Cuando sólo Cuando reinasen los indios L A POLÍTICA AYMARA E N LA ERA DE LA INSURGENCIA
SINCLAIR THOMSON
Cuando sólo Cuando reinasen los indios L A POLÍTICA AYMARA E N LA ERA DE LA INSURGENCIA
SINCLAIR THOMSON
Es propiedad del autor. Derechos reservados de acuerdo ISBN: 99905-40-48-9 Primera edición: 2006 Primera reimpresión: 2007 Tercera edición diciembre 2010 D.L.: 4-1-1367-06 Autor: Sinclair Thomson Prólogo y traducción: Silvia Rivera Cusicanqui Diagramación: Sergio Caro Miranda Diseño e impresión: WA-GUI Tel/Fax: Tel/Fax: 2204517 La Paz - Bolivia
CONTENIDO
Figuras y mapas
7
Prólogo
9
Prefacio y agradecimientos
15
Esbozo de una historia del poder y de las transformaciones políticas en el altiplano aymara
21
La estructura heredada de la autoridad
51
La crisis de la dominación en los Andes I CONFLICTOS INSTITUCIONALES E INTRACOMUNALES
99
La crisis de la dominación en los Andes II LAS CONSECUENCIAS DEL REPARTO Y EL FIN DE LA MEDIACIÓN
153
Proyectos de emancipación y dinámica de la insurrección indígena I EL ESPERADO DÍA DEL AUTOGOBIERNO INDÍGENA
195
Proyectos de emancipación y dinámica de la insurrección indígena II LA TORMENTA DE LA GUERRA BAJO TUPAJ KATARI
245
Las consecuencias de la insurrección y la renegociación del poder
309
Conclusiones... y caminos a seguir
355
Siglas o abreviaturas
371
Notas
373
Bibliografía
437
FIGURAS Linaje cacical de la familia Fernández Cutimbo
109
MAPAS El sur andino y la región de La Paz Provincias de Pacajes y Chucuito Provincias de Omasuyus y Larecaja Provincia de Sicasica
39 40 41 42
ESBOZO DE UNA HISTORIA DEL PODER Y DE LAS TRANSFORMACIONES POLÍTICAS EN EL ALTIPLANO AYMARA
Para algunos, la propia civilización parecía estar llegando a su n en 1781.
Para otros, era como la alborada de un nuevo día, cuando hombres y mujeres podrían vivir libremente y con dignidad. Ese año, el movimiento anticolonial más poderoso en la historia del dominio español en las Américas barría el territorio de los Andes del Sur. Para los españoles y la elite colonial así como para los insurgentes indios era un tiempo decisivo, que sólo podía equipararse con la conquista del continente en el siglo dieciséis. Ahora, los líderes indígenas imaginaban una contra-conquista, una “nueva conquista” en sus propias manos; los funcionarios coloniales, de igual modo, veían sus campañas de represión como “una nueva conquista” o “reconquista” del reino 1. Uno de los dos teatros principales de la violenta guerra civil andina a principios de los años 1780 estaba en La Paz (hoy Bolivia), una región situada alrededor de la orilla sur de la cuenca del lago Titicaca en el corazón de la población indígena aymara-hablante. En la medida en que es una exploración de la política de las comunidades indígenas y campesinas, este estudio busca recuperar e iluminar la historia del pueblo aymara de La Paz en la era que produjo esta trascendental insurrección pan-andina. Desde los años 1720 y 1730, la región andina había sido escenario de creciente turbulencia. Los conictos locales estallaban con cada vez mayor
frecuencia a lo largo y ancho del área rural. Las prácticas comerciales explotadoras de los corregidores españoles no sólo imponían penurias a las comunidades; también desataban una vigorosa oposición. Las protestas indígenas llegaron copiosamente hacia las cortes. El sentimiento anticolonial halló expresión en profecías, conspiraciones y revueltas ocasionales. En los
años 1770, después de que los funcionarios del estado borbónico impusieran un conjunto de medidas impopulares (incluyendo la elevación de impuestos y un control más estricto del comercio), la sociedad andina llegó a una coyuntura explosiva. En 1780 estalló una cadena de revueltas en las ciudades del altiplano, los valles y la costa, como expresión del descontento indígena, mestizo y criollo frente a las reformas borbónicas 2. En las serranías cercanas a Potosí, la legendaria fuente de la riqueza argentífera española, las luchas comunales locales se convirtieron en una insurgencia regional armada, bajo la dirección de un campesino aymara-hablante, Tomás Katari. En el Cusco, la capital del territorio Inka en tiempos precoloniales, José Gabriel Condorcanqui Tupac Amaru, un cacique o gobernador comunal de sangre noble, se puso al frente como directo descendiente del último soberano nativo ejecutado por el Virrey Toledo en el siglo dieciséis. Tupac Amaru hizo un llamado a la expulsión de todos los europeos del suelo peruano y a un profundo reordenamiento social. El poderoso movimiento que lo consideraba como a su líder simbólico logró la liberación de una amplia región de las serranías y el altiplano andino, en un área geográca que abarca hoy el sur del Perú y Bolivia. Sus repercusiones
se sintieron en un espacio mucho más vasto, cruzando los macizos cordilleranos hacia la actual Colombia por el norte, hasta la actual Argentina por el sur, y desde los desiertos de la costa del Pacíco a las llanuras tropicales del
interior amazónico. Cuando las batallas más importantes se trasladaron a La Paz, donde los comandantes qhichwa-hablantes del Cusco se aliaron con el comandante de las tropas campesinas aymaras de Tupaj Katari, la guerra civil ingresó en su fase más aguda y a la vez más violenta 3. Desde sus campamentos en El Alto, en el borde del altiplano andino, decenas de miles de guerreros campesinos aymaras observaban una escena impresionante. A sus pies se abría un gran valle, creado por el drenaje, durante decenas de miles de años, de un antiguo mar cuyas aguas habían uido
hacia abajo desde el altiplano a cuatro mil metros de altura sobre el nivel del mar, a lo largo de los valles y serranías altoandinas hacia el suelo continental del Amazonas. Tierras de misteriosa belleza, de color ceniza, ocre y rojizo, formaban paredes abruptas alrededor de la cuenca. A lo largo y por encima de la hoyada, los insurgentes podían ver cómo se elevaban hacia los brillantes 22
