Descripción: Este documento presenta información relevante acerca del pueblo de Ayacucho ubicado en el Perú, Sud américa. Este departamento se caracteriza por su trascendencia en la historia de América del sur...
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Descripción: trata sobre la costumbre andina de nuestro país
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Descripción: Carlos de Sigüenza y Góngora, Seis obras, 1984
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FUNDACIÓN BIBLIOTECA AYACUCHO CONSEJO DIRECTIVO
José Ramón Medina (Presidente) Simón Alberto Consalvi Miguel Otero Silva Osear Sambrano U rdaneta
Oswaldo Trejo Ramón J. Velásquez
SEIS OBRAS
CARLOS DE SIGÜENZA Y GONGORA
SEIS OBRAS INFORTUNIOS DE ALONSO RAMIREZ TROFEO DE LA JUSTICIA ESPAÑOLA - ALBOROTO Y MOTIN MERCURIO VOLANTE -TEATRO DE VIRTUDES POLITICAS LIBRA ASTRONOMICA Y FILOSOFICA
de esta edición BIBLIOTECA AYACUCHO Aparrado Postal 14413 Caracas - Venezuela- 1010 Derechos reservados conforme a la ley Depósito legal, Jf 83-1756 ISBN 84-660-0126-3 (tela) ISBN 84-660-0126-2 (rústica)
Diseño/ Juan Fresán Impreso en España Printed in Spa;n
PROLOGO
«Siempre lo he dado por imprescindible echar un vistazo a nuestra herencia colonial para conseguir siquiera una comprensión parcial del México de hoy.» ÜCTAVJO PAZ
EL JUEVES, 23 de agosto de 1691, «Se vieron las estrellas, cantaron los gallos y quedó a prima noche oscuro a las nueve del día, porque se eclipsó el sol
totalmente», cuenta un diario. 1 Un pavoroso frío descendió con el paño mortuorio de una noche antinatural, trayendo un pánico supersticioso sobre la ciudad de México. Entre el pandemónium de mujeres y niños que gritaban, perros que aullaban y burros que rebuznaban, la gente fanática corrió a refugiarse en la Catedral o en la iglesia más cercana, cuyas campanas retumbaban, requiriendo oraciones propiciatorias. Inadvertido entre esta confusión frenética estaba un hombre solitario e inmóvil que, con instrumentos de aspecto extraño, inspeccionaba el cielo oscurecido en una especie de tranquilo éxtasis: «yo, en este ínterin -escribió poco tiempo después, ese hombre-, en extremo alegre y dándole a Dios gracias repetidas por haberme concedido ver lo que sucede en un determinado lugar tan de tarde en tarde y de que hay en los libros tan pocas observaciones, que estuve con mi cuadrante y anteojo de larga vista contemplando al sol». 2 Estas fueron palabras de un notable sabio del México virreina!, don Carlos de Sigüenza y Góngora, el comprensivo amigo y compañero intelectual de sor Juana Inés de la Cruz. j Ningún otro incidente compendia tan bien su vida y la de su tiempo, pues yuxtapone el espíritu osado de la investigación científica de la época que él encarnó y el ambiente de ignorancia, de temor y de superstición que respiró. Su curiosidad intelectual y su independencia mental lo colocan muy aparte de esa sociedad consagrada al tradicional despotismo teocrático en el que vivía. No obstante, fue parte integral de su medio y expresión auténtica de la época barroca, pues tuvo el cuidado de separar su firme adhesión a la ortodoxia religiosa de su afición especulativa
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por los estudios laicos. De hecho, creyó que la nueva metodología sólo confirmaría los dogmas de la fe, y el neomedievalismo de su ambiente influyó en él tanto como la Edad Media condicionó a los humanistas del Renacimiento. Pero, aún más que la monja poetisa a quien tanto admiraba, él simboliza la transición de la ortodoxia extrema de la América Española del siglo XVII a la creciente heterodoxia del siglo XVIII. En esta paulatina transición Sigüenza y Góngora llevaba la delantera por haber introducido en su prosa un estilo que había de caracterizar la del siguiente siglo. Durante las dos últimas décadas del siglo XVII los escritos de Sigüenza presentan un desplazamiento, tal vez inconsciente, de la prosa esencialmente retórica y decorativa del barroco, la cual había manejado Sigüenza como cualquier otro escritor de su época, por una prosa más funcional que exigía la materia ideológica de la ciencia, historia y filosofía, un estilo que perfeccionarían los autores del siglo neoclásico. Sigüenza y Góngora gozaba prestigio por ser astrónomo, matemático, bibliófilo, cosmógrafo, ingeniero, geógrafo, experto en la lingüística y antigüedades de los mexicanos, poeta y narrador de sucesos históricos y contemporáneos, y por sus contribuciones a varias de estas actividades recibió el encomio no sólo de los de su patria sino de varios eruditos en el extranjero. Un investigador moderno, sin embargo, cree que «Sus obras impresas, con la excepción de lo que escribió sobre los cometas, no revelan una profundidad excepcional ni un punto de vista que indique un adelanto, y considerando los textos publicados, concluirían los estudiosos de hoy que disfruta una importancia exagerada. Pero hay que tener presente que sus investigaciones de peso sobre las antigüedades de su patrio suelo quedaron en manuscrito y, en su mayoría, por lo visto perdidas.» 