Clement Greenberg “Vanguardia y Kitsch” (1939) La misma civilización produce dos cosas tan diferentes entre sí como un poema de T. S. Eliot y una canción tipo Tin Pan Alley *, o bien un cuadro de Braque y una portada del Saturday Evening Post . Las cuatro cosas son “cultura”, aparentemente forman parte de la misma cultura y son producidas por la misma sociedad. Pero su parentesco parece acabar ahí. Una poesía de Eliot y otra de Eddie Guest: ¿qué perspectiva cultural puede permitirnos establecer entre ambas una relación clarificadora? El hecho de que semejante disparidad en el ámbito de una única tradición cultural aceptada hoy, y lo haya sido también en el pasado, como una cosa obvia, ¿indica quizá que la disparidad forma parte del orden natural de las cosas? ¿O se trata de algo enteramente nuevo y característico de nuestra época? La respuesta implica algo más que una investigación en el terreno t erreno estético. Me parece que es necesario examinar más de cerca y con mayor originalidad las relaciones entre la experiencia estética individual —de un individuo específico, no genérico— y el contexto social e histórico en el que se verifica la experiencia. Lo que salga a la luz, proporcionará una respuesta a la pregunta planteada más arriba, arriba, y también a otras quizá quizá más Importantes. Importantes. I
Cuando una sociedad, en el curso de su desarrollo, es cada vez menos capaz de justificar la inevitabilidad de sus frases, infringe las nociones reconocidas y aceptadas de las que deben depender en gran parte los artistas y ios escritores para comunicarse con su público. Se hace entonces difícil ocuparse de cualquier tema. Todas las verdades implícitas en la religión, en la autoridad, en la tradición o en el estilo son puestas en causa, y el escritor o el artista no es ya capaz de valorar la reacción del público ante los símbolos y los puntos de referencia con los que él opera. En el pasado, semejante estado de cosas se resolvió en un estático alejandrismo, un academicismo en el que las cuestiones verdaderamente importantes ni siquiera se rozaban, en evitación de polémicas, y en el que la actividad creadora se reducía al virtuosismo de los pequeños detalles formales, mientras que todos los temas importantes se decidían basándose en los criterios anteriores de los antiguos maestros. Así, los mismos temas variaban mecánicamente en centenares de obras distintas, sin que se produjese nada nuevo: Estacio, el verso chino de los mandarines, la escultura romana, la pintura académica francesa, la arquitectura neoclásica. En esta decadencia de nuestra sociedad uno de los indicios prometedores es que nosotros —o por lo menos algunos de nosotros— no estamos dispuestos a permitir en nuestra cultura esta última fase. En el intento de superar el alejandrismo, una parte de la sociedad burguesa occidental ha producido algo que no tiene precedentes: una cultura de vanguardia. Lo cual ha sido posible y más exactamente gracias a la aparición de un nuevo gracias a una superior conciencia histórica — y género de crítica de la sociedad, de una crítica histórica, que no se ha enfrentado con nuestra sociedad por medio de utopías anacrónicas, sino que ha examinado seriamente, en términos de historia y de causa a efecto, los antecedentes, las justificaciones y las funciones de las formas que constituyen el fulcro de toda sociedad. De tal modo se ha visto claro que nuestro orden social burgués no es una condición de vida eterna y “natural”, sino simplemente el último término de una serie de ordenamientos sociales. sociales. Nuevas perspectivas de este género, que entraron a formar parte de la más avanzada conciencia intelectual de los años cincuenta y sesenta; fueron, absorbidas muy pronto por artistas y poetas, aunque a menudo de forma inconsciente. No fue un azar, por lo tanto, y tambien geográficamente— que el nacimiento de la vanguardia coincidiese cronológicamente — y geográficamente— con el primer atrevido desarrollo del pensamiento científico revolucionario en Europa. Los primeros partidarios de la bohéme , que se identificaba entonces con la vanguardia, demostraron muy pronto un poderoso desinterés por la política. Pese a ello, sí la atmósfera *
Tin Pan Alley es el centro de las editoras; musicales ligeras en los Estados Unidos. (Nota del Editor.)
