tiene en principio una cierta dificultad en comprender. Sâlih le recuerda el caso de la preeminencia de Abraham: la revelación de que posteriormente fueron objeto Ismael e Isaac presuponía la revelación a Abraham.
Desde ahora podemos decir que si el tanzîl supone necesariamente el ta'wîl, es decir, si la Revelación literal de los profetas supone necesariamente la hermenéutica espiritual de los Imames y esto es lo que profesa toda la gnosis shiíta- nunca las criaturas están totalmente separadas de la Revelación divina, jamás los contrapesos a la ignorancia están ausentes y, por consiguiente, jamás la ignorancia es lícita, lo que significa que jamás es lícito decir que la Palabra está perdida. Éste es el punto capital de la concepción ismailí (al menos en tanto que la da'wat conserve su vitalidad) y, en sentido amplio, la concepción de toda la gnosis y la gnoseología shiítas. Los Amigos de Dios son los mediadores del Verbo; gracias a ellos el Verbo permanece entre los hombres. Por eso el ta'wîl es promovido aquí al rango de conocimiento inspirado. En efecto, si el ta'wîl no es una interpretación alegórica y arbitraria es porque postula, al igual que el tanzîl, una inspiración divina. Sólo para aquellos que rechazan el ta'wîl, la hermenéutica espiritual de los símbolos, la vía anagógica del sentido esotérico, está perdida la Palabra. El ta'wîl forma pues parte integrante del "fenómeno del Libro santo revelado". Y esto me parece capital para comprender tanto la suerte de la gnosis shiíta en el conjunto del mundo islámico, como la suerte de la hermenéutica espiritual en las tres ramas de la tradición abrahámica.
Las declaraciones de Sâlih no pueden ser más clarificadoras:
- Sâlih: La hermenéutica espiritual (sâhib al-ta'wîl) aporta con su ta'wîl (su hermenéutica) un conocimiento que viene del Cielo y una explicación (bayân) que procede del Pleroma supremo; se le ha rendido testimonio en el propio Libro. - Abû Mâlik (encadenando): Doy pues testimonio de aquello de lo que dan testimonio los Libros revelados, a saber, que el tanzîl (revelación literal) atestigua que cada ta'wîl (hermenéutica espiritual) es una revelación que viene de Dios (wahy min 'inda'llâh); de lo contrario, habría que desmentir a todos los Libros y a todos los enviados, puesto que su sentido oculto (ma'nâ) es el mismo y el único para todos.
Y es en este equilibrio donde se afirma la equidad divina. La hermenéutica de los símbolos proporciona, pues, su fundamento al ecumenismo del esoterismo. Además, esta hermenéutica, al plantear una inspiración divina, plantea eo ipso que el tiempo de los profetas no está cerrado. Nos encaminamos así hacia el desenlace del diálogo que se anuncia desde
lejos. Abû Mâlik va a plantear una pregunta escabrosa, ardiente, inaudita, si se la refiere a las posiciones del Islam oficial.
- Abû Mâlik: ¿Cómo, entonces, todas esas gentes falsifican el mensaje de los profetas en sus asambleas y proclaman que después del suyo no vendrá ya más profeta ni avisador, y que son ellos los encargados de velar por la religión de Dios? Tú, Sâlih, afirmas algo distinto. ¿Cómo es que los doctores ('olamâ) de la comunidad no han reflexionado sobre esta cuestión? - Sâlih: No es que no lo hayan hecho, pero su reflexión no era lo que hubiera debido ser y nadie les ha hablado del asunto. Le han prestado atención, pero con la convicción impresa en su corazón de que después del suyo no habría ya más profetas; lo mismo hicieron antes que ellos los que engañaron a los pueblos antiguos, pues todos los pueblos han creído que después de su profeta no habría otros profetas.
De ahora en adelante presentimos que es todo el Islam oficial, la religión exotérica de la Ley, lo que se está poniendo en cuestión, y la iniciación de Abû Mâlik como uno de los posibles herederos del "legado confiado" adquiere una resonancia dramática. Abû Mâlik pregunta cómo ha comenzado todo eso, cuál es el origen de semejante impostura. Sâlih le responde con todo un curso de historia de las religiones, abriéndole de par en par la perspectiva de la teosofía ismailí de la hierohistoria: el gran combate contra la esclerosis de la que son responsables los doctores de la Ley que se negaron a reconocer a los Amigos de Dios (los santos Imames), y la protesta contra la asfixia del Verbo deseada por quienes secuestraron la inspiración divina. Es esta protesta lo que nos sugerirá, para terminar, la ida de un estudio comparativo, en profundidad, con la protesta paralela, desarrollada en el ámbito de la cristiandad, por los joaquinitas en los siglos XII y XIII. La tarea desbordaría los límites de una simple historia comparada; como lo pone de manifiesto Sâlih, se trata de una perpetua recurrencia cuyo sentido es completamente interior y no puede ser captado, al parecer, más que por una hermenéutica tipológica que identifique las recurrencias y los papeles de las mismas dramatis personae.
- Sâlih: En todas las épocas la situación ha tenido un origen semejante: un Satán rebelde, un elemento orgulloso y obstinado, un doctor de la Ley (faqîh) hipócrita. Querían amputar los vestigios de los profetas de las virtudes propias al mensaje profético y constituir entre ellos un Estado (dawlat, un poder temporal); pero no podían lograrlo sino a condición de impregnar los corazones con la convicción profesada por todos los pueblos, a saber, que Dios no suscitaría más profeta después del suyo, y que después de ése, el último, no habría ya más profeta ni avisador enviado del Cielo (...) Así cada pueblo se aferró a su profeta, desautorizando por adelantado al que vendría después (...) Así, por esta errónea convicción, la idea de la misión profética y de las instituciones de los profetas como integrantes de un conjunto ha sido destruida en todos los pueblos (...) Los poderosos han dispuesto de poder para matar a los profetas, y los han matado (...) Y todo eso porque los corazones de los hombres no se vuelven hacia los profetas cuando éstos se manifiestan, y no los buscan, cuando están ausentes. Aunque la desesperación les empuje hacia los profetas, en el momento en que éstos les llaman públicamente al Verdadero (Haqq), los niegan. Y los profetas son asesinados ante ellos, sin que hagan nada por defenderlos.
Aquí, es preciso tener presente el esquema ismailí de la hierohistoria tal como la recordábamos al comienzo, es decir, representarnos, como lo hacía Nâsir-e Khosraw y como lo hace aquí Sâlih, la sucesión de las grandes religiones en el orden del hexaemeron: cada gran religión aparece sucesivamente en cada uno de los seis "días" (seis épocas) de la creación del cosmos religioso (es la misma enseñanza que Sâlih recibe de su iniciador desde el comienzo). Los mazdeos aparecieron el tercer día; los judíos, el cuarto; los cristianos el quinto; los musulmanes, el sexto. Este esquema permite concebir las grandes religiones como parte integrante del conjunto del hierocosmos. Ahora bien, en lugar de verlo de este modo, cada uno ha querido detener en su propio día la creación del cosmos religioso. Todos han pretendido que la creación ("la historia de las religiones", podríamos decir) se detuviera con ellos. Sâlih prosigue así su requisitoria: los mazdeos se atrincheraron en sus santuarios del Fuego; después de su profeta (Zoroastro) no habría más profetas, decían. Los judíos han afirmado que no habría más enviado de Dios después de Moisés. Los cristianos, el pueblo del Evangelio (Ahl al-Injîl), imaginándose a su profeta como el propio Dios en persona, han buscado la aproximación divina por la Cruz, y han pretendido que Dios no propondría ningún otro Enviado después de Jesús.
Hasta aquí, todo musulmán podría todavía entender estas afirmaciones, pero es probable que sintiera que el suelo se abría bajo sus pies, prestando oídos a la intrépida vehemencia que vibra en la continuación de la requisitoria de Sâlih.
- Sâlih: Y vosotros, los musulmanes, no habéis hecho sino seguir el camino de los que os han precedido. Vuestra comunidad ha heredado el Libro (el Qorán) de gentes indignas; ha seguido a unos guías arribistas; se ha entregado al servicio de maestros que le extravían; se ha envilecido ante unos doctores de la Ley llenos de orgullo (...) Los musulmanes han mostrado su común acuerdo en aceptar a estos últimos, seguros y ciertos de tener necesidad de ellos y de poder prescindir de los otros, para afirmar que, después de su profeta (Mohammad), Dios no suscitará más Enviado ni avisador. Y tú, Abû Mâlik, y tus semejantes, habéis seguido la tesis de la aplastante mayoría; habéis sido subyugados por la amplitud del consensus y por la violencia de los soberanos de este mundo; habéis aceptado todo esto y lo habéis adornado con la belleza de vuestros discursos (...) Habéis seguido, por miedo, a hombres orgullosos inferiores a vosotros, y otros a su vez os han seguido con diligencia, creyendo que ésa era la verdad. Si hay que juzgar a esta comunidad (el Islam) por lo que ella misma ha decidido contra Dios, colocando una barrera entre las criaturas y las pruebas divinas (es decir, entre las criaturas y los Amigos de Dios, contrapesos divinos y hermeneutas de la Palabra), juzgarla marcándola con una característica única, ¡pues bien! yo diría que los pueblos anteriores (mazdeos, judíos, cristianos) se han ajustado a la verdad en mayor medida que vosotros, musulmanes, por las tres marcas que les imponen como deber testimoniar contra vosotros, y que hace que la veracidad esté forzosamente de su lado, no del vuestro.
Abû Mâlik está sumido en el estupor. Nunca antes se había acercado a un esoterista, shiíta o ismailí, y jamás había oído, de labios de un musulmán, una requisitoria semejante contra el Islam oficial. No puede sino formular tímidamente su pregunta.
- Abû Mâlik: ¿Cuáles son esas tres marcas? - Sâlih: Éstas: 1) Los antiguos "pueblos del Libro" tienen sobre vosotros el privilegio de haberos precedido. 2) Estáis de acuerdo con ellos en reconocer la verdad del mensaje profético que les fue dirigido. 3) Por el contrario, ninguno de ellos ha dado testimonio de vuestro profeta (Mohammad), ni en cuanto a su misión profética, ni en cuanto a la verdad de su mensaje ... Afirman que toda la ciencia que poseéis está tomada de sus propias ciencias, y que son ellos quienes tienen el privilegio de lo auténtico ... Si corresponde a las criaturas pronunciarse sobre el Creador, el juicio de aquellos (mazdeos, judíos, cristianos) se impone por su prioridad. Pero si es al Creador al que toca pronunciarse sobre sus creaciones, pues bien, abroga lo que le place y mantiene lo que quiere, sin que nadie retrase su juicio. Pero entonces ¡no lo dudes! es la pretensión de todos lo que se hunde, la de ellos y la vuestra ... "Está cada día en una condición nueva" (Qorán, 55,29), y no pertenece a nadie desmentir o denegar su acción, incluso si cada día suscita un profeta.
La perorata de Sâlih es explosiva. Supera incluso con mucho todo lo que podemos leer en la literatura ismailí clásica. Por mi parte, nunca he leído hasta ahora nada tan audaz como las palabras puestas por nuestro autor en boca del joven Sâlih. La cuestión es ésta: ¿cómo concordar esta perorata con el dogma oficial del Islam, que plantea que después del "Sello de los profetas", y conforme al propio testimonio de éste, no habrá ya más profetas? Estas palabras nos hacen comprender mejor el sentido del proceso de Sohravardî, Shaykh al-Ishrâq, unos dos siglos más tarde. Ciertamente, los 'olâma de Alepo que propiciaron este proceso no se preocupaban de diferenciar entre la estirpe imámica de los hermeneutas espirituales y la estirpe profética de los
profetas legisladores que habían revelado un Libro, como tampoco lo diferencia, es cierto, la afirmación de Sâlih al hacer proceder en pie de igual tanzîl y ta'wîl de una misma inspiración divina. Pero es precisamente por la ausencia, en este caso, de esa preocupación, por lo que Sâlih se siente tanto más justificado para afirmar triunfalmente que "nunca el Verbo de Dios muere", que nunca está perdida la Palabra para quienes saben buscarla allí donde se encuentra.
Por el momento, la requisitoria de Sâlih deja sumido a Abû Mâlik en tristes reflexiones.
- Abû Mâlik: Así pues, esta comunidad (el Islam) se ha adentrado por una ruta equivocada que le ha llevado muy lejos. - Sâlih: Ciertamente, y esto viene de antiguo. Han privado de su derecho a los Amigos de Dios (los santos Imames) y han frustrado la espera y la esperanza de los hombres. Se han revestido con las apariencias de la piedad y la veracidad, para actuar como hipócritas (...) Y si no hubiera supervivientes entre los Amigos de Dios, entre los contrapesos ('odûl) de Dios en la tierra, la pequeña minoría de los justos no podría aguantar contra toda esa mentira.
La "causa divina" descansa así sobre los Amigos de Dios, los contrapesos divinos a la limitación humana. Hemos puesto de relieve anteriormente la idea shiíta de la imposibilidad de que el Ser divino, en su transcendencia, sea un sujeto receptor de cualificaciones y atributos, cualesquiera que éstos sean. Hemos subrayado que, en realidad, y conforme a la tradición shiíta relativa a los atributos divinos, el sujeto que es soporte del atributo "equidad" es todo el grupo de los amigos de Dios que equilibra la carencia de las criaturas. Encontramos aquí un sorprendente ejemplo de la significatio passiva de que hablan nuestros "gramáticos especulativos" medievales. Se recordará que la hermenéutica del joven Lutero entiende la justicia divina, no como el atributo de una Esencia divina en sí, sino en su significatio passiva, es decir en el sentido de ser la justicia por la que el hombre es hecho justo, por la que el hombre es justificado. Análogamente, aquí la equidad es un atributo divino en el sentido de ser aquello por lo que los Amigos de Dios son transformados en los contrapesos que equilibran la impotencia humana. Sâlih debía partir de este tema para iniciar a Abû Mâlik al secreto de la gnosis ismailí. Mediante la idea de la equidad divina así entendida, conducirá a su neófito a reconocer que el linaje de los Amigos de Dios no se interrumpe jamás. En verdad, nunca ha habido "interregno" ninguno entre los profetas, ni siquiera tras el "Sello de los profetas", puesto que permanece el linaje imámico. Negar la línea imámica y, por tanto, el ministerio hermenéutico de los imames como hermenéutica del Verbo, como hace el Islam sunnita, es eo ipso imputar a Dios una iniquidad y una injusticia de la que el negador es, de hecho, el único responsable. También en lo que a esto atañe, Abû Mâlik tiene mucha dificultad para desembarazarse de sus antiguos hábitos de pensamiento.
- Abû Mâlik: ¿Dónde y cómo encontrar a esos mediadores, a esos Amigos de Dios? ¿Cómo recuperar
su tiempo, ahora, en este tiempo nuestro en el que ya no habrá más profetas? - Sâlih: ¡Oh Abû Mâlik! No haces más que hablar de la equidad divina ... y ahora, después que hemos estado hablando sobre cómo debías entenderla, empiezas otra vez a acusar a Dios de iniquidad y a hacerle responsable de la injusticia. - Abû Mâlik: ¡Dios me libre de tal cosa! No estoy diciendo nada de eso. ¿Cómo pretendes llevarme a semejante conclusión? - Sâlih: Simplemente por tu afirmación de que el tiempo de los profetas ha pasado para ti, y que en tu tiempo, en la época actual, no hay ya ni profeta ni enviado divino. ¿Acaso la misión de los profetas entre los antiguos pueblos era un juego inútil por parte de Dios? ¿No era más bien lo que revelaba su equidad?
No era en absoluto un juego, ciertamente. Y, sin embargo, pregunta Sâlih, ¿no somos servidores de Dios del mismo modo que lo eran los antiguos? ¿Por qué debe cesar su equidad cuando se trata de nosotros? ¿Por qué ya no hay más Amigos de Dios, más contrapesos divinos, entre nosotros como los hubo anteriormente? ¿O es que el don se ha agotado ya y debemos aferrarnos ahora a la verdad del don que Dios dispensó anteriormente a los otros? ¿No debería aplicarse su decisión tanto a unos como a otros, habida cuenta de que no hay mutación para los VERBOS DE DIOS (Kalimât Allâh)? ¿Y quién merecería esta denominación de "contrapeso divino" aparte de los Amigos de Dios, elegidos como tales por una decisión divina que es en sí misma contrapeso, puesto que el hecho mismo de suscitar a esos Amigos de Dios consiste en equilibrar, del mismo modo que es el Verdadero el que hace verídico, el que veri-fica, a aquél que lo enuncia?
Ciertamente, Abû Mâlik comprende ya todo eso; lo afirma, pero constata la ausencia de justos en el tiempo presente, o al menos su ocultación a nuestras miradas, así como también el vacío, el intervalo, el "interregno" de silencio (fatrat) que ha habido entre un profeta y otro; ¿acaso él mismo no está hablando, en ese momento, en ese día, durante uno de esos interregnos?
