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El francés Aldo Naouri, pediatra con cuarenta años de experiencia, ha construido toda su obra en torno a las relaciones intrafamiliares. Sus diferentes escritos se han convertido en referencia dentro de la materia y su libro Las hijas y las madres ha sido un best-séller traducido a varias lenguas.
Diseno de Portada: DONAGH | MATULICH & Carolina Di Bella
ALDO NAOURI
Padres permisivos, lijos tiranos
B a r c e l o n a . B o g o t á . Buenos Aires • Caracas • Madrid • M é x i c o D.F. • Montevideo • Q u i t o • Santiago de Chile
Título original: Les peres et les méres Traducción: Ana Subijana ©Odile Jacob, avril 2004 © Ediciones B, S.A., 2005 Bailén, 84 - 08009 Barcelona (España) www.edicionesb.com Impreso en Argentina-Printed in Argentine ISBN: 84-666-2061-3 Depósito legal: B. 1.681-2005 Supervisión de Producción: Carolina Di Bella Impreso en papel obra Copybond de Massuh. Impreso por Printing Books, Mario Bravo 835, Avellaneda, Buenos Aires, en el mes de abril de 2005. Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
ALDO NAOURI
Padres permisivos, lijos tiranos Traducción de Ana Subijana
A mis nietos
AGRADECIMIENTOS
Este trabajo no habría sido posible sin la ayuda de un gran número de obras que me he visto inducido a leer para llevarlo a cabo lo mejor posible. Mi formación inicial, la deformación que he sufrido con la redacción de mis escritos precedentes y, por fin, cierta pereza que confieso a pesar de que pueda parecer inconveniente, me han llevado a renunciar a citar mis múltiples fuentes. De todos modos querría rendir aquí un gran homenaje a todas esas mujeres y a todos esos hombres que, apartándose de la costumbre de comunicarse solamente con sus pares, hacen el esfuerzo de publicar sus trabajos para hacerlos accesibles al gran público. También quisiera rendir un homenaje particular a cuatro personas que constituyen para mí otros tantos interlocutores con los que, sin que ellos lo sepan, puedo seguir cultivándome. Se trata, por orden alfabético, de Francoise Héritier, Marc-Alain Ouaknin, Ginette Raimbault y Heinz Wismann. No obstante, no pretendoal garantía, ni mucho menos, pues ninguno habrá tenido conocimiento de este trabajo antes de su publicación. Lo
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que sí deseo es darles las gracias por la amistad con la que me honran y manifestarles hasta qué punto son importantes para mí, pues cada uno, sin orden ni preferencia, es un compañero de esos momentos maravillosos que me permiten vivir y cuyas virtudes alababa Montaigne designándolos como «conversaciones».
También deseo expresar aquí todo mi reconocimiento a Odile Jacob, mi editora, por la confianza que siempre me ha demostrado y el apoyo sin fisuras que me ha proporcionado a lo largo de la redacción de esta obra. Insisto en decirle que sin ella nada habría sido posible. Quiero finalmente darle las gracias a mi esposa, Jeanne, por la paciencia y la comprensión que me ha demostrado a lo largo de la redacción de este libro. Le agradezco que una vez más haya sido mi primera lectora y que, en nombre de la larga complicidad que nunca hemos dejado de compartir, me haya transmitido sin indulgencia sus reacciones.
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Nuestros hijos están infinitamente mejor que hace algunos decenios, pero, aunque su salud física haya mejorado considerablemente, plantean problemas cada vez más preocupantes. Es un hecho del que soy testigo y que puedo constatar a partir de mi propia práctica de cuatro decenios consagrados a sus cuidados. No se puede dejar deliberadamente de lado la incapacidad de los padres, particularmente en lo que respecta a los tabúes, la frustración y la autoridad en general. El vacío del lugar que ocupa el padre, un tema que recientemente se ha vuelto a poner de moda, no es efecto del azar, sino el resultado de un largo proceso que se inició hace ya varios siglos y que se ha radicalizado a lo largo de los últimos años. Así están las cosas y el niño, izado a la cúspide de la pirámide de los valores sociales, se ha convertido en el tirano doméstico cuyas hazañas alimentan tanto las conversaciones de la calle como las de las comidas entre amigos. No tengo la intención de hacer un análisis más profundo de todo lo que cada uno puede constatar en su entorno más inmediato. Lo haré más adelante y a lo largo — 11 —
de este trabajo. Simplemente deseo, cuestionando las condiciones existenciales de la familia que hoy conocemos como «tradicional», intentar localizar el factor que le resulta esencial para ver si es posible integrarlo a nuestras nuevas maneras de ver y de vivir. Porque podemos preguntarnos, después de todo, si al haber rechazado en bloque un conjunto de dispositivos que hemos creído globalmente superados, no nos habremos privado, sin saberlo, de un elemento sin el cual ya nada podemos iniciar, y menos aún construir. De lo que trataremos aquí será del padre, de la madre y del hijo. Espero modestamente contribuir a comprender este trío que está en la esencia misma de la vida. ALDO NAOURI
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HISTORIA E HISTORIAS
Greta ¡Greta! El significante se me impuso en cuanto se sentó frente a mí. Y así le hice un sitio en mi memoria hasta este momento en que vengo a sacarla de ahí. Greta, Greta Garbo, sí. La heroína famosísima y glacial de entreguerras. Tenía toda su belleza, con sus rasgos como trazados por una punta seca, el porte y la discreción. Venía de lejos con su pequeña Cécile, que en sus dieciséis meses de vida no había dormido ni una sola noche. La madre me explicó el recorrido médico, los diagnósticos que se habían considerado, los consejos que le habían dado, así como los tratamientos prescritos, que no habían tenido el menor efecto. La escuché mientras desgranaba los detalles del síntoma agotador. Cuanto más hablaba ella, más me reafirmaba en mi hipótesis. Tanto fue así que, sin ni siquiera examinar a su hija, le entregué el volante que acababa de redactar y le dije que estaba convencido de que la fibroscopia que acababa de prescribir nos revelaría una — 15 —
esofagitis. Pareció sorprendida. No quise decirle hasta qué punto lamentaba que nadie antes que yo hubiera atinado a emitir ese diagnóstico, pues era obvio. Retomé entonces, uno por uno, los elementos de su narración mostrándole hasta qué punto eran coherentes con mi razonamiento. La mujer se fue, aparentemente poco convencida y sin duda algo disgustada. Por una extraña casualidad, al día siguiente, cuando estaba atendiendo una visita, mi colega me llamó para decirme que tenía delante a la pequeña Cécile: acababa de dejar la consulta vecina del colega al que la había dirigido. Yo no contaba con que le dieran hora tan pronto. El resultado de la fibroscopia señalaba la existencia de una esofagitis con una úlcera avanzada, lo cual llevó a su madre a presentarse en nuestra consulta sin cita previa. Mi colega me preguntó qué tratamiento pensaba prescribirle. Se lo dicté, y le encargué que le dijera a la madre de Cécile que volviera a traerla a la consulta tres o cuatro semanas más tarde. No tuve que esperar tanto. Al día siguiente tenía a la madre al teléfono. Me contó que los medicamentos habían obrado maravillas (hay que decir que había escogido prescribir de entrada los más fuertes) y que esa noche Cécile había dormido de un tirón por primera vez en su vida. Después añadió: «Pero de todos modos tengo que verle. Cuanto antes mejor, se lo ruego.» No sabía lo que podía querer decirme, ni tampoco qué podía tener eso que ver con el diagnóstico que había establecido. Sin embargo, tengo la costumbre de tomarme en serio este tipo de demandas y no dudaba de que la entrevista sería el inicio de una serie de encuentros que se extenderían durante varios meses. — 16 —
que quería hablarme. Greta me informó de la existencia en su vida de un amante, y luego de un segundo, e incluso de un tercero. Su angustia se explicaba porque no sabía cuál de los cuatro hombres con los que ella mantenía relaciones sexuales era el progenitor de su hija. Por más que hizo memoria y cálculos no obtuvo una conclusión fiable. Pensaba que su hija era probablemente del hombre con quien compartía la vida, pero lamentaba mucho no poder estar completamente segura. A partir de ese punto, sin que yo interviniera para nada, en nuestros encuentros se puso a desgranar un recorrido vital que acabaría sacando a la luz el recuerdo de una tentativa incestuosa de su padre cuando ella tenía unos diez años. El incesto no se había consumado gracias a la irrupción de una persona en la habitación, donde ebrio tras una comida, su padre la había acorralado mientras le decía: «Olvida que eres mi hija. Si no lo fueras, estarías contenta de hacerme lo que te pido.» ¿Acaso su conducta sexual había tenido como objetivo proteger a Cécile de un posible acto incestuoso? ¿O bien, de una manera ambivalente, quería liberarla de un vínculo consistente con su padre? Pero, ya con la hija presente, ¿era posible condenarla a este tipo de incertidumbre?
Una transacción
viviente
El hijo de ambos no tenía más que cinco meses, pero la violencia del conflicto que se mantenía por encima de él había alcanzado cotas insoportables. — 17 —
Se conocían desde hacía muchos años. Ella, apoderada de un gran grupo industrial, le trataba con regularidad, pues él tenía un cargo directivo en uno de los grupos a los que subcontrataba. Aunque se veían en comidas, seminarios y otras sesiones formativas, siempre habían guardado las distancias, y continuaban tratándose de usted, como por otra parte siguieron haciéndolo ante mí, lo cual me había resultado desconcertante, aunque lo comprendí cuando acabaron su explicación. Un día, con ocasión de una de sus comidas habituales, empezaron a hablar de cuestiones personales. El le había confesado que su drama era que después de veinticinco años de matrimonio con la mujer que amaba, no conseguía tener hijos, a pesar de haber recurrido a todo el abanico de soluciones que la medicina ofrece para este tipo de problema. Ella se había mostrado tan conmovida que enseguida se había preguntado cómo podría ayudarle. De sobra conocía lo que representaba la felicidad de ser padres: tenía una hija de quince años, y esa relación la satisfacía tanto que había podido resignarse a no tener más hijos después de que su esposo quedara estéril tras una intervención en la próstata. Le confesó que podía imaginarse perfectamente que su vida en pareja sería desoladora si ella no hubiese procreado. Cuando se despidieron, la amistad entre ellos había crecido, pues cada uno conocía un pequeño detalle de la vida del otro. Fue ella quien volvió a sacar el tema con ocasión de otra comida. Había encontrado la solución ideal al problema de su interlocutor. Incluso había tomado la iniciativa de debatirlo con su marido, y a éste la idea — 18 —
no le habra parecido ningún disparate y la había respaldado sin reservas. Puesto que su fecundidad no planteaba problemas, estaba dispuesta a engendrar para la otra pareja, siempre que estuvieran de acuerdo, el hijo que tanto necesitaban. De alguna manera se ofrecía como vientre de alquiler de manera desinteresada. Los hijos eran algo tan maravilloso, tan lleno de promesas, eran algo tan vital, que nadie debería verse privado de ellos. Engendrarlos, insistía, era algo que podía hacerse sencillamente. Él reconocería al niño durante el embarazo, y ella lo pariría guardando el anonimato. El niño sería cedido inmediatamente al padre y la esposa de éste lo adoptaría legalmente. Una vez superada la sorpresa mayúscula, ambos alabaron la inteligencia de una solución digna de los acuerdos entre grupos industriales y sellaron el acuerdo con champán. La esposa, en principio desconcertada por la propuesta que se le hacía, acabó por aceptarla con entusiasmo. Tanto fue así que en los episodios siguientes se descorcharon más botellas de champán, pero en la intimidad de la habitación de hotel en la que se puso en práctica la solución. Como suele suceder en las buenas transacciones y más cuando se trata de personas honestas, las relaciones sexuales fueron suspendidas desde el momento en que se declaró el embarazo. El programa se ejecutó al pie de la letra, con lo que el padre reconoció al hijo por venir, las parejas respectivas se mantuvieron al margen de la aventura y la madre parió en el anonimato. Al cabo de cinco días, el bebé fueentregadoa su padre, que se lo llevó a casa, con lo que su felicidad, lo mismo que la de su esposa, fue completa. Pero todo se complicó cuando, al cumplirse el — 19 —
plazo legal prescrito la generosa progenitora se negó a confirmar la renuncia a su hijo reclamando que se lo entregaran inmediatamente, puesto que era suyo y sólo suyo. Las relaciones se envenenaron y el caso llegó a los tribunales. La justicia, ante una situación poco corriente, la enmarcó en el ámbito de las familias recompuestas, y así la trató. Formalmente era pertinente, salvo que no había habido más descomposición que recomposición antes del nacimiento del niño. Y como en otros tiempos este niño habría sido considerado como fruto de un doble adulterio, el reglamento judicial de su estatus no resolvía en absoluto el aspecto simbólico de las relaciones establecidas para con él por parte de cada uno de los cuatro personajes parentales. La progenitora denegaba a la esposa del padre cualquier estatus y reducía a este último a una simple función reproductora, considerando que su propio marido estaba ampliamente capacitado para afrontar el resto de la labor. El progenitor habría preferido hacer de su esposa, a sus ojos mucho menos cruel y perversa que la progenitora, la madre de su hijo y denegaba al otro hombre, a quien pedía auxilio, el menor papel, la menor de las funciones.
La virgen de la, cuchara Emocionantes. Enternecedores. Sorprendentes. Y más que eso, eran conmovedores por su aplicación, por su buena voluntad, por tanto pudor y tanta torpeza. El daba la sensación de que no sabía cómo ponerse. Con su simpática cabeza de bulldog pelirrojo — 20 —
yenfurruñadoconbigotazo,seesforzabaennomoverse por miedo a los daños que hubieran podido ocasionar sus manazas y ese corpachón que, era evidente, siempre le había estorbado. Ella, menuda y encogida, vacilaba entre una sonrisa de felicidad y la expresión de un auténtico terror, lo que daba a su rostro y a sus ojos una movilidad inquietante. Parecía obnubilada por el miedo a dejar caer el imponente paquete que apretaba contra el pecho y no dejaba de probar las diversas maneras posibles de sostenerlo. Se trataba de su hija de cuatro meses, Marie. Enseguida me había explicado que la habían obtenido, tras largos años de paciencia, de una oficina que se ocupaba de la adopción internacional. Al interesarme por su esterilidad, para comprender de qué naturaleza era y prever cómo la habían vivido y cómo esta experiencia podía intervenir eventualmente en la continuación de sus relaciones, tuve la impresión de que aumentaba su malestar. Cuando al fin logré hacerles comprender el sentido de mi pregunta, fue él quien me explicó, cabizbajo, sonrojándose a cada momento y removiéndose en la silla, que de hecho no sabían si eran o no estériles. Y como se dio cuenta de que no entendía en absoluto lo que quería decirme, continuó informándome de que en veinte años de matrimonio nunca habían consumado su unión, pues compartían fobias complementarias que ambos respetaban escrupulosamente. Como sin duda no logré dominar una expresión de asombro, el hombre creyó conveniente añadir, todavía más rojo y agitado sobre la silla, que esto no les impedía darse placer mutuamente. Proseguimos con la consulta. Respondí a sus preguntas sobre los efectos, a medio y largo plazo, de la — 21 —
adopción, y examiné a su hija, que estaba perfectamente. Como no vivían en el barrio, les propuse que visitaran a un colega cercano a su domicilio, y les escribí una nota para que se la entregaran. Quedamos en que nos volveríamos a ver si les parecía necesario, y se fueron, aparentemente satisfechos. Volví a verles, incidentalmente. Un día volvieron para anunciarme... ¡un embarazo! La noticia me alegró, y no me privé de expresárselo, llegué incluso a extasiarme por los milagros que podía producir una primera paternidad. Les expliqué con qué frecuencia admirable había constatado, en el curso de mi carrera, que esta prueba que representa una adopción lograba desencadenar embarazos en las parejas estériles. Estaba a punto de llegar a la conclusión de que Marie, cuyo nombre no podía ser más apropiado, había tenido el mérito adicional de hacerles afrontar y superar inhibiciones sólidamente instaladas. Como si me hubiera leído el pensamiento, el padre quiso explicarme entonces que sus costumbres no habían cambiado en absoluto. Preocupado por hacerse entender, sin saltarse ni un detalle, precisó que simplemente habían buscado y encontrado la manera de ingeniar un arreglo que se adaptase a su situación: habían utilizado una cucharilla. ¡Y funcionó a la primera!», añadió con el pecho henchido y la mirada alegre y triunfante. Volví a verles. Con su bebé, nacido de una madre virgen. Era un niño. Le habían puesto Victor Constant Prudent. Pensé que no habían podido hacer un resumen mejor de programa y de destino. Estaban contentísimos, lo cual no impedía que surgieran las inevitables dudas en lo que concernía a la convivencia de sus dos hijos: no era nada banal lo que les traía a mi — 22 —
a dos hijos, uno adoptado y el otro natural? ¿Cómo iban a actuar para no poner en evidencia sus diferencias? Poniéndome en su lugar, ¿cómo adaptaría mi comportamiento? ¿Cómo iban a poder manejar los inevitables celos que sentirían el uno hacia el otro? ¿Cómo lograr ocupar la posición correcta del árbitro? Meticulosos como debían serlo en su trabajo común de gestores, habían confeccionado una larga lista en la que iban haciendo una cruz en las preguntas que les iba respondiendo. En la ocasión siguiente sólo vi al padre. Habían pasado varios meses. Según me comunicó, su esposa no quería volver a verme. El hombre estaba muy abatido porque ella lo había echado de casa. Primero había empezado por expulsarlo del lecho conyugal desde el mismo momento en que había sabido que estaba encinta. «De hecho, desde que Marie estuvo en casa, nuestros momentos de intimidad y de placer fueron haciéndose cada vez más raros. Y en cuanto se quedó embarazada se acabaron por completo. Y no entendía que me quejara, me decía que era un salvaje.» La situación se había ido agravando hasta que ella había decidido pedir el divorcio y le había exigido que se fuese inmediatamente. El asunto había quedado en manos de los jueces. Me pareció que, además de su despecho de padre rechazado, venía a comunicarme otra preocupación, y era la de no poder encontrar tan fácilmente a una pareja con la que compartir las fobias y las soluciones que se le habían ocurrido.
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La ruina y el
albañil
Había empezado por preguntarme cómo habían conseguido esas personas de edad ya respetable frente a las que me encontraba que mi secretaria les diese hora. Los habría tomado por abuelos de cualquiera de mis pequeños pacientes si no fuera porque la ficha que tenía ante los ojos estaba en blanco. ¿De qué podía tratarse? ¿Qué les traía a mi consulta? ¿Cómo se justificaba su presencia en la consulta de un pediatra? Ella se había repantigado en la silla, y tenía un aspecto descuidado, iba mal arreglada, incluso algo sucia. Y eso llamaba más la atención al lado de su acompañante, de mirada límpida, bien vestido, enhiesto, desbordante de energía. Y sí, era un niño lo que les había llevado hasta allí. «Por nuestro hijo», había dicho él. «Mi hijo», le había corregido ella, desprendiéndose de la indolencia. El, conciliador, me había dirigido una inclinación de cabeza, como podría hacerse en presencia de idiotas o de niños incorregibles, para no reavivar el conflicto y disfrutar de un momento de calma. Aunque yo no comprendiera nada, él me tomaba por testigo. Sus ojos empañados no cesaban de ir de ella a mí. Con mucha paciencia, y haciendo lo posible por no utilizar nunca palabras que pudiesen provocar comentarios (de todos modos los hubo, y algunos bastante malévolos), se puso a explicarme su historia. Vivían juntos desde hacía más de quince años. Se habían conocido en la playa durante unas vacaciones. El no había tenido hijos, nunca había estado casado y vivía todavía con su anciana madre, que en el momento de nuestra entrevista seguía viva. Ella se había divor— 24 —
rentes y tenía ya varios nietos. Después de vivir en familia durante los primeros años de su unión, finalmente se habían encontrado solos cuando los dos últimos hijos habían dejado la casa. Justo entonces, ella había caído gravemente enferma. «Y eso será culpa mía, ¿no?», le había interrumpido ella, acusándolo de subrayar demasiado ostensiblemente la coincidencia. «¡No, no, claro que no!», se había apresurado a tranquilizarla él mientras intentaba tomarle una mano que ella había retirado rápidamente. Las graves preocupaciones de salud se fueron sucediendo, lo mismo que las intervenciones quirúrgicas, acompañadas de amputaciones, en particular concernientes al aparato genital. Mientras esperaba la aparición del famoso hijo que los había llevado hasta mí, pensé que la situación no podía ser más complicada. Siguió explicándome que él siempre había estado a su lado, pues pensaba que lo menos que podía hacer por ella era estar presente y ofrecerle «por lo menos una mano a la que sujetarse». Se me hacía evidente que ésa era su manera de comportarse, como el rastro de la experiencia vivida, cuándo no la expresión de una fijación. Ella había dejado de trabajar hacía ya mucho tiempo, y él se sentía afligido de no poder ofrecerle más, de no poder mimarla más. «¡Yo no te he pedido nada!», había dicho secamente ella mientras él insistía en continuar explicándome que aun así había puesto a su disposición todo lo que rendía su pequeña empresa de albañilería. Un día que se había lanzado a confeccionar ese tipo de balances, suplicándole que le dijera qué más podía hacer por ella, ésta aprovechó la ocasión y le confesó entre lágrimas que lo que más le fal— 25 —
taba no era el dinero, ni el lujo, sino un hijo al que cuidar, un niño que fuese bien suyo, que diera sentido a una vida que ella sentía vacía. Él, al verla transfigurada sólo por pronunciar ese deseo, tomó buena nota. Una tarde volvió a casa con una gruesa carpeta bajo el brazo. Le había costado mucho tiempo, energía y dinero, pero venía a ofrecerle lo que ella pedía: un niño de tres meses que había que ir a buscar a Sri Lanka. Primero, ella no se lo había creído. Pero después la alegría que había manifestado había sido tan grande que experimentó el sentimiento de haber podido por fin «construir realmente para (ellos) dos un edificio sólido y capaz de resistir los avatares y el tiempo». «No se puede impedir a nadie que sueñe —había dicho ella a media voz, antes de agregar, en un tono cansino y casi inaudible—, pero no se es responsable de los sueños de los demás.» Por lo mucho que tenía que trabajar, y por las preocupaciones pecuniarias con motivo de los gastos en los que se habían embarcado, sin olvidar el precio del viaje, él le propuso que fuera sola a buscar al bebé. Y eso había hecho ella. «Cuando la vi llegar agarrada a su capazo, me habría puesto a gritar de alegría. Por fin ella tenía lo que deseaba. ¡Y se lo había ofrecido yo! Pero cuando vi a nuestro pequeño Christophe, la emoción todavía fue más fuerte. Sentí que, sin saberlo, yo también lo había estado esperando, toda mi vida. Sentí que me invadía un extraordinario agradecimiento hacia ella, pues me había hecho conocer algo que nunca antes había sentido. Gracias a esta mujer, y gracias a la idea que había tenido, que todo nuestro entorno había considerado un capricho, por fin me sentía padre.» — 26 —
se día iras día. Tanto fue así que, cuando los trámites jurídicos llegaron a la fase de la confirmación de la adopción, se presentó como el padre, o por lo menos como candidato a la paternidad de ese niño. Se le objetó (así eran las leyes en esa época) que no podía serlo, puesto que no estaba casado con la madre adoptiva. Ese obstáculo le pareció fácil de superar: emocionado, pero a la vez divertido, dirigió una petición grandilocuente de matrimonio a la que había sido su compañera durante tantos años. Cuando oyó que ella rechazaba su proposición, creyó que le estaba gastando una broma. Pero no tardó en darse cuenta de que hablaba completamente en serio. No podía hacerse a la idea de que podía dejarle de lado así, tan fácilmente. Le recordó toda la historia, le recalcó que había sido él quien había llevado la iniciativa de las gestiones. «¡Pues bien que me lo debías, con el tiempo que hace que vives en casa sin pagar ningún alquiler!», le respondió ella. Él enumeró entonces las sumas gastadas en todo tipo de circunstancias, para oír cómo le replicaba que «el dinero no hace la paternidad, comprar un niño es algo que puede hacer todo el mundo». Y a continuación le reprochó que había tenido que ir sola a buscar a la criatura. Entonces el albañil sacó la agenda y la hoja de gastos para mostrarle cuál era entonces su carga de trabajo y el estado de su economía. Y ella aprovechó para hundirlo un poco más, reprochándole que no hubiera pensado en pedir un préstamo. En cuanto al trabajo pendiente, era lo de siempre: «Los hombres nunca saben distanciarse y deshacerse de la materialidad de su existencia.» Unos días más tarde, ella le exigió por correo cer— 27 —
tificado que abandonara la casa y que no volviera nunca más. ¿Podía ayudarles, me preguntó —«Ayudarte a ti, quizá. Pero yo no he pedido nada y no necesito que me ayude nadie», le interrumpió ella—, a comprender cómo llevar esa situación y a compartir la aventura de esa paternidad?
Las personas felices no tienen historia. Así lo afirma el sentido común desde siempre, y no es difícil oírlo decir aquí o allá. Las personas felices no tienen historia. Como si los demás arrastrasen la suya durante toda la vida dejándose hacer y ejecutando pasivamente el programa que la historia les ha impartido. Cierto es que quienes tienen el propósito consciente de dominar su curso lo hacen a menudo con tal violencia que el resultado logrado no vale mucho más que el que han querido evitar. Es triste, es singular, es una situación sin salida, y se comprende muy bien que haya estado en el origen de la noción de ese fatum, ese destino contra cuyos designios los pueblos de la Antigüedad pretendían que era inútil rebelarse. Lo que se sugiere con esto sería desesperante si no hubiese existido siempre la posibilidad de cada uno de reconocer sus propios límites y de confiar a la generación siguiente el cuidado de enderezar el rumbo. Del niño, concebido con este objeto, siempre se ha pensado que sabía y podía, gracias a su energía nueva, a su determinación y al amor puesto a su disposición, ajustarle las cuentas al infortunio. Evidentemente, no podrá sino tomar a manos llenas la historia que le ha tocado y que, aunque no la haya elegido, le es indispensable, puesto — 28 —
contenidoquetenga,siempre estará ahí, leal y entusiasta, para recibirla, reconducirla, para ponerse un día u otro a pelearse con ella. Siempre lo ha hecho así. De hecho, es lo que funda y justifica su estatuto. Siempre puede protestarse por una lectura tan entrislecedora, en apariencia, de la lógica que sostendría toda procreación. Puede sospecharse que obedece a la lógica de alguna oscura ideología. Uno puede alzarse contra la descripción por el excesivo cinismo de la suerte cruel en la que sitúa al niño. Podría incluso rechazarla, pero es inútil. No hay nada que hacer. La suerte del niño seguirá siendo lo que ha sido siempre, lo que es y lo que continuará siendo. En este aspecto, a nadie se le puede considerar más responsable de su historia que del inconsciente en el que ésta se inscribe. Tener tres amantes además de su pareja puede parecer algo reprobable para muchos. Pasarse veinte años de vida conyugal jugando a tocarse como crios para acabar utilizando un utensilio banal puede parecer patético. Hacer que te dejen embarazada fingiendo que es para el otro puede juzgarse como mala fe. Ampararse en un bebé para sobrevivir o para sentirse cautivado mientras que otro se sirve de simplemente haberlo ofrecido pueden pasar por actos ejemplares de egoísmo. Bien, de acuerdo. Y, sin embargo, ninguno de los actores de estas historias ha tenido, ni ha podido tener, ninguna otra elección que la que su ecuación de vida le ha impuesto. Del mismo modo que no han tenido otra elección estos hombres y mujeres, estos padres y estas madres, en pareja más o menos renqueante, o solos, que, aprovechándose de la flexibilidad de las mentalidades que se ha producido en estas — 29 —
últimas décadas han querido inventar nuevas relaciones entre ellos a título de nuevas figuras de parentalidad. Podemos felicitarnos de que nuestra época haya encontrado la manera de ofrecer a los individuos atrapados en sus penas lugares y técnicas aptas para aportarles, si no una solución, al menos un punto de vista capaz de ayudarles a controlar su situación. Podemos alegrarnos de que un enfoque así, teniendo en cuenta la manera en que su pasado había entrado en colisión con su presente, puede a veces abrirles el porvenir, preservando particularmente al niño, quien de otro modo habría cargado con todas las consecuencias. En otras épocas, los personajes cargados con determinantes idénticos se habrían encontrado quizá bloqueados en el curso de su existencia, o bien se habrían vuelto locos, o bien habrían traspasado una historia generadora de locura. El conjunto de las estructuras de la sociedad se esfuerza en responder a estas preguntas, las más frecuentes hoy en día. ¡Como si se diera por sentado que sólo eran dignas de ser prorrogadas las historias suficientemente ligeras y en orden como para no «crear historia»! ¿Es eso posible? ¿Es algo que pueda considerarse teóricamente? ¿Qué esperanza albergamos? ¿De qué ilusión nos alimentamos? ¿Puede ser perfecta una historia? Puede ser bonita y sin defectos? Si no existiese en el ser humano tanto la insatisfacción de su suerte como el deseo de cambiar su curso, ¿continuaría la procreación? ¡Seguramente no! Si bien es cierto que engendrar un hijo es una manera de consolarnos de nuestro estatuto de mortales, el deseo que experimentamos hacia él no resulta nunca indemne del proyecto que se acaricia para su futuro. Aunque antes el asunto no fuese tan flagrante, porque había que contentarse con asumir los numerosos — 30 —
hijos que temían, hoy en día solo se procrea por este motivo: para tomarse la revancha del infortunio y con la convicción de poder preservar al hijo del error del que uno eslima que ha sido víctima. Por lo tanto, hay que poner la experiencia propia al servicio de tal empresa. Se concentra la atención en el campo preciso en el que se tienen todas las razones para creer que podría producirse el lamoso error a evitar, pero fatalmente se cometerá otro, cuando no otros, y el niño querrá evitar el suyo, el cual a su vez, etcétera, etcétera. Ocurriría algo parecido, en definitiva, a la estrategia que emplean las autoridades penitenciarias con los presos condenados a largas penas: les animan a pensar en su liberación, por muy improbable que ésta sea, para no verles cometer lo peor. Dejar esperar a cada generación que lo hará mejor que la precedente sería un factor de paz social y de supervivencia, dado que es consustancial a la condición humana. Aunque hoy en día es más evidente, esta dinámica existe desde hace mucho tiempo, y no es que escaseen los tratados, a veces muy antiguos, que dan cuenta de la preocupación que nuestros semejantes han tenido siempre de la suerte del niño y ofrecen consejos y recomendaciones a tal efecto. Si queremos referirnos solamente al período romano, aprendemos que junto a sus prerrogativas, en lo que concernía a sus hijos, el padre tenía, entre otros deberes, el de mantenerlos libres, obrar para que no se vieran nunca reducidos al esclavismo, hechos que atestigua la misma lengua latina, que designa a los hijos por la palabra liberi. Desde este período, y seguramente incluso antes, había parecido importante inscribir al hijo en el seno de la familia, tal y como estaba constituida y definida por la cohabitación de un hombre y de una mujer cuya relación se suponía que debía durar toda una — 31 —
vida. Nuestra humanidad ha conocido durante decenas de siglos una contención ejercida por el contexto social alrededor de las parejas que se formaban. Hasta una época muy reciente, se esperaba, cuando no era obligatorio, que los individuos que procrearan juntos acallaran sus disensiones y sacrificaran sus aspiraciones y su bienestar quedando unidos por su(s) hijo(s). Finalmente se esforzaban por hacerlo, aunque no siempre lo conseguían. Esta contención —acompañada de papeles y prerrogativas, netamente diferenciadas, de las parejas— creaba para el niño el entorno en el que se construía. Hoy todo esto ha cambiado completamente. Las sociedades, sobre todo las occidentales, han cambiado mucho. La generación actual quizá no lo sepa, pero estos cambios son en efecto relativamente recientes. ¿Quién se acuerda de las dificultades de ciertas parejas célebres para oficializar su unión cuando una de sus partes, y a veces las dos, no podían deshacer sus vínculos porque el divorcio estaba prohibido en sus países? Parece increíble, algo perteneciente a una época muy lejana, cuando la verdad es que los hechos que menciono sucedieron hace menos de cuarenta años. ¿Cómo es posible que lo hayamos olvidado? Simplemente, porque la evolución de las mentalidades se ha acelerado de manera considerable, y porque muestra memoria, sobrecargada por la sucesión de acontecimientos cotidianos de los que se nos informa hasta la saciedad, no puede permitirse el lujo de llenarse con hechos que ya no son vigentes. En adelante, como la única dimensión admitida, la única que suscitaría unanimidad, es el individualismo, cada uno se ve incitado a no sacrificar nada de su felicidad inmediata. ¿Cuántas veces vemos que se forman parejas jóvenes con rapidez inusitada y que luego se separan al primer al— 32 —
rarse se, como si la idea que se hacían del amor lerar el menor obstáculo? Aun así, cuando han tenido las ganas o el tiempo de procrear, volvemos a verles, años más tarde, con sus hijos ya crecidos, incluso a veces con sus nietos. Nos hablan entonces de los perjuicios causados por las ilusiones que habían alimentado durante tanto tiempo, y no hacen, como también podría esperarse, ningún resumen glorioso o positivo de su trayecto vital. ¿Sería necesario entonces volver a poner de moda la idea de un deber de los padres hacia los hijos que traen al mundo, empezando por el deber de reflexionar seriamente antes de decidir separarse? A priori, la idea parece descabellada. Sin embargo, la han planteado recientemente los trabajadores sociales norteamericanos, que han llegado a la conclusión, como siempre con un montón de estadísticas que la apoyan, de que el futuro de los niños de padres que permanecen juntos a pesar de sus disensiones es mejor que el de los niños cuyos padres se separan. Parece, por otra parte, que esta constatación apuntaría a incitar a las parejas a recurrir a terapias que se han desarrollado en esta dirección y a las que ya no resulta vergonzoso acogerse, del mismo modo que se acude a un especialista por un problema de la piel, del corazón o del estómago. Y si este consejo se sigue tan poco es porque las parejas siguen todavía alienadas por el fantasma demostradamente tóxico del amor romántico. ¿No será que la familia nuclear o ampliada, que se creía en vías de desaparición, tiene todavía algo que enseñar o un futuro por delante? El trabajo con los niños aporta un principio de respuesta. Efectivamente, se constata que el niño, sobre todo — 33 —
cuando es pequeño, es prodigiosamentesensibleatodo lo que se manifiesta, por encima de él, en términos de equilibrio y armonía. Así, toda alteración, por pequeña que sea, de este equilibrio y de esta armonía producirá o bien vivos enfrentamientos en el campo de las relaciones interparentales —lo cual se verifica en los conflictos de tres de los casos expuestos—, o bien en el campo del síntoma, como muestra el ejemplo de la pequeña Cécile. Si admitiéramos estas condiciones previas, nos veríamos obligados a no rechazar en bloque la tentativa plurisecular de las sociedades que han precedido a las nuestras. Por el contrario, conviene examinar el proyecto que han intentado instituir, cada una con sus medios, y hacerse preguntas sobre él. Solamente a la luz de las respuestas que encontremos podremos retornar a la manera de proceder que se ha instaurado, desde hace ya unos decenios, en nuestras sociedades actuales y considerar las soluciones que el niño necesita urgentemente. Si en nuestros días son cada vez más las personas que arrastran historias, y por tanto no puede decirse que sean «personas felices», la cuestión será saber cómo y en qué las nuevas disposiciones que hemos adoptado, la tolerancia que hemos adquirido, la apertura de espíritu que nos esforzamos en cultivar, pueden interferir de manera global en el futuro de sus hijos, de los nuestros, y en el de las generaciones futuras. ¿Llegarán éstas, eliminando todo rastro de obligación, a aliviar la suerte del hijo que tendrán? ¿O bien, muy al contrario, lo dejarán solo para enfrentarse a la angustia que siempre ha conocido y que está en el principio mismo de la constitución de sus síntomas? Es necesario que no perdamos de vista las dificultades nuevas y crecientes que señalan tanto los padres como los — 34 —
o los terapeutas, cuyo número ha aumentado exponencial mente, como si el mercado que les corresponde hubiese explotado. No es ninguna vergüenza, y tampoco ninguna molestia, reconocer que si bien sobre el plano de su salud física nuestros hijos crecen infinitamente mejor que hace unos cincuenta años, plantean, teniendo en cuenta nuestras expectativas, problemas de comportamiento cada vez más preocupantes. Así puedo testimoniarlo y atestiguarlo a partir de una carrera consagrada a sus cuidados, y lo mismo podrían decir por su experiencia un buen número de mis colegas que comparten mi inquietud. ¿Cómo hemos podido llegar a este punto? Si bien son un buen número de factores, entre los que la tan tóxica ideología del consumo no es el menor, los que pueden situarse en el origen de este proceso, no deberíamos dejar de lado la incapacidad de los padres, en particular por lo que respecta a los tabúes, a la frustración y a la autoridad en general. El vacío del lugar del padre, que recientemente se ha vuelto a poner de moda y al que un discurso seudoerudito querría a toda costa hacer el agente activo del límite, no es un efecto del azar, sino el resultado de un proceso de varios siglos y que en el curso de estos últimos años se ha ido radicalizando. Así están las cosas y el niño, izado a la cúspide de la pirámide de los valores, se ha convertido en el tirano doméstico cuyas hazañas alimentan tanto las conversaciones de la calle como las de las comidas entre amigos. ¿Tenemos simplemente que deplorarlo y ponernos a su favor, o bien podemos reflexionar para encontrar una respuesta a la cuestión que plantea? No tengo la intención de hacer, aquí y ahora, un análisis más profundo de todo lo que cada uno puede cons— 35 —
tatar en su entorno más inmediato. Lo haré más adelante y a lo largo de esta obra. Simplemente deseo, cuestionando las condiciones existenciales de la familia que hoy conocemos como «tradicional» (manera semántica de expresar tanto su obsolescencia como el rechazo, puesto que sigue existiendo), intentar localizar el factor que le resulta esencial para ver si es posible integrarlo en nuestras nuevas maneras de ver y de vivir. Porque podemos preguntarnos, después de todo, si al haber rechazado en bloque un conjunto de dispositivos que hemos creído globalmente superados, no nos habremos privado, sin saberlo, de un elemento sin el cual ya no podemos emprender, y menos aún construir, nada.
