Directores
Javier Pradera / Fernando Savater
DE RAZÓN PRÁCTICA
Noviembre 1999 Precio 900 pesetas. 5,41 euros
N.º 97
ROBERTO VELASCO La amenaza regional del euro
JOSEP RAMONEDA
Después de la pasión política
G. S AR TORI R. DAHL FEl.futuro VAL ALLES LESPÍN PÍN de la democracia FERNANDO SAVATER
Tomás Moro La imaginación justiciera
N o v i e m b r e 1 9 9 9
EUGENIO GALLEGO
Lombroso y el regicida Lucheni
VÍCTOR PÉREZ-DÍAZ Europa y los nacionalismos
DE RAZÓN PRÁCTICA
S U M A R I O
Dirección
JAVIER JA VIER PR ADERA Y FERNANDO SAVATER
NÚMERO
97
NOVIEMBRE
1999
Edita
PROMOTORA GENERAL DE REVISTAS, SA Presidente
JESÚS DE POLANCO Consejero delegado
JUAN LUIS CEBRIÁN Director general
IGNACIO QUINTANA
R. DAHL/G. SARTORI/ F. VALLESPÍN
4
VÍCTOR PÉREZ-DÍAZ
10
LA FORMACIÓN DE EUROPA Nacionalismos civiles e inciviles
JOSEP RAMONEDA
22
DESPUÉS DE LA PASIÓN POLÍTICA
ROBERTO VELASCO
28
LA AMENAZA REGIONAL DEL EURO
ADELA CORTINA
36
ÉTICA DEL CONSUMO
RUTH RUBIO MARÍN WILL KYMLICKA
43
LIBERALISMO Y DERECHOS DE LAS MINORÍAS ETNOCULTURALES
Ensayo
53
Tomás Moro. La imaginación justiciera
58
Napoleón, hace doscientos años
64
El alienista Lombroso y el regicida Lucheni
Filosofía
68
¿Pueden justificarse desigualdades en nombre de la justicia?
Política
71
La muerte de ‘Lunes de Revolución’
Artes plásticas
76
Simbología de la salud y la enfermedad en la pintura vienesa “Fin de siglo”
Objeciones y comentarios
80
¡ No No a los accidentes!
Casa de citas
81
John Stuart Mill
EL FUTURO DE LA DEMOCRACIA
Coordinación editorial
NURIA CLAVER Maquetación
ANTONIO OTIÑANO
Ilustraciones
MARETA ESPINOSA (Madrid, 1957) Su obra se centra en un diálogo entre la expresión y la construcción, dentro de un sistema de formas y composiciones autónomas; los cuadros se organizan a partir de tensiones internas: el equilibrio entre los espacios, la reducción a líneas fundamentales y el color como vehículo de expresión.
Fernando Savater
Historia
Carlos Moya
Criminología
Eugenio Gallego Moro Caricaturas
Roberto Garagarella
LOREDANO Correo electrónico:
[email protected] Internet: www.progresa.es/claves Correspondencia: PROGRESA.
GRAN VÍA, 32; 2ª PLANTA. 28013 MADRID. TELÉFON TELÉ FONO O 915 38 61 04. FAX FAX 915 2222 91.
César Leante
Publicidad: GDM. GRAN VÍA, 32; 7ª.
28013 MADRID. MADRID. TELÉFONO TELÉFONO 915 36 55 00. Impresión: MATEU CROMO. Depósito Legal: M. 10.162/1990.
Rafael García Alonso
Esta revista es miembro de ARCE (Asociación de Revistas Culturales Españolas) Esta revista es miembro de la Asociación de Revistas de Información Para petición de suscripciones y números atrasados dirigirse a: Progresa. Gran Vía, 32; 2ª planta. 28013 Madrid. Tel. 915 38 61 04 Fax 915 22 22 91
Juan Antonio Rivera
F. Rodríguez Genovés
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4
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10
LA FORMACIÓN DE EUROPA Nacionalismos civiles e inciviles
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22
DESPUÉS DE LA PASIÓN POLÍTICA
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28
LA AMENAZA REGIONAL DEL EURO
ADELA CORTINA
36
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RUTH RUBIO MARÍN WILL KYMLICKA
43
LIBERALISMO Y DERECHOS DE LAS MINORÍAS ETNOCULTURALES
Ensayo
53
Tomás Moro. La imaginación justiciera
58
Napoleón, hace doscientos años
64
El alienista Lombroso y el regicida Lucheni
Filosofía
68
¿Pueden justificarse desigualdades en nombre de la justicia?
Política
71
La muerte de ‘Lunes de Revolución’
Artes plásticas
76
Simbología de la salud y la enfermedad en la pintura vienesa “Fin de siglo”
Objeciones y comentarios
80
¡ No No a los accidentes!
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81
John Stuart Mill
EL FUTURO DE LA DEMOCRACIA
Coordinación editorial
NURIA CLAVER Maquetación
ANTONIO OTIÑANO
Ilustraciones
MARETA ESPINOSA (Madrid, 1957) Su obra se centra en un diálogo entre la expresión y la construcción, dentro de un sistema de formas y composiciones autónomas; los cuadros se organizan a partir de tensiones internas: el equilibrio entre los espacios, la reducción a líneas fundamentales y el color como vehículo de expresión.
Fernando Savater
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Eugenio Gallego Moro Caricaturas
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Juan Antonio Rivera
F. Rodríguez Genovés
EL FUTURO DE LA DEMOCRACIA ROBERT DAHL, GIOVANNI SARTORI, FERNANDO VALLESPÍN
El 20 de abril de 1999 se celebró en Madrid un coloquio organizado por el Círculo de Debates (que engloba al Círculo de Bellas Artes y al Grupo Prisa) y la editorial Taurus bajo el título de El futuro de la democracia al que fueron invitados una treintena de profesores universitarios, parlamentarios, dirigentes de partidos, empresarios, funcionarios públicos, escritores y periodistas. Entre los motivos de encuentro figuraba la reciente edición de las traducciones al castellano de La democracia. Una guía para los ciudadanos, de Robert Dahl, y Homo videns. La sociedad teledirigida,
1.FERNANDO
VALLESPÍN Elementos para un debate
Tiene interés releer en nuestros días el libro de Bobbio sobre el futuro de la democracia, escrito hace apenas quince años. Lo que llama la atención es, de un lado, la vigencia de muchos de los problemas allí esbozados y, de otro, la ausencia de otros que están entre los más citados hoy por los especialistas. Hoy día perviven los problemas de hace unas décadas, a la vez que hacen acto de presencia otros nuevos. Entre estos últimos destacan, cómo no, la mundialización de la economía y sus consecuencias sobre los sistemas políticos estatales, los procesos de integración supranacional y los problemas políticos derivados de la diversidad y el pluralismo étnico y cultural. Por no mencionar otros que sí atisbara el filósofo italiano, como el creciente protagonismo en la vida pública de los medios de comunicación de masas y su gran influencia sobre todo el proceso político. Estos problemas no se hubieran escapado a la agudeza de Bobbio de haber estado claramente presentes en dicho momento, a comienzos de los años ochenta. Poco más de una década después, nuestra visión se ha ampliado considerablemente. No porque hayamos accedido a nuevos y mejores instrumentos de análisis que potencien nuestra mirada sobre la realidad, sino porque, lenta e implacablemente, se han ido produciendo una serie de transforma4
de Giovanni Sartori. Abrió la sesión el catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma Fernando Vallespín, que actuó también como moderador. Robert Dahl y Giovanni Sartori, cuyo magisterio sobre la teoría y la historia de las instituciones democráticas se ha plasmado en obras de obligada consulta por todos los estudiosos, presentaron sendas ponencias y participaron posteriormente en un coloquio abierto a los invitados. Por razones de espacio se reproducen aquí exclusivamente las intervenciones iniciales de los tres ponentes.
ciones sociales de fondo que han tenido una inmediata repercusión sobre la política. Todas ellas son bien conocidas. El fin del mundo bipolar tras los acontecimientos del 89, con la consabida proliferación de nuevas democracias, pero también de nuevos conflictos étnicos, es la primera gran transformación. Pero no le van a la zaga la consiguiente apertura e internacionalización de los mercados financieros y el crecimiento exponencial de la sociedad de la información. Estos fenómenos han obligado a replantearnos la cuestión de la democracia y su futuro, rompiendo con los análisis tradicionales, excesivamente dependientes del funcionamiento de la democracia en el interior de cada sistema político estatal. Hoy carece ya de sentido trazar esa nítida frontera entre una dimensión “interna”, “interna”, identificable con el ámbito estatal y su correspondiente organización de instancias democráticas de decisión, y otra “externa”, exclusivamente limitada a las relaciones relaciones interestatales. interestatales. La razón hay que buscarla en el hecho de que la economía y la sociedad como un todo se han escapado al control directo de la política centrada en el Estado y, en consecuencia, de cada uno de sus demos respectivos. Los tres pilares básicos sobre los que se sustentaba el Estado tradicional –el poder militar y la economía y cultura “nacionales”– no se dejan disciplinar ya bajo el manto de la unidad territorial soberana. Desde la perspectiva de la teoría democrática, el problema no reside sólo en cons-
tatar que, efectivamente, cada vez nos vemos más afectados por decisiones y procesos que eluden nuestro control político directo; la cuestión que se suscita es si disponemos de los medios adecuados para compensar los déficit democráticos derivados de esta nueva “desterritorialización” de los espacios políticos, que va acompañada de un nuevo desplazamiento de las fronteras de la acción política. ¿Puede vislumbrarse el futuro de la democracia a partir de las categorías tradicionales o hemos de iniciar el esfuerzo por pensarlo desde los presupuestos de una democracia de nuevo género, una “democracia cosmopolita” (A. Giddens)? Y, en este último caso, ¿qué aspectos de nuestra vida e instituciones democráticas hemos de ir alterando; cómo se realiza esta democracia cosmopolita? La Unión Europea ofrece un ejemplo extraordinario de las limitaciones democráticas a las que está sujeto el gobierno de los espacios de cooperación y dependencia interestatales. Sobre todo porque muestra bien a las claras las insuficiencias de un sistema democrático apoyado fundamentalmente sobre arreglos jurídico-institucionales, que suele ignorar otros aspectos sociales y estructurales más profundos. Como, por ejemplo, la ausencia de un intenso y compartido sentimiento de identidad europea capaz de establecer un “horizonte de sentido” generalizado que facilite, entre otras cosas, el desarrollo de la solidaridad entre Estados o una auténtica esfera pública paneuropea. CLAVES
DE RAZÓN PRÁCTICA Nº97 ■
Las carencias derivadas de la falta de medios de comunicación no mediados por el filtro nacional, así como el escaso rendimiento representativo de los partidos y asociaciones en el ámbito europeo, constituyen obstáculos evidentes. ¿Nos depara aquí el futuro, como teme R. Dahl, una acentuación del poder de las élites burocráticas, crecientemente liberadas de la obligación de rendir cuentas ante la ciudadanía; o es posible, por el contrario –como propugnan autores como Habermas o U. Beck–, la creación de ese espacio público europeo –o incluso mundial– necesario para una democracia más cosmopolita? Sea como fuere, los Estados seguirán siendo los protagonistas fundamentales de todos estos procesos de cambio, aunque lo que hasta ahora se venía considerando como “política exterior” caiga cada vez más dentro del ámbito “interno”. El Estado seguirá siendo necesario como fuerza estabilizadora frente a la fragmentación que impone la mundialización, pero sobre todo para negociar y dotar de eficacia en su interior a las nuevas regulaciones y acuerdos transnacionales en los que participe. Serán Estados demarcados por “límites” más perNº97
■
CLAVES
DE RAZÓN PRÁCTICA
meables que las “fronteras” tradicionales (Giddens) y obligados a una mayor capacidad negociadora, tanto hacia dentro como hacia fuera de los mismos. La multiplicación de ámbitos de decisión política precisará del mantenimiento de instancias de decisión más centralizadas, por mucho que, como augura U. Beck, sea posible que acojan en su seno a “partidos cosmopolitas” encargados de transmitir a los públicos nacionales la agenda de las “cuestiones globales” y de movilizarlos en esta dirección. Uno de los polos de la contenciosidad política del futuro bien puede ser este enfrentamiento entre partidos y grupos “nacionales” y partidos “cosmopolitas” en el interior de los distintos sistemas políticos. Si, a pesar de todas estas transformaciones, el sistema político estatal va a seguir acompañándonos, al menos durante el próximo futuro, es necesario que volvamos la vista a las posibles amenazas o cambios que se ciernen sobre el funcionamiento de su sistema democrático. Ya dijimos al comienzo que muchos de estos problemas nos vienen acompañando desde hace décadas y es previsible que se mantengan o se acentúen en el futuro, en
parte como consecuencia de muchas de las tendencias antes esbozadas. Por obvios límites de espacio, se nos permitirá que, sin aspirar a la exhaustividad, englobemos esquemáticamente algunos de ellos dentro de los siguientes bloques generales: a) El problema de la mediación política (partitocracia y corporativización).
Bajo este rótulo se condensan las distorsiones en el funcionamiento de los canales de mediación entre sociedad y sistema político, que afectan sobre todo al concepto de la representación y están marcados por la oligarquización y “estatalización” de los partidos políticos, así como por la corporativización de los intereses. ¿Vamos hacia partidos más permeables a la sociedad, receptivos a las nuevas demandas sociales y abiertos al propio debate y disidencia interna? ¿Seguirá la democracia liberal del futuro centrada sobre la institución del Parlamento? ¿Debemos mantener el sistema representativo tradicional, como sostiene Sartori, o podemos combinarlo y acaso suplirlo con otros medios que nos ofrecen las nuevas tecnologías de la comunicación? ¿Hasta cuándo será posible mantener la 5
EL FUTURO DE LA DEMOCRACIA
ficción de una democracia apoyada sobre la igualdad política de todos los ciudadanos frente a la efectiva y creciente organización corporativa de los intereses? b) El problema de la especialización y com plejidad de la vida política (la tecnocracia).
Un número creciente de decisiones políticas se apoyan en el “conocimiento experto”, en las directrices elaboradas por técnicos de todo tipo adscritos a instituciones de lo más diversas. Esta “inteligencia especializada” nos somete, como afirma R. Dahl, a una nueva forma de tutela a pesar de que, como sostiene este mismo autor, no puede defenderse la idea de que las élites técnicas gocen de un conocimiento moral superior o un conocimiento más elevado respecto a lo que constituya el interés público. ¿De qué medios podemos valernos, si no para eliminar del todo este poder creciente de la tecnocracia, sí al menos para limitarlo? ¿Es el desarrollo de la “competencia cívica” un recurso suficiente, o hemos de idear nuevos instrumentos? c) El problema de la publicidad y transparencia política (la manipulación política).
Aquí –aunque podría haberse ubicado también bajo a)– deseamos referirnos al creciente poder de los medios de comunicación en las sociedades políticas desarrolladas. Éste es uno de los temas centrales cara al futuro. No en vano, la democracia de nuestros días ha sido definida ya como una “democracia mediática” (A. Minc) o “de audiencia” (B. Manin). Nadie duda ya que la relación representativa se ha visto profundamente afectada por los nuevos canales de comunicación política, pero ello incide también sobre la naturaleza misma de la vida política. Aunque no hay una alternativa viable a la vista, sobre todo frente al imparable poder de la “videopolítica” (Sartori), ¿es posible eliminar algunas de sus consecuencias más negativas? Y, si es así, ¿por qué medios? ¿Cuál es el papel efectivo de los sondeos de opinión y su instrumentalización a través de los medios de comunicación? d) El problema de la colonización de la política por la economía.
Mediante esta expresión habermasiana deseamos dar a entender la debilidad de los instrumentos de dirección política frente a los imperativos del sistema económico. Aquí opera sobre todo la antes aludida globalización de la economía, donde –como señala Beck– existen “capitalistas globales”, pero sólo “ciudadanos nacionales”. Y su efecto más visible es la relativa impotencia de los sistemas políticos para 6
promover políticas de solidaridad y de promoción del Estado de bienestar. Su efecto más inmediato es la reducción de la capacidad redistributiva del Estado y, consiguientemente, el debilitamiento de la cohesión social. Ello repercute a su vez, como R. Dahl se ha esforzado siempre por resaltar, sobre el principio de la igualdad política de los ciudadanos, auténtico pilar normativo de la democracia. ¿Cómo se conjugará en el futuro esta tensión entre principio de igualdad formal y desigualdad real? ¿Cuál es el umbral mínimo de desigualdad para una realización consecuente del principio democrático? e) El problema de las políticas de la identidad y sus desafíos.
En las actuales circunstancias, sobra resaltar la importancia de eso que Dahl califica como la “acomodación política en países divididos cultural y étnicamente”. Sobre todo en un país como España, que parece no haber acabado de resolverlos. Puede que éste sea el ámbito en el que se plantean de una forma más dramática los problemas de la democracia del futuro. Sobre todo porque no hay una clara solución de ingeniería constitucional y se precisan grandes dosis de audacia y capacidad de compromiso político para encontrar una solución satisfactoria. f) El problema de la “calidad” de la democracia (¿democracias avanzadas o democracias “defectuosas”?).
La cuestión sobre la que acaba desembocando esta reflexión general es si el futuro nos depara una profundización de la democracia, gracias al desarrollo y potenciación de todas las condiciones que contribuyen a su mejoramiento –mejor distribución de los recursos políticos, promoción de la educación y la competencia ciudadana, mayor transparencia de la vida pública, etcétera–, o si, por el contrario, caeremos en una más deficiente gestión de sus problemas y desafíos. El crecimiento exponencial del número de democracias y su consideración como la única forma de gobierno legítimo no se ha visto acompañado por el correspondiente desarrollo y mejora de su funcionamiento, y ello ha puesto en el centro de la discusión la cuestión de la “calidad de la democracia”. ¿Hay razones para confiar en el avance de los logros democratizadores dentro de las democracias consolidadas, o los desafíos son lo suficientemente serios como para eludir un pronunciamiento optimista?
2.GIOVANNI
SARTORI Democracia y sociedad de la información
Se me ha indicado que aborde la cuestión de “la democracia y la sociedad de la información”. Hemos empezado a manejar este concepto de otra sociedad con Daniel Bell. Comenzamos con la sociedad posindustrial, ¿recuerdan? El gran descubrimiento en los cincuenta, al menos en EE UU, fue que la mitad del proceso económico ya no era un proceso de manufactura, y así se había creado la sociedad posindustrial. Ahora bien, si algo ha quedado superado, si algo se convierte en pasado, ¿qué lo reemplaza? ¿Qué toma su lugar? En Daniel Bell era la sociedad del conocimiento, pero eso es, por supuesto, un sesgo de profesores. Les gusta ampliar su propia profesión. Pero, además, era una predicción llena de esperanza: la sociedad del futuro reposa sobre el conocimiento, la comprensión, la inteligencia, gentes capaces, bien formadas. De hecho, es el tipo de predicciones que apoyo porque se pueden autocumplir. Ésa era en parte la intención de Daniel Bell, que creía en la sociedad del conocimiento. Básicamente, lo que sustituye a una sociedad de manufactura es, en realidad, una sociedad burocrática. La gente no trabaja para producir bienes; se sientan a sus mesas, en oficinas. Por tanto, el acontecimiento importante es el advenimiento de la sociedad burocrática. Está por ver qué sea una sociedad de conocimiento u otra cosa. El hecho es que tenemos muchas oficinas; más de un 50%. La sociedad de la información en los sesenta cobró un tinte elitista. Eso, ya se sabe, es un pecado grave, y como de hecho la tecnología se ha desarrollado en la forma que sabemos, hemos encontrado la fórmula, el concepto último, la sociedad de la información. La sociedad de la información no suena a algo tan pomposo como la sociedad del conocimiento; pero es importante. La sociedad de la información contiene una parte de verdad en su propio nombre, en el sentido de que la tecnología permite una cada vez mayor transmisión de la información. La cuestión es si esto hace que la sociedad, después de todo, piense algo al respecto y con qué propósito. Llegamos así inmediatamente a comprender la noción de información. ¿Qué significa? Para la sociedad de la información, la información es cualquier cosa que esté en la red. De esta forma, si uno produce mucho ruido y lo pone en la red, para algunos eso es información. Así se ve lo fácilmente que la sociedad de la información se saca a sí misma de su propio apuro. A veces, me gustaría que fuese sólo ruido, pues siempre que entro en una de estas redes, oigo muchas estupideces que se CLAVES
DE RAZÓN PRÁCTICA Nº97 ■
ROBERT DAHL, GIOVANNI SARTORI Y FERNANDO VALLESPÍN
multiplican. Es una multiplicación de estupideces. Si se pone una estupidez en la red, se multiplica por mil, y por ello desearía que fuese sólo ruido. Por desgracia, no lo es, y contiene mucha estupidez. Así pues, diría que, en mi opinión, la información es la transmisión de un contenido con noticias. News (noticias) es una palabra inglesa retorcida porque noticias es “lo que es nuevo”. En español, en italiano, la palabra da una mejor sensación de qué tipo de información se va a transmitir. Entremos ya en la relación que existe entre este concepto de sociedad de la información y la democracia. Tenemos una tecnología que nos puede mantener despiertos 28 horas al día recibiendo o emitiendo noticias. ¿Qué tipo de noticias y qué resulta interesante para la democracia? Evidentemente, lo que interesa al sistema político, Nº97
■
CLAVES
DE RAZÓN PRÁCTICA
al ciudadano en su verdadero sentido, es la información sobre asuntos públicos que son de interés público. Si recibo información sobre bailarines o sobre fútbol, puede resultar estupendo para entretenerme, pero no sirve a ningún propósito para una sociedad democrática. Información pues, sobre asuntos públicos, res publica, de interés público, y que afecta al interés general, o, en cualquier caso, debería interesar a casi todo el mundo. Mi queja se centra en que, cada vez más, el medio que transmite las noticias es la televisión, y menos los periódicos. Crecientemente, sacamos de la televisión lo que llamo subinformación y desinformación. Exactamente, lo que no deberíamos desear y que no ayuda en modo alguno a la democracia. Subinformación significa información insuficiente; y desin formación, información distorsionada. En
términos analíticos, la diferencia es clara; en la práctica se solapa. Quiero recalcar también la relación muy próxima que existe entre el tipo de subinformación que recibimos de la televisión, y, por implicación, también de los periódicos que siguen el modelo de la televisión, con un desinterés en la política, que es de nuevo una tendencia en todos los países occidentales y quizá también en otras partes. La argumentación, in vitro, es la siguiente: si recibo información sobre algo que no comprendo, no me interesa. Si recibo información, o veo un partido de fútbol y no lo comprendo, inmediatamente apago el televisor, porque mi comprensión de esta entidad es nula. Cualquier información recibida y escuchada resulta interesante para la persona presente sólo si tiene la suficiente información para comprenderla. No tiene ningún sentido emplear 30 segundos para decir: “El señor tal ha ganado las elecciones en Lituania con un 40%”. ¿Qué más da? ¿Por qué debería escuchar eso? O se explica el problema diciendo por qué es importante lo que ocurre y qué significa, o se convierte en información sin interés. Y lo que produce en la actualidad la llamada “sociedad de la información”, al menos en asuntos públicos, es un cierto tipo de información de las noticias que sólo puede provocar rechazo y desinterés. Sólo veo la televisión porque profesionalmente tengo que hacerlo para decir lo horrorosa que es, pero no encuentro en ella ni interés ni claridad. No comprendo nada de las noticias políticas que se dan en la televisión italiana o en las grandes cadenas americanas. Estamos en un círculo vicioso. Tenemos una sociedad de la información que nos inunda con información absolutamente trivial e insuficiente, que no despierta interés porque no se entiende. Es un círculo vicioso que debemos afrontar. Las últimas estadísticas de que dispongo sobre la sociedad política italiana indican que un 60% de la gente nunca lee una sola línea sobre política en un periódico ni atiende a lo que se dice en televisión sobre cuestiones políticas. Por lo que el destino de la democracia, en esta simple consideración, descansa sobre un 40%. (…) Ahora quisiera diferenciar claramente información y conocimiento. Tendemos con demasiada facilidad a confundirlos porque nos resulta fácil, aunque son diferentes. La información es la acumulación de conceptos. El conocimiento, 7
EL FUTURO DE LA DEMOCRACIA
en su sentido adecuado, es el control cognitivo de las cosas. En la época final de la Segunda Guerra Mundial, un amigo mío tuvo que esconderse durante dos años en una habitación. ¿Qué hizo? Leer, sin saltarse una línea, los primeros dos volúmenes de la Enciclopedia Italiana. Al final, tenía mucha más información que antes, al menos sobre las letras A y B, pero era el mismo imbécil que antes. Eso es la acumulación de conceptos, que creo importante. En la escuela, se dice, hay que dar conceptos a los alumnos. No es un gran conocimiento, pero es información importante. Sin embargo, el conocimiento como lo defino consiste en la capacidad no sólo de comprender un problema, sino también de buscar maneras de resolverlos. Eso es el control cognitivo. Son dos cosas diferentes. Yo no diría que demasiada información produce menor conocimiento. Una información excesiva, simplemente, nos inunda de información estúpida y trivial. Resulta dañina, pero no en el sentido de que reduzca el conocimiento. Si una persona está interesada en la cognición, el conocimiento cognitivo, el control cognitivo, entonces lo primero que hará será evitar un exceso de información. Es evidente, pero ése es asunto distinto. En cuanto a la democracia electrónica, mi argumentación es precisamente que cuanta más responsabilidad en la toma de decisiones y más poder de decisión se le da al ciudadano, más hay que mejorar al ciudadano, porque, de otro modo, perderemos la carrera. Y precisamente esto es lo que está ocurriendo: estamos dando más poder a ciudadanos menos informados, menos competentes y, en realidad, menos ciudadanos. Los llamo “hipnociudadanos” o “subciudadanos”. Estamos creando un subciudadano, incluso peor de lo que lo era en el pasado, entre el final del siglo pasado y la primera parte de éste; un ciudadano totalmente desinformado, no interesado e increíblemente ignorante. En la última edición de mi libro Homo videns he recogido, a modo ilustrativo, respuestas a algunas preguntas. Antes, al menos, la gente contestaba: “No lo sé”. Ahora, una persona, ante la pregunta sobre qué es el plan Marshall contesta: “Es un plan para introducir opio en Francia”. Ahora no sólo no saben nada, sino que incluso son imprudentes, y esto puede ser una regresión a lo peor. Tal como la veo, la ecuación es la siguiente: si se quiere más demo-poder, hay que tener más demo-competencia; y sin embargo, hay menos demo-poder y más demo-incompetencia. No podemos resol8
ver este problema con la televisión, con Internet. Podemos tratar de resolverlo en términos de democracia deliberativa y en términos de minipopulus de Dahl*.
3.ROBERT
DAHL Internacionalización y responsabilidad política (‘accountability’)
Voy a plantear una cuestión para la que no tengo respuestas satisfactorias. A saber, hasta qué punto se pueden aplicar las ideas y la práctica de un gobierno democrático a las organizaciones, procesos e instituciones internacionales. Tenemos dos tipos de respuestas diametralmente opuestas, y estoy seguro de que hay muchas otras, más matizadas. Existe un punto de vista optimista, adoptado por algunos académicos serios, de que hay un futuro democrático para las organizaciones internacionales, de que se *La idea del minipopulus se contiene en el libro de Dahl La democracia y sus críticos (Barcelona, Paidós, 1991, págs. 408-409). Su propósito consiste en crear diversos grupos o instituciones representativas paralelas al Parlamento, integradas cada uno por 1.000 ciudadanos escogidos al azar, a los que se encomendaría el estudio y la deliberación –por medio de las telecomunicaciones– sobre un tema particular. Al cabo de un año darían a conocer su veredicto, que se entiende como una expresión de la voluntad del propio demos al que representa. Sería algo así como la manifestación de la voluntad popular, una vez asesorada por estudiosos y especialistas, sobre los puntos fundamentales del tema objeto de su deliberación y decisión. Aunque no suple al Parlamento, sí contribuiría a acercar los problemas políticos fundamentales a la ciudadanía.
democratizarán y se dará así una expansión histórica de la democracia. Ampliamos la democracia desde el terreno acotado de la ciudad-estado al país o al Estadonación. Y habrá una expansión complementaria a nivel de las organizaciones internacionales. Luego están los escépticos, entre los que me encuentro, que creen que eso no ocurrirá y que, por tanto, [estas organizaciones] plantean un problema: ¿qué pasa si no se democratizan? Mi escepticismo se extiende incluso a la institución política más avanzada: la Unión Europea, aunque mi conocimiento de ella es probablemente menor que la de los participantes en este debate. Mi argumentación es simplemente que, incluso en los países democráticos (en los que las instituciones democráticas están bien establecidas desde hace tiempo y en las que existe una cultura política democrática fuerte), a los ciudadanos les resulta claramente difícil ejercer un control decisivo sobre las decisiones clave en política exterior. Y si la perspectiva democrática es “sólo una manera de examinar estas cosas”, entonces no podemos esperar ser más democráticos, o probablemente no tan democráticos, en las asociaciones y organizaciones internacionales. La Universidad de Michigan tiene una página en Internet con una lista de organizaciones internacionales de unas ochenta entradas, que sirve para captar la amplitud de estas organizaciones que afectan a nuestras vidas. CLAVES
DE RAZÓN PRÁCTICA Nº97 ■
ROBERT DAHL, GIOVANNI SARTORI Y FERNANDO VALLESPÍN
Durante generaciones, los estudiosos de la ciencia política y otros han llamado la atención sobre las dificultades que los ciudadanos tienen para ejercer control sobre los asuntos exteriores. Un ejemplo ejemplar, o por lo menos un ejemplo, pues no estoy seguro de que sea ejemplar, sería la reciente decisión sobre la guerra de Kosovo. Fue una decisión no tomada en ningún sentido importante de forma democrática, aunque fue tomada por dirigentes democráticos. Fue una decisión tomada por un grupo muy reducido de gente y que, sin embargo, implicaba grandes consecuencias. Hay lo que creo que se podría llamar una versión estándar y una versión estándar revisada de esta cuestión. En la primera he sugerido que las decisiones sobre asuntos exteriores las toman esencialmente unas élites bastante pequeñas. La versión estándar revisada dice que hay ocasiones en que estas decisiones se toman contra la opinión pública, que se subleva. El ejemplo bien podría ser la guerra de Vietnam. La opinión pública hace las funciones de un cierto tipo de veto. Es una barrera contra la cual las élites no pueden proseguir su política e incluso tienen que dar marcha atrás. Pienso que el miedo o la preocupación por la opinión pública explica, de forma decisiva, el hecho de que, al entrar en guerra en Kosovo, no entramos con tropas de tierra, lo que pudo acabar siendo un grave error estratégico. Pero creo que la explicación está no en que la opinión pública tuviera una influencia directa importante, sino en el temor a cómo respondería la opinión pública. Así se ejerce este tipo de veto pasivo y potencialmente activo. Si el control popular sobre las decisiones de política exterior resulta formidablemente difícil en los países democráticos, el problema va a resultar aún más difícil de resolver en el seno de las organizaciones internacionales. El ejemplo más próximo es, naturalmente, la Unión Europea, pero otras organizaciones internacionales no tienen siquiera las instituciones primitivas de la Unión Europea para implicar a más gente en la toma de decisiones de las élites en materia de política exterior. Incluso les gusta esta estructura. Y pienso que resulta imposible lograr que vaya a surgir nada que se parezca a un control popular sobre la mayor parte de estas decisiones y en las organizaciones internacionales, en el futuro previsible, en cualquier mundo que podamos prever. Ahora bien, si es así, entonces estamos frente a un grave problema, un problema Nº97
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CLAVES
DE RAZÓN PRÁCTICA
que es intelectual, político y, en cierto sentido, incluso moral. ¿Cómo respondemos a este hecho si esta predicción resulta correcta? No podemos decir que haya que abandonar las organizaciones internacionales simplemente porque no sean democráticas, como tampoco podemos decir que haya que abolir o abandonar otros tipos de organizaciones porque tampoco lo sean. Pueden no ser democráticas, pero a la vez resultan sumamente importantes. ¿Quién negaría la enorme importancia, para el futuro del bienestar humano, de esas organizaciones en la larga lista de 80? Me parece que debemos empezar a buscar una respuesta a la cuestión de hacerlas rendir cuentas, aunque no necesariamente a través del tipo de técnicas democráticas que hemos llegado a comprender para hacer que las élites políticas en nuestros países, incluso dentro de ciertas limitaciones, rindan cuentas. ¿Cómo podemos lograrlo? ¿Cómo podemos proporcionar un marco que asegure un cierto grado de correspondencia entre sus acciones y los intereses informados de sus poblaciones, si tuvieran la oportunidad de estar mejor informados? Reconozco que no tengo una respuesta. Simplemente voy a sugerir lo que podrían ser algunos elementos de la respuesta a este problema. Lo primero que diría es que tenemos que tener mucho cuidado a la hora de ceder la legitimidad de la democracia a sistemas no democráticos. Algunos de mis colegas se precipitan al aplicar el término democracia a organizaciones internacionales y querer describirlas como posibilidades para la democracia, cuando desde mi punto de vista no serán democráticas. Serán otra cosa. Abusamos del término. Y estar demasiado dispuestos a trasladar el término a organizaciones no democráticas es una traición intelectual y moral a la tradición democrática. En segundo lugar, si no son democráticas, ¿cómo podemos describirlas? No tenemos términos apropiados para ese tipo de organizaciones. Propondría que las llamáramos sistemas de negociación burocrática. Son sistemas en los que se llega a decisiones a través de negociaciones entre élites políticas y burocráticas, aunque las élites tengan un componente de elección. Ahora bien, y éste es mi tercer punto: al calibrar la deseabilidad de la negociación en las organizaciones internacionales deberíamos tomar en cuenta de forma más clara el coste de la democracia; reconocer que hay costes. Es lo que estamos intentando hacer ahora. Esto no significa
que no haya acciones importantes a tomar en este mundo, ya sea en política o en otros aspectos, que no incurran en costes, pero si queremos actuar de forma inteligente, deberemos querer saber cuáles son estos costes a la hora de tomar decisiones de entrar en, preservar o modificar organizaciones internacionales. El coste para el proceso democrático debe ser parte de la ecuación, y puede haber casos en los que concluyamos que los beneficios superan a los costes, en los que se justificará la decisión. Puede haber casos en los que ocurra lo contrario, en los que los beneficios no superen a los costes. Al menos debemos pensarlo y ser conscientes de que se imponen esos costes. Asimismo, si reconocemos esos costes, e incluso dentro de los límites pesimistas que he esbozado, debemos buscar modos de aportar algunos aspectos de los valores democráticos al sistema de negociación burocrática, aunque, salvo de modo superficial, no tenga respuesta a esta cuestión. Los sistemas internacionales son sumamente importantes y deseables, aunque no sean democráticos. Debemos desarrollar otros criterios para otros tipos de acciones que no podemos juzgar por criterios democráticos. ¿Pero qué criterios de responsabilidad o de rendición de cuentas (accountability) debemos usar, o en cuáles insistir de un modo razonable? Termino con una advertencia: no creo que podamos eludir estos problemas simplemente describiendo a las organizaciones internacionales como democráticas. ■ BIBLIOGRAFÍA DE OBRAS TRADUCIDAS AL CASTELLANO D AHL, Robert: Análisis político moderno. Fontanella, Barcelona, 1967. — Análisis sociológico de la política. Fontanella, Barcelona, 1968. — La poliarquía. Tecnos, Madrid, 1989. — La democracia y sus críticos. Paidós, Barcelona, 1991. — ¿Después de la revolución? Gedisa, Barcelona, 1994. — La democracia. Una guía para los ciudadanos.
Taurus, Madrid, 1999. S ARTORI, Giovanni: Partidos y sistemas de partidos. Alianza, Madrid, 1980 (hay una reedición revisada en 1999). — Teoría de la democracia. Alianza, Madrid, 1988. — Elementos de Ciencia Política. Alianza, Madrid, 1992 (hay una reedición revisada en 1999). — La democracia después del comunismo. Alianza, Madrid, 1994. — Ingeniería constitucional comparada. Fondo de Cultura Económica, México, 1997. — Homo Videns. La sociedad teledirigida. Taurus, Madrid, 1998. S ARTORI , Giovanni, y MORLINO, Leonardo: La 9
LA FORMACIÓN DE EUROPA Nacionalismos civiles e inciviles
VÍCTOR PÉREZ-DÍAZ
s frecuente oír hablar del proceso de formación de la Unión Europea (UE) como si su avance debiera hacerse a costa de los estados miembros, dando por supuesto que se trata de entidades concebibles separadamente. Como si su relación fuera la de un juego de suma cero por el cual lo que se ganase en el reforzamiento de las instituciones y los sentimientos europeístas se hubiera de perder en profundización de las instituciones democráticas de los estados miembros y en patriotismo nacional-estatal, o viceversa. Como si las tareas de reforzar una ciudadanía europea y reforzar la ciudadanía de cada país fueran incompatibles. Lo que yo propongo es invertir esa perspectiva. En realidad, creo que la Europa de hoy no es concebible distinta del conjunto de los estados miembros que la integran; que los dos procesos se refuerzan y que las dos tareas se complementan. Primero: para la inmensa mayoría de los ciudadanos europeos, que sólo conocen y están familiarizados con sus propios países, no hay otra Europa que la que ellos imaginan por analogía con los países miembros. Tienen mucha información sobre Europa, pero la procesan a través de la experiencia de lo que les es familiar. Estiman en mucho la UE, pero lo hacen porque la ven bajo el prisma de determinados criterios, que responden a las instituciones vigentes de la democracia liberal, la economía de mercado y la cultura de la tolerancia, cuya bondad o deseabilidad han podido comprobar en su vida cotidiana en sus propios países. Segundo: el proceso de formación de Europa ha sido el resultado tardío de un proceso de maduración en la formación de los pueblos europeos en tanto que demoi , es decir, en tanto que conjuntos de ciudadanos activos en los asuntos de la ciudad y comprometidos con la defensa de un orden de libertad. Aunque la gesta-
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ción de estos pueblos ha sido muy larga y muy dramática, al menos en la Europa continental, sólo han quedado consolidados como tales en fechas recientes. Lejos de contradecir este desarrollo, la UE ha favorecido esos procesos locales y se ha favorecido de ellos. Probablemente sufriría las consecuencias negativas de que esos procesos locales se estancasen o se invirtiesen. Tercero: esto sugiere la conveniencia de continuar en la tarea de profundizar la democracia liberal en cada uno de los estados miembros (desarrollando los nacionalismos civiles y conteniendo los nacionalismos inciviles) y en el conjunto europeo, y hacerlo en la doble dimensión del demos activo en la vida pública y el demos que subordina su actuación a la defensa de un orden de libertad. Europa como la situación de los europeos de hoy, y su ‘telos’
Para los europeos de hoy, Europa no es un objeto externo que se ofrece a su conocimiento y su manipulación práctica. Vivimos en ella y a partir de ella. Estamos situados dentro de Europa. Pero lo estamos de una forma determinada: a través de las naciones-estado a las que pertenecemos (que suelen ser, a su vez, realidades históricas multinacionales relativamente comple jas). Esto tiene consecuencias importantes a la hora de comprender nuestra manera de conocer y estimar la Europa misma. La Europa que conocemos
Conocemos Europa de una forma imaginada e indirecta, a través de lo que “verdaderamente conocemos”, que para la mayor parte de los europeos suele ser po-
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título de ilustración: poco más de un 6% de los españoles han vivido más de tres meses, por razón de estudios o de trabajo, en un país europeo. Fuente: Encuesta ASP 99.019.
co más que nuestro propio país1. “Conocer” a veces significa “mero conocimiento”, otras veces significa que estamos familiarizados con algo. Conocer con el conocimiento de la familiaridad es el conocimiento de los detalles, los acentos, el modo de vida que se refiere a cómo conduce su vida la gente con la que uno ha tenido tratos prácticos (y no teóricos) durante mucho tiempo. Éste es el conocimiento que solemos tener de nuestro país, y quizá de alguno o algunos más si hemos vivido lo suficiente en ellos . No conocemos nuestro país “de oídas” (por así decirlo), porque haya sido objeto de una asignatura circunstancial en el currículo escolar, pero olvidada una vez pasado el trance del examen; porque nos hayan contado una historia acerca de ella a la que apenas hemos prestado atención, como hacen los niños cuando escuchan algo de un adulto desinteresadamente. Estamos familiarizados con nuestro país porque nuestra identidad ha sido formada en el horizonte de un espacio y una historia determinados. Hemos oído relatos de la vida, que eran como viñetas particulares de esa historia, a personas que nos importaban muchísimo y eran fundamentales en nuestra formación, y, al oírlos, hemos sentido que esos relatos les concernían intensamente. Y así ha sido, a través de su interés para personas que nos interesaban, como esas historias han llegado hasta nosotros. Durante toda nuestra vida hemos estado escuchando las historias de nuestro país como cuentos de hadas a los que podíamos prestar más o menos atención, y quizá a partir de un momento dado, muy sabidos o demasiado sabidos, pero que nos concernían profundamente, porque estaban ligados al lenguaje de los primeros afectos, recuerdos, fantasías, proyectos y sentimientos de identidad. Hemos sentido que esas historias tenían que ver con generaciones anteriores, y nos hemos visCLAVES
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to formando parte de una cadena de generaciones. Esto nos ha llegado a través de múltiples cauces, reiteradamente, y ha sido corroborado por el espacio físico: por un territorio habitado por la historia. Hemos crecido envueltos en esa historia. Este envolvimiento en ella ha sido previo al proceso de diferenciación que ha hecho de nosotros, a su debido tiempo, unos sujetos individuales capaces de tener cierta distancia respecto a la historia de su país. Gracias a ese proceso de diferenciación, algunos de nosotros, a partir de un punto, hemos podido o podemos construir nuestras vidas a distancia de nuestro país, emigrar a otro o haber pensado en emigrar a otro como una posibilidad, identificarnos con una comunidad supranacional como Europa. Lo cierto es que la Europa que conocemos es una confusa amalgama de informaciones fragmentarias que reconstruimos y a la que ponemos orden y sentido con la ayuda de dos referencias. Primero, lo que sabemos de nuestro país concebido Nº97
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en tanto que país europeo, y después, sólo
derivativamente y con cierta superficialidad, lo que conocemos (un poco ‘de oídas’) de una Europa que imaginamos como un mosaico de países en cierto modo análogos al nuestro pero no idénticos con él. Creemos que son análogos porque suponemos que en ellos operan determinadas instituciones parecidas a las nuestras, cuyo funcionamiento comprendemos. Cuando los europeos hablamos de Europa, en tanto que hablamos de lo que conocemos (y no de lo que meramente imaginamos), hablamos de esa Europa plural y concéntrica, es decir, compuesta por varios países diferentes ordenados en círculos concéntricos desde el punto de vista de nuestro conocimiento y de nuestro interés por ellos (normalmente con nuestro país en el centro). La Europa que estimamos
Conocemos a Europa y la estimamos . La Europa que estimamos es la Europa que, de alguna forma, amamos. Nos sentimos
a gusto en ella. Queremos que siga existiendo como ahora es, más o menos, y en ese sentido nos identificamos moral y emocionalmente con ella. Como consecuencia de esa estimación afectiva (y no del mero conocimiento) adoptamos una decisión (o actuamos como si hubiéramos adoptado una decisión) a los efectos de hacer un compromiso de recursos (o dejamos que se haga, con nuestro asentimiento tácito, una contribución a ello con nuestros recursos) para formar parte de la UE, para que la UE exista y para que su objetivo de una “unión cada vez mayor entre los pueblos de Europa” se cumpla. Es obvio que esa Europa que estimamos es la de estos tiempos, y no la de otros tiempos. Para empezar, no siempre hemos estimado los europeos a nuestros propios países. Ha habido guerras civiles en Europa, de un signo y un tipo u otro desde hace varios siglos, lo que supone el profundo descontento de muchos con el modo de ser de los países en cuestión, o/y el de sus vecinos y, por extensión, el del conjunto euro11
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peo. Por ejemplo, es proverbial la ambivalencia de muchos españoles hacia su propio país en los últimos siglos; probablemente se trata de sentimientos que se remontan mucho más atrás, y al regusto agridulce que dejó la experiencia de la hegemonía y la decadencia española en los siglos XVI y XVII. Más tarde, las tensiones internas se hicieron endémicas. Sólo en los últimos 20 años se ha asistido a la emergencia y el desarrollo de un sentimiento mayoritariamente compartido de “estar a gusto” con el tipo de país que España ha acabado por ser. No cabe generalizar, pero el fenómeno español de incomodidad con el propio país tampoco es excepcional. Una gran parte de la Europa continental, por lo menos, ha compartido experiencias parecidas en diferentes momentos de su historia. Mucha gente no se ha sentido a gusto en su país. Las grandes migraciones transoceánicas europeas de los últimos siglos son un testimonio de esos sentimientos. Tampoco siempre se han sentido a gusto los europeos en otros países europeos, por un motivo u otro. Por poner ejemplos muy recientes: los españoles que cruzaron masivamente la frontera con Francia en 1939, huyendo de las tropas franquistas, se encontraron al cabo de muy poco tiempo en el seno de un país cuyo estado les colocó en campos de concentración, y luego deportó a un número apreciable de ellos a Alemania para contribuir velis nolis al esfuerzo bélico nazi. No fue una experiencia grata, porque huyendo de una amenaza autoritaria cayeron en otra. Por su parte, los franceses de los años sesenta que vinieron masivamente como turistas a España disfrutaron, sí, de las playas y el sol, pero sabían que detrás del paisaje turístico y el trato con las gentes de la calle había un orden autoritario que les parecía, entonces, indeseable. En ningún caso había identificación con un país de llegada al que no se podía estimar . El punto de arranque del proceso de estimaciones recíprocas que ha conducido a que los europeos se hayan instalado en un clima de sentimiento habitual de estimar a Europa (y no sólo conocerla) es relativamente reciente. Se observa en las dos últimas generaciones, y no se remonta mucho más atrás. Por el contrario, lo que encontramos en las dos o tres generaciones anteriores es una suma de intensos sentimientos de ambivalencia, y a menudo de odio recíproco (con algunos contrapuntos, evidentemente). Lo que estimamos en la Europa de hoy
¿Qué es lo que los europeos estimamos tan12
to de la Europa de hoy? Porque hay algo que valoramos: algunas dimensiones fundamentales de su modo de ser en estos momentos. La pregunta acerca de cuáles sean esas dimensiones es fundamental, porque la respuesta nos dirá cuál es el telos implícito en el proceso de construcción europea. Una de estas dimensiones es justamente el correlato del ejercicio continuado del propio acto de estimación de Europa. A la larga, sólo podemos estimar aquello con lo que podemos seguir viviendo. La estima de Europa, hoy, implica la relativa ausencia de odio o la presencia de la tolerancia recíproca. En otras palabras, la dimensión de la paz europea. Se estima, por pronto, a lo que permite que cada país europeo, en su diferencia específica, pueda seguir existiendo como tal. Según esto, el valor (es decir, lo estimable) de la paz europea es que la paz permite a los países europeos vivir unos junto a los otros y con los otros, como tales países distintos. No es tanto la paz que pone de relieve el valor que damos a Europa como tal, o como una entidad unitaria propia, cuanto la paz que pone de manifiesto a Europa como espacio donde los diferentes países europeos pueden existir. Europa es “el claro del bosque” donde la presencia de cada país europeo puede hacerse sentir. Ahora bien, hay que tener en cuenta que esa paz entre los países europeos no es todo lo que se incluye en la paz que ha sido vista como tan estimable y deseable por los europeos de las últimas generaciones. Quedarse sólo en ese aspecto intraeuropeo, y por implicación intra-europeo-occidental, de la paz sería aceptar una visión muy distorsionada del fenómeno, como si todo hubiera consistido simplemente en la reconciliación franco-alemana, con algunos aditamentos periféricos. Nada más lejos de la verdad. La paz ha sido otra cosa. La paz ha sido, sobre todo, la paz contra dos totalitarismos. Ha sido la paz de la derrota del totalitarismo nazi y su séquito de países fascistas en el campo de batalla a mediados de los cuarenta. Y ha sido la contención del totalitarismo comunista (y sus compañeros de viaje) mediante la alianza militar atlántica desde mediados de los cuarenta a finales de los ochenta. Y esto nos lleva a la cuestión de fondo. El ‘telos’ de Europa es un orden de libertad El proceso de construcción europea puede ser visto como un proceso dirigido a un fin. Su telos puede interpretarse como el
resultado final del proceso europeo tal como ha sido esperado y deseado por los agentes humanos involucrados en él (en
último término, los individuos) o, incluso si no hubiera sido deseado o imaginado al inicio del proceso, en tanto que aceptado por aquellos agentes a través de su involucración en él. De un modo u otro, ese telos puede ser “incorporado” en la evolución a largo plazo de las instituciones que, a su vez, sirven como marco de las decisiones tomadas por esos agentes. El telos de la construcción europea no es un mero “supranacionalismo” per se , porque el resultado final de “una unión cada vez mayor entre los pueblos de Europa” es instrumental para ulteriores objetivos que podrían resumirse en una tríada de paz, prosperidad y justicia. Pero incluso esta definición puede ser insuficiente. Los tres factores necesitan matices. Y según vamos perfilando esos matices nos percatamos de que necesitamos ahondar en algo más fundamental2. Los matices son éstos: a) no se trata de una paz cualquiera entre los países europeo-occidentales, sino de una paz entre ellos fundada en una paz contra los totalitarismos; b) se trata no de la prosperidad en sí y por sí, sino de la prosperidad fundada en el desarrollo de una economía de mercado con reglas que la sitúan en el extremo opuesto a la economía administrada de los países totalitarios; c) no se trata de cualquier justicia, sino de la justicia propia de una tradición de estado de derecho, que supone la subordinación de la clase política a la ley, y responde a una concepción del fundamento del orden político que es justo la contraria que en el totalitarismo (en éste la autoridad pública da fundamento a la ley, y en la tradición del estado de derecho es ésta la que proporciona su principio y fundamento a la autoridad pública). En otras palabras, lo fundamental de la razón de ser de la Europa de estos tiem pos (de las razones de la estimación o la identificación con esta Europa, o, en otras palabras, del telos de la construcción europea) reside en la contraposición entre to-
2 Cuando escribo estas líneas me acuerdo y difiero del profesor J. H. H. Weiler, quien sugiere que deberíamos centrarnos en los “ideales” de “paz, prosperidad y supranacionalismo” (1999, 238 y sigs.). 3 El concepto de “sociedad civil”, sensu lato, denota precisamente el entramado institucional de ese orden de libertad junto con la cultura política correspondiente. Se trata de un entramado complejo que incluye, junto al estado de derecho y los mercados, un espacio público de encuentro de los ciudadanos y la autoridad pública, y de los ciudadanos entre sí. A su vez, la cultura política implica un síndrome complejo de disposiciones “liberales” y “cívicas” (o “republicanas”) de los miembros de esa sociedad (Pérez-Díaz, 1995, 1998a).
