Charles Simic Ojos sujetos con pinzas
Cuánto trabaja la muerte, nadie sabe cuántas largas horas labora cada día. Su pequeña esposa siempre sola, planchando la ropa de la muerte. Sus bellas hijas arreglan la mesa para la cena de la muerte. Los vecinos juegan lanzando herraduras de caballo a una vara en el jardín, o se sientan a beber cerveza frente a la puerta. La muerte, mientras tanto, visita una insólita zona del pueblo en busca de alguien que tose amargamente, pero la dirección es confusa, ni aún la muerte la puede descifrar entre tantas puertas atrancadas por el miedo a la muerte… Y una fina lluvia comienza a caer. Se aproxima una noche de tormenta, un fuerte vendaval. La muerte no tiene ni un periódico para cubrir su cabeza, ni siquiera una peseta para pedir el que cuelga de una pinza, agitado por el viento, y ahora se desviste con cuidado, adormitado, tendiéndose desnudo en su lado de la cama dispuesta sólo para la muerte.
Traducción de Jorge Ávalos
Charles Simic nació en Belgrado, Yugoslavia, en 1938. En 1953 se mudó con su familia a los Estados Unidos. Sus primeros poemas aparecieron publicados en 1958, cuando tenía 21 años de edad. Es profesor de literatura en la Universidad de New Hampshire. En 1991 recibió el Premio Pulitzer de poesía por su colección de poemas en prosa The World Doesn’t End. Ha publicado más de sesenta libros y es un importante traductor al inglés de poesía escrita en Serbia, Croacia, Eslovenia y Macedonia.
Simic es un poeta muy inusual en Norteamérica. Sus poemas reflejan una doble conciencia. Por un lado, su cadencia y abordaje del lenguaje inglés lo sitúa claramente entre los poetas norteamericanos de su generación; es un poeta muy directo y sus imágenes más intensas y persuasivas surgen de un encuentro espontáneo con la realidad inmediata: allí están contenidos los personajes, los lugares, los gestos y los objetos de la vida cotidiana en los Estados Unidos. Y sin embargo hay algo que no encaja: el poeta devela una realidad oscura, supersticiosa, incluso malévola bajo todo esto. Simic escribe con la limpieza verbal de un reportero para exponer imágenes que conectan con una historia oculta y atroz.
La Muerte, como un personaje del folclor, era una presencia constante en la poesía y el imaginario medieval. Aparecía como una calavera, vestida de negro y con azadón, trabajando duramente como un segador de Dios. En “Ojos sujetos con pinzas”, la Muerte reaparece en un entorno suburbano, y Simic lo presenta como un personaje de la clase trabajadora, con quien simpatizamos porque debe sobrellevar las rutinas y avatares de todos los humanos. La extraordinaria imagen del título adquiere otra dimensión al final del texto, cuando comprendemos que los periódicos son los “ojos sujetos con pinzas” obligados a ver y dar fe de las obras de la Muerte. Esto significa que el poema podría estar retratando a un verdadero asesino y no a un personaje del folclor. Vivimos en tiempos muy oscuros.
El mundo no se acaba esta Semana Santa, aunque nadie lo diría por la ansiedad con que esperamos estas brevísimas vacaciones. Cuatro días que saben a gloria después de un largo y muy trabajoso trimestre. También esta bitácora se toma un descanso hasta el lunes que viene. Entretanto, os dejo con cinco poemas (salen a uno por día, por si queréis racionarlos) de, esta vez sí, El mundo no se acaba [The World Doesn’t End], el
libro de poemas en prosa con que el poeta norteamericano
Charles Simic obtuvo el Premio Pulitzer en 1990. Espero que
os gusten. Y descansad cuanto
podáis, que mayo y junio se presentan peleones.
