“ACTIVISMO” Y “GARANTISMO”. UN DILEMA ARTIFICIAL
José María Asencio Mellado Mellado
Catedrático de Derecho Procesal Universidad de Alicante España “Este artículo está especialmente elaborado en reconocimiento a la labor encomiable de la Revista Jurídica Alerta Informativa, en su número 1000. Para quienes hemos colaborado con ella y la seguimos con atención diaria, es un honor poder seguir haciéndolo. Mi agradecimiento a quienes la gestionan y mi felicitación por su extraordinaria labor”.
1. INTRODUCCIÓN. EL DEBATE SOBRE LOS PODERES DEL JUEZ PARA PRACTICAR PRUEBA DE OFICIO.
Las últimas tendencias de un sector de la doctrina de este continente, que no tienen el mismo reflejo en la forma tan radical en que aquí son expuestas en otros lugares del mundo, que son acogidas en en su expresión extrema muy excepcionalmente en otras legislaciones, han creado un binomio novedoso, el de activismo y garantismo, para calificar de la primera manera, como un todo absoluto, a quienes comparten o compartimos la conveniencia de que los tribunales mantengan poderes de práctica de prueba de oficio en todos los órdenes jurisdiccionales, siempre de forma extraordinaria y con la finalidad, no meramente especulativa, sino como inderogable exigencia en ciertas situaciones, de garantizar la igualdad entre las partes y posibilitar la resolución real de los conflictos, razón de ser del proceso que no es una mera abstracción. Esta opinión, con fuertes soportes legales, jurisprudenciales y doctrinales constituye, cuanto menos, una opción válida y no merecedora de ser expulsada al Hades con reflexiones maximalistas, radicales, siquiera sea por su aceptación absolutamente mayoritaria en los ordenamientos jurídicos de cualquier parte del mundo. No parece muy loable y ni siquiera justificable, que quienes sostienen la contraria c ontraria se reserven en régimen de monopolio el calificativo de “garantistas”, pues el garantismo no es un término procesalmente acuñado, es relativo y siempre susceptible de interpretaciones tan flexibles, como fáciles de servir para justificar lo que uno entienda a como de dogma.
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No pretendo con esta breve aportación al debate rechazar una discusión que existe en el mundo jurídico, también en España, pues son un hecho innegable las diversas opiniones que se sostienen alrededor de la polémica acerca de los poderes judiciales respecto de la prueba de oficio. Lo que sucede es que, entre las aportaciones doctrinales universales y las que circulan en Latinoamérica promovidas por sectores determinados y escasamente seguidos por sus legislaciones, existen grandes diferencias en el fondo y en la forma. Esa orfandad legal en la que se mueven quienes pregonan el monopolio del discrecional “garantismo”, orfandad legislativa quiero decir, ya es muestra de que lo sostenido no parece muy apropiado para responder a las realidades a las que debe atender el proceso. Porque, cuanto menos, habrá que concluir que los legisladores actúan con prudencia, no desconocen las distintas opciones y se inclinan por una en detrimento de otra con plena conciencia de las consecuencias de su elección. Las diferencias existentes entre los posicionamientos de parte de la doctrina latinoamericana y los comunes de cualquier otra parte del mundo, son notables. En primer lugar, porque la doctrina y los ordenamientos jurídicos vigentes en general, se centran sobre todo en el ámbito del proceso civil, sin que en el penal sea evidenciable una discusión de la misma entidad y los que sostienen la conveniencia de una aportación de parte no lo hacen de manera excluyente de cualquier iniciativa judicial, a la cual reservan ciertas parcelas y situaciones excepcionales. De esta manera, cualquiera que sea la postura mantenida, es difícil hallar en los ordenamientos procesales ninguna que sea absoluta y excluyente, siendo, por el contrario, la norma la aceptación de principios comunes a partir de los cuales se desenvuelven posiciones más o menos favorables a una determinada intervención judicial. En este sentido, nadie duda de la primacía del principio de aportación de parte, conforme al cual es a éstas a quienes compete fundamentalmente la proposición de la prueba; nadie niega tampoco que, en caso de duda, es el expediente de la carga de la prueba el sistema ordinario de solventar la situación, no negando tampoco nadie que esta solución debe evolucionar hacia fórmulas, como las que acogen las legislaciones más avanzadas, que