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talitarismo y orden de libertad 3. Ésa es la clave o, para ser más exactos, la razón de la tradición en curso. Tradición, dicho sea de paso, que se ha reformulado equivocadamente como una construcción, dando así, a lo que es un proceso complejo de prueba y error y acomodaciones diversas, el aire engañoso de la realización de un proyecto trazado de antemano, “constructivista”4. El siguiente error podría ser la conversión de lo que no es sino una implicación lógica (Aron, 1974) del diseño inicial en la combinación de un devenir ineluctable y un imperativo moral, atribuyendo a los fundadores del proyecto el carácter de padres fundadores o dioses (de la ciudad) cuya voluntad debe ser realizada5. En cualquier caso, esa tradición marca los límites y las disposiciones del público para continuar la tradición en la que ya estamos incursos, desde hace varias generaciones, de construir una arquitectura institucional que haga posible “una unión cada vez mayor entre los pueblos de Europa”. Pero sobre esto hay que hacer dos consideraciones. En primer lugar, si la clave del telos europeo reside en la contraposición entre un orden de libertad y el reto de los totalitarismos de derechas y de izquierdas, de aquí se deduce una determinada interpre-
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Una crítica complementaria del proceso europeo entendido como “proyecto” o “construcción” puede verse en Pérez-Díaz, 1998c. 5 Hay aquí en juego otra argucia argumentativa complementaria: la de que ese “inevitable futuro” puede implicar la selección arbitraria de los aspectos colaterales que convengan para reforzar la teoría de un inevitable proceso de integración política europea, y puede ignorar otros aspectos colaterales que lleven en la dirección opuesta (como, por ejemplo, los que resultan de la ausencia de migraciones internas importantes). Nº97
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tación de lo que significa el sujeto de referencia de ese telos , es decir, los pueblos de Europa. Yo entiendo que ello quiere decir, rotundamente, los pueblos en tanto que demoi , y no en tanto que otra cosa. Si es “en tanto que demoi ”, ello no significa en tanto que asambleas que pueden decidir sin otro límite que el de su propio arbitrio o voluntad soberana: hoy esto y mañana aquello, hoy la matanza de los habitantes de Melos y mañana la supervivencia de sus habitantes (y pasado, por qué no, de nuevo la matanza) (Tucídides, 1989 [siglo V a. de J.C.]). Por el contrario, que el pueblo sea demos significa que los ciudadanos se someten voluntariamente a las “leyes de la ciudad”, que en este caso es un orden constitucional entendido como un orden de libertad (susceptible de las reformas que el tiempo sugiera, siempre que sean congruentes con lo fundamental de ese orden) o se exilian si no quieren hacerlo así. Se trata, por tanto, de un conjunto de ciudadanos que no sólo eligen, hacen responsables y expulsan del poder a sus autoridades públicas, y hacen que decidan sus políticas en deliberación con ellos, sino que además se comprometen (a sí mismos) y comprometen a sus autoridades a que tales políticas sean congruentes con los principios de un orden de libertad. En segundo lugar, estamos hablando de una pluralidad de pueblos particulares , con identidades particulares que son fruto de particulares trayectorias históricas. En cada caso, un demos y un orden de libertad en un territorio determinado constituyen una sociedad civil particularizada a la que cabe llamar convencionalmente una nación cívica o civil. Llegar a esos demoi y esos órdenes de libertad en Europa ha sido la culminación de varios siglos de historia. En ella, los pueblos han sido con frecuen-
cia conjuntos de súbditos, no de ciudadanos. Sólo se han hecho civiles a través de un largo proceso de tensiones con sus autoridades, en algunos momentos de ese proceso y, particularmente, a su término. La formación de los ‘demoi’ europeos
La primera fase: reyes y pueblos
Cuando miramos hoy alrededor, vemos unos países europeos que se acercan a este modelo de sociedad civil o de nación cívica. Detrás hay diversas experiencias de siglos, densas y cargadas de memorias muy emotivas. En general, hay un hilo narrativo relativamente común a todas ellas. Éste consiste en una sucesión de encuentros dramáticos entre diversas personificaciones de la autoridad pública y las diferentes partes de una comunidad de vasallos o súbditos a ella sometida (en grados sumamente variables). Los encuentros han ido teniendo desenlaces muy diferentes según tiempo y lugar. De la poliarquía tardomedieval de casi todos los países van surgiendo concentraciones de poder político en torno a una autoridad pública, con frecuencia una autoridad real. La emergencia de las monarquías absolutas es una de las variantes de ese proceso. En la medida en que tienen éxito, construyen una poderosa maquinaria fiscal-militar, acompañada de una administración civil. Al tiempo, desarrollan una empresa de legitimación que intenta minar las resistencias de los parlamentos (de un tipo u otro), las corporaciones locales, la Iglesia o las iglesias, y en particular la nobleza, como estamento y como agregado de señores locales; o persiguen llegar a acomodaciones con todas estas instancias sacando la mayor ventaja posible. El aumento de los poderes de la autoridad corre pari passu con una alteración 13
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parcial del carácter del oficio de la autoridad. Ésta tiende a entender de una manera muy amplia sus deberes propios de defensa de la paz y la justicia. Esto acaba incluyendo la defensa de la fe, lo que implica el control de la Iglesia local y la prevención de alianzas hostiles contra los intereses de la casa dinástica. El control sociocultural de la población y la extensión del ámbito de aplicación de la justicia del rey son tareas domésticas que imponen la ampliación de sus poderes. Una activa política exterior supone un desarrollo del ejército real permanente y de la diplomacia. Todo esto requiere un tipo de política interior por parte del príncipe: el desarrollo del arte de gobernar . Las gentes tienen que ser intimidadas y persuadidas. Parte de la tarea real consiste en operaciones de coerción y usurpación; parte, en operaciones de persuasión. Dada la época y los recursos disponibles, la persuasión es fundamental y ha de ser llevada a cabo a través de una serie de círculos concéntricos. Los reyes tienen que persuadir a su corte, sus parlamentos, su estamento noble, su Iglesia, los gremios mayores de las ciudades importantes, etcétera. Pero quien es requerido de persuasión suele tener alguna capacidad de resistirse a la persuasión, devolver la pregunta e intentar, a su vez, persuadir. Tanto más cuanto que el mundo tardomedieval y moderno tiene una tradición constitucional de cierta importancia, con libertades o privilegios estamentales, locales y corporativos que ofrecen un punto de apoyo a la respuesta de los súbditos. El resultado es que el arte de gobernar tiene que convertirse antes o después en un arte de la política6. Aquí es donde se desarrolla un debate confuso y en varios niveles, que cambia con el tiempo, y, con ello, cambia también el carácter de quienes intervienen en él. Si se fija uno sólo en lo que ocurre, por ejemplo, en el Reino Unido, cabría decir que, a largo plazo, cada vez intervienen más “públicos” (aunque no siempre) que al final (muy al final) se unen en la nación entendida como un único público. También, que el debate tiende a hacerse más vivo, por un lado, y, por otro, a institucionalizarse y estabilizarse, a hacerse continuo. También que en él se mezclan inextricablemente consideraciones particulares y diferentes versiones de un interés común o general, de modo que se hace cada vez más explícita la inquietud del público por
6 Tal y como ilustra el caso de la reina Isabel de Inglaterra (Bendix, 1978, 288).
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los asuntos “de estado” o “de país” de los que se ocupa la autoridad pública. El Reino Unido recorrió una senda que le condujo desde el incipiente cuasiparlamentarismo Tudor de comienzos del XVI (y el esfuerzo sostenido del Parlamento por extender el ámbito de sus competencias, con el correspondiente desarrollo de la técnica parlamentaria y de una conciencia de tradición parlamentaria corporativa: Black, 1959, págs. 207 y sigs.), a través de una guerra civil en el siglo siguiente, y un proceso gradual (y, visto de cerca, bastante errático) de robustecimiento de las instituciones parlamentarias y de debate público (entre la corte y el país, y, en último término, entre familias políticas), hasta el sistema plenamente parlamentario (pero sin sufragio universal, y menos aún sufragio para las mujeres) del último tercio del XIX. Pero la senda que recorrieron los otros países europeo-continentales fue muy distinta. El periodo de 1500 a 1650 fue sin duda decisivo, y abocó a situaciones muy diferentes. Si la segunda mitad del XVII en Inglaterra presenció la caída de los Estuardo y la aserción del Parlamento, en Francia asistió a la apoteosis de la sociedad de corte; en Alemania, a las consecuencias de los destrozos de la guerra de los Treinta Años; en España, al declive de la Monarquía sin apenas nada que la sustituyera. Todo ello afectó al carácter de las comunidades políticas resultantes y al de sus espacios públicos a la hora en que todos los países entraron en el siglo XVIII. El carácter de la autoridad, la naturaleza del discurso público, el estilo de los interlocutores, sus reglas de discusión, las ideas generales y los supuestos tácitos de sus conductas no fueron los mismos en unos países y otros. Esto afectó a las élites (cuyas diferencias son perceptibles, a pesar de estar sometidas a una comunicación e influencias recíprocas crecientes de unas con otras) y a amplias capas de la población. La prueba de ello será el haz de muy distintas reacciones nacionales que tienen lugar a fines del XVIII y comienzos del XIX , con ocasión de la Revolución Francesa, el terror revolucionario y el imperio napoleónico. La ‘civilización’ de los nacionalismos: del semiliberalismo del XIX y los horrores del XX al presente
Nos encontramos, a comienzos del XIX , con pueblos que son, en cierto sentido, cuasi-demoi. Son pueblos que comienzan a movilizarse políticamente, a usar los re-
cursos que les proporcionan la instrucción, la libertad de prensa, los cambios sociodemográficos, los derechos de asociación y de voto, etcétera, para actuar en política de múltiples formas, o para estar aparentemente disponibles para actuar en política. Pero se trata de pueblos bastante diferentes unos de otros, como se verá a lo largo del siglo XIX. Vistas las cosas superficialmente, todos los países parece que se van acercando a las instituciones del parlamentarismo, el estado de derecho, el sistema de partidos, los derechos civiles y políticos, el debate público, el liberalismo económico y, como consecuencia de todo ello, a un sistema de autoridad limitada. Parecen casi naciones cívicas. Pero lo importante es ver cómo se traducen esas instituciones en las reglas de juego de segundo orden, en las disposiciones reales de la gente a la hora de actuar o utilizar esas instituciones. A esos niveles (de reglas de juego efectivas y de disposiciones o hábitos de las gentes), nos encontramos con pueblos y proclividades muy distintas, y con frecuencia muy inciviles, que muestran una intensa inclinación a negar la aplicación efectiva de un orden de libertad dentro de sus propios países, porque una parte de ellos procede a destruir, excluir, marginar o agredir a otra parte. El primer ejemplo, notorio, de esta disposición en los tiempos recientes tuvo lugar en Francia, con sus episodios de terror y de guerra civil. Pero esta incivilidad de los conflictos políticos normativos quedó como una cuasiconstante para el resto del periodo, traduciéndose en odios cainitas entre clericales y anticlericales, liberales y reaccionarios, luchas de clases, etcétera. Fueron notables las proclividades de las gentes a secundar proyectos colectivistas y autoritarios (de carácter cesarista o socialista, por ejemplo) que suponían, además, el desahogo masivo y ritualizado de sentimientos de odio, desprecio o resentimiento hacia una parte de los conciudadanos, y a comprometerse en alianzas non sanctas con las autoridades públicas para minar o cercenar un orden de libertad. Las raíces de esas proclividades posiblemente se encuentran en una multiplicidad de experiencias de la época, que son bastante diversas entre sí y que generan lo que Peter Gay (1997) ha llamado una cultura del odio “incivil”, a lo largo del XIX , en muchos ámbitos de la vida. El capitalismo es todavía un capitalismo inserto en una cultura de la trampa, la violencia y el privilegio estatal. Esto genera figuras literarias como la de los especuladores de Balzac o, más tarde, los aventuCLAVES
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reros coloniales, como el antihéroe Kurz de Joseph Conrad: es decir, paradigmas de brutalidad bajo diversas formas, que, vistas desde la perspectiva de observadores sensibles (y tal vez nostálgicos de comunidades perdidas en el caso de Balzac, o de comunidades posibles, pero precarias en el de Conrad), están orgánicamente ligadas al carácter de la nueva sociedad. Es la ciudad ordenada y silenciosa del Heart of Darkness de Conrad, aparentemente bien rangée , que disimula discretamente su malignidad fundamental. No es ésta la única visión posible (piénsese, por ejemplo, en los Buddenbrook de Thomas Mann); pero en la fantasía de la época puede combinarse y complementarse con otras imágenes parecidas, como pueden ser las de los robber barons americanos y tantos otros. Las migraciones masivas traen consigo el crecimiento de los suburbios industriales y de los slums . Por otro lado, el desarrollo de las classes dangereuses ligadas, en parte, a la difusión de la criminalidad y la prostitución (Chevalier, 1978), o el mantenimiento de la esclavitud con su correspondiente trata de esclavos a gran escala, sugieren la presencia de abundantes oportunidades de opresión y fenómenos de violencia cotidiana. La familia, la escuela, la universidad, el cuartel: las grandes instancias de socialización no son inmunes a un clima de aserción vehemente de la autoridad, e incluso, de habituación a la violencia física. Lleva tiempo la proscripción del castigo físico de las escuelas. Se sabe de la importancia central de las sociedades de duelistas en la vida universitaria alemana: Norbert Elias (1996, 44 y sigs.) hace de ello una de las claves para entender la sociogénesis de la Alemania contemporánea. Es obvio, asimismo, que los conflictos de intereses se ven convertidos en luchas de clases y se interpretan como auténticas guerras civiles. Pero este cainismo ligado a un proyecto colectivista encuentra un acomodo sólo a primera vista paradójico en la respuesta semicolectivista de las élites nacionalistas (e imperialistas). Todo esto contribuye, por diversos caminos, a que muchos nacionalismos (o más bien, nacionalismos ‘políticos’) sean agresivos, e imaginen que la aserción de una nación se tiene que hacer a través de un estado dispuesto a imponer los sentimientos nacionales correctos a toda la población que habita en un determinado territorio sometido a su imperio, y dispuesto a medirse con cualquiera en el “juego mundial”: la competición por status e influencia cultural, poder económico y supremacía poNº97
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lítica en el conjunto del mundo. Éste es el test de la nación, y del nacionalismo como expresión política de la nación. Ésta es la visión de Max Weber (Mommsen, 1989, 11 y sigs.; 29 y sigs.). Esta visión es perfectamente compatible con la de un control estatal o cuasiestatal de la economía al servicio de la nación, el Volk o la sociedad. Hay una afinidad electiva entre las posiciones conservadoras y socialistas. El acercamiento entre Otto von Bismarck y Ferdinand Lassalle no fue accidental. A pesar de las leyes antisocialistas, hay una corriente de entendimiento recíproco entre unos y otros, entre nacionalistas y socialistas, porque en su agenda de valores y de prioridades el mercado tiene, como mucho, un carácter instrumental, y viene después de los valores de cohesión social y de afirmación nacional. Por eso están ambos a favor tanto del estado de bienestar como el estado de la defensa nacional y de la guerra. Ambas modalidades del estado (el de bienestar y el de la guerra) son necesarias y deben ser combinadas. Juntas aseguran la unión sa-
grada en el momento del peligro, que es el “momento de la verdad” en el que se pone de manifiesto el verdadero carácter de la comunidad política: su carácter incivil, al menos en lo que se refiere a su relación con el mundo exterior. La entrada de las masas entusiastas en la Gran Guerra se entiende a partir de aquí; y ya sabemos todo lo que vino después. Las élites políticas, militares y culturales encerraron a las masas en un entramado institucional del que no pudieron salir durante unos años cruciales. La experiencia de la guerra y sus secuelas de destrucción y desorden económico, sociocultural, moral y político hace de la Europa de la primera mitad de este siglo un laboratorio de sociedades anómicas. Proporciona el marco de referencia, la fuente de ejemplos y el impulso para la movilización total de la sociedad por parte de los totalitarismos de izquierda y derecha. En resumen, y en contra de las apariencias (o de las ilusiones entretenidas durante el fin-de-siècle ), la mayor parte de los países europeos llegan al siglo XX “sin 15
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civilizar”. La civilización es una costra superficial, según la imagen de Conrad. Las pulsiones de muerte, agresivas, son enormes; tanto más cuanto menos tiempo y menos impulso de penetración hayan tenido las instituciones civilizadoras por excelencia: los mercados, el estado de derecho, la autoridad limitada, el parlamentarismo y el libre debate asociado a la tolerancia con la pluralidad. No entraré ahora en los horrores del siglo XX , que duran en Europa occidental hasta mediados de siglo (y en la oriental hasta cerca del final). Pero, sí puntualizar que los últimos 50 años de la Europa occidental son sólo un último recodo del camino que está todavía sustancialmente ligado con todo lo anterior. Es la respuesta, y en cierto el modo el intento de “superación”, “negación y conservación”, en los términos de Hegel, de todo lo anterior. Incluso este recodo ha tenido que ser recorrido paso a paso. Para cada país ello ha supuesto una senda peculiar. Con relación al caso español, por ejemplo, los procesos de civilización de los confictos normativos relacionados con la iglesia y la religión católicas, la economía de mercado, la implantación real del estado de derecho y la pacificación del nacionalismo vasco radical han requerido cambios institucionales y culturales variadísimos a lo largo de mucho tiempo, y esto contando a partir del momento en el que el trauma de la guerra civil de los años treinta fue quedando atrás7. La iglesia española fue el apoyo cultural fundamental del bando “nacionalista” e hizo suya una lectura de la guerra civil como una cruzada. Tardó de 20 a 30 años en dar un “giro copernicano” que la había de convertir en uno de los factores clave de la transición. Sólo tras 20 años de crecimiento económico, elevación del nivel de consumo y desarrollo (parcial) del estado de bienestar se crearon las condiciones para acercar las posiciones de la izquierda y la derecha en torno a una aceptación de la economía de mercado al final de los años ochenta. La institucionalización del estado de derecho ha sido el resultado de un proceso secular, que debió superar los problemas propios de la ruptura de la legalidad causada por la guerra civil y una transición sin ruptura de esa legalidad. Pero esto no ha sido suficiente, ya que ha sido preciso depurar o limpiar las prácticas ilegales del estado después de
7 Un análisis del proceso de civilización de los conflictos normativos en España puede verse en Pérez-Díaz, 1999a.
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la transición, aclarando la responsabilidad de la autoridad pública en operaciones de terrorismo de estado y de financiación ilegal de los partidos (un tema que seguía pendiente a mediados de los años noventa). Y es obvio que el proceso de pacificación de los contenciosos de los nacionalismos periféricos con el estado central ha supuesto y supone una experiencia sumamente dramática, que hasta la fecha incluye algo más de ochocientos asesinatos terroristas y que sólo ahora, al final del siglo, parece a punto de resolverse. No quiero aquí entrar en las implicaciones de las muchas turbulencias de la vida europea de estos años (de la guerra de Argelia, de la Tangentópolis, de los terrorismos de un signo u otro, etcétera). Simplemente quiero señalar que estos 40 años han sido años de forcejeo permanente en torno a la consolidación de las instituciones y la aplicación consecuente de los principios de una sociedad civilizada, en todas sus dimensiones. Como era lógico, por otro lado, puesto que cada nueva generación tiene que volver a empezar la tarea de hacer suyas las instituciones civiles que encuentra. Cabe pensar que en este momento esos forcejeos se han ido convirtiendo en el aprendizaje normal de cada nueva generación que la prepara para asumir sus responsabilidades; y que los países europeos se sienten finalmente “como en su casa” en un orden de libertad que ha adquirido aires de naturalidad y de permanencia. Pues bien, justo en este momento es cuando surge una situación paradójica. Porque este es el momento en el que parece como si esos mismos países quisieran trasladar la responsabilidad colectiva del mantenimiento de ese orden de libertad a una autoridad pública relativamente exterior y difícilmente controlable (antes había un gobierno fácilmente identificable y próximo, ahora hay un gobierno de contornos elusivos y lejano), y como si quisieran desdibujar los rasgos de la comunidad de referencia que da soporte a ese orden de libertad (antes había una nación relativamente “familiar”, ahora hay una “comunidad” o “unión” europea relativamente difusa). La encrucijada actual
La paradoja anterior sugiere una doble posibilidad. Por un lado, tal vez ocurre que al cabo de tanto tiempo y tantos incidentes dramáticos se ha generado una especie de fatiga, de akrasia o de debilitamiento de la voluntad, incluida la voluntad de ser, de estos países; y quizá ello esté asociado a
una sensación de autodesconfianza: la de que no son dignos de confianza dejados a sí mismos. De aquí una tendencia a sumergirse en un conjunto y perder su identidad propia. Esto sería congruente con una definición de los horrores de la primera mitad del siglo como una experiencia traumática insuperable. Como si se hubieran equivocado, o autoengañado (dejándose llevar por fantasías y delirios de grandeza), con demasiada frecuencia. Como si hubieran invadido o dejado invadir o colaborado con el invasor, destruido o arrebatado la propiedad de otros y matado o sido cómplices de muertes, todo ello más allá de un umbral compatible con la autoestima o la estima de los demás. Por otro lado, tal vez sólo parece que es así, es decir, que estos países carecen de la voluntad de seguir siendo, porque en realidad no hay tal noluntad , es decir, no hay esa “voluntad negativa” que se traduce en el desplazamiento de la responsabilidad. Se quiere seguir siendo demoi en el pleno sentido del término, y además, se tiene impulso y capacidad para formar juntos (quizá sin saber todavía muy bien cómo) el demos de una nueva comunidad política unitaria. Esto, por su parte, sería consistente con una definición distinta de la experiencia de los horrores pasados: como de malos recuerdos o pesadillas que hubieran quedado atrás porque hubiera habido un proceso de transformación y de regeneración, demostrado por el efectivo funcionamiento de un orden de libertad en las décadas siguientes. Que sea una cosa u otra puede depender, en parte, de que en la encrucijada actual se tomen decisiones que lleven por una u otra senda: – la de dar mayor o menor importancia a la memoria, y poner mayor o menor énfasis en el carácter plural del demos; – la de valorar el futuro o sobrevalorarlo, y definir la política y sus ritmos propios de un modo u otro; – la de aumentar o reducir el peso de la gobernación en la vida europea, y favorecer o dificultar la movilidad de las gentes en el conjunto del espacio europeo. La memoria
Toda la experiencia histórica (incluyendo la reciente) puede ser banalizada y dejada a un lado. Puede ser “tirada al cubo de la basura”, como el ejemplar de un periódico de ayer, que ya no sirve y es sólo “historia”. Puede ser tratada como un lapsus o un error gramatical o una torpeza de expresión introducidos en un texto de ordenador, para los que basta con apretar el CLAVES
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botón de Borrar : en ese caso, no sólo ya no existe, sino que a todos los efectos podemos hacer como si nunca hubiera existido. Puede ser usada como un vídeo para entretenerse; o como una sesión de dos horas a la semana de tertulia radiofónica; o como un programa de cotilleo en la televisión de turno; o como un programa educativo que recoja algunas de las dramáticas historias locales, un poco edulcoradas y con final feliz. Pero banalizar la memoria tiene consecuencias respecto al tipo de ciudadanía resultante. Las instituciones y la cultura política cívicas se apoyan en precedentes. Las reglas lo son porque han estado ahí durante un tiempo y se espera que persistan. La autoridad pública es limitada porque sus abusos fueron corregidos o denunciados en su momento y de ello se conserva el recuerdo. Los mercados funNº97
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cionan sobre la base de expectativas alimentadas por la verificación continua de los compromisos y el cumplimiento de las promesas. Los discursos del debate público están fundamentados en usos lingüísticos acreditados en el tiempo. Las estrategias políticas son partes de trayectorias más amplias, e incorporan las enseñanzas de un pasado que es reinterpretado como una sucesión de pruebas y errores, y del que por eso hay algo que aprender. La conclusión es que si se quiere auspiciar la formación de un demos alerta y de un espacio público robusto, no conviene banalizar la memoria del pasado. Si, por el contrario, se banaliza esa memoria, el resultado (intencionado o no) es una masa anómica de individuos desagregados y olvidadizos, los hombres-masa de Hannah Arendt (1973, 305 y sigs.) o los individus manqués de Michael Oakeshott
(1975, 274 y sigs.): la materia prima de los movimientos totalitarios. Si tomamos esa memoria de los demoi en serio, debemos saber que, por lo general, se trata de una memoria larga. Las nuevas generaciones suelen establecer un diálogo con la generación precedente, y la anterior, y la previa a ésta, y en general con una secuencia de generaciones. Son como el eslabón de una cadena, o como el miembro de un linaje. Ésa suele ser la clave de su concepción de sí mismas. Por poner un ejemplo, la generación de la transición democrática española construyó su intervención junto con las generaciones de la guerra civil; pero la guerra, a su vez, no es sino la cristalización condensada de una historia anterior (de aquí la fascinación inevitable de evocarla una y otra vez). Por eso, en el discurso de la generación actual hay continuas referencias a la generación del 98, o la de la restauración constitucional de 1875. No faltan las relativas a las guerras carlistas (un referente imprescindible en el debate sobre el problema vasco) y a los moderados de las décadas de 1830 y 1840, o incluso, a la guerra de la independencia. Remontándose hacia atrás, el intento de “dialogar con” se desplaza a los ilustrados, los arbitristas, los iusnaturalistas de la escuela de Salamanca, etcétera: los testigos de la extraña trayectoria (extraña para los propios españoles) de la hegemonía y el ocaso de la monarquía (Pérez-Díaz, 1998b). En el discurso de la generación de hoy se encuentran referencias al arranque de la modernidad, a la unificación política de los Reyes Católicos y al intento de primacía parlamentaria de las Comunidades de Castilla, por no hablar de referencias a la diversidad de los reinos medievales, que subyacen a los discursos de autoaserción de las comunidades autónomas. Este ejemplo español ilustra la circunstancia general de que ha llevado siglos la formación de las naciones (cuasi)civilizadas en que consisten los países europeos de la Unión de hoy (en contraste con el poco tiempo transcurrido para la formación de un cuasi-demos a escala europea), y quedan las huellas de ello en forma de diálogos imaginarios con las generaciones desaparecidas. Los demoi europeos han sido constituidos en y a través de ese diálogo intergeneracional, que les ha provisto de un repertorio de signos de referencia para identificar sus intereses, sus conflictos y sus acuerdos. Pero al mismo tiempo conviene tener en cuenta que, normalmente, esa memoria larga ha solido tener no uno sino dos 17
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focos de referencia: el estado-nación y Europa. Por eso en la formación de los demoi europeos, junto al diálogo intergeneracional e intranacional, ha habido otro intrageneracional e intereuropeo. Lo normal es que hayan ido al unísono y que hoy sigan juntos. Es probable que la distribución de los énfasis de los intereses prácticos y emocionales de las gentes en sus propios países y en Europa haya cambiado con el momento histórico. En términos generales, a partir de un punto determinado , al menos en España, y sospecho que en la mayor parte de los países, el énfasis ha solido ponerse “hacia dentro”. Se ha mirado fuera, pero se ha procurado vivir hacia dentro. Se supone que las élites del fin de siglo anterior procuraron, primero y sobre todo, “mejorar España”. Por eso trataron de “europeizarla”, o ligarla a las corrientes europeas de la ilustración, la modernidad, la revolución industrial, el liberalismo, etcétera. Si llegaron a decir que España era el problema y Europa era la solución, ello significaba que, para ellos, Europa era el instrumento y España era el fin8. Es probable que estemos asistiendo a un momento histórico donde se da una relación de remisión y reforzamiento recíprocos entre los dos focos de referencia, el del estado-nación (o estado miembro) y el del conjunto europeo. Cultural y emocionalmente, a muchas gentes se les quedan pequeños sus países de origen, aunque permanezcan en ellos. El marco de referencia de muchas actividades económicas ha desbordado ampliamente los límites nacionales desde hace ya tiempo. Cada vez hay más gentes convencidas de que la solución de muchos problemas políticos domésticos pasa, una y otra vez, por la vía de compensar las obcecaciones locales con un poco o un mucho de buen juicio y sensatez provenientes de allende las fronteras. De hecho, hoy se observa que quienes se sienten más familiarizados con el fenómeno europeo se sienten también más identificados con sus propios países, y que quienes se sienten más interesados en los temas políticos de sus países hacen lo propio con los problemas europeos. Cabe tomar una encuesta reciente en España a tí-
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He dicho “a partir de un punto determinado” porque esa concentración de la atención en el propio país es un resultado (temporal) de una senda histórica particular abierta a ese país por las acciones persistentes de gobernantes, políticos, funcionarios y una intelligentsia estatalista y nacionalista (maestros, clérigos, literatos, etcétera) pertenecientes a varias generaciones consecutivas. 18
tulo de ilustración (ASP, 1999). De sus resultados se deduce que quienes han vivido algún tiempo en Europa tienen un nivel más alto de identificación con Europa y (al tiempo) con su propio país que el resto de sus conciudadanos. La vivencia europea refuerza su europeísmo, pero sobre todo refuerza su nacionalismo. Parece como si la experiencia de Europa corroborara en ellos el sentimiento de su diferencia específica. También se observa, en general, una clara correlación positiva entre el interés por los problemas políticos europeos y el interés por la política doméstica: quienes más se interesan por lo uno, también se interesan más por lo otro. La pluralidad
Ahora bien, este demos complejo y dotado de una memoria larga (y con dos focos de referencia) no es un sujeto colectivo unitario, sino un demos plural. No es cuestión de “ We the people” que habla con una sola voz, sino de una pluralidad de voces. “We the people” habla con una voz única, pero sólo al establecer las reglas de juego; después hay una polifonía (a veces cacofonía) de voces. El demos capaz de llegar a un entendimiento de sí mismo mediante la comprensión del proceso por el cual ha surgido y se ha desarrollado a lo largo de un dilatado proceso histórico, no es un sujeto simple y estático, empeñado en la mera autoafirmación. No es el soporte de una voz fantasmal. Su voz plural, aunque sea infinitamente variada y, a menudo, algo errática y contradictoria, contiene suficientes argumentos discernibles para no caer en la trampa de “a darkling plain / swept with confused alarms of struggle and flight, / where ignorant armies clash by night” (Arnold, 1994 [1867]). Así, el conjunto puede desagregarse cuidadosamente en grupos, y, conforme el proceso de individuación continúa, en última instancia el problema de las identidades colectivas se convierte en una cuestión a ser resuelta por los individuos mismos. Al menos dentro de nuestra tradición occidental, la tendencia dominante es a que cada uno sienta, piense y decida su postura política; y en su caso, muera por esa causa (y cuando uno muere es obvio que muere solo, tanto da que sea en la cama y en su casa o en el campo de batalla o en un campo de exterminio). Hay una distancia entre la pluralidad de agentes individuales de cada generación y el concepto de “nación” que les propone la generación precedente. Esa distancia implica la posibilidad del cambio
de lealtad, porque se vaya uno a otra comunidad política. Implica la posibilidad del debilitamiento sustancial o la puesta entre paréntesis de la lealtad, porque se rehúse uno a una acción colectiva. E implica la posibilidad de una combinación de lealtades, porque uno sienta tener (y aquí lo decisivo es ese sentimiento) dos o más identidades colectivas que requieren un compromiso emocional complejo9. El futuro, y las ansias de los futuristas El logro del demos europeo depende tam-
bién, en parte, de si decidimos sobrevalorar el futuro (a costa del presente) o sobrevalorar las élites políticas (a costa de la ciudadanía) y su visión de la política y de cuáles sean sus ritmos propios. El marco de una sociedad inmersa en una profunda crisis de identidad, durante los años en torno a la Gran Guerra y las dos décadas siguientes, ofreció una estructura de plausibilidad para una filosofía de la supuesta ec-sistencia del sujeto individual arrojado al futuro (desde el pasado y a través del presente), e incluso para una extravagante transposición de la situación del individuo a la del “nosotros” como nación o como “totalidad”10. También se comprende la persistencia un tanto anacrónica de esta visión de las cosas en los medios intelectuales de aquellos países que han tenido en un pasado reciente el tipo de experiencias humillantes de las que se desea “ser arrojado”, o, para ser más exactos, de las que se desea esca par . Estos supuestos tácitos dotan de un aire futurista a las definiciones habituales en las filosofías de entreguerras y de la posguerra inmediata, según las cuales el hombre es proyecto; la vida humana es proyecto; en el caso del hombre, su existencia precede a su esencia, que sería el resultado de sus actos orientados al futuro; y también la vida humana colectiva es un proyecto y se define por un futuro a realizar: por un destino en lo universal. Esta definición de la realidad no por lo que sea hoy o como resultado de un pasado, sino a partir de un futuro “por
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Caben variaciones en la intensidad de la identificación colectiva. Quizá la alta intensidad que corresponde (o correspondió en el pasado) a una densidad de experiencias previas como la de los estados nacionales europeos no sea fácil de replicar. Tampoco es imposible. Tampoco es seguro que sea deseable, al menos en el marco de un orden de libertad. 10 A la manera de Martin Heidegger antes y después de la Segunda Guerra Mundial (Safranski, 1998; Farias, 1989), pero también de Jean-Paul Sartre más tarde, como se demuestra en su Critique de la raison dialectique (1960). CLAVES
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turo”, porque (les parece que) no tienen ya en su mano los recursos necesarios para crear ese estado de perfección (de felicidad o de justicia) al que aspiran. En este caso, según su modo de ver, tampoco los afanes de la política (ni ellos mismos en tanto que políticos) tendrían mucho sentido. Pero la situación es muy distinta si se entiende que lo fundamental de la política consiste en la conservación de un orden de libertad y su continua adaptación a nuevas circunstancias (imprevisibles). En ese caso, la política del estado miembro (y de sus unidades “subestatales” o “subnacionales”) conserva todo su sentido, y todo su “futuro”. Los ritmos de la política, y los atajos equívocos
construir”, permite devaluar el presente (por no hablar del pasado) y va de la mano de una concepción de la política como un ejercicio de decisionismo “constructivista” o “racionalista” (en los términos de Friedrich Hayek o de Michael Oakeshott), que suele poner el acento en el protagonismo de las élites políticas11. En efecto, hay una cierta afinidad electiva entre, de un lado, esta manera “futurista” de ver la política y, de otro lado, los hábitos y las maneras de ser de determinados segmentos de los políticos y de los periodistas, de los clérigos y de los académicos, y una parte de los estudiantes, que tienen intereses creados en la devaluación del presente y la sobrevalora-
11 Véanse Hayek, 1985 (3 y sigs.), Oakeshott, 1991 (5 y sigs.).
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ción del futuro: intereses en conseguir alcanzar un “estado de perfección” (o de felicidad o de justicia) en un futuro por venir, en trascender la realidad, en contarlay-olvidarla para volverla a contar momento a momento (procurando dar así un aire de novedad permanente a lo que suele ser el uso de la noticia del día para la repetición indefinida de los mismos tópicos), en entenderla a partir de sus (supuestas) tendencias subyacentes, y en tomar la realidad dada como el resultado de una generación anterior y (en ese sentido) como un obstáculo a superar para poder dejar la propia huella. Hay también cierta plausibilidad aparente en la angustia de los “futuristas políticos” (y quienes les hacen compañía o les sirven de caja de resonancia) cuando consideran la condición de unas naciones europeas que (les parece que) “no tienen fu-
Esto se traduce en una diferencia de visión no sólo de la naturaleza de la política, sino también de cuáles sean sus ritmos propios. La propensión típica de las élites políticas es a acelerar esos ritmos a impulso de decisiones enérgicas, y buscar atajos para llegar antes al destino. Pero la experiencia histórica de la formación de los estados nacionales sugiere que en estas materias (la formación de un espacio público y el demos correspondiente) no suele haber atajos. Además, cuando parece que los hay, suele ser contraproducente lanzarse por ellos, porque la formación del demos depende del arraigo de instituciones y del cultivo de hábitos o disposiciones que requieren una gestación. Esto supone tiempos relativamente largos de crecimiento y desarrollo para la consolidación gradual tanto de experimentos locales, de asociaciones voluntarias, de funcionamiento de mercados, y de un sistema de gobernación en muchos niveles, como de disposiciones que sean una combinación de individualismo y de un comunitarismo que corresponda a un gradiente de formas de solidaridad capaz de abarcar varias identidades colectivas a muy variada escala. Por supuesto que, antes o después, llega la hora de tomar decisiones políticas de grandes consecuencias, pero hay toda la diferencia del mundo entre “aprovechar el momento” tomando decisiones que hace tiempo que se vienen gestando en la sociedad y utilizarlo como ocasión de ensayar un “atajo” impuesto a sus conciudadanos por “líderes clarividentes”. Es probable que la formación de un demos paneuropeo sea una operación histórica larga y complicada para la que no haya atajos, y que forzar el proceso sea contraproducente. Las gentes tienen que recorrer el camino a su propio paso. Naturalmente que hay ya establecido un entramado institucional, y el proceso está en marcha. Pero 19
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da que pensar que la extensión de lo recorrido hasta ahora sea tan modesta. A la altura de mediados de los setenta, Raymond Aron (1974) creía observar que los estados nacionales se encontraban en plena forma, y que la comunidad europea era un complemento sumamente conveniente, pero no un sustituto de esos estados. Dicho en otros términos: no era el locus principal donde una autoridad pública responsable establece un diálogo con una ciudadanía que la elige y le exige cuentas, pero también puede configurar su agenda, y darle los impulsos y las orientaciones básicas. Veinte años después, la Unión Europea es una entidad histórica mucho más poderosa, pero todavía sigue sin ser ese locus . Ello no ocurre sólo, ni principalmente, porque no haya un entramado institucional que lo permita, ni porque del que hay se derive una estructura de oportunidades políticas demasiado reducida. Aunque esa estructura no es muy amplia, existe y va en aumento12. Pero el uso que se hace de esa estructura refleja el estado actual de la estructura de las orientaciones de sentido y de intereses de los demoi europeos “realmente existentes”, es decir, de los europeos de a pie , que sigue reflejando la prevalencia de su interés por la política local, que es la única que, hoy por hoy, pueden controlar. Ésa no es la estructura de las orientaciones de los euroactivistas (y los “futuristas”) de los partidos políticos, las iglesias, los grupos de interés y los medios de comunicación. Es de suponer que las iniciativas de estos euroactivistas repercutirán antes o después en el resto de la población, pero su influencia tendrá que ser “negociada” pacientemente con las ciudadanías, caso a caso, durante mucho tiempo. En el fondo, lo que se decidirá en esas negociaciones es el carácter del demos europeo que se está forjando, y el modo de su implicación en la arquitectura política de la UE: si es un modo de “manipulación” de los ciudadanos por los activistas, o es un modo de “participación voluntaria” de los ciudadanos. En otras palabras: la alternativa que se ofrece a los europeos a la hora de avanzar hacia un demos europeo es la de elegir entre una senda acelerada (un atajo) impulsada por los euroactivistas, que puede an12
Véanse Nentwich, 1996 y Shaw, 1997 para una descripción y un análisis de la evolución institucional que subyace a la paulatina ampliación de la estructura de oportunidades políticas abiertas a la formación de un demos europeo. 20
ticipar nuestra llegada a un estado de perfección, pero poner en peligro el carácter del demos ; o una senda que permita el proceso de gestación institucional y cultural que dote de densidad a la “experiencia vivida” de “ser europeo” por parte de nuestros pueblos y garantice ese carácter, pero ralentice el proceso de llegada a ese estado de perfección y llene de inquietud a nuestros “divinos impacientes”. La levedad de la gobernación, y la movilidad de los individuos
Que el demos europeo se logre o se malogre, que se afirme como tal o se degrade al nivel de una población sujeta a uno o varios niveles (acumulados) de gobierno depende, entre otros factores, de dos estrictamente políticos: del objetivo de la gobernación y el contenido de sus programas. Lo que ahora tenemos en Europa es un sistema de gobernación en cuatro niveles: gobiernos locales, gobiernos regionales, estados miembros y Unión Europea. En cada nivel los ciudadanos desempeñan papeles diferentes y compatibles. Hasta ahora los estados miembros han sido centrales dentro de esa compleja arquitectura política. Ahora bien, el problema es que todos estos niveles combinados pueden tender fácilmente a aumentar el peso de la gobernación y reducir el margen de libertad de los individuos en grado sustancial. Esto plantea la cuestión del contenido de la política propia de la Unión Europea. Si la comunidad política europea se constituye en el marco de un debate que en último término aboque al apoyo del público al proceso de consolidación de un tipo de política cuyos programas impliquen dar mayor peso al papel del gobierno y reducir correlativamente la vitalidad de un orden de libertad, el producto final no será un demos europeo, sino un conjunto de súbditos europeos sometidos a una jerarquía articulada de autoridades públicas. Para que eso no suceda, conviene atribuir a la UE el cometido de asegurar la levedad (relativa) de esta combinación de niveles de gobernación. En este sentido, la UE sería, sobre todo, la instancia que garantiza un orden de libertad para los individuos que les protege contra los excesos de sus respectivos gobiernos. Específicamente, garantizaría la aplicación del estado de derecho (mediante la jurisprudencia del Tribunal de Justicia) y el correcto funcionamiento de los mercados (mediante la vigilancia de las direcciones correspondientes de la Comisión, y sobre todo del Banco Central Europeo). Cabe sostener
que ese ha sido el modo más efectivo y prometedor en que la UE se ha afirmado en el pasado reciente, y que es así como se debería afirmar en el futuro. En particular, reforzaría el sistema de incentivos y reduciría los correspondientes desincentivos a la movilidad de los individuos a lo largo y a lo ancho de Europa. Esa movilidad es de importancia suma. Es el único factor que puede asegurar un día la formación de una auténtica comunidad de sentimiento en Europa, que no esté circunscrita a las elites privilegiadas del momento; y el único que podrá garantizar a largo plazo la libertad de todos. Porque sin esa capacidad de salir y entrar, de moverse, las gentes están atrapadas en las estructuras de autoridad local, regional o nacional, en los mercados cautivos y en las zonas de influencia pactadas entre las élites “derechistas” o “izquierdistas” correspondientes. Desde tiempo inmemorial, y con los nombres más diversos, las elites de un color u otro han ensayado formas de mantener a los individuos bajo control. El descubrimiento más reciente es el sistema de incentivos/desincentivos que consiste en repartir puestos de trabajo subsidiados con cargo al bolsillo de los contribuyentes, y que minimiza las posibilidades de movilidad social. Esos puestos de trabajo crean situaciones difíciles de alterar, y fi jan a las gentes a ciertos contextos locales o sectoriales relativamente rígidos. Irónicamente, cabe sugerir que este sistema es una forma “posmoderna” de realizar un proyecto muy antiguo: el de fijar las gentes a sus territorios, como los siervos de la gleba del Bajo Imperio Romano. Las innovaciones recientes son el uso masivo de fondos estatales y el uso de un discurso de justificación de aire universalista. El hecho es que se mantiene a una serie de sectores y segmentos sociales europeos amplísimos en un status de semiciudadanía, dándoles ayudas y subsidios que les hacen sentirse dependientes (lo que reduce su ambición y su autoestima), halagándoles (lo que les desconcierta y les quita capacidad de defensa), y fijándoles aproximadamente donde están (lo que les hace vulnerables). Esto ocurre con los parados, que podrían ser trabajadores en otros países europeos, pero no pueden serlo por razón de las muchas barreras erigidas en nombre de la solidaridad. Con las mujeres, a las que se empuja hacia un trabajo subsidiado en un sector público hinchado artificialmente, y justificado como (lo que se ha llamado) un “estado favorable a la mujer”. Con los agricultores, a quienes se CLAVES
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va reduciendo a lo largo de un lento proceso de asfixia, permitiéndoles un desahogo ritual en jacqueries intermitentes. Con los habitantes de regiones relativamente más pobres, a quienes se puede hacer dependientes de los subsidios administrados por las alianzas de poder local, so capa de la exaltación de las raíces territoriales o las identidades regionales. Con los consumidores culturales, a quienes se fuerza a consumir el producto de las élites locales correspondientes, en nombre de la cultura europea amenazada. Pero si a esos (y otros) segmentos sociales se les empuja a la periferia de una sociedad europea en ciernes, y si se deja el centro del escenario a las clases políticas y los círculos superiores de las elites funcionariales, empresariales y sociales, permitiéndoles que edifiquen un refinado sistema de entendimientos mutuamente ventajosos, y si el espacio público permanece subdesarrollado, el resultado de todo ello podría ser un sistema de círculos sociales concéntricos que, sin fuerzas contrarias que lo frenasen, llevaría a una formación política singular, una variante de la “sociedad de corte”. Como sabemos, la sociedad cortesana fue el tipo de sociedad que existió al término del antiguo régimen y precedió a las modernas sociedades civiles. Se organizaba en torno a un centro ejemplar (con control sobre, o bajo control de, un aparato administrativo bastante poderoso), que distribuía prestigio, recursos y actividades entre sus miembros, supuestamente en función de la distancia que los separase de él. Conviene tener presente que, aunque una sociedad de esa clase sería un anacronismo en las condiciones de Europa al final de este segundo milenio, no es imposible que algunos de sus rasgos se reproduzcan inadvertidamente entre nosotros13. Curiosamente, fueron otras variantes de esa sociedad (autoritarias, clientelistas, corporativas, con rígidas diferencias de status) aquéllas de las que escaparon los emigrantes europeos que, en un pasado no tan remoto, atravesaron el océano para formar una Nueva Europa en otras tierras. ■ [Texto revisado de la conferencia dada en el Centro Robert Schuman, Instituto Universitario Europeo de Florencia, el 22 de marzo de 1999. Agradezco los comentarios de Yves Mény, Juan Carlos Rodríguez y José Ignacio Torreblanca].
13 Sobre el problema del posible desarrollo de una “sociedad cortesana” en la Europa de hoy véase Pérez-Díaz, 1999b.
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Víctor Pérez-Díaz es catedrático de Sociolo-
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DESPUÉS DE LA PASIÓN POLÍTICA JOSEP RAMONEDA
El fin de la historia
“No hay autoridad ni poder público que no muestre ahora al desnudo su propio vacío y su propia abyección”, escribe Giorgio Agamben. Este tiempo, que algunos llaman poshistórico (la historia se acabó pero el Estado pervive) y otros pospolítico (el fin de la historia es también el fin del Estado), en realidad es tiempo de obscenidad. Despojadas de los velos de las ideologías, las instituciones ofrecen el espectáculo pornográfico del poder por el poder –la política como medio sin fin, porque el fin se agota en ella misma: el poder–. “El principal objetivo de este Gobierno es durar”, con esta crudeza, sin vuelo en el verso, un presidente del Gobierno adoctrinó a sus ministros en el primer consejo de su mandato. Volvemos a los tiempos de Maquiavelo: detrás de la razón de Estado no hay siquiera la defensa de la institución (que sería lo propio de la modernidad) sino, simplemente, la conservación del poder por parte del príncipe. La ciudadanía no puede alegar ignorancia porque los secretos del poder se han hecho absolutamente visibles. Y, sin embargo, como dice Agamben: “Nunca una época ha estado tan dispuesta a soportarlo todo y, al mismo tiempo, a encontrarlo todo tan intolerable”1. Todo está a la vista. Ni siquiera queda espacio para la transgresión. Pero la ciudadanía opta por el silencio “como si hubiera sido expropiada de su propia capacidad expresiva”. Sólo de vez en cuando muestra su indignación revestida de grito ético colectivo. Así pueden entenderse hechos tan dispares como, por ejemplo, la masiva asistencia al funeral de Lady Di, la millonaria movilización que siguió al asesinato de Miguel Ángel Blanco, la marcha
1 Giorgio Agamben: Homo sacer, Turín, Einaudi, 1995; Mezzi senza fine, Bollati Borighieri, Turín, 1996.
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blanca de Bruselas contra la pederastia de Estado y la reacción parisina contra la ley Debré sobre la inmigración que, en 1997, en lugares distintos y con diferencias de meses, llevaron a la calle a millones de ciudadanos. Frente a los políticos se levanta, de cuando en cuando, la voz de la ciudadanía que, como el coro en la tragedia clásica, amonesta a los actores por su arrogancia y por su insensibilidad. La obscenidad del poder
Desde que hace 20 años la política española emergió del erial del franquismo, la construcción de unas reglas del juego conforme a los principios de la democracia constitucional no ha impedido que el poder se mostrara con toda su obscenidad. Desaparecidas las razones que justificaron la aceptación de la monarquía por un criterio de utilidad, ésta ya no es más que una prescindible institución predemocrática que consagra formas tan desfasadas como el carácter hereditario del poder o la preeminencia de los varones sobre las mujeres. De la experiencia de UCD comprendimos rápidamente que la lucha grupuscular por miserables cuotas de poder era para algunos mucho más importante que el interés general. Después de 14 años de poder carismático de Felipe González descubrimos que la razón de Estado servía para esconder un sistema de criminalidad y corrupción instalado en el corazón de éste, allí donde radica un monopolio de la violencia cada vez más precario. Si había secreto era porque la in justicia lo necesitaba. Tres años de Gobierno de Aznar han demostrado que para la derecha la separación entre público y privado es irrelevante, con lo cual se renuncia a la necesaria autonomía de lo público para que se pueda hablar de política en sentido pleno. Los nacionalismos han puesto de manifiesto que bajo los sentimientos políticos sólo se oculta un modo de consolidar y mantener el poder de unos cuantos. Las di-
ficultades del poder legislativo para controlar al Gobierno han consagrado la plena sumisión del Parlamento al Ejecutivo. El Poder Judicial, convertido en verdadero poder de control del Ejecutivo, se ha visto atravesado por las contradicciones políticas. Las relaciones entre justicia, política y dinero han puesto de manifiesto la precariedad de la división de poderes. La sórdida lucha por el poder ha presidido la vida interna de los partidos políticos y las relaciones entre ellos. Al tiempo que unos y otros se acomodaban sin rechistar a las exigencias de la economía-mundo capitalista, representadas por los criterios emanados del FMI. Sin embargo, se habla del milagro democrático español –cada día menos, es cierto– y del modelo de transición. No es que haya ido peor que en otras partes, sino que simplemente aquí también el Estado, al renunciar a la autonomía respecto del poder económico, al demostrarse incapaz tanto de asegurar el bienestar de los ciudadanos como de poner límites a la voracidad capitalista, ha perdido legitimidad. De ahí el descrédito de la política, visiblemente sometida a la razón económica. Antes de que se imponga lo que Karl Polanyi2 llamaba “el veneno mortal del conformismo”, quedan, como él mismo proponía, dos opciones: “O ignorar la realidad de la sociedad en nombre de los absolutos morales y aceptar impotentes la pérdida de la libertad o abandonar tales absolutos, reconocer la realidad de la sociedad y formular sobre ella nuestra libertad institucional”. A la primera de las opciones corresponde una arraigada tradición intelectual que ha degradado la cultura de la sospecha a cultura de la vanidad de quienes convierten el papel de almas bellas en su negocio privado. La evidencia de la rea2 Karl Polanyi, La libertá in una societá complessa, Bollati Borighieri, Turín, 1987.