Es el último error que Sâlih debe extirpar del pensamiento de su discípulo. Responderá evocando las figuras que, según la concepción shiíta, se suceden en el curso de los períodos que integran el ciclo de la profecía. Cada período es inaugurado por un profeta, al que suceden los Imames, de tal modo que no hay nunca un interregno, puesto que el Imam está siempre ahí, ya sea abiertamente y al descubierto, ya sea en la clandestinidad a la que se ve obligado. Abû Mâlik deberá reflexionar sobre ello: ¿qué interregno ha habido después de Abraham, cuando Dios suscitó a Ismael, Isaac, Jacob, José, Jonás, Jethro (Sho'ayb) conduciéndonos hasta Moisés? ¿Qué interregno hubo entre la religión de la Torá y la del Evangelio, si, después de Moisés, Dios suscitó a Josuué, hijo de Nun, Elías, Saúl, David, Salomón, Zacarías y Juan el Bautista (Yahyâ) llevándonos hasta Jesús? Lo mismo ocurrió desde Jesús hasta Mohammad. ¿Dónde, entonces, está el interregno? ¿Cuándo hubo un interregno? Jamás hubo Palabra perdida, jamás existió el silencio de la Palabra, salvo para aquellos que la negaron. La única idea de interregno que puede mantenerse es la que corresponde a períodos como el nuestro, donde el "legado confiado" no puede ser transmitido sino entre peligros y con temor; entonces los Amigos de Dios no están reducidos al silencio, pero "propagan su llamada (da'wat) en secreto y observando estrictamente la disciplina del arcano (ketmân), pues el mundo terrestre jamás puede quedar privado, ni por un solo instante, de aquel que es su contrapeso ante Dios, ya se manifieste pública y abiertamente, ya permanezca oculto e incognito".
Esta última proposición enuncia el supremo secreto del imamismo en la teosofía shiíta, duodecimana o ismailí, compartido por otra parte por los ishrâqîyûn, los "teósofos de la Luz" de la escuela de Sohravardî, al igual que por el esoterismo del sufismo. Plantea la persona del Imam como "polo místico" cuya presencia en este mundo, visible o invisible, conocido o incognito, es condición necesaria para la pervivencia del mundo del hombre. Privado del polo místico que garantiza su existencia aún sin que los hombres lo sepan, este mundo se abismaría en una catástrofe definitiva. Este polo místico es el XII Imam actualmente oculto, en lo que se refiere al shiísmo duodecimano que vive presentemente el tiempo de la ocultación (ghaybat) de su Imam. La concepción es distinta en el ismailismo, que ha conocido sin embargo períodos críticos en los que el Imam debía mantenerse en la clandestinidad (Imâm mastûr). (Diríamos que son tiempos en los que el caballero blanco del Apocalipsis no puede aparecer a los hombres, incapaces de apoyarlo o, más bien, de aceptar su visión). Encontramos ahí un indicio de que nuestro texto es anterior al período fatímida, a menos que haya que encuadrarlo en el grupo de los que rechazaron la paradoja fatímida, la paradoja de una religión esotérica convirtiéndose en religión de Estado. Quizá fue redactado en medio kármata y conserva su tonalidad específica. Sea como fuere, es esta ocultación la que turba todavía a Abû Mâlik y le induce a plantear una pregunta a la que Sâlih dará una respuesta cortante como el filo de una espada.
- Abû Mâlik: ¿Cuál es el sentido de la ocultación (ghaybat) de los Amigos de Dios en nuestro tiempo? ¿Cuál es su causa? (Dicho de otro modo: ¿por qué nos da la impresión de que la palabra está perdida, cuando en realidad se trata sólo de una ocultación?)
- Sâlih: ¿No has oído decir que en el Islam que tú profesas ha habido contrapesos de Dios e hijos de los profetas de Dios a los que se dio muerte por razones religiosas? - Abû Mâlik: Ciertamente, a muchos de ellos se les ha dado muerte. - Sâlih: Entonces, ¿a cuál de los contrapesos de Dios querrías tú ver manifestándose a ti y a tus contemporáneos? ¿Es uno de los muertos, de los asesinados, el que Dios deberá enviaros desde más allá de la muerte, o bien a alguno que se haya visto obligado a huir ante vosotros, y cuyo regreso esperáis para que le den muerte aquellos de los que debió huir? No, la costumbre de Dios respecto a sus profetas y enviados es constante, en cuanto a la paciencia en la clandestinidad, hasta que su juicio se pronuncie sobre sus profetas y su pueblo.
Abû Mâlik no puede sino asentir; no hay ningún deshonor en huir como hizo el joven Moisés por temor al Faraón, pues el deshonor recae no sobre los perseguidos, sino sobre los perseguidores.
Y esto es lo que lleva a Sâlih a proponer a Abû Mâlik un serio examen de conciencia.
- Sâlih: ¿Qué dirías tú, entonces, de los asesinos de los contrapesos de Dios, de los guías que conducen a Dios? ¿Dónde acaban, ellos y sus auxiliares? - Abû Mâlik: En el fuego infernal, como cualquiera que para ellos tiñe de negro un estandarte o incluso les prepara simplemente la tinta (alusión al estandarte negro de los abasidas). - Sâlih: ¿Y qué dicen vuestros doctores de la ley sobre este punto? - Abû Mâlik: Sienten una gran piedad por la víctima, pero no consideran culpable al asesino. - Sâlih: Dices verdad. ¿Y tú te sientes satisfecho de habitar en su imperio, conviviendo con sus ejércitos, codeándote con sus esbirros? Como doctor de la Ley, ¿no has sido hasta ahora su cómplice? ¿No les sirves tú mismo de contrapeso, cuando decides en favor del poder, o cuando, apelando a ellos, eres tú quien obtienes satisfacción? Adornas su injusticia con la diadema de tu equidad. Vistes su jactancia con la túnica de la legalidad religiosa. Y luego te lamentas de que el Amigo de Dios (el Imam) se vea reducido a una situación de ocultación ... Si ayudarais a los Amigos de Dios, podrían manifestarse al descubierto. Si abandonarais a los enemigos de Dios, no podrían imponer su ley ... Por este motivo se ocultan los Amigos de Dios, por precaución ante vosotros y ante todos los que, fanáticos de su Dios, persiguen el poder en este mundo, y se incitan mutuamente a dar muerte a los profetas. Lejos de sentirse culpables por su violencia y su maldad, hacen recaer en Dios su propia iniquidad. Así afirman que Dios no suscitará más profetas después del suyo y declaran lícito el asesinato de los Amigos de Dios. Esta vez el asedio no deja salida a Abû Mâlik. - Abû Mâlik: Sí, tal es sin duda la situación de la comunidad (el Islam) en nuestros días, y eso es lo que ellos dicen. ¿Cuál es entonces la solución a todo eso? ¿Dónde está la salida?
Y solemnemente Abû Mâlik dirige a Sâlih la pregunta decisiva, haciendo eco a la que al comienzo habíamos oído formular al propio Sâlih: ¿Hay para mí un camino hacia la vida?
- Abû Mâlik: En cuanto a mí, me protejo contra el castigo divino volviéndome a Dios, y buscando el camino que lleva hacia él. Concede, pues, este favor a quien te lo pide, a quien solicita ser guiado por el camino recto. ¡Que tu Señor te recompense por ello! - Sâlih: Si ésa es tu actitud, encontrarás a Dios más cerca de ti de lo que tú mismo estás de él ... En cuanto a mí, siempre me encontrarás anhelante por dirigirte por el camino recto.
La escena final es breve. Agotado por este diálogo desconcertante, Sâlih, con los ojos bañados en lágrimas, interrumpe su discurso; ruega a Abû Mâlik y a sus compañeros (a los que se había olvidado un tanto en la tensión de la acción) que pasen a la habitación de su padre. El propio Sâlih se apresura en ir a buscar al Sabio, su "padre espiritual", el que había sido su iniciador, aquel a través del cual había oído la llamada, la da'wat. No se nos dice en qué paraje misterioso reside, pero Sâlih sabe perfectamente cómo encontrarlo. Quiere consultarle sobre la situación planteada con Abû Mâlik y sus compañeros. El Sabio le dice que él es el mejor juez para este caso y le transmite ciertos consejos de pedagogía espiritual. El autor nos da a entender a continuación que, pasado el tiempo necesario de prueba, el Amigo de Dios, es decir el Imam o su sustituto, mostró su aprobación a que les fuera abierto a todos el camino de la salvación, es decir, a que se incorporasen a la fraternidad ismailí. Luego se volvieron hacia su pueblo y, a su vez, se hicieron avisadores, y por medio de ellos Dios pudo guiar hacia su religión a numerosas criaturas. No es ésta -concluye el autor- una historia forjada por la fantasía, sino un testimonio de la Disposición divina que establece la continuidad de sus Enviados y determina los signos que marcan a sus herederos (los Imames), así como los usos que regulan la formación de los aspirantes. Aquí termina el Libro del Sabio y el discípulo.
El autor de nuestro relato iniciático tiene toda la razón. En la historia que ha "puesto en escena", el personaje de Sâlih se nos muestra a lo largo del drama como el héroe-arquetipo de la gnosis ismailí. Su historia es algo más que una historia en el sentido corriente de la palabra; es una historia verdadera porque es ejemplar como una parábola y porque las parábolas, como hemos dicho, son quizá las únicas historias verdaderas. Así entendida, esta historia nos permite formular en un epílogo algunas consideraciones finales.
Epílogo
Como todos los relatos de esta índole, nuestro relato iniciático ismailí del siglo X tiene un significado que no está limitado por la época de su redacción. Lejos de agotarse ahí, su significado desborda el marco del ismailismo en el que nace el relato. Su acción dramática es una "puesta en escena" de la parábola del buscador que parte a la Demanda de la Palabra perdida. Nada tiene de sorprendente que volvamos a encontrar al héroe de esta Demanda espiritual en cualquier lugar en que se dé el mismo "fenómeno del Libro santo revelado", manifestación del Verbo divino modulado como Verbo humano de los profetas.
Esta Demanda, como se expone en este pequeño libro de valor inapreciable, se desarrolla conforme a unas reglas inicialmente propuestas: el buscador está primero en la Demanda de la gnosis; después en la Demanda del heredero legítimo a quien transmitir esa gnosis como legado que le ha sido confiado. Así actúa el sabio persa, el primer personaje en entrar en escena, con Sâlih; así, a su vez, actúa Sâlih con Abû Mâlik y sus compañeros; así, también, actuarán estos últimos respecto a futuros compañeros. De iniciado en iniciado se propaga la "resurrección de los muertos"; de eslabón en eslabón se extiende y se prolonga la silsilat al-'irfân, la "cadena de la gnosis".
Ahora bien, para comprender la situación de estos esoteristas del Islam, hay que considerar que la idea de este legado confiado que debe ser transmitido les conduce a la afirmación de que el tiempo de los profetas no ha terminado, lo que, exotéricamente al menos, parece estar en contradicción flagrante con el dogma oficial establecido sobre la conocida sentencia del Profeta: "Después de mí, ya no habrá más profetas (nabî)". Ciertamente, el conjunto del shiísmo reconoce esta clausura y admite que la estirpe profética está cerrada a partir de ese momento. Pero, para el shiísmo, la afirmación hay que entenderla referida a la estirpe de los grandes profetas legisladores (nobowwat al-tashrî') que han aportado una Palabra nueva transcrita en un libro nuevo. Y puesto que el shiísmo profesa que toda Revelación (tanzîl) implica un sentido esotérico -que es de hecho el sentido verdadero- que exige una hermenéutica espiritual (ta'wîl) de sus símbolos, también afirma, en consecuencia, que algo continúa posteriormente incluso al "Sello de los profetas", a saber, la estirpe imámica de los "Amigos de Dios", que son los hermeneutas espirituales de la Palabra; profesa, pues, el shiísmo que algo está todavía por alcanzar, a saber, la revelación del sentido de todas las revelaciones, en el momento de la parusía del último Imam. Al tiempo o al ciclo de la misión profética (nobowwat) sucede el tiempo o el ciclo de la walâyat o iniciación espiritual por los amigos de Dios.
Hemos constatado que, a diferencia de los textos clásicos tanto del shiísmo duodecimano como del
ismailismo, nuestro relato iniciático no reconocía diferencia esencial, en cuanto al modo de inspiración, entre el tanzîl o revelación comunicada a los profetas (wahy, en los textos clásicos) y el ta'wîl o hermenéutica inspirada a los Amigos de Dios (ilhâm, en los textos clásicos). En nuestro relato, uno y otro proceden de una misma inspiración profética. Ésta es la razón por la cual, habida cuenta que el ta'wîl debe perpetuarse, dado que la resurrección de los muertos espirituales depende de ello, es preciso que el tiempo de los profetas continúe, posteriormente incluso al profeta del Islam. De ahí las explosivas declaraciones de Sâlih en la parte final del diálogo. Lo que está en juego es una cuestión de vida o muerte, en el sentido verdadero de estas dos palabras, es decir en el sentido espiritual.
Concebida en estos términos la inspiración profética, admitir que Dios no enviará más profetas después del profeta del Islam sería admitir que el Verbo divino, comunicado a los antiguos profetas hasta Mohammad inclusive, está en adelante mudo y exangüe. Y como tanzîl y ta'wîl no se diferencian aquí en cuanto a su naturaleza, preciso sería concluir esa muerte, o al menos un exilio del Verbo, si se rechazara el reconocimiento de la estirpe imámica de los amigos de Dios; hay que admitir que el sentido esotérico de la Palabra, que es su Espíritu y su vida, está perdido. Ahora bien, en ausencia de este sentido esotérico, no hay ya "resurrección de los muertos", puesto que no hay iniciación espiritual. Si se rechaza la necesidad de la presencia ininterrumpida de la estirpe de los Amigos de Dios como hermeneutas espirituales, se acepta eo ipso que el Verbo humano sea reducido a él mismo; no es ya la envoltura y el soporte del Verbo divino modulado en él. El Verbo divino del Libro queda reducido al silencio; sólo subsiste el Verbo humano, entregado desde ese momento a una secularización radical y a todos los tratamientos calificados de "científicos". Éste es el aspecto bajo el que se presenta al esoterista la tragedia de la Palabra perdida. Es la tragedia que han vivido en el Islam los esoteristas, ismailíes o shiítas, y que ha encontrado su intérprete en la persona de Sâlih.
Pero es importante subrayar esto. Aunque nuestro relato iniciático remite tanzîl y ta'wîl a la misma modalidad de inspiración para afirmar que el tiempo de los profetas no está y no puede estar cerrado, puesto que los hombres no pueden pasar sin profetas, no deja de ser cierto que ni nuestro relato ni la gnosis ismailí en general esperan la llegada de un nuevo profeta que aporte un nuevo Libro revelado, una nueva sharî'at. Lo que se espera, de acuerdo con el conjunto de la gnosis shiíta, es la culminación del "fenómeno" del Libro revelado", culminación esperada en el "séptimo día" que corona el hexaemeron, la obra de los "seis días" de la creación del cosmos religioso. Ahora bien, esta culminación, que la hermenéutica de los Amigos de Dios resucitando a los muertos espirituales prepara de generación en generación, no consistirá en un nuevo Libro sagrado, sino en la manifestación plena del Último Imam que revelará en el "Décimo Día" el sentido esotérico de todos los Libros, de todas las revelaciones, porque el Imam es en su persona el "Libro que habla" (Qorân Nâtiq), mientras que el Libro reducido a la letra exotérica no es más que un Imam mudo (Imâm sâmit). Parece que aquí la familia completa de los esoteristas de las comunidades del Libro surgidas de la tradición abrahámica pueden reencontrarse, formando un Orden que todavía no ha dicho su Nombre, puesto que la familia jamás se ha reunido hasta ahora.
Por otra parte, he tenido recientemente la ocasión de estudiar la exégesis del Paráclito realizada desde el siglo XII hasta nuestros días por filósofos y teósofos iranios que conocieron directamente los versículos que lo anuncia en el Evangelio de Juan y los del Apocalipsis que pueden ser interpretados en ese sentido. De esta investigación se desprende una convergencia notable entre su idea de las edades espirituales del mundo y la idea que profesan, en Occidente, Joaquín de Fiore y los joaquinitas en el siglo XII y a continuación. Hay en ambas partes una misma visión profética del reino del Paráclito, reino a la vez futuro y ya iniciado, existencialmente al menos, entre un cierto número de elegidos. Por una parte, en el Islam shiíta está la idea del tiempo de los profetas, es decir, del tiempo de la religión de la Ley (sharî'at) al que sucede el tiempo de la iniciación espiritual de los Amigos de Dios, el tiempo de la walâyat, que encuentra su desenlace con la parusía del último Imam, identificado por un cierto número de autores shiítas con el Paráclito. Por otra parte, en la cristiandad, está la idea de las edades del mundo, tal como la formula, por primera vez, Joaquín de Fiore relacionando respectivamente estas tres edades con las tres personas de la Trinidad. Lo mismo que al tiempo de la Ley sucede el tiempo de la walâyat, así también a la iglesia
de Pedro sucede la iglesia de Juan.
