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RELECTURAS
Claves hermenéuticas para la comprensión de textos filosóficos María José Rossi Adrián Bertorello compiladores Gastón Beraldi Lucas Bidon-Chanal Nicolás Fernández Muriano Alejandra González Sabrina González Alberto Merlo Marcelo Muñiz autores
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Eudeba Universidad de Buenos Aires Primera edición: noviembre de 2012
© 2012 Editorial Universitaria de Buenos Aires Sociedad de Economía Mixta Av. Rivadavia 1571/73 (1033) Ciudad de Buenos Aires Tel.: 4383-8025 / Fax: 4383-2202 www.eudeba.com.ar Diseño de tapa: Troopers Corrección y composición general: Eudeba Impreso en Argentina. Hecho el depósito que establece la ley 11.723
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su almacenamiento en un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, electrónico, mecánico, fotocopia u otros métodos, sin el permiso previo del editor.
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Índice
Presentación, por María José Rossi........................................................................ 9 I. Platón, entre lo visible y lo pensable............................................................... 9 1.1. Introducción, por Nicolás Fernández Muriano 1.2. Selección de textos anotada por N.F.M.
II. Metafísica, ética y política en Aristóteles...................................................... 9 2.1. Introducción a la Metafísica, por Adrián Bertorello 2.2. Selección de textos anotada por Alberto Merlo 2.3. Introducción a Ética Nicomáquea, por Gastón Beraldi.......................................... 19 2.4. Selección de textos anotada por G.B. 2.5. Introducción a la Política, por María José Rossi..................................................... 19 2.6. Selección de textos anotada por M.J.R.
III. Memoria, identidad y persona en Agustín de Hipona...................................... 9 3.1. Introducción a las Confesiones, por Alejandra González 3.2. Selección de textos anotada por A.G.
IV. Descartes o el sueño de la razón.................................................................... 9 4.1. Introducción al Discurso del método y a las Meditaciones metafísicas, por Lucas Bidon-Chanal. 4.2. Selección y traducción de textos anotada por L.B.C.
V. El microscopio de Hume y el recurso a la imaginación.................................... 9 5.1. Introducción a Investigación sobre el conocimiento humano, por Gastón Beraldi y María José Rossi 5.2. Selección y traducción de textos anotada por G.B. y M.J.R.
VI. El tribunal de la razón y la filosofía de la historia en Immanuel Kant....................................................................................... 9 6.1. Introducción a la Crítica de la razón pura, por María José Rossi
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6.2. Selección de textos anotada por M.J.R. 6.3. Acerca de la Crítica del juicio, por Lucas Bidon-Chanal....................................... 19 6.4. La ética: Crítica de la razón práctica, por Alejandra González............................. 19 6.5. Selección de textos anotada por A.G. 6.6. La filosofía de la historia, por Sabrina González.................................................... 19 6.7. Selección de textos anotada por S.G.
VII. Lógica, fenomenología y política en G. W. Hegel. ....................................... 9 7.1. Introducción, por María José Rossi y Marcelo Muñiz
VIII. Lenguaje, historia y ficción en Friedrich Nietzsche.................................... 9 8.1. Introducción a Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, por María José Rossi 8.2. Selección de textos anotada por M.J.R. 8.3. Introducción a “Cómo el ‘mundo verdadero’ acabó convirtiéndose en una fábula”, por Gastón Beraldi.................................................................................................. 19 8.4. Selección de textos anotada por G.B.
IX. La diferencia ontológica y el problema del mundo en Martin Heidegger. .. 9 9.1. Introducción: las tradiciones filosóficas del pensamiento heideggeriano, por Adrián Bertorello 9.2. Selección y traducción de textos anotada por A.B.
Acerca de los autores........................................................................................... 9
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Presentación
A veces creo que los buenos lectores son cisnes aún más singulares y tenebrosos que los buenos autores J. L. Borges, en Historia universal de la infamia La Historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura Paul Valéry, citado por J. L. Borges en “La flor de Coleridge”
Lecturas, reescrituras La preocupación acerca de lo que implica leer y comprender textos ha acaparado la atención de los filósofos de manera desigual. Aun cediendo a los riesgos que toda simplificación propone, bastan unos breves trazos para recapitularla, no sin antes aclarar que esa preocupación es la nuestra, desde el principio. No siempre fue así. En efecto, mientras un halo de sospecha los pone en guardia contra toda escritura -veneno que aturde, cripta del alma, rastro que no responde-, los filósofos clásicos atienden a lo que se dice, o a los textos en que se sedimenta lo que se dice. Es que si la grafía tiene algún valor, lo es tan sólo como registro de la oralidad, como captación de una phoné que rehúsa fijarse de una vez: la letra escrita permanece obstinadamente muda y se revela incapaz de contestar. Por eso no hay cuestión que Platón no someta a revisión en el diálogo, mientras que Aristóteles recomienda atender a lo que dictaminan los sabios, cuando no a la opinión del vulgo, de sus conciudadanos. El verdadero logos es aquel que se expresa en la voz. La suspicacia de que es objeto la inscripción resulta equivalente a la que despiertan las sepulturas, a las que va a morir lo que antes era vivo. Y es que, en momentos en que la filosofía encuentra su lugar en la comunidad (en la polis), su índole propia es la discusión, el diálogo inter pares, lo que dicen los que saben o la gente común. La letra escrita encuentra su espacio propio y su legitimidad cuando la Voz no puede hacerse presente sino encarnando. El momento medieval sanciona por primera vez la precedencia de la escritura cuando ella es santa. De ahí en más, interpretar, comprender y transmitir textos se van a convertir en tareas capitales para la filosofía. El cuidado y la devoción hacia las marcas escritas no han conocido tiempos mejores. El mundo entero se convierte en libro, en el libro compuesto por quien busca ser descifrado por sus huellas. Transustanciada en texto litúrgico inmemorial,
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la historia es una con la literatura. De lo que se trata, entonces, es de encontrar los signos que permitan develar el designio del Gran Escritor, diseminado tanto en las escrituras como en los fenómenos climáticos, en las enfermedades que atormentan, en el diseño de las criaturas naturales. En adelante sólo cabe esperar que todas las voces (con minúscula) se hagan letra lanzando a futuro el desafío de su desciframiento. Así, una vez que el tiempo ha hecho su tarea y distanciado a los hombres entre sí (que ya no pueden comunicar a viva voz sus pensamientos), cuando ya toda una tradición ha emplazado su suelo y dispuesto el territorio del pensamiento, es que los textos adoptan la dimensión que hoy les damos: ser portadores de lo que, de otra manera, no estaría disponible, pues se hubiese perdido sin dejar testamento. De ahora en más, son los textos la memoria de los hombres, el depósito de su experiencia y de su sabiduría. En un principio, poco importa si constituyen un canon, si son obra o llevan una firma. Con ellos se disiente, se acuerda, se entablan contiendas o se tejen sutiles armonías, más allá de dudosas fidelidades. Los modernos son de los primeros en asumir este desparpajo: Descartes se refiere a Aristóteles casi sin nombrarlo, y Kant titubea cuando se trata de decidir si Tales es el autor del triángulo isósceles. Ello poco importa. Lo que importa, en realidad, no es la rectitud de la letra, la fidelidad o el rigor con que se invoque a otros; lo que interesa es desembarazarse de lo que perturba la promesa de un nuevo comienzo, es empezar de nuevo, es liberar la filosofía de sus propios escombros. A los filósofos de la modernidad no los va a caracterizar un especial esmero exegético en su encuentro con la tradición filosófica. Causa estupor a un lector contemporáneo la ligereza con la que algunos modernos leen a otros filósofos, y si muchas de sus omisiones nos resultan hoy llamativas por su falta de reparos, es que se toma lo que se quiere, lo que resulta necesario. La filosofía está naciendo de nuevo no como construcción comunitaria sino como empresa personal. De ahí la tendencia a la introspección, la meditación o, a lo sumo, al intercambio epistolar, en detrimento del esmero que “se fija” en lo ya dicho o escrito por otros. Sólo el momento medieval y el contemporáneo (con sus abismales, irreductibles, diferencias) parecen dar trato preferencial al texto escrito por sí mismo, al documento escriturario, a los modos en que debe entenderse la letra y penetrar el sentido de lo que otros dicen a través de sus huellas. Esa preocupación, que desde el siglo XX parece insoslayable, nos tienta a afirmar que aquello de lo que se ocupan hoy de manera casi prioritaria los filósofos es de la lectura, interpretación, comprensión y reescritura de textos de otros filósofos. Apenas resulta concebible hablar de metafísica, política, arte o religión sin un anclaje en los textos. Mediado por la escritura, por la realidad ineludible del significante, cualquier asunto es reacio a su aprehensión si no pasa por la materialidad de lo escrito. Es el avasallamiento de la insobornable textura con que se presenta el mundo en sus variables dimensiones -inmune a los intentos de presentarlo desnudo o en crudo, gracias al escamoteo de toda entrega “en sí” de lo real- que nos hayamos convencido de la imposibilidad de ir más allá de los textos. Lo que nos ocupa es la lectura. Cómo leer, reescribir, interpretar y comprender lo que otros dicen a través de sus textos. Éstos son, en sí mismos, problemas: ¿qué significa leer? ¿Cómo interpretar? ¿Qué es comprender? ¿A qué llamamos texto? Difícil responder sin entregarnos a la tarea, sin hacer la experiencia de la lectura. El resultado, no obstante, es un saber de esa experiencia, una reflexión acerca de lo que significa leer e interpretar: a eso llamamos, entre otras cosas, hermenéutica. Un metadiscurso reflexivo acerca de lo que es la interpretación y la comprensión de textos. 10
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Pero hermenéutica es también situarse en el interior de un texto y apuntar en una dirección abierta por él. Hacer una lectura es recorrer un determinado itinerario dentro de varios posibles. Eso lleva implícita una concepción de texto: así como en una comunidad lingüística hay lenguajes institucionalizados y lenguajes y dialectos no institucionalizados -en una heterogeneidad que alberga conflicto y tensión-, también en el interior de un texto hay superposición de discursos, decursos de pensamiento y prácticas de relectura. De ese modo, todo texto es heterofónico: distintas voces lo habitan, se superponen o encabalgan en capas de sentido; mientras algunas permanecen apenas silenciadas (no sin prestarse, con cierta voluntad, a ser audibles), otras, en cambio, logran, por obra de las llamadas interpretaciones oficiales, imponer sus derechos y prerrogativas. La conflictividad comunitaria se articula en los lenguajes y se precipita en los textos, sin que uno sea reflejo o condición del otro: conflicto y textualidad se imbrican y se activan mutuamente, quedando el silencio como único resquicio. Por lo tanto hay también, en las formas de apropiación, de disposición y difusión de esos monumentos escriturarios, en el modo en que se reproducen o se censuran, una política de la interpretación y de la lectura. En el combate de las interpretaciones lo que está en juego es la producción de sentido, su domesticación o su liberación, la creación de nuevos imaginarios o el sometimiento a la letra; el culto que inmortaliza o la práctica que interviene para subvertir.
Política de la interpretación de textos Concebido como una trama discursiva compleja, “texto” se ha convertido hoy en una categoría esencial. Desde Barthes ya no se confunde con la noción de “obra”: objeto concreto, finito, acabado, que ocupa su lugar en la biblioteca. El texto remite en cambio a tejido, a entrelazamiento de hilos y a superposición de tramas, de nudos: todo tejido es una combinación de texturas, algunas más simples, otras más complejas, que se presta a su utilización, al recorrido de sus posibilidades. En ese sentido resulta ser una producción, no una entidad fija sino un artefacto procesual en el que se hallan códigos, fórmulas, usos retóricos, multiplicidad de voces, otros textos que se entrelazan. La expresiones “polifonía” y “heteroglosía” (Bajtin, Todorov) vienen al caso: no sólo hay en un texto superposición de discursos, enunciados que se estratifican o se entreveran, sino que esos mismos discursos remiten a otros, se difieren en otros enunciados o reproducen discursos o enunciados ajenos. Todas ellas son posibilidades latentes que permanecerían clausuradas si no fuesen liberadas por obra de la lectura. De ahí que un texto no está compuesto del todo sino en la medida en que se lee. Ello nos lleva irremisiblemente a otras figuras, tratadas por la semiótica contemporánea: la de autor y lector. Pues así como cabe poner en entredicho la categoría de obra, también cabe cuestionar la de autor y la de lector. Si el texto es una producción, un juego de múltiples entradas, el espacio de una intervención plural, el autor deja de ser ese sujeto soberano que puede controlar la producción de sentido y someter al lector a un consumo pasivo del producto, o al intérprete a la exhumación del sentido oculto, a la mera codificación inteligible de los significados. Por el contrario, dado que nunca resultan iguales la mirada y los recorridos, el punto de vista y la disposición, el lector reescribe cada vez el texto que lee; no está llamado a ubicarse en el lugar predispuesto por el enunciador, sino 11
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que lo desplaza o lo trastrueca. Por más que los textos obtengan con la escritura la garantía de su estabilidad (parecen “estar ahí”, al amparo de su posible utilización arbitraria), lo cierto es que nunca leemos igual. Ninguna lectura es igual a otra, y si hay lecturas pueriles y otras memorables es que esos recorridos vienen posibilitados por la polifonía que los habita. El lector es un transeúnte, un viajero que se desplaza en el tiempo (que es tiempo), por ello todo acto de decodificación es siempre actualizante. El texto es, por tanto, inconcebible sin la lectura, usualmente concebida como subordinada, secundaria, tenazmente dependiente del “original”, ella es la que lo despliega, lo abre, lo emplaza. Ya no resulta posible pretender una lectura desprejuiciada, pues se halla irremediablemente contaminada por las precedentes. (¿Cómo leer, por ejemplo, el mito de Edipo prescindiendo del ojo epistémico de Freud? ¿Cómo abordar a Tomás de Aquino o a Marx sin las doctrinas que los institucionalizaron en iglesias o partidos?) Las lecturas y sus prejuicios -prejuicios que ellas han echado a rodar con tal eficacia que pueblan nuestro imaginario aun cuando no hayamos pasado jamás por ciertas páginas- han hecho canónicos a los textos. Los clásicos no serían tales si al tiempo que resisten todas las intervenciones no las contuvieran, las presupusieran y no estuvieran en deuda con ellas: en definitiva, les deben su propio estatus. Pero también nos desafían a proponer otras estrategias de interpretación, a deconstruir los regímenes de verdad que han estabilizado las interpretaciones y servido para domesticar la práctica de la lectura.
Acerca de este texto Pensado originariamente para el estudiante que se inicia en el aprendizaje de la filosofía, este libro, inevitablemente compuesto como una polifonía, condensa toda una experiencia de lectura cuya tarea es también componer a su destinatario: todo lector/escritor que desee seguir interpretando/leyendo el pensamiento filosófico a través de sus textos. Si bien su canon está constituido por fuentes de “primera mano” o “fuentes primarias” (los documentos elaborados por los propios filósofos), también están las lecturas y las relecturas, las de “segunda mano” y las propias. Como se ve, recurrimos al vocabulario habitual, pero para recusarlo, o al menos asumirlo críticamente. Pues aludir a fuentes “primarias” y “secundarias” también es parte de la política de la interpretación: la que sanciona qué es central y qué secundario, que es “original” y qué “derivado”. Academias y liceos han nacido con ese propósito, y en eso se fundan las instituciones hoy en día. A sabiendas de su funcionalidad (difícilmente claudicable) en el ámbito educativo, admitimos la relevancia irrebatible de esas fuentes, pero también la pluralidad y legitimidad de las relecturas: ninguna de ellas pretende para nosotros ser la única. Todas se prestan a la polémica, forman parte de la guerra de las interpretaciones. Adoptar una perspectiva crítica en la universidad no es tarea sencilla y presupone un doble movimiento: es reconocerla en su papel institucional para desacomodarla, para dislocar los puntos de vista desde los cuales el discurso amo se instituye como único y necesario. Ello significa que al interior de los “autores” que consagra, de los libros que hace circular, de los manuales que propone y de los programas que debe hacer cumplir, otras lecturas son posibles. Educar siempre fue un arma de doble filo.
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Presentación
De ahí que este libro sea un libro abierto, en el doble sentido de la palabra: abierto a otras intervenciones, a desacuerdos, a disensos; abierto como instrumento concreto de trabajo en las aulas. No es un dato menor que los que lo concibieron y trabajaron en él sean profesores que desarrollan su actividad docente en el ámbito universitario;1 esto quiere decir que dedican buena parte de su tiempo a una tarea habitualmente subvaluada: enseñar, comprometerse con la formación de sí mismos y de otros, contribuir al trazado de un espacio común en el que se piensa, se dialoga, se discute y se disiente. Pero este libro es también resultado de un trabajo en equipo que ha logrado lo que no siempre se consigue por la índole misma de la actividad docente, fundada en la asimetría y en el individualismo propio de la profesión: el intercambio entre pares, que instaura la equidad y ubica la polemicidad en el ámbito de la comunidad de iguales. A ese respecto, el incentivo a la investigación promovido por las universidades nacionales ha conseguido que las casas de estudio retomaran aquello que corresponde a su más genuina vocación: no ser simples reproductoras y custodias del saber de la tradición (y en algunos casos, simples dispensadoras de títulos universitarios), sino ser productoras de conocimiento. En respuesta a esa oportunidad, hemos conformado hace más de cinco años un grupo de investigación dedicado a las cuestiones que atañen a la lectura y la interpretación como un modo de reflexionar acerca de nuestro trabajo específico. El proyecto, intitulado “Hermenéutica de textos para la enseñanza de la filosofía y la investigación en ciencias humanas y sociales”, inscripto en el régimen de proyectos acreditados y financiados por la Secretaría de Ciencia y Técnica de la Universidad de Buenos Aires (UBACyT), se inició en 2008 y se centró desde un principio tanto en la teoría hermenéutica como en el material que es de uso común en las distintas cátedras en las que nos desempeñamos. El presente texto reúne así los resultados de la experiencia docente al frente de cursos, con la reflexión y el análisis acerca de lo que implica enseñar filosofía en diferentes medios y contextos, tanto en los primeros años de las carreras como en aquellos que coronan el período de formación de un estudiante. No siempre los docentes tenemos la oportunidad de hacer explícitos los dispositivos y estrategias que componen nuestra tarea, ni de plasmar lo que suele ser un trabajo silencioso y paciente, sin estridencias. El resultado desaparece, por así decir, en el acto de enseñar, sin otras huellas que las que se acumulan lentamente en los años de aprendizaje de los estudiantes. Aprendizaje que es el de ellos/ellas y es el nuestro también. El estudio de distintas teorías, métodos y puntos de vista pacientemente desarrollados por las diferentes hermenéuticas de todos los tiempos, llevado a cabo en la primera etapa de nuestra investigación, nos ha aportado las herramientas y nos ha permitido elaborar los criterios y dispositivos hermenéuticos adoptados para el presente trabajo, y que ponemos a consideración de nuestros estudiantes y lectores. La primera elección ha recaído en las ya mencionadas “fuentes primarias”, así como en las interpretaciones -algunas ya canónicas- que las prolongan y las resignifican. Este trabajo es, a la vez, una interpretación de esas interpretaciones, una relectura de esas lecturas, nuestra manera de colaborar con el tejido interminable y con la trama de los discursos que nos constituyen y nos prestan la voz. En ello resalta la singularidad que caracteriza a cada cual, su manera peculiar de interpretar y de leer. Es por ello que, apartándose de los manuales convencionales, este libro preserva el modo de expresión elegido por quienes lo componen para 1. Nos referimos a las cátedras de Filosofía del CBC y a las asignaturas filosóficas de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.
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el desarrollo de los temas e interpretación de los textos. La producción que resulta es plural. Y en el respeto a la individualidad, al “estilo”, se reconoce el respeto al sujeto, a la subjetividad que somos. El punto de partida de nuestro trabajo son los programas de filosofía actualmente vigentes en las cátedras en las que nos desempeñamos, en los que se ofrece un recorrido por los principales momentos del pensamiento filosófico según un criterio histórico, advirtiendo con ello que la cronología es también un orden imaginario que sirve para establecer una secuencia. Muchos de esos programas tienen años de puesta a prueba en los cursos, y es sabido que, con el correr del tiempo y por obra de una economía “libidinal”, muchos atajos del pensamiento quedan sacrificados en función de otros que sedimentan. Con ello pretendemos excusarnos por la injusticia que se comete con algunos tramos de la historia filosófica occidental que no han podido encontrar su debido lugar en este compendio (como la filosofía medieval), lo mismo que otras tradiciones, como las del llamado pensamiento oriental y el pensamiento latinoamericano, conforme al difundido, aunque discutible, criterio topográfico. El corpus que ofrecemos es el esqueleto de una historia que tiene la aspiración futura de dar lugar a los “entremundos”, a decir de Bloch, es decir, a aquellos universos de pensamiento que se encuentran en las fronteras de todo pensar, que se insinúan en los resquicios o alternan entre la presencia y la ausencia. Lo aquí ausente pugna por encontrar su lugar. Por eso, este libro, como decíamos, no está cerrado ni concluido; una vez puesto el último punto es inevitable sentir que vuelve a abrirse a futuro, que exige nuevos itinerarios y nuevos mundos en que aventurarse. Sobre la base de este corpus, nuestro trabajo específico ofrece dos tipos de abordaje, que se reparten alternativamente entre la “introducción a los textos” y las “notas a pie de página”. El objetivo de cada introducción es dar un primer panorama a partir del adelanto de algunas claves temáticas, la ubicación del texto en su horizonte epocal y en el cruce de sus lecturas, la formulación de los problemas explícitos y los que el texto apenas sugiere, su vigencia y actualidad. Las notas, por su parte, quedan reservadas para aclarar pasajes conspicuos o para introducir problemas o lecturas contemporáneas que pongan de relieve matices o aspectos que merecen mayor desarrollo; su objetivo, a diferencia del anterior es, por un lado, aclarar la lectura, y por otro lado, complejizarla. Es decir que una parte del trabajo está orientada a elucidar o aclarar los contenidos semánticos presentes en los textos, en particular en aquellos pasajes de difícil comprensión. En el caso de los llamados “clásicos”, ello ha consistido en traducir a un nuevo código el régimen de los significantes a fin de hacerlo accesible al lector contemporáneo. Ése ha sido precisamente uno de los propósitos de la hermenéutica entendida como subtilitas explicandi. Pero nuestra tarea sería muy pobre si se limitase a repetir lo mismo pero de otro modo, como lo es pensar que es el profesor quien conoce el “sentido originario”, pues no haríamos con ello más que reproducir la interpretación canónica, que establece quién está autorizado a tener el control del sentido. De lo que se trata, por el contrario, es de complicar la lectura, de llevar al límite lo que aparece apenas sugerido, de resaltar lo que se dice sin querer, e incluso de formular problemas o plantear interrogantes no entrevistos por el enunciador. A este respecto, una de las claves hermenéuticas más valiosas, destacada por Gadamer, se refiere a la necesidad de encontrar, en un texto, las preguntas sobre las que iniciar un diálogo, en este caso no con el autor sino con el texto. Buen lector de Collingwood y de toda la tradición hermenéutica de la que tanto 14
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Presentación
hemos aprendido, Gadamer lo sintetiza con acierto: se comprende un texto cuando se es capaz de formular la pregunta a la que el texto responde. Por ello, una de nuestras preocupaciones ha sido mostrar la vigencia de esos problemas y su pertinencia para nosotros, lo que justifica la introducción de lectores contemporáneos de los autores clásicos. Nos ha parecido importante enfocar viejas cuestiones con la mirada de pensadores que no se atienen literalmente a lo leído, sino que construyen su propia filosofía leyendo a otros. No reproducen ni simplemente aclaran, “piensan con”. De ahí que un intérprete pueda visualizar dos clases de problemas: los que están comprendidos en lo dicho y los que se desprenden de lo dicho. Pero está claro que lo que importa para nosotros no es tanto comprender al “otro” que habla a través del texto sino al texto como otro. Como otro que nos hace pensar, nos hace gozar, nos desvía, nos interpela o nos problFinalmente, aparte de una breve indicación del período que abre y cierra toda vida humana, no nos hemos detenido especialmente en las vicisitudes que atañen particularmente a ese género literario que es la biografía, excepto en aquellas oportunidades en que pudo considerarse relevante a efectos de hacer inteligible algún pasaje. Por lo mismo, las referencias a cualquier contexto histórico no suponen para nosotros un pasaje hacia un presunto “fuera de texto” sino hacia esa otra forma de narración que llamamos “historia”. El rodeo por las circunstancias específicas que oportunamente pudieron haber incidido en un texto, o la apelación al llamado “contexto histórico de producción”, es siempre problemático. Si atentos a las premisas de la hermenéutica historicista consideramos que un texto debe su legibilidad exclusivamente al hecho de ponerlo en relación con un momento epocal, no hacemos con ello más que convertirlo en relativo. Y la relatividad, sabemos, condena a la clausura e invita a la abstención, cuando no a la indiferencia. ¿Para qué seguir preocupándonos por lo que no nos concierne? ¿Para qué seguir leyendo el Leviathan si responde a la Inglaterra del siglo XVII? ¿Qué interés puede tener ¿Qué es la Ilustración? más allá del lector ilustrado del siglo XVIII? En otras palabras: anclar un texto a su propio tiempo es en cierta manera impedir que tenga algo que decirnos a nosotros. Lo explica, pero no lo hace objeto de comprensión. Es cierto que todo filósofo dialoga con el propio tiempo y con la tradición que lo precede y lo constituye, y es cierto también que es necesario identificar a los interlocutores de ese diálogo. Pero todo pensar está, por así decir, arrojado al tiempo venidero. Es un pensar, con Nietzsche, “inactual”; un pensar que desconoce las limitaciones del propio tiempo a la vez que no rehúye sus desafíos. Por eso nos alcanza. Y es entonces que un Platón, un Aristóteles, un Agustín, un Hegel tienen -basta con prestar oídos y tener el placer de escuchar- algo para decirnos. Nos siguen dando que hablar. Basta este libro como testimonio.
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I. Platón, entre lo visible y lo pensable
Yo, Platón, soy la verdad Friedrich Nietzsche, Crepúsculo de los ídolos
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I.I Introducción Por Nicolás Fernández Muriano
La República es un diálogo escrito por Platón (427-347 a.C.) entre los años 390 y 380 a.C., aproximadamente, en el período del corpus platónico considerado de madurez. Actualmente no se discute su autenticidad, aunque algunos especialistas han objetado su carácter unitario (podría tratarse de una reunión tardía de dos o más diálogos, dicen, entre los diez libros que componen el texto). Su nombre griego es Politeia y difícilmente se pueda dar por buena la traducción habitual “República” (el proyecto platónico no es precisamente republicano) a no ser por la tradición que, a partir del De re publica de Cicerón, nos la ha heredado como el nombre propio de un acontecimiento especialmente luminoso, casi iniciático, en la historia del pensamiento occidental (también se llama Politeia el texto de Aristóteles traducido por “Política”, que tiene el mérito de la vaguedad y la resonancia etimológica.) Conrado Eggers Lan utiliza la expresión “régimen sociopolítico” como paráfrasis de “politeia” en el interior del texto, y en efecto los interlocutores de este diálogo cuantioso parecen convocados a responder, por la primera persona de Sócrates, narrador y protagonista, a la necesidad de pensar la forma más perfecta de organizar la polis, la vida en la polis. Pero ¿qué es “polis”?, ¿qué significa pensar y responder a la necesidad de pensar precisamente eso, la “polis”?, supone algunos problemas de partida.1
1.1. Espacios dislocados A veces se vuelca “polis” como “ciudad” o “ciudad-estado”, según la táctica que consiste en simplificar una dificultad hasta hacerla desaparecer. Pero ningún vocablo o conjunto de vocablos es capaz de reflejar en nuestra lengua lo que para un griego pudo significar “polis”, su polis en particular o una polis griega en general. Lo mínimo es señalar el desajuste y proponer bibliografía suplementaria, aunque luego se utilice un término sustituto por comodidad.2 De todos modos habrá que asumir una estrecha vinculación entre el pensamiento y el espacio en que nació como filosofía, de tal suerte que las primeras dos preguntas (¿qué es “polis”?, ¿qué significa pensar?) se reclaman mutuamente desde una zona gris: 1. Platón: República, Madrid, Gredos, 1986. 2. J. Vernant: Los orígenes del pensamiento griego, Buenos Aires, Paidós, 2011.
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La filosofía parece algo griego y coincide con la aportación de las ciudades: haber formado sociedades de amigos o de iguales, pero también haber instaurado entre ellas y en cada una de ellas relaciones de rivalidad, oponiendo a unos pretendientes en todos los ámbitos, en el amor, en los juegos, los tribunales, las magistraturas, la política y hasta en el pensamiento… La rivalidad de los hombres libres, un atletismo generalizado: el agon.3 ¿Qué es pensar la polis? El pensamiento griego, que es cosa de la ciudad, hace de la ciudad cosa suya. Ya en la Apología (diálogo temprano ambientado en el espacio del tribunal), Sócrates, acusado de impiedad, se diferencia de filósofos materialistas como Anaxágoras, que se ocupan del Sol y de los elementos de las cosas, en nombre de un ejercicio de la filosofía que reclama retornar sobre sí mismo y sobre los conciudadanos.4 Un pensamiento ético y político incipiente rivaliza con un pensamiento physico, cósmico, en el interior de otro duelo, jurídico, que se narra como la acusación y condena histórica de Sócrates.5 Sin embargo, la Apología de Sócrates dice algo más que una mera autodefensa en el sentido jurídico tradicional; antes bien, constituye una apelación soberana y sublime al derecho de pensar e intervenir en los modos de vivir en la polis, más allá de lo que se piense y haga de hecho y más allá de cualquier consecuencia jurídica: “Ahora yo voy a salir de aquí condenado a muerte por vosotros, y éstos, condenados por la verdad, culpables de perversidad e injusticia” (39b). La rivalidad personal de Sócrates y sus acusadores es ironizada: el ámbito de la verdad es irreductible a la justicia local y actual de los conciudadanos. Sócrates pierde en un espacio (el tribunal) pero gana en otro, mientras afirma el corto alcance del primero con un inapelable: “A mí la muerte me importa un bledo”. La Verdad o, si se quiere, la Justicia, excede la muerte (el poder fáctico del tribunal) y el juicio verdadero se pone por sobre el juicio local, y lo juzga (injusto y falso): juicio sobre juicio, si hay un retorno desde lo cósmico hacia lo ético y lo político, no es para hacer una descripción inteligente de lo que pasa alrededor. Hay un retorno porque lo local, lo actual, está mal, es injusto y obliga a pensar (Sócrates llega a hablar de un mandato divino), pero también hay un desplazamiento hacia un punto desde el cual “lo que pasa alrededor” puede ser juzgado: “La altura es el Oriente propiamente platónico. La operación del filósofo se determina entonces como ascensión, como conversión, es decir, como el movimiento de girarse hacia el principio de lo alto”.6 Ya en la República: “La polis más perfecta que se pueda pensar” ¿es la misma en la que viven y piensan los interlocutores del diálogo o es un modelo trascendente que sirve de parámetro para el juicio tanto como de modelo a imitar? En relación con el proyecto platónico, se habla frecuentemente de utopía (“platónico” ya casi suena a utopía), pero el asunto está en otro lado. En la medida en que exige una transformación 3. G. Deleuze y F. Guattari: ¿Qué es la filosofía?, Barcelona, Anagrama, 2005, p. 10. Estas sociedades de amigos o de iguales no excluían enemigos ni desiguales. La esclavitud y la guerra lo muestran. Las polis griegas distintas de la propia, con sus alianzas y guerras locales, constituyen un umbral entre lo local o lo extranjero que complica cualquier esquematismo bipolar. 4. Véase más abajo nota 23. 5. M. Serres: Los orígenes de la geometría, Madrid, Siglo XXI, 1996. 6. G. Deleuze: Lógica del sentido, Buenos Aires, Paidós, 1994, p. 139.
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radical del estado de cosas, el pensamiento siempre está un poco por fuera de su tiempo y de su espacio. La ciudad perfecta es tan distinta de la ciudad actual que permite en su nombre enunciar la crítica más radical contra el presente, pero también proponer un modelo de “perfeccionamiento”, y en todo caso corresponde al pensamiento establecer la vinculación entre una “polis perfecta” y la polis contemporánea. La forma de diálogo escrito ofrece una escenografía inmejorable para un enroque dramático de estas características (pensar la ciudad, pero a partir de “otra ciudad”, que es un modelo perfecto, para juzgar y transformar la primera en una ciudad mejor). Sócrates se opone a su época tal como la pinta. Lee en ella los síntomas de una decadencia irreversible (su propia muerte, tratada directamente en algunos diálogos, es un fondo dramático constante) y enuncia, como decíamos, una crítica radical: hay que pensar la ciudad desde el principio, hay que darle un (nuevo) fundamento: Un Estado de ningún modo será feliz alguna vez a no ser que su plano esté diseñado por los dibujantes que recurren al modelo divino (...) Tomarán el Estado y los rasgos actuales de los hombres como una tableta pintada, y primeramente la borrarán, lo cual no es fácil. En todo caso, sabes que ya en esto diferirán de los demás legisladores, pues no estarán dispuestos a tocar al Estado o a un particular ni a promulgar leyes si no los reciben antes limpios o los han limpiado antes ellos mismos.7 La pulcritud casi geométrica del “modelo divino” introduce un hiato (que no excluye la violencia) entre la pintura de lo actual: Como si fueran animales, miran siempre para abajo, inclinándose sobre la tierra, y devoran sobre las mesas, comiendo y copulando, y en su codicia por estas cosas se patean y cornean unos a otros con cuernos y pezuñas de hierro, y debido a su voracidad insaciable se matan, dado que no satisfacen con cosas reales la irreal parte de sí mismos que las recibe. […] —Como un oráculo, Sócrates –dijo Glaucón–, describes el modo de vida de la mayoría.8 Y la vida en la mejor ciudad que se puede pensar a partir de aquel modelo: Una vez que la organización del Estado se pone en movimiento adecuadamente, avanza creciendo como un círculo. En efecto, la crianza y la educación, debidamente garantizadas, forman buenas naturalezas y, a su vez, las buenas naturalezas, asistidas por semejante educación, se tornan mejores aún que las precedentes en las distintas actividades y también en la procreación, como sucede también con los otros animales.9 Nunca se insistirá lo suficiente en la vocación política del proyecto de Platón. Pensar la polis para transformarla, pensar al hombre para mejorarlo. 7. Platón, República, 501a. Sobre la “fundamentación”, véase más abajo notas 16 y 18. 8. Ibidem, 586a. 9. Ibidem, 424a.
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1.2. Tiempos contraídos No sólo más de dos mil años nos separan de la concepción de la República. En primer lugar, el texto comprende una historia mayor, incluso una filosofía de la historia que vuelve a contarnos el movimiento del pasado hasta el presente de la enunciación en un sentido determinado (según en qué formas degeneran las ciudades hasta la situación actual y cómo se cae irremediablemente en la tiranía), acorde con la desvaloración platónica de los entes sujetos a devenir y cambio. Por otro lado, un modelo político que no tiene ni tuvo lugar en el tiempo, sin embargo, insiste desde hace dos mil años entre nosotros (las ciudades no duraron tanto) tomando distintas encarnaciones, acentos o intereses, eslóganes (viejas fórmulas como “comunismo”, “igualdad de géneros”, “educación pública”, “intromisión del poder político en lo privado”, “censura”, “derecho a la mentira política”, “cría y reproducción de hombres según modelos de agrocultivo y pastoreo”, etc., encuentran aquí sus primeras formulaciones). En tercer lugar, a lo largo de la historia de la filosofía (y no sólo de la filosofía), las lecturas y discusiones que lo han canonizado como un texto fundamental de la cultura occidental nos proponen y nos imponen modos de abordaje que muy esforzadamente aprendemos a separar del abordaje mismo, de modo que nos abren tanto como nos cierran la posibilidad de su lectura. Borges decía que los clásicos se leen con previo fervor, pero hay muchas otras cosas previas que se juegan en el presente de una lectura (no siempre tan calurosas como el fervor). En el caso de Platón esto es notable porque su obra tiene valor de Comienzo, de “texto de lectura obligatoria”, porque una historia de la filosofía que siempre se cuenta tiene en la obra de Platón la cesura del antes y el después. Dos autores contemporáneos muy distintos entre sí escriben al respecto: La tácita norma por la que se interpreta y juzga a los primeros pensadores es la filosofía de Platón y Aristóteles. Ambos pasan por ser los filósofos griegos que marcan la pauta tanto para lo que les precede como para lo que les sucede.10 ¿Y si definiésemos, en última instancia, como filosofía cualquier empresa encaminada a invertir el platonismo? ¿Empezaría cada una articulando en ella el gran rechazo? ¿Se dispondrían todas alrededor de este centro deseado-detestable?11
1.2.1. Heráclito y Parménides: una rivalidad histórica al interior del corpus platónico En el siglo V a.C., Heráclito, el oscuro, había lanzado al pensamiento un desafío: “Todo cambia y nada permanece”, según la cita de Platón en el Cratilo. La afirmación de un devenir universal, agrega después, es la expresión filosófica de “cosas sabias y añejas, simplemente de los tiempos de Rea y Cronos”. Cosas dichas de otra manera por voces tan venerables como las de Homero y Hesíodo. Aún más, sigue: hay un heraclitismo popular velado en las raíces de las 10. M. Heidegger: Caminos de bosque, Madrid, Alianza, 1996, p. 291. 11. M. Foucault, y G. Deleuze: Tehatrum Philosophicum, Barcelona, Anagrama, 1999, p. 9.
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palabras, como un fondo de sentido que anima la concepción que los griegos se hacen de las cosas y remite a las primeras denominaciones del mundo. Antes de analizar los contenidos de estos enunciados, consideremos ciertas formas. Quedar remitido a una tradición popular no es, en la jerga de la filosofía naciente, una calificación positiva. Ya casi es un contraargumento a favor del rival. Sin embargo, sólo a partir del umbral filosófico que esa creencia ha alcanzado con Heráclito se ha vuelto sensible a los argumentos, se ha vuelto rival. Platón tiene una conciencia extrema de la imposibilidad de discutir con Homero (y el pueblo “escucha Homero”).12 Más allá de la justeza histórica de lo dicho sobre la popularidad de Heráclito, la estrategia platónico-socrática abre dos frentes recursivos: –– Heráclito no ha pensado radicalmente, es decir, sigue fundando su pensamiento en la creencia popular. –– A través de Heráclito la tradición se expresa y puede ser criticada en bloque: Homero, Hesíodo y aquellos “legisladores de la lengua” que antiguamente pusieron los nombres a las cosas dejaron en las raíces de las palabras que inventaron las pruebas del heraclitismo salvaje que “hoy” (lo actual) afecta el modo de hablar y de pensar de la mayoría. Consideremos ahora los argumentos en favor y en contra del devenir universal. Según la máxima de Heráclito, que el propio Platón reelaboró para que hiciera historia: “No podrías sumergirte dos veces en el mismo río”.13 Esto parece fácil de conceder: en el intervalo entre dos inmersiones, el río y el bañista ya no son lo mismo. Las cosas dejan de ser lo que eran y llegan a ser lo que no eran (devienen). El cambio es un raro comercio entre ser y no-ser, donde la identidad hace agua. El río ya no es el río, la noche se ha hecho día. No obstante, si algo difiere de sí mismo en un intervalo cualquiera, podemos pensar todavía dos cosas distintas en los términos extremos, la noche y el día, por ejemplo, cada una idéntica a sí misma en un instante. Ahora es de noche, ahora es de día. Ahora me sumerjo en este río. Pero, como acota el impermeable Cratilo, “ni siquiera una vez nos sumergimos en el mismo río”, en otras palabras, cualquier instante que tomemos como término ya es un intervalo donde ocurre el cambio. No podemos suponer que la noche deja de amanecer o que el día deja de atardecer, siquiera un instante, cenital, presentando al pensamiento la plena identidad de la cosa consigo misma. La noche no pierde su identidad cuando se convierte en día, nunca la alcanza, nunca se detiene el devenir. En el diálogo que lleva su nombre, Cratilo no saca las conclusiones que el platonismo afronta incansablemente a lo largo de todo el corpus.14 Pero en el amanecer del pensamiento, parece haberle dicho a la filosofía: No puedes nacer. No es posible pensar algo. Ni siquiera podemos nombrarlo. Apenas lo señalamos, pero el dedo llega demasiado tarde y la cosa ya ha cambiado. He aquí el fondo de sentido que Platón encontraba en las palabras de los griegos y que Heráclito y sus seguidores tan 12. La famosa disputa y expulsión de los poetas en la República se trata brevemente en el último apartado de la presente selección (consultar “Arte y realidad”). 13. Platón, Diálogos II, Cratilo, Madrid, 1992, 402a-b. 14. “La reacción contra el pensamiento del devenir explica en gran parte todo el desarrollo de la metafísica en Occidente después de Heráclito.” J. Wahl: Tratado de metafísica, México, Fondo de Cultura Económica, 1960, p. 35.
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sólo formularon: señalar lo que cambia, antes que conocer aquello que en el cambio permanece idéntico a sí mismo. Pero ¿sólo se puede pensar lo que permanece idéntico?, ¿es la identidad de lo que es consigo mismo la condición del pensamiento? Es lo que una diosa le ha dicho a Parménides con todas las letras: sólo es pensable que lo que es no puede no ser, y que lo que no es no puede ser.15 Con variaciones, el corpus platónico repite este enunciado, entre otras apreciaciones valorativas como “Parménides, como el héroe homérico, es venerable y temible”, o bien directamente “nuestro padre Parménides”.16 En ambos diálogos, Sócrates alude a un supuesto encuentro personal (en su juventud) con el polémico filósofo, cuya imposibilidad histórica está bien documentada y permite considerar el tipo de estrategias que la puesta en escena de la filosofía incorpora. Heráclito escribía “no escuchándome a mí sino al Discurso”, el filósofo es el intermediario entre un discurso que es real, verdadero, por sí mismo, un discurso que se manifiesta en el movimiento común de todas las cosas y que organiza el mundo como una Ley, sea o no enunciado por hombre alguno. Platón convoca un diálogo entre dos muertos. Pero dejemos esto para más adelante y concentrémonos en la estrategia parmenídea. Parménides evoca el encuentro con una diosa, luego de un viaje desde el mundo hacia las puertas de la verdad. Desde aquel “otro lugar”, es la divinidad la que toma la palabra (“tú preserva el relato después de escucharlo”). Es una diosa la que levanta, con una fuerza argumentativa novedosa (“la persuasiva verdad”), la famosa disyuntiva de hierro de la filosofía clásica: es o no es, y no es concebible una “tercera vía” (que algo sea y no sea). Todo comercio entre ser y no-ser queda prohibido. Nada deviene, nada cambia. Las cadenas de la necesidad sostienen a toda costa la identidad de lo que es consigo mismo. Y el pensamiento, si piensa algo, piensa lo que es, es decir, piensa algo. Lo que no es no puede ser pensado de ningún modo (¿cómo pensar lo que no es nada?). Por eso, con la identidad de lo que es consigo mismo, se afirma, como dice Heidegger, la identidad del pensamiento y el ser.17 El pensamiento y el ser, dice este autor, se “pertenecen mutuamente”. Pero volvamos al mundo, hacia las cosas que vemos: el río cambia y no puede ser pensado: ¿acaso no es? Nada de lo que vemos a nuestro alrededor permanece idéntico a sí mismo, todo está afectado de no-ser. Algo nace, cambia, muere. No puedo pensar que es sin admitir a la vez (siquiera una vez) que no es, que no era, que deja de ser. La consecuencia de Parménides es drástica y polémica: todo esto que vemos y llamamos “nuestro mundo” es apariencia de ser, pero no es nada en absoluto. Una apariencia, una ilusión. Algo que no puede ser pensado. Porque el cambio no es posible, como tampoco es posible la multiplicidad de los seres (cada uno no es el otro. Pero al ser no le puede faltar ser). Sólo un ser 15. “Pues bien, yo te diré — tú preserva el relato después de escucharlo—/ cuáles son las únicas vías de investigación que son pensables: / Una, que es y que no es posible que no sea, / es la senda de la persuasión, pues acompaña a la verdad. /La otra, que no es y que es necesario que no sea, / ésta, te lo señalo, es una senda que nada informa, / pues no podrías conocer lo que, por cierto, no es (porque no es alcanzable, ni lo podrías mostrar)”, Parménides, D-K 2. 16. Platón, Diálogos V, Teeteto, Madrid, 1992, 183e. Platón, Ibidem, Sofista, 241d. 17. “Pues lo mismo es para pensar y para ser”, D-K 3. Cfr.: “Tenemos que afirmar que en la aurora del pensar la propia identidad habla mucho antes de llegar a ser principio de identidad, y esto en una sentencia que afirma que pensar y ser tienen su lugar en lo mismo y a partir de esto mismo se pertenecen mutuamente”. M. Heidegger: Identidad y diferencia, Barcelona, Anthropos, 1990, p. 69.
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es posible-pensable: “Total, único, inconmovible y completo”.18 De este modo, Parménides dice a la filosofía: el mundo, con todo lo que hay en él, no puede nacer, no puede ser ni ser pensado. Sólo hay un ser, que trasciende a este mundo. Lo demás es mera apariencia. El resultado no podía ser menos alentador (un pensamiento sin mundo, que piensa un ser trascendente y único, sin ninguna relación con nosotros, o un mundo sin pensamiento, de múltiples flujos de devenir sin identidad) y ambos caminos desembocan en la sofística: Por una parte, tenemos la teoría de Protágoras, según la cual todas las cosas cambian sin cesar y ninguna es lo que es; la verdad es relativa y el hombre es la medida de todas las cosas. Y por otra, tenemos la teoría de Gorgias, resultante de la filosofía de Parménides… No podríamos conocer el ser si existiera, porque no podría haber relación entre este absoluto y nosotros, y si lo conociéramos, no podríamos formularlo.19
1.3. Diálogos escritos: un oxímoron En la historia de la filosofía que conduce a Platón, a través de Platón, la oposición HeráclitoParménides es tan simétrica que parece trucada en provecho de una necesidad de Sócrates, el Odiseo del pensamiento. No falta la leyenda, que permite concebir la estrategia de enunciación platónica. La escritura de la voz del maestro muerto, que murió en la polis, en manos de sus conciudadanos, y que no escribió mientras estuvo vivo (Sócrates, el que no escribía). El escritor que abandonó la escritura (Platón habría quemado sus tragedias) cuando murió el maestro, para consagrarse a escribir su voz (¿y mantenerla viva?). ¿Qué estrategia es ésta? Hacer hablar a los muertos en la escritura, en todo caso, es una práctica central de nuestra cultura (Cristo y Sócrates) cuyo tratamiento excede cualquier presentación. La noción de diálogo escrito es de por sí un oxímoron (como un círculo cuadrado), que parece arrastrar esa tensión como una imposibilidad (en el Fedón, Sócrates dice que es imposible que la escritura haga justicia a la voz, que es más lo que se pierde que lo que se gana en el traslado a esa forma inmóvil de conservación que deja escapar lo más vivo de las voces: el alma de los interlocutores ausentes). En todo caso, más allá del alcance estratégico y de los conflictos internos que supone esta forma de enunciación, este retorno escrito de la voz del muerto, en el plano de los contenidos, es la tensión entre identidad y devenir la que retorna, es el duelo entre Heráclito y Parménides lo que la voz de Sócrates viene a resolver desde la escritura, para poner en marcha la historia del pensamiento. Platón hace suyas las tesis más generales del heraclitismo en torno al devenir, aunque las limita a la realidad sensible, es decir, al entorno de cosas que vemos y tocamos. ¿Quiere decir esto que la realidad sensible está excedida por una realidad suprasensible, como lo era el ser de Parménides, sólo accesible por medio del pensamiento? Algo cambia, algo no (frente a la opción “todo cambia” o “nada cambia” se conserva la tensión). Algo es, por lo tanto, en dos sentidos
18. “Que siendo ingénito es también imperecedero, / total, único, inconmovible y completo. / No fue alguna vez, ni será, pues ahora es todo junto. / Uno solo, continuo”, D-K 8. 19. Wahl: op. cit., p. 85.
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distintos: el sentido común del heraclitismo (lo que es cambia, deviene otro o deja de ser), “el ser” que se predica de las cosas sensibles, y el sentido de la identidad de lo que es consigo mismo. Un ser inteligible, se dirá: Eidos o Idea. De este modo, la inteligencia es a la Idea lo que los ojos son a lo que deviene. Esto lo vemos, aquello lo pensamos. El problema que dejaba abierto Parménides es éste: ¿podemos pensar lo que vemos? Si el cambio es un comercio de ser y no-ser, como se dijo, lo que pide el pensamiento para codearse con su mundo es un garante. El término ousía, que Platón modifica y suele traducirse como “esencia”, significaba en griego precisamente “respaldo financiero”, y en su acepción metafísica vendrá a ser como un respaldo de identidad.20 Otra vez: el río cambia, renunciar a esto es renunciar al mundo, pero cuando digo “río”: ¿no pienso siempre lo mismo, el mismo concepto, aunque este río en particular cambie o aunque nosotros cambiemos de río? “Río” dice lo mismo de cosas distintas, es un término “universal”. En cierto sentido, todo este grupo de cosas es lo mismo (río) y en cierto sentido son todas distintas (ríos). Y aunque todos los ríos del mundo se evaporaran hoy, el concepto no perdería una gota de sentido. El pensamiento piensa lo mismo de cosas distintas, nombra por la identidad lo que no tiene identidad (“esto es un Río”). ¿Con qué derecho? ¿Qué es lo común, universal, unívoco, esto que el cambio no afecta y permite identificar las cosas con el pensamiento y reunirlas en un grupo de seres que pertenecen a lo mismo (ríos, montañas, vacas: todo lo que pensamos, lo identificamos por medio de un nombre común, un universal)? ¿Qué es esa ousía, esa esencia común, ese rasgo distintivo que hace que un río, por mucho que sus aguas cambien, siga siendo un río y, por lo tanto, que nosotros podamos pensarlo como tal o “en cuanto tal”, es decir, en cuanto a su esencia? Es la Idea, cuya determinación conceptual será expuesta por Platón en los llamados “diálogos medios o de madurez”.
1.3.1. Periodización El corpus de Platón se suele presentar en tres períodos que expresan el movimiento de la pregunta anterior (lo que nos daría un criterio textual, más que biográfico, de clasificación): –– Diálogos tempranos o de juventud (399-385 a.C.): Apología de Sócrates, Critón, Laques, Eutifrón, Protágoras, Gorgias, Ion, entre otros. “El primer grupo –dice Guthrie– concentra su atención en las cuestiones morales y en las definiciones características del Sócrates histórico” (Guthrie, 1996: 57): ¿qué es valentía, qué es la virtud?, ¿qué rasgos distintivos nos permiten considerar que un grupo de actos o estados pertenecen a lo que llamamos justo, virtuoso?, etc. Cuando hablamos, atribuimos existencia y distinguimos de hecho con las palabras (predicados o universales) ciertas multiplicidades (las cosas que son valientes o virtuosas), la pregunta ¿qué es X? dirige la indagación hacia aquellos rasgos o caracteres comunes que no pueden faltar para que algo sea un X. De este modo, se alcanza una diferencia de niveles, en principio lógicos, entre las cosas individuales, cambiantes, y el concepto universal, invariable, idéntico: Juan es valiente, Pedro es valiente. ¿Qué es valentía? Hay identidad para el pensamiento porque el pensamiento es conceptual, genérico. Piensa la 20. C. Eggers Lan: El sol, la línea y la caverna, Buenos Aires, Colihue, 2000, p. 74.
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identidad (valentía) y la predica de individuos diferentes (Pedro, Juan). Algunos textos de este corpus son llamados diálogos aporéticos: el problema queda sin resolver, aunque la dirección de la pregunta (¿qué es X?) está bien determinada retrospectivamente. Dicho de otro modo, la solución de la aporía sólo aparecerá en un período subsiguiente del corpus platónico. La dimensión conceptual que se ha diferenciado lógicamente (los universales) necesita una garantía real, ontológica, pues es un hecho que usamos conceptos. Nos valemos de términos universales para pensar, son los predicados de nuestros juicios: ¿están ellos respaldados? Veo cosas distintas, que cambian, como quería Heráclito, pero pienso una, que no cambia. ¿Pienso en algo que es real, según la exigencia de Parménides, o en una mera construcción intelectual o convención social, según las derivaciones sofísticas? –– Diálogos medios o de madurez (385-370 a.C.): Menón, Fedón, República, Banquete, Fedro, entre otros. En este grupo, dicen los helenistas, la teoría de las Ideas se encuentra desarrollada explícitamente (i.e. ¿qué es lo justo? Lo justo en sí, etc.). En la República las Ideas se introducen en el diálogo como un asunto ya conocido y aceptado. Otras veces se nos dirá que es preciso afirmar su existencia a toda costa. Existen Ideas que poseen en grado sumo los caracteres o rasgos (lo bello en sí, etc.) que definen los términos con que distinguimos cada multiplicidad. El término “bello” sólo posee un sentido unitario a partir de la Idea que existe por sí misma, no es el resultado de una inducción o un conteo de rasgos comunes que encontramos en las cosas. Al contrario, la Idea es la unidad real a partir de la cual existen y se piensan aquellas multiplicidades como constituyendo una cierta unidad que identificamos con el lenguaje. La Idea respalda así el uso de los términos universales, sin ser ella universal. Cuando pensamos la Idea, pensamos un ser perfectamente individuado. La Idea como unidad real e identidad real, a su vez, unifica e identifica lo múltiple. Es la esencia única de las cosas múltiples. Cada Idea garantiza la referencia que nos permite fijar el sentido de los conceptos por medio de los cuales pensamos las cosas. Es un ser inteligible, que se piensa y existe por sí mismo, es decir, es un ser en sí y por sí. A partir de la Idea, que no cambia, existen y pueden ser pensadas las cosas que cambian, como siendo sus imitaciones, seres derivados y segundos, más o menos semejantes, pero nunca idénticos: algo es bello por su semejanza a la Belleza en sí, no por sí mismo. Algo es río por su semejanza con la Idea de río, no por sí mismo. Pensamos en la Idea, cuyos rasgos definitorios reconocemos, en mayor o menor grado, en las cosas que vemos. Aquella diferencia lógica entre los términos individuales y los universales encuentra aquí su fundamentación o garantía ontológica. Por eso decimos que “algo es” en dos sentidos distintos: de las cosas sensibles, cuya existencia depende de otra clase de seres: las Ideas. Pero ¿de qué modo es posible concebir el vínculo, o para decirlo con un vocabulario más preciso, la participación (methexis) de las cosas sensibles en la realidad trascendente de las Ideas?, constituye el punto más controvertido del platonismo, sea porque Platón lo da por bueno, sea porque introduce, a partir de los llamados “diálogos tardíos”, una serie de críticas (algunas serán retomadas por Aristóteles) que demuestran una clara conciencia del problema, sin jamás ofrecernos una solución. La más sencilla de todas ellas es la siguiente: los que postulan Ideas para explicar las cosas sensibles duplican innecesariamente el número de cosas que hay que explicar. Por 27
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lo demás, insistirá Aristóteles, el lenguaje platónico utilizado para enunciar la relación (methexis o participación, paradeigma o arquetipo) sólo tiene un sentido metafórico y no conceptual, es decir, no explica nada, sólo sugiere. El sentido general de las críticas va en esta dirección: Platón no demuestra la existencia de Ideas, sino sólo la posibilidad de enunciar de muchas cosas un único predicado, es decir, sólo la diferencia lógica, pero no su fundamentación ni su concepción de la realidad. –– Diálogos tardíos (370-347 a.C.): Parménides, Teeteto, Sofista, Político, Timeo, Cartas, entre otros. Desde el punto de vista compositivo, en este grupo de textos, tiende a pasar a segundo plano, si no a desaparecer, la figura de Sócrates. Esto parece ser la expresión formal de una tendencia más profunda: la revisión crítica de la teoría de las ideas (Parménides). Aun del principio de Identidad “hemos desobedecido a Parménides más de lo permitido” (Sofista, 258c). Una revalorización positiva (siempre relativa) del mundo de las cosas sensibles, como si hubiese en ellos alguna racionalidad independiente de las Ideas (Timeo). Una nueva definición de lo que es un simulacro (Sofista) en oposición al carácter meramente mimético de las imágenes. Si consideramos que hablamos de Identidad, de Ideas, seres sensibles y, finalmente, imágenes o copias, casi podemos asumir que el corpus platónico en este período se modifica en relación con los cuatro modos de ser que éste concibe y constituyen la trama, o mejor, la jerarquía de lo real tal como ha sido planteada en el período anterior. La relación entre la Identidad, como fundamento único, y las Ideas se expone en la Alegoría del Sol. En la Alegoría de la línea se expone una clasificación jerarquizada de los tipos de seres que concibe el platonismo y de los modos de acceso cognoscitivo de los hombres con respecto a esa clasificación. En la Alegoría de la caverna, la distinción fundamental seres sensibles-seres inteligibles es utilizada para describir los modos de vivir en la ciudad y la necesidad de una conversión de esos modos de vida. La relación entre los seres sensibles y sus copias se trata en el apartado “Arte y realidad”, que es una selección del libro X de República, cuyos problemas generales comentamos brevemente.
1.4. Arte y realidad El libro X se abre con una frase que parece excesiva: “Y en verdad –dije–, aunque me atengo a muchas razones para creer que estamos fundando el Estado más perfecto posible, lo afirmo, sobre todo al considerar nuestro reglamento sobre la poesía.”21 ¿Cómo es posible que la poesía afecte el fundamento de un Estado o que una fundamentación política se evalúe por su reglamentación sobre la poesía? Reconsideremos este fragmento: Un Estado de ningún modo será feliz alguna vez a no ser que su plano esté diseñado por los dibujantes que recurren al modelo divino [...] Tomarán el Estado y los rasgos actuales de los hombres como una tableta pintada y primeramente la borrarán, lo cual no es fácil. 21. Platón, República, 595a.
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En todo caso, sabes que ya en esto diferirán de los demás legisladores, pues no estarán dispuestos a tocar al Estado o a un particular ni a promulgar leyes si no los reciben antes limpios o los han limpiado antes ellos mismos.22 Este fragmento articula dos elementos para pensar la fundación del Estado según la concepción platónica. Primero, un Estado correctamente fundado tiene como modelo los principios trascendentes: el Bien en sí, la Justicia en sí, etc. La fundación política tiene un fundamento trascendente. En segundo lugar, el legislador que ha de recurrir a un modelo trascendente tiene la necesidad de borrar todos los rasgos que, existiendo de manera previa a la fundación, no participan de esa remisión. Y en efecto hay algo en la poesía que resulta inasimilable para la polis “más perfecta posible”. Algo del orden de lo irracional que Platón identifica como fuente de un Estado lujoso y decadente, en cuanto introduce cierta forma de engaño que lleva al hombre a la inversión de las relaciones entre las “diversas partes del alma” (una apetitiva, otra irascible, otra intelectiva), debido a aquel principio de insatisfacción que supone “alimentar con cosas irreales la irreal parte del alma que las desea”. Cada parte del alma tiene su objeto, el apetito, deseo de alimento; lo irascible, deseo de gloria; la inteligencia, deseo de conocimiento. Pero sólo la inteligencia posee el “antídoto” contra los falsos objetos de deseo que introducen un principio de insatisfacción que tiende al exceso. Mientras la poesía ha sido, piensa Platón, una fuente de gloria falsa que hace de los tiranos como dioses, “sí, elogia a la tiranía diciendo que hace ‘igual a los dioses’, y muchas otras cosas, no sólo él (Eurípides), sino también los demás poetas”,23 que canta y proclama como modelos de vida, formas completamente enfrentadas con los principios ético-filosóficos. La poesía será como el modelo estructural de toda forma de incitación al exceso, pero sobre todo guarda con las aspiraciones políticas de Platón una relación de oposición radical. Históricamente, ha sido la poesía la que ha educado a los jóvenes, según modelos de vida que no son precisamente los que la filosofía propone. Ha cantado sobre divinidades que cometen toda clase de violencia y engaño, que metamorfosean su aspecto tanto como sufren todas las pasiones y debilidades de los hombres, que en cierto modo justifican, constituyéndolos como ejemplos a imitar. La estrategia típica de Platón es asimilar estos modos de vivir con los de las bestias. La divinidad en Platón, en cambio, debe ser ejemplarmente promotora de la identidad, la inteligencia y la veracidad: El dios es quien menos podría adoptar formas múltiples [...] pues entonces, querido amigo, que ningún poeta nos venga a decir que dioses, semejantes a extranjeros de todas las partes, / tomando toda clase de apariencias, visitan las ciudades. Ni que nadie cuente mentiras acerca de Proteo, y de Tetis, ni presente a Hera... transformándose en una sacerdotisa mendigando.24 Pero la poesía es la voz de la tradición. Si el legislador debe “borrar” antes de fundar el Estado, en cierto modo es la totalidad del pasado lo que debe blanquearse para realizar una modificación 22. Platón, República, 501a. 23. Platón, República, 568b 24. Platón, República, 381b-d.
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I. Platón, entre lo visible y lo pensable
absoluta de las costumbres, de las que la poesía es la voz viviente y cuya ascendencia sobre el pueblo nunca dejará de denunciar. El hilo conductor de la denuncia y posterior exclusión de los poetas y sus obras será la noción de téchne (“arte” o “técnica” en la presente edición): ¿es o no es técnica tal actividad?, ¿posee un conocimiento el que la ejecuta?, ¿es capaz de enseñarla?, ¿qué clase de objetos produce? En otras palabras, es por medio de la noción de “técnica” que Platón evalúa, por un lado, la legitimidad de una práctica humana y su inserción en el seno de la polis (¿qué necesidad satisface?), y por el otro, la realidad del objeto producido y su inserción en la escala de los seres (¿qué tipo de ser produce?, ¿uno real o una imagen?). En uno de sus diálogos de juventud (Ion), había escrito: Porque no es una técnica lo que hay en ti al hablar bien sobre Homero; tal como yo decía hace un momento, una fuerza divina es la que te mueve, parecida a la que hay en la piedra que Eurípides llamó magnética y la mayoría, heráclea. Por cierto que esta piedra no sólo atrae a los anillos de hierro, sino que mete en ellos una fuerza tal que pueden hacer lo mismo que la piedra, o sea, atraer otros anillos, de modo que a veces se forma una gran cadena de anillos de hierro que penden unos de otros. A todos ellos les viene la fuerza que los sustenta de aquella piedra. Así, también, la Musa misma crea inspirados, y por medio de ellos empiezan a encadenarse otros en este entusiasmo. De ahí que todos los poetas épicos, los buenos, no es en virtud de una técnica por lo que dicen todos esos bellos poemas, sino porque están endiosados y posesos… Porque es una cosa leve, alada y sagrada el poeta, y no está en condiciones de poetizar antes de que esté endiosado, demente, y no habite ya más en él la inteligencia. Mientras posea este don, le es imposible al hombre poetizar y profetizar. Pero no es en virtud de una técnica como hacen todas estas cosas y hablan tanto y tan bellamente sobre sus temas, cual te ocurre a ti con Homero, sino por una predisposición divina, según la cual cada uno es capaz de hacer bien aquello hacia lo que la Musa le dirige; uno compone ditirambos, otro loas, otro danzas, otro epopeyas, otro yambos. En las demás cosas cada uno de ellos es incompetente. Porque no es gracias a una técnica por lo que son capaces de hablar así, sino por un poder divino, puesto que si supiesen, en virtud de una técnica, hablar bien de algo, sabrían hablar bien de todas las cosas.25 Que el poeta es una cosa ligera, alada y sagrada es una de las expresiones más bellas y poéticas jamás dichas al respecto; en su contexto, sin embargo, se torna netamente irónica. Poco más o menos, y aprovechando la tradición que otorga a los poetas cierta relación preferencial con las Musas u otras divinidades, se dice que el poeta no tiene ninguna virtud propia, que no posee una técnica específica, sino que sus productos son dictados por la inspiración demoníaca o divina. La alternativa es excluyente: o bien se poetiza o bien se posee inteligencia (noûs). En el Platón maduro de República, poseer una técnica será una condición indispensable para habitar la polis (cada ciudadano debe ocuparse de su técnica y satisfacer una necesidad colectiva), toda técnica, en su nivel, supone inteligencia (hasta el mero artesano precisa modelos intelectuales
25. Platón, Ion, 533d-534c.
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Introducción
para crear), pero el poeta ni piensa ni puede obedecer al que piensa, pues no está en dominio de sí mismo cuando compone. El poeta está en éxtasis, fuera de sí, en un estado casi alucinatorio, pero esto sólo es el comienzo del verdadero problema, que se extiende por los anillos que traban cadena, y consiste en el alto impacto emocional, el poder de contagio, digamos así, que empuja al éxtasis y al estado casi alucinatorio al auditorio, es decir, a la multitud, al pueblo. Es la efectividad del poema, en términos colectivos y políticos, evidentemente, lo que moviliza la reflexión platónica temprana contra los poetas. Será en la República, y a la luz de la doctrina de las Ideas, que el modelo técnico de evaluación se concentrará en el objeto, es decir, en el producto de la poesía (y de la pintura). Un objeto realizado “sin técnica” no puede tener un modelo intelectual de producción (como, en cambio, un fabricante de camas debe pensar “qué es una cama” antes de fabricar una), de este modo, dice Platón, los productos de la poesía se limitan a ser copias superficiales del mundo visible, a la manera de los espejos. Ahora bien, los seres visibles son, ellos mismos, imitaciones de las Ideas, seres dependientes que deben su realidad a otros. En consecuencia, los productos de la poesía serán “copias de copias”. En otras palabras, si la Idea es un ser en sí mismo y la cosa visible, un ser por participación, menos real que su arquetipo, los productos de la poesía caerán a un nivel inferior, tres veces alejado de la realidad en sí y de lo verdadero. De este modo, las producciones en cuestión quedan degradadas en su ser por debajo de las cosas visibles (un poema es menos real que una cama y que un zapato). La estrategia argumental en República consiste, precisamente, en situar a los productos del arte mimético en el último escalón de la realidad, en el grado más bajo de la escala de los seres (“copias de copias”). Prosiguiendo con el hilo conductor de la argumentación platónica, en un diálogo tardío (Sofista), puede rastrearse cómo la “técnica” modela la comprensión que Platón tiene de la realidad en general, hasta el punto de considerar “técnicos”, también, a los objetos de la naturaleza, creados por un Dios mediante un saber a partir del cual se podrán evaluar las producciones humanas, en particular en el ámbito de las “imágenes”: ¿No diremos acaso que no es sino por obra de un dios artesano y no de otro modo como llega a ser todo cuanto antes no existía (paso de no-ser a ser), a saber, todos los animales mortales, las plantas que crecen sobre la tierra a partir de semillas y raíces, y todos los cuerpos inanimados, tanto fusibles como no fusibles, que están compuestos en el interior de la tierra? O, valiéndonos de la concepción y de la terminología de la multitud… diremos que la naturaleza los engendra a partir de cierta potencia automática, producida sin inteligencia, o bien elaborada con razón y con una ciencia divina, surgida de un dios… Sostendré, de todos modos, que lo que se llama “por naturaleza” está producido por una técnica divina, y por una técnica humana lo que está compuesto por los hombres a partir de ello. Según este argumento, entonces, hay dos clases de producción: una es humana; la otra, divina… Corta nuevamente en dos cada una de ellas. […] Surgen entonces, en total, cuatro partes de ella: dos, humanas, respecto de nosotros; y dos, divinas, respecto de los dioses… En lo que respecta a aquella primera división, una parte de cada una de las partes es productora de realidades, mientras que las otras dos restantes deberían llamarse, principalmente, productoras de imágenes. Y respecto de esto, la producción se divide de 31
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nuevo en dos... Nosotros mismos, así como los demás seres vivos y cuanto se produce a partir del fuego, el agua y lo que es afín a éstos, todas y cada una de estas producciones son cosas, como sabemos, elaboradas por el dios… Vienen luego las imágenes de cada una de estas cosas, no las realidades, producidas mediante un artificio divino… Las de los sueños y todas las ilusiones que, durante el día, se producen, como suele decirse, espontáneamente: tanto la sombra que surge de la oscuridad por obra del fuego como ese doble que se aparece cuando la luz propia y la ajena –que proviene de cosas brillantes y lisas–, confluyendo en un mismo punto, origina una forma que produce una sensación inversa a la que nos tenía acostumbrados la visión anterior… Éstas son, entonces, las dos obras de la producción divina: la cosa misma y la imagen que acompaña a cada cosa… ¿Y qué ocurre con la técnica que nos concierne? ¿No diremos que la arquitectura hace la casa misma y que la pintura hace otra casa, que es como un sueño de origen humano elaborado para quienes están despiertos?... Así, entonces, como en los otros casos, también son dobles las obras de nuestra producción, pues llamamos producción de cosas a la que hace cosas y técnica de hacer imágenes a la que produce imágenes… Recordemos que la técnica de la fabricación de imágenes iba a tener, como un género, la figurativa, y como otro, la simulativa, si es que lo falso era realmente falso y parecía ser naturalmente algo que es.26 Si todas las formas productivas son de origen divino y tienen una versión humana, derivada, imitativa, sólo la simulación es específica de los hombres. Los dioses no simulan, éste es un principio teológico fundamental (los dioses no son responsables del mal en el mundo). Los hombres que simulan, precisamente, son aquellos que Platón considera perniciosos para la comunidad (sofistas y poetas). Volvamos a pensar lo dicho en la República a la luz de este texto. Según argumenta Cacciari, en la República Platón acusa a los poetas de ser miméticos precisamente porque no lo son, esto es, porque sus productos no son figurativos o icónicos, porque, en lugar de limitarse a imitar, introducen una diferencia en el seno de la realidad, que no se acomoda fácilmente a la identidad de lo múltiple que hace remitir las cosas a las Ideas.27 Decir “copia de una copia” resulta de un esfuerzo vano, dice Cacciari, por mantener esta primacía de la dependencia ontológica que las alegorías platónicas explicitan: la copia es a la cosa visible lo que ésta es a la Idea, según lo cual el simulacro quedaría enlazado a una realidad superior, que le participaría su ser (el reflejo de una casa, copia de una casa visible, copia de un modelo inteligible, que es “la casa en sí misma”). Téngase en cuenta la siguiente modificación: en República se recurre al ejemplo del espejo para pensar la mímesis poética, en el Sofista ya se ha declarado la irreductibilidad de ambos tipos de mímesis (precisamente porque el espejo es figurativo y el simulacro no lo es). Los reflejos no engañan a nadie. Conceptualmente no ofrecen ningún conflicto filosófico serio en cuanto al estatuto subordinado y dependiente de su realidad. Los simulacros, en cambio, son más difusos. Por ejemplo: un reflejo en el agua es propiciado por un cuerpo más o menos semejante (el carácter “figurativo” del reflejo es proporcional a esa semejanza), pero una simulación ¿ofrece acaso esa referencia a una realidad a la que quedaría subordinada? Evidentemente no. El simulacro es del orden del disfraz. 26. Platón, Sofista, 265c-266d. 27. M. Cacciari: El dios que baila, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 24.
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Introducción
A veces Platón da ejemplos sencillos de lo que entiende por simulación: Del mismo modo que, como digo, la adulación culinaria se oculta dentro de la medicina, así el campo de la gimnástica es invadido por la cosmética, procedimiento pernicioso, engañoso, innoble, impropio de hombres libres, que produce una impresión ilusoria merced a los vestidos y a los colores, a los afeites y a las formas, y hace que, descuidando la belleza real y natural que se adquiere por medio de la gimnasia, se busque una belleza prestada y mentirosa.28 ¿Es de la misma índole la relación que existe, por ejemplo, entre un plato de sopa y una pintura de un plato de sopa que aquella que existe entre un plato de sopa y un plato de veneno que por la efectividad culinaria (la sal, las especias) tiene gusto a sopa? Una persona fea reflejada en un espejo sigue siendo fea, pero la misma persona tratada cosméticamente ¿sigue siendo fea? ¿Algo es bello y feo al mismo tiempo? ¿Algo es alimento y veneno? La posibilidad de identificar conceptualmente las cosas, de predicar los caracteres de una Idea, es acechada por la contradicción, por la diferencia. Dice Gilles Deleuze: “La copia es una imagen dotada de semejanza; el simulacro, una imagen sin semejanza. El catecismo, tan inspirado en el platonismo, nos ha familiarizado con esta noción: Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, pero, por el pecado, el hombre perdió la semejanza, conservando sin embargo la imagen. Nos hemos convertido en simulacro... La observación del catecismo tiene la ventaja de poner el acento en el carácter demoníaco del simulacro”.29 Lo “demoníaco”, en el catecismo cristiano, expresa el motivo por el cual el hombre se ha separado de Dios. Mediante esta analogía nos dice Deleuze que el “simulacro” se ha separado del Bien, es decir que ha roto su vínculo ontológico con el Fundamento y ha perdido su “semejanza”, no puede ser pensado por una Idea. Si el Estado está bien fundado, está fundado en el Bien. Pero los simulacros están separados del Bien. Luego, sólo mediante su exclusión una ciudad puede estar enteramente vinculada con el Bien: “Esto es lo que quería decir como disculpa, al retornar a la poesía, por haberla desterrado del Estado, por ser ella de la índole que es: la razón nos lo ha exigido”. La filosofía y la poesía no pueden convivir en el mismo Estado, como lo racional y lo irracional, cada una es la negación de la otra.30
28. Platón, Gorgias, 465b. 29. G. Deleuze: Lógica del sentido, Buenos Aires, Paidós, 1994, p. 259. 30. Platón, República, 607b.
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I.II Selección de textos anotada por Nicolás Fernández Muriano
República Alegoría del Sol (República, 505a-509b) —Con frecuencia me has escuchado decir que la Idea del Bien es el objeto del estudio supremo, a partir del cual las cosas justas y todas las demás se vuelven útiles y valiosas. Y bien sabes que estoy por hablar de ello y, además, que no lo conocemos suficientemente. Pero también sabes que, si no lo conocemos, por más que conociéramos todas las demás cosas, sin aquello nada nos sería de valor, así como si poseemos algo sin el Bien. ¿O crees que da ventaja poseer cualquier cosa si no es buena, y comprender todas las demás cosas sin el Bien y sin comprender nada bello y bueno? —¡Por Zeus que me parece que no! —En todo caso sabes que a la mayoría le parece que el Bien es el placer, mientras a los más exquisitos la inteligencia. —Sin duda. —Y, además, querido amigo, los que piensan esto último no pueden mostrar qué clase de inteligencia, y se ven forzados a terminar por decir que es la inteligencia del bien. —Cierto, y resulta ridículo. —Claro, sobre todo si nos reprochan que no conocemos el bien y hablan como si a su vez lo supiesen, pues dicen que es la inteligencia del bien, como si comprendiéramos qué quieren decir cuando pronuncian la palabra “bien”. —Es muy verdad. —¿Y los que definen el bien como placer? ¿Acaso incurren menos en error que los otros? ¿No se ven forzados a reconocer que hay placeres malos? —Es forzoso. —Pero en ese caso, pienso, les sucede que deben reconocer que las mismas cosas son buenas y malas. ¿No es así? —Sí. —También es manifiesto que hay muchas y grandes disputas en torno a esto.
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I. Platón, entre lo visible y lo pensable
—Sin duda. —Ahora bien, es patente que, respecto de las cosas justas y bellas, muchos se atienen a las apariencias y, aunque no sean justas ni bellas, actúan y las adquieren como si lo fueran; respecto de las cosas buenas, en cambio, nadie se conforma con poseer apariencias, sino que buscan cosas reales y rechazan las que sólo parecen buenas. —Así es. —Veamos. Lo que toda alma persigue y por lo cual hace todo, adivinando que existe, pero sumida en dificultades frente a eso y sin poder captar suficientemente qué es, ni recurrir a una sólida creencia como sucede respecto de otras cosas —que es lo que hace perder lo que puede haber en ellas de ventajoso—; algo de esta índole y magnitud, ¿diremos que debe permanecer en tinieblas para aquellos que son los mejores en el Estado y con los cuales hemos de llevar a cabo nuestros intentos? —Ni en lo más mínimo. —Pienso, en todo caso, que, si se desconoce en qué sentido las cosas justas y bellas del Estado son buenas, no sirve de mucho tener un guardián que ignore esto en ellas; y presiento que nadie conocerá adecuadamente las cosas justas y bellas antes de conocer en qué sentido son buenas. —Presientes bien. —Pues entonces nuestro Estado estará perfectamente organizado si el guardián que lo vigila es alguien que posee el conocimiento de estas cosas. —Forzosamente. Pero tú, Sócrates, ¿qué dices que es el bien? ¿Ciencia, placer o alguna otra cosa? —¡Hombre! Ya veo bien claro que no te contentarás con lo que opinen otros acerca de esto. —Es que no me parece correcto, Sócrates, que haya que atenerse a las opiniones de otros y no a las de uno, tras haberse ocupado tanto tiempo de esas cosas. —Pero ¿es que acaso te parece correcto decir acerca de ellas, como si se supiese, algo que no se sabe? —Como si se supiera, de ningún modo, pero sí como quien está dispuesto a exponer, como su pensamiento, aquello que piensa. —Pues bien —dije—. ¿No percibes que las opiniones sin ciencia son lamentables? En el mejor de los casos, ciegas. ¿O te parece que los ciegos que hacen correctamente su camino se diferencian en algo de los que tienen opiniones verdaderas sin inteligencia? —En nada. —¿Quieres acaso contemplar cosas lamentables, ciegas y tortuosas, en lugar de oír otras claras y bellas? —¡Por Zeus! —exclamó Glaucón—. No te retires, Sócrates, como si ya estuvieras al final. Pues nosotros estaremos satisfechos si, del modo en que discurriste acerca de la justicia, la moderación y lo demás, así discurres acerca del bien. —Por mi parte, yo también estaré más que satisfecho. Pero me temo que no sea capaz y que, por entusiasmarme, me desacredite y haga el ridículo. Pero dejemos por ahora, dichosos amigos, lo que es en sí mismo el Bien; pues me parece demasiado como para que el presente impulso permita en este momento alcanzar lo que juzgo de él. En cuanto a lo que parece un vástago del
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Selección de textos
Bien y lo que más se le asemeja, en cambio, estoy dispuesto a hablar, si os place a vosotros; si no, dejamos la cuestión.31 —Habla, entonces, y nos debes para otra oportunidad el relato acerca del padre. —Ojalá que yo pueda pagarlo y vosotros recibirlo; y no sólo los intereses, como ahora; por ahora recibid esta criatura y vástago del Bien en sí. Cuidaos que no os engañe involuntariamente de algún modo, rindiéndoos cuenta fraudulenta del interés. —Nos cuidaremos cuanto podamos; pero tú limítate a habar. —Para eso debo estar de acuerdo con vosotros y recordaros lo que he dicho antes y a menudo hemos hablado en otras oportunidades. —¿Sobre qué? —Que hay muchas cosas bellas, muchas buenas, y así, con cada multiplicidad, decimos que existe y la distinguimos con el lenguaje. —Lo decimos, en efecto. —También afirmamos que hay algo Bello en sí y Bueno en sí y, análogamente, respecto de todas aquellas cosas que postulábamos como múltiples; a la inversa, a su vez postulamos cada multiplicidad como siendo una unidad, de acuerdo con una Idea única, y denominamos a cada una “lo que es”. —Así es. —Y de aquellas cosas decimos que son vistas pero no pensadas, mientras que, por su parte, las Ideas son pensadas, mas no vistas.32 31. La Idea de Bien es el objeto de estudio supremo (y habrá que decir que es el ser supremo.) Aquello a partir de lo cual todo lo demás se vuelve valioso y útil, dice Sócrates, aunque sostiene en lo inmediato que no lo conocemos suficientemente. Esa insuficiencia repercute sobre todo lo demás: nada de lo que conocemos o poseemos vale o es bueno por sí mismo (el Bien es la fuente de valor de lo bueno). Pero el uso de un lenguaje práctico (utilidad, ventaja, posesión) tiene aquí un sentido polémico: contra los que consideran bueno aquello que es útil o ventajoso en sentido lato. Riquezas y placeres, fama, aun la inteligencia: ni son buenas por sí mismas ni son un bien en sí mismo. La definición del Bien no es políticamente neutral, pone en juego los modos de vivir de los ciudadanos, considerando que cada uno en particular y la ciudad en general buscan lo que es bueno para sí mismos. Pero ¿qué es el Bien? La pregunta se impone. Para adelantarnos un poco en la concepción política de nuestro autor, consideremos que todos aquellos modos de definir el Bien que se critican son privativos, individuales, acarrean conflictos y divisiones. La inteligencia es inducida por el mero afán de protagonismo; la riqueza, como dice Platón literalmente, divide la ciudad en dos ciudades (la de los ricos y los pobres) en una guerra civil latente; el placer trae consecuencias nefastas desde el punto de vista médico, moral y político. Ahora bien, en términos políticos clásicos (y la República es, quizás, el texto clásico por excelencia), el bien es el Bien Común. Pero lo que es común ningún particular lo posee individualmente, y aun la noción de “posesión” le es aplicable de un modo muy problemático. De ahí el siguiente problema: si el Bien es común, ¿cómo es posible que las cosas particulares de algún modo participen de él sin que éste se parta (como sería el caso de dividir la riqueza entre muchos: de riqueza pasaría a ser pobreza)? Es preciso conocer qué es el Bien y en qué sentido es común, por tanto, para poder determinar qué cosas pueden llamarse buenas. Notemos el giro intelectualista que impone Platón, por mucho que no identifique el Bien con la inteligencia: es preciso conocer el Bien para saber lo que es bueno. Serán la intelección y el conocimiento los que volverán objetivamente útiles y ventajosas todas las actividades y posesiones humanas. No obstante, la dificultad de esta empresa fundamental exige tomar un camino indirecto. Así nos propone Platón un recorrido alegórico (allegouréo: decir las cosas de otro modo) para pensar el Bien a partir de nociones más accesibles. 32. En los párrafos anteriores, Sócrates hace un recuento esquemático de los principales elementos de la
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I. Platón, entre lo visible y lo pensable
—Indudablemente. —Ahora bien, ¿por medio de qué vemos las cosas visibles? —Por medio de la vista. —En efecto, y por medio del oído las audibles, y por medio de las demás percepciones todas las cosas perceptibles. ¿No es así? —Sí. —Pues bien, ¿has advertido que el artesano de las percepciones modeló mucho más perfectamente la facultad de ver y de ser visto? —En realidad, no. —Examina lo siguiente: ¿hay algo de otro género que el oído necesita para oír y la voz para ser oída, de modo que, si este tercer género no se hace presente, uno no oirá y la otra no se oirá? —No, nada. —Tampoco necesitan de algo de esa índole muchos otros poderes, pienso, por no decir ninguno. ¿O puedes decir alguno? —No, por cierto. —Pero, al poder de ver y de ser visto, ¿no piensas que le falta algo? —¿Qué cosa? —Si la vista está presente en los ojos y lista para que se use de ella, y el color está presente en los objetos, pero no se añade un tercer género que hay por naturaleza específicamente para ello, bien sabes que la vista no verá nada y los colores serán invisibles. —¿A qué te refieres? —A lo que tú llamas “luz”. —Dices la verdad. —Por consiguiente, el sentido de la vista y el poder de ser visto se hallan ligados por un vínculo de una especie nada pequeña, de mayor estima que las demás ligazones de los sentidos, salvo que la luz no sea estimable. —Está muy lejos de no ser estimable. —Pues bien, ¿a cuál de los dioses que hay en el cielo atribuyes la autoría de aquello por lo cual la luz hace que la vista vea y que las más hermosas cosas visibles sean vistas? —Al mismo que tú y que cualquiera de los demás, ya que es evidente que preguntas por el sol. —Y la vista, ¿no es por naturaleza en relación con este dios lo siguiente? —¿Cómo? —Ni la vista misma ni aquello en lo cual se produce –lo que llamamos “ojo”– son el sol. —Claro que no. doctrina de las ideas. En términos generales distingue un ámbito de seres inteligibles (Ideas) y otro de seres visibles (las cosas múltiples). Las Ideas se piensan, las cosas se ven. De este modo, si podemos pensar en las cosas que vemos, es por intermedio de las Ideas. Las cosas que vemos no se piensan por sí mismas, pero están vinculadas realmente con las Ideas, lo que nos permite pensar en éstas los rasgos que encontramos en aquéllas. La distinción platónica es tajante y, en cierto modo, definitiva: sólo se piensa lo que es pensable, lo que tiene la forma del pensamiento. Lo que vemos, la imagen, no es pensable. Dicho de un modo más polémico: el objeto del pensamiento es un ser pensable, lo mismo que el objeto de la mirada es un ser visible. Las Ideas son siempre idénticas a sí mismas y por ello pensamos siempre lo mismo, las cosas visibles cambian y difieren. De este modo, sólo poseen los caracteres de la Idea de un modo derivado e imperfecto.
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—Pero es el más afín al sol, pienso, de los órganos que conciernen a los sentidos. —Con mucho. —Y la facultad que posee, ¿no es algo así como un fluido que le es dispensado por el sol? —Ciertamente. —En tal caso, el sol no es la vista pero, al ser su causa, es visto por ella misma.33 —Así es. —Entonces ya podéis decir qué entendía yo por el vástago del Bien, al que el Bien ha engendrado análogo a sí mismo. De este modo, lo que en el ámbito inteligible es el Bien respecto de la inteligencia y de lo que se intelige, esto es el sol en el ámbito visible respecto de la vista y de lo que se ve. —¿Cómo? Explícate. —Bien sabes que los ojos, cuando se los vuelve sobre objetos cuyos colores no están ya iluminados por la luz del día sino por el resplandor de la luna, ven débilmente, como si no tuvieran claridad en la vista. —Efectivamente. —Pero cuando el sol brilla sobre ellos, ven nítidamente, y parece como si estos mismos ojos tuvieran la claridad. —Sin duda. —Del mismo modo piensa así en lo que corresponde al alma: cuando fija su mirada en objetos sobre los cuales brillan la verdad (alétheia) y el ser (tò ón), intelige, conoce y parece tener inteligencia (noûs); pero cuando se vuelve hacia lo sumergido en la oscuridad, que nace y perece, entonces opina y percibe débilmente con opiniones que la hacen ir de aquí para allá, y da la impresión de no tener inteligencia. —Eso parece, en efecto. 33. Es preciso distinguir varios elementos. En primer lugar, la primacía de la visión en relación con los demás sentidos en la historia del pensamiento griego en particular y occidental en general: iluminación, claridad, evidencia, discernimiento… el idioma del pensamiento está contaminado de figuras ópticas y lumínicas (de manera extrema: “ser visible” es una sinécdoque de “ser sensible” en general, difícilmente un clásico nos hable de “seres tangibles o audibles”). En segundo lugar, el modo en que esta primacía óptica pasará a servir de modelo a partir del cual se piensa la intelección y se la opone a la visión, desvalorada en la comparación (las tres alegorías que aquí se presentan tan sólo son posibles por este medio: hacer explícito lo invisible por lo visible). Este movimiento es fundamental. Tomemos un caso ejemplar: el término “Idea” en el léxico griego corriente significa “figura, figura visible” (por ejemplo, un hombre de bella figura), y ocurrirá una verdadera apropiación filosófica de este término, que pasará a significar lo que no es visible, lo pensable. Vale la pena reflexionar aquí sobre el forzamiento que la filosofía debe imponer a las palabras para llevarlas a decir algo impensado hasta entonces para lo cual no existían medios. Consideremos lo que decíamos en la introducción: Platón afirma que el lenguaje nos inclina naturalmente hacia el señalamiento de lo que cambia y se ve, pero el pensamiento debe volverse hacia lo permanente e invisible. ¿Cómo se abrirá paso a través de las palabras, si no en cierto modo torciéndolas contra su propia inclinación? En tercer lugar, el desplazamiento de esquemas ópticos para determinar el pensamiento frente a lo visible, se afirma en una diferenciación al interior de lo visible: así lo visible es la copia, lo pensable lo original, o bien, lo visible es la sombra de lo inteligible, etc. La relación de dependencia que lo visible permite discernir entre una cosa y su sombra, entre un original y su copia, sirve a Platón para determinar la primera gran diferenciación de su pensamiento: la primacía ontológica de la Idea respecto de las cosas visibles, que dependen de aquélla para ser y para ser pensadas (dependencia ontológica y gnoseológica).
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I. Platón, entre lo visible y lo pensable
—Entonces lo que aporta la verdad a las cosas cognoscibles y otorga al que conoce el poder de conocer puedes decir que es la Idea del Bien. Y por ser causa de la ciencia y de la verdad, concíbela como cognoscible; y aun siendo bellos tanto el conocimiento como la verdad, si estimamos correctamente el asunto, tendremos a la Idea del Bien por algo distinto y más bello que ellas. Y así como dijimos que era correcto tomar a la luz y a la vista por afines al sol pero que sería erróneo creer que son el sol, análogamente ahora es correcto pensar que ambas cosas, la verdad y la ciencia, son afines al Bien, pero sería equivocado creer que una u otra fueran el Bien, ya que la condición del Bien es mucho más digna de estima.34 —Hablas de una belleza extraordinaria, puesto que produce la ciencia y la verdad, y además está por encima de ellas en cuanto a hermosura. Sin duda, no te refieres al placer. —¡Dios nos libre! Más bien prosigue examinando nuestra comparación (eikón). —¿De qué modo? —Pienso que puedes decir que el sol no sólo aporta a lo que se ve la propiedad de ser visto, sino también la génesis, el crecimiento y la nutrición, sin ser él mismo génesis. —Claro que no.
34. Los términos de la alegoría están así determinados: como el sol es a lo visible (la fuente de visibilidad), el Bien es a lo inteligible (la fuente de intelección). Empieza a aclararse aquí lo que Platón entiende por “Bien”. Es la luz de lo inteligible, lo que hace posible la inteligencia de las cosas inteligibles y por lo tanto el conocimiento y la verdad. Como se ve, la correspondencia estructural entre lo óptico y el pensamiento llega muy lejos. No se limita a enunciar la relación: para la visión existe lo visible/para la intelección, lo inteligible. Ya que a su vez permite pensar el nexo, el “medio fluido”, entre el ojo y lo que se ve, como siendo por sí mismo algo de una naturaleza especial: luz. Lo que hace ver o es causa del encuentro de la visión y lo visible tendrá en el ámbito inteligible su correspondencia estructural. Como el sol emana la luz, el Bien es este principio o causa de la verdad, irreductible a la inteligencia y a lo inteligible (porque la verdad es el encuentro de ambos). Pero la correspondencia llega más lejos todavía. Si decimos que hay un ámbito visible, que es uno, a pesar de las variadas cosas visibles, éste queda unificado por la visibilidad. La luz es común a lo que se ve: una luz, la misma, para muchas cosas, que tienen en común: ser visibles. Un perro, un gato, un árbol, son seres visibles sin dejar de ser vistos como perro, gato o árbol (al contrario: son visibles como tales por el mismo principio, mientras que de noche las diferencias se borran). De igual modo habrá que pensar el Bien no sólo como el medio o nexo entre la inteligencia y lo inteligible, sino también como lo que establece la comunicación entre las cosas inteligibles entre sí, de modo que haya un ámbito unificado para todas ellas. En este sentido, cada una de ellas es pensable por sí misma en su verdad (como lo Bello, lo Justo, etc.), pero todas ellas están comunicadas por un mismo principio que las hace pensables en general. El Bien en sí es el fundamento de inteligibilidad de lo inteligible en particular (permite identificar cada Idea), pero, sobre todo, unifica y articula la totalidad de lo inteligible, haciendo así posible la ciencia. Pues sólo hay ciencia si la inteligencia puede conocer de un modo articulado las cosas inteligibles, así como la visión no se reduce a ver una sola cosa, sino que consiste en la integridad del ámbito visible. Si pensar algo supone el encuentro de la inteligencia y eso que se piensa, la ciencia supone la comunicación de lo inteligible con lo inteligible para la inteligencia. No sólo la inteligencia piensa por el Bien, sino que se constituye en ciencia afirmándose en este principio. No es poco decir que el Bien de cada cosa radica en su capacidad de ser pensadas y conocidas en su verdad y el Bien Común, en la articulación racional de la realidad. Esto sólo un filósofo lo diría. Buscábamos conocer el Bien Común y nos encontramos con que el Bien es lo que comunica lo inteligible con lo inteligible, es decir, lo que constituye el ámbito común de los seres inteligibles. Hay Bien porque es posible la verdad para la inteligencia. La inteligencia no es buena por sí misma, sino en tanto accede a la verdad. Las cosas no son buenas por sí mismas, sino en cuanto están constituidas de un modo inteligible.
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—Y así dirás que a las cosas cognoscibles les viene del Bien no sólo el ser conocidas, sino también de él les llega el ser (tò eînai) y la esencia (ousía), aunque el Bien no sea esencia, sino algo que se eleva más allá de la esencia en cuanto a dignidad y a potencia.35 35. Que las cosas visibles son visibles por el sol significa así dos cosas: no sólo el carácter de visibles les viene de la luz, sino también su carácter de ser (tener génesis, nacer, devenir). Hay una simetría estricta entre el ser de lo visible y ser-visible: el mismo principio que las hace visibles las hace ser (lo que permite situarlas en un mismo ámbito de realidad). Lo mismo deberá decirse del ámbito de las esencias: la Idea tiene su ser esencial no menos que su inteligibilidad a partir de la misma fuente: el Bien. Por eso hace posible pensar y conocer, porque es aquello que hay de pensable en cada ser, aquello que brilla para la inteligencia, es decir, la identidad. Identidad se opone a génesis; de este modo, si el sol es fuente de génesis, el Bien es fuente de identidad. Vemos lo que tiene génesis, pensamos lo que tiene identidad. Para la Idea, como quería Parménides para el ser, debe valer el siguiente principio: “Es lo mismo para pensar y para ser”. Ahora bien, de aquí no debe concluirse que haya sólo un ser que es inteligible. El Bien es el fundamento por el cual cada una de las Ideas es un ser inteligible por sí mismo. Pero el Bien no se confunde con la esencia que hace posible, como el sol no se confunde con la génesis que hace posible. La cosa es visible, no es luz. La Idea es buena (inteligible), no es el Bien (fuente de inteligibilidad.) Es buena porque puede ser pensada en la identidad de su ser. De este modo, el Bien está presente en cada Idea de modo absoluto. Lo Bello en sí es absolutamente bueno en cuanto es absolutamente bello, es el bien máximo al que se puede aspirar en cuanto a belleza concierne. Vale así como modelo. Es la identidad de la belleza, como hay la identidad de la justicia. El principio es el mismo, es común (la identidad), para las Ideas distintas. Lo que está en juego es la unidad de lo real y hasta qué punto esta unidad de lo real puede “lastrar” la multiplicidad, en este caso, de las Ideas. ¿Hay una sola realidad para las muchas cosas? Hay una totalidad de lo que es, así es una cierta unidad: unidad de lo múltiple. Cada Idea unifica una multitud de cosas sensibles. Pero hay muchas Ideas, lo que exige un principio único que explique lo que todas ellas tienen en común. Esto común, el Bien, no puede ser la esencia de las cosas inteligibles. Si lo fuera, las Ideas no serían seres esenciales. El Bien sería como una Idea de Idea, la esencia de las Ideas, que sustraería la identidad de las diferentes Ideas. Si a esto lo llevamos al extremo, habríamos de concluir en que lo que es común a cada Idea es como tal el hecho de Ser. Pero entonces tan sólo el ser sería pensable. Los términos universales perderían su respaldo ontológico (si la esencia de lo real es ser, entonces “ser justo” no es esencial). Es el problema de Parménides que Platón intenta resolver. Acaso pagando el precio del lenguaje alegórico que utiliza. ¿Este principio que permite pensar “lo que es”, a su vez, “es”? ¿La fuente de unidad es uno? Platón parece concluir afirmativamente en este diálogo. Necesita afirmar la realidad suprema de aquello que permite pensar la realidad. En el Parménides, Platón discutirá fuertemente la posibilidad de que este principio unificante sea, a su vez, un ser que subsiste por sí mismo. Aquí se dice que es en un sentido eminente (“se eleva más allá de la esencia”) y en un sentido negativo (“no es una esencia”): dos tendencias que la tradición neoplatónica llevará al extremo. El “ser supremo” se hace difícil de nombrar, según declaraba Sócrates al principio de la alegoría. El problema sigue siendo éste: si lo múltiple es uno, si lo real constituye un todo, entonces puede ser pensado, a partir de un principio común. En la unificación o totalización, una filosofía clásica se juega su última carta. Es la piedra fundamental, en sentido arquitectónico, el fundamento: si no el edificio se desploma, como una multitud dispersa de escombros y no como la unidad orgánica de lo múltiple. Lo mínimo que podemos concluir es que “lo que es” se dice en tres sentidos distintos: 1) de las cosas visibles, que son el máximo de multiplicidad y de irracionalidad, 2) de las Ideas, cuya multiplicidad ya ha encogido, en cada una, una multiplicad de cosas visibles, 3) del Bien Común, que fundamenta la unidad de lo real. No se dice del Bien que es en el mismo sentido que de la Idea. Hay, por lo menos, tres modos de ser. De la cosa visible se dice que es un ser relacional, semejante a una Idea. De la Idea se dice que es un ser en sí, idéntico. Del Bien se dice que es de un modo, por lo menos, problemático: “no es una esencia”, “se eleva más allá de la esencia”. Si prestamos atención: se dice que es en un sentido eminente (“se eleva más allá”) y en un sentido negativo (“no es una esencia”). La tradición neoplatónica seguirá estos dos caminos para poder pensar este fundamento, real pero más que real y por lo tanto distinto. Un supra-ser o un no-ser. Citemos un caso que habla por sí mismo: “Trinidad supraesencial, supradivina, suprabuena, que
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I. Platón, entre lo visible y lo pensable
Y Glaucón se echó a reír: —¡Por Apolo!, exclamó. ¡Qué elevación demoníaca! —Tú eres culpable –repliqué–, pues me has forzado a decir lo que pensaba sobre ello.
Alegoría de la línea (República, 509d-511e) —Piensa entonces, como decíamos, cuáles son los dos que reinan: uno, el del género y ámbito inteligibles; otro, el del visible... ¿Captas estas dos especies, la visible y la inteligible? —Las capto. —Toma ahora una línea dividida en dos partes desiguales; divide nuevamente cada sección según la misma proporción, la del género de lo que se ve y otra la del que se intelige, y tendrás distinta oscuridad y claridad relativas; así tenemos primeramente, en el género de lo que se ve, una sección de imágenes. Llamo “imágenes” en primer lugar a las sombras, luego a los reflejos en el agua y en todas las superficies que, por su constitución, son densas, lisas y brillantes, y a todo lo de esa índole. ¿Te das cuenta? —Me doy cuenta. —Pon ahora la otra sección de la que ésta ofrece imágenes, a la que corresponden los animales que viven en nuestro derredor, así como todo lo que crece, y también el género íntegro de cosas fabricadas por el hombre. —Pongámoslo. —¿Estás dispuesto a declarar que la línea ha quedado dividida, en cuanto a su verdad y no verdad, de modo tal que lo opinable es a lo cognoscible como la copia es a aquello de lo que es copiado?36 orientas la Sabiduría de los cristianos acerca de lo divino, condúcenos a la cima más alta, supraincognoscible y supraluminosa… donde lo suprarresplandeciente se supramanifiesta… es preciso establecer y afirmar sobre ella –en tanto es causa de todo– todas las posiciones de los seres, pero, mejor aún, es preciso negarlas a todas –en tanto planea más allá de todo–, y no considerar que las negaciones son contrarias a las afirmaciones, sino que ella misma, que está más allá de toda ablación y de toda posición, está más allá de las privaciones”, PseudoDionisios, Sobre la teología mística, 997a. La respuesta irónica de Glaucón a Sócrates vale por anticipado para toda la tradición neoplatónica y mística que funda: “¡Por Apolo! ¡Qué elevación demoníaca!”. 36. A partir del mismo esquema alegórico de articulación, Platón realiza un giro epistemológico, es decir que pasa concentrarse en el tipo de acceso cognoscitivo que tenemos a cada tipo de realidad. Son como “grados de saber”: conocemos los seres inteligibles, tan sólo opinamos acerca de los seres visibles. Ésta es la primera gran división de la línea y nos permitirá decir que sólo hay verdad de aquello de lo que tenemos conocimiento, pero la mera opinión no implica verdad. No niega Platón con esto que pueda haber una “opinión verdadera”. Pero en todo caso la opinión verdadera se determina en su verdad por algo que ella no posee, a saber, el conocimiento que podrá determinar si una opinión es verdadera o no. La división epistemológica central es pues: conocimiento o ciencia (episteme) y opinión (doxa). Hay opinión de los seres visibles; ciencia de los seres inteligibles. Se ve, entonces, que es sobre la “naturaleza” del objeto que se funda el tipo de acceso cognoscitivo. En otras palabras: no se trata de que algunos opinan y otros conocen los mismos objetos, por ejemplo, las plantas. De las plantas que vemos sólo es posible opinar. De los seres inteligibles es posible el conocimiento. Si hay un giro epistemológico, pues, éste se funda en las clases de seres que concibe Platón. Hay una ontología y, a partir de ella, una epistemología. Así, el mundo visible se divide en dos: sombras-reflejos y cosas naturales o artificiales; si de todos ellos sólo hay mera opinión, como mostrará más abajo, de los primeros la opinión es conjetural (del reflejo de una planta conjeturamos que es el reflejo de una planta), en cambio creemos que una
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—Estoy muy dispuesto. —Ahora examina si no hay que dividir también la sección de lo inteligible. —¿De qué modo? —De éste. Por un lado, en la primera parte de ella, el alma, sirviéndose de las cosas antes imitadas como si fueran imágenes, se ve forzada a indagar a partir de supuestos, marchando no hasta un principio (arkhé) sino hacia una conclusión. Por otro lado, en la segunda parte, avanza hasta un principio no supuesto, partiendo de un supuesto y sin recurrir a imágenes –a diferencia del otro caso–, efectuando el camino con Ideas mismas y por medio de Ideas. —No he aprehendido suficientemente esto que dices. —Pues veamos nuevamente; será más fácil que entiendas si te digo esto antes. Creo que sabes que los que se ocupan de geometría y de cálculo suponen lo impar y lo par, las figuras y tres clases de ángulos y cosas afines, según lo que investigan en cada caso. Como si las conocieran, las adoptan como supuestos, y de ahí en adelante no estiman que deban dar cuenta de ellas ni a sí mismos ni a otros, como si fueran evidentes a cualquiera, antes bien, partiendo de ellas atraviesan el resto de modo consecuente, para concluir en aquello que proponían al examen. —Sí, esto lo sé. —Sabes, por consiguiente, que se sirven de figuras visibles y hacen discursos acerca de ellas, aunque no pensando en éstas sino en aquellas cosas a las cuales éstas se parecen, discurriendo en vista al Cuadrado en sí y a la Diagonal en sí, y no en vista de la que dibujan, y así con lo demás. De las cosas mismas que configuran y dibujan hay sombras e imágenes en el agua, y de estas cosas que dibujan se sirven como imágenes, buscando divisar aquellas cosas en sí que no podrían ver de otro modo que con el pensamiento. —Dices verdad. —A esto me refería como la especie inteligible. Pero en ésta su primera sección, el alma se ve forzada a servirse de supuestos en su búsqueda, sin avanzar hacia un principio, por no poder remontarse más allá de los supuestos. Y para eso usa como imágenes a los objetos que abajo eran imitados, y que habían sido conjeturados y estimados como claros respecto de los que eran sus imitaciones. —Comprendo que te refieres a la geometría y a las artes afines. —Comprende entonces la otra sección de lo inteligible, cuando afirmo que en ella la razón misma aprehende, por medio de la facultad dialéctica, y hace de los supuestos no principios sino realmente supuestos, que son como peldaños y trampolines hasta el principio del todo, que es no supuesto, y, tras aferrarse a él, ateniéndose a las cosas que de él dependen, desciende hasta una conclusión, sin servirse para nada de lo sensible, sino de Ideas, a través de Ideas y en dirección a Ideas, hasta concluir en Ideas. —Comprendo, aunque no suficientemente, ya que creo que tienes en mente una tarea enorme: quieres distinguir la sección del ser y de lo inteligible contemplado por la ciencia dialéctica, estaplanta es una planta. Pero todavía no la conocemos, pues saber “¿qué es una planta?” exige un conocimiento universal, que sólo es posible a partir de las Ideas. La jerarquía del saber va pareja a la jerarquía de los seres. A partir de esto, la línea dividida nos da un modelo analógico muy sencillo: como A es a B, B es a C. Como la sombra es a la cosa sensible, ésta es a la Idea. Pero también, como la conjetura es a la creencia, la opinión es a la ciencia. Luego, la opinión es a lo visible, como la ciencia a lo inteligible.
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bleciendo que es más claro que lo estudiado por las llamadas “artes”, para las cuales los supuestos son principios. Y los que los estudian se ven forzados a estudiarlos por medio del pensamiento discursivo (diánoia), aunque no por los sentidos. Pero a raíz de no hacer el examen avanzando hacia un principio sino a partir de supuestos, te parece que no poseen inteligencia (noûs) acerca de ellos, aunque sean inteligibles junto a un principio. Y creo que llamas “pensamiento discursivo” al estado mental de los geómetras y similares, pero no “inteligencia” como si el pensamiento discursivo fuera algo intermedio entre la opinión y la inteligencia.37 —Entendiste perfectamente. Y ahora aplica a las cuatro secciones estas cuatro afecciones que se generan en el alma; inteligencia (nóesis), a la suprema; pensamiento discursivo (diánoia), a la segunda; a la tercera asigna la creencia (pístis), y a la cuarta la conjetura (eikasía), y ordénalas proporcionadamente, considerando que cuanto más participen de la verdad, tanto más participan de la claridad. —Entiendo, y estoy de acuerdo en ordenarlas como dices. 37. Aquí Platón establece una jerarquía netamente epistemológica, al menos a primera vista. En efecto, tanto el pensamiento discursivo como el pensamiento dialéctico se dirigen a la misma clase de seres: las Ideas. En este sentido, ambas participan del ámbito epistémico. ¿Por qué entonces se traza esta división y por qué la dialéctica es jerárquicamente superior al pensamiento discursivo, que no posee inteligencia (noûs)? El pensamiento discursivo, como la geometría, por un lado, tiene a las Ideas como supuestos no demostrados, por el otro, utiliza imágenes representativas de aquello en lo que piensa. Lo que le falta por un lado, la demostración puramente intelectual de lo que da por supuesto (el cuadrado en sí, el triángulo en sí), se completa por el otro, con el trazado de la imagen (este cuadrado, este triángulo), para “ayudar” al pensamiento a sacar sus conclusiones. Necesita de la imagen tanto como le falta el fundamento. Esta suerte de pobreza intelectual que permite diferenciar las artes matemáticas de la dialéctica filosófica, sin embargo, no carece de un sentido ontológico, más allá de la diferencia de método. El pensamiento discursivo es como una actividad mixta, a mitad de camino entre la ciencia pura y la opinión (y Platón no dejará de denunciar el uso de terminología pragmática en geometría, en lugar de terminología puramente científica: “cuadrar”, “construir”, “añadir”, República, 511a). Por un lado, se relaciona con seres visibles artificiales. Por el otro, no tiene acceso al fundamento del conocimiento y de la realidad de las Ideas. Como dirá más abajo, este fundamento es el Bien. Cfr. República, 534e. Pero el Bien en sí, como veíamos, es un ser a partir del cual tienen su ser y su identidad las Ideas. De este modo, la diferencia epistemológica se articula aun sobre una diferencia ontológica, por mucho que ambas actividades se dirijan a la misma clase de seres… menos uno: que no es ni más ni menos que el ser supremo. En la alegoría inmediatamente anterior, el Bien emitía la luz de la verdad. Sin ella, el alma no puede “ver” la idea por sí misma. La relación que tiene con la Idea el pensamiento discursivo es, pues, indirecta (sus afirmaciones son meramente condicionales: si es verdadero el supuesto P, entonces Q) y, sobre todo, parcial. No posee la articulación racional del ámbito inteligible, de modo que no puede moverse en el ámbito del puro pensamiento (noûs). Esto la imposibilita de realizar el movimiento de la ciencia dialéctica, que consiste en pasar de Ideas a Ideas a partir de un principio no supuesto, sin recurrir para ello a ninguna imagen. Pero además sin el Bien, ha dicho Platón, todo el conocimiento carece de valor. La ciencia discursiva es tan sólo un peldaño hacia arriba, pero, por sí misma, se detiene y desciende demasiado pronto. Tiene de positivo la dirección hacia lo inteligible (nos muestra cómo lo sensible puede pensarse a partir de lo inteligible, ser racionalizado, medido), es así como un momento necesario pero insuficiente en la educación-elevación del alma. De modo que recibe su valor de otro lado. Ella misma debe articular con un saber superior y estar subordinada a él. Así como todo lo real se subordina al Bien, que unifica o totaliza la realidad y le da su valor, cada actividad humana, incluido el pensamiento discursivo, se someterá a la ciencia dialéctica, que es, como dirá Platón, “sinóptica”: se eleva hasta el fundamento de lo que es (el Bien) y realiza la unificación de los saberes, tanto como la unificación de las actividades humanas en general, en su descenso, que expresa la efectividad política de la filosófica: la filosofía ha de organizar la totalidad de las prácticas en el seno de la ciudad.