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lidad de un poder que se muestra sin ropa jes debería servir para la reconstrucción realista de la libertad. La disolución de las ideologías políticas ha dado paso a una ideología de raíz económica de carácter universal, que podríamos llamar globalismo o ideología de la tercera ola. Esta ideología, que se apoya en la fascinación –y falta de comprensión– que la ciudadanía siente ante las nuevas ideologías, tiene al Estado en su punto de mira. Porque se trata de dejar vía libre a la unificación de la economía-mundo capitalista, superando las resistencias que la política podía ofrecer. Una ideología que favorece y contempla con satisfacción la exhibición que el poder hace de sus obscenidades. El descrédito del Estado es el mejor aliado del poder económico transnacional. Al fin y al cabo la pospolítica es el periodo histórico en que el Estado –otro día soberano– cede la última palabra. ¿A quién? De ello dependerá que la política retorne –es decir, que la ciudadanía recupere la expresividad perdida– y que la libertad se expanda de nuevo, porque la democracia necesita la autonomía del espacio de lo político.
de la expresividad por parte del poder económico y su cuantificación universal. Cuando la política se reduce a la exhibición de los indicativos macroeconómicos, la polis, el espacio público, como lugar de la vida activa ha desaparecido. Todo es interés privado. La ilusión económica, como ha explicado Emmanuel Todd 3, pretende sacar al individuo de todo marco colectivo de referencia, porque perdido a solas, con su nuda individualidad a cuestas, es mucho más vulnerable y domesticable. Reducir el individuo a sujeto económico es quitarle la condición de ciudadano que le da voz en el espacio público y reducir la política a la lucha por el poder entre las élites. Agamben recuerda: “Un mismo término –pueblo– nombra tanto al sujeto político constitutivo cuanto a la clase que, de hecho, si no de derecho, es excluida de la política”. La expresión pueblo es hoy retórica política a beneficio de inventario. Y, sin embargo, como decía antes, la ciudadanía de vez en cuando deja sentir su voz, trata de reconquistar un espacio público. Lo que en la sociedad de masas pasa por un perverso juego entre los medios de
El pueblo y los secretos del poder
La política democrática es el espacio de la confrontación verbal. La liquidación de la autonomía de la política es el secuestro Nº97
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3 Emmanuel Todd: La ilusión económica. Sobre el estancamiento de las sociedades desarrolladas, Taurus,
Madrid, 1999.
comunicación y aquélla. Las movilizaciones populares que se dieron en 1997 en diferentes lugares de Europa –por motivos bien distintos–, y de las que antes hice mención, expresan esta actitud tentativa de la ciudadanía que se resiste a que su voz sea definitivamente silenciada con el triunfo de la indiferencia. La gente sale a la calle para expresar sus sentimientos políticos (sentimientos, porque son reacciones que se sitúan en el territorio en que lo racional está inscrito sobre lo irracional, y políticos, porque tienen que ver con el modo de entender la cosa pública), de forma masiva y, a veces, inesperada. Son movilizaciones concretas (en el tiempo y en la motivación) que parecen difusas en sus objetivos porque al final del paseo no está la conquista del poder o la revolución social, como se temía años atrás cada vez que algunos millares de trabajadores se movilizaban. Y ni siquiera representan una lógica antisistémica, aunque puedan incluir manifiestas críticas al funcionamiento de las cosas. En este modelo actual de movilización ciudadana, los medios de comunicación desempeñan un papel amplificador fundamental y cubren la ausencia de líderes que canalicen y dirijan políticamente de modo explícito las movilizaciones. Los medios actúan, en cierto modo, como un agente 23
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doble que negocia a la vez la complicidad con la ciudadanía –cuyos sentimientos publicita– y con el poder político y económico a los que está unido por un sistema de intereses. Esta suma de factores dificulta la comprensión de estas reacciones ciudadanas. Y, antes de levantar acta de obsolescencia de las viejas categorías de análisis, se acostumbra a clasificar lo que no se entiende en el apartado del omnipotente poder de manipulación. “Sólo descubrí la realidad cuando empecé a fotografiarla”, dice Antonioni en su última película. Ciertas gafas graduadas ya hace años no ayudan a ver el secreto que la fotografía revela, a pesar de que si algo abunda en nuestra sociedad son las imágenes. Una característica de este fin de siglo es que los ciudadanos, con la perversa colaboración de los denostados medios de comunicación de masas, han conseguido fisgar en los secretos del poder. El secreto es un elemento fundamental para la afirmación de éste y para la construcción de la ideología. El secreto da al gobernante lo que el misterio al sacerdote: posición de superioridad y presunción de aura. El secreto funciona independientemente de su contenido. Aún más, es en tanto que no tiene contenido que es secreto: el secreto del poder es que no tiene secreto. El secreto amaga siempre algo que no es el secreto. Todo empezó cuando se descubrió que la superpotencia soviética era una inmensa mentira. Aquellas movilizaciones masivas y pacíficas fueron las últimas que hicieron caer el poder y las primeras de un nuevo estilo más convivencial que revolucionario. Desde entonces el ojo de la ciudadanía ha ido penetrando los arcanos del poder: los secretos de corrupción y complicidad del más sofisticado régimen de guerra fría, el equilibrio italiano; los secretos de escuchas telefónicas y espionajes aquí y allá que culminaron con la ridícula imagen de un viejo verde espiando artistas de cine desde el palacio del Elíseo; los secretos del terrorismo de Estado en España y de la corrupción en casi toda Europa; los secretos de las complicidades entre política y crimen sexual en Bélgica; los secretos de la familia Windsor e incluso, ¡oh! gran tabú, los secretos de las cuentas numeradas en Suiza. El carácter de agentes dobles de los medios de comunicación sobre los que la ciudadanía se apoya para abrir puertas cerradas, puede hacer pensar que sólo se descubre lo que haya perdido virtualidad y eficacia, lo que ya estaba condenado a liquidación. Pero estos acontecimientos han servido para que la ciudadanía tomara 24
conciencia de la desnudez del rey. Es frente a esa desnudez cuando la ciudadanía reacciona. Con escepticismo e indiferencia muchas veces, pero con impulsos de reacción moral y democrática en otras ocasiones. Y siempre con los medios haciendo el doble papel de mecanismos de control social y de puente de comunicación entre los ciudadanos. Sin ellos nunca se habrían contado por centenares de miles los manifestantes en la calle. Se trata, por tanto, de un fenómeno de reacciones concretas ante estímulos precisos (que hacen saltar muchas cosas guardadas o reprimidas) y que retroceden inmediatamente. Los franceses se sienten humillados cuando se les pide que hagan de policías de la inmigración; los belgas, cuando ven aparatos de Estado detrás de la delincuencia sexual; los españoles, ante la crueldad y la ineficacia politiquera; los ingleses explotan ante la frialdad del leviatán cuando muere un personaje vulgar e insignificante como Diana, en cuyas desdichas de niña pija la ciudadanía proyecta su malestar con la Corona. La gente sale a la calle para levantar acta de disconformidad con los comportamientos políticos en momentos en que una conjunción de factores produce una recarga emotiva. A menudo, es la muerte la que hace reaccionar a la ciudadanía: el principio de realidad que rompe la nube de ficción que nos envuelve en la sociedad virtual. Y estas movilizaciones confirman dos cosas: la crisis de las instituciones intermedias que articularon la democracia representativa (vamos camino de una democracia en la que la interlocución entre gobernantes y gobernados se hace en exclusiva por intermediación de los medios de comunicación) y la incomodidad de la ciudadanía en una sociedad organizada bajo el principio de la desigualdad creciente (los ciudadanos viven en el temor de ser víctimas de la ruleta del desempleo, de la marginación o de la exclusión –de ahí la eficacia simbólica de las obras de caridad de Diana de Gales–). Se dirá que no hay proyecto, que estas movilizaciones son la culminación de la debilidad posmoderna, que no hay ninguna propuesta de emancipación que las acompañe, que confirman la capacidad del poder de integrarlo todo. Pero ¿qué se ha hecho de los viejos proyectos de emancipación? ¿Quién los enterró en el cruel cementerio del totalitarismo o en la aceptación socialdemócrata de la imposibilidad de cambio real? Probablemente las movilizaciones ciudadanas no nos sacarán del atolladero del fin de la historia y la amenaza de expansión del fascismo ordinario (el de la
indiferencia, el que acepta la sumisión como algo normal e irreprochable, el que no lleva correajes ni grandes proclamas pero conquista conciencias y conductas), pero lo que sí sabemos es que, desde la vanguardia de entonces como desde las élites de ahora, a la ciudadanía se la ha contemplado siempre con desprecio y con la convicción de que sin el liderazgo de los lúcidos no hay salvación. De ahí que la manipulación sea lo primero que se les ocurre cuando algo se mueve. De ahí que hablen de pueblo y de masas, no de ciudadanos, que es el título que da al individuo significación política. El ciudadano defiende su palabra. El pueblo es el estorbo que las élites quieren expulsar del espacio político, del que quieren apropiarse sin mirones. Control de la población y tiranía de la opinión
Pero ¿existe el pueblo? “De sujeto político constitutivo ha pasado a ser objetivo de la exclusión política”, nos dice Agamben. Sin embargo, este pueblo dio el empujón definitivo a los regímenes políticos del Este; sus movilizaciones, aunque excepcionales, consiguen resultados concretos (la indignación ciudadana por el asesinato de Miguel Ángel Blanco acorraló a ETA); y una representación virtual de su voz –la que se sintoniza a través de las encuestas– llega a diario a los altos despachos muy atentos a este pálpito, porque en sus orientaciones ven la garantía para la conservación del poder. Todo eso ocurre en el centro, porque en las periferias el pueblo sigue siendo carne de explotación o de olvido. Sólo cabe resistir, cortocircuitando la normalidad globalizadora, o conseguir el estatuto de víctima reconocida por el primer mundo, como en el caso de los albanokosovares, para recibir protección y ayuda hasta que las cámaras, la atención, se vayan a otra parte. Porque la llamada globalización –al no tener otro gobernante que el poder financiero– está poniendo en peligro, como ha escrito Dahrendorf, el equilibrio entre “oportunidades económicas, sociedad civil y libertad política que había caracterizado las sociedades modernas occidentales”. El vínculo entre ciudadanía y acción pública se debilita, pero todavía existe. Durante los años de la pasión política, el espacio público estaba atravesado por una oposición simple que la democracia trató de ritualizar reemplazando la violencia física por la confrontación verbal. Derecha e izquierda era la forma eufémica de distinguir entre defensores del sistema y partidarios de la alternativa al capitalismo y, por extensión, entre partidos vinculados a CLAVES
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las clases dirigentes y partidos vinculados a la clase obrera. La izquierda pretendió monopolizar la representación del pueblo, como si enfrente sólo estuvieran los usurpadores. Los frentes populares representaban esta idea del pueblo en movilización permanente. El fracaso de la única alternativa realmente constituida al sistema capitalista, la concreción totalitaria del comunismo en los países llamados del socialismo real, la derrota de la clase obrera disuelta en grupos de intereses diversos y definitivamente desarticulada en los años del reaganismo, los límites de los intentos reformistas de la socialdemocracia (con la derrota del proyecto francés de 1981), han acabado con la confrontación que dominó la política durante el siglo XX . ¿El fin de la oposición simple augura también el fin de la democracia? ¿Puede adaptarse a la llamada sociedad compleja un sistema pensado por una política de confrontación simple? Liquidada por algún tiempo por lo menos la idea de alternativa al sistema capitalista, ¿hay que entender que la escena política está cancelada y que ha sido el capitalismo y no el socialismo el que ha llegado Nº97
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al estadio de la sustitución de la política por la administración de las cosas descrito por Marx? El pueblo, en tanto que expresión de la ciudadanía soberana, ha perdido vigor porque es en el pleno reconocimiento de la política donde está su fuerza. La multiplicación de grupos de intereses provoca una evolución de la democracia representativa a la democracia de lobbies. Los intereses de los grandes grupos económicos chocan en sus presiones al poder con los pensionistas y jubilados –grupos sociales con poca voz pero influencia electoral creciente–, la clase obrera pierde pie dividida entre los que tienen empleo y los parados y fragmentada en mil subgrupos. El pueblo soberano va camino de ser un cóctel de grupos de presión. La presión de la mayoría sólo se da excepcionalmente: en movilizaciones singulares por cuestiones extremadamente sensibles. La paranoia de los gobernantes, que ven siempre el menor movimiento como una amenaza a su poder, da pie a una creciente “tiranía de la opinión pública”, que nada tiene que ver con la opinión democrática de la ciudadanía, que sólo contribuye a debilitar el prestigio de la políti-
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ca. Efectivamente, entiendo por “tiranía de la opinión pública” los estados de humor de la ciudadanía que llega, previa manipulación por las técnicas estadísticas, a los gobernantes y que éstos acogen como si fueran las tablas de la ley. El seguidismo oportunista del gobernante a golpe de sondeos, que sitúa a la política al mismo nivel que un programa de reality show hecho a impulsos de audímetro, no es más que una forma larvada de populismo que nada tiene que ver con la cultura democrática que pide a los gobernantes liderazgo en defensa de las libertades y no sumisión al capricho de una opinión pública mediatizada por el impacto emocional –tan intenso como breve– que tienen los acontecimientos en la sociedad espectáculo. El eclipse del pueblo es el camino hacia la sociedad de la indiferencia democrática. En el origen del Estado moderno sitúa Michel Foucault el nacimiento de una nueva disciplina teórica: la estadística. Gracias a ella se pasaría del poder disciplinario centrado sobre cada uno de los individuos-ciudadanos en la obsesión por maximizar su papel en el proceso de producción al poder gubernamental que trataría a éstos como grupos de población genéricamente controlables y moldeables conforme a las necesidades de cada momento. Al final de la modernidad, la estadística reaparece como técnica para auscultar a los ciudadanos y adecuar el ejercicio externo del poder a sus mensajes. El control de la población y la tiranía de la opinión se refuerzan en la construcción de la sociedad de la indiferencia, en la que los ciudadanos han de tener la sensación de ser escuchados en lo accidental para resignarse en lo fundamental. Un poder que les quita sistemáticamente recursos expresivos. La banalización del mal
¿Por qué la obscenidad? ¿Por qué el poder permite que se muestren sus secretos? Porque la mejor garantía para expropiar a la ciudadanía del lenguaje de la exigencia y de la crítica es la banalización del mal. ¿Cómo se consigue esta banalización? Negando legitimidad moral a ambas partes. Los debates sobre la corrupción –ya sean en voz de políticos o de creadores de opinión– casi siempre se fijan en los corruptos y olvidan a los corruptores. En cualquier caso, muestran con los corruptores una comprensión que no tienen para con los corruptos. A pesar de que todos sabemos que no hay corrupto sin corruptor. ¿Por qué? Porque el juego de la doble moral ayuda a la banalización. Señalando al corrupto se trata, por supuesto, de deslegi25
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timar al Estado conforme al criterio impuesto por el pensamiento económico hegemónico de que sólo fuera del Estado está la salvación. Pero se trata también de dar por entendido que estas conductas condenables en los gestores de dinero público son habituales, e incluso aceptables, en el ámbito privado. El paso siguiente es difuminar por completo la distinción entre los dos ámbitos y normalizar cualquier conducta corrupta, entregando de vez en cuando alguna cabeza como chivo expiatorio a la indignación ciudadana. Que el principal corruptor del caído régimen italiano de posguerra, Silvio Berlusconi, cargado de amenazas judiciales, sea uno de los líderes –con plena complicidad de la izquierda– del nuevo régimen da la medida de cómo se abusa de las reglas del juego de la democracia para transmutarla en corte de la clase cosmopolita, con exclusión de lo que un día se llamó pueblo. El poder económico ha hecho con la corrupción un gran negocio: ha desplazado la atención de sus manejos a los de la clase política. Si hace 50 años, en el apogeo de la lucha de clases, el personaje social susceptible de toda sospecha era el empresario, ahora es el político: éste se ha convertido en chivo expiatorio para que el poder económico pueda imponer sus reglas del juego sin limitaciones y con el beneplácito de toda la clase política que, consciente o inconscientemente, acepta el papel de valet de chambre del dinero. Si cuando llegaron al poder los socialistas españoles descubrieron que los guardias civiles también tenían madre y pasó lo que pasó, ahora los socialistas han descubierto con entusiasmo que los empresarios también se arriesgan y han hecho del principio del riesgo su propuesta ideológica para una sociedad de emprendedores. Lástima que no todos tienen el mismo colchón a la hora de hacer el salto mortal. Ley y verdad
La libertad es la ley, como decía Montesquieu. En la sociedad de la tolerancia la ley da un marco de objetividad, convirtiéndose en el ámbito de lo posible. Pero la sociedad abierta es mucho más que la ley. Ésta, que debería operar como garantía para todos, ni puede ser autoridad moral, en sentido de definir qué es el bien y qué es el mal, ni puede convertirse en el límite de lo pensable, ni puede ser el único criterio de acción colectiva o individual. La dejación de responsabilidades de la política no puede abandonar la sociedad en las solas manos de los jueces. 26
La ley es la formalización de unas reglas del juego. Como tales son modificables y deben serlo al ritmo de los cambios que experimenta la sociedad: sus creencias, sus mentalidades, sus necesidades. La ley establece los criterios para garantizar un marco de convivencia respetuoso con todos (derecho constitucional), para dirimir los conflictos que puedan derivarse de los acuerdos entre ciudadanos (derecho civil) y de las relaciones entre ciudadanos y el Estado (derecho administrativo) y para castigar a aquellas personas que atentan contra los derechos y libertades de los demás (derecho penal). Pero la ley ni es la verdad ni es el bien. Ni siquiera tiene por qué ser el interés general de un momento determinado. La verdad no es patrimonio de nadie. La modernidad arranca precisamente de la secularización de la verdad. Durante muchos años la verdad fue selectiva. Tenía un tiempo, un lugar y un depositario. El depositario de la revelación cristiana fue Moisés en el Sinaí, el oráculo tenía también sus lugares y sus recipiendarios. La consagración del hombre como sujeto de conocimiento –y no como simple portador de la verdad divina– que dio paso al conocimiento científico puso la verdad al alcance de quien quisiera poner los medios y los esfuerzos necesarios para correr detrás de ella, aunque, como la liebre en el canódromo, sea siempre inalcanzable. Y aunque inmediatamente la producción de verdad se convirtió en una fuente de poder y se crearon los mecanismos de rarefacción necesarios para otorgar o retirar el derecho a producir verdad, nadie podía alegar su monopolio. Ni siquiera los fracasados intentos de adaptar el conocimiento del hombre y de las sociedades humanas al método científico propio de las ciencias naturales ha logrado cerrar el horizonte de la verdad. Durante años, el fragor de la batalla ideológica se presenta como la lucha entre verdades. La certeza de que cada cual tenía en sus manos la llave del mundo –la única, la desinteresada, la verdadera– hizo el conflicto especialmente sangrante. La evidencia de que las verdades ideológicas sólo escondían sistemas de intereses (y las atrocidades cometidas en nombre suyo) abrió paso a una idea de tolerancia que a menudo se confunde con el relativismo: que todas las ideas sean respetables no significa que todas sean iguales ni que todas sean verdad. En el marco del relativismo la tentación de presentar la ley como la pequeña verdad común es, además, un modo de desactivar el fundamento teórico de toda argumentación crítica.
Algo parecido ocurre con la idea de bien. La ley no es el bien. Cumplir la ley no es cumplir con la obligación moral. Puede que, a veces, el bien, en tanto que criterio de conducta conforme al que cada cual construye su estilo y su estar en el mundo, entre en contradicción con la ley. Con lo cual el ciudadano afectado deberá asumir las consecuencias de una ley en discrepancia con sus criterios morales. Y puede que la ley no esté conforme con criterios morales socialmente aceptados, lo cual plantearía la cuestión de la resistencia, el rechazo y la desobediencia. La ley es un reglamento pactado. Y donde no es así, no hay democracia. Pero ni a la ley ni a los jueces corresponde liderazgo social alguno. Un Estado judicializado es un Estado que ha perdido la autonomía del espacio público. Como Hobbes, con su estado de guerra, y Hegel, con la dialéctica del amo y del esclavo, nos explicaron, en el origen está el conflicto por el reconocimiento y por la supervivencia. La imposibilidad de ponernos de acuerdo sobre el bien nos obliga, por lo menos, a solidarizarnos frente al mal. A esta estrategia genérica la llamamos proceso de civilización. Sobre ella crece el Estado. Pero la historia demuestra que cualquier poder es portador de la violencia que supuestamente debería erradicar. En democracia la ley es un reglamento de protección contra el mal: contra el abuso del poder (tanto económico como político), contra la negación del respeto al otro en las relaciones sociales. La crítica democrática tiene que señalar con el dedo aquellas circunstancias en que la ley sirve para encubrir el mal. Y la ley no debe pretender erigirse como lo que no es: el bien social absoluto. ■ [Este texto forma parte del libro Después de la política, Josep Ramoneda, Taurus, 1999].
es profesor de Filosofía y director del Centre de Cultura Contemporània de Barcelona. Autor de Apología del presente y El sentiJosep Ramoneda
do íntimo. CLAVES
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LA AMENAZA REGIONAL DEL EURO ROBERTO VELASCO
Dada la naturaleza de ambos conceptos no se puede ofrecer, hoy por hoy, una valoración cuantitativa precisa del beneficio o coste neto de la Unión Monetaria Europea (UME) para cualquier Estado miembro; de lo que cabe deducir que es extraordinariamente complicado saber, con un aceptable nivel de precisión, cuáles serán las consecuencias regionales de la misma. En descargo de la ignorancia asumida conocemos, sin embargo, las principales fuentes de incertidumbre que lo impiden, desde las que rodean al propio proceso de puesta en circulación del euro y a la aplicación de la política monetaria común, hasta las que se infieren de la escasa capacidad predictiva de la ciencia económica, derivada, a su vez, de la imperfección de sus instrumentos analíticos. Si ya resulta complicado analizar los efectos regionales de la Unión Económica, es aún más difícil el cálculo de las consecuencias de la Unión Monetaria (Collins, 1997). El dinero ha sido uno de los aspectos menos estudiados por la ciencia regional, que no ha desarrollado aún las herramientas correspondientes para ofrecer resultados rigurosos (Velasco, 1991). Por su parte, las teorías de la integración monetaria, como la de las “zonas monetarias óptimas”, sólo están medianamente desarrolladas y, además, el caso de la UE no tiene precedentes, porque es la primera vez en la historia económica mundial que tantos como 11 países independientes adoptan una moneda única y, además, es obvio que importantes asuntos estrictamente políticos inciden también en esta decisión. Así pues, a la hora de intentar medir las consecuencias regionales de la UME nos encontramos con que los datos disponibles son insuficientes y la metodología asequible es incompleta; además, la ausencia de iniciativas en este terreno viene a sugerir que ni los países ricos de la UE ni 28
la misma Comisión Europea parecen tener interés en los resultados de eventuales estudios, quizá porque sospechan su signo. Todo lo cual no impide los posicionamientos políticos sobre la materia, ni las aproximaciones científicas a lo que puede ocurrir cuando un choque, cualquiera que sea su naturaleza, golpea específicamente a una economía regional dentro de un sistema de cambios fijos. Entre los primeros, los más importantes hacen referencia a la incorporación a la UE de nuevos Estados miembros de Europa oriental y las intenciones de los países más ricos de reducir su aportación al presupuesto común, lo que tendría importantes repercusiones en los desequilibrios regionales. Respecto a los trabajos de los economistas sobre las consecuencias regionales de la UME, baste por ahora con decir que los numerosos enfoques, tanto teóricos como empíricos, han dado lugar a opiniones y resultados para todos los gustos. Si acudimos primero a las enseñanzas que en este ámbito nos proporciona la experiencia, llegaremos pronto a la conclusión de que uno de los rasgos más característicos de la UE es el elevado grado de desigualdad económica regional; desequilibrios que, además, no se han reducido desde comienzos de los años ochenta, lo que da a entender que “las disparidades regionales están firmemente ancladas en el entramado económico comunitario y tienen, en consecuencia, un carácter verdaderamente estructural” (Villaverde, 1996). Las diferencias entre Estados miembros revelan también una tendencia parecida a las interregionales: una primera fase convergente hasta los años ochenta y un parón o retroceso a partir de esa década (Mancha y Cuadrado, 1996). Proceso idéntico al seguido, de otro lado, por las disparidades territoriales dentro de cada Estado miembro. Por otro lado, con la adopción del euro, se-
rá la competitividad global la que va a decidir la posición relativa de cada país, porque han desaparecido los velos monetario y cambiario que ocultaban muchas carencias competitivas. Carencias que, digámoslo bien claro, la moneda única no va a eliminar o reducir por sí sola. La situación de partida de la economía española no es, en este sentido, nada halagüeña, pese a los avances logrados durante los últimos años. Un análisis reciente (Maroto, 1998), basado en The World Competitiveness Yearbook del International Institute for Management Development, muestra que las disparidades de competitividad entre los países de la UME son muy considerables y que España ocupaba en 1998 uno de los tres últimos lugares en infraestructuras, gestión tecnológica, resultados de las empresas, eficiencia de la Administración pública y creación de empleo, entre otros. Sólo aparecemos en los primeros lugares en tasa de ahorro, eficiencia del sector bancario y cualificación del personal dedicado a I+D. Los estudios realizados en su día sobre el impacto espacial del Acta Única y los análisis posteriores de la situación socioeconómica de las regiones europeas, han dejado bien claro que el gran mercado interior ha introducido nuevos factores de concentración de la actividad en los países del Norte y, por tanto, de divergencia real relativa en el conjunto de la Unión (Velasco, 1997b). Esta realidad ha dejado en bastante mal lugar la aplicabilidad regional del modelo neoclásico, para el que la mayor movilidad de los factores productivos y el libre comercio propios de una economía integrada provocan una tendencia hacia la igualación de rentas y de precios de los factores de producción en todas las regiones. Por el contrario, las líneas generales del proceso real seguido han confirmado que las teorías de la divergencia económica (basadas en las imperfecciones CLAVES
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del mercado, las economías de escala y las rentas de aglomeración) y las recientes teorías del comercio internacional no están descaminadas cuando advierten que el proceso de crecimiento central puede resultar reforzado por la integración en lugar de debilitarse (Mc. Aleese, 1993). Todo lo cual ha contribuido a reducir la fe en la igualación pronosticada por la doctrina neoclásica de algunas instituciones, como la Comisión Europea, más cercana hoy a posiciones cuando menos agnósticas respecto a las benéficas consecuencias equilibradoras de la UME en el conjunto del territorio comunitario. En definitiva, la teoría económica de la integración asegura beneficios globales para los países participantes, pero en ningún caso garantiza un crecimiento equirrepartido y, mucho menos, un desarrollo asimétrico en favor de las áreas más deprimidas de los mismos. El Acta Única Europea reconocía ya la inestabilidad de este Nº97
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proceso y la práctica política ha puesto de manifiesto la necesidad de reforzar la cohesión económica y social para paliar, ya que no evitar, sus consecuencias con medidas financieras apropiadas. Acciones que ahora parecen más necesarias que nunca, porque lo que nos enseña el pasado es que los desequilibrios interregionales aumentan o, por lo menos, persisten en Europa y en el interior de los Estados miembros (Esteban y Vives, 1994). Si las economías regionales europeas convergieran automáticamente en niveles de producto medio por persona ocupada y en tasas de paro (principales fuentes de desigualdad), aunque fuera de manera muy lenta, podríamos conformarnos con “recomendar paciencia a los habitantes de las regiones más atrasadas” (Esteban y Vives, 1994). Pero no es esto lo que ocurre y, por ello, la política regional activa continúa siendo imprescindible y requiere de nuevos impulsos con la implantación del euro.
De entre los varios tipos de choques que pueden afectar a una economía regional, la desaparición del tipo de cambio como instrumento de ajuste aconseja considerar especialmente los choques de carácter asimétrico (Mora y De Miguel, 1997), es decir, aquellos que desestabilizan de manera singular la economía de un país o región concretos. Las razones para que un choque golpee con más intensidad a un país que a otro, a una región que a otra, son teóricamente numerosas: la especialización productiva en sectores que repentinamente entran en crisis, el grado de integración de los mercados de productos, las diferencias de desarrollo económico, la mayor o menor flexibilidad del mercado de trabajo, distinto comportamiento de los agentes sociales, etcétera. Razones que, como se ve, abundan en la realidad europea y española, aunque se espera que la culminación del proceso de construcción del mercado interior y la pérdida de importancia económica de las fronteras reduzcan el número de choques, aumenten en algunos casos su simetría y ayude a lograr una cierta homogeneización de conductas y actitudes. Pero las perturbaciones seguirán produciéndose, especialmente si, como defiende Paul Krugman, la mayor integración económica ocasiona efectos de aglomeración y agrupamiento de las actividades en las regiones más ricas, “lo que produciría más choques asimétricos en lugar de menos” (De Grauwe, 1998). Las discrepancias de los especialistas en cuanto a la mayor o menor probabilidad de que se produzcan choques de esta naturaleza las resolverá el simple transcurrir del tiempo, así como las dificultades derivadas de la ausencia de criterios teóricos que nos permitan evaluar el nivel de gravedad de los mismos. Pero el principal problema que se plantea es la respuesta de las regiones afectadas por choques asimétricos, entre las que abundarán las más po29
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bres, con el euro en pleno funcionamiento. Los economistas neoliberales arguyen que los mecanismos más apropiados para conducir el ajuste cuando se producen estas perturbaciones diferenciales giran en torno a la flexibilidad de los precios (y, más específicamente, de los costes laborales) y la movilidad del factor trabajo. El reto consistiría, por tanto, en sustituir el desaparecido instrumento del tipo de cambio por un mecanismo de precios y salarios flexibles y diferenciados, completado con una movilidad muy alta de la mano de obra. De otro modo, los ajustes derivados de estas crisis se pagarán regionalmente en términos de pérdidas de producción, de reducción de salarios reales y de empleo. Sin embargo, el hecho de que los salarios (nominales y reales) son ya mucho menores en las regiones pobres, hace difícil comprender cómo pueden reducirse más sin amenazar gravemente la cohesión social en las mismas. Y en cuanto a la movilidad laboral, no existe señal alguna de que la integración monetaria conduzca hacia masivos movimientos migratorios entre el Norte y el Sur. En todo caso, la UME afectaría solamente al estrato de la mano de obra con altísima calificación profesional, lo que conduciría a la fuga de cerebros de las regiones pobres hacia las más desarrolladas (Senn, 1990). Un somero repaso a la realidad regional española nos muestra que el mecanismo de formación de los salarios, “relativamente centralizado a nivel sectorial” (Villaverde, 1997a), conduce a pequeñas diferencias regionales de los mismos, lo que implica un grado de rigidez considerable. En estas circunstancias, un distanciamiento apreciable de los salarios interregionales puede resultar altamente conflictiva y desestabilizadora. Los conflictos recientes causados por las diferencias regionales registradas en los ingresos salariales de los funcionarios de prisiones son, en este sentido, bien significativas. Del otro mecanismo capaz de mitigar las consecuencias de una crisis asimétrica o diferencial, la movilidad territorial de la mano de obra, no cabe tampoco esperar grandes milagros, pues ha descendido de manera importante en las dos últimas décadas, después de los históricos movimientos migratorios hacia Madrid, Cataluña y el País Vasco de los años cincuenta y sesenta. Por otro lado, sería hoy política y socialmente descabellado propiciar en España fuertes movimientos poblacionales que descapitalizarían social e intelectualmente a las regiones más pobres, porque 30
ya no se repetirían aquellas migraciones de mano de obra rural y barata, sino la salida de trabajadores familiarizados con las nuevas tecnologías y los métodos modernos de organización. De hecho, este proceso se está ya produciendo, aunque en grado relativamente soportable, porque la recién citada exigencia de altas cualificaciones está disminuyendo la capacidad de absorción de inmigrantes poco expertos en las regiones punteras. En definitiva, parecen escasamente realistas las previsiones neoclásicas respecto a la movilidad de los factores productivos en Europa, que es un caso muy distante del de Estados Unidos: pese a que en el mercado único han desaparecido las trabas administrativas, las diferencias lingüísticas y socioculturales retraen considerablemente la movilidad laboral en la UE, en la que sólo el 1,5% de los ciudadanos vive en un Estado miembro distinto del que le vio nacer; y, según todas las apariencias, lo seguirán haciendo (Gros, 1996). Otro tanto cabe afirmar, aunque probablemente en términos más taxativos, en relación con el caso español. En estas circunstancias, someramente descritas, de alta improbabilidad de cumplimiento de las tesis neoliberales en este campo, sería razonable articular ex ante los mecanismos desequilibradores que generará la UME. Una manera de paliar los efectos negativos que, comparativamente, pueden afectar a las regiones más atrasadas, tanto los que se producirán en el corto (costes de transición) como en el medio y largo plazo, tiene que ver con la política fiscal. La transferencia de competencias en el campo de las políticas macroeconómicas desde el nivel nacional al supranacional aumenta la necesidad de una mayor solidaridad, hoy ya patente, a escala del conjunto de la UE. Sin embargo, el raquitismo del presupuesto común y la ausencia de una política fiscal mucho más armonizada en los impuestos sobre la renta y el capital constituye otro ariete contra el frágil muro de la cohesión económica y social; es decir, contra la idea de la progresiva igualación de la renta real, el empleo y las dotaciones infraestructurales de los distintos países y regiones. Hace ya varios años que diversos analistas vienen advirtiendo que el éxito de la Unión Monetaria pasa, entre otras cosas, por la introducción de un amplio mecanismo de estabilización social (Bayoumi y Eichengreen, 1991) capaz de reducir, vía un sistema de seguridad social o un esquema general de transferencias presupuestarias, los impactos negativos que sufrirán algu-
nos países y regiones como consecuencia de graves choques específicos o asimétricos. La ausencia de un instrumento amortiguador de los problemas provocados por perturbaciones específicas que puedan producirse en el seno de la Unión Monetaria es, por tanto, un serio problema (Martín, 1997). Hasta el punto de que el director general de Política Regional de la Comisión Europea haya defendido la idea de crear un nuevo instrumento y nuevas ayudas destinadas a responder a los choques asimétricos que puedan afectar a uno o varios países incorporados a la UME. De los varios modelos de integración posibles, los padres de lo que hoy llamamos Unión Europea siguieron uno de tipo funcionalista, que consiste en crear un entramado de relaciones económicas entre una serie de Estados comprometidos en conseguir diversos objetivos políticos (Lázaro, 1999). Pero dado que parece demostrado que no todas las partes implicadas obtienen beneficios en la misma proporción, la solución no reside en olvidar o encubrir el problema de la desigualdad, sino en introducir criterios firmes de solidaridad en el proceso. ¿Y qué está haciendo la UE en esta materia? Si la frase bíblica sigue vigente y hay que reconocerles por sus obras, veamos lo que condicionará el proceso integrador en el inmediato futuro, es decir, la llamada Agenda 2000, que contiene las bases financieras de los próximos siete ejercicios. En este sentido, cabe afirmar rotundamente que el Consejo Europeo de Berlín no trajo buenos vientos para la cohesión, sino todo lo contrario. En efecto, la búsqueda de la mejora relativa de la posición de los países que solicitaban compensaciones, el I want my money back que hiciera famoso Margaret Thatcher (Alemania, Holanda, Suecia y Austria), ha producido un recorte de los Fondos Estructurales que sienta las bases para un retroceso de la cohesión europea, puesto que para mantener las cifras distribuidas a tal fin en 1999 hubiera sido necesario disponer de 250.000 millones de euros hasta el 2006, en lugar de los 213.000 millones acordados. La propia Comisión Europea ha reconocido que para acortar radicalmente las diferencias entre regiones de la Comunidad se debería dedicar un 0,97% del PIB a la política regional, el doble de lo presupuestado. Pero el marco financiero adoptado en Berlín (644.710 millones de euros) es inferior en un 11,5% a las primeras propuestas de la comisión, que situaba el gasto en 728.070 millones de euros para el conjunto del periodo. CLAVES
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En definitiva, como ha subrayado recientemente un eurodiputado español en un artículo titulado De la cohesión en tiem pos de contables…: “es urgente replantear el debate europeo en términos políticos y alejarnos de las maquinaciones contables. Sólo si conseguimos poner los principios delante de los números, sólo si no perdemos de vista cuáles son los objetivos últimos de la construcción europea, sólo si somos capaces de superar los egoísmos nacionales venceremos la tentación de medir los beneficios de la construcción europea a través de los saldos financieros” (Méndez de Vigo, 1999). Pues, por el momento, son las circunstancias las que dominan sobre los principios pese a que el “padre” de la política de cohesión, Jacques Delors, no se cansa de repetir que “tras el euro, los Fondos Estructurales y de Cohesión serán más necesarios que nunca”. Los recortes presupuestarios de los Fondos Estructurales y de los Fondos de Cohesión afectarán relativamente más a las comunidades autónomas españolas con mayores problemas de desarrollo: Andalucía, Castilla y León, Castilla-La Mancha y Extremadura, que vienen recibiendo más de 100.000 millones de pesetas netas en el último cuatrienio. Un estudio reciente, que constituye la mejor aproximación realizada hasta el momento a las balanzas fiscales de las regiones españolas con el presupuesto comunitario (Correa y Maluquer, 1999), pone de manifiesto que el saldo financiero positivo de algunas comunidades autónomas en relación con dicho presupuesto representa porcentajes importantes de su PIB (7,5% en Extremadura, 5,1% en Castilla-La Mancha, 3,2% en Castilla y León y más del 2,3% en Andalucía, Aragón y Canarias, frente a una media nacional de algo más del 1%), lo que demuestra la notable transcendencia de una revisión a la baja de la política de cohesión económica y social. En ese mismo periodo 1993-1996 sólo cuatro comunidades autónomas aportaron más de lo que recibieron del presupuesto comunitario: Baleares (con el 1,3% de su PIB), Madrid (0,6%), Cataluña (0,3%) y País Vasco (0,1%). La reorientación del presupuesto comunitario en detrimento de la proteccionista Política Agraria Común (PAC) (que sigue absorbiendo la mitad del mismo) podría aliviar algo la situación, pero no sería suficiente para resolverla. Sin embargo, la ineficiente agricultura europea recibirá más ayudas en los próximos años y la PAC ha resultado ser la gran ganadora de la Agenda 2000. Nº97
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En el largo plazo, algún sistema compensador de esta naturaleza será inevitable, lo mismo que la armonización fiscal, si se quiere que la UME y la Unión Europea toda no descarrilen. Lo dice el sentido común, que también rige en economía, pero de momento triunfa un concepto, el de subsidiaridad fiscal, “que puede traer consigo una redistribución de la renta desde los pobres a los ricos y, con toda probabilidad, la reducción del Estado de bienestar” (De la Dehesa, 1996). La reacción de los Estados miembros más ricos a las mucho más modestas propuestas del Plan Delors II (Van Der Wee, 1994), lo mismo que las nada disimuladas intenciones que Alemania y Holanda han mostrado a lo largo de estos últimos años respecto a los Fondos Estructurales y de Cohesión, muestran bien a las claras que la idea de una “casa común, Europa” no ha ganado aceptación entre los ciudadanos de los países ricos ni en sus dirigentes. Como ha escrito Jürgen B. Donges (1997a), probablemente en su nombre, cualquier propuesta de compensación financiera complementaria de los Fondos Estructurales para corregir las consecuencias de la UME “está muy lejos de gozar de general asentimiento”, hoy por hoy, en los países centrales de la Unión. El mismo autor, uno de los “cinco sabios” que aconsejan al Gobierno alemán en asuntos económicos, lo dijo hace un par de años de manera más categórica y aplicada: “No creo que los países más avanzados, entre ellos Alemania, estuvieran preparados para dotar los presupuestos comunitarios (léase Fondos Estructurales) con suficientes recursos adicionales para destinarlos a zonas españolas económicamente débiles” (Donges, 1997b). El tiempo le ha dado completamente la razón. Sin embargo, los ciudadanos y los políticos de los países del Norte “tienen que entender que no regalan nada al Sur, porque toda ayuda tiene su contrapartida y a través del funcionamiento del mercado único y del euro aumentan su penetración económica: cuando Grecia entró en la UE en 1981 la penetración económica de los Estados miembros era del 30% y en 1999 alcanza al 85%” (Venizelos, 1999). Así pues, la experiencia internacional demuestra que debería haber menos subsidiaridad fiscal y que sólo un elevado presupuesto común puede impedir, con una política de transferencias compensatorias, el incremento “natural” de los desequilibrios o paliar problemas de crisis sectoriales que afecten de manera particularmente intensa a algunas regiones o zonas del territorio de la Unión. El modelo económi-
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co de Estados Unidos es citado muchas veces como ejemplo por los pregoneros europeos del liberalismo a ultranza, pero no se le quiere imitar en este trascendental asunto: mientras el Presupuesto Federal Norteamericano se acerca al 30% del PIB nacional, el europeo permanece en el 1,17% del PIB conjunto de los Estados miembros. En definitiva, no queda otro remedio que aceptar la idea de que en la carrera de la UME la única regla será la de cada cual para sí y que gane el mejor. Lo cual es ciertamente peligroso, porque en la línea de salida hay fuertes y débiles, grandes y pequeños países, regiones pujantes y en declive, multinacionales y pequeñas empresas. La región fue la gran olvidada, junto a la industria, en el Tratado de Roma, y por eso la política regional no tuvo entidad alguna hasta los años ochenta (en 1975, casi dos décadas después de la firma del Tratado Fundacional, se creó el FEDER). Ahora resulta que la necesidad de convergencia real es la gran ausente del Tratado de Maastricht y habrá que esperar también, si el mercado y la providencia no lo remedian, al largo plazo, procurando no recordar lo que Keynes opinaba sobre las esperanzas puestas en él. En definitiva, los argumentos descritos nos indican que la flexibilidad de salarios y la movilidad de la mano de obra son la condición básica que, según la teoría de las zonas monetarias óptimas, permitiría absorber los efectos negativos de un choque asimétrico. Los trabajadores se desplazarían hacia los polos más desarrollados y el problema de la tasa global de paro se aliviaría. Si la flexibilidad y movilidad citados brillaran por su ausencia o fuesen muy débiles, como es previsible, los costes sociales del ajuste serían muy elevados para las economías periféricas (Liberman, 1996). Dicho de otro modo, no sólo puede ocurrir que la UME no contribuya a resolver el problema del paro, sino que lo agrave en los espacios con menor productividad técnica (las regiones retrasadas) y con mercados de trabajo más rígidos (Rodríguez, 1997). Ante esta amenaza real, la lógica “conservadora” se limita a apostar por una mayor flexibilidad sobre el mercado de traba jo europeo como panacea universal contra los problemas derivados de las carencias estructurales de la economía, las incoherencias de la política macroeconómica y las debilidades del tejido productivo de las regiones pobres. La “lógica de Maastricht” ha menospreciado la herencia del Keyne31
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sianismo (Rodríguez, 1997), que Modigliani y otros defienden, al sostener que la principal razón del desempleo europeo hay que encontrarla entre factores del lado de la oferta (seguro de desempleo, rigidez del mercado laboral, etcétera). Sin embargo, ni desde la perspectiva neoliberal puede atribuirse a la UME una solución para el empleo, que la legitimaría socialmente. Los más sinceros neoliberales han puesto de manifiesto que “expandir la esperanza de que la Unión Monetaria aliviará considerablemente el problema del desempleo, que afecta a 18 millones de europeos, es hacer falsas promesas en el inicio de la UME”. Esto es lo que sostiene Otmar Issing, economista jefe del Bundesbank, y también el gobernador del Banco de España, Luis Ángel Rojo, ha afirmado que la entrada de España en el euro “no va a suponer que el paro baje automáticamente”. Bien al contrario, como ha sido señalado muy gráficamente, “España tendrá que reducir su tasa de desempleo con una mano atada a la espalda”. Así pues, el euro no traerá soluciones para el desempleo y puede agravarlo sobremanera en las regiones más retrasadas de la Unión Europea, que son ya, en estos momentos, las que tienen una mayor tasa de paro. Este agravamiento se producirá, desde luego, cuando una economía regional necesite un ajuste importante para adaptarse a una crisis que la golpee de manera más importante que a las demás, en función de su especialización productiva. En el caso español, las consecuencias regionales de la implantación del euro no serán neutrales en relación con las desigualdades interterritoriales. En principio, los efectos positivos de carácter macroeconómico (aumento de la estabilidad y mayor solidez de la política económica) se repartirán equitativamente entre todas las regiones. Pero no ocurrirá otro tanto con los impactos de naturaleza microecónomica, es decir, con las pérdidas o ganancias de eficiencia: en este caso, los efectos variarán en función del grado de apertura al exterior, el nivel de especialización productiva, la movilidad laboral, la flexibilidad relativa de los salarios, la productividad y otros factores específicos de cada comunidad autónoma, no todos ellos de carácter económico. Un análisis actualizado de estas características regionales de la economía española, como primera aproximación al efecto que ceteris paribus causará en la implantación del euro, le ha realizado el profesor J. Villaverde (1997b). Naturalmente, sus 32
resultados no son cuantificables y tampoco en todas las ocasiones puede estimarse el efecto neto que la UME provocará en una región española concreta, porque los signos del impacto varían en función de los elementos analizados y no tienen todos idéntico sentido. Pero, como señala el citado autor, “sí es posible ofrecer pistas claras, ideas precisas, acerca de por dónde pueden discurrir los acontecimientos en los próximos años”. La conclusión más importante a la que llega Villaverde, después de un riguroso recorrido por los principales aspectos susceptibles de ejercer alguna influencia, es que “las regiones más beneficiadas serán las más desarrolladas, por lo que, previsiblemente, la UME redundará en un aumento de las disparidades regionales en España”. Y eso a pesar de que, en su opinión, la probabilidad de sufrir choques o perturbaciones asimétricas regionales será menor en el ámbito de la Unión Monetaria. En relación con los beneficios potenciales derivados de la participación en la
UME (aumento de la apertura exterior y de la competitividad), las regiones españolas potencialmente más favorecidas serían, en general, las más desarrolladas (Cataluña, País Vasco, Navarra, Madrid). Sin embargo, en relación con los costes, los resultados no son tan evidentes, aunque es previsible que los más importantes se infieran de los choques asimétricos que puedan producirse (Villaverde, 1999). En este sentido, las regiones españolas más expuestas son aquellas con una estructura productiva más concentrada sectorialmente (Baleares, Asturias, Canarias). Una traducción práctica de este pronóstico nos conduce a pensar que una parte del camino convergente seguido por las economías regionales españolas, en las décadas anteriores a los años ochenta, se puede desandar en los próximos tiempos. Lo cual supondrá la ratificación de los desequilibrios y la aceleración del modelo territorial de crecimiento de la economía española que se ha abierto paso en las dos últimas décadas. Es decir, un aumento del CLAVES
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protagonismo de las comunidades autónomas del arco mediterráneo y la cuenca del Ebro, más los dos archipiélagos y la Comunidad de Madrid, y el franco declive de la antaño decisiva aportación al crecimiento económico de las comunidades de la cornisa cantábrica, junto a la consolidación de las regiones rezagadas del centro y el sur en las últimas posiciones. Éstas son las conclusiones a las que la ciencia económica nos permite llegar, al menos por ahora, aunque, como todo en esta disciplina, son discutibles. Se sabe, eso sí, que los movimientos migratorios y las diferencias de productividad derivadas de la singularidad de las estructuras económicas influyeron poderosamente en los desequilibrios regionales del pasado. Pero igualmente se conoce que las diferencias de dinamismo social apreciables en las regiones españolas desempeñaron un importante papel, como también lo pueden protagonizar en el futuro. En principio, el clima económico será más soleado en las regiones mediterráneas y aumentará, aún más, la nubosidad en el Cantábrico; pero no se pueden precisar los perfiles exactos ni la intensidad de este “cambio climático” en el ambiente económico que representa el euro, ni conviene llenar sólo con variables europeas todos nuestros análisis y preocupaciones: hay que ampliar el ángulo de visión. Después de analizar las eventuales repercusiones que, según las distintas posiciones doctrinales, tendrá la creación de la moneda única en las regiones europeas y españolas, cabe preguntarse por la capacidad de estas últimas para adaptarse a la nueva situación e intentar obtener de la misma las mayores ventajas posibles. Si partimos del proceso de globalización económica y entendemos que la Unión Europea es un intento de acumular influencia conjunta de los países que la integran en los intercambios mundiales, parece no quedar mucho protagonismo para las instancias regionales. La transferencia de competencias a las instituciones supranacionales, que la UME ha acentuado, ha dejado a los Estados miembros sin instrumentos tradicionales de la política económica y trasladado la responsabilidad de las políticas monetaria y cambiaria al Banco Central Europeo (BCE), que se verá obligado a actuar con una sola política para países con economías y situaciones coyunturales muy dispares, con lo que parece evidente que no siempre tomará decisiones que gocen del beneplácito general (en el segundo trimestre de 1999, por ejemNº97
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plo, el BCE redujo en medio punto el tipo de interés, que pudo servir para reanimar la desfalleciente economía alemana, pero también para aumentar las presiones inflacionistas en países con mayor dinamismo económico, pero mucho menos desarrollados, como España, Irlanda o Portugal). Este hecho, unido a otras características derivadas de la globalización y los avances tecnológicos, ha puesto a los Estados nacionales en una situación de clara incapacidad de control de los flujos financieros y monetarios que determinan sus economías, así como de los flujos de información y la comunicación mediática. ¿Qué papel les queda, entonces, a las administraciones subnacionales? ¿Tienen acaso capacidad de respuesta? ¿Qué deben hacer? En el nuevo orden internacional sustentado en tres dimensiones (economía, política y tecnología), las regiones se insertan de manera completamente distinta a la del pasado y están obligadas a revisar su propia definición, su organización y su gestión. Un economista chileno, Sergio Boisier (1992), destacaba hace unos años que el cuadrante de la nueva visión regional estaba delimitado por dos conceptos: el de la región “cuasi Estado” y el de la región “cuasi Empresa”. El primero de ellos tiene su origen en los procesos de descentralización política y territorial que están configurando a las regiones como entes autónomos. El concepto de región “cuasi Empresa” es la consecuencia de la necesidad de aplicar al desarrollo regional criterios próximos a los utilizados por la planificación estratégica de las empresas, especialmente de la desarrollada en las compañías de gran tamaño. La principal actitud de las instituciones regionales debe consistir en no dejarse arrastrar por ningún tipo de fatalismo, ni económico ni político. No todo está decidido ni hecho sin que quepan nuevas medidas y respuestas (Velasco, 1998). El proceso integrador europeo se dispone a dar un paso importante en el campo económico, confiando en la capacidad política de resolver o minimizar los innumerables problemas que surgirán del diseño de Unión Monetaria finalmente aprobado. Ciertos de estos problemas pueden tener tanto calado que su solución sólo podrá llegar con nuevos pasos políticos, capaces de completar la creación del gran mercado interior y la implantación del euro. Algunos comparan esta marcha con la del tiburón, obligado a avanzar permanentemente para no hundirse, y piensan que sin la unión fiscal, social y, a la postre, política,
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se habrá creado un mecanismo proclive al aumento de los desequilibrios territoriales internos. Al menos, los riesgos de exacerbar las diferencias parecen altos, por cuanto al desaparecer casi completamente los márgenes de actuación autónoma en política económica, algunos países pueden verse obligados a aliviar sus carencias competitivas a través de la degradación de los salarios reales y del Estado de bienestar. La igualdad económica absoluta entre países y regiones sería tan nefasta como inalcanzable, pero algunos economistas han demostrado la estrecha relación de la desigualdad con el conflicto social (Sen, 1995). Además, en contra de lo que aduce el pensamiento neoliberal, no hay contradicción entre equidad y eficiencia económica; antes al contrario, la equidad es también una condición para la eficiencia (Navarro, 1997). En el caso de la UME, parece imprescindible reforzar la cohesión económica y social intracomunitaria si no se quiere que aparezcan mayores diferencias entre los Estados miembros y que los ciudadanos de los países del Sur acaben maldiciendo el euro o, lo que es peor, rechazando un modelo de integración que prima exageradamente los intereses del Norte económico continental. Se puede y se debe discutir si los Fondos de Cohesión están o no cumpliendo la función para la que fueron creados, ante las sospechas existentes de que puedan estar contribuyendo más a redistribuir la renta que a incrementar la capacidad productiva de las regiones receptoras (Pastor, 1997) (que es, por cierto, lo que hacen los presupuestos federales de Alemania y Estados Unidos); pero nadie debería discutir la existencia de mecanismos de solidaridad si se quiere construir una Europa verdaderamente unida. Es temerario ir en contra del sentido común: no será posible construir una Europa sólo económica y financiera sin grave riesgo de catástrofe. Cierto es que, por el momento, la Unión Europea del futuro que está surgiendo es una Europa “de bajo gasto y de baja solidaridad” (Ortega, 1997) y que, trasladada a una UE de 20 o más miembros, equivale a perjudicar, en primer lugar, a los países y regiones más desfavorecidos en la actual Unión Europea. Pero no quedará otro remedio que “hacer camino al andar”, como escribió Antonio Machado; un camino hacia la cobertura del déficit democrático de las instituciones comunes, hacia un cierto gobierno económico de Europa y hacia un incremento considera33
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ble del presupuesto común. Los errores políticos de diseño no se resuelven con multas como las previstas en el Pacto de Estabilidad, sino creando los mecanismos adecuados para su corrección. Como se ha dicho anteriormente, la ciencia económica atraviesa una fuerte crisis de pensamiento en este fin de siglo y no tiene los instrumentos necesarios para estimar con cierta fiabilidad las numerosas consecuencias de todo tipo que acarreará la UME, y menos en las circunstancias actuales. Además, muchas de ellas requerirían los análisis de otros científicos sociales que están en mejor posición para evitar las posturas puramente economicistas o para compensarlas, porque el distanciamiento intelectual entre los especialistas en política monetaria y política regional es más que evidente; y también porque aunque la moneda única tiene una soberanía no espacial, su gestión tendrá serias consecuencias para el equilibrio territorial europeo (Regnault, 1998). Pese a todo, hay algunas consecuencias de la UME en las que estarían de acuerdo la mayoría de los economistas (la unanimidad es imposible en esta profesión). Por ejemplo, en que los beneficios globales que aportará la Unión Monetaria serán, en condiciones de igualdad, superiores a los inconvenientes. O que la próxima ampliación de la UE hacia el Este beneficiará especialmente a Alemania, Francia y Reino Unido. En lo que se refiere a los desequilibrios regionales, también somos inmensa mayoría los que pensamos que la UME introducirá nuevos factores intensificadores de los mismos, especialmente en épocas de crisis económicas, si no se organizan políticas correctivas. En una situación en la que los marcos macroeconómicos serán relativamente homogéneos, los capitales se concentrarán en aquellas áreas geográficas y sectores más eficientes y rentables. Algunos autores piensan que los desequilibrios territoriales se producirán, más que entre países, entre sectores y regiones (Castells, 1997). Y puede que no estén descaminados, que sea posible una convergencia real de la economía española con la de los países más avanzados de la UE, mientras algunas comunidades autónomas se van alejando, simultáneamente, de la media comunitaria. En la España obsesionada por los “hechos diferenciales”, el euro puede ser un factor de diferencias económicas que nadie desea. De todos modos, aunque una visión estrictamente regional pueda arrojar dudas sobre la conveniencia de la integración en la UME, no 34
hay que olvidar los efectos favorables de nuestra pertenencia a la UE. Unos efectos que muy probablemente se verán amplificados a medida que los mecanismos propios y derivados de la moneda única se vayan ejercitando y consolidando. Sin embargo, como hemos afirmado anteriormente, la suerte no está echada para las regiones ni para las empresas. Cierto que algunas regiones desarrolladas parten con ventaja y pueden aumentarla, lo mismo que parece evidente que las empresas multinacionales van a resultar más beneficiadas que la media, así como las entidades financieras. Pero quedan oportunidades para todas aquellas regiones que no se enfrenten al futuro y a los procesos de transformación que la UME conlleva de una manera pasiva. Los gobiernos regionales españoles disponen (unos más que otros, en función de las competencias contempladas en los respectivos Estatutos de Autonomía) de instrumentos para mejorar su situación relativa o, al menos, para evitar que empeore. En el futuro marco de la UME, las únicas políticas parciales sobre las que se podrá actuar soberanamente serán las operantes desde el flanco de la oferta y, sobre todo, las políticas industrial y regional. Pese a que ambas estarán también sometidas a los límites establecidos por las leyes que regulan la competencia intracomunitaria, parece claro que su incidencia en el cambio estructural, que muchas regiones españolas necesitan, debe corresponderse con la atención de las autoridades económicas, hasta ahora fundamentalmente ocupadas en el aseo del cuadro macroeconómico y en políticas que ya han quedado en manos de las instituciones europeas (Velasco, 1997b). Los gobiernos autonómicos no pueden alterar las condiciones macroeconómicas, pero sí pueden actuar sobre las fuentes de productividad. La dotación de mayores medios financieros a esta tarea, la cooperación con otras instituciones y la concentración de las acciones en unos pocos frentes (formación de los recursos humanos, innovación tecnológica, recuperación de las ciudades, puesta en servicio de redes de información a disposición de las empresas, generación y mejora de infraestructuras) parecen, a nuestro juicio, la me jor forma de efectuar una contribución positiva a la capacidad competitiva de las regiones y ciudades españolas para afrontar con garantías de éxito la apertura de mercados que suponen los procesos integradores en Europa. (Villaverde, 1991). Para realizar esta tarea, casi todas las comunidades autónomas disponen de un
instrumento, las Agencias de Desarrollo Regional, que han sido las entidades más genuinas de promoción empresarial durante los últimos años. Habitualmente funcionan en régimen de derecho privado. La primera en hacer su aparición en España fue la Sociedad para la Promoción y Reconversión Industrial (SPRI) del País Vasco y las últimas han sido el Instituto Gallego de Promoción Económica (Igape) de Galicia, constituido en 1993, y la Agencia de Castilla y León, creada en 1995. Aunque no existen evaluaciones analíticas detalladas, probablemente las agencias han aportado modalidades de intervención mucho más eficientes que las desarrolladas directamente por las administraciones públicas y, sobre todo, han roto parcialmente el considerable aislamiento existente entre las instituciones y la realidad empresarial. En el ámbito del desarrollo regional existe una correlación creciente entre la competitividad de las empresas y la atractividad del territorio con la eficiencia de las administraciones, lo mismo que cada vez es más evidente la imprescindible colaboración entre los sectores público y privado (Velasco, 1997a). Por eso resultan imprescindibles los comportamientos comprometidos de las autoridades regionales con la creación del entorno necesario para mejorar la competitividad global de sus respectivas comunidades autónomas. Entorno que debe mejorar también la Administración central con las reformas estructurales prometidas que siguen pendientes. Lo mismo que los principales bancos, cajas de ahorro y empresas de otros sectores lo están haciendo, las Administraciones regionales españolas deben aprobar los correspondientes planes directores de adaptación al euro. Planes que establezcan lo que deben hacer, a quiénes se lo tienen que ofrecer y los instrumentos con los que es preciso contar para llevar la citada adaptación a buen puerto. Los planes regionales de adaptación al euro deberían ser distintos entre sí, porque diferentes son las estructuras económicas, los grados de apertura exterior y los niveles de productividad de las comunidades autónomas españolas. Pero hay algunos elementos comunes a todos ellos, a saber, sus contenidos estratégicos y operativos . La buena administración del tiempo, la anticipación a los acontecimientos, es esencial a la hora de establecer la estrategia adaptativa más conveniente para cada región; pero todo plan de esta naturaleza que se precie debe contener actuaciones concretas, CLAVES
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tanto en el seno de la propia Administración regional como dirigidas a los agentes económicos y sociales de la zona. Algunas de estas últimas, como las destinadas a informar suficientemente del nuevo escenario económico a las pyme , parecen absolutamente urgentes. Pero muchas otras actuaciones serán también imprescindibles en materia de innovación, de formación, de inversión pública y privada, para que las regiones españolas (y, sobre todo, las más débiles económicamente) puedan afrontar con esperanza la Unión Monetaria y convertir las amenazas en oportunidades. El euro es un asunto para preocuparse y, sobre todo, para ocuparse. ■
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Roberto Velasco es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad del País Vasco. 35
ÉTICA DEL CONSUMO Por un consumo justo y de calidad ADELA CORTINA
¿Un tema “amoral”?
