CIUDADANO DIARIO
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ADVERTENCIA PRELIMINAR El autor de estos papeles quiso que formaran un diario, un pequeño ensayo sobre estética literaria e incluso, a veces, un modesto relato. Tómese por el caso que más agrade a cada uno.
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Domingo, 17 de enero.
Qué dolor de talón. Hay que ver cómo duele, cuando duele. Sé de lo absurdo de comenzar un escrito así, pero qué mejor definición del dolor que él mismo. Díganme qué esclarece más la naturaleza del dolor que una burda tautología, que el acuerdo consigo mismo. Ustedes probablemente recurrirán a poner por escrito ‘eso’, eso que es el dolor, mediante alguna definición de tipo científico, porque la ciencia parece enarbolar mejor las hebras del significado. Pero que me digan a mí que lo que en realidad ahora mismo me ocurre es que estoy padeciendo una “excitación de las fibras C”. ¡Ay! ¡Váyase usted a tildar de ignorante de su cuerpo a otra persona, doctor! A mí lo que me pasa es que me duele el pie. No me interesan los complicados bautismos somáticos que un día algún colega suyo realizara y que usted no tiene problema en refrendar ahora a cada nueva sentencia o diagnóstico. El dolor es mío –suficiente me han arrebatado ya–, y se explica solo consigo mismo. No sé de nada más fiel que el dolor. Ignoro por completo lo que origina dentro de una persona un puntapié en la espinilla o un papirote desprevenido por la espalda. Alguna sospecha tengo, eso sí, pero nada más. Ay… la verdad es que no hay quien camine adecuadamente en estas condiciones. Habrá que atreverse a visitar a uno de esos matasanos. Quizá de paso pueda decirme, desde la autoridad de su bata blanca y su acervo de seudónimos médicos, cómo comenzar a escribir en un folio vacío, porque lo cierto es que eso también me duele, y no poco. Cómo iniciar un 3
pequeño relato, un ensayo o un poema –¡qué sé yo!– cuando la hoja te desafía, altiva, desde la pulcritud de su tono blanco. ¡Cuánta corrección en una impasible lámina de celulosa! Tantas posibilidades me abruman. Si bien es cierto que con un diario seguramente corras el riesgo de exagerarlo todo, de estar al acecho, forzando continuamente la verdad, al menos cuentas con una firme maroma sobre la que llevar a cabo el complicado oficio del funámbulo-escritor. Oficio o martirio para soñadores, como más gustéis. Sueño yo ante un folio desnudo y soñaba Goethe también, en otro tono, a escape de las neblinas del Romanticismo, cuando decidió acercarse a Roma en el otoño de 1786. El vértigo del escritor no entiende de preces literarias. ¡Qué pavor debió de sentir al desplazarse hasta aquí en pos de las escurridizas verdades del arte! Lo cierto es que, siempre que me imagino su estancia en la ciudad eterna, visualizándolo allí, asomado a la ventana de su habitación en Via del Corso, todo se reviste de una cierta pátina heroica y termino escribiendo más exclamaciones de las que me gustaría. Sin embargo, después, cuando me replanteo sus vivencias mientras camino por los lugares emblemáticos de la ciudad, aquellos que sus ojos también hubieron de recorrer entonces, el exceso de turistas acaba por deshinchar el tono mítico de mis pensamientos. Una repentina vuelta a la realidad, dura, como la realidad acostumbra a presentarse. De todas maneras, las formas no tienen por qué restar mérito a la hazaña de aquel Goethe en tierras italianas: un guiri del siglo XVIII, piel blancuzca bajo sol hiriente, paseándose por una península rebosante de dialectos. No, no debió de ser demasiado fácil. Sea como fuere, la dificultad de las circunstancias no impidióg que la experiencia fuera provechosa: “En Roma se ata toda la Historia del mundo, y celebro un segundo día de nacimiento, sí; un verdadero Renacimiento, el día que entré en ella.”
