Raniero Cantalamessa
LAS PRIMICIAS DEL ESPÍRITU Reflexiones sobre el Capítulo VIII de la Carta a los Romanos
PREMISA
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Titulo original: Le p r i m i z i e d e l l o Spirito Traducción•. A d o r a c i ó n P é r e z S á n c h e z
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Las reflexiones recogidas en este librito nacieron como meditaciones tenidas en la Casa Pontificia, en presencia del papa Benedicto XVI, en la Cuaresma de 2009, con ocasión del Año Paulino convocado por el mismo Sumo Pontífice para conmemorar el bimilenario del nacimiento del Apóstol. Tocando algunos puntos neurálgicos del capítulo octavo de la Carta a los Romanos que, como se sabe, es el texto más completo e inspirado sobre el Espíritu Santo, no solo en el conjunto de los escritos paulinos, sino tal vez de todo el Nuevo Testamento. Algunas reflexiones desarrolladas en esta ocasión están presentes en mis anteriores libros sobre el Espíritu Santo, sobre todo en el titulado El canto del Espíritu (editado en castellano por la Editorial Monte Carmelo). Pero aquí se han revisado a la luz de temas y problemas que han ido surgiendo mientras tanto, por ejemplo, el del papel del Espíritu Santo en el contexto de la discusión sobre el evolucionismo, que se reactivó con ocasión del bicentenario del nacimiento de Darwin en 2009. 5
Pero la mayor novedad consiste en que, por primera vez, tengo ocasión de concentrarme, a propósito del Espíritu Santo, sobre un solo autor, de mañera, por así decir, monográfica y, por añadidura, sobre el autor indudablemente más significativo a este respecto: el apóstol Pablo, el gran cantor del Espíritu Santo y de la vida «en el Espíritu». Para los lectores es también una forma de establecer comunión con el Santo Padre Benedicto XVI, que fue el primero que tuvo la bondad (¡y la humildad!) de escuchar estas reflexiones.
1 «TODA LA CREACIÓN GIME Y SUFRE C O N D O L O R E S DE PARTO» El Espíritu Santo en la creación y en la transformación del cosmos
U N MUNDO EN ESTADO DE ESPERA
He elegido el capítulo octavo de la Carta a los Romanos porque constituye, en el corpus paulino y dentro del Nuevo Testamento, el tratado más completo sobre el Espíritu Santo. El Apóstol se revela aquí como el guía más experto, para introducirnos en un conocimiento cada vez más profundo y a un amor cada vez más entusiasta del Espíritu Santo. El pasaje sobre el cual queremos reflexionar en este capítulo es el siguiente: Estimo, en efecto, que los padecimientos del tiempo presente no se pueden comparar con la gloria que ha de manifestarse en nosotros. Porque la creación está aguardando en anhelante espera la manifestación de los hijos de Dios, ya que la creación fue sometida al fracaso, no por su propia voluntad, sino por el que la sometió, con la 7
esperanza de que la creación será liberada de la esclavitud de la destrucción, para ser admitida a la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Sabemos que toda la creación gime y está en dolores de parto hasta el momento presente (Rom 8,18-22). Un problema exegético debatido desde la antigüedad sobre este texto es el del significado de la palabra creación, ktisis. Con el término ktisis san Pablo a veces designa el conjunto de los hombres, el mundo humano, a veces con el hecho o el acto divino de la creación, a veces el mundo en su conjunto, o sea, la humanidad y el cosmos a la vez, a veces la nueva creación que resulta de la Pascua de Cristo. Agustín1, seguido todavía por algún autor moderno2, piensa que aquí la palabra designa el mundo humano y que, por tanto, se debe excluir del texto toda perspectiva cósmica, referida a la materia. La diferencia entre la «creación entera» y «nosotros que poseemos las primicias del Espíritu», sería una distinción interna al mundo humano y equivaldría a la distinción entre la humanidad no redimida y la humanidad redimida por Cristo. Pero la opinión, actualmente casi unánime, es que el término ktisis designa la creación en su totalidad, es decir, tanto el mundo material como el 1
Cf Agustín, Exposición
sobre la Carra a los Romanos,
־A. Giglioli, L 'nomo o il créalo? Jonia 1994.
10
Ktisis in S. Paolo,
45 (PL 35, 2074 s).
mundo humano. La afirmación de que la creación ha sido sometida al fracaso «no por su propia voluntad», no tendría sentido si no se refiriese precisámente a la creación material. El Apóstol ve esta creación impregnada por una espera, en un «estado de tensión». El objeto de esta espera es la revelación de la gloría de los hijos de Dios. «La creación en su existencia aparentemente cerrada en sí misma e inmóvil [...] espera con ansia al hombre glorificado, del cual ella será el "mundo", también él por tanto glorificado»3. Este estado de sufrida espera es debido al hecho de que la creación, sin culpa, ha sido arrastrada por el hombre al estado de impiedad, que el Apóstol ha descrito al principio de su carta (cf Rom 1,18 ss). Allí él definía dicho estado como «injusticia» y «mentira», aquí usa las palabras de «vanidad» (mataiotes) y corrupción (phthora) que significan 10 mismo: «pérdida de sentido, irrealidad, ausencia de la fuerza, del esplendor, del Espíritu y de la vida». Pero este estado no está cerrado, no es definitivo. ¡Hay una esperanza para la creación! No porque 10 creado, en cuanto tal, sea capaz de esperar subjetivamente, sino porque Dios piensa en un rescate para él. Esta esperanza está ligada al hombre redimido, el «hijo de Dios» que, con un movimiento contrario al de Adán, arrastrará un día definitivamente al cosmos hacia el propio estado de libertad y de gloria.
Ed. Dehonianc, Bo יΗ. Schlier, La Carta a los Romanos,
Paideia, Brescia 1982, p. 429.
9
De aquí la responsabilidad más profunda de los cristianos con relación al mundo: la de manifestar, desde ahora, los signos de la libertad y de la gloria a la cual todo el universo está llamado, sufriendo con esperanza, sabiendo que «los sufrimientos del momento presente no pueden compararse con la gloria futura que será revelada en nosotros». En el versículo final, el Apóstol afianza esta visión de fe con una imagen audaz y dramática: toda la creación es comparada a una mujer que sufre y gime en los dolores del parto. En la experiencia humana, este es un dolor siempre mezclado con gozo, bien diferente del llanto sordo y sin esperanza del mundo, que Virgilio ha encerrado en el verso de la Eneida: «Sunt lacrimae rerum», lloran las cosas4. LA TESIS DEL «DISEÑO INTELIGENTE» (1NTELLIGENT DESIGN):
¿CIENCIA O
FE?
Esta visión de fe y profética del Apóstol nos ofrece la ocasión para tocar el problema, tan debatido hoy, de la presencia o ausencia de un sentido y dentro de un proyecto divino en la creación, sin querer con ello sobrecargar el texto paulino de significados científicos o filosóficos que evidentemente no tiene. La recurrencia al bicentenario del nacimiento de Darwin (12 de febrero de 1809) hace todavía más actual y necesaria una reflexión en ese sentido. 4
10
Virgilio, Eneida,
I, 462.
Según el punto de vista de Pablo, Dios está al principio y al final de la historia del mundo; 10 guía misteriosamente hacia un fin, haciéndola servir a las oleadas de la libertad humana. El mundo material está en función del hombre y el hombre está en función de Dios. No se trata de una idea exclusiva de Pablo. El tema de la liberación final de la materia, y de su participación en la gloria de los hijos de Dios, encuentra un paralelo en el tema de los «ciélos nuevos y la tierra nueva» de la Segunda carta de Pedro (cf 3,13) y del Apocalipsis (cf 21,1). La primera gran novedad de esta visión es que habla de liberación de la materia, no de liberación respecto de la materia, como ocurría en cambio en casi todas las concepciones antiguas de la salvación: platonismo, gnosticismo, docetismo, maniqueísmo, catarismo. San Ireneo combatió toda la vida contra la afirmación gnóstica, según la cual «la materia es incapaz de salvación»5. En el diálogo actual entre ciencia y fe, el problema se presenta en términos distintos, pero la esencia es la misma. Se trata de saber si el cosmos ha sido pensado y querido por alguien, o si es fruto del «azar y de la necesidad»; si su camino muéstra los signos de una inteligencia y avanza hacia una meta precisa, o si se desarrolla, por así decir, a ciegas, obedeciendo solo a leyes propias y a mecanismos biológicos. 5
C f l r e n e o , Adv. Haei: V, 1 , 2 ; V, 3, 3.
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La tesis de los creyentes, a este respecto, ha terminado por cristalizarse en la fórmula que en inglés se expresa como lntelligent design, el diseño inteligente, se entiende del Creador. Lo que ha suscitado tanta discusión y contestación sobre esta idea ha sido, en mi opinión, el hecho de no distinguir con suficiente claridad el diseño inteligente como teoría científica, del diseño inteligente como verdad de fe. Como teoría científica, la tesis del «diseño inteligente» afirma que es posible probar por el análisis mismo de lo creado, por tanto científicamente, que el mundo tiene un autor externo a sí y que muestra los rasgos de una inteligencia organizadora. Esta es la afirmación que la mayoría de los científicos procura (¡y la única que puede!) contestar, no la afirmación de fe, que el creyente tiene de la revelación y de la cual también su inteligencia siente como íntima verdad y necesidad. Si, como piensan muchos científicos (¡no todos!), es pseudo-ciencia hacer del «diseño inteligente» una conclusión científica, es igualmente pseudo-ciencia la que excluye la existencia de un «diseño inteligente» basada en los resultados de la ciencia. La ciencia podría avanzar en esta pretensión si por sí sola pudiese explicarlo todo: o sea, no solamente el «cómo» del mundo, sino también el «qué» y el «por qué». La ciencia sabe muy bien que esto no puede hacerlo. Incluso quien elimina de su horizonte la idea de Dios, no con eso elimina 10
el misterio. Siempre permanece una pregunta sin respuesta: ¿Por qué el ser y no la nada? La nada misma, ¿es tal vez para nosotros un misterio menos impenetrable que el ser, y el azar un enigma menos inexplicable que Dios? En un libro de divulgación científica, escrito por un no creyente, leí esta significativa afirmación: si recorremos hacia atrás la historia del mundo, como se hojea un libro desde la última página hacia atrás, llegados al final, nos damos cuenta de que es como si faltase la primera página, l'incipit. Lo sabemos todo del mundo, excepto por qué y cómo comenzó. El creyente está convencido de que la Biblia nos proporciona precisamente esta página inicial que falta; en ella, como en la portada de cualquier libro, está indicado ¡el nombre del autor y el título de la obra! Una analogía que nos puede ayudar a conciliar nuestra fe en la existencia de un diseño inteligente de Dios sobre el mundo, con la aparente casualidad e imprevisibilidad sacada a la luz por Darwin y por la ciencia actual. Se trata de la relación entre gracia y libertad. Como en el campo del espíritu la gracia deja espacio a 1a imprevisibilidad de la libertad humana y actúa también a través de ella, así en el campo físico y biológico todo es confiado al juego de las causas segundas (la lucha por la supervivencia de las especies según Darwin, el azar y la necesidad según Monod), aunque también este mismo juego está previsto y asumido por la pro13
videncia de Dios. En uno y otro caso, Dios, como dice el proverbio, «escribe derecho sobre renglones torcidos». LA EVOLUCIÓN Y LA TRINIDAD
El discurso sobre creacionismo y evolucionismo se desarrolla generalmente en diálogo con la tesis opuesta, de naturaleza materialista y atea, por tanto, en clave necesariamente apologética. En una reflexión hecha entre creyentes y para creyentes, como es la presente, no podemos detenernos en este punto. Detenernos aquí, significaría permanecer prisioneros de una visión «deística» del problema, no todavía trinitaria, y por tanto no específicamente cristiana. Quien ha iniciado el discurso sobre la evolución hacia una dimensión trinitaria, ha sido Pierre Teilhard de Chardin. La aportación de este estudioso en la disputa sobre la evolución, consistió esencialmente en introducir en ella a la persona de Cristo, convirtiéndolo así en un problema también cristológico6. Su punto de partida bíblico es la afirmación de san Pablo, según la cual «todas las cosas han sido creadas por medio de El y en función de Él» (cf Col 1,16). Cristo aparece en este sentido como el Punto Omega, o sea, como sentido y admiración ' •יCf C". F. Mooney, Teilhard de Chardinel París 1966.