∆
Soy el último soldado napoleónico. Han pasado casi doscientos años y no he dejado de batirme en retirada desde que dejé Moscú. A ambos lados del camino se alinean abedules blancos, y el barro me llega hasta las rodillas. La mujer tuerta quiere venderme una gallina, y ni siquiera tengo con qué vestirme. Los alemanes van en una dirección; yo, en la contraria. Los rusos avanzan por un tercer camino mientras se despiden. Tengo un sable de gala. Lo uso para cortarme el pelo, que tiene metro y medio de largo.
Fui secuestrado por los gitanos. Mis padres me rescataron. Luego los gitanos volvieron a secuestrarme. Esto duró un tiempo. Un minuto estaba en la caravana, mamando del oscuro pezón de mi nueva madre, y al siguiente estaba en un extremo de la mesa del comedor, dando cuenta
de mi desayuno con una cuchara de plata. Era el primer día de la primavera. Uno de mis dos padres cantaba en la bañera; el otro pintaba un gorrión vivo con los colores de un pájaro tropical.
Es una tienda especializada en porcelana antigua. Ella se pasea de un lado a otro con un dedo en los labios. ¡Chist! Hay que guardar silencio al pasar junto a las tazas de té. Ni un suspiro cerca de los azucareros. Una mota de polvo diminuta se ha posado en un platillo tan fino como una oblea. Ella deja escapar un «oh» de su boca de mochuelo. En los pies lleva zapatillas blandas y almohadilladas alrededor de las cuales corretean los ratones.
Ella me alisa suavemente con una plancha de vapor caliente, o desliza su mano en mi interior como si fuera un calcetín que necesita un zurcido. El hilo que usa es como el flujo de mi sangre, pero la punta del alfiler es claramente suya. «Te vas a arruinar los ojos con tan poca luz, Henrietta», le avisa su madre. ¡Y tiene razón! Nunca desde que empezó el mundo ha habido tan poca luz. Nuestras tardes de invierno tienen fama de haber durado a veces cientos de años.
Éramos tan pobres que tuve que hacer de cebo en la ratonera. A solas en el sótano, podía oírles caminar por el piso o dar vueltas en la cama. «Vivimos malos tiempos, tiempos oscuros», me dijo el ratón mientras mordisqueaba mi oreja. Pasaron los años. Mi madre llevaba puesto un cuello de piel de gato, que acariciaba hasta que las chispas alumbraban el sótano.
‘Escena callejera’, de Charles Simic (1938) 17 marzo 2010
Un muchachito ciego con un letrero de papel prendido en su pecho. Demasiado pequeño para estar fuera mendigando solo, pero allí estaba. Este extraño siglo con sus matanzas de inocentes, su vuelo a la luna, y ahora él aguardándome en una ciudad extraña, en una calle donde me perdí.
Al oírme aproximar, se sacó un juguete de goma de la boca como para decir algo, pero no lo hizo. Era una cabeza, la cabeza de un muñeco, muy mordisqueado, la levantó para que la viera. Los dos sonrieron con una mueca.
Simic. Vida pobre de exiliado de una Europa en ruinas. Ese “atroz acento eslavo” (AMM, que le admira y se ha tomado cafés con él, asegura que aún se percibe en los gerundios). El jazz y las revistas americanas devorados durante la infancia errante (“jugábamos a la guerra durante la guerra, Margaret”). Y luego allí, ya en los USA definitivos, donde años después alcanzaría el Pulitzer y etc, habitaciones mal ventiladas (“temeroso de mi pequeño cuarto sin ventanas / frío como una tumba de un emperador niño”); comercios de barrio modestos e inverosímiles, como aquella tienda “llena de Budas somnolientos”; la gloria. Y el humor:
Queridos filósofos: me pongo triste cuando pienso. ¿A vosotros os pasa lo mismo? Justo cuando estoy a punto de hincar los dientes en el noúmeno, alguna novia antigua me viene a distraer. “¡Ni siquiera está viva!” grito a los cielos .
NOTA: Traducido por Oscar E. Aguilera F