cielos andinos los macizos picos glaciales del Illimani (seis mil cuatrocientos metros s.n.m.), al que reverenciaban como una poderosa divinidad ancestral. Bajo esta inmensa presencia tutelar, oleadas sucesivas de asentamientos humanos habían poblado la cuenca, cultivado sus laderas, explorado sus tierras auríferas y pastoreado camélidos andinos. Cuando los miembros de la primera expedición española llegaron al valle en el siglo dieciséis, no se percataron de los poderes numinosos del paisaje ni de las capas de historia humana que sustentaron. En 1548 se fundó la villa española de La Paz, en un espacio que los diversos grupos étnicos nativos hablantes de aymara, qhichwa y pukina llamaban Choqueyapu. La Paz sirvió desde entonces como el nexo comercial más importante entre Cusco y Potosí. Fue también el centro del asentamiento español y del control político colonial en un espacio altoandino ocupado mayoritariamente por gente que los españoles llamaron “indios”. Pero ahora, luego de dos siglos y medio de dominio colonial, la ciudad estaba asediada y el poderío español estaba al borde de la destrucción. El campamento aymara era escenario de un constante ajetreo. Llegaban espías trayendo informes acerca de los acontecimientos en la ciudad, y mensajeros trayendo noticias y cartas de las provincias del norte y del sur. Los combatientes iban y venían de las comunidades del altiplano, y estaban organizados en veinticuatro cabildos. A la cabeza de esta organización, y ejerciendo autoridad política, militar y espiritual, se hallaba el temible Tupaj Katari, cuyo nombre signica “serpiente resplandesciente” en castellano. Debajo de
un amplio toldo, Katari presidía las reuniones de su tribunal militar y celebraba una misa diaria a cargo del clero cautivo español. Los cadáveres de sus enemigos y traidores eran colgados en horcas alrededor de la ciudad, como un espantoso signo de justicia. Una multitud de indígenas subía y bajaba por las abruptas laderas de la cuenca, algunos con mulas o llamas cargando armas o provisiones. Desde las alturas de El Alto, la ciudad española que se veía al fondo del valle era un diminuto conglomerado de casas de adobe y teja, calles rectangulares y paredes con barricadas que se habían construido para defender la ciudad. Fuera de estos muros, todas las haciendas españolas habían sido abandonadas. Las parroquias indígenas circundantes se habían convertido en campos 23
de batalla asolados donde ocurrían choques y escaramuzas entre los ejércitos contendientes. Dentro de las paredes de la ciudad se había refugiado una decreciente población de europeos, criollos, mestizos y sus dependientes indígenas que resistían el ataque, el hambre, las enfermedades y la desmoralización. Por las noches los indios armaban un constante alboroto para mantener perturbado al enemigo. Las familias se vieron reducidas a comer carne de caballo, mula, perro, gato, incluso cueros de animales, rezando a la Virgen para pedir socorro. Las campanas de las iglesias tocaban un intermitente son mortuorio. En sus dos fases, el cerco de La Paz duró un total de 184 días. Sólo a nes de 1781, y con dicultades, las tropas realistas contrainsurgentes enviadas desde Buenos Aires consiguieron nalmente levantar el cerco y someter a las principales fuerzas insurgentes. Katari fue capturado y descuartizado en una ceremonia brutal, llevada a cabo en nombre de dios y del rey de España, ante una congregación masiva de aturdidos indios de toda la región circunlacustre. En 1782 se llevaron a cabo nuevas campañas de pacicación, para apagar los focos de resistencia que habían quedado. Las fuerzas coloniales continuaron aplastando los nuevos signos de actividad rebelde en todo el reino del Perú. Al nalizar la guerra, continuaron las demandas locales, las amenazas, movilizaciones y una serie de pruebas de fuerza a medida que las comunidades, las elites locales y el estado borbónico intentaron redenir las relaciones de poder coloniales. UNA APROXIMACIÓN A LA POLÍTICA CAMPESINA E INDÍGENA
La época de nes del siglo dieciocho se caracterizó por el profundo estado de trastorno político en vastos territorios del mundo atlántico. En Europa y en las Américas, los regímenes políticos y estructuras de dominio colonial establecidos estaban bajo ataque, y los revolucionarios animaban visiones alternativas del orden social y luchaban por plasmarlas. Las comunidades andinas se levantaron en forma coincidente con insurgentes en Norte América, y poco tiempo antes, con los sans coulottes de Francia y los “jacobinos negros” de Santo Domingo (Haiti). Tres décadas más tarde, los españoles criollos se lanzaron a las guerras que nalmente lograron la independencia de la autoridad política ibérica. Dada la simultaneidad de esos movimientos, es interesante notar que
24
la insurrección pan-andina ha recibido escasa mención en la historiografía occidental acerca de la Era de la Revolución 4. ¿Es un hecho accidental, un caso de descuido historiográco? ¿Es una exclusión más signicativa? ¿Fue la insurgencia andina, aunque coincidente en su temporalidad, categóricamente diferente de otros movimientos revolucionarios de la época? Una explicación posible de esta escasa atención es que la península ibérica e Iberoamérica son por lo general vistas como periféricas al eje de poder del Atlántico norte, emergente en este período. Los imperios de España y Portugal estaban sin duda luchando por reorganizarse a nes del siglo die ciocho, para competir con sus más dinámicos vecinos y rivales imperiales. Es también evidente que Francia, Norte América e Inglaterra, más que España y Portugal, eran los sitios originarios de una cultura política liberal y de una economía política capitalista, que normalmente se consideran paradigmáticas en el mundo revolucionario del norte del Atlántico. Una de las interpretaciones clásicas acerca de la revolución en esta era es que los ideales y ejemplos de liberación barrieron como una marea desde Francia y Norte América a lo largo del resto del mundo atlántico. Y sin embargo, no existe casi ninguna evidencia de que la insurrección pan-andina estuviera inspirada por los philosophes de la revolución francesa o por el éxito de los criollos norteamericanos. Tampoco fue provocada por la labor de agentes secretos británicos hostiles a la corona española. A diferencia de la revolución haitiana, que se desarrolló en estrecha conexión con la dinámica política multilateral de las Américas y Europa, el caso andino nuevamente cae aquí fuera del paradigma convencional para el Atlántico revolucionario. Otra explicación posible es, para decirlo con una memorable frase de E.P. Thompson, el “enorme desdén de la posteridad” que muestra la historia hacia aquellos cuyas luchas no fueron victoriosas, o cuyas aspiraciones no estuvieron de acuerdo con lo que el pensamiento posterior llamó “modernidad”. Es verdad que la exitosa guerra revolucionaria que llevaron adelante los esclavos de Haití —que inauguró la primera nación independiente en América Latina y el Caribe y la primera en abolir la esclavitud en las Américas— ha sido vista con similar desdén. Sin embargo, si la signicación de la revolución haitiana fue desplazada hace tiempo de las narrativas históricas occidentales, los mismos problemas de “silenciamiento” y trivialización han afectado, incluso más agudamente, el tratamiento de la insurrección pan-andina5.