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le mystere
du Christ,
Aubier,
final de la evolución cósmica y humana. Se pueden discutir el modo y los argumentos con los que el estudioso jesuita llega a esta conclusión, pero no la conclusión misma. Explica bien ese motivo Maurice Blondel en una nota escrita en defensa del pensamiento de Teilhard de Chardin: «Ante los horizontes ampliados de la ciencia de la naturaleza y de la humanidad, no se puede, sin traicionar el catolicismo, permanecer sobre explicaciones mediocres y con modos de ver limitados, que hacen de Cristo un incidente histórico, que lo aislan en el Cosmos como un episodio artificial, y parece que hacen de él un intruso o un desplazado en la aplastante y hostil inmensidad del universo»7. Lo que falta todavía, para una visión completamente trinitaria del problema, es una consideración del papel del Espíritu Santo en la creación y en la evolución del cosmos. Lo exige el principio básico de la teología trinitaria, según el cual las obras ad extra de Dios son comunes a las tres Personas de la Trinidad; cada una de ellas participa con su característica propia. El texto paulino que estamos meditando nos permite precisamente colmar esta laguna. La referencia al dolor del parto de la creación está hecha en el contexto del discurso de Pablo sobre las distintas actuaciones del Espíritu Santo. El ve una continuidad entre el gemido de la creación y 7
M. Blondel y A. Valensin, Correspondente,
Aubier, París 1965.
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el del creyente, que es puesto abiertamente en relación con el Espíritu: No solo ella [la creación], sino también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos (Rom 8,23a). El Espíritu Santo es la fuerza misteriosa que impulsa la creación hacia su cumplímiento. Hablando de la evolución del orden social, el concilio Vaticano II afirma que «el Espíritu de Dios que, con admirable providencia, dirige el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra, está presente en tal evolución» 8 . El es el «principio de la creación de las cosas»9, y es también el principio de su evolución en el tiempo. Esta, de hecho, no es otra cosa sino la creación que continúa. En el discurso dirigido a los participantes al simposio sobre la evolución, el 31 de octubre de 2008, promovido por la Pontificia Academia de las ciencias, el Santo Padre Benedicto XVI subraya este concepto: «Afirmar que el fundamento del cosmos y de su desarrollo es la sabiduría providente del Creador, no quiere decir que la creación solo tiene que ver con el inicio de la historia del mundo y de la vida. Más bien implica que el Creador funda este desarrollo y lo sostiene, 10 fija y 10 mantiene continuamente». ¿Qué aporta de específico y de «personal» el Espíritu en la creación? Depende, como siempre, s
"
de las relaciones internas en la Trinidad. El Espíritu Santo no está en el origen, sino, por así decir, en el término de la creación, como no está en el origen, sino en el término del proceso trinitario. En la creación -escribe san Basilio- el Padre es la causa principal, aquel del cual son todas las cosas; el Hijo la causa eficiente, aquel por medio del cual se hicieron todas las cosas; el Espíritu Santo es la causa pcrfcccionadora 10 . Por tanto, la acción creadora del Espíritu está en el origen de la perfección de la creación; él, diriamos, no es tanto aquel que hace pasar el mundo de la nada al ser, sino aquel que 10 hace pasar del ser informe al ser formado y perfecto. En otras palabras, el Espíritu Santo es aquel que hace pasar la creación del caos al cosmos, que hace de él algo bello, ordenado, limpio: un «mundo» precisamente, según el significado original de esta palabra. San Ambrosio observa: «Cuando el Espíritu Santo comenzó a aletear sobre ella, la creación no tenía todavía belleza alguna. En cambio, cuando la creación recibió la intervención del Espíritu Santo, obtuvo todo este esplendor de belleza que le hizo refulgir como "mundo"»".
No porque la acción creadora del Padre hubiese sido «caótica» y estuviese necesitada de corrección, sino que el Padre mismo, nota san Basilio en
Gauc/iutn et spes, n. 26. Tomás de Aquino, Suma contra
Turin 1961, vol. 3 p. 286).
10 16
los gentiles,
IV, 20, n. 3570 (Marietli,
111
Basilio, Sobre el Espíritu
11
A m b r o s i o , Sobre el Espíritu
Santo, XVI, 38 (PC! 32, 136). Santo,
II, 32.
el mismo texto citado, quiso que todo existiese por medio del Hijo, quiso llevar las cosas a la perfección por medio del Espíritu. Al principio Dios creó el cielo y la tierra. La tierra era soledad y caos, y las tinieblas cubrían el abismo; y el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas (Gén 1,1-2). La Biblia misma, por tanto, alude al paso de un estado informe y caótico del universo, a un estado en camino de progresiva formación y diferenciación de las criaturas, y menciona al Espíritu de Dios como el principio de este paso o evolución. La Biblia presenta este paso como repentino e inmediato, la ciencia ha revelado que ha ido sucediendo a 10 largo de miles de millones de años y está todavía en marcha. Pero esto no debería crear problemas, una vez conocida la finalidad y el géñero literario de la narración bíblica. Basándose en el sentido de análogas expresiones presentes en los poemas cosmogónicos babilóη icos, hoy se tiende a dar a la expresión «espíritu de Dios» (ruach 'elohim) de Génesis 1,2 el sentido puramente naturalista de viento impetuoso, viendo en él un elemento del caos primordial, a la vez del abismo y las tinieblas, ligándolo por tanto a 10 que precede, y no a 10 que sigue, en la narración de la creación' 2 . Pero la imagen del «soplo de Dios» 12
Así G. von Rad, en Génesis.
Traducción y c o m e n t a r i o de G. von Rad,
Paideia, Breseia 1978, pp. 56-57; sin e m b a r g o hay que tener en cuenta que
10
vuelve en el capítulo siguiente del Génesis (Dios le insufló en sus narices un hálito de vida y así el hombre llegó a ser un ser viviente, 2,7b) con un sentido «teológico» y no naturalista. Excluir del texto toda referencia, por insignificante que sea, a la realidad divina del Espíritu, atribuyendo la actividad creadora únicamente a la palabra del Padre, significa leer el texto solo a la luz de lo que lo precede y no tanto a la luz de lo que le sigue en la Biblia, a la luz de los influjos que ha recibido y no tanto del influjo que ha ejercido, contrariamente a lo que sugiere la tendencia más reciente de la hermenéutica bíblica (el modo más seguro para establecer la naturaleza de una semilla desconocida, ¿no es acaso ver qué tipo de planta nace de ella?). Conforme se avanza en la revelación, se encuentran referencias cada vez más explícitas a una actividad creadora del soplo de Dios, en estrecha conexión con la de su Palabra. Con su palabra [dabar] el Señor hizo los cielos y con el soplo [ruach] de su boca todo lo que hay en ellos (Sal 33,6; cf también Is 11,4: «Al tirano herirá con la palabra de su boca, matará al criminal con el soplo de sus labios»). Espíritu o soplo no indica ciertamente, en estos textos, el viento natural. A ese mismo texto se refiere otro Salmo cuando dice: Si envías tu soen Emtma
Elish el viento aparece c o m o un aliado del Dios creador, no un
elemento hostil que se le opone: cf R. J. Clifford-R.E. Murphy, en The New Jerome
Bíblica!
Commenlary,
1990, pp. 8-9.
19
pío son creados, y renuevas la faz de la tierra (Sal 104,30). Por tanto, cualquier interpretación que se quiera dar a Génesis 1,2, 10 cierto es que la continuación de la Biblia atribuye al Espíritu de Dios un papel activo en la creación. Esta línea de desarrollo se hace clarísima en el Nuevo Testamento, que describe la intervención del Espíritu Santo en la nueva creación, sirviéndose precisamente de las imágenes del soplo y del viento que se leen a propósito del origen del mundo (cf Jn 20,22 con Gén 2,7). La idea del ruach creador no puede haber nacido de la nada. En un mismo comentario o edición de la Biblia no se puede traducir Gén 1,2 por «el viento de Dios soplaba sobre las aguas» y luego remitir a ese mismo texto para explicar la paloma en el bautismo de Jesús13. Por tanto no es incorrecto seguir refiriéndose a Gén 1,2 y a los otros testimonios posteriores, para encontrar en ellos un fundamento bíblico al papel creador del Espíritu Santo, como hacían los Padres. «Si tú adoptas esta explicación -decía san Basilio, seguido en esto por Lutero- sacarás de ello gran provecho»14. Y es verdad: descubrir en el «Espíritu de Dios» que aleteaba sobre las aguas, una primera referencia embrionaria a la acción creadora del Espíritu, abre la comprensión de tantos pasajes pos"· Así sucede en la "Biblia de Jerusalén": cf notas a Gén 1,2 y Mt 3,16 y en The New Jerome 14
(WA 42, p. 8).
10
Bíblica!
Basilio, Εsámenme,
Commentary,
Prenlice Hall 1990, pp. 10 y 638.