No sé si a mí me da para airear tan pretenciosa sentencia. Desde luego, parece una ciudad muy propicia (“…ata toda la Historia del mundo”) para 4
superar ese dichoso vértigo; un escenario ideal para arrojar luz sobre los secretos de la Antigüedad y acaso sobre otros más presentes. Aunque a mí, francamente, me sofoca tanto como otra ciudad cualquiera. Me angustia rellenar de tinta inútil hoja tras hoja tanto aquí como en mi pueblo natal. Puestos a ser fieles a la verdad, convendría también apuntar que Goethe no fue esa suerte de Ulises dieciochesco que casi hemos dibujado antes. La que es hoy la capital italiana resultó, desde mediados del siglo XVIII, el foco de un intenso peregrinaje aristocrático. Artistas e intelectuales pudientes recorrían la distancia que les separaba hasta los modelos del Renacimiento y del Barroco que Roma ofrecía, amén de, cómo no, la presencia poética de sus ruinas. Tiene lugar entonces toda una moda de clase alta por acceder al corazón del arte que se discute en los tratados. Algo más tarde, a esta moda del aventurero burgués le seguiría aquélla de publicar el correspondiente diario relatando la andanza. Si prestamos atención, las cosas a día de hoy tampoco han cambiado demasiado. El turismo, eso sí, mucho más democratizado, se reseña después con alguna línea en alguna red social junto a, cómo no, las bondades fotográficas que el criminal palito de selfies1 tiene que ofrecer. Distintas etapas pero idénticas tendencias, algo más actualizadas. Todo este ídolo construido en torno a Roma, al que se suma la pornografía urbana de películas como La Dolce Vita o, más recientemente, A Roma con amor o La gran belleza, se derrumba, como mis fantasías sobre la vida de Goethe, al entrar en contacto con aquello de lo que se habla. Qué vulnerable es el mito, estimado lector. Yo que vine aquí, entre otras cosas, en busca de aquella estudiante italiana de medicina que se me había cruzado en el camino un par de veranos atrás2 y ahora, tras más de medio año, me veo aún sin ella y despojado del ideal de la todopoderosa Roma, que pronto fue cayendo por su propio peso. Qué
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¡Oh, Dios! ¡Apostaría sin miedo a que el Coliseo es el punto con mayor concentración de selfies por minuto del planeta! 2 Ruego me disculpéis la injerencia tan personal, obscena, improcedente.
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ironía la mía. Sin amor ni fetiche histórico que salve mi vocación literaria fracasada. Sin nada más que este fiel talón dolorido.
Viernes, 1 de abril.
Hay que ver. Dos meses sin tocar este cuaderno y, releyendo lo último que escribí, veo que tuve la desfachatez de defender el diario como base de la que el escritor puede servirse. ¿Qué diario debería defender yo si apenas soy capaz de colmar un par de páginas de sandeces cuando me acuerdo de que de pequeñito soñaba con ser escritor? Parece que toda esa patraña del “si quieres, puedes” y similares que surca la web no funciona demasiado bien en mí. Alguna nota peregrina en el móvil, algún tweet resumiendo pronto y mal esas ideas geniales que me vienen como una exhalación y que de la misma manera se van… no llega a más mi pasión por la escritura. Una falsa afición que termina por condensarse en un eterno <>. No sé quién eres, estimado lector, ni por qué estimo a quien desconozco. No sé quién eres, principalmente, porque no sé en qué manos habrán de caer estos insulsos papeles, pero lo cierto es que, si estas palabras ahora resuenan en alguna cabeza que no es la mía, es porque eres, de alguna forma, real. Cabría preguntarse por qué me enuncio a alguien si verdaderamente creo que estos legajos no llegarán a ojo ajeno. Cuestiónatelo si quieres, apreciado leedor, porque así más me complaceré en mi respuesta: La ficción o, más bien, la literatura en general, se escribe siempre para otro. Si poseo alguna certeza que grabar con seguridad, satisfecho, en el papel, de ésta se trata. Además, ese otro al que el escritor se dirige no es sino una versión reducida de sí mismo. Un álter ego subestimado, pues se le presuponen las mismas lecturas o incluso las mismas experiencias que a la mitad que escribe como base desde la que entender un cierto comentario, una cierta broma, referencia histórica o cita literaria. Sin 6
