IGNACIO BALCELLS AYSEN CARTA CART A DEL MAR NUEVO
A comienzos de 1987 recibí una carta de Ignacio Balcells, a quien yo no veía hacía 18 años, en la que nos proponía hacer un libro sobre la pesca oceánica en Aysén Aysén desde una perspectiva poética. Mi sorpresa fue grande. Yo sabía que Ignacio, amigo de mi adolescencia, se había dedicado a la arquitectura y a la docencia universitaria, pero no que era poeta. Si mi sorpresa fue grande, fue grande también el gusto que tuve al ver que nuestras vidas, desarrolladas hasta entonces en campos tan distintos y distantes, podían coincidir en un proyecto común. En su carta él mencionaba los hechos que lo habían movido a escribirme: primeramente, el haberse enterado de que estábamos iniciando una empresa en el mar de Aysén; en segundo lugar, sus vivos recuerdos de esa región que había h abía conocido dirigiendo unos trabajos universitarios de Verano, ocasión durante la cual nos habíamos encontrado enco ntrado casualmente y conversado conv ersado por última vez; y, en tercer lugar, su larga dedicación poética al Océano Pacíco, la que había cumplido entonces una etapa con la publicación de un libro de poemas suyo titulado “Ocio de Olas”. Aceptamos su proposición con entusiasmo. Friosur S.A. tiene su sede en Aysén Aysén y pesca en sus mares, por lo que esta región del país, quizás la más nueva de nuestro continente, es para nosotros de primerísima importancia. Instalados en Puerto Chacabuco, desde el primer día advertimos que nuestra empresa iba a tener una gravitación y responsabilidades muy superiores a las que hubiera tenido en otros lugares de Chile ya más consolidados. Pasado tres años, podemos sostener que hemos asumido Aysén, y creemos que, no sin dicultades, Friosur ha respondido a los desafíos que su condición pionera le ha planteado. Sin embargo, hasta ahora nos faltaba una visión, un texto, que arrojara luz sobre nuestra empresa en cuanto ésta participa de la empresa mayor de abrir Aysén Aysén al mar, y de la empresa superior de realizar el destino oceánico de Chile. Creemos que esta Carta del Mar Nuevo de Ignacio Balcells no sólo ilumina esta participación, sino que lo hace en forma muy bella, y, por eso, tenemos el agrado de d e regalarla a nuestros amigos y a todas las personas que, como ellos, ven en el mar el futuro de nuestro país. José Luis del Río Goudie Presidente Puerto Chacabuco, nes de agosto de 1987.
Querido amigo: Todavía la mesa en que te escribo, la silla en que estoy sentado y la habitación de esta Casa de Huéspedes en que me alojo, se balancean suavemente mecidas por el océano que dejé ayer al desembarcar. Es el mareo de tierra, son las últimas oscilaciones del mar que, valiéndose de mi cuerpo para alargar aún su vida, conmueve a la tierra rme a mi alrededor. Así, a medias borracho de tantos días de olas, es como quería emprender esta carta del mar nuevo que hace unos meses prometí enviarte. Quizás la escritura entre en vaivén igual a éste que siento y tú, leyéndola, puedas no sólo recibir noticias de estas grandes aguas, sino que también, por virtud del lenguaje, navegarlas. ¿Qué más podría desear un poeta? No quiero, sin embargo, ocultarte la dicultad de la tarea. Parafraseando a Bolívar diría que cantar el mar en castellano es ararlo. Sí: hace mucho tiempo, hace siglos que el castellano y sus poetas vienen optando por la tierra y negándose el mar. Y lo han hecho maravillosamente. Gil Polo, por ejemplo, en el siglo XVI, en una canción que por po r su hermosura he elegido como íntima adversaria, y que por lo larga no puedo copiar aquí entera, invita: “Ven a la dulce oresta, “Ven do Natura no fue escasa: donde haciendo alegre esta la más calurosa siesta con más deleite se pasa. Huye los soberbios mares; ven, verás como cantamos tan deleitosos cantares que los más duros pesares suspendemos y engañamos.” Y de esta casi ininterrumpida decisión del castellano resulta que hoy un poeta de nuestra lengua apenas puede reclamar una herencia poética marina y que en sus trabajos por abrir los oídos de su pueblo a las olas ni siquiera puede contar con un léxico que, connado, se ha vuelto jerigonza. No se trata de que nos falten palabras para nombrar las cosas de océano: basta abrir las bitácoras de los navegantes para que salten a la vista mil giros y nombres que, si uno se aplica a entenderlos, revelan lo novedoso, distinto y abundante que puede ser el castellano marino. ¿Sabías, por ejemplo, que al bajar de la marea y dejar en descubierto la playa se le llamaba descarnar? ¿O que nuestra actual línea de otación se la conocía por la lumbre del agua? ¿O que los escollos debajo de la supercie se denominaban abreojos? ¿O que acercándose un barco a la costa co sta el mar se ponía color de sondalesa (color de sonda)? ¿O que una nave en vez de fondear surgía? ¿O que el viento era llamado tiempo, tiempo contrario, tiempo favorable? ¿O que vuelta signicaba rumbo, dirección? ¿O que a la mar tranquila se la llamaba mar pagada? ¡Rara riqueza!
Tampoco se trata de que nuestra lengua haya tomado prestado de otras el conocimiento marítimo: en 1943, en la Exposición del Libro del Mar en Barcelona, un capitán de fragata presentó un erudito ensayo titulándolo, con indisimulado orgullo: Europa aprendió a navegar en libros españoles. ¡Europa, nada menos! Sí, tenemos una tradición marina, y aún una tradición marina principal. Pero, desamparado el mar por la poesía, ¿de dónde ese depósito inmenso de cartas, cartas, bitácoras, derroteros, tratados, artes, regimientos, etc. iba a dejar de ser una pura suma técnica y a transformarse en vivo alimento de una nueva fantasía marina castellana? Porque de fantasía se trata. Sin fantasía, ¿qué es el mar en e n castellano?: un abismo o un muro o, más pragmáticamente, un yacimiento o una vía. Con fantasía ¿qué ha sido en inglés, por ejemplo, el mar? Basta leer la Balada del Viejo Marinero de Coleridge o el Moby Dick de Melville para descubrir que en esos claustros otantes que el británico y el norteamericano echaron a navegar por sus páginas se contempló el mundo y se contemplaron las relaciones del hombre con la naturaleza y con Dios, de una manera tan fecunda y nueva que no vaciló en armar que nociones centrales del espíritu de nuestra época tales como la de la tierra una, o la de la vida frágil o aún, la del Dios que falta, fueron anunciadas en esos dos grandes cantos. Y esto para no hablar de cuánto les deben la historia misma de Inglaterra y de Estados Unidos o la forma de vida de sus pueblos. ¿Qué tenemos de parecido en castellano? Ahora bien, como ninguna lengua puede vivir sin mar, o sea, sin limitar, (y por esto Homero cuando nombra el mar invariablemente lo llama estéril) a la nuestra tampoco le ha faltado el suyo. Pero este mar del castellano no ha sido el Mediterráneo, ni el Atlántico, ni ningún mar de aguas sino, por virtud del genio de Cervantes, un mar rme y en extensión: la Mancha. El cascastellano, desde el Quijote, ha limitado con la Mancha; y la Mancha – he sostenido en otra parte – fue la quintaesencia de América (descubierta un siglo antes de la la redacción del Quijote). América cayó como una gota de color nuevo e n el suelo mental milenario de Europa, manchándolo y alterándolo a tal punto que don Quijote pudo salir a reconoc er el mundo en los mismos campos, valles y sierras donde ya había vivido largamente, y donde yacían todos sus antepasados. Desde el Quijote en adelante, la vocación poética épica del castellano ha sido la de reconocer el mar en la tierra bajo la especie de Mancha. Y así como de una mancha en un traje lo esencial es saber si se ve o no se ve y determinar su tamaño, nuestra relación con la tierra (la americana, especialmente) ha sido la de distinguirla entre las otras y la de jar su extensión. Por eso, creo, nos obsesiona tanto nuestra identidad y por eso nuestras proporciones nos confunden, a veces hasta la caricatura. (Sin olvidar que, por tratarse de una mancha, su origen es accidental lo que infunde una indenible sensación de culpa). Así, desde el punto de vista de la fantasía marina, no se puede decir que el castellano sea una lengua indigente, sino una que, equivocando e quivocando el mar y maritimizando la tierra, se ha he cho de una fantasía híbrida, anbia. ¿Habrá llegado para nuestra lengua el tiempo de la separación de las aguas? Trabajo fervientemente en ello y, porque vivo en Chile, la tierra en la que el castellano se queda sin tierra, el mar más me urge. u rge. ¡Me urge que este borde sea su canto! can to! Sin embargo, la premura no me enceguece. Para hacernos a la mar no basta que nos embarque-
mos en sus temas; que despleguemos sus hablas; que nos impulsen sus alientos; que nos orienten sus signos; que arribemos a sus límites. Todo esto podemos hacer, y más, pero si el castellano no deja de ser el capitán Araya de las lenguas, que embarca a la gente y se queda en la playa, poemas y fantasía seguirán siendo los de tierra adentro. Pero si, por un milagro a la vez que por una paciencia, el castellano oye el llamado del mar y se echa a andar sobre las aguas hacia él, y descubre así que toda su corpulencia terrestre, suspendida de esa voz, no pesa más que el aire, los poetas, entonces, podrán cantar las rosas, las montañas, los ríos, las ciudad es, y sin embargo cantarán el mar. De ese milagro que convertirá nuestra lengua sólo nos corresponde la mitad: su espera. ¡Una solícita espera! Navegaciones de espera, poemas de espera, estudios de espera, trabajos de espera, placeres de espera, duelos de espera, aciertos y errores de espera. Y un buen día (hoy mismo, ¿por qué no?) como aparece el alba en la ventana y con ella la habitación recibe el imperio de sus afueras, así en el vidrio oscuro de su costa Chile verá aparece r, dulcemente, el mar. Apagaremos nuestras lámparas pues una luz desconocida las tornará inútiles. Iluminados por el mar no nos reconoceremos ni a nosotros mismos ni a la tierra que habitamos. Y asomados veremos extenderse su día y el nuestro. Con la tensión de esa espera – tensión que, quizás con otro nombre, tú y tus compañeros también conocen desde que botaron barcos al agua – me vine hasta este Aysén remoto para constituirme en la conuencia de orilla de mar y margen de hoja blanca, de olas y renglones, de estelas y grafía, de singladuras y párrafos, de recaladas y pausas. Algunos escritores juzgarían inútil este viaje: una imaginación poderosa, dirían, y lo que otros libros cuentan basta para concebir cualquier realidad. Tienen razón. Muchos otros considerarían imprescindible el reconocimiento minucioso del campo sobre el cual se ha de escribir. Tienen razón. Pero yo no me vine aquí porque desesperara de la imaginación y los libros, y tampoco para rendir homenaje a ese ídolo de moda que es la experiencia, el contacto directo. Me vine a Aysén para poner mi cuerpo en vilo sobre el mar. Me vine a Aysén para que mi cuerpo a ote, por certeza del abismo, entrara en miedo. Me vine a Aysén porque el miedo (no cualquiera: el del mar, el de los terremotos, el miedo que es inminencia del abismo) reduce el cuerpo a un estado de fragilidad tal que el espíritu puede ver a través de él como si carne y huesos fueran transparentes. Como hace dos mil años ya lo hizo Horacio, creo que ese miedo lúcido es otro nombre del entusiasmo poético. Sí, sí: el miedo es una musa, y estos mares de Aysén me han regalado largamente con su terrible visita. Una noche, al suroeste de la isla Guamblín, el océano detuvo al barco. Llamo océano aquí a un derredor ciego; a los súbditos árboles de agua y espuma que al aparecer se derrumban sobre la cubierta y sus focos; a los golpes de un puño invisible, tan ancho como para machacar al mismo tiempo proa y popa; a un aullido exterior humano como ninguno que nunca se detenía a recuperar el aliento; a las caídas rápidas por laderas sin n, a la lenta repechada hasta cumbres que, por no verse, más las encumbraban nuestros ojos puestos en la sombra. Y también llamo océano al olor que, como si un cuarto cuerpo hubiese entrado al puente de mando, nos hirió las narices y nos ahuecó el estómago; un olor a muerto, un olor a ahogado de días, tan inconfundible que, por primera vez en horas, los tres que íbamos ahí asidos a las manillas de compás y timón para no caer, nos buscamos con la vista en la penumbra de las pantallas semi iluminadas. Entonces, como una mano mata a un gong cuando después de golpearlo lo aferra, el océano detuvo al
