CAPACITACION REGION XXII CURSO: “LOS PROYECTOS DE ARTE EN LA ESCUELA SECUNDARIA”
¿A quién le importa el arte? Ana María Battistozzi
Cada día más gente en la Argentina recorre los circuitos de las artes plásticas. La masividad sorprende, si se tiene en cuenta que en las últimas décadas el arte renueva permanentemente su definición. ¿Cuánta información debe manejar el espectador contemporáneo para no quedar atrapado en una maraña de interrogantes sin respuestas?
¿A quién le importa el arte? ¿A los artistas, a los galeristas, a los coleccionistas o a esas muchedumb muchedumbres res variopintas que colman museos y bienales?
Nunca como en las dos últimas décadas han abierto tantos museos, tantos centros culturales, tantas ferias de arte y bienales. ¿Con todo, podríamos decir que esta expansión del consumo traduce una experiencia del arte a gran escala? ¿Podríamos deducir de ello que el arte es una actividad esencial para el hombre contemporáneo? ¿Que sirve para cambiar su modo de ver las cosas, para entender las cambiantes relaciones del mundo que le toca vivir? ¿O solo es expresión de la lógica de consumo propia del sistema, en la que por fuerza se debe insertar la producción de arte?
Está comprobado que en un setenta por ciento los visitantes de museos no se detienen más de dos minutos ante una obra y pasan casi más tiempo en la tienda de regalos hojeando los catálogos que reproducen las mismas obras que acaban de ver en las salas. No es difícil de entender que a alguien educado en la cultura visual de la televisión, la reproducción e Internet le resulte problemático problemático enfrentarse a la complejidad material material que anida en una pintura de Velázquez, Goya o incluso de Picasso.
Así las cosas, ¿cuál es la disponibilidad temporal y la información previa que demanda demanda una obra de arte para ser comprendida? ¿Será ¿Será lo mismo una obra de Velázquez o los hilos que cruzan el
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espacio en una instalación del argentino Enio Iommi o el brasileño Waltercio Caldas? En los museos de los siglos XIX y XX siempre había en las salas un banco o un confortable sillón para sentarse a contemplar una pintura o una escultura por cierto tiempo. En muchos de ellos, especialmente en los de Bellas Artes, esta comodidad brindada al visitante, todavía existe pero ha desaparecido en los museos de arte contemporáneo. Allí se le reclaman otras cosas al visitante. Por caso, que esté dispuesto a meterse dentro de una obra, atravesarla como los penetrables de Jesús Soto y Helio Oiticica, a recorrerlas activando sensores como en las videoinstalaciones de Gary Hill, o a ponerse auriculares para escuchar el latido del corazón y los sonidos de la respiración en un videorretrato de Bill Viola.
Un dato en apariencia tan secundario, como el del asiento, revela que la experiencia del arte actual no gira alrededor del tiempo demorado de la contemplación. Y como si esto fuera poco, las obras que se ofrecen al espectador le retacean todo tipo de certeza. Antes que nada, lo ponen en situación de decidir :
¿es arte o no? El problema que enfrenta el espectador de hoy es explicarse por qué ciertos objetos son considerados obras de arte y la pregunta reviste carácter filosófico. En la lógica de cada objeto se trata de definir, nada más ni nada menos, el qué y el para qué del arte.
De allí que buena parte de las obras de arte actual no necesariamente sean estéticamente placenteras y dejen de lado cuestiones que en otro momento fueron fundamentales, como la armonía del color y la forma. Tal el caso del inquietante tramo de pierna con media y zapato que asoma de una pared en una obra del estadounidense Robert Gober, el famoso urinario de Duchamp que irrumpió con el nombre de "Fuente" en la escena temprana de 1917 o la taza peluda de la alemana Meret Oppenheim, que le siguió en 1936.
Esto significa que desde hace tiempo el ámbito del arte dejó de ser el lugar privilegiado de la experiencia estética. En cambio, vemos que lo estético se encuentra disperso por todos lados en la vida cotidiana, en el diseño, en la publicidad y en la gráfica. Hoy una composición de Mondrian,
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originalmente inspirada en la teosofía y el pensamiento místico, aparece como motivo de cafeteras, termos, bares, corbatas o camisas. El filósofo Gianni Vattimo ha llamado "estetización difusa" a esta ambientación que nos ofrece la vida contemporánea. La pregunta sería: ¿esto es bueno o malo? ¿No era una ambición de la vanguardia que el arte se fundiera con la vida?