embargo, al mismo tiempo, se sobreentiende que el autor, como creador, cuenta con el ingenio de la sorpresa, de la frescura en la presentación del contenido. Algo de lo que el álter-lector carecía y que sabrá agradecer gracias a este suelo intelectual común. El dirigirse a otro es, por tanto, una constante que subyace a cualquier texto literario; un principio velado que me he tomado la licencia de explotar de forma más visible para enmascarar lo insustancial de mi prosa amateur. Ruego me disculpéis las formas. Tampoco sabría muy bien qué relataros. Ignoro qué constituye un acontecimiento digno de interés y qué no. Temo aburriros. ¡Ah, sí! Quizá podría probar a poner por escrito lo que me ocurrió el otro día. Me topé con un tipo muy curioso, de quien desconozco el nombre de pila, pero eso tampoco importa demasiado, ya que toda la gente lo conoce por el Políglota. Lo descubrí por primera vez junto a una casa engullida por la hiedra en el rione Monti. Curiosa escenografía para quien ha dedicado su vida entera a invadir el terreno hostil que supone toda lengua extranjera. Allí andaba él, cuerpo enjuto y ligeramente encorvado, con la mirada esparcida entre las ramas trepadoras. Era imposible no reconocer en esa barba cana, rala, mecida ahora por una brisa suave de media tarde, al anciano aquel que deambulaba por diversas publicaciones en Facebook. No pocos se habían hecho eco de su historia. Desde bien joven había decidido sumirse en el inacabable proyecto de estudiar, uno por uno, todos los idiomas a los que encontrara una forma de acceso. Nunca había claudicado en su empresa, se decía, hasta que le alcanzó el Alzheimer. Se había enfrascado durante sesenta años en el aprendizaje y perfeccionamiento diario de lenguas, sirviéndose para ello de libros, radio y películas, pero, sobre todo, del contacto con los millares de turistas que había tenido oportunidad de conocer, década tras década, en un lugar tan concurrido como Roma. Se trataba de un mito viviente, cada vez más apagado, que había saltado a la opinión pública gracias a sus conversaciones furtivas a pie de calle. Un tipo que, además de hablar la lengua, tenía siempre algún comentario que ofrecer sobre la historia u origen de cada dialecto y cultura. Poseía una de esas riquezas intelectuales que incitan a interrogarse sobre el cómo y el porqué de su consecución. 7
De hecho, la cuestión era bastante controvertida. Al poco que se buscase, podía encontrarse en la web un considerable número de versiones sobre su persona, todas diferentes entre sí. Había quien aseguraba en algún blog de internet que se había dedicado hasta tal punto a aprender lenguas extranjeras, tanto presentes como desaparecidas, porque los servicios de inteligencia italianos le habían ofrecido un contrato vitalicio excepcional al descubrir sus dotes cuando aún no había alcanzado la veintena de edad. Otras versiones, menos ambiciosas, apuntaban a que simplemente era un gran modo de ganarse la vida en una ciudad como Roma, la cual precisa de una ingente coordinación entre embajadas ya que no alberga solo las correspondientes a Italia, sino también las relativas a la Santa Sede. Un tercer discurso, más coherente puesto que nunca se le vio entrando o saliendo de ninguna embajada o consulado, así como tampoco había salido a la luz registro alguno de ello pese a la relevancia pública que su caso llegó a concentrar hace unos años3, afirmaba que obtuvo una generosa herencia que le ha permitido vivir de las rentas hasta la actualidad. Se trataría, pues, del único depositario de una enorme suma que, sin saberlo, había hecho a sus antepasados los mecenas de una obra de arte larga como una vida. Agachó la cabeza. Observaba sus pies. Arrancó un paso tímido, facilitado por la cuesta abajo. No encontré mejor opción que seguirlo. Qué mejor que un paseo tranquilo, guardando la distancia a su espalda, para aligerar el sopor de aquellas horas en tierra de nadie. Él caminaba apacible, a un ritmo modesto pero constante, mascullando de vez en cuando alguna palabra. Quién sabe en qué lengua, quién sabe como expresión de qué pensamiento. Me recordaba a una pastelera latinoamericana con la que tuve ocasión de charlar en Perugia. Aquella mujer llevaba doce años vendiendo bollería de cara al público y aún –y ya por siempre, auguraría yo– se resistía a entrar en las redes del problemático modo subjuntivo del italiano. Lo más llamativo de todo llegó cuando, al cambiar nuestra conversación al español, lo único que
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Se llegó a hacer un especial sobre su vida en la Rai, para el cual, agrandando el mito, rechazó ser entrevistado.