circundante no hubiese estado saturada de ideas revolucionarias, ellos no hubieran sido nunca capaces de aislar su concepto de “burgués” para definir lo que no eran. Y, sin el apoyo moral de actitudes políticas revolucionarias, ellos no habrían tenido valor para afirmarse tan agresivamente como lo hicieron contra los “standards” predominantes en su sociedad. Para esto se necesitaba verdadero valor, porque la emigración de la vanguardia desde la sociedad burguesa a la artística equivalía también a una emigración de los mercados del capitalismo, hacia los que la decadencia del mecenazgo aristocrático había empujado a escritores y artistas. (Al menos en apariencia, el significado era éste: morirse de hambre en una bohardilla; aunque, como se demostrará a continuación, la vanguardia permaneciese apegada a la sociedad burguesa, precisamente porque necesitaba el dinero.) Es verdad, sin embargo, que cuando la vanguardia logró “separarse” de la sociedad comenzó a cambiar de bandera y a repudiar la política, tanto la revolucionaria como la burguesa. La revolución fue dejada para la sociedad, como parte de aquel rebullir de lucha ideológica que el arte y la poesía encuentran enormemente hostil, tan pronto como queden implicadas en ella esas preciadas” nociones axiomáticas sobre las que ha debido basarse la cultura hasta ese momento. De ahí se ha derivado el concepto de que la función verdadera e importante de la vanguardia no era la de “experimentar”, sino la de encontrar la forma de mantener en movimiento a la cultura, incluso en medio de la confusión ideológica y de la violencia. Retrayéndose por completo del público, el poeta o el artista de vanguardia intentaron mantener muy alto el nivel de su arte, limitándolo, y elevándolo al mismo tiempo, a la expresión de un absoluto, en el que todos los relativismos y todas las contradicciones se resolverían, o bien desaparecerían de la cuestión: aparecieron “l’art pour l’art” y la “poesía pura”; tema y contenido se convierten en cosas que hay que evitar como la peste. La vanguardia ha llegado al arte —y también a la poesía —”abstracto” y “no objetivo” en esta búsqueda de lo absoluto. El poeta y el artista de vanguardia intentan, en realidad, imitar a Dios, creando algo que sea válido en sí, como un paisaje, y no su representación pictórica, es estéticamente válido; algo de dado, de increado, independiente de significados y modelos originarios. El contenido ha de disolverse en la forma hasta el punto de que la obra —o parte de la obra— de arte o de literatura no pueda ser reducida a otra cosa que a sí misma. Pero el absoluto es absoluto, mientras que el poeta y el artista, tal como son, prefieren ciertos valores mejor que otros. Los mismos valores en cuyo nombre invocan lo absoluto son valores relativos, los valores de la estética. Y así acaban por imitar, no a Dios —y aquí utilizo ‘imitar’ en sentido aristotélico—sino a los procesos y las reglas del propio arte. Esta es la génesis del ‘abstracto’ 1. Al apartar su atención del objeto de la experiencia común, el poeta y el artista la dirigen hacia los instrumentos su arte. Lo no representativo o ‘abstracto’, si quiere tener validez estética, no puede ser arbitrario y accidental, sino que ha de nacer de la obediencia a una constricción válida o a un modelo originario. Tal constricción, una vez repudiado el mundo de la experiencia común y exterior, sólo se puede encontrar en las reglas y en los procesos mediante los cuales el arte y la literatura imitaban en tiempos a los diversos modelos. Estos, a su vez, se convierten en el argumento del arte y de la literatura. Si, continuando con Aristóteles, todo el arte y la literatura son imitación, estamos entonces frente a la imitación del imitar. Citando a Yeats: “Ni hay escuela de canto si no estudia los monumentos de su propia grandeza.”