La cuestión gira en torno de la pérdida de significado de una obra cuando entra en el circuito de la reproducción y el diseño masivo. Por eso, en lugar de apelar a los sentidos, muchas obras del presente se corren de ese lugar y se dirigen a la reflexión con la intención de alentar un pensamiento crítico.
Hubo un tiempo en que, tanto por su factura como por los materiales utilizados, los objetos de arte se mostraban claramente como pertenecientes al universo del arte. Se trataba de pinturas al óleo, sobre telas o tablas, debidamente enmarcadas, o esculturas realizadas en mármol, piedra o bronce que representaban algo del mundo exterior que por fuerza debía ser reconocible. Entonces era la imitación lo que definía a una obra de arte. Durante un largo período histórico —el que va de 1300 a 1900 — se supuso que para ser una obra de arte, y en especial una obra de arte visual, tenía que imitar con fidelidad la realidad. Y sólo aquéllas que lo lograban a partir de una especial aptitud manual y perceptiva llegaban a conmover al espectador.
Podían diferir los códigos y maneras de esa representación —ciertamente los de la pintura barroca no eran los mismos que los del Renacimiento o el clasicismo y mientras unos se apoyaban en los contrastes de masas pictóricas subrayadas por el uso del color, los otros podían hacerlo en las definiciones de la línea— pero a pesar de esas diferencias todo en ellas, desde los materiales a las estrategias de crear esa ilusión de lo real, funcionaba como manifestación del ser del arte.
Hoy nada es tan claro. "Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente", escribió Theodor Adorno, en las primeras líneas de su Teoría Estética, publicada en 1970. Continuaba así: "Nada es evidente, en el arte mismo, ni en su relación con la totalidad ni siquiera en su derecho a la existencia".
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Así, pareciera que el arte ha llegado a un punto en que no tiene ningún a priori y permanentemente renueva su definición. Así, nos encontramos con que una obra puede utilizar el cuerpo del propio artista, como las de la francesa Orlan; combinar tubos de luz fluorescente de fabricación industrial de diferente tamaño, como las del norteamericano Dan Flavin; rezagos o desperdicios con pintura, como las de Antonio Berni, Robert Rauschemberg o Edward Keinholz; usar fieltro, como las de Robert Morris; luz como material escultórico, como los artistas del arte povera; o directamente un tiburón en formol, como el inglés Damian Hirst.
El oficio manual puede coexistir con objetos de fabricación industrial o sencillamente estar ausente y todo eso a su vez convive en el ámbito de un museo, una feria o una bienal de arte contemporáneo con otros ejemplos de dibujo, pintura o escultura.
¿Qué ocurrió para que todo esto llegara a ser aceptado y oportunamente legitimado? Adorno lo explica en el sentido de la tarea que cumplieron las vanguardias: "los movimientos de vanguardia que se adentraron en el mar de lo insospechado no obtuvieron la felicidad prometida. En el arte todo se ha hecho posible, se ha franqueado la puerta a la infinitud y la reflexión tiene que enfrentarse con ello", escribió en referencia al proceso que acabó por devorarse las mismas categorías en cuyo nombre avanzó.
Hoy pareciera que todo es posible y no sólo en el campo de las libertades que se dieron a sí mismos los artistas, sino en la estructura más generalizada del campo del arte, que abarca museos, galerías, estamentos académicos, coleccionismo, la crítica y el mercado. Y si todo es posible, lo es en gran medida también porque nada es definido de antemano como ocurría en los gloriosos tiempos de los manifiestos de vanguardia que definían qué era arte y qué no.
"El arte del pasado, sometido al servicio de la religión y del Estado, debe renacer a una vida nueva en el arte puro, no aplicado, del suprematismo y debe construir un mundo nuevo, el mundo de la sensibilidad", escribía Malevitch en el Manifiesto Suprematista de 1915. Pero hoy, como podemos
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advertir, el arte del futuro renació en arte impuro, ya no aplicado a la religión sino al diseño industrial que vemos en todos lados.
