TZVETAN TODOROY LA REPRESENTACIÓN DEL INDIVIDUO EN LA PINTURA Publicado en el libro: El nacimiento del individuo en el arte. Buenos Aires: Nueva Visión, 2006 pp. 9-22
Desde que los hombres existen, saben distinguir a un individuo de otro; otros animales hacen lo mismo. Desde que hablan, los hombres saben nombrar a los individuos, por lo tanto, los reconocen en el campo de la conciencia. Pero en otro momento, mucho más tardío, el hombre se convirtió en algo más que en un hecho: se volvió un valor, lo que merece atención y respeto, lo que justifica que se luche por él. La representación del individuo permite al mismo tiempo identificarlo y valorizarlo. Las palabras de la lengua tomadas en forma aislada tienen dificultad para captarlo: las palabras designan generalidades y abstracciones. Pueden decir que ese hombreen particular es bueno, amante, instruido. Pero esas cualidades no le pertenecen en exclu'sividad. Los mismos nombres propios designan a los individuos, pero no los representan: son etiquetas carentes de sentido. Sin embargo, el lenguaje puede superar esa dificultad y darle vida al individuo; para ello, es preciso que se ordene en una historia, que cuente una vida que no se parece a ninguna otra, que se haga bio-grafía. Por su parte, la representación pictórica puede contribuir al poner ante nuestra mirada un cuerpo, un rostro, una mirada que resultan únicos. Ahora bien, el individuo -en un sentido de la palabra que habrá que precisar- no siempre fue valorizado y, por lo tanto, representado por los relatos o las imágenes. ¿Cuáles han sido, en la tradición europea, las grandes etapas de esa conquista? ¿Qué concepción del individuo nos transmiten las formas de su representación? ¿Y qué relación mantienen con el discurso filosófico y teológico contemporáneos? Estas son las preguntas a las que quisiera acercarme rápidamente hoy. I La representación del individuo exige ante todo que el pintor reproduzca los rasgos singulares de ese ser particular, los que lo distinguen de otros hombres, de otras mujeres. Ausente en el arte prehistórico, donde los seres humanos son reducidos a simples siluetas, señaladas más que figuradas, esa representación se verifica en las más antiguas sociedades históricas, tales como las de Egipto o de Creta. En esos casos, por varias razones resulta dudoso hablar de individuos. Tomemos el ejemplo de las tumbas egipcias de la época del Nuevo Imperio (entre los siglos XVI y XI a.C.). Ante todo, los rasgos particulares de los personajes pers onajes representados en las paredes son s on poco numerosos y aislados; por eso, éstos és tos aparecen más como la ilustración de un atributo abstracto y no como una configuración que caracteriza exclusivamente a un individuo determinado. Se ve a una mujer obesa, a una bailarina maliciosa, a un esclavo de rasgos negroides. Pero nada indica que el pintor haya querido preservar los rasgos de un individuo. A través de él, representa la obesidad, la malicia, el exotismo. Pero, sobre todo, esas imágenes no están destinadas a otros seres vivos: acompañan al muerto en sus peregrinaciones de ultratumba. Lo mismo ocurre con los retratos de los faraones que se. encuentran en sus sepulturas. En este caso, están identificados con un nombre propio, pero esas imágenes no insisten en las diferencias individuales y, además, se dirigen a los dioses antes que a los seres humanos. Ese destinatario extraterrestre impide hablar de una verdadera representación de los individuos: en este caso, los modelolos son extraídos del mundo que habitan y transformados en dibujos inmateriales. Se podría comprobar lo mismo a propósito de otro vestigio del arte egipcio, los célebres retratos llamados "de Fayoum", que datan de una época mucho más tardía (entre los siglos I a III d.C.). Esta vez, la caracterización individual del modelo es más avanzada y no se diferencia en nada a la de un retrato de la actualidad. Sin embargo, esos rostros pintados fueron todos cosidos sobre la mortaja que envolvía las