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quedaba vivo y puro en su lengua materna era precisamente este modo verbal. Aquí y allá moteaba su castellano con términos italianos, justo como ocurría cuando, dirigiéndose a la clientela perusina, injertaba tal cual su subjuntivo natal. Había terminado por vivir en un limbo entre dos lenguas, una versión menor de lo que parecía haberle sucedido al Políglota, quien, queriendo saber de todos los idiomas, se había varado en un área intermedia entre todos ellos tras su enfermedad. Se detuvo delante de un bar. Alzó la vista y miró el rótulo. Masticaba alguna oración ininteligible con una cadencia probablemente árabe. Entró. Llegado hasta aquí, no podía sino hacer lo propio. Una vez atravesada la puerta, los ojos trataban de acostumbrarse a la penumbra que reinaba en el interior. Al poco adiviné algunas formas recurrentes en otros bares de la zona: al fondo unos sillones se hundían contra la pared el uno al lado del otro, haciendo las veces de sofá. La piel parecía clarear en los puntos de mayor fricción. A la izquierda, una larga estantería cercaba a los parroquianos invitándolos con sus libros a edificar el amargor en bruto de sus cafés. Al lado opuesto, un único camarero contemplaba distraído, tras la barra, la absoluta nada a la que se abría una ventana a la altura de su hombro. El Políglota se sentó en una de las pequeñas mesas redondas que ocupaban el área central del establecimiento, tan sólo a un par de metros del grupo de jóvenes que conformaba, junto a mí y a nuestro protagonista, el total de clientes a estas horas. Las pupilas se habían adaptado ya al cambio de luz, pero las lámparas no contribuían en modo alguno a leer mejor los contornos. Solo los sobrios rayos de sol que se colaban por detrás de mí iluminaban el lugar. Pedí un cappuccino. Me senté en una de las primeras mesitas. –…una buena lectura de Platón y Aristóteles ahorraría buena parte de las filosofías vacías del siglo XX –aseguraba uno de los muchachos del fondo, siguiendo el hilo de un diálogo que para mí acababa de empezar. –Sí, bueno, pero yo no me atrevería a borrar de un plumazo el esfuerzo intelectual de varias generaciones. Dios muere; más tarde lo hace el
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hombre. Son problemas de los que la filosofía griega clásica no podía ni siquiera intuir el comienzo –contestó el que se sentaba justo enfrente. –Naturalmente. En la antigua Atenas se hacía filosofía, no seminarios sobre adivinación o predicción del futuro. Tampoco querrás pedirles tanto a los griegos… –Ni tú a nuestros contemporáneos reconocerles tan poco. –Esto de la filosofía es el cuento de nunca acabar –tomó la palabra otro de los cuatro chicos–. Réplica tras réplica, la discusión se eterniza y los intentos de solución se acumulan sin apenas prescindir de ninguno de ellos. ¿Cuándo aprenderemos un poco de la Ciencia y nos dignaremos a descartar del todo a algunos autores? Introducirse en el debate filosófico con criterio y responsabilidad es cada vez más complicado. La historia de la disciplina se estira a base de callejones sin salida que, a pesar de su ostensible fracaso, forman parte del corpus teórico de obligado conocimiento para todo aquel que aspire a académico. –Bueno, Giorgio, el saber levanta ampollas. A veces impone no vivir más que para ello. –¡Que se lo digan al bueno de Kierkegaard! Todos rieron, provocando más estruendo del necesario. –Tienes razón, Edo. Quién no quisiera en ocasiones poder sujetar, sereno, algún pedacito de certeza –el tono poético de la respuesta amansó las carcajadas–. ¡Aunque se vaya la vida en ello! –Siempre puedes ser tú uno más de aquellos que pusieron su vida al servicio del conocimiento. Y quién sabe… quizá con mejor resultado – comentaba otro, no sin cierta ironía. –Coincido en eso. No tires la toalla. Siempre has tenido más habilidad que ninguno para comprender al instante hasta las teorías más abstrusas que hemos ido viendo estos años en clase. –Vamos, callad. “¡Nadie puede dar consejos, no hay hombre que sea tan viejo!”. Las risas retumbaban ahora en el bar casi vacío. El camarero levantó la vista de la taza que rutinariamente frotaba entre sus manos. Esbozó una vaga sonrisa. Retornó la mirada a la taza. 10
Qué majos estos chicos. Estos estudiantes, de filosofía o de lo que fuera, que sabían ya de lo decadente de la existencia, de la imposibilidad de reunir una cantidad mínima de saberes de la que enorgullecerse en una vida. O en una generación. O en varias. Sabían de esto y de alguna imposibilidad más, y su respuesta no consistía sino en un sarcástico desafío a la lejanía de los horizontes a los que se orientan. Majos, majos y simpáticos. Ajeno a todo esto, el Políglota apuraba un último sorbo de café, regando de paso su barba ansiosa. Él, que había librado una dignísima batalla vital contra el Ars longa, ignoraba cómo ahora sus lenguas se desparramaban cual grano de saco roto por los sanpietrini romanos. Eso sí que era decadente.