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Alegoría de la caverna (República, 514a-520d). —Después de esto –proseguí– compara nuestra naturaleza respecto de su educación y su falta de educación con una experiencia como ésta. Represéntate hombres en una morada subterránea en forma de caverna, que tiene la entrada abierta, en toda su extensión, a la luz. En ella están desde niños con las piernas y el cuello encadenados, de modo que deben permanecer allí y mirar sólo delante de ellos, porque las cadenas les impiden girar en derredor la cabeza. Más arriba y más lejos se halla la luz de un fuego que brilla detrás de ellos; y entre el fuego y los prisioneros hay un camino más alto, junto al cual imagínate un tabique construido de lado a lado, como el biombo que los titiriteros levantan delante del público para mostrar, por encima del biombo, los muñecos. —Me lo imagino. —Imagínate ahora que, del otro lado del tabique, pasan sombras que llevan toda clase de utensilios y figurillas de hombres y otros animales, hechos en piedra y madera y de diversas clases; y entre los que pasan unos hablan y otros callan. —Extraña comparación haces y extraños son esos prisioneros. —Pero son como nosotros. Pues en primer lugar, ¿crees que han visto de sí mismos, o unos de los otros, otra cosa que las sombras proyectadas por el fuego en la parte de la caverna que tienen frente a sí?38 —Claro que no, si toda su vida están forzados a no mover las cabezas. —¿Y no sucede lo mismo con los objetos que llevan los que pasan del otro lado del tabique? —Indudablemente. —Pues entonces, si dialogaran entre sí, ¿no te parece que entenderían estar nombrando a los objetos que pasan y que ellos ven? —Necesariamente. —Y si la prisión contara con un eco desde la pared que tienen frente a sí, y algunos de los que pasan del otro lado del tabique hablaran, ¿no piensas que creerían que lo que oyen proviene de la sombra que pasa delante de ellos? 38. La compartimentación o estratificación de lo real según los ejes bajo-alto y sombra-luz no señala sólo una situación “epistemológica” de los hombres: permite definirlos en particular y comunitariamente como prisioneros. En Cratilo, 400c, se dice que sôma no significa tan sólo “cuerpo” sino también “celda” y que el cuerpo encadena el alma. Encadenado en un mundo de sombras y apariencias efímeras, esta situación de ignorancia conlleva una dimensión ética y política que la alegoría intenta sacar a relucir. Compárese con lo dicho en República, 586a: “Como si fueran animales, miran siempre para abajo, inclinándose sobre la tierra, y devoran sobre las mesas, comiendo y copulando; y en su codicia por estas cosas se patean y cornean unos a otros con cuernos y pezuñas de hierro, y debido a su voracidad insaciable se matan, dado que no satisfacen con cosas reales la irreal parte de sí mismos que las recibe./ —Como un oráculo, Sócrates –dijo Glaucón–, describes el modo de vida de la mayoría. / —Y es forzoso que los placeres con los cuales viven estén mezclados con penas y que sean como imágenes y pinturas sombreadas del verdadero placer, que toman color al yuxtaponer los unos a las otras, de modo tal que unos y otras parecen intensos, y que dichos placeres procrean en los insensatos amores enloquecedores por los cuales combaten, tal como cuenta Estesícoro que se combatía en Troya por el fantasma de Helena”. La inclinación hacia lo bajo, la primacía del componente animal en el hombre, exacerbado por el carácter de imágenes o sombras de aquellos objetos que toman por bienes, compone un cuadro según el cual la mayoría es como prisionera de aquello que desea. El carácter irreal o falso del objeto opera como un principio de insatisfacción permanente, cuya consecuencia es el exceso y la violencia.
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I. Platón, entre lo visible y lo pensable
—¡Por Zeus que sí! —¿Y que los prisioneros no tendrían por real otra cosa que las sombras de los objetos artificiales transportados? —Es de toda necesidad. —Examina ahora el caso de una liberación de sus cadenas y de una curación de su ignorancia, qué pasaría si naturalmente les ocurriese esto: que uno de ellos fuera liberado y forzado a levantarse de repente, volver el cuello y marchar mirando a la luz y, al hacer todo esto, sufriera y a causa del encandilamiento fuera incapaz de percibir aquellas cosas cuyas sombras había visto antes. ¿Qué piensas que respondería si se le dijese que lo que había visto antes eran fruslerías y que ahora, en cambio, está más próximo a lo real, vuelto hacia cosas más reales y que mira correctamente? Y si se le mostrara cada uno de los objetos que pasan del otro lado del tabique y se lo obligara a contestar preguntas sobre lo que son, ¿no piensas que se sentirá en dificultades y que considerará que las cosas que antes veía eran más verdaderas que las que se le muestran ahora? —Mucho más verdaderas. —Y si se le forzara a mirar hacia la luz misma, ¿no le dolerían los ojos y trataría de eludirla, volviéndose hacia aquellas cosas que podía percibir, por considerar que éstas son realmente más claras que las que se le muestran? —Así es. —Y si a la fuerza se lo arrastrara por una escarpada y empinada cuesta, sin soltarlo antes de llegar hasta la luz del sol, ¿no sufriría acaso y se irritaría por ser arrastrado y, tras llegar a la luz, tendría los ojos llenos de fulgores que le impedirían ver uno solo de los objetos que ahora decimos que son los verdaderos? —Por cierto, al menos inmediatamente. —Necesitaría acostumbrarse, para poder llegar a mirar las cosas de arriba. En primer lugar miraría con mayor facilidad las sombras, y después las figuras de los hombres y de los otros objetos reflejados en el agua, luego los hombres y los objetos mismos. A continuación contemplaría de noche lo que hay en el cielo y el cielo mismo, mirando la luz de los astros y la luna más fácilmente que, durante el día, el sol y la luz del sol. —Sin duda. —Finalmente, pienso, podría percibir el sol no ya en imágenes en el agua o en otros lugares que le son extraños, sino contemplarlo como es en sí y por sí, en su propio ámbito. —Necesariamente. —Después de lo cual concluiría, con respecto al sol, que es lo que produce las estaciones y los años y que gobierna todo en el ámbito visible y que de algún modo es causa de las cosas que ellos habían visto. —Es evidente que, después de todo esto, arribaría a tales conclusiones. —Y si se acordara de su primera morada, del tipo de sabiduría existente allí y de sus entonces compañeros de cautiverio, ¿no piensas que se sentiría feliz del cambio y que los compadecería? —Por cierto. —Respecto de los honores y elogios que se tributaban unos a otros, y de las recompensas para aquel que con mayor agudeza divisara las sombras de los objetos que pasaban detrás del tabique, y para el que mejor se acordase de cuáles habían desfilado habitualmente antes y cuáles 46
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después, y para aquel de ellos que fuera capaz de adivinar lo que iba a pasar, ¿te parece que estaría deseoso de todo eso y que envidiaría a los más honrados y poderosos entre aquellos? ¿O más bien no le pasaría como al Aquiles de Homero, y “preferiría ser un labrador que fuera siervo de un hombre pobre” o soportar cualquier otra cosa antes que volver a su anterior modo de opinar y a aquella vida?39 —Así creo también yo, que padecería cualquier cosa antes que soportar aquella vida. —Piensa ahora esto: si descendiera nuevamente y ocupara su propio asiento, ¿no tendría ofuscados los ojos por las tinieblas, al llegar repentinamente del sol? —Sin duda. —Y si tuviera que discriminar de nuevo aquellas sombras, en ardua competencia con aquellos que han conservado en todo momento las cadenas, y viera confusamente hasta que sus ojos se reacomodaran a ese estado y se acostumbraran en un tiempo nada breve, ¿no se expondría al ridículo y a que se dijera de él que, por haber subido hasta lo alto, se había estropeado los ojos, y que ni siquiera valdría la pena intentar marchar hacia arriba? Y si intentase desatarlos y conducirlos hacia la luz, ¿no lo matarían, si pudieran tenerlo en sus manos y matarlo?40 39. La inversión de las palabras de Aquiles puede ayudarnos a pensar la transformación espiritual que media entre su inscripción en el texto homérico (“no intentes consolarme de la muerte, noble Odiseo. Preferiría estar sobre la tierra y servir en casa de un hombre pobre, aunque no tuviera gran hacienda, que ser soberano y reinar sobre todos los muertos”, Odisea, 11.488-92), que en todo caso expresa el apego a la vida sensible, aun más allá de toda dignidad (mejor esclavo que muerto, pero mejor rey que esclavo), y un pensamiento ético que llega incluso a cuestionarse si esta vida sensible, definida por la falsedad o la distorsión, no es como una muerte de la que es preciso librarse. Considérense las palabras de Sócrates en Apología, 40 c-d: “La muerte es una de estas dos cosas: o bien el que está muerto no es nada ni tiene sensación de nada, o bien, según se dice, la muerte es precisamente una transformación, un cambio de morada para el alma”. En ambos casos, la muerte es un estado preferible a esa “noche” que es la vida. La mera vida sensible es tematizada como algo “carente de valor” (“a mí la muerte, si no resulta un poco rudo decirlo, me importa un bledo”, Apología, 32d), y hemos visto que nada posee valor sin el Bien. Dirigirse al Bien implicará una transformación o liberación, que puede pensarse según dos direcciones: en esta alegoría, como lo que propicia la educación, cuya coronación filosófica nos pone en contacto con el fundamento del valor y, en textos como Fedón, directamente con la muerte, instancia en que las almas dejan los cuerpos y pueden acceder a una intelección directa de las Ideas, sin la mediación del cuerpo. Si la primera opción parece menos radical, téngase en cuenta que “es imposible que el pueblo sea filósofo” y que esta “valoración” de la vida según la relación con el Bien operará como principio de división al interior de la sociedad y así de selección de la jerarquía política: “Vosotros, todos cuantos habitáis en el Estado, sois hermanos. Pero el dios que os modeló puso oro en la mezcla con que se generaron cuantos de vosotros son capaces de gobernar, por lo cual son los que más valen; plata, en cambio, en la de los guardias, y hierro y bronce en la de los labradores y demás artesanos”, República, 415a. 40. Sobre la ridiculez del filósofo, se trata de una nota satírica que se remonta a Tales de Mileto, que habría caído en un pozo por mirar hacia las estrellas y no ocuparse de este mundo. Se decía de los filósofos naturalistas que no amaban a su patria ni a los dioses locales. La muerte en manos del pueblo, sin embargo, parece una clara alusión al destino de Sócrates. Si en ambos casos se alude a una diferencia en el modo de vivir de los filósofos, que implica cierto desapego con las cosas de este mundo (mirar hacia arriba), el caso de Sócrates, que tanto ha influido en la concepción de la polis que tendrá Platón, define un tipo filosófico que “vuelve los ojos desde lo alto” para ocuparse de sus contemporáneos y colaborar con su mejoramiento. Incluso en la Apología, Sócrates manifestará su desprecio por el tipo de ocupación de la filosofía naturalista (el Sol, las estrellas, etc.), en tanto carente de interés político y ético. La trascendencia de los valores ético-políticos supone de parte de Sócrates una depreciación del conocimiento de la naturaleza, inscripta en el ámbito de lo visible.
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—Seguramente. —Pues bien, querido Glaucón, debemos aplicar íntegra esta alegoría a lo que anteriormente ha sido dicho, comparando la región que se manifiesta por medio de la vista con la morada-prisión, y la luz del fuego que hay en ella con el poder del sol; compara, por otro lado, el ascenso y contemplación de las cosas que hay arriba con el camino del alma hacia el mundo inteligible, y no te equivocarás en cuanto a lo que estoy esperando, y que es lo que deseas oír. Dios sabe si esto es realmente cierto; en todo caso, lo que a mí me parece es que lo que dentro de lo cognoscible se ve al final, y con dificultad, es la idea del Bien. Una vez percibida, ha de concluirse que es la causa de todas las cosas rectas y bellas, que en el ámbito visible ha engendrado la luz y al señor de ésta, y que en el ámbito inteligible es señora y productora de la verdad y de la inteligencia, y que es necesario tenerla en vista para obrar con sabiduría tanto en lo privado como en lo público. —Comparto tu pensamiento, en la medida en que me es posible. —Mira también si lo compartes en esto: no hay que asombrarse de que quienes han llegado allí no estén dispuestos a ocuparse de los asuntos humanos, sino que sus almas aspiran a pasar el tiempo arriba; lo cual es natural, si la alegoría es correcta también en esto. —Muy natural. —Tampoco sería extraño que alguien que de contemplar las cosas divinas pasara a las humanas se comportase desmañadamente y quedara en ridículo por ver de modo confuso y, no acostumbrado aún en forma suficiente a las tinieblas circundantes, se viera forzado, en los tribunales o en cualquier otra parte, a disputar sobre sombras de justicia o sobre las figurillas de las cuales hay sombras, y a reñir sobre esto del modo en que esto es discutido por quienes jamás han visto la Justicia en sí.41 Hay en el hombre un principio de trascendencia, “algo divino”, que no puede explicarse por la génesis de los seres materiales que sólo da cuenta de su dimensión corporal, animal. Ese “volver desde lo alto” (que no son las estrellas) tiene por objeto ocuparse del modo en que la dimensión trascendente se inscribe en los cuerpos de los ciudadanos, en otras palabras, si el principio intelectivo del alma gobierna el cuerpo y los principios apetitivos. Se dice en República, 430e: “Pero eso de ser dueño de sí mismo ¿no es ridículo? Porque quien es dueño de sí mismo es también esclavo de sí mismo, por lo cual el que es esclavo es también dueño. Pues en todos estos casos se habla de la misma persona”. El hombre es así como un ser escindido y se trata de determinar el tipo de primacía que debe reinar entre las partes. El hombre definido por sus caracteres animales, apetitivos, será precisamente un “invertido”, en el sentido de que lo bajo gobierna lo alto (por ejemplo, pone la inteligencia al servicio de la obtención de placeres o riquezas). La igualación o inversión de lo animal y lo trascendente tiene según Platón su expresión política en la democracia, en tanto lo más bajo del pueblo impone su irracionalidad al todo: “Tal como dice el proverbio, realmente ‘las perras llegan ser como sus amas’ y así también los caballos y los asnos se acostumbran a andar con toda libertad y solemnidad, atropellando a quien les salga al paso si no se hace a un lado”, República, 563c. Se ve cómo, por un lado, se piensa la relación del hombre consigo mismo en términos políticos (gobernarse a sí mismo), y a su vez, la comunidad política como constituida tal como un hombre, con su parte intelectiva que debe gobernar, su parte “irascible” que debe ejercer de guardián al servicio de la inteligencia contra la parte apetitiva: las castas políticas se corresponden a las partes que Platón distingue en el alma humana. Finalmente, es el hombre que se gobierna a sí mismo, según la inteligencia, el que podrá gobernar a los otros trasladando a la polis el mismo principio. 41. Nuevamente la muerte de Sócrates puede dar cuenta de esa diferencia que en vida hace del filósofo un tipo extraño. Pero el punto notable es aquí la puesta en cuestión de los tribunales de justicia. No se trata de decir “los hombres se equivocan o tuercen interesadamente la verdad, en sus juicios”, sino de una separación drástica entre el ámbito de la verdad, iluminado por lo que es Justo en sí, y el ámbito de la polis histórica, que no está fundada
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—De ninguna manera sería extraño. —Pero si alguien tiene sentido común, recuerda que los ojos pueden ver confusamente por dos tipos de perturbaciones: una al trasladarse de la luz a la tiniebla, y otra de la tiniebla a la oscuridad. Y si reflexionamos que lo propio sucede con el alma, cuando vea a un alma turbada y en dificultad para discernir los objetos, en vez de burlarse insensatamente habrá de examinar si es que al salir de una vida luminosa ve confusamente por falta de hábito o si, viniendo de una mayor ignorancia hacia lo más luminoso, es obnubilada por el resplandor. Así, en un caso se felicitará de lo que le sucede y de la vida a que accede, mientras en el otro se apiadará, y, si se quiere reír de ella, su risa será menos absurda que si se descarga sobre el alma que desciende desde la luz. —Lo que dices es razonable. —Debemos considerar entonces, si esto es verdad, que la educación no es como la proclaman algunos. Afirman que cuando la ciencia no está en el alma ellos la ponen, como si se pusiera la vista en ojos ciegos. —Afirman eso, en efecto. —Pues bien, el presente argumento indica que en el alma de cada uno hay el poder de aprender y el órgano para ello, y que, así como el ojo no puede volverse hacia la luz y dejar las tinieblas si no gira todo el cuerpo, del mismo modo hay que volverse desde lo que tiene génesis con toda el
sobre lo verdadero y universal, sino sobre lo particular y privado. Cfr Apología, 41d: “Ellos no me acusaron ni condenaron… sino creyendo que me hacían daño”. La justicia de la polis no participa (sino azarosamente) de la Justicia en sí. Tan sólo ve “sombras de justicia”. Se establece así como un “metatribunal”, el de la verdad, para juzgar el tribunal político. En su alegato, Sócrates defiende su práctica ante la verdad y es en aquélla que funda su inocencia tanto como pone en tela de juicio el tribunal y la sentencia que, por lo demás, caerá tan sólo sobre su cuerpo: “No existe mal alguno para el hombre bueno, ni cuando vive ni después de muerto”. Vivo/no vivo no indica una diferencia de valor fundamental, sino bueno-no bueno. Ninguno de los aparentes males de la vida puede implicar un daño para el que conoce el Bien, que los desprecia. Y aunque toda la comunidad juzgue o ridiculice su modo de vida, hasta el punto de matarlo, cabe destacar otra diferencia notable: la valoración de sí mismo por la interioridad. La diferencia entre lo que uno es y lo que uno parece ser se traza aquí con la mayor firmeza. Algunos autores, como Dodds, lo explican en un movimiento que va “de la cultura de la vergüenza a la cultura de la culpa”, Cfr. Dodds, E.: Los griegos y lo irracional, Madrid, Alianza, 1994. Por ejemplo, la figura del daimón socrático que habla al interior de sí como una suerte de “voz de la conciencia” e impide a su portador realizar determinadas acciones éticamente cuestionables, se opone al “juicio de la mirada ajena”, constitutivo de la identificación comunitaria de la polis, pasatiempo de comadronas, dirá Platón, que permite al sofista Trasímaco, en el inicio de la República, decir que un hombre es malo o injusto en la medida en que los otros lo encuentren tal, en tanto no existe un Bien en sí mismo o un criterio de valor objetivo y universal. Se toma la leyenda del anillo de Giges, que hace invisible a su portador y por tanto inmune al enjuiciamiento comunitario de sus conductas. Intentará mostrar Platón que en vida y después de la vida caerá sobre el injusto la justicia objetiva y que es preferible sufrir y ser tomado por malo mientras uno es bueno interiormente, es decir, invisiblemente, que recibir toda suerte de honores superficiales si uno tiene un alma perversa (se construye a partir de aquí la figura del tirano, como el hombre encumbrado por el pueblo, que acaba viviendo como un esclavo de su propia inclinación perversa, encadenado a sus apetitos). Si el juicio, por un lado, se levanta hacia una suerte de metatribunal trascendente, al que se accede con el alma, por el otro, se interioriza. Interioridad y trascendencia (alma-Idea) constituyen un par inseparable para comprender la inscripción del platonismo en los grandes motivos de la historia de occidente (ver nota 21).
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alma hasta que llegue a ser capaz de soportar la contemplación de lo que es, y lo más luminoso de lo que es, que es lo que llamamos el Bien. ¿No es así?42 —Sí. —Por consiguiente, la educación sería el arte de volver este órgano del alma del modo más fácil y eficaz en que pueda ser vuelto, mas no como si le infundiera la vista, puesto que ya la posee, sino, en caso de que se lo haya girado incorrectamente y no mire donde debe, posibilitando la corrección. —Así parece, en efecto. —Ciertamente, las otras denominadas “excelencias” del alma parecen estar cerca de las del cuerpo, ya que si no se hallan presentes previamente pueden después ser implantadas por el hábito y el ejercicio; pero la excelencia del comprender da la impresión de corresponder más 42. Este volverse (periagogé) desde lo que tiene génesis remite a un giro o un cambio de actitud general de la existencia, una conversión de la vida, en la dirección del vínculo entre interioridad y trascendencia. Pero esta vinculación está, por lo menos, ya delineada en la constitución del alma humana (“algo más divino”). Esto expresa la orientación privilegiada del hombre en cuanto constituido por un principio de trascendencia, una situación especial en el ámbito de lo sensible (el alma es como la huella de la trascendencia en el mundo y como una demostración de la trascendencia objetiva: si hay ojo, existe lo visible, así el alma “remite a la pervivencia divina de su objeto”. “Lo divino” se identifica con lo que pervive, con lo que es siempre idéntico a sí mismo). Esto permite diferenciar el tipo de educación filosófica, que Platón aspira a instaurar como institución estatal, de la educación sofística, que pretende introducir en el alma algo que ella no tenía, según el modelo privado del intercambio mercantil y la posesión. Al contrario, la educación operará como “coadyuvante” y “promotora” de una orientación constitutiva: el hombre posee el órgano del saber, luego, permanece por debajo de su naturaleza si no lo ejercita. Esto puede remitir tanto a la “mayéutica” socrática (el educador tan sólo ayuda a extraer del hombre, como a parir, un saber que éste ya posee) como a la teoría de la reminiscencia (el alma ya se ha relacionado con la Idea antes de nacer; ha olvidado, al ser aprisionada en el cuerpo, pero puede recordar con ayuda de las semejanzas del mundo sensible). En todo caso, la vinculación interioridad-trascendencia es como un dato de partida. Pero la vida en la caverna de la actualidad encadena el alma y la dirige “hacia abajo”, separando la inteligencia humana de su objeto inteligible. La educación debe transformar la sociedad humana, propiciando los medios adecuados para la liberación de las almas. En República 532c se dirá: “Toda la actividad de las ciencias que hemos descripto tiene el mismo poder de ir conduciendo lo mejor del alma hasta la contemplación de lo mejor que hay en los entes”. Tomemos este fragmento del Banquete 211b: “Ésta es justamente la manera correcta de acercarse a las cosas del amor o de ser conducido por otro: empezando por las cosas bellas de aquí y sirviéndose de ellas como de peldaños ir ascendiendo continuamente, en base a aquella belleza, de uno solo a dos y de dos a todos los cuerpos bellos y de los cuerpos bellos a las bellas normas de conducta, y de las normas de conducta a los bellos conocimientos, y partiendo de éstos terminar en aquel conocimiento que es conocimiento no de otra cosa sino de aquella belleza absoluta, para que conozca al fin lo que es la belleza en sí”. Hay aquí un innegable elemento ascético y de desprecio de los placeres corporales, en privilegio de la dimensión espiritual. Ahora bien, si esto implica una reorientación del alma, se entenderá, ésta debe relacionarse consigo misma para que el cambio de dirección sea posible. El movimiento lo hace el alma según el clásico motivo del “cuidado de sí”. Ocúpate de ti mismo (epimeleia heauton) era la máxima que organizaba la didáctica de Sócrates y expresa la vinculación de sí mismo con sí mismo como punto de partida de un movimiento de transformación que hace a uno apto para el gobierno de sí mismo y de los otros. Según los análisis de Michel Foucault, esta “ética del cuidado de sí” habría atravesado con Sócrates un giro intelectualista que conducirá al “conócete a ti mismo” (gnoti heauton), en perjuicio, quizás, de una dimensión propiamente espiritual de la que el conocimiento es, a lo sumo, una faceta. Cfr. M. Foucault: La hermenéutica del sujeto, México, Fondo de Cultura Económica, 2002. La primacía intelectual es aquí indudable. La “iluminación” es cognoscitiva. El convencimiento de que el saber trae el bien y de que el saber libera de las cadenas de la vida es indeclinable.
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bien a algo más divino, que nunca pierde su poder y que, según hacia dónde sea dirigida, es útil y provechosa, o bien inútil y perjudicial. ¿O acaso no te has percatado de que esos que son considerados malvados, aunque en realidad son astutos, poseen un alma que mira penetrantemente y ve con agudeza aquellas cosas a las que se dirige, porque no tiene la vista débil sino que está forzada a servir al mal, de modo que, cuanto más agudamente mira, tanto más mal produce? —¡Claro que sí! —No obstante, si desde la infancia se trabajara podando en tal naturaleza lo que, con su peso plomífero y su afinidad con lo que tiene génesis y adherido por medio de la glotonería, lujuria y placeres de esa índole, inclina hacia abajo la vista del alma; entonces, desembarazada ésta de ese peso, se volvería hacia lo verdadero, y con este mismo poder en los mismos hombres vería del modo penetrante con que ve las cosas a las cuales está ahora vuelta. —Es probable. —¿Y no es también probable, e incluso necesario a partir de lo ya dicho, que ni los hombres sin educación ni experiencia de la verdad puedan gobernar adecuadamente alguna vez el Estado, ni tampoco aquellos a los que se permita pasar todo su tiempo en el estudio, los primeros por no tener a la vista la única meta a que es necesario apuntar al hacer cuanto se hace privada o públicamente, los segundos por no querer actuar, considerándose como si ya en vida estuviesen residiendo en la Isla de los Bienaventurados? —Verdad. —Por cierto que es una tarea de nosotros, los fundadores de este Estado, obligar a los hombres de naturaleza mejor dotada a emprender el estudio que hemos dicho antes que era el supremo, contemplar el Bien y llevar a cabo aquel ascenso y, tras haber ascendido y contemplado suficientemente, no permitirles lo que ahora se les permite. —¿A qué te refieres? —Quedarse allí y no estar dispuestos a descender junto a aquello prisioneros, ni participar en sus trabajos y recompensas, sean éstas insignificantes o valiosas. —Pero entonces —dijo Glaucón— ¿seremos injustos con ellos y les haremos vivir mal cuando pueden hacerlo mejor? —Te olvidas nuevamente, amigo mío, que la verdadera ley no atiende a que una sola clase (génos) la pase excepcionalmente bien en la Polis, sino que se las compone para generar en la Polis entera esto: que se armonicen los ciudadanos, sea por la persuasión o por la fuerza, haciendo que se presten entre sí servicios, de modo que los de cada clase sean capaces de beneficiar a la comunidad (tò koinón). Y si se forja a tales hombres capaces de contemplar el Bien en la Polis no es para permitir que cada uno se enderece hacia donde le dé la gana (bien privado), sino para utilizarlos para la consolidación de la Polis.43 43. El Bien político es entonces el bien común, cuyo modelo es el Bien en sí, que sólo es accesible al filósofo, quien desprecia en virtud de ello los bienes particulares. De este modo: es aquel que debe ejercer el gobierno. Si has hallado para los que van a gobernar un modo de vida mejor que el gobernar, podrás obtener una polis bien gobernada, Cfr. República, 521a. Tan profundamente ha comprendido Platón el deseo privado que mueve a los que buscan el poder y lo ejercen que el bien político sólo es posible si gobiernan los que no desean gobernar. La primacía de lo común sobre lo privado o particular define una tradición política que tiene como figura preferencial, según los análisis de Michel Foucault, la embarcación, el navío. El político es como el timonel, que conduce el destino unificado de la polis. La tradición hebrea, en cambio, compone un modelo político cuya
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—Es verdad; lo había olvidado, en efecto. —Podrás observar, Glaucón, que no seremos injustos con los filósofos que han surgido entre nosotros, sino que les hablaremos en justicia al forzarlos a ocuparse y cuidar de los demás. Les diremos, en efecto, que es natural que los que han llegado a ser filósofos en otros Estados no participen en los trabajos de éstos, porque se han criado por sí solos, al margen de la voluntad del régimen político respectivo; y aquel que se ha criado solo y sin deber alimento a nadie, en buena justicia no tiene por qué poner celo en compensar su crianza a nadie. “Pero a vosotros os hemos formado tanto para vosotros mismos como para el resto del Estado, para ser conductores y reyes de los enjambres, os hemos educado mejor y más completamente que a los otros y más capaces de participar tanto en la filosofía como en la política. Cada uno a su turno, por consiguiente, debéis descender hacia la morada común de los demás y habituaros a contemplar las tinieblas, pues una vez habituados veréis mil veces mejor las cosas de allí y conoceréis cada una de las imágenes y de qué son imágenes, ya que vosotros habréis visto antes la verdad en lo que concierne a las cosas bellas, justas y buenas. Y así el Estado habitará en la vigilia para nosotros y para vosotros, no en el sueño, como pasa actualmente en la mayoría de los Estados, donde compiten entre sí como entre sombras y disputan en torno al gobierno, como si fuera algo figura preferencial es la del pastor. Si pensamos en la famosa parábola de “la oveja perdida”, allí se nos narra cómo el gobernante se ocupa en particular de la oveja extraviada. Dicho brutalmente, en el barco el que se separa se ahoga. La dimensión privada es prácticamente nula. Todo es común. Foucault opone así un modelo político “totalizador” a otro “individualizador”, Cfr. M. Foucault: “Omnes et singulatim”, en Tecnologías del yo, Barcelona, Paidós, 1996. En Platón la primera opción llega a un límite notable. Lo privado es para Platón fuente de disensión política, necesariamente conduce a privilegiar los intereses egoístas sobre el interés de la comunidad, cuya consecuencia es la tiranía (el deseo de uno, convertido en ley de todos). Los gobernantes y guardianes de la polis “sólo tienen de privado su cuerpo”: poseen todo en común, incluidos los hijos. Tan sólo tienen derecho a la propiedad privada los artesanos y comerciantes, es decir, aquellos que no participan de la vida política de la polis, de lo público: “¿No es, entonces, como digo, cuando las cosas antes dichas y las que decimos ahora las realizan más aún como verdaderos guardianes y les impiden despedazar el Estado, al denominar ‘lo mío’ no a la misma cosa sino a otra, arrastrando uno hacia su propia casa lo que ha podido adquirir separadamente de los demás, otro hacia una casa distinta, llamando ‘míos’ a mujeres y niños distintos que por ser privados producen dolores privados?... Y los pleitos y acusaciones entre ellos ¿no se esfumarán, por así decirlo, en razón de no poseer nada privadamente excepto el cuerpo, y todo el resto en común? De allí que les corresponda estar exentos de las disensiones que, por riquezas, hijos y parientes, separan a los hombres”, República, 464c-d. La escisión es entonces excluyente: de un lado, lo común o público, de otro, lo particular y privado. Los últimos deben someterse “por la persuasión o por la fuerza” a las decisiones políticas y ocuparse, a partir de ello, tan sólo de su oficio o técnica particular y no pretender ningún tipo de participación política. El labrador labra. Cada forma de vida se define por su objeto práctico. Pero el objeto de la praxis filosófica es, precisamente, lo común, ¿cómo no va a ocuparse de las cosas de todos? En términos contemporáneos, Platón asumiría al extremo la siguiente postura: la política determina y define los límites de la producción y el intercambio. Define también la aptitud de cada quien para un oficio (es decir, la condición política y la dignidad ciudadana). E incluso en el orden de la reproducción de los ciudadanos, incide (tomando como ejemplo la cruza del ganado), aunque subrepticiamente, en las cosas del amor, de cara a determinar quién debe procrear con quién para propiciar el mejoramiento de los ciudadanos, que luego el sistema educativo (suerte de carrera de postas que va dejando eliminados a aquellos menos dotados, destinados a los oficios menores) buscará elevar hacia la condición filosófica. Forjar a los hombres, entonces, es una expresión que no puede minimizarse: “La crianza y la educación, debidamente garantizadas, forman buenas naturalezas, y, a su vez, las buenas naturalezas, asistidas por semejante educación, se tornan mejores aún que las precedentes en las distintas actividades y también en la procreación, como sucede también con los otros animales”, República, 424a.
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de gran valor. Pero lo cierto es que el Estado en el que menos anhelan gobernar quienes han de hacerlo es forzosamente el mejor y el más alejado de disensiones, y lo contrario cabe decir del que tenga los gobernantes contrarios a esto.”
Arte y realidad (595a-601a) —Y en verdad —dije—, aunque me atengo a muchas razones para creer que estamos fundando el Estado más perfecto posible, lo afirmo, sobre todo al considerar nuestro reglamento sobre la poesía. —¿Qué reglamento? —El que no admite en forma alguna que sea imitativa. Ahora, después de haber precisado con claridad las diferentes partes del alma, esta prohibición me parece de una necesidad más absoluta y evidente. —¿Cómo lo explicas? —A vosotros os lo puedo decir, pues no iréis a acusarme ante los poetas trágicos y todos los que hacen imitaciones: me parece que todas esas obras corrompen el pensamiento de cuantos las escuchan, a menos que éstos posean al antídoto, es decir, el conocimiento de cuál es su verdadera naturaleza. —¿Qué razón tienes para hablar así? —preguntó. —Debo decírtela —contesté—, aunque se oponga a ello una especie de afecto y de respeto que siento desde niño por Homero. Puede afirmarse, en efecto, que éste ha sido el primer maestro y el guía de todos esos grandes poetas trágicos. Pero es preciso que hable, como os dije, pues por mucho que se estime a un hombre, más debe estimarse la verdad. —Ciertamente —dijo —Escucha, pues, o más bien respóndeme —Pregunta. —¿Podrías explicarme qué es la imitación en general? Porque yo no llego a comprender muy bien lo que significa. —¡Y supones —exclamó— que a mí me será menos difícil comprenderlo! —No tendría nada de extraño —repliqué—. Suele suceder que los cortos de vista perciben los objetos antes que otros que tienen la vista penetrante. —Es verdad —dijo—, pero en tu presencia no tendría la audacia de expresar mi opinión, ni siquiera sobre aquello que me pareciera evidente. Habla tú, pues, te lo suplico. —¿Quieres, pues, que comencemos el examen partiendo de este punto, según nuestro método habitual? Tenemos por costumbre, en efecto, concretar en una idea general una multitud de cosas a las que damos el mismo nombre. ¿Entiendes? —Sí —Tomemos, pues, una de las tantas multitudes de cosas. Hay, por ejemplo, una multitud de camas y otra de mesas. ¿Estamos? —¿Cómo no habría de haberlas? —Pero las ideas correspondientes a esos muebles son dos: una idea de cama y otra de mesa. 53
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—Sí. —Ahora bien, ¿no acostumbramos decir que los artesanos que fabrican las camas y las mesas de que nos servimos, e igualmente las demás cosas, las construyen de acuerdo con la idea que tienen de ellas? Porque ningún artesano, desde luego, construye la idea en sí. ¿Cómo habría de hacerlo? —De ninguna manera. —Veamos ahora qué nombre darías al siguiente artesano. —¿A cuál? —Al que hace todo lo que hacen separadamente cada uno de los trabajadores manuales. —¡Hablas de un hombre muy hábil y muy extraordinario! —Espera un momento: habrás de admirarlo más todavía. Este artesano no sólo es capaz de fabricar toda clase de objetos artificiales, sino que hace también todo cuanto nace de la tierra y todos los seres vivos, inclusive su propia persona, y además de la tierra hace el cielo, los dioses y todo lo que hay en el cielo y en el Hades bajo la tierra. —¡Qué talento! —exclamó—. Es un artista maravilloso. —¿Lo pones en duda? —pregunté—. Dime, ¿te parece que no existe un artesano semejante, o que pueda haber en cierta forma un creador de todo eso, y en cierta forma no? ¿No ves que tú mismo, al menos en cierta forma, serías capaz de crear todas esas cosas? —¿Y qué forma es ésa? —preguntó. —No es difícil —contesté—, y puede llevarse a la práctica rápidamente, en un momento si quieres; te basta tomar un espejo y dirigirlo hacia todos lados; enseguida harás el sol y lo que hay en el cielo, la tierra, a ti mismo, a los demás seres vivos, los objetos fabricados, las plantas y cuanto acabamos de mencionar. —Sí —replicó—, creaciones aparentes, pero sin ninguna realidad.44 —Muy bien —dije—, comprendes perfectamente el sentido de mis palabras, y entre esa clase de artesanos está, creo yo, el pintor. ¿No es así? —Sin duda. —Y dirás, supongo, que lo que hace no es verdadero. Sin embargo, el pintor hace una cama en cierta forma, ¿no? 44. Se alude ya al poeta tanto como al pintor, que construyen imitaciones de todo lo que es. Puede verificarse aquí como un conflicto de dominios entre la filosofía y la poesía. En efecto, se trata de dos discursos que hablan de la totalidad de lo real. Pero el modelo técnico según el cual hay una primacía intelectual a la hora de fabricar un objeto nos lleva a preguntarnos cómo es posible un artesano o técnico capaz de conocer cada una de las Ideas, para fabricar los objetos según su modelo trascendente, o bien cómo aquel que construye enunciados acerca de la totalidad de lo real puede unificar esta totalidad según un principio racional. Sabemos que el filósofo se relaciona con el Bien, que es el fundamento que articula cada una de las Ideas y les da su valor (notas 13 y 14). ¿En qué sentido los productos de la poesía pueden aspirar a esta totalidad, que en el caso del filósofo expresa el movimiento de su alma en dirección a lo trascendente? La analogía con el espejo que refleja automáticamente lo que se le pone enfrente indica dos diferencias fundamentales: por un lado, el objeto que la poesía produce o reproduce es una versión puramente superficial de la cosa que imita; por el otro, no acredita ningún conocimiento, ni un verdadero esfuerzo intelectual, de parte del poeta. La argumentación contra la poesía, así, complica dos niveles, vinculados recursivamente, que se pueden distinguir: se critica el producto (¿qué tipo de realidad es el poema o la pintura?, ¿cómo se vincula con las Ideas?) y se critica al productor (¿qué tipo de actividad, o práctica, realiza?, ¿cómo participa la inteligencia en esta actividad?).
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—Sí —dijo—, al menos, una cama aparente. —¿Y qué hace el fabricante de camas? ¿No acabas de decir que no hace la idea, que afirmamos que es la esencia de la cama, sino una cama determinada? —En efecto, lo acabo de decir. —Pues bien, si no hace una esencia, no hace lo que es real, sino algo que se parece a ello, pero que no es real. Por lo tanto, ¿no crees tú que probablemente se engañase quien sostuviera que la obra del fabricante de camas o de cualquier otro artesano es completamente real? —Al menos —contestó— tal es la opinión de quienes se ocupan de estas cuestiones. —Por lo tanto, el arte imitativo está muy lejos de lo verdadero y, como es natural, puede hacerlo todo porque toma muy poco de cada cosa y aun ese poco que toma no es más que una simple apariencia. Por ejemplo, un pintor nos representará un zapatero, un carpintero y cualquier otro artesano sin tener ningún conocimiento de los oficios que ejercen. Sin embargo, si es un buen pintor, podrá engañar a los niños y a los ignorantes, mostrándoles de lejos el carpintero por él pintado y haciéndoles tomar la apariencia por el carpintero de verdad.45 —Seguramente. —En consecuencia, amigo mío, debemos pensar lo siguiente: cuando alguien venga a decirnos que ha encontrado un hombre que sabe todos los oficios y que tiene un conocimiento en todo más perfecto que el de cualquier especialista, habremos de contestarle que es un ingenuo y que, sin duda, se ha dejado engañar por algún charlatán o por algún imitador a quien ha creído omnisciente en razón de no ser él capaz de distinguir entre la ciencia, la ignorancia y la imitación. —Es muy cierto —afirmó. —Ahora —proseguí— debemos considerar la tragedia y a Homero, su padre, puesto que algunos nos dicen que los poetas trágicos conocen todas las artes y todas las cosas humanas relativas al vicio y a la virtud, y hasta todo lo que concierne a los dioses, porque es indispensable, según afirman, que el buen poeta conozca perfectamente los asuntos que trata si quiere tratarlos bien, ya que de otro modo fracasaría en su empeño. Debemos, pues, examinar si quienes esto dicen no se han dejado engañar por imitadores, y al ver sus obras no se han percatado de que éstas se hallan a tres grados de distancia de la realidad y que son fáciles de componer sin conocer la verdad, pues sus autores crean apariencias y no realidades, o si, por lo contrario, tiene algún
45. Si la Idea era un ser en sí mismo y la cosa que se asemejaba, un ser por participación y menos real que su arquetipo, aquí los productos de la poesía caen a un nivel inferior que Platón definirá como “copia de copia” y, luego, tres veces alejado de la realidad en sí y de lo verdadero. Recordemos, entonces, que si el “ser” se decía en Platón en distintos sentidos (de la Idea, de la cosa visible, del fundamento), hemos de predicarlo a partir de ahora en un nuevo sentido, el último de todos: ser como copia de una copia. De manera que la estrategia argumental en la República consiste en situar a los productos del arte en el último escalón de la realidad, en el grado más bajo de la escala de los seres. De este modo, las producciones en cuestión quedan degradadas en su ser por debajo de las cosas visibles (un poema es menos real que una cama y que un zapato). Casi irreales, lindantes con el no-ser, sin embargo, no hay que decir que el no-ser es, a riesgo de que la identidad de lo que es consigo mismo y con el pensamiento se vea conmocionada. Podemos apuntar ahora cómo es que la poesía podía afectar el fundamento de la ciudad (el Bien) y en qué medida su irracionalidad constitutiva era de una naturaleza especial, crucial para la filosofía platónica. Lo irracional consiste en decir que el no-ser es; en otras palabras, que algo es impensable, que hay una grieta ontológica que frustra desde el vamos el pensamiento de Platón.
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fundamento lo que dicen y si, en efecto, los buenos poetas conocen a fondo los asuntos sobre los cuales, a juicio de la multitud, hablan tan cumplidamente. —Por cierto —replicó—, debemos examinarlo con cuidado. —¿Crees tú que quien fuera capaz de hacer las dos cosas, la imitación del objeto y el objeto imitado, aspiraría a consagrarse a la producción de apariencias y a proponérselo en la vida como si hubiese elegido lo mejor? —No lo creo. —Pues si tuviera un verdadero conocimiento de aquello que sabe imitar, preferiría consagrarse a realizarlo, creo yo, que a imitarlo, y procuraría legar a la posteridad, como otros tantos monumentos de sí mismo, muchas y hermosas obras, deseando ser, más que el autor, el objeto de un elogio. —También lo creo —dijo—, porque la honra y el provecho serían muy superiores. —No exijamos, pues, a Homero ni a ningún otro poeta que nos rindan cuenta de las muchas cosas de que nos hablaron, preguntándoles si alguno de ellos era un hábil médico, y no un simple imitador del lenguaje de los médicos, ni preguntaremos a quienes se dice que cualquiera de los poetas antiguos o recientes ha sanado, como Asclepio, o qué discípulos en medicina ha dejado tras de sí, como éste dejó a sus descendientes, ni los interrogaremos en lo tocante a las otras artes; dejémoslo pasar. Pero en lo que respecta a los temas tan importantes y hermosos que se permite tratar Homero, como la guerra, la estrategia, la administración de las ciudades y la educación del hombre, puede que sea justo interrogarle y decirle: “Amigo Homero: si es cierto que no estás alejado en tres grados de la verdad que seas incapaz de producir, en cuanto a la virtud, otra cosa que apariencias, pues ésa era la definición que hemos dado del imitador, sino que has alcanzado el segundo grado y eres capaz de conocer qué instituciones hacen mejores o peores a los hombres en la vida pública y privada, dinos qué ciudad te debe la feliz reforma de su administración, como Lacedemonia se la debe a Licurgo, y muchas otras ciudades grandes y pequeñas se las deben a muchos otros. ¿Qué Estado te atribuye ser buen legislador en su beneficio, como lo atribuyen a Italia y Sicilia a Carondas y nosotros a Solón? ¿Y a ti cuál Estado? ¿Puedes mencionar uno?” —No creo —dijo Glaucón—, pues ni siquiera lo mencionan los devotos de Homero. —¿Y qué guerra se recuerda del tiempo de Homero que haya sido bien conducida bajo su mando o siguiendo su consejo? —Ninguna. —¿Pero se cuentan de él obras propias de un sabio, tales como invenciones ingeniosas múltiples para las artes o para algún tipo de actividad, del mismo modo que se cuentan de Tales de Mileto y Anacarsis el escita? —Nada de esa índole. —Pero si no se puede decir nada de él en lo público, ¿sí en lo privado? ¿Se cuenta que Homero mismo, mientras vivía, ha dirigido la educación de algunos que lo han amado por su trato y que han legado a sus sucesores alguna vía homérica de vida, tal como Pitágoras fue amado excepcionalmente por esto, al punto de que sus sucesores aún hoy denominan “pitagórico” un modo de vida por el cual resultan distintos de los demás hombres?
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Selección de textos
—No, nada de eso se cuenta. Pues en cuanto a Creófilo, el discípulo de Homero, Sócrates, tal vez parezca más ridículo por su educación que por su nombre, si es cierto lo que se cuenta acerca de Homero; pues se cuenta que éste padeció en vida un gran descuido por parte de aquél. —En efecto, se cuenta eso. Pero ¿piensas, Glaucón, que si Homero hubiese sido realmente capaz de educar a los hombres y hacerlos mejorar no habría hecho numerosos discípulos que lo honraran y amaran? Sin embargo, el caso es que Protágoras de Abdera, Pródico de Ceos y muchos otros, en sus lecciones privadas, podían inculcar en sus contemporáneos la idea de que no serían capaces de administrar ni su casa ni su Estado si ellos no supervisaban su educación, y por esta sabiduría eran amados hasta tal punto que por poco sus discípulos no los paseaban sobre sus hombros; los contemporáneos de Homero, por el contrario, si éste hubiera podido ayudar a los hombres respecto a la excelencia, ¿les habrían permitido a éste y a Hesíodo ir recitando sus poemas de un lado a otro? Más bien ¿no se habrían aferrado a ellos más que al oro y los habrían obligado a vivir consigo en sus casas y, en caso de no persuadirlos, no los habrían seguido por cualquier lado por donde fueran, hasta sacar suficiente partido de su enseñanza? —Creo, Sócrates, que dices absolutamente la verdad. —Diremos pues, de todos los poetas, empezando por Homero, que cuando en sus ficciones hablan de la virtud, o de cualquier otro asunto, no hacen otra cosa que imitar su apariencia y no alcanzan nunca la verdad, a la manera del pintor de que hablábamos antes, que hará un retrato del zapatero sin entender nada de zapatería, y que ese retrato parecerá un verdadero zapatero a los que no entienden nada del oficio, como él mismo, y sólo juzgan por los colores y las formas. —Bien seguro —De igual modo diremos que el poeta, a mi juicio, por no saber otra cosa que imitar, aplica a todos los temas los colores que les convienen, valiéndose de palabras y de frases, ya se trate de zapatería, ya de estrategia, ya de cualquier otro asunto, y utilizando el metro, el ritmo y la armonía convence a quienes lo escuchan, y que sólo juzgan por el lenguaje, de que está instruido de las cosas de que habla. ¡Tan grande es la seducción natural que poseen esas formas artísticas!
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I. Platón, entre lo visible y lo pensable
Fuentes Eggers Lan, Conrado: El sol, la línea y la caverna, Buenos Aires, Colihue, 2000. Platón: República, Buenos Aires, Eudeba, 2003. Traducción: Antonio Camarero. Platón: República, Madrid, Gredos, 1986. Traducción: Conrado Eggers Lan.
Nota Aunque se ha seguido la traducción de Eggers Lan de 1986, hemos realizado modificaciones en razón del carácter introductorio de esta selección. El criterio para ello ha sido el del propio Eggers Lan en su estudio didáctico El sol, la línea y la caverna, y la traducción de Antonio Camarero de 2003. En los casos en que las modificaciones o la conservación de la traducción fuente afectan términos técnicos, hemos dejado entre paréntesis la transliteración del vocablo griego para facilitar la contrastación de las distintas opciones.
Bibliografía citada Cacciari, M.: El dios que baila, Buenos Aires, Paidós, 2000. Deleuze, G.: Lógica del sentido, Buenos Aires, Paidós, 1994. — y Guattari, F.: ¿Qué es la filosofía?, Barcelona, Anagrama, 2005. Dodds, E. R.: Los griegos y lo irracional, Madrid, Alianza, 1994. Foucault, M.: La hermenéutica del sujeto, México, Fondo de Cultura Económica, 2002. — “Omnes et singulatim”, en Tecnologías del yo, Barcelona, Paidós, 1996. — y Deleuze, G.: Tehatrum Philosophicum, Barcelona, Anagrama, 1999. Guthrie, W.: Historia de la filosofía griega IV, Gredos, Madrid, 1996. Heidegger, M.: Caminos de bosque, Madrid, Alianza, 1996. — Identidad y diferencia, Barcelona, Anthropos, 1990. Parménides: “Fragmentos”, en Filósofos Presocráticos I, Madrid, Gredos, 1978. Traducción de C. Eggers Lan. Platón: Apología de Sócrates, Banquete, Madrid, Gredos, 1993. Traducción de J. Calongue, M. Martínez Hernández. — Cratilo, Madrid, Gredos, 1992. Traducción de J. Calvo. — Ion, Madrid, Gredos, 2000. Traducción de E. Lledó. — Parménides, Teeteto, Sofista, Madrid, Gredos, 1992. Traducción de M. Santa Cruz, A. Vallejo Campos, N. Cordero. Serres, M.: Los orígenes de la geometría, Madrid, Siglo XXI, 1996. Vernant, J.: Los orígenes del pensamiento griego, Buenos Aires, Paidós, 2011. Wahl, J.: Tratado de metafísica, México, Fondo de Cultura Económica, 1960.
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II. Metafísica, ética y política en Aristóteles
Lo más hermoso es lo más justo; lo mejor, la salud; pero lo más agradable es lograr lo que uno ama Aristóteles, en Ética Nicomáquea
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II.I Introducción a la Metafísica Por Adrián Bertorello
La obra que hoy se conoce como Metafísica no fue originalmente un libro unitario. Más bien se trata de una colección de textos que Aristóteles (384-322 a.C.) concibió y escribió en diferentes momentos de su vida. Fue un redactor posterior de la escuela aristotélica el que compiló, editó y le puso el título Metafísica al conjunto de obras que hoy se conoce como tal. Ese redactor fue tal vez Andrónico de Rodas. Pareciera que Andrónico no encontró un título adecuado para la diversidad de problemas que se abordan en los textos. Por esta razón inventó un término “tá metá tá physiká” (de donde deriva en español la palabra “metafísica”) cuyo significado sería el siguiente: “Los escritos que en su edición siguen a los de la ciencia natural”1 (Düring, 1990: 914). Según esta interpretación, Andrónico editó primero los libros que tienen como tema la naturaleza, es decir, lo que se conoce hoy como la Física de Aristóteles, y luego editó otro libro a partir de varios textos que vinieron a continuación de la Física. La historia de la edición de la Metafísica aristotélica plantea un problema que divide a los especialistas, a saber, el de la unidad temática. Ciertamente Aristóteles no escribió un tratado de metafísica. No obstante, la pregunta que los investigadores se hacen es si, a pesar de la diversidad de cuestiones que se tratan en los textos, no podría existir un hilo conductor unitario que hiciera las veces de marco general de una ciencia nueva, distinta de la física, y que, si bien Aristóteles no le puso este nombre, se llamaría legítimamente Metafísica. Pierre Aubenque propone una interpretación que sigue esta línea de pensamiento: el nacimiento del término metafísica no obedece al azar, tal como se desprendería de la anécdota que se remonta a Andrónico. Responde, por el contrario, a una lectura filosófica de los contenidos del texto. Ya los antiguos comentaristas griegos leían en el término metafísica no un mero título destinado a la edición de las obras de Aristóteles, sino una interpretación de su pensamiento. El problema hermenéutico recaía sobre el significado del término metá. La lectura platonizante acentúa el hecho de que la metafísica daría cuenta de un objeto de investigación jerárquicamente superior al de la ciencia natural. Por ello leían en el metá un “más allá” de lo físico. Pero también existió otra lectura que interpretaba el metá en sentido cronológico como “después”. De esta manera, la metafísica designaría un orden gnoseológico, es decir, la ciencia que viene después de la física. Tanto una interpretación como la otra pretendían reconciliar el término metafísica con los nombres que Aristóteles le asignaba a su propia investigación: filosofía primera, teología y la ciencia del ente en cuanto ente. Aubenque considera que los términos 1. Düring: Aristóteles, México, UNAM, 1990.
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II. Metafísica, ética y política en Aristóteles
“filosofía primera” y “teología” corresponden a una misma ciencia, a aquella que se ocupa de la sustancia separada, es decir, que no tiene materia, que subsiste y que, por lo tanto, posee el carácter de lo divino. De ahí que esta ciencia se llame teología. Mientras que a filosofía primera se opone la física, que es una filosofía segunda. La prioridad de la filosofía primera se funda en la jerarquía ontológica de su objeto frente al de la física, que posee menor dignidad que la sustancia divina. La ciencia que Aristóteles busca a lo largo de los textos reunidos bajo el título Metafísica es la ciencia del ente en cuanto ente. Esta ciencia carece de un antecedente dentro de la tradición filosófica griega. Designa un nuevo campo de investigación hasta ese momento nunca desarrollado. En efecto, tanto para la escuela platónica como posteriormente en el helenismo para la escuela estoica, el saber se articulaba en tres ciencias: la física, la ética y la lógica. Cada una de ellas se ocupa de una determinada región de la realidad. La física se ocupa del mundo; la ética, del obrar humano, y la lógica, del modo en que se expresan las dos ciencias anteriores. Cuando Aristóteles propone una ciencia cuyo tema es el ente en cuanto ente rompe con este esquema porque su objeto no corresponde a ninguna de estas regiones. La ciencia del ente en cuanto ente investiga los principios universalísimos que están implicados en cada una de las regiones que la física, la ética y la lógica indagaban. Es una ciencia posfísica, es decir que se eleva a un plano de universalidad más alto que el de la física y que, por lo tanto, viene después de ella. Éste es el sentido que tuvo el nombre metafísica cuando el editor de Aristóteles lo creó. Se encontró ante un saber sin tradición y sin nombre, en el que los términos “filosofía primera” y “teología” no eran adecuados para los textos reunidos, ya que no tienen un carácter dominante teológico. De esta manera tuvo que inventar uno que expresara adecuadamente aquello que Aristóteles buscaba.
Física y metafísica La metafísica designa, entonces, una ciencia que desde el punto de vista gnoseológico viene después de la física y no desde la perspectiva de la edición de las obras de Aristóteles. El tema de investigación de la física es la naturaleza (phýsis) o, lo que es lo mismo, los entes naturales. Una manera de aproximarse a esta investigación consiste en tomar como punto de partida la contraposición entre entes artificiales y entes naturales que Aristóteles establece en la Ética nicomaquea. La diferencia que existe entre un artefacto producido por el hombre y un ente natural radica en que los productos humanos tienen su principio de producción no en ellos mismos, sino en el alma humana. Es decir, es el plan de construcción (éidos) que el hombre tiene en su mente el que da origen a un artefacto. Los entes naturales, en cambio, no tienen su principio del movimiento fuera de ellos, sino que se producen a sí mismos. La naturaleza expresa, entonces, aquellos principios que hacen que un ente se ponga en movimiento por sí mismo. De este modo un ente natural es aquel que se autoproduce. La ciencia natural o física se ocupa de investigar esos principios. Ellos son: los contrarios, el sujeto y la privación. Los contrarios son los términos inicial y final de un cambio. El sujeto es aquel que recibe alternativamente los contrarios. La privación, por su parte, designa un determinado tipo de negación, a saber, la carencia de aquello que el sujeto va a adquirir por medio del cambio.
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Introducción a la Metafísica
La metafísica ya no se interroga por los principios explicativos de la autoproducción de los entes naturales. Como dice Aristóteles en el libro IV (G), el objeto de esta ciencia nueva es el ente en cuanto ente. El término “ente” significa literalmente “lo que es”. La metafísica, de acuerdo con la fórmula del libro IV, tiene como campo de investigación la máxima universalidad posible, ya que no hay nada que esté por fuera de lo que es. Los entes naturales, artificiales, el ente divino del que se ocupa la filosofía primera, los entes matemáticos, etc., tienen en común el hecho de que “son”. Ahora bien, el punto de vista desde donde se mira este campo temático universalísimo está expresado mediante la segunda parte de la fórmula, es decir, mediante el “en tanto ente”. La metafísica abarca con su mirada la totalidad de lo que es y recorta una determinada perspectiva de este campo. No le interesan, por decirlo así, los contenidos de lo que es (natural, artificial, divino, matemático, etc.), sino que sean. La investigación reduce su mirada al ser del ente. Y es aquí donde surge el problema central de la metafísica aristotélica: ¿qué significa el ser del ente?
El ser como ousía El ser del ente para Aristóteles tiene el sentido de la ousía. Esta palabra griega tiene en primer lugar un significado no filosófico. Quiere decir “bien inmueble”, “propiedad” u “hogar”. Fue traducido al latín como substantia. El español sigue la versión latina: ousía es la sustancia. Substantia designa aquello que está por debajo. De este modo sigue uno de los sentidos que Aristóteles le asignaba a la ousía, es decir, la sustancia como sujeto (lo que subyace). Esta acepción recoge algo de la significación coloquial del término. La sustancia es aquello que yace ante nosotros, bajo nuestros pies, aquello con lo que estamos familiarizados.2 El libro VII (Z) de la Metafísica es el lugar donde Aristóteles esboza una teoría de la ousía. En rigor, este libro forma junto con el VIII (H) una unidad. Se trata de un texto único que el editor de la Metafísica dividió en dos apartados diferentes.3 La unidad viene dada por el tema de investigación. Los libros VII y VIII son un tratado sobre la ousía.4 Quizás la forma más fácil de acceder a la noción de ousía sea mediante el lugar que tiene este concepto en el discurso. Aristóteles reflexiona en el libro Categorías sobre el lenguaje. Más precisamente sobre el léxico y el enunciado. Allí advierte que hay una función que consiste sólo en indicar aquello de lo que se habla. Esa función muestra y señala el referente del discurso. A aquello acerca de lo que se puede predicar y caracterizar de diversos modos lo llama la ousía primera. Mediante esta función referencial el discurso se descentra de sí mismo y apunta a una realidad que se presenta como cosas individuales. La sustancia primera tiene el sentido del “esto” (tóde ti). Es decir, de una cosa singular (este hombre, este perro, este caballo) del cual hablamos. También advierte que hay otra función discursiva que consiste en describir aquello de lo que se habla. Mediante el discurso predicamos algo de algo. Hablamos de una cosa singular presente a la que caracterizamos como hombre, caballo, perro, etc. “Ser hombre”, “ser caballo, “ser perro” 2. Aubenque: El problema del ser en Aristóteles, Madrid, Escolar y Mayo, 2008, p. 382 3. Michael Frede y Günther Patzig: Aristoteles, Metaphysik Z: Text, Übersetzung und Kommentar, Band I: Text und Übersetzung, München, C. H. Beck, 1988, pp. 21-26. 4. Ibidem. p. 22.
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II. Metafísica, ética y política en Aristóteles
ya no tiene el carácter de lo singular e individual, sino que poseen la condición de lo universal. Pueden ser atribuidos a muchos individuos y no sólo a este que está aquí y ahora presente ante la percepción. Al universal que se predica del ser individual lo denomina la “ousía segunda”. Ahora bien, la ousía primera mienta algo que es de manera separada, independiente. De esta manera, el concepto de ousía se contrapone al accidente, que no existe de manera independiente. El individuo del que hablamos y que caracterizamos como hombre, animal, etc., se distingue de otros rasgos que podemos decir de él, a saber, que es alto, gordo, calvo, etc. Estos predicados no existen separadamente, sino que están en la ousía primera. Aristóteles los llama “accidentes”. En síntesis, la ousía es un término que designa no sólo la función referencial del discurso que identifica cosas individuales, sino que también, y fundamentalmente, expresa un modo de ser, a saber, aquel que es de manera separada. Ciertamente para Aristóteles sólo las cosas individuales tienen esta propiedad. La ousía segunda, el universal (el género, la especie, la diferencia), sólo existe en el alma. Por ello puede cumplir la función de predicado. El libro VII (Z) de la Metafísica indaga sobre el modo de ser de la ousía que puede ser percibida por los sentidos (a diferencia, por ejemplo, de la sustancia divina). Estos entes tienen la peculiaridad de que están sometidos al cambio, al movimiento. No son seres necesarios, sino que pueden no ser. El hilo conductor de la investigación es la interrogación sobre aquello que permanece invariante a lo largo del cambio y que, por lo tanto, hace que un ente sea tal ente, es decir, por ejemplo, aquello que hace que un hombre sea hombre. La expresión que Aristóteles usa para dar cuenta de lo invariante de un ente que cambia es “tó tí hén éinai”: lo que es ser esto.5 Esta expresión se conoce en la tradición filosófica posterior como “quididad” de algo, es decir, la esencia y los atributos esenciales de algo.6 Aristóteles señala que el término ousía significa en primer lugar la esencia de algo. La indagación sobre la ousía radica en determinar en qué consiste la esencia de las cosas individuales.
Una lectura contemporánea del concepto de ousía La presencia de la reflexión de Aristóteles sobre el ser en el pensamiento contemporáneo se puede atestiguar tanto en la tradición anglosajona como en la filosofía continental. Sólo se va a hacer referencia aquí al pensamiento de Heidegger, ya que retoma explícitamente el proyecto ontológico aristotélico. En una lección de 1923 titulada Ontología. Hermenéutica de la facticidad, afirma: “Compañero en la búsqueda fue el joven Lutero y el modelo Aristóteles, al que aquél odiaba. Los impulsos me los dio Kierkegaard y los ojos me los confirió Husserl”.7 La 5. Así traduce la expresión Hernán Zucchi en su traducción de la Metafísica (Cfr. Aristóteles: Metafísica, Buenos Aires, Sudamericana, 1986). Michael Frede y Günther Patzig proponen la siguiente traducción al alemán “Was es heisst, dies zu sein” (“aquello que es propio de algo quiere decir el ser esto”), en Frede y Patzig, op. cit., p. 19. Por ejemplo, “Was es für den Menschen heisst, ein Mensch zu sein” (“lo que es propio del hombre quiere decir ser un hombre”) en Frede y Patzig: Aristoteles, Metaphysik Z: Text, Übersetzung und Kommentar, Band II: Kommentar, München, C. H. Beck, 1988, pp. 34-35. 6. Aubenque, op. cit., pp. 382 y 387. 7. M. Heidegger: Ontologie. Hermeneutik der Faktizität, Frankfurt am Main, Vittorio Klostermann, 1995, p. 5.
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Introducción a la Metafísica
referencia a Aristóteles tiene un lugar destacado. Es el modelo (Vorbild) a seguir. Ello significa que Heidegger hace suyo uno de los problemas centrales de la filosofía de Aristóteles, a saber, la cuestión de los diversos sentidos del término ser. Al igual que el estagirita, el ser tiene múltiples sentidos, pero en vez de remitirlos a la ousía como el sentido primero del ser del cual se derivan todos los demás, Heidegger sustituye la ousía por otro concepto, que llama en alemán Dasein. Esta noción describe el ser del hombre como la instancia en la cual se debe indagar la polisemia del ser. La razón de ello es que el Dasein es un ente que se distingue del resto porque comprende su ser y el ser de los demás entes. Este vínculo que hay entre los sentidos del ser y el Dasein humano se puede ver fácilmente en uno de los primeros análisis que Heidegger hace de la ousía. En la lección de 1924 Conceptos fundamentales de la filosofía aristotélica toma como punto de partida el sentido vulgar del término. Ousía significa patrimonio (Vermögen), posesiones (Besitzstand), los bienes (Hab und Gut), la finca o hacienda propia (Anwesen).8 En esta interpretación vulgar se muestra el sentido del ser de los griegos. En efecto, la ousía es un ente que de un modo señalado está ahí (Dasein) para mí, es decir, se presenta como un ente que está a mi disposición, que puede ser usado, con el que diariamente estoy vinculado en mi mundo circundante. El ser para los griegos se muestra, entonces, como estar ahí (Da-sein).9 Esta referencia de la ousía al ser del hombre aparece de un modo más claro cuando Heidegger interpreta la expresión aristotélica del libro VII de la Metafísica “tó tí hén éinai”: “El tó ti hén éinai tiene en sí mismo la determinación del hén: el Dasein de un ente, es decir, visto respecto de aquello que era, respecto de su procedencia (Herkunft) […] Veo un ente respecto de su ser como es ahí tanto procediendo de… Veo un ente que es ahí (ein Daseiendes) propiamente en su ser cuando lo veo en su historia, el ente que es ahí de tal modo ha venido a su ser a partir de su historia”.10 De esta manera lo que para Aristóteles era el sentido primero del ser, a saber, la ousía en tanto quididad, para Heidegger lleva consigo una referencia a la historia, al tiempo, es decir, al sentido del ser del hombre como temporalidad. De estas reflexiones parte la interpretación temporal de la ousía como presencia (Anwesenheit) que Heidegger hace en la lección de 1935 Introducción a la Metafísica.11
8. M. Heidegger: Grundbegriffe der aristotelischen Philosophie, Frankfurt am Main, Vittorio Klostermann, 2002, p. 24. 9. Ibidem, p. 25. 10. Ibidem, p. 35. 11. M. Heidegger: Einführung in die Metaphysik, Tübingen, Max Niemeyer, 1987, p. 46.
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II. Metafísica, ética y política en Aristóteles
Bibliografía citada Aristóteles (1986): Metafísica, Buenos Aires, Sudamericana. Traducción de Hernán Zucchi. Aristóteles (1982): Metafísica, Madrid, Gredos. Traducción de Valentín García Yebra. Aubenque, P. (2008): El problema del ser en Aristóteles, Madrid, Escolar y Mayo. Düring, I. (1990): Aristóteles, México, UNAM. Frede, M. y Patzig, G. (1988): Aristoteles, Metaphysik Z: Text, Übersetzung und Kommentar, Band I: Text und Übersetzung, München, C. H. Beck. — (1988) Aristoteles, Metaphysik Z: Text, Übersetzung und Kommentar, Band II:Kommentar, München, C. H. Beck. Heidegger, M. (2002): Grundbegriffe der aristotelischen Philosophie, Frankfurt am Main, Vittorio Klostermann. — (1987) Einführung in die Metaphysik, Tübingen, Max Niemeyer. — (1995) Ontologie (Hermeneutik der Faktizität), Frankfurt am Main, Vittorio Klostermann.
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II.II Selección de textos anotada por Alberto E. Merlo
Metafísica Libro I Capítulo 112 [La búsqueda de la sabiduría] [980a21] Todos los hombres por naturaleza desean saber. Señal de ello es el gusto por las sensaciones. Éstas, en efecto, gustan por sí mismas, incluso al margen de su utilidad y más que todas las demás, las sensaciones visuales. Y es que no sólo en orden a la acción, sino cuando no vamos a actuar, preferimos la visión a todas las demás. La razón estriba en que ésta es, de las sensaciones, la que más nos hace conocer y muestra múltiples diferencias. Pues bien, los animales tienen por naturaleza sensación y a partir de ésta en algunos de [980b] ellos no se origina la memoria, mientras que en otros sí se genera, y por eso estos últimos son más inteligentes y más capaces de aprender que los que no pueden recordar: inteligentes, si bien no aprenden, son aquellos que no pueden percibir sonidos (por ejemplo, la abeja y cualquier otro género de animales semejantes, si es que los hay); aprenden, por su parte, cuantos tienen, además de memoria, esta clase de sensación. Ciertamente, el resto de los animales vive gracias a las imágenes y a los recuerdos sin participar apenas de la experiencia (empeiría), mientras que el género humano vive, además, gracias al arte (téchne) y a los razonamientos (lógos). Por su parte, la experiencia se origina en los hombres a partir de la memoria: en efecto, una multitud de recuerdos del [981a] mismo asunto acaban por constituir la fuerza de una única experiencia. La experiencia parece relativamente semejante a la ciencia (epistéme) y al arte, pero el hecho es que, en los hombres, la ciencia y el arte resultan de la experiencia: y es que, como dice Polo,
12. El capítulo 1 del libro primero de la Metafísica puede ser interpretado como una descripción fenomenológica de la génesis de la episteme (el saber verdadero, racional, necesario y fundamentado). Aristóteles traza un recorrido que va desde la máxima individualización hasta la máxima universalidad. En el comienzo del recorrido se encuentra la sensación. Al final se halla la episteme. Entre los extremos se encuentran estadios intermedios (la experiencia y el arte). La génesis de la episteme implica diversos grados de universalidad. La máxima le corresponde a aquel saber sobre los primeros principios y las primeras causas que alcanza un punto de vista que le permite comprender la totalidad de lo real (Nota de A. B.).
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II. Metafísica, ética y política en Aristóteles
y dice bien, la experiencia da lugar al arte y la falta de experiencia, al azar. El arte, a su vez, se genera cuando a partir de múltiples nociones empíricas se elabora un único juicio universal válido para todos los casos semejantes. En efecto, saber que tal medicamento curó a Calias cuando padecía cierta enfermedad, y que lo mismo sucedió con Sócrates, y con muchos otros individuos, es algo propio de la experiencia; pero saber que a todos ellos, delimitados como un caso específicamente idéntico, los curó cuando padecían tal enfermedad (por ejemplo, a los flemáticos o biliosos o aquejados de fiebres) es algo propio del arte. A efectos prácticos, la experiencia no parece diferir en absoluto del arte, sino que los hombres de experiencia tienen más éxito, incluso, que los que poseen la teoría, pero no la experiencia (la razón está en que la experiencia es el conocimiento de cada caso individual, mientras que el arte lo es de los generales, y las acciones y producciones todas se refieren a lo individual: desde luego, el médico no cura al hombre, a no ser accidentalmente, sino a Calias, a Sócrates o a cualquier otro de los que de este modo se nombran, al cual sucede accidentalmente que es hombre;13 así pues, si alguien tuviera la teoría careciendo de la experiencia, y conociera lo general, pero desconociera al individuo contenido en ello, errará muchas veces en la cura, ya que lo que se trata de curar es el individuo). Pero no es menos cierto que pensamos que el saber y el conocer se dan más bien en el arte que en la experiencia y tenemos por más sabios a los hombres de arte que a los de experiencia, como que la sabiduría acompaña a cada uno en mayor grado según el nivel de su saber. Y esto porque los unos saben la causa y los otros no. Efectivamente, los hombres de experiencia saben que algo es, pero no por qué es, mientras que los otros conocen el porqué, la causa. Por ello, en cada caso consideramos que los que dirigen la obra son más dignos de estima, y saben más, y son más sabios que los obreros manuales: [981b] porque saben las causas de lo que se está haciendo (a los otros, por su parte, los consideramos como a algunos seres inanimados que también hacen, pero hacen lo que hacen sin conocimiento, como, por ejemplo, quema el fuego, si bien los seres inanimados hacen cosas tales por cierta disposición natural, mientras que los obreros manuales las hacen por hábito). Conque no se considera que aquéllos son más sabios por su destreza práctica, sino porque poseen la teoría y conocen las causEn general, ser capaz de enseñar es una señal distintiva del que sabe frente al que no sabe, por lo cual pensamos que el arte es más ciencia que la experiencia: los que lo poseen son capaces de enseñar, mientras que los empíricos no son capaces. Además, no pensamos que ninguna de las sensaciones sea sabiduría, por más que éstas sean el modo de conocimiento por excelencia respecto de los casos individuales: y es que no dicen el porqué acerca de nada, por ejemplo, por qué el fuego es caliente, sino solamente que es caliente. Es, pues, verosímil que en un principio el que descubrió cualquier arte, más allá de los conocimientos sensibles comúnmente poseídos, fuera admirado por la humanidad no sólo porque alguno de sus descubrimientos resultara útil, sino como hombre sabio que descollaba entre los demás; y que, una vez descubiertas múltiples artes, orientadas las unas a hacer frente a las necesidades y 13. La expresión es confusa. Aristóteles opone, en general, lo que es “por accidente” a lo que es “por sí” o esencialmente; en este sentido, Calias o cualquier otro individuo humano no es hombre “accidentalmente” sino “por sí”, ya que su ser consiste en ser-hombre. La interpretación más sencilla y razonable parece la de Ross en su comentario: “accidentalmente” quiere decir aquí “indirectamente”: el médico cura directamente a Calias e indirectamente al hombre, porque cura a Calias, que es un hombre.
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las otras a pasarlo bien, fueran siempre considerados más sabios estos últimos que aquéllos, ya que sus ciencias no estaban orientadas a la utilidad. A partir de este momento, y listas ya todas las ciencias tales, se inventaron las que no se orientan al placer ni a la necesidad, primeramente en aquellos lugares en que los hombres gozaban de ocio: de ahí que las artes matemáticas se constituyeran por primera vez en Egipto, ya que allí la casta de los sacerdotes gozaba de ocio. En la Ética14 está dicho cuál es la diferencia entre el arte y la ciencia y los demás conocimientos del mismo género; la finalidad que perseguimos al explicarlo ahora es ésta: mostrar cómo todos opinan que lo que se llama “sabiduría” se ocupa de las causas primeras y de los principios. Conque, como antes se ha dicho, el hombre de experiencia es considerado más sabio que los que poseen sensación del tipo que sea, y el hombre de arte más que los hombres de experiencia, y el director de la obra más que el obrero manual, y las ciencias teoréticas, más que las productivas. [982a] Es obvio, pues, que la sabiduría es ciencia acerca de ciertos principios y causas.
Capítulo 215 [Principios y causas de la sabiduría] Puesto que andamos en busca de esta ciencia, habrá de investigarse acerca de qué causas y qué principios es ciencia la sabiduría. Y si se toman en consideración las opiniones que comúnmente se tienen acerca del sabio, es posible que a partir de ellas se aclare mayormente esto. En primer lugar, [1] solemos opinar que el sabio sabe todas las cosas en la medida de lo posible, sin tener, desde luego, ciencia de cada una de ellas en particular. Además, [2] consideramos sabio a aquel que es capaz de tener conocimiento de las cosas difíciles, las que no son fáciles de conocer para el hombre (en efecto, el conocimiento sensible es común a todos y, por tanto, es fácil y nada tiene de sabiduría). Además, y respecto de todas las ciencias, [3] consideramos que es más sabio el que es más riguroso en el conocimiento de las causas y [4] más capaz de enseñarlas. Y que [5] aquella de las ciencias que se busca por sí misma y por amor al conocimiento es sabiduría en mayor grado que la que se busca por sus efectos. Y además, que [6] la ciencia dominante es
14. Ética Nicomaquea, VI, 3-7, 1139b13-1141b22. 15. Luego de establecer que la sabiduría es ciencia de ciertos principios y causas, en este capítulo Aristóteles indaga de qué principios y causas se trata. Toma como punto de partida las opiniones comunes acerca del sabio y concluye que, de acuerdo con ellas, el sabio: 1) conoce, en cierto sentido, todas las cosas, y conoce todas las cosas quien conoce los principios universales de ellas; 2) conoce aquello que es más difícil de conocer, y esto es, también, lo más universal; 3) posee el conocimiento más riguroso, y éste es sobre todo el de los primeros principios; 4) puede enseñar; pero puede enseñar quien conoce las causas; 5) busca saber por el saber mismo y no por sus efectos prácticos, y esto nuevamente nos remite al saber referido a los primeros principios y causas, y 6) posee el saber dominante, es decir, aquel al que los demás conocimientos le están subordinados; éste es el conocimiento de la finalidad, pero el fin de todas las cosas es una causa primera. De todo eso concluye que la sabiduría es la ciencia que se ocupa de los primeros principios y causas. En la segunda parte del capítulo, vuelve a argumentar sobre el carácter teórico de la sabiduría, ya señalado en el punto 5); por ser una ciencia que tiene su fin en sí y no en otra cosa, es libre; se refiere a ella como una ciencia divina, tanto en el sentido de que pareciera que su posesión plena está más allá de las capacidades humanas como en el de que se refiere a las cosas divinas (pues los primeros principios y causas de todo son lo que merece ser llamado lo divino, tó théion); se refiere también al asombrarse, admirarse o maravillarse (thaumázein) como la actitud que origina la búsqueda de sabiduría.
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sabiduría en mayor grado que la subordinada, pues no corresponde al sabio recibir órdenes sino darlas, ni obedecer al otro, sino a él quien es menos sabio. Tantas y tales son las opiniones que se tienen acerca de la sabiduría y de los sabios. Pues bien, de ellas, [1] el saberlo todo ha de darse necesariamente en quien posee en grado sumo la ciencia universal (éste, en efecto, conoce en cierto modo todas las cosas).16 Y, sin duda, [2] lo universal en grado sumo es también lo más difícil de conocer para los hombres (pues se encuentra máximamente alejado de las sensaciones). Por otra parte, [3] las más rigurosas de las ciencias son las que versan mayormente sobre los primeros principios: en efecto, las que parten de menos principios son más rigurosas que las que tienen que añadir más principios, por ejemplo, la aritmética es más rigurosa que la geometría.17 Y además [4] es capaz de enseñar aquella que estudia las causas (pues los que enseñan son los que muestran las causas en cada caso). Por otra parte, [5] el saber y el conocer sin otro fin que ellos mismos se realizan más plenamente en el conocimiento de lo [982b] más cognoscible (en efecto, quien desea el saber por el saber mismo preferirá a la que es ciencia en mayor grado, y ésta es la ciencia de lo que es más cognoscible). Ahora bien, lo más cognoscible son los primeros principios y causas, pues por ellos y a partir de ellos se conoce lo demás, pero no ellos por medio de lo que está por debajo de ellos.18 Por último, [6] la ciencia dominante y superior a la subordinada es la que conoce el fin por el cual ha de hacerse cada cosa, pero para cada cosa ese fin es el bien y, en general, el objetivo del proceso natural. Por todo lo dicho, resulta que el nombre que buscamos corresponde a una misma ciencia, que debe estudiar los primeros principios y causas, pues el bien, es decir el fin, es una de las causas. Que no se trata de una ciencia productiva resulta evidente ya desde los primeros que filosofaron:19 en efecto, los hombres –ahora y desde el principio– comenzaron a filosofar al quedarse asombrados ante algo, asombrándose en un primer momento ante lo que comúnmente causa extrañeza, y después, al progresar poco a poco, sintiéndose perplejos también ante problemas de mayor importancia, por ejemplo, ante los fenómenos de la luna, del sol y de los astros, y ante el origen del universo. Ahora bien, el que se siente perplejo y asombrado reconoce que no sabe; de ahí que el amante del mito (philómythos) sea, a su modo, amante de la sabiduría (philósophos),
16. Las conoce en potencia, pues están contenidas en los principios universales. 17. Los principios de la aritmética son también principios de la geometría, pero la geometría debe agregar, además, el principio de la extensión. 18. Los primeros principios y causas son lo más cognoscible en sí mismo, aunque no sean lo más fácil de conocer para nosotros. Aristóteles distingue entre lo que es más cognoscible o más fácil de conocer para nosotros y lo que es más cognoscible o más fácil de conocer en sí mismo. Más fácil de conocer para nosotros es lo que está más cerca de la sensación, porque nuestro primer contacto con la realidad se da a través de los sentidos; pero más fáciles de conocer en sí mismos son los principios universales que más alejados están de la sensación, porque, si bien nos cuesta llegar a conocerlos, una vez que los conocemos tenemos un conocimiento más riguroso (es más fácil para nosotros ver un triángulo dibujado en un pizarrón que demostrar los teoremas relativos al triángulo; pero una vez que llegamos a comprender los teoremas, tenemos un conocimiento más riguroso y exacto de los triángulos). 19. A partir de acá, Aristóteles pasa a utilizar los términos “filosofía” y “filósofo en lugar de “sabiduría (sophía) y “sabio” (sophós). Como señalaba ya Tomás de Aquino, el cambio de terminología se justifica, pues Aristóteles acaba de establecer que la sabiduría es un saber buscado por sí mismo y no por otro fin; corresponde, entonces, llamarlo “philo-sophía”, es decir, amor por la sabiduría.
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ya que el mito se compone de cosas que causan asombro.20 Así, pues, si filosofaron por huir de la ignorancia, es obvio que perseguían el saber por afán de conocimiento y no por utilidad alguna. Por otra parte, así lo atestigua el modo en que sucedió, y es que un conocimiento tal comenzó a buscarse cuando ya existían todos los conocimientos necesarios, y también los relativos al placer y al pasarlo bien. Es obvio, pues, que no la buscamos por ninguna otra utilidad, sino que, al igual que un hombre libre es, decimos, aquel cuyo fin es él mismo y no otro, así también consideramos que ésta es la única ciencia libre: solamente ella es, en efecto, su propio fin. Por ello cabría considerar con razón que el poseerla no es algo propio del hombre, ya que la naturaleza humana es esclava en muchos aspectos, de modo que –según dice Simónides– “sólo un dios podría tener tal privilegio”, si bien sería indigno de un hombre no buscar la ciencia que, por sí mismo, le corresponde. Ahora bien, si los poetas tuvieran [983a] razón y la divinidad fuera de natural envidiosa, lo lógico sería que su envidia tuviera lugar en este caso más que en ningún otro y que todos los hombres que en ella descuellan fueran desdichados. Pero ni la divinidad puede ser envidiosa (como dice el proverbio, “los poetas dicen muchas mentiras”) ni cabe considerar a ninguna otra ciencia más digna de estima que ésta. Pues la ciencia más divina es la más digna de estima, y esta ciencia es la más divina, por dos razones: una ciencia puede ser llamada divina porque dios la posee de modo especial o porque trata de cosas divinas. Y esta ciencia de la que hablamos posee las dos características, pues es opinión compartida que lo divino es causa y principio, y también que dios poseería esta ciencia de manera exclusiva o eminente.21 Y, por cierto, todas las demás ciencias son más necesarias que ella, pero ninguna es mejor.22 La posesión de esta ciencia ha de cambiarnos, en cierto sentido, a la actitud contraria de la que se tiene al comienzo de la indagación. Y es que, como decíamos, todos comienzan asombrándose de que las cosas sucedan como suceden; así ocurre con las marionetas que se mueven por sí solas, con las revoluciones del sol y con la inconmensurabilidad de la diagonal.23 A todos los que no han descubierto todavía la causa los asombra que algo no pueda ser medido ni con la unidad más pequeña. Es preciso, sin embargo, llegar a la actitud contraria, como ocurre incluso en esos casos cuando se ha aprendido: nada asombraría tanto a un geómetra como que la diagonal fuera conmensurable. 20. Ross reconstruye así el razonamiento: El mito está lleno de cosas que causan asombro y admiración; el que se asombra se reconoce ignorante; el que se cree ignorante desea saber; por lo tanto, el que ama los mitos ama el saber. 21. El uso, por Aristóteles, de las expresiones “dios” o “el dios” no debe tomarse como señal de monoteísmo; se trata del modo aristotélico habitual de expresar una noción universal. Así como, unas líneas más arriba, el uso de la locución “el sabio” no implica que haya un único sabio, acá “dios” alude a cualquier cosa que posea naturaleza divina. Tampoco la referencia a dios o lo divino como causa y principio hace alusión acá a un dios creador, que de ningún modo forma parte del horizonte de pensamiento aristotélico, sino a los principios eternos inmanentes al cosmos. En cuanto a la indicación de que un saber tal sólo puede ser poseído de modo eminente por un dios, véanse el siguiente texto seleccionado y la nota 17. 22. Las otras ciencias son más necesarias en tanto permiten afrontar las necesidades de la vida, es decir, en tanto son útiles y, por lo tanto, no son libres. La sabiduría es mejor o más digna que ellas, porque es la única ciencia libre. 23. Se trata del teorema de Pitágoras, que demuestra la imposibilidad de medir la diagonal del cuadrado tomando como unidad el lado (o, lo que es lo mismo, la hipotenusa del triángulo rectángulo tomando como unidad el cateto): la relación que hay entre ellos es un número irracional, √2.
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Queda dicho, pues, cuál es la naturaleza de la ciencia en cuya búsqueda andamos y cuál es el objetivo que han de alcanzar la búsqueda y el proceso de investigación en su conjunto.
Capítulo 3 [Las causas del ser] Se llama “causa” [1] en un sentido, aquello de-lo-cual se hace algo, y que permanece inherente a él; por ejemplo, el bronce es causa de la estatua, y la plata, de la copa, y también los géneros del bronce y de la plata son causas; [2] en otro sentido, causa es la forma y el modelo, es decir, la definición de la esencia y los géneros de ésta (por ejemplo, la causa de la octava es la razón 2:1 y genéricamente el número), así como las partes de la definición; [3] además es causa aquello de donde proviene el inicio primero del cambio o del reposo: así, el que da un consejo es causa de la acción, y el padre es causa del hijo y, en general, el agente es causa de lo hecho y lo que produce el cambio es causa de lo que resulta cambiado; [4] además, es causa también el fin o aquello para lo que algo se hace: por ejemplo, la causa del paseo es la salud. En efecto, ¿por qué paseamos? Contestamos: para estar sanos, y al contestar de este modo pensamos haber dado la causa. (Metafísica, V, 2, 1013a24-34 = Física, II, 3, 194b24-195a2) Hablamos de causa en cuatro sentidos diferentes: en primer lugar, decimos causa a la sustancia o la esencia (pues el porqué de una cosa se reduce en último término a la forma y el primer porqué es causa y principio) [causa formal]; en segundo lugar causa es la materia o el sustrato [causa material]; en tercer lugar, es el principio de movimiento [causa eficiente], y en cuarto lugar, a menudo opuesto al tercero, es el fin y el bien (pues éste es el fin de todo devenir y de todo movimiento) [causa final]. (983a26-34)
Libro II Capítulo 1 [La filosofía como ciencia de la verdad] El estudio acerca de la verdad es difícil en cierto sentido, y en cierto sentido, fácil. Prueba [993b] de ello es que no es posible ni que alguien la alcance plenamente ni que yerren todos, sino que cada uno logra decir algo acerca de la naturaleza. Y que si bien la contribución de cada uno en particular no es gran cosa, de la reunión de todas las contribuciones resulta algo digno de consideración. De manera que parece ocurrir como en el proverbio: “¿Quién no acertará a una puerta?”.24 En este sentido, nuestra investigación es fácil. Pero el que podamos llegar a la verdad en general pero no alcanzar a la parte precisa de la verdad que buscábamos pone de manifiesto la dificultad de la misma. Y, puesto que la dificultad puede ser de dos tipos,25 posiblemente la causa no esté en las cosas sino en nosotros mismos. En efecto, como los ojos del murciélago
24. La metáfora es la del tiro con arco. Es difícil dar con la flecha en un punto determinado, pero cualquier tirador acertará en un punto cualquiera de una gran superficie. 25. La dificultad puede provenir de la cosa por conocer, o de quien intenta conocerla.
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respecto de la luz del día, así se comporta el intelecto de nuestra alma26 respecto de las cosas que, por naturaleza, son las más evidentes de todas.27 Por otra parte, es justo estar agradecidos no solamente a aquellos cuyas opiniones uno está dispuesto a compartir, sino también a aquellos que han hablado más superficialmente. Éstos también, desde luego, contribuyeron en algo, puesto que ejercitaron nuestra capacidad intelectual. En efecto, si no hubiera existido Timoteo, careceríamos de muchas melodías. Y si no hubiera existido Frinis, Timoteo no habría surgido.28 Y del mismo modo ocurre con los que han hablado acerca de la verdad: de unos hemos recibido ciertas opiniones y otros fueron causa de que surgieran aquéllos. Por lo demás, es correcto que la filosofía se denomine “ciencia de la verdad”. En efecto, el fin de la ciencia teórica es la verdad, mientras que el de la práctica es la acción. Y los prácticos, si bien tienen en cuenta cómo son las cosas, no consideran lo eterno que hay en ellas, sino aspectos relativos y referidos a la ocasión presente. Por otra parte, no conocemos la verdad si no conocemos la causa, y la cosa que posee una naturaleza de modo eminente es la causa por la cual otras cosas tienen esa misma naturaleza: por ejemplo, el fuego es lo más caliente y es la causa del calor en las otras cosas. Por consiguiente, la verdad por excelencia es lo que es causa de la verdad de las cosas derivadas. De allí que los principios de las cosas eternas son necesariamente los más verdaderos de todos, pues no son verdaderos sólo a veces ni son causados por otra cosa, sino que más bien son ellos la causa del ser de las demás cosas. Por consiguiente, cada cosa posee de verdad cuanto posee de ser.
Libro IV Capítulo 1 [Los primeros principios y causas] [1003a20] Hay una ciencia que estudia lo que es, en tanto que algo que es,29 y los atributos que, por sí mismo, le pertenecen. Esta ciencia, por lo demás, no se identifica con ninguna de las ciencias particulares. Ninguna de ellas, en efecto, se ocupa universalmente de lo que es, en tanto que algo que es, sino que tras seccionar de ello una parte estudia las propiedades de ésta: así, por ejemplo, las ciencias matemáticas. 26. El intelecto (noûs) es la facultad de intuición intelectual, es decir, la capacidad de la razón de aprehender un contenido puramente inteligible (como eran para Platón las ideas y son para Aristóteles las formas sustanciales). Pero mientras Platón veía el conocimiento sensible como un obstáculo para la captación intelectual (hay que apartarse de lo sensible “con toda el alma” para dirigir la mirada de la mente al ámbito inteligible), el intelecto humano, para Aristóteles, puede alcanzar a captar lo inteligible en lo sensible y a partir de lo sensible, con lo que la sensación, lejos de ser un obstáculo, es el primer paso necesario en el camino hacia la ciencia. Es que las esencias a inteligir no son, como pensaba Platón, entes inteligibles que están fuera de las cosas que captan los sentidos, sino formas inteligibles que se dan en las cosas siempre unidas a una materia. 27. El pasaje trae a la memoria las referencias, en la alegoría platónica de la caverna, al deslumbramiento que sufre el prisionero cuando pasa de la oscuridad de la caverna al resplandor de lo inteligible. Por otra parte, puede ponerse en relación con el pasaje del texto anterior que sugiere que el dominio pleno de la sabiduría quizás esté más allá de las capacidades humanas (982b28-983a10). 28. Timoteo (447-357 a.C.), famoso poeta y músico, discípulo de Frinis. 29. Otras traducciones habituales son “el ente en tanto ente”, “el ser en tanto ser”.
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Y puesto que buscamos los principios y causas supremas, es evidente que éstas han de serlo necesariamente de alguna naturaleza por sí misma. Y, ciertamente, si también buscaban estos principios quienes buscaban los elementos de las cosas que son, también los elementos tenían que ser necesariamente elementos de lo que es, no accidentalmente, sino en tanto que algo que es. De ahí que también nosotros hayamos de alcanzar las causas primeras de lo que es en tanto que algo que es.
Capítulo 2 [Lo que es se dice en muchos sentidos] La expresión “algo que es” se dice en muchos sentidos, pero en relación con una sola cosa y una sola naturaleza y no por mera coincidencia nominal,30 sino que al igual que “sano” se dice en todos los casos en relación con la salud (algunas cosas se dicen sanas porque conservan la salud, otras porque la producen, otras porque son signos de salud, otras [1003b] porque la salud se da en ellas) y “médico” se dice en relación con la ciencia médica (se llama médico a lo uno porque posee la ciencia médica, a lo otro porque sus propiedades naturales son adecuadas a ella, a lo otro porque es el resultado de la ciencia médica), y podríamos encontrar cosas que se dicen de modo semejante a éstas, así también “algo que es” se dice en muchos sentidos, pero en todos los casos en relación con un único principio: de unas cosas se dice que son por ser sustancias,31 de otras por ser afecciones de la sustancia, de otras por ser procesos hacia la sustancia, o bien corrupciones o privaciones o cualidades o agentes productivos o agentes generadores ya de la sustancia ya de aquellas cosas que se dicen en relación con la sustancia, o bien por ser negaciones ya de algunas de estas cosas, ya de la sustancia. Y de ahí que incluso de lo que no es digamos que es “algo que no es”. Así pues, del mismo modo que de todas las cosas sanas se ocupa una sola ciencia, igualmente ocurre esto en los demás casos. Corresponde, en efecto, a una única ciencia estudiar no solamente aquellas cosas que se denominan según un solo significado, sino también las que se denominan en relación con una sola naturaleza: y es que éstas se denominan también, en cierto modo, según un solo significado. Es, pues, evidente que el estudio de las cosas que son en tanto que cosas que son corresponde también a una sola ciencia.
30. Ésta es una tesis básica del pensamiento aristotélico: “es” no se emplea unívocamente (como sostenía Parménides, y esto lo llevaba a negar la existencia de la pluralidad y el cambio), sino que tiene distintos significados, pero, por otro lado, esos distintos significados no son distintos de modo absoluto (en cuyo caso, no sería posible una ciencia única de “lo que es en tanto que es”), sino que están todos en relación con “una sola cosa y una sola naturaleza”, un significado central o focal en el cual confluyen todos. Como aclara enseguida, ese significado central es el de sustancia (ousía). 31. “Sustancia” es la traducción tradicional de ousía, que optamos por mantener aquí (a pesar de las muchas y atendibles razones que se han dado en contra) para que no se pierdan de vista las conexiones históricas con filosofías posteriores que hacen uso del concepto. En griego, ousía es un participio abstracto del verbo ser, de modo que, desde una perspectiva puramente lingüística, la traducción más correcta sería “entidad”, que es la elegida por Tomás Calvo Martínez; Hernán Zucchi, en cambio, prefiere no traducirla y mantenerla en griego, para evitar contaminarla con los sentidos, sobre todo provenientes de la escolástica medieval, que se han ido sedimentando tanto en “sustancia” como en “entidad”. En las versionas de las obras de Platón, ousía suele traducirse por “esencia”, es decir, aquello que hace que una cosa sea lo que es (o, negativamente, aquello sin lo cual una cosa no sería lo que es).
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Ahora bien, en todos los casos la ciencia se ocupa fundamentalmente de lo primero, es decir, de aquello de que las demás cosas dependen y en virtud de lo cual reciben la denominación correspondiente. Por tanto, si esto es la sustancia, el filósofo deberá hallarse en posesión de los principios y las causas de las sustancias.32
Libro VII Capítulo 1 [La sustancia es “lo que es” en sentido primario y absoluto] La expresión “algo que es” se dice en muchos sentidos... De una parte, en efecto, significa el qué-es y algo determinado,33 y de otra parte, la cualidad, la cantidad o cualquiera de las otras categorías. Pues bien, si “lo que es” se dice tal en todos estos sentidos, es evidente que lo que es primero de todos ellos es el qué-es, referido a la sustancia (efectivamente, cuando queremos decir de qué cualidad es algo determinado, decimos que es bueno o malo, pero no que mide tres codos o que es un hombre; por el contrario, cuando queremos decir qué es, no decimos que es blanco o caliente o de tres codos, sino un hombre o un dios),34 mientras que las demás se denominan “cosas que son” porque son cantidades o cualidades o afecciones o alguna otra determinación de lo que es en el sentido señalado. Sería lícito preguntarse si “caminar” y “encontrarse bien” y “estar sentado” son entes o no-entes, y del mismo modo en los otros casos. Pues ninguno de ellos tiene por naturaleza una existencia separada o puede separarse de la sustancia. Más bien, si algo es, es la “cosa” que camina o que está sentada o que se encuentra bien. Y la razón por la cual estas cosas parecen ser más entes es porque tienen cierto sustrato, es decir, la sustancia y el individuo particular, que es lo que claramente está implicado en la categoría en cuestión, pues sin él no puede hablarse de “lo bueno” o “lo sentado”. Resulta claro que es por la sustancia que cada una de las cosas mencionadas existe. De aquí que el ente, en sentido primario y no en sentido restringido sino absoluto, será la sustancia. El término “primero” tiene muchas significaciones, pero la sustancia es primera en todas: en el enunciado, en el conocimiento y en el tiempo. Pues ninguna de las demás categorías puede existir separadamente, pero la sustancia sí lo puede. Asimismo es primera en el enunciado, porque en el enunciado de cada cosa ha de estar necesariamente incluido el de la sustancia. Y pensamos conocer cada cosa particular de un modo cabal cuando conocemos el “qué-es”, por ejemplo que es hombre o fuego, más que cuando conocemos su cualidad, su cantidad o su lugar, porque sabemos cada uno de estos modos en sí mismos cuando conocemos qué es la cantidad o la cualidad. El
32. Recordemos las etapas que hemos ido recorriendo: la sabiduría por excelencia, la filosofía (o, más estrictamente, lo que Aristóteles llama “filosofía primera” y que, más tarde, recibirá el nombre de “metafísica”), es un saber acerca de los primeros principios y causas; pero los principios y causas supremos son los principios y causas de lo que es en tanto que es, por lo tanto, la filosofía primera se ocupa de los principios y causas de lo que es en tanto que es, pero lo primero y fundamental en el orden del ser es la sustancia, por lo tanto se trata de un saber acerca de los principios de la sustancia. 33. “Algo determinado” traduce tóde ti, literalmente “un esto”. 34. Es decir, indicamos algo determinado, un “esto”. Aristóteles critica a Platón porque las ideas platónicas típicas (lo justo en sí, lo igual en sí) no son “estos” sino “cuales”, cualidades entificadas.
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tema que desde hace mucho tiempo, ahora y siempre se ha buscado y ha planteado renovadas dificultades: ¿qué es el ente? viene a ser ¿qué es la sustancia? (1028a10-b4).
Capítulo 3 [Los principios ontológicos de la sustancia: materia y forma] El término sustancia (ousía) se usa, si no en muchos, al menos en cuatro significados principales, pues tanto lo que “lo que es ser esto”, el universal y el género parecen ser la sustancia de cada cosa, siendo el sujeto la cuarta acepción. El sujeto es aquello con respecto al cual todo lo demás se predica, mientras que él mismo jamás es predicado de otra cosa. […]. Ahora bien, en cierto sentido se afirma que la materia es el sujeto; en otro, la configuración, y en un tercer sentido, el compuesto de ambas. Por materia me refiero, por ejemplo, al bronce; por forma, a la estructura y configuración formal, y por compuesto, a lo que resulta de ellas, es decir, a la estatua. Si la forma es anterior a la materia y es más ente que la materia, por la misma razón será anterior al conjunto de materia y forma35 (1029a2-7).
35. La sustancia sensible individual es explicada por Aristóteles como un compuesto de materia y forma: “La sustancia [...] puede ser entendida, en primer lugar, como materia –aquello que por sí no es algo determinado–; en segundo lugar, como estructura y forma en virtud de la cual puede decirse ya de la materia que es algo determinado, y en tercer lugar, como el compuesto de una y otra” (Acerca del alma, II, 1, 412a6-9). La materia (hyle) es aquello de que la cosa está hecha: el bronce, por ejemplo, es la materia de la estatua. La forma (morphé o eidos) es la determinación esencial de la cosa, lo que la hace ser lo que es. La materia como tal es indeterminada, es la forma la que la determina y hace de ella algo determinado: lo que hace que esto sea una estatua no es el bronce, pues este mismo bronce podría ser materia de un escudo o de una campana, sino la forma. Mientras Platón concebía las esencias como ideas, es decir, como entes inteligibles que existían separadamente de las cosas sensibles, Aristóteles las concibe como formas, como principios ontológicos inmanentes a los entes sensibles. Forma y materia no existen por separado: las formas de los entes sensibles no son sino realizándose en una cierta materia a la que determinan, y la materia no es sino en la medida en que es determinada por una forma. Tanto la materia como la forma y el compuesto individual de materia y forma pueden ser llamadas sustancias, pero no en el mismo sentido ni con los mismos títulos. La materia puede ser llamada sustancia en tanto sustrato último que subyace a todo lo demás, pero carece de las características de ser algo separado y algo determinado; tanto el compuesto como la forma son “más entes” y por lo tanto tienen mejor derecho al título de sustancia que la materia. En el pasaje del capítulo 5 de Categorías, donde el análisis se hace desde el punto de vista lógico, se privilegia la sustancia individual, es decir, el compuesto. En los pasajes de la Metafísica que estamos analizando, orientados hacia la composición ontológica de la sustancia sensible, es la forma la que es privilegiada. La forma es sustancia en tanto causa primera del ser del compuesto (pues si el compuesto individual es algo determinado, es porque la forma le otorga su determinación a la materia).
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Categorías Los sentidos del ser La polisemia de “ser”: las categorías o predicamentos36 Cada una de las cosas que se dicen fuera de toda combinación,37 o bien significan una sustancia, o bien una cantidad, o una cualidad, o una relación, o un lugar, o un tiempo, o una posición, o una posesión, o una acción, o una pasión. Es sustancia –para decirlo con un ejemplo–: hombre, caballo; es cantidad: de dos codos, de tres codos;38 es cualidad: blanco, letrado; es relación: doble, mitad, mayor; es lugar: en el Liceo, en la plaza; es tiempo: ayer, el año pasado; es posición: acostado, sentado; es posesión: va calzado, va armado; es acción: corta, quema; es pasión: es cortado, es quemado. Ninguna de estas expresiones por sí misma afirma ni niega, pero de su mutua combinación surge la afirmación o la negación. En efecto, toda afirmación y toda negación es, según parece, verdadera o falsa, mientras que ninguna de las cosas dichas sin combinación es ni verdadera ni falsa, como, por ejemplo, hombre, blanco, corre, vence. (Cap. 4, 1b25-2a10
Sustancia primera y sustancias segundas Sustancia, la así llamada con mayor propiedad, más primariamente y en más alto grado, es aquella que ni se dice de un sujeto ni está en un sujeto,39 v.g.: el hombre individual o el caballo individual. Se llaman sustancias segundas las especies a las que pertenecen las sustancias 36. Las categorías (del verbo kategorein, atribuir) acá enunciadas son los distintos modos de atribuir un predicado a un sujeto, es decir (dado que atribuimos el predicado P al sujeto S diciendo que S es P) los distintos modos en que podemos decir que algo es. El significado de “es” no es el mismo en “esto es un caballo” que en “esto es negro”; “ser negro” no expresa un ser independiente, supone algo (caballo, hombre o lo que fuere) a lo que le sucede ser negro. “Ser negro” es ser un color, y ser un color es ser una cualidad, pero una cualidad es siempre cualidad de algo; ser una cualidad es un modo de ser “en otro”. “Ser caballo”, en cambio (o ser hombre), no supone otra cosa a la que le suceda ser caballo; es ser algo autosubsistente, no “en otro” sino “por sí”: es una sustancia. Las características fundamentales de la sustancia en la consideración aristotélica son ser por sí, existir separadamente, y ser un esto, algo determinado. Lo que es en otro no existe separadamente (no existe el negro por sí solo, sino que hay cosas que son negras) ni es un “esto”, sino una determinación o atributo de un esto: cualidad, o cantidad, o relación, o lugar, o tiempo, o posición, o posesión, o acción o pasión de una sustancia. Ser en otro es ser un atributo o, como dice Aristóteles, un accidente de una sustancia. Conviene aclarar aquí que Aristóteles emplea la palabra “accidente” con dos significados distintos; por un lado, puede significar, como acá, simplemente atributo (ser en otro); en otro sentido, lo que es por accidente es lo fortuito, lo casual. 37. Es decir, los términos, a diferencia de las proposiciones que afirman o niegan combinando términos. 38. El codo es una medida de longitud. 39. El término “sujeto” no debe entenderse acá como referido al yo, sino como sujeto lógico-gramatical de la predicación o como sustrato físico que subyace a determinaciones que pueden cambiar. Lo que no se dice de un sujeto es lo que no se predica de otra cosa, lo que es siempre sujeto y nunca predicado; lo que no está en un sujeto es lo que no es accidente de un sustrato, sino que es por sí. Y esto es, nos dice Aristóteles, la cosa individual: este hombre, este caballo. Sustancia en sentido primero es, según esto, la sustancia individual, mientras que la especie (hombre o caballo) es sustancia en sentido secundario, pues se predica del individuo.
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primariamente así llamadas, tanto esas especies como sus géneros; v.g.: el hombre individual pertenece a la especie hombre, y el género de esa especie es animal; así, pues, estas sustancias se llaman segundas, v.g.: el hombre y el animal. [...] Todas las demás cosas, o bien se dicen de las sustancias primeras como de sus sujetos, o bien están en ellas como en sus sujetos. Esto queda claro a partir del examen directo de cada uno de los casos; v.g.: animal se predica de hombre y, por ende, también del hombre individual, pues si no se predicara de ninguno de los hombres individuales, tampoco se predicaría de hombre en general; volviendo a un ejemplo anterior: el color está en el cuerpo, por consiguiente también está en un cuerpo individual: pues si no estuviera en alguno de los cuerpos singulares, tampoco estaría en el cuerpo en general; de modo que todas las demás cosas o bien se dicen de las sustancias primeras como de sus sujetos o bien están en ellas como en sus sujetos. Así pues, de no existir las sustancias primeras sería imposible que existiera nada de lo demás. Ahora bien, de las sustancias segundas, es más sustancia la especie que el género: en efecto, se halla más próxima a la sustancia primera. Pues, si alguien explica qué es la sustancia primera, dará una explicación más comprensible y adecuada aplicando la especie que aplicando el género; v.g.: hará más cognoscible al hombre individual dando la explicación hombre que la explicación animal. (Cap. 5, 2a11-18, 2a34-b12)
Física Entes naturales y artificiales40 Algunas cosas son por naturaleza; otras, por otras causas. Por naturaleza, los animales y sus partes, las plantas y los cuerpos simples como la tierra, el fuego, el aire y el agua, pues decimos que éstos y otras cosas semejantes son por naturaleza. Todas estas cosas parecen diferenciarse de las que no están constituidas por naturaleza, porque cada una de ellas tiene en sí misma un principio de movimiento y de reposo, sea con respecto al lugar o al aumento o a la disminución o a la alteración. Por el contrario, una cama, una prenda de vestir o cualquier otra cosa de género semejante, en cuanto que las significamos en cada caso por su nombre y en tanto que son productos del arte, no tienen en sí mismas ninguna tendencia natural al cambio; pero en cuanto que, accidentalmente, están hechas de piedra o de tierra o de una mezcla de ellas, y sólo bajo este respecto, la tienen. Porque la naturaleza es un principio y causa del movimiento o del reposo en la cosa a la que pertenece primariamente y por sí misma, no por accidente. (I, 7, 189b-191a)
40. La distinción entre un ente producido por el hombre mediante la téchne (arte) y un ente natural se basa en que la naturaleza tiene su principio de producción en sí misma, mientras que los entes artificiales tienen su principio de producción en el alma humana. La distinción de estas dos clases de entidades se funda en la noción de producción (Nota de A. B.).
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Ética eudemia Los entes naturales y las acciones humanas Todas las entidades naturales son en cierto sentido principio [de algo], por lo cual cada una puede engendrar muchos entes similares, como un hombre otros hombres, y en general un animal otros animales y una planta otras plantas. Además de esto, solamente el hombre entre todos los animales es un principio de ciertas acciones, pues no diríamos que alguno de los otros animales actúa. De entre los principios, todos aquellos a partir de los cuales se originan movimientos se llaman principios propiamente dichos y con mayor derecho aquellos de los cuales provienen movimientos [necesarios, esto es,] que no pueden ser de otro modo, un principio que quizá podamos asignar a la divinidad. En los principios invariables, como en los matemáticos, no hay principio propiamente dicho, a menos que se lo llame así analógicamente. En efecto, inclusive si en éstos cambiamos el principio, todas las demostraciones cambiarían, pero estas mismas no cambian por el hecho de que una niegue a la otra, sino porque la hipótesis [de la que dependen] es negada a través de una conclusión negativa. El hombre, en cambio, es el principio de una cierta acción, pues toda acción (prâxis) es movimiento. (II, 6, 1222b15-29)41 De ello se sigue que si existen ciertos entes que pueden ser de un cierto modo o de modo [directamente] contrario es necesario que los principios de éstos tengan también las mismas características: en efecto, lo que proviene de proposiciones necesarias es también necesario; lo que en cambio se origina de aquellos otros principios tiene la posibilidad de transformarse en su contrario. Y lo que está en las manos de los propios hombres pertenece en su gran mayoría a estos últimos entes, pasibles de ser de un modo u otro. De [todos] ellos los hombres son el principio. En consecuencia todas aquellas acciones de las que el hombre es el principio y dueño absoluto pueden evidentemente tener o no tener lugar. Del mismo modo es evidente que en su poder está que tales acciones tengan o no lugar, dado que él es dueño de que existan o no. De cuantas acciones está en su poder hacerlas o no hacerlas él es la causa de las mismas, y de cuantas cosas él es la causa, éstas están en su poder. (II, 6, 1222b41-1223a9)
41. Traducción tomada de Guariglia: Ética y política según Aristóteles, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1992.
