HOMBRE DE HOY ANTE JESÚS IJ NAZARET n/i HISTORIA Y ACTUALIDAD Sinópticos y Pablo
Juan Luis Segundo LISTIANDAD
JUAN LUIS SEGUNDO
EL HOMBRE DE HOY ANTE JESÚS DE NAZARET Tomo II/l HISTORIA Y ACTUALIDAD Sinópticos y Pablo
EDICIONES CRISTIANDAD
En un lugar del mundo —exterior o interior— existe un grupo, una comunidad de personas con las que, desde hace veinte años, discuto una noche por semana sobre los temas de este libro. Los miembros de este grupo nos hemos vuelto más que amigos: hermanos. Y es difícil entonces que uno pueda siquiera percibir con claridad lo que al otro debe y distinguirlo de lo que es suyo. A ese grupo llegaron personas que sólo de adultos se volvieron cristianos y que ni siquiera lo eran mientras discutíamos los temas que llenan este libro. Vero a todos nos interesó por igual Jesús de Nazaret y su búsqueda nos hizo aún más hermanos. Algunas personas de esa comunidad están hoy lejos en el espacio, no en el afecto. Otras se han sumado luego a ese afecto y a la reflexión. A todos ellos dedico este volumen, no como quien regala lo propio, sino como debe ser: una obra que vuelve a quienes le dieron vida. J. L. SEGUNDO
Con las debidas licencias © Copyright en EDICIONES CRISTIANDAD, S. L. Madrid 1982 ISBN: 84-7057-311-X (Obra completa) ISBN: 84-7057-313-6 (Tomo I I / l ) Depósito legal: M. 15.000.—1982 (Tomo I I / l )
CONTENIDO
DE ESTE
VOLUMEN
INTRODUCCIÓN GENERAL
I. II. III. IV.
El «evangelio de la cruz» y su clave ¿Anti-cristología? Jesús en poder de la teología Crear evangelios
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PRIMERA PARTE
EL JESÚS HISTÓRICO DE LOS SINÓPTICOS Introducción: ¿Una «historia» de Jesús? Cap. Cap. Cap. Cap.
I: II: III: IV:
Cap. V: Cap. VI:
Jesús y la dimensión política El anuncio central de Jesús La cercanía del reino Las exigencias del reino I. Conversión y hermenéutica Las exigencias del reino II. Profetismo y concienciación La venida del reino
69 105 127 155 179 179 201 201 225
Anexos a la primera parte: I. Jesús resucitado II. Algo más sobre la clave
251 269
SEGUNDA PARTE
LA CRISTOLOGIA HUMANISTA DE PABLO Introducción: El paso a la «cristología» en Pablo
287
Cap. I: Cap. II:
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El pecado, esclavizador del paganismo El pecado, esclavizador del judaismo
10 Cap. Cap. Cap. Cap. Cap. Cap. Cap.
Contenido de este volumen III: IV: V: VI: VII: VIII: IX:
Entre la Ley y la Fe Abrahán, primera síntesis de lo cristiano Adán, Cristo y la victoria La vida nueva del cristiano El hombre dividido La muerte vencida , Conclusiones: Cristo y el hombre
351 381 409 449 475 499 535
INTRODUCCIÓN
GENERAL
I EL «EVANGELIO DE- LA CRUZ» Y SU CLAVE
Anexo a la segunda Sobre la clave de Pablo
-parte: 564
Predicar hoy la cruz de Jesucristo significa: 1) Comprometerse en la construcción de un mundo donde sean menos difíciles el amor, la paz, la fraternidad, la apertura y la entrega [a Dios]. Esto lleva consigo denunciar las situaciones que engendran el odio, la división, [el ateísmo] en el plano de las estructuras, los valores, las prácticas y las ideologías. Supone anunciar y realizar, con un comportamiento comprometido, el amor, la solidaridad y la justicia en la familia, en las escuelas, en el sistema económico, en las relaciones políticas. Tal compromiso tiene como consecuencia crisis, confrontaciones, sufrimientos, cruces. Aceptar la cruz inherente a esta lucha es cargar con la cruz como lo hizo el Señor: soportando y sufriendo por la causa y la vida que hemos elegido. 2) El sufrimiento derivado de este compromiso, la cruz que hay que cargar en esta andadura, es sufrimiento y martirio [por Dios y su causa en el mundo]. El mártir es mártir por causa [de Dios], no por el sistema. Es mártir del sistema, pero para [Dios]. Por eso, quienes sufren y son crucificados por causa de la justicia de este mundo son testigos de [Dios]. Rompen el sistema cerrado que se considera justo, fraterno y bueno. El que sufre es mártir por la justicia; como Jesús y todos los que le siguen, descubre el futuro, deja abierta la historia para que crezca y produzca más justicia de la que existe, más amor del que hay en la sociedad. El sistema quiere cerrar y encubrir el futuro. Es fatalista; cree que no necesita reformas ni modificaciones. El que soporta la cruz y sufre en la lucha contra el fatalismo del sistema carga la cruz y sufre con Jesús y como Jesús. Sufrir así es digno. Morir así tiene sentido. 3) Cargar con la cruz como Jesús significa, por tanto, solidarizarse con los que son crucificados en este mundo: los que sufren
Introducción general
El «evangelio de la cruz» y su clave
violencia y pobreza y se sienten deshumanizados y privados de sus derechos. Defenderlos, atacar las prácticas en cuyo nombre se les convierte en no hombres, asumir la causa de su liberación y sufrir por ella es cargar con la cruz. La cruz de Jesús y su muerte fueron consecuencia de un compomiso en favor de los desheredados del mundo.
peso. Muchas veces tenemos que asistir al drama humano silenciosos e impotentes, porque cualquier palabra de consuelo resultaría vacía y cualquier gesto de solidaridad sonaría a resignación inoperante. Las palabras se ahogan en la garganta y la perplejidad seca las lágrimas en su fuente. Especialmente cuando el dolor y la muerte provienen de una injusticia que lacera el corazón o cuando el drama es irremediable y no se ve ninguna salida. Aun así, contra todo cinismo, resignación y desesperación, tiene sentido hablar de la cruz. El drama no tiene que transformarse necesariamente en tragedia. Jesucristo, que pasó por todo esto, transfiguró el dolor y la condena a muerte convirtiéndolos en un acto de libertad y de amor que se autoentrega, en [un acceso posible a Dios y] en una nueva aproximación a quienes lo rechazaban: perdonó y se entregó confiado a Otro mayor. El perdón es la forma dolorida del amor. Entregarse con confianza y ponerse en manos de alguien que nos supera infinitamente es arriesgarse al misterio como último portador de un sentido que compartimos, pero no creamos. Esta oportunidad se ofrece a la libertad humana: el hombre puede aprovecharla y descansar en la confianza: pero también puede perderla y zozobrar en la desesperación. El perdón y la confianza constituyen las formas con que evitamos que el odio y la desesperación tengan la última palabra. Es el gesto supremo de la grandeza del hombre. Sólo mirando al Crucificado vuelto a la vida puede afirmar el cristiano que la muerte en cuanto entrega confiada tiene un sentido último como muestra la resurrección, que es la plena manifestación de la Vida presente en la vida y en la muerte.
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4) El sufrimiento y la muerte por causa de los crucificados implica soportar que el sistema difame los valores de quien lucha contra él. El sistema dice: los que asumen la causa de los pequeños y los indefensos son subversivos, traidores, enemigos de los hombres, están [execrados por la religión y abandonados de Dios] («maldito el que muere en la cruz»). Son los que quieren revolucionar el orden. Entre tanto, el mártir doliente se opone al sistema y denuncia sus valores y prácticas, porque no son sino el orden del desorden. Lo que el sistema llama justo, fraterno y bueno, en realidad es injusto, discriminatorio y malo. El mártir desenmascara el sistema: por eso sufre su violencia. Padece por una justicia mayor, por un orden distinto («si vuestra justicia no es mayor que la de los fariseos...»). Sufre sin odio; soporta la cruz sin huir de ella. Carga con la cruz por amor a la verdad y a los crucificados y arriesga por ellos su seguridad personal y su vida. Así lo hizo Jesús. Así deberán hacerlo todos sus seguidores a lo largo de toda la historia. Jesús sufre como [«maldito»], pero es bendecido; muere como [«abandonado»], pero es acogido por [Dios]. Así confunde [el Señor] la sabiduría y la justicia de este mundo. 5) La cruz es, por tanto, símbolo del rechazo y de la violación del sagrado derecho de [Dios] y del hombre. Producto del odio. Quienes luchan por abolir la cruz del mundo, tienen que cargar la cruz impuesta e infligida por los que la crearon. La aceptan, pero no porque vean en ella un valor, sino porque rompen la lógica de la violencia con el amor. Aceptarla significa ser más grande que la cruz; vivir así es ser más fuerte que la muerte. 6) Predicar la cruz puede significar una invitación a un acto extremo de amor, de confianza y de total despojo de sí mismo. La vida tiene su cara dramática; ahí están los derrotados por una causa justa, los desesperanzados, los condenados a cadena perpetua, los que se hallan ante una muerte irremediable. De alguna forma, todos están colgados de la cruz, cuando no tienen que cargar con su
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7) Morir así es vivir. En esta muerte de cruz hay una vida que no puede aniquilarse. Está oculta en la muerte. No llega después de la muerte. Está en la vida de amor, solidaridad y coraje para soportar y morir. Con la muerte se revela en su poderío y en su gloria. Así lo expresa san Juan cuando dice que la elevación de Jesús en la cruz es glorificación, que la «hora» es a la vez la hora de la pasión y de la glorificación. Hay, pues, una unidad entre la pasión y la resurrección, entre la vida y la muerte. Vivir y ser crucificado por la justicia y por [Dios] es vivir. De ahí que el mensaje de la pasión vaya siempre unido al de la resurrección. Los que murieron como insurrectos contra el sistema de este siglo y se negaron a entrar «en los esquemas de este mundo» (Rom 12,2) son ahora
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los «resucitados». La insurrección por causa de [Dios] y del otro es resurrección. La muerte puede parecer un sinsentido. Pero tiene futuro y guarda el sentido de la historia. 8) Predicar la cruz hoy es anunciar el seguimiento de Jesús. No es exaltar el dolor ni magnificar lo negativo. Es anuncio de algo positivo: de la lucha para que cada vez sea más imposible que unos hombres crucifiquen a otros. Esa lucha implica abrazar la cruz, llevarla con coraje y dejarse crucificar con hombría. Vivir así es ya resurrección, es vivir a partir de una vida que la cruz no puede sacrificar. La cruz no hace sino mostrarla más victoriosa aún. Predicar la cruz significa seguir a Jesús. Y seguir a Jesús es proseguir su camino y su causa y conseguir su victoria. 9) [Dios] no se quedó indiferente ante las víctimas y los sufrimientos de la historia. Por amor y solidaridad (cf. Jn 3,16) se hizo pobre, fue condenado, crucificado y muerto. Asumió una realidad que le es objetivamente contraria, pues él no quiere que los hombres empobrezcan y crucifiquen a otros hombres. Este hecho revela que la mediación privilegiada de [Dios] no es la gloria ni la transparencia del sentido histórico, sino el sufrimiento real del oprimido. «Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1 Jn 4,11). Acercarse a Dios es acercarse a los oprimidos (Mt 25,46ss), y viceversa. Decir que [Dios] asumió la cruz no equivale a glorificarla y eternizarla. Significa únicamente mostrar cuánto ha amado [Dios] a los que sufren. Sufre y muere con ellos. Por otro lado, [Dios] tampoco es indiferente a los crímenes, al lastre de la historia. No deja que la llaga quede abierta hasta la manifestación de su justicia en el fin del mundo. Interviene y justifica en Jesús resucitado a los despojados y crucificados de la historia. La resurrección quiere mostrar el verdadero sentido y el futuro garantizado de la justicia, del amor y de las luchas, aparentemente fracasadas por el amor y la justicia en el proceso histórico. Al fin triunfarán. Será el reino de la pura bondad '. 1 Leonardo Boff, Pasión de Cristo y sufrimiento humano, pp. 437-441. Tomamos el texto de la edición publicada por Ediciones Cristiandad en el tomo colectivo Jesucristo y la liberación del hombre (Madrid 1981). La única modificación que nos hemos permitido fue poner en cursiva las referencias directas de Boff a los escritos del Nuevo Testamento, y entre corchetes las expresiones explícitamente religiosas. Con ello pretendemos que el lector advierta la diferencia de lenguajes, para ulteriores reflexiones y lecturas.
1 ¿Qué es el texto que acabamos de leer? Sin duda un evangelio. A quien extrañe la falta de comillas en la palabra evangelio, es decir, a quien espontáneamente, en pleno siglo xx, se crea obligado a metaforizar el término, dedicamos estas primeras reflexiones. ¿Qué dificultad habría, en efecto, en dar a esta versión —parcial, es cierto, por referirse sólo a la pasión y resurrección, pero no más parcial, por ejemplo, que la carta a los Hebreos— un estatuto semejante al de los cuatro evangelios canónicos o a lo que Pablo llamaba «su» evangelio? Hay una y, por cierto, relevante. Lo que acabamos de leer no pertenece ni pertenecerá nunca a la Biblia, también llamada, y no sin razón, el «depósito de la fe». Con ello aludimos a un hecho decisivo en ese proceso por medio del cual Dios va llevando a su pueblo a la verdad. A la verdad sobre Dios y sobre el hombre, ya que nunca las dos cosas aparecen separadas. La Escritura consigna ese largo proceso educativo y, al ponerlo por escrito, lo deposita. Y decimos que ese depósito culmina con los testigos directos de Jesús, en quien se concentra la totalidad de la fe y de la apuesta humana. Pero hemos de hacernos dos preguntas importantes para valorar lo que viene después y llega hasta nosotros. Como el texto citado de L. Boff entre mil otros. La primera: ¿se detiene el proceso cuando se cierra el depósito? De ninguna manera. La misma Biblia nos dice por qué y cómo continúa. Podemos acudir, para cerciorarnos en este punto, al evangelio, que, dentro del Nuevo Testamento, parece tener la mayor conciencia de crear, para nuevos oyentes, una nueva formulación del mensaje de Jesús: el de Juan. Pues bien, éste hace decir a Jesús la víspera de su muerte —y poco importa, desde el punto de vista de la «inspiración», que las palabras sean de Jesús mismo o de su evangelista—: «Tengo todavía mucho que deciros, pero sería un peso muerto ( = no lo podríais soportar) para vosotros. Cuando venga él, el Espíritu de verdad, os guiará a toda verdad» (Jn 16,13). La segunda es: ¿no puede haber cierto peligro en volver demasiado rápida y mecánicamente a la verdad depositada, teniendo el Espíritu tantas cosas que decirnos aún y tanta verdad hacia
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El «evangelio de la cruz» y su clave
donde conducirnos? Sin duda. Y lo prueba el hecho de que los evangelios sean cuatro (y no uno) y que ya en el Nuevo Testamento encontremos nuevas interpretaciones de Jesús exigidas por contextos nuevos. El hecho de que el «depósito» se cierre no significa, por tanto, que termine también el proceso por el que Dios, mediante el Espíritu de Cristo, nos conduce a toda verdad. ¿Por qué entonces se cierra el «depósito» mientras la educación de Dios continúa? Sin duda porque también en el proceso educativo de cada hombre en un momento dado éste debe salir de lo «depositado» en las consignas paternas o maternas. Y no para negarlas, sino para confrontarlas con los desafíos de la vida. Allí, errando y corrigiendo errores, lo depositado se hará más hondamente vida y posibilidad de creación. Y adquirirá, al compás de nuevas circunstancias, nuevas facetas. Nada indica a priori que las palabras de Jesús y, más explícitamente, las de Pablo sobre el peligro del recurso a la «letra muerta», no se vuelvan a repetir, por lo menos en cierta medida, con la letra de los evangelios. Se acude a veces a ellos no para «inspirarse» en contacto con lo «inspirado», sino por una seguridad infantil. Como el joven al «depósito» de las consignas paternas. Es decir, esquivando el riesgo sano de interpretar a Jesús de nuevo frente a problemáticas igualmente nuevas. Ante las cuales, las respuestas de Jesús, tomadas a la letra, traicionarían su Espíritu. Se las consideraría como algo mágicamente dotado de verdad. Y ello terminaría llevando a dar, en nombre de Jesús, soluciones inhumanas (cf. GS 11). Es necesario, pues, volver a escribir evangelios. Eso no quita nada de maravilloso y exclusivo al momento en que los primeros y canónicos se escribieron. Hoy mismo, tantos siglos después, el Espíritu de Jesús puede hacer que esos evangelios sean «espiritualmente» tan fieles a Jesús como lo fueron los primeros.
lo que hemos leído en el comienzo del capítulo es, rigurosamente hablando, un evangelio, no una cristología. Una cristología, como todo discurso razonado, se desarrolla, se estudia, se enseña. Un evangelio se predica2. Y precisamente el título de las líneas con que encabezamos el capítulo rezaba: «Predicar la cruz... hoy...». No se trata sólo de un título discutible o de una etiqueta pretenciosa e infundada. La cristología, en cuanto parte de la teología, está inserta dentro del esfuerzo global del intellectus fidei, es decir, del esfuerzo por comprender la fe. Un evangelio, en cambio, se predica; esto quiere decir que la fe se ofrece, que se llama a otros a dejarse penetrar por su atractivo, a estructurar de ese modo el mundo del sentido y de los valores. Así lo hace Jesús, según Marcos, una de las fuentes evangélicas: «... marchó Jesús a Galilea y predicaba el evangelio ( = buena noticia) de Dios diciendo: El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertios y creed en el evangelio ( = buena noticia)» (Me 1, 14-15). De acuerdo con lo que señalábamos en el tomo anterior, esa llamada a la fe no es, ni puede ser en primer término, una llamada a una fe religiosa. Sólo puede llegar a ella pasando necesariamente por la comunicación de un mundo de sentido y de valores a otro mundo afín, ya existente de alguna forma en el oyente. Ese mundo de significación y valores es lo que Jesús designa con el título de «reino de Dios». Y su afinidad con un mundo paralelo de valores, existente en algunos de sus oyentes —por lo menos de manera incoativa, pues aún precisan de conversión— es, lógicamente, lo que le permite decir que la proximidad de ese «reino» constituye una buena noticia. Sólo que no por eso deja de ser noticia. La afinidad de la expectativa no significa que se crea «próximo» el reino. Hay que convertirse a esa esperanza, aceptar ese dato que
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2 Nos hemos referido al evangelio (sin comillas) de la cruz, escrito por Leonardo Boff y que encabeza este capítulo. El primer párrafo indicó una de las principales razones que tuvimos para ello. Quisiéramos ahora aducir y explicar otra, no menos importante:
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2 Obviamente no negamos que la obra total de Boff a la que nos referimos sea, aunque parcialmente (en cuanto referida casi exclusivamente, y de acuerdo con su título, a la Pasión), una cristología, lo que no obsta a su valor positivo en el sentido y medida en que posee muchos elementos que abren la cristología a un verdadero y actual hablar de Jesús de Nazaret. Valga como ejemplo el capítulo que hemos citado casi en su totalidad sobre «cómo predicar hoy la cruz de Nuestro Señor Jesucristo». Por otra parte, la «parcialidad» de este evangelio —su única temática es la cruz— no es mayor que la de otros escritos del Nuevo Testamento, como por ejemplo la carta a los Hebreos, donde sólo son analizadas las relaciones de Jesús con el culto definitivo.
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El «evangelio de la cruz» y su clave
supera las posibilidades empíricas y que, por eso, llamamos trascendente. En el evangelio de la cruz, de Boff, que encabeza este capítulo, ocurre lo mismo: se trata de la buena noticia de que existe una solidaridad total, eficaz y victoriosa del Crucificado con todos los crucificados del mundo. No es asunto de este capítulo comprobar si esa pretendida buena noticia es fiel a la anterior, citada del Evangelio de Marcos. Lo que sí interesa es comprobar que, a través de este evangelio, Jesús (presumiblemente) sigue invitando a los que ya se interesan apasionadamente por los crucificados del mundo a creer en la buena noticia de su solidaridad con ellos. Después de comprobar que el proyecto de Boff es, efectivamente, paralelo al de los otros evangelios, analicemos brevemente el lenguaje en que se expresa. Veremos que es el que corresponde a la comunicación, entre personas, del mundo de la significación o del sentido. El lector recordará aquí, sin duda, algunos resultados de nuestro análisis del volumen anterior. La comunicación eficaz de sentido entre los hombres requiere una dosis prioritaria de lenguaje icónico. El lenguaje digital, mucho más relacionado con el raciocinio (o con el mero mostrar cosas), tiene su función propia, pero a partir de las premisas (en gran parte auto-validantes). Estas se adquieren por el mecanismo de testimonios, esto es, por las imágenes repetidas y familiares de las satisfacciones inherentes a los mundos de valores, que vemos reflejados en el actuar de otras personas y, de acuerdo a los cuales, tratamos luego nosotros de estructurar también el nuestro. Hemos visto que el lenguaje artístico en general, y el poético en particular (mezcla de lenguaje digital e icónico con predominio de este último), era el más apropiado para vehicular la imagen viva de una satisfacción vinculada a cierta estructura de valores. Y que cuando este lenguaje llega a sus máximas posibilidades de expresión se ajusta al siguiente esquema (expresado en forma abstracta y, por tanto, digital): dado este hecho, que la limitación de toda existencia humana me impide verificar (por mí mismo), al final se verá que era mejor actuar así. Como se ve, hay en este esquema (vacío) general tres elementos fundamentales: la premisa ontológica (la estructuración para el actuar de lo que vale en la realidad, de su deber-ser) reflejada en el «así»; la premisa epistemológica (el dato trascendente clave para poder afirmar la posibilidad de imprimir ese deber-ser a la
resistencia de lo real), reflejada en ese «hecho» que doy por sentado sin poder verificarlo empíricamente por mí mismo, y la autovalidación de esas premisas, que no es un capricho, sino una apuesta: el futuro, es decir, «el final» mostrará lo acertado de trabajar con tales premisas 3 . Pero esto, como decíamos, no es más que el esquema vacío (digital) donde va a habitar el espíritu de un mensaje icónico. Es obvio que la comunicación eficaz de un mundo de valores no puede hacerse en forma lineal y expositiva: se realiza mediante la repetición de la imagen viva de ese mundo mismo en actividad. El así del actuar de Jesús se convierte de esa manera —en este evangelio como en los otros— en un tema con variaciones, cada una de las cuales muestra, a su vez, una faceta diferente de la misma estructura de sentido: vale la pena solidarizarse, como Jesús, con los crucificados del mundo hasta sufrir la misma cruz, con tal de poner fin a esa crucifixión de unos hombres por otros. Pero para actuar así es preciso aceptar la buena noticia (que será buena, en primera instancia por lo menos, sólo para quienes ya estén preocupados por ese sufrimiento innecesario infligido al hombre); es necesario aceptar el dato trascendente de que la cruz
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3 Kasper parece llegar a un esquema prácticamente idéntico al escribir: «La pregunta por el sentido por parte del hombre no se puede contestar sólo desde dentro de la historia, sino que únicamente es posible hacerlo desde el punto de vista escatológico. Por eso el hombre se mueve, en todas las realizaciones fundamentales de su ser, implícitamente por la cuestión sobre la vida y su sentido definitivo. Por supuesto que la contestación sólo es posible al final de la historia. Ahora el hombre lo único que puede hacer es escuchar y escrutar la historia por sí descubre signos en los que se vislumbre este final o en los que hasta acontezca anticipadamente. Estos signos siempre serán ambiguos dentro de la historia; claros se hacen sólo gracias a la anticipación creyente del fin de la historia y, viceversa, esta anticipación tendrá que cerciorarse constantemente al contacto con la historia. Sólo en este amplio horizonte de la cuestión pueden entenderse en plenitud los testimonios de la Iglesia primitiva y de la tradición eclesiástica posterior» (op. cit., 169). Parecería que, a partir de ahí, se debería llegar a nuestro mismo esquema. ¿Por qué no lo hace Kasper? Porque en realidad no acepta el aspecto autovalidante de las premisas o, lo que es lo mismo, su necesario carácter de apuesta. Por eso tiende, a nuestro parecer, a validarlas por un razonamiento con base empírica, convirtiendo así las premisas en conclusiones. Precisamente ese carácter de autovalidación es el que hace necesaria la fe, es decir, la comunión arriesgada en los valores de otro, sin pedirle señales del cielo. Sintomáticamente, Kasper pasa de esa formulación a la «señal del cielo», es decir, a la resurrección, no a «los signos de los tiempos», esto es, a la actuación concreta de Jesús, como parece que deberíamos esperarlo después de las afirmaciones citadas.
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El «evangelio de la cruz» y su clave
de Jesús no es una puerta cerrada, sino abierta, por donde la vida, la justicia y el amor ya comienzan a transformar la realidad histórica. Sólo puntuando los acontecimientos con esa premisa epistemológica podremos ir encontrando en la historia señales de esa liberación. Sólo así, en efecto, nos acostumbraremos a poner un punto, ese punto que termina cada secuencia similar, no en la muerte del mártir, sino en cada progreso del amor, de la solidaridad, de la justicia, por provisorio, débil y amenazado que parezca. Por otra parte, todo ello no tendría sentido si, con nuestro mundo de significación y valores, no estuviéramos embarcados en una apuesta (necesaria a toda existencia humana) según la cual quede validada al final —escatológicamente— la elección realizada. Esa escatología es aquí la resurrección de Jesús que des-vela el futuro y nos hace ver, ya presente en medio de una vida en apariencia sometida a la muerte, el triunfo de la vida y de la causa del hombre; triunfo que aparecerá, en toda su realidad y extensión, al final de la historia. No obtenemos así lo que H. Küng llama despectivamente una «extrañamente inexacta y vinculante 'verdad religiosa' igual, más o menos, a 'verdad poética'» 4. No hay, en efecto, aquí más inexactitud que el espacio necesario para que cada uno cree su propio modo de vivir, dentro de sus propias e irrepetibles coordenadas, ese mundo de significado. En otras palabras: gracias a Dios, la misma poesía y la misma inexactitud que la de los evangelios canónicos. Sólo quisiéramos agregar dos observaciones más a propósito del lenguaje empleado por Boff. Al transcribir su evangelio de la cruz, nos permitimos poner en cursiva algunos pasajes donde el autor prácticamente cita los evangelios neotestamentarios. Entendiendo éstos en sentido lato, es decir, comprendiendo entre ellos las interpretaciones no narrativas, como la de Pablo. ¿Por qué cambia de lenguaje en esos pasajes, que hasta añade referencias a citas bíblicas? Creemos que, desde el punto de vista del desarrollo (icónico) de su evangelio, tales pasajes, introducidos desde un contexto lejano, sólo consiguen interrumpir una línea de expresión propia, que prende y cautiva. La hipótesis que se nos ocurre más verosí-
mil para explicar la inserción de esos pasajes —y en relación con lo visto en el párrafo anterior— es que la falta de creatividad en la traducción (poética) actual se llena a menudo con lo que, sobre todo para un teólogo, es la gran tentación del menor esfuerzo: atenerse a la letra bíblica. De ahí que esos pasajes, a nuestro parecer, sólo susciten un interés erudito en el exegeta o en el teólogo, interés muy diferente —aunque por costumbre no lo percibamos así— del que suscita en el hombre común el propio desarrollo de las ideas e imágenes evangélicas en términos de hoy 5 . La segunda observación se refiere a los pasajes o palabras que, en el mismo evangelio aquí presentado, hemos señalado con un corchete. Como el lector podrá apreciar, son ésos los pasajes que hacen una referencia explícita a lo religioso y, en particular, a Dios. Por lo pronto, debe quedar claro que, como lo hemos estudiado en el volumen anterior, de ninguna manera nos oponemos a priori al empleo de ese tipo de lenguaje. Admitimos, eso sí, que es peligroso, por lo menos cuando, como en este caso, no lleva consigo un contexto lo suficientemente denso o explícito como para poder eventualmente corregir lo que el lector u oyente coloca bajo el término «Dios». Claro está que los evangelios canónicos expresan la buena noticia en términos religiosos. Pero cabría hacer alguna observación al respecto, especialmente relevante para nuestro tiempo. Serán notas someras y, por otra parte, están lejos de parecemos concluyentes; en todo caso, no podemos pasarlas por alto. El uso de una terminología religiosa en un mundo total o casi totalmente religioso no puede siquiera discutirse. Es inevitable. Además, los evangelios tienen en ese uso dos correctivos importantes. El primero es que las palabras de ese lenguaje, por lo menos en Israel, estaban cargadas de un contenido específico. No nos referimos sólo al decantamiento de lo religioso operado por la globalidad del Antiguo Testamento. Además de la globalidad de éste, ya Jesús, ya la comunidad cristiana primitiva, privilegiaron en él, como tendremos ocasión de estudiarlo mejor, ciertas tradi-
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Op. cit., 102. Cf. infra, nota 20, p. 54.
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5 No tendría sentido, como es obvio, oponerse a las citas bíblicas en un escrito teológico. Tratamos sólo de distinguir el uso literal de la Biblia en un razonamiento de teología, del mismo uso literal cuando se trata de hacer pasar un mensaje significativo y de crear para ello un lenguaje nuevo, actual, preponderantemente icónico.
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El «evangelio de la cruz» y su clave
ciones específicas, como la de Elías-Eliseo, el profeta semejante a Moisés, el Siervo sufriente del segundo Isaías, etc., con sus correspondientes imágenes de lo divino. Eso hace que la palabra «Dios» suene en los evangelios, si bien se mira, de una manera mucho más precisa y profunda que en un texto actual. Ya que su implantación en la cultura '«occidental» le ha hecho perder, en gran parte, la referencia a dichas tradiciones por lo menos para el lector común. El segundo correctivo es el aportado particularmente por Jesús. En medio del politeísmo del Oriente de entonces, Jesús desecha como decisivas las diferencias religiosas, en pro de la decisoriedad de actitudes humanas más fundamentales aún. Los idólatras ninivitas tenían, según él, una concepción más certera de lo divino que los yahvistas ortodoxos del fariseísmo. Jesús tacharía a este último de idolatría práctica, es decir, en el lenguaje bíblico de «adulterio» (cf. Mt 12,39; 16,4 y par.). Lo mismo ocurre probablemente en otras varias ocasiones (cf. Mt 8,5-13 y par.; 25,3lss). Esta relativización de las distinciones introducidas por el lenguaje religioso (cf. Gal 3,28; Rom 10,12; 1 Cor 12,13; Col 3,11) parecen destinadas a mostrar el peligro especial del lenguaje cuando se aplica a lo sagrado y la necesidad consiguiente de pasar por el criterio de actitudes (mundos de significación) humanas para saber si se está hablando de lo mismo cuando se emplean palabras idénticas.
Un fenómeno nuevo viene a complicar las cosas en este punto del lenguaje religioso: la aparición del ateísmo a nivel masivo y el malentendido de que un abismo separa a ese ateísmo de todo lo religioso. Tenemos, por el contrario, como ya hemos visto, todas las razones para pensar que lo dicho por Jesús a propósito de las diferentes «religiones» de su época vale hoy también para la diferencia entre ateísmo y religión (cf. Hch 17,23; 1 Jn 4,20). Por todo lo dicho, los pasajes donde se habla explícitamente de Dios en el Evangelio de L. Boff, aun teniendo en cuenta el contexto religioso de la cultura brasileña (o, tal vez, aun a causa de ello), nos parecen, hasta cierto punto, un desafío no aceptado. En un pasaje habla Boff de «Alguien más grande...», «Alguien que nos supera infinitamente». Creemos que por ahí iría la solución, así como el hablar de una causa que vale más que nuestras vidas, u otros términos semejantes. Claro está que no ignoramos que el contexto —por breve que sea— de esas páginas destruye, en cierto modo, la ambigüedad señalada, por lo menos en una buena medida. Nos interesaba el lenguaje sobre Dios de este texto por la razón fundamental de que hablábamos antes y que, como dijimos, no tiene nada que ver con un rechazo a priori del lenguaje religioso. Por todas las razones expuestas, eremos que los hombres deben comunicarse amplia, lenta y profundamente sus respectivos mundos de sentido antes de comenzar a discutir si comulgan o no en una fe «religiosa». En otras palabras, que sólo sobre un puente sólidamente establecido de fe antropológica, la cuestión religiosa sobre Jesús adquiere relevancia y precisión. Trataremos de mostrarlo particularmente en la primera parte de esta obra.
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Y ¿qué ocurre hoy con ese lenguaje? Que la unificación forzada en Occidente de todos los nombres divinos en el sustantivo, común y propio a la vez, de «Dios», acentúa aún más la ambigüedad de su contenido. Valga como ejemplo el que filosofías que vehiculan conceptos totalmente diferentes y aun opuestos de la divinidad se valen de la misma palabra. Otro tanto puede decirse de la teología y de la piedad dentro de la tradición cristiana y aun católica6.
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Antes de que Marx hablara de la religión (cristiana) como del opio del pueblo, Balzac, más cínico, pero también más amplio observador de los detalles de la sociedad humana, hacía decir a uno de sus personajes femeninos de La comedia humana: «La religión, Armando, como puede verlo usted, es lo que mantiene unidos los principios conservadores que permiten a los ricos vivir tranquilos» (Histoire des Treizé, II [1834] en La comedie humaine [París 1866] IX, p. 173). Aun habida cuenta de la posible superficialidad de la observación, o de su contexto particular, no será difícil comprobar lo peligroso del uso de la palabra «Dios», sin la posibilidad de darle un contenido más concreto y preciso del que la cultura le da.
Lo que este —tal vez extraño— capítulo quisiera hacer resaltar es que si existe una cristología, ésta no puede consistir en ningún caso en una sustitución de la continua tarea de reelaborar el evangelio en la comunidad cristiana. En este sentido preciso entendemos las palabras iluminadoras de Karl Rahner sobre los dogmas cristológicos: «La fórmula (dogmática) es... un término, un resultado y una victoria que nos re-
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gala su precisión y claridad y que posibilita la enseñanza segura. Pero en tal victoria todo depende de que el término sea, a la vez, también un comienzo» 7.
7 Karl Rahner, Problemas actuales de cristologta, en Escritos de Teología (Madrid 1961) I, p. 169 (subrayado nuestro). A pesar de no concordar a menudo con los contenidos y orientaciones globales de la teología de Hans Urs von Balthasar, no podemos menos de reconocer la justicia con que ha señalado dos lagunas de la teología corriente y que, tal vez con otras palabras, también ha señalado este capítulo. Se trata, por un lado, de no haber sacado suficiente partido teológico de las experiencias morales de los santos, quienes, como los vitraux de las viejas catedrales, constituyen a menudo una especie de Biblia más cercana y actual (cf. del autor citado, Théologie et Sainteté [Dieu Vivant 1948, n. 12] p. 15 y, como ejemplo, su biografía Teresa de Lisieux. Historia de una misión, trad. cast. Ed. Herder, Barcelona 1957). Señala Von Balthasar, por otro lado, que en su mismo mecanismo de pensamiento la teología no ha hecho suficiente caso de la belleza, importantísima cuando se está en el dominio de la significación (cf. del autor citado, La Gloire et la Croix, 2 vols. [París 1965]).
II ¿ANTI-CRISTOLOGIA?
El objetivo de este segundo volumen es doble. A partir de esas dimensiones del hombre que son la fe y la ideología analizadas o, por lo menos, esbozadas en el volumen anterior, se trata aquí de recurrir nuevamente al método para decidir qué aporta —en la hipótesis de que lo haga— Jesús de Nazaret y la tradición que viene de él al proceso de humanización. No ocultamos que nos seduce la idea de reemprender con más método y lógica si fuera posible —esto es, para nosotros dentro de las coordinadas del primer volumen— la tarea que se propuso M. Machovec: escribir un Jesús para ateos. Si no de manera exclusiva para ateos «actuales», sí para ateos «potenciales». En efecto, creemos haber mostrado allí que quien no está dispuesto a poner ciertos valores humanos como criterios previos y superiores a cualquier religión determinada no será capaz de reconocer la importancia y el significado de Jesús. Y que aunque luego, eventualmente, lo declare Mesías, Hijo de Dios o Dios mismo, ello no impedirá, sino todo lo contrario, que haga de Jesús un ídolo. Aun dando por sentado que Jesús sea la verdad misma encarnada, si observamos el único modo en que ésta puede comunicársenos en la historia, concluiremos que se puede creer en él por razones falsas y dejar de creer en él por razones verdaderas. Jesús mismo, como vimos, advirtió de este peligro, peligro mayúsculo, puesto que ofrece una falsa seguridad cubierta con etiqueta sagrada. Exigió jugárselo todo por él en un mundo sin señales del cielo. Exigió dejar de hacer consultas a Dios cuando se estaba frente al hombre necesitado. No es, pues, una paradoja sin sentido el pretender que incluso el creyente debe acercarse a Jesús con una apuesta donde hay que hacer entrar todo el porvenir positivo o negativo de la «creencia» en Dios. No se podrá sospechar en esto de una Iglesia que muestra en su historia una tendencia tan clara a sacralizarse a sí misma como es la Iglesia católica romana. Pues bien, es doctrina oficial suya que parte del ateísmo se debe a que muchos cristianos, como testigos referenciales de valores (morales y sociales) presentan un rostro inauténtico de Dios (Gaudium et spes, 19). Cabe deducir de ello, en buena lógica, que quienes, dependiendo necesariamente
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de tales testigos, hayan negado ese dios (que no era) tenían, en primera instancia (y hasta la aparición o descubrimiento de testigos diferentes), razón en su negativa, y no así los que aceptaban a «Dios», a pesar de mostrárseles un dios inauténtico, inexistente l. Para quienes el riesgo de «no creer» en Dios sea más grande que el de creer «en un Dios que no es», Jesús no será jamás accesible. Y este libro habrá sido escrito en vano. Por eso decíamos que un ateísmo «potencial», es decir, la aceptación seria del ateísmo como posibilidad frente a Jesús es una condición hermenéutica ineludible. Prescindiendo de que ésa sea condición de toda hermenéutica de elementos religiosos, como tratamos de mostrar en el tomo anterior, la exige concreta, históricamente, Jesús de Nazaret. Al hombre que hace tal apuesta va dirigido el primer objetivo de este libro: dialogar con él sobre lo que significó y puede aún significar para la comprensión y realización del hombre ese personaje que hace una fugaz aparición pública en la Palestina del siglo i de nuestra era, encuadrado, es cierto, en una larga tradición que le precede y en otra que le sigue. 1 Resulta casi increíble cómo, aúa después del Vaticano II, esta conclusión de lógica elemental no ha sido sacada por teólogos tan identificados con él y de tanta reputación como Hans Küng, por ejemplo. Así, la falsa univocidad de la palabra Dios, a pesar de no resistir obviamente a la crítica que le hace el Vaticano II, le permite a Küng las siguientes afirmaciones: «El precio que el ateísmo paga por su no es bien conocido. Pone en peligro su propia existencia por falta de un último fundamento, apoyo y término: arriesga incluso la posible pérdida del sentido, del valor y de la entidad de la misma realidad en general. Todo ateo que sea consciente de su ateísmo se expone, por decisión enteramente personal, al riesgo de una existencia radicalmente amenazada, abandonada, arruinada, con las necesarias secuelas de duda, angustia y desesperación. Todo esto, naturalmente en caso de que el ateísmo sea serio y no mera pose intelectual, coquetería esnobista o superficialidad irreflexiva». Y todo esto, ¿vale independientemente de que se le presente un Dios auténtico o inauténtico? Esto no parece preocupar a H. Küng, quien prosigue hablando de la fe: «La recompensa que la fe en Dios obtiene por su sí es también conocida. Puesto que yo opto confiadamente por un fundamento primero, en lugar de optar por la sinrazón, por un apoyo primordial, en vez de optar por la inconsistencia, por una meta primordial, en vez de optar por el absurdo, puedo descubrir fundadamente una unidad dentro de la dispersión, un sentido dentro de la insensatez y un valor dentro de la invalidez de la realidad total del mundo y del hombre». ¿Aun cuando el ídolo en que crea sea inhumano y cruel? (Cf. Hans Küng, Ser cristiano, Madrid, Ed. Cristiandad, 41981, pp. 88-89). Se verá allí ejemplificado el peligro latente del paso por la metafísica, que estudiábamos en el tomo anterior a propósito de Pannenberg y sobre todo de Tracy, a pesar de las precauciones de este último o de las de Schubert M. Ogden (The Reality of God, Harper and Row, Nueva York 1977, cap. I) quien guía, en este punto, su pensamiento.
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Pero, como decíamos, este objetivo se entronca con otro. Si entendemos por teología el esfuerzo por comprender una auténtica fe religiosa —en la misma línea antropológica estudiada en el tomo anterior—, la teología latinoamericana se ha caracterizado, en los últimos quince años, no tanto por aportar contribuciones nuevas a esa rama especializada del saber (con su bien o mal adquirido estatuto científico), sino por retroceder a las condiciones primigenias en las que, en las proximidades de Jesús de Nazaret, se comenzó a hacer «teología». Ahora bien: se ha observado, a manera de crítica, que esa pretendida teología —comprensión de la fe— latinoamericana no ha querido o, más probablemente aún, no ha osado o no ha podido estructurar un modo de pensar propio, coherente y sistemático sobre Jesucristo. Dicho en palabras más técnicas: que a la teología latinoamericana, llámesela o no teología de la liberación, le falta una «cristología». Demos por sentado el hecho 2. Pero recurramos al método para explicarlo. Como todo el mundo sabe, las ciencias son a menudo etiquetadas en nuestro lenguaje por el tema que abordan, seguido de un cierto tipo de sufijo griego que indica si se trata de una mera descripción —grafía—• o de una explicación (causal) de los fenómenos estudiados —logia—. La mejor traducción del término griego logos, origen del sufijo logia, sería discurso o tratado en el sentido de un pensamiento que raciocina sistemáticamente, tratando de agotar los porqués de los hechos que ha elegido estudiar. Pues bien, dejando de lado las preguntas —por pertinentes que puedan ser— sobre lo que puede significar así el término global de teo-logía, es decir, discurso o tratado sobre los «hechos» relativos a Dios, constituye un dato cultural que esa disciplina acadé2 Existen, es cierto: Jon Sobrino, Cristología desde América Latina (esbozo) (Ed. C. R. T., México 21977), que, a nuestro parecer, y a pesar del aprecio que nos merece su autor, debería llamarse más bien «Cristología para América Latina desde Europa»; Leonardo Boff, Jesucristo, liberador (Ed. Cristiandad, Madrid 1981, en el vol. colectivo Jesucristo y la liberación del hombre, pp. 39-282 [que se resiente también, a nuestro juicio, de ser la primera obra de Boff al terminar sus estudios teológicos europeos]); José Comblin, Jesús de Nazaret (Santander 1977) que, aunque carezca de una relación explícita con América Latina, lleva tal vez en su mismo método los rastros de la inserción de su autor en nuestro continente. Nos parece lo más representativo de una cristología latinoamericana, aunque parcial, la obra posterior de L. Boff, Pasión de Cristo y sufrimiento humano, en Jesucristo y la liberación del hombre (Ed. Cristiandad, Madrid 1981) pp. 283-443.
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mica se divide para su estudio en tratados o logias más particulares. Se estudian así, en su interior, la escatología, la eclesiología, la soterio/ogk, etc.; esto equivale a decir que existen tratados acerca de las realidades últimas, de la Iglesia, de la salvación, etc., y —con o sin el título griego— tratados sobre la creación, la redención, la gracia, el pecado, los sacramentos, etc. Entre tales tratados o logias se ubicaría, y de manera central, la cristología3. De ahí que su ausencia sorprenda en el quehacer teológico latinoamericano. El lector interesado en una problemática humana no tiene por qué internarse en la temática o en los procedimientos de todas estas subteologías. Lo que sí puede interesarle y guiarle en la lectura de este tomo es que toda logia, aquí como en cualquier otro ramo del saber, supone una cierta objetivación o cosificación. Tratándose de un «discurso», de un esfuerzo raciocinado por captar algo de validez universal, toda ciencia estudia su objeto bajo un aspecto. Hace de él una categoría, lo que le permite eludir los hechos «singulares». Así, las ciencias humanas, sobre todo para desembarazarse de cada caso singular, de cada hombre, suelen estudiar un sustantivo verbal (cosificación), muchas veces terminado en -ción. Esa es la categoría que constituye la base de una ciencia determinada. La sociología, así como la psicología animal o humana, estudiarán, por ejemplo, fenómenos de adaptación o de inhibición. Y los tratados sub-teológicos antes mencionados no escapan a esa ley. Tendremos así tratados que versan sobre la creación, la reden«ó«, la revelación o la salvado». Es decir, sobre categorías, no sobre cosas o personas singulares. ¿Qué puede significar, entonces, una cristología, es decir, una logia sobre Cristo? Como se sabe, «Cristo» es una palabra ambigua, sobre todo habida cuenta de su etimología. No es, originariamente, el nombre propio de una persona. Significa en griego «ungido», lo que equivale, en hebreo, a «mesías». En ese sentido, tendríamos aquí una categoría que podría ser objeto de estudio: la expresada en el sustantivo verbal «unción», con el que se designa el destino o función especial dados por Dios o sus intermediarios a una persona. En esa misma medida, la «cm/ología» estudiaría los casos en que, de acuerdo con la Biblia, por ejemplo, Dios 3
«La doctrina [otro sinónimo de logia] acerca de Jesucristo constituye el núcleo central de cualquier teología cristiana», palabras iniciales de la introducción a la obra de Wolfhart Pannenberg, Fundamentos de cristología (trad. cast. Ed. Sigúeme, Salamanca 1977) p. 27.
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habría comunicado de esa manera una determinada función a ciertas personas, reyes, sacerdotes o profetas. Pero el problema —y su ambigüedad— se complica no sólo por el hecho de que la «cristología» se limita al estudio de un sólo Mesías, de un solo Cristo («Estas cosas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cristo = el Mesías» Jn 20,31), sino, y sobre todo, porque, ya en el Nuevo Testamento, la palabra «Cristo» se ha convertido en una especie de apellido inseparable de Jesús de Nazaret. En otras palabras: va dejando rápidamente de designar una categoría —la de la función o misión de Jesús— para convertirse en un nombre propio personal intercambiable con el de Jesús. Lo que hoy hacemos sin pensar al expresarnos indiferentemente en términos de «Jesús dijo...», «Jesucm/o dijo...», «Cristo dijo...», lo hacía ya Pablo entre el 50 y el 60 de nuestra era en su carta a los Romanos. ¡Resulta, pues, que la tan mencionada «cristología» sería un tratado, una logia sobre una persona singular! ¿Dónde queda, entonces, en ella la categoría específica que haría posible superar la mera descripción de hechos, introducir el raciocinio y sacar conclusiones? Ahora bien, aunque no sea más que enfrentarse a Jesús en busca de tales categorías, ya es falsear radicalmente ese encuentro con un testigo humano, histórico, singular 4 , Jesús de Nazaret. En ese sentido preciso habría que decir que nuestra tentativa en este volumen se definiría mejor como anti-cristología que como una cristología más. Ni siquiera la definiríamos como la cristología correspondiente a la teología de la liberación latinoamericana. Pretende ser un hablar sobre Jesús que abra camino para considerarlo como testigo de una vida humana más humana y liberada aún. De lo dicho en el tomo anterior debería haber quedado claro, si la misma historia no nos lo dijera ya, que así se presentó de hecho Jesús. El mismo Juan, sospechoso de haber hecho en su Evangelio una teología «desde arriba» y de re-escribir la «vida» de Jesús partiendo, más que de su historia real, del presupuesto de que en 4 Tanto las cristologías «desde arriba» (desde las categorías: mesianidad, divinidad), como las «desde abajo» (en busca de esas categorías desde la historia concreta) responden, pues, a una pregunta —qué es Jesús—, pregunta rechazada por el mismo Jesús y que impide el acceso a él.
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él Dios se hacía hombre , sostiene no sólo la plena historicidad global de esa vida («habitó = puso su tienda entre nosotros», Jn 1,14) y la materialidad requerida aún para interpretarlo («y nosotros vimos su gloria», ib'td., cf. 1 Jn 1,1-2), sino que Jesús reclamó para sí una fe, ese tipo de fe antropológica dirigida a los testigos humanos de valores, como el único camino para declararlo portador de algo trascendente: «Si al deciros cosas de la tierra no creéis, ¿cómo vais a creer si os digo cosas del cielo?» (Jn 3,12). f t Lo que pueda saberse con más certeza sobre Jesús es que huyo positivamente de que lo definieran (de que dijeran lo que era) antes de captar qué valores representaba en sus dichos y obras 6. Dejemos aquí la terminología esotérica que la teología académica, sobre todo reciente, multiplica, y atengámonos a hechos de muy sencilla verificación. A veces las palabras mismas con que comienza una cristología —el discurso sobre Jesús— son ya extraordinariamente sugerentes. Se señala, por ejemplo, que una cristología actual no puede tener la falsa seguridad de antaño en cuanto a captar fielmente la figura histórica de Jesús 7. Pero, dado que lo mismo se podría decir de infinitos hombres del pasado, sobre los cuales no se piensa ni interesa hacer discurso alguno, ¿qué se está suponiendo, sin decirlo, como justificación de esa cristología que, a pesar de la distancia histórica, tiene que ser intentada de nuevo en y para hoy? Ello debería llevarnos a formular la pregunta esencial. No hubiera habido «cristología» alguna si el hombre llamado Jesús de Nazaret no hubiera interesado poderosamente a algunos de sus 5 Cf. Pannenberg y sus descripciones de las cristologías «desde arriba», op. cit., pp. 45, 51ss. 6 El «secreto mesiánico» que Jesús guarda, sobre todo en Marcos, no es otra cosa. Y la exégesis de los «títulos» mesiánicos que Jesús se habría atribuido históricamente durante su ministerio, cuando se encuentra con el único que, con toda probabilidad, apareció en su lenguaje —«Hijo del hombre»— olvida que, aun cuando los evangelistas lo identificaran (acertada o erróneamente) con el «yo» de Jesús, dejan expresa constancia de que no constituyó para ellos un título mesiánico, por lo menos al comienzo. Cf. infra, pp. 79ss. 7 «A muchos les parecerá una empresa prematura la de acometer en la actualidad la elaboración de una cristología. Las síntesis clásicas católicas... están basadas en una exégesis precientífica y en una posesión serena de la fe, dentro de un clima de cristiandad. En consecuencia, no le permiten al creyente contemporáneo expresar de una forma refleja su fe en Jesucristo» (Christian Duquoc, Cristología. Ensayo dogmático sobre Jesús de Nazaret. I. El Mesías, trad. cast. Ed. Sigúeme, Salamanca 21972, p. 11).
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contemporáneos. ¿De dónde procedió ese interés? Y ¿puede llegar hasta nosotros? 8. Ciertamente ese interés tiene dos polos, y ambos deben ser tenidos en cuenta. Jesús fue testigo de ciertos valores humanos ante ciertas personas o grupos de hombres 9 . No se puede hablar sobre Jesús, sobre el Jesús real, sin tener en cuenta a sus interlocutores. Aunque hoy tuviéramos una reconstrucción histórica, total y perfecta de un Jesús solitario, ello no daría jamás origen a una «cristología». Jesús fue un hombre común. No tenía título religioso alguno. Era un laico más en la sociedad religiosamente estructurada de Israel. Un artesano común, si se quiere precisar su estatuto social. A partir de cierto momento de su vida, sus hechos y dichos comienzan a suscitar atención, adhesión o rechazo. Esa adhesión o ese rechazo hacen que tanto sus partidarios como sus detractores lleguen a conclusiones sobre lo que él es. Pero sería un malentendido enorme, además de un anacronismo, hacer un discurso sobre lo que es Jesús a personas que, actualmente, en sus existencias normales, no se interesarían por él. A personas que, de reproducirse hoy el hecho exacto, pasarían a su lado como pasamos ante un acontecimiento extraño, pero que no nos atañe. 8 De ahí nuestra coincidencia con las palabras preliminares de José Comblin en su Jesús de Nazaret: «En este libro tratamos de meditar en la vida humana —simplemente humana— de Jesucristo. Queremos examinar una vez más a ese Jesús de Nazaret exactamente como sus discípulos lo conocieron y lo comprendieron —o no lo comprendieron— cuando caminaban con él por los ásperos valles de Galilea errando por las aldeas de Israel, cuando no lo conocían todavía como Señor e Hijo de Dios» (op. cit., p. 1). ' Tales testigos humanos son, a su vez, testigos en sí mismos, porque Jesús los encontró ya interesados en lo que su vida humana mostraba y atestiguaba. Valga, pues, otro ejemplo de la manera extraña con que algunas «cristologías» comienzan su tarea. ¿De qué se trata en ella? Pannenberg responde: «Se trata de lo que nosotros, como cristianos, hemos de decir de Jesús, a diferencia del modo como puede expresarse un no cristiano por convicción o que haya suspendido provisionalmente su juicio definitivo acerca de Jesús... La particularidad del lenguaje cristológico sobre Jesús radica en el hecho de que es teológico» (op. cit., p. 27). El autor no parece percibir, como lo hace Comblín, que la manera más «realista» de acceder a Jesús, la que corresponde a la de sus primeros testigos, es hoy la de los «que han suspendido provisionalmente su juicio definitivo acerca de Jesús» hasta ver lo que hace, lo que dice y lo que significa ese hombre. Partir de donde quiere partir Pannenberg es condenarse a hacer, aunque inconscientemente, una cristología «desde arriba», aunque se pretenda comenzar «desde abajo». Ó sea, el tipo mismo de cristología que él pretende desechar.
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Es así sobremanera interesante y esencial el que no tengamos nada directamente de Jesús. Jesús de Nazaret llega siempre hasta nosotros interpretado ya por personas o grupos interesados en él. lo que equivale a decir que no tenemos acceso alguno a él que no pase, de alguna manera, por esos intereses 10. La cristología académica supone, una y otra vez, que el interés por Jesús se suscita cuando, de manera más o menos confusa e incipiente, se reconoce en él a Dios o, por lo menos, a un enviado cercano a él. La presuposición de la anti-cristología que intentamos aquí es exactamente la contraría. Si se llegó, frente a un hombre determinado, limitado, ambiguo como todo lo que corre una suerte histórica, a ver en él a Dios o una revelación divina, fue porque ese hombre interesó, porque fue humanamente significativo. Y si hoy se reproduce lo primero, será porque también se habrá reproducido lo segundo. Ya hemos indicado la opinión general de que, en el Nuevo Testamento, el Evangelio de Juan representa, con su prólogo sobre el Verbo encarnado, la línea cristológica que sería exactamente opuesta a la nuestra. La más entroncada con la cristología que la teología cristiana establecerá, siglos más tarde, sobre todo en las fórmulas del Concilio de Calcedonia. Tributario tanto de Juan como de la corriente que lleva a Calcedonia, es, sin duda alguna, san Agustín, precisamente en sus comentarios al Evangelio de Juan, predicados menos de cuarenta años antes de Calcedonia. Por eso son, a nuestro entender, de tanto mayor valor las reflexiones que hace frente a un pasaje (Jn 5,25) donde Jesús promete la resurrección a los que crean en él. Como Jesús habla de un paso de la muerte a la vida, que ha de tener lugar de manera inmediata («ésta es la hora»), Agustín cree detectar en ello el índice de que no se trata de la resurrección final (incluso de los cuerpos), sino de ese paso de la muerte a la vida, que significa por sus efectos, ya desde
ahora, la fe en Jesús. Es decir, que Jesús predica antes de la resurrección de la carne una resurrección del espíritu (o de la «mente», que es la palabra empleada por Agustín). ¿No es acaso —se pregunta— recobrar vida (espiritual) pasar «de injusto a justo, de impío a piadoso, de tonto a sabio»? No nos interesa aquí lo bien o mal fundado de esta exégesis. Y sí las reflexiones que hace a este propósito Agustín u . Señala que este tipo de «resurrección espiritual» es común. O, por lo menos, es común el prometerla. Según él, cada uno de los fundadores de religiones o sectas la han predicado a sus fieles. «Nadie, en efecto, negó esta resurrección espiritual para que no se le dijera: si el espíritu no resucita, ¿para qué me hablas?... si no me haces mejor de lo que era, ¿para qué hablas?» n. En este caminar junto al lector por los capítulos del presente volumen quisiéramos que resonara continuamente, como clave de todo lo que aquí se diga entre nosotros sobre Jesús, la pregunta humana respetuosa, pero insoslayable: ¿para qué me hablas? Sólo que no va a ser fácil responder a ella. Aunque no sea más que porque no me habló nunca directamente a mí. De Jesús sólo tengo el testimonio de otros que, de manera diversa, creyeron que lo que mostraban los hechos y dichos de Jesús tenía una importancia decisiva: los hacía «mejores de lo que eran». No obstante, lo que añade dificultad a la respuesta le añade asimismo riqueza. O debería añadírsela. A partir de los primeros testigos del testimonio de Jesús, este testimonio no ha dejado de hablar a quienes tuvieron la audacia —y el método— de formularle esa pregunta clave: ¿para qué me hablas? Ciertas indicaciones metodológicas fundamentales para nuestra tarea parten precisamente de que Jesús nos habla a través de las respuestas que otros recibieron de él a sus respectivas problemáticas. Alguien podría decir, y se ha repetido a menudo, qué en tales circunstancias es una pretensión exagerada declarar que se cree
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A nuestro parecer, el hecho como tal, no sus consecuencias metodológicas, es percibido por Pannenberg, cuando escribe: «Los documentos neotestamentarios acerca de Jesús manifiestan también algo de la situación espiritual en que se encontraban los testigos de entonces, así como algo de los problemas que se debatían en su momento y que ellos resolvieron con su confesión acerca de Cristo. De ahí nace la pluralidad, que no debe soslayarse, de los testimonios neotestamentarios respecto a Jesús. A causa de esta acuñación del testimonio sobre Cristo mediante la problemática que en su tiempo acuciaba a los testigos, no se puede identificar sin más, como lo hizo Kahler, la misma persona de Jesús y el testimonio que de él dieron los apóstoles» (op. cit., p. 31).
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11 In loannis Evangelium Traclatus, tract. XIX, 14, en Obras de San Agustín (Madrid 21968) XIII, 447-448. 12 De ahí lo extraño y, para nosotros, inconsecuente de la actitud de Machovec quien, después de haber tenido la audacia de preguntar sinceramente a Jesús desde posiciones marxistas ¿para qué me hablas?, continúa con un discurso que es como si dijera: ¡Sigúeme hablando porque me interesa enormemente lo que me dices y, como diría Agustín, resucita mi espíritu; pero sabe que no puedo creer en ti! Nos preguntamos: ¿acaso todo aceptar como insustituible el testimonio existencial de otro no es «creer» en él de alguna manera? ¿No habrá aquí una trampa en las palabras?
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en Jesús de Nazaret, siendo así que, en realidad, se cree en sucesivos «intérpretes» de (o testigos interesados desde diferentes expectativas en) Jesús. Ello querría decir que ya no puedo, a mi vez, preguntarle a Jesús de Nazaret ese para qué me hablas. Tendría que preguntárselo a Mateo, a Pablo, a Francisco de Asís, a los cristianos de hoy día. Otra corriente busca llegar, a través de los testigos interpretadores, al Jesús «histórico», a las obras que realmente hizo y a las mismísimas palabras que pronunció. Y ello para que la fe sea fe en él y no en sus intermediarios. Y no cabe duda de que u n adecuado método histórico puede descubrir, sobre todo a través de las variantes que ofrecen los llamados evangelios sinópticos (Mateo, Marcos, Lucas) y a través del conocimiento del ambiente que rodeó a Jesús, hechos y dichos que pueden serle atribuidos históricamente con razonable certeza. Se puede así reducir a esos datos más o menos históricos, o por lo menos comenzar por ellos, nuestro diálogo con Jesús. Pero, ¡atención! La trampa que acecha en este camino es la de olvidar la pregunta clave: ¿para qué me hablas? Porque el Jesús histórico, como es obvio, no me habla. ¿De dónde vendría, pues, mi obligación de escuchar o mi conveniencia en hacerlo? ¿De que —sea que me hable o no a mí, sea que me interesen o no sus palabras, sea que resucite o no mi espíritu, como diría Agustín— son palabras de Dios? Volveríamos así a la teología de los fariseos, al malentendido central de la cristología que justamente hemos tratado de disipar. La solución está, a nuestro parecer, en percibir que el estudio del Jesús histórico, lejos de restarle importancia a la interpretación de cada testigo (Pablo, Mateo...) le da su verdadero valor y su futura relevancia. Estableciendo cierta distancia entre Jesús y su intérprete, es posible descubrir mejor el trabajo creador de éste, sus motivos de interés en Jesús, su problemática y cómo el hombre Jesús la iluminó. Mateo, Marcos, Pablo, se vuelven así, de meras pantallas colocadas entre Jesús y nosotros, testigos en sí mismos — y no sólo de Jesús— personas reales con su propio contenido significativo, contenido que los vuelve, a su vez, interesantes para nosotros u . 13 Se establece así la cadena educativa del «aprender a aprender» —a que nos referimos en el volumen anterior— única manera de que el hombre Jesús, desde sus concretas coordenadas históricas, promueva, en lugar de disminuir, nuestra propia creatividad humana.
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Esa distancia recobrada entre el personaje histórico y sus intérpretes abre, de esta manera, un espacio para mi propio diálogo dos mil años después con Jesús de Nazaret. Aunque no sea más que porque termina con la inhibición impuesta por la falsa pregunta tan común: ¿Quién, entonces, interpretó correctamente a Jesús? 14. E n efecto, no podemos soslayar el hecho de que, en un cierto sentido, Juan se opone a los sinópticos, Pablo se opone a Juan y a los mismos sinópticos, los sinópticos al Apocalipsis, la carta a los Hebreos a P a b l o . . . Así, por ejemplo, si los pobres fueron objeto central del mensaje de Jesús como lo presentan los sinópticos (con diferentes matices, es cierto), este tema central desaparece por completo (valga el anacronismo) en la «cristología» de los ocho primeros capítulos de la carta a los Romanos. A su vez, el Jesús que aparece, tanto en la interpretación de los sinópticos como en la de Pablo, prácticamente insensible a lo monstruoso del mal encarnado en el poder político casi absoluto del Imperio Romano, se vuelve, en la comunidad donde se escribe el Apocalipsis, el Cordero que sale vencedor de la Bestia que encarna ese poder político ilimitado en sus diversas transfiguraciones. La pregunta sobre quién interpretó correctamente a Jesús no la contesta el Jesús histórico. Aunque no sea más que porque el Jesús no interpretado por nadie no existe. No existe un Jesús-Jesús. Lo 14 Cf. Leonardo Boff, Pasión de Cristo y sufrimiento humano: «Esta constatación tiene como consecuencia que una lectura situada fuera del interés inmediato de los relatos del Nuevo Testamento debe preceder a un trabajo crítico previo. Debe atender permanentemente al alcance de la interpretación del Nuevo Testamento y a la realidad histórica de los hechos narrados. Debe preguntarse honestamente hasta qué punto son proyecciones de la interpretación teológica previa; hasta qué punto son hechos que realmente sucedieron tal como son interpretados. Y también nosotros debemos preguntar continuamente hasta qué punto nuestro interés no obliga a los textos a decir más de lo que dicen; hasta dónde proyectamos más de lo que tenemos. En los relatos del Nuevo Testamento, el hecho y su interpretación forman una unidad homogénea. Es lo que hoy tenemos como texto literario. En función de nuestro interés, que difiere del interés del Nuevo Testamento, debemos intentar separar el hecho de la interpretación dada por la Iglesia primitiva y recogida por los evangelistas. Solamente así se abre la posibilidad para nuestra lectura, que quiere ser también teológica. Nos colocamos así, sin mayores pretensiones, en la misma situación que los evangelistas. Como ellos, nosotros procedemos a una interpretación teológica de la pasión del Señor. La actitud de fe es igual. Sólo varía el Sitz im Leben (contexto vital)». En Jesucristo y la liberación del hombre (Madrid, Ed. Cristiandad, 1981) p. 297.
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que, con razonable certeza, podemos atribuirle históricamente es, también ello, interpretación. No sólo porque los documentos de que disponemos para esa tarea son interpretaciones ni sólo porque nosotros mismos tenemos que interpretar para discernir lo que es de Jesús mismo y lo que se le atribuye, sino porque el propio Jesús de Nazaret se va interpretando a sí mismo, aprovechando para ello las tradiciones interpretativas de su propio pueblo y definiendo así su destino y su misión. ¿En qué sentido abre, pues, el Jesús histórico espacio para que mi propia pregunta llegue hasta él y obtenga una respuesta significativa y real, no fantasmal, imaginaria? En el sentido de que así las diferentes interpretaciones del mismo Jesús histórico no aparecen como contradictorias. Ninguna de ellas agota, en efecto, la riqueza de significado del testigo principal, al mismo tiempo que todas hacen ver la riqueza de los testigos secundarios y sucesivos. Los cabos sueltos que cada uno deja de esa realidad histórica de Jesús, que evidentemente lo supera; el desfase necesario entre la interpretación y el interpretado, hacen que no sea violentar la historia ni instrumentalizar a Jesús el proponerle problemas que él explícitamente no trató. O sea, el preguntarle para qué me habla, aunque sea cierto que, históricamente hablando, nunca se dirigió a mí y a mis problemas. Y esto es así por lo limitada que resulta necesariamente la historia real de un hombre, de cualquier hombre, pero más de un gran hombre, con respecto a la universalidad de su mundo significativo. En efecto, ese mundo de significación y de valores abraza en su complejidad, en sus derivaciones, el universo entero y las posibilidades que, de manera imprevisible, ofrecerá la realidad. Así, aunque a la pregunta sobre qué pensaba Jesús del Imperio Romano, en términos valorativos, alguien basado en la historia pudiera responder que nada, la serie de «interpretaciones» hechas de Jesús me ayuda a injerir, a derivar, de las decisiones que tomó y de las evaluaciones que hizo con respecto a otras cosas, cómo se hubiese insertado ese elemento preciso en su mundo significativo si la pregunta a la que hubo de responder hubiese sido históricamente esa. Tomemos el caso de Pablo. Lo que podemos, con razonable certeza, decir del interés suscitado por Jesús de Nazaret en su propio pueblo —su respuesta a la pregunta clave del «¿para qué me hablas?»— tuvo efectivamente relación muy estrecha con la expectativa, desarrollada desde el Antiguo Testamento, de la llegada desde Dios de un nuevo, definitivo y perfecto reino davídico.
Ahora bien, cuando Pablo, por una u otra razón —rechazo o vocación— se enfrenta al mundo pagano de cultura griega, los Hechos de los Apóstoles narran cómo trata de interesar a los atenienses desde las perspectivas y expectativas humanas que él suponía podían ser las de ellos. Estos desechan la presentación de Jesús hecha por Pablo, con una versión negativa de la misma pregunta que nos persigue: ¿para qué nos hablas? No nos interesa. Déjalo para otra ocasión... (Hch 17,22-33). ¿Qué hacer entonces? ¿Emprender la abrumadora, desesperante y finalmente inviable tarea de introducir a los paganos en el proceso veterotestamentarío, con todos sus supuestos culturales, para así unificar la pregunta interesada de ellos con la de los lectores de Mateo (lectores que ya no eran, por otra parte, los interlocutores prepascuales de Jesús), para poner sólo un ejemplo? Pablo se decide por volver a la carga en la misma dirección que antes, sólo que con mayor profundidad. Quien compare el discurso a los atenienses con los ocho primeros capítulos de la carta a los Romanos percibirá el camino recorrido en esa tentativa de hablar de Jesús o, mejor, de hacer hablar a Jesús a un auditorio que no fue históricamente el suyo. Para ello sumerge a los paganos en una escuela de preguntas paralela, pero de ninguna manera parecida, a la del Antiguo Testamento: la de lo que podríamos llamar el «humanismo». Las trágicas incógnitas de la existencia del hombre, tal como podía vivirlas entonces un ciudadano de Roma o de Corinto, se tornan preguntas dirigidas a Jesús de Nazaret. Y el Jesús de Pablo no responde, como es obvio, con las palabras históricas de Jesús de Nazaret. Percibiendo perfectamente —lo mismo que el autor del Apocalipsis, el del cuarto Evangelio, el de la carta a los Hebreos— la distancia entre el Jesús histórico y las interpretaciones de Mateo, Marcos o Lucas se siente libre para crear, también él, su propio «evangelio» (Rom 2,16; cf. también Rom 16,25; 2 Cor 4,3; 1 Tes 1,5; 2 Tes 2,14). No inventa Pablo un Jesús inexistente. No siente tampoco la necesidad de adaptar en parte los acontecimientos mismos de Jesús para que adquieran su verdadero significado frente a grupos que los perciben desde otros enfoques, como ocurre sin duda en el Evangelio de Juan. Lisa y llanamente, sin anécdotas ni citas, interpreta a Jesús. No refiere: infiere de lo que Jesús dijo a sus interlocutores históricos lo que habría dicho a quienes, fuera de Israel, habían seguido hasta entonces con sinceridad el duro camino de
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bucear en lo que significaba ser hombre en un universo condenado en apariencia a la inutilidad y al absurdo. Se acusó así a Pablo de haber sido el «inventor» del cristianismo. Y lo que hizo en realidad fue mostrarnos, más claramente aún que los evangelistas, el camino para que nuestra fe antropológica pudiera entroncar sus preguntas fundamentales en Jesús de Nazaret de la manera correcta. De la única manera aceptada por el mismo
Jesús. El caso de Pablo ilumina así nuestro propósito y la pregunta a la que quisiéramos comenzar a responder en este volumen: ¿cómo hacer una cristología hoy? ¿Es posible, recurriendo al método esbozado en el volumen anterior, hallar criterios orientadores para la tarea de investigar cuál es hoy, en nuestras circunstancias, el significado antropológico de Jesús de Nazaret? Si todo esto es así, nuestro ensayo de anti-cristología, es decir, de abrirle camino por entre las cristologías a Jesús de Nazaret hasta nuestra actualidad y los problemas de nuestra fe antropológica, tendrá que hacer, por lo menos, tres lecturas (que justificaremos a su debido tiempo) del significado de Jesús: investigación histórica, generalización antropológica y problematización actual. Aunque íntimamente vinculadas, el lector podrá comenzar por cualquiera de las tres, ya que las tres deben necesariamente recubrirse en cierta medida si se cumple nuestro propósito. Le interesará más una u otra, de acuerdo a su postura en ese camino de aproximación hacia el testigo que es Jesús. Cada una de las partes va precedida de su particular introducción, para indicar al lector el método que guió la lectura y la relación de esa parte con las restantes del libro.
III JESÚS EN PODER DE LA TEOLOGÍA Debería quedar claro desde el comienzo que el autor, en un sentido que trató de precisar ya en el primer volumen, y que precisará aún más en éste, cree en Jesús de Nazaret. Y que no pretende engañar a nadie haciéndole pensar que se aproxima a esa figura histórica por primera vez y desde una sistemática neutralidad. Podría precisar aún más desde ahora y declarar que tiene en Jesús una fe que, en el primer volumen, ha definido como fe religiosa. Cree que Jesús fue la Palabra de Dios hecha hombre, Dios él mismo. Desgraciadamente, estas declaraciones postuladas por su sinceridad hacia el lector están rodeadas por lo común en nuestra cultura de tantas cosas estereotipadas, de tantos malentendidos, que más bien teme con ellas engañar involuntariamente al lector que fijar claramente su propia posición. Para poner un ejemplo, sólo un lector muy atento del volumen anterior sacará como consecuencia de lo que acaba de decirse que el autor se siente, por lo tanto, mucho más próximo a muchos que afirman no creer en Jesús, pero se interesan en los valores que esa figura humana vehicula, que de la inmensa multitud que, declarando a Jesús Dios, creen haberse colocado en una posición que les da ventajas sobre el resto de los hombres. No creemos posible, por lo tanto, explicar con claridad en qué consiste esa fe en Jesús de que se tratará aquí, antes de hacer esas lecturas sucesivas que implican investigación histórica, análisis e interpretación humana y problematización actual de Jesús de Nazaret. Por eso sólo al final, y para los que hayan recorrido el mismo camino, cobrará todo su sentido la pregunta: ¿qué significa para mí que Jesús de Nazaret sea Dios? Esta pregunta final es propiamente teológica. Destinamos, pues, unas páginas de introducción a aquellos lectores que, partiendo desde el mismo punto, puedan estar interesados en la polémica teológica acerca de la cristología. Y aun a aquellos que, sin estarlo, quieran reiterar y profundizar, frente a un ejemplo concreto de teorización reÜgiosa, las reflexiones hechas en el primer volumen de esta obra. Dijimos allí que toda fe, religiosa o no, comienza constituyendo una dimensión antropológica que la limitación de toda existencia humana hace necesaria: estructurar el mundo de la significación y
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de los valores como si conociéramos por experiencia propia las posibilidades de la existencia. Es decir, en realidad, gracias a testigos referenciales que nos presentan las maneras más satisfactorias, hermosas y plenificadoras de vivir esa existencia. Jesús de Nazaret, enmarcado en una tradición que le precede y permite comprenderlo, y en una que le sigue y permite actualizarlo y traducirlo a nuestras circuntancias es, sin duda, uno de esos testigos. Y uno de los testigos más importantes con que la humanidad cuenta desde hace dos mil años. Constituye además otra evidencia el que ese testimonio histórico fue vivido dentro de un marco religioso. Y, para bien o para mal, uno de los sistemas religiosos más difundidos en el planeta se apropió de su nombre: el cristianismo. Jesús de Nazaret aparece así, tal vez a pesar suyo, como el fundador de una de las religiones con pretensiones universales existentes hoy día. Todas las religiones que llegan a ese nivel poseen su sistema teórico mediante el cual relacionan acontecimientos presuntamente históricos con la revelación de mensajes, conocimientos o personajes divinos. No vamos a hacer la historia de ese sistema teórico —teología— en la tradición cristiana, precisamente en sus tentativas por sacar de Jesús de Nazaret esa revelación divina en él contenida. Nos referiremos únicamente, al comenzar, a nuestra época contemporánea con las posibilidades que ésta ha adquirido gradualmente de llegar a un cierto conocimiento, históricamente satisfactorio en buena medida, del personaje donde esa revelación aparecería: Jesús de Nazaret. ¿Cuál es, pues, ahora la alternativa principal a que se enfrenta la teología para tratar de Jesús, o sea, para formar su «cristologia»? En la medida en que no se poseyó en el pasado un instrumental afinado como para separar la historia de Jesús de sus interpretaciones, sólo contaban estas últimas en la teología, aunque no se percibiesen como tales, esto es, como interpretaciones. Acentuamos el plural —interpretaciones—, ya que es obvia la pluralidad de las «versiones» sobre Jesús. Más aún, fue percibida muy pronto y hasta dio origen a desviaciones serias consideradas herejías. Pero, en este punto, una fuerte autoridad eclesiástica ayuda a minimizar el problema. Por lo pronto, con la limitación canónica de los libros que habrán de ser tenidos como Escritura (divina) y formar parte del Nuevo Testamento, ya se da a entender que,
por lo menos dentro de él, las versiones son compatibles. El reducir a cuatro los evangelios dentro de esa lista o canon (dejando fuera los evangelios que, por ello mismo, fueron llamados apócrifos) contribuye a que se los estime «concordantes» y a que no se perciban claramente sus distintos enfoques, aun en casos tan obvios como el del cuarto Evangelio. Prueba de ello es que, alrededor del 180 de nuestra era, se vuelve popularísima en toda la cristiandad una «concordia» de los cuatro evangelios (los cuatro reducidos a uno): el Diatessaron de Taciano l. Y si los evangelios, cuyas diferencias estaban a la vista, eran «compatibles», el problema parecía aún menor cuando se trataba de armonizar no ya hechos —más resistentes—, sino interpretaciones aun explícitamente declaradas tales, como las de las epístolas paulinas o joánicas. Después de largos siglos de un transitar, tal vez no fácil, pero sí ingenuo, por esta vía de una cristología única, apoyada por el magisterio eclesiástico que separaba, por vía de autoridad, las interpretaciones compatibles de las heréticas, el descubrimiento del «Jesús histórico» sobrevino, primero en la teología protestante y luego en la católica, como una crisis. Se lo vivió como un peligro en la medida en que no se sentía su necesidad. Antes de ser una solución, verdadera o falsa, pareció un peligro para la fe. Por lo pronto se perdió la confianza en la «historicidad» de muchos hechos referidos en los evangelios. Y no de los menores. ¿Era posible, en efecto, que si la resurrección de Lázaro hubiera tenido efectivamente lugar como la cuenta Juan, públicamente, en las inmediaciones de Jerusalén, afectando a las mismas autoridades judías de manera decisiva con respecto a Jesús, el hecho pudiera ser ignorado por los evangelistas sinópticos? Era menester elegir, además, entre la versión de Juan, de un Jesús reconocido como Mesías desde el primer capítulo de su evangelio, y el Jesús de los sinópticos, que sólo obtiene la confesión mesiánica de labios de Pedro poco tiempo antes de su Pasión. Y aun entre los sinópticos, ¿cómo puede faltar en Marcos algo tan central como el «sermón de la montaña», aun en la versión breve de Lucas? Más aún, dentro del sermón mismo, ¿declara Jesús felices a los que sufren «hambre» (situación social) o a los que tienen «hambre de justicia» (virtud moral)?
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1 Sobre la obra, su autor y su éxito, al mismo tiempo que las resistencias que tuvo, cf. Xavier Léon-Dufour, Les Evangiles et l'histoire de Jésus (París 1963) pp. 57-61.
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Así, aun superadas las exageraciones sobre la imposibilidad de saber nada cierto sobre Jesús y su historia, la crisis se acentúa cuando se percibe que hasta los testigos más confiables, los sinópticos, son, también ellos, predicadores de la fe en Jesús y no meros narradores de su vida. El Jesús histórico aparecía así como un reducido número de datos fidedignos, muy lejano del cúmulo de (supuestos) hechos con los que se había construido la cristología clásica. Entraba la duda especialmente en lo que se suponía eran las pruebas que el mismo Jesús habría dado de su divinidad: milagros y profecías. Se percibía que todos los escritos del Nuevo Testamento eran interpretaciones hechas desde la fe y, lo que es peor, interpretaciones diferentes y hasta cierto punto opuestas —véase la concepción de la resurrección universal en Pablo y en Juan, por ejemplo— del significado de Jesús de Nazaret, el Mesías resucitado. Por otra parte, aunque los Reformadores del siglo xvi no se salieron de la tradición cristológica común, la que, por otro lado, admitía acentos y enfoques diferentes, la acción conjunta del libre examen y de la rápida desaparición de lo que podría llamarse el magisterio eclesiástico de las primeras iglesias reformadas lleva, con el tiempo, a una considerable fragmentación del «Cristo predicado», o sea, de las «interpretaciones» de un Jesús cuyos datos históricos fidedignos parecen cada vez más dependientes de conocimientos esotéricos y más desproporcionados con la tarea de unificar y fundamentar esos diversos «Cristos de la fe», vivientes en el mosaico actual de comunidades cristianas. Dentro de la Iglesia católica romana, la diversidad es casi la misma. Basta pensar en el Cristo de la religiosidad popular. Sólo que, a nivel teológico, se pretende mantener una unidad cristológica casi perfecta. Sin embargo, la unidad de esa «cristología» única parece, por las razones aludidas, basada cada vez más en una especie de doble milagro «externo»: la fijación del canon escrito —dejando fuera del Nuevo Testamento interpretaciones de Cristo consideradas incompatibles— y la capacidad cuasi mágica del magisterio posterior para decidir esa misma compatibilidad frente a pensamientos nuevos y complejos, aparentemente por el solo recurso a la fórmula calcedonense, que, no sin problemas posteriores, fijó la posición correcta hace un milenio y medio. Vamos llegando así, tanto desde el lado protestante como desde el católico, a la alternativa cristológica moderna. Esta, a grandes rasgos, quedaría de manifiesto en las siguientes preguntas de Pan-
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nenberg: «¿Se trata primariamente en la cristología del Jesús de entonces o del Jesús presente en la actualidad? Ambas cosas no •pueden, ciertamente, excluirse. El Jesús que hoy se predica no es otro que el que vivió entonces en Palestina y fue crucificado bajo el poder de Poncio Pilato, y al revés. Con todo, cabe hacer, sin duda alguna, una distinción más sutil: ¿intentamos comprender la predicación moderna a partir de quién es Jesús y de lo que significa para nosotros desde entonces, o, por el contrario, hablamos de los acontecimientos pasados sólo en un segundo plano y únicamente a la luz de lo que sobre ello nos dice hoy la predicación? La pregunta estriba en si la cristología debe basarse en Jesús mismo o bien en el kerigma de su comunidad» 2 . Pannenberg, como veremos, se inclinará por el primer extremo de la alternativa. Y nosotros nos preguntamos: ¿de dónde procede, en el fondo, su repugnancia por el segundo? En términos teológicos, él y muchos otros que optan como él hablan de una mezcla espúrea de cristología y soteriología3. No debe sorprendernos, en efecto, que quien cree en Jesús crea en él «como salvador» (soteriología o logia sobre la salvación). Y es obvio que el Jesús que me aparece como salvador no sea el Jesús remoto de hace dos mil años reconstituido (en su propia época) por la crítica histórica, sino el Jesús predicado con quien me encuentro en la comunidad cristiana. Este es el Jesús al que puedo hacer con sentido la pregunta 2 Op. cit., pp. 29-30. Pannenberg añade, un poco más adelante: «Con estos asertos, Káhler tenía también razón en precaverse de la tendencia a contraponer de tal modo la figura y el mensaje de Jesús con la predicación apostólica, que ya no fuera posible entre ambos ninguna clase de continuidad. Al rehusar estas falsas antítesis no se sigue, sin embargo, a) que en la predicación apostólica sólo se deban encontrar los efectos que ha producido la persona de Jesús, b) ni que lo 'auténticamente histórico' de Jesús sea únicamente su 'impacto personal'. En cuanto que este impacto se ponía de manifiesto en una situación histórica determinada, que ya en el cristianismo primitivo era una situación plurivalente, los documentos neotestamentarios acerca de Jesús implican también algo de la situación espiritual en que se encontraban los testigos de entonces, así como algo de los problemas que se debatían en su momento... A causa de esta acuñación... no se puede identificar sin más, como hizo Kahler, la misma persona de Jesús y el testimonio que de él dieron los apóstoles» (ibíd., p. 31). 3 Precisamente a causa de este problema, el capítulo II de los Vuniamentos de cristología de Pannenberg lleva el título sugerente de: «Cristología y soteriología: la confesión de Jesús no debe separarse del significado que tiene Jesús para nosotros. Con todo, el interés soteriológico no puede ser el principio de una doctrina cristológica».
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(soteriológica): ¿para qué me hablas? El que puede «resucitar mi espíritu», esto es, hacerme «mejor de lo que era». ¿Dónde reside más precisamente el peligro de esta mezcla que, a primera vista, parecería ser la única respuesta sensata al descubrimiento de que, desde el comienzo, Jesús de Nazaret aparece ya interpretado como «salvador» de algo? Es evidente que se teme aquí que se invente un Cristo salvador a la medida de los deseos de salvación que cada uno tenga. Sería, como si dijéramos, la muerte de la cristología, que pasaría a dar lugar a las «cristografías», es decir, al inventario acrítico de los «Cristos» vigentes en las comunidades de la fe 4. En otras palabras, y usando las de Pannenberg, «¿no se proyectarán aquí únicamente los deseos de los hombres en Jesús, personificándolos en él?» 5. Los ricos, por ejemplo —el ejemplo no es de Pannenberg— buscarán en él la justificación de su riqueza apelando a la «pobreza en espíritu», y los pobres, la buena noticia de que Dios va a despedir a los ricos «con las manos vacías»... Claro está que las Iglesias, preocupadas sobre todo de embarcar gente en sus propios navios, no tienen hoy demasiadas objeciones contra cristologías sumamente variadas 6 , con tal precisamente de que acepten una coexistencia pacífica en el plano práctico y no pretendan introducir sus lenguajes, por claros que sean, en el de la teología académica. Cuidan, sobre todo, de que ninguno de esos «deseos humanos» pretenda acaparar para sí a Cristo y llevar consiguientemente a la Iglesia a optar en forma global y lógica por él, con exclusión de los demás. 4 Cf. H. Borrat, El Cristo de la fe y los Cristos de América Latina. Para una cristología de la vanguardia: «Víspera» (Montevideo 1970) n. 17, pp. 26-31. 5 Op. cit., p. 60. 6 A otro propósito H. Küng señala lo que vale también para el nuestro: «En lo que respecta a la cuestión central de qué pretende propiamente el cristiano y qué quiere decir concretamente el mensaje cristiano, no ha sido hecha pública en el último medio siglo (por no volver más atrás) ninguna declaración solemne del magisterio de Roma» (op. cit., p. 103). En lo que a estricta cristología se refiere, la observación valdría prácticamente para más de diez siglos (cf. K. Rahner-W. Thusing, Cristología. Estudio teológico y exegético, Madrid, Ed. Cristiandad, 1975, pp. 75-79). A partir de la baja Edad Media, en efecto, o bien se repiten las fórmulas calcedonenses o bien, en muy contadas ocasiones (Abelardo en la Edad Media, A Günther y A. Rosmini en la Edad Moderna), condenan errores en declaraciones que difícilmente merecerán el título de solemnes o extraordinarias. Todo hace pensar que, después de Calcedonia, la multiplicidad de concepciones sobre Cristo dejó de preocupar a las autoridades de la Iglesia católica.
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Las objeciones contra este extremo por parte de los teólogos son menos pragmáticas y tienen relación íntima con el estatuto científico de la teología y, por tanto, de la cristología. En singular. En una obra que es centralmente una cristología, Ser cristiano, H. Küng observa a propósito del hecho que acabamos de mencionar: «Después de que muchos teólogos de nuestro siglo se han dejado deslumhrar por el espíritu del tiempo y han pretendido poner cimientos teológicos al nacionalismo, a la propaganda guerrera e incluso a programas partidistas totalitarios de todo color (negro, marrón y hasta rojo), lo indicado es proceder con sobriedad, sin hacerse ilusiones». Pero más interesante que la constatación y la subsiguiente llamada a la «sobriedad» —sin duda sinónimo de «cientificidad»— es el juicio que emite a continuación Küng sobre una teología que cayera en esa trampa: «De otra forma, los teólogos pasan fácilmente a ser ideólogos, defensores de ideologías. Y las ideologías no son nunca neutras, sino que implican una valoración crítica: son sistemas de 'ideas', conceptos y convicciones, modelos interpretativos, motivaciones y normas de acción, que, guiados en general por intereses muy concretos, presentan deformada la realidad del mundo, encubren las verdaderas anomalías y suplen la falta de argumentos racionales con llamadas a la emotividad» 7. De ahí otra expresión teológica semejante a esa petición de sobriedad: hay que «recibir» a Jesús tal cual es y no introducirlo como elemento de una tarea nuestra, lo que equivaldría a subordinarlo a nuestras finalidades. La observación viene esta vez de W. Kasper: «La reconciliación liberadora, como acontece en y por Cristo, es primariamente don de Dios y sólo en segundo lugar una tarea del hombre. Por aquí corre con toda precisión la frontera entre la teología cristiana y la ideología o utopía con tonalidades cristianas a lo más» s . Si el lector recuerda la terminología usada —y discutida— en el volumen anterior, comprenderá lo inútil de esta llamada a la sobriedad o a la receptividad como medio de evitar que, junto al mundo significativo «real» de Jesús, se nos transmita asimismo su 7 8
Op. cit., p. 36. Walter Kasper, Jesús, el Cristo (trad. cast. Ed. Sigúeme, Salamanca 1976) p. 15. Un poco más adelante explícita: «El peligro consiste en que aquí Jesucristo es introducido en un esquema previo y en que de una fe así reducida cosmológica, antropológicamente y al punto de vista de la historia universal, lo que resulta es una filosofía o una ideología» (ibíd., p. 19).
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«ideología» (o utopía), es decir, la concreción histórica (con todas las limitaciones señaladas por Küng) con que esos valores se realizaron. La significación de Jesús de Nazaret se manifestó dentro de un determinado contexto histórico de tareas, motivaciones e intereses. Ese contexto no es el nuestro. Y no se ve cómo se lo podría trasladar «sobriamente» al nuestro mediante una metódica erradicación de nuestras propias tareas, motivaciones e intereses hoy. Pero sobre este punto volveremos más tarde. Lo que en este momento nos interesa es la dificultad que ven los teólogos que analizamos en hacer un discurso actual sobre Jesús, es decir, uno que de alguna manera interprete a Jesús en relación con los deseos y expectativas del hombre de hoy. En términos más técnicos se apunta aquí a la dificultad de una relación demasiado estrecha o, por mejor decir, poco científica, entre soteriología y cristología. Lo que parece, sí, inconcebible es que se crea evitar a tan bajo costo la ideología, en el sentido obvio con que la palabra está utilizada y aun definida en las frases citadas 9. ¡Como si el no desear (consciente o explícitamente) nada frente a Jesús fuera condición posible, necesaria o suficiente para comprenderlo, interpretarlo y reconocer su significado dos mil años más tarde! Todo el mundo, por lo menos a partir de cierto nivel cultural, sabe que el fenómeno de la ideología se da precisamente en las pretensiones de neutralidad. Es decir, cuando no se percibe cómo están influenciando ' Permítasenos una acotación humorística. J. Moltmann, en su «Carta abierta a José Míguez Bonino» y, en realidad, a toda la teología latinoamericana {critica explícitamente también a G. Gutiérrez, J. L. Segundo y H. Assmann), después de reconocer los factores indígenas de las teologías africana, japonesa, americana negra, hace notar acerbamente que lo único propio de la latinoamericana parece ser su recurso a Marx y Engels quienes, como se sabe, fueron alemanes... ¿Quién creería esto último al leer lo que tan importantes teólogos alemanes escriben sobre cómo evitar la ideología? ¿No parecerían estar haciendo teología en la selva amazónica? En cambio un Leonardo Boff, a título de ejemplo, encabeza su cristología parcial ya mencionada, Pasión de Cristo y sufrimiento humano, con estas palabras, ciertamente más serias: «Ningún texto y ninguna investigación, por más objetivos que quieran ser y así se presenten, dejan de estar estructurados a partir de un horizonte de interés. Conocer es siempre interpretar. La estructura hermenéutica de todo saber y de toda ciencia consiste así en que el sujeto entra siempre, con sus modelos, paradigmas y categorías, en la composición de la experiencia del objeto, mediatizada por un lenguaje. El sujeto no es una razón pura: está inmerso en la historia, en un contexto sociopolítico, y está movido por intereses personales y colectivos. Por eso no existe un saber libre de ideología y puramente desinteresado» (op. cit., 11).
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nuestro pensamiento los intereses que proceden, entre otras cosas, de la posición que ocupamos en la sociedad y de las ventajas inherentes a ella. No se necesita ser marxista, ciertamente, para percibir lo ridículo del remedio de la sobriedad contra la enfermedad ideológica... Precisamente quienes, frente al Jesús histórico, hicieron continuamente gala de neutralidad, imparcialidad y receptividad (teológica) a lo revelado por Dios, fueron los que pasaron a su lado sin reconocer su importancia. Pidieron «humildemente» señales del cielo para reconocer al Mesías (cristología), sin dejarse conmover por deseos humanos. La consecuencia fue, según Jesús, que el endurecimiento de sus corazones les impidió ver lo que tenían delante. Retomemos, pues, el hilo de nuestro examen. La pluralidad de «Cristos predicados», de «Cristos de la fe», se atribuye a la falta de cientificidad con la que se pretende ver en Jesús de Nazaret respuestas salvadoras para las diferentes —e irreconciliables— expectativas humanas. Se comprenderá así que, después del primer momento de crisis, muchos hayan buscado la solución en el otro extremo de la alternativa. Precisamente las investigaciones más o menos recientes sobre el «Jesús histórico» permiten, al parecer, preservar la realidad objetiva de Jesús de las infiltraciones «soteriológicas». O sea, de las deformaciones subjetivas introducidas por quienes lo observan a través del prisma de sus deseos insatisfechos. Así se expresa Pannenberg: «La vuelta al Jesús histórico que subyace en el kerigma apostólico es, por tanto, posible. Por otra parte, es también necesaria. Wilhelm Herrmann ha objetado con razón a Káhler: precisamente porque los testigos neotestamentarios anunciaron a Jesús tal como él aparecía por entonces a la fe, precisamente por eso, 'aun cuando nos entreguemos confiadamente a ella, esta predicación no puede por sí sola precavernos de la duda de que tal vez queremos fundamentar nuestra fe sobre algo que quizá no es un hecho histórico, sino sólo un producto de la fe' (G. Ebeling)» 10. Ahora bien, no es difícil prever las dificultades por las que tendrá que pasar una cristología que adopte seria y coherentemente esta segunda dirección en la alternativa metodológica. ¿Cómo hacer que sean decisivos para mí los pocos hechos conocidos como hisOp. cit., 32.
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tóricos de un personaje que vivió hace dos milenios? ¿No será mil veces más interesante conocer íntimamente el mundo significativo de un personaje tal vez poco histórico, pero abocado, según sus intérpretes, a problemas similares a los míos y que, además, me brinda un acceso más amplio, comprensible y polifacético a la problemática humana, es decir, el «Cristo de la fe»? Tal vez le resulte difícil al lector «imaginar» esa pretendida destrucción metodológica de dos mil años de «cristocentrismo» vehiculados por la cultura occidental y ligados a esa mezcla de cristología y soteriología que hace de Jesús —histórico o inventado— el punto decisivo de la historia. El que divide nada menos que en dos partes el calendario total de la humanidad. El que, al estar indisolublemente unido a la salvación completa, que es la obra por excelencia de Dios, resalta de entre todo el resto de la humanidad como lo más divino y sagrado que poseyó jamás la historia. Pero nótese bien que eso es precisamente lo que, con su duda metódica, rechaza la cristología del Jesús histórico. Por lo menos en cuanto presupuesto o fundamento. Porque ése —o esos— es el Cristo de la fe, y para encontrarse de manera realista con Jesús de Nazaret hay que salir del mundo «cristiano» y enfrentarse con una figura histórica que, al parecer, no presagió jamás semejante porvenir. Que se debatió frente a problemas muy concretos y hoy, en cuanto tales, irrelevantes. Que desconoció otros que han pasado a primer plano. Que basó su predicación en una próxima irrupción divina que no se realizó... Este segundo extremo de la alternativa cristológica, el que separa metódicamente la soteriología del conocimiento de Jesús, para edificar sobre la realidad objetiva, y no sobre nuestros deseos (ideológicos), un discurso fehaciente sobre Jesús, parece así destinado a un fracaso teológico, si no científico. Porque si la teología consiste en comprender la fe, mal puede el Jesús histórico dar asidero a la fe. Sus hechos son meramente hechos, jacta bruta n, «apunte craso de su realidad histórica» n, de acuerdo con el mismo Pannenberg. La alternativa no ofrece, pues, al parecer, salida alguna. Por un lado tendríamos no una, sino una pluralidad (ideológica) de cristologías sin criterios objetivos de discernimiento; por otro, unos datos históricos sin relevancia teológica ni humana hoy.
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A no ser que... exista un puente válido entre cristología y soteriología que no mezcle de manera indebida el Jesús histórico con el Cristo de la fe, los datos objetivos con los deseos humanos. Pero que, de alguna manera, combine ambas cosas. Los intentos de cristología que examinamos creen encontrar, en general, esa vía media, manteniendo simultáneamente activos los dos polos, aunque dándole prioridad en el tiempo al estudio del Jesús histórico. W. Kasper declara: «Al descartar una cristología parcial de tipo kerigmático y dogmático como también una orientada exclusivamente hacia el Jesús histórico se quiere decir que el camino de la nueva fundamentación de la cristología no puede consistir más que en tomar igualmente en serio ambos elementos de la profesión cristiana y preguntar cómo, por qué y con qué razón se hizo del Cristo predicador el Cristo predicado y creído, y qué relación hay entre este Jesús de Nazaret históricamente único y el Cristo de la fe con pretensión de valor universal» 13. En realidad, Kasper sigue en esto a Pannenberg, quien explícita aún mejor la relación entre ambos polos. Un correcto entronque de soteriología y cristología es, según él, posible «en el supuesto de que la auténtica historia de Jesús tenga en sí misma una significación soteriológica. La realidad histórica de Jesús no se basa en bruta jacta en el sentido del positivismo, para el cual las interpretaciones pueden sobrevenir luego arbitrariamente, con el mismo valor y la misma verdad en unas que en otras. Más bien la actuación y el destino de Jesús, en el contexto original de su acontecimiento y de su tradición, tienen ya un sentido propio, a partir del cual pueden juzgarse todas las interpretaciones explicitadas posteriormente» 14. Esto es lo que Pannenberg llama una cristología que comienza «desde abajo» (desde el Jesús histórico) en oposición a otra «desde arriba» (desde el Cristo de la fe). Pero no nos engañemos. ¿Qué se le pregunta al Jesús histórico antes que nada? Su relación con el «arriba»: «Si la cristología, pues, debe ponerse en juego a partir del hombre Jesús, la primera cuestión que ha de tratar es la de su unidad con Dios. Porque cualquier afirmación sobre Jesús prescindiendo de su relación con Dios, podría ir a parar solamente a un apunte craso de su realidad histórica» 15. Y, más adelante: «La primera parte del proyecto cristo13
Op. cit., 20. " Op. cit., 62. Ibíd., 47.
Ibíd., 62. Ibíd., 47.
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lógico que aquí presentamos versará, por tanto, sobre el conocimiento de la divinidad de Jesucristo» 16. Detengámonos aquí un instante. Al teólogo rutinario, alarmado por el problema del Jesús histórico, del hombre Jesús, lo tranquilizará el percibir que, a pesar de la vuelta, se comienza de nuevo a transitar por los caminos acostumbrados. En cambio, al lector que haya recorrido el volumen anterior, ¿no le recuerda algo muy preciso esta postura teológica? ¿No equivale acaso a buscar la «señal del cielo» que exigió la teología de los fariseos y saduceos, o sea, el argumento histórico (señal) de la unidad de Jesús con Dios (del cielo), previo al que surgiría de cualquier deseo o necesidad humanas satisfechas por el Jesús histórico? ¡Extraña paradoja! La teología que, según Jesús, surgía del corazón duro e insensible (cf. Me 3,5 con 8,12), de la hipocresía (Le 12,56), de la inhibición para asumir la responsabilidad de juzgar por sí mismos (Le 12,57), de una fundamental idolatría ( = adulterio: Mt 12,39; 16,4) parecería que es hoy la mejor equipada para reconocer (sin los inconvenientes del relativismo subjetivo y del positivismo reductivista) la divinidad de Jesús de Nazaret... Se dirá que esta crítica es por demás fácil y que resta por saber cómo se puede —si es que se puede— hablar hoy de otra forma y con sentido sobre Jesús de Nazaret. Dijimos que nuestro intento podría definirse como una anticristología. En el sentido de que las cristologías de la teología clásica, de una manera u otra, colocan la carreta delante de los bueyes. Formulan a Jesús de Nazaret preguntas para las que él, de manera clara y explícita, dijo no tener respuesta que dar. En lugar de eso, ¿no será posible dejarse interesar por aquel hombre común —por más extraordinario que haya resultado— que comenzó a «actuar y enseñar» en la Palestina del primer siglo de nuestra era? Ello es menos simple de lo que parece. Si aceptamos, como no
podemos menos de hacerlo, que un relativismo absoluto quitaría todo significado y relevancia a Jesús, volviéndolo juguete inventado por y para los deseos humanos, tendremos necesariamente que preguntarle a Jesús desde las preguntas a las que históricamente quiso (y pudo) responder. Deberemos incorporarnos, a través de una especie de túnel del tiempo, a los deseos y a las expectativas con las que Jesús entró en diálogo. ¿Será eso disfrazarnos con deseos ajenos (y basarnos, sin decirlo o percibirlo, en el Cristo de la fe)? Y, lo que es más, ¿podremos retormar el túnel en sentido inverso para conectar de alguna manera (sin renegar del Jesús histórico) aquellas expectativas con las nuestras y con garantías o criterios de que tal conexión es más o menos correcta? Por supuesto, una respuesta global afirmativa a la última pregunta está virtualmente contenida en innumerables tareas que emprende a diario nuestra cultura en diversas áreas. Bastaría meditar, por ejemplo, en nuestro interés por la historia —y ciertamente por una historia «científica»— del pasado. Ahora bien, todos sabemos que ese interés está en íntima relación con la posibilidad de colocarnos en el contexto vital de aquellos acontecimientos. De experimentarlos hoy, en cierta manera, con el suspenso, las expectativas, las angustias de un «entonces» en que el futuro estaba cerrado y el presente era muy diferente al nuestro. Más aún, la historia entra en todo proceso educativo, por aceptarse que es «maestra de la vida», lo cual supone la posibilidad de ese «aprender a aprender» —que el lector recordará del volumen anterior— y, por tanto, la posibilidad de «vivir» experiencias ajenas sin caer en la arbitrariedad total. Algo muy semejante se podría decir del lenguaje 17 y de nuestras posibilidades de entender documentos provenientes de otras épocas y culturas, géneros literarios mitológicos, relatos primitivos, comparaciones, metáforas y otras figuras de estilo en estrecha relación con contextos que ya no son ni serán nunca los nuestros. El trabajo de traducir, de hacer a lo humano ¿repasar las barreras del espacio y del tiempo, parece constituir una necesidad del hombre. Con facetas diferentes y aun opuestas —traducir para enraizarse y para desenraizarse, para manipular lo existente y para crear lo inexistente—, pero todas ligadas a la tarea de ser hombre.
16 Ibíd., 63. De ahí que no debería extrañarnos el que esta pretendida cristología «desde abajo» (desde el Jesús histórico), comience ya mirando «hacia arriba», hacia «señales del cielo». Así reza, en efecto, el subtítulo (tesis) con que se inicia la tarea cristológica en el capítulo III: «La unidad de Jesús con Dios no está fundamentada ya en la pretensión implícita a su actuación prepascual, sino que se fundamenta sólo mediante su resurrección de entre los muertos» (ibíd., 67). La institución prepascual del discipulado habría sido así sólo la ocasión inventada para llevar a unos hombres, por razones erradas, hasta el único acontecimiento decisivo para que Jesús cobrara su auténtico interés.
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Así como del arte. Cf. G. Bateson, Pasos hacia una ecología de la mente (Buenos Aires 1976) en particular el capítulo «Estilo, arte e información en el arte primitivo» (155-180) analizando la pintura de la isla de Bali.
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Este presupuesto de la básica unidad inteligible de la especie humana, además de ser un axioma inevitable de todas las ciencias del hombre (así como la racionalidad del universo constituye el resorte necesario de todas las investigaciones físicas), es esencial a nuestro intento de aproximación a Jesús de Nazaret. El lector recordará que en el volumen anterior hablábamos de la fe como de una dimensión antropológica, por la que los hombres se transmiten unos a otros datos centrales para el mundo significativo humano, y que constituye así, en su generalidad, como una memoria de la especie y el lazo más profundo de su unidad. Pero precisamente cómo haya que entender esta unidad básica del hombre a través de las diversas épocas y problemáticas constituirá un punto decisivo para nuestro intento. Y permitirá situarlo frente a otros dos que, tal vez, representan en la actualidad las puntas de lanza de un discurso sobre Jesús, que podría romper con los procedimientos sin salida de las cristologías clásicas. Nos referimos a las «cristologías» de Bultmann y Rahner. Las dos apuntan claramente, a diferencia de las anteriores, a entablar un diálogo con Jesús acerca de lo que Jesús tiene que decir a la existencia del hombre. El interés para el hombre de Jesús de Nazaret aparece así como previo al del establecimiento de sus relaciones con Dios o incluso de su divinidad. En el lenguaje empleado en el volumen anterior podríamos decir que ambos comienzan preguntándose por el contenido y la significación de una fe antropológica en Jesús. Dejemos de lado, por haberla examinado ya de manera implícita en esta introducción, la polémica de Bultmann con sus adversarios (y aun con sus discípulos) sobre la posibilidad y la importancia de basarse en el Jesús histórico. Se sabe que, para él, la relevancia del evangelio —esto es, del Jesús que, de una u otra manera, podemos conocer— consiste en que, a través de él, y a pesar del tiempo transcurrido y de las culturas atravesadas por el mensaje, lo Absoluto continúa interpelando nuestras existencias, poniéndolas en crisis, obligándolas a decisiones radicales sobre cómo ser hombre o sobre cómo serlo mejor. Hemos dicho «a pesar del tiempo», porque la manera de salvar el hiato creciente entre Jesús y nosotros tiene una importancia central para situar y evaluar el intento cristológico de Bultmann I8. " Casi no es necesario insistir en que un juicio global sobre Bultmann es tanto más difícil cuanto que, con respecto a él, se han desatado polémicas
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Sintetizando mucho, y aun a riesgo de ser injustos con él, diríamos que propone dos procedimientos para ello: uno negativo y otro positivo. El negativo sería la des-mitologización. Pata Bultmann sería mítica (o mitológica) cualquier intervención de la trascendencia divina en los acontecimientos profanos —amén de muchas ideas cosmológicas ligadas con el mundo religioso de la antigüedad—, de manera que el abrir camino a la interpelación que nos hace hoy lo Absoluto a través de los relatos e interpretaciones de Jesús de Nazaret supondría deslindar, como propias de otras mentalidades —y obstáculos para la nuestra— tales afirmaciones. Ello significaría hacer caso omiso, para dejarse interpelar por Jesús, de cosas tales como la idea de una encarnación de Dios, los relatos milagrosos y aun los de la misma resurrección de Cristo 19. Nuestra opinión frente a este «deslinde» es muy clara, en términos sumarios. En cuanto partir de tales elementos suponía una teología «desde arriba», estamos de acuerdo en que el acceso a Jesús debe, por lo menos en un primer momento, prescindir de ellos. Pero no estamos de acuerdo con una sencilla «supresión» de lo mítico. La estructura mítica del lenguaje constituye ciertamente un obstáculo para una comprensión moderna, en un mundo donde ésta se halla limitada (demasiado) por un concepto positivista del saber (y del lenguaje). Pero, como hemos tenido ocasión de mostrar en el volumen anterior, lo vehiculado por un lenguaje mítico no es un puro desatino obsoleto: ha de ser traducido y no simplemente omitido. Así, por ejemplo, para una correcta comprensión del Jesús histórico, los llamados «milagros» son un elemento constitutivo e diferentes y no siempre ligadas entre sí: la de la historicidad de Jesús, la de la precomprensión (filosófica o antropológica) requerida para la interpretación de la revelación bíblica, la de la desmitologización, etc. Ante la imposibilidad —;y la inutilidad— para nuestros fines de tratar todas esas cuestiones, nos limitaremos a las referencias necesarias para situar y comprender el porqué de nuestra propia tentativa referente a Jesús. " El que la desmitologización en Bultmann se detenga «a mitad de camino» parece obvio. En primer lugar porque el mismo Bultmann no podría hablar, en rigor, de una «teología» del Nuevo Testamento, siendo ya mítica la idea de una «revelación» divina en Jesucristo. Este sería, a lo más, «la manifestación especialmente clara de una posibilidad del hombre de llegar a ser tal auténticamente» (W. Kasper, op. cit., 53). ¿Cómo hay que entender, entonces, que se tenga «fe» en él?, ¿en un sentido parecido al explicado por nosotros en el volumen anterior, y que explicitaremos en lo que sigue? (cf. todo el párrafo que Kasper dedica a esta cuestión: op. cit., 50-57).
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imprescindible. Se puede negar o poner entre paréntesis que sean realmente milagros, es decir, intervenciones divinas cambiando, a despecho de las leyes físicas, el curso de los acontecimientos. Pero, aún así, el hecho de que Jesús fue tenido por taumaturgo, la identidad de los beneficiarios de su poder, las ocasiones en que éste se ejercita y las explicaciones que lo acompañan constituyen un número significativo histórico de decisiva importancia para saber por qué interesó en su tiempo Jesús de Nazaret hasta el punto de volverse una amenaza para las autoridades religiosas judías y ser llevado a la muerte. Es muy importante que la «cientificidad» de la teología y, en este caso, del saber acerca de Jesús, nunca debe buscarse en una eliminación de los elementos ¿cónicos o poéticos del lenguaje20, ya que son ellos los que mejor nos introducen en el mundo significativo que tratamos de explorar y que le habla a la fe. Y así como, para algunos, la des-mitologización de Bultmann no significa eliminación, sino «traducción existencial», así también el paso por la poesía, además de condición obligatoria, no es empobrecimiento, sino riqueza. Pero pasemos ahora al segundo procedimiento —positivo— que Bultmann propone para la interpretación bíblica en general y, por tanto, para la de Jesús de Nazaret. Se trata de que todo hombre lleva a la «escucha» de la palabra (de toda palabra y también de la de Dios) una pre-comprensión. Ello es obvio, por expuesta que quede así la palabra o, mejor, su comprensión, al asalto de «lo humano» Z1. El lector del volumen anterior recordará nuestra coincidencia fundamental con el procedimiento bultmanniano en cuanto constatación de una necesidad hermenéutica. En efecto, cualquier lectura de un mensaje será comprendida en la medida del conocimiento del lenguaje que posea el lector, para no hablar del autor. A su vez, ese conocimiento de determinado lenguaje vehicula una cierta ma20 Como parece entenderlo H. Küng: «En ningún caso puede contentarse la teología con que se la tolere indulgentemente en una esfera peculiar, extrañamente inexacta y vinculante: 'verdad religiosa' igual, más o menos, a 'verdad poética'» (op. cit., 102). Es ésta una prueba más de cómo, insensiblemente, la teología se ha ido desviando de las fuentes mismas (eminentemente poéticas) de su saber: Biblia y Patrística, tradición eclesial de místicos y santos. 21 Cf. supra, las vanas tentativas para eliminar la «ideología» mediante la sobriedad (Pannenberg) o la receptividad, el gran argumento opuesto —en vano— por K. Barth a R. Bultmann.
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ñera de ver las cosas, de percibir la realidad. Y lo que se dice del lenguaje vale más aún que la problemática humana con que todo lector u oyente comprende lo que se le dice y aquello que se le «responde». El problema comienza cuando alguien se pregunta cómo mejorar esa pre-comprensión pata captar de manera más cabal el mensaje. Es evidente, por ejemplo, que un mejor conocimiento de la gramática ayudará a comprender cualquier mensaje. Y parecería que, cuando se trata de esa gramática «humana» que se aprende buceando en las profundidades de la existencia, se podría decir lo mismo. Pero ello ya no es tan claro o tan simple. En efecto, con mis conocimientos de la existencia humana, hechos siempre a partir de ciertos valores —y no de otros—, ¿no estaré ya poniendo barreras a una interpelación que, desde lo absoluto, me quiere conducir a valores diferentes, es decir, a un cambio de dirección, a una conversión? De hecho, Bultmann, por lo menos en una parte de su obra, para mejorar esa pre-comprensión, ahondarla y salvarla de la banalidad, se apoyó en el análisis de la existencia humana hecho por Heidegger y, más exactamente, en la obra más conocida de su primera época, Ser y tiempo. ¿Habrá, pues, que interrogar a Jesús de Nazaret con las preguntas que surgen de esa obra? Contra tal dependencia específica se levantaron muchas objeciones 2 . En el ámbito de esta introducción no cabe un estudio más prolongado y hondo de las posibilidades hermenéuticas (o de interpretación) que pueda brindar una «fenomenología» como la que se desarrolla en Ser y tiempo. Sólo podremos decir aquí lo necesario y suficiente para que se entienda nuestra posición al respecto. Le pedimos al lector, por lo tanto, que se limite a seguir el hilo de nuestras reflexiones metodológicas relativas a la cristología. ¿Qué objeciones fundadas puede levantar el uso de una especie de «gramática existencial» para comprender mejor lo que me interpela en Jesús de Nazaret? A esto se ha respondido con un argumento sin consistencia. Se ha dicho que así se erigía a un filósofo determinado —en este caso Heidegger— en juez de cómo había que entender la revelación divina en Jesús. La inconsistencia de este argumento viene de tres supuestos falsos. 22 Objeciones que, sobre todo en sectores protestantes se han vinculado, no sin lógica, con las empleadas contra la «teología natural».
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El primero es que, renunciando a Heidegger, derribaríamos una barrera entre Jesús y nosotros. Este supuesto es falso. En lugar de una pre-comprensión (heideggeriana) asumiríamos otra. Y probablemente una inconsciente. Ahora bien, no hay peor pre-comprensión, precisamente en cuanto al peligro de constituir una barrera, que una que se ignora y, en la misma medida, no se critica. Ingenuidad no es sinónimo de transparencia, como parecen creerlo varios críticos de Bultmann. Y entre ellos, sí no nos equivocamos, un teólogo de la talla de Karl Barth. El segundo supuesto errado —el lector del volumen anterior lo habrá ya percibido— es que nos hallaríamos situados en un caso muy especial: nos enfrentaríamos a una «revelación divina», la cual, por lo mismo, a diferencia de cualquier mensaje humano, debería estar por encima de cualquier criterio procedente del hombre. En otras palabras: la comprensión, cuando se trata de una revelación divina, debería juzgar la pre-comprensión, y no a la inversa. Lo profundamente erróneo de este supuesto viene de su pretensión de reconocer primero (¿de qué manera, sin pre-comprensión?) un acontecimiento, persona o documento como palabra de Dios. La lógica humana más elemental y aun el testimonio histórico de Jesús nos muestran que el único camino posible es el inverso. Precisamente porque comprendemos desde cierta postura, y no desde otra —signos de los tiempos— esos acontecimientos, personas y documentos, llegamos a la adhesión de fe (antropológica) a ellos, y sólo a partir de allí, a tenerlos por una interpelación que se nos hace desde lo Absoluto. El tercer supuesto nos va a ocupar más. Ya hemos dicho que para muchos críticos de Bultmann, la pre-comprensión, ligada siempre a elementos e intereses humanos, aparece como una imposición indebida hecha a una palabra que debería emitir un juicio inapelable —tal vez negativo— sobre nosotros. Siguiendo a Bultmann, al parecer seríamos nosotros, por el contrario, los que, a partir de esa manera de encarar prejuzgada, emitiríamos un juicio sobre la palabra de Dios. Concretamente seleccionaríamos en ella lo que conviene a nuestra postura previa. En primer lugar, cabe responder a esto que, de todos modos, el «círculo» es aquí inevitable 23 . Es el de toda interpretación hecha por el hombre de cualquier «testimonio» que le llega desde otra existencia. Es el precio que Dios ha querido pagar por nuestra li23
Cf. nuestra obra, Liberación de la Teología (Buenos Aires 1975) cap. I.
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bertad: el tener que «llamar a la puerta». Así acontece además en cualquier educación y en cualquier relación humana. Todos los medios con los que se pretenda reducir esta dosis inevitable de relatividad se vuelven contra sí mismos. Es mejor que la palabra de Dios resuene ante oídos con prejuicios y que, de acuerdo a la imagen bíblica, pueda ser «sofocada» como simiente por las malas hierbas, que el pretender esterilizarla de antemano, con lo que sólo se consigue que no resuene o, en la imagen de la simiente, que se defienda de las otras hierbas no germinando... M. Jesús percibió siempre con claridad meridiana que sus palabras eran acogidas o rechazadas, comprendidas total o parcialmente, según las actitudes ya existentes en el corazón de sus oyentes con respecto a los términos en que se expresaba. No por eso inventó un lenguaje inédito y sin resonancias para comunicarse. Habló como todos y sólo se contentó con añadir repetidas veces: «el que tenga oídos para oír ( = pre-comprensión favorable) que oiga» (cf. Me 4,9.23; 7,16; y también 4,12; 8,18). Y lo decía precisamente cuando, mediante parábolas, trataba de llevar una lógica viva, destruir lugares comunes y pre-juicios, para que su mensaje fuera comprendido. En segundo lugar, y en estrecha relación con lo que acabamos de ver, círculo hermenéutico no significa, como algunos piensan, deformación inevitable y total. Una pre-comprensión determinada puede ser la condición para la comprensión objetivamente más cabal de un mensaje. Además, por más prejuzgada que sea la aproximación a un personaje, a un texto, a un testimonio, el mundo significativo de éstos no es una mera víctima pasiva. Tiene su propia fuerza para influir a su vez, por lo menos cuando se trata de algo importante, sobre la pre-comprensión con la que, en un primer momento, se lo capta. Es cierto, por ejemplo, que se le pueden plantear preguntas erradas al evangelio, tales como la manera de justificar la explotación de unos hombres por otros. Pero no es menos cierto que el evangelio, aun leído desde ese punto de vista deformante, tiene 24 El uso de la palabra política «reino» por Jesús es un ejemplo claro. Se prestaba a todos los prejuicios (o preconcepciones) en la misma medida en que era interesante. Jesús pudo fácilmente evitar los malentendidos a ese respecto creando una palabra nueva, sin resonancias concretas para la precomprensión de sus oyentes, e irla poco a poco llenando con el significado preciso que él quería darle al «reino». Sólo que mucho antes de terminar ese proceso se hubiera quedado solo...
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su propia consistencia y es muy capaz de protestar. No es pura y simplemente deformado: lucha contra la deformación previa y apela a una «conversión» que se volverá, a su vez, pre-comprensión para una nueva lectura e interpretación. No nos debe inquietar, pues, el carácter circular del método de interpretación propuesto por Bultmann para hablar hoy con sentido de Jesús de Nazaret. Por más que no estemos de acuerdo con algunos puntos particulares 25, es, a nuestro parecer, el que mejor integra en principio el interés presente del hombre con la interpelación que lo Absoluto nos hace en Jesús. Nos interesa, sin embargo, para terminar esta introducción metodológica, examinar una objeción particular que se le hace a Bultmann: la de haber «elegido» (como medio para mejorar la precomprensión cristológica) un análisis particular —entre otros posibles— de la existencia del hombre: el de Heidegger en Ser y tiempo. Esta objeción está basada —se den o no cuenta de ello la mayoría de quienes la hacen— en el supuesto de que Heidegger analiza un tipo de hombre, propone - ciertos caminos para una comprensión auténtica de la existencia y de que habría que comparar sus resultados con los análisis existenciales paralelos (?) de un Sartre, de un Jaspers, etc. Tal vez el mismo Bultmann dio lugar a esta objeción desconociendo prácticamente al Heidegger posterior con sus problemas ontológicos. El hecho es que —sin pretender 25 Ya hemos indicado nuestra negativa a «eliminar» el lenguaje mítico, así como a minimizar lo histórico de Jesús de Nazaret. En otra obra criticamos igualmente el poco caso que hace Bultmann del elemento ideológico que necesariamente interviene en el círculo hermenéutico: precomprensión, interpretación, nueva precomprensión, etc. Leonardo Boff define así una tarea, que es la que tratamos de explicar y fundamentar aquí, la de desconstruir un lenguaje que ya no es el nuestro: «La tarea de nuestras reflexiones se concentrará en un trabajo de desconstrucción. Trátase de someter a un análisis crítico tres representaciones comunes de la acción salvífica de Cristo: la del sacrificio, la de la redención y la de la satisfacción. Hablamos de desconstrucción y no de destrucción. Los tres modelos mencionados son construcciones teológicas con la finalidad de comprender, dentro de un determinado tiempo y espacio cultural, el significado salvífico de Jesucristo. Desconstruir significa ver la casa a través de su plan de construcción, rehacer el proceso de la construcción, mostrando la temporalidad y, eventualmente, la caducidad del material representativo y revelando el valor permanente de su significado y de su intención. Excusado es explicar el sentido positivo que atribuimos a la palabra crítica: es la capacidad del discernimiento del valor, del alcance y de la limitación de una determinada afirmación» (Pasión..., op. cit., 109-110).
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hacer entrar al lector en los caminos intrincados y tal vez «sin salida» del pensamiento heideggeriano—- Bultmann minimizó la universalidad que Heidegger pretende darle a su análisis de la existencia ya desde Ser y tiempo. Y como el filósofo alemán no habló de cristología, creemos que puede ser interesante presentar el problema como lo hace otro teólogo que sintió también la influencia de Heidegger, Karl Rahner. Este da a su ensayo cristológico el título significativo de «cristología trascendental» 26. El lector no confundirá, por supuesto, trascendental con trascendente. Desde Kant se ha acostumbrado a llamar trascendental cualquier investigación sobre las condiciones de posibilidad de una ciencia, de un determinado grupo de fenómenos o problemas, etc. Ahora bien, la característica más saliente de todo pensamiento o investigación trascendental será, como es lógico, su vaciedad con respecto a aquellos fenómenos concretos sobre cuyas condiciones de posibilidad se investiga. Así, Kant estudia en su «estética» (entendida etimológicamente, o sea, facultad del conocimiento sensible) trascendental, las condiciones de posibilidad de que yo pueda decir, por ejemplo, «ayer llovió». Como, para Kant, una de esas condiciones de posibilidad es que mi sensibilidad tenga el tiempo, como forma a priori de todo cuanto percibe, es frecuente entre principiantes el malentendido de llamar a Kant idealista27. Hay que comprender, por el contrario, que para Kant, el dato de haber llovido o no no procede de la forma tiempo. Yo lo saco de mi experiencia (a posteriori) o se lo pregunto al servicio de meteorología. Así como las medidas concretas de mi mesa de trabajo no proceden de la forma a priori del espacio. Las formas que hacen posibles los conocimientos sensibles están, en cuanto tal, vacías. Los datos encajan en ellas y así son percibidos. 24 Se trata de un libro (o más exactamente de un curso) que se supone está constituido por una colaboración, de la cual saldría una cristología «trascendental-dialógica». Rahner desarrolla la primera parte, la que tiene que ver con el pensamiento «trascendental»; W. Thussing, la segunda. Sin abrir juicio sobre esta segunda parte, nos interesa en este momento la primera y la formulación de sus bases (op. cit., 21-80). 27 En el sentido corriente que esta palabra tiene en filosofía, esto es, en oposición al realismo (más o menos «ingenuo» según las posiciones) que pone el tiempo entre los datos mismos (a posteriori). Como hemos tenido ocasión de ver, Kant sólo es idealista en el sentido que el materialismo histórico da a esta palabra.
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En este sentido pensamos que el título de «trascendental» aplicado a la cristología por Rahner no es totalmente apropiado. Estudiar las condiciones de posibilidad de un hablar sobre Cristo no dice aún nada sobre Cristo. Sería, a lo más, una pre-cristología Lo que ocurre es, como veremos, que Rahner llama a su cristo, logia «trascendental» en el sentido de que el puente entre el Jesú s histórico del pasado y mi interés humano de hoy en él sólo es p Q , sible (condición de posibilidad) «cuando el hombre ha alcanzado el estadio histórico de una antropología trascendental (no se olvide este dato)» 28. El que se trate con esto de salvar el hiato entre un interés humano que se pretende correcto y la concreción histórica de Je_ sus lo dice también claramente Rahner: «Una 'cristología trascen. dental' presupone una comprensión mutua de condicionamiento y mediación que, en la existencia humana como tal, se da entre 1Q necesario a nivel trascendental y lo histórico, concreto y contingente» . Como se ve por la cita, lo concreto está del lado de lo histórico mientras que la existencia humana entra sólo «como tal», es decir' con sus elementos «necesarios» (no libres y contingentes) en Á encuentro. Esta «vaciedad» —que no quiere decir inutilidad— ¿ e lo trascendental antropológico está afirmada, además, cuando se habla de ese «hombre» que entra en relación con el Jesús histórico y se dice que «las decisiones de la razón práctica y la relación con un hombre concreto nunca pueden ser en su concreción objeto de una deducción trascendental, aunque la comprensión de estos datos entre en las funciones de la razón trascendental» M. Para comprender todo esto, dicho de una manera un tanto esotérica, bastará recordar que en el primer volumen de esta obra tenemos ya varios ejemplos de datos obtenidos por una «deducción trascendental» antropológica. Al mostrar, por ejemplo q Ue dada la limitación de toda existencia humana, todos los hombres estructuran necesariamente su mundo significativo recurriendo a 28 Op. cit., tesis 8b, p. 25 (subrayado nuestro; el paréntesis, en cambio es del autor). El porqué de esta exigencia está expresado claramente en lá tesis 6: «Las bases que en la existencia del hombre hacen posible tal relación irrepetible con otro hombre deberán encontrar una expresión explícita y articulada en una 'cristología trascendental'» (ibld., p. 22). 29 Ibld., tesis 10, p. 25 (excepto para la palabra mutua, el subrayado es nuestro). 30 Ibíd., tesis 8a.
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testigos referenciales de diferentes valores, o sea, a la fe, mostrábamos ciertas «condiciones de posibilidad» para el existir humano. La «vaciedad» a que nos referimos es que esa deducción no indica ni qué testigos son preferibles ni qué fe se ha de tener. Sólo se apunta a la necesidad de la fe como dimensión antropológica31. En ese mismo sentido dice Rahner que «una cristología trascendental parte siempre de las experiencias que hace el hombre de manera constante e ineludible» 32. Rahner, a nuestro parecer, comprende así mejor a Heidegger (y en particular Ser y tiempo) que Bultmann. En efecto, procurar en esa obra un método para mejorar concretamente nuestra pre-comprensión existencial y hacer así que la interpelación de Jesús cale más hondo en nosotros es, por lo menos, deformar la intención del autor. Pero, se preguntará el lector, finalmente, ¿puede, sí o no, una antropología trascendental proporcionar ese sólido puente que buscamos entre el histórico Jesús de Nazaret que nos interpela y los intereses y problemas que acucian nuestra existencia hoy? Una vez más, y a pesar de las apariencias de que estamos así más cerca de lograrlo, la respuesta categórica debe ser no. ¿Por qué? Ya hemos indicado lo valioso del análisis o deducción trascendental. Al establecer las condiciones de posibilidad de amplias zonas de nuestro conocer, nos ayuda a desbaratar malentendidos y lugares comunes «ingenuos». No obstante, no pierde por ello la vaciedad de su abstracción. Decir, por ejemplo, que la fe es una dimensión antropológica —o sea, que la encontramos en el análisis trascendental aplicado a la existencia humana— no nos dice de qué «fe» se trata. Más aún, el mismo planteamiento nos avisa que se trata de cualquier fe: la del criminal y la del mártir, la del rico y la del pobre... Hay aquí una trampa en la que tal vez cayó Bultmann, y que es preciso evitar. Una antropolgía trascendental parece llena de concreción y de vida con sus expresiones relativas a la existencia del hombre (pero que designan, en realidad, categorías o «existenciarios») B . Términos aparentemente tan concretos como «caída», 31 La religión, en el sentido que le daba D. Tracy y que estudiamos en el volumen anterior, es otro ejemplo de la «vaciedad» a que nos referimos. 32 Op. cit., tesis 12, p. 26. 33 El carácter de antropología «trascendental» de Ser y tiempo (en función de una ontología) no sólo quedó claro y explícito en la segunda época de Heidegger —quien escribía al mismo tiempo Kant y el problema de la metafísica, centrado en el sentido ontológico de la «imaginación trascenden-
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«ser para la muerte», «ser deudor» en Heidegger M, o la «esperanza de un salvador absoluto» en Rahner 35 , son sólo abstracciones, abiertas a actitudes humanas concretas no sólo diferentes, sino muchas veces opuestas, y que, por tanto, en el caso que nos ocupa, tanto pueden abrir como cerrar el acceso a Jesús. En efecto, en cuanto trascendentales, eran las mismas en quienes se adhirieron a Jesús y en quienes le rechazaron. La esperanza de un salvador absoluto, «ineludible» al hombre, puesto que, según Rahner, forma parte de la antropología trascendental (o sea, de las condiciones de posibilidad para ser hombre), debía hallarse, por tanto, tanto en las preguntas que se hicieron los fariseos sobre Jesús como en las que se hicieron sus discípulos. Pero Jesús no respondió a la esperanza concreta de los primeros y sí a la esperanza concreta de los segundos. No pretendemos, por supuesto, que esta segunda esperanza sea superior por terminar en la je. Sí creemos mostrar con ello que en la antropología trascendental no encontramos criterio concreto alguno que nos oriente sobre cuál sería el acceso correcto a cualquier personaje del pasado 36 . Y, sin tal» kantiana—, sino a partir de muchos indicios claros desde la investigación que hace de la existencia humana en la primera de las obras mencionadas. Así por ejemplo, si distingue autenticidad e inautenticidad, avisa que ello no constituye un juicio de valor, que no le interesa más una que la otra, sino que va en busca de las estructuras (existenciarias, no exhtenciales) que hacen posibles ambas, o sea de un conocimiento trascendental (cf., por ejemplo, §§ 34, 35, 38, etc.)._ 34 Como se sabe, Heidegger distingue en alemán entre actitudes existenciales (exístentiell) y categorías existenciarias (existential), pata seguir la traducción hecha por Gaos de M. Heidegger, El Ser y el tiempo (México 2 1962). 35 Op. cit., tesis 11, p. 26. 36 Al lector familiarizado con Heidegger bastará recordarle, como ejemplo de lo que decimos, que Heidegger trata de la conciencia moral como de una voz que se presenta o deja oír esporádicamente. Pues bien, este hecho de la presencia esporádica y no continua, nos pone necesariamente frente a una cierta equivalencia, dentro de la existencia humana, de la «voz» y de la «novoz». Sentirse llamado y no sentirse llamado son igualmente reales. El ser del hombre tiene que ser el fundamento tanto de lo uno como de lo otro, puesto que se trata de dos posibilidades «fácticas» del «ser ahí». Esta reducción de lo óntico a la condición de algo fáctico, esta comprensión de lo óntico como sólo óntico, nos abre las posibilidades de ir más a fondo, de encontrar el fundamento, lo «ontológíco». En el caso de la conciencia moral Heidegger encuentra ese fundamento en el ser comprendido y experimentado como «deuda». El «ser deudor» es el fundamento de la voz de la conciencia («ser deudor» que atiende a su deuda) y de la intranquilidad de la conciencia («ser deudor» que no atiende a su deuda). Así la estructura ontológica fundamen-
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embargo, eso es precisamente lo que Rahner pretende, cuando dice que su ausencia (la de la antropología trascendental) «entraña un doble riesgo: considerar las afirmaciones de la cristología tradicional como exaltaciones mitológicas (en el peor sentido) de unos acontecimientos históricos, o bien carecer de todo criterio para distinguir en esta cristología entre lo que es genuina realidad de fe y lo que es una interpretación incapaz de seguir comunicándonos hoy aquello que la fe quiere expresar» 37. Entonces, ¿qué? ¿Estamos aún en el mismo punto de partida? Recurramos una vez más al método. ¿Qué es lo que hemos estado buscando, en realidad? Las bases de una ciencia: la cústo-logía. En otras palabras, un método científico, libre de subjetivismos e ideologías, para aproximarnos así, con criterios ciertos y universales, a Jesús de Nazaret. ¿Qué extraño, entonces, que todos los caminos aparezcan bloqueados? Así comprenderá el lector por qué llamamos a nuestro ensayo una anti-cristología. Sin pretender jugar con las palabras, no se trata de una logia del Anti-cristo. Por el contrario, se trata de una anú-logía que libere a Cristo de todas las falsas pretensiones de los hombres, y por cierto de los cristianos, a apoderarse de él, encasillarlo en categorías universales, quitarle su mordiente y su escándalo y evacuar su cruz. No se crea, sin embargo, que nuestra intención sea reemplazar una aproximación científica a Jesús por otra ingenua, fundamentalista. Pensamos que el único acceso válido a Jesús de Nazaret es el del Nuevo Testamento, esto es, el de un proceso de lecturas sucesivas que vayan desde el interés concreto, histórico, suscitado por él en su tiempo y espacio propios, hasta problemas humanos posteriores y actuales, insertados en mundos de significación radicalmente emparentados con el suyo (por los valores procurados y no por etiquetas confesionales), y abiertos por lógica existencial a los datos trascendentes aportados por Jesús dentro de sus propias coordinadas históricas. Si se insistiera en preferir, aun para nuestro intento, la palabra «cristología», diríamos que la única que podemos reconocer como válida y adaptada a los mismos planteamientos de Jesús es tal, el existenciario de la conciencia, se revela tanto en la conciencia como en 37 su falta. Ibíd., tesis 9, p. 25.
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una que, a partir de los datos históricos sobre él, multiplica las lecturas de su mensaje, modificando cada vez la pre-comprensión que se lleva a la lectura ulterior. Una cristología acabada, consistente en una única lectura de todo el material (bíblico y/o dogmático) referente a Jesús de Nazaret nos parece sin salida y, en verdad, no cristiana.
IV CREAR EVANGELIOS Liberar a Jesús de las cristologías que lo aprisionan supone la tarea incesante de crear «evangelios» que sean, efectivamente, buena noticia para nuestros contemporáneos, sin dejar por eso de verificar su coherencia con el evangelio predicado históricamente por Jesús de Nazaret. No queremos ni hablarle al hombre de hoy y de aquí de cosas que «deberían importarle» ni inventar un Jesús «importante» que nunca existió. Nuestra tentativa —de hablar con sentido, fidelidad y relevancía de Jesús de Nazaret— es, por ende, una tentativa abierta por naturaleza. Crear «evangelios» que puedan ser considerados su palabra hoy es una empresa múltiple y multiplicadora. Siempre parcial y perecedera, aunque no librada al azar, esto es, no sin criterios. Supone, pues, dejar una tarea paralela a otros que, en otras coordenadas de tiempo y espacio (ya desde hoy), la emprendan en la Iglesia viviente, o sea en la comunidad que asume la responsabilidad de re-presentar hoy a Jesús. Y aun —¿por qué no?— fuera de esa Iglesia hecha institución. Por eso hemos juzgado lo más conveniente comenzar este segundo volumen de nuestra obra con un «evangelio» o, por mejor decir, con un mini-evangelio, y recurrir más tarde al método para discernir su coherencia con el del Jesús que conocemos por la historia y, por el otro extremo del devenir, con los problemas a que nos enfrentamos hoy y aquí. Es éste el «evangelio de la cruz» tal como lo presenta en síntesis Leonardo Boff en el capítulo IX de su obra, ya citada, Pasión de Cristo y sufrimiento humano. Puede sorprender al lector que, después de haber insistido en comenzar con el interés que Jesús de Nazaret suscitó de hecho en su tiempo, cuando aún no se sabía nada de su condición mesiáníca ni divina, cuando aún la cruz era una posibilidad improbable y la resurrección totalmente inverosímil, comencemos nosotros proponiendo un «evangelio» actual, donde todas estas claves interpretativas están obviamente presentes. Pero ya hemos indicado que es un puro espejismo tratar de acudir a los evangelios canónicos como si en ellos pudiéramos hallar un Jesús aún no interpretado. Como si el Jesús de Marcos o de Juan no hubiera sido ya puesto en clave para solucionar problemas
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humanos, más cercanos sin duda al tiempo de Jesús, pero problemas humanos desde los cuales se procura penetrar en lo que él fue, hizo y dijo. Aun en lo que tienen de «historia», los evangelios canónicos utilizan un procedimiento que ninguna historia significativa puede evitar: proyectar una hipótesis interpretativa desde nuestro mundo. Desde aquello que nos interesa. Aun sabiendo que la persona histórica no vivió lo que nos problematiza o, por lo menos, no lo vivió de la misma manera. Al colocar así, antes de un estudio «histórico» de Jesús, un evangelio actual, queremos, en cierta manera, llamar la atención. Obligar al lector a hacerse preguntas que los lugares comunes de la cultura le escamotean, sea o no cristiano. En primer lugar, pues, ¿tiene sentido para él ese evangelio extraño y actual? ¿Le dice algo de interés para el significado de su vida, aun cuando no crea en ello? ¿Pone, por lo menos, un punto de interrogación y tal vez de esperanza en un campo que parecía desierto? En el caso de que se dé a estas preguntas una respuesta afirmativa, las partes siguientes de nuestra obra tratarán de investigar si ese evangelio tiene algo que ver con la figura histórica que, con la ayuda de ciertos instrumentos científicos que hoy poseemos —y sin negar valor al trabajo interpretativo—, podemos extraer de las narraciones evangélicas, especialmente de las de los sinópticos. Pero, como entre la interpretación dada de Jesús por los sinópticos, y aun suponiendo que de las tres podamos hacer una, y la de Pablo, por ejemplo, media una gran distancia, también tendremos que hacernos la misma pregunta frente al pluralismo de interpretaciones con que los escritos neotestamentarios tratan de captar el interés para la existencia humana de la figura, hechos y mensaje de Jesús de Nazaret. Y a ello responderán las partes del libro que siguen a continuación. Conforme a lo que ya dijimos, el lector puede perfectamente, si nuestra intención se logra, comenzar por cualquier lado. Por donde más le interese. Por donde más se sienta involucrado. Porque si hemos tenido éxito en nuestra función «anti-cristológica», Jesús de Nazaret hablará lenguajes muy diferentes. Habremos liberado los significados que tiene para el hombre su vida y su mensaje.
PRIMERA PARTE
EL JESÚS HISTÓRICO DE LOS SINÓPTICOS
INTRODUCCIÓN
¿UNA «HISTORIA»
DE JESÚS?
El lector interesado en recobrar metódicamente la significación de Jesús de Nazaret no tiene por qué esforzarse por poseer todo el instrumental científico que pone en juego para ello un historiador de oficio. Más aún, si deseara controlar por sí mismo lo que se ha dado en llamar el «Jesús histórico», no sería ciertamente ésta, ni ninguna otra «introducción», lo que le proporcionaría los medios para hacerlo. La historia que quiere representar, a partir de los documentos existentes, a Jesús tal como fue o, por lo menos, llegar a la imagen más fiel posible de su vida y de su mensaje, supone una preparación científica equivalente a la de cualquier disciplina universitaria. Pero una cosa es controlar y otra comprender el proceso que sigue la historiografía en esta materia. Hay ciertas líneas generales que pueden y deben ser comprendidas, en la medida misma en que ayudan a entender cómo y en qué se basa la historia para acercarse a la figura de Jesús de Nazaret. El conocer estas líneas ayudará, como ya dijimos, a comprender el proceso de interpretación de Jesús, que tiene lugar en cada obra neotestamentaria y en cada realización histórica de la comunidad que asume su tradición. Por lo pronto, aunque todos los escritos del Nuevo Testamento sean ya interpretaciones de Jesús procedentes de una fe en él y no tengamos ningún documento neutral o «histórico», en el sentido preciso que damos a ese término hoy, es obvio que los documentos que más se acercan a tales características son los tres evangelios llamados sinópticos: el de Marcos, el de Mateo y el de Lucas. Pero, como decíamos, la historiografía, la ciencia histórica, tiene aún que salvar la distancia que separa a los tres sinópticos de Jesús mismo. Y ello no es fácil. Por lo pronto, con la dudosa excepción del Evangelio de Mateo, ni Marcos ni Lucas fueron verosímilmente testigos directos de los acontecimientos. No pertenecieron al grupo de los Doce que acom¡
El Jesús histórico de los sinópticos
¿Una «historia» de Jesús?
pañaron a Jesús durante su vida pública de un modo más íntimo (a diferencia de otros discípulos que deben haber tenido con él un trato más esporádico o superficial). Esta vida pública es la que los tres sinópticos relatan; se extiende desde el bautismo hasta la pasión (aunque, en algunos más profusos —Lucas y Mateo— exista algo así como un apéndice relativo a la infancia, y en todos, otro que contiene los sucesos que van desde la muerte de Jesús hasta la ascensión) (Hch 1,22)1. Y en cuanto a la proximidad a esa vida pública, Lucas mismo se presenta como alguien que hace una seria investigación entre los testigos oculares (Le 1,1-2). En cuanto a Mateo, y aun dando por sentado que este nombre sea el de uno de los Doce, no parece que sea el autor mismo del primer evangelio, tal cual ha llegado a nuestras manos en su redacción definitiva. Por supuesto, el no ser directa o enteramente obra de testigos presenciales no convierte a los tres sinópticos en testigos de poco fiar. Pero acentúa la necesidad de una precaución que debería tomarse aun si esas narraciones se debieran a autores que hubieran acompañado inmediatamente a Jesús: hasta los testigos interpretan lo que recuerdan a la luz de los acontecimientos últimos y decisivos. Eso es humano. Ha pasado con todos los héroes de la historia. Cuando se conoce, con su desenlace, la trayectoria de una existencia significativa se hace, aun sin querer, en la memoria una selección de los datos referentes a su pasado. Se recuerdan —o se recuerdan en forma más viva— las cosas que ya entonces parecían apuntar
hacia el desenlace y dar así una coherencia mayor a la vida toda del personaje. En otras palabras, las que encajan en la interpretación, dependiente a su vez del desenlace. Dichos o gestos de significado ambiguo o casual se adaptan, de modo inconsciente, a esa línea de fuerza y entran así a formar parte de la orientación general que va en sentido opuesto al tiempo, puesto que se descubre al final y, desde allí, se proyecta hacia el comienzo. El mismo Lucas señala que Jesús advirtió a los Doce: «Mirad que subimos a Jerusalén y se cumplirá todo lo que los profetas escribieron del Hijo del hombre; pues será entregado a los gentiles y será objeto de burlas, insultado y escupido, y después de azotarlo lo matarán y al tercer día resucitará» (Le 18,31-33). Y añade el evangelista mismo la confesión: «Ellos nada de esto comprendieron; estas palabras les quedaban ocultas y no entendían lo que había dicho» (Le 18,31) 2 . Como es lógico, esta oscuridad se disipa con la pasión y la resurrección de Jesús. Pero, y aquí surge nuestro problema, el historiador tiene derecho a pensar que una predicción tan precisa y pormenorizada de los acontecimientos futuros no debe haber tenido lugar de esa manera. Recordado desde la pasión y la resurrección, un dicho cualquiera de Jesús sobre el peligro que iban a correr en Jerusalén, pudo haber sido primero seleccionado por la memoria como signo de la coherencia de la vida de Jesús, y luego, expresado con los términos que los mismos acontecimientos ocurridos después sugerían, cuando ya no se recordaban las palabras exactas pronunciadas. Además sería un anacronismo pedir en la época de Jesús el mismo tipo de «fidelidad» histórica que hoy se impone la ciencia, aun prescindiendo del hecho de que los evangelistas no pretenden hacer libros de historia. Los historiadores de la Antigüedad no creían pecar contra la verdad «histórica» poniendo en boca de protagonistas de hechos importantes discursos nunca pronunciados, pero capaces de explicar el sentido de la actuación. Obvio procedimiento literario. Así, Mateo interrumpe claramente la lógica de un discurso de Jesús sobre la señal que constituyó la predicación de Jonás para los habitantes de Nínive, atribuyendo a Jesús mismo la intención de dar a sus contemporáneos como signo su propia resurrección (cf. Mt 12,40 y comparar con Le 11,30-32 y Jn 1 y 3).
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1 El criterio para sustituir a Judas en el grupo de los Doce (necesidad que se siente, no a causa de una futurible «sucesión apostólica», sino probablemente en memoria del Maestro o como número simbólico representativo de las doce tribus —o totalidad— del Israel de Dios) es haber acompañado a Jesús desde el bautismo (de Juan) hasta «el día en que nos fue llevado» (Hch 1,22), alusión, sin duda, a la ascensión de Jesús (cf. Hch 1,11). Si escribimos «hasta la pasión» (inclusive), a pesar del período siguiente que comprende las experiencias relativas a la resurrección de Jesús, es que estas últimas pertenecen a un plano ciertamente real, pero no «histórico» en el sentido científico moderno que tiene habitualmente la palabra. Como veremos a su debido tiempo, la resurrección de Jesús no es empíricamente verificable como algo que, independientemente de la fe, pudiera constituir una prueba histórica válida para todos. De ahí que el período de las apariciones del resucitado varíe según cada autor neotestamentario: un día, probablemente, para Juan; cuarenta días (cf. Hch 1,3) para Lucas, o aún más si hay que comprender en ellas la aparición a Esteban (cf. Hch 6,15 y 7,55); meses o años (tal vez tres) si, con Pablo, contamos también como tal la experiencia de Damasco (cf. 1 Cor 15,8).
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2 Cf. Me 6,52; 9,10.32. Juan —no es posible saber si por procedimiento literario o por fidelidad histórica— separa, en dos ocasiones, lo que los Doce comprendieron antes y lo que comprendieron después de los hechos pascuales: cf. Jn 2,21-22; 12,16.
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¿Una «historia» de Jesús?
Aparece así el primer criterio (de los tres que habremos de estudiar). Vemos que lo pos-pascual se introduce dentro de lo prepascual en las narraciones evangélicas. La interpretación pos-pascual tiñe, inconscientemente, los acontecimientos que precedieron la pascua. No es, pues, extraño que la historiografía moderna (puesta al servicio de la exégesis y de la teología) intente recobrar y preservar, en la medida de lo posible, lo pre-pascual tal como fue, sin esas irrupciones de sentido hechas desde el desenlace conocido posteriormente y proyectado hacia la memoria de lo anterior. No es este criterio algo que nos permita desechar, como carente de importancia o veracidad, una parte de los sinópticos. La interpretación es también un hecho histórico. Se trata aquí de hallar un criterio de fiabilídad. O, mejor dicho, de la prioridad en la fiabilidad de los hechos narrados. El retrato histórico de Jesús —y aun las cristologías futuras— deberá apoyarse sobre aquellos hechos que sean más seguros y progresar desde ese núcleo. Y lo que, con toda lógica, aparece como más cierto, a partir del testimonio evangélico mismo, es aquello que se ha atribuido a Jesús sin referencia a su pasión, muerte y resurrección. Tal vez el uso más obvio de este criterio atañe a predicaciones supuestamente hechas por Jesús J . Ellas podrían ser ex eventu,
como se dice en la jerga de la exégesis, es decir, puestas en su boca después de ocurridos los acontecimientos en cuestión y conocidos posteriormente por los evangelistas. Una vez más, no se trata de que se intente así falsear la historia: un dicho vago de Jesús puede haber sido iluminado por acontecimientos futuros y quedar así consignado en la memoria. Nos ocuparemos más adelante 4 de dos clases de predicciones de Jesús, centrales para comprender su destino histórico: las que se refieren a su pasión y las que atañen a la irrupción del reino de Dios. Es más importante, en cambio, en este lugar introductorio aplicar este criterio, a título de ejemplo, a un punto decisivo para comprender el condeno real del ministerio de Jesús. Ya indicamos que es extraordinario —y necesita explicación— el hecho de que un hombre común, sin autoridad alguna, interese y apasione con su mensaje a sus contemporáneos. Es verdad que, bien entendida, como trataremos de mostrarlo en capítulos siguientes, la predicación de Jesús tocaba puntos muy concretos de la situación económica, social y política del Israel de su tiempo. Pero no basta esto para desencadenar un movimiento de la amplitud —peligrosa— que tuvo el desatado por Jesús. Tenemos que añadir, entonces, que existían latentes en Israel expectativas que eran, en cierto modo, convergentes con esa predicación y que ayudaron a darle relieve. Nos referimos a las varias y vagas expectativas mesiánicas vigentes en la época de Jesús. Después de pascua —pasión y resurrección—, la interpretación que los evangelios hacen de Jesús es, hablando en general, que él es el Mesías de Israel, el que colmaba las largas esperanzas de ese pueblo, de acuerdo con las promesas de los antiguos profetas. Todo nos lleva a creer que esa identificación la hicieron no sólo los Doce y los demás «discípulos», sino, de manera más o menos dudosa o superficial, la muchedumbre misma antes de la muerte de Jesús. En quienes lo siguieron hasta el fin, esa fe en haber «encontrado al Mesías». Cf. Jn 1,41, así como los términos equivalentes de esa mesianidad en el mismo primer capítulo: «aquel de quien escribieron Moisés en la ley, y también los profetas» (1,45); el «Hijo de Dios», «el Rey de Israel» (1,49); «el Hijo del hombre» (1,51), que coincide probablemente con el final del ministerio de
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3 Por ejemplo, las que conciernen a la ruina de Jerusalén. Si tenemos en cuenta que, según toda probabilidad, por lo menos dos de los sinópticos —Mateo y Lucas— están redactados después de esa destrucción por los romanos en el año setenta, nos sentimos más seguros ante una exclamación vaga de Jesús como la que recogen Mateo y Lucas (y que formaría parte de Q, la fuente común a ambos): «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados!... Pues bien, se os va a dejar vuestra casa desierta» (Mt 23,37-38; Le 13,34-35). Y, por el contrario, menos seguros ante los detalles de ese «quedar desierta», que se añaden en Lucas (19,43-44): «Porque vendrán días sobre ti, en que tus enemigos te rodearán de empalizadas, te cercarán y te apretarán por todas partes y te estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra...». Por supuesto que tenemos aquí ia mención muy clara de un sitio, aunque los detalles son aún vagos si se tiene en cuenta el conocimiento casi inmediato que se tenía de los acontecimientos, poco tiempo después de ocurridos éstos. Además, debemos contar con la posibilidad de un argumento circular. El que Mateo y Lucas (no Marcos, quien sólo presenta como predicción de Jesús sobre el templo: que «no quedará de ti piedra sobre piedra») estén redactados después de los acontecimientos depende, en gran parte, de que sus alusiones a una destrucción concreta de Jerusalén sean tomadas como profecías ex eventu. Por otra parte, no hay razón alguna dirimente que nos obligue a rechazar la posibilidad de que Jesús haya profetizado el sitio y la ruina de la Ciudad Santa. Compréndase, pues, que el criterio a que aludimos es sólo una medida de fiabilidad histórica.
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' Sobre las predicciones de Jesús sobre su pasión, cf. infra, c. II, párr. III; acerca de las predicciones sobre la venida —inminente o no— del reino, cf. c. VIL
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Jesús en Galilea, entra en crisis con la muerte de Jesús en la cruz (cf. Le 24,21: «Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel [Mesías], pero...) y se recobra y afianza definitivamente con las experiencias de su resurrección (cf. Rom 1,4: «establecido Hijo de Dios [Mesías] en poder... por su resurrección de entre los muertos»). En otras palabras: tenemos datos suficientes —y aun fuera del Nuevo Testamento— para pensar que la mesianidad de Jesús fue ya una interpretación pre-pascual. El hecho de que se nos diga que esa creencia se eclipsa durante los acontecimientos de la pasión abona la fiabilidad del dato. Sabemos, en efecto, que la idea de un Mesías circulaba precisamente entonces en el ambiente de Israel. Sabemos, además, que no estaba asociada con la idea de la muerte y la resurrección, sino con la llegada del reino (o, para ser más exactos, reinado) de Dios que efectuaría la liberación de Israel. Ahora bien: en los evangelios sinópticos encontramos, en términos generales, cuatro líneas de interpretación de esas expectativas mesiánicas de Israel. Los evangelistas, por lo menos después de pascua, las hacen converger en Jesús. Pero del hecho de que Jesús haya sido reconocido por sus discípulos, y aun por la muchedumbre, como Mesías no se sigue que lo haya sido según las cuatro líneas de interpretación. Algunas pueden ser pre-pascuales, mientras que otras pueden constituir una interpretación hallada después de los acontecimientos de pascua. Por motivos de claridad, podríamos denominar esas cuatro líneas de la siguiente manera: «el profeta de los últimos tiempos» (o profeta escatológico: un nuevo Moisés o Elias vuelto a la tierra), «el hijo de David» (o rey de Israel), «el siervo (sufriente) de Yahvé» y, finalmente, «el Hijo del hombre». Tanto los sinópticos como Juan (muy fiable en cuanto a datos geográficos, históricos y culturales), así como la literatura judía de la época, nos brindan abundantes testimonios sobre la existencia de tales expectativas. Todas ellas tienen además un fundamento bíblico más o menos vago, aun cuando se mezclen, sobre todo en las más populares, elementos imaginativos, legendarios y a veces quizá contradictorios 5. 5 Cf., por ejemplo, André Myre, Développement d'un instantané christologique. Le prophéte eschatologique (Université de Montréal. Colloque de Christologie 1975): «La Biblia y el judaismo no ofrecen ni una definición simple o única del profeta escatológico ni una descripción coherente de su misión. En el dominio de la escatología, las palabras sirven más bien para
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Antes de examinarlas una por una, comprobemos algo importante. Los evangelios no sólo nos muestran que Jesús fue interpretado según esas cuatro líneas de esperanzas mesiánicas, sino que pretenden que él mismo se habría aplicado (de manera más o menos críptica) o habría dejado que le aplicaran tales categorías. Así, por ejemplo, la de profeta escatológico, precedido por por Elias, en Mateo (17,12-13): «Os digo... que Elias ha venido ya, pero no lo han reconocido, sino que han hecho con él cuanto han querido. Así también el Hijo del hombre tendrá que padecer de parte de ellos». En Lucas, que omite el texto citado de Mateo, Jesús es él mismo (como) el nuevo Elias, y así explica su negativa a hacer milagros en Nazaret, su patria: «Os digo de verdad, muchas viudas había en Israel en los días de Elias... y a ninguna de ellas fue enviado Elias, sino a una mujer viuda de Sarepta de Sidón...» (Le 4,25-26). La de Hijo de David la asume implícitamente Jesús cuando, movido por los gritos del ciego: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!», lo sana y le dice: «Vete, tu fe te ha salvado» (Me 11,47-48.52). Algo semejante ocurre además en la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. En cuanto a la línea mesiánica del siervo de Yahvé, Lucas, narrando los episodios ocurridos en la sinagoga de Nazaret, nos dice que Jesús, desarrollando la profecía de Isaías, «halló el pasaje donde estaba escrito: 'El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido, me ha enviado a anunciar a los pobres la buena noticia, a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor'. Cerrando el volumen lo devolvió al ministro y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en él. Comenzó entonces a decirles: 'Esta escritura que acabáis de oír se ha cumplido hoy'» (Le 4,17-21). Este pasaje de Isaías (61,1-2) se añade comúnmente a los clásicos que describen vehicular una tensión que para presentar de manera precisa lo que será el futuro de Dios. No hay que sorprenderse, pues, de la fluidez de las expresiones, fluidez que se explica igualmente por la diversidad de los ambientes judíos de la época, por el escalonamiento de tales concepciones en el tiempo y por su contaminación recíproca. Sea de ello lo que fuere, y aunque los límites sean vagos, es posible vislumbrar la realidad. Existe una esperanza escatológica en el judaismo en el tiempo de Jesús, según la cual vendrá un profeta que tendrá un papel que desempeñar al fin de los tiempos. Según algunos ese profeta mismo establecerá el nuevo eón; para otros, será el precursor del Mesías; para otros aún, acompañará a este último en su venida». Cf. infra, el desarrollo de la tradición del profeta escatológico en esta misma introducción.
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la función mesiánica del servidor sufriente de Yahvé (como Is 42, 1-3, reproducido en Mt 12,18-21). Finalmente, de acuerdo con los sinópticos y aun con Juan, Jesús se llama a sí mismo continuamente Hijo del hombre, lo que equivaldría a asumir las esperanzas depositadas en la profecía de Daniel (7,13-14) acerca de un personaje que, «como un hijo de hombre, venía en las nubes del cielo» para adquirir un reino eterno. Ahora bien: parece obvio que, si no desde el primer momento, por lo menos de modo paulatino, Jesús llegó a formarse una conciencia coherente de su misión. Y lo más probable es que para ello haya echado mano de las categorías con que sus contemporáneos expresaban las esperanzas mesiánicas y escatológicas de Israel. Aunque haya introducido correcciones en ellas. Pues bien: el criterio a que hacemos alusión —el de la distinción, en la redacción evangélica, entre lo pos-pascual y lo prepascual— pretende establecer tres cosas: si los contemporáneos de Jesús usaron algunas de esas categorías mesiánicas para interpretar los dichos y hechos de éste, si Jesús pudo también haber usado alguna o algunas para comprender él mismo su propia misión y, en cualquier caso, cómo los acontecimientos de pascua retro-proyectan esas categorías al Jesús pre-pascual. Desde este punto de vista, las dos primeras líneas de expectativas mesiánicas, la del profeta escatológico y la del Hijo de David, además de ser las más difundidas y populares, se diferencian precisamente de las dos últimas, la del siervo de Yahvé y la del Hijo del hombre, en no apuntar al destino personal (respectivamente doloroso o glorioso) de la figura mesiánica. En esa misma medida, las dos primeras pueden clasificarse grosso modo y en principio como pre-pascuales y las últimas como pos-pascuales. Comencemos nuestro estudio —que es sólo, repetimos, un ejemplo de la aplicación del primer criterio de fiabilidad histórica— por las dos últimas tradiciones, las más dependientes de los sucesos de Pascua. 1) La tradición de un Mesías bajo la figura de ese personaje de varios poemas del Deuteroísaías, que hablan de un Servidor de Yahvé que sufre por los pecados de su pueblo y con su muerte lo libera de ellos, es harto conocida en todo el Nuevo Testamento. Pero hemos de puntualizar algunas cosas. Hoy se habla del Siervo de Yahvé como de un personaje mesiánico sobre el cual versarían cuatro poemas separados en el texto de Isaías (42,1-9; 49,1-6; 50,4-11; 52,13-53). Pero es muy incierto, por lo pronto,
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que la exégesis del tiempo de Jesús hubiera separado esos pasajes del resto del libro de Isaías. Más aún: notan con razón los historiadores que la concepción de un Mesías doliente y ajusticiado no entraba en la línea de las esperanzas mesiánicas de la época. En este sentido preciso sería una creación cristiana. Si esto fuera así, bien hubiera podido Jesús apropiarse pasajes de Isaías que hoy consideramos pertenecen a esa unidad en torno al siervo de Yahvé, sin que ello significara que se identificaba con este personaje misterioso y con su supuesto mesiánico. Nada obsta, pues, a que alusiones de Jesús, ya mencionadas, a Is 42,7, por ejemplo (cf. Le 4,18), sean pre-pascuales. Pero llegamos a los hechos de pascua y el panorama cambia, aunque no de inmediato. Parece evidente, en efecto, que los discípulos, frente a los padecimientos y muerte de Jesús, no pensaban en ninguna realización mesiánica, del tipo de la supuestamente descrita en los poemas del Siervo de Yahvé. Es la resurrección, y sólo ella, la que modifica la lectura misma que hacen del Antiguo Testamento. La certidumbre pos-pascual del mesianismo de Jesús lleva a buscar en las Escrituras reconocidas una explicación que haga compatible ese mesianismo con los hechos. Sin temor a errar, se puede suponer que la frase de Lucas a propósito de los discípulos de Emaús: «abrió (Jesús resucitado) sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras» (Le 24,45), alude precisamente al descubrimiento de la línea mesiánica del siervo de Yahvé en Isaías. La pregunta que su misterioso compañero de camino les hace —«¿No era necesario que el Mesías padeciera eso y entrara así en su gloria?» (Le 24,26)— muestra hasta qué punto estaba lejos de sus mentes una tradición mesiánica unida al sufrimiento y a la inmolación y cómo sólo la resurrección los orienta hacia los pasajes de Isaías que hoy parecen tener una obvia relación con Jesús. Debió entonces producirse, por una parte, el reconocimiento de la especificidad de los poemas de Isaías que presentan esa figura, a la vez que el de su carácter mesiánico. Y, por otro lado, comienzan a saltar a la vista en esos poemas del Deuteroísaías textos convergentes, de manera extraordinaria, con los acontecimientos dolorosos de la pasión. Hasta es posible que las narraciones evangélicas hayan acentuado esas semejanzas frente a pasajes como éste: «Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba. Mi rostro no hurté a los insultos y salivazos...» (Is 50,6).
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Una vez constituida la primera comunidad cristiana (a partir de Pentecostés), en la polémica con los judíos acerca de la mesianidad de Jesús, la tradición del Siervo de Yahvé que sufre no parece jugar, de acuerdo con Lucas (en los Hechos), un papel muy importante 6 . Sólo una vez se citan en tales discusiones los poemas del Siervo (cf. Hch 13,47), y sin relación con los sufrimientos de la pasión y cruz. En cambio, no es aventurado afirmar que muy pronto, en la primitiva Iglesia neotestamentaria, esta tradición fue la tradición mesiánica por excelencia con la que se interpretó el destino de Jesús de Nazaret. Tanto la escuela de Pablo (cf. Rom 3,26; 4,25; 8,31-33; Gal 1,15; 3,13; 2 Cor 5, 2 1 ; Col 2,15; Flp 2,8.11; Heb 4,12; 1 Pe 2,22.24-25) como la de Juan (cf. Jn 1,29.32-34; 3,11; 8,12.32.45; Ap 1,16; 19,15) desplazan la razón de la muerte de Jesús, de la conflictividad (política) desatada por su predicación, a un designio divino donde el dolor es el precio que se paga por los pecados de Israel —y de los hombres en general—, obteniendo así su redención o liberación. Quienes dieron muerte a Jesús se convierten así en meros ejecutores de un plan divino de sacrificio expiatorio y redentor, que será tematizado por los mismos autores del Nuevo Testamento 7 y se volverá interpretación central de la muerte de Cristo en la Iglesia primitiva. En el origen de esta interpretación netamente pos-pascual están los poemas del Siervo de Yahvé, y en especial pasajes como éste:
«¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba!... El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz y con sus cardenales hemos sido curados... y Yahvé descargó sobre él la culpa de todos nosotros... Si se da a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus días, y lo que plazca a Yahvé se cumplirá por su mano» (Is 53,4-5.10). Desde esta elaboración pos-pascual vemos cómo la línea del Servidor de Yahvé penetra, sobre todo a través de Mateo, en los acontecimientos inmediatamente anteriores a pascua, es decir, en la narración de los sufrimientos de la pasión (cf. Mt 26,27; 27, 30.38). Más aún: aunque no podamos estar plenamente seguros de ello, yendo hacia atrás, y en episodios donde las intenciones teológicas pasan tal vez por encima de las narrativas, como es el caso del bautismo de Jesús, la voz divina desde lo alto usa las palabras dirigidas al Servidor (Me 1,11 y par.). Más atrás aún, hallamos rasgos de esta tradición en los envangelios de la infancia y, en particular, en el canto de Simeón (Le 2,32; cf. Is 42,6; 49,6). 2) La tradición mesiánica del Hijo del hombre tropieza con serias dificultades exegéticas en los evangelios sinópticos. Por una parte, el que Jesús haya usado esa expresión como sujeto —en tercera persona— de muchos verbos constituye uno de los datos pre-pascuales más seguros. Lo que no es seguro es si, al leer hoy los sinópticos, nos hallamos ante la forma original en que Jesús usó esa expresión. En efecto, la emplea, según los sinópticos, como otra forma, algo extraña, de la primera persona del singular, es decir, en lugar de «yo». Por ejemplo, leemos en Mateo (16,13.15): «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?... Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?», mientras que Lucas opta simplemente por el yo en los dos casos: «¿Quién dice la gente que soy yo?... Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Le 9,18.20). Si es esta la forma original, la lógica nos obliga a concluir que «Hijo del hombre» no podía ser una expresión reconocida por sus oyentes como título mesiánico. Y eso contra la mayoría de los exegetas. En efecto, obviamente, en Marcos, y de manera menos acentuada pero clara también en Mateo y Lucas, «antes de ser reconocido como Hijo de Dios [Mesías] en el momento de su muerte, Jesús, que se dice 'el Hijo' o 'el Hijo del hombre', esconde volun-
6 Todo sucede como si el descubrimiento de esta línea hubiera quedado como un elemento central, sí, pero dentro de la comunidad, mientras que fuera, por lo menos en el ámbito judío, se insistía en basar la mesianidad de Jesús en el hecho de su resurrección. Así, las citas del Antiguo Testamento se refieren a esta última. Es cierto que se dice, en general: «Dios dio cumplimiento de este modo a lo que había anunciado por boca de todos los profetas: que su Mesías padecería» (Hch 3,18); pero, a diferencia de las profecías relativas a la resurrección, las que conciernen al sufrimiento no se consignan. Probablemente la razón principal de esto es la ausencia, ya aludida, de una tradición centrada en torno a un Mesías sufriente y ajusticiado. Pero el que, aun en esta argumentación, la comunidad cristiana pensara ya en el Siervo de Yahvé aparece implícitamente en un elemento teológico importante: Jesús «fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros los matasteis...» (Hch 2,23). Se distingue así la muerte de Jesús como designio redentor —tal cual aparece en los poemas del Servidor— y la muerte de Jesús como desenlace de un conflicto de intereses humanos. 7 Particularmente Pablo, como veremos en la segunda parte. Y también la carta a los Hebreos, donde Jesús es presentado, al mismo tiempo, sumo sacerdote y víctima propiciatoria.
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tunamente su identidad mesiánica» 8. No es posible, pues, que esté continuamente aludiendo a ella cada vez que identifica su propia persona como «Hijo del hombre» 9. Pero existe, en relación con esta expresión, una hipótesis más compleja. El Hijo del hombre puede haber designado realmente, en boca de Jesús, una tercera persona, un personaje distinto de Jesús y ciertamente mesiánico. Por ejemplo, cuando Marcos (8,38) refiere esta afirmación de Jesús: «Quien se avergüence de mí y de mis palabras... también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga...» 10. Esta hipótesis sostiene que, en la redacción —pos-pascual— de los sinópticos, la identificación de Jesús con el Mesías obliga a identificar asimismo a Jesús con el Hijo del hombre y que de ahí parte el uso de esa expresión como sinónimo de yo (cf. Mt 10,32-33, paralelo del texto acabado de citar en Marcos). Es, sin embargo, extraño que la mayoría de los exegetas que sostienen esta hipótesis no perciban la contradicción en que incurren, precisamente cuando creen escapar de ella con la hipótesis anteriormente aludida. En efecto, es imposible suponer que redactores en manera alguna ingenuos no hayan percibido, al hacer a Jesús usar indistintamente «yo» o un título mesiánico como «Hijo del hombre», que ello iba contra sus mismas afirmaciones de que el Jesús pre-pascual nunca se predicó a sí mismo como Mesías ni quiso que públicamente se le tuviera por tal. Lo menos que se puede decir aquí es «que es dudoso que la expresión haya sido interpretada por los oyentes de Jesús como título mesiánico; nunca suscita oposición ni siquiera curiosidad» ".
Pero en este punto, como en el que concierne a la tradición mesiánica del Servidor de Yahvé, los acontecimientos pascuales cambian el panorama. Sobre todo, en este caso, las apariciones del resucitado en su nuevo «cuerpo glorioso» (como dice Pablo). Es cierto que Jesús no se les aparece sobre las nubes del cielo, tal como parecía prometerlo la profecía de Daniel hablando de ese personaje «como un Hijo de hombre», pero el punto de origen, por así decirlo, de esa venida queda adquirido para Jesús con su resurrección. El final (apócrifo) de Marcos da testimonio de esa comprensión, al decirnos que «el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Me 16,19). Así lo ve también Lucas (24,51) cuando describe esa «elevación» añadiendo que «una nube lo ocultó a la vista de ellos» (Hch 1,9). Y aquí aparece en toda su fuerza la interpretación pos-pascual de esa identificación de Jesús con el Mesías —Hijo del hombre— según Daniel: «Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús vendrá del mismo modo que lo habéis visto subir al cielo» (Hch 1,11), es decir, de entre las nubes. En efecto, aunque los acontecimientos de pascua muestren que Jesús es el Mesías esperado, no lo presentan con las características de la venida gloriosa de un Hijo del hombre. Por eso, sin duda, tampoco juega la profecía mesiánica de Daniel un papel importante en las polémicas de la primera comunidad cristiana con sus contemporáneos judíos. En cambio tiene importancia para solucionar un problema teológico: la desproporción entre el reino de Dios sobre la tierra, que Jesús trae o decía traer, y lo módico —cuantitativamente hablando— de sus apariciones, reducidas a un núcleo de discípulos. En otras palabras: la «segunda venida» gloriosa de Jesús suplanta la inminente instalación sobre la tierra del «reino de Dios» (término que, tal vez por lo mismo, desaparece, a partir de los sinópticos, del Nuevo Testamento) predicado por el Jesús pre-pascual (cf. 1 Cor 1,8; 15,23, 1 Tes 5,1; Ap 22,17.20, etc.). A partir, pues, de esta interpretación pos-pascual de la escatología —relacionada con la espera de la venida del Hijo del hombre de Daniel— se proyectan sobre el Jesús pre-pascual, pero ya próxi-
8 X. Léon-Dufour, op. cit., p. 182. Tal vez el autor no sea siempre consecuente con esta afirmación. No obstante, ella se impone si, como la mayoría de los exegetas admiten, Jesús nunca se declaró —por lo menos anteriormente a los episodios de la pasión y ante el sanedrín— Mesías. 9 Por otra parte, en arameo, la expresión significaría algo aún más simple: «un hombre», «este hombre». Es, por tanto, muy difícil que el mero uso de esa expresión hiciera pensar en el personaje de Daniel, a no ser que se le agregaran los otros rasgos de la profecía: su venida sobre las nubes del cielo, etc. 10 Esta hipótesis no parece tener suficientemente en cuenta que si bien Jesús no predica su mesianidad de manera abierta, muestra ya, en sus pretensiones de poder prepascuales, la imposibilidad de pensar en su subordinación a un futuro Hijo del hombre. Cf., por ejemplo, W. Pannenberg, op. cit., c. III. 11 Nueva Biblia Española. Edición Latinoamericana. Trad. dirigida por A. Schokel y J. Mateos (Ed. Cristiandad, Madrid 1976). En el «Vocabulario
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Bíblico Teológico» (Nuevo Testamento), bajo el título «hombre», p. 1924. Sobre el sentido original de esta expresión, así traducida en griego, cf. también J. Jeremías, Teología del Nuevo Testamento (trad. cast. Ed. Sigúeme, Salamanca 1974) I, pp. 302ss.
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mo a los últimos acontecimientos de su vida, las promesas de una segunda venida, esta vez sí «sobre las nubes del cielo». En el discurso escatológico de Jesús, según Q, leemos: «Si alguno os dice: 'Mirad, el Cristo está aquí o allí', no lo creáis... Porque como el relámpago sale por Oriente y brilla hasta el Occidente, así será la venida del Hijo del hombre... y verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria» (Mt 24,23.27.30; cf. Le 17,24). Es interesante además que Lucas recuerda en los versículos anteriores un dicho casi idéntico de Jesús, pero referido no a la (segunda) venida del Hijo del hombre, sino a la del reino de Dios: «El reino de Dios viene sin dejarse sentir. Y no dirán: 'vedlo aquí o allí', porque el reino de Dios ya está entre vosotros» (Le 17,20-21). También a la pregunta del sumo sacerdote sobre su mesianismo Jesús responde usando la expresión Hijo del hombre en su sentido obviamente mesiánico y dependiente de Daniel: «... y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del poder y venir entre las nubes del cielo» (Me 14,62; Mt 26,64). Se puede, pues, presumir que este uso tiene su origen en una interpretación pos-pascual y, por tanto, mesiánica de una expresión que Jesús empleó, en la etapa pre-pascual de su vida, sin ese sentido. Nos quedan así por estudiar las dos líneas más populares de esperanzas mesiánicas: la del nuevo rey, hijo de (la casa o dinastía de) David, y la del profeta de los últimos tiempos (Moisés o Elias). Ya indicamos que, en su indeterminación sobre la suerte que habría de tener el personaje mesiánico en cuestión, son las que tienen más probabilidades de haber sido usadas antes de pascua en relación con Jesús, ya sea por el pueblo, ya por Jesús mismo para comprender su misión. Podríamos decir que, aunque las dos mezclan en esas esperanzas elementos religiosos y políticos, lo que las diferencia es precisamente la dosis en que esos elementos están combinados en ellas. Mientras que la tradición del Hijo de David apunta más a lo político, la del profeta escatológico muestra un predominio de los elementos religiosos. Comenzaremos por la primera. 3) Ya indicamos que, de acuerdo a la triple tradición sinóptica, Jesús acepta dos veces sin comentarios que lo llamen Hijo de David, y una de ellas con ocasión tan importante como su entrada triunfal en Jerusalén (Me 10,46-52; 11,9-10 y par.; Mateo relata tres casos más: cf. 9,27-31; 15,21-28; 12,22-23).
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No tenemos, pues, razones para rechazar la conclusión de Descamps: «A nuestro parecer, constituye un hecho establecido el que el pueblo judío, por lo menos el pueblo de Jerusalén y de Judea, que fue testigo de las obras de Jesús y que se representaba comúnmente al Mesías bajo los rasgos de un príncipe descendiente de David, reconoció la mesianidad de Jesús saludándolo como Hijo de David» 12. Y ¿qué pensar con respecto a Jesús mismo? La pregunta tiene sentido no sólo porque Jesús parece aceptar ese título, a pesar de las connotaciones políticas que no podían escapársele, sino porque él mismo parece suscitar activamente tales esperanzas al poner toda su predicación bajo el título de la venida de un reino donde él aparece como figura central y decisiva. Con todo, antes de poder responder a esta pregunta se imponen aquí ciertas precisiones sobre la idea misma de «Mesías». Nota con razón Mowinckel 13 que en la Biblia, fuera del Nuevo Testamento, Mesías —o sea, «ungido» en hebreo— se aplica más a los reyes del Israel histórico (todos ungidos para ejercer su cargo) que a la figura de alguien que hubiera de venir en el futuro a inaugurar los últimos tiempos. Es decir, que en el Antiguo Testamento la palabra no lleva por lo común una connotación escatológica. Así, por ejemplo, las profecías que sirvieron, una vez destruida la monarquía y siglos después del exilio, para alimentar las esperanzas «mesiánicas» de Israel fueron, en realidad y en su origen, profecías hechas en la época de la monarquía y referentes, dentro de la dinastía de David todavía reinante, a la aparición de un rey extraordinario, semejante al fundador de esa dinastía real (cf. Is 11,1-9). Inmediatamente después del exilio, los profetas Ageo y Zacarías ponen las esperanzas de una restauración de la monarquía (con la consiguiente independencia de Israel) en un descendiente de David, Zorobabel (cf. Ag 2,20ss; Zac 4,6ss). Es obvio que, en los largos siglos que siguen al exilio, se percibe con angustia que una «política» de Yahvé con respecto a Israel parece brillar por su ausencia. El pueblo judío deja de ser una 12 A. Descamps, Le tnessianisme royal dans le Nouveau Testament, en L'attente du Messie (Brujas 1954) 66. 13 Sigmund Mowinckel, Ham som kommer. Messiasforvenlningen i det Gamle Testament og -pao Jesu tid (Copenhague 1951). Esta obra clásica está resumida y comentada por J. Coppens en el artículo Les origines du tnessianisme. Le dernier essai de synthése historique, perteneciente a la obra citada en la nota anterior, pp. 31-38.