barco. ¿Qué coincidencia imposible de esas olas encontradas, de esos vientos opuestos y de las emanaciones de tres hombres sobrecogidos, transformó el puente del barco en una cripta inmóvil en medio de la tempestad donde, durante un segundo interminable, velamos una muerte que sólo podía ser la nuestra anticipada? Sin embargo, como el huracán tiene un ojo en calma, así también el miedo. Millas de millas de aguas homicidas, en las que un cuerpo de sangre caliente no vive sino unos minutos, nos separaban de cualquier costa; la pantalla de radar no acusaba barco en las inmediaciones al cual pudiéramos recurrir a través de la radio; si las balsas salvavidas sirven en mares como el de esa noche, las mariposas son capaces de cruzar volando un bosque en llamas: estábamos solos en la soledad del peligro. Pero en ese instante del que te hablo, en el silencio y quietud sobrenaturales del mar que, mucho después, al día siguiente, nuestra razón reconsideró brevísimos, pero que entonces duraron; y en la embriaguez del olor del miedo sin salida, una serenidad nueva me embargó, tal como si ese océano terrible se hubiera agachado y me hubiera alzado en sus brazos, salvándome de sus aguas, y poniéndome a una altura sobre el mundo parecida a la de un niño en los hombros de su padre. Y así, sereno y clarividente, pude reunir en un solo corazón la tormenta que nos despavoría, la noche y su largo grito, las costas invisibles, los canales, las ensenadas, los montes, los diminutos fuegos esparcidos en la soledad del país, el Aysén total, el tremendo desierto donde el océano Pacíco sacia con mil islas su sed de orillas, el Sur aún sin nombre de la tierra. Contemplada desde ese corazón del miedo lúcido, la empresa humana de convertir Aysén en un mundo, lejos de parecer irrisoria como sucede cuando la considera un ojo aterrorizado por la naturaleza salvaje y ciega de sus cielos, aguas y cumbres, aparece, por el contrario, plena de sentido, y sus manifestaciones, desde las más ínmas o efímeras a las más esforzadas o sostenidas, participan todas de una grandeza tanto más admirable cuanto más amenazada. Quisiera aquí darte un ejemplo concreto de cómo operó esa nueva visión cambiando la perspectiva con que, hasta entonces, yo miraba Aysén y su historia. Hace más de doscientos años un hombre, que en una piragua a vela y remos se internaba junto con otros pocos por estos canales aún innominados en busca de hombres sin alma, llegó un día de mares al límite de su f e. Ni los padrenuestros, ni las avemarías, ni las letanías apiadaban al Dios de esas olas que los quebrantaban y de esos vientos desgarradores. Su piragua iba a zozobrar. Entonces ese sacerdote tomó una cuerda – imagina sus dedos duros de frío, apurados, temblorosos – amarró una medalla con la e gie de San Francisco Javier y la echó al agua. Y nos favoreció el santo – dice – pues ya iban en decadencia los huracanes y dos de ellos vi que, declinando por estribor con mucha oscuridad y agua, nos dejaron libres las débiles embarcaciones, tan pequeñas y sin resistencia que me horrorizaba de sólo pensarlo, pues un navío no hiciera poco en conservarse entre tanta tormenta. ¿Qué hizo José García Alsué, el sacerdote jesuita, al echar la medalla del santo pendiente de un cordel a las aguas enfurecidas? En nota de pie de página los editores modernos de su Diario de
Viaje juzgan que el jesuita, tan supersticioso en esto como los indios que buscaba, lo hizo para castigar al santo. Para que en egie él sufriera lo que cristianos devotos suyos sufrían en carne y hueso sin ser oídos. Pero este comentario, aún desde el punto de vista de la superstición, es una estupidez. ¿No era justamente ahí, en la piragua, donde la medalla compartía la suerte atroz de sus tripulantes, a medias vivos entre el aire y el agua? ¿Qué castigo peor que ese podía haber en la hondura quieta del mar? No. Esa noche de tormenta en las afueras de la isla Guamblín comprendí que 200 años antes el padre García había en verdad echado al agua un señuelo. Un señuelo hecho para pescar la paz de la hondura. ¡Imagina un pequeño óvalo de plata con la gura impávida del Santo misionero oscilando apenas iluminada por la suave luz submarina del canal! ¡Imagina al sacerdote diez metros más arriba, extenuado y despavorido, sujetando el cordel de la medalla en medio de las olas rabiosas, las ráfagas, los turbiones y los gritos de desesperación de sus marineros! ¡Imagina su fortaleza espiritual capaz de sostener ese cabo leve, ojo, nulo, en esa vorágine llena de golpazos, estampidos, quebraduras, rasgones! ¡Qué acto tan extraño me parecía antes y ahora cuán lleno de sentido! En medio de una tormenta, en medio de un ordo abrupto, ¿dónde puede fondear un barco sino en la paz de las aguas?, ¿cómo van a aquietarse las aguas si no se vuelven también templo?, ¿cómo van a encontrar su paz si no son incluidas en el orden de la Creación?, ¿cómo van a entrar en la armonía del cosmos sin palabra? Como San Francisco de Asís predicando a los animales, el padre García halló en la naturaleza otra dimensión para la palabra. Pero, de agua como es el mar, ¿cómo podía oír? Por eso el jesuita calló y hundió una imagen. Para convertir al mar. Y en esa imagen hundida en el mar como un señuelo, picó el pez fabuloso de la paz de las profundidades. Entonces el jesuita recogió el cordel y sacó al aire la medalla húmeda. Y con ella sacó al sol de entre las nubes, sacó su piragua de los huracanes. Ese día fue fundado el Aysén del mar. Ese día no se inició una construcción; se reconoció un abismo. Ese día no se puso una primera piedra; se caló un señuelo inaugural. Ese día picó el pez imposible, el padre de todos los peces, el alimento de todos los hombres, la remuneración de todos los miedos. Ese día picó la paz en la medalla. Han pasado dos siglos desde entonces. Mil naufragios posteriores atestiguan que el padre García no celebró un pacto con estos mares, amansándolos para siempre. Los hombres siguen aquí echando sus embarcaciones al agua con cautela, siguen mirando las nubes y desgarros del aire con ojos ansiosos. Y siguen naufragando y muriendo. Pero desde ese día y acto la muerte por mar fue aquí destino humano y no mera tragadura del hombre por un abismo sin dios. Desde ese día los que mueren aquí en el mar mueren en el mundo y no fuera de él, en un eriazo de la creación. Y cuando en un lugar de la tierra la muerte recob ra el sentido, entonces ya los hombres pueden vivir en él. Esa es la paz de que hablo. Por eso digo que el jesuita, lúcido de miedo ese día de zozobra, fundó este Aysén con su sola cuerda y medalla como no lo hubiera hecho un
ejército trazando surcos, levantando empalizadas, abriendo espesuras, sondeando bahías, jando derrotas. Querido amigo: la lógica suelta de una carta y la lógica absurda de un milagro como el del padre García me impulsan aquí a dar un salto desde su pesca imposible a las pescas de hoy en Aysén, las que espero poder mostrarte a una luz no completamente ajena a la de esa captura clave. Después de todo, ¿no es cualquier pesca trato con lo invisible? Tras ir y venir días y noches en lanchas, barcos espineleros y barcos arrastreros por las encrucijadas de Aysén en procura del pez, es, precisamente, la dimensión invisible de la pesca la que me parece más fecunda para una meditación como ésta. El pez, la presa única de esta pesca de profundidad, no se ve. Los ojos humanos, esenciales en las otras recolecciones, quedan en ésta sin alcanc e. La vida humana del mar es una vida a tientas. Si la noche tiene un límite visible a pleno sol, éste no es otro que el de la supercie del mar. Y por el lomo de esa noche líquida van botes y barcos calando sus artes para extraer el fruto de lo invisible. Esta condición nocturna del mar – de una noche que a diferencia de la del sol excluye el aire y que, por ello, nos es fatal – tiñe la vida que depende de él con no sé qué extraña sobriedad de las apariencias, no sé qué despojo, tan patentes, que por siglos de siglos y en l as más diversas tradiciones el ocio de la pesca se ha vislumbrado bajo una luz simbólica. Quien vive en el mar, ayuna. Ayunan sus ojos que no penetran; ayuna su cuerpo, que va oscilando; ayunan sus pies, que no caminan; ayuna su corazón, para el que el mar no ofrece nunca una seña perdurable de reciprocidad, a diferencia de la tierra que es tan agradec ida y se complace en cambiar y hermosearse bajo las manos del hombre que la ama; ayuna su espíritu al que el mar saca fuera de las peripecias de la tierra y de su historia; ayuna su vida suspendida por el miedo. Con razón dice un clásico que los hombres se dividen entre los vivos, los muertos y los que navegan. Pero de todas estas privaciones marinas, fuertes y reales tanto en un ínmo bote como en un pesquero de alta mar, la privación de la vista es, para gente de tierra rme como nosotros, la más enigmática, casi un escándalo. ¿Cómo no va a ser pasmoso verse en un gran barco espinelero de cincuenta metros de eslora, en un enorme vehículo de hierro impulsado por máq uinas que, rugiendo entre lagos de petróleo, lo estremecen de proa a popa; tripulado por veinticinco hombres que comen, duermen y trabajan en los vericuetos de sus castillos, cubiertas y sentinas; equipado con dispositivos capaces de ordenar, encarnar, limpiar y desenredar decenas de miles de anzuelos, toda su cubierta de popa semejante a un galpón atochado de telares transparentes, y con sus bodegas blancas de escamas de hielo; un barco equipado con radares, ecosondas, radios entre los cuales capitán, patrón de pesca y pilotos van y vienen sin casi mirar por las ventanas del puente erizado de antenas; cómo, digo, no va a ser pasmoso que a toda esta máquina gigante de hombres y cosas que va otando y humeando días de días en lo alto de las aguas, le basten como seña de su acción los pocos metros visibles de una cuerda que, cayendo desde el barco, va desapareciendo inmediatamente en el mar, o los pocos metros visibles de la misma cuerda que, horas después, junto al
casco, va subiendo a la luz uno a uno los peces? Contra este escándalo de lo invisible poco me sirvieron las consideraciones de orden racional tales como: el espinel calado en este lance mide siete kilómetros de largo, o, en esta virada salieron cuatro toneladas de congrio. Para un hombre acostumbrado a las proporciones terrestres, maniestas, un barco pesquero en el mar es como un arco de triunfo en el desierto. Sin embargo esta desazón ante la vida a ciegas tuvo un alivio que llegó de donde menos lo esperaba. Habíamos zarpado pasada la medianoche desde Puerto Chacabuco y, bajando por el seno Aysén, cruzando el canal de Moraleda y entrando en el Darwin, amanecimos a la cuadra del faro de Roca Pájaros, pocas millas antes de la salida al océano abierto. El barco iba a toda máquina recto hacia la abertura entre dos lenguas de tierra donde, por primera vez en muchos días de mar acanalado, yo podía ver una pura línea lejana sin islas que interrumpieran. La supercie del agua, quieta hasta entonces como la de una laguna, comenzaba ya a ondularse anunciando una mar boa, esos trenes de largas colinas que sólo ruedan en los océanos. Y junto con los primeros tumbos del barco se dejaron caer sobre él, descolgándose de las costas de las últimas islas del archipiélago, unos pájaros apenas distinguibles a la luz lluviosa del alba. Su veloz compañía me hizo ver entonces cuánto los había echado de menos en los cielos interiores de los canales donde rara vez se ven bandadas, y si se las ve, se las ve alejándo se como zarpas invisibles que rasguñan los reejos de las orillas (los patos vapores) y nunca cruzando la bóveda, nunca arremolinándose sobre las naves, nunca chillando como lo hacían éstos con ese grito que es el verdadero umbral de los grandes espacios marinos. Cuando dejamos atrás la boca del Darwin y las islas por la popa ya no eran más que las leves ojeras de los cúmulos que velaban el continente, el barco se había convertido en el pie único de un gigante que, saltando de ola en ola, equilibraba sobre el mar un cuerpo diáfano y convulso hecho de innumerables alas en vuelo. ¿Cuántas gaviotas, gaviotines, petreles y albatros nos coronaban siguiéndonos lejos de la tierra hacia el sur? Parado fuera del puente yo entreveía en el aire una cúpula rala que giraba vertiginosa y que, a pesar de los chubascos, de los ventarrones y de la velocidad que llevábamos, no permitía que el barco se saliera de su perímetro transparente. Esa deliberación de los pájaros, sostenida hora tras hora, llegó a infundirme una suerte de espanto, como si su compañía fuera un mal augurio; como si ellos dominaran, gracias a una misteriosa clarividencia, mejor que nosotros nuestro destino; como si cruzando un desierto hubiéramos visto sobre nuestras cabezas volar buitres a la espera. Sin embargo cuando cerca de las tres de la tarde llegamos a la altura del caladero que buscábamos y el barco detuvo su andar para aprontarse al lance, ¡oh, maravilla!, un jardín de ores blanquinegras se posó alrededor sobre las aguas verdosas, extendiéndose hacia los cuatro puntos cardinales hasta perderse tras las cabrillas cardadas por el viento. Estas, me dijo el piloto señalándome el prado de aves, son nuestras compañeras. Nosotros calculamos cómo le ha ido a un barco por el tamaño de su bandada. Si vemos pasar uno al que siguen pocas gaviotas es seña de que ha pescado poco.