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Fuentes Categorías y Analíticos segundos en Tratados de lógica, trad. de Miguel Candel San Martín, Madrid, Gredos, vol. I, 1982, vol. 2 1988. Metafísica, Buenos Aires, Sudamericana, 1978. Traducción de Hernán Zucchi. Metafísica, Madrid, Gredos, 2000. Traducción de Tomás Calvo Martínez. Física, Madrid, Gredos, 1995. Traducción y notas de Guillermo R. de Echandía. Acerca del alma, Madrid, Gredos, 1994. Traducción de Tomás Calvo Martínez. Nota: aunque éstas han sido las traducciones tomadas como base, en varias ocasiones nos hemos apartado bastante de ellas, ya sea para unificar la terminología o por diferencias de interpretación. La diferencia más notable es que hemos preferido, por las características introductorias del curso al que estos textos se destinan, conservar la traducción tradicional de ousía por “sustancia” en lugar de “entidad”, como traduce Calvo Martínez, o de dejarla sin traducir, como hace Zucchi.
Bibliografía citada Aristóteles: Metafísica, Buenos Aires, Sudamericana, 1986. Traducción de Hernán Zucchi. — Metafísica, Madrid, Gredos, 1982. Traducción de Valentín García Yebra. Aubenque, P.: El problema del ser en Aristóteles, Madrid, Escolar y Mayo, 2008. Düring, I.: Aristóteles, México, UNAM, 1990. Frede, M. y Patzig, G.: Aristoteles, Metaphysik Z: Text, Übersetzung und Kommentar, Band I: Text und Übersetzung, München, C. H. Beck, 1988. — Aristoteles, Metaphysik Z: Text, Übersetzung und Kommentar, Band II:Kommentar, München, C. H. Beck, 1988. Heidegger, M.: Grundbegriffe der aristotelischen Philosophie, Frankfurt am Main, Vittorio Klostermann, 2002. — Einführung in die Metaphysik, Tübingen, Max Niemeyer, 1987. — Ontologie (Hermeneutik der Faktizität), Frankfurt am Main, Vittorio Klostermann, 1995.
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II.III Introducción a la Ética Nicomáquea Por Gastón Beraldi
La Éthicá Nikomákia (en adelante EN) es considerada la obra más importante de las tres que Aristóteles dedicó a la cuestión de la moral. Consiste en una serie de escritos basados en sus lecciones en el Liceo que fueron publicadas primero de manera aislada y agrupadas luego en un trabajo de composición quizás iniciado por Aristóteles pero continuado, con seguridad, por sus discípulos. Según algunos críticos, recibe este nombre porque o bien su hijo Nicómaco fue el corrector o editor del escrito de su padre o bien porque se publicó después de su muerte en memoria del joven. Los temas fundamentales de la obra son la cuestión de la felicidad (eudaimonía) y la de la virtud (areté). Ambos se corresponden con dos modos de vida diferentes y opuestos: la vida contemplativa y la vida práctica o política, que dan por resultado o bien una ética eudaimonista o bien una ética de la virtud. Los Libros I y X, que abren y cierran la obra, tratan sobre los distintos ideales de vida y la felicidad. Allí toma distancia de Platón y de Eudoxo, ya que Aristóteles no secunda el hedonismo: bien y placer no se identifican. Sin embargo, el placer perfecciona la acción: la vida teorética está acompañada de placer. Asimismo distingue la figura del sabio (sophós), que practica la vida teorética, del prudente (phrónimos), que practica la vida virtuosa, práctica, política. El Libro II está dedicado a la noción general de virtud y a su clasificación, pero al avanzar nos introduce en el estudio de uno de los tipos de virtudes, las éticas o morales, que luego retomará en los Libros IV, V y VII. En el Libro III aborda la cuestión de las acciones y las clasifica en voluntarias, involuntarias y mixtas; asimismo da cuenta del proceso deliberativo (boulesis). En el libro VI, al tratar acerca de las virtudes dianoéticas o intelectuales, se refiere a la prudencia (phrónesis). Finalmente, los Libros VIII y IX están dedicados a la philía (amistad), que ve como una virtud cívica.
Algunas nociones centrales Para Aristóteles, el término “bien” se emplea en tantos sentidos como el término “ser”. Recordemos que la polisemia del término “ser” es uno de los problemas principales de la Metafísica aristotélica. Qué significa “bien/bueno” para Aristóteles es causa de controversias. Podemos encontrar al respecto dos posiciones opuestas: a) la que sostiene que la noción de “bien” es reductible en última instancia a una unidad (la felicidad), lo que da por resultado una
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ética eudaimonista; b) la que sostiene que Aristóteles deja abierto el significado de bien práctico admitiendo su polisemia. Coexisten de esta manera bienes de distinta naturaleza: la felicidad y las virtudes; esta última posición abre la posibilidad de pensar en una moral de la virtud.42 El Libro I comienza con el planteo de que toda actividad ha de tener necesariamente un fin y de que es capaz de reportar un bien. ¿Cuál es ese bien supremo? En 1095a 15-20 va a sostener que hay un consenso mayoritario entre el saber popular y el culto en admitir que ese sumo bien es la eudaimonía. Sin embargo, respecto del significado de esta noción parece no haber consenso entre los especialistas. Ross indica que para el uso ordinario de la lengua griega el término eudaimonía significa “buena fortuna”; dado que Aristóteles insiste en que la eudaimonía es una especie de actividad y no una especie de placer, la expresión más adecuada, aunque más vaga, por la que debería traducirse es “bienestar”. De esta manera, si bien todos parecen acordar que el bien supremo es la felicidad y que esta noción equivaldría a “vivir bien” o “estar bien/bienestar”, hay diferencias respecto de qué significa esto último. Nussbaum va a sostener que la cuestión de la búsqueda del bien supremo se encuentra en el núcleo del pensamiento griego y que ese problema gira en torno a la cuestión de la fortuna y su fragilidad. El término “fortuna” no deber entenderse como suerte o azar, sino como “lo que sucede independientemente de nosotros”: la vida no está puesta completamente bajo el dominio de un agente. Cabe entonces preguntarse, con Nussbaum: ¿con qué grado de intervención de la fortuna en nuestra vida creen los pensadores griegos que podemos vivir humanamente? Esta cuestión ha sido considerada de diferentes maneras entre los poetas trágicos, en Platón y en Aristóteles. En los trágicos (Esquilo, Sófocles) aparece la vulnerabilidad del ser humano ante la fortuna. En Platón se intenta derrotar a la fortuna a partir de la razón (libros VI y VII de la República). En Aristóteles la vida buena es vulnerable a los acontecimientos exteriores, pero al mismo tiempo encontramos que sin ellos “no es posible ser feliz”. Hay que considerar que “…allí donde hay más nous [intelección] y logos [razón] hay menos fortuna, y donde hay más fortuna, hay menos intelección…”.43 Aristóteles da cuenta en la Ética de esta falta de consenso respecto de la semántica del término “bien/bueno”: algunos lo refieren al placer, a las riquezas o a la honra; otros, a algo que está por encima de esos múltiples bienes, como el Bien, en clara referencia a Platón y a los Académicos.44 El estagirita rechazará a aquellos que busquen el bien y la felicidad en el placer, el honor o las riquezas, ya que en estos casos no se cumple con las características que debe tener un bien en sí, que es ser un bien final y autárquico, es decir, que se busque por sí mismo y que no dependa de otra cosa. De este modo, el filósofo considera que la felicidad es el fin último del hombre.45 Dado que la función propia del hombre está dada por la actividad del alma según la razón, y que en esto consiste su virtud, la felicidad es una actividad de acuerdo con la virtud. Razón, actividad y virtud son así las notas determinantes del fin último. Etimológicamente, el término areté (virtud) está emparentado con agathón y expresa ya en Homero la excelencia del guerrero, su valentía. Sin embargo, es con el advenimiento de la filosofía 42. Cf. O. Guariglia: Ética y política según Aristóteles, Buenos Aires, CEAL, 1992, y La ética en Aristóteles o la moral de la virtud, Buenos Aires, Eudeba, 1997. 43. Aristóteles: Ética eudemia (en adelante EE), 1207a 4-6. 44. Cf. Aristóteles: EN, 1095a 20-27. 45. Cf. Aristóteles: EN, 1097b 33 y ss.
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que el término recibe su significado abstracto de “bondad”, “excelencia”.46 En la Metafísica se define como “…una cierta perfección; pues toda cosa es perfecta… cuando, teniendo en cuenta la forma de su excelencia propia, no carece de ninguna de las partes que complementan naturalmente su magnitud”.47 Y en la Ética Eudemia (en adelante EE): “…con respecto a la areté, quede establecido que es la mejor disposición, el mejor estado o la mejor potencia de todas las cosas que tienen algún uso o algún producto”.48
Metodología Para Aristóteles, el método adecuado para el tratamiento de esta ciencia es el problemático. Esto implica situarse en la dificultad o aporía (“falta de camino o salida”), es decir, en el enfrentamiento de las posiciones contrarias que aparecen como igualmente razonables como respuesta ante una misma cuestión, y recorrer esa dificultad (hacer diaporeín) de modo que se pueda encontrar la eúporía, es decir, resolverla: “Como en todos los demás casos, deberemos, después de establecer los hechos observados [phainómena] y resolver las dificultades que se presenten, probar, si es posible, la verdad de las opiniones admitidas sobre estas pasiones, y si no, la mayoría de ellas y las más importantes; pues si se resuelven las dificultades y las opiniones aceptadas quedan firmes, resultará suficientemente establecido este asunto”.49 ¿A qué llama Aristóteles phainómena? Nussbaum indica que la traducción de este término por “hechos observados” procede de una larga tradición interpretativa de la ciencia aristotélica. Esta tradición atribuye a Aristóteles una concepción baconiana (o sea, empirista) del método científico-filosófico. En cambio, Ross lo traduce por “apariencias” y Owen se inclina por entenderlos como opiniones e interpretaciones tal como se revelan en nuestro uso lingüístico. Habría, por tanto, dos nociones fuertes: “datos observados” y “lo que decimos”, denotando la ambigüedad del término en cuestión.
Vigencia y actualidad de la obra A partir de los años 80 comienza una revitalización del pensamiento aristotélico que surge, como sostiene Camps (1990), a partir del descontento con las teorías de corte utilitarista y kantianas, centradas en la utilidad o en el deber. Para Volpi, esta revitalización del pensamiento aristotélico tiene sus antecedentes en la Alemania de comienzos de los años 60 a partir de un intenso debate que llevaba por título “Rehabilitación de la filosofía práctica”. El punto de partida de este debate son dos obras: La condición humana (1958), de Hannah Arendt, y Verdad y método (1960), de Gadamer. El estudio de Arendt gira en torno a la noción de praxis, mientras 46. Guariglia, op. cit., 1992, p. 176. 47. Aristóteles: Metafísica, Libro V, 16, 1021b 20. 48. Aristóteles: EE, II, 1, 1218b 37-1219a 1. 49. Aristóteles: EN, 1145b 1-8.
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que el de Gadamer se centra en la noción de phrónesis. En el primero se sostiene que la praxis es fundamental para la comprensión de lo político (diferente de la política) contra la tiranía de la producción y del trabajo que caracterizan al mundo moderno. En el segundo, la noción de phrónesis (prudencia) va a revalorizarse en cuanto tipo específico de saber que orienta el obrar y la vida del hombre. Este debate es producto no sólo de la reasunción de la comprensión aristotélica de la praxis, sino también de la crisis que afecta tanto las disciplinas éticas y políticas como las ciencias sociales. Las obras de Arendt, Strauss y Voegelin reivindican la filosofía política clásica como una forma de denuncia ante la falta de respuestas de la ciencia política moderna. En este sentido, la filosofía práctica de tradición aristotélica fue reasumida como modelo de saber alternativo a la modernidad y a su idea unitaria de ciencia.50 En el prólogo a La prudencia en Aristóteles de Aubenque, Ivana Costa se pregunta si la extraordinaria idea de la contingencia del mundo, que para Aristóteles es una invitación y una incitación a la acción, tiene el mismo valor para nosotros en la situación de “destierro posmetafísico” en que nos encontramos: “El éxito de la phrónesis está garantizado para Aristóteles por un marco metafísico y cosmológico que le da sentido […] pero en la ausencia presente de todo marco […] corre el riesgo de convertirse en una ideología, especialmente la ideología de un agradable relativismo cultural moderado de tipo conservador”.51
50. Cf. F. Volpi: “Rehabilitación de la filosofía práctica y el neoaristotelismo”, en Anuario Filosófico, Nº 32, 1999, pp. 315-342. 51. I. Costa: “Prólogo”, en P. Aubenque: La prudencia en Aristóteles, Buenos Aires, Las Cuarenta, 2010, pp. 1718.
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II.IV Selección de textos anotada por Gastón Beraldi
Ética Nicomáquea Libro I Capítulo 1. Introducción: toda actividad humana tiene un fin Todo arte y toda investigación e, igualmente, toda acción y elección parecen tender a algún bien; por esto se ha manifestado, con razón, que el bien es aquello hacia lo que todas las cosas aspiran. Sin embargo, es manifiesto que hay diferencias entre los fines; algunos de ellos son actividades [enérgeiai] y otros son productos [érga] que resultan de las actividades. En los casos en que los fines son algo aparte de la acciones [práxeis] los productos son naturalmente preferibles a las actividades.52 Pero como hay muchas acciones, artes y ciencias, muchos son también los fines; en efecto, el fin de la medicina es la salud; el de la construcción naval, el navío; el de la estrategia, la victoria; el de la economía, la riqueza. Pero cuantas de ellas están subordinadas a una sola facultad53 (como la fabricación de frenos y todos los otros arreos de los caballos se subordinan a la equitación, y, a su vez, ésta y toda actividad guerrera se subordinan a la estrategia, y del mismo modo otras artes se subordinan a otras diferentes), en todas ellas los fines de las principales son preferibles a los de las subordinadas, ya que es con vistas a los primeros como se persiguen los segundos. Y no importa que los fines de las acciones sean las actividades mismas o algo diferente de ellas, como ocurre en las ciencias mencionadas.
Capítulo 2. La ética forma parte de la política Si, pues, de las cosas que hacemos hay algún fin que queramos por sí mismo, y las demás cosas por causa de él, y lo que elegimos no está determinado por otra cosa –pues así el proceso 52. Aristóteles distingue la acción (praxis), una actividad cuyo fin está en sí misma, de la producción (póiesis), una actividad en la que el fin es algo que permanece, independizándose de la actividad que lo produjo. Por ejemplo, la arquitectura es una disciplina artística, productiva, y su principio está en quien la produce y no en lo producido, por ende, se relaciona con que algo llegue a ser. No hay arte de las cosas necesarias, sino de lo contingente. 53. O capacidad de actuar, referido, quizás, a la ciencia práctica.
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seguiría hasta el infinito, de suerte que el deseo sería vacío y vano–, es evidente que este fin será lo bueno y lo mejor.54 ¿No es verdad, entonces, que el conocimiento de este bien tendrá un gran peso en nuestra vida y que, como aquellos que apuntan a un blanco, alcanzaríamos mejor el que debemos alcanzar? Si es así, debemos intentar determinar, esquemáticamente al menos, cuál es este bien y a cuál de las ciencias o facultades pertenece. Parecería que ha de ser la suprema y directiva en grado sumo. Ésta es, manifiestamente, la política.55 En efecto, ella es la que regula qué ciencias son necesarias en las ciudades y cuáles ha de aprender cada uno y hasta qué extremo. Vemos, además, que las facultades más estimadas le están subordinadas, como la estrategia, la economía y la retórica. Y puesto que la política se sirve de las demás ciencias y prescribe, además, qué se debe hacer y qué se debe evitar, el fin de ella incluirá los fines de las demás ciencias, de modo que constituirá el bien del hombre. Pues aunque sea el mismo el bien del individuo y el de la ciudad, es evidente que es mucho más grande y más perfecto alcanzar y salvaguardar el de la ciudad; porque procurar el bien de una persona es algo deseable, pero es más hermoso y divino conseguirlo para un pueblo y para ciudadA esto, pues, tiende nuestra investigación, que es una cierta disciplina política.
Capítulo 3. La ciencia política no es una ciencia exacta Nuestra exposición será suficientemente satisfactoria si es presentada tan claramente como lo permite la materia; porque no se ha de buscar el mismo rigor en todos los razonamientos, como tampoco en todos los trabajos manuales. […] Del mismo modo se ha de aceptar cada uno de nuestros razonamientos; porque es propio del hombre instruido buscar la exactitud en cada materia en la medida en que la admite la naturaleza del asunto; evidentemente, tan absurdo sería aceptar que un matemático empleara la persuasión como exigir de un retórico demostraciones.56 Por otra parte, cada uno juzga bien aquello que conoce, y de estas cosas es un buen juez; pues, en cada materia, juzga bien el instruido en ella, y de una manera absoluta, el instruido en todo. Así, cuando se trata de la política, el joven no es un discípulo apropiado, ya que no tiene experiencia de las acciones de la vida, y los razonamientos parten de ellas y versan sobre ellas; además, siendo dócil a sus pasiones, aprenderá en vano y sin provecho, puesto que el fin de la política no es el conocimiento, sino la acción.57 Y poco importa si es joven en edad o de 54. Aquí se anticipa lo que desarrollará in extenso en los capítulos siguientes, a saber: que entre los bienes, unos los queremos por sí mismos, y otros, por otra cosa. De esta manera, hay bienes que son sólo medios para lograr otros bienes, pero hay otros bienes que los consideramos fines, ya que los buscamos por sí mismos y no para la obtención de otra cosa. Así, trabajar, por ejemplo, sería un bien (considerado medio) para alcanzar otro bien (dinero), que a su vez es considerado un bien y un medio; en cambio, hay otros bienes que se buscan por sí mismos, como la felicidad. 55. La política es la ciencia que tiene como fin fijar las normas generales de la acción que aseguren el bien de los ciudadanos y, en definitiva, de la ciudad. 56. En oposición a Platón, Aristóteles no pretende derivar la política de una ciencia axiomática más general y fundamental como las matemáticas; la acción humana se distingue de todo otro ente de conocimiento y sólo en ella pueden buscarse los principios específicos que permitan comprenderla. 57. La caracterización aristotélica de la ciencia práctica obtiene su nota distintiva a causa de su objeto de estudio, a saber: las acciones. Una de las principales características de las acciones es que son contingentes, mutables.
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carácter juvenil; pues el defecto no radica en el tiempo, sino en vivir y procurar todas las cosas de acuerdo con la pasión. […]
Capítulo 4. Divergencias acerca de la naturaleza de la felicidad Puesto que todo conocimiento y toda elección tienden a algún bien, volvamos de nuevo a plantearnos la cuestión: cuál es la meta de la política y cuál es el bien supremo entre todos los que pueden realizarse. Sobre su nombre, casi todo el mundo está de acuerdo, pues tanto el vulgo como los cultos dicen que es la felicidad, […]. Pero sobre lo que es la felicidad discuten y no lo explican del mismo modo el vulgo y los sabios. […]58
Libro II. Naturaleza de la virtud ética Capítulo 1. La virtud ética, un modo de ser de la recta acción Existen, pues, dos clases de virtud, la dianoética y la ética.59 La dianoética se origina y crece principalmente por la enseñanza, y por ello requiere experiencia y tiempo; la ética, en cambio, procede de la costumbre, como lo indica el nombre que varía ligeramente del de “costumbre”.60 De este hecho resulta claro que ninguna de las virtudes éticas se produce en nosotros por naturaleza,61 puesto que ninguna cosa que existe por naturaleza se modifica por costumbre. Así, la piedra que se mueve por naturaleza hacia abajo no podría ser acostumbrada a moverse hacia arriba, […]. De ahí que las virtudes no se produzcan ni por naturaleza ni contra naturaleza, sino que nuestro natural pueda recibirlas y perfeccionarlas mediante la costumbre. […] Adquirimos las virtudes como resultado de actividades anteriores. Y éste es el caso de las demás artes, pues lo que hay que hacer después de haber aprendido lo aprendemos haciéndolo. Así nos hacemos constructores construyendo casas, y citaristas tocando la cítara. De un modo semejante, practicando la justicia nos hacemos justos; practicando la moderación, moderados, y practicando la virilidad, viriles. Esto viene confirmado por lo que ocurre en las ciudades: los
El conocimiento que se puede tener de ellas no puede tener la exactitud e invariabilidad del conocimiento teorético, contemplativo, dirigido a entes inmutables y eternos, y por tanto, necesario. 58. Aristóteles acepta que la felicidad es el fin último del hombre; sin embargo, conociendo mejor qué es la virtud, se investigará mejor lo referente a la felicidad. 59. Cuando Aristóteles habla de virtud humana no hace referencia al cuerpo sino al alma (EN 1102a 17). En el alma hay una parte racional (que posee la razón) y otra irracional (que obedece a la razón). La virtud se divide entonces, de acuerdo con esta diferencia, en virtudes dianoéticas y éticas, respectivamente (EN 1102b 38-45): las del elemento razonable propiamente dicho (dianoéticas o virtudes del intelecto) y las del elemento intermedio (éticas), las del carácter. La virtud del hombre consistiría en la perfección en el uso de su función propia (la razón), ya que otras funciones del hombre (como el crecimiento) son comunes a otros entes. De estos dos tipos de virtudes, las dianoéticas se adquieren mediante la enseñanza, y las éticas, por la costumbre. 60. El término êthikós procedería de êthos, “carácter”, que, a su vez, Aristóteles relaciona con éthos (eqoV), “hábito, costumbre”. También Platón (Leyes VII 792e) dice: “Toda disposición de carácter procede de la costumbre” (pan êthos diá éthos). 61. Las virtudes éticas no se producen por naturaleza (no se nace con ellas ni aparecen de modo espontáneo) sino que se adquieren por costumbre, por hábito, son producto de una actividad.
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legisladores hacen buenos a los ciudadanos haciéndoles adquirir ciertos hábitos, y ésta es la voluntad de todo legislador; pero los legisladores que no lo hacen bien yerran, y con esto se distingue el buen régimen del malo. […] En una palabra, los modos de ser62 surgen de las operaciones semejantes. De ahí la necesidad de efectuar cierta clase de actividades, pues los modos de ser siguen las correspondientes diferencias en estas actividades. Así, adquirir un modo de ser de tal o cual manera desde la juventud tiene no poca importancia, sino muchísima, o mejor, total.
Capítulo 2. La recta acción y la moderación Así pues, puesto que el presente estudio no es teórico como los otros (pues investigamos no para saber qué es la virtud, sino para ser buenos, ya que de otro modo ningún beneficio sacaríamos de ella), debemos examinar lo relativo a las acciones, cómo hay que realizarlas, pues ellas son las principales causas de la formación de los diversos modos de ser, como hemos dicho. Ahora bien, que hemos de actuar de acuerdo con la recta razón es comúnmente aceptado y lo damos por supuesto (luego se hablará de ello, y de qué es la recta razón y cómo se relaciona con las otras virtudes). Pero convengamos, primero, en que todo lo que se diga de las acciones debe decirse en esquema y no con precisión […]. Primeramente, entonces, hemos de observar que está en la naturaleza de tales cosas destruirse por defecto o por exceso, como lo observamos en el caso de la robustez y la salud (debemos, en efecto, servirnos de ejemplos manifiestos para aclarar los oscuros); así, el exceso y la falta de ejercicio destruyen la robustez; igualmente, cuando comemos o bebemos en exceso, o insuficientemente, dañamos la salud, mientras que si la cantidad es proporcionada63 la produce, aumenta y conserva. Así sucede también con la moderación, virilidad y demás virtudes: pues el que huye de todo y tiene miedo y no resiste nada se vuelve cobarde; el que no teme absolutamente a nada y se lanza a todos los peligros, temerario; asimismo, el que disfruta de todos los placeres y no se abstiene de ninguno, se hace licencioso, y el que los evita todos como los rústicos, una persona insensible. Así pues, la moderación y la virilidad se destruyen por el exceso y por el defecto, pero se conservan por el término medio.
62. El êthos o “carácter” (modo de ser) se adquiere mediante el ejercicio. En algunos relatos griegos, ya sea históricos o ficcionales, se encuentra a niños de muy corta edad sometidos a la práctica de guerra. Este ejercicio permite determinar la valentía, la cobardía o la temeridad de un futuro guerrero, así también como su arrojo y osadía. El hábito capacita para comportarse de una cierta manera en medio de las pasiones y supone desde el inicio que esa habilidad (héxis) va unida a una capacidad intelectiva de juzgar los hechos, a la que se le añade la presencia de ánimo adecuada para poder asentir a la libre expansión de las pasiones hasta el límite prescripto por la razón práctica. 63. Aquí nos introduce en lo que será la norma para la acción: el término medio (mesótes) entre el defecto y el exceso.
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[…]. Capítulo 5. La virtud como modo de ser Vamos ahora a investigar qué es la virtud. Puesto que son tres las cosas que suceden en el alma, pasiones, facultades y modos de ser, la virtud ha de pertenecer a una de ellas. Entiendo por pasiones, apetencia, ira, miedo, coraje, envidia, alegría, amor, odio, deseo, celos, compasión y, en general, todo lo que va acompañado de placer o dolor.64 Por facultades, aquellas capacidades en virtud de las cuales se dice que estamos afectados por estas pasiones, por ejemplo, aquello por lo que somos capaces de airarnos, entristecernos o compadecernos; y por modos de ser, aquello en virtud de lo cual nos comportamos bien o mal respecto de las pasiones; por ejemplo, en cuanto a encolerizarnos, nos comportamos mal si nuestra actitud es desmesurada o débil, y bien, si obramos moderadamente; y lo mismo con las demás. Por tanto, ni las virtudes ni los vicios65 son pasiones, porque no se nos llama buenos o malos por nuestras pasiones, sino por nuestras virtudes y nuestros vicios; y se nos elogia o censura no por nuestras pasiones (pues no se elogia al que tiene miedo ni al que se encoleriza, ni se censura al que se encoleriza por nada, sino al que lo hace de cierta manera), sino por nuestras virtudes y vicios. Además, nos encolerizamos o tememos sin elección deliberada, mientras que las virtudes son una especie de elecciones o no se adquieren sin elección. Finalmente, por lo que respecta a las pasiones se dice que nos mueven, pero en cuanto a las virtudes y vicios se dice no que nos mueven, sino que nos disponen de cierta manera. Por estas razones, tampoco son facultades; pues, ni se nos llama buenos o malos por ser simplemente capaces de sentir las pasiones ni se nos elogia o censura. Además, es por naturaleza como tenemos esta facultad, pero no somos buenos o malos por naturaleza (y hemos hablado antes de esto). Así pues, si las virtudes no son ni pasiones ni facultades, sólo resta que sean modos de ser. Hemos expuesto, pues, la naturaleza genérica de la virtud.
Capítulo 6. Naturaleza del modo de ser Mas no sólo hemos de decir que la virtud es un modo de ser, sino además de qué clase. Se ha de notar, pues, que toda virtud lleva a término la buena disposición de aquello de lo cual es virtud y hace que realice bien su función; por ejemplo, la virtud del ojo hace bueno el ojo y su función (pues vemos bien por la virtud del ojo); igualmente, la virtud del caballo hace bueno el 64. Aristóteles presenta la virtud como una cierta propiedad de la psique que define como héxis (un tener, un hábito, un haber, una habilidad o capacidad). Es una propiedad disposicional del ser humano que va unida al ejercicio de las actividades pertinentes. Las pasiones pertenecen a la parte apetitiva del alma y participan de algún modo de la razón. La virtud es la capacidad de dominio, emanada de la parte racional y desarrollada por ejercicio hasta lograr su plena posesión; ella nos permite refrenar nuestros deseos y temores, emociones y sensaciones internas con el fin de adecuar nuestra conducta a un canon de comportamiento impuesto por la tradición (Cf. Guariglia, op. cit., 1992). Hay en Aristóteles una clara voluntad de retorno a las fuentes, a la tradición, a la sabiduría popular, y este tipo de definición parece estar dirigida más al saber popular que al filosófico. 65. En este párrafo y en el siguiente, como en muchos otros pasajes, se puede reconocer que Aristóteles procede menos por determinaciones positivas que por exclusiones progresivas (es decir, presentar lo que no es la virtud), haciendo uso del célebre método platónico de división.
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caballo y útil para correr, para llevar el jinete y para hacer frente a los enemigos. Si esto es así en todos los casos, la virtud del hombre será también el modo de ser por el cual el hombre se hace bueno y por el cual realiza bien su función propia.66 Cómo esto es así se ha dicho ya; pero se hará más evidente si consideramos cuál es la naturaleza de la virtud. En todo lo continuo y divisible es posible tomar una cantidad mayor, o menor, o igual, y esto, o bien con relación a la cosa misma o a nosotros; y lo igual es un término medio entre el exceso y el defecto. Llamo término medio de una cosa al que dista lo mismo de ambos extremos,67 y éste es uno y el mismo para todos; y en relación con nosotros, al que ni excede ni se queda corto, y éste no es ni uno ni el mismo para todos. Por ejemplo, si diez es mucho y dos es poco, se toma el seis como término medio en cuanto a la cosa, pues excede y es excedido en una cantidad igual, y en esto consiste el medio según la proporción aritmética. Pero el medio relativo a nosotros no ha de tomarse de la misma manera, pues si para uno es mucho comer diez minas de alimentos, y poco comer dos, el entrenador no prescribirá seis minas, pues probablemente esa cantidad será mucho o poco para el que ha de tomarla: para Milón,68 poco; para el que se inicia en los ejercicios corporales, mucho. Así pues, todo conocedor69 evita el exceso y el defecto, y busca el término medio y lo prefiere; pero no el término medio de la cosa, sino el relativo a nosotros. Entonces, si toda ciencia cumple bien su función, mirando al término medio y dirigiendo hacia éste sus obras (de ahí procede lo que suele decirse de las obras excelentes, que no se les puede quitar ni añadir nada, porque tanto el exceso como el defecto destruyen la perfección, mientras que el término medio la conserva, y los buenos artistas, como decíamos, trabajan con los ojos puestos en él), y si, por otra parte, la virtud, como la naturaleza, es más exacta y mejor que todo arte, tendrá que tender al término medio. Estoy hablando de la virtud ética, pues ésta se refiere a las pasiones y acciones, y en ellas hay exceso, defecto y término medio. Por ejemplo, cuando tenemos las pasiones de temor, osadía, apetencia, ira, compasión, y placer y dolor en general, caben el más y el menos, y ninguno de los dos está bien; pero si tenemos estas pasiones 66. El término “bueno” (agathón) no tiene en Aristóteles el contenido moral que tradicionalmente le adjudicamos (equivalente a “bondad”), sino que está referido a la virtuosidad, a la excelencia, a cumplir con la función propia. 67. Aristóteles inicia aquí el tratamiento sobre la noción de “término medio” (mesótes), clave para prescribir la forma en que el hombre debe actuar si desea ser virtuoso moralmente. La doctrina de la virtud como justo medio considera que el término medio no es una media aritmética, no procede de un cálculo lógico, sino que es relativo a nosotros. Aristóteles traza la distinción del término medio en sí y el término medio con respecto a nosotros indicando con el último que éste es diferente de una persona a otra según temperamentos y circunstancias. Desde el punto de vista ontológico (en sí), los principios son primeros, pero desde nuestro punto de vista (desde nosotros) son los que están más alejados y, en consecuencia, los últimos. El término medio en sí se trata de una proporción matemática entre dos puntos extremos. La variación que introduce el para nosotros establece límites socialmente permitidos mucho más estrechos que los que procederían de un cálculo aritmético. Además, no es por ser un término medio entre dos extremos por lo que el acto virtuoso se hace tal, sino por la valoración implícita transmitida en el predicado correspondiente, que coloca al comportamiento así designado por encima de otros dos contrastantes, que se rechazan. Así, por ejemplo, en la serie: cobardevaliente-temerario, se destaca como comportamiento positivo el del valiente frente a los valores negativos asignados a los otros dos términos. 68. Milón de Crotona, atleta del siglo VI a.C., vencedor varias veces de los Juegos Olímpicos y famoso por su fuerza extraordinaria. La mina, como unidad de peso, equivalía a unos 436 grs. 69. Este “conocedor” no es el sabio (sophós), sino quien posee sabiduría práctica (phrónimos), el prudente.
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cuando es debido, y por aquellas cosas y hacia aquellas personas debidas, y por el motivo y de la manera que se debe, entonces hay un término medio y excelente; y en ello radica, precisamente, la virtud. En las acciones hay también exceso y defecto y término medio. Ahora, la virtud tiene que ver con pasiones y acciones, en las cuales el exceso y el defecto yerran y son censurados, mientras que el término medio es elogiado y acierta; y ambas cosas son propias de la virtud. La virtud, entonces, es un término medio, o al menos tiende al medio. Además, se puede errar de muchas maneras (pues el mal, como imaginaban los pitagóricos, pertenece a lo indeterminado, mientras el bien, a lo determinado), pero acertar sólo es posible de una (y, por eso, una cosa es fácil y la otra difícil: fácil errar el blanco, difícil acertar); y, a causa de esto, también el exceso y el defecto pertenecen al vicio, pero el término medio, a la virtud:70 Los hombres sólo son buenos de una manera, malos de muchas.71 Es, por tanto, la virtud un modo de ser selectivo,72 siendo un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón73 y por aquello por lo que decidiría el hombre prudente. Es un medio entre dos vicios, uno por exceso y otro por defecto, y también por no alcanzar, en un caso, y sobrepasar, en otro, lo necesario en las pasiones y acciones, mientras que la virtud encuentra y elige el término medio. Por eso, de acuerdo con su entidad y con la definición que establece su esencia, la virtud es un término medio, pero, con respecto a lo mejor y al bien, es un extremo. Sin embargo, no toda acción ni toda pasión admiten el término medio, pues hay algunas cuyo solo nombre implica la idea de perversidad, por ejemplo la malignidad, la desvergüenza, la envidia; y entre las acciones, el adulterio, el robo y el homicidio. Pues todas estas cosas y otras semejantes se llaman así por ser malas en sí mismas, no por sus excesos ni por sus defectos. Por tanto, no es posible nunca acertar con ellas, sino que siempre se yerra. Y en relación con estas cosas, no hay problema de si está bien o mal hacerlas, por ejemplo, cometer adulterio con la mujer debida y cuando y como es debido, sino que el realizarlas es, en absoluto, erróneo. Igualmente 70. La caracterización y distinción entre virtud y vicio da cuenta de que, si bien este término medio es relativo a nosotros, eso no significa que la norma propuesta por el estagirita sea una ética relativista. En efecto, para actuar bien/virtuosamente, sólo hay un camino. De esta manera, Aristóteles evita el dogmatismo platónico sin caer por ello en el relativismo sofista. 71. Verso de autor desconocido. 72. Aristóteles usa el término prohairesis como elección hecha por seres racionales en contraposición al deseo irracional de los animales. Para que haya valor moral en un hombre sus actos deben ser el resultado de una elección; esos actos tienen que ser libres, de otra manera no se los podría calificar de buenos o malos. Sólo podremos calificar a los actos como buenos o malos si son voluntarios. Pero además deben proceder de un hábito, ya que no basta con que la elección voluntaria se haga una vez para que consideremos a una persona como virtuosa, sino que tiene que formar parte de un modo de ser, de un carácter, de un hábito. La virtud entonces no se dará por una sola acción sino que revela un carácter virtuoso. De esta manera es posible afirmar que la virtud debe ser un modo de obrar constante en nosotros. 73. No es un término medio aritmético sino relativo, es decir, es diferente de una persona a otra según temperamentos y circunstancias. ¿Quién establece ese término medio? La razón del hombre en la medida en que está dotado de sabiduría práctica. El medio para alcanzar ese estado es seguir el consejo del hombre de sabiduría práctica. La repetida ejecución de actos justos creará en el alma la costumbre o el estado virtuoso. De esta manera, la virtud es una capacidad de dominio, surgida de la parte racional del alma, desarrollada mediante el ejercicio hasta lograr la plena posesión que nos permite refrenar nuestros deseos y temores, nuestras emociones y sensaciones internas, a fin de adecuar nuestra conducta a un canon de comportamiento impuesto y transmitido por tradición.
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lo es creer que en la injusticia, la cobardía y el desenfreno hay término medio, exceso y defecto; pues entonces habría un término medio del exceso y del defecto, y un exceso del exceso y un defecto del defecto. Por el contrario, así como no hay exceso ni defecto en la moderación ni en la virilidad, por ser el término medio en cierto modo un extremo, así tampoco hay un término medio, ni un exceso ni un defecto en los vicios mencionados, sino que se yerra de cualquier modo que se actúe; pues en general ni existe término medio del exceso y del defecto, ni exceso y defecto del término medio. […]74
Libro III. Acciones voluntarias e involuntarias […] Capítulo 3. La deliberación ¿Deliberamos sobre todas las cosas y todo es objeto de deliberación, o sobre algunas cosas no es posible la deliberación? Quizá deba llamarse objeto de deliberación no aquello sobre lo cual podría deliberar un necio o un loco, sino aquello sobre lo que deliberaría un hombre de sano juicio.75 En efecto, nadie delibera sobre lo eterno, por ejemplo, sobre el cosmos, o sobre la diagonal y el lado, que son inconmensurables; ni sobre las cosas que están en movimiento, pero que ocurren siempre de la misma manera, o por necesidad, o por naturaleza o por cualquier otra causa, por ejemplo, sobre los solsticios y salidas de los astros; ni sobre las cosas que ocurren ya de una manera ya de otra, por ejemplo, sobre las sequías y las lluvias; ni sobre lo que sucede por azar, por ejemplo, sobre el hallazgo de un tesoro. Tampoco deliberamos sobre todos los asuntos humanos, por ejemplo, ningún lacedemonio delibera sobre cómo los escitas estarán mejor gobernados, pues ninguna de estas cosas podría ocurrir por nuestra intervención. Deliberamos, entonces, sobre lo que está en nuestro poder y es realizable, y eso es lo que resta mencionar. En efecto, se consideran causas la naturaleza, la necesidad y el azar, la inteligencia y todo lo que depende del hombre. Y todos los hombres deliberan sobre lo que ellos mismos pueden hacer. Sobre los conocimientos exactos y suficientes no hay deliberación, por ejemplo sobre las letras (pues no vacilamos sobre cómo hay que escribirlas); pero, en cambio, deliberamos sobre lo que se hace por nuestra intervención, aunque no siempre de la misma manera, por ejemplo, sobre las cuestiones médicas o de negocios, y sobre la navegación más que sobre la gimnasia, en la medida en que la primera es menos precisa, y sobre el resto de la misma manera, pero sobre las artes más que sobre las ciencias, porque vacilamos más sobre aquéllas. La deliberación tiene lugar, pues, acerca de cosas que suceden la mayoría de las veces de cierta manera, pero cuyo desenlace no es claro y de aquellas en que es indeterminado. Y llamamos a ciertos consejeros en materia de importancia, porque no estamos convencidos de poseer 74. Hay tres virtudes morales que Aristóteles destaca: el valor, la templanza y la mesura. También se refiere a otras como la generosidad, la amabilidad y la veracidad. La virtud ética más elevada es la justicia, que se relaciona directamente con la noción de mesótes, ya que la idea de justicia implica la de equilibrio. 75. Aristóteles establece aquí el margen de razonabilidad de aquellos que deliberan. Ese margen está dado por la razonabilidad propia del hombre normal. Ahora, ¿quién sería ese hombre normal? Ese hombre normal no puede ser ni el necio ni el loco. De esta manera, con esta caracterización negativa, por exclusión, encontramos la medida de la normalidad.
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la adecuada información para hacer un buen diagnóstico. Pero no deliberamos sobre los fines, sino sobre los medios que conducen a los fines.76 Pues ni el médico delibera sobre si curará,77 ni el orador sobre si persuadirá, ni el político sobre si legislará bien, ni ninguno de los demás sobre el fin, sino que, puesto el fin, consideran cómo y por qué medios pueden alcanzarlo; y si parece que el fin puede ser alcanzado por varios medios, examinan cuál es el más fácil y mejor, y si no hay más que uno para lograrlo, cómo se logrará a través de éste, y éste, a su vez, mediante cuál otro, hasta llegar a la causa primera, que es la última en el descubrimiento. Pues el que delibera parece que investiga y analiza de la manera que hemos dicho, como si se tratara de una figura geométrica (sin embargo, es evidente que no toda investigación es deliberación, por ejemplo, las matemáticas; pero toda deliberación es investigación), y lo último en el análisis es lo primero en la génesis. Y si tropieza con algo imposible, abandona la investigación, por ejemplo, si necesita dinero y no puede procurárselo; pero si parece posible, intenta llevarla a cabo. Entendemos por posible lo que puede ser realizado por nosotros, pues lo que puede ser realizado por medio de nuestros amigos lo es en cierto modo por nosotros, ya que el principio de la acción está en nosotros. A veces lo que investigamos son los instrumentos, otras su utilización; y lo mismo en los demás casos, unas veces buscamos el medio, otras el cómo, otras el agente. Parece, pues, como queda dicho, que el hombre es principio de las acciones, y la deliberación versa sobre lo que él mismo puede hacer, y las acciones se hacen a causa de otras cosas. El objeto de deliberación, entonces, no es el fin, sino los medios que conducen al fin, ni tampoco las cosas individuales, tales como que si esto es pan o está cocido como es debido, pues esto es asunto de la perfección, y si se quiere deliberar siempre se llegará hasta el infinito. El objeto de la deliberación es el mismo que el de la elección, excepto si el de la elección está ya determinado, ya que se elige lo que se ha decidido después de la deliberación. Pues todos cesamos de buscar cómo actuaremos cuando reconducimos el principio del movimiento a nosotros mismos y a la parte directiva de nosotros mismos, pues ésta es la que elige. Esto está claro de los antiguos regímenes políticos que Homero nos describe: los reyes anunciaban al pueblo lo que habían decidido. Y como el objeto de la elección es algo que está en nuestro poder y es deliberadamente deseado,78 la elección será también un deseo deliberado de cosas 76. Deliberamos sobre aquello que tiene un interés directo para nosotros, sobre aquello que no es permanente, sobre los medios concernientes a los fines. La deliberación constituye el centro del proceso de elección, que es resultado del encuentro entre el deseo de alcanzar un fin y el cálculo (deliberación) de los medios necesarios para realizarlo. La deliberación es una noción más bien técnica y política que ética, pues consiste en combinar los medios eficaces relacionados con fines realizables. No trata de fines sino de medios, no trata del bien sino de lo útil y eficaz. La deliberación práctica no es ni puede ser un saber científico, y el criterio de la elección correcta radica en el prudente, que basa sus juicios en su amplia experiencia de las condiciones de la vida humana (M. Nussbaum: La fragilidad del bien, Madrid, Visor, 1995, pp. 373-374). 77. Mediante estos tres ejemplos, Aristóteles ilustra que los fines están implícitos en la definición de una tarea, ya que sería absurdo pensar que quien ha elegido una profesión (médico, orador, político) se cuestione esta elección una vez tomada, es decir, se cuestione si debe curar, convencer o legislar bien, sino que asume junto con la profesión sus fines generales. 78. En el capítulo anterior (EN 1111b 5-10) Aristóteles traza una distinción entre la elección/decisión y la voluntad/deseo. Esta distinción permite afirmar que: a) no hay elección de cosas imposibles, pero sí voluntad o deseo: “quiero ser inmortal” (EN 1111b 20-25); b) el deseo se refiere al fin; la elección, a los medios conducentes al fin (EN 1111b 26-28), y c) la diferencia entre “elección” y “voluntad” es tan sólo de extensión, pues de lo
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a nuestro alcance, porque cuando decidimos después de deliberar deseamos de acuerdo con la deliberación. Esquemáticamente, entonces, hemos descripto la elección, sobre qué objetos versa y que éstos son los medios relativos a los fines.79
Libro VI. Examen de las virtudes intelectuales […] Capítulo 3. Enumeración de las virtudes intelectuales. Estudio de la ciencia […] Las disposiciones por las cuales el alma posee la verdad cuando afirma o niega algo son cinco, a saber, el arte (tékhne), la ciencia (epistéme), la prudencia (phrónesis), la sabiduría (sophía) y el intelecto (noûs);80 no incluimos el juicio y la opinión, porque en ellos es posible el error. voluntario participan, además de los hombres, los niños y los animales, pero no de la elección (EN 1111b 8-10). Mientras podemos desear cosas fuera de nuestro alcance, la elección está delimitada, es una voluntad determinada y restringida por la razón que limita el campo de objetos posibles para el deseo. 79. Aristóteles indica una forma de razonamiento específica para la relación entre deseo/voluntad y elección/ decisión: el silogismo práctico. Esta forma argumentativa traduciría la naturaleza de la intencionalidad y la racionalidad teleológica en las acciones humanas. Se podría esquematizar el silogismo práctico de la siguiente manera: El sujeto A se propone la meta p A considera que no puede dar lugar a p a menos que haga x Por lo tanto, A se dispone a hacer x La elección no es común a los irracionales; sin embargo, estudios contemporáneos acerca de las elecciones, las decisiones y las acciones (como los de Elster) presentan una noción más amplia de racionalidad, negándose a asimilar intencionalidad y racionalidad, ya que si bien es cierto que un mínimo requisito de racionalidad implica consistencia de metas y razones, es necesario advertir que la conducta intencional muchas veces se basa en razones y deseos irracionales. 80. 1) El arte (tékhne) es un modo de ser productivo acompañado de razón verdadera referido a lo contingente. Se ocupa de las cosas que no son ni necesarias ni universales. Está subordinado a la sabiduría práctica, ya que la producción es distinta de la acción. Nos permite producir aplicando habilidades y con la ayuda de reglas. 2) La ciencia (epistéme) se ocupa de lo necesario y eterno, y es comunicable por la enseñanza, la cual parte de lo conocido, ya sea por inducción o por silogismo. La ciencia es un modo de ser demostrativo que nos permite conocer las leyes naturales. 3) La sabiduría práctica-prudencia (phrónesis) es el poder de la buena deliberación acerca de las cosas buenas para nosotros, es decir, sobre la manera de producir un estado de ser general que sea satisfactorio. Es una disposición verdadera que nos permite actuar con la ayuda de una regla sobre lo contingente. La prudencia no puede ser ni ciencia ni arte porque el objeto de la acción puede variar y porque el género de la acción es distinto del de la producción. Con lo cual es un modo de ser racional verdadero y práctico respecto de lo que es bueno para el hombre (EN VI, 5, 1140b 1-5). Esta disposición puede ser pervertida por el placer y el dolor. 4) La razón teórica-sabiduría (sophía) es la unión de la intuición y de la ciencia, orientada hacia los objetos más elevados. No sólo debe conocer lo que sigue de los principios (como la ciencia), sino también poseer la verdad sobre los principios (como la intuición). La sabiduría es ciencia e intelecto de lo más honorable por naturaleza. Por eso muchos que desconocen su propia conveniencia son llamados sabios y no prudentes, y se dice que saben cosas grandes y admirables, pero inútiles, porque no buscan los bienes humanos (EN 1141b 5-8). La sabiduría teórica es superior a la sabiduría práctica: no estudia los medios de llegar a la felicidad. El fin del hombre es la vida teórica. Ésta entonces nos permite descubrir las primeras causas y primeros principios. 5) La razón intuitiva-intelecto (nous) capta las formas que constituyen la base de toda demostración. Es la capacidad gracias a la cual aprehendemos las últimas premisas de donde parte la ciencia. Aprehende los primeros principios por inducción, que es el proceso por el cual se pasa de los casos concretos
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Qué sea la ciencia81 –si hemos de hablar con precisión y no dejarnos llevar por semejanzas– quedará claro de lo que decimos a continuación. Todos damos por supuesto que lo que sabemos con ciencia no puede ser de otra manera que como es, pues las cosas que pueden ser de otra manera, cuando están fuera de nuestra observación, no podemos saber si son o no son. Por consiguiente, lo que es objeto de ciencia es necesario. Por lo tanto es eterno, ya que todo lo que es absolutamente necesario es eterno, y las cosas eternas son inengendrables e incorruptibles. Además, toda ciencia parece ser enseñable, y todo objeto de conocimiento, capaz de ser aprendido. Y todas las enseñanzas parten de lo ya conocido, como decimos en los Analíticos,82 unas por inducción y otras por deducción. La inducción es el punto de partida incluso para el conocimiento de lo universal, mientras que la deducción parte de lo universal. […] La ciencia es una capacidad demostrativa […].
Capítulo 4. El arte De las cosas que pueden ser de otra manera, unas son del dominio de la producción y otras de la acción. La producción (póiesis) es distinta de la acción (práxis) […]; por tanto, la disposición para la acción acompañada de razón es distinta a la disposición para la producción acompañada de razón. Ambas se excluyen recíprocamente, porque ni la acción es producción ni la producción es acción. Ahora bien, puesto que la arquitectura es un arte y es esencialmente una disposición razonada para producir, […] son lo mismo el arte y la disposición a producir acompañada de razón verdadera. Todo arte tiene que ver con que algo llegue a ser, es decir, procura por medios técnicos y consideraciones teóricas que llegue a ser alguna de las cosas que pueden tanto ser como no ser y cuyo principio está en quien lo produce y no en lo producido. En efecto, no hay arte de las cosas que son o llegan a ser por necesidad ni de las cosas que son o llegan a ser por naturaleza, pues éstas tienen su principio en sí mismas. Dado que la producción y la acción son diferentes, necesariamente el arte tiene que referirse a la producción y no a la acción. […] El particulares a la aprehensión del espíritu de una verdad universal que a partir de ese momento aparece como evidente por sí misma. 81. Aquí comienza la descripción de la ciencia indicando sus características principales: tener un objeto de conocimiento necesario, no contingente, eterno, inengendrable, incorruptible y enseñable partiendo de lo conocido y llegando mediante inducciones o deducciones. Así, podría definirse a la ciencia como una capacidad demostrativa donde los principios (los supuestos) son conocidos, esto último es una de las diferencias fundamentales con la sophía. 82. Analíticos es el nombre que corresponde genéricamente a dos obras aristotélicas, los Primeros Analíticos, que versan sobre los silogismos, y los Segundos Analíticos, que tratan sobre la demostración científica. Si queremos realizar un breve recorrido histórico sobre la lógica, debemos decir que la historia de esta disciplina comienza con los estudios realizados por Aristóteles. Los escritos aristotélicos sobre lógica se contienen en un grupo de tratados que se conocieron colectivamente como el Organon, un instrumento del pensamiento compuesto por seis tratados: las Categorías, Sobre la interpretación, los Primeros Analíticos, los Segundos Analíticos, los Tópicos y las Refutaciones sofísticas. Es necesario decir que Aristóteles no reunió de esta manera este cuerpo lógico, sino que recién en la Edad Media –momento en fueron encontrados algunos de los textos perdidos del filósofo– fueron reunidos y compilados de esta manera. El nombre de Organon lo recibe precisamente porque Aristóteles no pensaba la lógica como una ciencia separada del resto, sino como un cuerpo de herramientas, un instrumento que era de utilidad para todas las disciplinas científicas.
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arte, pues, como queda dicho, es una disposición productiva acompañada de razón verdadera, y la falta de arte, por el contrario, una disposición productiva acompañada de razón falsa, referidos ambos a lo que puede ser de otra manera.
Capítulo 5. La prudencia En cuanto a la prudencia (phrónesis), podemos llegar a comprender su naturaleza considerando a qué hombres llamamos prudentes.83 Lo propio del hombre prudente parece ser la capacidad de deliberar acertadamente sobre lo que es bueno y conveniente para sí mismo no en un sentido parcial, por ejemplo, para la salud o la fuerza corporal, sino para vivir bien en general. Una señal de ello es el hecho de que, en un dominio particular, llamamos prudentes a los que, para alcanzar algún bien, razonan adecuadamente, incluso en materias que no son objeto de ningún arte. Y así, podría decirse en general que el prudente es el que sabe deliberar. Ahora bien, nadie delibera sobre las cosas que no pueden ser de otra manera84 ni sobre las que no puede él mismo hacer. De suerte que si la ciencia va acompañada de demostración, y no 83. Aristóteles no parte del género para descender mediante divisiones hasta la cosa por definir. Su punto de partida en esta oportunidad no es una esencia, sino que parte de un nombre (phrónimos) que designa un cierto tipo de hombres que sabemos reconocer y que podemos distinguir de personajes emparentados, pero que son diferentes y de los que la literatura nos brinda modelos. Todo el mundo conoce al prudente aunque nadie sabe definir la prudencia. Lo que Aristóteles hace es delimitar una unidad semántica que es dada por el lenguaje, es decir, es expresión de la experiencia moral popular. De esta manera, la existencia del prudente precede a la determinación de la esencia de la prudencia (véase Aubenque, op. cit., pp. 65-66). 84. El saber que proporciona la phrónesis no es del mismo tipo que el que proporciona la sophía. Mientras que el saber teorético (sophía) tiene por objeto las realidades inmutables, en cambio, el saber práctico (phrónesis) se define en contraposición con aquél, ya que tiene por objeto realidades que no son necesarias, sino contingentes: las acciones. Aristóteles separa de esta manera dos tipos de razones: la teórica (sophía) y la práctica (phrónesis). El interés que guía al saber teórico en su actividad física, matemática, lógica, etc., es la determinación de la verdad, entendida como correspondencia entre el contenido de la proposición y la cosa: sobre esta concordancia en la que se basa toda posible objetividad y conocimiento. En cambio, el interés último que guía el saber práctico en su determinación de los fines es la bondad. Es esta última la que conferirá a la prudencia su particular forma de objetividad distinta de la del saber teórico. La distinción entre estos dos tipos de saberes (sophía y phrónesis) es minuciosamente estudiada por Aubenque en la primera parte de La prudencia en Aristóteles. Allí, el filósofo francés realiza un recorrido filosófico y filológico sobre la semántica del término “phrónesis” en las obras aristotélicas, indicando que en muchos pasajes Aristóteles utiliza el término “phrónesis”, fiel a uso platónico, en oposición a doxa. Esto lo constata en el Libro M de la Metafísica, en la obra Sobre el Cielo, en la Física y en los Tópicos. Aquí, el estagirita plantea la tesis de la incompatibilidad del saber y del movimiento, fiel como ya antes decíamos, a la tesis platónica. En estos cuatro textos Aristóteles emplea los términos phroneín y phrónesis asociados a epistéme o a gnosis para designar la forma más alta del saber: la ciencia de lo inmutable, de lo suprasensible, el saber verdadero, filosófico. De este modo, el empleo que hace Aristóteles en estos textos del término “phrónesis” en nada lo diferencia de lo que él mismo describe al inicio de la Metafísica, con el nombre de sophía. Sin embargo, en la Ética Nicomáquea el término “phrónesis” designa una realidad completamente distinta, no se trata de una ciencia (como en la descripción que hace en la Metafísica), sino de una virtud. Y dentro de la clasificación de las virtudes, ni siquiera es la más elevada. Así, lo más extraño es que la phrónesis, que antes parecía asimilada a la más elevada de las ciencias, en la EN no sólo ya no es una ciencia, sino que tampoco es la virtud de lo que hay de científico en el alma razonable, siendo que la phrónesis designa ahora la virtud de la parte calculadora u opinadora el alma. Recordemos que Aristóteles clasifica al alma con una
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puede haber demostración de cosas cuyos principios pueden ser de otra manera (porque todas pueden ser de otra manera), ni tampoco es posible deliberar sobre lo que es necesariamente, la prudencia no podrá ser ciencia –porque el objeto de la acción puede variar– ni arte –porque la acción no es lo mismo que la producción. Resta, pues, que la prudencia es una disposición racional verdadera y práctica respecto de lo que es bueno y malo para el hombre. Porque el fin de la producción es distinto de ella, pero el de la acción no puede serlo; pues una acción bien hecha es ella misma el fin. Por eso creemos que Pericles y otros como él son prudentes,85 porque pueden ver lo que es bueno para ellos y para los hombres, y pensamos que ésta es una cualidad propia de los administradores y de los políticos. Y es a causa de esto por lo que añadimos el término “moderación” (sophrosyne) al de “prudencia” (phrónesis), como indicando algo que salvaguarda la prudencia (sózousa tèn phrónesin). Y lo que la moderación preserva es este tipo de juicio del que hablamos, porque el placer y el dolor no destruyen ni perturban todo tipo de juicio (por ejemplo, si los ángulos del triángulo valen o no dos rectos), sino sólo los que se refieren al dominio de la acción. Pues los principios de las acciones son los propósitos de las mismas; pero al hombre que ha sido corrompido por el placer o el dolor el principio no le resulta manifiesto, y ya no ve que tiene que elegirlo y hacerlo todo con vistas a ese fin: el vicio destruye el principio. La prudencia, entonces, ha de ser una disposición práctica acompañada de razón verdadera respecto de lo que es bueno para el hombre.86 parte racional y otra irracional, subdividiendo la primera en calculadora y científica, y la segunda en sensitiva y vegetativa (EN 1102a 5-1102b 45). Otra variación del término “phrónesis” es que mientras en la Metafísica servía para oponer el saber desinteresado y libre a las artes, en la EN, en cambio, es reconocida sólo en aquellos hombres cuyo saber está orientado a la búsqueda de “bienes humanos” y que por lo tanto saben reconocer lo que es beneficioso. Así, la phrónesis, que era asimilada a la sophía, es aquí opuesta a ella, con lo cual mientras la sabiduría trata sobre lo necesario e ignora lo contingente y corruptible, la prudencia trata sobre lo contingente, que varía según los individuos y circunstancias (Aubenque, op. cit., 2010, pp. 29-32). 85. Las fuentes de la doctrina de la prudencia aristotélica no son cultas sino populares, preplatónicas. En las Éticas extrae ejemplos de poetas, considerados fuentes de la moral aristotélica. La tragedia griega estaba llena de interrogantes vinculados con los análisis aristotélicos de la noción de phrónesis, vg.: ¿qué le es permitido conocer al hombre? ¿Qué debe hacer en un mundo donde reina el azar? ¿Qué puede esperar de un futuro que le está oculto? ¿Cómo permanecer, hombres como somos, en los límites del hombre? La respuesta, incansablemente repetida por los coros de la tragedia, se encuentra en una palabra: phroneín (Aubenque, op. cit., 2010, p. 59). 86. Esta definición de Aristóteles se presenta como el resultado de un método que le es familiar: la consecución de un camino a la vez inductivo y regresivo. Se parte del uso común, se constata que llamamos phrónimos al hombre capaz de deliberación, se recuerda que sólo delibera sobre lo contingente, mientras que la ciencia trata sobre lo necesario, por lo tanto, la prudencia no es una ciencia, pero tampoco es un arte, porque la prudencia apunta a la acción y no a la producción, entonces sólo queda que sea una disposición (lo que la diferencia de la ciencia) práctica (lo que la diferencia del arte). Debe ahora distinguirla de otras virtudes. Entonces hay que agregar otra diferencia específica: mientras que la virtud moral es una disposición (práctica) que concierne a la elección, la prudencia, en cambio, es una disposición práctica que concierne a la regla de la elección: no se trata de la rectitud de la acción sino de la precisión del criterio. Para diferenciarla a su vez de la sophía, Aristóteles precisa que el dominio de la phrónesis no es el bien y el mal en general o absoluto, sino el bien y el mal para el hombre. (Aubenque, op. cit., 2010, p. 65). Parecería aquí que el camino que traza Aristóteles para delimitar el campo semántico de la phrónesis procede por exclusiones progresivas respecto de lo que no es la prudencia, aplicando, como ya también hemos visto en otros casos, el método platónico de la división del género en especies.
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Además, hay una excelencia en el arte, pero no en la prudencia, y en el arte el que yerra voluntariamente es preferible, pero en el caso de la prudencia no, como tampoco en el de las virtudes. Está claro, pues, que la prudencia es una virtud y no un arte. Y siendo dos las partes racionales del alma, la prudencia será la virtud de una de ellas, de la que forma opiniones, pues tanto la opinión como la prudencia tienen por objeto lo que puede ser de otra manera. Pero no es solamente una disposición acompañada de razón, y una señal de ello es que una disposición de tal tipo puede olvidarse, pero la prudencia no.
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Fuentes Aristóteles: Ética Nicomáquea, Madrid, Planeta-De Agostini, 1995. Traducción de Julio Pallí Bonet (modificada).
Bibliografía citada Aristóteles: Ética Eudemia, Madrid, Alianza, 2002. Traducción de C. Megino Rodríguez. — Metafísica, Buenos Aires, Sudamericana, 1986. Traducción de Hernán Zucchi. Aubenque, P.: La prudencia en Aristóteles, Buenos Aires, Las Cuarenta, 2010. Traducción de Lucía A. Belloro y prólogo de Ivana Costa. Camps, V.: Virtudes públicas, Madrid, Espasa Calpe, 1990. Guariglia, O.: La ética en Aristóteles o la moral de la virtud, Buenos Aires, Eudeba, 1997. Cap. 11. — Ética y política según Aristóteles, Buenos Aires, CEAL, 1992. Nussbaum, M.: La fragilidad del bien, Madrid, Visor, 1995. Ross, W.D.: Aristóteles, Buenos Aires, Sudamericana, 1957. Volpi, F.: “Rehabilitación de la filosofía práctica y el neoaristotelismo”, en Anuario Filosófico, Nº 32, 1999, pp. 315-342.
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II.V Introducción a la Política Por María José Rossi
Política (originalmente “los asuntos políticos”) es un conjunto de escritos o libros reunidos bajo un único título, en el que Aristóteles trata acerca de las prácticas ciudadanas (bios politikos) en el ámbito de la comunidad política (polis o koinonía politiké).87 Es por eso que la polis ocupa en este texto un lugar central, por tratarse del espacio por excelencia del desarrollo de la “buena vida”, es decir, de la vida pública entre ciudadanos libres e iguales. De ahí que este escrito se proponga abordar, con rigor metodológico, las cuestiones que atañen a su origen, composición, modos de relación social (como la esclavitud) y tipos de economía (Libro I), formas de gobierno o regímenes políticos (Libros II a VI) y educación (Libro VIII). La política es para Aristóteles una ciencia práctica. El saber práctico se va a diferenciar, en su objeto y en su método, tanto del conocimiento teórico –que estudia los principios metafísicos del ser en general– como del saber orientado a la actividad productiva –dirigido a la producción de artefactos útiles o bellos–; su interés estriba, en cambio, en las acciones (praxis) que tienen su inicio y su fin en el sujeto que actúa. Acciones de este tipo son, por citar algunas, la deliberación, la puesta en discurso, la educación, la toma de decisiones: si bien pueden involucrar o concernir a otros, remiten al propio sujeto en cuanto lo determinan y perfeccionan. Esta distinción entre los saberes va a dar lugar a tres tipos de ciencias: teóricas (física, metafísica, teología), prácticas (ética, política y economía) y productivas o poiéticas (medicina, ingeniería y navegación, entre otras).88 En relación con su génesis y redacción, se considera probable que este escrito haya surgido de las lecciones que Aristóteles impartió en el Liceo en el curso de la primera mitad del siglo IV (alrededor de 334-5 a.C), durante su estada en Atenas. Sin embargo, los manuscritos que lo componen recién van a conocerse en el siglo XV. La mayor parte de los críticos coincide en que se trata de textos relativamente autónomos, escritos en diferentes momentos y ensamblados para darles unidad alrededor del siglo I. De este hecho surgen dos líneas interpretativas diferentes en lo que hace a la unidad y sistematicidad de la totalidad del corpus aristotélico: los que consideran que es un todo coherente en forma y contenido89 y los que en cambio resaltan 87. Adoptamos la sinonimia propuesta por Manfred Riedel entre polis y koinonía politiké, entendida como un sistema social especial que posibilita al hombre una vida humanamente digna; de ahí que sea definida como el “bien político supremo”. Cf. M. Riedel: Metafísica y metapolítica, Buenos Aires, Alfa, 1976, p. 43. 88. Cf. Aristóteles: Ética Nicomáquea, Libro I, Madrid, Planeta-De Agostini, 1995. 89. Tal es el presupuesto hermenéutico de Giovanni Reale; véase Guida alla lettura della Metafisica di Aristotele, Roma-Bari, Laterza, 2001, p. 11.
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II. Metafísica, ética y política en Aristóteles
sus discontinuidades, tanto formales como doctrinarias. En esta última posición se encuentra Werner Jaeger, pionero en advertir que tanto la Política como la Metafísica ostentan apenas una homogeneidad potencial debido a la heterogeneidad de períodos y doctrinas que recorren las obras.90 En efecto, si la pretendida unidad de la obra está minada por inconsistencias, ellas dan cuenta de la profunda vitalidad del pensamiento del filósofo, del entrecruzamiento de cursos de pensamiento y opiniones diversos en el desarrollo de su doctrina, y de su inmersión en un contexto histórico siempre cambiante: vicisitudes y circunstancias todas que impiden, la mayor parte de las veces, sostener un único pensamiento. Hemos señalado someramente los temas principales que se abordan en este libro; lo importante ahora es mostrar el horizonte desde el que se los trata, que es, como dijimos, el de la polis griega y su importancia para la vida ciudadana. Como se puede observar, hemos utilizado el término griego “polis” y no sus traducciones habituales de “ciudad” o “ciudad-estado”, ya que no corresponden enteramente a la realidad a la que se alude: una entidad política autónoma (es decir, con leyes propias) de pequeña dimensión territorial que incluye la población urbana y rural. Pero lo importante es que la polis es el lugar en el que el individuo accede a la vida pública y política, en el que abandona la particularidad y las limitaciones propias de la vida familiar que lo atan a la satisfacción de las necesidades primarias y a la reproducción de la vida biológica; de ahí que acción (praxis) y discurso (lexis) constituyan para Aristóteles los rasgos distintivos del hombre como ser político (zoon politikon). Si bien desde el punto de vista genético la polis es lo último en desarrollarse, desde el punto de vista ontológico es lo primero, pues ella ya está presente potencialmente en las primeras asociaciones humanas como parte de la esencia política del ser humano. Como dirá en el cap. 2 del Libro I, “la ciudad es anterior por naturaleza a la casa y a cada uno de nosotros como individuos” (20). La impronta socrática de la precedencia de la totalidad respecto de la parte se hace sentir con toda rigurosidad: “Las leyes de la ciudad me han engendrado”, dirá el maestro a punto de beber la cicuta, advirtiendo que en la matriz de lo político se encuentra también lo que será su cripta. Esta manera de concebir la relación entre totalidad y parte corresponde a una cosmovisión que puede resultar extraña a nuestra mentalidad moderna, habituada a pensar desde la individualidad. Para un clásico, en cambio, la individualidad es inconcebible sin su necesaria referencia al todo, del que obtiene su fundamento y su razón de ser. De ahí que el principal problema de Aristóteles en este escrito sea identificar el régimen político más conveniente y apropiado para llevar una vida feliz. Así reconoce la existencia de tres formas de gobierno: aquella en la que un solo individuo gobierna conforme al interés común (monarquía); la que se propone en cambio defender la virtud y nobleza de sus miembros (aristocracia), y por último, la que hace prevalecer el “término medio” (politeia o república). Si, en cambio, el elemento predominante de una ciudadanía está dispuesto a defender su patrimonio como fin principal, entonces su constitución será oligárquica, forma desviada de la aristocracia; si se propone la igualdad y la libertad, será democrática, desviación de la politeia; si busca en cambio el provecho personal del tirano, será una tiranía, desviación de la monarquía. Todos esos regímenes surgen de la composición desigual de las distintas polis (por ejemplo, aquella en la que predominan los estratos más ricos tenderá a la oligarquía, etc.), 90. Cf. W. Jaeger: Aristóteles, México DF, FCE, 1995, p. 198. Véase también I. Düring: Aristóteles. Exposición e interpretación de su pensamiento, México DF, Universidad Nacional Autónoma de México, 1990, p. 78.
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Introducción a la Política
por lo que es difícil asignar a uno la cualidad de “ideal”: en esto Aristóteles demuestra su temple “realista”, al atenerse, a diferencia de Platón, no a lo ideal (o, dicho en términos modernos, a lo que debe ser) sino a lo que es. No obstante, suscribe las ventajas de la politeia, por tratarse de un régimen que promueve la participación de los estratos medios, reputada como aquella que coadyuva al bienestar mayor. En esto Aristóteles se esfuerza por hacer coincidir su valoración del mejor régimen político posible con los resultados alcanzados en la Ética, según los cuales la vida feliz es aquella conforme a virtud, “y la virtud consiste en un punto medio”. Todos estos temas son tratados, como hemos observado, con rigor metodológico, y ése es precisamente uno de los aspectos más destacados de este escrito. Por eso nos referiremos brevemente a su metodología. El procedimiento común a todas las ciencias (teóricas, prácticas y productivas) en una primera etapa de indagación es la dialéctica, que consiste en la identificación y observación cuidadosa de problemas teóricos o prácticos (aporíai) para los cuales existen diferencias de opinión, tanto de parte de la mayoría como de los más sabios. Debido a que esas opiniones son consideradas premisas plausibles (éndoxa), pues por lo general carecen de evidencia, es preciso someter a examen las posiciones contrapuestas (diaporía) a fin de lograr una solución (euporía) que resuelva la dificultad (aporía) planteada. En el caso concreto de este escrito, la indagación se referirá al objeto que ha sido dilucidado desde siempre en el elemento del hablar y del actuar, pues, según señala Aristóteles, lo que sea la polis es de suyo notoriamente conocido, entendido y lingüísticamente determinado. Habrá que remitirse a la historia, a lo que los hombres han construido y determinado en sus actos y, lo que es más importante, a lo que ha sido sedimentado en el lenguaje, para elucidar el objeto de la política. Este análisis lógico-lingüístico –que tiene valor “peirástico”, es decir, examinativo– habrá de completarse con la investigación de las causas, que es la clase de indagación propiamente científica, o la dialéctica en su uso estrictamente científico. Finalmente es preciso tomar en consideración el método analítico, al que se hace referencia apenas se inicia el Libro I de la Política, consistente en el estudio de las partes de que se compone una cosa o una idea. De este modo, la combinación metodológica de diairesis, análisis, inductivismo y reconstrucción genética provee las claves para la investigación en la ciencia política. Aristóteles opera así como una suerte de sociólogo moderno: sus conclusiones no sólo son resultado de la actividad especulativa sino de una vasta experiencia, de una cuidadosa observación de las modalidades propias de cada polis, de sus respectivas idiosincrasias y formas de composición social, de lo que resulta la división de los regímenes que convienen a cada una. Pero el conocimiento que se obtiene de estas observaciones no puede ser nunca definitivo, pues la inestabilidad y contingencia propias del actuar humano tornan imposible inferir verdades y reglas que pretendan validez universal, como es propio en el ámbito de la teoría.91 El saber práctico no puede ser concluyente ni pretender exactitud: en estas cuestiones hemos de contentarnos –dirá en la Ética Nicomáquea– “con mostrar la verdad de un modo tosco y esquemático” (Libro I). Este modo de abordar lo humano ha sido retomado por muchos pensadores modernos y contemporáneos, que han retornado a Aristóteles una y otra vez, entre otras cosas por la importancia 91. Para abundar acerca de la relación entre saber práctico y teórico, me permito remitir a mi artículo “Sobre la sutil articulación de Metafísica y Política en Aristóteles”, en Miguel Rossi (comp.): Ecos del pensamiento político clásico, Buenos Aires, Prometeo, 2007, pp. 63-98.
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II. Metafísica, ética y política en Aristóteles
asignada a la politicidad, a la deliberación, a la palabra, al logos. Conceptos que demuestran por sí mismos su vigencia y actualidad, toda vez que nos pensemos como seres efectivamente ligados a los otros, que actuamos y decidimos junto con otros; seres a los que la palabra dice y constituye. Que la vida (no la simple vida biológica) sea vida en comunidad, dotada de razón, porque está signada por la capacidad de expresar y de comunicar, son tópicos a los que Michel Foucault, Hannah Arendt, Giorgio Agamben –para mencionar sólo algunos de los más conspicuos pensadores de nuestro tiempo– han vuelto una y otra vez, no sólo para reanudar un diálogo fecundo con lo que nos antecede, sino también para replantear problemas que conciernen a nosotros mismos.
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II.IV Selección de textos anotada por M.J.R
Política Libro I Capítulo 1 [La ciudad como comunidad. Sus fines] Ya que vemos que cualquier ciudad es un tipo de comunidad, y que toda comunidad está constituida con miras a algún bien (pues todos obran en función de lo que les parece bueno), es evidente que todas las comunidades tienden hacia algún bien; pero la que está por encima de todas las demás y las comprende tenderá al bien superior.92 Y a esta comunidad, que es la comunidad política, la llamamos ciudad. Cuantos opinan que es lo mismo regir una ciudad, un reino, una familia y un patrimonio con siervos no hablan con acierto, pues creen que cada una de estas realidades se diferencia de las demás por su mayor o menor dimensión, pero no por su propia especie.93 Como si uno, por gobernar a unos pocos, fuera amo de una casa; si a más, administrador de un dominio; si a más aún, rey o magistrado; en la convicción de que en nada difiere una casa grande de una ciudad pequeña, ni un rey de un gobernante. Y que cuando uno ejerce el mando a título personal resulta un rey, y cuando lo hace según las normas de la ciencia política es un gobernante. Pero eso no es verdad. Y lo que afirmo será evidente al examinar la cuestión de acuerdo con el método que proponemos. En efecto, así como en los demás asuntos es necesario dividir el compuesto hasta llegar hasta sus elementos simples (puesto que éstos son las partes más pequeñas del conjunto), así también vamos a ver, al examinar la ciudad, de qué elementos se compone. Y luego veremos,
92. El bien superior de que se trata es la felicidad, resultante, para Aristóteles, de la conjunción de virtud, buena fortuna, salud, riqueza y amigos. 93. Aristóteles señala aquí que entre las diversas comunidades (familia, aldea, polis) existe una diferencia cualitativa, no de magnitud; es decir que no se distinguen entre sí por su extensión, sino por su esencia: mientras que la casa (oikos), unidad doméstica conformada por los pares marido-esposa, padre-hijos, amo-esclavo, se caracteriza por un tipo de dominio que supone desigualdad, la polis, en cambio, descansa en la igualdad y libertad de sus miembros.
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II. Metafísica, ética y política en Aristóteles
al analizarlos, en qué difieren unos de otros, y si cabe obtener alguna precisión científica sobre cada uno de los temas tratados.94
Capítulo 2 [Origen de las comunidades. El hombre como “animal político”] Si uno presta atención desde un comienzo al desarrollo natural de los seres, podrá observar también este problema, como los otros, del mejor modo.95 En primer lugar es necesario que se unan entre sí aquellos dos seres que no pueden subsistir uno sin otro; esto es, la hembra y el macho, con vistas a la generación.96 (Y esto no por una previa elección, sino que, como ocurre con el resto de animales y plantas, es natural desear dejar tras de sí a otro individuo semejante a uno mismo.) Y que se unan también el que por naturaleza domina y el que es dominado, para su supervivencia.97 Porque el que es capaz de previsión con su inteligencia es por naturaleza quien gobierna y amo por naturaleza. En cambio, el que es capaz de realizar tales cosas con su cuerpo es gobernado y esclavo, también por naturaleza. Por tal razón, amo y esclavo tienen el mismo interés.98 De tal modo, por naturaleza, están definidos la mujer y el esclavo. (La naturaleza no hace nada en vano99 sino que, a la manera de los forjadores el cuchillo de Delfos, hace cada cosa con 94. Aristóteles opta aquí por el método analítico, que consiste en dividir el asunto de que se trata (en este caso la polis) en sus diferentes partes (comunidades, estamentos, bienes) y analizarlas a fin de desentrañar mejor sus respectivas finalidades. 95. Al método analítico se suma el genético, que implica abordar las cuestiones desde su origen. 96. Aristóteles va a referirse al origen de la polis. Los elementos simples (asúnthetos) que se hallan en el principio de toda asociación humana no son los individuos (como lo será para una tradición muy posterior, la del iusnaturalismo moderno en su variante contractualista), sino las koinoniai, las formas diferentes que surgen de la naturaleza, como lo femenino y lo masculino (primera koinonía) y lo dominante y lo dominado (amo y siervo, segunda koinonía). Estos dos primeros binomios constituyen la base del oikos, la casa; su razón de ser no descansa en ninguna decisión de tipo deliberativo, sino en un instinto cuya finalidad es la reproducción de la especie, por lo que el hombre queda equiparado al animal. 97. La familia está signada por la desigualdad y el dominio, fundados en una participación diferente en la razón: así como “el esclavo está enteramente privado de la parte deliberativa, la mujer la posee pero sin plena autoridad, mientras que el niño la posee, pero en forma inmadura” (Libro I, cap. 13). En otras palabras: el esclavo puede comprender una orden, pero no tiene potestad para deliberar y decidir, dado que participa de manera débil de la razón, y por eso carece de independencia; la mujer puede deliberar respecto de los medios, pero carece de razón suficiente para la intelección de los fines; mientras que la capacidad racional del niño es en potencia, no se encuentra plenamente desarrollada. 98. La cuestión de la esclavitud va a ser abordada por Aristóteles en toda su amplitud en los caps. 4 a 7 de este mismo libro. Lo que aquí se indica es que, así como el alma gobierna el cuerpo, el amo gobierna al esclavo. Sus diferentes capacidades hacen que se ocupen de cosas distintas (el amo a la política, el esclavo al trabajo), por lo que su unión es conveniente a ambos. 99. Las referencias a una naturaleza que dota a las cosas de sus respectivas finalidades, pues ella “no hace nada en vano”, aparecen diseminadas a lo largo de toda la primera parte de la Política. El carácter de toda entidad natural es ser dynamis y energeia, es decir, contar con capacidad de movimiento y desarrollo y, por lo mismo, tender a un fin, hacerse concreta. Como aclara Enrico Berti, la naturaleza “no es un ente, una sustancia, un principio subsistente en sí mismo y operante en las diversas cosas, sino que es simplemente una característica, una disposición, una capacidad que poseen determinados entes, los así llamados ‘entes naturales’”. La physis es así el ser de lo real en cuanto energía, actividad, movimiento. Ya sea porque el movimiento resida en él en
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una única finalidad; cada instrumento, en efecto, puede cumplir su función de la mejor manera si sirve a una sola función y no a muchas.) Entre los bárbaros, la mujer y el esclavo tienen el mismo rango [que el marido y el amo]. La causa de esto es que carecen del elemento gobernante por naturaleza, así que su comunidad resulta de esclavo y esclava.100 Por eso dicen los poetas: “Justo es que los griegos manden a los bárbaros”, como si por naturaleza fuera lo mismo bárbaro y esclavo. De las dos comunidades, la primera es la casa familiar, y bien lo dijo Hesíodo en su poema:101 “Ante todo, casa, mujer y buey de labranza”. Porque el buey hace las veces de criado para los pobres. Así pues, la familia es la comunidad, constituida por naturaleza, para la vida cotidiana. Por eso Carondas102 los llama “compañeros de panera” y Epiménides de Creta,103 “los del mismo comedero”. La primera comunidad constituida a partir de una multitud de casas para satisfacer necesidades no cotidianas es la aldea. […] Por eso al principio las ciudades estuvieron gobernadas por reyes, como ahora todavía lo están los pueblos extranjeros […]. Así como toda casa es regida por el más anciano, así también ocurre con las aldeas, en razón del linaje común de sus miembros. La comunidad procedente de varias aldeas, comunidad perfecta, es la ciudad, ya que posee el límite de la autosuficiencia total; surgió, entonces, con la finalidad de preservar la vida, pero existe con el fin de vivir bien.104 Así que toda ciudad existe por naturaleza, del mismo modo potencia o en acto, todo ente natural es ousía viviente, actividad según el fin. Véase E. Berti: Aristotele, Milano, Bompiani, 2002, p. 381. 100. Según aclaran M.I. Santa Cruz y M.I. Crespo en la edición citada, en las sociedades no griegas (“bárbaras”: aquellas en las que no se habla griego) una mujer y un esclavo están en la misma situación que marido y amo puesto que éstos no tienen la sabiduría que se espera de todo gobernante racional; de ahí que en estas sociedades el marido sea tan esclavo como la mujer a la que toma de esclava. 101. Hesíodo: Los trabajos y los días (ediciones varias). 102. Legislador de Catania (Sicilia), siglo VI a.C. 103. Poeta y profeta de Festos (Creta), siglo VII a. C. 104. Este pasaje es importantísimo, pues, como ha sido notado por Giorgio Agamben, se establece una diferencia entre el simple vivir (zoé) y el vivir bien (bíos), diferencia en todo similar a la que se da entre voz (phoné) y logos (palabra/razón). El simple vivir está relacionado con la vida biológica, cuya reproducción y mantenimiento son propios del ámbito familiar, del oikos. En cambio, el vivir bien sólo puede darse en la polis, lugar por excelencia de la acción y la palabra, de lo público por contraposición a lo privado. No solamente queda así enfatizado el salto cualitativo entre las dos comunidades, sino que el hecho de que vida natural quede excluida del ámbito de preocupaciones de la comunidad política pone en evidencia el carácter de lo político para los griegos: todas las cuestiones relacionadas con el apremio de la necesidad (la reproducción, el cuerpo, el sustento, etc.) no merecen la atención de la política (como lo será para los Estados modernos, que ponen la vida biológica de las personas en el centro de sus preocupaciones), sino lo que atañe al “buen vivir”, es decir, a la libertad propia de la vida pública, hecha de acción y discurso (Cf. Homo sacer. Il potere sovrano e la nuda vita, Torino, Einaudi, 2005). En el mismo sentido se expresa Hannah Arendt: “El nacimiento de la ciudad-estado significó que el hombre recibía, además de su vida privada, una especie de segunda vida, su bios politikos. Ahora todo ciudadano pertenece a dos órdenes de existencia, y hay una tajante distinción entre lo que es suyo (idion) y lo que es comunal (koinon) […] Ser político, vivir en una polis, significaba que todo se decía por medio de palabras y de persuasión, no con la fuerza y la violencia. Para el modo de pensar griego, obligar a las personas por medio de la violencia, mandar en vez de persuadir, eran formas prepolíticas para tratar con la gente cuya existencia estaba al margen de la polis” (H. Arendt: La condición humana, Buenos Aires, Paidós, 1993, pp. 39-40).
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que las comunidades originarias. La ciudad es, en efecto, el fin de aquéllas, y la naturaleza es fin. Pues lo que cada cosa es al término de su desarrollo, eso decimos que es su naturaleza, ya se trate de un hombre, de un caballo o de una casa. Además, la causa final y la perfección es lo mejor. Y la autosuficiencia es fin y lo mejor.105 Por lo tanto, está claro que la ciudad está entre las cosas que son por naturaleza y que el hombre es, por naturaleza, un animal político.106 Quien, por naturaleza y no por azar, vive sin ciudad es o bien un ser inferior o más que un hombre. Como aquel al que recrimina Homero: “Sin clan, sin ley, sin hogar”.107 Al mismo tiempo, semejante individuo es, por naturaleza, un apasionado de la guerra, como una pieza suelta en un juego de damas. La razón por la que el hombre es un animal político, más que cualquier abeja y que cualquier otro animal gregario, es clara.108 La naturaleza, tal como decimos, no hace nada en vano. El hombre, por cierto, es el único entre los animales que posee la palabra. La voz es una indicación del dolor y del placer; por eso la tienen también los otros animales (pues su naturaleza ha llegado al punto de poseer sensación del dolor y del placer, y de manifestar estas sensaciones unos a otros.) En cambio, la palabra existe con el fin de manifestar lo ventajoso y lo perjudicial, así como lo justo y lo injusto. Y esto es propio y exclusivo de los humanos frente a los demás animales: poseer el sentido de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, y todo lo demás. La participación comunitaria en estas percepciones funda la casa familiar y la ciudad.109 105. A diferencia del individuo, que no se basta a sí mismo, la autosuficiencia, que comprende tanto la autonomía política como la autarquía económica, es el rasgo propio de la polis, de ahí su superioridad, su rango de fundamento ontológico de la individualidad. 106. El hombre es zoon politikon: animal político. Esta expresión célebre alude a la politicidad como la esencia misma de la humanidad. 107. Homero: Ilíada, IX, ediciones varias. 108. Aparece aquí una diferencia entre “ser político” y “ser social”: ser político es tener la capacidad de actuar con otros a través de la palabra, del logos; ser social es simplemente vivir con otros. Sólo el gregarismo es común a los animales, mientras que la politicidad es la esencia misma de lo humano. 109. Como observa Jacques Rancière, este párrafo sintetiza el descubrimiento griego de la importancia suprema de la palabra, de la posesión del logos. A diferencia de la voz, que simplemente sirve para indicar la presencia de placer o sufrimiento (a través, por ejemplo, de un gemido o de un grito), la palabra es capacidad de manifestar, a través del discurso articulado (queja, reclamo, expresión de satisfacción), los efectos de esos estados. Lo cual supone complementariamente la función de comunicar a otros lo que resulta útil o nocivo, justo o injusto. Esta capacidad de tener en cuenta a otros o de implicarlos en las consecuencias que se siguen de las acciones es la que posibilita la constitución de la comunidad política. Queda atestiguado así el destino político del hombre, que de esta manera se diferencia del animal. Pero no tenemos que proceder a una escisión demasiado tajante entre ambas modalidades de la expresión (indicar/manifestar): nótese que los pares elegidos por Aristóteles son útil-nocivo/justo-injusto: la elección no es casual y sugiere un pasaje de la percepción de lo útil y lo nocivo (que son siempre relativos) a la intelección de lo útil e inútil (que pretenden objetividad). En otras palabras: a nivel de los sentidos ya habría una detección (que se expresa en la voz) de lo que luego en la inteligencia se manifiesta como justicia (expresada en el logos), lo que da cuenta de una cierta continuidad entre el nivel sensible y el inteligible, y que sería lícito hacer corresponder con la que se plantea en materia de conocimiento. De esta manera, de la percepción de lo útil derivaría lo justo, así como de la percepción de lo nocivo se deduciría lo injusto. Pero el pasaje de lo relativo a lo universal, de lo subjetivo a lo común ─transición que marca el “en consecuencia”─ no parece tan sencillo. En efecto, ¿cómo se logra el pasaje de lo ventajoso o conveniente, es decir, de lo útil, a la justicia? Una primera solución estaría en la ética: si la justicia es la distribución de lo común de acuerdo con lo que corresponde a cada uno, la medida de esa correspondencia va a estar dada: a) por lo que
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Es decir que, por naturaleza, la ciudad es anterior a la casa y a cada uno de nosotros, ya que el todo es necesariamente anterior a la parte. Pues si se destruye el conjunto ya no habrá ni pie ni mano, a no ser por homonimia, como se puede llamar mano a una de piedra (y una mano muerta ya no será mano). Todas las cosas se definen por su función y su capacidad, de modo que cuando éstas dejan de existir no se puede decir que sean las mismas cosas, sino homónimas.110 Así que está claro que la ciudad es por naturaleza y es anterior al individuo. Porque si cada individuo, por separado, no es autosuficiente, se encontrará, como las demás partes, en función a su conjunto. Y el que no puede vivir en sociedad, o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino que es como una bestia o un dios. En todos existe, por naturaleza, el impulso hacia tal comunidad, pero el primero en establecerla fue el causante de los mayores beneficios. Pues así como el hombre perfecto es el mejor de los animales, así también, apartado de la ley y de la justicia, es el peor de todos. La injusticia más atroz es la que se apoya en las armas,111 y el hombre, por su parte, está dotado de armas naturales al servicio de su sensatez y su virtud; armas que puede utilizar precisamente para fines opuestos. Por eso, sin virtud, es el animal más impío y más salvaje, y el peor en lo que toca a los placeres y a su voracidad. La justicia, en cambio, es algo propio de la ciudad, pues la justicia es el orden de la sociedad política, y la virtud de la justicia consiste en discernir lo que es justo.
es útil o ventajoso (en ese caso, es justo que se nos dé conforme con lo que percibimos que es provechoso); b) por lo que cada parte de la ciudad aporta al bien común. Véase J. Rancière: El desacuerdo. Política y filosofía, Buenos Aires, Nueva Visión, 2007, cap. 1. 110. La noción de “homonimia” es aclarada por Aristóteles en otra obra, las Categorías (1 a1-2), y refiere aquellas cosas que tienen el mismo nombre pero son diferentes o tienen distinta función. En el ejemplo presentado, la “mano” de un hombre vivo y la “mano” de una estatua, pese a denominarse del mismo modo, no tienen la misma utilidad. 111. La constitución que por naturaleza es la mejor es la que garantiza una vida buena, virtuosa y feliz, es decir, la que permite acceder al único bien “deseable por sí mismo” (Ética, X). Ése es el desarrollo natural de la polis. ¿Hay otra manera de entender el movimiento hacia la realización de la politeia que no sea “natural”? Aristóteles lo aclara aquí: es el que se da por la violencia. La aplicación de un poder violento interrumpiría el orden del movimiento, como señala Riedel (op. cit., p. 77). Por eso “la injusticia más insoportable es la que posee armas” (Pol. 1253a), mientras que el gobierno justo es el que se ejerce con el consentimiento de los ciudadanos (Pol. 1313a). De ahí que el consentimiento y la racionalidad sean los elementos legitimantes de la legalidad de la ley. La injusticia de las armas se equipara al gobierno de uno solo, en quien predomina el apetito animal: “Así pues el que defiende el gobierno de la ley parece defender el gobierno exclusivo de la divinidad y de la inteligencia; en cambio el que defiende el gobierno de un hombre añade también un elemento animal” (Pol. 1287a). El gobierno tiránico “no es conforme a la naturaleza”, en el sentido de que desvía de su curso y arroja fuera del camino lo que asegura el orden de la koinonía. Ser político, en cambio, es utilizar la palabra y la persuasión, no la fuerza y la violencia, formas prepolíticas cuya existencia está al margen de la polis: los bárbaros y también los miembros del grupo familiar, de la oikía (Arendt, op. cit., p. 40). De este modo, se abre una brecha entre palabra y violencia, entre política y guerra.
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II. Metafísica, ética y política en Aristóteles
Fuentes Para Política se ha utilizado la traducción de Carlos García Gual y Aurelio Pérez Giménez, Alianza, Madrid, 1986; se han introducido modificaciones sobre la base de la traducción de M.I. Santa Cruz y M.I. Crespo, Buenos Aires, Losada, 2005. Para la Ética Nicomáquea, se ha utilizado la traducción de Julio Pallí Bonet, Madrid, PlanetaDe Agostini, 1995.
Bibliografía citada Agamben, Giorgio: Homo sacer. Il potere sovrano e la nuda vita, Torino, Einaudi, 2005. Arendt, Hannah: La condición humana, Buenos Aires, Paidós, 1993. Berti, Enrico: Aristotele, Milano, Bompiani, 2002. Düring, Irving: Aristóteles. Exposición e interpretación de su pensamiento, México DF, Universidad Nacional Autónoma de México, 1990. Jaeger, Werner: Aristóteles, México DF, FCE, 1995. Rancière, Jacques: El desacuerdo. Política y filosofía, Buenos Aires, Nueva Visión, 2007. Reale, Giovanni: Guida alla lettura della Metafisica di Aristotele, Roma-Bari, Laterza, 2001. Riedel, Manfred: Metafísica y metapolítica, Buenos Aires, Alfa, 1976. Rossi, María José: “Sobre la sutil articulación de Metafísica y Política en Aristóteles”, en Rossi, Miguel (comp.): Ecos del pensamiento político clásico, Buenos Aires, Prometeo, 2007.
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III. Memoria, identidad y persona en Agustín de Hipona
Desamparo ideológico del lunes: ... perpetuo fracaso de la identidad en el amanecer de este día laborable. Joaquin Giannuzzi, en Perplejidades al amanecer
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III.I Introducción a Confesiones Por Alejandra González
Confesiones es un texto escrito por Agustín de Hipona (354-430 d.C.) entre el 397 y el 401 d.C. ¿Se trata del relato autobiográfico de una conversión religiosa, de la fundación de un género literario, de la reflexión sobre el itinerario de la singularidad, del despliegue de la pregunta antropológica, de la construcción de un yo psicológico, de la cristianización de un platonismo místico, de una fenomenología de la memoria, de la elaboración de la identidad narrativa, de una tesis ontológica del tiempo? El problema hermenéutico que surge para validar cualquiera de estas interpretaciones es el de la distancia temporal respecto del texto. Del siglo XXI al IV deberemos realizar una serie de mediaciones. De todos modos, sólo como sujetados a este momento temporal y a nuestras condiciones de enunciación históricas podremos acercarnos a las Confesiones. No es posible volvernos unos cristianos del siglo IV ni traer a Agustín al siglo XXI. Entonces, seguiremos las lecturas de ciertos autores que, desde su propia experiencia de lectura, proponen hermenéuticas diversas. Estas interpretaciones no serían válidas si no estuvieran de algún modo revelando algún momento de la verdad del texto original. Si fueran completamente libres, las Confesiones serían solamente un objeto de uso al que se le podría “hacer decir” cayendo en una semiosis infinita. Pensaremos, entonces, algunas de las interpretaciones que consideramos se encuentran en los límites validados por el propio texto sin caer en una sobreinterpretación.
Fundación de un género literario Las Confesiones no pueden incluirse en el género autobiografía directamente. En primer lugar, poco menos de la mitad de los trece libros que conforman la obra tienen un contenido biográfico. Además de los textos seleccionados que corresponden al libro X, donde hay explícita una teoría de la memoria, y del libro XI, donde hay otra sobre el tiempo, gran parte de la obra se dedica a la exégesis bíblica. Por otra parte, al significado de Confessio, “relato de las faltas cometidas y admitidas como tales” (confessio pecatorum), se añade una narración de todo lo bien hecho (confessio laudis). Si postulamos la unidad de la obra, sostenida por el propio autor en textos posteriores (“Retractaciones”), tendríamos que señalar su carácter descriptivo de las propias experiencias ligado a un propósito: demostrar la incidencia de Dios en las elecciones libres de cada persona humana. Esto implica el uso del lenguaje de modo diverso.
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III. Memoria, identidad y persona en Agustín de Hipona
¿Un platonismo místico? Las Confesiones sólo pueden surgir en la medida en que hay Otro por fuera del lenguaje, en una noción de trascendencia ajena a la perspectiva inmanentista griega. Este Dios permanece absolutamente otro. Es irracional, desde la perspectiva humana, y no puede ser explicado ni contenido por ella. El plan providencial sólo admite la revelación, el modo de darse de esa infinitud a la finita razón humana. Y en ese sentido la singularidad se alza frente a un Otro cuyo sentido desconoce y que es un Dios creador, que desde la nada –ex nihilo– ha hecho al mundo y al hombre a su imagen y semejanza. No es un principio lógico como el primer motor inmóvil aristotélico ni las ideas platónicas. Es un ser vivo y personal dotado de voluntad. Ya no es la physis como una totalidad donde cada ente tiene una causa final o un destino, sino de un mundo jerárquicamente organizado donde los hombres se encuentran con la angustia ante el abismo de su libertad. La persona es un ser libre dotado de cuerpo y alma en una unidad indivisible. No hay transmigración de los espíritus como en el mito de la reminiscencia platónico, sino un alma personal. ¿Qué diferencia la psyché griega de la cristiana? La primera es indestructible, realiza el proceso de metempsomatosis (transmigración de un espíritu por cuerpos diversos), es eterna e impersonal. La segunda está ligada indisolublemente a un cuerpo, sólo se separa de él en el momento de la muerte, para volver a encarnarse en ese mismo cuerpo en el final de los tiempos. Es un alma personal, creada por un Otro absoluto, no es eterna sino inmortal. Pero Agustín retoma ciertos elementos griegos que son en algún modo irreconciliables con el cristianismo primitivo. En los primeros siglos cristianos, esta secta de los judíos, según la consideraban los romanos, reunía entre sus fieles a los sectores más bajos de la población. Mientras Platón sólo consideraba al cuerpo cárcel del alma, estos esclavos cristianos subvertían el orden vigente al proponer una revalorización del cuerpo, tal vez el único bien para estos no-sujetos sin propiedad alguna. De modo que plantear la carne no desligada del espíritu sino unida a él en la promesa de una resurrección futura es una rebelión contra las condiciones sociales que reducían al esclavo a un instrumento vivo como en Aristóteles. “Ningún hombre ha nacido para servir a otro”, y entendamos hombre en el sentido de persona a imagen y semejanza de Dios. Sin embargo, Agustín necesita explicar el conocimiento, y al retomar el mito platónico de la reminiscencia y la alegoría de la caverna, introduce junto con la desvalorización de los sentidos como fuente de conocimiento también la desacralización del cuerpo, que se convierte en fuente de sensualidad y pecaminosidad y lugar de castigo de la culpa. La doctrina de la iluminación implica el desprendimiento de los sentidos con toda su carga de oscuridad, hacia la luz interior proveniente guiados por la figura de Cristo. Y son las formas (eidos de Platón) las que, impresas en el alma por Dios, constituyen las verdades eternas, los ejemplos de los que participan los entes sensibles, sólo como copias.
¿Itinerario sobre la singularidad? Analicemos el despliegue de la pregunta antropológica o la construcción de un yo psicológico. Ésta es la lectura que plantean Hannah Arendt y también Paul Ricoeur 114
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Introducción
Aristóteles planteó la indefinibilidad de lo individual. La especie ínfima es aquella que nos permite acercarnos lo más posible al individuo que se escapa irremediablemente en cuanto intentamos capturarlo por el concepto. Pero la ciencia sólo puede transmitirse en la medida en que da cuenta de los universales. Es necesario comenzar a pensar por las manos, por la sensibilidad, le discute Aristóteles a Platón, pero por supuesto todo aquello que puede enseñarse se da por vía del lenguaje, y éste implica siempre la ausencia de la cosa. La vocación griega igual se hace presente en la medida en que el objeto científico, que es el que Aristóteles intenta acotar, sólo puede entenderse mediante la universalidad del concepto. Y aun cuando queda planteada la imposibilidad de retener las ousías sensibles, en definitiva, Aristóteles abandona el problema o no lo considera tal. La tradición de Jerusalén, en cambio, es la que prioriza la relación con la singularidad. No hay sistema del que pueda deducirse la existencia. La singularidad no debe reducirse a ninguna universalidad porque no está implicada en ella. Dios nos crea por un acto libre de su voluntad. Y eso implica su absoluta exterioridad. Así, una tradición que brega por la posibilidad de transmitir un saber (aun a costa de negar la realidad del movimiento, como en Platón, o de la pérdida de lo individual, como en Aristóteles) se enfrenta con un discurso que, por el contrario, plantea lo irreductible del fundamento a la finitud de la razón, y la imposibilidad de que pueda autocomprenderse un sujeto que no es causa de sí. Agustín es el prototipo del intelectual formado en la retórica y la filosofía griegas que intenta conciliar el universalismo propio de la herencia platónica que no quiere abandonar y la pasión por la singularidad propia de la tradición bíblica. Ése es el intento que atravesará la patrística y se sostendrá en el medievo: la posibilidad de construir una filosofía cristiana. En Confesiones, se dirige en primera persona a un tú que es Dios. Y en él se interroga precisamente por su condición de hombre. Si Dios le pregunta qué es, puede contestar que es un hombre. Pero si le pregunta quién es, sólo puede responder Agustín. Un nombre propio reenvía justamente a la indefinibilidad del singular. Únicamente menciona aquello que no puede universalizarse de un individuo y que es lo que lo singulariza.
¿Fenomenología de la memoria? La memoria agustiniana no remite directamente a la reminiscencia o anámnesis platónica. No se trata de recordar lo que está fuera del espíritu y siempre estará independientemente de que se lo conozca o no. Por el contrario, se trata del recuerdo de sí que se sostiene en la trascendencia de un Dios que es la Verdad. No es la repetición platónica, ni tampoco la moderna repetición hegeliana. No es la iteración de lo mismo, sino repetición de la diferencia. Agustín demanda, entonces, aquello que le permite relacionar sus propios recuerdos de cuando era un niño con lo que imagina que será de anciano. Surge la condición de posibilidad, por primera vez en la historia de la filosofía, de un yo entendido en el sentido psicológico. ¿Quién soy?, pregunta que no habría inquietado a Aristóteles, conduce a Agustín hasta la noción de memoria. La memoria es la que liga lo que fui, el pasado que se recuerda, con lo que soy, el instante del presente que se me escapa aun cuanto intento retenerlo, con el futuro que imagino. La memoria es la base de 115
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III. Memoria, identidad y persona en Agustín de Hipona
la identidad y se despliega por la palabra. Es una memoria personal que encuentra su identidad en el relato. Precisamente en el diálogo con Otro que demanda algo a este ser que no es su propia causa. La función de la memoria en Agustín es soporte de una identidad personal, mientras que el recuerdo interiorizante era la forma platónica del conocimiento para un ente racional que recuerda las formas (eidos) inteligidas en el lugar celeste (topos uranos).
¿Tesis ontológica del tiempo? La concepción judeocristiana también implica un cambio en la idea de temporalidad. Mientras la visión griega está atravesada por una temporalidad cíclica, el mito del eterno retorno, la Biblia contrapone una noción lineal. También es Agustín, en la Ciudad de Dios, quien plantea una idea que luego la modernidad secularizará. Se trata de una visión donde la temporalidad tiene un principio cronológico. En el Paraíso, donde Dios ubica a Adán y a Eva, sólo hay eternidad. Cuando Adán transgrede la Ley, y come del árbol de la ciencia del bien y del mal, es decir, peca queriendo asemejarse a Dios, para obtener un conocimiento igual al suyo, es expulsado del Paraíso. A partir de ahí, trabajará con el sudor de su frente para conseguir su pan, y Eva parirá con dolor, pero sobre todo serán arrojados al devenir temporal. La historia es, entonces, historia del mal, originada en el pecado, es decir, en el saber, a partir del cual se acaba la connaturalidad del hombre con Dios. Ya la naturaleza no es pródiga ni ofrece sus ríos de leche y miel. El varón y la mujer inscriben su sexualidad y se entregan al dolor, el trabajo y el tiempo. El hombre intentará salir del pecado que lo ha arrojado a la inquietud de la temporalidad para finalmente reposar en la beatitud eterna de Dios. La historia tiene una teleología, un sentido, que es anularse a sí misma, concluir su expansión para lograr la salvación del alma por una inmersión en la eternidad. Y además tiene un fin, que cronológicamente es el Apocalipsis, instancia del juicio final. Este mismo esquema (principio histórico, teleología y fin de la historia) es secularizado en la modernidad y adoptado para definir el devenir histórico. Así, por ejemplo, Marx planteará a la propiedad privada como el mal que nos arroja a la historia. De un comunismo primitivo sin propiedad privada de los medios de producción caemos en los diversos modos de producción que se suceden, hasta que culmine en el comunismo, donde desaparecerán propiedad privada, Estado y sociedad de clases. Extinguida esta prehistoria, los hombres podrán comenzar a crear la verdadera historia, según la visión marxista. En Confesiones, además, se articula una verdadera teoría del instante presente, donde se cruzan el recuerdo del pasado y la imaginación del futuro, que luego será retomada por Kierkegaard y Heidegger.
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III.II Selección de textos anotada por A.G.
Confesiones Libro x Sólo Dios conoce íntegramente al hombre X. 5. 7. Pues tú, Señor, me juzgas. Porque si bien ninguno de los hombres sabe las cosas que son del hombre, sino el espíritu del hombre, que está en él, no obstante hay algo del hombre que no sabe ni siquiera el espíritu del hombre que está en él; pero tú, Señor, sabes todo de él; tú que lo has hecho. Y yo, aunque ante tu presencia me desprecie y me considere tierra y ceniza, sin embargo sé algo de ti que no sé de mí. Es cierto que actualmente vemos por espejo y en enigma, no aún cara a cara;1 mas por eso, mientras voy viajando lejos de ti, estoy más presente a mí mismo que a ti. Y con todo, sé que no se puede ejercer sobre ti ninguna clase de violencia; en cambio, yo a qué tentaciones soy capaz de resistir y a cuáles no no lo sé. Tengo esperanza, porque tú eres fiel y no permites que seamos tentados por encima de lo que podemos soportar, sino que con la tentación das también la salida, para que podamos resistir. Confesaré, pues, lo que sé de mí, confesaré también lo que no sé de mí; porque lo que sé de mí lo sé cuando tú me iluminas, y lo que no sé lo seguiré ignorando hasta que mis tinieblas se hagan como el mediodía ante tu rostro.2 1. Esta frase denota la filiación de Agustín con Pablo de Tarso, a quien cita (Primera Corintios). La oposición entre saber y fe, el enigma del cara a cara, el creacionismo, un ser que depende absolutamente del deseo de otro y de su saber, sujeto de pura contingencia, no necesario, determinado desde una exterioridad o trascendencia son todos rasgos inhallables en el pensamiento griego. Así se muta desde la necesidad (ananké) aristotélica al deseo de Dios. 2. Agustín inventa un género literario, la confesión: escritura en primera persona, plena de adjetivaciones, relación con un tú, expresiones dubitativas, interrogaciones, estilo no asertivo, preguntas retóricas, que van dando cuenta del camino reflexivo del sujeto en la constitución de su interioridad. En un diálogo donde se juega, por la vía del lenguaje, la capacidad de la creatura de ir recreando su identidad. Este género se corresponde con una temática: no puede existir si no como itinerario de la subjetividad. No se trata de decir el pecado y recibir el castigo; se trata de encontrar las palabras para la contingencia y la enigmática condición de creado. Quien no es causa de sí habita el lenguaje. Pero además este género tiene un enunciatario que sostiene al sistema mismo de
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III. Memoria, identidad y persona en Agustín de Hipona
Dios está por encima del mundo sensible y es su autor X. 6. 9. ¿Y qué es eso? Interrogué a la tierra y dijo: “No soy yo”, y todo cuanto hay en ella confesó lo mismo. Interrogué al mar, a los abismos, y a los seres vivientes que se deslizan, y respondieron: “No somos tu Dios; busca por encima de nosotros”. Interrogué a los vientos que soplan, y dijo el aire todo con sus habitantes: “Se equivoca Anaxímenes: yo no soy Dios”. Interrogué al cielo, al sol, a la luna, a las estrellas: “Tampoco nosotros somos el Dios que buscas”, dijeron. Y dije a todos los seres que rodean las puertas de mi carne: “Habladme de mi Dios, que no sois vosotros, decidme algo de él”. Y exclamaron con voz potente: “Él nos ha hecho”. Mi interrogación era mi consideración, y su respuesta, su hermosura. Entonces me volví hacia mí mismo y me dije: “Y tú, ¿qué eres?”, y respondí: “Un hombre”. Y acá están en mí, a mi alcance, el cuerpo y el alma; uno en el exterior y la otra en el interior. ¿A cuál de ellos debí preguntar por mi Dios, a quien ya he buscado mediante el cuerpo desde la tierra hasta el cielo, hasta donde pude enviar como mensajeros los rayos de mis ojos? Pero es mejor el interior. A éste, en efecto, comunicaban sus anuncios todos los mensajeros corporales, como a un jefe que da su juicio sobre las respuestas del cielo, de la tierra y de todos los seres que hay en ellos y que dicen: “No somos Dios”, y “Él es quien nos ha hecho”. El hombre interior conoció estas cosas por intermedio del exterior. Yo, el interior, las he conocido, yo, yo el alma, por los sentidos de mi cuerpo. Interrogué al gran conjunto del universo acerca de mi Dios y me respondió: “No soy yo, sino que él es el que me ha hecho”.3 la lengua, que no es más que el vacío que permite el despliegue de los signos y la significación. Porque la verdad que se busca por ese camino, identidad del yo, causa de sí, razón de su ser, está por fuera, no puede ser dicha completamente por la red de signos que se despliega. Por eso el lenguaje no es el lugar de la verdad, sino de su búsqueda, deseo de saber que se despliega ante otro que interroga. Esa verdad se articula mediante palabras que suenan en el exterior, pero que el hombre percibe en su interior. Lo que supone Agustín en la confesión es el lenguaje no como comunicación sino como intercambio de palabra humana. Así toda interrogación, dice Jacques Lacan, es esencialmente un intento siempre fallido de acuerdo entre palabras. “No es un juego de signos, no se sitúa a nivel de la información, sino a nivel de la verdad” (Seminario I 363). Por eso esta confesión no es un relato de acontecimientos, sino de la verdad que constituye la subjetividad de un quien que se despliega en la medida en que habla. Y la palabra enseña porque recuerda (confrontar con De Magistro). Pero el hombre queda del lado del deseo de saber, y el reconocimiento, del lado de Dios. Lacan agrega comentando este pasaje: “Va más lejos aún: localiza admirablemente el fundamento de la dialéctica de la verdad que está en el corazón mismo del descubrimiento analítico. Nos dice que nos encontramos en situaciones muy paradójicas frente a las palabras que oímos: no sabemos si son o no verdaderas, si adherir o no a su verdad, si refutarlas o aceptarlas, o bien si dudar de ellas. Y sin embargo la significación de todo lo que se emite se sitúa en relación con la verdad. La palabra, tanto enseñada como enseñante, se sitúa en el registro de la equivocación, del error, del engaño, de la mentira. Agustín llega muy lejos, puesto que la sitúa incluso bajo el signo de la ambigüedad, y no sólo de la ambigüedad semántica, sino de la ambigüedad subjetiva; admite que el propio sujeto que nos dice algo a menudo no sabe lo que nos dice, y nos dice más o menos lo que quiere decir. Introduce incluso el lapsus”. 3. La serie de preguntas que se articulan en este pasaje inician el cuestionamiento antropológico: un sujeto se habla a sí mismo, reflexionando sobre su propio ser. Podría ser respondida en términos platónicos por medio de la idea (eidos) de hombre o de la esencia (ousía) aristotélica. Una verdad que lo excedería y que no dependería ni del lenguaje ni del hecho de interrogarse a sí mismo. Por esto tal vez, según Hannah Arendt, el hombre se
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En su ascensión interior a Dios, Agustín llega a la memoria X. 8. 12. Sobrepasaré, pues, también esta facultad de mi naturaleza, ascendiendo escalonadamente a aquel que me ha hecho. Y llego a las llanuras y los amplios palacios de la memoria, donde se hallan los tesoros de innumerables imágenes tomadas de toda clase de cosas y aportadas por los sentidos. Allí está también depositado todo aquello que concebimos agrandando, disminuyendo o de cualquier forma modificando lo que los sentidos alcanzan, y cualquier otra cosa que haya sido entregada y depositada, y que el olvido no haya todavía absorbido y sepultado. Cuando estoy allí, pido que se saque cualquier cosa que desee; y algunas cosas se presentan enseguida; otras se las busca un rato largo y se las extrae, por así decir, de una suerte de receptáculos más escondidos; otras se precipitan en tropel hacia adelante, y cuando uno está pidiendo y buscando otra cosa de un salto se plantan en medio, como diciendo: “¿No somos tal vez nosotras?”. Y las aparto con la mano de mi espíritu de la vista de mi recuerdo, mientras se despeja lo que quiero y avanza hasta mi presencia, saliendo de sus escondrijos. Otras se presentan tal como se las ha llamado, sin dificultad y en filas ordenadas; las que van adelante ceden el lugar a las que vienen a continuación, y van siendo guardadas, dispuestas a salir de nuevo cuando yo lo desee. Todo lo cual sucede cuando narro algo de memoria.4
siente insatisfecho con la respuesta que contiene la definición. Porque: “La perplejidad radica en que los modos de la cognición humana aplicable a cosas con cualidades naturales, incluyendo a nosotros mismos en el limitado grado en que somos especímenes de la especie más desarrollada de vida orgánica, fallan cuando planteamos la siguiente pregunta: ¿Y quiénes somos?” (Hannah Arendt: La condición humana, Paidós, Barcelona, p. 24). El problema es que nos es imposible saber si nuestras condiciones naturales son las mismas que para las demás cosas que conocemos (incluidos los otros hombres). Por lo tanto, para que esta pregunta pudiera ser respondida sería necesario desplegar una segunda instancia. Dirigir esta pregunta a alguien que pudiera responder “sobre un quién como si fuera un qué”. La pregunta, entonces, se desdoblaría y pasaría del “qué soy” al “quién soy”. Dios es el único ser que puede pensar la esencia de un sujeto en su absoluta singularidad. Contestar qué soy diciendo al mismo tiempo quién soy. Para el resto de los seres mortales, pensar la genericidad o la universalidad impide dar cuenta de lo singular que constituye al sujeto. De ahí que sea necesario un ser trascendente: el Creador, que es el único en condiciones de responder de tal manera. El Dios agustiniano puede ser concebido como quien alberga respuestas, pero también como quien soporta la pregunta sin cerrarla. 4. Desde las metáforas que hablan de los palacios de la memoria se produce un proceso de espacialización del tiempo en la memoria. Ricoeur prefiere mencionarlo como espacialización íntima. Y esta amplitud que permite el recuerdo de las nociones y también de las afecciones transforma a la memoria en el precedente del cógito cartesiano. Porque recordar “las cosas” también lleva al recuerdo de sí. Así que la memoria termina siendo espíritu. Esta memoria feliz está amenazada, sin embargo, siempre por el olvido. El olvido es una sepultura a la que también hay que recordar para reconocer las cosas. Y así se agrega al recuerdo de la memoria el recuerdo del olvido. Pero la memoria, entonces, tiene preeminencia sobre el olvido, porque es ella la que lo recuerda. El más terrible de los olvidos, el de Dios, implica la caída en el Olvido absoluto. En Tiempo y narración, Ricoeur plantea la dialéctica entre distensión e intención (libro XI) para comprender el vínculo entre presente del pasado o memoria, presente del futuro o esperanza, presente del presente o atención. Ese doblez o pliegue implica la disimilitud del sí al sí. Y esa diferencia es la noción misma de sujeto. Allí se distingue también la experiencia del tiempo interno que no se opone al tiempo público sino al tiempo del mundo.