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Donde ha sido puesto en discusión, el carácter del movimiento andino a menudo se mide, y se subestima, en términos de las normas dominantes liberales y nacionales de lo que se considera un proyecto político moderno, legítimo y viable. Tupac Amaru y sus seguidores no rechazaron la soberanía monárquica en nombre de ideales republicanos. Las instituciones y líderes étnicos que controlaban el poder sustentaron sus demandas políticas en derechos ancestrales, hereditarios, territoriales y comunales, más que en las nociones abstractas y ostensiblemente intemporales de derechos humanos y ciudadanía individual. La democracia estaba presente no como una losofía
política novedosa, ni como un sistema en el cual un estrato disociado de intermediarios especiales administraba la cosa pública, sino como formas vividas de práctica política comunitaria, descentralizada y participativa. Algunos autores han estereotipado estos movimientos como si estuvieran animados por una mirada al pasado, en busca de la restauración de un orden social anterior a la conquista o de un pacto colonial temprano con la corona española. Otros los han considerado como una típica revuelta nativista, utópica, mesiánica o milenarista, una expresión irracional y condenada al fracaso de la desesperación de los oprimidos, más que un fenómeno político digno de estudio en sus propios términos. La exploración de la insurgencia anticolonial en los Andes del siglo dieciocho nos ofrece un modo de reconsiderar la cultura y la organización política revolucionarias bajo una luz más amplia. Nos permite desplazarnos de los
modelos convencionales occidentales acerca del nacimiento de la democracia, la formación del estado-nación y la “modernidad” capitalista, que privilegian a la región del Atlántico norte y a los sujetos políticos burgueses y criollos. Nos revela una gama más amplia de sujetos revolucionarios y de proyectos
emancipatorios que circulaban en la época, y la forma cómo éstos fueron producidos localmente, más que como un reejo de la experiencia y de la
conciencia del Atlántico norte. El Atlántico revolucionario era menos una sola marea oceánica que una serie de múltiples corrientes que uían simultáneamente, algunas convergentes y otras siguiendo un curso más autónomo. La región altoandina no quedó fuera del mundo revolucionario en el siglo dieciocho, pero tampoco es un espacio que precisa ser incluido en la geografía occidental de la modernidad. 26
Al igual que otras luchas revolucionarias de la época, la insurrección andina de 1780-1781 fue un movimiento de liberación que buscó, y logró temporalmente, derrocar al régimen preexistente de dominación y colocar en su lugar a sujetos previamente subalternos, como cabeza del nuevo orden político. Fue un movimiento en contra del dominio colonial y en pro de la autodeterminación pero, a diferencia de las otras revoluciones, en este movimiento fueron sujetos políticos nativos de las Américas los que formaron el cuerpo de combatientes, asumieron posiciones de liderazgo y denieron los términos de la lucha. Los modos especícos en que vislumbraban la libertad y el auto-
gobierno, y la dinámica concreta a nivel local y regional de la cual emergieron sus visiones y prácticas políticas, son los temas centrales de este libro. En la región andina misma, la peculiaridad de la gran insurrección y su importancia no han sido puestas en duda. Ha recibido abundante atención, en proporción a su enorme impacto. Los eventos de 1780-1781 afectaron no sólo a la sociedad colonial y a la reforma imperial de nes del siglo dieciocho
en los Andes, sino también a la naturaleza del proceso de independencia y posterior formación de estados naciones en el siglo diecinueve. Dos siglos más tarde, la insurrección adquirió poderosa signicación simbólica en la
cultura política nacional y en los movimientos populares. En el Perú, por ejemplo, tanto el régimen militar reformista de Velasco Alvarado (1968-1975) como el régimen conservador de Morales Bermúdez (1975-1978) invocaron al líder insurgente del Cusco al instituir nuevas políticas agrarias y sociales. En Bolivia, las guras de Tupaj Katari, su consorte Bartolina Sisa y su hermana
Gregoria Apaza se han vuelto fuente de inspiración para los intelectuales aymaras y para las organizaciones políticas y sindicales en la fase contemporánea de movilización étnica desde los años 1970. En la producción académica historiográca, que es sólo una de las dimensiones de la memoria pública más amplia en los Andes, la insurrección ha inspirado trabajos magistrales y apasionados, fuertes controversias y renovados ciclos de investigación especializada. Este estudio ha tomado forma gracias a esta rica producción historiográca, aunque también intenta iluminar algunos
ámbitos de la historia que han permanecido en la sombra. La historiografía será considerada en forma más detallada en los siguientes capítulos; sin embargo, hay cuestiones de enfoque a las que quisiera referirme en primer lugar. 27
Para comenzar, mi propósito subyacente es conferir un sentido de la vitalidad e intensidad de la política campesina indígena, y esta apreciación implica indagar acerca de la dimensión política “interna” de la sociedad y la comunidad indígenas. El siglo dieciocho fue una época de particular efervescencia política en los Andes. El Virreinato del Perú fue testigo de varios tipos de acción política, tales como las revueltas comunales espontáneas y efímeras en torno a la tierra, las condiciones de subsistencia o las exacciones locales, o bien protestas contra las reformas estatales borbónicas, que se dieron en forma relativamente extendida en América Latina colonial. Sin embargo, los Andes también se con virtieron en el sitio de movilizaciones anticoloniales audaces y originales, que fueron raras en otras regiones de América Latina antes de la independencia 6. Por lo tanto, el caso andino de nes del período colonial es particularmente
propicio para el estudio de la cultura y la participación política campesina, así como de la política anticolonial insurgente de los pueblos indígenas de esta región7. Lo que quiero explorar, sin embargo, no son sólo las confrontaciones directas con adversarios externos, sino también la textura interna de la sociedad indígena y el modo en que dio forma a dichas confrontaciones. Estos espacios interiores de la política e historias políticas íntimas interesan por sí mismas, ya que, después de todo, absorbieron la mayor parte de las energías políticas del pueblo aymara. Al mismo tiempo, esta dinámica interna se relaciona a su vez con las negociaciones y conictos con fuerzas externas, así como con el con junto de procesos causales que dieron forma al mundo andino colonial8. Este es un estudio que abarca una época más que un episodio. Me interesa el contexto histórico de larga duración dentro del cual ocurrió la insurrección y dentro del cual debe ser entendida. A estas alturas, los eventos de la guerra civil han sido ya establecidos con precisión, incluso para las regiones menos prominentes dentro del territorio insurrecto, y por lo tanto, mi enfoque se aproxima a otros análisis de larga duración sobre la rebelión y la resistencia campesina indígena, más que a narrativas coyunturales de la insurrección. Estos trabajos sobre la larga duración, sin embargo, han tendido a ir en dos direcciones: hacia una visión panorámica del territorio andino como un todo, o bien hacia un análisis materialista, económico y estructuralista de los factores causales que llevaron a la ruptura insurreccional de 1780-1781. Mi propósito, que considero complementario a estas contribuciones, es el de 28
explorar una historia menos conocida a nivel local y regional, centrada en las esferas políticas y culturales internas de la sociedad indígena9. Esta investigación tiene como eje de análisis dos temas. El primero es que considero que en las comunidades del sur de los Andes estaba ocurriendo una gran transformación en el curso del siglo dieciocho. En este período, el sistema tradicional de autoridades y la forma del gobierno comunitario en manos de señores nativos, conocido como cacicazgo, entraron en una crisis irreversible y dieron lugar a una nueva y peculiar organización del poder político comunal. Las luchas sobre el cacicazgo nos dan una visión esclarecedora de la compleja dinámica interior de los pueblos y comunidades indígenas en este período. Nos muestran también las implicaciones que tuvieron estas
cambiantes condiciones internas para las relaciones externas y para la sociedad rural en general. Como se argumentará más adelante, fuerzas estructurales y regionales de gran amplitud desataron estos cambios a nivel local, pero también las transformaciones dentro de las comunidades determinaron el modo en que se desenvolvió y desmoronó el colonialismo en los Andes. A este respecto, el enfoque local e interno nos revelará cómo los procesos de crisis y transformación más amplios a nivel regional y estructural estaban también siendo inuidos de abajo para arriba.