Acodado en la barandilla y mirando esos parterres ondulantes, en los que un millón de ojitos duros incrustados en cabezas de nieve asomaban clavándonos su vista salvaje, mi escándalo ante el cosmos líquido que se tragaba la labor humana sin aceptar ni una huella fue lentamente cediendo. Ese montón de animales alados que, ora follaje en el aire, ora jardín sobre las olas, iba acompañando al pesquero día y noche a la espera de las vísceras de los peces, era, después de todo, una traza. El gesto con que el piloto me había señalado las gaviotas posadas recordaba al de un agricultor que, desde lo alto de un ca ballo, le hace apreciar a un visitante un terreno donde ya brota el plantío; y aunque esta comparación no podía extremarse, me demoré imaginando que, como unos labradores en día de riego, nosotros íbamos a sacar desde un pozo muy profundo sangre y carne para nutrir a esa multitud de pájaros inmóviles que habíamos sembrado. ¿Y si, - me preguntaba, dando rienda suelta a la vena cabalística que toda cacería aviva – y si a cada una de estas aves correspondiera un pez 400 metros más abajo?; ¿y si esta bandada fuera la el representación del cardumen que picará en nuestros anzuelos o que atrapará nuestra red? Me puse a contar – tarea imposible – hasta que, riéndome solo, dirigí en mis adentros un saludo lleno de gratitud a esos seres que tan dulcemente me aliviaban de lo invisible. En los días que siguieron, cuando cerca de nuestro barco pasaban otros enarbolando sus bandadas, parecidos a tiestos con grandes ramos de esa or que se llama ilusión, también yo trataba de comparar el número de sus aves para hacerme una idea de la magnitud de sus capturas, y aunque de verdad no llegué a estar seguro de haber visto diferencias entre ellos, el solo hecho de tener un patrón de medida, por muy incierto que fuera, signicó para mí un gran paso en el empeño de ver. ¡Cuántas más cosas que yo veían los pescadores! Veían los vientos por la espuma, las corrientes por los realces del agua, las islas por el ritmo de las olas, el tiempo futuro por la limpidez del aire, la riqueza del agua por su color. Pero aunque yo parecía un ciego entre ellos, había algo esencial que nos emparejaba: todos estábamos a oscuras ante el pez. Muy lejos en las honduras sin sol del océano, donde la sombra de los barcos no alcanzaba a llegar, los peces sin párpados - ¿para qué iban a tener párpados si nadan en su lágrima? – viven y mueren con los ojos abiertos. La noche que los rodea es tal que una noche nuestra los encandilaría. Y sin embargo ahí están sus grandes ojos redondos para dar fe de una luz que, cayendo a través de centenares de metros de agua, también a ellos los hace ser hijos del sol. ¿Cómo será esa hez de luz escurrida desde la gloria del día atmosférico hasta los fondos donde la merluza austral, el congrio, la cojinova, el mero encuentran, gracias a ella, su vida en tinieblas? ¿Será como un olor de luz? ¿Será como un alba lejanísima? Nadie lo puede saber, pero los pescadores aseguran que también para esos peces de profundidad hay diferencia entre el día y la noche: Pican más – me decían – con las primeras y las últimas luces del sol. En eso son iguales a los salmones que viven bajo una cuarta de agua en los ríos. Sí, amigo, estos peces nuestros también tienen horas. ¡¿Te imaginas!? ¡Que haya horas medio kilómetro bajo la supercie! ¡Que haya horas en el negro abismo! ¡Horas! ¡Las mismas que los griegos llamaban las doradas! ¡Que
difícil resulta creerlo! Ha de ser por esta dicultad de imaginar a esas profundidades iluminadas que las dos artes de pesca que se calan en la alta mar de Aysén están hechas para capturar peces ciegos. Ni el espinel con sus anzuelos y carnadas, ni la red con sus nudos y ojos, requieren la visión del pez para funcionar y atraparlo. El primero lo atrae con el olor de sus cebos frescos; la segunda lo traga con su inmensa boca transparente. Con el espinel el pez cae por su olfato; con la red cae por su bulto. Nada importa que la punta feroz y bruñida del anzuelo asome del trozo de jurel que hace de carnada; nada importa que la boca de la red ostente un collar de esferas rojas que la mantienen abierta mientras va por el fondo. El pez no verá ni a una ni a las otras: morderá la carnada como si se tratara de un pez menor o se dejará tragar por la red como si ésta fuera invisible. Así, bien se puede decir que hombres a ciegas se las arreglan para pescar cuando tienen por ciegos a los peces que buscan. Pero – me devanaba los sesos pensando esto mientras iba en los barcos - ¿qué virtud tienen estas dos artes de pesca – la red y el espinel – que las hace tan efectivas en el mund o de abajo? Si son trampas, ¿qué imitan de la vida submarina para calzar en el sentido de ésta y no hundirse en el agua como artefactos extraños en los que no caería ni un cachalote viejo? Por otra parte, ¿qué sellos tan distintos imprimen que las faenas y el aire mismo de un b arco de espinel son casi pastoriles comparados con los del barco de red de arrastre innegablemente bélicos? Una noche, tendido en mi litera mientras el barco iba y venía por el mar sin alejarse del espinel calado en la tarde, el tiempo muerto de esa larga espera se me hizo insoportable. ¿Qué estamos esperando? – me decía - ¿hasta cuándo vamos y volvemos? Y entonces, cuando para calmar mi impaciencia, traté de gurarme el drama oscuro y mudo de miles de merluzas australes, que allá abajo, habiendo ya picado en nuestros anzuelos, se debatirían tirándolos con sus bocas perforadas mientras a algunas de ellas los tollos habrían comenzado a arrancarles el cuerpo a pedazos, de pronto, como un relámpago, se me apareció la imagen de un cardumen. ¡Un cardumen! ¡Eso es! – me dije, levantándome para ir a pensarlo de pie en el puente. ¡Un espinel es un cardumen! Un cardumen rectilíneo compuesto de quince mil o veinte mil trozos de peces con una espina dorsal de acero. Un barco espinelero cala en el mar un cardumen de pececitos ya pescados para coger con él otro cardumen de grandes peces que anda suelto; y el tiempo espaciado de su faena es el tiempo del que deja comer. La red de arrastre, por el contrario, es un solo y gigan tesco pez. El barco arrastrero sumerge este Leviatán, este pez único, con sus fauces abiertas y lo desliza por el fondo para que trague hasta quedar repleto. Y el ritmo de su faena es el ritmo rápido del que quiere engullir. Con estas dos imágenes marinas de cardumen, por un lado, y de Leviatán por otro, tuve así modo de contemplar ambas pescas desde un punto de vista que las relacionaba a ellas entre sí y a las dos con la vida del océano. Desde el punto de vista del cardumen, ¡qué llena de sentido me parecía ahora la proliferación de cosas pequeñas y semejantes que abarrota las cubiertas y sentinas de un barco espinelero! ¡De-
cenas de miles de anzuelos, de reynales, de nudos, de peces para carnada, de metros de manila y de nylon! ¡Centenas de piedras envueltas en redes! ¡Decenas de otadores! ¡Decenas de dedos anudando! ¡Números de números en esta fábrica de cardúmenes a control remoto! Y su faena ¡qué suma inmensa de acciones minúsculas e iguales! Uno a uno, tirados por el lento andar del barco, van cayendo los trozos de jurel ensartados en anzuelos, que están anudados a reynales, que a su vez están anudados a la línea madre y sus potalas, la que a su vez va sujeta a la retenida y sus boyas, la que al cabo de quince kilómetros, cuando se han calado quince mil anzuelos, remata en el orinque con boya luminosa, banderilla y otadores rojos arriba y un ancla en el fondo, a 400 metros de profundidad. Luego, ocho horas después, reubicadas y cazadas las boyas y banderín, comienza la virada, la lenta recogida de este complejo e innito cardumen hecho de cuerdas, nylon, piedras, plásticos, acero y carne de pescado. Pero, ¡qué metamorfosis espléndida ha sufrido durante su estadía en el abismo! Uno de cada dos o de cada tres anzuelos aora del agua negra con un hermoso congrio dorado o con una gran merluza austral allí donde antes no había sino la cabeza, la cola o un tercio de cuerpo de un pequeño jurel. Y uno por uno van saliendo con la línea mil, dos mil, tres mil peces en una tarde: vagas manchas primero, en que uno ve la hondura del mar hacia abajo; luego, a media agua, siluetas; y luego, ya colgand o del nylon en el aire, fuselajes viscosos de aletas translúcidas. O a veces, cuando diez o más congrios han picado en anzuelos adyacentes, y a algunos al subir se les ha hinchado la vejiga natatoria a tal punto que por las bocas se les sale un globo pálido, entonces u n tramo de espinel aora antes de ser recogido y, como una larga cicatriz enrojecida, ota acercándose a la amura, furiosamente picoteado por las aves. La pesca en un barco espinelero es una procesión. En cambio, el barco arrastrero y su gran pez único ¡es un teatro! Su popa desfondada bajo un dintel altísimo es una escena abierta al mar por donde aparece cada tres horas el monstruo más ávido que conocieron las aguas. Una comparsa de muñecos (nombre con el que los ociales se suelen referir a los marineros de cubierta, y que alude a sus guras igualadas por los trajes de agua y capuchones amarillos que todos llevan) se afana atendiendo la entrada en escena del protagonista, desde que apenas se insinúa su collar de otadores rojos en las espumas y pájaros de la estela hasta que, gracias a la tramoya de cables y huinches aulladores, se alza inmenso sobre la cubierta, alargando en el aire su gaznate erizado de crines multicolores, y asienta su panza negruzca, recamada de ventosas negras e hinchada hasta el tamaño de un elefante, sobre el suelo metálico. Saltan los hombrecitos amarillos y rápidamente le abren el ano al dragón, descosiéndolo. Cae desde él un alud plateado que desaparece por una trampa. Vacío, el dragón se desmaya y cae en cubierta, momento que los muñecos aprovechan para coser aquí y allá su cuerpo ácido, lleno de cortaduras, y extirpar los peces que lleva incrustados como sables. Vuelven a aullar los huinches y el pellejo pardo del dragón es devuelto lentamente a las aguas de do nde emergió. Los muñecos desaparecen. El teatro queda vacío. Pero esta función de un solo acto se repite, con bonanza o tempestad, en invierno o verano, cuatro, cinco, seis veces al día. Mas yo venía hablando de la vida en el mar como de una vida a tientas. Y si tú recuerdas, como lo debes estar haciendo ahora, el aspecto que tiene el interior del puente de mando de estos pesqueros de alta mar, tan lleno de pantallas multicolores como un garito de juegos electrónicos, pensarás que he cargado mucho las tintas respecto a la ceguera en que se lleva a cabo su labor.
Aducirías que sus magnícos radares y ecosondas le permiten al p atrón de pesca ubicar siempre y con gran exactitud sus caladeros y, una vez en ellos, seguir la cota del fondo precisa en que vive la especie tras la cual anda. Tendrías razón. Tampoco yo dejé de maravillarme cuando, después de horas de navegación por el océano abierto, llegábamos a un punto cuya longitud y latitud coincidía con el marcado en la carta secreta del caladero, y el fondo era ahí exactamente el requerido. Y luego, cuando durante horas el ecosonda iba representando en el rollo de papel, con su grafía escueta adecuada al abismo, el relieve de ese fondo sobre el que avanzábamos a 400 metros de altura ... ¡qué maravilla! ¡Qué maravilla la planicie negra que va quedando dibujada en corte, con sus ondulaciones, sus crestas abruptas, sus quebradas angostas como tajos! ¡Qué maravilla cómo se corrige un levantamiento repentino de ese fondo con un giro de timón hacia el oeste, hacia donde el continente desciende bajo las aguas! ¡Qué maravilla cómo el gráco entonces vuelve a mostrar la profundidad necesaria al lance! Sí, es cierto: gracias a todos esos sensores la pesca de alta mar hoy no es una pesca por completo a ciegas. Sin embargo, tengo todavía otro modo de mostrarte esa ceguera de la vida en el mar de que vengo hablando, la que, a mi entender, no se ve atenuada por el inujo de estos instrumentos electrónicos. Para ello te contaré ahora algo de la vida de los hombres embarcados. Abreviando, se podría decir que esta vida es un ir y venir constante entre la mona pilucha y la mar desnuda. No hay camarote en un barco pesquero que no ostente a lo menos una reproducción fotográca, cuanto más grande mejor, de una mujer sin ropas, alta, joven, rubia, rosada, de pechos y nalgas grandes pero levantados, de sonrisa suave y de mirada velada, cuya postura siempre esconde el sexo para que, de pies a cabeza, el cuerpo entero se le vuelva sexual. ¿Quién no conoce a las monas de calendario, emblemas infalibles de todo mundo de hombres solos? La fotografía, con sus iluminaciones y retoques, presenta a estas mujeres como si fueran la visión de un ojo en éxtasis, poniéndolas fuera del alcance de cualquier fantasía sexual, irrealizándolas y congelándolas a tal punto que uno llega a sospechar que ellas están colgadas ahí más como reliquia de lo que se abandonó que como anticipo de lo que espera al marinero a su regreso en tierra. ¡Gigantas de la raza Hasselblad del mundo Kodak del nunca jamás! Día y noche, cada seis o más horas, los tripulantes del barco se echan a los pies de estas diosas bidimensionales en sus celdas oscuras para irse a ver por dentro, como ellos llaman, con expresión inaudita, a esa otra vigilia que es el dormir. Si sueñan ¿será la rubia de la lámina la que se anima o más bien una mujer real con nombre y apellido? Apuesto por esta última. Entonces, ¿por qué están colgadas las monas piluchas en los camarotes? Para tratar de entenderlo hay que tener presente los ámbitos de donde entran esos durmientes, el otro polo de sus vidas en el mundo del barco. Veámoslos. Este viene de la sentina. Durante las tres últimas horas estuvo encorvado sobre un embalse sin agua, lleno de peces que la luz de los tubos de neón plateaba y que aún parecían moverse resbalando unos sobre otros con las oscilaciones de la na ve. Protegido con guantes de goma, evisceró con su cuchillo pez tras pez, separando de las entrañas los huevos, y deslizó sus cuerpos brillantes hacia la huincha transportadora que los lleva hasta las bodegas de hielo. A un lado suyo, en
el suelo de metal, creció un pantano de vísceras frescas, alimento que fue a parar al mar donde un millón de pájaros lo hizo desaparecer chillando. Aquel viene de la cubierta de popa. La tarde estuvo helada. El mar se venía con viento por la boca del casco, y entraba hasta el castillo, sumergiendo cables, ganchos, roldanas, entre los que él trabajaba, trastabillando. Un resbalón y hubiera caído al mar por esa pendiente lisa como un espejo por la que entra la red ... ¿quién se ha salvado? Un golpe de la red cuando pende llena de toneladas de peces y una ola la columpia ... ¿quién se ha salvado? Un cable de acero al que un tirón súbito de los portalones en el mar desengancha y latiguea ... ¿quién se ha salvado? Ese otro viene del puente de mando. Su turno de guardia al timón ha transcurrido entre las dos y las seis de la mañana. El mar cuando no se ve y está agitado es peor, porque parece que él si viera. En el puente no sopla el viento ni cala el frío; a prueba de la intemperie, su destino es la visión del mar. Pero ¿qué hacer cuando la noche es oscura y los vidrios se ponen negros? Cada cinco minutos consultó el radar (los musgos tornasoles de las islas, las esporas blancas de los chubascos, los lunares rojos de los barcos factorías desplazándose a cada barrido del haz de la pantalla), vericó el rumbo del timón automático y la velocidad en la corredera electrónica. Todo el barco dormía en el regazo de su vigilia. Si él se hubiera quedado dormido ... En las islas Carolinas a los timoneles los llaman los hombres de los o jos rojos ... Aquel otro viene de la cubierta de proa. En su puesto, junto a la amura, estuvo manejando el huinche que tira la línea madre del espinel durante una larga virada. El viento glacial terminó por borrarle toda sensación en el rostro. Sólo la coronilla dentro del capuchón le siguió doliendo como una estaca clavada en el cráneo. Y las manos ... garrotes dentro de los guantes de piedra. La lluvia le cortaba el aliento. Uno a uno iban saliendo los peces, colgando de un reynal hasta llegar al par de rodillos que les arranca de un golpe el anzuelo. El no llevó la cuenta. Entre las sacudidas del barco por los maretazos, luchó cuidadosamente contra el demonio del espinelero, el demonio de la Maraña. Ese demonio que acecha en cada metro de cada kilómetro de cuerda de manila o de lamento de nylon. Este viene de la sala de máquinas. El trueno amortiguado por las orejeras, el calor y el olor a aceite quemado no lo perturban ya, pero la densidad de ese laberinto de metales multicolores entre los que se desliza en busca de roturas, pérdidas, goteos, todavía le produce una especie de asxia visual. En esa gran gruta vibrante, atochada de estalactitas al rojo, él estuvo alerta hora tras hora acechando el sinfín de piezas que puede fallar, la válvula del tamaño de una uña cuya rotura basta para que el barco quede al garete, muerto. Y un barco sin motor en un mal océano ... Y este otro también viene del puente de mando. Es patrón de pesca. Hace años que viene aumentando el tesoro del barco, el conjunto de cartas en donde se han marcado con precisión los caladeros de una vastísima región oceánica. Los cardúmenes de merluza austral, andan un día aquí, otro allá, pero siempre pegados al fondo cuando tiene la profundidad adecuada. Un caladero, un veril, es una gran llanura que está a esa profundidad, ni más ni menos. No se encuentran