El consumo1, ese factor económico que, junto con la inversión privada, el gasto público y el saldo exterior neto, compone el PIB o renta nacional de un país2, es uno de los fenómenos humanos de más difícil abordaje desde un punto de vista ético. Ciertamente, dilucidar qué papel desempeña en el conjunto de la vida humana no es tarea fácil, como muestra la gran cantidad de teorías sociológicas y psicológicas que intentan comprender las motivaciones del consumo. Tampoco es sencillo analizar el lugar que ocupa en la vida económica y su relación con la producción, sea desde la perspectiva microeconómica, sea desde la macroeconómica. Pero, con ser grandes las dificultades en estos ámbitos, existe una porción respetable de trabajos en la historia de Occidente que intentan hacerles frente. Por el contrario, los enfoques explícitamente éticos de este fenómeno escasean, por no decir que son prácticamente inexistentes3, tal vez porque exista una generalizada convicción de que éste no es un tema digno de la ética. En efecto, los tratamientos filosóficos del consumo han sido las más de las veces tan unilaterales que no han dejado lugar para esa prudente ponderación de las ventajas e inconvenientes, de las condiciones de justicia o injusticia, de los beneficios y malas consecuencias que un fenómeno personal y social puede tener para la vida 1
Este trabajo tiene su origen en una intervención sobre ética del consumo en las Jornadas sobre Consumo y Economía Familiar, organizadas por la Fundación Argentaria (Madrid, 24-26 de noviembre de 1998), y en ‘Ética del consumo’, El País, 21 de enero de 1999. Una versión diferente a ésta aparecerá en el volumen que la Fundación Argentaria y la Editorial Visor dedicarán a las jornadas. 2 G. de la Dehesa: ‘El consumo: importancia económica y factores determinantes’, en Revista de Occidente, 162 (1994), págs. 7-21. 3 Una honrosísima excepción es el excelente libro de Ulrike Knobloch, Theorie und Ethik des Kon36
humana; esa prudente ponderación que, al menos desde Aristóteles, viene siendo una de las tareas más propias de la ética. Y, como muestra de esa unilateralidad con la que se ha valorado a menudo en la filosofía el fenómeno del consumo, tal vez basten dos ejemplos: la crítica a las sociedades consumistas que desde mediados de este siglo han venido ejerciendo los autores más representativos de la Teoría de la cultura de masas, desde Horkheimer, Adorno y Marcuse hasta Galbraith, y la exaltación del consumo como ejercicio auténtico de la autonomía personal por parte de ciertas “éticas del capitalismo”4. En lo que hace a la crítica de la cultura de masas, es tal vez Marcuse quien mejor revela su núcleo al señalar que los seres humanos intentan satisfacer dos tipos de necesidades mediante el consumo, unas son verdaderas y otras falsas. Verdaderas son aquellas necesidades cuya satisfacción permite mantener la vida en el nivel propio de una sociedad determinada, como son la necesidad de alimentación, vestido y vivienda. Falsas son, por el contrario, aquellas necesidades que determinadas fuerzas sociales imponen a los individuos reprimiéndoles y que no hacen sino perpetuar el esfuerzo, la agresividad, la miseria y la injusticia. Los individuos pueden sentirse felices cuando satisfacen este tipo de necesidades, pero en realidad les están siendo impuestas de forma heterónoma por intereses empeñados en mantener la represión5. Las democracias modernas no son organisums. Reflexionen auf die normativen Grundlagen sozialökonomischer Konsumtheorie, Haupt, Berna, 1994, que tendré muy en cuenta en este trabajo. 4 Para una exposición y superación de las “éticas del capitalismo”, ver J. Conill: Ética del capitalismo, en CLAVES DE R AZÓN PR Á CTICA , 30 (1993), págs. 25-35. 5 H. Marcuse: El hombre unidimensional. Ensayo sobre la ideología de la sociedad industrial avanzada, págs. 35-38. Planeta, Barcelona, 1985. (Edición original: 1964).
zaciones de personas autónomas, sino democracias de masas, agregados de individuos, atomizados y anómicos, fácilmente manipulables por aquellas fuerzas sociales que, en este caso, provocan falsas necesidades para conseguir que aumente el consumo; con el consumo, la producción, y continuar así con esa perversa cadena, con ese collar de esclavitud que viene orquestado por el afán de acumulación. El consumo, tal como se practica en las sociedades industriales, es, pues, una expresión más del triunfo innegable de esa razón instrumental que, como el rey Midas convertía cuanto tocaba en oro, convierte cuanto toca en medio para sus fines. En sus manos, en las de esa razón manipuladora, incapaz de valorar nada como valioso por sí mismo, los seres humanos jamás podrán ser autónomos; y tampoco lo serán al consumir porque, a fin de cuentas, el consumo no es sino un apéndice de la producción, organizada por fuerzas sociales que, como inmensos sujetos elípticos, deciden qué se produce y para quién, qué se consume y quiénes lo consumen. “La reproducción espontánea, por los individuos, de necesidades superimpuestas no establece la autonomía; sólo prueba la eficacia de los controles”6. Ante el triunfo de la razón instrumental en el consumo, no queda sino intentar dilucidar críticamente cuáles son las necesidades verdaderas e incidir en ellas, cuáles son las falsas para desestructurarlas. Sin embargo, no es sencillo discernir en este caso, y no sólo porque –como indica el propio Marcuse– deben ser los individuos quienes decidan qué necesidades son verdaderas y cuáles falsas desde su situación alienada, falta de libertad, sino también por otras dos razones al menos. En primer lugar, productos que son superfluos para 6
Ibíd., pág. 38. CLAVES
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mantener la vida biológica muy bien pueden resultar indispensables para satisfacer otras necesidades, como las de identificación y posición social; y, en segundo lugar, la forma de comer, vestir y alojarse en las distintas sociedades responde más a necesidades culturales que biológicas. En esto, como en tantos otros aspectos del consumo, fue realmente lúcida la Teoría de la clase ociosa, de Veblen, según la cual, con excepción del instinto de conservación, la propensión a la emulación es el motivo económico más fuerte; el miedo a la falta de estima social y al ostracismo lleva a los individuos a comer, alojarse y, sobre todo, a vestir como lo hace la clase que resulta ejemplar7. ¿Cómo calificar estas necesidades de “falsas”? ¿Quién puede hacerlo si no es una élite de pensadores, de los que la presunta “masa” se siente sumamente alejada y por los que se cree despreciada? ¿Y cómo hacerlo si no es desde la misma razón instrumental, que ha demostrado ser la única de las formas de racionalidad superviviente en esa “lucha por la vida” que es la historia de las racionalidades occidentales? La Teoría de la cultura de masas apunta sin duda a una dimensión de los seres humanos que, hábilmente manipulada, puede llevarles a la injusticia y la infelicidad: la de la oceánica ambigüedad de sus necesidades y deseos, la de la mezcla inevitable de sus significados biológico y cultural. Aquellas largas bufandas y gruesos chaquetones que en la década de los sesenta denotaban de inmediato la presencia de un crítico del consumo de masas no venían a satisfacer ninguna necesidad biológica en mi Valencia natal, sino más bien una
7
Th. B. Veblen: The Theory of the Leisure Class (1899), Sentry Press, Nueva York, 1975 (reimpresión). Para las peculiaridades del vestir, cap. VII (‘Dress As An Expression Of The Pecuniary Culture’). Nº97
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simbólica: la del inmediato posicionamiento del progre en el grupo social correspondiente. Adentrarse en los vericuetos del peculiar carácter de las necesidades humanas –biológico y cultural– es, pues, indispensable para esbozar una ética responsable del consumo que, desde la comprensión de la amplia gama de necesidades humanas, intente sugerir caminos para que su satisfacción sea justa y conduzca en verdad a una vida buena; metas ambas que desde hace siglos justifican la existencia de la ética occidental. En el otro lado del ring, si es que se tratara aquí de un combate de boxeo, se encontrarían quienes, en el marco de alguna de las “éticas del capitalismo”, entienden que el consumo es, por el contrario, tanto la expresión más acabada de la democracia económica como la más clara exteriorización de la autonomía personal.
A fin de cuentas –dicen los defensores de esta posición–, el consumidor se comporta como un ser autónomo que, haciendo uso de su soberanía, deposita su voto-dólar, su voto-peseta o su voto-euro en un producto: vota por él. Y las empresas se ganan los votos de los consumidores con la calidad de sus productos8. Si es verdad –siguen diciendo– que el ciudadano es a la vida política lo que el consumidor a la económica, más ejerce su autonomía el segundo que el primero, porque el ciudadano deposita su voto en una urna, ignorando el beneficio que obtendrá de su voto, mientras que el votante-consumidor comprueba rápidamente la
8 J.
M. Buchanan/G. Tullock: El cálculo del consenso, Espasa-Calpe, Madrid, 1980 (edición original: 1962); P. Koslowski: Ethik des Kapitalismus, págs. 5561, Mohr, Tubinga, 1986. 37
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calidad del producto y, si lo compra de nuevo es porque concede la soberanía a la empresa que lo produce, vota por ella. La conclusión de tales premisas no puede ser sino la siguiente: una sociedad que aumenta las ofertas de consumo fomenta la libertad, que es el valor por antonomasia de una sociedad moderna9. Esta segunda visión del consumo en una sociedad industrial tiene su parte de verdad en cuanto reconoce que no siempre el consumidor es estúpido, que no siempre se deja manipular, sino que también reclama calidad en los productos. De donde se sigue que los productores deben saber hacer, saber acertar y olvidar chapuzas y engaños, optando por ofertas de calidad. Cada vez más –y es una de las propuestas en las que vamos a insistir– las personas se saben “ciudadanas”, y no “súbditas” en lo político, “consumidoras con derechos a calidad”, y no “consumidoras estafables con cualquier cosa” en lo económico: la “ciudadanía económica”10, que teje un público económico, y no una simple masa, va siendo una realidad que urge potenciar11. Pero, con todo, esta segunda interpretación del consumo en las sociedades modernas es al menos tan unilateral como la primera, aunque desde la perspectiva contraria, porque olvida dos aspectos esenciales en la realización de la autonomía: primero, que tiene que ser universalizable para ser justa, y aquí quedan excluidos cuantos carecen de la capacidad adquisitiva indispensable para presentar una demanda solvente, que en una ingente cantidad de productos es casi toda la humanidad; y, segundo, que quienes sí gozan de esa capacidad adquisitiva no siempre, ni las más de las veces, tienen una información suficiente acerca de los productos como para realizar “votaciones” realmente libres, porque la libertad exige no sólo capacidad de opción, sino también información acerca de las opciones. ¿Cómo puede ir conformándose una ética del consumo a la altura de las exigencias morales de sociedades que han optado por principios éticos universalistas, como son las sociedades con democracia liberal, 9 Para un análisis ético de esta propuesta, ver J. Conill: ‘Marco ético-económico de la empresa moderna’, en A. Cortina, J. Conill, A. Domingo, D. García Marzá, Ética de la empresa, cap. 3, punto 7. Trotta, Madrid, 1994. 10 P. Ulrich: Integrative Wirtschaftsethik. Haupt, Berna, 1997. 11 A. Cortina: Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de la ciudadanía, sobre todo caps. 4 y 5. Alianza, Madrid, 1997.
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y que se ven obligadas –humanidad obli ga– a reconocer esos principios en cada uno de los ámbitos de la vida social12, uno de los cuales es indudablemente el del consumo de productos del mercado? ¿Cómo responder a la pregunta “qué se debería consumir, para qué se debería consumir y quién debería decidir lo que se consume” en sociedades que se precian de afirmar que toda persona es igual en valor? Una breve exposición de las propuestas éticas más relevantes puede ser sumamente fecunda para pasar después a presentar la propia13. La utilidad como medida, si no de todas las cosas, sí de los productos
La “gran transformación”, en virtud de la cual el lugar de la producción de bienes se separó del lugar del consumo, fue sentando las bases de lo que con el tiempo serían las sociedades de consumo14 . A ello se unieron sin duda las primeras éticas que favorecieron el desarrollo del capitalismo: la ética ascética calvinista y la ética hedonista utilitarista. En lo que hace a la ética calvinista, es un lugar común, al menos desde Weber, atribuir a su estructura e influencia el fomento de la producción, el ahorro y la inversión que pusieron en marcha el capitalismo. Escapa a mis posibilidades terciar en la discusión sobre si más bien fue pionera en este asunto la Escuela de Salamanca y el capitalismo se extendió antes en el mundo católico que en el protestante15, y me atengo al tópico weberiano de que fue el êthos ascético del calvinismo el que llevó a los primeros empresarios modernos a trabajar con sentido de misión, ahorrar en gastos suntuarios e invertir para generar riqueza16. El consumo es, desde esta perspectiva, el imprescindible para seguir generando riqueza, con lo cual parece razonable suponer que la primera ética moderna expresa del consumo sea la utilitarista. Sin embargo, antes de abandonar el ámbito de la ética calvinista tal vez convenga recordar una verdad que buen nú-
12 A.
Cortina: Ética aplicada y democracia radical, parte III, ‘Los retos de la ética aplicada’. Tecnos, Madrid, 1993. 13 En el orden de la exposición sigo de cerca el trabajo citado de U. Knobloch, no en el tratamiento interno de las corrientes. 14 K. Polanyi: La gran transformación. La Piqueta, Madrid, 1989. (Edición original: 1944). 15 A. Chafuen: Economía y ética. Rialp, Madrid, 1991. 16 M. Weber: La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Península, Barcelona, 1969. (Edición original: 1920).
mero de economistas gusta de ocultar, y es que las formas de producción y consumo de las sociedades no son “éticamente neutrales”, sino que dependen totalmente del êthos, de las formas de vida, de las creencias desde las que las sociedades viven. Por eso quienes desean decantar la producción y el consumo en un sentido que les favorezca intentan influir en las creencias, porque es la baza más segura. Un universo convencido de que las estadísticas sobre el consumo de determinados productos del mercado (teléfonos, radios, vehículos, baños per cápita, acero, ordenadores, etcétera) miden el “nivel de bienestar”, e incluso el de felicidad, deja bien patente su creencia más profunda, que nada tiene que ver con ideologías de un sesgo u otro: la más profunda creencia es la de que un más elevado nivel en el consumo de productos de mercado produce indefectiblemente una mayor felicidad en el conjunto de la población. Que tal creencia sea acertada es más que discutible, como muy bien muestra, entre otros, Scitovsky 17, y por eso pasaremos a discutirla en el último apartado; por el momento, regresamos a la ética utilitarista como ética del consumo. El utilitarismo, como teoría ética, se propone desde Bentham medir la racionalidad de las acciones humanas basándose, no en posibles valores intrínsecos a ellas, sino en las consecuencias que de ellas se siguen. Pero lo importante no es que sea preciso atender a las consecuencias, cosa que hoy día hacen todas las éticas existentes, sino que el criterio para medirlas sea la utilidad que reportan al mayor número posible de seres sentientes. En el utilitarismo se expresa de forma paradigmática la racionalidad calculadora, la razón mesológica, que calcula cuáles son los medios más oportunos para alcanzar un fin sobre el que nada hay que discutir porque se da por supuesto: aumentar el placer y disminuir el dolor. Denominar a este tipo de ética “teleológica” resulta sumamente desafortunado, porque la expresión “teleológica” procede del vocablo griego télos, con el que se indica el fin de una acción y no las consecuencias que se siguen de ella. Con lo cual parece suceder que el utilitarismo tiene en cuenta el fin de las acciones, y las demás éticas, no, lo cual es falso18. Justamente, el 17
T. Scitovsky: Frustraciones de la riqueza. La satisfacción humana y la insatisfacción del consumidor. FCE, México, 1986. 18 J. Rawls: Teoría de la Justicia, pág. 48. FCE, Madrid, 1978. CLAVES
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ADELA CORT INA
utilitarismo, una vez afirmado que el fin es el placer, se despreocupa de los fines de la conducta y se limita a calcular los medios adecuados para conseguirlos, utilizando la racionalidad mesológica, que es el mismo tipo de racionalidad del que usa la economía moderna. No es extraño, pues, que los economistas neoclásicos desarrollaran especialmente la teoría de la demanda del consumo y del estudio del equilibrio del consumidor con el concepto de “utilidad”. El consumo se concibe, desde esta perspectiva, como una acción que aporta satisfacción al que la ejecuta; por tanto, se intenta asociar una determinada cantidad de utilidad por cada acción de consumir. Por eso importa utilizar medidas observables que hagan posible realizar un cálculo económico, primero sobre la base de la “utilidad” y más tarde de la “preferencia”19. En efecto, el afán de encontrar una medida observable va desplazando el foco de atención del utilitarismo desde la utilidad medida de forma cuantitativa, es decir, desde la medida cardinal, de cuánto está dispuesto a pagar el consumidor por el producto, hasta el cálculo de las preferencias, que permiten realizar comparaciones ordinales. En este último caso todavía existe una amplia gama de propuestas20, desde quienes –como Pareto– entienden que es en las elecciones de los consumidores donde se expresa la vivencia de la utilidad de un producto para el individuo (preferencia observable), pasando por quienes –como Hicks y Allen en los años treinta– intentan descubrir las preferencias individuales a través de la demanda de los consumidores (preferencia demandada), hasta posiciones como la de Samuelson, quien entiende que la conducta compradora de los consumidores revela sus verdaderas preferencias (preferencia revelada o conductismo de la utilidad). Por su parte, Kelvin Lancaster y Gary S. Becker elaboran una “nueva teoría del consumo”, ampliando la teoría del cálculo de utilidad a todas las acciones, no sólo a las económicas sino a todas las de la vida; mientras que otros autores intentan abordar una innegable dificultad: los consumidores no siempre obran inteligentemente, sino que se equivocan en sus elecciones; lo específicamente “racional” humano es la capacidad de evaluar los propios deseos, la capacidad de “autovaloración reflexio-
19 G. de la Dehesa: op. cit., págs. 11-13. 20 U. Knobloch: op. cit., págs. 79 y sigs.
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nante” (preferencias reflexionadas). Sin embargo, al ser interior esta capacidad, acaba importando a la economía la conducta observable. Los problemas del utilitarismo, como teoría ética en general, y como teoría ética del consumo en particular, son grandes. De entre ellos destacaremos cuatro nucleares: Como teoría ética, el utilitarismo es radicalmente incapaz de rebatir la acusación que ya G. H. Moore le lanzó de incurrir en “falacia naturalista”. Significa esto, en lo que aquí nos importa, que de la descripción de motivos de las gentes para elegir lo que consumen no puede extraerse como conclusión qué es lo que deberían consumir. A lo sumo, podría asesorárseles sobre cómo satisfacer mejor sus personales aspiraciones al placer, pero nunca prescribir cómo debería ser un consumo justo y felicitante. A ello replicaría el utilitarista que, fundamentado o no, él tiene un criterio para determinar cómo debería ser un consumo justo y felicitante; y es el principio utilitarista según el cual un curso de acción es más justo cuando logra el mayor placer del mayor número. Esta respuesta, que constituye el núcleo de la ética utilitarista y que tan relevante ha sido en la distribución de recursos en los Estados de bienestar, muestra su radical incapacidad para formar una teoría ética en general y del consumo en particular, en cuanto consideramos al menos los aspectos que mencionamos a continuación. 1.
El principio utilitarista excluye radicalmente entender la justicia como universalidad. “El mayor bien del mayor número” es un criterio progresista frente al “mayor bien de una minoría”, pero es un criterio reaccionario frente al principio que tiene por justo “lo que puede ser universalizado”, que es el que asumiremos en nuestra propuesta como uno de sus lados imprescindibles. Consumo justo no es el que puede permitirse sólo una minoría, pero tampoco el que puede permitirse sólo una mayoría, sino el que puede permitirse toda persona. Ésta es la exigencia radical de una tradición kantiana que hoy actualizan teorías éticas como la ética discursiva o la rawlsiana “justicia como equidad”. El utilitarismo –diría Rawls en su me jor obra– parece de sentido común porque entiende que si cada persona intenta lograr prudentemente su mayor bien, una sociedad será justa si logra el mayor bien del mayor número. En el utilitarismo “la justicia social es el principio de prudencia racional aplicado a una concepción colec2.
tiva del bienestar del grupo”21; sin embargo, mientras que en la propia vida es el individuo quien intenta distribuir con prudencia sus satisfacciones y sus insatisfacciones, en el ámbito social puede muy bien ocurrir que unos carguen con las satisfacciones y otros con las insatisfacciones, unos con el trabajo duro o el desempleo, y otros con el consumo de productos costosos, y resultar de todos modos el mayor bien del mayor número. Cierto que, según Bentham, “cada uno vale por uno, y nada más que por uno” y el placer proporcionado por un bien decrece cuando se ha consumido (excepto en casos de adición); pero no es menos cierto que tener por medida de lo justo al mayor número es renunciar, por principio, a la universalidad, que justamente es el principio ético: más vale un mínimo de consumo universalizable que un máximo para un número y la carencia para el resto. En sociedades con democracia liberal, en “Estados sociales”, el principio de justicia en el consumo no puede ser el utilitarista, sino la universalidad. Por otra parte, la razón moral humana no es sólo razón calculadora, y conviene no confundir los instrumentos que se utilizan para medir con aquello que se pretende medir. La razón moral humana entiende de medios, pero muy especialmente de fines, y sabe que hay acciones valiosas por sí mismas, no por la satisfacción medible que proporcionan. La razón moral es capaz de entender que hay seres y acciones “en sí” valiosos, y no valiosos, “por” la satisfacción cuantitativa o cualitativamente medible que proporcionan. 3.
4. Por último, las teorías del consumo utili-
taristas y neoclásicas yerran al intentar medirlo desde un patrón observable, porque no es verdad que las personas busquen al consumir sólo una satisfacción cuantificable y medible. Como ya hemos comentado, comprender qué consume una sociedad requiere descubrir cuáles son sus creencias, cuáles son sus formas de vida paradigmáticas, cuál es la cultura o las culturas de esa sociedad, que van mucho más allá del ábaco y el orden, de lo cardinal y lo ordinal. El consumo como componente de estilos de vida
En 1899 publicaba Thornstein B. Veblen la Teoría de la clase ociosa con el objeto de explicar cuál es el lugar y el valor de la cla21
J. Rawls: TJ, pág. 42. 39
ÉTICA DEL CONSUMO
se ociosa como un factor económico de la vida moderna. “Clase ociosa” es la que puede conseguir que otros realicen las tareas menos gratificantes y se dedica a las más atractivas. Que tal clase exista supone una sociedad ampliamente desigual, en la que las clases pobres trabajan por su subsistencia al servicio de la clase ociosa. Lo que es buena muestra de que las personas no trabajan por satisfacer sus necesidades más que cuando tienen que asegurarse un mínimo indispensable. Tal mínimo, aunque es variable, se refiere al mantenimiento de la vida y tiene un límite. Si el consumo es ilimitado es porque las personas consumen sobre todo para demostrar su posición social, su prestigio, y por afán de emulación. El despilfarro manifiesto, que consiste justamente en gastar en lo no necesario para la supervivencia, es el síntoma evidente de una elevada posición social, y el afán de emulación induce a las gentes a optar por este tipo de consumo, propio de la clase ociosa, para ser bien consideradas en el grupo social, por temor a la falta de estima y al ostracismo. Cuando las gentes tienen satisfechas las más perentorias necesidades biológicas, y aun antes, el afán de ser acogidas y estimadas en el grupo social les lleva a consumir lo que consume la clase que se muestra como más poderosa: la que puede permitirse el lujo de despilfarrar. “Mientras que la norma que regula el consumo”, advertirá Veblen, “es en buena medida la exigencia del despilfarro manifiesto (the principle of conspicuous waste), no debe entenderse que el motivo por el que actúa el consumidor en cualquier caso es este principio en su forma directa, no sofisticada. Ordinariamente, su motivo es un deseo de conformarse al uso establecido, evitar advertencias y comentarios desfavorables, vivir con arreglo a los cánones de la decencia aceptados en la forma, cantidad y grado de bienes consumidos, así como en el empleo decoroso de su tiempo y esfuerzo”22.
El significado del consumo es entonces cultural, no es sólo un medio para satisfacer necesidades, sino una institución cultural. Por eso se van produciendo los bienes que precisa una clase ociosa, porque las demás tenderán a adquirirlos para ganar prestigio. La teoría de Veblen ha resultado ser pionera, y desde los años cincuenta del siglo XX proliferan las “teorías culturales del consumo”, que insisten en su valor simbólico, en su conexión con formas de vida sociales. En efecto, siguiendo la Ley de Engel, “cuanto más pobre es un indivi22 Th. B. Veblen: op.
40
cit., págs. 110 y 111.
duo, una familia o un pueblo, mayor ha de ser el porcentaje de su renta necesario para el mantenimiento de su subsistencia física y, a su vez, mayor será el porcentaje que debe dedicar a la alimentación”. Cuando la renta es más baja, una familia dedica mayor parte de ella a la alimentación; cuando es más elevada, sustituye la alimentación por otra más costosa y sobre todo diversifica sus gastos. Sin embargo, a la hora de detectar la evolución del consumo en una sociedad hay factores más importantes que la renta, entre los que Cuadrado destaca al menos cinco en nuestro momento: evolución demográfica (la población anciana precisa más productos para su atención), atomización de los hogares, integración de la mujer en el mundo laboral, supuesto aumento del tiempo libre y, muy especialmente, cambios en los valores y estilos de vida23. Como al comienzo apuntábamos, es realmente optimista creer que los consumidores, conscientes de qué es lo que desean, expresan su autonomía votando por los productos. El consumidor, por el contrario, desconoce normalmente en muy buena medida cuál es su propia identidad, cuál es su interés más firme 24 y su personalidad social; desconoce asimismo qué le pueden aportar en este sentido distintos productos, y por eso se deja convencer por la propaganda y sobre todo por lo que consumen aquellos en cuyo estilo de vida quisiera integrarse. La inseguridad, la ignorancia acerca de lo mejor, el deseo de formar parte de un tipo de grupo explican mejor qué se consume que la pura necesidad y el nivel de renta. De ahí que el marketing tienda a destacar no sólo la bondad de un producto, no sólo su utilidad, sino sobre todo su valor simbólico para un segmento de la población que se siente llamado a consumirlo para descubrir también con él su identidad, por afán de singularidad y exclusividad. La fragmentación de los mercados se hace, desde esta perspectiva, inevitable25. Las teorías culturales del consumo han aportado una perspectiva sobre este fenómeno que resulta imprescindible para cualquier propuesta ética que no desee desbarrar. Para elaborar una propuesta ra-
23 J.
R. Cuadrado: ‘Los españoles como consumidores de bienes, de servicios y de tiempo’, en Revista de Occidente, 162 (1994), págs. 23-44. 24 A. O. Hirschman: Las pasiones y los intereses, parte primera, FCE. México, 1978. 25 J. Torres: ‘Formas de producción y pautas de consumo en la crisis del Estado del bienestar’, en Revista de Occidente, 162 (1994), págs. 45-60.
cional es de primera necesidad comprender por qué las gentes consumen; qué busca en realidad quien desea tener lo mismo y más que los vecinos; por qué se embarcan unos y otros en la compra de productos que no pueden pagar y que ya ni siquiera en ocasiones les proporcionan comodidades; cuál es el motivo por el que acuden a la ópera gentes que la odian; por qué se empeñan en viajar y en enseñar fotos a los amigos personas que estarían más a gusto en casa. Comprender es sin duda fundamental para no desbarrar, pero, y éste es el otro lado de la cuestión, comprender tam poco es justificar. Las sociedades que hunden sus raíces en principios morales universalistas no pueden olvidar que existen bienes posicionales, bienes que no pueden disfrutar todos los seres humanos, que no se pueden universalizar, que, una vez en el mercado, provocan juegos de suma cero26. Ni pueden olvidar tampoco las externalidades del consumo, que pueden ser positivas o negativas para la sociedad y el medio ambiente. A mayor abundamiento, resulta bastante dudoso que un buen número de actitudes consumistas aumenten la calidad de vida de los consumidores: incrementar la cantidad de productos de mercado no significa elevar la calidad de vida. Así las cosas, y teniendo en cuenta el carácter poliédrico del consumo, que convierte en falsas las interpretaciones unilaterales, ¿cómo bosquejar los trazos de una “ética del consumo” a la altura de esas sociedades que, como la nuestra, hunden sus raíces en principios universalistas de justicia y cuyos habitantes aspiran a llevar una vida buena? Potenciar estilos de vida que ha gan posible un consumo justo y de calidad es, a mi juicio, la respuesta más acertada, pero para aclarar su sentido importa recurrir a dos modelos de racionalidad moral, diferentes de la calculadora, que todavía no han entrado en juego: la racionalidad universalizadora, que se introdujo en el mundo de la filosofía moderna de la mano del deontologismo kantiano y se prolonga en los kantismos actuales; y la racionalidad prudencial, de cuño aristotélico, que prolongan asimismo los actuales aristotelismos, entendidos en un amplio sentido. Al primer modelo de racionalidad importa ante todo que el consumo sea justo; al segundo, que haga posible una vida buena. No entraremos aquí en la discusión sobre si determinar lo justo presupone una idea
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F. Hirsch: Social Limits to Growth. Beta Bibl,
1976. CLAVES
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ADELA CORT INA
bienestar, no la utilidad que proporciona el ejercicio de las mismas28. Pero, regresando por el momento al deontologismo de cuño kantiano, conviene recordar que es la ética del discurso la que lo viene actualizando desde los años setenta con mayor fidelidad, al exigir que sean los afectados por las normas quienes decidan qué intereses son los universalizables y, por tanto, cuáles deben venir protegidos por las normas que se pretendan justas. Aplicar este marco ético a la economía y la empresa es tarea a la que se ha dedicado Peter Ulrich29, amén de un grupo de estudiosos españoles30, y en la línea de Ulrich se refiere expresamente Knobloch al fenómeno del consumo. Aplicadas las exigencias del universalismo dialógico a este ámbito, podemos decir que el consumo será justo si las personas, al consumir, están dispuestas a aceptar una norma mínima fundamental de la reciprocidad universalizadora, según la cual sólo se realizarán acciones de consumo que no dañen ni a los demás seres humanos ni al medio ambiente. Teniendo en cuenta las externalidades de las acciones de consumo y el hecho de que hay acciones de consumo que no pueden universalizarse sin amenazar seriamente la sostenibilidad de la sociedad humana y del medio ambiente, el primer criterio para discernir si una forma de consumo es o no justa consiste en considerar si puede universalizarse sin poner en peligro la sostenibilidad de la sociedad y del medio ambiente. A mi juicio, tal criterio podría expresarse en forma de imperativo del siguiente modo: de lo bueno, sino que entendemos lo justo como lo universalizable, y entendemos lo bueno como lo que posibilita la autorrealización personal. Lo justo es exigible universalmente, lo bueno es aconsejable 27. Consumo justo
El deontologismo kantiano ha realizado tres aportaciones, al menos, sin las que resulta ininteligible la conciencia moral de las sociedades con democracia liberal: primero, recordar que una norma es justa sólo si es universalizable; segundo, reconocer que hay seres que valen por sí mismos (las personas) y que, por tanto, jamás puede sacrificarse a alguno de ellos por el bienestar de la mayoría; y, tercero, mostrar que algunas actitudes
27 A. Cortina: Ciudadanos como protagonistas, cap. 3. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 1999.
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valen por sí mismas, y no por la utilidad que reportan. El criterio para discernir qué es justo no puede excluir a ninguna persona, y las actitudes que conviene potenciar no se miden por la utilidad. Por ejemplo, la capacidad de ser libre es valiosa por sí misma, independientemente de que sea o no útil, ya que quien pregunta “libertad, ¿para qué?”, es que, como diría Tocqueville, ha nacido para servir. En este punto, la tradición kantiana se aproxima a la aristotélica, que conectaba la felicidad con el ejercicio de aquellas actividades que son valiosas por sí mismas, y por eso incidiremos en este aspecto en el último apartado (el referente a la vida buena), pero bueno será de momento señalar también que autores como Sen reconocen hoy su proximidad al aristotelismo en este punto y su total rechazo del utilitarismo: el capability approach toma las capacidades como base para las medidas de
“Consume de tal forma que tus elecciones no pongan en peligro la sostenibilidad de la sociedad y del medio ambiente”.
Seguir un imperativo semejante sería aconsejable sin duda por razones prudenciales, que recomiendan al individuo asumir una orientación social, pero sobre todo por razones de justicia31. Sin embargo, las personas, a la hora de tomar sus opciones, carecen de la infor-
28 A.
Sen: ‘Capability and Well-Being’, en M. Nussbaum and A. Sen (ed.), The Quality of Life, págs. 30-53. Clarendon Press, Oxford, 1993. 29 P. Ulrich: Transformation der ökonomischen Vernunft (2ª ed.), 1986; Integrative Wirtschaftsethik. 30 A. Cortina, J. Conill, A. Domingo, D. García Marzá: Ética de la empresa; A. Cortina (dir.): Rentabilidad de la ética para la empresa, Fundación Argentaria/Editorial Visor, Madrid, 1998; A. Cortina y F. Albarrán (coord.): Empresas éticas ante la crisis del Estado del Bienestar. Miraguano Ediciones, Madrid, 2000. 31 A. Cortina: Hasta un pueblo de demonios. Ética pública y sociedad. Taurus, Madrid, 1998. 41
ÉTICA DEL CONSUMO
mación necesaria para saber qué consecuencias se siguen de ellas para el conjunto social y para el entorno, razón por la cual propone Knobloch con acierto complementar esta dimensión individual de la ética del consumo con una dimensión institucional. El consumidor necesita la ayuda de instituciones que le asesoren sobre la naturaleza de los productos que consume, sobre la relación calidad-precio y sobre las consecuencias del producto para el consumidor. Pero también sobre las consecuencias que tiene el consumo de determinados productos en el conjunto de la sociedad y en el medio ambiente. De la misma forma que existen organizaciones preocupadas por el comercio justo, urge crear y fomentar organizaciones e instituciones preocupadas por el consumo justo, preocupadas por averiguar qué productos originan un daño social y están, por tanto, vedados a una sociedad que se pretenda justa. Tales instituciones deberían ser tanto políticas como civiles; y, en este sentido, las organizaciones de consumidores podrían ampliar su papel normalmente reivindicativo al consiliativo, potenciando con ello la creación de una opinión pública crítica que mantenga un amplio debate sobre qué tipo de productos podrían consumirse sin atentar contra la sostenibilidad social y medioambiental. Por mi parte, suscribo estas exigencias de justicia para el consumo que Knobloch plantea, pero quisiera ir más allá de ellas, porque entiendo que desde Kant las éticas deontológicas han subrayado más la actitud que deben adoptar quienes desean obrar con justicia y el tipo de normas que sería necesario rechazar. Aquí Knobloch toma claramente el principio del neminem laede, que es sin duda imprescindible, pero no basta para aclarar qué sí debería consumirse, qué sí puede proporcionar a los individuos una vida buena. Acudir de nuevo al diálogo para aclarar qué necesidades son verdaderas y cuáles no resulta a todas luces insuficiente. Sin duda, el diálogo ayuda a los interlocutores a entenderse mejor a sí mismos, pero igualmente puede llevarles a entenderse de forma equivocada. Por eso, a mi juicio, una ética preocupada por un fenómeno tan complejo como es el consumo requiere no sólo una dimensión de justicia sino también una dimensión de vida buena sustantiva, una dimensión agathológica (de agathós, que significa “bueno”).
que ha venido haciendo fortuna desde los años cincuenta en los estudios sobre el bienestar: la noción de “calidad de vida”. Recurrir a la noción de “felicidad” sería, a mi modo de ver, poco rentable porque la felicidad es sumamente personal y poco susceptible de ser objetivada. La calidad, por su parte, aunque sin duda tiene un innegable componente personal, cuenta con algunas variables que pueden ser objetivadas. Como es sabido, fue Lyndon B. Johnson en 1964 quien convirtió en emblemática la expresión, al afirmar que los objetivos de su política no podían evaluarse en términos bancarios, sino de calidad de vida: en su parlamento enfrentaba Johnson la “calidad de nuestras vidas” a la “cantidad de bienes”. La primera se va concretando con el tiempo en un tipo de vida que puede sostenerse moderadamente con un bienestar razonable, en una vida inteligente, presta a valorar aquellos bienes que no pertenecen al ámbito del consumo indefinido, sino del disfrute sereno: las relaciones humanas, el ejercicio físico, los bienes culturales, el contacto con la naturaleza, el trabajo gratificante. Actividades, en suma, estrechamente relacionadas con la capacidad para poseerse a sí mismo y no enajenarse, no expropiarse en cosas que no merecen la pena. Como bien recuerda Scitovsky, la mayor parte de acciones que gratifica a los seres humanos, que incide en su autorrealización, puede realizarse sin contar con productos del mercado. Otras sí los precisan, pero no son más felicitantes las que necesitan mayor número de productos o las que los precisan más caros. Leer, practicar algún deporte en un club normal, escuchar música, compartir una comida agradable, son actividades que pueden ayudar a llevar adelante una vida buena dentro de los consejos de la prudencia. Por eso conviene distinguir con Aristóteles entre economía y crematística. La economía se ocupa de la administración de la casa, mientras que la crematística consiste en buscar el máximo beneficio con el intercambio. “Buscar el máximo” implica no contentarse con el suficiente, sino encadenarse a una búsqueda indefinida, sin término, sin tope, para la que nunca puede lograrse satisfacción. La satisfacción se consigue con actividades plenificantes por sí mismas, que no atan a la persona a una búsqueda sin fin. Aplicados estos consejos prudenciales
Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía
Consumo de calidad
Para referirse a esa dimensión del consumo “bueno” convendría recurrir a una noción 42
a las acciones de consumo y a los sujetos que las realizan, cabría recordar que la vida buena no depende del consumo indefinido de productos del mercado, sino que es el consumidor autónomo el que toma en sus manos las riendas de su propio consumo, el que opta por la calidad de vida frente a la cantidad de los productos, por una cultura de las relaciones humanas, del disfrute de la naturaleza, del sosiego y la paz, reñida con la aspiración a un consumo ilimitado. Como en otro lugar advertí32, afortunadamente estas formas de vida con calidad pueden universalizarse; en hacer que lleguen a todos los seres humanos estriba la más radical de las revoluciones pendientes. ■
32
1999.
‘Ética del consumo’, El País, 21 de enero de
Política en la Universidad de Valencia. Autora de Ética mínima, Ciudadanos del mundo y Hasta un pueblo de demonios. CLAVES
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LIBERALISMO Y DERECHOS DE LAS MINORÍAS ETNOCULTURALES Conversación con Will Kymlicka RUTH RUBIO MARÍN Will Kymlicka nació en Canadá. Estudió Filosofía en la Universidad de Queen’s y obtuvo su doctorado en Oxford, Inglaterra. Ha realizado tareas de docencia e investigación en las universidades de Ottawa, Toronto y Princeton. Actualmente es profesor de Filosofía en la Universidad de Queen’s. Entre otras, es autor de las siguientes obras: Liberalism, Community and Culture (Oxford University Press, 1989), Contemporary Political Philosophy: an Introduction (Oxford University Press, 1990), Multicultural Citizenship: a LibeRubio Marín. ¿Cómo nació el interés de
Will Kymlicka por las minorías culturales?
Habiéndome criado en Canadá era casi inevitable tener que enfrentarme al tema de los derechos de las minorías. Los primeros recuerdos políticos que conservo con claridad son del inicio de los años setenta, coincidiendo con el resurgir tanto del nacionalismo de Quebec como de la movilización política de los indios nativos. Hasta donde me alcanza la memoria, en Canadá siempre ha habido en el ambiente una amenaza palpable de secesión por parte de Quebec, y la situación de los indios ha sido la causa mayor de vergüenza nacional e internacional del país. Así que yo me crié con la idea de que era necesario tomar determinadas medidas para satisfacer las necesidades especiales de estas minorías. Sin embargo, mi interés por los derechos de las minorías desde un punto de vista filosófico nació en Oxford, a mediados de los ochenta, a la sazón de mis estudios de doctorado. Entre mis profesores allí estaban algunos de los más grandes filósofos políticos de la esfera anglosajona, tales como Ronald Dworkin, Steven Lukes, C. A. Cohen y Joseph Raz. Impartían cursos de Teoría Política Liberal, centrándose, en particular, en las teorías de justicia distributiva de corte liberal igualitario y, sobre todo, en el debate entre liberales y comunitaristas que entonces emergía. La obra de estos autores sobre liberalismo igualitario me impresionaba y entusiasmaba. Compartía su refutación del comuKymlicka.
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ral Theory of Minority Rights (Oxford University Press, 1995),y editor de The Rights of Minority Cultures (Oxford University Press, 1995). Su obra Multicultural Citizenship ha sido traducida a ocho idiomas incluyendo el castellano (Ciudadanía multicultural, edicio-
nes Paidós Ibérica, Barcelona, 1996) y el catalán. Por ella, Will Kymlicka fue galardonado en 1996 con el premio Ralph J. Bunche de la Asociación Americana de Ciencias Políticas a la “mejor obra de la doctrina en materia de pluralismo étnico y cultural”.
nitarismo y me daba la impresión de que habían conseguido explicar y defender muy bien las nociones liberales de autonomía individual y de igualdad en la distribución de recursos. Y un día Charles Taylor vino a dar un seminario en Oxford, en el que presentó su forma singular de comunitarismo. Por entonces yo ya conocía su obra y estaba básicamente en desacuerdo con él, como con el resto de los comunitaristas. Pero en esta charla Taylor empezó a comentar cuestiones políticas de Canadá, sosteniendo que sólo una teoría comunitarista podía justificar la concesión de derechos especiales a grupos como los quebequeses o los indios nativos. Confiaba en que Dworkin o alguno de los demás teóricos liberales de la sala refutaran su tesis, y, sin embargo, todos mostraron su acuerdo con Taylor en que el liberalismo excluía la posibilidad de tales derechos especiales. Me sentí de pronto muy molesto. Como he dicho, me atraían enormemente las teorías de la justicia de corte liberal igualitario y, sin embargo, al mismo tiempo, había crecido en la convicción de que un trato ‘justo’ implicaba algún tipo de ‘estatuto especial’ para los quebequeses y para los pueblos indígenas. Así fue como sentí en mi interior la urgencia de resolver esta aparente contradicción. Y a excepción de unos años en los que trabajé para el Gobierno en materia de técnicas de reproducción humana, éste ha sido desde entonces mi campo primordial de investigación.