La “comunidad” aymara puede concebirse como una formación política especíca, es decir, una totalidad estructural en la cual un conjunto
de relaciones de poder se articulan de modo particular 10. Como se verá más adelante, por ejemplo en las discusiones sobre el cacicazgo y la jerarquía de cargos de autoridades comunales, el énfasis en las relaciones de poder conere a este concepto una mayor profundidad y dinamismo, en
comparación con un enfoque funcionalista e institucionalista de la política comunal. El énfasis en la política interna nos permitirá concentrarnos en la dinámica del poder; en los ejes de jerarquía, diferenciación y solidaridad, y en la legitimidad de la mediación y representación comunitarias. Este énfasis nos permite ir en contra de los estereotipos de la comunidad como un agente unicado y discreto, que simplemente resiste, se reconstituye o se
desestructura frente a fuerzas externas hostiles. Al mismo tiempo, la concepción estructural de la “comunidad” es perfectamente compatible con una comprensión especícamente histórica. La
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noción que se emplea aquí, de la comunidad como formación política, no apuntala una visión del ayllu (la unidad comunal andina tradicional) como un ente poseedor de una esencia ahistórica, capaz de autoreproducirse, ni como una reliquia de tiempos primordiales. Mi punto de vista es que durante este período se estaba llevando a cabo una transformación fundamental en la estructura política de la comunidad. Argumentaré que, a medida que proliferaban complejas luchas en la segunda mitad del siglo dieciocho, el locus del poder comunal se desplazó hacia la base de la formación política. Este proceso histórico equivalía a una democratización, pero no en términos liberales u occidentales sino comunitarios. Involucró cambios denitivos, una suerte de
auto-reconstitución política, que sentó las bases para la organización política de las comunidades aymaras hasta el presente11. El otro tema central es el signicado de la insurgencia y la naturaleza de la
conciencia política de los campesinos andinos y los líderes que participaron en las movilizaciones anticoloniales de este período. De acuerdo con Bartolina Sisa, el comandante aymara Tupaj Katari levantó su ejército campesino con el propósito de que “se habían de quedar de dueños absolutos de estos lugares, como también de los caudales”. Observó que los combatientes indígenas de 1781 hablaron anticipadamente del momento cuando “sólo reinasen los indios”12. Esas visiones de emancipación y autodeterminación habían tenido antecedentes en La Paz, aunque la historiografía precedente no ha logrado registrarlas. A medida que los conictos locales aumentaban en frecuencia e
intensidad durante el siglo dieciocho, ocasionalmente estallaron movimientos que desaaron directamente el doble fundamento del orden político colonial:
la soberanía española y la subordinación indígena. Estas visiones coincidían también en variable medida con los proyectos de los insurgentes coloniales en otras regiones de los Andes del sur en 1780-1781: el movimiento de Chayanta liderado por Tomás Katari, el levantamiento del Cusco bajo liderazgo Inka y las movilizaciones de Oruro, que llevaron a una breve alianza entre comunidades indígenas y criollos urbanos. Pero al estudiar la gama de proyectos anticoloniales que fueron gestados en La Paz y el sur de los Andes entre 1780 y 1781, podemos identicar los perles comunes y variables de la imaginación política de los insurgentes indígenas, así como las visiones especícamente
campesinas de la utopía andina. 30
Tupaj Katari, un comunario campesino que surgió para coordinar el cerco a La Paz y las fuerzas aymaras de la región en 1781, es recordado a través de imágenes polares, ya sea como un héroe audaz y carismático o como un bruto vicioso y sombrío. Quisiera reconsiderar la identidad y el liderazgo de Katari para poder apreciar su verdadera complejidad y creatividad política. Al mismo tiempo, la reexión sobre sus estrategias de liderazgo, su uso del po der espiritual y la performance simbólica de su masculinidad nos puede servir como una clave inicial para comprender la cultura política de la insurgencia aymara que encabezó. Así como la feroz conducta guerrera de Katari se pone a menudo en contraste con la noble gura del Inka Tupac Amaru, la fase de la
guerra en La Paz se suele distinguir por lo general de la fase más temprana del Cusco por su radicalismo, sus antagonismos raciales y su violencia, así como por la poderosa expresión de fuerzas comunitarias de base en su interior. Me ocuparé de las formas en las que el movimiento de Katari se conectó políticamente y fue moldeado por otras insurgencias regionales, las formas en que se diferenció de ellas, así como el modo en que su dinámica puede claricar los perles más generales de la insurgencia en el sur andino.
Al conectar la cuestión de las transformaciones comunales con el análisis de la política insurgente, podemos generar valiosas ideas sobre la crisis del orden colonial en los Andes en el siglo dieciocho, y sobre la naturaleza de la experiencia insurreccional en 1780-1781. Desde mediados del siglo, a medida que las luchas locales sobre el gobierno comunal se volvieron tan frecuentes y extendidas como para minar por dentro la institución cacical, tuvieron el efecto simultáneo de desestabilizar el orden político colonial. El cacicazgo era una forma consolidada y crucial de mediación política entre las comunidades indígenas y el estado, las autoridades regionales y otras elites locales. Su defunción signicó la ruptura de los mecanismos clásicos de dominio colonial indirecto
a través de los señores étnicos locales. Aunque tanto las comunidades como el estado lucharon por renegociar formas de mediación y representación política en benecio de sus propios intereses, esta prueba de fuerza perduraría hasta nes del período colonial y quedaría sin resolución. Nunca pudo ser reestable -
cido con éxito un régimen viable de dominación colonial en el campo. En la medida en que la transformación comunal contribuyó a la crisis general de la sociedad andina colonial, sentó las precondiciones políticas 31
para la insurgencia aymara de 1781 y dio forma a la naturaleza especíca
de las movilizaciones anticoloniales del período. Mis hallazgos indican que, virtualmente sin excepciones, los caciques o señores nativos no participaron en dichas movilizaciones en La Paz. La insurgencia estuvo marcada por poderosas fuerzas comunitarias de base, que perseguían objetivos comunales. Su liderazgo era ya sea descentralizado o altamente sensible a las demandas de las comunidades. La autonomía y la pujanza de estas fuerzas comunales reejaban las transformaciones que se estaban dando en ese momento dentro
de las comunidades, con el desmoronamiento del cacicazgo y la transferencia del poder a la base de la formación política. En última instancia, desde mi punto de vista, la conexión crucial entre la transformación comunal aymara y la insurgencia en el siglo dieciocho fue el tema del autogobierno. Las luchas locales por el autogobierno estuvieron en la base de los conictos de las comunidades contra sus caciques a lo largo del
último período colonial. El mismo objetivo político estaba en el corazón de los proyectos anticoloniales de las poblaciones andinas en el siglo dieciocho. Mientras que al nal la gran insurrección de 1780-1781 no culminó con un