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III. Memoria, identidad y persona en Agustín de Hipona
La memoria y las imágenes de las cosas sensibles X. 8. 13. Allí están guardadas, separadamente y ordenadas por géneros, las cosas que han sido introducidas cada una por su entrada propia, como la luz y todos los colores y formas de los cuerpos, por los ojos; por los oídos, todas las clases de sonidos; todos los olores por la entrada de la nariz; todos los sabores, por la entrada de la boca, y por el sentido de todo el cuerpo, lo duro, lo blando, lo caliente o frío, suave o áspero, pesado o liviano, ya exterior, ya interior al cuerpo. Todas estas cosas las recibe, para evocarlas cuando sea necesario e inspeccionarlas, el amplio recinto de la memoria, y no sé qué repliegues suyos ocultos e inexpresables; todas entran en ella por sus propias puertas y en ella quedan depositadas. Pero no son las cosas mismas las que entran, sino que son imágenes de las cosas percibidas las que allí se encuentran a disposición del pensamiento que las recuerda. ¿Y quién dirá cómo han sido generadas, aun cuando sea claro por qué sentidos han sido captadas y guardadas adentro? Pues incluso cuando me encuentro en la oscuridad y en silencio hago presentes en mi memoria, si lo deseo, los colores, y distingo entre el blanco y el negro y entre cualesquiera otros que desee. Los sonidos no irrumpen ni interfieren en la contemplación de lo que he absorbido por los ojos, aunque también ellos se encuentren allí y se mantengan ocultos, como guardados aparte: pues, si gusto, también a ellos los evoco, y se presentan inmediatamente. Asimismo, con la lengua inmóvil y la garganta en silencio canto todo lo que quiero, y las imágenes de los colores, que sin embargo están allí, no se interponen ni interrumpen cuando es inspeccionado el otro tesoro, el que ha ingresado desde los oídos. Y así las demás cosas, que han sido introducidas y acumuladas por medio de los otros sentidos, las recuerdo cuando me da ganas de hacerlo, y, sin oler, discierno el aroma de los lirios del de las violetas, y prefiero la miel al arrope, o lo suave a lo áspero, sin saborear ni palpar nada, sino tan sólo recordando.
Recuerdo del pasado y proyección del futuro 8. 14. Estas acciones las realizo en mi interior, en el recinto inmenso de mi memoria. En efecto, allí están a mi disposición el cielo, la tierra y el mar, con todo cuanto en ellos he podido percibir, excepto lo que he olvidado. Allí me encuentro también y me recuerdo a mí mismo, y qué hice, cuándo y dónde, qué sentimientos tuve mientras actuaba. Allí están todas las cosas que recuerdo, sea las que experimenté yo mismo, sea las que he creído. De la misma muchedumbre saco una y otra vez distintas imágenes, o de cosas que conocí por experiencia propia, o de otras que creí basándome en las que conocía por experiencia; yo mismo entretejo dichas imágenes con las del pasado, y con ellas urdo también las de futuras acciones, acontecimientos y esperanzas, y entonces reflexiono sobre todo aquello como si fuera algo presente. “Haré esto y aquello”, me digo a mí mismo, allí en el inmenso interior de mi espíritu, lleno de imágenes de tantas y tan grandes cosas: y se sigue esto o aquello. “¡Oh, si sucediera esto o aquello”, “No permita Dios esto o aquello”: eso digo en mí mismo, y en el momento en que lo digo, tengo ante mí las imágenes de todo lo que digo, salidas del mismo tesoro de la memoria; y no diría nada en absoluto de todo eso si dichas imágenes me faltar
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Memoria y olvido X. 16. 24. Bueno, pero cuando nombro el olvido, y de la misma manera reconozco lo que estoy nombrando, ¿cómo lo reconocería si no me acordara? Me refiero no al mismo sonido del nombre, sino a la cosa que significa. Si lo hubiese olvidado, evidentemente no sería capaz de reconocer qué quiere decir ese sonido. Por consiguiente, cuando recuerdo la memoria, la memoria misma está presente ante sí por sí misma; mas cuando recuerdo el olvido, tanto la memoria como el olvido están presentes: la memoria, por la cual recuerdo, y el olvido, al cual recuerdo. Pero ¿qué es el olvido si no la privación de memoria? ¿De qué manera, entonces, está presente para que lo recuerde, si cuando está presente no puedo recordar? Pero si lo que recordamos lo retenemos con la memoria y si no recordásemos el olvido no podríamos de ningún modo reconocer, al oír ese nombre, la realidad significada por él, entonces al olvido lo retenemos con la memoria. Luego, está presente, para que no lo olvidemos, eso que, cuando está presente, olvidamos. ¿Tal vez se colige de aquí que el olvido no está por sí mismo en la memoria cuando lo recordamos, sino por medio de su imagen? Pues si estuviera presente por sí mismo, no haría que recordáramos, sino que olvidásemos. ¿Y quién averiguará eso? ¿Quién comprenderá cómo es la cosa?5 X. 16. 25. Yo, por cierto, Señor, estoy aquí en una dificultad, y estoy en dificultades conmigo mismo. Me he convertido para mí mismo en una tierra ingrata, que me hace sudar demasiado. Porque en este caso no estamos “escrutando los espacios del cielo” ni midiendo las distancias entre los astros ni investigando el equilibrio de la tierra: soy yo quien recuerda, yo la mente. No es tan asombroso que esté lejos de mí aquello que yo no soy. Pero ¿qué está más cerca de mí que yo mismo? Y resulta que el poder de mi memoria no es comprendido por mí, cuando no puedo decir mi mismo yo si no es por ella. ¿Qué voy a decir, en efecto, cuando tengo la certeza de que recuerdo el olvido? ¿Acaso voy a decir que no está en mi memoria lo que recuerdo? ¿O voy a decir que el olvido está en mi memoria para que no olvide? Ambas cosas son totalmente absurdas. ¿Y qué tal esta tercera idea? ¿Cómo voy a decir que, cuando recuerdo el olvido, lo que retiene mi memoria es la imagen del olvido, no el olvido mismo? Eso también, ¿cómo voy a afirmarlo? Porque cuando se imprime en la memoria la imagen de una cosa, es necesario que primeramente esté presente la cosa misma, de donde pueda provenir la imagen que se imprime. Así me acuerdo de Cartago, así de todos los lugares donde he estado, así de los rostros de las personas que he visto, de las cosas percibidas por los demás sentidos, así del bienestar o de los 5. Paul Ricoeur ubica a Agustín en la tradición de la memoria individual. Y desde allí plantea tres rasgos característicos. La memoria aparece como singular, los recuerdos diferencian a un sujeto de otro, en la memoria reside el vínculo con el pasado y finalmente la memoria está ligada a la linealidad de las representaciones. Esta sucesividad permite el pasaje del presente al pasado, o del futuro al pasado siempre pasando por el presente. Así se da ese nudo en el ahora que luego retomará Heidegger en la concepción de tiempo. En este núcleo de la memoria, Agustín ubica al hombre interior, sostenido por Dios. Un Dios que lo ha creado y que no es concebible sin el concepto de trascendencia. Ésta es la tradición de la mirada interior que luego retomará John Locke agregándole la noción de sí mismo y que Husserl llevará a su culminación en su fenomenología de la memoria. Lo fundamental del aporte agustiniano es, para Ricoeur, que Agustín unió al análisis de la memoria (libro X) el estudio del tiempo (libros X y XI).
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III. Memoria, identidad y persona en Agustín de Hipona
padecimientos de mi propio cuerpo. Cuando esas cosas estaban presentes, la memoria tomó de ellas imágenes, para contemplarlas presentes, y repasarlas mentalmente al recordar esas realidades también cuando estuvieran ausentes. Si, pues, el olvido está contenido en la memoria mediante su imagen, no por sí mismo, es evidente que él mismo había estado presente, para que de él se pudiera tomar una imagen. Pero cuando estaba presente, ¿cómo es que inscribía su imagen en la memoria, si incluso lo que encuentra ya trazado lo borra el olvido con su presencia? A pesar de todo, de algún modo, aunque sea un modo incomprensible e inexplicable, estoy seguro de que me acuerdo incluso del olvido, por el cual queda sepultado lo que recordamos.6
Poder de la memoria. Dios la trasciende X. 17. 26. Grande es el poder de la memoria, un no sé qué terrible, Dios mío, una multiplicidad profunda e infinita; y eso es la mente, y eso soy yo mismo. ¿Qué es lo que soy, entonces, Dios mío? ¿Qué naturaleza soy? Una vida variada, multiforme y tremendamente inmensa. He aquí mi memoria con sus llanuras, grutas y cavernas innumerables, y llenas de innumerables clases de innumerables cosas; o bien por medio de imágenes, como todos los cuerpos; o bien por presencia, como las artes; o bien por medio de no sé qué nociones o notas, como los afectos del alma, que incluso cuando el alma no los experimenta la memoria los retiene, aunque todo cuanto está en la memoria está en el alma. A través de todo ello circulo, y revoloteo por acá y por allá, me introduzco también tanto como puedo, y no encuentro ningún límite. ¡Tanto es el poder de la memoria, tanto el poder de la vida en el hombre, que vive una vida mortal! ¿Qué he de hacer, pues, tú, verdadera vida mía, Dios mío? Sobrepasaré también esta potencia mía que se llama memoria, la sobrepasaré para tender hacia ti, dulce luz. ¿Qué me dices? He aquí que ascendiendo a través de mi mente hacia ti, que moras por encima de mí, sobrepasaré también esta potencia mía llamada memoria, queriendo alcanzarte por donde es posible alcanzarte, y adherirme a ti, por donde es posible adherir. Pues tienen también memoria los animales y las aves, que de otra manera no volverían a sus madrigueras o sus nidos ni harían muchas otras cosas a las cuales se acostumbran, puesto que no podrían acostumbrarse a cosa alguna sin la memoria. Sobrepasaré, pues, la memoria, para llegar a aquel que me distinguió de los cuadrúpedos y me hizo más sabio que las aves del cielo. Sobrepasaré también la memoria, ¿para hallarte dónde, verdaderamente bueno, segura suavidad, para hallarte dónde? Si te hallo fuera de mi memoria, no tengo memoria de ti. ¿Y cómo te hallaré después, si no tengo memoria de ti?7 6. Este texto no es sólo una fenomenología de la memoria, sino la búsqueda dolorosa de la identidad. En este sentido, se ha planteado que Agustín por primera vez analiza la cuestión del yo como ente psicológico. El yo es un problema para sí mismo, pero no sólo cognitivo, sino también pasional: atravesado por la duda, el sufrimiento, la alegría y la esperanza. Este sujeto está sujetado entonces no sólo al conocimiento, sino también a un itinerario emocional que lo lleva hacia la búsqueda de la mayor exterioridad precisamente en el repliegue interior: Dios se busca y encuentra en la interioridad. 7. “Grande es el poder de la memoria, un no sé qué terrible, Dios mío, una multiplicidad profunda e infinita, y eso es la mente… ¿Qué es lo que soy, entonces Dios mío? ¿Qué naturaleza soy?” Esta segunda formulación de la pregunta excede el ámbito de la reflexividad humana, no puede alcanzar una respuesta y ni siquiera profundizarse si no es dirigida a ese Alguien. De otro modo, es necesario salir de Atenas y dar cuenta de la herida abierta en la inmanencia griega por Jerusalén. A esta cuestión atribuye Arendt que las preguntas por la
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Lo que precede al tiempo no es tiempo sino la eternidad XI. 13. 16. Además, tú no precedes a los tiempos en el tiempo: de otro modo no precederías a todos los tiempos. Sino que precedes a todos los pretéritos por la elevación de la eternidad siempre presente; y superas todos los futuros, porque son futuros y cuando lleguen serán pretéritos, en cambio tú eres siempre idéntico a ti mismo, y tus años no se desvanecerán. Tus años ni se van ni vienen: estos años nuestros se van y vienen, para que vengan todos. Tus años permanecen todos simultáneamente; pues permanecen, y no son excluidos unos, que se van, por otros, que vienen, ya que no pasan; en cambio estos años nuestros existirán todos cuando todos no existan. Tus años son un solo día, y tu día no es cada día, sino el hoy, porque tu hoy no cede el lugar a un mañana, pues tampoco sucede a un ayer. Tu día de hoy es la eternidad: por ello lo engendraste coeterno a aquel a quien dijiste: Yo te he engendrado hoy. Tú has hecho todos los tiempos y eres antes de todos los tiempos, y no hubo tiempo alguno en que no hubiera tiempo.8 Sólo se puede medir el tiempo a medida que va pasando XI. 16. 21. Y con todo, Señor, percibimos los intervalos de tiempo, los comparamos entre sí y decimos que unos son más largos y otros más cortos. También medimos cuánto más largo o más corto es este tiempo que aquél, y respondemos que éste es el doble o el triple, y aquél simple, o que éste es igual a aquél. Pero medimos los tiempos que están pasando cuando los medimos percibiendo. En cuanto a los pasados, que ya no son, o los futuros, que todavía no son, ¿quién es capaz de medirlos, a no ser tal vez que alguien se atreva a afirmar que se puede medir lo que no es? Así pues, el tiempo puede ser percibido y medido cuando está pasando, pero cuando ha pasado no, porque no existe.
Existencia del pasado y del futuro XI. 17. 22. Busco, Padre, no afirmo: Dios mío, protégeme y guíame. ¿Quién hay que me diga que no hay tres tiempos, como aprendimos de niños y enseñamos a los niños, pasado,
naturaleza humana concluyan siempre en la creación de un dios, tal vez no el de la fe, sino el de los filósofos. Razón por la cual Arendt sospecha de la noción misma de naturaleza humana y prefiere reemplazarla por la de condición. “Las condiciones de la existencia humana, la propia vida, natalidad y moralidad, mundanidad, pluralidad y la Tierra, nunca pueden explicar lo que somos o responder a la pregunta de quiénes somos por la sencilla razón de que jamás nos condicionan absolutamente” (Arendt, op. cit., p. 25). 8. En varias ocasiones, Heidegger considera que la referencia de Agustín es “al tiempo del mundo”, que es la temporalidad subyacente a cualquier experiencia significativa. Pero esta experiencia no se correspondería con lo originario de la temporalidad. En definitiva la crítica heideggeriana considera que Agustín desarrolla una idea del tiempo natural o vulgar y que este tiempo es abstracto en la medida en que está definido por “ahoras” formales y vacíos. Es esto lo que lleva finalmente a caer en una perspectiva impropia de la existencia. (Especialmente conf. XI 17.) Pero por otra parte valora de Agustín que ubica al tiempo en el espíritu y lo inextenso del ahora abstracto se piensa en la extensión de ese espíritu (distentio animi). Para Heidegger sólo puede pensarse auténticamente el tiempo si se hace referencia a la constitución ontológica del existente humano. Si se quisiera comprender el tiempo como la secuencia de ahoras independientes del sentido, se estaría ocultando el propio tiempo. No se puede vaciar el ahora de su contenido, es decir, de quien que lo enuncia. El tiempo no es, sino que va siendo, se va temporalizando.
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III. Memoria, identidad y persona en Agustín de Hipona
presente y futuro, sino solamente presente, porque los otros dos no existen? ¿O quizá también ellos existen, pero cuando del futuro se hace el presente éste proviene de algo oculto, y cuando del presente se hace el pasado se retira a algo oculto? Porque ¿dónde vieron los hechos futuros quienes los predijeron, si todavía no existen? No se puede ver, en efecto, lo que no existe. Y el que narra hechos pasados ciertamente no narraría algo verdadero si no los viera con su mente: y si ninguno de ellos existiera, de ningún modo podrían ser vistos. Existen, por consiguiente, tanto las cosas futuras como las pasadas.
Dónde y cómo existen el pasado y el futuro XI. 18. 23. ¡Déjame, Señor, seguir investigando, esperanza mía! Que mi atención no se perturbe. Porque si las cosas futuras y las pretéritas existen, quiero saber dónde existen. Y si no soy aún capaz de ello, sin embargo sé que dondequiera que existan no son allí futuras o pasadas, sino presentes. Pues si también allí son futuras, aún no existen allí, y si también allí son pasadas, ya no existen allí. Luego, dondequiera que existan, y cualesquiera que sean, no existen sino cosas presentes. Si bien, cuando se relatan hechos pasados verdaderos, no se sacan de la memoria los hechos mismos ya pasados, sino palabras concebidas a partir de sus imágenes, que las cosas grabaron en la mente, a manera de huellas, pasando por los sentidos. Así, mi infancia, que ya no existe, está en el tiempo pasado, que ya no existe; mas su imagen, cuando la recuerdo y la narro, la veo en el tiempo presente, porque existe aún.
Nuevas cuestiones sobre la medición del tiempo XI. 21.27. He dicho, pues, poco más arriba, que medimos los tiempos cuando éstos van pasando, para poder decir que éste es el doble de aquél, o que éste es igual a aquél, y cualquier otra relación entre las partes del tiempo que podamos enunciar al medirlas. Por ende, como decía, medimos los tiempos al pasar éstos. Y si alguien me dijera: “¿Cómo sabes esto?”, respondería: “Lo sé porque los medimos; pues no podemos medir cosas que no existen, y las pasadas o futuras no existen. Ahora bien, ¿cómo medimos el tiempo presente, si no tiene extensión? Lo medimos, pues, cuando va pasando, pero cuando ha pasado no se lo mide, porque no hay algo para medir”. Mas ¿de dónde, por dónde y adónde pasa, cuando es medido? ¿De dónde, si no del futuro? ¿Por dónde, si no por el presente? ¿Adónde, si no al pasado? Es decir, de aquello que aún no existe, por aquello que carece de extensión, a aquello que ya no existe. ¿Y qué es lo que medimos, si no un tiempo en un cierto espacio? Porque no llamamos simple, doble, triple, igual, y cualquier otra determinación similar del tiempo que usemos, sino a los espacios de tiempo. ¿En qué espacio medimos, pues, el tiempo que pasa? ¿En el futuro, de donde viene al pasar? Pero lo que todavía no existe no lo medimos. ¿Tal vez en el presente, por donde pasa? Pero lo que no tiene extensión alguna no lo medimos. ¿Quizás en el pasado, al cual pasa? Pero lo que ya no existe no lo medimos.9 9. XI 21, 27. XI 16.21 XI 17.22 XI 18.23 Todos estos parágrafos se refieren a la teoría del triple presente que implica el paso o transcurrir del tiempo que va del futuro al pasado, o del presente al pasado, siempre pasando por el presente.
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El tiempo no es el movimiento sino su medida XI. 24. 31. ¿Me ordenas que apruebe, si alguien dice que el tiempo es el movimiento de un cuerpo? No lo ordenas. Que ningún cuerpo se mueve sino en el tiempo lo oigo: tú lo dices. Pero que el movimiento mismo del cuerpo sea el tiempo no lo oigo: no lo dices tú. Efectivamente, cuando un cuerpo se mueve, mido mediante el tiempo cuánto dura su movimiento, desde que empieza a moverse hasta que deja de hacerlo. Y si no he visto en qué momento comenzó, y continúa moviéndose sin que yo vea cuándo cesa, no puedo medir, a no ser tal vez desde el momento en que empiezo a verlo hasta que dejo de hacerlo. Y si lo veo durante mucho tiempo, declaro tan sólo que el tiempo es largo, pero no cuánto es; porque también cuando decimos cuánto es lo decimos por comparación: por ejemplo, “éste es tan largo como aquél”, o “es el doble de aquél”, y cualquier otra relación similar. Mas si hemos podido marcar los lugares de donde viene y adonde va el cuerpo que se mueve –o sus partes, cuando se mueve a la manera de un torno–, podemos decir cuánto es el tiempo en que se ha efectuado el movimiento del cuerpo, o de sus partes, de tal lugar a tal otro. Dado, entonces, que una cosa es el movimiento del cuerpo y otra aquello con que medimos cuánto dura, ¿quién no percibirá cuál de esas dos merece más el nombre de tiempo? Además, si un cuerpo es variable, y a veces se mueve, otras está detenido, medimos con el tiempo no sólo su movimiento, sino también su detención, y decimos: “Se ha quedado detenido tanto tiempo como se movió”, o bien “estuvo detenido el doble o el triple de tiempo que aquel en que se movió”, o cualquier otra relación que hayamos dimensionado, sea determinándola, sea estimándola, como suele decirse, más o menos. Por lo tanto, el tiempo no es el movimiento de un cuerpo.10 10. Lo que destaca sobre todo Heidegger es la idea de que en el presente se acoplan triplemente las instancias del presente de lo pasado, presente de lo presente y presente de lo futuro. El presente es así considerado una disposición del alma, en su mismo accionar. No se trata, y en eso Heidegger se afirma en Agustín, del tiempo como movimiento del cuerpo. El tiempo en todo caso sería una medida independiente del cuerpo, y por eso mismo nos permitiría medirlo. Hay una relación estructural que por lo tanto no sustancializa la brevedad ni la longitud, lo invariable que permite la comparación de esa duración. Así el tiempo en tanto espiritual reviste la forma de afección del espíritu que se representa bajo la forma del recuerdo, la continuidad y la expectativa. El tiempo puede ser objeto de la experiencia únicamente porque el espíritu interactúa con el mundo. Pero el problema es cómo se da esta experiencia. Sin espíritu entonces no hay fenómeno. Aquí Heidegger parece revalorizar aún más el aporte agustiniano: sus “ahoras” no serían abstractos, ya que se trata de esta actitud del espíritu la que en todo momento va diferenciando una instancia de la otra. Retener, presentar o esperar son los modos de comportarse del tiempo en el mundo. Si esa extensión se vuelve una dispersión en el modo de la cotidianidad, se vuelve una visión inauténtica. Pero la posibilidad del propio espíritu de buscar en el modo de esa distensión implica otra extensión ya no abstracta, uniforme y vacía, sino un extenderse hacia lo que no está en nosotros sino ante nosotros, y que no es tiempo. En términos agustinianos, lo que no es tiempo es eternidad. La relación compleja, contingente, singular entre extentio e intentio sería el vínculo que une y separa a la vez a cada uno de los hombres con la presencia de Dios. Estos dos modos de la existencia, auténtica e inauténtica en Heidegger, pueden relacionarse también con los conceptos de tentatio y de contientia en Agustín. Mientras el primero se disuelve en concupiscencia y se pierde en la banalidad de un tiempo repetitivo y formal, la segunda se contrae en unidad donde tiempo y eternidad se funden en el orden amoroso del encuentro con Dios. También es importante destacar que esa relación tiempo/eternidad se conjuga en el género confesión, por la vía del lenguaje hablado, por la articulación de lo significable en los signficantes. Por lo que una reflexión sobre el tiempo en el lenguaje termina siendo una autorreflexión que pone un fuera de sí que no cierra ningún significado asequible al tiempo. Hay un significante perdido que imposibilita un sistema de signos completos. Así la sumatoria de todos los significantes no llega al sentido, como la sumatoria de los instantes no llega a la eternidad.
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Los tres actos de la mente respecto del cuerpo XI. 28. 37. Pero ¿cómo disminuye o se consume el futuro, que todavía no existe; o cómo crece el pasado, que ya no existe, si no es porque en la mente, que eso produce, existen tres realidades? En efecto, aguarda, atiende y recuerda, de manera tal que aquello que la mente aguarda, a través de aquello a lo cual atiende, pasa a aquello que recuerda. ¿Quién niega, pues, que las cosas futuras todavía no existen? Pero, no obstante, existe ya en la mente la expectación de lo futuro. ¿Y quién niega que las cosas pasadas ya no existen? Pero, no obstante, existe aún en la mente la memoria de lo pasado. ¿Y quién niega que el tiempo presente carece de extensión, porque transcurre en un punto? Pero, sin embargo, perdura la atención, a través de la cual se dirige hacia el estar ausente aquello que será presente. No es, pues, largo el tiempo futuro, que no existe, sino que un largo futuro es una larga espera del futuro; ni es largo el tiempo pasado, que no existe, sino que un largo pasado es una larga memoria del pasado.
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Fuentes Agustín: Confesiones, Buenos Aires, Colihue, 2006. Agustín: Ciudad de Dios, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2009.
Bibliografía citada Arendt, Hannah: La condición humana, Barcelona, Paidós, 1974. Heidegger, Martin: Ser y tiempo, México, FCE, 1980. Lacan, Jacques: Seminario I, Barcelona, Paidós, 1987. Ricoeur, Paul: Sí mismo como otro, Madrid, Siglo XXI, 1996.
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IV. Descartes o el sueño de la razón
Soy el único hombre en la tierra y acaso no haya tierra ni hombre. Jorge Luis Borges, “Descartes”, en La cifra
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IV.I Introducción al Discurso del método y Meditaciones metafísicas ¿El primer moderno? Por Lucas Bidon-Chanal
Un hombre solo sentado junto al fuego de un hogar en una habitación apartada del comercio con el mundo, alejado de toda turbación y entregado por completo a sus meditaciones, piensa que ese fuego, su vestimenta, estar sentado junto al fuego y todo lo que del mundo circundante había tomado por real hasta entonces pueden ser producto de un sueño. Este hombre llegará a dudar de todo excepto de que piensa y descubrirá que la simple singularidad de su pensamiento es lo único que puede ser afirmado con certeza. Acaso sea ésta la imagen más célebre y poderosa que haya trascendido de René Descartes, junto con la frase “pienso, luego existo” (cogito ergo sum), y por la cual se lo reconoce muchas veces como el padre (o el primogénito) de una nueva era del pensamiento europeo: la denominada “filosofía moderna”. Descartes llega con el final del Renacimiento. Nace en La Haye en Touraine (una población de Francia que hoy lleva el nombre del filósofo) en 1596, hacia la clausura de un período (los siglos XV y XVI) que se ha caracterizado por una crisis que ha comenzado a socavar los cimientos de la cultura europea a partir de la Reforma y las guerras de religión, la teoría heliocéntrica, la física galileana, el descubrimiento de la rotundidad de la Tierra, sumado todo a un creciente escepticismo intelectual. Octave Hamelin sostiene que “Descartes viene inmediatamente después de los antiguos”, indicando que esta afirmación implicaría que en el período intermedio ha habido una actividad filosófica débil o poco fecunda.1 Sin embargo, varios son los filósofos y corrientes que gravitan en el pensamiento de ese hombre solitario, tanto por lo que de ellos hereda como por aquello con lo que rompe de forma radical. De ahí que no sea una mera convención considerarlo el iniciador del idealismo moderno, la actitud filosófica que se opone al realismo aristotélico, el cual, articulado con la religión cristiana, sustentaba la base de la escolástica, la corriente que predominaba en los círculos académicos y en la que el propio Descartes se había formado en su juventud.
El sueño de una ciencia universal En el margen de una hoja de su manuscrito Olímpicas, Descartes escribe: “El 10 de noviembre de 1619, con pleno entusiasmo, descubrí los fundamentos de una ciencia admirable” (X Novem-
1. Cf. O. Hamelin: Le Système de Descartes, París, Alcan, 1921, p. 8.
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bris 1619, cum plenus forem Enthousiasmo et mirabilis scientiæ fundamenta reperirem...).2 Ese año, alistado en el ejército del duque Maximiliano de Baviera, de regreso de la coronación de Fernando II en Frankfurt, Descartes se hospeda en una habitación junto al Danubio, donde tenía la calma necesaria para pensar, lejos de las pasiones que pudieran perturbar su espíritu. En el transcurso de aquel día, habría tomado decisiones capitales para alcanzar la verdad en la ciencia, y por la noche, tres sueños consecutivos le habrían permitido vislumbrar el camino para lograrlo. 3 Hamelin observa que Descartes ya se inclinaba desde sus tiempos de estudiante en el colegio jesuita de La Flèche por una concepción deductiva de la ciencia, y había encontrado en la matemática el modelo de la demostración, e incluso puede que ya concibiera la idea de que las cosas físicas podían ser representadas y tratadas matemáticamente y acaso también el principio de la nueva geometría analítica que él mismo elaboró: las coordenadas cartesianas;4 sin embargo, el verdadero descubrimiento de aquella noche es la unidad del saber y su proyecto de elaborar una mathesis universalis, una ciencia universal que pudiera reunir todo el conocimiento a través de un método que se aplicaría no sólo a los objetos de la matemática o de la física, sino también a las cosas espirituales.5 En Olímpicas, las cosas espirituales, los pensamientos, según Descartes, se componen, como las cosas matemáticas, de naturalezas simples, y su modo de composición se puede representar a través de símbolos matemáticos, cuestión sobre la cual vuelve en cierta forma diez años más tarde en una carta de noviembre de 1629, donde se refiere –respondiendo al planteo de un tal Hardy, figura aún hoy enigmática– a la posibilidad de un idioma universal 2. Ibid., p. 41. 3. Según el relato reproducido por Adrien Baillet (La Vie de M. Descartes, 1691), en el primer sueño Descartes caminaba por una calle, oprimido por un torbellino que parecía poder hacerlo caer a cada paso, hasta que dio con un colegio en el que podía refugiarse; buscando allí adentro una iglesia para rezar, vio a un hombre conocido y, queriendo volver sobre sus pasos para saludarlo, notó que mientras los otros podían sostenerse en pie sin dificultad él mismo tenía que luchar contra un viento que lo azotaba. Del segundo sueño sólo recordaba haber oído un trueno fuerte y agudo que lo despertó y al entreabrir los ojos vio muchas chispas de fuego repartidas por toda la recámara hasta que, después de unos parpadeos, las imágenes se esfumaron y volvió a dormir, esta vez con más calma. En el tercer sueño, encontraba sobre su mesa un diccionario y una antología poética titulada Corpus poetarum… Abrió esta última al azar y dio con el verso de Ausonio “Quod vitae sectabor iter?” (¿Qué camino he de seguir en la vida?). Inmediatamente notó la presencia de un desconocido que le citó el comienzo de otros versos del mismo poeta latino: “Est et non” (sí y no). Descartes quiso mostrarle el otro poema, pero el libro y el hombre se esfumaron sin despertarlo. Según la interpretación que habría dado Descartes de sus propios sueños, el primero señalaba los temores, dudas y errores de su vida pasada. Aquel trueno del segundo sueño constituía un signo evidente del espíritu de la verdad que se hizo presente en él. El último sueño le representaba el porvenir, un futuro en que le serían reveladas la verdad y la falsedad de los conocimientos humanos (el “sí” y el “no” de los versos de Ausonio) habiendo encontrado el camino correcto para alcanzarlos. Cf. Adrien Baillet: Vie de Monsieur Descartes, París, La Table Ronde, 1972. 4. Un año antes de aquel descubrimiento, Descartes aplicó la exposición geométrica incluso a la música, en su Compendio de música (1618), casi al modo de una ciencia deductiva. 5. La importancia de la matemática no reside en que ésta facilite el acceso a la verdad, sino a la comprensión de la certeza. En ese sentido, la mathesis universalis permite concebir que no hay conocimiento y ciencia sino por la subjetividad, lugar propio de la inteligibilidad. Cada espíritu funda en él mismo su comprensión y sus juicios, y el problema es saber lo que hace que un sujeto pueda adquirir una certeza y, a partir de ella, el conocimiento de las cosas. No es muy difícil vislumbrar aquí una de las razones por las cuales Descartes escribe su Discurso en primera persona del singular, apelando a una suerte de autobiografía intelectual.
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inspirado en el lenguaje matemático que evitase las confusiones de las distintas lenguas, a las que están acostumbrados los hombres, proyecto al que se abocarán Leibniz, John Wilkins y otros.6 Pero la exposición del método descubierto aquella noche recién se haría pública dieciocho años después, con el Discurso del método.
La necesidad de una teoría del conocimiento El Discurso del método (Discours de la méthode) aparece por primera vez en Leyden (Holanda) en 1637 como introducción a sus Ensayos (“Dióptrica”, “Meteoros” y “Geometría”), publicado originalmente en francés, en un gesto por completo moderno, por el que logra trascender así las esferas académicas, donde se cultivaba el latín y no las lenguas vernáculas. Ya desde su título se pueden delinear algunas cuestiones centrales. En primer lugar, se trata de un discurso y no de un tratado: en una carta al padre Mersenne de marzo de ese año,7 Descartes comenta que su intención no es enseñar el método, sino sólo discurrir sobre él; tratados son, en cambio, los tres trabajos a los que precede, pues exponen doctrinalmente los conocimientos científicos alcanzados gracias a la aplicación de ese método –acaso Descartes se guardara de afirmar abiertamente ciertas cuestiones, entre otros motivos tal vez para evitar una posible condena de la Iglesia, como poco tiempo atrás había ocurrido con Galileo–. Por otro lado, este discurso se concentra en el problema del método, una preocupación central para varios pensadores de la época, como Jacopo Aconcio con su De Methodo (1558) o Francis Bacon con su célebre Novum organum (1620). Sin embargo, en este caso la búsqueda no es de un método sino de “el” método, un solo y único método, que no precise de otro criterio que lo fundamente para así evitar el regreso infinito (la necesidad de un criterio del criterio) que podría objetarle el escepticismo.8 El Discurso del método se divide en seis partes. En la primera, Descartes repasa su recorrido y formación intelectual, tomando en consideración el estado de las ciencias en su tiempo. En la segunda parte, una vez sentadas las bases de la necesidad de un método “para conducir la razón y buscar la verdad en las ciencias”, como apunta el subtítulo de la obra, expone las principales reglas del método que ha encontrado para perfeccionar el conocimiento. La tercera propone una “moral provisional” que le permite no alejarse de su propósito inicial de buscar la verdad mientras reestructura su razón con el nuevo método. En la cuarta parte, presenta una especie de síntesis de los planteos que desarrollará en las Meditaciones metafísicas y su intento de probar la existencia de Dios y del alma, los fundamentos metafísicos que garantizarán la posibilidad del
6. Cf. Hamelin, op. cit., pp. 41-43. Así concluye la carta de Descartes: “Sostengo que esta lengua es posible, lo mismo que encontrar la ciencia de que ella dependa, por medio de la cual los campesinos puedan juzgar mejor la verdad de las cosas que como hacen ahora los filósofos. Pero no espere verla jamás en uso; esto presupondría grandes cambios en el orden de las cosas y que el mundo no fuera sino un paraíso terrenal, lo cual no es bueno profesar en otro lugar que en las novelas” (René Descartes: Oeuvres, París, J. Vrin, 1982, volumen I, pp. 81-82. Publicadas por Charles Adam y Paul Tannery). 7. Cf. ibid., p. 349. 8. Sin embargo, se puede argumentar que ese criterio no es autosuficiente, pues requiere a la vez la fundamentación metafísica que tratará en la “Cuarta parte” y en las Meditaciones metafísicas.
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conocimiento. La quinta parte expone cuestiones de física y la diferencia entre el alma humana y la de los animales. En la sexta y última se refiere a las cosas que considera necesarias para avanzar más en la investigación de la naturaleza y a las razones que lo han impulsado a escribir. “El buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo.”9 El Discurso abre con un principio propiamente moderno: la igualdad de todos los hombres, en este caso en su aspecto intelectual. La razón es una y la misma y cualquier ser humano puede alcanzar el conocimiento de la verdad en la medida en que no equivoque el camino: el acierto y el error no provienen de disponer de una mayor o una menor inteligencia sino de cómo se la aplica. Por eso, es preciso encontrar un método (el término griego methodos significa “camino” o “vía”) que permita conducir bien la razón y comenzar entonces por abordar el problema del conocimiento antes de lanzarse a hacer afirmaciones metafísicas. El contrapunto con la formación escolástica, que recibió Descartes en su juventud en el colegio jesuita de La Flèche, se pone de manifiesto desde el comienzo del Discurso. A ella le deberá el rigor en el abordaje de sus estudios, pero al mismo tiempo se opondrá a su rígido sometimiento a la autoridad de la Biblia y la doctrina aristotélica.10 Descartes pone de manifiesto dos fuentes fundamentales del error: la precipitación y la prevención, es decir, el apresuramiento a aceptar juicios y la afirmación de prejuicios, opiniones recibidas, sin antes haberlos sometido correctamente al tribunal de la razón. El método verdadero para alcanzar el conocimiento de todas las cosas de que es capaz el espíritu no es otro que el método deductivo, que Descartes extrae esencialmente de la matemática y busca hacer extensivo a las demás ciencias. El proceso deductivo supone partir de verdades conocidas, de las cuales se derivan necesariamente otras verdades, es decir, que se obtienen por deducción.11 Pero, para evitar un regreso al infinito, esas primeras verdades no pueden deducirse de otras, sino que se tratará de principios alcanzados mediante la intuición intelectual llamados “evidencias”. La intuición, según señalan las Reglas para la dirección del espíritu (1628, publicadas póstumamente en 1701), constituye un acto de nuestro entendimiento que no proporciona una confianza incierta o engañosa como la proveniente de los sentidos o la imaginación, sino una “concepción evidente de un espíritu sano y atento, concepción que nace de la sola luz de la razón”.12 De ahí que la tarea de reconstruir el edificio de la ciencia exija un fundamento firme, es decir, una verdad evidente, indudable. Sin embargo, Descartes escribe en tiempos de crisis
9. Ibid., VI, p. 3. 10. Las “Reglas del profesor de filosofía” de la Ratio studiorum de 1599, el documento que establecía el programa educativo de la orden jesuita, recomendaban: “Hay que seguir a Aristóteles; pero hasta dónde. 2. En las cosas de alguna importancia no se aparte de Aristóteles, a no ser que contradiga a la doctrina que las academias aprueban en todas partes; y mucho más si repugna a la fe recta; y si hubiera algo contra ella de él o de otro filósofo, esfuércese en refutarlo según el Concilio de Letrán. Autores mal dispuestos con la religión cristiana. 3 Congr. can 8. 5 Congr. decr. 55. 3. A los intérpretes de Aristóteles que no merecieron bien de la religión cristiana no los enseñe o traiga a la clase sin gran selección; y tenga cuidado de que los discípulos no se les aficionen” (Fuente: http://puj.edu.co/pedagogia/documentos/ Documentos_Corporativos_Compania_ Jesus.pdf). 11. En la tercera de las Reglas para la dirección del espíritu (p. 155) se define la deducción como “toda conclusión necesaria derivada de otras conocidas con certeza”, es decir, de las intuiciones o verdades evidentes. 12. Ibid., XI, p. 212. De acuerdo con las Reglas, la intuición y la deducción constituyen las dos únicas vías para alcanzar el conocimiento verdadero (ver nota 45).
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y escepticismo, en que la duda acecha incluso los cimientos de los sistemas filosóficos. Pero el remedio lo encontrará en la enfermedad misma. Se comenzará por dudar, aunque, a diferencia de las posturas escépticas de la época, como la de Montaigne, la duda se aplica de manera metódica para alcanzar la verdad y sólo se detiene ante el hallazgo de una certeza: Puesto que deseaba ocuparme solamente de la búsqueda de la verdad, pensé que era preciso que hiciera lo contrario y que rechazara, como absolutamente falso, todo aquello en que pudiera imaginar la menor duda, con el fin de ver si no quedaría, después de hecho esto, en mi creencia algo que fuera enteramente indudable.13 Si bien lleva la aplicación de la duda hasta extremos que algunos escépticos ni siquiera habían alcanzado, Descartes es un dogmático, no en el sentido de quien no atiende a razones o sólo acepta lo que un dogma afirma, sino en tanto confía en que el conocimiento es posible. La duda se pone en movimiento afectando a todos los contenidos del pensamiento pero se detendrá al no poder abatir al pensamiento mismo.
La fundamentación metafísica A pesar de partir de la elaboración de una teoría del conocimiento que pudiera prevenir las faltas en que habían caído sus predecesores, para Descartes en la metafísica, la filosofía primera, se haya la base de todas las ciencias. Las Meditaciones metafísicas se explayarán sobre la fundamentación metafísica de ese comienzo epistemológico que significaba la búsqueda y exposición del método, estableciendo una continuidad esencial entre ambas obras, además de una serie de referencias cruzadas.14 Las Meditaciones metafísicas o, más propiamente, Meditaciones de filosofía primera (Meditationes de prima philosophia), aparecen por primera vez en 1641 en latín, a diferencia del Discurso. En el “Prefacio” el propio Descartes da cuenta de las razones de ello y señala la estrecha relación entre ambas: Ya he tratado brevemente las cuestiones de Dios y de la mente humana en el Discurso del método para conducir bien la razón y buscar la verdad en las ciencias, publicado en francés en 1637, no con el propósito de estudiarlas con precisión, sino de dar un anticipo y según el juicio de los lectores cómo debía abordarlas más adelante. Efectivamente, me parecieron de tan gran importancia que consideré apropiado referirme a ellas más de una vez; y, para explicarlas, sigo un camino tan poco trillado y tan alejado de la práctica 13. Ibid., VI, p. 32. 14. Sin embargo, siguiendo una línea de lectura como la de Charles Renouvier, por ejemplo, no por ello podríamos afirmar sencillamente que nos encontramos en este texto con el desarrollo propiamente dicho de una metafísica. Según Renouvier, los planteos cartesianos responden más a los de una filosofía general que a los de una metafísica; para dar con ella, habrá que esperar a los desarrollos racionalistas de un Spinoza, un Malebranche o un Leibniz, que sin duda tienen su germen en la filosofía cartesiana (Cf. Charles Renouvier: Descartes, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1950, pp. 37-38. Traducción de Manuel Granell).
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común que no estimé útil ampliarlas en un escrito en francés, indistintamente ofrecido a la lectura de todos, temiendo que los espíritus débiles pudieran creer que ésta es la vía que deberían tomar.15 Las Meditaciones no son sólo la demostración de la existencia de Dios y de la distinción real entre el alma y el cuerpo, como reza el título completo del libro,16 sino también la prueba de la aplicación del método a los problemas de la metafísica; pues, como el mismo Descartes señala en la dedicatoria de la obra, nada muy novedoso habría en las razones dadas para probar estas cuestiones; lo que se demuestra más bien es que la filosofía puede “buscar de una vez las mejores [razones], con sumo cuidado, y disponerlas en un orden tan claro y exacto que, en adelante, a todo el mundo le conste que son verdaderas demostraciones”.17 En este sentido, se puede advertir una simetría en la estructura argumental de las seis meditaciones que componen el libro. En las dos primeras se parte por dudar de los sentidos; luego, de la existencia de las cosas materiales o extensas y de la validez de las ciencias que se refieren a la existencia de estas cosas, y finalmente, de la esencia misma de las cosas extensas, hasta que el espíritu descubre que de lo único que no puede dudar es de su propia existencia en tanto sustancia pensante y logra distinguir con facilidad lo que pertenece a su naturaleza intelectual de lo relativo a la naturaleza corpórea. En la meditación tercera, expone su teoría de las ideas y, a partir de ella, la prueba de la existencia de Dios, cuya veracidad garantizará la verdad de las ideas claras y distintas y la existencia de las cosas materiales, aspecto que profundiza en la cuarta meditación. De manera que se comienza entonces a recorrer el camino inverso de la duda. En la quinta tratará la esencia de las cosas extensas y en la última meditación, la existencia de las cosas materiales y, finalmente, lo que concierne a los datos de los sentidos, aunque éstos no se podrán conocer con suficiente claridad y distinción como para escapar al alcance de la duda.
La certeza del pensamiento y el dualismo cartesiano Las Meditaciones intentan demostrar las verdades hasta ahora admitidas por la metafísica a través de nuevas vías. Sería vano haber pergeñado un método para el uso correcto de la razón y no emplearlo para mostrar los fundamentos de la creación del espíritu y de aquello que lo rodea. Sabemos que los sentidos a veces nos engañan, de modo que no resultaría ridículo dejar de fiarse de ellos y suponer que nada de lo que nos presentan es tal como nos lo muestran. Pero Descartes lleva más allá el ejercicio de la duda a través de dos argumentos: por un lado, el argumento del sueño, ya esbozado más arriba, mediante el cual se pone de manifiesto que nada nos asegura que aquello que tomamos como realidades corpóreas o extensas no sea producto de un sueño, y por otro, la célebre hipótesis del genio maligno. Según el planteo de Descartes, podemos suponer la 15. Descartes, op. cit., IX-1, p. 7. 16. El título completo del libro es Meditaciones de filosofía primera en las que se demuestra la existencia de Dios y la distinción entre el alma humana y el cuerpo [Meditationes de prima philosophia, in qua Dei existentia et animæ humanae a corpore distinctio demonstratur]. 17. Ibid., p. 8.
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existencia de un espíritu engañador que deposita pensamientos falsos en nuestra mente, así no sólo el conocimiento de las cosas materiales y el cuerpo propio se vuelve dudoso, sino también aquellas cosas evidentes, que sólo dependen de nuestro pensamiento y que concebimos clara y distintamente, como las verdades matemáticas. Con la hipótesis del genio maligno, la duda es llevada a su máxima universalidad y extremo; si encontramos algo que pueda sobrevivir a ella, estaríamos ante la primera certeza que buscábamos: el fin de la duda implica el comienzo de la certeza. Puede que todos los pensamientos que haya depositado ese dios engañoso en nuestro espíritu y que creemos verdaderos sean falsos, pero de lo que no podemos dudar es de que poseemos esos pensamientos; en otras palabras, puede que el contenido de todos y cada uno de esos pensamientos sea ilusorio, pero no podemos dudar de que pensamos. Desde el momento en que duda, se le aparece inmediatamente al sujeto como una evidencia que piensa, y si piensa, tiene que ser algo, entonces es, existe; no como resultado de un razonamiento, de una deducción, sino de una intuición. Esta certeza de ser (“yo soy”, “yo existo”, ego sum) la extrae el yo que piensa (“yo pienso”, ego cogito) de sí mismo, por un movimiento simple de su espíritu. Según la formulación del cogito que aparece en las Meditaciones, “hay que concluir y tener por constante que la proposición ‘Yo soy, yo existo’ es necesariamente verdadera, todas las veces que la pronuncie o que la conciba en mi mente”.18 Pero ¿qué clase de ser establece el cogito? El cogito no descubre la totalidad del ser, ni siquiera la de nuestro ser, sino sólo nuestro ser en la medida en que pensamos, por todo el tiempo que dura nuestro pensar. Lo único innegable al aparecer el cogito es el hecho del pensar. Podemos preguntarnos si habría alguna diferencia entre las proposiciones “pienso, luego existo” y “respiro, luego existo”. No es posible probar que respiramos sin antes haber mostrado que existimos, lo único que se presenta a nuestro espíritu antes que nuestra existencia es el sentimiento de que respiramos, pensar que respiramos (sin saber si de hecho lo hacemos o no). Por eso no hay diferencia entre ambas afirmaciones: afirmar “respiro, luego existo” equivale a decir “pienso que respiro, luego existo”. Todavía no sabemos si de verdad poseemos un cuerpo o un alma. El ser que el cogito establece es sólo el ser del pensamiento. Pero a pesar de haber dado con esto la piedra de toque fundamental del idealismo moderno, Descartes cae pronto en los hábitos del realismo –que recién terminará de eliminar Kant en la Crítica de la razón pura– cuando, trascendiendo la certeza del pensamiento y concibiéndolo según el tipo de la sustancia o la cosa, afirma que ese yo que existe mientras piensa es una cosa que piensa (res cogitans, sustancia pensante), una sustancia cuya esencia consiste en pensar y que es totalmente independiente de cualquier cosa material (res extensa, sustancia extensa). Descartes presenta, de este modo, el dualismo entre una sustancia cuyo atributo esencial es el pensamiento y otra cuyo atributo fundamental es la extensión.19 No obstante, ese “pensar” es 18. Ibid., p. 19. 19. Es posible identificar en la obra cartesiana otra forma de dualismo que reconoce en la persona humana una suerte de combinación entre alma inmaterial y cuerpo físico a través de una misteriosa “unión sustancial”. Pero la interpretación más defendida afirma la idea de que la persona es una sustancia completamente inmaterial con características psíquicas pero no físicas, que posee una relación especial con un cuerpo, su cuerpo. La idea de la glándula pineal como lugar del vínculo entre el cuerpo y el alma puede inscribirse en ambas formas del dualismo. Cf. Jonathan Lowe: An Introduction to the Philosophy of Mind, Cambridge, Cambridge University Press, 2000; también Hamelin, op. cit.
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utilizado en un sentido más amplio que el habitual, comprendiendo en él cualquier actividad psíquica, que se considera modificación o accidente de la sustancia pensante, alma o espíritu, como dudar, entender, concebir, afirmar, negar, querer, no querer e incluso imaginar y sentir. De ahí se sigue que el alma es completamente distinta del cuerpo y resultará más fácil de conocer que éste. Es preciso dejar de lado lo corpóreo pues lo único perteneciente al yo es el pensamiento; las representaciones son lo único con lo que tenemos contacto inmediato y directo. Aunque nos equivoquemos o nos engañemos, lo que pensamos es pensado: si imaginamos (un centauro o una quimera) o percibimos a través de nuestros sentidos (sentimos calor cuando hay baja temperatura) cosas que no son verdaderas, aun así es verdad que éstas forman parte de nuestro pensamiento. Luego pasa a demostrar que lo más fácil de conocer es lo puramente espiritual tomando un cuerpo particular: un pedazo de cera. A través de los sentidos creemos conocer la cera, pero si la acercamos al fuego, muta, cambian su forma, su olor, su sabor, etc.; sin embargo, sigue siendo la misma cera. Tampoco la imaginación puede conocer la infinidad de cambios que puede sufrir esa cera. Sólo el entendimiento conoce clara y distintamente la cera porque conoce el concepto de cera. Pero nuestro concepto de cera, a su vez, podría estar errado si lo comparamos con la certeza más simple de que conocemos nuestro propio espíritu. En pocas palabras: a diferencia de lo conocido por los sentidos (el trozo de cera), conocemos clara y distintamente los contenidos del pensar (el concepto de cera), pero más clara y distintamente aún conocemos el pensamiento mismo, más allá de sus contenidos; nada hay más fácil de conocer que nuestro propio espíritu. ¿Qué diré de mí mismo, lo repito, yo que tengo la impresión de percibir esta cera con tanta distinción? ¿No me conozco a mí mismo no sólo con mucha más verdad, mucha más certeza, sino también con mucha más claridad y distinción? Pues si juzgo que la cera existe, del hecho de que la veo, resulta en todo caso con más evidencia que yo existo también, del solo hecho de que la vea. Es posible en efecto que lo que veo no sea verdaderamente cera, es posible incluso que yo no tenga ojos con los cuales verla, pero es absolutamente imposible que, cuando veo o (lo que ya no puedo distinguir) cuando pienso ver, que yo mismo, que pienso, no sea algo. Del mismo modo, si juzgo que la cera existe a partir de que la toco, se seguirá lo mismo, a saber, que yo soy; si lo juzgo a partir de que mi imaginación me persuade de ello, o de cualquier otra causa, concluiré siempre lo mismo. Y lo que señalé aquí acerca de la cera se puede aplicar a todas las otras cosas que son exteriores a mí.20
Dios, las ideas y la salida del solipsismo Una vez establecida la certeza del cogito, del yo como sustancia pensante, desde la “Meditación tercera”, buscará extender su conocimiento examinando si puede descubrir en su espíritu más cosas de las que ya ha percibido. Esta búsqueda apunta a averiguar si partiendo de lo único 20. Ibid., pp. 25-26.
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de lo que hasta ahora estaríamos ciertos, de la propia interioridad, es posible hallar algo exterior a ésta, o si no hay nada que podamos encontrar fuera de ella, es decir, si se puede evitar el solipsismo (solus ipse, solo yo mismo), según el cual todo lo que conocemos (o lo existente) quedaría reducido a nuestro yo. Partiendo entonces de la primera certeza descubierta, que somos sustancias pensantes, y del principio de evidencia, que todas las cosas concebidas clara y distintamente son verdaderas, Descartes desandará el recorrido llevado a cabo a través de la duda. El primer paso será enfrentar la hipótesis del genio maligno, y para ello se vuelve preciso probar si hay un Dios y si puede ser engañador. Para demostrar la existencia de Dios, Descartes despliega su teoría de las ideas. Comienza por distinguir modos de pensamiento con objeto de ver en cuáles hay verdad o error. 1) Las ideas, que son “como imágenes de las cosas”, consideradas en sí mismas, es decir, sin referirlas a algo exterior, no pueden ser falsas, porque aun si imaginamos una cabra o una quimera, es cierto que las imaginamos. 2) Tampoco hay verdad o falsedad en las voliciones o afecciones; aunque deseemos algo que no existe, no es falso que lo deseamos. 3) Sólo en los juicios cabe errar, ya que comúnmente podemos equivocarnos al juzgar que las ideas, que están en nosotros, coinciden con ciertas cosas situadas fuera de nosotros. En razón de que las ideas son indubitables, Descartes intenta entonces deducir de ellas alguna verdad que trascienda al sujeto. Distingue tres tipos de ideas: a) innatas, aquellas con las que nacen nuestras almas, por tanto independientes de la experiencia; b) adventicias, las referidas a cosas exteriores; c) facticias, invenciones del espíritu. A menudo aceptamos las adventicias como semejantes a objetos exteriores que las producen. Sin embargo, creemos en ellas por una inclinación natural y no por la luz de la razón, que es la que hay que seguir, pues nos permite distinguir lo verdadero de lo falso. También las aceptaríamos porque experimentamos que no dependen de nuestra voluntad, ya que una idea como la del calor creemos que la produce algo diferente de nosotros, como el fuego. Pero basta pensar en que hay una diferencia entre el objeto y su idea para darse cuenta de que tales ideas no son fiables: si consideráramos la idea de Sol proveniente de los sentidos, podríamos pensar que se trata de un círculo amarillo o anaranjado de unos pocos centímetros de diámetro en el cielo, frente a la idea que nos proporciona la astronomía de un astro de helio e hidrógeno más de cien veces mayor que nuestro planeta. Habrá que tomar un camino diferente entonces para mostrar la realidad de otra sustancia, exterior al sujeto. Descartes distingue dos tipos de realidades en las ideas: una realidad formal, que posee toda idea en la medida en que es algo, en tanto modificación de la sustancia pensante, y una realidad objetiva, la realidad que está en la idea en tanto representa algo. Como modos de pensar son todas iguales, pero las que representan sustancias tienen más realidad objetiva que las que representan accidentes o modos y, a su vez, la idea de una sustancia infinita (Dios) tendrá más realidad objetiva que la de una finita (el alma). A grandes rasgos, el primer argumento que plantea Descartes para probar la existencia de Dios es el siguiente: la realidad objetiva de una idea tiene que tener una causa y debe haber al menos tanta realidad en esa causa como en el efecto que produce. Puede haber una realidad exterior que sea causa de una representación y de su realidad objetiva, como también puede ser producto de nuestro propio espíritu que la imaginó o la soñó, ya que tenemos suficiente realidad como para dar a una idea el contenido o realidad objetiva de cosas externas. Sin embargo, entre las ideas que tenemos en nuestro espíritu, hay una 139
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que tiene una realidad objetiva infinita, la idea de Dios. Pero nosotros somos sustancias finitas e imperfectas, y lo finito e imperfecto no puede ser causa de lo infinito y perfecto, por eso, en tanto sustancias finitas, no podemos ser causa de una realidad objetiva infinita, y tiene que haber entonces una realidad infinita que se corresponda con esa realidad objetiva infinita. Esa realidad infinita es Dios; por lo tanto, Dios existe. Una segunda prueba demuestra negativamente la existencia de Dios a partir de la sustancia pensante misma. Dado que poseemos la idea de lo perfecto, si no es por Dios que existimos, es necesario que sea por nosotros mismos o porque hemos existido siempre. Si fuéramos nuestros propios creadores, nos habríamos otorgado todas las perfecciones, todos los atributos que componen la idea de Dios (infinito, perfecto, omnisciente, etc.), ya que el ser es el más difícil de dar de los atributos. Pero, aunque fuéramos nuestros propios creadores, tendríamos que darnos la conservación en el tiempo, pues creación y conservación son efectivamente lo mismo, sólo difieren en nuestro modo de pensar. Para conservarnos tendríamos que poder crearnos continuamente, pero no encontramos esa capacidad en nosotros; por lo tanto, tiene que haber algo que nos haya creado y nos conserve continuamente, y esto es Dios. En la “Meditación quinta”, una tercera prueba, conocida como argumento ontológico a partir de Kant, deduce la existencia de Dios de su esencia. Es posible resumirla de la siguiente manera: tenemos la idea de un ente perfecto; si a este ser le faltase algo, no sería perfecto; por lo tanto, no puede faltarle la existencia (así como es imposible separar de la esencia de un triángulo que la suma de sus ángulos internos es igual a dos rectos, resulta también imposible separar de la esencia de Dios su existencia); de modo que Dios existe. La demostración de la existencia de Dios permite la salida del solipsismo; nos encontramos con otro existente: existimos yo y Dios. Esto nos coloca frente a otras dos cuestiones. Por un lado, el problema que se planteaba al tener solamente la certeza del cogito era que toda otra cosa podía ser pura ilusión o producto del engaño del genio maligno; pero la existencia de Dios otorga validez a nuestra luz natural, permitiendo que podamos conocer los demás objetos, ya que entre sus perfecciones está la de ser eminentemente bueno y veraz. Aunque contamos con la posibilidad de equivocarnos, Dios nos ha dado la razón y las ideas innatas como recurso para alcanzar el conocimiento verdadero. Si nos equivocamos, es porque nos ha creado libres, con una voluntad infinita que nos puede hacer afirmar cosas antes de haber llegado a un conocimiento claro y distinto, pero también nos ha dado un entendimiento que, a pesar de ser finito, puede evitar el error si es aplicado correctamente. La veracidad divina constituye entonces la garantía de que podamos lograr un conocimiento verdadero, nos asegura la verdad de las ideas claras y distintas, que nos conduce a la de la esencia de las cosas materiales y de la existencia de las cosas que percibimos por los sentidos, pero no garantiza que las conozcamos adecuadamente, pues aunque claras nunca llegan a ser distintas. Por otro lado, si bien queda anulada la hipótesis del genio maligno, descubrimos que somos sustancias pensantes finitas, creadas por una sustancia pensante infinita e increada, de la cual dependen nuestro ser (y subsistencia) y nuestro conocimiento de la verdad. Con este descubrimiento, llegaríamos entonces a un nuevo criterio de certeza fuera de nosotros mismos del que se seguiría el primer criterio de evidencia. Esto implicaría un círculo en la argumentación de Descartes: demostramos la existencia de Dios a partir del criterio de evidencia pero al mismo 140
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Introducción
tiempo ese criterio es válido gracias a la garantía divina. De modo que, desde el punto de vista del conocimiento, la certeza del cogito parece quedar en una posición subordinada respecto de la veracidad divina y, desde el punto de vista del ser, el yo se desplaza a un segundo rango ontológico. En su examen de las Meditaciones, un filósofo contemporáneo como Paul Ricoeur observa que Descartes no percibe en ello un círculo ni un sofisma, sino más bien el beneficio de la eliminación de la hipótesis del dios engañador que provocaba la duda hiperbólica. Pero así como para varios de los primeros lectores de las Meditaciones,21 para Ricoeur se trata de saber si la forma de círculo del orden de las razones no hace “de la actividad que arranca al cogito, por tanto al ‘yo’, de su soledad un gigantesco círculo vicioso”,22 quedando entonces abierta la siguiente disyuntiva: o bien, si el cogito sigue teniendo el valor de fundamento, se vuelve una verdad estéril pues no se puede continuar sin alterar el orden de las razones; o bien, al ser la idea de perfección (Dios) la que lo fundamenta como ser finito, pierde su estatus de fundamento último. Esta disyuntiva ha signado buena parte de la herencia cartesiana de la modernidad por ejemplo, en el racionalismo de Spinoza, donde únicamente la sustancia infinita tiene valor de fundamento, siendo tanto el pensamiento como la extensión sólo atributos de la sustancia y no sustancias. La segunda desemboca en la corriente idealista: la certeza de la existencia de Dios es tan subjetiva como la del yo, de manera que el cogito no es una primera verdad de la que se seguirían una segunda, una tercera, etc., sino un fundamento que se funda a sí mismo, y para no caer en un idealismo subjetivista debe desligarse de todo psicologismo (y, por supuesto, de toda referencia autobiográfica, como las que persisten en el yo de las Meditaciones y, sobre todo, del Discurso) y convertirse en un sujeto trascendental, como en el “yo pienso” kantiano. Sin embargo, Descartes responde al presunto círculo vicioso de su argumentación. Su respuesta, en pocas palabras, consiste en que el cogito, en tanto constituye un conocimiento intuitivo, no necesitaría de garantía, como sí precisarían el conocimiento sensible y el conocimiento discursivo o deductivo, debido a la falibilidad de la memoria, que interviene en la deducción. La veracidad divina interviene entonces para asegurar la racionalidad frente a las influencias irracionales a que está sujeto el pensamiento (los sentidos, la imaginación, las pasiones, la memoria), personificadas en la figura del genio maligno. Dios, como ser eminentemente racional, anula la hipótesis del genio maligno y asegura un mundo racional en que el entendimiento, nuestra única facultad cognoscitiva, no está sujeto a las ilusiones de los sentidos, la imaginación, las pasiones o la memoria, sino que encuentra cómo encauzarlos y emplearlos correctamente.
Certeza y verdad: entre la libertad y el error La demostración de la existencia de Dios y su bondad y veracidad terminan de dar las garantías necesarias para hacer frente a la hipótesis del genio maligno y comenzar a desandar el 21. Gassendi, por ejemplo, plantea el círculo cartesiano de la siguiente manera: “Usted admite que una idea clara y distinta es verdadera, porque Dios existe, porque es el Autor de esa idea y porque es veraz; y por otro lado, admite que Dios existe, que es creador y veraz, porque tiene de Él una idea clara y distinta. El círculo es evidente” (Ibid., VII, p. 405). 22. Paul Ricoeur: El sí mismo como otro, Madrid, Siglo XXI, 1996, p. XXI. Traducción de A. Neira Calvo.
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camino recorrido por la duda y así encontrar qué otras cosas podemos conocer además de la sustancia pensante infinita que es Dios y de la sustancia pensante finita que es el sujeto. Pero alcanzado este punto, cabe preguntarse por la concepción cartesiana de la verdad y la certeza. Si bien Descartes muestra los primeros indicios del surgimiento del idealismo moderno, su manera de entender la verdad permanece aún dentro de los límites del realismo. Sus planteos se ocupan más bien de la certeza humana, es decir, de un hecho que ocurre en el interior del sujeto, pero su teoría de la certeza no deja de ser subsidiaria de la concepción de la verdad propia del aristotelismo y la escolástica como correspondencia entre la cosa y su representación. A diferencia de lo que planteará Kant más adelante, quien termina de dar el giro idealista, Descartes sostiene que nuestro entendimiento es pasivo y recibe las esencias creadas por Dios. Las ideas son entidades representativas, son las esencias objetivas de las cosas, pero no en tanto están en las cosas sino en el pensamiento (en este sentido, la concepción cartesiana de las ideas se opone a la platónica porque se trata de representaciones psíquicas). Sin embargo, esto no significa que el sujeto se halle en una situación simplemente contemplativa o estática, ya que Descartes reconoce un papel fundamental a la vida del pensamiento. La certeza propiamente dicha no surge sino a través del juicio: las naturalezas simples constituyen meras relaciones si no son actualizadas por un sujeto pensante. Como ya señalamos, las ideas en sí mismas son siempre verdaderas, pero la certeza propiamente dicha comienza con el juicio, con nuestra afirmación o negación. Mientras la concepción (ideas) es pasiva, el juicio constituye un acto de la voluntad, un acto libre. Para el sujeto pensante tener certeza de algo es entonces afirmar libremente lo que el entendimiento le propone. Así se explica que podamos equivocarnos a pesar de la veracidad divina. Si Dios es incapaz de engañarnos, ¿cómo es que nos equivocamos? La “Meditación cuarta” se dedica a tratar este problema. Reconocemos dos facultades en nosotros: la de conocer (entendimiento) y la de afirmar o negar (voluntad o libre arbitrio). Puesto que recibe pasivamente las ideas, el entendimiento no puede equivocarse, es la voluntad la que afirma o niega. Mientras Dios posee un entendimiento infinito, el nuestro es finito, ya que somos un término medio entre Dios (el ser en su plenitud absoluta) y la nada. El error no proviene de Dios sino de que nuestra voluntad, al ser más amplia que nuestro entendimiento, afirma (o niega) cosas que no entendemos, y de este modo, en lugar de la verdad (o el bien), elige el error (o el mal). Pero Descartes no pierde de vista la bondad divina, y señala que, aun en los casos en los que nuestro entendimiento se topa con sus límites, podemos evitar caer en el error, porque Dios nos ha dado la posibilidad de suspender el juicio. La concepción cartesiana de la certeza y su explicación del error pone de manifiesto uno de los momentos más personales de su sistema, pues la percepción clara y distinta de una idea depende del individuo, de un acto libre de su voluntad.
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IV.II Selección de textos anotada por L.B.C.
Discurso del método Primera parte La unidad de la razón y la diversidad de opiniones. La necesidad de un método para las ciencias El buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo, pues cada cual piensa estar tan bien provisto de él que aun quienes son difíciles de contentar en cualquier otra cosa no suelen desear más que aquel que ya tienen. No es verosímil que todos se equivoquen a este respecto, sino que esto demuestra más bien que el poder de juzgar bien y de distinguir la verdad de la falsedad, que es propiamente lo que llamamos sentido común o razón, es naturalmente igual en todos los hombres; y, por lo tanto, que la diversidad de nuestras opiniones no proviene de que algunos sean más razonables que otros, sino sólo de que conducimos nuestros pensamientos por vías diferentes y no consideramos las mismas cosas. No basta pues con tener un buen ingenio,23 sino que lo principal es aplicarlo bien. Las almas más grandes son capaces tanto de los vicios como de las virtudes más grandes, y quienes sólo andan muy lentamente pueden avanzar mucho más, si siguen siempre el camino recto, que quienes corren y se alejan de él.24 23. El término que aparece en el original francés es esprit. Si bien en otros lugares lo traduciremos por “espíritu”, resulta difícil en este caso conservar su equivalente castellano más literal, pues se le podría dar así a este pasaje un matiz moral que lo alejaría del sentido más bien intelectual que Descartes le otorga a la palabra, comprendiendo en ella todas las facultades mentales por naturaleza perfectibles (el pensamiento, la imaginación y la memoria). Aunque podría traducirse también por “mente”, “intelecto” o “entendimiento” –cuando Descartes no utiliza ni entedement ni jugement–, preferimos la traducción que, por ejemplo, elige Manuel García Morente, pues consideramos que conserva mejor la equivocidad del vocablo francés, teniendo en cuenta además que habitualmente el equivalente latino de esprit utilizado en las versiones originales o traducciones revisadas por el propio Descartes es ingenium. 24. Descartes introduce ya en las primeras líneas del Discurso algunos de los conceptos centrales de su sistema. La razón, que identifica con el buen sentido [bon sens] y el ingenio o espíritu [esprit], es una facultad natural, de la que disponen todos los hombres, que permitirá distinguir lo verdadero de lo falso. Sin embargo, esta “luz natural” puede ser obstaculizada en la búsqueda de la verdad. La diversidad de opiniones, como se mostrará
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[...] No temo decir que creo haber tenido mucha fortuna por haberme encontrado, desde mi juventud, en ciertos caminos que me condujeron a consideraciones y máximas25 con las que he elaborado un método en el cual me parece tengo un medio de aumentar gradualmente mi conocimiento y de elevarlo poco a poco hasta el punto más alto que la mediocridad de mi espíritu y la corta duración de mi vida le permitan alcanzar. Pues ya he recogido frutos tales que aunque en el juicio que hago de mí mismo siempre trato de inclinarme más bien hacia la desconfianza que hacia la presunción, y aunque cuando observo con ojos de filósofo las distintas acciones y empresas de los hombres no hay casi ninguna que no me parezca vana e inútil, no dejo de sentir una enorme satisfacción con el progreso que considero ya haber realizado en la búsqueda de la verdad, y de guardar tales esperanzas para el futuro que si, entre las ocupaciones de los hombres, hay alguna que sea sólidamente buena e importante, me atrevo a creer que es aquella que he elegido. […] Mi propósito no es enseñar aquí el método que cada uno debe seguir para conducir bien su propia razón, sino sólo mostrar de qué manera he tratado de conducir la mía.26 Los que se entreveran para dar preceptos deben estimarse más hábiles que aquellos a quienes se los dan, y si fallan en la menor cosa, son censurables. Pero, dado que este escrito se propone sólo como una historia, o si prefieren, como una fábula, en la que, entre algunos ejemplos que pueden ser imitados, quizá se hallen también muchos otros que tendremos razón en no seguir, espero que sea útil a algunos sin ser nocivo para nadie, y que mi franqueza sea de agrado.27 […] De la filosofía sólo diré que, al ver que la han cultivado los mejores espíritus que hayan vivido desde hace siglos y que, aun así, no hay en ella cuestión alguna que no sea todavía objeto de disputa y, en consecuencia, dudosa, no tenía yo tanta presunción como para esperar acertar más que los demás; y teniendo en cuenta que puede haber en ella varias opiniones diferentes sobre el mismo asunto, sostenidas por personas doctas, cuando no podría haber más de una que fuera verdadera, consideré por falso todo aquello que sólo era verosímil.28 luego, da cuenta de la caída en el error: si acerca de una misma cuestión se sostienen dos afirmaciones opuestas es porque al menos una de ellas incurre en error. En Descartes opera el supuesto de la unidad del saber y de la verdad, frente a las formas de relativismo de la época y la profusión de opiniones en un mismo ámbito. Pero el error no surge de la propia razón, que es una y la misma en todos los hombres, sino de su mal uso, de que no se la ha aplicado bien. De allí la importancia del método, que mencionará unas líneas más adelante y que constituye el camino recto para alcanzar la verdad. 25. Mientras los preceptos son reglas de acción que se dirigen a todos, Descartes entiende por máximas las proposiciones generales que rigen la conducta individual. 26. Ver Introducción, pp. 133-134. 27. En adelante, Descartes relata el recorrido intelectual que ha seguido desde su infancia, pasando revista por distintos ámbitos del saber: la teología, la filosofía, la poesía, la matemática, la medicina, la jurisprudencia, etc. En ese repaso una afirmación de fuerte tono irónico parece apuntar principalmente a la esterilidad de los procedimientos de la escolástica: “[…] la filosofía proporciona los medios para hablar con verosimilitud de todas las cosas y conseguir la admiración de los menos sabios” (Descartes, op. cit., VI, p. 7). 28. Lo verosímil y lo probable eran nociones con las que trataba la lógica escolástica, a las que Descartes opondrá el concepto de evidencia, su criterio de verdad, como se verá más adelante (ver nota 45).
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Luego, con respecto a las otras ciencias, considerando que toman prestados sus principios de la filosofía,29 juzgaba que no se podía haber construido nada sólido sobre cimientos30 tan poco firmes; y ni el honor ni el provecho que prometen eran cosa suficiente para invitarme a aprenderlas, pues no me sentía en absoluto, gracias a Dios, en una condición que me obligara a hacer de la ciencia un oficio para el alivio de mi fortuna; y aunque no me dedicaba a despreciar la gloria como los cínicos,31 tampoco estimaba mucho aquella que no se puede adquirir sino falsamente. Por último, en cuanto a las malas doctrinas, pensaba que ya conocía bastante bien su valía como para no ser engañado ni por las promesas de un alquimista, ni por las predicciones de un astrólogo, ni por las imposturas de un mago, ni por los artificios o la vanidad de los que profesan saber más de lo que saben.32
Segunda parte Las opiniones recibidas ante el tribunal de la razón. Prevención y precipitación Me encontraba entonces en Alemania, adonde me había llamado la ocasión de unas guerras que aún no han terminado; y cuando volvía de la coronación del Emperador hacia el ejército, el comienzo del invierno me retuvo en un lugar en el que, al no encontrar conversación alguna que me entretuviera y al no tener tampoco, por fortuna, preocupaciones ni pasiones que me perturbaran, permanecía el día entero solo encerrado en una habitación junto a una estufa, disponiendo de mucho tiempo para entretenerme con mis pensamientos.33 Uno de los primeros de los cuales fue el percatarme de que a menudo no hay tanta perfección en las obras compuestas de varias piezas y hechas por las manos de distintos maestros como en aquellas en que uno solo ha trabajado […] Esas viejas ciudades que, aunque al principio no eran más que aldeas, se han convertido en grandes urbes con el paso del tiempo generalmente están tan mal diseñadas, si las comparamos con esas otras fortificaciones regulares que un ingeniero traza, según su fantasía, en una llanura; y, aunque al considerar los edificios de aquéllas encontremos a menudo en cada uno de ellos tanto o más arte que en los nuevos, sin embargo, al ver cómo están arreglados, habiendo aquí uno grande, allá otro pequeño, y cómo vuelven curvas y desiguales las calles, se diría más bien que la que los ha dispuesto así es más bien la fortuna que la voluntad de unos hombres que hacen uso de la razón34 […] Las ciencias de los libros, al menos aquellas cuyas razones sólo 29. Entendiendo por principio aquello primero desde el punto de vista del conocimiento, ya sea como proposición indemostrable que sirve como fundamento de una deducción o del desarrollo de una teoría, ya como hipótesis explicativa fundamental. 30. El término francés fondement, que significa tanto “fundamento” como “cimiento”, concepto central en la filosofía cartesiana, se refiere al conjunto de elementos esenciales que sirven de base a una doctrina o una teoría. No obstante, traducimos aquí por “cimiento” para preservar la apelación al lenguaje metafórico. 31. Reapropiándose de la doctrina socrática, los representantes de la antigua escuela cínica, como Antístenes y Diógenes de Sinope, despreciaban las convenciones de la civilización, los valores sociales, la riqueza y las preocupaciones materiales. 32. Ibid., pp. 3-10. 33. Ver Introducción, pp. 131-132 y nota 3. 34. Las empresas llevadas a cabo por una sola mente son más beneficiosas que las realizadas por impulsos independientes a los que sólo les ha dado una unidad de manera más bien azarosa el transcurso del tiempo. Los
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son probables y que carecen de demostraciones, habiéndose formado y crecido poco a poco a partir de las opiniones de distintas personas, no se acercan tanto a la verdad como los simples razonamientos que puede llevar a cabo naturalmente un hombre de buen sentido respecto de las cosas que se presentan. Y pensaba también que, puesto que todos hemos sido niños antes de ser hombres, y que por mucho tiempo hemos necesitado que nos gobernaran nuestros apetitos y nuestros tutores, que a menudo se oponían unos a otros, y que tal vez ni unos ni otros nos aconsejaban siempre lo mejor, es casi imposible que nuestros juicios sean tan puros ni sólidos como habrían podido serlo si hubiéramos tenido el uso total de nuestra razón desde nuestro nacimiento mismo y sólo ella nos hubiese conducido.35 [...] En cuanto a las opiniones que había tomado hasta entonces por verdaderas, no podía hacer nada mejor que comenzar de una buena vez a deshacerme de ellas, con el fin de recuperarlas o reemplazarlas por otras mejores una vez que las hubiera ajustado al nivel de la razón. Y creí firmemente que por este medio lograría conducir mi vida mucho mejor que si construyera sobre cimientos [fondements] viejos y sólo me apoyase sobre los principios que por los que me había dejado persuadir en mi juventud, sin haber examinado nunca si eran verdaderos.36 […] Mi propósito jamás ha sido otro que intentar reformar mis propios pensamientos y construir sobre tierras que sólo me pertenecen a mí. El hecho de que, habiéndome gustado bastante mi obra, les muestre aquí el modelo no significa que quiera aconsejar a nadie que la imite. Aquellos a quienes Dios ha otorgado mejores dones tal vez tengan propósitos más elevados, pero me temo que el mío sea demasiado audaz para algunos. La sola resolución de deshacerse de todas las opiniones recibidas anteriormente no es un ejemplo que todos deban seguir. Y el mundo se compone casi sólo de dos tipos de ingenios, a los cuales este ejemplo de ningún modo conviene, emprendimientos de uno solo tienen más posibilidad de obedecer a principios racionales que a la casualidad o el azar. Así como las ciudades en las que predomina un crecimiento no planificado estarían peor construidas que las que fueron proyectadas por un urbanista con una planificación racional (como en nuestro país la ciudad de La Plata, por ejemplo), es preferible, según Descartes, que el edificio del saber sea fundado, desde un principio, por una única razón y por un único sujeto. 35. Lo que ocurre con las grandes empresas de los hombres también sucede en nuestra historia individual; nuestras convicciones y conocimientos no suelen construirse a partir de una planificación racional sino de la acumulación de múltiples experiencias, esto es, responden a la educación y la cultura en las que nos formamos desde la infancia. Se plantea aquí entonces la oposición entre los juicios obtenidos por el solo uso de la razón y las opiniones recibidas, formadas por la tradición. Estos prejuicios son los que Descartes llamará más adelante prevención, junto con la precipitación una de las propensiones del espíritu de las que debemos guardarnos para evitar el error. Por otro lado, señala también Descartes otra fuente de error de larga data para el pensamiento occidental: la opinión formada por la intervención de los apetitos (appétits), los movimientos de deseo o rechazo generados por la percepción sensible de ciertos objetos. Estos deseos o tendencias pertenecen a la parte irracional del hombre y están estrechamente ligados al cuerpo, constituyendo, de este modo, un obstáculo para la labor racional y, por lo tanto, para alcanzar la verdad. 36. El nuevo edificio del conocimiento no podrá sostenerse sobre cimientos cuya verdad no ha mostrado ser indudable; por lo tanto, no es posible aceptar pasivamente principios inculcados desde fuera. Antes de admitirlas, las opiniones deben revisarse sistemáticamente por el solo uso de la razón. Se verá que el mejor remedio contra la prevención es la duda. Ya empleada por Montaigne y otros escépticos, si bien constituye el momento destructivo de este recorrido, la duda tendrá aquí un carácter positivo al ser introducida como método.
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a saber: de aquellos que, creyéndose más hábiles de lo que son, no pueden evitar precipitarse en sus juicios ni tener suficiente paciencia para conducir ordenadamente todos sus pensamientos,37 de donde procede que, si se tomaran una vez la libertad de dudar de los principios que han recibido y de apartarse del camino común, nunca podrían mantenerse en el sendero que hay que seguir para ir más rectamente, y permanecerían extraviados toda su vida; y luego de aquellos que, disponiendo de bastante razón o de modestia para juzgarse menos capaces de distinguir lo verdadero de lo falso que otros, que pueden instruirlos, deben más bien contentarse con seguir las opiniones de éstos que buscar por sí mismos otras mejores. Y en cuanto a mí, sin duda hubiera sido uno de estos últimos si no hubiera tenido más que un solo maestro o si no hubiera sabido las diferencias que en todo tiempo han existido entre las opiniones de los más doctos.38 Pero, habiendo aprendido en el colegio que no se puede imaginar nada tan extraño e increíble que no haya sido dicho por alguno de los filósofos, y luego habiendo comprobado en mis viajes que aquellos que tienen sentimientos muy contrarios a los nuestros no son por ello bárbaros ni salvajes, sino que muchos utilizan la razón tanto o más que nosotros; y habiendo considerado que un mismo hombre, con su mismo ingenio, criado desde su infancia entre franceses o alemanes, llega a ser diferente de lo que sería si hubiera vivido siempre entre chinos o caníbales,39 y que hasta en las modas de nuestras ropas, lo mismo que nos ha gustado hace diez años y quizá vuelva a gustarnos antes de otros diez nos parece ahora extravagante y ridículo, de suerte que los que nos persuaden son más bien la costumbre y el ejemplo que un conocimiento cierto; y que, sin embargo, la pluralidad de votos no es en absoluto una prueba que valga para las verdades algo difíciles de descubrir, pues es más verosímil que un hombre solo las encuentre que todo un pueblo; yo no podía elegir a alguien cuyas opiniones me parecían preferibles a las de los demás y me vi obligado a emprender por mí mismo la tarea de conducirme.40
37. Las dos tendencias del espíritu que conducen al error, según señala Descartes, son la prevención y la precipitación. La primera, como vimos, equivaldría a aquellos conocimientos (pudiendo ser tanto falsos como verdaderos) recibidos por tradición, educación, cultura, etc., sin haber sido examinados por nuestra propia razón siguiendo los principios del método. La precipitación consiste en el apresuramiento de la voluntad a afirmar o negar algo cuando aún no dispone de todos los elementos de una evidencia. En los Principios de filosofía y en las Meditaciones, Descartes señala que Dios provee al hombre de una voluntad infinita y, al mismo tiempo, de un entendimiento finito, de allí la tendencia a apresurarse a afirmar cuestiones que aún no ha examinado por completo con la luz de la razón. 38. Tampoco puede Descartes tomar esta última actitud, pues en la disputa entre las convicciones opuestas dada por la pluralidad de escuelas, el modesto adscribe a alguna de ellas cuando ninguna es tan firme como para ser seguida con confianza. 39. Muchos de los prejuicios que nos separan de la verdad (que es universal) provienen de la pertenencia cultural, tienen una raíz etnocentrista. Se puede notar aquí la influencia de las ideas que presenta Montaigne en textos como su ensayo “Sobre los caníbales” (1580); aunque sin adscribir a una forma de relativismo cultural, Descartes reconoce la importancia de la situación cultural e incluso nacional y temporal en la formación de los prejuicios. Es probable que Descartes tuviera noticia también de los viajes de Marco Polo y de sus consideraciones acerca de la cultura china. Varios pensadores del siglo XX se han ocupado de señalar que esta supuesta universalidad responde muchas veces también a parámetros propios de la cultura europea occidental. 40. Descartes, op. cit., VI, pp. 12-18.
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Los cuatro preceptos: las reglas del método Pero como un hombre que camina solo y en las tinieblas, resolví ir tan despacio y emplear tanta circunspección en todo que, aunque avanzando muy poco, me cuidaría bien al menos de caerme. Incluso no quise empezar a rechazar por completo ninguna de las opiniones que hubieran podido deslizarse antaño entre mis creencias sin haber sido introducidas por la razón, sin antes haber dedicado bastante tiempo a diseñar el proyecto de la obra que emprendía y a buscar el verdadero método para lograr el conocimiento de todas las cosas de que mi espíritu fuera capaz.41 Siendo más joven, había estudiado un poco, entre las partes de la filosofía, la lógica, y entre las de la matemática, el análisis de los geómetras y el álgebra, tres artes o ciencias que parecía debían contribuir algo a mi propósito. Pero al examinarlas noté que, en cuanto a la lógica, sus silogismos y la mayoría del resto de sus instrucciones sirven más bien para explicar a otros las cosas que ya se saben o incluso, como el arte de Llull,42 para hablar sin juicio de las que se ignoran que para aprenderlas. Y aunque contiene en efecto muchos preceptos, muy verdaderos y muy buenos, sin embargo hay mezclados entre ellos tantos otros nocivos o superfluos que es casi tan difícil separarlos como sacar una Diana o una Minerva de un bloque de mármol que aún no ha sido desbastado.43 Luego, en cuanto al análisis de los antiguos y al álgebra de los modernos, aparte de que no tratan sino materias muy abstractas y que no parecen de ninguna utilidad, el primero está siempre tan constreñido a la consideración de figuras, que no puede ejercitar el entendimiento sin cansar grandemente la imaginación; y en la segunda, uno debe sujetarse a ciertas reglas y cifras que hacen de ella un arte confusa y oscura que enreda al ingenio, en lugar de una ciencia que lo cultive.44 Eso hizo que pensara que había que buscar algún otro método que reuniera las ventajas de esos tres y que estuviera a la vez exento de sus defectos. 41. En sus Reglas para la dirección del espíritu, Descartes define el método propuesto como una serie de “reglas ciertas y fáciles que, seguidas rigurosamente, nunca llevarán a que se suponga lo falso y harán que, sin consumir fuerzas inútilmente y aumentando progresivamente su ciencia, el espíritu se eleve hasta el conocimiento exacto de todo aquello de que sea capaz” (Ibid., XI, p. 216). 42. En su Ars magna et ultima (1305), Ramon Llull describía una máquina lógica que permitía establecer la verdad o la falsedad de una proposición a través de distintos procedimientos mecánicos. 43. De las tres ciencias que alcanzaron claridad y distinción, la primera que revisa Descartes es la lógica aristotélica sistematizada por la escolástica. Esta ciencia se basaba en el silogismo, un razonamiento deductivo en el que la conclusión se desprende necesariamente de dos premisas (una mayor y otra menor), cuyo ejemplo más célebre es: “Todos los hombres son mortales; Sócrates es hombre; Sócrates es mortal”. El problema que presenta el silogismo consiste en que no aumenta el conocimiento ni dice nada acerca de la verdad de lo afirmado. Por un lado, el silogismo no produce novedad, pues lo deducido en la conclusión ya se encuentra dicho (aunque sea implícitamente) en la premisa mayor. Por otro, aun si alguna de las premisas es falsa, el silogismo seguirá funcionando, de manera que el propio silogismo no da elementos para decidir sobre la verdad de sus premisas, sino sólo de la validez de su forma; en todo caso, posee un valor como método expositivo de verdades ya sabidas pero no para obtener nuevos conocimientos. Como eran las Escrituras y la filosofía aristotélica las que decidían la verdad, el silogismo reportaba utilidad para la escolástica, pero no para el proyecto cartesiano. 44. Como ya hiciera Platón, Descartes critica fundamentalmente a la geometría su dependencia de las figuras espaciales. La geometría podría, sin embargo, proporcionar un conocimiento adecuado en tanto se independice de la figuración en el espacio, extrayendo entonces su pura forma intelectual. La geometría analítica creada por el propio Descartes reduce las figuras a formulaciones a través de coordenadas cartesianas. Por su parte, la
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Y así como la multitud de leyes provee a menudo de excusas a los vicios, de manera que un Estado se rige mucho mejor cuando hay pocas reglas pero muy estrictamente observadas, de manera similar, en lugar del gran número de preceptos que componen la lógica, creí que los cuatro siguientes me serían suficientes, siempre que tomase una firme y constante resolución de no dejar de observarlos ni una sola vez: El primero fue nunca admitir como verdadera cosa alguna sin que supiese con evidencia que lo es; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención, y no comprender en mis juicios nada más que lo que se presentase tan clara y distintamente a mi espíritu que no hubiera ninguna oportunidad de ponerlo en duda.45 notación algebraica utilizada hasta entonces resultaba demasiado compleja e intrincada; Descartes introducirá una nueva notación, que se utiliza aún en la actualidad. No obstante, la matemática le proporcionará el modelo para la elaboración del método. 45. Este primer precepto, en el que aparecen varios de los conceptos fundamentales de la filosofía cartesiana, es el denominado principio de la evidencia. La evidencia constituye el criterio de verdad que adoptará Descartes: un conocimiento es verdadero cuando es evidente, es decir, cuando no se puede dudar de él, cuando no hay “ocasión de ponerlo en duda”. La evidencia se opone a la conjetura; lo evidente se distingue de lo verosímil y lo probable, nociones propias de la lógica escolástica. La evidencia se caracteriza por dos notas: la claridad y la distinción. Una idea es clara cuando se presenta inmediatamente al intelecto, “así como decimos que vemos claramente los objetos, cuando se presentan a los ojos que los miran de manera fuerte y manifiesta”, aclara Descartes en los Principios, recurriendo a la comparación con la vista. La claridad de una idea lleva a asentir irresistiblemente su verdad, a diferencia de la impresión del recuerdo de una idea, que en tal caso sería lo opuesto, sería oscura. La otra característica de la evidencia es la distinción. Distinta es la idea definida en sí misma y separada respecto de todas las demás, que no contiene nada que le pertenezca a otra idea, “aquella que es tan precisa y diferente de todas las demás y no contiene nada en ella más que lo que aparece manifiestamente a quien la considera como se debe” (Descartes, op. cit., IX-2, p. 44). Lo contrario de una idea distinta es una idea confusa. Si decimos “un triángulo es una figura geométrica”, no hay nada en esta proposición que lo distinga de un cuadrado o un rectángulo; en cambio, al decir “el triángulo es una figura geométrica de tres lados” estamos frente a una idea distinta. De manera que “claro” se opone a “oscuro”, y “distinto” a “confuso”. Vemos entonces que todo conocimiento distinto tiene que ser claro, aunque un conocimiento claro puede ser tanto distinto como confuso. En este primer precepto se pone de manifiesto lo que se venía advirtiendo en los párrafos precedentes: la necesidad de proceder de tal manera de evitar la precipitación y la prevención. Por otro lado, aquello que se presenta clara y distintamente al espíritu, de manera inmediata, se capta a través de un acto intelectual simple: la intuición. A diferencia de la noción de intuición kantiana, la cartesiana constituye un acto intelectual, propio del pensar puro, desvinculado de lo sensible; la intuición es la captación inmediata de una idea simple, una idea completamente abarcada por el intelecto. El cogito será al mismo tiempo el primer conocimiento indubitable que confirmará esta regla y, en principio, la fuente de ella. De acuerdo con las Reglas para la dirección del espíritu, la intuición y la deducción constituyen las únicas vías para alcanzar el conocimiento verdadero, operaciones ambas del entendimiento (por lo tanto, diferentes de la imaginación y los sentidos, facultades por las que no llegamos a obtener certeza) que poseemos por naturaleza y que el método sólo nos enseña a emplear de forma correcta. Mientras la intuición es un concepto que forma el entendimiento puro con tanta claridad y distinción que no queda duda alguna sobre lo que entendemos (por ejemplo, que pensamos, que existimos, que 2+3=5, que 1+4=5), por deducción (o razonamiento discursivo) se refiere a todo conocimiento que es consecuencia necesaria de otras cosas conocidas con certeza (por ejemplo, que 2+3=1+4). A partir de principios verdaderos se pueden deducir numerosas verdades formando largas cadenas deductivas cuyos eslabones están unidos uno a otro de forma inmediata, y es la memoria la que asegura la certidumbre, ya que es ella la encargada de recordar los pasos anteriores a medida que el intelecto avanza (Descartes, op. cit., XI, pp. 213-214). Esta intervención de la memoria, que se caracteriza por su falibilidad, en el procedimiento
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El segundo, dividir cada una de las dificultades examinadas en cuantas partes se pudiera y se precisara para su mejor solución.46 El tercero, conducir ordenadamente mis pensamientos, empezando por los objetos más simples y fáciles de conocer, para luego ascender poco a poco por grados, hasta el conocimiento de los más compuestos, y suponiendo un orden incluso entre aquellos que no se preceden naturalmente unos a otros. Y el último, hacer en todo unos recuentos tan completos y revisiones tan generales que estuviera seguro de no omitir nada. Esas largas cadenas de razones, todas simples y fáciles, de las que los geómetras suelen servirse para llegar a sus más difíciles demostraciones, me habían dado ocasión de imaginar que todas las cosas que los hombres pueden conocer se siguen unas a otras de igual forma y que con sólo abstenerse de admitir como verdadera una que no lo sea y guardar siempre el orden necesario para deducirlas unas de otras no hay ninguna que esté tan alejada que no pueda alcanzarse ni tan oculta que no pueda descubrirse.47 Y no me resultó muy difícil encontrar por cuáles era preciso comenzar, pues ya sabía que por las más simples y fáciles de conocer; y considerando que, entre todos los que antes han investigado la verdad en las ciencias sólo los matemáticos han podido encontrar algunas demostraciones, es decir, algunas razones ciertas y evidentes, no dudaba de que había que empezar por las mismas que ellos han examinado, aun cuando no esperara de ellas más utilidad sino que acostumbraran a mi espíritu a saciarse de verdades y a no contentarse nunca con falsas razones. Pero no por eso tuve el propósito de intentar aprender todas esas ciencias particulares que comúnmente se denominan matemáticas, y viendo que, aunque sus objetos sean diferentes, todas coinciden en que no consideran sino las diversas relaciones o proporciones que se encuentran en tales objetos, pensé que más valía que examinara solamente esas proporciones en general, suponiéndolas sólo en aquellos asuntos que sirviesen para hacerme más fácil su conocimiento, incluso sin sujetarlas a ellos de ninguna manera, para después poder aplicarlas mejor a todos los demás a los que convinieran.48 Luego noté que, para conocerlas, deductivo suscita luego la necesidad del cuarto precepto. 46. Las siguientes reglas muestran cómo alcanzar conocimientos verdaderos siguiendo la forma de proceder esencial de la matemática. El segundo precepto es la llamada regla del análisis. Según éste, el primer paso frente a una dificultad, a un conocimiento complejo, es analizarlo, es decir, dividirlo hasta llegar a algo evidente, a una idea simple, un conocimiento captable por intuición. El siguiente precepto es la regla de la síntesis. Una vez alcanzada por la intuición una idea simple, es preciso ascender gradualmente hasta los conocimientos compuestos, siguiendo el orden de la deducción, pues no tendríamos un auténtico conocimiento sino una serie inconexa de distintos elementos simples, separados unos de otros. En algunos casos, ese orden incluso puede reemplazar al que guardan los objetos naturalmente: se trata del orden de las razones, no del de las cosas. El cuarto precepto, la regla de la enumeración, propone revisar la cadena deductiva para asegurarse de no haber cometido ninguna omisión, ya que, como ocurre en la demostración de un teorema, nuestro intelecto avanza paso por paso, confiando los anteriores a la memoria, que es falible. 47. Se presentará en adelante la matemática como el modelo para todas las ciencias. La matemática le proporciona a Descartes la base del método, puesto que es la única ciencia que, hasta entonces, ha alcanzado certeza y evidencia, y esto no se debe a la naturaleza de los objetos de los que se ocupa, sino al procedimiento que utiliza para conocerlos, por ello Descartes encuentra en ella las bases del nuevo método. 48. Se trata del intento ya mencionado de establecer los principios de una mathesis universalis, una ciencia universal que pudiera reunir todo el conocimiento y que expuso en buena medida en las Reglas para la dirección
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tendría a veces necesidad de considerar cada una de ellas en particular y otras veces sólo retener o comprender varias juntas. Pensé entonces que, para considerarlas mejor en particular, debía suponerlas en líneas, puesto que no encontraba nada más simple ni que yo pudiera representar más distintamente a mi imaginación y mis sentidos; pero, para retener o comprender varias juntas era necesario que las explicara a través de algunas cifras, las más cortas que fuera posible, y que, por este medio, tomaría lo mejor que hay en el análisis geométrico y en el álgebra, y corregiría así todos los defectos de una por el otro.49
Meditaciones metafísicas Meditación primera La duda metódica Hace ya algunos años he advertido cuán numerosas son las opiniones falsas que admití como verdaderas desde mi más temprana edad y cuán dudosas son todas las que después construí sobre ellas, y que, en consecuencia, era preciso una vez en mi vida derribar todo hasta lo más profundo y comenzar de nuevo desde los cimientos si quería establecer en las ciencias algo firme y duradero; pero la tarea parecía inmensa, y esperaba yo alcanzar una edad tan madura que no la sucediera ninguna más apropiada para llevarla a cabo, lo cual me ha hecho aplazarla tanto tiempo que estaría ciertamente en falta si empleara en deliberar el que me queda para actuar. Ahora que mi espíritu está libre de cualquier otra preocupación, y que me he procurado reposar en una apacible soledad, me dedicaré seria y libremente a la destrucción general de mis antiguas opiniones. Ahora bien, para ello no será necesario que pruebe que todas son falsas, lo cual tal vez nunca podría lograr, sino que, puesto que la razón me persuade de que no debo rehusarme a aceptar menos cuidadosamente las cosas que no son completamente ciertas e indudables que aquellas que nos parecen manifiestamente falsas, el menor motivo de duda que encontrara me bastará para rechazarlas. Y para ello no será necesario que examine cada una en particular, pues se trataría de una tarea infinita; sino que, dado que la ruina de los cimientos arrastra necesariamente consigo todo el resto del edificio, atacaré primero los principios sobre los cuales se apoyaban todas mis antiguas opiniones.50 del espíritu. Su proyecto se elevó al punto de pretender crear un lenguaje universal basado en el lenguaje matemático. 49. Descartes, op. cit., VI, pp. 18-22. 50. Descartes, op. cit., IX-1, pp. 13-14. Frente a la versión escéptica de la duda (“los escépticos, que sólo dudan por dudar y fingen ser siempre irresolutos”, Descartes, op. cit., VI, p. 30), de la que no se puede salir, la duda cartesiana se caracteriza por ser metódica, en tanto constituye un instrumento para llegar a la certeza; universal, porque se debe someter todo a ella sin excepción alguna, e hiperbólica, pues es aplicada de manera radical, debe ser llevada hasta las últimas consecuencias, pues a nada que pueda ser apenas tocado por ella se lo podría considerar verdadero: la duda no se detendrá ante un hecho porque éste responda a un criterio preestablecido sino ante un hecho que por sí solo se revela inaccesible a la duda. El método cartesiano consistirá en emplear la duda con el propósito de alcanzar aquel punto en que ésta no pueda hacer mella, la certeza absoluta que será el
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La duda acerca de las cosas materiales: el argumento del sueño Todo lo que hasta ahora he aceptado como lo más verdadero y seguro lo he aprendido de los sentidos o por intermedio de ellos. Pero alguna vez me ha ocurrido que éstos me engañaran, y es prudente no fiarse nunca de aquellos que nos han engañado aunque sólo haya sido una vez.51 Pero aunque los sentidos nos engañen, a veces respecto de las cosas poco perceptibles y de las muy lejanas, hay quizás muchas otras de las que no se puede dudar razonablemente aun cuando las conozcamos por medio de los mismos: por ejemplo, que estoy aquí, sentado junto al fuego, vestido con una bata, con este papel en mis manos y otras cosas por el estilo. ¿Y cómo podría negar que estas manos y este cuerpo son míos, a no ser que me comparara con esos insensatos cuyo cerebro está tan perturbado y ofuscado por los vapores negros de la bilis que constantemente afirman ser reyes cuando son muy pobres, que visten de oro y púrpura cuando están completamente desnudos, o que imaginan que son cántaros o que tienen un cuerpo de vidrio? Pero éstos son locos y yo no sería menos extravagante si me rigiera por su ejemplo.52 Sin embargo, debo considerar aquí que soy un hombre y que, por consiguiente, tengo la costumbre de dormir y representarme en mis sueños las mismas cosas, o incluso algunas menos verosímiles que aquellos insensatos cuando están despiertos. ¿Cuántas veces me ha ocurrido soñar de noche que estaba en este lugar, vestido, sentado junto al fuego, aunque estuviera completamente desnudo en mi cama? Ahora me parece que no observo este papel con ojos somnolientos, que esta cabeza que muevo no está adormecida, que es con intención y propósito deliberado que extiendo esta mano y que la siento; lo que ocurre en el sueño no parece tan claro y distinto como todo esto. Pero, pensándolo cuidadosamente, recuerdo haber sido engañado a menudo por ilusiones semejantes mientras dormía. Y al detenerme en este pensamiento, me asombra ver de forma tan manifiesta que no hay marcas ni indicios lo bastante ciertos y concluyentes como
principio de la filosofía. Hamelin observa que Descartes pone en movimiento la duda con la misma franqueza que los escépticos, pero justamente se diferencia de ellos en tanto “lleva el escepticismo más lejos que ningún escéptico se haya atrevido a hacerlo, y la refutación del escepticismo del agotamiento del propio escepticismo” (Hamelin, op. cit., p. 110). 51. El paso que da inicio al recorrido que llevará a cabo Descartes consiste en dudar del saber que nos proporcionan los sentidos. En primer lugar, éstos a menudo nos engañan, provocan ilusiones. Se trata de cosas que no son fácilmente perceptibles, cosas que incluso sólo podríamos conocer con ayuda de instrumentos como un microscopio o un telescopio, como se ve en el párrafo siguiente (“les choses peu sensibles et fort éloignées”). Descartes despacha rápidamente este nivel de conocimiento, ya que no pueden ser aceptadas como verdaderas cosas que admiten la menor duda. 52. Pasaría por demente si alguien dudara de este tipo de cosas también conocidas por los sentidos pero que parecen indudables, como la propia situación espacial y corporal. Sin embargo, a continuación Descartes somete a todas las cosas materiales al alcance de la duda a través del llamado argumento del sueño (que ya fue utilizado también por Montaigne y otros): nada nos asegura que todo aquello de naturaleza corpórea que consideramos real no sea producto de un sueño. Mientras, en un primer momento, la duda alcanzaba a un conocimiento meramente sensorial, ahora puede alcanzar a todas las ciencias empíricas, las cuales, si bien se estructuran de maneras que parecen muy claras y evidentes, se basan en experimentos, en datos sensoriales. La astronomía y la física galileana caen entonces también bajo sospecha. El argumento del sueño pone en duda la existencia de las cosas corporales o extensas y con ella la validez de las afirmaciones referidas a la existencia de esas cosas.
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para distinguir netamente la vigilia del sueño por medio de ellos; y tal es mi asombro que puede persuadirme de que duermo. Supongamos entonces ahora que estamos dormidos y que todas estas particularidades, a saber, que abrimos los ojos, que movemos la cabeza, que extendemos las manos y cosas semejantes, no son más que ilusiones falsas, y que quizá nuestras manos y todo nuestro cuerpo no son como los vemos.53
Las esencias de las cosas extensas y la hipótesis del genio maligno Y por la misma razón, aunque estas cosas generales –a saber, ojos, cabeza, manos y otras semejantes– puedan ser imaginarias, sin embargo es preciso admitir que hay cosas aun más simples y universales, que son verdaderas y existentes, de cuya mezcla se forman todas esas imágenes de las cosas que residen en nuestro pensamiento, ya sean verdaderas y reales, ya sean fingidas y fantásticas. A esta clase parece pertenecer la naturaleza corpórea en general y su extensión, junto con la figura de las cosas extensas, su cantidad o magnitud y su número, así como el lugar en que están, el tiempo que duran y cosas semejantes. Es por eso que podríamos concluir de ahí que la física, la astronomía, la medicina y todas las demás ciencias que dependen de la consideración de las cosas compuestas son muy dudosas e inciertas, mientras que la aritmética, la geometría y las otras ciencias de esta naturaleza, que sólo tratan de cosas muy simples y generales, sin preocuparse mucho de si están o no en la naturaleza, contienen algo cierto e indudable. Puesto que, esté despierto o dormido, la suma de dos y tres formará siempre cinco y el cuadrado nunca tendrá más de cuatro lados; y no parece ser posible que se sospeche de falsedad o incertidumbre en unas verdades tan obvias.54 […] Supondré entonces que hay no un Dios verdadero, que es la fuente soberana de la verdad, sino cierto genio maligno,55 no menos astuto y engañador que poderoso, que ha puesto todo su empeño en hacer que me equivoque. Pensaré que el cielo, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y todas las cosas exteriores que vemos no son más que ilusiones y engaños de los que
53. Ibid., pp. 14-15. 54. Luego de haber abarcado por la duda incuso las ciencias cuyos objetos son cosas compuestas, Descartes apunta a las ideas simples de la matemática, la ciencia que ha dado origen al método, que proporciona el modelo para las demás ciencias y parecería ser inmune al argumento del sueño, pues no atañería en nada a las figuras de la geometría o las proposiciones de la aritmética que aparezcan en estado de sueño o de vigilia. Por otra parte, se percibe nuevamente el proyecto cartesiano de mathesis universalis, pues las cosas compuestas que son los objetos de ciencias como la física, la astronomía o la medicina dependen, en lo más profundo, de estos elementos simples propios de la geometría y la aritmética. Sin embargo, estas esencias matemáticas de las cosas materiales o extensas que parecen escapar a la duda serán luego pasadas por un nuevo tamiz. 55. En un párrafo anterior, Descartes plantea la hipótesis (que rápidamente desestima) de que sea Dios quien, a pesar de su bondad suprema, así como permite que nos dejemos engañar por los sentidos, también deja que nuestra razón se equivoque. Podría pensarse que sólo para evitar incurrir en ideas impías sustituye esa hipótesis por la de la existencia de un espíritu engañador que introduce pensamientos falsos en nuestras mentes. No obstante, Dios desempeñará un papel clave y, al mismo tiempo, problemático para desandar el recorrido de la duda. (Ver Introducción, pp. 138-141)
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se sirve para atrapar a mi credulidad. Consideraré que yo mismo no tengo manos, ni ojos, ni carne, ni sangre, ni sentidos, y que creo falsamente poseerlos. Permaneceré obstinadamente atado a este pensamiento y si, por este medio, no está en mi poder llegar al conocimiento de alguna verdad, al menos seré capaz de suspender mi juicio. Es por eso que me cuidaré de no recibir en mi creencia ninguna falsedad y prepararé tan bien a mi espíritu a todos los ardides de este gran engañador que, por poderoso y astuto que sea, no podrá imponerme nada. Pero este propósito resulta arduo y laborioso, y cierta pereza me arrastra insensiblemente al tren de mi vida ordinaria; y, como cuando un esclavo que disfrutaba en sueños de una libertad imaginaria empieza a sospechar que su libertad es sólo un sueño, teme que se le despierte y conspira con estas ilusiones agradables para disfrutarlas por más tiempo, así vuelvo a caer insensiblemente en mis antiguas opiniones y temo despertar de este adormecimiento, por temor a que las laboriosas vigilias que sucederían a la tranquilidad de este reposo, en lugar de aportarme alguna vez cierta luz en el conocimiento de la verdad, no fueran suficientes para disipar las tinieblas de las dificultades que acabo de revolver.56
Meditación segunda La certeza del cogito La meditación de ayer ha colmado mi espíritu de tantas dudas que ya no puedo olvidarlas. Sin embargo, no veo de qué manera podré resolverlas; y como si de golpe hubiera caído en aguas muy profundas, estoy tan sorprendido que no puedo ni asegurar mis pies en lo más hondo ni nadar para mantenerme en la superficie. Me esforzaré, sin embargo, en seguir el mismo camino que tomé ayer, apartándome de todo aquello de lo que pudiera imaginar la menor duda, de igual modo que si supiera que es absolutamente falso; y continuaré en ese camino hasta que encuentre algo cierto o al menos, si no puedo hallarlo, hasta que concluya que ciertamente no hay nada cierto en el mundo.57 Arquímedes, para mover la Tierra de su sitio y transportarla a otro lugar, no pedía más que un punto que fuese fijo y seguro. Así, si soy lo suficientemente afortunado de encontrar sólo una cosa que sea cierta e indudable, tendré derecho a concebir grandes esperanzas.58 Supongo entonces que todas las cosas que veo son falsas; me persuado de que nunca ha existido nada de lo que la engañosa memoria, repleta de mentiras, me representa; pienso que no tengo ningún sentido; creo que el cuerpo, la figura, la extensión, el movimiento y el lugar no son sino ficciones creadas por mi espíritu. ¿Qué puede ser entonces considerado verdadero? Quizá solamente que no hay nada cierto en el mundo. 56. Ibid., pp. 15-18. 57. La paradoja a la que conduciría esta segunda alternativa, la de un escepticismo radical, es evidente: la certeza de que no hay certezas. 58. La certeza, la evidencia a partir de la cual podrá reconstruir el edificio del conocimiento derrumbado por la duda y, por tanto, la que a su vez legitimará el método. Como señalamos anteriormente, las Meditaciones podrían ser tomadas como la fundamentación metafísica del comienzo epistemológico que implicaba la exposición y aplicación del método, que se desarrolló principalmente en el Discurso del método, con la salvedad planteada a partir de una lectura como la de Renouvier (ver Introducción, nota 14).