Abarcando este horizonte tan vasto, enfrentándome a estas preguntas, además de otras, he llegado a construir mi obra tal como es. Partía de la idea de que, por bien que funcione, nuestra memoria apenas permite que nos remontemos a dos, tres o, en el mejor de los casos, cuatro generaciones; lo cual no está mal para la duración de la vida de la que podemos beneficiarnos. Pero esto nos hace singularmente sensibles a la permanencia de consignas que quizá no tengan el más mínimo valor. Tanto es así que he preferido averiguar qué había de todo esto antes, mucho antes, para intentar verificar si el recorrido contenía algo que fuese determinante para nosotros. Porque en el fondo no somos nada más que eso: los actores fugaces de una aventura que empezó hace muchísimo tiempo, tanto que ya no sabemos cómo nos ha propulsado hasta nuestros días, ni lo que ha colocado en nosotros como mensajes que ya no sabemos descifrar y de — 36 —
los que ignoramos si son o no determinantes en nuestro día a día. ¿Tenemos acceso al contenido de estos mensajes? ¿Podemos tenerlo? No hay nada más improbable, evidentemente. Aun así, los trabajos paleontológicos, etnológicos y antropológicos de este último medio siglo han acumulado una mina de informaciones apasionantes que, a mi juicio, son susceptibles de aclarar los resortes de la mutación reciente de la que cada uno de nosotros es espectador, cuando no la vive personalmente. Por tanto, no hay por qué extrañarse de tener que seguir la lectura con un capítulo que podría parecer ajeno a las palabras de un pediatra como yo. Sin embargo... Efectivamente, sólo así he creído posible hacer que tomemos plena conciencia de lo que han sido las obligaciones adaptativas de nuestra especie. ¡Y lo sorprendente que resulta constatar que nunca hemos dejado ni dejamos nunca, al precio que sea, de tener que adaptarnos! No solamente a nuestro entorno, lo que pertenecería al campo social, sino sobre todo a las condiciones que nos impone la historia que nos ha tocado. Pero una vez más, siguiendo paso a paso esta aventura, tan edificante como apasionante, he pretendido explicar cómo las figuras parentales, siempre atrapadas por la sorda lucha que nunca ha dejado de enfrentarlas una a otra, se han ido construyendo lentamente para convertirse en lo que son, aunque de hecho sigan siendo las mismas. Como si, sea cual sea el barniz cultural que hayan adquirido, no pudieran deshacerse de ciertos reflejos, ni tampoco ignorar la biología que rige algunos de sus comportamientos. Quizás entonces pueda comprenderse la medida de los prodigios que han conseguido estas figuras, cada una a su manera, para mantener — 37 —
la especie, para hacerla progresar, para queconquistela superficie del globo. Se comprenderá mejor el peso de las condiciones del entorno, cuya alteración reciente ha producido el cambio tan profundo que afecta a sus relaciones, el de las madres y los padres, de los hombres y las mujeres que han sido siempre y que continúan siendo, aunque este cambio al que asistimos nos sorprenda al utilizar una lógica que se revela tan tozuda como imparable. Deberemos admitir entonces que, incluso dotados de la inteligencia más eficaz, no podemos desembarazarnos en un abrir y cerrar de ojos de lo que está inscrito en nosotros, tan profundamente y desde hace tanto tiempo, precisamente cuando experimentamos enormes dificultades en captar el acento de una lengua extranjera o en aceptar, por próximas que sean, costumbres diferentes a las nuestras. El mismo acercamiento a todo lo que hemos heredado nos permitirá aprehender también la violencia de los conflictos que vivimos, sobre todo con nuestras parejas, y afrontar la desesperación en la que nos hunden los límites de una comunicación que nunca ha sido más difícil, por mucho que se diga que tiene que estar en el primer plano de nuestra existencia. Es también esta aproximación la que, retomando la dinámica de las relaciones entre padres e hijos, nos permitirá distinguir mejor las características temporales de estos vínculos y sacar conclusiones. Pues no podemos, a menos que queramos comprometer el porvenir de futuras generaciones, quedarnos de brazos cruzados en la beata admiración de soluciones que cada uno inventa para su uso particular, pero de las que no estamos seguros de que puedan constituir el cimiento de nuestras sociedades.
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II TODO EMPEZÓ UN DÍA
ALGUNAS REFERENCIAS CRONOLÓGICAS
Sabemos, por lo mucho que se ha dicho y escrito, que el famoso big-bang del nacimiento del universo data de hace unos quince mil millones de años. Quizá sea menos conocido que la vida habría empezado a desarrollarse hace tres mil quinientos millones de años. Si se compara con estas cifras, la aparición de los primeros homínidos netamente separados de sus parientes primates (de los que, según las fuentes, tienen de un 98 a un 99,7 % de genes en común) es relativamente reciente, pues dataría de hace solamente ocho millones de años. Se ha creído poder establecer definitivamente que se habría producido en África oriental, después de una gran catástrofe geológica que habría impuesto las condiciones, abriendo el camino a lo que se ha llamado la East Side Story. Aunque trabajos recientes han puesto en cuestión la precisión geográfica de esta hipótesis, nada se ha dicho de la datación. De todos modos, habrá que contar dos millones de años a partir de ahí (lo que nos lleva a hace seis millones de años) para que fuera seleccionado el — 41 —
antepasado) primero del hombre moderno, nium ancestor, el tronco de nuestro árbol genealógico del que la mayor parte de las ramas (el desarrollo de la especie no ha sido lineal, como se ha creído durante largo tiempo, sino mosaico y plural), aparte de la que está en nuestro origen, no llevan a nada. Este desarrollo parece haberse producido como una inagotable serie de ensayos-errores que han asegurado la supervivencia de la especie en una escala de tiempo de la que nos es realmente difícil hacernos a la idea. ¿Cómo imaginarse, en efecto, la sucesión de varios cientos de miles de generaciones cuando a nuestra memoria le cuesta tanto remontarse a la cuarta que nos precede? ¿Cómo imaginarse una extensión de tiempo equivalente a varios miles de veces la era en la que vivimos y que ya nos parece larga, muy larga? Pero ¿tiene eso alguna importancia? Ciertamente. Eso sí, siempre que nos tomemos la molestia de desenrollar esta historia tan larga. Porque, fuera como fuese, serían necesarios todavía millones de años para que fuera seleccionado, hace solamente doscientos mil años, nuestro antepasado más inmediato, el Homo sapiens, que iniciará la conquista del mundo y que experimentará una última mutación que lo convertirá, hace solamente treinta y cinco mil años, en el Homo sapiens sapiens, el cual no se decidió a sedentarizarse de forma duradera y a dar lugar a nuestras culturas modernas hasta hace solamente siete mil quinientos años: ¡ayer mismo, como quien dice! De esta larga evolución (a la que también podríamos llamar gestación) parece deducirse que obedeció a un mecanismo de selección que se ha transmitido a lo largo de las generaciones: los individuos cuyas características no permitían la adaptación a las condiciones del entorno — 42 —
desaparecieron.Ylosquesobrevivierontransmitieron a su descencia las características que les habían permitido sobrevivir. lista evolución se vio marcada por numerosos acontecimientos muy importantes, entre ellos las modificaciones físicas sin las que nada habría sido posible. La bipedación, la posición vertical, que marcó hace un millón seiscientos mil años el advenimiento del antepasado denominado con motivo de este hecho Homo erectus, confirió a éste la posibilidad de abarcar más espacio con su mirada y así observar mejor a sus presas y situarse mejor en su medio. Al mismo tiempo, modificó considerablemente el cuerpo que este Homo había heredado. Por lo visto, lo primero que parece haberse deformado es la pelvis. Ésta se estrechó en la base y se ensanchó en la parte superior, con lo que se convirtió en un contenedor de visceras mejor adaptado a los desplazamientos y a la carrera. Pero esta deformación comportó otra mutación radical que resultaría mucho más importante que la precedente, por la verdadera hecatombe que cayó sobre las hembras gestantes. Todas las que eran capaces de llevar a término el embarazo y de traer al mundo bebés maduros y probablemente capaces de caminar, murieron de parto y quedaron así eliminadas. Solamente sobrevivieron las hembras genéticamente predispuestas a traer al mundo a bebés prematuros, menos voluminosos y de peso también menor, que llegaban al mundo después de unos nueve meses de embarazo. En cuanto a la cabeza, que adoptó una posición cadaa vez más vertical, su volumen creció considerablemente, lo cual permitió el posterior desarrollo del cerebro. La dentadura, testimonio de una evolución en perpetua in— 43 —
teracción con el entorno, también se vio modificada. Iinalmente, un día, sin duda mucho más tarde, bajo la presión de la necesidad de comunicarse con los otros miembros del grupo (como lo ha demostrado la modelización matemática que compara las producciones sonoras animales al lenguaje articulado humano) se puso en funcionamiento el mecanismo laríngeo, lo que permitió la expresión de un gen durmiente que disponía al surgimiento de la palabra. Sin duda, ésta fue durante mucho tiempo rudimentaria, si tenemos en cuenta que los especialistas datan en una antigüedad de apenas cien mil años el nacimiento de la lengua que habría sido la antepasada de todas las demás. La mano, por su parte, liberada de la locomoción, fue desarollando sus facultades. Particularmente se dedicó a perfeccionar la relación con los objetos y después con las herramientas que utilizará el Homo habilis habilis. La exploración multiforme del entorno pudo además inscribirse en un cerebro en continua expansión y en cuyo seno las conexiones neuronales, que desde siempre se iban estableciendo, constituyeron, cuando no un bagaje genético heredado por las generaciones siguientes, sí al menos el apoyo, epigenético, de un saber localizable, potencialmente transmisible como tal y susceptible por el mismo de crear una cantidad infinita de nuevas conexiones. Así llegamos al cabo de numerosos y largos milenios de evolución, al Homo sapiens sapiens, el hombre que, sabiéndose sapiente, se pondrá tanto a aumentar y transmitir su saber como a enseñárselo a sus semejantes y a su descendencia. Se estima que para contarlas hoy en día entre nuestros semejantes, a razón de una por segundo, serían necesarios treinta y dos millones de años.
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ALGUNAS GRANDES ETAPAS Esencialmente preocupado por su supervivencia y por la preservación de su especie, en el seno de un entorno hostil que le obliga a una lucha perpetua por la vida. Homo,* acumulando los resultados adaptativos, resuelve sus dificultades alimenticias y desbarata las amenazas desarrollando el mecanismo de defensa más banal y común a todas las especies animales: la huida. Una huida apasionada, que hace de él un eterno nómada. Desplazándose solo o en grupos más o menos importantes, coloniza de esta manera, sin proyectarlo ni quererlo nunca, el conjunto del globo, llevándose con él su energía, su obstinación, su saber, sus técnicas (¡el dominio del fuego data de hace más de cuatrocientos mil años!) y también sus herramientas. Algunas hordas se instalan por un tiempo limitado en ciertos territorios, que defenderán contra eventuales invasores, mientras que otras van a buscar su subsistencia o fijan su hábitat fuera de sus límites. Y así fue como —gracias al espacio, las condiciones ecológicas, las climáticas (hubo muchas glaciaciones y calentamientos) y el tiempo—, se desarrollaron poblaciones cuyos detalles evolutivos crearían la diversidad de grupos. Que nuestra humanidad actual esté constituida por poblaciones de tipo físico diferente no cuestiona el origen común de estas poblaciones. Como demuestra la biología molecular, no
Lo llamaré así a partir de ahora para no entrar en detalles de las diferentes ramas prácticamente extranjeras unas a otras que han sido inventariadas y que a veces han tenido evoluciones paralelas, y para no cometer errores demasiado graves sobre las características y los resultados de una u otra de estas ramas.
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se trata más que de los resultados de una adaptacion coyuntural a medios diferentes. Estas diferencias, instaladas entre los grupos humanos desde la noche de los tiempos, explican asimismo la animosidad que intervendrá en sus eventuales relaciones mutuas. Si bien han sobrevenido una enorme cantidad de mestizajes, que han hecho mayor la paleta de la diversidad étnica, no es menos cierto que se han dado enfrentamientos y guerras que llevarán a reagrupamientos por afinidad así como a la formación de sociedades, véase territorios. Estas disposiciones siguen siendo las vigentes.
LA APARICIÓN DEL PENSAMIENTO
Existen numerosas pruebas que demuestran que en su estado sapiens sapiens. Homo había vuelto la espalda a su animalidad original y había empezado a lanzarse a una reflexión en torno a su destino, de su razón de ser y de su lugar en el mundo. Reflexión cercana a la nuestra, si es que, como atestiguan algunos indicios, no se trata de la misma: la diferencia puede estar solamente en la expresión, con lo que o bien todavía somos muy primitivos, o bien esos humanos a los que calificamos de primitivos habrian sido mucho más modernos de lo que en principio creímos. Es probable que incluso antes de su acceso a la condición de erectus, y quizás incluso desde el principio de la East Side Story, Homo se diera cuenta de que, al comparar categorías de semejantes se revelaban sus eventuales oposiciones, con lo que creó la más fiable de sus herramientas: la noción de diferencia. Dicha noción, fundamental en la elaboración y el desarrollo del pensamiento, — 46 —
más íntima de la construcción de nuestra especie. Es a partir de ella, y sólo de ella, que se fue instituyendo, a lo largo de la evolución, todo lo que ha regido, en términos de moral, de leyes y reglas, alrededor de los intercambios entre grupos o individuos. A sabiendas de que en la actualidad, lamentablemente, tenemos que seguir luchando contra el racismo, el rechazo del otro y, en general, de lo que es diferente, será forzoso reconocer que no hemos progresado tanto, y que si consideramos la distancia temporal que les llevamos, ni siquiera somos dignos de los esfuerzos y de la buena voluntad de nuestros antepasados lejanos. Por tanto, habrán tenido que recopilarse las diferencias contingentes después de ser señaladas laboriosamente: el día viene tras la noche, a pesar de que sin duda se haya temido que ésta fuera inacabable: «Cuando te despiertes otra vez, ya será de día», seguimos diciéndole espontáneamente a nuestros hijos para aliviar sus terrores nocturnos. Después tal vez vino la observación del sol como iluminador del día y de la luna como iluminadora de ciertas noches. Y después, no importa en qué orden, el cielo azul y la lluvia, el frío y el calor, lo seco y lo húmedo, lo duro y lo blando, lo móvil y lo inmóvil, los animales agresivos y los que no lo eran, y después, más tarde todavía, las noches con y sin luna, la sucesión de las estaciones, etc. Es probable que esta preocupación por las diferencias de categoría haya sido por sí misma consecuencia de un primer y balbuciente cuestionamiento sobre la primera de todas las diferencias, la diferencia sexual, observada también entre los animales, que se revelaba en el fundamento de un comportamiento irreprimible que lanzaba — 47 —
a cada uno a la búsqueda imperiosa de unapareja,ade cuada desde el momento en que era diferente. El beneficio que obtenía, motor esencial de la perpetuación de la especie, condujo ciertamente a Homo a no contentarse viviéndolo como un instinto imperioso y a querer interrogarlo para dominarlo mejor y hacerlo crecer indefinidamente. Atribuyamos pues al espíritu, para ver cómo eclosionan en él estos efectos lejanos, este esquema rector que se resume así: un motor central constituido por el instinto sexual, una búsqueda de mejoras en la actuación de este motor que lleva, por medio de la lectura de todas las diferencias a partir de la de los sexos, al inicio de una reflexión, que a su vez refuerza la confianza en la noción de diferencia, convirtiéndola en el pedestal de todo pensamiento y en la clave de todo comportamiento.
U N ACCIDENTE EN EL RECORRIDO
Confieso que hasta que no emprendí la redacción de este libro nunca había sentido la necesidad personal de saber más sobre el terreno oscuro y vasto de los inicios del hombre. Me había contentado con las nociones toscal que había recopilado, como todo el mundo, en el transcurso de mis lecturas. Sabía, y lo había admitido como hacemos todos, que la ley de la especie era la ley del tabú del incesto, y que ésta implicaba elecciones matrimoniales exogámicas al servicio de las cuales se había instalado este dispositivo particular del intercambio de las mujeres. No sabía (y de hecho no quería saberlo) de cuándo databan dichos dispositivos. Pensaba simplemente que se remitían a un pasado lo suficientemente le— 48 —
jano como para no empujarme a investigar más a fondo. Lecturas recientes, así como las informaciones que he buscado en este terreno, me han llevado a constatar la extrema fragilidad de los indicios convincentes en este ámbito y la ausencia de convergencia en los detalles de estos guiones desarrollados como tantas otras hipótesis que se reconocen como tales y entre las cuales, por otra parte, ninguna pretende detentar la verdad. Confrontando estas informaciones con las enseñanzas obtenidas por la observación del binomio madrehijo, de la familia nuclear, de la familia ampliada y, por fin, de las familias rotas y recompuestas, llegué, tras muchas vacilaciones, a salvar un obstáculo, el que yo mismo representaba, y a reflexionar personalmente sobre las informaciones recopiladas para intentar agruparlas de una manera que fuera a la vez convergente y coherente. En efecto, me di cuenta de que las hipótesis antropológicas —que evolucionan sobre la base de las dataciones paleontológicas—, no daban ninguna fecha, ni siquiera aproximativa, a la instauración de la ley del tabú del incesto y de la práctica universal del intercambio de las mujeres a la que esta ley condujo, ni explicaban si había sido un hecho contemporáneo o una consecuencia. Solamente pude concretar una fecha, y por este motivo atrajo mi atención: la de las primeras sepulturas, que se produjeron, según las fuentes, hace entre ochenta mil y ciento cincuenta mil años. Entonces me pregunté qué había podido ocurrir para que los humanos se pusieran un día a enterrar a sus muertos. Y tengo que confesar que la pregunta que planteaba me... ¡encantó! Primero, porque con respecto al comienzo de la East Side Story, esta datación, por relativa que fuera, me parecía reciente, muy reciente, y dejaba suponer una profun— 49 —
da y considerable maduración precedente do los proce sos de pensamiento. Segundo, porque la fecha es muy anterior a los indicios que dan testimonio de preocupaciones artísticas o religiosas, cuando no del surgimiento de las mitologías. Finalmente, porque me ha llevado a reflexionar de manera inductiva, partiendo de constataciones propias, para remontarme hasta ella. Cuarenta años de ejercicio de la medicina, y más particularmente de la pediatría, cuarenta años de escuchar historias y discursos de madres, de padres, de mujeres, de hombres, de niños y niñas, de chicas o chicos, solos o en grupo, me han llevado a la conclusión de que la cuestión capital que agita —sin la menor de las excepciones y de todas las maneras posibles— a todos los individuos que he encontrado, es la cuestión de la muerte. Y que ningún humano, sea cual sea su sexo, edad, condición, cultura, instrucción, lengua, residencia geográfica, nacionalidad, creencias o religión, está libre de la angustia que provoca. Esta preocupación, consustancial al humano, no le impide, evidentemente, vivir. La angustia de muerte nos habita, pues, en conciencia y nos hace, más que cualquier otra característica de nuestra especie, uniformemente idénticos unos a otros. Está en el principio de nuestras estructuras, del conjunto de nuestros comportamientos, y también en el de nuestras relaciones con los demás. Pero tampoco puedo quedarme en este punto, ni siquiera para despejar los malentendidos, que en esta cuestión son múltiples. Hablo de angustia de muerte, es decir, del miedo sordo que experimentamos al pensar que, hagamos lo que hagamos, moriremos un día u otro. Y eso no tiene estrictamente nada que ver con lo que — 50 —
abarcalavaganociondeinstintodemuerte.Estanoción designaelhechode que poseemos una programación instintiva capaz de retardar a veces la llegada inesperada de nuestra muerte, como cuando logramos detenernos a tiempo para no ser aplastados por un loco del volante o cuando damos muestras de prudencia en circunstancias peligrosas. Este comportamiento instintivo procede de un mecanismo, en esencia puramente animal, el de la preservación de nuestra vida, y no tiene nada que ver con la angustia a la que me refiero. La angustia de muerte no tiene nada que ver tampoco con la pulsión de muerte. Ésta es un resorte inconsciente que tendería de alguna manera a devolver a lo vivo al estado orgánico del que ha surgido. La pulsión de muerte trabaja a nuestras espaldas y rige considerablemente la relación que tenemos con la vida, la nuestra o la de los demás. La pulsión de muerte constituye los cimientos de la pulsión de vida que se erige incansablemente sobre ella. No hay escapatoria posible: cuando en sueños sentimos que caemos al vacío, cuando nos encerramos en el silencio o en la soledad, nos sacrificamos sin saberlo a esta pulsión. Pero el sueño nos permite descansar y estar más dispuestos para las actividades diurnas. Del mismo modo apreciaremos todavía más la conversación y la compañía al salir de nuestro episodio de retraimiento. Es como si ascendiésemos por una pendiente muy empinada y, invariablemente entrenados a resbalar, lográramos encontrar, aquí o allá, puntos de apoyo. Estos puntos de apoyo, situados también en el recorrido de la pendiente, nos permiten ya sea descansar un momento antes de volver a salir en sentido inverso, ya sea progresar en nuestra ascensión gracias a la ayuda que nos proporcionan. Algunos de nosotros, vencidos según se dice por la pulsión — 51 —
de muerte, pueden simplemente dejarse resbalar por la pendiente (es lo que ocurre con la melancolía o en los episodios depresivos graves), o bien emprender de paso (cuando se trata de criminales o de una de esas famosas «bombas humanas» que desde hace unos años se han convertido en la pesadilla diabólicamente banalizada de lo cotidiano) la destrucción de los puntos de anclaje de los demás y arrastrarlos a su propia muerte. Resulta evidente que instinto, pulsión y angustia de muerte están estrechamente vinculados en la psique, y el establecimiento de la pulsión, disminuye netamente la intensidad de las otras dos: si estoy desbordado o me dejo desbordar por la pulsión de muerte que me habita, el instinto de muerte no me sirve de nada, y lo barro de un revés, y me río de mi angustia de muerte que por lo demás ha abandonado mi persona... Lo que implica que la persistencia de esta pulsión en un punto razonable sea indispensable para el mantenimiento de la vida. He utilizado aquí este tipo de imagen que implica pendiente, puntos de apoyo y ascensión, porque se ha explotado a menudo en numerosas películas de acción y de suspense y por este motivo nos resulta familiar. El proceso que ilustra nos concierne a todos sin excepción, pero, incluso si estamos avezados a los encadenamientos de acontecimientos que implica, el guión, en lo que nos concierne directamente, es algo que ninguno de nosotros conoce por adelantado. La angustia de muerte, que es preciso distinguir netamente del instinto de muerte y de la pulsión de muerte, supone la toma de conciencia, aguda y más o menos violentamente rechazada, de nuestra condición de mortales. Dicho de otra manera, supone un proceso mental de integración de este estado sobre el fondo de un proceso — 52 —
general de integración de muchos otros fenómenos que no habrían podido producirse si no hubiésemos contado con instrumentos de reflexión y de la conciencia de nosotros mismos y del mundo que nos rodea tal y como lo percibimos. Esto me lleva a pensar que Homo erectus u Homo habilis, por ejemplo, a lo largo de centenares de miles de años de su evolución, durante los cuales han construido su capacidad de reflexión sobre la base de la famosa noción de diferencia, estaban, lo mismo que los animales, desprovistos de la angustia de muerte. A su alrededor veían morir a sus semejantes, como consecuencia de accidentes o de agotamiento, cuando no se encargaban ellos mismos de matarlos. Pero eso no debía importarles demasiado. Y probablemente tampoco eran capaces de pensar o de imaginar que lo mismo podía ocurrirles a ellos. Se conformaban con registrar la modificación del estado de sus semejantes muertos únicamente en relación con la noción de diferencia entre vivo y muerto, sobre el modelo con el que ya habían registrado desde hacía mucho tiempo la existencia en el reino animal. A partir de aquí, propongo que la angustia de muerte nació en el humano en el momento mismo en que sepultó el cadáver de uno de sus semejantes. ¿Qué le llevó a hacerlo? Es una pregunta que no creo que nos hayamos planteado de esta manera. No suscribo la hipótesis según la cual las primeras sepulturas serían, por decirlo así, despensas. Que Homo, carroñero y caníbal durante largo tiempo, haya tenido la idea de conservar de esta forma unos alimentos que sin duda podía encontrar no me parece un hecho que pueda explicar la eclosión de los ritos funerarios que se instaurarán y que se generalizarán a partir de entonces. — 53 —
Pienso que la sepultura no ha podido ser más que un efecto del azar. Hubo sin duda un cadáver: ¡bien necesario era para que hubiese una sepultura! Pero, ¿por qué ese cadáver suscitó en su enterrador, que no sabía ciertamente que innovaba nada, una práctica que ni siquiera se había considerado durante los millones de años de evolución de la especie? Porque cadáveres hasta ese momento había habido muchos. Tantos como puedan imaginarse, y por toda la superficie del globo. Para responder a esa cuestión, propongo, por mi parte, que ese cadáver en concreto debía causar miedo. Tuvo que suscitar un miedo inmenso, considerable, nunca antes experimentado. Un miedo tan grande que el autor del gesto del enterramiento habría reaccionado con un movimiento violentamente defensivo y sin saber en absoluto lo que estaba haciendo. Únicamente puedo imaginarme una explicación a ese acto, ¡y es que el autor de la sepultura temiera que el difunto se levantase y que le hiciese daño, que le destruyera!* Como si la fuerza, la potencia temible y quizás hasta el prestigio del individuo postrado en el suelo no hubiesen mermado y continuasen habitándolo incluso estando muerto. Luchando violentamente contra el miedo extraño y desconocido que ha sentido crecer en él, el autor de la sepultura habrá querido neutralizar completamente a ese muerto y reducirlo concretamente y definitivamente a la impotencia. En ese momento se habría decidido a hacer rodar una o varias pesadas piedras para ponérselas encima. Y después lo habría recubierto de todo lo que hubiera poEste tipo de miedo, que no nos ha abandonado, contribuyó finalmente al éxito de una famosa película: La noche de los muertos vivientes, de George A. Romero, 1968.
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dido encontrar habría amontonado piedras, ramas, tierra o simples guijarros. No se habría detenido (antes de huir para volver enseguida, imagino) hasta que juzgó su obra suficiente, hasta que quitó definitivamente de su vista los amenazantes despojos. No es una escena difícil de imaginar. Pero suponiendo que un guión como éste sea cierto, hay que deducir que el temor a que el cadáver vuelva a levantarse para empezar a vengarse no es nada que haya surgido del azar. Se trata de un testimonio de la aparición súbita de un procesó consciente de anticipación hasta entonces probablemente desconocido y que difiere radicalmente de todo lo que había formado hasta entonces el simple instinto de autoconservación, el instinto de muerte, que hasta entonces era el único que prevalecía. Evidentemente, existía ya, en el sentido estricto del término, un proceso que podría pasar por anticipación. Pero era algo reflejo y automático: alejarse de una bestia feroz o huir frente a un enemigo potencial siempre ha formado parte de los mecanismos instintivos de todos los animales. El estímulo de este tipo de proceso ha sido siempre el movimiento, un objeto en movimiento (un desprendimiento, un torrente, una cascada) o bien un ser vivo también en movimiento. Todo ello siempre ha suscitado la prudencia, cuando no la huida. En cuanto al cadáver, reconocido como tal, no debió nunca provocar una reacción de este tipo. Para convencerse, basta con observar cómo un carroñero se acerca a su presa. Movido por la desconfianza, procede mediante un movimiento circular en espiral que, poniéndole en guardia de la manifestación del menor de los movimientos, le acerca progresivamente al cuerpo que yace. La maniobra le permite asegurarse de que la inmovilidad — 55 —
es definitiva y saltar sobre el cuerpo en el momento oportuno. El mismo Homo debía proceder siempre de esta manera. Pero de pronto, esta vez, el cadáver identificado como tal le asusta. Teme que ocurra algo. Podemos concluir que, si ese algo le ha llevado a experimentar tal pavor (¡uno muy importante, por cierto!), es porque tendría razones para sentirlo. Como si este pavor, que tuvo que estar presente desde mucho antes de la puesta en práctica de la sepultura, no solamente persistiera en presencia del cadáver, sino que adquiriera además, de pronto, una intensidad insoportable. Esta anticipación no instintiva, esta anticipación consciente, equivalente a una reflexión sobre el tipo de riesgo (la muerte) al que se exponía en un tiempo todavía no llegado, ciertamente auguró para el sepulturero la toma de conciencia de su propia condición, dicho de otro modo, de su condición de mortal que quería seguir viviendo. Y eso no es todo, pues tomar conciencia de la propia condición de mortal supone instaurar al mismo tiempo el embrión de otra toma de conciencia, la de la existencia del tiempo y de su transcurso. Así es como en efecto se percibe algo que ni siquiera estaba ahí, en la vecindad inmediata del pavor sufrido y en el momento mismo en que la realidad presente se impone a la mirada. Así se sucede todo, todo acosa y se entremezcla en algún orden, y sin la menor posibilidad de control. En este punto, probablemente, entramos en la primera y más traumática experiencia de la historia de la especie. Una vez más, deberíamos imaginarla como una sucesión de imágenes semejantes a las que nos proponen algunas películas de terror: la realidad evoca un flash back horripilante, desencadenado enseguida por otro flash, un flash forward, que se esconde a su vez en el espectáculo real, con secuencias — 56 —
queseesperayseentremezclansobreponiéndose sin descanso, en todos los sentidos, a un ritmo frenético. La violencia que así se ha originado no se inscribe solamente en lo que respecta a las conexiones neuronales que ha creado y configurado, sino que además ha desbordado sin duda este registro, provocando una secreción masiva de esas moléculas semejantes a las del estrés que debieron inundar el conjunto de las estructuras cerebrales y quizá modificaran sus conexiones, cuando no sus relaciones. De ahí surgiría probablemente una modificación irreversible de la sensibilidad y de la condición del individuo por la cual la animalidad, alterada y superada, se habría sentido invadir por lo que hoy llamamos el registro de las emociones complejas, que a su vez permitirá que despunten los estigmas de una nueva etapa de la humanización. Harán falta muchas experiencias violentas de este orden, será necesario que se repitan durante centenares de generaciones sucesivas hasta llegar al punto de poder reparar en ellas, y desmenuzarlas, y desmitificarlas, e integrarlas, y organizarías para que nazca el registro de los sentimientos que posibilite la adquisición de conocimientos en lo que respecta a la existencia del tiempo y de su flujo, abriendo así el camino para una toma de conciencia del hecho de estar vivo antes de percibirse como sometidos a las leyes de este extraño ingrediente en el que nos encontramos inscritos: es lo que mejor define la condición de mortales. Este proceso supuso por tanto miles de años, o decenas de miles, hasta que acabó de instaurarse. ¿Acaso es muy importante saber si lo que ocurrió fue la transmisión de una experiencia, la selección natural o una forma hereditaria de lo adquirido? Sobre el plano especulativo y científico, evidentemente sí. Pero en lo que concierne a — 57 —
cada uno de nosotros, ¿no sería más fácil cargarlo cuentata de un recorrido que habrá evolucionado desde la piedra de sílex de nuestros lejanos antepasados hasta las proezas especulativas y tecnológicas de nuestros contemporáneos? Y todo se ha transmitido tan bien hasta nosotros que la eclosión de la angustia se hace localizable, en nuestros días, en el mismo bebé. En efecto, se desarrolla en el tercer trimestre de la vida para culminar hacia el fin de este tercer trimestre en la fase de «ansiedad del noveno mes». Angustia contemporánea a ese instante en que el bebé se percibe de pronto a sí mismo, totalmente separado de su madre, cuando hasta ese momento había creído que era parte de ella. Con esto no quiero establecer un paralelismo osado y asegurar que Homo lo analizó o percibió claramente en el acto, ¡ni mucho menos! Solamente digo que se produjo un proceso violento, y que probablemente fuera el responsable de nuevas conexiones en el cerebro, de la misma manera que habrá afinado progresivamente la percepción en una cascada que también, ciertamente, tardará milenios en formalizarse por completo; incluso se podría afirmar que en nuestros días seguimos afectados por dicha formalización. De todos modos falta saber por qué este primer cadáver sepultado suscitó tamaño pavor. Para empezar propongo que debió de tratarse de un homicidio, lo que tuvo que provocar la necesidad de asegurarse de que el cadáver era tal, lo cual hizo todavía más extraño el sentimiento que suscitó. Pero con seguridad no debió de tratarse de un homicidio cualquiera, pues matar a sus semejantes seguro que era un hecho corriente, completamente banal y que, para su autor, no revestiría la menor importancia. Por tanto, debió de tratarse — 58 —
ción, odicho)en la expresión de hoy en día, se trató de un asesinato. Sin duda, tal y como he dejado entender, se trató del asesinato de algún individuo particularmente temible, tanto por su estatus como por su fuerza, su violencia, su irascibilidad o su crueldad. Incluso me permitiría imaginar que, en esas condiciones, el crimen no pudo ser cometido por un solo individuo, sino por varios. Lo mismo que el asesinato que la precedía, la primera sepultura habra sido probablemente una obra colectiva. Y no me cuesta imaginar que algunos jóvenes machos frustrados se habrían aliado para matar al macho dominante de la horda y poner fin tanto a su tiranía como al disfrute exclusivo que ejercía sobre el conjunto de las hembras. La angustia de las represalias que experimentaron los asesinos culminó ciertamente en esa angustia extraña que se abatió sobre ellos. Y esta angustia, por su intensidad y su repartición, sellará al mismo tiempo entre ellos lo que acaban de inventar: el embrión de una historia común y el de un vínculo social consistente, ambos fundados sobre una empresa igualmente común y no solamente destinada a satisfacer las necesidades inmediatas y circunstanciales de individuos anónimos. Enterrado, el cadáver quedaba fuera de la cadena trófica y ya no podía ser devorado por los carroñeros. Nada nos impide imaginar que durante mucho tiempo habitará las pesadillas (¿por qué no iba a existir en esa etapa de desarrollo la capacidad de soñar, cuando conocemos su existencia en el recién nacido?) y relevará, y de este modo reforzará, el miedo que había suscitado. Para acabar con ese pavor, quizá se experimentara entonces con el enterramiento de cadáveres anónimos para verificar — 59 —
repetidamente que ese procedimiento los reducía a la im potencia. Incluso se llegaría a verificar periódicamente que el famoso primer cadáver seguía yaciendo bajo el túmulo. Quizás incluso se llegara a reforzar el dispositivo, augurando la práctica ulterior del mantenimiento de las tumbas, y la repetición de los gestos contribuiría a aliviar repetidamente el terror. Todo ello habrá contribuido probablemente a la generalización progresiva de la práctica, abriendo tímidamente el camino, bajo la presión de una angustia completamente nueva, a una interrogación sobre el más allá y a una ritualización ulterior que difundirá e instaurará poco a poco la relación que seguimos teniendo con los difuntos.