triunfo duradero de los campesinos indígenas, la aspiración de autonomía se mantuvo viva en adelante en el nivel local. En la historia republicana posterior, esta tendencia se ha manifestado bajo la forma de luchas cíclicas por retomar el control sobre las esferas de la representación y la mediación política con el estado, y continúa siendo parte de la cultura política aymara de hoy. IDENTIDAD Y POLÍTICA AYMARAS
En la etnografía y la etnohistoria andinas, la identidad étnica aymara es atribuida a una población predominantemente rural y campesina, que habla el idioma aymara y que se concentra geográcamente en el altiplano y valles interandi nos del sur13. Históricamente, la distribución del jaqi aru , la lengua que desde tiempos coloniales se describió como aymara, era mucho más amplia de lo que es hoy en día. Las poblaciones aymara-hablantes estaban organizadas en señoríos o federaciones étnicas regionales que se sometieron al dominio Inka hacia principios del siglo quince. Dentro del reino del Tawantinsuyo controlado por los Inkas, había una correspondencia aproximada entre la región del Qollasuyu 32
y lo que hoy se reconoce como territorio aymara. Las federaciones aymaras se extendían casi hasta el Cusco por el norte y hasta más allá de Potosí por el sur. Dentro de nuestra zona de estudio, la federación Qolla controlaba el área al norte y noreste del lago Titicaca; los Lupaqa ocupaban la orilla occidental del lago y los Pacaxes estaban asentados en el sur 14. Con la conquista española, las distinciones étnicas entre las poblaciones andinas, que por cierto compartían parámetros culturales comunes a pesar de sus diferencias, se difuminaron en la mirada de un estado colonial que en general tipicaba a sus súbditos nativos como “indios”. A lo largo de la
historia colonial y moderna, el territorio aymara continuó achicándose con el avance de la frontera linguística qhichwa. Hoy en día, las fronteras entre el aymara y el qhichwa todavía son uidas y se traslapan, y un considerable contingente de la población aymara ha tomado residencia urbana, principalmente en el área metropolitana de La Paz y El Alto. También puede encontrarse una reducida población aymara en el norte de Chile, mientras que en el sur del Perú existe otra gran concentración en las orillas del lago Titicaca, aunque la mayoría de la población reside en Bolivia, cuyo núcleo aymara está localizado en las provincias circunlacustres y en la región de La Paz15. La atribución etnohistórica de una identidad aymara a una población que habla una lengua común y que comparte un conjunto dado de condiciones culturales y un territorio general no signica que históricamente existiera un contraste denido y autoconsciente entre hablantes de aymara
y de qhichwa en diferentes partes del sur de los Andes. En La Paz del siglo dieciocho, después de la desaparición de las antiguas federaciones étnicas y cuando la organización social indígena se hubo reorganizado y reducido a nivel de las jurisdicciones de los pueblos coloniales, no existía una categoría explícita o autoreferente (es decir, “émica”) de identidad étnica aymara. Sin embargo, y tomando en cuenta esta advertencia, podemos hacer tal atribución y concebir que los pobladores indígenas de La Paz que hablaban jaqi aru o aymara eran los antepasados de quienes hoy se llaman a sí mismos aymaras. En décadas recientes, la identidad aymara ha sido crecientemente adoptada de modo consciente como parte de una galvanización general de la organización política campesina y fortalecimiento de la conciencia étnica en Bolivia16. 33
La literatura etnográca anterior nos había pintado un cuadro del ay mara como un ser hosco, desconado y estoico, pero con una pronunciada
tendencia a la crueldad y a la beligerancia. El antropólogo norteamericano Adolph Bandelier escribió: “La avaricia, astucia y salvaje crueldad son los rasgos desafortunados del carácter de estos indios”. Citando a cronistas españoles, continuó: “Estos rasgos no son, como lo quisiera una visión sentimental, resultado del maltrato por parte de los españoles, sino peculiares a la raza , y eran todavía más pronunciados a comienzos del período colonial que en el presente” (el énfasis es de Bandelier). Sobre la base de sus experiencias de trabajo de campo, añadió: “El visitante que permanezca por breve tiempo entre los aymaras, puede ser llevado a confusión por sus modales sumisos, sus modos rastreros y especialmente por la manera humilde en que saludan a los blancos. Pero conociéndolos con más profundidad, no puede pasar inadvertida la ferocidad innata de su carácter” 17. Tal visión no era exclusiva de los antropólogos extranjeros visitantes. Bautista Saavedra, el criminalista boliviano, autor de un tratado sobre el ayllu, y luego presidente de la República, expresó una impresión similar, aunque podría parecerle “sentimental” a Bandelier: “Se puede decir que por vía de la selección han ido aguzándosele estas armas de defensa [los instintos de la desconanza y la astucia] contra las depredaciones brutales de los peninsulares y los abusos y explotaciones del cura, del militar y del corregidor [autoridad cantonal]. De aquí es que cuando el indio está en contacto con el blanco,
aparenta una sumisión abyecta, porque conoce su impotencia; pero cuando se encuentra en superioridad evidente, es altanero, terco, atrevido. Si han estallado sus odios y rencores, entonces se transforma en una era temible de
faz descompuesta e inyectados ojos”18. Los comentarios de Bandelier y Saavedra tienen el típico toque del pensamiento dominante en América Latina a principios del siglo XX , especialmente porque se hacían eco del discurso cientíco más reciente sobre la raza. Y sin
embargo, las nociones de ambos etnógrafos sobre el lado siniestro del carácter aymara derivaban en gran medida de la experiencia histórica de las elites en los levantamientos de La Paz. Ambos escribieron después de la masacre de Mohoza, cuando los indios mataron a un contingente de soldados criollos durante la guerra civil de 1899. Ambos también estaban conscientes de la 34
insurrección que había tenido lugar un siglo atrás. La violencia política del siglo dieciocho dejó su marca en la mente de las elites y de los etnógrafos, y el discurso colonial acerca del salvajismo de los aymaras que surgió en 1781 ha persistido, a través de recreaciones racistas modernas, a lo largo del siglo XX . Una crítica de estos clichés acerca del carácter aymara, que surgen en las fuentes coloniales y perduran en una parte de la historiografía de la insurrección, nos permitirá claricar cómo y por qué los campesinos aymaras se
involucraron en rebeliones y actos de violencia en el siglo dieciocho. El estudio de la política aymara en el período colonial tardío nos permitirá también descubrir el perl político de la comunidad actual, con una de sus principales
características —su particular contenido democrático— que ha sido puesta en relieve por la etnografía reciente. Al mismo tiempo, deseo mostrar que la vitalidad política aymara, que es tan notable en la organización y movilización étnica contemporáneas, tiene una historia que data al menos de dos siglos 19. L A ÉPOCA DE LA INSURGENCIA
En un amplio balance acerca de las revueltas y rebeliones en el Virreinato del Perú durante el siglo dieciocho, Scarlett O’Phelan hizo un diagrama detallado de las convulsiones del mundo andino a nes del período colonial. Encontró que
hubo tres coyunturas críticas, cada una marcada por un conglomerado de levantamientos. La primera fue entre 1724 y 1736, cuando estallaron conictos en torno a las reformas administrativas y scales. La segunda fue el período 1751-