Mayo
Ay, lamento haberme dilatado tanto, apreciado lector, en el relato de este episodio. Si de verdad no era aburrido, ya me he encargado yo de volverlo tal cosa. Uno no puede evitar deleitarse con eso que he oído a alguien llamar “literatura de ideas” (a mí me parece, ciertamente, el único tipo de literatura posible) y después la costumbre se trasluce en sus redacciones. ¡Qué vida de flâneur intelectualoide la mía! ¡Ja, ja! Espero que estos acontecimientos no hayan resultado demasiado desabridos. A veces parece como si se los escribiera con Debussy de fondo. No me malinterpretéis, estimados ojos curiosos: adoro a Debussy, pero dudo seriamente que pueda servir de envoltorio para un relato vivo. ¿O, sencillamente, deberíamos renunciar a la vida en el relato?
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Miércoles, 11 de mayo.
Ahora sí, ya lo tengo: no debemos renunciar a la vida en el relato, pues su búsqueda es la fuerza que impulsa a seguir escribiendo, la utopía que guía sin ser tocada. Éste es el destino trágico de la escritura, un interminable perseguir de la vida que se aleja dos pasos por cada uno que da el escritor. Qué vanos y acaso vanidosos son los esfuerzos del literato que trata de plasmar hasta el más mínimo detalle de una escena, las más pequeñas facciones de un rostro o el más sutil destello de un mar al atardecer. La literatura funciona irremediablemente como un movimiento de abstención, como una maniobra de retirada que facilita y obliga a un tiempo a observar las consecuencias de una acción. ¡Me río yo de aquellos que alguna vez hayan creído conquistar algún reducto de realidad con sus líneas! ¡Vivid la vida si queréis la vida! Perdón. Ya empiezo otra vez con las exclamaciones. Escribo y, considero, se escribe, como quien pulsa el botón de pausa de su reproductor de vídeo. El play, guste más o menos, se sitúa en el lado de la puerta que da a la calle. En los libros tiene más cabida ese tedio y pesadez existenciales que durante algunos años tanto agradó a los franceses. Si el tedio puede ser ajetreado, entonces también cabe localizarlo en la ciudad, esto es, en el día a día real; pero, en cualquier caso, las diferencias cualitativas se abren demasiado como para estar seguros de que seguimos hablando de lo mismo. Sea como fuere, a veces parece captarse algo así en Roma. Una suerte de pesadez aplastante pero dinámica lo invade todo, sofocando las relaciones humanas. Desde hace unos meses he tenido ocasión de presenciar cómo la ciudad termina por disolver hasta las más férreas personalidades. Ella marca su tempo y encuentra su regularidad en el perpetuo trasiego desordenado de turistas. Los contactos de cada individuo particular con el otro se hacen breves y extraños; lo objetivo se torna imperioso y hunde las singularidades de aquellos que se pudieran haber sentido completos alguna vez en su villa materna. La gran urbe no se concluye en sí misma, sino que tiende hacia 12
afuera en busca de un ámbito más amplio y diversificado. Esconde un apetito expansivo que, aun impedido, siempre queda latente. Aquel que, con mayor o menor fortuna, vive en las redes de la ciudad acaba por convertirse en un indolente. En un indolente urbanita. Vive embotado en la dinámica colectiva, al tanto del metrónomo de que hace las veces el reloj digital de su smartphone y de nada más. El turista y el hombre de negocios, pero también el estudiante o la ama de casa: todos se ven sublimados por el apetito autómata de la ciudad, por su ritmo rápido e intransigente. Todos menos quizá, irónicamente, el pobre que se queda sin vivienda. El sintecho, al menos, tiene consuelo. Habita en otra esfera aparte que no calificaré cínicamente de más afortunada, pero sí, cuanto menos, de más propia. El triste hombre lumpen que se procura un sustento cada día como buenamente puede, escapa, en su círculo fijo de semejantes y amigos, o en la fidelidad incondicional de sus mascotas, al afán devorador de una ciudad anciana como Roma que, a pesar de su longevidad, anhela seguir creciendo. El desahuciado hace pie a golpe de realidad, mientras sus conciudadanos siguen su marcha extraños a sus circunstancias. Vagan en su entorno, despojados, sin lamentar la pérdida de la estrecha pero sólida vida rural que un par de siglos atrás probablemente hubieran vivido. Recuerdo cómo Baudelaire afirmaba que el gran pintor, el artista de elevadas escenas heroicas o religiosas, quedaría en evidencia a la hora de representar el fragor de la vida moderna. Para ello se necesitaba, de acuerdo con su tesis, de otro tipo de genio: al pintor de costumbres, es decir, a aquél que, con técnica veloz y mirada curiosa, infantil, fuera capaz de captar la circunstancia al ritmo que dicta el medio urbano. Entre los tiempos de Baudelaire y los nuestros se han difundido inventos como la fotografía o el vídeo, novedades que, si bien proporcionan una inmediatez inimaginable a mediados del siglo XIX, continúan sin absorber ese jugo de ciudad que aún hoy solo se desprende caminando por uno mismo entre sus formas. Jugo de ciudad o plomiza intransigencia.