LA LEY DE LA ESPECIE
El guión que construyo a partir únicamente de la datación de las primeras sepulturas está estrechamente emparentado, naturalmente, para el que lo conozca (y como seguramente lo habrá reconocido) con el que el mismo Freud construyó en su libro Tótem y tabú, publicado en 1913. Freud sostenía, en efecto, que en un momento aleatorio de su desarrollo la especie humana habría abandonado su estatuto humanoide para dar nacimiento a la humanidad, y que esto se habría producido tras un acontecimiento crucial que habría introducido un orden apremiante y lo suficientemente diferente del anterior como para radicalizar la separación que la humanidad habría empezado a operar respecto del reino animal: en el seno de una horda, jóvenes machos frustrados se habrían aliado un día contra el macho dominante. Lo habrían matado — 60 —
y habrían su complicidad compartiendo su cadáver en el transcurso de un festín caníbal. Freud sitúa en la fecha de ese homicidio —que califica como fundador y que retomará en numerosas ocasiones para subrayar su importancia, en particular en 1938 en Moisés y el monoteísmo— la instauración de la ley del tabú del incesto como ley fundamental de la nueva especie. Deja entender, e incluso escribe, que los «hermanos», atormentados por los remordimientos, se habrían autocastigado privándose del beneficio de las hembras de su «padre», con lo que habrían instaurado y posteriormente promulgado la ley. La semejanza entre el guión que me he visto arrastrado a imaginar y el de Freud no es ciertamente fruto del azar. He leído a Freud, puesto que lo cito. Ciertamente, eso me ha conducido a no vacilar en proponer un asesinato colectivo tras la invención de una sepultura, de la cual desconozco si Freud habría podido tener en consideración. Me encantaría imaginar que mi guión habría podido constituir una etapa intermedia en la etapa dibujada por Freud que va del homicidio a la ley. Pero reconozco que es poco probable, puesto que allá donde él evoca un festín caníbal, yo propongo la sepultura; allá donde él evoca el remordimiento, yo propongo la eclosión de la angustia de muerte. Además, ¿cómo saber, sobre todo, si en un estado tal de la evolución era ya posible hablar de categorías tan claramente definidas como las de «padre» e «hijo»? Así, una vez más, me enfrento, en el seno de las fuentes paleoantropológicas, a una ausencia de datación, hasta tal punto que no me parece posible concluir con el débate. Si a la primera sepultura le ha seguido la instauración de la ley del tabú del incesto, podremos darle todo el cré— 61 —
dito a Freud, no vacilar en hablar claramente de «padre» e «hijo» y, sin ignorar la posibilidad de la aparición de la angustia de muerte, no darle tampoco la misma importancia en la economía psíquica y afectiva de los seres. Si, por el contrario, la primera sepultura ha precedido la instauración de la ley, me resulta tan imposible como debió de resultarle a Freud utilizar los términos «padre» e «hijo», pues el progenitor no habría tenido entonces la menor idea del vínculo que le unía a su prole, del mismo modo que los jóvenes machos aliados contra él no podían saber absolutamente nada de su papel en su propia existencia. Nada en este último caso impediría entonces hacer de la primera sepultura la piedra angular de un proceso de pensamiento conducente a la lenta e ineluctable instauración de la ley de la especie. Nada impediría tampoco dejar en suspenso la relación que Freud estableció entre el homicidio fundador y la tragedia griega de Edipo, que se constituyó en el núcleo de su teoría. De todos modos no cabe duda de que el acontecimiento sólo pudo producirse en una etapa evolutiva precisa de las relaciones que mantenían los individuos en el seno de las hordas cuya configuración se ha citado. En resumen, puede decirse de esta configuración que implicaba en la reproducción a seres guiados únicamente por sus instintos, acomodándose a las condiciones del entorno y cuya única definición seguía siendo exclusivamente biológica. Si existían hembras que cumplían su eterno papel animal de madres, frente a ellas no había más que un progenitor profundamente egoísta y violento, y ciertamente sin más conciencia de su papel en la procreación de la que hoy tiene un gran simio. Por lo demás, también resulta fácil de imaginar que su preocupación no debía llevarlo a desplegar una atención particular — 62 —
hacia una prole a la cual, a semejanza de ciertos primates, no vacilaría en malar si estorbaba en su actividad primordial, la actividad sexual. No es menos cierto que el homicidio evocado en ambos guiones cambió profundamente la evolución de la especie. Si Freud lo articula, como en una especie de consecuencia inmediata, con la instauración de la ley de la especie, donde la culpabilidad de los «hijos» los lleva a renunciar al disfrute de las hembras del «padre», me inclino a pensar, por mi parte, que esta instauración llevó sin duda muchísimo más tiempo. Efectivamente, el guión de Freud introduce, en mi opinión, una mutación brutal y casi milagrosa a propósito de la cual quiero expresar una reserva: cuando se piensa de qué manera en nuestra propia época, los torturadores y otros autores de crímenes contra la humanidad rechazan que sus actuaciones se pongan en tela de juicio, cuesta imaginar que individuos infinitamente más zafios, y sin contacto con ninguno de los discursos morales que sólo intervendrán pasadas varias decenas de miles de años, pudieran experimentar un vuelco tan radical en sus tendencias naturales. En efecto, no veo por qué unos homicidas —que habrían inventado la idea de la complicidad y que habrían constatado la eficacia de la unión de fuerzas menores contra una fuerza mayor— no iban a poder aprovecharse de los beneficios inmediatos de su crimen. Creo, y con más razón si con eso concibieron la angustia nueva (y singularmente desagradable) de la muerte, que como malhechores al estilo más clásico irían hasta el final de su proyecto. Sin duda habrían compartido las hembras convertidas en disponibles, de un modo necesariamente poco equitativo. Es probable que en el seno de ese grupo siguiera prevaleciendo cierta jerarquía, fundada sobre la — 63 —
fuerza física de individuos desigualmente dotados. Los más fuertes sin duda obtendrían mayor provecho, atribuyéndose las hembras más atractivas y dejando las demás a sus congéneres menos dotados por la naturaleza, los cuales, por mucha frustración que sintieran, no habrían tenido más remedio que darse por satisfechos. El acuerdo, sellado tanto por el homicidio como por sus consecuencias, habría fundado entonces un orden nuevo, y nuevas relaciones, sin que tuviera que intervenir todavía ley ninguna para regir la especie. Simplemente se habría pasado de una horda, con un macho dominante que se reservaría la totalidad de las mujeres, a un grupo en el seno del cual se instauraría un esbozo de conyugalidad. Cada uno, enseguida, se habrá sentido satisfecho con el cambio, al verse como propietario exclusivo, y sobre todo reconocido por sus semejantes, de una hembra cuyo disfrute le quedaba garantizado por el pacto implícito. Por otro lado, no está en absoluto excluido que el asesinato fundador no se asociara estrechamente con su motivación y que no se bosquejara progresivamente una forma de relación que asociara de este modo el sexo y la muerte. No como lo entenderíamos hoy, a saber, que la invención de la reproducción sexuada no haya podido producirse, en la evolución del mundo viviente, más que en Contrapartida de la muerte, sino asociando únicamente por su nivel de violencia estas dos pulsiones particulares que son la pulsión sexual y la pulsión asesina: la primera, eventualmente sostenida por la segunda, conseguiría así satisfacer un objetivo que pronto se convertirá en central en la lógica de los comportamientos: el coito como forma de reducir la presión de la angustia de muerte. Y eso en el caso del macho, y solamente en su caso, evidentemente. Ya que si el asesinato fundador ha podido concernir un — 64 —
poco a las hembras, tuvo que ser de otra manera. Evidentemente, ellas habrán sido el elemento desencadenante, pero estuvieron aparte y así se las mantuvo. En esta ocasión habrían podido tomar nota de la pulsión asesina masculina, e incluso habrían podido ver la necesidad de temerla, tanto por ellas como por sus vástagos, y sentir, también ellas, por un probable efecto contagioso que sin duda habrá llevado milenios, la angustia de muerte. Pero su relación más amplia con la muerte, lo mismo que con la conciencia del tiempo, sin duda no se ha visto afectada del mismo modo que ocurrió entre sus parejas. Podemos incluso imaginar que las hembras ya tenían desde hacía mucho tiempo una experiencia vivida más profundamente que la de sus machos. Pues eran ellas quienes tenían que vivir la muerte de su prole. Y podemos imaginar en ellas una reacción absolutamente desgarradora semejante a la que describen los primatólogos al referirse a las hembras de los grandes simios en presencia de los cadáveres de sus pequeños: aunque saben que está muerto puesto que no se agarra más a ellas, continúan transportándolo durante días e intentan darle de comer mientras le husmean sin cesar hasta que perciben el olor a descomposición. Solamente entonces lo dejan, y se alejan con su grupo sin dejar de volverse una y otra vez, como atormentadas hasta el fin por una vana esperanza. Imaginemos pues a esas mujeres, durante millones de años, viviendo una experiencia semejante. ¿Cómo habrá podido su dolor permitirles aceptar de una manera o de otra el transcurso del tiempo y el límite de la vida? Lo que ellas transmitirán de lo vivido a su prole será completamente diferente de lo que esta prole recibirá más tarde de los machos en general y de su progenitor en particular. Sin duda ellas harán lo posible para que sus hijas las imiten y — 65 —
repitan su comportamiento (es una manera dehaceraún vigente en muchas culturas), mientras que se contentarán con aportar a sus hijos lo estrictamente necesario, pues saben que están destinados a unirse al clan de los machos. Esta relación diferencial de los sexos con el tiempo, y en consecuencia con la muerte, es por otra parte uno de los elementos que crea más malentendidos y por la cual resulta estrictamente imposible establecer, incluso hoy en día, una plataforma de conciliación. Probablemente habrán sido necesarias algunas decenas de miles de años más para que la intuición de la relación sexo-muerte pudiera aprovecharse para explicar los inicios y fines de vida cuando se trató de desarrollar primero la ganadería y después la agricultura. Sin embargo, será la continuación, el encadenamiento de acontecimientos y la sucesión de las generaciones a partir del acto fundador los que plantearán problemas. Puesto que el pacto inicial garantizaba la forma, pero no el fondo de las relaciones, la seguridad habrá debido parecer durante largo tiempo precaria, y el temor de ver perturbado el orden no se disiparía fácilmente. Podemos imaginar primero la atención celosa con la que cada macho habrá cuidado de la propiedad* exclusiva de su hembra. Podemos imaginar también la lentitud y las dificultades de este paso de la horda inicial, y de la lógica relacional que la caracterizaba al boceto de lo que se consolidará, lentamente y en la niebla de la evolución, en forma de sociedad, la primera de todas, que crecerá buscando Pensemos que este tipo de comportamiento continúa teniendo vigencia en nuestros días, como lo demuestran los Otelos de todos los pelajes. Desde luego no parece cercano el día en que se conseguirá convencer a los hombres de que el hecho de mantener relaciones sexuales con una mujer no convierte a ésta automáticamente en algo de su estricta propiedad.
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sus marcas, sin QUE ESO impida que haga escuela y sea imitada. El pacto inicial entre cómplices, y el reparto poco equitativo a que dio lugar, sin duda no logró resolver definitivamente los problemas. ¿Qué ocurrió, y cómo pudo evolucionar todo con el paso de las generaciones? Seguro que no fue nada sencillo. Para concebirlo, basta con referirse a la debilidad de nuestra propia memoria histórica: sin guardar más que una débil huella de lo que había vivido, cada uno de los cómplices tuvo que apañárselas como pudo con el desarrollo de su descendencia. A menos que intervinieran rituales reguladores de visita a la sepultura (antecesores de los ulteriores cultos a los muertos) o el mantenimiento de la narración de las etapas del crimen (otro antecesor, en este caso de los mitos). Si se dieron individuos inmediatamente proclives a sacrificar su deseo de exclusividad sobre la posesión sexual de las hembras de su propio grupo, es decir, de sus hijas, con seguridad hubo otros que debieron caer en la repetición del pasado contra el que sin embargo se habían levantado. Nada hay de sorprendente en estas variaciones de comportamiento, y para comprenderlo basta referirse a la forma en que nuestros contemporáneos revolucionarios, fogosos y generosos, se convierten frecuentemente en dictadores de la peor calaña en cuanto acceden al poder. Por lo tanto, los acontecimientos debieron sucederse en el mayor de los desórdenes, y sin duda con la huella profunda del escollo que se había franqueado, es decir, la unión de fuerzas débiles contra una fuerza mayor, mecanismo que nuestra actualidad continúa ilustrando abundantemente en toda la superficie del globo. Sin duda se produjeron otros asesinatos, y otros más — 67 —
todavía, durante muchas generaciones sucesivas, Tampoco hay duda de que otros hermanos debieron de aliarse para matar al macho dominante de una horda que no fuera la suya para así confiscarle las hembras. Nada nos impide tampoco imaginarnos que jóvenes machos sometidos a una horda extranjera pudieran ofrecer su alianza a cambio de una parte del botín, o que a la inversa se aliaran para defender a sus hembras contra esta incursión extranjera. Sin duda la mayor parte de las figuras de la alianza se inventaron entonces. Algo acabaría liberándose, a fin de cuentas, para permitir relacionar estrechamente la violencia generada por la frustración y el disfrute de parejas sexuales a la que apunta esta violencia. La ecuación que se esbozará le planteará a cada uno la cuestión de si es mejor vivir en su horda permaneciendo frustrado pero a salvo o bien correr el riesgo de morir, partiendo a probar suerte* integrándose en una horda diferente y estableciendo alianzas en ella. Por tanto, nada nos impide pensar que al cabo de algunos milenios, o de algunas decenas de milenios, acabara por desprenderse una idea más consistente de la pertenencia a un grupo, confiriendo a cada uno de los miembros la idea de vínculos que lo unían a los demás y cuya existencia sin duda contribuyó a la disminución la angustia de muerte. De todos modos, en ese universo siguen sin existir padres, o hijos, o hijas, categorizados como tales. Esencialmente se dan acuerdos entre machos en relación con Lo cual requeriría medios físicos adaptados de los que son testimonio los cuerpos de nuestros adolescentes actuales: un torso corto y miembros inferiores desmesurados permitían al joven macho correr deprisa y afrontar los peligros en la búsqueda de una pareja, mientras que la hembra púber se envolvía en una capa de grasa destinada en caso de hambruna a preservar un eventual embarazo.
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la posesión de las hembras. Sin duda la lejana, la muy lejana idea, subrayada por las prácticas funerarias, de un reparto que asegurara una forma de protección contra la violencia se abrió también paso en un territorio o en el seno de algunas hordas. Y con ella el concepto de pareja. Las parejas debieron de constituirse formalmente, aliándose asimismo entre ellas y reconociéndose mutuamente en lo que podría imaginarse como una especie de legitimidad: ¡un islote de individuos que se reconocían en medio de un entorno humano discordante! En el seno de estas diferentes parejas, cada macho, dotado de la hembra que le ha tocado, se verá obligado, asegurándose alianzas eventuales, a defender su propiedad frente a otros machos, célibes o no, próximos o extraños al grupo. El vínculo social, augurado mucho tiempo antes, siempre con ocasión del asesinato del macho dominante de la primera horda, habrá acabado por encontrar, de alguna manera, su primera aplicación. Una forma de convención más o menos claramente promulgada también habrá dado de este modo una consistencia mayor todavía, incluso una formalización, al vínculo social. Tuvieron que pasar todavía algunos milenios más antes de que todo se estabilizara y de que se produjera un extrañamiento del modelo de la horda, que ya no podía renovarse a cada generación, como lo hacía bajo la forma de sobresaltos, como una especie de «retorno de lo reprimido», la maduración de la prole. Efectivamente, no es comprensible por qué milagro el macho progenitor habría conseguido universalmente renunciar a su prole femenina al llegar ésta a la madurez sexual, ni cómo los jóvenes machos, atormentados por las subidas hormonales, habrían renunciado espontáneamente a copular con sus hermanas o con su madre. — 69 —
Sería entonces, probablemente, cuando aparecio la necesidad de categorizar y nombrar los vínculos entre los individuos. El progenitor, sin tener necesariamente una conciencia de su papel* en la procreación (que no se establecerá antes de que se tome en cuenta la idea de la agricultura), habrá visto reconocido su vínculo específico con la prole de su hembra. El esbozo de las categorías de padre, hijos e hijas, frente a una madre ya reconocida desde siempre como tal, se habría instaurado de este modo. Por un efecto de necesidad, una convención nueva que adelantara a la antigua y que mejorara las relaciones en el seno de la sociedad habría aparecido como protección unívoca para los miembros de toda la especie que compartían un entorno: los aparejamientos sexuales no podrían producirse más que entre individuos en el fondo extranjeros unos a otros. Pero para que esta convención pueda ser unánimemente adoptada y, sobre todo, para que tenga un efecto, habría parecido indispensable asentarla sobre una ley, la del tabú del incesto, que solamente entonces se convertirá en la ley específica de la especie, la que prohibirá definitivamente los apareamientos sexuales y los emparejamientos entre familiares. El orden del lenguaje se habrá impuesto por fin al orden de los instintos. También podría decirse que el orden masculino habría recibido en esa ocasión su primera formalización, imponiéndose a las mujeres que, a falta de medios físicos para separarse, se habrían contentado con no adherirse, augurando la forma de lucha que desde en-
Un papel que seguirá siendo durante mucho tiempo misterioso, porque el espermatozoide no se identificará hasta 1670, tras la invención del microscopio, y porque la primera fecundación no pudo observarse hasta 1875.
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toncesnodejarandepracticar, como podrán, contra el sexo opresor. De todos modos tendremos que considerar este orden como una adaptación que augura el innegable progreso de la especie, que a partir de entonces será totalmente diferente. Por otra parte, nada nos prohibe imaginar que este progreso haya podido verse facilitado por una evolución biológica insospechada e insospechable hasta estos últimos años. Los genetistas han demostrado hace muy poco que el cromosoma Y, inventado por la evolución hace 300 millones de años para conferir al macho su especificidad, ha perdido gran parte de su material con el transcurso del tiempo. Mientras que entonces se componía de mil quinientos genes, hoy cuenta tan sólo con una cincuentena, de manera que su desaparición definitiva está prevista en los próximos diez millones de años. El proceso habrá sido lento, ciertamente, pero nada impide imaginar que haya podido conllevar, entre otros fenómenos, hace algunas centenas de milenios, una disminución sensible de la secreción de testosterona, responsable de la adicción a la actividad sexual, y en particular de la agresividad correlacionada. Cabe imaginarse todavía otra cosa: el orden casi consensual establecido por la ley de la especie, si bien apenas ha disminuido la angustia de muerte consustancial a Homo, sí la hizo un poco más «vivible», pues los individuos ya no tenían miedo de perder inmediatamente la vida desde el momento en que la necesidad de aparejarse les llevaba a correr el riesgo. Acercaría ese hecho a los éxitos regulares que he podido registrar en mi práctica cada vez que he tenido que hacerme cargo de niños de esa edad en la que, torturados por la idea de la muerte, llegan a expresar su angustia rechazando separarse de sus — 71 —
padres, o quedarse solos en una habitación, o cerrar la puerta del baño, todo aderezado con horribles pesadillas y con despertares nocturnos intempestivos. Les escuchaba mientras me expresaban su inquietud. Y, cuando habían acabado, les decía que en su caso no estaban solos, porque la muerte concierne a cada uno de nosotros, y todos nos hacemos en un momento u otro las preguntas que se hacían ellos. Después de lo cual les hablaba de la evolución de la longevidad con el transcurso de los siglos, para acabar diciéndoles que ellos tenían muchas posibilidades de acercarse a los cien años de vida, lo cual es cierto. Me he dado cuenta de que esta afirmación, y más proviniendo de un médico, suscitaba en ellos un alivio inmediato y conseguía por sí misma hacer desaparecer los síntomas. De todos modos, dejando a un lado las etapas, considero que el debate no está entre los defensores de la hipótesis freudiana, los de la explicación antropológica y el guión personal que me he atrevido a estructurar. Que las diferentes etapas del proceso hayan dado lugar a hipótesis diferentes no tiene demasiada importancia, ya que el resultado al que llegamos es el mismo: una ley promulgada e interiorizada y no un efecto de desvío instintivo como el que se observa en ciertas especies animales, La antropología del siglo recientemente pasado, que ha hurgado mucho en este yacimiento de preguntas, ha respondido —como he intentado explicar sucintamente— colocando en el principio del advenimiento de la ley la regla del intercambio de las mujeres* como una soluIntercambio que intervendrá con cierto número de acomodamientos impuestos por las condiciones del entorno, que formarán el embrión de los diferentes sistemas de parentesco observables en la superficie del globo.
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ción eficiente dietada por la necesidad. Cuando el investigador le pregunta al primitivo por qué ha tomado una mujer fuera de su grupo en lugar de casarse con su hermana, el primitivo le contesta riendo que si se hubiese casado con su hermana no habría tenido cuñado con el que salir a cazar.
U N POTENTE MOTOR AUXILIAR DE LA EVOLUCIÓN
La cuestión sigue en suspenso en lo que respecta al sentido de estos intercambios. ¿Por qué los hombres han sometido a las hembras y han dispuesto de ellas, intercambiándolas, sin preocuparse nunca de su consentimiento? Ya he mencionado la mayor fuerza del macho. ¿Podemos creerla suficiente por sí sola, en la medida en que las mujeres siempre han estado dotadas de todas sus facultades, entre las que se cuenta una fuerza considerable y una gran resistencia, que les permitía asegurarse la supervivencia y la de su prole en completa autarquía? ¿Qué otro factor habrá podido intervenir para explicar que el sexo masculino —el cual, a pesar de su ratio de 104 machos por 100 hembras, no está lejos de ser considerado por los etólogos como un sexo parásito—, se haya mantenido en esas condiciones? Puestos a atrevernos las hipótesis, identificaría con ganas, para continuar mi impulso, ese factor en el umbral de la excitabilidad sexual, desde siempre tan diferente de uno a otro sexo. Cualquiera que haya sido la amplitud de nuestra evolución, nunca hemos dejado de ser animales sometidos a las leyes de la biología. Ahora bien, para asegurar un me— 73 — '
jor desarrollo, el celo, que caracteriza la disponibilidad sexual periódica de las hembras animales, ha desaparecido en nuestra especie desde el inicio de la East Side Story. A diferencia de las hembras de otras especies, que no lo están más que durante cortos períodos del año, las de la especie Homo estuvieron enseguida disponibles en el plano sexual. Insisto en esta noción de disponibilidad. En las otras especies, los machos permanecen indiferentes frente a las hembras no disponibles, mientras que intentan cubrirlas sin descanso, luchando hasta la muerte por su posesión, desde el momento en que las feromonas del aire del entorno les señalan el inicio del celo, como si ellos mismos estuviesen condicionados por esa señal química surgida de los cuerpos de sus hembras. Como la disponibilidad de uno y otro de los dos sexos queda fijada y directamente implicada con la activación del período de celo, las hembras animales, obedientes a las leyes de la perpetuación de la especie, reciben al vencedor o al macho circunstancial sin la menor resistencia, mientras que vuelven a quedar excluidas de los encuentros sexuales desde el momento en que han sido fecundadas. La desaparición del celo en la especie humana conferirá un estatuto más importante a otro factor, que existe igualmente en las demás especies y que explica la vectorización de las relaciones que en ellas se observan: en efecto, siempre son los machos los que se pelean por las hembras, y no a la inversa. Este factor, que está directamente en relación con las particularidades de la anatomía y de la psicología sexual, es el umbral de excitabilidad sexual. En todas las especies, comprendida la humana, este umbral es más bajo en los machos que en las hembras. ¿Acaso no se dice corrientemente eso de que «los hom— 74 —
mente no podía ser de otra manera. ¿Podríamos imaginar, efectivamente, la posibilidad de un coito iniciado por una hembra con un macho con el miembro flácido? En cambio, en el caso de una hembra indiferente, o completamente opuesta en los casos de violación, el coito es posible para un macho. El trabajo con las parejas que tienen dificultades muestra finalmente que la impotencia masculina plantea muchos más problemas que la frigidez femenina. Siempre se puede querer rechazar las conclusiones de una constatación como ésta relacionándola con los efectos del eterno machismo y del no menos eterno maltrato de las mujeres. Pero tal aproximación sería de todos modos partidista, porque deja de lado muchos factores colaterales inherentes a la diferencia de los sexos y a sus dinámicas específicas. Este dispositivo natural no es menos importante por ser efecto del azar. En el fondo está al servicio de la especie. Así, en todas las especies animales, los machos se pavonean y se valen de sus ventajas eventuales para ser elegidos por la hembra, la cual, programada para conferir a su descendencia el mejor material genético posible, se tomará de alguna manera el tiempo necesario para elegir al macho dotado de las mejores cualidades. Si bien estas estrategias no parecen intervenir de manera flagrante, o por lo menos no revisten la misma importancia en nuestros días y en nuestra especie, pueden observarse de todos modos equivalencias en la forma en que se organizan, en numerosas sociedades, las dotes matrimoniales: si en ciertas sociedades los hombres «compran» a sus mujeres pagando a los padres de éstas una suma compensatoria, también sucede que el intercambio se haga a veces en el sentido contrario, y que los padres paguen un — 75 —
capital a sus futuros yernos si el matrimonio de MIS hijas equivale —para ellos lo mismo que para ellas, y en consecuencia para su descendencia— a una ascensión social. Se deduce por tanto que desde siempre la diferencia de los umbrales de excitabilidad sexual ha orientado las relaciones, explicando tanto su vectorización como la forma jerárquica que dibujaban y que entrañaba una flagrante asimetría de las condiciones de vida de los protagonistas. Los machos, una vez satisfechos sus deseos sexuales, podían en efecto librarse a las actividades de caza o de recolección para alimentarse. Sus compañeras, ocupadas en el cuidado de su prole, estaban en otro barco, en uno completamente diferente. De todos modos, de su sumisión a las iniciativas de los machos también obtenían algún beneficio. Lo mismo que las hembras primates, tenían orgasmos, y eran ciertamente más intensos que los orgasmos masculinos: habrá que esperar a finales del siglo XX y a los trabajos de Masters y Johnson* para confirmar lo que se afirmaba desde la Antigüedad según las palabras puestas en boca de Tiresias. La relación que existiría, en uno y otro sexo, entre la altura del umbral de excitabilidad y la intensidad del placer provocado por el acto sexual tendría, por lo que parece, un valor constante. A la forma de inconsecuencia desordenada delosmachos, que no quieren sino multiplicar los actos para obtener solamente un placer fulgurante, breve y difícil de renovar enseguida, se opone una menor apetencia sexual espontánea de las mujeres compensada por un placer más amplio, más intenso, mucho más prolongado y fácilmente renovable. Esta auténtica prima de pla-
Laffont, 1968.
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cernointervendrasolamente para restablecer una forma de igualdad, compensando de esta manera la menor frecuencia con la calidad, sino que también permite a las mujeres asumir mejor los cuidados requeridos por los retoños, un trabajo duro al que ellas, como ocurre en el conjunto del reino animal, se dedican visceralmente. En esa época lejana (aunque haya existido de manera similar hasta una época muy reciente, si es que no sigue existiendo), ello obedecería singularmente a su disponibilidad y no les permitía cazar o recolectar, algo de lo que evidentemente eran capaces, para asegurar su autarquía alimentaria, obligándolas a contentarse con las imprevisibles disposiciones de su compañero, cuando no con el excedente o los restos de sus comidas. Esta fisiología permanece igual a sí misma. Y si parece que tiene que intervenir en un debate que conoce nuevos resurgimientos, sólo es a cuenta de un cuestionamiento, hecho necesario y pertinente por la mutación reciente de la condición femenina, sobre ese femenino cuyo misterio sigue siendo el mismo que en los tiempos en que Freud se refería a él como un «continente negro». Podríamos añadir, de paso, que si las mujeres, que de todos modos han obtenido un placer consistente gracias a los cuidados prodigados a la prole, han permitido realmente la perpetuación de la especie, es sin duda la adicción de los hombres a su placer sexual lo que les ha convertido en los exploradores y conquistadores de tierras que han sido. Que esta conquista se haya llevado a cabo a pie durante millones de años o que un día tomara prestados los galeones de una armada para lanzarse a la búsqueda de una nueva ruta de las Indias, o que se circunscriba en la consecución de triunfos deportivos, en la creación de empresas, de organizaciones financieras o en el lanzamiento de co—
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hetes al espacio, el motor, por la vía de eso que llamamos sublimación, sigue siendo absolutamente lo mismo. Además de la importancia fundamental de la angustia de muerte que pone en evidencia, esta lectura de la larga y lejana aventura de los humanos es interesante por lo que mostraría respecto de la constitución de un vínculo social como el primero de los vínculos que se formaron: el grupo, los subgrupos, luego los subsubgrupos, etcétera. Como autorizada por esta inclusión tranquilizadora, se instaura a continuación la pareja, el más pequeño de los subsubgrupos. Y mucho más tarde intervendrá por fin la noción de la familia, cuyo resorte también en esta ocasión es sociológico, tal y como lo entendemos hoy. El otro interés de esta lectura reside en la constatación, si ello fuera necesario, de la importancia de la madre en el transcurso de las épocas y del lugar central que ocupa de uno a otro lado de la cadena evolutiva. Acurrucada en su condición y en su identidad femeninas, cuya diferencia no ha dejado de marcarse en el transcurso de la evolución, asume en efecto a solas, como en el conjunto del reino de los vertebrados, y más precisamente en el de los mamíferos, la gestación y la larga práctica de los cuidados que requiere una prole inmadura. Y como nadie le disputa estos cuidados, desarrollará con respecto a esta prole el apego feroz que produce un placer auténtico y sin duda presente desde siempre. Por lo que respecta a la otra parte de la procreación, es decir, a ese que se designa actualmente con el vocablo unívoco de padre, las cosas han cambiado profundamente. De momento puede entreverse que, de un extremo al otro de su lenta evolución, no se ha movido, prácticamente, como en el caso del reino animal, más que por su deseo sexual, a cuyo servicio egoísta presta toda su fuerza, ener— 78 —
gía y determinacion. Por este motivo no ha sido en principio más que un progenitor que no sabía ni siquiera que lo era. A continuación se convirtió en una parte de la pareja, lo cual lo introdujo en su lugar de padre social cuando el entorno consintió para empezar en darle la exclusividad de su pareja y de la prole de ésta y, consiguientemente, en reconocerle, a partir de la instauración de la ley de la especie, como aquel por el que se definía también la identidad de una prole cuyos miembros debían cruzarse con los de una prole extranjera. No fue hasta más tarde, mucho más tarde, es decir, en una fecha muy reciente en la escala histórica, cuando revestirá los atavíos del padre, tal como nos han sido dados para definirlo y tal como aparecen como obsoletos para muchos de nuestros contemporáneos o, según el punto de vista de otros, como de una importancia crucial. Necesitaremos por tanto, para comprender de qué manera todo esto nos ha llevado al punto en que ahora nos encontramos, continuar desgranando con paciencia la historia de nuestra humanidad en vías de desarrollo hasta fechas más cercanas a nosotros.
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III EL DON DEL PADRE
E N EL ALBA DE LAS CULTURAS
Después de dejar pacientemente que se tejieran las conexiones cerebrales que había heredado desde que sus lejanos antepasados habían tenido la idea de ponerse de pie y de quedarse en esa posición, cuando ya se había sometido, con el tiempo, a feroces selecciones y a múltiples mutaciones que acabaron por conferirle un organismo y una reactividad extremadamente cercanos a los nuestros, cuando, en fin, ya había logrado regular de manera más o menos satisfactoria la violencia generada por sus necesidades sexuales, Homo se encontró de pronto confrontado a los efectos persistentes de la experiencia crucial que acababa de atravesar: la eclosión brutal de la angustia de muerte que se había inscrito en él con todo su cortejo emocional, transformando de arriba abajo su condición, en el momento de la primera sepultura. Esta toma de conciencia había hecho que diera un estatuto a esa muerte. Le había hecho percibir cómo podía ser administrada o recibida, pero siempre como algo — 83 —
incluctable y que no podía, por mucho que lo intentara, evitar que le concerniera directamente, aunque ni siquiera supiera ni pudiera saber nada de ella. ¿Somos acaso muy diferentes a él, en este sentido? ¿Qué sabemos de la muerte? No demasiado. Apenas tenemos una vaga idea de la muerte de los demás: nos afecta (aunque, por desgracia, cada vez menos, desde que los medios de comunicación nos dan parte del balance de atentados y de otros horrores que se multiplican por el mundo), nos entristece y nos trastorna a veces, cuando concierne a personas que conocemos más o menos, e incluso puede llegar, cuando se trata de nuestros familiares, a afectar de manera notable, y durante mucho tiempo, nuestra relación con el mundo. Pero sobre nuestra propia muerte, ¿qué sabemos? ¡Nada! ¿Y será una casualidad que nuestro inconsciente la ignore? ¡Nada, no sabemos nada! Salvo que todos nos esforzamos, sin excepción, en no creerla posible por el miedo a sentirnos incapaces de hacer nada más que escondernos mientras la esperamos. Esta noción, convertida en obsesión y de la que Homo no pudo librarse nunca más, marcó ciertamente su psique desde que se planteó las primeras preguntas sobre su condición de viviente y sobre el sentido de su lugar en el mundo. Bien que había intentado disminuir la presión, augurando un proceso que un día se llamaría «represión», pero todo lo que podrá obtener de sus esfuerzos será ver la aparición en él de un fenómeno extraño y nuevo que podría equipararse con la memoria consciente. Sin duda ya haría tiempo que disponía de un embrión de esta memoria, y sin la menor duda era capaz, desde hacía decenas de milenios, de recordar los lugares que había atravesado, las plantas y los animales con los que se había cruzado, las trampas que había — 84 —
puesto. Pero nada nos autoriza a pensar que antes del cataclismo emocional experimentado con ocasión de la primera sepultura haya podido tener una memoria de emociones ciertamente raras y borrosas. Su comportamiento y sus gestos quedarán suficientemente afectados para explicar que haya podido transmitir a su descendencia, por lejana que fuera, no el contenido patente de lo que había vivido, sino su huella indeleble y cuyos efectos prescinden con facilidad de los detalles que ignora. Hoy en día conocemos los perjuicios de eso que nos obstinamos en esconder y que hemos llamado, como por casualidad, «el cadáver en el armario», para evitar decir «el cadáver en la primera sepultura», remitiendo el fenómeno a su origen. De esa memoria se trata, de la que produce fenómenos muy curiosos. Un surtido de extrañas visiones que vuelven a Homo y que lo asaltan de manera inesperada, visiones que le inquietan, porque no puede dejar de reconocer multitud de detalles, y que un día acabará llamando «recuerdos». ¿Será al cabo de algunos días, algunos meses, años, siglos o milenios cuando, resignado al fin, se divierta convocándolos a voluntad, para disponerlos a su manera y combinarlos en todos los sentidos, poniendo un detalle tan pronto antes como después de otro, para constatar entonces que esos arreglos no producen ningún efecto nuevo? ¿En qué momento tendrá la habilidad de poner tantas pantallas frente a todo lo que desearía poder olvidar? ¿En qué momento podrá jugar a integrarlos de manera que pueda extraer un deseo, un fantasma, o incluso un proyecto de alguna clase? ¿Desde esa época lejana, o desde mucho más tarde? ¿Quién podría afirmarlo con seguridad? Por tanto, habrá hecho falta que lo que conocemos de nuestros mecanismos mentales se instaura— 85 —
ra un día.* Y esto no ha podido producirse más que como consecuencia de la adquisición de ese proceso al que llamamos memoria. No obstante, los efectos de la adquisición de la memoria van mucho más allá de lo que imaginamos, pues la memoria es un testimonio implícito tanto de nuestra inscripción en el tiempo como de la imposibilidad de sustraernos a él. Eso de lo que me acuerdo y que transita por mi memoria reside en mi experiencia pasada. Lo sé, y no puedo ignorarlo, porque es a partir de mi presente que puedo hacer esta incursión en el pasado. Y del mismo modo que no puedo dejar de reconocer que mi presente ha sido el futuro de mi pasado, debería concluir, antes o después, que mi presente será muy deprisa un pasado y tendrá por él mismo un futuro, y eso de manera inevitable, por más que lamente no poder tener, ¡lástima!, sobre ese futuro una mirada tan eficaz como la que creo tener sobre mi pasado. Vivo por tanto en el tiempo. Y lo sufro. Me domina, me trabaja, me fabrica. No solamente no tengo sobre él ninguna sujeción, sino que ni siquiera puedo esperar tenerla algún día.** Si bien en efecto puedo convocar a voluntad el recuerdo de mi pasado, no tengo modo alguno de volver sobre él para cambiar su curso. Si hago proyectos sobre mi futuro, nada me permite hacer una incursión en él para asegurarme de que mis sueños se cumplirán.