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Es interesante el ejemplo de la música, que durante mucho tiempo ha sido un arte abstracto, al que la poesía de vanguardia ha intentado emular. La música, dice Aristóteles de forma bastante extraña, es la más imitativa y la más vivida de todas las artes, porque imita a su original —el estado de ánimo— con la mayor inmediatez. Esto nos sorprende hoy porque es justo lo opuesto de la verdad, porque nos parece que la música es el arte que menos referencias tiene fuera de sí mismo. Sin embargo, aparte el hecho de que en cierto sentido Aristóteles podría tener razón, es preciso explicar que !a antigua música griega estaba estrechamente ligada a ‘la poesía, y por su mismo carácter era un accesorio del verso. Platón, hablando de música, dice: «Porque, cuando no hay palabras, es my difícil reconocer el significado de la armonía y del ritmo, o ver que todo objeto digno sea imitado por éstos.» A lo que sabemos, toda la música tenía, en sus orígenes, esta función accesoria. Una vez que fue abandonada, la música se vio obligada a retirarse en sí misma para individualizar sus propios confines y sus propios modelos. Esto puede hallarse en los diversos medios empleados para su composición y representación.
Picasso, Braque, Mondrian, Miró, Kandinsky, Brancusi, incluso Klee, Matisse y Cézanne, extraen la mayoría de su inspiración del material con el que trabajan 2. El estímulo para su arte parece residir de ordinario en la pura preocupación por la invención y disposición de espacios, superficies, formas, colores, etc., excluyendo todo lo que no esté necesariamente implícito en estos factores. Se puede decir ‘ que la atención de poetas como Rimbaud, Mallarmé, Valéry, Pound, Hart Grane, Stevens e incluso Rilke y Yeats, se concentra sobre el esfuerzo de hacer poesía y de hacerla sobre los “momentos” mismos de la expresión poética, en vez de sobre una experiencia que hay que expresar poéticamente. Esto, naturalmente, no puede excluir de su trabajo otras preocupaciones, pues la poesía tiene que recurrir a las palabras y las palabras tienen que comunicar algo. Algunos poetas, como Mallarmé y Valéry 3 , son más radicales que otros desde este punto de vista —prescindiendo de estos poetas que han intentado componer poesía con el puro sonido. Pero si fuese menos difícil definir la poesía, la moderna sería mucho más “pura” y “abstracta”. En cuanto a los otros sectores de la literatura, la definición de la estética de vanguardia que aquí proponemos, no es un lecho de Procusto. Pero, aparte el hecho de que la mayoría de nuestros mejores novelistas contemporáneos se han hecho con la vanguardia, resulta significativo que la novela más ambiciosa de Gide es una novela que tienen como argumento el escribir una novela, y que Ulises y Finnegans Wake, de Joyce, aparecen, sobre todo, como dice un crítico francés, como la reducción de la experiencia a la expresión por la expresión, puesto que la expresión es más importante que aquello que expresa. La cultura de vanguardia es imitación del Imitar; el hecho en sí no requiere ni aprobación ni desaprobación. Es verdad que esta cultura implica ese mismo alejandrismo que se esfuerza en superar. Los versos de Yeats, antes citados, se referían a Bizancio, que está bastante cerca de Alejandría; y, en cierto sentido, esta imitación de imitar es un género superior del alejandrinismo. Pero hay una diferencia extremadamente importante: la vanguardia se mueve, mientras que el alejandrinismo está parado. Y es exactamente esto lo que justifica los métodos de la vanguardia y los hace necesarios. La necesidad radica en el hecho de que hoy es imposible crear de otro modo un arte y una literatura de nivel superior. Polemizar con la necesidad, diseminando por el mundo palabras como “formalismo”, “purismo”, “torre de marfil”, etc., es tonto y deshonesto. Con esto no quiero decir, sin embargo, que el ser lo que es sea una ventaja social de la vanguardia. La especialización de la vanguardia en sí, el hecho de que sus mejores artistas sean artistas de artistas, sus mejores poetas, poetas de poetas, ha alejado a un gran número de los que antaño eran capaces de gozar con el arte y la literatura “elevadas” y de apreciarlos, pero que ahora ya no están dispuestos a ello o son capaces de ahondar en los problemas técnicos. Las masas han permanecido siempre más o menos indiferentes a la cultura en fase de desarrollo. Pero hoy dicha cultura está a punto de ser abandonada por aquellos que forman verdaderamente parte de ella: nuestra clase dirigente. En realidad es a ésta a quien pertenece la vanguardia. Ninguna cultura puede desarrollarse sin una base social, sin una fuente de ingresos seguros, que en el caso de la vanguardia venían proporcionados por una élite de la clase dirigente de esa sociedad de la que presumía haberse separado, pero a la que había permanecido atada siempre por medio de un dorado cordón umbilical. La paradoja es real. Ahora, esa élite se va haciendo cada vez más pequeña. Dado que la vanguardia constituye la única cultura viva que tenemos ahora, está amenazada, con ella, la supervivencia en el próximo futuro de la cultura en general. No debemos dejarnos engañar por fenómenos superficiales o por sucesos circunscritos. Las exposiciones de Picasso atraen aún a las multitudes, y la poesía de T. S. Eliot se enseña en las Universidades; los comerciantes de arte moderno hacen todavía buenos negocios, y los editores publican aún obras de poesía “difícil”. Pero la propia vanguardia, barruntando ya el peligro, se hace 2
Debo esta formulación a una observación hecha-por Hans Hofmann, el profesor de arte, en una de sus conferencias. Desde el punto de vista de esta formulación, el surrealismo en el arte plástico es una tendencia reaccionaria que está Intentando restablecer el objeto «externo». El principal interés de un pintor como Dalí es representar los modos y los conceptos de su conciencia, no los procedimientos de su médium. 3 Véase la observación de Valéry a propósito de su poesía.