4 Este sabio criollo gustaba de jactarse de su linaje, que, desde los tiempos de Isabel y Fernando, incluyó hombres distinguidos en las armas y en las letras. Su padre, don Carlos de Sigüenza y Benito, oriundo de Madrid, fue en su juventud tutor en la casa real. El hijo, nacido en México, estuvo especialmente orgulloso de que su progenitor instruyera alguna vez a aquel príncipe de corra vida, don Baltasar Carlos, en quien se apoyaron en vano .las esperanzas dinásticas de Felipe IV y de toda España. Ignoramos la razón por la cual el padre de don Carlos renunció a ese puesto privilegiado y se avino al Nuevo Mundo, pero la rápida declinación de las fortunas en la Península influyó sin duda en su decisión de unirse al séquito del recién nombrado virrey de la Nueva España, el marqués de Villena. En 1640, en la misma flota que trajo al demente Guillén de Lampan, que poco después se proclamaría emperador de México, llegó el mayor de Jos Sigüenza. Si alguna vez tuvo la esperanza de mejorar su fortuna material con la emigración a la más rica colonia de España, quedó en gran parte defraudado, como tantos otros. Parece que tuvo que contentarse con un modesto empleo de escribano público aunque más tarde llegó a ser secretario de una oficina del virreinato.
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Dos años después de haber llegado a México se casó con Doña Dionisia Suárez de Figueroa y Góngora, natural de Sevilla, hija de una familia con pretensiones aristocráticas. Los apellidos de esta señora eran distinguidos en los anales de la historia literaria española y su hijo mayor agregó con orgullo el Góngora a su firma para patentizar su parentesco sanguíneo con el poeta de Córdoba. Nueve hijos fueron el fruto de esta unión, de los cuales el sabio mexicano fue el segundo vástago y el primer varón. Esta prole tan numerosa fue carga penosa para el raquítico presupuestO del antiguo instructor de la casa real y, con el tiempo, su famoso hijo tuvo que asumir la responsabilidad familiar. Algunos de sus hermanos y hermanas entraron al servicio de la Iglesia, otros se casaron, pero todos solían acudir a él en busca de ayuda económica y de consejo. Si el joven Carlos no fue tan precoz como sor Juana, su talento excepcional se mostró a temprana edad. Su experimentado padre lo alentaba, echando cimientOs firmes a los logros posteriores del adolescente. Para un joven tan prometedor era obvio que la Iglesia ofrecía la carrera más distinguida, y la bien establecida fama intelectual de los jesuitas hizo que es~a Orden le fuera especialmente atractiva. A la edad de quince años Carlos fue aceptado como novicio y en 1662 hizo sus primeros voros. Durante más de siete años se ejercitó con rigor en ia teología y en los estudios humanísticos; pero este período fructífero terminó súbitamente con un suceso que pareció frustrar sus grandes esperanzas; en el espíritu del sabio dejó una cicatriz que nunca llegó a borrarse por completo. El orgullo y el temperamento impetuoso del joven Góngora encontraba a veces la disciplina jesuítica demasiado severa para su naturaleza independiente. Aunque su mente gozaba de bastante libertad intelectual, le eran irritantes las rígidas restricciones físicas. Por fin la inquietud impaciente lo arrastró a una indiscreción juvenil, cuya memoria lo perseguiría para siempre. Durante sus días de estudiante en el Colegio del Espíritu Santo, en Puebla, sucumbió a la tentación de eludir la vigilancia de los prefectos y escapó del dormitorio para saborear el fruto prohibido de las aventuras nocturnas por las calles de la ciudad. El descubrimiento de esta repetida violación a las reglas le trajo una represalia inmediata; el 15 de agosto de 1668 fue formalmente despedido de la Sociedad. Este desgraciado suceso le causó un trauma y un amargo remordimiento riñó permanentemente su carácter con cierta melancolía e irascibilidad. Protestando de su arrepentimientO, hubo de rogar, con llorosa sinceridad, su reinstalación, pero toda clemencia fue negada por sus implacables superiores jesuitas. En marzo de 1669, el general de la Orden escribió al provincial: «don Carlos de Sigüenza y Góngora también solicita el volver a la Compañía, pero no se lo otorgó ... La causa de la expulsión de esta persona es tan deshonrosa, como él mismo confiesa, que no merece esta merced ... » Dos años más tarde, una renovada súplica del joven contrito también fue rechazada. «No es mi intención que Xl