Nada impide pues imaginar, desde ese estadio, la instauración de lo que el psicoanálisis desvelará como el inconsciente: esta parte, atópica, de los procesos mentales forjada con el tiempo por cada individuo y destinada a dirigir, mediante un conjunto de mecanismos complejos en constante interacción con el entorno físico y social, la gestión de las pulsiones. De ahí el éxito de películas que hacen intervenir máquinas para remontar el tiempo o para propulsarse a voluntad.
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Ilomo, por su parte, habrá pasado lenta pero ineluctablemente por la misma experiencia que describo. Interpelado primero por recuerdos que acuden a él sin ser convocados a voluntad, se habrá visto llevado a percibir su existencia como algo en desarrollo, y el tiempo vivido en esa existencia como algo vectorizado, es decir, que se extiende a un pasado caduco, aunque sea accesible a la memoria, a un futuro incierto del que lo ignora todo salvo el fin inevitable, porque tarde o temprano la muerte le vencerá también a él, objeto y juguete de ese maldito tiempo. Esta percepción le llevará fatalmente a la pendiente de la metafísica, obligándole a aportar a sus múltiples preguntas sobre su lugar en el mundo respuestas influidas por su entorno, y no podrá prescindir de ellas, pues enseguida percibirá la paz relativa que le aportan. Para implicarse en esta cuestión del tiempo y para permitirle adaptarse a su condición de mortal habrá tenido que esperar hasta la ley de la especie que finalmente enunciaría. Su inteligencia creciente habrá acabado confiriéndole, en el corazón mismo de su debate de fondo, la conciencia aguda de sus múltiples necesidades y la necesidad de organizar su satisfacción. De este modo se habrá lanzado sin duda a estrategias de intercambio que le habrán llevado a distinguir individualmente tanto a los agentes favorables a su empresa como a los que le han sido hostiles o indiferentes. Así habrán podido nacer alianzas coyunturales, y a veces incluso habrán perdurado con la lógica habitual que rige en este tipo de actividades. El embrión de las relaciones sociales, esbozado durante las decenas, cuando no centenas, de milenios anteriores, debió de perfeccionarse progresivamente para concluir en modelos de vida en grupo cuyas modalidades eran ciertamente próximas a las que conocemos todavía en nuestro presente. Si la existencia — 87 —
del otro ya se había establecido, era a título de individuo a priori hostil y amenazante, y el mejor uso que de él podía obtenerse era intentar utilizarlo en provecho propio; un profundo egoísmo presidía sin duda los intercambios en los que la generosidad sería algo desconocido, cuando no inconveniente. Pero debieron de trazarse líneas de fuerza y alianzas, abriendo a veces la vía a una fidelidad o a un compromiso, ambos instrumentos de intereses mutuos a veces de lo más mezquino. Mejorando la organización de estos intercambios contingentes seguramente se produjeron otros, en el interior mismo de los grupos o en intercambios con otros grupos, que dibujarán un borrador de los mitos en los que se anclarán las opiniones y las creencias del momento. Ni que decir tiene que esta evolución habrá estado circunscrita durante mucho tiempo a unos pocos grupos. La población implicada no sería, en principio, la más importante desde el punto de vista numérico. Pero ahorrándose enfrentamientos y guerras, seguramente prosperó con respecto a grupos que no habían optado por el modo relacional que ella instauraba. Quizá fuera una población prosélita sin quererlo, por un simple efecto de contagio. Pero los milenios que transcurrieron no permitieron que los progresos más patentes se difundieran de manera homogénea, del mismo modo que no llegaron a producirse resultados similares en un conjunto de sociedades que evolucionaban por su cuenta en un entorno convertido en estanco por su distancia con otros del mismo tipo. Para convencerse de la disparidad de estas evoluciones no hay más que ver los resultados registrados por los exploradores de estos últimos siglos o, simplemente, por nuestros antropólogos y autores de documentales televi— 88 —
sados. ¿Acaso no baten récords de audiencia los papúes de Sepik, los amerindios del Amazonas, las tribus pigmeas o los jinetes mongoles?
EL NÓMADA Y EL SEDENTARIO
En esta evolución lenta, compleja y multidireccional, al menos un hecho parece bien establecido: hace alrededor de veinte o treinta mil años, una parte de este conjunto de poblaciones empezó a sedentarizarse. Este hecho marca una etapa crucial del devenir de la especie, instaurando para sus miembros una relación con el entorno cuyos efectos todavía no se han agotado en nuestros días. Lo que no quiere decir que el nomadismo no prevaleciera todavía durante mucho tiempo, como al fin y al cabo demuestra su persistencia en la actualidad. Por otra parte, ¿qué es un nómada, y qué le lleva al nomadismo? Un nómada es un individuo que un día abandona un lugar que ya no le conviene o que le parece hostil para buscar y quizás encontrar uno que le convenga más... hasta que ése también deje de convenirle, con lo que... Se podría decir de él que, a consecuencia sin duda de dolorosas experiencias recurrentes, ha podido obtener enseñanzas que le previenen contra sus posibles ocurrencias, con lo cual renuncia definitivamente a intervenir sobre su entorno. Por ejemplo, aprende que cuando un pozo se seca es inútil esperar que el agua vuelva a manar. Armados de nuestros conocimientos actuales, no nos queda más remedio que alabar su sabiduría. Pero esa lógica que podemos rastrear hoy tuvo que constituir para él un conjunto de experiencias catastróficas de las que, si salía vivo, ex— 89 —
traía enseñanzas que transmitía a su descendencia. Lo mismo ocurrirá con el vecindario inmediato, la fauna de los alrededores, los pastos y los caminos a seguir. Disponemos de una ilustración edificante de este hecho en nuestra historia contemporánea. Efectivamente, se puede considerar que la conquista del territorio norteamericano por los europeos fue en gran parte facilitada por la larga ausencia de reacción de los autóctonos, de temperamento profundamente nómada. Los indios, invadidos por poblaciones decididas con motivo de su cultura de origen a apoderarse del espacio que se concedían, no les opusieron resistencia, asimilando sin duda esta invasión a un parámetro inesperado pero de todos modos banal de su entorno habitual. Por tanto, durante mucho tiempo se contentaron con cambiar de terreno de caza, como lo habían hecho siempre cuando las capturas empezaban a escasear. Solamente acabaron por reaccionar cuando su espacio de migración se vio singularmente limitado. Pero ya era demasiado tarde: los conquistadores, de larga tradición sedentaria, habían aprovechado las circunstancias para implantarse y actuar sobre el entorno mediante técnicas que habían traído consigo. Y ya conocemos las masacres con las que el conflicto acabó por resolverse. A la inversa de los grupos nómadas, muchos grupos Homo lograron encontrar un día territorios ricos de su conveniencia. Allí se instalaron, poniendo definitivamente fin a sus peregrinaciones y sedentarizándose probablemente por primera vez en la historia de la especie. Con la seguridad de que era inagotable, ciertamente debieron empezar por gozar perezosamente de su fortuna. ¿Por qué no iban a hacerlo, si los frutos que sobrecargaban los árboles sólo pedían que alguien los cogiera, si la caza era abundante y tan fácil de obtener? Con la ge— 90 —
nerosidaddelanaturalezarenovando el milagro de los cambios de estación, sin duda durante mucho tiempo no tuvieron que plantearse ninguna preocupación sobre su vida cotidiana ni sobre la de sus descendientes. Es más, al ver que sus recursos amenazaban con agotarse, les bastó con iniciarse en su gestión y después en su explotación, con lo que obtuvieron brillantes resultados. Eso les llevó a apoderarse afectivamente de su entorno, tomando la iniciativa de actuar a partir de entonces sobre él para adaptarlo a sus necesidades y logrando en unos cuantos milenios pasar de la choza a la aldea, en un camino marcado por esbozos de casas, diversas agrupaciones de cabañas y, finalmente, pequeñas poblaciones. Probablemente por el. efecto de la costumbre, inscribiendo los actos en una forma de experiencia que también debía de ser transmisible de generación en generación, esta sedentarización entrañó una mejor aprehensión del medio de vida antes de abrir la vía a su verdadera explotación bajo la forma de la invención de la ganadería, hace diez mil años, y unos siglos después, cuando no un milenio, de la agricultura. Que eso ocurriera en uno u otro lugar (se cree que el fenómeno se produjo en la zona conocida como el Creciente Fértil, correspondiente al actual Oriente Próximo), y más pronto aquí y más tarde allá, no es una cuestión demasiado importante. Lo que sí es importante, en cambio, es que la sedentarización —que suponía una relación más armoniosa con un entorno no tan hostil desde el momento en que se lo había dominado y aseguraba una subsistencia regular—, permitía ciertamente a los humanos consagrar la parte de la energía que gastaban para asegurarse una simple supervivencia a la conquista y apropiación de este entorno. Dicho de otra manera, pro— 91 —
cedieron a un definitivo investimiento físico y afecctivo del espacio, investimiento cuya intensidad y amplitud serán probablemente responsables de las convenciones sociales que conducirán a la posterior edificación de Estados e imperios. Probablemente así nacieron, hace unos diez mil años, aquí y allá, las primeras culturas cuyos ecos han llegado hasta nosotros.
E L NÓMADA, EL SEDENTARIO Y EL RELIGIOSO
Hacía pues decenas de milenios que el impacto suscitado por el descubrimiento de la inexorabilidad de la muerte había provocado en Homo toda clase de procedimientos para rebajar la presión de la angustia resultante. A ellos pueden añadirse maniobras de distracción, de anulación, o de consolación (que al fin y al cabo per-sisten) destinadas, en su caso, a rehusar propiamente la muerte como fenómeno irreversible. Los rituales funerarios, como vemos en numerosas pinturas rupestres, serían testimonio de la eclosión de preguntas, y por tanto de creencias precoces alrededor de la existencia de una forma de vida más allá del plazo común. Este tipo de preocupación no ha disminuido, por otra parte, y continúa suscitando las pasiones más vivas. ¿Acaso en estos últimos años no se han sucedido en vano las burlas a esa convicción de los hombres-bomba islamistas de que después de su muerte cada uno será acogido, en el paraíso, como un héroe al que esperan setenta vírgenes sometidas de antemano a sus deseos? La insistencia en las preguntas en torno a la angustia de muerte ha estado ciertamente, desde hace mucho — 92 —
diversas religiones destinadas a responderlas. Entre estas religiones pueden verse diferencias singulares en función de la sedentarización o del nomadismo de las poblaciones. Efectivamente, las dos formas de vida, en estrecha relación con los efectos de las relaciones inmediatas, han acabado creando una mentalidad específica para cada una de ellas. De este modo la sedentarización habrá conducido a sus adeptos a creer que se lo merecían todo, y les habrá hecho comportarse como los niños mimados que nos rodean. Inmersos en un entorno generoso del que se creen con derecho a esperarlo todo, se lo han apropiado afectivamente. Y les ha resultado mucho más fácil desde el momento en que tal felicidad no dejaba de recordarle a cada uno la que había sentido viviendo en el espacio materno, primero el útero y el regazo después, antes del penoso enfrentamiento con las realidades más duras de la existencia. También se les habrá conducido, en homenaje a la madre, sempiterna proveedora, a forjar durante mucho tiempo cultos femeninos antes de investir a sus ídolos. En este caso el ídolo podría entenderse como el equivalente a lo que conocemos en el universo de nuestros pequeños como el «osito» o el «peluche», o, según Winnicott, el «objeto transicional», es decir, una representación de la madre. Una madre abnegada, una madre generosa, una madre envolvente, una madre por encima de todo consoladora en todas las circunstancias, que nos da tranquilidad siempre, en todas las cosas y en particular en lo que respecta a la famosa angustia de muerte. Lo que no tiene nada de sorprendente si se tiene en cuenta el hecho ya señalado de que las mujeres, al no haber partici— 93 —
pado en el asesinato fundador en la épocadelaprimera sepultura, mantienen una relación con el tiempo, la muerte y la angustia de muerte singularmente diferente a la de los hombres. Se puede por tanto establecer una relación estrecha entre un entorno favorable, una madre abnegada y la idolatría, con los tres factores concurriendo en la misma función. Que todo esto haya podido hacerse más complejo a continuación para dar lugar a una multitud de objetos o de instancias, con más o menos fuerza, hasta el punto de dar nacimiento a los panteones, no cambia nada del asunto. Se tratará siempre de poner obstáculos, por medio de una representación del poder materno, a los perjuicios de una angustia excesiva. Así ocurrió, por ejemplo (para continuar con hechos que todos conocemos), con la religión del antiguo Egipto. Un ejemplo de religión ya compleja y muy desarrollada hace más de cinco mil años, que había élaborado desde hacía ya mucho tiempo una mitología coherente, sustituyendo a los ídolos banales de las religiones más básicas por objetos de adoración con un alto potencial simbólico. Las divinidades propuestas iban del sol al gato pasando por el Nilo, el toro, la lechuza o el cocodrilo. Cada una estaba ciertamente dotada de un poder específico. todos esos poderes concurrían en la protección de su adorador. ¿Protección contra qué? ¿Contra los avatares? ¿Contra la mala suerte? ¿Contra el infortunio? ¿Contra la adversidad? Contra todo lo que de cerca o de lejos no puede más que hacer presente la suerte adversa y el goce de la vida, o dicho de otra manera, contra todo lo que de cerca o de lejos no deja de evocarnos la muerte odiosa. Y eso no es todo, porque si esta religión ha dejado huella es porque afirmaba una existencia tras la muerte, e — 94 —
ibahastaprofesarqueloescencialno empezaba en realidad hasta después de esta etapa y que para cada uno era importante irse preparando durante la vida para el «gran viaje». El resto ya se conoce: el embalsamamiento, las momias, las provisiones para el viaje, las pirámides, etcétera. La idea era juiciosa: la madre, en sus múltiples representaciones, ¡subvertiría hasta la muerte! Bastaba con pensarlo: ¿por qué inquietarse del final del estado de viviente cuando no se trataba más que de un cambio de estado? La muerte no es pues un fin en absoluto, sino un comienzo. Bastaba con proclamarlo. Y también con creérselo, naturalmente. Con eso en principio bastaba. Y en efecto bastó, durante cerca de tres milenios: fue suficiente para construir una sociedad estructurada, próspera, poderosa y relativamente pacífica. Podría hacerse una visita al conjunto de las variantes de los dispositivos de esa época, como las versiones cananeas y mesopotámicas que han llegado hasta nuestros días por las huellas que han dejado o por lo que de ellas han tomado prestado religiones ulteriores. Veríamos cómo producen los mismos resultados: una invención siempre original y en conformidad con los datos del entorno, una invención con mirada consoladora y tranquilizante puesto que junta los efectos de un espacio tranquilizador con el de dispositivos de esencia maternal, tiernos y sutilmente negadores. Cuando se llega a la religión de los griegos, después adoptada y adaptada en su imperio por los romanos, la estrategia cambia completamente. Pero el resultado perseguido es siempre el mismo. Una mitología elaborada a partir del caos primitivo (como en la mayor parte de las religiones del entorno) da origen a un panteón de dioses que tienen la particularidad de ser singularmente idénticos — 95 —
a los humanos, excepto por el detalle de que ellos no les afecta la muerte. Podría decirse que el mensaje que se filtra del dispositivo serviría para afirmar, con el objetivo de aliviar la sempiterna angustia de muerte, que simplemente no hay que dejarse invadir o aplastar, puesto que los dioses inmortales que rigen el mundo y los hombres se comportan exactamente como los mismos humanos, y conocen la jerarquía en sus relaciones, y las alianzas, y las disensiones, y se encuentran confrontados a problemas en apariencia irresolubles, y lo mismo tienen deberes conyugales que caprichos o cambios de humor. ¿Qué importaría entonces la inexorabilidad de la muerte, puesto que estar al abrigo de ella no da más ventajas en la gestión de lo cotidiano? Además, ¿acaso no existía ese universo singular, el Hades, enteramente dedicado a la estancia de los muertos y en donde todo, excepto el tiempo, se desarrollaba en perfecta simetría con la vida terrestre, permitiendo tanto la continuación del pensamiento como el reencuentro con los familiares, lo que de alguna manera representaba otra versión del gran viaje egipcio? A juzgar por la manera en que ha brillado la civilización griega y por lo que ésta ha aportado hasta este momento al mundo, no podemos por menos que saludar la extraordinaria eficacia de su invención. Por mucho que se multiplicaran y que hicieran crecer su influencia sobre la superficie del globo, estos diferentes dispositivos no siempre lograron ganarse para su lógica a las poblaciones nómadas, que permanecieron obstinadamente reacias. Con el transcurso del tiempo, la opción nómada tuvo que fabricar y modelar (y sin duda continúa haciéndolo) un dispositivo cognoscitivo, que se traduce por una disposición de espíritu particular por sí misma resultante sin duda de decenas de milenios de migración del ancestro Homo lanzado a la conquista del — 96 —
planeta, En la medida que no hay ninguna razón para instaurar un investimiento en el lugar del entorno, que cambia sin cesar aunque a veces es difícil encontrar uno más conveniente, puesto que el nómada no puede confiar en los recursos de este entorno para asegurar lo necesario para su descendencia, éste ha renunciado a apoderarse afectivamente del espacio en el que se despliega y del que llega incluso a desconfiar. Casi podríamos avanzar, en este sentido, que habrá conocido tales condiciones que sin duda le habrán desmentido sin cesar las promesas implícitas del discurso materno, llevándolo, cuando no a desmitificarlo, por lo menos a tomar distancias frente a él. Por el contrario, percibiendo su recorrido existencial como sometido a la incertidumbre del de su descendencia, tomará las medidas de lo aleatorio de este tiempo inaprensible y adquirirá una conciencia de él todavía más aguda, lo que le habría obligado a tomar en cuenta su huida y a gestionar su propia duración de vida, pues todos los factores lo habrán preparado de alguna manera a aceptar «asumir» su condición de mortal. Tanto es así que, cuando llegue, mucho más tarde, a concebir la religión a la vez como respuesta a la búsqueda de sentido de su vida y como la defensa más eficaz a la presión de su angustia de muerte, el nómada inventará, hace unos cuatro mil años (y por tanto mucho antes del florecimiento de la civilización griega, situado entre el siglo VIII y el III antes de nuestra era), la primera religión monoteísta. Los hebreos, inventores de este monoteísmo, eran una tribu nómada cuyo nombre significa «los que pasan». Ese pueblo, que se desplazaba por Mesopotamia, se proveerá, tras una estancia de doscientos setenta años en Egipto, de un texto, la Torá, que narra el evento como si de su historia se tratara y consigna al mismo — 97 —
tiempo el cuerpo de sus creencias. La Torá, mas conocida con el nombre de Pentateuco o Antiguo Testamento (y que puede leerse como una mitología de fecha reciente en relación con el conjunto del tema que tratamos), se vio reforzada por un voluminoso cuerpo de comentarios, el Talmud, destinado a afinar el contenido del mensaje que se suponía tenía que librar. No obstante, los comentaristas han destacado desde hace mucho tiempo que si el texto toraico concede un amplio, espacio, en el primero de sus libros, a figuras maternales fuertes, las matriarcas Sara, Rebeca, Lía y Raquel, narrando en detalle sus intervenciones, no vuelve a evocarlas en absoluto más adelante, y la misma palabra «madre» no vuelve a figurar en el texto tras la recepción de los diez mandamientos. Es como si toda la empresa apuntase tanto a desbaratar las maniobras de la instancia maternal como a limitar sus poderes, en beneficio de la constitución, original en esa época, de una sociedad de padres. Para llevar a buen término su empresa, los hebreos se apoyaron sobre el famoso Dios-uno que se otorgaron y que nos hemos esforzado en querer llamar, en otras lenguas, Yahvé, Yohvé o Jehová, u otras pronunciaciones del mismo estilo, cuando resulta que su escritura, YHVH, estrictamente impronunciable, funciona a la manera de un logo,* condensando en cuatro letras las tres modalidades, entrelazadas sin orden, de la inscripción del ser en el tiem-
La particularidad del logo es no «hablar» sino al ojo: pensemos en los dos galones, en el curioso rombo o en el león estilizado de las marcas francesas de automóviles. Pero esta manera de hablar es singularmente eficaz. La retención y la memorización de su mensaje son en efecto infinitamente superiores a las de todos los demás medios de comunicación. Por otra parte son conocidas las fortunas que dispensan los servicios de márketing de las grandes empresas para encontrar logos con buenos resultados.
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po:habersido,ser,tenerque ser. Lo que constituye un testimonio de que el monoteísmo, opción de un pueblo nómada, se construyó ante todo por la conminación que se hizo a sus adeptos para que tomaran conciencia de su inscripción en el tiempo.
MADRE, PADRE, ESPACIO, TIEMPO Y MUERTE
La relación privilegiada del sedentario con su espacio (ya he señalado que no deja de recordar la relación privilegiada con la madre) ha constituido sin duda una ventaja formidable para sus poseedores, puesto que suscita, como sabemos gracias a Freud, la confianza en sí y el desarrollo del espíritu y el de la técnica, cuestiones que durante mucho tiempo fueron dejadas de lado por la opción nómada, que había optado por una solución diferente. Podemos, por otra parte, verificar el hecho examinando de qué manera se difundieron las religiones monoteístas por la superficie del globo en el curso de la historia. Es sabido que el judaismo no ha tenido nunca vocación proselitista y que desde siempre ha desalentado las conversiones. El pueblo designado como «elegido» sintió que su elección era demasiado pesada para compartirla con otros. Pueblo elegido, pero que declara él mismo no haber vivido este hecho sin pesar, y que considera no haberlo sido más que para cumplir el recorrido que se le ha ordenado y que, una vez .concluido, le constituiría en ejemplo susceptible de convencer a su fe en el Dios-uno al resto de la humanidad: empresa vasta, cuando no imposible, por lo mucho que obliga a una ascesis rigurosa y — 99 —
a una infinita paciencia en la que ci tiempo queda como ingrediente principal. El cristianismo que se derivó optó por un enfoque prosélito (suave al principio, pero mucho menos cuando se mezcló con factores políticos) que apuntaba a la salvación de la humanidad. Como sus fundamentos hacían intervenir a una madre, María, la madre de Cristo, no tendrá grandes dificultades en difundirse en el área geográfica templada del hemisferio occidental, con recursos abundantes y con poblaciones sedentarias desde hacía mucho tiempo, suplantando, mediante la aportación de un símbolo maternal de importancia,* el ídolo-objeto transicional allá donde éste todavía era vigente, como el culto del Panteón de las religiones grecolatinas. Por el contrario, encontrará mucha mayor dificultad en el área geográfica en la que el nomadismo, del que ya he dicho que siempre se había mostrado desafiante frente a las promesas de esencia maternal, prevalecía en razón de la geomorfología y de la precariedad de los recursos. Cuando el islam retomó las aportaciones del judaismo y del cristianismo —confiriéndoles upa determinación prosélita que finalmente no parece haber perdido y para la cual se valió tercamente de la idea de eternidad— se difundió sin dificultad en las áreas de nomadismo, El símbolo no agotará ni su poder ni su eficiencia si pensamos en la manera en que logró relanzar la cristiandad occidental que había perdido velocidad en los inicios de la Edad Media, augurando la era de la abundante iconografía de Virgen con N i ñ o . La misma utilidad tendrá en circunstancias similares a mediados del siglo XIX bajo la forma del dogma de la Inmaculada Concepción. E s o sin contar con que Francia, que reivindicó muy pronto su estatus de «hija mayor» de la Iglesia, y que se puso bajo la advocación de la Virgen María, tomó prestada a la Iglesia su organización piramidal, forjando un Estado fuertemente centralizado, único en Europa y al que la constitución revolucionaria jacobina no alteró.
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hasta el Lejano Oriente, pero se vio frenado a las puertas de Viena, fracasando en la conversión de poblaciones ya cristianizadas de las que ya conocemos hasta qué punto su recorrido, cruzadas incluidas, las había convencido de que defendían la única fe verdadera. Naturalmente, sería ridículo, cuando interfieren muchos factores, reducir a un esquema tan esquelético los objetivos y las aportaciones de estas religiones que se reparten (por desgracia no sin tensiones) una gran extensión del mundo. Del mismo modo, sería ridículo pretender resumir en unas cuantas frases nociones tan vastas y complejas como las del espacio y el tiempo. Me contento con seguir mi idea de la gestión de la angustia de muerte para mostrar que nunca ha dejado de preocupar en todos los aspectos a nuestra humanidad. Y que las religiones, sin ninguna excepción, han intentado regularla aportando sus respuestas. Y prácticamente todas, incluso las monoteístas, han dejado entender a este respecto, cuando no lo han manifestado abiertamente, la existencia de una vida tras la muerte. De todos modos no es lo bastante conocido el hecho de que el mensaje espiritual del judaismo (religión mal conocida, incluso por los propios judíos), el mensaje que se revelará organizador de los resortes de la sociedad que ha edificado como su manera de identificar su relación con el mundo, gira alrededor de una orden que le fue dada y cuya formulación es cuando menos extraña: «He puesto frente a ti la vida y la muerte... Tú escogerás la vida.» Por paradójico que parezca («Te doy a escoger entre esto y lo otro. Escoge esto.»), semejante mensaje deja todavía más claro que la Torá no hace ninguna mención explícita a lo que ocurre tras la muerte. Y que nada se encuentra en ella que la mencione durante los seis u — 101 —
ocho getas posteriores afirmen que podían encontrarse palabras que dejaban entender que el alma era inmortal, será necesario esperar a un período situado entre el inicio del siglo II a.C. y el fin del siglo II d.C. para encontrar, sin duda bajo la influencia de las religiones vecinas que no habían perdido su celo prosélito, una referencia a la resurrección de los muertos y al más allá. Sin entrar jamás en el detalle de lo que sería la morada de los muertos (el SHeHoL), los textos de esta época no dejan de evocarla. En cuanto al hecho de que el texto de la plegaria individual se valga de una bendición de Dios que devuelve la vida a los muertos, se trata de un añadido tardío que dataría de los inicios de nuestra era. Por su parte, el cristianismo, al sacar partido del argumento de la resurrección de Jesús que no dejará de testimoniar, experimentará un desarrollo extraordinario. Por otro lado, no dejará de disertar sobre el más allá, sobre el paraíso, el infierno, el purgatorio, e incluso llega a inventar, en el siglo IX, el limbo destinado a los recién nacidos muertos sin haber recibido el bautismo. Asimismo, utilizará desde muy pronto esta noción para asentar su potencia política, sin dudar en utilizar su poder de intercesión y vendiendo gracias, contra lo que se levantará un día el cisma protestante, En lo que concierne al islam, la prensa, que en estos últimos años ha tenido que tratar de sucesos que implicaban a determinados de sus fieles, ha difundido ampliamente la opinión que dicha religión tiene sobre todos estos asuntos, opinión más radical y sobre todo más evocadora y llena de imágenes todavía que la cristiana. El Corán está en efecto plagado de referencias, acompañadas de muchísimos matices, sobre la vida en el más allá. — 102 —
Y como confiere a Dios un poder absoluto al que el humano no tiene más remedio que someterse (la palabra musulmán significa «sumiso»), las referencias al más allá no hacen sino adquirir más fuerza. Por otra parte, no es imposible que una lectura errónea de su mensaje haya logrado suscitar el suicidio de los hombres-bomba islamistas, el cual no deja de recordar los sacrificios humanos de las religiones idólatras, en particular las del culto a Baal, contra las que el islam siempre se ha levantado con violencia. En lo que concierne al budismo y demás religiones del Lejano Oriente de las que todavía no hemos hablado, en ellas el problema se ha resuelto de una manera todavía más original, pues hacen del cuerpo el simple hábitat de un alma llamada a reencarnarse hasta llegar a la perfección. Lo que finalmente permite desatender a dicho cuerpo: puede ser indiferentemente quemado, confiado al río (en la variante hinduista), o incluso ofrecido como carnaza a los buitres, como ocurre en el Tíbet. Como se ve es una empresa que no ha dejado de tener importancia, ni mucho menos, y las pasiones que suscita todavía hoy en día no dejan de demostrarlo, pues lo que está en cuestión es el intento de resolución de un destino forzosamente trágico. Aunque no se trate más que de creencias, a las que cada uno puede adherirse o no, siempre resulta importante encontrar el medio de luchar contra la presión de la angustia de muerte, de permitir la confianza en la vida y de frenar las formas de autodestrucción que trabajan en cada uno lo mismo que en la sociedad en la que se inscribe. Y eso que esta angustia es tan fuerte y a menudo tan incapacitadora que cada uno, para defenderse o para aliviar su peso, se agarra a la solución que le proporcionan las creencias, la religión o la fe entre — 103 —
las que ha venido al mundo y a las que después se adhiere para defender, aunque le cueste la vida, su pertinencia y su verdad. Tanto es así que con el fin del comunismo han vuelto a florecer las religiones de las que se había pretendido liberar a los pueblos. Esto demuestra hasta qué punto el recurso a la protección que éstas se supone que procuran ha continuado considerándose superior a las promesas del materialismo. Lo que por otra parte resume la célebre frase de André Malraux cuando advierte de que «el siglo XXI será religioso o no será». Esta opinión de tintes proféticos proviene en realidad de una simple deducción que su autor, gran viajero, sacó de las observaciones de los mundos que había atravesado. El horror de las guerras y de las masacres del siglo XX, asociado a una difusión mediática sin precedentes en un mundo reducido de golpe a la escala de un villorrio, habrá salpicado suficientemente a nuestros semejantes para volverlos a empapar, como nunca lo habían estado, de una angustia de muerte cuya presión parece haber llegado a un nivel a punto de hacerse intolerable.
RETORNO A LA LEY
En el fondo, si lo miramos de cerca, seguiría tratándose de la primera sepultura. Por enorme y eficaz que pudiera ser, la primera roca colocada sobre el espantoso cadáver no atenuó el miedo que se había concebido. Hizo falta otra, y luego más todavía, y luego ramas, y tierra, y todo lo que se tenía al alcance de la mano. Sin gran resultado, como se ha visto, ya que el miedo, lejos de desaparecer, dio lugar a una angustia inevacuable. Al fin y al cabo — 104 —
las religiones no habran sido más que otras rocas más destinadasa hacer desaparecer los efectos de la angustia, incluso cuando la ley de la especie que se instauró (o que ya se había instaurado, según el punto de vista que se adopte) habría debido en principio bastar por ella misma. ¿Qué promete pues esta ley que no prohibe en apariencia más que las uniones entre familiares para favorecer el intercambio de mujeres, sino el trazado de la sucesión de las generaciones en un proceso irreversible que, conforme al desarrollo del tiempo y a su vectorización, habría debido mucho antes inscribir a los humanos en ese tiempo y hacerles aceptar la lógica? De todos modos no se trata de dejar creer que los promotores de la ley hubiesen apuntado a sabiendas a tal objetivo. Ha quedado demostrado que, sea cual sea el guión que se escoja, la ley acabó por imponerse sin duda y se habría adoptado para resolverle al primer jefe las modalidades del intercambio de mujeres. Pero como muchas otras reglas de vida sin duda habrá impreso en el humano sus consecuencias y su metamensaje. Ponerse en una disposición y aceptarla acaba siempre por conllevar una adhesión al contenido de esta disposición; adhesión que no sólo concierne a las mentalidades, sino al mismo cuerpo. Gracias al Actor's Studio sabemos por ejemplo que el artista al que se le pide que interprete un personaje particular no consigue hacerlo creíble si no se esfuerza en experimentar las emociones de dicho personaje, para lo que ciertamente le son de ayuda el texto y las situaciones que representa. Pero también se ha demostrado que solamente la mímica de la emoción representada conlleva profundas modificaciones en el medio interior del actor. Pero con eso no bastó, como todos sabemos, para que la ley de la especie consiguiera imponerse fácilmente — 105 —
a cada uno. La apuesta a la que se enfrentaba era efectivamente inédita y sobre todo inmensa. El antropólogo Frazer planteaba la cuestión con mucho humor preguntándose por qué la humanidad habría experimentado la necesidad de forjarla cuando nunca había sentido la necesidad de promulgar ley ninguna para prohibir poner la mano en el fuego. Es una manera sutil de señalar que todos nosotros, sin excepción, estamos tan atraídos hacia el incesto que nos ha sido y nos sigue siendo necesaria una ley para no ceder a él. Lo que por otra parte no prejuzga la eficacia de esta ley, ya que todas las sociedades emprenderán numerosas disposiciones legales para reforzarla. Ahora bien, si nos preguntamos por los factores que hacen necesarias disposiciones como éstas, no podremos evitar constatar que conciernen a la relación que cada uno cree poder mantener con su madre primero y después, por extensión, con todo lo que le es cercano. Si recordamos que las mujeres, objeto de intercambio entre los hombres, no fueron consultadas, comprenderemos más fácilmente que nada las llevara naturalmente a desalentar el insistente interés manifestado por su hijo. De hecho, incluso están autorizadas a acoger no sin alegría el mensaje que se les envía. ¡Y con razón! Si nos tomamos al pie de la letra la definición que la antropología da del incesto, a saber «hacer de uno mismo con lo que es tuyo», se concibe que las madres se sentirían empujadas por más de una razón. Independientemente de la ocasión que se les da de protestar contra la ley y de frenar su instauración, también tienen la ocasión de creer que se pueden reproducir como por clonación, o por lo menos que pueden raptar a ese hijo y hacerlo solamente suyo para eventualmente ofrecerlo a la historia en la que se han ins— 106 —
crito. Que los niños que ellas sostienen y que guardan su legado puedan desear volver a ellas es algo banal. Basta con preguntar a las madres de varios hijos: se habrán dado cuenta de que desde el momento del nacimiento del hermano el hijo anterior tiene una regresión, reclama el pecho, el biberón o la cuna, y llega incluso a expresar sin dudarlo su deseo de volver al vientre de la madre. Son cosas que podemos comprender si tenemos presente que el hijo no tiene ganas de crecer, porque ya sabe que la vida tiene un término. Ahora bien, si las madres no intervienen para enunciar la ley, no hay prácticamente ninguna probabilidad de que los hijos se sometan a ella. Y si no lo hacen, encierran durante mucho tiempo a estos mismos niños en problemáticas susceptibles de perjudicarlos y de transmitirse de generación en generación. El caso clínico siguiente constituye una ilustración edificante.