muchos en años de tanteos y lances. De este hombre depende que el barco pesque; y la pesca, se sabe, es, si no hija, nieta del azar. Caló la red con las últimas luces del día y luego, hipnotizado por las pantallas de sus sondas, siguió, con el control remoto del timón en una mano, el trazado zigzagueante del veril durante tres horas, sin pestañear siquiera. Y mantuvo a raya al demonio del barco arrastrero, al demonio de la Rotura. Ese que acecha a la red, allá abajo, en cada metro de fondo. Salió poco pescado: ¡los malditos barcos factorías y sus bodegas insaciables! Volvió disgustado a su camarote. Cuando la pesca es escasa en un barco como el de él cunde un desaliento parecido a la vergüenza, como si la montaña entregada a sus cuidados hubiera parido un ratón. Todos ellos se han ido a ver por dentro en sus literas, junto a sus imágenes de mujeres desnudas, en sus camarotes con olor a desodorante ambiental. Las mujeres de carne y hueso están en tierra, o sea, en el otro mundo. En este mundo soberbio y oscilante del barco de alta mar, este mundo que ota no en las aguas sino en la muerte, y que por eso, imperceptiblemente, cada día y cada noche va salvándose, la muerte, de la que nunca se habla, exige, a mi entender, rostro. Las monas piluchas son en el barco el rostro de la muerte. Un eremita medieval hubiera tenido en su celda una imagen de una mujer bellísima, enteramente vestida y sensual como ningun a; pero del ruedo de su falda, a la altura de los tobillos, le habría asomado una gruesa cola de lagarto, larga y escamosa, enroscada entre las hierbas: imagen de la muerte del alma por la carne. Las monas de estos tripulantes son la misma del eremita, ahora desnuda; su cola no desapareció: rodea siete veces al barco: es el mar. Y tal como al eremita la belleza de la mujer no le haría olvidar el horror de su cola animal, ni la repugnancia ante esta cola lo haría desconocer la hermosura del talle y cara de la mujer, así, creo, los tripulantes en sus camarotes se enardecen ante la belleza de esos cuerpos fotograados, pero son templados por los za randeos del mar, y, afuera, mirando de reojo a la inmensa cola de aguas que se enrosca y estrangula al barco, su terror ante ella no es tanto que los haga olvidar las imágenes de hembras desnudas que esa misma cola sostiene. No hay marinero sin sirena. Y las sirenas, no las de caricatura sino las de la poesía, las sirenas de verdad, son la seducción y el horror de la muerte mezclados en un solo ser imposible. ¿Te das cuenta ahora cómo esa vida a merced del mar es, como ninguna otra, una vida a merced de la imagen? Para nosotros, gente de tierra rme, ávidos de vista, las imágenes son como vendas en los ojos, y los hombres de mar que viven con ellas unos ciegos. Pero nuestras vistas en el mar no nos procuran sino hastío o terror, en cambio sus imágenes a ellos los templan. La próxima vez que me embarque yo también me llevaré una mona pilucha para colgar en el camarote. Ya es hora, amigo mío, que dejemos el mar abierto y pongamos proa hacia el continente. Es hora de que esta carta, como los barcos pesqueros de Friosur al terminar sus mareas, se vuelva hacia Aysén para dar testimonio como ellos del matrimonio del océano y la tierra. Es hora de dejar atrás a los fantasmales barcos factorías que, aunque pescaron día y noche aquí, a la cuadra de Guamblín, junto a nosotros, dependen de otra orilla, de otras tierras, al otro lado de los océanos. ¿Cómo podrían acompañarnos en esta construcción del mar de Chile? Barcos que no son testigos sino de la abundancia de esta agua, para ellos sin nombre ni país, ¿qué realidad habría en confundirlos con los barcos, lanchas y botes que, yendo y viniendo entre el continente, las islas
y el Pacíco, ya hilvanan el destino transparente de un país de mar? Dejemos a esos fantasmas otantes que vienen a penarnos desde orillas remotas y volvámonos hacia la nuestra, hacia esas cejas oscuras que en el horizonte enarcan el seño terrible y desolado de Aysén. Para ello no me andaré con rodeos. Tomaré un atajo que en un santiamén nos llevará al corazón de ese país, que, como todo corazón real, no se halla en una parte sino en una palabra, en un nombre. Mucho antes de que Aysén se llamara Aysén, en castellano se llamó Trapananda. ¡Qué bello y extraño nombre! Trapananda ... Me sonaba, no sé por qué, a palabra oriental, india. Me sonaba a nombre de imperio asiático legendario, como la Trapisonda de los Libros de Caballería y del Quijote. En ninguno de los diccionarios que consulté encontré nada que se le pareciera. Trapananda ... Era como para creer que algún escriba acionado a los anagramas la había incluido en un documento de la época para burlarse de nosotros. Pero no; aparece en varios escritos independientes; no es posible dudar de su uso generalizado como denominación de esta región que hoy llamamos Aysén, y que entonces – hablo del siglo XVI – era todo el oscuro país de naufragios y penas que iba desde la isla de Chiloé hasta el Estrecho de Magallanes. Trapananda ... Me parecía, por otra parte, un vocablo no derivado de alguna lengua indígena: no me sonaba como suenan, por ejemplo, Traiguén, o Tralauquin o Trapalputra. Y si era, como lo creía, un nombre castellano, consideraba su dilucidación de primera importancia puesto que en él debía estar cifrado el origen de esta tierra, su aparición en la lengua con que aún la reconocemos y habitamos. Trapananda ... No tuve mayor éxito en mis indagaciones hasta que encontré el nombre escrito de otra manera: Trapalanda. ¡Trapalanda! ¡Al n! ¡Gracias a esa “l” la palabra adquiría un denitivo aire de denominación geográca! Sí, la misma landa de Irlanda, de Holanda y de mil otras landas o tierras resonaba ahora en Trapa n/l anda. Así, me dije, todo el asunto está en averiguar el origen y sentido de esas trápana o trápala iniciales, pues es claro que con ellas se pudieron formar trápana-landa o trápala-landa, las que luego, por economía de la pronunciación, terminaron en trapananda o trapalanda. Partí entonces al descubrimiento de estas Tierra de la trápana y Tierra de la trápala tan misteriosas, internándome en el gran diccionario de Corominas. Ambas palabras, según éste, derivan de trampa. ¿Te imaginas? ¡El primer nombre de Aysén había sido Tierra de la Trampa! ¿No es como para ponerse a mirar Aysén con otros ojos, más alertas, más recelosos? ¡Tierra de la Trampa! Pero aún hay más, porque, conservando el origen común en trampa, resulta que trápala signica ruido de vo ces, chisme, embuste, enredo, engaño, y que trápana signica cárcel, lugar de alboroto o escándalo. Así, desde el punto de vista etimológico, se puede decir que Aysén tuvo en su origen un nombre ambiguo: Trapalanda, Tierra de la Trampa – Engaño, y también Trapananda, Tierra de la Trampa – Cárcel. ¿Son todavía estas tres palabras, trampa, engaño y cárcel, luces poten tes que iluminan la realidad de este territorio, y que aún hay que tener en cuenta a la hora de amarlo y convertirlo? Quien entrara en Aysén por mar, tal como hicieron los primeros, sin una carta, sea que, viniendo desde Chiloé, se internara por el canal de Moraleda, sea que, viniendo desde el océano abierto, entrara por el canal de Darwin u otro, se hallaría, pasadas las primeras islas, perdido. ¡Caído en una trampa! No de las trampas que ceden bajo los pies sino de aquellas que ceden ante los
ojos, como el laberinto o como el espejismo. Ningún mar, ninguna pampa o llanura de hielos son comparables a esta trabazón glacial de aguas y tierras en cuanto al pasmo que inspira su innitud geográca. Un número innito de islas desmenuzado por un innito número de canales en un número innito de puntas, lenguas y abras, y transgurado por una innita sucesión de nubes. En ninguna otra región del planeta tiene uno al adentrarse la sensación tan clara de haber perdido irremediablemente la salida. Pero no es sólo uno: también la tierra aquí y el mar parecen haber llevado demasiado lejos el juego colosal de que nos hablan los geólogos, la lucha por emerger y por sumergir, y ahora islas y canales son los miembros entremezclados de dos gigantes exhaustos en los que ha no alienta el ánimo de desligarse y vencer. En este inmenso teatro de aniquilación geológica, el cielo y sus meteoros reinan como amos absolutos sobre los añicos de tierra y los jirones de agua, y día y noche son tales y tan bruscas las mudanzas del clima que parecen fraguadas para escamotearle al hombre la última rmeza, las balizas del rmamento, el sol y las estrellas, y así mejor perderlo. ¡Terrible laberinto de aguas, montes, nieves, lluvias y huracanes al que, de vez en cuando, un golpe de sol le añade siete horizontes más! José de Moraleda, sufrido y severo navegante del siglo 18, consignó una y otra vez en su Diario de Exploraciones, su pasmo ante esta región de la tierra que había venido a levantar: Yo me había propuesto ir detallando en plano los canales de este archipiélago que fuese discurriendo, por medio de enlaciones y cálculos de distancia, y con este objeto tomé las necesarias a las dos bocas por donde he entrado; pero hallo absolutamente impracticable dicha operación sin detenerse el dilatadísimo tiempo necesario para ello, porque es tal la multitud de islas que se nos han presentado en la navegación de este día, que seguramente exceden de 150, pues en un solo punto se han contado 40 alrededor ... Y más adelante conesa: Hablar del número de islas que lo componen (al archipiélago de las Guaitecas o Chonos) ni aún conjeturalmente me es posible, porque supuesta la extensión del todo de ellas, y que en cuanto hay conocido de nuestro globo no se registra archipiélago que las tenga más unidas entre sí, un mil me parece aún corto número. Yo lo he discurrido próximamente de norte a sur por muy cerca de su parte oriental, y llegan a 300 las islas contadas, tan estrechamente unidas que en sólo cuatro distintos sitios he visto desvíos de poco más de dos millas. Y más adelante, ya entrampado: Es tal la escasez o penuria de atracaderos en todo este archipiélago que precisa a llamar puerto a cualquiera pequeña playa de arena o lastre que se presenta, y aunque para saltar en ellas hay que vencer obstáculos, riesgos y atrasar la navegación, se hace todo porque tal ve z hasta 4, 6 ó más leguas de distancia de aqu el a que se aspira no hay otro ninguno, mediando acaso 30 ó 40 islas entre uno y otro; así, por lo respectivo a dicho archipiélago, se les puede dispensar a los indios huaihuenes o chonos que llamen puerto bueno a las más despreciables playas ... La citada escasez (de guarecederos) se hace casi increíble y mucho más para unas embarcaciones tan pequeñas y en un tan inmenso número de islas como la de este archipiélago; pero es hecho constante. Y el día Viernes Santo del año 1793 anotó: Amaneció oscuro, con viento duro del NO y NNO, marejada de él y lluvia recia; ésta continuó sin intermisión alguna todo el día y aquel, desde la una de la tarde en ad elante, fue furioso, con tan impetuosas ráfagas que todo el mar parecía una continua reventazón de bajos; la horrible cerrazón que nos cubría terminaba nuestro horizonte a 60 ó 70 varas de distancia, las violentas ráfagas hacían temblar a las piraguas como si fuesen pequeños terremotos, de suerte que casi nada faltó para que se representase con bastante propiedad a la memoria el tremendo día de que
hoy hace dolorosa conmemoración nuestra madre, la Santa Iglesia Romana ... Seguimos hacia el este, que es nuestra derrota, hechos argos de algún guarecedero en que pasar la noche. Aysén, sin embargo, no sería trampa si no tuviera señuelos y si no los multiplicara país adentro innitamente hasta borrar del corazón del extraño la angustia de haber perdido la salida. El primerísimo de ellos es el señuelo de la soledad. Los otros dos, que son las islas y los árboles, le coneren a la soledad de Aysén un cariz tan precioso, de cosa tan rara y codiciable, que uno olvida que ésta es una ausencia. Para decirlo de una vez, Chile tiene en Aysén un tesoro de soledad de primera agua: una soledad elevada a soberbia por cada isla y al mismo tiempo esperanzadora por su verdor. ¿Quién no ha tenido el sueño de poseer una isla arbolada y de morar en ella? ¿Quién no ha soñado con volver al Jardín del Edén? La imagen de la isla y la imagen del jardín, siempre potentísimas, se dibujan en el telón en blanco de la soledad de Aysén como si fueran nuevas, recién imaginadas. A mí mismo, aunque estaba al tanto de los mil cuentos de hombres que han sido vencidos por estas soledades que pretendieron morar, la simple vista de una caleta donde el mar, tranquilo, reejaba a los árboles, me convertía instantáneamente en un colono: ¡Esta isla para mí! ¡Para mí este pedazo de soledad que la tierra, el mar y los árboles me tienen reservado! ¡Para mí este mundo! ¡A mí me toca aquí comenzar el tiempo! Y cuando, durante los días y días de navegación en lancha por estuarios y canales desiertos pasábamos frente a una isla en la que había una casa, y sobre ésta veía amear la inmemorial bandera humana, el humo, y en el calvero despejado a su alrededor, opaco de lluvia, relampagueaba el rosa de las astillas de árboles recién cortados, aunque no hubiera otro signo de vida, aunque la casa apenas fuera reconocible de tan desvencijada y el bote volcado en la orilla pareciera el resto de un naufragio, mi admiración ante ese sitial alzado en la gran soledad era más honda y más pronta que la que nunca he tenido por los palacios de la tierra. ¡Vivir a días de dura boga de distancia de las más próximas voces humanas, de la más accesible caja de fósforos y tira de Mejorales! ¡Vivir como un emblema ante ningún ojo! La lengua castellana, por boca de los que van y vienen por Aysén, ha nombrado con innita exactitud la condición de esos hombres y mujeres que moran, escasos como milagros, en el país de islas. No los llaman habitantes (por contraposición a desierto); no los llaman colonos (por contraposición a tierra inculta); ni los llaman asentados (por contraposición a lugar de paso). Los llaman, ¡oh maravilla!, vivientes. Simplemente vivientes. ¡Qué precisión para nombrar el prodigio de la vida humana en ese archipiélago de muerte! ¡Qué lucidez para mostrar que allí el puro vivir es una pasión que justica la existencia! ¡Vivientes! Pero ese verdor de las islas que nos enamora porque lo creemos el eslabón débil de la soledad es también un engaño. El más duro de los engaños; el más difícil para nosotros que en los verde vemos vida y promesa de más vida. Las islas de Aysén apenas tienen suelo. Sobre la roca viva de la granodiorita y la morrena de sus cumbres, taludes y faldas, los árboles y matorrales, tepúes, cipreses, lumas, canelos, ciruelillos, arrayanes, quilas, espinos, quiscales, pajas de monte, crecen arraigados en sus propias ruinas. Bajo su espesura rezumante se pudren escombros vegetales de siglos y en esa pulpa no hay cuerpo humano que pueda armar el pie sin hundirse hasta las rodillas. A los pocos pasos se comprende que no hay sotabosque en ese organismo moribundo dentro
