BUDISMO Y VACUIDAD
El budismo se articula en torno a dos elementos complementarios que lo diferencian de otros caminos espirituales. El primero consiste en la noción de vacuidad (anatma o shunyata) que define al budismo como una tradición no-teísta, no-determinista y no-dogmática. El segundo es el proceso meditativo denominado visión penetrante (vipashyana) que permite alcanzar e integrar la comprensión la vacuidad en la vida cotidiana. El término «vacuidad» se refiere tanto a la carencia de identidad independiente de las personas (en cuyo caso se denomina anatma) como de todo tipo de fenómenos (en cuyo caso se denomina shunyata). La primera perspectiva prosperó principalmente entre las escuelas del hinayana (sautrantika y vaibhasika) mientras que la noción de shunyata que, en cierto modo, puede considerarse una consecuencia o una profundización de la primera, se desarrolló entre las escuelas que conforman el mahayana (cittamatra y madhyamaka), todo ello de acuerdo a la clasificación tibetana de las escuelas budistas que no podemos olvidar que no tiene una correspondencia histórica literal. Para investigar la naturaleza del yo y llegar a comprender lo que significa la vacuidad del yo debemos, en primer lugar, tratar de percibir, clara y distintamente, el objeto a investigar. En este caso, el objeto a investigar es el yo. De ese modo, de entrada no se dice que el yo exista o no exista, sino tan sólo que se ha de investigar el modo en que se manifiesta. En primer lugar, hay que determinar si puede aislarse o ser definido como un elemento puramente corporal o exclusivamente mental. De este modo, constatamos que el yo no es un elemento corporal porque no puede ser asociado o localizado en ninguna parte concreta del cuerpo, el corazón y, ni siquiera, el cerebro. Tampoco es un elemento exclusivamente mental porque no puede ser identificado con un estado de ánimo, un sentimiento o un pensamiento determinados. De igual manera, tampoco se puede afirmar que el yo es independiente del cuerpo o de la mente porque siempre referimos todas nuestras experiencias a ese supuesto yo. Así, cuando tenemos frío, por ejemplo, decimos «yo tengo frío» y no «mi cuerpo tiene frío». O cuando nos sentimos tristes decimos «estoy triste? y no, «mi mente está triste». Por otro lado, este yo tampoco es algo independiente del complejo psicofísico, porque para referirnos a él siempre tenemos que hacerlo relacionándolo con algún elemento físico o mental. Puedo imaginar que «mi» mano, «mi» cabeza, «mi» dolor o «mi» depresión me pertenecen, pero no puedo concebir un yo sin cuerpo, sin sentimientos, sin pensamientos y, en definitiva, sin un soporte psicofísico con el que pueda identificarme. En consecuencia, construimos todas nuestras experiencias alrededor del yo, pero si nos detenemos a buscarlo, 1
localizarlo o definirlo no podemos encontrarlo. Dogen, uno de los maestros más importantes del Zen japonés, resumía la posición budista con respecto al “yo” del siguiente modo: «Estudiar el budismo es estudiar al “yo”. Estudiar al “yo” es perder al “yo”». Por otro lado, el hecho de no poder localizar al yo, cuando lo buscamos analíticamente, no debe llevarnos a la precipitada conclusión de que lo que afirma la doctrina de anatma es que el yo no existe en modo alguno. De lo expuesto puede colegirse claramente que el budismo no propone la simple aniquilación del yo, sino tan sólo su vivencia correcta y en ese sentido lo único que afirma es que el yo no es un centro independiente, un átomo fantasmagórico o una entidad absoluta, sino una categoría funcional que sirve para designar un conjunto de fenómenos, una imputación establecida en dependencia de una serie de acontecimientos psicofísicos. La negación pura y simple del yo reduciría la perspectiva de anatma a la posición del nihilismo, uno de los dos extremos filosóficos que el budismo siempre ha tratado de evitar. Anatma tampoco sirve, por supuesto, para afirmar un supuesto yo trascendental, inmutable y eterno separado de un yo empírico, transitorio y terrenal, lo que nos conduciría al extremo filosófico contrario, el eternalismo. Por tanto, el sentido del yo, aunque presente en cada una de nuestras vivencias, escapa a toda determinación, fijación o esclerotización. Cuando queremos atraparlo, definirlo y convertirlo en una fortaleza definitiva o en un punto absoluto de referencia se convierte en una fuente de problemas, pero vivido del modo correcto constituye el camino mismo de la iluminación. El budismo, en suma, tan sólo afirma que el yo es un filtro, un estado de conciencia, una interpretación de la realidad adquirida tanto a través de la educación como a lo largo de millones de años de evolución biológica. En este último sentido, desde el punto de vista budista, podría decirse que todos los estados evolutivos —desde la ameba hasta el ser humano— tienen como hilo conductor dicha conciencia egoica, más o menos sofisticada, que trata de perpetuar su falsa existencia separada o independiente mediante lo que la psicología moderna definiría como una extensa gama de represiones y proyecciones.