Siempre es necesaria al pastor
una respuesta
de la
pastora
El delicioso angelote de siete años, rubio, de pelo rizado y de ojos claros que tenía ante mí ese día contrastaba por presencia y vivacidad con su madre, que parecía, por su parte, agotada y desesperada por el problema por el que acudía a mi consulta. Desde hacía ya varios años y a pesar de recurrir a diferentes especialistas, el angelote, cuarto de sus siete hijos, era encoprético, es decir, era incapaz de retener sus heces y se las hacía encima. Ese motivo, una vez expuesto, no parecía preocuparle demasiado a él, pues hasta se creyó en la obligación de adornarlo gratificándome — 107 —
con una sonrisa casi divina. Sorprendido por su actitud, me aventuré a preguntarle qué pensaba de todo eso. Su respuesta no se hizo esperar: «Yo, en lo único que pienso es en casarme con mi madre, es lo único que me interesa.» Confieso que, más que sorprendido, me quedé literalmente mudo. Este tipo de afirmaciones, dado que la ley sigue pesando, y además con toda su carga, no se deja oír muchas veces, en el mejor de los casos, más que entre líneas o tras numerosas sesiones de comentarios de dibujos. Pero prácticamente nunca se pregona, sobre todo frente a un tercero que apenas se acaba de conocer. Me creí en el deber de responder enseguida a ese angelote mudado en diablillo con un discurso firme y bien estructurado. Pero por cada observación que le dirigía recibía una respuesta que me desarmaba. ¿Su padre? ¡Seguro que un día se moriría! ¿Y si eso ocurría dentro de mucho tiempo? ¡Esperaría! ¿Que su madre envejecería? ¡El la querría siempre! ¿Fea? ¡No, nunca lo sería! Y así todo el rato. En la ocasión siguiente, a dos semanas de la primera, asistí a un desmoronamiento todavía más marcado que el precedente por parte de la madre, con la misma sonrisa divina de mi angelote y con sus mismas afirmaciones, que espontáneamente presentó con un «para mí, nada ha cambiado, ¡sigo queriendo casarme con mi madre!», como si, contento de haber encontrado a un confidente, pudiera desinteresarse del problema de su incontinencia. Una vez más tuve la desafortunada idea de apelar a su lógica, para darme cuenta de que seguía siendo imparable, impermeable por añadidura a una argumentación que yo había hecho más persuasiva todavía. En cuanto al tabú, no había nada que hacer, lo mismo que tampoco — 108 —
temía la sancion. Con los demás quizá sí que funcionara, pero en su caso el amor era tan grande que estaba dispuesto a enfrentarse a lo que fuera. Solamente en la sesión posterior, extrañado por la total ausencia de reacción de la madre a las afirmaciones reiteradas de este hijo, me acordé de otra madre que se me había quejado de que su hijo no dejaba de dirigirle palabras en este mismo sentido. Me acordé igualmente de que, cuando le pregunté cómo había reaccionado, ella afirmó que le había dado una respuesta correcta a su hijo, declarándole: «Pero [sic], ¡está tu padre!» Me resultó fácil mostrarle de qué modo su formulación, sobre todo cuando la introducía con ese «pero», sólo podía mantener al niño en su callejón sin salida. Entonces le repetí la historia de éste a la madre de mi angelote, y resultó tan bien que al término de mi explicación fue ella quien acabó espontáneamente por decirle que el proyecto que había forjado para su futuro común no le interesaba, que ya tenía un marido al que amaba, con el que había concebido a todos sus hijos, incluido él mismo, y que no quería a ningún otro, que él era su hijo y lo seguiría siendo siempre, así como muchas otras palabras del mismo orden. El síntoma del angelote desapareció aquella misma noche. Mientras que no se había visto rechazado, el angelote estuvo íntimamente persuadido de estar en su derecho. Había hecho falta que su madre rechazase claramente y sin rodeos el contenido de su mensaje para que él renuriciara al fin a continuar manteniendo la ilusión que alimentaba. ¿Con cuánta frecuencia todas estas condiciones se reencuentran en los amores desgraciados, y con — 109 —
cuánta el miedo a «hacerle daño» a un o a una pretendiente no hace sino que las relaciones se compliquen y que se prolongue la tortura engendrada por el malentendido? La situación fue asumida por tanto y resuelta por la actitud decidida de la madre. Imaginemos que no hubiera obrado de este modo. Bajo la presión de factores diversos, la encopresis habría acabado tarde o temprano por desaparecer, y también el deseo de casarse con su madre. Pero mientras que la encopresis habría desaparecido para siempre de los mecanismos defecatorios, la represión del deseo habría dejado en la psique una huella que habría aprovechado la primera ocasión para exprimirse de nuevo con la misma energía. Lo que ilustra otra historia clínica.
¿Hasta
dónde puede pretender
llegar el
amor?
Ya había notado que esa pareja estaba inquieta, muy inquieta. Por iniciativa del padre, multiplicaban las consultas para una hija de meses, sin hacerse preguntas sobre su ansiedad, que tanto uno como otra juzgaban legítima y que cargaban a la cuenta de su inexperiencia. Ahora bien, la niña manifestó un día una diarrea profusa al inicio de la noche, cuando de hecho se la había visto en excelente estado en la consulta de esa misma tarde. Enseguida corrieron al hospital, a urgencias, explotaron las palabras alarmistas del joven interno de guardia. Y todo condujo, al día siguiente, a un escándalo en nuestra consulta. El padre, en efecto, acudió a poner en cuestión nuestro trabajo. No quería admitir que su hija había podido — 110 —
do examinada y declarada en buen estado de salud. Me costó mucho calmarlo, pero finalmente lo conseguí. Le acompañé a la secretaría para que le dieran hora para la visita de comprobación de curación de su hija que me pedía. Una vez allí, para insistir todavía más en sus disculpas, sobre todo frente a la secretaria a la que acababa de agredir, me declaró en un impulso de pasión irrefrenable, para hablarme de su hija: «Entiéndame. La quiero. La quiero. La quiero con locura. Estoy loco por ella. La quiero tanto que nunca dejaré que ningún hombre se acerque a ella. ¡Será inútil si alguno lo intenta, porque en cuanto se haga mayor me casaré con ella!» Mi secretaria tuvo que aguantarse la risa, y la esposa, sorprendida, abrió unos ojos enormes. Por mi parte, me dije que no tenía que olvidarme, en la siguiente consulta, de hacer que ese hombre me hablara de su madre. Pensaba en efecto que en ese caso, con ese joven padre «loco de amor», como él mismo afirmaba, nos encontrábamos con una visión del mundo que ilustra a la perfección la génesis de un movimiento incestuoso susceptible, si no se pone remedio, de instaurarse un día u otro. Siempre podrá afirmarse que ésas eran palabras anodinas, que no había sido más que una tontería. Sí, es una buena excusa, como las que pueden ponerse en el rango de las conductas, banalizadas y consideradas como anodinas, las de los padres que durante años se bañan con sus hijas, con la excusa de familiarizarlas con el otro sexo y para evitarles las estúpidas inhibiciones que podrían generar el rechazo, la mojigatería y la ignorancia: es así, en efecto, y no de otro modo, como se comenta este tipo — 111 —
de comportamiento. En resumen: ya sea porque procede de una tontería o de un seudodeseo de emancipación, por muy estigmatizable que resulte para todo aquel que no sea el padre incriminado, que no ve en ello nada reprensible, este tipo de conducta es siempre una expresión del amor que la promueve y que justifica su práctica. Ahora bien, la pregunta que plantea este amor es la de su naturaleza y del contenido que así se hace evidente. ¿Qué lleva dentro? ¿Qué futuro puede tener? ¿De qué fuentes se alimenta? ¿Qué corrientes lo mantienen? Es difícil responder con sencillez a cuestiones tan vastas. Pero me parece que la mejor manera de lograrlo consistiría en invertir la dinámica del problema. Tomándolo no a partir del síntoma que produce, sino a partir de las condiciones que han llevado a este síntoma. Para empezar afirmo que el incesto de un padre sobre su hija no tiene nada que ver con un accidente. Que no surge de cualquier manera, o en no importa qué circunstancia. Se ha preparado largamente mediante desviaciones de la ley, ciertamente mínimas pero perfectamente localizables, en el comportamiento de las generaciones anteriores. Hasta tal punto que no ha sido nunca nada más, ni nada menos, que la práctica del incesto que el niño que el padre había sido antes se habría creído invitado a consumar con su madre, y que múltiples factores le han impedido culminar. Añadiría que si una pulsión incestuosa ha germinado en la mente del padre, que más adelante quería casarse con su hijita, no es más que la reanudación de una pulsión, idéntica a la de mi angelote, del niño que ha sido este padre. Y que esta pulsión inicial, que habrá sido rechazada tal cual, no ha surgido en su caso a consecuen— 112 —
ciadela existencia o de la eclosión de disposiciones perversas, sino porque él también ha sido el objetivo privilegiado de pulsiones violentas procedentes de su madre. Eso explicaría que, si la ley de la especie ha planteado y continúa planteando tantos problemas, es esencialmente a consecuencia de que las disposiciones maternas, con respecto al tiempo y a la angustia de muerte, han sido desde siempre, incluso antes de la primera sepultura, radicalmente diferentes a las disposiciones masculinas. Eso no significa, ni mucho menos, que las madres sean las únicas responsables de las dificultades con que se ha encontrado la aplicación de la ley. Efectivamente, su propensión tiene muchas virtudes de las que ningún niño puede prescindir para abrirse a la vida. Pero dicha propensión ha de tener un límite gracias al cual el niño podrá interiorizar el tiempo y constituirlo a su vez como el ingrediente esencial de su persona. La problemática del incesto se encuentra, pues, estrechamente vinculada a la del tiempo. Ese tiempo sin la asunción del cual no habría nada humano, todo sería animal. Todo en lo humano sería animal. Así, aunque cada vez se hayan descrito más comportamientos, tanto entre los primates como entre las aves, que evitan el incesto, no se trata más que de evitarlo. Mientras que entre los humanos, la ley de la especie se promulga y pasa por el lenguaje (como ilustra la conversación entre mi angelote y su madre) y por la conciencia de sus implicaciones: sumisión a la lógica del paso del tiempo y consideración de la inexorabilidad de la muerte que constituye su consecuencia. El incesto, al ignorar deliberadamente la sucesión, y por tanto la existencia de generaciones, tendrá que leerse como un intento de paralizar o de invertir el paso del tiempo y como una deriva presuntuosa del pensamiento — 113 —
que creería poder ignorar estas leyes y dar al traste con ellas a buen precio. Sin duda fue para asentar todavía mejor la ley de la que se había provisto que la humanidad, fuera de los sistemas religiosos que se desarrollaron en todo tiempo y por todas partes y que aseguraban el relevo, se dotó de dispositivos muy antiguos pero que solamente se descubrieron en el siglo XIX y que han sido descritos como sistemas de parentesco.
L o s SISTEMAS D E
PARENTESCO
Sin que nunca lo hayamos sabido, y sin que la mayor parte de entre nosotros lo sepa, sin que conociéramos tampoco claramente las consecuencias, resulta que las sociedades humanas se organizan desde tiempo inmemorial según esquemas relaciónales reconocidos como otros tantos sistemas de parentesco. Estos sistemas, en los que todos estamos inscritos —y que modulan en parte, sin que nos demos cuenta, nuestras maneras de pensar y de actuar—, no fueron descubiertos y descritos hasta la segunda mitad del siglo XIX. ¿Qué es pues un sistema de parentesco y para qué sirve? Me tienta responder que es una modalidad de gestión, por no decir una respuesta, que se hace singular y diferente de la vecina por las condiciones del entorno con respecto a una misma cuestión, la que plantea la aplicación de la ley. Se trata, en efecto, de un conjunto de disposiciones destinadas a informar a todo individuo (ego, en el vocabulario antropológico), de manera clara y precisa, sobre las alianzas matrimoniales que le son permitidas o que se — 114 —
leprohíben.Estasdisposiciones se acompañan de indicaciones relativas a la manera que tiene ego de denominar a sus parientes próximos o lejanos, estableciendo con ellos vínculos jerarquizados evidentemente dotados de afectividad. Los sistemas de parentesco, sin que se sepa muy bien por qué, se agrupan en seis llamados «elementales» (por tanto los más extendidos y ciertamente los más antiguos) y de cierto número de los llamados «complejos» o semicomplejos. Cuando se piensa en la multitud de códigos de comunicación (aunque sólo sea en la multitud de lenguas de entre las cuales muchas han desaparecido)"' que Homo se ha visto en la obligación de inventar a lo largo de su larga aventura de conquista del planeta, sólo cabe la extrañeza ante un número tan reducido de sistemas de parentesco. Pero también es forzoso admitirlo: como si los factores del entorno fueran susceptibles por ellos mismos de imponer soluciones múltiples, mientras que la organización de los vínculos parentales, al poner en relación un número de individuos restringido, crea muchas menos combinaciones. ¡Aunque lo cierto es que la combinación de relaciones duales de los tres términos que constituyen el padre, la madre y el hijo no dé más que seis posibilidades! Los sistemas de parentesco no son específicos de las poblaciones de las que han recibido su denominación. No se sabe exactamente por qué ni cómo se forjaron, del mismo modo que no se sabe por qué existen en los lugares en los que se aplican, pero los encontramos aplicándose a poblaciones completamente extranjeras y a veces muy alejadas geográficamente unas de otras: ¿qué rela¡Y continúan desapareciendo!
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ción de proximidad puede establecerse entre los inuits, los sajones, los sardos o los saboyanos, que sin embargo emplean un mismo sistema? La denominación que se les ha dado se basa estrictamente en una formalización consecutiva al estudio de la población a la que se refiere. De este modo nosotros, en nuestra esfera occidental, pertenecemos al sistema llamado «esquimal», en el que, al privilegiarse la familia nuclear, no se nombra de distinto modo a los abuelos o a los tíos y tías, según lo sean por vía materna o paterna, o por matrimonio, y se confiere el mismo rango y la misma denominación a primos y primas. Quizá resulte curioso resaltar una particularidad a la que la mayoría de nosotros nunca habremos prestado atención: llamamos indiferentemente «tío» al hermano de nuestro padre y al de nuestra madre, y lo mismo a los maridos de nuestras tías por vía materna y paterna. La prohibición del matrimonio entre primos caracteriza este sistema, aunque esta disposición fue modificada en Francia en la década de 1920. Pero éste no es más que uno de los seis sistemas. Así, en el «sistema hawaiano», a todas las tías y tíos se les llama «madre» y «padre»; a todos los primos y primas se les llama «hermano» y «hermana». Es como si una generación hubiese asumido la tarea de criar a la generacion siguiente. Aunque pueda distinguir perfectamente a sus progenitores, de este modo ego dispone en este sistema de diversos padres que tienen para él y para sus compañeros de generación las mismas prerrogativas y la misma función. El sistema es todavía más cerrado que el anterior, ya que ninguna disposición legal estatal puede levantar la prohibición manifiesta a ego de casarse con los hijos de los hermanos y hermanas de sus progenito— 116 —
res, que para el son a todos los efectos hermanos y hermanas. El «sistema iroqués» denomina «padre» al padre y a todos sus hermanos, y «madre» a la madre y a todas sus hermanas. Contrariamente, a las hermanas del padre se las denomina «tía», y a los hermanos de la madre «tío». Los hijos de todos los padres y de todas las madres se designan como «hermano» y «hermana», mientras que la denominación de «primo» se reserva a los hijos de las hermanas del progenitor, las tías, y a los de los hermanos de la madre, los tíos. En este caso es como si ego tuviera que situarse con respecto a dos conjuntos familiares unidos por él, la rama masculina de su parentesco por un lado y la rama femenina por el otro, con todos los hijos surgidos de estas dos ramas como hermanos y hermanas, lo que le obliga a unirse con los hijos de otros grupos familiares. Las cosas son más complejas en el «sistema crow». Como ocurre en el sistema iroqués, a todos los hermanos del padre se les llama «padre», y a todas las hermanas de la madre, «madre», y a sus hijos respectivos, es decir, a los de los hermanos del padre y a los de las hermanas de la madre, se les llama «hermano» y «hermana», y ego por tanto no puede casarse con ellos. En cambio, se reservan términos especiales a las hermanas del padre y a los hermanos de la madre. Y estas particularidades llevan a que a los hijos de los hermanos de la madre se les llame «hijo» e «hija», mientras que a los hijos de las hermanas del padre se les llama «padre», y a sus hijas, «hermanas de padre». En este caso también, por mucho empeño que se ponga, no puede uno unirse más que con el hijo de un grupo distanciado. En el «sistema omaha», a los hermanos del padre se — 117 —
les llama, como en los dos sistemas procedentes, «padre», y a las hermanas de la madre, «madre», y a todos los hijos respectivos se los denomina «hermano» y «hermana». A los hermanos de las madres se les llama «hermano de madre», y sus hijos heredan la misma denominación, mientras que a las hijas se las llama «madre», lo que puede llevar a un hombre adulto, o incluso anciano, a dirigirse a la nieta de su tía materna llamándola «madre». Solamente los hijos de las hermanas del padre (simples primos en el sistema esquimal) reciben la curiosa denominación de «sobrino» y «sobrina». En este caso también se han puesto todos los medios para cerrar el sistema. El «sistema sudanés», por último, da un nombre diferente, en su caso, a los tíos y tías, según sean maternos o paternos, y denomina a los primos según su posición («hijo del hermano o de la hermana de la madre», «hija del hermano o de la hermana del padre», por ejemplo). En este sistema, a la inversa de lo que ocurre en los demás, los matrimonios entre colaterales no solamente están admitidos, sino que se recomiendan. Si a la existencia de estos sistemas añadimos las reglas de hábitat de las nuevas parejas adoptadas por las culturas, las costumbres o la tradición, volvemos a encontrarnos con dispositivos que hacen muy problemática la extracción de los individuos de sus grupos de origen, como si solamente su grupo pudiera evitar que derogaran la ley. Esto no deja de tener consecuencias en una época como la nuestra, en donde las mezclas de las poblaciones ven surgir uniones de inclinación entre individuos provenientes de sistemas y de culturas extranjeros entre sí y que finalmente acaban por no tener salida bajo una presión de estos elementos de la que no se tiene conciencia; — 118 —
pues el sistema y la cultura formatean, como se dice en el lenguaje informatico, la visión del mundo del individuo que se ha educado en él. Si bien la sensible diferencia que interviene en las modalidades de unión es suficientemente flagrante, no ocurre siempre lo mismo en cuanto a las consecuencias de las modalidades de educación.* A nosotros, que vivimos según la lógica establecida por el sistema esquimal, nos resulta difícil concebir que el matrimonio ideal en las culturas que prevalecen en el seno del sistema sudanés, al que pertenecen las poblaciones magrebíes, sea el de una sobrina con su tío paterno o bien con el hijo de este mismo tío. El Occidente colonizador no perdió la ocasión de aprovecharse de este tipo de descubrimiento y de utilizarlo para justificar la misión que se había otorgado frente a aquellos a quienes consideraba salvajes a los que civilizar. Esta disposición de espíritu se invirtió a continuación, y con el mismo exceso no dejó de recalcarse la importancia de las enseñanzas que se podían obtener de estas poblaciones antes despreciadas y de pronto investidas de mejores relaciones con la madre naturaleza. Recuerdo de qué manera se importó del África negra, hacia 1960, la lactancia a demanda. En las películas se veía a bebés enganchados a sus madres hasta una edad avanzada y que no dudaban en servirse ellos mismos y a voluntad del pecho que tenían más a mano. A partir de ese punto, se insistía sobre el hecho de que estos bebés, felices al haU n día acudió a mi consulta una pareja que pretendía que arbitrara en la educación de sus tres hijos. Ella era sueca, y él japonés, y sus opiniones anotado meticulosamente en una lista confrontándolos a las opiniones francesas, que evidentemente también divergían. Fue una visita francamente instructiva.
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bersatisfechosunec dedo. La conclusión que no tardó en imponerse Fue que necesitábamos volver a las leyes de esta famosa y tan maravillosa naturaleza, que teníamos que dejarnos guiar por nuestros hijos, los cuales con seguridad eran tan geniales y tenían tantas posibilidades como aquellos que nos habían enseñado. Yo dataría por esa época el inicio de la lamentable deriva de nuestras sociedades hacia la entronización del niño-rey. ¿Cómo es posible que intenciones tan buenas tuvieran un resultado tan desastroso? Simplemente porque, al ignorar las diferencias de las culturas y de los sistemas de parentesco, se sacaron conclusiones totalmente erróneas a partir de hechos específicos de una cultura y de un sistema particulares. Equivocadamente se consideró que la succión del pecho a demanda estaba estrechamente relacionada con la no succión del pulgar, cuando esta constatación proviene simplemente de que el bebé, en contacto corporal estrecho y permanente con su madre, no experimenta nunca el deseo de imaginar su presencia chupándose el pulgar. Del mismo modo puede comprenderse, a partir de estas graves negligencias de lectura de conjunto de la cultura y del sistema deliberadamente importados, nuestra deriva hacia la ideología del niño-rey. Si las madres lactantes africanas se dedican hasta ese punto a su hijo es por muchas razones (entre otras, la escasez de recursos) que no son en absoluto las de las madres occidentales. De todos modos, esto no dura indefinidamente. Este hijo, apartado o no del pecho por uno menor, tendrá que tomar rápidamente cierta distancia de su madre progenitora, cuyo relevo tomará el conjunto de las mujeres del grupo, y se le devolverá la condición de niño, es decir, a la lógica de su generación. Estas condiciones evitan el investimiento exce— 120 —
sivo, cuyas consecuencias sufre nuestro pequeño occidental, objeto preferido y exclusivo de una madre tan a menudo dispuesta a no vivir más que por y para él. Interpretaciones como éstas, errores como éstos, confusiones como éstas habrán interactuado probablemente con los registros de la parentalidad, tal y como demuestran las disposiciones de los diferentes sistemas a los que hemos pasado revista. No resulta indiferente que en uno de ellos todos los hombres de otra generación sean otros tantos padres, y todas las mujeres otras tantas madres. Ni que en otro los padres sean solamente el progenitor y todos sus hermanos, y madres solamente la progenitora y todas sus hermanas, mientras que otros sistemas han reservado estos títulos precisos solamente al progenitor y la progenitora. En mis lecturas no he encontrado explicación a estas variaciones, del mismo modo que no he descubierto los factores susceptibles de haberlas producido. Las condiciones geográficas, con todo lo que esto comporta en términos tanto de clima como de economía de subsistencia, han tenido ciertamente su intervención, generando conductas adaptativas casi reflejas que se han conservado o se han reformado, cuando no se han abandonado. Por tanto esto no ha podido proceder solamente de un capricho o de una arbitrariedad, sino de una decisión que sin duda se tomó como la solución más económica a situaciones conflictivas inextricables. Posteriormente eso se transmitió mediante el código lingüístico, que nunca ha dejado de ser activo, aunque su uso, con la sucesión de generaciones, ha hecho que se olvide su significado obvio. Los sistemas de parentesco y las culturas que prevalecen en ellos encierran por tanto a los individuos en las mallas de una lógica cuya lectura no siempre es evidente. — 121 —
En este sentido, no me extendere sobre las dificultades con que se encuentran las uniones mixtas* formadas por autóctonos e inmigrantes. Hay que comprenderlas no solamente por las diferencias de cultura o de religión, sino por lo que produce la presión de las lógicas respectivas de los sistemas representados, que en el caso de Francia, por ejemplo, serían más habitualmente las del sistema sudanés y las del esquimal. Son presiones que lo barren todo a su paso y que a veces pueden con la mejor de las voluntades. La confirmación me la han dado casos límite con los que me he encontrado y que concernían (como podía esperarse) a ciertas parejas... judías, de las que se habría podido pensar que estaban a salvo de las dificultades que venían a enumerarme, gracias a una comunidad solida en lo que respecta a la religión y a las maneras de pensar. Hay que decir que más a menudo se trataba de parejas «mixtas», formadas por un miembro asquenazí y el otro sefardí. En el seno de la comunidad judía, se designa como asquenazíes (palabra que en hebreo significa alemán) a los judíos de raigambre europea antigua, y como sefardíes (palabra que en hebreo significa español) a los judíos mediterráneos, los de las comunidades de Oriente Próximo y los del norte de África, aunque el origen de muchos de ellos se remonte a más allá de la Inquisición. Los judíos, después de haber vivido y al seguir viviendo en áreas culturales diferentes, se han acostumbrado a ir adoptando la mayoría de las disposiciones. Tanto es así que los judíos asquenazíes, al vivir en el área europea, funcionan según las reglas de las culturas en las
Estos matrimonios no son nunca producto del azar, sino de una necesidad dirigida por una historia a la que los sujetos no tienen siempre acceso, pero que de todos modos los dirige.
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que prevalece el esquimal, mientras que los judíos sefardíes, al hacerlo en el área árabe-islámica funcionan según las de las culturas en las que prevalece el sistema sudanés. Ahora bien, en estas últimas la patrilocalidad está bien vista* la pareja constituida por el hijo se integra en su familia de origen integrando a su esposa, mientras que la pareja constituida por la hija corresponde por derecho a la familia de origen del esposo de ésta. Esta cuestión no deja de provocar problemas, en los casos que he vivido, cuando la esposa asquenazí de un sefardí rechaza integrarse en su familia política reivindicando la prevalencia de los vínculos con su propia familia de origen, o cuando la esposa sefardí de un asquenazí se siente rechazada porque su familia política no la integra del mismo modo que su propia familia integra a la esposa de su hermano. Evidentemente, estos problemas se van difuminando con el tiempo y la cultura que prevalece en el entorno acaba imponiendo su lógica, pero todo eso lleva tiempo y no deja de crear problemas colaterales con efectos insospechados y a veces devastadores. Son problemas que podrían comprenderse recurriendo a la noción de identidad a la que, cada vez más, se agarran nuestros semejantes. Pero cuando las cosas se dicen de esta manera, no siempre puede comprenderse la fenomenal energía puesta al servicio de la reivindicación. Mientras que pensar en los sistemas de parentesco, en las culturas, es decir, en los usos y costumbres, como referencias complementarias que contribuyen a disminuir la presión de la angustia de muerte hace perfectamente evidente la violencia de las confrontaciones que están en* N o siempre es éste el caso. Pueden darse usos y costumbres muy diferentes en el seno de un mismo sistema de parentesco.
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juego. Como si detrás de la noción estropeada de reivindicación identificativa no se tratase más que de eso, solamente de eso: la reciente polémica sobre los símbolos religiosos y el velo islámico ha constituido probablemente uno de los ejemplos más claros.
¿Acaso es todavía necesario, tras la recensión de estas curiosas y tan numerosas invenciones que nuestra especie ha promovido a lo largo de centenares de miles de años de su evolución, insistir todavía sobre el genio que no ha dejado de demostrar desde los tiempos de nuestro lejano antepasado H o m o ? Al multiplicar de manera exponencial sus conexiones neuronales, esta evolución ha logrado dar forma a un cerebro tal que ha sido capaz (y lo seguirá siendo) de transmitir su estado. La educación no data de nuestra era: activa o pasiva, siempre ha existido, con el objetivo de transmitir unas creencias y una sabiduría a una descendencia que las espera, que las reclama y que por definición es permeable a ellas. El proceso, extendido en el tiempo, no ha dejado por tanto de utilizar nunca el famoso y siempre eficaz proceso de ensayo y error, llevándonos hasta lo que hoy creemos por nosotros mismos que es la verdad incontestable de nuestro mundo, cuando precisamente el desarrollo muy reciente tanto de la física atómica como de la genética o bien de la biología molecular nos invitan a relativizar la menor de nuestras certidumbres. Y si extrapolamos esta reflexión a un lapso de tiempo apenas más extenso, será forzoso que reconozcamos que siempre hemos avanzado a tientas y que cuestionar ciertas opiniones no pone — 124 —
enpeligroelconjuntodenuestras maneras de pensar. Ni Aristoteles, ni Euclides, ni Homero, ni Pitágoras, Marco Aurelio, ni tantos otros sabían nada del heliocentrismo de nuestra galaxia ni de la existencia del continente americano, y eso no empaña en absoluto el gran valor que sus obras siguen teniendo hoy en día. La distancia temporal que nos separa de ellos nos hace reconocer todavía más lo que les debemos y hasta qué punto nos son próximos. Por tanto, las culturas elaboraron muy pronto, a tientas y en función de los imperativos del entorno, modos de pensar, de intercambio y de ser, reglas de comportamiento de las que no existe ya ninguna huella tangible (puesto que la escritura se conoce desde hace apenas cinco mil años), pero que en mi opinión debieron de inscribirse de manera extraordinariamente precisa, eficiente y acumuladora en la lengua hablada por el grupo que era su autor. Hasta tal punto que toda lengua confiere ciertamente a sus hablantes, inconscientemente, una visión y una aprehensión del mundo que le son específicas. Es algo que se demuestra desde el momento en que si bien el registro concreto de una lengua no plantea en principio problemas de traducción (una cuchara, un barco, una casa o un jardín tienen sus equivalentes en todas las lenguas), no ocurre lo mismo con el registro abstracto que traduce esta visión del mundo. La simple conjugación del verbo ser (que ciertamente no deja de tener importancia), frecuentemente irregular en las lenguas derivadas del indoeuropeo, es un bonito ejemplo de las variantes que se introducen en función de la historia y de la residencia geográfica de los pueblos que han utilizado esa lengua. De este modo puede percibirse que el francés que dice je suis, lo deriva del latín — 125 —
sum, que a su vez deriva del griego eisum, recuperando el infinitivo latín esse en el sentido de encontrarse, de ser uno mismo. Es decir, el mismo ser lo que uno es que al final se encuentra en el inglés que dice / am, contrayendo la vieja expresión I as me, encuentro coyuntural de yo y de mí idénticos uno a otro. Pero en el mismo inglés, el infinitivo to be, como todos los usos de be, como ocurre con el alemán bin, tiene que ver con la raíz griega phuo que dio el perfecto latino fui y que toma su origen en el radical phusis, que significa crecer, desarrollarse. Se ha sido porque se ha crecido. Se ha crecido puesto que estamos aquí para decirlo. Se será, will be, cuando hayamos crecido para decirlo. En cuanto al alemán sein, que ha reemplazado al antiguo wesen, indica el hecho de permanecer, es decir, de cesar de peregrinar, de ser nómadas, en cierto modo. Lo que vuelve a llevarnos a la noción de ser que rubrica el habitus latino (la misma noción existe en francés o en español) que corresponde al griego ethos (del que deriva la palabra ética) y que deja entender una manera de ser por una estancia duradera. Esta noción de estabilidad también la encontramos en algunos dialectos franceses en los que se pregunta ou restez vous? (¿dónde permanece?) en lugar del oü habitez vous? (¿dónde vive/ habita?). Frente a esto, es curioso constatar que para las poblaciones nómadas que fueron los semitas (hebreos y árabes) no existe el verbo ser o estar en presente, puesto que es una noción implícita por la simple aposición: ana mrid = yo (estoy) enfermo, en árabe; ani gadol = yo (soy) mayor, en hebreo; ana fi lmadarssa = yo (estoy) en la escuela, en árabe; ani babait = yo (estoy) en la casa, en hebreo. Como si la aposición estuviera destinada a señalar la presencia del nómada en todo lugar, confirmando su atopia y legitimándola al mismo tiempo. Curiosamente, — 126 —
el hebreomodernonohaconservado esta construcción. ¿Será por el efecto del pasado sedentario de las poblaciones que lo usaron que el árabe dialectal, clásico tras la conquista, ha conjugado el verbo ser/estar en presente y lo ha convertido incluso en auxiliar, diciendo rani por yo soy/estoy, cuando este rani quiere decir exactamente él me ha visto? Lo que da como conjugación del verbo ser/estar en presente: él me ha visto, él te ha visto, él lo ha visto, etc., acudiendo así a un tercero para dar testimonio de su ser (¿o de su sedentarismo?) y alienándose de este modo a él. Así pueden comprenderse, cuando no deducirse, las diferencias de comportamiento que se pueden observar: la frialdad distante, cuando no la altivez, de los europeos apoyados en sus certezas y en la seguridad que extraen de su rico entorno, frente al comportamiento ostensivo de estos «mediterráneos» que llaman con el gesto y la voz a todos y cada uno esperando que les concedan con su mirada el derecho a ser en donde están para poder así simplemente asegurarse de que existen. Lamento no disponer de los conocimientos suficientes para poder extrapolar de estos ejemplos lo que ocurre en otras poblaciones del mundo, pero estoy seguro de que mi hipótesis podría verificarse. En cualquier caso, me maravillo regularmente por todo lo que me hace descubrir mi diccionario etimológico, y ya hace mucho tiempo que me divertía coleccionando las denominaciones de los parentescos en diversos grados en las más de cuarenta lenguas descubiertas entre mi clientela. Si bien los significantes eran, como cabía esperar, regularmente diferentes, el sentido que dejaban entender era más o menos similar: el abuelo, el grand parent, «padre mayor» en francés, con todas sus declinaciones, era «mayor», «vie— 127 —
jo», «lejano», o bien «de antes», etcétera. Solamente me sorprendió la homonimia que el término árabe establece con la palabra «poderoso», lo que acaba por cuadrar finalmente cuando se sabe que el término que expresa «padre» en esta lengua designa igualmente al «poseedor», al «propietario». Y esto con variantes divertidas en ciertos lugares, ya que el término «poderoso» homónimo de «abuelo» designa solamente al abuelo paterno, y al abuelo materno sus nietos lo llaman «padre + su nombre». Esto podría corresponder a las precauciones tomadas en Francia, donde designan papy y mamy por un lado y pépé y mémé por otro a los abuelos de ambos linajes, pero hacer del abuelo materno otro padre no es nada anodino, sino que señala una disposición de la que ya sabemos el lugar que ocupa en el inconsciente. Se podría, dicho de otro modo, discurrir largamente, a partir de estos ejemplos en apariencia anodinos, sobre las actitudes y las expectativas intrínsecas en el menor de los intercambios, de los hablantes de cada una de las lenguas. Son lenguas que, por lo que parece, la ciencia que las trata, la lingüística, solamente ha conseguido agruparlas, sin que se haya conseguido captar las circunstancias y la necesidad de su eclosión ni comprender la génesis del mismo lenguaje articulado. ¿Acaso está prohibido imaginarlos como otros tantos códigos susceptibles de permitir, por la arbitrariedad misma del significante, la comunicación entre los locutores? Los bebés que entran en el lenguaje no se hacen tantas preguntas cuando forman neologismos para designar objetos o acciones. Zapato, deformado, quedará en apato, biberón en bibi, coche en popó, etcétera, un montón de palabras que el pequeño utiliza sin vergüenzas ni complejos y que no abandonará, para entrar en el orden corriente, si no se — 128 —
siente suficientemente comprendido, pues la actitud inversa le deja permanecer durante mucho tiempo en un sistema que le es propio y cuya ventaja será permitirle mantener una comunicación privilegiada con su madre. En cuanto al procedimiento de fabricación de los diferentes pidgins existentes en el mundo, éste parece confirmar la facultad de los humanos de inventar los códigos de comunicación que les convienen, aunque tengan que tomar prestado para retorcerlo el material de los vecinos o el de los invasores. Las singularidades a las que he intentado pasar revista no son producto del azar. Todas tienen una historia que las legitima y sobre la que en mi opinión todavía no nos hemos interesado lo suficiente, cuando es una historia que interviene en la factura de visiones del mundo múltiples y específicas. Ahora bien, una visión del mundo no es poca cosa. No es ni un capricho ni una fantasía, y todavía menos un detalle despreciable. Es a lo que los sujetos se agarran desesperadamente como LA verdad suprema, hasta tal punto que pierden prácticamente toda posibilidad de imaginar que pueda existir, aunque no sea más que para otros, otra verdad u otra manera de ver. Hasta el punto de estar preparado para pelear hasta la muerte por ella y forzar eventualmente a los demás a adherirse. Como si la existencia de una visión diferente constituyera una amenaza insoportable para la suya propia. ¡Y con razón! Porque esta visión del mundo traduce ni más ni menos todo lo que, en su construcción, permite, a aquel que se adhiere, aliviar la presión de la angustia de muerte que no deja de desasosegarle. ¿Qué habrá logrado esta acumulación de precauciones y de medios que la evolución no ha dejado de produ— 129 —
cir y que van, por citar solamente los más importantes, de una sepultura a mitos y religiones, pasando por una ley, por dispositivos legales, por sistemas de parentesco, por códigos morales y lingüísticos? Uno puede preguntárselo, pues sólo he bosquejado los contornos de manera esquemática cuando de hecho existen bibliotecas enteras para tratar cada uno de estos temas. ¿Qué habrá logrado esta acumulación de precauciones y de medios en el seno de los cuales se adivinan las sombras errantes de una madre inquieta, de un padre irritable y de un niño vigilante? ¿Qué habrá logrado esta acumulación de precauciones y de medios? ¿Ha permitido al humano asegurarse su subsistencia y su reproducción? ¡Ciertamente! ¿Ha conseguido socializarlo? Sí, también. Pero ¿cómo, sino ayudándole a lo largo de este recorrido a controlar la presión de su angustia de muerte y a arreglárselas lo mejor que pudiera con el tiempo en el que, quiera o no, está inscrito siempre? Pues es esto, esto sobre todo, lo que nos enseñan las etapas que me he detenido a examinar, a saber, que existe para cada uno una estrecha correlación entre la presión de su angustia de muerte y la calidad de vida que uno se construye. Cuando la presión llega a su límite, es literalmente imposible vivir, pero cuando se la devuelve a su nivel más bajo, puede percibirse entonce como un don inestimable el tiempo de que se dispone para vivir y así ocuparlo de golpe con una alegría que sólo quería poder expresarse. Es sin duda el beneficio más patente que pueda ponerse en la cuenta de esta aventura larga y, compleja de la que, después de todo, nuestra época no es nunca más que una etapa que podríamos calificar como banal si no nos concerniera directamente, en lo que somos, imponiéndonos — 130 —
la necesidad de hacer balance para saber, aunque sólo sea groseramente, en qué punto nos encontramos. Pero esta acción sostenida y que siempre ha ido en el mismo sentido, ¿ha sido producto del puro azar o bien ha tenido un agente, consciente o no de lo que hacía?