II, 6 (SCh 26, p. 168); Lutero, Sobre el
Génesis
teriores de la Biblia, de los cuales, de otra forma, no se explicaría el origen. PASCUA, PASO DE LA VEJEZ A LA JUVENTUD
Procuremos ahora especificar algunas consecuencias prácticas, que esta visión bíblica del papeí del Espíritu Santo puede tener para nuestra teología y para nuestra vida espiritual. En cuanto a las aplicaciones teológicas, recuerdo solo una: la participación de los cristianos en el empeño por el respeto a la salvaguardia de la creación. Para el creyente cristiano el ecologismo no es solo una necesidad práctica de sobrevivencia, o un problema únicamente político y económico, tiene un fundamentó teológico. ¡La creación es obra del Espíritu Santo! Pablo nos habla de una creación que «gime y sufre dolores de parto». A este llanto suyo de parto, hoy se mezcla un llanto de agonía y de muerte. La naturaleza está sometida, otra vez «sin ella quererlo», a una vanidad y corrupción diferente de las de orden espiritual expresadas por san Pablo, pero derivadas de la misma fuente que es el pecado y el egoísmo humano. El texto paulino que estamos meditando podría inspirar más de una consideración sobre el problema de la ecología: nosotros, que hemos recibido las primicias del Espíritu, ¿estamos apresurando «la plena liberación del cosmos y su participación en la gloria de los hijos de Dios», o la 21
estamos retrasando, como todos los demás? Pero acudamos a la aplicación más personal. Decimos que el hombre es un microcosmos; por tanto a él, como individuo, se le aplica todo 10 que hemos dicho en general del cosmos. El Espíritu Santo es el que hace pasar a cada uno de nosotros del caos al cosmos: del desorden, de la confusión y la dispersión al orden, a la unidad y a la belleza. Esa belleza, que consiste en ser conforme a la voluntad de Dios y a la imagen de Cristo, en el pasar del hombre viejo, al hombre nuevo. Con un acento veladamente autobiográfico, el Apóstol escribía a los Corintios: Aunque nuestro hombre exterior vaya perdiendo, nuestro hombre interior se renueva de día en día (2Cor 4,16b). La evolución del espíritu no se desarrolla en el hombre paralelamente a la del cuerpo, sino en sentido contrario. Hace tiempo, por causa de los tres Óscar que recibió y por la fama del protagonista, se habló mucho de una película titulada «El curioso caso de Benjamín Button», sacado de un cuento del escritor Francis Scott Key Fitzgerald. Es la historia de un hombre que nace viejo, con los rasgos monstruosos de un anciano de ochenta años y, creciendo, rejuvenece hasta morir cono un niño. La historia es evidentemente paradójica, pero puede tener una aplicación muy real si se considera a nivel espiri10 22
tual. Nosotros nacemos «hombres viejos» y teñemos que hacernos «hombre nuevos». Toda la vida, no solo la adolescencia, ¡es una «edad evolutiva»! Según el Evangelio, no nacemos niños, ¡nos hacemos! Un Padre de la Iglesia, san Máximo de Turín, define la Pascua como un paso «de los pecados a la santidad, de los vicios a la virtud, de la vejez a la juventud: se entiende una juventud no de edad sino de sencillez. Pues estábamos decrépitos por la vejez de los pecados, pero por la resurrección de Cristo hemos sido renovados en la inocencia de los niños» 15 .
Un prefacio del tiempo de Cuaresma dice: «Tú has establecido para tus hijos un tiempo de renovación espiritual, para que se conviertan a ti de todo corazón, y libres de los fermentos del pecado vivan las vicisitudes de este mundo, siempre orientados hacia los bienes eternos». Una oración, de la época del Sacramentarlo Gelasiano del siglo VII y todavía en uso en la vigilia pascual, proclama solemnemente: «Que todo el mundo vea y reconozca que 10 que está destruido se reconstruye, lo que está envejecido se renueva, y todo vuelve a su integridad por medio de Cristo, que es el principio de todas las cosas». El Espíritu Santo es el alma de esta renovación y de este rejuvenecimiento. Comenzamos nuestras jornadas diciendo, con el primer verso del himno 15
M á x i m o de Turín, Sermo de sancta Pascha,
54, 1 (CC 23, p. 218).
en su honor: << ׳Ve π i creator Spiritus», Ven Espíritu creador, renueva en mi vida el prodigio de la primera creación, aletea sobre el vacío, las tinieblas y el caos de mi corazón, y guíame hacia la plena realización del «diseño inteligente» de Dios sobre mi vida.
4 «LA LEY DEL ESPÍRITU Q U E DA LA VIDA» El Espíritu Santo, nueva ley del cristiano
LA LEY DEL ESPÍRITU Y PENTECOSTÉS
El modo con que el Apóstol comienza su tratado sobre el Espíritu Santo, en el capítulo VIII de la Carta a los Romanos, es realmente sorprendente: No hay condenación alguna para los que están unidos a Cristo Jesús. Porque la ley del espíritu, que da la vida en Cristo Jesús, me ha librado de la ley del pecado y de la muerte (Rom 8,1 -2). Pablo ha empleado el capítulo precedente entero para establecer que «el cristiano está liberado de la ley», y aquí comienza el nuevo capítulo hablando en términos positivos y exaltantes de la ley. «La ley del Espíritu» significa la ley que es el Espíritu; se trata de un genitivo epexegético, o de explicación, como la flor de la rosa indica la flor que es la rosa misma. Para comprender 10 que Pablo pretende decir con esta expresión, hay que referirlo al acontecí56 24
miento de Pentecostés. La narración de la venida del Espíritu Santo, en los Hechos de los Apostoles, comienza con estas palabras: Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar (He 2,1). De estas palabras deducimos que Pentecostés existía ya antes... de Pentecostés. Había ya, en otras palabras, una fiesta de Pentecostés en el judaismo y fue durante esa fiesta cuando descendió el Espíritu Santo. En el Antiguo Testamento existieron dos ínterpretaciones fundamentales de la fiesta de Pentecostés. Al principio, Pentecostés era la fiesta de las siete semanas (cf Tob 2,1), la fiesta de la recolección (cf Núm 28,26 ss), cuando se ofrecían a Dios las primicias de la cosecha (cf Éx 23,16; cf Dt 16,9). Pero más tarde, en el tiempo de Jesús, la fiesta se había enriquecido con un nuevo significado: era la fiesta de la entrega de la ley en el monte Sinaí y de la alianza; la fiesta que conmemoraba los acontecimientos descritos en Éx 19,20 (según los cálculos internos de la Biblia, la ley fue dada en el Sinaí cincuenta días después de la Pascua). Como fiesta ligada al ciclo de la naturaleza (la cosecha), Pentecostés se había transformado en una fiesta ligada a la historia de la salvación: «Este día de la fiesta de las semanas -dice un texto de la actual liturgia hebrea- es el tiempo del don de nuestra Torah». Al salir de Egipto, el pueblo caminó durante cincuenta días por el desierto y, al final 10
de ellos, Dios dio a Moisés la ley, estableciendo, en base a ella, una alianza con el pueblo y haciendo de él «un reino de sacerdotes y una gente santa» (cf Éx 19,4-6). Parece que san Lucas haya descrito, con intención, la venida del Espíritu Santo con los trazos que marcaron la teofanía del Sinaí; de hecho usa imágenes que recuerdan el terremoto y el fuego. La liturgia de la Iglesia confirma esta interpretación, puesto que inserta Éx 19 entre las lecturas de la vigilia de Pentecostés. ¿Qué viene a decirnos, de nuestra celebración de Pentecostés, este enfoque? En otras palabras, ¿qué significa el hecho de que el Espíritu Santo descienda sobre la Iglesia precisamente el día en que Israel recordaba el don de la ley y de la alianza? Ya san Agustín se lo preguntaba: «¿Por qué los judíos celebran también Pentecostés? Hay un gran y maravilloso misterio, hermanos: si os dais cuenta, el día de Pentecostés ellos recibieron la ley escrita con el dedo de Dios y en el mismo día de Pentecostés vino el Espíritu Santo» 16 .
Otro Padre -este de Oriente- nos permite ver cómo esta interpretación de Pentecostés era, en los primeros siglos, patrimonio común de toda la Iglesia.
Agustín, Sermo Mai, 158,4: PLS 2, 525.
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«En el día de Pentecostés se dio la ley, era conveniente por tanto que en el día en que se diera la ley antigua, en ese mismo día se diese la gracia del Espíritu» 17 .
En este punto queda clara la respuesta a nuestra pregunta: por qué el Espíritu desciende sobre los apóstoles precisamente el día de Pentecostés. Es para indicar que él es la nueva ley, la ley espiritual que sella la nueva y eterna alianza y que consagra el pueblo real y sacerdotal, que es la Iglesia. ¡Qué revelación tan grandiosa sobre el sentido de Pentecostés y sobre el mismo Espíritu Santo! «¿Quién no quedaría impresionado -exclama san Agustín- por esta coincidencia y al mismo tiempo por esta diferencia? Cincuenta días se cuentan desde la celebración de Pascua, hasta el día en que Moisés recibió la ley en tablas escritas por el dedo de Dios; de manera semejante, cumplidos los cincuenta días de la muerte y la resurrección de aquel que corno cordero fue conducido a la inmolación, el Dedo de Dios, o sea, el Espíritu Santo, llenó de sí a los fieles reunidos juntos» 18 .
De golpe, se iluminan las profecías de Jeremías y de Ezequiel sobre la nueva alianza: «Esta es la alianza que haré con la casa de Israel después de aquellos días -dice el Señor-: pondré mi ley en su interior, la escribiré en su corazón» (Jer 31,33). "
Severiano de Gabala, en Caleña
in Aetus Aposlotorum
Cramer, 3. O x f o r d 1838, p. 16. 18
10
Agustín, De Spiritu et littera,
16,28; C S E L 60, 182.
2,1. Ed. J.A.
No ya sobre tablas de piedra, sino sobre los corazones; no ya una ley exterior, sino una ley interior. En qué consiste esta ley interior, 10 explica mejor Ezequiel, que retoma y completa la profecía de Jeremías. «Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; quitaré de vuestro cuerpo el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que viváis según mis preceptos, observando y guardando mis leyes (Ez 36,26-27). Con la expresión «la ley del Espíritu», san Pablo se refiere a todo este conjunto de profecías ligadas al tema de la nueva alianza; esto aparece claramente en el pasaje en que él llama a la comunidad de la nueva alianza una «carta de Cristo, escrita, no con tinta, sino con el Espíritu del Dios viviente, no en tablas de piedra, sino en las tablas de carne de los corazones» y en la cual define a los apóstoles «ministros idóneos de una nueva alianza, no de la letra, sino del Espíritu; pues la letra mata, pero el Espíritu da vida» (cf 2Cor 3,3.6). Q U É ES LA LEY DEL ESPÍRITU Y CÓMO ACTÚA
La ley nueva, o del Espíritu, no es, por eso, en sentido estricto, la promulgada por Jesús en el sermón de la montaña, sino la que El grabó en los 29
corazones en Pentecostés. Los preceptos evangélieos son ciertamente más elevados y perfectos que los de Moisés; sin embargo, por sí solos, también ellos hubiesen sido ineficaces. Si hubiese bastado con proclamar la nueva voluntad de Dios por medio del Evangelio, no se explicaría la necesidad de que Jesús muriese y que viniese el Espíritu Santo. Pero los apóstoles mismos demuestran que no bastaba; ellos, que habían escuchado todo -por ejempío, que a quien te golpea en la mejilla derecha le ofrezcas también la otra-, en el momento de la pasión no tienen la fuerza de seguir ninguno de los mandamientos de Jesús. Si Jesús se hubiese limitado a promulgar el mandamiento nuevo, diciendo: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros» (Jn 13,34a), esto hubiese quedado, como era antes, ley vieja, «letra». Cuando Él, en Pentecostés infunde, mediante el Espíritu, ese amor en el corazón de los discípulos, entonces es cuando se hace realmente ley nueva, ley del Espíritu que da vida. Ese mandamiento es «nuevo» por el Espíritu, no por la letra. Por la letra era ya antiguo, puesto que se encuentra en el Antiguo Testamento (cf Lev 19,18). Sin la gracia interior del Espíritu, incluso el Evangelio, y por tanto el mandamiento nuevo, hubiese quedado como ley vieja, letra. Retomando el pensamiento audaz de san Agustín, santo Tomás escribe: 10 30
«Por letra se entiende toda ley escrita que queda fuera del hombre, incluso los preceptos morales contenidos en el Evangelio; por 10 cual también la letra del Evangelio mataría, si no se añadiese, dentro, la gracia de la fe que sana»1''.