don Carlos de Sigüenza vuelva a la Compañía, siendo su caso como usted lo representa ... » Aunque estos rechazos tenían el carácter de definitivos, el joven enmendado nunca dejó de esperar que las autoridades jesuitas se aplacaran. Diez años después, en 1677, cuando su distinción como profesor en la Universidad de México iba en ascenso, otra vez pidió la reconsideración de su caso, confiado, quizá, en que su prestigio creciente y el paso del tiempo hubieran quebrantado la intransigencia. Pero otro general de la Compañía, aunque favorablemente impresionado por los ruegos de Sigüenza, se mostró casi tan obstinado como los anteriores. «Don Carlos de Sigüenza y Góngora, quien, como lo sabe su Reverencia, fue expulsado de la Compañía, está haciendo una petición muy urgente para ser reaceptado con el pretexto de que su salvación así quedaría asegurada. Me han dicho que es persona de talento, de treinta años de edad y profesor en la Universidad, y que puede ser útil a la Sociedad y que está muy compungido y arrepentido. Lo más que puedo hacer es absolverlo del impedimento de expulsión. Por este acto lo absuelvo. Su Reverencia consultará a sus consejeros sobre si ·conviene o no recibirle por segunda vez. Lo demás lo dejo a lo que resulte de vuestra consulta». 5 Ningún fruto resultó de los esfuerzos repetidos de Sigüenza y la tristeza del desengaño se instaló como sombra sobre su carácter que se fue agriando, en tanto los años le traían desilusiones y enfermedades. El celo puesto todos los días en sus tareas intelectuales y en el servido público probablemente surgió, en mucho, de su ferviente deseo de redimirse ante sus propios ojos y, posiblemente, para llamar la atención de la Compañía de Jesús a la pérdida que sufría por la pefsistente exclusión de un tan cumplido sabio de sus filas. Que el perdón lo haya alcanzado en el lecho de muerte y se cumpliera así su esperanza largo tiempo aplazada, es todavía cosa incierta, pero el hecho de que hiciera testamento legando sus preciosos libros, manuscritos, mapas e instrumentos a la Compañía y fuese enterrado en una capilla jesuita indica este epílogo. Mientras tanto, obligado a adaptarse a la dolorosa realidad de una expulsión aparentemente irrevocable, el desdichado Sigüenza estaba desconcertado en 1668. Desde luego, tendría que iniciarse en una nueva profesión ajena a la regla que había escogido. Vuelto a la ciudad de México, reanudó sus estudios de teología en la Universidad y allí empezó a desarrollar independientemente sus intereses humanísticos que se habían despertado durante los años en el seminario. De primera importancia para él fueron las matemáticas, para las que poseía aptitudes especiales. Mediante una aplicación diligente, sobresalió en esta disciplina y pronto fue reconocido como el matemático más adelantado de México, de gran competencia en las ciencias relacionadas. En 1672 quedó vacante en la Universidad la cátedra de matemáticas y astrología. Sigüenza se decidió a aspirar a ella. Otros dos candidatos hicieron
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oposiciones similares, uno de los cuales tenía grado académico y por esto se creía el ún.ico elegible. Don Carlos, carente de diplomas, no se amedrentó por los de su rival pues la Universidad no otorgaba licenciaturas en estas materias específicas. Además, agriamente recordó a las autoridades que los conocimientos son más vivos que los títulos y que ninguno de los otros aspirantes a la cátedra, declaró, era tan competente como él, pues él había estudiado ex profeso esas materias y <<.. fue experta en estas disciplinas como es reconocido y bien sabido por todo este Reino debido a sus dos almanaques, uno del año anterior (1671) y otro del presente año que fueron impresos con la aprobación del padre Julio de San Miguel de la Compañía de Jesús y del Santo Oficio de la Inquisición de la Nueva España». Estos argumentos fueron eficaces y don Carlos estableció su derecho a hacer la oposición. El método corriente para seleccionar a los miembros del profesorado consistía en las oposiciones. Cada candidato tomaba puntos de una autoridad clásica en la materia y, a las veinticuatro horas, estaba obligado a disertar sobre el tema tomado al acaso. Después de que los diversos concursantes habían presentado cada uño a su turno una rápida improvisación mostrando su erudición, tanto los estudiantes como los titulares votaban por el competidor que los había satisfecho y así se ganaba la cátedra. Estas elecciones no siempre estuvieron limpias de fraude, y se supo de casos en los que un aspirante pagó a un redactor venal para que escribiera su discurso. Parece que Sigüenza sospechó una intención semejante en el rival que reclamara el derecho único a la Cátedra basado en el diploma que tenía y solicitó entonces que este opositor fuera vigilado por dos guardias durante las veinticuatro horas otorgadas para preparar la disertación. Es