E L DON DEL PADRE
Si tuviéramos que resumir todo lo que se ha dicho hasta el momento presente, no podríamos por menos de recalcar que, hasta nuestra época, y con ella incluida, la evolución no ha dejado de intentar, sin demasiado éxito, por otra parte, resolver la complejidad de la relación entre los machos y las hembras de nuestra especie, entre los hombres y las mujeres. Desde el inicio de su historia, estos machos humanos, estos hombres, nunca han dejado en efecto de perseguir en primer lugar la satisfacción (¿consoladora?) de sus necesidades sexuales apareándose con sus hembras, esas mujeres que, como todas las hembras animales, eran las únicas con el poder de ofrecer hijos de los dos sexos a la especie y de asegurar así su reproducción. Un día se constituyeron en asociación de malhechores. El crimen que cometieron, aunque reforzó su cohesión, les infligió una angustia de muerte definitiva y les confirió una conciencia más o menos brumosa del tiempo en el que se desarrolla su vida. La violencia del descubrimiento les dejó sin duda durante siglos y milenios en lo que podría asimilarse a una forma de desarrollo. Y aún más desde el momento en que ciertamente no podían decirle nada a sus parejas, de las que podemos imaginar que tampoco habrían tenido nada que decir. Sin duda ellas, — 131 —
por su parte, hacía mucho tiempo queafrontabanese problema. Y habían acabado por resolverlo a su manera, expulsando deliberadamente de ellas la menor conciencia de tiempo, con el fin de rechazar la muerte de sus hijos. Efectivamente, ¿cómo podrían haber escuchado el descubrimiento de sus machos? ¿Qué enseñanza habrían sacado? Que la muerte impresiona. ¿Ah, sí? ¡Menuda novedad! ¿Acaso no lo sabían ya desde siempre, ellas que la habían vivido en la carne de su carne? ¿Qué beneficio podrían haber obtenido con esta toma de conciencia cuando el sistema sutilmente denegador al que finalmente habían llegado les había ofrecido una protección de la que, por insuficiente que fuera, habían logrado experimentar los efectos, puesto que les permitía continuar desplegando la misma energía para con sus hijos vivos? De una vez por todas, no se trataba de que la muerte se les presentara como ineluctable. Este balance, este diálogo, ambos ficticios, nunca se produjo, no podía producirse, y sigue sin haberse producido. Las mujeres, las madres, permanecieron pues solas en su rincón, continuaron desempeñando su trabajo esencial en torno a su prole. Los hombres, esos progenitores, también permanecieron ahí, agobiados por la intolerable presión de la famosa angustia. Tanto fue así que, para desembarazarse de ella o cuando menos para aliviarla, se vieron conducidos a tener que dominar sus pulsiones brutas, a componérselas con su sinrazón constitutiva, a entrar en el intercambio con sus semejantes y a inventar la gestión de estos nuevos vínculos. Esto dio lugar a una convención de intercambio de parejas potenciales, que se selló con la instauración de la ley de la especie. Y como si hubiesen percibido confusamente que esta ley, impuesta deliberadamente por ellos a sus compañeras, tenía la ne— 132 — '
jaron, siempre que se presentaba la ocasión o que se hacía sentir la necesidad, de reforzar las disposiciones tanto por códigos lingüísticos como por la edificación de sistemas familiares, la puesta a punto de medidas legales y la invención de montajes culturales o de culto. Todo ello dio lugar a mitologías que portaban la memoria oscurecida de las etapas que se superaron, como ésa, tan problemática, de la inscripción de nuestra especie en ese tiempo inaprensible en el corazón del cual se desarrolla. Sin quererlo, y aún menos saberlo, empujados por lo que podría designarse como su egoísmo innato, se encontraron con que eran los agentes de la extracción de nuestra especie del reino animal y por tanto de su humanización. Por tanto ha habido desde siempre hombres frente a mujeres de las que disponían a su voluntad y de las que hacían, sin quererlo y durante mucho tiempo sin saberlo, esas madres solícitas, previsoras, protectoras, consoladoras, guardianas obstinadas del confort de sus hijos, y en las que a veces ya debían de reconocer, quizás, a su propia madre. Siempre ha habido hombres, mucho menos dotados que las mujeres, madres o no, para los cuidados que requería su prole. De eso no se cuidaban ellos, porque al fin y al cabo siempre se han preocupado preferentemente de su propia persona, y siempre han rehusado sacrificar la satisfacción del menor de sus deseos, sobre todo sexuales. Pero, adaptándose sin descanso a las condiciones del entorno y a las que les imponía la práctica del intercambio, durante milenios, trabajaron en perfeccionar la organización de su grupo más íntimo, más inmediato, aquel con el que pasaban la mayor parte del tiempo y que llevaban con ellos en sus peregrinaciones, su(s) compañera(s) y su prole, asumiendo así, cada vez — 133 —
mejor sin duda, eso que fue tomando la forma cada vez más clara de lo que más tarde se llamará familia. Estos machos de la especie, estos hombres, deseosos de hacerse admitir por su pareja, avalaron y regularon por tanto un día, definitivamente, los vínculos consistentes que habían establecido con ella y con los vástagos que habían tenido. Inventaron las condiciones susceptibles de asegurarles el reconocimiento de su estatus, entre las cuales la menor no fue la contención ejercida alrededor de la pareja. A este respecto puede decirse que la evolución de nuestra especie le otorgó un don, el don de esta instancia que le es específica, el don del padre. Por mucho que todo esto haya pasado en un proceso adaptativo, perfectible y continuamente revisable no ha dejado de marcar profundamente la psique de cada uno. Y esa marca ha llegado hasta nosotros, y hace del padre, por la misma razón de la asunción de su posición de garante de una ley a la que él mismo sabe que está sometido, un padre radicalmente diferente del progenitor animal, aunque en algunas especies pueda reconocérsele a este progenitor animal un papel y una función dedicados a la protección de su prole y a la prolongación de la vida. El haberse encontrado siempre confrontado a la animalidad consustancial de la madre de sus hijos, la cual nunca habrá dejado de combatirlo en el nombre mismo de la tiranía del amor dedicado a sus hijos y del saber incomunicable de que siempre habrá dispuesto sobre la muerte, no le habría planteado numerosos problemas que ha intentado resolver mediante innovaciones e invenciones siempre orientadas hacia la fabricación de la conciencia del tiempo y a la aceptación de su condición de mortal. — 134 —
No hay que creer por eso que la evolución que conduce al padre de un estado de progenitor ignorante y egoísta, como ese escondido en la primera sepultura, hasta el de padre consciente de su lugar y de sus prerrogativas, el paterfamilias romano, por ejemplo, pasando por la etapa del padre esencialmente sociológico, el que ha permitido, mediante el intercambio de mujeres, la instauración de la ley de la especie, no tiene más que un interés historiográfico, haciendo de esa evolución una colección de accidentes pasados de una historia que habría cambiado de rumbo y que habría adquirido un nuevo sentido. En nosotros guardamos, viva y formidablemente activa, la lección depositada por la superación de cada una de esas etapas, como demuestra una historia clínica luminosa que tuve la satisfacción de registrar.
Al otro lado del
mundo
Esa tarde no estaba demasiado contento de tener que volver a mi despacho ya que era mi día de descanso semanal. Pero tampoco había podido negarme a la demanda insistente de una amiga abogada que, sin explicarme nada más, insistía en que quería conocer mi opinión sobre la situación (compleja, según me había advertido) de una familia de cuyo historial clínico se hacía cargo. Entraron en mi despacho: una señora de cuarenta años bien cumplidos, una chica alta que tendría unos doce, un hombre de unos treinta años apenas y otros dos niños, más pequeños, uno de unos cinco años y una niñita de tres o cuatro. La señora y la chica se acomodaron espontáneamente en los asientos que es— 135 —
taban frente a mi mesa, mientras que el señor con los otros dos niños más pequeños se sentaron, apretaditos, más atrás, en el canapé. La señora tomó entonces la palabra y me explicó lo siguiente: Años antes, cuando vivía desde hacía algunos meses una aventura interesante y que le parecía prometedora, su pareja dejó de dar señales de vida. En vano llamó a su casa, y después al despacho, donde según le dijeron no había vuelto a aparecer. Los amigos comunes y la familia tampoco habían tenido más noticias de él, y compartían su sorpresa e inquietud. Así que acudió a la policía para denunciar su desaparición. Tras un largo interrogatorio, registraron su declaración y prometieron mantenerla al corriente. Pasaron semanas durante las que su angustia se vio sustituida por la tristeza acompañada de cierta resignación. En éstas recibió una llamada de su pareja que telefoneaba desde... ¡las antípodas! Había encontrado una ocasión de la que hablaba con entusiasmo y que describía como maravillosa. Se muestra lírico, y no deja de ponderar la bondad del clima, el color del cielo, el del mar, la magia de la luz y el ambiente paradisíaco que había encontrado. Ella no sabe si debe sentirse aliviada o indignada, y se pregunta qué significa esa subita llamada cuando de pronto él le propone que se reúnan allá, y que si quiere... ¡casarse con él! Ella no, cree lo que está oyendo, y hace que le repita la proposición una y otra vez. La llamada es muy larga, y finalmente la convence. En menos de una semana, lo arregla todo con sus padres, pone sus asuntos en orden, dimite de su trabajo y soluciona todos los de— 136 —
casarse bajo el sol de islas exóticas. Pero apenas pasa un mes cuando se ve obligada a huir, en plena noche, y a tomar el primer avión que encuentra, rumbo a una isla situada a 2.500 kilómetros de allí. Su vida se había convertido en un infierno: un brutal y grave cambio de humor se había producido en su marido, que de pronto se había puesto a beber y a molerla a palos todas las noches. En la ciudad en la que aterrizó encuentra en cuestión de días un puesto de secretaria. Su situación y los vínculos que establece le gustan lo bastante como para decidirla a no regresar, por lo menos durante un tiempo, a la metrópoli. Pasan meses y meses, y ella pasa página de su desastroso matrimonio. Lleva una vida dulce y plácida. Incluso recibe a sus padres, y luego a algunos amigos, que acuden a visitarla sin lograr convencerla para que vuelva con ellos. Y luego, una noche, en el bar del único hotel de la isla, se encuentra con un hombre que la corteja, que ella encuentra encantador y con el que ella, que hasta ese momento había llevado una casta existencia, pasa la noche. Por la mañana, el hombre ha desaparecido, y ella se da cuenta entonces de que ni siquiera sabe su nombre. De todos modos, le ha dejado un recuerdo, porque en las semanas que siguen se da cuenta de que está embarazada. Lejos de constituir un problema, este embarazo le parece una ocasión para darle un nuevo sentido a su vida. Trae el mundo a una niña (la muchacha grandota que la acompaña en la consulta) a la que cría con un inmenso placer. Unos tres o cuatro años más tarde, con una situación material en continua mejora, adquiere una casa con un jardín tan grande que se ve en la obligación de contratar a un jardi— 137 —
nero para mantenerlo. Tras unos cuantos meses, inicia una aventura con ese jardinero, que se instala en su casa y con el que tiene dos hijos más: se trata del señor más joven que ella que la acompaña, y los dos hijos que se mantienen acurrucados a su lado. Todo iba la mar de bien, y podía haber seguido así. Pero entonces recibe de París la carta de un notario que le comunica que es la beneficiarla de una herencia enorme. Vuelve a París con su compañero y sus hijos. Están tan contentos con lo que allí encuentran (la herencia es realmente importante, e incluye una casa magnífica en un barrio elegante) que deciden quedarse y casarse. Acude al ayuntamiento para iniciar las gestiones de su matrimonio. Se le hace notar entonces que ya está casada, y que de momento, por lo menos para concretar el proyecto en el que parece empeñada, tendría que divorciarse de su primer marido. Para hacerlo, se dirige a una abogada (la amiga que la había dirigido a mi consulta), la cual encuentra las huellas del primer marido, lo que no había resultado fácil. El asunto se complica cuando el marido, con el propósito evidente de crearle problemas para vengarse de su pasada aventura, reclama, para concederle el divorcio, un derecho de visita de la hija mayor, aunque ella la había declarado desde el primer momento como solamente suya, mientras que el padre jardinero había reconocido a los dos últimos hijos. Por mucho que ella se empeña en hacer valer las fechas y en recurrir a testimonios y documentos que las demostraban, el juez a cargo del expediente rechaza sus argumentaciones. Decreta que esa hija, nacida en matrimonio y no reconocida por ningún otro hombre, — 138 —
fiarla, como suele hacerse, uno de cada dos fines de semana y durante la mitad de las vacaciones escolares. La chica, en edad de ser escuchada según la convención internacional de los derechos del niño, grita ante el juez que no quiere ir a casa de ese desconocido, y añade que ya tiene un padre, y que no quiere otro. El juez decide entonces retirarla de su madre y confiarla a una institución en el seno de la cual los psicólogos se encargarán de que se vuelva atrás en su rechazo obligándole a tomar una decisión: como la ley es la ley, si se obstina en su actitud, no podrá ver a su madre más que dos horas a la semana (justo por la tarde de mi día de descanso semanal), mientras que podrá volver a vivir todo el tiempo junto a ella desde el momento en que acepte ceder a las decisiones del juez. La ventaja de esta historia es que sus secuencias en el espacio y en el tiempo nos permiten distinguir muy netamente: un progenitor del que nadie sabe nada, pues ni siquiera la madre conoce su nombre; un padre social, el marido de esta mamá, de quien la ley y el juez encargado de velar por su cumplimiento se obstinan en preservar el estatus; y finalmente un hombre al que la hija designa como su padre, cuando no es ni su progenitor ni su padre social, y al que parece otorgar una importancia tan grande que está dispuesta a defender su estatus aunque le cueste su propia libertad. Si bien nuestra incursión antropológica nos ha permitido esbozar lo que implican estas categorías de pro genitor (el primero en la historia de nuestra especie) o de padre social (el que estuvo en el origen de la ley de la especie), todavía estamos lejos de comprender lo que pue— 139 —
de hacer de nuestro jardinero algo tan precioso, y aparentemente tan bien definido, para una chica con la que en principio no tiene ningún vínculo directo. La cuestión del padre que evoco de esta manera es por tanto mucho más compleja de lo que podría creerse a primera vista. Ahora bien, es ésta precisamente, junto con la confusión de la que no hemos podido extraerla, la que explica tanto las diferencias que se perciben en la organización de las sociedades y de los pueblos como la evolución convulsiva que han conocido, en estos últimos decenios, nuestras sociedades occidentales. Pero no puede responderse a esta cuestión sin hacer balance de esta extraña relación que desde los tiempos lejanos de nuestra larga historia, no ha dejado nunca, para lo mejor y lo peor, de unir y de oponer a los dos padres del niño.
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IV LA MADRE SEGURA Y EL PADRE CONFUSO
Segura siempre lo ha sido, esta madre. Ya lo era, antes incluso de haber tenido que obedecer a las mutaciones ordenadas por la especie nueva que la ha arrollado. Se contentó con adaptar a las condiciones que se le ofrecían las disposiciones animales en las que siempre se ha apoyado. Sometida a la violencia de la pulsión sexual de machos que se volvían locos por su permanente disponibilidad, se resignó a ser la apuesta de sus luchas, permaneciendo al margen de lo que ellos construían, en una perspectiva que le parecía extranjera y de la que sin duda no quería saber nada. Alguna ventaja, alguna compensación tenía que obtener para mantenerse así, sin aparentemente reaccionar, durante millones de años. Era necesario que tuviera una singular reserva de energía para obstinarse en esta actitud recalcitrante. A menos que ella no fuera la única en conocer tanto el dolor como el placer que podía concebir. Era necesario que conociera la felicidad, la fuerza y el poder que detentaba y del que no podía privarse, que hablase de él (¿habría podido?) o que revelase su naturaleza. Fiable, resuelta, económica, eficaz y, además, discreta, secreta. Misteriosa, como ese «conti— 143 —
mente negro» con el que un día Freud comparara su esencia, poniendo bajo la forma de un che vuoi?, ¿qué quieres?, una pregunta que hasta nuestros días ha permanecido sin respuesta, la de su deseo. ¿Qué quiere pues el ser femenino que es desde siempre y que no cesa en principio de ser al convertirse en madre? Segura, continúa siéndolo. Y seguirá siéndolo por siempre. Como la permanencia del aire, del cielo y de la tierra. Como la indispensable base sin la cual la vida simplemente no existiría.
Confuso, siempre lo ha sido, este padre, a lo largo de toda su historia de macho que no sabía ni siquiera lo que era. Confuso. Indefinido. Indeciso. Patán y torpe. Errante también, aventurándose a los límites de todo lo que encontraba. Exponiéndose sin reserva en todo lo que emprendía. Extravagante. Dispendioso. Desordenado. Siguiendo sin orden ni jerarquía todas las pistas que se le presentaban, tuvo que sufrir las consecuencias, haciendo perecer a veces al grupo que había llevado consigo o consiguiendo en otras ocasiones, con la ayuda del azar, que se beneficiara de una adaptación o de un invento nuevo. Y todo esto bajo la presión de estas pulsiones sexuales que nunca ha conseguido ni conseguirá jamás controlar completamente. Finalmente, un día, al cabo de millones de años de este comportamiento que no tenía ningún sentido definido, tras el recodo de un proyecto todavía más insensato en el que quizá también tuvieron su parte sus famosas pulsiones^ llega a cometer un acto que cambiará de arriba abajo su Comportamiento: aplasta bajo un amontonamiento de rocas a un ser odiado y temido. Y este gesto le — 144 —
hacedescubrirla dimensión del tiempo, gracias al temor anticipado de una reacción al crimen que acaba de cometer. Hace que nazca en él una angustia de muerte que no le abandonará jamás. Concibiendo y ratificando un día la jerarquía de los vínculos, se verá llevado a sentirse inscrito durante una duración limitada en este famoso tiempo. Se pondrá entonces a organizarlo, siempre con los mismos medios bastos y precarios, antes de intentar darle un sentido. A tientas, siempre con la misma imprecisión, y sin saber nunca adónde le conducirá, promulgará un día una ley para la especie, y un poco demasiado tarde se dará cuenta de que una vez impuesta no resulta tan fácil de aplicar. Seguirá, siempre a tientas, intentando perfeccionarla mediante muchos de estos dispositivos complementarios a los que las condiciones del entorno ofrecerán coloraciones específicas, coloraciones que a su vez intervendrán para comprometer la unidad o para entorpecer la eficacia, imponiendo otras medidas que, a su vez, etcétera. Es por tanto como si para él, siempre confuso, la dimensión de la confusión debiera ser la suya, en todo lugar y circunstancia. Se dieron, aquí y allá, cuando las culturas se desarrollaron y la escritura permitió su difusión, algunas disposiciones destinadas a clarificar el paisaje: el paterfamilias romano, instalado en la cumbre del edificio familiar piramidal que la sociedad había construido para él confiriéndole derecho de vida y de muerte sobre el conjunto de los habitantes de la casa. O bien el padre, abu, del área árabe-islámica, cuyo nombre es sinónimo de propietario: de hecho es realmente propietario de sus hijos, ya que las disposiciones de derecho de tal área siempre le conceden la custodia, sean cuales sean sus faltas, en los procesos de divorcio. Pero ¿qué se hace en otros lugares, consecuentemente, con las lecciones de estas iniciativas? Se las ha imitado, se las ha adaptado, — 145 —
cuando no se las ha recusado o se ha defendido exactamentete lo contrario. Como si en todas partes se hubiese admitido y comprendido que no se podía ni se debía, de ninguna manera, contrarrestar, y menos aún combinar, la certeza conferida a la madre con una certeza equivalente conferida al padre. Que era imperativo, para el bienestar de la especie y de los individuos que la componen, que éste se quedara y siguiera para siempre en la confusión: es algo que también podemos verificar en los numerosos tratados que han descrito la historia de los padres y de la paternidad. Por tanto, si se impuso la confusión, si se vio favorecida y se adoptó casi umversalmente como el único equivalente posible de la certeza, seguro que fue por alguna razón sobre la que volveremos a hablar. Señalemos, de momento, que no me habría lanzado nunca a la redacción de esta obra si el padre hubiese seguido solamente confuso y si no estuviera a punto propiamente de desaparecer, ya sea porque ha sido expulsado por una evolución de nuestro mundo o porque se ha expulsado a sí mismo de una posición que decididamente ya no soportaba más. Volveremos a hablar de esta evolución y de los factores que la han favorecido, pues desearía continuar aportando más luz sobre estas nociones de certeza y de confusión recurriendo a la lógica conductista (los actos, lomismoque las palabras, siempre tienen sexo) de estos dos seres sobre los que se precipita.
L o FEMENINO Y LO MATERNAL
No es por azar que este subtítulo asocia estas dos nociones. Está aquí para afirmar con fuerza que la madre es un ser femenino y que no puede ser de ninguna otra ma— 146 —
nera.Podriamoscrecerque mi aserción proviene de una tautología banal e injustificada. De todos modos pongo todo mi empeño no solamente en mantenerla, sino también en recalcarla. Me acuerdo de que hace algunos años, cuando estaba dando una conferencia en la Sorbona, una mujer vengativa reaccionó a mi formulación tomándola violentamente conmigo y expresando claramente (¡con las aclamaciones del público!) su deseo de verme, lisa y llanamente, desaparecer. Poner este requisito a la definición de la madre es, sin embargo, estrictamente indispensable, hasta tal punto se ha desorbitado la confusión de los espíritus y hasta tal punto, con el progreso de la técnica ayudando a que así sea, cierta desorientación podría hacernos creer que la madre es finalmente intercambiable y que la maternidad, que siempre la ha definido y que continúa caracterizándola, podría ser asumida por un ser que no fuera femenino. Sin hablar de las pretensiones de las parejas homosexuales masculinas que reivindican el derecho a la adopción, hay que saber, por ejemplo, que el grave debate actual en torno a la clonación que se perfila en nuestro horizonte y al que la prensa no deja de dar cierto eco, estuvo precedido, en las décadas de 1970 y 1980, por investigaciones sobre... ¡el embarazo masculino! Estas investigaciones, bajo la cobertura, como ocurre con la clonación, de una preocupación veterinaria por un eventual crecimiento de rentabilidad de los rebaños, no dejaron de producir copiosas elucubraciones sobre su aplicación a nuestra especie. Por lo demás, proclamar lo que para unos aparece como una evidencia y para otros como un insulto tiene menino hasta el punto de hacerlo específico e imposible de referir en masculino, porque no entra en ninguna relación
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como
con éste, y ninguno de los dos puede deducirse del otro, y no puede hacerse de ambos algo conjunto si no es por medio de un inventario preciso de sus diferencias respectivas. Por otra parte es por esta razón que dejaré de lado una aproximación que diferencia claramente el ser femenino del de la madre, por una parte, y el masculino, padre o no, por otra. Y optaré por una exposición destinada a abordar de manera simétrica y comparativa, y unas después de otras, el conjunto de particularidades de estos dos personajes igualmente indispensables para la salud física y la correcta estructuración psíquica del niño. Por lo pronto, no puedo resistirme a constatar una asociación insistente que me ha venido a la cabeza mientras escribía estas líneas. Se trata de una observación, en apariencia anodina, que me hice sobre estas diferencias de las que quiero levantar acta. Fue hace mucho tiempo, y nunca he sabido de dónde procedía. Efectivamente, me extrañó que en las playas, en las terrazas de los bares, en la calle o en las reuniones públicas, los hombres no pierden ocasión de mirar a las mujeres con una innegable y descarada delectación; que por otra parte no deja indiferentes a los objetos de su atención. De todos modos, también es evidente que, en las mismas circunstancias, las mujeres también miran más a menudo a las mujeres que a los hombres a los que sería de esperar que miraran por un banal efecto de simetría. Si todo esto no proviniese más que de un proceso de captura de la imagen del otro, destinada a alimentar fantasmas eróticos, ¿acaso no es sorprendente remarcar que las revistas femeninas no publican más que fotos de mujeres?* Sería tentador Lo que hacen igualmente, pero en este caso era previsible, cuando no más comprensible, las revistas masculinas que han querido imitarlas.
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pensar que todo esto tiene una función unívoca: permitir a las mujeres, que con tanta frecuencia se sienten feas, reflexionar sobre los medios de acrecentar su poder de seducción y de ser objeto de más miradas, sacando ejemplo de lo que ellas miran, o bien inspirándose en las modelos fotografiadas a toda página. De todos modos no creo que esta explicación, aunque en parte cierta, pueda ser la única. Al contrario, pienso que las mujeres, igual que los hombres, captan con la mirada que llevan a sus congéneres lo que el ser femenino logra a veces con su belleza: irradiar una energía de vida útil a todos y de la cual se apropia cada uno, tan irrisorio es su precio. Como si la belleza tuviese un estatuto de utilidad pública. En este sentido me tienta proporcionar otra prueba, evocando el estado de felicidad que nos embarga ante una obra de arte, un bello edificio, visitando una bonita ciudad o abrazando con la vista un bello paisaje, y al contrario, la confusión que sentimos con el espectáculo de un paisaje de desolación, el de una barriada siniestra o el de edificios cuya estética ha sido sacrificada en beneficio de la funcionalidad. Parecería como si la estética llevase innegablemente consigo un efecto de esencia erótica útil a todos porque todos la captan. Es algo que al fin y al cabo ya sostiene Platón, que subraya que nosotros, los humanos, hemos situado definitivamente la belleza del lado de la vida, y la fealdad del lado de la muerte, con la vida habitada por los intercambios y puntuada por el amor, el eros, que circula por ella.
Ejercicio de aplicación o de verificación de este hecho: comparar el efecto de una visita a Dubrovnik con el de una a las múltiples ciudades de estilo estalinista del interior de la costa dálmata, o bien el de una visita al patio del Louvre con el de una a ciertos barrios del extrarradio parisino.
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cho menos, sino que interviene, a nuestras espaldas, hasta en nuestra vida más cotidiana y banal. Así ocurre, por ejemplo, con el mar de fondo pasional del debate tumultuoso que se ha desarrollado alrededor del velo islámico. Se ha creído ver en él una maniobra que apunta a la perpetuación de la opresión de las mujeres sometiéndolas a una auténtica regresión en las relaciones que nuestras sociedades han instaurado con ellas. No deja de ser cierto. Pero, al afirmarlo, se oculta el resultado de estas disposiciones tan antiguas e instauradas probablemente de forma empírica y de cuya eficacia no faltan pruebas. Efectivamente, podemos imaginar que las sociedades mediterráneas de principios de nuestra era (un hecho generalizado) que obligaban a las mujeres a no dejar ver su belleza, a no mostrar ni siquiera el rostro, buscaban sobre todo privar a los hombres de la vitalidad que podían obtener de este espectáculo. Ello tenía la consecuencia de ponerlos en déficit de esas fuerzas susceptibles de temperar su agresividad, los libraba a la violencia de su pulsión de muerte y mantenía en ellos un humor belicoso capaz de convertirlos en guerreros enérgicos dispuestos a lanzarse a cualquier empresa capaz de purgarles de esa insoportable agitación. Estas disposiciones, que ciertamente favorecieron en su tiempo las empresas de todos los imperios, desde el de Darío al de Alejandro, para seguir con la conquista con objetivos proselitistas del islam, se encuentran hoy en día desplazadas con respecto a la lógica menos abiertamente belicosa de las relaciones internacionales. Aunque no por eso podemos dejar de reconocer la pertinencia de las declaraciones de las mujeres en lucha en numerosos países del área árabe-islámica, que sostienen que los progresos alcanzados en el interior de — 150 —
las sociedades en las que viven deben pasar por su emancipación a cara descubierta. Este paréntesis, que de este modo me conduce a conferir ala estética virtudes vivificantes y pacificadoras, me incita a complacerme de que los humanos vengan al mundo por la intercesión de esas mujeres que se convierten en madres, que siempre han sido bellas,* que lo son y que lo serán, dispensando sin descanso por este único hecho en torno a ellas y a sus espaldas, tanta fuerza de vida. Pero ¿no habría más que la belleza para unir hasta casi confundirlos lo femenino y lo maternal, o bien sería posible asociarlos más todavía por medio de la certidumbre que parece, en uno y otro registro, desplegarse en modalidades múltiples y muy diferentes entre sí? De hecho todo esto, belleza, vitalidad, certidumbre, equilibrio e incluso diría armonía, no deja nunca de ser algo conjunto que se instala pronto, muy pronto, en la vida del ser femenino, como promesa físicamente evidente de la perfección ulterior de su cuerpo. El ser completamente vacío que fabrica el determinismo genético siempre ha estado provisto, desde el 160.° día de la gestación, por efecto de la acción de un pequeño aparato neurológico (el gonadostato, formado solamente por algunas decenas de células localizadas en ciertos núcleos del hipotálamo), de 60.000 folículos sobre el ovario, de los cuales solamente 1.500 persistirán en la pubertad y de los que solamente 300 o 400 experimentarán una madura-
también, anteriormente, el diálogo que mantuve con mi angelote: los ojos del amor no saben de fealdades. De todos modos, el amor necesita un apoyo...
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ción completa para no resultar, en el mejor de los casos, más que en algunos hijos. Esta anatomía que Freud asimilaba al destino ya está por lo tanto en su sitio antes incluso del nacimiento, también con los órganos intermediarios necesarios para cumplir tanto con su misión como con la función puesta a su servicio; una función cuyas características pueden derivar, por la certeza que las respalda, en seguridad, discreción, economía, fiabilidad, eficacia, mesura y coherencia. La seguridad, que queda en primer plano, se expresa y se constata de la manera más fácil: todo lo que concernirá al futuro de lo que un día contendrá este cuerpo, después de que se produzca una fecundación, ocurrirá en el interior de este cuerpo, a su abrigo, y se verá servido por el automatismo de una máquina admirablemente regulada por el lento y largo proceso adaptativo de este tipo de vida que se inventó hace varias decenas de millones de años. La discreción, puesta al servicio directo de esta seguridad, es, sencillamente... ¡flagrante! Un simple indicio basta en efecto para dar por entendido que allí suceden cierto número de cosas, sin que sea necesario ya especificar su naturaleza, ni detallarlas. Lo que una primera mirada capta del cuerpo femenino, lo que es ostensible en él, lo que constituye su emblema, no está en absoluto dentro del orden de su funcionamiento sexual ni de sus poderes, sino dentro del orden de su finalidad última. Lo que en el cuerpo femenino salta, literalmente, a la vista, son los pechos. Ahora bien, ¿qué dicen estos pechos (a los que no vamos en absoluto a negar su incontestable atractivo erótico), qué afirman, sino que el cuerpo femenino está antes que nada destinado a procrear e incluso a — 152 —
asumirlacontinuaciónde sus embarazos? Es como si, por mucho que se quiera o que se haga, la separación de la genitalidad pura de su potencial procreador topase siempre con un imposible natural y requiriera siempre una operación mental, o por lo menos un esfuerzo intelectual que llevara anteriormente a sus compañeros en la dirección precisa que éstos han escogido. Más adelante volveré a hablar del tema, cuando tratemos de la mutación del estatus del niño. Pero si sigo detenido en él, no es en absoluto para negar a las mujeres (¡ni mucho menos, y qué desgracia sería ésa!) un deseo sexual puro y reducido a esta dimensión única. Lo hago solamente para recalcar que antes de la era del muy reciente dominio de la contracepción su potencial procreador, recordado por los sentidos, no podía nunca quedar a un lado. ¿Acaso lo está, incluso hoy? No estoy completamente seguro, si tenemos que creer en el hecho de que, a pesar de los múltiples medios contraceptivos disponibles, todavía se practican en Francia 250.000 interrupciones voluntarias de embarazo al año, cifra que debemos comparar con los 800.000 nacimientos anuales. Es como si algo en el inconsciente femenino viniera a poner obstáculos a la omnipotencia decisoria del querer, en nombre de la potencia todavía mayor del deseo: estos embarazos interrumpidos ciertamente no han sido queridos, pero incontestablemente han sido deseados, pues de otro modo nunca se habrían producido: un abuso del lenguaje del mismo orden repite cuando se designa a los hijos «no queridos» como hijos «no deseados», ¡cuando de hecho han sido deseados hasta tal punto que han conseguido vencer el no-querer que les amenazaba! No hay que perder de vista que una relación sexual completa con vistas a la procreación, si se da en condiciones óptimas (el día de — 153 —
la ovulación entre una mujer fecunda y una pareja con espermiograma perfecto) no tiene más que un 25 % de posibilidades de provocar un embarazo. Lo que me hace volver a mis palabras sobre la dimensión todavía no agotada de la discreción, pues concierne al mismo órgano genital femenino. Mientras que los senos saltan literalmente a la vista, con la vulva es completamente distinto. Esta, escondida, la rehúye; se escapa de ella, como si, sabiendo que no puede evitarlo por su constante disponibilidad a la penetración, hubiese querido protegerse. Enmascarada, oculta, estrechamente inserta entre las piernas, mantiene su misterio y su conformación, dejándose adivinar apenas, hasta tal punto que a los escultores les basta con hacer confluir dos líneas curvas para sugerirla. Esta discreción, aliada con la seguridad, acaba sin duda por conferirle una especie de modesta seguridad no desprovista de serenidad, puesto que llega incluso a prescindir, al nivel del inconsciente, de un emplazamiento que presente su conformación. En efecto, en el inconsciente la representación genital se reduce, para los dos sexos, únicamente al pene; lo que choca con ciertas sensibilidades feministas reivindicativas, que se apresuran a utilizar este argumento para desacreditar y rechazar el psicoanálisis, denunciado como machista. Ni que esperara, por no decir que exigiera, de un proyector de diapositivas para figurar en la pantalla. ¿Por qué iba a hacerle falta a cualquiera la representación de un sexo con el que no puede pretender no haber estado en contacto directo desde el inicio de su vida, cuando la representación del otro sexo no está ahí más que para completar la información y recordar la existencia de la diferencia? ¡Discreción! Una discreción que aumenta, como he dicho, el misterio. Misterio reputado como generador de — 154 —
pavor, hasta tal punto que en ciertos lugares de la Europa central, en la Edad Media se acusaba a las hechiceras de embrujar exhibiéndolo. Misterio que no ha dejado de azorar a los artistas de todas las épocas y pelajes, comprendidos los que, hace decenas de miles de años, en las paredes de sus cavernas, no podían evitar —lo mismo que los que garabatean los servicios de las estaciones de tren, de bares o de facultades— representar lo que les obsesionaba bajo la forma estilizada de una hendidura discreta pero siempre reconocible. Pensemos también en el cuadro El origen del mundo, de Gustave Courbet, expuesto en el museo de Orsay, y en la historia de su ejecución, y en la de sus diferentes propietarios, y llegaremos fácilmente a comprender la explosión actual de la industria pornográfica como alimento de la persecución ilusoria de una liberación frente a la fascinación mezclada de espanto que suscita esta discreción original. Sobre todo porque esta famosa discreción, aunque se vea socavada o violentada por una mirada que se fija en ella, deliberadamente, por los ojos, no cede nunca, y continúa sin ser pillada en falta. Nada, estrictamente nada constatable, visible o verificable puede en efecto testimoniar por ejemplo una excitación, un deseo o una indiferencia en el momento del coito. Lo que no excluye en absoluto, por supuesto, que fenómenos físicos afecten a este sexo: la lubricación, la turgencia de los circuitos capilares clitoridianos y perivaginales que transforma las paredes coalescentes de la vagina en cavidad que espera que sea colmada la carencia generada por el vacío que siente. Pero todo esto queda en la más estricta intimidad de la mujer y no puede testimoniar jamás ostensiblemente sus disposiciones a su pareja. Del mismo modo que nada, ostensiblemente o de manera objetiva, viene a mostrar a esta pareja — 155 —
el fin del deseo o la realidad de un orgasmo expresado o no mediante suspiros o gritos, que permiten a las mujeres simularlos sin vivirlos en absoluto: una forma de generosidad que a veces consigue unir a un hombre por la confianza en él mismo que ella acaba confiriéndole. Frente a una pareja expuesta por una anatomía y una fisiología que hablan por él, esta discreción es susceptible de alimentar tanto un poder temible, que numerosas mujeres no dudan en utilizar, como un sentimiento de duda y de poca seguridad que mina la vida de otras y las arrastra por la vertiente del menosprecio de sí mismas, cuando no de la depresión, con un resultado que no es nunca fruto del azar, sino que proviene siempre del efecto de historias personales. De todos modos no podemos cerrar estas consideraciones sobre la discreción sin mencionar que ésta contribuye a poblar el silencio femenino de eventuales o supuestos sobreentendidos, de los que encontramos una pista en las palabras de los niños cuando dicen que su madre les adivina o sabe todo de ellos y de sus pensamientos. La discreción, como procedente de un determinado ahorro, refuerza esta dimensión que se expresa propiamente a todos los niveles. Para empezar, en material y en número, ya que, como se ha indicado, una selección ininterrumpida reduce los 60.000 folículos colocados in útero a 1.500, de los que sólo 300 o 400 llegarán a la madurez. Evolución que no se puede calificar de dispendiosa, ni mucho menos, cuando responde con un rendimiento semejante al principal objetivo que persigue. De este modo, si el ahorro se ve asociado al registro de la seguridad, interviene todavía más en el de la gestión, porque de este stock de folículos, salvo excepciones, un solo óvulo es puesto por mes: ¡uno solo! Puesta repetida, en el ciclo si— 156 —
guiente,sobreelfondode una mucosa uterina renovada (¿por qué no, si se trata de sacrificarse por la eficiencia?) de arriba abajo. ¡Extraordinario reloj biológico, ese que acompasa el tiempo con tal regularidad! La conciencia que confiere de la cronología, ¿interviene acaso en la constitución de lo vivido del tiempo? ¿Conduciría a creer en un posible dominio de éste, cuando no en una posible denegación? De todos modos, esto no se prolonga indefinidamente, y sólo está programado para funcionar durante un período limitado del tiempo de vida, duración que se extiende desde la pubertad a la menopausia, esta edad en que el cuerpo, modesto, realista y reconocedor de los límites de sus capacidades (¡otra vez la preocupación por la eficiencia!), renuncia a proseguir sus hazañas habituales. No es casualidad, por otra parte, que ciertas sociedades africanas autoricen a la mujer menopáusica, siempre que sea viuda, a tomar... esposa para la que podrá escoger a un progenitor* para que le engendre hijos... ¡de los cuales se reconocerá a la viuda como padre y a los que podrá transmitir sus bienes! Como si, salida del acompasamiento del tiempo que hasta entonces se producía en ella por el ciclo menstrual, esta mujer pudiera agruparse con los hombres en su relación específica con el tiempo. Pero si tuviéramos que situar lo mejor posible la ocasión en la que se manifiesta, en fiabilidad y en mesura, la admirable coherencia del comportamiento del ser femenino, no podría encontrarse mejor momento que ése en el que se produce una fecundación. Un cuerpo tan perfectamente concebido y dotado llegará un día a ser fecundado. En ese momento no se Nótese también en este caso el pobre papel del genitor en el seguimiento de la aventura de los hijos traídos al mundo por su mediación.