Es todavía más explícito 10 que escribió un poco antes: «La ley nueva es principalmente la misma gracia del Espíritu Santo que se da a los creyentes» 20 .
Pero, ¿cómo actúa, en concreto, esta ley nueva que es el Espíritu y en qué sentido se puede llamar «ley»? ¡Actúa por medio del amor! La ley nueva es lo que Jesucristo llama el «mandamiento nuevo». El Espíritu Santo ha escrito la ley nueva en nuestros corazones, infundiendo en ellos el amor: El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rom 5,5b). Este amor es el amor con que Dios nos ama a nosotros y con el cual, al mismo tiempo, hace que nosotros le amemos a Él y al prójimo: amor quo Deus nos diligit et quo ipse nos dilectores sui facit2\ Es una capacidad nueva de amar. Quien se acerca al Evangelio con la mentalidad humana, encuentra absurdo que se haga del amor un «mandamiento»; ¿qué amor es - s e objeta- si no es libre, sino mandado? La respuesta es que hay "
Tomás de Aquino, Summa
211
Ib id., q. 106, a. I; cf ya Agustín De Spiritu et littera,
21
theologiae,
Tomás de Aquino, Comentario 1. n. 392.
I-IIae, q. 106, a. 2. 21,36.
a la Carta a los Romanos,
cap. V, lee.
dos modos según los cuales el hombre puede ser inducido a hacer, o a no hacer, una cosa determinada: o por constricción o por atracción; la ley positiva 10 induce del primer modo, por constricción, con la amenaza del castigo; el amor 10 induce del segundo modo, por atracción. De hecho, cada uno es atraído por lo que ama, sin que por eso sufra constricción alguna desde el exterior. Muestra a un niño unas nueces y verás cómo se lanza para cogerlas. ¿Quién lo impulsa? Nadie, es atraído por el objeto de su deseo. Muestra el Bien a un alma sedienta de verdad y ella se lanzará hacia él. ¿Quién le impulsa? Nadie, es atraída por su deseo. El amor es como un «peso» del alma que atrae hacia el objeto del propio placer, en el cual sabe que encontrará el propio descanso22. En este sentido el Espíritu Santo -concretamente, el amor ״־es una «ley», un «mandamiento»: este crea en el cristiano un dinamismo que 10 lleva a hacer todo lo que Dios quiere, espontáneamente, sin ni siquiera tenerlo que pensar, porque ha hecho suya la voluntad de Dios y ama todo lo que Dios ama. Podríamos decir que vivir bajo la gracia, gobernados por la nueva ley del Espíritu, es un vivir de «enamorados», es decir, transportados por el amor. La misma diferencia que crea en el ritmo de la vida humana y en la relación entre dos criaturas, el enamoramiento la crea, en la relación entre el hombre y Dios, la venida del Espíritu Santo. נב
Cf Agustín, Comentario
Confesiones,
10
XIII, 9.
al Evangelio
de Juan, 26, 4-5: C C L 36, 261;
EL AMOR GUARDA LA LEY...
¿Qué lugar tiene, en esta economía nueva del Espíritu, la observancia de los mandamientos? Este es un punto neurálgico que debe ser aclarado. También después de Pentecostés subsiste la ley escrita: están los mandamientos de Dios, el Decálogo, están los preceptos evangélicos; a ellos se han añadido, después, las leyes eclesiásticas. ¿Qué sentido tienen el Código de Derecho Canónico, las reglas monásticas, los votos religiosos, en fin, todo eso que indica una voluntad objetiva, que se me impone desde el exterior? ¿Son estas cosas una especie de cuerpos extraños en el organismo cristiano? A lo largo de la historia de la Iglesia, como se sabe, hubo movimientos que pensaban así y rechazaban, en nombre de la libertad del Espíritu toda ley, tanto que se llamaban movimientos «amonistas», pero siempre fueron rechazados por la autoridad de la Iglesia y por la conciencia cristiana. En nuestros tiempos, en un contexto cultural marcado por el existencialismo ateo, al contrario que en el pasado, no se rechaza ya la ley en nombre de la libertad del Espíritu, sino en nombre de la libertad humana, simplemente. Dice un personaje de J. P. Sartre: «No hay ya nada en el cielo, ni Bien, ni Mal, ni persona alguna que pueda darme órdenes. [...] Soy un hombre, y todo hombre debe inventar el propio camino»23. 23
J. P. Sartre, Íes mouches,
París 1943, p. 134 s.
33
La respuesta cristiana a estéxproblema nos viene del Evangelio. Jesús dice qije no ha venido a «abolir la ley», sino a «darle Cumplimiento» (cf Mt 5,17). Y ¿cuál es el «cumplimiento» de la ley? «El pleno cumplimiento de la ley -responde el Apóstol- es ¡el amor!» (cf Rom 13,10). Del mandamiento del amor -dice Jesús- dependen toda la ley y los profetas (cf Mt 22,40). Por tanto, el amor no sustituye a la ley, sino que la observa, la «cumpie». El amor es la única fuerza que puede hacer observar la ley. En la profecía de Ezequiel se atribuía al don futuro del Espíritu y del corazón nuevo, la posibilidad de observar la ley de Dios: «Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que viváis según mis preceptos, observando y guardando mis leyes» (Ez 36,27). Y Jesús dice en el mismo sentido: «Si uno me ama observará mi palabra» (Jn 14,23a), o sea, será capaz de observarla. Entre ley interior del Espíritu y ley exterior escrita no hay oposición o incompatibilidad, en la nueva economía, sino, al contrario, plena colaboración: la primera es dada para guardar la segunda: «Ha sido dada la ley para que se buscase la gracia y ha sido dada la gracia para que se observase la ley» 24 .
La observancia de los mandamientos y, en la práctica, la obediencia, es el banco de pruebas del 24
Agustín. De Spirilu el littera,
19, 34.
amor, el signo para reconocer si se vive «según el Espíritu» o «según la carne». ¿Cuál es, entonces, la diferencia respecto a la primera, si todavía estamos obligados a observar la ley? La diferencia consiste en que antes se observaba la ley para obtener de ella la vida eterna, que no podía dar y se hacía así un instrumento de muerte, ahora se la observa para vivir en coherencia con la vida recibida. La observancia de la ley no es ya la causa, sino el efecto de la justificación. En este sentido el Apóstol tiene razón cuando dice que su discurso no anula la ley, sino que la confirma y la ennoblece: ¿Quiere decir esto que anulamos la Ley con la fe? De ninguna manera. Al contrario, consolidamos la Ley (Rom 3,31). ...Y LA LEY GUARDA EL AMOR
Entre ley y amor se establece una especie de circularidad y de pericoresis. Si es verdad, en efecto, que el amor guarda la ley, es también verdad que la ley guarda el amor. De varios modos la ley está al servicio del amor y 10 defiende. Se sabe que «la ley se da para los pecadores» (cf ITim 1,9) y nosotros somos todavía pecadores; es verdad que hemos recibido el Espíritu, pero solo a modo de primicia; en nosotros el hombre viejo convive todavía con el hombre nuevo y mientras estén en nosotros las concupiscencias, es providencial que haya también mandamientos que nos ayuden a re-
10 35
conocerlas y a combatirlas, aunque sea con la amenaza del castigo. La ley es un sostén dado a nuestra libertad, todavía incierta y vacilante en el bien. Esta es para, no contra la libertad, y es preciso decir que aquelíos que creyeron tener que rechazar toda ley, en nombre de la libertad humana, se equivocaron, ignorando la situación real e histórica en la cual actúa dicha libertad. Junto a esta función, por así decir, negativa, la ley asume otra positiva, de discernimiento. Con la gracia del Espíritu Santo, nos adherimos globalmente a la voluntad de Dios, la hacemos nuestra y deseamos cumplirla, pero no la conocemos todavía en todas sus implicaciones. Estas se nos revelan por los acontecimientos de la vida y también por las leyes. Hay un sentido todavía más profundo en que se puede decir que la ley guarda el amor. «Solamente cuando hay el deber de amar - h a escrito Kierkegaard- solo entonces el amor está garantízado para siempre contra toda alteración; eternamente liberado en bienaventurada independencia; asegurado en eterna bienaventuranza contra toda desesperación» 25 . El sentido de estas palabras es el siguiente: la persona que ama, cuanto más intensamente ama, 25
S. Kierkegaard, Giiatti del! amare,
Milán 1983, p. 177 ss.
10
I, 2, 40, ed. a cargo de C. Fabro,
mejor percibe con angustia el peligro que corre este amor suyo, peligro que no viene de otros sino de ella misma; sabe bien, en efecto, que es voluble y que mañana podría ya cansarse y no amar. Y, puesto que ahora que está en el amor, ve con claridad qué pérdida irreparable sería, por eso se fortifica «uniéndose» al amor con la ley y anclando así a la eternidad su acto de amor, que tiene lugar en el tiempo. Esto supone que se trate de verdadero amor y no, como dice el filósofo, de un juego y de una tomadura de pelo recíproca. El verdadero amor -explica el Papa en la encíclica Deus caritas est«busca lo definitivo, y esto en un doble sentido: en cuanto implica exclusividad -solo esta persona-, y en el sentido del «para siempre». El amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo. No podría ser de otra manera, puesto que su promesa apunta a 10 definítivo: el amor tiende a la eternidad»26. El hombre de hoy se pregunta cada vez más qué relación puede haber entre el amor de dos jóvenes y la ley del matrimonio y qué necesidad tiene de «vincularse» el amor, que es por naturaleza libertad y espontaneidad. Por eso son cada vez más numerosos los que son conducidos a rechazar, en la teoría y en la práctica, la institución del matrimonio y a elegir el llamado amor libre o la simple convivencia. 2
^ Benedicto XVI, Deus Caritas
esI, n. 6.
37
Solo si se descubre la profunda y vital relación que hay entre ley y amor, entre decisión e institución, se puede responder correctamente a esas preguntas y dar a los jóvenes un motivo convincente para «unirse» y amar para siempre y a no tener miedo de hacer del amor un «deber». El deber de amar protege al amor de la «desesperación» y lo hace «bienaventurado e independiente», en el sentido de que protege de la desesperación de no poder amar para siempre. Dame un verdadero enamorado, advierte Kierkegaard, y verás si el pensamiento de tener que amar para siempre es para él un peso o más bien suma bienaventuranza. Esta consideración no vale únicamente para el amor humano, sino también, y con mayor razón, para el amor divino. ¿Por qué -podemos preguntamos- vincularse para amar a Dios sometiéndose a una regla religiosa, por qué emitir unos «votos» que nos «obligan» a ser pobres, castos y obedientes, siendo así que tenemos una ley interior y espiritual que puede obtener todo eso por «atracción»? Es que, en un momento de gracia, tú te has sentido atraído por Dios, le has amado y has deseado poseerlo para siempre, completamente y, temiendo perderlo por tu inestabilidad, te has «ligado» para preservar tu amor de toda «alteración». Nos ligamos por el mismo motivo por el cual Ulises se ligó al mástil de la nave. Ulises quería a toda costa volver a ver su patria y a su esposa que amaba. Sabía que debía pasar a través del lugar 10
de las sirenas y, temiendo naufragar, como tantos otros, se hizo atar al mástil de la nave después de haber taponado las orejas de sus compañeros. Al llegar al lugar de las sirenas fue hechizado, quería alcanzarlas y gritaba para que lo desataran, pero los marineros no oían y así superó el peligro y pudo alcanzar la meta. «¡NO
HAY NINGUNA CONDENA!»