superen las estrictas consecuencias de un reparto rígidamente formal, de modo que son comunes las inversiones de dicha carga o el establecimiento de obligaciones a la parte que dispone de la prueba y, en fin, incluso presunciones contra quien no se comporta de modo leal en el proceso con la parte contraria situándola en una posición de indefensión. Tampoco hay una especial oposición a las denominadas diligencias finales, si bien delimitadas por la conducta de las partes, de modo que no deben los tribunales subsanar la negligencia de las partes. Y, en fin, no existen debates acerca de si los tribunales deben gozar de amplios poderes en los procesos civiles llamados inquisitorios. La discusión se reconduce, pues, a si los Jueces pueden practicar prueba de oficio ante la falta de aportación por las partes en los procesos dispositivos, hecho éste que tampoco tiene una respuesta concluyente, pues incluso
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los que se muestran partidarios – como quien suscribe-, lo hacen de modo excepcional, no ordinario y limitado a situaciones bien determinadas. Como se puede apreciar, pues, la discusión está mucho más centrada que la que aquí se quiere hacer representar. En segundo lugar, porque los que mantienen la mayor privación a los tribunales de poderes de oficio en materia probatoria reconocen sin reservas que subyace en el fondo de ella un posicionamiento ideológico, una opción netamente liberal, hecho éste que entra en colisión con la atribución del calificativo de garantista a quien las sostiene, salvo que se entienda que el liberalismo es la expresión pura de las garantías ciudadanas. En tercer lugar, porque la discusión existente y aquí silenciada, aunque no tan esencial como parece indicar la dedicación casi monográfica a la misma, dados los problemas que acucian a la Justicia, se apoya en conceptos procesales, en los principios que informan el proceso, lo que proporciona un marco de debate que siempre es mucho más centrado que el que es dirigido por dogmas aparentemente constitucionales, excluyentes de lo contrario y tan amplios como indiscriminados. En cuarto y último lugar, porque en los debates existentes no es dable hallar calificativos, como los utilizados por parte de un sector muy determinado de la doctrina latinoamericana, cuyas intenciones expresas parecen ser, al utilizarlos como absolutos, generar una especie de destierro al inquisitivo a quienes no comparten sus valores, valores éstos que son liberales y legítimos, pero al menos discutibles para los que nos movemos en otras opciones sociales y económicas con reflejos en el proceso y no dogmas de fe aunque el mundo globalizado haya optado claramente por el mercado no regulado. Esta discusión, se insiste, como todas las que atañen a los principios del proceso, tiene raíces políticas, no exclusivamente técnicas y no puede afirmarse o no se debe, que los posicionamientos liberales constituyan una verdad revelada, siquiera sea porque sus expresiones en el ámbito del proceso fueron superadas, en lo tocante a sus representaciones maximalistas, hace ya muchas décadas, las mismas que hace que el Estado asumió valores sociales. En suma, que es válida y positiva toda confrontación, deseable, pero es cuanto menos preocupante sostener planteamientos extremos, incluso descalificadores hacia los que sostienen lo contrario. Y, sobre todo, no debe olvidarse que los ordenamientos procesales vigentes, con muy pocas excepciones, mantienen situaciones intermedias que no asumen plenamente ninguna posición en términos absolutos. Sostener, por tanto, una postura extrema es legítimo, pero hacerlo exige al menos indicar que lo que se pretende es modificar la ley, indicar que la ley afirma lo contrario de lo sostenido y
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demandar modificaciones legislativas, no intentar suprimir la ley por la vía de hecho, pues si algo se necesita para gestionar adecuadamente una reforma es el respeto a la norma y no su desconocimiento caprichoso y relativo. En este sentido, insistir en desconocer normas vigentes superponiendo teorías a la realidad legislativa supone, cuanto menos, hacer un flaco favor a la seguridad jurídica. Y demandar una reforma de la reforma, cuando ésta se encuentra avanzando lentamente y ante muchas dificultades, en lugar de ocupar la atención en promoverla con pasos seguros, una conducta que a nada bueno puede conducir. 2. LA TERMINOLOGÍA COMO INSTRUMENTO DE CONFUSIÓN.