R. M. En su obra denuncia el hecho de que
en la tradición política occidental, ya sea en su vertiente liberal, ya sea en su vertiente socialista, hay una manifiesta falta de interés por las minorías culturales. ¿A qué se debe tal desatención?
La verdad es que dudo que haya una única causa que justifique esta falta de interés. Los comunitaristas aducen que el problema de la tradición liberal está en su “atomismo” o su “individualismo abstracto”, ya que ambos dificultan el reconocimiento de la forma en que las personas se ven inmersas en relaciones sociales y comunidades culturales que les afectan profundamente. Pero, como dije antes, yo no creo que esta crítica comunitarista al liberalismo individualista tenga mucha fuerza. En realidad muchos autores liberales han sido plenamente conscientes de las dimensiones sociales y culturales de la existencia humana y las han integrado en sus teorías sobre la libertad y la igualdad del individuo. El problema es que la mayoría de estos autores han asumido, de forma implícita o explícita, que las personas han de alcanzar su libertad e igualdad dentro de la cultura de la mayoría; que las culturas minoritarias debían desaparecer y así lo harían a su debido tiempo, de forma que los Estados modernos acabarían convirtiéndose en Estados-naciones con un idioma y una identidad nacional comunes. Los orígenes de estos presupuestos no están tanto en el individualismo liberal como en creencias más generales derivaK.
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LIBERALISMO Y DERECHOS DE LAS MINORÍAS ETNOCULTURALES
das de la ilustración y del siglo pasado acerca de la naturaleza de la modernización. De acuerdo con estas creencias, las “grandes naciones”, tales como Francia, Italia, Polonia, Alemania, Inglaterra, Hungría, España y Rusia, eran las portadoras del desarrollo histórico. Por el contrario, se tildaba a los “nacionalismos” menores tales como el checo, croata, vasco, galés, búlgaro, rumano y esloveno de retrasados y estancados. Reinaba la convicción de que, para poder participar en la modernidad, estos “nacionalismos” no tendrían más remedio que abandonar previamente su idiosincrasia nacional y asimilarse a las grandes naciones. En realidad esta actitud la encontramos tanto entre marxistas como entre liberales. Mill sostuvo la tesis de que los quebequeses debían quedar asimilados por la mayoría cultural angloparlante de Canadá, y Marx dijo que los checos debían integrarse en la cultura alemana. A menudo se intenta explicar la hostilidad socialista frente a los derechos de las minorías en claves del compromiso del movimiento socialista con un “internacionalismo”. Como Marx expuso de forma notoria en su ‘Manifiesto Comunista’, el proletariado carece de nacionalidad: se trata de trabajadores del mundo. Así pues, a menudo los marxistas han visto las divergencias culturales y nacionales como paradas transitorias en el camino hacia la ciudadanía mundial. Pero a mí me parece que lo que ha motivado esta consabida oposición marxista y liberal frente al reconocimiento de derechos a las minorías culturales no es tanto el “individualismo” liberal o el “internacionalismo” socialista, sino una determinada visión de la modernización. Después de todo, ni Mill ni Marx rechazaron la noción de identidades colectivas que se interponen entre el individuo y el Estado. Más bien lo que hicieron fue privilegiar un determinado tipo de grupo –la “gran nación”– en detrimento de las culturas menores. Así pues, lejos de mostrarse indiferentes frente a la identidad cultural o a la lealtad colectiva de las personas, lo que hicieron fue insistir en la idea de que el progreso y la civilización requerían que las minorías “atrasadas” se asimilaran a las “enérgicas” mayorías. Este presupuesto es el que poco a poco se está abandonando. La tesis de que los checos serían incapaces de participar en la vida moderna a no ser que previamente estuviesen dispuestos a quedar asimilados por la nación alemana ha resultado ser errónea. Tampoco los quebequeses 44
han sido asimilados y ahora forman una sociedad moderna llena de vitalidad. Sin embargo esta visión decimonónica no de ja de afectar de manera inconsciente a la forma que mucha gente tiene de reaccionar ante algunas minorías, como, por ejemplo, ante los pueblos indígenas. Además, también permite entender por qué tantos teóricos, cualquiera que sea su posición dentro del amplio espectro político, adoptan de forma irreflexiva el modelo de comunidad política que dicta el esquema “Estado-nación-lengua”, esquema éste que termina por ocultar la existencia de minorías nacionales. Hay también otros factores importantes a la hora de entender las diversas actitudes frente a las pretensiones de derechos de las minorías. Por ejemplo, en muchas partes del mundo reina el miedo a que las minorías puedan ser desleales y, por tanto, puedan convertirse en un factor de desestabilización interna e internacional. Hay que mencionar también la enorme influencia internacional del movimiento en favor del reconocimiento del derecho a la igualdad de los negros en Estados Unidos, un movimiento que, al poner de relieve el problema de la discriminación racial, ha relegado sin embargo a un segundo plano las cuestiones de la supervivencia cultural y de la autonomía colectiva. Dado que la tradición política occidental ha hecho caso omiso, cuando no denigrado, las pretensiones de las minorías culturales, los teóricos de hoy están reconociendo cada vez más la necesidad de hacer tabula rasa y empezar a analizar estas cuestiones de forma seria. R. M. Se autoproclama un liberal compro-
metido con la primacía de la libertad y de la autonomía individual. Y sin embargo, al mismo tiempo, defiende la legitimidad y la necesidad de reconocer derechos de grupo a fin de que determinadas minorías oprimidas o desfavorecidas puedan preservar su cultura. Entre estos derechos, se refiere, por ejemplo, a los derechos especiales sobre la tierra o el idioma, a los derechos de representación específica en las instituciones políticas de la sociedad mayoritaria, incluyendo el derecho de veto en determinadas materias de especial interés para las minorías y, en al gún caso, hace incluso referencia a derechos de autogobierno. ¿Cómo reconciliar la de fensa de semejantes derechos colectivos con algunos de los más consolidados presupuestos del Estado liberal, tales como la igualdad de derechos civiles y políticos de todos los ciudadanos? ¿Dónde queda el famoso principio de neutralidad estatal respecto a las opciones que ofrece el mercado cultural?
En realidad la idea de que el reconocimiento de derechos de las minorías está en conflicto con los principios liberales de libertad e igualdad individual deriva en parte de una confusión terminológica alrededor de la expresión de derechos colectivos. Tanto sus defensores como sus detractores usan este término para referirse a las pretensiones de derechos de las minorías. La diferencia está en que los defensores suelen tratar los derechos de grupo como un ‘complemento’ de los derechos individuales, y, por consiguiente, ven en ellos la manera de adecuar los principios tradicionales de un régimen democráticoliberal a nuevos retos, mientras que sus detractores por regla general asumen que el reconocimiento de derechos colectivos conlleva una ‘limitación’ de los derechos individuales y, por tanto, supone una clara amenaza a los más fundamentales valores democrático-liberales. La verdad es que sólo algunos derechos de grupo entran en conflicto con los derechos individuales, pero no todos. Piénsese en dos tipos de derechos a los que una colectividad puede aspirar: el primero incluye el derecho de la misma frente a sus propios miembros, mientras que el segundo tipo se refiere a los derechos de la colectividad frente a la sociedad mayoritaria. Ambos tipos de derechos colectivos pueden servir para proteger la estabilidad de grupos nacionales, étnicos o religiosos. Sin embargo, son respuestas a diferentes tipos de inestabilidad. El primer tipo tiene como objetivo proteger a un grupo frente al impacto desestabilizador del disentimiento ‘interno’ (cuando hay, por ejemplo, miembros individuales que no quieren acogerse a las prácticas o a las costumbres tradicionales), mientras que lo que le interesa al segundo tipo de derechos es proteger al grupo del impacto de la presión ‘externa’ (por ejemplo, de las decisiones políticas o económicas de la sociedad mayoritaria). Yo suelo llamar al primer tipo “restricciones internas” y al segundo “protecciones externas”. Tal y como yo lo entiendo, las restricciones internas sí que son una amenaza para los derechos individuales. Muchos grupos lo que quieren es restringir legalmente la libertad de sus propios miembros en aras de la solidaridad de grupo o de su pureza cultural. Éstos son los derechos que generalmente invocan culturas teocráticas y patriarcales en las que reina la opresión de la mujer y se impone una ortodoxia religiosa. Las democracias occidentales se oponen con razón a este tipo K.
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RUTH RUBIO MARÍN /WILL KYMLICKA
de restricciones internas. Vale que los distintos grupos puedan establecer determinadas limitaciones como condiciones de acceso a asociaciones de carácter voluntario. Lo que los grupos no pueden hacer, porque sería injusto, es servirse del poder estatal o de los recursos públicos con la finalidad de restringir la libertad de sus miembros. En cambio, las protecciones externas pueden ser perfectamente compatibles con los postulados liberales. Lo que muchos grupos quieren es proteger su identidad específica, limitando la vulnerabilidad del grupo frente a las decisiones de la sociedad mayoritaria. Por poner un ejemplo, la reserva de tierras para el uso exclusivo de una minoría puede ser la única garantía de que dicho territorio no va a acabar en manos de foráneos con mayor poder adquisitivo. A su vez, el hecho de garantizar la representación de una minoría en organismos consultivos o legislativos sirve para reducir el riesgo de que el grupo deje de tener el control sobre determinados asuntos que pueden serle de vital importancia. La concentración de poder a nivel local es lo que a veces permite al grupo la toma de decisiones propias. Esta clase de protecciones externas no sólo no son incompatibles con el régimen democrático liberal, sino que pueden reforzar su justicia, en la medida en que pueden servir para situar a los distintos grupos de Nº97
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una sociedad en un punto de partida más equitativo, reduciendo así la vulnerabilidad de los grupos minoritarios frente a la mayoría. Por supuesto, algunas de las pretensiones de protección externa pueden ser infundadas. Tal vez el mejor ejemplo sea el del sistema de ‘apartheid’ en Suráfrica, sistema en el que, como sabemos, los blancos, siendo menos del 20% de la población total, pretendían tener el control del 87% del territorio del país, monopolizar todo el poder político e imponer su idioma sobre otros grupos. Pero en la mayoría de los casos las minorías no tienen ni la fuerza ni el deseo de dominar a los colectivos mayores y no buscan protecciones externas para privar a otros de su parte legítima de recursos económicos, de poder político o de sus derechos lingüísticos. Por lo general, las minorías etnoculturales sólo quieren asegurarse de que la mayoría no use su riqueza y su mayor población en detrimento de los recursos y las instituciones que necesitan para preservar su comunidad. Y esto yo lo considero una pretensión legítima. Así pues, mientras que las restricciones internas son casi por definición incompatibles con los postulados democrático-liberales, éste no tiene por qué ser el caso de las protecciones externas, al menos en la medida en que éstas persigan la igualdad entre los distintos grupos en vez de permitir que
unos dominen u opriman a otros. R. M. Permítame que insista. Creo enten-
der que en sus trabajos sostiene que el reconocimiento de derechos de minorías no sólo no es incompatible con los más básicos principios de las democracias liberales, sino que puede incluso servir para el fomento de uno de sus postulados más importantes, la primacía de la libertad individual. ¿Es esto cierto? K. Así es,
y la verdad es que no es fácil de explicar en pocas palabras. La idea central es que para la mayor parte de nosotros la autonomía individual está vinculada a las opciones que nos ofrece nuestra propia cultura. Pero hay que tener en cuenta que el tipo de ‘cultura’ que tengo en mente es de un tipo muy concreto. Se trata de lo que yo llamo “cultura societaria” (societal culture). Por cultura societaria entiendo una cultura territorialmente concentrada, basada en una lengua de uso común en una amplia gama de instituciones sociales, tanto dentro del ámbito público como del privado (enseñanza, medios de comunicación, derecho, economía, Gobierno, etcétera). Es la participación en estas culturas societarias lo que hace que el individuo pueda acceder a formas de vida dotadas de sentido y desarrollar su faceta social, educativa, religiosa, recreativa y económica en las esferas pública y privada. No hay ni que decir que no todos los 45
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grupos etnoculturales poseen este tipo de cultura societaria. Por poner un ejemplo, los grupos de inmigrantes generalmente carecen de ella ya que en su mayor parte acaban por integrarse en la cultura societaria de la mayoría. Por el contrario, otras minorías no formadas por inmigrantes, como los pueblos indígenas o los grupos que en su tiempo fueron colonizados o conquistados, generalmente sí que han conservado su cultura societaria, habiendo luchado a lo largo del tiempo por preservar sus propias lenguas e instituciones. Estos grupos que no son de inmigrantes es lo que yo llamo “minorías nacionales”, porque a menudo se autoproclaman como “naciones” o “pueblos” distintos, aunque sean minorías dentro de un Estado mayor. De modo que en términos generales son los grupos “nacionales”, ya sea la nación mayoritaria o una minoría nacional, los que poseen culturas societarias. La tesis que yo defiendo es, pues, la de que las culturas societarias ofrecen un contexto dentro del cual las opciones individuales y políticas cobran significado. La historia reciente parece sugerir que la gente está fuertemente vinculada a su propia cultura nacional/societaria y que, por tanto, percibe que su libertad y su igualdad están relacionadas con las opciones que aquélla pone a su disposición. En la medida en que las protecciones externas favorecen la viabilidad de culturas nacionales sin restringir por ello las libertades básicas de sus miembros, se puede decir que tales protecciones no sólo respetan, sino que además favorecen la autonomía de las personas. R. M. ¿Pero la sola idea de que la gente esté
tan fuertemente vinculada a lo que usted llama su cultura nacional o societaria no le convierte en comunitarista? K. Es posible que mi tesis dé la impresión
de estar cargada, por así decirlo, de connotaciones fuertemente ‘comunitaristas’. Sin embargo, no hay que olvidar que mi teoría pone mucho énfasis en que los miembros individuales de estas culturas tienen que tener libertad para plantearse, revisar e incluso rechazar formas de vida tradicionales, por lo que en realidad no antepongo las tradiciones de la comunidad a las opciones individuales. Yo no digo que debamos proteger la cultura ‘auténtica’ o ‘tradicional’ de una comunidad, o que los valores de la comunidad deban de prevalecer sobre los derechos individuales. En último término, mi teoría no deja de ser profundamente individualista, tanto a nivel moral (dado que la justificación de la protección cultural reside en 46
que ésta promueve el bienestar individual) como a nivel político (ya que la protección de minorías culturales no permite la lesión de las libertades de los miembros del grupo). R. M. Parte de la confusión en los prolíficos
debates actuales sobre multiculturalismo y políticas de minorías parece que se debe a la gran variedad de temas que se plantean en los mismos, desde las relaciones raciales, pasando por conflictos de igualdad de sexo, hasta problemas específicos de las comunidades de gay y de lesbianas. En su trabajo, sin embargo, se centra exclusivamente en una clase de minorías, las minorías etnoculturales. ¿Pero qué entiende exactamente por “minoría etnocultural”? Y, de haberla, ¿cuál es la peculiaridad de las pretensiones de las minorías culturales frente a las de otro tipo de minorías socialmente oprimidas que también participan activamente en políticas de grupo y tienen voz activa en los debates sobre derechos colectivos?
En realidad hay muchas e importantes similitudes entre los grupos etnoculturales y otras formas de expresión de ‘políticas de identidad’, lo que explica por qué a menudo todas ellas quedan asimiladas ba jo el término de “multiculturalismo”. Desde mi punto de vista la cuestión esencial que debemos plantearnos ante cada uno de estos movimientos es la de si los grupos en cuestión lo que buscan es acomodo dentro de la sociedad mayoritaria –es decir, a través de las instituciones comunes que forman su cultura societaria– o si lo que pretenden es funcionar como una sociedad aparte, con su autogobierno y con su propia cultura societaria. Desde esta óptica, los grupos de identidad de K.
naturaleza no-étnica caen todos en el lado integracionista. Lo que todos buscan es acomodamiento dentro de la sociedad general y ello a pesar de que algunos hayan adoptado una retórica seudonacionalista (por ejemplo se oye hablar de la “nación gay”). Y en este sentido, meter en el mismo saco a los grupos etnoculturales y a los grupos de identidad no étnicos a menudo supone ocultar las particularidades de las cuestiones que plantean las minorías nacionales. Por supuesto muchos colectivos etnoculturales también tienen un planteamiento de partida esencialmente integracionista. Y en la medida en que los grupos de inmigrantes, por ejemplo, también buscan acomodo dentro de la sociedad de acogida, a menudo suscitan las mismas cuestiones que otros grupos tradicionalmente excluidos (tales como las mujeres, los homosexuales y lesbianas o algunos grupos religiosos no étnicos), cuestiones como, por ejemplo, cómo modificar las políticas familiares, los horarios laborales, o los programas educativos para satisfacer sus necesidades o particularidades. De tal manera que no se puede decir que no haya importantes analogías entre las pretensiones de justicia que plantean estos movimientos sociales y las pretensiones de colectivos etnoculturales. A fin de cuentas, ambos han sido excluidos y marginalizados en virtud de sus “diferencias”. Y en realidad todos forman parte de una lucha mayor por una sociedad democrática más tolerante e inclusiva y no hay por qué verlos en conflicto o en competición. R. M. Como sabe, con la restauración del
régimen democrático en España ha habido CLAVES
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un resurgir de los movimientos nacionalistas que fueron víctimas de opresión durante la dictadura franquista. Creo que esto plantea una cuestión interesante y de carácter más general. Por mucho que uno pueda estar en desacuerdo con la represión de minorías nacionales, lo cierto es que en determinadas ocasiones una minoría cultural puede haber sido mermada de modo tal que ya no esté en condiciones de ofrecer un contexto rico y global de opciones para las nuevas generaciones. Sin ir más lejos éste parece ser el caso de muchos grupos indígenas del continente americano. Llegada a esta situación, ¿cree que sigue siendo legítima la asignación de recursos y derechos especiales para recuperar y reconstruir la cultura de la minoría, o puede ser que, dadas las circunstancias, sea mejor destinar los recursos a facilitar la integración de los miembros restantes en la cultura e instituciones predominantes? K. Apunta
usted a una cuestión muy peliaguda. Dado que, en efecto, ha habido intentos de asimilación forzosa de muchas minorías nacionales en general y de muchos pueblos indígenas en especial, no debiera sorprendernos que haya quedado más bien poco de algunas culturas. Algunas comunidades indígenas han sido diezmadas a lo largo del tiempo. Les ha sido sistemáticamente negado el derecho de conservar sus propias instituciones hasta el punto de que han llegado a perder toda esperanza. Está claro que, llegado a este punto, integrarse en la corriente mayoritaria puede resultar una opción más razonable que luchar en vano por preservar lo que ya se perdió. De hecho, algunos grupos indígenas han optado, en cuanto tales, por ceder sus derechos nacionales, aceptando a cambio el trato de grupo étnico o racial desfavorecido. Por supuesto, esta es una de las opciones. Lo que las minorías nacionales no tienen en ningún caso es la obligación de seguir como sociedades distintas, si no creen que ello les merezca la pena. Ahora bien, la decisión acerca de si integrarse o no en la corriente mayoritaria ha de quedar reservada a los propios miembros de la minoría. Y ello porque, de no ser así, las culturas mayoritarias tendrían el incentivo perverso de destruir las culturas societarias de las minorías, invocando luego tal destrucción para justificar la necesidad de proceder a una asimilación total. Y, la verdad, no creo que debamos establecer un sistema que permita que las mayorías saquen partido de sus propias injusticias. Además, no hay que olvidar que si se dan las condiciones adecuadas, las culturas debilitadas y oprimiNº97
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das pueden fortalecerse y recuperar su riqueza. No hay por qué pensar que comunidades indígenas mermadas no pueden volver a ser culturas ricas y llenas de vitalidad, al mismo tiempo que culturas capaces de asimilar e incorporar los avances de la modernidad. Todo esto, claro está, siempre que se den las condiciones necesarias para ello. También hay que tener en cuenta que aunque preservar o reconstruir una cultura previamente devastada puede parecer una tarea casi imposible, la opción de la integración no tiene por qué ser más fácil. Después de todo, cuando un grupo ha sido devastado de tal forma es porque ha sido víctima de una antipatía y de prejuicios generalizados por parte del resto de la sociedad. No se puede contar, pues, con que la vía de la integración vaya a ser un camino de rosas. De hecho, uno no tiene más que fijarse en el caso de muchos grupos indígenas que son objeto de constante discriminación en el seno de la sociedad imperante. R. M. El resurgir de los movimientos nacio-
nalistas en España también ha traído consi go el impulso de nacionalismos menores como, por ejemplo, el valenciano, un nacionalismo que, curiosamente, se define no sólo por oposición a la cultura mayoritaria, sino también y sobre todo por oposición a otro nacionalismo, el catalán, con el que, paradójicamente, y al menos visto desde fuera, comparte afinidades históricas y lingüísticas. Ello suscita la cuestión de cómo identificar nuevas minorías culturales. En otras palabras, ¿cuándo podemos decir que un grupo es “lo suficientemente diferente” de la mayoría y/o de otras minorías para merecer el reconocimiento específico de minoría cultural y el consiguiente status y prerrogativas? K. Yo
creo que a estas alturas todos los que se dedican al estudio de nacionalismos están de acuerdo en que no hay ningún elenco de condiciones necesarias o suficientes para la identificación y la individualización de ‘naciones’. Muchos teóricos dicen que la lengua es probablemente el factor más claro de identificación nacional. Y yo tiendo a estar de acuerdo. Pero incluso éste es un criterio tremendamente vago. Por ejemplo, ¿qué es lo que distingue a una lengua de un dialecto? Un dicho común entre los lingüistas es que una lengua no es más que un dialecto con un ejército que la respalda. Qué duda cabe de que la indeterminación del concepto de nacionalismo complica bastante las cosas desde un punto de vista teórico, pero creo que muchos exageran los problemas prácticos. Real-
mente dudo que exista la amenaza real de una infinita sucesión de grupos que se autoproclamen naciones. No hay que olvidar que comprometerse con una actitud nacionalista implica también costes, y no sólo beneficios. Cuanto mayor es la fuerza con la que un grupo reclama sus propias instituciones, menores se esperan que sean sus pretensiones de participar y de estar representado a través de las instituciones centrales, y de que tales instituciones acomoden la identidad y prácticas del grupo en cuestión. Y éste es un coste enorme que no creo que la gente esté dispuesta a asumir a no ser que: uno, de hecho se vea ya excluida de las instituciones centrales debido a sus diferencias lingüísticas o un pasado de discriminación; y dos, sea capaz de formar una sociedad aparte verdaderamente viable y rica. En otras palabras, lo que yo no creo es que la gente vaya a apoyar lo que podríamos llamar movimientos nacionalistas de pura “vanidad”. Me da la impresión de que el fracaso de la Liga Lombarda en Italia es un buen ejemplo. Puede que las élites políticas hayan querido inventar una nueva ‘nación’ a fin de consolidar su poder dentro del grupo (puede que muchos prefieran ser cabeza de ratón en Lombardía que cola de león en Italia). Pero estas élites no han encontrado fácil apoyo popular, porque la mayoría de las personas en Lombardía no sólo se sienten ligadas a la sociedad italiana en su globalidad, sino que tienen verdaderas oportunidades de participar en ella sin tener que superar obstáculos lingüísticos, prejuicios o prácticas discriminatorias. Así que para la mayoría de las personas del norte de Italia, el redefinirse como una nación “lombarda” aparte conllevaría grandes gastos y pocos beneficios. En definitiva, yo me atrevería a decir que para que los nacionalistas tuvieran más éxito en Valencia que en Lombardía, a pesar de sus aparentes similitudes con Cataluña, tendría que darse la condición de que la gente en Valencia sintiera que hay verdaderos obstáculos para su plena e igual participación ya sea en las instituciones españolas, ya sea en las catalanas. R. M. Muchos autores liberales se pregun-
tan si los defensores de los derechos de las minorías en realidad no exageran cuando se refieren a la dependencia cultural de las personas. De hecho, algunos de ellos han planteado lo que llaman la “alternativa cosmopolita”. Esta alternativa enfatiza el hecho de que hoy día la gente vive en lo que podemos definir un “caleidoscopio de culturas”, y se mueve libremente y opta de entre 47
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las posibilidades que les ofrecen las diversas tradiciones culturales. Jeremy Waldron, por ejemplo, cita el caso de un quebequés que come comida china y que le lee los cuentos de los hermanos Grimm a su hija, mientras escucha ópera italiana de música de fondo. Con la globalización del comercio, el aumento de la movilidad humana y el desarrollo de instituciones internacionales y medios de comunicación la “alternativa cosmopolita”, a su entender, resultará inevitablemente cada vez más atractiva. ¿En qué medida reta esta “alternativa cosmopolita” su tesis?
La cuestión que suscita Waldron tiene gran relevancia. Es evidente que en los días que corren el intercambio cultural es algo que ocurre a gran escala. Y, lo que es más, se trata sin duda de algo sumamente positivo. Los liberales no podemos aceptar ninguna concepción de la cultura que vea en el proceso de interacción y de aprendizaje de otras culturas una amenaza a la ‘pureza’ o a la ‘integridad’ cultural, en vez de una oportunidad de enriquecimiento. Lo que los liberales queremos es una cultura societaria que sea rica y diversa, y está claro que gran parte de la riqueza tiene que ver con el hecho de si tal cultura es o no capaz de apropiarse de los frutos de otras culturas. Así que nada más lejos de nuestra intención que la pretensión de construir muros alrededor de nuestras culturas para defenderlas del “movimiento general del mundo”, tal y como lo expresó John Stuart Mill en una ocasión. Waldron teme que el empeño por mantener culturas diferenciadas pueda entrar en conflicto con el deseo de lograr una vida cultural más rica y diversa. De ahí su tesis de que si queremos que la gente tenga un ámbito mayor de elección, debemos abandonar la idea de culturas diferenciadas y promover la mezcla de significados culturales de distintas fuentes. Y esto es lo que él entiende como una “alternativa cosmopolita” a los derechos de las minorías. Lo que yo no tengo tan claro es que la “alternativa cosmopolita” que Waldron propone sea realmente tan distinta de la postura de la cual él dice disentir. En realidad me da la impresión de que lo que Waldron quiere sobre todo es rechazar la idea de que nuestras opciones y nuestra identidad individual estén determinadas por nuestro origen étnico. Por ejemplo, Waldron afirma que una mujer quebequesa que come comida china y le lee mitología romana a su hija, o un irlandésamericano que disfruta del arte de los esK.
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quimales y de escuchar ópera italiana en un estéreo japonés, están de hecho viviendo en un “caleidoscopio de culturas” sólo por el hecho de que éstas sean prácticas culturales que procedan de grupos étnicos diferentes. Pero este mestizaje cultural, que es sin duda propio de la modernidad, no implica moverse a través de culturas societarias, al menos tal y como yo las defino. Se trata, en concreto, de disfrutar de las oportunidades que ofrecen hoy día las culturas societarias plurales de la sociedad francófona de Quebec y de la sociedad americana angloparlante. Lo que yo digo es que los quebequeses forman una cultura diferenciada en Norteamérica, porque son una comunidad histórica con un conjunto más o menos completo de instituciones que funcionan en lengua francesa. No hay nada en la noción de cultura societaria que se oponga a la incorporación de nuevas ideas y prácticas de otras partes del mundo. El hecho de que algunos quebequeses coman ahora comida mexicana y practiquen budismo zen no significa que en su conjunto hayan dejado de formar una cultura aparte que vive y opera en instituciones de habla francesa. Sólo significa que la cultura societaria a la que pertenecen es una cultura abierta y plural que toma prestado todo lo que ve de interés en otras culturas, lo integra en sus propios hábitos y se lo deja en herencia a las generaciones sucesivas. Y como dije antes, este tipo de intercambio cultural es algo positivo desde un punto de vista liberal. Que quede claro, pues, que el aislamiento cultural no es ni el propósito ni el efecto de la clase de derechos lingüísticos y de autogobierno que reclaman las minorías nacionales occidentales. Lo que sucede es que Waldron no repara en ello porque asume que el objetivo de los nacionalistas es el de proteger la “autenticidad” de sus culturas. Puede que ésta sea la caracterización adecuada de determinados nacionalismos antiliberales de Europa del Este. Pero los nacionalistas liberales no pretenden conservar la “autenticidad” de sus culturas, si por ello se entiende vivir de la misma forma en que lo hicieron sus antepasados siglos atrás, reacios a aprender de otros pueblos y de otras culturas. Lo que quieren es vivir en sociedades democráticas modernas y formar parte de una civilización occidental común. Por ejemplo, los quebequeses o los catalanes pretenden conservar su existencia en tanto que grupos culturales diferenciados, dispuestos a adaptar y a transformar su cultura, pero sin ceder por ello ante la
presión de abandonar enteramente sus dimensiones y experiencias colectivas y de quedar plenamente asimilados por la sociedad mayoritaria. En pocas palabras, estas minorías culturales quieren ser cosmopolitas y receptivas al intercambio cultural que Waldron alaba, sin por ello tener que aceptar la “alternativa cosmopolita” del mismo Waldron, una alternativa que niega la posibilidad de que la gente tenga lazos profundos con su propia lengua y con su propia comunidad cultural. R. M. Vivimos en la era de los procesos de
integración económica regionales como la Zona de Libre Comercio del Atlántico Norte (NAFTA), Mercosur y la Unión Europea. Puede que a estos procesos de integración económica les sigan otros de índole política tal y como se empieza a atisbar en el marco europeo. ¿Cómo vive alguien como usted, al guien profundamente preocupado por la preservación de las comunidades nacionales, el traslado del foro de deliberación democrática del Estado a las instituciones supranacionales? Y en este sentido, ¿existe algún tipo de garantías que, a su entender, debiera acompañar el proceso de la construcción de la Unión Europea? K. A
mi entender, hay un verdadero riesgo de que la creación de instituciones políticas transnacionales, tales como la Unión Europea, acabe por debilitar la ciudadanía democrática, aunque éstas se hagan más transparentes y se les obligue a responder de forma más directa ante la sociedad. Tal y como yo lo veo, la razón fundamental por la que la Unión Europea tiene un déficit democrático no reside en sus atrofias institucionales, tales como la muy criticada debilidad del Parlamento Europeo frente a una Comisión no directamente elegida por el pueblo. Mucho más importante es el hecho de que la Unión Europea no puede ser verdaderamente democratizada porque la política democrática tiene que ser política en lengua vernácula. Del mismo modo que las opciones individuales tienen más sentido cuando la gente tiene acceso a ellas dentro de sus propias culturas nacionales, creo que la ciudadanía democrática tiene más sentido cuando la gente es capaz de participar y deliberar a través de sus propias instituciones nacionales y en su propia lengua. Si los daneses se reúnen (en su calidad de daneses) para discutir (en danés) el lugar que ha de ocupar Dinamarca dentro de la Unión Europea, éste puede resultar un debate verdaderamente democrático y participativo. Pero si lo que pretendemos es que los daneses se reúnan con los alemanes y griegos para discutir CLAVES
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(en calidad de europeos) el futuro de Europa (en inglés), creo que el debate resultante tiene muchas menos posibilidades de ser un debate participativo y democrático. Y ello porque probablemente sólo un grupo privilegiado de personas tenga los medios o la motivación necesaria para participar en tal debate. Por eso, no estoy necesariamente a favor de fortalecer el poder de la Unión Europea en detrimento de los legisladores nacionales (por ejemplo, dejando a los Gobiernos sin la prerrogativa de veto). El sentido de eficacia política de la mayoría de la gente se basa generalmente en su participación en la vida política nacional. Si se debilita ésta última es posible que ocurra lo mismo con el compromiso de las personas respecto a la idea de ciudadanía democrática. Por supuesto, puede que mantener el sistema de veto no sea algo viable si la Unión Europea por fin se amplía para dar cabida a los países de Europa Central y del Este. Y, por supuesto, estoy a favor de tal ampliación, aunque sólo sea como forma de garantizar la transición democrática en estos países. Pero cualquiera que sea el porvenir de la Unión Europea, creo que habrá que tomar medidas para asegurarse de que la relación de la gente con la Unión Europea quede fuertemente mediatizada por los legisladores nacionales. R. M. En su obra más reciente muestra un
interés creciente por las comunidades de inmigrantes. Sin embargo, también hace una distinción básica entre las pretensiones legítimas que pueden plantear, por un lado, las minorías nacionales y, por otro, las comunidades de inmigrantes. Me da la impresión de que si sus postulados carecen de la virtualidad de modificar drásticamente el statu quo de muchas democracias occidentales es porque su ámbito de aplicación se limita en gran parte a las minorías nacionales que ya existen y en mayor o menor medida están reconocidas como tales contando con sus propias instituciones. Básicamente, mientras que las minorías nacionales deben en su opinión poder disfrutar de derechos que les permitan conservar sus culturas societarias, en el caso de las comunidades de inmigrantes lo único que usted defiende es la necesidad de reconocerles derechos que faciliten su integración en la sociedad mayoritaria, tales como los que llama “derechos poliétnicos”. Por “derechos poliétnicos” entiende derechos que tratan de acomodar prácticas religiosas y culturales que tal vez no encuentran el apoyo suficiente en el mercado (como puede ser la financiación de programas lingüísticos para inmigrantes) o que la legislación vigenNº97
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te impide aunque sea de forma no intencionada (como puede ser el caso de la legislación de cierre de domingos o de uniformes que va contra determinadas creencias reli giosas). El objetivo final es siempre el de ajustar las instituciones mayoritarias para dar cabida a las diferencias de estos grupos, y no el de permitir que los inmigrantes recreen su cultura societaria en el nuevo país de acogida con instituciones propias que operen en sus lenguas. Dejando de lado otro tipo de consideraciones, parece que en su opinión lo realmente determinante es que los inmigrantes al abandonar su nación renuncian voluntariamente a su cultura societaria. Sin embargo, da la impresión de que la mayoría de los movimientos migratorios actuales son el resultado de graves carencias económicas y de situaciones generalizadas de inestabilidad política y, por tanto, no parecen encajar dentro de la definición de acciones verdaderamente libres. El hecho es que usted mismo asigna una gran importancia a poder vivir y trabajar dentro de la cultura de cada uno, y afirma que esto es algo que debiéramos presuponer que en principio todas las personas desean. Por eso mismo, ¿acaso no debiéramos mirar con escepticismo las interpretaciones de quienes describen las migraciones como procesos de libre renuncia de derechos?
Tiene razón cuando dice que hoy por hoy los movimientos migratorios a menuK.
do no son realmente voluntarios. Sin embargo, algunos sí que lo son, y, lo que es más importante, a medida que un mayor número de países se vaya industrializando, la decisión de emigrar va a convertirse cada vez más en una opción libre para muchas personas. Por poner un ejemplo, podemos decir que la emigración a gran escala de Irlanda o España a lo largo de este siglo fue el resultado de situaciones más o menos generalizadas de pobreza. Pero si hay españoles o irlandeses que emigran hoy es mucho más probable que sea como resultado de opciones libres. Y supongo que en realidad debiéramos aspirar a un mundo en el que todo tipo de migración se planteara como algo voluntario. Por ello creo que hay que pensar en los derechos de los que son inmigrantes por opción; y mi tesis es que estos derechos no pueden ser los mismos derechos de autogobierno que tienen las minorías nacionales. Además, aunque la emigración no sea el resultado de una opción voluntaria, no está claro que en general todos los inmigrantes aspiren realmente al mismo tipo de separatismo que las minorías nacionales. A menudo los inmigrantes son conscientes de que constituyen sólo una minoría pequeña y dispersa en el país de acogida de manera que, ni siquiera con la necesaria generosidad y tolerancia, podrían 49
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recrear el conjunto de instituciones y de prácticas que disfrutaban en sus países de origen. Pueden conservar determinadas costumbres o rituales, pero no el mismo tipo de cultura institucionalmente completa y cambiante que dejaron atrás, una cultura que les ofrecía opciones dentro de la amplia gama de actividades humanas. Por regla general los inmigrantes saben que si quieren acceder a las oportunidades que les ofrece el mundo moderno sólo pueden hacerlo a través de la integración en el idioma y en las instituciones de la sociedad de acogida. Y esto parece ser algo que aceptan tanto refugiados como inmigrantes por opción. Por poner un ejemplo, en Estados Unidos y en Canadá no hay diferencia entre los esquemas o la velocidad de integración entre inmigrantes y refugiados. R. M. No dudo de que tenga razón. Me
consta que en muchos países con comunidades de inmigrantes éstos tienen como prioridad la de asegurarse y, sobre todo, la de garantizar a sus hijos, las oportunidades que les ofrecen las sociedades de acogida y no la de recrear la cultura societaria que abandonaron. Sin embargo, seguimos sin saber si éste sería el caso si se les diera los medios o se les estimulara para que recrearan en la nueva sociedad sus culturas societarias de ori gen, culturas éstas que luego podrían abandonar en favor de una opción verdaderamente libre de integración en la sociedad y cultura mayoritarias.
Reconozco que su pregunta tiene interés desde un punto de vista teórico, pero no creo que tenga tanto interés práctico. K.
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Por dos motivos. Para empezar, los Estados seguramente no acogerían inmigrantes si como condición previa se les exigiera el reconocimiento de los mismos derechos que generalmente otorgan a sus minorías nacionales autóctonas. La verdad es que los Estados sólo suelen abrir sus puertas a la inmigración cuando va en su propio interés el hacerlo y esto sucede únicamente cuando los inmigrantes están dispuestos a integrarse en la sociedad de destino. Así que insistir en que los Estados otorguen a sus comunidades de inmigrantes los derechos y la prerrogativas necesarias para que éstos recreen su cultura societaria desde un punto de vista práctico simplemente acabaría con la inmigración. En segundo lugar, salvo raras excepciones, estas comunidades son demasiado pequeñas y están demasiado dispersas como para crear culturas societarias viables y prósperas. Por ejemplo, no me cabe la menor duda de que los hispanos en Texas y California podrían formar una cultura societaria hispanohablante en Estados Unidos, siempre que contaran con los derechos lingüísticos y con las políticas educacionales convenientes. Pero siguiendo con el ejemplo, no me parece que ésta sea una opción viable para los inmigrantes vietnamitas en Estados Unidos. R. M. Da la impresión de que a veces los
derechos que usted llama “poliétnicos” y los derechos especiales de representación de gru pos dentro de las instituciones políticas de la sociedad mayoritaria no son mecanismos su ficientes para evitar que las minorías nacio-
nales o étnicas sean debidamente tenidas en cuenta en la toma de decisiones a nivel estatal. De ahí que a menudo sea necesario que tales minorías disfruten de un determinado grado de autogobierno. Ello les permite mantener su poder de decisión en asuntos que son de especial importancia para las mismas como la educación, la política de inmigración, el desarrollo de recursos, el idioma y la familia. En el caso español, ¿cree que el sistema actual de autonomías por regiones es suficiente para acomodar los nacionalismos del país o cree más bien que, más tarde o más temprano, acabará por im ponerse algún tipo de esquema federal?
La cuestión de qué es lo que ‘necesitan’ las minorías nacionales es más bien vaga. ¿Qué necesitan para qué? Si nuestra única preocupación es la de que las minorías nacionales tengan lo que necesitan para mantenerse como sociedades distintas y autogobernadas, entonces creo que no hay ningún problema con el ‘statu quo’ en España. Los catalanes, por ejemplo, tienen poderes de autogobierno constitucionalmente sancionados incluyendo el control sobre la lengua de la enseñanza y de la administración, y esto les ha permitido llevar con éxito un programa de “normalización lingüística”. Al parecer este programa está funcionando, no sólo porque permite a los catalanes de nacimiento vivir y trabajar en su propia lengua, sino porque estimula a los inmigrantes a que se integren en la sociedad de habla catalana. La situación es parecida en Quebec. En la actualidad se han logrado niveles suficientes de reconocimiento de K.
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derechos lingüísticos y de poderes de autogobierno como para no temer ya una asimilación lingüística. En ambos casos, sin embargo, las minorías nacionales no se conforman con el ‘statu quo’. Y ello me hace pensar que lo que está en juego no es tanto la necesidad de ‘supervivencia’ cultural como la necesidad de ‘reconocimiento’. En cada uno de los casos, este ansia de reconocimiento se manifiesta en la pretensión de algún tipo de asimetría entre las unidades de la federación. Es decir, los quebequeses y los catalanes quieren que sus regiones tengan un trato diferente del de otras unidades federales de Canadá o España, porque se ven a sí mismos como ‘naciones’ y no sólo como ‘regiones’ de una nación común, la canadiense o la española. Lo que quieren es algo más que un “resarcimiento regional”. Lo que quieren es un “reconocimiento de nación”. Ésta es una de las reflexiones más interesantes de la última obra de Taylor acerca de la importancia creciente de las “políticas de reconocimiento” (politics of recognition). Creo que es bastante probable que Canadá acabe por fraccionarse debido a nuestra incapacidad para resolver esta cuestión del reconocimiento. Resulta casi doloroso que un país pueda dividirse por una cuestión tan trivial en apariencia como es la del reconocimiento simbólico. Pero hay que decir que si la cuestión es realmente trivial, debiera serlo para todas las partes implicadas. Después de todo, la razón por la que a la mayoría angloparlante de Canadá le cuesta aceptar la asimetría que reclama Quebec es precisamente porque tal asimetría debilitaría o devaluaría los símbolos de un nacionalismo pancanadiense del que se han impregnado las instituciones del país. Igualmente, gran parte de la oposición en España al trato asimétrico de Cataluña proviene del compromiso anterior con la “nación española, una e indivisible”. Si las minorías nacionales están ahora obsesionadas con el reconocimiento simbólico de su identidad nacional propia, esto se debe en parte al hecho de que las correspondientes mayorías adoptaron en el pasado símbolos que explícita y deliberadamente negaban su existencia como naciones distintas. R. M. Como es bien sabido, uno de los pro-
blemas inherentes al reconocimiento de “derechos de autogobierno” es que, a diferencia de lo que sucede con lo que usted llama “derechos poliétnicos” y con los derechos especiales de representación colectiva (que, en último término, pueden cumplir una función Nº97
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integradora acomodando las necesidades de las minorías dentro de la sociedad y de las instituciones mayoritarias), los derechos de autogobierno pueden servir para encender las ambiciones de líderes nacionalistas que no se van a contentar con nada que no sean sus propios Estados-naciones. Esto suscita la cuestión de las bases de la unidad social en un Estado plurinacional. Una vez abandonado el mito de una “nación común” que se expresa a través de una nacionalidad de Estado común, ¿cuál puede ser la fuente que alimente el sentimiento de solidaridad que hace falta para promover el bien común y para resolver las cuestiones apremiantes de justicia a nivel estatal? En otras palabras, ¿qué puede servir de amalgama en un Estado plurinacional que en vez de negar reconozca las particularidades nacionales?
La verdad es que creo es cada vez más difícil dar una repuesta general a esta cuestión. Y sobre todo cada vez soy más escéptico de que los filósofos podamos aportar mucho en este terreno. A fin de cuentas, el fundamento principal de la cohesión social no es más que el deseo de vivir juntos, y si dos o más grupos dejan de tenerlo no hay forma de que nosotros demostremos que ‘debieran’ querer vivir juntos. En concreto no hay ninguna razón para pensar que grupos que comparten los mismos principios políticos también deban querer compartir las mismas instituciones políticas. Muchos filósofos han sido propensos a dar por supuesto que normas y valores comunes podían servir de bases de cohesión social, pero lo que de hecho sucede en los Estados plurinacionales más bien demuestra lo contrario. No hay nada de extraño en que una minoría nacional diga “sí, tenemos los mismos ideales políticos que la mayoría, pero queremos perseguirlos a través de nuestras propias instituciones, y no a través de instituciones comunes”. Y sin el deseo de coexistencia incluso las instituciones y los procedimientos mejor diseñados están destinados a la atrofia terminal. No hace mucho que Taylor lanzó la idea de que la “diversidad profunda” (deep diversity) debe entenderse no como fuente de separación, sino precisamente como base de cohesión social. Su esperanza es que la gente se sienta atraída y estimulada por la idea de vivir en un país en el que conviven, no sólo distintas concepciones del bien o distintas prácticas etnoculturales, sino también distintas identidades nacionales. Tal vez esta idea tenga un cierto interés, pero no estoy muy seguro de que nos lleve muy lejos. Después de todo, no podemos olvidar que este tipo de “diversiK.
dad profunda” se puede dar incluso dentro de países relativamente pequeños. Por tanto, para poder disfrutar de este tipo de diversidad uno no tiene por qué querer conservar un Estado plurinacional. Por poner un ejemplo, si Quebec se separara ahora seguiría teniendo de todas maneras una “diversidad profunda” dada la presencia en Quebec de varios pueblos indígenas, de una comunidad histórica angloparlante, así como de inmigrantes de todo el mundo. El deseo de vivir en una sociedad con “diversidad profunda” no es pues suficiente razón para que los quebequeses quieran seguir perteneciendo a Canadá (o para que los catalanes quieran seguir perteneciendo a España). Al final, como dije antes, la cohesión social se basa en afectos y no en creencias. Lo importante es que, por la razón que sea, la gente de distintos grupos quiera seguir funcionando junta y con instituciones comunes. Los accidentes históricos o geográficos tal vez puedan ayudarnos a predecir cuándo va a surgir tal deseo de convivencia, o si va a desaparecer paulatinamente, pero no creo que ningún conjunto de ideales o instituciones políticas pueda garantizar que tal deseo vaya a nacer o a mantenerse a lo largo del tiempo. R. M. En Estados Unidos, los amish han re-
clamado desde siempre su derecho a sacar a sus hijos de la escuela antes de que éstos cumplan la edad de escolarización obligatoria, los 16 años. Se trata de asegurarse de que sus hijos no aprendan del mundo exterior más de lo necesario. Según ellos, la libertad religiosa ampara la libertad de todo grupo de vivir de acuerdo con su doctrina incluso cuando ello implica una limitación de la libertad individual de los hijos. Como bien sabe, en el famoso caso, Wisconsin v. Yoder la Corte Suprema de Estados Unidos accedió a la pretensión de la comunidad amish. Como también es sabido, otras minorías etnoculturales llevan a cabo otro tipo de prácticas y esposan otros valores ‘antiliberales’, tales como la circuncisión de mujeres, los matrimonios concertados forzosos y otras costumbres a menudo relacionadas con la discriminación sistemática por razón de se xo. Se plantea así el tema de los límites de la tolerancia de una sociedad liberal frente a sus ‘minorías antiliberales’, o, como otros lo han llamado, el problema de las “minorías dentro de las minorías” o de los disidentes internos. ¿Acaso estamos ante el conflicto entre dos valores liberales, la autonomía y la tolerancia? ¿Qué trato debiera un Estado liberal dar a sus minorías antiliberales? ¿Estás de acuerdo con quienes opinan que un Estado liberal sólo está legitimado para exigirle 51
LIBERALISMO Y DERECHOS DE LAS MINORÍAS ETNOCULTURALES
a sus ‘minorías antiliberales’ que garanticen el derecho de salida del grupo a los miembros individuales que disientan?
Hay en la actualidad una creciente literatura acerca de si el valor central de la doctrina liberal es la “autonomía” o la “tolerancia”. El punto de vista mayoritario ha sido durante bastante tiempo que Estados liberales debían proteger y promover la autonomía individual. Pero somos cada vez más conscientes de que algunos grupos culturales tradicionalistas y algunos grupos religiosos conservadores no están de acuerdo con el énfasis que se da al valor de la autonomía, porque a veces resulta perjudicial para sus prácticas heredadas y sus autoridades reconocidas. A fin de responder a tales inquietudes, algunos liberales destacados defienden ahora la necesidad de restarle importancia a la autonomía, y perseguir la definición de una modalidad más ‘tolerante’ de liberalismo que los grupos culturales y religiosos que no son liberales no perciban como una amenaza. Sin embargo, yo dudo mucho de que el liberalismo pueda o deba asentarse sobre el valor de la tolerancia en lugar del de la autonomía. O más bien, creo que la única concepción de tolerancia que los liberales pueden aceptar es una que esté basada a su vez en el valor de la autonomía individual. Por poner un ejemplo, la noción liberal de tolerancia religiosa está fuertemente comprometida con la libertad individual de opción. Para los liberales la tolerancia religiosa no significa fundamentalmente que cada grupo religioso acepte la existencia de otras religiones, y que todos estén de acuerdo con la necesidad de no interferir en las prácticas de los demás. Más bien la tolerancia religiosa significa que todas las personas tienen derecho a la libertad de consciencia, un derecho que puede entrar en conflicto con los deseos del grupo en cuyo seno tales personas se educaron. La gente no sólo tiene el derecho de practicar la religión en la que se educó, sino también el derecho de cuestionar y de reconsiderar sus propias creencias religiosas, aunque esto pueda desagradar u ofender a otros miembros del grupo. Para un liberal la tolerancia religiosa significa que las personas tienen el derecho de poner en discusión sus creencias heredadas y las autoridades religiosas tradicionales, y sería una violación de la libertad de consciencia individual el que un grupo intentara evitar que sus miembros acometieran tal empresa de evaluación crítica de creencias. Así pues, para un liberal la tolerancia K.
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no es principalmente una cuestión de grupos que respetan a otros grupos, sino más bien de grupos (y de un Estado) que respeta la libertad de opción individual. La única forma de defender esta noción de tolerancia que se basa en la posibilidad de opción personal, creo yo, es la de recurrir al valor de la autonomía. Y para que haya realmente una libertad de opción no basta con que las personas simplemente tengan el derecho de abandonar su grupo, sino que también hace falta que tengan un tipo de educación liberal que les haga ver otras formas de vida y que les dé las capacidades cognitivas necesarias para evaluar tales alternativas de forma inteligente y con la preparación adecuada. Por tanto, según yo entiendo la tradición liberal, la tolerancia no es una alternativa a la autonomía, sino que se asienta sobre el respeto a la autonomía y requiere la protección de la autonomía individual. Ahora bien, esto no equivale a decir que un Estado liberal deba intervenir de forma coactiva frente a los grupos antiliberales cada vez que éstos restrinjan la autonomía de sus miembros individuales. Por un lado hay que tener en cuenta que la intervención coactiva puede tener efectos precisamente contrarios a los deseados. Pero es que, además, no está claro que el Estado tenga ni siquiera la autoridad necesaria para intervenir de forma legítima. Así por ejemplo, ante los grupos indígenas que han sido conquistados, colonizados o incorporados de forma involuntaria, el Estado carece de legitimidad para interferir en los asuntos internos. Por el contrario, puede que imponer las normas liberales a los grupos de inmigrantes sea algo más legítimo, creo yo, dado que la aceptación de principios liberales puede verse como una de las condiciones previas a la admisión. Así pues el intervenir o no frente a la existencia de grupos antiliberales en reali-
dad no refleja un conflicto entre dos principios liberales en competición, el de “autonomía” y el de “tolerancia”. Más bien, lo que hace es que saca a la luz la cuestión de los límites del ‘ámbito’ de aplicación de los principios liberales, y de los límites de la ‘autoridad’ del Estado liberal a la hora de imponer tales principios. Con ello, no estoy diciendo que la intervención en el caso de los pueblos indígenas no esté nunca justificada. Por ejemplo, estaría justificada la intervención ante prácticas tales como la tortura, la esclavitud, o la limpieza étnica, de la misma manera que estas prácticas justifican la interferencia en los asuntos de otros Estados. Pero no creo que haga falta invocar principios específicamente liberales para justificar la intervención en tales casos de violación clara y sistemática de los más básicos derechos humanos. El compromiso liberal obliga a algo más que a la simple protección de derechos humanos. Por la misma razón, la intervención estatal frente a grupos antiliberales en aras de la protección de los postulados liberales plantea cuestiones más complicadas acerca de la autoridad y de la jurisdicción del Estado que las que plantea la intervención del mismo para la protección de derechos humanos. ■ [Este texto es la versión en castellano de una entrevista también publicada en la revista Ratio Juris].