momias: una vez más, estaban destinados a acompañar al muerto en su viaje a través de la eternidad. No dejaban ver al individuo en su existencia terrestre, en medio de objetos y de otros hombres, en el marco de su casa o en el sitio de su aldea. Y tampoco se dirigían a los seres humanos contemporáneos, ya fuera el propio modelo o sus allegados. Es cierto que en Egipto no toda representación del individuo es funeraria. Las imágenes de los faraones y de sus familias, destinadas a figurar en los muros de sus palacios o en lugares públicos son las excepciones a aquella regla. No han sobrevivido demasiadas pinturas de esta clase, pero todos conocemos las esculturas, a veces monumentales, que representan a esos faraones. No obstante, se choca aquí con otro límite de la noción de individuo. Los así representados son apenas humanos; más bien se sitúan a medio camino entre los hombres y los dioses. No es posible imaginarse a un ser humano representado de esa manera. Esas personas excepcionales que son los faraones no tienen nada que ver con los demás miembros de la sociedad, individuos que aún no han accedido a la representación. Pese a que la situación en la antigua Grecia es diferente, también en este caso es difícil hablar de individuos representados. La pintura griega ha desparecido, pero los testimonios que se refieren a ella son numerosos; también se conservan esculturas, bajorrelieves y mosaicos, en originales o en copias. Las imágenes de seres individuales se reparten en dos grandes categorías. Una reúne las que sirven para una función conmemorativa: una persona es representada luego de la muerte y esa imagen se dirige ya no como en Egipto, a los dioses del mundo extraterrestre, sino a los sobrevivientes, a la familia o a los amigos del difunto. Los destinatarios son ahora humanos, pero los modelos siempre se siguen extrayendo del mundo que habitan y, en ese sentido, resultan desindividualizados La otra categoría de imágenes asume una función glorificadora. Benefician no sólo a los jefes de Estado -que, por lo demás, ya no tienen nada de sobrenatural-, sino también a personas que se han distinguido en toda clase de campos: un poeta, un orador, un filósofo, un soldado. Sin embargo, a través de esos bustos y retratos de Homero, de Sócrates o de Temístocles, se siente que no es al individuo a lo que se apunta (por otra parte, a menudo han pasado varios siglos desde la muerte del modelo, de manera que toda cuestión de semejanza queda de lado), sino a la excelencia de su obra de poeta, de sabio, de político: representan un atributo abstracto antes que a un ser singular. De todos modos, es posible que se hayan pintado retratos que escapasen a estas dos categorías, pero no se han conservado, Tan solo los escritos de la época nos enseñan que tal artista había representado a una amiga de Epicuro, tal otro a la madre de Aristóteles, un tercero a sus propios amigos o a los miembros de su familia: se trata de otros tantos seres que no designan nada fuera de sí mismos. Solamente en Roma encontramos lo que para nosotros corresponde plenamente a la representación del individuo y debemos esas imágenes a la erupción del Vesubio, que permitió conservarlas. Miramos un fresco célebre, que muestra el doble retrato de un tal Terentius Neo y de su esposa, panaderos de profesión y propietarios de una villa en Pompeya. Se encuentra sobre el muro de una de sus habitaciones; estaba, por lo tanto, destinado a su propio consumo y al de sus allegados. Esas personas no eran reyes ni semidioses; eran sólo lo suficientemente ricos como para pagarlos servicios de un pintor. Tienen en sus manos objetos de uso cotidiano: viven en nuestro mundo. Y el pintor llevó tan lejos la caracterización individual de los modelos que podríamos reconocerlos con tan sólo encontrarlos en la calle. Esos frescos datan del siglo I de nuestra era, un período aparentemente propicio para el desarrollo del individuo. Los mismos confirman el juicio perspicaz de Flaubert, formulado en una carta dirigida a Mme. des Genettes en 1861 (Corr., Pléiade, III, 191): "Al no estar ya los dioses y al no haber llegado aún Cristo, hubo entre Cicerón y Marco Aurelio un momento único en que sólo estaba el hombre".