Por su parte, las escuelas del mahayana hacen extensivo el principio de indeterminación del yo a todos los fenómenos y categorías tanto internas como externas. Así, mientras anatma supone una crítica al concepto del «sujeto absoluto», shunyata, profundizando en dicha crítica, pone entre paréntesis la idea de «objeto absoluto». Shunyata 2
supone una revisión del carácter monolítico o estático del concepto de sustancia. Nuestra realidad aparentemente sólida, inalterable y sustancial es, a lo sumo, puro movimiento. Aparece y desaparece simultáneamente. Por ello, dada la instantaneidad o momentaneidad de todos los elementos de la existencia resulta imposible aplicarles ninguna categoría definitiva. Estamos empeñados en la búsqueda de la sabiduría, pero «para el sabio todo es dolor». Sabiduría es desilusión, en el sentido real del término de contemplación sin velos de la realidad. Por eso, para ser capaces de soportar la visión cruda de la impermanencia, el sufrimiento y la falta de existencia inherente de nuestro propio yo, necesitamos poseer una personalidad bien formada que haya completado todos los estados evolutivos previos. Por ejemplo, cuando el Buda renunció al mundo tenía algo a lo que renunciar. Era un rey que había gozado de toda la riqueza y esplendor de la vida. Es lo que se denomina en el budismo «precioso renacimiento humano», que, claro está, no puede ser realmente precioso hasta que complete también sus posibilidades espirituales o transcendentales, pero para que sea capaz de desarrollar dichas posibilidades necesita desarrollar al máximo sus posibilidades de experiencia netamente humanas. Para poder percibir los aspectos más insatisfactorios de la existencia debemos contar con un ego psicológicamente fuerte. Pero un ego fuerte no significa un ego egoísta, salvaje y poco desarrollado, sino un ego rico capaz de asimilar todo tipo de experiencias, educado en el sentido real de la palabra educación que no depende ni de los libros que se hayan leído ni de la extracción social particular. Para llegar a ser un verdadero mendigo, primero hay que ser un rey. Asimismo, en lo que concierne a la vacuidad de todo concepto el razonamiento podría ser parecido. Parecería que Nagarjuna nos está aconsejando que desechemos todo tipo de esfuerzo en el aprendizaje y que renunciemos a cualquier actividad intelectual. Sin embargo, el hecho histórico es que tanto Nagarjuna como muchos otros maestros budistas llevaron a cabo una abundante actividad literaria y filosófica que resulta bastante paradójica en una enseñanza que aparentemente huye de toda conceptualización. La puesta entre paréntesis de la noción de sustancia no implica la negación nihilista de la realidad sino tan sólo la completa identificación entre el ser y el devenir, con el consiguiente y sorprendente descubrimiento de que cada existencia particular es un acontecimiento sincrónico que se sustenta, por decirlo de algún modo, en la totalidad. Cada existencia concreta tiene como su fundamento al resto del universo y es el reflejo de una serie infinita de relaciones, constituyendo, a su vez, tanto la meta como el punto de partida de la cooperación simultánea de todos los elementos de la realidad. 3
Resulta fácil entender el carácter no-teísta del budismo si extendemos el principio de vacuidad, tanto del yo como de los fenómenos, a una escala cósmica. Un ego divino independiente del universo parece tan poco probable como un ego independiente en el nivel humano. Habría que señalar, dicho de paso, que la vacuidad no constituye, por sí misma, un principio creador. En lo que respecta a una posible explicación del origen del mundo que, en ningún caso, adopta en las filosofías orientales la forma de una creación ex nihilo, el budismo siempre ha sido pluralista, es decir, ha tratado de explicar el surgimiento de los fenómenos postulando que proceden de una colección de causas concomitantes o interdependientes. De una sola causa no se deriva ningún efecto porque este último es el resultado de una superposición de causas. La noción de vacuidad, por tanto, constituye también una crítica a la teoría lineal de causa y efecto. Esto es importante a la hora de considerar cuál puede ser, desde el punto de vista budista, el criterio exacto sobre la ley del karma, por ejemplo, que, como tantas otras ideas del budismo, se ha interpretado frecuentemente de un modo estandarizado.