Y sabemos qué prodigiosa influencia ha tenido esa idea joánica sobre la espiritualidad y la filosofía de todos aquellos que, como herederos de la Ecclesia spiritualis de los joaquinitas de los siglos XII y XIII, han querido superar la secularización y la socialización que entraña fatalmente la clericatura de la Iglesia oficial (Arnarlo de Vilanova, Cola di Rienzo, los Rosacruz de Valentín Andreae, Boehme y su escuela, Schelling, Baader, Berdiaev).
No puedo sino limitarme a elegir una cita entre mil, y pienso particularmente en Cola di Rienzo argumentando que la efusión del Espíritu Santo no puede ser un acontecimiento cumplido de una vez por todas en el tiempo de los apóstoles, sino que el Espíritu no deja de soplar a través del mundo y de suscitar en él Viri spirituales. "¿A qué rogar por la venida del Espíritu Santo si negamos la posibilidad de que pueda venir? ... Sin duda ninguna, no fue sólo en un momento de la antigüedad cuando el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles, sino que desciende cada día, nos inspira y habita en nosotros, a condición de que queramos permanecer humilde y silenciosamente con él". Tengo la impresión de que esta protesta hubiera sido muy bien comprendida por el joven Sâlih, pues le hemos oído decir algo muy semejante en la enseñanza que impartía a Abû Mâlik.
Por lo demás, es preciso haber todavía alguna precisión complementaria. Aunque algunos hayan entendido mal este punto, Joaquín no entendía por "Evangelio eterno" un Libro nuevo, sino la inteligencia espiritual de los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento. Ahora bien, acabo precisamente de recordar que los esoteristas shiítas, duodecimanos e ismailíes, no esperan tampoco un nuevo profeta que aporte un nuevo Libro, una nueva sharî'at, sino el ta'wîl, la plena inteligencia espiritual de las revelaciones anteriores, la revelación de las revelaciones por aquel que es en su persona el Qorân Nâtiq, el "Libro que habla", y que siendo eo ipso el Hombre Perfecto asume el papel del blanco caballero del Apocalipsis, tal como lo entendía Swedenborg. Y éste es el sentido que los gnósticos shiítas han dado al Paráclito, identificándolo con el Duodécimo Imam. Por este motivo percibimos en ambas partes las mismas consecuencias, incluso en el rechazo que se opondrá a los espirituales. Encontramos por una parte, en la cristiandad, la idea de que la revelación del Espíritu por la hermenéutica profética, lejos de estar cerrada, corresponde al Evangelio eterno, por más que el dogma oficial pretenda limitar la efusión del Espíritu en la historia al tiempo de los apóstoles; por otra parte, en la gnosis shiíta hemos tenido ocasión de oír la requisitoria pronunciada contra todas las comunidades que, sin exceptuar al Islam, han pretendido que después de su profeta no habría más profetas. La similar resistencia a que, en una y otra parte, se enfrentan los espirituales: de una parte, oposición al Evangelio eterno; de la otra, oposición a la hermenéutica espiritual de los Amigos de Dios; ambas situaciones llevan consigo las mismas consecuencias. El Verbo divino se ve reducido al silencio. No queda más que el Logos de una teología que ya no se atreve o no puede decir su nombre, pues de hecho lo ha perdido y se limita a rivalizar con las ambiciones de la sociología (antaño se habría hablado del pecado contra el Espíritu, el que no puede ser perdonado). Sigue en pie el hecho de que si la Iglesia de Pedro puede ser secularizada ni socializada, como tampoco es posible secularizar y socializar la comunidad esotérica de los Amigos de Dios.
Así lo que se designa de una manera general, aunque incompleta, con el nombre de "esoterismo" nos aporta una luz decisiva para comprender el fondo de la tragedia de nuestro mundo post-
cristiano, y quizá, por otra parte, de un mundo ya post-islámico. En este sentido, es justo decir que es todavía la idea joánica la que preserva secretamente la existencia de nuestro mundo, lo mismo que para los shiítas en general es la presencia del Islam en este mundo la que, incluso incognito, aún sin saberlo los hombres, permite al mundo humano seguir existiendo. Ahora bien, hemos tenido más de una ocasión de poner en relación el tema de la Demanda del Imam como "Libro que habla" con el tema de la Demanda del Graal. Esta relación se encuentra fundada en los propios hechos espirituales. Pues el "Libro del Graal" revela, por su parte, el fenómeno del "Libro descendido del cielo", y la Demanda del Graal es también una Demanda de la Palabra perdida. La iglesia secreta del Graal es un aspecto de la iglesia joánica, y sería imposible no hacer mención a ella cuando se intenta reunir a los miembros de una Ecclesia spiritualis común a Occidente y a Oriente, pues el tema esotérico de nuestro ciclo del santo Graal encierra quizá el secreto de la tradición espiritual propiamente occidental.
Ciertamente, nos falta todavía la edición (y la traducción) de un corpus sistemático y realmente completo de todos los textos que forman parte del ciclo del Graal, corpus que podría entonces ser contemplado desde una hermenéutica espiritual global que eluda las trampas en que han caído ciertas exégesis parciales, demasiado preocupadas y condicionadas por las categorías de la psicología actual. Por otra parte, se puede descubrir ciertas conexiones entre el ciclo del Graal y la epopeya mística del Irán como hermenéutica espiritual de la epopeya heroica de la caballería irania preislámica. Pero en lo que debemos reparar particularmente aquí es en aquello que en el ciclo del santo Graal está relacionado con el tema de nuestra presente investigación, es decir, con el tema de la Palabra perdida. Nos limitaremos a dos ejemplos.
En el "José de Arimatea" de Robert de Boron, que la tradición designa como "El pequeño santo Graal", Cristo transmite al autor unas palabras que no pueden ser expresadas ni escritas, a menos que se haya leído el gran libro en el que están registradas, y que encierran el secreto concerniente al gran sacramento realizado sobre el Graal, es decir, el cáliz; pero el autor ruega al lector no le pregunte sobre este punto, pues quien pretendiere decir algo más se vería obligado a mentir. Que esta alusión apunte a las palabras de la consagración o de una epiclesis desconocida, lo cierto es que parece como si el autor quisiera da a entender que esas palabras están perdidas y que, desde la desaparición del Graal, ninguna Misa ha sido celebrada en verdad en este mundo.
Otro ejemplo, de un alcance alusivo más general, puesto que permite incluir precisamente al "Libro del Graal" dentro de lo que proponemos llamar el "fenómeno del Libro sagrado descendido del Cielo", se encuentra en el prólogo de la "Historia del santo Graal", o "El gran santo Graal", o más sencillamente el "Libro del Graal". Es el relato del ermitaño que cuenta cómo recibió el Libro en el curso de una visión, guardándolo en el tabernáculo del altar; luego, en la mañana de Pascua, se dio cuenta de que el libro ya no estaba allí, como si también el Libro hubiera dejado su tumba vacía, como vacío está el sentido exotérico de la palabra, si es abandonado por su sentido esotérico. Una Demanda difícil conduce a encontrarlo de nuevo en el altar de una pequeña capilla, allí precisamente donde libra un supremo combate con las fuerzas satánicas, devolviendo la vida a un "poseído" al que ellas dan por muerto. En el curso de una nueva visión, se encomienda al ermitaño
la tarea de realizar una copia del libro, antes del día de la Ascensión, día en el que el Libro "volverá a subir al cielo". El eremita se puso al trabajo (el lunes que sigue a la segunda semana después de Pascua), y el fruto de su labor fue el "Libro del Graal" transmitido hasta nosotros y que es la copia del "Libro celestial ascendido al cielo". El "Libro del Graal" se encuadra pues, sin duda, dentro del "fenómeno del Libro revelado por el Cielo". En efecto, todos los poetas del Graal hacen referencia a un Libro en el que se han inspirado para elaborar sus textos.
Así pues, nos encontramos quizá aquí en el lugar en que se cruzan los caminos de la Demanda del Graal y la Demanda del Imam como "Libro que habla", y donde parecen haberse dado cita todos aquellos que han entrado en la Demanda, ya procedan del ismailismo o del shiísmo duodecimano, del joaquinismo del Evangelio eterno o de la tradición joánica de la caballería del Graal. El original del "Libro del Graal" es un Libro celestial, "ascendido al cielo". ¿Es la palabra definitivamente perdida? Fue transcrito en el único momento en que podía serlo, entre los dos límites de la Resurrección y la "ascensión a los cielos"; análogamente, sólo entre los dos límites de la resurrección de los muertos y la entrada en la ocultación, podía desarrollarse la acción de nuestro relato iniciático ismailí. Así como la iniciación ismailí era la espera del Imam como "Libro que habla", que habla el sentido esotérico, celestial, de las revelaciones divinas confiadas a los profetas, lo mismo, para quien sabe leer, el "Libro del Graal" es el "Libro que habla" el sentido esotérico que encierra el secreto del "Libro subido al cielo". Cada caballero del Graal estaba llamado a convertirse, al término de su Demanda, en este "Libro que habla".
Entre la copia terrestre, transcripta al día siguiente de la Resurrección, y el original celestial del Libro del Graal que, en ese mismo día de la Resurrección dejó la tumba vacía, se sitúa el secreto de la Palabra perdida.
París, julio de 1970.
3. Juvenilitas y caballería en el Islam iranio 1
I
La elección de este tema y de este título para la presente conferencia, ha sido motivada por tres razones. Primero, porque se trata de un universo espiritual que me resulta familiar; segundo, porque creo que se ajusta particularmente bien al tema general de las sesiones de Eranos del presente año; tercero, porque los dos conceptos aludidos en el título son designados por un solo y mismo término, tanto en árabe, fotowwat, como en persa, javânmardî.
Esta palabra (fotowwat, javânmardî) implica a la vez las ideas de juvenilitas y caballería. La palabra persa javânmardî y su equivalente árabe fotowwat designan una forma de vida que se ha manifestada en vastas regiones de la civilización islámica, pero que, en cualquier lugar que se la encuentre, lleva siempre de forma clara la impronta shiíta irania. La fotowwat, de la que puede afirmarse que es la categoría ética por excelencia, otorga un sentido espiritual a toda asociación humana, al hecho mismo del compagnonnage; fue la idea de fotowwat la que inspiró la organización de las corporaciones de oficios u otras análogas que se multiplicaron en el mundo islámico.
Resulta paradójico que hayan sido sobre todo las formas de compagnonnage en el mundo turco las más estudiadas, pues hay que recordar que todo el mundo está de acuerdo en buscar los orígenes de la javânmardî no sólo en el mundo espiritual iranio shiíta, sino incluso, más allá de él, en el Irán preislámico, es decir, en el mundo zoroastriano. Esta paradoja se explica por la situación geográfica: Persia estaba muy lejos antes de la era de la aviación; además, los orientalistas han estudiado en primer lugar los países del entorno mediterráneo. A consecuencia de ello, los primeros estudios relativos al fenómeno de la fotowwat se relacionaban con el mundo turco, es decir, con el antiguo imperio otomano, claro está, pues todo ello ha desaparecido en la Turquía kemalista.
En Irán, donde nace en el seno del sufismo, la idea de fotowwat da forma y estructura a las asociaciones de oficios. Esta idea impregnó todas las actividades de la vida con un sentimiento de servicio caballeresco que implicaba comportamiento ritual, iniciación, grado, pacto de fraternidad, secreto, etc. Un buen ejemplo de ello nos lo proporciona un tratado cuya edición en la "Bibliothèque Iranienne"2 está siendo preparada por uno de mis jóvenes colaboradores iraníes. Se trata de un ritual de iniciación de los "estampadores de telas" (tchîtsâzân). El texto, en un persa muy hermoso, comprende una treintena de páginas de preguntas y respuestas. Su extremado interés radica en que se interroga al recipiendario no sólo sobre los ancestros de la corporación, sino también sobre todo el simbolismo de los objetos utilizados para estampar las telas, los gestos
realizados, las figuras que se imprimen, etc. Todo ello se convierte en otros tantos actos litúrgicos.3
El otoño último hablé con el decano de la Facultad de Letras de la Universidad de Ispahán acerca de la maravillosa mezquita real, con sus inmensas superficies cubiertas de azulejos esmaltados en azul. El decano me dijo: "Puede usted estar seguro de que una mezquita así sólo es concebible como obra de los caballeros constructores". Lo mismo sucede con nuestras catedrales. Puede establecerse una comparación con el fenómeno correspondiente en Occidente, con la "Orden de los compañeros del Santo Deber de Dios", y con todos aquellos a los que todavía llamamos en Francia los Compagnons du Tour de France. Sería una bella empresa establecer el contacto histórico, primero, y quizá renovar a continuación el vínculo desvanecido desde hace siglos. Empresa difícil, pues ante el impacto occidental estas cosas tienen tendencia a entrar en un esoterismo cada vez más cerrado. Todavía estos últimos años se han construido soberbias mezquitas tradicionales en Irán. Los arquitectos conservan el secreto, pero toda tentativa, incluso por parte de los iraníes, de obtener de ellos un texto, o incluso simplemente unas palabras, se enfrenta a una disciplina del arcano, a un sentido de la discreción, que desalienta a los investigadores.
No vamos, pues, a considerar detalladamente este tema, sino que trataremos simplemente de precisar el significado de la palabra para analizar a continuación la esencia de lo que con ella se designa. Vamos a ver cómo interpretan los propios pensadores shiítas el origen de la fotowwat y la relación de sus manifestaciones con el ciclo de la profecía y el ciclo de la walâyat. Entramos así, directamente, en el núcleo central de la especulación shiíta. Tomaré como principal fuente una obra de Hosayn Kâshefî, personaje de finales del siglo XV, que escribió en persa un voluminoso tratado sobre el tema, un fotowwat-Nâmeh.4 Aún siendo una obra tardía, tiene el interés de transmitirnos cantidad de textos y citas de autores anteriores, que se remontan hasta el siglo IX de nuestra era. Estudia esencialmente lo que llama la ciencia de la fotowwat, que el autor contempla como una rama de la ciencia del sufismo y del tawhîd, es decir, de la atestación del Único.
En cuanto a la palabra misma, no podríamos realmente explicarla sin traer a colación eo ipso la esencia de aquello que designa. Como lo precisa en detalle nuestro autor, apoyándose en numerosas citas, la palabra árabe fatâ tiene como equivalente persa la palabra javân. Se reconoce en ésta una palabra indo-europea de la misma raíz que el latín juvenis. Cuando se dice en persa mard-e javân, se está aludiendo a una persona joven, de entre 16 y 30 años, aproximadamente.
El árabe fotowwat tiene por equivalente el persa javânî, que corresponde al latín juventus o juvenitas. Es ése el sentido liberal, que se relaciona con la edad física. Pero en su sentido técnico -y tenemos aquí la posibilidad de que el sentido técnico sea el sentido espiritual- la palabra designa una juventud sobre la que el tiempo no tiene poder ninguno, pues ella misma supone precisamente una victoria sobre el tiempo y sus esclerosis. La palabra se relaciona entonces con la juvenilitas propia de los seres espirituales, designando las cualidades que evocan la idea de juventud. La encontramos al final del camino del místico, es decir, del peregrino, del sâlik, término que traduce
exactamente lo que designamos en Occidente como homo viator, el peregrino, el viajero. El peregrino, tras haberse liberado progresivamente, en el curso de su viaje interior, de los lazos y pasiones del alma carnal, llega a la estación del corazón, es decir, del hombre interior, del hombre verdadero. Accede entonces a la morada de la juventud, manzal-e javânî, de una juventud que no se desvanece con el paso del tiempo.
Es este término el que vamos a encontrar como desenlace del conocimiento de sí, como final de la epopeya del caballero místico. Por eso, la palabra compuesta javânmard, en árabe fatâ, designa a aquella persona en la que están actualizadas las perfecciones humanas y las energías espirituales, las fuerzas interiores del alma; a aquel, por tanto, que está en posesión de unas cualidades deslumbrantes, de unas costumbres ejemplares, que lo distinguen del común de los hombres. De ahí la solemnidad del vocativo ¡Javân-mardâ! que se encuentra en los textos sufíes. El nombre abstracto, javânmardî, que es el equivalente del árabe fotowwat, designa así, con un recurso al contraste que caracteriza toda la percepción irania del mundo, la manifestación de la Luz, de la naturaleza inicial del hombre, a la que se denomina fitrat, y la victoria de dicha Luz sobre las Tinieblas del alma carnal.
Ya aquí se anuncia el recuerdo del combate eterno de la Luz y las Tinieblas. Llegado a este punto, el hombre, curado de todos los vicios, posee todas las excelencias morales. Ésta es la juvenilitas esencial del hombre y lo que otorga su sentido a la caballería espiritual como conclusión del conocimiento de sí, de la posesión de sí. En su origen, el concepto de caballería espiritual, de javânmardî, está pues ligado a la idea de la naturaleza inicial del hombre, fitrat, y al concepto específicamente shiíta de walâyat, que traduciré por "dilección divina" de que son objeto algunos elegidos. La walâyat es lo esotérico de la profecía; el término lleva implícita la idea de la iniciación espiritual con la que son investidos algunos seres amados de Dios.