II ¿Qué ocurrirá a partir del momento en que esté Cristo? En un primer tiempo, la representación del individuo desde la pintura recibirá impulsos contradictorios. La religión cristiana valoriza al individuo, puesto que cada uno recibe directamente el mensaje de Dios. Pero esa individualización sólo concierne, justamente, a la relación con Dios; el cristianismo no modifica el comportamiento social de los hombres, sino que más bien les abre el camino hacia una existencia asocial. El reino de Cristo no es de este mundo; aquí abajo, el cristiano da al César lo que es del César. Es cierto que la doctrina enseña el amor a los hombres y san Pablo dice: "el que ama a los demás ha cumplido con la ley". Pero ese hombre debe amar a los demás hombres en tanto medio para amar a Dios, medio que también podrá resultar dispensable. A partir del siglo IV, cuando el cristianismo se convierte en religión oficial del Estado, también se precisará la acción de la doctrina sobre la representación pictórica. Ante todo, con el advenimiento de la Iglesia como institución central, con la instauración del papa muy cerca del poder temporal, la relación directa entre Dios y el individuo experimenta un eclipsamiento. Después del emperador Constantino, la esfera espiritual y la esfera temporal se acercan, a veces hasta confundirse. En vez de dirigirse directamente a Dios, a partir de entonces el individuo pasa por la intermediación de la Iglesia. Esta primera evolución va acompañada por una segunda, que consiste en someter la carne al espíritu y todo lo que pertenece al mundo terrestre al orden celeste y divino. La carne es de Satán, el espíritu del Señor, dirá san Pablo. San Agustín dividirá todos los objetos en dos categorías: aquellos que usamos en vista de algún objetivo que se encuentra más allá de ellos y aquellos de los que gozamos intransitivamente. A fin de cuentas, sólo Dios y lo divino merecen ser gozados, ya que el mundo de aquí abajo sólo tiene una utilidad transitoria. No hay que apegarse demasiado a los individuos, advierte Gregorio de Naziance, lo que significaría transferir a la criatura el honor debido al Creador. Ei goce sensible, dirá algunos siglos después Bernard de Clairvaux, no le resulta conveniente a la verdadera vida cristiana, en la que uno se consagra solamente a Dios. En esas condiciones, toda atención dirigida hacia el mundo visible se encuentra bajo sospecha, y la pintura no podría dejar de estarlo. Los objetos y los seres individuales son los únicos que se ofrecen a los sentidos; si estos últimos son desestimados, los propios individuos no iban a ser valorizados. Sin embargo, la religión cristiana tampoco puede apegarse exclusivamente al culto de Dios, desamparando a los hombres y privilegiando exclusivamente el espíritu en detrimento de la carne. Dios creó el hombre a su imagen y el propio Jesús es un hombre en quien Dios se ha encarnado. La iconociasia, o rechazo radical de las imágenes de lo divino, será finalmente condenada como herejía. La representación visual no desaparecerá, pero experimentará una mutación: las imágenes se someterán al sentido, ya que su primera función ya no será mostrar lo visible, sino significar lo verdadero y lo justo. El papa Gregorio el Grande declarará en el año 600: Las pinturas son las lecturas de aquellos que no conocen las letras", es decir, de la inmensa mayoría del pueblo, que accederá a la doctrina cristiana por medio de las imágenes. Lo visible se pondrá al servicio de lo inteligible, según una codificación común a todos. “
Esa doctrina cristiana de las imágenes reinará durante varios siglos. Todavía se representarán individuos, pero en pequeña cantidad; de nuevo, sólo se trata de personajes que se han vuelto excepcionales debido a sus funciones, papas, emperadores, altos dignatarios. Por añadidura, esa representación no busca captar lo singular, con todos sus detalles y matices, sino significar los atributos generales. La pintura se vuelve esquema.
A partir del siglo XIV se manifiestan cambios significativos en la doctrina, que se venían preparando desde tiempo atrás. Conviene mencionar al respecto, y ante todo, a Guillermo de Occam, cuya actividad se ubica en la primera mitad de ese siglo. Con la intención de demostrar que la libertad de Dios es ilimitada, Occam postula que el orden del mundo no obedece a la voluntad divina. Se alineará, pues, de parte del emperador en su conflicto con el papa; al mismo tiempo, legitimará el conocimiento del mundo material por sí mismo, puesto que no obedece a las leyes divinas. Ahora bien, conocer el mundo significa rehabilitar los sentidos y lo que a ellos se ofrece: los individuos. Desde esa perspectiva, lo visible recupera su dignidad, lo que, a su vez, vuelve legítima su representación. Casi en la misma época, en el norte de Europa se desarrolla un movimiento religioso llamado la "devoción moderna"; la obra que recogerá sus lecciones aparecerá un siglo después, en 1441: es La imitación de Cristo de Thomas de Kempis, uno de los libros cristianos más leídos del mundo. Esa corriente de pensamiento recupera uno de los temas del cristianismo primitivo: el contacto directo entre cada individuo y Dios. A partir de este hecho, todo objeto y todo ser humano se encuentra provisto de la misma dignidad. "No existe criatura