Antes de concluir, volvamos a la afirmación inicial de la que hemos partido: «No hay condena alguna para los que están unidos a Cristo Jesús, Porque la ley del Espíritu, que da la vida en Cristo Jesús, me ha librado de la ley del pecado y de la carne» (Rom 8,1 -2). El mundo contemporáneo del Apóstol vivía oprimido por un sentido de condena y de separación de la divinidad, que procuraba superar a los distintos cultos mistéricos. Un gran estudioso de la antigüedad la ha definido «una época de angustia» (E. R. Dodds). Para hacerse una idea del efecto que debían producir aquellas palabras en Pablo sobre los intelectuales de la época, pensemos en un condenado a muerte que vive en espera de la ejecución y un día siente gritar a una voz amiga: «¡Gracia! ¡Has obtenido gracia! Se suspende toda condena. ¡Eres libre!». Es un sentirse renacer. Esta carga de libe39
ración está todavía intacta, porque el Espíritu Santo no está sujeto a la ley de la entropía, como todas las fuentes de energía física. A todos nosotros nos corresponde abrir el corazón para recibirla y a los ministros de la Palabra el deber de hacerla resonar también hoy vibrante en el mundo.
4 «TODOS AQUELLOS Q U E S O N G U I A D O S POR EL ESPÍRITU S O N HIJOS DE DIOS»
¿ U N A ERA DEL ESPÍRITU SANTO?
No hay condenación alguna para los que están unidos a Cristo Jesús. Porque la ley del Espíritu, que da la vida en Cristo Jesús, me ha librado del pecado y de la muerte. [...] Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo. Y si Cristo está en vosotros, el cuerpo ciertamente está muerto, pero el Espíritu está vivo por la justicia. Y si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales por obra de su Espíritu, que habita en vosotros (Rom 8,1-2.9b-11). Son cuatro versículos del capítulo octavo de la Carta a los Romanos sobre el Espíritu Santo, y en ellos resuena hasta seis veces el nombre de Cristo. La misma frecuencia se mantiene en el resto del capítulo, si consideramos también las veces que se refiere a él con el pronombre o con el término 56
41
Hijo. Este hecho es de fundamental importancia; nos dice que para Pablo la obra del Espíritu Santo no sustituye a la de Cristo, sino que la mantiene, la lleva a cabo y la actualiza. Pocos de los que disertan sobre la filosofía de Joaquín de Fiore saben de él, o se preocupan por saber, qué dijo exactamente este monje medieval. Toda idea de renovación eclesial o mundial es puesta con desenvoltura bajo su nombre, hasta la idea de un nuevo Pentecostés para la Iglesia, invocada por Juan XXIII. Pero una cosa es cierta. Tanto si se ha de atribuir o no a Joaquín de Fiore, la idea de una tercera era del Espíritu que sucedería a la del Padre en el Antiguo Testamento y a la de Cristo en el Nuevo es falsa y herética, porque mancilla el corazón mismo del dogma trinitario. Bien diferente es la afirmación de san Gregorio Nacianzeno. El distingue tres fases en la revelación de la Trinidad: en el Antiguo Testamento, se reveló plenamente el Padre y fue prometido y anunciado el Hijo; en el Nuevo Testamento, se ha revelado plenamente el Hijo y ha sido anunciado y prometído el Espíritu Santo; en el tiempo de la Iglesia, se conoce finalmente en plenitud el Espíritu Santo y se goza de su presencia27. Solo por haber citado en uno de mis libros este texto de san Gregorio terminé también yo en la lista de los seguidores de Joaquín de Fiore, pero san Gregorio habla del orden 27
10
C f Gregorio Nacianceno, Discursos,
X X X I , 26 (PG 36, 161 s).
de la manifestación del Espíritu, no de su ser o de su actuar, y en este sentido su afirmación expresa una verdad incontestable, acogida pacíficamente por toda la tradición. La llamada tesis Joaquiniana está excluida de raíz por Pablo y por todo el Nuevo Testamento. Para estos el Espíritu Santo es el Espíritu de Cristo: objetivamente porque es el fruto de su Pascua, subjetivamente porque es él quien lo infunde en la Iglesia, como dijo Pedro a las multitudes el mismo día de Pentecostés: «Exaltado, pues, por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre el Espíritu Santo, objeto de la promesa, lo ha derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo» (He 2,33). El tiempo del Espíritu es, por tanto, co-extensivo al tiempo de Cristo. El Espíritu Santo es el Espíritu que procede primariamente del Padre, que descendió y «reposó» en plenitud sobre Jesús, historificándose y habituándose en él, dice san Ireneo, a vivir entre los hombres, y que en la Pascua-Pentecostés fue por él derramado sobre la humanidad. La prueba de todo ello es el propio grito «Abbá» que el Espíritu repite en el ereyente (cf Gál 4,6) o enseña a repetir al creyente (cf Rom 8,15). ¿Cómo puede el Espíritu gritar «Abbá» al Padre? El no es engendrado por el Padre, no es su Hijo... Puede hacerlo, nota Agustín, porque es el Espíritu del Hijo y prolonga el grito de Jesús. 43
EL ESPÍRITU COMO GUÍA EN LA ESCRITURA
Después de esta premisa, voy al versículo del capítulo octavo de la Carta a los Romanos sobre el cual quisiera detenerme: Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios (Rom 8,14). El tema del Espíritu Santo-guía no es nuevo en la Escritura. En Isaías todo el camino del pueblo en el desierto es atribuido a la guía del Espíritu. El Espíritu del Señor los guiaba al reposo (Is 63,14b). Jesús mismo fue «conducido {ductus) por el Espíritu al desierto» (cf Mt 4,1). Los Hechos de los Apóstoles nos muestran una Iglesia que es paso a paso «conducida por el Espíritu». El mismo diseño de san Lucas de hacer seguir al Evangelio los Hechos de los Apóstoles, tiene la finalidad de mostrar cómo el mismo Espíritu que había guiado a Jesús en su vida terrena, ahora guía a la Iglesia, como Espíritu «de Cristo». ¿Pedro va hacia Cornelio y los paganos? Es el Espíritu quien se 10 ordena (cf He 10,19; 11,12). En Jerusalén, ¿los apóstoles toman las decisiones importantes? Es el Espíritu quien las ha sugerido (cf He 15,28). La guía del Espíritu Santo se da no solo en las grandes decisiones, sino también en las cosas pequeñas. Pablo y Timoteo quieren predicar el Evangelio en la provincia de Asia, pero «el Espíritu Santo no se 10 permite»; intentan dirigirse hacia Bitinia, pero «el Espíritu de Jesús no se 10 permi10 44
te» (cf He 16,6 s). Se comprende, después, el porqué de esta guía tan apremiante: el Espíritu Santo impulsaba de este modo a la Iglesia naciente a salir de Asia y asomarse a un nuevo continente, Europa (cf He 16,9). Para Juan, la guía del Paráclito se ejerce sobre todo en el ámbito del conocimiento. El es quien «guía» a los discípulos a la verdad completa (cf Jn 16,3); su unción «enseña todas las cosas», hasta el punto de que quien la posee no necesita otros maestros (cf lJn 2,27). Pablo introduce una importante novedad. Para él, el Espíritu Santo no es solo «el maestro interior»; es un principio de vida nueva («los que son guiados por él se hacen hijos de Dios»); no se limita a indicar 10 que se ha de hacer, sino que da la capacidad de hacer 10 que manda. En esto, la guía del Espíritu Santo se diferencia esencialmente de la de la ley que permite ver el bien que hay que hacer, pero deja a la persona en la lucha con el mal que no quiere (cf Rom 7,15 ss). Si os dejáis guiar por el Espíritu no estáis bajo la ley, había dicho el Apóstol anteriormente en la Carta a los Gálatas {Gal 5,18). Esta visión paulina de la guía del Espíritu Santo, más profunda y ontológica (puesto que toca el ser mismo del creyente) no excluye la otra más común de maestro interior, de guía hacia el conocimiento de la verdad y de la voluntad de Dios, y en esta ocasión es precisamente de esto de 10 que quiero hablar.
Se trata de Un tema que ha tenido un amplio desarrollo en la tradición de la Iglesia. Si Jesucristo es «el camino» (odós) que conduce al Padre (cf Jn 14,6), el Espíritu Santo, decían los Padres, es «la guía a lo largo del camino» (odegós) 28 . Escribe san Ambrosio: «Este es el Espíritu, nuestro jefe y guía (ductor et princeps), que dirige la mente, confirma el afecto, nos atrae hacia donde quiere y dirige hacia 10 alto nuestros pasos» 2 ''.
El himno Veni Creator recoge esta tradición en los versos: «Ductore sic te praevio vitemus omne noxium»: contigo que nos guías evitaremos todo mal. El concilio Vaticano II se incluye en esta línea cuando habla de la Iglesia como «del pueblo de Dios que cree ser conducido por el Espíritu del Señor»30. EL ESPÍRITU GUÍA POR MEDIO DE LA CONCIENCIA
1 ¿Dónde se explica esta guía del Paráclito? El primer ámbito u órgano es la conciencia. Hay una relación estrechísima entre conciencia y Espíritu Santo, ¿Qué es la famosa «voz de la conciencia», sino una especie de «repetidor a distancia», a tra-
:s
Gregorio de Nisa, Sobre ¡a fe (PG 45, 1241C): cf Ps. Atanasio,
contra los Macedonios, Ambrosio, Apología !
" Caudium
10 46
Diálogo
vés del cual el Espíritu Santo habla a cada persona? Mi conciencia, bajo la acción del Espíritu Santo (Rom 9,1b), exclama san Pablo, hablando de su amor por sus compatriotas los hebreos. A través de este «órgano», la guía del Espíritu Santo se extiende también fuera de la Iglesia, a todos los hombres, los paganos muestran que llevan escrita la ley en sus corazones, según lo atestiguan su conciencia y sus pensamientos (Rom 2,15a). Precisamente porque el Espíritu Santo habla a todo ser razonable por medio de la conciencia, decía san Máximo Confesor, «vemos a muchos hombres, incluso entre los bárbaros y nómadas, convertirse a una vida decorosa y buena, y despreciar las leyes salvajes que desde el origen habían dominado entre ellos» 11 .
La conciencia es también una cspccic de ley interior, no escrita, distinta e inferior respecto de la que existe en el creyente por la gracia, pero no en desacuerdo con ella, puesto que procede del mismo Espíritu. Quien no posee esta ley «inferior», pero la obedece, está más cerca del Espíritu que quien posee aquella superior por el Bautismo, pero no vive de acuerdo con ella. En los creyentes esta guía interior de la conciencia es como potenciada y elevada por la unción que «10 enseña todo, es verídica y no miente»
1, 12 (PG 28, 1308C). de David.
et spes, η. 11.
15, 73 ( C S E L 32, 2, p. 348). "· M á x i m o Confesor, Capítulos
varios, I, 72 (PG 90, 1208D).