más tímida cada día que pasa. El academicismo y el comercialismo aparecen en los sitios más extraños. Lo cual sólo puede significar una cosa: que la vanguardia se está convirtiendo en algo no muy seguro del público del que depende el público de los ricos y de los hombres cultos. ¿Es la naturaleza de la cultura de vanguardia la única responsable del peligro que la amenaza? ¿O éste es sólo uno de los elementos que la hacen peligrar? ¿Entran en juego otros factores, quizá más importantes? II
Generalmente, allí donde existe una vanguardia, encontramos también una retaguardia. En líneas generales esto es verdad: junto a la aparición de la vanguardia se ha verificado por primera vez, en el Occidente industrial, un segundo fenómeno cultural. Se trata de lo que los alemanes llamaron con el maravilloso nombre de Kitsch: arte y literatura comercial, popular, con sus cromotipos, sus portadas de revistas, las ilustraciones, los anuncios comerciales, la narrativa sensacional y seudorrefinada, los comics, la música del estilo Tin Pan Alley, las películas de Hollywood, etc., etc. Por algún motivo, esta gigantesca manifestación ha sido aceptada siempre sin discusión. Es ya hora de indagar sus porqués y cómo. El kitsch es un producto de la revolución industrial, que ha urbanizado a las masas de Europa Occidental y de América, y ha fundado lo que se llama alfabetismo universal. Anteriormente, el único mercado para la cultura “alta”, distinta de la popular, estaba constituido por los que, además de saber leer y escribir, tenían a su disposición también tiempo libre y los’ recursos que acompañan siempre a la instrucción de un cierto tipo. .Esto se había asociado entonces indisolublemente con el alfabetismo. Pero con la introducción del alfabetismo universal, el saber leer v escribir se convirtió casi en una habilidad secundaria, como saber conducir un automóvil, y no sirvió ya para distinguir las inclinaciones culturales de un individuo, puesto que ya no eran la única cosa concomitante del gusto superior. Los campesinos que se establecieron en las ciudades como proletariado y pequeña burguesía aprendieron a leer y escribir para ser más eficientes, pero no conquistaron el tiempo libre y los recursos necesarios para obtener ventajas de la cultura tradicional de la ciudad. Sin embargo, habían perdido el gusto por la cultura popular, cuyo fondo era el campo, y habían descubierto al mismo tiempo una nueva capacidad para aburrirse; por ello, las nuevas masas urbanas empezaron a ejercer presiones sobre la sociedad para obtener un género de cultura idóneo al consumo. Para satisfacer la demanda del nuevo mercado, se descubrió un nuevo tipo de mercancía: el sucedáneo de la cultura, el kitsch, destinado a los que, insensibles ante los valores de la cultura genuina, están ansiosos de esas distracciones que sólo la cultura de cierto tipo puede proporcionar. El kitsch, usando como materia prima los simulacros deteriorados y academizados de la crítica genuina, acoge con todos los honores esta sensibilidad, y la cultiva. Ella es la fuente de sus beneficios. El kitsch es mecánico y funciona por medio de fórmulas. El kitsch está hecho de experiencia mediata y de sensaciones falsas. El kitsch cambia de estilo, pero permanece siempre igual. El kitsch es el epítome de todo lo que espúreo hay en la vida de nuestro tiempo. El kitsch pretende que no pide nada de sus propios clientes, excepto su dinero —ni siquiera su tiempo. La condición previa del kitsch, sin la que el kitsch sería imposible, es la disponibilidad, al alcance de la mano, de una tradición cultural plenamente madura, cuyos descubrimientos y conquistas y cuya cumplida autoconciencia puede explotar el kitsch para sus propios fines. En efecto, toma en préstamo de ésta hallazgos, trucos, estratagemas, reglas empíricas, temas, los transforma en sistema, y descarta el resto. Por así decirlo, el kitsch toma su linfa vital de toda esta reserva de experiencia acumulada. Esto es verdaderamente lo que se entiende cuando se identifica la cultura popular de hoy con lo que ayer sólo era accesible a un número muy restringido de conocedores. En realidad, las cosas son distintas: de hecho ocurre que, una vez transcurrido el tiempo suficiente, lo nuevo es saqueado para darle otros “pliegues”, aguarlo y servirlo como kitsch. Es evidente que toda forma de kitsch es académica, y, viceversa, que todo lo que es académico es