1758, cuando se legalizó el repartimiento o distribución forzada de mercancías por los corregidores. La tercera ocurrió en la década de los años 1770, cuando las reformas borbónicas perturbaron más aún a la sociedad colonial y sentaron las bases para una insurrección general. En otra visión amplia de las rebeliones del período colonial tardío, Steve Stern nos ofreció una periodización metodológicamente perceptiva de una era insurreccional que se desarrolló entre 1742, cuando Juan Santos Atahualpa llevó a cabo su movimiento neo-Inka contra la dominación hispánica, y 1782, cuando el movimiento encabezado por la familia Tupac Amaru en el Cusco fue nalmente derrotado20. ¿Cómo se perla una periodización del conicto social en el período colonial tardío, desde el punto de vista regional de La Paz? Mis hallazgos,
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que se basan en la investigación de archivo para el período que va desde las décadas iniciales del siglo dieciocho hasta la primera década del siglo diecinueve, muestran una proliferación de conictos a partir de los años 174021. Este ciclo inicial de conictos llegó a su culminación a principios de los años
1770, un momento de aguda inestabilidad en la mayor parte del altiplano y serranías altoandinas que provocó gran preocupación en las más altas esferas del estado colonial. Sin embargo, en este proceso no surgió un liderazgo insurreccional capaz de canalizar el fermento político que se estaba gestando en las comunidades aymaras de los Andes del sur. Después del cerco de la Paz en 1781, que fue dirigido por Tupaj Katari, la región se mantuvo en un estado de agitación debido a conictos locales, movilizaciones comunales y levantamientos reales o imaginarios. Un segundo cerco de La Paz se llevó a cabo en 1811, pero esta vez las comunidades aymaras estarían bajo liderazgo mestizo, y fueron conducidas hacia un proceso muy diferente de independencia 22. La encumbrada visión de Stern sobre una “era de la insurrección” relaciona implícitamente la experiencia histórica andina con la “era de la revolución” que fue discutida anteriormente. Desde la perspectiva de La Paz, es posible añadir otra dimensión a la caracterización del período. Al menos en la región aymara, el siglo dieciocho fue una época de marejada y levantamiento desde la base de la sociedad indígena. Más que nunca, el poder podía uir de la base
hacia arriba, porque estaba localizado abajo entre los comunarios campesinos que pertenecían a unidades locales o ayllus. Es en este sentido profundo que el cambio en las relaciones de poder a nivel comunal —y no sólo las erupciones de violencia en tiempos de movilización abierta— nos permite pensar en esta época como la “era de la insurgencia”. EL PAISAJE REGIONAL ALTOANDINO
Para mediados del siglo dieciocho, el territorio del Alto Perú, correspondiente al distrito administrativo de la audiencia colonial de Charcas con sede en La Plata, estaba recuperándose de un largo período de declinación demográca y
económica. Aunque el crecimiento en la mayoría de las regiones era limitado, La Paz mostraba un mayor dinamismo relativo, como un punto clave en el circuito comercial sur andino y como la principal región productora de hoja 36
de coca, sobrepasando al Cusco. Un informe de las Cajas Reales en 1774 mostraba gran entusiasmo por las fortunas regionales: “De verdad el efecto de la coca es un género tan apreciable y de tan recomendables circunstancias en el modo y giro que de él lleva el comercio que acaso no habrá otro igual en todo el mundo… Los vecinos de La Paz que particularmente se han dedicado al cultivo de esta hoja tienen un gran fondo de comercio en ella que hace la opulencia de esta ciudad”23. En este período, La Paz casi igualaba a Potosí como la fuente regional más importante de ingresos del Alto Perú, y la superaba como ciudad de mayor población en el distrito. Para nes del siglo, La
Paz competía con el Cusco y Lima como la fuente más importante de tributo para la corona, y contaba con la mayor población indígena de los Andes 24. Situada en el extremo norte de la Audiencia de Charcas, La Paz estuvo bajo la jurisdicción del Virreinato del Perú hasta 1776, cuando la Audiencia de Charcas fue reasignada al recientemente creado Virreinato de Buenos Aires. (Para esta exposición de la región de estudio, ver los mapas.) En la esfera eclesiástica, La Paz constituía un obispado sujeto a la autoridad superior del Arzobispado de La Plata, que limitaba al norte con el Obispado del Cusco. A principios de los años 1780, las autoridades borbónicas introdujeron un nue vo sistema territorial y administrativo. La región de La Paz, que antes no tenía un status propio como región administrativa, se convirtió en intendencia. Las provincias de la región, antes llamadas “corregimientos”, a partir de entonces se denominaron “partidos”; y el gobernador o magistrado provincial, que ejercía autoridad suprema en lo militar, político y judicial en la jurisdicción de la provincia, cambió de “corregidor” a “subdelegado”. Más allá de las divisiones y jurisdicciones administrativas formales, que comenzaron a cambiar a paso acelerado desde nes de la década de los años 1770, la unidad social, económica y política de La Paz colonial se reejó tam-
bién en la geografía del movimiento aymara liderizado por Tupaj Katari en 1781. El 14 de noviembre de ese año, en una ejecución ritual que se llevó a cabo en la plaza del Santuario de Peñas, las extremidades de Tupaj Katari fueron atadas con gruesas sogas a las colas de cuatro caballos que se lanzaron a la carrera en direcciones opuestas, descuartizando su cuerpo. Como una aterradora demostración de la justicia española y para rearmar simbólicamente
el poderío de la corona a lo largo de la región, la cabeza y miembros de Katari 37
fueron distribuidos para su exhibición en lugares prominentes en las áreas donde su inujo había sido mayor25. Su cabeza se trasladó a la capital regional y se colgó en el rollo en la plaza central de la ciudad y en la puerta que iba al cerro Quilliquilli, donde Katari había colocado sus propias horcas para colgar a enemigos cautivos. El brazo derecho de Katari fue exhibido en el centro de la plaza de Ayoayo, su hogar y base política original, y luego se trasladó a Sicasica, su marka de nacimiento y capital de la provincia colonial del mismo nombre. Situada hacia el sur y el este de la ciudad de La Paz, Sicasica era una de las más grandes y ricas provincias de los Andes coloniales. Se extendía desde el altiplano, en el trajinado camino real entre el Cusco y Potosí, hasta los valles subtropicales de gran riqueza agrícola que incluían las zonas productoras de coca de los Yungas. El tamaño de la provincia y las dicultades de gobernarla —no sólo
logísticas sino políticas, ya que las comunidades de Sicasica demostraron ser notoriamente insubordinadas— fueron la causa para que los funcionarios coloniales la dividieran en dos después de los disturbios de los años 1770. La pierna derecha de Katari fue enviada al pueblo de Chulumani, que se había convertido en capital de la nueva provincia de Yungas o Chulumani en 1779. Yungas era una región que atraía fuerza de trabajo indígena estacional para la cosecha de la coca así como migrantes permanentes en busca de pequeñas dotaciones de tierra, como colonos de las prósperas haciendas productoras de coca. Las comunidades libres de los Yungas se involucraron en un vigoroso proceso de trueque y comercio de hoja de coca con comerciantes indígenas de todo el altiplano, pero especialmente con los de Sicasica26. El brazo izquierdo de Katari fue enviado a Achacachi, capital de la pro vincia altiplánica de Omasuyos. Situada en la orilla oriental del lago Titicaca, esta provincia se extendía a lo largo de la cordillera oriental de los Andes, cuyos picos pueden verse desde la plaza de Peñas. Omasuyos tenía tierras excepcionalmente fértiles sobre las que se habían asentado algunas de las mayores haciendas agrícolas y ganaderas, en manos de elites provinciales y regionales. Formaba uno de los dos corredores que conectaba La Paz con las provincias norteñas de Chucuito, Paucarcolla, Azángaro, Lampa y Carabaya, que también formaron parte del distrito de Charcas hasta su separación en 1796. 38