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Pero ¿qué sé yo si no hay alguna cosa diferente de las que acabo de juzgar inciertas, de la que no pueda caber la menor duda? ¿No existe algún Dios, o alguna otra potencia, que pone en mi espíritu esos pensamientos? No es necesario, pues acaso sea capaz de producirlas yo mismo. ¿No soy yo entonces al menos algo? Pero ya he negado que yo tenga algún sentido o algún cuerpo; dudo, sin embargo, porque ¿qué se sigue de ello? ¿Soy tan dependiente del cuerpo y de los sentidos, que sin ellos no puedo ser? Pero me persuadí de que no había nada en el mundo, ni cielo ni tierra, ni espíritus ni cuerpos; ¿no me persuadí también, por lo tanto, de que yo no era en absoluto? Ciertamente no: si me he persuadido o si sólo he pensado algo, sin duda yo soy. Pero hay no sé qué engañador muy poderoso y astuto que pone toda su industria a engañarme siempre. Si me engaña, no cabe duda de que yo soy: por mucho que me engañe, nunca podrá conseguir que yo no sea nada mientras yo piense que soy algo.59 De manera que, después de haberlo pensado bien y de haber examinado cuidadosamente todo, hay que concluir y tener por constante que la proposición “Yo soy, yo existo” es necesariamente verdadera, todas las veces que la pronuncie o que la conciba en mi mente.60 Pero yo, que estoy seguro de que soy, todavía no conozco claramente lo que soy; de modo que en adelante es preciso que me cuide de no tomar imprudentemente alguna otra cosa en lugar
59. Luego de recapitular brevemente el recorrido que ha llevado a cabo hasta quedar en la desnudez provocada por la duda radical, donde la razón se pregunta por sí misma, Descartes llega finalmente a la certeza racional, la evidencia que estaba buscando: la proposición “Yo soy, yo existo” es necesariamente verdadera mientras la estoy pensando, es decir, la certeza de que yo exista está condicionada por el pensar. Así sortea el último y más radical de los artificios de la duda, la hipótesis del genio maligno, pues para que éste pueda engañarme debo existir, debo ser algo. Lo mismo se puede decir respecto del argumento del sueño. En suma, podemos dudar de todos los contenidos de nuestro pensamiento pero no de que poseemos esos pensamientos. Descartes mostrará en breve que ese “yo” que sabe que es, pero que aún no sabe qué es, justamente es una cosa que piensa, una sustancia pensante (res cogitans). El cogito constituye el “primer principio de la filosofía” porque, desde un punto de vista epistemológico, es aquel punto firme a partir del cual se podrá levantar nuevamente el edificio de las ciencias y es también el fundamento del criterio de evidencia y del método que lo trajo hasta aquí; y a la vez lo es desde un punto de vista ontológico, porque nos coloca antes el primer ente indudablemente existente: yo en tanto pienso, es decir, en tanto soy una sustancia pensante. Entre las varias objeciones al cogito cartesiano una de las que más han trascendido es la que plantea Thomas Hobbes, quien advierte que debería haber un sustrato material para ese pensamiento; Descartes replica que el pensamiento es su propio sustrato, la sustancia pensante misma, como lo confirman los siguientes párrafos. Un siglo después David Hume pondrá en jaque la noción misma de sustancia pensante. Ver El microscopio de Hume y el recurso a la imaginación (capítulo V). 60. En el Discurso del método aparece la célebre sentencia “cogito ergo sum”, aunque enunciada originalmente en francés (“je pense, donc je suis”, “pienso, luego soy”): “Entonces, advertí que, mientras yo pensara así que todo era falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa. Y notando que esta verdad: ‘yo pienso, luego soy’, era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no eran capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que buscaba” (Descartes, op. cit., VI, p. 33). La nueva formulación del cogito que aparece en las Meditaciones logra evitar que se confunda la proposición con un entimema (es decir, una abreviación del silogismo “todo lo que piensa es; yo pienso; luego, yo soy”), confusión a la que conduce acaso el fuerte carácter lógico del ergo latino (con un matiz más suave en el donc del original francés), pues no se trata de un razonamiento sino de una intuición, de un acto solo del pensar, de la tan esperada proposición absolutamente verdadera que se presenta ante el espíritu de manera inmediata e indudable.
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de mí y de no confundirme en este conocimiento que sostengo es más cierto y más evidente que todos los que he tenido antes.61
“Soy una cosa que piensa”: el conocimiento del alma y el cuerpo Es por eso que consideraré nuevamente qué creía ser antes de llegar a estos pensamientos; y de mis antiguas opiniones excluiré todo lo que pueda combatirse con las razones antes alegadas, de manera que no quede nada que no sea completamente indubitable. ¿Qué he creído entonces ser antes? Sin dificultad he pensado que era un hombre. Pero ¿qué es un hombre? ¿Diré que es un animal racional? No, ciertamente, puesto que habría que investigar qué es animal y qué es racional, y así una sola cuestión nos conduciría insensiblemente a varias otras más difíciles y embrolladas, y no quisiera abusar del tiempo libre que me queda, empleándolo en desenredar semejantes sutilezas.62 Pero me detendré más bien a considerar aquí los pensamientos que nacían espontáneamente antes en mi espíritu y que mi naturaleza sola inspiraba, cuando me aplicaba a meditar sobre mi ser. Consideraba, en primer lugar, que tenía una cara, manos, brazos y toda esta máquina compuesta de carne y huesos, tal como se ve en un cadáver, que designaba con el nombre de cuerpo.63 Consideraba además que me alimentaba, que caminaba, que sentía y que pensaba, y refería todas esas acciones al alma; pero no me detenía a reflexionar sobre qué era esa alma, o si lo hacía imaginaba que era algo extremadamente raro y sutil, como un viento, una llama o un aire muy delicado que se extendía por mis partes más groseras. Por lo referido al cuerpo, no dudaba en absoluto de su naturaleza, pues pensaba conocerla muy distintamente,64 y si hubiera querido explicarla siguiendo las nociones de que disponía, la hubiera descripto de la siguiente manera: por cuerpo entiendo todo aquello que puede estar determinado por alguna figura, ubicado en algún lugar y ocupando un espacio de modo tal que cualquier otro cuerpo quedara excluido; que se puede sentir por el tacto, la vista, el oído, el gusto o el olfato; que se puede mover de varias maneras, no por sí mismo, sino por alguna cosa extraña que lo toque o 61. Descartes, op. cit., IX-1, pp. 18-20. 62. Descartes busca evitar aquí el método sintético para poner en marcha el analítico, haciendo referencia a la definición clásica de hombre como animal racional, muy común en la tradición escolástica y proveniente de la traducción latina que restringe al aspecto racional la definición aristotélica de hombre como ζῷον λογικόν. Algunos siglos más tarde, Ernst Cassirer planteará una interesante variación de esta definición al reemplazarla por la de “animal simbólico”. 63. Se comienza a ver la concepción mecanicista que opera respecto de la sustancia extensa o material, que seguirá desplegando a continuación. Y eso incluso respecto de nuestro propio cuerpo. Descartes considera que nuestros cuerpos son incapaces de realizar actividades inteligentes (como el habla) por sí mismos porque responden a las mismas leyes mecánicas que gobiernan las conductas de los cuerpos en general, cuyos movimientos son meros efectos de los movimientos de los otros cuerpos que entran en contacto con ellos. 64. El cuerpo propio, que parece una evidencia, constituye en realidad un prejuicio que se acarrea desde la infancia. El conocimiento que se tiene del cuerpo propio es confuso y oscuro, está sujeto a la duda; el nuevo conocimiento exige dejar de lado lo corpóreo y concentrarse en lo único claro y distinto del yo cuya existencia necesaria acaba de descubrirse: el pensamiento. Sólo se puede decir con claridad y distinción que somos una pura acción de pensar. El alma es más fácil de conocer que el cuerpo: aun si se objetara que la fuente del pensamiento quizá sea física, es decir, que se deba a mis neuronas, aun así la primera certeza que tenemos es la del pensamiento, independientemente del cuerpo.
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de la que reciba la impresión. Pues no creía yo que debiéramos atribuirle a la naturaleza corporal la potencia de moverse, de sentir y de pensar; por el contrario, más bien me sorprendía que semejantes facultades se encontrasen en ciertos cuerpos[…] Pasemos entonces a los atributos del alma y veamos si hay algunos de ellos que estén en mí. Los primeros son alimentarme y caminar; pero si es cierto que no tengo cuerpo, también es verdad que no puedo caminar ni alimentarme. Otro es sentir, pero no podemos sentir sin el cuerpo; además, he pensado alguna vez que sentía varias cosas durante el sueño y al despertar advertía que no las había sentido efectivamente. Otro es pensar; y encuentro aquí que el pensamiento es un atributo que me pertenece. Sólo éste no se puede separar de mí: “yo soy, yo existo”, esto es cierto; pero ¿por cuánto tiempo? Tanto tiempo cuanto pienso, pues tal vez sucediera, si dejara de pensar, que al mismo tiempo cesara de ser o de existir. No admito ahora nada que no sea necesariamente verdadero; no soy por lo tanto, hablando con precisión, sino una cosa que piensa, es decir, una mente, un espíritu, un entendimiento o una razón, términos cuyo significado antes me resultaba desconocido. Ahora bien, soy una cosa verdadera y verdaderamente existente; pero ¿qué cosa? Ya lo he dicho: una cosa que piensa. ¿Y qué más? Excitaré todavía mi imaginación65 para buscar si no soy algo más. No soy este conjunto de miembros que llamamos cuerpo humano; tampoco un aire delicado y penetrante, esparcido por todos esos miembros; ni un viento, un soplo o un vapor, ni nada de todo lo que podría fingir e imaginar, pues he supuesto que todo aquello no era nada y que, sin abandonar esta suposición, encuentro que no dejo de estar seguro de que soy algo. […] ¿Qué soy yo? Una cosa que piensa. ¿Qué es una cosa que piensa? Una cosa que duda, que concibe, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que también imagina y siente.66 No son pocas, ciertamente, si todas estas cosas pertenecen a mi naturaleza. Pero ¿por qué no habrían de pertenecerle? ¿No soy el mismo que duda ahora de casi todo y que, sin embargo, entiende y concibe ciertas cosas, que asegura y afirma que tales solas son verdaderas y niega todas las demás, que quiere y desea conocer otras, que no quiere ser engañado, que imagina muchas cosas, incluso a veces sin quererlo, y que también siente muchas como por intermedio de los órganos del cuerpo? ¿Hay algo de todo aquello que no sea tan verdadero como es cierto que soy y que existo, aunque estuviera yo siempre dormido y aquel que me ha dado el ser se sirviera de todas sus fuerzas para aprovecharse de mí? ¿Alguno de estos atributos puede distinguirse de mi pensamiento o separarse de mí mismo? Pues es evidente que soy yo el que duda, entiende y desea, que no es preciso agregar nada para explicarlo. Y tengo también la capacidad de imaginar, pues aunque pueda ocurrir (como he supuesto antes) que las cosas que imagino no sean verdaderas, sin embargo esta capacidad de imaginar no deja de estar realmente en mí y formar parte de mi pensamiento. Por último, soy el mismo que siente, es decir, que percibe y conoce las cosas como 65. Descartes considera que la imaginación, en particular por su dependencia de lo extenso o corporal (a lo que recurre el pensamiento para formar imágenes), no es una facultad que conduzca a la verdad; sólo podemos alcanzar esta última a través del entendimiento. Sin embargo, aquí hace uso de ella para mostrar negativamente aquello que es falso. 66. Según Descartes, el yo es una sustancia o cosa pensante (res cogitans), una cosa cuyo atributo esencial es el pensar. Podemos afirmar o negar algo equivocadamente, podemos imaginar seres inexistentes, podemos sentir confusamente, pero todas esas acciones no son sino modos del pensamiento. Todas las actividades psíquicas son entendidas como pensamientos (o modos del pensar), incluso imaginar y sentir.
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IV. Descartes o el sueño de la razón
por los órganos de los sentidos, ya que, en efecto, veo la luz, oigo el ruido y siento el calor. Pero se me dirá que tales apariencias son falsas y que estoy dormido. Aunque así fuera, al menos es muy cierto que me parece que veo, que oigo y que siento calor, y esto es propiamente lo que en mí se llama sentir, que, tomado en sentido estricto, no es otra cosa que pensar; de donde empiezo a conocer el que soy con más claridad y distinción que antes. Pero no puedo evitar creer que las cosas corporales, cuyas imágenes se forman por mi pensamiento y caen bajo los sentidos, no sean más distintamente conocidas que esta parte de mí mismo que no cae de ningún modo bajo la imaginación; aunque en efecto sería algo muy raro que yo conozca más clara y fácilmente las cosas que encuentro dudosas y alejadas que aquellas que son verdaderas y ciertas y que pertenecen a mi propia naturaleza.67
67. Ibid., pp. 20-23. En adelante, la “Meditación segunda” culmina con el desarrollo de este planteo según el cual lo espiritual es más fácil de conocer que lo material, a través del ejemplo de la cera, brevemente expuesto ya en nuestra Introducción.
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Bibliografía citada Baillet, Adrien: Vie de Monsieur Descartes, París, La Table Ronde, 1972. Descartes, René: Oeuvres, París, J. Vrin, 1982 y 1987. Publicadas por Charles Adam y Paul Tannery, 11 volúmenes. Hamelin, Octave: Le Système de Descartes, París, Alcan, 1921. Lowe, Jonathan: An Introduction to the Philosophy of Mind, Cambridge, Cambridge University Press, 2000. Renouvier, Charles: Descartes, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1950. Traducción de Manuel Granell. Ricoeur, Paul: El sí mismo como otro, Madrid, Siglo XXI, 1996. Traducción de A. Neira Calvo. .
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V. El microscopio de Hume y el recurso a la imaginación
El espíritu sólo es una especie de teatro, en que cada percepción aparece, pasa y repasa, en un cambio continuo… David Hume, en Tratado de la naturaleza humana
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V.I Introducción a Investigación sobre el entendimiento humano Por Gastón Beraldi y María José Rossi
La Investigación sobre el entendimiento humano, escrita en 1748 por el escocés David Hume (1711-1776), retoma las principales ideas del empirismo desarrolladas por el autor en una obra anterior, el Tratado de la naturaleza humana: un intento de introducción del método experimental de razonamiento en las cuestiones morales, publicado en Londres entre 1739 y 1740. El propósito de Hume en este libro es hallar los fundamentos de la ciencia de la naturaleza del hombre, tal como Newton lo había hecho con la ciencia de la naturaleza; introduce para ello el razonamiento experimental, siguiendo el ejemplo de la física, a la que llama, de acuerdo con el uso de la época, “filosofía natural”. Pero el rechazo de algunos críticos hacia esta obra juvenil motiva la reelaboración de los argumentos y de los métodos, que toman cuerpo en La investigación sobre el entendimiento humano, sobre el que habremos de centrarnos.
Conceptos generales del empirismo Para Hume, al igual que para otros filósofos empiristas británicos, como Locke –del que, no obstante su influencia, tomará distancia–, todo conocimiento procede de la experiencia, ya sea externa o interna. De ella se obtienen percepciones, que es el nombre general para cualquier estado de conciencia. Las percepciones que se reciben de modo directo se denominan impresiones, y comprenden las impresiones de la sensación (se perciben por los sentidos) y las de la reflexión (provienen de nuestro interior, como pasiones, deseos y emociones). Las percepciones derivadas, es decir, aquellas que se reciben de modo indirecto pues tienen su origen en las impresiones, se denominan ideas. Siendo meras copias, su permanencia y reproducción en el espíritu se deben a la actividad conjunta de la memoria y la imaginación. Lo que permite diferenciar entre impresiones e ideas es su intensidad o vivacidad: las primeras son más fuertes y vivaces que las segundas. Hume se desentiende así del origen de las percepciones: no nos dice cómo nos llegan esas percepciones, si provienen de Dios o del encuentro de nuestra mente con el mundo; realiza su análisis a partir de la constatación de su facticidad en la mente humana. Preguntarse por su origen o si se corresponden o no con el mundo son, para Hume, preguntas sin sentido, pues ello implicaría poder salir del cerco de una subjetividad en cuyo perímetro se desenvuelve, en última instancia, el conocimiento posible. Tanto las impresiones como las ideas pueden ser simples o complejas; las primeras son las que no admiten distinción ni separación; las segundas,
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V. El microscopio de Hume y el recurso a la imaginación
en cambio, pueden ser divididas en partes. A las ideas complejas se llega por la imaginación, cuya actividad consiste en mezclar, componer, dividir o asociar los datos que provienen de las impresiones. Antes que dejar ver lo que está, como en Aristóteles,1 la imaginación pone lo que no está: es la que rellena el espacio entre dos datos, la que tiende el puente entre los tiempos o la que unifica lo discontinuo. Su actividad no es caprichosa, sino que responde a leyes: ley de asociación por semejanza (cuando un cuadro o una foto nos conducen a su original), por contigüidad en el tiempo y en el espacio (cuando la idea de una habitación nos lleva a otras, o un suceso en el tiempo nos lleva a otros) y por causa y efecto (el humo de una chimenea nos remite a la idea de fuego). Es en las leyes universales de asociación que rigen la economía de las ideas que Hume cree haber encontrado, como Newton lo hizo con las leyes de la naturaleza, la clave para entender el funcionamiento de nuestra mente. Así, por ejemplo, “montaña de oro” no es una percepción originaria, sino el resultado de una combinación operada en mi espíritu que une la idea de oro (proveniente de la impresión de oro), con la idea de montaña (también proveniente de la impresión previa de montaña): si bien las dos percepciones por separado son válidas, su unión no lo es, pues no corresponde con ninguna impresión originaria. Reconocemos así, en este simple ejemplo, dos elementos presentes en el sistema de Newton que gravitaron fuertemente en la filosofía humeana: a) el de una realidad reducida a su mínima expresión (teoría de los átomos), de lo que se sigue que la materia es algo complejo compuesto por ciertas sustancias simples cuya mínima expresión puedo conocer; b) el problema de la vinculación de los átomos (¿cómo se unen entre sí? ¿Por qué se unen de cierta manera y no de otra?), al que se dará solución a través de las leyes de asociación de la materia. Pero si la verdad de las percepciones en general es imposible de constatar (pues ello implicaría poder compararlas con el mundo tal como es en sí mismo), en cambio no lo es determinar su validez. El criterio para determinar la validez de una idea –método llamado por algunos comentaristas “el microscopio de Hume”– consiste en buscar la impresión que le corresponde. Si se trata de una idea compleja, habrá que dividirla en ideas simples y buscar la impresión correspondiente a cada una de ellas. Si no encontramos esa impresión, querrá decir que no se trata realmente de una idea, sino de una palabra sin significado preciso. Es lo que sucede, entre otras, con la idea de Dios. Ella resulta de la unión y de la multiplicación al infinito de ideas de cualidades características de nuestro espíritu, como son las ideas de bueno, poderoso, inteligente, etc. Se trata, por tanto, de una idea construida por el espíritu humano sobre la base del material 1. Con la imaginación, que es contemplativa e impasible (desprovista de emocionalidad), no sólo podemos ver las cosas como si fuesen pinturas, sino que nos proporciona el ejemplo adecuado, es capaz de mostrarnos el eidos sin la hyle. En Aristóteles la imaginación ilustra (da el ejemplo adecuado), especifica (deja ver la especie) y retiene lo ausente (idealiza), con lo que prácticamente se diluye en la memoria. Siempre activa, nunca es en potencia, como pueden serlo los sentidos: lo es cuando produce una imagen; cuando, de manera voluntaria y asociada a la memoria la evoca; o cuando, de manera involuntaria, la hace reaparecer, como en los sueños. La imagen tiene además una función indiciaria y de proyección hacia el futuro: quien pueda ver una antorcha en movimiento será capaz de inferir que el enemigo está cerca, y entonces podrá decidir como si lo tuviera ante los ojos (De anima, 431 b 2-8). Sin embargo, así como hay fantasmas útiles y verdaderos, los hay también falsos, pues la imaginación puede ser engañosa (De anima, 428a15); pero ello sucede cuando la fantasía que exige la luz como condición de visibilidad se halla, al igual que la inteligencia, oscurecida por la pasión, la enfermedad y el sueño.
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Introducción
que nos proporcionan las impresiones de la reflexión. Es decir que es puramente ficticia, tanto como lo pueden ser la idea de Centauro o de Quimera. Nociones semejantes como “alma”, “sustancia”, “yo”, etc., aparecerán entonces, desde este punto de vista, como meros nombres sin sentido, es decir, sin validez alguna, y no servirán para el conocimiento científico, que es, en última instancia, lo que Hume se propone fundar sobre nuevas bases, fuera de toda apelación a una garantía divina, como en Descartes.
Crítica de la causalidad y de la identidad Identidad Una de las creencias más extendidas es la referida a la existencia continua de los objetos, a los que suponemos, además, exteriores a nosotros. Fundamento de las ideas de sustancia e identidad, estas nociones propias del sentido común proporcionan las bases a partir de las cuales actuamos y razonamos. Y es que si prestamos atención constataremos que la mayor parte de nuestras acciones e, incluso, nuestra ubicación en el mundo se basan en creencias. Creemos que el lugar en el que nos encontramos permanecerá aun cuando se lo abandone; que la montaña que vemos por la ventana seguirá allí; que el amigo al que acabamos de saludar es el mismo que hemos conocido hace veinte años. La creencia, gracias al poder de la imaginación, extiende nuestro horizonte, nos hace superar lo dado. Pues bien, tomando como punto de partida las premisas de conocimiento antes enunciadas (sobre todo la que dice que todo conocimiento tiene por base una impresión), Hume se propone poner a la vista el mecanismo por el cual construimos estas ficciones para desbaratarlas. En efecto, si sólo tenemos impresiones puntuales acerca de las cosas (el aula, la montaña, el amigo), si los sentidos no nos dicen más que lo que tiene que ver con lo más inmediato, ¿de qué depende que les atribuyamos una existencia continua? ¿Por qué tenemos que suponer que existen más allá de nosotros mismos? Veamos: Después de un pequeño examen hallaremos que todos los objetos a los que atribuimos una existencia continua tienen una constancia peculiar que los distingue de las impresiones cuya existencia depende de nuestra percepción. Las montañas, casas y árboles que se hallan ahora ante mi vista me han aparecido siempre en el mismo orden, y cuando dejo de verlos cerrando los ojos o volviendo la cabeza, pronto los encuentro de nuevo presentándoseme sin la más mínima alteración. Mi cama y mesa, mis libros y papeles se presentan de la misma manera uniforme y no cambian por razón de una interrupción de mi visión o percepción de ellos. Esto sucede con todas las impresiones cuyos objetos se supone que tienen una existencia externa y no sucede con otras impresiones, ya sean débiles o violentas, voluntarias o involuntarias. Esta constancia, sin embargo, no es tan perfecta que no admita excepciones muy considerables. Los cuerpos cambian frecuentemente su posición y cualidades, y después de una pequeña ausencia o interrupción pueden llegar a ser difícilmente recognoscibles. Sin 165
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embargo, se puede observar aquí que aun en estos cambios conservan su coherencia y dependen de un modo regular los unos de los otros, lo que constituye el fundamento de un género de razonamiento por causalidad y produce la opinión de su existencia continua. Cuando yo vuelvo a mi cuarto, después de una hora de ausencia, no encuentro el fuego de la chimenea en la misma situación que lo dejé, pero estoy acostumbrado a ver en otros casos una alteración igual producida en un tiempo igual a éste, ya me halle presente o ausente, cercano o remoto. Esta coherencia, pues, en el cambio es una de las características de los objetos externos como lo es su constancia.2 El motivo, como se deja ver en la cita, es el siguiente: las impresiones que tenemos de las cosas se presentan con una constancia y una coherencia tales que nuestro espíritu es llevado a atribuirles una perfecta identidad. El fluir de la imaginación a través de percepciones semejantes (vemos siempre la “misma” mesa; vemos, o creemos ver, siempre al “mismo” profesor frente a nosotros) permite formar así la ficción de una existencia continua que llena los intervalos y conecta entre sí las percepciones intermitentes. Aun las cosas que cambian presentan en su devenir una coherencia tal (de una fogata no sería esperable que mantuviese la misma fuerza que cuando la encendimos) que somos llevados a pensar que se trata de los mismos objetos. Sin embargo, esa sustancia que suponemos debajo como soporte de los accidentes, o ese yo como sustrato de los cambios, a los que conferimos los caracteres de la permanencia, inmutabilidad, inalterabilidad, no tienen manera de probar su realidad objetiva. En efecto, si se las somete a verificación, ¿a qué impresión corresponden? La respuesta de Hume es que, amén de la constancia y coherencia con que se presentan las cosas frente a nosotros, esas nociones sólo pueden ser producto de la acción combinada de la memoria y la imaginación: He observado ya, al examinar el fundamento de las matemáticas, que la imaginación, cuando ha tomado una cierta dirección en el pensar, se halla propensa a continuarla aun cuando sus objetos faltan […] La inferencia que parte de la constancia de nuestras percepciones, lo mismo que la que procede de su coherencia, da lugar a la concepción de la existencia continuada de los cuerpos, que es anterior a la de su existencia distinta y produce este último principio. […] Este supuesto o idea de una existencia continua adquiere fuerza y vivacidad por la memoria de estas impresiones interrumpidas y por la inclinación que provocan a que las supongamos las mismas; según el razonamiento precedente, la verdadera esencia de la creencia consiste en la fuerza y vivacidad de la concepción. […] Nuestra memoria nos presenta un vasto número de ejemplos de percepciones que se asemejan totalmente entre sí y que vuelven a presentarse en diferentes distancias en el tiempo después de interrupciones considerables. Esta semejanza nos concede una inclinación a considerar estas percepciones interrumpidas como las mismas y también una propensión a enlazarlas mediante una existencia continua para justificar la identidad y evitar la contradicción a que parece llevarnos la apariencia interrumpida de estas percepciones. Aquí, 2. D. Hume: Tratado de la naturaleza humana, Albacete, México, Porrúa, 1985, Parte cuarta, Sección II. Traducción de Vicente Viqueira
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Introducción
pues tenemos una inclinación a fingir la existencia continua de todos los objetos sensibles, y como esta inclinación surge de alguna impresión vivaz de la memoria, concede vivacidad a la ficción o, con otras palabras, nos hace creer en la existencia continua de los cuerpos. Si a veces atribuimos una existencia continua a los objetos que son completamente nuevos para nosotros y de cuya constancia y coherencia no tenemos experiencia alguna, es porque el modo de presentarse a nuestros sentidos se asemeja al de los objetos constantes y coherentes, y esta semejanza es una fuente del razonamiento y analogía y nos lleva a atribuir las mismas cualidades a objetos semejantes. […] Ahora bien, sobre este supuesto es una opinión falsa que nuestros objetos o percepciones sean idénticamente los mismos después de una interrupción, y, por consiguiente, la opinión de su identidad jamás puede surgir de la razón, sino que debe surgir de la imaginación. La imaginación es llevada a una creencia tal tan sólo por medio de la semejanza de ciertas percepciones, ya que hallamos que son únicamente nuestras percepciones semejantes las que poseen una inclinación a ser supuestas las mismas. Esta inclinación a conceder la identidad a nuestras percepciones semejantes produce la ficción de una existencia continua, ya que esta ficción, lo mismo que la identidad, es realmente falsa, como se reconoce por los filósofos, y no tiene más efecto que remediar la interrupción de nuestras percepciones, que es la única circunstancia contraria a su identidad. Por último, esta inclinación produce la creencia mediante las impresiones presentes de la memoria, ya que sin la semejanza de las primeras sensaciones es claro que jamás tendríamos una creencia en la existencia continua de los cuerpos. Así, examinando todas estas partes, hallamos que cada una de ellas está fundamentada por la más rigurosa prueba y que todas ellas juntas forman un sistema consistente que es convincente en absoluto. Una inclinación poderosa por sí sola, sin una impresión presente, producirá a veces la creencia u opinión. ¡Cuánto más nos sucederá esto cuando se halla auxiliada por esta circunstancia!…3 La identidad que presuponemos en las cosas y en los otros no tiene modo de comprobarse en ninguna impresión; si bien tendemos a pensar que las cosas y los otros son siempre los mismos, basta con que prestemos atención a los detalles (como Funes el memorioso en el cuento de Borges) para experimentar su constante fluir y alterabilidad. Ninguna cosa es siempre igual a sí misma: el perro de las tres y catorce no es el mismo que el de las tres y cuarto. Y si los nombres obedeciesen a los cambios imperceptibles, pero ineluctables, que transcurren más allá de nuestros ojos, cada uno de nosotros, y cada cosa de este mundo, debería ser portador de muchos, distintos nombres, cada vez. Pero la palabra es siempre una, y no da cuenta de este fluir. Por eso esta filosofía no puede sino concluir en el nominalismo: los nombres son meras etiquetas que permanecen ajenas a la realidad que pretenden mentar. “El espíritu sólo es una especie de teatro, en que cada percepción aparece, pasa y repasa, en un cambio continuo…” La analogía con el teatro le sirve a Hume tanto para caracterizar la volatilidad de las impresiones como para representar al yo, de quien “no tenemos ninguna idea, ni siquiera lejana y confusa”, pues así como durante una función estamos atentos a lo que se desarrolla delante de los ojos y no nos
3. Ibid., Parte Segunda, Sección IV.
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detenemos a considerar el entorno, así también es difícil obtener una imagen de nosotros mismos mientras estamos pendientes del mundo. Pero además la metáfora nos sugiere que el espíritu es tan sólo una colección de ideas, no un sistema. Para saber cómo el espíritu se convierte en sistema y, por tanto, en sujeto; en suma: para saber cómo el espíritu deviene sujeto (está claro que no es un dato), debemos tener en cuenta el papel de la imaginación, al que aludiremos más adelante. Claro que, no obstante su poderosa ficcionalidad, tanto la idea del yo como la de sustancia tienen dos importantes funciones, lo mismo que el lenguaje que sirve para apuntalarlas: a) confiere unidad a las múltiples percepciones que se tienen de uno mismo, a los distintos estados que se atraviesan, a las diversas manifestaciones de las cosas; b) establece una continuidad entre los hechos pretéritos, los presentes y los que habrán de venir, obrando como un hilo conductor que articula diferentes momentos de la historia.
Causalidad Esta posibilidad de tender un hilo conductor entre hechos heterogéneos entre sí también se extiende a la idea de causa. De todas nuestras ideas, ésta es la única que nos remite a algo que no está presente, a objetos no percibidos, llevándonos más allá de nuestros sentidos. Como señaláramos para el caso de la identidad, también aquí la creencia permite superar lo dado.4 Es una idea que utilizamos constantemente y que se ubica, para Hume, entre las ideas complejas. ¿Por qué es una idea compleja? Porque está compuesta por cuatro elementos: 1) un primer hecho que inicia el proceso, al que llamamos “causa”; 2) un segundo hecho que culmina el proceso, al que llamamos “efecto”; 3) una cierta relación temporal entre “1” y “2”, una sucesión; primero aparece la causa y más tarde el efecto, y finalmente, para que pueda hablarse de relación causal, 4) una relación de necesidad entre el primero y el segundo hecho. Esto es lo esencial en la relación de causalidad: la idea de una conexión necesaria entre dos hechos. ¿Cuál es el problema en toda “conexión necesaria”? De acuerdo con el criterio de validez antes enunciado (según el cual para que una idea sea válida debe poder corresponderse con una impresión), los interrogantes vuelven a ser los siguientes: ¿Hay una impresión de la conexión necesaria? ¿Se percibe que el primer hecho produce el segundo? ¿Vemos u oímos esa fuerza productora del enlace entre los dos hechos? Tenemos impresión de rojo, azul, verde, etc., también tenemos impresión de los sonidos, de los aromas, tenemos impresiones táctiles, pero ¿hay alguna impresión de fuerza o conexión necesaria? La conclusión es que la experiencia nos muestra sólo sucesiones, no nos dice nada más. Dado además que, según el principio de razón, todo lo que no sea contradictorio es posible, y como no es contradictorio que, por ejemplo, la segunda bola de billar no se mueva al ser empujada por la primera (ya que puede detenerse en el camino, saltar a la otra bola, etc.) por la sola razón no se puede conocer la relación causal: racionalmente son pensables sin contradicción las más diversas posibilidades. Con lo cual, la idea de conexión necesaria ni procede de una impresión ni procede de la razón. ¿Cómo es entonces que pasamos de los casos observados a los casos futuros con plena confianza de que así han de ocurrir? La respuesta de Hume es simple:
4. Quien ha llamado reiteradamente la atención sobre este aspecto es Gilles Deleuze: Empirismo y subjetividad. La filosofía de David Hume, Barcelona, Gedisa, 1986 (3 ed.).
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por costumbre. Es el hábito el que fomenta en la mente un proceso de repetición. Así, la idea de conexión necesaria proviene de un sentimiento que el espíritu experimenta del tránsito usual de una idea a otra asociada con ella. Producto de mi imaginación, esta idea de causalidad no es una idea válida desde el punto de vista objetivo, no nos da conocimiento de las cosas mismas, ya que no tiene el mismo sentido que una impresión. Por tanto, una vez observado un número suficiente de casos de A seguidos de B, sentimos una determinación de la mente de pasar de A a B. Es aquí donde encontramos el origen de la idea de conexión necesaria. La necesidad no es sino una impresión interna de la mente. La expectativa del efecto sentida cuando se presenta la causa, una impresión producida por la conjunción habitual, es la impresión de la que deriva la idea de conexión necesaria. En efecto, al ver en repetidas ocasiones que el movimiento de una bola de billar sucede al movimiento de la otra, imagino, me represento, que eso ocurrirá siempre así, y entonces supongo que hay una conexión necesaria entre el movimiento de la primera bola y el de la segunda. Ahora bien, que la idea de causalidad no sea una idea objetiva, y por tanto, carente de valor teorético y universal, no significa que sea una idea inútil. La idea de causalidad es sin duda útil para la vida cotidiana, para la vida práctica, ya que sin ella no nos arriesgaríamos a inferir hechos futuros. De esta manera Hume sienta las bases de un empirismo más radical que el de Locke y Berkeley, ya que reduce la causalidad a la ley de contigüidad espaciotemporal, en tanto el límite y la base de nuestro pensamiento son las impresiones. Si nuestro conocimiento se reduce a impresiones, ¿podemos entonces tener conocimiento de hechos futuros? ¿Podemos hacer predicciones necesariamente verdaderas? Como no se puede tener una impresión de algo que no ha sucedido, no podemos pues afirmar el principio de causalidad. Nuestro conocimiento de los hechos futuros, basados en la causalidad, no es un verdadero conocimiento, sino una suposición o creencia. Una de las consecuencias más fuertes de esta crítica radica en que con ella cae uno de los pilares de la metafísica racionalista (Spinoza, Leibniz, Descartes, Wolff, etc.) que otorgaban pleno privilegio a la causalidad como un modo de legitimar la validez de la ciencia.
El escepticismo de Hume Las críticas de las ideas de sustancia, de yo y de causa-efecto han llevado a tildar de escéptica (como él mismo, por su parte, reconoce) a la filosofía humeana, la que puede ser caracterizada además como la más consecuente, científica y menos metafísica de todas las que las precedieron. El término “escepticismo” proviene del verbo griego skeptomai, que significa “mirar cuidadosamente”, “vigilar”, “examinar atentamente”. Así, el término “escéptico” significa originariamente “el que examina cuidadosamente” antes de pronunciarse sobre algo o antes de tomar una decisión; en virtud de ello se suele decir que el fundamento de la actitud escéptica es la cautela. Desde un punto de vista metodológico, adopta tres formas: escepticismo absoluto o pirrónico; escepticismo metodológico, y escepticismo moderado. El primero se le atribuye a la figura de Pirrón de Elea y a quienes, como él y sus seguidores, niegan la posibilidad absoluta de la existencia de un conocimiento firme y seguro; ello comporta asimismo una actitud filosófica y ante la vida. La segunda forma de escepticismo, la metodológica, denominada así por su autor, se corresponde 169
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con la figura de Descartes, a quien, ante la absoluta falta de certeza en el conocimiento, le es necesario poner en duda todo conocimiento, tanto el proveniente de los sentidos como el proveniente de la razón. El tercer tipo de escepticismo debe su nombre a Hume, quien rechaza el escepticismo pirrónico –que lleva a eliminar toda acción y todo pensamiento– por imposible, ya que la praxis misma lo refuta. Ello conduce a un escepticismo moderado: la condición humana cree en principios sin los cuales su propia existencia sería imposible, pero cuya indagación conduce a la duda. La duda tiene su utilidad porque despierta el sentido crítico y elimina el dogmatismo y el fanatismo. Éstos son algunos de los efectos que ha tenido la filosofía de Hume. Como el propio Kant lo pudo reconocer tiempo después, gracias a él se terminó el sueño dogmático, que confiere un poder ilimitado a la razón. Pero es cierto también que por obra de este escepticismo la ciencia pierde la posibilidad de probar su validez. Socavadas las bases del principio causal a partir de las que la ciencia puede predecir, limitado el conocimiento a la constatación de meras probabilidades, no es posible fundamentar filosóficamente la necesidad y universalidad de las proposiciones de la ciencia. Será Kant, como veremos, quien llevará a cabo esta difícil tarea. Encarnación del “maduro juicio de la época”, pretenderá haber superado el escepticismo que la aquejaba y encontrado, así, un nuevo camino para la filosofía.
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V.II Selección de textos anotada por M.J.R. y G.B.
Investigación sobre el entendimiento humano Sección 2. Sobre el origen de las ideas5 Todo el mundo admitirá sin reparos que hay una diferencia considerable entre las percepciones de la mente cuando un hombre siente el dolor que produce el calor excesivo o el placer que proporciona un calor moderado y cuando, posteriormente, evoca en su mente esa sensación o la anticipa en la imaginación.6 […] Podemos observar que una distinción semejante a ésta afecta a todas las percepciones de la mente. Un hombre furioso es movido de manera muy distinta que aquel que sólo piensa en esa emoción. […] Podemos dividir todas las percepciones de la mente en dos clases o especies, que se distinguen por sus distintos grados de fuerza o vivacidad.7 Las menos fuertes son llamadas pensamientos 5. Hume no se interesa por cuestionar la teoría de las ideas, sino que la toma directamente para su uso. La formulación detallada de esta teoría se encuentra en el Ensayo sobre el entendimiento humano, de John Locke, antecesor de Hume, quien ha sido una de sus influencias junto con Berkeley. Locke utilizó el término “idea” para referirse a “lo que es objeto del entendimiento cuando un hombre piensa”. Pensar aquí incluye la percepción, imaginación, voluntad, así como los pensamientos en el sentido más estricto de la cognición. (B. Stroud: Hume, México DF, Universidad Autónoma de México, 1986, p. 33). Para Locke, tener pensamientos y tener ideas era lo mismo, y así concibió las ideas como materiales del pensamiento, como las cosas con que la mente opera al pensar. Cuando Locke se pregunta de dónde provienen estas ideas, responde que derivan de la experiencia. Distingue las de la sensación (percibir, sentir, experimentar) y las de la reflexión (las que ocurren en el interior de la mente). A diferencia de Locke, Hume no llama ideas a todos los “objetos de la mente”, sino que las llama “percepciones”. E insiste en distinguir entre las entidades implicadas cuando sentimos o experimentamos algo, por una parte, y cuando pensamos o razonamos, por otra, porque en la mente debe haber ya ciertos “materiales” para que el pensamiento se efectúe. Así, la fuente de todo lo que hay en la mente es, en última instancia, algo diferente del pensar. La teoría de las ideas no trata solamente del origen de nuestras ideas, sino que también da razón de lo que sucede luego de que las ideas ingresan en la mente, es decir, cómo tiene lugar el pensamiento (Stroud, op. cit., pp. 33-35 y 57). 6. Hume comienza aquí esta sección con un supuesto generalizado: “Todo el mundo…”. 7. Según A. Kenny, nunca queda del todo claro en Hume qué se entiende por “vivacidad”, ya que unas veces parece ser el grado de detalle contenido en una percepción; otras veces, el colorido emocional que comporta;
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o ideas; la otra especie […] llamémoslas impresiones. […]. Con el término impresión, pues, quiero denotar nuestras percepciones más intensas: cuando oímos, o vemos, o sentimos, o amamos, u odiamos, o deseamos, o queremos. Y las impresiones se distinguen de las ideas, que son percepciones menos intensas de las que tenemos conciencia, cuando reflexionamos sobre las sensaciones o movimientos arriba mencionados […]. Pero, aunque nuestro pensamiento aparenta poseer esta libertad ilimitada, encontraremos en un examen más detenido que en realidad está reducido a límites muy estrechos y que todo este poder creativo de la mente no viene a ser más que la facultad de mezclar, trasponer, aumentar o disminuir los materiales suministrados por los sentidos y la experiencia.8 Cuando pensamos en una montaña de oro, unimos dos ideas compatibles: oro y montaña, que conocíamos previamente. […] En resumen, todos los materiales del pensar se derivan de nuestra percepción interna o externa. La mezcla o composición de ésta corresponde sólo a nuestra mente y voluntad. O, para expresarme en un lenguaje filosófico, todas nuestras ideas, o percepciones más endebles, son copias de nuestras impresiones o percepciones más intensas. Para demostrar esto, creo que serán suficientes los dos argumentos siguientes. Primero, cuando analizamos nuestros pensamientos o ideas […] encontramos siempre que se resuelven en ideas tan simples como las copiadas de un sentimiento o estado de ánimo precedente. […] La idea de Dios, en tanto significa un ser infinitamente inteligente, sabio y bueno, surge al reflexionar sobre las operaciones de nuestra propia mente y al aumentar indefinidamente aquellas cualidades de bondad y sabiduría. […] En segundo lugar, si se da el caso de que el hombre, a causa de algún defecto en sus órganos, no es capaz de alguna clase de sensación, encontramos siempre que es igualmente incapaz de las ideas correspondientes. Un ciego no puede formarse idea alguna de los colores, ni un hombre sordo de los sonidos. Devuélvase a cualquiera de estos dos el sentido que les falta; al abrir este nuevo cauce para sus sensaciones, se abre también un nuevo cauce para sus ideas y no encuentra dificultad alguna en concebir estos objetos […].
Sección 4 Dudas escépticas acerca de las operaciones del entendimiento9 Parte I
otras, el grado en que influye en la acción (A. Kenny: Breve historia de la filosofía occidental, Barcelona, Paidós, 2005, p. 326). 8. La capacidad creativa del pensamiento es limitada, no puede ir más allá ni crear nuevas impresiones, ya que todos los materiales del pensar nos son dados por la experiencia, sea interna (de la reflexión) o externa (de la sensación). 9. Además de que resulta refutado en la praxis, como se señala en la introducción, el otro argumento por el que el escepticismo es imposible tiene carácter lógico: si se afirma que ninguna proposición es verdadera, hay al menos una proposición verdadera (precisamente ésa); por ende, la proposición de que ninguna proposición es verdadera es falsa. La paradoja a la que conduce esto puede ser resuelta mediante la distinción de los distintos niveles del lenguaje tal cual lo ha sugerido Russell en “La paradoja del mentiroso”.
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Todos los objetos de la razón e investigación humana pueden, naturalmente, dividirse en dos grupos, a saber: relaciones de ideas y cuestiones de hechos;10 a la primera clase pertenecen las ciencias de la geometría, álgebra y aritmética y, en resumen, toda afirmación que es intuitiva o demostrativamente cierta. Que el cuadrado de la hipotenusa es igual al cuadrado de los dos lados es una proposición que expresa la relación entre estas partes del triángulo. […]. Las proposiciones de esta clase pueden descubrirse por la mera operación del pensamiento, independientemente de lo que pueda existir en cualquier parte del universo. […].11 No son averiguadas de la misma manera las cuestiones de hecho, los segundos objetos de la razón humana; nuestra evidencia de su verdad, por muy grande que sea, es de la misma naturaleza que la precedente. Lo contrario de cualquier cuestión de hecho es, en cualquier caso, posible, porque jamás puede implicar una contradicción, y es concebido por la mente con la misma facilidad y distinción que si fuera totalmente ajustado a la realidad.12 […] Puede ser, por tanto, un tema digno de curiosidad investigar de qué naturaleza es la evidencia que nos asegura cualquier existencia real y cuestión de hecho, más allá del testimonio actual de los sentidos, o de los registros de nuestra memoria.13 […] Todos nuestros razonamientos acerca de cuestiones de hecho parecen fundarse en la relación de causa y efecto. Tan sólo por medio de esta relación podemos ir más allá de la evidencia de nuestra memoria y sentidos. Si se le preguntara a alguien por qué cree en una cuestión de hecho, cualquiera que no está presente […] daría una razón, y ésta sería algún otro hecho […]. Un hom-
10. Estos dos tipos de objetos de conocimiento conforman dos tipos de ciencias: las relaciones entre las ideas conforman las ciencias demostrativas (hoy denominadas ciencias formales) y las cuestiones de hecho conforman las ciencias empíricas (hoy también denominadas ciencias fácticas). Hume se está refiriendo a las ciencias naturales, ya que lo que hoy se conoce como ciencias sociales caía aún, en el siglo XVIII, bajo el dominio de las ciencias naturales. 11. Las relaciones entre ideas, en tanto son proposiciones tautológicas en virtud de su estructura lógica, son necesariamente verdaderas y no implican contradicción alguna; por ello su verdad se puede descubrir por la mera operación del pensamiento, independientemente de la experiencia. De ahí que sean denominadas también analíticas y a priori, por ejemplo: “Dos más tres es igual a cinco”, donde “cinco” está contenido en el sujeto “dos más tres”. 12. A diferencia de las proposiciones tautológicas, analíticas y a priori, las cuestiones de hecho corresponden a proposiciones contingentes, sintéticas y a posteriori. Son contingentes porque son proposiciones lógicamente indeterminadas, pueden ser verdaderas o falsas, y su verdad o falsedad se determina a posteriori, es decir, mediante la experiencia. Así, la verdad de la proposición “La casa es blanca” se determina mediante la experiencia. En tanto proposiciones sintéticas, su verdad no se determina por la forma lógica sino por el contenido empírico. 13. ¿Qué es lo que pretende investigar Hume aquí? Sabiendo que las proposiciones sobre cuestiones de hechos no son necesarias, Hume pretende indagar por qué, a pesar de ello, hacemos inferencias exitosas sobre cuestiones de hechos. Es decir, por qué podemos afirmar con total seguridad, por ejemplo, que “el sol saldrá mañana” cuando, sin embargo, no es contradictorio que no salga mañana. De hecho, mañana podría no haber más sol, podría haber muerto como mueren tantas estrellas. Eso no es una contradicción: es un hecho posible, y sería vano tratar de demostrar su falsedad. Constantemente hacemos afirmaciones que van más allá de la experiencia misma y de los recuerdos, sobre el futuro. El resto de la Sección 4 de esta obra está encaminado al análisis de esta cuestión.
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bre que encontrase un reloj o cualquier otra máquina en una isla desierta sacaría la conclusión de que en alguna ocasión hubo un hombre en aquella isla. […] Así pues, si quisiéramos llegar a la conclusión satisfactoria en cuanto a la naturaleza de aquella evidencia que nos asegura de las cuestiones de hecho, nos hemos de preguntar cómo llegamos al conocimiento de la causa y del efecto. Me permitiré afirmar, como proposición general que no admite excepción, que el conocimiento de esta relación en ningún caso se alcanza por razonamientos a priori, sino que surge enteramente de la experiencia […].14
Sección 7. De la idea de conexión necesaria Parte I […] Cuando miramos los objetos externos a nuestro alrededor, y consideramos la acción de las causas, ni en un solo caso somos capaces de descubrir alguna fuerza o conexión necesaria, alguna cualidad que ligue el efecto a la causa y que hace que el uno sea la infalible consecuencia de la otra. Sólo encontramos que el primero realmente, de hecho, sigue a la otra. El impulso de una bola de billar va acompañado del movimiento de la segunda. […]
Parte II […] En vano hemos buscado la idea de poder o conexión necesaria en todas las fuentes de las que podíamos suponer se deriva. […] Todos los acontecimientos parecen absolutamente sueltos y separados. Un acontecimiento sigue a otro, pero nunca hemos podido observar un vínculo entre ellos. Parecen conjuntados pero no conectados. Y como no podemos tener idea de algo que no haya aparecido en algún momento a los sentidos externos o al sentimiento interno, la conclusión necesaria parece ser que no tenemos ninguna idea de conexión o poder y que estas palabras carecen totalmente de sentido cuando son empleadas en razonamientos filosóficos o en la vida corriente. Pero aún queda un modo de evitar esta conclusión y una fuente que todavía no hemos examinado. Cuando se nos presenta un objeto o suceso cualquiera, por mucha sagacidad y agudeza que tengamos nos es imposible descubrir, o incluso conjeturar sin la ayuda de la experiencia, el suceso que pueda resultar de él o llevar nuestra pretensión más allá del objeto que está inmediatamente presente a nuestra memoria y sentidos. Incluso después de un caso o experimento en que hayamos observado que determinado acontecimiento sigue a otro no tenemos derecho a enunciar una regla general o anticipar lo que ocurrirá en casos semejantes, pues se considera acertadamente una imperdonable temeridad juzgar todo el curso de la naturaleza a raíz de un 14. La cantidad de experiencias que se tienen parece facultar a realizar inferencias sobre el futuro. ¿En qué se basa esta inferencia Hume va a sostener que proviene del hábito, de la costumbre, como sucede en toda relación de causa-efecto: “No es el razonamiento el que nos hace suponer que lo pasado es semejante al futuro y esperar efectos semejantes de causas que al parecer son semejantes” (Hume: Investigación sobre el conocimiento humano, Madrid, Alianza, 2001, p. 72).
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solo caso, por muy preciso y seguro que sea. Pero cuando determinada clase de acontecimientos ha estado siempre, en todos los casos, unida a otra, no tenemos ya escrúpulos en predecir el uno con la aparición del otro y en utilizar el único razonamiento que puede darnos seguridad sobre una cuestión de hecho o existencia. Entonces llamamos15 a uno de los objetos causa y al otro efecto. Suponemos que hay alguna conexión entre ellos, algún poder en la una por el que indefectiblemente produce el otro y actúa con necesidad más fuerte, con mayor certeza. Parece entonces que esta idea de conexión necesaria entre sucesos surge del acaecimiento de varios casos similares de constante conjunción de esos sucesos. Esta idea no puede ser sugerida por uno solo de estos casos examinados desde todas las posiciones y perspectivas posibles. Pero en una serie de casos no hay nada distinto de cualquiera de los casos individuales que se suponen exactamente iguales, salvo que, tras la repetición de casos similares, la mente es conducida por hábito a tener la expectativa, al aparecer un suceso, de su acompañante usual, y a creer que existirá. Por lo tanto, esta conexión que sentimos en la mente, esta transición de la representación (imagination)16 de un objeto a su acompañante usual, es el sentimiento o impresión a partir del cual formamos la idea de poder o conexión necesaria. No hay más en esta cuestión. Examínese el asunto desde cualquier perspectiva. Nunca encontraremos otro origen para esa idea. Ésta es la única diferencia entre un caso del que jamás podremos recibir la idea de conexión y varios casos semejantes que la sugieren. La primera vez que un hombre vio la comunicación de movimientos por medio del impulso, por ejemplo, como en el choque de dos bolas de billar, no pudo declarar que un acontecimiento estaba conectado al otro, sino tan sólo conjuntado con él. Tras haber observado varios casos de la misma índole, los declara conexionados. ¿Qué cambio ha ocurrido para dar lugar a esta nueva idea de conexión? Exclusivamente que ahora siente que esos acontecimientos están conectados en su imaginación y fácilmente puede predecir la existencia del uno por la aparición del otro. Por tanto, cuando decimos que un objeto está conectado con otro, sólo queremos decir que han adquirido una conexión en nuestro pensamiento y originan esta inferencia por la que cada uno se convierte en prueba del otro, conclusión algo extraordinaria, pero que parece estar fundada con suficiente evidencia. […]
Sección 12. De la filosofía académica o escéptica Partes I, II y III […] ¿Qué se entiende por escéptico? […]. Hay una clase de escepticismo previo a todo estudio y filosofía […] y ningún razonamiento nos podría llevar jamás a un estado de seguridad y convicción sobre tema ninguno. Sin embargo, hay que reconocer que esta clase de escepticismo, cuando se da de una forma más moderada, puede comprenderse en un sentido muy razonable y es preparativo necesario para
15. Si Hume utiliza el término “llamamos”, y a continuación “suponemos”, es porque se ha demostrado que esa conexión necesaria no procede de la razón ni de una impresión sino que es una idea subjetiva; la suponemos existente cuando en realidad es producto de mi imaginación. 16. “Imagination” es el término que usa Hume en la versión original para representación.
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el estudio de la filosofía […]. [Así], hay una especie más moderada de escepticismo o filosofía académica que puede ser a la vez duradera y útil. Me parece que los únicos objetos de las ciencias abstractas o de la demostración son la cantidad y el número, y que todos los intentos de extender la clase más perfecta de conocimiento más allá de estos límites son mera sofistería e ilusión. […] Todas las demás investigaciones de los hombres conciernen sólo a cuestiones de hecho y existencia. Y, evidentemente, éstas no pueden demostrarse. Lo que es puede no ser. Ninguna negación de hechos implica una contradicción […]. Por lo tanto, la existencia de cualquier ser sólo puede demostrarse con argumentos a partir de su causa o de su efecto, y estos argumentos se fundan exclusivamente en la experiencia […]. Si procediéramos a revisar las bibliotecas convencidos de estos principios, ¡qué estragos no haríamos! Si tomamos cualquier volumen de teología o metafísica escolástica, por ejemplo, preguntemos ¿contiene algún razonamiento abstracto sobre la cantidad y el número? No. ¿Contiene algún razonamiento experimental acerca de cuestiones de hecho o existencia? No. Tírense entonces a las llamas, pues no puede contener más que sofistería e ilusión.
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Fuentes Hume, David: Tratado de la naturaleza humana, México, Porrúa, 1985. Traducción de Vicente Viqueira. — Investigación sobre el conocimiento humano, Madrid, Alianza, 2001. Traducción de Jaime de Salas Ortueta.
Bibliografía citada Deleuze, Gilles: Empirismo y subjetividad. La filosofía de David Hume, Barcelona, Gedisa, 1986 (3 ed.). Kenny, Anthony: Breve historia de la filosofía occidental, Barcelona, Paidós, 2005. Traducción de Miguel Candel. Stroud, Barry: Hume, México DF, Universidad Autónoma de México, 1986. Traducción de Antonio Zirión.
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VI. El tribunal de la razón y la filosofía de la historia en Immanuel Kant
Buscamos por todas partes lo incondicionado [das Unbedingte] y siempre encontramos sólo cosas [Dinge]. Novalis, Blütenstaub
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VI.I Introducción a la Crítica de la razón pura Por María José Rossi
La Crítica de la razón pura (Kritik der reinen Vernunft, en adelante CRP) constituye un texto capital de Immanuel Kant (1724-1804) y uno de los más influyentes en la historia del pensamiento. Como su título lo sugiere, es una “crítica”, en términos del filósofo: un análisis o inspección de la facultad de pensar. El momento crítico ha de preceder –conforme al plan riguroso que se ha propuesto Kant para los ámbitos del conocimiento, la moral y la estética– al establecimiento del sistema, es decir, al establecimiento de los principios que rigen cada uno de esos ámbitos. De ahí también que a la CRP (editada en 1781 y 1787) le sigan la Crítica de la razón práctica (Kritik der praktischen Vernunft, 1788) y la Crítica del juicio (Kritik der Urteilskraft, 1790). El imperativo de análisis viene impuesto por las pretensiones del racionalismo dogmático, que confiere a la razón la posibilidad de llegar enteramente por sí misma al conocimiento de la totalidad de lo real. La CRP pone fin a esas pretensiones. Al despertar, por obra del empirismo (especialmente de Hume), del sueño dogmático en que se hallaba sumido –como él mismo habrá de declarar–, Kant consigue ofrecer una fundamentación diversa del modo como conocemos el mundo. Ése es el propósito fundamental de la CRP, que conoce dos ediciones: la primera, de 1781, viene precedida por un prólogo cuyo cometido es delinear muy brevemente el panorama por el cual se convoca al tribunal de la razón con el propósito de juzgar la capacidad de la razón para conocer; la segunda edición, de 1787 (que introduce importantes modificaciones a la primera), es también precedida por un prólogo que se cuenta entre los más célebres de la historia de la filosofía por el modo en que se hallan contenidos los principales lineamientos de la “revolución” operada por Kant en el ámbito del saber. De un modo similar a las revoluciones políticas que en ese momento se estaban dando en Europa, como la Revolución Francesa, el giro dado por Kant profundiza la centralidad del sujeto: así como es el individuo quien debe imponer su propio orden a la realidad sociopolítica –quitando a Dios, la fatalidad o el destino esa prerrogativa–, es el sujeto quien confiere su propia legalidad al mundo natural. Por eso esta filosofía se denomina “idealismo trascendental”: es la estructura racional del sujeto la que funciona como condición de posibilidad del conocimiento humano; ella imprime al mundo su propia organización, pero no lo crea ni lo inventa: lo constituye, a partir de un material que le tiene que ser dado (de ahí las diferencias con el racionalismo, renuente a considerar esta radical finitud del sujeto racional). Esas condiciones de posibilidad se hallan en nuestra sensibilidad espaciotemporal, las que tornan inaccesible al objeto tal como es “en sí mismo” (nóumeno). No obstante, ello no implica ninguna clase de escepticismo, dado
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VI. El tribunal de la razón y la filosofía de la historia en Immanuel Kant
que sólo gracias a esas condiciones ideales nuestras representaciones tienen realidad objetiva. La CRP es un texto que debe su complejidad, precisamente, al hecho de que introduce nuevos sentidos en relación con lo que entendemos por “realidad” e “idealidad”. Lo que aquí ponemos a disposición de los lectores son los textos de esos prólogos fundamentales –que complementaremos con fragmentos clave extraídos de su CRP– para que juzguen por sí mismos el alcance y la profundidad de esta nueva filosofía, no sin antes ofrecer un esquema somero de su contenido para que sirva de guía.
La Crítica de la razón pura: problemas y perspectivas En pleno siglo XVIII, la ciencia físico-matemática alcanza con Newton (1642-1727) un extraordinario desarrollo. El descubrimiento de la ley de la gravitación universal plantea un desafío para la filosofía, que debe dar cuenta de la validez del conocimiento científico, es decir, debe ofrecer una fundamentación válida al hecho de que puedan enunciarse leyes con carácter universal y necesario. A juicio de Kant, los sistemas filosóficos vigentes no ofrecen de manera satisfactoria esta fundamentación: ni el racionalismo ni el empirismo logran explicar cómo es posible el conocimiento universal y necesario. El racionalismo no consigue hacerlo porque la apelación a Dios como garante del conocimiento no resiste la crítica empirista: toda idea válida debe poder remitirse a la experiencia; pero, a su vez, tampoco el empirismo, bajo esta misma premisa, consigue explicar que pueda haber juicios que excedan el carácter de lo particular y contingente. Por eso el empirismo culmina en escepticismo. Los límites de ambos sistemas de pensamiento, más allá de sus notables conquistas –el sujeto como fundamento de conocimiento, en Descartes; la experiencia como requisito del conocer, en Locke y Hume–, imponen a la filosofía un doble desafío. El problema de Kant puede resumirse entonces en esta pregunta: ¿cómo es posible la ciencia físico-matemática? Lo cual supone preguntarse ¿cómo es posible el conocimiento universal y necesario? O bien, en términos de Kant, ¿cómo son posibles los juicios sintéticos a priori?1 Para responder a estos interrogantes, es necesario cambiar el punto de vista desde el cual ha sido pensado el conocimiento hasta el momento. De acuerdo con Kant, el punto de vista de racionalistas (Descartes, Leibniz) y empiristas (Locke, Hume, Berkeley), pese a sus diferencias, sigue siendo realista. El propio Kant nos da la clave de lo que entiende por realismo, al que define como aquel sistema de pensamiento que considera el espacio y el tiempo “como algo dado en sí, independientemente de nuestra sensibilidad” y que, por consiguiente, “se representa los fenómenos exteriores como cosas en sí mismas, existentes con independencia de nosotros y de nuestra sensibilidad”, de modo tal que se encuentran “fuera de nosotros”. Si bien es el sujeto quien tiene la iniciativa (es el fundamento del conocimiento), el objeto es determinante a la hora de conocer, en la medida en que debe ser reflejado tal cual es. Ya sea sensible o intelectual, el conocimiento es siempre, para todo realista, de cosas en sí. Al igual que lo haría una mente divina. 1. Kant mismo formula estos interrogantes en su Introducción a la CRP, VI. “Problema general de la razón pura”, Buenos Aires, Colihue, pp. 75-78. Traducción de M. Caimi.
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Introducción a la Crítica de la razón pura
Kant considera que desde este punto de vista hay cuestiones que no se pueden explicar, como que tengamos conocimientos a priori, independientes de la experiencia. Como se lee en el prólogo de 1787, “si la intuición tuviera que regirse por la naturaleza de los objetos, no veo cómo podría conocerse algo a priori sobre esa naturaleza”. De ahí el sentido de la analogía con la revolución copernicana: así como Copérnico no consigue explicarse ciertos fenómenos celestes a partir de la consideración de que la tierra está fija en el centro del universo (paradigma aristotélico), tampoco es posible explicarse la existencia de cierta especie de conocimientos bajo el supuesto de un sujeto determinado enteramente por los objetos. Es preciso, por tanto, frente a una anomalía, cambiar el paradigma. Y esto es lo que hace Kant: producir en la filosofía una revolución semejante a la que realiza Copérnico en el ámbito de la física. Lo esencial de esa revolución es que el conocimiento deja de concebirse como reflejo de los objetos tal como son en sí mismos, el sujeto deja de ser pasivo; en adelante, el conocimiento implica constituir (no crear) la realidad. A esto se denomina idealismo trascendental: lejos de reflejar la naturaleza de los entes, son los entes los que reflejan la estructura cognitiva de la mente. Ella es la que confiere, a través de las formas puras a priori (intuiciones y conceptos), universalidad y necesidad a las formulaciones científicas. De este modo es posible para Kant responder a los interrogantes antes planteados, es decir, justificar filosóficamente por qué pueden formularse juicios universales y necesarios. Veamos ahora cómo concibe Kant este sujeto de conocimiento, que ha pasado a ser determinante en su relación con los objetos.
Las facultades del sujeto y la constitución de los objetos La primera de las facultades a considerar es la sensibilidad. La sensibilidad es la capacidad de tener representaciones a partir de ser afectado pasivamente por objetos. Esto es lo que hace que nuestra mente sea finita: no puede crear representaciones por sí misma (no es una mente divina), sino que necesita ser afectada por objetos exteriores a ella. Ese primer contacto inmediato se da gracias a la sensibilidad, de la cual se pueden aislar dos formas puras a priori: el espacio y el tiempo. Si la sensación suministra el contenido de la representación empírica, las intuiciones de espacio y tiempo le dan una primera organización a ese material. En tanto formas de la intuición, no provienen de la experiencia, sino que la preceden. Esta precedencia es necesaria, ya que permite ubicar los objetos en una relación de exterioridad unos con otros (gracias al espacio) y en una relación de sucesión (gracias al tiempo). Sólo así obtenemos fenómenos. Aquí es importante remarcar que el espacio y el tiempo no pertenecen a la realidad en sí de los objetos (como pensaba Newton del espacio) sino que son inherentes al sujeto: son las primeras condiciones bajo las cuales el sujeto acomoda y organiza el material que le es dado pasivamente. Esto implica que no conocemos el mundo tal como es en sí mismo sino tal como aparece para nosotros. En esta ruptura con toda posibilidad de conocimiento del mundo en sí consiste la gran revolución operada por Kant: ya no nos será posible, a partir de su giro copernicano, pretender un acceso a las cosas que no conlleve la marca de nuestro modo de ser, de nuestra subjetividad (lo que no implica, para Kant, abandonar la objetividad, como veremos). Veamos lo que el propio Kant nos dice respecto del espacio en el apartado correspondiente a la estética trascendental en la CRP:
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VI. El tribunal de la razón y la filosofía de la historia en Immanuel Kant
1. El espacio no es un concepto empírico que haya sido extraído de experiencias externas. Pues para que ciertas experiencias sean referidas a algo fuera de mí [...] también para que yo pueda representármelas como contiguas y exteriores [...] debo presuponer ya en el fundamento la representación del espacio. 2. El espacio es una representación a priori necesaria que sirve de fundamento de todas las intuiciones externas. Nunca puede uno hacerse una representación de la falta de espacio, aunque sí se puede bien pensar que no haya objetos en él. Por consiguiente, el espacio es considerado como condición de posibilidad de los fenómenos, y no como una determinación dependiente de ellos, y es una representación a priori que necesariamente sirve de fundamento de los fenómenos externos. [...] 3. El espacio no es un concepto discursivo o, como se suele decir, universal, de relaciones de las cosas en general, sino una intuición pura. [
] Él es esencialmente único; lo múltiple en él, y por tanto, también en el concepto universal de espacio en general, se basa simplemente en limitaciones. De ahí se sigue que, con respecto a él, una intuición a priori sirve de fundamento de todos los conceptos de él [los principios geométricos y la posibilidad de sus construcciones a priori]. 4. [
] la representación originaria de espacio es intuición a priori, y no concepto.2 Con la sensibilidad sola no alcanza: “Las intuiciones sin concepto son ciegas”. Ella sólo provee el material y lo ubica en el espaciotiempo, pero ese material fenoménico, pese a ser indispensable para el conocimiento (por eso no puedo conocer objetos suprasensibles, como Dios o el alma), es disperso e inconexo. Necesita una forma. Para conferir unidad a ese material es necesaria la intervención del entendimiento. A diferencia de la sensibilidad, que es pasiva, el entendimiento es una facultad activa, espontánea. Su actividad específica consiste en sintetizar, es decir, en producir enlaces entre datos de modo de obtener una representación común a varios objetos. Esta representación común es el concepto: “La misma función que da unidad a las distintas representaciones en un juicio proporciona también a la mera síntesis de diferentes representaciones en una intuición una unidad que, en términos generales, se llama concepto puro del entendimiento”.3 Un concepto puede ser empírico, como “pizarrón” (al reunir las cualidades “verde”, “liso”, etc., obtengo el concepto “pizarrón”, que en adelante podrá ser aplicado a una pluralidad de objetos similares, como cuando digo “esto es un pizarrón”), o puro (a priori), como “sustancia” o “causa y efecto”. Estos conceptos o categorías puras están presentes en el entendimiento con independencia de la experiencia, es decir, no se abstraen de la materia sensible. Su origen es puro, no empírico, y permiten que el entendimiento se forme un juicio respecto del objeto. A diferencia de los conceptos empíricos, la unidad que ellos imponen es, por así decir, una unidad de orden superior o más general, porque actúan como el presupuesto de conceptos empíricos (cuando digo “este objeto es un pizarrón” está implícito un juicio más general referido a lo que es “objeto”; o cuando digo que la causa por la cual el pizarrón cayó de la pared es la atracción que se produce entre la masa de la Tierra y la masa del objeto en cuestión, está implícito un juicio más 2. I. Kant: Crítica de la razón pura, Buenos Aires, Colihue, 2007, pp. 91-93. Traducción de Mario Caimi. 3. Ibidem, § 10.
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Introducción a la Crítica de la razón pura
general: “todo efecto tiene una causa”). Nótese que en todos los casos se remite a una actividad discursiva, que es en definitiva el tipo de actividad del entendimiento (una intuición intelectual captaría de manera inmediata el objeto). En resumidas cuentas, la función del entendimiento es triple: a) recolecta los elementos múltiples y dispersos que le ofrece la sensibilidad; b) los retiene en una acumulación que se produce por adición; c) impone una unidad (los sintetiza o enlaza) a través de los conceptos. La tabla lógica de los juicios ofrece el cuadro completo de los enlaces del entendimiento:
Clasificación de los juicios
Categorías
Universales (Todo S es P): “Todo hombre es mortal” Particulares (Algún S es P): “Algunos hombres son argentinos” Singulares (a es P): “Pedro es argentino”
Según la cantidad Unidad
Afirmativos (S es P): “La tierra es redonda” Negativos (S no es P): “El mercurio no es un sólido” Infinitos (S es no P): “El perro es no vivíparo”
Según la cualidad Realidad Negación Limitación
Categóricos (S es P): “El cuerpo es extenso” Hipotéticos (Si A -> B): “Si llueve tendrá fin la sequía” Disyuntivos (A o B o C): “Es esto o aquello”
Según la relación Sustancia y accidente Causa y efecto Comunidad
Problemáticos (Es posible que S sea P): “La mesa puede ser blanca” Asertóricos (S es P): “María es estudiante” Apodícticos (S es necesariamente P): “El triángulo tiene tres lados”
Según la modalidad
Pluralidad Totalidad
Posibilidad - imposibilidad Existencia - No existencia Necesidad - contingencia
Kant señala que la actividad del entendimiento es juzgar. Y juzgar es pensar (conocer): “El negocio de los sentidos es intuir; el del entendimiento, pensar. Pero pensar es unir representaciones en una conciencia. Esta unión o bien nace sólo relativamente al sujeto y es contingente y subjetiva, o bien ocurre, sencillamente, y es necesaria u objetiva. La unión de las representaciones en una conciencia es el juicio. Luego pensar es lo mismo que juzgar o referir representaciones a juicios en general”.4 El dato fenoménico es un requisito indispensable para esta función del entendimiento. De ahí la aseveración que completa la anteriormente referida: “los conceptos sin intuiciones son vacíos”. Kant obtura expresamente la posibilidad de que se pueda conocer lo que esté más allá de la experiencia: “No podemos pensar un objeto sino mediante categorías ni podemos conocer ningún objeto pensado sino a través de intuiciones que corresponden a esos 4. Kant, I., Prolegómenos a toda metafísica futura que pueda presentarse como ciencia, Madrid, Istmo, 1999, § 22.
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conceptos. Igualmente, todas nuestras intuiciones son sensibles y este conocimiento, en la medida en que su objeto es dado, es empírico. Ahora bien, el conocimiento empírico es la experiencia. No podemos, pues, tener conocimiento a priori sino de objetos de la experiencia posible”.5 Ahora bien, como decíamos, la sensibilidad es pasiva: de ella no puede esperarse que ponga en contacto el pensar con el objeto. Ese contacto depende del entendimiento, que es, como decíamos, una facultad activa, espontánea. Sólo el entendimiento logra superar la heterogeneidad entre la mente y el mundo. Pero lo hace a través de un elemento que oficia de mediador entre la función epistémica del entendimiento y la multiplicidad sensible, entre la unidad de los conceptos y la dispersión propia de la intuición: la imaginación. Pese a que, a medida que avancen las sucesivas ediciones de la Crítica de la razón pura, la imaginación va a ir perdiendo parte de su función originalmente espontánea y creativa frente al entendimiento, ella retendrá una función clave: proveer el esquema por el cual el entendimiento puede aplicarse al fenómeno sensible y acoplar polos heterogéneos entre sí. El esquema permite así subsumir un objeto al concepto, es decir, remitirlo a aquello que lo comprende y posibilita. En el caso de los conceptos empíricos, este esquema es algo así como una figura que me represento en la imaginación (una silla que está en lugar de todas las sillas, un perro que es el paradigma de todos los perros). Pero a la vez, para poder pensar que un objeto determinado (como la silla o el perro) es una entidad (algo que permanece pese al cambio), la imaginación provee un esquema que se delinea en el tiempo: para pensar la sustancialidad, el esquema que dibuja la imaginación es la permanencia; para poder pensar una cadena causal, dibuja una línea en el tiempo: la sucesión; para pensar la acción recíproca, el esquema es la simultaneidad. La imaginación completa así el cuadro de las facultades con que el sujeto constituye el objeto de conocimiento. Veremos ahora las implicancias que este constituir propone en relación con la cuestión de la correspondencia del pensar con lo real, es decir, en relación con la cuestión de la verdad.
La cuestión de la verdad La cuestión de la constitución de objetos plantea una dificultad, pues trastrueca enteramente el modo en el cual había sido pensada la relación entre pensar y ser: significa que el pensar ya no es mera adecuación entre la mente y la realidad. En efecto, los conceptos puros del entendimiento, refiriéndose a objetos, han sido, no obstante, generados con independencia de ellos: por eso son a priori. Lejos de reflejarlos, los hacen posibles. Por otra parte, ese elemento del pensar es heterogéneo respecto del material sensible (el concepto de “sustancia” no es equivalente a ninguna de las sustancias conocidas, aunque por su generalidad las comprenda a todas). Si bien el elemento mediador es el esquema, se hace necesario, no obstante, justificar la validez de esos conceptos a priori. La deducción trascendental de las categorías –que más que una deducción es un “alegato”–6 es un intento de hacerlo. La objetividad no es reflejo del objeto, pero tampoco depende de la subjetividad individual, del arbitrio personal de cada cual. Depende de la aplicación 5. Kant, CRP, edición citada, p.229. 6. M. Caimi: “Introducción”, en I. Kant: CRP, Buenos Aires, Colihue, 2001, p. XXXIV.
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de reglas (las mismas para todos los sujetos) que permite la coherencia de las representaciones. En sentido trascendental, esas representaciones del sujeto no son privadas sino resultado de ciertas condiciones necesarias y universales del conocimiento humano. Son esas condiciones las que hacen posible describir el mundo de modo objetivo. No lo hacemos de modo arbitrario o particular, como puede serlo en un sentido empírico.7� De modo que esa descripción, universal y necesaria, “concuerda” con el mundo, no con su “en sí”, que es inescrutable, sino con el mundo en tanto representación.
El ámbito de las ideas El en sí del mundo es inescrutable (no se puede conocer), pero la razón tiene la chance de pensarlo. En otras palabras: así como es posible considerar las cosas tal como se nos aparecen, es posible considerarlas tal como son en sí mismas. Y si bien esa consideración no nos da ningún conocimiento (que debe limitarse al aspecto fenoménico de los objetos), sin embargo no le está vedado a la razón hacerlo, pues implica poder concebirlas con independencia de la sensibilidad y sus formas a priori. El concepto epistemológico que la razón se forma cuando intenta caracterizar los objetos cuando los piensa al margen del conocimiento sensible es el concepto de nóumeno. ¿Qué sentido tiene formarse un concepto de aquello cuyo conocimiento nos está vedado? El sentido es puramente epistemológico: trazar un límite entre lo legítimamente cognoscible y aquello que sólo nos está permitido pensar; restringir las pretensiones de la sensibilidad de conocer todo lo que existe. Ese límite marca, a la vez, la frontera que separa el conocimiento científico de la metafísica; el ámbito de lo condicionado (que es el mundo regido por leyes causales) del ámbito de lo incondicionado (el mundo libre de todo condicionamiento causal. El trazado de esa frontera ha sido crucial para la historia del pensamiento, pues ha determinado la conformación de dos campos irreductibles (el de la ciencia y el de la metafísica; el del dato positivo y el de la pura idea) entre cuyos efectos podemos contar la hegemonía del criterio positivista para los estudios científicos y humanos. Esto implica conferir importancia al dato empírico sin más, a lo que es experimentable, y desechar por inútil o innecesario todo lo que entra en el campo de la pura especulación. Sin embargo, si bien habilitados por una parte del sistema (el que corresponde a la razón teórica), estos efectos –que derivan en buena medida de una lectura sesgada del sistema kantiano, renuente a considerar el inmenso ámbito de la práctica que se abre con la postulación de lo nouménico– no se infieren de su propia restricción. En efecto, para Kant es inherente a la vocación de la razón intentar ir siempre más allá, querer superar el ámbito de lo condicionado, formarse una idea de la totalidad o de la unidad de todo lo cognoscible. No se puede pasar por alto esta tendencia de la razón sin incurrir en una mutilación gravosa, resultado de ignorar las exigencias propias del sistema. Para encontrar la unidad de todo lo condicionado, la razón se va a valer del mismo procedimiento del que se vale el entendimiento, es decir, de estructuras lógicas denominadas silogismos. 7. Véase H. Allison: El idealismo trascendental de Kant: una interpretación y defensa, Barcelona, Anthropos, 1992, pp. 35 y ss.
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Pero a diferencia del entendimiento, que procede en cooperación con la sensibilidad, la razón va a ir de condición en condición desprendiéndose de todo límite empírico y valiéndose sólo de conceptos hasta llegar a la condición última, a la que va a erigir en principio absoluto; así, en su afán de encontrar al sujeto que no pueda ser predicado, va a llegar, a través del silogismo categórico, a la idea de alma, a la que va a cosificar, erróneamente. En efecto, no cabe, como se ha visto, atribuir existencia efectiva a aquello que excede el ámbito de la experiencia. Lo mismo sucede con la idea de mundo, producto de la aplicación del silogismo hipotético: al hipostasiar la serie completa de las causas y los efectos en una sustancia totalizadora, la razón atribuye existencia, de manera ilusoria, a un objeto suprasensible. Finalmente la idea de Dios, resultado del silogismo disyuntivo, surge al conceder existencia a un ente al que se concibe como suma realidad. Todo nuestro conocimiento comienza por los sentidos, pasa de éstos al entendimiento y termina en la razón. No hay en nosotros nada superior a ésta para elaborar la materia de la intuición y someterla a la suprema unidad del pensar. [...] Si el entendimiento es la facultad de la unidad de los fenómenos mediante las reglas, la razón es la facultad de la unidad de las reglas del entendimiento bajo los principios. La razón nunca se refiere, pues, directamente a la experiencia o a algún objeto, sino al entendimiento, a fin de dar unidad a priori, mediante conceptos, a los diversos conocimientos de éste. Tal unidad puede llamarse unidad de la razón y es de índole totalmente distinta de la que es capaz de producir el entendimiento. [...] El genuino principio de la razón en general (en su uso lógico) es éste: encontrar lo incondicionado del conocimiento condicionado del entendimiento, aquello con lo que la unidad de éste queda completada.8 Ente realísimo (Dios), totalidad de los entes físicos (mundo), unidad de los fenómenos psíquicos (alma): cada una de estas tres ideas expresa la necesidad humana de alcanzar la unidad. Vedadas al conocimiento, pues no cabe atribuirles existencia objetiva, ellas se convierten en ideas regulativas cuya función es impulsar el progreso de la ciencia. Pues al proponerse metas inalcanzables, el afán humano por conocer se organiza en estructuras cada vez más complejas y coherentes entre sí, lo que da origen a los sistemas. El intento, con todo, de la razón de hipostasiar estas ideas, es decir, de ubicarlas en una estructura espaciotemporal (pasando por alto la restricción kantiana de no intentar conocer lo que supera los límites de la experiencia), lleva a una dialéctica específica, conocida como dialéctica trascendental. Producto de este modo engañoso (sofístico) de pensar, resultan las antinomias de la razón o proposiciones antitéticas referidas a la idea de mundo: 1) tesis: el mundo tiene un origen en el tiempo y está encerrado en límites en el espacio; antítesis: el mundo no tiene comienzo temporal ni límites espaciales; 2) tesis: el mundo está constituido por elementos simples; antítesis: en el mundo nada es simple y todo es divisible al infinito; 3) tesis: la serie de los cambios en el mundo se inicia a partir de una causalidad por libertad; antítesis: todo en el mundo acontece según leyes de la naturaleza (sólo hay necesidad); 4) tesis: el mundo tiene su fundamento en un ser necesario; antítesis: no hay en el mundo ningún ente necesario que sea 8. Kant, CRP, edición citada, p.383 (se han realizado modificaciones en base a la traducción de Perojo y Armengol).
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su causa. La conclusión a la que arriba Kant en el apartado correspondiente de la CRP es que el único modo que tiene la razón de evitar las antinomias o contradicciones es no extender a las cosas en sí las condiciones que valen para el mundo fenoménico: Las ideas trascendentales nunca son de uso constitutivo, de suerte que se den en virtud de ellas los conceptos de ciertos objetos; entendidas así no son más que conceptos sofísticos (dialécticos). Tienen, por el contrario, un destacado uso regulativo, indispensablemente necesario: dirigir el entendimiento a un objetivo determinado en el que convergen las líneas directrices de todas sus reglas. Este punto de convergencia, aunque no sea más que una idea (focus imaginarius), es decir, un punto desde el cual no parten realmente los conceptos del entendimiento, ya que se halla totalmente fuera de los límites de la experiencia, sirve para dar a estos conceptos la mayor unidad, a la vez que la mayor amplitud. Es de aquí de donde surge el error de creer que esas líneas directrices proceden de un objeto mismo que se halla fuera del campo de la experiencia posible (al igual que se ven los objetos detrás de la superficie del espejo). Esta ilusión (cuyo engaño podemos impedir) es, sin embargo, inevitablemente necesaria desde el momento en que [...] proyectamos nuestro entendimiento más allá de toda experiencia dada [...] y queremos obtener para él la mayor ampliación posible. (CRP)9
9. Losada, 1986, p.281; se han realizado modificaciones tomando en cuenta la traducción de M. Caimi.
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VI.II Selección de textos anotada por M.J.R.
Crítica de la razón pura Prefacio de la primera edición (1781) Tiene la razón humana el singular destino, en cierta especie de conocimientos, de verse agobiada por cuestiones de índole tal que no puede evitarlas, porque su propia naturaleza las impone, y que no puede resolver porque a su alcance no se encuentran.10 No se halla en esta situación por culpa suya. Comienza su camino con principios de uso inevitable en el curso de la experiencia y que tienen toda la garantía que puede ésta darles. Con estos principios se eleva constantemente (como su propia naturaleza exige) hasta las más lejanas cuestiones. Pero comprendiendo que de ésta queda siempre incompleta su obra, porque nunca encuentran un término final las cuestiones y los problemas, se ve obligada a recurrir a principios a cuyo uso niega la experiencia toda garantía y que a la vez le parecen tan poco sospechosos que ni el sentido común opone dificultad alguna. Por esta razón cae en la oscuridad y en la contradicción, en donde comprende que algún oculto error las produce, pero sin que por eso pueda descubrirlo, porque esos principios de que se sirve, al sobrepasar los límites de la experiencia, no reconocen como piedra de toque experiencia alguna. La arena de estas discusiones sin fin es la metafísica.11 10. El prefacio se inicia aludiendo al destino de la razón en relación con el conocimiento metafísico, el cual aparece signado por una contradicción inevitable: la que se plantea entre su “naturaleza” y “alcance”. Por un lado, está en la naturaleza de la razón plantearse cuestiones “que no puede evitar”; su vocación, como dirá más adelante, es “elevarse constantemente […] hasta las más lejanas cuestiones”, esto es, alcanzar la unidad del conocimiento. Pero esta aspiración se ve constantemente frustrada porque esas cuestiones “no se encuentran a su alcance”, es decir, se hallan fuera de sus límites. Por eso, el destino de la razón es trágico: desgarrada por una contradicción inherente a su propia naturaleza, se verá impelida a ceñir el conocimiento a lo fenoménico y resignar alcanzar lo suprasensible, al que sólo podrá pensar. 11. El límite de la razón es claro: es la experiencia. Si se aventura a ir más allá, el riesgo para la razón es caer en la contradicción, reactualizar la tragedia. Cuando se atreve más allá de sus límites, la razón cae en paralogismos (razonamientos falaces) y antinomias (contradicciones): v.g., el alma (entidad suprasensible que alude a la totalidad de los entes psíquicos) puede ser eterna o no serlo; el mundo (entidad que resume la totalidad de los entes físicos) puede tener un principio en el tiempo o no tenerlo. Ello ha hecho de la metafísica “la arena de las
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Hubo un tiempo en que se la llamó la reina de todas las ciencias, y si a la intención se toma como cosa ya hecha, es manifiesto que por la extraordinaria importancia del objeto de que se trataba con toda justicia mereció tan glorioso nombre. Los vientos que en estos tiempos corren son muy contrarios a ella; por doquier se ve el desprecio en que se la tiene, y la matrona rechazada y abandonada gime como Hécuba:12 Modo maxima rerum Tot generis natisque potens… Nunc trahor, exul, inops.13
(Ovidio: Metamorfosis) Al principio, bajo la égida de los dogmáticos, fue su imperio despótico. Pero como sus leyes todavía traían rastros de antigua barbarie, fue poco a poco degenerando en guerras interiores en una completa anarquía, y los escépticos, especie de nómadas que detestan toda clase de obra que sobre el suelo aparezca sólida, demolían lentamente estas fortalezas.14 […] Ahora, después de que todos los procedimientos han sido vanamente intentados, reinan en las ciencias cierto tedio y total indiferencia, engendradora del caos y de las tinieblas que al mismo tiempo, empero, contiene el origen, o si no el preludio, de su próxima transformación y mejor conocimiento, y la luz de que las privó un mal entendido celo con sus oscuridades y confusiones. Es inútil aparentar indiferencia por ciertas investigaciones cuyo objeto nunca podrá mirar así la naturaleza humana […] Pero esta indiferencia que se abre paso en el florecimiento de todas las ciencias, afectando precisamente a la que si fuera posible que el hombre poseyera sería de la que con más dificultad habría de desprenderse, es un fenómeno que merece mucha atención y un detenido examen.
discusiones sin fin”. Reproche clásico a la metafísica: ella no es más que el terreno árido en el que prosperan polémicas estériles, sin ningún interés para la humanidad. Notemos, por otra parte, que en Kant la contradicción no es propia de la realidad sino de la razón: sólo ella se contradice cuando abandona su piedra de toque (la experiencia). 12. La referencia al tiempo en que la filosofía fue reina de las ciencias (en el período la filosofía clásica griega) tiene por sentido mostrar el estado de descrédito a que ha llegado a causa de las interminables disputas. A diferencia de las ciencias físico-matemáticas, que no sólo han logrado independizarse de su dominio sino que también progresan de modo ineluctable, la metafísica, de acuerdo con la cita de Ovidio, se encuentra “desterrada” y “expoliada”, es decir, ya no goza del prestigio que supo ostentar. 13. A la manera de la cosa más excelsa / que pueda ser engendrada y nacer
/ así ahora es desterrada y expoliada (traducción propia). 14. El párrafo reconoce a las corrientes en conflicto: por un lado los racionalistas, a los que tacha de “dogmáticos” al hacer uso de la razón “sin una previa crítica de su propio poder” (CRP, Prólogo de 1787, p. 143); por el otro, los empiristas, a los que reputa de “escépticos” por su imposibilidad teórica de fundamentar la validez de la ciencia (a partir de meros datos empíricos la razón sólo está en condiciones de formular generalidades, no juicios universales y necesarios). Resultado de esta pugna sin solución aparente, la indiferencia se apropia de los espíritus, pero Kant señala que esta crisis puede ser la oportunidad para que la razón encuentre definitivamente el camino de la ciencia.
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El hecho no es ciertamente efecto de la ligereza, antes bien del maduro juicio de la época que no quiere seguir contentándose con un saber aparente y exige de la razón la más difícil de sus tareas, a saber: que de nuevo emprenda su propio conocimiento y establezca un tribunal que al mismo tiempo que asegure sus legítimas aspiraciones rechace todas las que sean infundadas, y no haciendo esto mediante arbitrariedades sino según sus leyes inmutables y eternas. Y este tribunal no es otro que la Crítica de la razón pura.15 No entiendo por esto una crítica de libros y de sistemas, sino de la propia facultad de la razón en general, considerada en todos los conocimientos que puede alcanzar sin valerse de la experiencia, y por donde ha de resultar también la posibilidad o imposibilidad de una metafísica, la determinación de sus fuentes, su extensión, sus límites, y siempre según principios.16
Prefacio de la segunda edición (1787) Si la elaboración de los conocimientos pertenecientes al dominio de la razón lleva o no el camino seguro de una ciencia es algo que pronto puede apreciarse por el resultado. Cuando, tras muchos preparativos y aprestos, la razón se queda estancada inmediatamente de llegar a su fin; o cuando, para alcanzarlo, se ve obligada a retroceder una y otra vez y a tomar otro camino; cuando, igualmente, no es posible poner de acuerdo a los distintos colaboradores sobre la manera de realizar el objetivo común; cuando esto ocurre se puede estar convencido de que semejante estudio está todavía muy lejos de haber encontrado el camino seguro de una ciencia: no es más que un andar a tientas. Y constituye un mérito de la razón averiguar ese camino, dentro de lo posible, aun a costa de abandonar como inútil algo que se hallaba contenido en el fin adoptado anteriormente sin reflexión. 15. Que en medio de la indiferencia se vislumbre un cambio es signo “del maduro juicio de la época”. La intelectualidad, juiciosa, ha madurado; por eso exige la convocatoria a un tribunal, metáfora que da cuenta del fondo jurídico sobre el que se delinea la filosofía kantiana. Ese tribunal, cuya finalidad es someter a juicio la razón, está conformado por un juez (la razón, encarnada en el maduro juicio), un fiscal (los empiristas), un abogado defensor (los racionalistas) y un acusado… la razón. Quiere decir que, en este juicio singular, ¡la razón es juez y parte! No podía ser de otra manera, pues ¿quién está en condiciones de juzgar a la razón más que la razón? He aquí el primer presupuesto de la crítica: sólo la razón puede ser transparente para sí misma. Como señala J. Habermas: “Kant quería instituir un tribunal cuya constitución no le preocupaba en absoluto, ya que nada le parecía más seguro que la autoconciencia” (Conocimiento e interés. Buenos Aires, Taurus, 1990, p. 23). Sobre la garantía que le confiere la unidad trascendental de la autoconciencia, el juez debe pronunciarse, en su veredicto, respecto de las competencias de la razón: qué es lo que legítimamente puede conocer y qué no. Con ello la razón verá trazados sus propios límites, los que no estará autorizada a sobrepasar. De ello resultará un autoconocimiento de la razón, es decir, un saber del saber: ése es, en definitiva, el sentido profundo de la crítica. 16. Del veredicto del juez también pende el destino de la metafísica. Si el juez, en su dictamen, determina que la razón sólo puede conocer lo fenoménico y sanciona que el conocimiento científico debe atenerse a ese límite, entonces la metafísica queda de suyo excluida del ámbito de la ciencia. Ésta será una de las conclusiones clave de la CRP: la metafísica no es ciencia. Su objeto (lo suprasensible) no pertenece a los dominios del conocer sino del pensar. Pero si es cierto que una razón que es al mismo tiempo juez y parte crea sospechas legítimas respecto de su imparcialidad, también lo es el que la vocación de la razón sea crítica de sí, no permanecer en la quietud, cuestionar toda inmutable identidad. Una razón que eternizase un veredicto se traicionaría a sí misma. Nada es para la razón “cosa juzgada”, pues ello constituye un crimen para el progreso.
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Que la lógica ha tomado este camino seguro desde los tiempos más antiguos es algo que puede inferirse del hecho de que no ha necesitado dar ningún paso atrás desde Aristóteles, salvo que se quieran considerar correcciones la supresión de ciertas sutilezas innecesarias o la clarificación de lo expuesto, aspectos que afectan a la elegancia, más que a la certeza de la ciencia. Lo curioso de la lógica es que tampoco haya sido capaz, hasta hoy, de avanzar un solo paso. Según todas las apariencias se halla, pues, definitivamente concluida. En efecto, si algunos autores modernos han pensado ampliarla a base de introducir en ella capítulos, bien sea psicológicos, sobre las distintas facultades de conocimiento (imaginación, agudeza), bien sea metafísicos, sobre el origen del conocimiento o de los distintos tipos de certeza, de acuerdo con la diversidad de objetos (idealismo, escepticismo, etc.), bien sea antropológicos, sobre los prejuicios (sus causas y los remedios en contra), ello procede de la ignorancia de tales autores acerca del carácter peculiar de esa ciencia. Permitir que las ciencias se invadan mutuamente no es ampliarlas, sino desfigurarlas. Ahora bien, los límites de la lógica están señalados con plena exactitud por ser una ciencia que no hace más que exponer detalladamente y demostrar con rigor las reglas formales de todo pensamiento, sea éste a priori o empírico, sea cual sea su comienzo o su objeto, sean los que sean los obstáculos, fortuitos o naturales, que encuentre en nuestro psiquismo. Que la lógica haya tenido semejante éxito se debe únicamente a su limitación, que la habilita, y hasta la obliga, a abstraer de todos los objetos de conocimiento y de sus diferencias. En la lógica el entendimiento no se ocupa más que de sí mismo y de su forma. Naturalmente, es mucho más difícil para la razón tomar el camino seguro de la ciencia cuando no simplemente tiene que tratar de sí misma, sino también de objetos. De ahí que la lógica, en cuanto propedéutica, constituya simplemente el vestíbulo, por así decirlo, de las ciencias y, aunque se presupone una lógica para enjuiciar los conocimientos concretos que se abordan, hay que buscar la adquisición de éstos en las ciencias propia y objetivamente dichas. Ahora bien, en la medida en que ha de haber razón en esas ciencias, tiene que conocerse en ellas algo a priori,17 y este conocimiento puede poseer dos tipos de relación con su objeto: o bien para determinar simplemente este último y su concepto (que ha de venir dado por otro lado) o bien para convertirlo en realidad. La primera relación constituye el conocimiento teórico de la razón; la segunda, el conocimiento práctico. De ambos conocimientos ha de exponerse primero por separado la parte pura, sea mucho o poco lo que contenga, a saber, la parte en la que la razón determina su objeto enteramente a priori, y posteriormente lo que procede de otras fuentes, a fin de que no se confundan las dos cosas. En efecto, es ruinoso el negocio cuando se gastan ciegamente los ingresos sin poder distinguir después, cuando aquél no marcha, cuál es la cantidad de ingresos capaz de soportar el gasto y cuál es la cantidad en que hay que reducirlo. La matemática y la física son los dos conocimientos teóricos de la razón que deben determinar sus objetos a priori. La primera de forma enteramente pura; la segunda, de forma al menos
17. Conocimientos a priori son aquellos que no dependen de la experiencia sensible y se caracterizan por ser universales y necesarios; se los debe diferenciar de los conocimientos a posteriori, dependientes de la experiencia, particulares y contingentes.
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parcialmente pura, estando entonces sujeta tal determinación a otras fuentes de conocimiento distintas de la razón.18 La matemática ha tomado el camino seguro de la ciencia desde los primeros tiempos a los que alcanza la historia de la razón humana, en el admirable pueblo griego. Pero no se piense que le ha sido tan fácil como a la lógica –en la que la razón únicamente se ocupa de sí misma–hallar o, más bien, abrir por sí misma ese camino real. Creo, por el contrario, que ha permanecido mucho tiempo andando a tientas (especialmente entre los egipcios) y que hay que atribuir tal cambio a una revolución llevada a cabo en un ensayo, por la idea feliz de un solo hombre. A partir de este ensayo, no se podía ya confundir la ruta a tomar, y el camino seguro de la ciencia quedaba trazado e iniciado para siempre y con alcance ilimitado. Ni la historia de la revolución del pensamiento, mucho más importante que el descubrimiento del conocido Cabo de Buena Esperanza, ni la del afortunado que la realizó se nos han conservado. Sin embargo, la leyenda que nos transmite Diógenes Laercio –quien nombra al supuesto descubridor de los más pequeños elementos de las demostraciones geométricas y, según el juicio de la mayoría, no necesitados siquiera de prueba alguna– demuestra que el recuerdo del cambio sobrevenido al vislumbrarse este nuevo camino debió ser considerado por los matemáticos como muy importante y que, por ello mismo, se hizo inolvidable. Una nueva luz se abrió al primero (llámese Tales o como se quiera) que demostró el triángulo equilátero. En efecto, advirtió que no debía indagar lo que veía en la figura o en el mero concepto de ella y, por así decirlo, leer, a partir de ahí, sus propiedades, sino extraer éstas a priori por medio de lo que él mismo pensaba y exponía (por construcción) en conceptos. Advirtió también que para saber a priori algo con certeza no debía añadir a la cosa sino lo que necesariamente se seguía de lo que él mismo, con arreglo a su concepto, había puesto en ella.19 La ciencia natural tardó bastante más en encontrar la vía grande de la ciencia. Hace sólo alrededor de un siglo y medio que la propuesta del ingenioso Bacon de Verulam en parte ocasionó el descubrimiento de la ciencia y en parte le dio más vigor, al estarle ya sobre la pista de la misma. Este descubrimiento puede muy bien ser aplicado igualmente por una rápida revolución previa en el pensamiento. Sólo me referiré aquí a la ciencia natural en la medida en que se basa en principios empíricos. Cuando Galileo hizo bajar por el plano inclinado unas bolas de un peso elegido por él mismo, o cuando Torricelli hizo que el aire sostuviera un peso que él, de antemano, había supuesto equivalente al de un determinado volumen de agua, o cuando, más tarde, Stahl transformó metales en cal y ésta de nuevo en metal, a base de quitarles algo y devolvérselo, entonces los investigadores de la naturaleza comprendieron súbitamente algo. Entendieron que la razón sólo reconoce lo que ella misma produce según su bosquejo, que la razón tiene que anticiparse con los principios de sus juicios de acuerdo con leyes constantes y que tiene que obligar a la naturaleza a responder 18. Kant distingue la matemática de la física: mientras las representaciones de la matemática no tienen origen empírico, pues se construyen enteramente en la intuición pura a priori del tiempo, los objetos de la física, en cambio, tienen origen empírico: así como tengo la intuición de los números, tengo la experiencia de un cuerpo físico. 19. Sólo podemos conocer aquello que se ajusta a nuestro aparato cognitivo; la posibilidad de un conocimiento en sí de los objetos nos está vedada.
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a sus preguntas, pero sin dejarse conducir con andaderas, por así decirlo. De lo contrario, las observaciones fortuitas y realizadas sin un plan previo no van ligadas a ninguna ley necesaria. La razón debe abordar la naturaleza llevando en una mano los principios según los cuales sólo pueden considerarse leyes los fenómenos concordantes, y en la otra, el experimento que ella hay proyectado a la luz de tales principios.20 Aunque debe hacerlo para ser instruida por la naturaleza, no lo hará en calidad de discípulo que escucha todo lo que el maestro quiere, sino como juez designado que obliga a los testigos a responder a las preguntas que les formula. De modo que incluso la física sólo debe tan provechosa revolución de su método a una idea, la de basar (no fingir) en la naturaleza lo que la misma razón pone en ella, lo que debe aprender de ella, de lo cual no sabría nada por sí sola. Únicamente de esta forma ha alcanzado la ciencia natural el camino seguro de la ciencia, después de tantos años de no haber sido más que un mero andar a tientas. La metafísica, conocimiento especulativo de la razón completamente aislado, que se levanta enteramente por encima de lo que enseña la experiencia, con meros conceptos (no aplicándolos a la intuición, como hacen las matemáticas), donde por tanto la razón ha de ser discípula de sí misma, no ha tenido hasta ahora la suerte de poder tomar el camino seguro de la ciencia. Y ello a pesar de ser más antigua que todas las demás y de que seguiría existiendo aunque éstas desaparecieran totalmente en el abismo de una barbarie que lo aniquilara todo. Efectivamente, en la metafísica la razón se atasca continuamente, incluso cuando, hallándose frente a las leyes que la experiencia más ordinaria confirma, ella se empeña en conocerlas a priori. Incontables veces hay que volver atrás en la metafísica, ya que se advierte que el camino no conduce a donde se quiere ir. Por lo que toca a la unanimidad de lo que sus partidarios afirman, está aún tan lejos de ser un hecho que más bien es un campo de batalla realmente destinado, al parecer, a ejercitar las fuerzas propias en un combate donde ninguno de los contendientes ha logrado jamás conquistar el más pequeño terreno ni fundar sobre su victoria una posesión duradera. No hay, pues, duda de que su modo de proceder ha consistido, hasta la fecha, en un mero andar a tientas y, lo que es peor, a base de simples conceptos. ¿A qué se debe entonces que la metafísica no haya encontrado todavía el camino seguro de la ciencia? ¿Es acaso imposible? ¿Por qué, pues, la naturaleza ha castigado nuestra razón con el afán incansable de perseguir este camino como una de sus cuestiones más importantes? Más todavía: ¡qué pocos motivos tenemos para confiar en la razón si, ante uno de los campos más importantes de nuestro anhelo de saber, no sólo nos abandona, sino que nos entretiene con pretextos vanos y, al final, nos engaña! Quizá simplemente hayamos errado ese camino hasta hoy. Si es así ¿qué indicios nos harán esperar que, en una renovada búsqueda, seremos más afortunados que otros que nos precedieron? Me parece que los ejemplos de la matemática y de la ciencia natural, las cuales se han convertido en lo que son ahora gracias a una revolución repentinamente producida, son lo suficien20. Kant da cuenta aquí del método hipotético deductivo propio de la ciencia físico-matemática. A la observación del fenómeno sigue la formulación de la hipótesis, de la cual se deducen proposiciones más elementales cuya verdad debe comprobarse a través de la experiencia. De este modo, el momento racional (la formulación de la hipótesis como proyección de la razón) y el momento empírico (observación, verificación) se conjugan para producir conocimiento.
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temente notables como para hacer reflexionar sobre el aspecto esencial de un cambio de método que tan buenos resultados ha proporcionado en ambas ciencias, así como también para imitarlas, al menos a título de ensayo, dentro de lo que permite su analogía, en cuanto conocimientos de razón, con la metafísica. Se ha supuesto hasta ahora que todo nuestro conocer debe regirse por los objetos. Sin embargo, todos los intentos realizados bajo tal supuesto con vistas a establecer a priori, mediante conceptos, algo sobre esos objetos –algo que ampliara nuestro conocimiento– desembocaban en el fracaso. Intentemos, pues, por una vez, si no adelantaremos más en las tareas de la metafísica suponiendo que los objetos deben conformarse a nuestro conocimiento, cosa que concuerda ya mejor con la deseada posibilidad de un conocimiento a priori de dichos objetos, un conocimiento que pretende establecer algo sobre éstos antes de que nos sean dados.21 Ocurre aquí como con los primeros pensamientos de Copérnico. Éste, viendo que no conseguía explicar los movimientos celestes si aceptaba que todo el ejército de estrellas giraba alrededor del espectador, probó si no obtendría mejores resultados haciendo girar al espectador y dejando las estrellas en reposo. En la metafísica se puede hacer el mismo ensayo, en lo que atañe a la intuición de los objetos. Si la intuición tuviera que regirse por la naturaleza de los objetos, no veo cómo podría conocerse algo a priori sobre esa naturaleza. Si, en cambio, es el objeto (en cuanto objeto de los sentidos) el que se rige por la naturaleza de nuestra facultad de intuición, puedo representarme fácilmente tal posibilidad. Ahora bien, como no puedo pararme en estas intuiciones si se las quiere convertir en conocimientos, sino que debo referirlas a algo como objeto suyo y determinar éste mediante las mismas, puedo suponer una de estas dos cosas: o bien los conceptos por medio de los cuales efectúo esta determinación se rigen también por el objeto, y entonces me encuentro, una vez más, con el mismo embarazo sobre la manera de saber de él algo a priori, o bien supongo que los objetos o, lo que es lo mismo, la experiencia, única fuente de su conocimiento (en cuanto objetos dados), se rigen por tales conceptos. En este segundo caso veo enseguida una explicación más fácil, dado que la misma experiencia constituye un tipo de conocimiento que requiere entendimiento y éste posee unas reglas que yo debo suponer en mí ya antes de que los objetos me sean dados, es decir, reglas a priori. Estas reglas se expresan en conceptos a priori, a los que, por tanto, se conforman necesariamente todos los objetos de la experiencia y con los que deben concordar. Por lo que se refiere a los objetos que son meramente pensados por la razón –y, además, como necesarios–, pero que no pueden ser dados (al menos tal como la razón los piensa) en la experiencia, digamos que las tentativas para pensarlos (pues, desde luego, tiene que ser posible pensarlos) proporcionarán una magnífica piedra de toque de lo que consideramos el nuevo método del pensamiento, a saber, que sólo conocemos a priori de las cosas lo que nosotros mismos ponemos en ellas. […]
21. Kant contrasta los puntos de vista realista e idealista: de acuerdo con el primero, conocemos los objetos en la medida en que reflejamos su naturaleza, de modo que el objeto es determinante a la hora de conocer; de acuerdo con el segundo, sólo conocemos aquello que disponemos bajo nuestra estructura espaciotemporal; sólo así es posible anticipar algunas de las propiedades de los objetos. En adelante, objeto será lo que se sujete a las condiciones sensibles e intelectuales de nuestra mente; es, en consecuencia, algo representado. Cf. Allison, op. cit., p. 68.
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VI. El tribunal de la razón y la filosofía de la historia en Immanuel Kant
Introducción (B 1-5) No hay duda de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia. Pues ¿cómo podría ser despertada a actuar la facultad de conocer sino mediante objetos que afectan a nuestros sentidos y que ora producen por sí mismos representaciones ora ponen en movimiento la capacidad del entendimiento para comparar estas representaciones, para enlazarlas o separarlas y para elaborar de este modo la materia bruta de las impresiones sensibles con vistas a un conocimiento de los objetos denominado experiencia? Por consiguiente, en el orden temporal, ningún conocimiento precede a la experiencia y todo conocimiento comienza con ella. Pero aunque todo nuestro conocimiento comience con la experiencia, no por eso procede todo él de la experiencia. En efecto, podría ocurrir que nuestro mismo conocimiento empírico fuera una composición de lo que recibimos mediante las impresiones y de lo que nuestra propia facultad de conocer produce (simplemente motivada por las impresiones) a partir de sí misma. En tal supuesto no distinguiríamos esta adición respecto de dicha materia fundamental hasta que un prolongado ejercicio nos hubiese hecho fijar en ella y nos hubiese adiestrado para separarla.22 Consiguientemente, al menos una de las cuestiones que se hallan más necesitadas de un detenido examen [...] es la de saber si existe semejante conocimiento independiente de la experiencia e, incluso, de las impresiones de los sentidos. Tal conocimiento se llama a priori y se distingue del empírico, que tiene fuentes a posteriori, es decir, en la experiencia. [...] La experiencia nos enseña que algo tiene éstas u otras características, pero no que no pueda ser de otro modo. En consecuencia, si se encuentra, en primer lugar, una proposición que, al ser pensada, es simultáneamente necesaria, tenemos un juicio a priori. [...] En segundo lugar, la experiencia nunca otorga a sus juicios una universalidad verdadera o estricta, sino simplemente supuesta o comparativa (inducción), de tal manera que debe decirse propiamente: de acuerdo con lo que hasta ahora hemos observado, no se encuentra excepción alguna en esta o aquella regla. Por consiguiente, si se piensa un juicio con estricta universalidad, es decir, de modo que no admita ninguna posible excepción, no deriva de la experiencia, sino que es válido absolutamente a priori. La universalidad empírica no es, pues, más que una arbitraria extensión de la validez: se pasa desde la validez en la mayoría de los casos a la validez en todos los casos, como ocurre, por ejemplo, en la proposición “Todos los cuerpos son pesados”. Por el contrario, en un juicio que posee universalidad estricta ésta apunta a una especial fuente de conocimiento, es decir, a una facultad de conocimiento a priori. Necesidad y universalidad estricta son, pues, criterios seguros de un conocimiento a priori y se hallan inseparablemente ligados entre sí. [...] Es fácil mostrar que existen realmente en el conocimiento humano semejantes juicios necesarios y estrictamente universales, es decir, juicios puros a priori. Si queremos un ejemplo de las ciencias, sólo necesitamos fijarnos en todas las proposiciones de las matemáticas. Si queremos un ejemplo extraído de un uso más ordinario del entendimiento, puede servir la proposición 22. Si bien, en el orden temporal, todo conocimiento comienza con la experiencia, ello no significa que todo conocimiento proceda de la experiencia. En efecto, se hace necesario distinguir entre una materia (las sensaciones) y una forma (las intuiciones de espaciotiempo) aportada por la sensibilidad. Como la forma de la experiencia es a priori, los conocimientos que derivan de ella resultan válidos. De este modo Kant diferencia entre “origen fáctico” y “validez” del conocimiento.