Muchas son las dudas que suscitan estas nuevas categorías acuñadas por algunos autores latinoamericanos, que son ajenas a los conceptos básicos del Derecho procesal, empezando por la propia denominación y siguiendo por el contenido de las posiciones sostenidas que, derechamente, son incompatibles, cuando no contrapuestas, a los calificativos empleados. O, teniendo en cuenta su orfandad dogmática, tan imprecisas, como maleables atendiendo a la visión particular que cada cual. No hay duda de que la terminología utilizada para definir una opción procesal, puede encerrar en sí misma, cuando contiene apariencias que buscan un resultado espontáneo y sentimental, una suerte de manipulación de la razón que, por ese solo hecho, por esa intención, demuestra ya que los fundamentos de la postura mantenida requieren de elementos adicionales para ser explicados, pues en caso contrario, obviamente, no necesitarían otros aditamentos distintos a los que proporciona la lógica o el contenido exacto de las propuestas. La división pretendidamente técnica entre activistas y garantistas, por carecer de soporte en conceptos procesales, es tan abierta, como insegura, de modo que es difícil conocer cuáles son los elementos definitorios de cada posición, que se pueden, pues, manipular sin criterio alguno. Mucho más difícil es ubicarse en cada posición o declararse partidario de una de ellas, pues dicha elección implicaría aceptar consecuencias desconocidas previamente. Y, en fin, calificar a cualquiera de una u otra forma es arriesgado, porque tal diferenciación exige conocer antes qué significa ser de una u otra tendencia. Salvo, claro está que se esté hablando exclusivamente de los poderes probatorios del Juez, en cuyo caso parece excesivamente exagerado encuadrar o encuadrarse en el todo a quien solo difiere de una parte. Es lo que sucede cuando se usan conceptos sin base dogmática y sin una previa construcción de los mismos, más allá de consideraciones discutibles que, en realidad, nada implican sin atender a su origen ideológico. Incluso, como sucede en este caso, pueden algunos defender su posición desde posicionamientos garantistas, que comúnmente se equiparan a progresistas, cuando, en verdad, responden
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históricamente a planteamientos liberales radicales, superados por el modelo procesal civil social y universalmente defendidos por quienes mantienen estas concepciones. Diferenciar entre “activismo” y “garantismo” para explicar las diversas posturas que
se mantienen en el ámbito jurídico procesal acerca de los poderes excepcionales, que no ordinarios, de los tribunales de cualquier orden jurisdiccional para ordenar prueba de oficio, implica cierta ligereza en la definición y aporta al concepto una manifiesta autocreencia de posesión de una verdad absoluta que se quiere revestir con criterios firmemente asentados en el más radical constitucionalismo y que destierra al autoritarismo a quienes sostenemos algo distinto y que en modo alguno, por muchos esfuerzos que se hagan en pregonar lo contrario, puede ser considerado como elemento ajeno a una idea de proceso respetuoso con los derechos fundamentales. Es más, el llamado activismo, al igual que el garantismo no son conceptos técnicos, sino meros calificativos que, desgraciadamente, puede ser articulados para justificar posicionamientos incluso contrarios al contenido de la expresión utilizada. En todo caso, cada cual es libre de usar los términos que quiera, pero siendo consciente de que el Derecho procesal conceptual no contiene en su seno estos criterios, que no sirven para encuadrar en ellos la estructura del proceso y los principios de éste y del procedimiento. Son, pues, tan voluntaristas y de perfil tan amplio y difuso, que generan inseguridad y favorecen debates fuertemente ideologizados, con componentes emocionales y distantes del rigor que merece el tratamiento del proceso, influido por valores políticos y sociales que la propia diferenciación construida confunde al apartarse de su configuración clásica y tradicional, así como sólidamente construida. Recurrir intencionadamente al calificativo de “activismo”, en lugar de hacerlo a “intervencionismo”, “compromiso con la verdad”, “Estado social” etc…encierra
una suerte de ubicación al contrario en posiciones que se mueven entre la alabanza a quien ordena su conducta en interés de objetivos generales, propio de los idealistas activistas, pero a la vez del desprecio que siempre es atribuido a quienes, por ser tachados de escasamente prácticos, actúan movidos por motivaciones poco dignas de respeto. Activista es persona activa, beligerante, aunque, paralelamente, imputable de escasa racionalidad. Una suerte de adolescente profano en sus conocimientos. El término “activista” es claramente peyorativo y, por tanto, se podría decir que intolerable por la descalificación que comporta o, al menos, no aceptable en un debate jurídico que exige más detenimiento, cuidado y reflexión con los conceptos creados para sostener una tesis y confrontarla con la contraria.
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Pero, a su vez, calificarse a sí mismos de “garantistas”, importa un grave exceso, pues, aparte de que no parece demasiado aceptable revestirse de valores que los demás no nos reconocen necesariamente, supone sumirse en la aureola de la excelencia sin más motivos que los que uno concede a su pensamiento en detrimento del ajeno, aunque este último pueda ser de más calidad y más fundamentado. La atribución de méritos que se niegan a los demás, exige siempre de diagnósticos severos, pues la realidad no siempre coincide con nuestras creencias, máxime si lo que reivindicamos y elevamos a categorías absolutas, no tiene reflejo en la mayoría de los ordenamientos jurídicos vigentes y no pasa, pues, de ser una especie de dogma que sirve, entre otras cosas, para silenciar toda reflexión sobre temas cuya solución no se satisface con apelaciones a conceptos tan generales como el de imparcialidad. Porque, la imparcialidad es algo más, mucho más que la intervención judicial en la prueba, siendo así que afirmar que se rompe esta garantía por el simple hecho de mantener una iniciativa de modo excepcional, requiere de explicaciones que exceden de una mera apelación no justificada a la infracción denunciada. 3. LA IMPARCIALIDAD JUDICIAL.