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nación y de tener monarca propio. Los descendientes de David desaparecen dentro de una población mezclada. Sería entonces cuando, de acuerdo con Mowinckel, se genera una esperanza «mesiánica», en el sentido corriente que damos hoy a la palabra y como se usó ya en el Nuevo Testamento. La desesperanza, referida a cálculos históricos, se relaciona cada vez más, en la Biblia y fuera de ella, con la irrupción de los últimos tiempos, que Yahvé mismo ha de inaugurar mediante el rey mesiánico de la casa de David. Lo menos que se puede decir es que Jesús mantuvo una desconcertante ambigüedad con respecto a esta tradición sobre el Mesías. En los capítulos siguientes veremos por qué. Lo cierto es que, sin prestarse a las inmediatas consecuencias políticas de esa línea mesiánica (parece, según Jn 6,14-15, que la muchedumbre quiso, efectivamente, hacerlo rey), que lo hubieran asimilado a los zelotas, no disipó nunca de manera clara la ambigüedad14. La mejor prueba de ello es que el círculo estrecho que lo rodeaba y que gozaba de sus explicaciones más precisas pensó hasta el final que en Jesús se realizaría, del modo más literal, la restauración de la monarquía e independencia de Israel. Es, en efecto, clara señal de lo pre-pascual todo aquello que los sinópticos nos dicen sobre los malentendidos en que caen los apóstoles, es decir, los jefes de las Iglesias cristianas en el momento en que los evangelistas componen sus obras. Así, se nos cuenta que, poco antes de pascua, los hijos del Zebedeo se acercan a Jesús para pedirle nada menos que los dos puestos de mayor jerarquía en su reino, es decir, sentarse a la derecha y a la izquierda de su trono real. Que esta petición denote poca inteligencia o ambición, o ambas cosas, se ve claro en que Lucas (quien trata a menudo de ocultar los aspectos negativos de los Doce) omite enteramente este pasaje de la tradición marciana (a la que generalmente es muy fiel), mientras que Mateo atribuye la petición a la madre de Santiago y Juan, no a éstos (cf. Me 10, 35-37; Mt 20,20-21). Más aún: este malentendido se extiende hasta los mismos hechos pascuales, puesto que, según el mismo Lucas, el día de la 14 Ella ocasionó probablemente las dos grandes crisis del ministerio de Jesús {en la medida en que podemos reconstruirlo): la crisis galilea (sobre todo si ésta sigue a la multiplicación de los panes, como parece indicarlo la versión de Juan en el capítulo sexto de su evangelio); y la de Jerusalén, que comenzó con el triunfo y terminó con la cruz.
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elevación de Jesús al cielo los apóstoles le preguntan: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restablecer el reino de Israel?» (Hch 1,6). No obstante, los hechos de pascua terminan por quitar a esta tradición toda ambigüedad. Dos cosas quedan claras: que el reino predicado por Jesús no era la independencia política de Israel y la restauración de su monarquía, sino, sobre todo, la aparición de un poder absoluto sobre la muerte que las experiencias pascuales han puesto de manifiesto en el resucitado, y que ese poder constituye a Jesús de Nazaret como Mesías, es decir, como el esperado Hijo de David. La primera constatación pos-pascual es, sin duda, la causa de que desaparezca prácticamente en todo el resto del Nuevo Testamento el término reino de Dios (o de los cielos), tan característico del Jesús pre-pascual. Su ambigüedad, ya innecesaria, y su relación con la monarquía de un Israel borrado (desde el año 70) del mapa del mundo hacían tal vez preferible usar otros términos para expresar la misma realidad. En cambio, el título de Hijo de David como expresión del mesianismo de Jesús se vuelve crucial en los debates pos-pascuales dentro del mundo judío. El argumento fundamental en esta discusión no es, obviamente, la restauración del trono de David, sino la resurrección de Jesús. Se dirá que esta resurrección parece no tener mucha relación con las esperanzas mesiánicas depositadas en el Hijo de David. El puente, sin embargo, está previsto por la atribución, comúnmente admitida en la época, de la redacción de los salmos a David en persona. Ahora bien: lo que David dice de sí en ellos aparece cumplido, y con creces, en otro David, en su hijo (sucesor-superior), es decir, en Jesús. Es posible que ya éste haya iniciado tal tipo de argumentación (cf. Me 12,35-37), aunque también puede ello deberse a una retro-proyección realizada a partir de los hechos pascuales. En todo caso puede verse, en este contexto pos-pascual, el uso de los salmos 16 (Hch 2,25), 132 (Hch 2,29-30), 110 (Hch 2,34-36), 2 (Hch 4,25-27) y 89 (Hch 13,22-23) como prueba del mesianismo de Jesús entendido en la línea del Hijo de David. Retrocediendo desde los hechos pascuales, y aunque tenga gran fiabilidad histórica el título de «rey de los judíos» puesto, según los cuatro evangelistas, sobre la cruz, la discusión de Jesús con Pilato sobre si el primero era efectivamente rey puede constituir una retro-proyección de la interpretación mesiánica realizada después de Pascua. Sobre todo si hubiera que incorporar a ella la dis-
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tinción que, según Juan (19,33-37), hace Jesús entre dos reinos procedentes de poderes diferentes, distinción que fue comprendida con claridad, como vimos, sólo después de los acontecimientos pascuales. Más hacia atrás todavía, y en un plano ya teológico, la proyección desde pascua de la mesianidad de Jesús como Hijo de David está presente en el trabajo que se toman tanto Mateo como Lucas en sus respectivas genealogías de Jesús para mostrar la descendencia directa de éste —a través de José— desde David (cf. Mt 1,1-7; Le 3,23-38). Finalmente, y dando un paso más hacia atrás, cuando se redactan —por motivos teológicos— los evangelios de la «infancia» de Jesús, los mismos evangelistas (Mateo y Lucas) señalan en muchos lugares la procedencia davídica de Jesús. El género literario —mucho más alejado de la historiografía moderna que el usado para la vida pública de Jesús— permite a los autores una mayor libertad con respecto a los hechos, y a ella debemos probablemente la narración del nacimiento de Jesús en Belén, la ciudad natal de David. Asimismo, a la pregunta de los magos de Oriente sobre el nuevo rey, la reunión subsiguiente de escribas y sacerdotes señala Belén como el lugar apropiado para hallar al recién nacido, fundándose en una profecía que alude al nacimiento de David. 4) Frente a la ambigüedad, ya notada, de la tradición mesiánica del Hijo de David, la del profeta escatológico ofrece las mejores garantías de haber sido usada en el período pre-pascual. Por lo pronto —y además de las referencias ya citadas— es interesante comprobar que, en la crisis galilea, la ambigüedad del mesianismo «real» de Jesús se resuelve con la referencia a un mesianismo de tipo «profético»: Juan Bautista, Elias, (Jeremías) o «uno de los profetas» (Me 8,28 y par.). Algo semejante ocurre después de que, en su entrada triunfal en Jerusalén, es saludado como Hijo de David. Sin duda, su actitud posterior a este respecto desorienta, pero si no es aún prendido por las autoridades ello se debe a que éstas «tuvieron miedo a la gente porque lo tenían por profeta» (Mt 21,46). No se trataba, sin embargo, de un profetismo cualquiera, sino de uno mesiánico. Veámoslo. Es sabido que, frente a la autoridad de la monarquía, siempre ambigua religiosamente con su manejo de la «razón de estado» —tan clara ya desde Saúl—, los profetas de Israel desempeñaron hasta el exilio (y la vuelta de él) una función crítica religioso-polí-
tica. Función religiosa no sólo porque velaban por la pureza de la fe yahvista, sino porque representaban, más visiblemente aún que el poder real, un poder que sólo procedía de Yahvé. Aun cuando no fuera siempre fácil distinguir los verdaderos de los falsos profetas (cf. Dt 18,19-22), verse frente a uno de ellos suponía optar frente a Yahvé. Pero función política también, puesto que, antes del exilio, los profetas se erguían como un contrapeso de la autoridad civil, señalándole sus límites, crímenes y omisiones. Y ello tanto en el campo de la política interna, saliendo en defensa de los marginados y olvidados, como en el que hoy llamaríamos el de la política internacional. Se ha observado más el segundo aspecto de esta función política de los profetas —recordarle a Israel sus deberes con respecto a naciones no yahvistas— que el primero, siendo éste, con mucho, el más importante y desarrollado. Con la monarquía, en efecto, el equilibrio e igualdad social de los israelitas se desmorona rápidamente, como había amenazado (tal vez en una profecía ex eventu] el profeta Samuel al instaurarla a petición del pueblo (cf. 1 Sm 8, 10-18) 15 . Sintomáticamente, la profecía parece apagarse en Israel tras el pobre y fracasado intento de restauración de la nación después del exilio. Es como si el profeta no tuviera ya más sentido frente a gobernadores extranjeros que no respetan a Yahvé. Por otra parte, al borrarse el contexto político se desarrolla en Israel una literatura cuyo tema se adapta mejor a la situación de país dominado: la búsqueda de la «sabiduría», término que podríamos traducir por «santidad» o, mejor aún, por «vida espiritual». El interés llevado por esta literatura sapiencial a los problemas del individuo, de sus relaciones con un Dios a quien se supone justo en su providencia, aparece claramente «despolitizado», por lo
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15 «La descripción —hecha por Samuel en este lugar— ... corresponde a un estado de cosas que únicamente se realizó bajo Salomón y sus sucesores, y esta sátira supone una larga experiencia». Biblia de Jerusalén (Bilbao 1967) p. 287. Hay que entender el «únicamente» de esta nota histórica como rectificación en cuanto al punto de partida cronológico de esa división del trabajo, que no hará sino acentuarse y justificarse ideológicamente más y más hasta la época misma de Jesús. Es importante y esclarecedor señalar, a este respecto, y comparar las explícitas reservas «políticas» de Samuel, con las razones y justificaciones «religiosas» del hecho, que Jesús ataca (cf. infra, c. IV). A propósito del rechazo político-religioso de la monarquía en Samuel, cf. Von Rad, teología del Antiguo Testamento (Salamanca 1972) I 90-91.
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menos en comparación con la época de los profetas (y reyes). La historia pierde el valor central que tuviera en otro tiempo y que constituyera la base para la actividad profética. Se comprueba a menudo en Israel, con añoranza, que ya no se escucha la voz de Yahvé a través de sus representantes más característicos. La esperanza, sin embargo, no muere. Se «escatologiza», es decir, se coloca en el final de los tiempos. La profecía volverá entonces a Israel para preparar e inaugurar el eschatón. Y ¿cómo concebir esa vuelta? La lectura bíblica sabia —y más aún la popular— se había fijado, desde mucho tiempo atrás, en dos pasajes de la Escritura que daban pie para ser interpretados como promesas de «vuelta profética» en los últimos tiempos: la que, en el Deuteronomio, anuncia la venida de un profeta «semejante a Moisés» que, por fin, será escuchado (Dt 18,15.18), y la constituida por un retorno de Elias, de quien se decía que, sin haber muerto, había sido arrebatado en un carro de fuego (2 Re 2,11) y reservado por Dios para fines ulteriores. Estas esperanzas eran muy vagas en muchos aspectos. Si hemos hablado sólo de Moisés y de Elias es porque en esos dos personajes se centraba, por lo general, la imagen del profeta escatológico, precursor del Mesías o Mesías él mismo. Pero también se identificaba ese acontecimiento de los últimos tiempos con la vuelta de algún otro entre los «grandes» profetas de Israel. El que Dios visitara de nuevo a su pueblo, después de la larga ausencia del profetismo, ese era el contenido fundamental de la esperanza. Parece históricamente cierto que, más o menos en la época que nos interesa, esta expectativa se acentúa con la aparición de varios personajes, entre los cuales figuran Juan el Bautista y Jesús de Nazaret. Constituye un dato histórico eminentemente fiable que ambos suscitaron desde el comienzo la pregunta de si no se estaría frente al profeta escatológico prometido por Dios bajo alguna de sus formas. Parece fuera de toda duda que el pueblo, en Galilea y en Judea, sintió que con Jesús el largo silencio de Yahvé, que no hablaba más proféticamente a Israel, había terminado. Lucas, después de narrar —él, el único entre los sinópticos— la resurrección del hijo de la viuda de Naím (caso muy similar al referido de Elias en 1 Re 17,17-23), nos presenta así la reacción del pueblo: «Alababan a Dios diciendo: 'Un gran profeta ha surgido entre nosotros' y 'Dios ha visitado a su pueblo'» (Le 7,16).
Jesús, además, al darle a sus discípulos una misión semejante y complementaria a la suya, los asimila a la línea —extinguida— de los antiguos profetas (cf. Mt 5,12; Le 6,23.26). Resumiendo: la atribución de la tradición mesiánica del profeta escatológico a Jesús de Nazaret por la muchedumbre, por los discípulos y aun por Jesús mismo parece claramente pre-pascual, aunque por parte de Jesús esté siempre como velada y envuelta en lo que ha dado en llamarse el «secreto mesiánico». En la medida en que muchos datos pre-pascuales concuerdan con esta tradición, no se percibe un cambio notorio cuando llegamos a los acontecimientos pascuales. Después de la crisis de la cruz (sin relación específica con este profeta, pero sí con la suerte común de los profetas), la resurrección viene a ser como la firma divina que acredita a Jesús como el profeta escatológico inaugurador de los últimos tiempos, o sea, como Mesías. Por lo pronto, encontramos que, en las controversias mesiánicas con los judíos, se hace uso expreso de la promesa divina del Deuteronomio de enviar a un profeta semejante a Moisés. Así, en el segundo discurso de Pedro al pueblo se une la idea de la segunda venida de Jesús con la primera, y Pedro pide conversión a la muchedumbre para que Dios «envíe al Mesías que os había destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de la que Dios habló por boca de sus santos profetas. Moisés, efectivamente, dijo: 'El Señor Dios os suscitará un profeta como yo de entre vuestros hermanos; escuchadle todo cuanto os diga'» (Hch 3,20-22; cf. también Hch 7,37). Si nos preguntamos, sin embargo, sobre una posible retroproyección de la línea mesiánica del profeta escatológico a las narraciones prepascuales, encontraremos varios estadios en esta historia de la redacción evangélica. Además, como veremos, las dos líneas principales de esta tradición (la de Moisés y la de Elias) aparecen a veces unidas, a veces separadas: lo esencial es mostrar que, bajo una u otra forma, Jesús es el profeta mesiánico de los últimos tiempos. El primer estadio está constituido por la inserción, entre los acontecimientos pre-pascuales del relato —presente en los tres sinópticos— de la transfiguración de Jesús sobre el monte (¿nuevo Sinaí?). La semejanza con las apariciones de Jesús resucitado y especialmente con su «cuerpo glorioso» han llevado a muchos exegetas a pensar que se trataría aquí de una de esas experiencias pascuales, pero trasladada por los evangelistas al período pre-
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pascual. Ya sea ello cierto, ya se trate de un atisbo milagroso y preliminar de la gloria futura (escatológica) de Jesús, la interpretación procedente de la comprensión pos-pascual es evidente. Nos interesa, a este respecto, un dato cuyo valor teológico no puede negarse: Jesús transfigurado aparece «conversando con Moisés y Elias» (Me 9,4 y par.). Si pensamos en la cantidad de otros posibles interlocutores —Daniel, Isaías, David...—, comprenderemos la intención y el significado dado por los evangelistas a este acontecimiento (pos-pascual en su esencia). Otro estadio lo constituye el episodio narrado —en un género literario diferente al empleado con respecto al ministerio público— por los tres sinópticos acerca de las tentaciones de Jesús en el desierto. Por lo pronto, los «cuarenta días» de la experiencia pueden constituir un símbolo de los cuarenta años del éxodo (y, por tanto, de las tentaciones del mismo Moisés), pero aún más, y sobre todo en la redacción de Mateo, que añade «cuarenta noches», una alusión al viaje de Elias hasta la montaña santa (cf. 1 Re 18,1-8 y en especial este último versículo). También puede ser una alusión a Elias el hambre que acomete a éste, y a Jesús, durante esa estancia en el desierto. Finalmente puede verse otra alusión al mismo personaje —mesiánico— en el servicio que los ángeles prestan a Jesús de acuerdo a los sinópticos, así como un ángel había alimentado y confortado a Elias. En un último estadio de esa retro-proyección de la línea mesiánica del profeta escatológico llegamos a los evangelios de la «infancia» de Jesús. Y encontramos que Lucas tiene una clara alusión al profeta que prepara los caminos del Señor que viene (cf. Le 1,76), quien debe ser Elias, de acuerdo a la tradición que comentamos. Mateo, en cambio, usa abundantemente para narrar la primera infancia de Jesús, las tradiciones relativas al nacimiento, ocultamiento y salvación de Moisés que circulaban en el ambiente judío, tanto las basadas en Ex 2,5ss como las leyendas —recogidas, por ejemplo, por Josefo—, aún más cercanas al texto de Mateo. Como se ve, todo lo indicado aquí en apretado resumen sobre las diferentes tradiciones mesiánicas y su reelaboración pos-pascual, aunque no constituyen más que un ejemplo entre otros muchos que podrían ser citados —o serán estudiados más adelante—, muestran hasta qué punto, para entender lo que quisieron decir los mismos evangelistas, es determinante aplicar el primer criterio de fiabilidad histórica: la distinción entre lo pre-pascual y lo pospascual.
El segundo criterio histórico que nos sirve para determinar lo más fiable en los documentos que poseemos con respecto a Jesús tiene también una cierta relación con el primero, que distinguía lo pre de lo par-pascual. Sólo que aquí trataremos de distinguir lo pre-eclesial de lo pos-eclesial. Los evangelistas escriben para la o las Iglesias cristianas. Y éstas constituyen obviamente un hecho pos-pascual. Jesús, en cambio, habla y actúa en otro contexto. Si trata de formar a sus discípulos, es más para que lo comprendan que para solucionar problemas de esa «comunidad» que aún, hablando con rigor, no existe. Y esto, independientemente de la cuestión suscitada por historiadores exegetas o teólogos de si Jesús pensó o no en fundar una comunidad organizada que lo sucediese en su misión. En cambio, el que una buena parte de lo que hoy tenemos en los evangelios ha sido sacado de su contexto primitivo y dirigido a las Iglesias contemporáneas de los evangelistas, a sus miembros, autoridades y problemas, parece evidente. Y con ello, la necesidad científica de distinguir lo contextual en sus dos aspectos: el contexto eclesial y lo que a él se debe por una parte y el contexto religioso, social, económico y político de Jesús y las cosas que, o vienen de él o deberían ser interpretadas en función de él por otra. Claro está que la fiabilidad histórica va a este último (el más primitivo) contexto. Pero precisamente ser consciente de la influencia del primero llevará a descubrir el segundo. El contexto eclesial es muy claro, por ejemplo, en el Evangelio de Juan. Todos sabemos que los acontecimientos, en el cuarto Evangelio, están colocados y seleccionados en virtud de la lógica de un cierto simbolismo, lo cual no quiere decir que no hayan ocurrido. Símbolos como el agua, el pan, la luz, la vid, son centrales para comprender las preferencias y estructura de la memoria del evangelista. Pero parecería que, además de su simbolismo natural, por así decirlo —y de la relación de este simbolismo con las necesidades culturales de una Iglesia geográficamente situada—, la mayoría de esos símbolos tuvieran, en un proyecto más esotérico del redactor del cuarto Evangelio, un segundo plano, sacramental. En otras palabras, a diferencia de un lector pagano que entendería ya perfectamente el texto, el lector cristiano del evangelio de Juan haría otra lectura más, desde el interior de su vida eclesial. Así, aunque observe que el simbolismo del pan es la vida que la fe procura, no podrá menos de asociar el símbolo «pan» con la eucaristía que
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celebra en la comunidad eclesial. Y el evangelista se las ingenia para que también esta lectura tenga sentido. En los sinópticos, la presencia de este contexto eclesial en el texto evangélico es menos consciente y voluntaria y también, por tanto, más sutil y difícil de detectar. Dodd y Jeremías w , entre otros, han mostrado, por ejemplo, cómo las parábolas de Jesús han sido puestas a disposición de las necesidades de la Iglesia después de pascua, a pesar de que para Jesús son casi todas ellas parte de una polémica con las actitudes de resistencia al reino que encuentra en sus interlocutores (fariseos y autoridades religiosas de Israel). Jeremías comenta, por ejemplo, el caso de la parábola en que Jesús narra cómo un propietario contrata obreros para su viña a diferentes horas de la jornada, de modo que, al cabo de ésta, unos la han trabajado toda, otros sólo una hora; y cómo el propietario ordena entonces que, comenzando por estos últimos, se les dé a todos el salario (mínimo vital) de una jornada entera, añadiendo Jesús que, ante la protesta de los que han trabajado todo el día, les pregunta el propietario quién puede impedirle a él ser bueno (sobre la base de justicia de pagar el salario debido a un día de trabajo). Leyendo el final —o moraleja— de la parábola en la redacción de Mateo, que es el único evangelista que la consigna, vemos que éste es triple: «¿ves con malos ojos el que yo sea bueno?» (Mt 20, 15); «los últimos serán los primeros y los primeros últimos» (Mt 20,16a); «muchos son los llamados, pero pocos los elegidos» (Mt 20,16b). De estas moralejas, si así podemos llamarlas, se ve claramente que las dos últimas no tienen relación lógica con el contenido de la narración parabólica ". En efecto, la parábola no dice para nada que quienes protestaron hayan sido «rechazados» ni que los trabajadores de la última hora hayan sido «elegidos»: la recompensa, por el contrario, y ello es lo que se acentúa, es la misma para todos. No obstante, la Iglesia percibió muy pronto que, al hablar Jesús de estos últimos trabajadores, se estaba refiriendo a los oyen16 Cf. C. H. Dodd, Las parábolas del reino (Madrid, Ed. Cristiandad, 1974); J. Jeremías, Las parábolas de Jesús (Estella 1976). Los manuscritos indicarían que fue agregado al texto original. En este caso, ello confirmaría aún más cómo prevalecen las necesidades de la comunidad cristiana sobre el sentido literal dado por Jesús a la parábola.
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tes que creían en él y que, en el tiempo en que los evangelistas redactaron su obra formaban una Iglesia, esto es, una comunidad de «elegidos» (cf. Rom 8,28-30, texto anterior a la redacción final de Mateo). La parábola servirá entonces para explicarle a la Iglesia la gratitud que debe a Dios por su inesperada preferencia y afianzar así su vocación 18. La segunda moraleja está aún más alejada de la lógica interna de la parábola. Está sugerida, sin duda, por la orden dada por el propietario de pagar a los trabajadores «comenzando por los últimos». Los últimos en llegar al trabajo son, pues, los primeros en cobrar. Pero no está aquí la enseñanza de la parábola. Por lo pronto, poco importa en ella el orden en que se hace el pago, ya que éste es el mismo para todos. Además, lo más verosímil es que la orden dada por el propietario sea sólo un recurso literario para hacer que los trabajadores de la primera hora estén presentes cuando los de la última reciben su paga y tengan así ocasión de protestar y de escuchar la respuesta con la que el propietario explica su actitud. En cambio, el que los primeros serán los últimos y viceversa constituye un mensaje y advertencia a la comunidad cristiana y especialmente a los privilegiados y autoridades de ella, como consta por lo que sigue inmediatamente en Mateo: «No debe ser así entre vosotros. Quien quiera hacerse grande entre vosotros, hágase siervo vuestro. Y el que quiera volverse primero entre vosotros, hágase esclavo vuestro», es decir, el último (Mt 20,26-27; cf. Le 14,7-11). En cambio, la primera conclusión —«tú ves con malos ojos el que yo sea bueno»— constituye el resumen de la parábola: la réplica de Jesús al malhumor de los israelitas piadosos que se quejaban de que, de acuerdo a Jesús, el reino de Dios viniera ante todo para socorrer a pobres y pecadores, es decir, a gente sin mérito, a trabajadores de la última hora... Este ejemplo puede servir para mostrar cómo la Habilidad histórica se afirma cuando podemos separar el contexto eclesial posterior del contexto de las circunstancias que rodeaban a Jesús y de las reacciones que provocaban sus hechos y predicación. 18 Si «muchos son los llamados y pocos los elegidos» tuviese relación con la «puerta estrecha» (Mt 7,13-14; cf. la versión de Le 13,23ss), aún tendría menos relación con la parábola, ya que la «puerta estrecha» tiene en Mateo el sentido del mayor esfuerzo, contrario, precisamente, a la enseñanza de la parábola.
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Otro ejemplo de esta diferencia de contextos pre y pcr-eclesiaIcs, ejemplo que habremos de examinar con más detalle en capítulos siguientes, se da en la misma formulación central del mensaje de Jesús: las bienaventuranzas. Como se sabe, tenemos dos versiones de éstas: la de Lucas y la de Mateo. Una simple comparación entre ambas nos permite inmediatamente comprobar que ambas poseen un elemento común y otro «agregado» (y que difiere en ambas). Si quitamos el «vosotros» de Lucas y el «en espíritu» de Mateo, nos hallamos ante esta simple fórmula: «Felices los pobres porque de ellos es el reino de Dios» (o «de los cielos», que es una expresión sinónima usada como circunloquio para evitar usar el nombre divino). Prescindiendo de otras razones exegéticas, que estudiaremos más adelante, esta fórmula simple se caracteriza, desde nuestro punto de vista, por no ser «eclesial». Indica que el reino de Dios viene ante todo para quienes, por su situación, necesitan más de él: los pobres, los afligidos, los hambrientos de este mundo (o, por lo menos, de Israel). Es evidente, en cambio, que las «adiciones» de Lucas y Mateo son típicamente «eclesiales». Comencemos por Lucas. Según éste, las bienaventuranzas no son dirigidas a la muchedumbre, sino que Jesús, «alzando los ojos hacia sus discípulos, dijo: 'felices (vosotros) los pobres, porque vuestro es el reino de Dios...'» (Le 6,20). Dicho de otra manera, mediante la segunda persona del plural, Lucas se dirige claramente a la comunidad cristiana primitiva, pobre y perseguida y pone en labios de Jesús la explicación, el consuelo y el aliento que deben iluminar esa crítica situación eclesial. La preocupación (catequética) de Mateo en su Evangelio es, como se sabe y es fácil verificarlo, la predicación de una nueva justicia (o manera de proceder), que Jesús exige a sus discípulos y que debe distinguir a éstos de los discípulos de sacerdotes y fariseos. Así ve él en las bienaventuranzas —en vez de situaciones humanas de las que Dios se apiada y que pretende rectificar— virtudes que configuran otros tantos elementos de esa justicia «mayor que la de los escribas y fariseos» (Mt 5,20). Así, para él, el «hambre-situación» se convierte en «hambre de justicia», los «pobres», en «pobres en espíritu», etc. En otras palabras: la enseñanza universal de Jesús pasa, en Mateo, a formar parte de la catequesis eclesial sobre la nueva justicia propia de los cristianos. Eso es lo que le urge cuando redacta su evangelio.
Precisamente este ejemplo de las bienaventuranzas nos permitirá señalar un elemento de suma importancia en este deslizamiento de un contexto a otro: del pre al poí-eclesial. En efecto, la Iglesia cristiana primitiva, por poco estructurada que se presente aún y por más reservas que tenga sobre su propio carácter «religioso», constituye, sin lugar a dudas, una comunidad hasta cierto punto esotérica, limitada de una manera clara del resto del universo, aunque no sea más que por el hecho de la fe en Jesús. Los primeros testimonios paganos que poseemos sobre ella nos la muestran, efectivamente, como un grupo aparte, conocido por entonar himnos a Jesús como a Dios. El Jesús pre-eclesial, por el contrario, no pertenece a grupo alguno (dentro del cual haya que entender sus palabras y actitudes) y menos aún a un grupo religioso determinado. No actúa en una esfera precisa que pudiéramos caracterizar como religiosa. Es un judío en medio del mundo judío, y todas las coordinadas culturales de ese mundo pasan por él. Lo que dice y hace tiene, al mismo tiempo, las diversas resonancias propias de los distintos planos o componentes de una cultura: sociales, económicos, políticos... Habría que tener presente, además, que, si la diferenciación (relativa) entre esos planos es propia de las culturas modernas más desarrolladas, no hay que esperar algo semejante en las más primitivas, como las de Palestina en el primer siglo de nuestra era. Estamos hoy tan acostumbrados a mirar a Jesús a través del prisma eclesial (religioso) que instintivamente buscamos —como en gran parte lo hacen los evangelistas mismos— un significado específica y exclusivamente religioso a cada hecho o dicho suyo. Nos cuesta mucho pensar, y más aún imaginar que Jesús, al declarar felices a los pobres, está usando simplemente una categoría socio-económica (sin relación con virtudes o disposiciones morales o religiosas); que reino de Dios significaba primariamente para sus oyentes una realidad por lo menos tan concretamente política como religiosa. Los especialistas en Jesús de Nazaret son, por lo común, teólogos o investigadores bíblicos. En nuestro mundo especializado, la teología y la exégesis son consideradas generalmente como disciplinas procedentes de un interés religioso y, de una u otra manera, patrocinadas por las Iglesias cristianas. No es de extrañar, por tanto, que, cuando el criterio de fiabilidad histórica que estudiamos —separación y primacía de lo pre con respecto a lo poseclesial—, se impone, lo pre-eclesial se limite por lo común al
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panorama exclusivamente religioso contemporáneo del Israel, donde actuó y predicó Jesús. Así, se han estudiado mucho las variantes que representaban los distintos grupos religiosos a los que Jesús (el Jesús pre-eclesial) se dirige o alude: escribas, fariseos, saduceos, zelotas (en cuanto, además de su actividad política, vehiculaban una concepción religiosa), esenios, seguidores del Bautista, etc. Se ha estudiado, en cambio, mucho menos el resto del contexto humano, tan importante como lo anterior para comprender los evangelios, así como otros escritos del Nuevo Testamento y su base histórica en Jesús de Nazaret. No hace mucho, un libro de Fernando Belo, Lectura materialista de Marcos, suscitó una polémica, tal vez desproporcionada, al tratar de llenar esa laguna. Valga un ejemplo. Ya hemos indicado cómo las bienaventuranzas más primitivas tenían probablemente como destinatarios a los pobres, lisa y llanamente pobres en el obvio sentido económico y social de la palabra, aunque en su marginalización actuara también el factor religioso. Ahora bien, ¿esperó Jesús pasivamente que irrumpiera del cielo, que se realizara desde arriba la felicidad consistente, para esos pobres, en dejar de serlo, en ser saciados, en reír? ¿O trató de modificar histórica y eficazmente la suerte de esos pobres luchando contra el poder que los marginaba? Y ¿cómo pudo luchar por ello sino transfiriendo a los pobres un poder que éstos no poseían y debilitando paralelamente el que los esclavizaba a su suerte? Aquí aparece el malentenido tenaz. Hombres de la talla de Reinhold Niebuhr, a pesar de ceñirse por lo demás a la exégesis más seria, caen en la trampa cultural de considerar a Jesús como reformador religioso y suponer que, por lo tanto, renunció a todo poder 19. Cabría, no obstante, preguntar en abstracto: ¿es acaso posible ejercer la ágape, cumplir el mandamiento del señor, sin ejercer poder sobre las causas del mal, sea éste de origen físico o social?
Pero, más concretamente aún, si existe un dato implícito que atraviesa todos los evangelios (aun el de Juan) es que Jesús amenaza seriamente el fundamento de la autoridad (teocrática) que, en Israel, era la responsable de la marginación de los pobres (y que no era ciertamente el Imperio Romano). Y si esa autoridad deja un cierto espacio a su actividad pública es, nos dicen unánimemente los evangelios, porque no se atreve —por un cálculo de poder político— a poner un fin violento. Tienen envidia de su autoridad (poder) sobre las muchedumbres (cf. Me 15,10). Y, al mismo tiempo y por eso mismo, le tienen miedo (cf. Me 11,18). Nadie teme lo que no ejerce poder alguno. Se dice y se repite que Jesús no fue un «revolucionario» en ningún sentido político 20 . ¿Por qué, entonces, unas autoridades cuya presencia ubicua estaba perfectamente al tanto de todas sus actividades desde el comienzo lo tienen por tal, lo temen por tal y, finalmente, lo condenan por tal?
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19 Tbe Nature and Destiny of Man (Nueva York 1964), t. I I , cap. I I I , § I I , p. 72. Es para mí obvio que en el brillante análisis de antropología cristiana que es este estudio de Niebuhr, la imagen de Jesús como rechazando todo poder histórico procede no tanto de una lectura peculiar de los evangelios, cuanto de presupuestos teológicos, más o menos inconscientemente asumidos, tales como el de solí Deo gloria. ¿Es acaso posible ejercer el ágape sin ejercer poder sobre las causas del mal, sean éstas cosas o seres humanos?
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Precisamente uno de los puntos difíciles en la exégesis global de los evangelios consiste en explicar cómo, cuándo y por qué las autoridades, aunque con precauciones (cf. Me 14,53 y ss), deciden que ya pueden, sin excesivo riesgo, prender y asesinar a Jesús. Los evangelios insinúan claramente que este cambio decisivo de situación ocurre durante la última subida de Jesús a Jerusalén, la que comienza con su entrada triunfal en la ciudad santa. En pocos días las autoridades religiosas de Israel parecen poder anular el «poder» de Jesús sobre las mismas multitudes que lo aclamaron como rey e Hijo de David y que aparecerán ante Pilato pidiendo luego su muerte. ¿Qué pudo haber ocurrido entre tanto para explicar ese cambio, aprovechado políticamente? Fernando Belo apunta a algunos hechos que, aunque no fueran desconocidos de la exégesis, no habían recibido en ella su debido énfasis. El contexto socioeconómico de la población de Jerusalén es aquí decisivo. Jerusalén es una ciudad cuyos habitantes viven, económicamente hablando, de lo que podríamos llamar el turismo sagrado que atrae de la diáspora y del interior del país miles de peregrinos a las fiestas periódicas centradas en el templo, así como del comercio sagrado que se realiza en éste. Los sacerdotes (generalmente saduceos), por una parte, constituyen un elemento esencial de esa básica estructura económica, 20
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Cf. H. Küng, op. cit.
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bajo una autoridad romana que no interfiere sino para cobrar impuestos. Los zelotas, por otra parte, al oponerse a la dominación romana, prometen un florecimiento aún mayor de esa estructura económica montada en torno al templo. Y ¿qué ocurre con Jesús? Verosímilmente durante su última estancia en Jerusalén (aunque Juan desplace el episodio, por razones teológicas, al libro de los «nuevos comienzos», es decir, al principio de su evangelio), Jesús realiza dos acciones que resultan fatales para su popularidad, dado que lo muestran con un poder amenazador para esa misma estructura económica básica de la población de Jerusalén. Por lo pronto, y éste parece ser el hecho decisivo, expulsa —símbolo de la llegada del reino— de la casa de Dios a los mercaderes y, según Juan, condena todo «comercio» en ella (Jn 2, 16; cf. Me 11,15 y par.). Además, y amén de anunciar proféticamente la destrucción del templo y de la ciudad santa (Me 13,1 y par.), se habría arrogado el poder de destruir el templo (cf. Mt 26,61) o aun habría invitado a hacerlo a sus oyentes (cf. Jn 2,19). En todo caso, las variantes parecen indicar los rumores confusos —y alarmantes— que circulan entre la muchedumbre, y que, sin duda, son asociados a la expulsión de los mercaderes del templo, aunque fuera ésta sólo una acción simbólica, seguida inmediatamente, sin duda, por la reinstalación del comercio sagrado. Esta podría muy bien ser la explicación histórica del cambio de actitud de la muchedumbre, aprovechado por los sumos sacerdotes. Y mostraría así la necesidad de no encerrarse en un contexto puramente religioso para explicar muchas cosas de la vida de Jesús, sino tener más en cuenta hechos básicos de la economía, la sociedad y la vida política de su tiempo. Por otro lado, es cierto que si este contexto clave —o esta ampliación del contexto— ha sido bastante descuidado en el estudio del Jesús histórico, ello se debe asimismo al reduccionismo economista de los análisis que, desde Engels hasta el mismo Belo, han tratado de llenar esa laguna. Muchas veces, en efecto, la descripción minuciosa del modo de producción y de las relaciones humanas que éste genera —¿eran los fariseos pobres, o pequeñoburgueses? ¿Eran los publícanos ricos explotadores, o sólo sus jefes, aunque marginados religiosa y socialmente, alcanzaban un relativo nivel de riqueza?— se pierde en vericuetos insustanciales y aún deja pasar, por ejemplo, datos clave en el plano socio-
político 21 , por estar éstos en categorías y vocabulario religiosos. Inútil es añadir, en el caso particular de Belo, que un término como lectura «materialista» (cf. el volumen anterior) del evangelio no hace más que envenenar un debate que hubiera podido ser mucho más sano y equilibrado. Nos referiremos sólo de manera muy breve y sumaria al tercer criterio de Habilidad histórica con respecto a Jesús de Nazaret: el criterio literario. Como se sabe, tenemos en cuatro documentos del Nuevo Testamento otras tantas narraciones del ministerio público de Jesús, es decir, de los hechos que van desde su bautismo a su muerte y resurrección. ¿En qué medida dejan estos cuatro documentos —evangelios— aparecer una historia fidedigna de Jesús o, en otras palabras, dan acceso al Jesús histórico? Por una parte, es cierto que ninguno de esos cuatro documentos es una obra de historia, en el sentido moderno y científico de la palabra. Ninguno de los cuatro pretende ocultar que esas narraciones vehiculan una comprensión de Jesús unida estrechamente a la fe en él, fe que pretenden explícitamente transmitir. Por otra parte, esto no hace que los datos que nos proporcionan sean falsos o poco creíbles. Nos obliga, eso sí, a tomar las precauciones que hemos mencionado en los criterios estudiados hasta aquí para llegar más cerca de lo que realmente ocurrió con Jesús de Nazaret. De estos cuatro documentos se destaca uno —el cuarto Evangelio o Evangelio de Juan— como particularmente alejado de lo que hoy consideraríamos una narración fiable. Su redactor se explaya principalmente en acontecimientos que las otras tres narraciones inexplicablemente ignoran, como, por ejemplo, la resurrección de Lázaro, personaje conocido en Jerusalén, hecho que habría influido posteriormente en el prendimiento y muerte de Jesús. Por otra parte, es obvio que en el cuarto Evangelio el énfasis puesto en el simbolismo teológico lleva a su redactor a desplazar acontecimientos narrados por los otros evangelistas. Así, no parece verosímil que un Jesús, galileo desconocido aún en Jerusalén, haya podido, en el comienzo mismo de su ministerio como lo presenta Juan, tener autoridad suficiente como para expulsar —aunque no fuera más que momentáneamente— a los mercaderes del templo.
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21 Aquí, más aún que en el caso de Valéry (o Flaubert) valdría la observación crítica de Sartre, citada en el volumen anterior (segunda parte, c. VII).
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Todo esto, unido al vuelo teológico del prólogo y de varios discursos de Jesús en este evangelio han desacreditado en demasía su fiabilidad histórica. Es cierto que éste plantea problemas no resueltos todavía, pero dos elementos han ayudado a reconsiderar el valor histórico de muchos datos contenidos en él. Por lo pronto, la arqueología y otros descubrimientos historiográficos recientes muestran, detrás de un redactor que se siente bastante libre con respecto a la exactitud material y encadenamiento de sus narraciones, un testigo ocular de lugares, costumbres y hechos contemporáneos de Jesús de Nazaret. Es muy probable que, en varias ocasiones, puntos concretos del Evangelio de Juan sean más de fiar que los paralelos de los tres sinópticos, como ocurre, por ejemplo, con respecto a la fecha exacta de la última cena y de la pasión, así como a la tentativa popular de constituir rey a Jesús después de la multiplicación de los panes. En segundo lugar, no hay que minimizar el hecho de que, entre narraciones convergentes y alusiones más o menos extensas, encontramos en Juan una confirmación importante de gran parte del material de los sinópticos. En otras palabras: tenemos hechos o enseñanzas de Jesús recogidos unánimemente por las cuatro fuentes documentarías que poseemos, lo que es ciertamente importante desde el punto de vista histórico. Los otros tres evangelios, los sinópticos, constituyen un hecho y un problema aparte. Aunque cada autor ha dejado en ellos trazas de un trabajo redaccional importante y original —de acuerdo a características personales y a diferentes situaciones eclesiales—, es evidente en ellos una mayor fidelidad a los recuerdos de Jesús transmitidos de palabra y por escrito en las comunidades cristianas primitivas. Así, a través de ellos, una gran cantidad de episodios y enseñanzas nos llegan «sinópticamente», es decir, en tres versiones semejantes, aunque no idénticas, lo que no es despreciable desde el punto de vista de la fiabilidad histórica. Otra buena parte del material evangélico, especialmente dichos —logia— de Jesús nos llega en una doble versión, o sea, a través de Mateo y de Lucas, los que parecen haber utilizado una fuente escrita primero en Palestina, en una época muy cercana a los acontecimientos mismos, y ampliada luego en ambientes helenísticos. Finalmente, cada evangelista presenta una reducida (aunque especialmente importante en Lucas) parte de material que le es propia, y cuyo valor histórico
es, lógicamente, más difícil de aquilatar, faltando un conocimiento preciso de su origen. Aunque están lejos de ser claras las relaciones existentes entre los tres sinópticos y resulte difícil explicar la razón tanto de sus semejanzas como de sus diferencias, se estima, por lo general, que, cuando nos hallamos frente a una triple testificación de un hecho o palabra de Jesús, la fuente común es el Evangelio de Marcos (o un estadio algo más primitivo de su redacción). Cuando nos hallamos ante dos testificaciones —Mateo y Lucas— se piensa que ambos toman su material común de una fuente escrita Q, que no poseemos y que debió ser redactada primero en arameo en un contexto palestino (probablemente en Jerusalén) y luego traducida al griego y completada en la diáspora helenística con elementos de la catequesis de las Iglesias cristianas. Quedarían aparte los hechos o dichos de Jesús que aparecen sólo en Mateo o sólo en Lucas (alguno en Marcos, como en 14,51, aunque no se refiere propiamente a Jesús), y que se deben, sin duda, a las tradiciones particulares recibidas aisladamente por cada uno de ellos. En este último caso, su origen es difícil de rastrear, y sólo tenemos para ello una historia eclesiástica bastante posterior y un poco legendaria que atribuye ese material a los recuerdos de algunos apóstoles, de los que Marcos y Lucas habrían sido algo así como secretarios. De todo esto se deduce que existe una fiabilidad histórica mayor, desde el punto de vista literario, cuando nos hallamos frente al material vehiculado por una de las dos fuentes más primitivas: Marcos (generalmente tres testificaciones) o Q (Mateo y Lucas). Se hallará así, además, una marcada convergencia entre este criterio (literario) y los anteriores. Ya hemos visto cómo Q, en la versión probable de las bienaventuranzas, presenta una versión pre-eclesial de éstas, a diferencia del trabajo redaccional propio de Mateo o de Lucas, mucho más influido por necesidades eclesiales. Otro ejemplo interesante de esta convergencia nos lo ofrece Marcos en su tratamiento —que podríamos llamar pre-pascual y preeclesial— de los Doce y del mismo Jesús. En efecto, Lucas se muestra en este punto claramente influenciado por la posición de autoridad que los Doce tienen en la Iglesia naciente y, hasta cierto punto, quita de Marcos lo que podría (en su actuación pre-pascual) producir una mala impresión respecto a ellos, así como el epíteto de Satanás, que las protestas de Pedro le valen de labios de Jesús (Me 8,33; Mt 16,23). Algo semejante ocurre con Jesús mismo. Marcos, seguido tam-
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bien aquí por Mateo, presenta a Jesús en la cruz gritando las palabras con las que chocan tantos exegetas que tienen otra idea de lo que debió ser el Dios-Hombre: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (Me 15,34; Mt 27,46.50) a . Lucas no sólo ignora esta interrogación angustiada de Jesús, sino que identifica su último grito con la actitud precisamente opuesta: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Le 23,46). A este criterio literario global hay que añadir otro más preciso y especializado: el idiomático. Por supuesto, es éste un criterio donde el lego tiene que dar fe a conocedores. Lo único que aquí podemos indicar son sus elementos esenciales. Es sabido que los evangelios —como también el resto del Nuevo Testamento— están escritos, tal como los poseemos, en una variante del griego —koiné—, hablada corrientemente en esa época en las costas del Mediterráneo. El dominio del estilo y de la gramática griega no es grande en Marcos, aumenta en Mateo y llega a una cierta corrección y elegancia en Lucas, especialmente en pasajes que se deben exclusivamente a su redacción. Por otra parte, parece fuera de toda duda el que Jesús, aunque tal vez no fuera totalmente ajeno a esa lengua más o menos «internacional», habló la lengua popular de la Palestina de ese tiempo, o sea, una variante occidental del arameo con particularidades galileas B . Los mismos evangelistas así lo recuerdan en griego, trayendo de vez en cuando las palabras arameas originales y traduciéndolas al griego, sobre todo en ocasiones cuando el arameo es necesario para comprender algún malentendido o juego de palabras. Precisamente el «¡Dios mío, Dios mío!» de Jesús en la cruz está consignado en arameo en los evangelios («Eloi, Eloi...») para explicar la confusión, voluntaria o no, entre los asistentes, de esas palabras con una llamada de Jesús a Elias (cf. Me 15,34-36). Además de esas citas explícitas en arameo, el amplio conocimiento que hoy se tiene de esta lengua permite a los especialistas 22 Se ha hecho valer, además de complejas explicaciones teológicas, la hipótesis de que Jesús, con estas palabras, se referiría al contenido total del Salmo 22, que termina con el agradecimiento por la salvadora ayuda divina. Pero esta hipótesis supone demasiada sofisticación en un moribundo (y en los lectores del evangelio) y concuerda poco con el carácter de grito que Mateo le atribuye claramente. 23 Cf. J. Jeremias, Teología..., op. cit., I, pp. 13-57: «¿Hasta qué punto es fidedigna la tradición de las palabras de Jesús?». Habría que añadir que Jeremias, acudiendo al conocimiento del arameo, es más bien optimista sobre las posibilidades de reconocer la ipsissitna vox lesu en los sinópticos.
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reconocer, especialmente en algunos giros más o menos torpes de la «traducción» griega, la presencia del lenguaje arameo. Aunque esta presencia —explícita o implícita— del idioma de Jesús no pruebe, de por sí, la historicidad de tales palabras como dichas efectivamente por Jesús mismo, constituye un testimonio fehaciente de que estamos frente a una tradición antigua, cercana a los hechos y recordada en forma precisa, siempre en los mismos términos, lo que sugiere la voluntad de reproducir palabras consideradas como más o menos sagradas. Esta fiabilidad se refuerza cuando encontramos en los sinópticos redactados en griego un fenómeno extraño. A veces, en un pasaje, el griego más culto de Lucas, o de Mateo, refleja giros semíticos (árameos) allí donde el griego más básico de Marcos alcanza un grado aceptable de fluidez. ¿Cómo explicar esto? Partiendo del hecho de que los distintos evangelistas manifiestan una cierta libertad en el uso de sus fuentes, la única hipótesis verosímil sería que, en tales casos, Lucas (o Mateo) no se cree personalmente autorizado a hacer una traducción libre allí donde está frente a expresiones arameas estereotipadas, transmitidas como importantes en la catequesis cristiana M. Todo lo cual nos acerca al Jesús histórico. * * * Lo dicho en esta larga introducción no pretende determinar qué es o no «histórico» en las narraciones —o evangelios— que poseemos sobre Jesús de Nazaret. Ya indicamos que no existe interpretación o reconstrucción del pasado totalmente libre de prejuicio u objetiva. Siempre será posible, claro está, desprenderse de los prejuicios más llamativos. Por ejemplo, Jesús fue un judío del siglo i, y nadie en su sano juicio pretenderá comprenderlo inmediatamente desde categorías culturales griegas, del lejano Oriente u occidentales modernas... En cambio, prejuicios más sutiles, enraizados en la misma lectura de los evangelios, en tradiciones teológicas y espirituales de las distintas Iglesias cristianas o en tendencias culturales que atraviesan las distintas denominaciones, son más difíciles de detectar y de refutar. Así, por ejemplo, si el exegeta va a los evangelios persuadido de que todo su contenido auténtico tiene que referirse a un Jesús 24
Cf. X. Léon-Dufour, op. cit., pp. 194-195.
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que trató de preparar a su generación para el fin inmediato de la historia, ¿constituirá ello una clave enriquecedora o un prejuicio reduccionista? Cuando Bultmann comienza su Teología del Nuevo TestamentoM, estableciendo que sólo puede provenir del Jesús retratado en los evangelios una concepción del reino de Dios como algo que Dios mismo envía sin intervención o colaboración alguna del hombre, ¿constituirá ello una clave enriquecedora o un prejuicio reduccionista? Y porque no se piense que ese problema se le plantea únicamente a la exégesis protestante, es obvio que aquella católica que asume desde el principio que fue intención de Jesús dejar después de sí una Iglesia estructurada (según un derecho divino) y que lee desde esa perspectiva los evangelios, pierde la comprensión correcta de gran parte de su contenido. No se extrañe, pues, el lector si los criterios que hemos tratado de ordenar y exponer como los más «objetivos» no pesan lo mismo, ni individual ni globalmente, en los diferentes exegetas y si se discute, reduce o aumenta en consecuencia lo que se cree saber con seguridad sobre el Jesús histórico M.
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En la parte primera «Presuposiciones y motivos de la teología del Nuevo Testamento», § I, declara: «La llegada del reino de Dios es un suceso maravilloso que será llevado a cabo por solo Dios sin la ayuda de los hombres». R. Bultmann, Theology of the New Testament (Nueva York 1951) p. 4. 26 Como nuestro trabajo no es de exégesis bíblica, en los capítulos que siguen usaremos los criterios establecidos en esta introducción sin referirnos explícitamente a ellos. Nos apoyaremos en los datos exegético-históricos que nos parezcan más seguros, sin fatigar al lector con disquisiciones y pruebas ajenas al propósito de esta obra. Esta introducción tiene únicamente el objeto de orientar al lector, en general, sobre la base científica de todo lo que sigue en esta primera parte de nuestra obra.
CAPITULO PRIMERO
JESÚS Y LA
DIME}¿ge&si
Veíamos al comienzo de e s t e ^ S Í B ^ ^ t a E & ^ i S i ^ r q u e pretenda acercarse al Jesús histórico tiene que hacerse la pregunta de cómo un hombre, al parecer en nada diferente de los demás (y que no insistió nunca en sus propios títulos), comienza a interesar y a apasionar a sus contemporáneos. Ahora bien, en nuestro mundo limitado es difícil imaginar un apasionamiento, un entusiasmo, un interés profundo, que no sea, de alguna manera, conflictivo. Este conflicto podrá darse en el plano más abstracto de las ideas —combatiendo algunas y defendiendo otras— o en el más concreto de intereses de grupos, clases, naciones, etc. Algo que no divide tampoco entusiasma ni engendra militancia y compromiso. Jesús, hombre verdadero, no pudo escapar a esta ley. Pero no es fácil poner de acuerdo en este punto los documentos neotestamentarios que tratan de él. Así, los evangelistas —incluso Juan— nos muestran a un Jesús conflictivo en el segundo sentido. Constituye un peligro para ciertos grupos concretos de personas. Ello concuerda con su misma declaración: «No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada (Le división). Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y sus propios familiares serán los enemigos de cada cual» (Mt 10,34; cf. Le 12,51-53). Y ciertamente, cuando leemos los evangelios liberados de la imagen prefabricada del «dulce Jesús de Nazaret», nos encontramos a cada paso con un conflicto consciente y voluntario entre grupos perfectamente determinados, conflicto que, lejos de disminuir, lleva al asesinato jurídico de Jesús. Por ello mismo nos sorprende el constatar que la imagen que Pablo vehicula (aun antes de la redacción final de los evangelios sinópticos) de Jesús parece, en este punto, totalmente opuesta. Jesús unifica: «Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni
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hombre ni mujer, ya que todos sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3, 28). Sin embargo, el conflicto se sitúa para Pablo en otro plano. No sólo tiene lugar con quienes tienen y difunden una concepción diferente del evangelio de Jesús (cf. Gal 1,7-8; 5,7-12), sino que la muerte de Jesús aparece en él como la consecuencia de un profundo conflicto, sólo que las fuerzas en juego ya no son grupos humanos, sino más bien las grandes fuerzas que oponen la «carne» al «espíritu»: el pecado-esclavitud, la ley y la muerte (Rom 8,2 y passim). El contraste entre estas dos concepciones tan diferentes de conflicto y, por tanto, de quien lo introduce —Jesús— constituye un serio problema y ciertamente ha dado lugar a muchos malentendidos, sobre todo cuando una concepción excluye la otra y no se reflexiona en la convergencia oculta que las une. Así, nos será forzoso inclinarnos sucesivamente sobre estas dos versiones extremas del conflicto centrado en Jesús: la de los sinópticos y la de Pablo. Siempre con la intención de salir del pasado y construir cristologías para nosotros hoy y aquí. Para responder como historiadores al interrogante mencionado tenemos un dato importante convergente con el de los sinópticos: aun los testimonios históricos contemporáneos no cristianos insisten en un punto que parece fuera de toda duda: Jesús de Nazaret murió después de haber sido condenado por las autoridades romanas como un agitador político. Otro problema, y muy diferente por cierto, es determinar qué verdad «real», y no sólo qué exactitud histórica, se esconde bajo esa convergente certid'unbre. En efecto, los escritos provenientes del cristianismo naciente —entre ellos los evangelios— están de acuerdo en que los romanos fueron, culpables o no, proveedores de un pretexto jurídico y ejecutores de una sentencia elaborada y promulgada fuera de su propia esfera de intereses. Los evangelios son coincidentes en que Jesús de Nazaret no tuvo nunca conflicto alguno con las autoridades romanas, y hasta se podría documentar lo contrario. En realidad, Jesús les fue presentado a los romanos como un agitador político, poniéndolos así en una situación incómoda frente a sus propias autoridades más altas. Pero consta en los cuatro evangelios que, a pesar de la vigilancia romana y de la predicación y actividad pública de Jesús, aquéllos nunca vieron en él un peligro político, ni siquiera un posible aliado de los zelotas. Si Jesús de Nazaret constituyó una amenaza, si agitó algo (políticamente como para recibir una sanción política), fue con rela-
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ción a esas mismas autoridades religioso-políticas del judaismo. De alguna manera, que tendremos que precisar, lesionó sus intereses, o ellos así lo creyeron, y de ahí procedió la envidia y el miedo primero, luego el complot y el prendimiento, más tarde la sentencia y, por último, la tentativa, coronada de éxito, de poner públicamente al procurador romano en una situación sin salida si no accedía a sus intentos de ajusticiar a Jesús. Pero frente a estos elementos documentados en los evangelios surge la anti-hipótesis: Jesús fue ciertamente presentado y, finalmente, ajusticiado como agitador político; pero ello habría constituido una mentira y, en quienes se dejaron así engañar, un trágico error. Jesús habría así muerto por razones que no habrían tenido nada que ver con su sentencia, o sea, con la causa alegada de su muerte. «La muerte de Jesús sería, 'hablando históricamente, un destino estúpido' (Bultmann); habría sido exclusivamente el resultado de una interpretación política de su actividad» '. En cuanto al Imperio romano se refiere, no cabe duda, como ya dijimos, de que la condena a muerte de Jesús fue el fruto de un malentendido interesado por parte de las autoridades (tanto judías como romanas). Todas las tentativas hechas recientemente por mostrar a un Jesús vinculado políticamente con los zelotas —revolucionarios judíos contra la dominación romana por motivos nacionalistas, pero, sobre todo, religiosos— parecen poco serios y traídos por los pelos. Por lo menos en los términos científicos en que se mueve la exégesis de los documentos más próximos a Jesús, no aparece en su vida nada de ello. El que tuviera un discípulo (el Simón diferente de Pedro, según Le 6,15) apellidado «el Zelota», y tal vez otro más relacionado con esa tendencia, prueba muy poco: que tal vez algunos zelotas o ex zelotas, defraudados o confundidos, pasaron a «militar» con Jesús y que éste no se opuso por ello a recibirlos entre los Doce. Tampoco prueba mucho el que Jesús no condena ni polemiza con los zelotas como lo hace con fariseos y saduceos: los zelotas eran más activistas que ideólogos. Es muy posible que los zelotas pensaran que Jesús se uniría a ellos o que podría ser instrumentado para su causa, sobre todo a través de la plebe, de la misma plebe de pobres que repartían ' X. Léon-Dufour, Jésus face a la mort menacante: «Nouvelle Revue Théologique», vol. 100, n.° 6 (noviembre-diciembre 1978) 802.
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probablemente sus simpatías entre los zelotas y Jesús confundiendo tal vez, sobre todo al comienzo, las intenciones de unos y otro. Pero igualmente se puede argumentar, y con mayor rigor científico aún, que, investigando en los documentos escritos sobre Jesús, no hallamos en ellos la más mínima aprobación de la causa zelota, aunque se da a Jesús ocasión para ello (cf. Le 13,1). Por el contrario, Jesús alterna con los publicanos, los pecadores máximos a los ojos de los zelotas por estar al servicio del tributo y, por tanto, de la dominación romana. Otros elementos nos confirman en esta línea. Aunque ni Juan Bautista ni menos aún Jesús mismo hayan pertenecido a la secta de los esenios, las investigaciones recientes —que han sucedido al descubrimiento de los manuscritos del Mar Muerto— muestran ciertos puntos de afinidad entre ellos, y cada punto de afinidad aquí significa un alejamiento proporcional con respecto a los zelotas. En otras palabras: todo lo que históricamente aparece como más cierto en lo que se refiere a la orientación de la vida y del mensaje de Jesús de Nazaret aparece en oposición a la hipótesis de que éste haya sido en su tiempo un agitador político antirromano. ¿Habrá, entonces, que desechar la hipótesis como absurda? Antes de decidirlo habrá que tomar ciertas precauciones, ya que el lenguaje está, en este plano, cargado de trampas y lugares comunes 2. 2 Es lógico que no escapen a estos lugares comunes quienes no hacen de la crítica cultural una específica tarea intelectual. No se extrañe, pues, el lector de encontrar en las páginas que siguen alusiones al discurso inaugural de S. S. Juan Pablo II con que se abrió la III Conferencia general del Episcopado latinoamericano en Puebla (el 28 de enero de 1979). En ese discurso leemos, por ejemplo en el párrafo 1,4: «Ahora bien, corren hoy por muchas partes —el fenómeno no es nuevo— 'relecturas' del evangelio, resultado de especulaciones teóricas más bien que de auténtica meditación de la palabra de Dios y de un verdadero compromiso evangélico. Ellas causan confusión al apartarse de los criterios centrales de la fe de la Iglesia y se cae en la temeridad de comunicarlas, a manera de catequesís, a las comunidades cristianas. En algunos casos o se silencia la divinidad de Cristo, o se incurre de hecho en formas de interpretación reñidas con la fe de la Iglesia. Cristo sería solamente un 'profeta', un anunciador del reino y del amor de Dios, pero no el verdadero Hijo de Dios, ni sería por tanto el centro y el objeto mismo del mensaje evangélico. En otros casos se pretende mostrar a Jesús como comprometido políticamente, como un luchador contra la dominación romana y contra los poderes, e incíuso implicado en la lucha de clases. Esta concepción de Cristo como político, revolucionario, como el subversivo de Nazaret, no se compagina con la catequesis de la Iglesia. Confundiendo el pretexto insidioso de los acusadores de Jesús con la actitud de Jesús mismo —bien diferente— se aduce como causa de su muerte el desenlace de un conflicto po-
I Por lo demás, resulta obvio a primera vista que nada del Jesús que presentan los evangelios sinópticos (y menos aún el de Juan) corresponde a la idea que nos hacemos hoy de un «agitador político». Parece no caber duda alguna de que sería inútil y contraproducente tratar de leer los evangelios desde esa perspectiva. Sin embargo, el problema tiene orígenes más hondos. Jesús es hoy considerado, por una parte, con fundamento o sin él, como el fundador de una religión universal, la más universal que haya existido en el mundo, si no se tienen en cuenta sus divisiones internas. No parece posible desplazarlo a la historia de la política sin quitarle su trascendencia histórica y convertirlo en un pequeño personaje, más o menos fracasado en su intento de hacer felices a los pobres de su país. Por otra parte, Jesús de Nazaret es el supuesto fundador de una Iglesia, es decir, de una institución sociorreligiosa que ha tenido que convivir y tiene que hacerlo aún hoy con diferentes regímenes políticos, apoyándose en el inevitable argumento de que no pertenece a ese plano, sino que tiene su razón de ser en otro diferente: el religioso, por más vago que sea este concepto (sobre todo cuando se trata de definir el ámbito de su acción con relación a los demás). Esa «vaguedad» no obsta a que la supervivencia de la Iglesia esté ligada en la práctica a lo peculiar de su objetivo, es decir, a que no pretende competir con otras organizaciones, proyectos y realizaciones propiamente políticas. Decir hoy, por tanto, que Jesús fue un agitador político, aceptar la fuerza del dato histórico clave de que el serlo lo llevó a la muerte y que esa muerte no fue un simple error supone luchar con cosas que, en cierta manera, escapan al control del lenguaje y lo condicionan prematuramente desacreditando, sin más examen, la afirmación. Hacen, por lo menos, que esos dos términos, «agitador político», aparezcan como una intolerable distorsión y caricatura de Utico y se calla la voluntad de entrega del Señor y aun la conciencia de su misión redentora. Los evangelios muestran claramente cómo pata Jesús era una tentación lo que alterara su misión de Servidor de Yahvé (cf. Mt 4,8; Le 4,5). No acepta la posición de quienes mezclaban las cosas de Dios con actitudes meramente políticas (cf. Mt 22,21; Me 12,17; Jn 18,36). Rechaza inequívocamente el recurso a la violencia. Abre su mensaje de conversión a todos, sin excluir a los mismos publicanos. La perspectiva de su misión es mucho más profunda. Consiste en la salvación integral por un amor transformante, pacificador, de perdón y reconciliación» (Puebla, Conclusiones finales, Ed. Paulinas, Montevideo 1979, pp. 12-13).
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la. figura de Jesús tal cual la presentan los evangelios (por no decir nada de la versión religioso-antropológica y políticamente domesticada que, aparentemente por lo menos, es la de Pablo, con su tremendo peso teológico posterior). Aun así, el hecho de que la causa «oficial» de la muerte violenta de Jesús haya sido el que éste fuera, de hecho, un agitador político da que pensar. ¿Es posible que todo se deba a una confusión? Aun teniéndola por malintencionada y destinada únicamente a chantajear políticamente a Pilato, ¿de dónde vendría la necesidad de deshacerse de Jesús que experimentaron las autoridades judías? Ya hemos visto (cf. Introducción I) que uno de los criterios que la historiografía aplica a los evangelios es que la interpretación de Jesús hecha por los documentos cristianos refleja las necesidades —posteriores a Jesús— de una Iglesia naciente que tiene que arreglárselas para vivir y desarrollarse en circunstancias muy diferentes a las del ministerio público de Jesús. El criterio de que hablamos da el paso de afirmar, lógicamente, que lo que se dice de Jesús tiene tanto mayor valor histórico cuanto menos encaja en las necesidades de la primitiva Iglesia cristiana. Resulta así mucho más verosímil suponer que una comunidad que ya en el siglo i (cf. Hch 24,14) se presentaba a sí misma como secta religiosa tratara de presentar como error o mentira la causa (política) del ajusticiamiento de su fundador que, a la inversa, suponer que una comunidad orientada políticamente (como la de los zelotas, por ejemplo) minimizara precisamente el elemento político del mensaje y de la actuación de Jesús. Una vez aceptado este criterio histórico de sentido común, aunque no se llegue a una total persuasión, el que Jesús haya sido de veras en cierta medida por lo menos un agitador político no debería sorprendernos ni chocarnos tanto. Tratemos de estudiar mejor, por tanto, los mecanismos (ideológicos) de esta —¿fingida?— sorpresa o desconcierto. «Agitador político», «revolucionario político», son una combinación de sustantivo y adjetivo construida sin duda, en nuestro caso, a propósito para chocar. Es decir, para hacer ver la incongruencia caricaturesca entre el Jesús descrito por los evangelios y algunas interpretaciones históricas que parecerían forzadas o relecturas fantasiosas. Comencemos por el estudio de los sustantivos. Agitador, lo mismo que revolucionario, han adquirido en el lenguaje en general
y en la expresión concreta que examinamos un matiz netamente peyorativo, que, en nuestro caso, se añade al ya peyorativo del adjetivo «político». Revolucionario y agitador se apÜcan generalmente a personajes que han modificado superficialmente el panorama político, siendo finalmente derrotados. Si no lo hubieran sido, y cualquiera que sea el valor que se dé a la política en sí, los mismos personajes hubieran sido caracterizados con sustantivos más o menos nobles, como legislador, jefe, libertador... Sintomáticamente, ninguna de estas últimas funciones se asocian, normalmente (por lo menos en el plano político) con Jesús de Nazaret. No hay que olvidar que si Jesús actuó en este plano pertenece sin lugar a dudas al número de los fracasados. Si legisló e imaginó otras estructuras para la sociedad, sus leyes nunca fueron puestas en práctica. Si conquistó por un momento al pueblo fue para perderlo cuando éste, desengañado del proyecto de Jesús, pidió su muerte, al comprender su engaño. Si trató de librar a la multitud del pesado yugo de una estructura político-religiosa que la marginaba, ésta comprendió pronto que las nuevas exigencias para adquirir y mantener esa liberación eran tal vez más pesadas que el yugo anterior... Jesús sería, pues, aun en el caso supuesto de que haya que tomar en serio el aspecto político de su vida y mensaje, un revolucionario, pero un revolucionario fracasado. La palabra le cuadraría en cuanto su intento de instaurar un nuevo orden quedó en estado de proyecto, inacabado y derrotado. Por eso, más aún que el título de revolucionario, le cuadraría el de agitador, siempre en el caso hipotético de que haya que admitir como clave de su actuación el aspecto político. El argumento lingüístico se vuelve así claro, por inconscientemente que obre. Si Jesús fue algo en el plano político, si hay que ubicar allí de alguna manera lo central de su mensaje, todo lo que en ese plano se podría decir que resultó de él habría sido una agitación, una de esas ondas sísmicas que sacudían periódicamente al Israel de entonces, mesianismos apenas esbozados que terminaban trágicamente antes de desplegar sus potencialidades, y que trajeron finalmente la destrucción de Jerusalén en el 70 y la dispersión del pueblo judío. Lo implícito —y lo fuerte— del argumento es lo ridículo que significaría interpretar de esa manera a Jesús, o sea, como un político fracasado, cuando, en el plano religioso, pocas dudas ofrece la historia sobre la profunda y duradera influencia que ha tenido
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y sigue teniendo en Occidente (y, a través de la civilización occidental, en el resto del mundo). A este lugar común cabría objetar, aunque no podemos detenernos en ello aquí (de alguna manera lo hemos tratado en el volumen anterior), que lo débil del argumento está en identificar lo que histórica o sociológicamente llamamos «religión cristiana» (una de las grandes religiones universales) con el mensaje de Jesús de Nazaret. No se puede, en efecto, olvidar que el vacío cultural producido por la caída del Imperio romano y la invasión de los pueblos bárbaros lleva a realizar una extraña síntesis —cristianismo constantiniano y medieval— de elementos hallados en el evangelio con otros, muy ajenos a él, postulados por la necesidad de encuadrar social, cultural y políticamente a las masas que vienen a ocupar el vacío dejado por el Imperio. Es esa mezcla, y no una cuidadosa y fehaciente exégesis (y menos una puesta en práctica) de las enseñanzas de Jesús, la que encontraremos en la así llamada «religión cristiana» 3. Paradójicamente, lo que hoy se llama «religión cristiana» es una versión mucho más politizada del evangelio que las famosas relecturas políticas que de él se hacen en la actualidad. Pero volvamos al término de «agitador» aplicado a Jesús. En el lenguaje común, «agitador» es también aquel que se vale de los conflictos existentes en una determinada sociedad, exacerbándolos para llegar a sus fines. Es así cómo «agita», y una de las formas más comunes que tiene hoy esa actividad es la de apoyarse en el tipo de conflicto social más corriente en sociedades desarrolladas: la lucha de clases. Por supuesto que hablar de «lucha de clases» en el caso de Jesús es una especie de caricatura dirigida a propósito para desacreditar de dos maneras esa relectura del evangelio: por el obvio anacronismo que significa el término «lucha de clases» en la Palestina del siglo i y, sobre todo, por la no menos anacrónica atribución del término —y, lo que es más increíble aún, del hecho— de la lucha de clases al marxismo, como si tales conflictos fueran característica esencial y hasta obra suya. Pero también aquí, cuando descartamos los rasgos caricatures-
eos, tenemos que admitir que el Jesús de los sinópticos se presenta, desde el comienzo al fin de su ministerio, y con la proclamación central de su mensaje, como alguien que pretende —y consigue— agudizar los principales conflictos latentes en la sociedad de Israel. La división radical que el mero anuncio de la proximidad del reino produce, en cuanto algo que hará felices a los pobres y desgraciados (ayes) a los ricos, no sólo llama la atención sobre la situación opuesta de dos grupos distintos en Israel, sino que destruye por su base la más o menos habituada convivencia pacífica entre ellos. Se habla del absurdo de su muerte por razones políticas. Pero no se ha notado —o no se ha querido notar— que el primer efecto visible de su predicación ya en Galilea, y de sus controversias en defensa de los pobres, es, de acuerdo con los mismos sinópticos, un complot donde se confabulan las autoridades ideológico-religiosas (fariseos) con las políticas (herodianos) para «eliminarlo» (Me 3,9). ¿No es esto decir que el conflicto había llegado, ya en Galilea, a un punto donde quienes no estaban de acuerdo con el grupo protegido por Jesús se sentían tan amenazados como para programar asesinarlo? Y ello uniendo fuerzas, que, en otras ocasiones y para otros fines, nunca se hubieran aliado. Es, en efecto, otro signo, que veremos repetido, de la radicalidad del conflicto suscitado por Jesús el que, contra él, se pasen por alto otros tradicionales y mantenidos por generaciones. A sus espaldas, como ya se ha vuelto proverbio, se hacen amigos Herodes y Pilato. ¿No se nos dice más tarde claramente que Jesús equilibra con el poder de los pobres, del pueblo que lo sabe de su parte y contra quienes lo oprimen (cf. Me 11,14; 12,12; 14,2, etc.), el de las autoridades propiamente político-religiosas de Israel en Jerusalén? También aquí, los eternos enemigos —fariseos y saduceos— se unen contra Jesús. El conflicto interno entre ellos se ha vuelto mucho menos importante que el que Jesús introduce entre el pueblo y ellos. Y ni aun así se atreven en varias ocasiones a hacer uso abierto de su autoridad, a prenderlo y a eliminarlo. Será menester una ocasión hábilmente percibida y aprovechada para que, por la noche, para que no entere el pueblo, lo prendan y lo juzguen. Tanto es el poder que le ha dado el conflicto que él provocó y por lo cual se jugó todo, hasta las últimas consecuencias. Para decir que es sólo una «relectura» tendenciosa la que puede hacer de Jesús un agitador político es menester un desconocí-
3 En su estudio, realmente ponderado y ecuménico, de la antropología cristiana, Reinhold Niebuhr (op. cit., vol II, passim), muestra cómo las divisiones del cristianismo después del Medioevo traducen el redescubrimiento, no siempre equilibrado, de elementos del mensaje evangélico perdidos en dicha mezcla.
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miento muy grande del testimonio evangélico más directo. Si Jesús no agitó la escena política de Israel, habrá que tachar de falsos los evangelios, en sus datos prepascuales más obvios. La única explicación que podría caber de tal extraña ceguera es tomar la palabra política en un sentido restringido y pobre: como mero intento de ocupar el poder. Y claro está que la expresión «agitador político» se presta a las mil maravillas para sugerir tal interpretación. Jesús no fue agitador político en ese sentido. Tampoco lo fue en una acepción de lo político que excluya a priori una dimensión religiosa. Por eso nos vemos obligados a pasar, en nuestra investigación, del uso del sustantivo al del adjetivo.
Traslademos, pues, nuestra atención al adjetivo con el que se pretende descalificar la versión de Jesús como agitador o revolucionario: político. Lo caricaturesco de este adjetivo, aplicado precisamente a Jesús, procede en gran parte de un simple —o no tan simple— malentendido, intencional o no, al identificar lo que hoy se llama «político» (como plano especializado del quehacer humano) y la dimensión política que ha acompañado al hombre desde el comienzo de su convivencia en sociedades organizadas. Pero antes de inclinarnos sobre este punto decisivo para los capítulos que siguen 4 , conviene recordar que Jesús se presentó, como vimos (Introducción I), en la línea de los antiguos profetas de Israel. Ahora bien, éstos tuvieron todos, de acuerdo con el Antiguo Testamento, una injerencia clara en el plano político, aun entendiendo por éste lo que hoy entendemos corrientemente. Y es un hecho que el pueblo de Israel reconoció en Jesús rasgos de los antiguos profetas, y especialmente de Elias (cf. Me 8,28; Le 9,19) y de Jeremías (Mt 16,14). Ahora bien: echemos una mirada a lo que puede llamarse el ciclo de Elias, que va de 1 Re 17 a 2 Re 1. Prácticamente todo el ciclo, con excepción de episodios menores (por ejemplo, 1 Re
17,7-24), muestra a Elias enfrentándose a la política de Ajab, rey de Israel (y brevemente a la de Ocozías, su hijo y sucesor). Elias representa, ante la razón de estado esgrimida por el rey y las consiguientes alianzas sincretistas de la política de Ajab, el punto de vista opuesto: el de la religión yahvista en su pureza y su intransigencia. Sus conflictos con el rey tienen, por lo común, un contenido inextricablemente político-religioso. Por supuesto que muchos tratan de sacar partido de esta inclusión constante de lo religioso para negar la significación y la actividad política de Elias (como si lo político, para ser tal, tuviera que ser rigurosamente secular). Sin embargo, Elias no se limita a recordar al rey sus deberes religiosos y cultuales, sino que, en primer lugar, busca siempre los medios políticos de presionarlo (cf. 1 Re 18,11-40). Negar aquí el contenido político —aun en el sentido moderno de tal actividad— sería como negar el carácter político del conflicto contemporáneo en Irlanda del Norte por el mero hecho de que la división tuvo un origen religioso. Pero hay más. Elias se enfrenta a la política de Ajab no sólo con el uso del poder político, sino en materias no religiosas, como cuando lucha en pro de una política interna justa en defensa del débil (cf. 1 Re 21,1-24). El episodio de la viña de Nabot 5 , profundamente enraizado en la memoria popular de Israel, debe haber servido a la identificación de Jesús con Elias más que —o junto a— el hecho de que, en la creencia del pueblo, Elias había de volver personalmente al final de los tiempos. Claro está que, aun aquí, la exigencia de justicia política está hecha a Ajab en nombre de Yahvé y, en la misma medida, no deja de ser religiosa por el hecho de ser política. Pero tampoco dejan de ser políticas y religiosas a la vez, por ejemplo, las bienaventuranzas de Jesús dirigidas a los pobres, afligidos y hambrientos. El profeta Jeremías, relacionado con Jesús en la tradición de Mateo, es, si cabe todavía más que Elias, un personaje político, sin dejar por eso de actuar en la esfera religiosa, es decir, invocando para su acción la aprobación y el mandato de Yahvé. Por lo pronto, al igual que Elias, relaciona el porvenir político del reino de Judá con el cambio liberador de estructuras propiamente político-sociales (por oposición a cultuales o específicamente
4 Y donde la teología europea llega a extremos difícilmente compatibles con la buena fe o, por lo menos, con la que cabría esperar en intelectuales conscientes del peligro ideológico siempre presente en los instrumentos que manejan.
5 Como otros tantos conflictos célebres de los profetas en la misma línea propiamente política, tales como el episodio entre Natán y David a propósito de Urías (cf. 2 Sm 12,lss).
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religiosas): «Así dice Yahvé: Practicad el derecho y la justicia librad al oprimido de manos del opresor, y al forastero, al huérfano y a la viuda no atrepelléis; no hagáis violencia ni derraméis sangre inocente en este lugar. Porque si ponéis en práctica esta palabra entonces seguirán entrando por las puertas de esta casa reyes sucesores de David en el trono, montados en carros y caballos, junto con sus servidores y su pueblo. Mas, si no oís estas palabras, por mi mismo os juro —oráculo de Yahvé— que en ruinas parará esta casa» (Jr 22,3-5; cf. 38,17-18). Pero, yendo en esto más allá que Elias, interviene Jeremías con sus dictámenes en materias que hoy llamaríamos estrictamente políticas (donde sólo se percibe conveniencia y no juicio moral alguno). Así sucede cuando, ante la coyuntura histórica por la que pasa el reino de Judá, atacado por el rey de Babilonia, anuncia el profeta que, so pena de morir todos, deben salir de Jerusalén y entregarse a los caldeos (cf. Jr 21,8-9). Se dirá que detrás de tal imperativo —que es en sí mismo una decisión estrictamente política— hay un plan de Yahvé (cf. Jr 21,10) 6 ; pero ello no obsta a que el profeta no pueda siquiera invocar aquí para su exigencia un argumento de moral social, como en el caso anterior. La incapacidad de dar pruebas «objetivas» de esa presunta voluntad de Yahvé hace que Jeremías sea juzgado en el único plano razonable en que puede humanamente ser juzgado: el político. Así, es encarcelado por pretender, de acuerdo a sus adversarios, pasarse a los caldeos (cf. Jr 37,13) o por ser un vulgar agitador que desvía al pueblo de sus deberes políticos: «Hágase morir a ese hombre, porque con eso desmoraliza a los guerreros que quedan en esta ciudad y a toda la plebe diciéndoles tales cosas. Porque este hombre no procura en absoluto el bien del pueblo, sino su daño» (Jr 38,4). Como se ve, no deja de tener relevancia el hecho de que Jesús parezca a sus contemporáneos (o por lo menos a Mateo) reencarnar la suerte de los antiguos profetas, y especialmente de Elias y de Jeremías, en quienes hay que unir inextricablemente la revelación de Dios y de su voluntad, con estructuras y decisiones que los
representantes políticos consideran siempre, y no sin razón, como propias de su responsabilidad específica. Es obvio que esto no constituye una prueba fehaciente de que sea necesaria una lectura también política de la actividad y mensaje de Jesús. Únicamente lleva, lógicamente, a descartar el falso escándalo que provoca —a menudo por razones ideológicas transparentes— el suponer que la condena a muerte de Jesús no fue un mero malentendido, la indebida interpretación política de algo que no pretendía en manera alguna ser tal, sino sólo religioso.
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6 Esa decisión política puede ser errada. H. Cazelles hace observar esto a propósito de la recepción, en el canon (escriturístico), de los oráculos de los profetas: «Hay que notar un hecho extraño en esa actividad política de los profetas: termina normalmente en un fracaso político. A pesar de ello, los discípulos de esos profetas recogieron sus oráculos y reconocieron su validez como 'palabra' divina» (Bible et Volitique: «Recherches de Science Religieuse», vol. 59, n. 4 [oct.-déc. 1971] 512).
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III El ejemplo de los profetas veterotestamentarios que el evangelio mismo nos apunta como clave para comprender a Jesús debe llevarnos a un entendimiento más global de las relaciones existentes entre lo religioso —por lo menos lo «religioso» tal cual los profetas, a la par que Jesús, lo vivieron— y la política, tanto en su sentido más universal, propio de todas las épocas, como en el más restringido de lo que hoy consideramos como la esfera política. Sólo así se podrá aquilatar la naturaleza del impacto producido por Jesús de Nazaret y evitar las trampas que nos tiende el lenguaje con sus lugares comunes. Por eso, antes de pasar a estudiar más globalmente las relaciones posibles —o necesarias— entre religión y política, conviene sacar una conclusión más acerca del papel político de los profetas, ya que Jesús se presentó como uno de ellos y la Iglesia se presenta, a su vez, como continuadora de la obra de Jesús. La posición de los profetas en Israel fue siempre incómoda. La Escritura abunda en testimonios acerca de su soledad y de sus persecuciones. Los evangelios suponen que todos los profetas estuvieron sujetos a esa suerte: «Felices vosotros cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y pronuncien vuestro nombre como malo... Alegraos en ese día... Porque de ese modo trataron los padres de ellos a los profetas» (Le 6,22-23; cf. Mt 5, 11-12). Más aún: según una tradición recogida por Jesús, todos o casi todos los profetas de Israel, los auténticos, habrían tenido que pagar con su sangre el derecho —o el deber— de ejercer su profetismo (cf. Mt 23,29-35). Así ocurrió, según Cristo, con el último de los profetas, el Bautista, y así habría de ocurrir con el Hijo del hombre (cf. Mt 11,14; 17,12).
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Este destino tan especial entre todas las funciones religiosas exige una explicación. Y la única válida es que el profetismo entra en conflicto con el poder establecido y lo amenaza, a lo que aquél responde con la violencia provocando la muerte del profeta. Este hecho de que la «razón de estado» entre sistemáticamente en conflicto con el profetismo sólo puede provenir de que éste entra a su vez en la esfera de aquélla —la política— e interfiere en ella, aunque el origen de su reclamo y el poder que lo respalda sean «religiosos». Prueba —por el contrario— de todo esto es la rapidez de la Iglesia, cuando tuvo que convivir con regímenes políticos no impuestos por ella, en declarar su neutralidad frente a ellos 7 y en acallar todo profetismo. El representante de Jesús-profeta no es 7 Una aguda prueba de lo incómodo de su posición en este punto puede brindarla el párrafo 42 de la constitución Gaudium et spes (sin duda alguna la más progresista del Vaticano II). El párrafo comienza con el problema de saber hasta qué punto la Iglesia puede servir a la unión de toda la familia humana. Es significativo que lo primero que sigue a esta cuestión —o intención de unidad— sea una declaración que podríamos llamar «reductivista» (de conflictividad): «La misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social. El fin que le asignó es de orden religioso. Pero precisamente de esta misión religiosa derivan tareas, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley divina. Más aún, donde sea necesario según las circunstancias de tiempo y de lugar, la misión de la Iglesia puede crear, mejor dicho, debe crear, obras al servicio de todos...». Ya resulta difícil entender cómo la Iglesia puede tener, de acuerdo a su misión propia, una «doctrina social» oficialmente sancionada, si su misión no es social. Pero, ¿no lo será? ¿Tiene la Iglesia algo más propio que la fe? Pues bien, de la misión de la fe se dice en el párrafo 11: «La fe todo lo ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre. Por ello orienta la mente hacia soluciones plenamente humanas» (subrayado nuestro). ¿Dónde? Sin duda en la realidad histórica, con sus diferentes planos, tanto individuales como «político, económico o social». Pero, ¿cómo hacerlo sin dividir? De ahí las pocas ganas de llegar a concreción alguna en tales terrenos, como consta del uso (dos veces seguidas) de la palabra «puede», hasta que el Concilio se ve obligado por la lógica a corregir: «mejor dicho, debe...». En el mismo párrafo, y de acuerdo con esa intención de unidad para la familia humana, leemos: «Como... en virtud de su misión y naturaleza, no está ligada a ninguna forma particular de civilización humana ni a sistema alguno político, económico o social, la Iglesia, por esta su universalidad, puede constituir un vínculo estrechísimo entre las diferentes naciones y comunidades humanas...». Sin duda que cada palabra está pesada y que la expresión es, esencialmente, inatacable. Pero el contexto sugiere, de manera inexorable, que no hay conflictos decisivos —donde estén en juego «soluciones plenamente humanas»— entre tales sistemas, de modo que sea menester escoger y sufrir así que la Iglesia no tenga, de hecho, esa fácil universalidad unificadora.
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ya otro profeta cpmo él, sino el sacerdote, el pontífice, cuya característica —verificada durante siglos en la Iglesia— fue la de establecer cuidadosa y aun violentamente (como en las guerras entre el papado y el imperio) la competencia respectiva de lo político y de lo religioso 8 . Ahora bien: esta delimitación de competencias es siempre, cristianamente hablando, inviable. Si el mandamiento de Jesús es el amor, y ciertamente el amor eficaz, y si el amor está, como el más ciego puede ver, condicionado por todos los sistemas que afectan al hombre en su convivencia, desde los psicológicos e interpersonales hasta los sociales e internacionales, es obvio que todos igualmente han de quedar sujetos, para el cristiano, al mismo criterio supremo. Y de hecho así es, y a nadie que posea ese punto de vista le parece extraño que lo «religioso» decida lo que es conveniente o nocivo en el plano educacional, lo que es o no moral en manifestaciones culturales como arte, moda, comunicación y aun lo que es justo o injusto en la distribución social de la riqueza u otros privilegios. ¿Por qué, entonces, esa extraña excepción de lo político? 9 . Huelga decir que cuando afirmamos que a nadie le extrañaba la injerencia de lo religioso y de sus criterios universales en esos s Lo que, en el plano teológico, dio origen a la teoría de las dos espadas, de los dos reinos o de los dos planos. Es interesante señalar que la teoría agustiniana de las dos ciudades no entra en esta línea de definición de competencias. Representa (aunque confundiendo «ciudad de Dios» e Iglesia) más bien el reclamo profético que se hace en nombre de Dios sobre la «razón de estado». 9 En muchos casos no existe tal «excepción» sino para los ingenuos. Mientras la Iglesia cree poder afectar lo político —como quien no quiere la cosa— a través de lo económico o social, lo hace y aun en ocasiones excepcionales lo dice. Así, al crearse, a principios de siglo en Uruguay, frente a un proceso político de secularización, tres uniones «religiosas» —Unión económica, Unión social y Unión cívica (o sea, política)— la función de la Unión social se describe en los siguientes términos: «Es necesario adquirir una noción bien clara sobre la verdadera esencia de la Unión social. No es ésta una institución religiosa por más que adopte como lema de su bandera la defensa de los principios de la justicia social cristiana. Nuestra Unión social será en Uruguay lo que es el Volksverein en Alemania, respecto del cual ha dicho su director, el doctor Otto John: 'El Volksverein para Alemania es una liga social, es decir, que se empeña en levantar intelectual y económicamente al pueblo católico a fin de crear, en forma indirecta, las condiciones preliminares para la mejora de la situación religiosa'» (Informe Rius-Perea, en 1911, de acuerdo a las directivas del III Congreso católico).
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planos de la existencia humana antes mencionados exceptuábamos a una porción no pequeña numéricamente de cristianos para quienes lo religioso es un asunto meramente individual o, a lo sumo, interpersonal. A primera vista, las principales Iglesias cristianas condenan unánimemente este individualismo y desinterés estructural. El evangelio social, la doctrina social de la Iglesia, la responsabilidad sentida (tal vez demasiado tarde) frente a genocidios o profundos abusos políticos que se vuelven sistemáticos, todo eso haría pensar que el cristianismo más responsable no acepta reservar los criterios evangélicos de una actuación «religiosa» al plano o planos de la vida individual o interpersonal. Sin embargo, apenas salimos de este último plano hacia los condicionantes más generales —y políticos— del amor eficaz, encontramos, aun en la enseñanza de la Iglesia, inhibiciones crecientes, por incoherentes que puedan parecer. Se nos dice, por ejemplo, que la aportación cristiana no está en el cambio de estructuras (económicas, sociales o políticas), sino en la conversión del corazón, y que aquéllas sin éstas serían vanas y engañosas. Y, lo que atañe de manera más directa al tema que nos ocupa, se acude al evangelio para mostrar que Jesús de Nazaret se preocupa únicamente en su mensaje de esa conversión del corazón en el trato de persona a persona. Y no puede negarse, en efecto, que la evidencia material en ese sentido es abrumadora. La inmensa mayoría de las enseñanzas (prácticas) de Jesús, aun las que Mateo y Lucas colocan nada menos que en el discurso central de Jesús, se refieren continuamente a cómo actuar con otras personas (o con Dios). Sólo una pequeña parte de la enseñanza de Jesús trata de cómo actuar frente a grupos (escribas, fariseos, sacerdotes, pobres, pecadores). Más aún: a primera vista tales grupos son identificados por Jesús no tanto por su situación o por su impacto, diríamos, «estructural» en la sociedad cuanto por el modo de actuar de cada uno de sus miembros. Vale la pena, en pleno proceso de elaborar cristologías, volver a sentir el fuerte acento literario puesto en lo interpersonal en los evangelios y especialmente en Mateo. Cuando éste describe en seis secciones la nueva justicia cristiana, superior a la de los escribas y fariseos, las dos últimas, correspondientes a una actitud de gratuidad, suenan como sigue: «Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo que no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha preséntale también
la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto, y al que te obligue a andar una milla vete con él dos. A quien te pida da; al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda. Habéis oído que se os dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publícanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles?» (Mt 5,38-47; cf. Le 6,27-35). En cuanto a esos mismos escribas y fariseos, cuya «justicia» es declarada insuficiente para entrar en el reino de los cielos, es cierto que un versículo (tal vez dos, añadiendo el v. 13) nos habla de la «estructura» que establecen en la sociedad de Israel: «Atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas» (Mt 23,4). Pero, por uno o dos versículos en ese sentido, tenemos dieciocho en el mismo capítulo donde esos mismos grupos de personas son caracterizados por la hipocresía en su actuar individual o interpersonal: recorren mar y tierra para hacer un prosélito y lo convierten luego en peor de lo que era (v. 15); dicen que no están obligados a mantener su juramento quienes juran por el santuario o por el altar, y sí quienes juran por el oro del primero o por las ofrendas del segundo (vv. 16-18); pagan el diezmo de la menta, del aneto y del comino y descuidan la justicia, la misericordia y la fe, colando así el mosquito y tragando el camello (vv. 23-24); purifican lo exterior —copas y platos—, mientras por dentro están llenos de rapiña e intemperancia (v. 25); aparecen justos como las tumbas aparecen blancas y por dentro están llenos de la inmundicia de los sepulcros, es decir, de hipocresía y de iniquidad (vv. 27-28); edifican y adornan los sepulcros de los profetas, mostrando en su actuación que son hijos auténticos de quienes los mataron (vv. 29-31). Pero resulta que este clima «evangélico» se traslada, sin más, con toda su atracción imaginativa, al contexto de dos mil años más tarde. Cabría añadir que ese clima es particularmente patente en la preocupación de Mateo por la «nueva justicia». Ya nos es conocida esta tendencia a través de su típica versión «virtuosa» de las bienaventuranzas. Añadamos a esto un hecho histórico determinante. Durante siglos (hasta la reforma litúrgica que siguió al
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Vaticano II), el pueblo cristiano se familiarizó con uno solo de los evangelios sinópticos: el de Mateo, cuya lectura dominó ampliamente el año litúrgico. Lucas especialmente, y a su modo Marcos, hubieran aportado en esta alternativa —si así puede llamarse— entre moral interpersonal y moral estructural perspectivas y acentos diferentes, como tendremos ocasión de ver. Sea de ello lo que fuere, lo más importante aquí es una observación de orden general. La fe, en el sentido en que usa este término Pablo, consistente en confiar a Dios nuestro destino, nos libera de la tentación de buscar la seguridad de la ley, y nos libera para procurar, con los instrumentos que cada época y cada circunstancia nos brindan, la realización del amor más perfecto posible. Ahora bien: es evidente que los condicionantes de la eficacia del amor han variado, y mucho, de dos mil años a esta parte. Y no ciertamente de una manera arbitraria. El Vaticano II ha recogido mucho de esta evidencia histórica mostrando cómo los males que en la Antigüedad podían ser eliminados o disminuidos con la acción aplicada a un único plano muy determinado —limosna en el plano económico, curaciones en el plano de la salud, mejores relaciones interpersonales e intergrupales en el plano social— dependen cada vez más de una interacción entre todos esos campos, entre todos los grupos sociales y, finalmente, entre todas las naciones. Pues bien: lo único que caracteriza a la política como un plano diferente de otros es el juntar los hilos de todos los demás dirigiéndolos, en principio, hacia el bien común con el poder proporcionado a esta unificación. Así, todos los planos donde lo religioso interviene y orienta deben abrirse al final a esa dimensión más universal —política— del amor. Por ejemplo, la calidad y la extensión de la educación desbordan, por así decirlo, a la buena voluntad y competencia de los educadores. Dependerán en gran parte, en cambio, del equilibrio entre los bienes destinados a la defensa (militar) de la seguridad nacional y los demás apartados del presupuesto, cuestión eminentemente política. La mejor distribución del producto nacional no puede depender ya más de cualquier tipo de asistencia social. Estando sujeta en buena parte a las leyes del mercado internacional, dependerá en última instancia de ias prioridades que la política fije dentro del juego de esas leyes. Y así en todos los planos. Ahora bien: ¿qué razón habría para excluir de la comprensión cristiana del amor (que, como se sabe, interviene sin disfraz alguno en todos los planos mencionados) la esfera donde se toman las
medidas que lo condicionarán del modo más decisivo? Y ¿no será, entonces, más lógico traducir en términos políticos lo que Jesús dijo en los términos aparentemente más interpersonales, propios de su época? Más aún: ¿no habrán tenido ya en aquella época las expresiones de Jesús una punta política más explícita y decisiva de lo que generalmente se está dispuesto a admitir, dado que la dimensión política, aunque menos aparente y dotada de menos elementos específicos, es ya determinante dondequiera que existe una sociedad humana organizada por más que su modelo sea menos complejo o desarrollado que el nuestro de hoy? Claro está que el desarrollo moderno de la esfera política y de su complejidad plantea un problema. En cierto sentido ese desarrollo hace nacer un determinado y específico tipo de hombres: los políticos o, si se prefiere, los políticos por profesión o políticos profesionales (aunque este último adjetivo es usado aquí muchas veces en sentido peyorativo). Se impone así cada vez más la distinción entre estos políticos por profesión específica y otras personas que, desde sus respectivas esferas, pueden tener una profunda influencia política, en el sentido amplio de la palabra. Esta distinción, en rigor, debe ya aplicarse, como decíamos, a fenómenos de relativa antigüedad. Si los profetas de que hablamos en el párrafo anterior pertenecen obviamente al segundo grupo, los reyes de Israel —como muchos de los miembros de la corte— pertenecen ya al primer tipo de «políticos», aunque sus rasgos no estén tan acusados como hoy día. Si recordamos cosas importantes del volumen anterior, estaremos de acuerdo en que ambos tipos de «políticos» (los profesionales y los que influyen políticamente a partir de otros planos del quehacer humano) obedecen en su actuación a una «fe», en sentido antropológico. Y, conforme a esa fe, desarrollan una «ideología», es decir, un sistema de medios para llevarla a cabo. Pero, como indicamos, los medios utilizados terminan a su vez por influir en la fe inicial. Así, nada impide que un político profesional (en el caso de Israel, un rey como Saúl) tenga inicialmente la misma fe antropológica, y aun religiosa, que un personaje decisivo en la política, aunque desde otra esfera de actividades (en el caso de Israel, un profeta como Samuel). Sin embargo, lo que hace profundamente trágica —mucho más que criminal— la figura de Saúl es precisamente su capacidad para manejar y aquilatar medios políticos y su consiguiente valoración progresiva de la «razón de estado», mientras que la esfera «reli-
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giosa» propia de la actividad de Samuel lo muestra como «político» ciertamente, y de manera decisiva, pero extraordinariamente indiferente a los cálculos que Saúl tiene necesariamente que hacer como rey de Israel, esto es, como político en el sentido especializado de la palabra (cf. 1 Sm 10-31). Este mecanismo se desarrolla con la complejidad creciente de la esfera política. Si Saúl podía en su tiempo llevar en sus manos y abarcar con su vista esa razón de estado de que hablábamos, en un Israel apenas organizado como monarquía, ningún político profesional de hoy puede hacer algo semejante sin contar con infinidad de colaboradores cuya capacidad especializada no puede ni siquiera juzgar, a no ser a largo plazo, por los resultados y aun de manera incierta dada la complejidad de los factores en juego. Esta complejidad, sin embargo, parecida a la de cualquier plano de las sociedades actuales, no puede invocarse para hacer que lo proveniente de una fe religiosa deba detenerse ante las opciones políticas. Una vez más, mantenemos erguida la sospecha de que esta pretensión indebida viene de una «supervaloración sectorial» por razones estratégicas: la Iglesia sacrifica su función profética al mantenimiento de sus estructuras religiosas destinadas a las masas. Pero, sea de esto lo que fuere, lo anterior nos permite quizá decir algo pertinente con respecto a Jesús de Nazaret, algo que puede abrir el camino para la comprensión de su mensaje en los capítulos siguientes. En el volumen anterior pretendimos mostrar que una revelación divina, que funde una fe religiosa, no puede mantenerse en el plano religioso puro (a menos que no se trate de fe, sino de una ideología, es decir, de una magia sagrada). Dios sólo puede ser revelado en relación con valores significativos para el hombre, y estos valores se han de manifestar históricamente en uno cualquiera de los planos donde el hombre pone el sentido de su existencia y sus posibilidades de felicidad. No hay, pues, estrictamente hablando, revelación de Dios que no se abra camino a través de preferencias y realizaciones en el plano de las relaciones interpersonales, en el educacional, social, económico o político. La revelación de Jesús no constituye —ni podría hacerlo— una excepción. Es obvio, por otra parte, que Jesús de Nazaret no es ni puede ser interpretado como un político profesional. Jesús pretende revelar a Dios y cómo Dios ve y juzga el obrar humano, a fin de darle su más auténtico sentido. Eso lo han hecho en Israel los maestros
de sabiduría, refiriéndose a la conducta de cada individuo. Y lo han hecho también los profetas, mostrando cómo veía Dios la sociedad de Israel como un todo, es decir, acentuando una visión política desde la fe religiosa. Ahora bien: como veremos, los documentos que poseemos sobre Jesús nos inclinan a ver en su vida una tentativa profética y, por tanto, una revelación de Dios en categorías preferentemente políticas. Esto se confirma cuando observamos que las autoridades con las que Jesús lucha y que finalmente ponen fin a su vida muestran la misma mezcla de religión y política. Los pobres y marginados políticamente en Israel lo eran por autoridades que actuaban en nombre de la supuesta visión que Dios tenía de la relación entre conducta y status social. Jesús, al atacar de frente esta visión, ataca ciertamente la estructura política de Israel y, desde la revelación de Dios, destruye la base de una autoridad que era política en nombre de una concepción «idólatra», es decir, de una que vehiculaba un falso rostro de Dios. Quizá —sólo quizá...— estas observaciones ayuden a comprender sin demasiados malentendidos la exégesis que haremos de los sinópticos en los capítulos que siguen.
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CAPITULO II
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CENTRAL
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Los sinópticos no están estructurados como para que aparezca ya desde la primera lectura lo que Jesús propone de nuevo, interesante y aun chocante, a sus contemporáneos cuando abandona su anonimato de treinta años de artesano para comenzar su ministerio. No obstante, tres ocasiones decisivas forman como una especie de círculo significativo que puede constituir una acertada aproximación a esta cuestión. Esas tres ocasiones son las siguientes: a) La fuente marciana nos brinda un resumen de la predicación inicial de Jesús cuando, después de su bautismo, se traslada a Galilea para comenzar allí su ministerio; b) Q, es decir, la fuente común a Mateo y Lucas, nos presenta la respuesta de Jesús —describiendo su misión, resultados y obstáculos— a la cuestión decisiva del Bautista sobre si Jesús era el que había de venir; c) Q, igualmente, nos proporciona el solemne comienzo de un discurso (el sermón de la montaña según Mateo, de la llanura según Lucas) donde, al parecer, Jesús muestra el juicio o visión de Dios sobre la realidad de Israel, juicio o visión que inspirarán luego la actividad toda de Jesús. Veamos un poco la obvia concatenación circular de esos tres pasajes. El resumen marciano de la predicación inicial de Jesús dice como sigue: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; cambiad de mentalidad y creed en la buena noticia» (Me 1,15 par.). Como se ve, el reino de Dios es «lo que ha de venir» y, por fin, llega, ya que el tiempo de su venida se ha cumplido y está, por tanto, cerca. Por otro lado, la necesidad de conversión, es decir, de un cambio radical de mentalidad (o actitud), apunta al hecho de que ese reino o bien no es esperado o bien es esperado de otra forma. Para quienes están en uno u otro caso, la proximidad del reino no es, sin más, una buena noticia en la que se pueda creer espontáneamente sin un cambio profundo.
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El segundo pasaje nos habla de una duda que acomete al Bautista con respecto a Jesús y que los discípulos del primero transmiten a este último: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?». A esta cuestión responde Jesús señalando signos de la proximidad (o de la presencia) del reino: «Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la buena noticia, ¡y dichoso aquel que no se escandalice de mí!» (Mt 11,2-6; Le 7,22-23). Como se ve, si bien es cierto que, a diferencia del anterior, no aparece en este texto el término «reino de Dios», está implícito en la pregunta por el que ha de venir. En efecto, en cierto modo, el que ha de venir se identifica con lo que ha de venir (con él) —una vez cumplido el tiempo—•, es decir, el reino. El primero introduce el segundo: de ahí lo decisivo de la pregunta acerca de si hay que esperar a otro, entiéndase para que introduzca lo decisivo, es decir, el reino. Jesús responde a esta pregunta mostrando «signos de los tiempos» ligados a él y a su actividad, y que tienen una característica común: los más desfavorecidos son socorridos en su necesidad (en la mayoría de los casos, con la excepción del último, en forma taumatúrgica). Dentro de esta característica común, el último signo —a los pobres se les anuncia la buena noticia— resalta por varios motivos característicos. Señalemos aquí sólo dos. Ya vimos en el texto anterior que la buena noticia consiste en la llegada del reino. Esto es, pues, lo que se les anuncia precisa y específicamente a los pobres, los únicos en la lista que se distinguen no por su condición física, sino por su condición social. Probablemente, esto no deja de tener una estrecha relación con la bienaventuranza con que termina el pasaje: Jesús prevé que por lo menos alguno de esos signos de la llegada del reino va a ser motivo de escándalo y no de alegría. Es difícil no identificar este escándalo con ese particular anuncio a los pobres de la buena noticia. Finalmente, esta relación intrínseca entre los pobres, la buena noticia y la llegada del reino aparece claramente en el tercer pasaje, es decir, en las bienaventuranzas, especialmente si las leemos tal como debieron estar redactadas en Q: «Felices los pobres (llorosos, hambrientos), porque de ellos es el reino de Dios» (cf. Mt 5,3ss; Le 6,20ss). Para ellos viene, y para hacerlos felices, quitándoles su pobreza (aflicción y hambre). La versión —más cercana al original— de Lucas explica aún más en su trabajo redaccional cómo
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sólo para los pobres constituye la venida del reino una buena noticia, al añadir que esa noticia no puede sino ser mala para aquellos a quienes el reino encuentre llenos de bienes. Sólo la conversión (a la causa del pobre) podrá hacer lógicamente que la llegada del reino sea —mediante el cambio de valores— ocasión de alegría, evangelio. Dentro de este círculo, que relaciona estrechamente los tres términos de reino, pobres y buena noticia, se mueve lo que podríamos llamar el contenido profético de la predicación de Jesús. En otras palabras: su mensaje y la clave de su actitud, de su ministerio y aun de su muerte. Será necesario, pues, estudiarlos más en profundidad. I Es particularmente digno de estudio el hecho de que los términos claves que encontramos en ese círculo significativo son políticos. Por supuesto, habría que exceptuar el de evangelio o buena noticia, pues éste, ciertamente, desempeña un papel neutro. Es como un continente calificado por su contenido, en este caso por pobres y reino. Es decir, que es político o, si se prefiere, se vuelve también él político, en cuanto señala una relación positiva entre dos términos que apuntan a una estructura política: declara que el reino constituirá algo benéfico, feliz, de manera específica para los pobres. El capítulo anterior puede haber abierto el camino para comprender mejor lo que entendemos aquí por político y en qué sentido «reino» y «pobres» pertenecen a esta categoría. Es obvio que no son «políticos» por oposición a «religiosos», sino que, por el contrario, son tanto más decisivos políticamente cuanto más son empujados, digámoslo así, por motivaciones religiosas. No pretendemos, pues, olvidar que el término reino está explícitamente calificado por la forma adjetival «de Dios» 1 y que, por 1 Cuando Mateo usa la expresión «reino de los cielos» en lugar de «reino de Dios», la exégesis reconoce unánimemente que se trata de un giro lingüístico entre otros con los que Mateo, según la costumbre hebrea, evita en lo posible pronunciar o multiplicar el nombre sagrado de Dios. Esta expresión de respeto no tiene, pues, nada que ver con una realización del reino «en el cielo», esto es, después de la muerte. «Reino de los cielos» no tiene para el judío de entonces la acepción puramente religiosa y ultraterrena que adquiere —equivocadamente— para muchos cristianos actuales.
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lo menos en principio, «los pobres» de que aquí se trata podrían ser los que, en varios pasajes del Antiguo Testamento, son llamados igualmente pobres «de Yahvé». Los oyentes de Jesús entendieron perfectamente una cosa: si bien la fuerza que estaba detrás de ese reino (o de esos pobres) era la fuerza divina, la realidad del reino era algo que habría de realizarse sobre la tierra, de manera que la sociedad entera reflejara el querer de Dios: «...venga a nosotros tu reino: hágase tu voluntad en la tierra como (se hace) en el cielo...» (Mt 5,3; cf. Le 6,20). Dejemos, sin embargo, por el momento la cuestión de los pobres y tratemos de recuperar lo que significó en Israel la predicación profética de Jesús —y tal vez del mismo Bautista (cf. Mt 3,2)— sobre la llegada del reino. Comprobemos, por lo pronto, algo muy sencillo y sugerente. Jesús aparece en escena anunciando la llegada de un reino, y desaparece de esa misma escena acusado de introducir un reino y de ser su rey. En efecto, no sólo los sinópticos, sino los cuatro evangelistas son aquí coincidentes en que la razón de la muerte de Jesús, fijada en un rótulo sobre su cruz, decía: «(Jesús de Nazaret) el rey de los judíos» (Me 15,26; cf. Mt 27,37; Le 23,38; Jn 19, 19-22). ¡Tres años (de acuerdo a la mayoría de los exegetas) no habrían bastado a Jesús para disipar la ambigüedad del término y mostrar que lo usaba en un sentido puramente religioso! ¿No es más lógico pensar que asumió esa ambigüedad —ese doble sentido— desde el comienzo hasta el fin? Por lo pronto, al elegir el término no podía Jesús ignorar el contenido político que ya tenía en la mente del pueblo, acostumbrado, como vimos en la página 93, a soñar con la restauración —y bien política, por cierto— del trono de David. Los tres sinópticos atestiguan que Jesús no hace el menor esfuerzo por disipar el malentendido —si es que hay malentendido— cuando la turba de Jerusalén lo saluda como rey y sucesor de David (Me 11,10 par.) 2 . Ante una petición de aclaración en este sentido hecha por las autoridades Jesús habría respondido, de acuerdo a la tradición de Mateo: «¿No habéis oído nunca que de la boca de los niños y de los lactantes te preparaste alabanza?» (Mt 21,15-16; cf. Le 19,39-40). El suponer que esta 2 Es interesante observar que en una ocasión semejante, de acuerdo con Juan, Jesús escapa de quienes quieren hacerlo rey, aunque sin disipar, al parecer, el presente y continuo malentendido de su propia función en el reino de Dios (cf. Jn 6,15).
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pueda ser una interpretación pos-pascual o aun redaccional de Mateo no haría más que aumentar la fuerza del argumento. En efecto, por más que exageremos la incomprensión y obtusa inteligencia de los mismos discípulos de Jesús (a los que, por otra parte, debemos la comprensión y transmisión de enseñanzas bien difíciles y sutiles), no podemos pasar por alto —son netamente preeclesiales— los testimonios de que ni siquiera ellos mismos separaron jamás el contenido religioso del contenido político de la palabra reino en labios de Jesús. Marcos y Mateo narran que, ya sea la madre de los hijos del Zebedeo (Mt 20,20-24, tal vez para disculpar a los discípulos mismos), ya sean Santiago y Juan en persona (Me 10,35-41, quien, como vimos, no duda normalmente en introducir en su relato elementos que no contribuyen a la gloria de las futuras autoridades eclesiales), piden a Jesús sentarse a la derecha e izquierda suya en su reino. Petición política, si las hay. Y que no es objeto de risa, sino de envidia e indignación por parte de los demás apóstoles, señal de que todos pensaban en términos idénticos acerca del poder en el reino futuro. Pero tal vez es más significativo aún que Lucas, quien, como vimos, tiende a excluir de su relato lo que podría aparecer en descrédito de las primeras autoridades de la Iglesia y, por tanto, omite el episodio anteriormente mencionado, coloca otro semejante nada menos que el día mismo de la ascensión de Jesús a los cielos, es decir (cualquiera que sea la fecha que los exegetas atribuyan a ese acontecimiento), después de la crisis de sentido producida por su muerte y resurrección. Se entiende generalmente que la cruz desautorizó radicalmente toda concepción del reino que no se base en la gratuidad del don de sí y en la exclusión de todo uso del poder. Y que las experiencias de la resurrección fueron para sus destinatarios, los discípulos, experiencias escatológicas, es decir, de la victoria definitiva del reino y por ese nuevo e inesperado medio. Sin embargo, los discípulos, de acuerdo con Lucas, parecen haber quedado perplejos ante la falta de «realización» política del reino. Hasta el punto de que «los que estaban reunidos le preguntaron: «Señor, ¿es ahora cuando vas a establecer el reino de Israel?» (Hch 1,6). Y lo más extraño es que, según la versión lucana, Jesús no les reprocha el burdo malentendido encerrado en la pregunta, sino que, en cierto sentido, la avala al responder: «A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento...» (Hch 1,7). Ya hemos insistido largamente en que político y religioso no constituyen, especialmente en el contexto de Jesús, planos contrat
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dictónos. No se trata, pues, de colocarse en la alternativa de optar por una u otra significación. Se trata, sí, de constatar que no se puede atacar fácilmente a las autoridades de Israel por haber condenado a Jesús valiéndose de una falsa apariencia, cuando quienes acompañaban al mismo Jesús y recibían continuamente enseñanzas privadas de su parte compartían el mismo parecer en este punto. Es más lógico, históricamente hablando, investigar en qué medida concreta el contenido político (entiéndase político-religioso) del reino que llega amenaza la situación (estructural) de esas autoridades, hasta llevarlas a defender su poder con el asesinato.
tal (exclusivamente religioso) detentado por el partido de los saduceos. Sin embargo, ya desde la predicación del Bautista, la proximidad del reino aparece relacionada con el conflicto y el juicio. No hay que olvidar que estamos frente a una predicación profética con toda su radicalidad y conflictividad: «Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? Dad, pues, dignos frutos de un cambio de mentalidad... Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles... Yo os bautizo con agua para que cambiéis de mentalidad, pero aquel que viene detrás de mí... tiene en sus manos el bieldo y va a limpiar su era: recogerá trigo en el granero, pero la paja la quemará con fuego inextinguible» (Mt 3,7-12), Con respecto a los criterios de este juicio inminente de acuerdo con el Bautista podríamos decir, sin embargo, que transitan menos por los caminos de una conflictividad política (aunque varios abusos sociales son citados en la versión lucana de la predicación de Juan). En la medida en que podemos comparar —sin descontar que los sinópticos pueden no ser fieles en su visión del Bautista— la predicación de Juan con la de Jesús, la inminencia catastrófica de un juicio discriminatorio por parte de Dios lleva al primero a acentuar los cambios individuales de mentalidad y actitud que pueden salvar de la «ira». Jesús, sin dejar de expresarse en términos escatológicos, parece contar con un «tiempo» en el que los cambios que deben ser realizados son más profundos, complejos y con un aspecto más social o grupal. Si la conflictividad del reino es la misma radicalmente, las líneas divisorias de los criterios pasan por estructuras más amplias. Lucas es, de los sinópticos, el que percibe y explícita más claramente este aspecto conflictivo en la predicación de Jesús sobre el reino que llega. Al redactar las bienaventuranzas, de acuerdo con la fuente, como dirigidas exclusivamente a los pobres, llorosos y hambrientos, se preocupa de marcar y acentuar el aspecto negativo correspondiente: el reino de Dios es una mala noticia —la causa de un ¡ay!— para los grupos concretos opuestos a los anteriores en el espectro social. Su venida significa que toca a su fin el privilegio que habían tenido hasta entonces los ricos, los hartos, los que podían reír en el mundo tal cual estaba de hecho estructurado (cf. Le 6,24-25) 3 .
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II Si lo dicho hasta aquí no agota, ni mucho menos, lo que puede decirse sobre el reino en la predicación de Jesús de Nazaret, nos lleva, eso sí, a estudiar su relación con el segundo término de los tres indicados. El reino de Dios no es anunciado a todos. No es «proclamado» a todos. No por decisión de Jesús, sino por la esencia misma del reino. En efecto, no se trata tanto de que Jesús establezca diferencias entre hacerse oír por unos y no por otros —aunque también en esto pudo él establecer discriminaciones significativas (cf. Me 4,10-12 par.)—, sino, sobre todo, de que el reino mismo no puede ser predicado indistintamente como buena noticia, como evangelio. El reino está destinado a ciertos grupos, es de ellos, les pertenece. Sólo para ellos será causa de alegría. Y, de acuerdo con Jesús, la línea divisoria entre la alegría y la pena que habrá de producir el reino pasa entre pobres y ricos. Muy ciego tiene que ser quien no vea ya en esta característica diferencia que el reino de Dios establece entre grupos sociopolíticos de Israel la fuente de una intrínseca conflictividad política. Desde el momento en que hacemos esta constatación podemos sospechar con razón que tenemos aquí la clave de la muerte violenta —por razones explícitamente políticas— de Jesús, el profeta encargado de predicar ese reino. Es cierto que, como dijimos, la expresión «reino de Dios» era en sí misma un término político (entiéndase siempre religiosopolítico) capaz de suscitar el interés apasionado y favorable de todo Israel. La restauración del trono de David, asociada con ese término, podía a lo más amenazar indirectamente el poder sacerdo-
3 Como se verá, dejamos fuera (por el momento) la cuarta bienaventuranza (y el cuarto ay) porque, aunque pertenezca a la (última) redacción de la
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Aunque los ayes de la redacción lucana no hayan sido pronunciados explícitamente por Jesús, no hay duda de que corresponden a la lógica de esa conflictividad general que Jesús introduce o acentúa con su predicación profética del reino, y que aparece globalmente tanto en Marcos como en Q. Pero, como luego tendremos ocasión de ver siguiendo un hilo consistente, la lista de los grupos preferidos (desde el principio al fin) por la predicación conflictiva de Jesús se extiende y su aspecto político se vuelve aún más obvio. Paradójicamente, esta conflictividad política aparecerá más y más decisiva en la medida en que esa preferencia pase de grupos «sociales» a otros que habría que clasificar usando términos mucho más directamente religiosos. Aun los exegetas más consistentemente apolíticos se ven obligados a señalar una preferencia clara del reino por ciertos grupos bastante bien caracterizados en los sinópticos. Más aún: si se tiene en cuenta que después de pascua desaparece prácticamente de los escritos neotestamentarios el término «reino de Dios», así como la mención de sus inmediatos destinatarios en favor de un universalismo más unificador —piénsese en Pablo, a quien luego estudiaremos desde este punto de vista—, ambos elementos se presentan así como dotados de una gran fiabilidad histórica. Tomemos un ejemplo de entre los innumerables posibles. Hans Küng escribe: «No caben más discusiones: Jesús estuvo de parte de los pobres, los que lloran, los que pasan hambre, los que no tienen éxito, los impotentes, los insignificantes4... No era simplemente imperdonable que Jesús se ocupase de los enfermos, tullidos, leprosos y posesos, que tolerase junto a sí a las mujeres y a los niños, ni siquiera que estuviese de parte de los pobres y humildes. Lo imperdonable era que se mezclase con los moralmente fracasados, con los descreídos e inmorales públicos: con gente con moral y política reprobables, con existencias dudosas, equívocas, perdidas, desahuciadas, que anidan al margen de la sociedad cual plaga inevitable e inextirpable. Este fue el verdadero escándalo» 5.
Escándalo significa aquí conflictividad, y, como veremos, conflictividad política. ¿Por qué, entonces, se quiere evadir esta conflictividad mediante el recurso a una «trascendencia» supuestamente imparcial? El mismo Hans Küng escribe: «Jesús, claramente, no se deja encuadrar en ninguna categoría: ni entre los poderosos, ni entre los rebeldes, ni entre los moralizantes, ni entre los silenciosos del campo. Se muestra provocador hacia la derecha y hacia la izquierda. No respaldado por ningún partido, desafiante en todas direcciones: 'el hombre que rompe todos los esquemas'» 6. ¿Por qué, entonces, fue considerado peligroso por unos y por otros no? «No está ni en la derecha ni en la izquierda, mas tampoco es simplemente un mediador entre ambas. Exactamente, él está más allá: verdaderamente más allá de todas las alternativas, que él mismo elimina de raíz. Esta es su radicalidad: la radicalidad del amor, radicalidad sobria y realista, básicamente diferente de todos los radicalismos ideologizados»7. Por supuesto que es factible hacer una larga lista de alternativas (dominación romana, independencia política de Israel) frente a las cuales se puede decir con razón que Jesús se sitúa más allá. Pero ¿se sitúa más allá de la alternativa del fariseo y del publicano orando en el templo, con todo lo que uno y otro simbolizaban y representaban como grupos estructurados? Dejemos de lado por el momento este problema y vayamos a la lista de los grupos humanos «preferidos» por Jesús en su predicación —hablada y actuada— del reino de Dios. Esta lista, partiendo de los pobres, afligidos y hambrientos, se ha ensanchado considerablemente en el texto citado de Küng. En realidad, sin embargo, su sentido humano es probablemente el mismo. Se añaden, es cierto, categorías religiosas y morales; pero inmediatamente nos asalta el pensamiento de que estas últimas son usadas para disfrazar la opción política tan clara en las primeras. Jesús dice «felices los pobres porque de ellos es el reino de Dios», y, so pena de pasar por inhumano, es difícil a cualquiera acusarlo por ello. Cuando se busca disminuir su prestigio, se prefiere presentarlo como «amigo de publícanos y pecadores» (Le 7,34; cf. Me 2,15-17 y par.). No se requiere ser lince para sospechar que se está ante idéntica preferencia por un idéntico grupo de personas 8 . Y que el cambio de rótulo para designarlas obedece a
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fuente Q, representa un problema eclesial y, por tanto, es difícil que se remonte directamente a Jesús. Más aún, en el caso de que se remonte a él, debió formar parte de otro contexto y sólo fue añadida a las bienaventuranzas por el trabajo redaccional de Mateo y Lucas, que subordinaron las tres primeras bienaventuranzas a las exigencias de sus respectivas Iglesias, lo que los llevó tal vez a añadir naturalmente la bienaventuranza sobre la persecución4 y la forma de reaccionar ante ella. Op. cit., p. 337. 5 Ibíd., p. 341.
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Ibíd., p. 266. 7 Ibíd., p. 330. Cuál fuera el estatuto «económico» de los publícanos ordinarios (en Galilea) es materia de discusión. Pero los «pobres» de Jesús comprenden (como 8
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las razones (ideológicas) con las que se justifica la situación de la mayoría de Israel bajo pesadas cargas (Mt 23,4), al margen de todos los beneficios de la equidad social. Examinaremos más tarde los fundamentos teológicos de esta discriminación religiosa y de las reclamaciones de Jesús contra ella. Por el momento, nos interesa calibrar la hipótesis antes sentada de que, en Israel, cuanto más «religiosa» es la calificación que se opone a Jesús, más político es lo que está realmente en juego. En cualquier sociedad, una gran mayoría de desposeídos, desfavorecidos y marginados constituye una amenaza para la minoría que goza de autoridad y, por tanto, de los privilegios de toda clase que la acompañan. ¿Cómo afianzar, contra dicha amenaza mayoritaria, la «división del trabajo» que la condiciona y los privilegios anejos a ella? Los medios políticos pueden ser variados, desde los más obviamente tales, como dotar de una abrumadora fuerza militar a las autoridades, hasta los más sofisticados, como convencer a los mismos marginados de que ésa es la situación que les corresponde por decreto divino. En lo que toca al Irael del tiempo de Jesús, se comete a menudo el anacronismo —o se cae en el lugar común— de identificar el poder político decisivo con la institución política más visible y poderosa de la época en el territorio de Palestina: el Imperio Romano. Sin embargo, todas las investigaciones históricas serias nos muestran que, por lo menos en esa provincia de su imperio, los romanos se limitaban a ejercer dos funciones políticas: mantener el orden mediante sus legiones y cobrar un tributo generalizado mediante un cuerpo de funcionarios locales, los publícanos. Ahora bien, ninguno de estos dos factores explica la estructura social interna del Israel de entonces. Esta procede de factores muy anteriores a la dominación romana e independientes de ésta en su conservación. Para no remontarnos demasiado lejos (cf. 1 Sm 8,10-18), desde la vuelta de la élite cultural y religiosa de Israel del destierro de Babilonia, es fácil percibir en las narraciones bíblicas el abismo creciente entre esa élite y la población rústica que permaneció en
el territorio palestino —y la que se mezcló con ella— durante el exilio (que sólo comprendió a lo más destacado de Israel). El llamado, en sentido despectivo, «pueblo de la tierra» por los poseedores de cultura religiosa comprendía así la mayoría de la población que, por no representar a los ojos de los invasores peligro alguno desprovista de representantes y conductores, fue dejada como mano de obra en Palestina bajo la autoridad de gobernadores que representaban el Imperio babilónico. Se trataba, sin duda, de una población religiosa, pero, privada de sacerdotes y de la élite cultural por una parte y mezclada por otra con poblaciones vecinas, se desvió sensiblemente de la ortodoxia yahvista. Cuando terminó la directa dominación extranjera y regresó el núcleo exiliado, este último tomó naturalmente el poder de aquélla, aun manteniendo relaciones de vasallaje respecto a los sucesivos imperios bajo los cuales pasó hasta el tiempo de Jesús la nación de Israel. Pero lo tomó más a título «religioso» que político. Socialmente considerada, Palestina, aun privada de sus reyes, continúa siendo una teocracia, aun cuando en el plano de la política exterior sea colonia o provincia de naciones extranjeras. La división de «clases» o grupos sociales es sancionada religiosamente. Sólo una minoría conoce la ley (religiosa) y la cumple, por lo menos en sus exigencias externas. La «pureza» o «impureza» legales cumplen la función ideológica que en otras sociedades se atribuye al prestigio, al dinero o al poder. Los pobres son llamados pecadores y acaban por considerarse tales. Hay que leer así -—políticamente— la parábola lucana del fariseo y del publicano (Le 18,9-14). Si este último representa, como es obvio en la parábola, a la inmensa mayoría de los «pecadores», y aquél a la élite (de los que no son como los demás), los detalles figurativos muestran a las claras cómo una minoría explotadora —en palabras de Jesús— no tiene nada que temer de una mayoría con los ojos bajos, golpeándose el pecho y denominándose pecadora. El peligro político sólo podía venir de alguien que abriera los ojos de esa mayoría y la llamara «justificada», al mismo tiempo que declarara «pecadora» —impenitente e imperdonable— a la minoría dominante 9 .
aparece en la segunda y tercera bienaventuranza) a quienes sufren y son marginados. Y entran ciertamente en este grupo los publícanos. No será extraño el volverlos a encontrar entre los «escandalosos» amigos de Jesús a quienes se promete el reino de Dios (cf. Mt 21,31).
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9 El fariseo es, en Israel, ideológicamente dominante cualquiera que sea la situación «económica» media que le cuadre al grupo, cosa, por otra parte, difícil de determinar con los datos que poseemos.
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He aquí sólo un ejemplo, entre los muchos que tendremos ocasión de estudiar más adelante, de cómo una tensión pensada y expresada en términos religiosos se vuelve la «contradicción dominante» o «sobredeterminada» en una sociedad particular como Israel. Dicho en otras palabras: en una teocracia, aquel que destruye sistemáticamente la autoridad real del grupo dominante, aunque lo haga —o precisamente porque lo hace— en términos religiosos, se vuelve un temible adversario político. En el contexto interno, en la estructura social de Israel, Jesús es mucho más señaladamente político con su mensaje religioso que los zelotas con su actividad más directamente ocupada de subversión ante un poder más grande, pero también más extrínseco. No puede caber duda de que Jesús, sin dejar ni por un momento su intento central de revelar a Dios y el sentido consiguiente que esa revelación brinda a la existencia humana total, se vale para ello de una ideología política, en el sentido dado al término «ideología» en el volumen anterior. Es decir, que se hace entender introduciéndose, en nombre de Dios, en las tensiones sociopolíticas del Israel contemporáneo y solicitando allí el interés de sus oyentes, tanto el positivo como el negativo. Así adquiere discípulos y adversarios.
ex eventu, es decir, puestas en boca de Jesús después de los acontecimientos (de Pascua). Ello se vuelve casi certidumbre en la segunda mitad de la última predicción, que resume prácticamente los pasos de la pasión. Lo mismo valdría de la profecía de la resurrección y de su plazo «al tercer día». A favor de la historicidad, por lo menos del contenido global de las tres predicciones, milita el hecho de constituir virtualmente un caso único en la redacción de los sinópticos. Un pasaje paralelo muy raramente aparece en forma idéntica, es decir, con las mismas palabras y en el mismo orden. Pero aquí se trata no ya de uno, sino de tres pasajes, y es sabido con qué libertad los sinópticos tratan las repeticiones de hechos que encuentran en sus fuentes (como la de la multiplicación de los panes), sintetizándolas, suprimiendo alguna o ubicándolas de manera diferente en la cadena de los acontecimientos. Aquí, aunque los sinópticos colocan distintos episodios o logia entre las tres predicciones, concuerdan notablemente en situar la primera después de la confesión de fe mesiánica de
III Los cuatro evangelios, como vimos, atribuyen en último término la muerte violenta de Jesús a las autoridades religioso-políticas que vieron en él una amenaza a su propio poder. ¿No pudo Jesús disipar el malentendido —si malentendido había— cambiando de lenguaje o precisando mejor el alcance religioso, no político, de su mensaje? ¿O acaso no percibía la incidencia política de éste? Aquí, de acuerdo con la misma hipótesis histórica que hemos adoptado y en la misma línea de coherencia que hemos percibido en los párrafos anteriores, vemos a un Jesús plenamente consciente no sólo de las consecuencias generales de la conflictividad que acentúa, sino de sus consecuencias «políticas». Por supuesto, no es fácil determinar qué debe pensarse sobre la fiabilidad histórica de las tres predicciones que Jesús hace en los tres sinópticos de un desenlace violento y mortal del conflicto. Como ya hemos indicado en la introdución, en contra de su historicidad militaría el hecho de que puede tratarse de profecías
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Pedro 10. 10
Para facilitar en este punto la percepción «sinóptica» del lector, presentamos a continuación en columnas paralelas las tres versiones de las tres predicciones señalando con cursiva las expresiones donde la identidad literal es prácticamente total. Me (confesión de Pedro) 1) 8,31ss. El Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar a los tres días 2) 9,31ss. El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres, lo matarán y a los tres días resucitará.
Mt (confesión de Pedro)
Le (confesión de Pedro)
1) 16,21ss.
1) 9,22ss. El Hijo del hombre debe sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día
El debía... sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser condenado a muerte y resucitar al tercer día 2) 17,22ss. El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, lo matarán y al tercer día resucitará.
2) 9,44ss. El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres.
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Todos estos hechos, sorprendentes para cualquier exegeta familiarizado con los sinópticos —sus variantes y similitudes— sugiere que estamos aquí frente a algo más que a una mera adición pos-pascual. Precisamente allí donde encontramos con toda probabilidad una profecía ex eventu, es decir, en la predicción detallada de lo que habrá de ocurrir en la pasión (burlas, insultos, escupidas, azotes y crucifixión), así como de la resurrección (al tercer día o tres días después), es donde nos enfrentamos a lo acostumbrado de la redacción sinóptica: gran similitud global y numerosas variaciones en lo particular. Queda, pues, lo excepcional: un material extraordinariamente idéntico aun en los detalles y vocabulario. La única variante significativa que puede ser notada ocurre con la tercera predicción en la versión de Lucas. En vez de dos «entregas» de Jesús, una en las manos de los sumos sacerdotes y escribas y otra en las de los gentiles (romanos), sólo aparece una: esta última. ¿Qué pensar, entonces, del núcleo central de las tres predicciones que hace Jesús de su muerte, en los sinópticos? Por lo pronto, es un criterio de Habilidad histórica la antigüedad de la tradición. Ahora bien, la semejanza o identidad extraordinaria de las tres versiones sugiere el ne varíetur, la fidelidad literal o la fuente que sólo se da cuando ésta transmite una memoria antigua y casi sagrada n, asociada muy estrechamente con las palabras del mismo
Jesús. Esta antigüedad, difícilmente rebatible, hace que, aun admitiendo que la primitiva comunidad cristiana haya puesto en boca de Jesús predicciones de su muerte violenta que ésta nunca formuló, el cómo relacionan —tan cerca de los acontecimientos— esa muerte violenta con el ministerio de Jesús está lejos de ser algo desprovisto de significación histórica. Gran parte de lo que luego diremos, suponiendo que esas predicciones pertenecen a Jesús mismo, valen igualmente aun en el caso de declararlas pos-pascuales, habida cuenta de su antigüedad e idéntica formulación n. Por otra parte, hay que preguntarse con muchos exegetas —por ejemplo con Hans Küng— a propósito de la exclusión de tales profecías por pretenderlas pos-pascuales: «¿Quiere decir que Jesús no previo su muerte en absoluto? Esto es otro problema. ¿Cómo iba a ser Jesús tan ingenuo que no vislumbrara lo que se le venía encima?» 13. Esta última pregunta no merece sólo una respuesta negativa. Merece asimismo que se investigue la lógica que en Jesús podía dar origen a tal previsión de un futuro casi inevitable. En otras palabras, hay que descubrir y explicitar la relación de causa a efecto entre la predicación-actuación de Jesús y su muerte violenta. ¿Para
3) 10,33ss. Mirad que subimos a Jerusalén y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles y se burlarán de él,
3) 20,18ss. Mirad que subimos a Jerusalén y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles para burlarse de él,
3) 18,31ss. Mirad que subimos a Jerusalén y... el Hijo del hombre ... será entregado
a los gentiles, será objeto de burlas, insultado y escupido,
lo azotarán azotarlo y lo matarán y crucificarlo lo matarán y a los tres días y al tercer día y al tercer día resucitará. resucitará. resucitará. 11 Contra la antigüedad de estas predicciones, cf. el argumento (lingüístico) de J. Jeremías, Teología..., op. cit., p. 322, que, en lo que toca al núcleo central, sólo pone en duda (como de cuño helenístico, por oposición a arameo)
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el verbo «deber» de la primera predicción. Esto no obsta a que Jeremías considere históricas, en su globalidad, las predicciones que Jesús hace aquí de su pasión (cf. ib'id., pp. 323ss) y admita la gran antigüedad de la segunda predicción (cf. ibíd., p. 326). 12 Las predicciones de Jesús sobre su muerte violenta aparecen, además, en contextos prepascuales como Me 12,8 y par.; Mt 23,37-39, etc. (cf. Jeremías, ibíd., pp. 327ss). " Op. cit., p. 405. Y continúa: «Siempre hay que contar, es cierto, en los evangelios con posibles intenciones cristológicas; pero también puede resultar acrítico un escepticismo histórico total. Para advertir el peligro de un final violento no se necesitaba ninguna ciencia sobrenatural, bastaba con mirar la realidad desapasionadamente. Por la radicalidad de su mensaje, que puso en entredicho las piadosas certidumbres del hombre y de la sociedad y todo el ordenamiento religioso tradicional, provocando desde el principio gran oposición, Jesús tuvo que contar necesariamente con graves colisiones y duras reacciones por parte de los poderes religiosos y eventualmente también políticos, con graves consecuencias para ambas esferas» (ibíd.). Cf. una opinión diferente en W. Pannenberg, op. cit., pp. 303-304, donde las razones exegéticas parecen ceder ante las teológicas). Habría que añadir a esto, de acuerdo o no con Küng, que no existen dos esferas separadas, una la religiosa (judía) y otra la política (romana), con sus respectivas autoridades e intereses. Los cuatro evangelios son coincidentes en que Jesús no constituyó nunca un problema político para los romanos y que éstos así lo reconocieron. La esfera política, donde se sienten las «consecuencias» peligrosas del mensaje de Jesús, no puede ser otra que la dominada por las autoridades religiosas de Israel.
El Jesús histórico de los sinópticos
El anuncio central de Jesús
quiénes y por qué ella se volvía intolerable, hasta el punto de obligarlos a una acción política que ellos mismos estimaban compleja y peligrosa? Creemos que todas las acusaciones puramente «religiosas» que pudieran hacerse a Jesús se quedan aquí ridiculamente cortas, a menos de añadir la dimensión política o, mejor, de tener en cuenta la dimensión política que les era intrínseca. El que Jesús violara públicamente el sábado algunas veces, el que tergiversara la ley con sus interpretaciones autoritarias, el que se declarara Mesías o aun el que fuera tenido por blasfemo, sea directamente (de acuerdo a la teología joánica), sea indirectamente perdonando pecados o poniéndose por encima de la ley (de acuerdo a los sinópticos) M, difícilmente constituirían hechos capaces de provocar el proceso que lleva a la muerte violenta de Jesús. Claro está que podemos, en este plano, ser víctima de nuestro contexto secularizado donde es muy raro encontrar una razón puramente religiosa como causa suficiente de importantes y arriesgados sucesos políticos. Cuando esto, no obstante, sucede, hablamos de fanatismo. ¿Tendremos que suponer este fanatismo en las autoridades religiosas que envían a Jesús a la muerte? Tal vez la mejor respuesta a este problema nos venga de un detenido examen del núcleo central de esas tres principales predicciones que hace Jesús de su eventual pasión. Por ahí podremos quizá ver cómo concebía él mismo su propia conflictividad. Pues bien, de acuerdo a lo dicho, ese núcleo puede reducirse a las siguientes afirmaciones: 1) Debía sufrir mucho y ser reprobado por
los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas (y) ser condenado a muerte; 2) El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres (y lo matarán, Mt, Me); 3) Subimos a Jerusalén y el Hijo del hombre será entregado (a los gentiles, Le) a los sumos sacerdotes y a los escribas; lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles (Mt, Me). Ahora bien, tres puntos principales en este núcleo merecen cuidadosa consideración. En primer lugar, la mención en la tercera predicción de Jerusalén como lugar de destino de un proceso que llevará a esos acontecimientos previstos sirve para situar las tres predicciones antes de la (¿única o última?) subida de Jesús a la ciudad santa. Por otra parte, el que la primera predicción esté invariablemente situada en los tres sinópticos inmediatamente tras la confesión mesiánica de Pedro nos permite situarla después del ministerio de Jesús en Galilea, terminado con toda probabilidad por una crisis. Nótese a este respecto que el contexto de esta confesión nos muestra que se trata de una conversación privada entre Jesús y sus apóstoles y deja prácticamente entender que no todos participaban de la certidumbre de Pedro. En segundo lugar sorprende la ausencia en las tres predicciones del grupo con el que, de acuerdo a los tres sinópticos, Jesús ha tenido que luchar de manera más constante y profunda: los fariseos. Es cierto que algunos «ancianos» o miembros del sanedrín serían sin duda fariseos; pero sorprende de todos modos la omisión explícita de éstos, siempre presentes en las más significativas controversias religiosas de Jesús. Es de notar, en tercer lugar, el acento puesto, por lo menos en dos de las predicciones, sobre las autoridades religiosas jerosolimitanas: sumos sacerdotes acompañados de sus «funcionarios», los escribas. A esta, por así llamarla, «burocracia religiosa» se le añade, con toda lógica, en la primera predicción la mención de «los ancianos», es decir, del consejo consultivo que daba fuerza a las decisiones de aquélla. Tratemos ahora de ver cuál puede ser la significación de estos tres elementos, dando por sentado que las predicciones (así reducidas a su núcleo y desprovistas de adiciones pos-pascuales) se remontan a Jesús mismo. Nótese además, como ya indicamos, que las consecuencias de este estudio no pierden su vigencia por el hecho de ser consideradas fruto de la observación de la primera comunidad cristiana en lugar de predicciones directamente atribuibles a Jesús.
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14 Con respecto a este punto clave, Pannenberg se contenta con escribir: «El cargo de blasfemia (Me 14,64) por razón de apropiarse de un poder y de una autoridad que únicamente correspondía a Dios debió haber sido el auténtico motivo de la acción de las autoridades judías contra Jesús, fueran cuales fueran los pretextos concretos con los que se promovió la acusación en sí misma» (op. cit., p. 312). Kasper, por su parte, añade algo importante (que subrayamos): «Más difícil que la cuestión de por qué fue condenado Jesús por Pilato, lo es esta otra: cuál fue la razón de que lo condenara el sanedrín. Pero parece que en el proceso de Jesús ante el sanedrín jugaron dos cosas: la cuestión mesiánica, importante para la acusación ante Pilato, y la palabra de Jesús sobre la destrucción del templo. Con ello se debía probar que Jesús era un falso profeta y blasfemo, contra lo que existía la pena de muerte (cf. Lv 24, 16; Dt 13,5ss; 18,20; Jr 14,14ss; 28,15-17)», op. cit., p. 139. H . Küng va aún más allá al encabezar el párrafo consagrado a esa pregunta con estas palabras: «Se ha constatado una y otra vez con gran asombro de unos y de otros, que los relatos evangélicos del proceso a Jesús apenas detallan los motivos por los que Jesús de Nazaret fue condenado a muerte» (op. cit., pp. 368ss).
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Til anuncio central de Jesús
Respecto al primer punto, según dos sinópticos (Me y Le), ya durante el ministerio de Jesús en Galilea —provincia bajo la jurisdicción de Herodes— los adversarios de Jesús habían conspirado para deshacerse de él. Así debe entenderse la advertencia que, según Lucas, hacen algunos fariseos a Jesús: «Sal y vete de aquí porque Herodes quiere matarte» (Le 13,31-33)1S. Pocos datos tenemos que confirmen la verosimilitud de tal intención en Herodes mismo. Pero Marcos, probablemente más fidedigno en esto, nos informa de un complot contra Jesús, casi desde el comienzo de su ministerio en Galilea, donde intervienen herodianos. Después de dos duras controversias de Jesús con los fariseos acerca de la observancia del sábado, se nos informa: «En cuanto salieron, los fariseos se confabularon con los herodianos contra él para ver cómo eliminarlo» (Me 3,6). Decíamos antes que un tema «religioso» como el de la observancia del sábado, cualquiera que fuera la legislación vigente contra los violadores, difícilmente hubiera llevado a la muerte violenta de Jesús de no existir un grupo sinceramente fanático en materia religiosa. Y nos preguntábamos si ese grupo existía. La respuesta debe ser afirmativa: existía y estaba compuesto por los fariseos 16.
En las circunstancias narradas por Marcos, ese grupo pudo, verosímilmente, concebir un odio mortal de origen religioso contra Jesús. Ese primer complot parece confirmar esta hipótesis, sobre todo si se tiene en cuenta que, en el mismo contexto galileo, las controversias fueron numerosas y violentas y que la ubicación cronológica que da Marcos al complot puede, como otros datos marcianos de este tipo, no ser absolutamente exacta. Lo cierto es que los fariseos, no obstante su importancia y prestigio, carecían de autoridad y poder para deshacerse de Jesús. Y no estando dispuestos al asesinato individual, por una u otra razón, tienen que aliarse con otros que la posean, y ciertamente en el terreno político. Al explicitar Marcos que «salieron de la sinagoga» para tal confabulación, parece sugerir que sus aliados se encontraban fuera. No es probable, en efecto, que el respeto por la santidad del lugar —la sinagoga no era un templo— haya impedido que la confabulación se realizara dentro de sus muros. Sea de ello lo que fuere, y aun suponiendo que los herodianos no frecuentaran la sinagoga, ello no quiere decir que fueran arreligiosos ni menos irreligiosos. Pero otros intereses eran dominantes entre ellos. La Biblia de Jerusalén los define, no sin razón, por su característica más saliente: «judíos políticos» ". El evangelista no nos dice qué razones fueron aducidas por los fariseos para establecer un terreno de lucha común. Sólo tenemos que suponer que presentaron a los herodianos las consecuencias políticas de la predicación religiosa de Jesús. La concepción que Jesús tenía del reino de Dios y de sus extrañas preferencias y el derribar las barreras de la ley poniéndola al servicio del hombre no eran sólo una herejía: para quien las entendiera podían ser consideradas como una llamada a la subversión. Tal vez sea un recuerdo de ésto el que, al final de su vida, Jesús sea presentado como un «agitador» «desde Galilea» (Le 23,5).
15 No debe extrañar demasiado que esta advertencia esté hecha por fariseos (si se da crédito a Me 3,6). Por lo pronto, éstos no formaban, contrariamente a simplificaciones literarias, un grupo monolítico. Por otra parte, la advertencia pudo constituir una trampa para anular a Jesús, ya sea llevándolo a esconderse, ya sea haciéndolo subir a Jerusalén donde los fariseos contaban con aliados más interesados y poderosos que los herodianos de Galilea. 16 El que la preocupación religiosa de los fariseos fuera mera fachada para ocultar ambiciones de prestigio (cf. Mt 23,4), amén de que puede ser una interpretación pos-pascual de la resistencia opuesta por el judaismo a la primitiva Iglesia, no debería tomarse como una negación sin matices de su sinceridad. Con la excepción de los esenios, que huían del mundo, no había sin duda en Israel otro grupo que tomara más en serio la fe yahvista y lo que entendían eran sus exigencias. Hay en esto un punto común entre los fariseos y Jesús que no excluye, sino tal vez explica, la dureza de la polémica que Jesús mantiene con ellos. Se ha pretendido ver una relación mucho más íntima todavía entre Jesús y los fariseos. Jesús habría sido una especie de fariseo hereje. John T. Pawlikowski, en un curso dado en África del Sur, declara que «mi investigación me ha llevado a concluir que Jesús participó teológica y políticamente en el movimiento general de los fariseos». Y, más en particular: «No queda la menor duda de que las concepciones fariseas de la Tora oral, del rabinismo y de la sinagoga jugaron un papel significativo en el desarrollo de la autoidentidad de Jesús». Donde el artículo parece perder pie, o por lo menos equilibrio, es cuando sitúa el movimiento fariseo en continuidad con el profético, y como defensor del pobre. Creemos percibir aquí, a pesar de las explícitas menciones de la dimensión política, una falta
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de sospecha ideológica. Sin duda los fariseos reconocían el valor revelatorio de los profetas y de las prescripciones sociales de la ley; pero ¿qué uso hacían de la ley como tal, por ejemplo en lo concerniente al reposo sabático? La revolución copernicana que intenta Pawlikowski cae, a nuestro parecer, en la trampa de olvidar, por declaraciones aisladas, el impacto ideológico global de la teología farisea (cf. J. T. Pawlikowski OSM, Social Ethics: Biblical and Theological Foundations, artículo que publicará la Asociación regional de obispos católicos de África del Sur. Curso dado en Swazilandia en agosto de 1977). 17 Op. cit., p. 1349. m
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Puede ser que los herodianos se desinteresaran o que no lograran convencer del peligro al hedonista superficial que parece haber sido Herodes. Puede ser, sobre todo, que las razones parecieran demasiado sutiles a unas autoridades cuya base no era ciertamente religiosa, sino el apoyo armado del Imperio. Lo importante es que el esquema tenía verosímilmente que repetirse en Jerusalén porque las mismas fuerzas allí presentes cobrarían una radicalidad y conflictividad explosivas. Ello aparece, en buena medida, en la respuesta que Jesús envía a Herodes según Lucas. El sabe que su destino se jugará, y por las mismas razones, en Jerusalén (cf. Le 13,33), sin duda porque es allí, y sólo allí, donde interpretación religiosa (profética) y razón de estado se hallan intrínsecamente ligadas. Respecto, pues, al segundo punto, no debe extrañar la desaparición explícita de los fariseos en las predicciones que conciernen a los acontecimientos que han de tener lugar en Jerusalén. Y no ciertamente porque no existieran allí fariseos o no fueran en la capital tanto o más importantes que en Galilea 18. Es que los protagonistas han cambiado, aunque el esquema básico de la confabulación se reproduzca. ¿Por qué? Porque un nuevo grupo captará aquí, con más inteligencia y más poder, lo que los herodianos no supieron calibrar en Galilea: el peligro político de Jesús. Los fariseos desaparecen de la escena —en las predicciones— por haber ya cumplido su papel ideológico: el de su fanatismo religioso. En efecto, este grupo plantea un caso ilustrativo y extraño. Jesús, sin lugar a dudas, desde su visión de Dios, descarga contra ellos sus más decisivos golpes. Son sus enemigos por antonomasia o, sí se prefiere, los enemigos por excelencia del Dios que Jesús revela como centro del reino inminente. Y para caracterizarlos y atacarlos en su concepción religiosa, usa una etiqueta que les ha quedado ligada desde entonces en el lenguaje de Occidente: hipócritas 19.
Este calificativo, sin embargo, merece reservas o, al menos, distinciones. La palabra abraza actitudes que pueden ir desde la simple mentira (disfrazada, pero consciente) a la mala fe (responsable en su origen, pero inconsciente en sus ulteriores desarrollos). Es verdad que Jesús los ataca por ambos capítulos. Según Mateo, Jesús habría atribuido globalmente la religiosidad de los fariseos a una mera ambición de prestigio (hipocresía como mentira): «Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres... van buscando los primeros puestos en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, que se los salude en las plazas y que la gente los llame 'rabbí'» (Mt 23,5-6). Marcos, la única vez que presenta a Jesús dirigiendo a los fariseos la acusación de hipocresía, se refiere a algo mucho más radical: a la deformación profunda de una religión profesada «de corazón», pero que insensiblemente se ha vuelto contraria a sus propias raíces iniciales. El fanatismo legalista los ha llevado a un fanatismo donde la misma ley es desconocida y las tradiciones ocupan su lugar (hipocresía como mala fe). La misma palabra «tradición» implica ese lento e insensible oscurecimiento de la capacidad de juzgar (cf. Me 7,1-6; Mt 15,1-7). Todo lo que sabemos de los fariseos, tanto por los evangelios como por testimonios extrabíblicos nos los muestran como un grupo sincera y fanáticamente religioso (la sinceridad y el fanatismo muy a menudo acompañan los últimos desarrollos de la mala fe). Eso sí, de un terrible legalismo. Si hay hipocresía en ellos es más bien la que viene, más allá de toda deformación consciente en busca de privilegios, de una dureza de corazón (corazón, sede del juicio) que se traduce en insensibilidad frente a las necesidades evidentes del prójimo, invocando preceptos superiores y divinos. Ya tendremos ocasión de estudiar (como ya se hizo parcialmente en el volumen anterior) la polémica de Jesús contra tal concepción de Dios, polémica que, para los fines de este capítulo, podría ser resumida, en cuanto concierne a la posición de Jesús, por las palabras marcianas: «el sábado ha sido instituido para el hombre, y no el hombre para el sábado» (Me 2,27).
Más aún, de acuerdo a Marcos y Mateo, también en una ocasión los fariseos se unen con los herodianos en Jerusalén para poner una trampa político-religiosa a Jesús: ¿qué hacer con el tributo al César? (Me 12,13; Mt 22,16). La aplicación abundante (catorce veces) del sustantivo hipocresía o del adjetivo hipócritas, y sólo para caracterizar a los fariseos, es propia de la tradición de Mateo. Marcos atribuye sólo dos veces hipocresía a los oyentes de Jesús, y sólo una de ellas se refiere a los fariseos. Es interesante que esta caracterización aparece justamente a propósito de la trampa que, a pro-
pósito del tributo al César, le tienden juntos fariseos y herodianos (Me 12,15). La única atribución de hipocresía que, aparte de esta última, aparece en el Evangelio de Marcos y paralelos, responde a la pregunta de por qué Jesús habla en parábolas, y se aplica al pueblo de Israel, para explicar teológicamente su sustitución como pueblo de Dios en su misión propia y exclusiva (cf. Me 7,6 y par.).
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Pero hay un punto esencial que es preciso comprender a partir de lo que precede: los fariseos tenían una importante función en la sociedad de Israel. Y ello a pesar de no tener o precisamente por no tener prácticamente autoridad política alguna. No cabe duda de que esa función está íntimamente ligada con el prestigio (que Mateo les atribuye como motivo religioso), es decir, con su autoridad moral. Para todo Israel, eran el grupo que representaba la ley, interpretada con autoridad intelectual y tomada en serio (hasta el fanatismo). En ese mismo sentido, representaban, como Jesús mismo lo dice, las «tradiciones» de los antepasados, lo más propio y enraizado de la cultura y de la nacionalidad judía. El punto de apoyo para apelar a una grandiosa identidad nacional. Una vez más, fuera del prestigio, poco se lucraban ellos con la estructura sociopolítica de Israel. Pero, por eso mismo, la sancionaban con más autoridad y objetividad mediante la interpretación de la ley. No hay que olvidar, en efecto, que de la ley y de su interpretación dependía el status de cada uno —y de cada grupo— en Israel. Los enfermos, los marginados, los ignorantes, los pobres, los acorralados en situaciones sin salida moral, todos encontraban en esas interpretaciones de la ley la sanción divina y, por tanto, la justificación de su triste situación en la sociedad. Quienes representaban, pues, de la manera en apariencia más neutra y desinteresada tal «justicia» divina, dividiendo los papeles sociales en la tierra, constituían así (conscientemente o no) el más poderoso aparato ideológico, por medio del cual las verdaderas autoridades lograban introyectar, aun en las víctimas del sistema imperante, su justificación en nombre de Dios. Por eso mismo, el descrédito «religioso» de los fariseos —parte esencial de la predicación de Jesús— fue considerado, y con razón, como la acción política más subversiva. No porque nadie pensara que se deslizaba indebidamente de un plano a otro, sino porque percibían cada vez más claramente las consecuencias políticas de un mensaje que seguía siendo intrínsecamente religioso. En realidad, muchísimo más subversivo era este mensaje —puesto que muchísimo más eficaz— que el tratar de atentar con medios políticos contra las autoridades que dominaban el sistema social de Israel. Estas representan, pues, una nueva fase en la lucha emprendida por Jesús, a la vez que se vuelven centrales en su predicción de un porvenir doloroso. En Jerusalén, sede y baluarte de esa auto-
ridad, los fariseos dejan de ser el núcleo decisivo; el ataque contra ellos alcanza, por fin, en su propia sede, a sus verdaderos destinatarios políticos: los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas. Llegamos así al tercer punto de nuestro estudio de las predicciones. Cuando éstas deben precisar quiénes serán los adversarios que llevarán a Jesús a la muerte hallamos mencionados, en dos ocasiones, a los sumos sacerdotes y los escribas, y en una de ellas también a los ancianos. Dejemos, por el momento, la significación que puedan tener «los hombres» a quienes, según la predicción considerada más antigua, Jesús va a ser entregado. Por lo pronto, la unión de ancianos, sumos sacerdotes y escribas designa a los componentes del gran sanedrín en tiempos de Jesús, o sea, la autoridad que juzgaba en todo lo tocante a lo religioso y aun en materia civil, con excepción de causas graves, que concernieran por su naturaleza también a las autoridades romanas, en cuyo caso éstas asumían la jurisdicción. En segundo lugar, la conjunción de «sumos sacerdotes y escribas» designa exactamente lo que, en términos modernos, llamaríamos el clero judío de la época x, por oposición al laicado. En efecto, los escribas, algo así como nuestros teólogos o moralistas, eran ordenados —por imposición de manos 2I — para desempeñar esa función, que consistía primariamente en la interpretación de la ley y su aplicación a los casos prácticos, no siempre comprendidos literalmente. En otras palabras: la combinación de «sumos sacerdotes y escribas» comprende la autoridad religiosa oficialmente constituida e indiscutible como tal en Israel. Finalmente, cuando se habla —en Jerusalén— de todos estos componentes del sanedrín se alude a su tendencia político-religiosa
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20 Es cierto que, verosímilmente, al emplear los evangelistas a menudo el término «sumos sacerdotes» en plural —como componentes del sanedrín— se refieren no sólo a los que habían ya desempeñado alguna vez el cargo, sino a representantes de las grandes familias sacerdotales, es decir, a aquellos que contaban con algún «sumo sacerdote» presente o pasado entre su parentela. En todo caso, constituían lo más conspicuo de la casta o linaje sacerdotal o, en términos nuestros, clerical. 21 Cf. J. Jeremías, Teología..., op. cit., p 172. Según éste, la búsqueda de prestigio sería propia de los escribas (cf. ib'td., p. 174), como lo atestiguarían, contra la confusión de Mt 23,5, las versiones de Le 20,46 y Me 12,38. Lo más probable es que fuera característica de ambos grupos (que, por otra parte, no se excluían). Además es interesante que, de acuerdo con la versión de Marcos y Lucas, los escribas, por su status clerical (no así los fariseos como tales), unían la ambición de prestigio a la opresión económica de los desvalidos.
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dominante (aunque no única): constituyen, además de un soporte fundamental, la representación más visible del partido sacerdotal o saduceo. Es verdad que los fariseos —grupo de por sí laico— contaban entre sus adeptos muchos escribas (y así se habla en los evangelios de «escribas de los fariseos», como en Me 2,16, con más propiedad que de «escribas y fariseos», como en Mt 5,20). Pero el partido sacerdotal o saduceo era dominante, sobre todo en torno de su baluarte: el templo. Como se sabe, existían diferencias teológicas entre fariseos y saduceos —entre otras, la creencia o no en la resurrección (cf. Hch 23,1-8)—, pero el «partido» saduceo, más que como una sincera secta religiosa (oponente a la farisea), aparece interesado en su propio poder y en los beneficios de éste mucho más que en la profundidad o pureza de sus opiniones religiosas H . Los saduceos eran, como los herodianos, «judíos políticos», en relación estrecha con las otras fuentes o soportes de poder: Herodes, los romanos, la plebe de Jerusalén al servicio del templo. Sólo que, en esta alianza de intereses, podían no sólo escudarse en razones religiosas dotadas de autoridad oficial, sino también en su poder propio de presión sobre otras autoridades meramente políticas. La perspicacia con que los fariseos descubrieron el aspecto político de la predicación de Jesús debía, así, influenciar finalmente de un modo mucho más decisivo al partido saduceo en Jerusalén que al partido herodiano en Galilea. Las diferencias con los fariseos no jugaban aquí papel alguno. Lo jugaba, sí, el hecho central de que los saduceos tenían mucho más —y cosas más palpables— que perder con el reino de Dios anunciado «con poder» por Jesús. Este no podía ser —y no fue— inconsciente de la incidencia política de su mensaje. Y de su mortal conflictividad cuando llegaba a afectar intereses tan concretos. De ahí la verosimilitud de sus predicciones. Este complejo de motivaciones, mucho más terrestre y «humano» que el que jugaba en la polémica con los fariseos, había de decidir, pues, su destino en Jerusalén. Esto explica tal vez la segunda predicción, considerada por muchos exegetas como la más 22 Los evangelistas, que no tienen obviamente simpatía alguna por los fariseos, parecen despreciar aún más a los saduceos por su superficialidad religiosa y cinismo oportunista. Algo de eso se transparenta en la pregunta que dirigieron a Jesús sobre la resurrección.
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antigua y digna de crédito (en cuanto pre-pascual): «el Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres». Por lo pronto, hay en ella, con toda probabilidad, una forma gramatical llamada pasivo divino, es decir, un procedimiento destinado a evitar la multiplicación del nombre de Dios, cuando éste era el sujeto activo de la acción. Debemos entender, por lo tanto, que, en Jerusalén, Dios entregará al Hijo del hombre en manos de los hombres. Entendida así la segunda predicción, parece íntimamente relacionada con la exclamación de Jesús —ipsissima vox Jesu, con toda probabilidad— en la cruz: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» 23. La piedra de toque de la revelación religiosa de Jesús será así el momento en que los intereses humanos sean manifestados y amenazados. Cuando las pretendidas autoridades «religiosas» tengan que mostrar los mecanismos «humanos» a que obedecen. Cuando los que pretenden tener fe en Dios tengan que poner de manifiesto con qué «ideología» tratan al hombre (cf. 1 Jn 4,20). El núcleo esencial de las tres predicciones, hechas en la mitad del ministerio de Jesús, proyectan así una luz muy clara sobre el significado que éste daba a su mensaje. Se explica de este modo que, una vez en Jerusalén, no haga nada —más bien que haga todo lo contrario— por disipar ese malentendido mortal que lo va necesariamente a presentar como agitador político. Y no lo hace porque no hay tal malentendido. Cuando sea entregado a los hombres, será porque su mensaje habrá llegado a su término natural, porque habrá sido definitivamente comprendido M . * * # 23 Se podría objetar que la pregunta no tiene sentido si la predicción es auténtica. Bastaría, empero, para solventar el problema, con considerar como pos-pascual la predicción precisa de la muerte que, implícita o explícitamente, sigue a los dolores de la «entrega». Jesús podría haber esperado una intervención de Dios entre esa entrega y la muerte misma. Es de notar, en este sentido, que la segunda predicción, considerada por varios como la más antigua, se detiene, en Lucas, con la «entrega» y no añade la muerte. Existen, además, otras explicaciones que muestran como compatibles la predicción y la queja en la cruz. 24 A partir de ahí los exegetas pueden discutir si Jesús prevé o no una intervención victoriosa de Dios liberándolo, o su muerte y aun su resurrección. Las predicciones sobre estos dos últimos hechos, aunque presentes en las tres versiones, podrían ser pos-pascuales. No obstante se hace difícil negar que Jesús haya previsto su muerte frente a testimonios tan aparentemente pre-pascuales como la parábola de los viñadores homicidas.
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Se cierra así el círculo. Desde el principio hasta el fin, desde los adversarios hasta Jesús mismo, todo y todos muestran que la revelación de Dios en Jesús fue intrínsecamente política, sin dejar por eso para nada de ser religiosa, en el sentido de apelar a una fe verdaderamente tal. Dios no puede comunicarse al hombre sino asumiendo, de la manera limitada propia de todo lo histórico, el lenguaje de la significación y de los valores humanos en uno de los planos de la existencia. El plano político no es más indigno que otros de vehicular tal revelación. No compromete ni enturbia más que cualquier otro el contenido religioso que se quiere verter en él. Al final de estos dos capítulos sobre el tema, vale la pena, una vez más, volver a confrontarnos con la pregunta: ¿fue Jesús un político? Decir que Jesús no fue un político «profesional», que no fue autor ni tributario de ninguna «ideología» política, puede constituir una falta histórica más grave que un simple anacronismo. Porque, ¿qué es un «político», o un político «profesional», en nuestros días? Alguien que ejerce o crea (de manera abierta y explícita) un sistema de medios políticos para ponerlos al servicio de una fe, es decir, de una concepción determinada de la significación del hombre y de su existencia social, sea esa fe religiosa o no. Y ¿no existen acaso esas mismas dos dimensiones en la actuación de Jesús? ¿Diremos que alguien es tanto más «político», en sentido «profesional», cuanto más oculta los valores que sirve, para preocuparse única o casi únicamente de los «medios»? Claro está que, en ese sentido, Jesús no podría ser tenido como político. Pero ¿no es eso desacreditar la función política contra el mismo lenguaje, que nos hace designar como grandes políticos a quienes se han preocupado por expücitar y propagar muy claramente los valores que servían, y como meramente «politiqueros» a quienes sólo se preocupan de obtener poder, sin saber o sin pensar para qué? Es posible igualmente empeñarse en llamar «políticos» sólo a los que han ejercido de hecho el poder. Pero eso también choca contra el extendido reconocimiento histórico de la importancia «política» de hombres que, sin ejercer jamás el poder, orientaron la acción política de otros. Se dirá, finalmente, que, por lo menos hoy día, nadie puede seriamente pensar en orientar su acción política de acuerdo al evangelio de Jesús. Indudablemente, si esa negación se toma a la
letra. Pero, en el fondo, ¿por qué no? Se pretenderá tal vez que éste sólo puede ofrecer principios generales y que la política real exige medios concretos —ideologías— que actúen como palanca sobre la historia. Pero he aquí el anacronismo: Jesús fue sumamente concreto en su época, hasta obligar a sus enemigos «políticos» a darle la muerte como único medio de evadir su poder. ¿Por qué, entonces, se llama hoy abstracto lo que fue ayer concreto y eficaz? ¿No será porque ya no creamos cristologías, si es que podemos usar este término en ese sentido positivo? La cristología única, como tentativa de convertir en tratado lo que en Jesús fue vida, proyecto, concreción situada, sólo puede escapar al problema del tiempo mediante la abstracción. Una fe sin ideologías evita ciertamente el «peligro» de llamar político a Jesús. Pero el precio de esta neutralidad segura es la insignificancia de Jesús para el hombre. Y la imposibilidad de la fe.
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CAPITULO III
LA CERCANÍA
DEL
REINO
Este capítulo, donde, como en círculos concéntricos, volveremos a tratar puntos fundamentales de los dos anteriores, no constituye ni un resumen de ellos ni menos aún una corrección «religiosa» de lo que allí se ha denominado, y con razón, «político». En realidad, los capítulos anteriores han pretendido abrir el camino para dos cosas decisivas. Nos preguntamos cómo fue que un hombre común, sin autoridad religiosa alguna —un laico en el sentido pleno de la palabra— comenzó a interesar a sus contemporáneos. Y ello sin predicarse a sí mismo. ¿Cómo pasó a través de la poderosa y compleja estructura religiosa de Israel para suscitar el interés concreto y apasionado de sus contemporáneos? Cuando, desembarazados de tenaces lugares comunes, planteamos rigurosa e históricamente este problema, comprendemos que ese interés se debió a que la predicación de Jesús afectaba de manera muy concreta a la vida del hombre del pueblo. Y que así fue hasta el fin, fin «político» si los hay, fruto lógico de la confilctividad desatada por él y no de un error o de un engaño jurídico. En otras palabras, que la fuerza del mensaje predicado por el Jesús «histórico» no procedió de que, desde el comienzo, se vislumbró en él al fundador de una nueva religión \ La segunda cosa, que puede parecer opuesta, es que no por esas consecuencias concretas, de naturaleza política, del mensaje 1 El corte, hoy obvio, entre religión judía y religión cristiana, no existe en absoluto para varios escritos neotestamentarios, como, por ejemplo, para Mateo. Para este evangelista es, por el contrario, evidente que Jesús se sitúa en la mejor tradición profética de la religión judía, corrigiendo sus desviaciones. Véase, en este mismo sentido, cómo su versión de la parábola de los remiendos difiere de la de Lucas. Mientras que a este último le interesa que no se destruya un vestido nuevo para remendar uno viejo, a Mateo le interesa que no se remiende un vestido viejo con paño nuevo, dado que la solidez de éste constituye una amenaza —más bien que una solución— para el problema de mantener en vigor lo antiguo (cf. Le 5,36ss y Mt 9,16ss).
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La cercanía del reino
y de la actuación de Jesús, dejaron éstos de ser religiosos. Y no ciertamente «por añadidura». No se trata, pues, de elegir el otro término de la alternativa ni de complementar una cosa con la otra para equilibrar ambas dimensiones. Lo que hemos querido mostrar hasta aquí, y seguiremos mostrando en lo que sigue, es que todo lo que Jesús de Nazaret hizo y dijo tuvo intrínsecas implicaciones políticas, no meras «aplicaciones» hipotéticas. Que expresó su mensaje religioso en clave política. Que de esa manera manifestó a Dios. Y, por tanto, que sólo entendiendo la carga política que tienen (en su propio contexto) expresiones en apariencia meramente religiosas captamos la verdadera intención de Jesús y la auténtica interpretación (religiosa) de su mensaje. Teníamos que destruir previamente ese malentendido hermenéutico de la alternativa «o político o religioso» para poder continuar nuestra exégesis de lo que Jesús históricamente fue. Con esta doble hipótesis de trabajo vamos, pues, en lo que sigue a tratar de interpretar el mensaje global de Jesús de Nazaret. Volveremos, sí, a pasar por puntos ya estudiados, pero veremos cómo ellos no constituyen solamente «aplicaciones» aisladas (o exageradas) a otros planos diferentes del religioso, que aparecerían aquí y allá, sino verdaderos centros que articulan y hacen comprensible todo el resto. En efecto, si nuestro primer tomo tenía razón en su análisis de la fe, una auténtica fe religiosa no es tal por versar sobre un plano particular que llevaría ese nombre. La fe religiosa siempre estará transmitida en clave antropológica, es decir, en uno de los planos de valores que busca el hombre para dar sentido a su existencia. Lo religioso no es uno de esos planos: es una cualidad de la fe. Y aunque lo político no sea un plano exclusivo o privilegiado para vehicular cualquier fe religiosa, ya hemos comenzado a comprender que lo que la historia puede saber de Jesús de Nazaret muestra que ése fue el plano donde el «Jesús histórico» tuvo su destino significativo desde el comienzo al fin de su ministerio.
cuanto a Lucas, la versión de la predicación de Jesús al comenzar su ministerio en Galilea la tenemos, con un llamativo paralelismo de motivos, en el episodio de la sinagoga de Nazaret (Le 4,16-21). Frente a ese compendiado resumen surgen espontáneamente varias preguntas: ¿en qué consistía ese «reino de Dios» que se aproximaba?; ¿por qué o para quiénes constituía un «evangelio», esto es, una buena noticia?, y ¿por qué esa buena noticia exigía «cambiar de mentalidad», es decir, conversión, para «ser creída»? Si nos abstenemos de imponer a tales cuestiones las soluciones prefabricadas de nuestra teología encontraremos la respuesta en los mismos sinópticos y, en particular, en los dos que dependen de Q, Mateo y Lucas. En efecto, el primer desarrollo del compendio de la predicación galilea lo hallamos en el primer discurso de Jesús citado in extenso: el que podríamos llamar, con Mateo, el «sermón de la montaña», o con Lucas, el «sermón de la llanura». Y todavía de modo más concreto, en las declaraciones de felicidad —o bienaventuranzas— que lo encabezan2. Una cosa sorprende, sin embargo, aquí. Tanto Mateo como Lucas parecen, ya sea por la forma típica y solemne que les dan, ya sea por el contexto significativo en que las ponen, respetar palabras de una importancia clave en el mensaje de Jesús. ¡Y, no obstante, hacen decir a Jesús cosas muy diferentes! Aun prescindiendo del recurso comparativo a la fuente común y a lo que podemos saber sobre ésta, la mera lectura de los evangelios en cualquier traducción basta para acusar esa diferencia desorientadora. Según Lucas, Jesús habría declarado felices a los cristianos («levantando los ojos hacia sus discípulos... vosotros») en su situación real de pobreza, hambre y aflicción. Según Mateo, Jesús habría declarado felices a los que (¿judíos?, ¿cristianos?, ¿hombres?) poseyeran la «pobreza en (o de) espíritu», el «hambre de justicia» y otra serie de virtudes. J. Dupont muestra cómo un motivo teológico —la inerrancia de las Escrituras— impidió durante siglos a los exegetas reconocer esta obvia diferencia y plantearse la pregunta de cuál de las versiones era la verdadera. En otras palabras: la lógica exige que una por lo menos, si no las dos, tiene que haber entendido la expresión
I Ya hemos aludido al resumen que ofrece Marcos de la predicación inicial de Jesús en Galilea: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca: convertios (cambiad de mentalidad) y creed en la buena noticia (evangelio)» (Me 1,15; cf. Mt 4,17). En
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2 En la exégesis de las bienaventuranzas seguimos la obra clásica de J. Dupont, Les Beatitudes. Le probléme littéraire. Le message doctrinal, 3 vol. (Brujas-Lo vaina 1954) espec. III; así como su continuación y profundización por André Myre en varios, Cri de Dieu. Espoir des pauvres (Ed. Paulines, Montréal 1977).
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de Jesús de manera impropiada. Ello, por supuesto, si se entiende por «inapropiado» un sentido distinto del dado por Jesús mismo 3 . ¿Cómo explicar esta escandalosa diferencia en punto tan central? Presentimos que algún obstáculo inherente a este punto específico del mensaje de Jesús debe estar en el origen de esta dificultad en recordar su tenor exacto. Pues bien, si seguimos a grandes rasgos el camino de la redacción de este pasaje", hallamos lo siguiente. Primero. La forma más corriente y natural (con numerosos ejemplos en el Antiguo Testamento y aun en los mismos evangelios) es la de las bienaventuranzas en tercera persona: felices los que... Probablemente la cuarta bienaventuranza de Q (y de Lucas), venida de otro contexto, contenía una predicción de persecuciones futuras, semejantes a las de Jesús, y que habrían de caer sobre sus seguidores. Lógicamente, esa bienaventuranza especial, como ocurre en el texto de Mateo, en esto igual a Lucas, exigía la segunda persona del plural: felices vosotros cuando... Ante esta situación de tres bienaventuranzas en tercera persona y una en segunda, Lucas tiene que haber preferido una unificación y haber elegido para ello la segunda persona, consciente de que así trasladaba las bienaventuranzas a la Iglesia continuadora de Jesús y, por ello mismo, perseguida, pobre, hambrienta y afligida. Pero, en este punto, poca duda cabe de que el original debió responder a la forma en que Mateo lo expresa: las tres primeras bienaventuranzas de Q deben haber ido en tercera persona del plural: felices los que... 5 . Segundo. Lo que Lucas consigue haciendo concordar las tres primeras bienaventuranzas con la cuarta, Mateo lo efectúa poniendo
las tres bienaventuranzas (más otras cuatro explicativas que añade) al servicio del tema general que le sirve para centrar el sermón de la montaña: el programa de una justicia «mayor que la de los escribas y fariseos» (Mt 5,20). Quien dice «justicia» dice camino de virtudes 6 . Así, Jesús, según Mateo, declara felices a los poseedores de las principales virtudes que componen la justicia cristiana, culminación, por otra parte, de la auténtica justicia veterotestamentaria. Las situaciones de las bienaventuranzas originales se transforman esta vez en virtudes: la pobreza, en «pobreza de espíritu»; el hambre, en «hambre de justicia», etc. Tercero. Uniendo estas dos dislocaciones redaccionales divergentes, y suprimiéndolas, tendremos el texto probable de Q, la fuente común a Mateo y Lucas: «Felices los pobres..., felices los que lloran..., felices los que tienen hambre...». En otras palabras: la declaración de felicidad va a quienes están comprendidos en una situación determinada que no es específica de la comunidad cristiana. Esta situación es siempre de dolor y de necesidad. ¿Dónde está la dificultad de las tres primeras bienaventuranzas así redactadas? ¿Por qué la expresión de Jesús tan simple y clara hubo de aplicarse o explicarse por caminos tortuosos que sólo tienen en común el reducir la amplitud de las bienaventuranzas? Para comenzar a responder a estas preguntas debemos recordar que se trata, ni más ni menos, como dijimos, de definir en qué consiste ese reino de Dios que llega con Jesús. Las bienaventuranzas lo definen, ya que no sólo declaran felices a tres categorías de personas, sino que aducen el porqué de tal declaración. Y aquí tenemos dos elementos más que añadir a los tres anteriores. Cuarto. En efecto, los pobres son felices, nada menos que «porque de ellos (no de vosotros, como en Lucas) es el reino de
3 Ya hemos tenido ocasión de comprobar que los evangelios dan a muchas de las parábolas de Jesús «moralejas» que no eran las que Jesús sacaba de ellas. Pero tal vez esto se considere menos grave que la misma libertad tomada a propósito nada menos que del sermón de la montaña. 4 Cf. André Myre, op. cit., pp. 75-104. 5 Otro signo de esta unificación forzada es que el vosotros que, en las bienaventuranzas propiamente dichas, se explica gramaticalmente porque Jesús está mirando hacia sus discípulos (sea el pequeño grupo, sea la multitud considerada por Lucas como en camino hacia el discipulado), se vuelve artificio verbal en los ayes. Los destinatarios de estos últimos, en efecto, no están presentes, a pesar de lo que permitiría pensar el vosotros que, por paralelismo con las bienaventuranzas, se usa también para ellos. Por eso, al terminar los ayes, Lucas, consciente del artificio, corrige la irrealidad del segundo vosotros (que, en realidad, es una tercera persona): «...pero yo os digo, a vosotros que me escucháis...» (Le 6,27).
6 Ese es el sentido que la palabra va adquiriendo, sobre todo a partir de la literatura bíblica sapiencial. El esfuerzo exegético de Porfirio Miranda en su obra Marx y la Biblia (Ed. del autor, México 1971) por mostrar que «justicia» tiene en la Biblia invariablemente un sentido sociopolítico es esclarecedor en lo que se refiere a las primeras etapas veterotestamentarias, pero parece forzado cuando el autor examina la literatura sapiencial y obras neotestamentarias centradas en torno a esa noción, como el Evangelio de Mateo y las cartas de Pablo. Lo esclarecedor de este trabajo consiste, a nuestro parecer, en liberar los textos más antiguos sobre la «justicia», del sentido «espiritualizante» que ésta adquiere sólo después (desvanecido el panorama político de Israel), así como en mostrar que siempre subsiste una dimensión sociopolítica en el término, por más que se llegue a emplearlo como sinónimo de «sabiduría», de «santidad» o, con términos aún más modernos, de «vida espiritual».
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Dios». Los pobres definen el reino porque serán sus poseedores. Para ellos viene. Hasta el punto de que quienes están en situación opuesta deberán responder lógicamente al anuncio de su llegada con un ¡ay! de dolorosa sorpresa. El reino hará que aquello que los «recompensaba», lo que hacía que valiera la pena todo lo hecho para llegar a esa situación, cese, y con ello, el sentido y el valor de la situación misma. Quinto. Y el reino viene para cambiar la situación de los pobres y ponerle fin. Que los pobres posean el reino de Dios, de acuerdo con la primera bienaventuranza, no es un mérito de ellos, ni menos aún la consecuencia de un valor que tendría la pobreza. La razón es la opuesta: lo inhumano de su situación de pobres. El reino viene porque Dios es «humano», porque no puede sufrir esa situación y viene a hacer cumplir su voluntad sobre la tierra: que la pobreza cese su obra destructora de humanidad. Así, la última parte de la segunda y de la tercera bienaventuranza explica, a su vez, el significado de la última parte de la primera: el reino hará que los que lloraban puedan reír, que los hambrientos queden saciados. O sea, que los pobres cesen de ser pobres. Hay aquí algo que ha resultado profundamente escandaloso para la teología, por poco que se reflexione sobre ello. Y no es tanto, por cierto, la preferencia de Jesús por los pobres. Aun los teólogos más conservadores convienen en que Jesús, aun dirigiéndose a todos, privilegia a los pobres en su trato y en su mensaje7. Ya veremos qué mecanismos permiten a la teología aceptar esa clara preferencia sin llegar a la terrible conclusión de que Jesús promueve, de esta manera, una especie de «lucha de clases». Por el momento veamos dónde está realmente la piedra de escándalo propiamente teológica de las tres primeras bienaventuranzas en Q (y que serían la razón de las versiones divergentes de Mateo y Lucas). Tenemos, en efecto, que recuperar el «escándalo de la cruz» (de que habla Pablo), ya que las bienaventuranzas dirigidas a los pobres por una parte y la cruz por otra constituyen diferentes etapas de un mismo camino.
Nadie mejor que J. Dupont puede guiarnos en este punto cuando, después de haber llegado a estas conclusiones sobre la historia de su redacción, se plantea el siguiente problema a propósito de la situación mayoritaria de los pobres (en Israel): «¿Será menester concluir que basta pertenecer a la masa, más o menos indiferente en materia de práctica religiosa, para asegurarse la participación en la felicidad del reino? ¡Evidentemente no! Weiss explica: "La pobreza o la opresión social no constituyen aún una razón para proclamar felices a esos hombres. Es necesario además que sean conscientes (empfinden) de su miseria. Cuando los autores del Antiguo Testamento hablan, sobre todo en los salmos, de los pobres, suponen naturalmente que, en su dolor, esos hombres ponen su única esperanza en Dios. Por más apartados que estén de la conducta irreprochable de quienes pasan por modelos de piedad, esos pecadores no han dejado que se extinguiera en ellos la chispa de la vida religiosa. Los representantes de la justicia les niegan la salvación; y ellos saben que no participarán del mundo futuro, que se presentarán al gran día del juicio con las manos vacías y, no obstante, se aferran todavía, con una esperanza muy débil y frágil, al Dios de la promesa'» 8. Hermoso texto, sin duda; sólo que ni el Antiguo Testamento es el Nuevo, ni los salmos son el evangelio, ni es seguro que los salmos hablen siempre de los «pobres de Yahvé» en ese sentido. Cuando decimos que esta dificultad «teológica» de entender en su tenor más obvio las palabras de Jesús puede ser responsable del hecho extraño de dos versiones divergentes (Mateo y Lucas) en un texto tan central no cometemos un anacronismo. El mismo Dupont cita una obra cristiana de los primeros siglos, las epístolas llamadas Pseudo-Clementinas, que, al transcribir las bienaventuranzas, «adoptan un punto de vista particular y no mencionan, por otra parte, la precisión [de Mateo] "en espíritu'». Pues bien, al problema «de saber si los pobres serán salvados aun en el caso de que fueran impíos, Pedro responde: "De ninguna manera. La indigencia del indigente no es buena si codicia lo que no conviene...'» 9. Como se ve, el escándalo teológico de las bienaventuranzas está en que hay punto después de «pobres». Según ello, pues, en su tenor más antiguo y claro, existe una relación intrínseca y positiva
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7 Ya hemos indicado el acuerdo de H. Küng sobre este punto. Lo que no le impide, como vimos, pretender que Jesús trasciende por igual derecha e izquierda —como si ambas vieran al pobre de la misma manera— así como declarar sin arribajes que «ni en Occidente ni en Oriente, ni en teoría científica ni en praxis política se ha desarrollado hasta ahora otro sistema económicosocial que elimine las deficiencias del capitalismo sin ocasionar males mayores» (op. cit., p. 47).