indicio de la personalidad agresiva y franca de don Carlos que las autoridades de la universidad accedieran a su solicitud. El resultado fue la victoria absoluta del brusco joven Sigüenza y el 20 de julio de 1672 fue debidamente instalado como profesor de matemáticas y astrología. Los archivos de la universidad no indican si el sabio Criollo llegó a ocupar bien un asiento académico, pues demasiado claras son sus frecuentes peticiones de permisos para largas ausencias y sus sOlicitudes de sustitutos en sus claseS. Aún más comunes fueron sus omisiones relativas a la cuenta de la asistencia de los estudiantes a clase, a veces por semanas enteras. Y como los reglamentos universitarios imponían sanciones por estas negligencias, las multas que Sigüenza hubo de pagar debieron de exceder -al modesto sueldo de cien pesos que recibía. Abstraído en sus investigaciones y, al aumentar su renombre, solicitado constantemente para diversos servicios públicos, descuidaba frecuentemente las obligaciones rutinarias de sus clases. Su indiferencia a estas obligaciones es, a su falta de respeto a la astrología la que, que sus queridas matemáticas en una conservaba prestigio en ambos lados del
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posiblemente, atribuible en parte según parece, atraía más alumnos época en que esa seudo.ciencia Atlántico. ES típico de la áspera
independencia y del punto de vista científico de Sigüenza que él mismo criticara los falsos supuestos de sus almanaques anuales. En una polémica sobre la naturaleza de los cometas, declaró agriamente: «yo también soy asrrólogo y que sé muy bien cuál es el pie de que la astrología cojea y cuáles los fundamentos debilísimos sobre que levantaron su fábrica». Y otra vez, al postular la evidencia demostrable en lugar de los dictados de las autoridades escolásticas -una actitud sorprendentemente moderna para su ambiente-, preguntó: «¿Qué es, pues, lo que se debe inferir?, sino que rodas son supuestas, falsas, ridículas, despreciables, y la astrología invención diabólica y, por el consiguiente, cosa ajena de ciencia, de método, de reglas, de principios y de verdad ... ». Es apenas sorprendente, por lo tan ro, que los críticos hostiles vieran un descomedimiento en esta actitud herética hacia la materia que se le pagaba por enseñar. Pero, cualesquiera que fueran las causas de sus muchos descuidos en el desempeño de sus tareas académicas, estas omisiones turbaban penosamente su conciencia, como se revela por su última voluntad y testamento. A diferencia de sus colegas de la facultad, que eran miembros de Ordenes religiosas y tenían por esto segura subsistencia, Sigüenza tuvo que encontrar medios para ganarse la vida y ayudar al sostenimiento de una familia sólo dotada en padres, hermanos, hermanas y otros dependientes. Su salario era insignificante aunque no hubiera tenido que pagar multas y, como muchos de sus sucesores en las universidades hispanoamericanas hoy día, tuvo que suplementar su sueldo con diversos empleos simultáneos. Con el paso de los aii.os, estas actividades le trajeron títulos con muchas tareas y emolumentos modestos: cosmógrafo principal del reino; capellán del Hospital del Amor de Dios, éste el mejor remunerado, pues le proveía alojamiento; Inspector General de Artillería; Contador de la Universidad; Corredor de la Inquisición, etc., pero acerca de todos ellos socarronamente comentaba que «suenan mucho y que valen muy poco)}. También recibía remuneraciones por servicios especiales de índole práctica y estas actividades explican muchas de sus ausencias de clase. Cuando el arzobispo Aguiar y Seijas ocupó su cargo en 1682, Sigüenza adquirió un amigo influyente. La cómoda prebenda en el Hospital del Amor de Dios le llegó por este cauce, el cual también le dio la autorización para oficiar como diácono y así aumentar sus ingresos mediante estipendios. Como limosnero principal del excesivamente generoso arzobispo, tuvo molestas obligaciones que a veces hubiera querido evitar. Entre estos deberes estaba el de la distribución de cien pesos entre las mujeres pobres, cuya presencia no podía sufrir el prelado misógino, y también el reparto de grandes cantidades de granos y otros cereales a instancias del filantrópico clérigo. El carácter áspero de Sigüenza y la índole imperiosa del arzobispo, que tanto contribuyó a la tragedia personal de sor Juana Inés, chocaban a menudo. Un diario contemporáneo informa: «Una controversia: sábado 11 de