Esa explicación, más que concluir con una referencia al “garantismo” o la imparcialidad como exigencia de pasividad, obliga, si se quiere mantener la reflexión sobre conceptos procesales asentados y sólidos, a diferenciar entre dispositivo y aportación, principios que los llamados “garantistas” confunden y hacen
equivalentes, cuando entre los mismos subsisten diferencias sustanciales que, bien entendidas, contradicen la propia vulneración de esa imparcialidad que se manifiesta atacada con toda iniciativa judicial en el ámbito de la prueba. Pues, no se olvide, que esta última no niega a las partes la competencia exclusiva de introducción de los hechos en el proceso, así como la formulación de la pretensión, privando al Juez de toda competencia al respecto, de modo que el conflicto resuelto es siempre expresado por las partes. Y, tampoco se olvide que la prueba no tiene otra función que acreditar lo pedido por las partes y que su función es convencer al Juez. Por lo tanto, no parece muy arriesgado afirmar que el Juez pueda realizar excepcionalmente alguna actividad para procurarse ese convencimiento en relación con una controversia ajena que le es sometida a su consideración, pues dicha controversia es y sigue siendo ajena y solo mantiene el Juez el interés en su resolución adecuada, pero nunca en una respuesta determinada o parcial. Otra cosa es que la imparcialidad sea concepto tan simple como se quiere hacer ver, que desde luego no lo es, ni puede sustanciarse con apelaciones no razonadas, anteponiendo la conclusión al fundamento del discurso. Porque, la imparcialidad es mucho más y tiene más implicaciones y soluciones que el simple abstencionismo y convendría madurar las necesidades de reformas orgánicas en el Poder Judicial y no
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ignorarlas o subestimarlas a la concurrencia absoluta de la pasividad. Tal postura podría interpretarse como entendimiento de existencia irremisible de un Poder Judicial no independiente, al cual se quiere sujetar a controles que no serían necesarios de existir esa nota de independencia. O, lo que es lo mismo, asumir la realidad de un Poder que se presume como imposible de configurarse bajo los valores propios de la Jurisdicción y que, ante la derrota aceptada, se sujeta a condiciones férreas. Algo parecido a lo que se hizo ante los Jueces del Antiguo Régimen tras la Revolución Francesa. Mejor es, entiendo, reformar el Poder Judicial, reforzar la independencia, capacitar a los operadores jurídicos, que aceptar la situación y poner trabas a su desarrollo constitucional moderno y social. Pero eso es otra cosa que no parece importar al “garantismo”, concepto éste que, al margen de su carencia de relevancia dogmática, sí ha sido aceptado en su entendimiento ordinario como expresión o reflejo de una lucha ancestral por la dignidad humana en el proceso, lo que debe traducirse en tantos valores y logros que, limitarlo al renacimiento del liberalismo más radical, merece una reflexión más profunda. Porque, lo digo ya, no es garantismo retar y obligar al Estado a la simple pasividad y esto es lo que sucede cuando al Poder Judicial se le quiere hacer mero espectador de las contiendas intersubjetivas y sociales. El garantismo es más y, sobre todo, consiste en asegurar la igualdad y la defensa de los menos favorecidos ante los poderosos, lo que parece ignorar este nuevo discurrir de un concepto que se mueve en el idealismo de una igualdad que parecen aceptar como realidad no solo teórica, sino auténtica. Reducir el “garantismo” a este contenido es despojarlo de su profundidad, de su significado político que sirvió para reunir bajo el mismo a quienes entendían que debían superarse los elementos típicos del proceso inquisitivo penal y los marcadamente liberales y propietarios del civil, pues no debe olvidarse que los principios deben aplicarse en ambos tipos de proceso y que en cada uno de ellos tienen consecuencias radicalmente diferentes. Ejemplo de la dificultad de asumir posicionamientos radicales sin atender a sus posibles efectos perniciosos, es que en España, en el ámbito penal en el que muy excepcionalmente, casi nunca, se utiliza por los Jueces sus facultades probatorias, se ha pasado de una tendencia jurisprudencial reacia a aceptar las previsiones normativas que la autorizan, a otra posterior que la admitía en ciertas condiciones y, a una última, que penaliza incluso al tribunal que no hace uso de su facultad cuando no hacerlo equivale a incurrir en formalismo en perjuicio del imputado. Porque, por ejemplo, no actuar de oficio una prueba propuesta por las partes tardíamente, cuyo contenido pudiera dar lugar a la apreciación de una eximente, es difícilmente sostenible en un proceso democrático. Otra cosa bien distinta es que el tribunal sustituya a la acusación y aporte pruebas de cargo cuando son las únicas en que se va a apoyar la condena. Esa conducta no es legítima, a salvo los casos en que ciertos valores quedan desprotegidos o el mismo Estado, a través de sus acusadores
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públicos, pudiera mostrar un cierto desinterés, como en los casos de corrupción. En éstos renunciar a perseguir delitos tan graves para el sistema democrático, requiere de más explicaciones que la mera alusión a la imparcialidad judicial. 4. GARANTISMO Y REFORMAS PROCESALES.