Ruth Rubio Marín es profesora de Derecho
Constitucional en la Facultad de Derecho de la
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DE RAZÓN PRÁCTICA Nº97 ■
ENSAYO
TOMÁS MORO LA IMAGINACIÓN JUSTICIERA FERNANDO SAVATER
ace unos meses asistí en te a uno de los primeros en pedir clamadamente falso Relato ver- sitoria contra el orden social viCáceres a un congreso de la palabra, que me advirtió con dadero, de Luciano, así como, gente en la Inglaterra y en la Eufilósofos hispanoamerica- estremecido énfasis de que había desde luego, la República, de ropa que Moro conoció en su nos y españoles. La concurrencia “insultado a los pobres del tercer Platón. Aún son más remotos el día (planteada en el libro I y reiera numerosísima, lo cual indu- mundo”. De nada me sirvió pro- jardín primordial del que nos terada en el epílogo del II), bacía a sospechar –dado que la ra- clamar mi inocencia o al menos habla el Génesis (donde el león sado en la ociosidad embruteciza filosófica atraviesa en todas mi inadvertencia de tan populo- pasta junto al cordero, aunque da de los nobles y en la mendipartes por serios aprietos demo- so agravio. Quedó tenebrosa- la serpiente ya conspira) y el cidad haragana de los clérigos, gráficos– que el arroz de tal pa- mente claro –Antonio Machado amenísimo lugar en el que se so- en el menosprecio de los oficios ella lo formaban curas en diver- me regala la fórmula– que obje- laza nuestro ancestro Utnapis- útiles desde la altanería de los so grado de secularización, entre tar contra la utopía (contra ese thim –según el Poema de Gilga- privilegios genealógicos, en la quienes los filósofos éramos me- concepto sacrosanto) es mostrar- mesh–, donde “el pájaro de la pena de muerte como castigo a ros y esporádicos tropezones a se entusiasta de los peores explo- muerte ya no profiere el grito robos cometidos por quienes no modo de pollo o marisco. La ex- tadores del género humano y de de la muerte” ni tampoco “hay tienen más remedio que hurtar periencia me ha demostrado que la política imperial del Pentágo- viudas ni enfermedad ni vejez o morir de inanición, en la mien nuestro mundo latino nubes no. Estuve a punto de necesitar ni lamentos”. Sin descartar la litarización forzosa de las sociede curas ocupan enseguida la guardaespaldas para llegar incó- inspiración estilística y los ecos dades a causa del gran negocio plaza desalojada por cada filó- lume hasta mi hotel esa noche. de fondo que haya podido reci- que es la guerra, etcétera. Desde un punto de vista es- bir de algunos de ellos (indudaLo nuevo del libro de Moro sofo, de acuerdo a una variante especialmente traicionera del ho- trictamente intelectual, este gro- ble en el caso de Luciano y de no sólo es proponer una solurror vacui. Pues bien, me tocó tesco incidente no fue demasia- Platón), me apresuro a declarar ción imaginativa a problemas reaen tal evento hacer una breve do fecundo, pero a mí me obli- que ninguno de estos preceden- les, sino señalar con rigor (¡y cointervención sobre la cuestión gó al menos a releer algunos tes apuntados me convence del raje!) los defectos estructurales central del día: la utopía. Esbo- textos semiolvidados, empezan- todo y que creo en la innova- que resultarían enmendados en cé unas consideraciones some- do por el más involuntariamen- ción fundamental aportada por la sociedad… no la llamemos ras sobre ese género literario (sin te culpable de todos esos equí- la docta ficción de Tomás Moro. “perfecta”, sino perfeccionada. No olvidar sus perversiones políti- vocos: la Utopía, de Tomás MoEn Utopía no se presenta una inventa lo que no hay, sino que cas y moralmente incorrectas, ro. Las notas que siguen son el variante de paraíso como las sur- enfrenta lo que hay con lo como Las ciento veinte jornadas resultado de ese retorno al trato tidas por varias religiones, sino que debería haber. Pese al tono a la descripción minuciosa de un veces festivo, las denuncias de de Sodoma, de Sade), avancé al- con un viejo conocido. gunas reservas históricamente Sabemos que Amerigo Ves- nuevo orden político; no se Moro van mucho más allá que irrefutables contra sus entusias- pucci no descubrió el continen- muestra una tierra rescatada de las a menudo ácidas pero capritas y argumenté que me parece te que, a pesar de todo y en su los males por decisión divina, chosas fantasías de Luciano. preferible reflexionar sobre nues- homenaje, se llamará para siem- sino por el empeño de la volun- Puede ser en ocasiones tan pintros ideales que reincidir en la pre América. Del mismo modo, tad humana; y los males evita- toresco como Plinio, pero no se promoción de nuevas o viejas también algunos dicen que To- dos no son los metafísicamente entretiene en lo maravilloso o lo utopías. ¿Fui quizá demasiado más Moro no inventó la utopía necesarios, propios de nuestra chocante por el mero gusto de cáustico en algún momento? como género literario, pese a condición y que hallan curso serlo. Es racional, analítico, y Como dijo el alacrán: no puedo que el título de su célebre obra también en Utopía (la muerte, concede a la técnica un papel no remediarlo, es mi carácter. haya servido para bautizarlo. la enfermedad, la vejez, el desa- desdeñable en su república (proEl efecto de mi cándido dis- Antes del opúsculo de Moro es- mor, la guerra, la traición…), si- mocionando a veces descubricurso (y no olvido que el Cándi- tá la narración hecha por Colón no los daños sociales provoca- mientos recientes, como la brúdo volteriano lo fue por creerse a de lo que creyó encontrar en la dos por una institución aciaga: jula, o anticipando otros, como medias habitante de cierta teoló- primera isla tras el mar Tene- la propiedad privada y su vehícu- las incubadoras avícolas). Busca gica Utopía) resultó tan estrepi- broso; el informe de Iambulo so- lo principal, el dinero como me- realizar efectivamente la justicia, toso como aleccionador. En el bre su circular isla feliz (según lo dida de todo lo valioso. Porque como Platón, pero es más comborrascoso turno de preguntas, transcribe Diodoro Sículo); los la mejor justificación del sistema pasivo y hedonista que su ilustre multitud de severos fiscales me hiperbóreos y garamantes de político que reina en Utopía inspirador: se le nota menos la hicieron los más indignados re- los que habla Plinio en su Histo- (detallado en el libro II) es la impronta de Esparta y más la de proches. Recuerdo especialmen- ria natural; el divertido y pro- atinadísima y descarnada requi- Cristo… y la de Epicuro. Nº97
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LA IMAGINACIÓN JUSTICIERA
Tomás Moro
En una reseña publicada en Sur (1936) comenta Borges: “He recorrido muchas Utopías –desde la epónima de More hasta Brave New World– y no he conocido una sola que rebase los límites caseros de la sátira o del sermón y que describa puntualmente un falso país, con su geografía, su historia, su religión, su idioma, su literatura, su música, su gobierno, su controversia matemática y filosófica… su enciclopedia, en fin”. Este dictamen no me parece del todo justo aplicado al conjunto de los innumerables relatos utópicos, y desde luego no lo es con el fundacional que redactó Moro. 54
Dentro de su concentrada brevedad, cumple voluntariosamente con buena parte de los requisitos que echa a faltar Borges. Lo que el maestro argentino quiere deplorar es la ausencia de verdadera fantasía en tales relatos fantásticos. Pero, si no quizá fantasía propiamente dicha (en el sentido de Coleridge, por ejemplo), es indudable en Moro la abundancia de una imaginación vivaz, irónica, aunque algo seca: una imaginación eminentemente justiciera. Y precisamente aquí estriba la insatisfacción que al lector actual puede producirle esta obrita. Hemos dicho que Moro propo-
no admite revolución ni disidencia. Aunque nuestro error (y antes el de tantos entusiastas políticos del libro) quizá resida en leer como un programa o un manifiesto lo que es un ejercicio literario de denuncia moral. Y escrito por un santo mártir, sin duda, pero también por un contemporáneo de Maquiavelo al que no le asustan los asesinos a sueldo o la corrupción de funcionarios siempre que sea por una buena causa… Como antes quedó señalado, la Utopía de Moro resguarda su catálogo de normas y beneficios contra dos influencias temibles: la de la historia y la de la psicología. Es lógica esta precaución, porque ambas son manifestaciones de la libertad humana y constatan sus resultados, su imprevisibilidad, la desasosegante variedad de sus motivaciones. También su frecuente irracionalidad. En el libro de Tomás Moro sólo cuenta la historia que ha padecido Tomás Moro y la psicología de Tomás Moro: su sobriedad aprendida entre cartu jos, su rechazo de timbas, tabernas o burdeles, su escándalo ante la perduración de pujos belicosos en la Europa que se moderniza. Es decir, que en Utopía sólo tiene derecho a ser plenamente libre… el propio Tomás Moro o almas gemelas a la suya. Estos rasgos idiosincrásicos los heredarán y magnificarán las utopías posteriores, casi todas ellas consagradas a remediar nene a problemas reales soluciones cesidades a costa de bloquear siimaginativas; podríamos corre- ne die libertades. Y lo peor es gir: imaginarias. El elemento de que tales necesidades, muchas inverosimilitud de la primera veces, están establecidas como Utopía proviene del escamoteo universalmente perentorias por de las dos perspectivas que más el decreto de una sola voluntad podrían comprometer sus con- determinada y por sus gustos (¡o clusiones equitativas: la histórica temores!). y la psicológica. Para que Utopía Las utopías suelen ser raciofuncione, los utopianos tienen nales, puesto que planifican adeque carecer de otro pasado que el cuadamente la satisfacción de dispuesto por Utopos para ellos ciertas demandas humanas, pero y también no apetecer otro fu- nunca son del todo razonables turo distinto a la reiteración in- ya que tales demandas las estafinita de lo ya establecido en sus blece el utopista y nadie más, sabias leyes. Utopía es algo muy para siempre. También corre exnuevo, pero en ella no caben las clusivamente de su cuenta denovedades; es algo verdadera- terminar los costes sociales y las mente revolucionario, pero que renuncias colectivas que han de CLAVES
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sustentar la consecución de los planeados beneficios. De tal modo que lo que para el utopista y quienes compartan su punto de vista será sueño paradisíaco, para otros puede convertirse en asfixiante pesadilla… En cualquier caso, sería poco deportivo achacar a Moro la responsabilidad de abusos o disparates perpetrados por quienes barnizaron sus programas políticos con la prestigiosa purpurina del nombre que él inventó. Sin duda, cuando leemos en el libro II “todos, expuestos a las miradas de todos, se entregan al trabajo cotidiano o a un honesto esparcimiento” nos estremecemos, pero es a causa del Gran Hermano y otras maldades totalitarias de nuestro siglo. Moro es inocente. ¿Por completo? Se ha dicho que el libro revela un espíritu más ordenancista que compasivo, que en una carta a su amigo Erasmo se le escapó que a él le hubiera gustado ser “rey” de Utopía… ¡la cual supuestamente era una república!, que quiso compensar por escrito deficiencias y debilidades culpables de su vida personal. No faltan, en efecto, las aparentes contradicciones entre Tomás Moro el utopista y Tomás Moro el canciller, sintetizadas muy bien por Paul Turner en la introducción de la edición en Penguin de la obra:
con la arbitrariedad del rey Enrique VIII: “Soy el único que lleva la responsabilidad de mi propia alma”. Más allá de cualquier utopía colectivista, por bienintencionada que sea, siempre está el ideal de la persona libre. Tomás Moro fue erudito y político, un asceta refinado que defendió elocuentemente los placeres menos cenagosos y un santo eminentemente moderno, mártir de la libertad de conciencia (no fue ejecutado por decir lo que quiso, sino por no decir lo que otros querían que dijese). Su amigo Erasmo se refirió a él
“¿Cómo puede un católico devoto haber abogado por cosas tales como la eutanasia, el matrimonio de los sacerdotes y el divorcio por mutuo consentimiento en base a la incompatibilidad de caracteres? ¿Puede un hombre que se describe a sí mismo en su propio epitafio como azote de herejes, y escribió cientos de páginas contra ellos, haber recomendado la tolerancia religiosa? ¿Puede un opulento propietario, cuyas rentas fueron equivalentes a ocho mil libras al año de la actualidad y que también comparó a los ricos con la gallina que pone huevos de oro, haber sido un cripto-comunista?”.
como “un hombre para todas las ocasiones”, expresión que luego fue título de una película justificadamente célebre. Para comprender el duradero hechizo que ha ejercido y ejerce sobre muchos, creo oportuno recurrir a una anécdota que John Aubrey cuenta en su breve biografía a él dedicada (sorprendentemente omitida por Augusto Monterroso en la traducción del texto que ofrece en su delicioso librito La vaca):
Bueno, quizá aquí sea oportuno recordar lo que él mismo escribió al final de su vida, cuando esperaba el hacha del verdugo por no haber dicho una sencilla palabra que le congraciase
“Su discurso era extraordinariamente divertido (facetious). Cuando cabalgaba una noche, se persignó de pronto aparatosamente, gritando: ‘¡Jesús y María! ¿Acaso no veis ese prodigioso dragón en el cielo?’. Los otros miraron y uno dijo que no lo veía, seguido por otro que aseguró no verlo
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tampoco. Pero al rato uno empezó a vislumbrarlo y luego todos lo contemplaron finalmente. Sin embargo no había tal fantasma, lo único verdadero es que él les impuso su fantasía”.
De igual modo, en el congreso más o menos filosófico de Cáceres todos veían claramente el dragón en el cielo y se indignaron contra mí –y, sin saberlo, también contra Tomás Moro– por sonreír disimuladamente. ■ [Una versión levemente abreviada de este texto sirvió como prólogo a la edición de la Utopía, recientemente publicada en la colección Austral de Espasa Calpe].
DE
n ó i c c e r i d
es catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. Autor de Las pre-
PRÁC-
s e v a s l e c . / a s s e . e r a g s o e r r g p o r @ s p . e w v a w l w c t e n r e t n i
Fernando Savater
RAZÓN
o c i n ó r t c e l e o e r r o c
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HISTORIA
NAPOLEÓN, HACE DOSCIENTOS AÑOS CARLOS MOYA
erribando el imbricado complejo de jurisdicciones, jerarquías y privilegios que antaño fue despótica configuración del Antiguo Régimen, la Revolución francesa abre las puertas a la fulgurante ascensión social de toda suerte de audaces talentos, militando y explotando el fervor popular de las masas y las disparadas expectativas de sus ocasionales líderes. Que intentan una y otra vez la centralizada organización parisién de esa expansiva explosión de masas que ahora mueve tan frenética mutación política. La multiplicación de las sucesivas constituciones republicanas que suceden al efímero ensayo de 1791 muestra la vertiginosa obsolescencia de esos esfuerzos por “terminar la Revolución” en que una y otra vez se agota el fugacísimo poder de los sucesivos partidos y coaliciones que aspiran a encarnar, hegemónicamente, la soberana voluntad nacional de la República. Masas de jóvenes y prematuros adultos renovando sin cesar el repertorio humano de las fugaces nomenclaturas y redes de encuadramiento con que el soberano frenesí de la masa de inversión (Canetti) ensaya su soberana autoorganización. Culminando todo este frenético movimiento histórico, la figura de Napoleón Bonaparte, meteóricamente ascendente sobre la degradación política del Directorio. Apenas tiene treinta años cuando encabeza el golpe militar del 18 Brumario (9 de noviembre) para erigirse en primer cónsul de la República con la nueva Constitución del 25 de diciembre de 1799. Refrendada plebiscitariamente en fe58
brero de 1800, un nuevo plebiscito en agosto de 1802 convirtió en vitalicio aquel supremo consulado, inicialmente elegido por 10 años. Dos años más tarde, tras el ofrecimiento por el Senado republicano de la corona imperial (18 de mayo), tendría lugar la consagración y coronación de Napoleón y Josefina en la catedral de París, oficiada por el Papa de Roma (2 de diciembre de 1804). Primer cónsul a los 30 años, cónsul vitalicio a los 32, Napoleón deviene a los 34 emperador de la República Francesa. Carrera fulgurante la de este jovencísimo corso francés. Progresando imperialmente el curso de la Revolución, el genio de Bonaparte conduce hasta la cima la gloria universal de la Nación en armas. Su consagrada dictadura, “terminando la Revolución”, se nos presenta como fundación del moderno aparato estatal de la República Francesa. Que en nombre de tan ilustrados ideales, anunciando la universal liberación de los pueblos y de sus hasta ahora sojuzgados ciudadanos, prosigue victoriosamente su guerra santa sobre toda Europa. Frente a las tinieblas del viejo despotismo, los ejércitos napoleónicos imponen a sangre y fuego las luces de la razón. Mesiánica cabalgada imperial, militarmente autofinanciada por el expolio francés de los países ocupados. Patriótico botín heroico cuya acumulación en París, a la vez que llena de esplendor las arcas y los negocios de la República, multiplica el cinturón de seguridad de sus fronteras naturales con ese repertorio de repúblicas satélites,
cuya liberación política con- Hitler, Franco, De Gaulle, Mao vierte a Napoleón por unos Zedong. Y a tantos otros autóaños en el patrón del nuevo Es- cratas y dictadores, poetas y artado francés y en el soberano tistas, pensadores, inventores, despótico de media Europa: su empresarios, visionarios y avenvirtual Emperador. tureros de la mundializada exCulminado el pánico ciclo pansión de la revolución occide la Revolución, la tempestuo- dental. sa gloria de Bonaparte –émulo “¡Qué novela la de mi vida!” de Alejandro y de César, del Napoleón pensando en voz alta Carlomagno franco y del gran –con el conde Las Casas de Federico de Prusia– legaría para amanuense– su trágica gloria toda la historia posterior la existencial de su desolador conreinvención moderna de la dic- finamiento en Santa Elena. De tadura: siniestro arquetipo he- aquel tremendo novelón –la roico y fórmula política estraté- Revolución a caballo irrumgica para 200 años de guerras piendo al galope sobre la histociviles mundializadas, cuya ria mundial– quiero esbozar arrasadora violencia disparó la aquí la crónica de dos años demodernización global del pla- cisivos, 1798 y 1799. Ese traneta humano. mo histórico que avanza desde Fundador imperial de la Re- la campaña de Egipto para conpública Francesa, renovador de cluir con el 18 Brumario y la París y arquitecto político de la dictadura consular. Justo hace Francia contemporánea, Jeffer- ahora 200 años. son y Lafayette lo juzgaron coCualquier curioso de la hismo el Atila contemporáneo, toria española del siglo XX percon 10 millones de muertos a cibirá una cierta analogía local sus espaldas. Para algunos fue el en la secuencia –más lenta y esanunciado duce de Joaquín de paciada– que incluye la campaFibre, inaugurando a sangre y ña de Marruecos del general fuego el nuevo eón histórico del Franco, el levantamiento del 18 Reino del Espíritu. Para mu- de julio de 1936 y su victoriosa chos otros fue el Anticristo; pa- fundación del nuevo Estado nara el Hegel de la Fenomenología cional, un 1 de abril de 1939. del espíritu, releído por A. Kojè- El dictador español fue un aplive, fue “el Dios manifestándo- cadísimo émulo (galaico) del se” (“deir erscheinende Gott”). superhéroe francés (corso), coFigura de Prometeo para Byron mo tantos otros ilustres o y tantos románticos, resuena en famosos, más o menos glorioLos héroes de Carlyle, en el su- sos y siniestros, discurriendo perhombre de Nietsche y en el desde la posteridad napoleónica pensamiento de Marx. Su mitó- del siglo XIX hasta nuestro agogena historia sobrevuela el con- tado siglo XX . cepto weberiano de “carisma” y la fabulación de Freud sobre La campaña de Egipto Moisés el egipcio, tanto como A comienzos de 1798, Napoinspiró a esos dispares epígonos león, con su mujer, Josefina, resique fueron Bolívar, Trotski, Sta- de en París. En la casa con que lin, Kemal Ataturk, Mussolini, la República premió el año anCLAVES
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Napoleón
terior la victoriosa campaña italiana del jovencísimo general: el número 5, “rue Victoire” –tal y como fue rebautizada esa calle para celebrar al héroe de la Nación en armas. Napoleón, en el París del Directorio, cuida celosamente su republicano protocolo social. Junto a las eminentes visitas que recibe en sus discretos salones, asiste asiduamente a las sesiones del Instituto, órgano supremo de las ciencias y las luces de la República. Amigo desde Monbello del matemático Monge, él le ha puesto en conexión con los sabios Laplace y Berthellot, promotores de su elección como miembro del Instituto por la sección de ciencias. La insaciable inteligencia Nº97
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del heroico general encuentra así una de sus más fértiles matrices adultas, al par que una obligada cautela pública. “Con los sabios no se conspira”. Entretanto, nuestro héroe ha ido colocando a su familia. José queda como comisario de la República en Parma; Luciano es comisario de guerra; Luis, su propio edecán. La madre, Leticia, tiene una buena casa en París, acompañada de sus hijas. En lo tocante a su propia familia, como a sus relaciones estratégicas más íntimas, el daimon de este primogénito de la Ilustración presupone la lógica clánico-tribal de su cerebro corso. Plausiblemente informado de la discreta relación Josefina/Gouché/Barràs, amén de los
naval contra Inglaterra, eviterno enemigo de la joven República, Napoleón concibe la aventura oriental que emulará las proezas de Alejandro Magno. El proyectado ejército contra Inglaterra se convertirá en el ejército de Oriente: la conquista de Malta y Egipto, a la vez que dará el control sobre el Mediterráneo, abriendo el acceso militar hacia la India, dará jaque mate a la pérfida Albión. “El genio de la libertad que ha erigido la República desde su nacimiento en árbitro de Europa, exige que asimismo sea árbitro de los mares y las tierras más apartadas”: Bonaparte, en su proclama a las tropas formadas que conducirá en Oriente, a fin de acabar con el monopolio imperial inglés. Al frente de una notable flota –48 navíos de guerra y 280 de transporte, conduciendo 38.000 hombres–, Napoleón zarpó de Toulon el 19 de marobvios recelos del soberano Di- zo de 1798. Sobre su fragata rectorio de la República, Napo- Oriente, provista de 120 cañoleón no soporta la enervante nes, ensueña el imperio munsociedad parisién, juego y Go- dial francés a partir de la toma bierno de “podridos”. Ya en su de Malta y Egipto. La fortuna almuerzo con los directores, sonríe su aventura: jugando a cuando su festival recepción su favor el tempestuoso mistral tras las victorias de Italia, evitó y las brumas marinas, Napoprobar el vino y las viandas has- león consigue burlar a Nelson, ta que sus anfitriones no le pre- escapa a su terrible escuadra y cedieron: podrían haberle que- conquista Malta sin un disparo. rido envenenar. “Este París me La vieja orden medieval de capesa como si llevase un manto ballería que hasta aquí gobernó de plomo”, confesaba al poco a la isla, previamente trabajada uno de sus confidentes. “Euro- por agentes políticos franceses, pa es una topera; nunca ha ha- se disuelve sin resistencia algubido grandes imperios ni gran- na. A los tres días ceden la sodes revoluciones más que en beranía de Malta a la República Oriente, donde viven 600 mi- Francesa, encarnada en este lillones de hombres”. bertador caudillo que en seis Desechando los planes de días legisla su ilustrada regeneCarnot para un desembarco ración y renovación políticas. 59
NAPOLEÓN, HACE DOSCIENTOS AÑOS
Junto a los oficiales e intendentes de su Estado Mayor, Napoleón ha embarcado a 150 jóvenes talentos civiles: una nutrida compañía de sabios, científicos y artistas, necesarios para su civilizatoria colonización de Egipto. En la escogida biblioteca que le acompaña se incluye el Corán, cuya lectura le resulta sublime. Como el destino de César y Alejandro Magno, decidiéndose en Egipto. “Allí mismo el imperio de la gloria cedió ante el dominio de la voluptuosidad”, anota pensando en Cleopatra, Marco Antonio y César. La toma de Alejandría, tras el desembarco nocturno de 5.000 franceses, apenas lleva una mañana y cuesta 200 heridos. Dejando el grueso de sus tropas al frente de un general arquitecto, Napoleón se lanza hacia el sur con 9.000 infantes y 500 cañones. Hasta llegar a El Cairo hay una penosa marcha por tierras pantanosas y áridos desiertos, bajo un sol de fuego. Quince días de extenuador esfuerzo avanzando por un mundo inhóspito que a los veteranos de Italia no puede resultar sino desolador e irreal. Hasta que al amanecer del 21 de julio avistan la inmensa ciudad, elevando al cielo los minaretes de sus 400 mezquitas. Y las pirámides de Gizeh, que multiplican el fascinado asombro de la tropa, guardando el acceso a El Cairo, el despliegue espectacular del ejército turco-egipcio. La competencia artillera de Bonaparte presupone y espolea una vertiginosa inteligencia matemática frente a cualquier masa a calcular, arrasar u organizar. Tras el anteojo de campaña, el enfebrecido ojo de águila escruta el contingente enemigo. Su masa humana, encabezada por 8.000 jinetes mamelucos, duplica sobradamente el ejército francés, sin caballería alguna. Formadas sus huestes en orden de combate, el caudillo arenga su coraje: “¡Soldados! ¡Desde la altura de estas pirámides, 40 siglos os contemplan!”. Apenas dos horas duró la batalla: el fuego cruzado de los 60
cañones arrasó las cargas a ca- primeras lámparas eléctricas en tórrido esplendor lunático-solar ballo de los mamelucos. Tras El Cairo y se editan sus prime- del país del Nilo para encandiuna notable carnicería, toda una ros libros impresos; son manua- lar la aguzada imaginación del contingente masa enemiga de les de medicina para combatir joven caudillo republicano, ful24.000 hombres, quebrada por las peores dolencias que afecta- gurando en su primera proclala artillería, fue capturada al re- ban a los egipcios. ma egipcia: “Cadís, jeques muducido coste francés de 200 ba Al poco tiempo, la pobla- sulmanes, decir al pueblo que jas. El 25 de julio Napoleón ción cairota inventa el nombre también nosotros somos verdaentraba victorioso en El Cairo. árabe de su nuevo señor: “sul- deros musulmanes. ¿Acaso no Entregado a la organización tán Kebir”, “padre del fuego”, somos los hombres que hemos de su nuevo dominio, le llega el que a todo ritmo impone la li- destruido al Papa, que predicaba 7 de agosto la noticia de la de- beradora ilustración del ances- la guerra eterna contra los murrota de la flota francesa en tral Egipto, sumido hasta aquí sulmanes? ¿No somos los que Abukir a manos del almirante en la miseria feudal del despo- han destruido a los Caballeros de Malta, porque esos locos Nelson. Los ingleses dominan tismo turco. el Mediterráneo, cortando su Antes que una exposición querían librar una guerra perposible comunicación con militar de la campaña de Egip- manente contra vuestra fe?” Francia. Abandonado a sus in- to, me interesa destacar su ca- (Cronin, 1988, 161). mediatos recursos, el fogoso rismática función como definiNapoleón pasa su tiempo en caudillo está atrapado en el ho- tiva iniciación del joven caudi- El Cairo, alternando sus reurizonte virtual de su héroe Ale- llo en los viejos misterios del niones con Monge y sus sabios jandro. Tendrá que organizar poder imperial (arcana impe- franceses con largas charlas con un nuevo Gobierno y adminis- rii). Alejandría fue la fundación los muftíes y notables egipcios tración en Egipto y, desde allí, capital de Alejandro Magno. que vienen a verle. Una y otra avanzar sobre Siria hasta llegar Desde el templo de Serapis has- vez, enarbolando sus lecturas a la India. De momento no sa- ta su penúltima razzia sobre la del Corán, se autopresenta cobe lo que esta nueva campaña India, el príncipe macedonio mo enviado de Alá y amigo del va a durar: quizá seis meses, reitera en todas sus conquistas profeta. Y, en este sentido, inquizá cinco años. imperiales su propia iniciación tenta conseguir de los doctores Establecida su corte en el pa- ritual a los misterios locales de islámicos una fatwa conjunta lacio cairota de un alto mame- soberanía, deificando existen- proclamando ante el pueblo fiel luco, cuenta con su Estado Ma- cialmente a tan singular ini- su divino mandato. Tras largas yor militar y su consejo particu- ciando. Nada como sus prose- discusiones –donde se llegó a lar de sabios para emprender la guidas victorias militares para plantear la hipotética converrenovadora modernización de autoconfirmar su expansivo ca- sión muslim del ejército francés Egipto. Funda el Instituto de El risma, desde los lejanos territo- en masa–, consiguió una ortoCairo, nombrando presidente a rios indios que guardan todavía doxa declaración algo más limiMonge, y a sí mismo como vi- la tradición de Iskander hasta la tada que la propuesta por su cepresidente. Su misión consis- prosa clásica de Las vidas para- compulsiva ambición de gloria, tirá en asistirle en sus planes de lelas, de Plutarco. Un texto cla- pero altamente eficaz a la hora gobierno, estudiando a la vez ve para toda la reinterpretación de asentar popularmente su lelos potenciales recursos y las de esa clásica tradición heroica gitimidad islámica. Sin el título milenarias antigüedades del vie- que inflama el imaginario épico de “protector del Islam”, los fie jo imperio de los faraones. Jun- del joven Napoleón. Las som- les musulmanes no hubiesen to a sus propios hombres, crea bras de Sesostris, Alejandro y estado obligados a obedecerles un cuerpo consultivo de 189 César se entretejen frente a la sumisamente cumpliendo traprominentes locales egipcios. El esfinge de Gizeh con las suras bajos y tributos: el Corán exiterritorio ocupado se divide en del Corán. me del deber fiscal frente a los 14 provincias, a cuyo frente está Su lectura le ha ocupado en infieles. un diván compuesto por ocho o la travesía marina admirando Recordando ese tiempo con nueve egipcios, asesorados por su intensidad poética. Compar- Las Casas, su memorialista en un civil francés. Crea una casa te ese mismo redescubrimiento Santa Elena, concedía la dide la moneda –que transforma- romántico de Mahoma que va mensión de “charlatanería, pero rá en escudos franceses el oro de desde las páginas del Contrato de la más alta” de aquellas dislos mamelucos– y un servicio social de Rousseau, hasta las del cusiones con los muftíes de El de correos y diligencias que ase- Hiperion de Hölderlin. Para Cairo. “Por lo demás, todo eso gura la comunicación perma- esas fechas Goethe había escrito no era sino para ser traducido en nente entre El Cairo y Alejan- ya su Diván oriental, que nues- bellos versos árabes, por uno de dría. A la vez que se cartografía tros contemporáneos sufíes occi- los jeques más hábiles”. Desde el país y sus románticas ruinas, dentales incluyen en el reperto- su adolescencia, Napoleón es se alzan molinos de viento para rio sagrado encabezado por Ibn un deísta ilustrado; en Egipto moler el trigo, se instalan las Arabí y el Rumí. Nada como el actúa sabiendo que Alá es el CLAVES
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CARLOS MOYA
nombre de Dios que profesa ese pueblo, frente al que su dominio se legitima como “protector del Islam”. Hacia 1800, presidiendo en París una sesión del Consejo de Estado, dejó bien clara su posición: “Mi política consiste en gobernar a los hombres como lo desea la mayoría. Creo que ése es el modo de reconocer la soberanía del pueblo. Fue convirtiéndome en musulmán como puse pie en Egipto, y convirtiéndome en ultramontano como conquisté a los habitantes de Italia. Si estuviese gobernando a los judíos, reconstruiría el templo de Salomón”. “Veo en la religión, no el misterio de la Encarnación, sino el misterio del orden social”, confiaba al conde Las Casas en Santa Elena. “Después de todo”, añadía alegremente, “no hubiese sido imposible que las circunstancias me hubiesen llevado a abrazar el islamismo… El cambio de religión, inexcusable cuando se trata de intereses privados, puede comprenderse por la inmensidad de sus resultados políticos. Bien dijo Enrique IV: ‘París vale una misa’. El imperio de Oriente y quizá la sujeción de toda el Asia hubiesen valido un turbante y unas babuchas; pues a este cambio de atuendo es a lo que en verdad todo se hubiese reducido. Los grandes jeques nos facilitaban el juego, allanando las grandes dificultades; nos permitían el vino y nos perdonaban toda formalidad corporal; no perdíamos sino nuestros calzones y el sombrero. Digo nosotros, pues la armada, dispuesta como estaba, se hubiese prestado indudablemente y no hubiese habido sino risas y bromas”. “En Egipto me encontraba libre del freno de una civilización embarazosa. Creaba una religión, me veía camino de Asia, a lomos de un elefante, con el turbante en la cabeza y llevando en la mano un nuevo Alcorán que habría compuesto a mi antojo. El tiempo que he pasado en Egipto fue el más hermoso de mi vida, porque de Nº97
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toda ella ha sido el más ideal” –nos transmite en sus memorias madame de Remussat. Existenciariamente, lo ideal suele ser efímero. Aquel invierno en El Cairo ha estado ensombrecido por las noticias de la escandalosa traición de Josefina en París. Para mayor escarnio público, la desolada carta en que el abrumado caudillo escribe sus pesares a su hermano José, interceptada por la escuadra de Nelson, ha sido publicada en la primera página de l Chronicle de Londres. Mientras alivia su rabia impotente tomando por amante a la bella esposa de un teniente –con la que pasea por la ciudad en coche de caballos–, se entera de otra catástrofe en ciernes. Talleyrand, que se había comprometido en París a viajar a Constantinopla para negociar un tratado con Turquía, no se ha movido de sus salones. El sultán turco ha declarado la guerra a Francia y en ese invierno prepara un ejército en Siria para invadir Egipto. En busca de ese enemigo, Bonaparte se pone en campaña
el 10 de febrero de 1799. Tras una victoriosa marcha, que con Gaza y Jaffa conquista Palestina, el 17 de marzo pone sitio a San Juan de Acre. Una ciudadela fortificada, custodiada por tropas británicas, a 700 kilómetros de El Cairo. En Jaffa hubo que fusilar a 2.000 prisioneros albaneses. Tras cuantiosas bajas francesas, el asedio de la fortaleza británica se prolonga dos meses sin éxito alguno. Cuando los mismos ingleses que han atrapado la flota francesa en Abukir llegan para reforzar la defensa de San Juan de Acre, Napoleón ordena levantar el campo para volver a El Cairo. Desde el 20 de mayo al 15 de junio, la penosa vuelta del caudillo a su lejana capital: 700 kilómetros a pie, como el resto indemne de su ejército: todos los caballos, carruajes y mulos van cargados con los heridos y enfermos de esa malograda expedición. El tórrido calor de ese verano egipcio se hace insoportable para Napoleón. Todavía el 11 de julio ha derrotado al ejército turco que ocupó la península de Abukir, lavando simbólicamente el fiasco de Acre. Pero los periódicos que recibe al poco, con noticias de un mes de retraso, informan del desastre general de los ejércitos franceses que habrían de mantener las fronteras de la República selladas en Campoformio. Dirigida por Inglaterra, una inmensa coalición que incluye Turquía, Nápoles, Austria y Rusia se moviliza contra Francia, arrasando su fundación republicana en Italia. Insomniacas cavilaciones y discretísimas confidencias con su más íntimo círculo ocupan el exasperante agosto cairota de Napoleón. Una urgencia más alta y más grave disuelve los espejismos del sueño oriental. Sin que nadie se entere, el 19 de agosto parte a Alejandría, donde, con todo sigilo, un contraalmirante prepara las dos fragatas que le han de llevar a Francia. La víspera de su embarque, el 23 de agosto, se lee en El
Cairo su adiós en la orden del día: “¡Soldados! Nuevas de Europa me han decidido a salir para Francia. Dejo el mando del ejército al general Kleber. El ejército no tardará en tener noticias mías. No puedo decir más. Me cuesta dejar a los soldados a quienes más ligado estoy; pero sólo será momentáneamente”. El 18 Brumario; la dictadura
Recalando en Ajaccio, la fragata que conduce a Bonaparte logra esquivar la flota de Nelson, que pasa de largo. Las noticias que ahora recibe sobre los últimos éxitos de los generales Brune y Massena cambian su catastrófico cuadro anterior sobre las fronteras de Francia. Decide desembarcar en Fréjus y allí se encuentra con el bullicioso público provenzal que celebra la llegada del héroe de la República. Camino de París, la masiva recepción de los ciudadanos de Lyón y la presencia de su hermano José le convencen de su acrecentada popularidad nacional. A partir de ahora se resiste a nuevos festejos locales, extremando su discreción. Su hermano le informa del lamentable caos interno del Directorio, cuyo inmediato reflejo se manifiesta en el abandono de los campos y la inseguridad de los caminos de postas, infestados de bandoleros. Dispuesto inicialmente a divorciarse de Josefina, el encuentro con sus hijos, Eugenio y Hortensia, y, al poco, con ella misma, le apartan de su encolerizada decisión. Un frenético ir y venir por su casa, calle de la Victoria, atestigua la extrema importancia que todos los partidos en liza dan a su intempestivo regreso a París. El general Bernardotte intenta procesarle por abandono del ejército en Egipto; Barràs, aconsejado por Fouché, disuade al celoso espadón: “No tenemos bastante fuerza para ello”. Por lo demás, el sumo director –vía Josefina– confía en atraer a su partido a Bonaparte; a la sazón, conspira 61
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con los orleanistas la venta de la rá al Consejo de Ancianos –que 19. Los cronistas han dedicado República: una posible restaura- preside– de la inminente con- muchísimas páginas a pormeción sería un óptimo negocio. jura terrorista de los partidarios norizar este novelesco episodio, Pero ha pasado el tiempo de de Orléans. A fin de evitarla, destinado a convertirse en arBarràs y ahora es Sieyès quien los Ancianos avisarán esa mis- quetipo del golpe de Estado maneja los hilos de la gran con- ma noche al Consejo de los durante estos dos últimos si jura: los tres nuevos miembros Quinientos para congregarse al glos. Una de las mejores piezas que se han incorporado al Di- día siguiente, en sesión extraor- literarias de Marx, El 18 Brurectorio tras el 30 Pradial son dinaria de las dos cámaras, en mario de Luis Napoleón Bonaobra suya, desde su íntimo Du- el palacio de Saint Cloud, en parte –dedicada al simulacro cos a dos jacobinos de escasas lugar de acudir a las Tullerías, del glorioso tío por el mediocre luces (Golier y el general Mou- su lugar habitual de reunión. A sobrino, medio siglo después–, lin), cuyo manejo es bien fácil. 12 kilómetros de los riesgos de marca el avanzado grado de Asistido de Fouché, Talleyrand París Saint Cloud garantiza la cristalización mitógena de la say tantos otros se prepara para seguridad de los padres de la ga napoleónica, legitimando el enterrar el Directorio e impo- patria, ahora mismo en peligro. golpe de Estado de 1851. Hay ner, por fin, su definitiva Cons- En esa misma noche en que se notable unanimidad en todos titución. Experto jurista, nadie avise a los Quinientos se deten- los cronistas –estén a favor o en como él para revestir con formas drá a Barràs, Golier y Moulin, contra del héroe– acerca de la legales el obligado golpe de Esta- como culpables de conspira- cumulativa torpeza del caudillo do. Oracular y sibilino, sólo sus ción. Conseguido el consenso emergente a la hora de cumplir íntimos conjurados conocen de las dos cámaras, sabiamente su papel en el vaudeville golpissus planes: “Necesito una espa- manejadas por Sieyès y Lucia- ta diseñado por Sieyès. Presenda”, dice a su confidente Ducos. no, se proclamará el nuevo Go- tándose sucesivamente ante las José Bonaparte está en cone- bierno de tres cónsules que ha dos cámaras, Napoleón inquiexión con Sieyès; también Lu- de salvar a la patria: Sieyès, Du- ta a los Ancianos que apuestan ciano, que a sus 24 años, gra- cos y Bonaparte. por él y provoca su virtual lincias a la gloria popular de su Se llegó a fijar el 10 de Bru- chamiento físico por los enfuhermano, preside el Consejo de mario como día clave, pero las recidos diputados de los Quilos Quinientos. Napoleón ex- cautelas de Napoleón retrasa- nientos, acusándole a gritos, trema su discreción en París: ron la fecha hasta el 18. Entre- masivamente: “¡Abajo el dictasólo se deja ver regularmente tanto, él mismo, con sus her- dor! ¡Abajo el tirano! ¡Fuera de con sus colegas intelectuales en manos, ajusta el entramado la ley!”. el Instituto, y en la íntima pri- corso que asegura militarmente Le salvan los granaderos de vacidad de su casa, ayudado la operación. El general Leclerc su guardia, sacándole a empepor el celo con que Josefina está casado con Paulina Bona- llones de aquella sala, cuyo tuparticipa en la emergente cons- parte, y el general Murat se ha multo había provocado con su piración. Por lo demás, el “hé- prometido a Carolina. “Este úl- desorbitada oratoria: “¡Acordaos roe africano”, demacrado hasta timo, tomando el mando de la que me acompañan el dios de el límite, cuida su exótica pues- caballería de Saint Cloud, cer- la guerra y el dios de la victota en escena: lleva un sombrero cará el palacio donde han de ria!”. La frase que en El Cairo de copa alta, un largo levitón reunirse las dos cámaras. Todos magnetizaba a jeques y ulemas, verdoso y una cimitarra turca, los demás conjurados son asi- desatando aquí la contenida reengastada de diamantes, col- mismo gentes de casa, pajarillos probación del auditorio repugando del vistoso chal egipcio del nido de Bonaparte: Bert- blicano, no hizo sino iniciar el que le sirve de fajín. hier, jefe de Estado Mayor; histérico bucle locoide de la La entrevista en su casa con Lannes, comandante de Artille- alocución napoleónica, dispaSieyès fue decisiva. Los cortesa- ría; el corso Sebastiani, que rando las iras de su revuelto aunos encantos de Josefina suavi- manda los escuadrones de Dra- ditorio. zan el encuentro entre el orácu- gones” (Marejkovsky, 1936). Al Aterrado ante la turba que se lo constitucional y el caudillo general Lefebvre, que manda la le vino encima, el héroe de tanemergente, que sabe halagar a Guardia Nacional que protege tas batallas se desploma en un su visitante: “Carecemos de París –un viejo mostachón re- síncope de catatonia epiléptica: Gobierno porque no tenemos publicano–, será el propio Na- ese mal sagrado que la tradiConstitución, no tenemos el ti- poleón quien personalmente le ción atribuye también a Alejanpo de Constitución que necesi- seduzca. dro, César y Mahoma. Los soltamos. Toca a un genio elaboEl gran montaje golpista del dados que lo arrastraron en rarla. Una vez hecho eso, nada 18 Brumario estuvo a punto de brazos le colocan al poco sobre venirse abajo al día siguiente, su caballo, mudo, inmóvil, la será tan fácil como gobernar”. Experto constitucionalista, 19. Sieyès solía contar más tar- mirada fija, atónita, y el rostro Sieyès diseña la cobertura legal de que él hizo el 18 Brumario, y las manos ensangrentados: del golpe de Estado. Convence- pero Bonaparte lo deshizo el arañazos de aquella imprevista 62
muta de linchamiento. Fue precisa toda la serenidad y habilidad dramática de Luciano para capear la tempestad desatada en los Quinientos, hasta pasar aviso a las tropas militares que rodeaban Saint Cloud para liquidar la sesión. Rescatado a su vez de la turbulenta asamblea por los dragones de su hermano, subiendo a caballo, junto a él, arengó a la tropa como presidente de los Quinientos, denunciando la conjura terrorista que allí dentro estuvo a punto de acabar con su glorioso general. A las órdenes de Murat y Leclerc, la tropa, calando la bayoneta, disolvió la asamblea. Cinco minutos bastaron para transformar la inicial cólera de los Quinientos en pánica pulsión de fuga, vaciando la Cámara. Con los escasos miembros de esa fugitiva Cámara que Luciano consigue retener en Saint Cloud –30 o quizá 50– recompone un simulacro de los Quinientos que esa misma noche, tras una notable sesión, votaban unánimemente la institución de los Tres Cónsules, con los nombres de Sieyès, Ducos y Bonaparte, previamente aprobada ya por los Ancianos. Avanzada la madrugada –los tres cónsules juraron fidelidad a la República a las dos de la mañana– se fijaron pasquines oficiales por todo París informando al pueblo soberano sobre la gloriosa innovación legal de su soberano Gobierno. A la sazón, la población de París, desentendida del Directorio y Saint Cloud, masivamente ajena a los acontecimientos, gozaba en paz su industriosa calma. Y el nombre de Napoleón era altamente popular. “Bien pensado, pero ejecutado locamente, el 18 Brumario recibió de antemano la bendición nacional” (Furet, 1989). “En los primeros meses de su consulado, Napoleón ejerció una verdadera dictadura, obligada por los acontecimientos” (Stendhal). Su primera víctima fue Sieyès, que se había creído capaz de controlar al fogoso CLAVES
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caudillo. Cuando el 24 de diciembre de 1799 se publica la Constitución del Año VIII, el nombre de Bonaparte figura como primer cónsul, escoltado por otros dos colegas, Cambacere y Lebrun, que no disponen sino de voto consultivo. Sieyès –justo con su confidente Golier– había dimitido previamente tras recibir una sustanciosa compensación económica. En manos de Napoleón, el complejo proyecto del oráculo constitucional se transforma en cobertura legal para la dictadura del primer cónsul: nombrado por 10 años, concentra en su persona todo el poder ejecutivo, todos los poderes: él es el poder. Lo que resta del diseño constitucional de Sieyès –las listas de notables establecidas por sufragio universal, el Senado y el Tribunado– no son sino mecanismos formales articulando esa autocracia piramidal. En su vértice, Napoleón domina el Consejo de Estado, que redacta los proyectos de ley. El Tribunado, compuesto por 100 miembros, las discute; los 300 que integran el Cuerpo Legislativo –la “asamblea muda”– aprueban o rechazan, en votación secreta, los proyectos de ley previamente discutidos. Mediante decretos, titulados a la romana senatus consulta, el primer cónsul podrá legislar cuanto crea necesario para la salvación patria, incluso enmiendas a la Constitución. Los 80 senadores –en cuya designación ha intervenido activamente Sieyès– no sólo ratifican dócilmente los decretos de Bonaparte, sino que, bajo su vigilante mirada, elegirán los miembros del Tribunado, los de la “cámara muda” y los de la Corte Suprema de Apelaciones. “El general Bonaparte era extremadamente ignorante en el arte de gobernar. Nutrido de ideas militares, la deliberación siempre le pareció semejante a la insubordinación” (Stendhal, Vida de Napoleón). Ayudado por Cambaceres, Liechman y sus respetuosos colegas científicos del Instituto –Monge, LaNº97
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place, Berthollet, entre los más distinguidos– es como Bonaparte ha ideado su piramidal reducción del proyecto Sieyès. Pronto les recompensará convirtiéndoles en personajes clave de la nueva nomenclatura. El matemático y astrónomo Laplace, por ejemplo, será elevado a ministro del Interior. “Mi política consiste en gobernar a los hombres como lo desea la mayoría. Creo que ése es el modo de reconocer la soberanía del pueblo”, dijo Napoleón en su Consejo de Estado al poco del plebiscito que el 17 de febrero de 1800 refrendó masivamente la Constitución del Año VIII: algo más de tres millones de votos a favor frente a 1.500 en contra. ■ [Este texto es un fragmento del libro Mahoma y la revolución de próxima aparición].