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“Todo cambio ha de tener una causa”. Efectivamente, en esta última el concepto mismo de causa encierra con tal evidencia el concepto de necesidad de conexión con un efecto y el de estricta universalidad de la regla que dicho concepto desaparecería totalmente si quisiéramos derivarlo, como hizo Hume, de una repetida asociación entre lo que ocurre y lo que precede y de la costumbre (es decir, de una necesidad meramente subjetiva), nacida de tal asociación, de enlazar representaciones. Podríamos también, sin acudir a tales ejemplos para demostrar que existen en nuestro conocimiento principios puros a priori, mostrar que éstos son indispensables para que sea posible la experiencia misma y, consiguientemente, exponerlos a priori. Pues ¿de dónde sacaría la misma experiencia su certeza si todas las reglas conforme a las cuales avanza fueran empíricas y, por tanto, contingentes?
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VI. El tribunal de la razón y la filosofía de la historia en Immanuel Kant
Fuentes Para la Crítica de la razón pura se han utilizado las traducciones del alemán de José de Perojo y José Rovira Armengol (Buenos Aires, Losada, 1986), y de Mario Caimi (Buenos Aires, Colihue, 2007). Kant, I.: Prolegómenos a toda metafísica futura que pueda presentarse como ciencia, Madrid, Istmo, 1999. Traducción de Mario Caimi.
Bibliografía citada Allison, Henry: El idealismo trascendental de Kant: una interpretación y defensa, Barcelona, Anthropos, 1992. Caimi, Mario: “Introducción”, en Kant, I., CRP, Buenos Aires, Colihue, 2001. Habermas, Jürgen: Conocimiento e interés, Buenos Aires, Taurus, 1990.
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VI.III Acerca de la Crítica del juicio Por Lucas Bidon-Chanal
Kant retoma en la Crítica del juicio (Kritik der Urteilskraft, 1790) la problemática que se abre hacia el final de la Crítica de la razón pura respecto de la tendencia de la razón a buscar principios incondicionados y del rol de las ideas trascendentales en ese escenario, y que da lugar a la Crítica de la razón práctica. A partir de las dos primeras Críticas se establece que la legislación a través de conceptos de la naturaleza la realiza el entendimiento y es teórica, mientras que la legislación por medio del concepto de la libertad la realiza la razón y es solamente práctica. La facultad completa de conocer queda separada así en dos esferas: una relativa al concepto de naturaleza y otra al concepto de libertad. La razón teórica y práctica legisla en los dos ámbitos a priori, pero su territorio sigue siendo sólo el conjunto de los objetos de toda experiencia posible, es decir, el conjunto de los fenómenos. Si bien el concepto de libertad representa en sus objetos una cosa en sí (lo nouménico o suprasensible), no lo hace en la intuición; por lo tanto, ninguno de los dos conceptos puede producir un conocimiento teórico de sus objetos como cosas en sí. Queda entonces un campo ilimitado, pero también inaccesible para nuestra total facultad de conocer, que es el campo de lo suprasensible, y se abre un abismo infranqueable entre la esfera del concepto de la naturaleza como lo sensible y la esfera del concepto de la libertad como lo suprasensible, de modo que no es posible pasar por medio del uso teórico de la razón del primero al segundo: El entendimiento es legislador a priori para la naturaleza como objeto sensible, para un conocimiento teórico de la misma en una experiencia posible. La razón es legisladora a priori para la libertad y su propia causalidad, como lo suprasensible en el sujeto, con vistas a un conocimiento práctico incondicionado. El dominio del concepto de la naturaleza bajo la primera legislación y el del concepto de libertad bajo la otra están completamente segregados a pesar de toda la influencia recíproca que por sí mismos (cada uno según sus leyes fundamentales) pudiesen tener, por el gran abismo que separa lo suprasensible de los fenómenos. El concepto de la libertad no determina nada con respecto al conocimiento teórico de la naturaleza; nada, igualmente, el concepto de la naturaleza en vista de las leyes prácticas de la libertad, y en tal alcance no es posible tender un puente de un dominio al otro.23
23. Immanuel Kant: Crítica del juicio, precedida de Prolegómenos a toda metafísica del porvenir y Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, México, Porrúa, 2003, p. 248. Traducción de M. García Morente.
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VI. El tribunal de la razón y la filosofía de la historia en Immanuel Kant
Sin embargo, Kant observa que tiene que haber un nexo entre ambos ámbitos, aunque no podamos conocerlo, pues trasciende el campo de lo fenoménico. Y este vínculo debe darse ya que el sujeto que prescribe las leyes universales a la naturaleza (principios del entendimiento puro) es el mismo que dicta sus leyes a la voluntad a través de la razón práctica. Incluso los propios fenómenos señalan lo suprasensible, que logra determinación en la moral, que por su parte encuentra en él un orden universal de libertad: el reino de los fines. Kant reconoce la posibilidad de que la facultad de juzgar o juicio (Urteilskraft) opere como término medio entre estas dos esferas, entendiendo por ella la “facultad de pensar lo particular como contenido en lo universal”, es decir, en las reglas, principios o leyes. Ahora bien, si lo universal es lo dado, el juicio es determinante (bestimmende Urteilskraft); si lo dado, en cambio, es lo particular, es reflexionante (reflektierende Urteilskraft). Mientras el primero, fundamentalmente tratado en la CRP, subsume lo particular bajo las leyes universales trascendentales dadas a priori por el entendimiento, el juicio reflexionante, frente a aquello que resulta particular y contingente (las leyes empíricas) desde el punto de vista del entendimiento, busca elevarlo a lo universal y necesario por un principio de unidad de lo diverso. Sin embargo, ese principio no surge de la experiencia, sino que se lo da el juicio a sí mismo, por reflexión, para investigar la naturaleza, pero no puede prescribírselo a ella. Así como las leyes generales de la naturaleza tienen su base en nuestro entendimiento, el sujeto supone esta unidad como si fuera dada por un entendimiento superior (aunque no sea el nuestro, aclara Kant) para hacer posible un sistema de la experiencia según leyes particulares de la naturaleza.24 El juicio reflexionante (que podemos ya considerar como juicio en sentido estricto) entonces atribuye una finalidad al enlace de los fenómenos para reflexionar sobre la naturaleza, sin poder atribuirle esa finalidad a la naturaleza en sí misma. Tal concepto de finalidad, si bien se distingue por completo del fin práctico, es pensado por analogía a éste. No obstante, Kant señala también que el fin propuesto por las leyes del concepto de libertad debe realizarse en el mundo sensible, y “la naturaleza, por tanto, debe poder pensarse de tal modo que al menos la conformidad a leyes que posee forma concuerde con la posibilidad de los fines, según leyes de libertad, que se han de realizar en ella”.25 La CJ trata de hallar entonces un territorio común en el que la libertad sea realizada en el mundo sensible, traspasando así los límites de lo suprasensible. La experiencia estética, y en particular la de lo bello, podría dar cuenta de una relación necesaria entre la libertad y la naturaleza, aunque este vínculo no pueda ser demostrado a partir de principios del entendimiento ni de la razón. En este sentido, Kant parece ubicar en el arte un lugar privilegiado de este encuentro, según se puede ver en dos cuestiones centrales planteadas por la CJ. Por un lado, en sus consi24. La afirmación de la existencia de un entendimiento tal implicaría recaer en la metafísica; se trata de una suposición del juicio para orientarse en la multiplicidad de lo empírico. Por otro lado, es claro por lo que venimos señalando que la exigencia de hallar una unidad sistemática no proviene del entendimiento sino de la razón. 25. Ibid., p. 231. Las facultades superiores del alma quedan establecidas de la siguiente manera por Kant: Facultades totales del espíritu
Facultades de conocer
Principios a priori
Aplicación
Facultad de conocer Sentimiento de placer y displacer Facultad de desear
Entendimiento Facultad de juzgar Razón
Conformidad a leyes Finalidad Fin final
a la naturaleza al arte a la libertad
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Acerca de la Crítica del juicio
deraciones acerca del genio artístico, a través de cuya disposición innata la naturaleza se daría a sí misma su propia ley, apoyándose sobre un fundamento que es la misma libertad de la creación artística, por lo cual podría suponerse que en el arte se realiza la libertad. Por otro, en la relación que se establece entre la belleza y el bien moral, pues mediante lo bello (y lo sublime), al notar que podemos elevarnos sobre el mero placer sensible, tomamos conciencia del fundamento suprasensible que se encuentra en la base de nuestra experiencia estética. Así, el cultivo del gusto, aunque independiente de toda finalidad moral, favorece el ejercicio de la moralidad; de modo que la autonomía del juicio de gusto sirve al fin último, la libertad: El gusto hace posible, por decirlo así, el tránsito del encanto sensible al interés moral habitual, sin un salto demasiado violento, al representar la imaginación también en su libertad, como determinable conformemente a un fin para el entendimiento, y enseña a encontrar hasta en objetos de los sentidos una libre satisfacción, también sin encanto sensible.26 Kant abre, de esta manera, un camino fecundo que será posteriormente transitado por el idealismo y el romanticismo alemanes y, en algunos casos, como el de Novalis, extremado al punto de identificar en la poesía la vía de acceso a lo absoluto e incondicionado.27
26. Ibid., p. 385. 27. En general, los miembros del primer romanticismo alemán (Frühromantik) recuperaron y exaltaron la importancia de la noción kantiana de imaginación (Einbildungskraft) como facultad no reproductiva sino productiva. Según Novalis, mientras que la reflexión se topa con algo que está ya presente, la imaginación, en tanto facultad absolutamente productiva, permite el acceso a la verdad, ya que es previa a la separación entre el yo y la naturaleza. El sentimiento, el entendimiento y la razón serían en cierta forma pasivos considerados desde el punto de vista de la creación, y sólo la imaginación constituiría una fuerza, la única actividad que cabría poner en obra. Así, el arte y la poesía pueden ser considerados mímesis de la naturaleza, pero no en tanto imitan sus objetos ya creados sino en tanto la imitan como fuerza creadora.
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VI.IV La ética: Crítica de la razón práctica Por Alejandra González
La moral kantiana pretende para sus leyes, en el campo de la libertad, la misma rigurosidad y necesariedad que tienen las leyes en la física de Newton en el campo de la naturaleza. La diferencia consistiría en que las leyes naturales son descriptivas de fenómenos (perceptibles en el tiempo y el espacio), mientras que las leyes morales son prescriptivas de actos que deberían realizarse de acuerdo con ellas. Estas leyes deben ser obedecidas por la voluntad, que es autónoma en la medida en que se deja legislar por la razón. Así, Kant elabora por primera vez una moral deductiva al modo de la geometría y no trabaja con valores materiales, sino con una legislación formal que puede constituirse en universal, ya que no depende ni de la experiencia ni de ningún factor exterior a la voluntad pura (es decir, no condicionada por ningún elemento sensible). Además, su carácter deductivo implica que esta moral es a priori, es decir, independiente de las situaciones empíricas; tiene sólo la forma de la ley, es objetiva, absoluta e inmediata, en oposición a todas las éticas anteriores (aristotélica, judeocristiana), que establecían valores materiales, definiciones de la felicidad, códigos de conducta, nociones de bueno y malo, etc. Así, la voluntad, sólo inclinada por el único sentimiento racional admitido, el respeto, debe abandonar sus deseos y pasiones y dejarse determinar exclusivamente por la razón legisladora. Kant articula una ética racional: para actuar bien, es necesario un nivel de ilustración que permita realizar la operación deductiva que va desde la universalidad de la ley fundamental de la moralidad hasta las máximas que regulan los actos individuales. Pero además le agrega el aspecto de la intencionalidad individual, que hace imposible juzgar los actos morales sólo por su apariencia en el orden público. Los actos, sostiene Kant, se clasifican en morales e inmorales, pero también en conformes a la moral. Estos últimos parecen ser idénticos a los primeros, pero la intencionalidad de la conciencia cambió. Por ejemplo, se salvó a un niño, pero no por el cumplimiento del imperativo sino porque recibimos una recompensa (interés) o porque es nuestro hijo (amor). Esas pasiones o deseos deben ser depurados de una moral, que al menos idealmente debería funcionar sin ninguno de ellos, como lo hace la voluntad santa que se identifica con la razón divina, sin dejar espacios para ninguna “patología”. La enorme ventaja de esta ética es que una vez establecidas sus leyes, al dejar de lado toda materialidad e historicidad, tendría el carácter inmutable de las leyes físicas, que no varían en el tiempo ni en el espacio, de acuerdo con los temperamentos de los pueblos o los acontecimientos históricos, del mismo modo que la ciencia física es válida para todos los hombres en todo tiempo y lugar. Siempre habrá que tener en cuenta que estas máximas funcionan “como si” fueran leyes, ya que no explican el compor-
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VI. El tribunal de la razón y la filosofía de la historia en Immanuel Kant
tamiento de los hombres, sino que regulan lo que deberían hacer en caso de no estar atravesados por el mal, la indolencia, los intereses y las pasiones. Esta moral sin fines ni contenidos fue el modelo de toda ética y desplazó a las morales materiales durante todo el siglo XIX y parte del XX. Luego de las experiencias del totalitarismo del siglo XX, se produjo un quiebre en la vida europea que tuvo su expresión acabada en la frase del filósofo T. Adorno “¿Cómo pensar después de Auschwitz?”. El fracaso del proyecto moderno de una racionalización total de las ciencias que implicaría también una racionalidad moral dio por tierra con la visión de un progreso indefinido de la ciencia y de la naturaleza humana. De ahí que surjan revisiones y relecturas críticas, en algunos casos devastadoras, de la ética kantiana. Mencionaremos muy brevemente dos de ellas: la del filósofo francés Gilles Deleuze y la del psicoanalista Jacques Lacan. En Presentación de Sacher Masoch,28 Deleuze lee el racionalismo de Kant como el lado virtuoso y admitido de la misma moralidad deductiva que aparece de modo monstruoso en el Marqués de Sade. En efecto, en Kant la moral se constituye como una máquina de obedecer. Y el sujeto que se deduce de esta moral axiomática es el efecto de una inferencia lógica que, partiendo de la ley fundamental de la moralidad, es capaz de derivar apáticamente las máximas que rigen sus acciones. Es decir, obrar sin que el amor o el odio lo impulsen. Así la ética se hará ineluctable, rigurosa, exacta. Pero esto también requiere que los movimientos pasionales sean omitidos, progresivamente reducidos hasta desaparecer, para que el único sentimiento intelectual admitido, el respeto, nos ligue al deber. Deber de obedecer la ley vacía de todo contenido. Así los objetos deseables son patológicos, en la medida en que nos hacen sentir pasiones hacia ellos. Pero es suficiente con que el imperativo ejerza su poder catártico sobre la voluntad, esa sospechosa facultad de desear, motivada por intereses o inclinaciones siempre espurios, para que los sujetos se mantengan dentro de los límites de la mera razón y puedan dejarse determinar totalmente por la pura legalidad racional. Cuando el único movimiento es el deductivo, el sujeto es toda sujeción a una ley que no da ningún margen a la libertad. La ley se cumple o no. Por otra parte, la libertad debe ser supuesta para justificar el desencadenamiento del engranaje deductivo. Ser libres para obedecer. No se trata de lo que place ni de lo que se odia, sino del deber. Pura voluntad autónoma sin ninguna particularidad, ya que la razón es lo universal igual en todos los seres humanos. El ideal de la comunidad de santos opera como el modelo, imposible, a seguir para las sociedades de hecho. Es la paz de los cementerios o, en términos del Marqués de Sade, la negación de la negación. Comunidad de libertinos apáticos que cumplen sin deseo alguno los mandatos de un imperativo que respetan sin cuestionar. Racionalistas a muerte, arquitectura de una comunidad sin la mácula de la materia, pura legalidad racional. Organizados en una Perfecta Sociedad de Criminales regida por un estatuto, la República propuesta por Sade en la Filosofía en el tocador está regida también por un ideal: el del mal,�29 del mismo modo que la Federación de Repúblicas kantiana estaría organizada por el ideal del derecho cosmopolita. 28. Gilles Deleuze: Presentación de Sacher Masoch, Madrid, Taurus, 1986. 29. Si uno se pregunta cuáles fueron las circunstancias que provocaron la destrucción de la imagen clásica de la ley, lo cierto es que no han sido ni el descubrimiento de una relatividad ni el de la variabilidad misma de las leyes. Esta relatividad era perfectamente conocida y formaba parte de la imagen clásica de la ley. La verdadera razón, con su enunciación más exacta, quizás haya que buscarla en Kant, en su obra Crítica de la
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La ética: Crítica de la razón práctica
En consonancia con esta interpretación, Lacan30 sostiene que la verdad de la crítica anida en el tocador sadiano.31 Santos y verdugos han logrado abolir el vértigo del deseo, de las inclinaciones. Planificación total de lo real, no hay lenguaje, ni deriva del significante, ni figuraciones de los cuerpos. Así la razón se impone completamente sobre la naturaleza, a la que expulsa. Selección de los aptos para la sociedad de la obediencia, el resto, serán sólo la mano de obra que asegure la supervivencia de la comunidad. Racionalista a muerte, Sade, el más ilustrado, aspira a que la razón elimine todo objeto de deseo. Si el agente moral kantiano no puede obrar guiado por el amor, tampoco lo hace el verdugo sadiano, que no obtiene placer de provocar el sufrimiento, sino que se aboca al ciego cumplimiento de una ley. El puro valor de una verdad sin pliegue subjetivo. Ambas comunidades tienen algo en común: la crítica se hace a los procedimientos, nunca a los fines. El itinerario a recorrer es lo importante: el despojo paulatino de toda pasión, deseo, el establecimiento de un superyó que va devorando todas las tensiones hasta aniquilar al yo y ocupar todos los espacios. Fuera de toda lógica del placer, el goce hace estragos. Y, en plena hegemonía de la razón instrumental, los fines mismos no pueden ser cuestionados. Por eso un sistema social que parece delirante se corresponde con la forma ideal del republicanismo kantiano. Verdugos y santos han logrado entregarse mediante el cálculo a la educación de su temperamento, después de todo la Filosofía en el tocador es un largo tratado pedagógico político, que permite construir un lazo indestructible con el imperativo. Cada uno, aislado, enfrentado a la ley más pura, sin materia, sin bienestar, sin placer. Kafka sabe de una ley sin objeto que termina aboliendo al sujeto.
razón práctica. Kant mismo nos dice que la novedad de su método estriba, precisamente, en que la ley ya no depende del bien, sino todo lo contrario: el Bien está condicionado por la ley. Esto significa que la ley ya no necesita fundarse en algo ni tiene por qué basarse en un principio superior del cual dimanaría; es decir, la ley tiene valor en sí misma y se funda sobre ella misma, sin más recursos que su propia forma. A partir de ahora, se puede y se debe hablar de la ley sin más especificación, sin indicar su objeto. El pensamiento clásico de la ley no conocía más que leyes específicas según los distintos ámbitos del bien y las circunstancias concretas. En cambio, cuando Kant habla de la ley moral, la palabra moral designa solamente la determinación de algo que permanece absolutamente indeterminado: la ley moral representa una pura forma, independiente de un contenido o de un objeto… Al mismo tiempo que la ley ya no puede fundarse sobre el bien como en un principio superior, tampoco debe, de ahora en adelante, dejarse sancionar por lo mejor, como buena voluntad del justo. Porque lo más claro es que la ley, definida por su pura forma, sin materia y sin objeto, sin especificación, es algo que no se sabe en qué consiste ni puede saberse. Pero actúa aunque desconozcamos su identidad. Define un ámbito del error en el que uno ya es culpable… Ni siquiera la culpabilidad o el castigo dan a conocer la ley; la dejan en su misma indeterminación que coincide con la extrema precisión del castigo. Kafka ha sabido describir ese mundo (Deleuze, op. cit. pp. 85-86). 30. Jacques Lacan: “Kant con Sade”, en Escritos. Vol. II, Buenos Aires, Siglo XXI, 1987. 31. Aquí Sade es el paso inaugural de una subversión de la cual, por picante que la cosa parezca ante la consideración de la frialdad del hombre, Kant es el punto de viraje nunca detectado, que sepamos, como tal. La Filosofía en el tocador viene ocho años después de la Crítica de la razón práctica. Si después de haber visto que concuerda con ella demostramos que la completa, diremos que da la verdad de su Crítica.
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VI.V Selección de textos anotada por A.G.
Crítica de la razón práctica Parágrafo 732 Ley fundamental de la razón pura práctica Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre, al mismo tiempo, como principio de una legislación universal.
Observación La Geometría pura tiene postulados, como proposiciones prácticas, que no contienen, empero, nada más que la presuposición de que se puede hacer algo si se exigiese que se debe hacer, y éstas son las únicas proposiciones de la misma que conciernen una existencia. Son, por consiguiente, reglas prácticas, bajo una condición problemática de la voluntad. Pero aquí dice la regla: se debe absolutamente proceder de cierto modo. La regla práctica es, pues, incondicionada, por consiguiente representada como proposición categóricamente práctica a priori, en virtud de la cual la voluntad es determinada, objetiva, absoluta e inmediatamente (por la regla práctica misma que aquí, por consiguiente, es ley). En efecto, la razón pura, en sí misma práctica, es aquí inmediatamente legisladora. La voluntad es pensada como independiente de condiciones empíricas, por consiguiente como voluntad pura, como determinada por la mera forma de la ley, y ese motivo de determinación es considerado como la suprema condición de todas las máximas. La cosa es bastante extraña y no tiene igual en todo el resto del conocimiento práctico. Pues el pensamiento a priori de una legislación universal posible, que es, por tanto, sólo problemático, es mandado incondicionalmente como ley, sin tomar nada de la experiencia o de otra voluntad exterior cualquiera. Pero no es tampoco un precepto según el cual deba ocurrir una acción por la que un efecto deseado es posible (pues entonces sería la regla siempre físicamente condicionada), sino una regla que determina sólo la voluntad a priori, en consideración de la forma de 32. I. Kant: Crítica de la razón práctica, Madrid, Austral, 1975. Traducción de García Morente.
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VI. El tribunal de la razón y la filosofía de la historia en Immanuel Kant
sus máximas, y entonces una ley que sólo sirve para la forma subjetiva de los principios es al menos posible pensarla como fundamento de determinación por medio de la forma objetiva de una ley en general. Se puede denominar la conciencia de esta ley fundamental un hecho de la razón porque no se la puede inferir de datos antecedentes de la razón, por ejemplo de la conciencia de la libertad (pues esta conciencia no nos es dada anteriormente), sino que se impone por sí misma a nosotros como proposición sintética a priori, la cual no está fundada en intuición alguna ni pura ni empírica, aun cuando sería analítica si se presupusiera la libertad de la voluntad, para lo cual, empero, como concepto positivo, sería exigible una intuición intelectual que no se puede admitir aquí de ningún modo. Sin embargo, para considerar esa ley como dada, sin caer en falsa interpretación, hay que notar bien que ella no es un hecho empírico, sino el único hecho de la razón pura, la cual se anuncia por él como originariamente legisladora (sic volo, sic jubeo).
Consecuencia La razón pura es por sí sola práctica y da (al hombre) una ley universal que nosotros denominamos la ley moral.
Observación El hecho anteriormente citado es innegable. No hay más que analizar el juicio que pronuncian los hombres sobre la conformidad a ley de sus acciones y se encontrará siempre que, diga la inclinación lo que quiera, sin embargo, su razón, incorruptible y por sí misma obligada, compara la máxima de la voluntad en una acción siempre con la voluntad pura, es decir, consigo misma, considerándose como práctica a priori. Ahora bien, ese principio de la moralidad, precisamente por la universalidad de la legislación, que lo hace supremo fundamento formal de determinación de la voluntad, independientemente de todas las diferencias subjetivas de la misma, lo declara la razón al mismo tiempo ley para todos los seres racionales, en cuanto en general tiene una voluntad, es decir, una facultad de determinar su causalidad, por la representación de reglas, por consiguiente, en cuanto son capaces de acciones según principio, consiguientemente también, según principios prácticos a priori (pues sólo éstos tienen aquella necesidad que la razón exige a los principios). Así, pues, no se limita sólo a los hombres, sino que llega también a todos los seres finitos que tengan razón y voluntad y hasta incluye al ser infinito como suprema inteligencia. En el primer caso, empero, tiene la ley la forma de un imperativo, porque si bien se puede presuponer en el hombre, como ser racional, una voluntad pura, en cambio, como ser afectado por necesidades y por causas motoras sensibles, no puede presuponerse una voluntad santa, es decir, una tal que fuera capaz de ninguna máxima contradictoria con la ley moral. La ley moral es, por consiguiente, en él un imperativo que manda categóricamente, porque la ley es incondicionada; la relación de una voluntad semejante con esa ley es de dependencia bajo el nombre de obligación, que significa una compulsión, aun cuando sólo sea ejercitada por la mera razón y su ley objetiva, hacia una acción, llamada por eso deber, porque un arbitrio patológicamente afectado (aun cuando no determinado por esa afección y, por consiguiente, también siempre libre) lleva consigo un deseo que surge de causas subjetivas y por lo mismo puede ser a menudo opuesto al 210
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fundamento de determinación pura objetiva y necesita, por tanto, como compulsión moral una resistencia de la razón práctica, resistencia que puede ser denominada una coacción interior, pero intelectual. En la inteligencia que todo lo alcanza, el albedrío es representado con razón como incapaz de máxima alguna que no pueda ser al mismo tiempo ley objetiva, y el concepto de la santidad, que por eso le corresponde, lo pone por encima, si bien no de todas las leyes prácticas, sí, empero, de todas las leyes prácticamente restrictivas y, por consiguiente, de la obligación y del deber. Esta santidad de la voluntad es, sin embargo, una idea práctica, que necesariamente tiene que servir de modelo; acercarse a éste en lo infinito es lo único que corresponde a todos los seres racionales finitos, y esa idea les pone constante y justamente ante los ojos la ley moral pura, que por eso se llama también santa; estar seguro del progreso en el infinito de sus máximas y de la inmutabilidad de las mismas para una marcha ininterrumpida hacia adelante es lo más alto que la razón práctica finita puede realizar, es la virtud la cual a su vez, al menos como facultad naturalmente adquirida, nunca puede ser perfecta, porque la seguridad, en semejante caso, nunca llega a ser certeza apodíctica y como convicción es muy peligrosa.
Parágrafo 8 Teorema IV La autonomía de la voluntad es el único principio de todas las leyes morales y de los deberes conformes a ellas; toda heteronomía del albedrío, ese cambio, no sólo no funda obligación alguna, sino que más bien es contrario al principio de la misma y de la moralidad de la voluntad. En la independencia de toda la materia de la ley (a saber, de un objeto deseado) y al mismo tiempo, sin embargo, en la determinación del albedrío por medio de la mera forma legisladora universal, de que una máxima tiene que ser capaz, consiste el principio único de la moralidad. Aquella independencia, empero, es libertad en el sentido negativo; ésta, propia legislación de la razón pura y, como tal, práctica, es libertad en el sentido positivo. Así, pues, la ley moral no expresa nada más que la autonomía de la razón pura práctica, es decir, la libertad, y ésta es incluso la condición formal de todas las máximas, bajo cuya condición solamente pueden éstas coincidir con la ley práctica suprema. Por consiguiente, si la materia de la voluntad, que no puede ser otra cosa que el objeto de un deseo, enlazado con la ley, interviene en la ley práctica como condición de su posibilidad, se seguirá de ello heteronomía del albedrío, o sea dependencia de la ley natural de seguir cualquier impulso o inclinación y la voluntad entonces no se da ella misma la ley, sino sólo el precepto para seguir racionalmente leyes patológicas, pero la máxima, que de ese modo nunca puede encerrar en sí la forma legisladora universal, no sólo no funda de ese modo obligación alguna, sino que es incluso contraria al principio de una razón pura práctica, y por tanto, también a la intención moral, aun cuando la acción que surja de ella fuera a conforme a la ley.
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VI.VI La filosofía de la historia Por Sabrina González
Idea para una historia universal en sentido cosmopolita (Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht) y Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la ilustración? (Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung?) son ensayos del período precrítico de Immanuel Kant.33 Al promediar el siglo XVIII, la independencia de Estados Unidos de América (1776) y la Revolución Francesa (1789) sacuden a la nueva sociedad burguesa. Alemania, aparentemente inmune a la marcha de las revoluciones burguesas,34 sigue sin lograr constituirse como un Estado integrado.35 El mundo ofrece un entretejido de torpeza, vanidad infantil y afán destructivo que indigna al Kant filósofo. En el primero de nuestros escritos, Kant nos anticipa desde su título,
33. Ambos textos fueron publicados en la revista berlinesa Berlinische Monatsschrift en noviembre y septiembre de 1784, respectivamente. La revista solía difundir las ideas de un grupo de intelectuales conocidos como los integrantes de la Sociedad del Miércoles. Fundada en 1783, esta asociación se reunía a puertas cerradas el primer miércoles de cada mes. En cada sesión se presentaban un par de ponencias a cada una de las cuales le seguía un espacio para las intervenciones de los asistentes teniendo únicamente el ponente el derecho a réplica. Luego de esta instancia cada socio disponía de un máximo de 3 o 4 días para añadir por escrito las observaciones que considerase adecuadas. Una vez concluido este proceso el ponente elaboraba un informe final con todos los aportes. En contraste con otros tipos de sociedades ilustradas, había un alto grado de afinidad entre sus miembros. Predominaron, por una parte, los teólogos y clérigos (Spalding, Teller, Gedike, Schmid, Diterich, Gebhard, Zöllner, incluso Struensee) y, por otra parte, los juristas (Svarez, Klein, Von Beneke, Von Irwing, Mayer, Biester) y economistas (Dohm, Siebmann). Todos sus integrantes pertenecían a la burguesía media ascendente, contaban con una cualificación técnica específica y una sólida cultura filosófica y en su mayoría habían ocupado cargos directivos y burocráticos de relevancia –a excepción de M. Mendelssohn y el librero y editor F. Nicolai– en el gobierno de la monarquía federiciana (Hernández Marcos, 2000). 34. Por convención histórica se suele considerar a las revoluciones político-sociales inglesas de 1648 y 1688, americana de 1775 y francesa de 1789 revoluciones burguesas, estereotipo que responde a la idea de marcar que mediante tales convulsiones sociales las nuevas clases burguesas lograron su acceso al poder del Estado. Inglaterra y Holanda son sindicados como los países señeros en el despegue de las fuerzas productivas e institucionales modernas, pero el desarrollo alemán fue ampliamente tardío al respecto. 35. El predominio de Prusia y Austria por sobre más de trescientos pequeños Estados independientes regidos por gobiernos despóticos de tipo feudal coincidía con el florecimiento de unidades nacionales en los territorios vecinos. Desde la paz de Westfalia (1648) el sacro imperio romano-germánico debió ceder territorios frente a las potencias extranjeras –la unión Neerlandesa, Suiza, los obispados de Metz, Toul, Verdun y el condado de Alsacia (Francia); la ciudad de Mensançon (España), gran parte de la Pomerania, el arzobispado de Bremen y la ciudad de Wismar (Suecia), y los arzobispados de Magdeburgo, Halberstaadt, Kamin y Minde–.
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VI. El tribunal de la razón y la filosofía de la historia en Immanuel Kant
Idea…,36 su pretensión de brindar un hilo conductor a la historia humana en clave cosmopolita. Nuestro filósofo apela a la naturaleza para referir la existencia de una teleología ordenadora que se cumple a expensas de las intenciones y los propósitos humanos. La presencia de esta finalidad supraindividual inmanente no es obstáculo para que los hombres opten por pensar y decidir por sí mismos. Habida cuenta de lo dicho, dos argumentos básicos entretejen el texto: por un lado, la historia como parte de la naturaleza; por el otro, el desarrollo meritocrático del género humano. A lo largo de los nueve principios que componen este ensayo, Kant irá mostrando que los hechos inconexos y carentes de uniones causales que caracterizan una mirada superficial sobre la historia humana en realidad responden a leyes naturales que logran que esa historia progrese hacia lo mejor. La idea de una naturaleza motor de la historia ratifica el proceso de secularización, al sustraer a esta última de la determinación de fuerzas ultraterrenas. La idea de finalidad funciona como hilo conductor o idea regulativa que presupone que la naturaleza tiene un plan acorde con fines que se desenvuelve mediando luchas y antagonismos. La naturaleza persigue no que el hombre viva bien, sino que ponga en juego sus capacidades ociosas de modo de alcanzar su fin. Tal progreso de las disposiciones naturales sólo se logra en el esfuerzo continuado de las generaciones; en otras palabras, en la especie y no en los individuos. Aunque el individuo, en su corta y finita vida, no alcance la perfección, el género humano avanza de manera ineluctable hacia el bien. He aquí la segunda de las líneas argumentales. La naturaleza establece una estricta economía de los recursos que hace del hombre un ser llamado a lograr todo por sí mismo, desde procurarse los medios de existencia hasta los de diversión y placer. A diferencia de otras criaturas, el hombre llega a este mundo dotado de un mínimo equipamiento para lograr su supervivencia y, libre de ajena tutela, puede aspirar al cielo o regodearse en la molicie. En la mayoría de los casos individuales, nuestro filósofo confirma que la elección se inclina en favor de una subutilización de las facultades. Tal es el punto de inflexión donde la naturaleza aparece como acicate del espíritu humano y la ilustración cobra un sentido intenso resultando puente de unión teleológica entre generaciones. La perspectiva kantiana sobre la ilustración nos permite establecer un lazo de continuidad con el segundo de nuestros escritos de referencia. Siguiendo la costumbre de interrogar al público docto sobre temas acerca de los cuales no existían respuestas cerradas o concluyentes, Berlinische Monatschrift publicó una respuesta de Kant a la pregunta ¿Qué es la Ilustración? Una nota del propio Kant a su artículo advierte que la coincidencia de ideas con la propuesta publicada previamente por Moisés Mendelssohn sólo puede atribuirse a la casualidad, dado que no conocía el contenido de aquélla al momento de redactar la suya. Este breve escrito puede dividirse en dos partes: por un lado, la referida a qué es la Ilustración y cuáles son sus requisitos, y a continuación, aquella que el filósofo dedica a dar cuenta de este proceso en la época de la que forma parte. Así, Kant comienza por establecer cuándo estamos frente a la ausencia de Ilustración, es decir, no hay ilustración cuando el hombre obra como si fuera un niño. Luego, entonces, la Ilustración consiste en el proceso de salida de la autoculpable minoridad. Autoculpable porque el hombre puede emanciparse y hacer uso de su propia razón y elige, no obstante, permanecer en el estado de tutela. Sólo cuando el hombre se decida a tener la osadía de poner en juego su 36. Se sospecha que Kant conocía el contenido de la obra de Herder Ideas para la filosofía de la historia de la humanidad –en plural– con anterioridad a su publicación.
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La filosofía de la historia
voluntad podrá apropiarse de su destino. En esta primera definición, por tanto, la Ilustración es el tránsito de una infancia culpable a un estadio de madurez, momento en que el hombre debería tener la voluntad de abandonar el estado de servidumbre y decidirse a pensar por sí mismo. En este sentido, Kant interpela: Sapere aude: “atrévete a conocer”, “ten el coraje, la audacia para conocer”. La emancipación de la razón está subordinada a la autonomía de la voluntad, a querer ilustrarse, a desear y tener el valor de pensar por sí mismo. Si complementamos este primer enunciado con la analogía propuesta por Kant entre el desarrollo del hombre y el de la humanidad, encontramos una segunda definición. En este caso, la Ilustración es tanto un acto de coraje que debe ser ejecutado de manera personal como un proceso en el cual participan los hombres de manera colectiva. Ahora bien, si consideramos que la Ilustración debe darse a cielo abierto, estamos frente a un problema político: cómo pensar críticamente sin dejar de obedecer. Como toda experiencia, pensar por sí mismo conlleva riesgos. Así como el niño que da sus primeros pasos sufre caídas y los dolores propios de los tropiezos iniciales, el hombre que piensa por sí mismo encara un camino en el que enfrentará obstáculos ante los cuales tendrá la tentación de retroceder. En este sentido, nada retrasa tanto la ilustración como la férrea voluntad del individuo que se niegue a encarar este desafío y termine por naturalizar el accionar bajo el tutelaje de otro. De hecho, quien no pretenda transgredir los límites de su capacidad cognoscitiva siempre encontrará quien esté bien dispuesto a relevarlo de tan fastidiosa y peligrosa tarea. ¿Quiénes son estas autoridades? Kant las personifica en el médico, que cuida el cuerpo; el abogado, que litiga para proteger la propiedad, y el sacerdote, que conforta el alma. Todos ellos están interesados en movilizar intereses corporativos antes que en confundir su causa con la de la humanidad en su conjunto. La Ilustración ambiciona poner remedio al oscurantismo. Avalados por una grey perezosa, los tutores ejercen su poder engañando a sus pupilos. Ambos, dominador y dominado, contribuyen a perpetuar la confiscación de la conciencia, hecho que resulta en el estancamiento de la sociedad moderna. Kant despide a los tutores pretendidamente iluminados que, sin embargo, impiden el pensar autónomo y da la bienvenida a los iluministas que incentivan el pensar crítico. Al respecto, Kant considera la restricción del uso de la razón en materia religiosa como la más ignominiosa. Sin embargo, nótese que, lejos ser irreligioso, nuestro filósofo busca una religión cuyos rasgos éticos y su mensaje universal propicien el desarrollo de la ilustración. Se trata, por lo tanto, de articular el rigorismo moral, la autonomía de la voluntad y el respeto de la interioridad del sujeto. Tal la concepción laica de una religión del fuero íntimo que Kant encuentra realizada en el cristiano ilustrado. ¿A quién dirige Kant su llamada a ilustrarse? Nuestro filósofo convoca al burgués que cuenta con los medios para hacerlo y perseguir, de ese modo, genuinamente la causa de la modernidad. Caducados los privilegios de cuna y el derecho consuetudinario medieval, los hombres nacen libres e iguales y, sobre esta base, establecen un pacto de sujeción al poder político como garante de todos los pactos. Kant confía en la opinión de propietarios e intelectuales conocedores de las leyes y costumbres más apropiadas para el perfil de la nueva sociedad burguesa. Asimismo, exige la libertad para el uso público de la razón, esto es, la libertad de pensar y decir lo que se piensa en tanto docto sin dejar de obedecer. Lejos de contradecirse, libertad y obediencia se complementan. El poder ilustrado que Kant legitima tiene en su cima un soberano razonable que escucha a la 215
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VI. El tribunal de la razón y la filosofía de la historia en Immanuel Kant
burguesía y gobierna republicanamente, es decir, como lo haría el pueblo si estuviese ya en un estado de ilustración. Cuando Kant advierte sobre la desobediencia civil tiene en mente a clérigos y aristócratas, principales promotores del desorden con intenciones regresivas. Luego, entonces, nuestro filósofo protagoniza la época que nomina por identificación con Federico II (1712-1786), monarca inspirado en las ideas racionalistas de la Ilustración que secularizó el Estado prusiano. Época de ilustración que cuenta con un príncipe que reconoce en la dominación religiosa el arquetipo de toda dominación, razón por la cual proclama la libertad de culto y deja a los hombres en libertad para razonar sobre las cuestiones que atañen a su conciencia. Época de ilustración en la que se permite pensar y se alienta publicar lo libremente pensado como condiciones básicas para la conquista de la razón ilustrada, crítica e indagadora. Época de ilustración que tiene por horizonte de realización una “época ilustrada” en la cual el ejercicio de la autonomía de pensamiento será un hecho. En suma, tal como señala Michel Foucault, quien no duda en relacionar este manifiesto con las tres Críticas, sostenemos que éstas son la guía de la razón que alcanzó su madurez en la Ilustración, e inversamente, la Ilustración es la edad de la Crítica.
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VI.VII Selección de textos anotada por S.G.
Idea para una historia universal en sentido cosmopolita Independientemente del tipo de concepto que uno pueda formarse con miras metafísicas acerca de la libertad de la voluntad,37 las manifestaciones fenoménicas de ésta, las acciones humanas, se hallan determinadas conforme a leyes universales de la Naturaleza, al igual que cualquier otro acontecimiento natural. La Historia, que se ocupa de la narración de tales fenómenos, nos hace abrigar la esperanza de que, por muy profundamente ocultas que se hallen sus causas, acaso pueda descubrir al contemplar el juego de la libertad humana en bloque un curso regular de la misma, de tal modo que cuanto se presenta como enmarañado e irregular ante los ojos de los sujetos individuales pudiera ser interpretado al nivel de la especie como una evolución progresiva y continua, aunque lenta, de sus disposiciones originales. […] Poco imaginan los hombres (en tanto individuos e incluso como pueblos) que, al perseguir cada cual su propia intención según su parecer y a menudo en contra de los otros, siguen sin advertirlo –como un hilo conductor– la intención de la Naturaleza, que les es desconocida, y trabajan en pro de la misma, siendo así que de conocerla les importaría bien poco.38 37. Kant entiende por libertad de la voluntad la posibilidad de que el hombre obre por sí mismo conforme a normas de su propia razón sin depender de los demás. 38. Solía sostenerse por aquellos días que en la nueva sociedad que se estaba construyendo existía una armonía natural de intereses que articulaba los egoísmos individuales en beneficio del conjunto. En su La fábula de las abejas (1714), Bernard Mandeville ya había planteado que en la satisfacción de sus apetitos individuales las abejas eran capaces de producir una maravillosa obra de conjunto conducente a la felicidad colectiva. Adam Smith, a quien Kant menciona en Metafísica de las costumbres [§31], con relación al tema del dinero, tradujo este argumento en una metáfora de gran impacto: “la mano invisible”. Decía en su Riqueza de las naciones (1776): “Ahora bien, como cualquier individuo pone todo su empeño en emplear su capital en sostener la industria doméstica y dirigirla a la consecución del producto que rinde más valor, resulta que cada uno de ellos colabora de una manera necesaria en la obtención del ingreso anual máximo para la sociedad. Ninguno se propone, por lo general, promover el interés público ni sabe hasta qué punto lo promueve. Cuando prefiere la actividad económica de su país a la extranjera, únicamente considera su seguridad, y cuando dirige la primera de tal forma que su producto represente el mayor valor posible, sólo piensa en su ganancia propia; pero en éste como en otros muchos casos, es conducido por una mano invisible a promover un fin que no entraba en sus intenciones. Mas no implica mal alguno para la sociedad que tal fin no entre a formar parte de sus propósitos, pues al perseguir su propio interés, promueve el de la sociedad de una manera más efectiva que si esto entrara en
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VI. El tribunal de la razón y la filosofía de la historia en Immanuel Kant
[…] En este orden de cosas, al filósofo no le queda otro recurso –puesto que no puede presuponer en los hombres y su actuación global ningún propósito racional propio– que intentar descubrir en este absurdo decurso de las cosas humanas una intención de la Naturaleza, a partir de la cual sea posible una historia de criaturas tales que, sin conducirse con arreglo a un plan propio, sí lo hagan conforme a un determinado plan de la Naturaleza. Vamos a ver si logramos encontrar un hilo conductor para diseñar una historia semejante, dejando en manos de la Naturaleza el engendrar al hombre que habrá de componerla más tarde sobre esa base; de la misma manera que produjo un Kepler, el cual sometió de forma inesperada las formas excéntricas de los planetas a leyes determinadas y, posteriormente, a un Newton, que explicó esas leyes mediante una causa universal de la Naturaleza.
Primer principio Todas las disposiciones naturales de una criatura están destinadas a desarrollarse alguna vez completamente y con arreglo a un fin. Esto se confirma en todos los animales tanto por la observación externa como por la interna o analítica. Un órgano que no debe ser utilizado, una disposición que no alcanza su finalidad, supone una contradicción dentro de la doctrina teleológica de la Naturaleza.39 Y si renunciáramos a ese principio, ya no tendríamos una Naturaleza que actúa conforme a leyes, sino una Naturaleza que no conduce a nada, viniendo entonces a ocupar una desazonante casualidad el puesto del hilo conductor de la razón.
Segundo principio En el hombre (como única criatura racional sobre la tierra) aquellas disposiciones naturales que tienden al uso de su razón sólo deben desarrollarse por completo en la especie, mas no en el individuo.40 […]
Tercer principio La Naturaleza ha querido que el hombre extraiga por completo de sí mismo todo aquello que sobrepasa la estructuración mecánica de su existencia animal y que no participe de otra felicidad o perfección que la que él mismo, libre del instinto, se haya procurado por medio de la propia sus designios. No son muchas las cosas buenas que vemos ejecutadas por aquellos que presumen de servir sólo el interés público. Pero ésta es una afectación que no es muy común entre comerciantes, y bastan muy pocas palabras para disuadirlos de esa actitud” (Smith, 1999, Libro IV, Capítulo II, parágrafo IX, p. 402). 39. Pensar la historia de manera análoga a la naturaleza se confirma en el tercer principio, cuando Kant sostiene que la naturaleza no hace nada en vano, como dice Aristóteles cuando intenta pensar la polis. 40. El hombre, al igual que el resto de las criaturas, ha sido dotado por la naturaleza de una serie de capacidades a desarrollar de acuerdo con un fin. Sin embargo, Kant señala que la realización de tales potencialidades sólo se da de un modo imperfecto e inacabado en el individuo, habida cuenta de su naturaleza finita. En consecuencia, la razón kantiana, cualidad humana por excelencia, sería expresión del legado de la especie sobre la base de sus experimentos, ensayos, ejercicios, errores e instrucción y no de una inteligencia individual superlativa.
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razón. Ciertamente, la Naturaleza no hace nada superfluo ni es pródiga en el uso de los medios para sus fines. Por ello, el haber dotado al hombre de razón y de la libertad de la voluntad que en ella se funda constituía ya un claro indicio de su intención con respecto a tal dotación. […]
Cuarto principio El medio del que se sirve la Naturaleza para llevar a cabo el desarrollo de todas sus disposiciones es el antagonismo de las mismas dentro de la sociedad, en la medida en que ese antagonismo acaba por convertirse en la causa de un orden legal de aquellas disposiciones. Entiendo aquí por antagonismo la insociable sociabilidad de los hombres,41 esto es, el que su inclinación a vivir en sociedad sea inseparable de una hostilidad que amenaza constantemente con disolver esa sociedad. Que tal disposición subyace a la naturaleza humana es algo bastante obvio. El hombre tiene una tendencia a socializarse, porque en tal estado siente más su condición de hombre al experimentar el desarrollo de sus disposiciones naturales. Pero también tiene una fuerte inclinación a individualizarse (aislarse), porque encuentra simultáneamente en sí mismo la insociable cualidad de doblegar todo a su mero capricho y, como se sabe propenso a oponerse a los demás, espera hallar esa misma resistencia por doquier. Pues bien, esta resistencia es aquello que despierta todas las fuerzas del hombre y le hace vencer su inclinación a la pereza, impulsándole por medio de la ambición, el afán de dominio o la codicia, a procurarse una posición entre sus congéneres, a los que no puede soportar, pero de los que tampoco es capaz de prescindir. Así se dan los auténticos primeros pasos desde la barbarie hacia la cultura (la cual consiste propiamente en el valor social del hombre); de este modo van desarrollándose poco a poco todos los talentos, así va formándose el gusto e incluso, mediante una continua ilustración, comienza a constituirse una manera de pensar que, andando el tiempo, puede transformar la tosca disposición natural hacia el discernimiento ético en principios prácticos determinados y, finalmente, transformar un consenso social urgido patológicamente en un ámbito moral. Sin aquellas propiedades –verdaderamente poco amables en sí– de la insociabilidad (de la que nace la resistencia que cada cual ha de encontrar necesariamente junto a sus pretensiones egoístas) todos los talentos quedarían 41. En este carácter sociable-insociable de la humanidad, Kant está vinculando dos tradiciones del pensamiento político occidental difíciles de armonizar: por un lado, la colectivización instintiva clásica aristotélica y, por el otro, la individualización atomizante moderno-contractual. Dos tendencias en apariencia contradictorias singularizan a la criatura humana: por un lado, aquella que lo mueve a socializarse para desarrollar sus disposiciones naturales en concierto con sus semejantes, y, por otra parte, otra que lo insta a individualizarse, esto es, a dirigir todo simplemente según su modo de pensar, proceso en el que sabe que encontrará la resistencia de los demás. Tzvetan Todorov, desde una postura antropológica poco común, propone pensar el lugar de la sociedad en el hombre. En contraposición al predominio de una visión moralista que considera al hombre definido por su ser antisocial, Todorov encuentra en Rousseau el primer autor de occidente capaz de identificar el carácter social constitutivo de nuestra especie. Desde el momento en que viven en sociedad los hombres sienten la necesidad de atraer la mirada de los otros; por lo tanto, el otro es necesario para mi propia completud (Todorov, 2008). En una dirección semejante, Hannah Arendt sostiene que Kant afirmaba que el hombre no puede vivir solo en un doble sentido: por un lado, depende de otros porque posee un cuerpo y necesidades físicas que satisfacer; por otra parte, debido a que la compañía del otro le es indispensable para pensar. Kant sabe que se distancia de la mayoría de los filósofos cuando afirma que el pensamiento, aunque es una ocupación solitaria, sólo es posible cuando hay un otro (Arendt, 2003).
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VI. El tribunal de la razón y la filosofía de la historia en Immanuel Kant
eternamente ocultos en su germen… ¡Demos, pues, gracias a la Naturaleza por la incompatibilidad, por la envidiosa vanidad que nos hace rivalizar, por el anhelo insaciable de acaparar o incluso de dominar! Cosas sin las que todas las excelentes disposiciones naturales dormitarían eternamente en el seno de la humanidad sin llegar a desarrollarse jamás. El hombre quiere concordia, pero la Naturaleza sabe mejor lo que le conviene a su especie y quiere discordia. El hombre pretende vivir cómoda y placenteramente, mas la Naturaleza decide que debe abandonar la laxitud y el ocioso conformismo, entregándose al trabajo y padeciendo las fatigas que sean precisas para encontrar con prudencia los medios de apartarse de tales penalidades. Los impulsos naturales encaminados a este fin, las fuentes de la insociabilidad y de la resistencia generalizada (fuentes de las que manan tantos males, pero que también incitan a una nueva tensión de las fuerzas y, por consiguiente, a un mayor desarrollo de las disposiciones naturales) revelan la organización de un sabio creador y no algo así como la mano chapucera de un genio maligno que arruinaría su magnífico dominio por pura envidia.
Quinto principio El mayor problema para la especie humana, a cuya solución le fuerza la Naturaleza, es la instauración de una sociedad civil que administre universalmente el derecho.42 Dado que sólo en la sociedad (y ciertamente en aquella donde se dé la mayor libertad y, por ende, un antagonismo generalizado entre sus miembros, junto a la más escrupulosa determinación y protección de los límites de esa libertad, con el fin de que pueda coexistir con la libertad de otros) puede conseguirse la suprema intención de la Naturaleza, a saber, el desarrollo de todas sus disposiciones naturales en la humanidad, la Naturaleza quiere que la humanidad también logre por sí misma este fin, al igual que todos los otros fines de su destino. Así, en una sociedad en la que la libertad bajo leyes externas se encuentre vinculada en el mayor grado posible con un poder irresistible, esto es, una constitución civil perfectamente justa, tiene que ser la tarea más alta de la Naturaleza para con la especie humana, ya que la Naturaleza sólo puede conseguir el resto de sus designios para con nuestra especie proporcionando una solución a dicha tarea y ejecutándola. Esta necesidad que constriñe al hombre –tan apasionado por la libertad sin ataduras– a ingresar en ese estado de coerción es en verdad la mayor de todas, esto es, aquella que se infligen mutuamente los hombres, cuyas inclinaciones hacen que no puedan coexistir durante mucho tiempo en salvaje libertad. Sólo en el terreno acotado de la asociación civil esas mismas inclinaciones producirán el mejor resultado… 42. Los pensadores políticos del siglo XVIII debieron enfrentar a la teología como fundamento de legitimidad del poder político. Kant, por cierto, no fue ajeno a este desafío. El diagnóstico es simple aunque perturbador: aficionado al ejercicio de una libertad sin límites, el hombre necesita ingresar en un espacio de coacción que posibilite el desarrollo de todas sus capacidades. La suprema tarea que la naturaleza asignó a la especie es, por tanto, la configuración de una sociedad civil en la cual, paradójicamente, existan límites para que pueda accionarse libremente hacia lo mejor. Kant es consciente de que el concepto de límite genera cierta incomodidad, tal vez, por considerárselo un obstáculo a la acción cuando en realidad es su condición de posibilidad (Gruner, 2003: 354). El filósofo cierra este principio con una imagen pintoresca: el hombre homologado al árbol que procura diferentes destinos según crezca en competencia con otros dentro de un bosque o por fuera de éste. Tal demarcación de un borde, de una regla, es el arte que la naturaleza llama a realizar al ingenio humano.
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Sexto principio Este problema es al mismo tiempo el más difícil y el que más tardíamente será resuelto por la especie humana. La dificultad, que ya pone de manifiesto la mera idea de esa tarea, es la siguiente: el hombre es un animal, el cual cuando vive entre los de su especie necesita un señor; pues ciertamente abusa de su libertad con respecto a sus semejantes y, aunque como criatura racional desea una ley que ponga límites a la libertad de todos, su egoísta inclinación animal lo induce a exceptuarse a sí mismo a la menor ocasión.43 Precisa por tanto de un señor que quebrante su propia voluntad y lo obligue a obedecer a una voluntad universalmente válida, de modo que cada cual pueda ser libre. Mas ¿de dónde toma este señor? De ninguna otra parte que no sea la especie humana. Pero asimismo éste será un animal que a su vez necesita un señor. Así pues, sea cual sea el punto de partida, no se concibe bien cómo pueda el hombre procurarse un jefe de la justicia pública que sea justo él mismo, resultando indiferente en este sentido que se trate de una sola persona o de un grupo escogido a tal efecto, pues todos y cada uno de ellos abusarán siempre de su libertad, si no tienen por encima de sí a nadie que ejerza el poder conforme a leyes. El jefe supremo debe ser, sin embargo, justo por sí mismo sin dejar de ser un hombre. Por eso esta tarea es la más difícil de todas y su solución perfecta es poco menos que imposible: a partir de una madera tan retorcida como de la que está hecho el hombre no puede tallarse nada enteramente recto. […]
Séptimo principio El problema del establecimiento de una constitución civil44 perfecta depende a su vez del problema de una reglamentación de las relaciones interestatales y no puede ser resuelto sin solucionar previamente esto último. […] Antes de dar este paso (y constituir una confederación de Estados), esto es, casi a la mitad de su formación, la naturaleza humana sufre las más penosas calamidades bajo la engañosa apariencia de un bienestar externo; de modo que Rousseau no andaba tan desencaminado al encontrar preferible ese estado de los salvajes, siempre y cuando no se tenga en cuenta esta última etapa que todavía le queda por remontar a nuestra especie. Gracias al arte y la ciencia somos extraordinariamente cultos. Estamos civilizados hasta la exageración en lo que atañe a todo tipo de cortesía social y a los buenos modales. Pero para considerarnos moralizados queda todavía 43. Al decir de Kant, la dificultad radica en que el hombre como criatura racional desea una ley que acote la libertad de todos, no obstante, como criatura egoísta, buscará autoexceptuarse y abusar de su libertad con relación a sus semejantes. Esta doble direccionalidad de la especie humana explica por qué el problema de la autoridad es el de más compleja y acuciante solución. Ahora bien, la resolución de éste implica dar con un hombre –o una sociedad de hombres– que quebrantando su propia voluntad se obligue y obligue al resto a obedecer a una voluntad universalmente válida con el fin de que cada uno pueda ser libre. Como a tal autoridad se le exige ser jefe supremo justo sin dejar de ser hombre, concluye que su perfecta solución es imposible y la naturaleza sólo nos exige aproximarnos a la idea. Nuevamente aquí aparece la homologación entre el hombre y el árbol en esta ocasión para señalar que de tan nudosa madera no es posible tallar nada recto. 44. La Revolución Francesa es el acontecimiento histórico que, para Kant, confirma esta evolución: un pueblo que se da a sí mismo una constitución es prueba del obrar autónomo de la razón en la historia.
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mucho. Pues si bien la idea de la moralidad forma parte de la cultura, sin embargo, la aplicación de tal idea, al restringirse a las costumbres de la honestidad y de los buenos modales externos, no deja de ser mera civilización. Mientras los Estados malgasten todas sus fuerzas en sus vanos y violentos intentos de expansión, obstruyendo continuamente el lento esfuerzo del modo de pensar de sus ciudadanos –privándoles de todo apoyo en este sentido–, no cabe esperar nada de esta índole: porque para ello se requiere una vasta transformación interna de cada comunidad en orden a la formación de sus ciudadanos. Mas todo bien que no esté injertado en un sentimiento moralmente bueno no es más que pura apariencia y deslumbrante miseria. Y en esta situación permanecerá el género humano hasta que –del modo que he dicho– haya salido de la caótica situación en que se encuentran sus relaciones interestatales.
Octavo principio Se puede considerar la historia de la especie humana en su conjunto como la ejecución de un plan oculto de la Naturaleza para llevar a cabo una constitución interior y –a tal fin– exteriormente perfecta, como el único estado en el que puede desarrollar plenamente todas sus disposiciones en la humanidad. Este principio es un corolario del anterior. […] Si bien este cuerpo político sólo se presenta por ahora en un tosco esbozo, ya comienza a despertar este sentimiento, de modo simultáneo, en todos aquellos miembros interesados por la conservación del todo. Y este sentimiento se trueca en la esperanza de que, tras varias revoluciones de reestructuración, al final acabará por constituirse aquello que la Naturaleza alberga como intención suprema: un estado cosmopolita45 universal en cuyo seno se desarrollen todas las disposiciones originarias de la especie humana.
Noveno principio Un intento filosófico de elaborar la historia universal conforme a un plan de la Naturaleza que aspire a la perfecta integración civil de la especie humana tiene que ser considerado como posible y hasta como elemento propiciador de esa intención de la Naturaleza.46 Ciertamente, 45. Superando la incertidumbre que sobre el futuro abrigaba el pensamiento rousseauniano, Kant aprovecha solidaridades y rivalidades humanas para conducir a la especie a la construcción de un Estado cosmopolita. La idea de un Estado universal sirve de principio regulativo en el ámbito internacional, principalmente respecto de la guerra, cuya eliminación es un imperativo de la razón práctica que hace de la paz una conquista de la voluntad consciente. 46. Kant considera el uso práctico de esa intención de la naturaleza como construcción utópica válida y necesaria. El Estado griego, su influencia en el pueblo romano, la influencia de éste sobre los bárbaros hasta llegar a los contemporáneos de Kant resultaría en la configuración de un sistema que diera cuenta de las mejoras en las constituciones políticas. Del desarrollo y destrucción de tales constituciones siempre quedó un resabio, algún germen de ilustración, que tras las distintas revoluciones prepararon el grado siguiente de mejora. Tal hilo conductor tiene una doble finalidad: por un lado, aclara lo que de otro modo sería sólo un agregado sin plan de las acciones humanas; por otra parte, abre una perspectiva esperanzadora a futuro. El pensamiento filosófico puede brindar una concepción de la historia conforme a un hilo conductor a priori que legue a las futuras generaciones aquello que los pueblos y gobiernos produjeron u obstaculizaron desde el punto de vista cosmopolita cuando
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querer concebir una Historia conforme a una idea de cómo tendría que marchar el mundo si se adecuase a ciertos fines racionales es un proyecto paradójico y aparentemente absurdo; se diría que con tal propósito sólo se obtendría una novela. No obstante, si cabe admitir que la Naturaleza no procede sin plan e intención final, incluso en el juego de la libertad humana, esta idea podría resultar de una gran utilidad; y aunque seamos demasiado miopes para poder apreciar el secreto mecanismo de su organización, esta idea podría servirnos de hilo conductor para describir –cuando menos en su conjunto– como un sistema lo que de otro modo es un agregado rapsódico de acciones humanas. […] [Así] se descubrirá –como creo– un hilo conductor que no sólo puede servir para explicar el confuso juego de las cosas humanas o el arte de la predicción de los futuros cambios políticos (una utilidad que ya se ha extraído de la historia humana, aun considerándola como un efecto disparatado de una libertad no sometida a reglas), sino que también se abre una perspectiva reconfortante de cara al futuro (algo que no se puede esperar con fundamento sin presuponer un plan de la Naturaleza), imaginando un horizonte remoto donde la especie humana se haya elevado hasta un estado en el que todos los gérmenes que la Naturaleza ha depositado en ella puedan ser desarrollados plenamente y pueda verse consumado su destino en la tierra…
¿Qué es la ilustración? La ilustración es la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad.47 La minoría de edad significa la incapacidad de servirse de su propio entendimiento, sin la guía de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento, sino en la falta de decisión y valor para servirse por sí mismo de él sin la guía de otro. ¡Sapere aude!48 ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí el lema de la ilustración. La pereza y la cobardía son las causas de que una gran parte de los hombres permanezca, gustosamente, en minoría de edad a lo largo de la vida, a pesar de que hace ya tiempo la natulos documentos de épocas pretéritas se hayan perdido. Ahora bien, según el imperativo categórico kantiano, el hombre no puede ser tratado en ningún caso como medio. No obstante, la tesis del progreso indefinido parece plantear el sacrificio de las generaciones pasadas-presentes en beneficio de las futuras. ¿Tal postura invalida el imperativo de referencia? ¿Estamos frente a un Kant contra Kant? 47. Kant adjudica al hombre la responsabilidad de su propio estado de tutela, ergo, la salida de tal estado sólo será posible si opera un cambio sobre sí mismo. En este sentido, Kant presenta la salida del estado de tutelaje a veces como un proceso en desarrollo y otras como una obligación. Por su parte, Michel Foucault, leyendo a Kant, sostiene que la Aufklärung está definida por la modificación de la relación preexistente entre la voluntad, la autoridad y el uso de la razón. 48. En la traducción que hace Kant de la Epistulae de Horacio el énfasis está puesto en la necesidad de fortalecer la voluntad única capaz de liberar las potencialidades contenidas en la razón. Nótese que Kant interpela a la segunda persona del singular (tú) instándolo a tener el valor de abrirse paso en el camino del conocimiento sin depender de un tercero. En líneas generales, este ensayo discurre en torno de dos líneas argumentales que se imbrican: la autoridad y el mérito. Por un lado, se trata de poner en cuestión los preceptos de la religión revelada, fundamento de la metafísica tradicional, y la legislación codificada, generalmente sospechados por su resistencia al examen público y libre. Por otra parte, se trata de combatir la comodidad y el temor que nos hacen abstener de pensar por cuenta y riesgo propio sin asirnos al tutor de turno que proponga relevarnos de tan fastidiosa y peligrosa tarea.
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raleza los liberó de dirección ajena (naturaliter majorennes): y por eso es tan fácil para otros erigirse en sus tutores.49 ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un director espiritual que reemplaza mi conciencia moral, un médico que me prescribe la dieta, etc., entonces no necesito esforzarme. Si puedo pagar, no tengo necesidad de pensar: otro asumirá por mí tan fastidiosa tarea. Aquellos tutores que tan bondadosamente han tomado sobre sí la tarea de supervisión se encargan ya de que el paso hacia la mayoría de edad, además de ser difícil, sea considerado peligroso para la mayoría de los hombres (y entre ellos todo el bello sexo).50 Después de haber entontecido a sus animales domésticos y procurar cuidadosamente que estas pacíficas criaturas no puedan atreverse a dar un paso sin las andaderas en que han sido encerrados, les muestran el peligro que los amenaza si intentan caminar solos. Lo cierto es que este peligro no es tan grande, pues ellos aprenderían a caminar sólo después de unas cuantas caídas: sin embargo, un ejemplo de tal naturaleza los asusta y, por lo general, los hace desistir de todo intento. Por tanto, es difícil para todo individuo lograr salir de esa minoría de edad, casi convertida ya en naturaleza suya. Incluso le ha tomado afición y se siente realmente incapaz de valerse de su propio entendimiento, porque nunca se le ha dejado hacer dicho ensayo. Principios y fórmulas, instrumentos mecánicos de uso racional –o más bien abuso– de sus dotes naturales son los grilletes de una permanente minoría de edad. Quien se desprendiera de ellos apenas daría un salto inseguro para salvar la más pequeña zanja, porque no está habituado a tales movimientos libres. Por eso, pocos son los que, por esfuerzo del propio espíritu, han conseguido salir de esa minoría de edad y proseguir, sin embargo, con paso seguro.51 Pero, en cambio, es posible que el público se ilustre a sí mismo, algo que es casi inevitable si se lo deja en libertad. Ciertamente, siempre se encontrarán algunos hombres que piensen por sí mismos, incluso entre los establecidos tutores de la gran masa, los cuales, después de haberse autoliberado del yugo de la minoría de edad, difundirán a su alrededor el espíritu de una estimación racional del propio valor y de la vocación de todo hombre a pensar por sí mismo. Pero aquí se ha de señalar algo especial: aquel público que anteriormente había sido sometido a este yugo por ellos obliga más tarde a los propios tutores a someterse al mismo yugo, y esto es algo que sucede cuando el público es incitado a ello por algunos de sus tutores incapaces de cualquier Ilustración. Por eso es tan perjudicial inculcar prejuicios, pues al final terminan vengándose de sus mismos predecesores y autores. De ahí que el público pueda alcanzar sólo lentamente la
49. En El conflicto de las facultades (1798) Kant retoma este argumento señalando que los pueblos no suelen cifrar su felicidad en el logro de la libertad sino en el disfrute de su salud, su patrimonio y la superación del temor a la muerte. En este sentido, los tutores, ejerciendo su función de tutelaje, les brindan las herramientas necesarias para, aún sin hacer uso de su razón, estar sanos, cuidar su patrimonio y tener una larga vida. 50. Contrariamente a la afirmación kantiana, el bello sexo contaba con exponentes que buscaban para éste la salida de la minoridad. Por sólo mencionar dos de las más destacadas: Olympe de Gouges (1748-1793), autora de Déclaration des Droits de la Femme et de la Citoyenne (1791), y Mary Wollstonecraft (1759-1797), A Vindication of the Rights of Woman (1792). 51. El proceso de ilustración kantiana recuerda a la alegoría de la caverna platónica, ya que en ambas el ejercicio reflexivo resulta una opción exigida, dolorosa para el cuerpo y esforzada para el espíritu, en la que se aventuran sólo algunos siendo por su función vitalicia.
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Ilustración. Quizá mediante una revolución sea posible derrocar el despotismo,52 pero nunca se consigue la verdadera reforma del modo de pensar,53 sino que tanto los nuevos como los viejos prejuicios servirán de riendas para la mayor parte de la masa carente de pensamiento. Pero para esta Ilustración únicamente se requiere libertad,54 y, por cierto, la menos perjudicial entre todas las que llevan ese nombre, a saber, la libertad de hacer siempre y en todo lugar uso público55 de la propia razón. Mas escucho exclamar por doquier: ¡No razonéis! El oficial dice: ¡No razones, adiéstrate! El funcionario de hacienda: ¡No razones, paga! El sacerdote: ¡No razones, ten fe! (Sólo un único señor en el mundo dice razonad todo lo que queráis, pero obedeced.) Por todas partes encontramos limitaciones de la libertad. Pero ¿qué limitación impide la Ilustración? Y, por el contrario, ¿cuál la fomenta? Mi respuesta es la siguiente: el uso público de la razón debe ser siempre libre; sólo este uso puede traer Ilustración entre los hombres. En cambio, el uso privado de la misma debe ser a menudo estrechamente limitado, sin que ello obstaculice, especialmente, el progreso de la Ilustración. Entiendo por uso público de la propia razón aquel que alguien hace de ella en cuanto docto (Gelehrter) ante el gran público del mundo 52. El despotismo ilustrado resume su ideal en el lema “todo para el pueblo pero sin el pueblo”. Los monarcas absolutos centralizaron la administración de sus Estados, unificaron la legislación, fomentaron la instrucción pública, las ciencias y las artes y modernizaron la economía concibiéndose como responsables del bienestar de su pueblo sin por esto hacer participar a éste de la toma de decisiones respecto de las medidas implementadas. Se destacaron entre ellos Luis XV (Francia), Carlos III (España), José I (Portugal), Catalina II (Rusia), José II (Austria) y Federico II (Prusia). 53. Dados su conocido entusiasmo por la Revolución Francesa y su esperanza en la constitución de una república inglesa tras la rebelión irlandesa de 1798 (Arendt, 2003), asombra que Kant elija para Alemania el camino de la reforma. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que a diferencia de Francia e Inglaterra, que contaban con burguesías fuertes, Alemania, en virtud de su atraso económico, carecía de un sujeto social capaz de encarar la revolución. La prohibición de resistencia kantiana, comprendida como violencia contra el soberano, es inapelable. En tanto el fundamento metafísico del poder es una idea de la razón práctica que actúa como un principio regulativo, reconocer un derecho de resistencia sería admitir la posibilidad de revocar la norma fundamental misma. En este sentido, el ciudadano no puede resistir al soberano sin violar el contrato originario y destruir el fundamento de la comunidad. A lo sumo, Kant admite un tipo de resistencia pasiva del pueblo a través de sus representantes parlamentarios, que consiste en plantear un tipo de derecho/deber de constante vigilancia preventiva del despotismo opresivo. La reforma del Estado que Kant propone para Alemania, por todo lo expresado, debe ser realizada por el soberano en el marco de un proceso de ilustración pública y libertad de prensa. 54. En Kant se conjugan dos definiciones de libertad: la clásica liberal, que entiende que la libertad es gozar de una esfera de acción no controlada por leyes heterónomas –en otras palabras, opción por un gobierno mínimo–, y la demócrata, que concibe la libertad como la facultad de obedecer las normas autoimpuestas en el vínculo entre la razón pura y la razón práctica (Bobbio, 2003). En este ensayo en particular, Kant plantea el concepto de libertad en términos de una autonomía de carácter social antes que individual: ¿tenemos derecho a limitar y/o cercenar la posibilidad de que las futuras generaciones, haciendo uso público de la razón, logren un mejor porvenir para sus pueblos? 55. Kant distingue el uso privado y el uso público de la razón. El hombre hace uso privado de su razón cuando ejerce un cargo en una institución (ejército, iglesia, etc.) y, en este sentido, debe cumplir funciones, aplicar reglas y perseguir fines específicos definidos por la posición que ocupa. El hombre hace uso público y libre de su razón cuando razona como ser razonable por fuera de este espacio social definido, esto es, ya no es parte de un cuadro institucional al que debe obediencia. En su uso público la razón debe ser libre; en su uso privado está sometida a la autoridad pertinente.
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de los lectores. Llamo uso privado de la misma a la utilización que le es permitido hacer de un determinado puesto civil o función pública. Ahora bien, en algunos asuntos que transcurren en favor del interés público se necesita cierto mecanismo, léase unanimidad artificial, en virtud del cual algunos miembros del Estado tienen que comportarse pasivamente para que el gobierno los guíe hacia fines públicos o, al menos, que impida la destrucción de estos fines. En tal caso, no está permitido razonar, sino que se tienen que obedecer, en tanto esta parte de la máquina es considerada miembro de la totalidad de un Estado o, incluso, de la sociedad cosmopolita y, al mismo tiempo, en calidad de docto que, mediante escritos, se dirige a un público usando verdaderamente su entendimiento, puede razonar, por supuesto, sin que por ello se vean afectados los asuntos en los que es utilizado, en parte, como miembro pasivo. Así, por ejemplo, sería muy perturbador si un oficial que recibe una orden de sus superiores quisiere argumentar en voz alta durante el servicio acerca de la pertinencia o utilidad de tal orden; él tiene que obedecer. Sin embargo, no se le puede prohibir con justicia hacer observaciones, en cuanto docto, acerca de los defectos del servicio militar y exponerlos ante el juicio de su público. El ciudadano no se puede negar a pagar los impuestos que le son asignados; incluso una mínima crítica a tal carga, en el momento en que debe pagarla, puede ser castigada como escándalo (pues podría dar ocasión a desacatos generalizados). Por el contrario, él mismo no actuará en contra del deber de un ciudadano si, como docto, manifiesta públicamente su pensamiento contra la inconveniencia o injusticia de tales impuestos. Del mismo modo, un sacerdote está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a su comunidad según el símbolo de la iglesia a la que sirve, puesto que ha sido admitido en ella bajo esa condición. Pero, como docto, tiene plena libertad e, incluso, el deber de comunicar al público sus bienintencionados pensamientos, cuidadosamente examinados, acerca de los defectos de ese símbolo, así como hacer propuestas para el mejoramiento de las instituciones de la religión y de la iglesia. Tampoco aquí hay nada que pudiera ser un cargo de conciencia, pues lo que enseña la virtud de su puesto como encargado de los asuntos de la iglesia lo presenta como algo que no puede enseñar según prescripciones y en nombre de otro. Dirá: nuestra iglesia enseña esto o aquello, éstas son las razones fundamentales de las que se vale. En tal caso, extraerá toda la utilidad práctica para su comunidad de principios que él mismo no aceptará con plena convicción; a cuya exposición, del mismo modo, puede comprometerse, pues no es imposible que en ellos se encuentre escondida alguna verdad que, al menos, en todos los casos no se halle nada contradictorio con la religión íntima. Si él creyera encontrar esto último en la verdad, no podría en conciencia ejercer su cargo; tendría que renunciar. Así pues, el uso que un predicador hace de su razón ante su comunidad es meramente privado, puesto que esta comunidad, por amplia que sea, siempre es una reunión familiar. Y con respecto a la misma él, como sacerdote, no es libre, ni tampoco le está permitido serlo, puesto que ejecuta un encargo ajeno. En cambio, como docto que habla mediante escritos al público propiamente dicho, es decir, al mundo; el sacerdote, en el uso público de su razón, gozaría de una libertad ilimitada para servirse de ella y para hablar en nombre propio. En efecto, pretender que los tutores del pueblo (en asuntos espirituales) sean otra vez menores de edad constituye un despropósito que desemboca en la eternización de insensateces. Pero ¿no debería estar autorizada una sociedad de sacerdotes, por ejemplo, un sínodo de la iglesia o una honorable classis (como la llaman los holandeses), a comprometerse bajo ju226
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ramento entre sí a un cierto símbolo inmutable para llevar a cabo una interminable y suprema tutela sobre cada uno de sus miembros y, a través de éstos, sobre el pueblo, eternizándola de este modo? Afirmo que esto es absolutamente imposible. Un contrato semejante, que excluiría para siempre toda ulterior Ilustración del género humano, es, sin más, nulo y sin efecto, aunque fuera confirmado por el poder supremo, el congreso y los más solemnes tratados de paz. Una época no puede obligarse ni juramentarse para colocar a la siguiente en una situación tal que le sea imposible ampliar sus conocimientos (sobre todo los muy urgentes), depurarlos de errores y, en general, avanzar en la Ilustración. Sería un crimen contra la naturaleza humana, cuyo destino primordial consiste, justamente, en ese progresar. Por tanto, la posteridad está plenamente autorizada para rechazar aquellos acuerdos, aceptados de forma incompetente y ultrajante. La piedra de toque de todo lo que puede decidirse como ley para un pueblo reside en la siguiente pregunta: ¿podría un pueblo imponerse a sí mismo semejante ley? Esto sería posible si tuviese la esperanza de alcanzar, en corto y determinado tiempo, una ley mejor para introducir un nuevo orden que, al mismo tiempo, dejara libre a todo ciudadano, especialmente a los sacerdotes, para, en cuanto doctos, hacer observaciones públicamente, es decir, por escrito, acerca de las deficiencias de dicho orden. Mientras tanto, el orden establecido tiene que perdurar, hasta que la comprensión de la cualidad de estos asuntos se hubiese extendido y confirmado públicamente, de modo que mediante un acuerdo logrado por votos (aunque no de todos) se pudiese elevar al trono una propuesta para proteger aquellas comunidades que se han unido para una reforma religiosa, conforme a los conceptos propios de una comprensión más ilustrada, sin impedir que los que quieran permanecer fieles a la antigua lo hagan así. Pero es absolutamente ilícito ponerse de acuerdo sobre una constitución religiosa inconmovible, que públicamente no debería ser puesta en duda por nadie, ni tan siquiera por el plazo de duración de una vida humana, ya que con ello se destruiría un período en la marcha de la humanidad hacia su mejoramiento y, con ello, lo haría estéril y nocivo. En lo que concierne a su propia persona, un hombre puede eludir la Ilustración, pero sólo por un cierto tiempo en aquellas materias que está obligado a saber, pues renunciar a ella, aunque sea en pro de su persona, y con mayor razón todavía para la posteridad, significa violar y pisotear los sagrados derechos de la humanidad. Pero si a un pueblo no le está permitido decidir por y para sí mismo, menos aún lo podrá hacer un monarca en nombre de aquél, pues su autoridad legisladora descansa, precisamente, en que reúne la voluntad de todo el pueblo en la suya propia. Si no pretende otra cosa que no sea que toda real o presunta mejora sea compatible con el orden ciudadano, no podrá menos que permitir a sus súbditos que actúen por sí mismos en lo que consideran necesario para la salvación de sus almas. Esto no le concierne al monarca; sí, en cambio, evitar que unos y otros se entorpezcan violentamente en el trabajo para su promoción y destino según todas su capacidades. El monarca agravia su propia majestad si se mezcla en estas cosas, en tanto somete a su inspección gubernamental los escritos con que los súbditos intentan poner en claro sus opiniones, a no ser que lo hiciera convencido de que su opinión es superior, en todo caso se expone al reproche Caesar no est supra Grammaticos,56 o 56. Kant recompone y populariza la frase de Segismundo, rey de los húngaros y luego emperador del Sacro Imperio, quien sostuvo “Ego sum rex romanus et super grammaticam” (soy emperador y estoy por encima de la gramática) irritado ante un cardenal que tuvo la osadía de señalarle la comisión de un error gramatical. Kant cree que el gobernante ilustrado no debe estar ni sentirse por encima de las reglas y convenciones respetadas
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bien que rebaje su poder supremo hasta el punto de que ampare dentro de su Estado el despotismo espiritual de algunos tiranos contra el resto de los súbditos. Si nos preguntamos si vivimos ahora en una época ilustrada,57 la respuesta es no, pero sí en una época de Ilustración. Todavía falta mucho para que los hombres, tal como están las cosas, considerados en su conjunto, puedan ser capaces o estén en situación de servirse bien y con seguridad de su propio entendimiento sin la guía de otro en materia de religión. Sin embargo, es ahora cuando se les ha abierto el espacio para trabajar libremente en este empeño y percibimos inequívocas señales de que disminuyen continuamente los obstáculos para una Ilustración general, o para la salida de la autoculpable minoría de edad. Desde este punto de vista, nuestra época es el tiempo de la Ilustración o el siglo de Federico. Un príncipe que no encuentra indigno de sí mismo declarar que considera un deber no prescribir nada a los hombres en materia de religión, sino que les deja en ello plena libertad y que incluso rechaza el pretencioso nombre de tolerancia, es un príncipe ilustrado y merece que el mundo y la posteridad lo ensalcen con agradecimientos. Por lo menos, fue el primero que desde el gobierno sacó al género humano de la minoría de edad, dejando a cada uno la libertad de servirse de su propia razón en todas las cuestiones de conciencia moral. Bajo el gobierno del príncipe, dignísimos clérigos –sin perjuicios de sus deberes ministeriales– pueden someter al examen del mundo, en su calidad de doctos, libre y públicamente, aquellos juicios y opiniones que en ciertos puntos se desvían del símbolo aceptado; con mucha mayor razón esto lo pueden llevar a cabo los que no están limitados por algún deber profesional. Este espíritu de libertad se expande también exteriormente, incluso allí donde debe luchar contra obstáculos externos de un gobierno que equivoca su misión. Este ejemplo nos aclara cómo, en régimen de libertad, no hay que temer lo más mínimo por la tranquilidad pública y la unidad del Estado. Los hombres salen gradualmente del estado de rusticidad por su propio trabajo, siempre que no se intente mantenerlos, adrede y de modo artificial, en esa condición. He situado el punto central de la Ilustración, a saber, la salida del hombre de su culpable minoría de edad, preferentemente, en cuestiones religiosas, porque en lo que atañe a las artes y las ciencias nuestros dominadores no tienen ningún interés en ejercer de tutores sobre sus súbditos. Además, la minoría de edad en cuestiones religiosas es, entre todas, la más perjudicial y humillante. Pero el modo de pensar de un jefe de Estado que favorece esta libertad va todavía más lejos y comprende que, incluso en lo que se refiere a su legislación, no es peligroso permitir que sus súbditos hagan uso público de su propia razón y expongan públicamente al mundo sus pensamientos sobre una mejor concepción de aquélla, aunque contenga una franca crítica de la existente. También en esto disponemos de un brillante ejemplo, pues ningún monarca se anticipó al que nosotros honramos.58
por sus súbditos, ergo sentenció: “Caesar non est supra grammaticos”. 57. La denominación de época ilustrada es para nuestro filósofo un ideal con valor utópico, un horizonte de realización a cuya consecución se orienta la perfectibilidad humana. La época en la que le toca vivir es una época de ilustración, también llamada de Federico II el Grande. A este monarca debe Prusia la educación laica subordinada a los fines del Estado. 58. Referencia al Siglo de Federico II de Prusia.
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Pero sólo quien por ilustrado no teme a las sombras y, al mismo tiempo, dispone de numeroso y disciplinado ejército, que garantiza a los ciudadanos una tranquilidad pública, puede decir lo que ningún Estado libre se atreve a decir: ¡Razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced! Se muestra aquí un extraño e inesperado curso de las cosas humanas, pues sucede que, si lo consideramos con detenimiento y en general, casi todo en él es paradójico. Un mayor grado de libertad ciudadana parece ser ventajoso para la libertad del espíritu del pueblo y, sin embargo, le fija barreras infranqueables. En cambio, un grado menor de libertad le procura el ámbito necesario para desarrollarse con arreglo a todas sus facultades. Una vez que la naturaleza, bajo esta dura cáscara, ha desarrollado la semilla que cuida con extrema ternura, es decir, la inclinación y vocación al libre pensar, este hecho repercute gradualmente sobre el sentir del pueblo (con lo cual éste se va haciendo cada vez más capaz de la libertad de actuar) y, finalmente, hasta llegar a invadir los principios del gobierno, que se encuentra ya posible tratar al hombre, que es algo más que una máquina,59 conforme a su dignidad.
59. El materialismo mecanicista en boga en la época sostenía que lo libre era aquello que no tenía ningún impedimento físico para su despliegue. Kant, por el contrario, sostiene que el hombre tiene más dignidad que una máquina: esto implica que no es un mero medio sino un fin en sí mismo. La posibilidad de dar una ley racional universal a sí mismo, válida para todos, es el fundamento de la dignidad humana y la naturaleza racional.
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Fuentes Kant, I.: “Idea para una historia universal en clave cosmopolita”, en Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre filosofía de la historia, Madrid, Tecnos, 1994, 2a edición. Traducción de Concha Roldán Panadero y Roberto Rodríguez Aramayo. — “Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración”, en Qué es la Ilustración, Madrid, Tecnos, 1988. Traducción de Agapito Maestre Sánchez.
Bibliografía citada Arendt, Hannah: Conferencias sobre la filosofía política de Kant, Buenos Aires, Paidós, 2003. Bobbio, Norberto: “Kant y las dos libertades”, en Teoría general de la política, Madrid, Trotta, 2003. Foucault, Michel: “Qu’est-ce que les Lumières?”, en Bulletin de la Société Française de Philosophie, 84, Nº 2, Abril-Junio 1990, pp.35-63. Traducción de Jorge Dávila publicada en Revista de Filosofía-ULA, 8, 1995. Gruner, Eduardo: “La rama dorada y la hermandad de las hormigas. La ‘identidad’ argentina en Latinoamérica: ¿realidad o utopía?”, en Borón, Atilio A. (compilador): Filosofía política contemporánea. Controversias sobre civilización, imperio y ciudadanía, Buenos Aires, CLACSO, 2003, 341-372. Hernández Marcos, M.: “Republicanismo literario. Ilustración, política y secreto en la Sociedad del Miércoles”, en Res publica, 9-10, 2000, pp. 127-167. Rossi, María José: “La filosofía política en Kant. La relación entre ley moral y orden jurídicopolítico en la filosofía kantiana”, en Dri, Rubén (editor): Los caminos de la racionalidad. Mito, filosofía y religión, Buenos Aires, Biblos, 2001, pp. 57-86. Smith, Adam: Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, México, Fondo de Cultura Económica, 1999. Todorov, Tzvetan: La vida en común. Ensayo de antropología general, Buenos Aires, Taurus, 2008.
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VII. Lógica, fenomenología y política en George F. W. Hegel
El Espíritu sólo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento. Hegel, Prólogo, Fenomenología del Espíritu
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VII.I Introducción Por María José Rossi y Marcelo Muñiz
Tanto la Ciencia de la Lógica (Wissenschaft der Logik) como la Fenomenología del Espíritu (Phänomenologie des Geistes), compuestos por Hegel (1770-1831) entre 1812-1816 y 1807, respectivamente, constituyen textos capitales para la filosofía en lo que atañe a sus dimensiones lógica, ontológica y fenomenológica. Lo mismo puede decirse, para el ámbito de la política, de su Filosofía del Derecho (Grundlinien der Philosophie des Rechts), editada en 1821. Dada la reputada complejidad del filósofo germano, hemos antepuesto la interpretación y la lectura a los propios textos, de los que hemos seleccionado párrafos que estimamos significativos a fin de intercalarlos a lo largo de la exposición. Intentamos así ofrecer un esbozo de la ontología hegeliana (que es una con la lógica) y del camino fenomenológico que la pone al descubierto; del mismo modo hemos procedido en relación con su concepción del estado ético. Para ello ha sido necesario aludir al modo en que Hegel se ubica frente a la tradición y a su propio tiempo histórico, pues ellos bosquejan el horizonte a partir del cual sus textos adquieren inteligibilidad. Todo este desarrollo nos da la chance, además, de recapitular los problemas a los que la modernidad intenta dar respuesta a través de los pensadores que lo preceden: Descartes, Spinoza, Hume, Kant. Sólo a la luz de estos problemas, de su ubicación frente a los intentos parciales o fallidos por resolverlos, y en el marco de una Alemania que busca la unidad, es que puede comenzar a vislumbrarse el sentido de la propuesta filosófica hegeliana.
El horizonte epocal de la modernidad Vamos a presentar a Hegel partiendo de los presupuestos de la llamada modernidad filosófica. No sólo porque todo pensamiento logra hacerse visible desde un horizonte de sentido –horizonte que le plantea determinados problemas y un cierto lenguaje (unas ciertas categorías)–, sino también porque Hegel es una suerte de bisagra entre la modernidad y su propia autosuperación, una modernidad que, para decirlo en términos hegelianos, ya ha devenido otra, se ha vuelto “contemporánea”. Una modernidad que incorpora con Hegel –como veremos– el pensamiento de la historicidad, del tiempo irreversible, de la contingencia. La modernidad es aquel momento de la historia en que el sujeto ocupa un lugar de privilegio. Fundamento del conocimiento, del actuar moral y de la praxis política, el sujeto es, en todas
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esas dimensiones de la condición humana, la fuente del conocer, el responsable de su actuar moral en el mundo, el que subvierte el orden político para construirlo todo por sí mismo. Es el sujeto de la revolución copernicana y el de la Revolución Francesa; el que interroga al objeto en lugar de ser este último quien lo dirija y maneje (Kant, CRP). El paradigma clásico, centrado en la total certidumbre del ente (ya sea en la forma de la esencia, en Platón, o de la sustancia, en Aristóteles) y en el vínculo íntimo del ente con el logos (lo que hace que pensamiento, lenguaje y ser coincidan y se compenetren), cede en favor de un nuevo paradigma en el que de quien se tiene certeza y evidencia es del sujeto. Salvo unas pocas excepciones (entre las que se cuentan algunos sofistas, como Gorgias), los pensadores clásicos no ponen en tela de juicio la realidad del mundo: de lo que se trata es de mostrar su naturaleza. Son los modernos los que cuestionan la entidad de lo real sobre la base de la certidumbre del sí mismo, de la certeza inconmovible de que el sujeto es. De ahí que el gran problema de la modernidad consista, en primer lugar, en restablecer la realidad del mundo y, en segundo lugar, en saldar la fractura entre el pensar y el ser, en salvar la verdad. ¿Cómo recuperar la correspondencia entre nuestros pensamientos y la realidad? ¿Cómo volver a vincular sujeto y objeto? Éstos son algunos de los interrogantes que, en relación con el conocimiento y la realidad, se formula la filosofía en los albores del siglo XVII. Sabemos que Descartes tuvo que apelar a Dios para volver a conectar el sujeto con el mundo y restablecer con ello la posibilidad de verdad.1 Y recordemos también cómo el empirismo, principalmente en la figura de Hume, al sancionar la imposibilidad de conocer a Dios por no corresponderse con una impresión sensible (que es el criterio por el cual el conocimiento adquiere validez), rompe el puente que le permite al racionalismo vincular sujeto y mundo.2 Con ello, el sujeto queda nuevamente referido sólo a sí mismo, encerrado en los límites de su propia subjetividad. Quien va a restablecer los nexos con lo real-fenoménico, a través de la postulación de un sujeto trascendental que constituye el mundo como representación, es Kant. La estructura a priori de la subjetividad, condición única e indispensable para nuestro acceso al objeto, pone a salvo la posibilidad de un conocimiento objetivo del mundo al tiempo que cierra el acceso al en sí de las cosas. De este modo, la representación que tenemos de las cosas se separa de lo que el mundo es en sí mismo. Esta breve introducción nos permite retomar el horizonte desde el cual presentar el pensamiento hegeliano. Para Hegel, partir de la contraposición en la que incurre la filosofía crítica o filosofía de la subjetividad, como la llama (y que comprende a Kant, Fichte y Jacobi), es insuficiente y pobre: al tomar como punto de partida la oposición de sujeto-objeto –pues es propio del entendimiento subjetivo tomar al objeto (Gegenstand) como lo que está (-stand) en frente del (Gegen-) sujeto– no sólo un polo queda fuera del otro, separados, en una relación de mera exterioridad, sino que el privilegio del sujeto como realidad primera –que impone al objeto sus principios y su legalidad– hace que “el concepto de verdad se pierda y [la razón] se vea restringida a reconocer sólo la verdad subjetiva”.3 Pero la que pierde no es sólo la verdad, sino la totalidad en su conjunto, pues queda dividida e inmovilizada: los polos quedan simplemente opuestos, sin chances para demostrar su interdependencia ontológica. Hegel advierte, en cambio, que la realidad no 1. Véase el cap. IV de la presente antología. 2. Remitimos al cap. VI de la presente antología. 3. Hegel: Ciencia de la lógica, tomo I, Buenos Aires, Ediciones Solar, p. 61.
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es inmóvil sino que es movimiento; que la escisión sujeto-objeto paraliza la relación entre los polos cuando en verdad forman una “unidad inquieta”, una “concreta unidad viviente”4 en la que cada uno se determina recíprocamente en una negación que es al propio tiempo determinación. Además de la señalada contraposición sujeto-objeto, son múltiples las escisiones en las que se ha estancado para Hegel el pensamiento moderno, empeñado en abstraer y separar: cuerpoalma, espíritu-materia, finito-infinito, individuo-estado, etc. Ubicadas en sus diversas dimensiones (antropológica, metafísica, política, etc.), estas polaridades refuerzan la ya señalada escisión entre sujeto y realidad. ¿Cómo salvar el antagonismo entre los polos, la brecha que los separa, sin incurrir en una oposición insuperable, en una falsa y huera identidad? ¿De qué modo puede la realidad recuperar su riqueza multiforme sin verse vencida y sacrificada por la arrogancia del sujeto que le impone su vacía legalidad? Y, viceversa, ¿cómo puede el sujeto recobrar su sustancia y reconciliarse con aquello de lo que se halla irremisiblemente separado, cómo alcanzar nuevamente el saber de lo absoluto? En su agonía, estos interrogantes encontrarán en Hegel, si no una respuesta definitiva, un nuevo camino en que desplegarse y reformularse. Un espacio especulativo en el que se revelará la unilateralidad de un entendimiento que piensa en términos de opuestos simples; un espacio en el que no tienen lugar ni la renuncia escéptica ni el absolutismo racional. Y si la última quiso ser la etiqueta que más frecuentemente se ha adosado a este filósofo –cuya lúcida reactividad a las simplificaciones fáciles debería bastar para eludir esa banal tentación–, los textos que se presentan quieren ser, precisamente, una invitación a ingresar al venturoso espacio del pensar que nos propone, a internarnos por caminos nunca del todo bien explorados. De esa experiencia resultará, seguramente, la imposibilidad de cualquier reducción burda y la chance de un modo de pensar que reúne, en una misma e inquieta fisonomía, los modos inescindibles de la identidad y de la diferencia, de la afirmación y la negación.
La ontología hegeliana y las formas de la mediación: negatividad, diferencia, identidad, contradicción (Ciencia de la Lógica) Para Hegel, no hay modo de situarse solo positivamente en el mundo: todo posicionamiento es en realidad ubicación frente a otros de los que me diferencio al negarlos (“yo no soy lo otro”) y en relación con los cuales obtengo una identidad (una positividad: “yo soy esto”) que es relativa y móvil, que no podría nunca mantenerse fija: el plexo de relaciones en el que me hallo es siempre distinto (soy profesor/a en oposición a otros/as que son estudiantes, soy hija/o en relación con otro/a que es padre/madre, soy ciudadana/o argentina/o en relación con el ciudadano español, etc.). Una serie de conceptos concatenados permiten comprender este proceso de constitución de la propia identidad. Por empezar, el concepto, central, de negación: “La realidad contiene ella misma la negación…”.5 Negar no es un simple eliminar que haga desaparecer lo eliminado, sino que es un dejar atrás superador. El término alemán que corresponde a este doble movimiento es 4. Ibidem, p. 63. 5. Ibidem, p. 148.
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Aufheben. El propio Hegel se encarga de definirlo y de mostrar su carácter doble: “La palabra Aufheben [eliminar] tiene en el idioma [alemán] un doble sentido: significa tanto la idea de conservar, mantener, como, al mismo tiempo, de cesar, poner fin”.6 La negatividad no es simple actividad del pensamiento, sino que es una actividad inherente a lo real, es el movimiento por el cual comienza la diferenciación; ella puede reconocerse en diferentes ámbitos. Ubicada, por ejemplo, en el ámbito de la cualidad, esta negatividad implica que en el médium mismo de la cosa sus atributos se esfuerzan por repelerse y diferenciarse: Qualierung o Inqualierung significa el movimiento de una cualidad (por ej., del ácido, del astringente, del cáustico) en sí misma, en cuanto que ella en su naturaleza negativa (en su Qual [palabra alemana que significa tormento]) se pone y se consolida a partir de otro, y en general es en sí misma su propia inquietud, según la cual se engendra y se mantiene sólo en la lucha.7 La cualidad de una cosa se distingue de otra cualidad porque la niega (lo ácido no es lo mismo que lo cáustico); ambas se contraponen –contraposición que resulta no de lo que cada una es por separado, sino por su relación– dando lugar a la inquietud propia de lo real, cuya condición permanente es la lucha, el conflicto, el “tormento”. Es preciso llamar la atención sobre el carácter antagónico de lo real en Hegel, capaz de ver relaciones de contraposición aun en un ámbito aparentemente neutral, como es el de los compuestos químicos. Sólo un tipo de reflexión “puramente extrínseca o exterior” (la del entendimiento) puede hacer de los opuestos una realidad separada, como se ve en esta “Observación” al capítulo sobre la contradicción: Lo positivo y lo negativo es lo mismo. Esta expresión pertenece a la reflexión extrínseca, en la medida en que establece por medio de estas dos determinaciones una comparación. Pero no es una comparación extrínseca la que debe efectuarse entre ellas, y tampoco entre otras categorías, sino que hay que considerarlas en sí mismas, es decir, hay que considerar qué es su propia reflexión. En ésta, empero, se ha mostrado que cada uno (positivo y negativo) es esencialmente el aparecer de sí mismo en el otro, e incluso su ponerse a sí mismo como el otro.8 La reflexión extrínseca (para Hegel, la que opera desde fuera, sin penetrar realmente en la naturaleza de la cosa o en sus procesos) considera que “positivo y negativo” son valencias susceptibles de ser consideradas por separado, como si esos diferentes “estuviesen firmes uno frente al otro” y pudiesen ser comparados prescindiendo de su mutua compenetración y del desarrollo de su relación. Pero esto es sólo una verdad a medias, pues lo cierto es que algo aparece como positivo porque puedo compararlo con otro, del que “resulta” su positividad. Así, por ejemplo, una experiencia resulta placentera por su simple contraste con una desventura, a la que sucede. Tomadas en sí mismas son, como dirá luego, inconsistentes, cada cual obtiene su realidad y 6. Ibidem, p. 138. 7. Ibidem, p. 148. 8. Ibidem, tomo II, pp. 67-68 (con modificaciones).
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consistencia por la vinculación con su diferencia. Eso es el “aparecer de sí mismo en el otro”: sin ese otro no habría posibilidad de determinación. E incluso puede resultar que una misma cosa se torne su contrario, poniéndose de este modo “a sí mismo como el otro”. Pero la representación [común], en la medida en que no considera lo positivo y lo negativo como son en sí y por sí, puede en todo caso remitirse a la comparación para darse cuenta de la falta de consistencia de estos términos diferentes, que ella admite como si estuviesen firmes uno frente al otro. Una breve experiencia en el ejercicio del pensamiento reflexivo ya permitirá percibir que cuando algo ha sido determinado como positivo, si se prosigue a partir de este fundamento, se nos convierte en negativo de inmediato entre las manos, y, viceversa, lo que ha sido determinado como negativo se convierte en positivo, de manera que el pensamiento reflexivo se enreda en estas determinaciones y se contradice a sí mismo. La ignorancia de la naturaleza de aquellos opuestos lleva a la opinión de que este enredo sea algo incorrecto, algo que no debe suceder, atribuyéndoselo a un error subjetivo. Este traspasar queda, en efecto, como puro enredo, hasta que no intervenga la conciencia de la necesidad de la transformación.9 Que “positivo” y “negativo” no son realidades puestas simplemente una frente a otra (o sea, exteriores) nos lo demuestra la banal y hasta cotidiana experiencia de que algo considerado “positivo” pueda volverse “negativo”. Por ejemplo, hacer que todo lo que se toque se convierta en oro (como en la leyenda del rey Midas) puede considerarse en principio la más ventajosa de las fortunas, pero su realización puede convertirse en la peor de las pesadillas: lo positivo se trastrocó en negativo. Lo mismo sucede en nuestras relaciones humanas: quien se nos “aparece” en un principio como maravilloso luego “se vuelve” vil. En esto consiste la “astucia del concepto” para Hegel, quien nos da este otro ejemplo: el engrandecimiento de un estado o de un patrimonio –nos dice– aparece de inmediato, en un primer momento, como su suerte más feliz, pero luego es eso mismo lo que lo llevará a la desgracia.10 –Sin embargo, también para la reflexión extrínseca es muy simple considerar que, ante todo, lo positivo no es un algo inmediatamente idéntico sino, por una parte, un término contrapuesto, enfrentado a lo negativo, que tiene significado sólo en esta relación, de modo que lo negativo mismo se halla en su concepto; por otro lado, empero, que lo positivo es en sí mismo la negación que se refiere a sí misma del puro ser puesto, o sea de lo negativo, y por ende es él mismo la absoluta negación en sí. –De la misma manera, lo negativo, que está frente a lo positivo, tiene sentido sólo en esta relación con este otro de él; lo contiene, pues, en su concepto. Pero lo negativo tiene, aún sin referencia a lo positivo, una subsistencia propia; es idéntico consigo mismo; pero es así él mismo lo que tendría que ser lo positivo. La oposición de positivo y negativo se entiende sobre todo en el sentido de que mientras el primero (pese a que, según su nombre, expresa el ser puesto, o ser establecido) tiene 9. Ibidem, p. 68. 10. Ibidem, tomo I, p. 431.
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que ser algo objetivo, el segundo, al contrario, es algo subjetivo que pertenece sólo a la reflexión extrínseca, y no concierne en absoluto a lo objetivo existente en sí y por sí, y no tiene absolutamente existencia para el mismo.11 El otro error del pensamiento exterior es creer que sólo uno de los polos de la relación es el elemento positivo (como en el ejemplo que Hegel va a poner a continuación: sólo el bien tiene entidad y el mal es apenas ausencia de bien, como pensaba Agustín de Hipona). Lo que aparece como “negativo” sería, además, para este tipo de reflexión, una determinación de la subjetividad, algo que no es inherente a la cosa y que resulta de la mera comparación. Pero como se verá, esta contraposición de “negativo” y “positivo” no es para Hegel producto de la mera subjetividad, sino que ambas constituyen determinaciones objetivas, pertenecen a la realidad. Que las cosas se trastruequen o transformen en sus contrarios no es producto de un entendimiento confuso sino del movimiento propio de lo real: En efecto, cuando lo negativo no expresa otra cosa que la abstracción propia de un albedrío subjetivo o bien una determinación que resulta de una comparación extrínseca, con toda evidencia no tiene existencia para lo positivo objetivo, es decir, éste no está relacionado en sí mismo con una tal vacua abstracción; pero, en este caso, la determinación que lo caracteriza como positivo le queda igualmente extrínseca. Los ejemplos que pone Hegel a continuación recorren diversos ámbitos, y en ellos se deja apreciar cómo en relación con los pares luz-oscuridad, virtud-vicio, bien-mal, verdad-error, la atribución de “positividad” o de “negatividad” no es nunca fija; que esa atribución es resultado de su mutuo traspasar, y que, incluso, existen matices “indiferentes” (como la inocencia o la ignorancia): Así, para citar un ejemplo de la oposición constante de estas determinaciones reflexivas, la luz vale en general como lo que es sólo positivo, y al contrario la oscuridad, como lo que es sólo negativo. Sin embargo, la luz, en su infinita expansión y en la fuerza de su actividad germinadora y vivificadora, tiene esencialmente la naturaleza de una absoluta negatividad. Al contrario, la oscuridad, como uniformidad, o como seno de la generación que no se distingue a sí mismo en sí, es lo simple, idéntico consigo mismo, lo positivo. Se la considera como algo que es únicamente negativo, en el sentido de que, como pura ausencia de la luz, no tiene absolutamente existencia para ésta, de modo que ésta, en su referencia a la oscuridad, no se refiere a un otro, sino que debe relacionarse sólo a sí misma, y por ende la oscuridad tiene sólo que desaparecer, frente a la luz. Pero, como todos saben, la luz queda enturbiada hasta convertirse en gris por la oscuridad y, además de esta modificación puramente cuantitativa, la luz sufre también una modificación cualitativa al ser, por vía de la referencia a la oscuridad, determinada en color.
11. Ibidem, tomo II, p. 68.
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–Así, por ejemplo, tampoco la virtud existe sin lucha; es más bien la lucha más alta, acabada; de este modo no es sólo lo positivo, sino una absoluta negatividad; ni tampoco es virtud sólo en comparación con el vicio, sino que en sí misma es oposición y batalla. O bien, el vicio no es solamente la falta de la virtud –también la inocencia es tal falta– y tampoco se diferencia de la virtud sólo por una reflexión extrínseca, sino que, al ser en sí mismo lo opuesto de aquélla, es el mal. El mal consiste en fundarse en sí contra el bien; es la negatividad positiva. Al contrario, la inocencia, como falta del bien y del mal, es indiferente respecto a las dos determinaciones, no es ni positiva ni negativa. Pero, al mismo tiempo esta falta tiene también que ser considerada como una determinación, y de un lado hay que considerarla como naturaleza positiva de algo, mientras de otro lado se relaciona con un opuesto; y todas las naturalezas emergen de su inocencia, de su indiferente identidad consigo, se relacionan por medio de sí mismas con su otro, y con eso se encaminan hacia su destrucción, o, en sentido positivo, vuelven a su base. –También la verdad es lo positivo, considerada como el saber que coincide con el objeto; pero es sólo esta igualdad consigo mismo, puesto que el saber se ha comportado como negativo frente al otro, ha penetrado en el objeto y ha eliminado la negación que éste constituye. El error es un positivo, como opinión referente a lo que no existe en sí y por sí, pero que se conoce y se afirma. En cambio, la ignorancia es o lo indiferente respecto a la verdad y al error, y por consiguiente no está determinada ni como positiva ni como negativa, y su determinación en el sentido de falta pertenece a la reflexión extrínseca; o bien, como objetiva, o sea como propia determinación de una naturaleza, ella es el impulso que se dirige contra sí, es un negativo, que contiene en sí una dirección positiva. –Es uno de los conocimientos más importantes el entender y establecer esta naturaleza de las determinaciones reflexivas consideradas, es decir, que su verdad consiste sólo en su relación mutua, y por consiguiente sólo en el hecho de que cada una, en su concepto mismo, contiene la otra. Sin este conocimiento no es posible, en realidad, dar ningún paso en la filosofía.12 Retomando la relación sujeto-objeto considerada previamente, el sujeto es tal por su diferencia con el objeto. Esto, que parece muy obvio, es un punto de partida esencial para pensar lo real en términos hegelianos: no habría manera de llamar “sujeto” a una entidad si fuese lo único que existiese, sin su oponente “objeto”. Y esto se extiende a toda relación entre entidades. Hegel rechaza las posturas filosóficas que parten de un absoluto afirmativo: “La afirmación absoluta de una existencia tiene que tomarse precisamente como su referencia a sí misma y no tiene que existir por el hecho de que existe otro”.13 Postular la infinitud como absoluto frente a lo cual sólo lo finito se define por su referencia a él (como hace Spinoza, según la cita referenciada) es una postura falsa: tanto la infinitud como la finitud, para Hegel, se definen por su referencia mutua. Por eso finito e infinito conforman una unidad donde ninguno queda afuera. Negatividad, diferencia, identidad, mediación/relación, contradicción, totalidad: destacamos la centralidad de estas nociones que, articuladas entre sí, dan cuenta de la ontología hegeliana: 12. Ibidem, p. 69-70. 13. Ibidem, tomo I, p. 323.
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soy en la medida en que niego lo otro (yo no soy lo otro: Juan, Ana, la piedra, el mundo, etc.; en la Fenomenología del espíritu: el amo no es esclavo), es decir, obtengo mi propia identidad por mi diferencia con lo otro, al que niego para afirmarme y al que afirmo para negarlo (el a-teo tiene que “poner” a dios para negarlo, como lo muestra el propio término: el lenguaje nos juega, como Hegel va a reconocer, malas pasadas). De este modo se comprueba que sólo puedo ser yo mismo por mediación de lo otro (sin Pedro, Juana, etc., no sería yo misma; sin el esclavo el amo no sería amo), por mi relación con él, con lo cual lo constante es la relación. Pero lo importante es que el otro está incluido en la determinación de mí mismo: estando “afuera” la alteridad no es sino parte de mí. Y recíprocamente: “Cada uno es sí mismo y su otro; por tanto cada uno tiene su determinación no en otro, sino en él mismo”.14 Esto implica, en definitiva, que cada una de las partes es, en sí misma, la totalidad: “Cada uno de estos momentos es, por ende, el todo en su determinación”15. El hecho de estar relacionados entre sí (en una relación que es de oposición) implica el trastrocamiento inevitable de los elementos en cuestión, pues nada ni nadie (excepto que pensemos que las cosas o las personas son portadores de esencias inmutables) tiene asegurada una identidad. Y ese movimiento tiene lugar tanto del lado del sujeto (de la conciencia) como del objeto (del mundo). Que estén en movimiento no significa que se desplacen en el espacio o que se muevan uno junto a otro, ni tan sólo que evolucionen o que crezcan o disminuyan (modos aristotélicos de ver el movimiento). Para Hegel, estar en movimiento, en principio, es “dejar de ser lo que se es”, tanto en relación con el sí mismo (el adulto que deja de ser niño) como con la alteridad (el amo que deja de ser amo porque ya no tiene esclavos). Asimismo una piedra está en movimiento no sólo porque resbale por una pendiente, sino porque cuando la toma el escultor y la transforma en estatua deja de ser lo que es para ser otra cosa; además, antes de ser estatua es piedra, porque alguien la ve como piedra y por eso puede pensar en convertirla en otra cosa (no sería así si la viese como algo sagrado, por ejemplo). Ese “dejar de ser lo que se es” para ser “otro”, el hecho de diferenciarse como condición de la identidad, es obra de la negatividad.