Quienes, autoproclamándose “garantistas” afirman esa pasividad judicial extrema y sin excepciones, parten para sus construcciones de una contemplación del proceso como un combate idílico entre partes aburridas y desocupadas, iguales en todo, en absoluta paridad material y formal, que someten al tribunal un litigio desde el Edén igualitario en el que viven, imponiéndole una absoluta pasividad. Esta inactividad, no obstante, va acompañada, curiosamente, con la exigencia de una inmediación absoluta aunque, es verdad, sin muchas ambiciones, pues limitan su eficacia a percibir gestos y sentimientos solo manifestados en expresiones casi nimias, pero determinantes de la convicción de un ausente al que conceden poderes de percepción superior. Y aunque en la sentencia no sea posible plasmar la certeza en tales aspectos, insisten en elevarlos a la categoría de absolutos, con olvido o desatención a la realidad de los avances técnicos, a la superación de la escritura y a que la inmediación no es un dogma, sino un simple método de práctica de la prueba que puede ser sustituido por otros mecanismos que garanticen los mismos objetivos. Que la prueba haya de ser valorada por aquel ante quien se practica es algo elemental que no merece ni un minuto de atención, pero que la inmediación quede reducida a la presencia física en todo caso, es una conclusión que merece ser revisada. Otra cosa es que los que pregonan afirmaciones de esta naturaleza defiendan o añoren la escritura, siempre mediata, porque negarse a reconocer que la oralidad y los medios de captación y grabación de imagen y sonido deben dar lugar a otro escenario es empecinamiento y apego a fórmulas decimonónicas que parecen anhelarse aunque se critiquen. Bueno sería aceptar que estamos en el siglo XXI, que la sociedad no es la misma y que el proceso debe evolucionar al compás de los cambios operados en aquella. Y bueno sería, pues, entender que las pruebas materiales, técnicas, han superado a las personales en la misma proporción que la ciencia ha avanzado en todos los órdenes de la vida. El llamado nuevo “garantismo”, no es, tal y como está planteado, más que una compleja construcción de bases poco definidas, de cimientos poco sólidos, de fines ausentes del razonamiento que se dice acompañar, pero que no pasa de una suerte de consigna que sirve para elaborar cualquier conclusión y apoyarla en una fuerza, la que encierra el calificativo, sin más razones de fondo que la ausencia de ellas y la desatención a los conceptos básicos del Derecho procesal que, preocupantemente, están ausentes de todo debate, cuando no se confunden de forma indebida si conviene para alcanzar la culminación de las “novedosas” ideas que, se i gnora, no
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son tan novedosas, pues alcanzaron su cumbre en el siglo XIX y fueron desterradas en el periodo de entreguerras al alzarse el fenómeno social como un elemento clave en la definición de los Estados modernos y de sus instituciones. Porque, aunque se quiera desconocer, muchos de los planteamientos de esta tendencia que se quiere revestir de modernidad, es tan antigua, como manifiestamente rechazada en ordenamientos procesales que avanzaron al compás de los modelos sociales y democráticos. Regresar al abstencionismo judicial absoluto es tanto como retroceder un siglo; idealizar la inmediación y exagerarla prohibiendo, por ejemplo, la valoración de pruebas en apelación, volver a finales del siglo XIX en el que estas ideas eran indiscutidas. Más aún, y asumo el riesgo de formular esta afirmación, ese uso de expresiones en sentido absoluto y de forma contraria a las leyes reformadas, puede estar en la base de muchos de los fracasos de los modelos procesales que poco a poco van abriéndose la puerta, con grandes dificultades, en países en los que, hasta hace poco, regía el inquisitivo en el proceso penal y que siguen manteniendo un proceso civil escrito, disperso y formalista. Y es así, porque sus contenidos, los del llamado “garantismo”, se han limitado a prestar atención a escasos temas, impidiendo una reflexión amplia ante los grandes retos que plantea el proceso, ante los cotidianos y frecuentes. Que todo debate empiece y termine en estas cuestiones desconociendo las demás, es excesivo. El proceso es mucho más, las novedades del sistema procesal reformado son muchas y centrar todo en asuntos tan nimios en comparación con la globalidad de la ley, parece exagerado, cuando no imprudente. Pero es que, además, toda reforma debe partir de analizar las realidades en las que debe operar, tener en cuenta las dificultades de avanzar y sabiendo que debe hacerse paso a paso, en un proceso que rompa con los modelos anteriormente vigentes, que mantienen aún paradigmas de difícil transformación. No es precisamente la mejor de las estrategias la de pretender innovar tanto que se demande que las reformas alcancen objetivos que casi nadie comparte, que pocos países mantienen en sus ordenamientos jurídicos y hacerlo “vendiendo” como verdad universal, lo que es muy minoritario. La prudencia obliga a actuar con cautela y a no querer experimentar en territorio propenso a cambiar por necesidad, pero ahíto de seguridad y previsibilidad, la que confiere la experiencia de otros países y la aplicación de la ley. Por eso creo esencial regresar al Derecho Procesal, a los conceptos, a la técnica jurídica, fundamentada en la Constitución y los Tratados Internacionales, pero sin olvidar que el Derecho es ciencia jurídica, que el Derecho procesal tiene ya algunos años de historia y que abandonar los avances conseguidos en su autonomía y profundización al mero voluntarismo solo puede producir los efectos perniciosos que provocan siempre las creaciones novedosas. La prudencia es siempre una buena guía de la conducta y los objetivos deben ser conseguidos paso a paso, con plena conciencia de la realidad en la que deben operar las leyes. Y
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ahí sí que debe transmitirse a los defensores de un “derecho nacional”, que el
modelo norteamericano, ni siquiera el real que dista mucho de lo que pregonan los que piden su trasplantación, no parece muy aplicable a países de cultura, tradición y organización política y judicial diferente. Mezclarlo todo es conducir la reforma al caos y el caos es indeseable, máxime cuando no es necesario más allá de lo que sea inevitable para producir cambios trascendentales. 5.