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Carlos Moya es catedrático de Sociología (UNED). Autor de Sociólogos y sociología, De la ciudad y de su razón y Señas de Leviatán. 63
C R I M I N O L O G Í A
EL ALIENISTA LOMBROSO Y EL REGICIDA LUCHENI EUGENIO GALLEGO
esare Lombroso esperaba que llegaría el día en que la caridad, en su opinión casi siempre incierta y habitualmente falsa, retorcida y envilecedora, fuera reemplazada por almacenes cooperativos, montepíos populares, sociedades de seguros y de socorro mutuo, realzándose con ello la dignidad humana y dando a los hombres a m p a r o y tutela frente a las comunes y azarosas desventuras. También creía que los locos y los delincuentes, los genios y los santos, es decir, los individuos que se saltan las normas, son los que, con sus conductas extravagantes y conflictivas, mejor las ponen contradictoriamente de manifiesto, por lo que su estudio, como ya declaraba en 1869 en una nota a su selección del libro de Moleschot, La circulación de la vida, resultaba imprescindible para extraer de los hechos el verdadero progreso, ajeno a los misterios de las iglesias y a los sueños idealistas. Y como era un positivista convencido y entusiasta, un Zola de la psiquiatría, buena parte de su voluminosa obra, que obtuvo bastante resonancia en el último tercio del siglo XIX y a principios del XX , no sólo entre sus colegas, sino también entre artistas y novelistas, la constituyen recopilaciones de los testimonios a su alcance sobre esas especies de individuos transgresores. En 1888, Lombroso publicaba una de esas colecciones de datos, Palimpsestos de la cárcel, con la siguiente advertencia en su frontispicio: “Colección exclusivamente destinada a los hombres de ciencia”. Una recomendación que habremos desoído 64
más de uno, ya que, por la misma naturaleza de lo que sale al público, los lectores les llegan a los textos de donde menos se espera. Los Pamlimpsestos coleccionan inscripciones y dibujos, escritas y grabados por los presos sobre cualquier cosa y con cualquier instrumento, porque, con tal de dejar constancia de sus pensamientos y sus sentimientos, aquéllos se sirven de lo que tienen a su alcance de utilidad: tintes, esquirlas, puntas de lápiz, hilo y aguja y la propia sangre, para objetivarlos en los esmaltes de las tazas, en la madera de las camas, en las paredes de las celdas o de la iglesia, en los libros de la biblioteca, en los tejidos, en los lavabos y en el propio cuerpo. De tatuajes trata precisamente un breve ensayo de Lombroso en el que, tras una deslavazada introducción histórica con la que pretende mostrar la universalidad de semejante práctica, describe ejemplos de tatuajes en delincuentes, unos observados por él y otros sacados de la literatura sobre el tema. Muchos de esos tatuajes se exhibían en el pecho, como el del preso con dos puñales y la inscripción “Juro vengarme”, o el del camorrista napolitano que lucía un cuadro en el que se le veía, sobresaliendo en un fondo de casas, árboles y el mar, amenazando a un guardia con un bastón. El cuadro estaba enmarcado por una cadena y con esta frase sobre el paisaje: “Dispara a todos”. Había presos que se hacían inscribir en su pecho expresiones sin dibujos, puesto que únicamente un tatuador genial habría logrado crear representaciones gráficas para expresiones como éstas:
“¡Infeliz de mí! ¿Cómo acabaré?”, te de pintarse el cuerpo. o “He nacido con mala estrella”. Retomando los Palimpsestos, Uno se había hecho tatuar una el reglamento penitenciario guillotina pintada de rojo y ne- prohibía tales muestras exhibigro, y la inscripción: “He co- cionistas, y los funcionarios de la menzado mal, acabaré mal, éste cárcel, antes de destruirlas, tenían es el fin que me espera”; y acaso que copiarlas para depositarlas sólo él sabría explicar si se la había en la dirección, desde donde se puesto como recordatorio que le las remitían a Lombroso, entonayudara a enderezar su vida o co- ces médico de las cárceles de Tumo muestra de que le importaba rín, inspector de los manicomios un bledo su destino. Los tatuajes y catedrático en la Universidad por debajo del ombligo solían de psiquiatría, antropología criser los más obscenos y, si eran minal y medicina legal, quien en el pene, se adornaban con transcribía la documentación, la mujeres desnudas y en posicio- clasificaba y a veces la comentanes atrevidas. En uno se había ba. En una nota al lector expliaprovechado el orificio de salida caba el porqué de la publicación: de la orina para dibujar la vagi- “Porque pueden dar preciosas inna. El preso que llevaba tatuado dicaciones sobre el verdadero todo el cuerpo con el uniforme temple psicológico de esa nueva de almirante tenía que ser un es- y desgraciada raza que vive junpectáculo increíble cada vez que to a nosotros sin darnos cuenta se quedara técnicamente desnu- de los caracteres que la distindo. Y el que había hecho repre- guen”. No obstante, algunas de sentar en su espalda el atentado las expresiones recogidas por sufrido por el duque de Orleans, Lombroso poco o nada tienen en Neuilly, tendría que actuar de de original, como la del que pide cicerone para explicar a los es- la pena de muerte para un chipectadores el significado de la vato o la del que echa pestes de pintura, como ocurre con los jueces y policías. Como podía cuadros de historia. Había tam- fácilmente colegirse, la justicia bién presos que estaban en pri- es un tema recurrente en las quesión por practicar comporta- jas de los presos. Uno subraya su mientos que no hacían mal a na- lentitud con esta frase: “Cuando die ni a sí mismos, pero que una el caballo de bronce de la plaza opinión mayoritaria, convertida de San Carlos eche a andar, enen norma legal, perseguía, por tonces dará comienzo mi juicio”. ejemplo, en tiempos de Lom- Otro compara a la justicia con broso, la homosexualidad. Ellos una puta, que se vende a quien no se tatuaban puñales ni gui- la paga. Y un ingenioso burlón llotinas ni amenazas, sino ma- escribe: “El cura cree consolarme nos entrelazadas, inscripciones con lo de que Cristo murió en la sobre la amistad que une los co- cruz siendo inocente, y le he dirazones y penes alados. Y Lom- cho que yo también moriría si broso concluía, tras esa acumu- fuese a resucitar al tercer día”. lación de detalles, que los delin- ¿Sabía el preso que escribió “Si cuentes eran seres primitivos, Dios nos ha dado el instinto de puesto que son los pueblos sal- robar y nosotros le obedecemos, vajes los que más practican el ar- otros hay que tienen instintos de CLAVES
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Lombroso
carceleros; entonces este mundo escalofriantes delitos: “Estoy en que fueran moderados, justos y es un teatro para divertir al sem- esta cárcel por haber matado a piadosos, un preso lo rechazaba piterno”, que estaba, con mati- mi cuñado y haberle cortado en refiriendo en los márgenes su caces, repitiendo una imagen de la pedazos, mandándoselos en un so: “Queridos compañeros, quieque ya se sirvió, acaso de los pri- baúl a sus familiares”, y los que ro deciros que me han condenameros, Platón en las Leyes, la del se consuelan con aquello tan ma- do a muerte por dos homicidios, mundo como un teatro y los nido de que fuera de la prisión pero espero la gracia y, si alguna hombres como marionetas, y aún los hay peores. vez salgo, quiero matar todavía que se ha venido reproduciendo Algunos de los testimonios una docena”. Respecto a la condesde entonces, unas veces para recogidos en los Palimpsestos hi- clusión de un preso de que todas identificar al autor de la obra re- cieron dudar a Lombroso sobre las arbitrariedades sufridas en la presentada, otras para animar o ciertos presupuestos en los que se cárcel no habían conseguido doanimarse a cumplir bien con el basaba la rehabilitación de los blegarle, Lombroso comentaba, papel que ha tocado en la tra- presos, como que las lecturas ajeno a sus principios, que la sema? Un preso, que debía haber piadosas les influían favorable- veridad por sí misma exaspera al pasado por las mediciones cra- mente. Al menos no había sido espíritu; lo que se le debió de olneanas de Lombroso con el fin así con el recluso que había es- vidar posteriormente, o no lo tude verificar sus hipótesis sobre la crito en los márgenes de una pá- vo en cuenta, cuando hizo púcorrelación entre la configura- gina de lecturas religiosas, en blica su opinión científica sobre ción de la cabeza y el comporta- contraposición al consejo que la personalidad criminal de Luimiento criminal, se había que- allí se daba de rezar cinco padre- gi Lucheni, el anarquista italiano dado tan asustado después de nuestros y cinco avemarías a to- que, el 10 de septiembre de la inspección que exclamaba: dos los santos, que “y cinco pu- 1898, había asesinado en Gine“Ombroso, Ombroso (sic) me ñetazos en la nariz del guardián”. bra con una lima cuidadosadas miedo imaginando tu colec- Y en un Libro de plegarias y lec- mente afilada a la emperatriz de ción de cabezas”. Hay presos que turas para los reclusos, en una pá- Austria y reina de Hungría Elino se avergüenzan contando sus gina en la que se recomendaba sabeth de Wittelsbach, más coNº97
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CLAVES
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nocida por Sissi. Antes de publicar su veredicto sobre el caso en el número de noviembre de 1898 de la Revue des Revues, Lombroso se preocupó por averiguar datos sobre Lucheni, lo cual dice algo a su favor, pues casi todos los que opinaban entonces en la prensa sobre el asesino de la emperatriz lo hacían de oídas o dando libre curso a su imaginación; mas los datos recogidos fueron escasos y sesgados, como no podía ser de otro modo dado el poco tiempo que Lombroso les dedicó, que, por la fecha del artículo, no pudo llegar a un mes. Sus informadores tuvieron que ser personas o instituciones que trataron a Lucheni en su infancia, el único periodo de su vida sobre el que informaba Lombroso, y que se habrían vuelto a acordar de aquel niño al tener noticia del regicidio. En tales circunstancias conviene ser muy cautos con los informadores, ya que tienden a rellenar las lagunas de la memoria y a privilegiar los detalles que mejor encajan con lo que le ha dado notoriedad al que hasta entonces tenían olvidado, pero Lombroso había ido en busca de una infancia que predestinara para el crimen y, contra la cauta recomendación de Heráclito, la encontró. Según los informadores, Lucheni era hijo de madre soltera, una sirvienta que había quedado embarazada de su amo, un borracho desequilibrado, que se libró de la muchacha enviándola a París. Allí dio a luz al niño, y a los dos días del nacimiento lo abandonó en la institución Enfants Trouvés, donde estuvo únicamente 17 meses, porque las autoridades de Parma, presumi65
EL ALIENISTA LOMBROSO Y EL REGICIDA LUCHENI
blemente alertadas por la dirección del hospicio parisino de que tenían a ese niño por si lo reclamaba algún familiar, sorprendentemente lo hicieron ellas, exigiendo la entrega del compatriota para internarlo en su propio hospicio. Aunque enseguida se lo dieron en custodia a un matrimonio ya anciano, los Monichet, para que lo alimentaran y lo educaran, ayudados con una modesta asignación mensual de la institución. El marido era zapatero remendón y la esposa lavandera y, según Lombroso, borracho él y desvergonzada ella. Sus informadores también le minal artificial”. Es decir, que él transmitieron que, de niño, Lu- no lo había sido por nacimiento, cheni había roto de un cabezazo sino por lo que la vida le había un retrato del rey Humberto II, deparado. Y añadía, refiriéndose lo que, dicho de alguien que iba explícitamente a los lombrosiaa ser juzgado por regicidio, venía nos: “He intentado escribir la a remachar el clavo con un pre- historia de mi vida esperando, cedente del mismo, y que había lo confieso, que habrá algunos sufrido alrededor de los diez lectores que, no poseyendo la años un ataque de epilepsia. perspicacia de ciertos alienistas, ¿Qué más necesitaba Lombroso? se persuadan fácilmente de que ¿Qué importaba que los Moni- no es un estúpido, como han chet se llamaran Monici y que el afirmado esos señores, quien ha 99%, por lo menos, de los zapa- asesinado a la infortunada emteros remendones de Parma be- peratriz”. Así pues, no escribía bieran? Lucheni era epiléptico y, sus memorias para confesarse según Lombroso, los anarquis- arrepentido ni para pedir cletas eran epilépticos y fácilmente mencia, sino para dar a conocer asesinos. Cualesquiera que hu- las circunstancias que lo habían bieran sido sus peripecias infan- convertido en un criminal. Intiles, la descripción física que dudablemente era otra forma de Lombroso hacía de Lucheni lo fatalismo, pero sobre la que se predestinaba para el crimen: podía por lo menos intervenir. Lucheni reconocía en sus me“De talla mediana, un metro sesenmorias, matizando la exposición ta y tres, moreno, corpulento, los arcos de Lombroso, que claro que le superciliares muy pronunciados, mandíbula fuerte y grande, exagerada branhabía entristecido el abandono quicefalia 88. Presenta caracteres degepor parte de su madre, pero que nerativos comunes a los epilépticos y a eso no había podido suceder los criminales puros”. mientras lo ignoró. Durante los En la cárcel suiza donde había primeros ocho años creyó inssido encerrado a perpetuidad por tintivamente que sus padres eran el asesinato de la emperatriz –en los Monici y recordaba con afecSuiza se había abolido la pena to cuando el zapatero remendón, de muerte–, a ese criminal puro volviendo bebido de la taberna, le dio por escribir unas memo- le cogía en brazos y le frotaba la rias en las que rechazaba los su- cara con los mostachos, mienpuestos ideológicos de Lombro- tras le repetía que de ese modo le so y sus seguidores, a quienes re- crecería antes la barba. Pero al comendaba la lectura de su libro, cumplir los ocho años los Monisi es que les interesaba conocer ci le devolvieron al hospicio cómo se alteraba la naturaleza –aunque para los recuerdos de humana –Lucheni había leído a Lucheni era la primera vez– con Rousseau en la cárcel– y cómo se el pretexto de que le dejaban construía la biografía de un “cri- temporalmente en ese estableci66
miento para que aprendiera un oficio y sin confesarle la verdadera naturaleza de su relación. Fue el mismo día del ingreso en el hospicio cuando se enteró que los Monici no eran sus padres. Le habían asignado un número, el 223, le habían cambiado su ropa por un uniforme y luego le habían ordenado que se uniera a un grupo de chicos que estaban jugando en un patio. Al verle venir, los chicos se abalanzaron hacia él gritando: “Ahí está, ahí está el parisino. A por él”. Y como Lucheni se sabía parmesano, se giró para mirar a quien suponía que vendría detrás. Pero no había nadie, y si los otros no se le echaron encima se debió a que la aparición de un empleado les contuvo. Más tarde, al tratar de convencer a uno de los muchachos de que él no era parisino, sino que había nacido en Parma y que vivía con sus padres, aquél le replicó que estaba equivocado, que los Monici no lo eran. Al principio no se lo creyó y, realmente, hasta el juicio por el regicidio, apenas si conoció de su madre más que el nombre al leerlo a los 14 años en su pasaporte interior. Y a veces da la impresión de que, tanto como el abandono y la ausencia de la madre, le había dolido el ocultamiento y el modo como se enteró de la verdad. Lucheni permaneció en el hospicio hasta el 19 de febrero de 1882, fecha que recordaba con tanta exactitud porque realmente marcó un hito en su vida. Ese día la dirección del centro lo puso bajo la custodia de un individuo más bien bajo, de barba larguísima y amarillenta y los cabellos de quien no se peina nunca. Se llamaba Nicasi y por sus pintas no se le juzgaría la persona más indicada para entregarle a un chiquillo; sin embargo, había presentado todos los documentos exigidos por el reglamento, sin faltar un certificado del alcalde de su lugar de residencia. Lucheni averiguó más tarde que ese alcalde cobraba una parte sustanciosa del dinero que el hospicio entregaba a quienes se hacían cargo de un hospi-
ciano. El beneficio para Nicasi consistía, además de su pequeña parte de aquel dinero, en contratar al muchacho para todo tipo de trabajos, cobrando el salario. De ese modo, Lucheni pasó por diferentes amos, unos más amables, otros más aprovechados, desde el ciego al que servía de lazarillo hasta el cura que amasaba dos clases de pan, el bueno para él y su hermana y el malo para los sirvientes. Lucheni contaba su novela picaresca con unos y con otros amos en la primera parte de sus memorias, que concluían cuando se escapaba de la hacienda en la que trabajaba entonces, a punto de finalizar su contrato, para no tener que volver con Nicasi. Seguiría el relato de su juventud, pero o no lo escribió o se ha perdido. Como fuera, los cuadernos con sus memorias se los robaron los guardianes y es muy probable que tal villanía fuese la gota que desbordara el vaso de su aguante al triunfo de la fuerza, precipitándole al suicidio. Los cuadernos desaparecieron de su celda el 15 de marzo de 1909. Llevaba ya siete años en esa cárcel, integrado en la rutina de la misma, trabajando en los talleres de carpintería y encuadernación, leyendo y escribiendo sus memorias, sin haber provocado en ese tiempo ningún incidente violento. Pero ese día, ante la desaparición de los cuadernos, se puso a vociferar, dominado por una furiosa excitación. Le encerraron en una celda de castigo durante 6 días y le impusieron otros 30 por insubordinación. A partir de entonces, Lucheni no recuperó la tranquilidad. Se le vigilaba más atentamente que antes, se le retiró el paseo por el patio, se le acompañaba al servicio, le quitaron el vino de las comidas y le dejaron de prestar libros. A cada oposición por su parte, sucesivos encierros en celda de castigo. Incluso le ordenaron que retirara una foto de la emperatriz, que había recortado de una revista y colgado de una de las paredes de la celda. Tal vez se refería a humillaciones como ésa, a la que, CLAVES
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EUGENIO
por cierto, reaccionó retirando todas las otras fotografías que adornaban las paredes de su celda, cuando escribía al jefe de policía que cada vez era más sensible a los sufrimientos morales que a los físicos. El 14 de febrero de 1910 Lucheni se siente mal. El 15 sigue enfermo, pero le obligan a levantarse y a ir a trabajar al taller de encuadernación. El 16 solicita del jefe de taller un instrumento para plegar, y aquél se lo niega por considerarlo innecesario. Lucheni le contesta que no tiene ni idea de encuadernación y le tacha de borracho, siempre oliendo a alcohol. Informado el director del incidente, castiga a Lucheni a tres días en celda de castigo. Y, por lo pronto, ordena que lo devuelvan a su celda. Allí empieza a romperlo todo y a arrojarlo por la ventana. Hasta que entran los guardianes, le golpean fuertemente con las porras y, a empujones, lo conducen a la celda de castigo, una pieza en los sótanos de un metro ochenta y cinco de ancho, tres de largo y
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dos de alto, aislada totalmente, sin luz y sin ruidos. Y, contra el reglamento, no se le retira el cinturón. En ese habitáculo, a pan y agua y peleándose con las ratas, Lucheni aguanta hasta el 19. Cuando a las siete de la tarde dos guardianes van a librarlo del castigo, en cumplimiento de las órdenes que el director de la cárcel había recibido del jefe de policía, se lo encuentran ahorcado del cinturón. Alguien dijo que no había querido suicidarse realmente, sino darle un susto al director, pero que le había salido mal. Otros, que se había tratado de una conspiración para librarse de un preso incómodo. Y algún fabulador habría para quien Lucheni había sido entregado en secreto a los austriacos por las autoridades suizas y que lo del suicidio era una farsa. En cualquier caso, Lucheni había muerto ahorcado y había que practicarle la autopsia. Y entonces reaparecieron los lombrosianos. Era su oportunidad para demostrar lo acertado de sus teorías sobre la determinación fisio-
lógica del criminal. De modo que, cuando en la autopsia se separó la cabeza del tronco, el forense continuó aserrando circularmente la coronilla, con el fin de extraerle el cerebro y localizar en él las deformaciones del mismo que habían hecho de Lucheni un anarquista asesino, para lo cual se le cubrió con una preparación para endurecerlo. No obstante, como en los meandros de la gelatina no se percibió nada significativo, cosieron la coronilla y guardaron el cerebro en un frasco de formol. En 1920 se inauguraba el nuevo edificio del Instituto de Medicina Legal, que contaba con un pequeño museo con recuerdos de los presos de la antigua cárcel, y el frasco con el cerebro de Lucheni se convirtió en la pieza expuesta más visitada. “Vista a través del líquido ligeramente coloreado y que la deforma, la cabeza tiene algo de repelente. Los ojos están entreabiertos y un ligero rictus permite percibir una dentadura soberbia”, escribe La Tribune de Genè-
GALLEGO
ve en la crónica de la inauguración del nuevo centro. Allí permanecerá hasta 1986, en que las autoridades suizas hacen entrega del cerebro de Lucheni al agregado militar de la embajada de Austria en Berna, para que a su vez lo deposite en el Instituto de Patología de la Universidad de Viena. El traspaso se hizo con la condición de que el cerebro de Lucheni nunca fuera accesible al público. ■ BIBLIOGRAFÍA
‘Lombroso y la escuela positivista italiana’. Estudio preliminar de José Luis Peset y Mariano Peset, en Clásicos de la medicina, 1975. LOMBROSO, Cesare: Delitto genio follia. Seritti scelti. Editados por Delia Frigessi, Ferruccio Giacanelli y Luisa Mangoni, Bollati Boringhieri, 1995. – Palimsesti del carcere. Edición de Giuseppe Zaccaria, Ponte alle Grazie, 1996. LUCHENI, Luigi: Mémoires de l’assassin de Sissi. Edición y estudios de Santo Cappon, Le cherche midi éditeur, 1998.
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FILOSOFÍA
¿PUEDEN JUSTIFICARSE DESIGUALDADES EN NOMBRE DE LA JUSTICIA? ROBERTO GARGARELLA
entro de la filosofía política contemporánea, algunas posiciones parecen descuidar por completo toda preocupación sobre la justicia. Otras sacrifican sin problemas valores como el de la igualdad. Algunas más defienden la igualdad, pero se despreocupan de las consideraciones de eficiencia –eficiencia económica, fundamentalmente–. Finalmente, otras aceptan desplazar la justicia y la igualdad en nombre de la eficiencia. La extraordinaria virtud de la teoría de la justicia de John Rawls parecía provenir de su habilidad para conjugar todos aquellos valores. La suya, aparentemente, era una teoría de la justicia profundamente igualitaria y capaz de acomodar una razonable preocupación por la eficiencia económica. En este escrito examinaré algunas de las más recientes y profundas críticas recibidas por Rawls, críticas abordadas por el filósofo de origen marxista Gerald Cohen. Cohen, según veremos, procura mostrar la incapacidad de la teoría de Rawls para alcanzar aquella deseada combinación de valores. En su opinión, la teoría de la justicia rawlsiana no resiste el esfuerzo al que se la somete y termina autorizando desigualdades (en la distribución de bienes) que no debería autorizar, si es que pretende seguir siendo considerada una teoría genuinamente igualitaria. De aquí en más, entonces (y luego de una breve introducción general), me ocuparé de exponer las razones presentadas por Cohen en defensa de esta posición crítica.
losofía marxista consideró que los problemas de justicia planteados por la necesidad de distribuir recursos escasos constituían problemas menores. Lo que importa –decía– es la forma en que se encuentra organizado el sistema productivo. El presupuesto del que se partía, en esta ocasión, era el de que en una sociedad comunista se iban a liberar las fuerzas productivas de las ataduras que las sujetaban y se iba a llegar entonces –a través de la colectivización de la propiedad de los medios productivos– a un estadio de hiperproductividad y abundancia. Si esto era así, luego, las preguntas sobre la distribución justa (y las preguntas sobre la justicia, en general) resultaban más bien inútiles: existirían suficientes recursos como para satisfacer las necesidades de todos, y con ello bastaba (quedaban extinguidas así las humanas “condiciones de la justicia”). Muchas de las prioridades teóricas y presupuestos propios de la filosofía política neoconservadora resultaban en parte similares a las de la posición previamente expuesta. Había acuerdo, en este caso y como en el caso anterior, acerca de la prioridad de las cuestiones productivas sobre las distributivas. Pero, claro, se asumía aquí que la propiedad privada de los medios productivos no sólo no obstaculizaba sino que más bien contribuía a generar la mayor productividad deseada (paso éste considerado previo e indispensable para lograr una mejora en “la situación de todos”). Algunos autores, los mas serios dentro de los inscritos en esta Las virtudes del igualitarismo liberal de Rawls corriente, se preocuparon por Durante un buen tiempo, la fi- justificar la propiedad privada desigualmente distribuida (sos68
teniendo, por ejemplo, y siguiendo a Nozick, que tal desigualdad era irreprochable si resultaba de transacciones voluntarias entre adultos). Para ellos, una vez que se daba este paso, quedaba cerrada la posibilidad de criticar las desiguales distribuciones de riqueza que desde allí pudieran generarse: cómo criticar –decían– lo que es el mero resultado de acuerdos voluntarios entre adultos. La contribución del igualitarismo liberal de John Rawls, frente a este debate, resultó notable, por diversas razones. Rawls, como pocos otros, colocó la cuestión de la justicia en el centro de la discusión teórica. Conforme a la opinión de este autor, cuando pensamos acerca de cómo diseñar un sistema institucional (o, mejor, la “estructura básica de la sociedad”), nuestra primera preocupación debe ser la de organizar instituciones justas: la justicia –dice Rawls en el comienzo de su famoso libro– ha de verse como la primera virtud de las instituciones sociales1. El contenido radicalmente igualitario de la propuesta de Rawls dejaba poco lugar a dudas. El horizonte al que miraba Rawls, en cuanto a cómo asegurar la justicia de las instituciones, se orientaba a igualar a las personas en sus circunstancias, hasta el punto de tornar insignificante todas aquellas diferencias interpersonales “irrelevantes desde el punto de vista moral”. Esto es, de acuerdo con Rawls, las instituciones que pretendiesen ser consideradas instituciones justas no podían tomar en cuenta –a la ho-
ra de asignar premios y castigos, ventajas y desventajas– hechos tales como la raza, el género, las preferencias sexuales y aun los talentos de las personas. Así, nadie debía recibir una educación peor o mejor, ni a nadie le correspondía recibir una recompensa económica mayor, por ejemplo, por el solo hecho de haber tenido la fortuna de nacer con mayores capacidades que otros, o pertenecer a tal o cual etnia, o haber sido criado en un contexto familiar más rico o más pobre. Ahora bien, la defensa de este igualitarismo pretendía no ser una defensa ciega. Rawls no consideraba que el igualitarismo que defendía lo comprometiese con un orden institucional y social de absoluta, rígida, igualdad. La igualdad absoluta resultaba una alternativa posible e interesante, desde el punto de vista de su teoría de justicia, pero podía llegar a ser desplazada frente a un cierto tipo muy especial de desigualdades. En efecto (y de acuerdo con su segundo principio de justicia o “principio de diferencia”), una distribución desigual de recursos (o, más apropiadamente, de bienes primarios)2 resultaba aceptable en tanto y en cuanto viniera a favorecer prioritariamente a los más desaventajados. Dado que las instituciones debían dirigirse prioritariamente a cubrir las necesidades de los más desfavorecidos (desfavorecidos que siempre habrá, por caso, a resultas de los azares de la “lotería de la naturaleza”), luego pa-
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1 John Rawls: A Theory of Justice. Harvard UP, 1971.
La idea de los bienes primarios incluye libertades y oportunidades, ingreso y riquezas, así como las bases sociales del autorrespeto. CLAVES
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Rawls
foque neoconservador son aún más radicales: para Rawls no puede hablarse de la justicia en la propiedad de recursos sin entrar en la consideración de cuestiones distributivas. Más aún: el parámetro para considerar una cierta organización de la propiedad como una organización justa es el de la distribución justa de los recursos. Finalmente, y en lo que representa uno de los puntos más atractivos de la teoría de Rawls: su teoría no sólo prioriza las cuestiones vinculadas con la justicia (frente a teorías que son indiferentes ante tales consideraciones), sino que además no reniega del ideal de la eficiencia económica (ideal que otras teorías, de tipo conservador, toman como principal ideal a realizar –aun al costo de desplazar valores como el de la justicia–).
recía razonable la autorización El igualitarismo radical de ciertas desigualdades en tanto frente ellas cumplieran con la promesa al igualitarismo liberal igualitaria de mejorar la suerte Desde la aparición de la teoría de de los que están peor. la justicia de Rawls, pocos han Las diferencias entre el enfo- visto una forma más sofisticada y que de Rawls y el enfoque mar- mejor argumentada de defender xista tradicional son numerosas una visión igualitaria sobre la (aunque ambas visiones pueden justicia. Muchos han consideraconsiderarse visiones de raíz do, además, y razonablemente, igualitaria). Sin embargo, una de que dicha teoría no dejaba espatales diferencias era fundamen- cio libre a su izquierda: ¿qué más tal: mientras para Rawls las dis- podría exigir un teórico igualitacusiones sobre la justicia y los rio de un sistema institucional derechos resultaban prioritarias, justo? El filósofo Gerald Cohen, para Marx representaban “pura sin embargo, parece empeñado basura verbal”, “un sinsentido en demostrar lo contrario: es poideológico” 3. Las diferencias en- sible avanzar una crítica al libetre el enfoque de Rawls y el en- ralismo igualitario de Rawls des-
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Ver, por ejemplo, Allen Buchanan:
Marx and Justice. The Radical Critique of Liberalism. Rowman & Allanheld, Towo-
ta, Nueva Jersey, 1982. Nº97
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DE RAZÓN PRÁCTICA
4 Este estudio detallado y crítico sobre
Rawls continúa la minuciosa disección que Cohen ya desarrollara frente a otros autores: primero, en relación con los es-
de una perspectiva igualitaria más radical4. Ahora bien, ¿qué es lo que Cohen trata de impugnar de la sólida teoría de Rawls?5. Ya en un pionero trabajo sobre el igualitarismo 6, Cohen se mostraba disconforme con el modo en que Rawls distinguía entre las circunstancias que limitaban la vida de las personas y las acciones por las cuales éstas debían ser consideradas responsables. Recuérdese que, de acuerdo con Rawls, las instituciones de una sociedad justa podían, en todo caso, premiar o castigar a los individuos a resultas de las elecciones de éstos, pero no a partir de aquellas circunstancias (circunstancias ajenas a la responsabilidad individual). De acuerdo con Cohen, en ocasiones Rawls sugería no tomar en cuenta cier-
tas acciones por las que uno era sólo parcialmente responsable (por ejemplo, no correspondía premiar adicionalmente a una persona de acuerdo con el resultado de sus esfuerzos, porque en buena medida esa capacidad de esforzarse era un producto de su mera suerte). Sin embargo, frente a otras elecciones bastante similares, Rawls sugería tratar a los individuos de un modo completamente distinto, como si ellos fueran plenamente responsables de las mismas. Por ejemplo, Rawls sostiene que una sociedad igualitaria y con recursos escasos no puede preocuparse por satisfacer los gustos caros de algunos sujetos: ello –afirma Rawls– implicaría considerar que tales sujetos no son responsables de sus elecciones. Y, según se ha dicho, una sociedad justa sólo debe compensar a las personas en razón de aquellas circunstancias de las que no son responsables (las circunstancias de que alguien haya nacido discapacitado, por ejemplo). Pero –se pregunta Cohen– ¿por qué considerar a los individuos como si fueran plenamente responsables de sus elecciones, en este último caso, mientras se optaba por la
critos de Marx, y luego con los del filósofo conservador Robert Nozick. De hecho, podría decirse, el análisis crítico de Marx –al que dedicó buena parte de su vida– empujó a Cohen a examinar los trabajos de Nozick, del mismo modo en que el examen de los escritos de Nozick ha acabado por llevarlo a estudiar en detalle a Rawls. Si Cohen comenzó a examinar la teoría de Nozick luego de estudiar durante años los trabajos de Marx, ello se debió al haber detectado una curiosa similitud entre ambas posturas: ambas se mostraban poco críticas frente al presupuesto de la “autopropiedad”, un presupuesto que lo constituye el excelente ‘On the Cupermitía al conservadurismo edificar su rrency of Egalitarian Justice’, Ethics, 99/4, teoría sobre la apropiación justa y que impágs. 906-944, 1989. Luego pueden verpedía al marxismo avanzar en propuestas se, por ejemplo, G. Cohen: ‘Incentives, redistributivas (aún) más radicales. Sus esInequality and Community’, en Grethe tudios sobre el marxismo quedaron resuPeterson, ed., The Tanner Lectures on Humidos, en parte, en Karl Marx’s Theory of man Values, vol. 13, University of Utah History: A Defense. Princeton University Press, Salt Lake City, 1992; ‘The Pareto Press, 1978, así como en History, Labour, Argument for Inequality’, Social Philoand Freedom: Themes from Marx. Oxford sophy and Policy, 12 (invierno de 1995); University Press, Oxford, 1988. Sus estu- ‘Where the Action Is: On the Site of Disdios sobre Nozick pueden encontrarse tributive Justice’, Philosophy and Public agrupados en Self-Ownership, Freedom, Affairs, vol. 26, núm. 1, págs. 3-30, 1997, and Equality. Cambridge University Press, y If You’re an Egalitarian, How Come 1995. You’re so Rich?, Manuscrito, Oxford Uni5 Un primer trabajo de Cohen, en su versity, junio de 1997. 6 On the Currency… examen crítico del igualitarismo liberal, 69
¿ P U E D E N J U S T I F I C A R S E D E S I G U A L D A DE S E N N O M B R E D E L A J U S T I C I A ?
alternativa exactamente contraria, en casos como el primero? La detección de esta riesgosa ambigüedad ha llevado a Cohen a examinar con mucho mayor cuidado la distinción sugerida por Rawls, como base de su teoría de la justicia: la distinción entre circunstancias moralmente irrelevantes y elecciones por las que debe responsabilizarse a los individuos. La intuición de Cohen parece ser la de que Rawls, a través de su “principio de diferencia”, defiende la atribución de ciertas ventajas injustificadas, dirigidas hacia los sujetos naturalmente más favorecidos. Veamos por qué es que Cohen llega a esta conclusión. En primer lugar, dice Cohen, Rawls nos propone una teoría conforme a la cual no es justo beneficiar o perjudicar a nadie por hechos moralmente irrelevantes. Esta propuesta tiende a sostener una distribución igualitaria de los recursos: nadie debe ser considerado merecedor de recursos adicionales por el mero hecho de pertenecer a una cierta raza, tener ciertas capacidades o talentos, ser varón o mujer. Ahora bien, inmediatamente luego de decir esto, Rawls abre la puerta a la aparición de ciertas desigualdades justificadas: tales desigualdades resultan justificadas en la medida en que sean necesarias para mejorar la suerte de los más desaventajados. La idea es la de que, en ocasiones, necesitamos recompensar adicionalmente a ciertos individuos como forma de motivarlos a entrenar sus capacidades innatas, y permitir que, de ese modo, se obtengan ventajas que de otro modo seguramente no se alcanzarían. Piénsese, por ejemplo, en la posibilidad de motivar a un médico especialmente talentoso para que dedique todo su tiempo al estudio de una vacuna capaz de curar una enfermedad de la que hoy padece una buena porción de la sociedad. Este paso, defendido por Rawls (y orientado a justificar ciertas distribuciones de recursos desiguales), resulta impugnado por Cohen. ¿Por qué –se pre70
gunta el filósofo canadiense– debemos ofrecer tales recompensas adicionales a sujetos naturalmente más aventajados? ¿No nos habíamos comprometido en un principio (y de acuerdo con la teoría de Rawls) a no beneficiar a nadie a partir de hechos moralmente irrelevantes? ¿No estamos tomando en cuenta, ahora, factores que habíamos propuesto neutralizar? ¿No estamos, entonces, contradiciéndonos con lo que habíamos acordado en una primera etapa de nuestro razonamiento? Adviértase, en efecto, que si se concedieran tales incentivos se estaría premiando doblemente a algunos sujetos, primero beneficiados por la “lotería de la naturaleza” y luego beneficiados por el propio ordenamiento institucional. De acuerdo con Cohen, el otorgamiento de este tipo de incentivos implica aceptar un chantaje por parte de los más aventajados, y denota una falta de compromiso de tales sujetos con la concepción de la justicia (rawlsiana) que proclamaban defender. Y lo peor de todo es que, ahora, se pretende justificar este tipo de desigualdades de trato como desigualdades requeridas por la justicia.
Como forma de impugnar este segundo paso en la teoría de Rawls (esto es, el pasaje desde una situación de igualdad hacia una situación en la que se justifican ciertas desigualdades), Cohen se pregunta: ¿en qué sentido podemos decir que es necesario el otorgamiento de incentivos como forma de motivar a ciertos sujetos naturalmente aventajados a desarrollar conductas beneficiosas para los demás? El otorgamiento de tales incentivos resultaría necesario sólo si no existiese otra alternativa posible, cosa que no parece cierta en este caso. Ocurre que, al menos teóricamente, resulta posible que los sujetos en cuestión desarrollen sus capacidades naturales (por ejemplo, con el objeto de dedicarse a la investigación científica, o con la finalidad de montar una industria) sin recibir nada a cambio, y sólo como forma de mostrar su compromiso con
la suerte de los más desaventaja- sociedad justa. En casos como los dos. Y si los más aventajados no citados, conforme a Cohen, si la siguen este curso de acción, ello igualdad es dejada de lado, ello se debe a que optan por alguna de se debe, en definitiva, sólo a que las restantes alternativas (no los más talentosos no ajustan su desarrollar tales capacidades o de- conducta a las demandas de la sarrollarlas sólo si es que se les teoría de la justicia que proclaotorga algún beneficio adicional). maban defender. Lo que se debe examinar, entonLo dicho marca un punto de ces, es la validez de esta opción crítica muy profundo hacia la tepor parte de los más aventajados, oría de Rawls. De acuerdo con una vez que ya han aceptado la este autor, la teoría de la justicia idea de que nadie debe resultar sólo impacta sobre las institubeneficiado por hechos moral- ciones fundamentales (la “esmente irrelevantes. tructura básica”) de la sociedad. Cohen considera entonces di- Por ello, una vez que se asegura ferentes posibilidades. En primer la justicia de tales instituciones, y lugar, existen situaciones en don- su funcionamiento, los individe, efectivamente, el reclamo de duos quedan liberados de cuallos más talentosos puede resultar quier reclamo adicional: la justirazonable. Esto ocurriría, por cia no les exige nada, en cuanto ejemplo, si ellos tuvieran como a las conductas que deban llevar a vocación por realizar esfuerzos cabo en sus propia vidas. Para mucho menores de los que se les Cohen, en cambio, críticas copiden, dado el carácter especial- mo las avanzadas anteriormente mente costoso del tipo de tareas demuestran que una teoría de la que se les exigen. La justificación justicia necesita ir más allá de de este pago adicional, en todo la “estructura básica” de la sociecaso, resulta perfectamente com- dad para exigir también un cierpatible con el igualitarismo: aquí to ethos, un ethos que lleve a que se le paga más al más aventajado los individuos desarrollen sus visimplemente como forma de das a la luz de los principios de compensar la carga adicional que justicia que se aplican en su sose le requiere realizar. ciedad. La justicia, de este modo, Sin embargo, señala Cohen, extiende su mano más allá de la esto no es lo que suele ocurrir estructura social, para alcanzar en la práctica, en la mayoría de también a las elecciones cotidialos casos que conocemos. En nas de los individuos. efecto, normalmente lo que ocuÉste es, entonces, el principal rre es lo siguiente: el más talen- desafío que propone Cohen toso prefiere llevar adelante la ta- frente a la teoría de Rawls. Su rea que se le pide realizar –o con- posición, propia de lo que posidera que la misma no resulta dríamos llamar un igualitarismo especialmente costosa ni desa- radical, pretende ampliar los algradable– y, sin embargo, y a pe- cances de una teoría como la de sar de ello, exige una compensa- Rawls; sigue negando, en líneas ción adicional para llevar a cabo generales, la posibilidad de autodichas tareas. Más aún, muy ha- rizar desigualdades en la distribitualmente, el individuo natu- bución de los bienes primarios ralmente más favorecido se niega de la sociedad; y rechaza fundaa realizar tales esfuerzos sólo en mentalmente, y sobre todas las razón de una destinada a forzar a cosas, la pretensión de justificar los demás a pagarle contribucio- las desigualdades en la distribunes especiales. Este tipo de si- ción de recursos en nombre de la tuaciones, que Cohen considera justicia. ■ como las más habituales, son las que pretende impugnar. Una teoría igualitaria coherente, en su opinión, debiera considerar Roberto Gargarella es profesor vitales comportamientos de los sitante en la Universidad Pompeu Fa(Barcelona) y profesor titular en la más aventajados como chanta- bra Universidad Torcuato Di Tella (Bue jes inaceptables dentro de una CLAVES
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POIÍTICA
LA MUERTE DE ‘LUNES DE REVOLUCIÓN’ Con la cultura, nada; contra la cultura, todo CÉSAR LEANTE
omo el Yenán cubano definió Fidel Castro a la reunión que tuvo con un crecido número de intelectuales en junio de 1961. Se celebró durante los días 6, 23 y 30 de ese mes en la Biblioteca Nacional de La Habana. El fresquísimo éxito militar de Playa Girón le permitía a Castro que, por un tiempo relativamente largo, no tuviera que entregarse totalmente a sus tareas bélicas (sin descuidarlas, por supuesto, pues estaba erigiendo un régimen militarizado, no sólo para repeler agresiones externas sino, fundamentalmente, para garantizarse una paz de los sepulcros interna) y atender otros frentes menos sonados pero de no despreciable significación: el ideológico, por ejemplo, y dentro de éste lo concerniente a la cultura. Fue promovida, la reunión, por la dirigente del recién formado Consejo Nacional de Cultura, Edith García Buchaca, y por el presidente del Instituto Cubano del Cine (ICAIC), Alfredo Guevara, los dos pertenecientes de antiguo al PSP. El pretexto para este cónclave fue la vigorosa polémica que se había desatado en los medios intelectuales por la prohibición del documental PM, realizado por los bisoños cineastas Sabá Cabrera y Orlando Jiménez. El primero era hermano del escritor Guillermo Cabrera Infante, director del popular magacín cultural Lunes, que llegó a alcanzar tiradas hasta de 250.000 copias, al distribuirse conjuntamente con el periódico Revolución los lunes. De aquí su título. La película, casi un microfilme, fue retirada de la sala donde se exhibía, el cine Rex, en el cenNº97
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CLAVES
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tro de La Habana, a la semana escasa de estarse proyectando. La excusa para su supresión fue que el filme era “antirrevolucionario”, al “dar una imagen distorsionada del pueblo cubano”, en palabras del censor del ICAIC, Mario Rodríguez Alemán. El cortometraje, simplemente, contaba, muy escueta, muy limitadamente (pues también la experiencia y los recursos de sus hacedores eran limitados), la manera en que un común habitante de Cuba, negro para mayor especificación, se lo pasaba una noche de sábado en La Habana. El filme le seguía desde el anochecer de ese día hasta la madrugada del siguiente. Se le veía en los bares del puerto, en los quioscos de la playa de Marianao, en el cabaretucho de El Chori y, por último, yendo a acostarse con una prostituta. Eso era todo. Y, sin embargo, ese mínimo “todo” levantó las iras del ICAIC, no sólo por su contenido –si es que tenía alguno–, sino quizá sobre todo por haber sido filmado outICAIC y patrocinado por Lunes. La soberbia del otro Guevara, Alfredo, no podía tolerar esto. ¿Cómo iba a hacerse nada relacionado con el cine que no tuviera el dictum, la santa aprobación de su organismo? De ahí el ucase fulminando a PM. Pero aún corrían ciertos aires de libertad en Cuba, y Lunes consiguió la firma de más de doscientos intelectuales protestando del abuso. Se obtuvo con ello que PM fuera proyectada en el salón de actos de la Casa de las Américas, con un público que desbordaba el local. Y, al apagarse la breve pantalla y encenderse las luces, los acusadores
del ICAIC se convirtieron en acusados. Nadie vio el supuesto “antirrevolucionarismo” del cortometraje y en cambio sí hallaron ridículo que se hubiera incoado tan desproporcionada persecución contra él. Bueno, no todos, pues hubo algunos –poquísimos– que aprobaron la conducta del ICAIC. Entre estos poquísimos estuvo Mirta Aguirre, viejo cuadro del PSP y crítica cinematográfica de Hoy por largo tiempo. Con cara de circunstancias se puso de pie para decir que recordaran que así había comenzado la “contrarrevolución” en Hungría, “incitada por los intelectuales”. En Cuba acechaba también ese peligro. Se tomaron a exageración sus palabras y hubo quien, sin acritud, un tanto para ampararla, dijo que Mirta Aguirre era una intelectual honesta “a pesar de ser comunista”. A lo que la aludida respondió molesta: “¿Por qué a pesar?”. De todos modos, se interpretó su agorera intervención como un exceso de celo. Todavía no se le quería calificar de alarmismo malintencionado y cerril dogmatismo. Pero el tiempo haría que estos adjetivos le cuadraran. La asamblea pidió a los jerarcas del ICAIC que suspendieran la prohibición y, con su acostumbrado apasionamiento, producto a la vez de su nerviosismo y sobre todo de su timidez, Néstor Almendros acusó a los promotores del secuestro de PM de estalinistas. La actriz y crítica teatral Nati G. Freire advirtió a Guevara que tuviera cuidado con las decisiones que tomaba, pues “muy bien podría verse algún día en la situación de los directores de PM”.
Su fracaso en la asamblea de la Casa de las Américas llevó a los directivos del ICAIC, en contubernio con los del Conse jo de Cultura, a maniobrar para que Fidel Castro interviniese personalmente en el asunto, no sólo en el problema de la película sino en la promulgación de la política cultural a seguir por el Gobierno revolucionario. Guevara no podía soportar la derrota que le habían propinado “los de Lunes” (para él no había sido la mayoría de los intelectuales), a quienes odiaba profundamente y quería liquidar. Además, creía conocer bien el pensamiento de Castro, pues era amigo suyo desde la época de estudiantes en la Universidad de La Habana, y aunque había criticado el ataque al cuartel Moncada, y seguramente –siguiendo la línea de unidad del PSP– la lucha armada contra Batista, desde que Castro llegara a La Habana no se separaba de su lado. Era de su secreto círculo íntimo y le había ayudado a redactar algunas leyes revolucionarias y conseguido de él, Castro, que crease el ICAIC y se lo pusiera en las manos dotándolo de cinco millones de pesos, que en ese entonces equivalían a cinco millones de dólares. De otra parte, la reciente eliminación de la prensa independiente iluminaba con nitidez la intención de Castro sobre los medios masivos de comunicación. ¿Y quién dudaba que el cine era un mass media? Y uno de los más importantes. Como se podía considerar asimismo media la prensa cultural. Y Lunes caía de lleno dentro de esa denominación. Por tanto, el terreno para dirimir el siempre espinoso tema 71
LA MUERTE DE ‘LUNES DE REVOLUCIÓN’
de la cultura estaba abonado. Suprimida la prensa burguesa, había que tomar por los cuernos el toro de la cultura. Después de todo, presentaba menos riesgos que el de los periódicos, la televisión y la radio, ya que no tenía ni la importancia de éstos ni su poder. Así pues, marcarle a la cultura un derrotero revolucionario no presentaba mayores dificultades. En Cuba jamás las actividades culturales habían tenido significación, y si ahora tenían alguna era justamente gracias a la revolución, que había fundado la Imprenta Nacional, editoriales de grupos como Revolución, que respondía al diario del mismo nombre a través de Lunes. En suma, el incipiente progreso artístico que empezaba a apreciarse era enteramente obra de la revolución. Por tanto, no era pedirle demasiado a la cultura que siguiera sus orientaciones o, más claramente, que estuviera a su servicio. La reunión con Fidel Castro establecería las reglas de juego. Casi todo el mundo habló en la biblioteca –en eso sí hubo libertad–, pero al principio no hablaban como los propiciadores del acto querían que hablasen y estaban temerosos de defraudar a Fidel, pues seguramente le habían atiborrado los oídos con supuestas actitudes “muy peligrosas” que ya habían experimentado otros países socialistas (Hungría, pero también Polonia). Argumentos absolutamente innecesarios que Castro no necesitaba para nada, ya que su instinto, su sagacidad política, le hacían saber muy clara y concretamente lo que quería. No estaba allí porque nadie le hubiese “influido”. De no saber muy precisamente lo que buscaba no habría perdido el tiempo reuniéndose tan larga y minuciosamente con los “intelectuales”. Aunque es posible que hubiese también una gota de morbo, de burla en su conducta. Se sentía tan seguro, tan fuerte, después de las “batallas” de la prensa y Playa Girón –amén de haber nacionalizado todas las empresas extranjeras y nacionales, esto es, de tener bajo su con72
trol todo el país en todos sus aspectos–, que hasta jugar se permitía. Era un gato con las uñas bien afiladas en una asamblea de ratones. De todas formas, la reunión se prolongaba y nadie revelaba aquellos temores, aquellas “manifestaciones peligrosas” contra las cuales se había prevenido a Castro. Los jerarcas del CNC y la vieja plana del PSP se movían inquietos en sus asientos de la presidencia. Los intelectuales cubanos les estaban haciendo quedar mal. No saltaba por ninguna parte aquel brote de inconformidad, de miedo, que le habían mencionado al primer ministro. Carlos Rafael Rodríguez, uno de los promotores del encuentro por su condición de secular maître à penser de los comunistas del patio, se impacientó tanto que cometió un error táctico: pidió a los reunidos que no divagaran, que fueran al meollo del asunto. El primer ministro sabía que entre los escritores y los artistas había cierta desconfianza, cierto miedo a que la revolución fuese a ahogar la libertad de creación. Estábamos aquí para debatir eso. Buscando amainar lo sorpresivo y hasta alarmante de sus palabras, acabó estimulando a que se le pusiera “un poco de sal” a la reunión. Astuto, el poeta Roberto Fernández Retamar se salió de la emboscada y, tomando el rábano por las hojas, preguntó con mucha bravura –para ponerle esa sal a la reunión que pedía Carlos Rafael– si para ser publicado en Cuba había que ser paraguayo, arrimando la brasa a su sardina y sacándose así la espina que tenía clavada de que la novísima Imprenta Nacional le hubiese publicado al poeta paraguayo y funcionario de la Casa de las Américas Elvio Romero su libro de poemas Esta guitarra dura y, en cambio, no le hubiera publicado a él. Desde luego, no era ésta la sal que Carlos Rafael y los regidores del CNC querían que la congregación espolvorease. Por su inexperiencia asamblearia y su nulidad en los es-
guinces políticos, Virgilio Piñera, novelista, cuentista y dramaturgo que en 1948 había realizado una verdadera audacia teatral con Electra Garrigó, obra que traslada la clásica tragedia griega a un solar habanero, y cuya dramaturgia era un verídico antecedente del teatro del absurdo antes de que su paternidad le fuera adjudicada a Ionesco, sí cayó en la trampa. Con voz insegura, alterada (seguramente por el temblor que le sacudía interiormente), dirigiéndose a Castro, le preguntó si él a su vez no se había preguntado por qué los escritores cubanos tenían miedo de su revolución, miedo de que se suprimiera la libertad de creación. Y lo decía él, que era el escritor que más miedo tenía. Pero flotaba ese temor en el ambiente. Los que habían presionado para que una confrontación entre los intelectuales y Castro tuviera lugar se sintieron complacidos, y sonrieron. Ésta sí era la clase de condimento que pedían. Como un resorte saltó el poeta José Álvarez Baragaño –que asistió a todas las sesiones con su uniforme de miliciano– para replicarle que eso era falso, que ahí no había miedo, que en todo caso el que tendría miedo sería él y eso era un caso particular. Tan inmediatamente como había brincado, Baragaño fue acallado por Carlos Rafael Rodríguez y por el propio Castro, que, divertido, le llamó la atención por querer “hablar más que nadie” (pues ya había intervenido en otras ocasiones). Virgilio le estaba dando a la reunión el tono que los que la habían organizado querían, y no iban a dejar que se perdiera esta oportunidad. De ahí que le tiraran de las orejas al miliciano Baragaño. Guevara creyó llegado el momento de que él interviniera, y con esa sonrisita suya que era una mezcla de sarcasmo, arrogancia y desprecio –de no oculta prepotencia– esparció no sal, sino el ácido más corrosivo. Sin disimular que el blanco de sus fobias eran Lunes, Revolución y, a remolque de ellos, PM, no se re-
servó agresiones. En su libro Retrato de Fidel con familia, Carlos Franqui registra así lo dicho por Guevara: “Yo acuso a Lunes y a Revolución de tratar de dividir a la revolución desde dentro; de ser enemigos de la Unión Soviética; de revisionismo y confusión ideológica; de introducir tesis yugoslavas y polacas, exaltando el cine checo y polaco; de ser vocero del existencialismo y el surrealismo, de la literatura americana, la decadencia burguesa y el elitismo; de ignorar los logros de la revolución; de no apreciar a las milicias”.