Dialéctica y negatividad La negatividad es el motor de la dialéctica. Y la dialéctica es el movimiento mismo de lo real. No se entiende la dialéctica si se la concibe como una mera metodología; antes bien, la dialéctica es una ontología, el modo de ser de lo real, que es proceso, devenir, movimiento, conflictividad. Hegel restablece el devenir heraclíteo pero lo va a integrar al movimiento del espíritu (de la racionalidad de lo real), por lo cual no va a ser la simple unidad natural del “camino que sube y que baja” siendo “uno y el mismo” (aforismo 17); no va a ser el perpetuo fluir de la filosofía de Heráclito, sino que va a ser una actividad incesante destinada a autotrascenderse: “Lo uno (determinado) es infinito, o sea la negación que se refiere a sí, y por ende es la repulsión de sí
14. Ibidem, tomo II, p. 54. 15. Ibidem, p. 53; véase también p. 62: “Por ser de este modo, cada uno está mediado consigo por su otro, y lo contiene”.
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con respecto a sí mismo. […] por lo tanto, es la repulsión de la determinación desde sí mismo, no el engendrarse de lo semejante a sí mismo […] sino el engendrarse de su ser otro; se halla puesto ahora en el mismo como para enviarse más allá de sí mismo o disminuirse a sí mismo; es la exterioridad de la determinación en sí mismo”.16 Lo propio de la infinitud es la negatividad, es repelerse a sí mismo (negarse). Además que no se trata de una infinitud irreal, sino existente, determinada, donde lo propio de lo existente finito es repeler toda determinación, toda fijeza: lo real existente pugna siempre por ser otro. Y lo más importante: lo existente no quiere engendrar lo que es igual a sí sino a su ser otro, trascenderse (“enviarse más allá de sí mismo”). Hemos destacado que la negatividad es el motor de la dialéctica. Ello implica, recapitulando, 1) dejar de ser lo que se es de manera inmediata, negarse a sí mismo o negar lo otro de mí, como cuando el adulto niega al adolescente para crecer, o como cuando la planta niega a la semilla, para poner un ejemplo del propio Hegel; 2) negar lo otro fuera de mí (soy María porque no soy “Pedro”, “Juana”, etc.), al que, no obstante, necesito confirmar en su existencia para poder ser. Necesito ponerlo (afirmarlo) para negarlo. La negación es condición de posibilidad de identidad y diferencia: “La identidad y la diferencia son los momentos de la diferencia contenidos en el interior de ella misma”.17 Es decir que soy (obtengo mi identidad) por mi diferencia con otro con quien me relaciono aunque pretenda negarlo (o precisamente por ello): el amo es amo porque no es siervo, pero necesita al siervo (su otro) para ser amo. Y aun cuando declare mi total prescindencia respecto del mundo y me convierta en eremita, sólo podría serlo porque el mundo está ahí, y está ahí para que con su negación me convierta en lo que soy. (Esto es lo que, más tarde, va a demostrar el estructuralismo en el ámbito del lenguaje: un significante obtiene su significación no por remitir a un significado ideal, sino por su relación con otro significante.) De ahí que la realidad para Hegel sea relacional: se es no porque se tenga una esencia previa ni una naturaleza que potencialmente deba realizarse (en esto consiste el pensamiento profundamente antisustancialista hegeliano), sino por la relación con lo otro, al que se lo confirma y se lo niega para ser. En la identidad reside la diferencia; en la unidad, la contradicción: “…la identidad es sólo la determinación de lo simple inmediato, del ser muerto; en cambio, la contradicción es la raíz de todo movimiento y vitalidad; pues sólo al contener una contradicción en sí una cosa se mueve, tiene impulso a actividad”.18 Es la contradicción la que explica el movimiento del todo de lo real: Por lo tanto algo es viviente sólo cuando contiene en sí la contradicción y justamente es esta fuerza de contener y sostener en sí la contradicción. Pero si algo existente no puede, en su determinación positiva, abarcar al mismo tiempo su determinación negativa y mantener firme la una y la otra, es decir, si no puede tener en sí mismo la contradicción, entonces no es ésta la unidad viviente misma, no es fundamento, sino que perece en la contradicción. –El pensamiento especulativo consiste sólo en que el pensamiento mantiene firme la contradicción y en ella se mantiene firme a sí mismo; pero no en que, como acontece
16. Ibidem, tomo I, p. 290. 17. Ibidem, tomo II, p. 53. 18. Ibidem, p. 72.
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con la representación, se deje dominar por la contradicción y deje que sus determinaciones sean disueltas por ésta solamente en otras, o en la nada. Si en el movimiento, en el impulso o en otras cosas similares la contradicción está ocultada por la representación, en la simplicidad de estas determinaciones, al contrario la contradicción se presenta de inmediato en las determinaciones correlativas. Los ejemplos más triviales de arriba y abajo, derecha e izquierda, padre e hijo, etcétera, al infinito, contienen todos la oposición en un único término. Arriba es lo que no es abajo, arriba está determinado sólo como el no ser abajo, y existe sólo en razón de que hay un abajo, y viceversa; en una determinación se halla su contrario. El padre es el otro del hijo, y el hijo es el otro del padre, y cada uno existe sólo como este otro del otro; y al mismo tiempo una determinación existe sólo en relación con la otra; su ser es un único subsistir.19
El problema del conocimiento (Fenomenología del Espíritu) En la primera parte de nuestra exposición señalamos como problema de los modernos el que se plantea en torno de la relación sujeto-objeto: si partimos de la evidencia del sujeto, lo que queda por probar es la realidad del mundo y su verdad. Esa tensión se renueva en el caso de nuestro filósofo, pero en otros términos, en los que se deja ver cómo asume la perspectiva clásica: ¿de qué manera se vinculan saber y ser? ¿Cómo se pertenecen mutuamente? Hegel se sitúa en la tradición que ubica la esencia del saber a partir del ser, no del sujeto que conoce. No en el hombre que sabe y se re-presenta esas cosas que sabe, poniéndolas a distancia, sino en el hombre inmerso en el ser, rodeado por él. Es decir que el acento no está puesto en los objetos, cosas, personas, que forman parte del flujo de nuestra existencia, sino en el ser de esas mismas cosas. El ser de las cosas es primeramente el sostenerse en sí, su ponerse a sí mismas (ser “en sí”, Ansischsein) y también su exponerse, su presentarse ante otros (ser “para otro”). Esto último es lo que desarrollamos anteriormente cuando vimos que las cosas son en relación: las cosas no están cerradas sobre sí mismas sino que están relacionadas con todo lo que las rodea y que las hace “ser” (la piedra es piedra porque no es agua, cielo, fuego, etc., o sea, “es” al distinguirse de ellas). Por eso los entes son “en sí” y, a la vez, son “para otro”. Ahora bien, cuando ese “otro” es una conciencia, el saber irrumpe en el corazón del ser. Irrumpe para violentarlo, interrumpir su tranquilidad, para volverlo contra sí. El saber nunca deja a las cosas tal cual son. Es una fisura que desgarra, que inquieta: “El Espíritu sólo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento”.20 Por otra parte, esa conciencia es la única que puede saberse a sí misma, que puede ser “para sí” (Fürsischsein). No sólo es “en sí” y “para otro”, como todos los entes; no sólo se pone y se expone, sino que es “para sí” (o “fuera de sí”): conoce y se conoce a través de los entes del mundo y a través de otras conciencias, que son a la vez “para
19. Ibidem, pp. 74-75. 20. FE, p. 24.
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sí”. Es la única que puede volver a sí, reflexionar, saberse a sí misma a través de otro, o sea, que puede saberse de manera mediata (no in-mediata, en la soledad del uno). Hay entonces en el meollo del ser una trabazón originaria entre todos los entes del mundo que hace que nada esté separado ni pueda concebirse como separado. Una trabazón inquieta, que no permanece cerrada ni inmóvil, pues habita en ella el saber que la escinde, la contrapone y la hace trascenderse, superarse siempre. Los entes (las cosas) rodean al ser humano, rodean la conciencia. Se le muestran, se le presentan y lo asedian. Por eso, la relación del hombre con las cosas no es la del mero re-presentar, que es como el sujeto moderno se ubica frente a las cosas en la medida en que las objetiva y las pone a distancia, las representa. Las cosas se le presentan en su realidad desnuda. Pero el aparecer de las cosas es múltiple, son muchas las caras y sus apariencias. La esencia de las cosas, lo que ellas son, aparece, se muestra (no es mero fenómeno, como en Kant). Ahora bien, el hombre no puede encontrar la claridad en medio de este asedio de cosas que se (le) presentan sino a través de un penoso trabajo. No a través de una repentina intuición mística sino a través del duro trabajo del pensar, que opera separando y, al propio tiempo, relacionando. No captamos la esencia de las cosas sino en este ponerlas en relación. Este duro trabajo del pensar es lo que Hegel expone y desarrolla en su Fenomenología del Espíritu (en adelante FE), a la que describe como “ciencia de la experiencia de la conciencia”, vale decir, la exposición de las distintas vivencias que atraviesa la conciencia inmersa en el mundo para saberse a sí misma. Y si la conciencia está inmersa en el ser, y su saber es el gran acontecimiento del ser (lo que le acontece al ser para desgarrarse y autosuperarse), saberse a sí misma es al propio tiempo el saber del ser, del ser que se sabe a sí a través de la conciencia. Éste es, si se quiere, el núcleo del pensamiento hegeliano: el saber reside en el ser; el nous (la razón) es el corazón de todo lo real. Por eso la razón gobierna el mundo (no es la mera facultad de un sujeto). Pero es a través de los sujetos que despliega toda su potencia, que fuerza sus límites naturales y se trasciende a sí misma. Y si las distintas vivencias que la conciencia va atravesando en el itinerario de su formación se encaminan a un saber, ese saber será absoluto. No porque sea un saber “de todo”, sino porque es un saber que recoge todas las experiencias sin desecharlas (es un saber sustancial, no formal); es un saber que incluye la meta, el resultado y el camino. Y porque, además, es un saber del saber. Saber que se sabe de una conciencia que es individual y también colectiva, que es “nosotros”: la intersubjetividad es el modo propio de ser de la conciencia. No somos solos: somos siempre con otros. Para desarrollar este apartado especial de la filosofía hegeliana tomaremos partes sustanciales de la Introducción y del Prólogo a la FE; ambos textos fueron escritos en distintos tiempos: el primero, antes de que Hegel diera inicio a la obra; el último, una vez finalizada, es decir, una vez completado el periplo del alma cuyo saber se consuma en el saber de sí. Y si pudo señalarse alguna vez la atinada relación que existe entre la FE y la llamada novela de formación que supo ser característica del siglo XVIII –como el Emilio (1762) de Rousseau o Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister (1796), de Goethe– es que cabe encontrar en este escrito la maravillosa aventura que supone para el alma humana no sólo formarse y descubrirse a sí misma descubriendo el mundo, sino también narrarse y describirse: en el relato del “nosotros” está, como veremos, 243
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la conciencia que se desdobla y que se mira mirar; que se compone y comprende mientras se escribe; que revive su historia, su travesía, su formación, en el tiempo del concepto.
La Introducción y el Prólogo a la FE Es característico de Hegel que a la hora de presentar un problema o un tema comience considerando lo que “no es”. Este procedimiento no sólo le sirve para tomar en cuenta los pensamientos ajenos y entablar un diálogo con la tradición filosófica y con la “opinión popular” (con la doxa, a la manera de Aristóteles, sin que esto implique un juicio peyorativo; se trata del “sentido común”: sentido comunitario, razón de todos), sino para sentar su propia posición respecto de esos mismos problemas. Hegel aborda en la Introducción la cuestión del conocimiento, y nos dice lo que “no es”, tomando así distancia de las posiciones contemporáneas a la suya: a) En primer lugar, un instrumento o un médium para conocer lo absoluto; ambas concepciones –en las que se reconoce tanto al filósofo crítico Reinhold como al empirista Locke–21 yerran en lo fundamental: 1) porque ningún instrumento o medio mantiene intacta la materia de que se trata sino que la modifica; suponer que esa distorsión sobre la verdad puede ser descontada o restada del resultado implicaría ya conocer la verdad que el instrumento o médium debería hacernos accesible;22 2) ambas nociones (instrumento o médium) se basan en el supuesto de que por un lado existe el conocimiento y por el otro, el objeto; de un lado el saber y del otro, el ser. b) En segundo lugar, no hay conocimiento que, por conocer lo absoluto, se oponga necesariamente al conocimiento que indaga lo que está “más acá” de lo absoluto (la realidad fenoménica). Hegel alude aquí, sin mencionarla, a la filosofía kantiana y su canónica 21. Karl Reinhold (1757-1823), filósofo austríaco que abonó el terreno para la difusión de la filosofía de Kant en Alemania, comparte con éste la idea de que las formas a priori funcionan a la manera de un instrumento, de modo que prescindiendo de ellas nada podríamos conocer (aunque, a la vez, con ellas conocemos las cosas tal como son para nosotros). Por su parte, para John Locke (1632-1704), la facultad de conocer es un medio pasivo que se limita a registrar impresiones para luego combinarlas y asociarlas. 22. Esta observación de Hegel puede ser objetada en el ámbito de las ciencias aplicadas, pues si se utiliza un instrumento es porque no se puede prescindir de él para obtener el conocimiento que se pretende. Y si una vez obtenido el resultado se puede restar la modificación introducida por el instrumento, se habría obtenido lo que se pretende y que de otra manera no sería posible obtener. Hegel debería demostrar que esto no es posible para que su crítica sea consistente. Es claro por otra parte que la aplicación de un medio modifica el material a observar, conclusión a la que llega el principio de incertidumbre enunciado por Heisenberg en 1927. De acuerdo con él, los instrumentos de medición y de observación que se utilizan en microfísica alteran el estado del objeto (no permiten conocer de modo simultáneo la velocidad y la posición de una partícula en movimiento). Pero si es cierto que bajo la acción del instrumento la cosa se transforma en otra, también lo es que sin esa acción la cosa permanecería desconocida. Se trata de escoger entre una verdad parcial y el desconocimiento completo. La posición de Hegel no entraría por su parte en contradicción con esta posición, pues para él todo conocimiento es mediado, y en tal sentido transforma la cosa o el asunto a tratar como parte del proceso a la verdad. Su parcialidad no es índice de error o falsedad, sino que es necesaria para la construcción del saber total. Véase A. Podetti (2007), pp. 67-68.
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distinción entre conocimiento fenoménico y saber metafísico (saber de lo absoluto). c) En tercer lugar, no hay un conocimiento considerado “elevado” (el saber científico suele arrogarse este lugar) y otro “vulgar” (tan despreciativo como aquél cuando se precia de superior), distinción que Hegel considera fútil, como se deja ver en esta cita: Pero la ciencia tiene que liberarse de esta apariencia, y sólo puede hacerlo volviéndose en contra de ella. En efecto, la ciencia no puede rechazar un saber no verdadero sin más que considerarlo como un punto de vista vulgar de las cosas y asegurando que ella es un conocimiento completamente distinto y que aquel saber no es para ella absolutamente nada ni puede tampoco remitirse al barrunto de un saber mejor en él mismo. Mediante aquella aseveración, declararía que su fuerza se halla en su ser; pero también el saber carente de verdad se remite al hecho de que es y asevera que la ciencia no es nada para él, y una aseveración escueta vale exactamente tanto como la otra. Y aun menos puede la ciencia remitirse al barrunto mejor que se daría en el conocimiento no verdadero y que en él mismo señalaría hacia ella, pues, de una parte, al hacerlo así, seguiría remitiéndose a un ser, y de otra parte se remitiría a sí misma como al modo en que es en el conocimiento no verdadero, es decir, en un modo malo de su ser y a su manifestación, y no a lo que ella es en y para sí. Por esta razón, debemos abordar aquí la exposición del saber tal y como se manifiesta.23 En relación con a), Hegel sostiene que es inútil detenerse en el instrumento por el cual se accede a la verdad para conocer sus límites y posibilidades (como hace Kant). Por el contario, es necesario sumergirse directamente en el objeto, hacer su experiencia y registrarla, evitando anteponer nuestras ocurrencias y opiniones.24 Así distingue entre el entendimiento (Verstand), proclive a entender el objeto desde un a priori que lo modifica y determina, que opera de modo dicotómico (o sea, separando), y la razón (Vernunft), que se sabe inmersa en el objeto y se entrega a su movimiento inmanente, al que expone, desarrollándolo y desplegándolo: El entendimiento formal […] en vez de penetrar en el contenido inmanente de la cosa pasa siempre por alto el todo […] El conocimiento científico, en cambio, exige entregarse a la vida del objeto o, lo que es lo mismo, tener ante sí y expresar su necesidad interna. Al sumergirse así en su objeto, este conocimiento se olvida de aquella visión general [de la abstracción propia del entendimiento] que no es más que la reflexión del saber en sí mismo, fuera de contenido.25 Es cierto que el conocimiento es siempre mediado, como señala Kant. Pero esa mediación (cuyo carácter analizaremos más adelante) no es obstáculo para conocer la verdad. Por el contrario: 23. Hegel, FE, pp. 51-52 (Introducción). 24. “Abstenerse de inmiscuirse en el ritmo inmanente de los conceptos, no intervenir en él de modo arbitrario y por medio de una sabiduría adquirida de otro modo, esta abstención constituye de por sí un momento esencial de la concentración de la atención en el concepto” (Hegel, p. 39, Prólogo). 25. Ibidem, p. 36 (Prólogo).
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el error consistiría en pretender que se puede llegar a la verdad de modo fulgurante, intuitivo, de un pistoletazo (como piensan los románticos); y lo es, también, considerar que, porque es mediado, el conocimiento debe conformarse con conocer lo fenoménico y resignar lo absoluto. Si bien las separaciones y abstracciones (fenoménico-nouménico, naturaleza-libertad, etc.) que introduce el entendimiento son necesarias (b), es preciso superarlas e integrarlas en una totalidad más amplia. Es preciso ver las cosas en relación. De ese modo (c), hasta el conocimiento más elemental y rudimentario es parte del camino para llegar al conocimiento de lo absoluto. Ninguno de los saberes, ninguna de las filosofías con las que la conciencia se va topando en su camino, son declarados falsos o erróneos, sino que cada uno enuncia una verdad parcial, relativa a su momento específico, que luego será integrada al proceso que lleva al saber absoluto (que es saber del saber). Como podemos observar, Hegel vuelve a ser crítico de las escisiones que vimos aparecer con anterioridad en relación con la ontología: saber-objeto, conocimiento fenoménico-conocimiento absoluto, saber elevado-saber vulgar. El verdadero saber contiene y supera las polaridades que lo inmovilizan e impiden que se despliegue y desarrolle. Las escisiones no deben desaparecer, sino que debe reconocerse su origen como desarrollo conceptual, como producto del movimiento del saber. Por ende, su comprensión difiere del carácter estático y extrínseco que caracteriza al entendimiento formal que fundamenta su crítica. ¿Cómo supera este modo de comprensión? Transformando en objeto su propio saber. La FE es, a este respecto, un saber del saber (ciencia de la experiencia): ésa es la manera de superar las contraposiciones estériles.
La cuestión de la verdad La FE recorre cada uno de los modos del conocimiento posible, desde la certeza más vulgar e individual hasta el más elaborado de los pensamientos. Así va descubriendo que cada uno de los objetos con los que la conciencia cree contraponerse, que irrumpen a lo largo de su camino, son –en la medida en que también la conciencia se pone frente a ellos y construye una pauta desde la cual comprenderlos para no perderse– objetos “puestos” por la conciencia, objetos que, a la vez, transforman su saber, le imponen a la conciencia la necesidad de modificar su saber previo, la pauta desde la cual observa y juzga. De este modo resulta transformada la noción misma de verdad. Veámoslo con más detenimiento. Si la verdad es la correspondencia entre el concepto y el objeto (como supo verlo Aristóteles), los términos entre los cuales se da esa correspondencia son, por un lado, lo que la conciencia postula, cree o supone que el objeto es (lo cual oficia, por llamarlo de alguna manera, de “hipótesis”), y por otro, lo que ella experimenta de él. Lo que pone en juego la conciencia, dice Hegel, es la necesidad de partir desde un punto supuesto, punto que funda las condiciones de posibilidad de la experiencia. De modo que la realidad no se presenta de forma transparente, tal como es en sí. La correspondencia que funda la verdad no puede ser directamente entre el enunciado y la realidad a secas. Es la pauta o el criterio desde el cual lo abordamos el que abre el campo de posibilidades de la aparición del objeto. Pero el objeto va a presentarse no de manera positiva, sino negando la pauta. Así, el saber del objeto, este resultado 246
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de la experiencia del objeto gracias a la pauta, tiene un momento positivo y uno negativo: en tanto la conciencia puede realizar la experiencia gracias a su pauta, prima el lado negativo, el de minar la pauta. El lado positivo va a ser el resultado del abandono de la pauta anterior, una nueva pauta o criterio. Así, por ejemplo, el primer tramo de la conciencia está marcado por el supuesto de que el mundo es diferente de ella misma; de este modo lo contempla como si fuese completamente externo, como si allí residiera una verdad que le es ajena y que es preciso descubrir. Fascinada por él, no mutará su actitud hasta que su pauta devenga otra: que el mundo no es sino resultado de ella misma. Pero ésta no será la pauta definitiva, sino que ella asistirá a su propio reacomodamiento infinito. Este acomodarse recíproco del saber y del objeto en función de una pauta (de la vara con que se mide el mundo y al sí mismo) implica un recorrido, constituye una historia, un camino: el camino de la conciencia hacia la “plenitud del saber”: […] esta exposición […] puede considerarse, desde este punto de vista, como el camino de la conciencia natural que pugna por llegar al verdadero saber o como el camino del alma que recorre la serie de sus configuraciones como otras tantas estaciones de tránsito que su naturaleza le traza, depurándose así hasta elevarse al espíritu y llegando, a través de la experiencia completa de sí misma, al conocimiento de lo que en sí misma es.26 El conocimiento es, al mismo tiempo, el resultado y el camino; no basta con presentar el resultado o la meta a la que se llega (el saber absoluto), sino que lo importante es hacer el recorrido que nos conduce hacia la meta. Parte de este recorrido es transitar las diferentes “estaciones” o momentos que atraviesa el conocer, desde el más vulgar hasta el más desarrollado: todos son importantes para alcanzar la sabiduría. El conocimiento empieza por lo bajo, pues aun en él está implícita, de manera aún no desplegada, la meta. Y no es que el objeto o la meta se hallen “fuera” de este camino, sino que, por el contrario, los objetos y los saberes con los que la conciencia se va encontrando a lo largo de su viaje van componiendo, en su misma parcialidad, el saber “absoluto”: La ciencia de este camino es la ciencia de la experiencia que hace la conciencia; la sustancia con su movimiento es considerada objeto de la conciencia. La conciencia sólo sabe y concibe lo que se halla en su experiencia, pues lo que se halla en ésta es sólo la sustancia espiritual, y cabalmente en cuanto objeto de su sí mismo. En cambio, el espíritu se convierte en objeto, porque es este movimiento que consiste en devenir él mismo un otro, es decir, objeto de su sí mismo y superar este ser otro. Y lo que se llama experiencia es cabalmente este movimiento en el que lo inmediato, lo no experimentado, es decir lo abstracto, ya pertenezca al ser sensible o a lo simple solamente pensado, se extraña, para luego retornar a sí desde este extrañamiento, y es solamente así como es expuesto en su realidad y en su verdad, en cuanto patrimonio de la conciencia.27 El recorrido no es lineal sino que está lleno de altibajos, de frustraciones y dolor. Es un tránsito doloroso en el que se experimenta la escisión entre el saber que se cree tener del objeto y lo 26. Ibidem, p. 54 (Introducción). 27. Ibidem, p. 26 (Prólogo).
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que luego se comprueba de este saber en el objeto mismo. La experimentación de esta falta de correspondencia entre saber y objeto es causa de desesperación: La conciencia natural se mostrará solamente como concepto del saber o saber no real. Pero, como se considera inmediatamente como el saber real, este camino tiene para ella un significado negativo y lo que es la realización del concepto vale para ella más bien como la perdida de sí misma, ya que por este camino pierde su verdad. Podemos ver en él, por tanto, el camino de la duda o, más propiamente, el camino de la desesperación.28 El camino del saber no es pacífico, armonioso, sino que, como en la caverna escarpada de Platón, nos pone frente a la inanidad de nuestro saber. Pero no es que el encuentro con la Idea, como en Platón, torne desdeñable lo vivido como ficción. La “verdad” del camino es que debe ser recorrido. Y este mismo recorrido es su construcción. Saber que estamos recorriendo un camino no nos ahorra la desesperación propia de ese transitar porque, de hecho, el camino no se ve. Tampoco la meta. La conciencia desconoce la trayectoria, el desenlace, las vicisitudes que tendrá que vivir. Precisamente: lo hace porque no lo sabe. Si supiera cuál es el camino no lo podría recorrer. La experiencia es un proceso siempre doloroso, siempre de pérdida, pero necesario. Cierto que algo sedimenta a lo largo de este periplo. Ese “algo” son los conceptos, lo que la conciencia va formando o concibiendo para resistir la pura inanidad; son nociones o ideas con las que la conciencia intenta aferrar, de manera siempre retrospectiva, sus propias experiencias (es lo que corresponde al nivel del “nosotros”, de la conciencia filosófica que acompaña a la conciencia en su trayectoria).29 Los conceptos son así pensados en su origen experiencial. Por tanto, el punto de partida del saber para Hegel no es la contemplación sino las vivencias.
El concepto de experiencia y el saber absoluto El concepto de experiencia en Hegel abarca no sólo lo que la ciencia entiende por esta noción –el conocimiento empírico cuya fuente reside en la sensibilidad– sino también lo que la conciencia filosófica aprehende en el medium de la historia, es decir, en su trato con el mundo, con los otros 28. Ibidem, p. 54 (Introducción). 29. El discurso fenomenológico en Hegel presenta dos niveles de lectura: el de la conciencia y el del nosotros. El nivel de la conciencia nos muestra las experiencias que ella atraviesa; el nivel del nosotros es el nivel de la conciencia filosófica que interpreta de modo retrospectivo lo que la conciencia va vivenciando. Su función es conferir un hilo conductor y otorgar coherencia a lo que parece puramente contingente. Pero esa misma conciencia filosófica está inmersa en el movimiento de la historia (de lo vivido y del relato de lo vivido). Si bien es una especie de “metadiscurso” (está “más allá”), no pretende situarse más allá de la historia (de modo trascendental) sino que ella misma participa de las dudas de la conciencia, aunque en otro nivel (el nivel del concepto). Este saber específico (filosófico) declara la provisoriedad de los saberes anteriores, es decir, reconoce que ellos son relativos a la facticidad (a su momento específico) y, al mismo tiempo, los distingue como saberes acotados y determinados (como la ley de gravedad) que se aplican exitosamente a determinados ámbitos. O sea, reconoce sus límites y relatividad. Al final del camino, este saber del saber se vuelve completamente reflexivo, es decir, se vuelve enteramente sobre sí mismo. Ése es el saber absoluto.
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hombres, consigo misma. Se augura así, en la historia de la filosofía, una reconciliación inédita en relación con las escisiones que suelen caracterizarla: la del concepto puro con la experiencia, la del método con la historia. Esa mediación, que será uno de los puntos fundamentales en torno de los cuales discurrirán buena parte de las filosofías del siglo XX, aparece ya planteada por Hegel en su FE. La inmersión en la experiencia, la lucha por aferrarla y mantener su riqueza, por mantener un diálogo vivo con el resultado de sus vivencias y hacer valer su complejidad recuperándola en el concepto, es la clave de su especulación. Pero además indica cuál es el camino del auténtico filosofar: no la ubicación desde el saber absoluto para conducir desde él al neófito, sino el tránsito desde el mundo de la vida para concluir en un saber que es saber de esa misma experiencia y de sus límites. La célebre definición que da el propio Hegel de lo que entiende por experiencia así lo confirma: “Este movimiento dialéctico que la conciencia ejerce en ella misma, tanto en su saber como en su objeto, en tanto de allí surge para ella el nuevo objeto verdadero, es lo que propiamente se llama experiencia”. El final del camino, el saber absoluto, no es tanto la reconciliación entre el saber del objeto y el objeto mismo, sino que es conciencia de la relación inquieta y dinámica, contradictoria y abierta, del saber. El final del camino es el saber de su existencia, no el mero saber de su final. La ciencia se presenta como el modo de clausurar bajo su concepto la necesidad de lo acontecido, pero no por ello se cierra la experiencia del mundo ni se anulan las diferencias. Si la conciencia se va recuperando de sus desfallecimientos y se interna cada vez más en sí misma, recobrando lo que pierde y perdiendo lo que cree ganar cada vez (su saber, su objeto), el saber absoluto es, en definitiva, el saber de los propios límites. Límites móviles, pero límites al fin, susceptibles de ser superados en su misma postulación. Como tal, es saber de la propia imposibilidad de saber, de alcanzar la pretendida reconciliación completa, sin resquicios, del saber y lo real. La totalidad no es el suelo firme en el que descansa la conciencia al término de sus infinitas búsquedas sino que es el horizonte de sus anhelos, tanto pretéritos como futuros. El saber absoluto sólo puede concebirse así como rememorante, sólo puede ser retrospectivo: vuelto hacia sus experiencias pasadas, no se cierra sobre ellas sino que es apertura de sus múltiples posibilidades. Y es, al mismo tiempo, comprensión de su negatividad autosuperante.
El concepto de Espíritu Es común que los idealistas alemanes se refieran al “Espíritu” (Geist). El término no sólo está presente en la filosofía sino también en la literatura: Goethe lo menciona expresamente en su Hamlet. La dificultad para nosotros es que se trata de un concepto polisémico: cuando se lo contrapone a la materialidad es el aspecto, por así decir, “sutil” de las cosas; cuando se habla de que algo o alguien tiene tal o cual “espíritu” se mienta su talante; cuando nos referimos, por ejemplo, al “espíritu de la ley” queremos evocar algo más que su letra o su literalidad, etc. Todos estos usos performativos del término remiten a algo común, a una suerte de sustancia vital que se encuentra en toda manifestación de lo real. Algo de esta significación profunda habita en el uso que el idealismo hace del término. Pero hay un serio malentendido en torno de este concepto cuando se lo aplica, en particular, a Hegel, y se lo entiende como una suerte de entidad espectral, 249
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identificado con lo Absoluto, Dios o el Espíritu Cósmico (Taylor) que sobrevolaría la historia o la humanidad cumpliendo con sus propios fines y sometiéndolo todo a sus metas (como si hubiera un doble sujeto: uno infinito y otro humano finito, fatalmente subordinado a aquél). Nada más lejos de esto. El Espíritu es precisamente el movimiento antes descripto, el proceso de lo real/ racional de liberarse de toda inmediación para reencontrarse; es el camino de vuelta hacia sí mismo, de reflexión, donde ir es, en realidad, retornar: “La reflexión, por ende, es el movimiento que, por ser retorno, por esto sólo es lo que empieza o que vuelve”.30 El movimiento de retorno (de reflexión) no es regreso a ninguna esencia (a la morada propia), sino que, por el contrario, es superación de lo inmediato, de lo natural. El Espíritu sólo puede encontrarse si se pierde, si se va de sí mismo. Sólo al alienarse o enajenarse (en el mundo) la razón puede retornar a sí misma y encontrarse. De ahí que las simplificaciones que remiten a un espíritu hegeliano que se aliena en la alteridad para luego recuperarse en una unidad mayor sean (coincidiendo con la lectura de Zizek),31 en parte, engañosas: la clave especulativa de la dialéctica hegeliana no es esta secuencia por la cual el sujeto (el yo, la conciencia, el Espíritu) se pone, se niega y se reapropia a sí mismo (secuencia que suele presentarse bajo la forma trivial de tesis, antítesis y síntesis); así se parte de la presuposición de un sujeto potencialmente listo para actualizarse que sólo encuentra en la historia la oportunidad de desplegar lo que ya estaba previamente contenido en él, y que por tanto sigue un desarrollo necesario susceptible de ser desplegado especulativamente por el concepto. Desde esta lectura, la potencialidad anunciaría lo que va a venir, como cuando hablamos de un feto como prenuncio de lo que va a ser un humano (los propios ejemplos hegelianos dan pie a veces a estas falsas interpretaciones, como cuando pone el ejemplo del germen que contiene en sí sus futuras determinaciones; esto, que podría con reparos ser aplicado a la naturaleza, en absoluto puede trasladarse sin más al universo humano, donde la simple potencialidad es pura abstracción). El “en sí” hegeliano sería, desde esta perspectiva, como la potencia aristotélica que contiene “todo” antes de su actualización: sólo necesita encontrar el “suelo” apropiado para hacerlo. Por el contrario, si bien siempre es necesario postular un punto de partida, el retorno o para sí no es una simple vuelta a un modo de ser más desarrollado. No hay que confundir el desarrollo dialéctico con una simple deducción lógico-conceptual donde la necesidad es lo que conecta entre sí los momentos. Contra estas presunciones, el sujeto (o la realidad de que se trate) no es algo que contenga lo que va a venir, sino que es lo producido en el movimiento mismo de esta alienación y este retorno. Se puede partir, por ejemplo, de una conciencia con determinadas cualidades que luego de alienarse en lo otro (en su trabajo, en sus discursos, en sus acciones, en sus producciones, en su vida cotidiana) se recupera. Al cabo de este movimiento, ella no sólo no es la misma, sino que tampoco podría anticipar cómo será: por un lado, porque depende de la experiencia de este movimiento de alienación (no es lo mismo “ponerse afuera” en la creación de una obra de arte que trabajando en una fábrica: las dos, siendo radicalmente diferentes, son formas de alienación); por otro, la contingencia a que se ve expuesto este movimiento vulnera cualquier posibilidad de adscribir ese despliegue a un derrotero necesario.
30. Lógica, tomo II, p. 23. 31. S. Zizek y A. Hounie (comp.): Violencia en acto, Conferencias en Buenos Aires, Buenos Aires, Paidós, 2005, p. 74.
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Hegel describe este proceso de alienación y retorno con su economía habitual: “Este algo que se halló antes deviene solamente en cuanto se lo abandona”.32 Lo que estas enigmáticas palabras significan (pues subvierte toda una lógica acomodada a los presupuestos de una temporalidad secuencial: de la voz pasiva se pasa al futuro para luego volver a la voz pasiva) es que el sujeto encuentra su propia esencia, “llega a ser” (no “es” sino que “se hace”) dejando atrás su naturaleza inmediata (inmediato en Hegel quiere decir indeterminada, no desarrollada), abandonando sus presupuestos.33 En otras palabras: sólo se es realmente (sólo es posible determinarse) cuando se pierde aquello a lo que se está naturalmente adherido. Por eso, toda conquista de la libertad humana acaece cuando se cortan amarras con lo propiamente instintivo y natural. Ciertamente, la comprensión de este proceso sucede de manera retroactiva. Es decir, soy una vez que he pasado, y sólo tengo la perspectiva necesaria para comprenderme cuando ese pasado ha quedado atrás. Por eso la filosofía –cuya naturaleza es ser reflexiva– es comparada con el búho de minerva: como éste, que vuela cuando el sol se pone, el momento reflexivo de cualquier proceso sólo puede tener lugar una vez que ese proceso ha sido consumado. Como se ve, el Espíritu no es ninguna materialidad ni puede identificarse lisa y llanamente con ninguna sustancia. Tampoco es un espectro destinado a encarnar. El Espíritu es la sustancia que deviene sujeto. Esto significa que lo real (la sustancia) entendido como algo puesto ahí (conforme con el paradigma clásico) no es otra cosa que sujeto. Si la sustancia deviene sujeto es que lo que se pensaba como en sí, como materialidad inerte, ya tenía en sí misma el principio de su automovimiento. Ello es concebir la subjetualización de lo que sólo aparentemente es en sí. Y la subjetualización implica actividad, autopoiesis (movimiento de hacerse sí mismo). Ciertamente Hegel está pensando en la historia, en una sustancia inmersa en la historia. No me encuentro en un mundo histórico que está ahí porque simplemente está puesto (esto sería un pre-supuesto) sino porque, al contrario, lo hemos hecho. Lo venimos haciendo. Esto Hegel lo toma de Vico: es el principio del verum ipso factum (lo obrado es lo verdadero). No sólo la historia, también la propia naturaleza (eso que parece sí estar simplemente ahí) tiene un movimiento que es propio, en la que nos vemos reflejados porque alienamos nuestra propia negatividad en ella. El sentido final de este movimiento, su telos (en particular cuando lo pensamos en relación con la historia), es la libertad. Esto no significa que ser libre sea la “meta” ni que el Espíritu sea un Sujeto que paulatinamente se vaya liberando de lo que le pesa o lo esclaviza, sino que el Espíritu emerge como su propio resultado a lo largo de todo ese proceso de liberación paulatina que es ya, en sí mismo, liberador:
32. Ibidem, p. 24. 33. Zizek pone un ejemplo por demás ilustrativo: los movimientos nacionalistas postulan una vuelta a los orígenes con el presupuesto de que allí está su esencia más propia, pero este presupuesto (esta esencia) está puesto por ellos mismos; por eso hay que dejarlo atrás para construir el ser nacional. En realidad, todo este movimiento es el que constituye el ser-siendo de la esencia nacional (que nunca es una entidad fija anclada en un origen perdido sino el movimiento mismo de reconstrucción, pérdida, actualización). Por eso el espíritu no se sostiene más que en la actividad incesante de los sujetos involucrados en su sustancia espiritual (Zizek, op. cit., p. 74).
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Generalmente se habla del Espíritu como de un sujeto, como si hiciera algo y, aparte de lo que hace, como ese movimiento, ese proceso, como algo particular, su actividad es más o menos contingente […] es de la naturaleza misma del espíritu ser esa vitalidad absoluta, ese proceso, proceder desde la naturalidad, la inmediatez, superar, abandonar su naturalidad y convertirse en él mismo, y liberarse, su ser él mismo sólo mientras se hace a sí mismo como producto de sí; su realidad es meramente que se ha convertido a sí mismo en lo que es.34
El horizonte del pensar hegeliano: el problema del Estado y la libertad (la Filosofía del Derecho) ¿Qué es lo que lo pone en camino de este reconocimiento del carácter antagónico pero móvil, mediado, de lo real? Para Hegel, la experiencia de la Revolución Francesa fue clave para su autocomprensión de la negatividad, pues implicó el triunfo de las posiciones subjetivas más radicales que luego se transformaron en terror (jacobinismo): en este sentido, haber triunfado fue fracasar. ¿Por qué? Porque ese momento de la revolución implicó la realización del proyecto moderno, el de la potencia de una subjetividad capaz de enseñorearse sobre lo real, la afirmación directa de la razón abstracta universal que, en su furia autodestructiva, en su intento de romper con los vínculos comunitarios preexistentes (premodernos), es no obstante incapaz de poner las bases de un orden social concreto y estable.35 A pesar de que ese momento de negatividad radical parece necesario a los fines de fundar el nuevo Estado moderno, Hegel comprende que la subjetividad por sí misma, alienada respecto de cualquier contenido sustancial, es incompleta e insuficiente: se hace necesario emerger desde el objeto, desde el ámbito del ser (las costumbres, la lengua, las creencias), para dotar de contenido el proyecto del Estado moderno. No es posible partir abstractamente del deber ser de la conciencia solitaria. Hegel comprende que no es posible restablecer la armonía orgánica del Estado premoderno, que desconoce los derechos de la subjetividad, ni partir del proyecto subjetivista moderno, que arrasa con el ser para constituirlo todo desde el sujeto: es necesario encontrar una universalidad que contenga las partes sin anularlas. Pero las partes (los individuos, las corporaciones y estamentos, etc.) no están en armonía entre sí sino en tensión. El problema que se le presenta aquí es entonces el problema inherente a la conformación de todo Estado moderno: ¿cómo constituir una universalidad que contenga el antagonismo de las particularidades que la componen? ¿Cómo puede la universalidad concreta (fundada en la sustancia viva de un pueblo: sus costumbres, su lengua, sus tradiciones) corresponder a las aspiraciones de la particularidad (de los sujetospropietarios, de las corporaciones, etc.)? Por su parte, Hegel se encuentra en un contexto político específico en el que domina la fragmentación. “Alemania no es más un Estado”, escribe en el Ensayo sobre la constitución de Alemania, en 1802. En efecto, el hecho de que Alemania no constituya aún un Estado (es decir, 34. Cit. por Zizek, op. cit., p. 74. 35. Ver S. Zizek: Visión de paralaje, Buenos Aires, FCE, 2006, p. 52.
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Introducción
una totalidad capaz de contener a las partes sin suprimirlas) es para Hegel motivo de honda preocupación, sobre todo si se tiene en cuenta el poderoso influjo que había ejercido la presencia de Napoleón en aquellas comarcas divididas, y al que Hegel en su momento, en su paso por Jena, había reconocido como la encarnación misma del espíritu absoluto. De lo que se trata, entonces, no es de adoptar sin más los principios de la Revolución Francesa y del espíritu francés transportándolos a suelo alemán, sino de pensar y constituir el Estado a partir del pueblo, a partir de la modalidad propia del espíritu germano. Si bien Hegel es crítico del romanticismo por el papel que le confiere a la intuición –intuición capaz, según Hegel, de llegar a lo absoluto sin atravesar las dolorosas mediaciones que impone la razón–, va a tomar de esta corriente que se desarrolla precisamente como una forma de resistir la presencia extranjera, la presencia francesa, la noción de pueblo. El Estado debe tener en la base el espíritu de una nación, sus costumbres, su lengua, sus hábitos, pero de manera reflexiva: debe comprometer el pensar, la autoconciencia. Y si Hegel, como muchos de sus contemporáneos, va a rechazar la presencia francesa en suelo alemán, va a tomar de la Revolución Francesa, por la que se sintió fuertemente impresionado, esta idea de que el Estado es la realización de la libertad. Es importante detenerse aquí porque que el Estado sea visto como la realización de la libertad no significa reducirlo a un puñado de leyes jurídicas que posibilitan la convivencia y el orden. El Estado para Hegel es mucho más que eso: es la instancia que permite superar la lógica de la sociedad civil, en la que dominan los intereses personales, los particularismos; en la que los propietarios consideran al otro simplemente un medio para la satisfacción de las propias necesidades y al Estado mismo una entidad puesta a su servicio. Por eso Hegel caracteriza a la sociedad civil como el ámbito de la necesidad, es decir, el ámbito en el que se ponen en juego las necesidades humanas; necesidades que aspiran a ser satisfechas a través de la esfera de la producción y del intercambio, que es la esfera del mercado. En el mercado los hombres se mueven libremente, pero esa libertad es la libertad del libre arbitrio. Hegel señala que la tradición liberal ha confundido sistemáticamente el libre arbitrio con la libertad propiamente dicha, con la autodeterminación. Pero libertad no es para Hegel simple libertad de elección, sino poder determinarse a sí mismo, y ello es sólo posible en el Estado. Por eso la sociedad civil no logra superar la lógica del particularismo, del interés propio: el Estado, que representa el bien común, no es visto aún en la esfera de la sociedad civil como un fin en sí mismo, como aquello que nos hace ser, sino que es considerado como algo exterior, e incluso como resultado espontáneo del choque de intereses, a la manera de Adam Smith.36 Hegel toma de Smith, por un lado, la idea de que el régimen económico forma un todo que obedece a leyes objetivas independientes del deseo de los hombres, y por el otro, esa otra idea fundamental según la cual los hombres, sin que se lo propongan, persiguiendo cada uno sus propios intereses, contribuyen lo mejor posible el interés colectivo. Si bien coincide con Smith en este punto, para Hegel ésta no es la única manera en que se construye la totalidad, en que se sientan las bases de un Estado en el que se es libre realmente. Para esto hace falta que el querer, el hacer y el pensar de los hombres se dispongan a la construcción de la totalidad. No es un hacer prerreflexivo: constituir el Estado compromete tanto la acción como la razón de los ciudadanos. El vínculo
36. Economista inglés del siglo XVIII que influyó en la conformación ideológica del liberalismo económico.
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estatal es por eso un vínculo de ciudadanía, en el que los hombres no están ligados entre sí por los lazos meramente sanguíneos de la familia ni por los vínculos contractuales mercantiles, propios del burgués en la sociedad civil, sino que los individuos están reunidos por un proyecto común, querido y sabido: “El Estado –nos dice en el parágrafo 257 de la Filosofía del derecho– tiene su existencia mediata en el saber y en la actividad de los individuos”, actividad que es resultado del hacer consciente de todos los ciudadanos. El Estado es un espacio de intersubjetividad. Ello no supone dejar de lado la propiedad privada, pues ella es la piedra de toque de toda sociedad moderna, sino que implica el reconocimiento de una instancia en que el punto de vista estrecho y limitado que impone la propiedad en el ámbito de la sociedad civil sea superado por un horizonte de miras menos mezquino, menos atravesado por el propio interés. De hecho, Hegel creía que el funcionamiento de la sociedad mercantil no estaba en condiciones de realizar su fin, la satisfacción de las necesidades humanas; de ahí que el Estado deba intervenir para regular las actividades de la sociedad civil y asegurar aquello que el mercado por sí mismo no puede asegurar. Hegel era plenamente consciente de la imposibilidad fáctica de que el mercado satisficiera las necesidades de todos y por eso se adelantó a aquello que en el siglo XX se llamó Estado de Bienestar. Por eso, va a decir que el Estado es lo racional, es la compenetración de lo universal y lo individual, es la unidad de la libertad objetiva, sustancial, y la libertad subjetiva, que busca realizarse por sí misma.
El Estado y el papel de la filosofía La misión de la filosofía, de acuerdo con su formulación en la Filosofía del derecho, es conocer lo real: Es precisamente a esta posición de la filosofía frente a la realidad a la que se refieren los equívocos, con lo que vuelvo a lo que ya he señalado anteriormente, que la filosofía, por ser la investigación de lo racional, consiste en la captación de lo presente y de lo real y no en la posición de un más allá que sabe Dios dónde tendría que estar, aunque en realidad bien puede decirse dónde está: en el error de un razonamiento vacío y unilateral. En el curso de este tratado, yo he hecho notar que aun la república platónica, que pasa como la invención de un vacío ideal, no ha interpretado esencialmente sino la naturaleza de la ética griega y que, entonces, con la conciencia del más hondo principio que irrumpía de golpe en ella –principio que pudo aparecer de inmediato como aspiración aún insatisfecha y, por ello, sólo como extravío– Platón tuvo que buscar, justamente, en la inspiración el remedio contrario; pero ésta, que debía provenir de lo alto, tuvo que buscarla, ante todo, en una forma exterior, particular de la ética griega, con la cual suponía superar aquel extravío, y con la que allí tocaba, por cierto, sobre el vivo y el profundo impulso, la libre e infinita personalidad. Por ello Platón se ha manifestado un gran espíritu, porque precisamente el principio en torno del cual gira la sustancia característica de su Idea es el eje alrededor del cual ha girado el inminente trastorno del mundo: 254
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Introducción
Lo que es racional es real, y lo que es real es racional. Según Hegel, toda filosofía que se sitúe frente a la realidad como su mera negación, creyendo encontrar allí el ámbito de la verdadera libertad, no podrá sino resultar en la vacuidad inherente al pensamiento que carece de todo contenido. La postulación platónica de un régimen político ideal como solución a una realidad que se muestra corrupta e incorregible es vista por Hegel desde una doble perspectiva. Si bien Platón afirma en su República que de lo que se trata es de encontrar el mejor régimen político –con independencia de si éste puede o no ser realizado (lo cual es un claro ejemplo de lo que Hegel critica)–, lo cierto es que el principio a partir del cual lleva a cabo esa construcción ideal “la equivalencia de la ciudad y el individuo” muestra que la filosofía platónica, lejos de rechazar la realidad sin más, se manifiesta como una verdadera comprensión tanto de la sustancia ética de la polis como de su puesta en crisis, a partir de la irrupción de un nuevo principio: el individuo. Pero lo que ahora nos inquieta es lo que nos dice inmediatamente: “Lo que es racional es real, y lo que es real es racional”: esta sentencia, sin duda de las más controvertidas, ha abonado la opinión según la cual Hegel legitima sin más la simple realidad empírica. De ahí los apelativos de “conservadora” y de “reaccionaria” con los que los detractores de Hegel han (des)calificado su filosofía del Estado. Sin embargo, conviene tener en cuenta aquí una distinción fundamental: la que se da entre la realidad puramente fenoménica, contingente e inesencial (Realitat) y la realidad objetiva, esencial, racional (Wirklichkeit), distinción sin la cual Hegel, efectivamente, resultaría partidario de una mera reconciliación con lo real. Por tanto, la primera parte de la frase “todo lo real es racional” hace alusión a lo real en sentido fuerte, no a cualquier tipo de existencia; realidad, por lo demás, cuya lógica no es estática sino que cambia con la historia. (Por ejemplo, el infanticidio o la esclavitud son figuras que fueron racionales o legítimas en un momento determinado de la historia y que luego se volvieron anacrónicas, irracionales. El presente pone en perspectiva lo pasado y evalúa su pertinencia y legitimidad, su racionalidad.) Asimismo, “lo que es racional es real” significa que lo que es racional no puede no realizarse. La razón demanda su realización en el mundo, pues es inherente a la razón la necesidad de ser concreta, real. Si bien la izquierda hegeliana ha querido leer en este pasaje que lo racional “debe ser” realizado, Hegel rechaza enfáticamente la posibilidad de un “deber ser” en relación con la razón: Esta convicción la posee toda conciencia ingenua, y también la filosofía, que parte de ella al considerar tanto el universo espiritual como el natural. Si la reflexión, el sentimiento o cualquier aspecto que adopte la conciencia subjetiva juzga el presente como algo vano, va más lejos que él y sabe más que él, entonces se encuentra en el vacío y, puesto que sólo en el presente hay realidad, la conciencia es únicamente vanidad. A la inversa, si la idea se considera que es sólo una idea, una representación en una opinión, la filosofía, por el contrario, le opone el conocimiento de que lo único real es la idea. En este caso, se trata de reconocer, en la apariencia de lo temporal y pasajero, la sustancia que es inmanente, y lo eterno que es presente. Porque lo racional, que es sinónimo de la 255
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idea, entrando en su realidad juntamente con el existir exterior, se manifiesta en una infinita riqueza de formas, fenómenos y configuraciones y rodea su núcleo de una apariencia múltiple, en la cual la conciencia se detiene primeramente y que el concepto traspasa para encontrar el pulso interno y sentirlo palpitar aun en las formas externas. […] Así, pues, este tratado, en cuanto contiene la ciencia del Estado, no debe ser otra cosa sino la tentativa de comprender y representar al Estado como algo racional en sí. Como obra filosófica, está muy lejos de pretender estructurar un Estado tal como debe ser. La enseñanza que pueda proporcionar no puede consistir en enseñar al Estado “como él debe ser”, sino más bien de qué modo debe ser conocido el universo ético. Hic Rhodus, hic saltus.37* Concebir lo que es, es la tarea de la filosofía, porque lo que es es la razón. Por lo que concierne al individuo, cada uno es, sin más, hijo de su tiempo y, también, la filosofía es el propio tiempo aprehendido con el pensamiento. Es insensato, también, pensar que alguna filosofía pueda anticiparse a su mundo presente, como que cada individuo deje atrás a su época y salte más allá de Rodas. Si, efectivamente, su teoría va más lejos que esto y se construye un mundo tal como debe ser, éste existirá, por cierto, pero sólo en su opinión, elemento dúctil en el que se puede plasmar cualquier cosa. Con una pequeña variación de aquella frase diría: He aquí la rosa; baila aquí. Lo que reside en la razón como espíritu consciente de sí y la razón como realidad presente, lo que distingue aquella razón de ésta y no deja encontrar la satisfacción en ella, es el obstáculo de algo abstracto que no se ha liberado para llegar al concepto. Reconocer la razón como la rosa en la cruz del presente y con ello gozar de éste, esta visión racional constituye la reconciliación con la realidad que la filosofía concede a los que han sentido una vez la íntima exigencia de concebir y conservar, justamente, la libertad subjetiva en lo que es sustancial, así como de permanecer en ella, no en lo individual y accidental, sino en lo que es en sí y para sí. También esto constituye el sentido concreto de lo que más arriba ha sido designado abstractamente como la unidad de forma y de contenido; porque la forma, en su más concreta significación, es la razón en cuanto conocimiento conceptual, y el contenido es la razón como esencia sustancial de la realidad ética, así como de la natural; la identidad consciente de forma y contenido constituye la Idea filosófica. Es una gran obstinación –obstinación que hace honor al hombre– no querer aceptar nada en los sentimientos que no esté justificado por el pensamiento, y esa obstinación es la característica de los tiempos modernos, además de que es el principio propio del protestantismo. Lo que Lutero inició como fe en la convicción y en el testimonio del espíritu es lo mismo que el espíritu posteriormente maduro se ha esforzado en aprehender en el concepto, y así, emanciparse en el presente y, por lo tanto, descubrirse en él. Así es cómo se ha convertido en célebre aquello de que una filosofía a medias aleja de Dios –y es la superficialidad misma la que hace descansar el conocimiento en una aproximación
37. De la fábula de Esopo.
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a la verdad–, pero la verdadera filosofía conduce a Él, así ha ocurrido lo mismo con el Estado. Así como la razón no se contenta con la aproximación ─que no es ni fría ni cálida y que por tanto debe ser vomitada─,38* tanto menos se satisface con la fría desesperación, la cual admite que en esta vida temporal todo va mal o a lo sumo, mediocremente, pero que, justamente en ella, nada mejor se puede tener y que sólo por eso necesita mantenerse en paz con la realidad; es una paz más cálida la que proporciona el conocimiento. Para agregar algo a la pretensión de enseñar cómo debe ser el mundo, la filosofía, por lo demás, llega siempre demasiado tarde. En cuanto pensamiento del mundo surge por primera vez en el tiempo, después de que la realidad ha cumplido su proceso de formación y se halla ya lista y terminada. Lo que enseña el concepto lo muestra la historia con la misma necesidad: sólo en la madurez de la realidad aparece lo ideal frente a lo real y erige a este mismo mundo, aprehendido en su sustancia, en la forma de un reino intelectual. Cuando la filosofía pinta su gris en el gris, ya una figura de la vida ha envejecido y con el gris en el gris no deja rejuvenecer, sino sólo conocer: el búho de Minerva inicia su vuelo al caer el crepúsculo. Sin embargo, hora es de terminar este prólogo. Como prefacio le correspondía, por otra parte, sólo hablar extrínseca y subjetivamente desde el punto de vista de lo tratado y de cuál es su premisa. Si se debe hablar filosóficamente de un problema, ello implica sólo un tratamiento científico objetivo; así como, también para el autor, una objeción de distinta clase a una consideración del asunto mismo sólo debe valer como conclusión subjetiva y como afirmación caprichosa y, por lo tanto, serle indiferente. Para Hegel, la filosofía no debe hacer predicciones sino atenerse a lo que es. Y así como el tiempo nos engendra (somos sus hijos), es decir, nuestra propia sustancia es ser tiempo, así también el saber es histórico, temporal. En cuanto al simbolismo de la cruz y de la rosa (que también es el significado de Rhodas), hay discrepancias en cuanto a su procedencia, ya sea que se la refiera a la logia de los Rosacruces, ya sea que se relacione con el luteranismo, cuya teología Hegel comparte. Pero más allá de la pertenencia o no de Hegel a esa sociedad secreta o a la profesión de fe luterana, es cierto que su filosofía sólo resulta comprensible (y concebible) desde el logos cristiano. Figuras y expresiones tales como “reconciliación”, “justificación”, “mediación”, etc., corresponden no sólo a un horizonte religioso sino también cultural, al que la filosofía responde con categorías que le son específicas para delinear su propio punto de vista: el del concepto. Así, la cruz es la representación sensible de la escisión de lo real, de sus negaciones y rupturas, que la razón está llamada a reparar y a “reconciliar” en el concepto. En sentido teológico, la muerte no tendría sentido si no fuese superada por la vida del espíritu. Del mismo modo, lo que está dividido y separado (el cuerpo y el alma, la razón y el sentido, lo universal y lo particular, etc.) queda restaurado en una unidad superadora cuando la razón reconcilia los extremos. Por eso la filosofía hace su aparición cuando la unidad “está de luto”. Podemos referir esta disensión a la sociedad civil, a la que la razón deberá aplicarse: “La sociedad civil ofrece en estas contraposiciones y en su desarrollo el
38. Apocalipsis, 3, 16.
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espectáculo del libertinaje y la miseria, con la corrupción física y ética que es común a ambas” (§185). Ésta es la “cruz” que es necesario superar en el Estado ético. La idea quedará retomada por la metáfora del búho de Minerva, que Hegel utiliza más adelante, para aludir a la necesidad de la filosofía cuando una época se ha consumado. Por último, son innumerables los modos en los que se puede dar cuenta de cuán ajustada resulta al filosofar hegeliano la expresión de que la filosofía es como el búho de Minerva, que sólo alza su vuelo en el ocaso. La cuestión que aquí está en juego puede expresarse mediante la siguiente pregunta: ¿puede la filosofía, para Hegel, ser predictiva? Si cada pueblo histórico revela lo que es en su ocaso, es decir, cuando toda su potencialidad ha sido puesta en acto; si, como se ha visto, la verdad, lejos de ser una cuestión de principios, se revela al final del recorrido, cuando cada una de las posibilidades del todo ha sido llevada a la concreción que tiene lugar en la totalidad, entonces la filosofía, que no quiere para sí opiniones sino que quiere ser verdadera ciencia, sólo podrá realizar su tarea al final, cuando lo que reste sea tan sólo la expresión de la totalidad en el elemento del concepto.
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Introducción
Fuentes Para la Ciencia de la lógica se ha utilizado la traducción de Augusta y Rodolfo Mondolfo, Ediciones Solar, Buenos Aires, con modificaciones sobre la base de la edición de Félix Duque, Ciencia de la lógica, Universidad Autónoma de Madrid, 2011. Para la Fenomenología del espíritu se ha utilizado la traducción de W. Roces, México, FCE, 1966. Se ha comparado la versión de Roces con la versión bilingüe en alemán e italiano, Rusconi, Milano, 1999, traducción de Vincenzo CiceroPara la Filosofía del derecho se ha utilizado la edición de Claridad (1968), con traducción de Angélica Mendoza de Montero (disponible en la Web), a la que se le han hecho sustanciales modificaciones sobre la base de las ediciones de Edhasa (1999), con traducción de Juan Luis Vermal, y de A. Llanos, de S. XX (1987).
Bibliografía citada Podetti, Amelia: Comentario a la Introducción a la Fenomenología del espíritu, Buenos Aires, Biblos, 2007. Zizek, S.: Visión de paralaje, Buenos Aires, FCE, 2006. Zizek, S. y Hounie, A. (comp.): Violencia en acto, Conferencias en Buenos Aires, Buenos Aires, Paidós, 2005.
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VIII. Lenguaje, historia y ficción en Friedrich Nietzsche
“Pero ¿es que una nueva verdad no es una ilusión nueva acaso?” Miguel de Unamuno, “Disolución de problemas” (1920)
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VIII.I Introducción a Sobre verdad y mentira en sentido extramoral Por María José Rossi
Friedrich Nietzsche (1844-1900) publicó Sobre verdad y mentira en sentido extramoral en 1873; culminó así el período comprendido por los llamados “escritos de juventud”, entre los que se encuentra El nacimiento de la tragedia (1873). Todos ellos tratan, de una manera u otra, de la relación que guardan entre sí los ámbitos aparentemente incompatibles de la ficción, los sueños y la ilusión con la vida, la ciencia y el conocimiento. La idea de que invención e imaginación no resultan extrañas al conocimiento objetivo –como Nietzsche no se va a cansar de sostener– debe mucho a la influencia de F. A. Lange (en particular de su libro Historia del materialismo) y a los neokantianos. En principio, como sugiere el título, se acomete la tarea de abordar la verdad y la mentira no en sentido moral, sino “extramoral”. Cuál sea esta dimensión extramoral es la clave que permite articular los momentos científicos, éticos y estéticos que interesan al filósofo, y la que provee la base de su propuesta ontológica, de su concepción del ser. Esa dimensión pertenece al dominio del lenguaje. Involucrado en el conocimiento, en la comunicación, en la expresión artística, el lenguaje es constituyente; no se limita a reflejar la realidad, sino que, por el contrario, la determina y cualifica desde una perspectiva antropocéntrica. Nietzsche problematiza así un modelo que, inspirándose en Aristóteles, rige la relación realidad-pensamiento-lenguaje hasta bien entrado el siglo XIX. El presupuesto ontológico-lingüístico subyacente a este modelo es que el discurso (logos) es reflejo del pensamiento, así como el pensamiento es reflejo de lo real, que se ofrece como fundamento último de lo que debe ser pensado y dicho. La secuencia “realidad -> pensamiento -> lenguaje” es el equivalente de un proceso cognitivo similar: primero conocemos los datos del mundo por los sentidos; luego captamos su estructura ontológica mediante abstracción; paso seguido designamos los estados de cosas por convención y los representamos mediante conexiones de signos, y finalmente los comunicamos a otros. La operación de Nietzsche en este texto va a consistir en mostrar que, lejos de reflejar la realidad, el lenguaje es transcripción metafórica, una construcción arbitraria destinada a crear las condiciones de la paz entre los hombres. Su génesis lo muestra como un proceso de degradación progresiva que opera por saltos: las impresiones sensibles, resultado del estímulo nervioso, son traspuestas en imagen primero, en sonido después, convirtiendo al orden del significante lo que en realidad es una X incognoscible. A cada salto de nivel se traduce, se interpreta y, en definitiva, se traiciona lo que antecede en la secuencia. De este modo: “X incognoscible (estímulo) -> impresión sensible à imagen (esquema) -> sonido (significante acústico)”. No hay un origen misterioso del lenguaje:
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VIII. Lenguaje, historia y ficción en Friedrich Nietzsche
al resolverse en fisiología, el lenguaje queda remitido a las bases materiales de la subjetividad.1 Resuenan aquí, como fue dicho, los ecos de Lange y de la epistemología kantiana, de la separación infranqueable entre “cosa en sí” incognoscible y fenómeno, síntesis del material sensible y de lo que aporta nuestro aparato categorial subjetivo. Los efectos de esta reconstrucción genética del lenguaje pesan especialmente sobre la metafísica y recaen sobre la pretendida objetividad de todo conocimiento general: todo concepto es resultado del alejamiento distorsionante de la realidad, es metáfora (dice a través de una comparación o traslación semántica), es metonimia (dice el todo a través de la parte). Sin embargo, el estatuto de esa realidad, en este texto, queda sumido en una profunda ambigüedad: declarada incognoscible −y por tanto, en última instancia, irrepresentable−, otras veces es identificada con la esencia singular de lo real −que queda opuesta así a la universalidad del concepto− y otras con el devenir, con un real en perpetuo movimiento, que contrasta con la fijeza e inmovilidad propia de los nombres aislados. Pero en todas ellas parece afirmarse lo Real como núcleo duro imposible, renuente a la manipulación, una X que sólo puede reconstruirse en modo retrospectivo a partir de sus ficciones simbólicas. Las caracterizaciones positivas de esa X que se declara irrepresentable a través de comparaciones/descripciones tales como “agua en movimiento” o “esencias primitivas” deben tomarse en este sentido preciso: como un intento de aludir a un ámbito puramente insustancial, reacio a ser inmovilizado en una identidad. No obstante, aun en la traición a la singularidad y a la fluidez propia de lo real, el lenguaje muestra su utilidad. Pues el pacto del lenguaje, en su arbitrariedad, es garante de paz, es condición de posibilidad del orden social: las denominaciones apropiadas conjuran el peligro de la anarquía de los significados, fuente de desorden social. En este punto Nietzsche recuerda a Hobbes: la rectitud de las denominaciones es para el Leviatán el acto político por excelencia. Por eso, la institución de un lenguaje único estipula de modo normativo no sólo el modo de referirnos a las cosas por sus atributos comunes, sino también el modo en que van a sancionarse moralmente las desviaciones al orden: así, quien nomina correctamente quedará incorporado al orden social, mientras que el mentiroso, el que se aparta de lo estatuido, será excluido. Nietzsche desenmascara así las mentiras necesarias en las que se funda toda institución, que reclaman entonces como a su cómplice necesaria la capacidad del olvido: estas instituciones, el lenguaje mismo como la institución por excelencia, no se sostendrían sin él. Olvido de las diferencias, olvido del pacto. En efecto, ¿a que se vería enfrentado un lenguaje que pretendiese reflejar la variedad y movilidad de lo real? Como Funes el memorioso,2 para hacerlo deberíamos multiplicar al infinito el universo de las denominaciones, con lo que se acabaría el mundo intersubjetivo común y, con ello, la capacidad de pensar y de comunicarnos. El mundo social conlleva esta violencia originaria como condición de su funcionamiento. Éste es el mundo simbólico, que debe traducir lo Real a “metáforas, metonimias y antropomorfismos” para no sucumbir a 1. En este punto cabe observar que Nietzsche sólo toma en cuenta la arbitrariedad de los términos aislados ─no la estructura lógica de la lengua, que es lo que para Aristóteles es reflejo del pensamiento y por tanto de lo real; en tal sentido, le cabrían las mismas críticas que lanza Wittgenstein a Agustín en el comienzo de las Investigaciones filosóficas, cuando señala que sólo ha considerado la palabra aislada en su rol puramente ostensivo (no pragmático). 2. J.L. Borges: “Funes el memorioso”, en Ficciones, 1944 (ediciones varias).
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Introducción a Sobre verdad y mentira en sentido extramoral
él. Nietzsche pone en evidencia así el estatuto artificial del lenguaje, convertido en condición necesaria del orden simbólico. Orden que resulta opresivo, jerárquico, normativo, pero que a la vez asegura la integridad de lo que es. Sin embargo, aun notando los efectos necesarios que se siguen de ese orden −la convivencia pacífica de los hombres− la reconstrucción de la cadena genética del lenguaje, fundada en la traducción y la traición, está ahí para recordarnos que otro lenguaje es posible. Otro lenguaje que nos alcance la materia indócil de lo Real, la que se sustrae a los esfuerzos de su domesticación. Y ese lenguaje es para Nietzsche el lenguaje del arte, el del hombre intuitivo, del que usa las ficciones a conciencia. Es posible, por tanto, otra vía para la captación de aquello que pervive tras la represión sobre la que se funda el lenguaje. Se opera entonces una inversión radical: si aquel que cree decir la “verdad” (el que usa las metáforas “adecuadas”) en realidad miente (pues traiciona la verdadera savia de lo real usurpándole su carácter multiforme), quien miente a conciencia, utilizando adrede metáforas y metonimias (el artista), es quien está más cerca de lo real, más cerca de la verdad. En definitiva, sólo se puede decir la verdad mintiendo. El arte cobra así una dimensión privilegiada: ya no es copia empalidecida del mundo ni imagen devaluada de lo real, como en Platón, sino que es su posibilidad más eficaz, la que lo despliega de la manera más exuberante. El arte “santifica la mentira”, suprema vocación de una voluntad creadora, desgarradora, danzarina, inescrupulosa, más allá del bien y del mal. No hay poder más alto que el poder de engañar, es decir, de transfigurar, de rectificar y de seducir. Y es por ello que el artista encuentra en la apariencia su afirmación más soberana y radical. Pero la conclusión de este texto es sorprendentemente kantiana por su intento de búsqueda de equilibrio entre la dimensión abstracta, propia de la ciencia, y la intuitiva, propia del mundo del arte: ni se puede vivir del todo en la intuición ni del todo en la abstracción, es necesario combinar una y otra, tanto para no perder la vitalidad como para mantener la mesura en tiempos de tormenta.
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VIII.II Selección de textos anotada por M.J.R.
Sobre verdad y mentira en sentido extramoral 1 En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento.3 Fue el minuto más altanero y falaz de la “Historia Universal”: pero a fin de cuentas, sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer. Alguien podría inventar una fábula semejante, pero, con todo, no habría ilustrado suficientemente cuán lastimoso, cuán sombrío y caduco, cuán estéril y arbitrario es el estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la naturaleza. Hubo eternidades en las que no existía; cuando de nuevo se acabe todo para él no habrá sucedido nada, puesto que para ese intelecto no hay ninguna misión ulterior que conduzca más allá de la vida humana.4 No es sino humano, y solamente su poseedor y creador lo toma tan patéticamente como si en él girasen los goznes del mundo. Pero si pudiéramos comunicarnos con la mosca llegaríamos a saber que ella también navega por el aire poseída de ese mismo pathos y se siente el centro volante de este mundo. Nada hay en la naturaleza, por despreciable e insignificante que sea, que al más pequeño soplo de aquel poder del conocimiento no se infle inmediatamente como un odre; y del mismo modo que cualquier mozo de cuerda quiere tener su admirador, el más soberbio
3. En este punto Michel Foucault hace una interesante observación relativa al término “invención” empleado por Nietzsche. Que el conocimiento fue inventado significa que hubo un momento en el tiempo en que el conocimiento empezó a existir, lo cual implica: a) que en la historia no hay continuidad (Ursprung) sino ruptura (Erfindung), lo que en el caso del conocimiento lleva a decir que no existía con anterioridad a su aparición azarosa y contingente (pudo, en ese sentido, no haber sido); b) que no hay un origen metafísico del conocimiento, como si él estuviera dado en una naturaleza humana que asegurase su despliegue necesario; c) que en esa aparición contingente estuvieron implicadas “oscuras relaciones de poder”, cuya bajeza y mezquindad se oponen al origen solemne con que los filósofos asocian el nacimiento del conocimiento (M. Foucault: La verdad y las formas jurídicas, Barcelona, Gedisa, 1991, pp. 19-33). 4. La idea de que la inteligencia, así como otras capacidades propias de los animales superiores, es un producto contingente de la evolución natural se inspira en el darwinismo, según el cual la forma de los organismos es el resultado del tiempo y de las circunstancias, es decir, del azar. No hay teleología (finalidad) en la evolución.
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de los hombres, el filósofo, está completamente convencido de que, desde todas partes, los ojos del universo tienen telescópicamente puesta su mirada en sus obras y pensamientos. Es digno de nota que sea el intelecto quien así obre, él que, sin embargo, sólo ha sido añadido precisamente como un recurso de los seres más infelices, delicados y efímeros, para conservarlos un minuto en la existencia,5 de la cual, por el contrario, sin ese aditamento tendrían toda clase de motivos para huir tan rápidamente como el hijo de Lessing.6 Ese orgullo, ligado al conocimiento y a la sensación, niebla cegadora colocada sobre los ojos y los sentidos de los hombres, los hace engañarse sobre el valor de la existencia, puesto que aquél proporciona la más aduladora valoración sobre el conocimiento mismo. Su efecto más general es el engaño –pero también los efectos más particulares llevan consigo algo del mismo carácter–. El intelecto, como medio de conservación del individuo,7 desarrolla sus fuerzas principales fingiendo, puesto que éste es el medio merced al cual sobreviven los individuos débiles y poco robustos, como aquellos a quienes les ha sido negado servirse, en la lucha por la existencia, de cuernos, o de la afilada dentadura del animal de rapiña. En los hombres alcanza su punto culminante este arte de fingir; aquí el engaño, la adulación, la mentira y el fraude, la murmuración, la farsa, el vivir del brillo ajeno, el enmascaramiento, el convencionalismo encubridor, la escenificación ante los demás y ante uno mismo, en una palabra, el revoloteo incesante alrededor de la llama de la vanidad es hasta tal punto regla y ley que apenas hay nada tan inconcebible como el hecho de que haya podido surgir entre los hombres una inclinación sincera y pura hacia la verdad. Se encuentran profundamente sumergidos en ilusiones y ensueños; su mirada se limita a deslizarse sobre la superficie de las cosas y percibe “formas”, su sensación no conduce en ningún caso a la verdad, sino que se contenta con recibir estímulos, como si jugase a tantear el dorso de las cosas. Además, durante toda una vida, el hombre se deja engañar por la noche en el sueño, sin que su sentido moral haya tratado nunca de impedirlo, mientras que parece que ha habido hombres que, a fuerza de voluntad, han conseguido eliminar los ronquidos. En realidad, ¿qué sabe el hombre de sí mismo? ¿Sería capaz de percibirse a sí mismo, aunque sólo fuese por una vez, como si estuviese tendido en una vitrina iluminada? ¿Acaso no le oculta la naturaleza la mayor parte de las cosas, incluso su propio cuerpo, de modo tal que, al margen de las cir5. Animales y humanos se distinguen por su modo de ocupar el mundo: mientras el animal está ligado a su contexto natural y entregado a su instinto, “centrado en el aquí y en el ahora de su existencia” (“ocupa” un mundo), en el hombre esa fuerza natural ha cedido en favor de tendencias abiertas y una orientación imprecisa que hace a su posicionalidad excéntrica (“habita” un mundo). La intuición de Nietzsche se anticipa así a lo desarrollado en la antropología por H. Plessner (1965) (véase L. Sáez Rueda: Ser errático. Una ontología crítica de la sociedad, Madrid, Trotta, 2009, p. 40). 6. Se refiere el autor a un hecho real: el 10 de agosto de 1778 murió Eva Lessing a causa del nacimiento de un hijo que sólo vivió pocas horas. Lessing, G.E., poeta y crítico de la literatura alemana (1729-1781) (Nota del trad.). 7. Como medio de conservación, el intelecto está al servicio de las fuerzas reactivas. Nietzsche no ha desarrollado todavía en esta etapa de su pensamiento la distinción, que luego cobrará centralidad en su obra madura, entre fuerzas activas y reactivas, pero ya en este texto hay indicios de su utilización. De acuerdo con la lectura de Deleuze, la distinción entre fuerzas constituye el meollo de la propuesta ontológica nietzscheana: mientras las fuerzas activas están relacionadas con la conquista, la creatividad y la espontaneidad, las reactivas se caracterizan por tender a la conservación, la utilidad, el resentimiento. En este caso, el intelecto, tanto en su pretensión de conocer la verdad como en su capacidad de fingimiento, es asociado a las fuerzas reactivas, que resultan dominantes (véase G. Deleuze: Nietzsche y la filosofía, Barcelona, Anagrama, 1962).
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cunvoluciones de sus intestinos, del rápido flujo de su circulación sanguínea, de las complejas vibraciones de sus fibras, quede desterrado y enredado en una conciencia soberbia e ilusa? Ella ha tirado la llave, y ¡ay de la funesta curiosidad que pudiese mirar hacia afuera a través de una hendidura del cuarto de la conciencia y vislumbrase entonces que el hombre descansa sobre la crueldad, la codicia, la insaciabilidad, el asesinato, en la indiferencia de su ignorancia y, por así decirlo, pendiente en sus sueños del lomo de un tigre! ¿De dónde procede en el mundo entero, en esta constelación, el impulso hacia la verdad? En un estado natural de las cosas el individuo, en la medida en que se quiere mantener frente a los demás individuos, utiliza el intelecto y la mayor parte de las veces solamente para fingir, pero puesto que el hombre, tanto por necesidad como por hastío, desea existir en sociedad y gregariamente, precisa de un tratado de paz y, de acuerdo con éste, procura que, al menos, desaparezca de su mundo el más grande bellum omnium contra omnes. Este tratado de paz conlleva algo que promete ser el primer paso para la consecución de ese misterioso impulso hacia la verdad. En este mismo momento se fija lo que a partir de entonces ha de ser “verdad”, es decir, se ha inventado una designación de las cosas uniformemente válida y obligatoria, y el poder legislativo del lenguaje proporciona también las primeras reglas de verdad, pues aquí se origina por primera vez el contraste entre verdad y mentira. El mentiroso utiliza las designaciones válidas, las palabras, para hacer aparecer lo irreal como real; dice, por ejemplo, “soy rico” cuando la designación correcta sería justamente “pobre”. Abusa de las convenciones consolidadas haciendo cambios discrecionales, cuando no invirtiendo los nombres. Si hace esto de manera interesada y que además ocasione perjuicios, la sociedad no confiará ya más en él y, por este motivo, lo expulsará de su seno. Por eso los hombres no huyen tanto de ser engañados como de ser perjudicados mediante el engaño; en este estadio tampoco detestan en rigor el embuste, sino las consecuencias perniciosas, hostiles, de ciertas clases de embustes. El hombre nada más desea la verdad en un sentido análogamente limitado: ansía las consecuencias agradables de la verdad, aquellas que mantienen la vida; es indiferente al conocimiento puro y sin consecuencias e incluso hostil frente a las verdades susceptibles de efectos perjudiciales o destructivos.8 Y, además, ¿qué sucede con esas convenciones del lenguaje? ¿Son quizá producto del conocimiento, del sentido de la verdad? ¿Concuerdan las designaciones y las cosas? ¿Es el lenguaje la expresión adecuada de todas las realidades? Solamente mediante el olvido puede el hombre alguna vez llegar a imaginarse que está en posesión de una “verdad” en el grado en que se acaba de señalar. Si no se contenta con la verdad en forma de tautología, es decir, con conchas vacías, entonces trocará continuamente ilusiones por 8. La indiferencia del hombre no afecta a todo tipo de conocimiento, sino sólo a aquel que presume de puro, mientras que, por el contrario, mantiene su interés sobre aquellas verdades “que mantienen la vida”. De ahí la importancia del “tratado de paz” que se menciona anteriormente y que recuerda a Hobbes, aludido en la expresión bellum omnium contra omnes (“la guerra de todos contra todos”). Se trata de asegurar la paz (no de alcanzar “la verdad”), de favorecer aquellos pensamientos que afirman la vida, que la conservan e incrementan, pues está en juego la simple supervivencia (el cuidado de la “nuda vida”; véase en este punto la diferencia con Aristóteles y su cuidado de la “buena vida”, nota 104, p.107). De ahí resulta, como observa Foucault, que el conocimiento sea simplemente “el resultado del juego, el enfrentamiento, la lucha y el compromiso entre los instintos”, y que, como resultado de esa confrontación, sea tan sólo “un efecto de superficie”. Lejos de aparecer como dado en la naturaleza humana, el conocimiento se presenta como derivado de las fuerzas, núcleo neurálgico de la propuesta ontológica nietzscheana (Cf. Deleuze, op. cit.).
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verdades. ¿Qué es una palabra? La reproducción en sonidos de un impulso nervioso. Pero inferir además a partir de un impulso nervioso la existencia de una causa fuera de nosotros es ya resultado de un uso falso e injustificado del principio de razón.9 ¡Cómo podríamos decir legítimamente, si la verdad fuese lo único decisivo en la génesis del lenguaje, si el punto de vista de la certeza lo fuese también respecto de las designaciones, cómo, no obstante, podríamos decir legítimamente: la piedra es dura, como si además captásemos lo duro de otra manera y no solamente como una excitación completamente subjetiva! Dividimos las cosas en géneros, caracterizamos al árbol como masculino y a la planta como femenino: ¡qué extrapolación tan arbitraria! ¡A qué altura volamos por encima del canon de la certeza! Hablamos de una “serpiente”: la designación cubre solamente el hecho de retorcerse; podría, por tanto, atribuirsele también al gusano. ¡Qué arbitrariedad en las delimitaciones! ¡Qué parcialidad en las preferencias, unas veces de una propiedad de una cosa, otras veces de otra! Los diferentes lenguajes, comparados unos con otros, ponen en evidencia que con las palabras jamás se llega a la verdad ni a una expresión adecuada, pues, en caso contrario, no habría tantos lenguajes. La “cosa en sí” (esto sería justamente la verdad pura, sin consecuencias) es totalmente inalcanzable y no deseable en absoluto para el creador del lenguaje. Este se limita a designar las relaciones de las cosas con respecto a los hombres y para expresarlas apela a las metáforas más audaces. ¡En primer lugar, un impulso nervioso extrapolado en una imagen! Primera metáfora. ¡La imagen transformada de nuevo en un sonido! Segunda metáfora. Y, en cada caso, un salto total de una esfera a otra completamente distinta. Se podría pensar en un hombre que fuese completamente sordo y jamás hubiera tenido ninguna sensación sonora ni musical; del mismo modo que un hombre de estas características se queda atónito ante las figuras acústicas de Chladni en la arena, descubre su causa en las vibraciones de la cuerda y jurará entonces que, en adelante, no se puede ignorar lo que los hombres llaman “sonido”, así nos sucede a todos nosotros con el lenguaje. Creemos saber algo de las cosas mismas cuando hablamos de árboles, colores, nieve y flores y no poseemos, sin embargo, más que metáforas de las cosas que no corresponden en absoluto a las esencias primitivas. Del mismo modo que el sonido configurado en la arena, la enigmática x de la cosa en sí10 se presenta en principio como impulso nervioso, después como figura, finalmente como sonido. Por tanto, en cualquier caso, el origen del lenguaje no sigue un proceso lógico, y todo el material sobre el que y a partir del cual trabaja y construye el hombre de la verdad, el investigador, el filósofo, procede, si no de las nubes, en ningún caso de la esencia de las cosas.11 9. El argumento es empirista: frente a la imposibilidad de identificar la naturaleza del estímulo (llámese mundo exterior, genio maligno o lo que fuese) sólo podemos afirmar la existencia de una impresión sensible en nosotros mismos; inferir que esa impresión es debida a la existencia de algo exterior a nosotros como causa de ella es “resultado de un uso falso e injustificado del principio de razón”. Se refiere al principio de razón suficiente, según el cual todo efecto tiene una razón que lo explica. Nietzsche afirma que esa razón no debe basarse en un mero supuesto y que entonces nos vemos limitados a la constatación de una impresión que queda anclada en los límites de la propia subjetividad. La intención es demostrar que el lenguaje, que se construye sobre la base de esas impresiones, es subjetivo, antropomórfico, no refleja la realidad, sino más bien nuestra manera humana de ver las cosas. 10. Resuena en esta expresión, como fue dicho, la influencia del kantismo. Como afirma Hans Vaihinger, hay mucho del espíritu de Kant en Nietzsche pese a él mismo, aun cuando bebió de las fuentes neokantianas, pues fue uno de sus principales detractores (H. Vaihinger: “La voluntad de ilusión en Nietzsche”, en Sobre verdad y mentira, Madrid, Tecnos, 1998, pp. 43-90). 11. El lenguaje es resultado no de un proceso lógico sino fisiológico, no se deduce de la naturaleza de la realidad
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Pero pensemos especialmente en la formación de conceptos. Toda palabra se convierte de manera inmediata en concepto en tanto que justamente no ha de servir para la experiencia singular y completamente individualizada a la que debe su origen, por ejemplo, como recuerdo, sino que debe encajar al mismo tiempo con innumerables experiencias, por así decirlo, más o menos similares, jamás idénticas estrictamente hablando; en suma, con casos puramente diferentes. Todo concepto se forma con equiparación de casos no iguales. Del mismo modo que es cierto que una hoja no es igual a otra, también es cierto que el concepto hoja se ha formado al abandonar de manera arbitraria esas diferencias individuales, al olvidar las notas distintivas, con lo cual se suscita entonces la representación, como si en la naturaleza hubiese algo separado de las hojas que fuese la “hoja”, una especie de arquetipo primigenio a partir del cual todas las hojas habrían sido tejidas, diseñadas, calibradas, coloreadas, onduladas, pintadas, pero por manos tan torpes que ningún ejemplar resultase correcto y fidedigno como copia fiel del arquetipo. Decimos que un hombre es “honesto”. ¿Por qué ha obrado tan honestamente?, preguntamos. Nuestra respuesta suele ser así: a causa de su honestidad. ¡La honestidad! Esto significa a su vez: la hoja es a causa de las hojas. Ciertamente no sabemos nada en absoluto de una cualidad esencial denominada “honestidad”, pero sí una serie numerosa de acciones individuales, por tanto desemejantes, que igualamos olvidando las desemejanzas, y, entonces, las denominamos acciones honestas; al final formulamos a partir de ellas una qualitas occulta con el nombre de “honestidadLa omisión de lo individual y de lo real nos proporciona el concepto del mismo modo que también nos proporciona la forma, mientras que la naturaleza no conoce formas ni conceptos, así como ningún tipo de géneros, sino solamente una x que es para nosotros inaccesible e indefinible. También la oposición que hacemos entre individuo y especie es antropomórfica y no procede de la esencia de las cosas, aun cuando tampoco nos aventuramos a decir que no le corresponde: en efecto, sería una afirmación dogmática y, en cuanto tal, tan indemostrable como su contraria.12 ¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se han olvidado que lo son: metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal. No sabemos todavía de dónde procede el impulso hacia la verdad, pues hasta ahora solamente hemos prestado atención al compromiso que la sociedad establece para existir: ser veraz, es decir, utilizar metáforas usuales; por tanto, solamente hemos prestado atención, dicho en términos morales, al compromiso de mentir de acuerdo con una convención firme, mentir en tropel, de acuerdo sino que transcurre íntegramente en el interior de nuestro aparato perceptivo. 12. En la formación de conceptos acontecen dos cosas: el olvido de las diferencias, es decir, de “las notas distintivas” que permiten diferenciar los singulares, equiparados a partir de sus características comunes (éste es el proceso de abstracción, es decir, de separación violenta de esencia y apariencia), y la presuposición de “una especie de arquetipo primigenio”, es decir, de una sustancia que actuaría de soporte o garante de ese lenguaje conceptual. La arbitrariedad con que el lenguaje simplifica la realidad se opone así a esa x inaccesible e indefinible que sustrae a la naturaleza de todo nombre posible y de toda reducción metafísica. Por eso es el artista –en la medida en que quiebra la familiaridad lógica entre las cosas y sus accidentes– y no el científico el portavoz adecuado para expresar lo real en toda su riqueza y versatilidad.
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con un estilo vinculante para todos. Ciertamente, el hombre se olvida de que su situación es ésta; por tanto, miente de la manera señalada inconscientemente y en virtud de hábitos seculares –y precisamente en virtud de esta inconsciencia, precisamente en virtud de este olvido, adquiere el sentimiento de la verdad–.13 A partir de este sentimiento de estar comprometido a designar una cosa como “roja”, otra cosa como “fría” y una tercera como “muda” se despierta un movimiento moral hacia la verdad; a partir del contraste del mentiroso, en quien nadie confía y a quien todo el mundo excluye, el hombre se demuestra a sí mismo lo honesto, lo fiable y lo provechoso de la verdad. En ese instante el hombre pone sus actos como ser racional bajo el dominio de las abstracciones; ya no tolera más ser arrastrado por las impresiones repentinas, por las intuiciones; generaliza en primer lugar todas esas impresiones en conceptos más descoloridos, más fríos, para uncirlos al carro de su vida y de su acción. Todo lo que eleva al hombre por encima del animal depende de esa capacidad de volatilizar las metáforas intuitivas en un esquema; en suma, de la capacidad de disolver una figura en un concepto. En el ámbito de esos esquemas es posible algo que jamás podría conseguirse bajo las primitivas intuiciones intuitivas: construir un orden piramidal por castas y grados; instituir un mundo nuevo de leyes, privilegios, subordinaciones y delimitaciones, que ahora se contrapone al otro mundo de las primitivas impresiones intuitivas como lo más firme, lo más general, lo mejor conocido y lo más humano y, por tanto, como una instancia reguladora e imperativa.14 Mientras que toda metáfora intuitiva es individual y no tiene otra idéntica y, por tanto, sabe siempre ponerse a salvo de toda clasificación, el gran edificio de los conceptos ostenta la rígida regularidad de un columbarium romano e insufla en la lógica el rigor y la frialdad peculiares de la matemática. Aquel a quien envuelve el hálito de esa frialdad se resiste a creer que también el concepto, óseo y octogonal como un dado y, como tal, versátil, no sea más que el residuo de una metáfora y que la ilusión de la extrapolación artística de un impulso nervioso en imágenes es, si no la madre, sí sin embargo la abuela de cualquier concepto. Ahora bien, dentro de ese juego de dados de los conceptos se denomina “verdad” al uso de cada dado según su designación; contar exactamente sus puntos, formar las clasificaciones correctas y no violar en ningún caso el orden de las castas ni la sucesión jerárquica. Así como los romanos y los etruscos dividían el cielo mediante rígidas líneas matemáticas y conjuraban en ese espacio así delimitado, como en un templum, a su dios, cada pueblo tiene sobre él un cielo conceptual semejante matemáticamente repartido y en esas circunstancias entiende por mor de la verdad que todo dios conceptual ha de buscarse solamente en su propia esfera. Cabe admirar en este caso al hombre como poderoso genio constructor, que acierta a levantar sobre cimientos inestables 13. Hemos destacado en nuestra introducción la importancia del olvido. Aquí se le añade un complemento interesante: el de la inconsciencia respecto de las falsificaciones que adornan la vida común. ¿Cómo se ubica el filósofo que sabe del olvido, que ha perdido la inocencia? Como subraya Vaihinger, la ilusión en el filósofo deber ser una ilusión consciente; aun así, ello no menoscaba su eficacia. Sentido primeramente como una “tortura”, el reconocimiento de su inevitabilidad lo lleva luego a la afirmación “consciente y placentera de la ilusión” (op. cit., p. 49), a su cultivo jolgorioso y libre. 14. Lo mismo que el lenguaje, sobre el cual se construye, la verdad es metáfora antropomórfica, vuelta “canónica y vinculante” no sólo a causa de la costumbre sino también de un compromiso social tácito por mantener un orden y una jerarquía social imposibles de ser logrados bajo el gobierno de “las primitivas impresiones intuitivas”. A juicio de Nietzsche, sin embargo, son éstas las que auténticamente apresan la singularidad propia de lo real, realidad renuente a la universalidad abstracta y opresiva de los conceptos.
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y, por así decirlo, sobre agua en movimiento una catedral de conceptos infinitamente compleja: ciertamente, para encontrar apoyo en tales cimientos debe tratarse de un edificio hecho como de telarañas, suficientemente liviano para ser transportado por las olas, suficientemente firme para no desintegrarse ante cualquier soplo de viento. Como genio de la arquitectura el hombre se eleva muy por encima de la abeja: ésta construye con la cera que recoge de la naturaleza; aquél, con la materia bastante más delicada de los conceptos que, desde el principio, tiene que fabricar por sí mismo. Aquí él es acreedor de admiración profunda –pero no ciertamente por su inclinación a la verdad, al conocimiento puro de las cosas–. Si alguien esconde una cosa detrás de un matorral, a continuación la busca en ese mismo sitio y, además, la encuentra, no hay mucho de qué vanagloriarse en esa búsqueda y ese descubrimiento; sin embargo, esto es lo que sucede con la búsqueda y descubrimiento de la “verdad” dentro del recinto de la razón. Si doy la definición de mamífero y a continuación, después de haber examinado un camello, declaro: “he ahí un mamífero”, no cabe duda de que con ello se ha traído a la luz una nueva verdad, pero es de valor limitado; quiero decir, es antropomórfica de cabo a rabo y no contiene un solo punto que sea “verdadero en sí”, real y universal, prescindiendo de los hombres. El que busca tales verdades en el fondo solamente busca la metamorfosis del mundo en los hombres; aspira a una comprensión del mundo en tanto que cosa humanizada y consigue, en el mejor de los casos, el sentimiento de una asimilación. Del mismo modo que el astrólogo considera a las estrellas al servicio de los hombres y en conexión con su felicidad y con su desgracia, así también un investigador tal considera que el mundo en su totalidad está ligado a los hombres; como el eco infinitamente repetido de un sonido original, el hombre; como la imagen multiplicada de un arquetipo, el hombre. Su procedimiento consiste en tomar al hombre como medida de todas las cosas; pero entonces parte del error de creer que tiene estas cosas ante sí de manera inmediata, como objetos puros. Por tanto, olvida que las metáforas intuitivas originales no son más que metáforas y las toma por las cosas mismas. Solamente mediante el olvido de este mundo primitivo de metáforas, sólo mediante el endurecimiento y petrificación de un fogoso torrente primordial compuesto por una masa de imágenes que surgen de la capacidad originaria de la fantasía humana, sólo mediante la invencible creencia en que este sol, esta ventana, esta mesa son una verdad en sí, en resumen: gracias solamente al hecho de que el hombre se olvida de sí mismo como sujeto y, por cierto, como sujeto artísticamente creador, vive con cierta calma, seguridad y consecuencia; si pudiera salir, aunque sólo fuese un instante, fuera de los muros de esa creencia que lo tiene prisionero, se terminaría en el acto su “conciencia de sí mismo”.15 Le cuesta trabajo reconocer ante sí mismo que el insecto 15. Nietzsche destaca aquí algo profundamente novedoso y anticipa la concepción que posteriormente tendrán los “antidescriptivistas” (Cf. S. Zizek: El sublime objeto de la ideología, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003, p. 127): el lenguaje se sostiene por una creencia, por un “acto de fe”: no sabemos si todos aludimos a lo mismo cuando nombramos, por ejemplo, la palabra serpiente, sin embargo actuamos, pensamos y dialogamos entre nosotros como si fuese lo mismo. En otras palabras, la comunicación y el mutuo entendimiento son posibles sólo porque creemos en la transparencia del lenguaje, en su capacidad de reflejar cada una de las propiedades de lo real y ser vehículo de ideas. Este presupuesto, este acto de fe, es necesario y productivo: si todos indagásemos todo el tiempo hasta qué punto los significados aludidos en nuestras conversaciones cotidianas son los mismos, si no supiésemos suspender la incredulidad respecto de las creencias compartidas, entonces no habría comunicación ni sociedad posible. Sólo el malentendido (como supo señalarlo Schleiermacher) pone a la vista la provechosa
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o el pájaro perciben otro mundo completamente diferente al del hombre y que la cuestión de cuál de las dos percepciones del mundo es la correcta carece totalmente de sentido, ya que para decidir sobre ello tendríamos que medir con la medida de la percepción correcta, es decir, con una medida de la que no se dispone. Pero, por lo demás, la “percepción correcta” –es decir, la expresión adecuada de un objeto en el sujeto– me parece un absurdo lleno de contradicciones, puesto que entre dos esferas absolutamente distintas, como lo son el sujeto y el objeto, no hay ninguna causalidad, ninguna exactitud, ninguna expresión, sino, a lo sumo, una conducta estética, quiero decir: un extrapolar alusivo, un traducir balbuciente a un lenguaje completamente extraño, para lo que, en todo caso, se necesita una esfera intermedia y una fuerza mediadora, libres ambas para poetizar e inventar.16 La palabra “fenómeno” encierra muchas seducciones, por lo que, en lo posible, procuro evitarla, puesto que no es cierto que la esencia de las cosas se manifieste en el mundo empírico. Un pintor que careciese de manos y quisiera expresar por medio del canto el cuadro que ha concebido revelará para siempre, en ese paso de una esfera a otra, mucho más sobre la esencia de las cosas que el mundo empírico. La misma relación de un impulso nervioso con la imagen producida no es, en sí, necesaria; pero cuando la misma imagen se ha producido millones de veces y se ha transmitido hereditariamente a través de muchas generaciones de hombres, apareciendo finalmente en toda la humanidad como consecuencia del mismo motivo, acaba por llegar a tener para el hombre el mismo significado que si fuese la única imagen necesaria, como si la relación del impulso nervioso con la imagen producida fuese una relación de causalidad estricta; del mismo modo que un sueño eternamente repetido sería percibido y juzgado como algo absolutamente real. Pero el endurecimiento y la petrificación no garantizan para nada en absoluto la necesidad y la legitimación exclusiva de esa metáfora. Sin duda, todo hombre que esté familiarizado con tales consideraciones ha sentido una profunda desconfianza hacia todo idealismo de este tipo, cada vez que se ha convencido con la claridad necesaria de la consecuencia, ubicuidad e infalibilidad de las leyes de la naturaleza, y ha sacado esta conclusión: aquí, cuanto alcanzamos en las alturas del mundo telescópico y en los abismos del mundo microscópico, todo es tan seguro, tan elaborado, tan infinito, tan regular, tan exento de lagunas; la ciencia cavará eternamente con éxito en estos pozos, y todo lo que encuentre habrá de acordar entre sí y no se contradirá. Qué poco se asemeja esto a un producto de la imaginación; si lo fuese, tendrían que quedar al descubierto en alguna parte la apariencia y la irrealidad. Al contrario, cabe decir por lo pronto que si cada uno de nosotros tuviera una percepción sensorial diferente podríamos percibir unas veces como pájaros, otras como gusanos, otras como plantas, o si alguno de nosotros viese el mismo estímulo como rojo, otro como azul e incluso un tercero lo percibiese como un sonido, entonces nadie hablaría de tal regularidad de la naturaleza, sino que solamente se la concebiría como una creación altamente subjetiva. Entonces, ¿qué es, en utilidad de estas ficciones comunes. 16. Que el sujeto sea creador significa que al conocer traduce lo real, lo interpreta, lo rectifica, lo inventa, esto es, no lo reproduce ni lo refleja. En estas nociones resulta clara la influencia del neokantismo: la mención de una “aproximación estética” a lo real remite a la sensibilidad (aisthesis, de ahí “estética”) que, sabemos por Kant, transforma el dato sensible en fenómeno; de este modo, la percepción humana resulta mediadora y por ende “antropomorfiza” todo cuanto recibe del exterior. Exterior e interior resultan así inconmensurables: no hay continuidad ni semejanza entre ambas esferas, sólo aproximación estética (pasaje por la sensibilidad) y hermenéutica (pasaje por la capacidad interpretativa).
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suma, para nosotros una ley de la naturaleza? No nos es conocida en sí, sino solamente por sus efectos, es decir, en sus relaciones con otras leyes de la naturaleza que, a su vez, sólo nos son conocidas como sumas de relaciones. Por consiguiente, todas esas relaciones no hacen más que remitir continuamente unas a otras y nos resultan completamente incomprensibles en su esencia; en realidad sólo conocemos de ellas lo que nosotros aportamos: el tiempo, el espacio, por tanto las relaciones de sucesión y los números. Pero todo lo maravilloso, lo que precisamente nos asombra de las leyes de la naturaleza, lo que reclama nuestra explicación y lo que podría introducir en nosotros la desconfianza respecto del idealismo, reside única y exclusivamente en el rigor matemático y en la inviolabilidad de las representaciones del espacio y del tiempo. Sin embargo, esas nociones las producimos en nosotros y a partir de nosotros con la misma necesidad con que la araña teje su tela; si estamos obligados a concebir todas las cosas solamente bajo esas formas, entonces no es ninguna maravilla que, a decir verdad, sólo captemos en todas las cosas precisamente esas formas, puesto que todas ellas deben llevar consigo las leyes del número, y el número es precisamente lo más asombroso de las cosas. Toda la regularidad de las órbitas de los astros y de los procesos químicos, regularidad que tanto respeto nos infunde, coincide en el fondo con aquellas propiedades que nosotros introducimos en las cosas, de modo que, con esto, nos infundimos a nosotros mismos.17 En efecto, de aquí resulta que esta producción artística de metáforas con la que comienza en nosotros toda percepción supone ya esas formas y, por tanto, se realizará en ellas; sólo por la sólida persistencia de esas formas primigenias resulta posible explicar que más tarde haya podido construirse sobre las metáforas mismas el edificio de los conceptos. Este edificio es, efectivamente, una imitación, sobre la base de metáforas, de las relaciones de espacio y tiempo.
2 Como hemos visto, en la construcción de los conceptos trabaja originalmente el lenguaje; más tarde la ciencia. Así como la abeja construye las celdas y, simultáneamente, las rellena de miel, del mismo modo la ciencia trabaja inconteniblemente en ese gran columbarium de los conceptos, necrópolis de las intuiciones; construye sin cesar nuevas y más elevadas plantas, apuntala, limpia y renueva celdas viejas y, sobre todo, se esfuerza en rellenar ese colosal andamiaje que desmesuradamente ha apilado y en ordenar dentro de él todo el mundo empírico, es decir, el mundo antropomórfico. Si ya el hombre de acción ata su vida a la razón y a los conceptos para no verse arrastrado y no perderse a sí mismo, 17. El camino que elige Nietzsche para explicar la construcción del fenómeno ya está presente en el neokantismo positivista y en Fries, Herbart y Schopenhauer: los fenómenos son resultado de nuestras disposiciones fisiológicas; es allí donde debe buscarse la estructura de lo trascendental. Ahora bien, si las sensaciones son producto de las fibras nerviosas estimuladas, lejos están de reproducir la estructura de las cosas. La herencia kantiana es así clara: sólo conocemos lo que construimos; si el ser está dado estéticamente (es decir, en la sensibilidad), nunca conocemos el ser (la x inaccesible). Como observa Maurizio Ferraris, se trata de una explicación mecanicista y fenomenista muy común en el siglo XVIII, por lo cual la crítica nietzcheana de la ciencia no es más que una versión de la filosofía de la ciencia de la época. Ahora bien, no hay ningún motivo para considerar que esa realidad estética, nacida de la impresión sensible, sea “irreal” por estar determinada antropológicamente; lo mismo que en Kant, el fenómeno es absolutamente real; lo problemático es el ámbito de lo nouménico. De este modo, lejos de sinónimos de inmaterialismo, fenomenismo y relacionismo, son en Nietzsche modos apropiados de comprender la realidad (M. Ferraris: Nietzsche y el nihilismo, Madrid, Akal, 2000, p. 43).
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VIII. Lenguaje, historia y ficción en Friedrich Nietzsche
el investigador construye su choza junto a la torre de la ciencia para que pueda servirle de ayuda y encontrar él mismo protección bajo ese baluarte ya existente. De hecho necesita protección, puesto que existen fuerzas terribles que constantemente lo amenazan y que oponen a la verdad científica “verdades” de un tipo completamente diferente con las más diversas etiquetas. Ese impulso hacia la construcción de metáforas, ese impulso fundamental del hombre del que no se puede prescindir ni un solo instante, pues si así se hiciese se prescindiría del hombre mismo, no queda en verdad sujeto y apenas sí domado por el hecho de que con sus evanescentes productos, los conceptos, resulta construido un nuevo mundo regular y rígido que le sirve de fortaleza. Busca un nuevo campo para su actividad y lo encuentra en el mito y, sobre todo, en el arte. Confunde sin cesar las rúbricas y las celdas de los conceptos introduciendo de esta manera nuevas extrapolaciones, metáforas y metonimias; continuamente muestra el afán de configurar el mundo existente del hombre despierto, haciéndolo tan abigarradamente irregular, tan inconsecuente, tan inconexo, tan encantador y eternamente nuevo como lo es el mundo de los sueños. En sí, ciertamente, el hombre despierto solamente adquiere conciencia de que está despierto por medio del rígido y regular tejido de los conceptos, y justamente por eso cuando en alguna ocasión un tejido de conceptos es desgarrado de repente por el arte llega a creer que sueña. Tenía razón Pascal cuando afirmaba que si todas las noches nos sobreviniese el mismo sueño nos ocuparíamos tanto de él como de las cosas que vemos cada día: “Si un artesano estuviese seguro de que sueña cada noche, durante doce horas completas, que es rey, creo –dice Pascal– que sería tan dichoso como un rey que soñase todas las noches durante doce horas que es artesano”. La diurna vigilia de un pueblo míticamente excitado, como el de los antiguos griegos, es, de hecho, merced al milagro que se opera de continuo, tal como el mito supone, más parecida al sueño que a la vigilia del pensador científicamente desilusionado. Si cada árbol puede hablar como una ninfa, o si un dios, bajo la apariencia de un toro, puede raptar doncellas, si de pronto la misma diosa Atenea puede ser vista en compañía de Pisístrato recorriendo las plazas de Atenas en un hermoso tiro –y esto el honrado ateniense lo creía–, entonces en cada momento, como en sueños, todo es posible y la naturaleza entera revolotea alrededor del hombre como si solamente se tratase de una mascarada de los dioses, para quienes no constituiría más que una broma engañar a los hombres bajo todas las figuras. Pero el hombre mismo tiene una invencible inclinación a dejarse engañar y está como hechizado por la felicidad cuando el rapsoda le narra cuentos épicos como si fuesen verdades, o cuando en una obra de teatro el cómico, haciendo el papel de rey, actúa más regiamente que un rey en la realidad. El intelecto, ese maestro de fingir, se encuentra libre y relevado de su esclavitud habitual tanto tiempo como puede engañar sin causar daño, y en esos momentos celebra sus Saturnales. Jamás es tan exuberante, tan rico, tan soberbio, tan ágil y tan audaz: poseído de placer creador, arroja las metáforas sin orden alguno y remueve los mojones de las abstracciones de tal manera que, por ejemplo, designa al río como el camino en movimiento que lleva al hombre allí donde habitualmente va. Ahora ha arrojado de sí el signo de la servidumbre; mientras que antes se esforzaba con triste solicitud en mostrar el camino y las herramientas a un pobre individuo que ansía la existencia y se lanza, como un siervo, en busca de presa y botín para su señor, ahora se ha convertido en señor y puede borrar de su semblante la expresión de indigencia. Todo lo que él hace ahora conlleva, en comparación con sus acciones anteriores, el fingimiento, lo mismo que las anteriores conllevaban la distorsión. Copia 276
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la vida del hombre, pero la toma como una cosa buena y parece darse por satisfecho con ella. Ese enorme entramado y andamiaje de los conceptos al que de por vida se aferra el hombre indigente para salvarse es solamente un armazón para el intelecto liberado y un juguete para sus más audaces obras de arte, y cuando lo destruye, lo mezcla desordenadamente y lo vuelve a juntar irónicamente, uniendo lo más diverso y separando lo más afín, pone de manifiesto que no necesita de aquellos recursos de la indigencia y que ahora no se guía por conceptos, sino por intuiciones. No existe ningún camino regular que conduzca desde esas intuiciones a la región de los esquemas espectrales, las abstracciones; la palabra no está hecha para ellas, el hombre enmudece al verlas o habla en metáforas rigurosamente prohibidas o mediante concatenaciones conceptuales jamás oídas, para corresponder de un modo creador, aunque sólo sea mediante la destrucción y el escarnio de los antiguos límites conceptuales, a la impresión de la poderosa intuición actual. Hay períodos en los que el hombre racional y el hombre intuitivo caminan juntos; el uno angustiado ante la intuición, el otro mofándose de la abstracción; es tan irracional el último como poco artístico el primero. Ambos ansían dominar la vida: éste sabiendo afrontar las necesidades más imperiosas mediante previsión, prudencia y regularidad; aquél sin ver, como “héroe desbordante de alegría”, esas necesidades y tomando como real solamente la vida disfrazada de apariencia y belleza. Allí donde el hombre intuitivo, como en la Grecia antigua, maneja sus armas de manera más potente y victoriosa que su adversario, puede, si las circunstancias son favorables, configurar una cultura y establecer el dominio del arte sobre la vida; ese fingir, ese rechazo de la indigencia, ese brillo de las intuiciones metafóricas y, en suma, esa inmediatez del engaño acompañan todas las manifestaciones de la vida de esa especie. Ni la casa ni el paso ni la indumentaria ni la tinaja de barro descubren que ha sido la necesidad la que los ha concebido: parece como si en todos ellos hubiera de expresarse una felicidad sublime y una serenidad olímpica y, en cierto modo, un juego con la seriedad. Mientras el hombre guiado por conceptos y abstracciones solamente conjura la desgracia mediante ellas, sin extraer de las abstracciones mismas ningún tipo de felicidad, mientras que aspira a liberarse de los dolores lo más posible, el hombre intuitivo, aposentado en medio de una cultura, consigue ya gracias a sus intuiciones, además de conjurar los males, un flujo constante de claridad, animación y liberación. Es cierto que sufre con más vehemencia cuando sufre; incluso sufre más a menudo porque no sabe aprender de la experiencia y tropieza una y otra vez en la misma piedra en la que ya ha tropezado anteriormente. Es tan irracional en el sufrimiento como en la felicidad, se desgañita y no encuentra consuelo. ¡Cuán distintamente se comporta el hombre estoico en las mismas desgracias, instruido por la experiencia y autocontrolado a través de conceptos! Él, que sólo busca habitualmente sinceridad, verdad, emanciparse de los engaños y protegerse de las incursiones seductoras, representa ahora, en la desgracia, como aquél en la felicidad, la obra maestra del fingimiento; no presenta un rostro humano, palpitante y expresivo, sino una especie de máscara de facciones dignas y proporcionadas; no grita y ni siquiera altera su voz; cuando todo un nublado descarga sobre él, se envuelve en su manto y se marcha caminando lentamente bajo la tormenta.