ESTADO SOCIAL Y “GARANTISMO”.
Somos garantistas también los que pretendemos que las garantías procesales formen un cuerpo de normas y principios, de derechos que aseguren el contradictorio, en condiciones de igualdad; pero, ello no está reñido, en un Estado desigualitario, en un Estado social en el que los derechos privados están teñidos de componentes públicos, con una intervención del Poder Judicial que, desde su independencia e imparcialidad, garantice una auténtica, que no teórica y falsa igualdad y que resuelva los conflictos intersubjetivos y sociales. Un Estado social impone determinadas conductas; uno puramente liberal, el que parece rei vindicar el llamado “garantismo”, otras diferentes. Lo que subyace, pues, a la discusión artificialmente creada por los autoproclamados “garantistas” no es otra cosa que una reivindicación del liberalismo extremo, decimonónico, preocupante en una sociedad globalizada en la que la agresividad de los llamados “mercados” impone a los Estados compromisos con su ciudadanía, ya que la igualdad de la que parten los “garantistas”, com o abstracción y punto de salida de sus teorías, es una pura falacia. Hablar de igualdad entre las partes en el proceso civil, entre los bancos y los consumidores por ejemplo, es un discurso de riesgo o, tal vez, si se insiste en mantener la desigualdad que nadie puede negar, una conducta buscada de propósito por los precursores del mundo globalizado caracterizado por la libre circulación del dinero y las restricciones a las personas. Porque, no parece que nadie que se mueva en el terreno de la objetividad pueda sostener que la igualdad entre las partes, la igualdad material, base de la formal o procesal, es un fenómeno constatable. Partir, pues, de la igualdad y proclamarla como punto de arranque de una teoría, es demostración palpable del error de la misma, reincidir en ella y sostenerla como realidad, tal vez algo más y, por ello, digno de ser analizado con carácter previo, pues descartada la base, debe repudiarse la conclusión sin más aditamentos. Ni el proceso civil es un proceso entre partes iguales que deba presenciar el Estado pasivamente, ni el penal un proceso entre acusador y acusado, en posición de adversarios equilibrados, a modo de duelistas nobles cuyo honor estuviera en juego, como afirma CUADRADO SALINAS al estudiar las bases históricas del llamado modelo adversarial La realidad es otra bien distinta y empeñarse en partir de una abstracción para concluir otra, es incurrir en el error y obstinarse en el mismo. Toda
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enfermedad tiene su receta y la parcialidad judicial debe enfrentarse en cada lugar conforme a las necesidades y según el mal padecido, nunca con medicinas equivocadas que confundan el mal y que, de hecho, nada hagan para remediarlo. Y en este sentido, es evidente que el mal no está en la iniciativa probatoria de oficio cuando se ejercita de forma adecuada a los principios procesales vigentes, sino en Jueces inquisitivos o, mejor dicho, formados y ejercitados en fórmulas de este carácter. Porque ese es el camino, el de la transformación de los paradigmas en los que se mueven los operadores jurídicos que salen de un sistema inquisitivo para pasar a uno acusatorio o, mejor dicho, pues estos conceptos son también difusos, constitucional conforme a los principios asentados en los Tratados internacionales y en las Constituciones modernas y democráticas. El llamado “garantismo”, parte de presupuestos que deben matizars e y entroncarse
con lo que es el Estado y el proceso en un sistema democrático. De ahí, de postulados extremos, como deudores de fórmulas anacrónicas, surgen conclusiones que es fácil revocar y rechazar. Por una parte, tales “garantistas” parecen serlo f rente al Estado, al cual acusan de
constituirse en una especie de monstruo poderoso, inmune e insensible a los derechos fundamentales y al que, por este motivo, sitúan como el enemigo de las partes en el proceso. Éste, el proceso, es una pugna de dichas partes, civiles o del imputado, frente al Estado, al cual se presume como interesado en condenar a toda costa o en infringir el contradictorio. Y esta idea, propia de modelos autoritarios, carece de sentido cuando se está ante un Estado democrático, constitucional, regido por el Derecho, pues en éste régimen el Estado se subordina a la ley y somete sus decisiones y procedimientos al ordenamiento jurídico. Tanta desconfianza en el Estado, propia del liberalismo, de la no intervención de aquél en la vida, es la base de propuestas que, siendo procesales, hunden sus raíces en visiones políticas legítimas, cierto es, pero opuestas al modelo social que se dice representar. No es el Estado el enemigo, ni la contraparte en el proceso, sino garantía de igualdad. Por eso investiga la policía, la misma para todos con independencia de su capacidad económica, no atribuyendo esa función a cada parte que la haría en función de su riqueza. Y tampoco en el proceso civil es el Estado un tercero interesado, porque tener interés en alcanzar una solución sobre la base de un conflicto ajeno, no es interés, sino obligación propia de un modelo social. El proceso es un método de resolución de conflictos que sirve, entre otras cosas, para evitar que los ciudadanos recurran a la autotutela, que cada cual resuelva sus litigios por sí mismo; por eso el proceso se constituye en un método de protección de los más débiles a los cuales el Estado proporciona un mecanismo sin el cual se