kitsch. De hecho, lo que se llama académico no tiene una existencia independiente, sino que se ha “convertido” en la fachada respetable del kitsch. Los métodos del industrialismo destronan al artesanado. Puesto que se puede fabricar mecánicamente, el kitsch se ha convertido en parte integrante de nuestro sistema de producción, lo cual no habría podido ocurrir nunca con la verdadera cultura, si no es por azar. Ha sido capitalizado con una inversión masiva, que debe rendir en seguida en proporción; se ve obligado a expandirse, y no sólo a conservar su propio mercado. Aunque en el fondo sea vendedor de sí mismo, ha sido creado a este propósito un gran aparato de venta, que logra ejercer una presión sobre cualquier miembro de la sociedad. Hay trampas incluso en aquellas zonas que son, por así decir, las reservas de caza de la cultura genuina; hacia la que hoy no basta con tener una inclinación; es preciso también experimentar por ella una verdadera pasión que dé fuerzas para resistir al artículo falso, que circunda y acosa al individuo a partir del momento en que es bastante mayor para mirar los “comics” de los periódicos. El kitsch es engañoso; tiene muchos niveles distintos, algunos de los cuales son bastante elevados como para resultar peligrosos para quien busque ingenuamente la verdadera luz. Un semanario como el New Yorker , que es fundamentalmente kitsch de gran clase para el comercio de lujo, transforma y diluye en ventaja propia una gran cantidad de material de vanguardia. Ni tampoco se puede decir que todos los artículos de kitsch carezcan de valor. De vez en cuando éste produce algo válido, algo que tiene un auténtico sabor folklórico; y estos casos accidentales y aislados han cegado a mucha gente que debería ser más avispada. Los enormes beneficios del kitsch son una fuente de tentación para la misma vanguardia, y sus miembros no han sabido siempre resistirla. Escritores y artistas ambiciosos pueden modificar su obra bajo la presión del kitsch, cuando no se entregan por completo. Y así aparecen esos extraños casos híbridos como el novelista popular, Simenon en Francia y Steinbeck en América. El resultado final va en detrimento de la verdadera cultura, en cualquier caso. El kitsch no ha permanecido circunscrito a las ciudades en las que nace, sino que ha inundado el campo, borrando la cultura folklórica, sin demostrar ningún respeto hacia los límites geográficos y nacional-culturales. Como uno de tantos productos de masa del industrialismo occidental, ha dado una triunfal vuelta al mundo, usurpando el lugar de las culturas indígenas en los países coloniales, uno después de otro, y desfigurándolas, y ahora está a punto de convertirse en una cultura universal, la primera cultura universal que se haya visto nunca. Hoy el chino, lo mismo que el indio de América del Sur, el hindú lo mismo que el polinesio, han llegado hasta el punto de preferir a los productos de su propio arte indígena las portadas de revistas, los grandes rotativos y las “calendar girls”. ¿Cómo se puede explicar esta virulencia del kitsch, este atractivo irresistible? El kitsch fabricado a máquina, naturalmente, cuesta menos que el artículo indígena hecho a mano, y contribuye también al prestigio de Occidente, pero, ¿por qué el kitsch es un artículo de exportación mucho más rentable que Rembrandt? Después de todo, éste se puede reproducir tan barato como el otro. En su artículo sobre el cine soviético en la Partisan Review, Dwight MacDonald subraya el hecho de que, en el curso de los últimos diez años, el kitsch se ha convertido en la cultura dominante en la Unión Soviética. El acusa de esto al régimen político —no sólo porque el kitsch es la cultura