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Roma corre y parece querer arrastrarlo todo tras de ella. Al amigo que no ves desde hace alguna semana. Al amor con que no coincides desde hace un mes escaso.
Mayo, más tarde
La he visto. Juraría que la acabo de ver hace una hora, en el restaurante chino que hace esquina a dos minutos de Vittorio Emanuele. Prometo ante quien me lo solicite que era a Alessia a quien he visto saliendo de allí. Despreocupada, caminando entre alguna risilla confidente con sus amigas, ajena por completo al vuelco que ha dado el rollito de primavera en mi estómago. ¿Que aquí se olvida a la gente al cabo de un mes? Claro, y el quedarme paralizado, dejándola ir sin un mísero “¡Eh, mira quién está aquí!” ha sido fruto de la desidia y de “la indolencia urbanita”. ¿Pero qué absurda mitificación urbana es esta? No me tengáis en cuenta las habladurías que tuve la osadía de escribir el otro día. Menudo charlatán. Qué repelente megalómano. Al traste con todo ello. ¡Diablos! ¿Qué hago ahora?
Jueves, 2 de junio
Ya estamos en junio. Quién me iba a decir que aguantaría tanto tiempo aquí, tras la cantidad de asperezas limadas y por limar, tras inverosímiles malabares económicos habidos y por haber. El verano se cierne ya sobre Roma, opine lo que opine el calendario. Aquel dolor de talón de principios de año se diluye ahora en el recuerdo, adoptando el tono neutro de la ficción (aunque a veces reclame con algún coletazo un espacio más vivo en la memoria). Parece como si las últimas semanas hubieran pesado más que cualesquiera de las anteriores. Quizá la ciudad me haya “tragado” ya, o quizá simplemente la rutina haya terminado por naturalizarse de una vez por todas. Acaso me he instalado al fin en esa 14
tentadora inercia que plácidamente vacía y empuja un día tras otro. No sé qué es exactamente, pero está claro que algo ha sucumbido, en mí o en mi entorno. No suena demasiado desatinado pensar que tal vez se trate de la barrera lingüística, que finalmente se ha derribado. Es obvio que no tengo ni alcanzaré nunca un nivel nativo de italiano, pero el aprendizaje se reduce ya a meras precisiones terminológicas o a la adecuación a un registro concreto, es decir, a esa tarea de inmersión lingüística final que más dura y que más lento se desarrolla. Ya no me veo obligado a dar aquellos rodeos forzosos del principio para evitar una fórmula que quizá en italiano resultara incorrecta. O, si lo doy, se percibe como un camino habitual en este nuevo código que, paso a paso, va empapando mis pensamientos. Puede ser que me esté negando a mí mismo el haber naturalizado el lenguaje. Puede ser porque, seamos honestos, asusta, te invita a sentirte como en casa. Es curioso cómo se adentra uno en una nueva lengua. Al inicio tantea las palabras desde fuera, establece vínculos entre unas y otras. Todas se remiten entre sí como en círculo. Sin embargo, si se le preguntara, seguramente no acertaría a definir propiamente ninguna de ellas. No al menos hasta que, de repente, un día, la esfera del concepto se quiebre ante él y abra las puertas a un pensamiento fluido, sincero, que las toque desde dentro. Las definiciones entonces ya no aparecerán cerradas ni tendrán ninguna pretensión de serlo. Las determinaciones se desplegarán y abarcarán con propiedad lo que se nombra. A partir de este momento se reaviva la vida coagulada en las palabras, algo más allá de la pura etimología, y parecerá como si todas ellas se revelaran como cicatrices históricas. Parecerá, en definitiva, que hasta ese punto uno hubiera estado privado de una verdadera amistad o amor extranjero por no compartir con el otro nociones tan mundanas como esenciales. Es curiosa la vida que dormita en el lenguaje. El otro día coincidí con Alessia. Sí, lo reconozco, estuve rastreando en Facebook montones de perfiles hasta dar con el suyo. Y sí, lo sé, mi conciencia también me repite que esto empieza a rayar en la psicopatía, si 15