del cual uno va abriéndose hueco muy por encima de lo que en un bosque clásico se llamaría el suelo rme. Uno va vadeando follajes muertos sepultado por follajes vivos, y el curso ac cidentado del trayecto que se sigue, con bruscas repechadas y caídas, no corresponde en absoluto al relieve del terreno, sino al desigual amontonamiento de edades de residuos vegetales depositadas sobre él y maceradas por un diluvio que no cesa. En estos bosques de las islas de Aysén se diría que no hay un solo árbol. Hojas, espinas, ramas, lianas, musgos, pastos, enredaderas, troncos, zarcillos, tallos, raíces, sumergidos en una luz nocturna, urden un caos entremezclando guras y especies. Ni un insecto, ni un pájaro, ni un bicho halló en él lugar. Sólo la termita de la lluvia, la bandada aullante del viento y, fugaz como ninguna, la rarísima culebra de un rayo de sol. Así, bien se puede decir que quien naufraga en Aysén y se salva naufraga de nuevo: la primera vez en el mar, la segunda en la selva. Quienes se han salvado, según las historias, lo lograron después de vivir en la angosta orilla como en una tabla en el océano sin osar confundir la espesura con lo que en cualquier otra parte hubieran llamado tierra rme. Cuenta Fitz Roy las peripecias de seis desertores norteamericanos que él enc ontró y rescató en el golfo de Penas: En la imposibilidad de internarse en el país a causa de su aspereza y de sus intrincadas selvas, que aunque de elevación insignicante resultan casi impenetrables, comenzaron una peregrinación costanera; pero pronto comprobaron, con desesperación, que había tantos brazos de mar que rodear, y que era tan extremadamente difícil caminar, o más bien trepar por la costa rocallosa, que también tuvieron que abandonar esta idea con lo que quedaron inmovilizados. Inclinólos a esta decisión la muerte de uno de ellos, quien al tratar de salvar una garganta entre dos barrancas, erró el salto, cayó al fondo y se hizo pedazos ... Las pocas provisiones que se llevaron en el bote se concluyeron bien pronto, por supuesto, y durante trece meses tuvieron que vivir de carne de foca, mariscos y apio silvestre; y sin embargo estos cinco individuos, una vez en la Beagle, estaban en mejor condición, en cuanto a carnes, color y salud que cualesquiera otros cinco hombres de nuestro buque. Y John Byron, en su relato ya clásico del naufragio de la Wager, narra, con la intensidad de un evadido, cómo el inmenso país que se extiende desde el golfo de Penas hasta Chiloé es una cárcel murada por el peor mar del mundo y por la tierra más áspera, enmarañada y estéril; una cárcel hecha de una ristra de guarecederos, todos innitos, todos desolados, todos miserables en sustento; una cárcel cuyo alcaide ubicuo y feroz es el hambre, cuyos guardas son el huracán, el turbión, el granizo, la bruma, el frío, la oscuridad; una cárcel cuya pena única, casi nunca burlada, es la muerte. Tan real es esto que un día en que iba tendido en mi litera, mirando por el ojo de buey hacia el canal tormentoso y las islas que deslaban, de puro terror me salí en espíritu del barco, lo vi por fuera, y escribí. NAUFRAGIO Por los ojos de buey abiertos en el casco de la nave que pasa los ojos de Aysén
miran hacia adentro húmedos de lluvia jan por un instante sus islas verdinegras sus iris en los camarotes sombríos contemplan a los hombres que duermen que siguen y estrábica tristeza los desenfoca Aysén ojos de buey cierra con nubes sus ojos y a empellones contra el barco con su testuz de viento y su cornamenta de rocas acomete el naufragio de esos hombres que despiertan que gritan que ignoran que su paso es castradura que a Aysén le abren la herida que su hélice le va arrancando de entre los labios de la estela los testigos de su soledad. Bajo el cielo en erección sobre las aguas en celo entre velludas algas abultan unos cuerpos ojos hinchados rotundos testigos del naufragio del yugo y de la estampida salvaje de mil islas sin nombre que mugen en el Sur sin hombre de la tierra ininteligible libertad
Esta tierra de la trampa, del engaño y de la cárcel, Trapananda o Trapalanda, ¿no tuvo, sin embargo, un pueblo? Sí, claro que lo tuvo, y yo imagino que tú también, navegando por estos canales, habrás sentido, como yo, una rara mezcla de desolación, vergüenza y cólera al ver p asar las cien y mil islas desiertas y recordar que un día, antes que nuestra raza acabara con ellos, hombres
con dioses, lenguaje y vida esencial erraron entre ellas como por el mejor de los mundos. Para chonos y onas Aysén no fue trampa ni cárcel. Y si vivieron en esta región por siglos, su acuerdo con la naturaleza tiene que haber sido, como el de cuanto pueblo habitó la hetereogeneidad del globo, uno en que fueron libres. Desnudos y libres, frugales y libres, trashumantes y libres. ¿De dónde les vino esta libertad? Lo poco que sabemos de ellos, y qu e nos ha llegado a través de testimonios adulterados por prejuicios del hombre blanco, me permite dar una sola respuesta a tal enigma: los chonos vivieron libres en Aysén porque se dejaron poseer enteramente por el mar. Apenas te escribo esto advierto que mi pretendida respuesta no aclara el enigma sino que lo acaba: ¿qué podría ser más ajeno y oscuro para nosotros, seres que queremos poseer la tierra, que este destino de dejarse poseer por el mar? Aquí topo; reconozco que mis luce s no son capaces de concebir una vida tan levemente humana, una vida en que esta entrega al gran elemento sea fuente de libertad ... Pero como soy blanco e histórico, y estoy, como cualquier occidental, embrutecido por el futuro, sorteo sin escrúpulos el enigma, y tomando el puro dato exterior de la forma de vida chona de Aysén, me abalanzo a relacionarla con el Aysén actual, convencido de que aún así, sin alma, esa forma nos puede ayudar a salir de la trampa, el engaño y la cárcel en que todavía tenemos y nos tiene esta tierra. Los nómades del mar llamó a los indios australes un antropólogo moderno. Con ello apuntó dos rasgos esenciales de su vida en este raro país: que no se establecían en ninguna parte y que se transportaban por el agua. Byron mismo, a pesar del desprecio con que consideraba a sus salvadores, no puede ocultar su asombro ante ese pueblo que va y viene entre las islas armando y desarmando sus chozas y canoas, atreviéndose con mares que a él lo horrorizaban y hallando siempre qué comer en esas aguas que a él le parecían estériles. ¡Qué bella es en su relato la india desnuda que se lanza desde la canoa con una cesta entre los dientes y reaparece con ella rebosante de erizos cuando él ya la creía ahogada ! ¡Qué bella es cuando la describe saliendo del mar y lanzándose a las llamas para no morir de frío! Y la pesca con perros; y la caza de pájaros con antorchas; y de focas con una lanzada en el ojo cuando emergen ... ¡Qué extrañamente justo nos parece el proceder de los indios cuando el inglés cuenta, escandalizado, que casi lo arrojan de la canoa al mar por haber botado en él la concha de un marisco que iba comiendo, y que sin embargo, poco después, llegados a tierra, los mismos indios le arrebatan con precipitación una baya venenosa que estaba a punto de zamparse! Y cuando conesa en el colmo de su miseria, que, en verdad había llegado a serme enteramente indiferente el camino que siguieran, fuese al norte o fuese al sur, con tal de que me llevaran c on ellos y me dieran algo de comer, ¿no resuena en sus palabras, más que una renuncia a volver a su civilización, un reconocimiento nal de la armonía entre ese pueblo nómade y ese país de las mil islas herméticas? ¡Pueblo misterioso! Los arqueólogos de la región, que apenas han hallado señas de ellos, han estudiado algunas cuevas en el archipiélago que estaban llenas de cráneos y huesos humanos antiquísimos. Y han concluido que aquéllas eran sus cementerios. Un cementerio de los nómades del mar ... Entonces – preguntaba -, al igual que nosotros, ¿ellos también creyeron en la muerte como en una reunión? ¡Qué cosa asombrosa! En su vida transma-
reante no quisieron, como otros pueblos nómades, vagar con los despojos de sus antepasados a cuestas, ni tampoco enterrar a sus muertos donde la muerte los alcanzara, esparcidos en el país! ¡Los reunían en un lugar! ¡Ellos, los hombres del horror al lugar y del horror a la huella, tuvieron lugares permanentes en su tierra huidiza gracias a sus muertos! ¡Un cementerio Chono! ¿Cómo lo harían? Quizás con sus cementerios ellos medían su errancia; quizás no se alejaban de ellos más de la tirada que el cuerpo de un muerto podía salvar sin corromperse. Quizás sus cementerios eran lugares en que se reunían en una época del año a encuevar huesos ya mondos traídos desde islas lejanas. Quizás en cada caleta conocida había un cementerio en una cueva, y ellos dejaban a sus muertos en la más cercana, sin que les importara que yacieran entre extraños. Quizás los chonos veían venir la muerte mejor que nosotros, y cuando la sentían al lado, navegaban hacia su cementerio y morían al llegar. Quizás ellos abandonaban a sus viejos y enfermos en una isla de cementerio, y, a la vuelta de una correría, guardaban en la cueva sus huesos ya limpiados por los pájaros. Quizás ... Pero, ¿cómo lo harían para resistirse a imitar a sus muertos? ¿Cómo vencieron el llamado – para nosotros, irresistible – de los muertos a la reunión de los vivos? ¿Cómo no fueron sus cementerios primeras piedras de poblados? ¡Oh misterio de un Aysén donde las únicas trazas de la estadía humana fueron cuevas llenas de huesos! Arma un arqueólogo que la mínima seña de humanidad que distingue a los hombres de los antropoides no es el hallazgo de algún utensilio junto a sus huesos, sino el simple e inconmensurable hecho de que sus osamentas estén reunidas y dispuestas en un orden reconoc ible, prueba irrefutable, según él, de que, a diferencia de los animales, ellos ya habrían inventado la muerte. Esta seña mínima de humanidad es la que nos queda de los chonos en sus cuevas cementerios. ¿Cómo se contentaron por siglos con esta levísima manifestación de su paso? ¿De dónde aprendieron este desasimiento? Meditando en esto volví a recordar a Byron, cuando los chonos casi lo matan por tirar la concha de un marisco al mar, y al español compañero del padre García, con quien se enfurecieron cuando quiso lavar su poncho sucio en la orilla de la laguna de San Rafael ... Quienes así tuvieron por sagrado al mar ¿qué tiene de extraño, después de todo, q ue hayan querido, en su honor, vivir naufragando, borrarse, desaparecer? Pero Aysén, ¿querrá hoy, todavía, nómades? Yo tengo que confesar que de los enclaves habitados que conocí en este Aysén marítimo me pareció el más bello de todos el más precario. Puerto Aysén, Puerto Chacabuco, Puerto Cisnes y Puyuhuapi, todos en el borde continental, tienen el aire, levemente apesadumbrado, de poblados que, siendo de instinto agrícola, se han visto obligados a establecerse al borde de las aguas saladas – única vía -, faltándoles por ello medio campo de acción. No llegan a tener de la tierra la complacencia de lo permanente ni llegan a tener del mar la liviandad de la mudanza. Puerto
Aguirre, el único que está en una isla (no conozco Melinka) es, acaso, la mejor transacción que ha habido entre el apetito de tierra, centralizador y sedentario, y el reclamo salvaje de Aysén por una vida móvil. Pero hoy, que en virtud del tiempo técnico el nomadismo ya no es más una penuria sino una gracia del espacio moderno, ningún poblado de los nombrados se puede comparar en realidad y belleza al campamento que conocí en la isla Atilio. Era ya el cuarto día de un periplo en lancha que, saliendo desde Puerto Chacabuco, nos había llevado hasta Puerto Aguirre; desde ahí, por el estuario Puyuhuapi, hasta el puerto del mismo nombre, situado al fondo, y luego, cortando por el canal Jacaf hacia el Moraleda, nos había traído ante la isla Atilio. Tres veces ya habíamos dormido fondeados en las aguas calmas de pequeños guarecederos, aguas que el mar parece mirar en menos y no llama a las las en su guerra a muerte de los canales. En el silencio de las noches de motor apagado entre las algas lánguidas, yo me había enterado de la amante leyenda de esa isla Atilio hacia la que íbamos: de cómo se habían instalado en ella decenas de pescadores llegados del norte; de cómo seguían llegando, trayendo sus botes desde Chiloé a bordo del ferry o remolcándolos con lanchas desde el remoto Puerto Montt; de cómo trabajaban tres o cuatro meses ganando mucho dinero con la pesca de congrios y merluzas, y luego partían de vuelta a sus pueblos y ciudades; de cómo habían alzado en un dos por tres una población hecha de nada; de cómo el mar en los alrededores de la isla estaba irreconocible, salpicado de embarcaciones ... De todos estos datos yo sacaba por conclusión que en Atilio encontraríamos uno de esos furúnculos que brotan cuando ciertos lugares de la tierra son atacados por una ebre humana, como la del oro, por ejemplo, o la del sol en verano. ¡Qué equivocado estaba! Con las primeras luces del cuarto día de viaje – lluvioso pero sin viento – zarpamos desde la isla Manuel, donde nos habíamos guarecido para pasar la noche, y a las 8 de la mañana ya estábamos a la cuadra de la isla legendaria velada por la bruma. En el canal Jacaf el desierto murió de repente, fulminado por dos diminutos guiones amarillos que aparecieron a lo lejos por la proa. Aparecían y desaparecían a destiempo, pero sin variar de posición. Luego, vimos otro. Y tres, cuatro más, esparcidos sobre la gran lámina gris e intermitentes como un mensaje Morse. Desde un confín, en un lugar más oscuro de la niebla, salían unos rayos blancos nísimos que a l alargarse se iban separando: donde paraban quedaba otro guión amarillo o rojo. Cuando nuestra lancha avanzó lo justo como para que uno de estos signos perdiera su simplicidad de trazo, mostrara en el reborde unos puntos negros y se convirtiera así en un bote tripulado, desciframos todos los otros guiones y el canal se transformó en una cancha. Decenas de botes desparramados entre las islas moteaban la soledad hasta el horizonte, y otros más iban a unírseles saliendo desde ese lugar en la costa que la niebla ya no nos velaba. ¡Atilio! Había que navegar, como nosotros, días enteros por los canales de Aysén sin ver sobre las aguas más que lomos de delnes y aleteos de quetros para sentir la emoción que ese enjambre de bote nos produjo. La vida en las ciudades tanto nos acostumbra a la presencia humana que ya no nos damos cuenta de su inconmensurable gravedad. ¡Imagínate lo que fue para Ro binson Crusoe la sola huella de un pie de hombre en su absoluto aislamiento! Le habría parecido la huella de un dios ... Inmos como eran, esos botecitos del canal Jacaf descerrajaron ante nuestros ojos la gran cerrazón de la naturaleza, como cuando un luchador de yudo, mediante una llave, toma y usa las mismas fuerzas
de un adversario enorme para tenderlo. Entre las aguas, las costas y los cielos indómitos, imperó entonces, armada discretamente por esos guiones otantes, una ley más terrible y más amplia que la de la soledad. Frente a nosotros, en la isla próxima, un grupo de árboles de humo descollaba en el aire sobre los árboles que ennegrecían su orilla. Hacia aquéllos enlamos la lancha. El agua del canal cercana a ese punto blanqueaba como un cerebro trepanado por las hélices de los botes al salir. Un tanto más cerca sorteamos grandes cabelleras de sargazos, señas de altos fondos. Y por último, pasando entre dos islotes de roca, altos como edicios con las azoteas brotadas, entramos cortésmente en la plaza de Atilio. ¡Una plaza de agua! ¡Un largo ópalo líquido engarzado en rocas y tepúes! Algunos encapuchados sentados en lanchas y botes o, aquí y allá, de pie en las orillas, se volvieron mostrándonos óvalos oscuros sin cara. En la explanada ploma, aterciopelada por la llovizna, otaban cabos de nylon, verdes, rojos, blancos, sujetos a boyas. Alrededor, de entre los follajes tupidos del bosque, algunos humos reptaban ladera arriba hacia la cresta hirsuta de la isla. No se veía de dónde salían. No se veía un toldo, una cabaña, un refugio que pudiera proteger fuegos; sólo la plaza líquida entre islotes y ribera, los árboles negros, los humos, los botes y los encapuchados de amarillo. En cuanto fondeamos y cesó el ronroneo del motor, advertí el silencio que nuestra marcha nos había ensordinado. Un silencio de ceremonia, de esos que son capaces de incluir voces, risas y golpes sin romperse; un silencio que no era el producto de una restricción sino el enunciado de un tiempo distinto, más lento y más parco; un silencio de hombres sitiados por el gran silencio ininteligible de Aysén al que mantenían a raya con el suyo como en un rito. Por ese silencio de las palabras el guarecedero de Atilio merecía de verdad el nombre de plaza. Cuando, poco después, echamos el chinchorro al agua y nos allegamos a una orilla donde había un grupo de encapuchados, éstos perdieron su aire lúgubre, e indicándonos amistosamente dónde poner el pie para no resbalar en las rocas, nos invitaron a seguirlos hasta sus ranchos, ocultos entre los tepúes, sobre el nivel de la más alta marea. Al internarnos por un túnel verdinegro, el sendero cedía bajo nuestras botas de goma, absorbiéndolas en su pulpa hecha de humus y de innumerables restos de pescado. En un país en que no lloviera todo el día como en éste, el hedor de ese suelo podrido sería infernal. De repente, atorados entre los troncos de los árboles, aparecieron unos volúmenes que la lluvia plateaba. ¡Una aldea de polietileno! De uno de esos prismas deformes salía humo por la rajadura que hac ía de entrada. Adentro, un viejo sentado en un camastro bajo, atiborrado de ropas húmedas, dejó de amasar una pelota de harina amarillenta, puso a un lado la batea de ciprés en la que ésta apenas cabía, y, echando unos palos negros al fuego, nos hizo acomodarnos en los otros catres que ocupaban casi toda la supercie cubierta por la carpa. Cinco, seis hombres quedamos así sentados muy juntos, con los pies cerca de las brasas, los ojos lagrimeantes por la humareda y las caras empalidecidas a la luz cuatro veces amortiguada en su viaje desde el sol, por las nubes, por la espesura, por el polietileno y por el humo. Los goterones que caen dentro de un bosque golpeaban por fuera la piel cebrada y translúcida de la carpa, se deslizaban por sus faldones y, entrando por pliegues y hoyos de puntales, empapaban las frazadas y cuanto atochaba el suelo de ese cobijo masculino. Al centro, el fuego de tepú verde combatía miserablemente contra el frío, pero nos reunía.