oficial, sino también porque éste es, en realidad, la cultura dominante y la más popular. MacDonald cita lo que sigue, de The Seven Soviet Arts, de Kurt London: “...la actitud de las masas hacia los nuevos y también hacia los viejos estilos, de arte, sigue dependiendo esencialmente, con toda probabilidad, de la naturaleza de la educación que sus respectivos estados les ofrecen”. MacDonald prosigue diciendo: “¿Por qué, después de todo, unos campesinos ignorantes tendrían que preferir Repin (uno de los máximos exponentes del kitsch académico ruso en pintura) a Picasso, cuya técnica abstracta resulta, por lo menos, tan importante para su arte folklórico primitivo como el estilo realista del primero? No, si las masas se agolpan en el Tretyakov (el museo moscovita de arte ruso contemporáneo: kitsch) esto ocurre en gran parte porque han sido condicionadas para que eviten el formalismo y admiren el realismo soviético”.
En primer lugar, no se trata de una elección entre lo que es meramente viejo y meramente nuevo, como parece pensar London —sino de elección entre lo que es malo, es decir que es viejo puesto al día, y lo que es genuinamente nuevo—. La alternativa frente a Picasso no es Miguel Ángel, sino el kitsch. En segundo lugar, ni en la retrógrada Rusia ni en el avanzado Occidente, las masas prefieren el kitsch sencillamente porque sus gobiernos las condicionan en dicha dirección. Ahí donde los sistemas de instrucción gubernativos se toman la molestia de mencionar el arte, nos dicen que respetan a los viejos maestros, y no al kitsch; y, sin embargo, colgamos de nuestras paredes Maxfield Parrish, o su equivalente, en vez de Rembrandt o Miguel Ángel. Además, como dice el propio MacDonald, hacia 1925, cuando el régimen soviético estimulaba el cine de vanguardia, las masas rusas continuaron prefiriendo las películas de Hollywood. No, el “condicionamiento” no explica la potencia del kitsch... Todos los valores son valores humanos, valores relativos, en el arte como en todo. Y, sin embargo, no parece que haya existido, en el curso de los siglos, un consenso más o menos general entre las personas cultas sobre lo que es arte bueno y lo que es arte malo. El gusto a experimentado cambios, pero no más allá de ciertos límites: los expertos de nuestro tiempo están de acuerdo con los japoneses del siglo XVIII sobre el hecho de que Hokusai es uno de los máximos artistas de su tiempo; incluso estamos de acuerdo con los antiguos egipcios sobre el hecho de que el arte de la tercera y de la cuarta dinastías fuese el más digno de ser elegido como piedra de toque de los que le siguieron. Quizá hayamos llegado a preferir Giotto a Rafael, pero no negamos que Rafael ha sido uno de los mejores pintores de su tiempo. Ha habido, pues, un acuerdo, y éste, en mi opinión, se basa sobre una distinción bastante constante entre esos valores que sólo se pueden encontrar en el arte y los valores que se pueden encontrar en otras partes. El kitsch, en virtud de la técnica racionalizada que ha tomado de la ciencia y de la industria, ha borrado en la práctica esta distinción. Veamos, por ejemplo, lo que ocurre cuando un pobre campesino ruso, como el citado por MacDonald, se encuentra con una hipotética libertad de elección entre dos cuadros, uno de Picasso y el otro de Repin. En el primero ve, digamos, -un juego de líneas, de colores y de espacios que representan una mujer. La técnica abstracta —aceptando la hipótesis de Mac Donald, que yo tendería más bien a poner en duda— le hace pensar un poco en los iconos que ha dejado tras sí en el pueblo, y se siente atraído por .lo que le es de familiar. Supongamos incluso que tenga una vaga idea de algunos de los grandes valares artísticos que las personas cultas ven en Picasso. Se vuelve luego hacia el cuadro de Repin, y ve una escena de batalla. La técnica no le resulta tan familiar —como técnica—. Pero esto tiene muy poco peso para el campesino, porque de improviso descubre en el cuadro de Repin valores que le parecen muy superiores a los que está acostumbrado a encontrar en el