Hablar del sentido de la fotowwat implica, pues, referirse a la noción fundamental de fitrat, la naturaleza inicial del hombre, es decir, el hombre tal como en el origen su acto de ser, su dimensión de luz, afloró del acto creador, viniendo determinada su quididad, su esencia propia, por su respuesta a la pregunta "¿A-lasto?" del versículo qoránico 7,171. Es este hecho de la metahistoria el que domina toda la espiritualidad islámica. Toda la humanidad presente en Adán de forma misteriosa, pero ya presente individuo por individuo, es conminada a responder a esta pregunta: ¿A-lasto bi-rabbi-kom? "¿No soy yo vuestro Señor?" Todo el mundo respondió "Sí". Pero los shiítas saben muy bien que hay varias formas de responder sí.
Esta atestación domina toda la antropología, y puede decirse que este versículo qoránico determina el ethos de la caballería espiritual. En efecto, en su pureza integral, la respuesta a la pregunta ¿Alasto? implica una tripe atestación, una triple shahâdat. La atestación o profesión de la fe sunnita se contenta con afirmar la Unidad divina y la misión profética de Mohammad. La profesión de la fe shiíta añade una tercera cláusula, la walâyat, la misión esotérica de los santos Imames. Es algo capital para toda la fotowwat. De esta triple atestación depende, según el concepto shiíta, la fe integral, îmân, en el sentido shiíta del término. No hay más creyente verdadero, no hay más mu'min en el sentido auténtico del término, que aquel que profesa esta triple atestación y que en consecuencia reconoce el Islam esotérico. Ése es el motivo de que en ocasiones la palabra îmân, la fe del mu'min o verdadero creyente, sea empleada simplemente como equivalente del fotowwat.
La pureza del alma es el signo del retorno a la naturaleza inicial. Esta concepción del Islam shiíta la encuentra también nuestro autor en la Biblia, en Moisés, refiriéndose a la Torá (sin más precisión). Moisés plantea la pregunta: "'¿Qué es la fotowwat?". A lo que se le responde: "Es poner en Dios el alma pura e inmaculada, tal como el hombre la ha recibido en depósito". Aquí hay ya una alusión a esa ética del legado confiado que domina toda la ética de la fotowwat, y consecuentemente toda la ética del shiísmo, es decir, toda su ética iniciática. Tomemos un ejemplo. La idea de la limosna ritual en el esoterismo shiíta e ismailí no se refiere al dinero, sino al conocimiento. Debo hacer donación del conocimiento, del legado que me ha sido confiado. Pero no debo transmitir dicho legado sino a aquel al que reconozco digno de ello. Si hablo indebidamente a alguien que no tiene cualidad de heredero, que no tiene capacidad para recibir el mensaje de la verdad esotérica, traiciono el legado confiado, al entregarlo a quien es indigno de él.
He aquí pues todos los ecos que despiertan al pasar estos términos técnicos, tan cargados de
alusiones. Y es esto lo que nos permite decir que la fotowwat es una luz que emana del mundo espiritual. Por la irradiación de esta luz en el interior del ser en el que brilla, se manifiestan las modalidades angélicas, las características del Malakût, del mundo espiritual del ángel. Vemos cómo se va perfilando así la idea del caballero "celestial", tipificado de forma eminente en Galahad. Todo éthos satánico, por el contrario, todo comportamiento de la naturaleza animal, que sofoca al alma hundida en la envoltura carnal, queda en adelante desterrado.
Entre todas las definiciones de la fotowwat, nuestro autor hace especial hincapié en aquellas que fueron facilitadas por los doce Imames. Retengo aquí una en particular, pues manifiesta de forma patente el vínculo esencial entre la fotowwat, la caballería espiritual, y la fitrat, la naturaleza original y auténtica del hombre. Es la definición que da el el III Imam, el Imam al-Hosayn, el mártir de Karbalâ. La caballería espiritual (fotowwat, javânmardî) consiste, dice él, en ser fiel al pacto preeterno concluido por la respuesta a la pregunta ¿A-lasto? Esta elección preeterna, que evoca para nosotros el prólogo del Gorgias de Platón, transforma completamente la idea del destino que tanto ha preocupado a la teología islámica, especialmente a la teología sunnita. El hombre es responsable preexistencialmente de su destino por la respuesta que dio en aquel momento. El Imam declara que la fotowwat es la fidelidad a ese pacto (desde el momento en que se ha respondido afirmativamente); es marchar con paso firme por el gran camino de la religión eterna que designa la expresión sirât mostaqîm, la vía recta.
Tal es el javânmard, el caballero de la fe; por otra parte, la ciencia de la fotowwat es una rama de la ciencia del sufismo y del tawhîd. Esto implica eo ipso la existencia de una estrecha relación de la fotowwat con la tríada que encontramos a lo largo de la espiritualidad islámica: sharî'at, tarîqat, haqîqat. La sharî'at es la religión literal, la Ley religiosa, la religión legalista, aquella que el profeta enviado está encargado de transmitir, de hacer conocer a los hombres. La tarîqat es la vía espiritual, la vía mística. El término puede designar también, sencillamente, una congregación sufí, pues cada una de estas congregaciones es una vía hacia la Verdad espiritual. Pero en el sentido shiíta de la palabra, y dado que la walâyat de los santos imames es lo esotérico de la profecía, la "tarîqat" es, esencialmente, la vía espiritual. Por fin, está la haqîqat, palabra admirable que puede ser traducida hasta quizá de quince formas distintas. Es a la vez la verdad que es real y la realidad que es verdadera, connotando así el término las dos nociones de realidad y verdad; es la idea metafísica, la esencia, la gnosis. Es la verdad teosófica, en el sentido etimológico de la palabra, personalmente realizada. Por una parte, pues, la fotowwat nos remite a la fitrat, a la naturaleza inicial o preexistencial del hombre. Por otra, dado el vínculo que existe entre walâyat, tarîqat y haqîqat, las formas de manifestación de la fotowwat son inseparables del ciclo de la profecía, y así lo entiende la profetología shiíta.
Recordaremos brevemente que también el Islam sunnita acepta la idea del ciclo de la profecía. La idea está construida, por lo demás, sobre el modelo de la teología y la profetología judeocristianas, es decir, sobre la idea del Verus Propheta, el "Verdadero Profeta", que va de profeta en profeta hasta el último de ellos, lugar de su reposo. Éste fue precisamente Mohammad como "Sello de los profetas". Todo está ya cumplido; la historia religiosa de aquí en adelante está cerrada. Ahora bien, el shiísmo no acepta quedarse ahí. Al ciclo de la profecía sucede el ciclo de los "Amigos de Dios", el ciclo de la walâyat, ciclo de la Iniciación espiritual que implica esencialmente la recepción del
sentido esotérico de las revelaciones divinas. Lo que merece ser destacado es que el ciclo de la fotowwat pasa tanto por uno como por otro, por el ciclo de la profecía (nobowwat) lo mismo que por el de la walâyat.
Nuestro autor nos informa de cuáles son los tres grandes momentos del ciclo de la fotowwat. Ésta tiene su origen en Abraham, por cuya iniciativa se manifiesta, diferenciándose entonces de la tarîqat, la vía del sufismo. Tiene su polo, qotb, en la persona del I Imam y su Sello, khâtim, en la persona del XII Imam, el Imam "esperado", el Imam "deseado". Un punto sobre el que todos están de acuerdo es que la misión profética, la nobowwat, ha comenzado en este mundo con Adán, en el momento en que salió del Paraíso. En consecuencia, Adán no podía ser más que el hombre de la sharî'at, el hombre de la Ley. Fue a su hijo Seth, primer Imam de su período, a quien fue confiado lo esotérico de la profecía, que debía recibir más tarde la denominación de walâyat.
Así se organiza, alrededor de la fotowwat, una periodización, una estructuración de las edades del mundo, y por tanto también de las edades del hombre, que orienta a éste hacia la juvenilitas, hacia ese rejuvenecimiento que es el privilegio de los seres espirituales. Es pues a Seth, Imam de Adán, a quien es confiado lo esotérico de la profecía, que debía llamarse más tarde walâyat. Adán ha desplegado la alfombra de la sharî'at, la Ley, la religión legalista, sobre la arena de la condición humana, mientras que Seth desplegaría la alfombra de la vía mística, la tarîqat. Se establece así un contraste original. Los otros hijos de Adán se dedican a oficios diversos; Seth se entrega enteramente al servicio divino y, tejedor místico, no teje más vestiduras que las del sufismo. Rasgo de una importancia capital en relación al lugar que ocupa en la gnosis el personaje de Seth, donde fue identificado con Zaratustra/Zoroastro. Aparece igualmente en el maniqueísmo. En la gnosis ismailí se da también al Imam de los primeros períodos el nombre de Melquitsedek.
Este panorama nos ofrece toda una serie de complejidades de extraordinario interés para la historia de las religiones. Siendo Seth el Imam de Adán, era el poseedor de su secreto esotérico. Comprendemos entonces por qué y de qué modo el shiísmo puede identificarse -para Haydar Âmolî, por ejemplo-, en tanto que shiísmo integral que implica esencialmente lo esotérico, con el sufismo original, puesto que el primer Imam del primer profeta tuvo ese privilegio, esa vocación del sufismo o de lo esotérico.
Mientras que los otros hijos de Adán se dedican a oficios que les permiten extender su dominio sobre el mundo, Seth se consagra por entero al servicio divino. Ahí se plantea el gran problema. Una vez exiliado del paraíso, ¿qué es lo que hay que hacer? ¿Se trata de conquistar el mundo del exilio e instalarse en él? ¿O es necesario reconquistar el paraíso? Y no hay que confundirse; es preciso que la búsqueda del paraíso no nos conduzca a una especie de sucedáneo del mismo. El ángel Gabriel, el Ángel del Conocimiento y la Revelación, trae del paraíso una túnica de lana verde, con la que se viste Seth. Los ángeles vienen a visitar a Adán y, regresando al cielo, se anuncian la noticia unos a otros; hay alguien "vestido de lana" que se consagra en tierra al servicio divino. Se comprenderá su extrañeza si se recuerda la sura qoránica (2,28) en la que el Señor Dios anuncia a los ángeles su intención de crear un vicario en la tierra; este vicario será Adán, el Hombre. Como por una intuición misteriosa, que presupone que ha habido ya anteriormente una humanidad y que esa humanidad anterior dio suficientes muestras de capacidad para provocar catástrofes, los ángeles responden: "¿Crearás en la tierra un ser que difundirá la violencia y la sangre?". Entonces el Señor les responde: "Yo sé algo que vosotros no sabéis". Así, los ángeles que visitan la tierra, se extrañan de encontrar en ella a esa criatura ideal, Seth, dedicado exclusivamente al servicio divino. Señalaré, de pasada, que para los gramáticos árabes la palabra "sufí" significaría "vestido de lana", derivado del término árabe sûf, lana.
En la persona de Seth encontramos la fotowwat confundiéndose con la tarîqat, la vía mística, el sufismo. La tarîqat es entonces en sí misma la medida de la fotowwat, y su vestidura es la khirqa, el manto que, símbolo de su consagración espiritual, caracteriza al sufí y que se encuentra también en otros rituales. Pero se nos dice a continuación que en el tiempo de Abraham, los hombres no tenían ya fuerza para llevar la khirqa. El manto era "demasiado pesado". Todo un grupo fue a confesárselo a Abraham. Le rogaron que les indicara una nueva vía, una vía por la que, en adelante
y a pesar de todo, pudiesen realizar su deseo y su vocación de hombres de Dios.
Debe repararse en la enorme importancia de este episodio, señalado en todos los tratados de fotowwat. La fotowwat aparece como la llamada a un estado espiritual que no será el del laico, el hombre de la sharî'at, pero que tampoco será el del hombre monástico, tal como nos lo muestra Seth. La denominación de estos hombres de la fotowwat como "Amigos de Dios", Awliyâ' Allâh, Awliyâ-e Khodâ en persa, concuerda literalmente con la de toda una escuela o grupo de místicos, surgido en Occidente en el siglo XIV. Pienso en toda la mística renana, en todo lo que se designa con términos como die Gottesfreunde, die Gottesfreundschaft, los "Amigos de Dios", la amistad divina. Es algo tanto más sorprendente cuanto que en el seno de la mística renana vemos aparecer justamente un fenómeno de caballería; el célebre Rulman Merswin mantenía una larga correspondencia con el misterioso "Amigo de Dios del País Alto", sobre cuya identidad no me pronunciaré, pero que puede interpretarse como el "ángel" de Rulman Merswin. Rulman constata que el tiempo de los claustros ha pasado y que es preciso, por consiguiente, proceder a otra clase de fundación espiritual.
"El tiempo de los claustros ha pasado", es también lo que los hombres habían ido a decir a Abraham. Se busca pues un estado que no será ni el del laico ni el del clérigo. Ése es también el ideal que propone Wolfram von Eschenbach en sus grandes poemas. Es ahí donde veo confluir un fenómeno de caballería espiritual común a Oriente y Occidente, en el Islam y en la Cristiandad. Se puede decir, pues, que este episodio, que todos los autores se transmiten unos a otros en relatos, imágenes, parábolas, es una historia verdadera. De hecho, cuanto más se avanza más se comprende que las parábolas son quizá las únicas historias verdaderas.
Abraham hizo subir al grupo al navío de la tarîqat, la vía mística. Dirigió el barco hacia el mar de la haqîqat, la verdad metafísica, y lo hizo atracar en la isla de la fotowwat, donde el grupo estableció su morada. Tenemos ahí un caso ejemplar del tema, particularmente sutil, de la navegación. Embarcado en el navío del sufismo, el único medio de desembarcar, una vez situados en la alta mar de la haqîqat, es abordar la isla de la fotowwat. La fotowwat, la caballería espiritual, es así inseparable del sufismo. En cuanto a su origen, el sufismo es la vía de realización de la verdad teosófica, la haqîqat, y por eso mismo, es la vía, la tarîqat; aquí, es el navío que conduce y permite abordar una cierta isla del océano: la isla de la fotowwat en pleno océano de la haqîqat.
Abraham ha sido pues el iniciador, el padre de todos los caballeros místicos de la fe. Y lo fue por una resoución que ya anticipaba la célebre sentencia del VI Imam, Ja'far al-Sadîq: "El Islam comenzó expatriado y volverá a estar expatriado como lo estuvo al principio. Bienaventurados aquellos que se expatrian por la fe". Encontramos ya aquí el tema gnóstico de la Demanda, el tema del extranjero, el alógeno. Veremos poco a poco lo que significa esta expatriación, que no tiene nada que ver con una huida.
La resolución de Abraham y la sentencia del Imam Ja'far dan todo su sentido a la expedición que lleva a los peregrinos a la isla de la fotowwat. Abraham, según nos dice Hosayn Kâshefî, fue el primero que optó por separarse de este mundo y del aparato de estemundo, de sus vanidades y ambiciones. Decidió separarse de la masa, de la tribu, y volver la espalda a su país natal, asumir las
penas y fatigas del viaje, de la expatriación, del "peregrino por Dios". Javânmard es el peregrino por excelencia, el caballero errante, nuestro homo viator. Tuvo el coraje de emprender el combate contra los ídolos, hasta tal punto que sus propios enemigos rindieron homenaje a su fotowwat. En un versículo qoránico (21,61) los hombres dicen: "Hemos visto a un joven (fatâ, un caballero) hablar mal de nuestros dioses; se llama Abraham". Así pues, la manifestación inicial de la fotowwat, derivando y a la vez diferenciándose del sufismo, fue la persona de Abraham. Y nuestro autor añade:
Esta ciencia de la fotowwat es un perfume emanado de la ciencia de la tarîqat. Pues hay una multitud de gentes, emigrantes por el desierto de la negligencia y la inconsciencia, incapaces de retener otra cosa que las palabras desprovistas de sentido, que presumen de Ahl-e fotowwat, que se hacen pasar por caballeros de la fe y pretenden conocer la verdad esotérica de esta ciencia, cuando aquellos que saben ponen un velo para sustraerla a la mirada del profano.
La fotowwat es esencialmente esotérica. En cuanto a la idea de la transmisión, que determina la idea del ciclo de la fotowwat inaugurado por Abraham, nuestro autor la concibe exactamente del mismo modo que la transmisión de la profecía, de la Luz mohammadiana metafísica (Nûr mohammadî), que se transmite de profeta en profeta hasta el último de ellos y que, en el shiísmo, se concentra en la persona del profeta y en la persona del Imam: el profeta encargado de lo exotérico y el Imam encargado de lo esotérico. Aquí tenemos una situación análoga. Abraham transmite la fotowwat a Ismael e Isaac, y de Isaac es transmitida a Jacob; pasa por toda una serie de eminentes personajes cuyos nombres son los mismos en la Biblia que en el Qorán: Josué, José, etc. Pasa por el cristianismo, especialmente por los Siete Durmientes mencionados en el Qorán. Es muy importante constatar que la idea shiíta de la fotowwat engloba en una misma caballería a judíos, cristianos y musulmanes.