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J. Dupont, op. cit., p. 435 (subrayado nuestro). La cita de J. Weiss está tomada de Die Schriften des Neuen Testaments (Gotinga 1906) I, p. 240. ' Ibíd., p. 412. 11
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entre el reino y la situación de todo pobre. Entre la felicidad que trae el reino y el ser pobre, sin más. Todo lo que aquí se agregue es especulación, pero no es de Jesús. El mismo Dupont, que llega a esa conclusión exegética, la niega teológicamente, por más ilógica que resulte esta negación después del largo trabajo realizado para establecer el significado original de las bienaventuranzas. El contexto del sermón de la montaña hace suponer que si éstas, en su forma original —de acuerdo con la reconstrucción que nos lleva a Q— se remontan al mismo Jesús, tenían como naturales destinatarios a los pobres de Israel. No sólo, o no tanto, porque la predicación de Jesús de Nazaret se limitó al territorio palestino (cf. Mt 10,5-6), sino porque sus mismos términos y origen aluden a la tradición veterotestamentaria. Pero limitación no significa exclusión. Pronunciadas en nuestro contexto contemporáneo, ¿usaría Jesús los mismos términos, prescindiendo de que entre los pobres de hoy se encuentran buenos y malos, cristianos y ateos? ¿Sería, una vez más, la situación la que primaría sobre las condiciones morales y religiosas? André Myre saca, en su exégesis, las conclusiones lógicas que J. Dupont prepara con su gran estudio exhaustivo de las bienaventuranzas: «Por lo tanto, es la intuición que Jesús tiene de su Dios la que gobierna su vida y le hace elegir a quienes va a hablar de Dios. Ahora bien, es obvio que Jesús no se dirige a un grupo social o religioso que se hubiera preparado de un modo especial para recibir a Dios y que tuviera las disposiciones religiosas requeridas para ello, a un pequeño resto 10 de gente particularmente piadosa, escogida de entre una masa del mundo destinada a la perdición. Las disposiciones interiores no tienen nada que ver con la elección de Jesús; éste se dirige a los pequeños, a los marginados sociales, a los enfermos, a los desfavorecidos, a la pobre gente víctima de la injusticia, a ese tipo de personas que no tienen esperanza alguna en este tipo de mundo. Y a ellos les anuncia que Dios los ama. Y hay que insistir: esta opción, esta proclamación, no tienen nada que ver con el valor moral, espiritual o religioso de esa gente. Es-
tan exclusivamente basadas en el horror que el Dios que Jesús conoce siente por el estado actual del mundo y en la decisión divina de venir a reestablecer la situación en favor de aquellos para quienes la vida es más difícil. Jesús revela a Dios, no la vida espiritual de sus oyentes» n . Esta es la gran paradoja, la constatación inesperada: cuanto más aluden las bienaventuranzas a la simple situación angustiosa de los pobres, afligidos y hambrientos, tanto más políticas se revelan; pero en la medida en que se desligan de toda relación intrínseca con disposiciones morales, espirituales o religiosas de grupos humanos, se vuelven más religiosas. Porque, en esa misma medida, nos hacen penetrar mucho más hondo en el «corazón» de Dios, en el misterio de su voluntad sobre la tierra. Sólo así nos asomamos al mundo de los valores por los que Dios opta para hacerlos objeto de su reinado.
10 Jesús, como veremos, no ignora la tradición veterotestamentaria del «resto» piadoso y humilde de Israel (el verdadero Israel, los pobres de Yahvé), tal como lo presentan, entre otros, Is 4,3 y Sof 3,11-13. Pero su predicación y, en particular, las bienaventuranzas, tienen como destinatarios a la gran mayoría, pobre y marginada. Para el «resto» —esto es, para sus seguidores en la edificación del reino— Jesús tiene reservadas otras exigencias y responsabilidades (cf., por ejemplo, Le 12,32).
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II Lo que hasta aquí hemos visto sobre los destinatarios de las bienaventuranzas —y del reino mismo— no es una mera especulación ni está basado únicamente en la reconstrucción hipotética de la fuente común a Mateo y Lucas. " Consignemos, antes de pasar adelante, un hecho documental importante. Dijimos que, a diferencia de Marcos y Mateo, Lucas no presentaba un resumen de la predicación de Jesús en Galilea al comenzar allí su ministerio. A no ser que valiera como tal la predicación de Jesús en la sinagoga de Nazaret, narrada únicamente por Lucas y situada por éste en el comienzo del ministerio galileo. Pues bien, en ese episodio, Jesús se vale de una referencia bíblica, sacada de la profecía de Isaías, que le toca comentar. Elige en ella un pasaje, lo lee y continúa: «Este pasaje que acabáis de oír se ha cumplido hoy» (Le 4,21). Parece un eco de las palabras del resumen: «El tiempo se ha cumplido». Y ¿qué tenemos en lugar de la afirmación de que «el reino de Dios está cerca»? ¿Cuál es la «buena noticia»? La respuesta la tenemos en el texto elegido por Jesús en el rollo de Isaías (61,1-2): «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la buena noticia, a proclamar la liberación a los cautivos Op. cit., pp. 80-81.
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y la vista a los ciegos, para liberar a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Le 4,18-19). Una vez más, como en las bienaventuranzas, los pobres son los destinatarios de la buena noticia, porque la misión del Ungido va dirigida a ellos. Y es su situación dolorosa lo que mueve a Yahvé a intervenir. Tampoco aquí se hace mención alguna de las cualidades morales o religiosas de los pobres, cautivos, ciegos y oprimidos. No se dice —aunque muchos lo den por obvio— que los ciegos que maldigan su ceguera permanecerán en ella. De acuerdo al paralelismo, el «año de gracia del Señor» es para «los oprimidos» n como el reino es de los pobres, sin más. Otra vez —y ésta sin equívocos— la situación sociopolítica parece pasar delante, por lo menos a nivel de la expresión, de las cualidades morales y religiosas, de las que no se hace mención alguna como de posibles condicionantes de la buena noticia. El paralelo con la fuente de las bienaventuranzas no puede ser más evidente. Sin embargo, entramos ya en un camino donde la interpretación del anuncio del reino, aunque continúa siendo esencialmente la misma en los sinópticos —confirmando lo que veíamos en el párrafo anterior—, comienza a mostrar, en germen, cristologías diferentes, adaptadas de modo creador a diferentes auditorios. Así, en el material recogido únicamente por Lucas encontramos, y acabamos de ver un caso, la confirmación y explicitación —en una dirección precisa— de las bienaventuranzas de Jesús dirigidas a los pobres. 12 Se sabe que ese «año de gracia del Señor» constituyó una utopía a la que el capítulo 25 del Levítico trató de dar un topos, es decir, un lugar «político», convirtiéndola en legislación: «Declararéis santo el año cincuenta, y proclamaréis en la tierra liberación para todos sus habitantes (v. 10)... En este año jubilar recobraréis cada uno vuestra propiedad (v. 13)... La tierra no puede venderse para siempre, porque la tierra es mía (v. 23)... Si se empobrece tu hermano en asuntos contigo y tú lo compras, no le impondrás trabajos de esclavo; estará contigo como jornalero o como huésped, y trabajará junto a ti hasta el año del jubileo. Entonces saldrá de tu casa, él y sus hijos con él, volverá a su familia y a la propiedad de sus padres (vv. 39-41)». Habrá que recordar que, en todas estas disposiciones, el Levítico no hace distinción alguna entre quienes, por haraganería u otros defectos morales, hayan tenido que vender su tierra o a sí mismos con su familia, y quienes, con hacendosa perseverancia, hayan acumulado tierras y propiedades. Todos volverán, en el año jubilar, a la igualdad de oportunidades que, por lo menos de tanto en tanto, es necesaria a todos los miembros de la sociedad para ser plenamente hombres.
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Sabemos que Lucas destinaba su evangelio a lectores de cultura helenista. Ello no lo lleva, como a Juan, a abandonar el respaldo «sinóptico», pero sí a disminuir lo que dice relación casi exclusiva al mundo judío y a acentuar aspectos antropológicos comunes a cualquier sociedad de su tiempo y, por lo mismo, más directamente accesibles a sus lectores. En este aspecto impresiona el lugar considerable que el material propio de Lucas da al tema pobreza-riqueza en el plano sociocultural. Difiere en esto claramente de los otros dos sinópticos. Difiere, claro está, también de la imagen contemporánea que tenemos de ambos términos y, sobre todo tal vez, de nuestra concepción de la riqueza13. No es ello de extrañar, porque el desarrollo del capitalismo ha creado una especie de rico desconocido en la época de Jesús, por lo menos en Palestina: el de aquel que acumula y maneja capitales, cualquiera que sea el estilo de vida con que se presente ante nosotros. Hoy asociamos más riqueza con poder; en el tiempo de Lucas, el rico se caracteriza más por una cierta manera de gastar el dinero después de haberlo procurado. Con estas precauciones, que habrá que seguir teniendo en cuenta, podemos calibrar la peculiar importancia que da Lucas a los aspectos sociales de la pobreza y la riqueza. Por lo pronto, en lo que toca a la primera, su vocabulario, más preciso que el de los otros dos sinópticos, permite comprobar en él una peculiar sensibilidad o atención con respecto a diferentes formas de pobreza. Distingue así a los pobres que carecen de lo necesario (los ptochói de las bienaventuranzas y de la parábola del rico y Lázaro el mendigo), los pobres que cuentan únicamente con lo indispensable (la viuda penichrá que pone su limosna en la alcancía del templo) y los indigentes o necesitados de algunas cosas indispensables, endeés que, según Lucas en Hechos, no existían en la Iglesia primitiva gracias a la repartición de bienes que en ella se observaba. En cuanto a los ricos, el extraordinario interés de Lucas por su situación (tanto en sí misma como en su relación con el mensaje 13 Es obvio que también difiere la imagen que hoy nos hacemos de la pobreza, sobre todo de la extrema pobreza, unida a la mendicidad. La diferencia es tal vez menos cualitativa que cuantitativa. Los pobres «totales» se dan ciertamente en nuestras sociedades de hoy, aunque éstas se preocupan más de mantenerlos aislados y ocultos. Conocemos al mendigo y al enfermo desprovisto de todo cuidado, pero nos es difícil, en muchos países, imaginar una sociedad donde el mendigo «total» sea lo común.
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de Jesús) se manifiesta en la frecuencia con que se refiere a ellos. Además de dos pasajes comunes con Marcos M y del ¡ay! que les dirige en su versión contrastante de las bienaventuranzas, Lucas habla nada menos que ocho veces más de los ricos en el material que le es propio. En una ocasión, la mención se limita a explicar por qué el joven o magistrado rico que pregunta a Jesús sobre cómo entrar en el reino de Dios, es decir, en la vida eterna, termina por alejarse triste: «... era extremadamente rico» (Le 18,23). En las demás ocasiones, por el contrario, se trata nada menos que de pasajes enteros que sólo hallamos en la tradición lucana: la conversión de Zaqueo (Le 19,2); el consejo de invitar a la mesa —tema preferente de Lucas, como veremos— a quienes no pueden devolver la invitación (Le 14,12-14, y que termina en forma de bienaventuranza: «serás feliz...»); la parábola del rico y del mendigo Lázaro (Le 16,1.19.21.22), y, finalmente, la parábola del rico insensato (Le 12,16). Si a ello agregamos pasajes lucanos donde, de una u otra manera, se trata del tema —como en la parábola llamada del «hijo pródigo»—, podemos llegar a afirmar que casi todo el material con que Lucas contribuye a los sinópticos versa, más o menos directamente, sobre esas dos situaciones contrapuestas de la existencia humana: pobreza y riqueza. Por supuesto que siempre será posible minimizar esta comprobación alegando que el hecho se debe a una curiosidad o sensibilidad personal del redactor del tercer evangelio, algo así como la hipótesis inocua de que Lucas fuera médico por el detalle con que describe diferentes enfermedades o curaciones. Exegéticamente, sin embargo, y habida cuenta del lugar central que ocupan las bienaventuranzas, es más seguro y científico pensar que ese interés procede precisamente de la confluencia de testimonios sobre el mensaje de Jesús mismo recogidos en las tradiciones de las Iglesias primitivas por una parte y del contexto eclesial helenista de Lucas por otra. Dos caminos que parten del mismo punto: las bienaventuranzas de Jesús. Desde nuestra perspectiva, el interés de Lucas en el tema es tanto más notable cuanto que no muestra ningún partí pris o prejuicio inconsciente contra la riqueza. A diferencia de los Padres 14
El joven rico de Me 10,17-25 y Le 18,25, y los ricos que echaban sus limosnas en la alcancía del templo, de Me 12,41, donde Le 21,1 se guarda de decir que los ricos echaran mucho en ella.
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de la Iglesia, que en los siglos siguientes llegarán a la conclusión de que «nadie puede, sin injusticia, hacerse rico» 1S, Lucas no se pronuncia sobre el problema (moral y social) del origen de la riqueza. Más ingenuo tal vez, piensa sólo en su uso. Y ese uso, cuando es normal, se concentra para el evangelista en el momento «social» por excelencia: el de la mesa. Lucas usa siempre 16 la voz media del verbo griego «alegrar», es decir, alegrarse, en el doble sentido que tiene la alegría de la mesa: manjares y compañía. Eso es lo que hace el rico de la parábola mientras el pobre Lázaro pasa hambre a la puerta (Le 16,19.21). El hijo «pródigo» recuerda en su pobreza total la comida de los jornaleros en la casa del padre y recibe, al volver, la bienvenida de éste bajo la forma de la alegría de la mesa —de un banquete—, provocando así la envidia de su hermano mayor (Le 15,16.23.24.25.29.32). Los banquetes futuros asegurados constituyen el cálculo «insensato» del que pasa la línea de la riqueza (Le 12,19), pero está destinado a morir esa misma noche. De acuerdo con Mateo, la diferencia entre el Bautista y quienes viven en los palacios de los reyes está en la vestimenta grosera o fina; para Lucas, hay que añadir en este último caso las «delicias», sin duda, de la mesa. Lógicamente, el carácter espléndido de los banquetes (cf. Le 16,19) está en proporción con la magnitud de la riqueza. Pero los placeres de la mesa compartida no son exclusiva posibilidad de los ricos. También pueden tenerlos quienes comparten los modestos bienes que poseen. Así, y no como participación en banquetes de ricos propiamente dichos, debe entenderse la frecuencia típica de Lucas en señalar la presencia de Jesús en algún banquete. Según él, Jesús es invitado tres veces por algún fariseo y acepta. Lucas convierte además la simple comida ofrecida por Leví (según Me 2,15) en un banquete. La relación entre comida y alegría aparece 15 Cf., por ejemplo, san Juan Crisóstomo (In Ep. I ad Tim. cap. IV, hom. XII): «Dios, en un principio, no hizo a unos pobres y a otros ricos, ni en el momento de la creación a unos mostró muchos tesoros y a otros no, sino que a todos dejó la misma tierra para que la cultivasen. (Por eso) nadie puede, sin injusticia, hacerse rico». O el Pseudo-Clemente Romano (Recognitiones): «Todas las cosas que hay en este mundo debieran ser de uso común entre los hombres; sin embargo, injustamente llamó éste a esto suyo, y aquél a lo otro, de donde se originó la división entre los mortales». Según san Ambrosio, «la avaricia distribuyó los derechos de propiedad» (In Psalmum CXVIII, sermo VIII, n. 22). 16 Cf. Max Zerwick, Analysis Philologica Novi Testamenté Graeci (Ed. Pont. Inst. Bibl. Roma 1957) p. 171.
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asimismo bajo su pluma en relación con la Iglesia primitiva, a pesar de su relativa pobreza (cf. Hch 2,46; 14,17), así como va unida la falta de ambas en la segunda y tercera bienaventuranzas. Pero sobre todo Lucas desarrolla más que los otros la relación entre el placer de la mesa compartida y las realidades escatológicas (aunque, según la opinión común, aleje estas últimas, que debieron ser esperadas en lo inmediato por los otros dos sinópticos). Algo que se hace visible en la importancia que da —aunque el dato sea pos-pascual— a lo acontecido en la última comida de Jesús con los apóstoles «antes de padecer» (Le 22,15). No sólo recoge más materiales que Marcos y Mateo sobre lo acontecido v dicho en ella, sino que insiste en el «ansia» de Jesús por «comer esta pascua con vosotros... porque os digo que ya no la comeré más hasta que se cumpla en el reino de Dios» (Le 22,15-16). Pero Jesús se encarga de acentuar más aún esta continuidad en el Evangelio de Lucas. Sólo en él, en efecto, aprovecha esta ocasión de la mesa común para definir el reino precisamente en términos de un banquete: «Yo, por mi parte, dispongo un reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí, para que comáis y bebáis a mi mesa...» (Le 22,29-30)". Pues bien: de todo este material lucano nos interesa de modo especial la parábola del rico y del pobre Lázaro, por ser una inconfundible explicitación de las bienaventuranzas, tal como Lucas debió leerlas en Q. Sólo que, para reconocer esta conexión, tenemos que recobrar el tenor original de la parábola, despejándola no sólo de añadiduras pos-pascuales, sino también de presupuestos teológicos de siglos posteriores. Ante todo se trata de una parábola acerca de los cambios que habrá de introducir la llegada del reino de Dios. El que Lázaro aparezca al final reclinado sobre el pecho de Abrahán es una clara alusión al banquete escatológico. El que deba mediar la muerte entre la situación actual y la futura (que introducirá la llegada del reino) es sin duda un rasgo reconocido de la teología lucana, cons-
cíente ya de la tardanza del reino escatológico de Dios. El que no se trate, como en la teología posterior, de los diferentes destinos de dos hombres que pasan de la vida temporal a premios o castigos eternos lo da a entender claramente la discusión entre el rico y Abrahán, como enseguida veremos. Ambas situaciones, la del rico (sin nombre) y la del pobre Lázaro, están descritas de una manera que nos sorprende, a pesar de las consideraciones que acabamos de hacer sobre el material lucano. Esos hombres que, en la segunda parte, van a tener un destino tan diferente son presentados en su vida cotidiana sin la menor referencia a sus condiciones morales o religiosas. No se dice de Lázaro, aunque uno estaría tentado de suponerlo, que sea paciente, piadoso, ni que haya puesto su confianza en Yahvé. Y por más antipatía que sintamos hacia el rico, no se dice de él que sea despiadado, cruel, ciego ante la desgracia ajena, conculcador de la ley de Yahvé. Más aún: si queremos ver en la descripción misma —donde se acentúa al máximo la oposición— insinuaciones morales, el resto de la parábola nos desengañará: las razones que se darán para su opuesto destino post-mortem excluyen la calificación moral. Lo mismo que en las bienaventuranzas originales (y hasta en la versión misma de Lucas), lo que se describe son dos situaciones, no el interior de las personas en cuestión. ¿De dónde procede entonces la situación diametralmente opuesta que les cabe después de la muerte, con la llegada del reino? La respuesta, clara y terminante —teológicamente escandalosa—, la da el mismo Abrahán explicándole al rico: «Hijo, recuerda que tú recibiste bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, males; ahora, pues 18, él es aquí consolado y tú atormentado» (Le 16,25). Una vez más, lo sorprendente y desconcertante, desde el punto de vista teológico, de la explicación es la ausencia total de razones morales o religiosas. El pobre toma parte en el banquete escatológico sencillamente porque éste pertenece a los pobres. El lector verá sin duda aquí la reproducción casi literal, en
17 Ya en la parábola del rico y del pobre Lázaro se dice que, una vez muertos ambos, el rico «vio a lo lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno» (Le 16,23). El «seno de Abrahán» no designa el «limbo de los justos», como lo hará en la teología posterior, sino que alude a la costumbre de comer reclinados. En esa postura, Lázaro aparece junto a Abrahán en el banquete escatológico, sinónimo del reino de Dios (cf. también Mt 8,11). El que ello ocurra, no en la tierra, sino después de la muerte, abona sin duda la idea lucana de la prolongación de la espera escatológica y el comienzo de una teología que conecta lo escatológico con lo que ocurre post-mortem.
18 Se usa aquí la conjunción griega de, cuya significación es generalmente adversativa (pero). No obstante, muchas otras coordinaciones entre dos frases de sentido contrario pueden expresarse en griego con la misma conjunción, de significado mucho más vago que cualquiera de nuestras conjunciones castellanas. Incluso es correcto —y acorde con el único sentido posible aquí— traducirla por pues o por eso, como lo hacen recientes versiones españolas, como la Biblia de Jerusalén y Nueva Biblia Española, ya citadas. Ese sería, en todo caso, el sentido implícito, aunque se tradujera, más literalmente, «ahora, pero...».
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imágenes, de la primera bienaventuranza. Y aun de las otras dos, en las que aparece todavía más claramente que el reino de Dios viene a invertir las situaciones: para que los que lloraban puedan reír y los que tenían hambre puedan quedar saciados. Así como, de acuerdo siempre con Lucas, para que los que reían lloren y los saciados sientan hambre, ya que termina con el reino la ventaja (recompensa) de los ricos. No sin razón, podríamos decir que Lucas, con esta parábola, devuelve a las bienaventuranzas su universalidad, quitándoles la limitación eclesial que les había dado en su redacción. Las bienaventuranzas originales vuelven así a sonar en su tenor más radical. Y ello nos obliga a repetir, con ocasión de la parábola, lo que André Myre escribía sobre las bienaventuranzas: «Hay que insistir: esta opción [por Lázaro], esta proclamación no tienen nada que ver con el valor moral, espiritual o religioso [de Lázaro]. Están exclusivamente basadas en el horror que el Dios que Jesús conoce siente por el estado actual del mundo [y de Lázaro en él] y en la decisión divina de venir a reestablecer la situación en favor de aquellos para quienes la vida es más difícil. Lo que Jesús revela es a Dios, no la vida espiritual [del rico y de Lázaro]» 19.
III Estas observaciones sobre el material propio de Lucas (material en el sentido de sustantivo y también en el de adjetivo) tenían la finalidad de mostrar hasta qué punto la forma, supuestamente original, de las bienaventuranzas estaba ligada con otros elementos importantes del tercer evangelio. Pero el acento de Lucas nos desplaza del contexto palestino, que recogen no sólo Marcos y Mateo, " Es sabido que las parábolas no son alegorías, donde cada detalle haya de ser interpretado simbólicamente. No obstante, subsiste en ésta la dificultad que ya aparece en las bienaventuranzas y en otros pasajes (Le 1,53, por ejemplo): ¿por qué el reino no hace sino invertir —aparentemente— los grupos que han de sufrir y gozar, en lugar de suprimir el sufrimiento? Alguien podría alegar que Jesús absolutiza así la «lucha de clases» llevándola a lo escatológico, mientras que Marx, más «cristiano», procuraría una sociedad sin clases. Tal vez para una concepción más primitiva que la nuestra, la justicia en un mundo de necesidad y dolor (ananke) —recuérdese que el reino no equivale a nuestro «cielo»— equivale a distribuir equitativamente las necesidades y el sufrimiento. Sobre la «conversión» acerca de la cual discuten el rico y Abrahán, cf. infra, el capítulo siguiente.
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del
reino
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sino el mismo Lucas cuando depende de las dos fuentes comunes de los sinópticos. Ya hemos dicho que Q presentaba probablemente las bienaventuranzas o declaraciones de felicidad como dirigidas a los hombres (judíos) en situación de pobreza, aflicción y hambre. La palabra clave, explicada por las otras dos, es la de pobres. Vimos igualmente cómo Lucas, de acuerdo a su genio o a su contexto, acentuaba en esa explicación la privación de comida y de las relaciones sociales ligadas a ésta. En él, el «llorar» de la segunda bienaventuranza parece ser la consecuencia de tal privación. Cabría, con todo, preguntarse si este «llorar» de los pobres podrá identificarse simplemente con su hambre o si aludirá a otras dimensiones de la pobreza que habrían interesado menos a Lucas. Y aquí nos asaltan dos dificultades. La primera es que no sabemos si en realidad Jesús pronunció las bienaventuranzas (aun en su versión, más primitiva, de Q). Cuando la memoria intenta recordar a un personaje fallecido confunde a veces los hechos con las palabras. Además, en la Antigüedad era un procedimiento común y aceptado (por historiadores) poner en boca de personajes eminentes palabras o discursos —no pronunciados— que explicaban el sentido de sus acciones. Esto brindaba más vivacidad a la narración que si el historiador hubiera dado esa explicación como propia. Así, la fuente Q, aunque más próxima a Jesús que los evangelios actuales, no es garantía suficiente de que él haya pronunciado las bienaventuranzas. Estas pudieron ser una fórmula usada por la comunidad cristiana para recordar y explicar cómo actuaba Jesús, de quiénes se preocupaba con preferencia, quiénes eran sus amigos, con quiénes hablaba del reino como de una buena noticia 20 . La segunda dificultad consiste en que, aun suponiendo que se haya reconstruido Q con acierto, con ella sólo estamos frente a una 20 «Se plantea el problema de saber si Jesús mismo utilizó la forma de 'bienaventuranzas'. No es fácil llegar a una certidumbre en este campo, pero el autor (A. Myre) propondría la siguiente hipótesis. Jesús trató ciertamente de hacer más felices a toda una cantidad de gente desfavorecida y desprovista de derechos: publícanos, prostitutas, mujeres, niños, enfermos, etc. Tal vez les dirigía largas catequesis donde insistía en el aspecto siguiente: felices vosotros, enfermos, publícanos, etc., porque Dios mismo está a punto de hacer maravillas con vosotros. La tradición cristiana habría recordado esta característica importante de las catequesis de Jesús y la habría expresado en fórmulas breves, estereotipadas, inspirándose, en cuanto a la forma y al contenido, en el Antiguo Testamento» (A. Myre, op. cit., p. 82).
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traducción griega de otra Q aramea. Así, sea o no Jesús el autor de la fórmula de las bienaventuranzas, ¿qué término original hay detrás de la traducción que convierte a los pobres en poseedores del reino? Supongamos —aunque no sea en pura lógica necesario para sustentar lo que sigue, como enseguida veremos— que las bienaventuranzas, más que palabras del mismo Jesús (ipsissima verba), representan lo que los testigos entendieron acerca de su actitud general, de sus preferencias y amistades. Si ello fuera así, debemos constatar que los evangelios no muestran a Jesús con excesiva frecuencia entre los pobres —en el sentido tan marcadamente económico que da Lucas a la palabra— representados en la imagen del mendigo Lázaro21. Lucas mismo, por otra parte, citando una muy antigua y fidedigna acusación hecha contra Jesús, conviene con Mateo (y Q) en que sus adversarios le tenían por «comilón y borracho, amigo de publícanos y pecadores» (Le 7,34; Mt 11,19). Esto responde mucho más a lo que los sinópticos narran, así como a buena parte de la predicación que atribuyen a Jesús. ¿No habrá, pues, un término, en el lenguaje original de Jesús, que una a las dificultades cotidianas de la pobreza económica el rechazo social sufrido por quienes son considerados públicamente como pecadores? Ciertamente, en Israel existía tal término despectivo. Su traducción literal al castellano (del arameo) sería «el-pueblo-de-latierra». No nos detendremos a investigar históricamente el origen 21 Siempre dentro de la suposición de que las bienaventuranzas reflejen, no palabras del mismo Jesús, sino el recuerdo de aquellos a quienes él privilegió con su trato y enseñanzas, escribe acertadamente André Myre: «No hay narración alguna evangélica que muestre a Jesús en medio de 'pobres'. Como se verá a continuación, el vocabulario utilizado para designar a quiénes Jesús frecuentaba preferentemente es menos general que el que designa la 'pobreza'. En este sentido, el uso de la palabra 'pobres' es tal vez más propio del vocabulario cristiano que del de Jesús. Se trataría de una manera clásica, general, típica, de apuntar a quiénes Jesús favorecía con su trato. Hay, pues, 'algo de Jesús' en ello, pero más en profundidad que en la superficie» (ibíd., p. 78, n. d). Si suponemos, en cambio, como tal vez habría que hacerlo según J. Jeremias, que las bienaventuranzas fueron efectivamente pronunciadas por Jesús, valdría prácticamente lo mismo para lo que concierne al término «pobres». Sólo que éste, en lugar de ser menos general, lo sería aún más: comprendería no sólo a todos los pobres (los frecuentara o no Jesús), sino también a los marginados como pecadores por la ideología religiosa dominante en Israel.
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l>3 de la expresión n. Nos interesa la probabilidad de que sea ést e término que, a falta de un equivalente griego inteligible, haya Sj ?' traducido simplemente por «pobres». De hecho aludía a toda ^ Q plebe marginada en la que se combinaban pobreza económica y /** e probación moral. En efecto, la pobreza, con su secuela de falta de cultura geu e y, sobre todo en aquel tiempo y contexto, religiosa, se trad^?* en una fe ferviente, sí, pero plagada de impurezas teóricas y ,^ negligencias prácticas. Los fariseos, según Juan, se referían a e e realidad hablando de «esa plebe maldita que no conoce la Je ^ (Jn 7,49). Y si traducimos por «plebe» es porque, para norn¿ t * al pueblo, a la gente, a la muchedumbre, el evangelista podía uní* zar dos palabras (algo así como, en castellano, masa-pueblo), ^ l —laós— con sentido neutro o positivo y otra —óchlos—, po t i* general, con sentido peyorativo. Esta última es la palabra que, s e » ^ Juan, emplean los fariseos y sumos sacerdotes. * Es, por tanto, indudable que hay un concepto único det>de pobres y pecadores (al que alude quizá el «llanto» de la segqjj ? s bienaventuranza). Tendremos ocasión de comprobarlo amplianw * en lo que sigue. Por el momento nos limitamos a un ejemplo. ^ La amistad de Jesús con los pecadores no está en contradiccí,* con su mensaje sobre el reino de Dios, sino que se conecta estj.1* chámente con él. Una de las frases más escandalosas de la pteH-~ cación de Jesús, recogida por Mateo (de ordinario, el más pruder>?~ de los evangelistas), se refiere precisamente a la relación entre ] 1 .__>!_ i : í- _!___:__ „ _T : .."C_ J„J ._ ,^S pecadores públicos más obvios y el reino: «En verdad, en .vet^ os digo, los publícanos y las rameras llegarán antes que vosotfa J. Dupont cita, a este propósito, a J. Bonsirven: «En el siglo prirn e r este término despectivo se aplica a una parte de la población: son los igj.°> rantes en cuanto se oponen a los rabinos o a los discípulos de éstos, así C Q ^ " la gente de una piedad inferior, de una moral fácil y negligente. Ese e j ° sentido de la máxima de Hillel (hacia el año 20 a. C ) : el ignorante no t e ^ el pecado y el 'am-ha'arez no es piadoso (basid)» (J. Bonsirven, Le /«^«¿'.j? 6 Palestinien au Temps de Jésus-Christ, Bibl. de Théol. hist., París 1934 > p. 61). Y Dupont continúa: «Mientras no se pruebe lo contrario, los *arnt¡J K hd'arez son considerados impuros; un judío piadoso evitará, pues, tener velaciones con ellos. En tiempo de Jesús el 'pueblo-de-la-tierra' está constit u : ,e~ por los parias de una sociedad cuya jerarquía se establece esencialmente ^ ° según la fortuna o el poder político, sino según criterios religiosos. R e p r ^ ^ S tada por los fariseos y los doctores de la ley, la élite religiosa se opone a ?~ masa, que conoce mal la ley y hace poco caso de sus prescripciones, espe c ¡ *a mente de aquellas que conciernen la pureza ritual» (op. cit., pp. 43l-43>r Cf. sobre esto supra, párr. II del capítulo anterior. '•
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al reino de Dios» (Mt 21,31). Si bien se mira, existe un estrecho paralelismo entre esta declaración y la primera bienaventuranza (según Q) si pobres y publícanos y rameras constituyen en realidad un mismo grupo. En efecto, llegar (antes) al reino a es una declaración de felicidad, una bienaventuranza que en estricta lógica podría verterse en la expresión: «Felices los publícanos y las rameras...». Por otra parte, el llegar antes establece una relación especial entre este grupo y el reino, una relación de pertenencia. Lo que nos llevaría a terminar la bienaventuranza en forma estrictamente paralela: «... porque de ellos es el reino de Dios», aunque sólo sea por prioridad. Llegados, pues, a este punto, podemos abandonar las hipótesis exegéticas que adelantamos. Ya no son necesarias. Poco importa, en realidad, que las bienaventuranzas hayan sido pronunciadas por Jesús o que resuman su manera de actuar y relacionarse; poco importa igualmente que la palabra aramea que está detrás de pobres sea o no el-pueblo-de-la-tierra. Porque en uno y otro caso, si concedemos que las bienaventuranzas resumen la predicación y actuación global de Jesús, estamos obligados a ampliar el concepto de los económicamente pobres. Ciertamente no para incluir las virtudes, sino el «llanto» de los marginados como pecadores. André Myre señala la necesidad de ampliar el concepto de pobre en la actuación de Jesús. Según él, Jesús «se aleja de los grandes centros donde vivían los letrados y la gente de buena posición (porque éstos tienen menos necesidad de esperanza y se las saben arreglar en la vida) y recorre los lugares donde se encuentra la gente pobre que carece de recursos contra los poderosos. Come con los publícanos —que son anatematizados y despreciados (Me 2,15-17)—, anunciando que Dios los quiere más que a los fariseos, que son ciertamente gente de bien y tienen menos necesidad de ayuda (Le 18,9-14); se le tacha de glotón y borracho, de hombre de malas compañías (Mt 11,19). No duda en decir, para escándalo de la gente de bien, que las prostitutas estarán entre los primeros en el reino de Dios (Mt 21,31). Tiene que elegir: no pudiendo dirigirse a todo el mundo al mismo tiempo, renuncia a ocu-
parse de aquellos cuyas cosas van bien y se une a aquellos que lo han perdido todo (Le 15,4-7). Son los enfermos y no los sanos, los pecadores y no los justos (Me 2,17) los que le necesitan. Por eso irá hacia ellos, los curará, les dirá que Dios los ama hasta perdonarlos y hasta querer ser su rey. Así, con su propia vida, Jesús encarna una línea de fuerza importante del Antiguo Testamento, da rostro a Dios, lo revela» 24. Todo esto es, por supuesto, exacto. Pero al hacer esta «suma» de las preferencias de Jesús, ampliando así el concepto de pobres, no se percibe el cambio político-religioso radical que se da cuando se trata específicamente de los pecadores. En efecto, lo que importa sobremanera comprender aquí es que Jesús no ha añadido, abrazándolo con idéntica compasión, el grupo de los pecadores al de los pobres, enfermos, afligidos, hambrientos. Los mismos pobres son pecadores. En efecto, si se les considera según su situación material y su marginación en la sociedad de Israel, son pobres; pero, si nos fijamos en la presunta razón de su pobreza y marginación, son pecadores. En otras palabras: declarándolos pecadores se da la razón ideológica de su pobreza: ésta se encubre y justifica. Estamos aquí en pleno conflicto político y la fuerza de uno de los grupos está en su interpretación de la ley, en su concepción religiosa. Baste un ejemplo del evangelio para mostrar cómo esta concepción desempeña su papel en el mecanismo ideológico de opresión en la sociedad de Israel 25 . Se trata, según los sinópticos, de la conversación entre Jesús y el joven (Marcos y Mateo) o magistrado (Lucas) rico acerca de la salvación. Este pregunta qué debe hacer para poseer (o heredar) la vida eterna, es decir, para entrar en el reino (Me 10,17.23 y
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23 J. Jeremías (cf. Teología..., op. cit., pp. 142-143) opina que se trata de un semitismo que indica exclusión del reino para quienes vendrían detrás, como acontece en la parábola de las vírgenes necias. Si esto fuera así, el argumento que ofrecemos tendría aún más fuerza.
24
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Op. cit., p. 80. Hay que tener en cuenta que la relación entre pecado y pobreza era fruto más de observación directa (legalista) que de teorías teológicas. No obstante, no dejaban éstas de intervenir —y como ideología asimilada por los mismos pobres— si hemos de dar crédito a pasajes como Jn 9,2. Puede, a primera vista, parecer anacrónico que se adecuara así pecado y desdicha, después de la brillante refutación de esta teología en el libro de Job. Pero el caso de Job nunca se vio como principio general, sino excepción. Siglos después del mensaje cristiano, los jesuítas discutieron con Voltaire sobre si el terremoto de Lisboa debía ser interpretado como un castigo divino por los pecados que, se suponía, se habían cometido allí. El uso ideológico de esta teología de la retribución de Dios dentro de la historia (social) ha sido y es aún no sólo evidente, sino aterrador. 25
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ha cercanía del reino
par.) M. Jesús responde primero mencionando los mandamientos w y, ante la pretensión del joven de haberlos cumplido, añade que aún le falta algo. No para ser «perfecto» o heroico en su virtud, sino para «completar» o cumplir las condiciones requeridas. Y, al saber por Jesús que debe donar sus bienes a los pobres y aceptar el discipulado, se aleja triste porque era «extremadamente rico». Dejamos para más adelante discutir el sentido de esta conversión que se exige incluso al que, al parecer, ha cumplido los mandamientos. Lo que ahora nos interesa es el comentario de Jesús y, sobre todo, el de los discípulos, elegidos ciertamente de entre los «pobres» y atacados muchas veces por los puristas como «pecadores». Jesús, mirando a su alrededor, dice a los discípulos: «¡Qué difícil será que los que tienen riquezas entren en el reino de Dios!» (Me 10,23 y par.) 28 . Lo que nos interesa en este momento es el asombro de los discípulos y su pregunta desconcertada y reveladora: «Entonces, ¿quién se podrá salvar?» (Me 10,26 y par.). Si al rico que dispone de todas las condiciones y facilidades para ser justo le es tan difícil o aun humanamente imposible (Me 10,27 y par.) la entrada al reino, ¿cómo le será posible al que su pobreza lo lleva necesariamente a convertirse en pecador?
Los discípulos de Jesús habían oído —o sentido— las bienaventuranzas dirigidas a los pobres, a cuyo grupo pertenecían. Seguían, sin embargo, oprimidos por la ideología dominante que justificaba su expulsión del reino futuro, así como en el presente estaban expulsados de la sociedad de Israel. Se ve así la importancia capital —no siempre percibida— de incluir la categoría de pecador en la de los pobres a quienes pertenece el reino. El Dios que Jesús revela será, pues, no sólo un Dios compasivo y comprometido con los que sufren. No sólo abarcará más y más grupos de afligidos en su reino escatológico, sino que es, por así decirlo, un Dios «obligado» por fidelidad a sí mismo a a luchar contra la ideología que instrumentaliza la ley religiosa como arma de opresión. Así, Jesús revelará a Dios, política y religiosamente al mismo tiempo, transformando la noción acostumbrada de la ley de Dios —y la correspondiente de pecado— para volverlas contra los opresores de su pueblo. Una vez más, cuanto más política es la clave de la lectura en lo que concierne a los sinópticos, la predicación de Jesús descubre más y más su profundo carácter religioso. A una nueva «política» corresponde una nueva noción de Dios. A medida que Jesús pone en práctica la estrategia del reino de Dios, aparecen nuevas facetas del rostro divino.
26 El pasaje que estudiamos muestra que Jesús considera sinónimos vida eterna y reino de Dios (o de los cielos). Ambos son expresiones del bien escatológico. A propósito del segundo de los términos, ya señalamos dos cosas que han de tenerse en cuenta: que el ser «de Dios» o «de los cielos» no indica que se trate de una realidad extraterrestre, sino, como lo hace ver el padrenuestro (versión de Mateo), de que «la voluntad de Dios se cumpla en la tierra como se cumple en el cielo». La segunda, que ya en tiempos del Nuevo Testamento se pierde el uso de la expresión reino de Dios (o de los cielos), reemplazada por vida eterna, entre otras. Así, mientras Mateo tiene clara preferencia por el primero de los términos (36 contra 3), Juan manifiesta la preferencia contraria (17 contra 2). 27 Es interesante que Lucas formula de la misma manera —¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna? (Le 10,25-28)— la pregunta sobre el mandamiento principal. Si se supone, como muchos exegetas lo hacen, una dependencia de Lucas con respecto a Pablo, y se cae además en la cuenta que el tercer evangelio está escrito varios años después de Romanos y Gálatas, se vuelve aún más difícil admitir que el Jesús de Lucas ignore tan abiertamente el pretendido secreto paulino sobre la justificación por la sola fe sin las obras (de la ley). Véase sobre esto la segunda parte de este trabajo. 28 Aun admitiendo la sinonimia entre «vida eterna» (en la pregunta del joven) y «entrar en el reino» (en la respuesta de Jesús), la diferencia puede haber sido intencional en cuanto la segunda expresión sustituye una visión individual y legalista de la realidad escatológica por otra más «política» donde las riquezas son examinadas desde el punto de vista de una tarea social que cumplir.
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2 ' Compasión y fidelidad son sus características distintivas desde la revelación mosaica en la versión yahvista (Ex 34,6) hasta el prólogo de Juan, que las traduce por gracia y verdad (Jn 1,14).
12
CAPITULO IV
LAS EXIGENCIAS
DEL
REINO
I CONVERSIÓN Y
HERMENÉUTICA
Una de las preguntas planteadas en el capítulo anterior ha quedado sin responder: ¿qué significa el «cambio de mentalidad» o actitud, es decir, la conversión, a la que Jesús invita con su predicación: «convertios y creed en la buena noticia»? No podíamos responder realmente a esa pregunta, como creen poder hacerlo a menudo las cristologías, prescindiendo de la estrategia liberadora de Jesús. Como si la conversión fuera algo unívoco y general, exigida a todos por igual, independientemente de las distintas y concretas necesidades políticas del reino de Dios. En efecto, uno de los obstáculos más radicales para leer y comprender en forma lógica el mensaje de Jesús está en no reconocer que el anuncio de la proximidad o inminencia del reino establece en Israel tres grupos diferentes, entre los cuales se reparten, de manera muy diversa pero muy coherente a la vez, las exigencias y recomendaciones del mensaje de Jesús. Ante todo, el reino de Dios establece el grupo de los destinatarios «naturales» de la buena noticia, como acabamos de ver. Además, y de modo inexorable, opone a esos destinatarios el grupo de los que, apresados en los mecanismos activos de la opresión, deben recibir el reino con un «¡ay!» y actuar en consecuencia. Finalmente, la estrategia liberadora y conflictiva de Jesús crea un tercer grupo, el de los discípulos, es decir, el de aquellos a quienes reúne «para estar con él y mandarlos a predicar» (Me 3,14) el mismo mensaje que él anuncia sobre la venida del reino. Claro está que la preocupación pos-eclesial, obvia sobre todo en Mateo, lleva a los sinópticos a hacer de las recomendaciones o exigencias, diferentes según estos tres grupos tan diversos, consejos o condiciones dirigidas a la comunidad cristiana. Estas exigen-
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Conversión y hermenéutica
cias resultan así una crux exegética a causa de la incoherencia que proviene de mezclar las exigencias más heroicas con las aseveraciones de una compasión universal. Esta mezcla es particularmente visible en la estructuración que hace Mateo de los grandes «discursos» de Jesús, donde el hilo conductor son las llamadas «palabras-gancho». Allí, prescindiendo del contexto, una palabra trae el recuerdo de otra ocasión en que fue también introducida en una enseñanza de Jesús, a veces referida a un grupo diferente de personas. Lo mismo ocurre con la utilización (ya mencionada) de parábolas, originadas en la polémica con los fariseos y escribas, para otro fin: la edificación de la comunidad cristiana primitiva, es decir, de la Iglesia. Lo visto hasta ahora debería permitirnos hacer de todo ese material sinóptico un mensaje más diversificado y lógico. También aquí, el volvernos sensibles al conflicto político latente ya, pero desatado abiertamente por Jesús, para introducir el reino en la vida concreta de los pobres nos ayudará a reconocer las diferencias y a ordenar así el todo.
Ateniéndose siempre exclusivamente a los sinópticos, J. Jeremías reconoce treinta y ocho parábolas 1. Sin temor a equivocarnos, y descartando en muchos casos las moralejas pos-eclesiales, podemos afirmar que al menos veintiuna, es decir, más de la mitad de ellas, versan sobre las causas que llevan a los adversarios de Jesús a «escandalizarse» con su predicación acerca de la proximidad o llegada del reino. En la misma medida, constituyen, como se verá, ataques a la ideología religiosa opresora de la mayoría en la sociedad de Israel y, consiguientemente —no a pesar de ello—, una revelación y defensa del Dios que hace de los pobres y pecadores los destinatarios por excelencia de su reino. Por lo pronto, un primer grupo de parábolas —las que recomiendan velar ante la llegada imprevista de lo decisivo—, aunque hayan sido adaptadas por la comunidad cristiana a la segunda venida del Señor o, luego, simplemente a la muerte, fueron sin duda alguna, en su tenor original, parábolas polémicas 2. Con ellas destruye Jesús falsas seguridades. Quienes pertenecen, si vale la palabra, al establishment religioso se sienten suficientemente seguros en él como para dar las espaldas al reino. Se entiende que éste no ha de venir a trastocar los valores en torno a los cuales se ha edificado la existencia social con sus privilegios. Jesús los desengaña. Lucas, el menos interesado de los sinópticos en las estructuras sociales propiamente judías, coloca una de esas falsas seguridades en la riqueza acumulada; en este contexto hay que situar la parábola del rico insensato (Le 12,16-21) 3 y la del administrador infiel
I Es lógico pensar que, si la buena noticia de la llegada del reino no es evangelio para todos, el «convertios» de la predicación de Jesús debe apuntar, por lo menos en primera instancia y con mayor radicalidad, a un grupo también determinado dentro de Israel. No en vano aparece la conversión como condicionante para poder creer en esa buena noticia. Sin duda porque la hace buena. Armoniza perfectamente con esto la advertencia hecha a los discípulos de Juan, declarando felices a aquellos a quienes la proximidad del reino —patente en las obras de Jesús— no les sea ocasión de «escándalo», es decir, de rechazo. Una buena parte de las enseñanzas de Jesús está destinada precisamente a combatir las causas, pretendidas o reales, conscientes o inconscientes, de este rechazo del reino. A este conflicto se consagra un buen número de las parábolas, tan típicas de la enseñanza de Jesús. No es necesario insistir en que estas narraciones simbólicas, sumamente originales, tienen mucha más posibilidad de haber sido transmitidas de manera correcta en las versiones evangélicas (por lo menos en su esencia) que los dichos, consejos o discusiones de Jesús.
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' Conservamos este número —que, por supuesto, depende de definiciones que nunca pueden aplicarse con exactitud— aunque consideramos que lo que Jeremías llama la parábola del vestido nupcial no es otra cosa que el final, en Mateo, de la parábola del banquete. Indicaremos por qué en el curso del capítulo. En cambio tomamos como parábola lo que Jeremías llama «comparación» de la sal. El número de parábolas en los sinópticos no tiene aquí, pues, otra función que marcar estadísticamente la importancia del elemento polémico en la enseñanza parabólica de Jesús, como ya dijimos (cf. nota 16 de la introducción a esta primera parte). 2 C. H. Dodd (Las parábolas del reino) y J. Jeremías (Las parábolas de Jesús) han contribuido de manera notable a la comprensión original de las parábolas. En ellos, y particularmente en el último, basamos nuestras observaciones en este capítulo. Desgraciadamente, el apoliticismo de este autor le impide sacar las consecuencias teológicas de la cuidadosa exégesis que realiza. 3 Aquí, como en la parábola del rico y de Lázaro, ha sustituido Lucas —debido a la razón ya indicada— la venida del reino de Dios por la muerte
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(Le 16,1-9). En ellas, la urgencia escatológica permite descubrir el verdadero sentido de la riqueza, aun de la mal adquirida: compartirla y «hacerse amigos» entre los poseedores de las «moradas eternas», es decir, entre los destinatarios del reino. Ya sabemos quiénes son 4 : los pobres, los que no pueden pagar sus deudas. Tanto Marcos como Q, más cercanos al Jesús histórico, muestran un desplazamiento en la razón dada para «velar». De la intención socioeconómica de Lucas se pasa a otra, político-religiosa, más en consonancia, si cabe, con la estrategia conflictiva que hemos hallado en el anuncio de Jesús. Así, el «dueño de casa» de la parábola del ladrón nocturno (Mt 24,43-44; Le 12,39-40) va a perder los bienes que en ella guarda porque no hay previsión válida contra la venida inesperada del Hijo del hombre con su reino. Que ese dueño de casa representa a las autoridades de Israel lo muestra claramente la parábola que sigue inmediatamente: la del mayordomo (Mt 24,45-51; Le 12,41-46). Se trata de un siervo puesto al frente de toda la restante servidumbre con órdenes de «darles la comida a su tiempo» hasta que llegue su señor. Sólo que éste tarda. El mayordomo, aprovechando esta tardanza, «se pone a golpear a sus compañeros», siendo sorprendido por la llegada del amo, que lo envía al grupo (¡«de los hipócritas»!, según Mateo, o «de los infieles», según Lucas). Entre las parábolas de este primer grupo, tenemos aquí tal vez la única alusión clara a la autoridad religiosa entendida como instrumento (hipocresía-ideología) de opresión. Sea de esto lo que fuere, un contexto similar supone la parábola paralela del portero, que procede de la fuente marcana (Me 13,33-37 y par.). Finalmente, también la excesiva tardanza del esposo confiere una falsa seguridad a las doncellas necias en la parábola (de Mateo) sobre las diez vírgenes (Mt 25,1-13). Pero tampoco aquí se trata de una mera imprudencia cruelmente castigada. A su regreso, las doncellas llaman a la puerta, como quienes, por amistad o parentesco, suponen tener derecho a participar en el banquete nupcial. Pero también esta seguridad se revela vana, y el esposo las rechaza con el inesperado «no os conozco».
Si de las parábolas pasamos al mensaje explícito de Jesús y nos preguntamos sobre la naturaleza de esta seguridad engañosa que aparece en todas las parábolas de este grupo, encontramos ya en la predicación escatológica del Bautista la exhortación a no confiar en una obligación que Dios pudiera tener con respecto a «los hijos de Abrahán» (Mt 3,9) s . Pero Jesús va más allá si cabe. Los llama «hijos del reino», en el sentido, sin duda, de que el reino parecía estarles naturalmente destinado. Sin embargo, la misma seguridad con que han confundido el tiempo de la espera con el reino mismo será la causa de que despierten —tarde— a la realidad: verán a los no hijos de Abrahán sentados (como el pobre Lázaro) a la mesa con él: «Vendrán muchos de Oriente y Occidente a ponerse a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos (o de Dios), mientras que los hijos del reino serán echados a las tinieblas de fuera» (Mt 8,11; cf. Le 13,28-29). Pero con este primer grupo la polémica —ya evidente— no hace más que comenzar. Un segundo grupo de parábolas la llevará mucho más lejos poniendo —a la par de las bienaventuranzas— una oposición entre el grupo que no velaba, por creerse asegurado por —o contra— el reino, y el integrado por los que se tenían por excluidos de él: los pobres y pecadores (que tal vez tampoco velaban, por eso mismo, pero sin volverse blanco de la polémica de
individual. Si restituimos, pues, el probable tenor original, tendremos, aun con mayor lógica, que la llegada del reino trastorna todos los cálculos fundados en la continuidad de la recompensa que brinda (antes del reino) la riqueza (cf. Le 6,21 y 16,25). 4 Por ello no vemos necesario el identificar, según la hipótesis de J. Jeremías, esos «amigos» con los ángeles o intercesores.
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Jesús). Ya hemos tenido ocasión de ver cómo la parábola lucana del rico y el pobre Lázaro era, casi término por término, la reproducción en imágenes de la primera bienaventuranza y del primer ¡ay! Y ello con la acentuación propia del tercer evangelista, de la pobreza como situación social extrema, frente a la versión más «prudente» de Mateo, que dirige las bienaventuranzas a los poseedores de determinadas virtudes que actúan como condicionantes de la felicidad que allí se promete con la llegada del reino. La misma oposición redaccional entre Lucas y Mateo (en su 5 No parece que esta confianza pudieran tenerla quienes pertenecían al «pueblo-de-la-tierra». Tal vez en esto sea más exacto Juan cuando pone la seguridad (de las autoridades) en que «nosotros somos discípulos de Moisés» (Jn 9,28). El que la seguridad (falsa) tuviera, en efecto, estrecha relación con la posesión de la facultad oficial de interpretar la ley de Moisés aparece en el rasgo, ya señalado, de Mateo, quien, en la parábola, califica la expulsión inesperada con un irse «con los hipócritas» (Mt 24,51), característica que, en este evangelista, distingue a este grupo preciso, de la muchedumbre restante de Israel, aun en el caso de que ésta pudiera alegar estar compuesta por «hijos de Abrahán».
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lectura de Q) a propósito de las bienaventuranzas la hallamos en la parábola del banquete (Mt 22,2-13; Le 14,16-24). Una vez más, la llegada del reino encuentra a sus invitados naturales, por así decirlo, «sin hacer caso» (Mt 22,5). Entonces tiene lugar la segunda, decisiva y eficaz invitación: se trata de la gente que está a la vera de los caminos, de «los pobres, lisiados, ciegos y cojos» (Le 14,21). Nada se exige de ellos: se los «obliga a entrar» (Le 14,23) aun sabiendo que entre ellos hay «buenos y malos» (Mt 22,10). Tengamos en cuenta que una parábola no es una alegoría donde cada detalle posea su propio simbolismo. Por tanto, no debe pensarse que sólo el despecho divino sea el origen de las bienaventuranzas —o de la invitación— a los pobres. Ello nos lo dirán de la manera más clara y contundente las tres parábolas siguientes de este mismo grupo que examinaremos a continuación. Precisamente, la necesidad lógica de sacrificar, en esta parábola, uno de los temas favoritos de Jesús —la preferencia original de Dios por los que sufren— muestra con mayor claridad, si fuera posible, la intención polémica que prima en ella: el ataque a los que dejan pasar la oportunidad por creerse invitados de derecho al banquete escatológico de Dios. Estos son los supuestos justos de Israel. En cuanto a los que realmente participan en ese banquete, es decir, los marginados de la sociedad, Jesús no los idealiza (como tendremos oportunidad de ver). Son buenos y malos. Si entran —sin condición moral alguna— como los pobres en la felicidad del reino es por su situación inhumana que injuria a Dios: haberse quedado a «la vera de los caminos» en la sociedad religiosamente instalada de Israel. Este estrecho paralelismo con las bienaventuranzas —y aun con los ayes, destinados aquí a los ricos, justos e instalados— nos hace ver con una cierta extrañeza el final que Mateo añade a la parábola que tanto él como Lucas encontraron en Q. En realidad, esa extrañeza proviene de que olvidamos que Mateo ya había retrocedido ante la imprudencia6 de las bienaventuranzas originales. Por más que haya dado a entender indirecta-
mente, aunque con claridad, en otros pasajes de su evangelio cuál debió ser su tenor primitivo. Y es así como vemos en él las situaciones a que aluden las bienaventuranzas convertidas en virtudes que condicionan la felicidad declarada por Jesús y traída por el reino. Esto mismo es lo que sucede al final de la parábola del banquete y lo que lleva a J. Jeremías a hablar de una parábola diferente (que sería la del vestido de bodas). De todos modos, y aunque ello fuera así, el haber colocado esa nueva parábola a continuación de la del banquete probaría que Mateo tuvo miedo de la amoralidad de aquélla. Así, el rey que, según Mateo, ha hecho sentarse al banquete, sin selección alguna, a todos los desechos humanos pasaría revista a los convidados y expulsaría a uno de ellos por carecer del vestido lujoso que correspondería a un banquete nupcial. La incongruencia de esta actitud en la narración salta a la vista. No es posible exigir tales cosas de mendigos apostados a la vera de los caminos. Pero Mateo, aquí como en las bienaventuranzas, quiere que el simbolismo prevenga contra la falsa pretensión que surgiría, según él, si a los convidados no se les exigieran las cualidades morales correspondientes al reino. Se pierde otra vez así el matiz «político» y, con él, la profunda revelación del corazón de Dios: su amor por los que sufren, por la sola razón de su situación inhumana en la sociedad que los oprime y margina. Como decíamos, las tres parábolas siguientes de este grupo, que podríamos llamar las parábolas de la «alegría» de Dios —la palabra aparece centralmente en las tres—, nos revelan la profunda intención divina al instaurar su reino sobre la tierra. Las tres, por otra parte, van juntas en la versión de Lucas, a quien debemos en exclusividad dos de ellas, la de la dracma perdida y la del hijo pródigo. A ellas se agrega la que Lucas tiene en común con Mateo, la de la oveja perdida (Le 15,4-32; Mt 18,12-14) 7 . Comencemos por las dos parábolas lucanas. Tenemos a una mujer que ha perdido una dracma (entre diez que poseía) y a un padre que ha perdido un hijo (mientras el otro le sigue fiel). Las dos parábolas muestran cómo la preocupación, el ansia, la actividad se vuelcan hacia lo perdido para recobrarlo. Ahí está, por otra parte, el matiz polémico contra las autoridades religioso-políticas
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6 Lo que algunos exegetas llaman la «prudencia pastoral» es una característica redaccional de Mateo. Así, por ejemplo, en la cuarta bienaventuranza (en el orden de Lucas y de Q), dirigida a los cristianos contra los cuales se dirá «toda clase de mal», Mateo añade, para que nadie se llame a engaño y para prevenir todo laxismo: «mintiendo». De lo contrario, para él, la bienaventuranza queda sin efecto.
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7 Lucas introduce estas tres parábolas en su debido contexto polémico: «Todos los publícanos y los pecadores se acercaban a él para oírlo, y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: 'Este acoge a los pecadores y come con ellos'» (Le 15,1-2).
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de Israel que se valen del pretexto religioso de la «perdición» humana para desinteresarse de los pobres y pecadores, marginados y olvidados en su desgracia. Esto se hace todavía más evidente, si cabe, en la parábola del hijo pródigo. El «ver de lejos» al hijo, el «correr» a su encuentro, el interrumpir sus expresiones de arrepentimiento para darle lo mejor de la casa y un banquete como nunca se le ha brindado al hijo mayor, todo indica una preferencia casi, diríamos, escandalosa. Es obvio que el padre espera la vuelta del hijo, sin imponer condiciones. «Estaba perdido y ha sido hallado». ¿Cómo? ¿Con qué disposiciones morales? No importa. El haber estado perdido es causa suficiente de la alegría paterna. El matiz polémico contra las autoridades de Israel aparece representado particularmente en la pretensión del hijo mayor de mantener apartado de esa alegría al hijo pródigo con el pretexto de que «devoró su hacienda con prostitutas» (Le 15,30). Y, ante esa razón, lo único que el padre arguye es: estaba perdido y ha sido hallado. Si a estas dos parábolas unimos la de la oveja perdida, la desenfadada preferencia de Dios —bajo la figura del pastor— por todo el que sufre adquiere una nueva característica. Sin que la oveja haga nada, el pastor parte en su busca. ¿Por qué? No es, sin duda, la mejor oveja ni la más valiosa ni se dice que después de vagabundear haya emprendido el camino de regreso. Sufre y está perdida: eso es todo. Esto basta para que el pastor deje a las demás y, una vez que la ha hallado, la cargue sobre sus espaldas para volver alegre con ella. Como acontece con la dracma y con el hijo, aquí también se trata de saber dónde está la «mayor alegría» para Dios. Y la respuesta es clara: «Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión» (Le 15,7; Mt 18,13). Para realizar esta mayor alegría divina viene el reino. Por eso Jesús no es enviado «sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15,24), y lo mismo sus discípulos y continuadores (Mt 10,6). La tradición que procede de Marcos da su propia versión paralela de esta misión: «No necesitan médico los sanos, sino los que están mal; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Me 2,17 y par.) 8 . 8 De acuerdo con esta tradición, el contexto es el mismo que origina en Lucas las tres parábolas de la alegría: «Al ver los escribas del partido de
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Y llegamos al punto crítico del ataque. Este ha sido dirigido hasta ahora contra las autoridades religiosas que, por no tener los mismos sentimientos que Dios, se oponen al reino. No lo esperan porque, si llega, será para beneficiar a los justos redoblando su recompensa, y no ciertamente para hacer felices a pobres y pecadores. Jesús arguye que, al pensar así, desconocen al Dios cuya alegría está en sanar a los pobres y pecadores de su situación de desgracia y marginación y devolverles su humanidad. Hasta aquí se diría que, por fuerte que sea el ataque a esas autoridades, se admite, efectivamente, que los pobres son pecadores y que tienen necesidad de médico como la tienen de perdón. A diferencia de los justos, se exigiría de los pecadores el primer paso de una conversión hacia el Dios que se apresura a declararlos felices —y no a los justos (y ricos)— con la llegada del reino. En otras palabras: el ataque de Jesús es radical, pero se limita a mostrarnos dos grupos opuestos, señalando la preferencia inesperada de Dios por uno de ellos. Un grupo está constituido por los pobres, los pecadores, los perdidos. El otro por los ricos, los justos y los que no tienen necesidad de conversión. La última parábola del grupo, la de los niños de la plaza —procedente de Q (Mt 11,16-19; Le 7,31-35)—, presenta a Yahvé quejándose de que sus representantes religiosos en Israel no han sintonizado jamás con los sentimientos divinos expresados por los profetas. De éstos, los dos últimos han sido el Bautista y Jesús; uno heraldo de la tristeza que traerá consigo el juicio divino sobre quienes se sienten seguros; el otro, heraldo de la alegría que traerá consigo el reino para los pobres y pecadores 9 . Pero Jesús no ha detectado ni desmontado todavía el mecanismo con que los primeros oprimen a los últimos. Y surge en nosotros los fariseos que comía con los pecadores y los publícanos, decían a los discípulos: '¿Qué? ¿es que come y bebe con los publícanos y pecadores?'» (Me 2,16 par.). Sólo Lucas, al citar la respuesta de Jesús, llevado tal vez de cierta lógica moralizante (o de la imagen del médico) especifica que esa llamada —que probablemente fuera a la alegría— es «a la conversión» (Le 5,32). Mateo, en cambio, más inclinado que Lucas a este tipo de puntualizaciones prudentes, omite tal precisión que, por lo mismo, no debió existir. En lo que sigue se discutirá este punto. ' Es aquí donde, a continuación de la parábola, Jesús es tenido por «comilón». Esta contraposición se extiende a los discípulos de Jesús, que, contrariamente a los de Juan y a los de los fariseos, no ayunan (cf. Me 2,18 par.). La respuesta de Jesús alude a la alegría de su presencia, ligada a la proximidad del reino.
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una sospecha: ¿no habrá cierta ironía escondida cuando Jesús se refiere a justos y pecadores? ¿Serán esos «justos» verdaderamente justos y esos «pecadores» verdaderamente pecadores? ¿Quién tiene en Israel urgente necesidad de conversión? II Entramos así en el estudio del tercer grupo de parábolas (polémicas), caracterizado por la inversión del juicio de valor que se hace de los dos campos en que se divide la sociedad de Israel: justos y pecadores. En otras palabras: de acuerdo con este grupo, los que piensan no tener necesidad de médico son los que más precisarían de él, y los que se consideran justos, los verdaderos y radicalmente pecadores. Comienza así Jesús a desmontar desde la base el mecanismo ideológico que, como vimos en el capítulo anterior, relaciona intrínsecamente los dos grupos: la mala interpretación del juicio de Dios, así como de la ley que funda ese juicio, oculta y justifica la opresión que uno de los grupos ejerce sobre el otro. La oposición entre ambos grupos, aunque caracterizados esta vez por valores inversos de los que expresamente se apropian, se ve ya en la parábola —exclusiva de Mateo— de los dos hijos (Mt 21,28-32). Lo que caracteriza al primer hijo —que representa a los pecadores— es la abierta negación con que recibe la orden del padre (Dios), aunque luego, arrepintiéndose, la cumple. El otro grupo —el de los supuestos justos— se caracteriza, bajo la imagen del segundo hijo, por la publicidad con que da cuenta de su voluntad de obedecer, siendo así que, a fin de cuentas, no cumple la orden paterna. El carácter polémico de la parábola es, a primera vista, evidente: los supuestos justos son, en realidad, pecadores, mientras que los supuestos pecadores son, en rigor, relativamente justos: han «cumplido la voluntad» del padre, esto es, de Dios. En realidad, esto sería forzar el sentido que Jesús quiere dar a la parábola, como consta del extraordinario comentario que le sigue. Según éste, todos son pecadores; pero mientras que unos, sabiéndose tales, son fácilmente perdonables, los otros, pretendiéndose justos, son incapaces de conversión. Su pecado es, pues, no sólo mayor: es, de alguna manera, imperdonable. Jesús muestra esto al constatar cómo se han comportado uno y otro grupo ante
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la predicación acusadora del Bautista. Los pecadores han creído en él. En cuanto a los supuestos justos, Jesús les dice: «Vosotros, ni viéndolo cambiasteis de parecer para creer en él» (Mt 21,32). Y es precisamente aquí donde, según Mateo, Jesús pronuncia esa especie de bienaventuranza escandalosa dirigida a los más perspicuos pecadores: «En verdad os digo, los publícanos y las rameras llegan antes que vosotros al reino de Dios» (Mt 21,31). Es que el pecado, en su sentido más radical, decisivo e imperdonable, ha cambiado de grupo: está ahora entre «los justos que no tienen necesidad de penitencia». Mucho más clara aún en este sentido es la parábola lucana del fariseo y del publicano (Le 18,9-14). En el templo, el fariseo, de pie, da gracias a Dios por la justicia que lo separa de los pecadores y, en particular —y para que no quepa duda— del publicano que ora separado de él por una gran distancia, tanto física como moral. Este último, perfectamente consciente de su marginación y sin atreverse a alzar los ojos, se golpea el pecho pidiendo perdón a Dios por un pecado que no podía negar. Y la paradójica conclusión de la parábola es que el «justo» volvió a su casa sin «justificación». El pecador, en cambio, si no volvió justo, volvió perdonado. Y, en realidad, ¿cómo haría Dios para perdonar a un justo? Cabría detenerse un instante aquí para aquilatar, en la medida de lo posible, el impacto conflictivo —y ciertamente subversivo— de esta enseñanza de Jesús. No sólo toma partido, y de manera decidida y pública, por los pobres y pecadores, sino que declara que los defensores de la justicia son mucho más pecadores aún. Pecadores imperdonables, puesto que la justicia que creen poseer les cierra el camino de una posible conversión. La audacia de esta inversión de valores dentro de la estructura socio-religiosa de Israel se ha perdido hoy, entre otras cosas, porque se supone que en la Iglesia no puede repetirse lo que ocurrió en la sinagoga. Se supone, además, asimismo erróneamente, que aquélla no juega ya papel alguno en la lucha de clases existente, con su trascendencia y su misión reconciliadora. Y, sobre todo, porque no percibimos lo que se desata cuando los marginados de una sociedad, en nombre de leyes y virtudes, descubren que han sido engañados por quienes son, a los ojos de Dios, pecadores y criminales imperdonables. En efecto, las otras tres parábolas de este grupo, a la vez que insisten en el pecado mucho mayor de los que se consideran justos
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y sin necesidad de conversión, descubren que ese pecado no es sólo un crimen «religioso»: consiste, concretamente, en crear una relación opresora con los demás. Ya hemos hablado en la introducción a esta primera parte sobre la parábola de los trabajadores de la viña (Mt 20,1-16). Conforme a la restauración del sentido primitivo global de la parábola, el dueño de la viña quiere ser «bueno» o generoso, dando a todos sus obreros el mismo salario, aunque unos hayan trabajado más que otros 10. El resentimiento con que los obreros de la primera hora reciben esta decisión provoca la reacción del propietario ante uno de ellos: «Amigo... n, ¿vas a mirar con malos ojos el que yo sea bueno?». He aquí por qué el anuncio del «año de gracia del Señor», hecho por Jesús (cf. Le 4,19) —en un estrecho paralelismo con las bienaventuranzas—, tenía que resultar escandaloso y provocar el resentimiento de algunos. En efecto, significaba que «gratuitamente», es decir, sin importar cómo la hubieran trabajado y administrado, la propiedad y la libertad se volvían a repartir por igual, cada cincuenta años, entre todos los israelitas. Así, todos recobrarían sus básicas posibilidades humanas. El escándalo procede de que los privilegios resultantes de la división del trabajo son siempre atribuidos a la virtud, y se suponen, por tanto, fundados en la voluntad de Dios. La opresión se vuelve, de esta manera, sagrada, penetrando incluso en las mentes de los oprimidos. Pero el Dios de Jesús no siente así y se niega a jugar ese papel. Los «malos ojos» o envidia con que se mira esta distribución equitativa en el proyecto divino son considerados como culpa por el Dios de Jesús. En efecto, aquí aparece ya claramente el criterio con que Dios juzga lo que es pecado: no lo contrario a la ley, sino lo contrario al hombre.
Consiguientemente, aun el aparente sentido de justicia que se pretende hacer valer detrás del resentiminto con que los obreros de la primera hora preferirían ver a sus compañeros de la última faltos de lo necesario, desaparece en otra parábola, esta vez de fuente marcana: la de los viñadores homicidas (Me 12,1-12 y par.). Una vez más estamos frente a autoridades intermedias: se trata de arrendatarios. Aunque ya en la parábola anteriormente estudiada se tratara de la viña (símbolo de Israel), en ésta es evidente la tirantez conflictiva entre el propietario y sus arrendatarios. Es, por lo tanto, imposible que los interlocutores de Jesús no recordaran, al oírlo, la parábola de Isaías sobre la viña, que termina con las solemnes palabras: «Viña de Yahvé Sebaot es la casa de Israel» (Is 5,7). A diferencia de la de Isaías, la parábola de Jesús va dirigida no al pueblo, sino a las autoridades de Israel, a las que acusa de haber rechazado a todos los servidores enviados para exigir el pago del arrendamiento 12, es decir, los frutos del especial cuidado de Yahvé por Israel. Cuando el propietario decide finalmente mandar, con el mismo objeto, a su propio hijo y heredero, la intención general de los arrendatarios se expresa con toda claridad: «Vamos, matémoslo y será nuestra la herencia» (Me 12,8 y par.). Aunque falta aquí la oposición entre dos campos —patente en todas las otras parábolas de este grupo—, la polémica de Jesús contra las autoridades religiosas de Israel adquiere una radicalidad mayor: desmontando el mecanismo de la opresión que ejercen, los acusa nada menos que de querer apoderarse de Israel para su propio provecho. Y los destinatarios de la parábola así lo entienden, por cierto: «Los sumos sacerdotes y los fariseos, al oír sus parábolas, comprendieron que se estaba refiriendo a ellos. Y trataban de detenerlo, pero tuvieron miedo a la gente porque lo tenían por profeta» (Mt 21,45-46 y par.). Finalmente tenemos, en la misma línea, otra parábola en el Evangelio de Mateo, la del deudor despiadado (Mt 18,23-34). En ella, el siervo del rey, que debe a éste una suma tan impresionante, es, sin duda, un soberano subalterno (algo así como los arrendatarios de la parábola anterior) al frente de una provincia de cuyo tributo tal vez se ha apropiado B . Una vez más —el rasgo
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10 En cuanto a las consecuencias de no hacerlo así, merece consideración lo que advierte J. Jeremías: que un denario por día constituía una especie de salario mínimo —legal o vital— para este tipo de trabajadores, los más pobres (J. Jeremías, Les Paraboles..., op. cit., p . 43). Por consiguiente, la presunta «justicia» que reclaman los obreros de la primera hora, es decir, la división del salario por las horas trabajadas —y cualquiera que fuese la falta de los obreros de la última hora— implicaría dividir el grupo, y sus respectivas familias, entre quienes tendrán y quienes carecerán de lo necesario para vivir. 11 Jeremías nota algo interesante a propósito de este epíteto: «En los tres pasajes del Nuevo Testamento en que aparece, aquel a quien se dirige se ha hecho culpable de algo (Mt 20,13; 22,12; 26,50)». Ib'td., p . 141.
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12 Los tres sinópticos difieren en el número y la suerte concreta de estos servidores, en quienes la alegoría ve a los profetas veterotestamentarios. Cf. ib'td., pp. 77ss. 13 Cf. ib'td., p . 200.
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es ya característico de las parábolas de Jesús—, independientemente de las disposiciones espirituales o morales de esa persona dotada de poder y autoridad, su deuda es perdonada. Lisa y llanamente porque no puede pagarla. Pero el siervo perdonado se vale de su derecho para oprimir a otro siervo que le debe la pequeña suma de cien denarios, pero, para él, imposible de pagar. Y lo envía a la cárcel. El rey restablece la situación: quien irá a la cárcel será el primero, el siervo «malvado» y pecador. La autoridad delegada, en efecto, no está para aprovecharse de la ley, sino para realizar los valores de la autoridad suprema, Dios. Y el criterio de éste, su valor máximo, demostrado ante la deuda enorme del primer siervo, es la preocupación y compasión por el hombre y, muy en especial, por el que sufre. Esta polémica de Jesús contra la ideología opresora de las autoridades religiosas de Israel, infieles a su responsabilidad, recuerda una acusación expresa de Jesús a esos «ideólogos»: «Descuidáis lo más importante de la ley: la justicia, la compasión y la fidelidad» (Mt 23,23). Precisamente el cambio de las premisas (ontológicas) de valor, respecto a los dos campos en que se divide la sociedad del Israel contemporáneo de Jesús, tiene, si es lógico, que implicar un cambio paralelo de las premisas (epistemológicas) a partir de las cuales se interpreta la revelación divina M, es decir, la ley. Esta última destrucción del aparato ideológico opresor aparece en un cuarto y último grupo de parábolas polémicas, caracterizadas por un tema desarrollado también en discusiones explícitas, que estudiaremos en el siguiente párrafo. Este tema capital del mensaje de Jesús versa sobre la clave (hermenéutica) para interpretar a Dios; clave que consiste, para Jesús, en entender al hombre y ponerse al servicio de su plena humanización. Desde este punto de vista, la conversión fundamental de aquel a quien se reveló la palabra de Dios consiste en pasar de la noción de «privilegio» a la de «responsabilidad». Dejar de creerse «fin» para sentirse «medio». Es, en efecto, una clave hermenéutica errónea considerar la revelación de Dios como una adquisición. Inconscientemente, esta clave va «endureciendo el corazón». Así, el
otro —y fatalmente y a la postre, el pobre— pasa a un lugar secundario con respecto a la riqueza divina que se cree poseer. Y con tal criterio, ya no se entiende nada de la revelación, por más cuidadosa y científica que sea la lectura de su palabra escrita. A combatir esta pre-comprensión, radicalmente deformante, se enderezan las tres primeras parábolas de este grupo: la de los talentos, en Q (Mt 25,14-30; Le 19,12-27), la (parábola o comparación) de la sal, de origen marcano (Me 9,50; Mt 5,13; Le 14,34-35) y la lucana de la higuera (Le 13,6-9). Las tres tienen un elemento común: el valor no está nunca en la cosa en sí, en lo que puede ser objeto de posesión, sino en una funcionalidad, en un «fruto» que de ella se espera. La parábola de los talentos, introduciendo el elemento imaginativo de la moneda, subraya el peligro de tomarla como riqueza en si misma. Ese es, en el fondo, el error de quien recibió un talento y, preocupado por su valor intrínseco, lo escondió, prefiriendo no poner en peligro esa riqueza adquirida, aunque fuera provisoriamente. El argumento contra él sale de su propia boca cuando intenta justificarse diciendo que el propietario «cosecha donde no sembró», es decir, espera recibir algo que no dio como tal, sino escondido en el mecanismo que debía producirlo (en este caso, la moneda). En la parábola de la sal se subraya la inutilidad de guardar y respetar (en lugar de rechazar y pisotear) algo que sólo es valioso cuando se pierde en su ser propio para transformar otra cosa, la que verdaderamente importa, en este caso la comida. Además, esta parábola o comparación está puesta por Mateo en un lugar muy significativo de su evangelio: entre las bienaventuranzas del reino y la revelación que habría hecho Jesús de la nueva ley («... pero yo os digo...») en función de la nueva justicia («mayor que la de escribas y fariseos»). Ese lugar específico da a la comparación la función de clave hermenéutica que impida el error de interpretar la segunda ley y su justicia como se interpretó la primera 15. La parábola de la higuera sin fruto subraya el plazo de conversión, coincidente con el tiempo de la predicación de Jesús. Este
14 Ya indicamos que, según Juan, las autoridades judías oponían a Jesús la seguridad de ser «discípulos de Moisés». Y añadían: «Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios; pero ése no sabemos de dónde es» (Jn 9,29). Pero cabe preguntarles: ¿cómo sabían lo que pretenden saber? Y ¿estarán aplicando a Jesús las mismas premisas que llevaron a sus antepasados a descubrir en Moisés una revelación divina?
15 Al hablar de primera y segunda ley, como de antiguo y nuevo Israel, somos conscientes de forzar —por razones de claridad— el pensamiento de los sinópticos, por lo menos el de Mateo. Para éste, no hay más que una ley, y Jesús, revelando su clave hermenéutica, la lleva a su plenitud. Lo mismo hay que afirmar de Israel, quien sigue siendo, en plenitud y universalidad, el pueblo de Yahvé, gracias a Jesús.
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plazo para dar fruto, otorgado por Jesús a quienes se han limitado a poseer lo dado por Dios, ha sido como arrancado a la voluntad de Dios, cansado de que se tergiverse su plan: poner lo dado a Israel (la ley y los profetas) al servicio de sus verdaderos destinatarios. Quiénes sean éstos aparece en la parábola de las ovejas y los cabritos, es decir, en la imagen del juicio final (Mt 25,31-46). Son obviamente los pobres, los que, comenzando por las carencias más concretas y materiales, se vuelven así destinatarios —no reconocidos— de lo que debió ser Israel: talentos multiplicados, sal que sazona, higuera fructífera. El que, contrariamente a todas las previsiones de quienes poseían la revelación divina, el juicio de Dios no se haga según la ley promulgada, estudiada y desarrollada durante siglos, sino de acuerdo con el socorro brindado a los «más pequeños» ló, no pretende —ni puede— significar la abolición de la ley y los profetas, es decir, de la revelación divina (cf. Mt 5,17). Las necesidades humanas percibidas se convierten así en clave para interpretar lo que la revelación quiere decir al hombre ". Esta dislocación hermenéutica, que apunta a desmontar el aparato ideológico de la opresión en Israel, termina con la parábola lucana del buen samaritano (Le 10,29-37). Vuelven a aparecer aquí —en su opuesta interpretación de la voluntad de Dios— los dos grupos siempre presentes, por implícita que pueda ser a veces esa
presencia en las parábolas polémicas de Jesús: por un lado, los judíos que representaban la autoridad de la ley (el sacerdote y el levita), y por otro, los pecadores marginados de Israel. Es sabido, en efecto, que los samaritanos componían, desde la vuelta del exilio, la parte más despreciada del pueblo-de-la-tierra, hasta el punto de ser considerados prácticamente como paganos. También se da aquí la inversión de valores, de acuerdo con el corazón de Dios. Es precisamente el samaritano quien va a representar, con sus actos, el partido de Dios, su voluntad, la acertada interpretación de su ley, mientras que los representantes oficiales de ésta la desconocen. ¿Cómo pudo acertar así el samaritano? La respuesta, teológicamente sutil, la tenemos en el contexto en que Lucas coloca la parábola. Un legista se acerca para «tentar» a Jesús y le hace la misma pregunta que le hará el joven o magistrado rico: ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna? La pregunta respectiva de Jesús —«¿qué está escrito en la ley?»— suscita la respuesta, aceptada como correcta por Jesús, del doble mandamiento, tomado del Deuteronomio (6,5) y del Levítico (19,18): amar a Dios y al prójimo 18. El legista se ve así obligado a mostrar que su pregunta apuntaba a un problema más intrincado. Por eso, dando por sentado que no existen dificultades de interpretación sobre la primera parte del mandamiento, interroga a Jesús sobre la segunda: ¿quién es mi prójimo? Jesús le responde con la narración parabólica. Y, al terminarla, hace una pregunta mayéutica al legista. Pregunta extraña si se tiene en cuenta el problema que éste planteaba: «¿Quién de estos tres —el levita, el sacerdote o el samaritano— te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?». A esta cuestión no cabía otra respuesta que la que se ve forzado a dar el legista: «El que tuvo misericordia de él». Consideramos extraña esta interrogación con que termina la parábola, en primer lugar, por no responder aparentemente a la pregunta que la generó: ¿quién es mi prójimo? O sea, a quién debo amar. Parecería que Jesús escamotea esta cuestión, definiendo al «prójimo» no como aquel a quien se debe amar, sino como aquel que ama de verdad.
16 La objeción más notoria contra la interpretación de la parábola como imagen de un juicio universal (no sólo en el espacio sino, sobre todo, en el tiempo) viene del uso, por parte del juez, del término hermano, empleado, en forma característica, para designar a los miembros de la comunidad cristiana (aunque se pierde de vista que aquí se trata de «mis hermanos»), lo que haría de la parábola un paralelo de Mt 10,4CM2, indicando que el juicio «a las naciones» (paganas) se hará según traten a los discípulos de Jesús. Creemos que esto equivaldría a reducir, de manera indebida, la universalidad tan patente en todos los elementos simbólicos de la parábola. «El problema que subyace en la interpretación de nuestro texto es su novedad respecto al lenguaje tradicional. ¿Podemos suponer que sus palabras claves significan lo mismo que en el viejo judaismo? ¿O se ha creado más bien un significado nuevo que responde a la totalidad del mensaje de Jesús y de la Iglesia? Todo nos permite suponer que Mt 25,31-46 está creando ese lenguaje, de tal forma que éthne son los hombres sin más, y adelphoí de Jesús, los más necesitados» (Xabier Pikaza, Mateo 25,31-46: cristología y liberación, en varios, Jesucristo en la historia y en la fe [Ed. Sigúeme, Salamanca 1977] p. 227). 17 Incluso en criterio para reconocer que «a Moisés le habló Dios», problema que daban por solucionado los que, según Juan, se decían discípulos de Moisés (cf. Jn 9,28-29).
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18 Ello prueba que, por lo menos para Lucas, el distribuir los bienes a los pobres es considerado por Jesús como la expresión, indispensable en un rico, del amor al prójimo.
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En realidad, prójimo no equivale, en el original, al término con que lo traducimos mentalmente en castellano: «los demás». Es una deformación idiomática de próximo, que es el término concreto usado por la ley. En efecto, la «proximidad» de familia, tribu o nación limitaba y definía en la ley los deberes recíprocos del amor (cf., entre innumerables prescripciones, las que atañen al préstamo hecho a connaturales o a extranjeros en Dt 23,20-21). Era propio del legista saberse de memoria tales definiciones y distinciones hechas por la ley acerca de la «proximidad» y los deberes respectivos del amor. De ahí lo difícil de su pregunta. En este punto surge la verdadera extrañeza ante la respuesta parabólica de Jesús. Según éste, la «proximidad» no puede ser fijada de antemano. No es consecuencia de la ley, sino premisa. Siendo una relación recíproca entre personas o grupos, la proximidad se hace, precisamente, gracias al amor del hombre. Un corazón sensible a los demás, un corazón que ama, halla prójimos dondequiera que se ofrece la oportunidad de acercarse con su amor a un necesitado. Sólo quien parte de este ¿w-juicio por el hombre, aunque sea pagano —o ateo—, entiende la ley y la voluntad del Dios de Jesús. Este descalifica así la premisa (epistemológica) de acudir, con una disposición supuestamente neutral, a informarse sobre lo que Dios quiere, en lo que, de una u otra manera, se ha llegado a erigir en ley, palabra o revelación divina.
por Jesús. No es disculpa el que las parábolas, desviadas de su uso polémico, sean hoy difíciles de interpretar como enseñanzas propiamente teológicas. Y añadiríamos: tanto más teológicas cuanto más descubrimos el funcionamiento político de la teología que las parábolas atacan. Pero por encima —o al lado— de éstas tenemos las polémicas propiamente teológicas que ocupan un lugar central en el más primitivo de los sinópticos: Marcos. No vamos a repetir aquí la exégesis detallada que hicimos de estas polémicas en el tomo anterior I9. Nos limitaremos a seguir sus hitos más significativos. El lector tendrá la ocasión de apreciar el estricto paralelismo existente entre esas controversias y los grupos de parábolas que estudiamos en los párrafos anteriores. La única diferencia, y lógica por cierto, consistirá en el género literario: si las parábolas pueden expresar de manera más vivida su contenido, las controversias teológicas nos brindan datos racionales más detallados, sutiles y seguros sobre lo debatido. Frente a la cuestión de saber qué es lícito hacer durante el reposo sabático (cf. Me 2,23-3,5), Jesús niega la posibilidad de acudir primero «directamente», es decir, sin criterios previos, a la lectura de la ley. El sábado no ha sido fijado, con sus prescripciones, por sí mismo, sino para que el hombre pueda «hacer el bien» al hombre. Por tanto, sólo quien lee la ley del reposo sabático relativizando sus prescripciones y entendiéndolas, o transformándolas si cabe, en beneficio del necesitado entendió de verdad la ley. Jesús aduce también no sólo que las tradiciones legalistas (humanas) han ido sustituyendo a los auténticos mandamientos de Dios, sino que aun éstos, tomados «fuera» del hombre, no constituyen la voluntad de Dios generadora de valores morales (cf. Me 7,1-23). Dios no llega al hombre con recetas morales preestablecidas. Quiere que sea él, desde su interior, en libertad y asumiendo el riesgo, quien fije su moral de acuerdo a sus intenciones. Y una vez más, sólo quien tiene intenciones basadas en el amor entiende correctamente el sentido útil de los mandamientos, relatívizándolos en sintonía con las intenciones divinas y aun —como ocurre con el mandamiento sobre alimentos puros e impuros— suprimiendo el precepto. Más radical es aún la polémica sobre cómo reconocer en la historia la presencia reveladora de Dios, actuando en personajes como Jesús. Este, según Lucas, está sanando a un mudo (Le 11,14-16).
III Tal es el radical «cambio de mentalidad» exigido por Jesús a uno de los grupos que su misma predicación pone en evidencia: el de quienes declaran oficialmente en Israel cuál es la voluntad de Dios y, consiguientemente, qué pensar sobre el mismo mensaje de Jesús. Esta conversión implica pasar de la seguridad —opresora— de la letra a la inseguridad —liberadora— del tener que optar, aun frente a la palabra misma de Dios, por los pobres. Sólo la sintonía con éstos y sus intereses abrirá el corazón a la interpretación correcta de Dios, de la ley y los profetas, hasta llegar a Jesús. Parece hasta cierto punto increíble que no se haya prestado mayor atención (en las elaboraciones crístológicas) a este desmantelamiento sistemático de la ideología religiosa opresora, realizado
Cf. tomo I, cap. II.
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Conversión y hermenéutica
¿Puede constituir esto una intervención de Dios? Los adversarios de Jesús no se convencen. Necesitan un criterio menos ambiguo, más seguro. Jesús puede estar obrando esa curación —liberar a un poseso, de acuerdo con la mentalidad de la época— con el poder del príncipe de los demonios, y no de Dios. Es mejor exigirle una señal directa, inequívoca, del cielo. Piensan que así se acreditaron en el pasado los hombres que fueron reconocidos en la ley y los profetas como enviados por Dios. En cuanto a señales directas del cielo —aun en el caso de que fueran posibles—, Jesús se niega a proporcionarlas (Me 8,11-13). El cielo está mudo para quien no posee ya un criterio para reconocer su voz en los acontecimientos humanos que afecten al hombre. En otras palabras: sólo pueden reconocer la presencia del cielo en la tierra —es decir, algo histórico como revelación de Dios— quienes ya tienen un pre-juicio sobre lo que constituye el bien del hombre (cf. Mt 12,38-42; Le 11,29-32). En cuanto a la posibilidad de que él esté curando con el poder del príncipe de los demonios, Jesús responde, siempre en la misma línea de argumentación, de una manera escandalosa: poco importa, a fin de cuentas, distinguir a Dios de Satanás en casos como éste. Si Satanás se pone a curar, a devolver al hombre los despojos de su humanidad perdida (cf. Le 11,22), obra contra sus propios intereses y favorece los de Dios. Donde un hombre es liberado de un obstáculo cualquiera que le impide alcanzar su plena humanidad, Dios siempre gana (Me 3,22-27). De ahí que el hombre, antes de dirigirse a Dios en busca de criterio seguro sobre la presencia divina en la historia, deba desarrollar su propia sensibilidad y juicio con respecto al hombre y sus necesidades (cf. Mt 16,1-4; Le 12, 54-57). Precisamente el intento de escapar de este obligado círculo hermenéutico que hace del hermano criterio para reconocer y entender a Dios (hablando del hermano) es calificado por Jesús como el «pecado (o blasfemia) imperdonable» (Me 3,28-30). No se trata, por cierto, de que Dios no pueda perdonarlo si el hombre se arrepiente; pero, a diferencia de tantos otros pecados sobre los que Dios, compasivo, extenderá su perdón, hacer a Dios cómplice y razón de la opresión del hombre exige perentoriamente la conversión. Como puede verse, las parábolas polémicas por un lado y las controversias teológicas por otro convergen, abarcando la estrategia global de Jesús en favor de los pobres: desmontar el mecanismo
ideológico con que los mismos pobres hacían de la religión (popular) que practicaban un instrumento de opresión en beneficio de los poderosos de Israel. La posición de Jesús frente a los conflictos de intereses opuestos, existentes en la sociedad de su tiempo y de su patria, no es, ni mucho menos, la de quien se coloca por encima de ellos o los trasciende. La reconciliación (escatológica) que procura su mensaje pasará por la acentuación desenmascaradora del conflicto y de sus mecanismos ocultos, a fin de convertir sus víctimas en sujetos conscientes y activos en la lucha20. Y lo logró con las limitaciones de toda empresa humana —perfectus homo— como lo acredita su muerte por motivos políticos. Estos no enturbian su mensaje religioso, su revelación radical sobre el corazón de Dios. Lejos de ello, nos proveen de la clave para comprender su revolucionario mensaje sobre ese Dios y del criterio para medir de manera realista el carácter decisivo de esa revelación.
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20 Cf. nuestro artículo, Conversión y reconciliación en la teología de la liberación: «Perspectiva Teológica» 7 (1975) 164-178. Versión española sintetizada en «Selecciones de Teología» 15 (1976) 263-275.
CAPITULO V
LAS EXIGENCIAS
DEL
REINO
II PROFETISMO Y CONCIENCIACIÓN Las exigencias de conversión que muestra la predicación de Jesús para con el grupo de los que, en Israel, se oponen al reino tienen, como hemos visto, una lógica estricta y terminan por definir ese mismo reino. Por contraposición, si se quiere. En cambio, cuando tratamos de estudiar la predicación de Jesús a los pobres y pecadores por una parte y a sus propios discípulos por otra, los contornos se desdibujan y nos encontramos con anuncios, recomendaciones y preceptos difíciles de compaginar. En otras palabras: así como es fácil percibir lo que Jesús ataca, es difícil captar lo que quiere construir con sus colaboradores en beneficio de sus destinatarios. Tal vez la pluralidad y vaguedad de lo que se esconde bajo el título de «reino de Dios» y la elaboración de este concepto en diferentes «cristologías», aun dentro del mismo testimonio sinóptico, sea la causa de esas antinomias. Valga un ejemplo. Según Mateo, Jesús habría dicho: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo... porque mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,28-30). A primera vista, los fatigados y agobiados en Israel son (como en la parábola del banquete) los pobres y pecadores, víctimas de una interpretación rigurosamente inhumana de la ley, hecha por aquellos que «atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos, ni con el dedo quieren moverlas» (Mt 23,4). Pero, como reconocen todos los exegetas, «tomar el yugo» es una expresión figurada de uso común en Israel para indicar el discipulado. Jesús invitaría así a los pobres y pecadores, para quienes —sin distinción ni condicionantes— viene el reino, a hacerse discípulos suyos, prometiéndoles, si lo hacen, una carga ligera en
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Profetismo y concienciación
comparación con la pesada que cargan sobre sus hombros cansados y agobiados los fariseos y doctores de la ley. Ahora bien, a los discípulos por lo menos están, sin duda alguna, destinadas las prescripciones de la «ley de Jesús», que se supone fuente de una «justicia mayor que la de los escribas y fariseos» y, por otra parte, condicionante de la posibilidad misma de «entrar en el reino». Este es el pensamiento de Mateo tal como aparece en el sermón de la montaña (Mt 5,20). El lector recordará que, para describir esa justicia «mayor», Mateo presenta a Jesús usando seis veces la expresión «se os dijo [en la ley]; pero yo os digo» (Mt 5,21.27.31-33.38.43). Pues bien, cada uno de estos «pero yo os digo» viene a hacer aún más exigente la moral de la ley. Así, hasta el adulterio de deseo es asimilado al adulterio real, de la misma manera que el insulto se asimila al homicidio... En otras palabras: la ley de Jesús sería mucho más exigente, es decir, una carga «más pesada» aún que la ley enseñada e interpretada por los escribas. ¡Mal podría, entonces, invitar Jesús a los cansados y agobiados por este último peso a recibir uno todavía mayor sobre sus hombros! No es casualidad que hayamos encontrado este evidente ejemplo de antinomia en el Evangelio de Mateo. Hasta este momento estábamos buscando en los tres sinópticos la base más fidedigna para comprender cómo fue y actuó históricamente Jesús de Nazaret. Y, a pesar de significativas diferencias en la redacción de pasajes clave —como el de tes bienaventuranzas—, hemos mostrado que, de una manera u otra, los tres sinópticos dan testimonio inequívoco de un conflicto político-religioso que opone a Jesús, defendiendo a los pobres y pecadores, a las autoridades ideológicas y materiales de Israel. Hemos visto también cómo los tres sinópticos coinciden en mostrar con claridad la teología que Jesús opone a la de esas autoridades para destruir el arma ideológica de opresión que poseen. La coherencia lógica de todo lo visto —más el dato significativo de que esta redacción fue hecha para comunidades que, con la posible excepción del caso de Mateo, ya no vivían el mismo conflicto— es la mejor garantía de su fiabilidad histórica. No obstante, a partir de ese núcleo relativamente seguro y, a grandes rasgos, común, no podemos olvidar que los tres sinópticos constituyen otras tantas cristologías. Cada uno de ellos interpreta diferentemente a Jesús y otorga caracteres distintos a su
misión. Y si se tiene en cuenta que esta misión es la realidad que los evangelistas están viviendo en el momento de redactar los evangelios en el interior de comunidades o «Iglesias» cristianas, ello no podrá sorprender. Podríamos aventurar desde ahora una hipótesis general: definido el grupo de los adversarios de Jesús y lo que éste exige de ellos como conversión, quedan los otros dos grupos que, de alguna manera, están unidos, si se quiere negativamente, por la defensa que de ambos hace Jesús y por sus declaraciones sobre la felicidad de que gozan en el reino tanto los pobres y pecadores como los discípulos de Jesús. Podríamos decir que en la definición de estos dos grupos y de sus relaciones recíprocas comienzan a surgir, aun a nivel sinóptico, tres cristologías diferentes, con sus respectivas eclesiologías.
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I Afirma la exégesis actual que, si bien la actividad redaccional de Marcos no debe tenerse por nula —y sería un error minimizarla—, sin embargo, es menor que la desplegada por los otros dos sinópticos, Mateo y Lucas. Obviamente, ello quiere decir que la cristología de Marcos es más sobria, en su distanciamiento del Jesús histórico, que la de los otros dos. No debe extrañarnos, pues, encontrar en él la continuación más coherente de la predicación del reino de Dios, interpretado según la clave política ya conocida por el lector. Es ella la que, según hemos visto hasta aquí, mejor da cuenta del núcleo central de la predicación de Jesús. Y de su predicación religiosa, por cierto. Sólo en tal marco pueden comprenderse de forma cabal la mayoría de sus parábolas y controversias. ¿Cuál es, pues, esa continuación lógica? Declaremos desde ahora nuestra hipótesis de trabajo en lo que concierne al grupo de los oprimidos y al de los seguidores y colaboradores de Jesús. A los primeros, como hemos visto, Jesús no les exige nada. El reino es suyo, ya que sufren a causa de las estructuras actuales del mundo. Ello no significa que Jesús no tenga nada que decirles como exhortación, o nada que hacer por ellos como anuncio de lo que hará el reino en su favor. Pero todo lo que Jesús hace por los pobres y pecadores se distingue claramente de la conversión radical que, como vimos en el capítulo anterior, es para el primer grupo —de los opresores— una condición para formar parte del reino.
El Jesús histórico de los sinópticos
Profetismo y concienciación
De los segundos, de sus seguidores, exigirá Jesús —como condición para ese seguimiento, no para tener parte en el reino, ya que han asumido, en principio hasta sus últimas consecuencias, el partido de los pobres— las cualidades que la misión misma de Jesús implica. Cualidades proféticas, con toda la clarividencia, heroísmo y entrega que el profetismo implica, y que implicó de modo particular en Jesús, a causa del conflicto que esa misión genera con intereses no por disfrazados menos urgentes. Comencemos con lo que, según Marcos, exige Jesús de sus propios discípulos. Ocasionalmente veremos que, pese a cristologías diferentes, también los otros dos sinópticos tienen que situarse en la línea de Marcos. Hemos visto la importancia particular que este evangelista da a las controversias teológicas que, junto con las parábolas, constituyen la oposición activa de Jesús al aparato ideológico y religioso, causante de la opresión dentro de Israel. Es típico de Marcos señalar que Jesús exige con insistencia de sus discípulos la comprensión de esos mecanismos, sin la cual su función no tendría eficacia real alguna. En medio de una polémica sobre la interpretación de la ley (moral), los discípulos no entienden el argumento de Jesús. Este, aunque acostumbrado a la poca capacidad intelectual que los discípulos muestran con frecuencia frente a sus enseñanzas, parece no aceptar en este caso circunstancia atenuante alguna: «¿también vosotros estáis sin inteligencia?, ¿no comprendéis que...» (Me 7, 18). Marcos añade que el argumento de Jesús consistía en «una parábola» (Me 7,17). La esencia de las parábolas (en su mayoría polémicas), cuando se las ve como un conjunto y se renuncia a entenderlas como enseñanzas moralizantes disgregadas, consiste en oponer una concepción liberadora de la revelación divina (con sus criterios ontológicos y epistemológicos) a otra, fuente de opresión. La preocupación de Jesús no es, por tanto, que sus discípulos no entiendan una parábola, sino que no entiendan la teología global (anti-ideológica) que subyace en todas. Por eso reacciona ante su pregunta: «¿No entendéis esta parábola? ¿Cómo, entonces, comprenderéis todas las parábolas?» (Me 4,13). Como si el entender unas pocas no mereciera una calificación positiva, aunque limitada. Es que únicamente si se comprenden todas las parábolas se entenderá también la oposición entre la concepción de la revelación divina, propia de Jesús, y la de los fariseos y autoridades políticoreligiosas de Israel.
Precisamente, el hecho de entender esta oposición solamente como «religosa» y no someterla —a fin de descrifrarla— a la clave política es el origen del malentendido que oculta la finalidad de Jesús cuando habla en parábolas. Los tres sinópticos, en términos semejantes, pero no idénticos, insertan un pasaje sobre esta finalidad, entre la parábola del sembrador y su explicación (brindada sólo a los discípulos): «Cuando quedó a solas, los que lo seguían le preguntaron sobre las parábolas. El les dijo: 'A vosotros se os ha dado el misterio del reino de Dios, pero a los que están fuera todo se les presenta en parábolas, para que, por mucho que miren no vean, por mucho que oigan no entiendan, no sea que se conviertan y se les perdone» (Me 4,10-12 y par.) l . No es la extraordinaria dureza de estas palabras 2 lo que ha generado la dificultad exegética, sino la intención que se atribuye a Jesús de oscurecer, mediante el uso de las parábolas, el contenido de su mensaje. El género literario de éstas hace poco verosímil que pretendieran «oscurecer». Es que, una vez más, se pierde de vista la clave política. Con razón nota J. Jeremías acerca de las parábolas: «Introducen a los oyentes en un mundo que les es familiar; todo en ellas es tan claro y simple que hasta un niño puede comprenderlo; todo es tan evidente que, al oírlas, uno no puede menos de responder: ¡claro que sí, así es!» 3 . Prescindiendo de que pueda haber en tal afirmación una pequeña dosis de exageración, cabe preguntarse: ¿cómo, entonces, estarían destinadas a que los oyentes de «fuera», es decir, los adversarios, «viendo no oyeran y oyendo no entendieran»? Precisamente en este punto es menester volver a la clave política. Jesús no está dando una clase de religión. Está acentuando y desenmascarando un conflicto que se disfraza con lo religioso.
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1 La dificultad permanece en Mateo, a pesar de la modificación que introduce en la profecía citada aquí por jesús (Is 6,9-10), gracias a la cual la intención de cerrar los ojos «para no ver», etc., se atribuye al pueblo y no a Dios. No obstante, también en esa versión, y como castigo, Dios se resiste a convertirlos. Lucas suprime en la profecía la parte que se relaciona con la conversión —la más amplia— dejando en ella sólo la intención de volver ciegos a los que escuchan las parábolas. 2 Uno se pregunta si quienes insisten en que Jesús trasciende todos los conflictos y alternativas y enseña a resolverlos mediante el perdón y la reconciliación, habrán leído el evangelio. 3 J. Jeremías, Les Paraboles..., op. cít., p. 16.
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Y justamente por ser claras, las parábolas, en su totalidad orgánica, constituyen un tremendo, público y justificado insulto, mil veces más fuerte que los calificativos que podrían surgir de una polémica teológica. Si se leen las parábolas con la intención polémica que reconstruye Jeremías, se verá que los adversarios de Jesús, pintados sin piedad en ellas, reúnen todas las ruindades y todas las deformaciones que pueden atravesar por una mente humana, consciente o inconscientemente interesada en dominar y explotar a otros hombres. Hay parábolas que han quedado señaladas en la memoria con una cualidad negativa que se refleja en el mismo título con el que se las recuerda. Por ejemplo, la del rico «insensato», la de las vírgenes «necias» o la de los viñadores «homicidas». Si se hace la prueba de atribuir todos los adjetivos contenidos en lo central de cada parábola a los adversarios de Jesús, se comprenderá cómo y por qué las parábolas estaban destinadas a no ser oídas ni entendidas por quienes se sentían de tal manera atacados por ellas ante el pueblo, su víctima. En otras palabras: las parábolas, por su misma claridad, pronunciadas ante las multitudes, no estaban destinadas, como luego veremos, a convencer y a convertir a los adversarios del reino. Sirven, sí, para señalar el abismo que separa dos mundos de valores diferentes y opuestos, estructurados por premisas ontológicas y epistemológicas igualmente opuestas e irreconciliables. Nos sensibilizan precisamente porque acentúan y desenmascaran ese conflicto sin el cual el reino y su programa no causarían impacto ni tendrían poder 4. El discipulado de Jesús no se concibe sin la comprensión global de ese conflicto básico. Hay que conocer los «misterios del reino», y no es el origen popular ni la sencillez del corazón, ni la condición de pobreza lo que puede suplir esa comprensión liberadora y el deber de adquirirla. No es en el pueblo, víctima de la ideología religiosa de quienes lo oprimen, donde los dis* Los cambios de estructuras políticas no se realizan como las transformaciones individuales. La estructura anterior tiene que. mostrar su inhumanidad, y mostrarla in actu, para que surja el poder de sustituirla por otra. Esto lo sabe el político, no así el moralista, preocupado por las responsabilidades individuales. Cuando Yahvé dirigía los destinos de Israel no procedía de otra manera. Cuando quiere reemplazar la monarquía de Saúl por la de David, se nos dice que «el espíritu de Yahvé se había apartado de Saúl y un espíritu malo que venía de Yahvé lo perturbaba» (1 Sm 16,14; cf. vv. 1516.23). El eufemismo es tan evidente como la intención «política» de Yahvé.
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cípulos de Jesús aprenderán a desmantelar el mecanismo religioso opresor. No inventamos nada. Los «secretos del reino» (que deben ser comprendidos) son necesarios para guardarse de una mentalidad opuesta y errónea. El carácter al mismo tiempo imperceptible y eficaz de ésta aparece claramente en la imagen de la «levadura», considerada esta vez en sentido peyorativo. Hasta el punto de que, otra vez en clave política, «levadura» aparezca como la metáfora más natural para el concepto moderno de ideología opresora y distorsionante. Así, los discípulos de Jesús no podrán guardarse de manera espontánea de la levadura de los fariseoss, es decir, de su mentalidad, que invade la cultura toda. «El les hizo esta advertencia: 1 Abrid los ojos y guardaos de la levadura de los fariseos...'. Ellos hablaban entre sí que no tenían panes. Dándose cuenta Jesús, les dice: '... ¿Aún no comprendéis ni entendéis? ¿Es que tenéis la mente embotada? ¿Teniendo ojos no veis y teniendo oídos no oís?'» (Me 8,15-18). A pesar de la semejanza entre el hecho que aquí señala Jesús y la intención que atribuye a su lenguaje parabólico, hay una diferencia fundamental: los discípulos no necesitan «conversión», sino «abrir los ojos», es decir, desembotar la mente para poder resistir los embates de una mentalidad dotada de un presunto apoyo divino y aun digerida por sus propias víctimas. Para que sean capaces de esa esencial penetración en los secretos del reino, Jesús distribuye su enseñanza parabólica en dos partes: la primera, mediante las parábolas propiamente dichas, las que, entendidas en su orientación polémica, debían desvelar y acentuar el conflicto; la segunda consiste en la explicación e interpretación de todo lo dicho parabólicamente, hecha en privado a sus discípulos (cf. Me 4,33-34). 5 Y «de Herodes», añade el texto de Marcos, aunque ciertos manuscritos omiten esto último o leen «de los herodianos». Esta adición situaría el contexto en Galilea, mientras que Mateo, al mencionar la advertencia a la levadura de «los fariseos y ¡adúceos» (Mt 16,6) supondría más bien un contexto jerosolimitano o una corrección destinada a reunir las mentalidades radicalmente opuestas a Jesús. Sabemos muy poco sobre la mentalidad de Herodes o de los herodianos (excepto el complot de los fariseos con estos últimos, lo que no es propio de la imagen de la levadura). Por cierto, la predicación del reino de Dios, con sus valores revolucionarios, no era como para satisfacer las expectativas de los herodianos. Jesús, de todos modos, revela los «secretos del reino» en oposición directa a la mentalidad de los fariseos, y es eso lo que nos interesa aquí.
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Claro está que al asociar así a sus discípulos a la tarea religiosopolítica de desmantelar los mecanismos de la opresión ideológica, Jesús los incorpora a una tarea eminentemente peligrosa como es la suya propia. Cuando los hijos del Zebedeo piden a Jesús los dos lugares de más poder en su reino, les responde: «¿Podéis beber el cáliz que yo voy a beber?» (Me 10,38); como quien pregunta: ¿podéis padecer lo que yo voy a padecer? Y luego llama a los Doce y les enseña que quien quiera ser el primero debe ponerse al servicio de los demás. Y les da como ejemplo el suyo propio: «Tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate (precio de liberación) por muchos» (Me 10,45). La última parte del versículo, que sobrepasa la oposición servirser servido, puede ser una añadidura pos-pascual relacionada con la línea mesiánica del Siervo de Yahvé. Pero también, en el contexto que sigue a los tres anuncios de la pasión (ya estudiados), puede responder a una previsión del desenlace lógico del conflicto producido por la predicación de Jesús. De todos modos, y aun prescindiendo de ese desenlace, Jesús prevé para sus discípulos el mismo destino doloroso que él sufrirá: beber el mismo cáliz, lo que significa más que un mero servir. Ya hemos visto cómo Q, en la cuarta bienaventuranza —dirigida, tanto según Mateo como según Lucas, a la comunidad cristiana—, funda esta semejanza en cuanto al «cáliz» en el destino reservado a los projetas, que es el que Jesús prevé para sus discípulos. En Marcos, seguido por Lucas, hallamos una versión muy cercana cuando, en el discurso escatológico, predice Jesús: «Seréis odiados de todos por causa de mi nombre» (Me 13,13; Le 21,17) 6 . Queda así dibujado lo esencial de las exigencias7 que Jesús 6 Difícil resulta imaginarse, sin clave política, de dónde podría provenir ese odio a «lo cristiano». Por cierto, numéricamente hablando, Jesús no fue odiado por todos, pero si por los representantes de esa totalidad —las autoridades— que, con los medios de que disponían, podían hacer pesar sobre todo aquel que defendía con los mismos argumentos a los pobres y pecadores, e! peso de la reprobación —aparente por lo menos— de la sociedad entera. 7 Las otras no serían más que consecuencias, ya sea generales, como el cargar con la cruz (cf. Mt 10,38; 16,24 par.), ya particulares, como las condiciones concretas para seguir a Jesús (cf. Le 9,57-62). En una ocasión, Jesús llama a su presencia a ambos grupos: a los discípulos y a la multitud. Y es interesante observar que ello tiene por objeto explicar cuáles son las condiciones del discipulado: «El que quiera venir en pos de mí...» (Me 8,34 par.). No se trata obviamente de una exigencia planteada a la muchedumbre, sino de una invitación a los que quieran unirse al grupo de los discípulos. El
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plantea al grupo de sus discípulos, a sus colaboradores en el anuncio del reino. Son las que surgen lógicamente del contenido conflictivo de este anuncio y no tienen otro límite que el de una total asimilación a Jesús. II ¿Cuáles serían entonces las exigencias de Jesús para con el tercer grupo definido por su mensaje, el de los pobres y pecadores? La lógica de lo visto hasta aquí y la clave «política» que nos ha servido de hilo conductor nos llevan a una respuesta que podría parecer extraña, habida cuenta de la costumbre: ninguna. Si los pobres estuvieran todavía sujetos a condiciones (morales o religiosas) para gozar del reino de Dios que llega, caerían las bienaventuranzas originales y la revelación sobre Dios que ellas contienen. No se podría decir que «de ellos es» el reino. Y que es de ellos precisamente porque su situación infrahumana los hace sufrir. El Dios de Jesús es un buen «político». No juzga al hombre mientras el hombre no es verdaderamente hombre. Y para ello viene, con su reino, a reestructurar una sociedad que empobrece, oprime y margina a la mayoría de los hombres, convirtiéndolos en infrahombres. Viene para vencer como «poder» que es —al «fuerte» que tiene en su poder al hombre, a fin de devolverle a éste su humanidad (cf. Me 3,27 y par., espec. Le 11,22: «reparte sus despojos»). Antes que nada, pues, los pobres son objeto del reino. Sólo éste puede convertirlos en sujetos cabales. Hay aquí un mentís muy claro dado al malentendido (ideológico) que supone que, por ser religioso, el mensaje de Jesús debe dar prioridad a la conversión individual del corazón sobre el cambio de estructuras. Y, consiguientemente, otra clara indicación de la clave política que es menester usar para comprender el mensaje religioso de Jesús. Esto es, su revelación de Dios. Pero veamos esto más de cerca. Dos son las actividades que, de acuerdo con Marcos (y con los otros evangelistas), despliega Jesús con respecto al grupo de los pobres, preparando la llegada del reino: la actividad taumatúrgica y la didáctica. Es el «hacer y enseñar» (Hch 1,1) con que Lucas compendia su ministerio. que quiera hacerlo, deberá negarse a sí mismo, llevar su cruz y entregar su vida.
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1) Las «obras» o el «hacer» de Jesús consignados en los evangelios se centran obviamente en los hechos extraordinarios llamados por nosotros «milagros» (maravillas), traducción muy pobre del término más empleado por el original en los sinópticos: «fuerzas». Con Jesús, en efecto, el reino empieza a tener, por lo menos, poder visible. La manifestación de ese poder o fuerza ocupa un lugar central, particularmente en Marcos, el más narrativo (en proporción) de los sinópticos. Las muchedumbres son testigo y objeto del poder taumatúrgico y bienhechor de Jesús. No nos pronunciamos aquí sobre la posibilidad (metafísica) de milagros estrictamente tales; sería algo que nos alejaría de una cultura donde no se distinguía entre lo extraordinario y lo milagroso. Dos puntos parecen fuera de toda duda con respecto a Jesús: tuvo poderes extraordinarios para aliviar males y sanar enfermedades y usó de esos poderes de un modo muy especial con los más pobres y necesitados; lo hizo, además, para anunciarles, de manera fehaciente, la cercanía o presencia del reino de Dios. Recordará el lector que, al analizar los resúmenes de la predicación de Jesús, que nos transmitían los sinópticos, encontrábamos la exhortación: cambiad de mentalidad y creed en la buena noticia. Lo lógico era pensar que ese «y» (que une el «cambiad» y el «creed») significa, en realidad, un «para». Era obvio, en efecto, que para poder creer en la buena noticia era necesario, ante todo, tenerla por buena. De ahí que el sentido más evidente de ese «cambio de mentalidad» o conversión fuera el de alinearse junto a los pobres, para quienes el reino era, por excelencia, buena noticia. De eso hemos hablado en el capítulo anterior. Ello no impide, sin embargo, que los mismos pobres necesiten un cierto tipo de cambio de mentalidad o conversión para creer en la buena noticia. Precisamente porque es tan buena (que suena a increíble) y tan diferente de la situación acostumbrada. Aunque el reino no precise que los pobres crean que viene —y ello plantea un problema que trataremos al final del capítulo—, Jesús quiere anunciarles esa venida por medio de signos. Este es el sentido de su actividad taumatúrgica. Comencemos, pues, por los milagros que Jesús dispensa a manos llenas, sobre todo entre los pobres 8 . Ya hemos tenido ocasión ' Según Marcos, sólo un milagro de Jesús tiene por objeto a alguien que no podría llamarse «pobre» de acuerdo con la nomenclatura evangélica: la hija de Jairo, «jefe de la sinagoga» (cf. Me 5,22-24.3542).
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de ver que ellos —y su relación precisa con los pobres— constituían signos 9 de la proximidad o presencia del reino. Este se manifiesta con poder en ellos. No es, por tanto, extraño que los milagros, como las bienaventuranzas, no tengan como destinatarios a los poseedores de determinadas cualidades subjetivas o morales, sino a los necesitados, y por el hecho de ser tales. En este sentido se ha prestado demasiada atención a algunas narraciones que relacionan los milagros con la fe de sus beneficiarios (cf. Me 2,5; 5,34-36; 6,6; 9,23-24; 10,52; 11,22-24). Pero, independientemente del problema que trataremos, de determinar en qué consiste esa «fe» y en qué medida condiciona el milagro, son muchos más, sin comparación, los casos en que el milagro, como el reino mismo, llega a los que lo necesitan, precisamente porque lo necesitan y porque el amor de Dios es esencialmente compasivo. La compasión es mencionada a veces (cf. Me 2,41; 6,34; 8,2) o simplemente el hacer el bien (cf. Me 3,4); pero en la mayoría de los casos no hay razón explícita alguna. A la descripción del mal sigue la narración de su remedio. Más aún: se nos advierte que, indistintamente, «cuantos lo tocaban, quedaban curados» (Me 6,56). Lo mismo ocurre, con mayor razón, cuando el objeto del milagro es una muchedumbre, como en las dos multiplicaciones de los panes narradas por Marcos (cf. Me 6,30ss; 8,lss). En esta misma línea de los milagros incondicionados está toda la actividad desplegada por Jesús contra los demonios, liberando a los posesos. Es obvio que tanto la «posesión» (en cuanto privación de libertad y personalidad) como su carácter «diabólico» se oponen a la existencia en el poseso de una fe, en el sentido normal de la palabra, que pudiera condicionar la liberación. Si alguien es propiamente objeto de un milagro es precisamente el poseso. Por otra parte, el caso de los endemoniados merece que nos detengamos un momento en él antes de proseguir con nuestro tema de los milagros incondicionados de Jesús. No es extraño que se designe como posesos o endemoniados a simples enfermos o personas afectadas por incapacidades físicas, 9 Que los milagros sean un «signo» del reino, y no el reino mismo, lo indica su misma limitación espacio-temporal. Pero la palabra «signo», propia de Juan, es débil. Los milagros señalan algo que no es sólo simbólico, sino real: la presencia del poder que trae el reino a la historia. Por eso los sinópticos prefieren llamarlos dynameis en griego, es decir, «poderes» o «fuerzas» (cf. Mt 12,28: Le 11.201
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como sordos o mudos. En una sociedad de conocimientos médicos rudimentarios, el mundo de la enfermedad y de las incapacidades estaba poblado de espíritus malignos. La distinción entre impedido o enfermo por una parte y poseso o endemoniado por otra era vaga 10. Muy en general se puede decir que las enfermedades circunscritas a lo exterior, como fiebre, lepra, flujo de sangre, eran reconocidas como tales. Las que mostraban, en cambio, alguna relación con lo psíquico, como convulsiones o perturbaciones mentales, o aquellas que, de una manera estable, impedían al hombre el uso de alguna capacidad relacionada con lo mental, como parálisis, mudez, tartamudez, eran más bien reconocidas como «posesiones» diabólicas ". Aunque, como dijimos, la distinción no sea siempre clara o unívoca, no deja de tener un sentido, y por cierto un sentido importante, si se presta atención a la lucha de Jesús contra lo «demoníaco», «satánico» o «diabólico», que, a través de todo su evangelio, nos relata Marcos. Por supuesto que el lenguaje, en este punto, es particularmente mítico. Pero ello no nos da derecho a desecharlo: sólo nos obliga a interpretarlo. Y también en esta interpretación será necesario deshacernos de la clave individualista y moralizante con que vemos en el poder «diabólico» el origen de las tentaciones dirigidas a nuestro libre albedrío para que quebrantemos una ley y ofendamos a Dios. La imagen de lo «diabólico» que tienen los sinópticos es diferente. Y una vez más, la clave es sociopolítica. Uno de los relatos más ilustrativos a este respecto es también uno de los más «míticos»: el del endemoniado de Gerasa (Me 5,1-20). Nuestra tendencia cultural actual —de tipo antropológico, moral o religioso— sería buscar lo diabólico en la actitud, por ejemplo, de los adversarios de Jesús 12. Por el contrario, una inmensa 10
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Los sinópticos, refiriéndose a un mismo caso, hablan a veces de «enfermo», a veces de «poseso» o «endemoniado». Lucas, en los Hechos, hace decir a Pedro que Jesús «pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo» (Hch 10,38). 11 Con excepción, tal vez, de la vista. Los ciegos no son llamados endemoniados. Mateo habla de un ciego «endemoniado», pero advierte que era «mudo» (Mt 12,22). 12 A esta concepción corriente respondería críticamente el conocido pasaje de Santiago: «Ninguno, cuando se vea tentado, diga: 'Es Dios quien me tienta'; porque Dios ni es tentado ni tienta a nadie. Sino que cada uno es tentado por su propia concupiscencia que lo arrastra y lo seduce» (Sant 1, 13-14).
mayoría de textos sinópticos aplican el adjetivo a las situaciones infrahumanas donde falta la libertad y la finalidad. Así, en el caso del endemoniado de Gerasa, la descripción del poseso antes de su liberación por Jesús nos lo presenta como un ser que «moraba en los sepulcros», «a quien nadie podía ya tener atado ni siquiera con cadenas» y que «andaba dando gritos e hiriéndose con piedras» 13. Después de la curación, o expulsión demoníaca, lo hallamos «sentado, vestido y en su sano juicio» y planeando para sí un destino social que Jesús corrige, es cierto, pero aprueba en su intención fundamental. No puede caber duda alguna: esta lucha total con un poder que esclaviza al hombre y lo despoja de su humanidad no puede ser comprendida en una clave moralizante —como una llamada individual a una decisión libre de conversión a la fe por parte del «paciente». Porque éste padece precisamente en cuanto «poseído» de una cualidad negativa infra-moral. Es la clave política la que funciona aquí como en el resto: Jesús no exige nada antes de curar y devolver «los despojos» de humanidad a sus legítimos y primitivos poseedores. Y con ello, conforme a su misión, anuncia la proximidad del reino destinado —sin restricciones— a todos los pobres, a todas las víctimas de inhumanidad. El reino de Satán se diferencia del de Dios no en que los hombres pequen más o menos, sino en que puedan pecar, así como no hacerlo, libremente cuando el reino de Dios les restituya su condición humana. Es cierto, como decíamos, que algunos pasajes de Marcos relacionan milagro y fe. Pero cabe preguntarse en qué consiste de manera precisa dicha relación y, en segundo lugar, a qué actitud se refiere Marcos con la palabra fe. En cuanto a lo primero, no hay que confundir la relación existente entre la fe y el resultado de la oración (cf. Me 9,23-24) con la que podría existir entre fe y milagro, aunque ambas contengan un elemento —implícito o explícito— de petición. La distinción se basa en una razón muy importante. La oración que Jesús enseña, 13 No interesa mucho a nuestro propósito que estuviera poseído por una «legión» de demonios o por uno solo, llamado «legionario», y que sea legendario, y fundado en ese malentendido, el traslado de los demonios a los puercos y su fin en el lago {cf. J. Jeremías, Teología..., op. cit., pp. 108-109). Con todo, si hubiera que mantener el término «legión», la cantidad sería un indicio más de una fuerte posesión y acentuaría aún más la importancia significativa de las características que se siguen de la liberación.
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la única y distintiva de él, a la que promete total eficacia, es la oración por la venida del reino, el padrenuestro 14. Su infalibilidad no procede de que el hombre la pronuncie o no, ni de la fuerza psicológica que deposite en ella: se trata de la infalibilidad del proyecto mismo de Dios y de su realizador, el Espíritu Santo. Los milagros, en cambio, no son la venida, propiamente dicha, del reino, sino su anuncio y signo. En cuanto tales, no tienen la amplitud del reino mismo. Están condicionados y limitados por su función de signos y su capacidad de significar. Así, un milagro hecho en favor de alguien que manifiestamente no está de acuerdo (en sus premisas ontológicas y epistemológicas) con la llegada del reino no tendría la cualidad significativa correcta, por más que lo necesitara la persona en cuestión. Teniendo en cuenta esta distinción importante, vale la pena observar que nunca en Marcos el milagro aparece explícitamente condicionado a la fe. Marcos señala, con ocasión de la visita hecha por Jesús a Nazaret, su ciudad natal, que «no pudo hacer allí ningún milagro, a excepción de unos pocos enfermos a quienes curó...» (Me 6,5). Y añade: «... y se maravilló de su falta de fe» (Me 6,6). Por supuesto que, como ya tuvimos ocasión de ver, el «y» en Marcos puede ser más que una mera conjunción copulativa. En ese caso, significaría, como es obvio, causa. Pero ello no pasa de hipótesis. En caso contrario, sería Mateo el que, con su prudencia acostumbrada, prefirió, en su redacción, relacionar causalmente milagro y fe, como en las bienaventuranzas felicidad y virtudes; y así su versión es: «Y no hizo allí muchos milagros a causa de su falta de fe» (Mt 13,58). En Marcos, la relación causal entre ambos hechos
no existe a nivel explícito, aunque, claro está, el lector es libre de introducirla 15. Pero aun dando por sentado que Marcos nunca condicione explícitamente el milagro a la fe del destinatario, en tres casos relaciona ciertamente las dos realidades en forma estrecha y positiva. El primero es el del paralítico, descolgado por sus compañeños desde el tejado y puesto así frente a Jesús. Marcos dice que «viendo Jesús la fe de ellos» (Me 2,5), comienza por perdonarle los pecados al paralítico y termina restituyéndole la salud. Los otros dos casos son otros tantos milagros en los que Jesús se dirige al destinatario con estas palabras: «Vete; tu fe te ha salvado» (Me 5,34.36; 10.52). Si pensamos que Jesús usa un término tan fuerte como el de salvación para la curación efectuada, tendremos que concluir que, para la persona en cuestión, llegó en alguna forma —preliminar o significativa— el mismo reino de Dios. Ahora bien, ¿qué puede ser esa fe a la que, de alguna manera —como sujeto del verbo—, se le atribuye tal poder? Obviamente, la teología ha convertido la cuestión en algo atemporal, además de haber confundido este problema con el de la eficacia de la oración. De ahí que haya buscado y creído encontrar dos cualidades que podrían hoy tener el mismo resultado: la fe como convicción psicológica de que el milagro va a tener lugar y la fe como creencia teológica en el mesianismo o divinidad de Jesús. Sin embargo, quien lee a Marcos en estas ocasiones y en las relacionadas con ellas, como en el caso de la liberación de los endemoniados, saca la impresión de que, por fe, el evangelista entiende una realidad existencíal más amplia, menos circunscrita o precisa (cf. Me 9,38-39). Recordemos, una vez más, que Jesús trata de mostrar el poder del reino mediante signos de su cercanía o presencia. Esos signos tienen que mostrar realmente, para ser signos y signos de ello, una coherencia entre los valores del reino que llega y los valores que
14 Así lo entendió, sin duda correctamente, Lucas. Después de la oración que será (la única) distintiva de los discípulos del Señor, y en la que el centro que lo reúne todo es «que tu reino venga» (Le 11,2), hay una parábola sobre la eficacia de la oración, a la cual sigue la explicación de tal eficacia, que termina con la exclamación: «¡Cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!» (Le 11,13). Sabemos que, en la Biblia, el Espíritu de Yahvé —o Espíritu Santo— es la fuerza operadora de las grandes obras de Dios. Precisamente Lucas pone, a continuación, la controversia sobre cuál es el poder que está detrás de los milagros de Jesús, el de Dios o el de Beelzebul. Y Jesús, según Lucas, concluye: «... si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios» (Le 11,20), es decir, la oración fundamental ha sido escuchada. Mateo pone «Espíritu de Dios» donde Lucas dice «dedo de Dios» (cf. Mt 12,28).
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15 Esa falta de fe de los nazarenos es aparentemente asimilada por Mateo —mediante el proverbio citado por Jesús: «Un profeta sólo en su tierra y en su casa carece de prestigio»— a una falta de prestigio. El trabajo redaccional de Mateo se reconoce, además, en el hecho de haber cambiado el irrespetuoso «no pudo hacer» de Marcos, por el más inocuo «no hizo». Por todo ello, la hipótesis de que Marcos no haya querido unir causalmente falta de milagros y falta de fe no deja de tener fundamento.
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visiblemente buscan los interlocutores de Jesús con los milagros que de él solicitan. De ahí que el esfuerzo de los compañeros del paralítico —esté o no él mismo incluido en ese «ellos» 16— basta para que Jesús vea allí la ocasión de anunciar prácticamente el reino con una «fuerza» o milagro. A esa coherencia fundamental de valores le daría Marcos, o Jesús mismo, el nombre de fe. También puede ello explicar, si hay que admitir una relación entre el no hacer —o no poder hacer— muchos milagros y la falta de fe de la gente de Nazaret, que el clima de envidia allí reinante no ofrece a Jesús ocasión propicia para que sus obras de misericordia sean significativamente relacionadas con los valores del reino. Una vez más, si el reino mismo, como el banquete de la parábola, va a contar entre sus convidados a «buenos y malos» porque son objeto de él los que sufren, los signos de la venida de ese reino, para ser entendidos como tales, están más limitados que el despliegue del reino mismo. A diferencia de este último, están condicionados por cualidades significativas, que aquél, siempre en clave política, deja de lado en su realización. Pero precisamente esa cualidad significativa de los milagros nos lleva a percibir un elemento decisivo en la relación existente entre Jesús taumaturgo y los pobres: el secreto mesiánico. Sigue siendo cierto que el reino de Dios tiene como objeto a las muchedumbres de Israel, pobres y marginadas. Pero eso no quiere decir que Jesús no aproveche todas las ocasiones a su disposición para volver sujetos conscientes, en la medida de lo posible, a todos los que puedan y quieran serlo n. Y el secreto mesiánico, mucho más que con una duda o inconsistencia en la conciencia que
tiene Jesús de sí mismo, está relacionado con esa tarea de concienciación a través de los milagros 18. Se ha notado que Jesús se opone a que lo llamen «Mesías». Lo acepta sólo de sus propios discípulos (o más bien de los Doce) y sólo en circunstancias muy particulares: la crisis galilea. En cambio, los milagros —aun los más claros y obviamente públicos— van, la mayoría de las veces, seguidos del precepto de no divulgarlos (cf. Me 1,40-45; 5,39.43; 7,32-36; 8,25-26; 9,9), lo que va mucho más allá del secreto sobre su condición de Mesías y exige una hipótesis más amplia de explicación. Una actitud equivalente rige para con los endemoniados, aunque en este caso la divulgación de su condición de Mesías aparece en primer plano: «lo conocían» (cf. Me 1,34; 3,11-12). Habría todavía que añadir a éstos los casos en que Jesús se ve obligado a establecer una cierta distancia, aunque sólo sea física, entre él y las necesidades de los hombres para poder enseñar. No se puede menos de relacionar este «secreto a voces» con la ambigüedad de los signos del reino. No se trata, como en la polémica con los fariseos, de un tipo de ambigüedad teológica. Los signos del reino son beneficios reales, indudables en cuanto tales para quienes los reciben. Lo que es mucho más difícil en la euforia misma de recibirlos es percibir su calidad de signos, de hechos que apuntan a un sentido que va más allá del beneficio que procuran. Marcos muestra a Jesús asediado por la legión incontable de quienes necesitan su poder bienhechor, esté o no por venir reino alguno. ¿Cómo dar entonces su cabal poder significativo a beneficios requeridos por sí mismos? ¿Cómo librarlos de la urgencia —desesperada pero superficial— para anunciar con ellos algo que está en la misma línea, pero que va mucho más lejos? ¿Cómo producir entre el hecho y la persona la distancia que dé lugar al pensamiento y a la reflexión? Cualquier lector de Marcos percibe la preocupación de Jesús, en bien de las muchedumbres, por eludir la imagen de proveedor de milagros. Más aún: poco le importa que se le tenga o no por el Mesías con tal de que esta identificación no sea prematura y obstaculice así la conciencia de lo que el reino mesiánico significa como cambio radical.
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16 Otro tanto ocurre en la curación de un poseso, donde la fe del padre, no la del que es objeto de la curación, aparece como decisiva. Es una narración difícil de interpretar (cf. Me 9,20-29), donde parecen mezclarse con el milagro de Jesús, enseñanzas sobre la infalibilidad de la oración a Dios (cf. Me 9,23.29. Nótese que en los sinópticos Jesús no es objeto de oración «religiosa» propiamente dicha: se le pide que cure como se le pediría un favor a una persona cualquiera) y sobre el ayuno. 17 Ño se trata de que sólo cuando esa conciencia comprenda a todos los pobres haya de tener lugar la venida del reino. Usando una vez más la clave política, el cambio de estructuras puede ser inminente; pero será tanto más fructífero y eficaz cuanto la conciencia de sus valores esté más difundida, con la consiguiente imposibilidad —o improbabilidad— de que las nuevas estructuras den lugar a nuevas distorsiones ideológicas. Tal vez, especulando, se podría decir que el cristianismo se convirtió demasiado pronto en «religión imperial» como para poder comprender y enraizar todo su potencial antiideológico.
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18 Ello no impide que la conciencia de Jesús sobre su destino y misión hayan evolucionado paralelamente con su actividad.
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Queda así claro el valor significativo y didáctico de los milagros de Jesús para con las muchedumbres, sin que ello menoscabe el amor y la compasión que en él generan las más urgentes necesidades de los hombres. 2) Llegamos así al segundo elemento que caracteriza la relación de Jesús con las muchedumbres, la enseñanza. Y, ciertamente, la enseñanza en parábolas. Como acabamos de ver, Jesús, mediante el método comprendido bajo el nombre, demasiado estrecho, de «secreto mesiánico», pretende mantener la distancia necesaria para poder enseñar. El Evangelio de Marcos, a pesar de desconcertar un poco a primera vista en este punto, es, con todo, muy lógico. Es cierto que la primera impresión al leerlo es que Jesús apenas dirige sus palabras a quienes —según la fuente Q— llamó «felices» con la llegada del reino. En la mayoría de los casos, lo que Jesús dice parece ir dirigido, por lo que se refiere a su contenido, a los otros dos grupos, de quienes, como vimos, exige conversión o discipulado. La muchedumbre podía estar presente en una polémica con los fariseos, como lo estarían sin duda los discípulos; sin embargo, los interlocutores de Jesús son, obviamente, en tal ocasión sus adversarios (cf., por ejemplo, Me 3,1-6). En muchísimos casos nota Marcos que Jesús dirige sus enseñanzas a sus discípulos, de acuerdo con lo visto en el párrafo anterior de este capítulo. En pocas ocasiones, comparativamente, presenta Marcos de manera concreta a Jesús «enseñando» a la muchedumbre. Pero nota globalmente que les enseñaba «como de costumbre» «muchas cosas» o «extensamente». Y aunque nos informe poco sobre el contenido de tal enseñanza, queda suficientemente claro que en Marcos esta actividad didáctica de Jesús consistía en parábolas «según podían entenderlo» (Me 4,33). En otras palabras: la misma claridad que en las parábolas polémicas cerraba los ojos de sus enemigos llevados del encono —y de la vergüenza de ser tratados así delante de la multitud— servía para abrir los ojos de quienes las oían sin prevención y se interesaban por ellas porque descubrían que eran creadas y pronunciadas para defenderles (cf. Me 4,14ss y par.). Ya hemos visto, en efecto, cómo, recobrando el carácter polémico intrínseco a la mayoría de las parábolas recogidas por los sinópticos, podíamos llegar a percibir lo que sin duda comprendieron, de manera más o menos confusa, las muchedumbres: el ataque de Jesús contra el mecanismo ideológico que hacía de la
religión de Yahvé un instrumento de opresión en Israel. Pero la enseñanza de Jesús a las muchedumbres comprende otras muchas parábolas donde lo polémico está ausente o no tan acentuado. O donde, finalmente, queda subordinado a otros propósitos. Así, encontramos parábolas que invitan al seguimiento o discipulado, como la de la lámpara, la del sembrador o la de la perla (cf. Me 4,1-23 y par.). Otras, en cambio, como las bienaventuranzas, van destinadas, al parecer, a anunciar a las muchedumbres, a los pecadores, enfermos y marginados la proximidad y seguridad de la venida del reino, como, en Marcos, la de la semilla que crece sola 19 y la del grano de mostaza. Son parábolas que anuncian la alegría incondicionada que se aproxima a los que tanta necesidad tienen de alegría y esperanza. También en los otros sinópticos abundan estas parábolas. Sólo que en ese caso, como en el de la polémicas, tenemos que descubrir de nuevo dónde fue puesto primitivamente el acento. Así, por ejemplo, acostumbramos a explicar la parábola de la cizaña (Mt 13, 24-30.36-43) mezclada con el trigo aludiendo a la paciencia que implica la presencia simultánea del bien y del mal en los acontecimientos históricos. Sin embargo, el carácter escatológico del contexto en que Jesús expresa sus enseñanzas ^ señala en otra dirección. La cizaña mezclada inextricablemente con el trigo explica lo que ha venido aconteciendo hasta ahora. Este es el momento del reino, el momento en que la ambigüedad cesa, la cizaña va a ser definitivamente separada y terminarán los desconcertantes efectos de la mezcla. Se trata, pues, de una parábola de alegría, como lo es también la de la red y, en Lucas, la ya examinada del rico y el pobre Lázaro (Le 16,19-31). Para no considerar sino algunos entre muchos ejemplos. Resumiendo en estos dos párrafos la actitud de Jesús hacia los dos últimos grupos que quedaron definidos por su mensaje, no podemos minimizar el hecho de que la sombra de la cruz —que los discípulos han de llevar «cada día»— nos ha hecho olvidar algo no menos importante: que Jesús fue y quiso ser un signo de alearía para las muchedumbres de Israel; que éstas aprendieron de aquel a quien sus enemigos llamaban «comilón y borracho, amigo de
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19 La colocación de esta parábola, pocos versículos después de la del sembrador, sugiere que la siembra ya ha sido hecha: la «palabra» ha sido puesta, como semilla, en la tierra. El centro significativo de la parábola es lo inevitable del resultado. 20 Cf. ittfra, capítulo siguiente.
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publícanos y pecadores»; que Dios les preparaba algo maravilloso en la medida misma —o aún más allá de ella— de los sufrimientos que habían tenido que soportar hasta entonces. III A lo largo de estos dos últimos capítulos hemos ido viendo cómo la lógica más clara va indicando, distinguiendo y compaginando las actitudes que Jesús exige o espera de cada uno de los tres grupos en que su mismo mensaje ha dividido a sus oyentes: adversarios, discípulos, muchedumbre. Pero esas actitudes, exigidas o esperadas, a su vez iluminan más si cabe la concepción de Jesús sobre la venida del reino y sobre su propia función en esa venida. En efecto, es demasiado fácil declarar simplemente que Jesús «anuncia» el reino y su llegada. ¿Para qué anunciar lo que de todos modos ha de ocurrir? La función de un mero «anuncio» del acontecimiento futuro sólo se compaginaría con la voluntad de Dios de hacer una última llamada a la conversión y dirigirla precisamente a aquellos para quienes, de perseverar en su actitud, la llegada del reino significaría la peor de las noticias. Se podría así introducir una pequeña modificación en la cita evangélica y resumir de manera aún más lógica —y más parecida al impacto producido sin duda por el Bautista— la predicación de Jesús: el tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca: creed en la mala noticia y convertios. Nótese que hemos sustituido «buena» por «mala» y que hemos invertido el orden entre «creer» y «convertirse». El orden lógico, en efecto, de anunciar el reino para la conversión de quienes serán víctimas —no beneficiarios— de él es: primero, que el tiempo se ha cumplido, prueba de que el reino llega; segundo, que importa darlo por hecho, creyendo en ello; tercero, que así se tendrá la razón fundamental para un cambio de mentalidad y actitudes, es decir, la conversión. Sin embargo, y por extraño que parezca, este no es el orden usado por Jesús, y en esto son unánimes los tres sinópticos. Más aún: tenemos tres elementos importantes que militan contra esa lógica, derivada de concebir la función de Jesús como un «anuncio» destinado a la conversión.
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El primero es que ese anuncio encaminado a la conversión ante lo terrible que ha de venir, Jesús lo atribuye en varias ocasiones al Bautista, contraponiéndolo a su propia misión. Más aún: según esos mismos pasajes, la función del Bautista ya ha terminado, mientras Jesús prosigue la suya. Y, ciertamente, ha terminado en el fracaso. Los niños de la plaza no se han lamentado con las «endechas» entonadas por el precursor, que «no comía ni bebía», como un profeta que anuncia próximas catástrofes (Mt 11,16-19; Le 7,31-34), y los verdaderos pecadores no han creído en él ni se han convertido, mientras que sí lo han hecho los publícanos y las rameras (cf. Mt 18,31-32; Le 7,29-30). El segundo es que Jesús mismo define su anuncio, a diferencia del de Juan, como anuncio de alegría destinado a pobres y pecadores. Y como si ello fuera poco, afirma no sólo que sus parábolas —principal instrumento de su predicación— no tienen la intención de convertir a los adversarios del reino, sino incluso que están dirigidas adrede a dificultar esa posible conversión. Desde cualquier otro punto de vista que no sea el político —para el cual es esencial desvelar y acentuar los verdaderos conflictos—, esta intención resulta tan increíble que Mateo y Lucas tratan, de diferentes maneras, de paliar la crudeza de la afirmación de Jesús. El tercero es más sutil. Consiste en que las controversias centrales de Jesús con los fariseos mantienen, contra la aparente lógica de que hablábamos, el extraño orden en que aparece primero el «convertirse» y luego, como consecuencia, el «creer en la buena noticia». Jesús no arguye comenzando por probar que el reino viene y que, por tanto, la conversión es necesaria. Comienza por probar que las premisas con que viven, actúan e interpretan las Escrituras sus enemigos son falsas y deben ser cambiadas en beneficio del hombre, esté o no próximo el reino 21 . Sólo cuando se dé ese cambio tendrá sentido preguntar a las señales de los tiempos si será o no cierta la buena noticia de esa venida. Sólo así se podrá creer en ella. Teniendo en cuenta estas tres razones, se ve que la actividad de Jesús no puede reducirse a un «anuncio» del reino que vendrá de todas maneras, sea o no reconocido ese anuncio. Jesús da la impresión de hacer algo más que proclamar un 21 Ese es, en realidad, el verdadero orden lógico en que debimos exponer los cuatro grupos de parábolas polémicas de Jesús. Y el lector, volviendo atrás, puede hacer la prueba. El orden elegido, lo fue por razones didácticas y en función de nuestro presente, pasando de lo más superficial (consecuencias) a lo más profundo (premisas).
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evento futuro: genera un conflicto histórico. Y si ello ya es visible en cuanto se refiere a sus relaciones con el primer grupo —el de los adversarios—, ello se pone aún más de manifiesto en las exigencias que tiene para con el segundo grupo, el de sus discípulos y seguidores. Ya el hecho de que Jesús reúna discípulos —y ese hecho es innegable— es un reto a las concepciones simplistas sobre la venida del reino. Si ya es difícil saber (excluida la intención de convertir in extremis) para qué debe Jesús anunciar el reino, que Dios introducirá de todos modos, todavía resulta más ardua la tarea de explicar para qué el último profeta de un reino ya inminente precisa discípulos o, en otras palabras, precisa amplificar y multiplicar su acción anunciadora o denunciadora. Cuando se dice, con cierta ironía histórica, que si Jesús anunció la venida del reino lo que en realidad llegó fue la Iglesia, se está eludiendo realmente este problema con una simplista acusación de infidelidad postuma. ¿De dónde procede la necesidad —o la conveniencia— para el reino de ser anunciado (¿o preparado?) por un grupo de «profetas» destinados explícitamente a reforzar el conflicto generado por Jesús y a ser «odiados» como él? Pero el problema adquiere toda su dimensión cuando se percibe la actividad desplegada por Jesús en beneficio de pobres y pecadores, sobre todo lo que concierne a su conciencíación y al desmantelamiento de los mecanismos ideológicos de la opresión religiosopolítica. Nadie podrá pretender que ello es periférico en la vida de Jesús: una manera de llenar el tiempo «haciendo el bien» mientras el reino se decide a venir. En otros términos, la globalidad de la vida pública de Jesús, en lo que es históricamente más fidedigno, muestra a las claras una cosa: éste pretende poner la causalidad histórica al servicio del reino. Y no sólo pone a ese servicio la suya de perfecto hombre histórico, sino también la de sus discípulos. Como ya hemos dicho en otra parte, Bultmann, desde el primer párrafo de su Teología del Nuevo Testamento y previamente a cualquier investigación exegética, afirma: «El concepto dominante del mensaje de Jesús es el reino de Dios... El reino de Dios es un concepto escatológico... La venida del reino de Dios es un suceso milagroso que será realizado sólo por Dios, sin la ayuda de los hombre» 2 (subrayamos la última frase). R. Bultmann, op. cit., p. 4.
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Todo lo dicho hasta aquí nos permite dejar que el lector juzgue sobre esta cuestión23, esencial para el capítulo siguiente. Eso sí, no ocultamos nuestro parecer: creemos que habría que borrar prácticamente todo el evangelio para llegar a esa definición de la venida del reino de Dios. Todo lo investigado hasta aquí muestra a Jesús no sólo anunciando esa venida y preparándola históricamente, sino asociando el grupo de sus discípulos a esa causalidad histórica.
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Que depende, como es lógico, de que se acepte o se descarte (como interpretación pospascual) la mayor parte del material sinóptico. El conocido rechazo de Bultmann de la relevancia de la búsqueda (para él imposible) del Jesús histórico, así como el rechazo de la clave política para un destino que queda, así, abocado al absurdo, están íntimamente ligados con la definición dada por él del reino de Dios. Pero tenemos el derecho de preguntarnos a propósito de él (así como se lo concedemos en lo que a nosotros respecta) si esa posición no procede, consciente o inconscientemente, del demedro que sufriría, según él, el solí Deo gloria —la gloria que le corresponde únicamente a Dios— de admitir cualquier concausalidad (sinergismo) humana, aun secundaria y falible, en la edificación del reino (tema profundamente relacionado con la Reforma).
CAPITULO VI
LA VENIDA
DEL
REINO
Sin duda, el lector habrá observado que, después de distinguir el material de la predicación de Jesús, destinado a cada uno de los tres grupos que su presencia y acción generan, estamos tocando un límite. Este límite, que es también el de la finalidad de estos capítulos, consiste en determinar, con cierta prudencia que creemos equilibrada, lo más seguro que podemos saber sobre la historia del Jesús pre-pascual. Y estamos frente a ese límite no porque no sea posible y legítimo ir mucho más allá en el campo de la interpretación, es decir, en el descubrimiento de su riqueza significativa, sobre todo a la luz de los acontecimientos pascuales, sino porque tocan a su fin los datos históricamente más fidedignos de que disponemos en los sinópticos. Pero aún hay algo que afecta a todos ellos. Si nos preguntamos aquí en qué podía consistir últimamente el reino —o, mejor, el reinado— de Dios que Jesús vino a anunciar y preparar, el lector pensará tal vez que vamos a insistir en las investigaciones ya realizadas en los capítulos anteriores o a resumirlas. Y, hasta cierto punto, así debería ser. El hecho de que Dios reine no puede significar otra cosa que la realización de sus valores. Jesús mostró cuáles son esos valores del modo más conflictivo y radical. ¿Qué queda, pues, por saber? En cierto sentido todo, porque, a decir verdad, el reino anunciado y preparado no llegól, o al menos esa es la impresión que ofrece la historia. 1 Surge así la pregunta obligada que todas las cristologías se formulan casi con idénticas palabras: «La pregunta que se plantea se refiere a la validez universal de este mensaje. ¿No se ha equivocado Jesús al anunciar que el reino de Dios se ha iniciado ya en su generación? {Mt 23,26; 16,28; Me 13,30 par.; cf. Mt 10,23). El fin del mundo no ha comenzado con la generación de Jesús, como tampoco con la generación de sus discípulos que
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Los considerados felices por Jesús a causa de esa venida siguieron en su desgracia, mientras los ricos y hartos continuaron triunfando. Los hambrientos generaron y multiplicaron nuevos hambrientos hasta el día de hoy. A menos que se trate, claro está, de una felicidad y saciedad ultramundanas que las teologías de los últimos libros sapienciales (griegos) y de los fariseos prometían a los justos... Sucede así que, cuando pensábamos tener los datos históricos situados en una trama lógica y resistente, nos encontramos con una serie de preguntas que lo replantean todo. ¿Anunció Jesús la venida inminente de un reino que de hecho no vino? ¿O vino tal vez de una manera no prevista ni siquiera por él? En uno u otro caso, ¿se justificaba el conflicto que Jesús unió al anuncio del reino y que se jugó —y perdió— en el plano político? ¿Tenía ese conflicto un mero valor simbólico o estaba preñado de una causalidad histórica de la que dependía la llegada del reino? Y, en el caso de que el reino hubiera llegado, ¿qué tienen que ver con él nuestra historia humana y sus objetivos? ¿Es el reino, como se afirma comúnmente, una realidad escatológica, es decir, última, señalando el fin de los tiempos y de la historia? Si todas estas preguntas son posibles y hasta atinadas, ello se debe en parte a que es difícil encontrar —a no ser en el uso sorprendente y antinómico de ciertos términos paulinos— una expresión que escape más que «reino de Dios» a todo molde gramatical y estilístico. Mateo, el más prolífico de los sinópticos en citar a Jesús usando expresiones relativas al reino —en su triple forma de «el reino», «el reino de Dios» o «el reino de los cielos»—, da a veces como contenido a éste una realidad dinámica (algo que se desplaza) y otras una estática (algo como un lugar y aun casi como una cosa). Pero, aun cuando optemos por una de estas líneas y pretendamos llevarla hasta el final, nos encontramos con barreras signififueron testigos de su resurrección. Nos encontramos ante el problema tristemente célebre del retraso de la parusía...» (W. Pannenberg, op. cit., p. 280). «Con esta espera próxima se plantea un problema difícil y frecuentemente tratado. ¿Se equivocó Jesús en esa espera inmediata? Sí tal fuera el caso, tendría consecuencias incalculables no sólo para la pretensión de plenipotencia de su persona, sino también para la pretensión de verdad y validez de todo su mensaje» (W. Kasper, op. cit., p. 94). Estos dos ejemplos pueden bastar para mostrar que si la pregunta es obligada y, por lo mismo, universal, se hace desde presupuestos diferentes y se atribuyen consecuencias igualmente diferentes a las respuestas, ya sean positivas o negativas.
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cativas. Por ejemplo, no es indiferente para una realidad dinámica, para algo que se desplaza en el espacio o en el tiempo saber si hemos de poner su presencia en pasado, presente o futuro. Ahora bien: ¡los tres tiempos son usados con respecto al reino! Lo mismo se diga, y con creces, de la dificultad de compaginar en un todo lógico las imágenes que se suceden y que presentan el reino como un lugar o cosa estática. A la certidumbre de que se trata de un espacio o plano donde Dios ejerce un juicio sucede la de que se trata de una posesión o herencia que se da a unos, que se escamotea a otros o, simplemente, que «los violentos» arrebatan... Y todo ello sin contar el abundante uso del término en parábolas, muchas de ellas encabezadas por una «similitud» vaga que, más que indicar que el reino se parece a esto o aquello, haríamos mejor en traducir por «acontece con el reino de Dios como cuando...» 2 . Lo que sirve a Jesús o al evangelista para asimilar de manera aún más indecisa el reino a toda clase de procesos de la naturaleza, de las personas o de la vida social. No hay más remedio, pues, que internarnos en esta selva semántica. El término es demasiado central como para dejarlo en la sombra de su ambigüedad. Y no basta, por cierto, con destacar su origen y su sentido político, como lo hemos hecho hasta aquí. Al internarnos en este estadio (final) de nuestra búsqueda del Jesús histórico debemos hacerlo sin demasiadas esperanzas. No sólo porque las tentativas hechas hasta ahora no han conseguido, a nuestro juicio, reunir en un todo coherente todos esos elementos respecto a la espera que Jesús tenía de la realización del reino, sino porque tampoco la Iglesia primitiva pudo, al parecer, hacerlo de manera unívoca. De ahí que prefiriera desde el comienzo sustituir la expresión «reino de Dios» por otras tal vez menos ricas y abstractas, pero, por cierto, más precisas. Es que, como decíamos al comienzo, estamos aquí en el filo de una línea limítrofe entre la historia y la teología. Pocos datos seguros del Jesús pre-pascual pueden apoyar nuestras pretensiones. Las interpretaciones, hechas a base de lo que sabemos o creemos saber a partir de pascua, tendrán, y no podía ser menos, un carácter decisivo en este plano. Quede así establecido que este capítulo permanece, por lógica, a caballo entre dos realidades necesarias y positivas: la investigación acerca de la historia de Jesús de Nazaret 2
Cf. J. Jeremías, Les Paraboles..., op. cit., pp. 103-104.
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y la creación de cristologías, esto es, de interpretaciones de esa historia puestas al servicio de las cambiantes exigencias de las diferentes Iglesias cristianas primitivas.
Dios, es decir, del juicio que, por el momento, parece como suspendido. La realidad, en cambio, es muy diferente: «Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego... En su mano tiene el bieldo y va a limpiar su era: recogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará con fuego que no se apaga» (Mt 3,10.12; Le 3,9.17). La austera tensión suscitada por esta predicación la resume Lucas apuntando que su bautismo era un «bautismo de conversión en vistas al perdón de los pecados» (Le 3,3). Es sugerente que el estilo de vida de Jesús corresponda a las primeras palabras individualizadas de su predicación, según Mateo: «Velices los pobres en espíritu, porque de ellos (es) el reino de los cielos» (Mt 5,2), a las cuales siguen insistentemente las promesas de felicidad que componen el umbral —alegre— del sermón de la montaña. No es, pues, extraño que el anuncio de la proximidad del reino se caracterice en la predicación de Jesús —no en la del Bautista4-— como la proclamación de una alegría, de una buena noticia, esto es, como un evangelio. Mateo traslada a diversas ocasiones de la vida pre-pascual de Jesús la expresión que debe haber encontrado en Q: «la buena noticia (el evangelio) del reino» (Mt 4,23; 9,25; 24,14; Le 4,43). Así, la comparación de los dos comienzos, el del Bautista y el de Jesús, nos permite señalar desde ahora una característica que no ha suscitado tal vez suficiente atención: es el Bautista quien encarna mejor las ideas apocalípticas de la época, combinando «reino de Dios» (si es que realmente empleó la expresión, lo que es dudoso), juicio y catástrofe cósmica (cf. Am 5,18-20; Sof 1,14-2,3; Ez 22,24, etc.). Jesús, en cambio, en una transformación tanto más sugerente cuanto más audaz, relaciona el día de Yahvé con la venida de su reino y con la alegría que ha de seguirla. Se dirá tal vez que, aun en ese caso, nada cambia en cuanto a considerar el reino como una realidad dinámica que se acerca, que es inminente y, en cuanto tal, anunciada. Sin embargo, en rigor no es así, y un nuevo intento de comparación nos llevará más lejos. La proximidad del juicio, la urgencia escatológica lleva al hombre —y ciertamente debe hacerlo— a decisiones y cambios
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I Una buena manera de empezar es atender a «los comienzos». Según Mateo, en efecto, todo empieza con la aparición (cf. Mt 3, 1.13) de dos personajes que, a primera vista, traen el mismo mensaje: «Cambiad de mentalidad (convertios), porque el reino de los cielos está cerca» (Mt 3,2; 4,17). Esos dos personajes son Juan el Bautista y Jesús 3. Es claro que Mateo pretende subrayar así la identidad de los dos profetas, estableciendo la identidad de ese reino cuya cercanía ambos anunciarían. Y es, en efecto, el único de los sinópticos que lleva la identificación hasta ese extremo. Sin embargo, el mismo desarrollo del primer evangelio, además de los datos proporcionados por los otros dos sinópticos, nos muestra ya que los dos profetas divergen —tal vez más y más a medida que avanza el tiempo y se diferencian las circunstancias— en la idea que se hacen de lo que significa concretamente esa cercanía. Tenemos un índice de ello en el estilo de vida que cada uno de ellos adopta para significar, a la manera de los profetas de Israel, el mensaje que anuncian. Ya hemos visto que tanto Mateo como Lucas sintetizan en pocas y fuertes palabras esa divergencia: «Vino Juan el Bautista, que no comía (pan) ni bebía (vino), y dicen 'demonio tiene'. Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: 'Ahí tenéis a un comilón y a un borracho, amigo de publícanos y pecadores'» (Mt 11,18-19; Le 7,33-34; cf. también Mt 3,4). Mateo mismo, otra vez como Lucas, nos permite comprender cómo este diferente estilo de vida corresponde a dos contenidos distintos de predicación explícita sobre la cercanía del reino. El Bautista, en efecto, predica la inminente aparición de la «ira» de 3 Cabe añadir que el mismo anuncio vuelve a caracterizar, en Mateo, el comienzo de la «Iglesia». Jesús, después de haber llamado a doce discípulos, los envía a predicar diciéndoles: «Id proclamando que el reino de los cielos está cerca» (Mt 10,7). Es inútil, aunque tentador, preguntarse si Jesús o, en todo caso, Mateo considerarían que esa «cercanía» del reino habría aumentado desde el primer comienzo (el Bautista) al tercero (la misión de los Doce). No tenemos dato alguno en un sentido o en otro.
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4 Si alguien arguye que, a fin de cuentas, la predicación de Jesús, favorable para los pobres, era igualmente inexorable para sus adversarios (que lo eran también de los pobres), habría que hacer notar que la diferencia está en el modo de ver «la multitud» (cf. Le 3,7.10.12.14.15).
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radicales y, por lo mismo, simples. Mateo alude ya claramente a ello cuando hace decir —irónicamente— al Bautista: «Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente?» (Mt 3,7). Es que en los últimos tiempos mucha gente se ha movilizado en Israel en busca del perdón de los pecados, y por la vía más rápida. Y es obvio que Juan considera posible que lo logren. Ello implica que «los frutos dignos de un cambio de mentalidad» se han simplificado al máximo, con la simplificación propia de toda urgencia. Así, Lucas, en su versión (única entre los sinópticos) de la predicación detallada del Bautista, tiene un fuerte sabor realista cuando hace a éste resumir lo que el juicio inminente pide de los diferentes grupos sociales. A «la gente» le sugiere: «El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo» (Le 3,11). A los publícanos: «No exijáis más de lo que está fijado» (Le 3,13). A unos soldados: «No hagáis extorsión a nadie, no hagáis denuncias falsas y contentaos con vuestra soldada» (Le 3,14). Es como si cada grupo estuviera a punto de pasar por un control riguroso, sí, pero nada complejo. Cada uno lleva el sello de su situación grupal y la conversión apunta al pecado central en ella. Nada más. Ahora bien: quien quiera hablar de «urgencia escatológica» en Jesús deberá reconocer que éste se sitúa en las mismas antípodas de esa simplificación propia de toda urgencia. De acuerdo con Mateo —aunque no falten los testimonios convergentes de los otros dos sinópticos—, no sólo vuelve la ley más interior, sutil y comprenhensiva (cf. Mt 5,17-48; Le 6,27-35), sino que la relativiza, obligando a hacer de ella una interpretación siempre compleja, habida cuenta de las intenciones y circunstancias (cf. Me 7,1-23; Mt 15,1-20). Además, quien haya seguido con atención la compleja y profunda enseñanza parabólica de Jesús sobre quiénes eran los verdaderos pecadores en Israel y sobre las premisas hermenéuticas con que había que leer la ley, tendrá por más y más inverosímil la idea de que Jesús concibiera la inminente venida del reino a la manera de algo que, de algún modo como ocurre con el Bautista, quitara importancia y sentido a la complejidad exigida para manejar mecanismos históricos y cambiarlos a largo plazo. Llegados aquí, todo orienta hacia una hipótesis que concordaría mucho mejor con los hechos que conocemos, aunque carezcamos de más datos para comprobarla directamente. Es muy probable
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que los dos predicadores de lo que estaba «cerca» hayan usado términos distintos para definirlo y que la expresión «reino de Dios» sea exclusiva de Jesús 5 . Juan no debió emplear esa imagen para caracterizar la «ira inminente», sino otra más relacionada con la temática de su predicación, tal como la clásica de «el día» o «el día de Yahvé». Y ello parece tanto más probable cuanto más importancia damos a la hipótesis de Mowinckel (cf. la introducción a esta primera parte) de que las expectativas mesiánicas «reales» —es decir, las concernientes al Hijo de David y al nuevo reino que éste había de fundar— son en su origen más políticas que escatológicas. Y, por cierto, no sólo en su origen. El que, a pesar de toda la escatologización producida por largos siglos de dominación extranjera (y de literatura sapiencial), este origen siga vivo en la época misma de Jesús lo prueba la existencia y actividad de los zelotas. Es cierto que, como vimos, Jesús no se asocia nunca con ellos, pero su mensaje del reino, la conflictividad que éste desata contra las autoridades religioso-políticas de Israel, la defensa de los pobres y oprimidos (por la única razón de serlo), todo hace planear una cierta ambigüedad —aun a los ojos de los discípulos más íntimos— sobre la relación posible entre ambos grupos: los dos buscaban un reino, el de Yahvé, y esperaban su instalación mucho más que su juicio apocalíptico6. Sea lo que fuere de la identidad o diferencia de las expresiones usadas respectivamente por el Bautista y por Jesús, y a pesar de las importantes distinciones señaladas en nuestra hipótesis, parece claro, sin embargo, que ambos apuntan a una realidad dinámica, que se mueve en el tiempo y que, por lo menos al comenzar la predicación de ambos, está cerca, a la puerta. 5 El que Mateo la haya puesto en boca del Bautista puede obedecer a la dificultad, reconocida en Asia Menor, de que aquél no era siempre asociado como Precursor con Jesús, y tenía sus propios fieles (cf. Hch 19,3-4). 6 Pablo, sin embargo, por alguna razón que no es fácil apreciar, en su discurso (por otra parte interrumpido) de «evangelización» en Atenas, hace del juicio universal inminente lo central de su anuncio en términos que podríamos decir comparables, aunque en distinta clave cultural, a los del Bautista: «... anuncia ahora a los hombres que todos y en todas partes deben convertirse porque ha fijado el día en que va a juzgar al mundo según justicia...» (Hch 17,30-31). Más tarde, cuando escriba su carta a los Romanos, aunque el tema del juicio universal seguirá siendo central en él, ya estará traducido a una clave antropológica y no anunciada en términos apocalípticos. Las cartas a los Tesalonicenses podrían ser el testimonio de esta evolución en su pensamiento.
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Esta parece ser, de todos modos, la concepción que al menos Jesús se hace del reino en la etapa más antigua de su ministerio. El reino se acerca, traído con el poder de Dios. Hay que «velar», es decir, renunciar a las falsas seguridades en lo establecido y estar atentos a la transformación radical que implica la llegada del reinado de Dios. Y hay que pedir su venida en la oración (cf. Mt 6,10). ¿Qué decir, entonces, cuando hallamos en Q un pasaje que atestigua que «ha llegado ya» y la indicación en Mateo de que ello ha tenido lugar «antes de tiempo»? En efecto, hemos tenido ocasión de ver cómo los milagros de Jesús eran considerados por éste como algo más que signos: como manifestaciones reales del mismo poder que «dinamizaba» el reino, por así decirlo, y lo traía a la tierra de Israel. De ahí que Jesús tome, en cierta manera, la parte por el todo y afirme en una ocasión: «Si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios [y, como vimos, no hay escapatoria para esa conclusión], es que ha llegado a vosotros el reino de Dios» (Mt 12,28; Le 11,20). ¡Pero hay que tener en cuenta la objeción de los mismos demonios! Y, según Mateo, éstos se quejan de que Jesús los moleste o atormente «antes de tiempo» (Mt 8,29). No cabe duda de que ese tiempo es el de la llegada del reino de Dios. De lo que debemos concluir que, si bien es cierto que la presencia parcial del poder que trae el reino permite hablar de la presencia misma de éste cada vez que ese poder se manifiesta, las limitaciones con que Jesús —¿por ser hombre? ¿por respetar la iniciativa divina? ¿por estar actuando aún dentro de la historia?— hace uso de ese poder, sin transformarlo todo, remite, propiamente hablando, la llegada del reino de Dios al tiempo futuro. Es verdad que ese carácter de porvenir que tiene el reino para Jesús nunca se expresa directamente con un verbo en futuro, pero aparece en otro tipo de expresiones imaginarias que sugieren de manera clara un tiempo que no es aún el actual. Así, por ejemplo, aunque la primera bienaventuranza afirme que el reino pertenece desde ahora a los pobres (en espíritu, de acuerdo a la cristología de Mateo), mediante el uso del verbo ser, sin duda ausente en el original arameo, todos los paralelos en las demás bienaventuranzas, cuando tratan de definir y concretar más en qué consiste esa posesión, usan verbos en futuro: poseerán la tierra, serán consolados, etc. Y lo mismo ocurre en la versión breve de Lucas.
Además Mateo, abandonando las imágenes dinámicas del reino, lo expresa a veces como un lugar o, si se prefiere, como «un espacio de tiempo» donde suceden cosas. Pero precisamente esas cosas son futuras en el momento en que el evangelista las redacta poniéndolas en boca de Jesús. «El que quebrante uno de estos mandamientos menores... será el menor en el reino de los cielos...» (Mt 5,19), o «vendrán muchos de Oriente y Occidente a ponerse a la mesa... en el reino de los cielos» (Mt 8,11; Le 13,28-29), o, finalmente, «no beberé de este producto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros de nuevo en el reino de mí Padre» (Mt 26,29 y par.). Para concluir: si bien es cierto que ninguna imagen da por sentada la presencia actual del reino en forma cabal sobre la tierra, todas las que apuntan al futuro lo conciben como próximo. Sin que esta proximidad suprima, sin embargo, el carácter apocalíptico que elimina la atención cuidadosa a los complejos mecanismos de la historia. No es fácil conciliar estos datos, los más seguros que poseemos. Veamos si otros pueden arrojar nueva luz sobre el problema.
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II No es, sin embargo, más luz, sino más oscuridad, lo que encontramos, al parecer, cuando pasamos a otros usos de la expresión «reino de Dios». Como ya indicamos, lo primero que nos sorprende y desorienta es el paso de la imagen de algo dinámico a la de algo estático. Probablemente menos primitivo u original, este segundo tipo de expresiones sobre el reino es mucho más frecuente en Mateo —casi el doble— que el tipo de las que parecen concebirlo como una realidad o transformación que se desplaza y acerca. Dentro de este nuevo tipo, la expresión más clara y probablemente antigua —en todo caso atestiguada en la triple tradición— es la de «entrar en» (o llegar a) el reino (cf. Mt 5,20; 7,21; 18,3; 19,23.24; 21,31; 23,13) 7 . 7 Marcos, por ejemplo, más sobrio en el uso de la expresión, no la emplea más de trece veces. Si exceptuamos las dos en que se trata de una «semejanza» (parábolas), prácticamente todas las otras aluden a un dinamismo, ya sea del reino mismo que se acerca, ya sea de los hombres que entran en él.
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Parecería como si la venida del reino, su inminente cercanía, se hubiera detenido y como si un dinamismo distinto lo reemplazara: el de los hombres que caminan hacia él. Pero no es fácil hacer entrar esos dos dinamismos en una imagen significativamente coherente. Baste pensar en lo que sigue: el dinamismo del reino, su llegada, están destinados, como hemos tenido largamente ocasión de ver, a transformar la trama total de las relaciones humanas, a cambiar el mundo en favor de los que sufren en él. El dinamismo, en cambio, que lleva a querer entrar en el reino y se pregunta por quiénes podrán lograrlo es de orden más individual y moralizante. En esta línea, la expresión se usa siempre, al parecer, para definir las condiciones mínimas exigidas para que alguien pueda ser admitido en él. Por supuesto que esto sintoniza a las mil maravillas con la clave moralista que es propia de Mateo entre los sinópticos. De ahí su propia versión redaccional de las bienaventuranzas. De ahí, sobre todo, el significativo resumen que hace del sermón de la montaña: «Os digo que si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5,20). Pero expresiones similares aparecen también en Marcos, mucho más persistente en aplicar la clave política, para la cual sólo tiene sentido obvio que es el reino el que viene. En Marcos podríamos suponer, a lo más, que los dos dinamismos (el del reino que viene y el de los hombres que entran en él) podrían converger en una acción como la de tomar un ómnibus en marcha 8 . En ese sentido, entrar en el reino que viene, «conociendo sus secretos» (Me 4,11), sería lo propio de uno de los tres grupos que hemos estudiado, el de los discípulos de Jesús que entran en el reino a título de colaboradores. Sin embargo, no es así. De las seis veces que Marcos emplea la expresión «entrar en el reino», todas se refieren asimismo a condiciones morales mínimas para «salvarse» y no «ser arrojado a la gehenna» (Me 9,47; 10,14-15.23.24.25; 12,34). Pero, tratándose de Marcos, hay una hipótesis que no debe
dejarse de lado y que unificaría de manera bastante lógica los dos tipos de expresiones (dinámicas y estáticas) que tienen como objeto el reino de Dios. Partamos de que la idea original es que el reino llega. Cabe entonces preguntarse: ¿quiénes se asimilarán a él? ¿Quiénes entrarán en su dinámica y, por tanto, en los valores y en la felicidad que éste trae? ¿Quiénes deberán cambiar sus valores para que el reino los asuma en su dinámica? Si observamos de esta manera todos los casos en que Marcos habla de «entrar en el reino», descubriremos que no se trata de condicionamientos morales mínimos, sino de esa profunda conversión que necesitan los adversarios del reino. En realidad, Jesús está desvelando las radicales oposiciones que deben existir a la llegada de aquél: la riqueza, la pérdida de la sencillez infantil (como requisito hermenéutico) y la incapacidad de hacer de un modo cabal el cálculo entre lo absoluto y lo relativo, propio de toda existencia humana. Jesús no está, como en Mateo, estableciendo las bases de una nueva «justicia», de una moral mínima compatible con el reino. No habla, valga el anacronismo, de méritos morales. Denuncia la oposición radical al reino y sus mecanismos. Mecanismos que podrían, sin duda, llamarse psicológicos o antropológicos si no convergieran todos en la realidad —política— de la opresión de las muchedumbres de Israel. En otras palabras: en Marcos es aún posible subsumir, bajo el término del reino de Dios que llega, imágenes tanto estáticas como dinámicas en lo que a él se refiere y, en particular, al empleo que allí se hace de la expresión «entrar en el reino». No así, como vimos, en Mateo, cuyo acento y clave son diferentes. Es interesante en este punto el caso de Lucas. Diríamos que, desde un punto de vista material, está próximo a Mateo en el abundante uso que hace de las expresiones relativas al reino; pero no es esa la impresión que surge de su lectura. Y la razón es que, de las quince veces (más o menos) que el término aparece únicamente bajo su pluma, es decir, en su propio material sin paralelos en Marcos o Mateo, sólo una nos llama la atención como no convergente con la línea que hemos señalado en Marcos: cuando Lucas cita a Jesús diciendo que nadie que ponga la mano al arado y mire hacia atrás es «apto para el reino de Dios» (Le 9,62). En todos los demás casos, la polémica con los adversarios y, sobre todo, el dinamismo del reino bastan para explicar el significado de la expresión. Más aún: Lucas acentúa que el reino es una «buena noticia»
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8 En realidad, tenemos un ejemplo de algo parecido a esto en la forma con que Marcos cita un logion de Jesús: «El que no reciba [el reino viene] ei reino de Dios como un niño, no entrará [el reino está quieto y el hombre se mueve] en él» (Me 10,15 par.). Lo más probable, sin embargo, es que la imagen indique que sólo algunos gozarán de las ventajas (entrarán) del reino cuando éste termine de llegar.
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(Le 4,43), que «está cerca» (Le 10,11; 21,31), que «viene insensiblemente» (Le 17,20), que se creía que «aparecería de un momento a otro» (Le 19,11) y hasta que ya habría sido «dado» o habría «llegado» (Le 12,32; 17,21), además, por supuesto, de insistir en figurárselo, según una característica suya ya señalada, como un futuro banquete (cf. Le 13,28; 14,16; 22,29.30). Cabría aún añadir que la línea dinámica de Jesús es la misma que la del dinamismo del reino; por eso, donde Mateo pone en boca de Jesús que los discípulos han dejado todo «por mi nombre», Lucas escribe «por el reino» (Le 18,29). Llegamos así al material que Mateo comparte con Lucas y que proviene probablemente de Q. No es demasiado abundante ni difiere sensiblemente de la línea de Marcos. Ya hemos visto, por ejemplo, cómo las bienaventuranzas, centrales —en su forma original— para comprender el reino que se acerca, concuerdan con la actitud y el mensaje de Jesús que Marcos nos presenta a todo lo largo de su evangelio, aun desconociendo el sermón de la montaña (o su equivalente en Lucas). Sólo un punto puede y debe ser mencionado aquí. A diferencia de prácticamente todas las perspectivas apocalípticas conocidas, la venida del reino no provoca una espera meramente pasiva, lo que no excluye, por otra parte, el entusiasmo, el temor o el recurso a la oración. Los hombres colaboran con esa venida y eso es lo menos que se puede decir en cuanto a la intervención que se exige de ellos. Esto aparece desde las fuentes más antiguas de los sinópticos —Marcos y Q— hasta los datos particulares que nos brindan Mateo y Lucas. En todo lo visto en los capítulos anteriores (y de un modo particular en el último párrafo del precedente) creemos haber mostrado cómo la predicación de Jesús y, consiguientemente, la que él confía a sus discípulos es más que un mero anuncio, es decir, va más allá de la mera notificación de un acontecimiento que, de todas maneras, tendrá lugar. Es un poner en marcha mecanismos que se volverán constitutivos de ese efectivo reinado de Dios. Por otra parte, la antigüedad de las expresiones «entrar en», tanto en Marcos como en Q, indica lo decisivo de la opción que ese reino propone a los hombres al indicarles premisas ontológicas y epistemológicas indispensables para unirse a su dinamismo 9.
Como acentuando esta línea, en algunos lugares de Q hallamos que la presencia del reino aparece como objeto de la actividad de los hombres. Así, Jesús, diferenciando los tiempos que preceden al Bautista —esté o no incluido en ellos— de los suyos propios, dice que en estos últimos «comienza a anunciarse la buena noticia del reino de Dios y lodos se esfuerzan por entrar en él». Puede preferirse la versión de Mateo, aún más fuerte y que tanto ha dado que hablar: «... el reino de los cielos sufre violencia y los violentos se apoderan de él» (cf. Le 16,16; Mt 11,12). Es difícil, por más razones teológicas que se tengan, quitarle a este antiguo logion el sentido de que el reino, de alguna manera, es objeto del esfuerzo humano hecho desde la historia. Tenemos además una confirmación de esto en la advertencia de Jesús de no preocuparse o, mejor, de no vivir preocupados por las propias necesidades. La razón para no hacerlo es: «Buscad más bien el reino [de Dios], y esas cosas se os darán por añadidura» (Le 12,31; Mt 6,33). No se podría, por cierto, buscar aquello cuya iniciativa perteneciese exclusivamente a Dios. Que existe, pues, un hilo causal, por pequeño y secundario que sea, entre la instauración del reino y la actividad humana que apunta hacia él parece conclusión inevitable. No así, por supuesto, el concluir, con Mateo, que esa conexión está constituida por el mérito. En efecto, y aquí se ve el rastro teológico de su orientación redaccional, Mateo añade a reino de Dios «y su justicia», entendiendo por ésta la nueva interpretación de la ley moral enseñada por Jesús de acuerdo con su evangelio. Pero el logion, en su versión sin duda más primitiva, de Lucas da para más. En Mateo, la secuencia entre la «justicia» (del reino o de Dios) por una parte, y el que Dios dé —ése es el sentido del pasivo que se usa—, por otra, a cada uno lo necesario sólo se
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Ya hemos indicado que la donación, reservada a los discípulos, de «los misterios —o secretos—- del reino» implica un cambio de pueblo en función
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de una responsabilidad en la instauración de ese reino. Eso ya está claro en la inclusión de la observación general, dentro de la parábola del sembrador, con la terminación sobre el «llevar fruto» (Me 4,20 par.; cf. también 21,43). Pero, como si eso fuera poco, Mateo añade a esa observación general la conclusión de la parábola de los talentos (cf. Mt 13,12) sobre la «utilidad» o no (cf. Mt 25,30) de los siervos de quien «recoge donde no sembró» (Mt 25,24. 26). Y ¿cómo podría hacerlo si no repartiera responsabilidad y colaboración con respecto a ese reino? Sólo en este sentido el reino «se da» (Le 12,32) como una herencia y aun se transfiere de unos «hijos» (Mt 8,12) a otros (cf. Mt 13,38).