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La pierna izquierda de Katari fue enviada a Caquiaviri, capital de Pacajes. Esta provincia, junto con Sicasica, formaba la región austral del altiplano paceño, en el límite con la región aymara de Oruro hacia el sur. Con suelos infértiles y condiciones climáticas extremas, Pacajes se prestaba únicamente a la crianza de ganado. Tenía poca penetración de la hacienda y sus comunidades eran conocidas, como las de Sicasica, por ser indomables y propensas a la revuelta 27. La otra provincia paceña que forma parte de nuestra región de estudio es Larecaja, con su capital Sorata. Aunque económica y políticamente era más periférica que las otras provincias, los valles de Larecaja estaban articulados principalmente con las alturas de Omasuyos, y desde la preconquista fueron espacio de importantes asentamientos por parte de las federaciones aymaras del altiplano y colonos mitmaq llevados por los Inkas. La provincia era apta para la producción agrícola, especialmente el maíz, y para la extracción de minerales en las tierras bajas28. Éstas fueron entonces las provincias de La Paz cuyas comunidades aymaras se levantaron y unicaron bajo el mando de Tupaj Katari para cercar
la capital española. Con la captura y muerte de su máximo líder, el poderoso movimiento político que se cohesionó a escala regional fue desmembrado y sus fuerzas se dispersaron en los campos de los cuales habían surgido. En menor grado, pero aún signicativamente, el ámbito de este estudio
incluye también a la provincia de Chucuito, que bordeaba a Pacajes por el lado occidental del lago. Como se señaló antes, Chucuito formaba parte de la Audiencia de Charcas hasta nes del siglo, y exhibía muchas de las dinámicas
políticas propias de las provincias de La Paz. La provincia de Chucuito se organizó sobre el territorio del señorío aymara-hablante Lupaqa de la preconquista, y su nobleza indígena fue integrada a nes del período colonial a
través del matrimonio y de empresas comerciales con las familias nobles de Pacajes. Situado a lo largo del camino real, Chucuito era un activo centro de transporte y de producción ganadera. El presente estudio se referirá también ocasionalmente a material de archivo referente a las provincias de Paucarcolla y Azángaro que se encuentran al norte del lago Titicaca. Cada provincia consistía en un conjunto de pueblos de indios (la reducción o pueblo en español se conoce como marka en aymara), con una organización religiosa parroquial, cuya jurisdicción abarcaba el campo cir43
cundante. La mayoría de estos pueblos fueron fundados en el siglo dieciséis, aunque surgieron varios nuevos como desprendimiento de los pueblos coloniales originales, especialmente en las últimas decadas del siglo diecisocho. En el esquema de reducciones diseñado por el Virrey Francisco de Toledo, siguiendo el modelo peninsular, estos pueblos debian funcionar como medio de civilización y como centros de control político y espiritual sobre la población rural29. Según las Leyes de Indias, ningún “español” —es decir, ninguna persona no indigena — podía residir en estos pueblos, aunque esta prescripción sólo fue acatada de modo irregular en el período colonial. A medida que avanzaba el siglo dieciocho, los mestizos y criollos en busca de parcelas de tierra, fuerza de trabajo indígena o fuentes de poder local, se inltraron cre cientemente en estos pueblos y tomaron residencia en ellos. Sin embargo, la corona española originalmente intentó garantizar a las comunidades su base territorial de subsistencia y proteger a los indios de los abusos de otros sujetos coloniales, con el n de asegurar su apropiación del tributo, de vital
importancia para la corona. Dado el propósito evangelizador de los pueblos de reducción, los curas fueron los únicos españoles a quienes se permitió legalmente residir en ellos. Aunque a menudo se quejaban de la escasa asistencia a misa en las ceremonias dominicales, ellos se ocupaban de supervisar un calendario anual de festividades cristianas en las cuales participaban plenamente las comunidades. Los curas jugaban papeles importantes en la vida local, tanto en el plano político y económico como espiritual. Buscaron tomar plena ventaja de los recursos y la fuerza de trabajo de las comunidades, y a menudo se vieron involucrados en disputas con otros notables locales como el cacique, el corregidor o sus agentes, u otros vecinos de los pueblos 30. El estado extraía dos principales tipos de tributo de las comunidades. En primer lugar, estaba el pago en dinero por parte de las familias propietarias de tierra. Con el propósito de recolectar tributos, los funcionarios estatales llevaban registros o padrones que denían a los miembros de la comunidad
conforme a un conjunto de categorías tributarias: los originarios, que eran nativos de la comunidad y poseían tierras por herencia; los agregados, que tenían tierras pero cuyos vínculos con la comunidad eran más exibles; y los
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forasteros, que era gente recién asentada en la comunidad y venida de otras partes. Luego de prolongados, complejos y resistidos intentos de reforma en el sistema tributario colonial desde nes del siglo diecisiete, hacia nes
del siglo dieciocho los indios de todas estas categorías pagaban un tributo al estado con base en un prorateo entre las familias31. La segunda forma de extracción estatal era la mit’a, un sistema de turnos rotativos de trabajo forzado para el trabajo en las distantes minas de plata de Potosí. Los miembros de la comunidad cumplían normalmente sus obligaciones en la mit’a haciendo el largo camino a las minas y trabajando en su turno anual de servicio durante tres ocasiones a lo largo de sus vidas. El servicio de la mit’a era tan agotador y aborrecible que muchos indios optaron por abandonar sus comunidades antes que ser enrolados como mit’ayos. Sin embargo, por lo general, aunque el tributo signicaba una gran carga para ellos y la mit’a
era especialmente onerosa, los indios contribuyeron al soberano español en el entendido de que la corona, a su turno, garantizaría la protección de sus tierras y las condiciones para la reproducción de sus comunidades. Tristan Platt ha conceptualizado esta relación como un pacto colonial de reciprocidad que tenía muchas continuidades con los arreglos entre comunidades y estado en el período de dominación Inka32. Debido a la reestructuración que llevó a cabo el Virrey Toledo en el siglo dieciséis, las comunidades indígenas de La Paz carecían por completo de los niveles más altos de organización segmentaria que caracterizaron a los señoríos étnicos precoloniales. A nivel local, retuvieron el dualismo y los niveles jerárquicos que eran típicos de la organización social andina. El nivel más alto de organización coincidía con el pueblo de indios (marka) y su jurisdicción. Esta unidad, a su vez, se dividía en dos mitades o parcialidades, que por lo general se designaban como Anansaya y Urinsaya , cada una de las cuales tenía su propio gobernador o cacique (un nombre taíno usado por los españoles para designar a las autoridades étnicas que en qhichwa se conocían como kuraqa y en aymara como mallku ). Cada mitad se componía de un conglomerado de unidades locales llamadas ayllus , representadas por sus propias autoridades o jilaqatas . El ayllu local consistía de un conjunto de caseríos o estancias, conformadas por hogares indígenas estrechamente unidos por relaciones de parentesco33. 45