- Ayer – dijo el viejo, - frotándose las manos para desprender los restos de masa adheridos a ellas – llegó la primera mujer a Atilio. Y con guagua ... ¡Te juro que sólo entonces comprendí que el aire de ceremonia de Atilio era el de un lugar de hombres solos! ¿Comenzaría a perderlo ahora? Su transitoriedad, su dejadez para las cosas de la tierra y su encarnizamiento en las de la pesca, su indigencia magníca, ¿desaparecerían ahora con la llegada de la mujer y la instauración de su tiempo? ¿Comenzarían a caer los árboles, a levantarse casas y cercos, a cultivarse plantas y a criarse animales? ¿Aparecerían con ellas los niños, los viejos, los enfermos, las autoridades? ¿Empeoraría el clima y las noches se alargarían día adentro? ¿Atilio se vería descuartizado en cien interiores, opuestos entre sí y a unas afueras vueltas insufribles? ¿El mar se pondría más malo y más avaro? ¿Aysén perdería en manos de las mujeres ese único lugar donde brillaba su amor por lo pasajero? De un golpe recordé las crónicas que cuentan – todas en son de escándalo – el trato que los indios chonos y onas daban a sus mujeres. ¡Salvaje! ¡Bestial! Ellas lo hacían todo, mariscar, pescar, cocinar, alzar y tender sus chozas; y ellos na da, excepto, como unos maníacos, querer ir, ir, ir, siempre ir ... Pero yo creo, por el contrario, que si no las hubieran maltratado, muy pronto sus canoas habrían comenzado a hacer agua, los remos a agrietarse, y, asentados en alguna isla, hubieran nalmente desaparecido por violar la ley nómade. ¡Qué rara es una mujer nómade! ¿Qué hacer hoy? Desde los griegos – desde que ellos cantaron a Afrodita Anadiómena, la diosa del amor que emerge del mar; y desde que, al ir a rescatar a Helena, se reconocieron como un pueblo de marinos y no de pastores – nosotros, los occidentales hijos suyos, estamos advertidos de que no hay mar sin mujer. O, como lo dicta Jünger, cuando Afrodita se va, el mar se opaca. Así, el hecho de la llegada a Atilio de una primera mujer me pareció al mismo tiempo una catástrofe y un comienzo, y desde que estuve allí hasta ahora que te escribo, no he avanzado mucho en la dilucidación de este dilema que creo hoy crucial en Aysén. Sin embargo, un amigo que reencontré aquí en Puerto Chacabuco después de muchos años – llamémoslo Juan – que, sin ser él poeta, tiene un instinto irónico y certero para las cosas de la poesía, y que me ha ayudado de muchas maneras a ver y oír este país, me contó un día una historia de mujeres en la que vi la huella de Afrodita, su tiranía y su g racia, y sentí que la diosa no olvidaba este mar, abandonándonoslo ... Tú me dirás. Un barquito de pasajeros – llamémoslo Argos – construido en Alemania para el turismo uvial, fue comprado, después de un cierto número de años, y traído a Chile para inaugurar con él, en Valparaíso, los cruceros marítimos de placer. Sea porque no tenía quilla para los mares duros, sea porque desde ese puerto no hay a mediana distancia una isla o algún otro lugar de interés donde ir, sea porque los habitantes del Chile central le guardan distancia al mar, el hecho es que el Argos no prosperó. Lo corrieron más al sur, a Puerto Montt. Allí, por no sé cuántos años, hizo viajes de turismo en enero y febrero, y el resto del tiempo fue empleado como barco mixto de pasajeros y cabotaje en el archipiélago chilote. Finalmente, deportado al último sur, fue a parar a Punta Arenas. ¡Qué destino! ¡Un paquebote de quince cabinas, salón, comedor, bar y cubierta de
asoleo, construido para navegar dulcemente por el apacible Rin, reducido a chalana de todo servicio en el Estrecho de Magallanes, en el peor mar del mundo! Ya para entonces el Argos estaba hecho una ruina: el casco abollado y comido de orín, la tapicería del salón-comedor remendada, los baños con hilos de agua, las literas llenas de lomos, los ojos de buey atascados y nublados, una suciedad general que parecía estar más allá de todo aseo, y una máquina que ya no daba ni un tercio de los nudos para los cuales había sido hecha. De un año para otro, los precios internacionales de pescados y mariscos subieron al doble, al triple, al quíntuple, y en Punta Arenas se instalaron varias empresas pesqueras dedicadas a la captura y exportación de centolla, abundantísima en aguas de canales y estuarios fueguinos. Desde ese puerto comenzaron a salir otillas de goletas centolleras de tres tripulantes que, cargadas de trampas, iban a buscar campos de pesca en lo más recóndito del salvaje archipiélago. Cada empresa tenía, además, un barco recolector que visitaba periódicamente a sus goletas, estuvieran donde estuvieran, las abastecía con provisiones, recogía las centollas capturadas y las llevaba vivas a Punta Arenas para su procesamiento. Así, las pequeñas tripulaciones de tres hombres permanecían durante largos meses en el mar sin otro contacto con la civilización que el del barco recolector y el que les proveía su elemental equipo de radio. Un buen día el administrador o dueño de turno del Argos – como siempre amenazado de ruina – quiso sacarle partido a esta nueva situación económica. Hizo instalar discretamente en la cubierta del barquito unos estanques de erro que, mediante una bomba, podían llenarse con agua de mar, vaciarse y mantener a ésta circulando. Hecho esto, abasteció gene rosamente el bar con bebidas y licores, hizo reparar el equipo de música del salón y los altoparlantes de cubierta, y con sus últimos fondos llenó los estanques de petróleo. El día antes del zarpe reunió a sus escasos y sufridos tripulantes y, prometiéndoles que esta vez sí que recibirían sus pagas y primas, les informó que él, a la noche, se embarcaría con algunos pasajeros, y que al alba partirían a la pesca de centollas. -¡Cómo! – exclamaron sorprendidos - ¿con qué trampas? A lo que éste les respondió que él se ocuparía de las trampas, que no tuvieran cuidado. A medianoche subió al Argos con otras cuatro personas que el marinero de guardia no pudo reconocer debido a los capuchones e impermeables con que se protegían de una lluvia y viento desatados. Cinco horas después zarparon del muelle de Punta Arenas. Navegaron todo el día hacia el sur, primero por el Estrecho, y luego por el canal Magdalena. Como el ma r estaba malo la gente no se sorprendió al ver que pasaban las horas y los pasajeros no salían de sus cabinas. Estarían mareados ... Era ya noche cerrada cuando el armador, que se había pasado la tarde en el puente pegado al equipo de transmisión, escuchando cuanto informe se radiaba en la zona, ordenó al timonel que virara al sureste, entrara en el seno Keats y se dirigiera a Bahía Angelito. Cuando un par de horas después el Argos enló por la estrecha entrada del desolado guarecedero, y al fondo de él se vieron las mortecinas luces de posición de una goleta pesquera allí fondead a, el armador ya tenía todo previsto. Puso una cassette de cumbias radiándola a máximo volumen a través de los altoparlantes exteriores, iluminó a giorno el salón con ampolletas de color e hizo subir desde sus cabinas a sus cuatro misteriosos pasajeros. ¡Cuál no sería el asombro de los tripulantes de la goleta pesquera fondeada en Bahía Angelito al ser despertados por música y cantos en esas soledades donde llevaban meses sin oír más que el rugido de los wiliwaws! Y al asomarse, ¡habrán creído ver
visiones! ¡Un barco iluminado como un cabaret en día d e inauguración los abordaba! ¡Y tras los vidrios anaranjados de sus ventanas cuatro mujeres fabulosas les hacían señas y reían! Diez días después, habiendo extendido sus andanzas por toda la zona del Cockburn, el Ballenero y el Beagle, el Argos volvió a Punta Arenas con los últimos litros de petróleo. En el bar no quedaba una botella de pisco; en las cabinas dormían cuatro putas derrengadas; pero los estanques de agua de mar en cubierta hervían de centollas. La operación fue un éxito rotundo. Como esto siguiera, los barcos recolectores de las pesqueras comenzaron a volver a puerto con menos centollas y los gerentes a preocuparse. ¿Qué pasaba? Los tripulantes de sus goletas esparcidas en el archipiélago justicaban la escasa captura achacándola al mal tiempo, a la explotación excesiva, a la época del año ... Pero como Punta Arenas es chico, las pescas milagrosas del Argos no tardaron en ser conocidas a pesar de los esfuerzos de su armador por ocultarlas. Así, los alarmados gerentes sumaron dos más dos y concluyeron que sus tripulaciones les estaban vendiendo bajo cuerda e in situ al Argos buena parte de su pesca. Uno de los dueños de pesquera, el más joven quizás o el más afectado, decidió investigar personalmente el asunto y se embarcó en el recolector de su compañía, jurando, indignado, que probaría el robo y metería en la cárcel a los responsables. Años después, olvidado ya, tanto de su indignación inicial como de su vergüenza nal, él mismo contaba así el desenlace de su investigación: Hice que el barco recolector me dejara en una de nuestras goletas, cerca de las islas Timbales. Mi propósito era esperar en ella hasta que apareciera el Argos a comprar, y sorprenderlo con las manos en la masa. Los tres hombres de la tripulación estaban irritados con mi presencia, potencialmente peligrosa para ellos. Pero como yo era el patrón no chistaban. Los dos primeros días me andaba topando a cada rato, estorbándolos en sus faenas, y sin saber qué hacer con mi cuerpo. Una goleta centollera es minúscula. Pero luego comencé a ayudarlos, y la jornada se puso más uida. Al cuarto día se desencadenaron los mil demonios, a tal punto que tuvimos que suspender el calado de las trampas, guarecernos, fondear con dos anclas y encerrarnos en el cuartucho-cocina-camarote. Esto duró cuatro, cinco días, ya no recuerdo. Creí volverme loco. Afuera, el cielo se venía abajo, el día no alumbraba y el mar se deshacía. Adentro, la pachorra de los pescadores y el olor a humo y grasa rancia me asxiaban. No podía siquiera dormir. Llamé por radio al colec tor tres veces para que viniera a buscarme, pero capeaba la tempestad en las Wollaston, lejísimo. Al décimo día de este entierro vivo yo era, de verdad, otro hombre. Y de repente, una mañana se calmó el viento y pudimos salir a cubierta a estirarnos. Entonces, como si hubiera estado fondeado a la vuelta, de detrás de una punta rocosa y nevada, y con la música a todo volumen, apareció el Argos. Sobre el castillo de proa, gozando como nosotros del miserable sol, venían cuatro mujeres forradas con parkas, bufandas y gorros, y, de la cintura para abajo, apenas cubiertas con unas falditas que dejaban desnudas sus piernas y muslos blancos. Las cuatro llevaban zapatos de taco alto. Las cuatro se meneaban al compás de la cumbia, nos sonreían y hacían señas. ¡Me derretí! No supe cómo me encontré en el horrible salón del Argos. No supe cómo acepté junto a mis hombres todos sus precios: una centolla la Coca-Cola; c inco centollas la botella de pisco; veinte centollas un rato con una mujer ... Ella, creo recordar, me dijo que se llamaba Doris ... ¡Doris! ¡La única mujer en mi vida por la cual me he robado a mí mismo!