por más pequeña y vil que sea que no presente alguna imagen de la bondad de Dios". Gerd Groote, uno de los fundadores de la devoción moderna, incitaba a sus contemporáneos a sentirse muy cercanos de la Sagrada Familia y de los santos: están en todas partes, entre nosotros, nuestra casa es la de ellos. Jean Gerson, canciller de la universidad de París a comienzos del siglo XV, pero también canónico en Brujas, retomará ciertas ideas de la devoción moderna y las llevará más lejos aún. No hay imagen más fiel del amor que Dios profesa a los hombres -dirá-- que el amor del esposo por la esposa. Las imágenes permanecen subordinadas a la doctrina, pero ya no existe ruptura entre ambas: "La finalidad de la imagen consiste en enseñarnos a trascender mentalmente lo visible hacia lo invisible, lo corporal hacia lo espiritual". Gerson estará también entre los propulsores del culto de José, un santo particularmente humano, cercano a las preocupaciones de todos. La obra de Nicolás de Cusa, teólogo y filósofo, prepara de otra manera el advenimiento del individuo. Propone situar a uno en relación con lo otro, lo absoluto con lo relativo, lo objetivo con lo subjetivo, antes que valorizar exclusivamente uno solo de esos polos. «Al observador siempre le parecerá que se encuentra en el centro, casi inmóvil, y que todo lo demás se mueve...". La posición del observador -de cada sujeto- es al mismo tiempo una ilusión (cada cual se siente el centro del mundo) y una verdad: es de esa manera como nos situamos en relación con lo que nos rodea. La vía subjetiva es legítima, incluso si resulta forzosamente parcial. Más de un camino lleva a Dios (Nicolás de Cusa predica el ecumenismo de las religiones), más de una visión del mundo tiene el derecho de ser citada. A diferencia de Dios, que existe en la eternidad y conoce la esencia de las cosas, los hombres, por su parte, viven en el tiempo y tienen que vérselas con los estados transitorios del mundo. Esas ideas que circularon en el transcurso de los siglos XIV y XV no forman un sistema coherente. La devoción moderna condena la contemplación de la naturaleza y, por lo tanto, potencialmente a la pintura como representación de lo visible. El platónico Nicolás de Cusa no se reconoce en las teorías nominalistas de Occam. Antes que una teoría única, esas diferentes manifestaciones anunciadoras de la modernidad construyen su humus ideológico. Su síntesis, en esa época, se producirá precisamente en la representación pictórica.
III La transformación en la manera de pintar, que permite introducir al individuo en la imagen, se opera ante todo en la miniatura. Esta, destinada al uso privado de quien la encargaba, goza de una mayor libertad en relación con las reglas tradicionales, comparable a la pintura destinada a los lugares públicos, iglesias o palacios. Entre los grandes mecenas de fines del siglo xiv y comienzos del xv, se destacan dos personajes vinculados con la corte de Francia: Jean, duque de Berry y su sobrino, Philippe, duque de Borgoña. Los pintores de la corte o de la ciudad ilustran para ellos algunos manuscritos en los que se despliega la nueva manera de representar el mundo (Les tres riches heures du due de Berry es el más famoso de ellos). El primer gran cambio consiste en que la imagen deja de estar sometida a un sentido preestablecido que se debía trasmitir, y, aunque sigue transmitiendo ese sentido, también comienza a ponerse al servicio de la visión: muestra lo que se ve. Si el calendario de las Tres riches heu res representa, en febrero, a los campesinos calentándose al fuego y a la casa cubierta de nieve, no se debe a que los campesinos o la nieve tengan un significado teológico preciso. Se debe a que las cosas ocurren de ese modo en el país, en ese momento del año: Tí imagen muestra lo que e Si en la miniatura correspondiente a octubre se ven urracas y cuervos picoteando los granos, a algunos viandantes charlando frente al palacio o a una barca acercándose a la ribera, esto no se incluye como demostración doctrinal: esos temas están porque de esa manera se vive en ese lugar, en ese momento. Pues bien, dado que sólo los individuos se ofrecen a los sentidos, mostrar lo visible es también mostrar lo individual. Las esencias y las abstracciones, tal como existen en Dios, son eternas; la percepción humana, a su vez, se sitúa en el tiempo. Los miniaturistas de la época descubren las huellas e del tiempo: el ciclo anual, en el calendario, y también el ciclo diario. En esas imágenes se comienza a representar no ya los objetos en sí mismos, sino esos objetos iluminados por una cierta luz, variable según las horas del día. Por primera vez en la historia de la pintura europea, se mostrará, pues, la nieve (ciclo anual) o la sombra proyectada por los objetos o las personas (ciclo diario). A esto se agrega el ciclo de la vida: mientras que una visión intemporal muestra los personajes en, una edad ideal, la juventud o la madurez, ahora se ven las huellas del paso del tiempo, las arrugas, los rostros demacrados. Ciertos gestos, más que otros, indican su necesaria inscripción en un desarrollo temporal, tanto en el movimiento como en la quietud. Ahora bien, las personas en movimiento hacen un ingreso masivo en las ines de la época. Los pies se alzan del suelo: permanecen así un