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octubre de 1692. Don Carlos, chantre, tuvo algunas diferencias con el arzobispo; don Carlos decía a éste que su Alteza Ilustrísima debía recordar con quién hablaba, con lo cual el arzobispo levantó la- muleta que usa y rompió los anteojos de Sigüenza, bañándole la cara en sangre.~> 6 Pero, a pesar de estas extravagancias temperamentales, los dos tozudos personajes permanecieron amigos y estrechamente unidos en el trabajo. Por cierto que la veneración de don Carlos a su agresor fue aumentando hasta que, en su mente, el prelado casi adquirió aureola de santidad. Una cláusula del testamento del sabio dice: «tengo en mi poder el sombrero de que usaba el ilustrísimo y venerable señor don Francisco de Aguiar y Seijas, arzobispo que fue de México, con cuya aplicación han experimentado algunos enfermos salud en sus achaques, y deseando que se Continúe con toda veneración, mando se entregue al doctor donJuan de la Pedrosa para que perpetuamente se conserve en el oratorio de Nuestro Padre San Felipe Neri. » Así, este sabio barroco, tan moderno e inteligente en muchas de sus actividades, siguió siendo hijo de su época en otros respectos. Sigüenza nunca se olvidó de su parentesco con el gran don Luis de Góngora, el santo patrón de los versificadores españoles del siglo XVII, y cuando aún era estudiante en el seminario jesuita, buscaba hacerse digno de esta conexión literaria. Son demasiado claros sus esfuerzos literarios que descubren una filiación genealógica, aunque ya cierra degeneración estética había comenzado a manifestarse en el caso de este descendiente particular. Su Primavera indiana, himno fervoroso a la Virgen de Guadalupe en setenta y cinco octavas, refleja fielmente los excesos del gongorismo trasnochado. Escrito cuando el autor estaba aún en sus años mozos, entre los trece y diecinueve, fue publicado en !662 y reimpreso en !668 y en 1683; en él es mayor la evidencia de cierta precocidad que la del genio heredado. El Oriental Planeta Evangélico, panegírico a San Francisco Xavier, amigo y compañero del fundador de la Compañía de Jesús, fue impreso después de la muerte de Sigüenza. Es un esfuerzo lírico compuesto probablemente hacia la época de su expulsión del seminario, quizá con la esperanza de retornar al favor de sus superiores. Pero nunca completamente satisfecho del mérito artístico del Planeta que debía igualar su excelso tema, aplazó continuamente su publicación. Estas aspiraciones literarias, que nunca estuvo dispuesto a abandonar, fueron sin duda el tema de muchas charlas con la mucho más talentosa sor Juana Inés, en el locutorio de su convento. Juiciosamente, él decidió concentrar sus energías en las actividades eruditas. Como sucedió con los humanistas del Renacimiento, ningún campo de investigación fue ajeno a los trabajos de la mente curiosa de Sigüenza, pero sus mejores logros fueron en los campos de la arqueología y de la historia, por una parte, y en los de las matemáticas y ciencias aplicadas, por la otra. Sus estudios de las civilizaciones prehispánicas de México, que en el transcurso del tiempo llegaron a ser autoridad indiscutible, fueron iniciados el año de su despedida del seminario. Debido a su dominio de las lenguas autóctonas, XV
pudo reunir libros, códices, mapas y otros manuscritos relacionados con la antigua cultura de los naturales. Posiblemente en 1670 adquirió la preciada colección de documentos, apuntes y traducciones que pertenecieron a don Fernando de Alva Ixtlixóchitl, quien floreció en los días del arzobispo-yirrey García Guerra. Juan Alva Cortés, hijo del cronista indio, conservaba en San Juan Teotihuacán, no lejos de la ciudad de México, la herencia de su madre, la cual unos funcionarios rapaces intentaron arrebatarle. Sigüenza, según parece, intervino felizmente y protegió a Juan Alva Cortés de este despojo de los amos blancos. Por gratitud, el propietario natural indio regaló al sabio criollo una pequeña hacienda y, lo que era aún más apreciado, el rico archivo familiar. Con estos documentos y otras diversas adquisiciones, Sigüenza llegó a poseer una biblioteca magnífica, muchas piezas de la cual tuvo la intención de legar al Vaticano en Roma y al Escorial en España. Las noticias que le proporcionaban sus libros, combinadas con sus propias exploraciones arqueológicas, particularmente en las pirámides toltecas de Teotihuacán, fueron la sustancia de monografías de indudable importancia, de las cuales, en su mayoría, sólo queda el nombre. Las dificultades que encontró para publicar sus descubrimientos fueron las que siempre encuentran los erudiros que carecen de dinero propio o de subsidios filantrópicos para sufragar los gastos de la impresión. Siendo tan alto el número de analfabetos y las investigaciones seculares mucho menos estimadas que las disquisiciones teológicas, los estudios de Sigüenza tuvieron poca o ninguna oportunidad de tomar la forma más permanente de las letras de molde. Este hecho motivó a su amigo y mecenas, Sebastián de Guzmán, a declarar en el prólogo a la Libra astrnnómira: «No sé si es más veloz en idear y formar un libro que en