Palabras más, palabras menos, todos los manifiestos coincidieron en aspirar a un mundo nuevo que habría de franquear todas las puertas de la libertad creativa o perceptual. Pero la cabalgata de las vanguardias llegó a su fin. Hoy no hay novedad semejante que aspire a proyectar mundos nuevos, ni razones para descalificar el pasado que, por otra parte, se ha vuelto una cantera invalorable para el arte actual. Una cosa puede ser tan buena como otra y ninguna forma de arte se enfrenta históricamente con otra. Más bien los cambios, desplazamientos y emergencias de nuevos grupos responden a la cada vez más fuerte acción del mercado y el coleccionismo inversor.
En una entrevista de hace cuarenta años, Andy Warhol ya adelantaba el actual panorama con su proverbial indiferencia, ajena a cualquier apasionamiento romántico: "Uno debería ser capaz de ser un expresionista abstracto, la próxima semana un artista pop o un realista, sin sentir que ha concedido algo. Todos los estilos tienen igual mérito", decía sin pestañear.
La verdad profunda del presente histórico es ésta en la que todo se ha hecho posible. Ninguna definición del arte se impone sobre otra postulándose como algo definitivo y superador. Por cierto nadie hubiera imaginado esta convivencia en aquel momento de efervescencias y pasiones encontradas que la modernidad implantó como sistema de confrontación y superación de estilos. Cada movimiento, cada poética que surgió en la escena vanguardista, se asumió como representante de la máxima verdad del arte aspirando a barrer del mapa a todo lo precedente. En el fondo era la ideología del progreso que ya en el siglo XIX, Baudelaire advertía como peligrosa de aplicar en al terreno del arte. Desde comienzos y hasta promediar el siglo XX cada manifiesto de vanguardia —el cubismo, el futurismo, el arte concreto, el constructivismo o la abstracción — se alzó contra la tradición y se proyectó al futuro como el último y más definitivo estadio del arte.
Hoy no hay nada que reemplazar en el horizonte. Ni el arte ni los artistas del presente sienten que haya que liberarse del pasado. Pareciera que tanto la estructura productiva como de circulación del arte ya no apuntaran a un arte capaz de expandir o continuar la historia del arte sino más bien a crear arte para desmenuzar el propio ser del arte y las instituciones que definen el arte.
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Por eso, y dada la complejidad de este objetivo puede sorprender la cantidad de gente que acude a las actividades programadas del arte, en sus cada vez más diversificados circuitos. ¿Cuánta información debe manejar el espectador contemporáneo para no quedar atrapado en una maraña de interrogantes sin respuesta? En el Pabellón alemán de la última Bienal de Venecia, un artista parodiaba esta situación de incertidumbre y hacía que los controles de sala invitaran al espectador a recorrer la obra con un festivo ¡Esto es tan contemporáneo, tan contemporáneo!
Las dificultades que plantean las poéticas del arte contemporáneo son muchas y la falta de diferenciación de los objetos de arte con los objetos del mundo cotidiano son sólo un aspecto de ellas. Luego está la propia desaparición del objeto como tal, una innovación que introdujo el arte conceptual al poner el acento en la reflexión, desdeñando hasta la presencia del objeto que, en muchos casos, como en la obra de Joseph Kosuth, fue reemplazado por proposiciones filosóficas desplegadas en las paredes.
En ese sentido, tal vez por eso no debiera sorprender que la idea del fin del arte sobrevuele con tanta frecuencia reflexiones teóricas como las de Arthur Danto o más recientemente las de Donald Kuspit, que a pesar de las diferencias que mantienen entre sí, coinciden en que al promediar el siglo XX se produjo un quiebre radical en la historia del arte y los relatos que habían legitimado su recorrido. La cuestión ahora pasa por un debate que ya había ocupado a Benjamin y Adorno. ¿Debemos entusiasmarnos porque el arte llegue a más gente a través de las nuevas tecnologías de reproducción y los hoy cada vez más frecuentados circuitos del arte? ¿O debemos temer las consecuencias que se derivan de la industria cultural en cuanto a la distorsión del sentido del arte y su capacidad crítica? ¿Será que el arte y sus provocaciones rápidamente digeridas han perdido el efecto desordenador que hace pensar sobre nosotros mismos y el mundo que habitamos? ¿O que en la nueva cultura espectáculo, como sostiene el crítico estadounidense Donald Kuspit, el arte ya no puede encarnar la voluntad de defenderse contra la banalidad y no sirve como espacio privilegiado en el que uno puede ser fiel a sí mismo en una sociedad que alienta la falsedad?
Graciela Speranza Para LA NACION - Buenos Aires, 2009
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