arte de los iconos; la misma técnica desacostumbrada es una de las fuentes de dichos valores: los valores de lo que es vívidamente reconocible, milagroso, congénito. En el cuadro de Repin el campesino reconoce y ve las cosas, del mismo modo que reconoce y ve las cosas fuera de los cuadros —no hay discontinuidad entre arte y vida, no hay ninguna necesidad de aceptar una convención y decirse a sí mismo: “este icono representa a Jesús, porque pretende representar a Jesús, aunque me haga pensar simplemente en un hombre”. El hecho de que Repin pueda pintar de manera tan realista que las identificaciones son inmediatamente evidentes y no requieren ningún esfuerzo por parte del espectador: esto es milagro. Al campesino le gusta también la abundancia de significados autoevidentes que encuentra en el cuadro: “éste cuenta una historia”. Picasso y los iconos resultan, en comparación, austeros y desnudos. Y, además, Repin intensifica la realidad y la hace dramática: puesta del sol, granadas que estallan, hombres que corren y que caen. Ya no importan Picasso ni los iconos. Lo que el campesino quiere es Repin, y nada más que Repin. Es una suerte para Repin, por otra parte, que el campesino no esté protegido de los productos del capitalismo americano, porque no tendría ninguna posibilidad de salir ganando si tuviese que afrontar la competencia de una portada del Saturday Evening Post , hecha por Norman Rockwell. En último análisis, se puede decir que el espectador culto encuentra en Picasso los mismos valores que el campesino encuentra en Repin, porque lo que al campesino le gusta de Repin es también, en cierto modo, arte, por bajo que sea su nivel, y él se acerca impulsado por lo mismo que
mueve al espectador culto hacia sus propios autores. Pero los valores últimos que el espectador culto identifica en Picasso son identificados en un segundo estadio, como resultado de la reflexión inmediata provocada por los valores plásticos. Pertenece al efecto “reflejo”. En Repin, en cambio, el efecto “reflejo” está ya incluido en el cuadro, que está dispuesto para el goce irreflexivo del espectador. Mientras que Picasso pinta la causa, Repin pinta el efecto. Repin predigiere el arte para el espectador 4, y le evita el esfuerzo, le proporciona un atajo para llegar a los placeres del arte, evitando lo que es necesariamente difícil en el arte genuino. Repin es kitsch, es decir, arte sistético. Lo mismo podría decirse de la literatura kitsch. Esta proporciona a los insensibles una experiencia mediata, con una vivacidad superior en gran medida a la que la narrativa seria soñaría con ofrecer nunca. Eddie Gueest y las Indian Love Lyrics son más poéticos que Shakespeare y T. S. Eliot. III
Si la vanguardia imita los procesos del arte, el kitsch, ahora nos damos cuenta, imita sus efectos. La perfección de esta antítesis no está determinada de modo artificial; corresponde y define el tremendo hiato que separa uno de otro los dos fenómenos culturales contemporáneos, vanguardia y kitsch. Este hiato, demasiado grande para ser colmado con todas las infinitas gradaciones de “modernismo” popularizado y de kitsch “modernista”, corresponde a su vez a un desnivel social, que ha existido siempre en el mundo civil, tanto en la cultura “alta” como fuera de ella, y cuyos dos términos convergen y divergen en una relación fija según la estabilidad creciente o decreciente de determinada sociedad. Siempre ha existido, por una parte, la minoría de los poderes —y, por lo tanto, de los cultos— y por otra parte la gran masa de los explotados y de los pobres— y, por lo tanto, de los ignorantes. La cultura “alta” ha pertenecido siempre a los primeros, mientras que los segundos se han tenido que contentar con cultura popular, o rudimentaria, o con kitsch. En una sociedad estable, que funcione lo bastante bien como para solucionar las contradicciones entre sus clases, la dicotomía pierde algo de su claridad. Los axiomas de los pocos son compartidos por muchos; estos últimos creen supersticiosamente en lo que los primeros piensan