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puede comprender, fuera de la causalidad histórica, como una recompensa milagrosa otorgada a personas que procuran otra cosa que aquello que finalmente reciben. Ahora bien: si desechamos, con la versión de Lucas, la clave de Mateo, basada en la moralidad y sus correspondientes méritos, y recurrimos a la única coherente con la versión de Lucas y a la verificada, en la medida de lo posible, en los capítulos anteriores, la significación se vuelve extraordinariamente más simple. ¿Cómo no haber pensado en ello antes? Procurar el reino es procurar que todos tengan la dosis de humanidad que les permita ser hombres. De la misma manera que en el «reino» vegetal o animal tienen la respectiva dosis las flores y los pájaros. No es así un «premio» a la moralidad (ni mucho menos a la dejadez), sino un constitutivo intrínseco del reino que todos tengan sus principales necesidades humanas solucionadas. Quien busca el reino vela, pues, aun sin pensar en ello de manera explícita, por sus propias necesidades, comprendidas en el cuadro global. Es, por lo mismo, desde dentro de la causalidad histórica como los hombres colaboran con el reino. De ahí también que éste signifique un radical desplazamiento de energías. Si el reino fuera sólo el juicio divino acompañado de la catástrofe cósmica y si exigiera, como en el caso de la predicación del Bautista, conversiones simples y significativas, no se entendería lo que Jesús pide que se haga por el reino. Jesús exige, en efecto, en cuanto asimilación a su propia misión, la disponibilidad más total, según Lucas. Es decir, «dejar casa, mujer, hermanos, padres o hijos» (Le 18,29) 10 . La diferencia con el Bautista es ya patente, si hemos de creer la versión que el mismo Lucas da de su predicación a los distintos grupos de Israel y que hemos tenido ocasión de estudiar; pero se hace todavía más obvia cuando vemos que para «este tiempo» (o eón), es decir, antes de «la vida eterna» en el otro, se promete el «ciento por uno» de esos bienes dejados en beneficio del reino (Le 18,30 y par.). Lo cual no hace sino confirmar la interpretación dada a «la añadidura» prometida a los que busquen «más bien» o «primero» el reino, es decir, anteponiéndolo a sus propios intereses. 10
Mateo que, en este lugar, entiende que se debe dejar todo por «el nombre —o persona— de Jesús» (Mt 19,29; cf. Me 10,29: «por el evangelio») concuerda con Lucas en su célebre logion sobre los eunucos voluntarios «por el reino de los cielos» (Mt 19,12).
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Es, por cierto, exegéticamente tentador explicar, en relación con esto, la respuesta de Jesús en un contexto escatológico, que sólo Lucas trae: «El reino de Dios viene sin dejarse sentir» (Le 17,20). Es obvio que ello podría referirse a lo súbito e inesperado de los apocalipsis, pero al menos Lucas le da claramente otro sentido. En primer lugar, concibe como sinónimo el que el reino «venga» o «esté viniendo», con el presente: «porque el reino de Dios ya está entre vosotros» (Le 17,21). Lo que quiere decir tal vez que, a consecuencia de la revelación de los secretos del reino, pueden, desde Jesús, empezar a converger conscientemente los esfuerzos de los hombres con los de Dios en una construcción del reino extendida a lo largo de la historia. En segundo lugar, la otra razón que Jesús da de su respuesta negativa (es decir, de que el reino viene sin dejarse sentir) es la oposición a la simplificación y no a la parcialidad que caracterizaría esa venida. Jesús, en efecto, dice que en aquel día no se va a decir: «vedlo [el reino] aquí o allá» (Le 17,21). Pero añade que ello no se deberá a la universalidad del apocalipsis, opuesta a la parcialidad con que el reino aparecería ahora (cf. Mt 24,23.26-27), ni al peligro de que surjan falsos Mesías (cf. Le 9,49-50): se debe a que el reino de Dios ya está presente, trabajando sin hacerse sentir. Así, para Lucas, la imposibilidad de verlo ahora radicaría en la complejidad y consiguiente profundidad con que actúa, lo que apunta a la densa trama de la causalidad histórica (¿qué tendría que ver con ello la simplicidad de los apocalipsis?) y hace que ni siquiera se agote lo decisivo en el señalar a Jesús como el verdadero Mesías entre los falsos (cf. Mt 12,32; Le 12,10). Para terminar esta reseña, comprobamos que es sólo Mateo, en su redacción o en sus materiales propios, quien nos desorienta a propósito del reino. Es cierto que, a su manera, también él, como hemos visto, es testigo involuntario del doble dinamismo que caracteriza a aquél. Pero, personalmente, prefiere concebirlo de manera estática y, en gran medida, cosista. En una visión moralizante como la suya, es lógico que todo aquello que se ve como resultado extrínseco de una conducta moral, se muestre, separado de él, como premio o castigo. Y que, asimismo, se piense en los criterios que están en el origen de la acción como en algo preexistente y exterior a ella. Reino de Dios viene así a señalar, en Mateo, además del premio que se da o se niega (cf., además de lo visto, Mt 21,43; 25,34, etcétera), el campo o dominio donde rigen, en su idealidad inmu-
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table, los criterios para obrar según la «justicia» nueva predicada por Jesús (cf., por ejemplo, Mt 13,41-43; 18,1-4) ". Con respecto a este material propio de Mateo, y que parecería formar un bloque tan extraño y poco coherente con el resto de los datos proporcionados por los sinópticos, tal vez hemos conseguido dos cosas con nuestra encuesta sobre las fuentes. La primera ha sido reducir su extensión o, mejor dicho, la cantidad de elementos que no concuerdan con la línea general —compleja, pero inteligible— que hemos encontrado en Marcos, en Q y en el material propio de Lucas. La segunda es más profunda, y se refiere al núcleo que, aún así, permanece irreductible en el material o redacción de Mateo. ¿Cómo explicarlo? Una de las explicaciones tiene que ser la peculiaridad de sus ideas cristológicas y su relación con la moralidad, como ya hemos dicho. Pero debe haber más. Ninguna clave, tomada en un campo determinado de la existencia de un hombre —y, sobre todo, en la medida en que ella es rica y profunda— puede dar cuenta de todas sus ideas y acciones. Un político tiene sus ideas sobre el arte o la religión y actúa también en esos campos. Un psicólogo sabe que, además de los problemas que varían de un individuo a otro, existen mecanismos económicos o políticos que afectan a la totalidad de los miembros de un grupo o clase social. Si hemos empleado para explicar al Jesús pre-pascual la clave política, ello no pretende decir que lo religioso esté relegado a un segundo plano, si es que existe un plano que pueda ser llamado «religioso» con exclusividad (cf. el tomo I de esta obra). Menos aún pretende insinuar que todo en Jesús se explica por la clave política. Sino, a lo más, que ésta es el mejor código para descifrar la globalidad de su destino y de su enseñanza. A veces, en un mismo dicho de Jesús se percibe, sí, el contexto político en que se sitúa y en cierta medida se explica, pero, por otra parte, también un contenido que no se agota con ello. Así, en la condición que pone Jesús de ser «como niños» para entrar
en el reino n —y más aún cuando leemos esa enseñanza unida a otras— debemos ser sensibles al contexto político en que se inserta. Pero ese contexto no la agota. En la moral que Jesús enseña hay un resorte decisivo: sentirse hijos ante el Padre y, sólo así, con esa premisa, interpretar la ley revelada por el Dios creador. Podemos, pues, suponer que Jesús en muchas ocasiones habrá expuesto enseñanzas morales, si no desvinculadas de su intención global y del conflicto político en que se hallaba envuelto, tampoco susceptibles de ser reducidas a él. Así, por ejemplo, su predicación sobre el obrar «gratuito» (cf. Mt 5,38-48; Le 6,27-35)13. Ahora bien, esos juicios morales emitidos por Jesús tenían, como sus actividades políticas, una función reveladora del Padre. Parece indudable que Mateo, interesado más que los otros sinópticos, en el origen y criterios divinos de estas enseñanzas morales, las colocó bajo la expresión (originariamente política de) «reino de Dios» (cf., por ejemplo, Mt 5,20). En lugar de designar simplemente al Absoluto que estaba detrás de ellas con la sola palabra «Dios», prefirió hacerlo con el término que Jesús había consagrado: el reino. De ahí el núcleo irreductible de las expresiones de Mateo sobre éste.
11 A este tipo de imágenes pertenecen los ejemplos en los que Mateo llega a identificar el reino con realidades ultramundanas y en particular —y en oposición a la sinagoga cuyos malos guías «cierran la puerta» al reino, en vez de abrirla (Mt 23,13)— a la Iglesia que saldrá de Jesús y cuyos guías son los únicos a quienes se han dado verdaderamente «las llaves del reino» (Mt 16,19).
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III Con el material así ordenado, tratemos de comprender, por último, cuál podría ser la respuesta adecuada a la pregunta que hicimos al comienzo de este capítulo: ¿esperó Jesús la llegada, durante su vida, del reino de Dios «con poder»? 12 J. Jeremías parece estar en lo cierto cuando apunta que la característica de los niños que aparece aquí como crucial para entrar en la dinámica del reino, es la capacidad de decir Abba (¡papá!) a Dios (op. cit., p. 213). Ello no descarta, por cierto, un cierto carácter polémico dirigido a las premisas «serviles» con que los adversarios de Jesús leían la palabra y, muy especialmente, la ley de Dios. Pero la enseñanza, aun situada en un marco político, va mucho más allá de la clave que se le aplica. 13 En efecto, tenemos allí la invitación de Jesús a no resistir al mal con el mal, a «ofrecer la otra mejilla», etc. El matiz político está dado por el hecho indudable de que se ataca así una interpretación materialista de la ley, apelando a una ley creadora del corazón. Pero la invitación en sí misma desborda ese contexto y merece un examen en su propio terreno, es decir, como actitud humana gratuita y, no obstante, eficaz. No se trata, pues, ni de hacer de la clave política un reduccionismo absurdo, ni de abandonarla por el hecho de que no todos los elementos de la vida de Jesús sean cabalmente explicables por medio de ella.
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La respuesta más general entre los exegetas actuales es la afirmativa. Veamos en qué se basa y analicemos la legitimidad de esos fundamentos. No es pequeña, en efecto, la oscuridad que envuelve este problema. Los argumentos de más peso a favor de la respuesta afirmativa son dos elementos que encontramos en la triple tradición de los sinópticos. Ambos se refieren al tiempo de la llegada del reino, aunque usan también otras expresiones, como «el fin» y «la venida del Hijo del hombre». El primer elemento es un logion de Jesús, situado por los tres sinópticos en un tiempo cercano a la primera predicción que Jesús hace de su pasión. Es decir, por lo que sabemos, poco después de la crisis galilea, y antes de su última predicación en Jerusalén. Jesús habría dicho, en palabras de Marcos: «Yo os aseguro que entre los aquí presentes hay algunos que no gustarán la muerte hasta que vean venir con poder el reino de Dios» (Me 9,1 par.) M. El segundo elemento, en cambio, está constituido por un pequeño «apocalipsis» situado por los tres sinópticos dentro de la última predicación de Jesús en Jerusalén, inmediatamente antes de su pasión. Biblias actuales rotulan ese conjunto de enseñanzas como «discurso escatológico». Este discurso —más sobrio en Marcos, más frondoso en Mateo y Lucas— comienza, al parecer, con la pregunta desconcertada de los discípulos ante la predicción de la ruina de Jerusalén (cf. Me 13,1-4 par.). Ellos, acostumbrados a la manera profética, preguntan por «las señales» que anunciarán esos acontecimientos. Jesús «empezó a decirles» —fórmula con que Marcos encabeza un discurso prolongado— cuáles serían esas señales, pero situando, a continuación de la tragedia local, la tragedia cósmica que había de afectar al sol, la luna y las estrellas y que sería seguida por la «venida del Hijo del hombre entre nubes con gran poder y gloria» (Me 13,26 par.) IS . Y los evangelistas añaden la paradoja enigmática de que si, por un lado, «de aquel día y hora nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre»
(Me 13,32 par.) 16 , por otro, ese tiempo está tan próximo que Jesús puede decir aquí lo mismo que aventuró ya antes con respecto a la llegada del reino: «Yo os aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda» (Me 13,30 y par.). Debemos agregar a estos dos, un tercer elemento, aunque no sea común a los tres sinópticos —Lucas, de acuerdo a su conocida tendencia a borrar lo que le parece irrespetuoso, lo omite— y es el grito de sorpresa y desorientación con que muere Jesús en la cruz: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (Me 15,34; Mt 27,46). Tendríamos en esta exclamación la prueba de que los acontecimientos no han correspondido a las expectativas de Jesús. Pero, ¿cuál es la fuerza de esta argumentación, que probaría que Jesús se equivocó al prever como inmediata la llegada y realización —la llegada «con poder»— del reino de Dios? En un primer momento, su fuerza depende de que se la separe del resto de los datos. De ahí que parece tanto más probable cuanto, mediante una revolución copernicana, se la constituye en clave de todo el resto. Y, en efecto, si hemos de aferramos a algo, en la reconstrucción histórica de Jesús de Nazaret, es a lo claramente pre-pascual, a lo que no puede proceder de —ni fue confirmado por— los acon-
" Mateo asocia a ese logion otro (común con Lucas, pero que éste, de manera más lógica, coloca en otro contexto): «Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles... Yo os aseguro entre los aquí presentes hay algunos que no gustarán la muerte hasta...» (Mt 16,27; cf. Le 9,26). 15 O, en palabras de Mateo, «la señal de tu venida y del fin del mundo» (Mt 24,3).
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16 Para juzgar (cf. Me 13,27 par.). Así, a medida que avanza el discurso escatológico, la semejanza con el Bautista, que había prácticamente desaparecido con el despliegue del mensaje y de las actitudes de Jesús, se acentúa de nuevo, en forma misteriosa e ilógica. Esta sensación de ilogicidad, que da al discurso escatológico la apariencia de un bloque errático (sin que ello suprima enteramente el problema) se nota en las rápidas observaciones de X. LéonDufour al respecto (op. cit., pp. 392-393): «Si el reino de Dios está actuando desde la venida de Jesús y si se desarrolla madurando progresivamente, ¿para qué hablar todavía de un fin, de una parusía? Esta consecuencia extrema ha sido sacada por algunos intérpretes recientes, sobre todo de lengua inglesa, C. H. Dodd, F. Glasson, J. A. T. Robinson: si la escatología está "realizada', ya no hay que seguir esperando una parusía. Con todo, las parábolas... muestran ya que, de acuerdo con el pensamiento de Jesús, la inauguración y el crecimiento del reino de Dios no suprimen, en manera alguna, su culminación futura... Contrariamente a los visionarios del apocalipsis, Jesús no fija de ordinario una fecha precisa a esa venida... Algunos autores no temen afirmar que Jesús se habría equivocado fijando así durante su generación el fin del mundo (T. W. Manson, O. Cullmann, W. G. Kiimmel, G. Beasley-Murray)... Cualquiera que sea la interpretación de los pasajes anteriormente señalados (Mt 10,23; 24,34; Me 9,1), no debe contradecir abiertamente el sentido general de la mayor parte de los dichos de Jesús ni sus declaraciones explícitas».
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tecimientos pascuales. Si Jesús se equivocó, los datos que, a pesar de Pascua, dejen traslucir esa equivocación deben ser, históricamente hablando, los más seguros. En otras palabras: el reino no llegó «con poder» mientras duraba aún la generación que escuchó a Jesús profetizar esa llegada. Por tanto, hay que comenzar a reconstruir los acontecimientos históricos sobre Jesús de Nazaret a partir de esa certidumbre abierta y cruelmente desmentida por los hechos. La lógica interna de su mensaje, por ejemplo, debe considerarse menos segura, porque no sabemos en qué medida pudo, aun sin percatarse de ello, estar influida por los acontecimientos pascuales. Pero si, en un primer momento, esta hipótesis gana en verosimilitud cuanto más separa esos elementos mencionados del resto, en un segundo momento gana aún más mostrando que el resto, a fin de cuentas, puede explicarse como la consecuencia de esa equivocación sobre el futuro inmediato. O, en otros términos, haciendo ver cómo el resto de los materiales tienen un sentido todavía más cabal cuando se los supone atravesados por la urgencia escatológica que es central en la hipótesis 17. No vamos, por cierto, a rehacer todo el camino recorrido, siguiendo esta nueva clave. La prueba de que no nos satisface está en todo lo que precede. Pero sí vale la pena examinar de nuevo el argumento central o, en otras palabras, el punto de partida. Algunos elementos en particular merecen especial atención. Constatemos, en primer lugar, que si no dispusiéramos de los dos dichos de Jesús ya mencionados —el logion sobre «esta generación» y el «discurso escatológico»— no se nos ocurriría jamás introducirlos en el evangelio. No sólo porque el resto, sin ellos, está lejos de ser un caos, sino porque esos elementos (y especialmente el discurso escatológico) constituyen como un bloque errático mucho más parecido a la línea del Bautista que a la de Jesús 1S.
Los mismos adversarios reconocen que su importancia procede del hecho de que Jesús se equivoque en ellos. Podríamos añadir que, más aún que a la línea del Bautista, corresponden a las clásicas expectativas escatológicas de los libros y letrados (donde van a buscarlos hoy los exegetas) y que no concuerdan con la originalidad —imposible de ser inventada por los discípulos— de Jesús de Nazaret. Es mucho más creíble que, si hubo error, hayan sido los discípulos y evangelistas quienes sucumbieran en la interpretación de (dichos de) Jesús a las clásicas perspectivas escatológicas, y no Jesús mismo, a quien debemos, sin lugar a dudas, un mensaje complejo y sutil, incompatible con ellas. Pero demos un paso más y aquilatemos, en segundo lugar, la aplicación del criterio de lo pre-pascual a esta materia. Se supone, como vimos, que los evangelistas, situados después de pascua, no consignarían una equivocación de Jesús, perfectamente perceptible como tal, a menos de verse obligados a ello por una realidad (prepascual) ineludible. Pero el argumento deja de tener peso si se supone que Jesús no se equivocó. Ahora bien: ¿cómo sabemos hoy que el reino no llegó, que los discípulos de Jesús no lo vieron entre las nubes del cielo con poder y gloria? ¿Y que, por consiguiente, se vieron obligados a consignar su equivocación? Este supuesto se halla en gran parte relacionado con un hecho literario ambiguo: la práctica desaparición, en los demás autores neotestamentarios, de los dos términos que harían posible la verificación de si Jesús se engañó o no: «reino de Dios» e «Hijo del hombre», objetos ambos de las cuestionadas predicciones de Jesús para un futuro próximo. Si suponemos, en cambio, que, bajo diversos términos, y aun antes de la redacción de los sinópticos, las primeras comunidades cristianas expresaron su convencimiento de que lo predicho por Jesús se había realizado —por lo menos en su núcleo medular—, el argumento de que dejar constancia de una equivocación reconocida como tal constituiría el dato pre-pascual por excelencia y clave de lo demás se vuelve contra los que lo proponen. En efecto, la predicción, si se la considera como realizada en Pascua, se vuelve una profecía ex eventu, es decir, un dato típicamente pos-pascual. Pues bien, ya la introducción de Pablo a la carta a los Romanos, escrita unos diez años antes de la redacción actual de los sinópticos, consigna que Jesús fue «constituido Hijo de Dios con poder...
17 Por ejemplo, parecería establecerse así un puente lógico entre la primera y la segunda parte del padrenuestro. En efecto, si en la primera se pide la venida (próxima) del reino, en la segunda se pediría la abreviación del período de prueba que trae consigo. Así, «danos hoy el pan nuestro de mañana» (cf. J. Jeremías, Teología..., op. cit., p. 234) tendría como paralelismo explicativo el «no nos dejes entrar en la tentación» y correspondería a la promesa de Jesús: «En atención a los elegidos se abreviarán aquellos días» (Mt 24,22). 18 Recuérdese que lo que aquí llamamos la «línea de Jesús» está, por lo menos en igual medida, compuesta por datos prepascuales como el de la alegría que lo separa del Bautista y que motiva lo tengan por «comilón y borracho, amigo de publícanos y pecadores».
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por su resurrección de entre los muertos» (Rom 1,4)19. Así, la misión salvífica de Jesús, que Pablo identifica con la «justificación», sólo puede ser realizada en su plenitud y llegar a todos los verdaderos (y no sólo a los materiales) hijos de Abrahán después de la resurrección, ya que ésta constituye el don del Espíritu, es decir, del poder de Dios (cf. Rom 4,25 y comparar con Mt 12,28). Todo lleva a pensar que, con otro lenguaje (más adaptado a sus interlocutores), Pablo está indicando que, con la resurrección de Jesús, el reino de Dios ha llegado ya con poder20. El error de Jesús quedaría así reducido al que manifiesta su grito en la cruz, a la creencia de que el poder para realizar y afianzar mucho más el reino vendría de Dios antes de su muerte. Que ésta no interrumpiría —o por lo menos hasta mucho después— ese proceso, ya que Jesús fue sin duda a la muerte como todos nosotros (perfectus homo), sin descontar que su precio sería tan sólo permanecer dos o tres días en un sepulcro. Se dirá, y con razón, que, aun dando por supuesto que la llegada del reino con poder y la visión del Hijo del hombre en su gloria hayan sido datos pos-pascuales, de los cuales se hicieron luego profecías colocadas en boca del Jesús pre-pascual, quedaría por explicar por qué se habrían introducido en esas profecías elementos que las constituyen en erróneas, tales como el fin del mundo con su catástrofe cósmica. Y, por cierto, llegamos aquí a una de las fronteras de nuestro conocimiento sobre Jesús de Nazaret, ya que, en cualquier hipótesis, tenemos que reconocer que los evangelistas lo presentan equivo-
candóse con respecto al fin del mundo y a las catástrofes cósmicas que debían preceder a éste 21 . En otras palabras: estamos abocados, por el mismo testimonio evangélico, así como por la más implacable lógica, a elegir entre tres posibilidades en cuanto al origen de ese error, comprobado por la comparación entre el texto y los acontecimientos: o Jesús mismo, o los evangelistas al consignar sus enseñanzas, o la Iglesia primitiva confundiendo advertencias diferentes y situando erróneamente el criterio verificador Z2, lo habrían cometido.
" Véase también en los Hechos, de Lucas, expresiones muy semejantes en la predicación de Pedro en Jerusalén («A este Jesús, Dios lo resucitó... Y exaltado por la diestra de Dios ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís» Hch 2,32-33), en la de Esteban («Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios» Hch 7,56) y en la narración de la ascensión, cuando los discípulos ven a Jesús entre nubes y ángeles (cf. Hch 1,9-10). m «La espera inmediata del reino de Dios, que ha determinado la actuación y la vida de Jesús, de hecho ya no resulta sostenible para nosotros... Los dos mil años que... nos separan hacen esto imposible... En consecuencia, nos es imposible compartir esta espera de lo inmediato. No obstante, podemos vivir y pensar en continuidad con ella y, por lo mismo, también con la actuación de Jesús, si consideramos la espera de lo inmediato por parte de Jesús... como algo cumplido provisionalmente con su propia resurrección; mientras tanto, su repercusión universal aún pendiente, la resurrección universal de los muertos como entrada en el reino de Dios, sigue siendo también el objeto de nuestra espera y nuestra esperanza» (W. Pannenberg, op. cit., p. 300).
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21 No faltan, claro está, hipótesis que intenten echar por la borda esta «piedra de escándalo», aunque lo único que, en realidad, se hace, es desplazar su peso de Jesús a los discípulos, a la comunidad o a los evangelistas. Tratemos de resumirlas en forma lógica, a) El Jesús histórico estructuró todo su mensaje en función de la espera escatológica inminente y errónea. Es misión de su comunidad (piénsese en Pablo dirigiéndose a los Tesalonicenses, o en Lucas en los Hechos) rectificar el rumbo gracias al retraso de la parusía. b) Jesús habló solamente de la realización del reino, y los discípulos tradujeron su mensaje erróneamente a las categorías apocalípticas de la época. Los evangelistas no podían saber aún, en el momento de la redacción, que la generación de Jesús pasaría por entero, demostrando con ello lo falso de tal mezcla de futuros, esencialmente diferentes, c) Semejante a b), sólo que añadiendo que, cuando comienza a percibirse el error cometido, los evangelistas que no son testigos de primera mano y reproducen la catequesis de las Iglesias, se ven ante fuentes venerables que no se atreven a alterar aun ni en ese caso, d) Jesús debió haber penetrado en el tema de la apocalíptica, como lo hizo con el de la moralidad y otros, pudiendo haber aceptado ideas corrientes sin percibir cómo estaban en contradicción con las líneas básicas de su propio mensaje. A partir de ahí, resultaba difícil a los evangelistas efectuar por su cuenta un discernimiento, e) Jesús señaló diferentes etapas en la realización universal del reino y sólo la primera de ellas, la universalización de la buena noticia después de la destrucción de Jerusalén, se llevó a cabo. Los evangelistas no supieron ver esa gradación y dieron el carácter de inminente —espacio de una sola generación— a todo el conjunto. La redacción de los evangelios, inmediatamente después de la destrucción de Jerusalén no les permite aún rectificar el rumbo, como lo harán otras cristologias. 22 Puede tal vez ser útil señalar que, incluso los exegetas más cautos en el campo católico, preocupados de mantener la inerrancia de la Escritura —de la manera material con que ésta es habitualmente comprendida— y que hablan, en el discurso escatológico, de una confusión de diferentes planos, inmediatos unos, remotos otros, tienen que conceder que esa misma confusión es errónea y conduce inevitablemente a error al lector. En efecto, después de suponer que se ha hecho esa mezcla indebida de planos, y precisamente después del anuncio de la catástrofe cósmica, se añade: «No pasará esta generación hasta que todo esto suceda» (Me 13,30; Mt 24,33-34; Le 21,32). Algo que solamente pueda ser evitado mediante la advertencia del erudito exegeta a quien el tiempo trascurrido le permite deducir que se ha cometido una confusión, es, materialmente hablando, un error.
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Planteado así el problema, llamamos la atención del lector sobre un límite que se impone necesariamente a una búsqueda histórica como la que vamos llevando a cabo en todos los capítulos de esta primera parte. Metodológicamente hablando, no se puede minimizar o pasar por alto lo siguiente: una «cristología» puede, frente al problema que acabamos de plantear, brindar soluciones que no son tales en el plano en que situamos nuestra búsqueda por el momento, el de la «historia» de Jesús. Por esa «historia» sabemos que los redactores de los sinópticos entendieron que, por lo menos en un momento de su vida, Jesús predijo para un futuro no mayor que el de una generación catástrofes cósmicas culminando en el fin del mundo y de la historia, y que así lo entendieron comunidades cristianas primitivas como la de Tesalónica, donde varios miembros de la Iglesia dejaron de trabajar por esa misma razón (cf. 2 Tes 2,1-3,12). No es tarea de esta «historia» disculpar a Jesús de ese error y afirmar sin datos fehacientes que su origen estribaría en un malentendido de discípulos o evangelistas23. Una «cristología» —no la «historia»— puede ciertamente especular sobre lo ilimitado o limitado del conocimiento de Jesús sobre el futuro 24 . La «historia»
sólo puede constatar la fiabilidad de los datos que le atribuyen una predicción, de hecho incumplida. Pero lo importante aquí es distinguir cabalmente, por lo menos en principio y en vistas a la elaboración de hipótesis, dos cosas muy distintas: una es que Jesús haya vivido, obrado y enseñado en plena urgencia escatológica, con la previsión de inminentes catástrofes cósmicas y del fin de los tiempos 2S, y otra el que haya esperado —en vano— durante el marco de su vida terrestre la irrupción con poder del reino de Dios sobre la tierra. La primera hipótesis invalidaría, como incoherente, todo lo dicho hasta aquí 26 . Pero, en cuanto opuesta a la segunda, sólo cuenta con un único dato (el del discurso escatológico) contra un sinnúmero de hechos y estructuras significativas innegables que la contradicen. La segunda tiene que admitir que Jesús esperó en vano durante su vida esa irrupción con poder del reino de Dios, pero comprueba que su comunidad fue comprendiendo gradualmente que, con la resurrección de entre los muertos, ella se había realizado no obstante las apariencias. Ello dará lugar al desarrollo cristológico de Pablo desde Tesalonicenses a Romanos. Una última advertencia sobre el límite entre historia y cristologia. Un gran error —no a pesar de, sino precisamente por ser cósmico— parece darle a un personaje, en este caso Jesús, un cierto dominio sobre la historia entera. Lo sitúa más allá de ella. Y, liberada de ella, la interpretación puede volar en todas direcciones. Por el contrario, cuando aplicamos a Jesús una clave radicalmente histórica como es la política, el personaje adquiere, es cierto,
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23 Ya indicamos en la nota anterior que, desde un punto de vista teológico, ello no impediría caer en un problema de igual envergadura: el de la inerrancia de la Escritura. Veamos, por ejemplo, la explicación que da W. Kasper: «La respuesta a esta importante cuestión se halla atendiendo a una segunda característica del concepto bíblico del tiempo y la historia. La tensión entre espera inmediata y retraso de la parusía no es meramente un problema neotestarnentario, sino que se encuentra extendido por el Antiguo Testamento. Esto se relaciona con lo que M. Buber llama 'historia que acontece'. Conforme a eso, la historia no discurre según un plan divino o humano. La historia acontece más bien en el diálogo entre Dios y el hombre. La promesa de Dios abre al hombre una nueva posibilidad; pero, el modo concreto de su realización depende de la decisión del hombre, de su fe o incredulidad. Por tanto, el reino de Dios no prescinde de la fe del hombre, sino que viene donde Dios es realmente reconocido como Señor en la fe» (op. cit., pp. 94-95). Pero, que se nos permita la irreverencia: si el Espíritu Santo, que no es exclusivamente alemán, necesita de tan oscura explicación para nacernos entender qué significa «no pasará esta generación hasta que todo esto suceda», sería casi preferible el error, que, a fin de cuentas, podía ser detectado y corregido con el paso del tiempo... 24 Incluso una cristología desde arriba tiene que precaverse contra la tentación de hacer del conocimiento de Jesús un conocimiento que mezcle datos provenientes de las dos naturalezas, las cuales, de acuerdo a los Concilios de Efeso y Calcedonia, actúan inconfuse, es decir, sin confusión o mezcla (DS 111 y 148).
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25 Porque, en efecto, si Jesús previo de manera inminente la catástrofe cósmica y el fin del mundo y de la historia, y vivió y actuó basado en esa previsión, hemos de rectificar lo que hemos creído percibir constantemente en él. No es posible que haya brindado tanta atención y valor a mecanismos históricos destinados a desaparecer de un momento a otro. Otra vez estamos frente a un destino absurdo, y por absurdidad intrínseca (no por el hecho de haber muerto por una equivocación). En otras palabras, la clave política que hemos aplicado a su vida y a su mensaje —la que él nos hizo aplicar— quedaría invalidada por el ahistoricismo radical de la urgencia escatológica. A eso se refiere, en el texto ya citado, X. Léon-Dufour, cuando escribe, a propósito del discurso escatológico que «no debe contradecir abiertamente el sentido general de la mayor parte de los dichos de Jesús ni sus declaraciones explícitas». 24 Cf. supra, pin. III del capítulo anterior en cuanto a los presupuestos teológicos que están en su origen.
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más consistencia; pero a la vez sus raíces históricas como que le impiden dar un fácil salto hacia otros tiempos, contextos y culturas. Jesús tuvo un destino humano, concreto, histórico. «Trabajó con manos de hombre» (Gaudium et spes, 22) en la construcción del reino, como dice —en un sentido diferente, pero que brota, en realidad, de aquí— el Vaticano II. Signo inequívoco de toda «ideología» (en el sentido definido en el tomo anterior), los medios que Jesús empleó para revelarnos al Padre a través de la proximidad concreta de su reino llevan la marca de la historia y de su irreversibilidad. Pero, por otra parte, en la medida en que Jesús muerde así en nuestra historia, adquiere pasado y futuro. Se liga a una tradición y exige un trabajo creador cada vez que se quiere hablar de él y serle fiel en un contexto nuevo. No hace inútiles las experiencias que lo precedieron ni nos permite trasladar las suyas por el simple procedimiento de la copia o de la analogía. Ese trabajo, su condicionamiento, sus logros y su falta a veces es lo que tratarán de mostrar las partes siguientes de esta obra, si logran su objetivo.
ANEXO^Lv LA PRIMERA $B?#ñ** ST 'CO
Una puntualización anterior cobra aquí importancia decisiva. En los capítulos anteriores hemos discurrido sobre Jesús, no tanto como si éste no hubiera muerto —estudiamos el conflicto que le llevó a la muerte—, sino como si no hubiera resucitado. Indicamos (en la introducción a esta primera parte) las causas y el significado de esa «omisión». Interesados en reunir, ordenar y verificar los elementos más fidedignos —históricamente hablando— sobre Jesús de Nazaret, desplazamos del dominio de la historia al de la interpretación hecha por la fe, lo que llamamos datos pos-pascuales. No nos pronunciábamos con ello sobre su veracidad. Pero era obligación lógica entenderlos como una posible retroproyección, si no deformante, por lo menos no ajustada a los cánones- de h historia, de h resurrección de Jesús sobre los acontecimientos anteriores a ella. ¿Queríamos decir con ello que la resurrección de Jesús no constituyó un «hecho histórico»? Antes de responder a esta pregunta, y para proceder con orden, debemos establecer que la resurrección de Jesús constituyó un hecho verificable de la historia de la Iglesia naciente. La distinción puede parecer sutil, pero apunta a algo muy claro. Quiere decir que, cualquiera que sea la caracterización que se le dé al dato de que Jesús resucitó —veracidad o ilusión, experiencia objetiva o engaño subjetivo—, se puede científicamente mostrar, con los documentos a mano, cómo las experiencias constitutivas de ese dato fueron históricamente decisivas para interpretar a Jesús y para definir, según esa comprensión, el significado, función y estructura de la Iglesia cristiana primitiva. En ese sentido, aunque no constituyan datos históricamente verificables respecto a Jesús mismo, como luego veremos, debemos, no obstante, reconocer que forman parte, y parte central, de la «Iglesia histórica». Para poner un ejemplo: aunque no consideremos fehacientes, desde un punto de vista científico, los datos ofrecidos por antiguos historiadores como Herodoto o Tito Livio, reconocemos el papel ciertamente histórico que, a través de sus
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autores, desempeñaron esos datos en la formación de la cultura griega o romana. La resurrección no es, pues, una laguna que quedara al terminar los capítulos anteriores acerca del «Jesús histórico» '. Tanto más cuanto que ya hemos indicado algo (cf. la introducción a esta primera parte) sobre la influencia «histórica» de las experiencias pascuales en la atribución a Jesús de las expectativas mesiánicas de Israel, así como en el cambio de acento y contenido (cf. infra, anexo II) de la primera predicación apostólica después de Pascua con respecto a la predicación de Jesús mismo. Desde este punto de vista, las experiencias pascuales constituyen el paso decisivo —rastreable históricamente— entre la fe antropológica de los discípulos de Jesús, unida radicalmente a los valores de éste, y la fe religiosa (cf. la terminología usada en el tomo anterior). Esta coloca, en efecto, al mismo Jesús dentro de una cadena de testigos. No sólo hacia atrás, involucrando el Antiguo Testamento entero, sino hacia adelante, ya que la imposibilidad de verificar científicamente la resurrección de Jesús convierte a los discípulos y continuadores de Jesús en testigos decisivos de una tradición en la que puede confiarse de un modo absoluto. Queda así establecido el trampolín o la cabeza de puente desde la cual las cristologías se lanzan a la conquista significativa de la variabilidad histórica. 1) Quien quiera, pues, entrar en el dominio de la significación de Jesús de Nazaret, es decir, en el de las cristologías, deberá confiar en que los discípulos de Jesús son sinceros cuando nos aseguran haber tenido realmente la certeza de haber visto a Jesús después de su muerte, pleno de nueva vida, y se sienten obligados, por tanto, a sacar importantes consecuencias de esas experiencias para interpretarlo. Las cristologías creadoras a que hacíamos alusión no hubieran podido —no hubieran poseído la energía de— lanzarse del Jesús 1
Sirva —¡ojalá!— esto para evitar el escándalo de algún teólogo ante el hecho aparente de que tratemos nada menos que de la resurrección de Jesús en un anexo... Si ese teólogo es de buena fe, reconocerá que vamos a tratar ese tema y su decisiva importancia allí donde tiene su papel central, es decir, al estudiar cristologías como la de Pablo en Rom 1-8. Si introducimos en esta primera parte, destinada al «Jesús histórico», un anexo sobre su resurrección, ello se debe, como enseguida veremos, al hecho de que los evangelistas —nuestra fuente histórica— no parecen notar, a primera vista, la diferencia radical que separa las narraciones sobre la actuación de Jesús antes y después de su muerte. Y esto requiere una explicación «histórica».
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histórico al futuro si no hubieran estado persuadidas de que la expresión «Jesús resucitó» era tan verdadera (aunque de una manera distinta en cuanto a su verificabilidad científica) como la expresión «Jesús murió en la cruz». Pablo lo hace constar así expresamente (cf. 1 Cor 15,17). Y, precisamente cuando constatamos esa lógica y emprendemos el camino correspondiente, nos encontramos con un hecho extraño y hasta, para muchos, sospechoso: los sinópticos nos narran sus experiencias con Jesús resucitado sin variar, al parecer, el género literario que usaron para contarnos sus experiencias con el Jesús pre-pascual. Como si estuviéramos en el mismo plano de realidades. Como si cualquiera que se cruzara por casualidad con esas escenas hubiera podido presenciar lo mismo, verificar lo mismo 2 . Nuestro asombro crece cuando vemos que Juan se une a los sinópticos en esta actitud. Quien supo crear géneros literarios nuevos —donde los símbolos, la filosofía y la teología se dan la mano— para narrar lo acontecido con Jesús antes de pascua retrocede, diríamos, al género literario de los sinópticos (o a uno muy semejante) cuando menos se lo espera: para narrar las apariciones de Jesús resucitado. Vale la pena hacer algunas reflexiones sobre este problema, el único que, en rigor, nos sale al encuentro i después de las puntua2
Hasta cierto punto, el mismo Pablo, a primera vista, parece suponer lo mismo, invitando, en cierto sentido, a «verificar» el hecho de la resurrección de Jesús (cf. 1 Cor 15,5-8). Es cierto que se trata de acudir a testigos sobrevivientes. Pero cabe preguntarse qué tipo de testimonio podían brindar esos testigos. Pannenberg no vacila en decir que «la cuestión histórica de las apariciones del Resucitado se concentra por entero en el relato paulino de 1 Cor 15,1-11. Las apariciones relatadas en los evangelios, que no son consignadas por Pablo, tienen un carácter legendario tan intenso que apenas puede encontrarse en ellas un núcleo propiamente histórico» (op. cit., p. 110. Subrayado nuestro). Cabe, por lo pronto, preguntarse qué tendrá de más «histórico» una mera lista de testigos a no ser la pura «sobriedad». Pero aun dando por sentado que en esa lista se concentre todo cuanto sabemos de «histórico» sobre la resurrección de Jesús, sorprende la indiferencia hacia las narraciones evangélicas, tratadas simplemente de «legendarias». Si con eso se quiere decir que no son dignas de fe por ser inventadas, cabe preguntarse por qué Marcos o Lucas (para no hablar de Mateo) no aprovecharon esa ocasión para inventar narraciones que corroboraran la lista de Pablo, sin duda conocida por ellos varios años antes de redactar sus evangelios. Además, una «leyenda» no puede descartarse como una invención: aun cuando lo fuera, tendría un contenido significativo que urge averiguar. Y es lo que trataremos de hacer en lo que sigue 3 Ya indicamos que no era nuestra intención explorar la cristología especial de cada uno de los sinópticos. Hemos buscado en ellos los datos histó-
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libaciones anteriores, por lo menos una vez que advertimos que no podemos verificar, de manera directa, la resurrección de Jesús , sino cerciorarnos, en forma más o menos negativa, de la veracidad de los testigos. Una mirada más detenida y profunda, dirigida a las narraciones pascuales que se parecen a las pre-pascuales, nos mostrará, como por círculos consecutivos, la profunda diferencia que separa a unas de otras y relacionará esa diferencia con su contenido (narrativo) mismo. Aun prescindiendo de las añadiduras introducidas, según admiten los exegetas, en tales relatos —Me 16,9-20; Jn 2 1 — , es obvio que éstos han perdido, y en relación con un contenido tan decisivo, su carácter «sinóptico». En efecto, resulta ya imposible superponer dos o tres cuadros, con sus semejanzas y sus diferencias, de una misma escena o relato. El único punto en que los evangelistas coinciden en lo que podríamos llamar una «sinopsis» es, sintomáticamente, el último elemento capaz de ser llamado con propiedad pre-pascual e histórico: el descubrimiento hecho por las tres mujeres, ocurrido el sábado, del sepulcro vacio. A partir de ahí todo es diferente. A quiénes, cuándo y dónde se aparece el resucitado, qué les dice o qué creen entender de él, cuándo se retira definitivamente de la presencia de ellos, todo eso, de una manera que resulta inverosímil para quien conoce la libertad con que Mateo, por ejemplo, maneja su material, queda inconexo y disperso. Así, por ejemplo, según Marcos, Galilea es la indicación que se da a los discípulos para poder ver al resucitado. Según Mateo, es allí donde lo ven por última y única vez. En Lucas, Galilea es sólo un recuerdo de la predicación inicial de Jesús; las apariciones del ricamente más seguros sobre Jesús de Nazaret. Obligados a elegir entre las cristologías, preferimos pasar de la «historia» de Jesús (seguida de un anexo sobre las experiencias «históricas» que tuvieron sus discípulos sobre su resurrección) a la cristología de Pablo en la carta a los Romanos (cf. infra, segunda parte). 4 Pannenberg, por ejemplo, insiste en la fuerza histórica del argumento que puede surgir de la tumba vacía de Jesús (cf. op. cit., pp. 124-130), sobre todo cuando se piensa que, de tener una solución para tal problema, los adversarios de Jesús y de la predicación (centrada en Jesús resucitado) de los discípulos, inmediatamente después de los hechos de Pascua, habrían mostrado dónde se hallaba su tumba real. Pero entre el hecho «histórico» de un cadáver desaparecido, y el hecho «teológico» (o cristológico) y metahistórico de una resurrección (a una vida gloriosa) media un abismo.
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resucitado tienen lugar únicamente en Jerusalén (o en sus alrededores, como Emaús). Lo mismo ocurre en Juan, aunque el apéndice que se agrega al cuarto evangelio añade una aparición, completamente diferente de las demás, en Galilea. ¿Qué indica todo esto? ¿Que no se da aquí el consenso general existente para los hechos ocurridos antes de la muerte de Jesús, y en contra de todas las leyes de la memoria? Sería prematuro sacar conclusiones de este único elemento. Pero, en un punto tan importante y que debió quedar más que otros grabado en el recuerdo, la imposibilidad para los evangelistas de volverse «sinópticos» debe tener alguna relación con la materia de sus relatos. Si, en un segundo círculo, llevamos nuestra atención al contenido de las enseñanzas que Jesús habría dirigido a sus discípulos durante tales apariciones, encontraremos, por lo pronto, la misma característica de falta de conexión. Es cierto que Lucas parece poder resumir el tema de todos esos mensajes pascuales, escribiendo que fueron «acerca del reino de Dios» (Hch 1,3). Sin embargo, no se hace a tal respecto ningún anuncio nuevo, ninguna rectificación importante, ninguna reafirmación de sus principios. Comprobamos que las palabras atribuidas a Jesús parecen indicar aquí, más que una «enseñanza» que pueda ser consignada objetivamente, un nuevo grado de comprensión alcanzado por los discípulos de lo ya conocido y, de alguna manera, referente a su propia condición y misión. Así, Lucas, dejándonos a oscuras sobre el contenido concreto de una enseñanza tan decisiva, dice que Jesús «entonces abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras y les dijo: 'Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día'» (Le 24,45-46; cf. 24,6). Lo que vale, sin duda, también para lo que aprendieron los discípulos camino de Emaús: «Empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras» (Le 24,27). Si hemos de creer a Juan, Jesús resucitado habría comunicado dos cosas a sus discípulos. La primera cuando les dice: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23). Y la segunda cuando, después de la verificación exigida por la poca fe de Tomás, termina Jesús: «Has creído porque me has visto. Dichosos los que aun no viendo creen» (Jn 20,28). En cuanto a la primera, parece obvio que Juan es consciente
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de seguir, casi palabra por palabra, un logion que Mateo atribuye al Jesús pre-pascual (cf. Mt 18,18). El nuevo contexto que aquél le atribuye, es decir, después de Pascua, daría así a entender que sólo entonces se comprendió que lo que parecía prerrogativa de Jesús (cf. Mt 9,6 par.) constituía una realidad estructural del reino que debía, en alguna forma, convertirse en mecanismo histórico. En cuanto a la segunda, encontramos en ella un claro elemento que podría extenderse a todas estas «enseñanzas pascuales»: el apuntar a una significación futura. La primacía de los creyentes que no podrán hacer verificación alguna directa acerca de un dato decisivo para su fe apunta a la comunidad pos-apostólica y hace comprender su situación —ya actual cuando el cuarto evangelio se escribe—, al mismo tiempo que sus condicionantes y su valor. Otro tanto cabría decir sobre las «enseñanzas» de Jesús resucitado reseñadas en los apéndices apócrifos: lo decisivo de la fe y del bautismo (cf. Me 16,15-18) o las funciones respectivas en la Iglesia naciente (cf. Jn 21,15-23). Pero, aun ateniéndonos a Mateo y a Lucas, encontramos, convertida en «enseñanza» de Jesús resucitado, una comprensión de su misión que la primera comunidad cristiana no poseyó hasta mucho después de Pascua: la de la universalidad de un mensaje que Jesús, en su predicación pre-pascual, había reservado a Israel (cf. Mt 10,5; 15,24): «Id pues y haced discípulos a todas las gentes [pueblos paganos] bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,18; Le 24,47). Es así como, con respecto a estas enseñanzas pascuales de Jesús, tenemos que concluir que la experiencia a que aluden es la de una comprensión de Jesús y de su seguimiento que, aunque psicológica e históricamente tenga lugar después, ha de buscar su origen lógico en la realidad del resucitado. Así, aunque el género literario de la narración parezca el mismo, sus leyes han cambiado de manera radical a instancias de su contenido. En tercer lugar, y en un nuevo giro circular, hallamos en todas las apariciones narradas en detalle un elemento —que algunas cristologías han minimizado de manera increíble 3 — de la más alta
importancia: la dificultad en reconocer a Jesús en el resucitado y los procedimientos que usa Jesús para lograr ese reconocimiento. Hallamos invariablemente que la nueva forma en que Jesús vive y actúa no permite reconocerlo, materialmente hablando, a primera vista. Aunque Lucas en un caso (el de los discípulos de Emaús) presente una explicación «milagrosa» de esa falta de reconocimiento —«sus ojos estaban retenidos para que no lo conocieran» (Le 24, 16; se les apareció «bajo otra figura»: Me 16,12)—, él mismo atribuye el hecho en otra ocasión a causas psicológicas de los mismos discípulos (cf. Le 24,37.41). Mateo se contenta con señalar que muchos discípulos, puestos ante el resucitado, «lo adoraron; algunos, sin embargo, dudaron» (Mt 28,17). Juan señala en las mismas apariciones circunstancias extrañas que pueden haber influido en esa falta de reconocimiento («estando las puertas cerradas»: Jn 20, 19.26). En otros casos, sin embargo, no indica la causa que impide el reconocimiento, como en el caso extraño de María de Magdala, que confunde el aspecto de Jesús con el de un jardinero, pero que lo reconoce al oírlo hablar (o al oírlo pronunciar su nombre; cf. Jn 20,llss). Pero en todas las ocasiones el puente entre el resucitado y el Jesús pre-pascual se establece de la misma manera indirecta: por la reminiscencia de algo característico de Jesús y que permanece, o reaparece, a pesar de la transformación operada en él: otra pesca milagrosa, el nombre propio pronunciado, la fracción del pan, las heridas recibidas en la cruz... Es indudable que estamos frente a un procedimiento literario intencional para quebrar cualquier lectura «realista» de la narración. La antinomia igual-irreconocible apunta así a una diferencia radical entre las experiencias pre-pascuales y las pos-pascuales. Finalmente, tenemos un dato importante, implícito, es cierto —aunque a veces asoma un poco explícitamente—, y que permitirá la última vuelta de círculo: las apariciones de Jesús confirman la fe existente. No son una prueba válida independientemente de ella.
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Aun aquellos que constatan el hecho no parecen darle un significado verdaderamente decisivo. Así X. Léon-Dufour señala el «esquema» idéntico de las apariciones: «Iniciativa del Resucitado, lentitud del discípulo en reconocerlo, palabra del Resucitado. Este quiere hacer constar que es el mismo Jesús de Nazaret que conocieron, aunque ahora viva en una condición diferente de la de antes-» (op. cit., p. 447). Pannenberg, al no dar importancia
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a lo «legendario» de esas narraciones, se ve obligado a argumentar por otro lado, con acierto indudablemente, aunque con menos fundamento «histórico». Su argumento se basa en que Pablo interpreta la resurrección de Jesús no tanto como un acontecimiento individual sino como el comienzo del acontecimiento escatológico por excelencia: la resurrección de los muertos. Jesús resucitado se diferencia, pues, del Jesús prepascual en que vive una condición distinta de la de antes: la escatológica (cf. op. cit., pp. 92-110).
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Decíamos que esto asoma aun de manera explícita. Y, en efecto, cuando, de acuerdo con las categorías que manejamos habitualmente, parecería que con estos acontecimientos de Pascua los discípulos pasan del «creer» al «ver» o comprobar (cf., por ejemplo, Jn 20,29, a propósito de la «verificación» hecha por Tomás), sin embargo, el uso del verbo creer (y verbos afines como dudar) tiene aquí, de manera sorprendente, un lugar proporcionalmente mucho más grande que en las narraciones de los hechos ocurridos antes de la muerte de Jesús. En cierto modo es como si aún resonara, en un nuevo plano, es verdad, la advertencia de Jesús: «... convertios y creed en la buena noticia». Por eso, sólo a los que han creído en la primera y se han mantenido constantemente unidos a los valores que Jesús representaba, por escasa que haya sido su comprensión de alguna de sus grandes ideas y por vacilante que fuera, en términos psicológico, esa fe ante el escándalo de la cruz, Jesús se les aparece resucitado. Repitámoslo: sólo a ellos. Es importante que, a pesar del uso «apologético» que se hará de la resurrección desde el comienzo de la predicación cristiana, no puedan citar los discípulos una sola aparición de Jesús resucitado que haya tenido lugar fuera del grupo de ese «nosotros», unido a él desde antes de Pascua. Tan formidable acontecimiento no ha tenido un solo testigo imparcial... Esta sobriedad es tanto más significativa cuanto que Jesús mismo parecería haber dado un paso decisivo en ese camino (apologético) cuando, exasperado ante las pretensiones de las autoridades religiosas de juzgarlo en nombre de Dios, apela a una verificación: «... y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir entre las nubes del cielo» (Me 14,62 par.). ¡Qué fácil hubiera sido —por lo menos a la cristología «desde arriba» de Juan— el dar cumplimiento narrativo a esta profecía de Jesús! Sin embargo, ninguno de los evangelistas lo hace. Si pensamos en una razón objetiva para que las cosas hayan ocurrido como se nos narran, nos topamos con la profunda razón de una economía divina según la cual cuando se tienen valores (autojustificantes) tan opuestos a los de Jesús «... tampoco se convertirán aunque un muerto resucite» (Le 16,31). Comprobamos así que el uso apologético y, por lo mismo, universal, verificable de la resurrección de Jesús queda excluido por el hecho de que, en las narraciones evangélicas, el haber seguido los
mismos valores de Jesús constituye una condición indispensable para poderlo «ver» y «reconocer» resucitado. En otros términos: el concepto mismo de verificación tiene que abrirse aquí a dos significados distintos. Por una parte, las narraciones de los evangelios no nos permiten hablar de una verificación científica, en cuya misma definición entra el ser esencialmente universalizable, y no depender más que de la reproducción de las mismas condiciones exteriores de observación y del juego de los mismos elementos. Pero, por otra, es evidente que las narraciones pascuales pretenden ser asimismo una «verificación» que los sucesos, independientemente de la propia voluntad de los discípulos, permiten hacer de lo acertado que fue adherirse a los mismos valores que estructuraron la vida y muerte de Jesús de Nazaret. Volvamos, pues, a la pregunta inicial: ¿constituye la resurrección de Jesús un hecho histórico? Si para definir un hecho como tal nos referimos a la posibilidad de verificarlo en el primer sentido (científico) de la palabra, tendremos que responder, sin dudar, negativamente. Y por una negativa de principio, no sólo de hecho, ya que muchos datos lejanos en el espacio o en el tiempo, aunque no permitan en la práctica hacer directamente tal verificación, presentan en sí mismos los requisitos esenciales para una tal verificación, lo que no es el caso aquí. Más aún: las investigaciones hechas en este capítulo sobre el género literario de los relatos evangélicos concernientes a Jesús resucitado nos muestran precisamente que sus autores dieron muestras fehacientes de percibir con toda claridad esta cuestión (que no es tan moderna como podría hacer pensar el adjetivo opuesto que hemos usado: científico). Los relatos del Jesús pre-pascual tendrán, sí, un cierto grado de inverificabilidad práctica, dada la distancia temporal y cultural que nos separa de ellos y que, en cierta medida, ya comenzaba a separar a los evangelistas mismos de los hechos narrados. Pero los presentan, en principio, como esencialmente verificables. No sucede, por el contrario, tal cosa con los sucesos pascuales. Y no porque nosotros desconfiemos de los relatos correspondientes. Podemos hacerlo o no, pero ya los mismos relatos, bajo la pluma de quienes los escribieron, muestran todos los elementos de una verificabilidad distinta, la que definíamos en segundo lugar. Pretenden, sí, ser datos verdaderos y no meras expresiones líricas de afectos o impresiones subjetivas. Cuando los discípulos dicen que son testigos de que Jesús resucitó (o de que Dios resucitó a Jesús),
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como aparece en la predicación de Pedro (cf. Hch 1,32; 3,15; 5,32) y de sus compañeros, no quieren decir: amamos a Jesús, o lo recordamos como cuando estaba vivo, o está vivo en nuestra memoria. 2) ¿Cuál es, entonces, el contenido propio de ese tipo —al parecer tan extraño y único— de expresiones, al mismo tiempo verificadas e inverificables? Para responder a esta pregunta —esencial para todas las cristologias hechas y por hacer— es menester volver a un punto central tratado en el tomo anterior y relativo a los que allí llamábamos datos trascendentes. Mostrábamos entonces cómo en toda existencia humana, se dé o no el hombre cuenta de ello, se establece, más allá (trascendencia) de toda experiencia verificable, un conjunto de datos sobre la posibilidad de imprimir en la realidad cierto tipo de valores que planeamos hacer nuestros. Esta operación es diferente de —aunque no ajena a— la otra por la cual, ante los diferentes testigos de una vida satisfactoria, elegimos para orientar la nuestra aquellos que, a nuestro juicio, han sido y son capaces de proporcionarnos una felicidad mayor por la adopción de sus valores. El hecho de que esta elección la hagamos por medio de testigos, ya que nadie puede hacer por sí mismo y previamente la experiencia que aguarda, como meta posible, detrás de uno solo (mucho menos detrás de todos) de los caminos posibles hacia la felicidad, hace que a la determinación que toma cada hombre de apostar por los valores a los que quiere confiar el éxito de su vida la llamemos —en un sentido antropológico y no precisamente religioso— fe. En el extremo opuesto aparece ante cada hombre el dominio de la realidad objetiva, de la realidad tal cual es, por oposición al plano de los valores en el que cada uno decide lo que ella debería ser y queremos que sea. Si llamamos «objetivo» al conocimiento humano en este dominio no es, por cierto, para caracterizarlo como verdadero ni siquiera como desinteresado. Todo conocer está y estará siempre al servicio de una eficacia, es decir, de la realización de determinados valores. Pero en esa «objetividad» se alude a un desvío que el conocimiento tiene que hacer para obtener «eficacia», el desvío de la comunicabilidad de los datos y de la universalidad de su verificación. Para aprovechar la mayor eficacia posible hay que atenerse a un tipo de verificación que sea posible a todos y, por tanto, a quienes dan a la vida un sentido diferente y la es-
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tructuran según un mundo distinto de valores. Sólo pagando este precio, en vistas a la eficacia, se comunica y se acumula el saber. Pero entre estos dos dominios, tan claramente opuestos en principio, existe siempre y necesariamente una zona donde ambos se entremezclan y complementan. Es la zona de los datos últimos o trascendentes sobre la realidad y sobre lo que ella puede ofrecernos. Son datos, en efecto, puesto que no se refieren a lo que debería ser (valores), sino a lo que es, u la realidad, a sus posibilidades o probabilidades más lejanas. Pero son últimos, y en un doble sentido: primero porque se refieren u los límites mismos de la realidad, por lo que sólo podrían ser «verificados» si la realidad se presentara en su totalidad y simultaneidad. Y son últimos asimismo porque, constituyendo el fundamento de la apuesta existencial de cada ser humano, una especie de «ya verán que al final yo tenía razón», apelan a una especie de verificación escatológica. Es la escatología en cuanto elemento integrante y esencial de toda existencia humana: como en toda apuesta, -el futuro es erigido en criterio. Se podría decir que sólo quienes poseen de alguna manera el don de la palabra —oradores, maestros, escritores, poetas— son capaces de dar forma explícita a tales datos trascendentes que, para la mayoría, permanecen, sí, activos y estables, pero implícitos. Siempre será necesaria una gran dosis de simbolismo para transmitirlos en forma significativa sin hacerles perder su trascendencia característica. Tomemos un ejemplo sin conexión aparente con los relatos de la resurrección que estamos estudiando. Marcel Proust, hablando de la obra de arte que constituyen ciertas frases o temas musicales, concluye: «Quizá la nada es lo verdadero, y todo nuestro sueño, inexistente; pero sentimos que, en ese caso, sería menester que esas frases musicales, que esas nociones que no existen sino en relación con él fueran asimismo nada. Pereceremos, pero tenemos por rehenes esas divinas cautivas que seguirán nuestra suerte. Y la muerte con ellas tiene algo de menos amargo, de menos inglorioso, quizá también de menos probable» 6. ¿Cuál es el mecanismo lógico de ese argumento, ya que se trata, obviamente, de un argumento? 'Ala recherche du temps perdu. Du cóté de chez Swann (Ed. La Pléiade, Gallimard, París 1954) p. 350.
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En primer lugar, si tiene sentido pensar así, implica, en el autor de tal pensamiento, la elección primero y el cultivo después de ciertos valores precisos. En efecto, la belleza de una frase musical no es ya un dato verificable científicamente. Depende de haber puesto unos valores por encima de otros y de haber «educado» el gusto, pasando por el esfuerzo y, consiguientemente, por la fe que tal educación implica. Depende además de esa estructura de valores elegida el que un grado —que no es objetivo— de esa belleza pueda ser considerado como poseyendo esa cualidad «divina» que es básica para la fuerza del argumento. En segundo lugar, el autor encuentra en esas experiencias estéticas hechas en el dominio musical razones para imaginar de cierta manera los límites de la realidad objetiva. Concluye, en efecto, de ellas que la vuelta a la nada es «menos probable» o, en términos que tal vez no habrían gozado de la aprobación del autor, pero que son equivalentes, que cierto tipo de inmortalidad, transmigración, resurrección, o como quiera llamársela, es más probable que la nada. En tercer lugar, el argumento generaliza y trasciende experiencias humanas «verificables» con rehenes. Implícitamente supone la existencia de «algo» —finalmente siempre concebido como «alguien»— fuera de nosotros y coextensivo con la realidad toda que se perdería si con nosotros desaparecieran esas creaciones humanas, alguien para quien ellas sean real y eficazmente «rehenes». Decimos que siempre se trata de «alguien», ya que no puede haber computadora capaz de «apreciar» valores si no ha sido programada para ello por alguien que los establece. En cuarto lugar, el argumento, en un extraño cortocircuito lógico, apela a una «verificación» cuando precisamente cesen las condiciones actuales de verificación. Reconoce que, mientras tengamos vida, la apuesta es sólo eso: una apuesta. Sólo cuando no tengamos ya vida —esta vida, la de las verificaciones «científicas»— «se sabrá» si hemos apostado bien, si lo que hemos llamado «más probable» era en realidad tal. Por supuesto, es muy de temer que un positivista lógico aborrezca este tipo de argumentación y le niegue todo sentido, pero lo que pretendemos es que esa negación no impedirá, por cierto, que él mismo, para estructurar su existencia humana, tenga también que adentrarse en esta zona limítrofe, trascendente, escatológica, aunque sólo sea para achicar sistemáticamente los límites de la realidad frente a la realización del deber-ser establecido por los valores.
Y ello sin poder, claro está, verificar tal achicamiento7. Más aún: sostenemos que, de manera totalmente inconsciente o «por las iludas», siempre hará una apuesta contra los límites aparentes de la realidad, siempre sacrificará algo a lo que no puede ser verificado de manera científica, siempre captará «rehenes», aunque sostenga de labios —o mente— para afuera que sólo tienen valor para él 8 . Ahora bien: ¿qué relación tiene esta categoría de datos trascendentes y su mecanismo con los relatos evangélicos de la resurrección de Jesús? Sin lugar a dudas, son evidentes los puntos de contacto. Así, sin temor a equivocarnos, podemos decir que todas las precauciones literarias adoptadas por los evangelistas, y que hemos ido siguiendo en nuestro análisis de esos relatos, apuntan a distinguir ese dato trascendente de los otros, históricos, a los que se refieren las narraciones pre-pascuales. Con la resurrección de Jesús llegamos a un límite, cruzamos un umbral, entramos en lo último; pero eso que es ultimo no es una categoría abstracta: es el dato concreto con que la realidad total responde al problema del destino de los valores practicados y enseñados por Jesús, el trato final que hace Alguien por los «rehenes» que Jesús, de manera histórica y verificable, retuvo en su existencia humana limitada, ideológica, cara a la muerte. Pero salta también a la vista una divergencia entre el argumento («ejemplar») de Proust y los relatos de la resurrección, y es que aquél declara no saber aún el resultado de su apuesta, mientras que los discípulos, después de Pascua, pretenden conocerlo. Proust postula un dato; los discípulos de Jesús creen haberlo presenciado y ser «testigos» de él. A nuestro juicio, dos consideraciones mayores se imponen en este punto: la primera es que la apuesta contenida en los valores que Jesús enseñó y practicó tendría sentido y perfecta lógica existencial aunque no hubiera sobrevenido la resurrec-
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7 Y no vale la escapatoria de que se trata de un agnosticismo y no de una negación propiamente dicha. Ello será válido en el plano de la lógica formal. Existencialmente, no sólo no soluciona nada en los problemas prácticos y éticos que no podemos dejar de plantearnos y de solucionar de una manera o de otra, sino que significa un «o a una apuesta que hubiera podido ser distinta y mayor. * Recuérdese «la mano invisible» que en el liberalismo clásico debía hacer coincidir la competencia perfecta en el mercado con la satisfacción de todas las necesidades básicas. O la implícita mano invisible que, en el comunismo perfecto, según Marx, debía asimismo hacer coincidir el trabajo vocacional de cada hombre (o el constante aumento de su tiempo libre) con la provisión de las fundamentales necesidades de la sociedad.
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ción. Estaría, en este caso, comprendida exactamente en el mismo tipo de lógica en que se basaba nuestro ejemplo, es decir, el argumento de Proust. La apuesta de la vida de Jesús, sus «rehenes», estarían aún, como los de la vida del resto de los hombres, a la espera de las condiciones escatológicas de verificación. Esta espera no descalificaría en manera alguna a Jesús de Nazaret, ni siquiera desde el punto de vista «religioso». Quedaría en la misma situación que todas las grandes figuras que introdujeron, de parte de Yahvé, los datos trascendentes que jalonan la historia y la tradición de Israel. Como los patriarcas, Moisés y los profetas, Jesús habría quedado asimismo a la espera de la verificación divina, sin que por ello, como en el caso de los otros, merecieran menos fe los datos sobre la realidad última aportados por él 9 . No es así, sin embargo, como acontecieron las cosas, según los evangelistas. Según ellos, los discípulos tuvieron ocasión de asomarse a lo último y de hacer allí la verificación —en Jesús resucitado— de un dato trascendente fundamental. Ello puede parecer antinómico, si no contradictorio: lo último en medio de la historia. Lo cual nos lleva a la segunda consideración. Los discípulos viven y no viven, a la vez, las realidades últimas con respecto a Jesús. Y de ese vivir al mismo tiempo en la historia y en lo escatológico —aunque sólo sea tangencialmente y como por chispazos— dan testimonio claro las características peculiares del género literario de esos relatos, como se ha visto en la primera parte de este anexo 10.
Las narraciones acerca de las apariciones de Jesús no son «históricas». No porque sean falsas, sino porque son mas que históricas. Pertenecen a un plano donde se juzga y verifica el sentido de la historia, al escatológico. Nos relatan, pues, experiencias de una escatología anticipada. Como tales hemos de entenderlas y como tales asimismo juzgarlas. Puede parecer paradójico, pero no deja de ser profundamente verdadero que los relatos de las apariciones de Jesús resucitado son mucho menos míticos, en el sentido estricto de la palabra, que los relatos, por ejemplo, de los milagros, correspondientes a la vida pre-pascual de Jesús. Más aún: no son míticos en absoluto. Piénsese, en efecto, que los milagros aspiran a ser un signo totalmente objetivo, abierto a la verificación de cualquier observador n y aun a la de los adversarios, y que la verificación que los declara tales consiste en comprobar que sólo una causalidad de una u otra manera sobrenatural puede ser tenida como responsable del acontecimiento (cf. Me 3,27 par.). Precisamente, uno de los elementos esenciales en la definición de lo «mítico» es la introyección, dentro de la causalidad histórica ordinaria (siempre verificable en principio), de otra causalidad metahistórica basada en poderes trascendentes. Los milagros interrumpirían así, más o menos a menudo, la línea de los acontecimientos históricos que la ciencia puede ligar a sus causas naturales. Siempre, pues, que estamos frente a esa doble causalidad estamos frente a lo mítico, en el más puro sentido de la palabra. Ahora bien: todo lo que hemos analizado acerca del género literario de las narraciones evangélicas sobre la resurrección nos muestra que, aunque éstas parezcan contener el milagro más sensacional de la historia de Jesús, no relatan en rigor milagro alguno. La presencia de lo escatológico se da sin necesidad de quebrar o sustituir ley natural alguna. Así, si la comparación aritmética entre los cinco panes iniciales y los doce canastos llenos de pan al final —después que la multitud se ha saciado— se ofrece a la verificación de todos como
' Pablo parece (cf. 1 Cor 15,12-19) decir lo contrario. Pero su argumentación, además de ser ambivalente, es más compleja. Por de pronto se dirige a quienes ya han decidido en general (como lo hacían los saduceos) negativamente sobre el dato trascendente de la resurrección de los muertos y hacen de esta negativa un apriori contra la resurrección de Jesús. Es esta negativa general (aunque esté como particularizada en el caso de Jesús), la que se considera, con toda razón, como opuesta a la fe, es decir, a los valores cristianos, basados en el dato trascendente de que el amor es más fuerte que la muerte, considerada por Pablo como fruto del pecado, es decir, del egoísmo (cf. injra, segunda parte). 10 De ahí el contrasentido en que incurren muchos exegetas (ya indicamos el ejemplo de Pannenberg) cuando, en el tema de la resurrección, prefieren remitirse a Pablo (1 Cor 15,5-8) no sólo porque hallan en él una formulación más antigua del hecho, sino, en el fondo, porque creen que su fórmula es más sobria. Y es, precisamente todo lo contrario. La lista de Pablo hace pensar en una secuencia histórica tan verificable como, pongamos, la que conviene a la muerte de Sócrates. Los relatos evangélicos, por el contrario, son, en su extraño género literario, mucho más reticentes en cuanto a identificar los hechos narrados con un material «histórico».
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11 No existe tal vez nada tan obviamente mítico en un mundo determinado por la ciencia, como una oficina equipada científicamente para controlar los verdaderos milagros, y distinguirlos de los falsos y dudosos, como la que funciona en relación con Lourdes. Pero ya algo de eso está en ciernes, y en un mundo sin instrumentos científicos de control, en los detalles (en tiempo y cantidades) de los relatos evangélicos de milagros (cf., por ejemplo, Mt 8, 13; 14,20-21; 15,37-38).
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prueba de que un poder sobrenatural ha intervenido para multiplicar lo inmultiplicable, nada, absolutamente nada, puede el espectador imparcial percibir de Jesús resucitado 12. La misma transformación operada en los discípulos, a pesar de su carácter súbito y radical, si es que debemos considerarla así, puede perfectamente explicarse por un grado más hondo alcanzado en su fe en Jesús de Nazaret, muerto en la cruz u . Es como si, después de haber leído el pasaje citado de Proust sobre las «rehenes divinas», que hacen «menos probable» una vuelta a la nada, leyéramos en la página siguiente que esos mismos rehenes hacen de esa vuelta algo imposible. Nadie deduciría de ahí que Proust ha asistido en el intervalo a un milagro. Diríamos que se ha vuelto «más optimista», que ha tenido tal vez más ocasiones de comprobar, dentro de los límites de las experiencias humanas comunes y verificables, cómo los valores parecen forzar su reconocimiento —rehenes eficaces— dentro de la causalidad histórica ordinaria. Por eso decíamos que la realidad escatológica ha tocado tangencialmente la existencia histórica de los discípulos, al proporcionarles, de la manera que queda explicada, experiencias del resultado de la apuesta que significaban contra la muerte y la nada los valores predicados y practicados por Jesús. Tangencialmente no constituyen referencia alguna a una disminución de importancia significativa; alude, sí, a lo imperceptible e inverificable de su inserción histórica. Una vez que las experiencias de Jesús resucitado tienen lugar y abren un sentido se descubre que ese sentido estaba ya presente y a la espera en lo que ya se sabía antes. No hay solución perceptible de continuidad 14 . 12 Eso es lo que, con un género diferente al de los relatos evangélicos, hace igualmente Pablo, «desmitologizando» la pregunta «mítica» de sus oyentes (o destinatarios) sobre el futuro cuerpo de los resucitados (cf. 1 Cor 15, 35ss). 13 Por eso insistimos anteriormente en que la resurrección no era requisito indispensable para la fe, ni siquiera para la fe religiosa, en Jesús de Nazaret. No sin razón el prólogo del Evangelio de Juan sobre el Verbo de Dios encarnado no hace mención alguna de la resurrección. El «haber visto su gloria» se sitúa, según el evangelista, en episodios prepascuales y culmina en la cruz. 14 El que la fe de los discípulos sólo se afiance con las experiencias pascuales se caracteriza como una indebida tardanza en el Evangelio de Lucas: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas...!» (Le 24,25).
Jesús resucitado
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Esto nos lleva a una última consideración que el lector puede omitir, pues sólo se esclarecerá plenamente, confiamos, a la luz de lo que estudiaremos en la última parte de esta obra. Hay que comprender el impacto de la resurrección de Jesús para el mundo significativo del hombre como un efecto de redundancia. Al emplear el término «redundancia» estamos haciendo uso de un elemento decisivo en el sistema científico de Bateson, ya mencionado. Sucede que el mundo del sentido, como el físico, es, en cierta manera, cuántico. La significación de las cosas no avanza. milímetro a milímetro con cada nuevo dato aportado 1S . En el mundo de la naturaleza (por azar) y también en el del lenguaje humano (adrede), ya sea cotidiano o artístico, la comprensión avanza merced a acentuaciones, acumulaciones, repeticiones —esto es, redundancias— que se lanzan como olas al asalto de un nuevo umbral de sentido. Cuando nos inclinamos, por ejemplo, sobre la evolución zoológica de los primates sólo percibimos una mutación infinitamente - pequeña y gradual en la capacidad craneana, en el desplazamiento del pulgar, en la adaptación de la columna a la posición erecta... Y, de pronto, nos hallamos ante un nuevo mundo de sentido, ante un mundo que exige nuevas aproximaciones cognoscitivas. Porque, aunque sea verdad que las mismas ciencias —matemáticas, física, química, biología— siguen tranquilamente reconociendo en el nuevo ser sus mismas leyes, se tiene la sensación inequívoca de haber franqueado un umbral, algo inconmensurablemente diferente de los aumentos infinitamente pequeños, ya mencionados, y que esas ciencias nos enseñan a detectar y medir. A partir de ese umbral —y de aquí la redundancia— no es como si cada elemento siguiera desarrollándose solo, sino que todos juntos emprenden una imprevisible carrera hacia nuevas metas. Nuevos «atajos» —como la psicología o la sociología— se vuelven necesarios para comprender de manera económica la conducta de un ser al que nos vemos forzados a llamar nuevo 16. 15 Por supuesto, existe aquí una dificultad insalvable de lenguaje. «Milímetro a milímetro» y «nuevo dato» son ya expresiones cuánticas. Como lo serían asimismo «paso a paso», «gradualmente» o «paulatinamente» (que, desde el punto de vista etimológico, quiere decir poco a poco). 16 Nadie esperará de la química el secreto de la Gioconda, como nadie esperará de las matemáticas las leyes del lenguaje humano. Y, no obstante, nadie negará que la química y las matemáticas sigan ejerciendo sus leyes sobre ambos elementos.
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Cada umbral es así como un regalo, como un acento puesto en el don, en la novedad, en la finalidad. En una palabra: la redundancia significativa, figura sacada del lenguaje, se presenta como gratuidad, como gracia, como apertura al sentido. Y así se produce, con la resurrección, la invasión de lo último, de lo escatológico en la historia. No a manera de una segunda causalidad (como tampoco significan una segunda causalidad la psicología o la sociología cuando son requeridas para la explicación del ser humano) que anularía o desplazaría la histórica, sino, dentro de un cambio infinitamente pequeño de ésta, la irrupción de un mundo nuevo de sentido prometido a la existencia del hombre 1?.
17 ¿Qué pensar —se preguntará, sin duda, un lector escandalizado a priori— de los resultados de este anexo acerca de la «verdad objetiva» de la resurrección? Cuando decimos que la resurreción es un dato de la fe —y no comprobable históricamente en el sentido que le hemos dado a la palabra «historia»— decimos que la fe tiene la resurrección por una verdad objetiva. Esa es la verdad correspondiente a cada dato trascendente, y acabamos de mostrar que la resurrección es uno de ellos. Esta objetividad de la resurrección la encontrará el lector desarrollada en cristologías como la de Pablo (cf. infra, segunda parte) donde la resurrección como dato objetivo ocupa un lugar central.
II ALGO MAS SOBRE LA
CLAVE
La muerte y resurrección de Jesús nos obligan a plantearnos de nuevo y por última vez la cuestión, si no de la legitimidad, por lo menos de la conveniencia de aplicar a los datos históricos sobre Jesús una clave política. No abusaremos de la paciencia del lector volviendo a la justificación de la clave utilizada ni repetiremos las razones por las que su empleo no nos parece se oponga al hecho innegable de que la vida y el mensaje de Jesús expresan una revelación religiosa, un testimonio sobre Dios. Pero, si tomamos en serio esa clave y si pensamos que el mismo Jesús la tomó en serio para concebir su misión, no podemos dejar de preguntarnos si tal interpretación puede hacer justicia a los últimos hechos de esa vida y, por tanto, a todos los hechos'. La clave política o, mejor, religioso-política que hemos empleado parece darse de bruces contra dos realidades globales. La primera es que, si en ningún momento, menos aún hacia el final de su vida parece Jesús interesado en hacer uso alguno del poder político que su mensaje y actividad han creado en favor de los pobres de Israel. La segunda es que, después de las experiencias pascuales, la comunidad de los discípulos de Jesús, que en los sinópticos brinda testimonio claro, no obstante los hechos pascuales, de ese conflicto (político) suscitado por el Maestro, no intenta, al parecer, reproducirlo en su propia misión. En realidad, toda esta obra, y no sólo este anexo, está destinada a responder, en la medida de lo posible, a esa doble pregunta. 1 No pensamos sea necesario repetir que toda obra de reconstrucción histórica implica una interpretación, una clave, un mundo significativo lanzado desde el presente al pasado. Véase, por ejemplo, a este propósito Hans-Georg Gadamer, Vérité et Méthode. Les grandes lignes d'une herméneutique philosophique (trad. franc. Ed. du Seuil, París 1976) espec. pp. 109ss y 134-140. Cuando hablamos, pues, de interpretaciones teológicas o simplemente pospascuales no pretendemos insinuar que la reconstrucción del Jesús prepascual hecha por nosotros hasta aquí esté exenta de interpretación. Se trata de «proporciones». Entre lo gráfico de una filmación o fotografía, y la especulación teórica sobre un personaje, hay grados y jalones.
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Lo que haremos aquí, por consiguiente, no podrá ser otra cosa que quitar obstáculos y preparar así el camino para ese planteamiento a largo plazo. 1) Esperamos que el lector que haya seguido hasta aquí la exposición del material histórico con que contamos sobre Jesús no piense, como Bultmann, que su destino y la muerte que le pone fin fueron absurdos. La clave política aplicada a su vida, a su mensaje y al conflicto suscitado por ellos muestra una gran coherencia y significado. Podríamos decir que Jesús tuvo los amigos que «merecía» (lógicamente) tener, así como los verdaderos enemigos, discípulos y aun espectadores neutrales. Pero, como decíamos, llega un momento, también lógico, en que la clave política parece agotarse y apelar a otro tipo de interpretación para dar cuenta de los hechos 2. Tal vez estemos demasiado acostumbrados a dar por supuesto el desenlace, harto conocido, de la vida de Jesús — m u e r t e y resurrección— como para permitir que surja en nosotros la pregunta. Pero ella es inevitable y surgió en sus mismos discípulos. D e acuerdo con los evangelios, el conflicto provocado por Jesús llegó a un punto donde las fuerzas parecían tan poco equilibradas que, tanto por una parte como por otra, se temía o se preveía la victoria del adversario. Cuando los discípulos de Emaús, de acuerdo con la tradición de Lucas, confiesan ante el desconocido que «esperaban» de Jesús la liberación de Israel no se referían a sueños y quimeras, sino al «poder» manifestado tantas veces por Jesús de Nazaret ante «todo el pueblo» (Le 24,18-21). Y, en efecto, ¿por qué Jesús, que siente a menudo compasión por la muchedumbre, y precisamente porque la ve «como ovejas que no tienen pastor» (Me 6,34 par.) usa su poder para alimentarla, no pone en práctica ese mismo poder para darles una solución más estable y estructurada que una mera comida en el desierto? Más aún: cuando sus adversarios, prudentemente, creen llegado el momento de atacar se descubre que Jesús, tan sutil y penetrante en reconocer y manejar los hilos del conflicto, no ha preparado 2 Quede bien claro que no se pretende aquí, como ya se dijo, que una clave cualquiera pueda, en caso alguno, explicar la vida entera de una persona humana. Así, en el caso de Jesús, tenemos enseñanzas religioso-morales cuya explicación en clave política sería puro reduccionismo.
Algo más sobre la clave
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nada con vistas a su previsible desenlace, ni siquiera la más mínima táctica para proseguir con su actividad concienciadora 3 . Ya hemos indicado por qué la hipótesis de que dejaba todo en manos de una causalidad superior que trabajaba sola no concuerda ni con su mensaje ni con sus actos. Si, por el contrario, partimos del supuesto de que Jesús es un hombre cabal —perfectus homo— interesado en la historia y abocado a las leyes de su causalidad, nos asomamos a u n enigma. Veamos cómo se acostumbra a salir de él. Como indicamos desde el comienzo, podemos dejar de lado una de las escapatorias más obviamente opuestas a los textos evangélicos: que con el término «reino de Dios» se apunta a una realidad ultramundana que trasciende por igual todas las categorías y conflictos que dividen a los hombres en el curso de la historia 4 . Sabemos básicamente — y lo dicho hasta aquí da prueba fehaciente de ello— que Jesús no pasó de esa manera tangencial por la historia de Israel. Por eso mismo no es desde otro mundo, sino desde la coherencia con su propia inserción en esta tierra y, más en particular, en su pueblo desde donde preguntamos a Jesús por su aparente indiferencia ante la posibilidad de utilizar el poder ganado en defensa de los pobres. Otra hipótesis, que también consideramos una escapatoria (cf. supra, párr. I I I del cap. V I ) , pretende que Jesús se considera a sí mismo como el mero anunciador — e l profeta— de un reino que Dios, y sólo Dios, está a punto de inaugurar en la tierra, y particularmente en Israel, sin ayuda alguna de los hombres. Aunque en principio esto no obliga, para entender ese anuncio, a abandonar la clave política, explicaría por qué Jesús se habría 3 Por supuesto que una (mala) cristología «desde arriba», es decir, desde la divinidad de Jesús, posee, prefabricada, la respuesta a esta pregunta: Dios usa a ciertos hombres para que Dios encarnado pueda dar su vida como rescate. No se niega con esto que ambas intenciones puedan ser convergentes. Se niega el que se use la «divina» para minimizar o desplazar la causalidad histórica (cf. supra, nota 2, p. 108). 4 No se puede aducir en favor de esta hipótesis ni siquiera el pasaje de Juan: «Mi reino no es de este mundo» (Jn 18,36), pues la ambigüedad (¿«procede de este mundo» o «pertenece a este mundo»?) que lo afecta en español, es propia sólo de la preposición castellana de, que puede significar ambas cosas. Ya la traducción latina de la Vulgata (fiel al original griego) indica sin escapatoria posible que Jesús alude a la fuente de donde procede el poder del reino (cf. el resto del v. 36) y no al plano donde éste debe realizarse. El texto, pues, sólo podría aducirse en favor de otra hipótesis que estudiaremos a continuación.
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limitado al anuncio, aunque en la forma compleja de una sociedad nueva, y habría evitado dar los pasos concretos para su realización política. El poder, así como el momento de la realización del reino, estarían pura y exclusivamente en manos de Dios. Es cierto que Jesús habría previsto erróneamente la inminencia de la llegada, milagrosa y desde lo alto, del reino anunciado, sólo que ésta habría tardado y, primero Jesús tal vez y luego ciertamente sus discípulos, desconcertados, habrían tenido que buscar interpretaciones acordes con los hechos, así como una misión para llenar el intervalo. Hay aquí implícitos supuestos teológicos sobre las relaciones de Dios con la historia 5 . Como ya dijimos, esos supuestos no se oponen a que el reino sea anunciado en clave política. Sólo se oponen a que se procure, aun por parte de Jesús, su realización por la vía de la política (o de cualquier otra causalidad histórica). Por consiguiente, aunque sea perfectamente lógico, dentro de la hipótesis, que Jesús se valga de términos, imágenes y esbozos significativos políticamente para preparar las mentes a comprender la realidad futura y las razones y caminos para sintonizar con ella, el conflicto real y hasta mortal de poderes generado por Jesús constituiría un doble error. En primer lugar, el hecho (teórico) de haber situado dentro de los términos de una generación (cf. Me 13,30 par.) una intervención divina que habría de tardar siglos o milenios en llegar. En segundo lugar, el error (práctico) de haber acentuado tanto el conflicto político, destinado sólo a una función simbólica, que el malentendido sobre esa lucha habría de cerrar los ojos a muchos y aun llevar a la muerte al anunciador del reino. Es decir, que, si no se rechaza a priori la clave política para el anuncio del plan de Dios, habría que rechazarla (o, peor, atribuirla a un error de Jesús) para la comprensión del actuar de Jesús, como si los evangelistas se hubieran equivocado al llevarla a tal extremo o como si el mismo Jesús, olvidando o ignorando que su función era sólo anunciadora, hubiera querido forzar las puertas de la historia a la venida del reino. Sólo que, en lo que respecta a Jesús, ese error no llegaría hasta sus últimas consecuencias: él mismo, que provocó el conflicto, lo abandona, como des-
orientado, cuando percibe que el poder de Dios se reserva su independencia y no lo acompaña (cf. Mt 15,34). Este es el precio, demasiado alto a nuestro juicio, que esta segunda hipótesis debe pagar para explicar las dos facetas de un mismo hecho: que el anuncio del reino fuese hecho en términos de «poder» político, sin que, por otro lado, la causalidad política en la historia concreta de Jesús de Nazaret tuviera la más mínima relación de causa a efecto —ni siquiera bajo la causalidad superior de Dios— en la introducción del reino de Dios en el mundo 6 . Preferimos, pues, una tercera hipótesis que sea, por una parte, más fiel a los datos que poseemos con certidumbre y sin multiplicar supuestos errores y que, por otra, se detenga frente al misterio de todo destino humano escogido ante las incógnitas del futuro y de la muerte. Partamos de otra hipótesis que vamos a rechazar en la alternativa extrema e irreal que propone. Según ella, dentro de la clave política misma, habría que escoger o cambio de estructuras (sin previa conversión de las mentes individuales) o conversión mental de las personas (previa a todo cambio de estructuras). La aplicación de esta alternativa extrema a nuestro caso daría como resultado presentarnos a Jesús testimoniando con su actitud que de nada vale producir un cambio exterior de estructuras político-sociales si los corazones no han sido conquistados previamente. Tanto más cuanto que, se afirma, cualquier cambio de estructuras que no responda a una modificación de mentalidad, si no unánime, por lo menos mayoritaria, convierte el uso del poder político en un acto violento, cualquiera que sean los métodos de coacción que se usen 7.
5 Y, en la misma medida míticos, por cuanto aparece en la historia una segunda causalidad paralela y determinante al lado de la simple causalidad histórica y humana que podemos experimentar.
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6 Todo esto, por supuesto, hay que repetirlo, dentro de las coordenadas de una cristología «desde abajo». En una «desde arriba», Jesús no comete error alguno. La escatología está ya realizada con la encarnación, su reino es el de la verdad, y su muerte el recate pensado por Dios para la liberación de la muchedumbre. 7 Véase sobre esto nuestra obra Liberación de la teología, cap. VI, pp. 177ss. Es increíble la capacidad de olvido histórico implicada en ciertos razonamientos. Quienes arguyen en esa forma crudamente alternativa no piensan que la misma posibilidad de argüir y pensar libremente está condicionada, en los países occidentales por lo menos, por el derecho romano y que éste fue un cambio de estructuras impuesto por el poder político sin previo consenso, es decir, sin previa conversión del corazón de la muchedumbre. ¡Ni qué hablar de la proporción creciente de cambio estructural sobre «conversión» a medida que uno se interna más y más en la línea de la evolución humana, biológica y económica!
El Jesús histórico de los sinópticos
Algo más sobre la clave
La alternativa, en esa formulación extrema, no es humana, porque no tiene en cuenta la limitación energética dentro de la que se mueve toda acción humana, individual o grupal. En la misma medida, la mayoría de las veces no pasa de constituir una trampa ideológica conservadora, muy emparentada, por otra parte, con la llamada «muerte de las ideologías» 8. El ser humano real siempre ocupará un determinado lugar más o menos próximo a uno de esos extremos en el espectro que los separa. Eso es lo único que una planificación puede calcular y escoger. Por otra parte, ya hemos tenido amplia ocasión de ver cómo la cruda alternativa —o cambio de estructuras o metanoia (conversión o cambio de mentalidad) personal— era ajena a la idea misma del reino de Dios predicada por Jesús, al menos tal como aparece en las bienaventuranzas cuando las leemos en su tenor original y sobre todo seguidas por los ayes respectivos. El hecho que estamos investigando, es decir, la falta de preparación de Jesús para afrontar, en beneficio de los pobres, la lucha de poderes que iba a tener lugar en Jerusalén, probaría que la urgencia de un cambio de estructuras fue, en cierto modo, sacrificada por Jesús a su radicalidad. La lucha final lo encuentra en pleno proceso de concienciación. Pero, si hubo tal sacrificio, sólo pudo haberlo en cierta medida. Jesús no escapó, ni podía hacerlo, de manera total a la urgencia —que es propia del vivir para morir— ni pudo, por tanto, asegurar de una vez para siempre lo irreversible de la transformación por él propuesta. Valga un solo ejemplo. Se palpa la urgencia de Jesús, su no disponibilidad de un tiempo indefinido, en la manera de presentar a sus adversarios. La brutal claridad de las parábolas los ciega, los estereotipa y los desacredita, se diría, para siempre. Pero precisamente en esa condenación sin matices, en ese urgente querer trabajar «para siempre» está el peligro de la reversibilidad histórica. En efecto, hay mil maneras de comprobar que la Iglesia
cristiana, sin percibirlo claramente, se ha sentido culpable, de manera confusa pero inequívoca, de esa condenación radical y la ha sentido como injusta. No es «cristiano» tratar así a nadie. Justamente por ese resquicio, los nuevos «fariseos» y «escribas» se han apoderado de la ley cristiana y la han hecho servir, como antes, a la opresión del hombre, sin que nadie sienta ya el derecho de identificarlos y atacarlos con las palabras mismas de Jesús. ¡Felizmente, ya nadie tiene que emplear tales invectivas, aunque sólo sea porque esas cosas ya no ocurren después de Jesús...! Ño obstante, cuando despojamos el argumento —y su alternativa— de sus formas extremas e irreales encontramos en él un elemento digno de tenerse en cuenta y de ser aplicado a ese extraño fin político de Jesús. Aplicar a su vida y mensaje una clave política, como hemos hecho hasta aquí, no significa presentarlo como un personaje a la espera de la primera ocasión propicia para ejercer el poder político. Se rebaja, en efecto, la función política, y consiguientemente la clave que ella significa, cuando se la reduce a una ambición de poder, por más que se admita que la persona o el grupo en cuestión saben más o menos de antemano qué hacer con ese poder una vez adquirido. Ya indicamos la importancia que Jesús da al desmantelamiento del aparato ideológico-religioso que apuntaba, aun inconscientemente, a la opresión de las muchedumbres de Israel. De ahí el valor central atribuido por Jesús en su misión y en la de sus discípulos a esta lucha ideológica. Ello no indica en manera alguna que tengamos que desechar la clave política y menos aún que Jesús fuera indiferente al poder. Sólo indica una cierta posición tic Jesús dentro de ese espectro político que va del rápido uso del poder a la larga concienciación. Diríamos, pues, que, a pesar de las incontestables urgencias que encontramos en Jesús, su acción, interpretada en clave política, apunta mucho más hacia una eficacia a largo plazo. Pero ¿qué es a su vez el largo plazo en política sino la tentativa por radicalizar desde el interior, por prolongar y hacer irreversible un proceso de transformación que tarde o temprano necesitará el poder para desplazar a los poderosos? Llegados aquí nos detenemos ante el misterio de una persona. Tintándose de un hombre cabal, no podemos suponer en él algo impropio de la naturaleza humana: el conocimiento del futuro que dispensa del riesgo de toda opción.
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8 Cf. el tomo I de esta obra, segunda parte, cap. III. Una cínica formulación del carácter conservador de este uso de la «muerte de las ideologías» —no tan nuevo como se piensa— aparece en esta frase de un personaje de Balzac: «... Pásenme los espárragos. Porque, al fin de cuentas, la libertad engendra la anarquía, la anarquía conduce al despotismo, y el despotismo lleva de vuelta a la libertad. Millones de seres han perecido sin haber podido hacer triunfar ninguno de estos sistemas» (La comedie humaine. II. Études philosophiques. La peau de chagrín, Houssiaux, París 1866, t. XIV, p. 42). Es obvio que «pásenme los espárragos» es una magnífica expresión icónica de la adhesión de quien pronuncia la frase al status quo.
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Es posible que pensara tener aún mucho tiempo por delante para proseguir con su política concienciadora a largo plazo en favor de los pobres y del reino. Es posible que contara con una poderosa intervención del reino mismo para asegurar ese plazo. Es aún más probable que fuera sorprendido por el momento crítico que lo llevó a la muerte y por el silencio de Dios. No lo sabemos a ciencia cierta, pero ello no invalida la clave global de su ministerio, obligándonos a sustituirla por otra. 2) El segundo obstáculo lo experimentamos al querer, de alguna manera, verificar indirectamente nuestra interpretación de la historia de Jesús usando datos situados más allá de los acontecimientos de pascua. Hemos seguido para los acontecimientos pre-pascuales una clave política, y la hemos seguido hasta sus consecuencias más oscuras e inciertas, las que rodean ese inesperado desistir de Jesús en la etapa final del conflicto. Aunque no podamos calificar de «carente de prejuicios» la clave que hemos aplicado —ninguna lo es—, hemos visto cómo los materiales históricos entraban de manera lógica y coherente dentro de ese molde interpretativo. Pues bien: esos materiales nos vienen de la comunidad formada por quienes siguieron a Jesús. Si nuestra interpretación es correcta, será porque corresponde al testimonio, voluntario o involuntario, de los discípulos de Jesús. Ninguna aproximación histórica a la figura de Jesús puede prescindir de la primera comunidad. ¿No sería lógico, entonces, suponer que las primeras comunidades cristianas deben haberse dado a sí mismas una misión paralela a la de Jesús? ¿Será demasiado esperar que los datos que poseemos de esas comunidades confirmen de alguna manera nuestra interpretación de Jesús, reproduciendo comunitariamente su mensaje, su acción, la clave para interpretar ambos? Por supuesto que entre el «Jesús histórico» y la «Iglesia histórica» están las experiencias pascuales y su impacto en los discípulos de Jesús. Ello no obstante, así como hemos podido apreciar que esas experiencias no borran (durante decenios) el recuerdo de los rasgos pre-pascuales de Jesús en los sinópticos, que responden ya a la catequesis pos-pascual practicada en las comunidades cristianas, ¿no podríamos pensar que, si tuviéramos de esas comunidades datos semejantes a los recogidos sobre Jesús, veríamos entre esas dos series un cierto paralelismo o analogía?
De hecho, uno de los sinópticos, Lucas, es quien, junto con Pablo, nos brinda los datos que podemos conocer hoy sobre los orígenes de la Iglesia. No cabe duda alguna de que ese paralelismo esperado no existe, por lo menos a primera vista. Lucas, que nos da mil testimonios de la vida y del mensaje de Jesús que encajan sin esfuerzo en una clave política, nos presenta una comunidad cristiana que se expresa desde el comienzo en una clave muy diferente y que además durante siglos no generará conflicto político alguno por haber asumido la causa de los pobres y pecadores 9. En otras palabras: los numerosos conflictos que Lucas nos relata a propósito de la Iglesia cristiana primitiva no se parecen en nada —se aplique o no una clave política— al conflicto generado, según el mismo Lucas, por Jesús de Nazaret. Hagamos la prueba. Pensemos en esas luchas de la Iglesia naciente y tratemos de explicarlas por uno de los juicios más negativos hechos sobre Jesús y transmitido por Lucas: «comilón, bebedor y amigo de publícanos y pecadores». Pues bien: una razón así no encaja nunca con los ataques dirigidos a la Iglesia cristiana del primer siglo ni aun de los siguientes. Sería tentador para muchos, sin duda alguna, sacar de ello la conclusión de que nuestra interpretación de Jesús fue errada y volver atrás a corregirla. Pero ¿cómo vamos a entender, de todos modos, que sea el mismo Lucas quien atribuya los respectivos conflictos a razones tan diferentes en uno y otro caso? No hay corrección posible que pueda hacer convergentes tales datos. En realidad, existen razones de importancia para pensar que entre el Jesús pre-pascual y la Iglesia cristiana pos-pascual existe un hiato más importante que el que normalmente se piensa, cualquiera que sea el valor, positivo o negativo, que le atribuyamos. Examinemos algunas de las razones que nos llevan a pensar así.
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9 A. Myre, a propósito de las bienaventuranzas, sostiene con razón que ellas constituyen una especie de «nomenclatura» misionera, es decir, una lista de aquellos grupos a los que la Iglesia, como previamente Jesús mismo, es enviada para anunciarles que, contrariamente a lo que parece significar la estructura políticosocial, es a ellos a quienes Dios ama y prepara el mejor lugar en la transformación que va a hacer, con su reino, de esas mismas estructuras (cf. op. cit., p. 93). Pero cabe preguntarse (A. Myre no lo estudia, por no ser ése su propósito) si existió una Iglesia que asumiera efectivamente esa misión. Y, en el caso de concluir negativamente, ¿a qué nos conduciría lógicamente la comprobación?
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La primera razón es que Jesús no podía ser simplemente copiado, y que asumir su misión en circunstancias muy diferentes planteaba una ardua tarea creadora que sólo poco a poco, y con diferente fortuna, se llevó a cabo. Pensemos en un hecho significativo: ninguno de los tres sinópticos fue, según los datos que poseemos, destinado en su última redacción a comunidades cristianas situadas en Palestina, es decir, en el mismo marco en que se desarrolló la vida y el mensaje de Jesús. Marcos y Lucas se dirigen a paganos convertidos. Mateo, aunque escriba para una comunidad judeocristiana, debe, puesto que lo hace con toda probabilidad después de la destrucción de Jerusalén, escribir para cristianos que vivían en la diáspora, probablemente en Siria y tal vez en Antioquía, de todos modos en un ambiente fuertemente impregnado de cultura griega y sociopolíticamente mucho más dependiente de Roma que de las estructuras teocráticas del Israel donde actuó Jesús. Ya hemos visto que cuando éste, a través de Q, la fuente originalmente palestinense de Mateo y Lucas, proclama «felices los pobres», piensa en los pobres de Israel. No porque excluya positivamente a los pobres paganos, sino porque piensa espontáneamente en las categorías de la tradición religiosa de su pueblo. Porque el reino que viene es el reino que Dios prometió a Israel a través de su profetas y porque no tendría sentido anunciar a los pobres paganos la llegada de un reino del que nunca habían oído hablar. Porque además la urgencia de socorrer a los pobres tiene como lógico correlato la pobreza que está ante sus ojos y porque apunta a adversarios, también presentes, que usan la religión de Israel para hacer de la pobreza una situación merecida y justificada. .. Para nosotros, hoy el paso entre los-pobres-de-Israel y los pobres tout court o, si se prefiere, los-pobres-del-mundo es sólo un asunto de adición o multiplicación, pero el dato más claro y seguro sobre la «Iglesia histórica» (así como hablamos del «Jesús histórico») es que a nadie entre quienes rodeaban a Jesús se le ocurrió, ni siquiera después de Pascua, concebir tal extensión. No tenían, por otra parte, conceptos apropiados para hacerla ni se los brindaba el mensaje histórico predicado por Jesús en el contexto de Palestina w . Sólo ciertos acontecimientos inesperados,
unidos de manera vaga al principio con el poder del Espíritu que se hacía sentir fuera del mundo judío, llevan a la primera gran crisis de la Iglesia naciente: la posibilidad y las condiciones de la incorporación de los paganos (convertidos) a la comunidad cristiana. Ya volveremos sobre este punto. Pero lo que puede interesar más es que incluso documentos neotestamentarios destinados a judíos situados en la diáspora (y éste será, para ellos, el contexto real después de la destrucción de Jerusalén pocos decenios después de la muerte de Jesús), como el Evangelio de Mateo o la carta a los Hebreos, tienen que renunciar, y con toda razón, a la clave política del mensaje de Jesús. Y ello por la sencilla razón de que, fuera de Palestina y de su contexto sociopolítico, la religión judía ortodoxa, vinculada a la continuación de la interpretación de la ley hecha por los escribas, no constituía ya el mecanismo ideológico de opresión que Jesús atacó concretamente en su contexto apropiado n . De ahí que Mateo, por ejemplo, sustituya ya, cada vez que su trabajo redaccional es visible, la clave política del mensaje y de la actitud de Jesús para imponerle una clave religioso-moral a la que podían ser sensibles los destinatarios de su evangelio, fuera del contexto palestino, lo que no quiere decir, por cierto, que toda sustitución de clave sea inocente o eficaz. Está de por medio la inteligencia y la capacidad creadora de quien la sustituye. La segunda razón (por la que no debemos sorprendernos del abandono de la clave política por parte de la primera Iglesia cristiana) tiene que hacer frente a una instancia aún más exigente: ni siquiera en el tiempo que va desde la muerte de Jesús a la destrucción de Jerusalén encontramos en Palestina nada parecido a la predicación conflictiva del reino hecha por Jesús de Nazaret. Algo tiene que haber sucedido ya en Pascua que explique ese cambio. Antes de cualquier otra consideración tenemos que constatar algo importante: el planteamiento del problema sobrepasa con
10 El supuesto universalismo de Jesús está lejos de ser un dato histórico compaginable con los que nos brindan los sinópticos. La bondad práctica, no
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siempre «teórica» de Jesús con algunos paganos que se cruzan en su camino (cf. Me 7,24-30 par.) y aun el reconocimiento de sus valores individuales (cf. Mt 8,10; Le 7,9) y la conclusión de que muchos de ellos se sentarán junto a Abrahán, Isaac y Jacob en el banquete escatológico (cf. Is 19,24), son evidentes excepciones y no una teoría desarrollada sobre el destino de los paganos ni, menos aún, sobre el hombre como tal. 11 Cabría añadir que, de haber predicado Jesús en un contexto diferente, hubiera empleado otra clave, dado que los instrumentos antiideológicos que usa (como su llamada a la auténtica comprensión de Yahvé) sólo tenían poder en tal contexto.
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mucho la pregunta por el abandono de la clave política, tan visible en la predicación de Jesús. Hay mucho más que eso: la predicación de la Iglesia naciente en Jerusalén y pocos días después de Pascua (si hemos de creer a los Hechos) no se parece prácticamente en nada a la predicación de Jesús. Se ha dicho que, si Jesús predicó la venida del reino, lo que en realidad vino fue la Iglesia. Tal vez esta frase crítica pueda ayudar, eliminada cierta exageración, a comprender este cambio. Tomemos como ejemplo los discursos de Pedro (Hch 2,14ss; 3,1 lss; 4,8ss) y de Esteban (Hch 7,2ss), por pertenecer al mismo contexto jerosolimitano y porque, por lo que a Pedro se refiere, se supone que fueron pronunciados inmediatamente después de Pentecostés, es decir, cuando aún tenían que resonar en los oídos de los presentes las palabras de la predicación misma de Jesús, muerto menos de dos meses antes. Pero no se trata sólo de que haya desaparecido la clave política, que, por otra parte, sigue presente muchos años después en las catequesis de las comunidades cristianas recogidas en los sinópticos. Se trata de que la nueva predicación apunta a algo enteramente diferente. Pedro y Esteban predican a Jesús como Mesías. Si Jesús no se predicó a sí mismo, y menos como Mesías, éste parece ser el contenido fundamental de la predicación eclesial después de Pascua. Y aquí está precisamente la segunda razón de que no podemos esperar de la primera comunidad cristiana una confirmación de la clave política usada en la predicación de Jesús. En otras palabras: las experiencias pascuales marcaron demasiado a la Iglesia naciente como para que podamos esperar, después de ellas, la reanudación de los temas pre-pascuales de Jesús. La cruz fue primero percibida como el mentís más radical que podía dar la historia a las pretensiones de una pequeña comunidad que quedaba privada de aquel que la guiaba y defendía. Inversamente, las experiencias de Jesús resucitado constituyeron la confirmación más poderosa que la realidad podía brindar a una comunidad aparentemente desbaratada, abatida, disuelta. Resulta perfectamente natural, tengamos un juicio positivo o negativo sobre ello, que este artículo, decisivo (stantis aut cadentis ecclesiae) si alguno hubo en la historia, centre la atención y la predicación de la comunidad cristiana en un punto diferente al que fue central para Jesús. Ahora, después de su muerte en la cruz, aparentemente abandonado por Dios, se trataba perentoria-
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mente de autojustificar mediante la Pascua a la comunidad reunida en torno a él. De ahí que sintamos algo auténticamente histórico cada vez que oímos cosas como éstas: «Jesús, a quien vosotros entregasteis y renegasteis... Dios lo resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos de ello» (Hch 3,13.15; cf. 2, 22-24; 4,10; 5,30; 7,51-52.56). Ante el hecho de la resurrección, creer en que Jesús es el Mesías de Israel, no ya el comprender y proseguir su crítica profunda a la ideología religiosa opresora, se llama ahora —con la palabra central de la predicación pre-pascual— «conversión» (cf. Hch 2,38) 12 . La «salvación» por «el nombre de Jesús» toma el lugar que antes tenía el año de gracia, es decir, la realización sobre la tierra de los valores del reino transformando la suerte de los más pobres y explotados de la sociedad de Israel (cf. Hch 2,47; 4,10-12). . Este nuevo acento llega así a desplazar, si no en el recuerdo por lo menos en la concreta actividad pos-pascual de los discípulos, la clave política en la que se expresó históricamente, si no nos engañamos, el mensaje de Jesús de Nazaret, y nos permite comprender, aprobémoslas o no, las sorprendentes diferencias, evidentes para cualquier lector, entre la predicación de Jesús y la de la primera Iglesia cristiana. No es que el mensaje de Jesús se haya perdido, y la mejor prueba la constituyen los mismos evangelios, pero tenemos que llegar a él de manera indirecta. Pero, al mismo tiempo que estas dos razones explican por qué estamos privados de encontrar en esa Iglesia un apoyo para la hipótesis que nos ha guiado en el estudio del Jesús histórico, se presenta otra, esta vez de signo positivo, aunque también nos llevará, a fin de cuentas, a medir a qué profundidad era menester repensarlo todo para crear en otras circunstancias o, si se prefiere, para recrear el contenido fiel del mensaje de Jesús. Esta tercera razón es la oscura pero tenaz supervivencia en las Iglesias neotestamentarias de la idea central de que tolerar la indigencia —por lo menos de puertas adentro— en una comunidad Si Jesús tarda tanto —y sin un éxito decisivo— en formar el pequeño grupo que lo rodea para que comprenda lo esencial de su mensaje, cabe preguntarse qué es lo que sacrifica, sin lugar a dudas, la primera comunidad cristiana cuando habla de fe, de conversión y de agregación a la comunidad eclesial de miles de personas a raíz de una sola predicación, por más infladas que estén las cifras (cf. Hch 2,38.41; 4,4; 5,14).
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que invoca al Dios de Jesús no es otra cosa que una blasfemia práctica (cf. 1 Cor 11,17-34; Sant 2,2-9). En esa misma dirección, no hay por qué quitar importancia, en principio, a la estructura interna que, de acuerdo con los datos de Lucas, se da a sí misma la primera comunidad cristiana en Jerusalén: «Tenían todo en común: vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hch 2,44-45). «Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo lo tenían en común... No había entre ellos ningún indigente, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de la venta y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según sus necesidades» (Hch 4,32.34-35). Esta venta y reparto (de acuerdo con las necesidades), por simples e ingenuos que puedan parecer hoy con el desarrollo actual del capitalismo, no dejaban de suscitar problemas. Para que se vea hasta qué punto la comunidad no quiere dejarlos de lado para predicar «la salvación» bastará recordar que la Iglesia primitiva de Jerusalén tuvo que crear un equilibrio entre dos tareas cuya responsabilidad indivisa se iba percibiendo cada vez más como contradictoria, la de los apóstoles, entregados a la divulgación del mensaje de Jesús o, mejor, del propio Jesús, y la de los ministros (o diáconos), encargados de que la comunidad cristiana apareciera ante todos (cf. Hch 2,47; 4,33) como realizando ya, en la medida de sus posibilidades, lo predicado por Jesús. Por cierto, no hay por qué minimizar el aspecto político —al mismo tiempo que religioso— que esto podía tener en el contexto palestino y jerosolimitano, sobre todo en una época y en unas circunstancias donde no era común. Hay que tener en cuenta además que una comunidad no concibe normalmente sus tareas o misión como un simple multiplicar las de su fundador por el número de sus miembros 13, sobre todo cuando, como en este caso, el que la ha iniciado es una personalidad creadora, difícil de imitar. La comunidad tiene su propia manera de imitar al fundador con un seguimiento que no es el de acuñar indefinidamente la figura inicial. Hasta es posible reconocer un resto de la clave política que caracterizó el mensaje de Jesús, aun después de que la Iglesia,
irasladada fuera de los límites de Palestina por la predicación de l'ablo, deje de estructurarse como una comunidad de bienes económicos. No hay duda de que pudo tener su matiz político —aunque sin el poder conflictivo inicial— formar, en una sociedad de esclavos, una comunidad que, aun sin poder abolir por su insignificancia esas diferencias en el exterior, las suprimía radicalmente en su funcionamiento interno, como Pablo lo proclama en teoría (cf. Gal 3,28; 1 Cor 12,13) y lo exige en la práctica invocando u Jesús (cf. Filemón). Pero no podemos engañarnos, y por eso la tercera razón coincide al final con las dos primeras. La clave política, central para comprender el mensaje de Jesús de Nazaret, no vuelve a reaparecer como tal ni en la primitiva Iglesia de Jerusalén ni menos aún en las Iglesias cristianas situadas posteriormente más cerca del centro del imperio. Además, lo visto hasta aquí hace presumir lo que ya deberíamos saber: si nuevas claves como la de Pablo o la de Juan darán al mensaje de Jesús insospechadas dimensiones creadoras, la comunidad no siempre vivirá en esas cimas. Estará, con demasiada frecuencia, sufriendo las tentaciones de la facilidad y la repetición y deslumbrada por las realidades y problemas más exteriores. Constituye, por ejemplo, un dato histórico consecuente con esto que, ante su éxito pos-pascual, la Iglesia comienza a preocuparse por su expansión y, por tanto, de las condiciones mínimas en que podrá administrarse el bautismo, es decir, el signo de iniciación a la nueva comunidad eclesial (cf., por ejemplo, Hch 8,5ss; 8,36; 10,45-11,17). Esta preocupación se tornará bola de nieve cuando sea un hecho normal que los paganos crean en Jesús y pidan ser admitidos en su comunidad. ¿Qué exigirles como mínimo? Por más increíble que parezca, si se la compara con la de los evangelios, esta pregunta constituirá la primera gran crisis de la Iglesia naciente, generará las primeras divisiones y aun suscitará la primera decisión autoritaria tomada en común en la reunión llamada «concilio de Jerusalén» (cf. Hch 15). Para que se vea con toda claridad en este ejemplo cómo las claves deben ser continuamente re-creadas para cerrar el paso a la trivialidad, la comunidad cristiana, ante la pregunta inesperada del mundo pagano, no encuentra como respuesta nada parecido al mensaje de Jesús. Decide escribirles «que se abstengan de lo que ha sido contaminado por los ídolos, de la impureza, de los animales
13 «Como él, pero no de la misma manera. Porque Jesús era un hombre, mientras que (ahora) se es una comunidad» (A. Myre, op. cit., p. 88).
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estrangulados y de la sangre» (Hch 15,20.29; véase la distinta versión que da Pablo en Gal 2,1-10) 14 . En consecuencia, y al final de este periplo de reflexiones, es la coherencia interna del material que nos brindan los sinópticos, pasando a través de los criterios de fiabilidad histórica, la que debe decidir qué clave utilizar para la comprensión del Jesús prepascual. Con las limitaciones determinadas en el primer párrafo de este anexo, y sin las escurridizas verificaciones estudiadas en el segundo, es aún la clave política, la utilizada en todos los capítulos de esta primera parte, la que se nos presenta como más adecuada para aproximarnos históricamente a las palabras y obras de Jesús de Nazaret. Las cristologías habrán de partir de aquí.
14 En su versión, Pablo afirma que el único compromiso que él aceptó —y cumplió— fue el de «tener presentes a los pobres» (Gal 2,10). Lo más probable es que esto se refiera a las diferentes necesidades de las distintas Iglesias —y especialmente a la pobreza de la perseguida Iglesia de Jerusalén— pero no hay razón para desvincular este problema del que Jesús toca en las bienaventuranzas, como se vio en lo estudiado en este capítulo sobre el mismo tema de los Hechos de los Apóstoles.
SEGUNDA PARTE
LA CRISTOLOGIA HUMANISTA DE PABLO
INTRODUCCIÓN
EL PASO A LA «CRISTOLOG1A»
EN PABLO
No es fácil después de habernos detenido tanto tiempo en una encuesta sobre lo más fidedigno de la historia de Jesús —a través de los evangelios sinópticos— penetrar en el mundo «cristológico» de Pablo, es decir, para indicarlo en lenguaje llano, en la interpretación que Pablo hace, aun antes de que se redacten los sinópticos, de Jesús de Nazaret. Y no ayuda, por cierto, a salir de ese mundo extraño percibir que ese paso es, en apariencia por lo menos, un anacronismo. Ó sea que, de acuerdo a los documentos que poseemos, primero está la interpretación de Pablo y luego el recuerdo consignado en los evangelios. Cuando entramos en el mundo cristológico de Pablo, por ejemplo, en Romanos, nos parece estar separados de los sinópticos por un siglo de reflexión, cuando, en realidad, estamos diez o quince años antes de la última redacción de aquéllos. La realidad es, sin embargo, más compleja. Si bien es cierto que detrás de la carta a los Romanos, por ejemplo, hay un proceso de pensamiento creador en ese individuo indudablemente genial que es Pablo, detrás de la última redacción de los sinópticos vislumbramos un largo proceso de fijación de la memoria comunitaria, no exenta de creación interpretativa, pero cuyos orígenes nos llevan muy cerca de los sucesos mismos de Jesús. No es, pues, un anacronismo, y sí un interrogante, el percibir que los datos que los sinópticos transmiten, y que Pablo conoció sin duda antes de comenzar su trabajo interpretativo, parecen estar, de una manera casi total, ausentes de los resultados de éste. A menos de treinta años de los acontecimientos narrados por los sinópticos sobre la vida y predicación, muerte y resurrección de Jesús, Pablo se permite hacer una larga y profunda exposición de lo que éste significa, reteniendo, al parecer, sólo los dos últimos hechos «puntuales», la muerte y la resurrección. No se citan
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El paso a la «cristología» en Pablo
sus palabras 1 , no se recuerdan sus enseñanzas. Han desaparecido los términos claves que Jesús empleó para designarse a sí mismo, a su misión y a los destinatarios inmediatos de ella: el Hijo del hombre, el reino de Dios, los pobres... Se dirá, y no sin cierta razón, que no se debe confundir a Pablo con una sola de sus funciones eclesiales: la epistolar. Además, que en la misión que Pablo asume fue probablemente acompañado por dos de los evangelistas sinópticos: Marcos y Lucas 2. Y, más aún, que Pablo supone, en todas las Iglesias a las que se dirige epistolarmente, la existencia de una catequesis prolongada hecha precisamente a base de los evangelios (o por lo menos de los dos anteriormente mencionados) 3 . Aun así, no es fácil ver cómo se podía pasar en esas comunidades de la comprensión de lo que la carta a los Hebreos llama «La enseñanza elemental acerca de Cristo» (Heb 6,1) a las categorías abstractas con que Pablo, sin mayores explicaciones ni puentes, se refiere a Jesús de manera explícita, pero sin darle, al parecer, la más mínima importancia a los sucesos y a las enseñanzas que los sinópticos se han tomado tanto trabajo en consignar y explicar. Es cierto que el mismo Pablo advierte: «Si conocemos a Cristo según la carne, ya no lo conocemos así» (2 Cor 5,16); pero, independientemente de no estar seguros de a qué se refiere, tampoco ello nos brinda datos sobre ese otro conocimiento «según el Espíritu» y sobre sus mecanismos de creación y verificación, lo que, por cierto, podría darnos luz sobre cómo interpretar a Pablo. Esta luz aparece tanto más necesaria cuanto que el tiempo transcurrido nos permite lanzar hoy, con la teología, puentes demasiado fáciles entre el Jesús de los sinópticos por una parte, y por otra el «nuevo Adán», el que confiere la justicia decisiva a los que creen en él, el que declara abolida la Ley, en una palabra: el Jesús de Pablo (y ello para no referirnos más que a los primeros capítulos de la carta a los Romanos).
Pero no es esto sólo. Donde Jesús hablaba de imitar al Padre celestial que «hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos» (Mt 5,45) y que «es bueno con los ingratos y los perversos» (Le 6,35) Pablo dice tranquilamente de los paganos que, como no tuvieron a bien guardar el verdadero conocimiento de Dios, éste «los entregó» a los apetitos de su corazón, a pasiones infames, a su mente reproba... (Rom 1,24.26.28). , Por supuesto que, después de lo visto en la primera parte, no vamos a caer en el extremo, sin sentido, de llamar a Pablo el «inventor del Cristianismo», pero tampoco cabe duda de que sus datos no pueden, sin más, ser adicionados a los de los sinópticos 4 . Sentimos que hay aquí una profunda diferencia de género literario, mucho mayor, por supuesto, que la que separa el género narrativo del epistolar. Perfilar un poco más esta diferencia ayudará a situar las coordenadas de nuestro propio, y necesariamente limitado, intento de interpretar a Pablo y, a través de él, a Jesús. 1) Las cartas que comúnmente se consideran, del modo más i ncon tro vertido, como pertenecientes al Corpus Paulinum, o sea, como provenientes directamente del pensamiento dictado y aun, en partes, de la misma pluma de Pablo, se dividen en tres períodos. El primero, situado alrededor del año 50, comprende las dos cartas a los Tesalonicenses. El segundo, central, data más o menos del año 57 y comprende las cartas a los Corintios (primera y segunda), a los Gálatas y a los Romanos. El tercero se sitúa durante el cautiverio de Pablo en Roma —años 61-63— y comprende las cartas a los Colosenses y a Filemón. En un segundo plano de certidumbre s , ya sea en cuanto a las fechas o a la directa autoría de Pablo, tendríamos las cartas a los Filipenses, a los Efesios y las
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1 Con excepción de las pronunciadas sobre el pan y el vino en la última cena (cf. 1 Cor ll,23ss). 1 Esto vale si el Juan-Marcos de Hch 13,5; 15,36-39 (cf. 2 Tim 4,11) es el autor del segundo evangelio; y si el hermano «cuyo renombre, a causa del evangelio, se ha extendido por todas las Iglesias» (2 Cor 8,18) es Lucas (cf. Col 4,14; 2 Tim 4,11). 3 Se ha comprobado, por ejemplo, que la típica estructura interna del Evangelio de Mateo apunta precisamente a esa función catequética. Véase sobre esto X. Léon-Dufour, op. cit., p. 157.
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4 Esto es lo que hacen, sin las debidas precauciones hermenéuticas, muchas cristologías, entre ellas la de Jon Sobrino. Más aún, la noción misma de una cristología supone la posibilidad de tal adición, y una consiguiente, aunque soslayada y vergonzante, cristología «desde arriba». Ya hemos indicado, y volveremos a repetirlo aquí, que la primera parte de esta obra no trata de construir una cristología (que podría llamarse la cristología de los sinópticos). Ello sería tarea imposible, tal es la distancia que separa la cristología de Mateo de la de Lucas, por ejemplo. Nuestro intento en la primera parte ha sido el de aproximarnos a los datos más fiables sobre una historia de Jesús de Nazaret, desalojándolos, por así decirlo, de las diferentes cristologías sinópticas en las que se hallaban engarzados. 5 La unanimidad, con todo, es difícil aun en este núcleo central. La fecha de la carta a los Gálatas depende del significado exacto que tenga el término geográfico de Galacia. Además, algunos exegetas tienen dudas sobre la autoría de Pablo con respecto a Colosenses.
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llamadas Pastorales (a Timoteo y a Tito). Así, aunque es común atribuir al mismo Pablo la carta a los Filipenses, la alusión que allí se hace al presente cautiverio de Pablo depende de que situemos éste en Efeso —y en ese caso estaríamos en el período central, junto a Romanos, Corintios y Gálatas— o en Roma, lo que haría a Filipenses contemporánea de Colosenses y Filemón. Se discute, en cambio, la autoría directa de Pablo (podría haber utilizado un secretario, un discípulo, incluso haberse el discípulo presentado bajo el nombre de Pablo) en cuanto a Efesios, que, en todo caso, parece que data de la cautividad romana. A un período todavía posterior —años 65-67—, que comprendería un segundo cautiverio romano, pertenecerían las Pastorales de ser reconocidas como pertenecientes a Pablo, asunto sobre el que no existe unanimidad 6. Tenemos así tres períodos seguros de actividad apostólica conocida separados por dos vacíos que comprenden de cinco a siete años de silencio, por lo que a nosotros concierne. 2) Ahora bien, es posible preguntarnos si esos tres períodos muestran «etapas» en la creación por Pablo de una cristología. A pesar de las limitaciones inherentes a los datos con que contamos, parece evidente que la respuesta debe ser afirmativa. Y como en los capítulos siguientes nos ceñiremos al período central, es interesante tocar aquí brevemente lo que nuestras limitaciones dejarán forzosamente fuera. Por lo pronto, estas limitaciones son las propias del género epistolar. Con una sola excepción, y como siempre una excepción que confirma la regla, como luego veremos: las cartas de Pablo tienen como origen los problemas particulares, a menudo ocasionales y sobre todo prácticos (en un sentido amplio) de las comunidades que Pablo conoce. De ahí que, desde el punto de vista de una doctrina global, sus cartas estén como desequilibradas por urgencias y acentos más bien parciales. A veces esta parcialidad es explicitada; a veces depende de nuestra capacidad de reconstruir el contexto y sus correspondientes planteamientos.
No obstante esto se puede percibir, tal vez por lo reciente de la fundación de la comunidad, por la breve estancia de un Pablo siempre itinerante o por las circunstancias nuevas, complejas y aun peligrosas de la inserción del mensaje de Jesús en contextos exteriores a Palestina, que Pablo siempre encuentra ocasión para expresar pensamientos —por fragmentarios que sean— concernientes al significado de la vida, muerte y resurrección de Jesús. Y diríamos que, a pesar de la escasez de esos datos, sobre lodo para el primer período, tenemos los bastantes como para hablar de un proceso de creación cristológica. Las dos cartas a los cristianos de Tesalónica, que constituyen el material propio y poco extenso de este primer período, representan probablemente los primeros documentos cristianos que hayan llegado hasta nosotros 7. Por cierto, nada en ellos anuncia todavía las grandes síntesis cristológicas de los dos períodos posteriores. Si no fuera un anacronismo, diríamos que Pablo depende aún de los sinópticos, y si no de ellos en su última redacción, del material que ellos consignaron y probablemente hallaron parcialmente escrito desde época muy temprana. Las dos cartas a los Tesalonicenses son las únicas de Pablo donde sentimos sin citas expresas ecos, y, por cierto, ecos directos, de enseñanzas de Jesús. En efecto, no sólo encontramos en ellas el término «reino de Dios» (2 Tes 1,5; cf. también 1 Tes 2,12), sino asimismo alusiones a la semejanza entre las persecuciones que sufren los cristianos y las que sufrieron los profetas (cf. 1 Tes 2,15), a la venida del Señor como un ladrón en la noche (cf. 1 Tes 5,2.4), a que nadie debe devolver mal por mal (cf. 1 Tes 5,15), a una justicia que convertirá la tribulación en gozo y viceversa (cf. 2 Tes 1,6-7)8. Estos ecos no deben, sin embargo, llevarnos a pensar que el primer período de la cristología paulina carezca de originalidad o, por lo menos, que no haya necesitado de una transposición
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6 Existe, en cambio, una unanimidad práctica en no atribuir a Pablo la carta a los Hebreos, que durante mucho tiempo llevó su nombre. Más difícil resulta, frente a las opiniones divergentes, señalar los escritos del Nuevo Testamento donde podrían verse rasgos delatores de una influencia próxima de Pablo. Además de la misma carta a los Hebreos, estaría, según algunos, en ese mismo caso la primera carta atribuida a Pedro.
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7 Una semejante pretensión a propósito de la carta de Santiago debe explicar cómo éste puede ya referirse a la doctrina paulina de la justificación por la fe sin las obras de la ley, doctrina que —todo lo indica así— está aún en proceso de elaboración en el período siguiente cuando Pablo escribe a Gálatas y Romanos. 8 Cabría añadir a éstos, ecos de datos pospascuales (consignados luego en los evangelios o en los Hechos), como, por supuesto, la resurrección (cf. 1 Tes 1,10; 4,14), el don del Espíritu (cf. 1 Tes 4,8) y, lo que constituirá el tema central de ambas, la próxima y segunda venida de Jesús desde el cielo.
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creadora. Todo lo contrario. El primer documento cristiano es ya, por necesidad, una aplicación a paganos de un mensaje que Jesús destinó obviamente a un auditorio judío. Porque, en efecto, habían salido del paganismo la mayoría de los que formaban, gracias a la evangelización de Pablo, la comunidad cristiana de Tesalónica. Si no hubiera ya pruebas muy claras de ello en las cartas mismas, tendríamos sobre ello el testimonio explícito de Lucas (cf. Hch 17,4). Hoy ese paso de lo judío a lo pagano —vía «el hombre»— puede parecemos fácil y hasta natural, puesto que se trata, desde nuestro punto de vista, de quitarle sus límites a lo restringido para desembocar en lo universal, donde nos hallamos y desde donde, ingenuamente, creemos poder leer el mensaje de Jesús. Pablo tiene además algo que, si más tarde será una fuente adicional de riqueza, es en los comienzos el origen de mayores dificultades. Es un fariseo convertido a algo que aún no tiene nombre —y que mañana se llamará cristianismo— y que debe hablar de ello a paganos de cultura griega. Los actuales medios de comunicación social, más o menos universales, nos han vuelto insensibles, por lo menos dentro de la civilización urbana, a las barreras culturales existentes en la Antigüedad. Difícilmente podríamos tener hoy una idea adecuada del abismo que separaba a la cultura judía de la griega en el tiempo en que Pablo da ese paso decisivo. ¿Qué podía interesar de Jesús a estos últimos sin hacerlos pasar previamente por todo el proceso de la tradición religiosa judía? Prácticamente nada de lo dicho por Jesús se refería a ellos, por lo menos como globalidad. Había que inventar una transposición, y una que fuera fiel. A la altura en que nos hallamos, con sólo las dos cartas a los cristianos de Tesalónica9 y alusiones de Lucas en los Hechos, no sería prudente hacer hipótesis muy estructuradas sobre la predicación que podría haber formado la base de la comunidad cristiana de Tesalónica. Parece cierto, sin embargo, que Pablo debió poner un acento muy notorio en la inminencia del juicio escatológico, o sea, en la próxima venida de Jesús resucitado para salvar a los suyos de la cólera venidera del juicio de Dios (cf. 1 Tes 1,10; 2,16.19; 3,13;
4,6.13-18; 5,1-2.8-9.23; 2 Tes 1,5.6-10; 2,1-2) 10 . Encontramos MÍ, y sobre todo en la segunda carta, un «pequeño discurso escatológico» (cf. 2 Tes 2,3-12) en el que percibimos también ecos de los consignados por los sinópticos como profecías de Jesús. fisto, como ya tuvimos ocasión de ver (cf. supra, cap. VI), estaría más cerca del Bautista que de Jesús si no fuera por una nota de alegría que percibimos en las dos cartas y que, como asimismo Ncñalamos, es propia de Jesús y parece en principio poco compatible con la idea de la «Ira inminente» y del «hacha puesta a la iníz de los árboles». Pero esa nota de alegría, típica de Jesús, se ha desplazado aquí. Lo que en Jesús parece intrínsecamente unido a la felicidad próxima de sus amigos —los pobres y pecadores— toma, en las dos cartas que estudiamos, una dirección nueva que debe haber sido común a muchas —si no a todas— de las comunidades cristianas recientes: lo que para los demás es el día de la cólera es para los discípulos de Jesús el día de la salvación y rehabilitación (cf. 1 Tes 1,9-10; 2,16.19; 4,14; 5,4.9.16-18; 2 Tes 1,5-12; 2,13-14) ". Tal vez sería interesante en este punto establecer una comparación entre este Pablo de las dos cartas a los Tesalonicenses y Lucas. De todos modos, nuestra intención no nos permite detenernos más en este primer período de la cristología paulina. Y no sólo por la exigüedad de los materiales, sino porque lo hemos traído aquí con el único propósito de realzar la sorpresa con que, unos siete años más tarde, abordamos, con la atención fija en el mismo tema, las grandes cartas de Pablo, las que constituyen el segundo y central período en la formación de su cristología. El percibir esa diferencia nos permitirá definir mejor, frente a este segundo paso de la cristología paulina, el objeto y el método precisos de nuestra búsqueda.
9 Y teniendo en cuenta que, por lo menos en esa época, la evangelización comenzaba en las sinagogas y sólo a partir de ahí —del rechazo por parte de la sinagoga— se extendía a núcleos a los que debemos suponer más o menos abiertos, si no ligados, a la religión judía (cf. Hch 13,43ss; 17,1-4).
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10 Este es igualmente el contenido, según Lucas, del discurso (truncado) de Pablo a los atenienses en la misma época, el primer ejemplo que poseemos de una evangelización colectiva que prescinde en su trama del paso previo por la sinagoga (cf. Hch 17,22-34), paso que, por otra parte, Pablo dio personalmente en Atenas (cf. Hch 17,17). 11 De ahí el notorio vaivén entre el vocabulario del terror y el de la alegría y acción de gracias. La sustitución de los «pobres y pecadores» por los cristianos, como objeto de la felicidad del reino, aparecerá, como vimos, en la redacción lucana de las bienaventuranzas (cf. Le 6,20-23). La ecuación entre «salvación» y pertenencia a la comunidad de fieles (es decir, de quienes creen en Jesús) la encontramos en el comentario del mismo Lucas sobre la creación numérica de la Iglesia, en el comienzo de los Hechos: «El Señor agregaba cada día a la comunidad a los que se habían de salvar» (Hch 2,47).
La cristología humanista de Pablo
El paso a la «cristología» en Pablo
En este período nos salen al paso las cartas más extensas que poseemos de Pablo u. Es cierto que problemas ocasionales ocupan parte de ellas (sobre todo en 2 Cor) sin conexión precisa con una cristología: cuestiones morales concretas, el orden de las asambleas, para no citar sino algunos ejemplos. Pero algunos de los problemas que las comunidades han planteado directa o indirectamente a Pablo, y a los que Pablo destina capítulos enteros, son precisamente puntos que han quedado oscuros en su predicación sobre el significado de Jesús. Un ejemplo muy claro de ello es, en Gálatas, el planteado por la supuesta obligatoriedad de la circuncisión para los nuevos cristianos, y que va a parar, en último término, al planteamiento cristológico por excelencia: ¿cuál es la diferencia y, por tanto, la novedad de Cristo con respecto a la revelación veterotestamentaria? B . Lo mismo se puede decir del problema de la resurrección de Jesús y su relación con la resurrección escatológica de (todos) los muertos, al final de la primera carta a los Corintios, o, al principio de ella, la cuestión de cómo juzgar la inserción en la fe cristiana de ideologías religiosas (en el sentido peculiar dado a la palabra «ideología» en el tomo anterior) provenientes del paganismo o, tal vez más radicalmente, de las tendencias mismas del hombre. Además, en este período central nos sale al paso una carta que, sin dejar de serlo, puede asimilarse en algunos aspectos a un pequeño tratado: la carta a los Romanos. Es la única carta con mención expresa de haber sido escrita por Pablo a una comunidad que él no conoce aún, por no haberla fundado ni haberla visitado. Esto, en principio, debía permitirle tratar de «su evangelio» en forma más libre de problemas ocasionales. Claro está que no hay que minimizar el conocimiento que Pablo podía y debía tener de la comunidad de Roma y de sus eventuales problemas. Hay huellas de esto en la propia carta, que
está lejos de seguir una misma línea de argumento desde el principio hasta el fin. Las protestas que hace Pablo de no conocer la comunidad cristiana de Roma, compuesta sin duda al mismo tiempo de judíos y paganos convertidos, se deben en gran parte, con toda probabilidad, a un artificio retórico, a una captatio benevolentiae, mostrando su imparcialidad en los conflictos que pueden ya existir en esa comunidad o que podían provenir del proyectado viaje de Pablo para visitarla. Además, éste no es un pensador teórico. Si teoriza, lo hace a medida que los problemas lo obligan a buscar una respuesta eficaz. Y las idas y venidas de su argumentación en la carta a los Romanos son, más que otra cosa, los jalones de un diálogo que ya ha debido mantener con parecidos interlocutores en parecidos contextos de su praxis apostólica. Así, si la carta a los Romanos es menos «circunstancial» en los detalles y planteamientos concretos, no lo es en expresar ese hito alcanzado en el pensamiento (cristológico) de Pablo: la posibilidad de emplear un lenguaje único y, por tanto, nuevo para hablar a judíos y paganos, es decir, a la humanidad en su totalidad, sobre el significado del Cristo, Jesús de Nazaret. Antes de comenzar a estudiar las características de ese lenguaje terminemos el recorrido del pensamiento cristológico paulino con unas breves indicaciones. El tercer período comprende las cartas que escribe Pablo más o menos un septenio después, desde su (primer) cautiverio en Roma. Por una parte, son cartas breves, compuestas en su mayor parte por exhortaciones que aluden tal vez a problemas prácticos precisos (aun sin tener en cuenta las Pastorales en esta reseña), pero que no desarrollan in extenso ninguna problemática determinada, como lo hicieron las anteriores. Tienen, sí, estas cartas una gran importancia cristológica, porque, unidas a la invocación de Jesucristo, hallamos en ellas breves composiciones muy bien estructuradas sobre quién es y qué significa Jesús de Nazaret, y en particular sobre sus relaciones con Dios mismo y su plan universal14.
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A veces, como ocurre con la segunda a los Corintios, la extensión significa poco, por lo menos para nuestro propósito, dado el tipo de problemas —principalmente de relaciones personales entre Pablo y la comunidad de Corínto—, para no hablar de los problemas que conciernen a la coherencia del texto y a posibles desplazamientos o interpolaciones. 13 Término (demasiado) cómodo para nosotros, pues «Antiguo> o «Nuevo» Testamento (o sea, Alianza) son producto de una cristología posterior con la que cerramos los ojos a los planteamientos de la época por los que tenían que atravesar las primeras comunidades cristianas.
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14 Plinio (el joven), como se sabe, escribe desde Asia Menor al emperador Trajano (aunque bastante tiempo después) que en esos lugares los cristianos cantaban himnos a Jesús como Dios. Precisamente Flp 2,6-11; Col 1, 15-20; Ef 1,3-14 (y aun pequeños fragmentos como Ef 5,14; 1 Tim 3,16)
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No sabemos con certeza hasta qué punto esas composiciones, expresadas en una forma literaria particularmente poética y dotadas de un ritmo peculiar que las diferencia de la prosa ordinaria —aun exaltada— con que escribe Pablo, se deben a éste o constituyen citas o transcripciones de himnos ya existentes entre las comunidades cristianas. En todo caso son documentos cristológícos de primera importancia, ya que preceden incluso a la redacción de los mismos sinópticos. Como no vamos a detenernos en ellos y sí estudiar la cristología del período central de las cartas de Pablo, conviene hacer aquí brevísimas indicaciones para que se advierta el matiz cristológico propio de este tercer período. A grandes rasgos parecería que existe aquí un deslizarse del acento, paralelo al que tiene lugar si comparamos la predicación prepascual de Jesús con la pos-pascual de los discípulos, o la que existe entre los sinópticos (como bloque) con el cuarto Evangelio. Se ha dicho que mientras Jesús predicó la llegada del reino lo que en realidad llegó fue la Iglesia. Pero la diferencia es más sutil. Comparando la predicación de Jesús, por un lado, y las de los discípulos después de Pentecostés por otro, vemos que en la primera Jesús anuncia el reino, mientras que en las segundas los discípulos predican a Jesús. En otras palabras: si Jesús pone la atención en la realización de un plan divino sobre el mundo, los discípulos la ponen en mostrar quién o qué es Jesús: Mesías, Hijo de Dios, Verbo de Dios, Dios (sin artículo) mismo. Pues bien: menos claro y concluyente, por cierto, tendríamos un desplazamiento de acento paralelo entre el segundo (y aun el primer) período de Pablo y el tercero, como si en el período central lo decisivo fuera, con otro nombre, por supuesto :s , definir el reino de Dios, o por lo menos su plan sobre el mundo y la humanidad, y la atención pasara en el tercero a identificar los atripodrían abonar ese testimonio si integramos Filipos de Macedonia en aquella área (cultural, si no geográfica) donde ese rasgo debió ser característico como para ser señalado expresamente al emperador. Habría que añadir que, según algunos exegetas, el prólogo del cuarto evangelio (no totalmente asimilable a él) tendría el mismo origen: sería un himno proveniente de la misma área: Efeso, en este caso. 15 Aunque el término de «reino» o «reino de los cielos» no esté totalmente ausente en este período de Pablo. Sólo que, con la excepción de 1 Cor 15,24, su uso aparece ligado a exhortaciones morales (perdiendo su carácter dinámico de algo que se desplaza y llega): Rom 14,17; 1 Cor 4,20; 6,9-10; Gal 5,21.
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butos y naturaleza de quien lo trae: Jesús, el Cristo (el Mesías de Israel). Es verdad que los himnos a que aludimos —el principal elemento cristológico del tercer período, sean o no de la pluma de Pablo— se refieren a ambas cosas. No dejan nunca de lado el plan divino dentro del cual hay que comprender a Jesús y sus relaciones con Dios. Pero su forma literaria es inconfundible y sin paralelos 16 en las grandes cartas: se trata de himnos, o como quiera llamárselos, acerca de Jesús como, de alguna manera, identificado u la Divinidad. En cambio, podemos ya adelantar que las cartas centrales cuando hablan de Jesús, y alguna vez hasta de alguno de sus atributos («hijo de Dios», «hijo de David», «hijo de mujer, nacido bajo la ley»), lo hacen siempre en un contexto estructurado en torno a una pregunta más amplia o de otro orden: cuál es la transformación que el hombre ha de esperar de Cristo. El matiz puede parecer sutil, pero es inconfundible. 3) Volvamos ahora al período central y, más en particular, a la carta a los Romanos. Tenemos que hacer una opción. Decenas de tomos no bastarían para explorar una por una las diferentes tentativas cristológicas contenidas en el Nuevo Testamento ". Al decir (Introducción II) que nuestro intento era anti-cristológico apuntábamos precisamente a la imposibilidad de reunir en un tratado significativo datos provenientes de diferentes intentos creadores por comprender a Jesús y hablar de él en distintos contextos culturales. Así se perdía, por lo pronto, lo más valioso para nosotros: descubrir con qué mecanismos mentales, con qué claves humanas, con qué géneros literarios se hizo ese trabajo interpretativo creador, trabajo creador que no está ya hecho de una vez para siempre y sin nosotros. De entre multitud de intentos, hemos optado por Pablo. 16 Ello puede parecer algo exagerado, sobre todo para quienes admiten que Filipenses pertenece al mismo período que Romanos, Gálatas y Corintios. En este caso, Flp 2,6-11 sería como el despertar en Pablo (o en una comunidad fundada por él, si se trata de una cita) de la curiosidad que llevará durante siglos —desde Pascua hasta Calcedonia y más allá aún— a preguntarse quién trae el mensaje del reino y cuál es, por así decirlo, su status óntico. 17 Recuérdese que en la primera parte de esta obra, y aun estudiando los sinópticos, no hemos analizado los elementos propiamente cristológícos y, por cierto, muy diferentes, que nos ofrecían. Y si hemos entrado en alguno de ellos, ha sido porque, mezclado con él, existía un hecho cuyo valor histórico nos interesaba resaltar.
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Y como los dos períodos extremos (primero y tercero) no nos ofrecen elementos suficientes para estar seguros del proceso seguido —aparte los sumariamente mencionados—, nos vemos obligados a practicar un corte en ese proceso. Ese corte lo hacemos pasar no sólo por el período central, sino, más específicamente, por los ocho primeros capítulos de la carta a los Romanos. Esta elección merece algunas breves consideraciones. No se trata de que las cartas de este período nieguen de manera frontal la perspectiva de las dos a los Tesalonicenses (del primer período). Tenemos de ello un testimonio fehaciente en la segunda a los Corintios, donde Pablo confirma su esperanza de asistir vivo, es decir, dentro de los términos de su existencia terrena, a la parusía o (segunda) venida de Jesús (cf. 1 Cor 15,52). Esto equivale a reafirmar el próximo fin de la historia, como algunos cristianos de Tesalónica habían hecho en el período anterior, lo que implicaría, en estricta lógica, que ya no tenía valor el trabajo. Pero en lugar de la respuesta, relativamente superficial, apoyada en que lo último no es aún tan inminente, en que aún no han sobrevenido las principales señales (previstas en el discurso escatológico de Jesús) 18 , se da en este período central una respuesta más de fondo. Como vimos en los sinópticos, la escatología abría más y más lugar a la historia (cf. supra, cap. VI) no tanto porque se sintiera la tardanza del fin y la historia pasara a llenar esa laguna, sino porque se había descubierto algo más esencial: el reino que Jesús predicaba tenía sus raíces y causalidad en este mundo. Otro tanto ocurre aquí cuando pasamos de Tesalonicenses a Romanos, o a Corintios, o a Gálatas. Porque, a su manera, las cartas de esta época son un nuevo tipo de discurso escatológico y, aún más, una especie de «apocalipsis», parecido en el fondo, aunque nadie lo pensaría así teniendo en cuenta sólo las apariencias, al que termina el Nuevo Testamento y es atribuido a Juan. Allí, «el adversario» se personifica, multiplica y diversifica en imágenes de elementos y animales. Aquí, «el adversario» se muestra en una lucha, tanto o más compleja, donde tienen un papel propio y personalizado diferentes entidades que, en nuestro lenguaje co18
Entre esas señales no se hace mención de la ruina de Jerusalén (todavía no ocurrida cuando escribe Pablo), lo que confirmaría su carácter pospascual de profecía ex eventu, pero sí de la gran tentación de apostasía, asociada con el Anticristo (cf. 2 Tes 2,1-12).
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luliano, serían sustantivos comunes. Casi convendría extender al l'ablo de esta época la costumbre del idioma alemán de encabezar ion mayúsculas todos los sustantivos, aun los comunes. En efecto, Pablo dirige preguntas al personaje Muerte; contesta a una interrogación personal —¿quién?— con nombres como Gracia, Tribulación, Espada; atribuye intenciones ambiguas a Ley, o actos y reacciones humanas a Pecado, así como órdenes ineficaces a Hombre interior... Para no hablar de la extensión a dimensiones universales y activas que sufren personajes individuales como Adán, Abrahán, Cristo. Y en esa lucha hay peripecias, escaramuzas, emboscadas, retrocesos estratégicos, contraataques, victorias a lo Pirro y victorias definitivas que, sorprendentemente, dan lugar a nuevos combates... Precisamente, la complejidad (causal) de esta lucha final termina por desplazar, casi por completo, la espera de un término inmediato puesto por Dios al juego complicado de tan grandes y sutiles personajes, lo que significará aquí también, como veremos, que los instrumentos históricos con que se perfilan sus papeles específicos terminarán por hacer comprender el valor «final» de la historia, sus mecanismos y sus plazos. 4) Por último, estas características que acabamos de describir nos hacen optar por un determinado método en nuestro análisis, lil lector lo verá mucho mejor desarrollado en los capítulos que siguen, pero puede desde ahora comprender, en abstracto, algunos de sus mecanismos y porqués. A diferencia de los sinópticos, donde nos encontrábamos con un material recordado fragmentariamente, reordenado de diferentes maneras y respondiendo a distintos objetivos, aquí nos encontramos con un pensamiento que procede según el ritmo propio de su creación. Allí procedíamos, como en círculos concéntricos, tratando de reunificar el material para darle un sentido histórico cabal. Aquí, la fidelidad al pensamiento de Pablo exige más bien seguir el proceso mismo de su argumentación. Y como ésta se halla más desarrollada y en forma más universal en Romanos, por las razones ya dichas, seguiremos el hilo de esta carta añadiéndole, cuando sea menester u oportuno, desarrollos suplementarios procedentes de algún pasaje de Gálatas o Corintios. Asimismo, por las razones ya mencionadas de una indispensable limitación, tomaremos de la carta a los Romanos sólo los ocho primeros capítulos. Por una parte, responden a una problemática más universal y teórica que los restantes (consagrados al proble-
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ma de la resistencia judía al cristianismo y a exhortaciones morales y de orden eclesial). Por otra, esos capítulos precisos, al constituir la síntesis más acabada y compleja de Pablo sobre la significación que tiene para el hombre Cristo Jesús, han interesado de forma fecunda en todos los tiempos a los pensadores cristianos. Convivimos en una cultura donde cualquier lucha ideológica, por poco profunda que sea, tiene que tener en cuenta que en los siglos pasados se optó, polémica y explícitamente, por una u otra de las posibles interpretaciones de estos ocho capítulos. Autores tan conocidos como Max Weber y Erich Fromm han insistido en la importancia de dichas opciones para planos tan aparentemente alejados de la teología como el de los sistemas económicos, Pretendemos, con todo, guardar una cierta libertad en ese seguimiento interpretativo del pensamiento vivo, in fieri, de Pablo. Dividiremos nuestra exégesis según las grandes unidades significativas de su discurso, que coinciden a menudo, pero no siempre, con los capítulos en que se ha dividido artificialmente la carta 19. Y, dentro de esas mismas unidades, buscaremos otras más pequeñas, pero sin llegar a seguir nunca versículo por versículo el texto paulino 20 . Pero tenemos frente a nosotros un problema mucho más importante. Al tratar de reunir en un todo coherente los fragmentos del mosaico sinóptico, el hecho mismo de que se ordenaran en ese todo sugería el uso de una determinada clave, la verificaba, por así decirlo. Aquí la unidad está dada por el mismo Pablo y ello nos obliga a ponernos ya de antemano de acuerdo con su clave. No se trata de que mantengamos frente al texto una actitud pasiva. Se trata, sí, de que Pablo nos dice mucho más sobre la clave que utiliza. Por cierto, ésta no es la clave política que nos facilitó la lectura de los sinópticos. Ni podía serlo. El término «reino» ha desapare19 No pretendemos que esta división sea hermenéuticamente inocente. Pero, de todos modos, no existe inocencia hermenéutica... 20 La exégesis versículo por versículo tiene varios inconvenientes. El primero es que establece una especie de nivelación engañosa: no todo tiene, en el texto paulino, la misma importancia y decisoriedad interpretativa, sobre todo cuando se lo lee desde un contexto diferente como es el nuestro. Pero existe un inconveniente aún mayor. El pretender esclarecer cada versículo por sí mismo (o por los adyacentes inmediatos) escapa difícilmente a la tentación de hacer de cada uno de ellos una tesis definitiva, a la cual se adaptan después las siguientes, perdiéndose así la dialéctica tan obvia en el proceso creador del pensamiento de Pablo.
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cido, así como el lugar central de «los pobres». Los «pecadores» ya no apuntan, como término, a un rótulo ideológico con que se designa a un grupo social determinado; de ahí que todo el sentido inesperadamente favorable de esa palabra en el mensaje de Jesús desaparezca en Pablo. Una vez más, y por si aún fuera necesario, osto no dice nada sobre lo acertado o no de la clave empleada para interpretar los sinópticos. Ni tampoco que Pablo inventó un cristianismo a su manera o de su talante. Indica, sí, que utilizó otra clave, otro plano de instrumentos mentales y literarios para pensar y comunicar a un género diferente de interlocutores el mismo mensaje. ¿Cuál puede ser esa nueva clave? Es evidente si tenemos en cuenta esa personificación —teatral, en el buen sentido de la palabra— de las fuerzas en pugna, dentro de las cuales se deja comprender el lugar único de Jesús, el Cristo, y su importancia para el hombre. Se personifican las fuerzas que intervienen significativamente en cada existencia humana, las que todo hombre (por diversas que sean sus circunstancias y aun su origen religioso) observa cuando dirige su mirada a la profundidad de su propia existencia. Pecado, gracia, justificación, ley, hombre interior y muchos términos semejantes más, nos obligan a ensayar en Pablo una clave antropológica o existencial. Y si una concepción determinada del hombre merece el nombre de humanismo, el lector verá justificado así el título de esta segunda parte: «La cristología humanista de Pablo». La puesta en práctica de esta clave interpretativa ayudará a precisarla más y, en ese sentido, a llenarla más de contenido, porque en nuestro lenguaje actual muchas veces el término «antropológico» o «existencial» se usa por oposición a lo histórico o a lo político (que es parte sustancial de lo histórico). Y precisamente veremos que en Pablo lo existencial y antropológico se abre a la causalidad histórica y a la política 21 por su mismo dinamismo interno y por fidelidad al Jesús de los evangelios. Y esto nos lleva a una observación importante para el lector acerca del orden de nuestra exposición en cada capítulo. Si hemos optado por el estudio de la cristología de Pablo (en su período 21 En los lugares más inesperados, y no precisamente en aquellos donde nos parece verla, como en sus recomendaciones de obedecer a las autoridades o en su consejo a los esclavos de permanecer tales.
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central) entre las muchas posibles en el Nuevo Testamento no ha sido porque ella represente para nosotros «la>? cristología preferible, la mejor entre todas las restantes. Recuérdese que nuestro intento es sugerir que no se trata de hacer una cristología con todos los materiales disponibles acerca de Jesús. Lo que es de vida o muerte para nuestra existencia humana (y cristiana) hoy es nuestra capacidad de crear cristologías, por una parte, válidas para nuestro contexto y, por otra, fieles a Jesús de Nazaret, al Jesús histórico. Presentamos a Pablo como un ejemplo de creación cristológica. Por eso cada capítulo estará dividido en dos partes fundamentales que no podremos nunca separar del todo, evitando todas las repeticiones. La primera estará consagrada a entender a Pablo y su creación cristológica. La segunda, igualmente importante, estará destinada a rastrear cómo hizo Pablo para llegar a tales conclusiones partiendo de los datos expuestos y estudiados en la primera parte de esta obra, los del Jesús histórico. Así, la primera nos dará lo que Pablo creó; la segunda, cómo lo creó. Y podemos sospechar desde ahora, descontando el alto grado de creatividad de Pablo, que la segunda —prácticamente ausente de las cristologías, aun de aquellas que más utilizan a Pablo— nos dará más quehacer que la primera. Una última observación metodológica. El lector que se acerca a Pablo a través de una traducción de sus cartas a cualquier lengua moderna no suele ser consciente de las trampas que la versión le tiende. Baste un solo ejemplo referente al término más controvertido de estos capítulos, el que se traduce habitualmente por justificación si se trata del sustantivo o por justificar si se trata del verbo. Ambos términos se refieren a lo que Dios realiza con el que cree en Jesús. El lector inadvertido identificará ese término con el de salvación, ya que justamente alude al juicio de Dios donde, se supone, los justos serán asimismo salvos. Aunque esta asimilación de justificación y salvación sea ya discutida (en nuestra opinión, sin fundamento), aún queda lo más importante: ¿qué significa en la existencia del hombre ser justificado por Dios? Aquí el lector ingenuo pensará que si Dios «justifica» a alguien es porque reconoce que ese tal es justo. Pero como Pablo repite que todos somos pecadores, el problema vuelve. ¿Será que Dios hace primero al hombre justo y luego lo declara tal? Los exegetas nos advierten que en el lenguaje común (griego) el verbo que hemos traducido por «justificar» no significa nunca hacer o volver
justo a alguien y que, para evitar malentendidos, tendríamos que traducirlo más bien por declarar justo, y en este caso, ciertamente, a alguien que no lo es. Por eso una frase de Pablo como «Dios justifica al impío» (Rom 4,5) es terriblemente ambigua, porque de inmediato nos lleva a pensar (en castellano) que ello debió ocurrir después de haberlo hecho justo. Pero, a no ser que Pablo haya creado un nuevo lenguaje en este punto —cosa que no es tan improbable y que habrá de ser estudiada—, la frase debería significar que Dios, movido a compasión por el sacrificio, los méritos y la justicia de Cristo, declara en su juicio justo al que sigue siendo un impío 22 . ¿No sería entonces mejor, para sentir la misma extrañeza que el lector del original (griego), traducir «Dios declara justo al impío»? Las traducciones tienen, en general, la tendencia a facilitar la lectura en las lenguas modernas. Ello las lleva muy a menudo a evitar las versiones «literarias» (más bien que literales) que hoy serían inexplicables o incomprensibles o, lo que es peor, sistemáticamente mal comprendidas. Así, los términos «carne» o «carnal», centrales para el pensamiento de Pablo, son escamoteados en muchas traducciones porque en nuestras lenguas modernas se usan como metáforas de sensualidad o lujuria. En Pablo significan algo así como una referencia a la «naturaleza» humana o, más aún, a la «condición» de toda creatura. Pero cuando se traducen, una vez por uno, otra vez por otro, de estos últimos términos o por muchos otros posibles, se pasa de largo por uno de los más inte-
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22 Frente a todas estas cuestiones de exégesis, no es por cierto el objetivo de esta obra introducir al lector en la literatura científica acumulada durante siglos a este respecto. Pero como esta obra puede caer en las manos de un exegeta o, lo que es menos probable, puede excitar en el lector el deseo de controlar científicamente los asertos que aquí hacemos en esta materia, la única solución viable a nuestro alcance, sin recargar esta obra con un peso ajeno a su finalidad, era remitirnos, en tales cuestiones, a una larga tradición exegética, desarrollada durante ochenta años por The International Biblical Commentary. En 1895, W. Sanday y A. C. Headlam publicaron, dentro de esa colección bíblica, su comentario a la carta a los Romanos: A Critical and Exegetical Commentary on the Epistle to the Romans. Durante ochenta años fue un comentario apreciado, utilizado y estudiado por cualquier comentarista serio de esta carta, principalmente por presentar las divergentes opiniones en el campo de la exégesis, antes de elegir la propia. En 1975, C. E. B. Cranfield ponía al día, con el mismo título y para la misma colección, aunque totalmente rehecho, el comentario a la carta a los Romanos, guardando las mismas valiosas características. Prácticamente remitiremos todas las cuestiones de exégesis a esas dos ediciones, citándolas, para mayor facilidad: ICC1 o ICC2, seguido del número de página.
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resantes procesos del pensamiento paulino que ha ido haciendo variar paulatinamente el sentido de la palabra. Teniendo en cuenta estas dificultades, hemos querido facilitarle de alguna manera la tarea al lector. Al principio de cada capítulo de nuestra interpretación hemos puesto el pasaje paulino que comentamos, traducido de la manera más «literal» posible 23, de manera que el lector — q u e puede consultar la traducción de cualquier Biblia para tener una visión más comprensible del pasaje en cuestión— tenga, aun con mengua del idioma castellano, una idea lo más aproximada posible de las dificultades y riquezas del texto. Por eso, y como ejemplo, aun pensando que Pablo forjó u n sentido nuevo para la palabra «justificar», preferimos que el lector perciba la dificultad traduciendo más literalmente el verbo por «declarar justo» y dejando «carne» donde Pablo escribe «carne». Con estas observaciones metodológicas M — o aun sin ellas, ¿por qué n o ? — emprendemos el estudio de la cristología paulina tratando de desmontar sus mecanismos creadores.
23 No obstante, y como cada lengua tiene sus propios mecanismos, queremos, de alguna manera, advertir al lector de las palabras que la gramática o el sentido lógico nos obligan a añadir para mantener la significación original. En el primer caso (el de las exigencias gramaticales) usamos el paréntesis; en el segundo (el de las exigencias del sentido lógico), usamos la cursiva. Ello por regla general, pues las dos categorías no tienen límites precisos. Se trata, en uno y otro caso, de que el lector no atribuya directamente al original palabras que éste no contiene. 24 Agradeceríamos a esos lectores que, cuando no estén de acuerdo con la interpretación dada al texto, por razones de su competencia científica, diriman el pleito con sus congéneres y dirijan sus críticas a la escuela de comentadores citada en la nota 22, p. 303. En caso de apartarnos nosotros de ese comentario, indicaremos las razones que tenemos para ello.
CAPITULO PRIMERO
EL ESCLAVIZADOR
PECADO, DEL PAGANISMO
Romanos 1,16-32 ...16no me avergüenzo del evangelio. Ya que es el poder salvador de Dios para todo el que cree, para el judío primero y (también) para el griego. n Porque en el (evangelio) la justicia que procede de Dios está siendo revelada de fe en fe, como está escrito: «El que es justo por la fe, vivirá». 18 Porque la ira de Dios está siendo revelada desde el cielo contra todo tipo de impiedad e injusticia de los hombres que tienen presa a la verdad en la injusticia. 1 9 Ya que lo cognoscible de Dios está manifiesto en medio de ellos, porque Dios se lo ha manifestado. ^ E n efecto, lo invisible de él se ve intelectualmente desde la creación del mundo por (sus) obras, así como su eterno poder y divinidad, de manera que no tienen excusa, 21 porque, aunque han conocido a Dios, no lo glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se han enredado en sus razonamientos y se ha oscurecido su obtuso corazón. 22 Pretendiendo ser sabios, se han mostrado estúpidos a y cambiado la gloria de Dios incorruptible por la semejanza de la imagen del hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de serpientes. ^ P o r eso los entregó Dios a los deseos de sus corazones librados a la impureza de deshonrar entre sí sus cuerpos. 25 Ellos han cambiado, en efecto, la verdad de Dios por la mentira y adorado y dado culto a la creatura en vez de hacerlo al Creador, que es bendito para siempre, amén. ^ P o r eso Dios los entregó a pasiones que deshonran, porque, por una parte, sus mujeres han cambiado las relaciones naturales por las antinaturales n y , por otra, los varones, habiendo abandonado las relaciones naturales con la mujer, han ardido en deseos los unos por los otros, cometiendo, varones con varones, lo infame y recibiendo en sí mismos la debida consecuencia negativa de su extravío. 28 Y como no aprobaron reconocer a Dios, los entregó Dios 20
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a una mente reproba, para que hicieran lo inconveniente, M repletos de toda injusticia, maldad, atropello, llenos de envidia, homicidio, pelea, engaño, malicia, chismosos, M acusadores, enemigos de Dios, insolentes, soberbios, fanfarrones, inventores de maldades, rebeldes a sus padres, 31 insensatos, desleales, desamorados, despiadados. 32 Conocen el decreto justo de Dios, según el cual quienes practican tales cosas son dignos de muerte; pero no sólo las hacen, sino que aprueban a aquellos que las hacen. Después de saludar a los destinatarios de su carta, Pablo establece en una sola frase un principio de salvación que, aunque todavía resulte oscuro sin los desarrollos ulteriores, es evidente que queda basado en la fe. Parece claro además que Pablo espera que sus lectores suspendan su juicio y aun su curiosidad respecto a este principio, ya que no pasa a explicarlo, sino que toma todo el problema del hombre desde más atrás, desde su división religiosa básica en paganos y judíos.
I Al hablar de principio de salvación (1,16), Pablo nos invita a examinar el contexto. A diferencia del uso corriente de esta palabra en los sinópticos, en Pablo no apunta a un acontecimiento meramente final o fuera de la historia. La misma frase, o el contexto, invitan a hacer la pregunta gramaticalmente obvia: salvación ¿de qué? Y ese de qué es, en el capítulo primero de Romanos, el mundo esclavo del pecado entre «los griegos», es decir, en el vocabulario paulino, entre los paganos o gentiles. No podemos negar que nos choca la descripción de ese mundo de pecado. Es verdad que no somos historiadores y no podemos precisar desde nuestro presente el grado de corrupción al que podían haber llegado los paganos de aquella época en Roma, pero, aun así, hay que tener presente que Pablo está hablando no de casos extraordinarios de degradación moral, sino del comportamiento del hombre ordinario y, casi podríamos decir, del pagano. No hay que olvidar la conclusión general que, abarcando los dos primeros capítulos, hace decir a Pablo: «Ya hemos dejado esta-
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blecida la acusación de que judíos y griegos estamos todos bajo el pecado» (3,9) 1 . 1 En realidad, esta conclusión general continúa desarrollándose en el capítulo tercero (cf. 3,11-18.23, así como el singular «hombre» en 3,28). Aprovechamos la ocasión de esta primera nota para advertir al lector sobre una anormalidad tipográfica que hallará muchas veces en el transcurso de esta segunda parte. Sabido es o, por lo menos, debe saberse que los primeros manuscritos hallados del original griego del Nuevo Testamento son «unciales», o sea, escritos enteramente en mayúsculas y sin nuestros modernos signos de puntuación (puntos, comas, signos de interrogación, etc.). Prácticamente, esa situación dura hasta el siglo x por lo menos. Esto, que ya tiene ciertas consecuencias para las traducciones de los sinópticos, las tiene aún más cuando se trata de un discurso como el de Pablo, con períodos más largos y complejos. Dos ejemplos bastarán para dar una idea de algunas dificultades que todo esto causa a los traductores. Uno, a propósito de mayúsculas y minúsculas, es cuando Pablo escribe que «el espíritu testimonia a nuestro espíritu» (8,16). Frente al manuscrito, escrito todo en mayúsculas, sólo podemos presumir que el primer «espíritu» debe ir con mayúscula en castellano, porque debe referirse, de acuerdo al contexto, al Espíritu Santo; mientras que el adjetivo «nuestro» hace suponer que el segundo «espíritu» debe ir con minúscula. En otras palabras, las mayúsculas o minúsculas de las traducciones son productos de hipótesis exegéticas, algunas obvias, otras dudosas. Un segundo ejemplo, referente, esta vez, a la puntuación: Pablo escribe que «la creación fue sometida a la inutilidad por quien la sometió con \& esperanza de que también la creación sería liberada...» (8,20-21). Entre la palabra sometió y la palabra con puede o no ir una coma; pero el manuscrito no nos indica nada al respecto. De haber una coma, ese «con la esperanza» sería un complemento de «la creación fue sometida», y se le atribuiría esa esperanza a la creación. De no haber coma, «con la esperanza» sería un complemento de «quien la sometió» e indicaría que éste sometió la creación a la inutilidad provisoriamente, es decir, esperando su liberación ulterior. De ahí, en este último caso, la posibilidad de identificar a ese «quien», posibilidad que se elimina si la esperanza (sin coma) hay que atribuirla a la creación misma. Frente a estos problemas, una solución científica, tal vez, pero impracticable, hubiera sido «imitar» los manuscritos y escribir todo en mayúsculas sin puntuación... Lo único que resultaba viable aquí era una solución media. En cuanto a la puntuación, ponemos la que parece obvia y, si el caso lo requiere, discutiremos distintas posibilidades de puntuar una frase. En cuanto a mayúsculas y minúsculas hemos optado por lo siguiente. Un la traducción que ponemos al comienzo de cada capítulo reservamos las mayúsculas a los nombres propios (Jesús, Jerusalén, etc.) y al nombre de Dios. En otros sustantivos comunes, aunque puedan designar a personas (Hijo, Espíritu, etc.) preferimos usar minúsculas, pensando que el lector percibirá sin dificultad que pertenece a la exégesis determinar si una mayúscula sería más apropiada. Dentro del capítulo, en cambio, usamos mayúsculas o minúsculas, según esté ya determinado y no como mejor corresponde. Eso nos permitirá, por ejemplo, hacer honor a las «personificaciones» tan propias del estilo de Pablo. Así «el Pecado» aparecerá como algo muy diferente de «el pecado de mentir», ya que, para Pablo, el primero constituye una personificación de
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No podemos, sin embargo, despojarnos de la sospecha de que, a pesar de esa acusación universal y de que arguya que los judíos «hacen las mismas cosas» (2,1), Pablo ennegrece particularmente la tinta para describir los pecados de la idolatría pagana. ¿No pensará que, si bien es cierto que todos están bajo el pecado, ciertos extremos de los paganos —por ejemplo, la generalizada inversión sexual largamente descrita (1,26-27)— no se daban entre los hijos de Israel? En realidad, la primera pregunta que nos surge es todavía, lógicamente, anterior: ¿por qué Pablo, ocupado como está en mostrar que todos los hombres se hallan bajo la esclavitud del Pecado, escribe dos capítulos distintos —en la división artificial, es cierto, que hoy tenemos, pero que responde a una sucesión temática obvia— en vez de una descripción global y unificada de esa esclavitud que se hace sentir igualmente en ambos grupos? A esta pregunta es fácil dar una respuesta provisoria, pero válida. No se trata sólo de hablar a cada grupo de los destinatarios de la carta con su propio lenguaje. Hay algo más. Si el Pecado es esencialmente el mismo, los mecanismos que usa para esclavizar al hombre difieren notoriamente según éste tenga o no, reconozca o no una ley exterior a sí mismo que le indica qué cosas son lícitas y qué otras son pecaminosas. Pablo distingue así entre los que «oyen» una ley que les llega, por lo mismo, desde fuera y los que la tienen «escrita en sus corazones», en su «conciencia», en sus «internos pensamientos» (2,13.15). Solucionada provisoriamente esta cuestión, resurge entonces y recobra toda su fuerza la anterior: ¿no exagerará Pablo, en ese cuadro del capítulo primero, acerca de la conducta global de los paganos? Para responder a esta pregunta central creemos que habría que tener en cuenta dos elementos importantes que no aparecen a primera vista, pero que están, por cierto, presentes en la estructura misma del capítulo. Valga un ejemplo para comprender el primero. Cualquiera que haya viajado y pasado algún tiempo, sin especiales conflictos, en un país de esos que hoy llamamos «desarrollados» puede dar testimonio de que la mayoría de las personas con quienes allí se relacionó eran excelentes, sensibles, generosas, abiertas, sencillas...
Sin embargo, la misma persona, cuando tiene que juzgar la política global de ese país en relación con los países más pobres o «subdesarrollados», empleará la mayoría de los términos de Pablo: «repletos de toda injusticia, maldad, atropello... insolentes, soberbios, fanfarrones... insensatos, desleales... despiadados...». Y la antinomia es tanto más patente cuanto más democráticamente está hecha esa política. ¿Qué ha ocurrido para que esa persona emplee adjetivos que le repugnaría usar en relación con las personas concretas que conoció? Que entre un juicio y otro, o entre un plano y otro del mismo juicio, hay que reconocer la existencia de un mecanismo más o menos inconsciente e inevitable. Y, por cierto, un mecanismo de Pecado. Este deja, en cierta medida, a las personas en su relativa bondad a un nivel, pero se introduce y obliga a ennegrecer el cuadro cuando esas mismas personas forman parte activa —y no pueden dejar de hacerlo— del otro nivel. Se preguntará tal vez el lector si sólo la política revela este tipo de doble plano y de posibilidad de juego para un mecanismo desequilibrador entre ambos. La respuesta es no. La prueba, el mismo Pablo. Si no supiéramos de él más que su éxito extraordinario en la conversión de paganos al cristianismo, ya podríamos conjeturar que debía tener con ellos relaciones excelentes y cordiales. No es apostrofando a todo el mundo (tal cual parece ocurrir en este capítulo) como Pablo, sin duda, se hacía oír y querer. Lo atestiguan además sus cartas dirigidas a cristianos convertidos del paganismo, donde aflora no sólo el afecto mutuo, sino el aprecio. Y basta, por otra parte, leer lo que sobre él nos cuentan los Hechos. Es decir, que el primer elemento que hay que tener en cuenta es que Pablo no está haciendo una descripción sociológica. Trata de mostrar un mecanismo, y un mecanismo de engaño y alienación, lo cual explica precisamente que sean víctimas de él personas a quienes una experiencia corriente y concreta nos haría clasificar tal vez como bien intencionadas... Entre el nivel personal espontáneo, donde Pablo reconoce (aun en esta misma carta; cf. 2,10.14-16.26) las virtudes de muchos de ellos 2, y la cultura del mundo pagano se ha introducido un
cierta fuerza antropológica a la cual se le atribuyen acciones «personales», como esclavizar, matar...
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2 ¿A qué se refiere Pablo al decir que algunos paganos, por lo menos, cumplen naturalmente lo mandado por la ley? De acuerdo con el comentario que tomamos como referencia, los teólogos «interpretaron los pasajes de san
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mecanismo, un mecanismo ante el cual poco o nada puede la buena voluntad individual y ante el cual cede, quien más quien menos, consciente o inconscientemente, quien está inmerso en dicha cultura. Resulta imposible, en efecto, vivir dentro de ella y de ella y no aprobar hasta cierto punto, como dice Pablo, lo que esa cultura establece como normal, aunque allá en lo escondido se lo sepa condenable y aunque quizá no se lo acepte individualmente. Entre un nivel y otro —que desde ahora podríamos caracterizar como el de la intención espontánea por un lado, y el de la realización concreta por otro—, el Pecado, que para Pablo es siempre un mecanismo, no una violación aislada y consciente de la ley, pone en acción un proceso que deforma al hombre y cuyo resultado es, por lo mismo, lo inhumano. El segundo elemento que hay que tener en cuenta con respecto a la globalidad del capítulo tiene precisamente relación con el adjetivo que (en forma sustantivada) acabamos de emplear: lo inhumano (o, si se prefiere, lo ¿«/ra-humano). En efecto, nos preguntábamos si Pablo no ennegrecería a sabiendas el cuadro de la conducta moral de los paganos. Pero, si observamos más detenidamente lo que Pablo les atribuye, nos sorprende hallarnos frente a una característica más bien opuesta. Porque, ¿qué es esa injusticia —«toda injusticia» (1,29)— de la que los dice repletos? Es necesario reconocer que, de manera un tanto inesperada,
faltan en la lista los principales capítulos que espontáneamente incluiríamos (de acuerdo con el mismo decálogo veterotestamentario) bajo ese rótulo: ni falso testimonio, ni robo, ni asesinato, ni adulterio 3 ... Es digno de notarse además, en un dominio concreto como el de la sexualidad, bastante desarrollado en el capítulo, la ausencia de los pecados que podríamos llamar más patentes e injustos: la fornicación y el (ya mencionado) adulterio. Insiste, en cambio, Pablo largamente en la homosexualidad. Es indudable que nuestra sociedad puede habernos hecho introyectar, bajo las resonancias que comúnmente tiene lo «natural» y lo «antinatural», la sensación de que la práctica de la homosexualidad es algo mucho más grave que el adulterio. Pero no es ése un juicio «moral», sino una evaluación comparativa de repugnancias. Además, una moral cristiana, donde todo adquiere sentido gracias al amor efectivo, está obligada por lógica a concederle mucha mayor gravedad al adulterio, y aun a la fornicación, que a la homosexualidad. Desde este mismo punto de vista, es relevante el hecho literario de que Pablo, al hablar de ese tipo de relaciones sexuales, emplee la categoría natural-antinatural (cf. 1,26-27)4 y no cual-
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Pablo sobre la religión de los paganos (por ejemplo, Rom 2,14) de acuerdo con sus opiniones. Desde el tiempo de Agustín (De Spiritu et Littera, § 27) la interpretación ortodoxa aplicó este versículo, ya sea a los paganos convertidos, ya sea a unos pocos de entre ellos que gozaron de un favor divino extraordinario. Los expositores protestantes, para quienes (la frase) 'hacen naturalmente lo mandado por la ley' no podía tener nunca un sentido literal, preservaron cuidadosamente la interpretación agustiniana... Los racionalistas, sin embargo, hallan la expresión 'naturalmente', en su sentido literal, perfectamente compaginable con su propia concepción y no tienen dificultad en suponer lo aceptable de esas obras y la salvación de quienes las practican» ICC 1,60 (cf. ib'ti., 106). Si prescindimos del término teológicamente peyorativo de «racionalistas», y positivo de «ortodoxos», el comentario pone de manifiesto cuál es el sentido obvio, de acuerdo a la lógica interna, del versículo. Además, al entender «gentiles» como los ya convertidos al cristianismo, y ello por razones teológicas ajenas al texto (ICC 2,156), se pierde el hilo de todo el capítulo segundo, sin hablar del primero, ya que ambos se refieren obviamente a paganos y judíos precristianos. No se ve, por otra parte, cómo el «cumplir la ley» podría servirles de algo, como Pablo afirma, a quienes ya están bajo un sistema donde el hombre es justificado «sin las obras de la ley».
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Es cierto que encontramos el «llenos... de homicidio», pero percibimos de inmediato, por el contexto y por la fuerza misma del adjetivo «llenos», que no se trata de que cometan continuamente homicidios, sino de la rabia que lleva al deseo de matar. Es instructivo comparar esa lista del capítulo primero con otra lista de pecados que Pablo presenta como incompatibles con la posesión del reino: «...impuros, idólatras, adúlteros, afeminados, homosexuales, ladrones, avaros, borrachos, ultrajadores, rapaces...» (1 Cor 6,9-10). A pesar de algunas coincidencias, hay en la lista de Corintios una «materialidad» (y oposición directa a la ley) que falta en la de Romanos. Lo que indica que las dos apuntan en distintas direcciones. Y, en efecto, ha llamado la atención de los exegetas que en la lista de los vv. 28-31 constituye una laguna extraña el que no se haga mención de pecados sexuales (cf. ICC 2, 130). Como indicamos a continuación, esta laguna no se llena con el pasaje sobre la homosexualidad (cf. 1,26-27). 4 «Antinatural» y «altamente inmoral» se han vuelto actualmente sinónimos, sobre todo en el plano del lenguaje que refleja las reacciones afectivas. Podríamos decir que, en el plano racional, esa sinonimia es ajena al pensamiento de Pablo, para quien el hombre es dueño del universo y de todas sus fuerzas y poderes, ya que la libertad propia de Cristo lo libera para el amor. Pero también es obvio que esta responsabilidad de construir el amor tiene que tener en cuenta «lo que conviene» o no a esa construcción (cf. 1 Cor 6,12; 10,23). Y precisamente el conocer la naturaleza y sus leyes o mecanismos debe ayudar a discernir lo que conviene o no a un proyecto eficaz de amor. Pablo llama significativamente en el capítulo primero a esas reía-
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quiera otra relacionada directamente con la oposición moral-inmoral. En verdad, insiste no tanto en la ofensa hecha a Dios o al hombre cuanto en «la deshonra mutua de sus cuerpos» (1,24). Es decir, en que le quitan al cuerpo humano el honor que le es debido para relacionarse con los demás. Pablo insiste así en la deshumanización del cuerpo. En íntima relación con esto, encontramos también que pululan en la lista actitudes que sólo hilando muy fino pueden tenerse por pecados serios: «llenos de malicia, chismosos... fanfarrones, inventores de maldades... insensatos, desleales, despiadados» (1,29-31). Si hiciéramos aquí, como en el caso anterior, una evaluación estrictamente moral, deberíamos decir que los hombres (paganos) han deshonrado sus relaciones interpersonales, que las han deshumanizado. En efecto, si tomamos «lo animal» como sinónimo de «lo subhumano» (o infrahumano), la conducta pagana generalizada de que habla Pablo constituye, más que una conducta humanamente inmoral, una vuelta a la conducta de la selva, el retorno a lo animal, a lo sub-humano, aunque se trate de relaciones entre personas y con poderes e instrumentos propios de los hombres 5. Teniendo en cuenta estos dos elementos, vayamos al planteamiento central: ¿cuál es el mecanismo que produce como resultado ese cuadro de deshumanización y que Pablo caracteriza como esclavitud con respecto al Pecado? Ó, si se prefiere, ¿cómo hace éste (siempre en singular) para apoderarse de la conducta de los hombres (paganos) y degradarla? Literariamente hablando, la respuesta es o parece clara. Pablo repite tres veces la misma estructura explicativa. Y en ella se presentan, las tres veces, los tres mismos elementos. El lector puede comprobarlo atendiendo al triple uso del verbo entregar (1,24. 26.28). En esta estructura, decíamos, figuran las tres veces los tres mismos elementos, y en el mismo orden: desviación del recono-
cimiento divino por parte del hombre, entrega del hombre al extravío de sus deseos y pasiones por parte de Dios, conducta deshumanizadora resultante en el hombre en lo que concierne a sus relaciones con los demás. El primer elemento sería, pues, el siguiente: «... aunque han conocido a Dios 6 , no lo glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se han enredado en sus razonamientos y se ha oscurecido su obtuso corazón. Pretendiendo ser sabios, se han mostrado estúpidos y cambiado la gloria de Dios incorruptible por la semejanza de la imagen del hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de serpientes» (1,21-23). «Ellos han cambiado, en efecto, la verdad de Dios por la mentira y dado culto a la creatura en vez de hacerlo al Creador, que es bendito por siempre, amén» (1,25). «No aprobaron reconocer a Dios» (1,28). El segundo elemento, unido al primero por un lazo causal, contiene la afirmación central en la palabra clave entregar: «Por eso los entregó Dios a los deseos de sus corazones...» (1,24). «Por eso los entregó (Dios) a pasiones que deshonran...» (1,26). «... como no... los entregó Dios a una mente reproba» (1,28) 7. El tercer elemento es la descripción que hace Pablo de la conducta de los hombre entre sí, una vez que se produce esa «entrega», y del que ya hemos hablado.