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verían expuestos a la razón de la fuerza. El solo hecho de instituir el proceso, que limita los poderes del Estado, revela que éste renuncia a su vez a imponer e imponerse por cualquier medio sujetando su actuación a la ley. El cambio de paradigma, pues, de Estados autocráticos o autoritarios a otros democráticos, debería impulsar un cambio de discurso, abandonando el vanguardista del conflicto permanente entre la ciudadanía y el Estado, pues no hacerlo implica una confusión de consecuencias graves. Esto no significa olvidar, por supuesto, la tendencia de los órganos de persecución penal a investigar por métodos no siempre respetuosos con los derechos fundamentales, lo que la propia ley sanciona con la nulidad y la carencia de efectos de las pruebas así obtenidas. La consagración de la prueba ilícita es la demostración palpable del compromiso público con el sistema de derechos fundamentales. Y esa realidad, que el propio Estado se ha autoimpuesto, sancionándose a sí mismo sus excesos, es prueba de que las cosas no son tal y como las pregonan los que preferirían que el Estado dejara a la libre voluntad y a los medios privados de las partes – insisto iguales en su bondad-, la investigación de los delitos y la composición de los litigios civiles, aunque estos últimos lo fueran entre las grandes multinacionales y los consumidores menos pudientes. Los “garantistas”, a la par que ubican al Estado en una posición de permanente
sospecha, negándose a aceptar la posibilidad misma, casi por definición, de un modelo democrático, parten de consideraciones erróneas, de una suerte de bondad imputable a la ciudadanía, de una sociedad igualitaria que debe encontrar su reflejo en el proceso. Pero, tal punto de partida es radicalmente falso. Ni existe igualdad económica, ni tampoco en derechos aunque el fin perseguido sea su consecución. En el proceso civil, persistir en la idea de un conflicto entre iguales, en una disputa en condiciones paritarias, es mera expresión de un voluntarismo que hunde sus raíces en el liberalismo inicial del siglo XVIII. No es el proceso civil una pugna entre iguales que no requiera de métodos que impulsen la protección del más débil y la intervención del Estado, a través de la ley y de los tribunales, para garantizar esa igualdad, de verdad, en el seno del proceso. Prohibir la iniciativa probatoria de los Jueces civiles y mantener la vetusta teoría de la carga de la prueba en sus apelaciones más clásicas, es tanto como sostener esa idea de la igualdad y no contemplar la realidad, la desprotección de los consumidores, la supremacía de las grandes empresas, la ausencia de medios de la mayoría para enfrentar a los que ostentan la riqueza. Es por ello, por lo que la carga de la prueba, enquistada en el liberalismo más rancio, se ha visto reformada con multitud de excepciones que van, desde las inversiones de la misma, a la introducción de criterios que la trasladan a la parte que tiene la facilidad o la disponibilidad del medio, unido todo ello a obligaciones procesales de aportación documental a quien posee la fuente de prueba y, en fin, a
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presunciones derivadas de la no colaboración leal en el proceso. En suma, se trata de buscar la verdad, objetivo éste que preside la idea de proceso más allá de lucubraciones, interesantes como tales y atractivas, pero que no son obstáculo para negar una evidencia; porque, la verdad es la clave para la paz social, para la resolución real de los conflictos, para la utilidad del proceso como método. El proceso es un método epistemológico que, si bien utiliza para resolver los litigios no hechos, sino afirmaciones, busca determinar la realidad de éstas y para ello la prueba es el instrumento ineludible que, por tanto, es compatible con cualquier solución que sirva a los objetivos de una institución, el proceso, que no cumple solo con un papel de satisfacción individual de intereses, sino social y política, colectiva, cual es la evitación de la desigualdad real y de la autotutela. Conformarse con la verdad formal que posibilita la teoría de la carga de la prueba