Este linaje ininterrumpido de la fotowwat está regulado por la misma norma que el linaje de la gnosis s(silsilat al-'irfân). La fotowwat nunca queda privada de un soporte en este mundo. Puede establecer su morada tanto en un profeta como en un "Amigo de Dios" (un wâlî, por excelencia el Imam). Cuando se manifiesta en un profeta, el profeta la transmite a su Imam. Así ocurrió con el Sello de los profetas que la transmitió al Imam 'Alî.
El esquema de los ciclos de la profecía, de la walâyat o Imamato y de la fotowwat se nos presenta, pues, del siguiente modo. Tenemos en primer lugar el ciclo de la profecía cuya primera manifestación fue Adán; su polo fue Abraham; el Sello fue el profeta Mohammad como "Sello de los profetas". Abraham, polo del ciclo de la profecía, fue el iniciador del ciclo de la fotowwat; el polo de la fotowwat fue el I Imam; el Sello de la fotowwat es y será el XII Imam, el Esperado, el Imam deseado, a la vez presente e invisible a los ojos de los hombres. El polo y el Sello del ciclo de la fotowwat son pues idénticos a las dos figuras del Imamato mohammadiano que forman el doble Sello del ciclo de la walâyat, que es lo esotérico de la profecía y cuyo ciclo comenzó con Seth. El polo de la fotowwat es, en efecto, el I Imam, Sello de la walâyat universal; el Sello de la
fotowwat es el XII Imam, que es, simultáneamente, el Sello de la walâyat mohammadiana. Abraham, que es el polo de la profecía, es en el origen el iniciador de la fotowwat. Se puede meditar largamente sobre este esquema.
Todos los profetas anteriores a Mohammad están respecto a él, en tanto que Sello de la profecía, en la misma relación que están hacia el XII Imam los "Amigos de Dios" posteriores al Sello de la profecía. Se deriva de ahí que una misma relación define la posición de todos los caballeros espirituales, de todos los javânmardân, respecto al XII Imam, el Imam actualmente oculto, el Imam esperado, el Imam deseado, que es el Sello de la perfección final de su fotowwat. Esto indica a la vez que hay entre la idea de la walâyat y la idea de la fotowwat un vínculo íntimo. La fotowwat es realmente el éthos característico, la manifestación por excelencia, de la walâyat. Pues la fotowwat consiste en que cada uno, en el lugar mismo en el que está, sea caballero del Imam, compañero del XII Imam. Esta ética hace a cada cual responsable del porvenir de la parusía, que no es algo que aparecerá un buen día procedente del exterior, sin que nada lo haya preparado. La parusía se realiza en el interior de cada uno de los caballeros, de cada uno de los javânmârd. El ciclo de la walâyat no tiene lugar únicamente en la hierohistoria total; se realiza primero en el interior de cada creyente, en el interior de cada fiel.
La idea shiíta de la fotowwat consiste, pues, en una comunidad de javânmardân, de caballeros, que engloba toda la tradición abrahámica. El arquetipo, el caballero por excelencia, es para los shiítas el I Imam. Uno de los más conocidos hadîth lo repite: "No hay más caballero que 'Alî; no hay más espada que Dhû'l-fiqâr" (símbolo de la hermenéutica que corta las ambigüedades de la religión literal). He oído cantar personalmente este versículo en el curso de una ceremonia celebrada con motivo del aniversario del nacimiento del I Imam, una de las más importantes fiestas shiítas, y era ciertamente impresionante. Había allí toda una asamblea de sufíes. Se improvisaban poemas, sermones. Un joven mollâ improvisó un gran poema heroico de alabanza dedicado al I Imam. Después de cada estrofa toda la asamblea repetía a coro el hadîth que acabo de citar. Se percibía, ciertamente, el éthos de la fotowwat.
Acabo de mencionar que, siendo Abraham el padre de la fotowwat, ésta engloba a todos los héroes de la Biblia junto con los caballeros cristianos representados por los Siete Durmientes que menciona el Qorán. Lo que resulta sorprendente es que a esta misma perspectiva corresponde en Occidente la idea de una caballería ecuménica que, por su parte, engloba igualmente a los caballeros de la Cristiandad y los caballeros del Islam. Esta idea es expresada de forma particular por Wolfram von Eschenbach, en el que la epopeya heroica de los caballeros del Temple se transmuta en epopeya mística de los Templarios del Graal. Por un camino convergente, Sohravardî, al repatriar al Islam iranio la epopeya de los héroes del antiguo Irán, realiza el paso de la epopeya heroica a la epopeya mística y espiritual.
Nos encontramos así ante una pespectiva cuyo interés dista mucho de ser meramente arqueológico o exótico. El ciclo de la profecía está cerrado; no habrá más profeta después del Sello de la profecía. El planteamiento shiíta se diferencia del pensamiento del Islam mayoritario, es decir, del
sunnismo, proponiendo un interrogante patético: ¿cuál será entonces la suerte de la humanidad, si todos están de acuerdo en que la humanidad no puede pasar sin profetas? La respuesta a esta pregunta apasionada, es precisamente la afirmación del ciclo de la walâyat, inaugurado en el momento mismo de la clausura del ciclo de la profecía.
Lo que acabamos de analizar referente a la fotowwat nos muestra ya cuál es el tipo de hombre que la walâyat nos propone como modelo de realización. Es el "Amigo de Dios", el caballero espiritual, perpetuamente joven, cuyo modo de vida personal prepara eo ipso la parusía del Imam, del Hombre Perfecto como epifanía divina. El ciclo de la fotowwat es el ciclo de la walâyat como iniciación espiritual a lo esotérico del mensaje profético. La caballería espiritual es esta iniciación al secreto de la walâyat. Estos caballeros, estos javânmardân, forman alrededor del Imam, que es su polo, generación tras generación, el linaje de la gnosis nunca interrumpida pero ignorada por la masa de los hombres.
Esta estirpe es la "tradición" misma. Pero para ocupar un lugar en ella es preciso pasar por un nuevo nacimiento (un segundo nacimiento). El ejemplo de los predecesores no puede nunca ser una coartada ni suplir la propia insuficiencia. La tradición de la fotowwat es realmente todo lo contrario a un cortejo fúnebre; es un perpetuo renacimiento. La oposición entre tradición y renacimiento queda al nivel de los antagonismos de la razón racionalista. Ocupar un lugar en esa estirpe es entrar en el Malakût, en el mundo del Ángel. Los autores shiítas, lo mismo que los autores ismailíes, citan con predilección el Evangelio de Juan. Este hecho entraña una gran importancia. Los shiítas han sido "joanitas" al remitirse a esta sentencia procedente directamente del Evangelio de Juan: "No puede entrar en el Malakût quien no haya nacido por segunda vez". Y aunque sean ignorados por la masa de los hombres, si la humanidad continúa perseverando en el ser es precisamente por estos "Amigos de Dios"; por medio de ellos el mundo de la humanidad terrestre comunica todavía con el mundo superior invisible.
Acabo de esbozar en sus líneas generales algunas ideas esenciales sobre el tema de la fotowwat. Nos hemos encontrado con el concepto de walâyat que es el que presenta mayores dificultades. Quisiera insistir todavía un poco más en ello, antes de referirme al éthos y a la ética de estos caballeros espirituales. Quisiera insistir en la relación de la fotowwat y la walâyat, pues es esto lo que puede encaminarnos hacia la verificación de la comunidad de éthos entre los caballeros de la fe en el Irán zoroastriano preislámico y en el Irán islámico shiíta. El tema me parece esencial. He tardado años en comprender en profundidad el término de la walâyat. Pero aunque a nadie le interesen las preguntas que uno se plantea, es preciso no obstante planteárselas.
Walâyat y wilâyat tienen la misma ortografía, a excepción de una vocal. Todo el mundo conoce el significado de wilâyat; la "Enciclopedia del Islam" le dedica un extenso artículo. Es un término que refleja la noción sufí fundamental que se ha traducido en general por "santidad". Bien, ésa puede ser quizá una de sus consecuencias; pero desde hace siglos hay en Occidente un concepto canónico de la santidad que no incluye el significado del término wilâyat. Cuando se utilizan las palabras a la
ligera no se consigue sino generar equívocos.
En primer lugar, en vez de wilâyat es preciso leer aquí walâyat; a partir de ahí vamos a ver qué es lo que diferencia shiísmo y sufismo, pues es sobre este punto precisamente sobre el que gravita el problema fundamental de la relación entre uno y otro. La walâyat es antes de nada la cualificación de los Imames, lo que hace de ellos "Amigos de Dios", Awliyâ' Allâh. El misterio de esta predilección divina, de esta sacralización, está en el núcleo mismo de la misión profética. Hay que distinguir entre rasûl y walî; el rasûl es el enviado que aporta a la humanidad un nuevo Libro. También el walî puede ser enviado, en tanto que nabî morsal, pero sin la misión entonces de revelar un nuevo Libro. Puede ser también que simplemente no sea enviado y quede en la condición de walî puro y simple. El walî es el "Amigo de Dios", no el "santo"; es aquel que es sacralizado por este carisma divino, por esta elección divina; es el Gotesfreund. La santidad derivará sin duda de la Gottesfreundschaft, pero la noción primera, la fundamental, es la de la Amistad o predilección divina. Todo rasûl, todo enviado con un Libro, es un walî al que se sobreañade la misión profética, pero no todo walî es forzosamente un rasûl. Hay una multitud de walîs que jamás han sido "enviados".
En su sentido propio, el término walâyat se refiere a los doce Imames. Pero por una parte la palabra walâyat designa esta predilección divina, este amor de Dios cuyo objeto es el Imam, en el corazón mismo de la profecía, lo esotérico de ésta. Por otra parte, designa también el sentimiento del fiel shiíta, del javânmard respecto al Imam. Es pues el amor, el afecto, la devoción, el impulso caballeresco al servicio del Imam (el equivalente del término árabe walâyat es el persa dûstî). Vamos a ver cuáles son sus raíces teológicas. Este sentimiento del caballero, del javânmard, es de algún modo una participación en este amor eterno del cual el Imam, o mejor dicho, el pleroma de los Catorce Inmaculados, de los Catorce Eones de Luz, es objeto por parte de lo Incognoscible, del Deus absconditus, aquel del que no se puede enunciar ni el Nombre ni los atributos.
Muy frecuentemente, la palabra walâyat aparece unida en nuestros textos a la palabra mahabbat (amor, dilección). En Occidente, los orientalistas han conocido el problema planteado por los sufíes: ¿es legítimo emplear la palabra mahabbat respecto a Dios, o es, por el contrario, una profanación? ¿Cómo pronunciar el tawhîd, la atestación de la transcendencia del Único, y al mismo tiempo hablar de mahabbat? Los sufíes han discutido hasta lo infinito sobre este punto. Nadie parece haber advertido la confusión entre walâyat y wilâyat, ni el hecho de que los términos walâyat y mahabbat estén emparejados de forma inseparable. Ahí, sin embargo, se revela el hecho de que, aparte del sufismo, el Islam puede ser una religión de amor; pero esa religión de amor es entonces el shiísmo, pues este amor no se dirige a un Dios transcendente y terrible, ni a un Deus absconditus, incognoscible e impredicable, sino a las figuras que son sus teofanías. La idea de teofanía es esencial en el imamocentrismo shiíta.
La idea de un servicio caballeresco a un Dios incognoscible e inaccesible no tendría sentido. El servicio caballeresco sólo se concibe respecto a una figura teofánica personal, Deus revelatus, un Dios revelado. Hay una diferencia: el concepto shiíta de walâyat, por su encuadramoento
metafísico y por la función cosmogónica y antropogónica atribuida a los Imames, tiene verdaderamente un sentido y una función cósmicas, mientras que la wilâyat, la "santidad", se relaciona esencialmente con los estados subjetivos del sufí. Es ésa una importante diferencia. Sin duda, queda por averiguar cómo se ha pasado del concepto de walâyat y wilâyat; éste es el gran problema. A los ojos de los shiítas, plantear esta cuestión equivale a plantear el problema de las relaciones entre shiísmo y sufismo, a saber: cómo se originó el sufismo en el shiísmo, cómo se separó de él, cómo los sufíes sunnitas (lo quieran o no) son hoy de algún modo, lo he oído decir muy a menudo, los representantes del shiísmo in partibus sunnitarum. Son aspectos que han sido todavía muy poco contemplados. Pero cuando planteamos las relaciones entre el profeta y el walî, es sin duda la relación entre la misión profética (nobowwat) y la predilección divina (walâyat) lo que estamos planteando, no la relación entre el "profeta" y el "santo". Corremos el riesgo de falsearlo todo utilizando mal estos términos.
Lo que está en el centro mismo de la misión profética, como sentido esotérico de esta misión y por ello msimo en el centro de la fotowwat, es la walâyat, esa Gottesfreundschaft que encontramos igualmente en nuestros místicos renanos y nuestros caballeros joanitas del siglo XIV. Hemos visto cómo Rulman Merswin afirmaba que el tiempo de los claustros había quedado atrás y que había que pasar a algo distinto, a esa ética del caballero que no es la del clérigo ni la del laico. Y así fue como se fundó la Isla Verde en Estrasburgo en el siglo XIV.
Se va precisando de este modo la idea del ciclo de la nobowwat, al que sucede el ciclo de la walâyat. El hombre no puede pasar sin profetas; todo el mundo está de acuerdo en este punto, tanto los filósofos como Avicena, como los sunnitas y los shiítas. Pero ¿qué ocurrirá en el futuro si el último profeta, el Sello de los profetas, ha venido ya? Muy a menudo puede leerse en textos más o menos apologéticos que la perspectiva ofrecida por el Islam es, en tal sentido, desesperanzadora. El hombre no tiene nada que esperar. Todo se ha cumplido ya con el último profeta. No hay más porvenir religioso propiamente dicho. Muy distinta, en todo caso, es la perspectiva shiíta. Lo que para ella está cerrado es el ciclo de la profecía legisladora. Si es necesario que el ciclo de la walâyat suceda al ciclo de la profecía, es por la razón primera y fundamental de que la revelación divina incluye una dimensión esotérica, algo interior, oculto, y ese elemento esotérico corresponde precisamente al ministerio del Imam, o, mejor dicho, el Imam es en sí mismo ese elemento esotérico. Es pues una necesidad hermenéutica profunda y radical la que diferencia sunnismo y shiísmo, una hermenéutica que postula varios "niveles de significado".
Subrayamos, pues, que la walâyat es lo esotérico del mensaje profético, y que la caballería espiritual es la forma que adopta la dedicación al servicio de dicha walâyat, es decir, al servicio de la causa del Imam. Varios de nuestros autores shiítas han identificado al XII Imam, el Imam esperado, con el Paráclito anunciado en el Evangelio de Juan, y podemos entrever la importancia del hecho. Sus consecuencias van muy lejos. He tenido ocasión de hablar d ello con eminentes teólogos shiítas que, ciertamente, conocían el término "Paráclito", puesto que figura en sus tradiciones, pero sin sospechar el sentido que tomaron en Occidente la teología y la filosofía del Paráclito. También he tenido oportunidad de hablar de ello con diversos colegas en Francia, teólogos dedicados a la enseñanza del Nuevo Testamento. Naturalmente, jamás habían oído hablar
de una hermenéutica shiíta del Paráclito. Hay algo de patético y desesperante en esta ignorancia recíproca; por parte shiíta, hay hombres que todavía en el siglo pasado, conocían perfectamente los versículos del Evangelio de Juan relativos al Paráclito, así como el capítulo 12 del Apocalipsis. Uno de ellos identifica a la mujer revestida de Sol con la persona de Fátima, hija del Profeta y origen de la estirpe de los Imames; en cuanto al niño llevado al desierto, es identificado con el XII Imam, oculto actualmente a la vista de los hombres. No se trata ya de reunir las piezas comunes al Islam y al Cristianismo en un proceso histórico pasado. Se trata del porvenir. Tenemos que leer juntos el mismo Libro y tenemos que comprender juntos de qué modo el Paráclito nos anuncia el porvenir que nos es común a todos, "creyentes del Libro" (Ahl-e Kitâb), herederos en común de la tradición abrahámica.
Pienso que hay algo esencial para comprender el verdadero significado del ciclo de la walâyat, algo tan esencial que trastoca por completo todas las posiciones establecidas a ciegas. Se nos plantea el problema de saber cuándo comienza el ciclo de la walâyat. Algunos afirman que comienza en el momento de la muerte del Profeta; otros, que no puede comenzar hasta la parusía del XII Imam. De todas maneras, lo que marca el ciclo de la profecía, de la ley, es el descenso (nozûl), el descenso a la oscuridad, la marcha de la humanidad exiliada del paraíso y que cada vez se aleja más de él. Lo que marca el ciclo de la walâyat del I al XII Imam es la ascensión (so'ûd) hacia el paraíso. No es el azar lo que ha llevado al ismailismo a designarse a sí mismo como "paraíso en potencia", paraíso virtual. A lo largo y ancho de este ciclo están repartidos los javânmardân. Es el ciclo del "rejuvenecimiento" que estallará con la parusía del Imam; es lo que los zoroastrianos llaman frashkart, la transfiguración del mundo.
