—No nos podríamos casar hasta que Steve consiguiera trabajo. Y no sería muy bueno que digamos. Luego tendríamos que conseguir un par de habitaciones junto a las vías del tren. Y nuestros niños nacerían en casa y crecerían como el resto de los niños de la ciudad.... en la calle la mayor parte del tiempo. Y en la escuela... —Steve y yo nos educamos en ella— los chicos reciben golpes y se pelean. Se meten con los judíos, los irlandeses y los italianos. Es horrible. —Tú y Steve podríais evadiros de eso — dije. —Lo deseamos, y lo intentaríamos. Pero no lo conseguiríamos. Steve y yo lo sabemos. Mi hermana lo intentó, y no pudo. Y eso que era mucho más lista. Empezó a llorar, y me encontré perdido. Pero Steve regresó inmediatamente, la rodeó con el brazo y empe zaron a andar en silencio. —¿ A qué esperamos, Profesor? —dijo él por fin—., ¿me lo puede decir? —Supongo que siempre es necesario algún tiempo para convencerse de las cosas —dije. —¿Quiere usted decir que...? —Si yo estuviera en vuestro caso, lo probaría. No tenéis nada que perder, y mucho que ganar. —¿Nos aceptarán? ¿Usted cree? —No creo que haya ningún problema. Por lo que conozco de Frazier, estáis admitidos desde ahora mismo. Nos detuvimos Steve cogió a Mary en sus brazos y la retuvo largo tiempo. Pareció que se olvidara de mí, y caminaron unos pasos. Luego, volvieron. —¿Lo podríamos dejar arreglado esta noche? —dijo Steve. —No molestaría a Frazier ahora, si fuera de vosotros. No tenéis nada que temer. Idlo a ver por la mañana. Supongo que tendréis que someteros a un examen médico, pero no os llevará mucho tiempo. Steve y Mary trataron de besarse de nuevo mientras andaban, y pronto se quedaron rezagados. Un poco más tarde les oí diciéndose algo al oído y riéndose excitadamente. —Me parece que me voy a dormir —les dije, tratando de no parecer demasiado diplomático—. Desayuno a las ocho. ¿De acuerdo? —A las ocho, Profesor —dijo Steve. Les di las buenas noches y empecé a subir la pendiente. Un minuto más tarde Steve me llamó otra vez, y se reunieron de nuevo conmigo. —Nos olvidamos de darle las gracias —dijo Steve. —Nunca dejaremos de agradecérselo —dijo Mary—. Ha sido usted maravilloso.
Me vi obligado a negarlo, pues había hecho muy poco. Pero me agradó oírlo y no dejé de recordar sus palabras mientras me dirigía a la habitación. Despertaban en mí un extraño conflicto de emociones, y mientras me quitaba la ropa en la oscuridad para no despertar a Castle, aunque estaba casi seguro que no estaba dormido, traté de analizarlas. No vi modo de eludir la conclusión de que envidiaba a Frazier. Al confesarme que era él quien merecía el agradecimiento de Mary, comprendí con meridiana claridad la profunda satisfacción que él debía estar continuamente sintiendo, y empezó a invadirme un insidioso sentimiento de envidia. El episodio que acababa de presenciar debió haberse repetido centenares de veces durante los pasados diez años. Mi emoción presente, empero, era algo más que envidia. Al subir a mi litera, pensé por un momento que si yo también viviera en Walden Dos podría ver a Mary —y a Steve, por supuesto— de vez en cuando. Era un pensamiento tonto, pero me agarré a él para tratar de explicar mi desasosiego. Había dos explicaciones posibles. Una de ellas parecía indicar que me estaba encariñando con Mary. Eso, naturalmente, era absurdo; apenas la conocía, y nadie podría compartir menos intereses míos que ella. Sin duda debía encontrarme bajo la influencia de una vaga atracción sexual. Otra explicación, todavía más sorprendente, radicaba en la premisa «si yo también viviera en Walden Dos». ¿Pensaba realmente en quedarme? Decidí no pensar más tonterías y me dormí.