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ciones de homosexualidad «lo que no conviene» (1,28). Esta sobriedad racional contrasta con la «repugnancia moral» ante todo lo que viole «la naturaleza», que no es cristiana, pero que se ha incorporado a lo cristiano. Para Pablo, como para Jesús, la naturaleza no da hecha la moralidad, sino que influye indirectamente en ella ayudándonos a juzgar la eficacia y la sinceridad de nuestros proyectos. 5 El lector recordará lo dicho acerca del sentido que tiene la «posesión» del hombre por parte de Satanás, en los sinópticos (cf. supra, pp. 211ss).
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6 Pablo apoya esta primera afirmación de la siguiente manera: «Lo cognoscible de Dios está manifiesto en medio de ellos, porque Dios se lo ha manifestado. En efecto, lo invisible de él se ve intelectualmente desde la creación del mundo por (sus) obras, así como su eterno poder y divinidad, de manera que no tienen excusa...» (1,19-20). En cuanto a las posibles interpretaciones de este conocimiento correcto de Dios que se atribuye a los paganos (antes de que éstos lo corrompan y extravíen), cf. infra, nota 14 a la p. 317. 7 Algunos exegetas que desean disminuir la responsabilidad divina en ese entregar aducen que hay que interpretarlo en sentido judicial, como una sentencia en su significación más impersonal, esto es, como un mecanismo que actúa automáticamente (cf. ICC 1,45). Otra interpretación de ese «entregar, al tener en cuenta el contexto paulino de un vasto plan histórico de Dios, tiene más verosimilitud: «Sugerimos que el sentido de Pablo no es ni que esos hombres quedaron fuera de las manos de Dios como Dodd parece pensar [por eso habla éste de un proceso de causa a efecto sin intervención voluntaria de Dios], ni que Dios se lava las manos con respecto a ellos; sino, más bien, que este 'entregarlos' es un acto deliberado de juicio y misericordia de la parte de Dios que hiere para curar (Is 19,22)» (ICC 2,121). Con todo, nos parece más verosímil aún que Pablo use un lenguaje mítico donde «Dios» aquí representa, antropológicamente, la función que desempeña el auténtico conocimiento de lo Absoluto en el hombre. En ese sentido, Dodd podría tener razón. Cf. infra, pp. 318ss.
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¿Cuál es entonces el proceso lógico que une los tres elementos? En otras palabras: ¿cuál es el mecanismo —religioso o antropológico— que lleva a tales resultados? El lector puede pensar que la pregunta ya no cuadra una vez que hemos establecido las fases de un proceso bastante claro: desconocimiento de Dios hasta la idolatría, castigo divino 8 dejando al hombre librado a sí mismo y, finalmente, conducta extraviada y deshumanizada del hombre en sus relaciones con los demás. Por cierto, no puede caber duda alguna de que tal es la primera lectura que puede y debe hacerse del capítulo. La pregunta apunta, sin embargo, a la posibilidad y conveniencia de una segunda lectura. Digamos, por lo pronto, que ello no sería de extrañar en Pablo, quien, frecuentemente de acuerdo a su mismo testimonio, comenzaba sus explicaciones usando expresiones o razonamientos calificados por él mismo como «infantiles», donde, según la capacidad del oyente, éste podía entender las cosas en un nivel más superficial o alcanzar otro más profundo (cf. 6,18; 1 Cor 3,1-2; 2 Cor 11,16-21, etc.). Sin embargo, aun en tales casos, Pablo se preocupa de dejar establecidos los elementos necesarios para una lectura más honda y madura (cf. 1 Cor 2,6) por parte de quienes estén capacitados para hacerla. Este podría ser nuestro caso. El esquema, en tres fases, al que hemos hecho alusión puede, sin duda, parecemos infantil al introducir la idea de un Dios que castiga las malas relaciones que el hombre tiene con él —idolatría—, abandonándolo y permitiendo así, como si estuviera cansado de retenerlo, que este último deshaga su humanidad en sus relaciones con sus semejantes. Desconfiemos, no obstante, de lo que hoy puede parecemos infantil. Nuestra manera de pensar no puede por sí misma constituir el
criterio de lo que Pablo quiso decir en su época y con sus categorías 9. Sólo puede tener valor como una invitación a la sospecha y a buscar si no habrá en el mismo Pablo indicios de que su pensamiento profundo no es el que salta a primera vista, sino que va más allá del esquema idolatría-castigo-deshumanización. Y es cierto que tenemos tales indicios. Los principales, es verdad, van a ir apareciendo en los capítulos siguientes para culminar en la segunda parte del capítulo séptimo. Este llevará al lector, creemos, a la convicción de que, a pesar de las apariencias, se impone otra lectura más realista de este primer capítulo. Sólo que, al no poder invertir el orden, nos referiremos aquí a los indicios presentes ya en este primer capítulo y trataremos de definir, en base a ellos, la hipótesis alternativa de lectura. En primer lugar, si bien se mira, no es cierto que la esclavitud de los hombres (paganos) con respecto al Pecado comience con la idolatría10 o, en otras palabras, que el resorte inicial de su poderío sea la negación de rendir culto al Dios verdadero para rendírselo a los ídolos o dioses falsos. Si así fuera, la impiedad, que es el pecado genérico contra Dios —que comprende todas las acusasiones de idolatría, como las de sacrilegio, etc.—, no cedería el lugar primero a la injusticia —que es el pecado genérico contra lo que se debe a cada hombre—, como vemos que ocurre aquí. En efecto, la frase con la que Pablo resume la esclavitud con
8 Es cierto que en otras partes Pablo habla de la ira o indignación (cólera) de Dios. Y no hay que olvidar que el lenguaje sobre Dios está hecho para iluminar al hombre. «La indignación contra la maldad es, sin duda alguna, un elemento esencial de la bondad humana en un mundo donde el mal moral está siempre presente. Un hombre que conoce, por ejemplo, la injusticia y la crueldad del apartheid y no se indigna de tal maldad, no puede ser un hombre cabalmente bueno» (ICC 2,109). Habría también que tener en cuenta la excelente observación de Bultmann de que, en el lenguaje bíblico, cualidades o actitudes que se atribuyen a Dios y que parecerían atributos intemporales de su esencia, constituyen, en la intención de los autores bíblicos, referencias a actos divinos que modifican de alguna manera el destino del hombre. Así la «gracia» o la «ira» de Dios apuntan más a los actos salvíficos o al juicio divino que a cualidades «intemporales» (cf. R. Bultmann, op. cit., I, § 32, pp. 288ss).
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9 En realidad, Pablo, como Jesús mismo, habla de un «castigo» divino cuando Dios retira a una persona, grupo o pueblo, una responsabilidad que no ha sido bien empleada. Así Dios retira los «privilegios» que Israel tiene por suyos (cf. 11,20-21; Me 4,11-12 par.). 10 Ni se ve por qué Dios daría una importancia tan grande a una ortodoxia meramente formal, ya que no se dice, en el segundo capítulo, que los judíos, a pesar de «la dureza e impenitencia de sus corazones» y de contribuir a que «se blasfeme el nombre de Dios», hayan sido «entregados» por Dios a los deseos de sus corazones. Entre los exegetas hay, sin embargo, quienes pretenden hacer derivar los pecados de «injusticia» de los pecados de «impiedad», y para ello se recuerda que uno de los libros (deuterocanónicos) del Antiguo Testamento que parece haber influido en Pablo es el de la Sabiduría (cf. ICC 1,51-52), y en él leemos: «La invención de los ídolos fue el principio de la fornicación» (Sab 34,12) (ICC 2,122). Pero sin duda no se ha reflexionado en que, como lo señala acertadamente la Biblia de Jerusalén, la palabra «fornicación» ya está allí tomada en su sentido metafórico clásico (como el dado a la palabra «adulterio») que no podía escapar a Pablo, de infidelidad de Israel a su Dios, o sea, de idolatría, y no en su sentido literal de pecado sexual.
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respecto al Pecado entre los paganos " tiene dos miembros: «La ira de Dios está siendo revelada desde el cielo contra todo tipo de impiedad e injusticia de los hombres que tienen presa a la verdad en la injusticia» (1,18). Como puede verse, en el primer miembro Pablo cita las dos especies (posibles) de pecados que pueden ser, y son sin duda, cometidos: los que conciernen a Dios —impiedad— y los que conciernen a los hombres —injusticia—, para suprimir luego en el segundo miembro la mención de la impiedad y dejar sólo, como mecanismo de la esclavitud al Pecado, la injusticia 12. De ahí la extraña oposición que se vuelve central en el primer capítulo: verdad-injusticia. No verdad-mentira (como en 1,25) ni tampoco justicia-injusticia, las dos oposiciones obvias entre el bien y el mal. En realidad, aunque sólo tuviéramos esta extraña fórmula como resumen —«tener presa a la verdad en la injusticia»—, podríamos ya avanzar cautelosamente ciertas observaciones no desprovistas de importancia. Por lo pronto, el poder esclavizador, la «prisión» o «quien aprisiona» y somete al hombre al Pecado es la injusticia. Y, al parecer, sólo ella. Hay, pues, que atribuirle a ésta, y no a la im-
piedad (o a la mentira), el papel protagonista. En el sentido etimológico de la palabra, el primer actor. Esto se confirma además con el paso de «piedad» a «verdad» o, para ser más exactos, de «impiedad» a «tener presa la verdad». En efecto, la impiedad es una categoría de lo pecaminoso, mientras que el aprisionar la verdad alude a un mecanismo en el plano del conocimiento o de la conciencia, señala un esfuerzo —ridículo— del hombre por engañarse a sí mismo. Así actúa el primer actor. Y no es que este esfuerzo no sea culpable. Se trata, sí, de que la verdadera culpabilidad no reside en el resultado visible: está en el mismo esfuerzo que se hace por disfrazar y disculpar ese resultado. No es de extrañar que ese tipo de pecador no se parezca en nada a un Lucifer rebelde, sino que Pablo use para caracterizarlo expresiones más irónicas que indignadas: «se enredaron en sus razonamientos [obviamente justifica torios] y se oscureció su obtuso corazón. Pretendiendo ser sabios, se han mostrado estúpidos...» (1,21-22). Ya está aquí presente algo que hemos visto caracterizar al resultado, lo sub-humano. Así, el mismo «cambiar la verdad (de Dios) por la mentira» (de los ídolos) aparece menos como un pecado grave que como un esfuerzo estúpido por engañarse el hombre a sí mismo 1J, un esfuerzo que, por increíble que parezca, tiene, no obstante, éxito. No olvidemos que tiene detrás de sí la fuerza del protagonista, la injusticia. En segundo lugar, tendremos otro indicio complementario si nos preguntamos a qué apuntaba ese ridículo intento del hombre por auto-engañarse acerca de Dios. Porque, en efecto, así lo presenta Pablo. Lo cognoscible referente a Dios está claro y manifiesto desde la creación (cf. 1,1920) M. ¿Por qué entonces ese esfuerzo gratuito por enredarse en
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11 Esa frase tendrá un paralelo casi exacto —en su extraña oposición— con otra de la segunda mitad del díptico y que comprende a los judíos (menos verosímilmente a todos los hombres): «... egoístas, indóciles a la verdad, pero dóciles a la injusticia» (2,8). Esta frase tiene, sobre la primera, la ventaja de la claridad: el resorte básico del pecado no es el pecar contra la verdad (cambiando de dios), sino el quedar libres para la injusticia (en las relaciones humanas). 12 Los exegetas dan distintas explicaciones para esta especie de desaparición de la «impiedad» en favor de la «injusticia». Veamos un ejemplo: «De acuerdo con algunos intérpretes, 'la impiedad' y 'la injusticia' denotan aquí dos categorías distintas de pecados, o sea, una cubriría los cometidos contra los cuatro primeros mandamientos del Decálogo, y la otra los cometidos contra los otros seis. Pero, teniendo en cuenta que un mismo adjetivo 'toda' comprende a la impiedad y a la injusticia, y el hecho de que en la frase principal la injusticia por sí sola parece representar el sentido de las dos expresiones, es más probable que se las use como dos nombres para la misma cosa... El que, al usar en este punto la injusticia por sí sola, Pablo quiera indicar que la impiedad tiene su fuente última en la inmoralidad (en el más amplio sentido de la palabra) es muy poco verosímil» (ICC 2,111112 y nota). Como se ve, esta pretendida inverosimilitud no se basa en razón exegética alguna. Por el contrario, su fundamento es teológico (el pecado contra Dios no podría tener como base el pecado contra el hombre) y la razón tendrá, pues, que ser discutida en ese terreno, ya que la más lógica razón literaria de la desaparición de la «impiedad» en la frase principal llevaría de por sí a esa hipótesis (cf. ICC 2,134).
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13 Por supuesto, es posible despojar a ese pasaje de su aparente profundidad antropológica: «En este versículo es tal vez más satisfactorio entender por 'la verdad de Dios' la realidad que consiste en Dios en sí mismo y en su autorrevelación, y por 'la mentira', la inutilidad global de la idolatría» (ICC 2,123). Pero se pierde de vista así la descripción del proceso de la «mentira», o sea, de la mala fe, hecha por Pablo en 1,21: «Se enredaron en sus razonamientos (justificatorios) y se oscureció su obtuso corazón», así como la relación mediata de este «mentira» con la «inutilidad» del universo en 8,20-21. 14 «Desde» la creación del mundo, y no «por» o «a causa de» (cf. ICC 1, 42; ICC 2,114). Además, si se acepta que la traducción mejor es «en medio
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razonamientos que acaban oscureciendo el corazón —la sede del juicio, según el lenguaje bíblico— y haciendo que el hombre adore tontamente a «imágenes de hombres corruptibles, de aves, de cuadrúpedos y de serpientes» (1,23)? La única respuesta razonable implicará concluir que el deseo de idolatrar no es el resorte de la actitud. El autoengaño que lleva al hombre de la adoración de lo elevado y digno (de lo superhumano) a la de lo bajo e indigno (de lo ¿«/ra-humano) es medio para otra cosa: para la injusticia, a la que apuntan realmente los «deseos del corazón». En la idolatría que pinta Pablo, la intención real es, en el hombre, la de justificar desde lo divino las relaciones deshumanizadas que quiere tener con sus semejantes. Tenemos además, en tercer lugar, en relación íntima con lo que precede, un indicio decisivo en cuanto al orden de los factores que actúan. Lo que, de acuerdo a Pablo, está presente desde el comienzo, aunque como frenado, son los deseos y pasiones del hombre inclinado a lo infrahumano. Cuando Pablo dice tres veces que Dios entrega al hombre en cierta medida a sí mismo, o por lo menos a lo que está dentro de él 1S , atestigua, por así decirlo, ese elemento pre-existente, sólo
que, de acuerdo con el pasaje paulino, esa tendencia del hombre a recaer en lo infrahumano estaría como atada o frenada por el reconocimiento de un Absoluto que le recuerda al hombre su deber-ser: Dios. De este Dios, ideal suprahumano del hombre, es de lo que éste tiene un conocimiento claro por poco que piense con sinceridad. Es cierto que se ha querido ver en este pasaje de Pablo una especie de «teología natural» —por oposición a la «revelada» en la Biblia— o de filosofía espontánea y acertada sobre lo divino basada en el hecho de la creación. Pero, en primer lugar, todo indica gramaticalmente que la creación es sólo el punto de partida temporal de las «obras de Dios». Pablo, a diferencia de Juan, no parece adoptar nunca, a propósito de Dios, el punto de vista esencialista de la cultura griega. Es difícil que entienda por «obras de Dios» algo opuesto a la visión típicamente histórica del pensamiento hebreo y bíblico. Aquéllas significarían, por tanto, la manera de actuar de la providencia divina en los acontecimientos, dejando transparentar una norma sobre la actuación humana. En otras dos ocasiones Pablo señalará la armonía fundamental, no de los deseos o pasiones del hombre (aun del pagano), sino de su yo íntimo, con ese deber-ser (cf. 2,14-15; 7,16-22) 16 . Un cuarto y último indicio nos viene de la lista de actitudes «injustas» del mundo pagano, caído en la idolatría. De acuerdo a los exegetas que parecen tener más razones a su favor, entre todas las características que se aplican a las relaciones del hombre con sus semejantes aparece una (sola) que dice relación a Dios: «odian a Dios» (1,30) n . En esto hay algo más hondo que una
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de ellos», y no «en su interior» (cf. ICC 2,113), el pensamiento se desplaza desde lo que podría parecer una «teología natural» (por oposición a teología «revelada») basada en la creación, hacia un conocimiento de Dios en su obrar histórico (que pudo existir también fuera de Israel). Sería una mera tautología pretender que las obras de Dios sólo se han vuelto visibles desde la creación. Parecería más lógico pensar que los hombres que siempre, de una manera o de otra, han atribuido a Dios (o a una potencia sobrenatural) los acontecimientos, pueden saber, desde que el mundo existe, de acuerdo a las características del actuar de Dios, qué valores representa y exige el Dios verdadero. Y, por consiguiente, la idolatría se debería a una voluntad, más o menos consciente, de escapar a la responsabilidad de cultivar tales valores. Sería una excepción en todo el pensamiento paulino de Romanos introducir aquí un argumento no antropológico o moral (sino de teodicea), aunque, según los Hechos, tengamos un precedente fallido de ello en el discurso a los atenienses. Algunos comentaristas, queriendo prevenir esa especie de «teología natural» basada en la creación, se acercarían a este parecer en cuanto que la creación por sí misma sería incapaz de generar ese reconocimiento debido al Creador, si no hubiera una «automanifestación de Dios que ha tenido lugar ciertamente y está ocurriendo siempre» (ICC 2, 116). Sin embargo, en nuestro comentarista esa especie de revelación fuera de la Escritura parece continuar más ligada al acto creador que al acontecer histórico. 15 Esta concepción pesimista del hombre —o de lo que está «dentro de él»—• dada la flaqueza de la condición humana (de su «carne») aparecerá cada vez más clara en Pablo hasta culminar en 7,14-25. Es difícil determinar
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hasta qué punto depende de una teología del «pecado original» que estaría ya presente, y con entera coherencia, en su pensamiento. Por lo pronto es muy difícil, exegéticamente, atribuir a Pablo lo que sí hay que atribuir a una teología posterior: el «dogma» del pecado original permite exonerar a Dios de que, por ejemplo, ya desde la creación, «los deseos del corazón» del hombre vayan, por su propio impulso, hacia la injusticia y lo infrahumano. 16 En ambos casos la armonía con Dios radica en lo más íntimo del hombre. Pero, en cuanto salimos de esa intimidad, aun «lo que habita» en el hombre se apodera de sus intenciones, las desvía insensiblemente hacia la facilidad y, por ese autoengaño de que hablábamos, lleva al pensamiento del hombre a forjar una justificación de ese desvío (cf. 7,17.20.22-23; 1,18). 17 Esta traducción activa de «odiadores de Dios», si así se pudiera decir, parece más probable a los exegetas que la traducción pasiva de personas «odiadas por Dios» (Deo odibiles). Así, cf. ICC 2,131 y A Greek-English Lexicón of the New Testament and other Early Christian Literature. Eng.
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mera idolatría. La enemistad activa con respecto a la concepción cabal de lo divino tiene que tener una raíz más honda, la de que el Dios verdadero molesta al hombre en la ejecución de sus deseos injustos. Razón de más, por tanto, para pensar que la idolatría no es origen sino medio, una pieza esencial en ese proceso de autoengaño por el que el hombre procura asegurarse en su empresa deshumanizadora. ¿Para qué, entonces, el hombre aprisiona a la verdad? Porque incomoda a lo que quiere hacer. Enredándose en sus razonamientos y oscureciendo su corazón, busca y termina fabricando un Absoluto a la medida de sus deseos. En ese caso no es que Dios tome la iniciativa de castigar, entregando al hombre a sus propios deseos. Estos se desatan porque el hombre mismo se las ha ingeniado para desembarazarse de lo único que podía mantenerlos a raya, la norma que reconocía como absoluta. En la primera lectura, la infantil, Pablo parecía hacerle decir a Dios algo así como: ¿Con que no me queréis reconocer y rendir el debido culto? Pues bien: los voy a dejar librados a su juicio (corazón) codicioso, a pasiones infames y sobre todo a su propia mente defectuosa (cf. 1,20-24.26.28). Y no es tanto el antropomorfismo lo que llama la atención. Además, en las dos lecturas existe. Es el adjudicarle a Yahvé, al Dios «lleno de gracia y de verdad» o, si se prefieren las viejas expresiones hebreas, de «misericordia y de fidelidad» una reacción que mezcla el castigo con una baja venganza. Decimos venganza o castigo porque lo propio de éstos —y lo que los diferencia de un mero resultado— es que no se percibe ya una relación intrínseca y causal entre una cosa y la otra. Cuando esta cadena no se interrumpe, o sea, cuando el resultado, bueno o malo, corresponde a las causas que se pusieron en juego, nadie atribuye el suceso al castigo o a la venganza de otra persona, ni siquiera sobrenatural. Así, nadie habla de castigo cuando al comer mucho sucede una indigestión, pero sí se apela a esa noción cuando a un avaro le viene dolor de muelas... Siguiendo, pues, los indicios aludidos hasta aquí, podemos y debemos sustituir el esquema aparente e infantil de idolatría-castigo-
deshumanización por otro que nos seguirá acompañando en los capítulos siguientes: deseo de injusticia, raciocinios justificatorios engañosos, creación de un ídolo infrahumano 18 que justifique la injusticia y, finalmente, caída en relaciones mutuas infrahumanas. Es así como los hombres, y en este caso los paganos, tienen presa a la verdad en la injusticia. En efecto, no habría esclavitud si el hombre fuera dueño de sus actos, por malos que éstos fueran. Pero al taparle la boca a la verdad que les molesta se vuelven seres esclavos, movidos por un poder ajeno. Sus obras sirven a los fines de otro, y ese otro es el Pecado, es decir, la negación del proyecto de Dios.
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trans. and edit. of W. Bauer's, Griechisch-Deutsches Worterbuch... (The University of Chicago Press, "1969); así como también M. Zerwick, op. cit., p. 338.
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II Ahora nos preguntamos: ¿qué relación tiene este tipo de definición valorativa y, por cierto, tan negativa del paganismo con el mensaje histórico de Jesús de Nazaret? La respuesta, a primera vista, debería ser clara y terminante: ninguna. No sólo por el hecho de que en este capítulo, que versa sobre la globalidad del paganismo, no se cita para nada a Jesús, sino, y sobre todo, porque sería imposible hacerlo. En efecto, el que no encontremos en el mensaje de Jesús juicio alguno sobre la relación global entre los paganos y Dios (o el reino de Dios) no es fortuito. Su mensaje tiene siempre, voluntariamente, una explícita referencia al Dios de Israel, a los planes de ese Dios para Israel y a la situación de Israel ante Dios. Nada nos permite pasar, por mera adición, de los oyentes de Jesús a los hombres en general. 18 Si se sigue suponiendo, como vimos (cf. supra, nota 10 a la p. 315), una influencia de Sabiduría 12-14 sobre el pensamiento de Pablo, todavía sorprende más (a no ser dentro de nuestra hipótesis) la ausencia en éste de toda alusión al culto idólatra de los astros. Así se expresa, en efecto, Sab 13,1-2: «... no fueron capaces de conocer por los bienes visibles a aquelque-es, ni, atendiendo a las obras, reconocieron al artífice; sino que al fuego, al viento, al aire sutil, a la bóveda estrellada, al agua impetuosa o a las lumbreras del cielo los consideraron como dioses, señores del mundo». Sólo hay allí una alusión a la idolatría hacia imágenes de hombre o «algún vil animal» en Sab 13,13. Independientemente de esta cuestión precisa, otro lugar donde puede notarse esta supuesta influencia del libro de la Sabiduría en Pablo es en la lista de pecados, muy semejante a la de Pablo, en Sab 14,25-26.
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Como vimos, aunque se haya vuelto clásico hablar del presunto universalismo de aquél, lo más que se puede decir a ese respecto es que tal universalismo era virtual. En otras palabras: había que deducir, en forma creadora, lo que Jesús habría dicho de estar en la situación de Pablo, o sea, frente a la humanidad desnuda de sus clásicas divisiones, como quiere Pablo que esté la humanidad de la comunidad cristiana de Roma. Afinemos, pues, nuestra pregunta: ¿qué datos podían tener relevancia significativa en la predicación (histórica) de Jesús en cuanto a indicarnos con qué ojos consideraría el Dios de Jesús la situación general de los paganos? 19. A nuestro entender, dos elementos permiten la transposición hecha por Pablo. El primero es «el reino de Satanás», opuesto al reino de Dios que llega. Ya tuvimos ocasión de ver cómo, contrariamente a nuestras ideas sobre lo diabólico como fuente de tentaciones para nuestra libertad, Jesús considera a Satanás como un «fuerte» que mantiene al hombre esclavizado en una situación infrahumana. Esta va desde la privación de las funciones físicas de relación hasta la imposibilidad psíquica de establecer los más básicos nudos sociales. Y, lo que puede ser sólo una coincidencia —pero quizá percibida y aprovechada por Pablo—, el relato sinóptico donde esto aparece con más claridad es precisamente el de la «desposesión» de un pagano, lo que sin duda quiere decir que la lucha entre los dos fuertes —el que esclaviza y el que libera— no se limita a las fronteras de Israel. Pues bien: así como el Satanás de los sinópticos no tiene relación con el quebrantamiento voluntario de la ley, sino con una especie de posesión o esclavitud, así tampoco el Pecado —personificación (antropológica) de Satanás— significa en Pablo un acto en el que se escoge libremente un mal moral concreto, sino un poder que se posesiona del hombre y lo hace cosa suya, lo esclaviza 20. Mirado desde este punto de vista, el mensaje de Pablo aparece en clara continuidad con el de Jesús. El paso de Satán a Pecado,
tan fácil de hacer —es apenas un primer esbozo de desmitologización—, está justificado además por el cambio de contexto cultural. Pero con ello estamos lejos de comprender el coeficiente creador que la transposición hubo de significar. Por lo pronto, hay un acento que se desplaza. El Pecado no será ya tenido por responsable de los males físicos que se atribuían en los sinópticos al poder de Satanás. Esto puede parecer a primera vista muy secundario, pero tiene importantes consecuencias. En primer lugar, cuando Jesús eligió discípulos lo hizo para mandarlos a predicar la buena noticia y les dio el poder consiguiente para expulsar demonios y curar enfermedades. Estas curaciones y expulsiones eran, en efecto, los signos de que Dios estaba de nuevo presente en la historia de Israel y de que su reino era inminente o comenzaba ya. Es interesante observar, por lo mismo, cómo esa función antisatánica, en lo físico, desaparece en las Iglesias paulinas. En cambio, adquiere una importancia destacada el carisma profético. El ejercicio de éste se vuelve el signo de que «Dios está verdaderamente entre» los fieles. ¿Por qué? Porque otra necesidad básica del hombre que no es la integridad física, pero que tampoco puede colmarse bajo la esclavitud de Satán-Pecado, es así colmada: «será convencido por todos, juzgado por todos: los secretos de su corazón quedarán al descubierto» (1 Cor 14,24-25) 2I . En efecto, ya desde el primer capítulo de Romanos comprobamos cómo el conocimiento (juicio) sobre el Pecado y sus mecanismos se identifica con el descubrimiento de la verdad sobre «el corazón» y «la mente» del hombre. Y con esto llegamos al segundo elemento. Si lo que vimos al analizar los sinópticos es cierto y si la clave política funcionó abriéndonos el sentido, más o menos oculto, de una buena parte de la predicación de Jesús, ésta estaba muy lejos de ser ingenua. Jesús, mediante las parábolas y las controversias directas con sus adversarios, sitúa el pecado radical —en oposición
19 Claro está que alguien podría decir que nuestra búsqueda es inútil pues el mismo Pablo señala más adelante dónde encuentra él el puente entre lo que vale para los judíos y lo que vale para los paganos: en Abrahán (cf. el capítulo cuarto de Romanos). 20 Véase, por ejemplo, más adelante con qué insistencia Pablo, en casi todos los versículos del capítulo sexto, habla explícita o implícitamente de esta esclavitud (cf. 6,6.12.13.14.16.17.19.20.22).
21 Este deslizamiento de lo físico a lo existencial colocará a la doctrina de Pablo en un plano más «espiritual» y menos «material» que el de los sinópticos. Y tendrá, como veremos, entre sus efectos, el que situaciones caracterizadas «materialmente», como la pobreza o la marginación, no tengan en Pablo el mismo relieve que en la predicación histórica de Jesús. Lo cual no significa, en principio por lo menos, una infidelidad, sino una extensión complementaria.
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al superficial que puede ser atribuido a los pobres— en una utilización ideológica de Dios y de su Ley para oprimir. En otras palabras: la dureza del corazón22 paraliza la verdad para que ésta no acuda en socorro de quienes sufren y la necesitan. Podríamos incluso decir que las acusaciones de Jesús a sus adversarios acerca del pecado son que «tienen presa a la verdad (sobre Dios) en la injusticia». ¿Qué tiene que hacer Pablo entonces para trasponer a los paganos o, mejor dicho, a la humanidad compuesta al mismo tiempo de judíos y paganos esa predicación básica de Jesús de Nazaret? Sin duda dos cosas. Una, cambiar la clave política, válida para la sociedad de Israel, por otra antropológica. Y eso es lo que hace, pasando de la acusación de opresión a la más genérica de relaciones sociales desprovistas de verdad y humanidad. Para comprender y constatar este cambio de clave se puede comparar la lista de epítetos que, según Mateo, Jesús dirige a los fariseos (Mt 23,1-32) a con la que Pablo dirige a los paganos en su globalidad. La otra, más fácil en apariencia para el experto en Escritura que es Pablo, consiste en pasar de la utilización de Dios, mediante la interpretación errada de su Ley, a la idolatría (pagana). Hablamos de la Escritura en general, porque el Jesús histórico no parece haberse interesado por el problema de la idolatría formal, lo cual es coherente con su intención de enderezar su mensaje a «las ovejas perdidas de la casa de Israel». Es imposible saber a ciencia cierta qué fe merece el testimonio de Mateo de que Jesús calificó a sus adversarios de «generación adúltera», lo que, en términos bíblicos, no se refería al adulterio sexual, sino que constituía una conocida metáfora de «idólatra». Ciertamente, Jesús criticó de la manera más dura su modo erróneo de interpretar al Dios verdadero, lo que, en buenas y claras palabras, significaba que seguían a un dios inexistente, a un dios que, aunque ellos siguieran identificándolo con Yahvé, era en realidad un ídolo, una imagen (verbal) detrás de la cual no había nada. No obstante la abundante literatura bíblica sobre la idolatría, el pensamiento de Pablo no se reduce, sobre todo en este capítulo,
a una repetición de juicios tradicionales sobre el tema, lo cual es significativo. En efecto, no es fácil sacar de la Escritura el análisis que hace Pablo de la idolatría, es decir, uno que, en cierto modo, «iguale» la idolatría existente fuera y dentro de la religión de Yahvé. Podemos distinguir dos grandes períodos en el tratamiento bíblico del problema de la idolatría. El primero, que va desde el comienzo hasta el exilio, se caracteriza por tratar el tema desde el punto de vista de la monolatría. El segundo, desde el exilio en adelante, desde el punto de vista del monoteísmo. Es cierto que, en ambos casos, la Biblia descubre motivos muy humanos (no religiosos) en el mecanismo que lleva a la idolatría, pero esos motivos son diferentes en uno y otro caso. En el primer período, de implícito politeísmo, el peligro que el yahvismo tiene que afrontar es la codicia del hombre, dispuesto a quebrar la alianza con Yahvé (como se traiciona a un amigo o a un esposo) siempre que otro dios prometa proveerlo más abundantemente de lo que busca: «mi pan y mi agua, mi lana y mi lino, mi aceite y mis bebidas» (Os 2,7) 24 . La fecundidad y la fertilidad, las victorias bélicas, es lo que se halla en juego en la decisión por tal o cual dios, no, por cierto, la ortodoxia teológica 2S. Cuando la crisis del exilio obliga a los profetas a profundizar en la concepción de que Yahvé es el único creador del universo y trascendente con respecto a todos los poderes de la tierra y del cielo (cf. el segundo Isaías en Is 40,l-18ss) se desarrolla una nueva literatura sobre la idolatría. Esta ya no está dominada por los celos de Yahvé —rastro de un implícito politeísmo al que se opone la estricta monolatría yahvista—, sino por la ironía con que debe mirarse al hombre que a sabiendas forja con sus propias manos una imagen que saca de él mismo su realidad caduca y luego es capaz de adorarla (cf. Is 40,19-20; 41,6-7; 44,9-20). Sin embargo, esta sátira sobre el origen material de toda idolatría no nos
22 La relación entre ésta y una distorsión del juicio, ya inconsciente o percibida sólo a medias, es evidente en los sinópticos. No en vano son allí palabras claves «dureza de corazón» e «hipocresía». 23 O la que surgiría, como ya indicamos, de un resumen, en adjetivos, de las parábolas polémicas.
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24 Ya el relato yahvista del primer pecado, pese a la imaginación fantasiosa de exegetas aficionados, es la narración ejemplarizante de los terribles resultados del culto a la serpiente (forma de dioses cananeos) en busca de «saber [hacer] el bien y el mal», es decir, en busca de poderes mágicos universales. 25 Por eso los profetas en esta época denuncian a menudo una cierta idolatría práctica o implícita: cosas que, si bien se hacen en nombre de Yahvé, no son reconocidas por éste como tales (cf. Jr 7,4-15; 22,1-9). Pero parece ser que es Yahvé quien asimila esas cosas a la idolatría (o a la gravedad de ésta). No aparece que sean idolatría o que lleven a ella.
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dice ya nada sobre el mecanismo humano que lleva a ella. Más aún: tiene tanta más fuerza satírica cuanto más inexplicable resulta este último. Es necesario concluir entonces que el pensamiento de Pablo sobre la idolatría en el primer capítulo de Romanos no coincide exactamente con ninguno de los tratamientos bíblicos del tema, y eso aunque pueda tener ciertos rasgos de similitud, más aparente que real, con el segundoZ6. Lo que acontece es que este primer capítulo de Romanos está invisible pero íntimamente conectado con el segundo y como imantado por él. Pablo quiere mostrar a toda la humanidad «bajo el Pecado» (Rom 3,10). Como no se trata de clasificar los pecados por grupos, sino de mostrar la misma esclavitud, los mismos mecanismos inhumanos puestos por obra en «pecados» muy diferentes (por sus objetos), Pablo hace ya, por necesidad lógica, en el primer capítulo un análisis de la idolatría que pueda fundamentar la acusación posterior a los judíos de «hacer las mismas cosas» (Rom 2,1). Si consideramos las cosas desde este punto de vista, aparece ante nosotros un camino lógico mucho más cercano a Jesús de Nazaret, la crítica de la ideología religiosa, o sea, del uso que hace el hombre de su relación con lo divino. La búsqueda de ese sustrato común —«las mismas cosas»— a dos situaciones tan disímiles como el politeísmo pagano y el monoteísmo judío implica para Pablo un primer cometido: desplazar el acento del plano en que las dos situaciones se oponen: el de la ortodoxia. Esto lleva a Pablo a dar un verdadero salto creador con respecto a la Escritura: a dejar entender que los paganos son, y de manera consciente, tan básicamente ortodoxos en su conocimiento de la realidad divina (cf. Rom 1,19-21.25.28) y de los deberes morales (cf. Rom 2,14-15) como los judíos. Y es justamente en el paso de esa ortodoxia a la praxis donde ambos se desvían, volviéndose esclavos del mismo Pecado, aunque cometan pecados diferentes. Ahora bien, establecer esa ortodoxia básica en pleno paganismo es un problema nuevo y difícil27. Pablo sólo tiene, en el
mensaje de Jesús, una prueba a contrario. Y es cuando Jesús enhenaba que lo decisivo en esta relación verdadera con lo divino era el «corazón» blando, o sea, sensible, a lo que conviene al hombre, de acuerdo a los signos de los tiempos 28. Y como para itiibrayar el peligro, no de Dios, sino del uso de la reÜgión para «endurecer el corazón», citaba precisamente dos ejemplos de mayor sensibilidad (que la del Israel contemporáneo) en un pueblo y en un personaje paganos: los ninivitas y la Reina del Mediodía. Esto confirma, claro está, la segunda hipótesis (véase párrafo itnterior) en cuanto a la precedencia de la injusticia sobre la idoluiría. Pero es obvio igualmente que Pablo no podía dejar sin explicación, en un cuadro general del paganismo, el hecho cultural de primera magnitud consistente en la diferencia que existe entre ln adoración de Yahvé (con ortodoxia formal), por corrompida que csluviese, y la adoración de los ídolos paganos. Incluir una explicación de este hecho suponía: a) mostrar el carácter secundario de las desviaciones religiosas del paganismo, líente al dato primario de una unanimidad religiosa básica y certera; b) mostrar que no Dios, sino el hombre, era el responsable de los males concretos que la idolatría representaba; c) mosirar que el Pecado no se apoderaba del conocimiento que era base de lo religioso, sino del uso que de lo religioso se hace (en nuestro vocabulario: no de la fe, sino de la ideología religiosa). Que haya en el uso de lo religioso (y en las actitudes relacionadas con él) mecanismos íntimamente ligados con el Pecado no es solamente algo que Jesús mostró en forma reiterada en sus polémicas con los fariseos y en las parábolas; Pablo lo constata precisamente en esta época y en dos contextos concretos muy diferentes: la comunidad de origen judío de los Gálatas y la comunidad de origen pagano de los Corintios 29. Lo que quiere decir
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26 Y decimos más aparente que real porque, en la medida en que nos representemos la idolatría como una gratuita negación práctica de la teología natural (que se volvería evidente en la creación), la relación con el segundo capítulo queda truncada, al mismo tiempo que se oscurece también la relación de la idolatría con la injusticia, en la que tanto insiste Pablo. 27 Es interesante observar —aunque date del primer período de sus cartas— una cierta duplicidad de Pablo (parecida a la que él no puede sufrir
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en Pedro acerca de los judaizantes de Antioquía) frente a la idolatría en Atenas. «Estaba interiormente indignado al ver la ciudad llena de ídolos» (Hch 17,16). Y luego, en su discurso ante el Areópago: «Atenienses, veo que sois, por todos los conceptos, los más religiosos (de entre los hombres)» (Hch 17,22). 28 Es decir, que las premisas ontológicas y epistemológicas (véase la explicación de este vocabulario en el tomo anterior) con que se lee una presunta declaración divina son más decisivas que la letra posterior que consigna dicha revelación, en cuanto de conocer a Dios se trata. 29 En la medida en que podemos hablar de un origen predominante, ya sea desde el punto de vista cuantitativo, ya sea desde el de los problemas que en ellas pasaban a primer plano.
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que ni siquiera el mensaje y las advertencias de Jesús inmunizaron el uso de la religión en las primeras comunidades cristianas contra mecanismos antropológicos de pecado. La diferencia de contextos entre Gálatas y Corintios es, sin duda, la causa de que no se haya reflexionado en el estrecho paralelismo del argumento paulino en ambos casos. Paralelismo que llega, como en seguida veremos, hasta el mismo vocabulario. En ambos casos, Pablo apela a una base que es también un comienzo: la predicación (que él hizo) de Jesús, aceptada en la fe, es acompañada por la presencia del Espíritu de Dios (cf. Gal 3,1-2, etc.; 1 Cor 2,1-5, etc.). Pero, a partir de ese comienzo, algo ha tomado, en ambas comunidades, un rumbo errado. Y ello, para Pablo, no es fortuito. Tiene que haber una raíz antropológica, un mecanismo radical del hombre, tendiente a llevar a éste a una situación inferior, más fácil, «humana» y «natural» por cierto (cf. 1 Cor 3,3; 2,14; Gal 4,29). Lo que, sin embargo, nos llama la atención es que esa situación es igualmente —casi deberíamos decir «más»— religiosa. ¿Cuál puede ser, en efecto, ese extraño mecanismo (y que hoy juzgaríamos, erróneamente, ausente de nuestro mundo secularizado) que hace a Pablo dirigirse a los Gálatas en estos términos: «vosotros los que queréis estar sometidos a la Ley...» (Gal 4,21), y ello innecesariamente? A la inútil multiplicación de «observancias» a que conduce ese mecanismo en el caso de los Gálatas corresponde la inutilidad de buscar «eficacia» religiosa —de «gloriarse en hombres»— y prácticas humanas de los Corintios (cf. 1 Cor 3,21). Porque precisamente las discusiones, que Pablo llama «infantiles» (1 Cor 3,1) 30 , de los Corintios versaban sobre los diferentes grados de eficacia religiosa de las respectivas predicaciones y bautismos recibidos de diferentes apóstoles (cf. 1 Cor 1,1 lss). Existe así un mecanismo antropológico que debe explicar la tendencia del hombre a ponerse «debajo de...» lo religioso31.
Pablo usa varios términos para designar esa tendencia. Como ya hemos visto, uno de esos términos, más bien vago, podría ser «lo humano». Y como el acto de designar debe tener en cuenta los términos opuestos, «lo humano» se opone en Pablo a «la gracia», como cuando les dice a los Gálatas que quieren someterse de nuevo a la ley religiosa: «Habéis roto con Cristo todos cuantos buscáis la justicia en la ley. Os habéis apartado [¿habéis caído?] de la gracia» (Gal 5,4). Pero esas «designaciones» se eclipsan ante las verdaderas y certeras definiciones. Porque aquí surgen dos nuevos personajes decisivos del combate antropológico: la Carne y el Espíritu. Ya hemos visto que el principio correcto de la fe religiosa, tanto en Corintios como en Gálatas, se fundaba en la presencia operativa del Espíritu. Ahora podemos ver que la desviada actitud religiosa de ambas comunidades —el uso que hacen de lo religioso— se caracteriza, según Pablo, con el mismo epíteto: «carnal» (1 Cor 3, 1-4; Gal 3,3). No es secreto para ningún exegeta lo que estos dos términos significan en la Biblia, y siguen significando en Pablo o Juan. Por «carne» entienden los escritores bíblicos (sobre todo desde la época del exilio), el hombre, o cualquier otra creatura viviente, dejado a sus propias fuerzas, a su sustrato creado en cuanto tal. Por Espíritu se designa la fuerza de Dios, que actúa, ya sea solo, ya sea (lo que es más frecuente) dándole a lo creado tanto las condiciones básicas para existir y sobrevivir, como las realizaciones más altas y características de las mismas cualidades humanas. Así, cuando se quiere traducir «carne» a las lenguas modernas, se usan diferentes circunloquios de acuerdo con ese origen bíblico 32 . Pero con esto no estamos —y ahí se quedan muchos exegetas sin ir más lejos— sino en el umbral de la comprensión de Pablo cuando usa tal término. En efecto, se trata de explicar debido a qué mecanismos lo que comenzó siendo una fe religiosa autén-
30 La misma acusación de «infantilismo» religioso les hace Pablo a los Gálatas (que se dejaban seducir por los judaizantes), tratándolos de voluntarios «menores de edad» (Gal 4,lss; 3,24) y ello por no comprender —o no querer comprender y asumir— como tampoco los Corintios, que eran «dueños de todo» (Gal 4,1) o, lo que es lo mismo, que «todo era de ellos» (1 Cor 3,21). 31 Las imágenes relativas a estos diversos planos de iafeordinación son continuas y decisivas en Pablo. Compárese, por ejemplo, 1 Cor 3,21 con Gal 3,22-25; 4,2-5; 5,1.
3a Tomando como ejemplo dos traducciones castellanas del Nuevo Testamento de reciente publicación, una católica y una protestante, hallamos para el «sois carnales» de 1 Cor 3,3 y «con la carne sirvo a la ley del pecado» de Rom 7,25, respectivamente: «endebles en la fe» y «estando puramente natural» (F. de Fuenterrabía, Nuevo Testamento. Traducción de los textos originales, Ed. Verbo Divino, Estella 51969); «puramente humanos» y «naturaleza humana» (Dios llega al hombre. Nuevo Testamento de Nuestro Señor Jesucristo. Versión popular, Sociedades Bíblicas en América Latina, 1966).
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tica tiende a degenerar en toda la humanidad —debido a algo que Pablo llama la Carne— en una religión «bajo el Pecado», si hemos de creer los dos primeros capítulos de Romanos (paralelo el primero a la acción de la Carne en los Corintios; y el segundo, a su acción en los Gálatas). En efecto, en el Antiguo Testamento, «carne» era un elemento de pecado sólo cuando llevaba a confiar en medios humanos, creados, políticos, históricos, en lugar de hacerlo en Yahvé (cf. Is 31,1-3). En cambio, cuando la creatura («carne») reconocía su carácter de tal y su radical indigencia, sintiendo el profundo terror y la total adoración que merece lo trascendente, el sentido de la palabra tendía a ser positivo. En otras palabras, «carne», en cuanto sinónimo de condición de creatura, variaba de signo: negativo cuando se volvía un elemento de secularización, positivo cuando se volvía un elemento de religiosidad. Por eso mismo nos sorprende encontrar el término tanto en Gálatas como en Corintios, apuntando a lo que podríamos llamar un exceso de religiosidad. Debemos pensar que el sentir profundamente su condición de creatura lleva al hombre a poner lo religioso por encima de él, a usarlo como intermediario entre lo trascendente inasible y la inseguridad de la creatura que pugna por asirlo. Se comprende así que para Pablo la Carne es todo lo contrario de una tendencia a la secularización. Precisamente la crítica de Jesús a la religión de los fariseos le permite al ex fariseo Pablo hacer esta revolución en el lenguaje veterotestamentario. La Carne es el temor de la creatura a poner frente a Dios criterios (premisas ontológicas y epistemológicas) provenientes del hombre. De ahí que se oponga a una fe auténticamente religiosa y busque usar lo religioso ideológicamente, poniéndolo así bajo la esclavitud (y los mecanismos) del Pecado. Y es tanto más importante descubrir en qué consiste, concretamente, para la existencia humana ese mecanismo cuanto que, de lo contrario, su antídoto antropológico, es decir, la Fe, aparecerá ante nuestros ojos en el texto de Pablo como un elemento meramente mágico, de eficacia sobrenatural y sin conexión alguna con una transformación del hombre entero. Pero no nos apresuremos. Otro personaje antropológico tiene que aparecer para encarnar y aclarar ese mecanismo que pone lo religioso al servicio del pecado.
CAPITULO II
EL PECADO, ESCLAVIZADOR DEL JUDAISMO
Romanos 2,1-28 1
Por todo eso no tienes excusa, hombre, quienquiera que seas, tú que juzgas a los demás, ya que al juzgar al otro tú mismo te condenas porque lo juzgas a pesar de hacer las mismas cosas que él. 2 Sabemos, sin embargo, que el juicio de Dios, de acuerdo a la verdad, está dirigido contra los que hacen tales cosas. 3 Hombre que juzgas a los que hacen tales cosas, y haces tú lo mismo, ¿piensas que escaparás al juicio de Dios? 4 ¿O no tienes en cuenta la riqueza de su bondad, paciencia y grandeza de corazón, no queriendo reconocer que su bondad pretende llevarte a la conversión? 5 A causa de la dureza y de la impenitencia de (tu) corazón, te estás tú mismo atesorando ira en el día de la ira y de la manifestación del justo juicio de Dios 6 quien dará a cada uno según sus obras. 7 A quienes, con la perseverancia en obrar el bien, buscan gloria, honor e incorrupción, (les dará) vida eterna. 8 Para quienes, por el contrario, (son) egoístas, indóciles a la verdad, pero dóciles a la injusticia, (habrá) ira e indignación. 9 (Habrá) tribulación y angustia para toda persona humana que obra el mal, primero para el judío y (también) para el griego; 10 gloria, honor y paz, por el contrario, para todo el que obra el bien, para el judío primero y (también) para el griego. n Porque no hay parcialidad para nadie de parte de Dios. 12 Así cuantos sin ley pecaron, también sin ley perecerán, y cuantos pecaron en el sistema de la ley, serán juzgados por el criterio de la ley. 13Ya que no (son) justos ante Dios los que oyen la ley, sino que sólo los que la practican serán declarados justos. 14 Porque cuando unos gentiles, sin tener ley, hacen naturalmente lo mandado por la ley, son ley para sí mismos, aun sin tener ley. 15 Prueban con ello que tienen la obra de la ley escrita en sus corazones, atestiguándolo su propia conciencia con sus internos pensamientos que los acusarán y aun los defenderán 16el día en que Dios juzgará los secretos
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El pecado, esclavizador del judaismo
de los hombres por medio de Cristo Jesús, de acuerdo con mi evangelio. 17 Pero si tú te dices judío, y descansas en la ley, y te glorías en Dios, 1S y conoces su voluntad, y disciernes lo esencial instruido por la ley, 19 y pretendes ser guía de ciegos —luz para los que moran en tinieblas— x educador moral de desorientados, maestro de principiantes, porque tienes en la ley la expresión misma del conocimiento y de la verdad... 21 bueno, enseñando a otros no te enseñas a ti mismo, predicando que no hay que robar, robas, s diciendo que no hay que cometer adulterio, lo cometes, pretendiendo aborrecer los ídolos, cometes sacrilegio. 23 Gloriándote en la ley, pero transgrediendo la ley, deshonras a Dios, 24 y así el nombre de Dios a causa de vosotros es blasfemado entre los gentiles, como está escrito. 25 Porque es cierto que la circuncisión es útil si cumples la ley; pero si eres un violador de la ley, tu circuncisión se vuelve incircuncisión. ^ Luego, si la incircuncisión guarda los justos preceptos de la ley, ¿no será acaso considerada su incircuncisión como circuncisión? 27 La incircuncisión física que cumple la ley te juzgará a ti que, teniendo la letra de la ley y la circuncisión, (eres un) transgresor de la ley. ^Porque no está en lo externo el ser judío, ni es circuncisión la externa en la carne, sino (que) el (ser) judío (está) en lo interno, y la circuncisión del corazón (está) en el espíritu, no en la letra, y su estima no procede de los hombres, sino de Dios.
ejemplos de pecados que, a pesar de ser juzgados como tales, son cometidos en el mundo judío: el robo, el adulterio y el sacrilegio. En cuanto a la primera cuestión, se sabe que la división en capítulos de las cartas de Pablo es un artificio posterior y en gran parte arbitrario. Normalmente señala un cambio de tema, más o menos marcado, en la corriente de pensamiento del autor. En la misma medida constituye un instrumento práctico y acertado para su lectura. Pero es cierto asimismo que quien divide en capítulos una carta no puede menos de buscar longitudes más o menos equivalentes para fijar sus límites. Sería escandaloso marcar como capítulo tres líneas por el solo hecho de que las tres encierran un tema diferente del que precede y del que sigue. Ya hemos visto que la intención de Pablo en los primeros capítulos de Romanos —o en el material que a ellos responde— es mostrar que tanto paganos como judíos «estamos todos bajo el Pecado» (3,9). Debemos, pues, lógicamente, buscar en ese material una especie de díptico: un cuadro con dos paneles. En el primer panel tendremos la descripción y prueba del pecado de los paganos («griegos»). Y, de hecho, así lo hallamos, como acabamos de ver. Nos percatamos de su particularidad al aparecer la acusación de idolatría a lo largo del capítulo primero. En el segundo panel, Pablo nos hablará del «judío» en cuanto categoría religiosa caracterizada por la Ley revelada. Ahora bien, la primera pregunta surge del hecho de que el «judío» es nombrado sólo a partir de 2,17. Hasta entonces, el capítulo segundo sólo ha usado el término genérico de «hombre» (2,1.3.9). Cabe, pues, en principio, la posibilidad de que Pablo siga hablando de los paganos hasta 2,12, por lo menos, para luego pasar al juicio que hará Dios a paganos y judíos por igual (2, 12-16). Y sólo a partir de allí se dirigiría al judaismo 1 . Un indicio favorable a esta hipótesis (aunque luego, como veremos, se tornará contra ella) podría ser la repetición, casi con las mismas palabras, de la frase clave para el pecado del paganismo: «tener presa a la verdad en la injusticia». Una oposición semejante, y entre los mismos términos, aparece igualmente cuando Pablo, dirigiéndose a hombres que no especifica, los trata de «indóciles a la verdad, pero dóciles a la injusticia» (2,8). Sin embargo, es mucho más probable que quienquiera que
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El capítulo segundo de Romanos, que trata sobre todo de la universalidad del pecado dentro del pueblo judío, parece, a primera vista, mucho más fácil de comprender. Tal vez demasiado
fácil.
Al parecer, Pablo afirmaría en este capítulo que los que tienen la Ley, esto es, la religión judía basada en la revelación bíblica, «hacen las mismas cosas» (2,1) que los paganos. Y que, además de ello, añaden un nuevo pecado: el de juzgar esas cosas desde una pretendida superioridad religiosa (cf. 2,1-5.17-24). Pero para poder saber si esto es así y, en caso afirmativo, por qué lo es, tenemos, en una primera parte, que plantear dos cosas. La primera es la cuestión de los límites reales del «capítulo» en que Pablo se refiere al judaismo y a su esclavitud con respecto al Pecado. La segunda es lo que Pablo quiere decir con los tres
Cf. ICC 2,138.
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haya dividido los capítulos haya estado acertado en identificar al «hombre que juzga» (2,1) con el judío, con lo que se iniciaría así el segundo panel del díptico. En efecto, en todo el resto del capítulo, ese «juzgar a los demás» es la característica central a la que Pablo apunta y el elemento más grave, por cierto, de la esclavitud del mundo judío con respecto al Pecado. Lo que ciertamente ocurre —y explica la ambigüedad— es que Pablo, para efectuar la transición entre el primero y el segundo panel, establece, sin referirse aún explícitamente al judaismo, que todos los hombres están sujetos al mismo criterio de juicio (cf. 2,11) y que, por lo tanto, no escapa al pecado que domina al paganismo quien se reduce a condenarlo «haciendo las mismas cosas». Pablo habla entonces de ese juicio de acuerdo con un criterio justo y universal, que tendrá por cierto en cuenta las diferencias —ley interior o revelada—, pero que no permitirá que esas diferencias funcionen como privilegio (cf. 2,12-16). Con ello, aunque de manera implícita, se está refiriendo al judaismo. Y, a partir de ahí, nombrará explícitamente al judío. Otra cuestión se presenta en relación con la terminación del capítulo. Y ello va a ser importante, como luego veremos. El capítulo tercero continúa —hasta el versículo 20— el panel consagrado al mundo judío. No hay solución de continuidad entre 2,28 y 3,1. Más aún, la primera parte del capítulo tercero (3,1-20) le permite a Pablo llegar a la conclusión que desea establecer, proveyéndolo de los elementos más relevantes. Precisamente sólo allí aparecerá claro cómo Pablo, en el segundo panel del díptico, repite prácticamente la misma estructura que le sirvió para dibujar el primero. Basta pensar que sólo allí hace la lista de la conducta del judío correspondiente a la hecha a propósito de la conducta de los paganos. La segunda cuestión a que nos referíamos —aunque ésta perderá mucho de su importancia con la incorporación al capítulo segundo de 3,1-20— consiste en saber por qué, si el judío «hace las mismas cosas» (2,1), Pablo concretamente le atribuye tres pecados, y precisamente tres pecados que no ha atribuido a los paganos. Prescindiendo de que resulta muy difícil percibir cómo pueden haber sido característicos del mundo judío (aun en la diáspora). Se trata del robo, del adulterio y del sacrilegio (cf. 2, 21-22). Por lo pronto, contrasta la «falsificación» inhumana de las relaciones interpersonales o intergrupales que Pablo atribuye a los
paganos con los tres delitos (aunque se citen a modo de ejemplo) atribuidos a los judíos. En efecto, si nos situamos en el terreno sociológico, tenemos que confesar que, a pesar de esos pecados, Pablo no presenta a la sociedad judía —o a los grupos judíos dentro de la cultura griega— como profundamente corrompida e inhumana. Casi cabría decir que la presenta como una sociedad normal. Parecería, pues, que tiene que existir una clave que nos conduzca al nivel donde Pablo puede percibir una gravedad similar a la que es obvia en su descripción del mundo pagano. Más aún, Pablo debe mostrar no que los judíos pecan, sino que son esclavos del Pecado. Una primera hipótesis sería que Pablo pone esos ejemplos porque estaban expresamente prohibidos en la Ley, esto es, en el decálogo mosaico. En efecto, Pablo toma como ejemplos una falta directa contra el primer mandamiento, otra contra el séptimo y otra contra el octavo, según el orden en que se los encuentra en Ex 20,3.14-15. En otros términos, si Pablo describe el desorden global de la conducta de los paganos es porque debe mostrar su gravedad sin apelar a una ley explícita que, como es lógico, ellos no poseían. En el caso de los judíos, en cambio, puede uno pensar que bastaría llamarles la atención sobre cómo violan directa y claramente los mandamientos de su propia ley, con letra y todo. Y aquí también, uno de los que cita Pablo se refiere a la impiedad, y dos a la injusticia. Estos ejemplos, aunque parezcan mínimos en relación con los que ilustraban la vida pagana, bastarían para sustentar el argumento básico de Pablo: «todos pecaron y les falta la gloria de Dios» (3,23). Pero, ¿bastarían para dejar sentada la otra conclusión, que va más al fondo: «ya hemos dejado establecida la acusación de que judíos y griegos estamos todos bajo el Pecado» (3,9)? En efecto, a pesar de que —o precisamente porque— esos pecados son explícitos y conscientes (por lo menos es difícil verlos de otra manera), no aparecería esa «esclavitud del Pecado» tan esencialmente unida, en el argumento paulino, a tener «presa a la verdad». Hasta tal punto es así que, cuando termina de exponerlo, vemos que ni siquiera los cristianos aparecen como libres para no pecar, sino a lo más, como liberados de la necesidad de ser esclavos del Pecado 2 .
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2 Si el mecanismo del Pecado de «tener presa la verdad» de Dios conduce a un tipo semejante de idolatría a paganos y judíos y si se supone que el
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Hay, además, dos razones suplementarias en contra de esta hipótesis. La primera es que en el mismo capítulo Pablo acusa a los judíos de que, debido a su conducta, «el nombre de Dios es blasfemado entre los gentiles» (2,24). Y parece difícil que, a menos que fuera distintivo universal y constante del pueblo judío el robo, el adulterio y el sacrilegio y a menos que —lo que resulta aún más inverosímil— los gentiles pudieran escudarse en una conducta mejor, ese tipo de pecados llevara a despreciar o a odiar al Dios de Israel. La segunda razón es que tal conducta no aparece (a diferencia de la atribuida a los paganos en el capítulo anterior) atestiguada históricamente. Quienes toman además la palabra sacrilegio en el sentido más estricto de saquear los templos de los ídolos no parecen percibir que no es históricamente verosímil que los judíos, alrededor de los años cincuenta de nuestra era, estuvieran, ya sea en Palestina, ya sea en la diáspora, en condiciones de saquear con frecuencia templos paganos. En una palabra: la exégesis no puede ofrecer evidencia histórica de hechos que Pablo, por su parte, supondría umversalmente conocidos (por lo menos entre los Romanos) y culturalmente influyentes y significativos. Una segunda hipótesis explicatoria de estos tres pecados «ejemplares» prefiere darles una significación figurada. Ello no sería difícil en el caso del adulterio. Como se sabe, el uso de este término en lugar de idólatra es una metáfora abundantemente empleada en la Biblia. Además, el uso de la misma metáfora en el Nuevo Testamento es tanto más interesante cuanto que en su época ya no se estaba como en la de Oseas, ante el peligro de una idolatría real y generalizada en Israel. Cuando Mateo, por ejemplo, pone en boca de Jesús la expresión «generación mal-
vada y adúltera» (Mt 12,39; cf. también 16,4; Me 8,38) no es para acusarlos de ninguna idolatría formal, sino de desfigurar, en sus pensamientos y conducta, el rostro del Dios verdadero. Esto es perfectamente compatible con la más estricta ortodoxia yahvista 3. Sería posible todavía, aunque muy poco probable, interpretar de manera análoga el pecado de robo. Jesús acusó a los fariseos —o más probablemente a los escribas, por la función oficial de éstos de interpretar la Ley— de aprovecharse de la piedad y de la religión para apoderarse de los bienes de los débiles y necesitados (Me 12,40) y, según Mateo, más en general, de usar lo religioso como un medio de opresión sobre la muchedumbre de los pobres (Mt 23,4). Pero tales acusaciones están demasiado ligadas a la estructura sociorreligiosa de Palestina para poder ser trasladadas sin más a los judíos de Roma. Sería más difícil aún buscar una interpretación metafórica para el tercer pecado mencionado, el sacrilegio, a menos que, tomado en el sentido estricto de «saquear los templos», se refiera a negocios de la población judía de la diáspora suministrando a precios excesivos animales u otros elementos para el culto en los templos paganos 4 .
mismo mecanismo continúa actuando, por ser anejo a la «carne» humana, hasta en los cristianos, no se puede leer el capítulo segundo de Romanos como algo que se refiere meramente al pasado. «Entendemos estos versículos como la revelación del juicio que hace el evangelio de todos los hombres, poniendo al desnudo no sólo la idolatría del paganismo tanto antiguo como moderno, sino también la idolatría escondida en Israel, en la Iglesia y en la vida de cada fiel» (ICC 2,106). Y es cierto que hemos de tener cuidado, porque tenemos una enraizada tendencia a considerar el cuadro que pinta Pablo del mundo judío, como los judíos considerarían el cuadro que Pablo pintaba del mundo pagano, es decir, juzgando desde una ilusoria superioridad privilegiada. Este segundo capítulo tiene, así, que ver con nosotros que, muchas veces, más que la «filiación» en Cristo, hemos heredado del judaismo una nueva edición, más completa aún y más privilegiada, de la Ley de Moisés.
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3 En este sentido es importante el «por todo eso» de 2,1, que recubre todo 1,18-32. Su importancia está en que sugiere que la idolatría práctica (la del segundo díptico, o sea, la del segundo capítulo) no puede excusarse en su «ortodoxia» teórica. Razón de más para pensar que «las obras de Dios» en el capítulo primero no aparecían como un argumento de la responsabilidad de los paganos en el capítulo ortodoxia (piedad/impiedad), sino en el capítulo ortopraxis (justicia/injusticia). 4 En todo caso, tanto en las dos hipótesis que preceden, como en la que sigue, no es fácil comprender el sentido o el porqué de esos tres ejemplos o pruebas aducidos por Pablo. «Por eso algunos comentaristas, sintiendo la necesidad de dar una interpretación a 'robas', 'adulteras' y 'cometes sacrilegio' que incluyen a todos los judíos, han entendido que se refieren a lo que los judíos, considerados como un todo, hicieron con Jesucristo y continúan haciendo con sus seguidores. Otros han explicado —y ello parece más probable— que Pablo está pensando en los términos de una comprensión radical de la ley (cf. Mt 5,21-48)» (ICC 2,168-169). Así este comentarista sugiere que se entienda el adulterio en el sentido de Mt 5,27-32 (como adulterio de intención) y no que se vea en él una referencia al sentido religioso del adulterio (idolatría, como en Os 1-3; Jr 3; Ez 16, etc.). Pero en cualquiera de estas interpretaciones se pierde el paralelismo entre los dos capítulos, es decir, entre los dos dípticos. Además, el mismo comentarista duda de que se trate de pecados concretos contra la ley, ya que no parece que haya habido idolatría en ese tiempo en Israel, ni sacrilegios generalizados (robando ellos o utilizando lo robado por otros) en templos paganos. «Una
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Existe una tercera hipótesis: la incógnita de estos tres pecados mencionados por Pablo se resuelve o pierde su importancia cuando se percibe el lugar que ocupan en el esquema global del capítulo que repite, en sus grandes rasgos, el del capítulo primero. Con esto entramos en la segunda parte de nuestra exégesis. Tratemos de tomar como un todo el capítulo segundo añadiéndole, como hemos visto que se debe hacer, la primera parte del tercero. Así llegamos a la conclusión general ya mencionada y que representa la intención de Pablo en ese díptico sobre el Pecado en paganos y judíos: «hemos dejado establecida la acusación de que judíos y griegos estamos todos bajo el Pecado» (3,9) 5 , es decir, sometidos a la esclavitud de ese personaje antropológico que no se confunde con ningún pecado particular por importante que sea. Pues bien: en la primera parte del capítulo segundo se le recuerda al judío que no puede aducir privilegio alguno porque «hace las mismas cosas» (2,1) que los demás y, como «Dios no da ventaja a nadie» (2,11), debe considerarse sometido al mismo juicio negativo que sigue a todos aquellos que en su obrar son «indóciles a la verdad, pero dóciles a la injusticia» (2,8). El lector recordará que el «tener presa a la verdad en la injusticia» (1,18) 6 era el título, por así decirlo, que empleaba Pablo para definir en qué consistía la esclavitud de los paganos con respecto al Pecado. A partir de aquí hallaremos en el material de este segundo (y parte del tercer) capítulo elementos estrictamente paralelos a los hallados en el primero, habida cuenta, claro está, de esa diferencia que caracteriza religiosamente al judío —y a su respectiva esclavitud—, o sea, la posesión de la Ley en su doble sentido de norma y de revelación positiva de Dios. Es cierto que no nos hallamos aquí ante un capítulo ordenado en una forma tan obviamente estructurada en tres desarrollos pa-
ralelos, pero una pequeña búsqueda nos mostrará que los elementos están presente. Veámoslo. Si hemos de comprender que también aquí, como se ha dicho a propósito del capítulo anterior, la injusticia está distorsionando la verdad, es justo preguntarnos de qué injusticia se trata. Veremos que en este caso, como en el anterior, esa injusticia no está constituida por pecados conscientemente aceptados como tales 7, por graves que sean, sino por una deshumanización de las relaciones humanas. Esto aparece desde el comienzo, cuando Pablo presenta al judío como alguien que «juzga», es decir —como el contexto lo muestra sin lugar a dudas—, como alguien que desprecia al resto de sus semejantes. Es obvio que el judío no percibe eso como pecado. Ese desprecio va unido, por ei contrario, a la conciencia de haber sido privilegiado por parte de Dios con una norma revelada. Pablo lo muestra al refutar tal pretensión (cf. 2,11 y, más en general, 2,6-11). Comenzamos a comprender así que, fundados en algo que les es propio y exclusivo, los judíos llegan a caracterizarse por algunas de las características que Pablo atribuye a los paganos. Podemos y debemos suponerlos «acusadores... insolentes, soberbios, fanfarrones... desamorados, despiadados» (1,30), porque todo ello va incluido en ese «juzgar». La prueba de ello está en que, como dice Pablo, «el nombre de Dios a causa de vosotros es blasfemado entre los gentiles» (2,24), y esa acusación tan generalizada no puede tener otra causa que la odiosidad despertada por esa conducta «religiosa» hacia los demás. Pero, y por si aún cupieran dudas, ello aparece con toda claridad y explicitado con el testimonio bíblico, en la parte que corresponde, en este segundo díptico, a la descripción de la conducta «injusta», deshumanizada, de los paganos en el primero. Sólo que, como ya indicamos, para hallar esa lista debemos rebasar los límites del capítulo segundo.
vez más, podemos suponer que Pablo piensa no sólo en una conducta abiertamente sacrilega, sino en formas menos obvias y más sutiles de sacrilegio» (ICC 2,170). Pero ¿cuáles podrían ser éstas y cómo harían los Romanos, sin conocer a Pablo, para identificarlas sin más? 5 O «que el mundo entero se presente como culpable ante Dios» (3,19). 6 La diferencia con la expresión similar del capítulo segundo se explica, además, por el factor que constituye la diferencia del judío con respecto ai pagano: aquél no posee, como éste, una ley que le brota de dentro y a la que hay que sofocar o aprisionar para dar rienda suelta a los deseos. El judío tiene una verdad enseñada por Dios, o sea, la ley. No la puede sofocar ni aun desoír: sólo puede ser indócil a ella, oponerle la dureza del corazón.
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7 De ahí que pierdan importancia significativa los tres pecados distintivos que Pablo les atribuye: robo, adulterio y sacrilegio. Pueden ser meros ejemplos abstractos de cómo la mala fe actúa tratando de quitar la paja del ojo ajeno sin reparar en el propio. En cambio, cobra importancia decisiva el que se pueda probar, con el comienzo del capítulo tercero, que «hacen las mismas cosas» que los paganos, al final de todo ese proceso de autoengaño.
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Hallamos, en efecto, en 3,9-19 una lista de conductas —otra vez más deshumanizadas que formalmente pecaminosas— que Pablo no va a buscar sólo en la realidad que observa, sino también en una serie de pasajes bíblicos. La lista va precedida de la conclusión general: «Ya hemos dejado establecida la acusación de que judíos y griegos estamos todos bajo el Pecado» (3,9). Pero, como si aún no estuviese esta acusación suficientemente establecida por la realidad observable, añade introduciendo la lista de pasajes bíblicos: «... como está escrito...» (3, 10). Es obvio que el recurso a esa lista bíblica, al documento de donde surge el «juzgar» —más bien que a la observación sociológica—, va encaminado a cerrar el camino a cualquier reclamación del judaismo a situarse en un plano más favorable ante el juicio de Dios. Si la Biblia no es argumento para los paganos (y hay que acudir a los hechos), lo es para los judíos. Por eso mismo, la lista termina con estas significativas palabras: «Nosotros sabemos, sin embargo, que cuanto dice la Ley [sinónimo, en este caso por lo menos, de la Escritura en su totalidad, o sea, de la revelación] lo dice habiéndoles a los que están en el sistema de la Ley [sinónimo en este caso, en su sentido restringido, de la norma divina dictada a Israel] para que toda boca se cierre...» (3,19). Es decir, para que Israel mismo, que hace de la Ley un privilegio, tenga que reconocer su esclavitud con respecto al Pecado (cf. ib'td., 3,19). Ahora bien: es interesante e instructivo establecer un paralelo entre esa lista bíblica y la de las conductas paganas. «No hay uno que sea justo, no hay quien sea sensato» corresponde a «repletos de toda injusticia... insensatos...». «No hay quien busque a Dios» corresponde a «enemigos de Dios». «Todos se han desviado, todos juntos se han vuelto inútiles...» corresponde a «hacer lo inconveniente». «No hay quien haga el bien, ni siquiera uno» corresponde a «repletos de toda... maldad». «Una tumba abierta es su garganta, con sus lenguas están acostumbrados a engañar, veneno de serpientes bajo sus labios» corresponde a «repletos de... engaño, malicia, chismosos...». «Su boca está llena de maldiciones y de amargura» corresponde a «acusadores... insolentes, soberbios, fanfarrones» y a «llenos de envidia». «Sus pies veloces para derramar sangre» corresponde a «llenos de homicidio, pelea...». «Destrucción y miseria se amontonan en sus caminos y no han conocido el camino de la paz» corresponde a «repletos de toda... maldad, atropello... inventores de maldades... despiadados».
Si bien se mira, el paralelismo es sorprendente 8 y no puede ser casual. Tiene que corresponder —en su selección entre mil otras acusaciones bíblicas posibles— a «las mistnas cosas» que son igualmente el resultado último y el resorte inicial del mecanismo de la esclavitud. Nótese, una vez más, que esas «mismas cosas» no son pecados conscientes y graves, sino elementos importantes de la deshumanización de las relaciones mutuas entre personas humanas. Hacia eso, hacia esa ¿-«¿-humanidad tiende el hombre dejado a sí mismo. Pero para que exista una verdadera esclavitud con respecto al Pecado tiene que existir algo más que una lista de hechos. Es esencial, como vimos, que el hombre aprisione la verdad que lo liga con Dios, es decir, con un ideal de humanidad. Este era el segundo elemento que actuaba en el proceso que Pablo observaba en los paganos. También tendrá que aparecer en lo que concierne a los judíos para que los deseos, a los que acabamos de referirnos, se desencadenen. Sólo que las relaciones del judío con Dios difieren, obviamente —Pablo discutirá si esa diferencia innegable es radical o no—, de las del pagano. Los judíos han sido objeto de una donación por parte de Dios. Se les ha dado una Ley. En el doble sentido que tiene esta palabra en su uso bíblico (y también en Pablo): una revelación, y además una revelación normativa. Estos dos elementos están claramente subrayados por Pablo en el capítulo segundo y en la primera parte del tercero. «A su fidelidad se les entregó las palabras de Dios» (3,2). Esas palabras constituyen el deber-ser correspondiente al querer de Dios, destinado a orientar al hombre en su actividad. De ahí que Pablo se dirija al judío: «... conoces su voluntad y disciernes (lo esencial) instruido por la Ley» (2,18). Aquí está, en efecto, la única diferencia entre el conocimiento de Dios que posee el pagano (cf. 1,19.21)
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8 Aun teniendo en cuenta pequeñas diferencias que tienen dos explicaciones. Pablo, dirigiéndose a los judíos, cita la traducción griega del Antiguo Testamento, la llamada LXX (que, estando ya establecida, no puede mayormente cambiar), mientras que, para definir la conducta de los paganos echa mano del griego habitual y espontáneo, más rico en matices y menos estereotipado. En segundo lugar, falta, dentro de esa descripción de la conducta judía (deshumanizada) el desarrollo que hace el primer capítulo acerca de la homosexualidad. Sin duda se trataba de un rasgo sociológico que Pablo aprovechó en el caso de los paganos y que no podía aplicar de la misma manera a los judíos. Prescindiendo de que le faltarían textos bíblicos que hablaran de ese pecado como generalizado en Israel.
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y el que posee el judío. Pero esa diferencia es «mucha» (3,1) y constituye, sin duda en sí misma o para el plan universal de Dios, una gran «ventaja» o «utilidad» (3,1). Se tendrá en cuenta, de todas maneras, esta utilidad cuando Dios juzgue a aquellos a quienes se les dio como norma (cf. 2,12). Lógicamente, si la Ley fue dada, lo fue originalmente, en primera instancia, para ser cumplida, aunque, como veremos, Dios tenía sus planes ulteriores con respecto a ella (cf. 3,4.20; 5,20; Gal 3,19.22). Y el obrar de acuerdo con ella debería haber evitado las conductas «injustas» cuya lista nos presenta Pablo. Por lo menos debía brindar «el conocimiento del Pecado» (3,20) 9 . Precisamente, el Pecado esclaviza poniendo presa a esa verdad (revelada y normativa). Para ello tiene que oscurecer el corazón del judío y hacerle enredarse en sus razonamientos 10. ¿Cómo realizar esto a impulsos de los deseos deshumanizadores? De acuerdo con Pablo —en esta primera etapa de sus análisis de la Ley—, lo realizará desviando la atención del cumplimiento de la Ley al privilegio de la Ley. Así, ésta deja de proveer ese incómodo conocimiento del Pecado y, simultáneamente, permite justificar las deshumanizadas relaciones mutuas entre los hombres de una religión y los demás. Pablo insiste así, en este primer momento por lo menos, en que lo importante era cumplir la Ley (cf. 2,13.25) ". ¿Cómo llega,
pues, el hombre a engañarse sobre la Ley, llevado de sus deseos de injusticia? Tomándola como posesión que funda relaciones de desprecio —opresión ideológica— con los que no la poseen. Eso es lo que aparece desde el principio cuando Pablo apunta claramente a la distorsión deshumanizadora con un solo verbo clave: «juzgar» a los demás (2,1). Se oscurece así el corazón en su conocimiento de Dios. Este es usado para dominar —o para resarcirse de la opresión oprimiendo a su vez en otro plano— mediante el desprecio, teniendo a los demás como «ciegos», «desorientados», «principiantes» (2,19-20). Ahora bien: es importante que ese Dios, así usado por los deseos injusto del corazón, termina siendo «blasfemado», y con razón, porque, a pesar de toda la ortodoxia literal que se quiera, es en realidad un ídolo, es un dios que mira en sus juicios lo exterior del hombre —su nación o su raza— y no su corazón (cf. 2, 27-28), un dios que concede privilegios y ventajas odiosas (cf. 2,11) y que lleva así a los paganos a aborrecer su imagen vista a través de la conducta que se le atribuye (2,24). Así, de manera paradójica, el judío, valiéndose de la misma revelación normativa de Dios, consuma el mismo pecado de idolatría que los paganos y por las mismas razones: para liberar sus deseos y deshumanizar sus relaciones con los demás. Engañador de sí mismo, termina enredado en su propio engaño y esclavo del poder que lo maneja contra Dios, es decir, del Pecado.
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9 Este conocimiento del pecado, transmitido a todos los hombres mediante el testimonio de un pueblo cumplidor de la Ley, debería ser el plan originario que Dios se propone con ella, siempre en relación con el resto de la humanidad. Porque es la humanidad entera, en su conjunto, la que está en el objetivo de Pablo al hacer esta descripción de los mecanismos antropológicos del Pecado. Pero, para lograr ese propósito, se necesitaba un pueblo que mostrara en sí mismo el sentido, el espíritu, es decir, la utilidad humanizadora de esa Ley. Lo que el resto de la humanidad ve, en cambio, en la Ley, tal cual se la presenta el pueblo judío (distorsionándola) hace blasfemar del Dios de Israel. Así, en lugar de unir a la humanidad, la separa religiosamente. Este tema será, como veremos, central para Pablo, así como será central para él cómo evitar que acontezca algo semejante con el cristianismo. 10 Aunque Pablo define más en este caso el autoengaño en términos de orgullo e insensibilidad: «dureza e impenitencia del corazón» (2,5). " Este argumento, sintetizado en «la circuncisión es útil si cumples la Ley» (2,25) parece, conociendo ulteriores desarrollos de Pablo sobre la Ley, sobre todo un argumento ad hominem. O sea que Pablo diría: supongo que si te glorías en la Ley, será por haberla cumplido, pues ésa es la función de toda ley. Dentro de este argumento, hecho a la medida del adversario, aunque éste sea falso, pondría Pablo la afirmación de que «cuantos sin ley pe-
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II Volvamos al trabajo creador de Pablo desde el Jesús de los evangelios. Con el segundo capítulo de Romanos entramos, como dijimos, en el segundo panel de ese cuadro de la esclavitud universal que pesa sobre los hombres, la del Pecado. Y como la humanidad, desde el punto de vista religioso de Israel, se divide en dos —judíos y griegos—, le toca el turno al judaismo para presentarse ante el juicio de Pablo, quien pretende representar el de Dios. Pero aquí sucede algo sorprendente. Vimos con qué dificultad carón, también sin ley perecerán, y cuantos pecaron en el sistema de la Ley, serán juzgados por el criterio de la Ley» (2,12), a pesar de que el capítulo tercero terminará negando que el juicio de Dios tenga en cuenta la diferencia que significa la Ley (cf. 3,30).
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y, por lo mismo, con qué cualidades creadoras era Pablo capaz de hacer un juicio «cristiano» sobre el paganismo, apoyándose en algo muy básico, pero sólo implícito, en el mensaje de Jesús. Pues bien: el segundo capítulo acerca de los mecanismos del pecado en el mundo judío, a pesar de tener en el tratamiento que hacen de ello los evangelios, y en forma explícita, por cierto, un fundamento de gran profundidad y riqueza, en comparación nos resulta francamente pobre, muy inferior, sin lugar a dudas, al desarrollo que del mismo punto hemos seguido en el Jesús de los sinópticos. Más aún: el «hacer las mismas cosas» que los paganos, el cometer robos, adulterios y sacrilegios parece una invención de Pablo (y, por cierto, no particularmente creadora) frente a la profundidad y radicalidad con que Jesús apunta a los verdaderos pecados de Israel. Nos parece que hay dos cosas que deben ser tenidas en cuenta y que han de corregir, por lo menos en parte, esa impresión. La primera es que Pablo no puede, respecto a los judíos (de origen) de la comunidad de Roma, copiar meramente el juicio que hace Jesús del pecado de los judíos de Israel. No se trata sólo de que el pecado de aquéllos sea de otra naturaleza. Aunque valiera también para ellos la crítica de Jesús a sus contemporáneos de Israel, el problema principal aquí es que ha cambiado el interlocutor. Porque el intento de Pablo no es, dirigiéndose sucesivamente a cada grupo —pagano-cristianos primero, judeo-cristianos después—, convencerlos de su pecado con los argumentos válidos para cada uno. La carta se dirige a una comunidad compuesta simultáneamente por ambos, y ambos deben captar el único argumento que los coloca en igual situación frente al juicio radical y universal de Dios. Por eso Pablo, en lugar de argumentar como Jesús desde dentro de la «revelación» judía, apunta sus baterías mucho más directamente a la función que ejercen los judíos religiosos en el mundo. Se separa de Jesús, que muestra que «blasfeman», para mostrar algo que los paganos pueden constatar, puesto que les afecta: que «hacen blasfemar». Si comprendemos esta primera limitación que experimenta Pablo, teniendo en cuenta la globalidad de sus interlocutores, comprenderemos mejor su obligada originalidad con respecto al mensaje de Jesús en los sinópticos. Pero también comprenderemos la creatividad que ha tenido Pablo para vencer el segundo elemento limitante, el que, de hecho
y en términos sociológicos, el pueblo judío de la diáspora debió ocupar moralmente un lugar muy superior a la media del paganismo. Es precisamente a pesar de esa superioridad como Pablo se ve obligado a descubrir en sus obras «las mismas cosas» que Dios achacará a los paganos. En una palabra: debe mostrar que la supuesta moralidad que da al pueblo judío la Ley, que medianamente —diríamos— cumplen, lleva a los demás a «blasfemar» del Dios de Israel. Si tenemos en cuenta estos dos elementos que impedían cualquier transcripción literal del mensaje evangélico (y que desplazaban su clave política), pareciendo cerrar el paso de Pablo hacia la conclusión pretendida de la esclavitud universal ejercida por el Pecado, el segundo capítulo de Romanos deja de producirnos la misma impresión de pobreza. Más aún: debemos reconocer que lo atraviesa una línea de pensamiento de origen claramente evangélico, la que conecta polémicamente el fin de la parábola de los viñadores homicidas con la de los talentos y la del sembrador: «Por eso os digo: se os quitará el reino de Dios para dárselo a un pueblo que rinda sus frutos» (Mt 21,43; 13,11-12; 25,29 par.) 12 . Y que ese «no rendir fruto» sea producto de la mala fe, o sea, de una interesada deformación de la verdad («indóciles a la verdad, pero dóciles a la injusticia» —2,8—), aparece en los mismos lugares de los sinópticos que consignan la polémica (cf. Mt 21,38; 13,13-15; 25,24-27 par.). Siguiendo esta línea, la argumentación de Pablo en este segundo capítulo cobra sentido. Un sentido provisorio, sin duda, pues su plena comprensión requerirá por parte de él unos análisis más hondos. El argumento sería el siguiente. La función de Israel es ser testigo universal de la divinidad de Yahvé. Se supone que es característica suya conocer la voluntad divina para poder discernir, en base a ella, lo bueno de lo malo. Pero ¿qué ocurre? Ese testimonio, según Pablo, sólo puede ser una fuente de atracción universal (hacia Yahvé) si la voluntad de Dios bien interpretada es cumplida totalmente. En otras palabras: si un grupo de hombres, un pueblo, actúa como actuaría Yahvé sobre la tierra. Pero si sólo es cumplida a medias, en muchos casos, normalmente... pero no de manera total, lo que se genera
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12 Este cambio de Pueblo es visto por Pablo como el precio que se hubo de pagar por la universalización de (el sistema de) la Gracia (cf. 11,11-12).
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es una odiosa y contraproducente división religiosa que aleja al mundo de Yahvé. Aquí hay que señalar dos cosas. La primera es que aún no sabemos, ni Pablo nos lo explica en este capítulo, por qué, contrariamente, como vimos, a lo que supone el Deuteronomio, los judíos no cumplen totalmente la ley. Por otra parte, no está en eso «su» pecado. Si ellos, como los paganos, están «bajo el Pecado», es por algo que tiene que ver con la religión, la verdad y la justicia. En este sentido puede ser que exageremos la importancia de los tres «pecados», es decir, quebrantamientos de la ley, que Pablo pone como ejemplos. Tal vez ni siquiera fueran sociológicamente característicos. Quizá hayan sido tomados al azar de entre las prescripciones de la ley, para demostrar cómo, a pesar de las declaraciones de principio, siempre se cae en un quebrantamiento de ella. Incluso podría ser que hubiera que leer al revés la expresión paulina y decir: tú, si cometes adulterio, sigues pretendiendo que no hay que cometerlo... La segunda cosa digna de notarse es que prácticamente todo el capítulo apunta no a la actitud interna del judío (ante sí mismo o ante su propia comunidad), sino a la que expresa frente al pagano basándose en la posesión de esa ley cumplida sólo a medias. Precisamente aquí, siguiendo la línea evangélica, encontramos todas las características de un privilegio que ha perdido de vista su responsabilidad, es decir, su funcionalidad hacia el exterior, hacia el resto del mundo: «juzgar al otro» (2,1); «pensar que se va a escapar al juicio de Dios» (2,3); «egoístas, indóciles a la verdad pero dóciles a la injusticia» (2,8); «oyen la ley» (2,13); «te dices judío y descansas en la ley y te glorías en Dios» (2,17); «y pretendes ser guía de ciegos, luz para los que moran en tinieblas, educador de desorientados, maestro de principiantes» (2,19-20); «gloriándote en la ley» (2,23) 13 . Teniendo en cuenta que la intención explícita de Pablo en estos dos primeros capítulos es mostrar cómo las dos partes (religiosas) de la humanidad «hacen las mismas cosas», podemos decir de los
judíos, y todavía con mayor razón que de los paganos, que «lo cognoscible de Dios está manifiesto en medio de ellos, porque Dios se lo ha manifestado» (1,19). Pero ¿qué ocurre aquí? Por más que ese suplemento de conocimiento sobre lo divino haya sido siempre «re-conocido» (1,28) de manera formal en Israel, sin embargo, los mismos mecanismos que Pablo señala en los paganos y que sintetiza en «tener presa a la verdad en la injusticia» actúan en los judíos «indóciles a la verdad pero dóciles a la injusticia» (2,8). Podríamos decir que «los deseos 14 de sus corazones» (1,24) y «una mente reproba» (1,28) hacen de esa revelación divina un instrumento de injusticia y de egoísmo, volviendo así odioso el nombre de Yahvé. Si comparamos este argumento del segundo capítulo con el del primero, notamos, sin embargo, dos diferencias significativas. La primera es que la desviación de la conducta, en el caso de los judíos, permanece en el plano religioso. Recuérdese que no son acusados por Pablo de cometer robos, adulterios y sacrilegios, sino de juzgar, desde el punto de vista de su religión, a los demás, como si ellos no cometieran tales cosas. El acento no se desplaza, como en el caso de los paganos, del plano religioso al campo de las relaciones interpersonales de los hombres. Es verdad que, de acuerdo con lo implícito en Pablo, muchos de los adjetivos que se aplican a los paganos («acusadores, insolentes, soberbios, fanfarrones...») podrían también ser aplicados a los judíos. Pero, si así lo fueran, perderían su carácter genérico y secular (que tienen en el capítulo primero) y apuntarían a actitudes ligadas directamente con la concepción y la práctica de la religión. La segunda, relacionada con la anterior, es que, en el caso de los judíos, se invalida la hipótesis que permitía tomar a la letra la explicación de las actitudes deshumanizadas dada en el capítulo primero. Según éste, el proceso de desviación (en términos míticos) pasaría por tres estadios: el de la revelación (natural) de Dios, el del ¿«conocimiento teórico y práctico de esa revelación y, final-
13 Recuérdese, a propósito de estos dos «gloriarse», lo dicho por Pablo a los Corintios que, al pretender «gloriarse» en lo religioso, en realidad se gloriaban «en lo humano». La frase anterior de ser «guía de ciegos...», etc., aparentemente alude a una responsabilidad, pero la ironía de las expresiones apunta mucho más a la actitud de un privilegiado que se presenta como espejo para otros sin aceptar de manera activa y eficaz el compromiso de ayudarlos y mejorarlos.
M La palabra que se usa aquí, y que podría también traducirse por «concupiscencias», anuncia la introducción de un nuevo personaje en el análisis antropológico: la Carne, que, como vimos, juega un papel decisivo en la actitud de Gálatas y Corintios y que, en el sistema de Pablo es, precisamente, la sede de las «concupiscencias» o «deseos», con tal de que se entienda que éstos son los deseos fuertes y radicales del hombre, algo parecido a lo que la psicología desde Freud llama «instintos».
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mente, el castigo divino consistente en abrir las puertas del corazón del hombre a todas sus tendencias inhumanas. En lo que respecta a los judíos, el estadio intermedio, que haría inteligible el castigo, es decir, el cambio de dirección del mal —de la idolatría a la injusticia—, no existe. Y con ello se ve que no es intención de Pablo que se tome literalmente la explicación dada en el primer capítulo. En efecto, Yahvé no pudo castigar el desconocimiento de la revelación, pues formalmente ésta fue siempre reconocida, sobre todo en épocas sin sincretismo ni idolatría como la de Jesús y Pablo. Sin embargo, «los deseos del corazón», «las pasiones que deshonran», «la mente reproba» no dejaron por eso de actuar en el mundo judío. Ellos fueron la causa de que se desnaturalizara esa misma revelación, no el efecto. No puede tratarse entonces, ni siquiera en el primer capítulo, de una decisión de Dios que castiga una acción pecaminosa, voluntaria y consciente contra él en el plano religioso, con la desnaturalización de las relaciones interhumanas. El segundo capítulo parecería indicar que Dios no consiguió nunca que su revelación fuera reconocida por Israel en su significado cabal y auténtico. Por lo menos no se hace mención alguna de tal período, lo cual, como decíamos, nos pone frente al muro de una crítica de lo «religioso» como tal. Si tenemos en cuenta no tanto lo que Pablo critica en los Gálatas que «vuelven» a algo religioso ya sin sentido, sino lo que ataca en los Corintios, que, inmediata y como espontáneamente convierten en «medios religiosos» elementos que hubieran debido servir a la fe y a la revelación, tal vez comencemos a entender el mecanismo de que se trata. Aquí es donde aparece ese nuevo personaje antropológico que se volverá decisivo en la cristología de Pablo y que echábamos de menos al terminar el capítulo anterior: la Ley. Toda «religión» es un sistema de creencias o prácticas, de revelación y de normas morales. Ahora bien: a eso se refiere precisamente Pablo en este segundo capítulo bajo el nombre de Ley. Aquí comienza la discusión con este personaje complejo. Como ya hemos tenido ocasión de ver en abstracto, y lo comprobamos en concreto al aludir a Gálatas y Corintios, una revelación de Dios al hombre no puede hacerse sino a través de medios humanos, del único lenguaje que el hombre entiende. Tales son los hombres que la expresan, las palabras y fórmulas que usan, los gestos que hacen. Y luego, más tarde, son humanos también los
medios con que se transmite esa revelación a otras generaciones: fórmulas de fe, autoridades de la comunidad religiosa, normas morales, ritos y sacramentos. La tendencia espontánea del hombre se dirige, sin embargo, no tanto al proceso profundo de moldear los valores de la existencia de acuerdo con esa relevación, sino, por un cortocircuito 15, a apoderarse, para los valores que ya se poseen o sirven, de la eficacia supuestamente sagrada (value-free) de esos elementos humanos que acompañan necesariamente toda revelación de Dios. El peligro específico de este sistema de eficacia consiste en que, de acuerdo con el evangelio, ni siquiera puede quedarse en ese paso de usar medios (mágicos) supuestamente eficaces para llevar a cabo sus intenciones: los medios religiosos, al ser considerados sagrados y ser puestos por encima del hombre, se absolutizan. Y de esa manera el «corazón», sede del juicio práctico, se endurece y cierra a los valores que nos desafían desde la historia (secular), por más que se reconozcan teóricamente. La práctica de tales medios absolutizados desplaza, en el campo del quehacer humano dominado por una necesaria economía de energías, todo otro tipo de intereses. Y lo hace en nombre de Dios. Así «juzga», «descansa», «se gloría»... Esta concepción crítica de la Ley, profundamente fiel al mensaje de Jesús, históricamente comprobado, aparece así como centro significativo del segundo capítulo de Romanos. La religión judía se vuelve estéril en la función universal que Dios quiso comunicarle, precisamente debido a todo el sistema religioso que se va acumulando bajo el nombre de la Ley. Ello no ocurre por casualidad ni porque el pueblo judío sea algo extraño: es una tendencia profunda del hombre en cuanto tal la que, a partir de raíces de «egoísmo» e «injusticia», oscurece el juicio sobre la «verdad» y, frente a la revelación destinada a plenificar al hombre, se apoderan no de la fe, sino de la religión 16. Y, claro está, la hacen
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15 Que Jesús pretendió evitar, en la medida de lo posible, con el llamado «secreto mesiánico», como ya vimos. 16 Cabría preguntarse si esa especie de fe «natural» por la que se conoce umversalmente —según Pablo— a Dios, a través de sus obras, resistiría tal vez más a ese mecanismo antropológico que vemos actuar en las religiones «reveladas». Nada indica que esto sea así. Y, por lo mismo, debería imponerse la segunda hipótesis, que ve en la injusticia el origen antropológico de la idolatría. Si se prefiere la primera hipótesis, habría que decir que, una vez consumado el paso culpable de la revelación (natural) a la adoración «del hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de serpientes», todo ese mun-
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de esta manera tan odiosa como cualquier acto equivalente de egoísmo o de injusticia, como cometer robos, adulterios o saqueos de templos ajenos. Lo que queda así claro, y Pablo lo dice explícitamente en este segundo capítulo, es que Dios juzga al hombre no por su religión (cf. 2,1), sino por lo que éste «busca» (2,7), es decir, como en el evangelio, por su interior (cf. 2,25-28), por las intenciones que salen del corazón y que no son luego desmentidas por las «obras» (2,6). Sólo desde este punto de vista de la interioridad (cf. 2,28) puede entenderse el que la Ley, en principio —ya estudiaremos luego su historia concreta—, pueda representar la je, es decir, la adhesión del hombre a los valores que Dios le propone con su revelación. Esto vale tanto para paganos como para judíos (cf. 2,12-16) ". Así, termina el capítulo segundo de Romanos estableciendo la plena universalidad del juicio de Dios, que, desde el punto de vista de la esclavitud del hombre bajo el Pecado, no ve ni hace distinción entre paganos y judíos. Ante el juicio de Dios queda ahora sólo el Hombre {ci. 2,1-3.7-11). Pero, anticipando, gracias al análisis hecho hasta aquí, podemos decir que Pablo ya ha preparado el camino, si no para la aparición (que ya ha tenido lugar), sí para el estudio del camino concreto seguido en la historia por esos dos personajes antropológicos fundamentales que encarnarán el primero, la revelación de Dios cuando en Jesús (y, aun antes, en Abrahán) es comprendida y asimilada sin deformaciones, como fuente de valores que estructuran al hombre y su actuar: la Fe; y el segundo, lo religioso en su ambigüedad, al mismo tiempo fórmula de la voluntad de Dios e instrumento religioso del que se apodera el hombre para no ver- la verdad: la Ley.
do religioso (separado así doblemente de los valores humanos) queda dispuesto de esa manera para que el hombre lo use para asegurarse en su tendencia a la injusticia frente a sus semejantes. 17 Si no se los entendiera así, estos versículos estarían directamente en contradicción con el que termina prácticamente el capítulo tercero de Romanos: «Si Dios es uno solo, él será quien juzgará la circuncisión de acuerdo a la fe, y la incircuncisión por medio de la fe» (3,30).
CAPITULO III
ENTRE LA LEY Y LA FE
Romanos 3,1-31 1
¿Cuál es, entonces, la ventaja del judío?, o ¿cuál (es) la utilidad de la circuncisión? 2 Mucha desde todo punto de vista. Primero, que entregó a su fidelidad las palabras de Dios. 3 Y ¿qué, entonces? Si algunos fueron infieles, ¿acaso la infidelidad de ellos hace ineficaz la fidelidad de Dios? 4 ¡Jamás! Sea Dios veraz y todo hombre mentiroso, como está escrito: «para que seas declarado justo en tus palabras y triunfes al ser juzgado». 5 Pero si nuestra injusticia realza la justicia de Dios, ¿qué tendremos que decir, entonces? ¿(Que) Dios es injusto cuando deja caer su ira? —estoy usando expresiones humanas—. 6 ¡Jamás! Porque, si no, ¿cómo va a juzgar Dios al mundo? 7 Pero si la veracidad de Dios se manifiesta todavía más, para gloria suya, con mi mentira, ¿por qué se me juzga todavía como pecador? 8 ¿Y no será como algunos nos calumnian y dicen que decimos: «hagamos el mal para que venga el bien»? La condenación de esos (tales) es justa. 'Entonces ¿qué? ¿Tenemos los judíos prioridad? No desde cualquier punto de vista. Porque ya hemos dejado establecida la acusación de que judíos y griegos estamos todos bajo eln pecado, 10 como está escrito: «no hay uno (que sea) justo, no hay (quien sea) sensato, no hay quien busque a Dios. n Todos se han desviado, (todos) juntos se han vuelto inútiles, no hay quien haga el bien, ni siquiera uno. 13 Una tumba abierta es su garganta, con sus lenguas están acostumbrados a engañar, veneno de serpientes (hay) bajo 1S sus labios. M Su boca está llena de maldiciones16y de amargura. Sus pies (son) veloces para derramar sangre, destrucción y miseria se amontonan en sus caminos, 17 y no han conocido el camino de la paz, 18 no hay temor de Dios ante sus ojos». 19 Nosotros sabemos, empero, que cuanto dice la ley (lo dice) hablándoles a los que están en el sistema de la ley, para que toda boca se cierre y el mundo entero se presente como culpable ante Dios. x Porque ninguna carne, mediante las obras de la
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ley, será declarada justa ante él. Ya que con la ley viene el conocimiento del pecado. 21 Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, según el testimonio de la ley y los profetas, a esto es, la justica de Dios por la fe en Jesucristo para todos los que creen. Ya que no hay diferencia: B porque todos pecaron y les falta la gloria de Dios, 24 siendo declarados justos por el regalo de su gracia mediante la redención llevada a cabo por Cristo Jesús s a quien Dios destinó a ser, con su propia sangre, expiación mediante la fe, para probar la justicia de Dios al pasar por alto los pecados anteriores -20 durante la paciencia de Dios, esto es, para probar su justicia en la presente oportunidad, de manera que él sea justo y (aun) declare justo al que cree en Jesús. 27 ¿Dónde (queda), entonces, el gloriarse? Ha sido eliminado. ¿Por qué ley? ¿La de las obras? No, sino por la ley de la fe. 28 —Nosotros sostenemos, en efecto, que el hombre es declarado justo por la fe independientemente de las obras de la ley—. 29 ¿Acaso es Dios (Dios) sólo de los judíos, y no también de los gentiles? (Por cierto) también de los gentiles. * Pues bien, si Dios es uno (solo), (él será) quien juzgará la circuncisión de acuerdo a la fe, y la incircuncisión por medio de la fe. 31 Entonces, ¿con la fe invalidamos la ley? ¡Jamás! Más bien la confirmamos.
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a la pregunta que, de alguna manera, vuelve — y volverá— una y otra vez. Ese es el tema aparente del tercer capítulo y lo que lo justifica en cuanto tal. Sin embargo, como ya indicamos, una mirada más atenta nos mostrará que la primera parte de él no hace sino continuar el tema de la esclavitud del judaismo con respecto al Pecado (3,1-20), mientras que la segunda (3,21-31) introduce lo que Dios opone tanto a esa esclavitud como a la de los paganos, es decir, la Fe. Fe que le permitirá, como lo muestran los ejemplos de los capítulos siguientes, declarar justos a los que se hallaban así esclavizados. Ello no obsta, por supuesto, a que tanto en la primera parte como en la segunda Pablo se enfrente al problema de la función de la Ley ', aunque en forma diferente. En la primera parte, lidiando con la pretensión de los judíos de que la Ley constituía un privilegio y una ventaja. E n la segunda, negando que la declaración de justicia que hace Dios pueda depender del cumplimiento de la Ley. De ahí proviene tal vez la aparente unidad del capítulo. Sin duda se le constituyó e n tal por tratar, desde el principio al fin, de la L e y 2 . Esa apariencia puede ser engañosa, pero no nos exime 1
Pablo llega aquí a un punto espinoso: ¿por qué entregó Dios la Ley a Israel? En otras palabras: ¿cuál es la situación de la ley judía en el plan que Dios tiene concerniente al hombre? «¿Cuál es, entonces, la ventaja del j u d í o ? . . . Mucha desde todo punto de vista» (3,1-2). «Entonces, ¿qué? ¿Tenemos los judíos prioridad? No desde cualquier punto de vista» (3,9). La forma de pensar de Pablo, toda su creatividad, toda su intención de llegar, cueste lo que cueste, hasta el fondo de las cosas está presente en esta flagrante contradicción entre una afirmación y una negación situadas a sólo nueve versículos de distancia. Y como si eso fuera poco, nos encontramos al final del capítulo con una contradicción semejante, ¡esta vez a diez versículos de distancia!: «Ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado... por la fe en Jesucristo...» (3,21-22). «Entonces, ¿con la fe invalidamos la ley? ¡Jamás! Más bien la confirmamos» (3,31). Así, tanto la contradicción que encabeza el capítulo como la que lo termina muestran que Pablo n o se siente cómodo frente
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De acuerdo con Mt 5,17, Jesús dice que ha venido a «dar cumplimiento», o sea, probablemente, culminación, a la Ley y a los Profetas, es decir, a todo lo previsto por el Antiguo Testamento. Mt 5,18 debe, sin duda, entenderse de la misma manera, aunque «el ápice de la ley» parezca apuntar sólo a la parte normativa de la palabra de Dios en el Pentateuco. En cambio Mt 5,19 pasa ya claramente a hablar de los mandamientos, esto ya no puede entenderse en referencia a los llamados «hechos salvíficos» o gestas históricas de Dios: se trata del Decálogo del Sinaí (en cualquiera de sus versiones). Es significativa en este punto de la posible «culminación» la diferencia entre el «más» exigido por Jesús según Mateo (5,20-48), y «la otra cosa» que exige Jesús según Lucas (6,27-35). En Marcos (7,19), Jesús aparece declarando explícitamente abolida por lo menos una parte de la Ley incluida en el Pentateuco: la referente a los alimentos. 2 Pablo usa el término «ley» en una gran cantidad de sentidos. Nuestra traducción no puede diferenciarlos, entre otras cosas por no poder acomodarse a los matices con que el griego usa el artículo determinante. Para poner un poco de orden, se señala, en regla general, que cuando ley lleva artículo, se refiere a la Ley dada por Moisés; cuando no lleva artículo, se trata de ley en general (por ejemplo 2,12-14; 3,20ss; 4,15; 5,13, etc.). Pero, por lo pronto, hay que añadir un segundo significado de ley sin artículo: «Significa realmente la Ley de Moisés, pero la ausencia del artículo llama la atención no hacia la procedencia de Moisés, sino hacia el carácter de ley... San Pablo considera el período premesiánico como constituido esencialmente por la ley, tanto para los judíos como para los gentiles... su intención princi23
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de examinar separadamente y de acuerdo a la lógica interna su primera y segunda parte. I Es cierto que la primera parte del capítulo tercero ya ha sido, hasta cierto punto, objeto de nuestro análisis. Forma, como dijimos, la continuación y conclusión del segundo díptico de ese gran cuadro que muestra a todos los hombres —griegos y judíos— sometidos a la esclavitud del Pecado. En la misma medida sería ocioso repetir aquí lo que ya se ha dicho como complemento del segundo capítulo, sólo que Pablo, al exponer su pensamiento, va entrando en temas nuevos que, a despecho de la continuidad, llaman su atención y a los cuales, tarde o temprano, vuelve. Decíamos que uno de ellos era el lugar que ocupaba la Ley dada al pueblo judío en el plan universal de Dios, es decir, en ese plan al que Pablo se refiere y que abraza a la humanidad entera. Esto se une con otro tema de gran importancia que ya ha aflorado en el capítulo segundo. Este tema podría oportunamente resumirse con las palabras mismas de Pablo: «¿cómo va a juzgar Dios al mundo?» (3,6). Detalle significativo (de la unidad de ambos temas): a propósito de ese juicio ya surgió en Pablo la primera contradicción pal es mostrar que todos están bajo un 'sistema legal'» (ICC 1,58). Aunque esta orientación gramatical es, como decíamos, generalmente correcta, olvida algunas cosas importantes. La primera es que «la ley» designa también al Pentateuco, no sólo en cuanto a su sistema legal, sino en cuanto a su interpretación, previsión y profecía de acontecimientos salvíficos, incluso puede llegar a designar la Escritura entera (c£. 3,19). La segunda es que «la ley», dentro del mensaje cristiano, es cumplida o llevada a su cumplimiento y culminación de una manera que ya no puede identificarse simplemente con la ley «de Moisés». La tercera es que constituye una excesiva simplificación hablar de que el período premesiánico está bajo un sistema «legal» (cf. 7,9; 4,10; 5,12, etc.). Pablo hace muchos esfuerzos para mostrar, en primer lugar, que los paganos de ese período han tenido, individualmente, «fe», y una fe salvadora, comenzando por Abrahán-padre. En segundo lugar, que la ley mosaica introdujo un elemento (o sistema) nuevo que sólo alcanzó a los judíos y que, por ello, tuvo una determinada función positivo-negativa, o sea, dialéctica, para que, con el período mesiánico, fuera concebible y posible una liberación de «la ley del Pecado». Este es un ejemplo de cómo la filología no puede, sobre todo en pensamientos originales como el de Pablo, suplir la interpretación teológica, es decir, la que se hace de acuerdo con el desarrollo lógico del pensamiento.
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visible. De la misma manera que, como vimos, existían en este capítulo tercero dos contradicciones abiertas concernientes al papel de la Ley. Y precisamente hicimos notar cómo parecía contradictorio el que Pablo escribiera que Dios iba a emplear el criterio de la Ley para juzgar a quienes estaban bajo ella (cf. 2,12), para luego escribir que Dios en su juicio aplicará a todos el mismo criterio y que éste será independíente de la Ley (cf. 3,30). Pero no nos apresuremos. El tema del juicio nos llevará a rescatar datos del capítulo segundo que dejamos pasar por alto para ir a lo que era central allí. El primer dato es que el juicio de Dios no mostrará parcialidad ni brindará ventajas a nadie. Eso es lo que significa la expresión «acepción de personas» cuando Pablo la niega en lo que concierne al juicio divino (cf. 2,11). Pues bien: para fundar esta negación Pablo afirma de Dios que su juicio «dará a cada uno según sus obras» (2,6). Nótese que esto es más que una mera cita bíblica (Sal 62,13). Es una constante preocupación en Pablo (cf. 6,19-23; 8,12-13; 13,8-10; 1 Cor 6,9-11). Y la prueba es que no se contenta con citar, sino que desarrolla inmediatamente su propio pensamiento: «A quienes, con la perseverancia en obrar el bien, buscan gloria, honor e incorrupción, les dará (Dios) vida eterna. Para quienes, por el contrario, son egoístas, indóciles a la verdad pero dóciles a la injusticia, habrá ira e indignación. Habrá tribulación y angustia para toda persona humana que obra el mal, primero para el judío y también para el griego; gloria, honor y paz, por el contrario, para todo el que obra el bien, para el judío primero y también para el griego» (2,7-10). Y precisamente después de esta larga explicación, que hace del obrar el bien o el mal el criterio del juicio universal (y sin fronteras), es cuando Pablo afirma que Dios no da ventajas a nadie (cf. 2,11). Inmediatamente después afirma Pablo que Dios en su juicio tendrá en cuenta la Ley no para desequilibrar esa imparcialidad, sino precisamente para establecerla frente a situaciones que no son las mismas. A quienes se les dio mayor discernimiento para hacer el bien (cf. 2,18) se les exigirá, con toda lógica y equidad, un bien mayor 3 . 3
Así Pablo habla de que, ante el juicio de Dios, muchas veces se intercambiarán, de acuerdo al obrar, los títulos verdaderos de paganos y judíos, o sea, de incircuncisos y circuncisos (cf. 2,25-29). La fuerza de estas
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Esta preocupación de Pablo ante los Romanos por mostrar la absoluta universalidad e imparcialidad del juicio de Dios, haciéndolo depender del único criterio que alcanza a todos —el bien obrar—, debe ser tenida en cuenta, sobre todo para la interpretación de la segunda parte del capítulo tercero, cuando Pablo parezca hacer de la fe en Jesucristo criterio de ese mismo juicio divino. Esta preocupación de que hablamos lleva a Pablo a una importante —para él y para nosotros— consideración sobre la Ley. Para que Dios pudiese mostrar su manera de juzgar equitativa para la humanidad entera tuvo que dejar la Ley (dada a los judíos) librada a los mismos mecanismos de autoengaño que sometían al Pecado el conocimiento del querer divino dado «naturalmente» a los paganos. Así, después de afirmar que Dios entregó a los primeros su revelación, continúa: «Sea Dios veraz y todo hombre mentiroso, como está escrito: 'para que seas declarado justo en tus palabras y triunfes al ser juzgado'» (3,4). Así, «nuestra» injusticia —la de los judíos que poseen la Ley— «realza la justicia de Dios» (3,5). Porque lo que importa por encima de todo es la equidad, una misma actitud de Dios hacia todos los hombres. En Gálatas Pablo escribe: «Sí de hecho se nos hubiera otorgado una ley capaz de vivificar, en ese caso la justicia vendría realmente de la Ley» (Gal 3,21) y con ello el juicio de Dios resultaría favorecer a unos en relación a los otros. «Pero, de hecho, la Escritura encerró todo bajo el Pecado» (Gal 3,22) 4 . Es
un paralelo casi exacto de lo que escribe en Romanos, ya que aquí muestra que, para hacer equitativo el juicio de un Dios que da una Ley particular a un determinado pueblo, debe quedar establecido que esa Ley no cambia la situación de ese pueblo frente al criterio del juicio: el bien obrar. Por eso Pablo continúa en Romanos: «Hemos dejado establecida la acusación de que judíos y griegos estamos todos bajo el Pecado» (3,9). Esto lo prueba después con la lista, ya menciona, sacada de la misma Ley que constituye, religiosamente hablando, judío al judío. Un segundo dato se deduce implícitamente de lo que acabamos de ver y prepara el sentido auténtico de la segunda parte del capítulo. Es cierto que Pablo lo explicitará posteriormente, y con insistencia, pero ya está aquí presente entre líneas, especialmente cuando tenemos en cuenta la última parte de lo dicho 5 .
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expresiones de Pablo es más grande de lo que aparece a primera vista. Si se tiene en cuenta que la totalidad de la humanidad está representada por el binomio circuncisos/incircuncisos, de la misma manera que por judíos/griegos o yahvistas/idólatras, sin que nadie escape a esta clasificación por opuestos (que precisamente usa comúnmente ese tipo de binomios para designar la totalidad), Pablo dice, en primer lugar, que los judíos pueden ser y, por lo menos, «algunos de ellos» son, paganos e idólatras en su interior (que es el que Dios juzga). Por otra parte, el pagano que se vuelve «judío interior» por una actitud o circuncisión igualmente «interior», prueba que, aunque ello fuera difícil y raro, era posible cumplir (con algo de) la Ley en su verdadera e íntima finalidad o espíritu. Este pagano, por otro lado, no puede ser, como lo han supuesto algunos comentaristas, un pagano ahora convertido al cristianismo, porque ello, además de anular el argumento, se opondría de manera frontal al pensamiento de Pablo para el cual con el cristianismo termina la circuncisión. Contra esto, cf. ICC 2,172. 4 En la carta a los Gálatas que eran, en su mayoría, judíos convertidos al cristianismo, Pablo no se preocupa tan directamente de los paganos. Por eso, más que considerar la Ley como un privilegio no equitativo, la considera como la negación de la Promesa. Y, así, en el mismo versículo conti-
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núa: «...a fin de que la promesa fuera otorgada a los creyentes mediante la fe en Jesucristo». Sin embargo, en Romanos y en un contexto más amplio que el de Gálatas, Pablo, como prototipo de alguien que vivió, no según la Ley, sino según la Promesa, presenta a Abrahán, quien no tuvo, obviamente, fe en Jesucristo y cuya promesa fue la de tener descendencia y ser padre de todos los hombres (cf. 4,10-12). Examinaremos más tarde el caso de la fe en Jesucristo propiamente dicha. 5 Frente a esa imagen general, compuesta por las dos partes del díptico, con la consecuencia de que todos por igual están bajo el Pecado, Pablo parece presentar otra que sólo tiene en común con la primera ese por igual en que tanto insiste. Y es cuando, en el capítulo segundo, habla de «unos paganos (que), sin tener ley, hacen naturalmente lo mandado por la ley» (2,14). A continuación, el v. 15 parece terminar en anacoluto, cuando habla de que (estará) «su propia conciencia atestiguándolo con sus internos pensamientos que los acusarán y aun los defenderán...». El v. 16 es un complemento de tiempo (o de escatología): «... en el día en que Dios juzgará...». ¿Qué puede significar esta «defensa» ante el juicio de Dios por haber cumplido lo que ordena la ley escrita en el corazón de los paganos? Tanto más cuanto que esa defensa parece ser sistemáticamente vencida por la acusación, ya que la frase dice: «los acusarán y aun los defenderán». Una hipótesis consistiría en omitir o desplazar los w . 7-15, de manera que el v. 16 sea la continuación natural del v. 6: «...el justo juicio de Dios, quien dará a cada uno según sus obras/el día en que Dios juzgará los secretos de los hombres por medio de Cristo Jesús, de acuerdo con mi evangelio». En este caso, los pensamientos (o juicios) que acusan y (aun) defienden, podrían no tener relación con el juicio final de Dios, y la relación al día del juicio ser la continuación directa y natural del v. 6. Esta interpretación, por más que no pueda apoyarse en los textos tales como los poseemos, es tanto más tentadora para algunos comentaristas (cf. ICC 1,62) cuanto que permite seguir manteniendo que, fuera de la fe, y de la fe en Cristo (cf. v. 16), no puede haber «defensa ninguna para el pecador». La interpretación que nos parece más equilibrada y coherente no acude a una deformación del texto, y sí a una diferencia que
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Hasta 3,20 Pablo nos ha presentado, en un díptico que abarca dos capítulos y medio, esa esclavitud al Pecado que abarca a los dos componentes (religiosos) de la humanidad: griegos (paganos) y judíos. Ya indicamos que no era desatinada la pregunta acerca de por qué Pablo presenta en dos dípticos lo que podría ser el material de un solo cuadro. «Ya que no hay diferencia alguna: todos pecaron y les falta la gloria de Dios» (3,23). Y no es desatinado el planteamiento, porque, al equiparar una situación con otra —hacen las mismas cosas— y presentar actuando los mismos mecanismos —la verdad presa en la injusticia—, no se sabe ya para qué pudo confiar Dios su Ley a un pueblo determinado, sobre todo cuando sabemos, por lo que acabamos de ver, que no era su intención el que esa ley fuera cumplida en cuanto norma eficaz (cf. 2,5; 5,20; Gal 3,19) 6 .
La única forma lógica de resolver el problema consistiría en convertir nuestro díptico, propuesto de manera estática en dos cuadros simultáneos, en un proceso que ha pasado por dos etapas (aunque los representantes de ambas se mezclen en el tiempo de Pablo), en un proceso que estaba a la espera de una tercera y definitiva etapa, la que será precisamente objeto de la segunda parte de este tercer capítulo. Los hechos o personas que señalan el comienzo de cada una de esas tres etapas del plan divino sobre la humanidad son: Adán, Moisés y Jesús (cf. 5,14) 7 . En la primera etapa (Adán-Moisés) Pablo ve una ventaja que sólo se recobrará, como veremos, en la tercera, la universalidad. Por más que, sometidos al Pecado (éste es el aspecto negativo), todos los hombres están visiblemente confrontados con el mismo criterio: obrar el bien o el mal. Nadie puede pretender poseer privilegios de parte de Dios. Y, si lo hace, sabe —por lo menos al comienzo de esa tentativa justiflcatoria— que se engaña a sí mismo. Nadie puede, por tanto, «endurecer su corazón» basándose precisamente en aquel que sólo deja oír su voz interior para mantenerlo abierto y sensible 8 .
Pablo siempre admitirá: la que existe entre el Pecado y los pecados. Estar sometido al Pecado no significa que alguien sólo cometa pecados. Y el hecho de que los mismos paganos actúen con frecuencia bien, constituye un argumento ad hominem contra los judíos que creen que el poseer la Ley les permite juzgar negativamente al resto. 6 Choca frontalmente contra esta proposición, así como contra todo el panorama del capítulo segundo y primera parte del tercero, la pretensión de Pablo de ser «en cuanto a la justicia de la Ley, irreprochable» (Flp 3,6). La contraposición podría ser aún más interesante si, como muchos exegetas piensan, la carta a los Filipenses data de la prisión de Pablo en Efeso (no en Roma), es decir, más o menos un año antes de la redacción de Romanos. Ello podría demostrar que en esos meses hubo una gran profundización teológica en la interpretación de Pablo acerca del sentido y el poder del Pecado. Para salir de esta antinomia encontramos interpretaciones que van de un extremo al otro. En un extremo, y, lo que es más interesante, desde el punto de vista protestante, un conocido exegeta de la actualidad, Krister Stendahl (en su excelente obra Paul among Jews and Gentiles, Fortress Press, Filadelfia 21978), acepta plenamente en su interpretación la afirmación de Filipenses. Considera que, durante su vida entera, Pablo fue un hombre dotado de una «robusta» conciencia (op. cit., p. 80), en nada parecido al simul justus et peccator (al mismo tiempo justo y pecador) que han visto en él Agustín, Lutero y, más en general, la «plaga introspectiva» propia de Occidente (ib'td., 14). Él único pecado que Pablo reconocería en sí mismo, de acuerdo con Stendahl, sería el de haber perseguido a la Iglesia naciente (ibíd.). En el otro extremo figuran, por supuesto, quienes desechan como falsas o irrelevantes las palabras de Flp 3,6 o les dan, de acuerdo con el contexto (Flp 3,4-6), el carácter de un argumento ad hominem contra quienes pretendían poner en duda su carácter de fiel expositor de la fe judía. Nuestra interpretación, con la que nos encontraremos más adelante, queda en un término medio y se relaciona con la nota anterior: Pablo pudo ser irreprochable en cuanto a la justicia (supuesta) que proviene de un cumpli-
miento literal de la Ley. Y, no obstante, estar bajo el dominio del Pecado. Precisamente esta esclavitud sería la que le habría cerrado el corazón para no reconocer en Jesús la culminación de la Ley, convirtiéndolo en un perseguidor (cf. infra, nota 16, p. 472). 7 Para mayor precisión, habría que excluir a Adán de la primera etapa, ya que éste, para Pablo, recibió en el Edén una especie de «Ley» mínima, y su situación paradisíaca se asemeja así, en cierta medida, a la, muy posterior, de los judíos. Contentémonos con decir que la primera etapa comienza después del pecado de Adán (cf. 5,14). Convendría observar además que, para Pablo, «paganismo» o «gentilidad» no coinciden conceptualmente (aunque muchas veces sí en la práctica) con idolatría o religión errada. Paganismo y gentilidad se definen por la carencia de la Ley revelada y, por lo mismo, se identifica con el signo de la obediencia a esa Ley: paganos son así los incircuncisos como Abrahán (cf. 2,25-28; 4,10-13.16). 8 Tener la ley escrita en los corazones, como Pablo dice que acontecía con los paganos (muchos o pocos), y no en un documento exterior, constituye, por otro lado, una promesa escatológica, como puede verse en Jr 31,33. Para algunos comentaristas, el tener los paganos la ley inscrita (por lo menos algunos de ellos) sería, por tanto, una señal (contradictoria) de que antes de Cristo ya se había cumplido dicha promesa (cf. ICC 2,158-159). Pero basta pensar que esa promesa es de plenitud y totalidad y que, por Ío mismo, el que la fe —con la ley inscrita en los corazones— estuviera ya presente de un modo incoativo, no va contra el cumplimiento sobreabundante reservado a esta promesa escatológica que, de alguna manera, debía cumplirse en Cristo.
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En una segunda etapa (Moisés-Jesús) aparece la Ley, promulgada por un «mediador» (Gal 3,10-20): Moisés. En los primeros capítulos de Romanos, el objetivo de Pablo es convencer a los judíos de que ellos están también bajo la esclavitud del Pecado; esto hace que más bien se empeñe en desacreditar esa Ley (en cuanto posibilidad de escapar a la suerte común de los hombres y al criterio que los juzga). Así se destaca menos —y Pablo lo percibe y lo dice— el sentido positivo de una etapa que parece condenada de antemano al fracaso. Existen, sin embargo, indicios importantes acerca de esa finalidad positiva. Por lo pronto, al atacar Pablo la distorsión que sufre el sentido de la Ley en el judaismo señala indirectamente lo positivo que Dios pretende con ella. Dios ha hecho oír su voz, desde el exterior del hombre, es decir, gracias a un «mediador», para elevar el discernimiento moral. Ha exteriorizado, por así decirlo, su voluntad (cf. 2,18). Al hacer resonar esas palabras desde fuera del hombre, Dios aclara la voz interior y eleva la preocupación moral explicitándola y afinándola, o por lo menos eso es lo que pretende a través de aquellos a quienes hace responsables de esas palabras, «entregándolas a su fidelidad» (3,2) 9 . Lo más importante para convencernos de que se trata de un proceso único y universal es que esta intención no fracasará: «Si algunos fueron infieles, ¿acaso la infidelidad de ellos hace ineficaz la fidelidad de Dios? ¡Jamás!» (3,3). De ahí que los paganos que se convierten a la fe lo hagan no asumiendo lo muerto de la etapa —la letra sin vida (cf. 2,27)—, sino su elemento de vida: en lugar de las ramas cortadas del olivo original, son ramas de olivo silvestre injertadas en aquel tronco (cf. 11,16-18). Pero esta segunda etapa, por necesaria que fuera, no podía ser más que eso, una etapa, porque en el panorama universal introduce un elemento negativo, su particularidad. Y una particularidad de este tipo sacral es siempre provisoria y peligrosa. De ahí que su cumplimiento (no el cumplimiento de su letra) será también su terminación.
Y ello ¿para qué? Para reunir en una etapa última lo positivo de ambas: la universalidad de la primera con el nivel moral de la segunda. Y sin los inconvenientes de ambas: la confusión moral de quien sólo depende de la conciencia subjetiva y el orgullo moral de quien hace de su particularidad objetiva y sacral un privilegio ante Dios. Este proceso dialéctico culminará, pues, en la tercera etapa, la cristiana. De ella comienza Pablo a hablar en la segunda mitad del capítulo tercero, cuando escribe: «Pero ahora...» (3,21). Veamos ese «ahora». La segunda parte del capítulo tercero versa sobre lo que se ha llamado por parte de algunos exegetas «el sistema de Pablo». Aunque mostraremos luego por qué no estamos de acuerdo con esa expresión, ella refleja sin duda la sorpresa con que nos encontramos al leer la carta: una manera nueva y extraña —e inédita en el Nuevo Testamento— de concebir cómo Dios salva al hombre que es esclavo del Pecado y, sin dejar de juzgarlo, consigue declararlo justo. Nuestra sorpresa es tanto mayor cuanto que la novedad no sólo concierne a la concepción de los demás escritores del Nuevo Testamento, sino aun a lo que el mismo Pablo ha dicho y explicado por extenso en el capítulo segundo: el juicio de Dios tenía como criterio único el determinar si el hombre obraba o no el bien. Aquí, en cambio, nos encontramos de repente, sin ninguna preparación o explicación, con un nuevo criterio: la fe. En otras palabras: Dios declara justo —eso es lo que significa normalmente el verbo griego justificar— a quien, siendo pecador, y todos lo son, como acabamos de ver, cree en Jesús 10.
9 Habría que leer los magníficos estudios de Von Rad (Estudios sobre el Antiguo Testamento, trad. cast. Ed. Sigúeme, Salamanca 1975, pp. 283ss) sobre la Ley deuteronómica, para comprender la valoración positiva de una Ley cuya comprensión es muy diferente de la atacada por Jesús en sus adversarios: fariseos y doctores de la ley. También esos artículos nos explican cómo se inicia el proceso de esa interpretación degenerada de la Ley.
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10 El lector habrá notado que, en nuestra traducción, no empleamos el término «justificar», sino la expresión «declarar justo». Así como «declaración de justicia» en lugar de «justificación». Lo acostumbrado es lo contrario, o sea, el uso de «justificar» y «justificación», aunque el traductor entienda que el verdadero sentido es el otro. Tal es el caso de nuestro comentarista. «Nos parece fuera de toda duda que 'justificar', tal como lo usa Pablo, simplifica simplemente "declarar inocente', 'conferir a alguien el status de justo' y no contiene en sí mismo referencia alguna a una transformación moral. Esa sería también la consecuencia de la estructura del argumento de Pablo en Romanos» (ICC 2,95). Eutimio (Zigabeno) interpreta tanto 4,5 como, más adelante 4,25, en lo que respecta al verbo «justificar» como significando «hacer justo». Pero el comentarista no acepta esta autoridad, a la que cita —por otra parte— frecuentemente, para aclarar problemas del lenguaje griego. Y la razón para rechazar aquí la autoridad de alguien que debía conocer las posibilidades de ese lenguaje son, no cabe duda de ello,
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Pablo escribe esto, como vulgarmente se dice, «por activa y por pasiva», en los diez versículos finales del capítulo tercero, pero, lo que tal vez es más importante, lo escribe y repite en abstracto. En efecto, establece un principio y, antes de aplicarlo, lo recalca varias veces. Los ejemplos quedarán para los capítulos siguientes. De ahí la gran importancia, entre otros, del capítulo cuarto, que nos traerá a colación el caso de la fe justificadora de Abrahán. El lector se preguntará tal vez por qué o para qué necesitamos de ejemplos cuando el principio es tan claro. Digámoslo honestamente desde ahora. Por dos razones. La primera es la ya aludida de que Pablo no parece, al establecer ese principio, ser coherente con lo que ha escrito antes y con lo que escribirá después en otros sitios. La segunda es que los ejemplos que siguen mostrarán que el principio, al parecer tan claro cuando se enuncia en abstracto, resulta más complejo cuando se expone actuando en casos concretos. Dicho esto, volvamos a los diez últimos versículos del capítulo tercero, y analicémoslos como si fueran todo lo que tenemos. Sólo buscaremos información suplementaria si los términos mismos del principio allí establecido nos obligan, por su ambigüedad, a ello. De entre las diversas repeticiones de su enunciado, tomaremos una, que consideramos más importante por el compromiso personal, por así decirlo, que Pablo adquiere con ella: «Nosotros sostenemos... que el hombre es declarado justo por la fe, independientemente de las obras de la ley» (3,28). En primer lugar, se nos informa aquí sobre el juicio que Dios hace del hombre. No del judío o del pagano, sino del hombre, en toda su universalidad. Estamos, pues, como se ve, en esa tercera etapa donde la particularidad (odiosa) desaparece y toda la humanidad vuelve a ser tratada de la misma manera. Para quien dude de que éste sea el
sentido del principio sentado por Pablo, los vv. 29-30 le quitarán toda incertidumbre: «¿Acaso es Dios (Dios) sólo de los judíos, y no también de los gentiles?». He aquí el rechazo de la particularidad. Y continúa: «Por cierto, también de los gentiles. Pues bien, si Dios es uno solo...», mostrando que la unicidad de Dios implica la unicidad correlativa del criterio con que habrán de ser juzgados todos los que se presenten ante quien se cuida de todos por igual. «El será quien juzgará la circuncisión de acuerdo con la Fe y la incircuncisión por medio de la Fe». La Fe, he ahí, pues, el único criterio para el único ser presente ante el juicio del único Dios: todo hombre. Nótese bien que el principio en sí no concierne, al parecer, sino a la humanidad a partir de lo que, en otra parte, Pablo llama «la llegada de la fe» (Gal 3,25). Sin más datos por el momento sobre lo que realmente ocurrió en el tiempo de la «paciencia» de Dios o en el tiempo de «la Ley», tenemos, por lo menos de manera provisoria, que reducir la aplicación del principio a ese explícito «ahora» (3,21) que marca el comienzo de la tercera etapa, es decir, la que empieza con Jesucristo. En efecto, lo que haya ocurrido con el juicio de Dios a «los justos» del Antiguo Testamento o a los llamados «santos paganos» antes de Jesús no nos lo dice el principio establecido por Pablo en su enunciado abstracto. Hasta que analicemos, por ejemplo, en el capítulo cuarto, el caso tan especial de Abrahán, podemos pensar, como decíamos, en «la paciencia de Dios» (2,4-5; 3,25-26) o en un juicio que, aun teniendo en cuenta la particularidad de la Ley, juzgará las respectivas responsabilidades de quienes la poseían y de quienes no la poseían (cf. 2,12-16). Pablo parece no decidirse. Y, por el momento, tampoco nosotros podemos decidirnos y dejamos planteada la cuestión. Sí queda claro que el «ahora» de Pablo significa que, por lo menos después de Cristo, el hombre vuelve a ser juzgado, de acuerdo a la fe, en su total universalidad recobrada. En segundo lugar, ya hemos indicado que no hay razón alguna a priori para modificar la significación normal que tiene el verbo griego traducido a menudo por «justificar» y que usa aquí Pablo. En las lenguas latinas, «justificar» adquiere —gracias a su segunda raíz, faceré, hacer— un sentido amplio que abarca en general toda clase de relaciones humanas y comprende todas las veces que «se hace justicia» a los argumentos o alegatos de otros. En griego —donde está ausente la raíz faceré, hacer— el verbo
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de carácter teológico: «La evidencia es demasiado decisiva (cf. ICC l,30ss) de que 'justificar' no significa 'hacer justo' sino 'declarar un juez justo a alguien'... Los teólogos griegos no tuvieron una idea clara de la doctrina d-í la justificación» (ICC 1,101). Expresiones tan tajantes y, además referidas a todo Pablo, llaman la atención por lo genéricas, aunque puedan ser justas en la mayoría de los casos (¿qué pasa con el «hacer justos» de 5,19?), y porque sacrifica a una determinada corriente teológica las posibilidades exegéticas de examinar, en cada caso, el uso que hace de esos términos un escritor que, como Pablo, se caracteriza por su poder creador con respecto al lenguaje.
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tiene un sentido más restringido (y menos apto para el lenguaje figurado), más ligado aún a la función formal de juzgar en una corte. Apunta a la declaración de justicia o inocencia que hace el juez de un inculpado. Esa sentencia no hace, obviamente, al reo justo o inocente. Sólo lo declara tal. El lenguaje constata el hecho y deja a la realidad establecer si esa sentencia era equitativa, piadosa o corrompida... Por supuesto, Pablo, como cualquiera, puede modificar sin previo aviso el sentido de una palabra introduciendo en su contenido algo que no es lo usual. Lo único que sostenemos aquí es que no tenemos razones a priori para suponer que lo haya hecho y que no es razón suficiente, al menos por el momento, la aparente contradicción entre esta declaración de inocencia debida a la fe y la advertencia anterior, ampliamente apoyada, de que Dios juzga al hombre de acuerdo a si obra o no el bien. Lo que sí importa señalar es que el contexto judicial del verbo, más claro aún en griego que en nuestras lenguas, apunta al juicio que Dios hace de todos los hombres determinando su suerte definitiva " Esta es, en efecto, la manera que tiene Dios, según Pablo, de juzgar a toda la humanidad por el mismo rasero (cf. 3,29-30). En esto consiste —en que se obtenga una declaración de justicia en ese juicio— la redención (3,24) y la expiación de todos los «pecados anteriores» (3,25). Y esto significa que «estamos en paz con Dios» (5,1) y que, por ello, seremos «salvados» (5,9), porque «ya no hay condenación alguna para quienes están en Cristo Jesús» (8,1). Pero en realidad todas estas precauciones interpretativas, que pueden parecer extrañas o exageradas, se vuelven necesarias a causa de la última parte de la expresión de Pablo, la que atribuye la 11 A menos que adoptemos la hipótesis extrema, aunque no desprovista de razones y méritos, de K. Stendahl, a la que ya aludimos. Stendahl ha hecho dar un giro copernicano a la exégesis de Pablo, con el que explica el desconocimiento, durante los tres primeros siglos de la Iglesia, de una posible justificación por la fe. El que haya tenido virtualmente que esperarse a Agustín para ello, procedería de que durante esos siglos no se entendió la «justificación» como el juicio salvífico de Dios, sino como el juicio que hacía Dios de los paganos convertidos, admitiéndolos, en la comunidad cristiana, para ser como «judíos honoris causa» (cf. op. cit., p. 5, así como Rom 2, 15-16), es decir, justificándolos como verdaderos herederos de las promesas de Dios a Israel. Creemos, sí, que ésta es una preocupación dominante en Pablo, pero no a punto de anular sus análisis antropológicos, en los que la justificación juega un papel central.
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razón de tal declaración de justicia a «la fe, independientemente de las obras de la ley» a. Comencemos entonces por la Fe. En este caso lo mejor que podríamos tal vez hacer sería suspender nuestro juicio, ya que, con excepción de la introducción de la carta (1,17) —que permanece asimismo misteriosa por el momento—, esta es la primera vez que nos topamos con el término. Estamos aquí, en realidad, en las antípodas de lo que veíamos a propósito del verbo «justificar»: el sentido de la palabra Fe se abre en todas direcciones, como en nuestras lenguas modernas, y tal vez más aún. Puede designar confianza en una persona, esperanza en un futuro, certeza en la afirmación de ciertas verdades, etcétera. Podríamos adelantar que Pablo usa de hecho, indistintamente y sin advertirnos, todas esas acepciones. Sólo el contexto podrá orientarnos. Ante esta primera aparición del término y, por tanto, sin contexto aún, lo único que podemos decir sin temor a errar es que por fe Pablo entiende algo opuesto —en el campo específico del juicio divino— a «obras de la ley», lo cual, aunque parezca una perogrullada, puede iluminarnos, dado que Pablo se ha referido ya, en buena medida, a tales «obras». Pero antes de buscar la significación de la fe recurriendo a su término opuesto conviene añadir una especificación que puede aclarar o hacer más confusa la palabra. En la frase que comentamos, y que elegimos por ser aquella en la que Pablo parece contraer un compromiso más personal, «la fe» —sin más— se presenta como independiente de las obras de la ley. Sin embargo, la primera vez que Pablo sienta su principio en este capítulo se trata más 12 Que en esto haya un peligro de malentendido, lo muestran las reiteradas advertencias de Pablo, mediante preguntas que él supone se le hacen: 3,31; 6,1.15. «San Pablo fue acusado, sin duda por adversarios reales, de antinomianismo. Lo que él dijo fue: 'Ño se obtiene el estado de justicia mediante obras de la ley; es un regalo de Dios'. Y lo presentaron como si hubiera dicho: 'Por lo tanto, no tiene importancia lo que un hombre hace', conclusión que él repudia con indignación, no sólo aquí, sino también en 6,lss.l5ss». ICC 1,74. No habría que dar demasiado por sentado que es perfectamente comprensible la indignación de Pablo, antes de ver más claro cómo se las arregla para salir del malentendido. Porque si a Dios realmente no le importa, en el sentido de que el regalo se hace igual, y de que Dios realiza todo su plan de salvación sin cooperación causal del hombre, todo lo que se diga sobre la importancia de lo que éste haga no sobrepasa mucho el nivel de una retórica piadosa y levemente demagógica.
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específicamente de «la fe en Jesucristo» (3,22) y se supone que la poseen «todos los que creen», alusión clara, si las hay, a la comunidad cristiana, es decir, a los que, como Pablo expresará más tarde, «están en Cristo Jesús» (8,1). Esto es tanto más importante cuanto que, singularizando el principio universal, Pablo, en el mismo capítulo tercero, escribe que de esta «expiación mediante la fe...» (3,25) se sigue el que Dios «declare justo al que cree en Jesús» (3,26). Sólo podríamos añadir a esto, en el estadio en que nos hallamos de nuestra investigación, los dos extremos, por así decirlo, de esa fe, el más vago y el más estricto. Pablo hablará, en efecto, de una declaración de justicia recibida por Abrahán porque creyó en Dios (4,3.17). He aquí el extremo más vago de la fe, puesto que de ella se dice lo mismo, que le valió a Abrahán una declaración de justicia, sin que, por otra parte, pueda tratarse de una fe «en Jesús». El otro extremo, en cambio, lo encontraremos más adelante también, cuando Pablo hable de «la palabra de la fe que nosotros proclamamos» (10,8). De ella escribe: «Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo» (10,9) 13 . No cabe duda de que estamos ante la misma temática, por lo menos a grandes rasgos. Sin embargo, la especificación de la je en su sentido estricto llega aquí al máximo, pues hasta se le da un contenido —casi dogmático— marcado por el que. Los exegetas están de acuerdo en que ese contenido fundamental, la fórmula «Jesús es Señor», fue una de las primeras y preferidas fórmulas de fe de la Iglesia primitiva. Con ella se distinguía a un cristiano. Y de esas pocas y simples palabras hacía uso el mártir para señalar que perseveraba hasta la muerte en su fe 14 . No será fácil decidir en cada caso si es lícito o no aplicar al término fe, usado por Pablo, un sentido más amplio o más estricto. 13 Si se tiene en cuenta que en los dos elementos de esta fórmula de fe están presentes los dos condicionamientos para entrar a formar parte de la comunidad cristiana, y que, según Lucas, la primera comunidad de Jerusalén entendió que la salvación dependía de esa participación («El Señor agregaba cada día a la comunidad a los que se habían de salvar», Hch 2,47) se comprende que, aunque Pablo tenga un pensamiento menos mágico y más complejo, utilice esta «fórmula de fe» primitiva como argumento en su polémica contra los judíos. Y que no la emplee nunca en los ocho primeros capítulos de Romanos, donde encontramos su cristología. 14 Cf. R. Bultmann, op. cit., pp. 81, 125, 312.
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Pero conviene saber desde ahora los extremos entre los cuales se mueve el sentido de la palabra. Lo que será más valioso aún para definir ese sentido no puede ser otra cosa, lógicamente, que lo que Pablo le opone, sólo que aquí nos encontramos de nuevo con una imprecisión que puede ser importante. En los diez versículos que analizamos encontramos la fe opuesta a tres términos o conjuntos de términos: a «obras de la ley» (3,28), a «obras» (3,27) y a «ley» (3,21) 15 . ¿Tratan las tres expresiones de la misma realidad? Ello parece innegable, dado que los diez versículos en cuestión constituyen una serie de repeticiones del mismo principio fundamental. Sí ello es así, ¿cuál de las tres será la mejor para seguir el pensamiento de Pablo? Cabría acotar que no hay por qué escoger y que tal vez sería mejor mantener las tres in mente en espera de ulteriores explicaciones y aplicaciones. Pero algunas puntualizaciones nunca sobran. Podemos decir ya que la formulación más solemne —con el «sostenemos»— del principio en cuestión es la que usa la terminología más explícita, «obras de la ley», y que lo más verosímil, hasta prueba de lo contrario, será que tanto «obras» suponga «de la ley» como que «ley» suponga las «obras» que le corresponden, y ello cada vez que nos encontremos ante el mismo tema. Dos observaciones más pueden ser de importancia. La primera se refiere a esa presunta contradicción entre el principio que Pablo sienta aquí y su pensamiento sobre el juicio universal de Dios expresado sobre todo en el capítulo segundo. En éste el criterio era el «obrar» el bien. Aquí el criterio se desplaza de «las obras» a la fe. Ahora bien: obrar es un verbo que, de alguna manera, reduce a un singular (verbal: el obrar) una serie de obras. Sobre todo porque se trata de obrar el bien, también en singular. En cambio, el plural de «obras» —especificado más aún por el término ley, que prescribe o proscribe numerosas obras— puede ser de importancia decisiva para resolver la aparente antinomia. 15 Entendemos que cuando Pablo dice que ha sido eliminado el gloriarse y luego se pregunta «por qué ley», afirmando que no es por la «ley de las obras» (3,27), ley significa aquí el mecanismo que elimina el gloriarse. Por tanto, no tenemos en esa «ley de las obras» un cuarto conjunto de términos opuesto a la fe, ni, menos aún, un sinónimo de «obras de la ley» con los términos invertidos. Por otra parte, a diferencia de las otras tres expresiones reseñadas, «ley de las obras» no volverá a aparecer en Pablo.
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Tanto más cuanto que no sólo tenemos el capítulo segundo, desde este punto de vista filológico. En la primera a los Corintios vuelve Pablo a escribir sobre «el día» del juicio de Dios y dice que allí «la obra de cada cual quedará al descubierto... y la calidad de la obra de cada cual la probará el fuego...» (1 Cor 3,13). Otra vez, por tanto, el pensamiento de Pablo concerniente al juicio de Dios (y en este caso habla ya de los cristianos; cf. 1 Cor 3,11) vuelve hacia el obrar, pero no al plural «obras», sino al singular «obra». Vale la pena, creemos, tener esto en cuenta para comprender ulteriores desarrollos del pensamiento de Pablo. La segunda observación se relaciona con el hecho de que hemos escrito «ley» con minúscula, tanto cuando aparece sola como cuando lo hace en la expresión «obras de la ley». ¿Por qué, dado que en el capítulo segundo y en la primera mitad del tercero hemos usado sistemáticamente la mayúscula, con una sola excepción w ? La mayúscula, en castellano, por supuesto —los manuscritos griegos más antiguos están escritos todos en mayúscula—, nos servía para indicar que aquello de que el judaismo se había apoderado, haciéndolo instrumento del Pecado, era la Ley, la revelación divina normativa resumida y como concentrada en el Decálogo de Moisés o, en forma más amplia, en la revelación veterotestamentaria. Cabe preguntarse, pues, y no suponerlo apresuradamente, si en la expresión obras de la ley se trata de esa misma Ley —con mayúscula—, o sea, de la revelación de la norma divina contenida en la Biblia. A primera vista, uno estaría tentado de negarlo. En efecto, después de establecer la esclavitud de todos los hombres con respecto al Pecado, uno esperaría que el nuevo principio que Pablo establece tuviera igual relevancia para paganos y judíos. Pero ocurre que el principio parece no modificar mayormente la situación de los paganos, ya que la sustitución de «las obras de la ley» por la fe concerniría, si se tratara de la Ley, al resorte del Pecado que actúa exclusivamente en el judaismo. Son ellos los que «se glorían» (3,27) de tenerla. Si nuestra observación anterior es exacta, son también ellos los que se relacionan más con ese plural de «obras», ya que se precisa una ley exterior, como la de Moisés, para 16 La de esa ley inscrita en el corazón de los paganos, que rige —aunque la mayoría de los hombres no se sometan a ella, y la Muerte, gracias al Pecado, reine en ese período (cf. 5,12)— en la primera etapa del plan de Dios. Pero sería exagerado y tendencioso decir que esa ley prueba que, en ese período, los hombres se hallan bajo un sistema legal (cf. ICC 1,58).
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que tanto las buenas obras como los pecados se contabilicen (cf. 5,13). Sin embargo, a pesar de reconocer el valor de los argumentos que sustentan esta objeción, creemos que «la ley» a la que Pablo se refiere aquí debe ir con mayúscula, por ser la de Moisés. Y ello por una razón muy simple. A paganos y judíos se les exige lo mismo, es decir, la fe 17. Sólo ella, de un modo que tendremos que precisar más, es capaz de llevar al hombre, esclavo del Pecado, a una declaración de justicia y, por tanto, a una reconciliación con Dios. Si Pablo, pues, contrapone fe a algo, ese algo apunta sólo al judaismo en la medida misma en que sólo él tiene una manera diferente de considerar el juicio de Dios. Sólo en él el pecado puede ser contabilizado de acuerdo a un recuento de las obras hechas de acuerdo o no con la Ley (cf. 5,13). De esta manera, la parte positiva del principio —la declaración de justicia gracias a la fe— va a ambos destinatarios de la carta (judíos y griegos), mientras que la negativa —la eliminación de las obras de la Ley como criterio de juicio— atañe únicamente a quienes podían alegar la Ley de Moisés como criterio que les era propio. Así, Pablo podría haberse contentado, al tratar solamente con paganos (convertidos), con afirmar que la declaración de justicia se obtenía mediante la fe, sin más. Así lo hace, efectivamente, en 3,30. A pesar de que esto es así exegéticamente sin duda, no podemos menos de plantearnos ante un principio así establecido una última pregunta. La fe, en cuanto opuesta a «las obras de la Ley», tiene una relación directa con el mecanismo que pone a los judíos bajo la esclavitud del Pecado. Ahora bien: los paganos tienen también sus mecanismos propios para caer bajo una esclavitud semejante, al impulso de los «deseos de sus corazones». Hemos visto además que en ambos casos esos mecanismos llevaban a la esclavitud mediante la «prisión de la verdad», es decir, mediante el autoengaño. Cabe, pues, dejar aquí planteada la pregunta: ¿no tendrá también la fe de la que habla Pablo en su principio una oposición a los «razonamientos enredados» de los paganos, como la tiene a las «obras de la Ley» de los judíos? " Aquí tenemos que hacer justicia a observaciones atinadas y a argumentos presentados por la ya mencionada obra de K. Stendahl, tendiendo a probar que la principal preocupación de Pablo fue mostrar que la je daba a los paganos el mismo derecho que a los judíos para formar parte de la comunidad sucesora del pueblo de Israel. 24
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Es evidente que nada explícito aparece en los versículos que examinamos a este respecto. Pero este planteamiento podría seguir actuando inconscientemente en el pensamiento de Pablo y llevarlo a desarrollos ulteriores, como los del capítulo séptimo. Sea de ello lo que fuere, con lo dicho aquí no hemos hecho más que abrir el camino al planteamiento fundamental: cómo entender el principio básico que Pablo sienta aquí. Y a prevenir contra simplificaciones. II Por lo que hemos visto hasta aquí, en los dos primeros capítulos de Romanos Pablo ha podido rastrear, en el mensaje histórico de Jesús, la idea capital de que el Pecado ejercita su poder esclavizador universal haciendo que un elemento de mentira, ínsito en la Carne, se apodere de toda revelación religiosa, la sistematice y la haga servir a los intereses del hombre, con lo cual no sólo se convierte en un tipo de ideología, sino que su carácter de ideología «sagrada» va pervirtiendo el juicio del hombre hasta que, sin darse cuenta ya, usa naturalmente de lo religioso para justificar la injusticia de sus relaciones con sus semejantes. Entre los elementos religiosos que han sido de esta manera puestos al servicio del Pecado, Pablo, tomando como ejemplar el caso de los judíos, elige uno para su demostración: la Ley. A partir de aquí, le es más difícil a Pablo rastrear en los evangelios (o, para ser más exactos, en los fragmentos que de ellos tendría en ese tiempo a su disposición) la continuación de su argumento antropológico. Tiene, en cierto modo, que arriesgarse a seguir la propia lógica de las premisas establecidas. La primera conclusión que parece deber desprenderse de ellas es que, si el plan de Dios era remediar la situación de los paganos mediante un suplemento de conocimiento (es decir, una revelación hecha al pueblo judío), mediante la Ley 18, falló totalmente en su 18 Además de las dificultades que tiene Pablo para atribuirle un valor y una función a la Ley en el plan de Dios, está la dificultad del vocabulario. En este capítulo, «ley» tiene, por lo menos, tres acepciones diferentes. Sobre todo cuando va unida a «los Profetas», significa la revelación misma de Dios consignada en el Antiguo Testamento. La ley, además, se aplica de un modo más especial, a la parte explícitamente normativa de esa revelación, así como a su amplificación «teológica» a lo largo de la historia de Israel. En este sentido constituye un elemento central en la «religión» de éste. Fi-
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empeño, porque, a fin de cuentas, unos y otros «hacen las mismas cosas» y tienen «presa la verdad en la injusticia». Luego es obvio para Pablo que éste no era el plan, por lo menos no el plan total de Dios, y que el supuesto error es, por tanto, parte de un plan más vasto y complejo. Para descubrir este plan divino, Pablo tiene, como siempre hasta aquí, que despegarse de la letra del evangelio —donde sólo encuentra el pensamiento ambivalente de Jesús respecto de la Ley— y aun despegarse del sentido más literal de la Escritura veterotestamentaria que, después de la creación de los demás pueblos, se orienta claramente al tema del pueblo escogido. Por lo pronto, la relectura que Pablo está interesado en hacer para comprender a la humanidad entera en el plan de Dios tiene necesariamente que remontarse a la etapa que precede al Sinaí, o sea, a la formación y constitución «religiosas» del pueblo de Israel mediante la promulgación de la ley de Moisés. Más aún: para el ex fariseo Pablo, circuncisión y ley van juntas. La primera es el signo de la aceptación total de la segunda (cf. Gal 5,3). Y como, gracias a la retroproyección que hace la fuente sacerdotal de la época del exilio a la de los patriarcas, la circuncisión vige ya desde una parte de la vida de Abrahán (cf. Gn 17,lss), Pablo, en realidad, no puede contar para su argumentación sino con la etapa que va, en el Génesis, del capítulo primero al decimoséptimo, es decir, desde el origen del mundo y de la humanidad hasta la circuncisión de Abrahán exclusive. Esto es, sin embargo, adelantarnos al tema que Pablo va a desarrollar de manera más explícita en los capítulos siguientes. Lo que queremos retener aquí es que Pablo, en una interpretación creadora, se lanza —y debe hacerlo— a una relectura del plan de Dios que sólo al final del camino volverá a encontrar, para verificar el recorrido total, en Jesús de Nazaret. Volvamos, pues, al capítulo tercero de Romanos. Es obvio que en él, con mil precauciones, Pablo se ve obligado a adelantar una hipótesis necesaria para su argumento de que el plan de Dios fue desde siempre más vasto que el de una mera victoria de la Ley. Y esa idea escandalosa le permite suponer que a Dios le convenía que la Ley fallase en hacer al hombre justo. nalmente «ley» tiene el sentido «secular», diríamos, de mecanismo o explicación. Y así, en este capítulo, cuando se quiere saber cómo ha sido abolida la posibilidad de «gloriarse», Pablo presenta la alternativa: debe ser o por la «ley» de las obras o por la «ley» de la fe.
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De haber usado Pablo una clave política, la afirmación hubiera parecido obvia, tan relacionada se halla con el destino mismo de Jesús. Como ocurre con los grandes políticos, son grandes en la medida misma en que luchan contra grandes vicios de la sociedad. Si la ley religiosa de Israel hubiera conseguido edificar una sociedad coherente y justa, el interés suscitado por el hombre Jesús no habría existido. Lo que fascinó en su destino fue su lucha contra los que fundaban en la Ley la justificación de una gran injusticia. Eso es lo que dice, aunque en otra clave, no política, la frase de Pablo a los Gálatas: «Si de hecho se nos hubiera otorgado una Ley capaz de vivificar, en ese caso la justicia vendría realmente de la Ley; pero de hecho la Escritura encerró todo bajo el pecado a fin de que la promesa fuera otorgada a los creyentes mediante la fe en Jesucristo» (Gal 3,21-22). Pero precisamente lo que es obvio en una clave política, aunque parezca un poco cínico, se vuelve difícil de expresar, áspero y escandaloso en una clave antropológica o, si se prefiere, en una antropológico-religiosa. Decir que a Dios le conviene el pecado —con minúscula— por el que se quebranta la Ley, y aun el Pecado —con mayúscula— por el que el hombre se esclaviza en su mala fe, no es fácil. Y lo es aún menos decir que Dios actuó, de hecho, siguiendo esa conveniencia. Lo que ocurre es que la Ley, entendida de manera espontánea —«religiosa»— por el hombre, constituye un camino errado y sin salida, y sólo cuando eso se comprueba puede partir el hombre en busca de otro significado, esta vez el verdadero —no el «natural»— de la Ley. Este argumento, siempre de acuerdo con lo visto en el capítulo anterior, está bien desarrollado en la carta a los Gálatas. Antes de ser circuncidado, Abrahán recibe la Promesa gratuita y básica de Dios: la de ser bendición universal y sin límites para la humanidad. Cuatrocientos años después, según el cómputo bíblico, aparece, con Moisés, la Ley. ¿Cómo la recibe el hombre? Con su tendencia espontánea a no creer mucho en promesas vagas cuyo cumplimiento no es posible controlar, concebirá a la Ley como un contrato: si haces esto, alcanzarás la bendición. Pablo usa una comparación legal. La Promesa era como un testamento, es decir, la seguridad anticipada de un regalo. La Ley es comprendida erróneamente como un codicilo agregado (mucho
después) al testamento, codicilo por el cual se establecen las condiciones que el presunto heredero tendrá que cumplir para obtener el regalo que el testamento le prometía. En otras palabras, bajo la apariencia de un testamento —promesa y gracia— estamos, en realidad, ante un contrato. Por lo menos, así, según Pablo, lo comprendieron los maestros de Israel en su interpretación de la Ley. De ahí que la posibilidad, para Dios, de llevar a cabo su plan primitivo y universal esté en que ese contrato no se pueda cumplir. Y por aquí nos explicamos la frecuencia con que Pablo usa el argumento (que no valdría para una ley que no fuera considerada como contrato) de que una sola infracción es bastante para que nada pueda ya esperarse de la Ley. En Gálatas, Pablo muestra lo ridículo de suponer que Dios hace primero una promesa incondicionada y luego, como alarmado ante la imprudencia de una tal generosidad, cuatrocientos años después va y condiciona el regalo a cláusulas morales establecidas por ley. Pero si ello es así, ¿cómo se explica el que se haya caído en esa ridiculez? Y, una vez más, la respuesta es la misma: espontánea, naturalmente, el hombre no cree sino en aquello que controla. En aquello que puede calcular. Por eso lanza las redes de su cálculo hacia lo más poderoso: hacia lo religioso. Pues bien, desde que existe una ley, el pecado se vuelve calculable (cf. 5,13) y lo mismo la justicia. Eso es precisamente lo que Dios tiene que destruir. Y no lo puede hacer, por así decirlo, «desde arriba», por medio de otra «revelación» que caería igualmente bajo los mismos mecanismos deformantes. Es menester que el hombre recorra todo el camino de su error y se encuentre finalmente con éste. El argumento de Gálatas está consignado brevemente y como por alusión en Romanos, en el capítulo que estudiamos, cuando Pablo proclama que «ninguna Carne, mediante las obras de la ley, será declarada justa ante él (Dios)» (3,20). El «medíante las obras de la Ley» alude obviamente a la concepción de ésta como un contrato, cuyas cláusulas, que han de ser puestas por obra, deben ser cumplidas en su totalidad para que lo estipulado en el contrato, el «ser declarado justo», tenga lugar. Se alude asimismo, usando Carne en vez de hombre, a la tendencia, propia de la creatura, que usa de lo religioso en un desesperado esfuerzo por apoderarse, de manera calculable y segura, de los bienes divinos.
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El que haya que esperar éstos de un regalo, según el argumento desarrollado en Gálatas, se expresa aquí cuando se dice que eso mismo que se buscaba en la Ley, concebida como contrato, es decir, la justicia, «ahora, independientemente de la ley... se ha manifestado... siendo (los hombres) declarados justos por el regalo de su Gracia» (3,21-24). Que esto no sea una sorpresa, sino, como se decía en Gálatas, el cumplimiento de una Promesa, está asimismo presente aquí cuando se alude a que lo acontecido sucedió «según el testimonio de la Ley y los Profetas», término acuñado para designar la Escritura en general. En el capítulo siguiente, ese testimonio, concerniente a la promesa hecha a Abrahán, será estudiado más largamente por Pablo. El seguro fracaso de la Carne para hacer funcionar la ley como contrato se confirma así doblemente. Por una parte, por el acontecimiento efectivo del regalo «independientemente de la Ley». Por otra, por el fracaso de los intentos de justicia hechos de acuerdo a la Ley y juzgados de acuerdo a la misma revelación de Dios, en una larga lista de pecados de los que todos son culpables —aquí sí paralelos a los de los paganos—, pero, además, sancionados por el juicio mismo de Dios, ya que se trata de citas de la divina Escritura (cf. 3,10-18). Ahora bien —y aun dejando de lado la falsa conclusión de que debemos colaborar a ese proyecto divino con nuestros propios pecados o de que no podemos ser responsables cuando Dios mismo nos quiere pecadores —queda la cuestión de saber si la función de la Ley se reduce a mostrar un camino errado para que luego se tome el acertado. A esta pregunta Pablo responde muchas veces con la negativa. La Ley debe significar, y sin duda significó, un progreso. Diríamos que Pablo parece dispuesto a poner ese progreso en cualquier parte menos en una: no puede afectar al hecho de que todos estamos bajo el Pecado. Podría parecer, a primera vista, que sólo un cierto atavismo lo lleva a buscarle a la Ley otra finalidad que no sea la de enfrentar al hombre con el muro de su propia impotencia cuando pretende negociar con Dios y obtener de él, como un derecho adquirido, una declaración de justicia. En realidad, no le es fácil a Pablo —y las dificultades del pasaje lo manifiestan con excesiva claridad como para dudar de ello— atribuirle a la Ley valor alguno que no pueda ser desnaturalizado por la Carne, como privilegio, como moneda negociable...
Ese parece ser el destino de toda revelación caída en poder de los mecanismos de la creatura, y muchas veces la lectura de Pablo nos lleva a preguntarnos si no habrá en él un cierto pesimismo radical 19. Estamos, por cierto, aquí en un punto decisivo. ¿Qué función positiva puede tener la Ley frente a la gratuidad de un regalo, y que no sea condicionarlo, ya que dejaría, entonces, de ser lo que es, o sea, un regalo? También aquí la carta a los Gálatas puede iluminar nuestro camino. En ella, Pablo designa a la Ley con una metáfora: fue —es el judío el que habla— nuestro «pedagogo» hasta Cristo (Gal 3,24). Por supuesto, con la llegada de la Fe (el nuevo personaje decisivo que entra en escena precisamente en el capítulo tercero de Romanos que estamos analizando) «ya no estamos bajo el pedagogo» (Gal 3,25). Bien, pero ¿cuál es nuestra situación actual respecto al «pedagogo»? Podemos suponer que no se ha desvanecido en la nada por el solo hecho de no estar ya bajo él. Deberíamos más bien decir, y ya veremos que ése es el pensamiento de Pablo, que tenemos que encontrarle al pedagogo una función que, si es nueva para nosotros, es su función original. Y la principal característica de esa función, implícita en la misma metáfora (cuando se la lee en su contexto cultural) es la de estar él debajo de nosotros20. La Ley bajo el hombre, y no el hombre bajo la Ley... ¿Habrá quien no escuche aquí un eco evangélico insoslayable? Pues bien, también aquí la primera carta a los Corintios complementa la dirigida a los Gálatas. En efecto, enseña a convertir la pregunta moral, pero infantil, por lo «lícito», en una pregunta madura por lo «conveniente» (cf. 1 Cor 6,12; 10,23). Y la razón
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" Muy diferente, en ese caso, del toque de brío y alegría que distingue, si no el destino global, sí el mensaje y la predicación de Jesús de Nazaret sobre la venida del reino. 20 Aunque también el argumento vale en nuestra época, ya que con la mayoría de edad no nos desembara2amos lisa y llanamente de nuestros maestros, se ha de tener presente que en el tiempo de Pablo la metáfora era aún más rica de contenido: el pedagogo era un esclavo encargado de la educación de los hijos y, por eso, dotado de una cierta autoridad sobre ellos, para luego seguir bajo sus antiguos alumnos con nuevas funciones cuando éstos llegaban en la mayoría de edad a hacerse cargo de todos los bienes heredados de sus padres. Poco importa, a este respecto, la discusión entre exegetas acerca de si el pedagogo enseñaba realmente, o sólo conducía a los hijos de la familia a la escuela. En cualquier caso velaba por su conducta en ese tiempo e impartía órdenes.
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es que, al no estar más bajo el pedagogo, o sea, bajo la Ley, «todo es lícito» 21. Con la mayoría de edad, el que era «dueño de todo» (Gal 4,1), aunque sólo por testamento, es decir, en virtud de la Promesa, entra efectivamente en posesión de su herencia: todo, el universo (cf. 1 Cor 10,26). Y, como dueño, no es lógico que pregunte aún al pedagogo (que siempre estuvo a su servicio, aunque antes estuviera capacitado para darle órdenes) por lo que le es lícito hacer en su propia casa. La ayuda que el pedagogo puede continuar prestándole será la de contribuir a orientarlo en el problema de la «conveniencia» de los medios que se le proponen para los fines que pretende. Indudablemente, ello no quiere decir que lo enseñado antes por el pedagogo haya perdido todo su valor de orientación. Puede seguir siendo verdadero (cf. 3,2; 7,12.14.16), una etapa indispensable en el camino hacia la verdad, pero tal cual, una etapa «infantil», habida cuenta del educando. Diríamos, con Pablo, que se trata de una «verdad» que se aprende con la Carne. Y ya hemos visto que, para él, carnal e infantil son sinónimos (cf. 1 Cor 3,1). Porque el mecanismo que funciona en la comprensión de esa «verdad» es aún el miedo. Quien pregunta por lo que es «lícito» tiene miedo no de hacer algo contraproducente a sus propios proyectos, sino algo merecedor de castigo. O pretende obtener un premio como mérito de su conducta. Por eso la madurez de que habla la carta a los Gálatas no es un toque o una fecha mágica. Viene sí, a su debido tiempo, con Cristo; pero es un efecto del Espíritu que, opuesto a la Carne, libera al hombre del miedo y le da esa sensación de ser hijo (cf. Gal 4,4-7) mediante la cual puede aventurarse en el dominio de lo conveniente, es decir, en el dominio de una praxis que no funciona por premios y castigos, méritos y contratos, sino mediante
la causalidad histórica colocada al servicio del amor a los demás. Volvamos ahora a Romanos y al capítulo tercero. Encontramos el mismo argumento, pero expuesto de una forma tan sucinta, que puede dar origen al peor de los malentendidos. El que la Ley en sí misma represente una verdad, por más que ésta sea deformada sistemáticamente por la Carne y no coloque al judío en mejor situación en lo que al Pecado se refiere, lo dice Pablo al afirmar que «a su fidelidad» fueron «entregadas las palabras de Dios» (3,2). Y como Dios es fiel, no se las retirará jamás, por grande que sea (aunque siempre parcial) su infidelidad. Pero el que las hayan recibido mal, haciendo de lo que era Promesa y Gracia un contrato, de méritos, premios y castigos, ya lo hemos visto antes y no necesita ahora nueva confirmación. Esa es, ni más ni menos, la etapa «infantil» y «carnal». La nueva etapa, inaugurada con Jesucristo, está aquí sólo esbozada por el momento. Los capítulos siguientes nos permitirán precisarla mejor. En Gálatas veíamos que la etapa nueva y definitiva era como el paso del heredero niño a la mayoría de edad y a la plena posesión de la herencia. Ahora bien, esa nueva condición, ese nuevo status antropológico, lleva en Gálatas un nombre. Y con ese nombre se designa un personaje decisivo más en esa galería de actores que configuran, con sus tensiones y compromisos, la vida del hombre, según Pablo. Es la etapa de la Fe. «Una vez llegada la fe, ya no estamos bajo el pedagogo» (Gal 3,25; cf. también 3,26). Con idéntico nombre se llama a la misma etapa en Romanos: «Ahora, independientemente de la ley [ya no estamos bajo el pedagogo] la justica de Dios se ha manifestado... esto es, la justicia de Dios por la fe en Jesucristo» (3,21-22). Y, un poco más adelante: «¿Dónde queda, entonces, el gloriarse? Ha sido eliminado. ¿Por qué ley?, ¿la de las obras? No, sino por la ley de la fe. Nosotros sostenemos, en efecto, que el hombre es declarado justo por la fe, independientemente de las obras de la ley» (3, 27-28). En esta apretada síntesis se corre un peligro, muy atenuado en las explicaciones, tan cercanas al evangelio, de Gálatas y Corintios. El de interpretar la Fe en un sentido mágico, mítico y, por cierto, infantil, demasiado parecido a la interpretación mágica, mítica e infantil de la ley: como un acto que Dios precisa o exige para regalarnos algo, por precioso que sea, que permanece exterior a nosotros y que no nos sería regalado sin ese acto.
21 Pablo no exagera. Y no hay que olvidar que Marcos saca la misma conclusión de la predicación de Jesús (Me 7,19). Aunque la frase, que concierne sólo a los alimentos (considerados puros o impuros en sí mismos por la ley de Moisés), debe ser pospascual, el hecho, sin embargo, de haber sido incluida como conclusión prueba que se la relacionó con la doctrina de Jesús según la cual nada exterior, ni siquiera una presunta ley de Dios consignada en la Biblia puede hacer que las cosas, en sí mismas (cf. la fórmula, esta vez universal, de Pablo en Rom 14,14) sean etiquetadas moralmente. El que la «licitud» se atribuya sólo a los alimentos en Marcos, viene sin duda de la atracción que en la «parábola» ejerce el término de «boca».
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Entre la Ley y la Ve
Si nos atenemos a Gala tas, comprendemos que lo que Dios quiere darnos no es una declaración de justicia que nos permita llegar a situarnos en un lugar donde no tenemos derecho a estar. Lo que Dios le regala al hombre en Jesucristo es la posibilidad de una madurez coherente, es decir, de una plena realización humana, y que supone la sustitución de los mecanismos de la Carne por los del Espíritu. No en vano la carta a los Romanos repetirá, casi palabra por palabra, el pasaje decisivo de Gálatas sobre lo que el Espíritu realiza en profundidad mediante la Fe: «En efecto, cuantos son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Porque no recibisteis un espíritu de esclavitud para recaer en el temor, sino que recibisteis un espíritu de filiación adoptiva con el que gritamos: Abba, papá. El Espíritu mismo se une para testimoniar a nuestro espíritu que somos hijos de Dios, y si hijos, también herederos...» (8,14-19). No se trata, pues, de asociarnos una justicia inmerecida, gracias a los méritos de Jesucristo. En la Fe se trata de que, por primera vez, el Espíritu ponga, frente a los mecanismos de la Carne, el principio de una existencia completamente nueva, capaz de la audacia creadora que sólo es propia de hijos, la única que puede obtener algo nuevo en la historia del universo, herencia del Creador. Cabe preguntar, por último, y a raíz de este capítulo, por qué se le da a ese personaje antropológico el nombre de Ve, no relacionado, a primera vista, con el vocabulario de los evangelios. Tenemos en Pablo tres respuestas implícitas, y las tres convergentes. En el primer sentido, Ve es el sí del hombre a la revelación pura de Dios y, en la misma medida, libre del uso «religioso» que la Carne pretende hacer de ella para procurarse ventajas, privilegios, gloria, seguridad. Si el término, en este sentido, parece faltar en los sinópticos, es porque Jesús ataca la «hipocresía» sin dar un nombre preciso y explícito a la actitud opuesta. En el segundo sentido, Ve es, no por cierto un acto, sino la adhesión a la persona-mensaje de Jesús, por la cual aceptamos —tema central de las parábolas y de las controversias— nuestra condición de hijos del Padre y de herederos del mundo creado por él. En el tercer sentido, Ve es la actitud que nos permite vencer el temor de la Carne, que nos lleva a querer negociar con Dios una declaración de justicia, tratando para ello de leer, con la ma-
yor neutralidad posible, las cláusulas de ese contrato que parece ser la ley. Jesús mostró claramente cómo era necesario haber vencido previamente ese miedo radical para entender lo que Dios nos quiere decir y, aun sabiéndonos pecadores, lanzarnos a los problemas propios de la madurez, es decir, la creación de un amor históricamente inventivo y eficaz. Si tenemos en cuenta estos tres sentidos que forman como el espectro del significado de la Ve en Pablo, tal vez nos sorprenda el no hallar el término —por lo menos con el mismo sentido— en los sinópticos. Es decir, en los documentos más fehacientes sobre el Jesús histórico. Pero, ¿y la misma cosa no estará presente bajo otros títulos o imágenes? Tomemos lo contrario de la Ve de acuerdo con el pasaje ya estudiado de Pablo: las obras de la ley. Pues bien, recordará el lector que, frente a la interpretación de la Ley hecha por escribas y fariseos, Jesús responde, tanto en las polémicas sucesivas que recuerda Marcos como en (el cuarto grupo de) las parábolas, con un ataque que la primera parte de nuestra obra nos reveló como central. Y en ese ataque aparecían cosas íntimamente relacionadas con la doctrina de Pablo sobre las obras de la ley. El primer elemento era el de cómo una cierta atención que se dirija antes que nada directamente a la Ley, para reconocer su letra, «endurece el corazón» e insensibiliza al hombre, permitiéndole engañosamente justificar su desprecio y su desamor por sus semejantes. El segundo elemento era que, de acuerdo a la polémica, directa o por medio de parábolas, Jesús insinuaba que la única manera correcta de interpretar la ley (en su Espíritu) era —despreocupándose de sus obras— leerla desde las necesidades del hombre. Y que la única manera de reconocer éstas era fiarse del impacto de los signos que la historia nos muestra, y juzgar por nosotros mismos «lo que es justo» hacer por el necesitado. El tercer elemento era, por consiguiente, la audacia para elevar, ante la letra de la palabra de Dios, un criterio previo donde el hombre se juega todo su destino obedeciendo los dictados de su corazón. Si la verdadera —no la engañosa— hermenéutica de la Ley exigía ese riesgo, sólo quien lo asumiera podía comprender el verdadero sentido de esa misma ley y sacar provecho de ella. Ahora bien, Jesús no nombra esa actitud decisiva. Pero si nos representamos al hombre que, frente a Dios, procede de esa manera, entiendo que lo único que cabe es caracterizarlo como un
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hombre de fe, en el triple sentido que, como acabamos de ver, tiene esa palabra en Pablo. Así, y tomando todas las precauciones para no hacerle decir a éste lo que no dice (en el pasaje que comentamos), podemos, aunque no sea más que a título de hipótesis coherente, suponer que la declaración de justicia gracias a la fe, que no parece tener paralelo alguno en los sinópticos, comprendida en profundidad y en clave antropológica, se revela como la actitud precisa y decisiva que el Jesús histórico enseñó a sus discípulos.
CAPITULO IV
ABRAHAN,
PRIMERA
SÍNTESIS
DE LO
CRISTIANO
Romanos 4,1-25 1
Pues ¿qué diremos que encontró Abrahán, antepasado nuestro según la carne? 2 Porque si a Abrahán se lo declaró justo por las obras, tiene de qué gloriarse. Pero no es así ante Dios. 3 En efecto, ¿qué dice la Escritura? «Y Abrahán creyó en Dios y le fue contado como justicia». 4 Ahora bien, el salario para el que trabaja no se cuenta como regalo, sino como deuda; s pero para el que no trabaja (y) cree en aquel que declara justo al impío, su fe se le cuenta como justicia. 6 Así también David habla de la felicidad del hombre a quien Dios le cuenta la justicia independientemente de las obras; 7 «Felices aquellos cuyas iniquidades fueron perdonadas y cuyos pecados fueron cubiertos. 8 Feliz el hombre a quien Dios no le cuenta su pecado». 9 Tal declaración de felicidad ¿se aplica (sólo) a la circuncisión o también a la incircuncisión? Ya que decimos que (fue) a Abrahán (a quien) se le contó la fe como justicia. 10 Vamos a ver, ¿en qué circunstancias se le contó? ¿Cuando era circunciso o incircunciso? No circunciso, sino incircunciso. H Y recibió el signo de la circuncisión como sello de la justicia de la fe que tuvo en la incircuncisión, para poder ser él mismo padre de todos los que creen procedentes de la incircuncisión —de manera que se les cuente como justicia— n y padre también de la circuncisión, es decir, de los que no sólo proceden de la circuncisión, sino que siguen las huellas de la fe de nuestro padre Abrahán aún incircunciso. 13 En efecto, no (fue) a causa de la ley, que (fue hecha) a Abrahán y a su semilla la promesa de que su herencia sería el mundo, sino a causa de la justicia de la fe. I4 Porque si la herencia (se debe) a la ley, la fe es en vano y queda anulada la promesa. l s Ya que la ley produce ira, pero donde no hay ley, tampoco (hay) transgresión. Por eso (fue) a causa de la fe, para que fuera gratuita y por ende segura la herencia de la promesa para toda la semilla, es decir, no sólo para el de la ley, sino también para el de la fe de Abrahán, que es padre de todos
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nosotros 17 como está escrito: «Te he hecho padre de una multitud de naciones» ante Dios, en quien creyó, al crer que da vida a los muertos y llama a ser a lo que no es. 18 Esperando contra (toda) esperanza, creyó, con lo que llegó a ser padre de una multitud de naciones, como se le había dicho: «Así será tu semilla». 19 Y no flaqueó en su fe al considerar su propio cuerpo ya como muerto —tenía cerca de cien años— y la muerte del vientre de Sara. x Respecto a la promesa de Dios, no cayó en la incredulidad, sino que se hizo fuerte en la fe 21 dando gloria a Dios totalmente persuadido de que es poderoso para hacer lo que prometió. 2 Por eso (ello) se le contó como justicia. 23 Pero no se escribió sólo de él que «se le contó», M sino también de nosotros, a quienes se nos contará, (pues) creemos en aquel que resucitó de entre los muertos a Jesucristo nuestro señor, B que fue entregado por nuestros delitos y resucitado para que seamos declarados justos.
El capítulo cuarto de Romanos es uno de los más acabados de la carta. Por otra parte, lo que los límites de los capítulos tienen de artificial se halla aquí muy atenuado por el hecho de que el capítulo comienza con la primera alusión a Abrahán y termina con la última, sin abandonar nunca el tema de este central personaje bíblico. Habría que añadir, por lo demás, que su contenido es más claro y sigue un hilo más lógico de lo que es habitual en Pablo. Es ya importante el hecho de que, no habiendo en la carta división por capítulos, todo el material de éste está unido, con un pues inicial, al enunciado del principio sobre el cómo de la «declaración de justicia» que hace Dios del hombre, cuya esclavitud del Pecado ha sido descrita en los tres primeros capítulos. El pues a que nos referimos indica, así, que es Abrahán el primer ejemplo y prueba de ese principio que le viene a la mente a Pablo K Y si este argumento, sacado de la Biblia, está lógicamente destinado a convencer, en primer término, a los judíos converti1
Con lo cual se confirma indirectamente el argumento que presentábamos en el capítulo anterior, mostrando cómo la ley a la que se refería Pablo al eliminar (en cuanto razón para la declaración de justicia) «las obras de la ley» era, en efecto, la Ley de Moisés. O, en otras palabras, que la parte negativa del principio en cuestión («independientemente de...») concernía de manera exclusiva, por lo menos en lo formal, a los descendientes de Abrahán. Sólo que Pablo hará de un Abrahán-judío un Abrahán-hombre, es decir, sin particularidad étnica.