es que no he atravesado ya el umbral con todas las de la ley. Vi en su usuario que forma parte del grupo de medicina de la Sapienza (por suerte, a pesar de haberse rebautizado con un nombre falso, no había privatizado su cuenta), por lo que pasear por la entrada de su facultad y encontrármela era sólo cuestión de tiempo. Obviamente, la opción de enviarle una petición de amistad y explicarle que, casualidades de la vida, ahora era uno más de sus vecinos romanos, no se me mostró demasiado convincente y decidí, pues, abocarme felizmente al siempre estentóreo ridículo de la vida real. Coincidí o, más bien, la localicé en la calle acompañada de un chico que probablemente sería algo más que su compañero de clase4. De la conversación que allí tuvo lugar, mejor pasemos de largo. Me escapé en cuanto pude, con alguna excusa inverosímil, y me zambullí en la primera parada de metro que me salió al paso, como queriendo zafarme del aire agrio que lo inundaba todo ahí afuera. De Policlinico a Termini, y allí cambié a la línea A en dirección a Anagnina. Necesitaba un trayecto largo. Ya me bajaría cuando me hartase. Me pregunto por qué vine a Roma. Quiero decir, ¿quién no ha querido vivir aquí alguna vez? A todos nos ha debido de rondar la idea en alguna ocasión, pero, del dicho al hecho, generalmente necesitas de un motivo de peso que te lleve a recorrer el trecho. Evidentemente, sería estúpido negar que Alessia tuvo algo que ver en mi decisión, justo tanto como creer que la tomé sólo por ella. Hasta hace unas semanas me he dedicado a vivir la ciudad, relegando su persona a ese ámbito semirreal del recuerdo que la indiferencia va carcomiendo poco a poco. La idea de buscarla seriamente se iba postergando hasta eliminarse por sí sola. Ya estaba, de hecho, casi extinta cuando hube de encontrármela por casualidad (¿Roma no era tan grande?) y devolverla, tras ello, a un terreno más tangible en mi memoria. Vine aquí por probar suerte en un ambiente laboral más generoso, sino en cuanto a calidad, al menos en cuanto a cantidad, pero también como huyendo de esa sensación de estar de más que por momentos tanto me
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Oh, dios, se diría que sus hombros comenzaban a amoldarse para recibir la odiosa bata blanca.
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acuciaba en España. Paradójico, porque era ahí en el metro justo cuando verdaderamente estaba de más. La barra de sujeción, los cuatro asientos vacíos allá a la derecha en ese tono naranja tan violento, los cuatro, igualmente vacíos, en frente de aquellos; el uscita al lato (silencio) destro que repetía incansablemente el altavoz… sí, todo estaba de más en aquel preciso instante. Y lo que me sofocaba es que me sentía de esa manera no por causa de una tremenda decepción, sino, más bien, por puro y banal sentido del ridículo. No me conmovía el desengaño de haberla encontrado con otro, sino simplemente la humillación padecida, en toda su trivialidad. Justo en ese momento entraba en el vagón un chico con la acústica colgada al hombro y una armónica pendiente de su nuca con uno de esos extraños soportes metálicos. Avanzó y se apoyó contra las puertas opuestas. Abrió las piernas para tratar de mantener mejor el equilibrio mientras mantenía sus manos ocupadas en la guitarra. Comenzó a tocar Blowing in the Wind, con una voz mucho más entera que la de Dylan, pero con el mismo carácter roto. Los escasos pasajeros que quedaban aún en este tramo final de la línea salieron de su ensimismamiento para dedicarle alguna mirada, alguna escucha. Es curioso pensar cómo esos dos o tres minutos que duraba la canción no han dejado de sonar desde que se los ideara en aquellos primeros años sesenta. Cómo muere el tiempo, exento de significado, la mayor parte de nuestras vidas, y cómo persisten algunos instantes durante décadas, a menudo por razones más casuales que meritorias. Quién sabe, quizá incluso no ha transcurrido un segundo desde que esta melodía saltara a la fama sin que alguien la haya entonado en alguna parte del mundo. Dos minutos mantenidos vivos desde entonces, en perpetua interpretación, en diversísimas manos. Suena muy descabellado, pero aun así factible a razón de las personas que a día de hoy siguen apreciando la música de Dylan. La verdad es que el joven logró aligerar el asfixiante trayecto. Qué invento el metro, flamante ascensor en horizontal. Nos montamos en él durante un determinado lapso que asumimos previo compromiso de que 17