(cf Un 2,27), es decir, guía infaliblemente, si se la escucha. Precisamente comentando este texto, san Agustín formuló la doctrina del Espíritu Santo como «maestro interior». ¿Qué quiere decir, se pregunta, que «no necesitáis que nadie os instruya»? ¿Tal vez que cada cristiano lo sabe ya todo por su cuenta y que no necesita leer, instruirse, ni escuchar a nadie? Si fuese así, ¿para qué habría escrito el apóstol esta carta? La verdad es que se necesita escuchar a los maestros y predicadores exteriores, pero que solo entenderá y aprovechará lo que estos dicen, aquel al cual habla en 10 íntimo el Espíritu Santo. Esto explica por qué muchos escuchan la misma predicación y la misma enseñanza, pero no todos la entienden del mismo modo32. ¡Qué seguridad tan consoladora da todo esto! La palabra que un día resonó en el Evangelio: «El maestro está aquí y te llama» (Jn 11,28b), es verdadera para todo cristiano. El mismo maestro de entonces, Cristo, que habla ahora a través de su Espíritu, está dentro de nosotros y nos llama. Tenía razón san Cirilo de Jerusalén al definir al Espíritu Santo «el gran Didascalo», o sea, el maestro de la Iglesia33. En este ámbito íntimo y personal de la conciencia, el Espíritu Santo nos instruye con las «buenas inspiraciones», o las «iluminaciones interiores» de Cf Agustín, Sobre la primera "
EL ESPÍRITU GUÍA A TRAVÉS DEL MAGISTERIO DE LA IGLESIA
Hasta aquí el primer ámbito en que se ejerce la guía del Espíritu Santo, el de la conciencia. Existe otro, que es la Iglesia. El testimonio interior del Espíritu Santo se debe conjugar con el exterior, visible y objetivo, que es el magisterio apostólico. En el libro del Apocalipsis, al final de cada una de las siete cartas, aparece la amonestación: «El que tenga oídos, que escuche lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2,7a).
carta de Juan, 3, 13; 4, I (PL 35, 2004 s).
Cirilo de Jerusalén, Catcquesis,
10 48
las cuales todos han hecho alguna experiencia en la vida. Son impulsos para seguir el bien y huir del mal, atracciones y predisposiciones del corazón que no se explican naturalmente, porque a menudo van en dirección opuesta a la que quisiera la naturaleza. Precisamente basándose en esta componente ética de la persona, es como algunos científicos y biólogos actuales han llegado a superar la teoría que ve al ser humano como resultado casual de la selección de las especies. Si la ley que gobierna la evolución es solo la lucha por la sobrevivencia del más fuerte, ¿cómo se explican ciertos actos de puro altruismo y hasta de sacrificio de sí por la causa de la verdad y la justicia? 34
XVI, 19.
14
Cl' I•'. Collins, El lenguaje
de Dios, Milán 2007.
El Espíritu habla también a las iglesias y a las comunidades, no solo a los individuos. San Pedro, en los Hechos, reúne los dos testimonios -interior y exterior, personal y público- del Espíritu Santo. Apenas termina de hablar a las muchedumbres de Cristo muerto y resucitado, y estas se sienten «conmovidas» ( c f H e 2,37), hace el mismo discurso ante los jefes del Sanedrín, y ellos se enfurecen (cf He 4,8 ss). El mismo discurso, el mismo predicador, pero el efecto es completamente distinto. ¿Cómo puede ser? La explicación está en estas palabras que el apóstol pronuncia en aquellas circunstancias: «Nosotros somos testigos de estas cosas, como ¡o es también el Espíritu que Dios ha dado a ¡os que lo obedecen» (He 5,32). Dos testimonios deben unirse para que pueda brotar la fe: el de los apóstoles que proclaman la Palabra y el del Espíritu que dispone para acogerla. La misma idea se expresa en el Evangelio de Juan cuando, hablando del Paráclito, Jesús dice: «Cuando venga el Paráclito [...] él dará testimonio de mí; y vosotros también daréis testimonio» (Jn 15,26-27a). Es igualmente nefasto querer prescindir de una como de la otra, de las dos guías del Espíritu. Cuando se descuida el testimonio interior, se cae fácilmente en la juridicidad y en el autoritarismo; cuando se descuida la exterior, apostólica, se cae en el subjetivismo y en el fanatismo. En la antigüedad rechazaban el testimonio apostólico, oficial, 10 50
los gnósticos. Contra ellos, san Ireneo escribió estas palabras: «A la Iglesia le ha sido confiado el Don de Dios, como el soplo a la creatura creada [...]. De él no son partícipes los que no corren a la Iglesia [...]. Separatistas de la verdad, estos se agitan en todo error dejándose zarandear por él; según los momentos, piensan siempre de forma diferente sobre los mismos temas, sin tener nunca un pensamiento estable» 35 .
Cuando se reduce todo a la sola escucha personal, privada, del Espíritu, se abre el camino a un proceso imparable de divisiones y subdivisiones, porque cada uno cree que está en lo cierto y la misma división y multiplicación de las denominaciones y de las sectas, a menudo en contraste entre ellas sobre puntos esenciales, demuestra que no puede ser el mismo Espíritu de la verdad el que habla en todos, pues de ser así, él estaría en contradicción consigo mismo. Como se sabe, este es el peligro al que está más expuesto el mundo protestante, habiendo erigido el «testimonio interior» del Espíritu Santo como único criterio de la verdad, contra todo testimonio exterior, eclesial, excepto el de la Palabra escrita36. Algunos grupos extremos llegaron a tal exceso como para separar la guía interior del Espíritu Ireneo, Contra ías herejías, Cf J. L. Witte, Hsprít-Saint Spiritualité, 4, 1318-1325.
III, 24, 1-2. et EgUses séparées,
en Dictionnaire de
incluso también de la Escritura; entonces comenzaron los movimientos de los «iluminados» que han salpicado la historia de la Iglesia, tanto la católica como la ortodoxa y la protestante. El final más frecuente de esta tendencia, que concentra toda la atención sobre el testimonio interior del Espíritu, es que insensiblemente el Espíritu... pierde la letra mayúscula y viene a coincidir con el simple espíritu humano. Es lo que sucedió con el racionalismo. Pero hay que reconocer que existe también el riesgo opuesto: el de absolutizar el testimonio exterior y público del Espíritu, ignorando el individual que se ejerce por medio de la conciencia iluminada por la gracia. En otras palabras, reducir la guía del Paráclito solo al magisterio oficial de la Iglesia, empobreciendo así la acción multiforme del Espíritu Santo. En este caso prevalece fácilmente el elemento humano, organizativo e institucional; se favorece la pasividad del cuerpo y se abre la puerta a la marginación del laicado y a la excesiva clericalización de la Iglesia. También en este caso, como siempre, debemos reencontrar 10 pleno, la síntesis, que es el criterio verdaderamente «católico». Lo ideal es una sana armonía entre la escucha de 10 que el Espíritu me dice a mí, individualmente, con lo que dice a la Iglesia en su conjunto y por medio de la Iglesia a cada uno. Con su decreto sobre la libertad de conciencia, el concilio Vaticano II ha querido precisamente esta síntesis. 10 52
EL DISCERNIMIENTO EN LA VIDA PERSONAL
Tratemos ahora de la guía del Espíritu en el camino espiritual de cada creyente. Esto lleva el nombre de discernimiento de los espíritus. El primero y fundamental discernimiento de los espíritus es el que permite distinguir «el Espíritu de Dios» del «espíritu del mundo» (cf ICor 2,12). San Pablo ofrece un criterio objetivo de discernimiento, el mismo que había dado Jesús; el de los frutos. Las «obras de la carne» revelan que un determinado deseo viene del hombre viejo pecaminoso, «los frutos del Espíritu» revelan que viene del Espíritu (cf Gal 5,19-22). Porque la carne lucha contra el Espíritu, y el Espíritu contra la carne (Gál 5,17a). Pero a veces este criterio objetivo no basta, porque la elección no es entre el bien y el mal, sino entre un bien y otro y se trata de ver qué es 10 que Dios quiere, en una circunstancia precisa. Precisamente para responder a esta exigencia, san Ignacio de Loyola desarrolló su doctrina sobre el discernímiento. Él invita a mirar sobre todo una cosa: las propias disposiciones, las intenciones (los «espíritus») que están detrás de una elección. San Ignacio sugirió medios prácticos para aplicar estos criterios". Uno es el siguiente: cuando nos encontramos ante dos elecciones posibles, con"
Ignacio de Loyola, Ejercicios
Madrid 1 % 3 , pp. 262 ss).
espirituales,
cuarta semana (Ed. B A C ,
viene considerar primero una, como si tuviésemos que seguir sin más aquella, permaneces en tal estado durante un día o más; luego valorar las reacciones del corazón frente a tal decisión: si da paz, si se armoniza con el resto de las propias elecciones; si algo dentro de ti te anima en esa dirección o, al contrario, si la cosa deja un velo de inquietud... Repetir el proceso con la segunda hipótesis. Todo ello en un clima de oración y de abandono a la voluntad de Dios, de apertura al Espíritu Santo. Una disposición de fondo a hacer, en todo caso, la voluntad de Dios, es la condición más favorable para un buen discernimiento. Jesús decía: «Mijuició es justo porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Jn 5,30b). El peligro en algunas maneras modernas de entender y practicar el discernimiento, es acentuar hasta tal punto los aspectos psicológicos que se llega a olvidar el agente primario de todo discernímiento, que es el Espíritu Santo. Hay una profunda razón teológica de esto. El Espíritu Santo es él mismo la voluntad sustancial de Dios y, cuando entra en un alma, «se manifiesta como la voluntad misma de Dios para aquel en el cual se encuentra»38. El fruto concreto de esta meditación podría ser una renovada decisión de confiarnos en todo y para todo a la guía del Espíritu Santo, como por una especie de «dirección espiritual». Está escri18
to que cuando la nube se alzaba del tabernáculo, los israelitas emprendían la marcha. Si la nube del Señor no se alzaba, no se ponían en marcha (Ex 40,36b-37a). Tampoco nosotros debemos emprender nada si no es con el Espíritu Santo, del que la nube, según la tradición, era figura, el que nos mueve, y sin haberlo consultado antes de cualquier acción. Tenemos el más luminoso ejemplo en la misma vida de Jesús. Él no emprendió nunca nada sin el Espíritu Santo. Con el Espíritu Santo fue al desierto; con el poder del Espíritu Santo volvió y comenzó su predicación; «en el Espíritu Santo» eligió a sus apóstoles (cf He 1,2); en el Espíritu oró y se ofreció a sí mismo al Padre (cf Heb 9,14). Santo Tomás habla de una conducción interior del Espíritu como de una especie de «instinto propió de los justos»: «Como en la vida corporal el cuerpo no es movido sino por el alma que 10 vivifica, así en la vida espiritual cada uno de nuestros movimientos debería proceder del Espíritu Santo»' 9 .
Y así actúa la «ley del Espíritu»; esto es 10 que el Apóstol llama un «dejarse guiar por el Espíritu» (cf Gal 5,18). Debemos abandonarnos al Espíritu Santo como las cuerdas del arpa en los dedos de quien las mué ־'יי׳Tomás de Aquino, Sobre la Carta a los Cálalas,
Cf Guillermo de St. Thierry, El espejo de la fe, 61 (SC'h 301, p. 128)
10 54
7, n. 340.