instante antes de posarse de nuevo, y ese instante es lo que queda representado. Una iluminación muestra lo que probablemente sea la primera sonrisa de la pintura europea: la sonrisa, otro estado transitorio que no dura más que un instante. Los personajes clave del imaginario cristiano, Jesús, María y los santos, pueden ser representados como la encarnación de una esencia o bien como individuos particulares: éste es el camino que seguirán los miniaturistas del siglo xiv. Más que a Jesús reinando en el cielo por toda la eternidad, se dedican a los momentos más humanos de su existencia: su nacimiento, su primera infancia. Se nos mostrará a José mientras le calienta la sopa o le corta la ropa. O su pasión, cuando sufre como un hombre antes de triunfar como Dios. El nacimiento de sus allegados, María o San Juan Bautista, da lugar a verdaderas escenas de género: se ven, por ejemplo, a las prudentes mujeres probando el agua del baño para asegurarse de que la temperatura sea la adecuada. José, santo particularmente cercano a los hombres comunes, será abundantemente representado. Algunos pintores flamencos, en particular Robert Campin y Jan Van Eyck, transpondrán los descubrimientos de los miniaturistas al campo de la pintura y al mismo tiempo los sistematizarán. Una Navidad de Cmpin muestra un paisaje específico, característico -es preciso señalarlo-, más de Flandes que de Belén, pero ¿acaso la devoción moderna no ha establecido que Jesús y María viven en el mismo mundo que los campesinos flamencos del siglo xv? El mismo cuadro también muestra la vaca ye] asno, que se parecen a una vaca y a un asno tal como se los puede ver en un prado o en ei establo que queda
detrás de la casa. Los comederos de los establos, precisamente, están en ruinas, como a menudo lo están en el mundo real. José y los pastores se parecen a los habitantes de la región. En otros cuadros, la Virgen es representada, a su vez, como joven flamenca en su habitación, José como carpintero que trabaja en su taller. Campin es, asimismo, uno de los primeros pintores que produce retratos individuales de personajes que no ocupan un prirnerrango social, aquel donde la unici a e la persona queda asegurada por la distinción otorgada a su estatuto. Robert de Masmines, un caballero de la corte del rey Felipe, es mostrado sin ninguna inquietud de idealización: no es el tipo de noble caballero lo que se pinta: es un individuo particular, de rasgos groseros, de mirada algo porfiada, de barba negra cortada al ras. Los retratos de un gentil hombre y de una dama dan testimonio de la misma preocupación por los detalles individuales; el hecho de que no conozcamos el nombre de los modelos demuestra que el retrato ya no se halla reservado solamente para las personas ilustres. Aproximadamente en la misma época, Jan Van Eyck pinta, a su vez, retratos individuales: de su mujer, de algunos nobles, de un comerciante italiano instalado en Brujas, quizá también un autorretrato. Sus representaciones de Adán y Eva nos los muestran como seres humanos comunes, cercanos a nosotros, con los rasgos trabajados por el tiempo. La atención por los detalles particulares es llevada en este caso al extremo: Van Eyck pinta hasta el menor pelo del perrito, hasta el más ínfimo reflejo sobre una fruta. Junto a individuos devenidos en objeto legítimo de representación se levanta ahora un individuo-tema: el pintor. Desde el siglo xiv, los artistas que pintaban miniaturas indicaban su nombre en una página cercana. Desde comienzos del siglo xv comienzan a dominar la representación en perspectiva, la que sugiere que el pintor -y, en consecuencia, el espectador- se mantiene en un punto preciso del espacio, que dispone de una visión solamente parcial, incluso deformante del mundo. Ciertos artistas se representan a sí mismos esquemáticamente en los márgenes del libro. Esa intervención del individuo-pintor se fortalecerá significativamente en la obra de Van Eyck. Este firma sus cuadros, a veces agrega su divisa en el cuadro o tambien se representa a sí mismo reflejado en una superficie, o en un espejo, en el interior del cuadro. No sólo sus composiciones parecen organizadas a partir de un cierto punto de vista, sino que además Van Eyck no hace coincidir el espacio representado y el espacio del cuadro, de manera que una ventaña, o un recipiente, o un mueble, podrán ser cortados por el encuadre: el mundo objetivo y su visión subjetiva no se confunden y esa falta de coincidencia expresa como resultado la singularidad del pintor y de su obra, su inscripción en un tiempo y en un espacio únicos. Finalmente, los miniaturistas y pintore- del siglo xv, que dominan bien las lecciones técnicas de sus predecesores, aprecian asimismo la innovación. Los mecenas buscan conseguir los servicios exclusivos de tal o cual pintor, cuya gloria atraviesa las fronteras con rapidez. Las invenciones de los pioneros son rápidamente imitadas, los discípulos procuran distinguirse mediante proezas técnicas, ya que no se satisfacen con el solo sometimiento a la tradición. A partir de mediados del siglo xv, el movimiento es general e irreversible: el mundo individual, y los individuos humanos en particular, se introducen masivamente en la representación pictórica. No la abandonarán hasta poco antes de fines del siglo xix.