En el caso concreto de PM, acusó al filme de “contrarrevolucionario” por describir prácticamente una “orgía” en vez de las luchas de las milicias. Por último, dijo que Sabá Cabrera y Orlando Jiménez eran de la “ideología antirrevolucionaria de Lunes y Revolución”. Como Franqui cita de memoria, pues oficialmente no se han grabado las intervenciones (si bien Franqui afirma que sí se grabaron, pero que están ocultas), años después el investigador universitario Roger Reed, autor del estupendo libro The Evolution of Cultural Policy in Cuba, cuando estaba buscando
información para su obra entrevistó a Alfredo Guevara en París, a la sazón (1980) embajador de Cuba ante la Unesco. Éste no sólo ratificó las palabras transcritas por Franqui, sino que añadió que, además de pronunciarlas en la biblioteca, se las había dicho privadamente a Fidel. Recuerdo la intervención de Franqui. Y la recuerdo porque me sorprendió que comenzara preguntándose qué pensarían en su pueblo si supieran que él, un guajiro, estaba tomando parte en una reunión de escritores, pintores, músicos, en una palabra, de intelectuales, él, que no era más que un guajiro, repitió. Me llamó la atención y hasta me desconcertó porque yo recordaba a Franqui de toda la vida como un impulsor de cultura. Había creado la sociedad Nuestro Tiempo –que luego le fuera escamoteada por los comunistas– y fundado la revista Generación o Nueva Generación, no recuerdo bien. ¿AsCLAVES
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CÉSAR
tucia precisamente de guajiro este intento de camuflaje de su franca militancia cultural? Como quiera que fuese, no me pareció una estrategia adecuada, y mucho menos convincente. Sin embargo, en lo que rememoro, hizo una hermosa defensa de Lunes y de su periódico, y sobre todo de la libertad de creación, que en modo alguno estaba reñida con la revolución; al contrario, la libertad de creación era consustancial a la revolución, y todo lo que se había hecho en el campo de la cultura –y era mucho– en el corto tiempo que llevaba en el poder la revolución era justamente producto de la revolución. Para él, la cultura era una libertad, como lo era la revolución. Por tanto, resultaba imposible que Lunes, que Revolución, que incluso PM fueran “contra” o “antirrevolucionarios” cuando su existencia se debía a la revolución, cuando existían porque la revolución existía. En el mencionado libro, Franqui añade que personalmente se acercó a Fidel para decirle, después de que habló Guevara: “Me reprochas no pedirte nada. Pues ahora te pido que al comenzar la sesión repares una injusticia cometida ante tus ojos. Que Revolución intenta dividir a la revolución desde dentro. Una acusación tan grave y calumniosa no puedes avalarla con tu silencio”. Pero Castro guardó silencio. Tampoco salió en defensa de Franqui ni de Revolución cuando pronunció sus “palabras a los intelectuales”. Franqui llega a la siguiente conclusión: “Entonces comprendí que no era Alfredito quien acusaba a Revolución; era Fidel”. José Antonio Portuondo sí clavó una larga y muy profunda estocada al aseverar que “el problema fundamental (que se estaba debatiendo en la reunión) era si la revolución iba a permitir o no la libertad de expresión”. Éste era el tono que la vie ja guardia intelectual del PSP, convertida ahora en ejecutiva burocrática de la cultura, quería que la reunión tuviera, ésta la línea que siguiese. Y forzaba las Nº97
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CLAVES
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cosas para conseguirlo, ya que, a poco más de dos años de haberse instalado la revolución en el poder, y con evidentes e importantes realizaciones en el ámbito de la cultura (el mismo Lunes; el propio ICAIC; la Imprenta Nacional, que masivamente estaba editando libros a un precio reducidísimo; el apoyo que se le prestaba a la danza, al teatro, a la música: en fin, había una real eclosión cultural), nadie o muy pocos cuestionaban si la revolución iba a suprimir la libertad de expresión, mucho menos la de creación. (Francamente, no se apreciaba la reciente eliminación de la prensa independiente como un ataque a la libertad de expresión, sino como una lucha entre la revolución y sus enemigos. La casi totalidad de los intelectuales congregados allí eran cuando menos “progresistas” y consideraban que la prensa que se había suprimido era “burguesa”; en consecuencia, hostil a la revolución). Pero los amparadores de aquel encuentro le habían pintado a Castro las cosas con ese tinte y no era cuestión de que todo quedara en un fiasco. Estaba en juego su prestigio u olfato de sabuesos para detectar herejías ante el comandante. No obstante, la reunión no marchó en general por senderos vidriosos. Si hubo crispaciones fueron eminentemente culturales o teóricas, que no incidían directamente en el campo político. Impacientó a la mesa presidencial sobre todo la erudita disertación –leída– de un escritor (Lisandro Otero) acerca de las tesis sobre la cultura de Gramsci; hubo un espadeo verbal entre Heberto Padilla y Carlos Rafael Rodríguez a propósito de la poesía de T. S. Elliot, en el que el segundo contrincante llevó la peor parte, pues no era ciertamente suelo suyo el poético; se acudió a la autonomía del arte en contraposición al aserto marxista de su subordinación al medio social, al marco histórico, la
LEANTE
Fidel Castro
“cultura dominante”, como una realización independiente, quién sabe si autosuficiente. Era una manera de contrarrestar el determinismo marxista, su rígido, dogmático pensamiento de la su jeción del arte a lo social. Franqui cree, como hemos visto, que las intervenciones de los participantes fueron registradas y que esas cintas están en algún lugar secreto. Pero lo cierto es que hasta hoy la única intervención de la que existe constancia –porque ha sido transcrita– es la de Fidel Castro. Y esto es sintomático, revelador. Pues el único no intelectual en la reunión –o al menos no adscrito a ninguna actividad artística– tuvo el privilegio de que sus palabras se reprodujeran, se imprimieran y se divulgaran torrencialmente por años y años hasta adquirir la condición de un manual de cultura revolucionaria o de un catecismo de arte revolu-
cionario. Es sintomático, repito, que de todo lo que manifestaron ahí escritores, artistas plásticos, músicos, se recogiera únicamente lo dicho por el político. Claro que este político era el “primer ministro”, el “comandante en jefe”, el “líder máximo”. De todas formas, se impuso el discurso político sobre el intelectual. Esto sí es muy significativo. Y también lastimoso, porque se privó a la historia de un documento importante para conocer los vaivenes culturales en la revolución cubana hasta el momento de producirse el encuentro con su jefe supremo. Es harto conocido por aquellos que se interesan en las cuestiones culturales cubanas ligadas al periodo revolucionario el discurso de Castro. Es casi un lugar común su famosa sentencia: “Con la revolución, todo; contra la revolución, nada”. Pero no sale sobrando desglosarlo –como 73
LA MUERTE DE ‘LUNES DE REVOLUCIÓN’
hace Reed en su obra The Evolution of Cultural Policy in Cuba. From the Fall of Batista to the Padilla Case–, matizándolo con
algunas anécdotas a modo de descripción. Muy acertadamente, considera Reed que tres son los objetivos de la alocución castrista: primero, el derecho del Gobierno a ejercer la censura; segundo, negar la libertad de expresión a los contrarrevolucionarios, y, tercero, establecer una jerarquía de valores en la que la sobrevivencia de la revolución tiene prioridad sobre la libertad de expresión. Se ilustra de la siguiente manera: en primer lugar, al referirse a PM, Castro dijo respetar el criterio del presidente Dorticós y del Consejo Nacional de Cultura, que eran contrarios a la proyección del filme. Después dijo enfáticamente que había algo que estaba fuera de toda discusión, y era el derecho del Gobierno a actuar. En el caso de PM, ese derecho había sido ejercido por el Instituto del Cine y su Comisión Revisora de Películas. Como advierte Reed, “Castro nunca pronunció la palabra censura, pero está claro que ésa era la actuación gubernamental a que se estaba refiriendo”. Ya veremos que más adelante empleará el mismo método, elusivo pero no por ello menos evidente, de censura y autoritarismo, al concederle al CNC la potestad de orientar la creación artística. Volvió sobre el punto una y otra vez, pues le interesaba sobremanera dejar bien fijado este principio, el del derecho del Gobierno a intervenir en los productos de la creación intelectual, a decidir lo que el público podía ver o no ver (pronto sería también leer o no leer), más aún tratándose de un arte de masas, que llegaba a millones de personas, como era el cine. En su decir (y hablaba con su acostumbrado énfasis, gesticulando, paseando la vista sobre su auditorio para dar la sensación de que se dirigía a cada uno de ellos en particular, haciendo visajes en momentos precisos de su discurso), el que impugnaba 74
ese derecho (que él llamó función, pero que igualaba la censura) estaba impugnando el derecho de la revolución, esto es, del Gobierno, a actuar. No lo dijo, pero se desprendía de su silogismo que entonces se estaba censurando al Gobierno; mejor dicho, a la revolución, que era fuente de derecho (ya lo había proclamado en ocasiones anteriores), de todos los derechos. Algo así como querer alguacilar al alguacil. ¡Vaya pretensión! El Gobierno estaba para hacer valer sus “funciones”, no para que nadie osara limitarle o cuestionarle esas funciones. De todas formas, era un modo hábil de plantear la censura, ya que no se hablaba de ella sino de derecho, y para reclamarlo se afincaba en el enorme prestigio de la revolución, a la cual apoyaba la mayoría de la intelectualidad, como en proporción semejante la respaldaba el pueblo, pues era una esperanza, una ilusión, una oportunidad tal vez única de crear la sociedad soñada y nadie quería que se malograra. Así que si había que hacer sacrificios o concesiones, se harían; siempre serían menores que los beneficios que la revolución traería, que ya estaba trayendo, a la nación, de la cual ellos eran una parte. Y lo que se había avanzado en su parcela era innegable, estaba ahí, a la vista de todos: libros costeados no por el autor, sino por editoriales como la Imprenta Nacional, Ediciones R; la campaña de alfabetización con la que potencialmente los lectores podrían contarse por miles (no los guetos en que secularmente habían funcionado las letras, confundiéndose escritores con lectores, de tan escasos que eran unos y otros); creación de instituciones como la Casa de las Américas, que cada día se afianzaba y prestigiaba más; subvención muy superior a la que le concedía la dictadura de Batista al ballet de Alicia Alonso, que inmediatamente se metamorfoseó en Ballet Nacional de Cuba por olfato de su fundadora y primerísima bailarina, quien, si “sacrifi-
có” su nombre, ganó un país y se alzó con la hegemonía de la danza en Cuba; impulso a las artes plásticas mediante el fomento de “salones nacionales” y apertura de galerías; inauguración del Teatro Nacional y concesión de créditos para que funcionara; establecimiento de una industria cinematográfica dotada de amplios recursos; en síntesis, otorgamiento de importancia a la cultura, a la creación del espíritu, del intelecto, que jamás había conocido bajo los sucesivos Gobiernos republicanos (muchísimo menos antes en los coloniales) y que ahora, en unos breves dos años, ocupaba un escalón de decoro en el estrado nacional. Sólo una palabra dañaba o empañaba este luminoso, casi radiante, panorama: control. Una sola palabra –mas con todas sus implicaciones–. Nada más que una palabra. Pero ella bastaba para ensombrecer o anular todo lo que se había hecho, se estaba haciendo, se haría. Desplomaba todo el hermoso edificio. Una muestra de ello, del control que se quería ejercer sobre la creación espiritual, era lo que estaba sucediendo en la Biblioteca Nacional, en la reunión, tras las bambalinas del discurso de Castro. Quitarle el derecho a expresarse –por la razón que fuese– a lo que despectivamente se tildaba de “contrarrevolución” era no sólo arbitrario e injusto, sino sumamente peligroso. No obstante, nadie se alarmó –o poquísimos– cuando Castro apeló a este argumento. De tanto como se había machacado sobre ello, despreciar a la contrarrevolución se había constituido en un acto reflejo. Era como la campanilla pavloviana que despertaba el odio. Contrarrevolución y mal eran sinónimos. Los términos de la ecuación estaban planteados así: la revolución era el bien, la contrarrevolución, el mal. Como Dios y el diablo. Y la nomenclatura religiosa no es descabellada, ya que un hecho histórico como lo es una revolución genera una mística, una mítica y una fe. De modo que Castro pu-
do pasearse a sus anchas por el firme suelo de revolución versus contrarrevolución a sabiendas de que nadie se atrevería a rebatirlo; bueno, de hecho ninguno de los puntos de su discurso serían rebatidos o discutidos, ni aun comentados, pues, concluido éste, él abandonaría el salón sin agradecer siquiera la ovación que le dispensó el nutrido público. Aquello se había transformado en un mitin más y Castro actuaba como solía hacerlo frente a las multitudes: con paternalismo y arrogancia. Además, ¿hablar alguien luego que él lo había hecho? Era inconcebible. Él había dicho la última palabra y no cabía una más. Éste era el contenido esencial de la sentencia: “Dentro de la revolución, todos los derechos; contra la revolución, ningún derecho”. O su versión sintetizada: “Con la revolución, todo; contra la revolución, nada”, fórmula que ya había ensayado para desacreditar y desechar las leyes republicanas y exaltar las promulgadas por la revolución, pues en un discurso pronunciado el 17 de marzo de 1959, en la terraza del Palacio Presidencial y en su calidad de primer ministro (de hecho, jefe de Gobierno), había dicho: “Para el derecho viejo, nada, ningún respeto; para el derecho nuevo, todo el respeto. Para la ley vieja, ningún respeto; para la ley nueva, todo el respeto”. Reeditada aquí, es posible que, además de una sentencia aplastante, esta fórmula fuese también la respuesta sesgada que le dio al escritor católico Mario Parajón (para más inri, entonces yerno de Carlos Rafael Rodríguez), quien le preguntó si él podía escribir un libro desde el punto de vista de sus creencias religiosas. Aparentemente, todo estaba muy claro, muy diáfano, como un agua de cristal. Pero en el fondo se trataba de algo así como ¿quién le pone el cascabel al gato? ¿Pues qué era con la revolución y qué contra ella? ¿Quién valoraba cuándo lo que se hacía era lo uno o lo otro? A más de veinte años de ese momento y en el extranjero, con CLAVES
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CÉSAR
esa luz que arroja sobre los acontecimientos la distancia espacial y temporal, pude escribir:
nes presuponía dar armas a unos
“A mi entender, de aquí parte la alienación del intelectual cubano; éste es su arranque, si bien, por supuesto, entonces era muy difícil de avizorar. Mas era aquel ‘contra la revolución’ lo que había que precisar, dejar definido en ese momento, y no se hizo. Se transfirió su múltiple y subjetivísima interpretación a los funcionarios del Gobierno, a los burócratas de la cultura y, naturalmente, con los años fue tangible que ‘contra la revolución’ era todo aquello que no se ajustara a la ortodoxia, que ideológicamente no respondiera a los cánones del marxismo-leninismo, y en un orden práctico cualquier expresión de crítica al sistema, aun a aspectos parciales del mismo”.
Pero había algo más, algo que hacía asomar, o permitía entrever, la censura oculta que había detrás de las supuestamente equilibradas, ponderadas palabras del comandante en jefe. La oreja asomaba así: el escritor podía escribir lo que quisiera, e igual para el pintor, el teatrista… La libertad de forma estaba garantizada, se reconocía su pluralidad (sólo hasta cierto punto, pues cualquier análisis en el campo estético arrojaba que forma y contenido no se podían disociar, que en puridad constituían una unidad, de modo que la forma respondía al contenido, y viceversa. Marshall McLuchan llegaría más lejos, categorizando el medio como el fin). Pero en ese momento Castro se sacaba la carta que tenía escondida en la manga de su tenaz uniforme militar y sentenciaba: “Nosotros (por lo regular era la revolución, a veces el Gobierno, ahora usaba el ambiguo ‘nosotros’) siempre apreciaremos su creación (la del escritor, la del artista) a través del prisma revolucionario. Ése es un derecho que nadie le puede negar al Gobierno”. Dos consecuencias: la revolución, el Gobierno, nosotros teníamos la potestad de juzgar la obra artística desde nuestra propia óptica, con nuestros conceptos y objetivos, y la aplicación del juicio que emitiéramos lo trasladaríamos a los organismos oficiales que eran nuestro brazo ejecutivo y ejecuNº97
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CLAVES
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tor. Y como “nosotros” éramos el poder, en suma, el poder decidiría lo que convenía o no convenía en la creación intelectual. Que iba a hacer uso de ese “derecho” inmediatamente (en realidad ya lo había hecho al dictaminar sobre PM a través del ICAIC) lo haría palpable el comandante allí mismo y en ese mismo instante. Ante los ojos de esa audiencia especializada se iba a ejecutar un juicio. Y contra lo que la gran mayoría esperaba, el reo fue Lunes. PM ya había sido condenada, y ratificada la sentencia aquí. Le tocaba el turno al díscolo magacín que había propiciado la algazara, levantando la polvareda de la supuesta censura, de “estalinismo”, de “realismo socialista”, de “dirigismo”. Ahora Castro dixit: “La revolución no le puede dar armas a unos para que las usen contra los otros, y nosotros creemos que todos los escritores y artistas tendrán iguales oportunidades para manifestarse. Creemos que los escritores y los artistas tendrán a través de su asociación un órgano en el que todos podrán colaborar…”.
No se había mencionado a Lunes, Castro no pronunció en
ningún momento este título, pero todos comprendieron que ése era el blanco de su flecha, o el objeto de su fusil con mira telescópica. Si la existencia de Lu-
para agredir a otros, como esa guerra no podía tolerarse, para que no hubiera más disparos, más contienda civil (aunque las municiones empleadas fueran sólo verbos, adjetivos, sustantivos, preposiciones, conjunciones…), más fratricidio, Lunes debía sucumbir. Así no se beneficiaría a unos en perjuicio de otros; no, no de otros, sino –en boca del comandante– de los demás escritores y artistas, que eran mayoría, en tanto que los de Lunes sólo un grupito, una piñita. Si se formaba la Asociación de Escritores y Artistas –como en efecto se formó con el nombre de Unión– y editaba su propio magacín –como ciertamente fue editado con el anacrónico nombre de La Gaceta de Cuba–, habría una institución y un órgano de prensa que los representaría a todos. ¿No era eso más justo, una solución de justicia? Pero entonces alguien habría podido tener el atrevimiento (que no se tuvo) de preguntar: y si la asociación va a publicar una revista o magacín, ¿por qué no se suprimen también la revista Casa de las Américas, el suplemento cultural de Hoy, la Nueva Revista Cubana, Islas, etcétera? Evidentemente, no eran publicaciones de todos, sino de unos o de algunos. ¿Por qué, pues, no se cierran también ya que va a haber un órgano de opinión que será de todos? ¿Por qué sólo Lunes? La respuesta era más destellante que el sol cubano del mediodía o que un relámpago en el cielo negro de una tormenta: porque Lunes molestaba o estorbaba a la revolución, al Gobierno, a “nosotros”, y singularizando al Consejo Nacional de Cultura, al ICAIC, y personalizando a Alfredo Guevara, a Edith García Buchaca, a Mirta Aguirre (y en ella a toda la vetusta intelli gentzia del PSP) y al propio Castro. Así se impartía justicia. Guillermo (Cabrera Infante) y Franqui (Carlos) fueron oídos de una condena que tal vez no se esperaban pero contra la cual no había recurso ni apelación posibles.
LEANTE
Con gesto adusto y paso prepotente, más de general que de comandante, luego de ajustarse otra vez al cinto el revólver que se había quitado para mutarse en orador, en teórico, en esteta de la revolución, Castro se expelió del local como un tornado que se dirige a otra parte. ■
César Leante es escritor cubano. Su
última novela es El bello ojo de la tuerta. 75
ARTE S
PLÁS TICA S
SIMBOLOGÍA DE LA SALUD Y LA ENFERMEDAD En la pintura vienesa “Fin de siglo” RAFAEL GARCÍA ALONSO
oy a ocuparme en mi exposición del tratamiento de la salud y la enfermedad en la pintura vienesa del pasado fin de siglo. Pretendo mostrar cómo en ese periodo los artistas al tratar esa temática, no sólo se ocuparon de la representación de sujetos sanos y enfermos, sino que dejaron traslucir sus concepciones sobre su propia labor y posición social. En 1897, Gustav Klimt, queriendo romper con la pintura y las instituciones artísticas que prevalecían entonces, fundó la Asociación de Artistas Austriacos, más conocida como la Secession. Como este último término indicaba, este movimiento pretendía apartarse de la concepción vigente de las artes plásticas que se había caracterizado por el enmascaramiento de la realidad a través del escapismo y el embellecimiento. Ejemplo de ello era la producción del maestro de Klimt, el pintor Hans Makart, quien para representar alegóricamente el ferrocarril recurría a carros alados y cuyos personajes aparecían con cierta frecuencia en ambientes orientales o con vestimentas de otras épocas. Frente a este falseamiento ornamentista de la realidad, en 1899 Klimt colocó frente al espectador una mujer que exigía que se dijera la verdad desnuda, toda la verdad. Aunque Nuda veritas (1899) aparece sin atavío ninguno no pretende conmover el erotismo del receptor. Hieráticamente sostiene un espe jo en el que el espectador debe mirarse. ¡Mira cómo eres! ¡Enfréntate a ti mismo! Este mandamiento fue bien acogido por los pintores vieneses por dos tipos de razones. En pri-
mer lugar, ellos iban a ser, a partir de entonces, los encargados de hacer visible a sus conciudadanos el rostro colectivo. Por tanto, su no desdeñable función social era la de dar cuenta de la situación del Imperio Austrohúngaro. En este sentido, la pintura austriaca de comienzos del siglo XX fue altamente alegórica. La salud o la enfermedad con que aparecía una persona lo eran también simbólicamente de la colectividad. Se realizaron pinturas sobre las edades de la vida y se introdujeron temas considerados hasta entonces como escabrosos: el embarazo, la muerte y la putrefacción, la miseria, la sexualidad sin excluir la masturbación y la homosexualidad, o las enfermedades psíquicas. La acogida de tales temas osciló entre el escándalo, el morbo y la fascinación. En segundo lugar, con la invitación a proclamar la verdad desnuda se invitaba a los artistas a ensanchar sus horizontes de investigación y modificaba la relación entre los artistas y quienes requerían sus servicios. Desde entonces no estarían limitados a realizar una pintura cuya primera condición fuera satisfacer a quien la encargaba. Se producía así una modificación de su lugar social. De meros encargados de potenciar el prestigio social de las personas que retrataban se convertían en investigadores destinados a iluminar la vida colectiva. Así pues, su función social sufría un desplazamiento desde la presentación social de las clases pudientes hacia la investigación de los entresijos de la vida. Médicos y artistas como visionarios
En resumen, el artista era apro76
ximado al científico y, en concreto, al médico. El artista podía diagnosticar el estado de salud de su colectividad, y podía indicarla direcciones a seguir en su comportamiento. No parece extraño que si los artistas se aproximaban a los médicos entre su repertorio temático aparecieran la salud y la enfermedad. Muy especialmente, la salud del cuerpo colectivo y la salud psíquica de los individuos particulares. Como ejemplo de lo primero, pueden valer los cuadros alegóricos que Klimt pintó para la Universidad de Viena. Nos limitaremos al cuadro Jurisprudencia (1907). En él, un anciano desnudo pintado en escorzo parece simbolizar la humillación y la degradación física a la que los ciudadanos están sometidos por la acción de una distante ley. Los personajes concretos destinados a ejecutar su castigo son unas Erinias, situadas frontalmente, de largas cabelleras, cuerpos de suaves curvas y actitud desdeñosa que contrastan con la cabeza afeitada, los omóplatos salientes y las carnes colgantes del viejo. Acorde con la autoaproximación de los artistas a los científicos, la actitud hacia los ciudadanos que pedían que se realizara su retrato se enfriaba. Buen ejemplo de ello es que Kokoschka afirmara que no amaba a la humanidad, sino que la contemplaba “como un fenómeno”1. Ello les autorizaba para ser crueles pero también para pre-
sentarse como víctimas. Kokoschka se refiere, por ejemplo, a momentos de “electricidad”, en los que descargaba su nerviosismo sobre su madre2. También siguiendo el imperativo klimtiano de decir la verdad desnuda, los artistas se autorretrataron de jando transparentar disposiciones poco halagüeñas: como perturbados mentales, como viejos o como aves rapaces. Curiosamente, mientras los artistas se aproximaban a los científicos, los médicos se acercaban en cierto sentido a los artistas. El ejercicio de la medicina se caldeaba en algunos casos aproximándose al espectáculo. Entre los materiales heurísticos y didácticos, ya desde 1922 en Francia, el pintor Theodore Gericault había realizado sus retratos de locos. En algunas facultades de Medicina se realizaban como práctica didáctica intervenciones quirúrgicas en un anfiteatro. Susan Buck-Morss cita un texto periodístico en el que un periodista cuenta cómo “el bisturí, brillando un segundo por encima de la cabeza del cirujano, fue hundido en el miembro y con un movimiento artístico hizo los colgajos o completó una amputación circular. Después de varios giros aéreos, la sierra, como si estuviera conducida por electricidad, seccionó el hueso. La caída de la parte amputada fue recibida con el aplauso tumultuoso de los entusiasmados alumnos. El cirujano reconoció el cumplido con una inclinación formal”3.
El ejercicio de la medicina se
1 Kokoschka, Oskar: Mi vida, pág. 59.
2 Vienne (1880-1938): L’apocalypse jo yeuse, pág. 482. Edicions du Centre Pom-
Tusquets, Barcelona, 1988. Me he referido a otros aspectos de la autopercepción del artista vienés en mi artículo “Con licencia para perfumar” en Letra Internacional, número 35, invierno de 1994.
pidou, París, 1986. En el libro citado de Kokoschka hay otros casos parecidos. 3 Buck-Morss, Susan: ‘Estética y anestésica’, en La Balsa de la Medusa, núm. 25, pág. 85, 1993. CLAVES
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Freud y Kokoschka
espectacularizaba y caldeaba. En 1885, un cuadro del pintor francés Brouillet muestra a uno de los maestros de Freud, el doctor Charcot, despertando la expectación y el asombro de su público de estudiantes al poner en escena una práctica hipnótica ejercida sobre una paciente. Ésta aparece desmayada en brazos del médico, que exhibe públicamente, incluso con cierto talante erótico, una debilidad privada. Así pues, mientras que el artista se convertía en seudocientífico, el médico subía a las tablas. La aproximación entre ambos se hacía aún más intensa al atribuirse un rasgo común: el de interpretar el aspecto exterior del sujeto para diagnosticar su estado interno. Es decir, el trascender la apariencia para aprehender la esencia. El propio Charcot había escrito que “todo acontecimiento patológico se manifiesta en la superficie del cuerpo histéNº97
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rico”4. De ahí, como señala Reinhard Steiner, que Freud hablara del médico como un vidente. Carácter éste que también los artistas plásticos y literarios, de forma destacada en el expresionismo y sus precedentes, se atribuyeron. Valga como ejemplo una obra de Ibsen en la que un pintor asegura que él no hace simples retratos, sino que plasma algo sutil y equívoco que se mueve bajo la superficie del retratado. Médico y artista deben interpretar e ir más allá de la superficie externa, exteriorizando y mostrando públicamente los conflictos interiores. El artista se autopresenta también como dotado de una mirada de especial penetración que se autoproclama, usando términos próximos a la ciencia, incluso como “radio-
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Steiner, Reinhard: Egon Schiele 1890-1918, pág. 50, Benedikt Taschen, Colonia. Edición en español, 1992.
gráfica”. Si Charcot o Freud hipnotizan a su pacientes, los pintores harán lo mismo. También su mirada será hipnótica, como en Schiele dibujando una modelo desnuda ante el espejo (1910). Así
ocurre también con un autorretrato de 1910 de Egon Schiele, donde nos muestra también seudocientíficamentee lo que ve en sí docientíficament mismo: un individuo con aura, de exaltada y electrificada energía interior, capaz de ir más allá de las convenciones y cuyos ojos amarillentos son capaces de comprender aspectos ocultos o secretos de la personalidad de sus modelos. De esta manera el médico psicoanalista y el pintor expresionista comparten el interés por vencer las resistencias, conscientes e inconscientes de pacientes o modelos, hasta hasta lograr exteriorizar lo interno. En ambos casos se trata de ir más allá de lo convencional, lo cual les obliga a ambos a buscar técnicas que co-
laboren con su autoatribuida captación privilegiada de lo interno al sujeto. De la misma forma que la escritura automática es usada por el psicoanalista para intentar que el inconsciente del sujeto se exprese a través del chorro de palabras, Kokoschka habla de distraer mediante la charla a sus modelos para extraer en la gestualidad de estos aspectos secretos de su personalidad. En cumplimiento del mandato de decir la verdad desnuda, el pintor expresionista procurará captar y exponer sin disimulos la interioridad de sus modelos. Para refrendar teóricamente lo que venimos diciendo, cabe señalar cómo en 1906 Freud había escrito que cuando el artista dirige su atención hacia “lo incons5 Freud, Sigmund: ‘El delirio y los sue-
ños en La Gradiva de W. Jensen’, en Obras completas, vol. 6 (ensayos XXVI y XXXV), pág. 1335. Orbis, Barcelona, 1988. 77
SIMBOLOGÍA DE LA SALUD Y LA ENFERMEDAD
ciente de su propio psiquismo” 5 y cree –con acierto o con error– haber descubierto sus leyes hace lo mismo que el psicoanalista. No resulta menos significativo el componente de infalsabilidad que psicoanalista y pintor expresionista atribuyen a sus “visiones”. De la misma forma que Freud rechaza las protestas de sus pacientes ante sus interpretaciones, Kokoschka se burla de los modelos a quienes disgusta el retrato que les ha hecho, ufanándose incluso, como prueba inequívoca de su propio éxito, de que los retratados al cabo de los años acabarían pareciéndose al retrato que él premonitoriamente había realizado. Gradación y deformación de la realidad
La aproximación entre el médico y el artista tiene además otro rasgo importante. De una parte, en el buscado tratamient tratamientoo científico de las enfermedades psíquicas, la medicina encontró un nuevo campo de estudio. Los médicos ampliaban su campo desde lo fundamentalmente físico a lo psíquico.. De otra, los artistas quico artistas hallaron en la enfermedad, especialmente en la psíquica, un filón. Charcot había realizado un archivo de dibujos y fotografías destinado a clasificar aspectos y fases de distintas enfermedades. Los artistas expresionistas consideraron que la enfermedad psíquica, en la medida en que escapaba al control del sujeto, era un terreno en el que la corporalidad de los sujetos escapa a la convencionalidad. De ahí que las expresiones patológicas se convirtieran en modelo sobre el que investigar en el terreno de las formas. Los pintores expresionistas intentaron ser autorizados para dibujar y pintar en hospitales. La importancia otorgada a la expresividad corporal permitía ir más allá de las dicotomías habituales salud/enfermedad o belleza/fealdad. Es más, lo clasificado como feo o enfermizo se convertía en campo privilegiado de investigación estética. Las observaciones del doctor Charcot pueden servirnos nue78
vamente de arquetipo, pues éste había señalado que “la histeria no es ninguna manifestación patológica, sino que se puede ver bajo cualquier punto de vista como el medio de expresión más elevado”6 y había hablado del hospital como “museo patológico viviente”7. En este sentido, cabe citar igualmente cómo en 1911 Kandinsky, que estaba próximo a la vanguardia vienesa, en su influyente obra De lo espiritual en el arte afirmaba que la posibilidad de deformar las formas “es una fuente de infinitas creaciones puramente artísticas” 8. Es decir, la falta de atención a la apariencia externa de lo representado en la pintura expresionista no obtiene su justificación sólo de la ya muy brevemente, se trata de la citada exteriorización de lo in- consideración de la realidad coterno, sino también de la aper- mo una gradación de lo que en el tura de todo un campo de investi- lenguaje cotidiano nombramos gación pictórica, la deformación, con términos opuestos. Vigilia y independiente de sus compo- sueño, bondad y maldad, luz nentes alegóricos que nunca de- y oscuridad, salud y enfermedad, saparecen. Resulta así explicable, no aluden a realidades contrapor ejemplo, que el expresionis- dictorias sino a grados de una esmo vienés optara, no por niños cala en la que ambos términos se sanos y de familias pudientes, si- mezclan. Claro ejemplo es el cono por niños envejecidos de ras- nocido título de uno de los ligos tristes y ojerosos que viven bros de Freud, Psicopatología de en barrios marginales. No la for- la vida cotidiana, que da a entaleza y la salud de la vida en la tender la presencia de elementos naturaleza, como en la pintura enfermizos en la vida que considel periodo Biedermeier, sino, deramos habitualmente como como lo representó el preexpre- sana. En cada uno de nosotros sionista Anton Romako en su Jo- está presente la gradación saludvencita cogiendo flores , la vida enfermedad, más o menos sanos, apareciendo cercada en una tela especialmente por lo que conde araña: las flores que la niña cierne a lo psíquico. corta y que recoge en su cestillo Ahora bien, lo psíquico se parecen vivas, pero están ya manifiesta a través de lo físico. muertas. La niña se empina pre- ¿Está el propio artista psíquicaparándose para su operación ase- mente sano? Los pintores expresina, pero su cadavérico rostro sionistas gustaron de acentuar su delata también que se halla en lado enfermizo. De tal forma el camino hacia la muerte. que aquellos que se atribuían el Pero, además, la aproxima- don de la videncia y la misión de ción que estamos señalando en- iluminar a sus conciudadanos se tre arte y medicina puede ser autoproclamaban como psíquicomprendida dentro de una re- camente enfermos. De forma lativización muy vienesa de los ejemplar resulta patente en un extremos convencionales. Dicho autorretrato de 1916 de Kolomann Moses. La amplia frente, la intensidad de la mirada, el enarcamiento de las cejas sepa6 Steiner, Reinhard: op. cit, pág. 50. rándose de los ojos de mirada 7 Steiner, Reinhard: op. cit, pág. 48. concentrada y penetrante, la ten8 Kandinsky, W: De lo espiritual en el sión de los músculos de las mejiarte, pág. 71. Labor, Barcelona, 1981.
llas y los labios apretados nos transmiten la imagen de un vidente. Pero el vidente no está del todo en sus cabales. Lo mismo puede decirse de los médicos. El doctor Graff, que autorizó a Schiele a dibujar y pintar en el hospital, no parece del todo de fiar desde un punto de vista psíquico. Una vez visto uno de los retratos que de él hizo Schiele serían comprensibles los recelos que pudieran sentirse antes de ponerse en sus manos en la mesa de operaciones. La representación pictórica de la enfermedad
¿Y cómo representar pictóricamente la enfermedad mental, especialmente la psíquica? En lo posible, intentando realizar una pintura isomórfica con la demencia. Es decir, una pintura que de un lado refleje los rasgos fisiológicos característicos de la enfermedad. De otro, que ella misma sea anticonvencional. Ejemplo de ello son tanto las declaraciones como las pinturas de Kokoschka. Éste, en 1909 y 1910, realiza numerosos retratos de personajes afectados por enfermedades mentales y afirma que quería “hacer un retrato que estuviera loco de los nervios”9. Por supuesto, se desdeña el detalle y la meticulosidad en la representación, puesto que sólo se quieren señalar los rasgos más generales. La impresión de inestabilidad psíquica en el retrato de Janikowski se logra gracias a la confluencia de un fondo agitado y turbulento junto con un tratamiento del rostro del enfermo, a base de brochazos rápidos y nerviosos en diferentes direcciones, y a un variado colorido. Los perfiles del rostro y de las orejas están deformados, una sombra sobre el pelo hace difícil distinguir dónde acaba la cabeza. La boca se entreabre dejando ver una dentadura desigual. Unos trazos aplicados sobre los labios evocan un bigote inexistente que como
9 Viena, 1900, pág. 102. Ediciones del Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 1993.
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RAFAEL GARCÍA ALONSO
los ojos alargados y las orejas puntiagudas parecen aludir a un ser infernal. ¿Cómo representar la enfermedad en el caso de su mecenas el arquitecto A. Loos, que padecía sordera y cuya obra había suscitado graves polémicas en Viena? Mediante la deformación: supresión de todo detalle en el fondo del lienzo que se hace turbulento y que aparece atravesado por rasgos azulados. Sustitución de la mirada directa y decidida con que Loos aparece en una fotografía de la misma época por una mirada perdida y ensimismada. Brochazos irregulares junto al antebrazo derecho que transmiten energía; manos agrandadas que parecen salirse del cuadro hacia el espectador; mejillas cuya palidez contrasta con los ojos ojerosos más oscuros; pelo largo, despeinado y electrificado. Acorde, pues, con la citada frase de Charcot, sobre el cuerpo del enfermo se transparentan signos de su enfermedad. El isomorfismo al que nos referimos fue también practicado en la misma época por Klimt. La pintura podía reflejar la incoherencia comportamental que a menudo transparenta la enfermedad psíquica. En los dos retratos que Klimt realizó de una dama de la alta sociedad, Adele Bloch-Bauer, encontramos ejemplo de ello. Una mirada superficial puede creer que se trata de un retrato que pretende ensalzar al modelo reflejándolo de forma armoniosa. Sin embargo, si nos fijamos más puede advertirse como rostro y manos no están en sintonía. El rostro está calmado, las manos en disimulada tensión. Esto resulta aún más patente en el retrato que en 1912 Klimt realizó de la misma mujer. La simetría de la composición transmite estabilidad. Las manos la desmienten. Isomorfismo entre la pintura y la enfermedad. Egon Schiele usó tres bancos de pruebas en los que podía advertirse la oscilación de la salud a la enfermedad. Su inquietante mezcla. En primer lugar, como hemos avanNº97
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da acentuada por el rostro de muñeco que se extraña por el comportamiento de su propia fisiología. En este sentido, cabe añadir que este Predicador ilustra la perplejidad que Lou AndreasSalomé constataba en un texto de 1912: “Ocurre que entendemos por ‘corporal’ simplemente aquello a lo que no podemos acceder psíquicamente, aquello que no sentimos, sin más, como idéntico a nuestro ser, y que, en consecuencia, situamos a distancia, es decir, diferenciado de lo psíquico”10.
sentación, hagamos alusión a otra forma de consideración relativista y gradual de la realidad. Se trata de la gradación entre lo sano y lo enfermo, lo humano y lo inhumano, que son constatables en el tratamiento que Schiele hace de los árboles. Éstos son muy a menudo antropomorfizados. Desnudos, solos, agitados por el viento, frágiles y helados. Resistiendo débilmente. ■
El sujeto-marioneta de Schiele observa su propio cuerpo como si le fuera extraño. Su propio cuerpo le sorprende y le humilla. La tercera y preferida técnica de Schiele fue una continua y obsezado, fue a hospitales y se sirvió siva duplicación de sí mismo ande los allí ingresados como mo- te el espejo. Dispuesto a captar y delos. En un desnudo de 1947, transmitir los aspectos más priuna mujer sólo vestida con unas vados de su personalidad, y muy medias negras –prenda caracte- en especial la agresividad y la serística de la vestimenta erótico- xualidad que según Freud toda pornográfica de la época– se ha- colectividad tiende a limitar limitar.. Así, lla tumbada con mirada pasiva y de un lado muestra su agresiviausente. La invitación a la se- dad en un autorretrato radical de xualidad con la que se nos abre 1910 en el que el cuerpo se indiagonalmente diagonalmen te puede verse ame- clina hacia atrás, la cabeza se adenazada por las enfermedades ve- lanta, las cejas se enarcan, las línéreas que sembraban el temor neas que contornean el cuerpo entre quienes trataban con pros- son aristadas e irregulares y los titutas. En sentido similar, en ojos y las tetillas igualados por el una Niña desnuda, de 1910, color se predisponen al combate, puede verse la gradación entre la mientras el cabello se halla en inocencia y la lascivia, la niñez y movimiento como si todo el la edad adulta, la vida y la muer- cuerpo se hallara suspendido en te representada en una mano de- el aire dispuesto a descargar un recha huesuda y desproporcio- golpe con los brazos. En cuanto a nada. la sexualidad, en una ocasión En segundo lugar, Schiele se Schiele se autorretrata mirándose sirvió de marionetas con las que asombrado al constatar la sinécgustaba ejercitarse. La gradación doque en la que su cuerpo se ha era ahora la existente entre lo convertido en pene. De esta forinerte y lo vivo, los muñecos y ma, a través de este tratamiento los seres humanos. De nuevo al- especular especular,, Schiele hace añicos togo inquietante: marionetas de da identidad autosatisfecha y esrasgos humanos y humanos con table. Lo cual es aún más patenrasgos de marionetas. Así puede te, limitémonos a aludirlo, en el apreciarse en un Autorretrato con tratamiento schieliano del doel codo derecho levantado o en un ble 11. Para finalizar nuestra pre Autorretrato Autorretr ato con camisa a cuadros . O con mayor dramatismo la rígida solidez de las marionetas sir10 Andreas-Salomé, Lou: Aprendiendo ve en Predicador para reflejar un con Freud, pág. 44. Laertes, Barcelona, psiquismo atormentado. El pa- 1977. 11 se puede consultar mi Rafael García Alonso es profesor ralelismo entre el cuello humi- artículo Al“Elrespecto sujeto en la Viena de fin de siSociología del Arte y de la Literatullado y el brazo y la mano que glo”. Cuadernos Hispanoamericanos. Nú- de ra. Autor de El náufrago ilusionado. La sustituyen a un pene erecto que- mero 526. Abril de 1994. 79
O B J E C I O N E S
Y
C O M E N T A R I O S
¡NO A LOS ACCIDENTES! JUAN ANTONIO RIVERA
Estimado profesor Salvador Giner: Puesto que tiene a bien calificar de “epístola censoria” el artículo que apareció en el número 92, de CLAVES DE R AZÓN PR Á CTICA en respuesta al suyo (Las razones del republicanismo. CLAVES DE R AZÓN PR Á CTICA , número 81), he preferido que esta contestación a lo que usted dice en
Leyendo su réplica y el artículo de Andrés de Francisco, Republicanismo y modernidad, que aparece en el mismo número de la revista, me vino a las mientes esa pegatina que muchas veces he visto en la luneta trasera de algunos coches: “¡No a los accidentes!”. Siempre pienso las mismas dos cosas cuando me tropiezo con esa pegatina: “¿Es que acaso ¡De hinojos, altivos liberales! alguien ha defendido alguna vez (CLAVES DE R AZÓN PR Á CTICA , la posición contraria, `¡Sí a los acnúmero 95) tome la forma ex- cidentes!”; lo segundo que pienso plícita de una epístola. es: “¡Qué invocación más vacía! Debo decirle que no compar- Lo interesante es que alguien nos to en absoluto sus evidentes pri- explique cómo se consigue poner sas en dar por zanjada nuestra coto a los accidentes”. Andrés de pequeña disputa y que, muy al Francisco y usted mismo, estimacontrario, le escribo para solici- do profesor, recitan una vez más tarle algunas aclaraciones adicio- el viejo mantra republicano: “Virnales a lo que me cuenta. Se tudes cívicas, democracia delibelamenta de ciertas malas inter- rativa, mayor participación ciupretaciones que yo hice en mi ar- dadana en los asuntos públicos”. tículo sobre sus palabras, pero Pero nos dejan completamente a compruebo, al leer el suyo, que oscuras sobre cómo se logra todo no tengo la exclusiva en materia esto. Parece que sencillamente se de malentendidos. Me ocuparé enjuaguen la boca con la espesa sólo de uno de los que usted co- melaza de esas formidables palamete, porque sé que resulta te- bras, hagan unos cuantos gargadioso hasta la extenuación de- rismos retóricos y luego se trasenredar las pesadas madejas de guen tan nutritivo engrudo en las confusiones interpretativas: provecho propio. Como no nací cuando hablaba del humanismo ayer a las cuatro de la tarde, estoy cívico en ¡Salud, virtuosos repu- enterado de que los voluntaristas blicanos! estaba sencillamente de- que “defienden” (es un decir) esas sarrollando la distinción que em- edificantes consignas caen simpáprende John Rawls entre dos es- ticos a los demás y, lo que es aún pecies de republicanismo. No más esclarecedor en la presente pretendía atribuirle a usted esa historia, se caen simpáticos a sí posición y, ciertamente, me ha mismos. asombrado que se sintiera aludiCreo que mi debilidad por el liberalismo (no exenta de matices do por mis palabras sobre los humanistas cívicos y sobre su estre- distanciadores, importantes al cha y monocorde concepción de menos para mí) procede en buelo que es vivir bien. Por mi parte, na medida de que los liberales no puedo asegurarle que no me re- condescienden con tan sospeconozco en absoluto en la carica- chosa presteza a esas facilonerías tura del liberal que usted incluye verbales que, en el fondo, a nada en su contestación y, por tanto, comprometen. Cualquier liberal no diré más sobre este particular. encontraría estupendo, no le 80
quepa duda de ello, que cundieran más la democracia deliberativa (con un oportuno sistema de foros antimayoritarios, se sobreentiende), las virtudes cívicas y una más amplia participación ciudadana en la arena política... si tales metas fueran factibles. Del mismo modo que nadie dice sí a los accidentes, nadie dice no a cosas como éstas. Pero ustedes, los republicanos, se limitan también a hacer propaganda con esas pegatinas políticas bien pensantes y…, y nada más. Dejan sin aclarar cómo se llega a la realización de tan estupendos ideales y hasta dan la impresión de que se les escapa la cuestión de si son viables en el mundo en que estamos instalados (el neorrepublicanismo de Philip Pettit apenas se puede decir que aborde estas dificultades). Parecen contentarse con haber sido capaces de proclamar tan elevados fines, con el efecto sursum corda que momentáneamente provocan y con la autogratificación moral que, con toda seguridad, a ustedes mismos les suministra. Si simpatizo con los liberales es porque parecen más conscientes que las demás familias intelectuales de que hay que tener los pies en la tierra, no ponerse a levitar bajo el efecto narcótico de las grandes palabras, y también por preguntarse inmediatamente dos cosas ante cualquier propuesta: “¿Es eso factible?”. “Y, caso de serlo, ¿traerá más problemas su realización que los que trataba de resolver?”. Confieso que esta sobriedad intelectual, este “no dejarse ir”, este no poner los ojos en blanco ante lo sublime moral (por el simple hecho de serlo), me hace sentir una afinidad, ya no sólo ética, sino también estética con los liberales.
De hecho, mi “epístola censoria”, reducida al hueso, se lamentaba de la vacuidad retórica de las proclamas republicanas y en ella expresaba mi escepticismo ante su viabilidad en nuestro mundo presente. Por eso le ruego que, en vez de infligirme de nuevo su letanía de buenos propósitos para el conjunto de la sociedad (buenos propósitos que, ¡faltaría más!, doy por sentados en usted), no se ande por las ramas y venga a cuentas conmigo: ¿de qué manera se puede poner en marcha una búsqueda deliberativa del bien común en que participen la mayoría de los ciudadanos, sacando a concurso sus mejores virtudes cívicas, y todo ello en el seno de las sociedades masificadas en que vivimos? Las poblaciones de cazadores-recolectores, como los kung! san del desierto del Kalahari o los hadza de Tanzania, solventan los asuntos de interés general en torno a una fogata porque su número se lo permite. Los demócratas atenienses contemporáneos de Sócrates tenían la colina Pnyx en la que reunirse. Dígame, por favor, ¿cuál es el equivalente hoy de la fogata nocturna o de la colina Pnyx? ¿Cómo hacer que millones de personas, con muy distintas predilecciones y formas de vida, y alejados cientos de kilómetros entre sí, se “reúnan” para decidir, después de deliberación, qué es lo que resulta de interés común? ¿Es el ciberespacio la respuesta? ¿Tiene en absoluto sentido hoy un planteamiento como éste? Atentamente suyo, J. A. R.
Juan Antonio Rivera
CLAVES
es catedráti-
DE RAZÓN PRÁCTICA Nº97 ■
C A S A
D E
C I T A S
JOHN STUART MILL ‘Sobre la libertad’
John Stuart Mill (1806-1873) publica el ensayo Sobre la libertad (On Liberty) en el año 1859, después de haberlo redactado en colaboración con su esposa Harriet, con quien dialogó y debatió hasta el mínimo detalle de su contenido y de su composición. El resultado final nos brinda un portento de penetración, concisión y precisión de ideas sobre asuntos capitales para el ser humano como son el poder y la influencia que en la sociedad ejercen las mayorías, las masas, la opinión pública y las creencias de la comunidad sobre la libertad soberana del individuo. Pocos libros como éste han tenido tanta repercusión en el pensamiento moral, social y político de nuestro tiempo, y continúan siendo tan actuales y necesarios. Si la liEl objeto de este ensayo no es el llamado libre albedrío, sino la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y los límites del poder que puede ejercer legítimamente la sociedad sobre el individuo, cuestión que rara vez ha sido planteada y casi nunca ha sido discutida en términos generales, pero que influye profundamente en las controversias prácticas del siglo por su presencia latente, y que, según todas las probabilidades, muy pronto se hará reconocer como la cuestión vital del porvenir. ■
bertad se abre al ser humano como el gran horizonte de apertura al mundo y a la vida, Mill propugna en sus páginas la exigencia de una libertad completa y plena que ofrezca las máximas posibilidades de realización. En ellas florecen sentencias célebres y fragmentos de un vigor intelectual memorables, en la línea de defensa de una libertad que no por frágil, y siempre amenazada, se torna menesterosa sino estimulante, inmensamente vital. Recorrer el libro de Mill, por entero o en la selección que aquí se ofrece de algunos de sus momentos más notorios, constituye una invitación a dejarse ilusionar de nuevo por el efecto de esa vitalidad.
originales y a obligar a todos los caracteres a moldearse sobre el suyo propio.
Allí donde el sentimiento de la mayoría es sincero e intenso se encuentra poco abatida su pretensión a ser obedecido. ■
Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano.
Por consiguiente, la limitación del poder de gobierno sobre los individuos no pierde nada de su importancia aun cuando los titulares del Poder sean regularmente responsables hacia la comunidad, es decir, hacia el partido más fuerte de la comunidad.
Por esto no basta la protección contra la tiranía del magistrado. Se necesita también protección contra la tiranía de la opinión y sentimiento prevalecientes; contra la tendencia de la sociedad a imponer, por medios distintos de las penas civiles, sus propias ideas y prácticas como reglas de conducta a aquellos que disientan de ellas; a ahogar el desenvolvimiento y, si posible fuera, a impedir la formación de individualidades
Considero la utilidad como la suprema apelación en las cuestiones éticas; pero la utilidad, en su más amplio sentido, fundada en los intereses permanentes del hombre como un ser progresivo
La humanidad sale más gananciosa consintiendo a cada cual vivir a su manera que obligándole a vivir a la manera de los demás. ■
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Nº97
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CLAVES
DE RAZÓN PRÁCTICA
Si toda la humanidad, menos una persona, fuera de una misma opinión, y esta persona fuera de opinión contraria, la humanidad sería tan injusta impidiendo que hablase como ella misma lo sería si, teniendo poder bastante, impidiera que hablara la humanidad. ■
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Selección de Fernando Rodríguez Genovés
Permítasenos suponer que el Gobierno está enteramente identificado con el pueblo y que jamás intenta ejercer ningún poder de coacción a no ser de acuerdo con lo que él considera q ue es opinión de éste. Pues yo niego el derecho del pueblo a ejercer tal coacción, sea por sí mismo, sea por su Gobierno.
Nunca podemos estar seguros de que la opinión que tratamos de ahogar sea falsa, y si lo estuviéramos, el ahogarla sería también un mal. ■
Existe la más grande diferencia entre presumir que una opinión es verdadera, porque oportunamente no ha sido refutada, y suponer que es verdadera a fin de no permitir su refutación. ■
El hombre es capaz de rectificar sus equivocaciones por medio de la discusión y la experiencia. ■
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Si los hombres más sabios, los más capacitados para confiar en su propio juicio, encuentran necesario justificar su confianza, no es mucho pedir que se exija la misma justificación a esa colección mixta de algunos pocos discretos y muchos tontos que se llama el público. ■
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