En este estudio, el uso del término “comunidad” sigue la práctica de los propios indios en la documentación colonial. En el castellano de la época, ellos hablaban de “comunidad” (o “común”) de tal modo que el término retenía la resonancia multivalente de la organización social segmentaria. Se aplicaba, dependiendo del contexto referencial, tanto al ayllu local como a la parcialidad o a las unidades a las que pertenecía a nivel de pueblo. En la etnografía y la etnohistoria andinas, admitiendo variaciones de tiempo y espacio, es común la referencia a los principios y a la estructura general de este sistema de organización del ayllu. Algunas evidencias indican que, fuera del contexto colonial más formal que por lo general es donde se produjo la documentación de que hoy disponemos, los indios del siglo dieciocho en La Paz mantenían el término “ayllu” como un referente general a la organización social colectiva, aplicable en diversa escala. Por lo tanto, en este estudio, el término “comunidad” se usará aproximadamente como equivalente del término “ayllu” en su connotación más amplia. Sin embargo, para evitar confusiones, reservaré por lo general el término “ayllu” para designar a las subunidades locales que, en conjunto, componían las parcialidades y la organización a nivel del pueblo. Hacia nes del período colonial, como lo veremos, los indios
también habían incorporado el término español “comunidad”, apropiándose de él y empleándolo libremente fuera de los contextos discursivos formales o institucionales34. PERFILES DE UNA HISTORIA
Después de esta presentación general del escenario regional, podemos concentrarnos en las características políticas más notables de las comunidades aymaras de La Paz en el período colonial tardío. El capítulo 2 se centrará en la estructura y jerarquía de las autoridades políticas comunales como se habían constituido a lo largo de la historia colonial. Este capítulo sentará las bases para una comprensión de las transformaciones políticas que se llevaron a cabo en el siglo dieciocho. Los capítulos 3 y 4 examinarán la extensión y agudización del conicto en el altiplano de La Paz, con el n de explicar el
derrumbe del gobierno comunal. Este proceso interno estaba vinculado al choque de fuerzas políticas a nivel local y regional. Por lo tanto, el desafío 46
que surgió desde las bases de la comunidad aymara frente a las relaciones y a los regímenes políticos constituidos reejaba una crisis denitiva del orden
político colonial andino. Este desafío comunal y la consiguiente crisis colonial llegarán a su máxima expresión en la insurrección general de 1780-1781. A partir del proceso general de luchas comunales en la fase preinsurreccional, los capítulos 5 y 6 se ocupan de los proyectos anticoloniales más excepcionales y de la visión política de los insurgentes indígenas. Para situar el movimiento encabezado por Tupaj Katari, el capítulo 5 examina con mayor detenimiento los casos de movilización claramente anticolonial en La Paz antes de 1781 y los otros movimientos regionales en el contexto de la insurrección general andina. El capítulo 6 se dedica a la gura de
Katari y a los aspectos claves que se asocian con la guerra en La Paz: el radicalismo, los antagonismos raciales y la violencia, así como el poder de las fuerzas comunales campesinas. El capítulo 7 considera el período de la postguerra en términos de las relaciones entre las comunidades y el estado borbónico y las elites locales. También retorna sobre la cuestión de la estructura política interna de las comunidades y sus transformaciones, que fue planteada en el capítulo 2. Aquí mi propósito será el de demostrar el desplazamiento del poder hacia abajo y la democratización de la formación política que se estaba llevando a cabo en ese período. La conclusión reexiona sobre la importancia de estos procesos políticos para
nuestra comprensión de la crisis del período colonial tardío así como de las posteriores relaciones entre las comunidades y el estado boliviano en los siglos diecinueve y veinte. Establece que el siglo dieciocho fue un momento constitutivo para las comunidades aymaras del altiplano boliviano de hoy, un hito que nos ayuda a entender los posteriores ciclos de mediación, legitimidad y crisis política. Una nota nal sobre mi estrategia de escritura. Mi interés es tanto el
evocar la vida política local en los pueblos y comunidades indígenas, como el trazar los patrones y procesos de la historia regional en un contexto regional más amplio. La región de La Paz tenía un gran alcance: cada una de sus provincias abarcaba una multitud de pueblos rurales, aproximadamente ocho a doce distritos municipales, así como otros pueblos de más reciente formación. En la mayor parte de este trabajo, mi opción será la de desplazarme 47
libremente de localidad en localidad a lo largo de las provincias, con el n
de ilustrar puntos más generales. Para poder retratar más plenamente la vida local, sin embargo, no sólo recurro ocasionalmente a la descripción “densa”, sino regreso a un pueblo en particular en forma recurrente. Una razón práctica para concentrarme en Guarina, en la provincia Omasuyos, es que existe sobre esta región un respetable cuerpo de documentación, tanto en archivos bolivianos como argentinos y españoles35. Por lo tanto, en cierto sentido, mi intención al retornar a Guarina a lo largo del libro, es permitirme un análisis más no y un sentido más íntimo de las guras y familias individuales y de los asuntos locales, y hacer así un
seguimiento de los procesos de largo plazo a nivel local. La historia local de Guarina fue por su puesto muy rica y particular, como puede serlo la historia local de cualquiera de las decenas de pueblos a lo largo y ancho de la región. En otros sentidos, sin embargo, Guarina me interesa precisamente porque no se distingue por ser un sitio demasiado peculiar. A este respecto, mi segundo propósito es el de discernir los modos en los cuales la dinámica de un lugar “común y corriente” es capaz de reejar los procesos más amplios que se
estaban gestando en los pueblos de toda la región 36. En el siglo dieciocho, el distrito de Guarina fue el hogar de una numerosa y creciente población de miembros de comunidades indígenas (incluyendo la minoría étnica de los Urus) y de yanaconas de hacienda. Su número, a nes de siglo, se acercaba a los 10.000, mientras que el número
de residentes no-indígenas era mínimo. De acuerdo con el sacerdote local, no habían más de seis o siete “españoles”, “entendiendo mestizos españoles, que puros no hay ninguno” 37. El pueblo mismo se ubicaba bajo una colina en la orilla oriental del lago Titicaca. De acuerdo con la mitología andina de la creación, el lago era un ombligo cósmico y sitio de nacimiento de la humanidad. Desde los tiempos de la antigua civilización Tiwanaku, a través de la ocupación Inka del Qollasuyo, así como en tiempos coloniales y modernos, el lago ha seguido siendo percibido como una fuente de gran potencia espiritual. Atraía ujos de peregrinos a sus
santuarios así como especialistas rituales andinos que renovaban sus poderes a través de ceremonias estacionales. Como un gigante espejo, sus aguas reeja ban los cambiantes fenómenos celestes: el intenso azul de los cielos claros, los 48