olvidarlo. Encomiéndalo cuando mucho a la gaveta de un escritorio, y éste le parece bastante premio de su trabajo. Dichoso puede llamarse el papel suyo que esto consigue, porque otros, después de perfectos, o de sobre la mesa se los llevaron curiosos o murieron rotos en las manos a que debían el ser>>. Aunque Sigüenza trató de dar algún significado religioso a sus investigaciones, como por ejemplo en su ingenioso Fénix del Occidente, en que hace un esfuerzo por identificar a Quetzalcóatl con el apóstol Santo Tomás, la Iglesia -que era el más indicado mecenas para tales empresas- aparentemente no se impresionó por tesis tan curiosa. Sus monografías, Historia del imperio de los chichimecas, Cic!ografía mexicana, La genealogía de los reyes mexicanos, Calendario de los meses y fiestas de los mexicanos, y otras obras semejantes, tampoco alcanzaron apoyo financiero y en poco tiempo desaparecieron. En vista de las fuentes utilizadas que ahora están perdidas, estos estudios probablemente poseerían un valor permanente, y su desaparición es una pérdida realmente lamentable. Hacia el final de su vida crecía el desaliento del autor en lo relativo al destino de sus hallazgos y este estado de ánimo lo empujaba a ponerlos generosamente a la disposición de contemporáneos más afortunados como medio para la publicación de sus propias obras. Los padres Florencia y Vetancurt han dejado ricas relaciones sobre diversas etapas de la historia
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mexicana, en las que reconocen su deuda a don Carlos, y el viajero italiano Gemelli Careri, en su Giro del Mondo, dedica un extenso capítulo a los jeroglíficos, religión y cultura aztecas, basado en materiales y dibujos que le proporcionó el criollo mexicano. En general, el último recurso de Sigüenza consistió en insertar trozos sobre el saber náhuatl entre las páginas de libros de índole diferente y efímera, que a veces se le encargaba escribir. Sus escritos históricos sobre el período posterior a la conquista española tuvieron destino similar y la mayoría de ellos son conocidos sólo por sus tÍtulos. Indudablemente, muchos datos valiosos fueron insertos en narraciones tales como la Historia de la Catedral de la Ciudad de México, Historia de la Universidad de México, acerca de la cual escribió en su testamento: «Yo humildemente pido que la Real Universidad acepte la devoción con la cual empecé a escribir sobre su historia y su grandeza, historia que fue suspendida por el claustro por razones por mí desconocidas»; la Tribuna Histórica, posiblemente una historia de México; Teatro de la Santa Iglesia metropolitana de la Ciudad de México; la Historia de la provincia de Tejas y varias otras. Mejor fortuna tuvieron las crónicas contemporáneas, escritas en sus últimos años y que son una forma de periodismo rudimentario. El conde de Galve, virrey desde 1688 hasta 1696, se apoyó mucho durante estos años críticos en los consejos del sabio criollo; quien llegó a ser una especie de cronista de la corre. El respaldo del gobierno de Madrid era lastimosamente débil durante los últimos y tan gloriosos días de la dinastía de los Habsburgo, cuando tanto el corazón como las fronteras de la Nueva España presentaban problemas de creciente gravedad para la administración virreina! y de los que, en una serie de episodios, Sigüenza hacía las crónicas. Estas relaciones son muchas veces más amenas que sus tratados erudiros, aunque su prosa padece de la sintaxis complicada, retórica pomposa que ya entonces estaba pasada de moda. Sin embargo, gustaba creer que su estilo era sencillo y natural. En el prólogo a su Paraíso occidental, la historia de un convento de la ciudad de México que se le pidió escribir, declara: «Por lo que toca al estilo que gasto en este libro el que gasto siempre; esto es, el mismo que observo cuando converso, cuando escribo, cuando predico, acaso porque no pudiera hacerlo de otra manera aunque lo intentara». Pretenciosamente condena los abusos gongorísticos tan universales durante su tiempo, acaso inconsciente de su propia utilización. No obstante, algunas veces se aproxima a la claridad que él mismo decía tener y en ocasiones, en su narración de los sucesos del día, ofrece ejemplos de vívido reportaje. El trofeo de la justicia eJpañola (1691) narra las peripecias de una afortunada aventura militar. contra los franceses en Santo Domingo; Relación histórica de los sumos de la Armada de Barlovento (1691)7 da cuenta de la etapa marítima de esta empresa; y el Mercurio volante (1693) descubre la reconquista pacífica de Nuevo México. Un interesante ejerhplo de reportaje sobre el desastroso alboroto maicero de los indios en la ciudad de México el 8 de junio de 1692 está contenido en una carta que escribió con voluntad de publicarla, pero que no fue impresa hasta 1932.