En lo que respecta a su antidogmatismo, desde la declaración inicial del Buda Shakyamuni donde aconsejaba no confiar en la elevada autoridad de las personas, en la salvación prometida por los mensajes revelados o en el prestigio de tradiciones inmemoriales, el budismo siempre se ha mostrado accesible tanto al razonamiento crítico como a la experiencia meditativa directa. Tras la presentación y la reflexión sobre la visión de la vacuidad viene la meditación, o la constatación experimental mediante la aplicación en el laboratorio de la conciencia de las enseñanzas. En el budismo zen se dice a este respecto: «Escuchar con el oído, meditar en el corazón y practicar con el cuerpo». La meditación propia del budismo se denomina vipasshyana. Según uno de sus sentidos etimológicos, el vipashyana también implica una contemplación de la realidad «a la inversa» de nuestro modo habitual de considerar las cosas. Ese sentido coincidiría con la célebre cita del Lankavatara-sutra que habla de revulsión en la conciencia fundamental, es decir, si estamos habituados a la perspectiva del yo tratamos de situarnos en la del no-yo, si estamos acostumbrados al tener, tratamos de concebir la situación desde el punto de vista del no-tener, si estamos acostumbrados a contemplar el flujo de la existencia desde un centro imaginario, tratamos de comprender cómo hemos llegado a formar dicho centro y comprobamos si es posible contemplar la existencia de otro modo. Así pues, el budismo no propone esencialmente nada. Lo único que hace es proporcionarnos elementos para desmantelar nuestro 4
sistema de ídolos existenciales, etc.
filosóficos,
científicos,
religiosos,
personales,
Sin embargo, no debemos concluir de todo lo anterior que el budismo sea equiparable al escepticismo sistemático de los estoicos, que constituya un existencialismo cerrado en su propia angustia o un agnosticismo a ultranza. Cualquier comparación entre los puntos de vista de la filosofía oriental y occidental constituye sólo una mera evocación porque, en Oriente, jamás se ha concebido una filosofía puramente especulativa separada de la vida ni se ha entendido la teoría separada de la práctica. En cualquier caso, en Oriente se ha filosofado con todo el ser y no con el intelecto solamente. Para ayudar a ese desprendimiento, a esa revolución en nuestra perspectiva vital, necesitamos aplicar una investigación sostenida que, en sus inicios, no desdeñará el razonamiento. Pero esta investigación no supone un fin en sí mismo, sino un medio válido tanto para comprobar la validez de las enseñanzas como para consolidar y asentar las posibles experiencias meditativas. No se trata, por tanto, de una mera investigación intelectual que, llevada hasta sus últimas consecuencias, siempre conduce a un callejón sin salida. No obstante, siempre es preferible ese final a convertirse en un seguidor ciego. La investigación y la duda constituyen la mayor garantía de libertad con que cuenta la mente humana y, como tal, difícilmente debemos renunciar a ellas. Por tanto, hemos de desconfiar de aquellos sistemas donde no se permiten la exploración, el cuestionamiento o la duda. El pensamiento conceptual no es malo en sí mismo. Lo erróneo, en cualquier caso, puede ser el uso o la relación que establecemos con él. La duda, vivida desde lo más profundo del ser, puede adoptar la forma de una investigación y una búsqueda exhaustivas, pero de carácter no especulativo o intelectivo, tal y como demuestran los famosos koan del budismo zen, que representan los instrumentos de investigación de la vacuidad más importantes. Por eso se dice en el Zen que la Gran Duda, junto a la Gran Fe y a la Gran Energía, constituye uno de los tres pilares de la práctica. La meta del koan es fundir todo el ser con el estado de duda que, al fin y al cabo, es el presupuesto esencial de la inteligencia y de todo proceso de aprendizaje. Esta sensación de duda se denomina técnicamente I-ching. Pero, en última instancias, todos los koan e incluso todas las cuestiones filosóficas se reducen a una sola pregunta: «Qué ―o quién― soy yo». Y, al final, lo único que importa en e sa pregunta no es ya su contenido, sino el interrogante que suscita. No ya el quién o el qué, sino solo la pregunta existencial vacía de todo concepto, contenido o presupuesto. Y, más allá, sólo queda el lugar desde donde emana la pregunta. Por otro lado, esta interrogación no 5
sólo simboliza el misterio irreductible de la vida sino que, en lo que atañe a la práctica budista, alienta continuamente a redescubrir e integrar el mensaje de las enseñanzas y a no limitarnos a la imitación simiesca o a la repetición del loro. Sólo de ese modo podremos tener una experiencia directa de la realidad que sea auténticamente original. Teóricamente al menos, en el budismo el practicante se ve obligado a relativizar y a poner todas sus experiencias siempre en una perspectiva más amplia para tratar de percibir cuál es su situación real y no conformarse con las ideas cedidas por otros o con un subterfugio sentimental que le permita sublimar sus frustraciones y temores personales. Tiene que ir aprendiendo a dejarlo todo atrás, a no retener nada. «Si te encuentras al Buda, mátalo», reza un antiguo proverbio zen porque, a la postre, el budismo es una balsa que nos ayuda a cruzar el indómito río de la ilusión pero, una vez conseguido ese objetivo, debemos abandonar la balsa si no queremos ver impedida cualquier evolución ulterior.
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