en su entendimiento más clásico no es coherente con el modelo social y con un Estado que quiere serlo, aunque sí, desde luego, con fórmulas liberales legítimas, pero incompatibles a mi juicio con un Estado comprometido con la ciudadanía y resistente ante los privilegios. Que la verdad sea una entelequia o una abstracción es afirmación manida y superada hoy en un mundo en el que los graves problemas que nos acechan no permite divagar sobre cuestiones que tienen escaso interés práctico. Porque, es evidente, sea cual sea la verdad filosófica, que el proceso debe asegurar su hallazgo, lo que se consigue garantizando el acceso al proceso de todos, sin discriminación, su participación efectiva, la igualdad procesal y, en último término, permitiendo a los tribunales que cooperen en su determinación cuando, excepcionalmente, se percaten de una situación de insuficiencia probatoria, bien por desigualdad de una de las partes o bien por otras razones variadas. Al procesalista no debe importarle la verdad ontológica, sino los instrumentos para alcanzar la que está a su disposición. Cada cual debe navegar en el ámbito de sus conocimientos. La garantía del proceso no es evitar que los tribunales, independientes e imparciales, se abstengan, sino que proporcionen una solución a los litigios consecuencia de los hechos allegados por las partes, siempre y cuando los juzgadores carezcan de interés en el asunto. Y evitar la indefensión es tarea más importante que conseguir una neutralidad que se reconduce a la pasividad. Se puede ser neutral y activo, basta con carecer de intereses parciales y ahí está el régimen de independencia y las causas de abstención y recusación. Y, no cabe duda, es la confianza en los tribunales, en el Poder Judicial, la que permite otorgarles facultades que no minan su imparcialidad. Un Juez abstencionista no es, necesariamente, más imparcial; es solo un convidado de piedra que responde a los postulados liberales fruto de la reacción inicial de la Revolución Francesa frente a los Jueces del Antiguo Régimen, a la desconfianza hacia ellos, así como
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también de la consideración de la propiedad en el sentido romano absoluto. Un Estado social exige el compromiso de todos, la intervención activa de Jueces y Tribunales y, desde luego no es compatible con una desconfianza ancestral hacia el Poder Judicial. Pero, entroncando con esta última afirmación, es evidente que es necesario e imprescindible garantizar un Juez imparcial y un Poder Judicial independiente e, igualmente, que la facultad de iniciativa probatoria judicial no es, ni puede ser una norma, sino una excepción, ya que son las partes las que conocen el conflicto y los elementos de prueba. Porque, lo cierto es que no siendo la facultad de prueba de oficio contraria a las garantías de imparcialidad, sí puede llegar a serlo un compromiso excesivo de los Jueces si éstos suplantan a las partes incurriendo en exceso. Una cosa es colaborar en la prueba cuando se verifica su necesidad y otra es resolver adoptando una posición parcial y peligrosa. La iniciativa probatoria no debe suplir la actividad de las partes, ni siquiera su negligencia salvo que sea imputable a la actuación de profesionales a cargo del Estado y manifiestamente poco diligentes, sino solo producirse cuando dejar de ejercitarla sea equivalente a renunciar a la verdad o al riesgo de no alcanzarla. Y esto se ha entendido en países con honda tradición en modelos procesales acusatorios y dispositivos, pero con compromisos sociales. Los Jueces europeos y los angloamericanos, aun teniendo poderes de oficio en materia de prueba, los usan con medida y prudencia, mucho más en el proceso penal, que en el civil – lo que es curioso dada la disposición del objeto en el segundo y el carácter público del primero-. Teniendo esos poderes, limitan su uso a situaciones en que es imprescindible hacerlo. La clave de esta conducta cabe hallarla en la buena formación de Abogados, Fiscales y Jueces y en la asunción del modelo, así como el rechazo a lo que el inquisitivo significa, pues este sistema hace muchos años que está ausente de las regulaciones procesales europeas aunque los autodenominados “garantistas” se empeñen en bucear en ellas hallando defectos seculares y huellas de aquel sistema del medievo. Tal vez por eso, no se trata de reivindicar el “garantismo” calificando de “activistas”
a quienes somos garantistas, sino de entrar de lleno en el capítulo de la transformación de hábitos y en la capacitación adecuada de los operadores jurídicos. Pero, para ello, es necesario una formación integral y no una suerte de adoctrinamiento sobre uno o dos aspectos que en sí mismo nada significan y que, además, son contradictorios con el proceso moderno y actual.
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