V, lee. 5, n. 318; lee.
ve. Como buenos actores, tener el oído atento a la voz del consejero oculto, para recitar fielmente nuestra parte en la escena de la vida. Es más fácil de lo que parece, porque nuestro consejero nos habla dentro, nos enseña todas las cosas, nos instruye sobre todo. A veces basta una simple ojeada interior, un movimiento del corazón, una oración. De un santo obispo del siglo II, Melitón de Sardes, se lee este hermoso elogio que quisiera se pudiese repetir de cada uno de nosotros después de la muerte: «En su vida hizo cada cosa movido por el Espíritu Santo»40.
4 «TAMBIÉN N O S O T R O S , QUE POSEEMOS LAS PRIMICIAS DEL ESPÍRITU, G E M I M O S ESPERANDO» El Espíritu Santo, alma de la escatología cristiana
LA LEY DEL ESPÍRITU Y PENTECOSTÉS
Escuchemos el pasaje de Romanos 8 sobre el cual queremos meditar hoy: También nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción filial, la redención de núestro cuerpo. Porque en la esperanza fuimos salvados; pero la esperanza que se ve no es esperanza, porque lo que uno ve, ¿cómo puede esperarlo? Si esperamos lo que no vemos, debemos esperarlo con paciencia (Rom 8,23-25).
'"־Eusebia de Cesarea, Historia
56
de la Iglesia,
c. V, 24,5.
La misma tensión entre promesa y cumplimiento que se aprecia en la Escritura, a propósito de la persona de Cristo, se percibe también a propósito de la persona del Espíritu Santo. Como Jesús fue primero prometido en las Escrituras, luego mani57
festado según la carne, y por fin esperado en su retorno final, así el Espíritu, un tiempo «prometido por el Padre», fue dado en Pentecostés y ahora es de nuevo esperado e invocado «con gemidos inenarrables» por el hombre y por toda la creación que, habiendo gustado sus primicias, esperan la plenitud de su don. En este espacio que se extiende de Pentecostés a la parusía, el Espíritu es la fuerza que nos impulsa hacia adelante, que nos mantiene en camino, que no nos permite acomodarnos y volvernos un pueblo «sedentario», que nos hace cantar con un sentido nuevo los «salmos de las ascensiones»: «Qué alegría cuando me dijeron: "¡Vamos a la casa del Señor!"» (Sal 122,1). Él es quien nos da impulso y, por así decir, pone alas a nuestra esperanza; es más, es el principio mismo y el alma de nuestra esperanza. Dos autores nos hablan del Espíritu como «promesa» en el Nuevo Testamento: Lucas y Pablo pero, veremos, con una importante diferencia. En el Evangelio de Lucas y en los Hechos es Jesús mismo quien habla del Espíritu como «la promesa del Padre»: Una vez que estaba comiendo con ellos les mandó que no saliesen de Jerusalén, sino que aguardasen la promesa del Padre, de la que os hablé: porque «Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de pocos días» (He 1,4-5). 10 58
¿A qué se refiere Jesús cuando llama al Espíritu Santo promesa del Padre? ¿Dónde hizo el Padre esta promesa? Se puede decir que todo el Antiguo Testamento es una promesa del Espíritu. La obra del Mesías es constantemente presentada como culminante en una nueva efusión universal del Espíritu de Dios sobre la tierra. La confrontación con 10 que dice Pedro el día de Pentecostés, muestra que Lucas piensa, en particular, en la profecía de Joel: «En los últimos días -dice Dios- infundiré sobre todos mi Espíritu» (He 2,17a). Pero no solo a ella. ¿Cómo no pensar también en 10 que se lee en otros profetas? «Pero al final será infundido en nosotros el Espíritu desde lo alto» (Is 32,15a). «Derramaré mi espíritu sobre tu descendencia» (Is 44,3b). «Pondré mi Espíritu dentro de vosotros» (Ez 36,27a). E L ESPÍRITU, PRIMICIA Y ARRAS
En cuanto al contenido de la promesa, Lucas acentúa, como suele hacerlo, el aspecto carismático del don del Espíritu, especialmente la profecía. La promesa del Padre es «el poder de lo alto», que capacitará a los discípulos para llevar la salvación hasta los confines de la tierra. Pasando de Lucas a Pablo, se entra en una perspectiva nueva, teológicamente mucho más profunda. El enumera diversos objetivos de la promesa: la justificación, la filiación divina, la herencia; pero lo que resume
todo, el objetivo por excelencia de la promesa, es precisamente el Espíritu Santo que él llama unas veces «promesa del Espíritu» (cf Gal 3,14), y otras «Espíritu de la promesa» (cf Ef 1,13). Dos son las ideas nuevas que introduce el Apóstol en el concepto de promesa. La primera es que la promesa de Dios no depende de la observancia de la ley, sino de la fe y por tanto de la gracia. Dios no promete el Espíritu a quien observa la ley, sino a quien cree en Cristo: ¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley o por haber aceptado la fe que os anunciaron? [...] Pues si la herencia depende del cumplimiento de la ley, ya no se debe a la promesa (Gál 3,2b, 18a). La segunda novedad es en cierto sentido desconcertante. Es como si Pablo quisiera apagar enseguida toda tentación «entusiasta», diciendo que la promesa no está todavía cumplida... ¡al menos enteramente! Dos conceptos aplicados al Espíritu Santo son, a propósito de esto, reveladores: primicia (aparché) y arras (arrabón). El primero está presente en nuestro texto de Romanos 8, el otro se lee en la segunda carta a los Corintios: También nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción filial, la redención de núes׳ tro cuerpo (Rom 8,23). Dios es el que a nosotros y a vosotros nos mantiene firmes en Cristo y nos ha consagrado. El nos 10 60
ha marcado con su sello y ha puesto en nuestros corazones el Espíritu como prenda de salvación (2Cor 1,21-22). El que nos ha hecho para este destino es Dios, y como garantía nos ha dado su Espíritu (2C0r 5,5). ¿Qué es 10 que viene a decir el Apóstol de este modo? Que el cumplimiento realizado en Cristo no ha agotado la promesa. Nosotros, dice con especial contraste, «poseemos... esperando», poseemos y esperamos. Precisamente porque lo que poseemos no es todavía la plenitud, sino solo una primicia, un anticipo, nace en nosotros la esperanza. Es más, el deseo, la espera, el anhelo se hacen todavía más intensos que antes, porque ahora se sabe 10 que es el Espíritu. Sobre la llama del deseo humano, la venida del Espíritu en Pentecostés ha añadido, por así decir, combustible. Ocurre exactamente como con Cristo. Su venida ha cumplido todas las promesas, pero no ha puesto fin a la espera. La espera es reimpulsada, bajo forma de espera sobre su retorno en la gloria. El título «promesa del Padre» coloca al Espíritu Santo en el corazón mismo de la escatología cristiana. No se puede, pues, acoger sin reservas la afirmación de ciertos estudiosos, según los cuales «en el pensamiento de los judíos cristianos, el Espíritu era primariamente la fuerza del mundo /¿/turo, y según los cristianos helenistas es la fuerza del mundo superior». Pablo demuestra que los dos
conceptos no se oponen necesariamente entre sí, sino que pueden coexistir juntos. En él el Espíritu es, al mismo tiempo, realidad del mundo superior, divino, y fuerza del mundo por venir. En el pasaje de las primicias a la plenitud, las primeras no serán eliminadas para hacer sitio a la segunda, más bien se volverán ellas mismas plenitud. Conservaremos 10 que ya poseemos y adquiríremos lo que todavía no tenemos. Será el Espíritu mismo quien se expandirá plenamente. El principio teológico «la gracia es el inicio de la gloria», aplicado al Espíritu Santo, significa que las primicias son el inicio del cumplimiento, el principio de la gloria, parte de ella. No es necesario, en este caso, traducir arrabon por «prenda» (pignus), sino solo por señal (arras). La prenda no es el inicio de la paga, sino algo que se da en espera del pago. Una vez efectuado el pago, la prenda es restituida. No así las arras. Estas no se restituyen en el momento del pago, sino que son completadas. Forman parte ya del pago. «Si Dios nos ha dado como prenda el amor por medio de su Espíritu, cuando se nos dé toda la realidad, ¿se nos va a quitar la prenda? Ciertamente no, pero lo que ya ha dado 10 completará» 41 .
El amor de Dios que aquí pregustamos, gracias a las arras del Espíritu, es pues de la misma calidad de lo que gustaremos en la vida eterna, pero no
de la misma intensidad. Lo mismo se ha de decir de la posesión del Espíritu Santo. Una profunda transformación ha intervenido, como se ve, en el significado de la fiesta de Pentecostés. En el origen, Pentecostés era la fiesta de las primicias42, es decir, el día en que se ofrecían a Dios las primicias de la cosecha. Ahora es también la fiesta de las primicias, pero de las primicias que Dios ofrece a la humanidad, en su Espíritu. Se han invertido los roles del donador y del beneficiario, en perfecto acuerdo con 10 que sucede, en todos los campos, en el paso de la ley a la gracia, de la salvación como obra del hombre, a la salvación como don gratuito de Dios. Esto explica cómo es que la interpretación de Pentecostés, como fiesta de las primicias, no ha tenido, extrañamente, casi ningún equivalente en el ámbito cristiano. San Ireneo hizo una tentativa en este sentido, diciendo que el día de Pentecostés «el Espíritu ofrecía al Padre las primicias de todas las gentes»4י־, pero esta no tuvo prácticamente ninguna repercusión en el pensamiento cristiano.
42 41
41
Agustín, Discursos,
10 62
23, 9 (CC 41, p. 314).
C l ' N ú m 28,26; Lev 23,10. Irene«, Contra
Sohre la solemnidad
las herejías, pascua!,
111, 17,2; cf también Eusebia de Cesarea,
4 (PG 24, 700A).
EL ESPÍRITU SANTO, ALMA DE LA TRADICIÓN
La época patrística, contrariamente a todos los otros aspectos de la pneumatología, no ofrece, a propósito del Espíritu Santo como promesa, una aportación importante, y esto por causa del menor interés que los Padres tienen por la perspectiva histórica y escatológica, respecto de la ontológica. San Basilio tiene un buen texto sobre el rol del Espíritu en la consumación final; escribe: «También en el momento de la esperada manifestación del Señor desde los cielos, no estará ausente el Espíritu Santo. [...] ¡Quién puede ignorar hasta tal punto los bienes que Dios prepara para los que son dignos de ellos como para no comprender que también la corona de los justos es gracia del Espíritu Santo!» 44 .
Pero, si se mira bien, el Santo dice solo que el Espíritu Santo tendrá una parte activa también en el acto final de la historia humana, cuando desde el tiempo se pasará a la eternidad. Está ausente toda reflexión sobre lo que el Espíritu Santo hace ya ahora, en el tiempo, para impulsar a la humanidad hacia el cumplimiento. Falta el sentido del Espíritu Santo como impulso, fuerza propulsora del pueblo de Dios, en camino hacia la patria. El Espíritu empuja a los creyentes a permanecer vigilantes y en espera del retorno de Cristo, en41
Basilio, Sobre et E.spirilu Sanio, XVI, 4 0 (PG 32, 141 A).