críticamente. Y en semejantes momentos de la historia, las masas son capaces de experimentar maravilla y admiración ante la cultura de sus señores, no importa a qué nivel. Esto es válido al menos en el caso de las artes plásticas, que son accesibles a todos. En la Edad Media el artista figurativo fingía por lo menos un respeto por el mínimo común denominador de la experiencia. En cierta medida, esto se verificó hasta el siglo XVII. Se ofrecía a la imitación una realidad conceptual universalmente válida, cuyo orden no podía permitirse alterar el artista. El tema del arte era prescrito por los comitentes de las obras, que no eran creadas, como en la sociedad burguesa, gracias a la fuerza de la invención. Y, precisamente, debido al hecho de que el contenido estaba preestablecido, el artista era libre de concentrarse sobre su material. No era necesario que fuesen un filósofo, o un visionario, sino simplemente un artesano. Mientras existía un consenso general sobre lo que constituía los temas más dignos para el arte, el artista estaba libre de la necesidad de inventar de modo original y podía consagrar toda su energía a los problemas técnicos. E1 medio se convirtió para él, privada y profesionalmente, en el contenido de su propio arte, de la misma manera que hoy el medio es el contenido público del arte del pintor abstracto — aunque con una diferencia: que el artista medieval tenía ‘que subordinar sus propios problemas” profesionales a los públicos y tenía, por tanto, que eliminar el intento privado para dar vida a la obra acabada, lista para el uso común. Si, como miembro de la comunidad cristiana, experimentaba alguna emoción personal ante su propio tema, esto contribuía solamente al enriquecimiento del significado público de la obra. Sólo en el Renacimiento se hacen legítimas algunas variaciones personales, aunque deben estar contenidas dentro de los límites de lo que es reconocible 4
T. S. Eliot dice más o menos lo mismo al explicar los fallos de la poesía romántica inglesa. En realidad, los románticos pueden ser considerados como los pecadores originales cuya culpa ha sido heredada por el kitsch. Mostraron el camino al kitsch. ¿De qué escribe sobre todo Keats, si no de los efectos de la poesía sobre él?
universalmente y con sencillez. Sólo con Rembrandt empiezan a aparecer los artistas “solitarios”, solitarios en su propio arte. Pero incluso durante el Renacimiento, y mientras que el arte occidental se esforzaba por perfeccionar su técnica, las victorias en este terreno estaban marcadas por el éxito obtenido en la imitación de !a realidad, pues no se disponía de ningún otro criterio objetivo. De tal manera, las masas podían aún encontrar en el arte de sus señores motivos de admiración y maravilla. Incluso el pájaro que picoteaba la fruta en el cuadro de Zeuxis podía todavía aceptar este arte. Es un lugar común que el arte se convierte en “caviar” para el público cuando la realidad que él imita no se corresponde ya, ni siquiera aproximativamente, con la realidad que aquél conoce. Incluso en ese caso, el resentimiento que el hombre común pueda sentir es ahogado por el temor reverencial que experimenta hacia los patronos de este arte. Sólo cuando empieza a sentirse insatisfecho del ordenamiento social que aquéllos administran, empieza a criticar su cultura. Entonces, por primera vez, el plebeyo encuentra el valor para expresar abiertamente sus propias opiniones. Cualquier hombre, desde el asesor municipal de Tammany Hall hasta el enjalbega-dor austríaco, considera que tiene derecho a sus propias opiniones. En la mayor parte de los casos este resentimiento contra la cultura puede encontrarse cuando la insatisfacción con relación a la sociedad es una insatisfacción reaccionaria que se expresa con una vuelta atrás y un puritanismo y, por último, con el fascismo. En este punto, revólveres y antorchas siguen el mismo camino que la cultura. En nombre de la devoción o de la pureza de la sangre, en nombre de la vida sencilla y de las virtudes sólidas, comienza la destrucción de las estatuas.