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trata solamente de la realización de una promesa consustancial a la fabricación misma de este cuerpo, desde su concepción y desarrollo. Se trata también de la validación en bloque de un amplio conjunto de comportamientos característicos del ser femenino desde su más tierna edad. N o hablo ya únicamente del juego inagotable de las niñas con sus muñecas. Hablo de esas otras niñas que podemos descubrir en los parques, en los recreos de las guarderías o en las salas de espera de los pediatras, deseosas de socorrer o de consolar al niño o a la niña que sufre o que llora. Mientras que el niño de su edad aprovecha el momento para darle un buen mamporro impunemente al crío desconsolado, o para arrebatarle un juguete, ellas inventan para él miradas, gestos y caricias. Le traen de nuevo el juguete perdido o le ofrecen otro, el que tienen más a mano y que saben adornar con todo tipo de atractivos utilizando la voz y las palabras. «¡Eres una madrecita!», se ve uno tentado a susurrarles para disimular la emoción que provoca su ingenio. ¿Es eso solamente, una imitación de la madre? Eso sostienen los negacionistas obstinados por la diferencia de sexos, esos que provocan la desgracia al acusar a la sociedad biempensante de fabricar este tipo de comportamiento, al tiempo que rechazan constatar una diferencia sexual fundamental... ¡que se crea en el mismo desarrollo embrionario! Lo que se transmite en este comportamiento de las niñas es semejante a un amanecer de lo que constituirá el conjunto del comportamiento femenino adulto: encontrar un ser susceptible de necesidades, emprender la satisfacción de las necesidades de este ser y obtener de ello, además de un placer y un beneficio, ambos generadores de energía y de una naturaleza estrictamente incomunicable, un auténtico sentimiento de poder. Ahora — 158 —
bien, es la aventura, la travesía de un embarazo lo que llevará esta disposición precoz a la incandescencia: el ser concebido es, por su misma definición, un ser en perpetua necesidad al que no es útil ir a buscar, ni seguirle la pista, ni esperar encontrar, ya que, más que cerca, está ahí, anida en ese cuerpo que él sabe a su entera disposición. Todas las características femeninas del comportamiento se encuentran desde ese momento legitimadas y colocadas bajo el signo de una coherencia soberana y sumamente saludable. El entorno anima a esta hazaña y la aplaude sin reservas, puesto que por su ejecución nacerá una vida nueva. Ese poder no es entonces solamente percibido y sentido, sino que se concede y se reconoce sin la menor reserva. Si el irrecusable encaje del cuerpo fetal en su cuerpo confiere a la madre, más que cualquier otra cosa, la certidumbre que constituye la base de su dimensión, es el relevo de esa otra certidumbre, ya señalada, con apoyo anatómico y de consecuencias simbólicas considerables, es decir, que, siendo penetrable siempre, sean cuales sean sus disposiciones, y sin tener que pasar a estos efectos por la menor modificación anatómica, una mujer puede albergar íntimamente ese considerable potencial de poder. Hace ya mucho tiempo que agrupé todo este conjunto de hechos enumerados sobre las características anatómicas, fisiológicas y de conducta femeninas bajo el signo de una lógica, a la que puse el nombre de «lógica del embarazo». Más allá de lo que podría tener de restrictiva una formulación como ésta, uno puede conectarse a esta lógica para entender la naturaleza de los trabajos confiados (impuestos, dirían algunas), desde siempre y en todas las latitudes, a las mujeres: esos trabajos que han acabado — 159 —
por descalificarse declarándolos humillantes e ingratos, y en los que las mujeres destacan sea cual sea el sector de su actividad pues obtienen resultados inmediatos. Obtener resultados a corto plazo remite a la forma de satisfacción inmediata de las necesidades que se expresan durante el embarazo y posteriormente en la relación con el hijo. Ambas actividades comparten un ingrediente común que no tiene estatuto de existencia, pero que podría tener un estatuto de inoportunidad insoportable. Nos esforzamos no ya en ignorarlo o en rechazarlo, sino en velar para que no intervenga jamás, en no dejarle el menor de los lugares para no correr el riesgo de vernos afectados. Es un ingrediente que simplemente desearíamos que no existiera, que no hubiese existido nunca o que desapareciese enseguida si, por azar, no hubiésemos tomado medidas contra su intromisión. Este ingrediente, del que cada uno habrá comprendido la naturaleza, aunque no lo haya nombrado todavía, es el tiempo. El tiempo, en todos sus componentes y en todas sus características, es el tiempo concreto, cronológico, el tiempo que pasa, el muy imbécil, siempre en el mismo sentido. El tiempo que correría el riesgo de percibir, integrar, vivir, interiorizar, tanto la promotora de la acción como su beneficiario. Ése es el enemigo, el mayor enemigo, ése al que no hay que ceder nunca, ése de cuyas astucias hay que desconfiar, ése al que no hay que dejar de vigilar nunca (¡Mira, una arruga! ¡Y otra cana! ¡Qué horror! ¡Y la publicidad que nos hace de eco proponiéndonos la última crema de componentes misteriosos!), ese contra el que no nos revelaremos nunca lo bastante, contra el que no gastaremos nunca suficientes recursos o energías. Ése del que nunca dejamos de tomarnos el placer de deshacer y de vencer satisfaciendo enseguida la necesidad, sin sufrir — 160 —
tampoco por no dejarle el menor sitio cuando eliminamos de un escobazo un rastro de polvo obediente y así podemos descubrir un embaldosado limpio al fin, y eso sin deberlo más que a sí mismo y a la acción que acabamos de llevar a cabo. Soy el único agente del resultado que obtengo inmediatamente y que demuestra el poder que detento. El tiempo. El enemigo. El tiempo con la muerte en un extremo. La muerte a combatir. La muerte a afrontar sin desfallecer. La muerte a negar. Con la determinación de no dejarla vencer. La madre contra la muerte. Valiente. Determinada. Irrealista. Loca. De esta maravillosa locura, ingeniosa, creativa y poética, de la que nadie se queja y de la que cada uno le está, en lo más hondo, agradecido. ¡La madre segura contra la muerte todavía más segura! Para preservar, al precio que sea, la vida, la única, la zoe del griego, sean cuales sean el estado o el resultado, la vida palpitante, la vida rugiente, la vida en estado bruto, ¡aunque fuera reducible a una simple supervivencia! ¡Cuánto me he entretenido en hablar sobre la conciencia del tiempo que se tomó en un momento de la evolución de nuestra especie! Quizá sea ahora cuando eso sobre lo que tanto he insistido encuentre su utilidad. Vuelvo a la primera sepultura, con su cascada de percepciones y de emociones, y recuerdo haber insistido sobre una cuestión: sólo concernió al hombre, y no a la mujer. Repetiré la hipótesis que había planteado, a saber: del descubrimiento que había hecho, Homo no pudo transmitirle nada a su compañera, quien nunca pudo decirle nada de lo que ella sabía desde hacía millones de años, que la muerte que tantas veces la había alcanzado en la — 161 —
carne de su carne era su enemiga intima y que ella habra levantado como única arma, por fútil que le pareciera, contra esa muerte, la negación: el rechazo a admitir la lógica del paso del tiempo. Me vencerá, me someterá a él, pero nunca le ofreceré como recompensa mi asentimiento, nunca me hará cómplice en la muerte de mis hijos. ¡Que no cuente conmigo! Admitirla incluso racionalmente sería traicionarme a mí misma y arruinar la coherencia de mi ser. Y que mi compañero no se arriesgue a imponerme lo que yo rechazo. Continuaré rechazándolo con todas mis fuerzas. Y llegado el caso de que aumentase su presión sometiéndome a disposiciones sociales que habrá urdido con sus comparsas, me encontrará igual de dispuesta a resistir. Por lo demás, no dejaré de transmitir mis convicciones y mi mensaje a mis hijos, sobre todo a mis hijas, y haré que las transmitan a sus hijos. ¿Quizás un día eso triunfará? ¿Quizás un día se logre... la victoria? Llegado a este punto, ¿afirmaría que el ser femenino es un individuo humanamente diferente del ser masculino, con una organización psíquica hasta tal punto y tan profundamente diferente? ¿Cómo sostener entonces lo que parecería, dicho así, una aberración que implicaría el riesgo de dejar creer que los hombres y las mujeres pertenecerían a especies diferentes? A menos que, después de todo, no se trate más que de las consecuencias, insospechadas y hasta qué punto a menudo negadas, de una diferencia de sexos cuya medida no se ha tomado nunca en consideración lo suficiente y que haría de los hombres y de las mujeres dos subespecies netamente diferenciadas de una especie común... ¿Por qué no? Pero entonces, ¿habría maneras diferentes de escuchar a los hombres y las mujeres, por ejemplo, en psicoanálisis? Es una pre— 162 —
guntaqueselastrae,y sobre todo no entra en sintonía con lo que generalmente se dice. ¿Y entonces? Entonces, claro, para volver una vez más a él, lo que dice Freud con su sempiterno che vuoi? Y con su no menos obsesionante «continente negro». Él no supo nada de la existencia del ADN mitocondrial,* legado de madre a hija y que hace que cada hija se remonte sin interrupción a la más lejana de sus antepasadas de forma diferente y más eficazmente todavía de lo que nos sugiere el sistema de encaje de las muñecas rusas. ¿En qué aspecto este material genético, este ADN mitocondrial, sería portador de una herencia susceptible de explicar, entre otras cosas, la diferencia de relación con el tiempo que localizo entre hombres y mujeres y que emplazo en la experiencia de la primera sepultura? No puedo en absoluto ni decirlo ni sostenerlo. Solamente pongo a este ADN como un factor al que apenas empezamos a interrogar y del que no sabemos todavía ni los efectos ni las consecuencias. Nada por otra parte me impide imaginar que un día u otro se descubra en su seno un gen codificador para tal o cual disposición frente al tiempo o al espacio. Sobre este punto, mi posición puede rozar la pretensión, o cierta deshonestidad. Pero ni aun así dejo de asumirla. El médico que soy desde hace tanto tiempo ha vivido demasiados progresos y replanteamientos en su campo de actividad como para detenerse ante la ausencia de pruebas o * Las mitocondrias son vacuolas (una especie de pequeños bolsillos) intracelulares que intervienen en diversos procesos metabólicos y que contienen, como el núcleo de la célula, material genético compuesto de ácido desoxirribonucleico (ADN) cuyo descubrimiento es muy reciente. Este A D N mitocondrial tiene la particularidad de ser transmitido a los hijos sin alteraciones y sin recombinaciones del material genético proveniente del padre, y que por tanto es idéntico de madre a hija.
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para no atreverse a lanzar una hipótesis. He ejercido la pediatría durante cuarenta años aconsejando a los padres de mis pequeños pacientes que no descuidaran el mantenimiento de sus vínculos, y en particular sus relaciones sexuales, de las que decía que funcionaban como un admirable cortocircuito en los inevitables conflictos de la vida en pareja. Recientemente, en el curso de mis lecturas, descubrí un hecho que acababa de salir a la luz, a saber, que la oxitocina, esa hormona que interviene en el momento del parto para contraer el útero o durante la lactancia para que salga la leche de los pechos, se considera actualmente la molécula que favorece el apego y que alcanza su pico de secreción en los dos integrantes de la pareja durante el coito. Mi vieja recomendación, de naturaleza puramente intuitiva y pragmática, se ha visto por tanto confirmada por la biología. ¿Habría renunciado a ella en ausencia de la prueba biológica? Ciertamente no, pues los resultados que he podido observar me inclinaban a no dejar jamás de perseguir su prescripción. En nombre de este mismo tipo de experiencia me arriesgo a formular hipótesis cuando pienso que éstas pueden ayudar a una mejor comprensión de aquello en lo que nos apoyamos. ¿Y después? ¡Y después lo mismo! Incluso si todo esto, este asunto del tiempo y de la primera sepultura, no tiene estrictamente nada que ver con el ADN, ¿qué importa? ¿Acaso no podría haber sido transmitido por un simple proceso de naturaleza educativa sostenido por una similitud de funcionamiento biológico de los cuerpos? Sería un proceso todavía más económico y simple del que evoco al no apelar más que a la diferencia de sexos. Sacaría fuerza en la evocación de los efectos de las feromonas, esas moléculas misteriosas que transitan en el — 164 —
aire y cuya fuerza es tal que consiguen, entre otros efectos, hacer que todas las mujeres que trabajan juntas en un taller acaben al cabo de un período relativamente corto teniendo la regla el mismo día. Más aún: ¿acaso la biología no está acompasada por el tiempo? Más allá de la existencia del ritmo circadiano, que supera los límites de la sucesión día-noche, el cortisol y la hormona del crecimiento, como la melatonina, son secretados durante la noche; el píloro se abre cada quince segundos para permitir el vaciamiento del estómago; el páncreas vierte insulina en el sistema circulatorio cada doce minutos; las células están programadas para vivir durante un lapso de tiempo preciso y después morir* (a esto se le llama apoptosis), tres meses, por ejemplo, para los glóbulos rojos y solamente dos días para las células de la mucosa bucal. Lo que me moleta en el recurso a procesos explicativos como estos que acabo de mencionar es que no me parecen suficientes por sí mismos para explicar la enorme resistencia a todo replanteamiento de la disposición femenina en relación con el tiempo. En cambio, hacer de esta resistencia un factor ontológico surgido de la evolución de la especie (y que habría acabado por instaurar dos subespecies) puede no solamente explicarla, sino que además invita a interrogarse sobre su finalidad y a captar quizás una utilidad que hasta ahora habría quedado en la sombra. Será necesario admitirlo: las mujeres, intercambiadas entre los hombres para regular sus relaciones tras la primera sepultura de las que se las había mantenido apartadas, no tuvieron otra elección que la de someterse a la decisión tomada con respecto a ellas; de todos moCuando bajo el efecto de diferentes factores no se respeta el programa, la célula ya no muere y se convierte en una célula cancerosa.
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dos, ciertamente no la admitieron jamás. Por tanto, se mantuvieron al margen de la famosa ley de la especie, contraviniéndola cada vez que podían permitírselo sin riesgos, resueltas como estaban, en la comunicación estrecha y fusional que instauran con sus hijos, a preservar los beneficiós que siempre habían obtenido de sus disposiciones animales tomando, entre otras precauciones, la de mantenerse a una distancia respetuosa de todo aquello que implicase la conciencia del tiempo. Ya oigo desde aquí la vehemencia de las reacciones que levantaré y ya imagino que me acusarán de negar a las mujeres su capacidad de dirigir una empresa o de desempeñar carreras que los hombres se han reservado hasta el momento presente. No solamente rechazo por adelantado tal acusación, sino que me mantengo firme al precisar mi idea, añadiendo que incluso esas mujeres cuyo potencial sostengo y que nada puede ni debe limitar de la manera que sea, incluso esas mujeres, como todas las demás, incluso si pueden sentir, concebir y administrar el tiempo, dominarlo y servirse de él sin el menor problema aparente, conservan y conservarán siempre con respecto a él, sea lo que sea lo que hagan o harán, un tiempo vivido específico y una relación totalmente diferente de la que los hombres mantienen con él. Y como prueba ofrezco su relación con la angustia de muerte. Afirmo que eso las oprime infinitamente menos que a los hombres. ¡Cuidado! No estoy diciendo que estén completamente libres de tal angustia. Digo que las oprime menos. Es decir, que la presión de esta angustia es, en su caso, relativamente baja, menos sujeta a variaciones y sobre todo infinitamente menos sujeta a variaciones amplias. Para convencernos, podemos entrevistar a auxiliares sanitarios. ¿Cuál de ellos no expresará la sorpresa ex— 166 —
lesión hasta qué punto los hombres, ese sexo llamado fuerte», son delicados? «Son como niños grandes», dirán, antes de ponerse a alabar la valentía y el empuje de las mujeres enfermas, quienes por tanto de tener tantas razones como sus compañeros de temer su fin. Detrás de esta serenidad relativa que es testimonio de una presión razonablemente estable de la angustia de muerte en todas las circunstancias, siempre descubrimos la cuestión del tiempo. Porque ellas lo saben, porque la subespecie a la que pertenecen lo ha vivido desde hace decenas de millones de años, saben lo que los hombres no saben y no pueden saber por esta forma específica en que viven la división del tiempo. Saben así, desde su sapiencia, por más íntimamente íntima y menos comunicable que ésta pueda ser, que su vida no se detiene en su muerte física, sino que se prorroga en esos hijos que han llevado en su cuerpo, que han traído al mundo por medio de ese mismo cuerpo y que han ofrecido a la vida con cuerpos que guardarán una huella de ellas que no se borrará jamás. Ellas saben que nunca han sido autárquicas, ni están solas, ni están aisladas. Saben que su sabiduría intrínseca las ha conducido a no invertir solamente en sí mismas, sino a ampliar la gama de sus inversiones en los demás. De alguna manera tendrán el genio de adherirse espontáneamente a los consejos de los buenos gestores que incitan a «no poner todos los ahorros en el mismo cesto». Saben que su vida siempre ha estado dividida entre lo que saben y son (incompletas) y lo que saben que pueden ser (completas, o casi), y que destacan en la satisfacción sin límite ni retrasos de las necesidades de un tercero, ya sea ese impaciente siempre excitado y loco por la posesión de sus cuerpos o ese otro más extraordinario y — 167 —
conmovedor todavía, ese otro despojado, enternecedor y listo para alienarse en ellas sin reserva. Para rebatir esta teoría mía, se aducirá naturalmente que hay modelos que la desmienten. Es el caso, por ejemplo, de esas mujeres que siempre han ejercido su talento, antes de prodigarse en escritos, como lo han hecho recientemente para contar sus proezas sexuales: más allá del placer que obtienen, ¿dejarían éstas de sacar beneficio del placer que dan a sus numerosas parejas y sobre el cual saben disertar de manera tan inteligente? En cuanto a las que no se han unido jamás a ningún hombre o a las que no han procreado, ¿qué más da? Su identidad sexual, incluso si no han utilizado sus potencialidades, las hacía portadoras, y ellas saben que habrían podido utilizarlas si no hubieran sublimado esta dirección o si las circunstancias no les hubieran impedido tomarla. Además, si lo que acabo de decir parece insuficiente o poco persuasivo, búsquense en la historia de la humanidad las escasas ocasiones en que las mujeres han trabajado del lado de la muerte, las escasas ocasiones en que han sido guerreras o cabecillas de la guerra. ¡Cuántas veces, muy al contrario, se han levantado para denunciar las locuras asesinas! Confieso, por otra parte, que lamento que no se empleen más a menudo. El día en que las sufragistas americanas se levantaron contra la locura asesina de sus hombres, consiguieron cambiar singularmente el paisaje político. Por otra parte, si volvemos a las explicaciones que he dado más arriba sobre la pulsión de muerte, veremos hasta qué punto el argumento que desarrollo está estrechamente ligado, en su caso, a la débil amplitud de las variaciones de presión de la angustia de muerte. ¿Acaso estoy afirmando que, en virtud de su anatomía, de su psicología y de sus características de conducta, — 168 —
las mujeres serian uniformemente idénticas unas a otras? ¡Claroqueno!Muyalcontrario, me parece de la mayor importancia subrayar que ninguna de ellas se parece a su vecina, que cada una es felizmente única, y que a veces llegan, y es una lástima, a vivir su singularidad como sospechosa. Invocando el fondo ontológico común, nunca he tenido la intención de evacuar el efecto de las historias individuales y de lo que produce tanto una experiencia como un tejido relacional. Si para acabar con todos los malentendidos puede parecer importante precisarlo, no dudo en decir que por muy amplia que sea la gama en la que puede inscribirse a las mujeres y a las madres, de la más pusilánime a la más aplastante, y de la más atractiva a la más arisca, de la más abnegada a la más inconsecuente, pasando por la impaciente lo mismo que por la autoritaria, ninguna de ellas puede sin embargo pretender, ni siquiera hoy, poder ser puesta al margen o no verse implicada en la descripción de los elementos de los que la he hecho portadora. Sin embargo, ¿estaría afirmando que, en lo que respecta a la angustia de muerte, las mujeres se situarían todas en el mismo nivel, que estarían un tanto protegidas de ella y que de alguna manera vivirían en una serenidad relativamente mayor que los hombres? ¡Pues sí, en muchísimas ocasiones sí, ciertamente! ¡Pero no siempre! Porque, sean como sean y hagan lo que hagan, llega un momento en que la angustia de muerte ya no les deja pasar ni una, un momento en que consigue invadirlas, un momento en que las desborda, un momento en que las convierte propiamente en «locas». Ese momento llega cuando dejan de ser solamente mujeres y se convierten en madres, ¡y sobre todo en madres de un varón! Se aca— 169 —
bó entonces definitivamente su serenidad relativa. Se acabaron sus débiles variaciones de presión de su angustia de muerte. Su reactividad se exacerba. Se convierten en insoportables, imposibles, poco razonables, y corren el riesgo, cada vez más frecuente en nuestros días, de caer en la categoría de las madres de chico a las que llamo «las madres inquietas». Una categoría tan fuertemente patógena que su identificación y localización se han convertido en lo esencial de todo lo que me ha enseñado mi carrera de pediatra, pues eso no conduce más que a padecer la enfermedad más grave que pueda afectar a un ser humano masculino en ciernes: cargar con una madre así. Porque esta madre inquieta se ve presa por el torbellino de su ambivalencia, porque en su seno se ve mortificada por la huella de la sorda lucha que la subespecie a la que pertenece no ha dejado nunca de mantener con respecto a la otra subespecie. Al pertenecer su hijo a esa otra subespecie, ¿cómo podría arreglárselas para preservarlo de todos modos y conseguir refrenar, aunque sólo fuera en ella, las pulsiones y otros movimientos agresivos que, como movida por una oscura disposición heredada de su madre y sin saberlo nunca, no ha dejado de cultivar durante toda su vida contra su padre, su hermano o su compañero? De este modo, este hijo ¿no se encuentra todavía más expuesto a los peligros que amenazan naturalmente su existencia? Por tanto, desarrollará una serie de estrategias (entre ellas, guardarlo indefinidamente para sí) y lo velará celosamente viviendo por él, y recargará al máximo, cuando él no le pide nada, la menor de las amenazas, de las que ella sólo imagina la existencia. Lo que contribuirá a que él exacerbe su propia percepción de la menor variación de presión de la angustia de muerte. Puede resultar extraña esta diferencia que apunto, y — 170 —
quesubrayo,enfuncióndel sexo de los hijos, y uno puede preguntarse si la constatación que he hecho no provendría de una estadística sesgada que afectaría a mi clientela, en la que como ya he dicho habría contado más de cuarenta lenguas diferentes. Por curioso que pueda parecer, esta estadística sesgada no distorsiona mi análisis, sino que, al contrario, le aporta más luz. Es cierto que la diferencia de tratamiento de los niños en función de su sexo es algo que llama la atención, algo flagrante, es algo casi caricaturesco por ejemplo en las poblaciones de origen norteafricano. Pero esto no produce los efectos que uno se creería autorizado a esperar o a señalar, puesto que se inscribe en una serie de disposiciones, codificadas e insertas en la misma lengua, de la cultura en la que se inscriben estas poblaciones. Así ocurre con el verbo «parir», que en el árabe dialectal se dice normalmente de un modo que podría significar literalmente «hacer un chico». Para preguntar, por ejemplo: «¿Cuándo le toca parir a su hija?» se dice «¿Cuándo hará un chico su hija?» Y esa hija habrá «hecho un chico» cuando haya traído un chico al mundo, pero de otro modo habrá «aportado» una niña. El derecho del área árabe-islámica, que ha sacado las consecuencias de semejante circunstancia llegará al punto de hacer decir a un padre: «Tengo tres hijos y dos niñas.» Es una formulación y una disposición de espíritu que nos parecen aberrantes cuando no monstruosas por la desigualdad que instaurarían si no tuviéramos en cuenta que, según la lógica de una cultura semejante, independientemente de la desigualdad de herencia* que, sin embargo, es coherente con la lógica de conjunto de la Disposición que ha sido y continúa siendo compartida por otras culturas.
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cultura, las mujeres acaban por ocupar el escalon más alto de la jerarquía social convirtiéndose en «damas» cuando por fin disponen de una nuera a su servicio, la cual a su vez esperará con paciencia su momento de gloria, etcétera. Por lo demás, el interés de esta breve incursión etnológica reside en que muestra de qué modo ciertos sistemas culturales han tratado la diferencia de la vivencia del tiempo entre hombres y mujeres, y cómo han administrado las variaciones de presión de la angustia de muerte que se le asocian estrechamente. La coherencia de la lógica del embarazo, que pone en primer plano la satisfacción inmediata de la necesidad, produce inmediatamente un investimiento casi exclusivo del instante y una atención mucho menor puesta en la duración y en el futuro a largo plazo, lo que contrasta con el investimiento totalmente contrario que realiza el ser masculino. Como la organización de las sociedades ha sido hasta el momento presente un asunto de hombres, éstos han impuesto sus reglas y, en particular en los ejemplos que acabo de citar, lo que podríamos asimilar a una prueba de paciencia de la que la lengua ha guardado las señales. La extrañeza que esto pueda producirnos no se debe más que a lo que podríamos representar como una diferencia radical de referencial: nuestra lengua, nuestras culturas y el sistema de parentesco en el que evolucionamos no nos ordenan, en efecto, tales disposiciones. Pero eso no evita que tengamos que constatar la diferencia radical de relación de una madre con su hijo en función del sexo de este último. Se trata de una diferencia que ciertamente no es ajena al hecho de que, cuando nos fijamos en las estadísticas de enfermedad, es forzoso constatar que, de entre 100 niños enfermos, de 70 a 75 son varones. Sí, acepto de buen gra— 172 —
dios de defensa que uno solo de éstos, aunque le acompañe un cromosoma Y. Pero no creo que éste sea el único factor a tener en consideración. Que una madre pueda sentirse menos torpe con el cuerpo más familiar de su hija que con el cuerpo más extraño de su hijo, y que esta torpeza pueda generar una gestualidad diferente susceptible de convertirse en una fuente de malestar tanto para la madre como para el hijo, me parece algo que apunta una argumentación más a tener en cuenta. Pero también cabe pensar que la simple similitud de los sexos entre su hija y ella le permite recibirla, simplemente como se recibe ella, al abrigo de las variaciones de la amplitud de la angustia de muerte, cuando a su hijo lo remitiría a la persona de los machos de su entorno, padre, hermano, compañero cuyo comportamiento más banal traduce de manera flagrante este tipo de preocupación. De esta hipótesis casi podría inferirse que sería, después de todo, una manera como otra, y no menos eficiente que otra, que tendría una madre de conferir a su hijo tanto su identidad sexuada como una parte legítima de su historia. El problema que esto plantea se debe simplemente al equilibrio de tal transmisión. Así, en la lógica procedente de la estadística de enfermedad, esto implicaría que una madre trataría a su hija sólo por la parte de su propia historia, encerrándola en un dilema de identidad del que dicha hija tendrá muchas dificultades en salir, y no podría transmitir a su hijo una parte de historia diferente a la suya más que desarrollando respecto a él una angustia cuyos efectos no son anodinos; lo que tendría como consecuencia indirecta conferir a este chico las características masculinas de su relación ulterior con la angustia de muerte. — 173 —
La paradoja quesubyaceenestaactitudnoespor tanto más simple de demostrar que de comprender.. Si, en efecto, la angustia de muerte y la vivencia del tiempo están íntimamente ligadas, hasta tal punto que una genera a la otra y a la inversa, la actitud que acabo de describir podría revelarse casi como saludable. Si una madre, en la relación con su hijo, llegase a vivir de manera diferente el tiempo y a concebir la existencia de variaciones de presión de la angustia de muerte, o bien si, a la inversa, percibiendo las variaciones de presión más amplias de esta angustia, ella se viese conducida a localizar otra manera de vivir el tiempo, podría esperarse de tal proceso que éste le permitiera, siempre que pudiera acceder a él, aproximarse al menos a una vivencia más aguda del tiempo. Quizá podría ser así si el proceso se desarrollara por sí mismo y evolucionara según su propia lógica. Pero lo que ocurre causa en general un resultado inverso, porque la madre intervendrá con violencia en este tipo de circunstancia para reducir deliberadamente la menor variación de presión de la angustia, ahogando al mismo tiempo, inmediatamente, de raíz, la vivencia o la mayor conciencia del tiempo que habría podido producirse en ella misma y de la que el hijo habría podido beneficiarse. Normalmente se trata de una actitud refleja, totalmente insensata, alentada hoy en día por los mensajes ambientales y no controlada en absoluto por una madre preocupada por preservar de entrada a este niño reducido a un simple complemento suyo y que a menudo no tiene, en principio y en la cabeza de ella, ninguna existencia propia. Es por esta razón que muchos psicoanalistas, empezando por los más grandes, se han esforzado en hacer oír a las madres que los bebés, como los hijos, no son objetos puros, sino sujetos cuya singularidad y — 174 —
estatus hay que respetar infinitamente. Este mensaje hadadolugaralmas perfecto de los malentendidos, pues las madres han entendido que se loaba conjuntamente con ellas el lado inmensamente precioso de un hijo con el que ellas se han creído en la obligación de mostrarse todavía más abnegadas, manteniendo respecto a él un vínculo del que no podrían desprenderse, ni permitir que él lo hiciera. Es en este contexto, que abre la puerta a toda clase de acontecimientos que hemos podido ver producirse en el curso de estas últimas décadas, donde el rechazo a aceptar la dimensión del tiempo por parte de la madre, en lo que a ella y a su hijo respecta, hará de las suyas. ¿Por qué? Simplemente, porque este rechazo está en la misma onda que la que se ha convertido en la ideología de nuestro mundo occidental, seducido y ganado a todas las cualidades que he definido como propias de lo femenino. Empezando por la inmensa y noble dimensión de certeza que se le confiere tanto a la madre como a... ¡la misma reina Ciencia! Para seguir por la dimensión de seguridad cuya preocupación invade hasta tal punto nuestra vida cotidiana (circular en coche sin cinturón, beber o fumar, ha pasado a ser una imprudencia y constituye un insulto al famoso «principio de precaución» que recientemente nos hemos inventado) que puede señalarse una conminación a organizarse la supervivencia a falta de saber cómo organizarse la vida. Tras esto viene la dimensión de la eficacia preconizada como valor ineludible: todo debe apreciarse según criterios predefinidos, como prueba por parte de las madres la obsesión que tienen con el peso y la talla de sus hijos. En cuanto a la economía, por fin, ya no resulta útil, hasta tal punto obnubila nuestras políticas, — 175 —
mostrar lo esencial que se ha hecho. Hay que exhibirlo todo, preocupándose sólo por el instante, a la manera de la madre, en objetivos a muy corto plazo y, a la manera social, acompasados por plazos electorales que no dejan el menor lugar a un proyecto a más largo plazo. Siempre se podrá sospechar de mis puntos de vista, argumentando que, al fin y al cabo, los hombres son los que ahora y siempre dirigen y orientan las elecciones de las sociedades. En consecuencia, las mujeres en general y las madres en particular no podían ser acusadas de haber promovido estas elecciones. El argumento es pertinente y válido. No se trata de disculpar aquí el comportamiento de los hombres, err general profundamente empeñados tanto en su deseo de seducir como en su relación con las madres respectivas, sino de revelar la colusión que existe entre las elecciones que practican y las orientaciones generales dibujadas por los comportamientos maternales. Como si estos hombres velasen por no decepcionar jamás a estas madres. Como si se hubiesen puesto a remolque de su manera de administrar la presión de la angustia de muerte, porque la habían juzgado como más inteligente, más eficaz, ciertamente más rentable y mejor adaptada a este mundo cada vez más cruel. En este sentido cometen un error de cálculo con el que poco importaría que fuesen las primeras víctimas si no arrastrasen con ellos fatalmente a su prole. Pues, ¿qué hace una madre, abandonada a sí misma y a su única propensión, frente a la angustia de muerte? La madre se encierra en una soledad cuyos beneficios inmediatos son engañosos. En efecto, podemos verla, durante la espera de su hijo, utilizar la fuerza extraordinaria que le confiere esta experiencia: poder expulsar el tiempo y experimentar la coherencia de su lógica con— 176 —
ductivista,apartirdeahora marcada por el trazo de lo momento en que este proceso, situado bajo el signo del «no-tiempo», siempre ha proporcionado las pruebas verificables de su eficacia, ¿por qué ponerlo en tela de juicio? ¿Por qué cambiarlo y por qué, por el contrario, no prorrogarlo indefinidamente? El resultado del debate llevará en última instancia a que la madre teja en torno a su hijo ya nacido un útero virtual que extenderá hasta el infinito y en el seno del cual reinarán las mismas leyes que las que presidían los mecanismos de no-tiempo del útero real: aunque haya nacido a su realidad y a la vida aérea, el niño no deberá conocer nunca las angustias de la espera y la tortura del tiempo, deberá siempre quedar satisfecho inmediatamente y no conocer la menor de las restricciones en la satisfacción de sus exigencias, sean cuales sean su naturaleza o su extensión. En una palabra, o en mil: nunca, nunca deberá faltarle nada. ¡Ese es el asunto! ¡Y menudo asunto! Una mercancía de este género no es algo que pueda dejarse pasar. Pues claro, señora mía, ¡cuánta razón tiene usted! A su hijo en efecto no tiene que faltarle nunca de nada. Estamos completamente de acuerdo con usted. Incluso estamos dispuestos a animarla a vigilar que no se produzca ningún fallo por algún descuido o por la falta de previsión. Y para ayudarla, nosotros mismos marcaremos con sumo cuidado el campo de todas sus posibles necesidades sin dejar ninguna en la sombra. Llegaremos hasta prever todas aquellas en las que usted no había pensado, y las que no podían ser imaginables sin nuestra determinación de localizarlas. Vea incluso cómo trabajamos para ayudarla: ¡estamos dispuestos a fabricar a este hijo necesidades que quizá no habría tenido espontánea— 177 —
que
mente, para que usted pueda dedicarse conmasalegría todavía a satisfacerlas! Cuando el mercado se apropia de la carencia, ¿es acaso posible que no quiera subsanarla? Ya tenemos pues material con el que satisfacer a todo el mundo. Admirable y maravillosa adecuación si no fuera porque la lengua, una vez más acude a denunciar, ya que no puede frenarla, la deriva en la que todo esto se hunde alegremente. De aquel que «no carece de nada», la lengua latina habla en efecto como de un incestus,* de un «incestuado», podríamos decir, como para volver sobre el modo en que se descubre, en el recodo de este tipo de comportamiento, una contravención más a la famosa ley de la especie. Como que se descubre la diferencia ontológica que he avanzado diciendo que el ser femenino al que apuntaba la ley siempre se ha mantenido al margen de ella, nunca se ha adherido a ella, siempre le ha sido y sigue siéndole absolutamente reacio. ¿Cómo se articula todo esto? Recordaré sucintamente lo que ya he dicho en páginas anteriores y mucho más detalladamente, y así se comprenderá quizá por qué me he detenido tanto en el tema. La ley del tabú del incesto ha dado directamente al La palabra «incesto» deriva del latín incestus, que a su vez proviene de incestus, la cual puede descomponerse en in y castus, o lo que es lo mismo, no castus. Castus significa «puro», «casto», con lo que nos encontramos en el sentido banal de «impuro» o de «no casto». Pero castus ha sido reemplazado rápidamente por cassus, que significa «vacío». Ahora bien, cassus hacía ya las funciones de supino (modo latino que correspondía más o menos a nuestro participio pasado) del verbo careo, que quiere decir «carezco». De tal manera que incestus tiene el doble significado de «no puro», «no casto» al mismo tiempo que el que prevaleció a continuación, de «no carente». De esta manera la visión latina del mundo ha hecho de la «carencia» sexual el paradigma de la «carencia».