Queremos evocar aquí también, para dar unas referencias rápidas, la proximidad y la relación con la idea de las "edades del mundo" que Joaquín de Fiore y los joaquinitas han sido los primeros en meditar: el reino del Padre, el reino del Hijo, el reino del Espíritu.
Desde estas coordenadas, podremos profundizar este tema dando, con Berdiaev, un sentido mucho más existencial que cronológico a esos períodos cuyas fronteras exteriores son siempre vagas, pues aún viviendo exteriormente en el tiempo de la sharî'at, se puede pertenecer también al mundo de la walâyat. En esto mismo consiste ser un javânmard. Del mismo modo, hay también quienes viviendo en el "reino del Hijo", pertenecen sin embargo al "reino del Espíritu". La iglesia de Juan está ya presente entre nosotros, invisible, desconocida de los hombres, exactamente como los javânmardân, desconocidos por la multitud. Todos profesan un mismo incognito, lo que no deja de ser significativo. El "reino del Espíritu", la iglesia de Juan, no se basa en la revelación de un nuevo Libro. Análogamente, el rejuvenecimiento del mundo, la parusía del XII Imam, no consiste de ningún modo en que el XII Imam deba aportar un nuevo Libro, una nueva sharî'at. No está ahí el advenimiento del ta'wîl; una nueva ley no señalaria de ninguna manera el advenimiento de lo esotérico. No, lo que el XII Imam aporta es la revelación del sentido oculto de todas las revelaciones.
El sentido de este rejuvenecimiento no es volver la espalda al origen, sino volvernos a llevar al origen, apokastasis o reinstauración de todas las cosas en su lozanía y belleza original. El movimiento es en sentido inverso al que plantea el evolucionismo como progresión indefinida por la vía de un tiempo rectilíneo. Cuanto más progresamos, más nos acercamos a aquello de lo que hemos partido. Creo que la mejor comparación que podemos proponer es lo que en música se ha llamado el "milagro de la octava". A partir del sonido fundamental, cualquiera que sea el sentido en que avancemos, es siempre hacia ese mismo sonido fundamental hacia el que progresamos.
Lo mismo sucede en la cámara de los espejos, cuando nos situamos en el centro, rodeados de espejos por todas partes. Cualquiera que sea la dirección en que demos un paso a partir del centro, la imagen se acercará a nosotros. Análogamente, cualquiera que sea el paso que demos en la existencia, la parusía, el rejuvenecimiento, se acerca ineluctablemente. Este proceso no es solamente una marcha hacia el rejuvenecimiento; es el movimiento mismo de ese rejuvenecimiento.
Éstos son algunos puntos que era necesario recordar. A lo largo de nuestra segunda conferencia trataremos de aclarar las consecuencias que se derivan de la noción de "Amigos de Dios" y de la ética que ésta implica, a la luz de su enraizamiento en la conciencia religiosa irania preislámica. Tendremos así ocasión de vislumbrar qué diferencias presentan tanto la ética zoroastriana como la shiíta respecto a la del budismo y respecto a la del cristianismo en general.
II
Trataremos ahora de definir más detenidamente el concepto de "Amigos de Dios", para comprender cómo su éthos y su ética hunden sus raíces en la profundidad de la conciencia religiosa irania preislámica, es decir, zoroastriana.
La expresión "Amigos de Dios" (Gottesfreunde) es ciertamente el equivalente literal de la expresión árabe "Awliyâ' Allâh". He estado cada vez más atento, en el curso de mis investigaciones a lo largo de los últimos años, a lo que hay de común en la ética profesada por ambas partes. Como he recordado anteriormente, la noción de Gottesfreunde nos hace evocar toda la mística renana del siglo XIV y el vínculo de ésta con el ideal de la caballería. He aludido igualmente a la existencia de elementos comunes entre la ética de un Wolfran von Eschenbach y la de un Rulman Merswin, y pienso especialmente también en Henri Suso, el caballero de la Sophia. Un punto de unión en la cristiandad con esta noción de "Amigos de Dios" lo encontramos en el admirable versículo del Evangelio de Juan: Jam non dicam vos servos, sed amicos. "Ya no os llamaré siervos sino amigos" (cf. Jn 15,15). Tenemos aquí el paso del servus Dei al amicus Dei, es decir, a una relación característica entre la divinidad y el hombre, que es en adelante una relación de caballería. Acabo de referirme a Henri Suso como caballero de la Sophia. Lo que es digno de ser destacado es que en árabe tengamos exactamente la misma transición entre 'Abd-Allâh, servus Dei, servidor de Dios (la denominación corrientemente atribuida al Profeta dentro del ámbito de la dimensión exotérica de la Ley) y Walî-Allâh, amicus Dei, amigo de Dios (nombre corrientemente atribuido al Imam investido de lo esotérico). Tenemos aquí una equivalencia literal. De ahí la necesidad de la triple shahâdat atestiguando la Unidad divina, la misión del Profeta y la walâyat del Imam como Amigo de Dios (Walî-Allâh). Por esta triple atestación, Dios (Allâh) no es ya un ser poderoso y terrorífico sino aquel cuya "causa" es "mi propia causa".
Comprendemos así la importancia de esta triple shahâdat. El creyente shiíta no es íntegramente creyente más que por esta triple shahâdat: transcendencia divina, misión exotérica de los profetas, misión esotérica de los Imames. Resulta de ello que la atestación, la shahâdat, tal como la profieren y profesan los creyentes sunnitas mayoritarios, se detiene en el servus Dei, mientras que la profesión de fe de los fieles shiítas llega hasta el amicus Dei. Resulta de ello también que el empleo de la expresión Awliyâ' Allâh para designar al conjunto de los sufíes en el Islam sunnita, donde ya no aparece el Imam como amicus Dei, es un uso en falso. El paso de 'Abd-Allâh (servus Dei) a Walî-Allâh (amicus Dei) es pues tan característico como decisivo; pero necesita el tercer elemento de la shahâdat o profesión de fe. Aquel que al profesar la walâyat del Imam, se convierte en "Amigo de Dios", se encontrará a partir de entonces al servicio caballeresco de un Nombre divino. De ahí la pluralidad de los Nombres divinos con los que se forman en el mundo islámico los nombres corrientes. En árabe: 'Abdol-Karîm, servidor del Generoso, 'Abdol-Nâsir (Nasser),
servidor de aquel que da la victoria, etc. En el Islam shiíta, al servicio de los Imames: 'AbdolHosayn, 'Abol-Rezâ, etc. De ahí también, que sea una auténtica aberración la manía laicizante de abreviar los nombres corrientes en el Islam. Cuando alguien que es 'Abdol-Nâsir (Nasser), servidor de aquel que da la victoria, pasa a ser puramente y simplemente Nasser, aquel que da la victoria, hay en ello una secularización que es de hecho una profanación.
Podemos así comprender mejor las razones y el sentido de la metamorfosis de la relación entre Dios y el hombre, una vez esta relación se convierte en una entrega caballeresca, en un servicio de caballería. Evocábamos a este respecto hace un instante la obra de Wolfram von Eschenbach.
Esta relación de caballería entre el hombre y su Dios cuestiona lo que tenemos la costumbre de contemplar como una bipolaridad, a saber, la definida por los términos de monoteísmo y politeísmo. Estamos ante un hábito que simplifica las cosas en demasía. Está el monoteísmo exotérico que es el monoteísmo común, el monoteísmo abstracto, como lo designaba Hegel; es el monoteísmo que, sin consideración de lo que pasa por y para la conciencia humana, plantea la existencia abstracta de un Dios único, Ser supremo, Ens supremum que es el "Todopoderoso". La idea de una relación caballeresca con un Dios de esta índole parece fuera de lugar. Pero cabe preguntar si los dos términos -monoteísmo y politeísmo- agotan realmente todas las posibilidades. Cabe preguntar si el monoteísmo no implica matices que con frecuencia se desprecian, y que sin embargo modifican profundamente la bipolaridad en cuestión. Es aquí donde intervienen toda la ética de la Persia zoroastriana y con ella la de la Persia shiíta.
La gran figura que domina el horizonte religioso de la persia zoroastriana es la de Ohrmuzd (Ahura Mazda del Avesta); es el Señor Sabiduría, el Sapientísimo, el Sabio absoluto, pero no el "Todopoderoso". En efecto, Ohrmuzd necesita de la ayuda de las fravartis (farûhar, farwahar) como "ángeles guardianes", pero acondición de concebir al ángel guardián como polo celestial, el Yo celestial de un ser cuya totalidad es bipolar y constituye una bi-unidad, a saber, la de una forma terrenal y otra forma celestial que es su contrapartida superior. De otra manera más general, puede decirse que las fravartis son las entidades metafísicas, las entidades sutiles de todos los seres que pertenecen a la creación de Luz. Ohrmuzd necesitó de la ayuda de las fravartis no sólo para vigilar las murallas del cielo contra el asalto de Ahrimán, sino que perpetuamente tuvo necesidad de ellas en la tierra. Fue preciso que las fravartis aceptasen libremente descender a la tierra para librar el combate en este mundo y venir así en ayuda de Ohrmuzd, el señor Sabiduría. Su combate no es una lucha contra otro Dios, sino la lucha contra el Otro; el Otro sin más, el Antagonista, el antidios, el anti-ser, el negador, el destructor: Ahrimán. Ahrimán no es el no-ser como simple privatio boni, sino precisamente el no-ser que es no-ser. Enunciar la proposición de que "el no-ser no es" es eo ipso constatar que hay no ser, y este ser paradójico del no-ser es la negatividad pura; es el no sin sí, el rechazo, lo informe y la muerte.
No podemos dejar de sorprendernos por la persistencia en la conciencia irania de esta figura de Ahrimán aflorada de la meditación del más antiguo profeta que aparece en nuestro horizonte: Zaratustra o Zoroastro. La religión zoroastriana ha contemplado en toda su fuerza lo que significa el Mal, como lo que significa el sufrimiento, la muerte y el combate que hay que llevar contra estas manifestaciones del no-ser. El nombre y la figura de Ahrimán persisten en la obra de los filósofos iranios de la Persia shiíta. Pienso en Mîr Fendereskî, eminente filósofo del siglo XVII; pienso también en Rajab 'Alî Tabrîzî (siglo XVII y en Ja'far Kashfî (!1850).
Un pensador como Ja'far Kashfî realiza el tipo perfecto del gnóstico shiíta. Acepta íntegramente el
postulado y las consecuencias de la teología apofática, de la via negationis (tanzîh) del shiísmo. Dios es incognoscible, y es incognoscible precisamente porque no tiene contrario. Constatamos aquí un desfase, una alteración dramatúrgica que ya se abre paso entre los zervanitas de los que habla Shahrastanî (siglo XII), y más claramente todavía en la filosofía ismailí. No es ya en el nivel del Principio supremo donde hace eclosión el Antagonista, sino en el nivel del ser que de él procede o en el de su teofanía, es decir en el nivel mismo en que Dios deviene cognoscible. El Absconditum se revela por su teofanía primordial; ésta lleva diferentes nombres. Es la primera Inteligencia ('Aql), el Nous de los neoplatónicos; es el Protoktistos (el primer ser creado) de los gnósticos; es la Realidad mohammadiana eterna (Haqîqat mohammadîya), el pleroma inicial de los Catorce Eones de luz (los "Catorce Inmaculados"). Esta creación inicial de Luz produce a su vez un mundo y eo ipso hace surgir un anti-mundo, un contra-mundo. Cada uno de estos planos del mundo de Luz está simbolizado por una letra del alfabeto árabe. Cada uno de los planos del antimundo que sube del abismo está simbolizado también por una letra correspondiente del alfabeto árabe, pero escrita al revés. Es la otra cara del mundo, un mundo que hace estremecerse incluso los cimientos del mundo de Luz. Nuestro autor precisa. Cuando es de noche, estamos en las tinieblas, no sabemos siquiera que hay un muro. Cuando el sol se levanta, el muro proyecta sombra, pero es la sombra del muro, no la sombra del sol. Un ser de Luz no produce sombra. La integridad de un ser de luz, es ese ser de Luz más su fravarti, no es ese ser de luz más su sombra. Esto es algo capital que es preciso no olvidar.
El combate librado junto a Ohrmuzd por las fravartis, por todos nosotros -todos los seres tienen una fravarti- es un combate de caballeros al lado de su soberano, su señor. Y un caballero no traiciona en el campo de batalla a su Soberano o Señor. Este combate debe durar hasta la terminación del Aiôn, hasta lo que en los términos zoroastrianos se llama frashkart, es decir, transfiguración o rejuvenecimiento del mundo. Este eschaton adviene al término de doce milenarios, y es la reflexión sobre este ciclo lo que los historiadores de las religiones designan como "teología del Aiôn". Vamos a encontrar el equivalente en la teología de los Doce Imames de la Persia shiíta.
Las consonancias no pueden ser ignoradas. Hace muchos años que me sentí sorprendido por una declaración de Eugenio D'Ors, en un libro lamentablemente ilocalizable en la actualidad, afirmando que la ética del zoroastrismo conducía a una Orden de caballería. Se puede considerar, en efecto, que la idea de la caballería se enraíza profundamente en la ética zoroastriana. Volvemos a encontrar las huellas de este éthos en el javânmard, el caballero shiíta. No puedo referirme sino a algunos rasgos esenciales.
Están en primer lugar los términos de que se sirve Zoroastro para anunciar al Saoshyant, el Salvador que debe aparecer en el último milenario. Coinciden plenamente con los utilizados por el profeta del Islam, Mohammad, para anunciar la venida del XII Imam. Lo mismo que el Saoshyant es una especie de Zaratustra redivivus, así también el XII Imam, el Imam actualmente oculto, "invisible a los sentidos, pero presente en el corazón de los fieles", es una especie de Mohammad redivivus.
Hay consonancias entre algunas invocaciones. Una estrofa del Avesta es repetida frecuentemente por los fieles zoroastrianos: "Que podamos contarnos entre los que operarán el rejuvenecimiento del mundo". Esta petición se refiere al advenimiento del Saoshyant, al que el fiel zoroastriano tiene, en todo caso, la convicción de cooperar en lo sucesivo y ya actualmente en el curso de su vida. Paralelamente, la piedad escatológica shiíta se manifiesta en una salutación que acompaña ritualmente toda mención del XII Imam. Cada vez que se le nombra, ya sea por escrito u oralmente, se lo acompaña con estas palabras: "Del que Dios nos conceda pronto la Alegría". Esta alegría es la del advenimiento del Imam, es la alegría sin más (cuando se pronuncia un discurso, si se lo menciona no alusivamente, sino por su nombre, es preciso dejar siempre un intervalo de algunos segundos para que la asamblea pueda proclamar a coro: "Del que Dios nos conceda pronto la alegría".
El momento es muy impresionante). La anticipación de esta alegría es para el shiíta iraní el equivalente a la anticipación del frashkart para el creyente zoroastriano de la antigua Persia. La oración del peregrino, que citaremos enseguida para terminar, afirmará el deseo del fiel shiíta de "volver" para librar el supremo combate al lado del Imam.
Está, por último, la idea común de un ciclo, esa "teología del Aiôn" a que hacíamos alusión hace un instante. En el zoroastrismo, este ciclo es el de los Doce Milenarios, al término de los cuales aparece el último Saoshyant. (Hay tres Saoshyant sucesivos, pero no podemos insistir en los detalles de esta soteriología). Por otra parte, en el shiísmo, los doce Imames son igualmente tipificados como doce milenarios, en una tradición (un largo hadîth) que los representa también como doce Velos de luz, en los que descansa sucesivamente la Luz mohammadiana (Nûr mohammadî) en el curso de su descenso hacia el mundo. A continuación esta Luz se remonta hacia su origen, regresando a través de los doce Velos de luz. Su llegada al duodécimo Velo es la señal de la parusía del Imam, preparando la Resurrección de la apokastastasis.
En el curso de mi anterior conferencia, evocando el recuerdo de Joaquín de Fiore y los joaquinitas, señalaba que varios pensadores shiítas han identificado al XII Imam por venir con el Paráclito anunciado en el Evangelio de Juan. Ahora bien, en un espiritual shiíta del siglo XVII, Qotboddîn Ashkevârî, natural de Azerbaidjan y discípulo de Mîr Dâmâd, el gran filósofo que dio origen a la "Escuela de Ispahán", encontramos al XII Imam identificado con el Saoshyant zoroastriano.
Nos encontramos entonces ante una conjunción extraordinaria. Por una parte, la figura dominante de la caballería zoroastriana, el Saoshyant, es identificado por un shiíta con el XII Imam, que es el Sello de la caballería shiíta. Por otra parte, el mismo Imam es identificado con el Paráclito, que es el Sello de la iglesia joánica, iglesia todavía invisible y aún por venir. En estas referencias cruzadas entre el Saoshyant, el XII Imam y el Paráclito, podemos percibir la idea de una caballería común, desde las fronteras del Irán hasta Occidente, a la idea de una doble tradición irania uniéndose a aquella de nuestras tradiciones que conserva sin duda el más valioso de los secretos espirituales.