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dos de la comunidad de Roma, nos extraña, ya a primera vista, que el primer ejemplo de una declaración de justicia por la fe sea el de alguien que no pudo tener la fe exigida por Pablo en el capítulo tercero, al sentar su principio: fe en Jesús. Pero no nos apresuremos a sacar conclusiones antes de analizar el contenido del capítulo. I ¿Qué dice Pablo de Abrahán? Fundamentalmente —y a través del pues con que comienza la división (artificial) del capítulo— que Abrahán es un ejemplo de lo que sucede con nosotros (cf. 4,24), donde por «nosotros» hay que entender, por lo menos, a los cristianos a quienes su fe se «les contará como justicia». Dicho en otras palabras: Abrahán es un ejemplo ilustre de la aplicación a un caso concreto del principio que Pablo acababa de enunciar y repetir: que Dios declara al hombre justo independientemente de las obras de la Ley. Comencemos por dos presupuestos o datos implícitos, sin los cuales, fuera de contexto, no podríamos captar el argumento de Pablo. El primero es que se trata de una prueba bíblica 2 , fundada en el contenido de la palabra de Dios tal como la presenta la 2 Es decir, paradójicamente, basada en la Ley en cuanto término que se usa normalmente para designar el Pentateuco e incluso la totalidad del Antiguo Testamento. «Si, como es menester pensar, el capítulo cuarto contiene la prueba de la proposición sentada en este versículo (3,31), la ley debe equivaler en último término y virtualmente al Pentateuco, no como a un determinado libro, sino como a la más conspicua y representativa expresión del gran sistema de la ley que prevaleció en todas partes hasta la venida de Cristo. Los judíos miraban el Antiguo Testamento y veían en él ley, obediencia a la ley u obras, circuncisión, descendencia de Abrahán. San Pablo les dice: miren de nuevo, miren más a fondo, y no verán ley sino promesa, no obras sino fe, de todo lo cual la circuncisión es sólo el sello, y no la descendencia literal sino la espiritual con respecto a Abrahán» (ICC 1,96). Pero el comentarista olvida que 3,31 no está aislado ni es el único que habla de un posible cumplimiento de la ley. En 8,4 se nos especifica que no se trata sólo de las promesas contenidas en el o los libros de la Ley, sino del cumplimiento «del justo precepto de la Ley» o, si se prefiere otra traducción, de «la justicia de la Ley». Hay, pues, una manera de cumplir la Ley —un obrar de acuerdo con ella— compatible con la fe. Al formularlo con la sutileza y profundidad que ello requiere, se ve la dificultad, complejidad y riqueza del análisis antropológico de Pablo.
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Escritura y, más en particular, el libro del Génesis, especialmente venerable por trazar los orígenes del universo, pero, más aún, los del pueblo elegido, cuya historia comenzará precisamente con Abrahán. Es, por cierto, el argumento que puede esgrimir un experto en la interpretación de la Escritura como lo es Pablo, educado para ello, como fariseo, a los pies de Gamaliel. El argumento bíblico como tal tiene tres bases. La primera es el texto literal de un versículo del Génesis (15,6): «Y Abrahán creyó en Dios y le fue contado como justicia». Con otras palabras: la fe que tiene Abrahán en el cumplimiento de la promesa divina reemplaza con éxito, ante el juicio de Dios, una justicia que no tiene o que no basta. La segunda base del argumento, y explícita por cierto, es el lugar donde este versículo aparece. El Génesis lo trae, como vimos, en el capítulo decimoquinto, es decir, dos capítulos antes de relatar la circuncisión de Abrahán y de su familia por orden de Yahvé y para ratificar su alianza con él. Siendo para Pablo la circuncisión el signo de la aceptación de la Ley (cf. Gal 5,3), el momento en que «se le cuenta la justicia» tiene una importancia simbólicamente decisiva, aunque la Ley llegue, en realidad, «cuatrocientos treinta años más tarde» (Gal 3,17) con Moisés. El simbolismo significa, en efecto, la desvinculación total, la «independencia» de esa justicia otorgada, con respecto a la Ley. Y aun con respecto a esa prefiguración de la Ley que es la circuncisión. Abrahán, cuando es declarado justo, no pertenece, por tanto, al pueblo de la Ley. Técnicamente es un incircunciso, es decir, un pagano. La tercera base, implícita, del argumento bíblico sería que esa justicia le es «contada» a Abrahán antes de que Dios pruebe su fidelidad, sometiéndolo a una «orden» precisa, que sería algo así como una «ley» reducida a su mínima expresión. Se le cuenta la justicia, pues, antes de una de sus mayores «obras»: el sacrificio de su hijo Isaac, que Dios le exige y que sólo le impide realizar in extremis. El Génesis, en efecto, narra este episodio en el capítulo vigesimosegundo. Decimos que esta base es implícita porque Pablo asimila, en efecto, ciertos preceptos particulares, con los que Dios prueba a un hombre, a la lista de preceptos contenidos en la Ley. Así, Adán, desobedeciendo la orden divina de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, peca, según Pablo, «de la manera» propia de aquellos que tienen Ley (5,14). Lo decimos, además, porque Pablo, al insistir en el lugar del versículo corres-
pondiente a un determinado momento de la vida de Abrahán, pudo haber previsto —y, por tanto, refutado implícitamente— la objeción que se le podía hacer y que, de hecho, se le hizo. Dentro del Nuevo Testamento no es fácil situar cronológicamente la llamada carta de Santiago. Hay quienes la hacen preceder a Romanos. Sin embargo, ella contiene una alusión tan evidente al principio de Pablo acerca de la «justificación por la fe independientemente de las obras» 3 , que difícilmente puede ser anterior al año 57. Sea de ello lo que fuere, la carta contiene, a propósito de Abrahán, y lo que es más, a propósito del mismo versículo en cuestión (Gn 15,6), una exégesis diferente y, en cierta medida, opuesta 4 . En efecto, para Santiago, Abrahán alcanzó su declaración de justicia «cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar» porque allí su «fe alcanzó su perfección» (Sant 2,21-22). Y no cabe duda de que si, ya mucho antes, la actitud de Abrahán era la de quien cree en la promesa de Dios que le aseguraba descendencia, esa fe tuvo que llegar a su grado máximo, a su «perfección», cuando acepta eliminar él mismo la única descendencia que tiene y que, de acuerdo con todas las leyes, puede tener. «Y dio pleno cumplimiento a la Escritura que dice: 'Abrahán creyó en Dios y le fue contado como justicia' y fue llamado amigo de Dios» (Sant 2,23). Para Santiago, la fe es, pues, el resorte de obras (justas) que hacen del hombre un amigo de Dios. Para él, ese «se le contó» del versículo bíblico no apunta a una sustitución de las obras por la fe. No es una declaración sin fundamento en el obrar de Abrahán, ya que prevé y prepara el obrar que da cumplimiento y valor justificativo a la fe. El argumento de Pablo estaría, por el contrario, tal como lo ve Santiago, y no sin cierta razón, en la total independencia entre los capítulos 15 y 22 y entre los momentos respectivos de la vida de Abrahán. Es bien sabido que el tipo de exégesis bíblica usado por Pablo, aunque común en su época, no es el que llamaríamos cientí-
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3 Es significativo que el argumento de Santiago vale para la oposición fc-obras, y no para la oposición, mucho más estrictamente paulina, entre fe y obras-de-la-Ley (cf. Sant 2,14.17.18.20.21.22.24.25.26). 4 Aunque, como se verá más adelante, no la consideramos opuesta en sus conclusiones. Diríamos que Santiago entiende a Pablo en un sentido estrictamente «luterano» y trata de refutar su argumento en esa medida precisa. El mismo Lutero lo percibió así. Si existiera otra interpretación más ajustada (menos mágica, diríamos, interpretando a Santiago) del principio de Pablo, tal vez ambos estén diciendo lo mismo.
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fico en nuestros días. Pero no es eso lo que interesa; lo que tratamos de saber a ciencia cierta no es lo que ocurrió a Abrahán, sino lo que Pablo piensa que le sucedió. Y ciertamente piensa, con su buena o mala exégesis, que Abrahán es un ejemplo al que se aplica el principio enunciado al final del capítulo tercero. Hay un segundo presupuesto tácito que es menester tener en cuenta para la interpretación del capítulo cuarto. Y es, en aparente contradicción con lo que acabamos de decir, la gesta de Abrahán. Pero no como se realizó de hecho, sino como la narra el Génesis y la recibe Pablo. No hay que olvidar, en efecto, que no se trata —para ningún judío— de una figura más o menos nebulosa del pasado de Israel. Se trata, como lo hace notar Pablo repetidas veces, del padre del pueblo de Israel. Es el origen (supuestamente) físico, histórico, de la nación elegida, y elegida precisamente porque él fue elegido. Pablo mismo se define como «israelita, del linaje de Abrahán, de la tribu de Benjamín» (11,1). No es, pues, extraño que, no sólo en Romanos, sino también escribiendo a los Gálatas —comunidad de origen o influencia judía—, Pablo coloque en un lugar central para la comprensión de todo el Antiguo Testamento y de sus relaciones con el Nuevo el tema de la justicia y de la fe de Abrahán «el creyente» (Gal 3,9 y, más en general, Gal 3,6-29). Esto significa que todo judío conocía con bastante precisión y en cierta manera vivía en carne propia esa gesta de Abrahán transmitida por el Génesis. El «revisionismo histórico» paulino que ve en Abrahán al padre de los incircuncisos «creyentes» no hubiera tenido fuerza alguna si la fe de Abrahán en Dios y el hecho de que Dios lo considerara justo y lo tratara como amigo no correspondiera a una imagen profunda y generalizada del padre común. El libro de la Sabiduría, del que Pablo parece ser directa o indirectamente deudor s , resume así —en la recapitulación que hace de la historia de Israel en sus relaciones con la Sabiduría— la figura de Abrahán: «Ella (la Sabiduría) se fijó en el justo, lo conservó irreprochable ante Dios» (Sab 10,5). Puede ser importante para nuestro propósito llegar a comprender cómo una mentalidad legalista ve en Abrahán no tanto un justo cuanto un hombre «irreprochable»; algo que, semánticamente, apunta mucho más a una comparación entre obras y nor-
ma. Basta pensar que tanto el escritor Yahvista (Gn 12,10ss) como el Elohísta (Gn 20,lss) presentan a Abrahán actuando de forma que suscita protesta por parte de lo que podríamos llamar la «ley natural»; actuación que, en todo caso, será prohibida más larde por la Ley, es decir, por la «ley positiva». En efecto, Abrahán miente sobre su parentesco con Sara para no ser perseguido, de tal manera que aquélla entra en el harén del Faraón (o del rey Abimélek) y Abrahán recibe a cambio abundantes presentes: «ovejas, vacas, asnos, siervos, siervas, asnas y camellos» (Gn 12,16) 6 . Se ve que estos antiguos escritores estaban ante una tradición muy firme que no les permitía omitir ni paliar estos episodios. Signo de esa firmeza es también que ni siquiera unificaran ambos relatos, como hacen en muchas otras ocasiones. Es obvio que, si los escritores bíblicos consideraban tal vez normal este tipo de episodios en tiempos en que los nómadas se hallaban indefensos ante la poligamia en los núcleos urbanos, especialmente ante la ejercida por los reyes y poderosos, no por ello consideraban que esto fuera normal para el antepasado fundador de Israel. Es «un pecado muy grande» (Gn 20,9), comenta el Elohista. De ahí, en ambos casos, la ira de Yahvé y los castigos que impone hasta que cese el hecho. Pero ¿sobre quién los hace recaer? Increíblemente sobre quien procedió «con corazón íntegro» (Gn 20,6), es decir, sobre el engañado... Porque, a pesar de reconocer la inocente intención de la víctima, Yahvé está con el engañador 7 . Este es su «profeta» (a pesar de su falsía), y el castigo sólo será levantado cuando él ore por el rey engañado (cf. Gn 20,7). Así se percibe mejor la importancia significativa de que, al final del Antiguo Testamento, un libro deuterocanónico (emparentado con la teología farisea y, al parecer, conocido de Pablo) declare «irreprochable ante Dios» al causante directo de «un pecado tan grande».
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Cf. supra, nota 10 a la p. 315.
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6 La Biblia de Jerusalén se siente obligada a acotar, en una nota a propósito de esta historia, que «lleva trazas de una edad moral en la que la conciencia no siempre reprochaba la mentira y en la que la vida del marido valía más que el honor de la mujer. La humanidad, guiada por Dios, sólo por grados ha ido conociendo la ley moral» (op. cit., p. 22). 7 Es cierto que el Elohista (cf. Gn 20,12) hace un esfuerzo para disculpar a Abrahán. ¡Este habría usado una restricción mental! Sara sería hermana dt> Abrahán por parte de padre, no de madre. El Yahvista ignora tal excusa.
La cristología humanista de Pablo
Abrahán, primera síntesis de lo cristiano
De todos modos, y cualquiera que sea la opinión que tuviera Pablo sobre la irreprochabilidad de ese «creyente» y «amigo de Dios», es obvio que, para él, Abrahán no deja de ser un pecador. No escapa a la situación común. Esto lo dice implícitamente al afirmar que el juicio de Dios vale para todos los seres humanos (cf. 3,10). Pero, de manera más segura y explícita, alude Pablo a ello cuando dice, en este mismo capítulo, que Dios, al hacer lo que hace con Abrahán, está «declarando justo al impío» (4,5). Y cuando afirma, en el siguiente, que la Muerte, consecuencia del Pecado, reinó «desde Adán hasta Moisés» (5,14), período que abarca a Abrahán y lo coloca dentro de la totalidad de esa etapa, en la que «todos pecaron» (5,12). ¿Qué ocurre, entonces, con Abrahán, «creyente», «justo», «irreprochable», «pecador», «amigo de Dios»? Permítasenos formular una hipótesis de orden general. Israel parece sentirse y comportarse ante Abrahán como un niño pequeño ante su padre. Todo padre se permite cosas que al niño le están prohibidas. El niño, sin embargo, no juzga al padre por la norma a la que él mismo se somete. Aunque no lo exprese, cree en la madurez de una sabiduría que él, niño, no posee aún 8 . Esta hipótesis que puede, en su generalidad, parecer vaga o insuficiente por lo que se refiere al judaismo en su totalidad, se vuelve más precisa y fehaciente cuando se trata de explicar una posición como la de Pablo, crítica frente al papel de la Ley. La inequívoca devoción de Pablo por Abrahán, manifestada siempre que toca el tema de la Ley en Gálatas y Romanos, tiene una evidente relación con esa pre-evangelización9 que representa, según él la gesta de Abrahán. Recordemos que la Ley, para Pablo, es típica de la edad infantil, cuando el hijo y heredero no se sabe aún dueño de la propiedad paterna, es decir, del universo, y pregunta a sus propios criados por lo que le está permitido o prohibido (cf. Gal 3,23-4,11 y Rom 8,14-16). Abrahán, en cambio, tiene con Dios una relación filial adulta —que lo hace, a su vez, padre—,
libre para resolver los casos morales de acuerdo a la conveniencia (como deberá hacerlo el cristiano: cf. 1 Cor 6,12; 10,23). Pablo siente, sin lugar a dudas, la añoranza de una situación como la de Abrahán —la más cristiana antes de Cristo— hasta el punto de experimentar como una muerte el pasar de esta magnífica libertad madura, basada en la confianza en Dios, a la observancia del precepto (cf. 7,9) 10 . Teniendo en cuenta estos datos, más o menos implícitos, pasemos ahora a analizar el contenido mismo del capítulo cuarto y su tema principal y único: la fe de Abrahán. Tres elementos principales nos ayudarán a comprender en qué consiste. 1) Lo primero que se nos ocurre es ver si encontramos en la fe de Abrahán rastros de la oposición tan claramente establecida en el principio abstracto, al final del capítulo anterior. Es decir, de la que enunciábamos en su forma más completa: fe/obras de la Ley. Recordará el lector que otra formulación posible era fe/ obras. Y no es extraño que encontremos la oposición. Ya hemos repetido que la distinción del capítulo es artificial. Así, nada más natural que el cuarto capítulo continúe repitiendo la formulación que tantas veces aparece en los diez últimos versículos del capítulo tercero. Sólo que esta vez será a propósito de un personaje histórico concreto, es decir, de Abrahán. Pues bien, a primera vista, la oposición se centra entre fe y obras: «Si a Abrahán se lo declaró justo por las obras, tiene de qué gloriarse. Pero no (es así) ante Dios» (4,2) n.
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8 Cabría aquí, como en las películas cinematográficas, por basadas que estén en historias reales, decir que cualquier parentesco entre esta hipótesis y el psicoanálisis debe ser tenido por puramente ficticio... 9 Pablo crea en griego esta palabra y la usa sólo una vez en relación con Abrahán, cuya actitud, la Fe, es modelo de lo que traerá a los gentiles la justificación (cf. Gal 3,8). Pero no se trata de hacer «un acto de fe», sino de «vivir de la fe», es decir, de una manera global de actuar basada en ella (cf. Gal 3,9).
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10 Más adelante, en 7,9-11, «Pablo usa una vivida expresión figurada... Describe la situación previa a la Ley, primero en él mismo como si antes que la Ley se apoderara de él fuera un niño. Pero usa esa experiencia como típica tanto de los individuos como de las naciones antes de verse sometidos a órdenes expresas. El 'hombre natural' florece. Hace libremente y sin dudar todo lo que se le ocurre; despliega toda su vitalidad, sin exámenes ni perplejidades de conciencia...» (ICC 1,180). Esta última es una hermosa descripción de cómo ve Pablo a Abrahán. Ahora bien, por una parte se podría decir que no se ve, entonces, el para qué de una Ley introducida por Dios en una situación tan paradisíaca. Por otra, no encontramos aquí la descripción del «hombre natural», sino más bien la del hombre a partir de la fe, en su sentido más amplio. Esto es, en efecto, lo que la fe produce en ei hombre (ya desde el paganismo, por lo menos en ciertos casos) como muestra el ejemplo de Abrahán, en el capítulo cuarto. Lo produce, es cierto, con mayor fundamento y fuerza en quien acepta el mensaje de Jesús (que le da las «razones» —o datos trascendentes— para actuar así). 11 La última parte de la frase dice textualmente: «... pero no ante Dios». ¿Significa esto que puede gloriarse ante otros? Sin duda no, pues tal decía-
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Parece obvio que Pablo no hubiera podido escribir aquí «obras de la Ley», porque Abrahán pertenece a esa etapa, desde Adán a Moisés, en que no hay ley, por lo menos no la Ley externa que permite «contar» o «computar» pecados y, sin duda, también buenas «obras». Pero decimos a primera vista porque Pablo parece no tener en cuenta aquí lo que dirá en el capítulo quinto sobre esa imposibilidad, sin ley, de cómputos morales. Nos damos cuenta, en efecto, de que, al comentar el contenido exacto de la posición que establecía Pablo en su famoso principio, hemos dejado pasar un elemento. Y éste, que puede ser de importancia, reaparece aquí. Analizando las posibilidades existentes —o, por lo menos, las que usa Pablo— para definir el segundo término de la oposición, hallábamos tres: obras de la Ley, Ley o (simplemente) obras. No obstante, si bien se mira, en el pasaje analizado allí no encontramos nunca «obras» sin más. En efecto, cuando este término aparece solo, lo hace en un contexto que tiene su importancia: «¿Dónde queda, entonces, el gloriarse? Ha sido eliminado. ¿Por qué ley?, ¿la de las obras? No, sino por la ley de la fe» (3,27). Como se ve —y prescindiendo de que «ley» signifique aquí algo así como mecanismo, lo cual daría también materia de reflexión— tendríamos que especificar más lo que ha sido eliminado (por el mecanismo de la fe): no son simplemente «las obras», sino, para emplear una expresión idiomática poco usual, «las obras ¿orlantes». En otras palabras, se ha eliminado el «gloriarse» en las «obras». No pecamos de aventurados al deducir que no es el obrar lo opuesto a la fe, sino el contabilizar las obras para presentar el cómputo como argumento de una deuda. Deuda que, en este caso, Dios tendría que pagar. Y como una deuda nace siempre de un contrato implícito o explícito —que, con respecto a la justicia de Abrahán, no podría ser otro que una ley—, también hallamos aquí que «gloriarse en obras» es sinónimo de «obras de la ley». En realidad, habíamos descuidado la importancia del verbo
«gloriarse» para la teología de Pablo. Lo que, dada su clave, significa: para su antropología. Aun en lo que llevamos visto de Romanos, ese verbo ha aparecido en forma repetida. El pecado de los judíos, al que ya nos referimos, estaba caracterizado, entre otros términos, por el «gloriarse en Dios» (2,17) y el «gloriarse en la Ley» (2,23). Y esto significa, como acabamos de ver, tomar una cosa divina como posesión actual o de derecho, como una deuda. Pero eso es lo que ha sido suprimido radicalmente para todos (3,27) y, por tanto, también para Abrahán (cf. 4,2) 12 . Frente a este tipo de relaciones contractuales con Dios, Pablo, hablando de Abrahán —y aunque no aparezca todavía en el tiempo de éste aquello que dará más pie para pensar en un contrato: la Ley—, pone entre él y Dios, como algo típico del carácter abrahámico, una relación de «gratuidad» que, precisamente por serlo, abre paso a la universalidad de la Promesa: «Por eso (fue) a causa de la fe, para que fuera gratuita y segura la promesa para toda la semilla (de Abrahán): no sólo para el de la Ley (el judío), sino también para el de la fe (el pagano)» (4,16). Tenemos que confesar, sin embargo, que, para sugerir esa gratuidad, Pablo se vale de una imagen ambigua si no engañosa. Comparatio non tenet in ómnibus, dice el proverbio latino, lo que quiere decir que no hay comparación que se aplique en todos sus aspectos. Pero habría que añadir que aquí la comparación sólo puede aplicarse en un cincuenta por ciento, lo cual no ha dejado de provocar en la exégesis dosis no pequeñas de malentendidos. Para describir, en forma figurada, esa gratuidad con que obran Dios y Abrahán en sus relaciones mutuas, Pablo se vale de la imagen del salario. Se trata de una imagen desafortunada porque, quiérase o no, el salario lleva consigo implícitamente la idea de contrato. Y la consecuencia de ello es clara. Pablo escribe: «El salario para el que trabaja no se cuenta como regalo, sino como deuda...». Si ello es así, la única manera de desembocar en la gratuidad sería renunciar a la imagen del salario. Pero Pablo, que
ración de justicia no es, históricamente hablando, conocida de los demás, y Abrahán vive de una promesa cuyo cumplimiento es aún invisible. Por eso parece mejor, con algunos exegetas, suplir lo tácito y leer: «...pero no es así ante Dios». Otra solución podría ser, ya que Abrahán no puede sentir la tentación de «gloriarse» ante otros, que la imposibilidad de gloriarse de esa manera esté tomada en su sentido figurado o, más exactamente, ejemplar, por ejemplo, de 3,27.
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La importancia del verbo (cf. R. Bultmann, op. cit., t. I, pp. 242ss) está, además, subrayada por otros textos capitales como Gal 6,13-14 y 1 Cor 3,21. Este último texto es tanto más significativo porque Pablo tiene que salir al paso de quienes pretenden «gloriarse» debido al uso de instrumentos religiosos ya «cristianos», como tal o cual bautismo o evangelización. Estamos, pues, frente a una tentación que va mucho más allá de la presencia o no de la Ley de Moisés. Y es probable que Pablo piense en ella cuando habla de la declaración de justicia «independientemente de las obras de la Ley».
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la ha aceptado, se ve obligado a continuar: «... pero para el que no trabaja y cree en aquel que declara justo al impío, su fe se le cuenta como justicia» (4,4-5). Es cierto que, para quien no trabaja, un «salario» es, en realidad, un regalo. Pero nada más falso, sin embargo, y más alejado del pensamiento de Pablo que la idea de que Abrahán no trabajó. Si hay alguien que, según la voluntad de Yahvé, esté en perpetuo movimiento —aun tomando como término ad quem el momento en que, según la letra del Génesis, es declarado justo— es Abrahán. La profesión de fe con que termina el libro de Josué hace decir a Yahvé: «Yo tomé a vuestro padre Abrahán del otro lado del río y lo hice recorrer toda la tierra de Canaán» (Jos 20,3). Y, en efecto, a los setenta y cinco años Abrahán oye la vocación divina y sale hacia Canaán desde su Mesopotamia original, pasa allí hambre en sus interminables correrías, baja a Egipto, vuelve de allí, se separa amigablemente de Lot, su sobrino, lucha contra los cuatro reyes y rescata a Lot y su hacienda. Todo esto es lo que Pablo sabe de Abrahán, por haberlo leído en el Génesis, hasta el momento en que el patriarca recibe la promesa divina en la cual cree. Caracterizar a Abrahán como «el que no trabaja» sería una mera torpeza literaria y no tendría sentido a no ser que por «trabajo» se entienda ya esa relación contractual que liga al empresario con el trabajador y genera el derecho al salario. Abrahán, en la mente de Pablo, es, por excelencia, alguien que trabaja «por vocación». Busca una tierra y una descendencia. Procura, siguiendo las palabras algo extrañas del capítulo segundo: «gloria, honor e incorrupción» (2,7) a. Desde este punto de vista es importante
que aun el pasaje sobre la «alianza» 14 entre Yahvé y Abrahán (cf. Gn 15,7ss) sigue, y no precede, al que narra la Promesa, la le de Abrahán en ella y la consiguiente palabra de Yahvé, declarándolo justo. Podemos, pues, resumir este punto diciendo que la fe de Abrahán se opone, en el pensamiento de Pablo, a un «gloriarse en las obras», es decir, a obras que generarían derecho, lo que hubiera sido posible aun antes de la Ley de Moisés, si bien es cierto que ésta se presta mucho más que cualquier otra situación a provocarlas. En otras palabras, habría, entre la primera y la segunda etapa de ese proceso de que hemos venido hablando, un lógico crescendo en el «gloriarse», a medida que los preceptos permiten visualizar y contabilizar las obras y los pecados. No es, pues, correcto, exegéticamente hablando, interpretar este pasaje entendiendo que desvincula positivamente el juicio de Dios sobre Abrahán (y su justicia) de la simpatía que Dios tiene hacia él. O pretendiendo, en otras palabras, que el regalo que Dios le hace es puramente arbitrario, sin que cuente para nada el modo de obrar de Abrahán. Pablo dice sólo que éste no puede atribuirse derecho alguno proveniente de sus obras, que no puede gloriarse en ellas. Lo que no es lo mismo 15.
13 Para que esta afirmación del capítulo segundo tenga sentido, alguna relación tiene que existir entre esa «búsqueda» activa y lo que se recibe, aunque lo que se reciba no sea «salario». Ahora bien, si pensamos en un juicio que dé a esa relación positiva una dimensión verdaderamente universal, sólo encontramos hasta aquí dos pasajes, pero de máxima importancia. En el primero, Pablo dice que «Dios dará a cada uno según sus obras: a quienes, con la perseverancia en obrar el bien, buscan gloria, honor e incorrupción, les dará vida eterna» (2,6-7). En el segundo, dice que «si Dios es uno solo, él será quien juzgará la circuncisión de acuerdo a la fe, y la incircuncisión por medio de la fe» (3,30). Como se ve, si estos dos pasajes han de ser coherentes, no pueden presentar una alternativa obras/fe. Volviendo al capítulo segundo de Romanos, el comentarista señala: «Estamos ahora en condición de considerar los w . 6-11 como un todo y de decidir cómo hay que entenderlos. La dificultad que tenemos aquí, tendremos que enfrentarla también
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cu los vv. 12-16 y 25-29. Y en cada uno de estos tres pasajes, lo que ofrece especial dificultad es el elemento positivo (es decir, los vv. 7 y 10; los vv. 13b y 14a; y el v. 26)» (ICC 2,153). Es interesante esta clara aceptación de que allí se tropieza con un Pablo que no entra en los cánones de una determinada teología, teología que se ha concentrado, por así decirlo, en algunos versículos. Y vale la pena presentar al lector reunidos los versículos que impiden la continuidad de esa teología, la que podemos suponer inclinada unilateralmente en lo que concierne al pensamiento de Pablo: «A quienes, con la perseverancia en obrar el bien, buscan gloria, honor e incorrupción (les dará) vida eterna... gloria, honor y paz... para todo el que obra el bien, para el judío primero y también para el griego... sólo los que practican (la ley) serán declarados justos, porque... unos gentiles, sin tener ley, hacen naturalmente lo mandado por la ley... si la incircuncisión guarda los justos preceptos de la ley, ¿no será acaso considerada la incircuncisión como circuncisión?». 14 Exegetas de tanto valor como Von Rad previenen contra la idea de que la noción de «alianza» (tan central en buena parte del Antiguo Testamento, e incluso presente en el Nuevo) contenga semánticamente una cierta igualdad entre los pactantes o una oposición a la noción de gratuidad. No obstante, aunque esa relativa igualdad no preexista como condición para la alianza, en cierta manera es creada (gratuitamente cuando se trata de Yahvé) por la alianza misma. Y ahí está el peligro de toda «alianza»: el de ser vivida como «contrato» entre iguales. Es decir, como lo opuesto a gratuidad. 15 Negar toda relación entre la obra del hombre y el juicio de Dios es algo que deshumaniza profundamente la existencia de aquél. Pablo sería así
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2) Otra característica fundamental de la fe abrahámica procede de en quién o en qué está puesta. A este respecto, el texto del Génesis, citado dos veces por Pablo en el capítulo cuarto, es muy claro: se trata de que Abrahán creyó en Dios. Ahora bien, como habíamos visto, el principio de Pablo sobre la declaración de justicia que hace Dios la atribuía dos veces (en los diez últimos versículos del capítulo tercero) específicamente a la fe en Jesucristo (3,22.26) y una tercera vez a la «redención llevada a cabo por Cristo Jesús» (3,24); esto, como se ve por el contexto —«mediante la fe» 0,25)—, es otra manera de decir lo mismo: la fe que produce la declaración de justicia es la fe en Jesucristo. No es posible exegéticamente y sin mala fe minimizar la diferencia entre la fe en Dios de Abrahán y la fe en Jesucristo de un cristiano, partiendo de la base de que sabemos que Jesucristo es Dios... Hay, por lo pronto, una diferencia cronológica decisiva que coloca, como veremos, a Abrahán en una etapa muy definida del plan de Dios (la primera), diferente de la que ocupa el cristiano. Además, minimizar esa diferencia nos llevaría a un contrasentido muy grande: todo el judaismo «cree en Dios» y, sin embargo, de acuerdo con Pablo, es esclavo del Pecado y busca en un lugar equivocado —es decir, no obtiene— esa declaración de justicia que alcanza, independientemente de las obras de la Ley, quien cree en Jesucristo. «Hermanos, el anhelo de mi corazón y mi oración a Dios en favor de ellos es que se salven. Testifico en su favor que tienen celo de Dios, pero no conforme al conocimiento adecuado. Pues desconociendo la justicia de Dios y empeñándose en establecer la suya propia, no se sometieron a la justicia creador de un «sistema» de salvación en el que la eficacia y el sentido se divorcian. «Dentro del antiguo sistema, la única manera que quedaba al hombre de obtener la justicia era el estricto cumplimiento de la Ley de Moisés; ahora, esa pesada obligación ha sido abolida y se la ha sustituido por un camino más corto, pero, al mismo tiempo, más eficaz: el método de adherirse a una persona divina» (ICC 1,83). Cuesta creer que Pablo se haya tomado tanto trabajo, haya tenido que profundizar tanto en el análisis de la existencia humana, para explicar algo tan simple, elemental y ahumano, tan «extrínseco» al decir de los mismos que exponen de esa manera su posición y, al mismo tiempo, tan frío y desolador para dos millones de años de humanidad que precedieron a la manifestación de esa persona divina y que aparecerían, así, terriblemente desfavorecidos ante un Dios que, según Pablo, no da ventajas a nadie. No disculpa, obviamente, a Pablo el que, de acuerdo con los datos bíblicos, acorte a cuatro mil años el tiempo de esa humanidad sometida al «antiguo sistema» y a su «pesada obligación».
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de Dios. Porque el fin de la Ley es Cristo, para justificación de lodo el que cree» (10,1-4; cf. Gal 2,15-16; 3,4, etc.). En la fe cu Dios de Abrahán tiene, pues, que haber otro ingrediente además de una ortodoxia yahvista, que pasaría, con el tiempo, a ser ortodoxia cristiana. Claro está que se puede echar mano de incontables teorías teológicas (posteriores) para borrar esa diferencia ostensible entre «ie en Dios» y «fe en Jesús» y explicar que ambas tengan un misino resultado: la declaración de justicia. Pero todas serían a despecho de la exégesis, que no puede tomar muy en serio el que los diez versículos donde se afirma el principio en cuestión comiencen con un solemne «ahora, empero...» (3,21). Un «ahora» al que, obviamente, Abrahán no perteneció. En efecto, por más equilibrios teológicos que se pretenda hacer, Abrahán pertenece a un «antes», e incluso al antes de la Ley, como lo mostrará in extenso Pablo en este capítulo cuarto (cf. 4, 9-12.16). Conviene, pues, examinar cuidadosamente qué es lo que Pablo puede tener en su mente al equiparar en sus efectos, la «fe» de Abrahán con la de los cristianos, sean de origen pagano o judío, pues ambos resultan ser del linaje de Abrahán «el creyente»
(Gal 3,9). En realidad, estamos pensando tal vez demasiado, sin querer, en un contenido que sería algo así como el credo de Abrahán o el de los cristianos. Pensemos más en la actitud de Abrahán ante Dios. Esta está ampliamente descrita por Pablo en el capítulo cuarto. Ya hemos visto que es una actitud centrada sobre la gratuidad en el obrar (cf. 4,16). Es, además, confianza en una promesa (cf. 4,21) a todas luces inverosímil o, si se prefiere, una «esperanza contra toda esperanza» (4,18), es decir, una esperanza gratuita. Pero Pablo va más allá en la descripción de la fe de Abrahán, llegando a exponerla, diríamos, casi en forma de credo. En efecto, de él escribe que «es padre de todos nosotros ante Dios, en quien creyó (al creer) que da vida a los muertos y llama a ser a lo que no es» (4,17). Esta creencia (que se va a realizar en Isaac) se comprende aún más cuando se la opone a la experiencia verificable, ya que «no flaqueó en su fe al considerar su propio cuerpo como muerto y la muerte del vientre de Sara» (4,19). El acento de Pablo en esa fe en la vida que sigue a la muerte (y que, por tanto, surge de lo que ya no es) no puede ser fortuito,
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porque así termina también lo que escribe sobre Abrahán en este capítulo, ligándolo con lo propiamente cristiano: «No se escribió sólo de él que 'se le contó' (su fe como justicia), sino también de nosotros a quienes se nos contará, (pues) creemos en aquel que resucitó de entre los muertos a Jesucristo nuestro señor, que fue entregado por nuestros delitos y resucitado para que seamos declarados justos» (4,23-25). Nótese el paralelismo entre los contenidos, tanto más grande cuanto que la persona o sujeto en quien se deposita la fe, en el caso del cristiano, vuelve aquí a ser Dios. El que resucitó a Jesús y no Jesús mismo. Cada vez tenemos, así, más elementos para concluir que la je a la que Pablo se refiere es una actitud, pero una actitud que implica un dato que le da sentido. Y vemos que ese dato, que debe ser prácticamente el mismo para que la actitud lo sea también, es la victoria de la vida sobre la muerte, que Dios hace posible y promete. En base a esto cabe preguntarse quién puede tener esa fe a la que sigue la declaración de justicia. Y hacemos esta pregunta ateniéndonos sólo a lo que sobre su contenido nos dice el capítulo cuarto. La respuesta no será difícil. En los cristianos, por supuesto, esa fe debería llegar a su máximo desarrollo, ya que en ellos se torna claro, universal y seguro lo que era vaga, particular y loca apuesta en el caso de Abrahán. Pero esa fe se da ya en Abrahán. Será, como hemos visto, una especie de mini-fe, pero es bastante para suscitar el regalo de Dios: la declaración de justicia. Y Pablo insiste (cf. 4,9-12) en que ello no tiene nada que ver con la Ley que vendrá después. Es algo universal para todos los que «sigan las huellas de la fe de nuestro padre Abrahán (aún) incircunciso» (4,12). Obviamente, no pueden caber dudas de que siguen esas huellas los paganos —así como los judíos— convertidos a la auténtica fe cristiana. Pero ¿hubo alguna posibilidad de seguir esas huellas entre Abrahán y Jesús? Más aún, aunque Adán sea el primer personaje bíblico del que se dice que fue declarado justo en razón de su fe y, en ese sentido, pueda ser declarado el primero y el padre, ¿nadie pudo tener esa fe antes de Abrahán, en la primera etapa de la humanidad, la que precedió a la Ley? El que Pablo aproveche un versículo excepcionalmente apto para basar en un ejemplo el principio que acaba de sentar no significa que pierda de vista su clave antropológica habitual. Es difícil imaginarse que conciba a Abrahán como una figura única y
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milagrosa, precedida y seguida por un gran vacío. La idea misma tic «paternidad» indica, por lo menos hacia el futuro de Abrahán, una continuidad. Un posible discípulo de Pablo, el autor de la curta a los Hebreos, hablando de la fe —y con un contenido que, podríamos decir, es exactamente el de Pablo—, señala otras figuras bíblicas semejantes a Abrahán, antes y después de él. El mismo Pablo, en el capítulo quinto, hablará de una declaración de justicia distribuida en la humanidad entera con tanta o mayor prolusión que el pecado adámico (cf. 5,16-19). No es, pues, una pregunta desatinada la que versa sobre el contenido mínimo que debería tener esa actitud de je en un hombre para poder ser asimilada, en su ser y en sus resultados, a la fe de Abrahán. Por supuesto que Pablo se imagina a Abrahán como un yahvista ortodoxo. No piensa en las discusiones exegétinis recientes, que tienden a pensar que tanto él como los patriarcas nómadas de Israel —los que precedieron a las tribus establecidas yn en Canaán— creían más bien en «el Dios de los padres», identificado luego por los redactores bíblicos con Yahvé 16. Para Pablo, la pureza de la fe yahvista de Abrahán debió ser una certidumbre incuestionable. Pero, al declarar a Abrahán «incircunciso», usa un término técnico que lo relaciona con cualquier heterodoxia religiosa, por ejemplo, con la idolatría; e incluso, diríamos hoy, con el ateísmo, lín efecto, para el judío que divide a la humanidad en circuncisos e incircuncisos, la línea divisoria no pasa por la ortodoxia en el credo, como estamos tentados de pensar hoy. Se podía tener una je —o, si se quiere, un credo— de una ortodoxia perfecta y ser, no obstante, un incircunciso, sin pertenecer, por tanto, al pueblo de Dios 17. La expresión pagano o gentil, sinónimo del «incircunciso» que, de acuerdo con la Biblia, Pablo aplica a Abrahán justificado, no significa, pues, de por sí, una deformación religiosa. Pero tampoco la excluye en principio. Podríamos, sin aventurarnos demasiado, decir que todo el que 14 Esos patriarcas no parecen haber tenido dificultad, en su vida nómada por la tierra de Canaán, en practicar un culto sincretista (es decir, mezcla del suyo propio con el practicado en el lugar) cuando no veían en ello incompatibilidad. Así parece ocurrir en las relaciones entre Abrahán y Melquisedec, sacerdote de «el dios altísimo» (Gn 14,17-20). 17 Tal era el caso, como se sabe, de los llamados técnicamente «temerosos de Dios», lo que equivale a «adoradores de Dios» procedentes del paganismo (cf. Hch 10,2.22.35; 13,16.26.43.50; 16,14; 17,4.17; 18,7).
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actúe implicando en su obrar que existe en el universo un poder que puede dar vida a lo muerto y llamar a ser a lo que no es, comparte la fe de Abrahán. Es hijo de Abrahán «el creyente» todo ateo 1S, pagano, judío o cristiano, que renuncie a tener con lo Absoluto relaciones de contrato y se fíe de la promesa inscrita en los valores humanos mismos que ofrece la existencia, luchando por ellos como si la muerte no hiciera vana su lucha. Pero para convencernos de ello necesitamos examinar un nuevo elemento. 3) Repitamos la pregunta: ¿quiénes pueden ser esos «hijos» del Abrahán» (aún) incircunciso y que siguen las huellas de su fe? Por más tentadora y fácil que pueda ser la hipótesis de que Pablo se refiere a los paganos convertidos al cristianismo, creemos que no resiste una exégesis seria del capítulo cuarto, para no hablar de otros lugares de la carta que luego examinaremos. En primer lugar, como ya insinuamos, esa hipótesis supondría que Abrahán habría sido objeto de un privilegio tal que, en rigor, lo habría hecho carecer de toda descendencia verdadera hasta la época cristiana. Por lo menos, de toda otra descendencia que no fuera la física. Pero esa descendencia no sería salvadora ni valdría a nadie después de él (durante siglos) una declaración de justicia. Y ello choca con el tono general de todo el capítulo cuarto. Y ese tono no es arbitrario: está dirigido a los judíos que veían en Abrahán el comienzo de un plan salvador. El argumento de Pablo no consiste en decirles que no hubo tal plan salvador, sino en mostrar dónde residía y a quiénes se extendía. Pablo no disminuye a Abrahán. Por el contrario, hace de él una especie de Adán positivo y hasta de pre-Cristo. En segundo lugar, habría una contradicción demasiado grande entre esa hipótesis y lo que ya ha dicho Pablo sobre el juicio uni18 Sabido es que el ateísmo no es una categoría bíblica. Quienes dicen, en los salmos (10,4; 14,1): «No hay Dios», no son propiamente ateos. Al decirlo, se refieren a la no interferencia de la justicia de Dios en la historia (cf. Sal 58,12). Es difícil determinar cuándo (fuera de casos aislados, por ejemplo, entre filósofos griegos) surge el ateísmo como fenómeno social perceptible. Ciertamente Pablo no lo tiene en cuenta. Para él, la humanidad entera se divide —religiosamente— en judíos y griegos, circuncisos e incircuncisos. Pero podemos extrapolar lo que dice Pablo y aplicarlo al ateo, recordando que, según la Constitución Gaudium et spes, del Vaticano II, una de las fuentes del ateísmo es el falso rostro de Dios que los creyentes presentan. Y uno de esos falsos rostros es, sin duda alguna, el de un dios con quien se comercia la salvación.
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versal de Dios. Ya hemos tenido ocasión, en efecto, de observar ln importancia que daba Pablo al hecho de que nadie tiene ventaJIIN ante ese juicio. Y que así debía ser, a pesar de la opinión contraria de quienes creían tener en la Ley un criterio nuevo y superior para juzgar y ser juzgados. Ahora bien, la unidad de criterio pura todos los hombres era lo propio de la etapa en que está situado Abrahán. Ello está representado y subrayado aquí por Pablo con la imagen de la paternidad universal de Abrahán. Así como el único criterio del juicio es la fe (cf. 3,30), así el fundamento de la paternidad universal de Abrahán es igualmente la fe (cf. 4, 11 16).
I',n tercer lugar, si el cristiano, como vimos, tiene por antonoii i, i:, i a la misma fe de Abrahán, y si ésta era accesible al resto de hi humanidad, aunque en versión reducida pero eficaz, Abrahán Imi-de tener como descendencia a todas las naciones. En cambio, M hubiera que saltar de Abrahán a la fe cristiana, ésta constituiría una nueva particularidad. Se volvería entonces contra Pablo todo l<> que ha dicho sobre la particularidad de la Ley y sobre la necesidad de su superación. La fe tiene, por lo mismo, que ser una •ictitud accesible desde siempre a todo hombre. Como lo fue —y más que accesible— la esclavitud con respecto al Pecado I9. Llegamos así a la conclusión de que la fe es algo muy distinto de un acto específico, accesible a hombres específicamente situados en la historia. La vemos como una manera de ser hombre. Como .il^o que hace pasar al hombre de la timidez infantil a la madurez, ionio algo que remueve los cálculos mezquinos para hacer que el hombre actúe de manera gratuita y creadora20. Ello significará, " No anticiparemos aquí el argumento del paralelismo antitético entre Adiíu y Cristo que Pablo trae en el capítulo siguiente. Pero es ineludible, iii el análisis de este capítulo, una alusión a él, ya que Abrahán aparece, por IIIIII parte, como un «eo-Adán o par-Adán y, por otra, como un pre-Cristo. I >klio en otras palabras, tiene para Pablo una dimensión antropológica, combinando características de esos dos polos de la humanidad. Recuérdese, entre iH rus cosas, que Abrahán recibe un «pre-evangelio» (Gal 3,8) de contenido universal: «todas las naciones». '" De ahí la importancia de comprobar que la oposición que hace justicia II todo el pensamiento paulino no es fe/obras, sino fe/'obras-de-la ley. Y que «ley» —o sea un tipo de regla de cálculo para las relaciones Dios-hombre— riüit sobreentendida cada vez que Pablo, en un contexto semejante, habla de obras (en plural). Hay que notar, a este respecto, que Pablo habla de manera diferente del «obrar» o de la «obra» (en singular) del hombre. Y que, por lo menos alguna vez (como en 2,6), el plural «obras» es meramente distributivo: todos los hombres presentarán cada uno su «obra» (cf. 1 Cor 3,13);
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claro está, la apuesta por un dato trascendente que los hombres formularán de manera diferente, pero que será radicalmente el mismo y aparecerá claro en la resurrección de Jesús 21. Así, el hombre, aunque pecador, será un «irreprochable» colaborador de Dios. Porque, una vez más, no existe antinomia entre fe y obras. Todo lo contrario, sólo la fe hace posible un obrar humano. II Pablo ha estructurado así su proceso en tres etapas: la que precede a la Ley (y comprende a todos los hombres), la que va de la Ley a Cristo (y comprende al pueblo judío) y la que sigue a Cristo (y vuelve a comprender a la humanidad en su conjunto). Es obvio que, si buscamos raíces concretas de esta concepción paulina en el mensaje histórico de Jesús, sólo podremos verificar lo que concierne a la última etapa 72. Son, en efecto, las características esenciales de esta última —y, en particular, la «libertad» introducida en la humanidad por Cristo al desplazar la Ley de su pretendida ubicación por encima del hombre— las que llevan a Pablo, frente a un auditorio en gran parte pagano, a imaginar un plan universal de Dios que se propusiera precisamente tal resultado. Y que respondiera, además, a lo que, al mismo tiempo, la Escritura y la experiencia le dicen sobre las situaciones respectivas del mundo pagano y del judío. Es decir, sobre la primera y la segunda etapa, tales como Pablo las ve encarnadas en sus contemporáneos, como queda consignado en los primeros capítulos de Romanos. sólo en ese sentido hay que entender el plural «obras» cuando se dice que Dios «dará a cada uno según sus obras» citando sal 62,13. Cuando sale de la cita inmodificable, Pablo prefiere usar el verbo «obrar el bien». 21 He aquí cómo el autor de la carta a los Hebreos, de alguna manera relacionado con Pablo, muestra al cristiano acercándose, mediante la resurrección de Jesús, a lo escatológico y afianzando con ello el dato trascendente que posee. Dice de los cristianos que «fueron una vez iluminados, gustaron el don celestial y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, saborearon las buenas nuevas de Dios y los prodigios del mundo futuro...» (Heb 6,4-5). 22 Este es, en realidad, el último capítulo en que seguiremos la costumbre —de esta segunda parte— de examinar, en un segundo párrafo, los orígenes del pensamiento de Pablo en el mensaje histórico de Jesús. En efecto, de ahora en adelante, Pablo pasará a pensar sobre el hecho y las consecuencias para el hombre del doble acontecimiento (sin palabras) de la muerte y resurrección de Jesús.
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Lo que interesa señalar aquí, para rastrear sus orígenes evangélicos, es que en ese proceso hay una verdadera dialéctica, en el sentido más propio de la palabra. Más aún, lo que comprobamos al entender la última etapa como síntesis lo descubrimos, incluso con mayor profundidad, constatando cómo Pablo prepara el movimiento dialéctico mediante la demostración de la ambivalencia de cada una de las etapas precedentes, apuntando al resorte que las pone en conflicto y las obliga a moverse hacia Cristo. También aquí el conflicto es provocado y decisivo. Así, vemos cómo la Carne hace de la universalidad pagana una universalidad errónea —inhumana—, donde las pasiones del hombre sólo quedan libres para falsear todas las relaciones humanas. Paralelamente, la Carne hace de la particularidad judía una particularidad errónea —inhumana—, donde la preocupación moral y religiosa dentro de una actitud de temor y comercio vuelven lo particular aborrecible y contraproducente. La síntesis, decíamos, sólo se da, dentro del sistema de Pablo, en Cristo. Y como hecho —como nueva actitud diferente de ambas— ello es verificable en los datos pre-pascuales de los evangelios. No, en cambio, como síntesis, puesto que éstos no hablan de todo ese proceso antropológico que interesa a Pablo. Podríamos añadir que el nombre que Pablo da a esa síntesis —la fe—, entendiendo por ella la actitud rica y compleja que hemos estudiado, conviene asimismo a la actitud que Jesús opone, como premisa epistemológica, a la de sus adversarios en las controversias sobre la interpretación de la Ley consignadas en los sinópticos. Pero, como decíamos, en el capítulo cuarto de Romanos Pablo trata de mostrar que el mismo comienzo de la revelación hecha al pueblo judío ya implicaba —y prefiguraba o preevangelizaba— esa síntesis. Pablo hasta da la impresión a veces de que el movimiento del proceso hacia esa síntesis hubiera sido como retardado por un crecimiento indebido de la antítesis —la particularidad religiosa de la Ley— que, para dar lugar a la síntesis, habría tenido que llegar primero a una culminación excesivamente negativa (cf. Gal 3,19; Rom 7,13). En otras palabras: ya en el pasado lejano existió otro momento cumbre que hizo presentir la síntesis como cercana, un momento de presíntesis —de síntesis prometida— encarnada en un preCristo: Abrahán. Probablemente Pablo ya está preparando en su mente el paralelismo antagónico entre el Pecado (Adán) y la Gracia (Cristo) que 26
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desarrollará en el capítulo siguiente. Sólo que en ese antagonismo antropológico ya no aparece la función especial, propia del pueblo judío. Pero como esa «propiedad» existió (cf. 3,2) y Pablo está escribiendo a una comunidad compuesta, en gran parte, por quienes están estructurados por esa particularidad y en función de ella, era menester en su argumento esa presíntesis que mostrara, ya en el origen del pueblo judío, su peculiaridad funcional en relación con Cristo. ¿Quién mejor que Abrahán, el padre en la fe de los creyentes judíos, podría venir eventualmente en ayuda del raciocinio de Pablo? No puede caber duda de que, para fundamentar su interpretación de Abrahán, Pablo no se dirige al Evangelio, sino que se vale de un tipo de exégesis bíblica común en su tiempo y que no es la que hoy llamaríamos científica a . Es la que Pablo aprendió durante su formación intelectual como fariseo. Pero, además de ser la única que posee y la más eficaz para convencer a quienes están formados de la misma manera, sus resultados, como veremos, responden a una lectura viva del mensaje de Jesús. Indicamos ya antes en qué consistía el argumento de Pablo acerca de Abrahán, basado fundamentalmente en la anterioridad de Gn 15,6 con respecto a Gn 17 y 22. Pero ¿por qué decimos que Abrahán constituye una presíntesis en el proceso dialéctico de Pecado y Gracia? La respuesta global, 23
Ya indicamos brevemente que el método exegético de Pablo —y más que nunca tal vez en este capítulo— nos parece hoy, y con razón (científica), artificial. Era el usual en el contexto donde el ex fariseo Pablo fue (bien) formado. Pero no existía otro, por lo menos en cuanto a la posibilidad y obligación que hoy sentimos de colocar cada pasaje en su contexto histórico. Es obvio que el autor de Gn 15 no piensa en una determinada teoría de la justificación. Pero, lo que es más importante para la mayoría de los capítulos de Romanos que estamos comentando, lo que en la época de Pablo se llamaba «Ley» depende de esa exégesis donde el contexto no actúa ya para aclarar suficientemente el sentido original. Los diferentes «decálogos» —no todos son, propiamente hablando, decálogos, es decir, conjuntos de diez leyes— que aparecen en Éxodo, Deuteronomio y Levítico, puestos en su contexto histórico, tienen mucho más de constituciones (cívicas en el sentido moderno) que Yahvé fue dando sucesivamente a Israel, de acuerdo con sus pasos desde el nomadismo a la monarquía y al exilio, que de una y única ley moral, que apuntara a regular el comportamiento íntimo del hombre (cf. G. von Rad, op. cit., I, pp. 247ss). Aun la «corrección» que, sobre todo según Mateo, Jesús habría hecho de esa «Ley», obedece al método exegético de ese tiempo y es, por lo mismo, en cierta medida, injusta, ya que se la corrige en cuanto ley moral.
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10 Habernos, es que Abrahán representa ya la Fe que obtiene la 11 mi i litación en el juicio de Dios. La síntesis fe-justificación llegará, i luco está, a su plenitud definitiva en Jesús, pero está ya, en cierta numera, presente en Abrahán. Más aún: interesa señalar —o recordar con respecto al párrafo iinlfrior— que las dos fuerzas antagónicas, los dos principales personajes antropológicos están ya obrando, en cierta medida, en Abrnlián. liste está, en efecto, «bajo el reino de la muerte» (5,14) como lujo que es de Adán, que introdujo el pecado en el mundo. Ello .lenifica que Abrahán está bajo el Pecado, aunque éste, previamente a la Ley, no pueda ser calculado, cuantificado, computado id. 5,13). Por otra parte, está también bajo la Gracia en la medida i n que ya ha sido objeto de una vocación particular, seguida igualmente de una promesa particular —hecha a su persona— de consumir en el futuro una bendición universal concerniente al mundo • ulero (4,13), aunque no esté aún orientado, como lo estarán sus lujos, por la (peligrosa) Ley de Moisés. lis importante notar que Pecado y Gracia son en Pablo dos i leinentos constitutivos de la Promesa. De no ser pecador, la lieiulición no sería objeto de promesa, es decir, de gratuidad reciI >iilu por adelantado. Y de no ser por la gracia, es decir, por el icgnlo, Abrahán sólo podía prever las consecuencias «mortales» de su actuación pecadora. Ahora bien: ¿tenemos en los evangelios algo semejante a este lipo de síntesis? I) La relación trabajo-salario-regalo despierta inmediatamente ni nosotros el recuerdo de una enseñanza de Jesús consignada explícitamente en Mateo en la parábola de los trabajadores de l.i viña. La parábola habla de obreros contratados para trabajar toda l,i jornada por un salario fijo: un denario (tal vez un salario vital). Ahora bien, despidámonos de ellos, porque, para Pablo, nunca existieron en la realidad histórica del plan de Dios. Son el fruto imaginario— de un malentendido, o quizá un concepto límite pura comprender, por vía de contraposición, la situación real del hombre ante Dios. Tomemos a los trabajadores «de la última hora». Son llamados w trabajar porque durante el resto del día estuvieron «ociosos» (Mt 20,3) y sin que se haga contrato alguno con ellos. Sólo podrían tener, a lo más, una promesa, y eso en el caso de que el dueño
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de la viña les haya dicho lo mismo que a los obreros de «la hora tercera»: «os daré lo que sea justo» (Mt 20,4). Pues bien: cuando los obreros de la última hora reciben un denario, ¿qué se puede decir de ellos en relación con el dueño de la viña? Sin duda que han sido objeto de un «regalo» o «gracia». A ello alude lo que el dueño alega ante la protesta de los trabajadores contratados: hace «lo que quiere» con lo que es suyo. El denario no es, pues, una deuda que provenga de un salario. Los obreros de la última hora han trabajado, es cierto, pero «no han trabajado», según la expresión de Pablo, proporcionalmente a lo que han recibido. Abrahán encaja de manera perfecta en esta categoría, por lo menos tal como nos lo presenta la exégesis de Pablo. En la parábola de Jesús, que es, como vimos, (políticamente) polémica, los trabajadores contratados por un salario están ahí para representar al grupo de los que reclaman contra la presunta injusticia de un reino de Dios que, ignorando todo mérito anterior, viene como regalo para pobres y pecadores. Pero, cuando de la clave política pasamos a la antropológica, el primer grupo desaparece. No porque reclamen mal, sino porque ningún hombre fue puesto bajo contrato y recibió el salario consignado en tal contrato. Es cierto que los judíos, tal como Pablo los describe en el segundo capítulo de Romanos, lo han entendido así, pero la causa de ello ha sido un malentendido sobre el sentido y la función de la Ley. Ante Dios, también ellos —como todos— han estado lo suficientemente «ociosos» como para no poder reclamar ya un salario debido a su trabajo. Si Pablo tuviera que rehacer en su propia clave (antropológica) la parábola de Jesús sobre los trabajadores de la viña, tendría que cambiarla por entero para serle, en el fondo, fiel. Y sobre todo tendría que explicar algo que la parábola no aclara bastante, pero que, antropológicamente, es decir, en su clave, se vuelve decisivo: ¿qué motivo lógico podrían tener los obreros de la última hora para trabajar, es decir, Abrahán y sus hijos, los hombres «creyentes» todos? Se dirá tal vez que tenían del dueño la promesa de recibir lo justo, pero ello no concuerda en dos cosas ni con la parábola misma ni con la concepción de Pablo. En primer lugar, con tal motivación, la calidad y cantidad del trabajo disminuirían en proporción de la suma irrisoria del «salario» —puesto que volvería a ser tal— considerado justo por tan
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poco trabajo. Esto no lo comprenden a menudo los que observan «•I fenómeno del trabajo desde los países ricos, con su introyectada • >l «sesión por el trabajo como elemento de dignidad humana y de prestigio social. Pero para entender a Jesús en su contexto paleslino hay que abandonar los supuestos que vienen de un mundo muy diferente. En segundo lugar, con tal motivación, la gracia estaría solamente en el dueño: los obreros tomarían la promesa (o la convoi nción sin promesa alguna) como el equivalente de un contrato. Tendrían «fe» en el dueño sólo como «contratista». El trabajo, por más fe de este tipo que tuvieran, no pasaría de una «obra» hecha bajo contrato tácito o supuesto, y el denario recibido no plisaría tampoco de un «premio» extrínseco al trabajo hecho, de mi «salario aumentado». Por supuesto que cualquiera puede alegar que estamos exigiendo demasiado de una parábola y que comparatio non tenet in ómnibus. Es cierto, pero sólo en apariencia, porque el problema ¡intropológlco al que aludimos existe independientemente de ella: ¿qué esperar del trabajo «histórico» frente a un Dios «gratuito» (o «gracioso», como se dice con más tino etimológico en latín)? Si hacemos esta pregunta crucial a los evangelios, encontramos, por cierto, una respuesta, aunque fuera del contexto imaginativo de la parábola. ¿Por qué precisamente fuera? Por una razón muy simple: el trabajo de un obrero, contratado implícita o explícitamente, no tiene relación intrínseca —personal, de intención— con el proyecto del contratista. Este tiene un plan; el obrero otro. I,a coincidencia de que el trabajo pagado por uno y realizado por otro sirva a las intenciones de ambos se realiza mediante algo extrínseco: salario o premio, poco importa. A ese carácter extrínseco para el obrero, que se manifiesta en su «ociosidad» previa, responde el carácter extrínseco en el dueño de la viña, que usa de su dinero «como quiere» sin relación con la viña misma. Pues bien: ¿qué tenemos en el evangelio cuando suprimimos esa mediación que permanece extrínseca tanto al hombre que trabaja como a Dios que regala? Tenemos la actitud que Jesús espera de sus discípulos, según uno de sus más profundos logion, que «busquen más bien el reino», que se asocien a su dinamismo, que trabajen para él. Si tuviéramos que trasladar esto a la parábola, tendríamos que imaginar obreros que, olvidándose de la paga, se dejan entusiasmar por el crecimiento, florecimiento y resultado de la viña misma. Ahora bien,
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si la (clásica) «viña de Yahvé Sebaot es la Casa de Israel» (Is 5,7) a la que anuncia Jesús la llegada del reino, para Pablo se trata de extender ese reinado a los límites mismos del universo, para bien del hombre. Es la actitud de Abrahán que tiene como «herencia el mundo» (4,13). Pero hay más. No sólo no existe ya mediación extrínseca entre el motivo para el trabajo realizado —por fallos que tenga—, por un lado, y el proyecto en que éste se inscribe, por otro. Existe también una Promesa de contenido universal: «... y todo lo demás se os dará (gracia) por añadidura». Pero, como ya tuvimos ocasión de ver, no a título de salario o de premio milagroso: el reino mismo realizado significa lo necesario para todos. Sólo que, para lanzarse a esa búsqueda, hay que creer en la venida del reino. Únicamente esa fe puede librar al hombre de la preocupación por controlar él mismo, cada día y cada hora, la satisfacción de todo lo que necesita. El trabajo por el reino, la búsqueda de éste en el laberinto de las causas históricas se convierte así, gracias a la fe, en el motivo intrínseco del trabajo mismo. Pablo, que, situado en otro contexto histórico, no habla aquí de reino, alude a la expectativa de la creación entera que desea ponerse al servicio del plan de Dios y sus hijos, algo que veremos después más detenidamente en capítulos posteriores. Una vez más, observamos cómo Pablo es radicalmente fiel al Jesús histórico, aun en sus interpretaciones más creadoras. Hasta cierto punto, en efecto, podríamos resumir, parafraseando el evangelio, lo que Pablo dice equilibradamente de la preevangelización de Abrahán: creyó que podía buscar la bendición de todos los hombres y que la justificación se le daría por añadidura. Y lo que creyó —colaborando la fe con sus obras— Dios lo hizo realidad para él. 2) Pero no podemos terminar el estudio de las raíces evangélicas del capítulo cuarto sin tener en cuenta la introducción, ya mencionada, de dos nuevos personajes antropológicos: la muerte opuesta a la vida, la corrupción y la inutilidad opuestas a la incorrupción y al poder creador; en una palabra: la Muerte frente a la Resurrección. Y todo esto, por cierto, ya en Abrahán (cf. 4, 17-19.24-25), el pre-Cristo de la teología de Pablo. Es obvio que no se requiere excesiva imaginación para descubrir dónde puede estar enraizado este desarrollo cristológico: en la muerte y resurrección de Jesús, ya que las experiencias de
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limbos hechos, aunque colocadas por nosotros en diferentes planos «Ir vcrificabilidad, son igualmente verdaderas para Pablo. A medida que esta oposición básica vaya ocupando un lugar «"lula vez más central en la clave antropológica de la reflexión de l'uMo, volveremos a ocuparnos más en profundidad de su conrrpción sobre la significación contenida en la muerte y resurrección tic Jesús. En este momento queremos referirnos sólo a un primer hecho importante —que se desarrollará más tarde— acerca de esos dos nuevos personajes: desde un comienzo Pablo va más allá de un inrro contraste físico entre muerte y supervivencia. Ya hemos tenido ocasión de ver que, a propósito de Abrahán, I'iiblo llama muerte a la inutilidad de sus proyectos de procurarse «li-scendencia a su edad y a la de Sara, así como llama creación ul poder de Dios que infunde vida y existencia a ese mismo proyecto, a «lo que no es» (cf. 4,19.17). Es interesante señalar aquí a ese respecto, aunque no sea más iiuc a título de inventario, cómo la Muerte y la Resurrección se «iisputan en Pablo no sólo —o no tanto— a las personas (o individuos), sino el futuro de sus proyectos, es decir, de lo que los hombres «buscan». Así, volviendo al capítulo segundo de Romanos, recordemos el iimincio que Pablo hace del juicio universal de Dios, «quien dará a cada uno según sus obras»: «a quienes buscan gloria, honor <• incorrupción, vida eterna; para quienes, por el contrario, son... indóciles a la verdad pero dóciles a la injusticia, ira e indignación» (2,6-8). Ahora bien: como prueban muchos pasajes de las cartas paulinas, «buscar incorrupción» es algo más que reaccionar ante el temor «le la muerte personal. Es una característica de ciertos proyectos o, mejor, de todos los verdaderos proyectos (que no caen bajo la mala fe que, en ellos, tiene presa a la verdad en la injusticia). Así, en dos de los pasajes que revelan más el anhelo espontáneo «le ese hombre que es Pablo encontramos una clara alusión a esa exigencia de vida que va más allá de la propia persona. Leemos en la primera carta a los Corintios, precisamente a propósito de la resurrección: «Es menester que esto corruptible se revista de incorrupción y que esto mortal se revista de inmortalidad» (1 Cor I 5,53-54) M. Ya es claro aquí que «esto» designa una realidad más " Literariamente es interesante aquí la presencia repetida de la palabra «esto» (que algunas Biblias traducen lamentablemente por «este ser» o ex-
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vasta que el mero cuerpo o vida física de Pablo. Pero también alude a lo mismo la expresión «ser revestido», es decir, la acción de colocar un vestido sobre otro ya existente. Así, en el segundo pasaje, sacado de la segunda carta a los Corintios, nos enteramos de que Pablo quiere vida, inmortal e incorruptible, para su «tienda» 2S, es decir, su existencia entera con sus valores y proyectos: «Sabemos que si esta tienda, que es nuestra habitación terrestre, se desmorona, tenemos una casa que es de Dios: una habitación eterna, no hecha por mano humana, que está en los cielos. Y así gemimos (de angustia) en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celeste... N o es que queramos ser desvestidos, sino más bien sobrevestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida» (2 Cor 5,1-2.4-5). De ahí que no sean las personas las que figuren como «sometidas a la inutilidad» (8,20), sino la creación entera, debido a «la esclavitud de la corrupción» (8,21) que afecta a la libertad del hombre y que sólo desaparecerá visiblemente cuando ésta se manifieste (cf. 8,21.19). «Esto» es lo que tiene que asumir, de acuerdo con Pablo, la resurrección: la corrupción —es decir, la m u e r t e — de los proyectos humanos. Pablo rescata así, mucho mejor que Pedro en los Hechos, el problema de la muerte de Jesús. Este no se había predicado a sí mismo, sino la venida del reino. Y es el reino, no sólo Jesús, el que tiene que resucitar en poder (cf. 1,4) para que la existencia de Jesús tenga sentido, tal como él mismo la vivió. Su muerte no desacreditó su persona, sino su anuncio. A ese reino de Dios en poder, que alborea en Pascua, aunque Pablo use otros nombres para designarlo, apunta, desde el ejemplo de Abrahán, su cristología. presiones equivalentes). Pablo no es (aquí) metafísico sino gráfico. Emplea una de esas expresiones que sólo se comprenden imaginando el gesto que debía acompañarlas, como cuando decimos: «¡Estoy hasta aquí de tus quejas!». Podemos suponer que ese «cuerpo» de 8,23 debe implicar el mismo contenido que el «esto» de los otros pasajes citados y que no apuntaría al solo cuerpo de Pablo. Esto último lo dan a entender traducciones, a nuestro juicio inexactas, que hacen desear a Pablo «librarse del cuerpo», en lugar de la «liberación del propio cuerpo», cosa que parece mucho más relacionada con la posibilidad de manejar sin resistencias la «ley de los miembros» (7,23), lo que se relaciona no con el cuerpo sino con la coherencia y realización de los proyectos del hombre. 25 Cf. este mismo sentido amplio en el prólogo de Juan (1,14) donde reencontramos como sinónimos «carne» y «tienda».
CAPITULO V
ADÁN,
CRISTO
Y LA
VICTORIA
Romanos 5,1-20 1
Por tanto, habiendo sido declarados justos por causa de la fe, estamos en paz con Dios por nuestro señor Jesucristo, 2 por medio de quien hemos obtenido también acceso con la fe a esta gracia en la que nos mantenemos y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. 3 Y no sólo eso, sino que nos gloriamos hasta en las aflicciones, sabiendo que la aflicción produce resistencia, 4 la resistencia madurez, la madurez esperanza, y la esperanza no engaña, 5 porque el amor procedente de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el espíritu santo que se nos ha dado. 6 Porque, cuando aún estábamos sin fuerzas, Cristo murió oportunamente por los impíos 7 —y eso que por un justo apenas hay quien muera: por un hombre bueno tal vez alguno se atreva a morir— 8 pero Dios probó su amor hacia nosotros, ya que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. 9 Con mucha mayor razón, habiendo sido declarados justos por su sangre, se nos salvará, por él, de la ira. 10 En efecto, si siendo enemigos se nos reconcilió con Dios, con la muerte de su hijo, con mucha mayor razón, reconciliados ya, se nos salvará con su vida. n Y no sólo eso, sino que nos gloriamos en Dios por nuestro señor Jesucristo, gracias al cual hemos recibido ahora la reconciliación. 12 Por eso, así como por un solo hombre el pecado entró en el mundo y, por el pecado, la muerte, y así la muerte alcanzó a todos los hombres, puesto que todos pecaron 13 —porque antes de la ley el pecado estaba ya en el mundo y, aunque el pecado no se contaba no habiendo ley, 14 no obstante, la muerte reinó desde Adán hasta Moisés aun sobre aquellos que no pecaron de la misma manera que Adán, que era figura del que había de venir—... 15 Pero nada de «cual el delito, tal el regalo». Porque si por el delito de uno (solo) murió la multitud, mucho más la gracia de Dios y el regalo gratuito de un (solo) hombre, Jesucristo, abundaron en la multitud. 1 6 Y nada de «cual el resultado del
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extravío de uno, (tal) el regalo». Porque el juicio (a partir) de uno (solo) desembocó en condenación, mientras que la (obra de la) gracia, (a partir) de la multitud de los delitos, desembocó en declaración de justicia. 1 7 En efecto, si por el delito de uno (solo) reinó la muerte por causa de uno, mucho más quienes reciben la abundancia de la gracia y el regalo de la justicia reinarán en la vida por uno (solo), Jesucristo. 1S Así, pues, como del delito de uno (solo) resultó para todos los hombres causa de condenación, así de la justicia de uno (solo) resultó para todos los hombres causa de justicia que lleva a la vida. 19 Porque como por la desobediencia de uno (solo) la multitud fue hecha pecadora, así también por la obediencia de uno (solo) la multitud será hecha justa. 20 En cuanto a la ley, intervino para que aumentara el delito, pero donde abundó el pecado, la gracia fue más abundante todavía para que, así como el pecado reinó en la muerte, así la gracia reinará por medio de la justicia para vida eterna por Jesucristo nuestro señor. El capítulo quinto comienza con el primer versículo en que el pensamiento de Pablo se aparta del caso de Abrahán para internarse en otros temas. En realidad, el tránsito ya había comenzado en el último versículo del capítulo cuarto, donde se establecía que la justicia que «se le contó» a Abrahán se nos contaría también a nosotros, entendiendo por «nosotros» a todos los que tienen fe en el Dios que resucitó a Jesús, es decir, obviamente, a los cristianos. Así, el capítulo quinto no se separa bruscamente del cuarto; está ligado a él por una consecuencia lógica: «por tanto». Y esa consecuencia es, en concreto, la paz que sigue a la reconciliación entre Dios y el hombre pecador. Si seguimos las huellas de la fe de Abrahán, seremos, como él, transformados de débiles (5,6), pecadores (5,8) y enemigos (5,10) en amigos de Dios (cf. Sant 2,23). Este tema de la reconciliación es tratado con cierta extensión en la primera parte del capítulo quinto, y de manera explícita (cf. 5,1-11). Allí se trata del momento y de la junción de la reconciliación. Pero el tema aparece igualmente, aunque de manera tácita, en el resto (cf. 5,12-20), donde se trata de su extensión. Analicemos, pues, esas dos partes.
I Es importante señalar desde el comienzo una diferencia de nivel entre el capítulo cuarto y el quinto. La argumentación de Pablo en aquél presuponía la fe del judaismo en su propia Escritura. No se necesitaba menos, puesto que un problema concerniente a las relaciones del hombre con Dios no podía resolverse sin saber lo que Dios pensaba al respecto. Y la fuerza del argumento paulino estriba precisamente en que la Ley, es decir, lo que los judíos reconocían como revelación de Dios, hablaba de esas relaciones en el caso de Abrahán, y no más, puesto que no se precisaba ningún argumento específicamente cristiano para sacar las conclusiones que Pablo saca de su exégesis. E n cambio, el capítulo quinto está todo él basado en la fe cristiana. Su fuerza depende de que se haya aceptado el cristianismo. Nótese que no decimos que el capítulo quinto se refiere a los cristianos. Esa será una cuestión interesante y tal vez decisiva que examinaremos más tarde. Decimos que supone la fe cristiana. En efecto, tanto si se piensa que Abrahán nunca fue débil, pecador y enemigo de Dios y, por tanto, nunca fue «reconciliado» como si se considera que también él fue objeto de una «reconciliación» limitada a su persona — y expresada en que se le cuenta su fe personal como justicia—, lo cierto es que, para Pablo, la gran reconciliación tiene lugar con la muerte de Jesucristo, aunque no nos atrevamos a decir que ese «con» tiene en Pablo un sentido estrictamente temporal. Por eso decíamos que todo este capítulo quinto reposa sobre la fe cristiana. Pero hay algo más, y, por cierto, importante. E n el contenido temático del capítulo Pablo no se refiere a datos precedentes a la reconciliación, provenientes de la fe en Jesús (o de la fe en Dios que resucitó a Jesús). Parte de cero. El cero cristiano explícito, desde donde Pablo comienza su argumento sobre la reconciliación, es la reconciliación misma gracias a la muerte (sangre) de Jesús. Es cierto que Pablo ya ha mencionado la resurrección al final del capítulo cuarto (cf. 4,25), que es, como quien dice, el comienzo de éste, pero ello no obsta a que, al referirse propiamente a la reconciliación, Pablo hable de ella como de un acontecimiento-cero. Se parece al relato de un acto «creador» por el que se nos hace, de enemigos, amigos de Dios, sólo que el agente creador es en este caso no la palabra divina, sino «la sangre» de Jesús (5,9).
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Ello no debe llevarnos a pensar, de ninguna manera, que Pablo minimizara los datos referentes al Jesús histórico y a su lucha por el reino o que comenzara por la reconciliación la predicación de la fe a los paganos o aun a los judíos. Está escribiendo a una comunidad ya cristiana, que ha pasado por una evangelizacíón y una catequesis y se apoya en ellas. Pero tampoco se puede eludir el hecho de que la clave antropológica que ha elegido Pablo y que se impone capítulo tras capítulo lo lleva hacia los datos de Jesús que puedan tener, de manera más directa, un sentido universal \ De todos modos es un hecho, más concreto aún, que en la carta a los Romanos el primer elemento de su argumentación que se basa en la fe propiamente cristiana de manera expresa es el de la reconciliación que nos valió la muerte de Jesús. No cabe argüir que ya la afirmación de que la declaración de justicia se fundaba en la fe en Jesucristo era uno de tales argumentos, porque allí Pablo no argüía, sino que se limitaba a sentar un principio sin explicar de dónde extraía esa conclusión. En realidad, la argumentación global de Pablo sigue una línea sutil, y es la que hemos visto siguiendo el hilo conductor de Abrahán, argumento basado en la fe judía, como decíamos, pero relativo a un incircunciso, es decir, a un pagano. Hay así una línea que progresa a fortiori. Si, de acuerdo a la fe judía, al pagano Abrahán se le contó como justicia una fe incipiente y vaga en un Dios que resucita a los muertos, cuánto más... En efecto, en el paso siguiente Pablo apunta al mismo objetivo baterías propiamente cristianas. 1) Entre ellas ocupa el primer lugar de la temática de la primera parte del capítulo el momento en que Dios, por la muerte de Jesús, realiza la reconciliación de los hombres (¿cristianos?) consigo. Se presupone, como decíamos, que el creer en esta reconciliación forma parte de la fe de un cristiano. Veamos, pues, en qué afecta al argumento el momento de esa reconciliación. Este es, lisa y llanamente, que cuando Dios reconcilió consigo al hombre la situación de éste era la peor en que podría encontrarse jamás. Fue, dice Pablo, cuando éramos «débiles» (5,6), «pecadores» (5,8) y «enemigos» (5,10). En esa situación, la peor posi1 «La existencia de Jesucristo no sólo determina la existencia de los fieles: es también el más íntimo secreto de la vida de cada hombre» (ICC 2,
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ble, Dios «probó su amor hacia nosotros... con la muerte de su 1 lijo» (5,8.10), es decir, con lo mayor y más preciado que podía dar. Así, «con mucha mayor razón...» (5,9.10), «quien no perdonó (o escatimó) ni a su propio hijo amado, ¿cómo no nos regalará también todo junto con él?» (8,32). Y si con lo primero «hemos sido declarados justos» (5,9), ese regalo total hará que «seamos salvados» (5,9.10), es decir, que el regalo perdure y no fracase, llegando hasta sus últimas consecuencias de gracia 2. ¿Qué pretende Pablo probar con este argumento? Que quien ve el mundo y su propio destino desde la fe cristiana no puede (rc)caer en el temor o en la duda sobre la salvación, por lo menos si es lógico. La reconciliación significó, en efecto, en el momento más crítico y, por decirlo así, inadaptado, un regalo de Dios que comprende todos los regalos y, entre ellos, el de la justicia que salva. Sin embargo, se preguntará: el cristiano que sabe de ello no puede dudar de la salvación, ¿de quiénes? Obviamente, ello será el tema explícito de la segunda parte del capítulo. Pero hay aquí ya, en la primera parte, tres datos implícitos sobre ello que tienen relación con la junción de este argumento en la carta de Pablo. En primer lugar, Jesús muere antes de que podamos tener fe en él. Lo que era cronológicamente verdadero de Abrahán resulta ser también verdadero de cualquier cristiano. Si para ser reconciliados hubiéramos tenido que mostrar que creíamos «en el Dios 2 Existe un paralelismo decisivo entre los vv. 9 y 10. Es decir, entre «habiendo sido declarados justos por su sangre, se nos salvará...» (v. 9) y «se nos reconcilió con Dios por la muerte de su hijo... (y) reconciliados ya, .re nos salvará...-» (v. 10). Este paralelismo indica a las claras la sinonimia que existe, para Pablo, entre «declaración de justicia» y «reconciliación» (cf. R. Bultmann, op. cit., I, pp. 285ss). Pero nuestro comentarista ve entre los dos versículos una diferencia esencial, «el pasaje más claro que puede ser citado para distinguir las esferas de la justificación y de la santificación: un versículo (expresa) un hecho objetivo cumplido sin nosotros, el otro un cambio operado dentro de nosotros» (ICC 1,129). No obstante, y prescindiendo de que «reconciliación» no es sinónimo de «santificación» (que no aparece aquí), si la declaración de justicia se cumple sin nosotros, ¿dónde queda el «por medio de la fe»? Más aún, el argumento mismo queda invalidado —aun suponiendo la imposibilidad de entender un efecto inmediato en nosotros de la misma declaración de justicia—, pues los versículos 9 y 10 son, en esto, idénticos, estableciendo ambos un hecho objetivo introducido por Dios en nosotros y que, como todo lo que Dios introduce en nosotros, debe también volverse subjetivo, por lo menos a nivel cristiano.
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que resucitó de entre los muertos a Jesucristo nuestro señor» (4,24), estaríamos aún esperando la reconciliación, porque fue «siendo enemigos» cuando «se nos reconcilió con Dios» (5,10). Además, Cristo muere «por los impíos» (5,6), epíteto que convendría mal incluso a Abrahán, con su vaga fe en el que «da vida a los muertos y llama a ser a lo que no es» (4,17), fe que, no obstante, ya le ha valido una declaración de justicia. Es obvio, pues, que el regalo mayor en el peor momento fue hecho a todos los hombres sin tener en cuenta su fe. Esta no pudo haber sido condición previa, sino consecuencia del regalo, incluida en él 3 . En segundo lugar, al decir que la fe no puede ser una condición previa del acontecimiento de la reconciliación, sino su consecuencia, tenemos que añadir que tampoco puede tratarse de una consecuencia eventual y secundaria, algo que venga después, y sólo a veces, de haber sido reconciliados los hombres y que por lo mismo distinga, entre los reconciliados, a quienes van a recibir una declaración de justicia. A este respecto es sumamente significativo el paralelismo estricto que existe entre el «hemos sido declarados justos por la fe» (5,1; cf. 3,21-30; 4,23-24) y el «haber sido declarados justos por su sangre (la de Jesús)» (5,9). La fe no puede ser, por consiguiente, para Pablo un acto (libre)
que puede hacerse (antes) como condición o seguir (después) como consecuencia posible de la reconciliación. Y si no es eso, la fe sólo puede ser una manera total de ser y actuar propia del reconciliado, es decir, la manera de ser y actuar liberada del temor y del cálculo, la de un Abrahán, por ejemplo. Cualquiera de las otras hipótesis posibles es inverosímil e implícitamente negada por Pablo. Una sería que cuando Abrahán mostró su fe Dios tuvo que declararlo justo (lo que reconvertiría la gratuidad en salario). La otra que cuando Abrahán mostró su fe Dios pudo no declararlo justo (lo que invalidaría el principio). La tínica hipótesis posible es que la fe era una actitud que hacía, en rigor, de Abrahán un justo: la de marchar con Dios como reconciliado. Y ello, como vimos, porque se trataba de una actitud genérica de toda su vida, correspondiente ya, en su estadio primitivo, al lipo de humanidad mostrado y avalado por el mensaje, la vida, la nuierte y la resurrección de Jesús de Nazaret. Además, cuál sea concretamente esa actitud abrahámica accesible a todo hombre lo indica implícitamente Pablo cuando, en términos claramente antropológicos, muestra al comienzo del capítulo quinto las etapas de un desarrollo humano hacia la madurez, I labiendo fe, la aflicción, los desafíos de la vida no derrumban, sino que producen resistencia y ésta, a su vez, hace del hombre un ser maduro. En esta madurez es la esperanza un componente esencial, la apuesta certera, la que no falla ni engaña jamás. Eso lo sabe especialmente el cristiano con lo que conoce acerca de la infalibilidad del amor, habiendo asistido en Espíritu a la muerte y a la resurrección de Jesús (cf. 5,3-5). Todo hombre que alguna vez amó de veras pasó de alguna manera, por precaria que sea, por este proceso humanizador de la je (cf. 5,1-2). Resumiendo: a medida que del principio abstracto enunciado en la segunda parte del capítulo tercero pasamos a las realizaciones, ejemplificadas en el capítulo cuarto y primera parte del quinto, vamos descubriendo que en el pensamiento de Pablo no es que la je supla al obrar ante el juicio de Dios, sino que, por el contrario, entra en él, lo transforma, lo hace humano y maduro y, por ello, recibe la aprobación divina en forma de declaración de una justicia real, por imperfecta que ésta sea y compatible con muchos pecados.
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Nuestro comentarista discute con Lighfoot sobre qué significa «reconciliación», si un cambio subjetivo de nuestra mente para con Dios o una modificación objetiva de nuestra relación con él. Para Lighfoot, «este pasaje habla del pecador como reconciliado con Dios, no de Dios como reconciliado con el pecador... Es la mente del hombre, no la de Dios, la que experimenta un cambio...» (ibtd.). Es decir, subjetivo; pero el mismo comentarista no está de acuerdo. Explica que los comentaristas en general no concuerdan con Lighfoot en este punto y continúa: «Concluimos que la explicación natural de los pasajes que hablan de la enemistad y de la reconciliación entre Dios y el hombre es que éstas no están constituidas de un solo lado, sino que son mutuas» (ibtd., p. 130). Y, por tanto, objetivas. El lector deberá notar solamente que, así, el argumento de que el v. 9 se refería a algo objetivo, y el v. 10 a algo subjetivo, queda invalidado y, con esa diferencia, también la prueba que el comentarista (extrapolando) pretende dar de la distinción real entre justificación y santificación. Más sutil es el lenguaje, aunque apunta a lo mismo, de otro comentarista: «La reconciliación de la que habla Pablo no hay que entenderla como simplemente idéntica a la justificación (los dos términos se entienden como dos metáforas diferentes que denotan la misma cosa), ni tampoco como una consecuencia de la justificación, como un resultado que sigue luego» (ICC 2,256). El lenguaje es críptico y queda duda entre la identidad y la diferencia. Pero nos parece que tiende a probar que, en ambos casos, se trata de un cambio que no modifica intrínsecamente al beneficiado.
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2) La segunda parte del capítulo quinto no hace otra cosa que explicitar estos dos elementos de la dimensión antropológica que hemos visto aflorar claramente en la primera. Como dijimos, esta parte responde de manera explícita a la pregunta sobre la extensión de la reconciliación de que se habla en la primera. ¿A qué seres humanos comprendió, comprende y comprenderá esa reconciliación, con su correspondiente declaración de justicia y su resultante salvación, otras tantas expresiones para el regalo divino que significó para nosotros la muerte de Cristo? Como no podía ser de otra manera después de lo visto acerca de la paternidad de Abrahán y de la universalidad implícita de la reconciliación —dirigida a los «impíos»—, la respuesta es: a todos los hijos de Adán, es decir, a la humanidad entera 4 . Y si preguntamos: ¿dependiente o independientemente de la fe?, otra vez tendremos que volver a la misma y decisiva distinción hecha ya con anterioridad. Independientemente de la fe en cuanto ésta constituye un acto, una particularidad accesible sólo a algunos, sí. Independientemente de la fe en cuanto actitud vital que pone su apuesta en la inmortalidad e infalibilidad del amor, no, y no porque tal actitud preceda a la reconciliación, sino porque forma parte de ella. Surge, sin embargo, la eterna pregunta desconfiada: ¿en cuántos hombres encontrará o pondrá Dios esa apuesta a que el amor vale la pena, ese esperar en él contra toda esperanza? Y, una vez más, por si no fuera suficiente la primera parte del capítulo, la segunda responde: en todos los hijos de Adán. Así piensa Pablo, por más extraño que parezca después de todo lo que se ha especulado sobre la cuantificación de premios y castigos eternos. En primer lugar, es significativo que si el capítulo cuarto retrocedía con el tema de la fe —y de su extensión— hasta Abrahán, 4 La afirmación ya citada y referente a 5,12, de que «la existencia de Jesucristo no sólo determina la existencia de los fieles: es también el más íntimo secreto de la vida de cada hombre» (ICC 2,269), es decir, el reconocimiento de la significación plenamente antropológica de Jesús de Nazaret, debería iluminar asimismo los versículos anteriores y llevar, lógicamente, a colocar en la vida de cada hombre algún sentido real para la afirmación que hacemos en el texto. Cada hombre debe recibir, con la reconciliación (incondicionada) una especie de fe incoativa —la necesidad, en nuestro lenguaje, de vivir según datos trascendentes cualquier sistema de valores— o de pre-íz, aunque ya justificante, que sólo se vuelve explícita y plena en Jesús.
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el quinto retrocede con el tema sinónimo de la victoria sobre el pecado hasta Adán. Si Pablo tenía que hacer una exégesis un tanto rebuscada para mostrar cómo Abrahán comprendía a la humanidad, destruyendo la oposición (totalizadora) circuncisos/incircuncisos, Adán no ha menester tales baterías exegéticas. Es por antonomasia padre de todos los hombres que existieron, existen y existirán desde el comienzo al fin de la humanidad, de acuerdo, por supuesto, a la tradición bíblica monogenista, la única que Pablo tiene y puede tener en consideración. Pues bien: el Pecado, que reinó en las dos primeras etapas a las que ya hicimos alusión —Adán-Moisés y Moisés-Jesús—, es vencido, por lo menos en lo que a su poder esclavizador se refiere (cf. 5,12-14): «Donde abundó el pecado, la gracia fue más abundante todavía para que, así como el Pecado reinó en la Muerte, así la Gracia reinara por medio de la justicia para Vida eterna por medio de nuestro señor Jesucristo» (5,20). En esta descripción de la tercera etapa, con su referencia explícita a Jesucristo, no hay que olvidar, sin embargo, lo que ya dijimos, y es que la tercera etapa vuelve a asumir la universalidad de la primera (de manera dialéctica, y por su mismo fracaso y culminación, la particularidad de la segunda). Esta universalidad aparece en toda su extensión no sólo en el último versículo ya citado, sino en cada una de las cinco comparaciones entre Adán y Cristo. En efecto, Adán solo afecta a la humanidad entera. Lo mismo —ya veremos después que Pablo dice «más», no «lo mismo»— Jesús solo afecta a todo el género humano. La forma de decirlo así no corresponde a la literalidad de algunas de las comparaciones. Estas pueden engañar a quien no esté familiarizado con el lenguaje bíblico, donde «muchos» o «la muliitud» designan la totalidad. Así, aunque no lo indicara ya con i oda evidencia la alusión a Adán, cuya actuación, en su efectos, «alcanzó a todos los hombres» (5,12), en dos de las cinco comparaciones se habla de «la multitud» (5,15.19) y, para evitar todo error, una tercera habla expresamente dos veces de «todos los hombres» (5,18). Así se expresa también Pablo cuando resume este paralelismo antitético en la primera carta a los Corintios: «Habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Cor 15,21-22). 27
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En segundo lugar, además de esta universalidad absoluta que le compete a la influencia de Jesús, hay en ella, según Pablo, una «superioridad», un «más» y aun un «mucho más» con respecto a la de Adán. Jesús es un «supervencedor» como lo serán «por él» aquellos a quienes él amó (cf. 8,37). No le es fácil, y con razón, explicar a Pablo en qué consiste esa desproporción en la victoria. Ello se nota, por lo pronto, en que, al querer por primera vez introducir ese elemento, deja una frase sin terminar (cf. 5,14). Y, a pesar de afirmarla luego tres veces (cf. 5,15-17), no la muestra de manera clara, contentándose por lo general con el paralelismo estricto de la antítesis AdánCristo: así como, así también... En realidad, sólo un versículo nos indica con claridad la razón de esa superioridad. Consiste en los «resultados». La Gracia (Jesús) obtiene el suyo «a partir de la multitud (totalidad) de los delitos» (5,16). Es la victoria de uno contra la multitud. Existe, pues, una desproporción cualitativa. El Pecado no puede desembocar en la Muerte después de una sola Gracia, de un solo Amor, mientras que la Gracia puede desembocar en Vida y en declaración de justicia después de la totalidad de los delitos. Digamos desde ahora, aunque sólo sea para despertar la atención del lector, que esta desproporción cualitativa que Pablo, como veíamos, tiene dificultad en explicar (aunque la afirma clara y repetidamente) aparecerá luego como clave para solucionar el problema antropológico más hondo que Pablo planteará al final del capítulo séptimo, donde toda la apariencia indicaría que el Pecado es en realidad el vencedor. Aquí sólo podemos usarla exegéticamente para salir al paso de una interpretación teológicamente distorsionada del paralelismo antitético entre Adán y Cristo. Es obvio que Pablo usa ese paralelismo con Adán para apuntar a la universalidad de la influencia (contraria) de Jesús sobre la humanidad. Ante este cuadro de salvación universal, la teología clásica busca una salida 5 . Y ésta se va a basar en dos pasajes artificialmente conectados. 5 Tanto la católica como la reformada. De hecho, es Calvino —siguiendo, claro está, a Agustín— quien planteará, después del redescubrimiento (hecho por Lutero) de la teología de Pablo en Romanos, el terrible problema de la predestinación a la condenación eterna. Cómo pueda ello compaginarse con el paralelo antitético entre Adán y Cristo (en el que la teología de Lutero no insistió) es lo que aquí tratamos de establecer y, una vez establecida la incompatibilidad, no habrá más remedio que rechazarlo como un falso problema que no corresponde a la lógica paulina.
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Sabido es que Agustín dio una interpretación cuasimágica del primer pecado —o pecado original— de Adán, en gran parte debido a una deficiente traducción latina de estos pasajes (especialmente de 5,12). Cuando Pablo escribe que «la muerte alcanzó ii lodos los hombres puesto que todos pecaron», la traducción lalinu da a entender que «la muerte alcanzó a todos los hombres en el que todos pecaron», es decir, en Adán 6 . Por más difícil que sea de concebir ese pecar «en otro», a no Ncr con rebuscadas categorías jurídicas, ello se volvió la explicación clásica del hecho extraño de que todos los hombres (luego ¿también los niños sin uso de razón?) fueran sistemática y aun biológicamente pecadores 7 . En realidad es difícil saber mediante este pasaje lo que Pablo pensaba sobre la relación exacta entre el delito de Adán y el «todos pecaron» (que parece ser, para él, la causa de la muerte universal). Se puede, verosímilmente, pensar que para Pablo (que no pensaba probablemente en los niños) el delito de Adán «inauguró», por así decirlo, el reino del Pecado en el mundo y que a continuación lodos los hombres contribuyeron con sus pecados propios 8 . El * La traducción latina «in quo», invita, en efecto, más a entender «en quien» que «puesto que», aunque esto último sea lo que corresponde al original griego. 7 «Los comentaristas griegos en su mayor parte no agregan (a "todos pecaron') nada implícito (como sería '"en Adán'), sino que toman 'pecaron' ni su sentido acostumbrado: 'todos pecaron en sus propias personas y por propia iniciativa'. Así, por ejemplo, Eutimio Zigabeno... La objeción a ello es que así se destruye el paralelismo entre Adán y Cristo» (ICC 1,134). El iii'gumento sólo valdría si —lo que obviamente supone el comentarista— la justicia conferida por Cristo fuera meramente «imputada», no real, como «imputado», y no personal, es el pecado que Adán transmite a sus descendientes (aun a los niños que no tienen ningún pecado voluntario). Si no se supone esa teología —y de que no hay que suponerla tenemos precisamente nquí un argumento— el paralelismo, lejos de destruirse, se confirma. 8 «¡Qué contraste sugiere esta última descripción (5,12-14) entre la caída de Adán y la obra justificadora de Cristo! Existe ciertamente tanto paralelismo como contraste. Porque es verdad que, como Cristo trajo justicia y vitla, de la misma manera la caída de Adán trajo pecado y muerte. Si la muerlc prevaleció a todo lo largo del período premosaico, ello no se debió solamente a los actos de los que murieron. La muerte es el castigo del pecado; pero ellos no habían pecado contra la ley como pecó Adán. La verdadera causa (de la muerte) no fueron, entonces, sus propios pecados, sino el pecado de Adán, cuya caída tuvo así consecuencias que se extienden más allá de él, rumo el acto redentor de Cristo» (ICC 1,130-131); cf. 132. Este comentario sugeriría muchas reservas de haber sido escrito después de las discusiones en torno a la desmitologización. Porque es obviamente una interpretación
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hecho de que Pablo considere a todos como pecadores (cf. 3,10) puede no tener como causa el pecado de Adán. Para establecer el dominio universal del Pecado, Pablo parece más inclinado a basarse en pecados reales tales como los descritos en el díptico que formaban los primeros capítulos de Romanos 9 . Sea de ello lo que fuere, la teología clásica entendió que todos los hombres habían pecado «en Adán» y que, por tanto, bastaba nacer de la especie humana para contraer ese pecado verdaderamente «original». Ahora bien, partiendo de allí era extremadamente difícil comprender cómo Jesús podía tener una influencia contraria que, siendo universal, pudiera tener resultados tan seguros. Si el hombre era declarado justo en razón de su fe, fuera ésta un acto o una actitud global, tenía, en todo caso, que ser libre. Ahora bien, lo que se puede prever de la naturaleza no se puede prever con el mismo grado de certidumbre de la libertad. ¿Cómo podía, entonces, Pablo, hablar de una victoria de la Gracia en todos los hombres? Aunque el ofrecimiento de la redención y de la fe se hicieran a todos los hombres, había que suponer que no todos los aceptarían. Con lo que el paralelismo entre Adán y Cristo quedaba desequilibrado, por lo menos en sus re-
sultados, y ello en favor de Adán. Y con esta concepción calzaba como un guante otro pasaje de Pablo más adelante, donde se habla de «los que fueron predestinados (por Dios) a reflejar la imagen de su hijo» (8,29). El que Dios predetermine así, con su ciencia divina, quiénes van o no aceptar la redención y salvación ofrecida a todos puede parecer monstruoso. Pero tiene, por lo menos a primera vista, la ventaja de parecer más lógico o compatible que el que Pablo se aventure a predecir el uso que harán de su libertad los hombres respondiendo al regalo de Dios. Sin embargo, es un hecho que Pablo se aventura. No sólo habla de algo «ofrecido»: compara los resultados o consecuencias que ello tendrá para todos los hombres (cf. 5,16). La única hipótesis coherente sobre la base de una tal previsión es que los hombres, por cierto, harán un uso imprevisible de su libertad; pero que en la necesaria mezcla de sus obras —influenciadas al mismo tiempo por el Pecado y por la Gracia— existirá, como hemos visto, una desproporción cualitativa. Esa desproporción, ínsita en la obra misma, es lo que permite prever la victoria en todos. Digámoslo en otros términos. Pablo ha dado ya a entender que el libre albedrío del hombre no es tal como para dirigir la existencia toda en una sola dirección. Los pecadores paganos presentarán ante el juicio de Dios cosas «que los acusarán y aun los defenderán» (2,15; cf. 2,14-16). Y lo mismo debe ocurrir con los pecadores judíos (cf. 2,28-29; 3,3). Es decir, así sucede en todo hombre. Ahora bien, la previsión sobre el resultado final sólo puede ser hecha si existe entre los elementos opuestos de la mezcla (necesaria) una diferencia tal que haga que todos los delitos no puedan destruir una sola obra debida a la Gracia, mientras que, a la inversa, una sola obra de ésta sea capaz de destruir o inutilizar la totalidad de los delitos. En este caso, la previsión no se hace en base a conocer de antemano el uso que cada hombre hará de su libre albedrío, sino la cualidad intrínseca de los diferentes elementos de la mezcla que es todo obrar humano. Y esto es lo que dice Pablo en el paralelismo cuando afirma: «Y nada de 'cual el resultado del extravío de uno, tal el regalo'. Porque el juicio a partir de uno solo desembocó en condenación, mientras que la obra de la Gracia, a partir de la multitud de los delitos, desembocó en declaración de justicia..., la multitud será hecha justa»
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mítica. Pero aun teniendo en cuenta la cronología, no hay que desdeñar el que su aspecto mágico está ligado a una interpretación teológica, que así como fue antropológicamente profunda en el estudio del pecado, lo fue mágica y extrinsecista en su interpretación de la justificación que salva al hombre y le da su verdadero destino final. Así, el mismo comentarista declara con toda crudeza: «Hay algo bastante sorprendente en esto. La vida cristiana está destinada a comenzar con una ficción. No es de extrañar que el hecho sea discutido y que se dé otro sentido a las palabras, es decir, que "justificar' se usaría para significar no el mero distribuir la justicia en el plano de la idea, sino el impartir una justicia real. Sin embargo, los datos del lenguaje son inexorables: hemos visto que 'justificar' tiene el primer sentido y no el segundo, que se dice de él correctamente que es una palabra 'forense', que se refiere a un veredicto judicial y que no va más allá» (ICC 1,36). 5 Contra esto se pronuncia el comentarista: «Existe una corriente subterránea a través de todo este pasaje, que muestra cómo hay algo más actuando, amén de las culpas de los individuos. Ese 'algo' es el resultado del pecado de Adán» (ICC 1,134); cf. ib'td., 135. Creemos que esa presunta «corriente subterránea» no es otra cosa que la suposición (teológica) de que a una declaración de justicia hecha sin nosotros (por Dios) corresponde una transmisión del pecado efectuada igualmente sin nosotros. Además, la dificultad básica en admitir un pecado sin ley expresa, procede, de un modo aún más obvio, de presupuestos teológicos, y viene de que no se quiere admitir, a pesar de los claros pasajes de Pablo (2,7.14, por ejemplo), que los paganos pudieran cumplir, por lo menos parcialmente (y sin dejar de ser esclavos del Pecado), la ley impresa en sus corazones.
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(5,16.19). Por eso la afirmación «donde abundó el Pecado, la Gracia fue más abundante todavía» (5,20) no depende de una previsión (cuantificada) del uso del libre albedrío 10. Pero toda esta consideración, por importante que sea, nos lleva a examinar con más detención qué influencia se le atribuye a ambas figuras del paralelismo. Allí encontraremos indicios aún más ciertos de que no vamos desencaminados en nuestra hipótesis. En tercer lugar, en efecto, el paralelismo antitético especifica qué le ha dado a la humanidad Adán, inaugurando el reino del Pecado, y qué le ha dado Cristo, inaugurando el de la Gracia. En la primera línea encontramos, dentro de las cinco comparaciones, tres términos: pecado, muerte, condenación. Tres son también los términos con que se describe la obra de la Gracia: declaración de justicia, vida, justicia. Si añadimos a esto el paralelismo resumido de 1 Cor 15,21-22, se le atribuye de nuevo a Adán la muerte, y a la Gracia (de Jesucristo) la resurrección de los muertos (que alcanzará a todos los hombres, como se dice allí explícitamente). Es importante no dar ya por demasiado conocidos esos términos y, sobre todo, su conexión mutua. Notemos, por lo pronto, algo que aquí aparece por primera
vez. El lector recordará lo que dijimos a propósito del significado normal en griego, tanto del verbo «justificar» como del sustantivo «justificación». Acotábamos que no significaba el verbo —como etimológicamente suena en las lenguas latinas— hacer justo (o justificación, la situación del que ha sido hecho justo), sino declarar justo. Las versiones bíblicas, sin embargo, y aun las que así lo entienden y hacen hincapié en ello (en notas o comentarios), usan sin vacilar los términos clásicos de justificar y justificación. Indicamos que, para no dar lugar a confusión —y para evitar toda sopecha de prejuicios teológicos— preferíamos la expresión más estricta. Y constantemente, no sólo en la traducción de cada capítulo, sino en las citas y aun fuera de ellas, hemos usado las expresiones declarar justo y declaración de justicia. Ese es, en efecto, el significado mínimo y, por lo mismo, el más seguro. Pero aquí nos encontramos con un hecho muy significativo. La segunda comparación dentro del paralelismo Adán-Cristo se refiere al juicio de Dios. Y se dice que la influencia de Adán desemboca en sentencia de condenación, mientras que la de Cristo en declaración de justicia (5,16). Nada nuevo hasta aquí. Pero la tercera sorpresivamente innova, porque describe el regalo que nos viene de Cristo, no como declaración de justicia, sino como justicia, sin más. Y lo mismo ocurre en la cuarta (cf. 5,17-18). Jesús, en efecto, «causa justicia» (5,18), lo que no es fácilmente compatible con una mera declaración de justicia que dejara al hombre tan pecador como antes (cf. también 5,20). Pero por si todo esto fuera poco, Pablo, como previendo el argumento que podía surgir del uso de un verbo que de por sí sólo significa declarar justo a alguien, en la última comparación concluye que «la multitud (es decir, la totalidad) será hecha justa» (5,19) ". Ello quiere decir que se precisa, se estrecha y se vuelve más realista el sentido de lo que la fe produce, de acuerdo con el comienzo del capítulo: «Por tanto, habiendo sido declarados justos
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10 Valgan como ejemplo estas frases de Schubert M. Ogden: «La fe cristiana no pretende, por supuesto, que el amor de Dios pueda, en manera alguna, violentar la libre respuesta del hombre y, así, vencer al pecado. Pertenece siempre al hombre, como criatura libre y responsable que es, negarse a aceptar el que Dios la acepte, y continuar en una vida sin fe y esclavizada al pecado. El amor de Dios, siendo amor, tiene al mismo tiempo el extraño poder y la extraña debilidad del amor, y no puede jamás obligar al hombre a aceptarlo y a vivir bajo su luz y su poder» (op. cit., p. 227). Estas expresiones de Ogden son sobremanera justas y, a ese nivel, las únicas justas y coherentes, por ejemplo, con pasajes paulinos como Rom 6,16ss. No obstante, suponen todavía que fe, amor, gracia y vida por una parte y, por otra, ley, pecado y muerte, se combaten, por así decirlo, en el mismo nivel solicitando la elección del hombre, lo que haría siempre la victoria de una u otra parte indecisa e imprevisible (o aun previsible, y no ciertamente en favor de la gracia, si se acepta el efecto mágico del pecado de Adán). Pero si la libertad del hombre está en poder realizar lo que quiere y, gracias a Dios, quiere el bien, una sola realización de ese bien puede más que todo lo «ajeno» que se acumule en su vida. Y así el amor vence cubriendo la totalidad de los pecados, no por magia o falta de libertad, sino por la misma constitución antropológico-teológica del ser humano. Y, en tal caso, nada le impediría a Pablo proclamar con total certeza (a causa de la sobreabundancia de libertad) la victoria de la gracia sobre el pecado en todos y cada uno de los hombres (cf. 5,20).
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11 Claro está que siempre se puede negar la fuerza de estas expresiones agregándoles adverbios o modos adverbiales que indiquen exterioridad o, lo que es lo mismo, la mirada de Dios que, pasando a través de la justicia de Jesús, ve como realmente justos a los que siguen siendo los mismos pecadores de antes. Respetamos estas interpretaciones, dado que, como ya hemos dicho y repetido, no es posible interpretar sin presupuestos. Hemos explicitado el nuestro, al decir que todo lo visto hasta aquí nos lleva a pensar que la fe de que habla Pablo es la única actitud humana que puede darle al hombre una real, aunque limitada, justicia. Justicia que, por provenir de la fe, nunca podrá ser alegada como mérito.
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por causa de la fe, estamos en paz con Dios por nuestro señor Jesucristo, por medio de quien hemos obtenido también acceso, con la fe, a esta gracia en la que nos mantenemos y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios» (5,1-2). Pero esto aparecerá aún más claro si atendemos a una doble conexión de términos que también aparece por primera vez aquí: la de Pecado-Muerte (cf. 5,12.14.15.17.20) y Justicia-Vida (cf. 5, 17.18.20). La primera vez que esto aparece —en relación con Adán— la conexión entre Pecado y Muerte es en Pablo una reminiscencia bíblica: la del castigo que, según el Génesis, sigue al primer pecado (cf. Gn 2,17; 3,3.4.19) n. Con Adán, el Pecado entró en el mundo «y, por el Pecado, la Muerte» (5,12). En el relato primitivo del Yahvista, la única conexión que puede establecerse entre el delito de Adán y la muerte, es la de castigo, por la desobediencia cometida al quebrantar el único precepto que les fue impuesto a nuestros progenitores en el Paraíso: no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. Ya indicamos, al hablar del primer capítulo de Romanos, que el elemento que distingue un resultado de un castigo es, en este último caso, la interrupción de la relación causa-efecto. Así, por ejemplo, si un alumno saca malas notas, el enojo de su padre será un resultado; pero el que no se le compre la bicicleta prometida será un castigo. Lo que vale asimismo, como es obvio, de la relación entre resultado y premio 13. Esta clara reminiscencia bíblica (que se impone en un paralelo entre Adán y Cristo) no debe, sin embargo, llevarnos a pensar que Pablo no ve entre Pecado y Muerte sino una relación de castigo. A la cual correspondería otra, de premio, entre Justicia y Vida (cf. 5,18). No podemos aquí adelantarnos a los capítulos siguientes, donde se verá tratado este tema por extenso y con mucha mayor profun12 No es exegéticamente claro que, para el Yahvista, la necesidad de que el hombre muera sea un castigo del pecado de Adán. Más bien se habla de las dificultades de la vida del hombre, hasta que éste vuelva al polvo de donde fue sacado. En otra ocasión (Gn 6,3), el mismo Yahvista da una razón semejante. 13 Sólo que aquí, como sabemos, Pablo introduce una subdivisión. Si no se trata de un premio, el resultado puede ser, o bien una deuda, como en el caso del salario (cf. 4,4), o bien el resultado mismo, sin más, cuando lo que se hace se hace gratuitamente, sin otra intención que la que la obra misma lleva en sí.
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clidad. Pero ya hay en el paralelo entre Adán y Cristo dos elementos que apuntan a una relación intrínseca entre los términos mencionados, y que conviene señalar. El primero lo señalamos en el primer capítulo al distinguir entre «los pecados», delitos o transgresiones, y «el Pecado», la ^ran fuerza que mantiene esclavo al hombre haciéndolo caer primero en el autoengaño y en la mala fe. Decíamos entonces que para alguien aprisionado en tal esclavitud, los pecados mismos, por grandes que fueran, o precisamente en la medida en que eran grandes, operaban contra el Pecado. (lomo los síntomas de una enfermedad. En la medida en que hacían imposible o, por lo menos, más dificultoso el autoengaño, los juicios retorcidos con los que el hombre obnubilaba su juicio y llegaba a justificar su conducta inhumana. Pues bien, Pablo tiene muy claro que el pecado de Adán fue la transgresión de un precepto 14. Por eso, la manera en que Adán pecó se parece más a la de aquellos que, frente a una ley, quebrantan conscientemente uno de sus mandamientos. Sólo que «la ley» que se le impuso a Adán contenía un sólo precepto: «no comerás...». Pablo tiene esto tan claro que parece encontrarse con una lógica dificultad para decir que desde Adán —inclusive— en adelante «reinó el Pecado», ya que el quebrantamiento de ese precepto que le fue impuesto no es un signo suficiente (por más que Pablo lo perciba tal vez como «enredado en sus razonamientos») de que el Pecado haya reinado sobre él I 5 . Por eso, sin duda, toma 14
Pablo no llama «pecado» al pecado de Adán, sin duda para que el obligado singular no llevara a una confusión con «el Pecado» que esclaviza. Lo llama «transgresión», ya que consistió en traspasar un precepto divino. Pero es muy probable que los datos sobre el autoengaño de nuestros protopadres que aparecen en el Génesis sean los que lo llevan a decir que con esa «transgresión», el Pecado se introduce en el mundo. El Pecado, de que habla Pablo, no es algo que el hombre cometa (aunque Pablo utilice el verbo «pecar» para acciones humanas): es algo que esclaviza al hombre o a lo que éste se esclaviza. Está «debajo de» él, sometido a su servidumbre. 15 Es probable que valga también para Adán lo que Pablo dice de la etapa que va de él a Moisés, con la promulgación de la Ley. En efecto, Pablo pretende que, «no habiendo ley, el Pecado no se contaba» (5,13). Algunas traducciones prefieren «...no se imputaba», lo que no parece corresponder, como si el pecado se cometiera pero luego no se supiera quién lo había cometido. Más correcto, dentro de la misma raíz, sería el moderno «no se computaba». En efecto, lo que Pablo niega, no es la responsabilidad ni la culpa, sino la posibilidad, sin ley, de llevar una contabilidad de lo pe-
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el otro extremo del argumento y escribe que «reinó la Muerte» (5,14), sacando de ahí, y no directamente de la desobediencia de Adán, la prueba de que en Adán reinó ya el Pecado. En realidad, la afirmación directa de esto último, para la primera etapa —sin la Ley—, Pablo la hace derivar de las observaciones que él mismo hace (en el capítulo primero) sobre los mecanismos del Pecado, tal como los ve actuar en los paganos de su época, representantes de aquella etapa. Tenemos, además, en este mismo capítulo, un dato decisivo que confirma la dirección que toma el pensamiento de Pablo. Y está en el último versículo. El lector recordará que la segunda parte del capítulo quinto está consagrada al paralelismo antitético entre Adán y Cristo. Es decir, en nuestros términos, a la comparación entre la primera y la tercera etapa del plan universal de Dios. Compara las dos universalidades: la del Pecado y la de la Gracia. Con esto resulta que Pablo deja de lado —en la comparación— toda referencia a la segunda etapa, la de la Ley. Y Pablo no quiere, pensando en sus destinatarios judíos, terminar el tema del paralelismo sin fijar cuál puede haber sido la función de la Ley y la de la etapa marcada por ella. Por eso, en el último versículo, recordando que entre Adán y Cristo Dios colocó un elemento diferente en ese proceso, escribe: «En cuanto a la Ley, intervino para que aumentara el delito» (5,20). Así se supone que, por más paradójico que ello pueda parecer, el aumento del «delito» constituye un factor positivo en la derrota del Pecado por la Gracia. Ello se debe, sin duda, en el pensamiento de Pablo, a que hace desesperar al hombre de lo que puede conseguir cuando pretende, con sus buenas obras (de acuerdo a la Ley) volverse acreedor de Dios. De esta manera se supone que el hombre debe despertar de su engaño y buscar otra salida. Y ésta no puede ser sino la de la fe, la entrega a la Gracia, la renuncia a una salvación negociada. Esto nos conduce a la consideración de que una vida bajo la esclavitud del Pecado es como una vida sin esperanza y sin sentido para cualquier actuación humana guiada por un propósito global. Es decir, una especie de muerte en vida. Una muerte al significacaminoso, de hacer de ello el centro de la preocupación al obrar. Nuestro comentarista parafrasea así «'Tomar en cuenta' (Gifford), en el sentido de hacer una entrada en un libro de contabilidad» (ICC 1,135).
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do, mientras dura todavía la vida física. Y de la que la muerte física es sólo la culminación lógica. De ahí el argumento contrario sobre la Vida o, si se prefiere, la Vitalidad de los hombres de fe, como Abrahán. De los que buscan «incorrupción» y viven confiados en una Promesa, actuando gratuitamente, llevados por los valores que procuran y esperan obtener. Ello equivale a decir que ya aquí tenemos la base de un argumento (que será desarrollado más tarde), según el cual no hay que pensar Muerte y Vida en términos de castigo o premio. La muerte es el resultado de una vida (física) manejada por el Pecado a través de la contabilidad de «las obras de la ley». La Vida es el resultado de una vida (física) estructurada en su obrar confiado por la Gracia. Hay aquí algo que ya puede comprenderse en sus rasgos más importantes, aunque Pablo le dará mayor profundidad aún en la segunda parte del capítulo séptimo. La «Muerte en vida» de que se habla no es otra cosa que la alienación del esclavo que ha sido descrita en los dos (o tres) primeros capítulos de Romanos. El hombre que así se autoengaña y se entrega al poder de otro, del Pecado, pierde, como todo esclavo, sus propias obras, el resullado y el sentido de su propia vida. Lo que produce no es suyo, sino de su dueño. Su vida activa y personal, en cuanto suya, no existe: se extingue a medida que se desarrolla. Siendo instrumento ajeno, es como algo muerto que funciona. Alienación y muerte son sinónimos, existencialmente hablando. Y alienación es el concepto que más nos puede ayudar hoy para comprender la esclavitud humana de ayer. Este será un tema decisivo para la antropología y cristología de Pablo, y ya lo vemos despuntar aquí en esa relación intrínseca —que Pablo es el único escritor neolestamentario en llevar hasta ese punto— entre el Pecado, no los pecados, que esclaviza, y la Muerte. Pero hay otro elemento —que es la otra cara de éste— que, desde este capítulo quinto, nos lleva en la misma dirección: tiene relación con la unidad intrínseca que une a términos como Justicia y Vida (resurrección). Esa relación es la misma, aunque contraria, ii la que liga Pecado, Muerte y Condenación (cf. 5,16-19). Y por cierto que perdemos de vista la fuerza del argumento de Pablo cuando tomamos esos términos en el sentido acostumbrado, vagamente espiritual, con que nos referimos a las realidades últimas, negativas o positivas.
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Como dijimos, sabemos que, en la misma época de Romanos, Pablo, escribiendo a los Corintios acerca de la resurrección de los muertos, reasume —si esta última carta no es anterior a Romanos— el paralelismo entre Adán y Cristo: «Porque habiendo venido por un hombre la Muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Cor 15, 21-22). Si sumamos estos dos resultados a los del paralelismo del capítulo quinto de Romanos, hallamos otra vez, en la parte negativa, la Muerte. Pero, a la vida corresponde aquí la Vida en toda su plenitud: la Resurrección de todos los muertos. Como se ve, existe en Pablo un realismo antropológico que nuestras espiritualizaciones han perdido de vista. Estamos aquí, además, frente a uno de los pensamientos más originales de la cristología de Pablo. Original ya con respecto a la expectativa mesiánica y apocalíptica de su tiempo, según la cual la resurrección de los muertos era una condición para el juicio universal de Dios. Y original asimismo con respecto a los demás autores neotestamentarios 16 y aun con respecto a la teología coriente de hoy, que no sobrepasan en este punto la teología de los fariseos, ya presente en cierta medida y con diferentes matices, en el libro de la Sabiduría (cuya escatología hasta parecería más «cristiana» que la de Pablo a este respecto. Cf. Sab 3,1-8; 4, 20-5,16). Más tarde, analizando el capítulo octavo, tendremos ocasión de examinar qué comprende, en el hombre y en su existencia, esta resurrección. Pero en cuanto a su causa y a su extensión, ya tenemos aquí datos suficientes. La resurrección de todos los hombres se debe, según Pablo, a la victoria, en cada uno, de la Gracia sobre 16 Incluso Juan, que parece indeciso ante la cuestión. A veces sobrepasa la esperanza escatológica común, cf. Jn 5,21-25; 6,39-40.47-51.58; 8,52; 11, 25-26) atribuyendo la resurrección a la fe en el Hijo de Dios. En otra, por lo menos, atribuye la resurrección a la necesidad que Dios tiene de juzgar a buenos y malos: los primeros resucitarán para la vida, los segundos para condenación (o juicio), de acuerdo con Jn 5,29. No parece haber contradicción entre ambas series de afirmaciones, ya que la primera, y sólo la primera, tendría relación directa con la resurrección de Jesús (vida gloriosa y triunfante). Pero, al recibir también la idea escatológica común de resurrección general —para juicio— Juan habrá de emplear ideas correlativas, como la de una «segunda muerte» (Ap 2,11; 20,6; 21,8), muy alejadas, a nuestro parecer, de la concepción paulina.
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el Pecado. Si en un solo hombre el Pecado saliera victorioso, no habría resurrección de todos los muertos (cf. 5,18; 1 Cor 15,22). Porque la alienación de la totalidad de una existencia no es compatible, ante el realismo de Pablo, con la vida y, menos aún, con el «revivir» incorruptible. Es, pues, algo decisivo que Pablo coloque esclavitud del Pecado por una parte y Muerte por otra, en una relación estrictamente causal. Decíamos que ello ya se percibe aquí. Pero aún más claro resulta en el mismo capítulo de la primera a los Corintios, cuando, escribiendo sobre lo escatológico por antonomasia, sobre «el fin», dice que Jesús debe reinar «hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo en ser destruido será la Muerte» (1 Cor 15,25-26). Y luego cita la Escritura a propósito de esta victoria total: «La Muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh Muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh Muerte, tu aguijón?» (1 Cor 15,55). Y explica: «El aguijón de la Muerte es el Pecado, y la fuerza del Pecado, la Ley» (1 Cor 15,56). Es obvio que la imagen del aguijón es la de una causa. No se apunta con ella a un «castigo». Así como, de acuerdo con lo visto, la Ley constituye el mecanismo gracias al cual la esclavtiud del Pecado cobra su fuerza mayor, haciendo posible un autoengaño «revelado» y, por ello, sacral. Así pues, este segundo elemento confirma el primero. El hombre esclavo vive y obra alienado. Sólo si, aunque sea al fin, se lo libera de su amo, pero con todo lo que ha hecho, se podrá decir, ele veras, que vive con vida propia. Y ante esa Vida, regalo de Jesús, la Muerte deberá soltar su presa. Después de haberla soltado invisiblemente en el interior del hombre —haciéndolo actuar como si fuera hijo y dueño, deberá hacerlo en el exterior devolviéndole, junto con sus obras, su propia vida física, aunque superior e incorruptible. La resurrección universal de los muertos es presentada por Pablo como la derrota universal del Pecado, con sus causas y efectos. Y la importancia de esta —digamos— ecuación antropológica será esencial para comprender la idea que Pablo tiene de lo que significa Jesús muerto y resucitado 17. 17 A la teología cristiana, a pesar de leer reiteradamente a Pablo, le costará enormemente sacar las consecuencias obvias del paralelismo antitético entre Adán y Cristo. Para aceptar la victoria universal de la Gracia, la teología tendría que abandonar su papel ideológico de apoyo de una moral cívica basada en premios y castigos.
Adán, Cristo y la victoria II Ha sido nuestra costumbre, hasta este punto de la cristología paulina, dividir cada capítulo en dos párrafos y consagrar el segundo a investigar las posibles relaciones entre el pensamiento de Pablo y la vida y mensaje de Jesús de Nazaret. Ya señalábamos que, así como se han mezclado indebidamente ambas cosas, así también se las ha separado como si la cristología paulina no tuviera prácticamente relación alguna con el Jesús histórico 1S. Para nuestro intento, que sigue siendo mostrar cómo surgen del mismo fondo histórico de Jesús cristologías diferentes —es decir, interpretaciones distintas de su significado para la existencia humana, era clave mostrar, al mismo tiempo, la creatividad y la fidelidad de Pablo. Debemos, sin embargo, renunciar, a partir de este capítulo, a esa segunda parte (o párrafo) en el análisis de Pablo. No porque éste deje de ser fiel a Jesús, y menos aún porque se ponga a citarlo, sino porque, desde el capítulo quinto que comentamos, Pablo apoya su interpretación en el hecho pascual de Jesús. Por supuesto, que —ya lo hemos explicado largamente— lo pascual (incluyendo la resurrección) forma parte del Jesús real, del que experimentaron y transmitieron los testigos entre los 18 Tal es, obviamente, el caso de Bultmann, quien escribe de Pablo: «Después de su conversión no hace esfuerzo alguno para contactar con los discípulos de Jesús o con la Iglesia de Jerusalén para instruirse acerca de Jesús y de su ministerio. Por el contrario, proclama vehementemente su independencia con respecto a ellos en Gal 1-2. Y, de hecho, sus cartas apenas muestran trazas de la influencia de la tradición palestina acerca de la historia y de la predicación de Jesús. Todo lo que le importa de la historia de Jesús es el hecho de que Jesús nació judío y vivió bajo la Ley (Gal 4,4) y que fue crucificado (Gal 3,1; 1 Cor 2,2; Flp 2,5ss, etc.). Cuando se refiere a Cristo como ejemplo no está pensando en el Cristo histórico, sino en el preexistente (Flp 2,5ss; 2 Cor 8,9; Rom 15,3). Cita «palabras del Señor» sólo en 1 Cor 7,10s; 9,14, y en ambos casos se trata de reglas para la vida de la Iglesia...» (op. cit., I, p. 188). En cada uno de los capítulos de esta segunda parte, hemos dedicado el segundo párrafo a mostrar que esto rio era así de ninguna manera. A nuestro parecer y a pesar de la polémica suscitada acerca del uso de la fenomenología heideggeriana por parte de Bultmann, éste en su exégesis está lejos de haber ahondado en los datos de una fenomenología existencial. Su método parece haber consistido, por lo general, en lo que hoy sería lo más parecido a una computadora: comparar el uso de cada palabra de Pablo con las demás, pero sin seguir ni, a veces, percibir la problemática antropológica de cada contexto. De ahí, tal vez, esa casi total separación que encuentra entre el Pablo de esta época y los sinópticos.
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cuales se cuenta Pablo (cf. 1 Cor 15,3-8). Además, como podemos apreciar en este capítulo, la primera parte de lo ñamado pascual, es decir, la muerte de Jesús en la Cruz, pertenece, por cierto, a lo histórico y verificable. Pero, a diferencia del mensaje y de la actividad pública de Jesús, su muerte es algo absorbido inmediatamente —en cuanto a interpretación se refiere— por su resurrección. No es tan fácil, en efecto, reinterpretar todo el mensaje de Jesús sobre el reino de Dios y su venida, a la luz de las experiencias de Pascua. La muerte, en cambio, es un elemento que se desgaja inmediatamente de ese todo histórico para injertarse en un plan de Dios donde la resurrección es lo buscado. O, por los menos, la clave de lo buscado. Es el resultado y, por tanto, la finalidad de la muerte y su sentido. Los capítulos siguientes de Romanos serán así, al mismo tiempo que la máxima profundización que hace Pablo de la problemática humana frente a la cual va a colocar a Jesús como respuesta, una reflexión sobre la muerte y resurrección de Jesús. Y ello explícitamente, lo que nos exime de rastrear la relación oculta. De ahí que, en los capítulos siguientes, prescindamos de buscar, en un segundo párrafo, el punto de continuidad entre Pablo y el mensaje histórico de Jesús. El lector lo percibirá por sí mismo. Y, lo que es más, lo evaluará. Porque es lógico suponer de antemano que, al centrar la clave de la interpretación en el I íecho pascual, Pablo, como cualquier mortal, gana algo y pierde algo. Conviene, sin embargo, hacer aquí algunas reflexiones generales sobre esa interpretación que hace Pablo de Jesús a la luz de lo pascual. Estas consideraciones tienen su lugar aquí, porque ¡iquí comienza, como decíamos, a centrar todo su pensamiento en lo pascual y porque, en consecuencia, lo que aquí veamos valdrá también, en general, para lo que sigue. Como algo global podemos decir que Pablo ya ha mostrado suficientemente que los elementos básicos de su cristología están enraizados en el Jesús histórico y, por cierto, en elementos muy precisos de su mensaje. Ello no impide, por supuesto, que también se base, como los mismos sinópticos, en las experiencias pascuales. Y que éstas proyecten su luz sobre todo lo anterior. No se trata, entonce, de pedirle a Pablo, como a ningún cristiano, que prescinda de las experiencias pascuales en su construcción del significado de Jesús.
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Se trata, eso sí, de que esta proyección o, si se prefiere, retroproyección de lo pascual sea fiel. Y los pasos ulteriores serán fieles en la medida en que sean consecuencias lógicas de fundamentos fieles. Ya hemos evaluado esos fundamentos. Ahora la fidelidad no consistirá en nuevos datos cuyo origen pueda rastrearse hasta los elementos más fidedignos históricamente de los sinópticos. Se trata de una lógica interna para abrir el sentido de lo pascual. Y no de una lógica abstracta, sino enfrentada a la problemática humana que Pablo está estudiando en la misma realidad que analiza. Pues bien, con este principio o criterio in mente analicemos los nuevos desarrollos cristológícos, por cierto centrales, que nos ofrece el capítulo quinto de Romanos y que seguirán tejiendo su trama en los siguientes.
cobran dimensiones tales que las hacen incompatibles con resullados meramente humanos. No es que Pablo argumente de manera contraria, ni siquiera de manera básicamente distinta, pero el acento nunca se desplaza de lo antropológico a la persona individual de Jesús. Ya hemos visto cómo la función de éste pasa por encima de —o da cumplimiento a— las más grandes figuras veneradas por Israel: Abrahán, el padre de la fe y Moisés, el padre de la ley. La reconciliación entre Dios y la humanidad entera tiene lugar «en Jesús», «gracias a él», «por su sangre». Con su muerte, Dios «probó su amor hacia nosotros». El regalo por antonomasia —la salvación— se realiza «por él»... Todo esto sobrepasa, y con mucho, las posibilidades históricas de un mero hombre 19. Claro está que el situar con precisión a Jesús en su relación con Dios, y ello en un contexto casi diríamos labiosamente monoteísta como el que hereda el cristianismo de la religión de Israel, no será cuestión de meses ni de años, sino de siglos. Pero ya dentro del Nuevo Testamento vemos cómo las más diversas imágenes son lanzadas al aire para captar esa relación excepcional: hijo, imagen, figura, palabra (verbo), pontífice, gloria, enviado, mediador, Dios hecho carne... 20 . Tenemos que recordar, además, y en apoyo del equilibrio que apreciamos en Pablo cuando trata esta materia, que éste desarrolla mucho más las premisas, esto es, las transformaciones introducidas por Cristo en ese drama antropológico que vamos siguiendo, que las conclusiones que ellas permitirían sacar sobre la naturaleza divina de Jesús. Esto ya quedaba dicho anteriormente, pero debemos verificarlo aquí a propósito del tema que, en este capíKilo, irrumpe de manera central: el de la resurrección de Jesús. Por supuesto que esta resurrección es un dato fundamental en lodas las cristologías neotestamentarias. Y con justo título. Las cristologías, en efecto, no son obras de historiografía que deban ceñirse a los datos umversalmente verificables. Son construcciones y explicitaciones de la fe, esto es, de una fe que tiene por tan
1) El primero es, sin duda, algo que aconteció (como vimos en el Anexo I) en todas las primeras Iglesias cristianas: un desplazamiento —producido sin duda por el deslumbramiento de la resurrección— desde el tema central predicado por Jesús: la venida del reino de Dios, a la persona misma del predicador, es decir, a la pregunta de quién o qué es Jesús de Nazaret. O, más en particular, acerca de cuáles son sus relaciones con la Divinidad. Esto se percibe, sobre todo cuando renunciamos a separar artificialmente los capítulos, en el versículo que puede ser el último del capítulo cuarto o el primero del quinto. Allí, dejando de lado los avatares del juicio que lleva a Jesús a la muerte en función de su predicación y acción en favor del reino, se lo presenta como aquel «que fue entregado por nuestros delitos y resucitado para que seamos declarados justos» (4,25). Ahí está el desplazamiento de acento, aunque en Pablo sea, como dijimos alguna vez, particularmente equilibrado. Así, ya hemos indicado que, si debemos dar entero crédito a Lucas sobre la primera predicación de la Iglesia naciente de Jerusalén, concentrada en la persona de Pedro, vemos allí un desplazamiento mucho más extremo. La comunidad, salida de los hechos de Pascua, trata de defender a Jesús crucificado y de justificarse a sí misma por haber puesto su confianza en alguien que, mediante las experiencias de la resurrección, era el Mesías prometido a Israel, y no un iluso ni un embaucador. En Pablo, por el contrario, son las transformaciones mismas que Jesús (resucitado) introduce en la existencia humana las que
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19 Podríamos hablar aquí de un origen evangélico y prepascual para estas consideraciones paulinas. Porque, si bien es cierto que Jesús no se predicó a sí mismo (ni como Mesías ni como Dios), indirectamente mostró —como lo subraya Pannenberg— en su vida y mensaje prepascuales «pretensiones» divinas (cf. op. cit., pp. 67ss). 20 Sobre el desarrollo de esta tendencia en el tercer período de Pablo (cf. supra, Introducción a la segunda parte) y hasta las fórmulas dogmáticas de Nicea, Calcedonia, etc. (cf. infra, cap. I de la tercera parte, tomo II/2).
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verdaderos los datos históricamente más fidedignos de la vida prepascual de Jesús, como los datos trascendentes de su vida pospascual (verificables tan sólo dentro de una decidida «parcialidad» por Jesús). Pues bien, aunque sea en último lugar y ampliando tal vez el sentido estricto de las «apariciones del Resucitado», Pablo se introduce a sí mismo en la lista de los testigos que las han experimentado (cf. 1 Cor 15,8). Pero lo que Pablo extrae como consecuencia de la resurrección de Jesús y, sin duda, de su propio encuentro con él en Damasco es algo que se relaciona con lo que es Jesús; pero que abarca, y aun acentúa lo que éste transforma (sin duda gracias a lo que es). Así, en la introducción de esta misma carta a los Romanos, Pablo dice de Jesús que «fue establecido Hijo de Dios en poder por su resurrección» (1,4). Es obvio que el poder no tiene aquí significado en sí mismo 21, si no es en vistas al proyecto anunciado por el mismo Jesús. Recordamos que éste, distinguiendo su propio anuncio y actividad taumatúrgica, de la llegada cabal del reino, habló, en futuro, de la «venida con poder del reino de Dios» (Me 9,1). Sólo que Pablo, como sabemos, no emplea nunca para designar el plan o proyecto divino sobre la humanidad el término, consagrado por los sinópticos, de «reino de Dios». Y ello nos lleva al segundo elemento de este desarrollo cristológico.
• niño personajes, con el mismo o distinto nombre, a la nueva clave, '.on las que se siguen de entender como Jesús el Pecado, la Carne, 11 Ley, la Fe, la Gracia... «Entender como Jesús» no significa, claro está, usar materialmente los mismos términos que Jesús ni aun la clave general en U que éste expresó su mensaje. Hay una transposición, pero, Imbida cuenta del cambio de clave, podemos constatar que el siguilinido global y profundo pasa de una clave a otra. Cuando entran en juego las experiencias ^pascuales, que no elidieron ser puestas por el mismo Jesús en clave política, comieni a suceder algo extraño y, de alguna manera, se traslada la ini-lición de las enseñanzas de Jesús a la relación intrínseca de su persona con la divinidad. Tomemos el ejemplo que acabamos de mencionar. Pablo mismo sugiere, de manera implícita, que lo que las experiencias pasi miles mostraron sobre el «poder del reino» puede él decirlo del I-odor del Hijo de Dios» para realizar el plan divino. A primera vi si a, el cambio de clave se hará fácilmente y sin consecuencias desconcertantes. La instalación del reino de Dios sobre la tierra (de* Israel) en clave política es traducida por Pablo en clave antropológica como la creación de una humanidad reconciliada, justificada y salvada (cf. 5,9-10.15-19). Ahora bien, los tres participios que acabamos de citar —y que si n le tizan cabalmente los resultados descritos en este capítulo de Koinanos— sólo pueden ser atribuidos a verbos cuyo sujeto activo lógico es Dios. De ninguna manera a actos históricos del hombre Jesús de Nazaret, a menos que lo dotemos de poderes mágicos, Intimamente ligados a las intenciones y capacidades divinas. La cmisalidad histórica (no sólo la de los demás hombres, sino la de Cristo mismo), aun en la expresión que calificamos de «más equilibrada» de Pablo, cede su lugar a otra muy diferente. Por ejemplo, ¿qué nos dice el versículo 24 del capítulo cuarto, que relacionamos con todo el desarrollo del quinto? «Fue entregado por nuestros pecados y resucitado para que seamos declarados justos». Sólo unas brevísimas indicaciones gramaticales pura aclarar el sentido de esta doble afirmación. Es lógico suponer, sobre todo teniendo en cuenta que quien resucita a Jesús es siempre Dios Padre, mediante el Espíritu, que en ambas partes de la frase se trata del habitual pasivo divino, o sea, de la forma acostumbrada para evitar la multiplicación innecesaria del nombre sagrado. En otras palabras, que el sujeto
2) El lector habrá percibido ya la característica más saliente de los capítulos paulinos analizados hasta aquí. Sobre todo en comparación con los sinópticos. Pablo, con los instrumentos de su época, es cierto, realiza un profundo análisis de la existencia humana y de sus principales elementos. Es lo que hemos llamado su interés o clave antropológica. En otras palabras, para comprender a Pablo hay que internarse, con él, en la nueva región que él explora y reconocer los instrumentos con que lo hace. Hasta aquí esos instrumentos, si no nos hemos engañado, han sido nociones sacadas de las enseñanzas de Jesús y trasladadas 21 Por lo menos en las grandes cartas de este período. Un caso contrario lo hallamos en Flp 2,9-11, donde el poder de Jesús parece no tener otro objeto que el de hacer doblar toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los abismos. Este poder apuntaría así al reconocimiento del carácter divino de Jesús —Jesús-Señor— aunque no se puede excluir totalmente que apunte a la realización de un proceso cósmico (cf. 1 Cor 15,27-28).
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activo es Dios. Además, en nuestra traducción no se nota el estricto paralelismo entre la finalidad de la entrega a la muerte —nuestros pecados— y la finalidad de la resurrección —nuestra justificación—, ya que, por las razones de cautela indicadas en la Introducción a la segunda parte, preferimos a la ambigüedad que tiene en español el sustantivo justificación, la significación más restringida que tiene su uso griego y que sólo aparece en la construcción verbal declarar justo a alguien (en un juicio). Finalmente, y para acentuar aún más el paralelismo, Pablo usa, en las dos partes de la frase, la misma proposición (diá con acusativo), cuyo sentido es para, con vistas a, con el fin de, es decir, que apunta a un propósito. La traducción de esa preposición griega por para tiene, no obstante, el inconveniente de que debemos lógicamente suplir, en la afirmación que contiene la primera parte de la frase, algo como «perdón», «olvido», «remisión», ya que, obviamente, la finalidad de la entrega de Jesús a la muerte por parte de Dios no es causar, provocar o aumentar «nuestros pecados». Con todas las precauciones que acabamos de mencionar podemos apurar el sentido de la frase, dándole la siguiente expresión: Dios entregó a Jesús para (remisión de) nuestros pecados y lo resucitó para nuestra justificación (o, mejor aún, para declararnos justos). Ahora bien —y prescindiendo de la localización cronológica exacta de Romanos, Gálatas y Corintios (amén de Filipenses)—, una afirmación tal constituye un jalón de enorme importancia en el trabajo creador de las cristologías, hecho posible precisamente por la respuesta dada a la cuestión acerca de la relación de Jesús con la Divinidad. En efecto, según la clave histórico-política de las narraciones sinópticas, Jesús no murió para algo. Su muerte violenta fue la consecuencia, en gran parte previsible, de ciertas características conflictivas inherentes al reino de Dios. Su resurrección por parte de Dios no muestra que ese reino ya no es conflictivo —y sí reconciliador— y que aquello que Jesús puso a su servicio, es decir, su persona, su actividad y finalmente su vida, es más fuerte que la muerte. Por supuesto que la resurrección no es una categoría histórica en el sentido científico que tiene de ordinario esa palabra; pero se refiere a lo que ocurre dentro de las coordenadas históricas, aunque no sea más que como atisbo escatológico de lo que la causalidad histórica produce, por más que ello permanezca invisible para nuestros ojos hasta el fin.
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Si pasamos, en cambio, a la clave antropológico-teológica, que «soma ya en la doble afirmación de Pablo que acabamos de examinar, la perspectiva se invierte. Desde Jesús, comprendido en primer término como enviado consciente de un proyecto divino iodo cambia. El conflicto por el que murió se vuelve secundario, es decir: la ocasión histórica para que tuvieran lugar su muerte y su resurrección, con sus consecuencias transformadoras de la situación del hombre frente a Dios. Jesús es llevado a la muerte por Dios mismo y no por sus adversarios, adversarios también del reino. Al morir así, asume una tarea referente a los pecados de la humanidad y no a la felicidad de los pobres y marginados. Y, al ser resucitado por Dios, manifiesta la declaración de justicia obtenida para nosotros, y no la fuerza (la dinámica, para ser más I i cíes al original) que debe llevarnos a afrontar sin temor la conII ¡envidad que necesariamente el reino seguirá provocando. Pero estamos tan habituados a este cortocircuito histórico, realizado por las cristologías más clásicas y difundidas, que no recibimos choque alguno al leer que «Cristo murió por nosotros» (5,8; cf. 5,6-7), a pesar de conocer de memoria, a través de la lectura de los sinópticos n , las causas históricas —no digamos reales— de su muerte. ¿Por qué distinguimos las causas «históricas» de las «reales» en lo concerniente a la muerte de Jesús? Porque no podemos negar a priori la posibilidad de que coincidan con las causas históricas (verificables) otras que pertenezcan al plano que definimos, a propósito de la resurrección, como «no histórico» —en el sentido científico del término y verificabilidad objetiva—, pero verdadero y «real». Ya indicamos, además, al comienzo de este tomo, por qué una cristología «desde arriba» como la que despunta en este capítulo quinto no tiene por qué oponerse a una «desde abajo», esto es, estructurada desde los datos sobre el Jesús histórico. Normal22 Es cierto que encontramos en Me 10,45 la afirmación de Jesús: «Tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos [todos]» (cf. Mt 20,28 que depende sin duda de Marcos; Le 22,24-27 omite esta parte del logion sobre el servicio mutuo), líl aislamiento de esta última parte en el conjunto de la enseñanza de Jesús y la profecía ya interpretada dentro de una cristología (posterior) indican con suficiente claridad el origen pos-pascual y aun probablemente pospaulino de lo añadido al servicio de Jesús.
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mente deberían, al final, coincidir y, sobre todo, complementarse. Sólo que es muy difícil no sacrificar una a la otra en el proceso de construcción. Si éste es o no el caso de Pablo, tendremos que analizarlo de manera más detenida y profunda. En el punto que nos ocupa ahora tenemos que reparar una omisión voluntaria. Ya en el capítulo tercero de Romanos Pablo había invertido el orden de las intenciones y causalidades. Se recordará que allí leemos que «todos pecaron y les falta la gloria de Dios, siendo declarados justos por el regalo de su gracia mediante la redención llevada a cabo por Cristo Jesús, a quien Dios destinó a ser, con su propia sangre, expiación o propiciación mediante la fe...» (3,23-24). Tenemos aquí los elementos metafóricos más importantes que van a dominar el esquema imaginativo destinado a explicar y justificar la muerte de Jesús. Dentro, claro está, de una nueva clave a la que podríamos llamar cúltico-legal. O, si se prefiere, una clave legal que, al aplicarse a las relaciones especialísimas entre creatura y Creador, se torna forzosamente cultual. El pecado universal de los hombres —ya lo hemos visto— los ha colocado a todos, y permanentemente, en una situación de enemistad con Dios, por lo cual se ha hecho necesaria una reconciliación. Hasta aquí no parecemos haber salido del plano (antropológico) de las actitudes y de su lógica. Podríamos añadir que, de acuerdo al vocabulario de los sinópticos, la conversión —la metanoia— sería el factor básico y suficiente para tal reconciliación. Pero si introducimos un planteamiento legal, sobre todo de acuerdo a la idea más material de justicia propia de los pueblos primitivos, hay que «comprar» el perdón que nos volverá reconciliados. Pagar el precio o «rescate» de la ofensa será entonces una «expiación» del que ofende con la que se obtiene una «propiciación» —un volver propicio o favorable— del ofendido. Así, y dejando de lado los argumentos metafísicos con que san Anselmo, siglos después, sistematizó esta operación judicial, desde el punto de vista teológico-legal, el ofensor re-compra (apolytrosis, redención) la relación que perdió con la ofensa, mediante el pago de un precio (lytron, rescate), como si la relación amistosa fuera un rehén en poder del ofendido. Desde el punto de vista teológico-cultual, el rescate por el que se expía una ofensa hecha a Dios y se recobra su amistad volviéndolo propicio (hilasterion, propiciación), es siempre la sangre —esto es, la vida—
de una víctima ofrecida en sacrificio en lugar del ofensor23. Como dice el autor de la carta a los Hebreos, «sin efusión de sangre no luiy remisión» (Heb 9,22). Cabría añadir que en el caso del pecuelo de la humanidad entera (al que alude Pablo) sólo una «sanare» íntimamente vinculada a la Divinidad misma puede hacer ilc rescate y obtener la redención. Pero, aunque preparada y puesta a disposición por Dios, la víctima debe ser ofrecida desde dentro ilc la humanidad como expiación que es de ésta. Y el experto en este legalismo cultual que es el autor de la carta a los Hebreos dice que así, punto por punto, aconteció con Jesucristo (cf. Heb 5; 9,11-14, etc.). Como no es ésta la única ocasión en que aparecen elementos de este esquema cristológico, no haremos aquí sino algunas observaciones básicas. Creemos que es fundamental distinguir aquí dos problemas: uno, el de una cristología «desde arriba»; otro, el de la clave cúltico-legal. Es cierto que en la teología clásica, desde la Edad Media sobre todo 24 , ambas cosas aparecen habitualmente unidas. Pero basta pensar en un hecho histórico para hacer la debida —c importante— distinción: una cristología «desde arriba» puede utilizar otra clave que no sea la cúltico-legal ya mencionada. Así, por ejemplo, resulta claro, y no sólo debido al prólogo, que el cuarto Evangelio o, más en general, la teología joánica, debe ser concebida como una cristología desde arriba, pero donde el hecho central es la Encarnación y no el complejo Muerte-Resurrección concebido como el pago de un rescate debido a Dios por el pecado B .
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a Ese es el sentido más probable de la afirmación pos-pascual de Marcos yn citada de que Jesús da su vida como rescate (lytrón) por (es decir, en lugar de) muchos, es decir, la totalidad de sus hermanos los hombres. 24 Se podría decir que la controversia medieval tomista-escotista sobre «i Dios se habría encarnado de no haber pecado Adán (caso hipotético irreal) haciendo a toda la humanidad pecadora, constituye un hito decisivo en esta distinción. A grandes rasgos se podría decir que la posición escotista privilegia la Encarnación como acontecimiento central del plan de Dios, mientras que la tomista privilegia la Redención. Ambos son cristologías «desde arriba». Pero, a medida que se impone de hecho la posición tomista, aparece !i> cristología desde arriba como naturalmente unida a la clave cúltico-legal i|iic desemboca en la noción de Redención. 25 De todos los términos básicos de la clave cúltico-legal, sólo en dos (K-asiones (1 Jn 2,2; 4,10) emplea el que tiene un sentido más lato: hilasmós, lo que vuelve propicio. En cambio, si seguimos, por ejemplo, una exégesis como la de Dodd, cada narración joánica en el cuarto Evangelio es una explicitación de la encarnación, incluidas muerte y resurrección.
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De las cristologías «desde arriba» volveremos a hablar. Y ya hemos dejado sentado el principio importante de que, aunque sean peligrosas por la tendencia que llevan consigo a minimizar la historia (prepascual) de Jesús, no significan de por sí la negación de las cristologías desde ahajo, o sea, desde el Jesús histórico. Por lo mismo, el problema sobre el cual quisiéramos inclinarnos, aunque no fuera más que unos momentos, es el de la clave cúltico-legal. Sería una pregunta ingenua, pero no desprovista del todo de sentido, la de hasta qué punto Pablo cree en esa clave cuando la usa. La ingenuidad, con todo, desaparecerá en la medida en que percibamos que la adopción de un mundo o esquema simbólico determinado no implica una actitud idéntica hacia el simbolismo en cuestión y hacia cómo manejarlo. Podríamos decir que existe en esto un espectro que va desde una interpretación estricta y cuasi literal de él a otra más amplia o lata. Tomemos dos ejemplos. Cuando Pablo dice que «Cristo murió por nosotros» o que «por la obediencia de uno solo la multitud será hecha justa» estamos frente a un mundo simbólico que pretende explicarnos el significado de dos actos simples: uno físico, morir; otro moral: la intención con que se muere o la obediencia (al Padre). En ambos casos, el esquema simbólico es el mismo: el que hemos llamado cúltico-legal. Cuando el simbolismo es tomado de manera más estrecha (sin connotación necesariamente peyorativa), realista y literal, imaginamos una sala de juicio donde comparece un reo convicto de pecado. El juez pregunta: ¿murió ya Cristo? Si la respuesta es negativa, el reo, no habiendo pagado por su culpa, sigue siendo declarado convicto. Si la respuesta es afirmativa, es declarado inocente o justo (perdonado). En otras palabras: podemos entender el simbolismo como que la muerte de Cristo fue la condición y factor decisivo, inmediato y suficiente para que fuéramos reconciliados con Dios. Pero, dentro del mismo esquema simbólico, el que Cristo haya muerto por nosotros puede significar que, cuando comprendemos que, aun siendo enemigos, él consintió en ir a la muerte por amor a nosotros, se nos libera radicalmente de nuestros temores morales y se nos da, así, una nueva posibilidad: la de que, siempre de acuerdo con nuestras limitaciones humanas, nos olvidemos de nuestro propio destino comprometido por el pecado y nos lancemos, de manera creadora y libre, a edificar, en cuanto de nosotros
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depende, el reino de Dios o, su sinónimo en Pablo, la humanización del mundo del hombre 2Í . Nótese bien que el escenario jurídico, como mundo o esquema simbólico, no ha desaparecido. El temor que se opondría a la fe si la muerte de Cristo no nos hubiese- liberado es, metafóricamente, el del reo que se ve frente al más justo de los jueces, con solos sus pecados. La diferencia, sin embargo, entre ambas «interpretaciones» ili-l simbolismo es muy grande. En un caso, la muerte de Cristo rs concebida no sólo como necesaria, sino como causa directa de una sentencia que declara justo a un hombre pecador. En el otro :.c comprende la conveniencia de esa muerte para lograr, de manera indirecta, esto es, por una modificación de nuestra actitud que desemboca en mayor confianza y libertad, un obrar diferente ilc aquel que se halla sometido al miedo de la Ley; obrar que Dios valorará en su justo juicio sobre nosotros. Lo mismo vale, como es obvio y no ha menester de ulterior explicación, de la otra expresión de Pablo según la cual, «por la obediencia de uno solo, la multitud será hecha justa». Explicado así el blanco al que apuntaba nuestra pregunta, veamos en virtud de qué sostenemos que Pablo usa el esquema tul tico-legal en un sentido amplio, es decir, en el segundo de los mencionados anteriormente. El primer argumento es de orden general. Tomar la clave cúltico-legal en un sentido próximo al literal anularía todo el análisis antropológico que ha hecho Pablo hasta aquí. Así como, a propósito de los sinópticos (cf. supra, cap. VI, primera parte), mostrábamos cómo una clave de escatología inminente era incompatible con la clave política que habíamos puesto a prueba y verificado, aquí nos encontramos frente a la misma incompatibilidad. En efecto, Pablo ha ido mostrando hasta este momento, si nuestro análisis ha sido correcto, cómo ciertas actitudes humanas fundamentales, procedentes básicamente del mensaje prepascual 26 En esta dirección parecería ir, en el tiempo de la Reforma, el reformador alsaciano Martin Butzer (Bucero), de acuerdo a Emile G. Léonard, Historia general del protestantismo (trad. cast. Ed. Península, Madrid 1967) I, p. 161, quien escribe: «Bucero se mostraba indeciso entre dos tendencias opuestas. Su primer tratado, Que nadie viva para sí mismo (1523) le apartuba, empezando por el título, de Lutero. Mientras el alemán partía del problema individual de la salvación, Bucero empezaba preocupándose del prójimo: el hombre —escribía— 'puede dejar de ocuparse de sí mismo, pues (está) seguro que el Dios eterno y padre se ocupa de él como de su hijo querido'».
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de Jesús, modificaban de manera intrínseca la existencia humana, comunicándole —con una lógica sutil y compleja, pero coherente— nuevas posibilidades y madurez. Al tomar, en cambio, de un modo cuasi-literal la clave de la legalidad forense y del culto veterotestamentario, la causalidad antropológica a que aludíamos sería de pronto sustituida por otra que, por así decirlo, desde el exterior 27 y como milagrosamente, cambiaría, gracias a la muerte de Jesús, las relaciones entre el hombre y Dios. Una vez más —entiéndase bien— es innegable que Pablo usa esa nueva clave. Sería ir contra la evidencia pretender negar que, en varios lugares, parece darse a la fe en Jesucristo un poder mágico o milagroso —en todo caso, exterior— que, dejando al hombre como estaba, obtuviera para él una declaración salvadora de justicia. Lo que pretendemos decir es que el uso de esa clave no indica ya de por sí cómo la interpreta Pablo. Y que, obligados a enfrentarnos a la alternativa que surge de todos los capítulos examinados hasta aquí, concluimos que la usa en una forma indirecta y lata. Subordinada a —y no sustitutiva de— la clave antropológica que predomina constantemente y da consistencia al conjunto de sus concepciones cristológicas en Romanos. Es obvio que este argumento vale en la medida misma en que valgan las interpretaciones que ya hemos hecho (y las que haremos) de Pablo. Por lo mismo, no tendría sentido aquí insistir en él. El lector será juez al valorar la totalidad. El segundo argumento es la importancia creciente, hasta volverse central, que va tomando la resurrección en el sistema cristológico de Pablo. Esto ya resulta obvio en toda la segunda parte del capítulo quinto, dedicada al paralelismo antitético entre Adán y Cristo. Ahora bien, la resurrección no juega ningún papel decisivo en el esquema cúltico-legal. El precio de nuestra redención se paga con la muerte de Cristo. Las víctimas así ofrecidas en rescate no resucitan, ni son devueltas (un posible sentido metafórico de la «resurrección») a sus antiguos poseedores. El que Jesús 27 En la controversia suscitada por Lutero, se habló de justicia «forínseca» o «forense», aludiendo a la significación reconocida del verbo griego que se suele traducir por «justificar», pero que en los ejemplos conocidos fuera del Nuevo Testamento y de Pablo significa más bien «declarar justo» a alguien en un juicio, es decir, en el «foro». A esta cuestión se refiere el concilio de Trento cuando dice que, mediante el bautismo, «somos renovados en el espíritu de nuestra mente y no sólo somos declarados, sino que somos llamados justos y realmente lo somos» (DS 799).
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resucite o no, no añade nada a los procedimientos necesarios para la reconciliación en términos legales o cúlticos. Ante el pago del rescate, es decir, la muerte de Jesús, la sentencia de absolución viene de Dios, vuelto ya propicio a la humanidad. Aunque supongamos que la resurrección de Jesús puede actuar como «notificación» de la sentencia justificatoria, este hecho palidece frente al otro, decisivo, de que hayamos sido declarados justos y de que, enterados o no de ello, se nos cuente efectivamente esa justicia, como ocurre en Abrahán. En otras palabras: la resurrección, dentro del proceso y de su resultado, no es una causa, sino, a lo más, un hecho concomitante que lleva la causa a su culminación28. Veámoslo de otra manera. Recordemos la doble afirmación de Pablo con que terminaba, dentro del esquema cúltico-legal, el capítulo IV, y que, con las aclaraciones debidas, sonaba como sigue: «Dios entregó a Jesús para (remisión de) nuestros pecados y lo resucitó para nuestra justificación». Pues bien, el que la resurrección de Jesús haya tenido lugar para nuestra justificación es lo que no concuerda con el esquema simbólico, y así lo entendió tácitamente la tradición teológica que siempre prefirió la muerte a la resurrección para establecer esa relación. En otras palabras: en la clave cúltico-legal, la última parte de la afirmación debería, como la primera, incluir algo sobreentendido. Por ejemplo, «noticia» o «notificación» de... En ese caso, Pablo habría querido decir: « . . . y lo resucitó para (notificarnos) nuestra justificación». 28 En la década de los cincuenta tuvo bastante eco en teología una obra innovadora de F. X. Durwell, La Résurrection de Jésus. Mystére de Salut. I'.I autor afirma que su intención en ella fue tomar en serio tres textos paulinos (1 Cor 15,17; 2 Cor 5,15; Rom 4,25) en que se le da a la resurrección de Jesús una causalidad redentora. Como los otros dos textos pueden ser bastante fácilmente interpretados en otro sentido, es obvio que el decisivo es el que nos ocupa aquí: «Resucitó para nuestra justificación» (4,25). La obra, muy rica por cierto teológicamente, desde el punto de vista exegético no percibe la diferencia de claves existente en todo el Nuevo Testamento, y aun dentro de Pablo: la distinción entre la clave cúltico-legal (secundaria) y antropológica (primaria). En efecto, parece imposible, dentro de la primera, atribuirle a la resurrección de la víctima ofrecida en sacrificio una causalidad en el resultado de éste. En cambio, el dato trascendente de la resurrección ocupa un lugar central en la fe y, por eso, en la liberación (redenlora) que Cristo nos proporciona. Durwell es consciente de esta dificultad (cf. La resurrección de Jesús. Misterio de salvación. Trad. cast. Herder, Barcelona 1962, pp. 43-45).
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Pues bien, tanto si admitimos como si rechazamos este sobreentendido, nos vemos igualmente obligados por la lógica a dar un sentido lato e indirecto a la relación (causal) entre resurrección y justificación. Y ese sentido lato apunta a la corroboración de la je que aporta el dato trascendente de la resurrección. O sea, que volvemos a las grandes líneas de la clave antropológica. Volviendo más atrás aún en el texto de Romanos tenemos un testimonio de ello cuando Pablo, en el capítulo tercero, habla ya de «la redención (llevada a cabo) por Cristo Jesús» (3,24). Y la describe como un plan de Dios que destina a Jesús a ser «expiación, con su propia sangre, mediante la je» (3,25). Como se ve, también aquí el «medíante la fe», o sea, el paso por ese cambio básico de actitud en el hombre interrumpe, por así decirlo, la clave cúltico-legal que parece conducir el proceso hasta la palabra sangre, es decir, hasta la muerte (excluida la resurrección). En realidad, no la interrumpe, sino que nos muestra, por si ello fuera aún necesario, que Pablo usa de ella en sentido lato y siempre dentro de las grandes líneas de su clave antropológica, donde lo decisivo serán siempre las actitudes del hombre. 3) El último punto que este capítulo quinto de Romanos nos obliga a tocar —y que está, además, en íntima relación con las últimas observaciones que hacíamos— es el que corresponde al origen de la concepción paulina acerca del paralelo Adán-Cristo. Como ya hemos indicado, está claro que este paralelo surge de la interpretación que hace Pablo de las experiencias pascuales. Estas, como es obvio, constituyen el punto de convergencia entre el «abajo» y el «arriba» de las crístologías. Dijimos que la conexión entre ambos era particularmente equilibrada en el pensamiento paulino. Y ello se muestra, como es lógico, aquí. En el Anexo I veíamos cómo el género literario mismo de las narraciones evangélicas acerca de Jesús resucitado indicaban, de manera implícita pero clara, que la resurrección no debía ser comprendida como un suceso más dentro de la cadena de la historia. Era un atisbo, momentáneo y tangencial si se quiere, de la realidad escatológica. Tal vez el mejor ejemplo de esto lo tengamos en el testimonio de Esteban: «Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios» (Hch 7,56). Vimos también cómo esto, centrando la cuestión en quién es Jesús y en su relación íntima, esencial, con la Divinidad, podía llevar a minimizar, esto es, a relegar, de manera desequilibrada, a un segundo plano lo que Jesús históricamente hizo y predicó
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untes de su muerte y resurrección: según los documentos que poNc-cmos, la venida del reino de Dios. Veamos, pues, los pasos por los que Pablo recupera esta dimensión evangélica de la resurrección. No haremos, sin embargo, ¡iquí más que bosquejar esos pasos, ya que en los captíulos siguientes de Romanos encontraremos más elementos, y muy importantes por cierto, relacionados con este tema. La irrupción escatológica que tiene lugar en Pascua se caracteriza, de acuerdo prácticamente con todos los testigos, por la comprensión del nuevo y definitivo poder de Jesús 29. Marcos, en particular, después de Pablo, identifica, en una predicción claramente pos-pascual, ese poder con la realización del proyecto divino anunciado, predicado y preparado por Jesús: la venida del reino de Dios (cf. Me 9,1)» Pablo, como sabemos, no usa nunca ese título para el proyecto de Dios por estar, sin duda, demasiado relacionado con el contexto de Israel. Lo traduce en su propia clave. El reino de Dios significaba que Dios llegaba a Israel para luchar contra la situación infrahumana en la que vivían los pobres, los desamparados, los marginados de la sociedad. El reino les habría de devolver su condición de hombres: los humanizaría destruyendo el poder del «hombre fuerte» que los deshumanizaba: Satán. Pablo, en otra clave que no es la política, concibe igualmente el proyecto de Dios como una lucha, coextensiva a la humanidad, contra la condición infrahumana del hombre. Pero, en su contexto y en su clave antropológica, quienes están en esa situación de infrahombres son todos los que, paganos o judíos, por estar bajo la esclavitud del Pecado, sufren de infantilismo y mala fe. Es decir, los que no han alcanzado la madurez humana, esa libertad 29 Cf. Mt 28,18; Rom 1,4 y, de un modo más implícito pero claro, Hch 2,24.33-36; 7,56. 30 Lucas, sin emplear el término reino de Dios, muestra cómo el «poder» concedido a Jesús resucitado debe pasar a los continuadores de su obra (cf. Le 24,49; Hch 1,8; 4,38). Más aún, los efectos de ese poder (escatologico) los describe la primera comunidad cristiana en su predicación, en términos que tienen relación, por una parte con una nueva noción del remo y, por otra, con algunos aspectos del pensamiento paulino, como veremos. Así se habla del «jefe que lleva a la vida» (Hch 3,15), de la «restauración universal» (Hch 3,21); del perdón de los pecados (cf. Hch 3,19.26); de salvación (cf. Hch 4,12). Que esta interpretación del «poder» de Jesús o del reino sea más o menos fiel al Jesús histórico o compatible con la de Pablo, no lo podemos verificar sin un estudio en profundidad de la cristología de Lucas, cosa que queda fuera de nuestro propósito en esta obra.
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en la fe que lanza al hombre hacia una actividad creadora —sin cálculos ni trabas— en el amor a sus hermanos. Pero aún hay mucho más camino por recorrer. La resurrección —y su mundo escatológico— de Jesús «con poder» está íntimamente relacionada en Pablo, sobre todo, con la resurrección universal de los muertos. Esa relación es para él tan básica que una cosa no tiene sentido sin la otra. Así, en 1 Cor 15,13, Pablo comienza su argumento de una forma, en verdad, extraña; «Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó» 31. Para que el argumento valga y no pueda ser simplemente marginado, aludiendo a un privilegio único concedido a Jesús, el Santo de Dios (cf. Le 4,34; Hch 2, 27), debe suponer Pablo que algunos en Corinto no solamente no creían que tal resurrección tendría lugar, sino que pensaban que era imposible o contradictoria (cf. 1 Cor 15,35ss). Por supuesto que Pablo trata de deshacer las razones para esa presunta contradicción que, según él, no pasa de «estupidez» (1 Cor 15,26). Pero su gran argumento contra tal imposibilidad es un hecho, del que él mismo, después de muchos otros, fue testigo: la innegable resurrección de Jesús (cf. 1 Cor 15,5-8.20). EÍ sentido de la frase aparecería tal vez mejor bajo la forma de un condicional irreal: «si los muertos no pudieran resucitar, tampoco Cristo habría resucitado». Pero Pablo prefiere dejar de lado la cuestión de la posibilidad, para poder dar una vuelta de ciento ochenta grados y deducir que, si Cristo resucitó, ello implica también el hecho (futuro) de la resurrección de (todos) los muertos: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron. Porque habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Cor 15,20-22). En otras palabras: Pablo no puede concebir la suerte de Jesús separada de la de su proyecto humanizador. Y así vemos que la resurrección (única) de Jesús lleva a Pablo a exponer, de modo más breve, pero casi con las mismas palabras, un paralelo entre Adán y Cristo idéntico al que estamos anali31 Como se sabe, la creencia de Pablo en la resurrección general de los muertos no es, en cuanto tal, original. Es parte del mensaje pre-pascual de Jesús y, más aún, creencia de todo el grupo fariseo con la que se oponen a los saduceos.
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/ando en el capítulo quinto de Romanos. Garantía, por cierto, de >|ue estamos en el buen camino de la exégesis. De esta manera, la resurrección de Jesús constituye como una proyección visible en el presente de lo que sólo acontecerá visiblemente en el futuro último, pero que afecta desde ahora la exisicucia de todos los hombres: «Y cuando esto32 corruptible se revista de incorruptibilidad y esto mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu vicloria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado; y el poder del pecado, la ley. Pero ¡gracias sean dadas a Dios que nos da la victoria por nuestro señor Jesucristo!» (1 Cor 15,54-57). No se le ha dado la debida importancia teológica y cristológica al hecho de que, para Pablo —a diferencia de todos los demás escritores del Nuevo Testamento 33 —, la resurrección universal de los muertos resulta así una victoria de Cristo. No se nata apenas de una característica propia del ser humano, como la inmortalidad del alma supuesta por la filosofía griega. Ni siquiera de una acción final de Dios destinada a defenderse o justificarse a sí mismo (teodicea) por la falta de justicia en la historia, lo que obligaría en cierto modo a Dios a resucitar a buenos y malos para poder dar a cada uno otra vida, conforme a sus obras. Así pensaba una buena parte de la teología contemporánea de Jesús y, más en particular, la de los fariseos (cf. Sab 1-5). La resurrección universal es, pues, una victoria de Jesús sobre los tres grandes adversarios antropológicos: la Ley, el Pecado y la Muerte. En efecto, el poder (obsesivo) de la Ley llevaba a su cumbre al Pecado y el poder inhumano y esclavizador de éste, a la manera de un aguijón (no de un castigo), producía, comenzando ya en la vida misma, una muerte que culminaba en la Muerte lísica: el esclavo perdía (alienaba) uno por uno sus proyectos en una muerte anticipada y preparatoria. Por todo ello, en la primera a los Corintios Pablo saca inmeB
Cf. 2 Cor 5,4. " Es interesante que, mucho después de Pablo, Juan parece fluctuar entre las dos líneas. Por una parte, Jesús tiene, como el Padre, el poder de «hacer vida» (Jn 5,21); de ahí que promete a sus seguidores «resucitarlos ni el último día» (Jn 6,39-40; 11,25). Por otra, se afirma una resurrección general en vistas a un juicio de donde saldrán vida o condenación (cf. Jn 5, 28-29).
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diatamente la conclusión antropológica de la resurrección universal prevista en la resurrección primicial de Jesús, la misma que hallaremos, más distante, en Romanos: «Así pues, hermanos míos amados, manteneos firmes... conscientes de que vuestro trabajo no es vano...» (1 Cor 15,58). Bastará, por tanto, para rastrear el origen del paralelismo entre el hombre que surge de Adán y el que procede de Cristo, reconocer que los mismos enemigos antropológicos aparecen vencidos en Romanos por ese «más» universal que caracteriza el poder del segundo (cf. 5,15,16.20). Asimismo, aquí la Ley es vencida por la Gracia (cf. 5,20) y, por tanto, el Pecado por la Justicia (cf. 5,18-19) y, consiguientemente, la Muerte por la Vida (cf. 5,17-18). La resurrección de Jesús, como experiencia escatológica, le permite así a Pablo comprender que la realización del reino en poder debe traducirse, en su clave antropológica, por una resurrección que es la victoria en todos los hombres de la vida, de la gracia que se recibe en la fe y de la eficacia de la libertad que se vuelve así creadora en el amor de los demás. Los capítulos siguientes llenarán de sustancia este esquema que ya aparece estructurado en el capítulo quinto, y en sus dos características, la fidelidad a la predicación de Jesús y la creatividad de su transposición cristológica a un nuevo contexto.
CAPITULO
LA VIDA NUEVA
vi
DEL
CRISTIANO
Romanos 6,1-23; 7,1-13 1
¿Qué habrá que decir, entonces? ¿Que tendremos que permanecer en el pecado para que aumente la gracia? 2 ¡Jamás! Quienesi hemos muerto al pecado, ¿cómo viviríamos todavía en él? ¿No reconocéis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? 4 Así, hemos sido sepultados junto con él por el bautismo en la muerte para que, como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del padre, así también nosotros actuemos en la novedad de la vida. 5 Porque si fuimos asimilados a la forma de su muerte, lo seremos también a la forma de la resurrección, é sabiendo esto: que nuestro hombre viejo fue crucificado con él a fin de que fuera destruido el cuerpo7 del pecado para que no fuéramos más esclavos del pecado. Ya que a quien está muerto se lo declara justo del pecado. 8 Pero, si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos junto con él 9 sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más (y) que la muerte no domina más sobre él, 10 porque, muriendo, murió de una vez para siempre al pecado y, viviendo, vive para Dios. n Así también vosotros contaos (como) muertos para el pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús. 12 No reine, por tanto, el pecado en vuestro cuerpo mortal de modo que obedezcáis a sus deseos, 13 ni ofrezcáis al pecado vuestros miembros como armas de injusticia, sino ofreceos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertosM y ofrecedle a Dios vuestros miembros como armas de justicia. Porque el pecado ya no dominará más en vosotros, ya que no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia. 15 Entonces, ¿qué? ¿Vamos a pecar porque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia? ¡Jamás! 16 ¿No sabéis que cualquiera que sea aquel a quien le ofrezcáis obediencia como esclavos, os hacéis esclavos de él, ya sea del pecado para la muerte, ya sea de la obediencia para la justicia? "Pero, gracias a Dios, vos-
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otros que fuisteis esclavos del pecado habéis obedecido de corazón al modelo de la doctrina a la que habéis sido transferidos, 18 y liberados del pecado os habéis hecho esclavos de la justicia —hablo en términos humanos a causa de la debilidad de la carne en vosotros—. 19 Así pues, como ofrecisteis vuestros miembros (como) esclavos a la impureza y a la iniquidad, para vivir en la iniquidad, así ahora ofreced vuestros miembros (como) esclavos a la justicia para vivir en la santificación. 20 Porque cuando erais esclavos del pecado erais libres de la justicia; 21 (y) ¿qué fruto obtuvisteis entonces? (Cosas) de las que ahora os avergonzáis. Ya que su fin es la muerte. a Ahora, en cambio, habiendo sido liberados del pecado y habiendo sido hechos esclavos de Dios, tenéis como fruto la santificación y (como) fin la vida eterna. a Porque el salario del pecado (es) la muerte, mientras que el regalo de Dios (es) la vida eterna en Jesucristo nuestro señor. 7 ' ¿O acaso ignoráis, hermanos —estoy hablando a -personas que conocen leyes— que la ley (no) domina al hombre (sino) mientras vive? 2 E n efecto, una mujer casada está ligada a su marido (mientras éste) vive. Si muere el marido, empero, queda libre de la ley del marido. i Así, mientras su marido vive, se la tratará como adúltera si se vuelve de otro hombre. Pero si muere el marido, queda libre de la ley (del marido), de manera que no comete adulterio si se vuelve de otro hombre. 4 D e esa manera, hermanos míos, vosotros habéis sido muertos a la ley por el cuerpo de Cristo, para volveros de otro —del que fue resucitado de entre los muertos— y para fructificar para Dios. 5 Porque cuando estábamos en la carne, las pasiones de los pecados, estimuladas por la ley, trabajaban en nuestros miembros de manera que fructificáramos para la muerte. 6 Ahora, en cambio, se nos liberó de la ley por haber muerto a lo que nos tenía atados, así que podemos servir en la novedad del espíritu y no en la vejez de la letra. 7 ¿Qué habrá que decir, entonces? ¿Que la ley es pecado? ¡Jamás! Con todo, yo no conocí el pecado sino por la ley. Porque no hubiera llegado a saber qué era la codicia si la ley no dijera: «No codiciarás». 8 Pero el pecado, aprovechándose, por medio del precepto suscitó en mí toda clase de codicia. Porque sin la ley, el pecado (está) muerto. 9 Pero yo estaba vivo, sin ley, en un tiempo. Sólo que, cuando llegó el precepto, el pecado comenzó a vivir. 10 Y yo, por el contrario, morí. Y el resultado para mí fue que el mismo precepto dado para vida sirvió para muerte. u Porque el pecado, aprovechándose, por medio del precepto me engañó y, también por medio de él, me mató.
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12 Así, por lo tanto, la ley misma es santa y el precepto santo, justo y bueno. 13 Siendo así, ¿lo bueno se convirtió en muerte para mí? ¡Jamás! Pero el pecado, para manifestarse pecado, por medio de algo bueno me produjo la muerte, a fin de que el pecado, por medio del precepto, se volviera exageradamente pecaminoso...
El capítulo cuarto trataba de Abrahán —padre, en cierto modo, «Ir toda la humanidad religiosamente dividida por la Ley— a partir ilc datos de la fe judía consignada en la Biblia. Asimismo, el capí lulo quinto trataba —siempre según el principio enunciado de muñera abstracta al final del capítulo tercero— de la humanidad culera no bajo el rótulo de hijos de Abrahán, sino de hijos de Adán, pero basándose esta vez en datos de la fe cristiana. Los capítulos sexto y séptimo tratan de la situación en que ese mismo principio coloca a los cristianos o, para expresarse en los lí'rminos técnicos de la época, a los «bautizados» en el nombre de Jesús. Y precisamente por eso extraña observar que estos capítulos, sobre todo en lo que respecta a su orden general, sean los nnis inconexos, titubeantes y débiles entre los ocho primeros que Hinlizamos \ 1 Al decidir investigar la cristología paulina basándonos en la lectura y ">mrntaiio de los ocho primeros capítulos de Romanos, hemos hecho, sin i|iiiTcr, una opción teológica, ya que no para todos es obvia la razón que los une entre sí y los separa de los restantes (y, en particular, de los capítulo» 9-11). «Por supuesto que se puede discutir en qué medida esos tres ntpflulos (6-8) pueden ser incluidos con razón en la misma categoría de ION anteriores. El Dr. Liddon, por ejemplo, resume su contenido como 'l.a justificación considerada subjetivamente y en sus efectos sobre la vida y !n conducta. Consecuencias morales de la justificación: a) Vida de justiiii'iu•ion y pecado (6,1-14). b) Vida de justificación y ley mosaica (6,15-7,25). i') Vida de justificación y la obra del Espíritu Santo (8)'. El problema de la lrn¡liin¡dad de este resumen está estrechamente ligado al problema del significado del término 'justificación'. Si justificación significa iustitia infusa, m Irmas de iustitia imputata, entonces no hay por qué discutir el que se |ioiiKiin los capítulos 6-8 bajo esa categoría. Pero, ya hemos dado las razones i|nr nos llevan a tener una opinión diferente. Los viejos teólogos protestanIm distinguían entre justificación y santificación, y pensamos que tenían itf/ún, tanto en la distinción como en referir los capítulos 6-8 al segundo liVinmo y no al primero» (ICC 1,38). Precisamente, constatar cómo quedal(n incompleto, superficial y sin sentido propiamente «antropológico» el conIcnido de los cinco primeros capítulos sin los tres restantes, es nuestro aruiiiiicnio de peso para rechazar la distinción de contenidos y hacer entrar U justicia (o santificación) dentro del término «justificación» en el lenguaje ilr l'ublo (como trataremos de mostrar al resumir todo este desarrollo en el
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Decimos que es extraño porque parecería lógico esperar que, llegados a la situación en que Pablo es, por así decirlo, el mayor experto, esos capítulos reflejaran una especial maestría, fruto en parte de su experiencia única; pero no es así. El lector podrá comprobar esto y, al mismo tiempo, hacer un descubrimiento importante: percibir, aunque sólo sea de manera vaga, cuál es el punto donde Pablo tropieza con la dificultad: ¿están los cristianos, los que creen en Jesucristo, más libres del Pecado que el resto de los hombres? Parecería que Pablo teme contestar que no. En efecto, entonces, ¿para qué ser cristiano? ¿Cuál sería en ese caso el valor salvador y liberador de la fe en Jesucristo? Pero podemos suponer que también teme responder que sí, reintroduciendo de ese modo un privilegio, cuando su preocupación mayor ha sido mostrar a toda la humanidad en igual situación —sin ventajas— ante el juicio de Dios. Sea como sea —ya nos ocuparemos de ello—, los capítulos sexto y séptimo forman una unidad bastante clara hasta llegar a 7,14. Si el bautismo es la puerta de entrada por igual de paganos y judíos convertidos a la comunidad de Jesús, Pablo muestra que ese bautismo apunta a la liberación del Pecado o, mejor, como él dice y desarrolla, significa una «muerte» que libera del Pecado, tema predominante en el capítulo sexto (destinado sobre todo a los paganos), y que libera de la Ley, que es a su vez la «fuerza» del Pecado (cf. 1 Cor 15,56), tema predominante de la primera parte del capítulo séptimo (parte destinada sobre todo a los judíos). ¿Qué sucede con la última parte del capítulo séptimo, es decir, con los vv. 14-25? Aunque se mantenga hasta allí esa indecisión o ambigüedad que señalábamos, parecería que a partir del v. 14 Pablo se decide sin reticencias por el no. El hombre en cuanto hombre es puesto frente al Pecado y analizado en los mecanismos que en cualquier situación —pagano, judío o cristiano— lo llevan a hacerse esclavo de él. Pablo llega así a los enunciados de mayor audacia y de mayor profundidad, aunque el precio que tenga que capítulo IX de esta parte). Por lo demás, basta fijarse en los detalles más significativos para percibir que Pablo repite en estos tres capítulos (6-8) la mayoría de los datos fundamentales de los anteriores; esto indica que no tiene conciencia de haber cambiado de contenido o de haber pasado a una segunda parte. Está todavía frente al mismo planteamiento y al mismo desafío de los primeros capítulos.