¿Cuánto, me preguntaba al oír esta historia, cuánto hubieran demorado los griegos en consagrar una estatua a Afrodita Centollera? Y la araña submarina, gigante y erizada de garos rojos, hubiera pasado a ser, tal como la paloma, un animal de su cortejo ... De este Aysén del mar a punto de mujer del que te escribo, de su actual vacilación entre un mundo nómade masculino y otro sedentario femenino, y de la posible – aunque improbable – superación de esta disyuntiva por la apertura de un tercer estado en que la mujer sea amiga del mar y por ella lo tenga el hombre; de todo esto, que parece ajeno pero está en el corazón de la cosa bruta de este archipiélago sin gente, he tenido aquí señas ambiguas como la de Atilio, otras de cuento como la del Argos, y otras que Dios dirá si fueron señas. Estas son las que quiero ahora contarte para que tú y tus compañeros, que son la c abeza de la conquista de un mar nuevo en Aysén para Chile, y que, mejor que yo, saben que si a esta conquista no la acompaña una fundación el mar se nos irá por entre los dedos, puedan también tenerlas presente a la hora en que sueñan. Hay aquí un hombre, un coreano – llamémoslo Kim – que sueña con cambiar la orilla de Chile, guarneciéndola de redes. En su sueño él ve canales, estuarios, senos, bahías orlados por una innidad de trampas que un pueblo numeroso, diligente y con hambre, teje, arma, recoge y remienda, y con las cuales funda una orilla de rara abundancia. El sueña con un Chile coreano. Lo que, a mi modo de oír, signica que piensa en un mar de mujer. Un mar en que aparezca una nueva constelación compuesta por las mujeres, los niños, las trampas de redes, las orillas, y el ujo y reujo de las mareas. Un mar de mujer y luna. Un mar distinto al de la incursión y lance que es el mar masculino; un mar con otro genio que el del hombre de mar de Chile, impaciente e inconstante, arremetedor y desalentado: mar de cazador. Kim piensa en un mar en el que la mujer plante trampas como en la tierra árboles frutales; sueña con un mar que es un huerto. La mujer no será nunca pescadora si tiene que valerse del anzuelo: le repugna a ella, la alimentadora, dar de comer un bocado con púa y de muerte. El anzuelo, como el arpón, es del hombre. En cambio la red, sus ojos hechos de hilos y nudos, sus paños transparentes, su aire de vestido, su trampa que coge sola, su muerte incruenta e indistinta: ¿con qué otra máquina podría la pesca asemejarse más a una recolección, y el mar más al campo? ¿Por qué la orilla no habría de tener sus vendimiadoras? Cuando en su alta casa de Puerto Aysén Kim, ayudado por su esposa chilena, iba desplegando ante mí modelos de trampas hechas de redes, y, par que yo viera la sutilidad de sus artilugios, con las manos simulaba peces que avanzaban otando, topaban con el tejido, viraban y se internaban en un vericueto transparente hasta perder la salida; cuando me explicaba que una trampa se funda en el hecho de que los peces no pueden retroceder, que avanzan, avanzan, como los pájaros, y que la red los encamina hasta un lugar en su interior donde ya no pueden volverse; cuando, sentado en su generosa mesa, y mientras yo probaba, entre otras cosas, un exquisito pergamino de luche verdinegro gusto a mar antiguo, él me contaba de las orillas de Corea, espesas de redes y pueblo; cuando, trayéndome de vuelta a Puerto Chacabuco, armaba, mirando el mar con los ojos que veían hasta el fondo que toda su agua está llena de peces, que no ha y más que aprender a pescarlos ... ¿me creerás que de sus palabras emergía en mis oídos el cuerpo chorreante y aún
borroso de una mujer nueva, de una hija del mar como nunca la ha habido en castellano? ¿Será porque Kim habla nuestra lengua entrecortadamente, como quien nada en aguas difíciles? Y hay aquí un hombre, un arquitecto – llamémoslo Tomás – al que Aysén no lo hace olvidar Chile, y que brega para que Chile se aventure en este Aysén de las islas. Para el Chile agropecuario que todos nos creemos – el de las empanadas, vino tinto, valles con álamos y septiembres soleados – la ocupación de Aysén continental ha sido difícil pero no distinta. Difícil, porque para esta mentalidad terrestre nuestra un territorio no es tal mientras no lo una carretera al resto del territorio. Las islas chilenas – Pascua, Juan Fernández, Aysén, Magallanes – absorben del agua que las separa una inestabilidad que las descoloca, dejándolas fuera de nuestra imaginación territorial unitiva. (¡Ah, si Chile supiera que es un archipiélago!) Pero una vez salvado este aislamiento de Aysén – sea, al principio, mal, a través de la Argentina; sea, luego, a medias, por mar; sea, en el futuro próximo, cabalmente, a través de una carretera – nuestra índole campesina se halla a sus anchas en los valles, riberas de lagos y praderas que se abren en su área continental. Sin embargo, para aventurarse en este otro Aysén, el de las mil islas de verdor baldío, Chile no tiene dónde echar mano en su historia o en su geografía. Chiloé, que por ser un archipiélago cercano, poblado desde hace siglos, pareciera ser un buen modelo, no sirve como tal; su cultura, a pesar de sus muchos mares, es quizás la más profundamente agrícola que haya en Chile. ¡El Trauco allí se come viva a la Pincoya! Tomás y los que, como Juan, le abren la vía hacia los hechos, se hallan ahora empeñ ados en una empresa inaugural: que en esa retahila de escollos verdes, gigantes, en un átomo de su inmensa desolación, prendan unas familias. Y con ellas, un nuevo nombre en el mapa, otras luces en la noche, otra largueza del castellano, otro mar en esta constelación desasosegada que llamamos patria. La apuesta es grande: una apuesta distinta a la de esa ley nómade del país que chonos, cholgueros, madereros y, hasta hoy, los pescadores que se rotan e n Atilio, en Gala y otras islas, respetaron. ¡Apuesta de la arquitectura por el sitio! ¡Apuesta de la arquitectura por la mujer! Ninguna otra arte tiene como ésta su señora tan entrañablemente viva. Y ella quiere casa: casa en el tiempo, casa en el clima, casa en la tierra, casa en la carne, casa en la muerte, casa en la palabra. ¿Qué irá a hacer Tomás para darle casa a su tirana allá en el canal Darwin, o en la Carrera del Chivato, donde el tiempo es todavía el geológico, el clima no muda y la tierra tiene el espesor de un dedo? ¿Qué irá a hacer para avecindarla donde nunca ha habido un nacimiento, o una muerte con tumba, y donde las cosas apenas tienen nombre? Si e lla misma no es nómade ni anbia, ¿bastará con que sea hospitalaria? El huésped, ¿será también en el Darwin la clave del arraigo? Una mujer detrás de un mesón, y detrás de ella unas repisas con alcoholes, y detrás de éstas una cocina con robalos friéndose, ¿bastarían para poblar un archipiélago? ¿O ella tendría que tener además, una hija bonita que la volviera loca y otra fea pero ayudadora? ¿Y, además, una madre vieja que refunfuñara rezando día y noche? ¿Y, además, unas vecinas que le tuvieran envidia? ¿Y, además, un marido al otro lado del canal en el cementerio? ¿Y, además, una sonrisa en la que hombres venidos de diez o treinta horas de distancia por las duras aguas reconocieran que habían llegado?
¡Qué difícil es vivir en tierra nueva! ¡Qué antojadiza es la tierra a la hora de elegir para sí habitantes! ¡Qué demorosa! Cuando ella te quiere, todo lo suyo está bien y es bueno. Cuando no te quiere, hasta sus ores te desalienta. vives en ella como un fantasma. Los hombres de mar – marinos, pescadores – para quienes la tierra es paradero y no morada, son por lo mismo, los más sensibles a este misterio del arraigo, los más estrictos celadores d e un orden del que su vocación los excluye. Ellos, los revolucionarios de las olas, son unos alguaciles de la tierra rme. Me dirás que la tradición desmiente lo que armo, que todos los puertos del mundo se distinguen por su vida airada. Es cierto. Pero yo, que he navegado harto, he llegado a probar lo que, creo, es el pan muy amargo del marino: la desilusión de la tierra. Desde alta mar toda mujer es bella y buena, todo árbol da frutos, toda mata está en or, todo hombre es leal, toda mesa está dispuesta, el tiempo está suspendido esperándote y la orilla no aguarda más que tu pie. Vuelves, y tu vida, que en el mar era un milagro, se te desmembra en entendidos, en subentendidos, en obvios, y, rara pesadumbre, ya no estás con otros ante ninguna muerte. Si mueres en tierra te mueres solo. ¿Cómo no te vas a violentar? Pero si los marineros tienen un amor en cad a puerto, en alguno tienen una mujer, hijos, casa. Y el pueblo o ciudad elegido para éstas es uno en que, a sus ojos, la vida humana está tan constituida y arraigada como para que su esposa y su familia puedan ser tales sin ellos. Los hombres de mar no son unos adelantados en la tierra. La noche de la tormenta al sur de la isla Guambín, otro arquitecto, - llamémoslo Mastra – con quien he compartido estas navegaciones en Aysén, recibió un extraño pedido dada la situación rayana en el pánico en que nos hallábamos. Se le acercó el capitán en el puente del pesquero y, con mucha delicadeza, le preguntó si lo podría ayudar con un plano para una casa que pensaba construir. ¡Sonó casi a burla! ¡Requerir a una artista de lo rme justo cuando apenas podía tenerse en pie! Y sin embargo, movido quizás por ese miedo creador del q ue te escribía al comienzo, Mastra se acercó, agarrándose de lo que pudo, hasta la mesa de navegación donde, separando bien los pies y echando medio cuerpo sobre el tablero, se puso a dibujar con escuadra y paralelas en el reverso de una carta obsoleta. ¡Y lo hizo por horas mientras el mar quebrantaba el barco y el ánimo de los que estábamos ahí en el puente! Con la aurora terminó sus plantas, cortes y elevaciones, y rmó: Arquitecto de Alta Mar. Pero el capitán, como quién sube de grado a un ocial meritorio, lo corrigió prestamente: No, - le dijo – Arquitecto de Altura. La casa es de verdad hermosa. Pero, y por esto la recuerdo aquí, su terreno no está en ninguna parte de este desdeñado Aysén: está entre las calles tal y cual de la población equis de la lejana y muy establecida ciudad de Puerto Montt. ¿Por qué nadie quiere vivir todavía en este Aysén del mar nuevo? ¿Por qué la gloria del trabajo del mar, con sus otas de barcos pesqueros y sus grandes plantas procesadoras en tierra, no alcanza todavía a iluminar, no digo una ciudad, un café donde sea apetecible juntarse o una calle donde sea amable vivir? ¿Por qué este Puerto Chacabuco desde el que te escribo está echado como un menesteroso, viejo, chico y mustio, a la puerta de su primogénito, el trabajo, tan moderno, brillante y veloz? Si es evidente – como arma Tomás – que el archipiélago de las mil islas solas reclama para sí el estatuto de frontera entre la geografía y la historia, de desierto que hay que avecinar, es igualmente evidente que aquí, en Puerto Chacabuco, donde pareciera estar
la base rme de esa conquista, hay otra frontera, frontera interior, que no es menos rotunda y que reclama también sus adelantados. ¡Puerto Chacabuco se muere por tener Domingo! ¡Sí! ¡Porque los hombres que sólo trabajan están siempre de paso; porque es a través del ocio que uye el amor entre un hombre y un lugar, y con él la belleza de la morada. Por eso los niños, esforzadísimos ociosos, pueden dejarle en herencia a los hombres que los suceden la memoria de un lugar único, patrón de los demás. Así, entre quienes he conocido aquí, sólo hay uno – llamémoslo Cristóbal – que ha abierto un sitio al pie de los montes de la bahía, ha construido una c asa en él, y ha anclado enfrente una gran jaula de cerco otante donde crecen miles de salmones. Y esto, creo, es porque Cristóbal nació y fue niño aquí en Aysén: ésta es, de verdad, su patria. ¿Habrá que esperar entonces, para que haya ocio y amor por el país, que pase el tiempo y que otra generación suceda a la actual? ¿Y el mar, mientras tanto, no pasará de yacimiento, y Pu erto Chacabuco no será más que una especie de ocina salitrera nortina, el triste apéndice de una explotación? No lo creo. Hay señas de que el mar de Aysén comienza a ser amado, entre las cuales no me parece la menor el hecho de que Friosur, esta nueva y grande empresa pesquera, haya invitado a un poeta, a un ocioso de profesión, a venir a contemplarlo. ¡Con qué alegría llegué a Puerto Chacabuco! La maravillosa avenida de islas que es el canal de Moraleda y luego el seno Aysén, que adentra el mar hasta las nieves, me aprontaron durante horas y horas para su aparición. En el salón del ferry había venido mirando a través del encaje húmedo que el vaho de los cuerpos depositaba en la cara interior del vidrio y que manos impacientes había frotado desgarrando, y a través del acné translúcido que la lluvia había dejado en su cara de afuera, mirando y mirando hacia la emulsión de mar, islas y nubes que la luz de la mañana de invierno no era capaz de separar en estados, poniendo allí lo líquido, allá lo sólido y más allá lo gaseoso. Luego, cuando por la proximidad de la llegada, el bloque de tiempo del mar, - diamante en bruto que las horas de viaje habían pulido largamente -–se fue agrietando y despedazando a golpe de silbidos, ruidos de cadenas y órdenes altoparladas, y los pasajeros comenzaban a prepararse para el tiempo de la tierra y su innita fragmentación, yo había salido a la pasarela que lleva hasta el puente para no perderme detalle de la entrada al puerto. Estaba ya hastiado del ferry y de caminar por él alrededor de no sabía qué, como sucede en todos los buques. Quería ir, ir, ir; quería ya el don de la andada, el don mínimo de la tierra. Y entonces, cuando tras una vuelta y contravuelta del canal, se abrió la bahía entre montes cuyas cumbres la sobrevolaban, y a un lado, en un faldeo bajo, apareció una casita oscura, otra, tres estanques cilíndricos de petróleo, unos galpones, más casitas, más estanques, algo grande a medio hacer, un muelle con dos bodegas de zinc, otro muelle, otra construcción, más casitas, y en el agua un barco rojo, unas pocas lanchas y botes, y un gran casco encallado color lepra de hierro ... ¡me froté las manos! ¡Aquí todo está por imaginar, por pensar, por hacer! ¡Ese es el espíritu de muchos que he conocido aquí! ¡Espíritu de recién llegados! ¡Espíritu de hombres recién desembarcados que vienen a mostrarle a la vieja tierra los dones del mar nuevo! ¡Espíritu de un océano abstracto, tecnológico y febril requebrando a un espíritu terrestre, lugareño, renuente y tardo! ¡Espíritu del Pacíco que grita a voz en cuello: Aysén Aysén, llegó el mar!