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VIII. Lenguaje, historia y ficción en Friedrich Nietzsche
Fuente Nietzsche, Friedrich: Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Madrid, Tecnos, 1998. Traducción del alemán de Luis M. Valdés y Teresa Orduña.
Bibliografía citada Deleuze, Gilles: Nietzsche y la filosofía, Barcelona, Anagrama, 1962. Ferraris, Maurizio: Nietzsche y el nihilismo, Madrid, Akal, 2000. Foucault, Michel: La verdad y las formas jurídicas, Barcelona, Gedisa, 1991. Sáez Rueda, Luis: Ser errático. Una ontología crítica de la sociedad, Madrid, Trotta, 2009. Vaihinger, Hans: “La voluntad de ilusión en Nietzsche”, en Sobre verdad y mentira, Madrid, Tecnos, 1998. Zizek, Slavoj: El sublime objeto de la ideología, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003.
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VIII.III Introducción a “Cómo el ‘mundo verdadero’ acabó convirtiéndose en una fábula” Por Gastón Beraldi
“Cómo el «mundo verdadero» acabó convirtiéndose en una fábula”, de F. Nietzsche, corresponde a un capítulo del Crepúsculo de los ídolos o cómo se filosofa con el martillo, publicado en 1888. Andrés Sánchez Pascual, traductor al español y comentarista del texto para la edición citada, sostiene que este capítulo puede considerarse una apretada “historia de la filosofía” que se presenta a través de la contraposición entre “mundo verdadero” y “mundo aparente”. Los estudios en torno al origen de este texto indican que el libro El mundo real y el mundo aparente (1882), de G. Teichmüller, podría ser la fuente que tomó Nietzsche para la construcción de esta “historia de la filosofía”. Ello queda atestiguado en una tarjeta postal que Nietzsche le envió desde Génova a su amigo Overbeck en 1883, donde daba cuenta de la lectura de la obra de Teichmüller.18 Sin embargo, otras versiones sostienen que la obra de Teichmüller sólo suministró el título, mientras que el contenido está ligado a una lectura de los años sesenta: Historia del materialismo, de Friedrich Lange, aparecida en 1886 y leída ese mismo año, como lo atestigua la misiva enviada por Nietzsche a Von Gersdorff.19
Marco hermenéutico del texto Este texto puede considerarse un resumen de la historia de la filosofía. Sin embargo, la contraposición entre “mundo verdadero” y “mundo aparente” tiene como marco hermenéutico el lugar donde Nietzsche pretende situar al lector, que es precisamente el de la historia de un error. El filósofo prusiano pretende que cuando su lector aborde este texto lea la historia de la filosofía en clave de la historia de un error. ¿Cuál es ese error? El error es lo que se ha considerado históricamente en la filosofía “mundo verdadero”. El texto está organizado en seis etapas. Cada uno de los momentos históricos referidos, especialmente los primeros cinco, contiene algo común y algo que cambia. Lo que cambia es la máscara, mientras que lo común es la valorización que se otorga a cada uno de los fundamentos: cambia el nombre, pero la identidad ontológica persiste. En efecto, la metáfora nietzscheana de 18. Cfr. Sánchez Pascual en F. Nietzsche: Crepúsculo de los ídolos, Madrid, Alianza, 1998, p. 157. 19. Cfr. M. Ferraris: Nietzsche y el nihilismo, Madrid, Akal, 2000, p. 23.
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VIII. Lenguaje, historia y ficción en Friedrich Nietzsche
“máscara” es una noción que, como las de “fábula” y “ropaje”, alude a un cambio apariencial sobre una permanencia sustancial o ideal. “Idea”, “Dios”, “imperativo categórico”, etc., son todas nociones que en el fondo son lo mismo: todas ellas representan una verdad absoluta, universal, trascendente e inconmovible y operan como fundamento supremo. A todas ellas Nietzsche las denomina Theós, dado que operan como dioses. Theós es entonces el nombre para el fundamento de todo sistema filosófico. Sin embargo, hay un cambio de máscara que cada vez se va haciendo más sutil. Mediante nuevas ficciones se produce un alejamiento cada vez mayor de lo real.20 En Diálogo con Nietzsche, Vattimo indica que las distintas etapas de este proceso corresponden a la caída de las ataduras, a la caída de los fundamentos, de los Theós, a la muerte de Dios.21 Se pregunta, ¿cómo ha sido posible que el mundo verdadero, fundamentalmente el de las ideas platónicas, se convierta en fábula? Esto ocurre porque desde el comienzo no era otra cosa que fábula. La crítica al concepto de verdad como evidencia es uno de los cimientos más constantes y significativos de la especulación de Nietzsche. En efecto, ya en su ensayo Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, de 1873, define las líneas fundamentales de su crítica al concepto de verdad como evidencia. La primera convención es creer en la objetividad de los objetos; creer que, al conocer, el mundo se da como un espectáculo totalmente traducible a esquemas lógicos. Pero en realidad lo que se llama verdad no es más que la adecuación de nuestros discursos a ciertas reglas universales aceptadas en un determinado mundo. Que la claridad, dice Nietzsche, deba ser un certificado de verdad es una ingenuidad. Habría que sospechar que la claridad, el orden y la simplicidad son justamente el signo de que estamos frente a algo falso, un puro producto de la imaginación.22
Algunas nociones centrales Las dos ideas centrales para abordar y comprender este texto son las de “verdad como error útil” y “verdad como error inútil”. Pero antes de dar cuenta de esta diferencia es necesario ver brevemente qué entiende Nietzsche por “verdad”. En su Nietzsche y la filosofía, Deleuze sostiene que históricamente la verdad ha sido siempre planteada como esencia, como Dios, como instancia suprema. De lo que se trata es de poner en duda el valor de la verdad. El concepto de “valor” en Nietzsche es sumamente significativo, ya que, en última instancia, nuestra interpretación del mundo depende del modo en que valoremos, es decir, del punto de vista desde el cual conferimos valor a las cosas, a los actos, a las personas. 20. Cfr. Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Buenos Aires, Miluno, 2008. 21. Esta expresión, que se ha vuelto sumamente famosa formulada como “Dios ha muerto”, es de una relevancia fundamental en el pensamiento nietzscheano en tanto se convierte en el hilo conductor para interpretar la historia de Occidente como historia de la decadencia, procede pero con un sentido levemente diferente de una de las fuentes en las que ha abrevado Nietzsche. Mainländer, en La filosofía de la redención, de 1876, ya decía: “Dios ha muerto y su muerte fue la vida del mundo”. Pero ya cerca de 1870 Nietzsche había encontrado el motivo de la “muerte de Dios” en una afirmación de Plutarco, “el gran Pan ha muerto”, radicalizándola luego en “todos los dioses deben morir” y finalmente en La gaya ciencia (1882): “Dios ha muerto” (F. Volpi: El nihilismo, Buenos Aires, Biblos, 2005, pp. 49 y 58-59). 22. G. Vattimo: Diálogo con Nietzsche, Buenos Aires, Paidós, 2002, pp. 67-70.
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Introducción a “Cómo el ‘mundo verdadero’ acabó convirtiéndose en una fábula”
Nietzsche se pregunta qué significa la verdad como concepto, no las falsas pretensiones de la verdad, sino la verdad en sí y como ideal. No en sentido moral, sino extramoral: el que corresponde al ámbito de la ontología y, en última instancia, al del lenguaje.23 El concepto de verdad caracteriza un mundo como verídico: “…un mundo verídico supone un hombre verídico al que se dirige como a su centro. ¿Quién es este hombre verídico? ¿Qué quiere?…”.24 Lo que quiere es no ser engañado, lo cual supone que el propio mundo sea ya verídico. Pero además no quiere engañar, y eso incluye no querer engañarse a sí mismo. Sabemos que la vida tiende a confundir, a engañar, pero el que quiere la verdad (que es conceptual, ideal) hace de la vida un error. Y quien hace de la vida un error lo que pretende es sistematizar, organizar (matemática, científica, deductiva y/o conceptualmente) la vida. De esta manera, quien así juzga opone el conocimiento a la vida; opone al mundo otro mundo, un ultramundo. “El que quiere otro mundo, otra vida, quiere algo más profundo: ‘la vida contra la vida’. Quiere que la vida se haga virtuosa, que se corrija y corrija la apariencia, que sirva de paso al otro mundo. Quiere que la vida reniegue de sí misma y se vuelva contra sí misma…”.25 Pero la vida es informulable, inclasificable, y si la razón pretende asirla, organizarla, sistematizarla y encuadrarla dentro del marco de lo racional, lo que pretende, en definitiva, es matarla, hacer de la vida un concepto, algo no vital. Esto es para Nietzsche “nihilismo”. En el término nihilismo –concepto clave de la filosofía nietzscheana– nihil no significa “noser” sino “valor de nada”: la vida toma un valor de nada siempre que se la niega, se la deprecia. La depreciación supone una ficción: se falsea y se deprecia por ficción, se opone algo a la vida por ficción. La idea de otro mundo, de un mundo suprasensible, con todas sus formas (Dios, la esencia, el bien, lo verdadero), la idea de valores superiores a la vida, no es un ejemplo entre otros, sino el elemento constitutivo de cualquier ficción.26 ¿Qué quiere decir “nihilismo” es también una pregunta que se hace el propio Nietzsche: “Nihilismo: falta el fin; falta la respuesta al ‘¿para qué?’; ¿qué significa el nihilismo? Que los valores supremos se desvalorizaron”.27 Desvalorización que ya se inicia con el platonismo. El nihilismo puede ser definido entonces como la “falta de sentido” que surge cuando se debilita la fuerza vinculante de las respuestas tradicionales al “¿para qué?” de la vida y del ser. A lo largo de la historia, los valores tradicionales que debían dar respuesta al “¿para qué?” pierden su valor. Nietzsche anticipa el advenimiento del nihilismo como un movimiento imparable que es el pathos (sentimiento) de la época: aquel en el cual el hombre se atreve a una crítica de los valores en general. Pero asimismo este advenimiento es necesario porque debemos primero vivir el nihilismo para darnos cuenta propiamente de cuál fue el valor de esos “valores”.28 A diferencia de cualquier nihilismo, en Nietzsche filosofar tiene un carácter transformador, y en ese sentido es posible sostener que su filosofía es una filosofía práctica, está concebida para 23. Cfr. Nietzsche, op. cit., 2008. 24. G. Deleuze: Nietzsche y la filosofía, Barcelona, Anagrama, 1994, p. 135. 25. Deleuze, op. cit., pp. 134-138. 26. Ibid., pp. 207-209. 27. F. Nietzsche: Sämtliche Werke. Kritishce Studienausgabe, ed. Colli-Montinari, Berlín-München, De Gruyter-dtv, 1988, Vol. XII, p. 350, citado por Volpi, op. cit., p. 59. 28. Volpi, op. cit., pp. 59-60.
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VIII. Lenguaje, historia y ficción en Friedrich Nietzsche
la acción. No está pensada como una teoría sino como una praxis, tanto del individuo como de la historia. Finalmente, reconocer que la verdad es un error es reconocer que no hay verdades últimas: la verdad es una creación y una interpretación a partir de una valoración. Sólo hay interpretaciones posibles de la realidad. El criterio para diferenciar las interpretaciones es la utilidad y la inutilidad para la vida. Las verdades metafísicas (universales) son errores inútiles porque no sirven para la vida, mientras que las verdades que se forjan temporariamente son útiles para la vida. En este caso, la verdad sigue siendo un error porque no hay verdades absolutas, sin embargo, este tipo de verdad es útil para la vida, sirve para crear.
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VIII.IV Selección de textos anotada por G.B.
“Cómo el ‘mundo verdadero’ acabó convirtiéndose en una fábula” Historia de un error29 El mundo verdadero, asequible al sabio, al piadoso, al virtuoso, él vive en ese mundo, es ese mundo. (La forma más antigua de la Idea, relativamente inteligente, simple, convincente. Transcripción de la tesis “yo, Platón, soy la verdad”.)30 El mundo verdadero, inasequible por ahora, pero prometido al sabio, al piadoso, al virtuoso (“al pecador que hace penitencia”). (Progreso de la Idea: ésta se vuelve más sutil, más capciosa, más inaprensible, se convierte en una mujer, se hace cristiana…)31 29. Vattimo indica que en las ideas nietzscheanas de nihilismo y voluntad de poder se anuncia la interpretación de la modernidad como consumación final de la creencia en el ser y en la realidad como datos objetivos. En este texto Nietzsche recorre las etapas de esta consumación (G. Vattimo: Creer que se cree, Barcelona, Paidós, 1996, p. 23). 30. La filosofía griega creyó colocar la verdad del mundo en un más allá metafísico, el mundo de las Ideas de Platón, que, con su precisión y estabilidad, debían garantizar la posibilidad de conocer rigurosamente las cosas cambiantes y mutables de la experiencia cotidiana (Vattimo, op. cit., 1996, p. 24). La posibilidad de acceso al mundo verdadero (el topos –lugar-ámbito– inteligible) exige cumplir con ciertos requisitos y sólo unos los alcanzan; sólo el sabio, el piadoso y el virtuoso pueden acceder a la verdad, mientras que quienes no los hayan alcanzado permanecerán en el mundo de las sombras, en el mundo de las apariencias, el topos visible o sensible. Este “Mundo de las Ideas” es el ámbito de la verdad, de lo universal, de lo incorruptible, lo imperecedero, lo absoluto. La Idea platónica toma, para Nietzsche, la figura de un Theós, de un Dios, ya que pasa a ser una instancia suprema, superior, y a regir la forma en que los antiguos se debían dirigir en el mundo, su forma de actuar, sus costumbres. Esa Idea pasa a ser el centro de su vida y de su valoración moral. 31. La Idea platónica se hace ahora más inalcanzable y más sutil: cambia de ropaje, de máscara. Ese Theós llamado Idea pasa ahora a llamarse Dios. Se abre la fractura entre mundo ideal y mundo sensible desde el momento en que el acceso a la verdad es una promesa al virtuoso y al sabio; se da sólo en un ultramundo, en un trasmundo, de ahí que sea inasequible, inalcanzable. El ámbito de la apariencia se degrada y desvaloriza.
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VIII. Lenguaje, historia y ficción en Friedrich Nietzsche
El mundo verdadero, inasequible, indemostrable, imprometible, pero ya en cuanto pensado, un consuelo, una obligación, un imperativo. (En el fondo, el viejo Sol, pero visto a través de la niebla y el escepticismo; la Idea, sublimizada, pálida, nórdica, königsberguense.)32 El mundo verdadero ¿inasequible? En todo caso, inalcanzado. Y en cuanto inalcanzado, también desconocido. Por consiguiente, tampoco consolador, redentor, obligante: ¿a qué podría obligarnos algo desconocido? (Mañana gris. Primer bostezo de la razón. Canto del gallo del Positivismo.)33 El acceso a la verdad es una cuestión de espera, de esperanza, porque es prometido al sabio, al piadoso y al virtuoso, al que hace penitencia, y por ello es una esperanza consoladora. De esta manera, el acceso a esa verdad, a ese “mundo verdadero”, se hace más inaprensible aún, pues depende de haber accedido al reino de los cielos del cristianismo. 32. El descubrimiento kantiano de que el mundo de la experiencia está constituido por la intervención del sujeto humano implica que sin las formas a priori de la sensibilidad y del entendimiento sólo hay una “cosa en sí” de la que no sabemos nada salvo que no podemos negar que exista. La Crítica de la razón pura de Kant marca el límite de aquello que es posible conocer, límite que está dado por lo fenoménico; más allá de los fenómenos (phaíno: aparecer, mostrarse, verse) no es posible el acceso al conocimiento, con lo cual las ideas de Dios, Mundo y Alma no son pasibles de conocimiento humano. Ya no es posible alcanzar el conocimiento del mundo verdadero. Sin embargo, que esas ideas no sean accesibles al conocimiento, por corresponder a entes de carácter metafísico, no significa que no sea posible pensarlas. Si bien no es posible conocer lo absoluto, tenemos un cierto contacto con él. Y ese contacto se da a través de la conciencia moral, es decir, la conciencia de lo que debemos y no debemos hacer. La conciencia moral es la presencia de lo absoluto en el hombre. En tanto es posible de pensar, obliga. La ética kantiana funda su imperativo categórico en la conciencia del deber. Así, una vez más, Nietzsche muestra cómo ese Theós cobra otra forma, otro nombre, y si bien no es demostrable, es obligante. Por tal motivo, al final, entre paréntesis, afirma: “…el viejo Sol, pero visto a través de la niebla y del escepticismo…”. La figura del Sol en Platón se corresponde en el paradigma de la línea dividida con lo que denomina el hijo del Bien. El Sol es en el topos visible lo que el Bien es en el inteligible, es decir, fundamento ontológico, gnoseológico y teleológico. Aquí, el “imperativo categórico” kantiano cobra la forma de un hijo de la Idea, de una sombra de la Idea, pero visto con ojos escépticos, por ello no es demostrable, como sí lo era para Platón a través de la virtud y la sabiduría, y para el cristianismo, a través de la penitencia y la esperanza. Ahora, con Kant, sólo es pensable, pero en tanto pensable, posible y obligante. Por ello, es la Idea, platónica, pero sublimizada. Un nuevo ropaje, un nuevo disfraz, puesto ahora por el könisberguense (Kant). 33. Con este pasaje se ponen en duda todas las afirmaciones anteriores: la de la Idea como verdad, la de Dios como verdad y la del imperativo categórico como verdad. La verdad (metafísica, absoluta, irrefutable, inconmovible, indubitable) no ha sido alcanzada aún y, declarada su incognoscibilidad, quizá nunca se la alcance. Es el positivismo el que viene a poner en duda la posibilidad de alcanzarla. Si bien Nietzsche no hace expresa alusión al positivismo de su fundador, sino al positivismo en general, la ley de los tres estadios de Comte (teológico, metafísico y positivo) permite mostrar los cambios de actitud asumidos por el hombre en cada período histórico. La llegada al período positivo es la llegada a una fase de renuncia a todo lo trascendente y que, como teoría del conocimiento, se niega a admitir otra realidad que no sean los hechos y a investigar otra cosa que no sean las relaciones entre los hechos, profesando su profunda aversión a la metafísica. El pensamiento toma conciencia de que lo que es verdaderamente real es el hecho “positivo”, esto es, el dato verificado por la ciencia; pero como la verificación es, precisamente, una actividad del sujeto humano, la realidad del mundo se identifica con aquello que viene producido por la ciencia y por la tecnología. No hay ya ningún “mundo verdadero”, o mejor, la verdad se reduce totalmente a lo “puesto” por el hombre (Vattimo, op. cit., 1996, p. 24).
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El “mundo verdadero”, una Idea que ya no sirve para nada, que ya ni siquiera obliga, una Idea que se ha vuelto inútil, superflua, por consiguiente, una Idea refutada: ¡eliminémosla! (Día claro; desayuno; retorno del bon sens [buen sentido] y de la jovialidad; rubor avergonzado de Platón; ruido endiablado de todos los espíritus libres.)34 Hemos eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado?, ¿acaso el aparente?... ¡No!, ¡al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente! (Mediodía, instante de la sombra más corta; final del error más largo; punto culminante de la humanidad; INCIPIT ZARATHUSTRA [comienza Zarathustra].)35 34. La afirmación “El mundo verdadero” está ahora puesta entre comillas, dada la duda que pesa sobre él en la fase histórica anterior. En tanto ha sido abolido, queda en estado de suspenso. Es la consumación del momento anterior. Este quinto momento no constituye sino un desarrollo del positivismo de la fase precedente. Una vez desaparecido su carácter vinculante, el mundo verdadero se muestra superfluo. La verdad (Idea, Dios, Imperativo Categórico) que la historia del pensamiento occidental profesaba es una verdad inútil, porque no sirve para nada, ni consuela ni redime ni obliga y, por lo tanto, hay que eliminarla. ¿Qué queda ahora en el lugar vacío en que estaba el ideal? ¿Cuál es el sentido del mundo sensible? Se vuelve necesario un último paso donde se culmine la tarea destructiva (Volpi, op. cit., p. 62). 35. “Abolir el mundo aparente” significa eliminar el modo como lo sensible es visto desde la perspectiva del platonismo, es decir, quitarle el carácter de apariencia, eliminar el malentendido platónico y abrir la vía a una nueva concepción de lo sensible. Y esto no es hacer platonismo invertido, sino salir del horizonte del platonismonihilismo, de la dicotomía ontológica (Volpi, op. cit., pp. 62-63). En la misma dirección, en “Historia de un error”, Derrida indica que Nietzsche parece proceder a una simple inversión que consistiría en dar la vuelta a las proposiciones platónicas (Derrida: “Historia de un error”, en Espolones. Los estilos de Nietzsche, Valencia, Pre-Textos, 1981, p. 182). Pero la oposición que se prestaba a la inversión es suprimida: “¡al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente!”, dice el fragmento. La novedad no consiste en renovar el contenido de la jerarquía o la sustancia de los valores, sino en transformar el valor mismo de jerarquía (Derrida, op. cit., p. 182); en otras palabras: justamente porque no se puede hablar de un mundo verdadero superior al de las apariencias, desaparece el aparente, dado que un fenómeno que no se contraponga a un noúmeno no es una apariencia, sino que se constituye en referente último y ontológico de la realidad. En ese sentido, la liquidación del platonismo y de toda la filosofía posterior hasta Kant es una tesis que sólo tiene sentido en un marco positivista, tal como observa Ferraris (op. cit., p. 21). La referencia a “la sombra más corta” es una clara alusión a Platón y a su Alegoría de la caverna; el “mediodía”, por su parte, constituye uno de los símbolos de la filosofía nietzscheana. El último plan trazado por Nietzsche para el libro cuarto de La voluntad de poder se habría intitulado “El gran mediodía” si no fuese que la obra fue luego desechada (Sánchez Pascual en Nietzsche, op .cit., 1998, p. 158). Estos dos símbolos (sombra-mediodía) representarían la distinción entre la filosofía crítica y la filosofía afirmativa nietzscheana. La filosofía afirmativa se constituye a partir de su filosofía crítica, ya que no sólo pretende mostrar la historia de un error y eliminar los distintos Theós, sino todo un modo de hacer filosofía. El Espíritu Libre es algo útil, sirve para crear. A pesar de la destrucción de los distintos Theós, se torna necesaria la creación, se torna necesaria la “filosofía afirmativa”. Se puede pensar en la falta de fundamentos (Theós), pero cuando tengo que actuar necesito un fundamento mínimo o provisorio para ordenar la acción. Se hace necesaria entonces la creación de sentidos. De esta manera, la figura del Espíritu Libre deviene en el “Filósofo artista” o en el “Superhombre” y la tarea de éste, como filosofía afirmativa, es la creación de nuevos sentidos a partir de la destrucción de los grandes valores universales. La filosofía afirmativa nietzscheana es el nuevo camino para pensar el sentido, por eso el “INCIPIT ZARATHUSTRA”, el comienzo de Zarathustra, el filósofo artista, una filosofía creativa. También la filosofía de la historia de occidente ha creado fábulas, pero lo que hicieron con ellas es convertirlas en una
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VIII. Lenguaje, historia y ficción en Friedrich Nietzsche
Fuentes Nietzsche, Friedrich: “Cómo el ‘mundo verdadero’ acabó convirtiéndose en una fábula”, en Crepúsculo de los ídolos, Madrid, Alianza, 1998. Traducción de Andrés Sánchez Pascual.
Bibliografía citada Deleuze, Gilles: Nietzsche y la filosofía, Barcelona, Anagrama, 1994. Traducción de Carmen Artal. Derrida, Jacques: “Historia de un error”, en Espolones. Los estilos de Nietzsche, Valencia, PreTextos, 1981. Traducción de M. Arranz Lázaro. Ferraris, Maurizio: Nietzsche y el nihilismo, Madrid, Akal, 2000. Traducción de C. del Olmo-C. Rendueles. Nietzsche, Friedrich: Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Buenos Aires, Miluno, 2008. Traducción de A. Tzveibel. Vattimo, Gianni: Creer que se cree, Barcelona, Paidós, 1996. Traducción de Carmen Revilla. — Diálogo con Nietzsche, Buenos Aires, Paidós, 2002. Traducción de Carmen Revilla. Volpi, Franco: El nihilismo, Buenos Aires, Biblos, 2005. Traducción de C. del Rosso - A. Vigo.
verdad absoluta y trascendental, olvidando el momento creativo. En cambio, las fábulas que propone Nietzsche son provisorias, y tener conciencia de su creación elimina la posibilidad de pensarlas como un fundamento fuerte, absoluto, inconmovible y trascendente, como una verdad trascendente y, como diría Vattimo, violenta. Es asumir la filosofía o la concepción filosófica como filosofía creativa, como una filosofía perspectivista. Es asumir que la filosofía no puede ser más que una interpretación de lo real.
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IX. La diferencia ontológica y el problema del mundo en Martin Heidegger
Y voy, por decir así, avanzando, la izquierda, en el interior, ahora ¿de qué mundo?, la derecha, pasando, y no solamente en el espacio, ¿a qué lugar?, avanzando, inmóvil, borroso, en la oscuridad, en el frío, habiéndose borrado, imperceptiblemente, los límites. Juan José Saer, La mayor
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IX.I Introducción: las tradiciones filosóficas del pensamiento heideggeriano Por Adrián Bertorello
En el prólogo de una lección que dictó en la Universidad de Freiburg en el semestre de verano de 1923 titulada Ontología. Hermenéutica de la facticidad, Heidegger (1889-1976) afirma: “Compañero en la búsqueda fue el joven Lutero y el modelo Aristóteles, a quien aquél odiaba. Los impulsos me los dio Kierkegaard, y los ojos me los puso Husserl”.1 De muy mala gana,2 Heidegger hace una suerte de enumeración de sus influencias. En esta reconstrucción se pueden advertir las tres tradiciones filosóficas a partir de las cuales forma sus conceptos más importantes: el cristianismo, representado en las figuras de Lutero y Kierkegaard; la filosofía antigua, mentada en Aristóteles, y la filosofía moderna, señalada en el nombre de su maestro, Husserl. El cristianismo representó para Heidegger una tradición conceptual muy rica de donde tomó las nociones de tiempo, libertad, identidad, etc. Especialmente tuvieron un lugar muy importante los libros X y XI de las Confesiones de Agustín3 y la escatología de Pablo, además de las figuras de Lutero y Kierkegaard. La apropiación de estas temáticas lleva necesariamente consigo una secularización de estos conceptos. El tiempo, el sí mismo humano (la subjetividad), la libertad como posibilidad, la existencia caída en el mundo, etc., quedan despojados de todo contenido religioso y pasan a convertirse en estructuras que describen sólo la vida humana. La tradición moderna representada en la figura de Husserl alude al método con el que Heidegger crea su filosofía: “los ojos me los puso Husserl”. La mención de los ojos alude al método fenomenológico, es decir, a la conquista de una nueva actitud, de una nueva perspectiva, desde donde se analizan los conceptos. Aunque no está mencionado en la cita, la referencia de Husserl alude indirectamente a la filosofía de Kant.4 En el método fenomenológico, el momento trascendental5 1. M. Heidegger: Ontologie. Hermeneutik der Faktizität, Frankfurt am Main, Vittorio Klostermann, 1995 p. 5. 2. Esta actitud peyorativa de condescendencia en la que Heidegger explicita aquellos autores a partir de los cuales piensa se puede advertir en las palabras que siguen al texto citado: “Esto [se refiere a la mención de Lutero, Kierkegaard, Aristóteles y Husserl] es para aquellos que sólo ‘comprenden’ si hacen las cuentas de las influencias históricas, esta pseudocomprensión de la industriosa curiosidad, es decir, este abandono de lo que llega a ser decisivo […] De ellos no se debe esperar nada. Se ocupan sólo de lo Pseudos”. (op. cit. pp. 5 y 6). 3. Cfr. Selección de textos sobre Agustín. 4. Asimismo, es necesario destacar que la filosofía dominante en Alemania en los años 20 era el neokantismo. Precisamente la Universidad de Freiburg era una de las instituciones universitarias desde donde se difundía ese pensamiento. Heidegger se formó tempranamente con uno de los filósofos neokantianos más importantes de aquel momento: Heinrich Rickert. 5. Cfr. Selección de textos sobre Kant.
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IX. La diferencia ontológica y el problema del mundo en Martin Heidegger
es decisivo. Por ello, se puede decir que Heidegger es un continuador de la filosofía trascendental en el siglo XX. En la cita de más arriba Aristóteles ocupa un lugar destacado. Heidegger considera que es su modelo, paradigma o ideal (Vorbild). En el contexto de una lección cuyo título es precisamente Ontología semejante afirmación no quiere decir otra cosa que Heidegger retoma el mismo problema sobre el que Aristóteles se interrogaba en los libros de la Metafísica,6 a saber, determinar los diversos significados del término ser. El problema del ser en Heidegger como tema central de su pensamiento, por un lado, remite a Aristóteles, y por otro, no se trata de una simple repetición de su pensamiento, sino más bien de una transformación. O mejor dicho: se trata de una apropiación de Aristóteles a la luz de los conceptos y problemas de la filosofía alemana de comienzos del siglo XX. Fundamentalmente desde el contexto de la fenomenología de Husserl. Porque para Heidegger existe un vínculo íntimo entre el método fenomenológico y el problema del ser, centraremos nuestra breve introducción y selección de textos sólo sobre estos dos aspectos de su filosofía.
La fenomenología Edmund Husserl (1859-1938) publica en 1900 el primer tomo de sus Investigaciones lógicas. En 1901 aparece el segundo tomo. Esta obra puede ser considerada la irrupción en el mundo académico alemán de un nuevo método de la filosofía: la fenomenología. Si bien el perfil metodológico de esta nueva corriente del pensamiento queda delineado explícitamente en la lección de 1905, La idea de la fenomenología, las Investigaciones lógicas tienen el carácter de obra de ruptura, pionera. Se puede caracterizar sucintamente el nuevo método creado por Husserl como una transformación de la mirada. Para poder alcanzar el punto de vista filosófico es necesario cambiar la actitud con la que cotidianamente nos dirigimos a las cosas. Esta actitud inmediata en la que vivimos Husserl la denomina “actitud natural”. ¿Cuál es el sentido de esta actitud? Si se presta atención a los diferentes dominios en los que se despliega la vida cotidiana (el trabajo, el estudio, la vida familiar, el ocio, etc.) salta a la vista que uno de los rasgos filosóficamente relevantes consiste en que mientras estamos sumergidos en las distintas ocupaciones diarias damos por sentada su condición de realidad. Nadie que esté trabajando, estudiando, descansando, leyendo el diario o mirando la televisión pone en tela de juicio el carácter real de lo que está viviendo en ese momento. Por ello, la actitud natural como expresión del punto de vista de la cotidianidad se caracteriza para Husserl por afirmar la existencia, lo real o, dicho de otra manera, el ser. Esta tesis no sólo es válida para describir toda la esfera de la vida cotidiana, sino que también alcanza a la ciencia misma. El científico se mueve también dentro de aquella actitud respecto del mundo que da por sentada su existencia. Para poder alcanzar la perspectiva filosófica es necesario cambiar de actitud. Al nuevo punto de vista se llega mediante lo que Husserl denomina “reducción fenomenológica”. ¿En qué consiste? En dejar de lado el carácter real, existente, de todos los contenidos en los que vivimos y considerarlos en un nuevo campo de aparición: la conciencia. La actitud fenomenológica considera el mundo no tal como es (tal como aparece a la actitud natural), sino 6. Cfr. Selección de textos sobre Aristóteles.
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tal como se muestra a la conciencia. Lo importante para esta nueva actitud es el descubrimiento de un espacio de manifestación distinto del de la cotidianidad cuya característica fundamental es que lo que allí se muestra lo hace sin su referencia a la realidad, desconectado de toda posición existencial. Ese espacio de manifestación denominado genéricamente conciencia no es una unidad indiferenciada, sino totalidad de vivencias. Este último término lo utiliza Husserl para expresar los diversos modos en que la conciencia manifiesta el mundo. Las vivencias son la percepción, la memoria, la representación, el juicio, la imaginación, etc. El mundo se muestra, entonces, como percibido, imaginado, juzgado, deseado, representado, recordado, etc. Justamente para indicar que lo decisivo para la filosofía no es la realidad, sino el modo de su manifestación a la conciencia, Husserl denomina a las vivencias también como fenómenos. Literalmente fenómeno significa lo que se muestra. Este dominio universal (la conciencia) en el que el mundo se muestra sin el peso de la existencia tiene el modo de ser de la intencionalidad. Toda conciencia es conciencia de algo: percepción de algo, representación de algo, imaginación de algo. No debe confundirse la intencionalidad con el significado de propósito. Que la conciencia sea intencional no alude a una descripción de aquélla como si fuera una acción humana orientada por un fin voluntario. La intencionalidad describe la estructura ontológica de la conciencia, es decir, aquello que la caracteriza y distingue de los seres físicos. Lo propio y específico de la conciencia es que su ser consiste en una relación, en un dirigirse a algo distinto de ella misma. El carácter intencional de la percepción radica, por ejemplo, en que no está encerrada en sí misma (la percepción no es un lugar cerrado), sino, por el contrario, en que está dirigida a algo distinta de ella misma. Percibir significa estar remitido a un árbol, una casa, un edificio, a algo que se muestra sensiblemente y que está ahí presente de un solo golpe y en persona. Las vivencias son intencionales. Esto significa: su ser consiste en “estar relacionado con”. Por ello, se pueden distinguir en cada vivencia los dos términos que componen una relación: el hecho de que la vivencia sea mi vivencia (polo subjetivo) y el hecho de que algo se muestre en ella (polo objetivo). El vínculo entre la dimensión subjetiva y objetiva es lo que Husserl denomina “la correlación conciencia-mundo”. Toda la fenomenología tiene como propósito explicitar conceptualmente el misterio de la correlación, el lugar donde se identifican y diferencian la conciencia y el mundo. A modo de síntesis se puede decir, entonces, que el método fenomenológico consiste en una reducción (transformación de la mirada) mediante la cual el mundo pierde su condición de entidad real ahí existente para transformarse en un fenómeno que se muestra en las diversas modalidades de la conciencia (vivencias). De esta manera la conciencia aparece como un espacio de manifestación que, debido a su carácter intencional, no es una suerte de cápsula encerrada en sí misma, sino que apunta, se dirige y está relacionado con algo esencialmente diverso de ella. Por último, resta decir que para Husserl las diversas vivencias intencionales tienen la función de animar, vivificar, dar sentido a los datos brutos de la sensibilidad. El mundo comparece ante la conciencia mediante los datos de los sentidos. Pero estos datos no tienen un significado autónomo, propio, independiente, sino que, por el contrario, se muestran con sentido porque las diversas vivencias los vivifican, los “hacen hablar”. Sólo hay sentido en una conciencia que lo dona.
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La transformación hermenéutica de la fenomenología Heidegger fue discípulo de Husserl. Accedió al cargo de profesor asistente el 21 de enero de 19197 en la Universidad de Freiburg cuando el titular de la cátedra era Husserl. Cuando éste se jubiló, propuso a las autoridades que su sucesor fuera Heidegger. Su obra fundamental, Ser y tiempo, está dedicada a Husserl y se inscribe dentro del movimiento filosófico de la fenomenología. Cuando Heidegger decía, en 1923, “los ojos me los puso Husserl”, señalaba que el método de su pensamiento era el método fenomenológico. Sin embargo, Heidegger no repitió escolarmente la doctrina de su maestro. Se apropió del método y lo transformó. A esta transformación se la puede llamar el giro hermenéutico de la fenomenología. El término “hermenéutica” significa interpretación. Remite a una tradición del pensamiento romántico alemán que va desde Friedrich Schleiermacher (1768-1834) y llega hasta Wilhelm Dilthey (1833-1911). Heidegger conocía muy bien la filosofía de Dilthey. Tomó el concepto de hermenéutica de las reflexiones de este filósofo sobre la vida humana y sobre la metodología de las ciencias humanas (Geisteswissenschaften). La transformación hermenéutica de la fenomenología operada por Heidegger tiene el sentido de un desplazamiento del espacio de la manifestación. Como señalamos en el punto anterior, para Husserl, el lugar originario donde el ser se muestra universalmente, desconectado de toda valencia existencial, es la conciencia. Con esta posición Husserl retoma y renueva la tradición moderna inaugurada por Descartes.8 Heidegger intenta trasladarse a un espacio más originario que la conciencia. El giro hermenéutico consiste fundamentalmente en situarse en una perspectiva anterior al punto de vista de la conciencia. Para entender este desplazamiento es necesario entender cómo Heidegger concebía el método de su maestro. La reducción fenomenológica permite el acceso a un dominio universal en el que el ser se muestra tal como es. Este dominio está constituido por las diversas vivencias intencionales (percepción, imaginación, memoria, etc.). Ahora bien, para Husserl las vivencias son actos que posibilitan que algo se presente como un objeto. De allí que las denomine también actos objetivantes. Éste es el punto de conflicto con Heidegger. En efecto, el espacio de la manifestación de la conciencia lleva consigo la idea de que el vínculo originario y primero de la conciencia con el mundo es una relación de objetivación. Para decirlo de una manera muy simple: los entes se presentan ante nosotros en primer lugar como objetos. Heidegger considera que esta posición no hace justicia a los fenómenos mismos. La relación de objetivación no es un dato originario, sino más bien es derivado, presupone un tipo de vínculo con los entes anterior que la objetivación pasa por alto. Por eso la transformación hermenéutica de la fenomenología no significa una negación del método fenomenológico, sino más bien una radicalización. La mirada se desplaza a una instancia de manifestación que está presupuesta en la conciencia. Durante los años 20 Heidegger ensaya con distintos conceptos para indicar esa instancia: vida (Leben), vida fáctica (faktisches Leben), yo histórico (historisches Ich), acontecimiento apropiador (Ereignis), existencia humana o Dasein humano (menschliches Dasein). Hasta que en 1923, en la lección Ontología. Hermenéutica de la facticidad, fija definitivamente su terminología como Dasein. En alemán Dasein es un verbo que significa existir. Sustantivado designa la existencia 7. Xolocotzi Yañez, Ángel: Una crónica de Ser y tiempo de Martin Heidegger, Puebla, Benemérita Universidad de Puebla, 2011. 8. Cfr. Selección de textos de Descartes.
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de algo. En el uso especializado de la filosofía de Heidegger designa el carácter fáctico de la vida humana. La facticidad da cuenta del hecho de que el lugar primero de manifestación es la praxis humana. El Dasein describe, por decirlo así, un eje de coordenadas respecto del cual se orienta nuestro vínculo con los entes. Este eje expresa que, antes de todo vínculo objetivo con las cosas, tenemos una relación interesada con ellos. Los entes no se muestran primero como objetos, sino, por el contrario, como útiles, herramientas, artefactos que siempre estamos manipulando. Es en el marco de la vida humana comprendida como Dasein que se muestran universalmente los entes. Por ello la transformación hermenéutica de la fenomenología puede ser descripta sucintamente como el pasaje de la conciencia al Dasein. La actitud fenomenológica que abre el espacio de la conciencia surge para Heidegger de una consideración teórica, derivada. Es un fenómeno que no tiene los rasgos de lo originario. En cambio, el Dasein como expresión de una praxis humana, situada, histórica y temporal es un verdadero origen, la instancia irrebasable de la que parte todo discurso y a la que vuelve. La fenomenología hermenéutica de Heidegger tiene como cometido explicitar las distintas estructuras que constituyen al Dasein a fin de esclarecer conceptualmente el espacio último de manifestación del sentido. Todo lo que está por fuera de ese espacio carece de significación. Sólo el Dasein dona sentido.
El problema del ser Como señalamos en el primer apartado, el modelo al que Heidegger aspira es Aristóteles. El sentido de esta afirmación es que Heidegger retoma uno de los problemas centrales de la Metafísica aristotélica: resolver los diversos significados del término ser. El filósofo de Messkirch aborda esta cuestión desde el marco de la fenomenología hermenéutica. El ser debe distinguirse del ente. En un pasaje muy importante de Ser y tiempo, Heidegger afirma: “El ser es lo que determina al ente en cuanto ente, aquello respecto de lo cual [woraufhin] el ente, sea cual fuere el modo en que se lo considere, es en cada caso siempre ya comprendido. El ser del ente no ‘es’ el mismo un ente”9 (destacado en el original). En este pasaje aparece claramente el sentido fenomenológico del ser en Heidegger. El ser no es ninguna cosa determinada existente: no es un árbol, una casa, un hombre, etc. No se puede ejemplificar del mismo modo que Aristóteles cuando hablaba de la sustancia primera. Precisamente en esto radica la diferencia fundamental entre ser y ente, distinción que Heidegger llama diferencia ontológica. Ahora bien, si el ser no es ningún ente que pueda ser ilustrado o identificado mediante la percepción, si el ser se resiste a toda prueba empírica, ¿de qué está hablando Heidegger cuando afirma que el ser es lo que determina al ente en tanto tal? La respuesta a este interrogante está en la segunda parte de la cita. El ser no es un ente porque es el horizonte de sentido siempre ya presente cada vez que nos dirigimos, sea en el modo que sea, a los entes. Para que un ente cualquiera pueda significar algo para nosotros es necesario que previamente esté inserto en un marco de comprensión. Este marco, o trasfondo, es aquello respecto de lo cual un ente tiene sentido. El problema del ser en Heidegger radica en hacer conceptualmente visible ese trasfondo último de sentido que está implicado siempre en 9. M. Heidegger: Sein und Zeit, Tübingen, Max Niemeyer, 1986, p. 6.
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toda conducta respecto de los entes. Por ello se puede afirmar que el ser es sinónimo de sentido (“aquello respecto de lo cual”). Explicar el último horizonte del sentido es la tarea de la fenomenología hermenéutica. De allí se derivan todos los significados en los que puede articularse el ser. La tesis fundamental de Ser y tiempo es que ese horizonte último de inteligibilidad es justamente el tiempo. De ahí que sea posible decir que el tiempo es el sentido del ser o, lo que es lo mismo, el sentido del sentido. Ciertamente este horizonte de significación no es algo misterioso que hay que salir a buscar en una región ontológica trascendente. La pregunta por el sentido del ser se lleva a cabo mediante la exégesis de un ente, el Dasein. El Dasein somos nosotros mismos. Este ente se destaca de todo otro ente porque comprende su propio ser y el ser de los demás entes. Es decir, el Dasein es la instancia que abre el horizonte de inteligibilidad última dentro de la cual comprendemos siempre ya la totalidad de lo que es. Dicho de otra manera: el Dasein es el espacio de manifestación en el que se muestra lo que es. Hacer visible mediante una ardua tarea conceptual ese espacio es la tarea que Heidegger se propuso en Ser y tiempo.
El estar en el mundo como estructura fundamental del Dasein En el punto anterior mostramos la relación que hay entre el problema del ser y el método de la fenomenología hermenéutica. Para determinar los diversos sentidos del ser es necesario hacer un análisis de las estructuras fundamentales de aquel ente que, por comprender su propio ser y el de los demás entes, se constituye en el espacio de manifestación universal de todo lo que se muestra. El término “analizar” tiene un sentido estrictamente fenomenológico, a saber, dirigir la mirada hacia el lugar donde un concepto adquiere su certificado de nacimiento, es decir, mirar hacia ese espacio donde la experiencia se hace lenguaje. Esa dimensión fue caracterizada en forma general como el Dasein. Ahora bien, la pregunta que surge es ¿qué aspecto del Dasein se caracteriza por ser el lugar originario a donde tiene que orientarse la mirada del fenomenólogo? El Dasein es un nombre del vocabulario técnico de Heidegger que designa lo que tradicionalmente se llama hombre. La diferencia entre este concepto tradicional de la filosofía y el Dasein radica en que este último término designa el ser del hombre. El ser del Dasein se caracteriza por a) ser una relación respecto de sí mismo cuya expresión consiste en que al Dasein su ser le va, le está entregado, tiene que hacerse cargo de él, y b) este vínculo de responsabilidad que el Dasein tiene respecto de sí mismo implica necesariamente la máxima individualidad de su ser, es decir, el hecho de que es alguien que puede decir “yo”, “tú”. Para designar justamente estos dos rasgos del ser del Dasein, que proceden del modo en que Kierkegaard define el espíritu en su libro La enfermedad mortal, Heidegger elige el término existencia (Existenz). Ser para el Dasein significa existir. La existencia no alude a lo que, por ejemplo, Kant denominaba posición absoluta, es decir, aquello que está ahí ante nosotros y que puede ser percibido. Como cuando decimos que el vaso del cual estamos tomando agua en este momento existe porque lo podemos percibir mediante los ojos, el tacto y el ruido que hace cuando lo apoyamos en la mesa. Para Heidegger, la existencia definida como un vínculo significativo respecto de nosotros mismos (mi ser me importa, me va, me significa) es un rasgo que exclusivamente le pertenece al Dasein. Si el ser del Dasein designa este estar implicado significativamente en nosotros, entonces la existencia 294
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no es más que un desarrollo, despliegue de las posibilidades que están en esa relación. Existir para el Dasein es poder-ser. Las posibilidades contenidas en el ser del Dasein son múltiples; aquello que le resulta significativo varía de acuerdo con la vida de cada uno: ser arquitecto, ser diseñador gráfico, ser médico o abogado son ejemplos de los diversos contenidos que pueden adquirir este vínculo significativo que el Dasein tiene respecto de su ser. Sin embargo, dentro del arco de posibilidades hay dos que se destacan del resto, ya que no designan contenidos determinados, sino el modo en que se viven esos contenidos, la posición que uno puede asumir frente al hecho de ser diseñador gráfico o arquitecto. En efecto, ante una determinada posibilidad como las recién mencionadas uno puede elegirlas desde sí mismo, es decir, ser el resultado de una elección propia, o puede ser la consecuencia de una evasión de sí mismo, es decir, la posibilidad escogida no depende de una elección, sino más bien es una máscara que nos ponemos para huir de nosotros mismos. Elegirse o perderse son las dos posibilidades fundamentales de la existencia. Describen dos maneras de posicionarse frente a la propia identidad: la elección de sí o la huida de sí. Heidegger denomina estas dos posibilidades propiedad e impropiedad. Así entonces, retomando la pregunta del principio, se puede decir que la mirada del fenomenólogo que tiene como tarea hacer visible conceptualmente el espacio de manifestación universal, la instancia primera donde lo que es se muestra, debe dirigir la vista al rasgo exclusivo de esa instancia, debe hacer una exégesis del Dasein a partir de la existencia. Todos los conceptos que surjan de esta perspectiva se llaman precisamente existenciales porque no son más que caracteres que describen la existencia. Ser y tiempo expone sistemáticamente todos los rasgos estructurales que constituyen el ser del Dasein. Su estructura fundamental es lo que Heidegger llama el “estar en el mundo”. Existir significa estar en el mundo. Con esta expresión no se alude al simple hecho de que el Dasein ocupa una porción geográfica del espacio. Como recién señalamos, todos los caracteres del Dasein son estructuras que se forman fenomenológicamente a partir del rasgo exclusivo de su ser. Es un existencial. Por lo tanto, sólo el Dasein está (es) en el mundo. Esta afirmación nos lleva a precisar aún más qué entiende Heidegger por tal estructura.El estar en el mundo es una totalidad constituida por tres momentos: el estar en, el mundo y quién es el que está en el mundo. El “estar en” no debe entenderse en su sentido espacial común, como cuando decimos que el aula 322 está en el pabellón III, el pabellón III está en la Ciudad Universitaria y la Ciudad Universitaria está en Buenos Aires. “Estar en” tiene el mismo sentido que en español cuando decimos de alguien que conoce mucho de una temática determinada que “está en tema”. Con esta expresión lo que se quiere decir es que está familiarizado con el tema en cuestión, que lo sabe no de un manera superflua, sino que ese conocimiento es un modo de ser adquirido y que, por lo tanto, le es muy familiar. Lo mismo puede decirse de la siguiente situación: de un amigo que pasa al lado nuestro y no nos ve podemos suponer que está inmerso en sus propios problemas, que está en su propio mundo. Este “estar en su propio mundo” designa, por un lado, que su percepción no se detiene en lo que aparece de un modo inmediato, y por otro, que en ese preciso momento que pasa al lado de nosotros está muy lejos. Lo cercano para él, aquel lugar donde habita y está interesado, son sus preocupaciones, sus problemas. Estos dos ejemplos de un uso no espacial de la expresión española “estar en” nos pueden brindar un buen punto de apoyo para comprender el sentido del “estar en” del “estar en el mundo” del Dasein. Heidegger
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caracteriza el “estar en” como “estoy habituado, estoy familiarizado, estoy dedicado a algo”.10 ¿Qué es aquello de lo que me ocupo, estoy familiarizado y habituado? Ni más ni menos que del mundo. Nuevamente hay que hacer una distinción. El concepto de mundo en Heidegger no designa ni la totalidad de las cosas ni un espacio geográfico donde esas cosas están. El concepto de mundo puede comprenderse a partir de la segunda expresión española recién mencionada: cuando se dice de alguien que “está en su propio mundo” lo que se quiere decir es que habita en un conjunto de significados que tienen tal importancia para esa persona que no puede salir de él, ni siquiera puede percibir lo inmediato de su entorno. En este sentido el mundo no es ningún ente, sino una totalidad de sentido. Para Heidegger, el mundo como una estructura constitutiva del Dasein se asemeja a este uso del término en español. A pesar de esta semejanza no se debe identificar la noción heideggeriana de mundo con la experiencia psicológica de estar ensimismado. El mundo no un fenómeno psíquico subjetivo, sino que es un a priori.11 Designa una totalidad de sentido que es la condición de posibilidad para que algo pueda mostrarse con significación. Los entes que comparecen en nuestra percepción tienen significado porque previamente hay una totalidad de sentido abierta por la existencia. En el punto anterior señalamos que para Heidegger el ser es un horizonte de sentido, un marco significativo previo respecto del cual todo ente adquiere significación. El mundo es aquello respecto de lo cual todo ente es siempre ya comprendido. El ser del Dasein, su existencia, al desplegar alguna posibilidad abre siempre un horizonte de sentido respecto del cual comprende el ente. El tercer momento del “estar en el mundo” remite a problema de la identidad. Para Heidegger hay dos posibilidades fundamentales: la propiedad y la impropiedad. El Dasein habita propia o impropiamente el mundo. Heidegger propone una concepción dinámica del ser del Dasein. Existir significa llevar a cabo siempre distintas posibilidades. Ahora bien, el elenco de posibles que tenemos a nuestra disposición (ser diseñador gráfico, arquitecto, etc.) no es infinito. Si se piensa el concepto de posibilidad desde el punto de vista lógico, algo es posible cuando no admite contradicción. Por ejemplo, dentro de aquello que podemos ser se pueden contar el ser arquitecto, diseñador gráfico, médico, astronauta, físico nuclear, genetista, pintor, actor, pianista, cirujano cardiovascular, biólogo marino, etc. Todo esto es posible desde un punto de vista lógico, ya que no hay una repugnancia interna que lo vuelva imposible como cuando se dice, por ejemplo, “esto es un hierro de madera”. “Ser hierro de madera” es un imposible porque hay un conflicto interno entre los predicados. Sin embargo, desde un punto de vista fáctico, es decir, situado de acuerdo con la historia en la que nos hallamos, no todas las posibilidades recién enumeradas están a nuestro alcance. Hay un límite que tiene la existencia y es aquel que se lo impone la facticidad, es decir, el hecho de que nos encontramos siendo en un conjunto de posibilidades que no elegimos sino que ya están dadas de antemano (la familia y su historia, el país y su historia, la lengua materna, el cuerpo, etc.). Por ello, el ser del Dasein es una existencia fáctica. Nos encontramos ocupados en un mundo que abrimos siempre a partir de aquellas posibilidades que llevamos a cabo, pero también siempre desde el límite que le impone aquellas posibilidades que no fueron elegidas, sino que heredamos. La descripción del Dasein como una existencia fáctica es lo que conduce
10. Op. cit. p. 54. 11. Para el concepto de a priori cfr. selección de textos de Kant.
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a Heidegger a preguntarse por las condiciones de posibilidad de este desplegarse desde una determinada herencia. La respuesta a esta pregunta es la introducción del concepto de tiempo. El tiempo es el sentido (la condición de posibilidad) del ser del Dasein. El horizonte último e irrebasable de toda inteligibilidad. Como señalábamos en el punto anterior, Ser y tiempo se propone derivar los sentidos del ser a partir de la temporalidad. El primer paso para alcanzar esta meta consiste en mostrar concretamente la derivación del ser del Dasein a partir de su temporalidad constitutiva. El análisis fenomenológico toma como punto de partida su ser y se remonta a aquello que lo posibilita. La existencia concebida como un poder tiene el sentido del futuro. En efecto, cuando el Dasein despliega una posibilidad llega desde el futuro hacia el presente de su ocupación. Ser arquitecto o diseñador gráfico, por ejemplo, es una proyección hacia el futuro, pero ese futuro no significa lo que meramente aún no es, algo que no tiene ningún tipo de vínculo sobre el ahora, sino que más bien el futuro posible “ser arquitecto” tiene una efectividad sobre el presente al punto de que cursar filosofía en el CBC es la consecuencia más evidente de que siempre se está viniendo desde el futuro (del ser arquitecto, diseñador gráfico, etc.). La facticidad de la existencia, es decir, el conjunto de posibilidades heredadas, pero no elegidas, tiene el sentido del pasado, de lo ya sido. Desde el marco acotado de las posibilidades heredadas se proyecta el Dasein hacia el futuro. El pasado no es algo que meramente ya no es, sino que es constitutivo del ser del Dasein, es decir, es una determinación que siempre está operando en su ser. Justamente para mostrar la íntima relación que hay entre el futuro y el pasado Heidegger acuña una expresión paradójica: el futuro-pasado (gewesene Zukunft). La idea es que el futuro implica una apertura del Dasein, una plasticidad constitutiva cuya plataforma de lanzamiento es un pasado que acota y restringe la altura a alcanzar. Por último, desde un futuro que se proyecta desde el pasado el Dasein se sitúa en el presente de su situación. Este presente no debe ser concebido como un mero ahora efímero, sino que tiene una cierta duración. El presente del estar ocupado cursando el CBC no sólo es algo así como el entrecruzamiento de una facticidad pasada y un elenco de posibilidades elegidas, sino que también es una situación que por lo menos dura un año. De este modo el sentido del ser del Dasein es el tiempo concebido como la mutua implicancia de un futuro, un pasado y un presente cuya función es, por decirlo así, descentrar al Dasein y lanzarlo fuera de sí mismo. Este estar fuera de sí hacia el futuro, desde el pasado y en el presente es lo que Heidegger denomina el carácter extático de la temporalidad.
El mundo después del viraje (die Kehre) Para finalizar con esta brevísima introducción cuya única finalidad no es más que orientar al lector en la selección de textos, resta decir algunas palabras sobre lo que se llama el viraje del pensamiento de Heidegger. Todo lo que dijimos hasta ahora describe la situación del pensamiento heideggeriano desde 1919 hasta 1929. Ser y tiempo es la obra más importante en la que estos problemas cobran relieve. Sin embargo, este texto es el testimonio de un cierto fracaso. No sólo
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es un fragmento del plan original,12 sino que además no responde cómo los diversos sentidos del ser se derivan del tiempo. Aproximadamente a partir de 1929 comienza un cambio en el pensamiento de Heidegger donde poco a poco introduce un nuevo espacio de manifestación que se diferencia del Dasein. Esta nueva instancia es lo que Heidegger llama el Ereignis (acontecimiento apropiador). La filosofía que Heidegger desarrolló en torno a este nuevo espacio de manifestación tiene muchísimas aristas y temáticas. Es muy difícil sintetizarlas en pocas palabras. A fin de ganar una visión panorámica y comprender el motivo fundamental por el cual el Dasein pasa a un segundo plano, sólo consideraremos la transformación de un solo concepto: la noción de mundo. En la filosofía del Ereignis, el mundo adquiere una nueva significación. Según vimos en el punto anterior, el mundo designa una estructura constitutiva del Dasein. Es el horizonte de sentido dentro del cual y respecto del cual los entes adquieren significación. Esta definición lacónica supone que el origen del sentido está en el Dasein humano. En última instancia no hay una diferencia muy tajante entre el planteo de Husserl y el de Heidegger. Mientras que para el autor de las Investigaciones lógicas la donación del sentido se da en una conciencia objetivante, para Heidegger el sentido se dona en una instancia más amplia, en un horizonte pragmático e histórico cuya apertura se le imputa al Dasein. A pesar de las diferencias, la conciencia y el Dasein son figuras antropológicas. Aunque Heidegger reniegue de la antropología, no puede evitar que el ser del Dasein, caracterizado como una relación de ser consigo mismo, individual, histórica, situada y atribuible a alguien que puede decir “yo, tú”, sólo pueda ser comprendido como una figura de lo personal: “Referirse al Dasein debe […] connotar siempre el pronombre personal: ‘yo soy’ ‘tú eres’”13 (destacado en el original). Una de las razones por las que Heidegger introduce el concepto de Ereignis como la instancia primordial de la manifestación es justamente para relativizar los motivos antropológico-personales que intervienen en la constitución del mundo. El Ereignis da cuenta de la irrupción de lo impersonal. El ser definido como el horizonte respecto del cual un ente tiene sentido ya no se constituye dentro de un proyecto humano (Dasein), sino que ese marco referencial se origina en un acontecimiento que excede, supera y termina por apropiarse del Dasein mismo. A pesar del parentesco con el vocabulario teológico, el Ereignis no es una figura de la divinidad, sino que describe lo que Gadamer (1900-2002), discípulo de Heidegger, llama en su obra Verdad y método el trabajo de la historia14 (Wirkungsgeschichte) y la conciencia del trabajo de la historia (Wirkungsgeschichtliches Bewusstsein). El trabajo de la historia designa la situación según la cual el hombre se comporta frente a la historia no como su artífice, sino como su heredero. Es decir, se sabe, tiene conciencia de que se encuentra en la historia del mismo modo que en un juego del que es tan sólo un participante más, no su iniciador. El horizonte del mundo ya no depende de un Dasein personal, sino de un acontecimiento histórico impersonal que produce sentido. Ese acontecimiento es aquello respecto de lo cual siempre ya nos comprendemos a nosotros mismos y a los entes. En este nuevo planteo de su pensamiento Heidegger reformula su 12. Sólo publicó la primera y segunda sección de la primera parte. No publicó ni la tercera sección de la primera parte ni la segunda parte entera. 13. M. Heidegger: Sein und Zeit, Tübingen, Max Niemeyer, p. 42. 14. Así traduce Jean Grondin estos dos conceptos de Gadamer. Cfr. J. Grondin: L’ Horizon Herméneutique de la Pensée Contemporaine, Paris, Vrin, 1993.
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noción de mundo. Introduce un concepto muy complejo formulado en términos cuasi poéticos que se llama la cuadratura (das Geviert). El mundo se estructura como un cuadrado que integra las siguientes figuras: el cielo, la tierra, los mortales y los divinos. Básicamente la noción de mundo es la misma: a saber, una totalidad de sentido que opera como marco referencial para comprender los entes. Lo que cambia son las figuras que lo integran. Ellas pueden agruparse en torno a dos ejes: a) el eje personal (los mortales y los divinos) y b) el eje impersonal (la tierra y el cielo). El eje personal recoge la noción de mundo de Ser y tiempo, a saber, lo que otorga sentido es el Dasein. Las imágenes de los mortales y los divinos son figuras poéticas que señalan dos aspectos del Dasein. Los mortales expresan lo que se denomina opacidad enunciativa. Es decir, el hecho de que el Dasein, si bien funda el sentido, abre el horizonte de toda comprensión, es un ser finito, mortal, histórico, razón por la cual no dispone absolutamente del sentido. Los divinos, por su parte, dan cuenta del aspecto fundacional del mundo, de la transparencia enunciativa. El ser del Dasein como existencia erige, instituye o funda un espacio de sentido. Por su parte, el eje impersonal es la novedad. Representa algo que no estaba en los planteamientos de Ser y tiempo: la idea de que hay una instancia por fuera del Dasein que funda y cierra el sentido. Hay una transparencia y opacidad que no emana del Dasein, sino de las cosas, de los entes. Por ello se puede denominar transparencia y opacidad referencial. El cielo da cuenta de la dimensión fundante de las cosas respecto del mundo (transparencia). La tierra, por su parte, expresa la resistencia de las cosas a ser incluidas en un horizonte de comprensión (opacidad). Pareciera que Heidegger abandona el método fenomenológico y se vuelca a incorporar a su pensamiento un punto de vista realista. Algo así como “las cosas hablan. No sólo lo hace el hombre”. Pero esto es una falsa impresión. La incorporación al mundo de una instancia impersonal en la que se haría justicia, por decirlo así, al punto de vista de los entes no se lleva a cabo sin mediación alguna. No resulta que de pronto los entes por sí mismos pueden fundar un horizonte de comprensibilidad. La estrategia heideggeriana es mucho más compleja. Las cosas que hablan no es la cosa en sí de Kant ni la sustancia compuesta de materia y forma de Aristóteles, sino más bien un tipo de entidad que tiene algo de cosa en sí y al mismo tiempo una referencia insoslayable al espacio antropológico. Este tipo de entidad es la obra de arte que, por un lado, es un producto humano y, por lo tanto, tiene su fuente de inteligibilidad en la praxis, y por otro, se resiste a ser comprendida totalmente desde ese marco. Es más: guarda una relativa independencia que la hace fundar nuevos sentidos. La obra de arte abre y cierra mundo. En ella se reúne la cuaternidad. A partir de 1935 Heidegger utiliza la obra de arte como nuevo paradigma para comprender cómo se entrelazan en el eje personal y el impersonal del sentido sin recurrir a una metafísica de tipo realista.
Selección de textos Los textos seleccionados corresponden a dos obras de períodos del pensamiento de Heidegger muy distintos. El primer texto es un pasaje de la primera lección (Vorlesung) que dictó en la Universidad de Freiburg en el semestre de emergencia para los que volvían de la Primera Guerra Mundial, en 1919. Aquí Heidegger hace un primer análisis fenomenológico del mundo como la 299
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instancia primera e irrebasable de todo discurso. En su obra fundamental, Ser y tiempo, recoge y sistematiza este primer análisis. El segundo texto son varios fragmentos de los Seminarios de Zollikon, que Heidegger dictó entre 1959 y 1969 en Suiza para un grupo de psiquiatras convocados y reunidos por Medard Boss. Si bien desde el punto de vista cronológico los Seminarios de Zollikon corresponden a las temáticas del último período de su pensamiento, Heidegger expone los conceptos centrales de Ser y tiempo. La ventaja de esta exposición radica en la claridad y la relativa simplicidad de los análisis. Los problemas nodales de su pensamiento se presentan ilustrados con ejemplos sacados de la vida cotidiana. La traducción del fragmento de la lección de 1919 es mía. Los fragmentos correspondientes a los Seminarios de Zollikon pertenecen a la traducción del Prof. Dr. Ángel Xolocotzi Yáñez, de la Universidad de Puebla, que generosamente autorizó su uso para esta antología
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IX.II Selección de textos anotada y traducción por A.B.
Lección “La idea de la filosofía y de la cosmovisión” (1919) 1. La vivencia del mundo circundante15 Ustedes16 llegan, como de costumbre, a esta aula a la hora habitual y se dirigen a su asiento habitual. Aténganse a esta vivencia del “ver su asiento”, o también pueden llevar a cabo mi propia orientación: entrando al aula veo la cátedra.17 Tomamos distancia completamente de ella para formular lingüísticamente la vivencia ¿qué veo? ¿Superficies marrones que se cortan de manera rectangular? No, yo veo otra cosa distinta. ¿Una caja, y ciertamente grande, compuesta con una más chica?18 De ninguna manera; yo veo la cátedra en la que tengo que hablar; ustedes ven la cátedra desde la que se les habla, en la que yo ya hablé. En la pura vivencia no se encuentra tampoco una relación de fundamentación –como se dice–, como si primero viera las superficies marrones que se cortan, luego se me diera como caja, luego como atril, a continuación como atril para hablar en la universidad, como cátedra, de modo tal que el carácter de cátedra se pe15. En el momento en que Heidegger dictaba esta lección era asistente de Husserl. La polémica que subyace al texto es la discusión con el neokantismo, que era la filosofía académica dominante en Alemania en los años 20. Heidegger comienza con esta lección el proceso de creación de su pensamiento más original. Tenía en ese entonces 29 años. Ya se pueden apreciar los motivos y conceptos que luego alcanzarán una formulación mucho más rigurosa casi veinte años más tarde con Ser y tiempo. Todo el texto gira en torno a la descripción del concepto de mundo como un sistema de significados. 16. Se refiere a los alumnos presentes en la lección. 17. El ejercicio que Heidegger les propone a sus alumnos es hacer un análisis de la situación inmediata en la que están, a saber, indagar qué es lo primero que comparece en la percepción de una clase universitaria. En la clase están el profesor, que habla desde la cátedra, y los alumnos, que están sentados en sus asientos. La propuesta que Heidegger les dirige a sus alumnos es describir qué es lo que aparece en primer lugar en la percepción que ellos tienen de la cátedra desde donde habla el profesor (Heidegger) en ese preciso momento. Esta estrategia pedagógica responde a la tesis de que el punto de partida de la filosofía siempre es la situación inmediata en la que nos hallamos. 18. Estas dos primeras preguntas retóricas aluden a la explicación de la percepción que surge de una consideración teórica del problema. En vez de ver la cátedra, la filosofía teórica hace una descomposición de diferentes planos de la percepción.
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gara de alguna manera como una etiqueta. Todo esto es una interpretación mala y errónea, una desviación de la mirada pura que penetra en la vivencia. Yo miro la cátedra, como quien dice, de golpe; no la veo aislada, veo que el atril está demasiado alto para mí. Veo un libro que está sobre él, directamente molestándome (un libro, no un número de hojas estratificadas, salpicado de manchas negras), veo la cátedra en una orientación, iluminación, en un trasfondo.19 Ciertamente ustedes dirán que esto se encuentra inmediatamente en la vivencia para mí, y en cierta manera también para ustedes, pues ustedes también ven esta estructura de madera y tablas como una cátedra. Este objeto que todos nosotros aquí percibimos tiene, sea como sea, el significado determinado de “cátedra”.20 Cambia la cosa si traemos al aula a un campesino de la alta Selva Negra.21 ¿Ve él una cátedra o una caja o un tabique de tablas? Él ve “el lugar del profesor”, ve el objeto en tanto afectado de un significado. Supuesto el caso de que alguien viera una caja, no vería un pedazo de madera, una cosa, un objeto de la naturaleza. Pero imaginemos a un negro de Senegal como si de repente fuera transplantado desde su choza hasta aquí. Lo que vería al mirar fijamente ese objeto sería en particular difícil de decir, tal vez vería algo que tenga que ver con la magia, o algo detrás de lo cual uno pudiera encontrar una buena protección contra las flechas y lanzamientos de piedras, pero lo que es más probable es que no sabría para qué sirve. ¿Vería, por lo tanto, un mero complejo de colores y superficies, una mera cosa, un algo que simplemente existe? Mi ver y el del negro de Senegal son, sin embargo, fundamentalmente distintos. Sólo tienen en común que en ambos casos se ve algo. Mi ver es un ver individual en el más alto grado, en el que de ningún modo debo basarme sin más para el análisis de la vivencia, pues al final, en el contexto de una elaboración del problema, el análisis debe proporcionar resultados científicos con validez universal. En el caso de que las vivencias fueran fundamentalmente distintas, entonces sólo existirían mis vivencias, de tal suerte afirmo que, sin embargo, son posibles proposiciones universalmente válidas. Eso significa que esas proposiciones también valen para la vivencia del negro de Senegal. Hagamos abstracción de esta afirmación y traigamos nuevamente el carácter de dado de la vivencia del negro de Senegal. Incluso cuando él viera la cátedra como un mero algo que existe, tendría para él un significado, un momento significativo. Pero existe la posibilidad de llevar a la evidencia que es imposible, un contrasentido, no una contradicción (en su significación lógico-formal), la 19. Frente a una explicación teorético-objetivante de la percepción de la cátedra, Heidegger propone una interpretación fenomenológica. Lo propio de esta lectura radica en que no se descompone la percepción en partes, sino que la cátedra se presenta como una totalidad, de golpe. La experiencia de la totalidad significa que la cátedra se percibe en un contexto que remite a otros objetos que están ahí presentes y fundamentalmente remite a los usuarios de esos objetos: el profesor y los estudiantes. 20. Aquí aparece la tesis fundamental de este texto: no se perciben datos sensibles carentes de significación, sino que lo primero de la percepción es el significado. La cátedra percibida significa el lugar desde donde habla un profesor universitario 21. Para justificar la idea de que lo que percibimos es justamente el significado, Heidegger propone un experimento mental: preguntarse qué perciben un campesino de la Selva Negra y un senegalés, para los cuales la cátedra no es un objeto familiar, sino más bien lejano. En el caso del campesino alemán, la cátedra no pertenece a su entorno más cercano, pero puede anticipar su significado porque comparten la misma cultura que un profesor y estudiantes alemanes. En el caso del senegalés la percepción es un caso extremo de lo no familiar y extraño. Incluso en este caso Heidegger defiende la tesis de que lo primero es la significación. Para el senegalés la cátedra aparece como aquello cuya utilidad desconoce.
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hipótesis de que el negro de Senegal transplantado de repente hasta aquí (que carece de ciencia, aunque no de cultura) viera la cátedra como un mero algo que existe. Más bien el negro va a ver la cátedra como algo que no sabe para qué sirve. El carácter significativo del “ser extraño del útil” y el carácter significativo “cátedra” son, en su núcleo esencial, absolutamente idénticos. En la vivencia del ver la cátedra algo se me da desde un mundo circundante22 inmediato. Esto circunmundano (la cátedra, el libro, el pizarrón, el cuaderno de apuntes, la lapicera, el bedel, las agrupaciones de estudiantes, el tranvía, el automóvil, etc.) no son cosas con un determinado carácter de significado, objetos, y ensartado todavía en ellos el significado tal o cual, sino lo significativo es la primero, se me da inmediatamente, sin ningún rodeo interior por una comprensión objetiva. Viviendo en un mundo circundante, todo me significa por todas partes y siempre, todo es mundano, “mundea”, 23 lo que no coincide con el “vale” (pp. 70-73).
Fuente Heidegger, M.: Zur Bestimmung der Philosophie, Frankfurt am Main, Vittorio Klostermann, 1999.
22. La expresión vivencia (Erlebnis) procede de la fenomenología de Husserl. Es el término para designar el modo de ser de los diferentes actos que constituyen la conciencia (la percepción, la imaginación, el recuerdo, el juicio, etc.). La conciencia es un plexo de vivencias cuya estructura fundamental es la intencionalidad (Cfr. Introducción 2). Al final del análisis Heidegger se pregunta cómo se dona la cátedra a la percepción. La respuesta a esta pregunta es la siguiente: desde un mundo concebido como una red de relaciones de significación. 23. El texto final dice literalmente: el mundo mundea (die Welt weltet). Esta expresión tiene el sentido de que el mundo concebido como una red de significación es lo primero, el punto de partida más allá del cual no se puede ir. Como no hay otra experiencia posible por detrás del mundo, se impone la expresión tautológica “el mundo mundea”. La referencia al “vale” (es wertet) es para indicar la diferencia entre la fenomenología hermenéutica de Heidegger, que toma como punto de partida el mundo, y la filosofía neokantiana, que afirma a los valores como lo primero y absoluto.
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IX. La diferencia ontológica y el problema del mundo en Martin Heidegger
Seminarios de Zollikon (1959-1969) Traducción de Ángel Xolocotzi Yáñez 1. Caracterización del ser del hombre como Dasein (Seminario del 8 de septiembre de 1959 en el auditorio del Burghölzli de la clínica psiquiátrica de la Universidad de Zürich)
Este dibujo solamente debe poner en claro que el existir humano24 en su fundamento esencial nunca es sólo un objeto que esté ahí en algún lugar ni mucho menos un objeto cerrado en sí. Más bien este existir consiste en “meras” posibilidades-de-percibir, óptica y táctilmente no aprehensibles, que están orientadas hacia aquello que, interpelando, se le enfrenta. Desde el punto de vista de la analítica del Dasein, todas las representaciones objetivantes, comunes hasta hoy día en la psicología y psicopatología, de la psique, del sujeto, de la persona, del yo, de la conciencia, como cápsula, deben ser abandonadas a favor de una comprensión completamente diferente. La constitución fundamental del existir humano que ha de ser vista de forma nueva debe llamarse Da-sein o ser en el mundo. Sin embargo, el Da de este Da-sein justamente no quiere decir, como ordinariamente lo hace, una posición en el espacio cerca del observador. Más bien el existir como Da-sein significa el mantener abierto un ámbito que consiste en poder percibir las significaciones de las cosas que le son dadas y que lo interpelan a partir del despejamiento de éste. El Da-sein humano en tanto ámbito del poder-percibir nunca es un objeto que esté meramente ahí.25 Por el contrario, no es de ningún modo ni bajo ninguna circunstancia algo que pueda ser objetivado (23-24). 24. Heidegger usa aquí la expresión “menschliches Existieren”. Como se indicó en la introducción, la existencia no alude a lo que Kant llamaba posición absoluta, a algo que está ahí ante mí y que puedo percibir, sino que la existencia es el modo de ser exclusivo del hombre. Existir significa poder ser. Por ello, señala Heidegger que no es un objeto ni algo cerrado. 25. La concepción del Dasein como un espacio de percepción, como una posibilidad de percepción, por un lado,
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2. La diferencia ontológica Seminario del 24 y 28 de enero de 1964 en la casa de Boss Kant escribe: “Evidentemente ‘ser’ no es un predicado real, es decir, el concepto de algo que pueda añadirse al concepto de una cosa. Es simplemente la posición de una cosa o de ciertas determinaciones en sí” (Crítica de la razón pura, A 598, B 626). Real [real] en Kant no tiene nada que ver con real [wirklich] o irreal [unwirklich], sino que, de acuerdo con su origen a partir de res, significa relativo a la cosa, lo que puede ser encontrado en la cosa. Por ejemplo, predicados reales de una cosa son: redonda, sólida, pesada, etc., ya sea que la mesa esté ahí realmente o sólo representada. Por el contrario, ser no es nada que pueda ser localizado como algo real en una mesa, ni cuando uno la desarma totalmente. Evidente quiere decir, si uno pone en claro y despliega su significado (que no es igual a utilizar simplemente otras palabras para la misma cosa), lo mismo que patente, evidente, que proviene de evideri = dejarse ver, en griego enargés = aparecer resplandeciendo (argentum = plata), que se muestra a partir de sí mismo. Evidente es pues, según Kant, que el ser no es un predicado real, en el sentido de que este “noser-un-predicado-real” simplemente debe ser admitido, aceptado. Aceptación [Annahme], sin embargo, tiene en total tres significaciones diferentes: 1. Asumir [Annehmen]: esperar, suponer, figurarse algo. 2. Supuesto [Angenommen]: suponiendo que…; si…, entonces…; suponer algo como condición, algo que no es dado y que no puede darse a sí mismo; “subponer” algo bajo un objeto; aceptación [Annahme] como hipótesis, como suppositio.26 3. Aceptación [Annahme]: aceptación de un don, mantenerse abierto para una cosa, acceptio.27 En nuestro contexto son de particular importancia los significados 2 y 3 de “aceptación”: a) aceptación como suppositio, hipótesis, “subposición”. Por ejemplo en el tratado de Freud28 acerca de los actos fallidos, tales suposiciones son las tendencias y las fuerzas. Estas supuestas tendencias y fuerzas causan y provocan los fenómenos. Entonces los actos fallidos pueden ser explicados de una u otra forma, es decir, comprobados en su origen; b) aceptación como admitir, como el percibir llanamente aquello que se muestra a partir de sí mismo, lo patente, por ejemplo la existencia de la mesa que está ante nosotros, que no puede ser comprobada mediante retoma los análisis incipientes de 1919, y por otro muestra claramente uno de los temas del último período del pensamiento de Heidegger, a saber, la idea de concebir al hombre desde una instancia no subjetiva, impersonal. El Da (ahí) del Dasein expresa que el ser del hombre es una instancia de manifestación del ser. 26. La aceptación como suposición expresa lo que en lógica se llama la proposición hipotética cuya estructura formal es Si p, entonces q. 27. La aceptación como don da cuenta de una experiencia anterior a la suposición. Designa el dejarse embargar por una experiencia, aceptarla abiertamente tal como aparece, por ejemplo, en la experiencia de la percepción donde no se construye ninguna hipótesis, sino que mantiene uno abierto a los significados que se muestran. 28. Alude aquí Heidegger a la explicación que Freud propone de las equivocaciones al hablar o al recordar en la vida cotidiana. Como, por ejemplo, cuando Freud, en su libro Zur Phychopathologie des Alltagslebens, cuenta que, al citar a su hija un verso que contiene los sustantivos Affe (mono) y Apfel (manzana), se equivoca y en vez de comenzar diciendo der Affe (el mono) dice una palabra inexistente der Apfe. Para el psicoanálisis esta equivocación no es fortuita, sino que tiene un valor subjetivo. Dice algo sobre nosotros. La explicación del error, es decir, del significado subjetivo de aquél, presupone una determinada manera de concebir el psiquismo. El aparato psíquico es una máquina que funciona con energías fuerzas corporales. Las rupturas del discurso en la cotidianidad como en el caso del error recién mencionado tienen como causa esas fuerzas.
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suposiciones. O ¿pueden ustedes “comprobar” su propia existencia como tal? Aquello que es percibido en el admitir no requiere prueba alguna. Se muestra por sí mismo. Lo así percibido es ello mismo la base y el fundamento sobre el cual se funda y soporta cualquier enunciación sobre él. Aquí se trata de un simple mostrar-se de aquello que es dicho. Logramos esto mediante un simple indicar. No es necesario un despliegue de argumentos. Hay que distinguir estrictamente dónde debemos exigir pruebas y buscarlas y dónde no se requiere ninguna prueba y, sin embargo, se halla la forma más elevada de fundamentación. No toda fundamentación debe y puede ser una prueba; por el contrario, toda prueba es una especie de fundamento. Ya dijo Aristóteles: “En efecto, es falta de cultura no conocer respecto de qué cosas debemos buscar pruebas y de cuáles no” (Metafísica, IV, 4, 1006ª y ss). Si se ha obtenido discernimiento en esta distinción, eso es un signo de que estamos educados y tenemos formación para el pensar. A quien le falta este discernimiento no está educado y no tiene formación para la ciencia. Ambos modos de aceptar [Annhemen] (el suponer y el aceptar) no están en un mismo nivel, de modo que uno pudiera elegir uno u otro arbitrariamente, sino que cada suposición se fundamenta ya siempre en un determinado modo de la acceptio. Solamente cuando la presencia de algo es aceptada puede uno subordinarle suposiciones. Se admite lo que aparece, el fenómeno. Hay dos tipos de fenómenos: a) fenómenos perceptibles, que son = fenómenos ónticos, por ejemplo la mesa. b) Fenómenos no-perceptibles-sensiblemente, por ejemplo, el existir de algo = fenómenos ontológicos.29 Los fenómenos ontológicos, no-perceptibles-sensiblemente, se han mostrado ya siempre antes a todos los fenómenos perceptibles sensiblemente. Antes de que podamos percibir sensiblemente una mesa como esta o aquella mesa, tuvimos ya que haber percibido algo como una presencia. Por lo tanto, los fenómenos ontológicos son los primeros en rango, pero los segundos en ser pensados y vistos. Confrontación entre la consideración psicodinámica y la analítica de acuerdo con el Dasein del ser humano: ¿acerca de qué se juzga y se decide aquí? Sobre la determinación de ser en el ente que somos nosotros mismos. ¿Qué ser vemos en primer lugar? De acuerdo con Freud, ¿en qué respecto deben retroceder los fenómenos en favor de las suposiciones? Respecto de lo que se considera lo real y el ente: solamente es real y verdadero aquel que psicológicamente puede ser subordinado a ininterrumpidas conexiones causales de fuerzas, dice Freud. Y el mundialmente conocido físico Max Planck dijo hace algunos años textualmente: “Sólo aquello que puede ser medido es real”. Con razón uno puede objetar: ¿por qué no habría algo real imposible de ser medido con exactitud? Una tristeza, por ejemplo. También la suposición de esta especie, es decir, que “lo real” es solamente aquello que se puede subordinar a conexiones causales ininterrumpidas, tiene como fundamento una acceptio. Porque se admite como obvio: ser = conexión causal precalculable. Bajo este supuesto es colocado también el ser humano como un objeto explicable causalmente. Siempre se deben tener a la vista dos tipos de evidencia: 29. Se lo designa fenómeno no perceptible porque el existir no es un contenido empírico sensible alguno. Por donde quiera que uno perciba algo no va a encontrar ningún dato sensible que muestre su existencia. El ser de algo es un fenómeno de otra índole distinta del de la percepción (Cfr. Introducción 4).
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1) “Vemos” la mesa que existe = evidencia óntica. 2) “Vemos” también que el existir no es una característica de la mesa en cuanto mesa, sin embargo, cuando decimos que es se nombra el existir de la mesa = evidencia ontológica. Le atribuimos a la mesa la existencia y a la vez se la negamos como una de sus características. Si esto sucede debemos tener evidentemente a la vista la existencia, debemos “verla”. Pero no la “vemos” como la mesa. Pero tampoco podemos inmediatamente decir lo que aquí quiere decir existencia. “Ver” tiene un doble significado: el “ver” [sehen] óptico, en forma sensible, y el “ver” en el sentido de “discernir”30 [einsehen]. Por eso requerimos la ayuda de Kant. Él dice: ser no es ningún predicado real, sin embargo, es un predicado. ¿De qué tipo? Es “simplemente” la posición de una cosa, por lo tanto, la postura de algo dado (Kant, Crítica de la razón pura, A 598, B 626). Nosotros ponemos, colocamos. La mesa, por ejemplo, puede ser transportada, encontrada, es producida por un carpintero. Posición: yo pongo. Yo, por lo tanto aquí entra el ser humano en escena. ¿En qué? En la percepción-sensible, al ver la mesa existente. ¿Existe la mesa porque yo la veo? ¿O puedo verla porque ella existe? ¿Es la existencia de la mesa sólo asunto de la mesa misma? Pero al producirla es desligada precisamente del hacer del ser humano. ¿Hacia dónde es desligada? La mesa se muestra como existente en su ser propio en el uso, en el trato de los seres humanos con ella. Nosotros vemos la mesa existente como cosa de uso. ¿Cómo se relaciona el Dr. R.31 con esta mesa aquí? La mesa se le muestra a él a través del espacio. El espacio es pues permeable para el aparecer de la mesa, está abierto, libre. Uno puede colocar una pared entre el observador y la mesa. Entonces, el espacio ya no es permeable para ver la mesa, pero está abierto para colocar la pared. Sin apertura [Offenheit] uno no podría colocar ninguna pared en medio. La espacialidad de este espacio [cuarto] consiste, pues, en la permeabilidad, en la apertura, en el ser libre. En contraste, la apertura no es algo espacial. Lo a-través-de, mediante lo cual algo aparece y se muestra a su modo, es lo abierto, lo libre. En esto abierto nos encontramos y estamos situados, pero de modo diferente a la mesa. La mesa está en su lugar y no está al mismo tiempo ahí donde está sentado el Dr. R. La mesa está ahí. Pero el Dr. R. como ser humano se encuentra en su lugar en el sofá y desde su lugar a la vez también al lado de la mesa. De otro modo no podría verla en absoluto. El no se encuentra solamente en su lugar y luego también aquí al lado de la mesa, sino que él siempre ya se encuentra ahí y ahí. Él se encuentra [afectivamente] en este espacio [cuarto]. Todos nosotros nos mantenemos en este espacio [cuarto]. Estamos absorbidos en el espacio al atenernos a esto y a aquello. La mesa, por el contrario, no “se encuentra” [afectivamente] en el espacio. Lo abierto, lo libre, lo transparente no reposa en lo espacial, sino que, a la inversa, lo espacial reposa en lo abierto y lo libre (pp. 25-29).
30. El discernir (einsehen) expresa el tipo de “percepción” por medio de la cual se muestra el ser. Se trata no de un ver sensible, sino de una comprensión. El ser se comprende significa que es una experiencia de sentido previa a la sensación. 31. Se refiere a un participante del seminario.
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3. La diferencia ontológica y la ciencia: el problema de la fundamentación Seminario del 9 de julio de 1964 H (Heidegger) P (participante del seminario) H: El último seminario más bien fracasó. La dificultad se halla sin embargo en el asunto mismo. Como dice Kant: hay que divisar al ser. Hemos intentado hacer eso con el ejemplo de la mesa. La dificultad se halla sin embargo en el asunto, en el ser mismo. Para la ciencia el ámbito de los objetos ya está preestablecido. La investigación avanza en la misma dirección en la que ya han sido tratados precientíficamente los ámbitos aludidos: pertenecen al mundo cotidiano. Sin embargo, con el ser no es igual. El ser es también prealumbrado, pero no es considerado o pensado propiamente. En tanto que ser no es ningún ente, la diferenciación entre ente y ser es la más fundamental y la más difícil. Esto es aún más difícil cuando el pensar es determinado por la ciencia, la cual sólo trata del ente. Hoy impera la creencia de que únicamente la ciencia proporciona la verdad objetiva. Es la nueva religión. Frente a ella cualquier intento de pensar el ser parece arbitrario y “místico”. A través de la ciencia el ser no se deja divisar. El ser exige una acreditación propia. No depende de la voluntad del ser humano y no puede ser tratado por una ciencia. Como seres humanos sólo podemos existir con base en esta diferenciación. Para divisar el ser sólo ayuda la disposición de uno mismo para percibir. Insertarse en este percibir es una acción peculiar del ser humano. Significa una transformación de la existencia.32 No es ningún abandono de la ciencia, sino que, por el contrario, significa llegar a una relación meditada, sapiente con la ciencia, y verdaderamente pensar sus límites. Hoy emprendemos un nuevo intento de alcanzar la diferenciación entre ser y ente a partir de aquello que se llama naturaleza. Distinguiremos causalidad de motivación. Al hacer esto uno encuentra un fenómeno del fundamento, del fundamentar. Sin embargo, fundamentación no es igual a causalidad o motivación. ¿Qué es causalidad? ¿Cómo es entendida en la ciencia natural? Tomemos un ejemplo: “cuando el sol brilla se calienta la piedra”. Esto se fundamenta en una observación, es un estado de cosas, constatado directamente mediante una percepción sensible. Se trata de una sucesión. Pero si uno dice: “porque el sol brilla, …”, entonces se trata de una proposición empírica. “Siempre que el sol brilla,…” indica sólo una secuencia de tiempo. Sin embargo, el “porque” no sólo significa uno-tras-otro, sino una condición, ¡uno-tras-otro necesario! Esto es causalidad, como es común en la ciencia natural. Ella domina el pensar moderno desde Newton y Galilei. Después Kant emprendió la crítica de la razón pura. Uno encuentra en Aristóteles una causa efficiens, que produce un efecto. ¿Pero sería eso igual al concepto moderno? El uno-tras-otro necesario lleva a la interpretación de un “efecto determinado mediante una causa”. Kant dice con cuidado: “Todo lo que sucede (empieza a ser) presupone algo a lo cual [worauf] sigue de acuerdo con una regla (Kant, Crítica de la razón pura, A 189) (Sin embargo, uno diría actualmente: ¡de lo cual [woraus] 32. La captación de la diferencia entre ser y ente no es inmediata. Mucho menos se accede desde la experiencia científica, ya que ésta siempre versa sobre objetos determinados. Para acceder a la diferencia es necesaria una transformación de la existencia. Es decir, es necesario adquirir la competencia de un nuevo mirar. La transformación de la existencia alude al pasaje de la existencia impropia a la propia (Cfr. Introducción 5).
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sigue!) El “a lo cual” significa temporalmente, pero necesariamente de acuerdo con una regla. ¡No se puede saber el “de lo cual”, cómo esto se desarrolla a partir de otro! P: También las recientes formulaciones científicas son planteadas con más cuidado. Ellas dicen: “hasta el momento siempre de esta manera; se supone que si nada cambia, entonces también en el futuro todo transcurrirá así”. H: Sin embargo eso significa: “bajo la condición de que no se añadan otros sucesos”. Cuando se añaden nuevos factores la ley debe formularse nuevamente con base en nuevas observaciones, bajo nuevas condiciones. La causa efficiens de Aristóteles pertenece aún a la cosmovisión natural y precientífica. Es una aitía. Una causa es un concepto jurídico, un asunto sobre lo que se discute. Causa es lo primero, de donde viene algo, lo que debe ser tratado primero; “causa”33 tiene el mismo sentido. Los griegos diferenciaron cuatro causas: material, formal, final, efficiens. Tomemos el ejemplo del platero que tiene que moldear una bandeja. En la producción hay que diferenciar cuatro causas: lo determinante, “lo debido”, es el pedido, es decir, algo final, el “por causa de”, hou héneka. En segundo lugar está el aspecto de la bandeja que el platero debe tener a la vista como forma; esto es éidos. Forma ya es otra interpretación de éidos que quiere decir aspecto. La causa final y la formal se implican. Juntas determinan a su vez en tercer lugar el material, ex hóu, en este caso la plata. En cuarto lugar: causa efficiens, el producir, póiesis o arjé tés kinéseos, esto es el artesano. ¡La moderna causa efficiens no es lo mismo! Póiesis y praxis no son iguales: producir y actuar. ¡Práxis tiene una motivación! La causalidad moderna presupone un suceso natural, no una póiesis. Los griegos vieron e interpretaron la kínesis de la naturaleza comprendida por ellos a partir de la póiesis. Galilei discutió esto. En la ciencia actual encontramos el deseo de disponer de la naturaleza, el aprovechar, el poder pre-calcular, el predeterminar cómo debe acontecer el proceso de la naturaleza de manera que yo pueda comportarme respecto de él en forma segura. Seguridad y certeza son importantes. Se exige certeza en el querer disponer. Lo que es pre-calculable, lo que es mensurable, es real y sólo esto. ¿Hasta dónde llega uno con esto frente a una persona enferma? ¡Uno fracasa! El principio de causalidad tiene realidad para la física, pero ahí también de forma muy limitada. Lo que dice Aristóteles es verdadero a partir de la visión del mundo de aquel entonces, por ejemplo el concepto aristotélico de movimiento. ¿Qué es movimiento? P: Cambio de lugar en el tiempo. H: En Aristóteles eso se llama phorá; esto significa que un cuerpo es transportado de un lugar a otro, a su lugar. En Galilei, arriba y abajo, derecha e izquierda se suprimen; el espacio físico es homogéneo; en él no hay ningún punto privilegiado ante otro. Sólo esta concepción del espacio da la posibilidad de constatar el movimiento de lugar. El espacio debe ser homogéneo porque las leyes del movimiento tienen que ser iguales en todo lugar; sólo entonces puede uno calcular y medir cada suceso. La naturaleza es vista en un modo muy determinado para satisfacer las condiciones de mensurabilidad. El ente adquiere objetualidad, objetividad. En el pensamiento griego no se encuentra nada objetivo. Lo objetivo aparece solamente a partir de la ciencia natural moderna. El ser humano llega a ser entonces sujeto en el sentido de Descartes. No tiene sentido decir “objetivo” sin todas estas presuposiciones.
33. Está en latín.
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P: Pero entonces ¿sólo lo constatado científicamente es objetivo? ¿Todo lo demás es subjetivo? H: Pero ¿nuestra comprensión totalmente diferente del espacio será solamente subjetiva?… ¡Eso ya es un divisar el ser! ¡Un discernimiento!� Es otra forma de verdad que la de la física, ¡quizás una más elevada! Si uno ve eso, entonces tiene una actitud libre respecto de la ciencia […] Ahora queremos ver qué pasa con la motivación. Denme ejemplos. P: En el caso de los criminales con frecuencia se habla de motivo, por ejemplo en BürgerPrinz: motivo del acto. Puede haber sucedido por ejemplo a partir de una determinada excitación. De una agitación pasa a actuar. H: ¿Es la excitación un motivo? P: No, más bien un motivo es una causa finalis. P: Supongamos que una muchacha roba leche porque no recibió suficiente por parte de la madre en la infancia. Entonces decimos que el hambre fue el motivo del comer. H: ¿Realmente? P: No, es un móvil [Beweggrund]. H: Uno confunde causal y final. P: La excitación puede ser un motivo, si uno intenta llegar a ella. H: ¿Qué es un móvil? ¿A qué movimiento se refiere? P: Movimiento hacia algo, actuar [handeln]. H: ¿Qué es una acción [Handlung]? P: Requiere una mano [Hand], un ser humano. H: ¿Puede actuar el animal? ¿Por ejemplo tomar un panecillo? ¿Cerrar la ventana porque hay ruido afuera? ¿Qué tipo de movimiento es ése? P: El motivo es: quiero que haya silencio. H: ¿Es eso una sucesión al modo de la causalidad? P: No, no es ninguna sucesión necesaria. Ahí se halla cierta libertad. H: ¿En qué consiste esta libertad? P: Puede ser la decisión entre dos motivos, por ejemplo, tener ganas y no. Uno sigue al estímulo más fuerte. H: ¿Qué es pues el motivo? Eso que me determina a cerrar la ventana. El motivo llama a escena a la voluntad libre; no la restringe. El motivo no es coercitivo. Uno no es obligado, es libre. Me anima para algo. El motivo es un fundamento que me represento, que yo experimento como algo que me determina. El motivo es en este caso: querer que haya silencio. Ahora bien, el suceso completo: ¿es la ventana cerrada un efecto del ruido? ¿Hay ahí un nexo causal? […] Del motivo forma parte lo determinante, escuchar una voz y corresponder a ello. También forma parte de ello una determinada referencia al mundo, una situación determinada. El ruido no es la causa del levantarse […] ¿Qué tipo de fundamento es el móvil? Para ello es necesario el mundo familiar, el nexo del mundo, en el cual estoy. A diferencia de la causa, la cual sigue una regla, no hay nada semejante para determinación de lo que sea un motivo. El carácter del motivo es que me mueve, que interpela al ser humano. En el motivo hay evidentemente algo que es y que me interpela; comprensión, estar abierto para un determinado nexo de significado y de mundo […] El motivo es un móvil para el actuar humano; causalidad: móvil de secuencias dentro del proceso de la naturaleza. Pero ¿qué es un fundamento? Puede decirse: eso sobre lo que uno está. 310
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O puede decirse: nada es sin fundamento. Éste es el principio del fundamento [Satz vom Grund]. Todo lo que es tiene un fundamento (expresado como principio por primera vez por Leibniz en el siglo XVII). ¿Con base en qué sabemos eso? El principio causal se fundamenta en el principio del fundamento. Es válido en el ámbito de la ciencia natural. El principio del fundamento: “fundamento es aquello que ya no se deja reducir”. Arjé es lo primero a partir de lo cual algo es o llega a ser o es conocido: 1. ratio essendi, fundamento del ser, 2. fundamento del devenir, 3. fundamento para el conocer (al ver humo uno piensa en fuego, sin embargo, fuego-humo es el fundamento del devenir). Fundamento del ser = el fundamento para lo que es y cómo es una cosa. Fundamento de la esencia: cada color en cuanto color es extenso. La coloración se fundamenta en la condición de extenso (pero la extensión no origina el color). El fundamento del ser funda. Todos los diversos fundamentos están ellos mismos fundamentados en el principio del fundamento: todo lo que es tiene un fundamento […] La ciencia natural pone condiciones y examina lo que resulta. Nosotros no hemos procedido así. Solamente hemos visto los fenómenos, Theoréin = ver. La causalidad es una idea, una determinación ontológica; pertenece a la determinación de la estructura del ser de la naturaleza. La motivación concierne a la existencia del ser humano en el mundo en tanto que actúa y tiene experiencias (40-47).
4. La naturaleza y el ser del hombre Seminario del 2 y el 5 de noviembre de 1964 en la casa de Boss Si ustedes se sienten como en casa en el representar científico-natural, ¿quiere eso ya decir que ustedes tienen un saber acerca de este su procedimiento científico-natural? Es un hecho: si ustedes se sienten como en casa en el representar científico-natural, entonces su representar está dirigido permanentemente a la naturaleza. Yo les pregunto: ¿qué significa aquí naturaleza? El rasgo fundamental de la naturaleza al que se refiere el representar científico-natural es la legalidad [Gesetzmässgkeit]. La calculabilidad es una consecuencia de la legalidad. De todo lo que es, es tomado en consideración lo que es mensurable, cuantificable. Todo lo demás en las cosas no se toma en cuenta. Pregunta: ¿bajo qué presuposiciones puedo pensar así la naturaleza? ¿Qué es lo primero aquí? El proyecto de un espacio y de un tiempo homogéneos. En ello son medidos los movimientos, regidos por una ley, de puntos de masa respecto de cambios de lugar y de tiempo. Kant fue el primero que habló explícitamente del carácter de la naturaleza representada de forma científico-natural. El hecho de que el portavoz propio de la ciencia natural fuera un filósofo indica que meditar acerca de hacia dónde siempre se dirige la ciencia natural no es cosa de la ciencia natural, sino de la filosofía, sin que por lo general los científicos lo sepan explícitamente. En Kant la determinación acerca de la ley dice “La naturaleza en general” es “legalidad de los fenómenos en espacio y tiempo” (Crítica de la razón pura, B 165). Además la naturaleza es el ser-ahí (existencia) de las cosas en tanto que éste (el ser-ahí) esté determinado por leyes generales. La ley natural de la causalidad es una ley a partir de la cual los fenómenos por primera vez constituyen una naturaleza y pueden resultar objeto [G] de una experiencia. La naturaleza materialiter spectata (en cuanto al estado de cosas del que se trata, la naturaleza en el sentido del todo de la naturaleza) es la esencia de los fenómenos, en la medida en que éstos están ligados necesariamente gracias a una principio de causalidad interno (comp. ibidem, § 16). La naturaleza 311
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formaliter spectata (ahora no la totalidad de las cosas de la naturaleza, no todas las cosas, toda la materia, sino la naturaleza de las cosas) es la esencia de las reglas, bajo las cuales tienen que estar todos los fenómenos (comp. ibidem, § 17) […] Todo este ámbito, llamado naturaleza, determinado materialiter y formaliter, en el que ustedes al pensar en forma científico-natural se sienten como en casa, fue proyectado por Galileo y por Newton. Este proyecto se llevó a cabo o se fijó en una suposición tomando en consideración la determinación de las legalidades conforme a las cuales los puntos de masa se mueven en espacio y tiempo, pero no tomando en consideración en absoluto a aquel ente que llamamos ser humano. Con este hecho se hace evidente todo el abismo que hay entre la ciencia natural y la consideración del ser humano. La ciencia natural sólo puede constatar al ser humano como algo que está simplemente ahí en la naturaleza. Surge la pregunta: ¿acaso podemos encontrar así al ser-humano? Dentro de este proyecto científico-natural podemos ver al ser-humano únicamente como un ente natural; eso quiere decir que pretendemos determinarlo con ayuda de un método que no fue proyectado en absoluto en relación con su esencia particular. Sigue en pie la pregunta de qué tiene preeminencia: ¿este método científico de captar y calcular legalidades o la exigencia de determinar al propio ser-humano como tal en la experiencia misma del hombre? Preguntamos: ¿en qué se basa este proyecto científico-natural de la naturaleza? ¿En qué consiste su verdad? ¿Se puede comprobar? No puede comprobarse.34 Únicamente se pueden observar, como criterio que muestra que el método científico-natural es adecuado a su ámbito, los efectos y los resultados que se pueden lograr a través del pensar científico-natural. Pero el efecto no es nunca una prueba, mucho menos un criterio para el grado de verdad del método que conduce al efecto. ¿Qué sentido tiene el efecto? La dominabilidad de la naturaleza. Nietzsche dice: “La ciencia natural quiere enseñar con sus fórmulas de las fuerzas de la naturaleza: ella no quiere colocar una concepción ‘más verdadera’ en lugar de una concepción empírico-sensible (como la metafísica)” (Nietzsches Werke, Voll XIII, Leipzig, 1923, p. 79). La decisión importante es: ¿podemos tomar sin más ni más este tipo de representar científiconatural que fue proyectado sin considerar al ser-humano específico? ¿Podemos ver al ser humano en el horizonte de esta ciencia con la pretensión de que con ello podríamos determinar al serhumano? O debemos preguntarnos conforme a este proyecto de naturaleza: ¿cómo se muestra el ser-humano y qué tipo de acceso y consideración exige este ser-humano a raíz de su peculiaridad?
2 de noviembre de 1964 El proyecto de naturaleza de la ciencia natural lo llevó a cabo el ser humano; es, pues, un comportamiento humano. Pregunta: ¿qué del ser humano aparece en este proyecto de lo movido espacio-temporalmente regido por una ley? ¿Qué carácter tiene el proyecto galileico de naturaleza? Por ejemplo en la manzana que cae no le interesa a Galilei la manzana ni el árbol del que cae, sino únicamente la altura de caída que se puede medir. Él supone entonces un espacio
34. Lo que no se puede comprobar no son las tesis científicas, sino la comprensión del ser que la ciencia acepta, da por supuesto.
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homogéneo en el cual algún punto de masa se mueve y cae regido por una ley. Aquí hay que remitir a lo que dijimos en las sesiones del 24 y 28 de enero de 1964 acerca de la suposición y la acceptio, en una palabra, acerca de la aceptación [Annahme]. ¿Qué acepta pues Galileo en esta suposición? Él acepta sin cuestionar: espacio, movimiento, tiempo, causalidad. ¿Qué significa que yo acepte algo así como el espacio? Yo acepto que hay algo así como espacio y, todavía más, que yo tengo una relación con el espacio y el tiempo. Esta acceptio no es arbitraria, sino que contiene relaciones necesarias con el espacio, el tiempo, la causalidad, en las cuales me hallo. Si no, no podría agarrar un vaso de la mesa. Con estas aceptaciones nadie puede tener experiencias. El hecho de que hay espacio no es ninguna afirmación de la física. ¿Qué tipo de afirmación es? El hecho de que tales suposiciones y aceptaciones son posibles para el ser humano ¿qué indica eso acerca de él? Que él como ser humano se encuentra ya en referencia al espacio, al tiempo, a la causalidad. Estamos ante fenómenos que exigen desde ellos mismos un modo de percatarse de ello, de ser percibidos adecuado a ellos. Acerca de esto aceptado ya no puede decir nada el físico, sino el filósofo. Estas aceptaciones son algo que no pueden ser alcanzadas por parte de la ciencia natural, pero que a la vez son el fundamento para sus propias posibilidades. ¿En qué medida y de qué modo se puede decir algo acerca de esto que se muestra inmediatamente? En esta pregunta la palabra “inmediatamente” [unmittelbar] es de nuevo cuestionable. ¿Qué caracterizamos como inmediato? La mesa, las cosas, lo que está en el espacio y transcurre en el tiempo. Estas cosas son pues lo más próximo. ¿Y el espacio, si por ahora queremos limitarnos a él? Yo no puedo ver nada espacial con carácter de cosa sin el espacio y el espacio está dado de antemano a todas las cosas, pero no es captado como tal (pp. 49-54).
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Fuente Heidegger, M. (2007): Seminarios de Zollikon, Morelia, Jitanjáfora. Traducción al español de Ángel Xolocotzi Yáñez.
Bibliografía citada Grondin, J.: L’ Horizon Herméneutique de la Pensée Contemporaine, Paris, Vrin, 1993. Heidegger, M.: Ontologie. Hermeneutik der Faktizität, Frankfurt am Main, Vittorio Klostermann, 1995. — Sein und Zeit, Tübingen, Max Niemeyer, 1986. Xolocotzi Yáñez, Ángel: Una crónica de Ser y tiempo de Martin Heidegger, Puebla, Benemérita Universidad de Puebla, 2011.
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Acerca de los autores
María José Rossi es doctora en Filosofía por la Università degli Studi di Torino (Italia) y máster en Educación Superior por la Universidad de Palermo. Profesora adjunta regular de Filosofía en la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Profesora dictante de cursos de posgrado en distintas universidades nacionales. Directora del proyecto Ubacyt “Hermenéutica de textos para la enseñanza de la filosofía y la investigación en ciencias humanas y sociales” y de las Jornadas Internacionales de Hermenéutica (ediciones 2009 y 2011). Autora del libro El cine como texto. Hacia una hermenéutica de la imagen-movimiento (Buenos Aires, 2007), así como de diversos artículos sobre su especialidad. Adrián Bertorello es doctor en Filosofía y magíster en Análisis del Discurso por la Universidad de Buenos Aires. Investigador de carrera de Conicet. Prof. adjunto de Filosofía en el CBC, prof. titular del Seminario de Metafísica de la Universidad Nacional de Lanús. Autor de los libros El límite del lenguaje. La filosofía de Heidegger como teoría de la enunciación (Buenos Aires, 2008) y El abismo del espejo. La estructura narrativa de la filosofía de M. Heidegger (La Plata, en prensa). Codirector del Proyecto Ubacyt “Hermenéutica de textos para la enseñanza de la filosofía y la investigación en ciencias humanas y sociales”. Director del proyecto PIP Conicet “Artefacto, obra y discurso: la lógica hermenéutica de la praxis productiva”. Alejandra González es doctora en Filosofía por la Universidad del Salvador y magíster en Análisis del Discurso por la Universidad de Buenos Aires. Investigadora del proyecto Ubacyt Hermenéutica de textos para la enseñanza de la filosofía y la investigación en ciencias humanas y sociales”. Docente e investigadora de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad del Salvador. Autora del libro Simone Weil y Etienne de La Boétie, Ensayos sobre el deseo de libertad y la voluntad de servidumbre (Buenos Aires, 2011) y de diversos artículos de su especialidad. Gastón Beraldi es profesor y doctorando en Filosofía por la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Docente en las facultades de Derecho (UBA), Filosofía y Letras (UBA), en UBA XXI y CBC (UBA). Profesor invitado de seminarios de posgrado en la Facultad de Derecho y Psicología (UBA). Investigador de proyectos de investigación Ubacyt, entre ellos “Hermenéutica de textos para la enseñanza de la filosofía y la investigación en ciencias humanas y sociales”. Codirector de Proyectos de Reconocimiento Institucional (FFyL-UBA). Autor de artículos y
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capítulos de libros a nivel nacional e internacional dedicados a la enseñanza de la filosofía, la epistemología, la ética y la hermenéutica. Nicolás Fernández Muriano es licenciado en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires. Investigador en el proyecto Ubacyt “Hermenéutica de textos para la enseñanza de la filosofía y la investigación en ciencias humanas y sociales”. Docente de Teorías de la Visión (FUC), Estéticas Contemporáneas (UNDAV) y Filosofía (CBC, UBA). Realiza estudios de doctorado y es autor de ensayos sobre estética cinematográfica y políticas de la visión. Lucas Bidon-Chanal es licenciado en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires. Docente en el CBC (UBA), en la Universidad del Salvador y en el Instituto de Enseñanza Superior en Lenguas Vivas Juan R. Fernández. Investigador del proyecto Ubacyt “Hermenéutica de textos para la enseñanza de la filosofía y la investigación en ciencias humanas y sociales”. Editor del Boletín de Estética (publicación del Programa de Estética y Filosofía del Arte del Centro de Investigaciones Filosóficas) y miembro del seminario CANOA (de la Asociación de Filosofía Latinoamericana y Ciencias Sociales). Tradujo al castellano obras de Blanchot, Bataille, Mill, Wilde y Twain, entre otros. Es cocompilador del libro Religión y después. Sobre esperas, abandonos y regresos, y autor de varios artículos sobre estética y filosofía moderna y contemporánea. Sabrina González es especialista en ciencia política y sociología (Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Flacso-Argentina). Licenciada en Ciencia Política (Universidad de Buenos Aires, UBA-Argentina). Docente de Teoría Política y Social, carrera de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales (UBA-Argentina). Investigadora del proyecto Ubacyt “Hermenéutica de textos para la enseñanza de la filosofía y la investigación en ciencias humanas y sociales”. Marcelo Muñiz es maestrando en Ciencias Sociales en la UNGS-IDES, licenciado en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires. Docente de Historia del Pensamiento Económico, carrera de Economía, Facultad de Ciencias Económicas (UBA). Autor de artículos y capítulos de libro sobre Epistemología, Filosofía Política y Social. Alberto Merlo es profesor de Filosofía en el Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires. Publicó “Realismo y verdad en Aristóteles” (en Pérez Lindo, El problema de la verdad, 1989) y “Searle y el realismo externo” (en Pérez Lindo, El concepto de realidad. Teorías y mutaciones, 2003).
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