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nugiir sea el de rehacer en todo un capítulo (el octavo) el tema de Irt verdadera liberación. lillo nos ha llevado a pasar esta vez por encima de la división nilllicial de los capítulos y a tratar como un todo el capítulo sexto IIUÍK líi primera parte (vv. 1-13) del séptimo, dejando para un análinis separado y posterior el resto del capítulo séptimo (vv. 14-25). líntremos, pues, en el capítulo sexto. La actual división por mpílulos percibe con acierto que en 6,1 Pablo aborda un tema mirvo. A raíz de la seguridad de victoria con que nos había dejado I paralelismo del capítulo quinto, alguien, no muy desencaminado i primera vista, podría concluir que valía la pena aumentar el peii lo o permanecer en él para dar así mayor brillo a esa victoria I. r.contada de antemano (cf. 6,1). A ello responde Pablo con un «¡jamás!» (6,2). Y la explica• n"ni es, sin duda, que la Gracia vence tanto más cuanto más libera 11 vida y el obrar del hombre de la esclavitud del Pecado. Pero el argumento entra en un nuevo campo. Echa mano de un m'.iriimento distinto del utilizado en el capítulo anterior y propio l' la comunidad cristiana, el rito de iniciación por el que se pasa 1 M.T miembro de ella, el bautismo. Paganos y judíos, una vez con• nidos, pasaban igualmente por él. Pues bien: aunque el rito actual del bautismo nos sugiera la lilni de limpieza, de un baño purificador reducido a la mínima expresión de unas gotas de agua derramadas sobre la cabeza del t'iilcaimeno, en la Antigüedad tenía (sobre todo en el mundo simbólico del helenismo con sus religiones de misterios) dos imporlnuics diferencias significativas. Una surgía de la concepción cultural, hoy perdida, de que en rl ligua residía el origen de la vida; según la otra, el rito implicaba nuil inmersión de todo el cuerpo, que sugería una especie de muerte o sepultura seguida de una emersión, imagen a su vez de una vida nueva. lín otras palabras: si el bautismo fue usado por Juan (y por la primitiva comunidad de Jerusalén; cf. Hch 2,38) en el sentido dr un baño purificador de pecados, así como por el judaismo con l( is prosélitos para señalar la nueva pureza ritual 2 , en la comunidad 1 Según Bultmann esta idea sería la que prevalecía en el mundo judío, romo acontece con el bautismo para la remisión de los pecados de Juan el Hiiiitista y aun de la primitiva Iglesia de Jerusalén (cf. Hch 2,38), así como en el bautismo que se imponía a los prosélitos del judaismo. Bultmann, no til) razón (aunque no podamos seguir aquí su razonamiento que se refiere
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cristiana de Pablo es apto como signo del gran acontecimiento, del dato trascendente propio de la fe cristiana: Jesús muerto y resucitado por Dios a una vida nueva y superior (cf. 6,4). El catecúmeno, por el bautismo, se adhiere a ese hecho y funda en él su propia vida, se «asimila» al doble aspecto de muerte y resurrección (cf. 6,5). Esta asimilación, como es lógico, debe transformar al hombre que pasa por ella, como Jesús mismo fue transformado, según las experiencias que tuvieron de él sus discípulos. Y, si hay transformación, hay algo pasado, «viejo», que se va, y algo nuevo que llega (cf. 6,6). Ese «hombre viejo» que desaparece, que «muere» en el bautismo es precisamente el «esclavo del Pecado». El nuevo que nace es el que «es declarado justo del Pecado» (6,7). Con esta «muerte» se simboliza la vida nueva que derrota a la Muerte en la resurrección (cf. 6,8.11). Y aquí comienza Pablo la división de su argumento. Se dirige primero a los paganos (6,12-23); después a los judíos (7,1-13) de la comunidad de Roma.
La vida nueva residirá, pues, en no obedecerles, lo cual, por lo mismo, debe ser algo posible. Y es sin duda importante y significativo que Pablo, después de establecer el principio abstracto con que termina el capítulo tercero —al que debemos suponer que permanece fiel—, no saca, al llegar a los cristianos, la consecuencia que parecería más lógica: conservad la fe, defendedla, fortalecedla. Y decimos que ello sería lo lógico si se piensa que ahí está lo que, aun dejando al hombre esclavo real del Pecado, le abre las puertas de una justicia que le es «contada» jurídicamente a pesar de que en rigor no la posee. Se dirá que Pablo, implícitamente, es cierto, hace esa exhortación a la fe. Pero ello sería aún más valioso para nuestra hipótesis, porque estaría hablando de la fe cuando insiste a lo largo de todo el capítulo en un proceder nuevo, que antes no era posible y que ahora sí lo es. «No reine, por tanto, el Pecado en vuestro cuerpo 3 mortal de modo que obedezcáis a sus deseos, ni ofrezcáis ul pecado vuestros miembros como armas de injusticia, sino ofreceos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos y (ofreced) a Dios vuestros miembros como armas de justicia. Porque el Pecado ya no dominará más en vosotros...» (6,12-14). Decíamos al comenzar el análisis de este capítulo que Pablo parecía dudar de algo que, por otra parte, asegura aquí con un futuro que sugiere certidumbre: el Pecado no dominará más, y ello en lo que toca a los cristianos. Veamos primero lo que parece apoyar ese futuro y después lo que pone un signo de interrogación en él. El texto que acabamos de citar es el más claro para mostrar que en el pensamiento de Pablo no es compatible que el hombre siga esclavo del Pecado una vez que su fe en Jesús lo lleva al bautismo. Muestra además cómo la preocupación de Pablo se centra
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1) La primera parte, pues, trata de cómo la muerte y la resurrección de Jesús, significadas en el bautismo cristiano, afectan al hombre y lo liberan. No se hace prácticamente mención de la Ley (con excepción de 6,14-15), pero se insiste en el resorte que llevaba al hombre a engañarse a sí mismo, a enredarse en la idolatría y caer así en la esclavitud del Pecado que «tiene presa a la verdad en la injusticia» (1,18). Ese resorte, como vimos en el primer capítulo, está constituido también aquí por «los deseos», epithymiai (6,12). a otros aspectos) atribuye a Pablo una cierta tendencia a desritualizar, si así podemos hablar, la comunidad cristiana. Así, convierte el bautismo, rito de iniciación y purificación en el judaismo y en la primera comunidad palestina, en algo que es, al mismo tiempo, memorial de e incorporación a la vida, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret. De acuerdo con Bultmann, Pablo habría sacado del contexto helénico de las religiones de misterio la imagen del agua como fuente de vida. De ahí que la inmersión completa y posterior emersión aparecieran como identificación del iniciado con la muerte y resurrección de Jesús (cf. R. Bultmann, op. cit., I, pp. 140ss). De todos modos, la forma actual del sacramento, sin inmersión, y la diferencia cultural que ya no asocia el agua con el origen de la vida, hacen casi impenetrable para el cristiano de hoy lo .que era fácil de percibir para el del tiempo de Pablo.
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«Algunos limitarían la referencia de 'en vuestro cuerpo mortal' al cuerpo físico, pero es mejor interpretar que Pablo se refiere, con 'el cuerpo', a la totalidad del hombre en su (naturaleza) caída» (ICC 2,317). A lo que dice el comentarista podríamos añadir lo que Ortega y Gasset llamaría «la circunstancia» del hombre: lo que le rodea y forma parte integral de su vida humana. Ya indicamos que, como ocurre en varios lugares, lo más probable es que Pablo no se atreva a usar demasiado una metáfora que la cultura griega no comprendía —la de «carne»— y la sustituya por una palabra que, aunque puede dar origen a malentendidos, puede ser comprendida y corregida por el contexto. Sirva este ejemplo, por lo demás, para probar que «los datos del lenguaje son inexorables» (cf. supra, nota 8 a la p. 419).
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en el nuevo obrar que es posible desde entonces. Insiste en que «actuemos en la novedad de la vida» (6,4). Pero hay más argumentos en esta línea: Pablo, en este capítulo, compara dos situaciones existenciales que difieren precisamente por un uso distinto de los instrumentos más directos que el hombre tiene para obrar y que aquí, como en el capítulo siguiente (cf. 7,23), Pablo llama, de un modo genérico, «los miembros» (6,13.19). Insistimos en que este término gráfico es sinónimo en Pablo de instrumentalidad en general. ¿Por qué? Porque siempre aparece mediando entre la intención y la reaÜzación del hombre. Y ello no es propio únicamente de los miembros corporales. Así, en este capítulo son llamados dos veces «armas de...», es decir, instrumentalidad puesta al servicio de un proyecto o intención. En otras dos ocasiones este capítulo muestra a «los miembros» al servicio de la impureza o de la justicia, y Pablo añade «como esclavos», lo cual, se refiera a la persona que los posee o a los miembros mismos, indica que en el hombre constituyen la causa de lo alienable que afecta a la actividad. El «yo» no se puede vender o alquilar, pero sí la instrumentalidad que lo acompaña. Esta especie de independencia, donde debería haber subordinación en la relación proyecto/realización, está aún más subrayada en el capítulo séptimo, donde veremos que «los miembros», como todo instrumento, deben obedecer a dos imperativos o leyes distintas, aunque de hecho sirvan sólo a una de ellas. De esas dos leyes, una procede de «fuera», por así decirlo, o por lo menos de fuera del «yo», es decir, de la libertad del hombre. La otra sería la del «hombre interior» del cual son precisamente miembros. Esta última, sin embargo, constituye una especie de utopía que la realidad desmiente, la de un ser libre que dispone del universo para sus proyectos. Lo que realmente sucede es que los miembros o instrumentos tienen su propia ley, la que les impone no su supuesto dueño, sino la naturaleza. Es la naturaleza, en efecto, y no el hombre, quien dictamina cómo se debe usar un martillo, porque los límites y características de su actividad pertenecen a su esencia y son, en su inmensa mayoría, independientes de quien lo maneje. Por eso, lo que Pablo llama en sentido estricto «ley de los miembros» es la sorda oposición que cualquier tipo de instrumentalidad opone a las intenciones libres de una persona. Eso hace, como decíamos, que el término «miembros» comprenda mucho más que los instrumentos ínsitos en el cuerpo
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mismo. Ley de los miembros son también los mecanismos que regulan las relaciones sociales, impidiendo al hombre servirse de ellas y llegando a servirse del hombre para consolidarse y valer. Pablo habla repetidas veces de esos comportamientos fijos, al parecer inconmovibles, que regulan las relaciones específicas que el hombre debe tener con la mujer, el esclavo con el hombre libre, el judío con el pagano, y que desafían su libertad y creatividad (cf. 10,12 y sobre todo 1 Cor 12,13-14; Gal 3,28; Col 3,11). Hay, pues, según Pablo, una novedad fundamental correlativa al bautismo y a lo que éste significa: la posibilidad de sacar la instrumentalidad humana del servicio de la injusticia para pasarla al servicio de la verdad, es decir, de las justas intenciones del hombre (cf. 6,13-19). Es interesante que Pablo, recordando la situación anterior, confirme la hipótesis que ya adelantamos sobre la relación intrínseca entre Pecado y Muerte. Refiriéndose a una época en la que la instrumentalidad estaba puesta al servicio de la injusticia, pregunta: «¿Qué fruto obtuvisteis entonces?». Y contesta: «(Cosas) de las que ahora os avergonzáis. Ya que su fin es la Muerte» (6,21). El «avergonzarse» de la propia actuación tiene, en efecto, íntima relación con lo que hoy llamaríamos alienación. Como actitud, consiste en una tentativa de renegar de lo que se ha hecho para que otros asuman la responsabilidad; en una palabra: poner distancia entre el yo libre y la obra realizada. Sumemos esas «distancias», esos desconocimientos del propio obrar, y tendremos al fin una vida vacía, la Muerte. Pero en los términos mismos en que Pablo establece esa relación íntima entre Pecado y Muerte encontramos un nuevo argumento del realismo con que considera la posibilidad de una nueva justicia. Decíamos que Pablo, lejos de desinteresarse —a causa de una gratuita «declaración de justicia» forense debida a la fe— por el resultado y la calidad del obrar humano, parecía medir la fe por el resultado (cualitativo) de ese obrar. Ahora bien: el término empleado, «fruto», no es otra cosa que una metáfora para la palabra resultado. Y cuando los resultados (o frutos) parciales se suman, tenemos el fin, el resultado remoto y definitivo. Así, en griego, la palabra karpós designa el resultado inmediato y telos el mediato y definitivo. Pues bien: el antes y el ahora (cristiano) se distinguen por sus frutos y sus fines respectivos: «Cuando erais esclavos del Pecado erais libres de la Justicia. ¿Qué fruto obtuvisteis entonces? Cosas
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de las que ahora os avergonzáis. Ya que su fin es la Muerte. Ahora, en cambio, habiendo sido liberados del Pecado y habiendo sido hechos esclavos de Dios, tenéis como fruto la santificación4 y como fin la Vida eterna» (6,20-22) s . Es, por tanto, significativo que tanto Muerte como Vida eterna aparezcan, una vez más, como consecuencias del obrar. No se menciona (explícitamente) la Fe, pero si el bautismo es su signo, la fe tiene que consistir en un modo de obrar que caiga dentro de esa alternativa final. Se confirma así la hipótesis ya adelantada de que Pablo no entiende nunca por fe un sustituto del obrar del hombre, sino un modo gratuito, audaz y creador de actuación, el mismo que caracterizó a Abrahán y el único que, por su constitución interna, antropológica, no está destinado a la alienación y a la Muerte, sino a resucitar y a no morir más. A pesar de todo esto, no se puede negar que hay también en esta primera parte argumentos contrarios que nos llevarían a pensar que ni siquiera el bautizado está libre del Pecado, es decir, de ser o volverse esclavo del Pecado. Sorprende en estos ocho capítulos doctrínales de Pablo —su carta de presentación teológica a una comunidad supuestamente no conocida—, en los que el género literario es, con toda lógica, expositivo, constatar que el capítulo sexto se vuelve en buena parte exhortativo. Es cierto que en una ocasión se usa, como vimos, el futuro • para declarar que «el Pecado ya no dominará más en vosotros, ya que no estáis bajo la Ley sino bajo la Gracia» (6,14). Pero la frase está rodeada, por lo menos desde el v. 11 al 19, por impe4 Esta palabra puede tener en Pablo dos significaciones. Una, la derivada del uso bíblico, donde «lo santo» es lo consagrado a Dios, o separado para él (de lo profano). Otra, la derivada del uso más helenístico, que se refiere más a la perfección moral. El argumento vale en ambos casos. 5 Tal vez sería mejor designar las dos causalidades respectivas como eficientes, más bien que como finales. De todos modos, es importante y sintomático que el término griego telos —tan decisivo para comprender el resultado final de la acción del hombre frente a la de Dios— no sea explicado por los comentadores que habitualmente seguimos. Habría que forzar mucho el pensamiento y el vocabulario de Pablo para hacer que la «justificación» signifique sólo una declaración externa de que es justo alguien que, antropológicamente hablando, sigue siendo el mismo de antes. Tampoco hay que pensar, como lo estamos viendo en el texto, que el hombre «justificado» se vuelva automática y, sobre todo, totalmente justo. No obstante, Pablo es claro en señalar que una línea de conducta justa comienza y se desarrolla en él con fines —o resultados— inmediatos y mediatos.
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rativos que exhortan a eso mismo que ha sido dicho en futuro como seguro e inevitable: «No reine, pues, el Pecado...» 6,12). Y tenemos, aunque no aquí, una razón importante para pensar que esa liberación, en efecto, no es inevitable y segura. Para comprenderlo conviene tener en cuenta que el tema de la liberación de la Ley, el Pecado y la Muerte no es, como vimos, privativo de Romanos. Aparece asimismo en Gala tas y en la primera carta a los Corintios, sólo que en Romanos el orden de esa liberación es distinto del de las otras dos cartas. El lector recordará el pasaje, ya citado en el capítulo anterior, de 1 Cor 15,55-56, donde Pablo muestra cómo la resurrección significa una victoria sobre la Muerte (último enemigo) y, por tanto, sobre su «aguijón», es decir, el Pecado, y sobre «la fuerza» del Pecado, que es la Ley. Remontando, pues, el proceso de esa victoria liberadora, parece lógico haber comenzado por la liberación de la Ley, para luego tratar la liberación del Pecado (en su generalidad, con o sin Ley) y llegar así a la liberación de la Muerte. De hecho es el orden que sigue Pablo en la carta a los Corintios, cuando les enseña a liberarse de la Ley dejando de preguntar qué es lícito o ilícito para pasar a preguntar (como aquel que no está ya bajo el pedagogo) qué es conveniente. Pero como el Pecado, aun privado de su mayor fuerza, la Ley, puede todavía engañar al hombre, Pablo añade que, si bien todo es lícito y hay que preguntar por lo conveniente, él no se dejará dominar o esclavizar por cosa alguna (cf. 1 Cor 6,12). Aduce como ejemplo precisamente uno de esos «deseos» del corazón del hombre que, aun sin Ley, lo llevan a autoengañarse y a caer bajo la esclavitud o dominio del Pecado. El mismo orden sigue en Gálatas. Después de advertir que la Ley fue nuestro pedagogo hasta Cristo y que ya no estamos bajo el pedagogo (cf. Gal 3,24-25) porque Cristo nos liberó para que fuéramos realmente libres, añade la advertencia: «Sólo que no toméis de esa libertad pretexto para la carne» (Gal 5,13). Entendiendo por Carne el punto de origen de los deseos (cf. 13,14; Gal 5,16.24), comprendemos que, como ocurría en el caso de los paganos, el Pecado, aun privado de su fuerza mayor, la Ley, puede todavía seducir al hombre y esclavizarlo. Por eso Pablo pasa de la liberación de la Ley a la del Pecado. Al comenzar, en cambio, este capítulo —que continúa en 7,1-13— vemos que Pablo sigue el orden que le ha sido dictado
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por el comienzo de la carta. Allí establecía, en efecto, primero la esclavitud del pagano, sin Ley, con respecto al Pecado, para pasar luego a la del judío, esta vez frente a la Ley. Así invertía el orden Ley-Pecado-Muerte por lo que se refiere a los dos primeros términos. Ese es probablemente el orden en el que piensa cuando comienza a tratar el tema de la liberación con respecto a la esclavitud anterior. También puede haber influido en esta inversión el deseo de respetar algo que es típico de Romanos, la explicación de las tres etapas temporales del plan de Dios sobre la humanidad. Lo cierto es que, al no comenzar con la liberación de la Ley, tiene probablemente una cierta dificultad (suplementaria) en mostrar cómo la fe, a nivel cristiano, libera con seguridad al hombre del Pecado. No hay que olvidar, en efecto, que Pablo usa el término fe en oposición a «obras de la Ley». Y aunque también la fe haya actuado en el pagano Abrahán, ello no es demostrado (antropológicamente) por Pablo, sino afirmado apoyándose en un versículo de la Biblia. Es cierto que, como dijimos, Pablo no emplea aquí explícitamente el término fe, pero se refiere a su signo exterior, el bautismo. Una razón más consiste en que la única frase que Pablo escribe en futuro y da señales de certidumbre en lo que se refiere a la liberación es también la única que menciona la Ley: «El Pecado ya no dominará en vosotros porque no estáis bajo la Ley sino bajo la Gracia» (6,14) 6 . 6 «La Ley es usada aquí en un sentido limitado: 'la Ley (en cuanto nos ordena)', "(la condenación de) la Ley'. Que éste sea el sentido que se pretende darle, queda sugerido por el modo como Pablo continúa su argumentación en 8,1 con 'por todo esto ya no hay condenación alguna para quienes están en Cristo Jesús' (hay que entender 7,7-25 como una explicación necesaria de 7,1-6). Pero, tal vez el pensamiento sobre la ley vaya más lejos, en la medida en que, por un mal uso de ella, se convirtió en opresión. Que —tengan paciencia muchos comentaristas— el sentido no es que se nos haya librado de la ley simplemente, queda suficientemente claro en el v. 25b (cf. w . 12 y 14a; también 3,31; 8,4; 13,8-10)» (ICC 2,338). La exégesis es sutil y críptica. Daría la impresión de que, para el comentarista, la Ley debería conservar su imperio para que el hombre siguiera siendo pecador. Pero Pablo dice muchas veces que ya no estamos «bajo la Ley». Además, en la primera parte del capítulo séptimo (vv. 1-13) muestra cómo, por la muerte, quedamos simplemente —lo más simplemente que se puede estar liberado— liberados de la Ley. Lo que sí habría que tener en cuenta es que ese simplemente se refiere a «liberados», no a la desaparición o inutilidad de la Ley (cf. 3,31). Estamos liberados simplemente de la Ley en cuanto la desplazamos, es decir, cuando de «debajo de ella» pasamos a situar-
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Pero, aun así, ¿existe seguridad? ¿Se trata de un proceso irreversible de liberación? La carta a los Gala tas indica claramente que no: «¡Oh insensatos Gala tas! ¿Quién os fascinó a vosotros, ante quienes fue presentado Jesucristo crucificado?... Comenzando por Espíritu, ¿termináis ahora en Carne?» (Gal 3,1.3). Y explica luego: «Soy yo, Pablo, quien os lo dice: si os dejáis circuncidar, Cristo no os aprovechará nada... Habéis roto con Cristo todos cuantos buscáis la justicia en la Ley. Habéis caído de la Gracia» (Gal 5,2.4) 7 . En otras palabras: parece ser convicción de Pablo que la Ley agrava o por lo menos pone más de manifiesto una tendencia ya ínsita en el hombre —en su Carne— a esclavizarse al Pecado en la medida misma en que no puede sobrellevar el peso de una conducta gratuita y libre. Sea lo que fuere con respecto a la Ley, Pablo parece indicar aquí con sus exhortaciones que después del bautismo, aunque el Pecado pierda (sobre todo perdiendo el apoyo de la Ley) su fuerza compulsiva y aunque toda la lógica existencia del bautismo y su contenido simbólico apunte a una liberación de su antigua esclavitud, ésta es aún posible. Queda en las manos del cristiano volver a su yugo o salir de él. Y debe saberlo así: «¿No sabéis que cualquiera que sea aquel a quien ofrezcáis obediencia como esclavos, os hacéis esclavos de él, ya sea del Pecado para la Muerte, ya sea de la Obediencia para la Justicia?» (6,16). Importa recordar que en el exordio de la carta a los Romanos, Pablo ya habló de «la Obediencia de la Fe» (1,5). A ella o, mejor dicho, a su contenido pleno se alude inmediatamente aquí, como indicando que Pablo sabe lo que de hecho han escogido los cristianos de Roma: «Gracias a Dios, vosotros que fuisteis esclavos del Pecado habéis obedecido de corazón al modelo de doctrina a que habéis sido transferidos...» (6,17). En otras palabras: parecería que los cristianos tienen, en la doctrina que hace de la vida, muerte y resurrección de Jesús el modelo de toda existencia humana, datos más precisos y razones más claras para hacer esa apuesta radical —obediencia a la fe— nos, como hijos, «por encima» de ella. Obvio es decir que este simplemente no equivale a fácilmente, como lo muestra la segunda parte del capítulo séptimo. 7 «Hemos caído en des-Gracia» traduce, de acuerdo al sentido, la Nueva Biblia Española (loe. cit.). «Habéis sido degradados de la Gracia» sería también una traducción correcta y literal.
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que todo hombre en cualquier circunstancia pudo y podrá hacer y que resplandece ya en el «pagano» Abrahán: considerarse y vivir «como vivo de entre los muertos» (6,13) o, lo que es lo mismo, «creer en aquel que resucita a los muertos» (4,17). Así, el plan de Dios consistiría en llevar a los hombres «de fe en fe» a la justicia (1,17) y podríamos de esta manera abarcar de una sola mirada todo el proceso, desde su «tesis» universal, pasando por su «antítesis» particular, hasta su «síntesis» donde la universalidad recobrada se encarna en la singularidad de Jesucristo. Por supuesto que atribuir a Pablo estas sutilezas dialécticas puede parecer pedante, cuando no desatinado. Lo es si se toman en cuenta los términos técnicos. Pero ello sólo prueba que el modo de pensar dialéctico es más antiguo que Hegel y que está basado en una manera natural, para el pensamiento del hombre, de captar procesos. Por otra parte, cabría desafiar a cualquier exegeta a que analizara, en forma que no fuera estrictamente dialéctica, el papel que la carta a los romanos atribuye al otorgamiento de la Ley por parte de Dios y, consiguientemente, a la etapa que comienza y termina con ella. La prueba de esto es que, al comenzar a estudiar la significación de la fe cristiana a partir de la liberación del Pecado, y no de la liberación de la Ley, le falta «fuerza» —la Ley es la «fuerza» del Pecado— al argumento de Pablo en el capítulo sexto. Parecería, en efecto, que hemos retrocedido de la certidumbre con que nos dejaba el capítulo quinto, con su paralelo entre Adán y Cristo, y que, contrariamente a lo que se supone nos viene de Adán, lo que nos viene de Cristo va a depender del uso que haga aun el cristiano de su libre albedrío, con la consiguiente eliminación de una respuesta unánime y universal.
Dijimos que el capítulo séptimo no era otra cosa que la continuación del sexto, sólo que Pablo, después de haberse dirigido a los cristianos de Roma procedentes del paganismo, pasa ahora ¡i dirigirse a los convertidos del judaismo. No es extraño, pues, que en esa continuidad el bautismo cristiano siga ofreciendo razones al argumento de Pablo. El tema bautismal —muerte y resurrección a una nueva vida— nos mostraba al «hombre viejo», con sus deseos, crucificado, para revivir a una vida semejante a la de Jesús resucitado, donde la Muerte, sin la base del Pecado, se desmorona. Así, el bautismo continúa desempeñando en el capítulo séptimo el mismo papel significativo. Siendo una muerte a lo viejo, libera de los compromisos legales. Es algo obvio en muchos casos de la vida social; Pablo toma como ejemplo el matrimonio (cf. 7, 1-3). El matrimonio de su tiempo en el Imperio Romano significaba un contrato que ponía a la mujer bajo el dominio —o la ley— del marido mientras durase la vida de éste. Es interesante observar aquí lo que ya vimos a propósito de las relaciones trabajo-salario. Pablo comienza con el símil y termina enredándose en él, pero no se detiene en minucias y sale adelante con su argumento dejando la lógica imaginativa por el camino. Aquí la lógica, de acuerdo con la imagen, llevaría a identificar «la Ley» (debido a su dominio) con «el marido» y al hombre dominado por ella con «la mujer», valga la paradoja. Pero precisamente, de acuerdo con la imagen del bautismo, el que muere es el hombre, asociado a la muerte de Jesús por su inmersión en el agua. Es decir, que en los términos de la imagen original del matrimonio el que muere sería «la mujer»... Sin embargo, Pablo no se detiene por tan poca cosa. Para él, Jesús, sujetándose a la Ley y muriendo a causa de ella (cf. Gal 4,4; 3,13-14; 2,19), arrastra a la Ley en su muerte y así el hombre queda liberado de ella, es decir, «del marido», a condición de someterse en el bautismo a una muerte semejante a la de Cristo, es decir, a aceptar audazmente la maldición de la Ley y no buscar ya en ella una servil aprobación. Podemos decir, pues, que, a pesar de sus peripecias simbólicas, el argumento de Pablo es aquí muy claro y concluyente. El cristiano debe considerarse «muerto a la Ley» (7,4), «liberado» de ella como la mujer de «la ley del marido» (7,3); en una palabra: «se nos liberó de la Ley», pasivo divino que tiene por sujeto implícito a Dios (7,6).
2) La segunda parte comprende el desarrollo del tema de la liberación del cristiano frente a la Ley gracias a Cristo. Aunque esta primera parte del capítulo séptimo (vv. 1-13) esté lejos de ser clara, aquí sí notamos de inmediato que la liberación no admite dudas, por lo menos en teoría. La Ley y su obligación constituyen, en efecto, algo externo y jurídico. Probar que ya no estamos bajo su dominio parece mucho más fácil que probar que ya no estamos bajo el dominio de los deseos de nuestro corazón. Pablo se vale de un argumento también jurídico para demostrar que la Ley ya no nos tiene bajo su imperio.
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Todo es hasta aquí claro y cierto. La segunda etapa del plan de Dios cumplió su misión y pasó. Estamos en la tercera, a no ser que... Y ésta es una hipótesis loca que unificaría la primera con la segunda parte, retrotrayéndonos a las incertidumbres de la primera: ¿no tendrán los deseos del corazón cierta connivencia con la Ley? De todos modos notamos que aquí comienzan las dificultades, que irán creciendo a lo largo del capítulo. Podríamos decir que, como en todo proceso dialéctico, la antítesis no desaparece. Siempre queda algo de ella, lo positivo, pero también quizá la tentación de lo negativo... Eso es, en primer lugar, lo que comprobamos aquí. Pablo no niega que Dios haya hablado y haya expresado su voluntad en la Ley, no niega que la haya «escrito» (a través de un mediador, Moisés; cf. Gal 3,19). ¿En qué medida hemos sido liberados de la Ley? En la medida necesaria para que «seamos capaces de servir en la novedad del Espíritu y no (más) en la vejez de la Letra» (7,6). Sabemos que no debemos nada a la Ley, que no estamos bajo su poder «fascinante» (Gal 3,1), pero aún tenemos que distinguir entre su «letra, que mata, y el Espíritu que da vida» (2 Cor 3,6). Ahora bien: al separar «la letra» de la Ley de otra cosa que Pablo llama «el Espíritu» (o el espíritu) nos deja suponer que ese Espíritu —sea con mayúscula (lo más probable a causa de su poder vivificador) o con minúscula— tiene íntima relación con la Ley y que incluso el cristiano debe tener relaciones «espirituales» con ella o, para emplear una fórmula que aparecerá después, relaciones con «la Ley espiritual» (7,14). De todos modos estas relaciones serán tanto más difíciles cuanto que el hombre —también el cristiano— es «carnal» (7,14), no «espiritual» como la Ley o su auténtica lectura. Es el momento de volver con más precisión a lo que Pablo quiere decir con la oposición Carne-Espíritu y que a veces, por las razones ya indicadas, toma la forma de oposición Cuerpo-Espíritu, con el mismo sentido 8 . En realidad, el lector griego debió tener
la misma dificultad que nosotros para comprenderla, especialmente en lo que tiene relación con el sentido del término «carne» en su uso metafórico. Sólo a quienes ya conocían en su versión griega el Antiguo Testamento, la comprensión del término les podría resultar relativamente fácil con tal de tener en cuenta las sutiles modificaciones que Pablo introduce. A falta de esa preparación, sólo un cuidadoso examen del contexto hubiera podido orientarlo. Simplificando al máximo, «carne» es, en buena parte del Antiguo Testamento, sinónimo de creatura, un sustantivo que, extrañamente, falta en el lenguaje hebreo veterotestamentario. Y es sinónimo de la totalidad de la creatura, mientras que Espíritu designa normalmente a Dios, y particularmente a Dios actuando con su poder, creando, dirigiendo la historia, dando soplo de vida (espíritu = soplo) a todo cuanto alienta sobre la tierra (cf., por ejemplo, Sal 104,29). En principio, pues, la oposición Carne-Espíritu no indica una dualidad de elementos componentes de la naturaleza humana como cuando hablamos de cuerpo-alma. Es cierto que en el Antiguo Testamento la «carne» sola no existe. Si algo existe y vive es porque el Espíritu de Yahvé actúa y mora en ello, como soplo vivificador. Sin él, el hombre, como todo viviente, vuelve al polvo o a la nada. Así, aunque el Espíritu no sea una parte del hombre, es, por así decirlo, lo que hace hombre al hombre. Comienza por darle las posibilidades más grandes y generales de todo ser vivo: existencia, conocimiento, voluntad. Pero también se le atribuyen al Espíritu aquellas características que realzan esas cualidades generales: talentos originales, capacidades extraordinarias. Todo eso es obra de Yahvé y, por lo mismo, hay que atribuirlo a su Espíritu. «Carne» sigue designando a la creatura entera, pero precisamente en cuanto dependiente de Yahvé, incapaz por sí misma de nada importante y abrumada —cada vez más en la época de la literatura sapiencial— por la trascendencia terrible que separa, como por un abismo, a la creatura del Creador 9 .
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Bultmann, por razones exegéticas que resultan difíciles de explicar, comienza por un término relativamente claro como «cuerpo», en lugar de ir directamente al término más extraño de «carne». De ahí que, aunque finalmente sugiera su proximidad, no llega a ver cómo en muchas ocasiones Pablo busca inútilmente en el vocabulario griego un término que le permita
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designar lo que metafóricamente designaba en hebreo basar, es decir, «carne». En esos casos, Pablo fluctúa entre la traducción literal del término bíblico mismo, bastante incomprensible para el no iniciado, y el uso de un equivalente como «cuerpo», con sus ventajas e inconvenientes. ' De ahí algo importante para nuestro estudio. En el Antiguo Testamento, «carne» es un término cuyo contenido está en equilibrio entre dos actitudes: una negativa y otra positiva. Llamaríamos a la primera, en len-
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Volviendo a Pablo, descubrimos en él una gran influencia de ese concepto, al mismo tiempo que una notoria depreciación de toda relación con Dios basada en la «carne», es decir, en el temor reverencial de la creatura. Es este temor «carnal» (Gal 3,3) el que hace que los Gálatas, después de haber sido liberados de la Ley, intenten volver a subordinarse a ella en busca de seguridad. Cualquier lectura que haga la «carne» de la Ley, buscará su «letra», su tenor literal, el único capaz de brindar una (falsa) seguridad frente a lo trascendente. De ahí que, en el fondo, en la oposición letra-Espíritu el primer término pueda ser sustituido por «carne» y el segundo pueda, en nuestras lenguas modernas, ir tanto con minúscula como con mayúscula. Puede, en efecto, señalar el «espíritu» de la Ley, lo que le da sentido y utilidad, pero al que «la carne» no se arriesga nunca de por sí. Pero precisamente porque el hombre, con sus solas fuerzas, rechazará ese «espíritu» en busca de seguridad, el «Espíritu» podrá ir con mayúscula, designando así la fuerza que Dios da para vencer (con la fe) el miedo del hombre y hacerle descubrir el verdadero sentido de la Ley. Lo que sí es importante señalar en este punto es que, si bien la presencia del Espíritu de Dios en la comunidad cristiana constituye una experiencia de tipo similar a y continuación de la experiencia original de cómo el Espíritu resucitó a Jesús de entre los muertos (cf. 8,lss; 1,4; Gal 3,2-5), los cristianos siguen siendo creaturas —«carne»— y, en la misma medida, sujetos a la tentación de buscar apoyo frente al miedo en todo lo que parezca dar seguridad ante Dios (cf. 1 Cor 3,1-4) ,0 .
En otras palabras: es cierto que la liberación de la Ley es un hecho, más claro e irreversible, al parecer, que la liberación del Pecado (de la que habló el capítulo sexto). Pero las dos situaciones tienden a asemejarse en una cierta ambigüedad, ya que es necesario el Espíritu para tener «vida y paz» (8,6) al descubrir el espíritu presente en la Ley y dejar de aferrarse a su letra. Cuál sea el espíritu de la Ley Pablo ya lo ha dejado entender, hasta cierto punto, al hablar en capítulos anteriores de la fe. Esta libera al hombre de la obsesión de negociar con Dios, mediante «las obras» que se adaptan a la letra, su salvación. Lo libera para que sea dueño de sí en su actuar y no esclavo. Ahora bien: sí el hombre no se esclaviza a sus «deseos» en general ni a la «letra de la Ley» a causa de ese deseo particular que es el miedo a la libertad y si, como hombre maduro, se pregunta, como le exige Pablo, por «lo conveniente», sería superfluo preguntar a Pablo: conveniente ¿para qué? En efecto, estamos frente al sentido o «espíritu» de la Ley, que Pablo define así: «Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor. Pues el que ama al prójimo ha cumplido la Ley. En efecto, lo de 'no adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás' y todos los demás preceptos se recapitulan en esta fórmula: 'Amarás a tu prójimo como a ti mismo'. El amor no hace mal al prójimo. El amor es, por tanto, la Ley en su plenitud» (13,8-10). He aquí la base de la actitud de fe cuya obra es el amor (Gal 5,6) ". Una vez más, comprobamos que la liberación de la Ley es un hecho irreversible para Pablo, pero no lo es en la vida concreta del cristiano. Ni puede serlo mientras esté «en la carne» y actúen en él las fuerzas que asedian a toda creatura humana. Casi podríamos decir que caminar por esa senda entre dos abismos es como hacerlo por el filo de una navaja. De un lado tendremos los deseos en general; del otro, el deseo particular del miedo a la inseguridad (precio de la libertad). En segundo lugar, y siempre en relación con una posible vuelta de la antítesis, nos encontramos con que Pablo, siguiendo con el tema de la Ley y antes del análisis que va a hacer del hombre di-
guaje moderno, tendencia a la «secularización». En otras palabras: la criatura actúa como criatura buscando eficacia en lo creado. Así, el primer Isaías acusa a Israel de buscar ayuda en Egipto y no en Yahvé: «Egipto es humano, no divino, y sus caballos, carne, y no espíritu...» (31,3). En cambio, el Antiguo Testamento aprecia la tendencia opuesta: la actitud «religiosa» con la que Israel, grupos y personas, sintiéndose creadas, adoran y temen la trascendencia del Creador. Así, la esperanza escatológica del Tritoisaías es: «De luna nueva en luna nueva y de sábado en sábado, vendrá toda carne a prosternarse ante mí, dice Yahvé» (66,23). La originalidad de Pablo, aún hoy, consiste en haber reunido bajo el mismo signo negativo las dos tendencias de la «carne», la secularizante y la religiosa. 10 Pablo, contrariamente a lo que parecen dar a entender versiones modernas, no dice que el Espíritu haga que sirvamos. De acuerdo con la gramática griega, parece que hay que traducir «de manera que podamos servir» (cf. ICC 1,175), lo que acentúa el contenido antropológico: algo ha cambiado y, así, somos ahora capaces de lo que antes no éramos.
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La fórmula más breve, clara y exacta de esta función de la fe la encontramos en R. Niebuhr (op. cit., I, p. 272) al señalar cómo el primero de los presupuestos por los que, sin la fe, la relación yo-tú, básica para el amor, se torna imposible: «Si no se libera de la ansiedad, el hombre está tan enredado en el círculo vicioso de su egocentrismo, tan preocupado por sí mismo, que no puede desbloquearse para la aventura del amor».
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vidido (en los vv. 14-25), entra en una extraña consideración sobre las relaciones entre Ley y Pecado, consideraciones que, por otra parte, continúan uniendo cada vez más en un solo cuadro los dos dípticos que dedicara antes a analizar los mecanismos del Pecado en paganos y judíos. Decimos que esas consideraciones de la primera parte del capítulo séptimo son extrañas no sólo por su contenido, sino por dos circunstancias principales: el lugar en que las sitúa y el carácter personal que les da, empleando como sujeto de ellas un «yo» que no sabemos exactamente a qué o a quién corresponde, pero que, de un modo u otro, tiene que ser Pablo. Tal vez la espontaneidad con que éste escribe reste importancia a lo que podríamos llamar un desplazamiento temático. Puede tratarse de consideraciones que se le ocurren en el diálogo permanente que mantiene con sus interlocutores y que le lleva a presentarlos muchas veces haciéndole preguntas tan imaginarias como insidiosas. Esas preguntas pueden, es cierto, desviar por cierto tiempo la atención de Pablo del plan que, a pesar de tales meandros, va llevando adelante y que no carece, ni mucho menos, de unidad. En todo caso, Pablo parece hacer, y en primera persona, un último esfuerzo por mostrar cómo la Ley constituye una tentación para el hombre. En efecto, el argumento no hace aquí mención explícita del judío. Aunque sea éste quien tenga como característica la Ley, los argumentos de Pablo, especialmente aquí y en los versículos que siguen, se vuelven cada vez más antropológicos. «El Pecado, aprovechándose, por medio del precepto me engañó y, también por medio de él, me mató» (7,11), podría ser la conclusión a que llega Pablo con respecto a las relaciones PecadoLey. Pero si le preguntamos qué hizo concretamente el precepto (de la Ley) para engañarlo, Pablo responde: «yo no conocí el pecado sino por (el precepto de) la Ley» (7,7). Pero el engaño tiene que estar en otra parte, porque ésa es precisamente la finalidad esencial de la Ley en el plan de Dios: «la Ley no da sino el conocimiento del Pecado» (3,20). ¿Cómo puede, entonces, infiltrarse el engaño —el autoengaño— en ese conocimento proporcionado por Dios? Sigamos el ejemplo concreto que nos proporciona el mismo Pablo: «No hubiera llegado a saber qué era la codicia si la Ley no dijera 'No codiciarás'» (7,7). Esto, aunque no sea tan evidente como se podría desear, tiene, por lo menos, el mérito de una coherencia total
con lo anterior: por la Ley, el conocimiento del pecado. Pero ¿dónde está el engaño mortífero? Despejemos primero ciertas incógnitas. Pablo se refiere con el «no codiciarás» al decálogo bíblico, es decir, a algo no superficial y legalista, sino central en el querer divino en lo que atañe al obrar del hombre 12. No se trata de una tradición interpretativa y derivada, sino de una cita de la Ley en su expresión más directa y resumida. Hay, con todo, en esta «aparente» cita algo que hace pensar en un artificio sutil de Pablo para relacionar el Pecado bajo la Ley con el Pecado a secas, es decir, el Pecado de los judíos con el de los paganos. En efecto, Pablo sabe que no existe, en realidad, tal precepto en el decálogo. O en los decálogos, ya que existen varios (listas de unos diez preceptos similares), correspondientes a diferentes épocas y tradiciones. Desde el punto de vista exegético actual, esos «decálogos» están lejos, en su origen, de constituir una ley «moral». No apuntan al interior del hombre y sí a regular sus relaciones sociales. Así varían siguiendo las distintas situaciones históricas por las que pasa Israel (nomadismo, conquista de la tierra, monarquía). Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que sólo el paso de la independencia a la dependencia extranjera fuera de la Biblia y, dentro de ésta, la orientación ahistórica e interiorizante de la literatura sapiencial, han hecho de los decálogos una ley «moral». Sin duda, Pablo no posee esta visión retrospectiva, particularmente importante para interpretar un precepto que, a primera vista, «parece» moral, como el de no «codiciar» o desear. Pablo, sin embargo, no podía ignorar que ningún decálogo bíblico prohibe «la codicia». Tanto más cuanto que la palabra que aquí traducimos por «codicia» no es otra, en griego, que la que ya hemos encontrado varias veces: «deseo» (epithymia) 13. De ahí que nues-
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12 A su obrar moral, de acuerdo con la exégesis corriente en el tiempo de Pablo. Que los decálogos bíblicos fueran, más bien, lo que hoy podríamos llamar «constituciones» cívicas —breves y enunciando principios como la norteamericana— y no verdaderas leyes morales y que, por tanto, «codiciar» no fuera el pecado interno al que apuntaba el decálogo, sino que éste defendiera con tal mandamiento la propiedad privada (cf. Miq 2,2), incluso de la mujer, contra conatos efectivos de robo, no pasaba ciertamente por su mente. Sólo la exégesis moderna ha visto este punto con los elementos críneos de que hoy disponemos (cf. Von Rad, op. cit., I, pp. 347-354). 13 Así lo entiende correctamente Nueva Biblia Española (loe. cit.) traduciendo «no desearás», lo que permite al lector captar lo extraño de la
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tras versiones modernas de la Biblia traduzcan los preceptos relativos a la «codicia» en el decálogo por «no desear los bienes ajenos» o «no desear la mujer del prójimo». Se trata de dos puntos importantes. Primero: lo que se prohibe en la Biblia es el deseo que se hace búsqueda, es decir, la relación social que no respeta la propiedad ajena. Los decálogos bíblicos nunca prohiben actitudes interiores. Precisamente el paso del acto (externo) a la actitud (interna) es la clave de la nueva lectura que Jesús manda hacer de la Ley, ilustrándola, según Mateo, en el sermón de la montaña, con seis ejemplos (cf. uno de ellos en Mt 5, 27-28). Segundo: Pablo, al sacarle, de manera expresa e inesperada, el complemento al deseo —complemento que apunta al respeto a la propiedad— establece una conexión obvia con aquello que él mismo fijó como resorte de la esclavitud de los paganos al Pecado: los deseos del corazón. Parecería que Pablo, preocupado como siempre del juicio universal de Dios, elige a sabiendas un mandamiento (manco), el único que le permite mostrar que, con o sin Ley, el Pecado se apodera del hombre usando el mismo resorte fundamental. Pero ese resorte actuaba medíante el engaño. Volvamos, pues, a éste. ¿En qué sentido puede Pablo decir que, sin el precepto de no codiciar, no hubiera conocido lo que era la codicia? ¿O, si se prefiere, que, sin el «no desearás», no hubiera llegado a saber lo que era el «deseo»? (cf. en contra, 2,15). La explicación normal y lógica, insinuada además por el contexto, es que Pablo quiere decir que, sin el precepto, no hubiera conocido toda la fuerza, toda la extensión o todo el atractivo de la codicia-deseo. Para explicar esto tenemos dos hipótesis. La primera, que desechamos, es la bien conocida de la atracción especial por el fruto prohibido. El precepto generaría, por reacción, en el hombre un apetito fundado consciente o inconscientemente en la rebeldía. Pero el lector que haya seguido a Pablo hasta aquí habrá comprendido, sin duda, que el Pecado del que el hombre auto-
engañado, seducido, se vuelve esclavo no es nunca un pecado que llamaríamos «luciferino». La Ley «fascina» porque ofrece al hombre no rebeldía, sino facilidad y seguridad. La oposición de «las obras de la Ley» a «la Fe» estaba precisamente fundada en la carencia de audacia del hombre para actuar de manera gratuita14. Todo ello nos lleva a buscar la explicación por otro lado, ensayando un tipo opuesto de hipótesis. Si pensamos que Pablo, en esta segunda parte del tema liberación, consagrada a la Ley, habla especialmente a los cristianos convertidos del judaismo, lo más probable es que eche mano de sus propias experiencias cuando fue educado, como fariseo, en la interpretación de la Ley. Puesto que Pablo habla de la servidumbre a la letra de la Ley —lo que, por otra parte, es un argumento más contra la hipótesis de la rebeldía— es más probable que evoque un problema de su propia formación. En efecto, toda letra de ley que se pretende convertir en código moral que acompañe al hombre «desde que se levanta hasta que se acuesta» (Dt 11,19), resulta incapaz de tener en cuenta las circunstancias infinitamente variables en que debe ser aplicada y donde muchas veces un precepto entra en conflicto con otro. Si no se mata a esa letra, la letra mata... ¿Cómo? La seriedad misma con que se la toma (y ello era una característica innegable de los fariseos) obliga a prever su aplicación mediante una intrincada casuística. El hombre que, despreocupado, sigue un proyecto, se encontrará, aquí o allá, con la codicia que le acecha. Pero, el hombre ocupado escrupulosamente en prever todas las acechanzas posibles de la codicia descubre un mundo nuevo: sus infinitas variedades, sus innumerables y retorcidos caminos. Y no es que este descubrimiento suscite una codicia desenfrenada 1S. Aparentemente sucede todo lo contrario. El
formulación del mandamiento de Pablo, así como su relación con «los deseos» que aparecían en el capítulo primero. En castellano, en efecto, el «codiciar» ya posee un matiz referente a tener más, a tener lo que se ve que otro tiene, matiz que no es propio del verbo desear (o desear con fuerza) que corresponde al verbo griego que emplea Pablo y que, más que a un precepto del decálogo, apunta a un instinto incontrolado, a una pasión.
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14 No hay que pensar que, por el mero hecho de prohibir una cosa, la ley la vuelva atractiva (cf. ICC 2,350). La explicación de que el precepto limita la libertad del hombre y, por eso, le incomoda —explicación dada por el mismo comentarista— parece ser, en palabras más sutiles, una traducción exacta de la primera explicación rechazada. Otra explicación sería una referencia implícita a la serpiente del paraíso (ya que aquí, como en casi todos los pasajes que se refieren a él, el Pecado, en singular, está como personalizado) que incita al hombre con falsos razonamientos a desobedecer, oscureciéndole el corazón (cf. ibíd.). 15 «Es más sencillo entender que el pensamiento de Pablo es que, a pesar de que los hombres realmente pecan en ausencia de la ley, no reconocen de manera completa el pecado por lo que es (3,20) y que, aunque ciertamente experimentan la codicia por más que no conozcan los diez manda-
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descubrimiento de las omnímodas trampas de la codicia produce el temor a caer en ellas. Y el temor paraliza. Con lo que el cumplimiento de la intención de la Ley pierde todas sus posibilidades. El esclavo de la Ley es un «muerto» (7,11), esclavo asimismo del Pecado que lo ha «engañado» 16. Resumiendo lo visto sobre el capítulo sexto y la primera mitad del séptimo, encontramos paradójicamente que Pablo, al hablar de los bautizados, vuelve, en cierta manera, a reeditar los dos primeros capítulos. Allí constataba la esclavitud de jacto de paganos y judíos con respecto al Pecado. Aquí, aun admitiendo la posibilidad de liberarse de tal esclavitud, muestra los mismos mecamientos, sólo a la luz del mandamiento reconocen a la codicia por lo que es: la codicia que Dios prohibe, una desobediencia deliberada a la voluntad revelada de Dios» (ICC 2,348-349). Tal vez sea más sencillo, como dice el comentarista, pero quien siga ese camino se dará de bruces con todo lo que Pablo afirma sobre la libertad cristiana. Más vale tratar de mostrar cómo el haber «conocido» la codicia —a través de la letra de la Ley— hace caer al hombre en mecanismos que le impiden «reconocer» su propia obra. Dicho en otras palabras: cómo la atención que se invierte en la codicia deja de empujar hacia su realización los proyectos del hombre interior, con lo que éstos terminan por caer bajo el dominio de los mecanismos impersonales de «lo exterior» (cf. 7,14-25). 16 Esto tal vez nos permita explicar algo de Pablo que dejamos pendiente. Aunque sea un argumento ad homitiem, Pablo se gloría ante los Filipenses de que, con respecto a la justicia de la Ley, él es «irreprochable». Es decir, que la ha cumplido, lo que se supone era la intención de su yo, de su «hombre interior»... Examinamos esta aparente contradicción al hacer la exégesis de las grandes negaciones de Pablo: «Nadie será justificado por las obras de la Ley», «no hay uno que sea justo»; o las afirmaciones correlativas: «Judíos y griegos estamos todos bajo el Pecado» o «sea Dios veraz y todo hombre mentiroso...», en el capítulo tercero, Pero es aquí, en el séptimo, donde encontramos la solución de la antinomia. Aunque sea difícil y, en general, no conveniente para el plan de Dios, la letra de la Ley puede ser guardada irreprochablemente. Pero, ¿a qué precio? Al de no cumplir su sentido o espíritu. Al de volver al hombre todavía más esclavo del Pecado. Hasta el punto de no saber ya dónde se encuentra el sentido de la voluntad de Dios con la Ley y la culminación de ésta: en Jesucristo. En otras palabras: el autoengaño de buscar seguridad en la letra de la Ley lleva a ignorar la presencia del Dios que reveló esa Ley y su sentido. Pablo ha estado bajo el Pecado de la misma manera y por la misma razón que lo estuvieron antes los fariseos que persiguieron a Jesús y a su grupo. De ahí que K. Stendahl señale que el único «pecado» que pesa a Pablo en su conciencia es haber perseguido a la Iglesia de Dios (cf. 1 Cor 15,9; Gal 1,13-14). En la época de Romanos y otras cartas contemporáneas, Pablo no se disculpa nunca de ese pecado. Aducirá «ignorancia» (para su «blasfemia», término significativo) en una carta muy posterior (1 Tim 1,13) que se duda haya sido escrita por él. La misma excusa podría indicar la mano de un discípulo.
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nismos que pueden tornar a la esclavitud incluso al que acompaña a Jesús en su muerte y resurrección. Pero algo cambia. Pablo se va acercando a un punto clave: la unificación de los mecanismos en uno solo. Porque el cristiano sigue siendo «carne», su condición humana está hecha de tal manera que, sin Ley y, más aún con Ley, tiende a caer en la esclavitud y, por ella, en la Muerte. Todo esto llevará a Pablo a su último y definitivo análisis: el del hombre dividido, en la segunda parte del capítulo séptimo n. Explicábamos en el segundo párrafo del capítulo anterior por qué en los siguientes prescindiríamos de un apartado que tratase de rastrear, como lo hicimos sistemáticamente hasta aquí, el origen posible de lo que Pablo dice sobre el Jesús histórico. Y ello porque, a medida que Pablo avanza, sus consideraciones se van centrando cada vez más en el hecho pascual en su conjunto. Cabe, no obstante, terminar este capítulo señalando su relación global con la causa histórica de la muerte de Jesús de Nazaret. Muere asesinado porque, habiendo nacido sometido a la Ley (cf. 7,4; Gal 4,4), la letra de la Ley lo condena a morir. Pero, no se trata tanto de la acusación de blasfemia que permite al Sanedrín llevarlo a la muerte. Se trata de algo más profundo: Jesús es condenado por haber atacado la interpretación literal de la Ley y, con ello, atacado el deseo de poder (secular) de las autoridades religiosas de Israel; lo condenan por haber socavado su seguridad. Con ello, la muerte histórica de Jesús prueba el gran argumento antropológico que Pablo va preparando: la connivencia entre la letra (religiosa) de la Ley y los deseos (seculares) del hombre. Ambas tendencias no forman más que una, la que lleva a deshumanizar al hombre, alienarlo y convertirlo en esclavo del Pecado y sujeto a la Muerte. De esta convergencia -—histórica— entre los mecanismos seculares y religiosos del Pecado surge la necesidad que siente Pablo de un último análisis global de la existencia humana: el que ocupa la segunda mitad del capítulo séptimo. 17 El capítulo séptimo —aunque más especialmente su segunda parte: vv. 14-25—, por su contenido de evidente introspección y profundidad antropológica, constituye el argumento más fuerte contra la ya citada tesis de K Stendahl (como él mismo lo reconoce en cierta manera) o, por lo menos, contra su exageración de que fue Occidente, con su maniática tendencia introspectiva, el que deformó el pensamiento de Pablo, centrado en la situación de los paganos admitidos en el interior de la Iglesia naciente.
CAPITULO VII
EL HOMBRE
DIVIDIDO
Romanos 7,14-25 14
Sabemos, en efecto, que la ley es espiritual, pero yo soy carnal, hecho esclavo del poder del pecado. 15 Porque no reconozco lo que realizó, ya que no practico lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. 16 Ahora bien, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la ley en que es buena. 17 Pero, siendo así, no soy yo el que realizo eso, sino el pecado que habita en mí. 18 Porque yo sé que el bien no habita en mí, es decir, en mi carne, ya que querer está a mi alcance, pero realizar el bien, no. 19 Porque no hago el bien que quiero, sino (que) practico el mal que no quiero. -20 Pero sí hago precisamente lo que no quiero, ya no soy yo quien lo realiza, sino el pecado que habita en mí. 21 Descubro así la ley de que, queriendo yo hacer el bien, es el mal el que está a mi alcance. s Me complazco, en efecto, con la ley de Dios según el hombre interior, s pero observo otra ley en mis miembros que milita contra la ley de mi mente y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mis miembros. 24 ¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? 25 ¡Gracias a Dios, por Jesucristo nuestro Señor! Así pues, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, pero con la carne, a la del pecado. Al separar, para nuestra consideración, los vv. 14-25 del resto del capítulo séptimo de Romanos, hemos tratado de corregir una división arbitraria de capítulos que no hace honor al tema específico que Pablo trata en esos versículos, aunque no tengan la dimensión de un capítulo... N o obstante, cualquier división de ésas, en una carta que se escribió de un tirón, siempre llevará la impronta de la artificialidad. Y aquí ésta queda patente en un punto, por lo menos, pero característico y que ha llamado siempre la atención de los intérpretes de Pablo. Nosotros establecemos la división entre los versículos 13
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y 14; pero Pablo ha comenzado desde el versículo 7 a escribir en primera persona del singular. «Yo estaba vivo, sin Ley, en un tiempo...» (7,9). «El Pecado, por medio del precepto, me engañó y, también por medio de él, me mató...» (7,11). A esta característica gramatical, que continuará hasta el final del capítulo, se suma otra, a un nivel más profundo y de mucha importancia, en relación con los capítulos anteriores: el pesimismo de Pablo. Se trata, es cierto, de un pesimismo sui generis. Cuando se remonta a lo general, al plan universal de Dios, Pablo se muestra optimista. Hasta estaríamos tentados de decir que se muestra locamente optimista. Pero apenas desciende a análisis antropológicos concretos resucita en él la veta pesimista: lo poco que puede la condición humana. Además, y contrariamente a lo que podría esperarse de alguien que ha subrayado, para los demás, la liberación que significa el ahora con respecto al antes, apenas comienza a usar la primera persona del singular parece perder la seguridad de una victoria y admitir las enormes posibilidades que aún poseen la Ley, el Pecado y la Muerte. Esto aparece, sobre todo en los vv. 14-25, en tiempo presente, lo que, desde el punto de vista de la gramática, indica reiteración o situación permanente. Sería inútil anotar que los exegetas han efectuado todo género de acrobacias para mostrar que ese yo en presente, de Pablo, no puede designar su existencia de cristiano K A nosotros, en cambio, no nos cabe la menor duda de que sí la designa, así como la de cualquier otro ser humano. El argumento principal que tenemos para ello es muy simple y muy poco relacionado con los intríngulis de la exégesis. El que no se sienta retratado —sea cristiano o no— en ese análisis puede salir en busca de otra hipótesis. Si el análisis le concierne, aun siendo cristiano, será señal de que Pablo analiza aquí la situación de todo hombre. 1 «Es difícil pensar que sea ésa exactamente la propia experiencia de Pablo: como cristiano parece por encima de ella; como fariseo, por debajo de ella, ya que la propia satisfacción estaba demasiado enraizada en el temperamento fariseo... Pero san Pablo no fue un fariseo ordinario... y su experiencia como cristiano iluminaría con una luz chocante los días pasados 'de los cuales se avergonzaba ahora'» (ICC 1,183). En otras palabras, Pablo estaría describiendo en primera persona sus antiguas experiencias como fariseo a la luz de la fe cristiana. En el texto indicamos las razones por las que no seguimos esa opinión. Opinión que no debe, por otra parte, convencer demasiado al comentarista, por lo que se verá en la nota siguiente.
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Desde el punto de vista de la exégesis hay también un argumento de mucho peso: el contexto global de la carta. En los dos primeros capítulos, Pablo describió la esclavitud al Pecado de paganos y judíos, es decir, de todos. Al final del tercer capítulo estableció el criterio salvador que tendría, para todos, el juicio de Dios: la fe. En los capítulos siguientes examinó casos donde, expresa o tari lamente, esa fe producía efectos de salvación. Ya indicamos que, apoyándose en las creencias judías, el capítulo cuarto mostraba Mimo ese criterio actuó en la salvación de Abrahán. Apoyándose «•ii la creencia cristiana (fundada en la resurrección de Jesús), el c apítulo quinto mostró ese mismo criterio actuando, para salvai ion, en todos los hijos de Adán, o sea, en la humanidad entera,
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también a sí mismos, tomando esa particularidad como ventaja y convírtiéndola asimismo en un instrumento de deshumanización y de idolatría (para los demás). Y así esta etapa, por necesaria que fuera, tenía que mostrarse pecaminosa y mortífera, para que el hombre que vivía dentro de ella fuera arrancado a su propia seguridad de esclavo. Ahora bien, ¿cómo piensa Pablo la tercera y definitiva etapa? Esta no podrá menos de tener su particularidad, aunque sea una antipartícularidad. Una vez que Dios comienza un proceso de revelación, ya no puede abandonar la particularidad inherente a toda comunicación, ya que precisamente llamamos «comunicación» a una diferencia que hace una diferencia. Y para que esa comunicación verse sobre la anterior —la Ley— y no aparezca como una nueva particularidad rival, tiene que tener sus raíces en el mismo tronco: «el Hijo de Dios, que nació de la semilla de David según la carne» (1,3). Pero por otra parte, como veíamos, el contenido global de esta nueva comunicación apuntará a devolver a toda la humanidad su estatuto común, sin ventajas, ante el juicio de Dios. Pablo no pone nunca en duda que el juicio de Dios verse sobre el amor mutuo y que ése sea «el espíritu» de la Ley, es decir, su pura y última dirección, la que quedó truncada por la particularidad con que se la pretendió entender. Pero cuando analiza el porqué de lo negativo de las dos etapas precedentes, llega a la conclusión de que el engaño que esclaviza tiene una sola fuente, un solo resorte antropológico: el afán por seguir los propios deseos asegurándose de que están justificados. En otras palabras: el rechazo de la madurez humana y de sus riesgos: la falta de je. Así, el amor, la fe que opera en el amor, o simplemente la je, constituyen otros tantos términos, radicalmente sinónimos, para designar el único criterio que usará Dios en el juicio al que someterá por igual a toda la humanidad —a la de las tres etapas— según el evangelio de Pablo. Pero todo no termina en esta especie de triunfo del equilibrio. Pablo ya ha experimentado en las nuevas comunidades cristianas los dos tipos de autoengaño que detectó en paganos y judíos. Y no podía ser de otra manera, so pena de que la singularidad cristiana se volviera particularidad ventajosa o, un paso más atrás aún, universalismo anómico. El entusiasmo inicial, los dones del Espíritu, todo ello pudo, en un primer momento, hacer pensar que la síntesis cristiana podía lograrse y durar, como si se tratara
de un modelo. Pero Pablo es demasiado perspicaz y profundo como para no darse cuenta de que ello es imposible. Puesto que, por necesidad teológica, ha ahondado en lo antropológico, ésto debe valer también para lo cristiano. Y es ahí cuando el «yo» de Pablo comienza, en plena descripción de la existencia bautizada, a introducir esa importante nota de pesimismo a que aludíamos. Pesimismo, claro está, frente a las perspectivas triunfales de capítulos anteriores. Realismo, en verdad, cuando nos interrogamos sobre las constantes de nuestra propia existencia, para no hablar de la historia general de veinte siglos de cristianismo. Y llegamos así, con Pablo, a la constatación de que el cristiano, como cualquier otro hombre, es un ser dividido. Veamos cómo Pablo analiza esa división, para luego preguntarle qué sentido tiene, frente a ella, Jesús de Nazaret. Este último tema será el del capítulo octavo. El planteamiento general de Pablo en términos antropológicos está claramente resumido en esta expresión: «no entiendo mi propia obra» (7,15) 2 . Y el descubrimiento que sigue al planteamiento está igualmente resumido más adelante cuando Pablo muestra que la existencia del hombre está regida por dos mecanismos opuestos, por dos leyes (cf. 7,21-23). Conviene pues, para captar su pensamiento, estudiar dos aspectos. En primer lugar, dónde se sitúa ese conflicto entre dos
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2 Es el resumen del v. 25: «Así pues yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, pero con la carne a la ley del pecado», que ofrece mayor dificultad al comentarista para que pueda aplicarlo a Pablo cristiano. Parece describir «el estado de cosas anterior a la intervención de Cristo» (ICC 1,184). No obstante, el pasaje anterior, con la excepción posible del v. 25 que, como veremos, tal vez deba ser interpretado a la luz de la victoria que brilla en el capítulo octavo, parece referirse, sin más, a la existencia humana. De ahí que el comentarista note con acierto: «Aquí, ya sea que el momento descrito ocurra antes o después de abrazar el cristianismo, en todo caso se hace abstracción de todo lo cristiano. La ley y el alma han sido puestas cara a cara, y no hay nada entre ellas. Por lo menos hasta el v. 25 no hay entre las expresiones usadas alguna que pertenezca al cristianismo. Y cuando una de éstas se usa, es para señalar que el conflicto ha terminado» (ICC 1,186). O, tal vez mejor, que la descripción del conflicto ha terminado. Porque aparentemente seguimos frente —y la experiencia de cualquier cristiano lo confirma— a la primera frase del pasaje, que estábamos analizando: «No (re)conozco lo que realizo». Es decir, «no entiendo mi propia obra» o mi propio «obrar». En efecto, el verbo que Pablo usa es katergádsomai, que tiene la misma raíz (ergon) que «obra», pero le añade, con el prefijo, un matiz de realización: se trata de la obra llevada a cabo, realizada.
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leyes o mecanismos. Y, en segundo lugar, cual es el resultado de esa lucha que divide al hombre o, si se prefiere, que divide a cada hombre de su obra.
«quiere» o «no quiere» (7,15.16.18.19.20.21). Pero también existe otro sujeto, impersonal y mítico, al que se le puede, con razón, atribuir el obrar del hombre, especialmente en lo que toca a prácticas y realizaciones acabadas. Pablo lo señala con la expresión significativa «lo que habita en mí». Se trata, pues, de una parte del ser del hombre no controlada por el «yo» y opuesta a sus decisiones, por lo menos en el sentido de ignorarlas. Como decíamos, esa parte tiene nombres míticos que responden a esas personificaciones de fuerzas antropológicas que tantas veces hemos encontrado en Pablo. En este caso, esas fuerzas impersonales que actúan como sujeto son «el Pecado» (7,17.20.23) y, menos claramente, «el Mal» (cf. 7,19-10). Esta primera oposición carece, por sí misma, de equilibrio interno. En la realidad, si no en la gramática, sólo existe un sujeto personal. Si advertimos, junto a él, fuerzas impersonales en acción, debemos suponer que a la oposición de sujetos gramaticales tiene que añadirse una oposición de verbos. Es decir, una oposición que muestre lo que hay que atribuir, en la acción, al «yo» por una parte, y a «lo que habita en mí» por otra. No puede ser la misma cosa o algo situado en el mismo plano, y esto es lo que sucede, de forma muy clara. Lo que se atribuye al «yo» es el comienzo de la acción. Lo que se atribuye a «lo que habita en mí» es su resultado en la realidad. Así, es propio del «yo» querer, decidir de acuerdo a una valoración propia, proyectar (cf. 7,15.16.18.19. 20.21). Y es propio de «lo que habita en mí» (Pecado o Mal) dominar la realización final y acabada, la práctica concreta que resulta de esa intención cuando es puesta por obra (cf. 7,15.17. 18.19.20). Ya podemos sacar una conclusión evidente. El «yo» es equiparado por Pablo a la intimidad del hombre, a su centro más auténtico de ser dotado de libertad. Es «el hombre interior» (7, 22). Pero la actuación del hombre, su obra, tiene que abrirse camino desde esa interioridad de la decisión a lo externo de la realización. Y en ese camino se pierde. Pablo nos indica que el desgarramiento o división del hombre procede de que, en ese recorrido de lo interior a lo exterior, fuerzas impersonales se apoderan de la actuación humana. En la misma medida en que ésta se desplaza del yo que decide a la realidad en que debe quedar implantada la decisión, los mecanismos de realización toman el puesto del sujeto inicial. Y así resume: «Querer el bien está a mi alcance, pero realizar el bien, no» (7,18).
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1) En la primera parte es útil comenzar oponiendo los diferentes términos que usa Pablo para analizar la división del hombre. Cuáles quedan de un lado y cuáles de otro. Hacer una lista de ellos en dos columnas no es difícil, ya que el vocabulario de Pablo es aquí reiterativo y coherente. En primer lugar tenemos la oposición entre el «yo» y «lo que habita en mí», ya sea el Pecado, ya el Mal (cf. 7,17.18.20.21). En segundo, la oposición entre «querer», que es posibilidad del yo, y el «realizar» o «practicar», que se le escapa (cf. 7,15.16.17. 18.19.20.21). En tercero, la oposición entre la «ley espiritual», que es «buena», o «el bien», y, por otra parte, «el mal», «el Pecado» (cf. 7,14.16.19.21.22.23.25). Finalmente plantea la oposición entre «el hombre interior» y «la ley de la mente», cuya voluntad está de acuerdo con la ley de Dios por un lado y «los miembros» o «la ley de los miembros», que obedece al Pecado, por otro (cf. 7,22.23). Si logramos situar dentro de un esquema coherente estas cuatro oposiciones con sus respectivos términos, se iluminarán asimismo algunos otros que aparecen de manera menos destacada o clara en la trama de estos versículos. Tales son «carnal/espiritual» (7,14), «cuerpo de muerte» (7,24), «mente/carne» (7,25). El análisis de esas cuatro oposiciones genéricas no es difícil. El método más simple para hacerlo es el gramatical. En efecto, tenemos una oposición entre sujeto y sujeto; otra entre verbo y verbo; una tercera entre complemento directo y complemento directo, y una última entre lo que podríamos llamar sujetos secundarios que, desde el punto de vista estrictamente gramatical, son complementos circunstanciales que indican el instrumento usado para la acción verbal. Siguiendo este hilo conductor, y aunque tengamos que modificar el orden de los elementos en la frase, situaremos de manera inteligible y coherente las oposiciones de Pablo. En otras palabras, lo seguiremos en su análisis del hombre dividido. En cuanto al sujeto, en el hombre actuando, pues de él se trata, se manifiesta, según Pablo, una oposición. Por una parte, el «yo» personal y real del hombre es sujeto de sus decisiones. Es él el que
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Esto aparece aún más claro si prestamos atención a los complementos circunstanciales que apuntan a los medios o instrumentos de la acción. Parecería que el «yo», en cuanto tal, carece de instrumentos. Para realizar sus intenciones, proyectos o decisiones, tiene que acudir a «lo que habita en mí». Pablo se refiere a esa instrumentalidad —que, como se comprende, es al mismo tiempo mía y no lo es— bajo el título de «miembros» o de «ley de los miembros». Pero, indudablemente, no se refiere sólo al cuerpo, aunque sea en éste donde la oposición se percibe más cerca y con mayor claridad. Entre las intenciones del «yo» 3 y lo que se logra realizar con el cuerpo queda una zona más o menos grande de opacidad o viscosidad, de algo que se escapa a la libertad porque tiene sus propias leyes. Lo que precisamente Pablo llama «ley de los miembros». Valga un ejemplo tonto, pero expresivo. Cuando mi decisión era hundir un clavo en la pared con un golpe de martillo, las leyes físicas (y aun psíquicas) que dominan mi brazo y mí mano hacen que me dé un martillazo en el dedo... Lo que parece haber captado la atención de Pablo es que, en el camino de la libertad humana, en el que va del proyecto a la realización, existe una necesaria desviación debido a que todo instrumento, aun el más cercano al «yo», está ya dotado previamente de su propia ley. Y resulta siempre más fácil —y a la larga in3 A eso llama Pablo «ley de la mente», es decir, el resorte del hombre interior. Nos es difícil traducir el término griego «nous» en nuestras lenguas modernas (donde se confunden bastante los contenidos de «mente» y de «razón» o «fábrica de pensamientos»). Podríamos decir que «mente» designa en el original la interioridad misma del hombre en cuanto piensa y decide a la vez. Se relaciona así con el término bíblico «corazón». Pero hay un matiz importante de diferencia entre ambos términos. Parecería que la mente, por su contenido semántico mismo, o por ser el punto de enlace del yo humano con el Espíritu de Dios que obra en él, sólo escucha la voz del yo más íntimo del hombre. Por lo menos, así la presenta aquí Pablo, y la hipótesis de la conexión con el Espíritu (cf. 8,16) se confirma a contrario por la posibilidad de tener una «mente reproba» (cf. 1,28). En cambio «corazón» aparece como situado un poco más en lo «exterior» (aunque, por cierto, también en el capítulo primero, donde Pablo describe la actuación del hombre en cuanto no guiado por el Espíritu). En efecto, en el «corazón», aunque sea también sede de pensamientos y de decisiones, aparecen, con toda su fuerza, «los deseos» (de la «carne», que aquí, en el capítulo séptimo, aparece como opuesta a la ley de la mente, cf. v. 25). Teniendo todo eso en cuenta, tal vez la mejor traducción sería espíritu, pero con minúscula, insinuando, pero no suponiendo necesariamente, la acción orientadora del Espíritu que procede de Dios.
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evitable— dejarse arrastrar por la ley del instrumento que imponerle a éste las propias intenciones. El hombre es un «creador» desvalido en un mundo ya hecho (a sus espaldas). En un mundo ajeno que funciona tanto más rápida y eficazmente, al parecer, cuanto menos pretende intervenir una libertad. De ahí que, al hacer el recuento, el «creador» no reconozca, en la realidad acabada, su propia «creación». No era eso lo que quería, o mejor, lo que quería hacer. Pero no nos detengamos aquí y pasemos al plano de los complementos directos, donde Pablo nos reserva sus mayores sorpresas y sus observaciones más profundas. ¿Qué es lo que quiere el «yo» por una parte y qué es lo que realiza «lo que habita en mí» por otra? Pues bien, contrariamente a lo que solemos pensar frente a un planteamiento así, el bien y el mal no se presentan de igual manera en la fase del decidir y en la del realizar. Pablo distribuye los dos términos como complementos respectivos del querer y del realizar. El hombre quiere el bien y realiza el mal. Veámoslo. Pablo no entiende el ser libre para realizar el bien. Dice que quererlo, sí, lo tiene a su alcance, pero no el realizarlo (7,18). Y ello porque lo que el «yo» quiere no tiene, por decirlo así, las fuerzas o el poder que deberían corresponder a la intención en «lo que habita en mí». Extrañamente, las fuerzas o el poder de realizar —lo que «está a mi alcance»— trabajan todas al mando del Mal, o sea, del Pecado (cf. 7,17.19). Y decimos extrañamente porque Pablo parece no tener en cuenta dos posibilidades que a cualquiera se le ocurrirían y que figuran sin lugar a dudas en nuestra antropología habitual: la de que el «yo» quiera el Mal y la de que, a veces por lo menos, la intención de «hacer el bien» se realice. Y una hipótesis para explicar por qué no las tiene en cuenta —la más clara— es que precisamente no las tiene como posibilidades. Se diría que el rótulo «bien» está como adherido (esencialmente) a la intención, y el de «mal», a la realización. Como si fueran definiciones. Pero no nos adelantemos y contentémonos, por el momento, con examinar si es cierto que Pablo no piensa que exista la posibilidad de que el «yo» elija el Mal. Por ahí nos acercaremos, además, a la segunda parte, a saber, la de descubrir por qué caracteriza, casi por definición, toda realización como mala o como realización del «mal». En relación a que Pablo no se preocupa de la posibilidad de
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que el «yo» pueda elegir el Mal, tenemos dos pruebas de ello. Una más indirecta, otra más directa y explícita. Comencemos por la prueba indirecta. Quien lee de corrido estos versículos percibe algo que le llama la atención. Por lo menos en la medida en que no recuerda algo que hemos tenido ocasión de ver repetidas veces en Pablo: la diferencia y aun la oposición que existe para él entre el Pecado en singular y los pecados en plural. Pablo nunca dice que la realización coincida con un delito o, para ser más claros, que las realizaciones sean pecados. Dice, sí, que están alienadas, en poder de Otro, «prisioneras» como la «verdad» en los primeros capítulos. Sometidas, por tanto, «al Pecado» (7,25). Como se ve, Pablo teme más esa distancia que pone el Pecado entre intención y realización que la posibilidad —si posibilidad existe —de que el «yo» elija pecar. En otras palabras: teme por encima de todo que el hombre no sea libre. Que, cualquiera que sea el resultado en sí mismo, la actuación sea arrastrada por fuerzas ajenas al querer íntimo del hombre. La libertad no consiste, para él, en escoger entre el bien y el mal. Consiste —o consistiría— en poder realizar lo que se escogió. Como si dijera: si el hombre pudiese reconocer en lo que realiza la primera intención que tuvo, entonces su realización sería necesariamente buena, porque sería asimismo libre. Y viceversa. Esta concepción de la libertad como necesaria y positivamente moral 4 parecería descabellada en su optimismo si éste no naufragara de inmediato en un pesimismo paralelo, al declarar Pablo que lo que se elige es imposible de realizar. Pero de esta imposibilidad hablaremos más tarde. En cuanto a esa despreocupación de Pablo por la orientación moral de las intenciones del «yo» o del «hombre interior», no es éste el único lugar donde aflora. Más aún, es un dato fundamental de su antropología. Es lo que él llama la libertad cristiana, la
novedad introducida por Jesús. O, si se quiere, es el resultado de ésta. A ella se refiere, en este mismo capítulo, con una expresión tal vez exagerada, cuando llama al período que precede a la Ley «vida». Y aparece aún más claramente cuando, en la carta a los Corintios, les enseña a modificar, de modo radical, sus planteamientos morales, pasando de la pregunta por lo lícito a la pregunta por lo conveniente. Decir de algo que es conveniente implica la existencia de un proyecto, ya que si lícito o ilícito son términos absolutos, lo conveniente sólo lo puede fijar quien relacione un proyecto con los medios de que dispone para realizarlo. Y es típico de Pablo (y ésto lo ha mantenido al margen de los manuales de la pretendida «moral cristiana») el que no pase a continuación, y previendo eventuales malentendidos, a especificar cuáles pueden ser los proyectos lícitos para un cristiano: los moralmente buenos, y que justifiquen, por ello, el paso a los condicionantes de la eficacia. Claro está que, en esas ocasiones, alude, de una manera u otra, al amor como criterio último de «lo conveniente». No insiste en ello, como si diera por sentado que no pueden ser otros los proyectos desde los cuales los cristianos se preguntan por lo conveniente. Pero no deja dudas al respecto, como cuando habla de «construir» al hermano (1 Cor 10,23-24) o de no tener otra «deuda», es decir, no entregarse sino al amor de los demás (Rom 13, 8). Pero identifica ese amor con todo proyecto que sea verdaderamente libre: «no me dejaré dominar por nada» (1 Cor 6,12). Y si alguien le preguntara si esto último no podría servir de pretexto al egoísmo, Pablo contestaría sin duda que el egoísmo sólo surge de dejarse dominar por mecanismos que oponen su facilidad, su ley del menor esfuerzo, a la intención original del «yo» (cf. Gal 5,13). Pero tenemos, además, una prueba directa de esta identificación del querer del hombre interior con el bien a secas. Y es la reiterada afirmación de Pablo de que el «yo», «el hombre interior», está de acuerdo con, y sólo con, algo que Pablo llamará, según los casos, «ley espiritual» (7,14), «ley buena» (7,16), «ley de Dios» (7,22) o «el bien» (7,18.19.21; cf. 7,12). Sorprende, claro está, esta reaparición de la Ley en términos positivos, después de la definición negativa (en general) que da de ella en los vv. 1-13 (y especialmente 11-13). No pretendemos escapar a esta antinomia aquí por el simple truco de escribir «ley»
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4 Aunque nada permita afirmar que esta necesidad proceda de lo que, en términos técnicos, llamaríamos la «naturaleza humana pura», sino del regalo de la Gracia. El que esa decisiva dimensión antropológica sea llamada «regalo» puede llamar la atención, porque estamos acostumbrados a llamar así a lo que nos otorgan con «escasez», «algunas veces»... en oposición a lo que tenemos siempre y con seguridad. Aquí se trataría de un regalo hecho a «todos los hermanos» (8,29) y, por tanto, de una dimensión antropológica gratuita. Sólo nuestra acostumbrada confusión entre «gracia» y «escasez» nos llevará a ver en la «predestinación» de que habla el versículo siguiente (8,30), una decisión restrictiva, en contra de la tendencia más clara del pensamiento paulino.
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ron minúscula. Pero tampoco podemos negar que Pablo, precisamente en estos versículos, en las nueve veces que usa el término ley, le da por lo menos tres sentidos diferentes. En primer lugar está el sentido al que acabamos de aludir, y que se parece al que podría tener la Ley de Moisés, sólo que Pablo la califica, de modo poco acostumbrado en él, en términos positivos. Tenemos, en segundo lugar, la palabra «ley» usada para designar la estructura global de la existencia. Como cuando Pablo escribe que «descubro así la ley de que el yo quiera hacer el bien, pero sólo encuentre a su alcance el mal» (7,21). En tercero y último lugar encontramos el término «ley» designando los mecanismos o estructuras parciales que corresponden a cada una de las dimensiones humanas contrapuestas: «la ley de la mente» (7,23.25), que parece obedecer a «la ley de Dios» (7,25), y, por otro lado, «la ley de los miembros» (7,23), que pone al hombre bajo «la ley del Pecado» (7,23.25). De estos tres significados obviamente distintos, sólo el primero —«ley» mayúscula o minúscula— parece desconcertante. ¿Por qué o cómo, después de todo lo que ha dicho de ella, puede aún Pablo declarar que la ley «es espiritual»? En el capítulo anterior indicamos ya el significado global de la oposición carne-Espíritu en Pablo. De acuerdo con ello, el que la ley sea «espiritual», en estricto paralelismo semántico, significa que se trata de «la ley de Dios» (7,22.25). El Espíritu, en efecto, es el agente de las obras de Dios. El que se trate, además, de una norma, de ese principio de «discernimiento» (2,18) que Dios otorgó de modo particular al judío, como le otorga el soplo vital de la existencia a la creatura, a «toda carne», está subrayado por el término opuesto. En efecto, quien recibe ese don es un ser «carnal» (7,14), es decir, una creatura frágil, lábil e insegura. Pero aquí viene el problema. Decir «ley espiritual» es, en el vocabulario de Pablo, aludir a la Ley del Dios vivo, a la que trae su Espíritu vivificador. Pero ¿cuál es esa Ley, que debe, sin duda, escribirse con mayúscula? Pablo nos dice claramente, por lo menos de la Ley cuyo mediador humano fue Moisés (Gal 3,19), que con ella no se nos dio «una ley capaz de vivificar» (Gil 3,21). Es decir, no una ley «espiritual». Sabemos, además, que se nos dio una Ley cuya letra —que es como «la carne» en relación al «Espíritu»— mata porque frente a ella el hombre «carnal» apela al temor, lo esclavo de él y aliena sus obras (cf. 7,5).
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Pero, y esto es un indicio más de que Pablo, con ese «yo» que emplea, escribe desde su situación de cristiano, en el mismo capítulo séptimo ha dicho a este respecto: «Ahora se nos liberó de la Ley, así que podemos servir en la novedad del Espíritu y no en la vejez de la letra» (7,6). Parecería, pues, que, de acuerdo a esas personificaciones a las que Pablo nos tiene acostumbrados, la Ley (del Sinaí) es, como cualquier hombre o creatura, un compuesto de «carne» (o letra) y «Espíritu» (o espíritu). En cuanto «carne», su letra entra en connivencia con las tendencias de Pecado y Muerte y, por lo mismo, no tiene poder de vivificar y sí de matar (cf. 7,11). Pero, y en cuanto «espíritu», ¿qué puede ser la Ley? O, lo que parece ser lo mismo, ¿a qué llama Pablo «ley espiritual»? Aquí hallamos dos interpretaciones fundamentales que vale la pena analizar. La primera conecta la presencia del Espíritu en la Ley con la presencia del Espíritu (y de sus fenómenos carismáticos) en la comunidad cristiana, experiencia atestiguada prácticamente por todos los escritores neotestamentarios. Y conecta, a su vez, esta presencia del Espíritu con la promesa de los antiguos profetas de derramar el Espíritu en abundancia, no ya sobre personas específicas —los profetas—, sino sobre la globalidad del pueblo escogido. Más aún, Jeremías sobre todo asocia esta promesa escatológica con una nueva alianza, diferente de la que quedó fijada en la Ley de Moisés, y que fue sistemáticamente violada por Israel: «Pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré... Ya no tendrán que adoctrinar más el uno a su prójimo, diciendo: 'Conoced a Yahvé', pues todos ellos me conocerán, del más chico al más grande —oráculo de Yahvé— cuando perdone su culpa y de su pecado no vuelva a acordarme» (Jr 31,31; cf. Heb 8,8ss; 10,16). Aquí se alude a una Ley (¿utópica?) sin letra y, por tanto, sin tentación para la carne. A una Ley que irá directamente de corazón a corazón y que, por lo mismo, se cumplirá espontáneamente (Jr 31,32.34) s . De acuerdo a muchos exegetas, a esta nueva alian5 A esto correspondería, en la interpretación que estamos estudiando, el sentido que se le da a la complacencia del hombre interior en la ley: se trataría de que, espontáneamente, el yo está fundamentalmente de acuerdo (y no porque la letra de la ley lo diga) con los preceptos del decálogo. De por sí le repugna matar, robar, mentir, adulterar. Eso sería lo que Pablo afirma al escribir que «estoy de acuerdo con la ley en que es buena» (7,16).
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za y a esta nueva actuación de «la Ley» se referiría Pablo, lo que le permitiría escribir en el capítulo octavo: «Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en una carne semejante a la del Pecado y en orden al Pecado, condenó al Pecado en la carne, a fin de que la justicia de la Ley se cumpliera en nosotros, que seguimos una conducta no según la carne, sino según el Espíritu» (8,3-4). Esta hipótesis de interpretación, tan optimista y atrayente, tiene, sin embargo, más de un defecto 6 . Y uno muy radical por cierto. Porque, si nos atenemos a los versículos ya analizados del capítulo séptimo, Pablo dice casi exactamente lo contrarío. Por lo pronto, el que la Ley sea «espiritual», es decir, promulgada o animada por el Espíritu, y vivida no según su letra exterior, sino después que el mismo Espíritu genera un acuerdo profundo del «yo» con ella, no produce la posibilidad esperada de realizar el bien. O la de liberarnos definitiva e irreversiblemente del Pecado. Pablo lo declara sin ambages en el primer versículo (7,14) y, por si ello fuera poco, ¡en el último! (7,25). Ya veremos que Pablo, sin desconocer la profecía de Jeremías y el uso que puede hacer de ella, es mucho más complejo y sutil, por lo menos antropológicamente hablando, que el profeta veterotestamentarío. Baste con recordar lo que debe haber quedado claro hasta este momento: cómo Pablo se preocupa ante todo por la humanización, madurez y creatividad del hombre. Y mucho menos por las violaciones de la Ley, que hasta pueden tener para él un resultado positivo. Es obvio, por otra parte, que no participa del optimismo de un Jeremías en cuanto a la posibilidad de un cumplimiento espontáneo de los preceptos de la Ley. Pero si no nos satisface esa hipótesis, aún nos queda por hallar una interpretación de esa novedosa y extraña «Ley espiritual» que pueda valer como sustituto de la que acabamos de rechazar. Veamos. Parece claro que el adjetivo «espiritual» acoplado a «la Ley» debe estar asociado (como en la hipótesis anterior) al 6 Por lo pronto, difiere esencialmente de Pablo en cuanto desvaloriza la libertad y la creatividad. El profeta Jeremías da a entender claramente que el valor de la nueva alianza consistirá en el eficaz cumplimiento de la Ley (o, mejor dicho, de su «letra», aunque purificada de glosas y casuística), quitándole al hombre ese difícil y peligroso paso intermedio de deliberar y de decidir qué es lo que Dios quiere. El hombre decidirá «espontáneamente» lo que el precepto quería que se hiciese. Hasta esa nueva alianza el hombre sería un animal truncado. Truncado para hacer por una ley interior lo que conviene a sus fines, inscritos en su naturaleza.
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ahora cristiano. Pero no porque los preceptos de la antigua Ley cobren un atractivo espontáneo del que antes carecían, sino porque en Jesús se descubre mediante el Espíritu (de Dios) el «espíritu» de la Ley, algo opuesto a su Letra. Y aquí Pablo se pliega a la gran corriente neotestamentaria según la cual la Ley del Antiguo Testamento apunta a (cf. Mt 25, 31ss), se reduce a (cf. Jn 13,34; 15,12.17), se cumple en (cf. Rom 13,8.10) o finalmente «se recapitula» (cf. Rom 13,9) en el amor hecho realidad de las relaciones mutuas entre los seres humanos (pues es en ellas donde se mide cualquier pretendido amor de Dios: cf. 1 Jn 4,12.20). Es de notar, además, que el verbo recapitular no es, en griego, un sinónimo de resumir, como el mismo texto de Pablo (Rom 13, 9) lo indica ya. «Poner una cabeza sobre» varias cosas —eso es la recapitulación o anakefalaiosis etimológicamente— es dar sentido a esas mismas cosas. Así, por ejemplo, en el fin del mundo previsto por la carta a los Efesios, la recapitulación del universo en Cristo no significa, por supuesto, que el universo vaya a ser «resumido»... (cf. Ef 1,10). Por lo tanto, con esa recapitulación de los preceptos de la Ley, Pablo habla de darles su verdadero sentido y valor y, por lo mismo, la auténtica medida de su normatividad: servir al amor mutuo. De ahí la madurez que surge no de «resumir» la Ley, sino de comprender cómo, cuándo y para qué están cada uno de sus elementos. Este sería, pues, el «espíritu» de la Ley. Y como ello hace de la Ley en el hombre una cosa viva —por oposición a la letra muerta y mortífera— debe ser comunicado por «el Espíritu» vivificador. Sólo una Ley así comprendida merece el calificativo de «Ley de Dios» o de «Bien». Y sólo esta comunicación de sentido funda el acuerdo global del «hombre interior» con «la ley espiritual». El «yo» que sigue ese espíritu/Espíritu, experimenta su única vocación personal y creadora en el amor (que es don de sí) y procura, frente a todas las leyes o mecanismos de la realidad, lo que puede ser «conveniente» para realizar esa vocación o proyecto. Pero, ¡oh sorpresa!, tampoco esta «ley espiritual», por concordante que sea con el «yo», puede ser, por lo menos en general, puesta en práctica. Aquí es donde Pablo se aparta de las perspectivas optimistas de la nueva alianza vaticinada por Jeremías. Y aquí es también donde su análisis antropológico se vuelve más hondo y convincente.
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El acuerdo entre la «ley espiritual», es decir, entre el proyecto de amor creador, y «el hombre interior», el verdadero «yo», sólo afecta un nivel de la actividad humana. El nivel de los miembros, de la instrumentalidad, sigue sometido a otra «ley». Que no es mala en sí ni tiene atracción especial por el mal moral, sino que está constituida por los mecanismos de un mundo ya creado. De un mundo que ignora la libertad creadora del hombre, que lo necesita para usarlo como instrumento y que cuenta, tanto fuera como dentro de él, con los mecanismos necesarios para instrumentarlo. De ahí que sí la libertad creadora es el sentido y el valor del hombre, el Mal y el Pecado, no sean tal o cual resultado de su actuación (medido con una pauta extrínseca), sino la distancia misma que separa la intención de la realización, cualquiera que ésta sea. Pero hay más: por aquí comenzamos a percibir por qué Pablo usa la palabra «ley» en tantos sentidos diferentes: es que, con excepción de «la ley espiritual», todos los demás se reducen a uno: la oposición de lo ya hecho, del camino ya trazado, a la libertad. En efecto, descubrir una «ley» en la conducta humana —biológica, psicológica, económica, política...— equivale a descubrir que no es la libertad o el hombre interior quien la domina, sino la repetición de lo fácil, que da lugar a la estadística, es decir, a esa expresión matemática de lo que en otro plano llamamos, con mayor o menor propiedad, relación causa-efecto. Además, «ley de los miembros» es una expresión de la atracción que «habita» en la «carne» del hombre —en la condición humana— a renunciar sin darse cuenta, autoengañándose, a sus proyectos más íntimos y justificar, ante sí mismo y ante los demás, el dejarse llevar por la ley del menor esfuerzo. Y esta atracción, como ya indicábamos, no está radicada, ni mucho menos, (sólo) en el cuerpo. Nuestra psiquis, con sus mecanismos congénitos y adquiridos; nuestra sociedad, con sus ideologías, prejuicios y costumbres 7; la misma Ley revelada, en cuanto sigue teniendo letra en la Biblia y, por tanto, autoridad exterior 7 Interesa a nuestro propósito señalar la ambivalencia de muchos de estos términos, no sólo en el lenguaje técnico (super-ego, por ejemplo), sino en el más común. En francés «moeurs» significa al mismo tiempo la conducta que debe ser y la conducta que de hecho se da mayoritariamente. O sea, tanto las actitudes que siguen la libertad como las que siguen las estadísticas.
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psicosocial, todo ello entra en la misma categoría de «ley de los miembros». Y es interesante a este respecto que Pablo insista lanto en pasar creativamente por encima de categorías sociorrelií;iosas que dividen y, finalmente, instrumentalizan a grupos de personas: «ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer...» (Gal 3,28; cf. Rom 10,12; 1 Cor 12,13; Col 3,11) 8 . En la medida en que los mecanismos de lo ya creado —primera naturaleza (natural) o segunda naturaleza (cultural)— se apoderen, mediante la facilidad, de nuestro obrar, toda nuestra «carne» irá hacia la muerte. Seremos una cosa más en un conjunto ile cosas o una pieza más de un mecanismo. Pasaremos como si no hubiéramos pasado. Y eso es lo que hace exclamar a Pablo: «¿quién me librará de este cuerpo (carne) de muerte?» (7,24). Todo esto nos confirma en que la segunda interpretación propuesta para comprender lo que significaba la «ley espiritual»— i's la única que hace honor a la coherencia del pensamiento paulino 9 . Pero ¿cómo queda, entonces, ese hombre dividido entre una coincidencia íntima con la «ley espiritual» y con las decisiones que apuntan a un amor creador y una ley que domina todo lo creado y que desequilibra —en favor de la facilidad de sus mecanismos— i oda la instrumentalidad que el hombre puede usar para poner en práctica esas decisiones? 2) Dijimos que, en una segunda parte, no podíamos menos de preguntarnos sobre el resultado de esa división del hombre, división que no cesa cuando éste se vuelve cristiano. Ya que es allí precisamente donde la reconoce y la analiza Pablo. Este comienza los versículos que nos ocupan afirmando: «no 8 Esto no significa desconocer (ideológicamente) las diferencias que la sociedad impone como cauces de facilidad para encubrir y justificar las relaciones inhumanas entre los hombres. Significa relativizar la forma concreta que toman, para crear otras nuevas más humanas. 9 Dijimos al comienzo de esta primera parte del capítulo que, además de los términos y oposiciones capitales que analizamos, quedaban algunos más, secundarios: «carnal/espiritual» (7,14), «cuerpo de muerte» (7,24), «mente/carne» (7,25). Pensamos que, con lo explicado, esos términos y oposiciones habrán quedado aclarados. Y que el lector podrá, por sí mismo, juzgar lo desacertado de algunas traducciones, como la de Nueva Biblia Española, excelente en otras ocasiones, cuando traduce «carne» por «bajos instintos» (7,18), «miembros» por «cuerpo» (7,23), «cuerpo» ( = carne) por «este ser mío» (7,24) y «mente» por «razón» (7,23.25)...
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reconozco lo que realizo, ya que no practico lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco» (7,15) 10 . Pues bien, esta situación ¿es o no modificada al final por el acontecimiento de Cristo? Y aquí nos aguarda algo extraño, si tomamos los dos últimos versículos del capítulo séptimo y les añadimos el primero del octavo —ya que éste comienza por un «por consiguiente», que se opone a cualquier solución de continuidad —nos encontramos con cuatro afirmaciones, o semiafirmaciones, que apuntan sucesivamente en dos direcciones aparentemente contradictorias. Leamos a Pablo. Después del descubrimiento de «la ley» global de su existencia, que consiste en estar sometido a dos leyes contrarias, la de su mente (interior) y la de sus miembros (exterior), reflexiona y dice: a) «¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?»; b) «¡Gracias a Dios, por Jesucristo nuestro Señor!»; c) «Así pues, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, pero con la carne a la ley del Pecado»; d) «Por consiguiente, ya no hay condenación alguna para quienes están en Cristo Jesús» (7,24-8,1). Si queremos aplicar a las cartas de Pablo el dicho español: ¡adóbame esos candiles!, ésta es la ocasión. La antinomia es obvia. Por lo pronto, a) y c) expresan, de manera clara y resumida, la situación del hombre irremediablemente dividido entre intención y realización y, por lo mismo, sometido al Pecado y a la Muerte; mientras que b) y d) aluden a una misteriosa liberación efectuada en Cristo. 10 A primera vista, Pablo no sería muy original en esto. Bultmann cede a la tentación de citar, a propósito de este versículo, el conocido verso de Ovidio: «video meliora proboque; deteriora sequor» (veo lo mejor y lo apruebo; pero sigo lo peor). Pero la semejanza es completamente falaz. Ovidio no pasa de la simple constatación de la distancia que existe entre el libre albedrío decidiendo en abstracto y la práctica donde se imponen las pasiones o lo que nuestro comentarista llamaría —con la versión a la que acabamos de aludir en la nota anterior— «los bajos instintos». O, en otros términos, a la escisión que existe en un hombre dividido entre espíritu y materia o entre facultades espirituales e instintos materiales. Pablo, como hemos visto hasta aquí, dice algo, si no mucho más hondo, por lo menos muy distinto. Para él se plantea en cada hombre la cuestión de saber qué sentido puede tener una libertad con destino creador en un mundo (instrumental) ya creado y provisto de mecanismos que funcionan por sí mismos, ignorando la libertad como una anomalía y venciéndola con el enorme poder (estadístico) de la facilidad que aporta todo camino ya transitado por la naturaleza o la sociedad.
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Y decimos misteriosa porque Pablo, en este pasaje clave, no se toma el trabajo de explicar cómo, en qué medida, con qué efectos concretos, tal liberación modifica la situación analizada. Además, el pasaje podría tal vez explicarse recurriendo a otros temas tralados anteriormente por Pablo en su carta. Pero ocurre que los versículos en una y otra dirección están intercalados u y unidos por los elementos más inesperados. En efecto, después del «¡inleliz!», y sin que se haya indicado nada que modificara esa situación, viene un «¡gracias a Dios!». Y después de un «... con la carne (sirvo) a la ley del Pecado» viene un «por consiguiente, ya no hay condenación alguna...». En honor a la sinceridad debemos decir que, con los elementos que Pablo nos brinda al final del capítulo séptimo (incluyendo o no el primer versículo del octavo), no comprendemos cuál es l>ara él la respuesta al angustioso planteamiento de la división antropológica, tan bien analizada, entre intención y realización. Encontraríamos textos numerosos y explícitos de Pablo para desmentirnos, tanto si pretendiéramos que el planteamiento desembocara en una victoria como en una derrota. La sucesión de expresiones de derrota y victoria en sólo tres versículos nos parece 11 Bultmann en su exégesis, y Nueva Biblia Española en su versión, no dudan en acudir a la fácil solución de suponer que esos versículos se han intercalado por error. La Nueva Biblia Española los ordena así: «En una palabra, yo de por mí, por un lado, con mi razón, estoy sujeto a la Ley de Dios; por otro, con mis bajos instintos, a la ley del pecado. ¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este ser mío, instrumento de muerte? Pero ¡cuántas gracias le doy a Dios por Jesús, Mesías, Señor nuestro!». En contra de esta hipótesis hay una primera razón que debería ser ya perentoria: no hay, en los manuscritos —ni antiguos ni posteriores— el más mínimo rasgo de duda sobre el orden de esos versículos. Y ello, nótese bien, a pesar de que pequeñas modificaciones, adverbiales y otras, muestran que los copistas y los Padres de la Iglesia que los citan han percibido la dificultad. Es, pues, completamente inverosímil que una inadvertencia los haya colocado en el orden difícil en que hoy se encuentran. El principio de la lectio difficilior tiene que ser respetado. Pero hay otra razón más profunda y sutil, que desarrollamos en este capítulo y en el comienzo del siguiente. Y es que, de alguna manera Pablo tiene qué decir cómo la situación que describe antes ha cambiado, para poder comenzar su capítulo sobre la victoria con un «por consiguiente». No basta para ello el «¡gracias a Dios!» sin especificar por qué. No hay más remedio: el cambio debe estar, por difícil que sea percibirlo, en ese resumen (diferente) que hace Pablo de la situación en el v. 25, y el matiz tiene que estar contenido en esa afirmación de «servir con la mente a la Ley de Dios». Por tanto, quien desplaza ese versículo se pierde nada menos que la razón de la victoria.
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un signo de indecisión. Provenga ésta del pensamiento de Pabl Q o de la realidad misma que analiza 12. Sí se tratara de esto último, si la complejidad de la realída^ humana fuera la causa de esa indecisión en las expresiones, quij^ pudiéramos avanzar un poco nuestra exégesis y formular un^ hipótesis, que el capítulo octavo se encargaría de verificar o fals^ ficar. Esa hipótesis, en principio, es muy simple: ¿no podría tratarse> al mismo tiempo, aunque en distinto plano, de una victoria y d e una derrota? Al fin de cuentas, Jesús mismo, «modelo de la doe. trina» (6,17) de Pablo que aquí está en juego, ¿no presenta a j mismo tiempo dos aspectos aparentemente contradictorios, pero compatibles cuando se los sitúa en dos planos diferentes: una de~ rrota verificable y una victoria inverificable, aunque experimerj. tada? ¿No descubre así Jesús de Nazaret, con su propia vida coherente con su fe, el lado oculto, es decir, el dato trascendente clave para comprender la realidad que se le ofrece al hombre? Se dirá sin duda que no hay apoyo textual alguno para esta hipótesis. Aunque esto fuera así, tenemos en lo ya visto de la carta a los Romanos (y aun en la primera parte de este tomo) elemento s de lógica interna que no pueden ser desdeñados y que apuntar» en esa dirección. Pero de hecho, si bien se mira, los versículos finales del texto aparentemente tan difíciles de conciliar pueden, iluminados por esa hipótesis, no ser tan caóticos como parecen. Veámoslo. Hemos dado por sentado, tal vez demasiado rápido, que el primer resumen de la condición dividida del hombre (vv. 14-15) y el último (v. 25) coinciden. El primero decía que «la Ley es espiritual, pero yo soy carnal, hecho esclavo del poder del Pecado, porque no reconozco lo que realizo, ya que no practico lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco». En el último versículo, Pablo, después de dar gracias a Dios por Jesucristo y su liberación, resume la situación final: «Así pues, yo mismo con la mente sirvo a la Ley de Dios, pero con la carne a la ley del Pecado». Pues bien, la pregunta es simple. A pesar de la aparente 12 El lector recordará las múltiples y profundas razones exegétícas por las que, a partir de la segunda parte del tercer capítulo (pero teniendo en cuenta los primeros), excluíamos una solución de tipo mágico. El planteamiento es claramente antropológico y hay que pensar que la solución debe serlo asimismo.
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similitud, ¿son idénticas ambas afirmaciones —la del principio y la del fin— en su descripción de la realidad? Hay un elemento que, sin lugar a dudas, permanece idéntico: el hombre, en cuanto es «carne», es decir, condicionado por la debilidad y los mecanismos extraños anejos a su condición humana, sigue siendo siervo o esclavo del Pecado. Pero, y aquí comienza la sospecha que lleva a nuestra hipótesis, ¿qué sucede con la «ley espiritual» o «ley de Dios»? En la primera afirmación, Pablo parece dar por descontado que nada puede obtener del hombre, y ello a causa de ese componente carnal que, como acabamos de ver, sigue activo (y dominador) al final del pasaje. Mientras dura el análisis, Pablo no pasa de afirmar la coincidencia —ineficaz— con esa Ley del «yo» u «hombre interior», gracias a un mecanismo que sólo abarca la «mente». Sin embargo, en la última afirmación, la «ley de la mente» aparece haciendo servir al hombre a la Ley de Dios. En nuestra primera lectura no habíamos notado diferencia alguna. Ahora, en cambio, resulta que, de algún modo, el hombre sirve —es decir, le entrega los resultados de su obra— al querer de Dios. En efecto, servir en griego tiene un contenido aún más Inerte que en nuestras lenguas modernas, en las que puede identificarse con «ser útil para». Aunque ya este contenido semántico sería importante en nuestro caso, «servir» en griego es sinónimo de estar en forma total al servicio de, como es el caso del siervo o esclavo. En todo caso, significa algo mucho más realista que la mera complacencia (v. 22), el acuerdo (v. 16) o el simple querer sin realizar. Y así llegamos a lo que es clave para nuestra hipótesis: la oposición final (v. 25) no está entre querer-en-principio y serviren-la-realidad, sino entre dos servicios reales. Y el hecho de que, ile alguna manera, se esté prestando servicio real a Dios justificaría el que se diga, en el primer versículo del capítulo octavo, como consecuencia de lo anterior, que «ya no hay condenación alguna». Todo esto haría, indudablemente, mucho menos caóticos e incomprensibles, en su sucesión, los cuatro asertos que van de 7,24 ¡i 8,1. Pablo resumiría, en una exclamación de dolor, todo el análisis de la división verificable que corrompe el obrar del hombre (7,24). Pero, inmediatamente los tres versículos que siguen llevarían tres afirmaciones procedentes de la fe, datos trascendentes e inverificables, de manera externa e imparcial. Aunque los tres no formen más que uno. Por eso comienza Pablo con una acción
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de gracias y, a continuación, da razón de ella indicando que, aunque con la «carne» siga sirviendo visiblemente al Pecado (con realizaciones distanciadas de los proyectos), la «mente» (con una «ley» que supone un poder nuevo) es capaz de hacer un servicio real al amor que recapitula «la Ley de Dios». Y, como el que ama «ha cumplido la Ley» (13,8), tanto la revelada como la escrita en los corazones, es evidente que «ya no hay condenación alguna» (8,1). Pero sólo hasta aquí podemos llegar, por el momento, con nuestra hipótesis. Es decir, a establecer su plausibilidad, aun teniendo en cuenta —o precisamente para tener en cuenta— el texto del capítulo séptimo. El octavo confirmará o no esta dirección de nuestra hipótesis. Y, en el caso de hacerlo, nos ayudará a comprender mejor ese extraño balance paulino entre dos «leyes» que, de alguna manera, vencen y se derrotan mutuamente. Conviene, sin embargo, determinar desde ahora los criterios que, siguiendo la lógica, nos permitirán proceder a esa verificación, al examinar el capítulo siguiente. Si, como pensamos —además de que el texto mismo lo insinúa— el resultado de este análisis existencial hecho por Pablo coincide con una reflexión sobre la significación de Jesús resucitado, y la resurrección de éste, primicia y garantía de la de todos los hombres al final de la historia, constituyó una experiencia escatológica, los criterios de verificación de nuestra hipótesis versarán sobre rasgos distintivos de la escatología paulina. En primer lugar, debemos suponer que nuevas reflexiones sobre el sentido de la resurrección de Jesús llevan a Pablo a una paulatina y profunda transformación de su concepción escatológica reflejada en la primera época de sus cartas. La segunda venida de Jesús, inminente, que constituye el centro de las cartas a los Tesalonicenses, no supone complejidad alguna antropológica, si es que no implica su extrema simplificación, como en la escatología del Bautista. Aquí, en cambio, la riqueza y complejidad antropológica innegable (de estos capítulos de Romanos) sólo pueden proceder de la entrada en escena de un elemento difícil de insertar en lo escatológico: la importancia y el sentido de la historia. De una larga historia que es la arena de la actividad humana y la única dimensión en donde el hombre puede volverse creador. Pablo va, así, recobrando el equilibrio histórico-religioso que caracterizó al Jesús histórico que luchó y murió por construir el reino. De aquí en adelante utilizaremos este término, aunque ya sabemos que —y por qué— Pablo prefiere usar otras expresiones para designarlo.
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En segundo lugar debemos suponer que la resurrección de Jesús no significa que el reino haya llegado por fin, ni que esté por llegar de un momento a otro, ni la estructura del «ya, pero todavía no» con que algunos teólogos hablan de una victoria ya adquirida, pero cuyos resultados estarían aún por aparecer. Es que no se trata sólo de saber lo que Dios hizo o no hizo por sí mismo. El reino de Dios, cualquiera que sea el término que use Pablo para designarlo, es una obra común de Jesús con sus discípulos y de Dios con sus colaboradores (synergoi); su dependencia con respecto a la obra de éstos debe formar parte de la escatología. Algo debe, por tanto, quedar pendiente de la historia humana, sin que ello mengüe la gloria de Dios, ya que el Padre quiere la libertad creadora de sus hijos. Por tanto, Pablo reflexiona sobre cómo la resurrección de Jesús descubre el poder del reino en el obrar de los hombres. En tercer lugar debemos suponer, siguiendo el mismo hilo conductor, que Jesús de Nazaret, «modelo de la doctrina» que debe orientar a sus colaboradores, muestra que, a pesar de su resurrección, dejó su reino visiblemente a merced de los poderes que corrompen los proyectos humanos, como si la suya hubiera sido también una «carne de Pecado». Ello se supone, primero, porque, de lo contrario, no necesitaría ya de colaboradores y los hombres serían meros espectadores —hoy o al fin de la historia— de su victoria. Ello se verifica, además, en el análisis paulino del obrar humano, incluyendo en él el obrar cristiano. El que cree en Jesús debe saber que no puede, ni con la ayuda del Espíritu, construir un reino distinto del que intentó y construyó Jesús de Nazaret. Esto significa que, por más signos de su poder que coloque en la historia, siempre existirá una distancia verificable entre las realizaciones del reino y el reino mismo. Las leyes de facilidad de un mundo ya creado jugarán siempre contra el reino y, aunque con paréntesis —que son «arras» que nos da el Espíritu—, lo derrotarán ante cualquier investigación verificadora. Sólo así, la tarea de construir con Dios el paso siguiente proseguirá, con toda su radicalidad, enfrentando a cada hombre y a cada generación y solicitando toda la creatividad de su amor. En cuarto lugar debemos suponer que sólo los proyectos que asuman, en su realización, esa resistencia al amor, para vencerla de la manera más eficaz posible, constituirán un servicio definitivo al plan de Dios, aunque parezcan vencidos por el peso de la realidad y de las estadísticas. En otras palabras: sólo un amor creador
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que, en forma realista, lucha contra los mecanismos naturales y sociales, esperando contra toda esperanza, tendrá acceso a lo definitivo. Eso es lo que muestra la resurrección. No la podremos usar nunca para dispensarnos de planear, ni siquiera para planear de manera romántica y utópica. Toda escapatoria al realismo —como lo es la lucha indiscriminada contra todas las absolutizaciones— está condenada a la irrealidad definitiva. Ni siquiera Dios suplirá, en la edificación de su reino, los resultados que no fueron procurados de manera creadora y realista, procurando toda la eficacia posible. En quinto lugar debemos suponer que existe —y la resurrección de Jesús, unida a la de todos los hombres, da testimonio de ello— una desproporción cualitativa que se identifica con el poder del reino y que permite determinar dónde está la verdadera y definitiva victoria. Sólo el amor construye, y para siempre. El egoísmo, objetivamente, no es otra cosa que la recuperación, por parte de los mecanismos impersonales de la naturaleza y de la sociedad, de la obra del hombre. Por lo mismo, sólo ejerce su acción sobre los resultados impersonales. En la medida, pues, en que no entre subjetivamente a suplantar el proyecto de amor, mediante la facilidad, el irenismo fácil, la irrealidad romántica, la espera utópica, no destruye lo que el amor, aun mezclado, llega a construir. Pero esto último nunca será una deuda adquirida. Es inverificable, y sólo el fin lo manifestará al manifestar lo más valioso de nosotros gracias al regalo de Dios: nuestra libertad. Pues bien, si en el capítulo octavo encontramos estos elementos, habremos verificado nuestra hipótesis.
CAPITULO VIII
LA MUERTE
VENCIDA
Romanos 8,1-39 1
Por consiguiente, ya no hay condenación alguna para quienes están en Cristo Jesús, 2 ya que la ley del espíritu de la vida te liberó en Cristo Jesús de la ley del pecado y de la muerte. 3 Porque Dios, habiendo enviado a su propio hijo en semejanza de una carne de pecado, y en relación al pecado, condenó al pecado en la carne —lo que la ley era incapaz de hacer por ser débil a causa de la carne— 4 de manera que el justo precepto de la ley se cumpliera en nosotros, que no procedemos según la carne, sino según el espíritu. 5 Porque los que viven según la carne eligen lo de la carne, y los que (viven) según el espíritu, lo del espíritu. 6 En efecto, la mentalidad de la carne es muerte, la mentalidad del espíritu, en cambio, vida y paz. 7 Por eso, la mentalidad de la carne es enemistad con Dios, porque no está sujeta a la ley de Dios, ni es capaz de ello, en efecto, 8 y los que están en la carne no pueden agradar a Dios. 9 Pero vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, siendo así que el espíritu de Dios habita en vosotros —si alguien no tiene el espíritu de Cristo, no es de éste—. 10 Si Cristo, empero, está en vosotros, el cuerpo, ciertamente, (está) muerto a causa del pecado, pero el espíritu vive a causa de la justicia. n Y si el espíritu que resucitó de entre los muertos a Jesús mora en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús va a vivificar también vuestros cuerpos mortales por su espíritu, que mora en vosotros. 12 Así que, hermanos, no somos deudores de la carne de manera que tengamos que vivir según la carne. 13 Porque si vivís según la carne, moriréis; pero si con el espíritu matáis la praxis del cuerpo, viviréis. 14 En efecto, cuantos son guiados por el espíritu de Dios son hijos de Dios. 1S Porque no recibisteis un espíritu de esclavitud para recaer en el temor, sino (que) recibisteis un espíritu de filiación adoptiva con el que gritamos: Abba, papá. 16E1 espíritu mismo se une para testimoniar a nuestro espíritu que somos
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hijos de Dios n y, si hijos, también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo, dado que padecemos con él a fin de que seamos también glorificados con él. 18 Porque pienso que los sufrimientos en la oportunidad actual no son dignos de consideración en relación con la gloria futura que se va a revelar en nosotros. 19 Porque la expectativa ansiosa de la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios, ^ y a que la creación fue sometida a la inutilidad no por su propia voluntad, sino a causa de quien la sometió, con la esperanza 21 de que también la creación misma sería liberada de la esclavitud de la corrupción para pasar a la libertad de la gloria propia de los hijos de Dios. 2 Sabemos, en efecto, que toda la creación unida gime y sufre dolores de parto hasta ahora. a Pero no sólo ella, sino también nosotros mismos, teniendo las primicias del espíritu, gemimos en nuestro interior, anhelando la filiación, es decir, la redención de nuestro cuerpo, M ya que ha sido en la esperanza como fuimos salvados; pero una esperanza que se ve no es esperanza, porque, ¿para qué esperaría el que ya ve? s Pero si esperamos lo que no vemos, anhelamos con paciencia. 26 De la misma manera, también el espíritu ayuda nuestra flaqueza. Porque no sabemos siquiera qué debemos pedir, pero el espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos sin palabras, ^ y el que escudriña los corazones conoce la intención del espíritu, y que está intercediendo por los santos de acuerdo con Dios. 28 Y sabemos que todo coopera para el bien de los que aman a Dios, de los que fueron llamados según su propósito. s Porque a aquellos a quienes conoció de antemano, también los destinó de antemano a reflejar la imagen de su hijo para que éste sea primogénito entre muchos hermanos, x y a los que destinó de antemano, también los llamó, y a los que llamó, también los declaró justos, y a los que declaró justos, también los glorificó. 31 ¿Qué tendremos que decir, entonces, en vista de esto? Si Dios (está) con nosotros, ¿quién (estará) contra nosotros? 32 Quien no perdonó ni a su propio hijo amado, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos regalará también todo junto con él? M ¿Quién será el acusador de los elegidos de Dios? Cuando Dios declara justos, M ¿quién (los) acusará? Es Jesucristo, que murió, más aún, que resucitó, que está a la derecha de Dios, el que también está intercediendo por nosotros. 35 ¿Quién nos separará del amor que Cristo nos tiene? ¿Aflicción, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligros, espada? x Como está escrito: «Por tu causa se nos mata todo el día, se nos cuenta como ovejas (para la) muerte». 3 7 Pero en todo
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salimos supervencedores por aquel que nos amó. 38 Porque estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni (lo) presente, ni (lo) futuro, ni poderes, 3 9 ni altura, ni profundidad, ni otra creatura alguna nos podrá separar de la gracia de Dios (que está) en Cristo Jesús, nuestro señor. La primera impresión que recibimos al franquear ese umbral —arbitrario— del capítulo octavo de la carta a los Romanos es que Pablo pierde el hilo conductor que lo guió de manera tan clara en la última parte del séptimo. Se dirá que debemos exceptuar los dos últimos versículos, cuya oscuridad ya hemos tenido ocasión de mostrar. Lo que constituye, en todo caso, la razón fundamental para establecer en Romanos un capítulo octavo es precisamente el tono de victoria que ya apunta, de manera inesperada y antinómica, en los dos últimos versículos del séptimo. Con este tono victorioso termina en la carta todo el desarrollo cristológico, ya que, ¡i partir del capítulo noveno y hasta el undécimo, Pablo va a tratar un tema diferente (aunque, por supuesto, no ajeno a la cristología), el destino de Israel. Concluirá la carta con contenidos de exhortación. El conjunto temático que forman los ocho primeros capítulos es harto evidente. Ello implica algo aceptado por la mayoría de los exegetas: lo que hoy constituye el capítulo octavo constituye asimismo la respuesta total y última que Pablo da a los planteamientos que ha estado desarrollando y profundizando desde el comienzo de la carta. Dentro de ese tono general de victoria, que unifica la materia del capítulo octavo, aparecen temas diversos. Y, dicho sea entre paréntesis, ello confirma la presunción de que el año 57, en el que Pablo escribe las cartas a los Romanos, Gálatas y Corintios, fue un año clave en la teología «misionera» de Pablo, con la elaboración correlativa de una cristología acorde con esa «misión». Es verdad que existe una gran unidad teológica entre las cartas que datan de ese año. N o obstante, observamos que — a no ser que se trate de una característica del estilo de P a b l o — falta en ellas, sobre todo en la parte cristológica, esa continuidad lógica, esas conexiones oportunas que son propias de un pensamiento habituado a la exposición ordenada del tema y que tanto ayudan a su clara comprensión.
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En todo caso corre por cuenta nuestra introducir esa claridad. Lo mejor será comenzar por la mera enumeración de los temas del capítulo: a) la Ley se cumple gracias al Espíritu (vv. 1-4); b) la resurrección es señal y garantía del Espíritu (vv. 5-13); c) el temor ha de ser sustituido por la experiencia de la filiación (vv. 1418); d) estado y destino del universo creado (vv. 19-27); e) el plan divino de filiación y hermandad universal (vv. 28-30); f) la victoria de Cristo (vv. 31-39). Ahora bien: pensamos que basta releer el capítulo teniendo en cuenta esta división temática para captar algo exegéticamente esencial: el capítulo versa sobre la relación entre lo visible (histórico) y lo escatológico, entre lo que constata el análisis y lo que se manifestará (cf. 8,17-18.18-21) al final. Pablo hace expresa mención de la diferencia entre lo que se ve y lo que se espera (cf. 8,24-25). A propósito del capítulo anterior, y sobre todo de sus últimos versículos, nos preguntábamos sobre las posibilidades de una hipótesis que resolviera la antinomia victoria/derrota que allí aparecía sin salida aparente. Y esa hipótesis consistía precisamente en que no se trataba de un «o esto o aquello», sino de un «esto y aquello», con cada cosa a su propio nivel, uno de ellos iluminado precisamente por la luz escatológica contenida en la experiencia de la resurrección de Jesús. No sería extraño, por tanto, que lo verificable (históricamente) y lo inverificable (a no ser por manifestación escatológica) constituyeran esos dos planos y que lo que parecía contradictorio fuera la profunda riqueza de una dialéctica que los tuviera en cuenta a ambos. Pero no nos adelantemos a los acontecimientos. Comencemos, en una primera parte, por estudiar la respuesta, inverificable en el obrar cotidiano, que Pablo da a su propio planteamiento en el capítulo anterior. Según los primeros versículos del capítulo octavo, «ya no hay condenación alguna para quienes están en Cristo Jesús, ya que la ley del Espíritu de Vida te liberó... de la ley del Pecado y de la Muerte... de manera que el justo precepto de la Ley se cumpliera en nosotros, que no procedemos según la Carne sino según el Espíritu» (8,1-2.4). Como puede verse, el que no exista condenación para quienes, gracias a Cristo, han recibido esa liberación no procede de ninguna declaración externa ni de un olvido divino: lo que mandaba la
Ley, entendida en su verdadero sentido o espíritu, se ha cumplido en el hombre \ Es un asunto de fuerza, ya que se trata del Espíritu —fuerza de Dios— que vence la debilidad de la Carne (cf. 8,3-4). Pero si Pablo agradece esa victoria al final del capítulo séptimo y después la resume diciendo que con la mente (u hombre interior o yo) sirve a la Ley de Dios, pero con la Carne a la ley del Pecado (cf. 7,25), habrá que concluir que en materia de fuerza el hombre sigue dividido y que el Espíritu vence sólo en cierta medida o aspecto, mientras que la Carne lo hace en otros. Recordemos aquí algo importante. El Pecado, ya lo hemos visto innumerables veces, no era para Pablo el quebrantamiento simple y consciente de uno o varios preceptos de la Ley, leves o graves. Analizando los textos de Pablo habíamos llegado a la ineludible conclusión de que éste entendía por Pecado la distancia misma que separa —no sin autoengaño del hombre— la intención o proyecto de su realización. Esa distancia es la medida misma del egoísmo real, ya que el proyecto de amor, el único que puede provenir del yo u hombre interior, se pierde al ser arrastrado por la ley del menor esfuerzo —sea la letra de la Ley (revelada) de Dios o los deseos lo que funcione como resorte—, y así la Carne (los mecanismos de un mundo ya creado) facilita todo lo que es natural en el sentido de impersonal y escamotea el resultado, la obra del hombre. Si suponemos ahora que esto sigue siendo así aun en el cristiano, la victoria del Espíritu deberá, lógicamente, tener las características que señalábamos al final del capítulo anterior, y sobre todo dos que, hasta cierto punto, las resumen todas: a) en algunos momentos u ocasiones, la distancia (pecaminosa) debe ser abolida o disminuida hasta el punto de que el hombre pueda sentir alguna de sus obras como propia; b) aunque estos momentos sean excepcionales e inverificables objetivamente frente a la multitud de obras que el hombre no reconoce como suyas, debe existir una desproporción cualitativa —la misma que hemos descubierto al analizar
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1 Una traducción más literal exigiría, en realidad, la voz pasiva: «Ha sido cumplido». Se trata del llamado «pasivo divino», por ser Dios el agente de la acción (la voz pasiva permite así introducirlo sin nombrarlo, respetando el nombre divino). En otras palabras, Pablo no dice que el hombre (cristiano) cumpla la Ley, sino que Dios •—su Espíritu— cumple la Ley en el hombre. Con lo cual se indica la fuerza gracias a la cual «lo que es imposible al hombre por la debilidad de la carne» se vuelve posible con la ayuda de Dios.
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el capítulo quinto— que permita declarar victorioso algo que en su verificación meramente cuantitativa parece derrotado, como la vida ante la muerte. Detengámonos en la primera característica. El que dos mecanismos o leyes se disputen la autoría de cada obra humana, el que se opongan dos términos que apuntan a una gradación como son «fuerza» y «debilidad», todo hace pensar que a una simple oposición —como la que habría entre hacer algo enteramente bueno o enteramente malo, en servir con todas las fuerzas al Pecado o a la Gracia— Pablo contrapone, y con razón, algo más realista, la mezcla en cada acto humano de Pecado y Gracia, de egoísmo y de amor, de alienación efectiva y de apropiación intencional. En realidad, esto es más que una hipótesis nuestra. Vale la pena comprobarlo. Con excepción de Pablo, todas las imágenes que el Nuevo Testamento presenta del juicio que hará Dios del hombre son dualistas. Diríamos literalmente dualistas. Así, por ejemplo, la imagen del juicio según el amor efectivo en Mt 25,31ss. Allí se juzga al hombre según haya otorgado o rehusado su ayuda al hermano necesitado. De acuerdo con el resultado de esa encuesta, se le llamará bendito o maldito. Y está muy claro, por cierto, lo que la parábola quiere decir: no habrá otro criterio sino el amor mutuo ofrecido, en su eficacia concreta, aun a los más pequeños. Tal vez si Pablo hubiera escrito esa parábola en alguna de sus cartas se hubiera disculpado, como hace con los Romanos y los Corintios, de hablar «al modo humano», es decir, simplificando las cosas o las imágenes para tener en cuenta un cierto infantilismo en la manera de comprender de sus destinatarios. Porque, si se quiere forzar la comparación en la parábola mencionada, ¿qué gigantesca computadora sería capaz de decidir entre esos dos extremos, siendo así que la vida de cada hombre es un tejido de amor y de egoísmo, de actos en los que se ofrece ayuda y en los que se la rehusa? Más aún: ¿cómo sería posible separar el amor del egoísmo dentro de un mismo acto si en el mundo real prestar ayuda a uno significa negarla a otros? 2. Como decíamos, Pablo es el único escritor neotestamentario que intentó una visión del juicio de Dios que tuviera en cuenta
esa mezcla inevitable de características positivas y negativas presente en toda obra humana 3 . Y esa visión, bien desarrollada, la tenemos en la primera carta a los Corintios: «Mire cada cual cómo construye... Si uno construye sobre este cimiento (Jesucristo) con oro, planta, piedras preciosas, madera, heno, paja, la obra de cada cual quedará al descubierto; la manifestará el día, que ha de manifestarse por el fuego. Y la calidad de la obra de cada cual, la probará el fuego. Si la obra de uno, construida sobre el cimiento, resiste, recibirá (con ello) la recompensa. Mas aquel cuya obra quede abrasada sufrirá el daño. El, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego» (1 Cor 3,10-15). Notemos, aunque sea breve y sumariamente, algunos elementos de máxima importancia para nuestro tema en este pasaje. El primero es lo explícito de la referencia al juicio universal y escatológico de Dios. Pablo usa para designarlo el término clásico en la Biblia «el día», abreviación corriente de «el día de Yahvé», y que manifiesta la creciente esperanza de Israel en un juicio divino universal que restituya la justicia que la historia no produce en sus acontecimiento visibles (cf. Job, Ecl, Sab). A esto hay que añadir el signo metafórico asociado siempre al juicio, el fuego consumidor de lo que no tiene valor (cf. Mt 3,10-12). El segundo elemento puede, a primera vista, parecer común a las imágenes del juicio de Dios que presentan todos los demás escritos del Nuevo Testamento: el criterio del juicio se aplica a la totalidad de la actuación del hombre. Pablo usa para designar esa actuación global el término —en singular— obra, tanto más importante porque lo encontramos como clave del principio que en el capítulo tercero de Romanos Pablo estableció para que Dios declarara justo a alguien, aunque allí apareciera en plural. No obstante, hay algo diferente en la imagen paulina en relación con los otros escritores neo testamentarios. Mientras que en los demás es el hombre el objeto del juicio divino y de sus resultados buenos o malos —aunque para juzgar se examinen sus obras o, si se prefiere, su obra en su globalidad—•, en Pablo hay un significativo desplazamiento del acento, que pasa del hombre a su obra. Es ésta la que es juzgada y la que, de acuerdo al juicio, será destruida o subsistirá (porque el fuego no es elemento de castigo, como en las
2 La parábola del trigo y la cizaña puede aludir a esto, pero no versa tanto sobre el modo como se efectuará el juicio de Dios, sino sobre la necesidad de tolerar el mal hasta que llegue lo escatológico.
3 A pesar del dualismo latente en otras afirmaciones o imágenes relativas al juicio, aunque no tengan la importancia (contextual) ni el desarrollo de 1 Cor 3,10-15. Véase, por ejemplo, 1 Cor 6,9-10.
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otras imágenes, sino el elemento «que aquilata»). El hombre sufrirá o no según sea su obra 4 . De este modo se elimina toda noción de premio o castigo como resorte del obrar y se pone lo decisivo en el resultado causal —aunque éste resulte visible en la metahistoria a raíz del juicio divino— de la actuación de cada hombre. El tercer elemento viene dado por el contexto próximo y tiene relación con algo decisivo en la moral paulina. Al juzgar lo que es «conveniente», el hombre tiene que tener en cuenta lo que es «constructivo» para el hermano (Rom 14,19-20; 1 Cor 10,23-24). En eso consiste el amor, en colaborar con Dios en la obra de construir una existencia humana para el hombre. De ahí la importancia de la obra: es —parcial y secundariamente, sin duda— la de Dios mismo (cf. 14,20) en favor de la humanidad, obra de la que somos cooperadores o coautores (synergoi; cf. 1 Cor 3,9) 5 . * Hasta terminar el pasaje con un versículo de exégesis muy difícil donde parece restar definitividad a ese juicio en lo que concierne a la persona misma del hombre (o tal vez del cristiano, puesto que el contexto se refiere explícitamente a éste, cf. 1 Cor 3,4-9.11), ya que se afirma que aun aquel «cuya obra quede abrasada» «quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego» (1 Cor 3,15). Esta concentración del juicio sobre «la obra» del hombre aparece también en otro versículo, importante porque confirma (cf. supra, p. 391) que algunas imágenes de Pablo son exageradas, sí las tomamos en su literalidad. Como aquella que llevaría a pensar que Abrahán no trabajó, ya que la Promesa que recibió no era un salario. Aquí, en cambio, Pablo, hablando del juicio de Dios, dice que «cada cual recibirá el salario según su propio trabajo» (1 Cor 3,8). La palabra salario es la misma que en el pasaje sobre Abrahán; en cambio, lo que allá era «trabajar» o, más exactamente, «obrar» es aquí trabajar, pero con un matiz que el castellano no posee y sí otras lenguas modernas que distinguen tvork/labor, travail/labeur, trabalho/labuta; los términos que van en segundo lugar indican un trabajo penoso y normalmente no recompensado en proporción a la fatiga. Aquí, si volviéramos a tomar literalmente la imagen en su totalidad, estaríamos ante la exageración opuesta. Pero todo el contexto nos advierte que también aquí se trata de un trabajo «vocacional», es decir, no hecho con vistas a la paga. Y lo que Pablo quiere decir es que el resultado no se pierde si el trabajo es bueno: tiene la misma seguridad de un salario. Importa señalar esto, no sólo porque, de lo contrario, Pablo diría cosas estrictamente contradictorias, sino porque cuando hablábamos antes de exageración en la imagen, se podía pensar que lo hacíamos desde posiciones teológicas preconcebidas y no desde el punto de vista estrictamente exegético. 5 Es importante señalar que, como resto negativo de las controversias del tiempo de la Reforma, algunos teólogos luteranos consideran el «sinergismo» (cooperación) que Pablo hace explícitamente suyo, como desviación teológica. Así, por ejemplo, J. Moltmann en su Carta abierta a J. Míguez Bonino sobre la teología latinoamericana, pero refiriéndose expresamente a las últimas afirmaciones de nuestro artículo Capitalismo-socialismo: Crux
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El cuarto elemento consiste en que lo decisivo de la obra del hombre —en singular— por oposición a sus obras —en plural— tiene íntima relación con la declaración de justicia que Dios hace del hombre gracias a la fe. En efecto, si Pablo entendiera lo mismo por obra y obras, esta imagen de la primera carta a los Corintios estaría en oposición abierta con el principio enunciado en Romanos (3,21ss). Pero ya hemos visto que «obras», en plural, apunta, en el vocabulario de Pablo, a una contabilidad que sólo puede tener lugar frente a la letra de la Ley y que es por ello resultado de la Carne, temerosa y negociante. Pero obra, en singular, es algo muy diferente. Pablo entiende por ella la prolongación libre del hombre mismo en la realidad gracias al único proyecto verdaderamente libre, el que lo une a Dios en el amor efectivo al hermano. Para olvidarse de sí y de los temores naturales de la creatura y dejar de lado la contabilidad esterilizante en relación con la propia salvación se hace necesaria la fe, es decir, la confianza en la gratuidad de la promesa. Así desecha el hombre la preocupación por sí mismo —que lo hace presa fácil de los mecanismos naturales y sociales— y pasa a concentrar todas sus energías en el proyecto que tiene entre manos. En otras palabras: como ya habíamos presentido (y observado en el caso de Abrahán), fe no se opone a obra. Por el contrario, sólo la fe hace posible la obra del hombre, es decir, la obra libre, la que lleva su sello, la que desafía a la muerte. El quinto elemento es el más obvio en la imagen: la obra del hombre, junto con Dios, es también, por parte de aquél, un edificio donde entran y se combinan materiales de diversa calidad y resistencia. Pablo hace una lista de seis, supuestamente descendente de acuerdo a la física de su época. La imagen de la prueba que el fuego hará de la obra total se presta además a otro mecanismo simbólico. Ya hemos visto a lo largo de nuestro análisis el énfasis de Pablo en unir causalmente (no sólo a título de castigo) Pecado y Muerte. Aquí la calidad aquilatada por el fuego es la resistencia. Resistencia ¿a qué? Sin duda a la destrucción y a la muerte que aporta el fuego a la dosis de material combustible que encuentre Theologica: «Concilium», junio 1974. Sin lugar a dudas, Lutero redescubrió aspectos centrales de la teología paulina; pero su concepción jurídico-mágica de la justificación por la fe lo llevó a una concepción, a nuestro parecer francamente antipaulina, de la «soli Deo gloria», como si la gloria de Dios se protegiese tanto más cuanto menos entrara la causalidad humana a colaborar con los planes divinos.
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en la construcción. La mayor o menor resistencia de ésta medirá la mayor o menor libertad con respecto al Pecado, ya que es éste quien, esclavizando al hombre, aliena sus obras y, en cuanto propias de él, las destruye. Como en el obrar del hombre «todo lo que no procede de la fe es Pecado» (14,23), éste no llevará consigo a lo definitivo más que la dosis que Dios encuentre en él de «fe obrando por el amor» (Gal 5,6). Con este último elemento podemos volver al capítulo octavo de Romanos. Según lo visto, la historia, mientras dure, mostrará siempre al hombre dividido entre sus proyectos y sus realizaciones, y la victoria del Espíritu no se efectuará en forma maniquea. Imperceptible algunas veces, la distancia entre intención y realización en un proyecto de amor casi desaparecerá. No hay aquí «verificaciones» milimétricas: sólo atisbos de una realidad que se manifestará más tarde en otra dimensión, la trascendente. En lo verificable seguirán apareciendo nuestros proyectos bajo «la esclavitud de la corrupción» (8,21) debido a «la Carne», que es lo verificable en nosotros (cf. 7,25). Si analizamos la historia, veremos que el progreso se tuerce y se vuelve contra el hombre; que las revoluciones, aun las más humanitarias y prometedoras, se desvían; que el consenso social, prenda de toda democracia, tiene ínsita una fuerza masiva aplastante; que las ideologías de libertad, hermandad y amor se esclerotizan y burocratizan; que los martirios se pierden en el olvido y la incomprensión, que los sacrificios, a largo plazo, se hacen en vano... ¿Qué es esto en realidad sino una meditación sobre el destino «verificable» del mismo Jesús y de su proyecto, el reino de Dios? No es una casualidad que lo visible y controlable de ese destino haya sido, como dice Pablo, el envío por parte de Dios de su propio Hijo «en semejanza de una Carne de Pecado» (8,3). ¿Qué quiere decir Pablo con ello? No que «la carne» de Jesús sea ilusoria. Es, sí, que lo carnal, es decir, lo visible y verificable en la vida de Jesús y en su proyecto, es «semejante» a un destino dominado por el Pecado. No porque Jesús parezca haber quebrantado la Ley, sino todo lo contrario: «la ley» parece haberse apoderado de su proyecto, haciéndolo caer en la incomprensión, en la falsa expectativa multitudinaria, en los mecanismos de la envidia primero y del triunfalismo después. El mismo Hijo de Dios no puede extirparlo de esa ley. Su muerte en Cruz es desconcertante porque parece
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entregar su proyecto a la corrupción, al desencanto y a la muerte, como si estuviera bajo el dominio del Pecado 6 . Su misma resurrección, cuando es despojada de su carácter al mismo tiempo escatológico e histórico, aparece como una triste revancha religiosa, olvidada del reino. Sólo lo inverificable y escatológico de las experiencias pascuales muestra que Dios «condenó el Pecado en la Carne» (8,3) no para dar a Jesús el premio de un poder individual, sino para conlerir a su proyecto del reino la fuerza necesaria para convertirse en realidad 7 . En el dominio de lo verificable, es decir, sin acudir a dato trascendente alguno, el proyecto de Jesús, aun después de su «triunfo religioso», aparece como condenado a Muerte por los mecanismos del universo y de la sociedad, por «la Carne» de un inundo ya creado que ignora y borra la libertad como una anomalía. Y la victoria real de Jesús, sin cambiar esa «apariencia», consiste en una realidad más honda que la verificable, en la que es preciso creer como se cree en su resurrección, primicia y arras i!e la nuestra y de la de todos los hombres. Podríamos resumir este aspecto diciendo que, si el Espíritu da al hombre la capacidad de construir, a pesar de todas las resistencias «externas», lo definitivo, la Carne sigue haciendo que esa construcción no pueda ser verificada. Y, si no es verificada, no puede ser calculable ni servir al hombre para negociar con Dios seguridad alguna. La escatología de Pablo hace posibles y necesarias estas dos afirmaciones: el mundo cambia radicalmente para el hombre gracias a Cristo y el mundo no ha cambiado en lo más mínimo con Cristo. El reino ha llegado ya con poder y el reino no llegará jamás con poder a la historia 8. 6 Y ¿por qué no? La misma conflictividad acentuada de Jesús, su aspereza con sus adversarios, la estrechez nacional de su misión y de su mensaje, todo parecería indicar que, cualquiera que fuese su inocencia subjetiva, su obra sucumbió «visiblemente» a los mismos mecanismos objetivos del Pecado. 7 Es menester acotar algo muy importante. Esa «semejanza de una carne de pecado» no desaparece con ei supuesto triunfo del cristianismo y de la Iglesia. Ya lo da a entender Pablo con su continuo vaivén entre la afirmación y la negación de que el cristiano esté libre del Pecado, como vimos al comentar el capítulo sexto. 8 Esto se asemeja demasiado en los términos a formulaciones de la escatología clásica, como las que emplea, por ejemplo, O. Cullmann hablando de un «ya, pero todavía no». Creemos, sin embargo, que, no obstante las apariencias, la diferencia con lo que aquí decimos es profunda. Por presupuestos teológicos o ideológicos, el «ya, pero todavía no...» no aparece como dimensión antropológica del actuar en la historia. Se nos dice: Cristo ha
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Pero tratemos de seguir adelante en el análisis del capítulo octavo, es decir, en la comprensión de la victoria de Cristo sobre la condición del hombre dividido. Esta, como dijimos, constituye un dato trascendente sobre lo que podemos esperar de la existencia (cf. 8,24-25). Ahora bien: los datos trascendentes no son susceptibles de verificación en el sentido estricto (o científico) de la palabra, lo cual no quiere decir que sean arbitrarios o irracionales. Como hemos tenido ocasión de ver en el volumen anterior, son, por un lado, extrapolaciones coherentes —gracias al trabajo de la razón— de una dimensión más universal, de experiencias verificables con las que podemos contar, y, por otro, supuestos lógicamente necesarios para que los valores que nos atraen tengan capacidad de realización y sean, por tanto, razonables... Esto último es lo que acabamos de ver en lo que antecede. Los valores de que dio testimonio concreto Jesús de Nazaret con su vida y mensaje sólo pueden realizarse si, teniendo en cuenta la división insoslayable de la condición humana —la de una libertad creadora que debe funcionar en un mundo ya creado—, el yo de cada uno tiene fuerza para realizar un proyecto, al mismo tiempo propio y definitivo, que, sí es libre, sólo puede ser el de un amor que sea don de sí. De no tener esa fuerza «espiritual», la fe antropológica puesta en Jesús de Nazaret carecería de sentido, sería irracional y contradictoria. ¿Qué experiencia puede extrapolar Pablo que dé fundamento a esa esperanza? Sin duda, la de la resurrección de Jesús. El capítulo octavo lo dice con toda claridad a continuación del pasaje que acabamos de examinar: «Si el Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos mora en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús va a vivificar también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros» (8,11). La experiencia extrapolada es, pues, doble: la que Pablo mismo ha tenido de la resurrección de Jesús y la que tienen los cristianos de la presencia del Espíritu en ellos. Detengámonos en la de Pablo. Más adelante examinaremos la de los cristianos. triunfado ya, pero no vemos aún las consecuencias de esa victoria. Es como si tales consecuencias estuvieran ocultas en el misterio de Dios y, por tanto, no afectaran radicalmente, al compromiso histórico del hombre. Más bien parecen dispensar de él. Y si el hombre debe comprometerse todavía, ello se debe a un deber moral, consecuencia indirecta de la justificación (cf. infra, nota 19), y no a que la victoria necesite tal compromiso.
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¿Por qué y cómo extrapola Pablo la experiencia que ha tenido tic la resurrección de Jesús, convirtiéndola en victoria universal sobre la Ley, el Pecado y la Muerte? En cuanto al porqué, la respuesta es simple. Pablo, a pesar i le no usar por regla general la expresión «reino de Dios», propia del Jesús histórico, centra de nuevo en él el mensaje de Jesús. Es la Promesa, como aquella que hacía vivir y actuar a Abrahán. Interpreta correctamente ese reino como la intención divina de llevar al hombre a su más cabal hominización, a su madurez de persona libre, creadora, decidida en su cooperación con el Dios creador (cf., por ejemplo, Gal 3,23-4,7). De ahí también que sitúe IM cualidad decisiva del hombre no tanto en el amor —que es resultado—, sino en el mecanismo interno capaz de volcar todas IMS energías del hombre en el proyecto creador de amor, la je U-í. Gal 5,6) 9 . La experiencia preescatológica de la resurrección de Jesús es nsí asociada al proyecto que fue el centro de su vida y mensaje. (iristo no pudo triunfar sin que triunfara asimismo el proyecto por i-I que entregó su vida. El Espíritu, es decir, la fuerza de Dios que lo saca del dominio de la muerte, debe, por tanto, sacar liimbién de la muerte su proyecto de humanizar plenamente al 1 lumbre 10. He aquí el fundamento —el porqué— de la extrapola'' El Espíritu, según Pablo, tiene como obra propia «la paz». Esta «mentalidad espiritual» parece tener un sentido antropológicamente importante, relacionado con «la vida» (8,6), es decir, con el desbloqueo del hombre paralizado por la ansiedad. Paz significa, así, la seguridad necesaria para actuar por el valor intrínseco de lo que se hace, y no para sumar puntos en un libro de contabilidad sobre la salvación. «Paz, como vimos, significa no sólo el estado de reconciliación con Dios, sino el sentido de esta reconciliación que difunde en todo el hombre un sentimiento de armonía y tranquilidad» (ICC 1,196). Creemos que la paz, en cuanto liberación de la ansiedad, merecería una atención más profunda, como la que le concede R. Niebuhr en las frases citadas anteriormente (cf. nota 11 a la p. 467). 10 Volvemos así, en su realización más cabal, a la esperanza de un Abraliiín. «Esperar contra toda esperanza» significa esperar la resurrección, en su Nenüdo más amplio, es decir, antropológicamente, esperar el paso del Pecado, en cuanto genera inutilidad y corrupción, a la fe en la obra de la Gracia i|iie da al amor utilidad, vida e incorrupción. «Esta resurrección tiene dos aspectos: no es sólo física, un volver en el futuro a la vida física, sino que es también moral y espiritual, un resucitar, en el presente, de la muerte del pecado a la vida de la justicia» (ICC 1,117). Lo justo de este comentario piircce perderse en una insustancial irrealidad espiritualizante por el solo agregado de «en el presente». En el presente no es visible cambio alguno (cf. 8,24-25).
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ción paulina: Cristo no pudo ser resucitado por el Espíritu sin que éste resucitara «los cuerpos mortales» de todos los hombres u . En cuanto al cómo de esa victoria universal, la respuesta es más rica y compleja de lo que la exégesis señala la mayoría de las veces, y más rica, sobre todo, que la imagen clásica que recibimos tradicionalmente de «la resurrección de los muertos». Esta, en realidad, no sólo se ha simplificado, sino infantilizado. Ha sido puesta al servicio de los ritos consoladores que la Iglesia dispensa a los amigos y familiares del difunto. Ya indicamos que la resurrección de los cuerpos —propia del pensamiento hebreo que nunca separó de ellos las almas para pensar en su probable inmortalidad— era, para la escatología reinante en tiempo de Jesús, el medio de que Dios disponía para poner a todos los hombres frente a su tribunal y ejercer en presencia de todos un juicio que reestableciera una justicia ausente en la tierra. Como para este propósito ya servía la idea griega —mucho más civilizada y menos bárbara— de la inmortalidad sustancial del alma, la resurrección total pasó a ser un dogma sin demasiado sentido (cf. 1 Cor 15,12ss; 35ss). Poco a poco, su uso casi exclusivo consistió en consolar más eficazmente frente a la muerte de los seres queridos con la certeza de que los volveríamos a encontrar tales como habían sido, accesibles a nuestros sentidos. Por cierto, Pablo parece no ir más allá de esto cuando afirma, como vimos, que el mismo Espíritu que resucitó a Jesús «resucitará vuestros cuerpos mortales» (8,11). Esperamos «la redención de nuestro cuerpo» (8,23) n. Pero, una vez más, ¿qué quiere decir Pablo con la palabra cuerpo? Recordemos dos cosas a este propósito: una, la utilización que hace Pablo del término en la queja con que concluye el análisis del hombre dividido no entre cuerpo y alma, sino entre proyecto y realización de su ser total: «¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» (7,24). Nadie duda de que se refiere allí a la totalidad de su condición humana. La prueba es que la debilidad
que produce esa división procede, como él dice, de «la Carne», otro término que tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento designa la totalidad del hombre (cf. 7,14.18.25; 8,3). Otra, más general, la atracción semántica que sufre en el griego de Pablo Ja palabra «cuerpo» por parte de la palabra bíblica «carne» (cf. 8,13 y, más en general, 8,5-13). Ya hemos indicado que en el contexto hebreo del Antiguo Testamento (de donde saca Pablo la metáfora), «carne» era sinónimo de la totalidad del ser de la creatura y, más en particular, del ser humano en cuanto creatura. Pero hay que añadir, y ello es importante para entender lo que sigue, que, de acuerdo con un uso literario más antiguo 13, la metáfora «carne» rebasa en su contenido los límites del ser individual y comprende todo lo que forma parte afectivamente de la existencia del hombre. Carne del hombre son así, en los viejos escritos de la Biblia, sus familiares, amigos y compatriotas (cf. 2 Sm 19,13; Jue 9,2, etc.). Lo que afecta al hombre pertenece a su «carne». Y el formar una sola carne alude a la posibilidad de compartir toda la afectividad, de tal manera que lo que afecta o toca a uno afecte y toque igualmente al otro. Con estas observaciones in mente, veamos más de cerca cuál es concretamente la esperanza de Pablo acerca de la resurrección. Ya hemos tenido ocasión de recordar cómo Pablo alude a la realización total del reino, y de manera explícita. Ello acontecerá cuando todos los enemigos —de Jesús y del hombre— sean vencidos (cf. 1 Cor 15,23.25). Entre éstos, siguiendo el orden de la causalidad, están la Ley, el Pecado y la Muerte (1 Cor 15,26.55-56). Pero precisamente ese nexo de causalidad, que une a los tres principales enemigos, nos advierte que la Muerte no es sólo ni principalmente la física, la que afecta al hombre destruyendo, en nuestro lenguaje moderno, su cuerpo. En Pablo destruye mucho más, destruye el sentido mismo de la vida del hombre, privándolo —mediante la Ley y el Pecado— de su obra. Habrá, pues, que pensar la resurrección como afectando radicalmente al sentido de los proyectos humanos o, en otras palabras, en términos históricos y no antihistóricos como es costumbre. Veamos algo de esto en las dos cartas de Pablo a los Corintios.
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11 Y decimos de todos, porque Pablo, aunque ya el paralelo entre Adán y Cristo lo da suficientemente a entender, lo reafirma explícitamente en el resumen de ese paralelo en 1 Cor 15,22-23. 12 Así es como se presentan los principales manuscritos, intercalando la «filiación adoptiva». Ello refuerza nuestro argumento, ya que «filiación adoptiva» y «redención de nuestro cuerpo» no pueden ser sinónimos a no ser que se dé a «cuerpo» el sentido de «carne», comprendiendo así todo el ser humano y lo que lo rodea.
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" Por ejemplo, cuando el Yahvista, en su narración etiológica de los orígenes del matrimonio, dice que los esposos, separándose de sus respectivas familias, «serán una sola carne» (Gn 2,23-24) no se refiere a la vida marital, sino a la completa unidad afectiva donde todo es común y donde se siente lo del otro como propio (cf. Ef 5,28-31).
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Allí, como en Gálatas, el conocimiento directo de la comunidad a la que destina la carta da al estilo de Pablo un matiz más personal que el que observamos en Romanos. Pues bien: cuando Pablo habla de la transformación que se operará gracias a la resurrección universal usa expresiones literarias que, podríamos decir, sólo quienes imaginaran a Pablo acompañando con gestos sus palabras podían comprender cabalmente: «Y cuando esto H corruptible se revista de incorruptibilidad y esto mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: 'La Muerte ha sido devorada en la victoria'» (1 Cor 15,54). Podríamos notar ya la presencia significativa del verbo «revestirse» en lugar de otros que nos parecerían más apropiados, como «volverse» o «ser sustituido por», pero preferimos pasar de inmediato a la pregunta: ¿qué comprende ese «esto», del que se dice que es corruptible y mortal? ¿Qué gesto haría Pablo para designarlo? ¿Apuntaría a su nariz, a sus ojos, a su estómago o a su cabeza? ¿Abriría los brazos abarcando su contorno vital junto con el de sus amigos, su comunidad, sus proyectos? No se trata de adivinar. Además de lo que se insinúa ya aquí, la segunda carta a los Corintios nos dará una respuesta muy personal y sentida. Pero antes de pasar a ella notemos algo cuya importancia se verá cabalmente entonces: el término que usa Pablo para la resurrección —el revestirse de incorruptibilidad e inmortalidad— indica que, cualquiera que sea el objeto que resucite, adquiere una cualidad que ya no debe luchar contra la anterior porque la domina 15. Incorruptibilidad e inmortalidad insinúan una desproporción cualitativa. Por pequeña que sea la «cantidad» que pase así de una calidad a otra, será necesariamente victoriosa. Volvamos a la pregunta central. Esa cualidad se le agrega concretamente ¿a qué? Aquí es donde adquiere importancia —para definir el «esto» de la primera carta-— uno de los pasajes más humanos de la segunda carta a los Corintios (del que ha hecho caso
• •miso, sistemáticamente, la espiritualidad cristiana clásica). ¿Cómo tiiiicnta Pablo la muerte? «Sabemos que si esta tienda, que es niK'stra habitación terrestre, se desmorona, tenemos una casa que es ile Dios, una habitación eterna, no hecha por mano humana, que ishí en los cielos. Y así, gemimos en este estado deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celeste, si es que nos encontramos vestidos y no desnudos. Sí, los que estamos en esta lienda gemimos oprimidos. No es que queramos ser desvestidos, i no más bien sobrevestidos, pata, que lo mortal sea absorbido por l,i vida» (2 Cor 5,1-4). Al principio parecería que Pablo entra en los lugares comunes i leí contemptus mundi y de la sustitución de la vida terrestre por Iii celestial. La primera está figurada en la tienda, la habitación provisoria del nómada. La otra en una casa eterna. Una, hecha l>Di- mano humana, es corruptible y, por tanto, se desmorona. La i'lia, de fabricación divina, está en los cielos, pertenece a lo definiuvo y es, por tanto, inmune a la muerte. ¿Se trata entonces de • imbiar la una por la otra? Por más raro que suene a nuestros • idos, no. Y otra vez, de modo significativo, aparece el verbo •• vestir o aun sobre-vestir, para ser más exactos, ya que Pablo '»» se contenta aquí con el verbo simple y común que ha empleado •n la primera carta. Quiere insistir para que no quede la menor 'luda de que no se trata de una sustitución, sino de una añadidura. Así, la imagen que resulta es curiosa: quiere que le pongan li casa por encima de la tienda 16. El hombre no puede contentarse i c ni el trueque tierra/cielo. Pablo pretende que a lo temporal, histórico y perecedero se le cambien las propiedades para que lo mismo entre en lo definitivo. Hay además algo importante en la imagen. La «tienda» del hombre no es meramente el cuerpo 1T: es la totalidad de la existeni ¡a con sus relaciones y proyectos. A todo eso, a todo lo que en ••esto» vale y se mostrará intrínsecamente resistente (cf. 1 Cor *, I 3-14) se le inyectará una vida cuyas propiedades por el momento, mientras dure la historia, permanecerán (casi) invisibles. En efecto, Pablo da a entender que esa invisibilidad no es
14 Desgraciadamente la mayoría de las versiones bíblicas hacen de este lenguaje, en gran parte icónico, una expresión digital y aun metafísica: «Cuando este ser corruptible...» Biblia de Jerusalén (loe. cit.). 15 Y es interesante notar que este revestimiento no es la imagen que Pablo usa cuando, argumentando contra los que negaban la posibilidad de una resurrección corporal, más bien insiste en la sustitución de un cuerpo «natural» por otro «espiritual» (cf. 1 Cor 15,35-44).
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" Algo así como el Jesús resucitado que nos presenta Juan conserva en mi propio cuerpo glorioso las heridas de los clavos y de la lanza... 17 Como no lo es en el pasaje clave del prólogo de Juan donde se afirma ln encarnación: «y el Verbo se hizo carne y puso su tienda entre nosotros» (Jn 1,14). Es decir, su existencia humana entera, a la que se refieren tanto «enrne» como «tienda», desde diferentes puntos de vista.
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total. Por eso termina el pasaje sobre el revestimiento de lo histórico por la vida, con estas palabras: «Y el que nos ha destinado a eso es Dios, el cual nos ha dado en arras el 'Espíritu» (1 Cor 5,5). He aquí el modo cómo una experiencia, que no será científica e imparcialmente verificable (cf. Hch 2,13), pero que no deja de ser una experiencia, aparece como apoyo razonable de la esperanza, que deja así de ser un mero deseo para transformarse en una premisa estructuradora de la existencia. De esta manera y con esta concepción de la resurrección de Jesús, Pablo termina de establecer el dato trascendente que domina su cristología y con el que responde al planteamiento de la última parte del capítulo séptimo. Pero el capítulo octavo no termina ahí. En una segunda parte —que hasta cierto punto invade la primera y se conecta con ella— Pablo parece tocar diferentes temas cuya unión a primera vista no es fácil de precisar. Es cierto, como dijimos, que en todos ellos se percibe un tono de victoria, lo que permite suponer que Pablo ve en ellos un refuerzo de la respuesta que acaba de dar o, en otras palabras, algo que añade fuerza, verosimilitud o racionalidad a la solución que da a ese planteamiento con sabor a derrota que dejó establecido el capítulo anterior. Ahora bien: si tenemos en cuenta que la respuesta principal se basó en la exposición del dato trascendente de una resurrección interpretada, como vimos, en relación con la historia, podemos suponer que, de alguna manera, los temas que hemos ñamado de refuerzo versarán igualmente sobre la historia. El lector preguntará tal vez cómo se refuerza un dato trascendente. La respuesta no es difícil: mediante otros datos trascendentes logrados por el mismo procedimiento que el primero y que «encajan» racionalmente con él de tal manera que constituyen, como hemos tenido ocasión de comprobar, una suerte de «rehenes». O todos perecen juntos o todos se salvan. Y, precisamente, la posibilidad efectiva de traer a colación otros datos trascendentes y formar con ellos una trama razonable y fidedigna es lo que proporciona una tradición 18. 18 Bultmann se refiere a ello, desde su peculiar punto de vista y sin sacar de ello todas las consecuencias fenomenológicas, cuando escribe: «El (Pablo) —a diferencia de los tratados herméticos con sus enseñanzas cosmológicas iniciales— no comienza presentando el acontecimiento salvador, cuya credibilidad tendría que ser reconocida primero. En lugar de eso, comienza
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Las comunidades a las que Pablo se dirige están insertadas en una doble tradición. Por una parte, la suya propia —cristiana—, por la que se transmiten mutuamente experiencias interpretadas que las estructuran y les dan su atractivo y razón de ser en cuanto estructuras (premisas ontológicas y epistemológicas). Tal es el caso de la resurrección de Jesús, o de la encarnación de Dios, o del envío del Hijo, con todos lo que ellas significan para la reflexión ile la Iglesia naciente. Por otra, aun en comunidades de origen mayoritariamente pagano, Pablo no se deshace nunca del marco de referencias de la tradición judía, reinterpretándola, por supuesto, aunque sin perspectiva histórica (ausente de la exégesis de entonces), pero liberándola de su principal contenido opresor para que su riqueza ilumine mejor el significado mismo de Jesús de Nazaret. Podríamos decir, a grandes rasgos, que los dos datos trascendentes que refuerzan y garantizan el primero y central serían el de la ¡iliación y el de la hermandad. Filiación con respecto a Dios, hermandad con respecto a Jesús. Veamos el primero de ellos. Todo dato trascendente extrapola experiencias. Pablo se refería a que el Espíritu que resucitó a Jesús «moraba» en los cristianos (8,11). Los cristianos tenían en ese Lspíritu presente garantizado el comienzo, las «arras» de la resurrección (2 Cor 5,5). Ambas expresiones aluden a experiencias existenciales de las comunidades cristianas primitivas. Pablo continúa refiriéndose al contenido de dichas experiencias: «cuantos son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (8,14). No se trata de nada forense o mágico. La experiencia de ser hijos se expresa en un contenido existencial muy claro, la liberación de una relación con Dios en que impera el temor —con su sumisión a la contabilidad de la Ley— para pasar a otra de absoluta confianza: «No recibisteis un espíritu de esclavitud para recaer en el temor, sino un espíritu de filiación adoptiva con el que gritamos: Abba, papá. El Espíritu mismo se une para testimoniar a nuestro espíritu que somos hijos de Dios» (8,15-16). exponiendo la condición de la humanidad, de tal manera que la proclamación de la obra salvífica de Dios se vuelve una cuestión sobre la que hay que decidir (un planteamiento-decisión)... La unión de los creyentes en un soma (cuerpo) con Cristo tiene ahora su base, no en que ellos participen de la misma sustancia sobrenatural, sino en el hecho de que, en la palabra de la proclamación, la muerte y resurrección de Cristo se convierte en una posibilidad de existencia en relación con la cual hay que tomar una decisión» (op. cit., I, pp. 301-302).
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La paternidad universal de Dios no es, en sí misma y en términos generales, una novedad para la tradición bíblica veterotestamentaria. Pero Pablo insiste en dos elementos que sí son nuevos y fundamentales (en los que reaparece, aunque sin ser nombrada, la fe como actitud decisiva). El primero es que la confianza especial 19 a la que aquí se alude y a la que están llamados los cristianos corresponde a la madurez del hijo y no a cualquier situación de filiación. El texto que acabamos de citar está copiado —si no es a la inversa, lo que poco importa— de otro (Gal 4,6) donde se compara la actitud del hijo niño, sujeto a sus propios servidores e inconsciente de que «es dueño de todo» (Gal 4,lss), con la del hijo maduro m que recibe consciente y efectivamente su herencia (cf. Gal 4,7). Al hijo que siente no deber cosa alguna a nadie sino «al amor mutuo» (13,8), para el cual dispone de todo lo existente (cf. 1 Cor 3,21-22). Sin embargo, y aquí estamos frente al segundo elemento, esa filiación, como experiencia espiritual, no es verificable, manifiesta ni gloriosa. No es visible como la filiación «carnal» con respecto a Abrahán. Pablo coloca junto a «hijo» el término «heredero», cosa que la exégesis corriente suele pasar por alto, como si se tratara de algo que no necesita aclaración. ¿Quién, cristiano o no, tiene experiencia de poder actuar como heredero del mundo, como dueño de todo? ¿Qué puede significar en concreto ser heredero de Dios, a continuación de Jesús (cuya vida histórica limitada hemos investigado), en el dominio del mundo? Padre e hijo tienen una relación de semejanza y continuidad. Y cuando se trata de Dios esta relación tiene que conectarse con un plan divino que comienza en la creación. El Padre es creador. El hijo y heredero no puede ser creador sino en un sentido meta19
«No se requiere nada más de nosotros, sino gritar al único verdadero Dios: Abba, Padre, con total sinceridad y seriedad. Que esto incluye necesariamente procurar con todo nuestro corazón ser, pensar, decir y hacer lo que a él le place y descartar lo que no le place, es ocioso decirlo. En el cumplimiento de esta obra de obediencia se cumple 'el justo precepto de la ley' (cf. 5,4) y se establece la santa ley de Dios» (ICC 2,401-402). Sólo notamos que el «se incluye» se refiere a una conclusión moral, exhortativa. El comentarista no parece ver allí una situación antropológica distinta. 20 El vocabulario filiación-paternidad, e incluso el distintivo «Abba» (papá) para dirigirse al Padre, pertenecen ya al vocabulario de Jesús. Pablo no inventó esa actitud de madurez filial con respecto a Dios, pero la desarrolló y llevó a consecuencias a las que no llegan aún los sinópticos.
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fórico y restringido, pero, aun así, real. Ahora bien: la realidad que en el hombre-hijo puede asimilarse de alguna manera a la idea de «creación» es la libertad, entendida como lo hace Pablo, que insiste básicamente en ella en toda su cristología 21. Pero ya vimos que no la entiende como una especie de péndulo entre el bien y el mal, sino como capacidad para llevar a cabo los proyectos que el yo u «hombre interior» decide realizar, proyectos que, por lo menos en esa fase primera en que surgen de la interioridad personal, serán los de un colaborador en la «construcción» o «cultivo» de Dios, términos que en Pablo equivalen a «reino de Dios» en los sinópticos, el plan de humanizar al hombre. También aquí estamos frente a una realidad escatológica, pero siempre de acuerdo con la manera precisa como Pablo concibe la escatología, como acciones históricas que, aunque parezcan errar su objetivo y entrar en la corrupción y en la muerte, están construyendo lo definitivo. Eso definitivo —que no se hará sin la libertad creadora de los hijos— tendrá al fin su manifestación o, lo que es lo mismo, su plena visibilidad positiva, su gloria. Pablo, de acuerdo con su costumbre, inventa una nueva personificación. Esta vez le toca a la creación entera, que aparece así «anhelando la manifestación de los hijos de Dios» (8,19). Si preguntamos por la característica que ha de ser manifestada (escatológicamente), ya que no es aún visible y genera la «expectativa ansiosa» del universo, Pablo precisa que se trata de «la gloria de la libertad de los hijos de Dios» (8,21). En efecto, para que esta libertad, en su similitud con el Padre creador, pueda ser gloriosa, es decir, manifiesta, es menester que los proyectos que el hombre quiso inscribir en el universo «sean liberados de la servidumbre de la corrupción» 72. Es decir, de acuerdo con el análisis 21 La madurez se manifiesta en la fe (Gal 3,23-25), es decir, en la actitud de Abrahán que no por casualidad lo hace «heredero del mundo» (4,13). Véase a este respecto el capítulo siguiente. 22 Cualquiera que sea la opinión que se tenga sobre la autoría directa de la carta a los Efesios, no se niega, por lo general, en ella, la influencia paulina. Pues bien, aunque corresponda a una etapa posterior de su cristología (cf. supra, Introducción a la segunda parte), esta idea de que la creación entera —los cielos, es decir, probablemente la creación angélica, y la tierra— espera su sentido único y definitivo, y que «el designio benévolo» de Dios es ciárselo «recapitulándola» (cf. supra, pp. 489ss) en Cristo (Ef 1,9-10), aparece claramente como algo que debe tener lugar en «la plenitud de los tiempos» (Ef 1,10). Pero esta «plenitud de los tiempos», coincidente con la madurez y la libertad del hombre, se supone ya actual (aunque no manifestada gloriosamente) en Gal 4,3-4.
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realizado en el capítulo anterior, sean liberados de la Muerte (corrupción) y, consiguientemente, del Pecado y de la ley, de todos los mecanismos que los alienan y los obligan a servir a otros propósitos. Pero lo razonable de este dato trascendente —los hombres se revelarán hijos y herederos del Dios creador— reside en su conexión lógica con la extrapolación de una experiencia existencial, común en el ámbito de la familia, de la amistad y del amor. Es aquí donde aparece el rehén. Si el dato trascendente de que acabamos de hablar fuera falso, Dios perdería la única paternidad que puede tener sobre todos los hombres. En efecto, un verdadero amor personal se caracterizará siempre por dar importancia decisiva a la libertad del ser amado. Por hacer depender de sus decisiones libres nuestra propia realización y felicidad. Pero esto, a su vez, supone dos cosas. La primera, que dejamos a su libertad algo inconcluso y decisivo. La segunda, que asumimos como mejor para él y para nosotros el riesgo, el dolor que supone lo inconcluso, dependiendo honradamente de sus decisiones. Algo concluido no puede ser decisivo, como tampoco lo puede ser algo indoloro o indiferente. El mejor de los mundos posibles significaría la pérdida total de sentido y valor para nuestras existencias s . Pues bien, nuestro «rehén» es la suerte de la creación entera de Dios. Eso significa ser «heredero» no de algo adquirido, sino de algo inmensamente valioso, por hacer. Y que la creación esté aún «por hacer» lo gritan sus «dolores de parto» (8,22). Si tienen, pues, que manifestarse los hijos de Dios en la gloria de su libertad es porque, de lo contrario, todos los mecanismos del universo creado seguirían girando hacia la inutilidad.
Hasta ese punto llega en Pablo lo definitivo del «sinergismo» propio de los hijos, la necesidad de su cooperación creadora. Poco importa la forma mítica o poética en que este dato fundamental se expresa. Lo cierto es que «la creación fue sometida a la inutilidad, no por su propia voluntad, sino a causa de quien la somelió24 con la esperanza de que también la creación misma sería liberada de la esclavitud de la corrupción para pasar a la libertad de la gloria (propia) de los hijos de Dios» (8,20-21). Tenemos, pues, un extraño rehén de la resurrección de nuestros proyectos de amor y humanización: «los sufrimientos en la opori unidad actual» (8,18). Dios mismo habría creado en vano un mundo (que no lo honra directamente), si el hombre no hiciera de ese dolor, sentido y resorte de su libertad. De lo que puede loilavía ser llamado «creación» en un mundo ya creado: la aparición de un nuevo ser, la construcción del hermano, el «parto» que da sentido al dolor. Si la libertad del hombre no llegara alguna vez a poner el sello de su intención, personal y única, en sus realizaciones, Dios mismo habría fracasado. Pero hay aquí algo más, si nos atenemos a la lógica del argumento de Pablo. Este parece no pretender otra cosa que mostrar romo vale la pena «incomparablemente» pasar por esa aparente derrota y muerte de nuestros proyectos «en relación con la gloria lutura que se va a revelar en nosotros» (8,18). Sin embargo, esto implica algo que ya hemos visto en otros pasajes de esta carta y de sus contemporáneas: el redescubrimienio del tema —si no del término— del reino de Dios realizándose
23 La idea de una creación incompleta, condenada por el momento a la inutilidad, no buena en sí misma, parece ser original de Pablo (a quien muchas veces se supone afín a los estoicos). La idea de que la creación o la naturaleza representa el bien, mientras que sólo en la libertad del hombre reside la posibilidad del mal, domina el Medievo «cristiano». En Las moscas, Jean-Paul Sartre hace que Júpiter (imagen tomista de Dios) responda así a Orestes, después de que éste ha matado a Clitemnestra y a Egisto: «...El mundo es bueno, lo he creado según mi voluntad y yo soy el bien. Pero tú, tú has hecho el mal y las cosas te acusan con sus voces petrificadas. El bien está en todas partes... tu cuerpo mismo te traiciona pues se acomoda a mis prescripciones. El bien está en ti, fuera de ti... él es el que permite el éxito de tu mala empresa... Y ese mal del que estás tan orgulloso, ¿qué es sino un reflejo del ser, una senda extraviada, una imagen engañosa cuya misma existencia está sostenida por el bien?... Vuelve, hijo mío...».
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24 Los exegetas discuten acerca de la identidad de ése que «sometió la creación a la inutilidad». Cualquiera de las respuestas que pueden y suelen durse —Dios, Satanás, Adán (o el hombre)— conviene a nuestro propósito. Pitra algunos, en efecto, ese sujeto es Dios mismo y, con ello, tendríamos lógica y directamente sentada nuestra tesis. Para otros se trataría de Satanás o de Adán, en todo caso del Pecado en cuanto poder esclavizador, haciendo irrupción en el plan de Dios, desbaratando, por así decirlo, su primer designio y obligándolo, en su misericordia, a buscar por otros medios ivcncaminarlo. En este caso, la esperanza, de que habla Pablo, no sería ya la de Dios, sino la que, a pesar de todo, guarda la creación (personificada) niin en su sometimiento. En este caso convendría, en la versión castellana, colocar una coma entre «sometió» y «con la esperanza», ya que habría diícrencia de sujetos. Nótese, no obstante, que, aun en este caso, Dios habría dejado su creación pendiente de la decisión humana, ya que el mismo Salinas es incapaz de someterla a la inutilidad sin la decisión libre del hombre. Lo cual se ve también en el hecho de que sólo la manifestación gloriosa de la libertad de «los hijos de Dios» devuelva a la creación su utilidad.
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en su dimensión histórica. Se ha pretendido oponer importancia histórica a escatología. Es, para no citar más que un ejemplo, el argumento de Marx contra la religión en general y el cristianismo en particular. Ya hemos estudiado este problema en lo referente al Jesús histórico. Pero el cambio de clave en Pablo —lo antropológico, por lo menos en apariencia, es menos histórico— nos replantea el problema. Pues bien, la respuesta escatológica de Pablo al planteamiento del capítulo séptimo contiene una revalorización de lo histórico. Se trata precisamente del único tipo de escatología que puede respaldar el compromiso con los problemas de la causalidad y de la eficacia en el tiempo. Y ello porque la escatología no es para él la supresión o sustitución de la libertad humana, sino su manifestación. Se dirá que si esa manifestación fuera simultánea a la acción histórica, se vería aún más la importancia de ésta. Pero no es así, por lo menos en el plano de la lógica. Si la entropía universal —la tendencia mayoritaria a la degradación y corrupción— no pareciera entregar a la desviación y a la muerte los proyectos humanizadores del hombre, éste, a medida que transcurriera la historia, se iría encontrando con problemas cada vez más intrascendentes y superficiales. La creación se iría irguíendo y completando a expensas del significado del hombre y de la decisoriedad de su historia. ¿Estará este pensamiento presente, de modo más o menos consciente, en Pablo? No lo sabemos. Pero ciertamente es una pieza que forma parte de ese dato trascendente relativo a la filiación creadora, de la que depende el sentido y la «utilidad» del universo. El segundo dato, complementario del de la resurrección, era, como lo recordará el lector, el de la hermandad (universal). Pablo se refiere a un plan o «propósito» (8,28) divino, en íntima relación con el de la filiación: hacer a los hombres verdaderos hermanos de Jesús. Y al decir «verdaderos» nos referimos a que no se trata de una relación meramente legal, sino de hacerlos a todos «conformes a la imagen de su hijo». Así, independientemente de la flecha del tiempo, el que fue formado primero, el modelo, será «el primogénito entre muchos hermanos» (8,29), es decir, según el uso bíblico, entre todos los hermanos (hombres). Este plan o propósito se ve como ya desarrollado entre todos «los que aman a Dios» (8,28), pero siguiendo sus etapas lógicas,
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comenzando por la mente divina y terminando en la manifestación de la realidad escatológica: «A aquellos a quienes conoció de antemano, también los destinó de antemano a reflejar la imagen de su hijo... y a los que destinó de antemano, también los llamó, y a los que llamó, también los declaró justos, y a los que declaró justos, también los glorificó» (8,29-30). Las etapas son, pues, suficientemente claras en sí mismas. La primera consiste en estar incluido en el proyecto divino. A este proyecto sigue su realización histórica mediante una «vocación». Si se responde afirmativamente a ella, llega la declaración de justicia en el tiempo presente **, y luego, la manifestación o gloria ilc esa justicia (todavía encubierta) en la realidad escatológica. Pero hay dos cuestiones que merecen consideración. La primera se refiere a cuál es, con exactitud, ese proyecto divino de que «r habla. La segunda concierne a quiénes engloba en su realización. La respuesta al planteamiento inicial nos llevaría de nuevo, ii primera vista, al tema de la filiación. En efecto, se trata de hacer hombres que «reflejen la imagen del Hijo», lo que equivaldría a decir, hombres que se comporten como él y, por tanto, como hijos ii NU vez. Y volveríamos, así, al tema del «heredero» de la creación, dueño de un universo que Dios ha dejado, incompleto, en sus manos para que imprima en él proyectos creadores, libres y originales. No cabe duda de que los dos proyectos no constituyen, en el Iniulo, más que uno. Pero Pablo insiste aquí en la fraternidad, rn la comunidad de hermanos. Probablemente, así como en el pusuje de la filiación coloca al hombre frente a su dimensión histórica, en el de la hermandad lo enfrenta a su dimensión social. Por cierto, no hemos de engañarnos. Pablo no manifiesta ni remotamente la misma sensibilidad que Jesús de Nazaret ante la injusticia y la opresión encarnadas en las estructuras sociopolíticas. Se ni por defecto o por estrategia, pero ello es así. Sin embargo, y en el plano antropológico que es el suyo, hemos VÍNIO aparecer y reaparecer muchas veces un tema que, desde aquel pimío, toca lo social. Se trata del peligro de toda «religión» —que " Hultmann insiste, y con mucha razón, en que Pablo ve la justificai'lrtn o «declaración de justicia» como ya presente (cf. op. cit., I, pp. 274ss). Srtlo que ese presente se vuelve fácil, demasiado fácil, cuando se hace de la |ii»lií¡i nción un acontecimiento (mítico) forense (cf. ib'id., p. 276). ¿En qué tliifilii ese acontecimiento cuando, desmitologizado, se le vuelve a la dimen«Irin milropológica en que se mueve Pablo?
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usa instrumentos supuestamente «sagrados» —de marginar seres humanos en nombre de la Divinidad. Hemos visto, en efecto, cómo Pablo establece el principio —paradójico para una religión que quiera competir y tener, por tanto, sus propias ventajas y límites— de que «Dios no da ventajas a nadie» (2,11). De ahí la manifiesta preferencia de Pablo por la situación del hombre en la primera etapa cuando Dios juzgaba a todos los hombres según idéntico criterio. De ahí también la acusación que dirige específicamente al judaismo en su interpretación de la Ley. De ahí asimismo la vuelta, con la fe, al criterio único y universal. Más aún, esa básica unidad de los hombres ante Dios es, para Pablo, un resultado pleno de consecuencias concretas. Se trata de abolir todos los criterios más o menos religiosos que proporcionen a unos hombres pretexto para encaramarse por encima de otros. Todas las cartas de esta época testimonian el mismo interés de Pablo en este dominio. La fórmula de Gálatas: «ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3,28; cf. también Rom 10,12; 1 Cor 12,13; y asimismo Col 3,11) constituye un punto central en la cristología de Pablo. Constituye, además, un punto crítico. Porque el aceptarlo depende de la fe que renuncia a toda seguridad y privilegio. Y el rechazarlo significa lo contrario de la fe, es decir, el gloriarse (cf. 2,3) en algo que parece divino, pero que es sólo humano (cf. Gal 6,13; 1 Cor 3,21; cf. asimismo 2 Cor, passim) 26. Y tan crítico es que, aun aceptando la abolición de la Ley en cuanto privilegio y separación, los elementos o instrumentos humanos de la misma fe cristiana hecha comunidad con rasgos propios son casi automáticamente erigidos de nuevo en pretexto de separación, discordia y privilegio. Y, para que se vea hasta qué punto ello es humano, Pablo tiene que comprobarlo y atacarlo nada menos que en una Iglesia fundada por él, y de origen pagano, como es la de Corinto (cf. 1 Cor 1,10-11; 3,3-4). Comprobamos así que sería totalmente falso decir que Pablo no es consciente del posible y probable uso de la religión como ideología para la explotación del hombre por el hombre. Si, con esta constatación fundamental, pasamos a la segunda 26 Convirtiendo así los elementos humanos necesariamente asociados a la fe cristiana en un sistema de eficacia (ideología) religiosa.