Juan, que me fue a buscar al muelle, me mostraba desde lejos la planta de Friosur, que resalta sobre Puerto Chacabuco como una ceja severa, contándome, no sin ironía, que el inmenso edico había sido construido veinte años antes para albergar un matadero y frigoríco que sirviera a toda la región. ¡Qué parábola! ¡Una pesquera hoy donde ayer iba a funcionar un matadero! ¡Merluzas y congrios en vez de ovejas y novillos! ¡Cardúmenes en vez de rebaños! ¡Pescadores en vez de arrieros! Al día siguiente, cuando recorrí el complejo de la industria y llegué al área de antiguos corrales, no pude dejar de reír al ver allí encerrados, en vez de ganado mugidor, lanchas en carenadura, pilas de implementos de pesca y montes de conchas de loco. ¿No te parece que las solas imágenes de una esbelta lancha a medio pintar encerrada en un corralón de postes y travesaños mohosos, y de una ruma de conchas blancas amontonadas sobre el humus que dejó la antigua bosta, proclaman, mejor que mil estadísticas, el nuevo giro de esta tierra? Desde esa primera vez que llegué hasta Puerto Chacabuco hasta hoy, mucho he andado por sus afueras y sus adentros en los días que no navegaba. He ido y venido entre dos polos: las calles macilentas del pueblo y el interior radiante de la planta de Friosur. Domingos de lluvia pasé por la iglesia semidesierta durante la misa y salí meditando la oración que pide que los frutos de la tierra y del trabajo del hombre sean benditos. ¡Una oración de agricultores! ¿No habría que pedir aquí por los peces del mar y por el lance del hombre? Otras mañanas caminé por el sendero que bordea la bahía hasta el casco inmenso del Viña del Mar, encallado en la orilla e in juriado por mil graftis de turistas escritos bajo su reseca línea de otación. ¡Un monumento al naufragio! ¿En qué otro lugar de Chile tendría más sentido? Al resplandor de la luna en la nieve de los montes, caminé otras veces por las calles del pueblo mientras las casas a ambos lados se iban alumbrando con la luz alba y espasmódica de los televisores. La tierra húmeda temblaba levemente bajos mis pies, con temblor de cuerpo saturado. Silencio y penumbra se quebraban cuando alguna camioneta, logo y luces en ristre, rabiosa, mordía el ripio al pasar junto a mí hacia un mundo que no admite noche. Como sucede siempre que uno pasea a solas por una ciudad en la que no tiene dónde entrar, las ventanas encendidas eran emblemas misteriosos: ¿quiénes vivirían allí dentro?, ¿de qué hablarían? Tras unos vidrios pequeños, velados por cortinas resplandecientes, ¿Estaría quizás alguno de esos titanes de la intemperie oceánica que yo había conocido a bordo de los barcos? ¿Qué habría allí ahora sin contramaestre, sin turno, sin frío ni fatiga? ¿Qué haría ahora allí sin miedo? La gran noche, por una vez despejada, se quemaba con estrellas sobre Puerto Chacabuco echado a los pies de los cerros, empapado y cabizbajo. Otra camioneta volvía a pasar. ¿Quiénes irían detrás de sus focos demoledores? En esa hora sin alma ¿me tomarían por un espectro? ¡Claro! ¿Qué hay de más espectral que un hombre paseándose en la noche por un pueblo donde todavía no hay paseo ni noche? Así, casi expulsado por la sensación de mi propia incongruencia, me volvía hacia la Casa de Huéspedes y aceleraba el paso como quien va atrasado. En la planta de Friosur, en cambio, yo no estaba fuera de lugar, estaba fuera de tiempo. Si en el pueblo yo paseaba un tiempo donde aún no había tiempo, en la industria, como un sordo, no conseguía llevar el ritmo. ¡La marcha del trabajo! Allí estaba el lugar hacia el cual convergían desde el océano los barcos, desde el país los camiones y ferrys, desde la región lanchas, buses
y camionetas. ¡Cientos y cientos de seres humanos puestos de acuerdo!: el patrón de pesca que llega desde el caladero cercano a la isla Ipun y la parvularia que cuida las guaguas en la sala cuna; el chofer que trae repuestos desde Santiago y la operaria que desparasita letes en la sala de procesamiento; el obrero que corta leña para calderas y chimeneas y el de la fábrica de escamas de hielo para conservar los pescados; el técnico que diseña un espinel y la sicóloga que cuida el ambiente de trabajo; el ingeniero que calcula la rentabilidad de la crianza del salmón y el gáster que supervisa las redes de agua; el mayordomo que clasica en la bodega de materiales y el peón de la cuadrilla a cargo del basural; el pinche de cocina del casino y el carpintero que pule el casco de una lancha; el contador que tramita las leyes sociales y el portero que abre y cierra mil veces al día; la telefonista y el jardinero; el obrero que anuda un paño en el taller de redes y el gerente que cierra un negocio; el sacerdote que pide ayuda para su iglesia y el ocial de marina que certica el estado de los barcos; la delegada del Ministerio de la Vivienda y el noruego experto en sistemas mecanizados; el publicista que viene a lmar un video y el ayudante que recibe la ropa de la lavandería; el biólogo que controla la calidad del producto y la operaria que desprende cocochas de merluza; el mecánico que repara una camioneta y la secretaria que consigue un hueco en un avión; el arquitecto que calcula la venida d e un taller universitario y el pescador artesanal que viene desde Atilio a conocer la planta; el ministro que visita una empresa modelo y el junior que hace el aseo de las ocinas ... Acostumbrado como estoy a trabajar solo, yo iba y venía aturdido por la complejidad de ese mundo, por su uidez y consistencia. Entraba a los grandes hangares con puertas de caja fuerte, y el golpe del frío interior, un frío lunar, y la visión de unas pirámides truncas blancas hechas de jabas de plástico llenas de peces envueltos en polvo de hielo me sumía en un estupor indecible. ¿Cuántos hombres trabajan para que este gran frío no ceda? – me preguntaba -. Y luego, acercándome a las jabas iba leyendo las etiquetas de cada una: lancha Yayita, lancha Pilar, lancha Chivato ... ¿Cuántos hombres – me preguntaba – pescan esparcidos en el archipiélago para que estas mil cajas estén siempre llenas? Después pasaba a la sala de procesamiento, a la que, a pesar de su aspecto de inmenso pabellón de cirugía, secretamente yo prefería llamar la Alhambra. ¡Una multitud de mujeres de blanco, cada una con un paño que le cubría nariz y boca, y un gorro en la cabeza, reunidas en un recinto donde corrían las fuentes! Mujeres de ojos oscuros, sin edad, resplandecientes a la luz del neón, y de manos enguantadas, agilísimas, entre las cuales los peces se iban convirtiendo en lonjas de porcelana translúcida, y terminaban, como las piezas de un juego precioso, guardados en bandejas de metal. Mujeres inescrutables armadas de cuchillos y pinzas. Mujeres que cortaban cabezas y colas, escindían cocochas, rebana ban aletas, raspaban escamas, desprendían espinas dorsales, descueraban letes y arrancaban parásitos diminutos mientras el rumor de su conversación se sostenía entre los gritos de los capataces masculinos y el zumbar de las aguas. ¿Cuántos niños – me preguntaba – esperan a estas mujeres en sus casas? ¿Cuántas casas en Puerto Chacabuco y en Puerto Aysén las ven salir todos los días hacia esta nave enorme y uorescente a cumplir con el ritual imperioso del alimento? ¿Cuántas casas del mundo, en España, en Estados Unidos, en Australia, en Japón, comerán de estos peces que ellas aquí limpian y disponen con tanto cuidado en su muerte fresca? Como vez, amigo mío, en la planta Friosur, todo se me volvía pregunta por la cantidad de seres
humanos implicados, desde los de cuerpo presente hasta los más remotos: ¿será porque es una empresa pesquera y los peces, que son unidades vivas que la pesca suma, le imprimen este cariz de sumatoria de individuos a la organización humana? ¿Será porque una empresa que tiene que ver con el alimento y la vida, una que captura la vida en el mar y la transforma en alimento y vida de los hombres, es una empresa en que la condición humana se hace presente con sin igual fuerza? ¿Será porque Friosur es una empresa en la frontera común del hombre que es el hambre? Ahora sí que te puedo contar cómo hallé al n la cúspide de mi estadía, el fundamento que reunió para mí de una vez este mar y esta tierra, Puerto Chacabuco y Friosur, Aysén y el mundo. El día que llegué aquí, como todo era nuevo, todo lo di por sentado. Juan me trajo hasta esta Casa de Huéspedes donde di por sentados la pieza en que me instalé, la mesa que dispusieron para mis mapas y cuadernos, el fuego en la gran chimenea, la comida, el vino ... Luego, en las semanas que siguieron, cuando entraba del mar y salía a nueva navegación, la casa fue tomando para mí el carácter de un campamento base. Aquí quedaban mis maletas y mi biblioteca volante mientras yo andaba días de días por el archipiélago, y aquí me esperaba una ducha, una cama, ropa limpia y seca, y una mesa servida al volver. Los encargados de la c asa – llamémoslos Blanca y Lucho – atendían a los huéspedes con la gracia y el cuidado que uno sólo espera de los que invitan libremente. Ante ellos uno no era un pasajero anónimo en una pensión, ni tampoco un intruso en una casa particular: ¡admirable equilibrio de la presencia que lleva a creer que entre nosotros la hospitalidad es de veras un instinto! Quizás por esta misma elegancia suya, también di por sentadas sus atenciones. Así, esta Casa de Huéspedes de Friosur por mucho tiempo no entró en el campo de lo que yo consideraba aquí contemplable. ¿Será una característica común a los reconocimientos el que cada vez que uno penetra en un mundo nuevo lo primero que hace es procurarse en él un puesto que quede fuera de la propia v ista, en el punto ciego del ojo? ¿Será esto lo que llamamos hallarse? Pero esta ceguera mía desapareció de repente, antenoche, a la vuelta de la última marea. Esa noche la gran mesa del comedor de la Casa de Huéspedes estaba llena. Sumados mujeres y hombres éramos unos doce comensales. No todos hablaban castellano. Evidentemente, los que estaban ahí tenían que ver con Friosur, y por ello era motivo de asombro el que una compañía pesquera pudiera juntar una noche de invierno en Aysén a gente de proveniencia y quehacer tan distintos. De entre ellos, no más de cuatro eran amigos míos; a los demás, o no los había visto antes, o apenas los conocía. Debido a este carácter semi fortuito suyo, la reunión tenía a la vez algo de encuentro y algo de despedida, y por eso rebosaba de presente. Al día siguiente – ayer – partirían en avión casi la mitad; hoy me toca a mí irme en barco. Se hablaba, recuerdo, del tema que se viene hablando hace miles de años en occidente cuando extraños se encuentran alrededor de una mesa: se hablaba de viajes. Hay ocasiones en las que una mesa se arroga la representación del mundo, el tablero eleva la tierra a la altura de la palabra, y los comensales están sentados a su alrededor como asamblea de dioses alrededor de un cosmos. Esta fue una de ellas. El fuego de la chimenea, la lluvia de afuera, el ventarrón, Puerto Chacabuco, el mar desolado
de las mil islas, la noche del hemisferio, estaban tan próximos a nosotros como los campos nevados de Alemania, los ordos sin peces de Noruega, las peligrosas ciudades de más allá del río Grande, los tornados del mar del Japón, el p erfume horrendo del fruto del durian en Indonesia, la hermosura de las jóvenes de Samoa, la luz de la Isla de Pascua ... El mareo de tierra y la euforia del vino después de días de ley seca en el barco, me tenían a mí en un estado cercano al de la clarividencia, como si recién entonces hubiera sabido el secreto de la tierra rme, el secreto de una velada en el tiempo. Y este estado duró para mí hasta el instante en que, distraídamente, me llevé con el tenedor otro bocado a la boca. Después, haciendo memoria, recordé que antes de ello Lucho había retirado los tazones en que habíamos tomado un consomé, y que luego había reapa recido desde la cocina trayendo una gran fuente humeante. Recordé que, sin dejar de conversar, me había servido de ella – era un pescado horneado – y que con igual indiferencia me había puesto a comer junto con los demás. Y que, de repente, al tercer o cuarto bocado, eso que tenía entre las mandíbulas había dejado de ser cosa de masticar y tragar mecánicamente. Fue tan violenta esta sensación que creí que me había clavado una espina. Pero no: la carne exible y suave se separaba entre mis dientes sin revelar ninguna dureza. Tragué, y ya muy intrigado, me llevé rápidamente otro trozo de merluza austral a la boca. Y sólo entonces me di cuenta que el dolor de antes había sido un ramalazo de pura delicia. ¡Tenía un abismo en la boca! Yo había comido antes muchas veces en esta Casa de Huéspedes no sólo merluzas, sino meros, cojinovas, congrios ... Y cocinados de distintas formas: al vapor, fritos, asados, cocidos en jugo de limón ... Siempre los había encontrado buenos. Pero – me preguntaba antenoche, ya completamente abstraído de la conversación general - ¿qué tiene esta merluza austral que no sólo me sabe a algo nuevo sino que me parece el primer pez que como en mi vida? ¿Es que Blanca y Lucho, por esas casualidades que suceden a veces en las cocinas de los buenos cocineros, variaron imperceptiblemente la dosis, los minutos de calor, la consistencia de la salsa y así lograron este milagro? ¿O es que yo, que hoy lo como, soy un hombre distinto al que llegó, y el mar, al n, por este pez se me incorpora? Tenía en la boca la oscuridad submarina, su frío; tenía en la boca el cardumen, su migración hacia el sur por el borde del continente abismado; tenía e n la boca el brinco hacia la carnada olorosa, el tirón, la herida del anzuelo; tenía el ascenso hacia la luz, el aire, la asxia, la muerte; tenía en la boca el susurro del cuchillo, el alabeo de la mano que eviscera, la paletada de escamas de hielo; tenía el barco, su vaivén, sus singladuras de alta mar en círculo, su retorno zigzagueante por entre las islas de Aysén; tenía en la boca el topón con el muelle, el aroma de la tierra húmeda, las faenas de descarga, la gritería y el zumbido de los motores; tenía en la boca el silencio cavernoso de las bodegas polares, el chapoteo de las palanganas llenas de agua, los tajos en las mesas de acero resplandeciente, las risas ahogadas por las mascarillas, ele roce de las manos enfundadas en goma, el pellizco de las pinzas, el estrujón del agua empedrada de hielo; tenía en la boca el aire tibio de la cocina, el secreto del adobo, la incertidumbre acerca del número de comensales y de la hora de la cena, el calor oscuro del horno, la destreza de las manos que aderezan la fuente y que sirven, el olor de la carne blanquísima y translúcida; tenía en la boca hecha pura delicia la
prodigiosa cadena de hechos que terminaban en un pescado a punto puesto ante un hombre con hambre. Todo esto tenía en un bocado, pero aún tuve más. Porque en el éxtasis de ese bocado me hallé comiéndolo en otros lugares a la vez. Lo comía aquí cerca, en la cocina de una casa de Puerto Chacabuco, llena de humo, goteras y ruido de mandíbulas; lo comía en la isla Atilio en una carpa de polietileno que el viento amenazaba llevarse; lo comía en un barco, a la cuadra de Ipun, al nal de un turno, sujetando el plato con las manos para que no se cayera; lo comía en un guarecedero sin nombre en el seno Elefantes, bajo una choza de ramas, suspirando por unas gotas de jugo de limón; lo comía crudo en un restaurant en Yokohama; con tomates en una casa de comidas de Bilbao; en cubos de pulpa fritos en un bar de Houston; rebozado en un hotel de Sidney; acompañado de cangrejos y mariscos en un bodegón de Marsella. Por un instante comí como si la tierra entera me hubiera encargado probar el bocado que le ofrecía el mar, la recelosa. Y asentí aquí, en esta Casa de Huéspedes del último y frío Sur, y en toda la tierra. Te abraza
Ignacio Balcells