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La: más encantadora de estas narraciones periodísticas es un curioso relato de las desventuras de un joven puertorriqueño durante un viaje alrededor del mundo. Se llama los Infortunios de Alonso Ramírez; está. narrado en primera persona y cuenta·ta historia de su captura por piratas ingleses que más tarde lo abandonaron a la deriva en una pequeña embarcación, que por fin naufragó en la costa de Yucatán, donde tuvo una experiencia parecida a la de Robinson Crusoe.- Aunque Sigüenza retrasa el ritmo de su relato con detalles pedantes, escribe según la tradición picaresca de la literatura española y con más entusiasmo que el acostumbrado, de hecho, a algunos historiadores literarios les gusta clasificar esta curiosa relación como precursora de la novela mexicana. Un motivo más auténtico para fundar la distinción de este erudito criollo se encuentra en sus escritos científicos, que ofrecen una mejor señal de su capacidad intelectual. Sin embargo, aquí otra vez, la mayoría de sus escritOs de importancia jamás lograron la semipermanencia de la impresión y son conocidos sólo por referencias, pero el reducido número de los que sobreviven asegura a Sigüenza un lugar encumbrado en los anales de la historia intelectual del México colonial, y de hecho, en la de toda la América Española. Las matemáticas fueron su devoción más constante, y constituyen el campo en que fue más competente. Si su eminencia en esta disciplina se deriva de sus aspectos prácticos más bien que de los teóricos, se debe posiblemente al hecho de que compartió la opinión de Descartes sobre la importancia de las matemáticas corno método para buscar el conocimiento y como instrumento de conquista de la verdad. Confiado en esto, reunió la mejor colección de tratados en instrumentos que pudiera entonces encontrarse en el Nuevo Mundo, la cual, hacia el final de su vida legó a los jesuitas «en gratitud y como adecuada compensación por la buena formación y buena instrucción que recibí de los reverendos padres durante los pocos años que viví con ellos ... ». Aunque aplicara con más frecuencia sus conocimientos a proyectos de ingeniería, tanto militares corno civiles, su inclinación más entusiasta fue a la astronomía. Ya por el año de 1670 observaba los fenómenos de los cielos, obteniendo datos precisos que siempre deseaba intercambiar con los de otros investigadores. Se esforzaba continuamente haciendo todo lo posible para que estas notas fueran exactas, e importaba con este propósito los más modernos instrumentos accesibles. En sus observaciones del total eclipse solar de 1691, empleó un telescopio «de cuatro vidrios que hasta ahora es el mejor que ha venido a esta ciudad, y me lo vendió el padre Marco Antonio Capus en ochenta pesos». Así es probable que en cuanto a erudición firme, a literatura técnica e instrumentos eficientes fuese el científico mejor dotado de su tiempo en los dominios españoles de ultramar. Por su correspondencia con hombres de ciencia notables, su fama se extendió por Europa y Asia. Ya en 1680 su distinción le ganó el distinguido nombramiento de Real Cosmógrafo del
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Reino, y se afirma que Luis XIV, mediante ofrecimiento de pensiones y honores especiales, trató de atraer al sabio mexicano a su corte. Algunas de las obras perdidas, fruto de su diligencia, son: un Tratado sobre los eclipses de sol sólo conocido por el nombre; un Tratado de _la esfera! sólo descrito como formado por doscientas páginas in folio; y un folleto polémico motivado por el cometa de !680 y que llevaba un título curioso, El belerofonte matemático contra la quimera astrológica de Martín de la Torre etc. Es brevemente descrito como exposición de todas las sutilezas de la trigonometría «en la investigación de las paralajes y refracciones, y la teórica de los movimientos de los cometas, o sea, mediante una trayección rectilínea en las hipótesis de Copérnico, o por espiras cónicas en los vórtices cartesianos». Pero ya en !690 este ttatado había desaparecido. 1
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Afortunadamente, no tuvo destino similar un impresionante pequeño volumen titulado Libra astronómica y filosófica! pues, gracias a la generosidad de un admirador amigo que subvencionó una edición de poco tiraje, nos quedan unos cuantos ejemplares. Es un tratado polémico sobre la naturaleza de los cometas que ofrece la evidencia más sustanciosa de la competencia e ilustración del autor. Un espíritu de modernidad llena sus páginas que hacen eco a las ideas entonces subversivas de Gassendi, de Descartes, de Galileo, de Kepler, de Copérnico y de otros pensadores· todavía sospechosos a fines del siglo XVII. Combinando curiosamente la objetividad científica y la subjetividad emocional, el libro refleja las tensiones de la época barroca al proporcionar atisbos de la personalidad orgullosa, sensitiva y quisquillosa del sabio criollo. El «Gran Cometa de 1680» que tanto angustió a los ignorantes y preocupó a las mejores inteligencias de ambos lados del Atlántico, fue visto por primera vez en la ciudad de México el 15 de noviembre. En todas partes, y particularmente allí, esta extraña aparición causó terror y motivó presagios de horrendas calamidades y graves infortunios futuros. Para Sigüenza fue un acontecimiento emocionante y una ocasión feliz. Como recién nombrado Real Cosmógrafo del Reino, comprendió que era su deber apaciguar los infundados miedos y la extensa inquietud que causó en la sociedad mexicana en general. Por esto sacó a luz el 13 de enero de 1681 un folleto con título rimbombante; Manifiesto filosófico contra los cometas despojados del imperio que tenían sobre los tímidos. 