Hay otra cosa, a saber, la situación teológica propia del shiísmo. El shiísmo, como todas las gnosis, afirma que la divinidad es incognoscible, insondable, impredicable, inefable. El shiísmo profesa una teología apofática o negativa, una via negationis radical. ¿Con qué habrá que relacionar, entonces, los nombres y los atributos divinos? De hecho estos nombres y atributos se relacionan con las teofanías, en particular con el pleroma de aquellos a los que se llama los "Catorce Inmaculados", es decir, los Doce Imames, el profeta Mohammad y su hija Fátima, correspondiendo ésta a la Sophia conocida por otros sistemas de gnosis. Los nombres y atributos divinos no pueden referirse a la Esencia divina, puesto que es incognoscible e insondable; no pueden referirse más que a figuras teofánicas. Los Imames son los soportes de los nombres y los atributos. Hay múltiples hadîth en los que varios de los Imames afirman: "Nosotros somos los nombres; nosotros somos los atributos". Hay pues una antropomorfosis divina, sin la cual ninguna orientación nos sería posible, y que debe direrenciarse rigurosamente de lo que se llama corrientemente "antropomorfismo". Es por ignorancia de la primera (investidura de los nombres y
los atributos divinos en las figuras teofánicas) por lo que se cae en el segundo (refiriendo a la esencia divina en sí los nombres y los atributos). Ahí se encuentra también la razón de que los heresiógrafos sunnitas hayan acusado frecuentemente a los shiítas de criptocristianismo. La imamología shiíta muestra en efecto muchas correspondencias con la cristología de la teología cristiana. Los teólogos y teósofos shiítas se han encontrado ante los mismos problemas que sus colegas cristianos, pero los han resuelto siempre en el sentido que ha sido rechazado por los Concilios.
Podemos comprender así por qué, a los ojos de los shiítas, el creyente sunnita que refiere a la propia deidad los nombres y los atributos cae, por más que pretenda evitarlo a toda costa, en la peor de las idolatrías metafísicas.
Simultáneamente también, comprendemos tanto mejor por qué es ahí mismo, al nivel de la imamología y la teofanía, donde se establece la relación caballeresca entre el fiel y el Imam. El Todopoderoso, el Dios incognoscible e inaccesible, el Absconditum, no tiene necesidad de los servicios del caballero. Los Imames, teofanías tan frágiles como lo son en nuestro mundo todas las manifestaciones de la belleza, la bondad y lo divino, tienen necesidad de la ayuda, el servicio y la entrega total de sus fieles. Todos juntos, los Doce Imames son una sola y misma esencia. Por eso cada fiel puede elegir como eje de su devoción y de su entrega a uno de los Doce Imames, incluso a la propia Fátima, pues cada una de las figuras teofánicas es también las otras. Si, para superar la bipolaridad que precedentemente cuestionábamos, buscamos un término medio entre monoteísmo y politeísmo, lo podemos ver perfilarse en algo que podríamos denominar "katenoteísmo": el Todo, el Único, en el cada. Mi fotowwat, como forma de mi walâyat para el Imam, anuncia eo ipso la forma que toma para mí la teofanía.
Esto equivale a decir que la walâyat, el amor, la entrega y dedicación al servicio de los Imames, reviste esencialmente la forma y el sentido de la dedicación caballeresca. De este modo, el shiísmo es por excelencia la forma de la religión del amor en el Islam. Pero me temo que en vano buscaremos esta cualificación y este aspecto del shiísmo en los libros publicados hasta ahora en Occidente. Un gran precepto domina la ética shiíta: "tawallâ wa batarrâ", asociarse con todos los amigos del Imam, romper con todos sus enemigos, no tener nada en común con ellos. Esto es la walâyat respecto al Imam, y su manifestación por excelencia es la fotowwat. En esta manifestación podemos intuir ya todo lo que hay en común entre el éthos iranio zoroastriano y el éthos iranio shiíta. Es esto lo que fundamentalmente caracteriza de manera específicamente al Islam iranio.
Es también aquí, precisamente, donde podemos vislumbrar la diferencia radical que existe entre el éthos zoroastriano y shiíta, éthos de la caballería zoroastriana y la caballería shiíta, por una parte, y el éthos del budismo y de lo que, para abreviar, designaremos como cristianismo exotérico, por otra. El budismo al que nos referimos es esencialmente el budismo hinayana. En el budismo, en la vivencia del sabio budista, es el ser, el existir lo que en sí mismo el sufrimiento (leben ist leiden). Sufrimiento, vejez, enfermedad y muerte, tales son los signos que despertarán la experiencia del joven príncipe Siddhârtha. Su historia ha dado la vuelta al mundo gracias al célebre relato espiritual titulado Barlaam y Joasaph. Es preciso encontrar el vado, el vado por el que hay que pasar para escapar a la rueda infernal del samsâra. Séame permitido evocar un recuerdo de mis primeros años de joven filósofo orientalista. Estudié entonces dos años de sánscrito. Bajo la dirección del eminente maestro Alfred Foucher, estudiábamos los clokas del manual de Bergaigne. Recuerdo todavía uno de ellos, pues no lo olvidaré en mi vida. Tena adhîtam, crutam tena, tena sarvam anusthitam ... (cito y transcribo de memoria más de cuarenta años después). "Lo ha aprendido todo, lo ha oído todo, lo ha experimentado todo, aquel que volviendo la espalda a la esperanza, ha encontrado el reposo en el abandono de toda esperanza". Recuerdo la protesta que surgía en el corazón del joven filósofo que yo era entonces: Non possum, non possum. No puedo aceptar eso,
me decía.
Pasemos ahora al cristianismo, a ese cristianismo que, para abreviar, denominaremos oficial y exotérico. Nos encontramos aquí ante el Dios todopoderoso. Un Dios todopoderoso que puede servirse del diablo para probar a sus fieles. Por tal motivo, la actitud fundamental del fiel será resignarse a la voluntad de Dios, a las pruebas que Dios inflige. Sufrimiento, enfermedad, pesar, todo esto son otras tantas pruebas que Dios le envía y que el fiel debe aceptar.
Pero la teología acaba por encontrarse en una situación sin salida. Es preciso que en un momento o en otro estalle el escándalo de La respuesta a Job del malogrado C.G. Jung.
Enlacemos de nuevo con la ética zoroastriana. No se trata de renunciar, de resignarse, sino de plantar cara. Ohrmuzd no se sirve de Ahrimán para probar a sus fieles, como tampoco los Imames se sirven de quienes les niegan. De este modo, el exilio, la salida de Abraham, no son una huida ante el mundo. Es salir de este mundo, para darse la vuelta y combatir; pues ni el ser como tal, ni la manifestación del ser como tal, son una herida infligida a un Absoluto en el que habría que reabsorberse lo antes posible. Esta voluntad de reabsorción no hace sino ir en contra de la voluntad del "Tesoro oculto" que aspiró a manifestarse para ser conocido y salir así de su soledad. Drama intradivino, ciertamente, pero la vocación del caballero espiritual no es abolir este drama, sino asumir su papel en él, pues tiene plena conciencia de ser una de las dramatis personae. La convicción de aquellos amigos que están más o menos fascinados por la sabiduría india es, ciertamente, que el sufrimiento es la ley misma del ser. Es preciso, en consecuencia, acabar con lo que lo engendra, es necesario volver a encontrar ese estado absoluto cuyo nombre es pronunciado tal vez con excesiva frecuencia, sin que la conciencia quede plenamente advertida de lo que ello significa. Por el contrario, para la ética zoroastriana ni el ser ni la manifestación del ser son una herida; más bien, el ser y la manifestación del ser han sufrido una herida; esta herida es la invasión de Ahrimán, invasión que se produce, en el zoroastrismo, cuando aparece la creación luminosa de Ohrmuzd y, en la gnosis shiíta, con la epifanía del Imam, en el origen de los mundos.
La caballería zoroastriana, como la caballería shiíta, no vive el sufrimiento, la vejez y la muerte como pruebas que Dios inflija al hombre. Todas estas cosas negativas no son pruebas que un Dios todopoderoso nos envíe; son derrotas que el Dios de Luz sufre en cada uno de sus miembros de luz. Hacer frente a estas derrotas, no resignarse jamás, es el sentido profundo de la caballería zoroastriana. Para marcar escuetamente el contraste, he hecho alusión, hace un instante, a un hadîth célebre, comentado por todos los gnósticos del Islam: "Yo era un Tesoro oculto. He querido ser conocido. He creado el mundo a fin de ser conocido por mis criaturas (o según una variante de interpretación: a fin de conocerme en el conocimiento de mis criaturas).
Este hadîth es la mejor respuesta que pueda darse a aquellos que aspiran demasiado alegremente a la reintegración de los fenómenos y de lo Múltiple en una Unidad indiferenciada, en una Realidad Informal de la que apenas podemos precisar ante qué nos deja. Este hadîth les responde, en efecto: traicionáis el voto, os oponéis al más secreto deseo del Tesoro oculto. Violáis, rechazáis y negáis la teofanía en lugar de poneros a su servicio, en lugar de consagraros a ella contra todas las fuerzas negativas que se le oponen. Queréis suprimir su manifestación misma, que es el mundo de lo Múltiple, y venís a rogarle la entrada en su silencio, en su incognoscibilidad.
Nuestro hadîth nos permite, pues, captar de forma inmediata lo que puede haber ahí en común entre la ética zoroastriana y la ética shiíta.
No se trata de buscar la reabsorción del mundo, sino de llevarlo a la apokatastasis: al frashkart, transfiguración o rejuvenecimiento, en la terminología zoroastriana; qiyâmat, resurrección, en la terminología shiíta. Pero sólo los "jóvenes", los javânmardân, pueden cooperar en este rejuvenecimiento.
Y éste es el papel de los "Amigos de Dios", de los javânmardân en todos los grados en que puedan estar situados en este mundo, en todos los planos de su javânmardî, de su caballería.
Hay una frase admirable de uno de los grandes místicos iranios del siglo XII, Rûzbehân de Shîrâz, que dice, hablando de los Amigos de Dios: "Son los ojos por los que Dios no deja de mirar al mundo". Pensamos en todas las resonancias que la palabra "mirar" tiene en francés. Estos "Amigos de Dios" son los ojos por los que Dios mira, es decir "mira por" el mundo, se preocupa o se siente concernido por él; todos nuestros espirituales están de acuerdo en este punto: gracias a ellos, gracias a su comunidad incognito, gracias a su polo místico que es el Imam, el mundo de los hombres continúa subsistiendo. Hay ahí una función de salvación cósmica que es infinitamente más importante y que tiene un alcance inconmensurablemente mayor que toda función social.
Hemos tratado este tema a propósito de un relato iniciático ismailí que sitúa a los amigos de Dios como contrapeso divino a la debilidad de la masa de los hombres, contrapeso exigido po rla propia equidad divina, ante la massa perditionis de los inconscientes y los ignorantes. También he tenido ocasión de tratarlo recientemente con motivo de la sesión estival del "Centro de estudios de civilización medieval" de la Universidad de Poitiers (julio de 1971). No podía sino sentirme en simpatía con la generosidad de un estudiante que me decía: "Pero yo me siento solidario de esa massa perditionis", y no podía sino responderle: "Ciertamente, eres solidario. ¿Pero puedes concebir una solidaridad más profunda, una responsabilidad más importante, que la de convertirte en los ojos de una masa ciega?". El diálogo nos permite a menudo sacar a la superficie virtualidades que ni siquiera sospechábamos.
En la primera fila, pues, de estos caballeros, de aquellos que son "los ojos por los que Dios no deja de mirar al mundo", pondremos, de acuerdo con nuestros autores, a los "filósofos". Pero olvidémonos del status de los filósofos en las Universiddes actuales. Nos referimos al theosophos, en el sentido etimológico de la palabra, el "Sabio de Dios"; es él quien participa en primera línea en este combate. Un grave problema ha sido discutido durante siglos por la filosofía escolástica, a saber: ¿cómo debe entenderse la unión del alma con la inteligencia agente? Puede que esta cuestión les parezca a las mentes "modernas" un problema abstracto, técnico, lejano. De hecho, la situación es ésta: nuestros filósofos identifican la Inteligencia agente, cuya herencia han recibido de los filósofos griegos, con el Espíritu Santo, es decir, con el ángel Gabriel, que es a la vez el Ángel del Conocimient y el Ángel de la Revelación. Esta identificación nos anuncia un elemento común entre la vocación del filósofo y la vocación del profeta, el elemento que precisamente les pone, tanto a uno como a otro, en la primera línea de la caballería espiritual. De cualquier manera que se entienda o se imagine la unio mystica que se realiza entre el alma humana del filósofo y la Inteligencia agente, es gracias a ella como se mantiene la comunicación entre el mundo superior del Malakût, el mundo del ángel, y el nuestro. Gracias a ella la humanidad persevera en el ser, pues los seres humanos, se tenga o no conciencia de ello, no pueden vivir sin esta comunicación. Es pues ésta la que define el servicio caballeresco del filósofo en tanto que "Sabio de Dios", como theosophos; es este servicio el que hace de él un javânmard, un caballero espiritual por excelencia. Tal es la idea del filósofo como lo han concebido los ishrâqîyûn, los teósofos de la Luz, discípulos de Sohravardî, y con ellos los teósofos shiítas.
Y parece que esto concuerda también con el pensamiento profundo de los kabalistas judíos, que profesan que "Dios tiene necesidad de que su presencia (la Shekhina) reside en el Templo". Es el tema patético desarrollado por nuestros colegas judíoss, el exilio de la Shekhina. ¿No está en
resonancia este tema con el motivo del exilio, de la expatriación como forma de resistencia a Ahrimán? Pensemos en el célebre hadîth del Imam Ja'far declarando: "El Islam ha comenzado expatriado y volverá a estar expatriado como ocurría al principio. Bienaventurados los expatriados". Pensemos en el Relato del exilio occidental de Sohravardî.
Para que cese el exilio de Dios, es preciso que el hombre se exilie del mundo del que Dios está exiliado. Somos así reconducidos a la admirable traducción que se ha realizado un kabalista del versículo de Isaías 63,9: "En todas sus angustias, es él (su Dios) quien ha sido angustiado". Creo que todo lo que puede sugerir la idea de javânmardî se encuentra en esta traducción, incluso aunque presente alguna dificultad para los filólogos.
Tomaré gustosamente por testigo la dirección seguida por la filosofía irania desde hace cuatro siglos. En el origen de esta orientación se encuentra uno de sus más grandes maestros, Mollâ Sadrâ Shîrâzî (!1640), a quien debemos una verdadera revolución metafísica: una metafísica del ser que hace estremecerse a la venerable metafísica de las esencias, para sustituirla por una metafísica del existir. Son el acto y el grado de existencia los que determinan lo que un ser es, su quididad, en lugar de sobreañadirse a una esencia inmutable, definida de una vez por todas e indiferente al hecho de existir o no. Esta metafísica del ser postula el principio del movimiento intrasustancial, introduciendo la idea del movimiento hasta en la categoría misma de la sustancia. Mollâ Sadrâ es el filósofo de las metamorfosis, de las transustanciaciones, de las palingenesias. Inseparable de esta metafísica de la existencia es toda una metafísica de la Imaginación activa. Hasta Mollâ Sadrâ, casi todo el mundo concebía la imaginación como una facultad orgánica, vinculada al organismo físico, pero para Mollâ Sadrâ la imaginación activa es una facultad transcendente, espiritual, que no está de ningún modo ligada a la suerte del organismo físico, pues es de algún modo el cuerpo sutil, el vehículo sutil del alma. El alma no tiene necesidad de sentidos para captar las percepciones que llamamos sensibles. Es de hecho la Imaginación activa la que cumple esta función.
Expresado en forma sucinta, hay tres modos de existencia respectivamente correspondientes a los tres mundos. Está el modo y el mundo de la existencia sensible, física, y está el modo y el mundo de la existencia inteligible. Entre ambos, y esto es de importancia capital, está ese mundo cuya pista hemos perdido en Occidente, el mundo intermedio que he tenido que denominar "mundo imaginal" para diferenciarlo de lo imaginario. La irrealidad de lo imaginario queda sustituida por la realidad plena de lo imaginal, mundus imaginalis ('âlam al-mithâl). Es el "octavo clima", el mundo de las visiones (de las visiones de un Swedenborg, por ejemplo) y las resurrecciones, donde toda carne es caro spiritualis. Es el objetivo y el lugar del combate de los javânmardân. Un cuerpo imaginal (jism mithâli) no es un cuerpo imaginario; un cuerpo sutil no es un cuerpo irreal. El cuerpo no es el antagonista, la antítesis del espíritu. El cuerpo puede existir a nivel del cuerpo sensible, a nivel imaginal, a nivel espiritual o inteligible, y hay incluso en el límite un cuerpo divino. Vemos desvanecerse así todos los dilemas de espíritu y cuerpo, espiritualistas o materialistas, en esta metafísica de la transustanciación y las metamorfosis. Esta idea está esencialmente ligada a la de la parusía del XII Imam y el rejuvenecimiento del mundo. Pues la posibilidad de este rejuvenecimiento presupone precisamente una metafísica como la de Mollâ Sadrâ.