10 64
señando a la Iglesia a decir: «Ven, Señor Jesús» (cf Ap 22,20). Cuando el Espíritu dice Marana-tha con la Iglesia, es como cuando dice «Abbá» en el corazón del creyente: se debe entender que él hace decir, que se hace voz de la Iglesia. De hecho, por sí mismo el Paráclito no podría gritar «Abbá», porque no es el hijo del Padre y no podría decir Marana-tha, «Ven, Señor», porque no es siervo de Cristo, sino «Señor» igual que él, como profesamos en el Credo. «Él os anunciará las cosas futuras», dice Jesús del Paráclito (cf Jn 16,14): es decir, abrirá el conocimiento del nuevo orden de cosas brotado de la Pascua. El Espíritu Santo es, por lo tanto, el estímulo de la escatología cristiana, el que mantiene a la Iglesia proyectada hacia adelante, hacia el retorno del Señor. Y esto es precisamente 10 que ha querido destacar la reflexión bíblica y teológica de núestros días. La nueva existencia suscitada por el Espíritu, escribe Moltmann, es ya ella misma escatológica, sin esperar el momento final de la parusía, en el sentido de que es inicio de una vida que se manifestará plenamente, solo cuando se haya establecído el modo de existencia determinado únicamente por el Espíritu, no ya hostilizado por la carne. El Espíritu no es solo promesa en sentido estratégico, sino la fuerza de la promesa, aquel que hace percibir la posibilidad de la liberación, que hace
sentir como todavía más pesadas e intolerables las cadenas, y empuja por tanto a romperlas45. Esta visión paulina del Espíritu Santo como promesa y como primicia, nos permite descubrir el verdadero sentido de la Tradición de la Iglesia. La Tradición no es primeramente un conjunto de cosas «transmitidas», sino que es, en primer lugar, el principio dinámico de transmisión. Es más, esa es la vida misma de la Iglesia, en cuanto, animada por el Espíritu bajo la guía del Magisterio, se desarrolla en la fidelidad a Jesucristo. San Ireneo escribe que la revelación es «como un depósito precioso contenido en un vaso de valor, que gracias al Espíritu de Dios, rejuvenece siempre y hace rejuvenecer también el vaso que lo contiene»46. El vaso de valor que rejuvenece junto con su contenido, es precisamente la predicación de la Iglesia y la Tradición. El Espíritu Santo es, por tanto, el alma de la Tradición. Si se quita, o se olvida, el Espíritu Santo, lo que queda de ella es solo letra muerta. Si, como afirma santo Tomás de Aquino, «sin la gracia del Espíritu Santo hasta los preceptos del Evangelio serían letra que mata», ¿qué tendríamos que decir de la Tradición?
45
Cf J. M o l t m a n n , El Espíritu
46
Ireneo, Adv. Haer. III, 24, Ε
10 66
La Tradición es, desde luego, una fuerza de permanencia y de conservación del pasado, pero es también una fuerza de innovación y crecimiento; es al mismo tiempo, memoria y anticipación. Es como la onda de la predicción apostólica, que avanza y se propaga en los siglos47. La onda no se puede captar si no es en movimiento. Congelar la tradición en un cierto momento de la historia significa hacer de ella una «tradición muerta», nada más, no como la llama san Ireneo, una «tradición viva». i ,י ·•• ׳<•׳׳•••• ׳*' ׳׳... < · · EL ESPÍRITU SANTO NOS HACE ABUNDAR EN LA ESPERANZA
La llamada que brota de nuestra meditación es: esperar, esperar siempre y si ya hemos esperado mil veces en vano, ¡volver a esperar! La encíclica del Santo Padre, Benedicto XVI, cuyo título «Spe salvi: en la esperanza hemos sido salvados» está sacado precisamente del pasaje paulino que hemos comentado, comienza con estas palabras: «Según la fe cristiana, la redención, la salvación, no es simplemente un dato de hecho. Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir
de la vida, Brcscia 1994, pp. 18.92 s. 190. 47
H. Holstcin, la Tradition
dansl'Eglise,
Grasset, París 1960.
y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esa meta, si esa meta es tan grande como que justifique el esfuerzo del camino». Se establece una especie de equivalencia y de intercambiabilidad entre esperar y salvarse, como también entre esperar y creer. «La fe -escribe el Papa- es esperanza», confirmando así, desde un punto de vista teológico, la intuición poética de Charles Péguy, que comienza su poema sobre la Segunda virtud con las palabras: «La fe que prefiero -dice Dios- es la esperanza». Como distinguimos dos tipos de fe: la fe creída y la fe creyente (o sea, las cosas creídas y el acto mismo de creer), así sucede con la esperanza. Existe una esperanza objetiva, que indica 10 que esperamos - l a herencia eterna- y existe una esperanza subjetiva, que es el acto mismo de esperar aquello. Esta última es una fuerza de propulsión hacia adelante, un impulso interior, una extensión del alma, un dilatarse hacia el futuro. Decía un atitiguo Padre: «Una amorosa migración del espíritu hacia lo que se espera» 48 .
Pablo nos ayuda a descubrir la relación vital que existe entre la virtud teologal de la esperanza y el Espíritu Santo. Él refiere a la acción del Espíritu Santo cada una de las tres virtudes teologales. Escribe: 8
י־Diadoco de Fótica, Cien capítulos,
10 68
p r e á m b u l o (SCh 5, p. 84).
Nosotros aguardamos la justicia esperada por la fe mediante la fe del Espíritu. Si creemos en Cristo, da lo mismo estar o no estar circuncidados; lo que importa es la fe y que esta fe se exprese en obras de amor (Gál 5,5-6) (cf Rom 5,5). El Espíritu Santo aparece así como la fuente y la fuerza de nuestra vida teologal. Por mérito suyo, particularmente, podemos «abundar en la esperanza». Escribe el Apóstol poco más adelante en la misma Carta a los Romanos: Que el Dios de la esperanza llene de alegría y paz vuestra fe, y que la fuerza del Espíritu Santo os colme de esperanza (Rom 15,13). «El Dios de la esperanza»: ¡qué insólita definíción de Dios! La esperanza ha sido llamada a veces la «pariente pobre» entre las virtudes teologales. Es cierto que ha habido un momento de intensa reflexión sobre el tema de la esperanza, hasta dar lugar a una «teología de la esperanza». Pero ha faltado una reflexión sobre la relación entre esperanza y Espíritu Santo. Sin embargo, no se comprende la peculiaridad de la esperanza cristiana y su alteridad respecto a toda otra idea de esperanza, si no se la ve en su relación íntima con el Espíritu Santo. Es él quien marca la diferencia entre el «principio esperanza» y la virtud teologal de la esperanza. Las virtudes teologales son tales no solo porque tienen a Dios como su fin, sino también porque tienen a
Dios como su principio: Dios no es solo su objeto, sino también su causa. Son causadas, infundidas por Dios. ¡Necesitamos la esperanza para vivir y necesitamos al Espíritu Santo para esperar! Cualquier tiempo es bueno para esperar, pero sobre todo el tiempo de la tribulación, sabiendo [escribe el Apóstol] que los sufrimientos producen paciencia, la paciencia consolida la fidelidad, la fidelidad consolidada produce la esperanza y la esperanza no nos defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha dado (Rom 5,3-5). La esperanza es, por 10 tanto, la virtud más nccesaría en este tiempo de crisis para el mundo y de tribulación para la Iglesia. Uno de los peligros principales en el camino espiritual es el de desanimarse frente al repetirse de los mismos pecados y la aparentemente inútil sucesión de propósitos y recaídas. La esperanza nos salva. Ella nos da la fuerza de comenzar siempre desde el principio, de creer cada vez que esta será la buena, la de la verdadera conversión. Así se conmueve el corazón de Dios, el cual vendrá en nuestra ayuda con su gracia. «La fe no me sorprende, dice Dios - e s el poeta de la esperanza el que habla, mejor dicho, el que hace hablar a Dios- Resplandezco espléndidamente en mi creación. La caridad no me extraña, dice Dios. Esas pobres criaturas son tan infelices 10 70
que, a no ser que tengan un corazón de piedra, han de tener caridad unas con otras. [...] Pero la esperanza, dice Dios, esto sí que me extraña. Que esos pobres hijos vean cómo van las cosas y crean que irá mejor mañana mismo. Esto es realmente sorprendente. Y mi gracia debe ser de verdad una fuerza increíble»49. No podemos conformarnos con tener esperanza solo para nosotros. El Espíritu Santo quiere hacer de nosotros sembradores de esperanza. No hay don más hermoso que difundir en casa, en comunidad, en la Iglesia local y universal, esperanza. Esta es como ciertos productos modernos que regeneran el aire, perfumando todo un ambiente. Termino con un texto de Pablo VI, que resume muchos de los puntos tocados en las reflexiones precedentes: «Nos hemos preguntado varias veees [...] qué necesidad notamos, primera y última, para esta Iglesia nuestra, bendita y querida. Lo debemos decir casi temblando y rezando, porque es su misterio y su vida, vosotros lo sabéis: el Espíritu, el Espíritu Santo, animador y santificador de la Iglesia, su respiro divino, el viento de sus velas, su principio unificador, su fuente interior de luz y de fuerza, su sostén y su consolador, su fuente de carismas y de cantos, su paz y su gozo, su prenda y «·
Ch. Péguy, Le porche
poétiques El pórtico
1991).
completes, del misterio
du mystére
de la deuxiéme
vertu, en
(Euvres
Gallimard, París 1975, pp. 531 ss). (Trad. Española: de la segunda
virtud.
Editorial Encuentro, Madrid
preludio de vida bienaventurada y eterna. La Iglesia necesita su perenne Pentecostés; necesita fuego en el corazón, palabra en sus labios, profecía en su mirada [...]. La Iglesia necesita readquirir el anhe10, el gusto y la certeza de su verdad»50. s
Indice PREMISA
50. Discurso en la audiencia general del 29 de noviembre de 1972 ñanzas de Pablo
10 72
VI. Tipografía Políglota Vaticana, X, pp. 1210 s).
(Ense-
5
TODA LA CREACIÓN GIME Y SUFRE CON DOLORES DE PARTO Un mundo en estado de espera La tesis del «Diseño inteligente»: ¿ciencia o fe? La evolución y la Trinidad Pascua, paso de la vejez a la juventud
10 14 21
LA LEY DEL ESPÍRITU QUE DA LA VIDA La ley del Espíritu y Pentecostés Qué es la ley del Espíritu y cómo actúa El amor guarda la ley ... y la ley guarda el amor «¡No hay ninguna condena!»
25 25 29 33 35 39
TODOS AQUELLOS QUE SON GUIADOS POR EL ESPÍRITU SON HIJOS DE DIOS ¿Una era del Espíritu Santo? El Espíritu como guía en la Escritura El Espíritu guía por medio de la conciencia El Espíritu guía a través del magisterio de la Iglesia El discernimiento en la vida personal
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41 41 44 46 49 53
TAMBIÉN NOSOTROS, QUE POSEEMOS LAS PRIMICIAS DEL ESPÍRITU, GEMIMOS ESPERANDO La ley del Espíritu y Pentecostés El Espíritu, primicia y arras El Espíritu Santo, alma de la Tradición El Espíritu Santo nos hace abundar en la esperanza
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