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pregunta, es decir, a quiénes engloba ese plan de hermandad en torno a Cristo como primogénito de la totalidad de hermanos, hallamos dos respuestas posibles 2! . Una es que Pablo, prescindiendo aquí de la cuestión del contenido, por así decirlo, cuantitativo de ese plan, esboza sólo las etapas de su realización. De hecho, nada se opone en el texto a que, ante una nueva pregunta sobre ese contenido humano cuantitativo, se responda que el plan de Dios comprende a toda la humanidad. El «quiénes» de todas las frases puede abrazar a todos. Más aún, tenemos elementos importantes para acercarnos a esa posición. Una de las etapas de ese plan divino es la de «ser declarados justos» (8,30). Ahora bien, sabemos que en la victoria (desproporcionada) de Jesús sobre Adán, «la multitud —es decir, la totalidad— será hecha justa» (5,19; cf. 5,16-18). Por tanto, quienes fueron «pre-destinados» a ser declarados justos son, cuantitativamente hablando, todos los hijos de Adán. También sabemos que, gracias a una actitud de fe que no puede identificarse formalmente con la fe en Jesucristo, Abrahán «fue declarado justo» y padre de todos los creyentes, tanto circuncisos como incircuncisos, lo que, otra vez, sugiere una universalidad total. Ahora bien, si debemos suponer que Abrahán se introduce en ese plan, ¿qué principio puede usar Pablo para restringir la entrada de cualquier otro hombre, por poco que su actitud sea semejante a la de Abrahán? Por tanto, si paganos anteriores a Jesús y, por otro lado, según otro pasaje, todos los hijos de Adán, entran en una de las etapas, la decisiva, de la declaración de justicia, podemos sentar la hipótesis de que toda la humanidad entra en el proyecto total sobre la hermandad en torno al primogénito Jesús. Aunque quizá todos no hayan pasado por todas las etapas. Y esto nos lleva a la segunda posibilidad. 27 Desechamos la tercera, la que pasó a la teología con el nombre tristemente célebre de teoría de la predestinación, según la cual, Dios, en su preciencia, destinaría voluntariamente unos hombres a existir para ser declarados justos y, por tanto, salvos, y a otros, en cambio, a existir para ser declarados culpables y, por lo mismo, condenados. Por más sustento especulativo que pueda tener tal teoría (conocimiento intemporal por parte de Dios de lo que ocurre en el tiempo y decisiones correspondientes), nada la justifica como exégesis de Pablo, ni siquiera virtual. Toda la cristología de éste se opone, a veces explícita, a veces implícitamente, a semejante concepción, como creemos haberlo mostrado (por ejemplo con respecto a 5,6-9).
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La otra respuesta posible, es decir, la otra hipótesis, es que, si bien todos los hombres se introducen en ese proceso entrando en una de sus etapas, éste, en su globalidad, se da en los miembros de la comunidad cristiana. En este sentido es interesante observar que todos los pasajes mencionados anteriormente sobre que ya no hay barreras (especialmente religiosas) entre los hombres, son pasajes en que Pablo se dirige directa y explícitamente a la comunidad cristiana. Así, en Gálatas, el pasaje va precedido de la mención «todos los bautizados en Cristo...» (Gal 3,27); y en la primera, a Corintios, por «...en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados para...» (1 Cor 12,13). En Romanos, el pasaje es precedido por una declaración significativa que, de acuerdo a algunos exegetas, no sería de Pablo mismo, sino una fórmula de fe usada por las comunidades cristianas28: «Si confiesas con la boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo. Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia y con la boca se confiesa para conseguir la salvación» (10,9-10). Hay otro argumento de tipo gramatical: el aoristo (tiempo pasado, en griego, pero correspondiente a una acción ya ocurrida), con que se afirma, de los que están comprendidos en ese plan, que Dios «los glorificó» (8,30). Aunque hay exegetas que entienden que ese pasado no es en realidad un pasado, sino la certidumbre que lleva consigo «el propósito ya hecho de Dios» ** del futuro escatológico, lo más verosímil es que ese pasado se refiera a algo ya ocurrido. Y ¿dónde puede haber resplandecido ya esa gloría de los que han sido declarados justos (no por la Ley)? Obviamente, en la glorificación de Jesús resucitado. Lo que se experimenta en la resurrección vuelve pasado, en cierta manera, algo que ya se ha atisbado en su realidad básica.
Resumiendo: la hipótesis de que, con el proceso global del plan de hermandad, Pablo se refiera de manera específica (no exclusiva) a los cristianos, en el sentido de que sólo ellos llegan hasta la última etapa en su experiencia presente, nos parece la más verosímil. Y esto nos lleva, una vez más, a escudriñar qué experiencia humana, extrapolada más allá de los límites de lo verificable, fundamenta el dato trascendente. Que, en este caso, es el proyecto divino de la hermandad universal. A nuestro juicio, esa experiencia en Pablo es la hermandad visible de la comunidad cristiana, superando todo lo que divide a los hombres y, sobre todo, lo que, en esa división, se le atribuye a Dios. En otras palabras, se trata de una extrapolación de lo que se vive en la Iglesia. O, por lo menos, de lo que se practica en las Iglesias de origen paulino. No es, por cierto, una empresa fácil hacer que una comunidad particular refleje significativamente la hermandad universal en un inundo dividido. Por lo pronto, la caída de esas barreras debe ser vivida plenamente30 dentro de la comunidad. El cristiano de origen pagano debe ser tratado con los mismos derechos que el de origen judío. Y sobre esto versa, en realidad, toda la carta a los Romanos 31. El esclavo debe ser tratado como el hombre libre (cf. Flm 16) y, siendo «liberto del Señor» (1 Cor 7,21), ha de aprovechar su nueva condición, aunque ésta no exceda los límites de la comunidad. Igualmente, y por más que lo separen importantes diferencias de opinión con la Iglesia de Jerusalén, Pablo toma como algo i central de su ministerio hacer que las Iglesias fundadas por él participen de sus bienes a la Iglesia madre (cf. 2 Cor 8-9). Pablo pretende además que la comunidad cristiana renuncie a juicios apresurados y permanezca como lugar abierto donde convivan y maduren los que son aún débiles en la fe (cf. 14,1-15,2) junto a los fuertes que han comprendido la relación entre la fe y la libertad cristiana. Y pretende que toda esta significación de
28 Este es uno de los raros textos de Pablo que apuntarían a una declaración de justicia de tipo mágico (y que Abrahán, por ejemplo, no hubiera podido obtener). No parece concordar con el pensamiento global de Pablo y con la hondura de su antropología. Coincidimos con muchos exegetas —Bultmann, por ejemplo (cf. op. cit., I, pp. 81 y 125)— en que la forma literaria misma de la frase hace pensar que Pablo cita aquí una especie de «credo» o fórmula de fe que no procede de él, sino que ya la encuentra en uso en la Iglesia. Por otra parte y en apoyo de lo mismo, esta fórmula estaría mucho más de acuerdo con la concepción religioso-apocalíptica de la resurrección de Jesús que observamos en la primera Iglesia de Jerusalén (cf, Hch 2,38 y supra, parte I, anexo II, pp. 279ss). 29 M. Zerwick, op. cit., p. 349.
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30 Parecería, no obstante, que, aun dentro de la comunidad cristiana, Pablo no logra superar las barreras sociales que marginan a la mujer (cf. 1 Cor 14,34; ll,3ss). He aquí un ejemplo de las limitaciones ideológicas de toda fe. 31 De ahí que, aunque la circuncisión no constituya nada malo, Pablo la desaconseje a los Corintios (cf. 1 Cor 7,18-19) y se la proscriba a los Gálatas (cf. Gal 5,2-4) en cuanto signo de que se sigue esperando la justicia de «las obras de la Ley».
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fraternidad sea vivida en medio de los hombres, no en el desierto, por más riesgos que esta convivencia pueda implicar en los débiles (cf. 1 Cor 5,9-13). En cambio, no piensa que la universalidad significativa pueda ser eficaz si no se excluye drásticamente de la comunidad todo aquello que la hace incompatible con su función de construir una humanidad madura en el amor. De ahí su severidad —que llega a la exclusión— con quienes pueden hacer odioso el nombre de «hermano» (1 Cor 5,11) y reeditar el pecado del judaismo de hacer «blasfemar el nombre de Dios». Igual severidad muestra contra todos aquellos que, dentro de la comunidad cristiana, marginan a otros a causa de su pobreza, y ello cuando la comunidad está recordando la muerte del Señor (cf. 1 Cor 11,19-22.27-32). O contra todos los que marginan en nombre de una particularidad religiosa« carnal», como es la circuncisión (cf. Gal 1,8-9; 5,12). He aquí el segundo rehén. La obra maestra de una Iglesia al servicio de la hermandad universal centrada en el primogénito Jesús, fallaría, quedaría sin sentido y desaparecería en la nada de su inutilidad, si a todos los hombres, a lo largo de la historia, no les diera Dios, de una u otra manera, la dignidad y la función de «hermano». Aunque esto sea vivido con particular claridad y garantías en la Iglesia, también aquí se trata de un dato trascendente que afecta a todos los hombres en su calidad de tales. Así, ante estos datos trascendentes, comprendemos cómo han perdido todo poder intrínseco decisivo, aunque no lo hayan perdido extrínseca y visiblemente, todos los elementos que componían la «ley de los miembros» y que separaban la obra del hombre de su intención de amar: «Aflicción, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligros, espada...» (8,35). Todos los objetos de temor, que nos desvían por caminos de seguridad y facilidad, han sido vencidos en su raíz. Y esto, por más que los instalemos —religiosamente— por encima del hombre llamándolos con esos nombres altisonantes que apuntan a realidades sobrehumanas: muerte, vida, ángeles, principados, lo presente, lo futuro, poderes, altura, profundidad... (cf. 8,38-39). •¥
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Antes de poner punto final, con el capítulo octavo, a este análisis de la cristología contenida en los ocho primeros capítulos de Romanos —y de intentar, en el capítulo siguiente, una recapitulación de los resultados obtenidos—, conviene atender a una última
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característica general de este capítulo octavo en cuanto respuesta al planteamiento hecho en la segunda mitad del séptimo. Esa característica es una aparente laguna en lo que podríamos llamar la curiosidad de Pablo. Ya hemos visto que, en ciertos problemas, el planteamiento que hace está hecho explícitamente en nombre del «hombre» sin más (cf. 2,6-16; 5,6-10, etc.). En otros casos, en nombre de un «yo», «hombre viejo», «hombre interior», etc., expresiones todas que aluden, aunque menos explícitamente, al hombre en toda su generalidad. Finalmente, la clave antropológica que usa de modo tan claro a lo largo de esos capílulos hace que sus planteamientos deban ser referidos a los hombres de todas las épocas y de todos los credos. Pero si esto es verdadero de los planteamientos, no lo es de las soluciones. Estas, con la dudosa excepción de Abrahán, están dadas desde el ahora cristiano. Y se podría pensar que no engloban sino sólo a los situados en ese ahora. Cabe, por tanto, la pregunta: ¿cómo puede un problema, si es verdaderamente antropológico, ser resuelto en el mismo plano —es decir, para todos los hombres— en una época dada o a partir de ella? De ahí que al leer a Pablo surja espontáneamente en el lector la tentación de entender que, cualquiera que haya sido la suerte de los hombres anteriores a Cristo, una vez que toda la humanidad se haya hecho cristiana, el problema de la condición humana quedará resuelto para todos. Como si no existieran los anteriores. O como si Pablo no pensara que muchos de sus contemporáneos y del futuro irían a rechazar la fe o la comunidad cristiana por razones valederas, o —sin culpa— por razones erróneas, o por simple carencia de información. Hay exegetas que no dudan en atribuir esta «despreocupación» ile Pablo a una posición —inconsciente o consciente, y, en este último caso, profunda o superficial —según la cual todo ese sistema gratuito y salvador para la declaración de justicia que desarrolla en estos capítulos comenzaría a actuar con Jesucristo. Y sólo desde entonces se aplicaría —de manera normal— a los que creen en Jesucristo. Tal vez con alguna excepción semejante a la que, en el pasado, significó el caso de Abrahán. Si el pensamiento profundo e inconsciente de Pablo fuera ése, nuestra exégesis de estos capítulos sería, por cierto, errónea. El lector debe haber percibido, en efecto, que con frecuencia acudíamos a la lógica interna, que es otra manera de mencionar un pensamiento que, sin ser explícito, debe ser profundo e inconsciente.
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Sí hemos, pues, usado esa lógica para colocar en su lugar las piezas del mosaico y luego se revela que el pensamiento profundo de Pablo sigue otro camino, nuestra exégesis no puede menos que ser errónea. Porque es verdad que el mismo Pablo no llega a colocar algunas piezas en ese mosaico. Y una de las que no coloca es precisamente la que ahora examinamos: cómo actúa la fe o cómo se realiza y en quiénes la declaración de justicia que parte de Dios. En otras palabras, qué sucede con el principio de Pablo en relación a la multitud de los que no tuvieron, no tienen o no tendrán relación alguna histórica con Jesús de Nazaret y aun ignorarán su existencia. Podríamos ensayar otro medio de exploración distinto de la lógica interna. O, por lo menos, no comenzar, sino terminar con ella. Suponiendo que Pablo tiene una respuesta consciente para ese planteamiento, podríamos imaginar que le hacemos una entrevista y le preguntamos directamente acerca de si piensa que podrían salvarse los que, en su tiempo, rehusaban adherirse a la fe cristiana y formar parte de la comunidad correspondiente s . Debemos, con todo, ser cautelosos. Cuando hacemos a una persona, que tiene sobre diferentes aspectos una concepción global determinada, una pregunta específica y recibimos de él una respuesta igualmente específica, tendríamos que tratar de determinar si se ha planteado seriamente la pregunta en cuestión. Y si sospechamos que hemos obtenido una respuesta sobre un problema que no se ha planteado específicamente, existe la posibilidad de que una tal pregunta obtenga una respuesta desconectada del sistema y determinada por elementos circunstanciales de superficie. Es decir, sin tomarse el trabajo nuestro interlocutor de comprobar si su opinión encaja o no con otros datos más determinantes y profundos.
Pues bien, si le hiciéramos a Pablo esa pregunta, tomando lodas estas precauciones, es posible que su respuesta fuera un no (cf. Hch 2,47; 4,12; 16,30-31; 1 Cor 1,18-21)33. Y, en este caso, estaríamos dentro de la alternativa de saber si ese no sería o no coherente con un examen más profundo de la pregunta. En ese caso, Pablo mismo podría descubrir que la única respuesta apropiada no sería el no, sino el sí. En lo que a nosotros respecta, no creemos que Pablo hubiera respondido con un simple no, aun a ese nivel superficial de una pregunta hecha de improviso. Por lo menos no lo creemos del momento en que escribe la carta a los Romanos. No nos parece verosímil, en efecto, que Pablo no asociara inmediatamente la pregunta con datos tan cercanos y centrales de su pensamiento como, por ejemplo, el paralelismo entre Adán y Jesús, donde se explica la victoria del segundo en un plano de extensión coextenivo a la humanidad entera. Sea de ello lo que fuere, lo importante, en el caso de una respuesta de ese tipo, no es tanto si el pensamiento espontáneo de l'ablo se habría inclinado por el sí o por el no en lo que toca a la posibilidad de una declaración de justicia y de una salvación para los hombres no relacionados con Jesús. Decíamos que nadie tiene respuestas espontáneas coherentes a cualquier tipo de preguntas repentinas, aunque lógicamente estén ligadas a puntos importantes
32 K. Rahner, en un pasaje de su obra Misión y gracia, se hace esta pregunta, en el mismo contexto que aquí proponemos y responde o, mejor, hace responder a Pablo, con la negativa, aun explicando que esa negativa espontánea no valdría hoy. Nosotros, sin embargo, no estaríamos tan seguros en cuanto a esa presunta negativa —irreflexiva— de Pablo. He aquí el pasaje de Rahner: «No es posible ya a los cristianos que viven en el siglo actual de la historia de la Iglesia, compartir sobre la salvación de los no cristianos las ideas pesimistas que San Pablo podía tener dentro de la óptica religiosa de su tiempo... En el pensamiento de Pablo, los hombres que no llegaban al bautismo estaban perdidos. Es verdad que Pablo no ha enunciado ningún dogma sobre este punto. Pero en la práctica era para él una evidencia» (K. Rahner, Mission et grace, Mame. Tours 1962, I, pp. 214ss).
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33 Podría actuar en favor de ello algo sociológicamente probable, aunque circunstancial: el período de la rápida expansión de la comunidad cristiana primitiva, especialmente en el mundo pagano, así como la primera invasión de una cristología «desde arriba», con todo el conjunto de ideas tales como expiación, redención, reconciliación, etc., asociadas cronológica y causalmenic con la muerte de Jesús de Nazaret «por nuestros pecados». 34 El mito suele definir lo original refiriéndolo a algo ocurrido o que está ocurriendo después. El antes mítico no es un antes temporal: es el ele-
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no sea el único: cf. Col 1,15) los dos planes que se atribuyen a Dios en el capítulo octavo de Romanos. Ambos, de alguna manera, presentan a Jesús como el modelo o molde según el cual serán hechos los otros «hijos» o los otros «hermanos» (cf. 8,14.17.29)Si siguiéramos un orden temporal, ese molde o modelo sólo podría haber comenzado a producir «hijos» o «hermanos» a partir de la época de Jesús. Los modelados suceden al molde. Con lo cual los análisis antropológicos de Pablo dejarían de ser antropológicos, ya que existiría una especie humana con ciertos caracteres constitutivos antes, y otra con caracteres diferentes después. Pero eso sería lo de menos. El mismo texto nos sugiere qué modelo o molde se refieren a la «imagen» (8,29) que Dios toma para formar al hombre desde el comienzo. Jesús es llamado «primogénito de muchos (todos) hermanos», y aunque esto, en rigor, podría valer de los hombres a partir de la existencia histórica de Jesús, ya hemos visto que esa primogenitura implica la «declaración de justicia», que, de acuerdo con Pablo, comienza a ser recibida siglos antes del nacimiento o de la muerte de Jesús (cf. 4,5,11-12). Jesús es el molde según el cual fue hecho Abrahán. Hablando de la filiación, escribe Pablo que «cuantos son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (8,14). Es cierto que alguien podría pensar que ese Espíritu comienza a guiar hombres sólo a partir de la época de Jesús. Pero ello no es verosímil. Aunque haya, también aquí, una implícita referencia a Abrahán, el plural indica que son o fueron muchos quienes han experimentado esa guía. Ahora bien, Pablo es el menos indicado para desconocer u olvidar a todos los personajes bíblicos «guiados por el Espíritu» y anteriores a Jesús. Señal de que el modelo o el molde funcionó igualmente de Jesús hacia el pasado. De la misma manera, muchos han amado a Dios antes de Jesús. Y Pablo dice que, a «cuantos aman a Dios», ya éste los destina, desde su mente divina, a «conformarse a la imagen de su hijo» (8,28-29). La resurrección de todos los hombres, y no sólo de los muertos cristianos, es otro elemento entre mil que nos muestra siempre lo mismo: la seriedad y el rigor con que Pablo maneja la clave antropológica propiamente dicha. En ella, Jesús se desplaza de su lugar histórico hacia el más extremo pasado, para ser molde mentó que hace comprender lo original por contraposición. Algo así como el engarce de una joya.
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del hombre desde Adán, y hacia el futuro, para ser meta vivificadora de toda la humanidad (cf. 5,15-17; 1 Cor 15,21-22). ¿Por qué, entonces, asociar lo que comprende a la humanidad entera con la fe y el bautismo cristianos? Porque en el proceso que sigue el plan de Dios llega un momento en el que el plan, que ya ha estado actuando eficazmente basándose en el empuje ingenuo ile la esperanza, de la buena fe y del amor del hombre, se revela, i-n cuanto plan, con toda su magnitud. Si Jesús define así el signiíicado del hombre de todos los tiempos, esa definición se vuelve aparente y garantizada a partir de las experiencias de su resurrección, iluminadas por su tradición, su vida, su mensaje, su lucha v su muerte . La diferencia entre el antes y el ahora es grande. Y, de alguna manera, no puede dejar de visualizarse en la conducta de quienes (icen en ese dato trascendente. No pueden éstos, lógicamente, .ictuar lo mismo que si no incorporaran en su actuación el dato 11 ascendente que forma parte de su fe. Pero no se trata de un . .imbio antropológico. El hombre no se vuelve justo por ello ni <• le facilita el bien. Como con todo conocimiento significativo, MI actuación adquiere modalidades y responsabilidades nuevas. (lonocer el plan de Dios debe servir para iluminar y facilitar su rontinuidad en la humanización histórica del hombre 36 . Una vez más, no pretendemos que Pablo haya pensado consciente y explícitamente todo esto. Pero sí la mayoría de esto. Pretendemos que, de haberle hecho la pregunta de marras, y de haber él examinado a la luz de su propia cristología la respuesta apropiada, sólo podría haber dado una, muy superior, por supuesto, pero parecida a ésta. 35 Ese es el oficio de la «palabra» que se agrega a lo que ya opera en la realidad. Un ejemplo de ello es lo que dice Pablo de la «reconciliación». (lomo hemos visto, ella va de Jesús, no a los cristianos, sino a «los impíos» I 1">,6). Pero a ese Dios que «está reconciliando el mundo consigo» (2 Cor 5, I )), en una acción que no puede tener límites, porque el único posible sería el pecado del hombre, y Dios está reconciliando precisamente a los peladores e impíos, se le agregan, en vista de la misma finalidad, los que tienen «la palabra de la reconciliación» (ibíd.) y el «ministerio» respectivo, que no puede ser otro que el que hoy llamaríamos «concientización»: volver consciente lo que ya se realizaba sin llegar al conocimiento. 36 Las consecuencias, deberes, responsabilidades y servicios que emanan de nuestro papel en ese plan y que constituyen la esencia misma de una comunidad cristiana, puede verlas el lector discutidas en nuestra obra Esa comunidad llamada Iglesia (Ed. Carlos Lohlé, Buenos Aires 1968).
CAPITULO IX
CONCLUSIONES:
CRISTO Y EL
HOMBRE
Hemos seguido paso a paso los vaivenes del pensamiento de Pablo en estos ocho primeros capítulos de Romanos, los centrales pura esbozar su cristología. Con ello tal vez hayamos podido iluminar, de forma paulatina, por similitud o por contraste según los casos, términos antropológicos claves de esa cristología, tales i onio Carne, Espíritu, Ley, Idolatría, Obras, Obras de la Ley, I lombre interior, Ley de los miembros, Pecado, Gracia, Fe... Hemos tratado igualmente de mostrar cómo, en esa libre construcción cristológica, Pablo es profundamente fiel a lo que fl Jesús histórico expresó, con sus obras y su mensaje, acerca del i cilio. Sólo que Pablo, como lo hacen por cierto todos los escriloics neotestamentarios, ve al Jesús histórico como éste mismo no podía verse: iluminado ya por el dato decisivo que aportan Iiis experiencias pascuales. Lo intrincado, sin embargo, de las relaciones que median entre • sos personajes antropológicos, así como las vueltas que da Pablo modificando a menudo el sentido de las palabras de acuerdo a las necesidades del argumento que desarrolla, hacen que, llegados a > sic punto, nos sea probablemente difícil encuadrar lo visto en i ni todo coherente. Nada más normal. Cuando de Pablo se trata, no hay que pensar que sus lectores hallasen claro lo que nos renlta hoy a nosotros abstruso y complicado. En sus cartas, como nos advierte ya el autor de la segunda epístola de Pedro, «hay cosas difíciles de entender...» (2 Pe 3,16). Por todo ello se impone aquí una mirada general y recapitulaJora. Y pensamos que en esos ocho capítulos hay dos términos, Jos personificaciones antropológicas que pueden servir de hilo i «inductor para esa mirada. Sobre todo porque hacen algo más importante aún que ocupar todo el desarrollo del pensamiento IKiulino en Rom 1-8: se disputan toda la existencia humana hasta • •I punto que Pablo puede usar más tarde, pero en estrecha relación con lo visto, esta expresión lapidaria: «Todo lo que no procede
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de la fe es pecado» (14,23). Sean, pues, el Pecado y la Fe las guías de nuestras conclusiones y resumen. Tal vez el lector que haya seguido con cuidado el examen de los capítulos de Pablo —y, sobre todo, el del séptimo— esté dispuesto a hacer desde ahora la tentativa azarosa de definir esos dos conceptos antagónicos. No en términos esenciales, sino, en la línea de Pablo, de acuerdo a sus respectivas funciones existenciales. En efecto, podríamos decir que, después de muchos desarrollos, vericuetos y aparentes contradicciones y vueltas atrás, el Pecado y la Fe parecen medir la distancia que resulta siempre entre lo que el hombre intenta y lo que el hombre realiza. En otras palabras, la que separa el proyecto humano, tal como surge del «hombre interior», del que finalmente se lleva a ejecución, una vez que, en el camino hacia la realidad, hay que hacerlo pasar por «la ley de los miembros». El Pecado' tiene como resultado la distancia mayor, la que vuelve incomprensible su actuar al propio hombre; la Fe, la menor, la que, en alguna manera y en cierta medida, le devuelve al hombre sus propias obras. Pues bien, retrocediendo, comprobaremos que el tema del Pecado reina sin discusión desde el comienzo hasta la mitad del capítulo tercero de Romanos. Se nos advierte que la intención de Pablo hasta allí ha sido la de «dejar establecida la acusación de que judíos y griegos [la humanidad entera] estamos todos bajo el pecado». La Ley, lejos de vencerlo, sólo lo revela, en su esencia sin duda, pero también en su extensión universal, ya que «todos pecaron». A partir de ahí, hay una realidad opuesta —la Fe— que se muestra primero en su mecanismo abstracto, luego en su prerealización en Abrahán, más tarde en su plenitud en Cristo (por oposición a Adán) y finalmente en el cristiano. Este cambio de enfoque no destierra el tema del Pecado, pero presenta a éste como vencido en cuanto poder de esclavizar al hombre como tal. Vencido en toda la descendencia de Adán, vencido en el bautismo cristiano, vencido al fin en su poder de imponerse a la voluntad de los que creen en Cristo. 1
Repitamos aquí lo que queda dicho antes: debemos distinguir en Pablo el Pecado, en singular y con artículo determinado —he hamartía—, de pecados, en plural, o de otros términos equivalentes (en singular o plural) como delitos, transgresiones, etc.
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Pero, de pronto, el pensamiento de Pablo vuelve a él. Desde un aspecto que, diríamos, es más radical. Muestra, en efecto, cómo, aun en el cristiano, el Pecado vuelve incomprensible e irreconocible al hombre su propia obra o acción. Es, en realidad, el «habitante» del hombre, el que, de manera imperceptible, desvía la intención buena de su interioridad más auténtica y hace que, al pasar el proyecto por los instrumentos destinados a su realización, la obra final realizada le resulte extraña, ajena, a su mismo autor. Así, de acuerdo al capítulo séptimo de Romanos, es el hombre, todo hombre. Por eso Pablo concluye que él mismo «con la Carne», es decir, con la condición humana que cada hombre lleva en sí, «sirve a la ley del pecado». Inesperadamente, sin embargo, el capítulo octavo nos muestra otra vez a los cristianos, es decir, a quienes reciben la influencia de Cristo en la Fe, «libres de la ley del pecado...». Y este último desaparece así, vencido nueva y definitivamente al parecer, del conjunto de los ocho capítulos centrales de la cristología de Pablo. Vemos, pues, cómo el tema (implícito y explícito) de la Fe ocupa los intersticios que, en los ocho capítulos, va dejando el tema del Pecado. Ello no puede menos de ser sintomático. Por lo pronto —en una probable alusión a la progresión Abrahán-Cristo— el intrincado encabezamiento general de la temática en el capítulo primero nos presenta nada menos que cuatro veces el término Fe2: «No me avergüenzo del evangelio. Ya que es el poder salvador de Dios para todo el que cree [el fiel], para el judío primero y también para el griego. Porque en el evangelio, la justicia que procede de Dios está siendo revelada de fe en fe, como está escrito: 'el que es justo por la fe vivirá'». A partir de este encabezamiento, el tema de la Fe desaparece, hasta que vuelve, como dijimos, a ocupar un lugar central desde la segunda mitad del capítulo tercero hasta el comienzo del quinto, para volver a desaparecer luego en forma explícita dentro de los ocho primeros capítulos 3 . Cabría, no obstante, afirmar que el capítulo octavo, el de la victoria sobre el pecado, constituye implícitamente en su totalidad una definición descriptiva de la Fe, aunque el término no sea empleado. 2 Comprendiendo en ese número el adjetivo «fiel», o sea, la designación de quien posee la Fe. 3 Y aun en lo restante de Romanos aparece pocas veces con el mismo sentido y en la misma relación con la salvación o justificación: 9,30-31 y 10,4-10.
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Sigamos, a manera de resumen, esta alternancia temática del Pecado y de la Fe, para preguntarnos después, en tercer lugar, cuál es el tipo de existencia humana que surge, como consecuencia lógico-existencial, de esta interacción conflictiva. I El Pecado habita en el hombre. Es su habitante «total». No así los pecados (en plural) que, en cierta medida, son su fragmentación visible, pero que, precisamente en cuanto visibles, llegan a constituir una fuerza opuesta. El Pecado no es, por cierto, el hombre en su interioridad, pero sus mecanismos no son tampoco exteriores: pertenecen a su propia «carne», es decir, forman parte de su condición humana. En la primera aparición que hace el Pecado en Romanos, Pablo lo muestra sobre todo en su extensión. Y esta extensión, es decir, lo que mantiene bajo su dominio y esclavitud, es universal. Que imponga su servidumbre al mundo pagano es, en cierta manera, fácil de demostrar. Pero como Pablo, ya desde el comienzo, apunta a mostrar lo mismo a propósito del pueblo que posee la auténtica revelación normativa de Dios, la Ley, y que está, sin duda superficialmente, por encima de los parámetros morales del paganismo greco-romano, Pablo se ve de entrada frente a la necesidad de afinar la comprensión de ese concepto fundamental de Pecado. Piensa en éste como en un elemento esclavizador. Y sigue pensando así a lo largo de los ocho capítulos que estudiamos. El hombre es un esclavo, obligado a entregar sus obras a otro, a quien tiene poder sobre él. Y así apunta desde el comienzo la cualidad negativa que se explicitará cabalmente en el capítulo séptimo de Romanos: la distancia que establece el Pecado entre las decisiones del hombre interior y sus realizaciones. Para lograr ese poder esclavizador y enajenante, el Pecado debe contar con una complicidad procedente del hombre mismo. Algo en el hombre, y muy cercano por cierto a la fuente de sus actos, se presta a esa esclavitud y con ella gana. Según el primer capítulo, ese cómplice son «los deseos», las «apetencias del corazón», algo muy semejante a lo que hoy llamaríamos instintos. Desde el comienzo aparece que éstos, por próximos que estén a la interioridad, al verdadero yo, siguen una ley
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que ignora los dictados del hombre interior, como los ignora la naturaleza entera, dotada de leyes y mecanismos propios que, aun en el hombre, funcionan como si la libertad humana no existiera 4 . ¿Cómo se solucionan, entonces, y en favor de quién, por lo menos en la inmensa mayoría de los casos, estos continuos conllictos entre lo que percibe, evalúa y decide el hombre interior por una parte y las apetencias del corazón por otra? Mediante un mecanismo de mala fe, título moderno para lo que Pablo llama el «enredarse en raciocinios (justificativos) que oscurecen el corazón», o en lenguaje bíblico, la sede de los juicios de valor. Los deseos ponen en funcionamiento un proceso de mentira, con el que el hombre se engaña y termina cayendo en las redes de su propio engaño. Así, el Pecado reina, y se establece con él la máxima separación entre la orientación del hombre interior y la realización efectiva de sus proyectos. Es importante que Pablo muestre de este modo la esclavitud del Pecado y no mediante delitos graves y conscientes. Estos alarmarían al hombre y tendrían tal vez la posibilidad de sacarlo de su autoengaño. Pero la mala fe resiste incólume la degradación paulatina de todas las relaciones humanas. La injusticia que deshumaniza no llama la atención porque ha sido neutralizada y aprisionada la verdad interior. Pablo brinda además un ejemplo significativo de esa confusión en el raciocinio moral: el entendimiento se desplaza de un absoluto conocimiento natural y, tal vez, históricamente, a otro inexistente que avale con lo religioso la conducta inhumana. La idolatría brinda así ese instrumento decisivo para entenebrecer el corazón 5. 4 Al decir naturaleza debemos incluir aquí lo que a menudo se llama «segunda naturaleza», es decir, la creada por el hombre, la sociocultural. Pablo se interesa, en efecto, por las diferencias (de actitudes) que se han así introducido entre judíos y griegos, esclavos y libres, hombres y mujeres (cf. Gal 3,28; Rom 10,12; 1 Cor 12,13; Col 3,11; Ef 4,24). 5 Ya indicamos el porqué de nuestra preferencia por esta segunda hipótesis, en el comentario del primer capítulo, para explicar las relaciones entre impiedad e injusticia. Podríamos añadir aquí la importante observación siguiente. Los «deseos», obviamente, preexisten a la opción idolátrica. Pero están como contenidos por el reconocimiento de un absoluto que les pone freno. Al cesar este freno con el autoengaño idolátrico del hombre, y sin necesidad de una intervención punitiva de Dios, el hombre queda «entregado» (por su propia mala fe) a esas fuerzas que habitan en él. Esa es la «entrega» forzosa que Dios hace del hombre a los mecanismos que le oscurecen el corazón.
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De acuerdo con tales mecanismos, no podía esperarse que cambiara radicalmente la situación del hombre con la promulgación de una ley divina, es decir, con la revelación normativa hecha al pueblo elegido, a Israel. El primer aspecto, a simple vista positivo, de esta Ley se revela pronto como negativo, según el proceso del pensamiento de Pablo. En efecto, la Ley es un principio de «discernimiento» 6. Con ello eleva, por decirlo así, el coeficiente ético de la existencia humana en quienes la reconocen. Se multiplica, amplía y afina la preocupación moral. La Ley, así, permite, mediante prescripciones que cubren todas las áreas de la vida, «conocer el Pecado». Pero, no obstante todo esto, la Ley da sus órdenes u orientaciones al hombre desde el exterior. Pablo acentúa de muchas maneras este carácter peyorativo de la Ley, decisivo para comprender sus resultados. Dios no puede orientar, o de hecho no orienta, al hombre desde su interior mismo. La Ley debe ser «mediada», aparecer en una «letra» que envejece al mismo tiempo que cambian las circunstancias mismas para las que se promulgó. No es una «vida», una «fuerza» que robustezca al hombre interior en sus opciones. No es de extrañar, entonces, el que la aparición y multipicación de los preceptos se traduzca, ante todo, en la imposibilidad de cumplirlos. La «multiplicación del delito» es, así, el primer resultado de una Ley que dispersa en vano las energías del hombre, sobre todo cuando éste se persuade de que en su cumplimiento está la garantía de su justicia y, por tanto, de su salvación. Pablo 6 Y, en la misma medida, está hecha para ser cumplida «obrando el bien». Respecto de Rom 2,7, nos dice el comentarista: «La expresión "obrar el bien' ha sido interpretada de diferentes maneras. Algunos entienden que Pablo significa con ella una cualidad (buena) tal de vida que pudiera ser un verdadero cumplimiento de la ley de Dios y merecer la salvación, pero que aquí se habla desde un punto de vista preevangélico (es decir, sin tener en cuenta la revelación de la 'justicia de Dios' a la que se refieren 1,17; 3, 21ss) e hipotético (de hecho no se encontraría tal cualidad entre los hombres). El propósito para hablar así sería contribuir a destruir las pretensiones de los judíos. Otros interpretan que Pablo se refiere a la fe, al hablar del 'obrar el bien' requerido por la ley. Y otros —y es tal vez la interpretación más probable— piensan que la referencia es a la cualidad de vida, pero no como mérito para el favor de Dios, sino como expresión de fe. Es de notar que Pablo habla de los que buscan gloria, honor e incorrupción, no de los que merecen tales cosas» (ICC 2,147). Esta última interpretación es, en efecto, la que hace justicia al sutil análisis antropológico de Pablo y al lugar que ocupa en él la Fe.
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es muy claro en su respuesta: «nadie será declarado justo por las obras de la ley». Más aún, una ley exterior deja intacta la estructura de la existencia humana. Los mismos «deseos» que, en el pagano, se abrían paso oscureciendo el corazón, se apoderan asimismo de la Ley y la hacen servir al mismo fin: la deshumanización de las relaciones humanas. Sólo que aquí no son tal vez necesarios para tal oscurecimiento los raciocinios retorcidos. Basta el afán del hombre por asegurarse en algo absolutamente firme. Y su tipo de conducta encuentra en la letra de la Ley las garantías supremas que busca. No hay el paso (relativamente difícil) a la heterodoxia idólatra. La idolatría es una forma de vivir la misma ortodoxia. Lo inhumano que se sigue de aquí no es menor que en el caso de los paganos. Unos y otros, paganos y judíos, usan a un dios que no es, para defenderse del Dios que quiere al hombre plenamente humano. Pero hay una diferencia. Lo inhumano es aquí menos burdo, más sutil, como también lo es la conversión de la ortodoxia teórica en idolatría práctica, siguiendo el camino de la Ley. Más sutil y más profundo a la vez. Es más sutil porque ni las formas de la idolatría ni los delitos que ésta autoriza son tan aparentes. Más profundo, en cambio, porque se trata de otro tipo de deshumanización más difícil de desarraigar: el orgullo y la mala fe de «descansar» en un privilegio que lleva un sello divino y que descarga al hombre de la responsabilidad de amar y lo lleva a despreciar a los demás y a tener con ellos relaciones dominadas por ese desprecio. Así, también aquí, y sobre todo aquí, el hombre interior que quiere el bien y confía su realización a la letra de la Ley se encuentra que sus obras, «indóciles a la verdad, pero dóciles a la injusticia», sirven nada menos que para «hacer blasfemar de Dios», tal y tan potente es su contenido deshumanizador. En cambio, el segundo aspecto de la Ley, el negativo, se revelará como el más esperanzador y positivo. La inútil preocupación del hombre por negociar con Dios mediante el cumplimiento de lo prescrito por la Ley, entendido como cláusula de un contrato, al multiplicar los delitos debería llevar al hombre al umbral de una desesperación e inseguridad capaces de abrir el camino a la actitud opuesta: la que Cristo le propone con su vida y con su mensaje y que Pablo sintetiza bajo el nombre de la Fe. Pero no hay que pensar que el hombre, por haber hecho un acto de fe en Jesucristo y penetrado en la comunidad cristiana,
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—en cuanto al Pecado se refiere— en una situación totalmente diferente a la de quienes participan de su misma condición humana, es decir, de su misma «carne», aunque no de su credo. Por una parte, sabemos que lo amenaza la tentación de reeditar, dentro mismo de esa comunidad cristiana, una actitud de temor y comercio con Dios, no sólo volviendo al yugo de la Ley, sino usando —de la misma manera que los judíos la Ley— las estructuras religiosas incorporadas a la Iglesia para «gloriarse», esto es, para «descansar» y «juzgar» a los demás, tomando la salvación como un «salario», difícil de obtener, sin duda, pero al que se tiene derecho 7. Por otra, Pablo, aun después de anunciar las transformaciones que, en orden a la madurez humana, aporta la vida orientada por la fe en Cristo, se aplica a sí mismo una nueva y más profunda definición descriptiva del «reino» del Pecado. Y como ésta no hace alusión alguna a lo cristiano y sí a elementos existenciales comunes a todos los hombres, ello nos obliga a pensar que tales mecanismos siguen actuando a pesar de la llegada de la Fe. En ese breve y patético análisis del hombre dividido, Pablo hace al Pecado explícitamente responsable de la pérdida de la libertad, es decir, de la incomprensible distancia que separa la obra realizada de las intenciones inicales del hombre interior. Este último no reconoce en lo que lleva a cabo su intención primigenia y auténtica. Lógicamente, también aquí la ínautenticidad, la mala fe del hombre está implícita en ese inconsciente escapársele de las manos el proceso de realización. El Pecado borra así, inexorablemente, las obras del hombre. Este pasa por el universo como si no hubiera pasado en cuanto 7 La misma subordinación de la justificación a la Fe, mal entendida, podría hacer de esta un nuevo «instrumento» sagrado y llevar a una obsesión paralela de cumplir el precepto, Sólo que ahora éste estaría reducido a creer. Así el comentarista escribe respecto a 3,27: «Podemos, por lo tanto, entender que el sentido de Pablo es que la respuesta correcta a la pregunta '¿por qué tipo de ley (ha sido excluido ese gloriarse)?' es 'por la ley de Dios (o sea, por la del Antiguo Testamento), es decir, por la ley de Dios no mal interpretada como una ley que lleva al hombre a buscar su justificación como premio para sus obras, sino correctamente interpretada como imponiéndole al hombre el precepto de la fe' (cf. 9,31ss)» (ICC 2,220). Todo está perfecto, pero ¿para qué darle al hombre ese precepto? Si la justificación o salvación fueran mágicas, no necesitarían ni de la fe siquiera. Y si no lo son y si la fe es requerida porque implica un cambio radical de conducta, una nueva actitud «antropológica», ¿cuál es ésta? ¿Qué existencia humana hace posible la Fe?
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persona libre y creadora. La Muerte se apodera ya de su vida antes de la muerte. Pablo añade un nuevo elemento, por cierto central, a la explicación de esa mala fe y, con ella, de la pérdida fáctica de la libertad. Es que el hombre es una libertad que pretende plegar a sí y a sus proyectos un mundo que tiene sus propias leyes y sigue sus propios mecanismos. Los «miembros» del hombre, sus instrumentos de realización, están ya provistos de dinamismos propios. De dinamismos que les vienen de la primera naturaleza o de la segunda, cultural y social. La ley del menor esfuerzo, en un universo donde las energías son contadas, termina siempre por imponerse. Hay una «corrupción», una «muerte» latente en el mundo que, de una u otra manera, en una u otra medida, separa siempre la intención de la obra. Si la creatura humana no fuera más que eso, es decir, «carne», pasaría como si no hubiera existido (en cuanto persona) frente a los mecanismos naturales de un mundo ya creado con sus propias leyes. La Muerte se iría apoderando, de este modo, de todas sus realizaciones, fueran o no conformes a los preceptos de la Ley. Y este proceso de «corrupción» en vida sería tanto más rápido y fatal cuanto más centrado estuviera el hombre en sí mismo y buscara, prescindiendo de sus hermanos, asegurarse con garantías más sagradas. Porque no hay seno más seguro que el de la naturaleza y sus leyes, sobre todo cuando se les da a éstas un carácter divino y se subordina a ellas la libertad. Claro que, para dejarse llevar en esta dirección, el hombre liene que acallar su voz más íntima y justificar su dimisión con razonamientos intrincados que oscurecen su juicio y, en último término, apelan a un dios inexistente —el ídolo de la mala fe— y adoran lo inhumano. II No parece, a primera vista, existir una oposición exacta entre el Pecado y la Fe, a pesar de que vimos cómo se repartían prácticamente, como temas principales, los ocho primeros capítulos de Romanos. En nuestras lenguas modernas esperaríamos que al Pecado se opusiese la Virtud u otro sustantivo por el estilo. Y aun en Pablo, la oposición más lógica parecería existir entre el Pecado,
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que caracteriza la acción del hombre, y la Gracia, que caracteriza la de Dios. O, si se prefiere, entre el Pecado y la Justicia, de acuerdo a un lenguaje bíblico más clásico, en cuanto posibles opciones fundamentales del ser humano. Más aún, si lo que se tiene más en cuenta en el desarrollo del pensamiento de Pablo es el papel de las «actitudes», de acuerdo a la clave antropológica que adopta, lo que se llama Pecado es un concepto universal que cubre una multitud de actitudes particulares. En cambio, la Fe, por complejo y rico que sea el contenido que Pablo le dé, no pasa de ser una actitud particular. Y si puede decirse que el Pecado va contra la voluntad de Dios en cuanto que, cualquiera sea su objeto, representa una forma de egoísmo, ¿por qué no oponerle la actitud que, según el mismo Pablo y los evangelios, recapitula esa misma voluntad de Dios, y que es el amor? Es que, en realidad, Pablo opone dos procesos antropológicos. Y mientras nombra al primero por su resultado, apellida al segundo por su origen. De ahí el sentido obvio de su expresión ya citada: «todo lo que no (procede) de la fe es (como resultado) pecado». Teniendo esto en cuenta, podríamos decir que, en nuestro lenguaje actual, la oposición resulta perfecta. Acotemos, además, que en el origen del proceso que lleva a la esclavitud del Pecado aparecía como decisivo lo que llamamos, usando la expresión moderna, la mala fe. No es extraño, entonces, que en el origen del que lleva a la Justicia aparezca la «buena» Fe. Pero ¿qué es lo que Pablo llama Fe? 8. Por supuesto que no 8 Desde el momento en que aparece en Romanos por primera vez la palabra «fe», creen algunos comentaristas poder definir con precisión qué es lo que significa, aunque nada en el contexto lo sugiera aún. «Con razón previno Nygren contra la posibilidad de pensar en la fe como en algo 'anterior al evangelio e independiente de él. La fe sólo se produce cuando uno se encuentra con el evangelio'. No es una calificación que algunos hombres tendrían ya en sí mismos de manera que, cuando les llega el evangelio, los encuentra capaces de recibir sus beneficios. La fe, en el sentido en que aquí (1,16) es usada, sólo puede existir como respuesta al evangelio (o a su figura en el Antiguo Testamento). Y también se la concibe erróneamente cuando se piensa en ella como en la respuesta del hombre al evangelio, una contribución por su parte que, al cumplir una condición impuesta por Dios, capacita al evangelio para salvarlo. En este caso, la fe misma sería, al fin y al cabo, una obra humana meritoria: el hombre establece su reclamación ante Dios en virtud de algo que pertenece al hombre. Por el contrario, pertenece a la verdadera esencia de la fe como la entiende Pablo, el oponerse
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podemos responder a esta pregunta con una definición sacada de un tratado filosófico o teológico sobre el tema. Ni siquiera nuestra tentativa, en el volumen anterior, de redefinir la fe frente a las ideologías, mediante un análisis fenomenológíco, tenía en cuenta el uso griego y paulino de la palabra. Veremos, por otra parte, que nuestra definición por un lado y ese uso antiguo de la palabra por otro no coinciden sino parcialmente a lo más. Tampoco nos ayuda mucho aquí la filología, pues tanto el sustantivo griego correspondiente a fe —pistis— como el verbo griego creer —pistéuo— abarcan un espectro bastante amplio de actitudes, que van desde el aceptar como verdaderas cosas que, por cualquier causa o circunstancia, no se pueden constatar personalmente (sentido de creencia o credo) hasta el confiar cualquier bien y aun la propia vida a alguien (sentido de confianza o confiar), pasando por toda previsión favorable para un futuro incógnito (sentido de esperanza). Si queremos entender a Pablo, amén de tener presentes las posibilidades señaladas, convendrá, pues, atenerse a sus propias » todo mérito humano, a todo establecer el hombre reclamaciones ante Dios (cf. 3,20-22.28; 4,2-5; 9,32; Gal 2,16; 3,2.5). Para Pablo la salvación del hombre es completamente —no casi completamente— obra de Dios; y la fe de que aquí se habla es la apertura al evangelio, apertura que Dios mismo crea, la respuesta humana de rendirse al juicio y a la inmerecida misericordia de Dios... Y, no obstante, esta fe, como obra de Dios en el hombre es, en un sentido real, una decisión personal del hombre más verdadera y completa que cualquier otra que éste tome por sí mismo; porque es la expresión de la libertad que Dios restauró en él, la libertad de obedecer a Dios. Pero no es sino en el capítulo octavo donde se revela este secreto de la fe» (ICC 2, 89-90). Es característico, sin embargo, que, en un comentario de versículo por versículo, esta nota aparezca la primera vez que se enscuentra la palabra fe en Romanos y no donde, de acuerdo con la misma nota, estas características se revelan. En cambio, cuando se llega al capítulo octavo, lo que Pablo puede decir sobre la fe ha perdido buena parte de su importancia para el comentarista, dado que hasta se duda de que los tres últimos capítulos que aquí comentamos sean la continuación de los cinco primeros que explicarían el problema de la justificación y, por tanto, de cómo ha de entenderse la fe. «El hecho de que no se mencione la santificación como el eslabón que une la justificación a la glorificación, no significa ciertamente que aquélla no sea importante para Pablo: la primera parte de este capítulo (octavo) —para no mencionar el capítulo sexto, el duodécimo (w. 1-5) y el decimotercero— constituye una evidencia de lo contrario... Tal vez pensó que 'serán glorificados' cubría tanto el sentido de santificación como el de glorificación» (ICC 2,433). Y, ¿no es mucho más lógico pensar que ese sentido —de santificación— estaba ya presente en los capítulos que trataban de la justificación, a no ser que se tengan especiales razones teológicas para no hacerlo? 35
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aplicaciones o explicaciones de la palabra. Pero aun así tenemos que precavernos contra el apresuramiento. La segunda parte del capítulo tercero de Romanos nos presenta sucesivamente, en forma abstracta, la Fe como opuesta a tres cosas, que pueden o no ser una y la misma. Fe se opone a «la Ley», a «las obras» y a «las obras de la Ley». Esto debe hacernos recordar un hecho importante, verificado con anterioridad en nuestro análisis de Pablo. Mientras que no hallamos en él expresión alguna que nos haga dudar de la oposición de la Fe a la Ley o a «las obras de la Ley», encontramos por cierto, y en lugares muy importantes de Romanos (y otras cartas contemporáneas, especialmente la primera a los Corintios), afirmaciones muy claras mostrando que el juicio de Dios apunta a «la obra» o a «las obras» del hombre, como, por otro lado, lo harán los evangelios sinópticos en lo que representa, sin duda, un dato que remonta al Jesús histórico 9 . Sería, por tanto, prudente sospechar que, cuando la oposición se establece entre la Fe y «las obras», Pablo sobreentiende siempre la Ley, es decir, obras contabilizadas pata, apoderarse de una justicia legal10. De todos modos, y aunque nos obstináramos en ' Aunque la obra citada de K. Stendahl ataque la clave antropológica de nuestro comentario, es muy neta su observación sobre la importancia de este argumento histórico: durante los tres siglos que siguieron a Pablo nadie pensó en oponer fe a obras y en atribuir a la primera el papel decisivo ante el juicio de Dios (cf. op. cit., pp. 16-17). 10 Por ejemplo, respecto a 2,5-11, los presupuestos teológicos de lo que Pablo no puede querer decir, obligan a comentaristas a ensayar nada menos que diez interpretaciones de este pasaje, de las cuales la primera es muy significativa, porque consiste, lisa y llanamente, en suponer que Pablo se contradice: «Los vv. 6-11 han sido interpretados de manera diversa. Al parecer, hay por lo menos diez posibilidades dignas de consideración: a) Que Pablo se contradice y que, mientras por una parte sostiene que Dios justificará 'por la fe' o 'por medio de la fe' (3,30) y que nadie será justificado en razón de sus méritos, aquí expresa el pensamiento de que el juicio final se hará de acuerdo a los méritos de los hombres y que habrá algunos (tanto entre los judíos como entre los gentiles) que se habrán ganado la aprobación de Dios por la calidad de sus vidas, b) Que Pablo habla aquí hipotéticamente, sin tener en cuenta el evangelio y arguyendo desde los presupuestos de los judíos con los cuales discute (así es como —de acuerdo a los presupuestos de los judíos— será el juicio), para mostrar que su conducta presente (cf. vv. 3-4) aun desde sus propios presupuestos les acarreará un desastre, c) Que Pablo entiende por "obras' en el v. 6 fe o falta de fe, y en los w . 7 y 10 se está refiriendo a los cristianos, significando con el 'obrar el bien' del v. 7 y 'el bien' del v. 10, la buena obra de la fe. d) Que Pablo en los vv. 7 y 10 se refiere a los cristianos y que, con el 'obrar el bien' y 'el bien', no se refiere a su fe, sino a la conducta que es expresión de su
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no hacerlo así, tendríamos que enfrentarnos con los pasajes —muy explícitos— de Pablo donde éste, sin negar lo misericordioso y gratuito del juicio de Dios, lo hace recaer sobre la obra u obras del hombre con vistas al amor. Pero, como decíamos, constituye un error metodológico comenzar el análisis de lo que Pablo entiende por Fe por los pasajes donde habla de ella en abstracto. Como ocurre con frecuencia, es el ejemplo concreto el que nos introduce mejor en el contenido del concepto. Y ese ejemplo es el de Abrahán, y el de un Abrahán que ni es cristiano, ni siquiera judío, sino pura y exclusivamente I lombre. Pues bien: todo el capítulo cuarto de Romanos dedicado a Abrahán muestra que, para Pablo, el personaje del Génesis, el padre del pueblo de Israel, es más que una mera ocasión de acudir lorzadamente a un versículo bíblico para probar que a un hombre que tuvo «fe» se le contó ese hecho —en su instantaneidad solitaria— como si fuera justicia. Por lo pronto, la fe de Abrahán es definida explícitamente por l'ablo como esperanza. En segundo lugar, como esperanza depo%itada en un futuro y en un futuro que supere a la muerte. En i creer lugar, ese futuro gratuito no es prometido a Abrahán como i ni premio, aunque tampoco sea un salario: es el cumplimiento más cabal de su proyecto humano (amenazado de muerte), el de icner una descendencia y de legarle la tierra. En cuarto y último lugar, la muerte anularía esa promesa si no existiera Alguien capaz
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Cualquiera que sea, desde nuestro punto de vista actual, el valor que le atribuyamos al método de exégesis bíblica usado por Pablo, el ejemplo de Abrahán tiene el mérito indudable de hacernos ver lo que éste entiende por Fe en un caso no sólo independiente de la Ley, sino independiente aún de cualquier contenido cristológico. La fe de Abrahán está presentada como una actitud posible antes de Cristo. Más aún: si nos atenemos al resultado de esa actitud, se ve al comienzo del mismo capítulo cuarto que Pablo la sitúa en cualquier «hombre», en «todos aquellos» a quienes, antes de Cristo, «se les perdonaron sus maldades y les fueron cubiertos sus pecados». Ya hemos indicado en nuestro comentario por qué razones nos guiamos en la alternativa exegética que aquí nos sale al paso n . La clave antropológica que adopta Pablo, sus otros escritos de la misma época y —¿por qué no?— el origen evangélico de su cristología, todo nos lleva a dar a la Fe de que habla un contenido compatible con la situación de cualquier hombre, antes y después de Cristo. Si volvemos a la fe de Abrahán y a su contenido concreto, veremos que en ella, de acuerdo a nuestra terminología, se va dibujando un dato trascendente. Es, por cierto, un dato trascendente a la medida del hombre común, aún impreciso, no elaborado ni formulado tal vez en términos claros, sobre todo en sus fundamentos y garantías. Se trata de algo así como de la afirmación global de que «vale la pena amar», cueste lo que cueste el don de sí y aun la muerte I que el amor, de una u otra manera, exige; que no vale la pena | vivir arrebatando y menos aún cuidándose de la muerte. '' Es una «esperanza» contra toda esperanza, en el sentido de apostar por un futuro que la experiencia parece desmentir en lo verificable y que no puede venir sino de Alguien que aprecie, por encima de todo el universo, esos rehenes que el amor crea con sus proyectos y obras, es decir, con el don de sí, por imperfecto y mez- . ciado que éste sea. Tenemos así reunidos todos los componentes que Pablo incluye en la Fe de Abrahán.
Ahora sí que podemos pasar del ejemplo concreto de éste al uso que hace Pablo en abstracto de la expresión «Fe en Jesucristo», porque esta última no tiene otro contenido que el mismo dato trascendente accesible a toda la humanidad desde el comienzo, pero esta vez explicitado, precisado y afirmado por el mensaje, la vida, la muerte y la resurrección de Jesús de Nazaret. Por eso ya la primera parte del capítulo quinto de Romanos se centra en lo que el cristiano sabe (y es el único en saber), así como en el impacto que este saber está llamado a producir en el actuar: «Habiendo, pues, recibido de la fe nuestra declaración de justicia... nos gloriamos hasta en las dificultades, sabiendo que... la esperanza no falla...» 12. No en vano el capítulo cuarto, destinado en su totalidad (en la división actual de la carta) a Abrahán, termina con una alusión a «nosotros», cristianos, «que creemos en Aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús nuestro señor». Más aún: la garantía del dato trascendente en cuestión no reside tan sólo en el triunfo escatológico del amor que se vivió en las experiencias pascuales. Reside en tomar conciencia del momento en que comenzó históricamente a funcionar el mecanismo del rehén: «Siendo [todavía] enemigos, se nos reconcilió con Dios, con la muerte de su hijo...». En efecto, es de fundamental importancia que el dato trascendente tenga en cuenta lo que el capítulo séptimo de la carta pondrá de manifiesto: ni siquiera los cristianos pueden escapar, en cierta manera y medida, a los mecanismos del Pecado. Y el sentirlo así podría, con toda lógica, debilitar la fuerza de ese dato decisivo, llevándonos a pensar que nuestros pecados pueden invalidar la redención prometida y realizada. Pero el argumento de Pablo no tiene réplica posible: la gran Promesa fue hecha y cumplida cuando los hombres estaban bajo la servidumbre del pecado, líl precio pagado por el rehén comprende, pues, cualquier pecado del hombre. Es precisamente después de haber profundizado en los mecanismos de Pecado que siguen actuando en el cristiano (segunda
La de considerar la Fe —pero ¿qué fe?, ¿la fe en Dios?, ¿la fe en Jesucristo?—-como una condición fijada arbitrariamente para pasar una esponja (mágica) sobre el pecado del hombre, o la de considerarla una actitud decisiva por sus resultados en el obrar humano y, por tanto, en el juicio ulterior —gratuito sí, pero no arbitrario ni mágico— por el que Dios declarará justos o impíos a los hombres.
El texto entero sobre el «saber» cristiano es de un valor antropológico aún mayor: «...sabiendo que la aflicción [la pena que debe valer o no, según el dato trascendente que aceptemos] produce resistencia [cualidad del actuar que apunta a la permanencia], la resistencia madurez [señal de la etapa antropológica cristiana], la madurez esperanza, y la esperanza no engaña, porque el amor (procedente) de Dios [la fe antropológica en nuestra terminología, la que busca y apoya el dato transcendente que la justifica a su vez] ha sido derramado en nuestros corazones...» (5,3-5).
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parte del capítulo séptimo) cuando Pablo consagra el capítulo octavo en su totalidad al examen del contenido y de la influencia del dato trascendente explicitado y reafirmado en la Fe cristiana (aunque el término «fe» no esté allí mencionado). En primer lugar, Pablo añade a la fuerza de ese dato dos nuevas razones, dos razones que aumentan, diríamos, el valor del rehén y garantizan su liberación, es decir, la infalibilidad de nuestra esperanza. El primer argumento es que, si el Pecado lograra enajenar todas las obras del hombre, nada menos que el universo entero, creado por Dios, habría fracasado en su finalidad intrínseca; en otras palabras: en sí mismo y para Dios. Todos sus mecanismos habrían funcionado en vano. Sólo quedaría el dolor mudo de un parto que no dio a luz nada. La Muerte, en su sentido más hondo —de corrupción y de inutilidad en los proyectos vitales—, habría borrado al hombre y a sus obras, y con ello Dios, el Creador, habría fracasado 13. El segundo argumento está íntimamente ligado a éste y procede de otra manera de expresar el plan de Dios. La infalibilidad de la esperanza colocada en el amor está asociada de otro modo al éxito de ese plan divino. En efecto, lo que Dios «predeterminó» fue que Jesús, su Hijo, fuera «primogénito entre muchos [totalidad] hermanos», haciendo a éstos «reflejar la imagen» de (o sea, ser «conformes» a) «su propio hijo amado». Ahora bien: aunque Pablo no tenga in mente la imagen del Hijo creando el universo, el reflejo de que habla no puede dejar de incluir lo que ya incluyó en Abrahán: heredar efectivamente el mundo. El que el hombre sea «dueño de todo», el que «todo sea suyo...». En otras palabras: el plan de Dios sobre el universo no puede tener éxito hasta que «sus hijos se manifiesten como tales» o, lo que es lo mismo, hasta que se manifieste «la libertad... de los hijos de Dios». Sabemos por 13 Esto aparece claramente en el resumen o prolongación que hace Pablo del paralelismo antitético entre Adán y Cristo (en el capítulo quinto de Romanos) escribiendo en la primera a los Corintios: «Habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Cor 15,21-22). Podríamos añadir, así, que para que Cristo no fracase frente a Adán es menester que en todos los hombres el Pecado y la Muerte sean vencidos. Y ya hemos visto que ello no puede ser si el hombre —un solo hombre— pasa por la existencia sin poder reconocer sus propias obras o, como veremos, por lo menos alguna de ellas (cf. infra, párrafo III).
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Pablo que esa libertad —no el mero libre albedrío— no existirá mientras la separación efectiva entre la intención y la realización enajene sistemáticamente (en pro de un universo impersonal) toda creación humana. En segundo lugar, esta explicitación, hecha en Cristo, del dato trascendente ya presente en la humanidad modifica la fuerza que éste ya poseía en cada ser humano M. Esa fuerza que es, antes y después de Cristo, regalo de Dios —Gracia— lleva en Pablo su clásico nombre bíblico de Espíritu. El hombre nunca estuvo, por cierto, abandonado a su Carne, es decir, a su pura condición humana, pero con Cristo ese regalo se hace fuerza consciente y razonada, pasa el umbral de lo reflejo. Por eso, el fruto antropológico del Espíritu, el que sigue, con lógica existencial profunda, a ese dato trascendente así reafirmado en Cristo, es «alegría y paz». Así, el vivir «según el Espíritu», evitando los extravíos del «temor» egocéntrico por la salvación y la dispersión de energías en una frustrante contabilidad moral, concentra el poder del «hombre interior» en sus proyectos, permitiéndole asimismo poner en ellos parte de los «deseos» que de otra manera, sin dueño, buscarían acomodarse a esa ajena y fácil «ley de los miembros», dando por tierra con la libertad creadora del 14 Un ejemplo del más o el menos de esa fuerza del dato trascendente en un no cristiano que rehusa -—metódicamente, diríamos— creer en la resurrección de Jesús, pero se ve en cierta medida impulsado por lo que llamamos su je antropológica a llegar a esa misma conclusión, la tenemos en un pasaje de Posesos, de F. Dostoievski, pasaje que el lector haría bien en comparar, por su analogía, con el de los «rehenes» de Proust (cf. supra, anexo I, párr. II) y con lo que ya dijimos a propósito de la extraña importancia atribuida por un ateo como M. Machovec a la fe en la resurrección de Jesús (cf. el tomo primero de esta misma obra, páginas 161ss). El pasaje de Dostoievski (Kiriloff se dirige a P. S. Verkhovensky) dice así: «Escucha una gran idea: hubo una vez un día en que se levantaron tres cruces en medio de la tierra. Uno de los crucificados tenía una fe tal que dijo al otro: 'Tú estarás hoy conmigo en el paraíso'. El día terminó. Los dos murieron y no hallaron paraíso ni resurrección. La profecía no se realizó. Escucha: ese hombre era el más grande de toda la tierra, ésta le debe todo lo que la hace vivir... Si es así, y si las leyes de la naturaleza no han respetado a Ese, si no han tenido ni siquiera piedad de su (de ellas) obra de arte, sino que lo han hecho vivir también a él en medio de la mentira y morir por una mentira, entonces es que todo el planeta es una mentira y reposa sobre una mentira, sobre una burla estúpida. Por consiguiente, las leyes de la naturaleza son en sí mismas una impostura y una fuerza diabólica. ¿Para qué vivir, entonces? Responde, si eres un hombre» (Les Possédés, trad. franc. Plon, París 1927, II, pp. 337-338).
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hombre, es decir, poniendo la consabida distancia entre intención y realización. Ciertamente, no podemos esperar que el Espíritu suplante a la Carne. En otros términos: la Fe no produce, ni puede producir jamás, la perfecta coincidencia entre intención y realización que sólo el Creador posee en un mundo sacado de la nada, que es otra manera de decir suyo. Como dijimos, la fuerza del Espíritu, mediante la Fe, reduce la distancia entre ambas, y el hombre sabe —no porque lo vea, sino en «esperanza»— que parte de sus obras le pertenecen; que ha construido algo que, aun aquilatado por el fuego, llevará su nombre y su sello en la creación definitiva; que no estaría allí si no fuera por él; que estará libre para siempre de la corrupción y de la frustración de la inutilidad 15.
III ¿Cuál es, pues, el cuadro final que traza Pablo de la existencia humana a la luz de Cristo? Un primer problema, al que hemos aludido anteriormente, es el de la situación de los hombres que aparentemente no están bajo esa luz, los que se ven separados de Cristo por barreras infranqueables de tiempo (los del pasado) o comprensión (los del presente y los del futuro). Indicamos ya que, por más que la clave de Pablo sea antropológica sin duda alguna, su estudio y análisis del hombre se efectúa a la luz del acontecimiento Cristo. Su interés está en bucear en 15 La Constitución Gaudium et spes del Vaticano II es, a nuestro entender, el primer documento del magisterio que asume, en toda su extensión histórica, el pensamiento de Pablo sobre la resurrección escatológica: «Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que fue sembrado bajo el signo de la debilidad y de la corrupción, se revestirá de incorruptibílidad, y, permaneciendo la caridad y sus obras, se verán libres de la servidumbre de la vanidad todas las criaturas que Dios creó pensando en el hombre... Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el Reino...» (GS 39). Nótese que, al poner «caridad», el Concilio se refiere al amor, pero pretende mantener (en latín y castellano), sin tener en cuenta el sentido moderno de «caridad», la distinción existente en griego entre amor-don de sí y amor-atracción (ágape y eros).
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esa existencia humana afectada por el conocimiento de los hechos que se centraron en torno a la existencia —terrena y escatológica— de Jesús. Si queremos informarnos, por tanto, sobre las posibilidades y realidades de la existencia humana cuando ésta no tiene relaciones aparentes o conscientes con ese núcleo de acontecimientos, hemos de acudir al pensamiento implícito de Pablo, especialmente en los capítulos cuarto, quinto y octavo de Romanos. En efecto, Abrahán, la victoria de Cristo sobre Adán, la utilidad de la creación entera recobrada merced a la libertad humana, son elementos importante y claves. Nos hablan de una posibilidad gratuita (pero no por eso rara) de ese regalo hecho por Dios a todos los hermanos de Cristo y que superará, con sus «consecuencias», las del Pecado en todos los descendientes de Adán. Pero el cómo y el cuándo de ese regalo no están precisados con la misma claridad. Si nos atenemos al dato más obvio que Pablo nos aporta en esta cuestión, el paralelo antitético entre Adán y Cristo nos brindaría la solución deseada: Adán afectó a todos los hombres cuando pecó y por haber pecado, mientras que Cristo afectó a todos los hombres cuando «obedeció» y por haber obedecido al Padre dando su vida por los hombres. Lo mismo sugieren otros pasajes de Pablo. Ahora bien: ya indicamos nuestra dificultad —típicamente «moderna»— en atribuir a ese legendario personaje de Adán, «el hombre», una causalidad, que no podría ser sino de orden mágico y mítico, sobre sus descendientes. Indicamos además que el interés antropológico de Pablo parece percibir en cierta medida esta dificultad aun en su época, dándole al pecado de Adán no tanto una causalidad, sino lo que podríamos llamar un efecto de inauguración. Así, después de Adán, señala Pablo, «todos pecaron», sin duda por su propia cuenta. Pero, al fin y al cabo, la influencia de Adán, por mágica o mítica que parezca, se ejerce en el sentido correcto: hacia la humanidad futura que surgirá de él, es decir, en la dirección natural del tiempo y a caballo de la causalidad biológica. Con la influencia de Cristo no acontece lo mismo, sino todo lo contrario. Para poder ser equiparada a la de Adán, buena parte de ella tiene que haberse ejercido hacia atrás, hacia el pasado, ya que el paralelismo no existiría (ni sería favorable a Cristo, como afirma repetidas veces Pablo) si no fuera cierto que desde Adán a Jesús «donde abundó el Pecado, la Gracia fue más abundante todavía».
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En otras palabras: si ya parecía mágica la influencia de Adán sobre el destino de sus sucesores o descendientes (supuestamente provenientes de él en su totalidad), lo es mucho más la de Cristo sobre sus predecesores (y colaterales en la condición humana). Claro está que en principio no se le puede negar a Dios la posibilidad de pasar por encima de las leyes que él mismo inscribió en el seno del universo. Pero ya vimos que el mismo Pablo, en una época en que lo milagroso no parecía incomodar como hoy (al mismo pensamiento religioso), es más cauto en recurrir a Dios en busca de explicaciones directas 16, explicaciones que no explican nada, sino que sólo remiten a una misteriosa acción divina lo que se trataba precisamente de dilucidar. La misma clave antropológica que usa Pablo le obliga en cierta manera a esa cautela. Pablo no puede superar en su época, sin embargo, ciertas limitaciones del pensamiento, y en especial el fijismo. La concepción obligada de una creación instantánea, realizada de una vez para siempre, pesa sobre la antropología, forzándola, por ejemplo, a descargar en Adán la responsabilidad de una condición humana —de una Carne— que no podía haber salido así de las manos mismas del Creador. Señalamos ya cómo Pablo es, a pesar de todo, sensible en cierta medida a esa falta de categorías más propias para expresar cosas importantes de su pensamiento. La relación entre el «pecado» de Adán y el de «todos» sus sucesores humanos es en él mucho más fluida y compleja que en la inmensa mayoría de los teólogos cristianos posteriores. u
La clave antropológica de Pablo no le impide a éste, de acuerdo con la cultura de su época, emplear un lenguaje que hoy tendemos a separar del puramente antropológico: el lenguaje religioso. Sobre todo al pasar del análisis existencial (Pecado, Fe) al dato trascendente basado en las experiencias pascuales que constituyeron a Jesús «Hijo de Dios en poder» (Rom 1,4), el lenguaje haría pensar que sólo quienes están ya colocados en un plano religioso y aceptan (por fe o raciocinio) la existencia de Dios, podrían seguir el desarrollo del pensamiento paulino y apropiarse sus conclusiones. Contra este malentendido —o lugar común de nuestra cultura— ya advertimos largamente al lector en el tomo I de esta obra. El nombrar o no a Dios no es lo que abre o cierra la puerta para que un hombre de hoy pueda apreciar en qué le concierne el significado de la cristología paulina. La «trascendencia» de ciertos datos contenidos en ella es más importante que la explícita mención o aceptación de Dios. Esta dejaría intacto el problema, tan vital para Pablo, de saber qué contenido se le da a esa palabra. Sobre la atribución a Jesús de la «divinidad» reflexionaremos en la Introducción a la tercera parte.
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Pues bien: ocurre igual, y con mayor claridad aún, cuando de la influencia de Cristo se trata. Vimos cómo Pablo le da un alcance por lo menos tan universal como a la de Adán. Para ello Jesús debería haber sido el primer hombre. ¡Y precisamente Pablo lo afirma así! El, tan consciente de que esa influencia proviene del acontecimiento de que Dios «no perdonó a su propio hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» en un tiempo histórico preciso bien enraizado en el tiempo, declara al Hijo de Dios «primogénito entre muchos [todos] hermanos». No perdemos de vista que el título de «hermano mayor» no es una metáfora honorífica. Es una expresión técnica. En el original, por si ello no quedara ya claro en castellano, apunta al hermano que fue engendrado primero: protótokos. Decíamos que Pablo sentía la falta de categorías adecuadas para expresar ciertos aspectos importantes de su pensamiento. Hoy manejamos algunas de esas categorías. Y aquí la más importante es la de una creación evolutiva. De ahí el tour de forcé paulino de atribuirle a una misma realidad —Cristo— dos tiempos diferentes de existencia y causalidad, el del comienzo absoluto y el de la irrupción histórica. Si en el primer caso esa categoría actual nos permite afirmar que el hombre apareció, desde el primer momento de su existencia como tal, con la «carne» que siempre le caracteriza, debemos igualmente afirmar que apareció (en cuanto destinado a ser hermano del Hijo de Dios) con el «Espíritu», que también desde el comienzo y en forma primordial hizo posible la actitud salvadora y liberadora de la Fe. Testigo de ello es Abrahán, aunque, como vimos, la precisión y el afianzamiento del dato trascendente contenido en ella apunten históricamente hacia un acontecimiento y una fecha dada 17. " Se dirá que con ello no hacemos más que proyectar el milagro al comienzo de esa creación (o al de la humanidad en ella), por más evolutiva que la pensemos después. Pero, aun admitiendo eso, eí desplazamiento merecería dos consideraciones que no podemos desarrollar aquí. La primera es que no hay que minimizar el paso de una explicación meramente extrínseca, como es la mágica, a otra de carácter intrínseco, como la evolutiva, con las analogías que la mente descubre entre esa transformación antropológica y otros procesos similares de la naturaleza. La segunda es que la idea, por vaga que sea, de alguien ligado por amor a ese rehén que es el hombre inmerso en su historia, se nombre o no a Dios, es un dato trascendente presente de manera tácita en todo compromiso con valores que afrontan la muerte con esperanza, y esperan por encima y a despecho de ella.
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Este primer problema —el de los hombres no relacionados históricamente con Jesús— nos lleva al segundo: aun suponiendo la adhesión plena del hombre a la Fe en su sentido cristiano correcto, ¿en qué queda la victoria de Cristo sobre el Pecado en lo que toca a la existencia concreta de ese hombre? Todos los desarrollos anteriores tienen que habernos preparado para una respuesta compleja. En esa complejidad yace lo más original y profundo del pensamiento paulino Is. Precisamente por ello, la escatología simplista con la que comienza a estructurarse el pensamiento crístológico de Pablo se va transformando desde el interior (aunque no siempre él mismo lo perciba exteriormente) en una escatología compleja que apela —en gran medida de manera infructuosa, debido a la época— a categorías evolutivas. Con ello sigue Pablo probablemente un proceso paralelo al de la propia conciencia de Jesús en lo relativo a la venida del reino. En otras palabras: ambos piensan, según las categorías comunes del ambiente, en una venida inminente, mientras que ambos por igual, en el fondo y de manera creadora, sientan las bases para una comprensión más compleja y a largo plazo de la historia y de su función en esa escatología. Sea de ello lo que fuere, el lector comprenderá que estamos aquí en los límites mismos del pensamiento explícito de Pablo y que lo único que cabe hacer es reunir elementos dispersos y ponerlos a trabajar según su lógica interna. Esta es, por otra parte, lo suficientemente clara como para garantizar la fidelidad de las conclusiones. Observamos varias veces, y especialmente en el capítulo octavo de Romanos, que Pablo coloca en la categoría de lo real cosas que pertenecen a dos planos diferentes de realidad, y, por cierto, de realidad dinámica. Esos dos planos son, obviamente, el de lo invisible y el de lo manifiesto. Pablo recalca que, tratándose en la Fe de una actitud de «esperanza», «no podemos ver» lo que esperamos. Si hay esperanza 18 Debemos a Lutero y, de un modo especial, a su concepción del hombre simul iustus et peccator (al mismo tiempo justo y pecador) haber percibido la radical oposición del pensamiento de Pablo a toda reducción simplista del problema del Pecado. En esto supera a Agustín. En nuestra opinión, no es deudor a éste del carácter introspectivo de su interpretación (como lo pretende K. Stendahl), sino de la tendencia legalista o, mejor dicho, jurídica (no hebrea, sino típicamente romana) que le proporciona una solución fácil para una antinomia que hubiera merecido, teniendo en cuenta a Pablo, mejor suerte.
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es precisamente en razón de la invisibilidad de lo que afirmamos, de aquello por lo que apostamos. Y eso que esperamos tiene en Pablo muchas y diversas formulaciones, convergentes todas mediante analogía con lo que ya constatábamos era el contenido de la Fe en Abrahán. Ello quiere decir que no podemos ver nuestra condición de «hijos» y, consiguientemente, de «herederos del mundo»; ni las realizaciones de nuestra Übertad poniendo un dique a la impersonalidad, a la Muerte y a la «inutilidad» del universo; ni, finalmente, ver asegurada la victoriosa unidad de nuestro «hombre interior» y «la ley de los miembros». El plano de lo manifiesto sigue caminando, aun después de Cristo, «contra toda esperanza». Sólo el dato trascendente sobre las últimas posibilidades de la existencia humana que se reveló y afianzó en Jesús nos aporta esa «alegría y paz» que en contadas ocasiones nos permite sospechar que nuestra obra humana puede resistir quizá mejor de lo que pensábamos el embate del Pecado. Por eso es necesario un plano, igualmente dinámico pero positivo, caracterizado por «la manifestación» de lo que en el otro plano permanecía oculto, es decir, por «la gloria» no de los hijos de Dios, sino de «la libertad de los hijos de Dios». Nuestra obra «cooperando» en «la construcción de Dios», aquilatada según «la calidad» de su propio dinamismo interior, pasará mediante el juicio de Dios al plano de lo visible. Este volverse visible, en cuanto escatológico, concierne, pues, directamente a lo metahistórico, pero concierne igualmente a lo histórico en su dimensión oculta y actual. Su «manifestación» no debe concebirse como si alguien cambiase una realidad (histórica) por otra (no histórica), sino como quien presencia de qué manera se inyecta por fin vida suprahistórica a lo que se realizó en la historia, porque, como dice Pablo, no queremos ser «desnudados» de esta existencia, sino «sobrevestidos», para que «lo que hay de corruptible y mortal en ella sea absorbido por la vida». Lo gloria de Dios, la defensa de lo Absoluto, no consiste en relativizar lo histórico para hacer sitio a la irrupción de Dios solo . 19 Como parece continuar siendo la tentación teológica de una interpretación que adopta sin reparos, como premisa indiscutida, lo que fue una conclusión —y desequilibrada por cierto— de la clásica teología de la Reforma. Ya citamos, como ejemplo, la «premisa» bultmanniana definiendo, antes de cualquier intento exegético, el reino de Dios, como «un suceso maravilloso que será llevado a cabo por Dios solo sin la ayuda de los hombres» (subrayado nuestro: op. cit., p. 4).
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La gloria de Dios está en hacer, y en serio, a los hombres solidarios de una construcción común y en darles todo lo que precisan para esa cooperación sin la cual Dios solo nada hará. El sello personal y creador de cada uno de esos cooperadores —Pablo los llama en griego synergoi, los que ponen su energía en común con la de Dios— se probará en el amor, en el «mutuo servicio», y, así probado, quedará insertado en lo definitivo de la única manera en que puede hacerlo una libertad finita: luchando, como el cincel del escultor, contra la abrumadora y dolorosa solidez de materiales que se oponen a ella, pero con la invisible esperanza de ser dominados y de convertirse así en parte del nuevo cielo de Dios y de la nueva tierra del hombre, es decir, de la nueva creación, obra común del Padre y de los hijos.
Frente a este tipo de intención cristológica, forzando un poco el término, calificábamos nuestra propia tentativa como una anticristología. Se trata, para nosotros, de desmontar el aparato, si no de todas, por lo menos de algunas cristologías, de aprender una metodología creadora, de aprender a hacer cristología hoy. Por eso no nos sirven cristologías entreveradas donde afloran sólo datos y se ha perdido de vista la vía original por donde se llegó a ellos 20. La segunda razón, menos pragmática, es más relevante desde el punto de vista del conocimiento certero en materia cristológica. La mezcla de datos provenientes de diversas cristologías, cada una con su propia clave, lejos de contribuir a la interpretación del significado que Jesús de Nazaret tuvo y puede tener para el hombre, lo reduce. En efecto, ya hemos indicado que no todo en el Nuevo Testamento posee la misma hondura y equilibrio. Las conclusiones que los Hechos sacan de la resurrección de Jesús, por importantes que luyan sido históricamente, son menos equilibradas y profundas que las que la concepción paulina saca de esas mismas experiencias pascuales. Una cristología desde arriba se impone demasiado rápidamente en el primer caso, y por justificada que esté en principio invade en exceso la cristología desde abajo vivida hasta Pascua, donde el proyecto, no la persona de Jesús, constituía el primer dato. Así, combinar los datos cristológicos del período central de Pablo con los de la Iglesia de Jerusalén proporcionados por los Hechos empobrece la cristología resultante en lugar de enriquecerla. Aún nos espera un caso más ejemplar cuando, a propósito de la resurrección, por ejemplo, la mezcla se hace entre la concepción paulina y la joánica. La profundidad con que Juan ve el acontecimiento de la resurrección de Jesús está fuera de duda y es superior ¡i la primera reacción que los Hechos nos transmiten. ¿Por qué no ¡igregar entonces a lo que acabamos de ver en Pablo, ya que parece que encajan muy bien, expresiones joánicas de profundidad innegable como las palabras atribuidas a Jesús: «Yo soy la resu-
IV Llegados aquí cabría preguntar si podemos ir más lejos todavía en la cristología de Pablo sin sobrepasar el período que en su obra hemos elegido para nuestro estudio, es decir, si podemos hallar todavía en lo estudiado nuevos elementos que continúen indicándonos el significado que Pablo le atribuye a Jesús para la existencia del hombre. Se impondría una respuesta negativa si por ir más allá implicáramos el procedimiento frecuente en las «cristologías» de sumar a lo visto datos provenientes de otras tentativas cristológicas, especialmente de las del Nuevo Testamento. Indicamos ya por qué nos negamos a hacerlo, pero tal vez convendría recordarlo brevemente. No se trata de un «purismo paulino» interesado, por razones meramente históricas, en no mezclar pensamientos disímiles y de otras fuentes. Si sólo nos interesa Pablo y su acontecimiento Cristo, es por dos razones, íntimamente ligadas por otra parte. La primera razón, de la que ya hablábamos en la introducción general de este tomo, consiste en que con esa mezcla tales tentativas están apuntando, implícita o explícitamente, a terminar, por decirlo así, la interpretación de Jesús, cualquiera que sea la humildad del que las realiza. Por eso tienden las cristologías a reunir todo lo que de Jesús se piensa y se dice en las fuentes más autorizadas, por lo menos dentro de la Escritura, en el Nuevo Testamento.
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20 Por supuesto que admitimos la tremenda limitación que significa para nuestro propósito el pasar de la investigación sobre el Jesús histórico a una sola de las cristologías neotestamentarias. Por rica que sea la cristología paulina, un método no se aprende con un solo ejemplo y en una sola tentaliva. Pero todo es limitado. Así lo es también nuestra vida misma, y tenemos que sugerir a otros el asociarnos en ese trabajo común. Sólo en equipo podrá quedar cubierta esa laguna cristológica que hoy percibimos.
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rrección y la vida; quien cree en mí, aunque muera vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás» (Jn 11,25-26)? Sucede que el pensamiento joánico tiene su propia lógica, dependiente, claro está, de su propia clave21. Esto se hace continuamente visible en la oposición —de alguna manera conectada con la cultura platónica— entre el mundo perecedero y falaz que se ofrece a nuestros sentidos y el mundo inmóvil, eterno y «verdadero» de las ideas y de lo divino. «Yo soy la resurrección y la vida» constituye así una afirmación sobre el mundo divino presente en Jesús que, lejos de converger con la cristología paulina y de enriquecerla (por lo menos de manera directa), le quita lo que, para Pablo, es central y decisivo en ella, la relación entre la resurrección y la victoria sobre el pecado en la historia. Por tanto, no es en esa dirección adonde se dirige nuestra pregunta sobre la posibilidad de ir más allá en el pensamiento paulino. Nuestra atención va, en cambio, a lo que Pablo podría haber dicho de manera sólo virtual. Como dejándonos el trabajo de rescatar esa virtualidad. Por lo pronto, aun a riesgo de repetir lo dicho en este mismo capítulo, parte de esas «virtualidades» han quedado como tales, es decir, sin actualizar, en el caso de que nuestra hipótesis sea justa no por el hecho de haber usado Pablo una clave antropológica y de residir lo virtual en realidades que sólo otras claves podrían abrir, sino por las limitaciones que su época imponía a esa misma clave. Hasta tiempos muy recientes —y el mismo existencialismo, casi contemporáneo, es un testimonio de ello—, casi todos los análisis de la existencia humana subrayaron lo absolutamente extraño y único del hombre y su destino en relación con el resto de la naturaleza 22. 21 Aunque existen interpretaciones muy diversas acerca de la clave utilizada por el autor (o autores) del cuarto Evangelio (cf. R. E. Brown, El Evangelio según Juan [Ed. Cristiandad, Madrid 1980] pp. 58ss), la que más nos satisface, en términos generales, es la de la obra, que se ha vuelto ya clásica, de C. H. Dodd, Interpretación del cuarto Evangelio (Ed. Cristiandad, Madrid 1978). 22 Sólo cabe señalar, hasta cierto -punto, como excepciones, el materialismo (no dialéctico) de los siglos XVIII y xix y su primo hermano, el positivismo de los siglos xix y xx. Pero, si decimos que ambos constituyen excepciones sólo «hasta cierto punto», es porque la inmersión que ambos intentaron hacer del hombre en el marco general de la naturaleza constituyó, a falta de categorías más sutiles y dialécticas, un reduccionismo tan obvio que el pensamiento filosófico más serio continuó insistiendo en la extrañeza,
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Como en la cuarta parte de este trabajo trataremos de aportar algunas categorías de pensamiento (propias de una concepción evolutiva del universo) a la clave antropológica de Pablo, dejamos para entonces lo más importante de esta búsqueda de lo virtual en la cristología paulina. Sólo insinuaremos ahora lo que, de modo más directo, parece surgir casi explícitamente de lo estudiado en ella hasta este momento. Pablo parece situar la existencia del hombre sobre dos planos: uno caracterizado por su visibilidad y otro por su realización invisible hasta su «manifestación» última. El primero está caracterizado por la distancia mayor entre intención y realización, es decir, por el Pecado. El segundo, por el contrario, se caracteriza por reducir esa distancia devolviéndole, en cierta medida, al hombre sus obras, pero sólo es vivido en la esperanza, es decir, en la invisibilidad de la Fe. Esto es verdad, sin duda, en su globalidad. Pablo, sin embargo, nos ha dado mil pruebas en los ocho capítulos estudiados de Romanos de que no piensa en soluciones de tipo mágico, lo que sería en este caso una «manifestación» súbita del segundo plano, meramente futura y sin impacto alguno sobre la historia presente. Pablo ha insistido en que la Fe tiene ojos que ven el mundo y la existencia de otra forma, de una forma tan «realista» como para transformar la conducta del hombre, por lo menos en cierta medida, lógica y perceptible a la vez. En nuestra terminología eso significa que, sin lugar a dudas, alude a la Fe como a un cambio de premisas epistemológicas. Se transforma así el modo como observamos, conocemos e interpretamos (no más subjetivamente que con las premisas contrarias) las secuencias de acontecimientos que ocurren en nuestra historia . soledad y angustia de la condición humana dentro del aparente orden de la naturaleza. 23 Cuando, en el capítulo octavo de Romanos, escribe Pablo que «en todas las cosas interviene Dios para bien de los qu e [0 aman», alguien podría pensar que nada ha cambiado en el conocimiento y que sólo la esperanza pone su fuerza en confiar que las cosas saldrán de otro modo o aparecerán distintas en otro plano por ahora totalmente invisible y, en cuanto concierne a la realidad histórica, inexistente. Pero todo Pablo —véase, por ejemplo, lo que dice sobre la liberación del hombre con respecto a la Ley— apunta a mostrar que hay aquí un cambio en la manera de interpretar los acontecimientos, es decir, en el modo de conocerlos; se trata de una premisa que se va identificando con el hombre y que, mediante la actitud de «alegría y paz», le hace ver las cosas de otra manera, sacar conclusiones diferentes de ni
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¿Cómo vemos, según Pablo, esa continuidad de hechos por la que avanza, toda existencia humana? Como un extraño campo conflictivo donde luchan dos tipos de acumulación. Mejor dicho: donde lucha una acumulación contra una emergencia. En efecto, el gran mérito de Pablo es el de pintar la existencia del hombre sin hacerse ilusiones. Aún después de Cristo y de la Fe, la abrumadora mayoría de nuestras obras siguen, como es «natural», la pendiente de la facilidad, es decir, los mecanismos que separan la intención de la realización. Por otra parte, ¿como cerrar los ojos al hecho de que aquí y allá, en nuestra propia existencia, en la de algunas personas que sobresalen y hasta —lo sospechamos— en cada ser humano si lo pudiéramos conocer a todo lo largo, ancho y hondo de su vida, emerge algo que es profundamente humano y personal, algo donde se ha volcado significativamente una existencia, algo donde se ha dado una vida? Si el «servicio mutuo» es, según Pablo, la señal de la libertad (que acorta distancias entre intención y realización), ¿cómo no reconocerlo cuando surge en mil formas variadas y diferentes proporciones? Claro está que, si ambas cosas opuestas estuvieran en un mismo plano, la mayoría de la primera terminaría por imponerse a la segunda. Nuestro veredicto en ese caso no podría hacer sino otorgar la victoria, por amplio margen numérico, a lo que al hombre se le escapa, a lo que Pablo llama Pecado. El servicio mutuo, el don de sí, el amor podrían ciertas veces aparecer como vencedores momentáneos. Pero la ley de los miembros está instalada en el hombre. Un instante más tarde ya podríamos observar cómo un proceso de corrupción y muerte se ha apoderado de lo que parecía una victoria. Hubiéramos jurado que el mundo ya no iba a ser el mismo después de aquello, pero lo impersonal parece volver a imponerse, a igualarlo todo... Pero precisamente el dato trascendente que Pablo nos está proponiendo de mil maneras, basadas todas en lo que significó para él Jesús de Nazaret, es la paradoja de que las razones de nuestro corazón tenían razón... Que lo que se acumula es, paradójicamente, lo emergente. Y si es así, ¿dónde está, oh Muerte, tu victoria?
Para ello Pablo nos hace ver que una y otra cosa —acumulación y emergencia— no están en el mismo plano. Que el plano de lo definitivo sólo acumula lo libre, es decir, el amor. Y que lo que parece destruirlo con su acumulación impersonal no lo destruye en efecto, sino que se destruye por sí mismo. Que «la esperanza no falla» porque un solo acto de amor vence la multitud (totalidad) del Pecado. Y que eso es lo que explica el «más», la victoria de Cristo sobre Adán. Ese es el plan de Dios en Jesús, de acuerdo, por lo menos, a lo virtual del pensamiento de Pablo. Y ahora pensemos un instante: ¿cómo hubiéramos planeado nosotros las cosas? ¡Qué fácil sería, con nuestro pensamiento espontáneo, irreflexivo, enmendarle la plana a Dios y corregir su mundo! Pero es necesario tener en cuenta ciertas cosas. Sólo un mundo hecho a medias y entregado al hombre en esa forma que implica dolor y muerte, puede dar un valor irreemplazable y definitivo a la responsabilidad humana, a las manos que lo van completando en lucha con todos los elementos dolorosos que afectan a Dios mismo. Sólo así, llevamos todos en nuestras manos el destino de todos, incluso el de Dios mismo que se hermanó con nosotros. Sólo un mundo donde el Pecado sea acumulable, sea Ley y carezca de sentido por sí mismo —como la Muerte— puede impedir que el logro de una generación disminuya la importancia y la definitividad de la que sigue. Si el Pecado fuera cuantitativamente vencido, a medida que la humanidad avanza en la historia, los hombres se volverían inútiles y vagarían en balde por el mundo. Sólo un mundo donde la creación, el amor y la vida triunfan cualitativamente transformando de manera irreversible la realidad —sin escapar nunca a la victoria cuantitativa del Pecado— puede hacer que valga la pena la existencia humana, puede poner Fe en el corazón del hombre, energía concentrada en su compromiso histórico, por pequeño que parezca, y toda la fuerza de Dios en su interioridad creadora de hijo. Si estos elementos toman en nosotros su honda y verdadera dimensión estaremos probablemente capacitados para captar lo esencial de lo que Pablo llama su «evangelio», la buena noticia que, interpretando la significación de Jesús, quiere comunicarnos.
los acontecimientos, «puntuándolos», como dice Bateson, de otro modo como ya hemos indicado en el primer volumen de esta obra, atribuyendo a esta nueva «puntuación» de las secuencias de eventos propia de la fe una poderosa influencia en lo que él llama la «ecología de la mente», que otorga título a su libro.
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mera parte de esta obra donde examinamos la historia de Jesús de Nazaret con una clave política. El segundo aspecto implica situar la clave antropológica de Pablo en nuestra propia circunstancia. I
No es nuestra intención volver a discutir el porqué de nuestra opción por la clave antropológica para interpretar la cristología de Pablo. Creemos que el lector tiene en todo lo que precede elementos más que suficientes para juzgar. A fin de cuentas, la prueba más fehaciente de una «clave» es justamente lo que abre. En otras palabras, su capacidad de explicar no lo fácil, sino lo difícil. Y así es —¿quién podría negarlo?— el pensamiento de Pablo. No somos insensibles a muchos argumentos serios de K. Stendahl sobre una clave que procedería del interés que tiene Pablo en fundar su misión. Es decir, en justificar que admitiera como miembros de pleno derecho en la comunidad cristiana a los paganos convertidos, sin exigirles otra cosa que la fe. Nos negamos, sin embargo, a sacar las conclusiones extremas que esa hipótesis pretende extraer: que el análisis existencial en Pablo sea sólo el resultado de esa pretendida «plaga occidental», la tendencia a la introspección. La introspección no es algo que se le haya aplicado a Pablo desde fuera. Esta inequívocamente presente en él. No hay por qué negar que haya sido inspirada en gran parte por su intención misionera. Pero no hay que olvidar que el derecho de los paganos convertidos a formar parte de la comunidad cristiana no era una mera cuestión de «derecho». Supone toda una cristología y no puede establecerse sin ella. En otras palabras: persiste el problema de saber con qué clave interpretó Pablo el significado de Jesús de Nazaret, fuera o no su propósito final defender el camino de los paganos al cristianismo. Lo que en este anexo nos interesa, porque tiene íntima relación con una cristología creadora, es estudiar brevemente un doble problema: el de las limitaciones y el de la oportunidad de una clave antropológica para hacer cristología (ya sea en general, ya dentro de un contexto particular como el latinoamericano). El primer aspecto del problema implica una comparación con la pri-
Sería inútil repetir para el lector que no lo hubiera comprendido hasta aquí que, al aplicar a la vida histórica de Jesús una clave política, no le hemos quitado un ápice de su posible carácter de revelación de Dios. Simplemente especificamos el tipo de lenguaje —tomando esta palabra en su sentido más amplio— que usó para esa revelación. Tomando así en cuenta, por un lado, el sistema de valores que quería revelar como formando parte del corazón de su Dios y Padre y del plan de éste sobre el hombre y, por otro, los medios teóricos y prácticos de poner tales valores en la realidad concreta y visible de la Palestina del siglo i, la vida de Jesús aparece en todo su sentido (el que Jesús mismo le dio), pero también en toda su limitación. Esa vida, considerada en sí misma, es decir, separada de la tradición del Antiguo Testamento, nos llama la atención como una hermosa y trágica aventura humana. Pero no más. Ni la mejor ni la única. Como todo lenguaje, forzado a usar elementos de experiencia humana, el de los hechos históricos de Jesús es limitado. Y ello, nótese bien, no se debe a que hayamos interpretado esos hechos en una clave política. En primer lugar, si no nos equivocamos, fue el Jesús histórico mismo el que quiso ser interpretado así. En segundo lugar, cualquier otra clave que hubiese usado habría planteado el mismo problema: para ser significativa, para decirnos algo tenía que decirnos algo limitado, algo importante en un sector determinado de nuestra existencia y relativo a un contexto fijo. Ya hemos tenido ocasión de mostrar que todas las tentativas de olvidar esa limitación son falacias, que, lejos de dar más importancia y significado a Jesús, lo vacían de sustancia y lo entregan, más inerme aún, a los embates del tiempo. Decir, por ejemplo, que en Jesús aparece el-hombre-para-losdemás, esto es, el hombre en su más exaltada posibilidad (de altruismo), no pasa de ser un malentendido fatal, consciente o no.
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La cristología humanista de Pablo
Sobre la clave de Pablo
Veámoslo en un ejemplo que puede parecer ridículo y hasta irreverente, pero que también puede arrojar mucha luz sobre esta cuestión. Si se tratara de ser «el hombre para los demás» de esa manera caracterizada por su ilimitación, Kant estaría por encima de Cristo. En efecto, su filosofía se preocupa por todos los hombres por igual. Su imperativo categórico es el mismo para todos los seres humanos, cualquiera que sea su religión, raza o cultura; la la prohibición de usar a una persona, sea quien fuere, como medio, muestra hasta qué punto alguien puede ser, de manera positiva, el hombre que piensa en todos los demás. De inmediato se elevarán voces indignadas para recordarnos que no hay comparación posible entre la desbordante actividad benéfica de Jesús y la frialdad metódica de Kant. Se nos hará confesar además que éste no murió por causa de esos hombres a quienes su pensamiento pretendía defender. Es claro, sin embargo, que no podemos verificar así la seriedad subjetiva de cada una de esas dos entregas. La de Kant, metódico y frío, pudo ser, no obstante, total, pudo estar dispuesto a dar su vida por su pensamiento humanitario y no encontrar a nadie que lo matara por él... Es en el plano objetivo donde la comparación puede y debe hacerse. En este plano, si Kant no murió por sus ideas, fue porque éstas no incomodaron bastante a nadie como para que fuera asesinado por ellas. Si Jesús, en cambio, fue ajusticiado (políticamente), fue en proporción inversa de la «universalidad» o ilimitación de su mensaje. Fue asesinado por tomar partido, y de manera eficaz, por unos contra otros, porque sus opciones fueron limitadas y, por tanto, conflictivas, porque fue el-hombre-de-Israel-para-los-pobresde-Israel. En otras palabras: su revelación (divina) nos impacta en razón de la ideología que la encarna 1 y que le da carne humana con esa tridimensionalidad hecha de límites. Esto significa dos cosas que van contra nuestra rutina mental. La primera, que —aun para el cristiano— los hechos y dichos de Cristo no son valores en sí mismos, sino medios (de realizar y sig-
nificar esos valores) que deben ser juzgados frente a un determinado contexto, en razón de su eficacia históricamente situada. Quien hiciera «lo mismo» que Jesús en otro contexto se engañaría gravemente si creyera que su acción estaría así orientada según el significado de la existencia de Jesús. En este último sentido, cristiano no es quien generaliza los medios usados por Jesús para luchar por los pobres y marginados de Israel. La segunda, que la relevancia y aun la unicidad de Jesús no radica en la perennidad o inmutabilidad de su ideología concreta. Ello no es así por la mera razón de que lo hayamos interpretado, de acuerdo a los documentos que poseemos, en clave política. Cualquier clave hubiera mostrado el mismo componente ideológico. Es obvio que los conocimientos acerca de la eficacia que pueden brindarnos los medios a nuestra disposición (en la naturaleza o en la sociedad) son indefinidamente perfectibles. Desde Jesús acá debe haber medios nuevos y sobre todo conocimientos más exactos y complejos sobre su funcionamiento. No tiene, pues, sentido pretender establecer —ni aun acudiendo a su divinidad— la superioridad permanente de Jesús de Nazaret en materia política (como en cualquier otra clave en la que se hubiera expresado el significado de su vida y mensaje). No sólo porque cualquiera puede saber más hoy sobre cómo realizar valores análogos, sino también porque, basado en tales conocimientos, alguien podría razonablemente pretender que, aun en el contexto de Jesús, sabiendo lo que ahora sabe, podría haber actuado con más eficacia que éste en favor de los mismos valores. De la misma manera que, para poner un ejemplo más banal, un cirujano actual podría alegar que en tiempo de Jesús podría haber salvado de la muerte a muchas más personas atacadas de apendicitis. No hay ninguna irreverencia en tales comparaciones. La hay, sí, larvada, en negarse a hacerlas, absolutizando y quitando sustancia histórica a los medios que Jesús puso en práctica para realizar en la historia los valores que revelaban cómo pensaba y juzgaba Dios lo que estaba aconteciendo 2 .
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Ocioso sería reiterar aquí al lector las advertencias que hemos venido haciendo sobre el vocabulario (fe, ideologías, datos trascendentes) que empleamos y que está explicado y, a nuestro parecer, justificado por lo escrito en el tomo I de esta obra. Allí se llamaba ideología —en sentido neutro (no peyorativo)— a todo sistema de medios referidos a la realización de una determinada constelación de valores.
2 Esto no quita, como ya hemos tenido ocasión de repetir (y lo veremos con detalle en el cap. I de la tercera parte, tomo II/2), el carácter de «revelación divina» y su correspondiente garantía de verdad a la vida y al mensaje de Jesús. Pero sí nos obliga —para ello y no a pesar de ello— a insertarlos en ese proceso de aprender a aprender, o sea, de aprender en segundo grado, que es la totalidad del Antiguo y Nuevo Testamento y que
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Lo dicho hasta aquí debería valer también para la cristología de Pablo, pero conviene examinarlo y reafirmarlo ante el cambio de clave que éste supone. Tenemos, en efecto, la impresión de que la clave empleada por Pablo logra superar, por lo menos en gran medida, las limitaciones de la clave política del Jesús histórico. Esta obliga a Jesús a internarse en conflictos que separan a grupos de hombres y a usar medios (ideologías) que inscriben su acción dentro de un contexto determinado por esos conflictos. Esto, si por una parte realza su significación concreta, le quita, por otra, universalidad. Pues bien: lo contrario parece acontecer con la clave antropológica de Pablo. Esta se presenta como válida para todo hombre, en cualquier situación en que se halle. De hecho esto es así, por lo menos en cierta medida, como puede verse en la forma en que Pablo se dirige a los esclavos dentro de la comunidad cristiana. Puesto que el esclavo es un hombre, la revolución humanitaria y humanizante propuesta por la cristología paulina le es accesible. La madurez, la libertad (antropológica, a la que Pablo se refiere), los dones del Espíritu que transforman al hombre en un ser nuevo, todo eso está tanto al alcance del esclavo como del «hombre libre» de la sociedad grecoromana. El significado de Jesucristo ha suprimido de raíz el muro que separaba a los hombres de acuerdo a esa oposición social básica esclavo/libre. De ahí que comprendamos mejor, situándolo en la historia concreta, algo que ha constituido a menudo un obstáculo para apreciar el pensamiento de Pablo. Un punto, por otra parte, en el que parece ponerse en las antípodas del compromiso de Jesús con los pobres. Pablo aconseja a los esclavos permanecer tales 3: «Que permanezca cada cual tal como lo halló la llamada de Dios. ¿Eras esclavo cuando fuiste llamado? No te preocupes. Y aunque puedas hacerte libre, aprovecha más bien tu condición de esclavo. no termina con éste (cf. tomo I de esta obra, cap. III, párr. II, así como nuestra Liberación de la teología, op. cit., cap. IV, § 4,4, pp. I35ss). 3 No parece que el consejo se deba, por lo menos totalmente, a la inminencia escatológica (cf., en un mismo contexto, 1 Cor 7,36.39, etc.). La brevedad de la vida del hombre parece constituir un resorte suficiente para impulsar a Pablo en este capítulo a calcular las energías que las distintas situaciones sociales del hombre implican como costo, frente al que implicaría la transformación humana propia de su cristología. De ahí la comparación entre diferentes «preocupaciones» (cf. párr. III de este anexo).
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Pues el que recibió la llamada del Señor siendo esclavo, es un liberto del Señor» (1 Cor 7,21-22). Lo primero que esto nos lleva a comprender es que la clave antropológica no es un expediente para separar la significación de Jesús de sus limitaciones «ideológicas». Pablo está frente a un problema de eficacia, de opción concreta y limitada, es decir, de cálculo de energías. Si la «preocupación», es decir, el costo energético que hace el esclavo, se coloca en obtener su liberación civil, Pablo entiende que, en términos de humanización, ese costo es demasiado elevado. Nosotros tal vez, deslumhrados por un contexto como el de Jesús, donde se esperaba el reino de Dios y donde las estructuras sociales respondían a una determinada interpretación religiosa, no percibimos que el contexto ha cambiado. Y con ese cambio ha desaparecido el poder de que disponía Jesús. En otras palabras: copiar para los esclavos del Imperio Romano lo que dijo Jesús a los pobres de Israel sería un pecado de «idealismo». Pablo opta —y su opción es, por supuesto, limitada, teniendo en cuenta los instrumentos transformadores de que efectivamente dispone— por humanizar desde el interior al esclavo con una concepción de su existencia de hombre 4 que le diera ya toda la libertad y la madurez humanas compatibles con su condición social. Hay que tener en cuenta además que el «en Cristo no hay esclavo ni libre» no era sólo, de manera inmediata, un consuelo para lo que no se podía cambiar, sino, de modo más mediato y a largo plazo, el establecimiento de un ideal que fuera hasta las mismas estructuras de la sociedad y las volviera de acuerdo con el principio practicado dentro de la comunidad cristiana. Volveremos a este punto en los párrafos siguientes, al comparar diferentes claves posibles de la cristología con los problemas específicos del contexto latinoamericano. Lo segundo que comprendemos es que, supuesta la fidelidad al mensaje y a los datos originales de Jesús de Nazaret, las diferentes claves no se excluyen ni anulan mutuamente. Lo que Pablo dice a los esclavos no es, pues, la negación del compromiso de Jesús y sus discípulos de cooperar con Dios en la venida de un reino que suprima la inhumana situación de los pobres. En otras palabras: el consejo de Pablo no es una aprobación de la esclavitud. Ni siquiera es neutro con respecto a ella. Si la 4 Que, además, debía ser realizada, respaldada y «significada» en el comportamiento de la comunidad cristiana, so pena de que ésta perdiera su característica (cf. 1 Cor 11,17-22; Flm).
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libertad cristiana reside en el servicio mutuo por amor, si en Cristo ya no se admite diferencia alguna entre esclavo o libre, si cada uno vive y actúa para los demás y no puede poner obstáculos (morales, sociales o de cualquier clase) en su camino, todo eso implica virtualmente la abolición de la esclavitud como estructura social. Se dirá que Pablo pospone indefinidamente el compromiso por la causa sociopolítica concreta. Pero el adverbio «indefinidamente» no es adecuado. Lo pospone, sí, de hecho, en las circunstancias que lo rodean y que él no puede cambiar. Lo pospone después de un cálculo —no podemos ponerlo en duda— donde entran, por un lado, los medios de que dispone (o no dispone) y, por otro, los valores que pretende realizar. Cualquier clave necesita de ideología, es decir, de un sistema calculado de eficacia. Pero esto nos lleva a comprender, en tercer lugar, que la clave antropológica de Pablo tiene sólo la apariencia de ser menos limitada que la clave política de Jesús de Nazaret. Es que lo limitado no es una característica de lo político, como a menudo se piensa cuando se pretende minimizar esa clave de la historia de Jesús en nombre de lo universal o ilimitado de su mensaje. En otras palabras frecuentemente usadas: para librar de ideologías la ínterj pretación de Jesús. Pero ninguna clave puede liberar un mensaje, transmitido en la historia, de sus limitaciones ideológicas. La clave sólo puede indi' carnos dónde se harán más visibles. Es obvio que en Pablo las limitaciones se manifiestan, como ya hemos tenido ocasión de comprobar, en los instrumentos que posee (o, mejor, en los que no posee) para su análisis del comportamiento de la existencia humana, de sus mecanismos y tendencias, así como del impacto que tiene o debería tener sobre todo ello la revelación de Jesús. Constituye un hecho indudable que, entre los escritores neotestamentarios, Juan ha envejecido más que Pablo. Tampoco parecen caber dudas fundadas sobre ciertas características de su clave cristológica. Por más hebreo y veterotestamentario que sea el origen de su pensamiento —como lo observamos también en el caso ejemplar y tal vez ligado de Filón—, parece obvio que pretende dirigirse, como adversarios o como interlocutores, a griegos de un nivel cultural superior al de los destinatarios de las cartas paulinas, y que ello lo lleva a introducir en su clave presupuestos de origen más o menos directamente platónicos.
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Ahora bien: si hay algo que ha envejecido como instrumento de comprensión, son, ciertamente, las categorías de la filosofía platónica. Cabría añadir que la actualidad (cristiana) que aún conserva, lee y cree entender y gustar el cuarto Evangelio, está en proporción inversa al conocimiento de su verdadera clave, o por lo menos de elementos muy importantes de ella. Pablo ha tenido más fortuna si se quiere, pero ya notamos que sería una falsa buena fortuna si se entendiera que la supervivencia de muchas categorías de Pablo hacen de su cristología un sistema atemporal y, por lo mismo, actual de interpretación de Jesús, dispensándonos así de la tarea creadora tantas veces mencionada en este tomo. Pero, sin llegar a ese extremo, es obvio que Pablo, por lo menos en el período de sus grandes cartas y a pesar de sus oscuridades, logra en buena medida salir incólume de la prueba del tiempo transcurrido. Una vez atravesada la barrera de un lenguaje a primera vista extraño y de una lógica que desorienta hasta que se percibe su carácter dialéctico, su análisis de la existencia del hombre resulta extraordinariamente moderno. Y ello no es poco para un hombre cuyas cartas se escribieron hace dos mil años. Es muy probable, por ejemplo, que el lector haya percibido la similitud de ciertos temas paulinos con tópicos centrales del psicoanálisis que alcanzan el nivel de lo antropológico5. Varias veces en el curso de estos comentarios hemos resistido la tentación de establecer puentes muy factibles entre nociones paulinas como la de ley, hombre interior, deseos, pecado, muerte y vida, etc., con otras que ya forman parte de la cultura hoy en el terreno psicológico (tanto individual como social: ego, superego, inconsciente instintivo, represión, instinto de muerte, eros, etc.). Esta curiosa modernidad de Pablo es digna de dos consideraciones fundamentales, de dos toques de atención tendentes a evitar aquí dos malentendidos que desvirtuarían el trabajo hecho en esta segunda parte. La primera trata de evitar que se valore la cristología de Pablo en razón de los falsos entusiasmos que pueden surgir de esas su5 Para no hablar de manera, «ingénitamente de esa línea que va de Kierkegaard y de éste a J. P. Sartre.
tópicos existencialistas, ya que éstos están, en cierta ligados a Pablo puesto que su origen pasa a través Pablo a Agustín, de Agustín a Lutero, de Lutero a los existencialistas, aun ateos, de nuestros días, como
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puestas —y tal vez parciales— coincidencias (o concordismos) con ideologías modernas en el plano antropológico. Por lo pronto es obvio que el psicoanálisis no es un todo compacto y coherente. Su estatuto científico es discutido, por lo menos en sus alcances. No todas sus escuelas, sobre todo las más «ortodoxas», estarían de acuerdo con lo principal del análisis paulino. Precisamente, el hecho que más nos interesa aquí es que Freud parta de una práctica terapéutica y que, desde allí, trate de sistematizar las concepciones antropológicas (metasicológicas) correspondientes. Si ello da lugar a un cierto encuentro con Pablo, éste tiene lugar en la parte más ambivalente y, por así decirlo, titubeante de Freud, en un freudismo libre, expuesto a discusión y siempre más o menos heterodoxo, como el de un Fromm, un Marcuse, un Ricoeur. Ahora bien, nada nos dice que en esa cierta coincidencia o convergencia el pensamiento de Pablo deba salir bien librado de la comparación. Ni siquiera su cualidad, para los creyentes, de constituir una «revelación divina» lo hace acreedor a todos los premios. Categorías más exactas y sutiles que las suyas pueden aparecer y proveernos de elementos de análisis más completos y satisfactorios, sin hablar de metodologías prácticas más eficientes en la lucha por un hombre más maduro y libre. Ya indicamos el error que significaba, en el plano político, pretender que no se necesita a Marx (ni a ninguna otra ideología) porque se posee a Jesús y al evangelio. Igual debe decirse aquí. Afirmar que el cristiano no necesita a Freud (o a la ideología psicológica llamada psicoanálisis) porque tiene a Pablo constituye una aberración semejante. La segunda consideración fundamental en este terreno es, en cierto sentido, la opuesta. Colocado Pablo de nuevo dentro del proceso de aprender a aprender de la tradición judeocristiana (bíblica), su importancia capital no está en que al cabo de dos mil años pueda superar toda ideología concurrente con la clave utilizada por él, pero sí está en que, a través de esa clave y dentro de ese proceso, proporciona datos trascendentes invalorables para vivir la fe (antropológica) transmitida por la cadena de testigos que llega hasta nosotros. No se trata de crear una terapéutica psicoanalítica a partir de Pablo. Claro está que ello no puede declararse, en principio por lo menos, imposible. Pero no está ahí el aporte específico de Pablo. El psicoanálisis, tanto en su versión terapéutica como antropo-
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lógica, constituye una ideología que explora el mundo interior (no individual) del hombre en función de una salud psíquica concebida de manera tan diversa como diversos son los datos trascendentes admitidos, la mayor parte de las veces tácitamente, por quienes lo practican y manejan. Es allí donde tiene importancia el pensamiento cristológico de Pablo, aunque su análisis pueda, en comparación con otros, ser tenido por obsoleto. No se trata de que el criterio procedente de Pablo sea una cristología aplicada tal cual a la evaluación de los logros de la terapéutica psicoanalítica, por ejemplo. Aquí vuelve a aparecer la necesidad de la tarea creadora. Aprovechando la doble apertura —la del pensamiento antropológico del psicoanálisis por una parte y la afinidad de ciertas categorías del pensamiento paulino por otra—, la evaluación y el enriquecimiento mutuo pueden ser realizados. Los descubrimientos terapéuticos no tienen por qué, es cierto, estar directamente ligados a los datos trascendentes de una «tradición espiritual», como llama Machovec a ese proceso de aprender a aprender o de aprender en segundo grado*. Pero como no hay investigación objetiva de lo real que sea neutral, tampoco aquellos pueden estar a priori cerrados a ellos, cerrados por lo menos a una discusión de los datos trascendentes que han sido ya aceptados, tal vez inconscientemente, en el curso mismo de la investigación considerada «científica». Y el enriquecimiento mutuo no se hará ni repitiendo a Pablo en sus propias categorías de hace dos mil años ni reduciéndolo a constituir un hipotético pre-Freud. En otras palabras: no se puede «descansar» en Pablo como, según el mismo Pablo, sus adversarios descansaban en la Ley. Ni «gloriarse» en Pablo, porque él es el primero en prevenirnos de que es «humano» y, como tal, sujeto a la erosión del tiempo y a la ambigüedad de las culturas que lo encarnan. El lector nos disculpará el repetir aquí lo que ya fue dicho al comienzo de este volumen. Es que así lo exigía, frente a la aparente sobriedad del Jesús histórico examinado en la primera parte, el vuelo antropológico y, por tanto, aparentemente atemporal de la cristología paulina.
Sobre la clave de Pablo II Pero la clave de la cristología de Pablo suscita, más que la tentación de tomarla por la (única) válida, la tentación opuesta, la de desecharla como no respondiendo a la interrogación auténtica del hombre latinoamericano. Nuestra obra no pretende negar que fue pensada, mucho antes de ser escrita, en diálogo con hombres determinados. Situada así, la clave usada por Pablo se enfrenta con dos problemas fundamentales. El lector sabe que este libro no quiere ser un libro de teología. Más aún: que atribuye a un devastador malentendido, a uno de los más falsos lugares comunes de la cultura, que el significado para el hombre de Jesús de Nazaret haya sido acaparado por un campo esotérico de técnicos en religión, como si ésta —con todo su aparato propio— fuera el único o el principal camino hacia esa significación. Ahora bien: aunque estemos de acuerdo en que ello no debería ser así, no podemos desentendernos del hecho consumado y de sus consecuencias. Y precisamente una de ellas es que hoy en América Latina la cristología que se ha ocupado de estudiar y hacer conocer esa significación humana de Jesús de Nazaret está íntimamente ligada a la teología, y más concretamente a la teología de cuño y postura más insertos en la crítica realidad continental, la llamada teología de la liberación. No es éste, claro está, el momento de exponer en qué consiste tal teología. Nos referiremos tan sólo a los aspectos que pueden arrojar luz sobre los caminos por donde ese significado de Cristo llega al hombre latinoamericano, en oposición a otros caminos de la teología que en el pasado transmitieron cristología a este continente. En otras palabras: la teología de la liberación se halla íntimamente ligada a las claves usadas en esta obra para captar el sentido del Jesús histórico y de la cristología de Pablo. Y, hasta cierto punto, llega hasta emitir un juicio sobre ellas. Al desplazar hacia la historia y sus tareas humanizadoras el acento que la teología (mal llamada clásica) venía poniendo en la salvación ultramundana, la nueva corriente advirtió que la liberación del hombre de su condición infrahumana, por lo menos en este continente, debía atacar el factor más decisivo en ella, el de las estructuras políticas tanto nacionales como internacionales. Se afianzó así cada vez más —y no siempre, como veremos, de manera equilibrada— la tendencia a verter en moldes políticos el conteni-
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do de la teología y, en nuestro caso, el de la teología acerca de Jesús. Pero el mecanismo secular de esta disciplina, esotérica para i-l lego, exigía fundamentar este desplazamiento de acento. Esa I undamentación se hizo, como era de suponer, en dos direcciones inevitables, la del argumento de razón (histórica) y la del argumento bíblico. Se argumentó así, en primer término, que con la interdependencia creciente de los hombres entre sí (comunicaciones, economía y política ligadas a escala planetaria, etc.) el único mandamiento cristiano, el del amor, tenía que pasar cada vez más (independientemente de cualquier dato bíblico expreso), para ser eficaz, es decir, amor real, por mediaciones políticas6, y que la teología, interpretación de la fe, no podía quedar de espaldas a esta transformación inevitable, repitiendo fórmulas del pasado sacadas de un contexto mucho más privado (o meramente interpersonal y grupal), «espiritual» e intimista 7 y ligando la fe al mismo tipo de problemas a los que se aplicó, por ejemplo, en el Nuevo Testamento. Precisamente, el segundo argumento, el bíblico, mostró cómo, por lo menos en el comienzo del Antiguo Testamento, el descubrimiento y asentamiento de la fe yahvista en Israel estuvo unido a una dimensión de liberación política y de creación de estructuras sociales justas y liberadoras en esa sociedad que Yahvé había elegido para sí. El éxodo de Israel desde Egipto se volvió así el paradigma teológico indiscutido para la teología de la liberación (por lo menos al nivel de su vulgarización) y aun se pretendió ver en él la clave para leer la Biblia entera, y muy en especial las partes aparentemente más apolíticas de ella como el Nuevo Testamento en general y, dentro de él, Pablo. 6 Cf. Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación. Perspectivas (CEP, Lima 1971) cap. III y passim. Esta denuncia ha conducido a que muchos, llevados de analogías superficiales, clasifiquen a la teología de la liberación como una rama de la teología política (europea) y aun, en trabajos de erudición, afirmen la dependencia cronológica de la primera con respecto a la segunda. A este anacronismo ha contribuido el error de situar el origen de la primera en la aparición del libro de G. Gutiérrez acabado de citar, el que, casi un decenio después de la aparición de los grandes temas de esa teología, la sistematiza y le da un titulo que haría fortuna, permitiéndose citar en su obra a los teólogos de la teoría política europea, desconocidos en la época de las primeras discusiones, artículos y obras de la nueva teología latinoamericana.
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En efecto, si el mismo Jesús transmitido por los sinópticos parecía escandalosamente insensible a la problemática política planteada por las estructuras del Imperio Romano 8 , Pablo iba, a primera vista, mucho más allá en la dirección equivocada: su concepción apolítica desembocaba en consignas netamente conservadoras 9 , sin duda debidas a su preocupación prioritaria por una transformación interior del hombre en Cristo. ¿Qué pensar de esta doble argumentación? Del primer argumento cabría decir que es en principio irrefutable. Si, a pesar de su aceptación teórica en el Vaticano I I 1 0 , le cuesta extraordinariamente a la Iglesia admitir las implicaciones políticas de la fe, mientras entra sin dificultad en otros campos para orientarlos de acuerdo a lo que entiende ser exigencia del evangelio (plano de la conducta individual, familiar y aun social o socioeconómico), la causa de su sorprendente negación a sacar consecuencias (consecuencias prácticas y concretas como en los otros planos) de la fe cuando se penetra en el terreno de las opciones fundamentales para el destino del hombre social no hay que buscarla, por cierto, en que estas últimas presentarían un carácter particularmente ambiguo o esquivo. No hay que escarbar mucho en la superficie para comprender que lo que se teme es el impacto de los medios coercitivos, asociados al poder político, sobre la conducta de las multitudes en el plano religioso " . 8 De ahí que la reacción contra la pretendida apoliticidad de Jesús haya buscado salir de ese impasse procurando establecer, en base a la inflación de datos mínimos, una posible connivencia entre Jesús y los zelotas (cf. O. Cullmann, El Estado en el Nuevo Testamento [Madrid 1966] y, sobre todo, jesús y los revolucionarios de su tiempo [Madrid 1973]). 5 Como las que se relacionan con los esclavos o con la debida obediencia a las autoridades públicas, suponiendo —grave falta de acriticidad— que su función teórica es la que realmente desempeñan. Podría también, hasta cierto punto, considerarse «política» su discriminación práctica de la mujer, aunque teóricamente declare que, con Cristo, llega a su fin todo fundamento para discriminarla. 10 «La interdependencia, cada vez más estrecha, y su progresiva universalización hacen que el bien común se universalice cada vez más e implique por ello derechos y obligaciones que miran a todo el género humano» (GS 26). «Luchen con energía contra cualquier esclavitud social o política...» (GS 29). «Cuanto más se unifica el mundo, tanto más los deberes del hombre rebasan los límites de los grupos particulares y se extienden poco a poco al universo entero» (GS 30). 11 Así, cuando este impacto no está en juego, como en el caso de leyes referentes a divorcio, aborto, control de natalidad, etc., se adoptan posicio- 1 nes claras y concretas en materia política (confundiendo, sin duda en mu-
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Así, siempre en principio, la desprivatización del campo teológico (encargado, repetimos, indebidamente de la exclusividad en la tarea de investigar la significación de Jesús para el hombre de hoy) debe ser aceptada, lo cual no implica, como es lógico y veremos a continuación, que cualquier forma de concebir y desarrollar tales implicaciones sea la correcta. En cuanto al argumento bíblico, resulta paradójico que una teología así politizada haya continuado por mucho tiempo leyendo (o dejando de leer) el evangelio sin percibir en él la clave política necesaria para interpretar de manera seria y lógica la vida pública de Jesús. Sólo muy recientemente se ha advertido esa posibilidad y se ha insistido en ella u. Y exegetas ligados a esa corriente teológica se niegan aún, sin duda por el malentendido tantas veces señalado, a ver en el Jesús de la historia a un «político» 13. chos casos ex professo, el plano de la licitud moral con el plano de la coerción social). Estas posiciones llevan al partidismo, cuando los partidos se dividen en torno a estas cuestiones. El mismo Vaticano II retrocede ante una de las conclusiones más lógicas en cuanto a la función de lo específico de la Iglesia: la fe. Dice: «La misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social. El fin que le asignó es de orden religioso...» (GS 42). Es obvio que la conjunción del adjetivo «propia» sucesivamente con cada uno (y por separado) de los planos señalados puede salvar esta frase desdichada que se viene repitiendo incesantemente desde entonces para las opciones más apolíticas, es decir, conservadoras. Y, no obstante, hablando de la función de este elemento propio de la Iglesia, que es la fe, el concilio se había atrevido a decir que «orienta la mente hacia soluciones plenamente humanas» (GS 11). Y ¿dónde estarán los problemas que demandan soluciones plenamente humanas sino en el «orden político, económico o social»? Sobre este especial temor de sacar conclusiones políticas concretas de la fe, cf. nuestra Pastoral latinoamericana. Sus motivos ocultos (Ed. Búsqueda, Buenos Aires 1972) pp. 41ss. 12 Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino nos parecen los teólogos latinoamericanos que lanzaron decisivamente la teología y la exégesis por el camino del Jesús histórico y de la clave política para interpretarlo. Cf., por ejemplo, I. Ellacuría, Teología política (Ed. SSI, San Salvador) cap. II. Desgraciadamente, a nuestro parecer, busca la significación histórica de Jesús, a la zaga de exegetas europeos, en su posible conexión con los zelotas. 13 «Existe, tanto del lado de los exegetas como de los teólogos de la liberación, una cierta inseguridad en cuanto a la interpretación de la Biblia en el ámbito de la teología de la liberación». Después de criticar la copia del éxodo como solución actual, el autor, el exegeta J. Konings, continúa: «Y probar que Jesús de Nazaret fue directamente un libertador político es una tarea que la casi totalidad de los verdaderos exegetas rehusarían... Felizmente los 'grandes' de la teología de la liberación son más circunspectos...» (J. Konings, Hermenéutica Biblica e Teología da Libertacao: «Revista Eclesiástica Brasileira», fase. 157, marzo 1980, p. 5).
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Sin embargo, el peligro de fondo reside, a nuestro juicio, no tanto en esta negativa, sino en la forma en que se presenta muchas veces la afirmativa, porque si la erudición tiene una particular alergia a la clave política en lo que a Jesús se refiere, «en muchas charlas teológicas esa visión es aceptada como un dogma...» • En efecto, descubrir el hecho de que la clave política y la conflictividad correspondiente en favor de los pobres es lo que arroja más luz sobre los hechos y dichos más «fiables», históricamente hablando, de Jesús de Nazaret se convierte con demasiada facilidad en dogma. Pasa de hecho concreto a teoría abstracta e intemporal. Así, la única interpretación de Jesús que haría justicia a su significado auténtico sería la política. Por lo mismo, y con toda lógica, se descalifica a Pablo en cuanto se percibe, y ello no tarda mucho, que su clave no es ya política, sino antropológica, y que no le presta la misma atención a los factores político-sociales de la deshumanización del hombre. Claro está que, así como la elección de una clave no puede provenir de un dogma intemporal, tampoco constituye algo arbitrario o indiferente, como lo muestra, dentro del Nuevo Testamento, la estrecha relación entre las diversas claves utilizadas y las necesidades de las diferentes Iglesias. En el proceso de aprender a aprender es de prímerísima importancia el dirigirse al ámbito, plano o campo donde las crisis de crecimiento se producen y donde los respectivos planteamientos adquieren relevancia. Y las condiciones inhumanas en que vive la mayoría de los hombres en un continente que lleva ya cuatro siglos siendo «cristiano» apuntan al uso, durante ese largo pasado, de claves erróneas en la interpretación del significado que Jesús tiene para el hombre. No erróneas en sí mismas, pero sí en su aplicación a los contextos donde ese significado tendría su más obvia relevancia. En otras palabras: en América Latina hay que sospechar necesariamente de toda clave cristológica que no desemboque en consecuencias políticas tan conflictivas y concretas como las que se atrevió a sacar Jesús de su concepción de Dios. Y sospechar que constituyen una escapatoria (por cierto, una escapatoria culpable). Las dimensiones del Pecado son por lo demás evidentes como para que éste pueda pasar inadvertido y quedar así disculpado el que se ponga el acento en otra cosa.
Existe, sin embargo, también en lo que concierne al campo cultural una tendencia que podríamos llamar maniquea; a saber: la de convertir en oposiciones drásticas y en alternativas claras zonas fronterizas donde no existe solución de continuidad, por lo menos perceptible. Así, el marxismo se cree obligado a desacreditar el psicoanálisis fundándose en la oposición nítida entre explicación social y explicación individual. Lo mismo cabe decir de mil otras, como reformismo y revolución, acción asistencial y concientizadora, cambio de estructuras y conversión del corazón, evolución y dialéctica... Es indudable que algo en la realidad misma, y sobre todo cuando se exageran las polarizaciones, justifica estas oposiciones y el que se las tenga por verdaderas alternativas. No son puramente arbitrarias y a menudo el sumergirlas en la ambigüedad puede tener peores consecuencias y provocar más fáciles escapatorias que el acentuar demasiado su separación. Al fin y al cabo, si el maniqueísmo es una exageración deformante, más deformante aún sería borrar la distinción entre el bien y el mal. Todo ello no impide el que la excesiva división de la cultura en campos separados provoque esa destrucción de la ecología humana (primero mental, luego real) que hemos estudiado en el volumen anterior. De manera inconsciente e indirecta, la división de la cultura en compartimentos (falsamente) estancos lleva con frecuencia a la escalada sin esperanza de los medios y éstos, a su vez, a la destrucción de la complejísima ecuación que es una cultura. No vamos a insistir en ello aquí. Sólo queremos sacar de esto una consecuencia que atañe a nuestro propósito en este anexo. La indivisibilidad fundamental de una cultura hace que el hombre, ese «animal político», como fue definido desde la Antigüedad, sea político en todas sus dimensiones y actividades y que no pueda dejar de serlo por más declaraciones de neutralidad que haga, ni tampoco por más necesidad que tenga de esos instrumentos habituales en que suele expresarse lo político cuando se reserva este apelativo al uso de los medios más directamente enderezados a la toma, mantenimiento o ejercicio del poder del Estado. A pesar de las apariencias, la creación de un nuevo lenguaje, así como, por el contrario, el consentimiento pasivo dado a la destrucción interesada del existente, se perciba o no su impacto, son, por lo menos a la larga, ejemplos de actos políticos. La educación que el niño o el adolescente reciben en la familia o en los institutos de enseñanza, aun cuando enmudezca sobre temas como
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partidos, revoluciones o sufragios, es intrínsecamente política y no dejará de tener, a corto o largo plazo, implicaciones en ese plano. El sano equilibrio entre entusiasmo y crítica, como lo señalaba Bateson, no es sólo un problema de higiene mental para el individuo: es un elemento decisivo para la formación del agente político e influirá en las estructuras de la polis, aunque ese agente no llegue nunca a posiciones «influyentes» en las decisiones del Estado. La teología de la liberación vigente en América Latina ha sido demasiado proclive tal vez a ese tipo de separación que confina lo político al área de las relaciones directas entre el individuo y el Estado 15, tomándolas casi como única clave compatible con una comprensión de Jesús válida para nuestro continente. Una respuesta más equilibrada a este planteamiento podría surgir, por lo menos en principio, de concebir la Biblia como un proceso de aprender a aprender, de un aprender en segundo grado. La «selección» interesada que ha hecho la teología de la liberación de ciertas partes de la Biblia, menospreciando otras (casi como incompatibles), viene en gran parte del hecho de que esta teología, siguiendo a la europea, sigue tomando la Biblia como un proceso de aprender en primer grado, es decir, de aprender respuestas hechas, entre las cuales, claro está, hay que elegir, ya que continuamente varían en el interior de la Escritura. Un proceso de aprender a aprender debe mantener un difícil equilibrio entre dos de sus elementos constitutivos. Por una parte, el enriquecimiento y madurez que se supone debe producir depende del paso por múltiples experiencias que ensanchen el horizonte más allá de lo que la experiencia de cada uno puede realizar por sí misma. Muchas de ellas deberán ser vividas artificialmente, a hombros de otros, dado que sus contextos no son los nuestros hoy. Sólo de esta manera puede llamarse a la historia «maestra de la vida». De ahí precisamente la importancia decisiva del lenguaje icónico. Este nos permite en gran medida recrear contextos, de un modo vital, que no son los nuestros, experimentar como nuestras crisis ajenas y recibir el impacto de soluciones que fueron humanizadoras y liberadoras en otras circunstancias. Así se forma una 15 En su descargo cabe señalar que fue llevada a ello muchas veces por las increíblemente superficiales (e ideológicas) dicotomías que se le oponen: de nada valen los cambios de estructura sin la conversión del corazón, defensa de los derechos humanos sin lucha de clases, revolución en libertad por consentimiento mayoritario y no con una violencia que engendra siempre una violencia mayor...
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reserva de factores existenciales que en un momento dado serán recordados, recreados y corregidos, y entrarán a formar parte de soluciones a unas crisis que hoy ni siquiera podemos prever. Por otra, todo el proceso no provocaría nuestra fe global si no sintiéramos que uno o varios de los anillos de esa cadena nos atañen vitalmente hoy y aquí, es decir, en nuestro contexto. Si la fe (antropológica) que posibilitan esos testigos no presentara de manera concreta un camino posible para una vida humana más madura y feliz a partir de la situación en que nos encontramos, si este encuentro no se realizara, todo el proceso pasaría a nuestro lado como todas esas «tradiciones espirituales» que no llegamos a apreciar porque nunca entraron de modo vivo en nuestro entorno existencial. De estos dos elementos, la teología de la liberación ha privilegiado netamente el segundo en detrimento del primero. Lo ha hecho aludiendo a esa innegable necesidad, la de construir una teología significativa para la praxis. Y esto concierne directamente a nuestro problema: ¿tiene sentido en el contexto latinoamericano una lectura de la cristología paulina una vez que se ha percibido en ella el paso desde la clave política del Jesús histórico a la clave antropológica? III La teología latinoamericana llamada de la liberación no escapa, como no era de esperar que escapara —no lo hace ninguna otra—, a simplificaciones y superficialidades. Y una de ellas es precisamente la que la hace «surgir» de la praxis. El que la teología sea esencialmente (y no parcialmente) práctica y no una «ciencia» o teoría sobre lo divino es algo que no debería extrañar a nadie, y menos aún al lector que haya leído el primer volumen de esta obra. Pero, si bien es cierto que alguna praxis o, por mejor decir, práctica 16 precede siempre en el ser humano a cualquier reflexión sobre el significado global de la existencia y hasta sobre el significado de esa misma actuación que se presenta primero como espontánea e instintiva, no constituye un asunto simple trasladar esa 16 Aunque práctica sea la traducción castellana del griego praxis, cuando esta última palabra se usa en nuestro lenguaje se quiere por lo común acentuar que se trata de una práctica fundada en una teoría y que, a su vez, realimenta esa teoría con nuevos elementos descubiertos en la experiencia.
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precedencia a la teología o a una simple discusión de cualquier grupo de hombres sobre el significado de Jesús de Nazaret. En efecto, dijimos que la reflexión es siempre un acto segundo; también es verdad que las experiencias que nos preceden en el tiempo exigen asimismo cierta precedencia por el hecho de constituir o de haber constituido una globalidad con su propia unidad intrínseca independiente de nuestra práctica actual. N o podemos desprender de ella fragmentos aislados y digerirlos a medida que nos llaman la atención en relación con nuestro actuar. Por eso todo conglomerado histórico importante exige de nosotros una cierta gratuidad, un poner entre paréntesis nuestras urgencias pragmáticas durante el plazo necesario para captar a través de sus varios elementos su importancia y significado global. Con esto no estamos negando que sólo preguntas lanzadas desde nuestra problemática pueden guiar una hermenéutica que nunca será neutra y que, desde esa perspectiva, nuestra problemática siempre comienza siendo práctica 17. E n otras palabras: debemos decir que el significado de Jesús no surge de la praxis, pero sí que se conecta necesariamente con ella, lo sepamos o no, y, por supuesto, que se hace mejor interpretación cuando esa relación es consciente. El hecho de que la teología clásica haya olvidado el vector práctico (y aun político) de las viejas discusiones cristológicas no debería, sin embargo, llevarnos hoy al extremo opuesto de buscar una conexión pragmática inmediata entre los problemas que van apareciendo en nuestro horizonte práctico y soluciones que nos brindaría para ello la vida o el mensaje de Jesús 18. 17
A ello conduce, por ejemplo, el método de reflexión usado por gran número de grupos cristianos como el único compatible con ese primado de la praxis sobre la teología que es acto segundo: la «revisión de vida». La inconexión de los problemas supuestamente presentados por la praxis, así como la manipulación y selección subjetiva de los pasajes bíblicos empleados para exponer el punto de vista de la fe, construyen sólo una parodia de la función que G. Gutiérrez, en el primer capítulo de su Teología de la liberación, define acertadamente como «una reflexión crítica sobre la praxis». En efecto, praxis no es el flujo ingenuo y superficial de acontecimientos y problemas, así como tampoco critica significa escoger un trozo bíblico —separado no sólo de su contexto inmediato, sino del proceso entero— para confirmar la opción propuesta. 18 El fracaso que este exceso produce es una experiencia generalizada en América Latina. Y llamamos fracaso a una irrelevante crisis de fe provocada por la trivialización de las respuestas que de ella llegan cuando se buscan en Jesús ejemplos, normas y soluciones que llevan, no sólo a dejar de lado la verdadera praxis con su exigencia de una apropiada autonomía para la
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E n el párrafo anterior manteníamos que en un proceso de aprender a aprender es necesario equilibrar dos elementos, el de la conexión con el contexto donde se desarrolla nuestra praxis y el de la riqueza y autonomía de una tradición que, sin nosotros, ensayó diferentes claves —con sus diferentes aportaciones y limitaciones— para comprender el significado de ese personaje histórico que es Jesús de Nazaret. Pues bien: la interpretación llevada a cabo en la segunda parte de este volumen está lejos de haber sido un ejercicio erudito o un trabajo de laboratorio acerca de la cristología de Pablo. Fue de hecho una lectura emprendida y realizada por un grupo humano concreto en el contexto latinoamericano actual, consciente, por supuesto, de sus limitaciones y particularidades. Tal vez el referirnos aquí a esa experiencia ayude a reflexionar sobre la importancia que cabe dar hoy a la clave usada por Pablo para interpretar a Jesús y a responder así, dejando atrás las abstracciones, a los requisitos fijados en el párrafo anterior. Debe quedar claro desde el comienzo que la experiencia a que nos referimos fue hecha en una situación donde se percibía, en forma básica y abrumadora, el poder de lo que se ha dado en llamar el «pecado estructural» que aqueja a nuestras sociedades por una parte, y por otra a la falta de los usuales instrumentos políticos a los que siempre se acudió en el pasado cercano para combatirlo 19. construcción de ideologías, sino a no aceptar la dosis de gratuidad (pragmática) que todo proceso educativo profundo implica. 19 Esta situación es, por otra parte, general, y mucho más general, por cierto, de lo que muchos teólogos están dispuestos a aceptar. De hecho, se ha propuesto la necesidad de construir una teología del cautiverio. Claro está que, como alternativa a una teología de la liberación, ello debe ser rechazado. Nadie pretende canonizar la cautividad por el hecho de que la liberación se aleje. Pero la propuesta cobra cierto sentido al constatar el triunfalismo con que ciertos teólogos latinoamericanos hablan de la liberación como si fuese algo al alcance de la mano, mientras que la realidad global latinoamericana, el aplastamiento creciente de los pobres, su desorientación evidente y situaciones (y previsiones) de una represión y opresión aún mayores están exigiendo un puente entre la teología y la realidad. Confesamos que ya desde el título —y a pesar de muchas mises au point críticas— ésta es la impresión que nos produce la selección de trabajos de G. Gutiérrez titulada La fuerza histórica de los pobres (CEP, Lima 1979). ¿A qué fuerza se refiere? ¿Dónde se ha escondido esta fuerza durante los cuatro siglos pasados desde la colonización occidental o desde el siglo y medio de vida independiente? ¿Por qué no analizar, entonces, el cómo, el porqué y el hasta dónde de la debilidad histórica de los pobres?
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El grupo percibía además, comparando un pasado relativamente reciente con la actualidad, la tendencia, sin duda facilitante, a dejarse manejar en gran medida por un factor externo: lo que se nos permitía hacer. Así, la libertad política pasada y el compromiso y actividad que habían tenido lugar en ese campo habían llevado frecuentemente a un activismo carente de reflexión, o por lo menos de reflexión seria; dicho en otras palabras: con un nivel teórico marcado por la prisa, el pragmatismo y la superficialidad. La represión política, por el contrario, traía una vuelta a la reflexión, pero a una reflexión sin manos. Los medios de actuar parecían haber desaparecido y el pensamiento, en consecuencia, se limitaba a reafirmar con nuevos argumentos una crítica que, si bien era apreciada probablemente como sello de inocencia, también se caracterizaba por su ineficacia, a la espera de que «llegara el cambio». ¿Sería ello el signo de un compromiso mayor, o tal vez del único posible, o una escapatoria y justificación de nuestra pasividad, de nuestra falta de imaginación, de nuestro propio pecado «estructural» como grupo? En otras palabras, nace una sospecha radical. ¿Sería ése el verdadero estado de la situación entre nosotros y el pecado? El Jesús que habíamos visto actuar dentro de la clave política, ¿qué buena noticia o qué llamada a la conversión nos traería hoy? Es difícil imaginarse a un Jesús mudo ante la realidad que hoy nos toca vivir. Pero también es difícil imaginarse a un Jesús que desafiaría por principio y sin realismo el poder constituido ante y sobre nosotros, a riesgo de que su propia pasión o muerte no fuese ni siquiera «martirio», en el estricto sentido de la palabra, a falta de tiempo para conseguir oyentes y de medios para trasmitirles su mensaje. Basta haber echado una ojeada al Nuevo Testamento para percibir que, por difícil que sea el acceso a su pensamiento, es Pablo el autor que se halla en una situación más parecida a la nuestra y cuyo mensaje asume muchas de las características contextúales que acabamos de mencionar. Y fue así como llegamos a Pablo desde la política. Pero se llegó a su lectura con una hipótesis hermenéuticamente decisiva y que acabamos de esbozar: que el pecado estructural no estaba sólo fuera de nosotros. Que, a pesar de nuestras protestas de inocencia, ese pecado «moraba» en nosotros, que éramos de alguna manera parte de él y sus cómplices. Que la crítica sin ma-
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nos era —como el suicidio político— una manera disimulada de huir de la libertad, de deponer las propias responsabilidades. Desconfiar de nuestra crítica no era, por cierto, renunciar a ella o a sus argumentos. Era equilibrarla con un proyecto creador. Y, para ello, sacar fuerzas de flaqueza y comenzar por destruir ese compartimento estanco de la política que parecía cerrado para nosotros. Reconocer que todo en el hombre es, virtualmente, política y que en cada uno de nosotros había posibilidades latentes, mucho más radicales, que la costumbre nos impedía percibir y esgrimir. Con esa clave hermenéutica nos aproximamos a Pablo, precisamente porque, al desplazar su cristología la política por la antropología, apuntaba en la dirección que nuestra praxis necesitaba. No es que todo se haya abierto o haya quedado claro de pronto. Fue penoso ir y venir por los vericuetos de un pensamiento complejo y de un vocabulario que ya no era el nuestro. Esa dificultad queda estampada en los capítulos de esta segunda parte. Pero sentimos poco a poco surgir de nuestro itinerario una buena noticia, algo importante que si por una parte abría nuevos campos a nuestra esperanza, también señalaba nuevos caminos a nuestra responsabilidad creadora. Algunos puntos particulares de esa lectura merecen señalarse aquí. El lector notará que, en cierta medida, repiten lo ya dicho a propósito de la interpretación cristológica de Pablo. No podía ser de otra manera. Aunque íntimamente ligados a nuestra praxis (o falta de ella), es obvio que no «surgen» de ella. Más aún, ni siquiera surgen, como tales, de los hechos o dichos de Jesús. Su origen es por lo demás patente: vienen de la interpretación hecha por Pablo de la significación para el hombre de Jesús de Nazaret. El saberlo así deja libre el paso para releer a Pablo en su espíritu, no en su letra. Exactamente como él mismo nos enseña a hacer con el resto de la revelación bíblica. Y ese «espíritu» no se nos da sino en función del contexto práctico en que nos hallamos enraizados y comprometidos. Contexto político por cierto, como vimos en el párrafo anterior. En ese sentido lato, y sólo en ése, la interpretación de Pablo (y de Cristo fundando a Pablo) surge de nuestra praxis, es decir, de nuestra problemática global de cara a la historia. 1) Contrariamente a lo que suponen muchos lugares comunes, la conciencia del juego de mecanismos inhumanos y esclavizadores a escala supraindividual (y aun supranacional) se torna
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cada vez más corriente en esta región del mundo. Para no hablar más que de las últimas décadas, correspondientes a una generación entera, hemos ido entrando cada vez más en una división radical y despiadada entre los ideales esbozados para nuestras sociedades —ideales modestos y equilibrados— y las posibilidades de instalarlos en la realidad. En nuestra realidad. Parecería que todo ha sido ensayado, de mil maneras, por mil caminos, y el resultado, lo llevado a cabo por una ley inflexible, ha sido siempre el mismo, sólo que agravado por el paso del tiempo: la imposibilidad de ser medianamente libres, de elegir la forma de sociedad y de convivencia que querríamos y, finalmente, aun la de discutirla, no digamos la de luchar por ella. Cada día que pasa se cierra, aquí o allá, un camino que todavía ayer parecía abierto. No siendo absolutamente estúpidos ni ingenuos, no asistimos a ese fenómeno con la boca abierta, aunque sí con el corazón apretado. Descubrimos la lógica que une todos los poderes, todas las tácticas, y a quienes las usan, en un sólo propósito y en una sola eficacia. No se ha inventado, pues, un pecado nuevo, al hablar de estructuras políticas o sociales de pecado o, lo que es lo mismo, de pecado estructural. Porque no se trata de atribuirle a sistemas o estructuras abstractas e impersonales un término como el de «un pecado», que sólo es justo aplicar a individuos. Pablo precisamente nos enseñó a salir de la trampa (política) de confundir el Pecado, estructura deshumanizadora que esclaviza y cosifica, con los pecados que el hombre, mientras está enmarcado en la Carne, comete. En otras palabras, constatamos que el problema central para nuestra condición humana, hoy y aquí, es que se han creado y se continúan creando estructuras y poderes destinados a impedir todas las formas eficaces, públicas y aun privadas, de amar a nuestros semejantes y a nuestros prójimos. No se trata, pues, de esos pecados de debilidad —aun los conscientes de quien explota a otros seres humanos— que tendrán, al fin y al cabo, perdón y olvido. Se trata de un ídolo que se levanta sobre y contra todo lo que es humano, de un poder global que se establece para durar y esclavizar, que priva al hombre de su libertad para crear, que lo inutiliza, que lo mata, a veces físicamente, las más de las veces en todos y cada uno de sus proyectos más significativos y esperanzadores.
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2) Un segundo paso dado en la lectura de Pablo nos llevó a preguntarnos por los mecanismos que nos habían vuelto inconscientes, insensibles y, por tanto, destinados a ser coautores de ese Pecado. Esta pregunta nos acuciaba de manera particular en la medida misma en que lógicamente pretendíamos que el mensaje antropológico de Jesús tuviera relevancia en las «premisas ontológicas y epistemológicas» con que percibíamos y evaluábamos los acontecimientos históricos que afectaban nuestra realidad. Y precisamene constituía algo terrible y misterioso a primera vista el que los grupos más en contacto con esa tradición que pasaba por Jesús de Nazaret y Pablo de Tarso estuvieran entre los más faltos de equilibrio, entre los más ciegos en esa evaluación respectiva del Pecado y de los pecados. De los mecanismos de esclavitud y mala fe con su inmenso poder de muerte por una parte, y de las simples debilidades o explosiones pasionales de los individuos por otra. También aquí Pablo, a pesar de su aparente apoliticidad, constituyó un descubrimiento y, por cierto, uno «político». El de que en dos planos superpuestos algo que podríamos llamar ley constituye un elemento adicional, si se quiere, pero decisivo en esa distorsión de nuestros juicios valorativos. Es decir, en esa esclavitud estructural. Existe, en efecto, una ley moral —digamos laica para no entrar en las discusiones que suscita el término ley natural— vigente tanto en el campo individual como en el social, destinada a poner un dique a nuestros instintos (destructores), al parecer incapaces de autorregulación. Por encima de nuestra persona y sus proyectos —superego—, la sociedad, a través de sus miembros más cercanos a, e importantes para, nosotros, nos transmite un deber ya establecido y que es fundamentalmente expresado en forma negativa, de represión: no hacer esto o lo otro. Mucho antes de saber, o de determinar por nosotros mismos, para qué vivimos y actuamos, sabemos lo que en ningún caso debemos hacer. Porque nadie negará que existe una enorme desproporción entre lo claro y eficaz de la información que recibimos en términos de prohibición, y la que la educación nos brinda en lo que concierne a proyectos y creaciones, es decir, en todo lo relativo a transformaciones de la realidad existente. Aunque el proceso de nuestra madurez nos debería llevar a dudar críticamente acerca de los valores que esa ley absolutizada
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y negativa representa, es mayor la comodidad que sentimos, la mayoría de las veces, enmarcándonos dentro de esas normas. Nuestro mismo lenguaje, con sus definiciones ya hechas, nos provee con innumerables y, al parecer, decisivos argumentos sobre lo bien fundado de esos deberes. Pero a este plano, de que se compone toda educación, se superpone a veces otro: el de una Ley en sentido religioso. En otras palabras, el de una norma considerada de procedencia divina, y que refuerza, amplía y sanciona la anterior. Se dirá que no es así como se presenta el panorama dentro del cristianismo. Muy por el contrario, Pablo en primer término, pero antes que él el mismo Jesús, previnieron contra tal concepción como deformante de lo que se debe pensar de Dios y de lo que el hombre debe hacer de sí mismo. En la misma medida, puede parecer casi un misterio cómo el Pecado a que nos estamos refiriendo haya podido pasar incólume a través de comunidades obligadas, al fin y al cabo, a leer continuamente en Pablo y en los evangelios esa crítica radical. Pero hay que tener en cuenta dos hechos. El primero histórico, el segundo antropológico. Es obvio que Pablo no podía conocer el primero y que se limita a desarrollar el segundo. No obstante, el primer elemento determinante de la situación que analizamos lo hallamos virtualmente en su lectura, combinada con la visión histórica que hoy poseemos. La liberación con relación a la ley, aun religiosa, situándola no por encima del hombre, sino a su servicio, constituye un factor central de madurez. Señala el umbral de esa etapa y es, por tanto, esencialmente minoritario. Todo lo que tenemos de masivo funciona fuera de esa madurez. Ahora bien, las circunstancias históricas especiales en que el cristianismo hubo de actuar en Occidente después del vacío dejado por la caída del Imperio Romano lo obligaron a convertirse de nuevo en el «pedadogo» de masas humanas y a intervenir en la creación de una moral cívica de tipo «infantil». En nombre de la religión cristiana se volvió a lo que el cristianismo había superado —por definición—, es decir, al decálogo bíblico, base de la moral cívica de Israel. A un decálogo que, por otra parte, según la opinión mayoritaria de los exegetas, fue redactado en un comienzo en forma de prohibiciones básicas, es decir, de preceptos negativos. Una ley, por detallada que sea, sólo es eficaz en cuanto permite señalar y clasificar sin lugar a dudas los actos a que se refiere,
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cualesquiera que sean las circunstancias que los disfracen. Y como toda ley es coercitiva, aunque se prescriban ciertas categorías de actos en forma positiva, siempre se entenderá mejor su formulación inversa, negativa, o sea, la que atrae la sanción. El mandamiento de «honrar padre y madre», por ejemplo, no posee la misma eficacia normativa que el de no matar o no robar, o aun la de su inmediato antecesor: «no maldecir al padre o a la madre». Honrar padre y madre puede significar tantas cosas, puede abarcar un mundo tan complejo de consecuencias y escapatorias, que, a menos que se vuelva a su formulación más antigua, negativa y ligada a la sanción —«quien maldiga a su padre o a su madre morirá»— tendrá poca influencia concreta sobre la conducta. Pero precisamente la prohibición unida a la sanción desplaza de nuestra atención las acciones u omisiones que, de manera indirecta pero segura, producen males mucho mayores. La prohibición de no matar no nos dice, así, nada sobre nuestra activa o pasiva connivencia con la muerte de muchas personas, aun cercanas a nosotros, y que han debido padecerla por el mero hecho de nuestra falta de coraje, de espíritu crítico, de sensibilidad histórica, de imaginación creadora. Y los razonamientos que nos disculpan son tanto más eficaces, engañadores y esclavizadores cuanto más nos persuadimos de que el rechazo de lo prohibido nos comunicará, mediante la religión, la buena relación decisiva con lo Absoluto. Es cierto que, de un tiempo a esta parte ha aparecido en el vocabulario religioso (y aun litúrgico) el signo de un cierto reconocimiento de este pecado que se filtra a través de todas las prohibiciones: se llama omisión. Esta —íntimamente relacionada con el dominio de la Ley— no es contabilizable. No puede, como las otras «obras» introducirse como un dato u obtenerse como resultado de una computadora moral. No puede «añadirse» como un pecado más, grande o pequeño, precisamente porque no tiene límites. Si existe una posibilidad de luchar contra ella es saliendo del dominio de la Ley. A campo abierto. Frente a todo dolor humano. 3) Pero un tercer paso en la lectura de Pablo nos mostró que «omisión» era sólo un título superficial para una estructura de Pecado que no solamente nos enfrenta a un enemigo exterior, sino que apunta a mecanismos internos que juegan un papel decisivo dentro de nosotros mismos.
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En efecto, descubrimos por la lectura de Pablo que aun el reconocimiento de que no combatíamos eficazmente el mal cuando éste se nos presentaba bajo la forma de lo-que-no-se-hacía no conseguía devolvernos el sentido y la eficacia de un compromiso (político) ligado a nuestra fe. Constatamos, es cierto, la fuerza aterradora de la «omisión», resultado de una subordinación inmadura a la ley, fuera ésta laica o religiosa. Comprobamos, por ejemplo, que las razones que no encontrábamos para matar, las encontrábamos a montones para dejar matar, para permitir inactivos que otros matasen y, lo que era aún peor, para dejar que miles y millones muriesen sin que nadie hubiese tomado conscientemente la decisión de matar a nadie. Pero ¿qué oponíamos a esa fuerza de Pecado, de engaño deshumanizador? Una tendencia fácil a la pureza intachable, hecha de crítica y rechazo. Un ponerse fuera del Pecado. Mediante un no que, si era incapaz de transformar nada, nos permitía «descansar» en la certidumbre de la inocencia y volvernos, sólo en teoría, por supuesto, «guías de ciegos»... Pero precisamente la lectura de Pablo sobre el hombre dividido terminó con esta pretensión engañosa de adquirir una actitud monolítica y pura frente al Pecado. La crítica puede ser, en efecto, la expresión más íntima de lo que pensamos y queremos y, no obstante, todo lo que comienza a transitar desde esa interioridad hacia la realización acaba siendo recuperado por el sistema, por las estructuras esclavizadoras del Pecado y termina sirviendo a éste. Nuestros miembros, prolongados en los instrumentos de nuestra cultura y en cualquiera que sea la actividad que desempeñemos en el ámbito social, muestran una connivencia irremediable con el Pecado, connivencia que hace irreconocible el resultado final de nuestras intenciones llevadas a la práctica. La lectura de Pablo nos iluminó dolorosamente —pero también higiénicamente, diríamos— sobre la sutileza y el poder incontrastable de esos mecanismos que moran en nosotros. Y sobre lo fútil de varios tipos de escapatoria que solemos ensayar para librarnos de ellos. Una de esas vías de escape consiste en la ya mencionada tendencia a recortar y aun mutilar nuestra actividad, nuestras realizaciones. A no usar nuestros miembros efectivos para no caer bajo su ley. A una especie de parálisis de toda actividad social que no sea la estricta y privada expresión de nuestra negativa crítica. «Privada» porque no se le abren, al parecer, caminos de expre-
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sión que alcancen un ámbito exterior al de una estricta y cuidadosa privacidad. «Privada» también de proyectos y aferrada a la mera afirmación interior, esperando «que las cosas cambien». Independientemente, sin embargo, de la ineficacia elusiva (u «omisiva») de esta búsqueda de «justicia» propia, mantenerse en ella se vuelve en muchos casos imposible. Y uno de los ejemplos más claros lo plantea el problema ineludible de la educación de las nuevas generaciones. Prescindamos teóricamente, en beneficio de la claridad, del control ejercido por el sistema imperante sobre todas las organizaciones educativas (no olvide el lector que estamos leyendo a Pablo dentro de un régimen de intensa y ubicua represión) públicas y privadas. Dejemos igualmente de lado, por más irreal que ello sea, el impacto que generan esas instituciones controladas sobre el mismo seno familiar, el ámbito educacional más privado y, por lo mismo y en cierta medida, el más libre. Tomemos para nuestro ejemplo este último ámbito como si, en efecto, estuviera librado a la creatividad materna o paterna 20 . Preguntémonos solamente qué podrá hacer la educación de los padres para comunicar a sus hijos una actitud crítica, es decir, un sistema de valores en oposición al impuesto de manera coercitiva a la sociedad global. Una respuesta frecuente, de acuerdo con la escapatoria mencionada, es la tendencia de los adultos a trasladar su crítica a la educación de los niños y jóvenes. Pero tampoco aquí los resultados responden a las esperanzas. Por la simple razón de que, si el adulto puede soportar intensas dosis (o períodos) de crítica, esa misma dosis se vuelve destructiva y aun contraproducente dentro de un proceso educativo. Bastará concretar un poco más el ejemplo para percibirlo. Una buena parte de la base crítica del adulto, o sea, de la ecucación energética que le permite ese gasto de energía (cara) que es la respuesta crítica, está basada en el acopio de energía (barata) que significa su patriotismo. Se puede decir que si es «despiadadamente» crítico, es en razón directa de su «piedad» patriótica, es decir, porque le interesa visceralmente —acríticamente— su país. Ello 20 Eliminemos igualmente —y de manera asimismo artificial— vehículos importantes de información y valoración inconsciente tales como la percepción, por parte del niño o del adolescente, de la sumisión de sus padres a las estructuras sociales, con todo lo que ello significa de renuncias prácticas repetidas a los criterios que se le enseñan a respetar.
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implica que hicieron un fuerte impacto en él, cuando niño o joven, Jos instrumentos sociales destinados a provocar esa actitud. Instrumentos que comprenden hasta la actitud emotiva asociada con ia presencia de los símbolos nacionales, como la bandera o el himno. Cuando el adulto se percata, sin embargo, de que los mismos instrumentos son usados para introyectar en sus hijos la solidaridad afectiva, pero esta vez con el orden impuesto que él desaprueba, el camino más fácil para reaccionar a esa maniobra como (mal) educador— consiste en trasladar su crítica al educando. Lo cual implicará relativizar y aun mostrar su disgusto hacia esos mismos símbolos. Sin embargo, disociar el símbolo (con su contenido) del uso que de él se hace es capacidad característica del adulto. Sin tal disociación, la actitud provocará, en el niño o en el adolescente, un choque con su básica necesidad de seguridad y solidaridad afectivas. Y de ese choque surgen consecuencias desconcertantes para ios padres-educadores. Van desde la actitud conservadora del hijo 3 u e s ^ rebela contra la crítica paterna o escapa de mil maneras a ella, hasta otra actitud más sutil de rechazo: se admite la crítica paterna en un nivel consciente y racional, pero surgen inesperados y > ~ parecer, desligados conflictos psicológicos. En otras palabras, el desequilibrio procedente de una dosis de angustia excesiva. Otro de los ejemplos más conspicuos de la misma tendencia velada a la renuncia frente al poder esclavizador del Pecado es el que consiste en erigir, en plena irrealidad, una fuerza Anti-Pecado con la cual consubstanciarse, perdiéndose en ella como en un proector (pero mortífero) seno materno. Se le atribuye a esa fuerza o solo el cometido de mantener incólume la esperanza contra los embates de la realidad, sino también el mucho más arriesgado de iscernir las ideologías eficaces que, a corto o largo plazo, habían , e .quedar victoriosas. Y mostrar así que nuestras dudas y ansie7j e f a n so ^° ^ P r °ducto de una reflexión intelectual hecha a espaldas del partido, de la Iglesia o de la clase21. Es decir, de la autentica fuerza histórica liberadora. U a au u ^ e n ° m e , n o común y no particularmente latinoamericano la crítica de t/rare n e ulS -,- uscan así> P° r ejemplo, en el partido comunista oficial una especie "3 "Zadora certidumbre de tipo religioso y que tienen por más seguro el v imenos Pr°Wematizador aceptar sus directivas contradictorias. Pero en oiumen anterior hemos visto cómo cierta concepción de la fe religiosa
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En otras palabras, se busca un poder supuestamente cualitativo que sea capaz —en virtud de su carácter igualmente cuantitativo— de dar la vuelta finalmente a esa aparente desproporción de fuerzas que juega a favor de lo meramente cuantitativo y poderoso. Que detenga el proceso de «corrupción» de los proyectos humanos en el plano político. Desde un tiempo a esta parte, esa utopía paralizante e irreal ha invadido, por ejemplo, la teología de la liberación que, so pretexto de supuesta apoliticidad, se resiste a la lectura profunda de Pablo. En este caso, ese poder cualitativo y cuantitativo a la vez es el pueblo o, más precisamente, «los pobres» Z2. A nuestro juicio, éste, y no el ateísmo o el secularismo, es el verdadero peligro de premisas marxistas o análogas, no evaluadas por los datos trascendentes cristianos. No se trata, ni mucho menos, de atacar esa tendencia porque «caiga» en la lucha de clases o porque eleve —con otro nombre— el proletariado a sujeto y agente privilegiado de la historia. Se trata, sí, de una escatología que pretende no necesitar ideologías pertenece, en rigor, a la misma categoría de fenómenos. 22 Hay mucha retórica en fórmulas superficialmente brillantes que están de moda en el contexto latinoamericano, como la que invita a ponerse «al servicio del pobre» o la que exalta, a despecho de la trágica historia latinoamericana, la impenetrabilidad del auténtico «pueblo» a las ideologías de la clase dominante. El mismo G. Gutiérrez usa, en forma matizada es cierto, un argumento brillante que luego será empleado en su forma más realista y demagógica: «... la inteligencia del intelectual, del teólogo que piensa la fe a partir de aquellos a quienes precisamente el Padre escondió su revelación: "los doctos y prudentes' (Mt 11,25). Aniquilación de esa inteligencia, pero no de la que viene de los 'pequeños', los pobres, porque sólo a ellos les fue dada la gracia de acoger y comprender el reino. A los pequeños, a los que no pueden o a quienes no se deja hablar, a ellos les es dada la palabra de Dios para que anuncien su reino. La locura de la cruz es muerte para la inteligencia de los doctos, aquellos que no entienden la palabra. Una reflexión sobre la fe que no pase por esa locura, por esa muerte, así como por la revelación a los pobres, equivoca su camino» (La fuerza histórica de los pobres, op. cit., p. 175). Cabe añadir que aun métodos de concientización procedentes, claro está, de minorías y formadores asimismo, por su contenido, de minorías, como el de Paulo Freiré, han debido disculparse de su falta de aprecio por el pueblo, y hablar de una «concientización mutua» a despecho de lo que Bateson, siguiendo a Russell, llamaría «la diferencia de niveles lógicos» de esa pretendida reciprocidad. Si constituye una paradoja el que una teología de la liberación no haga, por lo común, una lectura política de los evangelios, la razón debe buscarse, en gran parte, en que éstos se resisten a las tendencias populistas, como lo percibió Pablo y lo expresó en su propia clave. ^8
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simplificada y errónea que, así como conduce a falsas esperanzas, produce igualmente, a más largo plazo, la escalada de la desesperación. 4) En relación con esto, y en un cuarto paso, descubrimos en la lectura de Pablo la complejidad de su escatología, fiel, por otra parte, a la línea más profunda del Jesús histórico. Su complejidad nos confundió. Y tardamos en descubrir que era la única capaz de dar un verdadero sentido a la historia humana y a la dialéctica de la libertad que había que poner en ella23. Ahora bien, renunciar a la idealista e irreal tarea de invertir las relaciones (energéticas) de poder entre calidad y cantidad (en lo político como en el resto de la cultura), aceptar que sólo la segunda se acumula visiblemente a lo largo de la historia y domina —como ley de los miembros— toda instrumentalidad humana, y que la verdadera y definitiva eficacia, la que no promete triunfos ni provoca triunfalismos, radica en la creatividad puesta al servicio del amor y de la humanización, único destino con sentido de la libertad, nos llevó a encontrar en Pablo algo que puede ser una visión más amplia y ecológicamente más sana de lo político. Comprendimos este plano como más enraizado en —y dependiente de— el resto de la cultura. Se abría así un ámbito político humanizador que ninguna represión podía controlar y menos inutilizar. Al fin y al cabo, aunque terriblemente importantes, los resortes políticos a los que estábamos acostumbrados, y que eran implacablemente controlados por el Estado, eran relativamente modernos en la historia de cómo construir sociedades —de hacer polis— para seres más y más humanos. Es imposible dar una idea, en este terreno concreto y dependiente de las posibilidades de cada uno, de las implicaciones descubiertas en esa lectura. Basta pensar que la búsqueda de una transformación creadora y transformadora del lenguaje es, mediante la cultura, un acto político. Llevar de manera coherente al lenguaje la afirmación paulina de que en Cristo no hay ni judío 23 Sin esta dialéctica se dejaría pasar la necesaria toda transformación cualitativa, elemento importante hasta aquí en las elaboraciones cristológicas. Entonces tismo con que erróneamente se pretende designar —y ción minoritaria.
base cuantitativa de muy poco estudiado sí se cae en ese elirechazar— toda fun-
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ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, es un acto político. Pablo no escapaba a este plano, para refugiarse en lo «privado» cuando daba prioridad, en su contexto, a la madurez humana que, aun bajo el status deshumanizador del esclavo, podía éste adquirir adhiriéndose a la fe (antropológica o religiosa) en Jesús y a los datos trascendentes aportados por éste. Pero es obvio que cuando leemos en Pablo esta construcción de un cimiento político (bajo las condiciones impuestas en este plano por su contexto) que llevaría, tarde o temprano, también ¡i la caída de la esclavitud organizada en sistema social7A, estamos no introduciendo, pero sí acentuando una dimensión política que Pablo probablemente sólo veía de forma vaga y en lontananza, lisa aportación no es una infidelidad. Es que esa dimensión plantea hoy y aquí problemas prioritarios y dirige la lectura de quienes pretenden conocer las enseñanzas de Pablo sobre el amor, la liberación y la humanización. No nos engañamos ni pretendemos engañar a nadie sobre el contexto desde el que leemos a Pablo. Sabemos que es el nuestro v que es limitado. Pero de ahí viene precisamente la experiencia de riqueza y de liberación que nos brindó esa lectura. * * * Esta especie de narración in extenso de una experiencia hecha con la cristología de Pablo no debería engañar al lector en algunos 24
No ignoramos de ninguna manera el plazo terriblemente largo y las condiciones extrañas de cómo se llevó a cabo en Occidente. En la mayoría de los países latinoamericanos hubo que esperar al siglo xix para asistir a l¡i abolición formal de la esclavitud. No hay, sin embargo, que cometer anacronismos. Ya hemos indicado el hecho y las causas de la parálisis de la creatividad político-moral «cristiana» durante los siglos en que hubo de proveer a las masas de una moral cívica sustentadora de las instituciones del listado. Esto tiene como consecuencia el que sea una corriente, por lo menos en apariencia, no cristiana la que empuja hacia la abolición de la esclavitud. Ello se ve, por ejemplo, en la Revolución francesa. Y la comunidad cristiana no reconoce en ella sus propios principios. Pero no siempre mejora la situación del esclavo cuando, de ser propiedad (comprada) de otro, pasa a alquilar su fuerza de trabajo (lo que hace que su misma muerte no eleve el precio de la operación, como en el caso anterior). Basta leer a este respecto el tomo I de El Capital. Y también aquí son aparentemente fuerzas no cristianas y aun anticristianas las que salen a buscar ideologías eficaces para implantar algunos valores cristianos básicos acerca del hombre.
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puntos cruciales, a los que se ha aludido ya en el volumen anterior. Bastará recordarlos ahora en relación con el último párrafo. En primer lugar, la narración hecha aquí de esa experiencia no es suficiente para valorar el cambio producido por ésta. Se limita a describirlo, de manera resumida y, por otro lado, sumamente «digital» (o sea, abstracta), que no permite captar sus resultados humanos concretos. Siempre ocurrirá así con la transcripción (o elucidación transmitida) de una experiencia ajena relativa a un dato trascendente. Qué se vivió y qué se hizo con él depende siempre de un mundo de valores y posibilidades anejas a grupos o individuos. Así, por ejemplo, el dato trascendente a que hicimos alusión en el tomo anterior, y que se sintetizaba en aquellas simples palabras: «... no esperes nunca una mano, ni una ayuda, ni un favor», puede, según los casos concretos, justificar las frustraciones más superficiales e innecesarias, o transformarse en profunda y trágica obra de arte o detino vital. En este mismo volumen hemos indicado, en la línea de lo que precede, que la significación de la resurrección de Jesús —de acuerdo a los sinópticos y a Pablo— sólo pudo ser percibida y aquilatada por quienes se adhirieron desde el principio a su persona y a sus valores y, luego, frente a su muerte, se preguntaron perplejos por las posibilidades últimas que tales valores tenían de ser realizados. En sí misma, la resurrección es irrelevante. Y no sería extraño, sino, por el contrario, perfectamente normal el que la experiencia a la que aquí nos referimos, y que tuvo lugar con la lectura de Pablo, pareciera igualmente irrelevante a quien se asoma a nuestra «narración» desde un horizonte valorativo diferente. O aun, tal vez, a quienes, desde el mismo horizonte, leen algo que no estaba hecho para ser leído, sino meditado y vivido largamente. Por otra parte, y en segundo lugar, el haber mostrado cómo se podía hacer, en un determinado contexto político, una lectura de los datos cristológicos que Pablo nos brinda en clave antropológica podría llevar a falsas comparaciones 25, El lector inadvertido 25 Precisamente la consabida aversión a una presentación de Jesús en clave política procede en gran parte también del miedo a que se establezca una comparación (falsa) a la que nos tiene habituados un lugar común de nuestra cultura denunciado en el tomo anterior: la que se hace entre una fe (que es, sí, presentada mediante ideologías concretas, pero que las trasciende) y una ideología (que se presenta como tal y como independiente de cual-
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podría pensar que el resultado de esa lectura fue «una política» t una determinada línea política, una ideología política que podría —y debería— aceptar la prueba de una comparación con las restantes. Aquí es necesario ser precavidos. Por cierto, la lectura de que hablamos ejercerá su influencia en el discernimiento que habrá que hacer entre el abanico de ideologías que se presentan para afrontar una situación como la descrita. Pero no es una ideología entre las demás. De hecho lanza a quien pasa por ese proceso a la creación o al uso de ideologías para transformar la realidad, aunque no en cualquier sentido. Decimos que da elementos de evaluación en cuanto se refiere a lo que se puede o no esperar en último término de la realidad26. Pero no juzga en definitiva —ni posee criterios para hacerlo— si los datos objetivos y científicos de un sistema x de eficacia política son o no verdaderos o los únicos dignos de tenerse en cuenta en vista de la realización histórica de determinados valores. Para decirlo con otras palabras, si cada ideología debe ser juzgada —como cada fracaso-— desde dos puntos de vista o dimensiones complementarios: el de los valores que se pretenden obtener y el de la verdad objetiva sobre la eficacia de los medios que se emplean para ello, el juicio deberá ser complejo y ninguna formulación (digital) puede reducirlo a una fórmula fácil. Los ejemplos podrán ser aquí más ilustrativos. Y bastará con aportar dos. El primero es que si alguien piensa que vale la pena destruir la mitad del planeta para invertir esa especie de debilidad congénita de la calidad frente a la cantidad —el origen de la «corrup. ción» de los proyectos políticos—, la lectura hecha de Pablo juzgará esa ideología negativamente. No en base a que sea falsa la ecuación física para provocar las explosiones nucleares. Ni, menos quier fe, aun antropológica). Se teme entonces, y con toda razón, que a consecuencia de tal comparación —que viola igualmente el principio de los ni. veles lógicos de Russell— surja la preferencia por la ideología, interesada en problemas de eficacia, y se abandone una fe que adquiere falsamente el carácter de una ideología inoperante. 26 Nótese la diferencia que existe entre determinar el camino por donde debe aparecer en cada caso la aportación específica de lo cristiano (o, mejor dicho, en nuestro caso, específicamente paulino), y el determinar de antema. no en qué consistiría éste concretamente en cualquier circunstancia. Cf. ^ este respecto, nuestra Liberación de la teología, op. cit., cap. III, § 4, pp. 104ss.
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aún, en base a esos slogans que, reduciendo el proceso bíblico (d e aprender en segundo grado) a datos presuntamente trascendentesj como «la violencia no es cristiana» o «la violencia engendra siem... pre una violencia mayor», sino en base a haber resituado la debi. lidad irreversible de lo cualitativo en una imagen coherente —aun. que sujeta a la fe— de la realidad donde ya no es sinónimo de derrota, sino de victoria final. Obviamente eso no significará tampoco ni cejar en la búsqueda de lo cualitativamente mejor en lo que concierne a su eficacia ni, por tanto, desatender la dimensión cuantitativa, buscando siempre esa realización esquiva, inestable, corruptible, pero realización al fin, de lo cualitativo aprovechando las oportunidades que lo cuantitativo no puede menos de abrir a la cualidad, en nuestro caso, al amor. El segundo ejemplo tiene mucha relación con este último punto, pero tiene lugar dentro de esa disciplina creada para la investigación del significado que tiene para el hombre la vida y el mensaje de Jesús de Nazaret: la teología. Ya nos hemos referido en este anexo a la tendencia (engendrada por la desesperación) a descargar en el «pueblo» la creación de las únicas ideologías que serían liberadoras de ese mismo pueblo. Siguiendo la línea de esta tendencia se ha llegado a decir que no existirá una verdadera teología de la liberación hasta que ésta sea creada por el pueblo (?) o aun hasta que todo el pueblo —o hasta que «el último de los pobres»— adquiera su propia voz, su propia expresión, volviéndose sujeto histórico y protagonista consciente de su misma liberación. En el campo de la interpretación de Jesús como en cualquier otro 27. 27 Reseñando el desarrollo de un congreso teológico celebrado en febrero de 1980 en Sao Paulo (Brasil) sobre comunidades eclesiales de base, un órgano de la prensa señalaba que el P. Libanio «contó que, en las comunidades populares, el proceso de concienciación se da en tres etapas: la primera consiste en el descubrimiento de que pueden interpretar la palabra de Dios por sí mismos. 'Es la conquista de la palabra', afirmó Libanio». Es cierto que la prensa suele simplificar. Una formulación más matizada de esto la encontramos en uno de los ensayos coleccionados de Gustavo Gutiérrez sobre La fuerza histórica de los pobres: «El evangelio leído desde el pobre, desde la militancia de sus luchas por la liberación convoca a una Iglesia popular, es decir a una Iglesia que nace del pueblo, de los 'pobres del país'. Una Iglesia que echa sus raíces en un pueblo que arranca el evangelio de las manos de los grandes de este mundo, e impide su utilización como elemento justificador de una situación contraria a la voluntad del Dios liberador» (op. cit., p. 382). Desde el punto de vista hermenéutico cabe extrañar-
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Quien haya seguido, sin embargo, la lectura de Pablo que aquí resumíamos y concuerde con ella, sospechará la trampa ideológica que supone la espera —y aun la noción— de un «pueblo totalmente consciente», es decir, la inversión, dentro de lo empírico, de calidad y cantidad y ello como base para un sistema eficaz de liberación. Compréndase, pues, que el último párrafo de este anexo no pretende sustituir —lo que sería vano— una experiencia de fe (antropológica o religiosa) por una descripción de sus «resultados» válidos. Es sólo una advertencia contra los que, frecuentes en América Latina, consideran que lo decisivo en la lectura de la Biblia está en adoptar la clave mejor. Y que ésta, por ejemplo, en nuestro contexto, deberá ser la que aparentemente responde mejor al tipo de opresión humana que aquí se sufre: la política. Sólo hemos querido mostrar, aportando una prueba que juzgamos válida, cómo la realidad humana está mucho más vitalmente intercomunicada que lo que suponen tales afirmaciones, por desgracia corrientes.
se, sin embargo, de que Gutiérrez no se pregunte por qué Jesús no consiguió en su tiempo el que su propio pueblo, el de los pobres, arrancara de la misma manera «la Ley y los Profetas», es decir, la revelación de Dios, de las manos de los grandes de Israel.