8 Sigüenza era consciente de que el tema de su materia era controversia!, pero no estaba preparado para resistir la tempestad que se desató por su bien intencionado esfuerzo de restaurar la tranquilidad pública. En su tratado don Carlos disentía severamente del significado ominoso que los astrólogos atribuían a estas manifestaciones astrales. Aunque reconocía libremente su ignorancia del verdadero significado de estos fenómenos, estaba seguro de que debían ser aceptados como la obra de un Dios justo. Esta suave aserción parecía casi subversiva en la atmósfera de la N ue"va España y pronto provocó la agria réplica de un caballero flamenco afincado en Yucatán XIX
y que se llamaba Martín de la Torre, en un folleto titulado: Manifiesto cristiano en favor de que los cometas se mantengan en su significado natural. Basado en datos astrológicos, este autor afirmaba que los cometas eran, de hecho, advertencias de Dios mismo de venideros sucesos calamitosos. Sigüenza, cuya índole combativa reaccionaba inmediatamente frente a cualquier oposición, pronto contestó con el bien concebido, aunque pomposamente llamado, belerofonte matemático donde subrayó la superioridad del análisis científico sobre el saber astrológico. Más cerca estalló una respuesta más alarmante al folleto original. Provenía de la pluma de uno de sus propios colegas en la Universidad de México, un profesor de cirugía. Llamando a su escrito Discurso cometológico e informe del nuevo cometa, etc., este profesor sostenía que la aparición astral ¡era un compuesto de exhalaciones de cuerpos muertos y de transpiración humana! Desdeñosamente don Carlos declaró que él no se dignaría responder a tan notorio desatino. Otros personajes participaron en la refriega, cada uno con sus propias teorías y hubo uno, cuya eminencia y prestigio eran de tal importancia, que no fue posible pasarlo por alto y cuya opinión provocó rigurosa refutación de parte de Sigüenza en la antes citada-Libra astronómica y filosófica. 1
La persona que inspiró este esfuerzo supremo de Sigüenza fue un jesuita del Tirol austriaco, a quien le aconteció llegar de Europa durante el apogeo de la pOlémica cuando iba en camino a la frontera misionera del Viejo México. FUe el padre Eusebio Francisco Kino, como se le conoce en la historia. Tenía poco más o menos la misma edad que Sigüenza. Kino se había preparado en diversas universidades europeas y era muy competente en matemáticas. De presencia imponente, dotado en lenguas y muy afamado por su erudición, había rechazado una cátedra en la Universidad de Ingolstadt por llevar la luz del Evangelio a los paganos en una región remota e inhóspita del globo. El sacrificio de tantos talentos a una causa tan noble constituyó el supremo idealismo de la época y los más distinguidos miembros de la sociedad virreina! buscaron al recién llegado, entre ellos don Carlos, para lo que tenía motivos bastantes en su amor común a las matemáticas. Además, puesto que el padre Kino había anotado observaciones sobre el cometa de 1680 antes de embarcarse en Cádiz, un intercambio de datos sería ilustrativo. En el hogar del criollo mexicano los dos sabios gustaron de largas discusiones sobre sus mutuas oprmones. Para el sensitivo don Carlos, el padre Kino parecía un poco arrogante, pues había en éste una especie de tácito aire de superioridad; por ejemplo, no demostraba una adecuada estimación por las observaciones astronómicas del criollo. Esta indiferencia se originaba probablemente, como Sigüenza más tarde lo comentara con acritud, en que el erudito mexicano no había estudiado en la Universidad de Ingolstadt y el europeo no podía imaginar cómo pudiera producirse matemáticos «entre los carrizales y espadañas de la
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mexicana laguna». El sumamente inteligente sabio criollo era peculiarmente propenso al sentimiento de inferioridad que los de su clase experimentaban en presencia de los nacidos en Europa, pues pensaba que sus propios talentos y el encumbrado linaje que reclamaba para sí le daban título a consideración igual. Particularmente irritante fue la condescendencia, a veces desdeñosa, que los peninsulares dispensaban a los nacidos en América, y los extranjeros del Continente no parecían creer que su erudición les diera derecho a respeto alguno. <
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Kino, ¡la implicación fue que Sigüenza no era nadie! Y cuando el misionero jesuita concluyó que el portento ominoso había sido evidente a todos <
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