Se ve entonces en qué sentido el filósofo, o, más exactamente, el teósofo, es el que realiza el servicio de caballería espiritual por excelencia, el servicio del javânmard. El filósofo-teósofo cumple este servicio; gracias a él los universos espirituales no dejan de mirar, es decir, de "concernir" a los hombres. Cada profeta es llamado fatâ, caballero de la fe, y su combate es un combate de caballero de la fe; sin la filosofía profética de los teósofos, la humanidad quedaría definitivamente sorda, ciega, y, perdida la memoria de su ser preexistencial, no sería más que una
humanidad amnésica. La pérdida de memoria y de esta visión interior es el "servicio" invertido, satánico, de la filosofía profanada y secularizada.
A diferencia de ésta, la filosofía profética plantea una vocación común al filósofo y al profeta, pues es sobre el mismo intellectus sanctus, sobre el mismo intelecto santo en uno y en otro, sobre lo que irradia la iluminación del Ángel del Conocimiento y la Revelación, de tal modo que el filósofo se reconoce en su casa en este "mundo imaginal", en este mundus imaginalis al que acabo de hacer alusión y que es el mundo de las realidades espirituales singulares y concretas en el que se despliegan las visiones de los profetas. Quizá el hecho más lamentable acontecido en nuestra filosofía occidental desde Descartes sea el habernos quedado impotentes ante el dilema de la res cogitans y la res extensas, con lo que hemos perdido el sentido de lo metafísico concreto, del mundo en que están escritos los secretos de los mundos y los intermundos, perpetuamente presentes. Si el filósofo de la filosofía profética tiene acceso a ello en compañía del profeta, es porque en él la facultad intelectiva y la facultad imaginativa están en comunicación con el mismo intelecto santo, el mismo intellectus sanctus. La experiencia teosófica del filósofo no se expresa entonces sólo en doctrina teórica. La doctrina se transforma en acontecimiento del alma, acontecimiento real. El teósofo se convierte en javânmard, en caballero de la epopeya mística, y con él, la propia metafísica se convierte en epopeya mística. Éste es todo el secreto de la literatura mística persa, y esto es también lo que nos permite comprender la obra de Sohravardî, cuyos relatos místicos se inscriben entre otras vastas epopeyas como las de Hakîm Sanâ'î y las de Farîdoddîn 'Attâr, obras maestras de la literatura universal, poco conocidas lamentablemente hasta la fecha en Occidente.
Fue también un servicio de caballero, de javânmard, el repatriamiento por parte de Sohravardî de los Magos helenizados a la Persia islámica y la reconducción de los "profetas griegos", los neoplatónicos, al "Nicho de las luces" de la profecía. Tal fue la obra que Sohravardî se propuso realizar y realizó en el curso del siglo XII. El teósofo se convierte así en caballero de una epopeya mística, que es una asunción de la humanidad "progresando" hacia su origen absolvente, dejando como Abraham el país de su nacimiento por el mundo del exilio. Es a esta epopeya a la que fue convocada toda una caballería espiritual, una caballería de la fe que participaba de la tradición abrahámica. Hay una estrecha relación entre el desarrolo de la filosofía profética y el desarrollo de la epopeya mística. De su convergencia nace una caballería espiritual que avanza desde los diversos horizontes del "fenómeno del Libro santo" y cuyo servicio divino, gracias al cual la humanidad persevera todavía en el ser, no puede expresarse más que en relatos visionarios y en epopeyas del alma, no en teorías generales y menos todavía en ideologías abstractas.
Es por eso por lo que las visiones de los profetas y las epopeyas místicas exigen la misma hermenéutica espiritual que el Libro. Es de esta forma como debe leerse nuestra epopeya mística medieval en Occidente, a saber, todo el ciclo del santo Graal, pues sólo a condición de ser entendida de esta forma nuestra epopeya del Graal podrá revelar el secreto de su caballería espiritual. Y también por ese motivo, la caballería que tiene por símbolo la Mesa Redonda es una elite universal cuyos adeptos proceden tanto del "paganismo" (así designan al Islam nuestros viejos autores) como de la cristiandad. El mundo por ella tipificado es un mundo perfecto, un pleroma. Se penetra en él despojándose de todas las ataduras y las ambiciones del mundo profano, y tal es el sentido que toma la palabra tajrîd en la espiritualidad sufí. Los vínculos de fraternidad que unen a sus miembros hacen de ellos una cofradía que constituye la elite de la humanidad y que, tanto en su jerarquía como en los rasgos que caracterizan a sus héroes, no reconoce sino cualificaciones espirituales.
Cuando la epopeya de Wolfram da cabida a la caballería del Islam, su proceso interior es semejante al de la epopeya mística que permite a Sohravardî repatriar y acoger en al Persia islámica a los Magos helenizados de la Persia zoroastriana y a los héroes del Avesta. En las palabras de Wolfram se desarrolla el tema de la caballería "pagana", es decir, islámica, otorgándole el mismo brillo y la misma consideración que a la caballería cristiana. Los mejores representantes de esta caballería oriental, es decir, de esta caballería del Islam, son igualmente dignos de ocupar un lugar en la Mesa Redonda. Hay continuaciones de la obra de Wolfram que parecen haber sido un tanto desdeñadas durante mucho tiempo por los medievalistas, y corresponde a un iraniólogo lamentarlo ahora. Pienso especialmente en la inmensa epopeya de Albrecht von Scharfenberg, el nuevo Titurel (cuya edición reciente debemos a Werner Wolf). En esta epopeya el servicio del caballero se eleva al nivel de una acción sacramental, lo mismo que la javânmardî, en las corporaciones de oficios, eleva todos los actos del oficio al nivel de actos litúrgicos, de actos poseedores de un sentido sacramental, conduciendo la ética del javânmard a la sacralización de todos los actos y actividades de la vida. Esta transfiguración es precisamente la javânmardî, el espíritu de caballería que opera el rejuvenecimiento de los seres y las cosas.
Para terminar, quisiera recordar dos textos. Sabemos que toda religión se expresa por excelencia en los sueños y en las oraciones de sus fieles, y es ahí donde hay que buscar los secretos más profundos de una comunidad religiosa. El ciclo de la walâyat se realiza en cada caballero, en cada javânmard, como un retorno al origen, a la juventud primordial de los seres y las cosas. O, mejor dicho, la historia interior espiritual de cada caballero, de cada javânmard, es el proceso mismo por el que se opera el rejuvenecimiento, la parusía. Quisiera traer a colación dos ejemplos de ello.
El primero es un sueño, un sueño admirable. Me fue contado hace varios años por uno de mis jóvenes amigos y discípulos iraníes, un muchacho que no había cumplido los treinta años y que no dejaba traslucir el secreto de su vida espiritual, siendo, por otra parte, la discreciónen lo que a esto atañe una característica común de la mayor parte de los iraníes. Es hoy un alto funcionario de la administración que viste y vive como todo el mundo, sin que nadie conozca la vida espiritual que cultiva en su oratorio. Entre otros lugares de peregrinación célebres en Irán, se cuenta la ciudad de Qomm, a unos 140 kilómetros al sur de Teherán, en la que se encuentra el santuario donde fue enterrada Fátima, la joven hermana del VIII Imam. Es uno de los centros shiítas de peregrinación más frecuentados. El joven iranio al que me refiero estaba en aquella época estudiando en Suiza. Podía vivir allí con todas las comodidades que este país podía ofrecerle; pero él no tenía sin embargo más que una aspiración: realizar la peregrinación a Qomm. No podía realizarla in corpore, puesto que se encontraba en Suiza, pero la realizó en sueño. Me dejó el texto de uno de sus sueños, dándome también autorización para publicarlo. Abrevio este relato extraordinario.
Nuestro amigo se pone en camino para ir en peregrinación a Qomm con uno de sus camaradas. En el viaje de Teherán a Qomm, en pleno desierto, se encuentra de repente solo, aislado de su compañero. Debe librar un arduo combate con unos dragones. Finalmente, los dragones desaparecen; ve cómo son arrastrados por un torrente de agua en el que él mismo se encuentra sumergido. Me remito sólo al final del relato, pues es ahí donde se nos desvela el secreto que aquí nos interesa. Nuestro amigo se encuentra de pronto en las proximidades de la ciudad santa de
Qomm; percibe la brillante cúpula de oro del santuario y los minaretes del recinto sagrado.
Habiéndome encaminado hacia la ciudad, llegué a una plataforma techada por una bóveda. Allí se me indicó la casa del Imam esperado (el Imam oculto, el XII Imam). La puerta estaba abierta de par en par. Una distancia de sólo unos centenares de pasos me separaba de la casa del Imam. En aquel momento desperté.
Si no se hubiera despertado y hubiera alcanzado la casa del Imam, nuestro amigo habría vivido su propia muerte. Así terminaba su relato:
He conservado un profundo recuerdo de este sueño. Me da la impresión de que lo esencial era la distancia que me separaba de la puerta abierta de la casa del Imam. Desde que tuve ese sueño, tengo la sensación, en sueño o en estado de vigilia, de que mi vida consiste en recorrer esta distancia, de que esa distancia es la medida exacta de mi vida. Ella regula el tiempo y la armonía de toda mi existencia; ella es el tiempo y el espacio reales que experimento en esta tierra.
Hay que ser un joven shiíta para tener esta experiencia y para identificarla de este modo, para concebir el Imam y la casa del Imam como la distancia que separa de la última realización del "rejuvenecimiento". La medida interior de la vida es la realización en uno mismo del ciclo de la walâyat, cuyo recorrido reconduce a la fuente, al origen.
Después del relato de este sueño, que nos sitúa en el núcleo de la ética del caballero de la fe, del caballero shiíta, quisiera citar ahora otro texto, una oración de peregrinos al XII Imam. El XII Imam, como sabemos, marca la culminación de los doce milenarios tipificados en la persona de los Doce Imames, lo mismo que el Saoshyant zoroastriano marca la culminación de los doce milenarios del Aiôn. El acto final que determina la aparición del Saoshyant y la parusía del XII Imam puede ser designado respectivamente como frashkart, rejuvenecimiento, o apokatastasis, siendo el mismo el sentido de ambas palabras. Este rejuvenecimiento es realizado con la ayuda de los compañeros del Saoshyant, por una parte, y con la de los compañeros del XII Imam, por otra. Es esta "ética del compañero" la que se ha perpetuado de la Persia zoroastriana a la Persia shiíta. El deseo secreto más profundo de los creyentes es ser compañero del Saoshyant o del XII Imam, y es esto mismo lo que otorga a cada caballero de la fe la dimensión de un héroe escatológico. Pues ni siquiera la muerte física prematura puede interrumpir o rescindir su participación en el desenlace final. Digo "prematura" porque la muerte de todos aquellos que fallecen antes de la parusía y que son desde ese momento compañeros del Imam, es una muerte prematura. Pertenecen ya al ciclo de la walâyat, forman ya parte, diríamos en términos cristianos, de la Iglesia de Juan.
Compañeros del Saoshyant y compañeros del XII Immam duermen actualmente un sueño misterioso, esperando su despertar. Todos los que temen morir "prematuramente" expresan su
deseo secreto en una oración de peregrinos dirigida al XII Imam y que es ciertamente la oración de un caballero, de un compañero del XII Imam. El deseo del compañero es combatir junto al Imam para operar la resurrección final, el "rejuvenecimiento" del mundo; su éthos más íntimo es la realización anticipada, puesto que consiste en la reconquista de la juventud eterna que le permite ser para siempre un javânmard. Esta oración puede ser recitada cuando uno se dirige en peregrinación a alguno de los santuarios del XII Imam, ya sea en Samarra, Irak, en el mismo lugar en que desapareció, o bien en Jam-Karân, lugar en que se encuentra su santuario en Irán. Todos pueden realizar interiormente esta peregrinación, cada uno en su oratorio personal. He aquí el texto de esta oración en la que encontramos lo que caracteriza el éthos tanto de la caballería shiíta como de la caballería zoroastriana. Lamentablemente, nos vemos obligados a abreviar este extenso texto:
"Salvación para tí, oh califa de Dios y califa de tus padres los bien guiados. Salvación para ti, heredero de los herederos espirituales de los tiempos pasados (...), retoño de la Familia Inmaculada, mina de los conocimientos proféticos, umbral de Dios que hay que cruzar para acceder aél, vía de Dios que no es posible abandonar sin extraviarse (...). Eres el que conserva todo conocimiento, el que hace abrirse todo lo que está sellado (...) ¡Oh mi soberano! Te he elegido como Imam y como Guía, como protector y preceptor, y no deseo a nadie más que a ti." "Soy testigo de que tú eres la verdad constante en la que no hay alteración ninguna; cierta es la promesa divina sobre ti; por larga que sea tu ocultación presente (ghaybat), por dilatado que sea el plazo, no siento ninguna duda; no comparto el extravío de quienes, por su ignorancia, dicen locuras sobre ti. Aquí estoy, a la espera de tu Día, pues tú eres el Intercesor sobre el que no se discute, el amigo de quien no se reniega (...)". "¡Doy testimonio de Dios! ¡Doy testimonio de sus Ángeles! Te tomo a ti mismo por testigo de mi voto: es en lo interior como lo es en lo exterior, es en el secreto de mi conciencia del mismo modo que lo profiere mi lengua. Sé pues testigo de mi promesa hacia ti, del pacto de fidelidad entre tú y yo (...), tal como me lo pide el Señor de los mundos. Por más que los tiempos y los años de mi vida se prolonguen, tendré sobre ti cada vez más certidumbre; hacia ti, más amor; en ti, más confianza. No esperaré sino tu parusía, y siempre me encontraré dispuesto a combatir junto a ti (...). "Si mi vida se prolonga lo bastante para que vea levantarse resplandeciente tu Día y alzarse brillantes tus estandartes, entonces, heme aquí, tu caballero soy. ¡Que se me conceda dar a tu lado el supremo Testimonio! Pero si la muerte me alcanza antes de que hayas aparecido, entonces solicito tu intercesión, la tuya y la de tus padres, los Inmaculados Imames, para que Dios me incluya entre aquellos a los que hará regresar (raj'at) en la hora de tu parusía, cuando tu Día se levante, para que mi entrega a ti me conduzca a la satisfacción de mi deseo".
Creo que tenemos aquí un texto verdaderamente emotivo. Presenta, además, el rasgo notable de poder ser recitado tanto por el creyente ingenuo, que se imagina las cosas tal como la letra las presenta, como por el esoterista más profundo. Ya Mollâ Sadrâ Shîrâzî formulaba la observación profunda de que el esoterista está mucho más cerca del creyente ingenuo que del teólogo racionalista, pues este último, molesto por todo lo que le concierne al mundo imaginal, no sabe qué hacer con ello y busca refugio en la alegoría y la interpretación alegórica. Por el contrario, el esoterista está en condiciones de percibir, de descifrar en todos sus niveles de significación, los símbolos que cautivan a la fe ingenua; su verdad comprendida al nivel espiritual se convierte, a este nivel, en la verdad literal.
En el texto que acabamos de leer, el esoterista puede además descubrir los símbolos del combate que lleva consigo la demanda del conocimiento y de la conciencia de sí, hasta más allá del exitus físico, post mortem, prolongándose en otros mundos. Hay una divinsa incansablemente repetida por todos nuestros sabios, una divisa que recapitula todo el tema de la demanda, de esa demanda en la que están comprometidos todos los javânmardân, todos los caballeros teósofos y místicos: "Quien se conoce a sí mismo, conoce a su Señor". Con una variante típica: "Quien conoce a su Imam, conoce a su Señor". De ahí en adelante, el Imam toma el lugar del Sí. El Imam se convierte en la figura, en el símbolo por excelencia del Sí, pero no de un Sí abstracto, impersonal o colectivo, sino del Yo celestial, del Yo en segunda persona. Este Yo, que es la contrapartida celestial del yo terrenal es conocido por todas las gnosis. En la gnosis maniquea es designado como el "Gemelo celeste". En definitiva, podemos decr que es el "Ángel" o, en términos zoroastrianos, la fravarti. Es la demanda, la búsqueda de este Yo celestial lo que describen las vastas epopeyas místicas de 'Attâr, los relatos de iniciación de Sohravardî, toda una gran parte de la literatura mística persa. Por otro lado, sabemos que esta demanda es precisamente uno de los sentidos ocultos de toda nuestra epopeya del Graal.
Podemos decir, en mi opinión, que en uno y otro lado una misma caballería espiritual se expresa en dos símbolos cuya forma exterior quizá difiere, pero que indican y guían una misma gesta interior. Una sola cosa es importante para el javânmard, para el caballero espiritual shiíta: ¿Dónde está el Imam? es decir, ¿dónde está el Imam oculto, "el Imam invisible a los sentidos, pero visible al corazón de sus caballeros"? Del mismo modo, también a Parsifal, penetrando en el dominio del Graal, sólo una cosa le importaba, pues de ella dependía el rejuvenecimiento del mundo: ¿Dónde está el Graal?
Ascona, agosto de 1971.
Notas
1. El relato de iniciación y el hermetismo en Irán.