IV Este rápido recorrido a través de la historia de la representación en el mundo premoderno incita a volver sobre varias cuestiones que conciernen a la evolución del pensamiento filosófico así como a la de la pintura europea. En primer lugar, se podrá observar que la pintura participa activamente en la historia del pensamiento, que es en sí misma pensamiento, contrariamente a lo que sugiere una atención exclusivamente reservada a la transformación de sus características formales. La pintura piensa sin necesidad de seguir las ideas formuladas en otra parte. Campin y Van Eyck preceden a Erasmo en cien años, a Montaigne en ciento cincuenta. Nicolás de Cusa les es contemporáneo, pero parece haber aprendido de los pintores, antes que éstos de él. La pintura piensa no sólo, no de tal manera, codificando un significado preestablecido en tal o cual objeto o gesto representado, según el método iconológico, sino por las propias modalidades de la representación. Al colocar la representación pictórica en el marco de una historia del pensamiento, se advierte que la gran ruptura el descubrimiento del individuo- se produce en la primera mitad del siglo xv, en el norte de Europa: en Flandes, Borgoña y Francia. Esa ruptura da sentido a lo que llamamos Renacimiento: éste no consiste sólo en el redescubrimiento del arte antiguo y no se limita a los cambios ocurridos en Italia. El advenimiento del individuo es irreversible, pese a que la historia de dicho advenimiento no prosiga, a partir de entonces, de manera lineal y homogénea. Asistimos a una progresiva humanización de lo divino (el autorretrato de Durero en Cristo, de 1500, es uno de los testimonios más elocuentes al respecto), que será seguida, a partir del siglo xvii, por una cierta divinización de lo humano. Hay que agregar que ese descubrimiento del individuo no significa de ninguna manera el triunfo de un individuo aislado de los demás, reducido a lo arbitrario de una subjetividad. Por el contrario: como también lo sugería Nicolás de Cusa, por diferentes caminos se puede llegar al mismo objetivo, ya que la subjetividad no excluye la comunidad. Esos pintores del Renacimiento no sólo comparten siempre el mismo marco mental yios mismos códigos de interpretación: se sitúan además dentro de la doctrina cristiana y no olvidan el significado convencional de tal o cual objeto o gesto. Pero también se refieren a un mundo común, visible por todos y representado por sus cuadros. El humanismo que aportan esos cuadros no es un individualismo. Al acordar ese privilegio al individuo y a lo visible, a partir del Renacimiento la pintura suscita un problema cuya formulación clásica se encuentra en Pascal: "Qué vanidad que la pintura atraiga la admiración por la semejanza con las cosas que no son admiradas en sus originales" (Br. 134, L. 40). Si representar el mundo es hacer su elogio, ¿esto significa que todo en el mundo es digno de elogio? Es posible preferir la actitud medieval, que somete lo visible a lo inteligible. También es posible, como hacen numerosos intérpretes modernos, atenerse a la imagen sin interesarse en su significado. O también, como tantos pintores modernos, renunciar a la propia representación. Pero también se puede aceptar ese elogio del mundo y de sus encarnaciones individuales, inherente a la pintura representativa, y ver allí un pensamiento en acción. Para explicar la actitud del artista frente al mundo, a Rilke le gustaba evocar la figura de san Julián el Hospitalario, capaz de acostarse incluso junto a los leprosos para calentarles el cuerpo. La pintura, elogio del individuo, a su manera le dice sí al mundo visible en su totalidad, lo que corresponde a una cierta filosofía, a pesar de que no sea la de Pascal.