acabará pronto. Iniciamos el viaje proyectándonos ya en su final. En él sólo hallamos un trecho forzoso, protocolario, mientras esperamos en medio de un gran número de desconocidos con el monótono panorama de unas paredes fijas que camuflan el movimiento. En la actualidad se ve ya como algo totalmente natural, rutinario al menos, pero no quiero imaginar lo que se les pasaría por la cabeza a los primeros pasajeros de un medio de locomoción como éste. Por supuesto que las comodidades inauguradas por una máquina tan veloz en un espacio urbano tan ralentizado debieron de concebirse con gratitud. Debió de comprenderse, no sin razón, como un magnífico avance en el progreso de la técnica. Sin embargo, al mismo tiempo, dudo que hasta entonces se diera otra situación, o seguro que no con la misma asiduidad, en la que uno se colocara junto a otros individuos de tal manera, tan cerca pero tan lejos, compartiendo nada más que un diálogo de mudas miradas. En el metro el discurso se suprime y los ojos centralizan toda capacidad comunicativa. Los silencios se afianzan y el cuerpo social se fractura al modo de un archipiélago, justo en el momento en que se diría que estaba más compacto. La misma voz incombustible de antes anunció que habíamos llegado a Cinecittà. Bajé del tren. Definitivamente sonaba mejor que Anagnina, la siguiente y última parada.
Jueves, 29 de septiembre
Ha muerto el Políglota. Ocurrió hace tres días, cerca del barrio judío. Apareció con un fuerte golpe en la cabeza, aunque es probable que se debiera a un desplome por inanición. No había ningún familiar o persona próxima que se hiciera cargo de él (resulta incómodo pensarlo ahora, pero la hipótesis de la herencia se confirma), por lo que se fue extinguiendo a su propio compás hasta marcharse definitivamente este lunes. Se fue solo y en la calle, como Gaudí, pero también con un entierro tan representativo como el de aquél. Alguien debió de hacer un llamamiento en las redes, puesto que cientos de personas han acudido a la cita, que ha terminado 18
hace escasamente unas horas. Incluso gente de fuera de Italia se ha acercado para darle el último adiós. En mi caso, quizá no me hubiera acordado nunca más de este diario si no fuera por él. He asistido al sepelio acompañado de Alessia. La atmósfera oscilaba entre un tono taciturno y de celebración. Es duro pensar que su figura pasará a ser ya solo alimento del recuerdo (en realidad ya lo había sido en los últimos meses), pero, a la vez, la muchedumbre no podía evitar sentirse agradecida, halagada incluso, por haber tenido contacto con semejante erudito de a pie de calle, con alguien que no dudaba en regalar una grande pero mínima parte de su saber a todo aquel que supiera brindarle un minuto. Una cierta emoción se percibía también al hallarnos allí como un todo impartible, como una masa unida extrañamente por unas conversaciones fugitivas con un desconocido que, sin pretenderlo y sin necesitarlo, había significado tanto en tan poco. Una vez finalizada la reunión, he venido con Alessia a casa. Nos hemos acostado y hemos charlado durante no sé cuánto tiempo. Uno se desnuda más después de tener sexo que mientras se dispone a ello. Hace apenas un cuarto de hora que se ha marchado, no sin antes dejar algo disimuladamente entre las páginas de mi libro de la mesita de noche. Evidentemente, yo también he disimulado darme cuenta de que lo hacía. Así como me he quedado, tumbado sobre un costado en la cama, todo adquiría un sentido interno. Alternaba la mirada entre el librillo y la rendija por la que asoman un par de macetas indiferentes en el alféizar, y así, todo, aun ajeno a mí, parecía merecer su lugar a mi alrededor. Luego he visto este diario en un rincón de la estantería y, sinceramente, no recuerdo de ninguna otra ocasión en la que hubiera deseado escribir con la misma fuerza que ahora. Diríase, si usted, querido lector, tiene la cortesía de soportarme tan impertinente intimidad, que ahí en su regazo, en su cuerpo que tanto sabe del cuerpo y sin sombra de duda, se entibiaban todas estas inestabilidades mías. Inestabilidades propias de aquel que, novela en mano, se especializa en delimitar los márgenes de su ignorancia. En saber cuánto no sabe, y en nada más.
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Voy a terminar de hacer la maleta. Me conviene llegar pronto al aeropuerto mañana para evitar el atasco.
Versión corregida. Septiembre de 2016. Alberto Gil.
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