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humano,porelefectodeladiferenciageneracionala respetar, la conciencia más clara posible de su inscripción en un tiempo que pasa, lo que debe permitirle aceptarse como mortal y preocuparse desde ese momento de organizar correctamente su vida. Ahora bien, que su hijo, por muy humano que lo quiera, sea mortal, eso es algo que, a semejanza de sus antepasadas más lejanas, cualquier madre continúa rechazando. Es lo que rechaza con todas sus fuerzas, con todo su ser, con toda su cabeza, con todas sus entrañas. No hay ni una madre esté donde esté y quienquiera que sea, que pueda vivirlo espontáneamente de otra manera o juzgarlo no legítimo o no razonable. Y eso, como he señalado, con disposiciones diferentes en función del sexo de su hijo: confiada en la fácil adhesión de su hija a su manera de ver, emprendería la labor de convertir a su hijo anticipando y viviendo por él, incluso hasta el exceso, las variaciones de la amplitud de la angustia de muerte que él podría experimentar. Lo que da finalmente a su discurso o a su actitud una coloración conmovedora y casi convincente: ¡la vida, sea cual sea y al precio que sea! En efecto, nada nos emociona tanto, seamos quienes seamos y sea cual sea nuestra edad o condición, como esta solicitud maternal. ¿Quién puede pretender permanecer indiferente, cuando es precisamente lo que repone nuestras fuerzas una y otra vez, puesto que a semejanza de la belleza que he dicho que irradiaba, es capaz de propulsar a cada uno a lo más alto de sus prestaciones? Nada puede sernos más reconfortante que la denegación de nuestro estado de mortales por parte de nuestra madre. Incluso si nos hace sonreír y sabemos a qué atenernos con respecto a ella, nos da el calor de la más emocionante de las pruebas de amor. No es poco que alguien nos quiera eternos, y como este tipo — 179 —
de deseo no es corriente, no podemos más felicitarnos de ser sus beneficiarios. En mi carrera he tenido ocasión de encontrarme con muchísimas figuras maternales de este tipo. Particularmente me viene a la memoria una, que me dejó estupefacto por los resultados a los que había llegado.
Un seno...
convincente
Ya me había llamado la atención desde el principio, porque no quiso entrar en la sala de espera, y cuando la invité a hacerlo al ver que permanecía en la entrada, me dijo que no quería exponer, aunque sólo fuera por unos minutos, a su bebé a los miasmas que pequeños enfermos habrían podido esparcir. Cuando el higienismo lleva a tales preocupaciones, uno no puede por menos que preguntarse lo que anuncia. No me decepcionó. Tuve que pasar por una ley draconiana que iba desde la vigilancia discreta pero escrupulosa de la limpieza de mi camisa a la del carácter cuidadoso de mi lavado de manos, de la desinfección previa del disco de mi estetoscopio a la frescura de la sábana colocada sobre el pesabebés. Como se trataba de una persona culta e inteligente, me impliqué en el juego: una fóbica obsesiva de esta clase, una coterapeuta obsesionada por su bebé tenía que interesarme forzosamente, aunque sólo fuera en un plano puramente técnico, porque me libraba de mi rutina. Esperaba el momento en que la auténtica confianza que había empezado a depositar en mi persona me permitiera intervenir. Algunas respuestas juiciosas a sus preguntas, la resolución de problemas, simples.y me— 180 —
nores, pero que emponzoñaban su existencia, el henunca en la sala de espera) acabaron finalmente por distender la atmósfera, e incluso llegaba a hacerle alguna observación irónica, sin llegar a hacerla enfadar, sobre sus manías, cuya persistencia tendría que haberme inquietado más. Naturalmente, no era concebible aplicar tal o cual vacuna sin discutirlo antes, ni prescribir el medicamento que fuera sin evaluar sus inconvenientes y justificar su pertinencia y eficacia. Discretamente, me aventuraba de todos modos a explorar su vida, su historia, la relación con el padre de su hijo, al que nunca había visto. Todo estaba cuidadosamente inscrito en un repertorio, clasificado, ordenado meticulosamente, ¡pero vacío! Como en esas bibliotecas en las que uno se pregunta si los libros que contienen, y que se nos invita a no abrir, son verdaderos libros o bien maquetas de madera. Los meses pasaban, y un día me pareció pertinente sugerirle que su bebé, que tenía unos diez o doce meses, probara algo que no fuera su pecho. ¡Menuda sandez! Me soltó una ristra de estadísticas, de las maneras de proceder en función de la historia de los pueblos, de los lugares y de las civilizaciones, y entre todos estos datos, entre una enormidad de consejos autorizados, me citó... ¡mis propios escritos! ¿Un pozo de ciencia? ¡No, una fortaleza! Y además inexpugnable, según estaba a punto de aceptar, tomando acta de que mi intentona había fracasado estrepitosamente y de que probablemente había dejado que me manipulara sin darme cuenta, sin duda para castigarme por mi error al creer que podía hacerme cargo del formidable desafío terapéutico que ella constituía. Estaba dispuesto — 181 —
a tirar la toalla cuando se puso a hablarme de una eventual reanudación de sus estudios. Ella disertaba sobre los problemas de organización que se le planteaban y yo deliraba, casi entusiasta, sobre el tipo de resquicio que ese proyecto podría por fin introducir entre su hijo y ella. Pero me guardé muy mucho de decirle nada. Pasaron semanas y meses sin que habláramos más del asunto. Hasta el momento en que me confió su intención de ir al secretariado de la facultad a pedir que le permitieran permanecer con su bebé durante los exámenes, que duraban seis horas cada uno, durante cuatro días seguidos. Confieso, sinceramente y tragándome la vergüenza, que inmediatamente tuve que patalear, que casi me alegré. No hice ningún comentario, y me dije que la señora Fortaleza acabaría por entregar las armas a una parte forzosamente más neutra y distante de lo que había sido yo. Hasta tal punto multiplicó las gestiones y sitió a tantos empleados administrativos que acabó por obtener el derecho que durante el examen su madre, en guardia en el patio de la facultad, la avisara mediante el móvil de la hora en que el bebé reclamaba su pecho... ¡y a salir de la sala para ir a alimentarlo! Un día se fue a provincias. Confieso que no me sentí contrariado. Pero tampoco fue ningún alivio, porque durante muchos meses todavía me dijo, por teléfono y por carta, lo mucho que echaba en falta nuestras entrevistas. Sin duda se encontró con un médico menos ambicioso y más estructurante (para ella, y sobre todo para su hijo) de lo que yo había sido, y acudía a mí para intentar que la reafirmara en sus locas disposiciones. Finalmente llegó el día en que no — 182 —
por mi pretenciosidad, torpeza y despecho, algunos remordimientos. Podría dejarlo aquí, considerando como suficientemente edificante lo que llevo dicho. Pero me detendré un rato más en ella. Por la razón misma de la importancia que no ha dejado de conferirle la escritura de mi narración. Amparada en su obstinación, la madre ocupó un espacio en el que su bebé no tenía más sitio que el de un simple objeto, un objeto librado al poder que ella no perdía la ocasión de negar, enmascarándolo tras la solicitud y el cuidado que había puesto en satisfacer integralmente sus necesidades, ya fueran reconocidas o supuestas. Y no es casualidad que no haya dicho apenas nada de ese bebé, salvo mencionar una existencia que ni siquiera parecía pertenecerle. De ahí pueden inferirse cierto número de preguntas alrededor de la noción de necesidad. Ya que si se trata de señalar las que hay que satisfacer del mismo niño, sobre todo no habría que ocultar la necesidad manifiesta de esa madre de que su hijo no fuese más que eso, nada más que eso. Por tanto, ¿qué es una necesidad? ¿Y en qué no se expresa naturalmente para ser satisfecho antes que nada, sobre todo cuando emana de un ser inmaduro? ¿En qué sería eventualmente perjudicial su satisfacción inmediata y diferiría de su satisfacción diferida? Si da lo mismo que una modalidad de satisfacción pueda ser mejor que la otra, ¿de cuál se trataría? ¿Y según el criterio de quién? ¿En qué sería mejor? ¿Y por qué? Son preguntas que nos hacemos alrededor de un comportamiento maternal que, a pesar del desmontaje al que lo he sometido, muchos podrían juzgar enternece— 183 —
dor. Por eso mismo cada una de estas preguntas merece una respuesta clara y argumentada. ¿Qué es una necesidad? Es una sensación o una percepción que se manifiestan en el cuerpo, o en la psique, bajo una forma reconocible porque desde el momento en que se satisface, desaparece. Necesito agua, lo siento, lo sé, lo identifico diciendo que tengo sed y obtengo incluso la prueba del fundamento de mi percepción, puesto que absorber agua hace desaparecer la necesidad que tenía. Puedo sustituir el agua por cualquier otra cosa, el resultado sería el mismo. Sea cual sea la naturaleza de aquello de lo que percibo la necesidad, siempre se trata de necesidad. Y ya no se trata de discutir sobre el surgimiento de un deseo, sino de negar su legitimidad y la necesidad de su satisfacción. Tengo sed, necesito agua, tengo agua a mi alcance, la obtengo, la bebo, sacio mi sed, mi necesidad ha desaparecido. No hay ninguna complicación en eso. Los mecanismos biológicos de nuestra existencia cotidiana, en su integridad, no dejan de apelar a la satisfacción automática de nuestras múltiples necesidades. Y cuando me he referido a lo que ocurre en el curso de una gestación, no he dejado de subrayar hasta qué punto el cuerpo maternal estaba sin descanso a la escucha del cuerpo fetal para satisfacer, antes incluso de que se produzca, la menor de las necesidades. La necesidad y la satisfacción se inscriben pues en el mantenimiento de la vida biológica, de la vida en estado bruto cuya importancia, naturalmente, no es posible negar. Otra cosa que no hay que negar: el bebé de mi paciente seguro que no dejó nunca de sentir necesidades, y de hecho ninguna de ellas dejó de ser satisfecha inmediatamente. Hasta tal punto que podría decirse de él que no ha sido nunca más que eso: un ser de necesidades satisfe— 184 —
de nada, porque para su madre, por mucho que ella pudiera decir, no se trataba en absoluto de que fuera de otra manera. Era objeto de su atención, era un objeto que ella era capaz de adivinar, un objeto perfectamente adecuado a la única misión que ella reconocía como propia y del poder con el que se investía para su propósito: mantenerlo con vida y hacer de él un objeto viviente que le corresponde a ella y al ejercicio de su poder. Que estuviera o no dotado de autonomía no era para ella motivo de preocupación o inquietud. De cualquier modo no tenía por qué sentirlas, porque no podía ni imaginarlo sin dicha autonomía, que a su entender tendría un estatus equivalente al de los dientes o de los cabellos que siempre acaban por crecer. Con este tipo de consideración nos situamos en la frontera entre lo biológico y la educación. Continuar satisfaciendo las necesidades adivinadas, antes incluso de que éstas se manifiesten, proviene justamente de la perpetuación de los mecanismos biológicos intrauterinos y se explican por lo que he explicado sobre un útero virtual extensible al infinito, tejido alrededor del niño. La llegada a la vida aérea se traduce por la ruptura con tales mecanismos: si el bebé respira automáticamente con sus pulmones, también se ve obligado a reclamar cuando siente que tiene hambre. Ha salido del no-tiempo uterino y en principio ha entrado en el tiempo. Si la satisfacción de esta hambre, o de cualquier otra necesidad del mismo orden, se retrasa, el bebé reclamara todavía más fuerte (lo que no siempre es agradable, lo reconozco), pero entonces percibirá de manera todavía más aguda lo que siente. Entonces se encontrará «en ca— 185 —
rencia», noción que he anticipado sin explicarme. Ahora bien, resulta que la percepción de la carencia es fundamental en la constitución de la percepción de uno mismo. Es en efecto con la localización de esta carencia, que luego deriva en ejemplares múltiples y variados, con lo que este bebé habría podido registrar las características de su propio cuerpo, lo mismo que las de su humor, o también como las del entorno en el que está inscrito. Así tomará poco a poco conciencia de lo que es él, en tanto que él y no en tanto que objeto destinado a ser atiborrado y mimado para que la responsable de estas atenciones obtenga la conciencia del deber cumplido. Si la necesidad es una sensación, la carencia es pues esta misma sensación hecha todavía más perceptible porque no ha sido satisfecha. Ahora bien, es la experiencia de la carencia lo que conduce a experimentar el deseo, el cual difiere absolutamente de la necesidad. El deseo no se traduce por una sensación que remite a la necesidad. El deseo es un estado de tensión. Es un motor, cuyo nudo está constituido por la conciencia de una necesidad de la que se percibe la pertinencia y de la que se sabe que no puede ser satisfecha inmediatamente. Sentimos cómo nace en nosotros cuando una necesidad, perfectamente identificada como tal, deja tan sólo brotar la posibilidad de su satisfacción diferida, puntuada por la espera por la que pasamos. En la medida o en la manera en que aguanto la espera me pertenecerá en propiedad, el deseo me caracterizará más que cualquier otra cosa como lo que soy, singular por definición y diferente a cualquier otro, puesto que yo solo vivo lo que vivo y he vivido lo que he vivido. Pero eso no es todo. Porque la noción de espera apela justamente a la del tiempo, ese famoso tiempo del que no — 186 —
he insistido mucho sobre las condiciones de la toma de conciencia de su existencia y de sus leyes cuando evoca ba el asesinato perpetrado por el ancestro Homo. Tam bién he mostrado claramente hasta qué punto esta toma de conciencia estaba asociada a la eclosión de la angus tia de muerte. Por tanto, bastaría ahora, para cerrar la sección de preguntas que me había hecho en páginas anteriores, con mostrar cómo se asocian en diferentes modalidades todas estas nociones de necesidad, de deseo, de tiempo, de angustia de muerte y de pulsión de muerte. La necesidad, cuya satisfacción no siempre es automática como lo es en los mecanismos biológicos, es pues la percepción, generalmente física, de una carencia que la satisfacción borra enseguida engendrando un placer susceptible de crear un verdadero estado de adicción: una madre que satisface sin descanso a su hijo está segura de alienarlo totalmente a ella y de mantenerlo indefinidamente tanto en su dependencia como en la dependencia del placer. Podría decirse que esta actitud seductora es simplemente destructiva, puesto que se emplea para eternizar el no-tiempo. Y hoy en día, lamentablemente, no es patrimonio exclusivo de las madres excesivas, a menudo con la más limpia de las conciencias. ¿Cuántos abuelos, efectivamente, no se creen en el «deber» de mimar a sus nietos y viven el hecho de ser abuelos como «un placer sin la carga de la responsabilidad»? (¡vaya manera sutil de desentenderse de los daños que producen!). ¿Y cuántos padres también, sobre todo padres separados, que se creen en el deber de hacerlo, intentan literalmente comprar de esta manera el amor de sus hijos? El deseo nace de una necesidad, física o de otro tipo, que ha sido percibida, pero cuya satisfacción se ha visto — 187 —
diferida hasta tal punto que ha persistido la huella de la carencia. Su satisfacción genera igualmente un placer, a menudo más agudo que el precedente, pero cuyo potencial adictivo es bastante menor en razón del sufrimiento producido por el tiempo de espera y la adicción a esta espera. La huella de la carencia que señala la emergencia del deseo es pues en este sentido la mejor de las paradas a la adicción al placer. Por tanto, el tiempo es realmente el ingrediente que interviene para diferenciar las categorías de la necesidad y del deseo. En la medida en que no posee el menor de los controles sobre él, el individuo que lo vive percibe más o menos su paso como portador de una amenaza de muerte. Pero la conciencia de ese tiempo que tiene le convierte, puesto que no está muerto, en un ser vivo y que tiene todavía mucha más conciencia de serlo. La angustia de muerte nace automáticamente en cada uno por la percepción del paso del tiempo y a cada uno le confiere, mediante pinceladas más o menos largas, más o menos insistentes, más o menos marcadoras, la conciencia de su estado mortal. La conciencia de dicho estado, espantoso, es algo que naturalmente siempre se rechaza violentamente. Y más cuando no se ha visto preparada por un fenómeno cualquiera de costumbre. Si por el hecho de la prolongación excesiva de la satisfacción inmediata de los deseos, se nos ha mantenido durante mucho tiempo apartados de la percepción del tiempo que se escapa, la menor fracción de este tiempo que se escapa sin ser ocupado por la satisfacción de una necesidad, y por tanto de un placer, genera una presión de la angustia tan intolerable que hace temer un peligro de muerte inmediato. Eso explica la propensión de los niños actuales, a los que se ha procurado y se sigue procurando sobresatisfacer, a los que se ha acos— 188 —
(no importa el qué, pero algo) enseguida. Había explicado que la pulsión de muerte era ese mecanismo inconsciente que nos impulsa durante toda la vida a volver al estado mineral del que se nos ha extraído. La había metaforizado bajo la forma de esa pendiente resbaladiza por la que nos pasamos la vida subiendo. Y había dicho que la pulsión de vida se erigía sobre ella. Ahora bien, cuando pasa el tiempo y la necesidad no se ve satisfecha, la carencia que se hace más imperiosa convoca más o menos deprisa y con más o menos fuerza a la muerte, tanto en la angustia que de ella se desprende como en la pulsión que de ella se manifiesta. Esta experiencia, una vez superada por la satisfacción diferida de la necesidad que se inscribe en la forma de una huella, la de la carencia, se percibe como una victoria no sólo sobre la muerte sino también sobre la angustia de muerte, y sobre la pulsión de muerte, lo que confiere al sujeto una certeza, mayor que la que había tenido hasta el momento, de su estatus viviente. Así, puedo concluir que, obrando de una manera que para ella es irreprochable, mi paciente no ha cesado de hacer adicto al placer a su hijo, con lo que ha diferido el momento en que habría podido permitirle percibirse plenamente como ser vivo. Vivo en tanto que experimentador de manera correcta y lo suficientemente pronto de la existencia de un tiempo: sólo con percibir su paso se habría conseguido reducir la presión de la angustia de muerte. Sin prejuzgar su futuro a más largo plazo, es más que probable que este niño sea más tarde uno de esos pequeños tiranos cuyo número no deja de crecer. ¿Puedo por tanto concluir que esta madre era una madre en cierto modo animal? ¡Naturalmente que no, más bien al contrario! Pues las madres animales, programadas — 189 —
para hacer combativos a sus vastagos y para permitirles vivir en una naturaleza profundamente hostil en la que cualquiera se arriesga a ser devorado, no dudan en maltratarlos para alejarlos de ellas mismas, y eso cuando en la mayoría de las especies no los rechazarán ulteriormente como cubridores. No, esta madre es una madre humana, una madre humana consagrada al goce inextinguible que le confiere la certeza de su función y su estatus en una sociedad que ha adoptado, sin el menor límite y sin el menor contrapoder, la integridad de los valores de los que sería portadora. Es una madre humana, puesto que su comportamiento se inscribe en la sorda lucha a la que se entregan los sexos desde los tiempos más lejanos, la sorda lucha, con armas diferentes y desiguales, que las mujeres libran desde siempre con el hombre, ese hombre que las ha forzado por la ley de la especie que ha instaurado su intercambio y de la que ellas no han admitido más los términos que las disposiciones que habrían podido conducirlas a tener que admitir la inexorabilidad de la muerte, ese hombre que continúa forzándolas tanto, y del que tantas veces lamentan no poder prescindir para acceder al estatus de madres que desde siempre las ha hecho tan poderosas. Ese hombre que... Ese hombre que... De ahí se deduce, más claramente todavía, que esa lucha, sea cual sea el aspecto que haya tomado en el curso de las eras y que dura desde siempre, pueda reducirse a un conflicto entre dos disposiciones egoístas tan excesivas e irracionales una como otra. La madre defiende su derecho a rechazar el tiempo, la única manera que tiene de poder ser y de continuar procreando. El padre, por su parte, quiere imponer su persona, y su deseo sexual, y su conciencia del transcurso del tiempo. Este enfrentamiento parece haber llevado, hoy y en las sociedades occidentales, a una fase nueva para la que ni una ni otro se han podido pre— 190 —
parar y a la cual tendrán que adaptarse inventándose quizá nuevas formas de relaciones. Lo que todavía no es el caso, incluso si se invierten en la cuenta de tales tentativas de invención las nuevas formas de la paternidad. Ya que las mujeres, al acceder a una mayor autonomía, se revelan capaces de sustraerse a la cooperación con los hombres. Estos últimos, que están impresionados, intentarían pisarles los talones e imitarlas en todo, con el riesgo de perder hasta su identidad y de arrastrar consigo a la especie entera. ¿Se verá así el tiempo derrotado hasta el punto de ver negado su transcurso? ¿Y semejante estratagema podrá vencer a la muerte? Contra este viento de locura que parece haberse levantado, ¿no se trataría de pararnos para volver a las definiciones más simples y aprender de ellas y para apreciar en qué resulta el difícil combate que se desarrolla a cada instante y en casi cada célula familiar?
L o
MASCULINO Y LO
PATERNAL
Ya ha sido más que entrevisto, el hombre, este macho humano del que ya se ha descrito la tan larga, compleja y casi lamentable aventura. De pasada incluso ha recibido una cantidad considerable de calificativos bastante poco gratificantes. ¿Ha constituido por mi parte una búsqueda de efectos de escritura? ¿O es acaso una maniobra para ganarme el favor de las lectoras tomadas de frente desde hace algunos decenios en los tormentos de cuestiones cruciales sobre su ser y sobre el lugar que ocupan? A menos que esto no surja de elementos de mi propia historia y de mi relación personal con las mujeres y con los hombres, con las madres y con los padres... Dejo a cada uno la responsabilidad de su conclusión: hoy en día no se tarda — 191 —
nada en descubrirse un talento de intérprete para convertirse en sordo y anular todo lo que una palabra pueda venir a molestar: en términos técnicos, a esto se le llama una resistencia. Pensemos lo que pensemos o lo que podamos pensar, mantengo en todo caso mi manera de anunciar y mis formulaciones. El registro irrisorio, o quizá la amargura de la que proceden, no está más que para interrogar todavía mejor los criterios que han prevalecido en las elecciones de nuestras sociedades y de los que muchos de entre nosotros imaginan que constituyen el resultado de un trayecto determinado hacia el progreso, incluso cuando me parecen traducir, por el momento, la más perjudicial de las regresiones. Pero ¿cómo mostrarlo o ponerlo en evidencia, cuando el jaleo resultante obliga a cada uno a replegarse sobre su desgracia personal y a enterrarse en un silencio ensordecedor esperando un milagro que no sucederá? Nuestras sociedades, ganadas a los valores maternales y embutidas en la certeza de sus percepciones, se han convertido efectivamente en feroces y refractarias a todo lo que pudiera estorbar su rutina. Aunque se sacrifiquen (¡ideal democrático obliga!) al respeto de las formas, autorizan todas las opiniones, exigiendo a la vez que se les explique, racionalmente, el menor análisis o la menor proposición destinada a modificar una elección que de todas maneras no se cuestionarán. Así habrán hecho las cosas como se debe: ¡lógica, más lógica y siempre lógica, antes que nada! Es una consigna que desgraciadamente no puede dejar de suscribirse. Queda entendido que del lado mismo de dicha lógica está lo que puede oírse, lo que no puede oírse y lo que, de todos modos, no se oirá. En este caso también se trata de resistencia. Lo que a priori resulta descorazonador, porque es notorio que toda confrontación con la resistencia viene a reforzarla y a cons— 192 —
truir tentaré
no
con
ella
caer
el
fracaso
e n la
que
busca.
D e
todos
modos,
in-
trampa.
Ya que tenemos el deber de desenvolvernos en la racionalidad únicamente, dado que cada proposición debe valerse de una argumentación convincente, voy a hacerlo. Tal y como he hecho, finalmente, en las páginas precedentes, en las que me he demorado a hacerlas hablar sobre estas eternas evidencias anatomofisiológicas que nunca son tomadas suficientemente en consideración. Puesto que he dicho, por ejemplo, que el padre era confuso, que lo ha sido durante mucho tiempo y que sobre todo era bueno que lo hubiera sido y que pudiese continuar siéndolo, voy a demostrarlo. Ahora bien, como en el largo recorrido histórico que he hecho de su aventura de hombre no he dejado de mostrar hasta qué punto su dimensión de macho ha estado siempre en el primer plano de su empresa, y como por otra parte acabo de conjuntar estrechamente lo que hay de mujer y de madre, va a ser necesario que muestre hasta qué punto este padre es padre por ser para empezar y ante todo un hombre. Es probablemente por los efectos de esta conjunción que se desprenderá tanto el lado confuso que caracteriza su estatus como lo que esta confusión tiene de razonable, necesario y sobre todo de saludable. En el paralelismo que se deriva de esta opción, la diferencia sexual anatómica revela que la profunda asimetría que caracteriza las posiciones respectivas del hombre y de la mujer es tan grande que hace de su eventual alianza una forma de milagro. Puede uno preguntarse por qué el lenguaje común francés evoca como, matrimonio imposible aldela carpa con el conejo, cuando teniendo en cuenta todo lo que los diferencia, el de la mujer y el hombre se revela como mucho más problemático, si no más imposible todavía. — 193 —
Esto me conduce por ejemplo a tener que destacar enseguida la extraña paradoja que hace que se enfrenten globalmente a las nociones de certeza y de confusión. Si resulta que el lado secreto, discreto, misterioso (¿confuso?) del sexo de la mujer no le impide por tanto convertirse en una madre segura, el lado concreto, evidente, visible, flagrante cuando no ostensible (todo lo contrario de lo confuso) del sexo del hombre no le confiere en este sentido la menor de las ventajas, y le condena, cuando se convierte en padre, a no tener la menor de las certezas y a no poder asumir su posición más que errando justamente en lo indecidible, o dicho de otro modo, en esa famosa confusión, tanto por lo que concierne a cómo se percibe a sí mismo como por lo que concierne a cómo lo perciben no sólo sus retoños, sino también la madre de éstos. ¿Es admisible este extraño cruce? ¿Se encuentra dentro del orden de la racionalidad o de la argumentación oportuna? Confieso que no puedo responder, y me contento con señalarlo como un ornamento, susceptible de hablar a quien quiera escucharlo, sin pretender imponer la lectura o el uso que sean. Aunque sea posible de todos modos tomarlo en consideración conectándolo con las eternas realidades anatómicas: el sexo femenino no sería, finalmente, más que una vía, accesoria, mediante la cual el cuerpo femenino puede proveerse de un niño para gestarlo y para traerlo al mundo, mientras que el sexo masculino, a contracorriente, no sería nunca nada más que un instrumento coyuntural, intercambiable y casi anónimo* al servicio de esta operación. A veces reducido, como demuestra la prueba material que nos proporciona el uso, desde hace unos decenios, de una jeringa o de una pipeta de esperma congelado, cuando no se utiliza, en el ámbito privado... ¡una cucharilla!
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ción de la especie le ha fabricado y otorgado al padre y si este ha asumido dicha función intentando perfeccionarla sin descanso, dicha función no ha sido nunca, ni mucho menos, similar a la de la madre, en cuyo caso surge directamente de su animalidad. Dicho de otro modo, no le es natural en nada, lo que podría llevarnos a decir que podría ser cultural, en una terminología que no querría debatir y que intenta oponer naturaleza a cultura. En lo que al hombre respecta, es una función derivada, una función que se ha injertado literalmente sobre lo que siempre ha sido por esencia (¿por naturaleza?), a saber, un ser completamente minado por una pulsión sexual que no le ha abandonado nunca y que no le permite el menor descanso. Y recordemos que si promulgó la ley de la especie fue porque un día, al reconocer su papel en la reproducción, decidió administrar lo mejor posible esta pulsión de muerte, organizando sus relaciones (incluidas las que mantenía con las mujeres). Pero en ese momento sin duda le importó poco medir lo que esta ley podía o iba a producir sobre su entorno o sobre su descendencia. Por tanto, no hay que regodearse en ilusiones: hasta este hallazgo determinante para el porvenir de su especie, nunca ha tenido propósito, nunca ha pensado en nadie que no fuera él y nadie más que él, imponiendo sus disposiciones y firmemente decidido a satisfacer sus pulsiones lo mejor posible y con los menores riesgos. Nunca ha dejado por tanto de ser eso, eso y nada más: un hombre, nada más que un hombre, un macho egoísta y cerrado a priori a todo lo que era extraño a su preocupación esencial, sin vacilar en usar su fuerza física para conseguir sus fines. ¡Un bruto! Un bruto que ciertamente ha evolucionado (¡un poquito!) con el transcurrir del tiempo, un bruto que se ha refinado (¡otro poquito! un bruto que cier— 195 —
tamente se ha revestido con las galas de la cultura, del pensamiento y de la urbanidad, un bruto "que se ha interesado realmente en otros campos de actividad, pero no bajo el efecto de una generosidad o de una oblatividad que siempre le han sido profundamente extrañas, no, solamente por cálculo (lo que lleva el bonito nombre de sublimación), para incrementar eventualmente su poder de seducción y para multiplicar así las ocasiones de satisfacer sus necesidades. Enseguida se dibujan, entonces, los contornos del enfrentamiento con su pareja, objeto de su deseo. Sobre todo, no tiene que escapársele: su parecer le es indiferente, hará lo que sea para obligarla, aunque no pueda dejar nunca de perfeccionar las estrategias de su opresión. Al apego visceral que ella muestra por su función animal de madre, él opondrá el apego no menos animal de la pulsión sexual que le mortifica mucho más que a ella. Y como físicamente es el más fuerte, no le dejará, evidentemente, elección. Así ha sido siempre. Todo en los músculos, en la cabeza nada, como al fin y al cabo se sigue diciendo algo apresuradamente, a veces incluso con una pizca de ternura piadosa. De todos modos, es una afirmación que me parece demasiado limitada. Pues la cabeza de un hombre, la que tenía hace mucho tiempo y la que tiene ahora, con lo urbano y refinado que se ha vuelto, no está tan vacía como a veces se pretende ver. Al contrario, está llena, incluso llena hasta los topes. Llena de un órgano, el más importante a su entender, ya sea campesino, obrero, ejecutivo, universitario, sabio, sacerdote, o lo que sea: ¡su sexo! Y cuando se asume esto, puede entenderse casi en su totalidad la tragedia* que vive. Digo bien, «tragedia». Ciertamente no es lo bastante conocido que esta palabra viene del griego tragodia, que se refiere al quejido del macho cabrío... ¡cuando busca a la cabra!
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tado de una morfología de lo más simple, de una fisiología de la que casi se podría decir que ha sido fabricada apresuradamente por una naturaleza que parece más bien haberla querido convertir en una especie de herramienta, completamente desordenada más que instrumento pensado y elaborado en una perspectiva bien definida. Ahí lo tenemos pues, encumbrado de este sexo que le recuerda sin cesar a él, bajo el impulso de una necesidad imperiosa a la que un día conferirá el estatus más complejo de deseo. Necesidad que se convierte a menudo en obsesión, hasta tal punto es bajo el umbral de excitabilidad del órgano en el que se manifiesta. Obsesión con la que finalmente no resulta siempre fácil vivir, por lo mucho que se ve redoblada por el pavor cuando vienen a inmiscuirse más de lo conveniente, desde que nacieron las culturas, la censura, las propias inhibiciones o los tufos de los discursos normativos dominantes. Ahí lo tenemos, como ya he dicho, encumbrado con ese sexo en relieve cuya existencia, permanencia y prestaciones no han dejado nunca ni dejan nunca de preocuparle. Desde siempre lo ha dibujado, lo mismo en las paredes de las cavernas que ahora en los lugares en los que puede entregarse a su grafomanía, siempre erecto, naturalmente, como para conjurar el fracaso de este poder esencial, preocupación que reencontramos en todos los lugares y en todas las épocas, bajo la forma de cultos o de representaciones itifálicas. ¡Ah, qué orgullo habrá concebido, empujándole hasta a confiscar sus hijos a la madre en nombre del potencial de engendramiento que se habrá concedido abusivamente y del que seguirá valiéndose indebidamente! ¡ Ah, los abusos que no han dejado — 197 —
de puntuar su historia! ¡Ah, la violencia que no ha dejado de utilizar para dar crédito a la más mínima de sus prerrogativas, desde los tiempos en que, de manera arbitraria, ha creído poder imponer al conjunto de su especie una ley contestada por la mitad de ésta! ¡Cuánta arrogancia en todo esto, cuánta crudeza deliberada, cuánta indiferencia manifiesta a los efectos de sus abusos! ¿Efecto de su naturaleza? ¿Animal y eventualmente cruel por este motivo? ¿A qué podría comparársele entonces en la escala zoológica? ¿Al león? ¿A los simios mayores y más temibles, sus primos tan cercanos? Pero ¿por qué ninguno de entre éstos habrá promovido lo que le ha llevado su tiempo construir, pero que finalmente ha conseguido construir? ¿Y si todas sus actitudes no fueran más que otras tantas compensaciones destinadas a combatir la duda ontológica profunda que le atormenta en todo? Duda que, intervenga donde intervenga el hombre, no es más que el producto de la duda fundamental que le mortifica en cuanto a ese sexo sobre el que se funda toda la arquitectura de su identidad. De tal manera que puede decirse de él que estaría construido sobre y alrededor de un núcleo de duda. Tanto si ha estado cerca del antepasado Homo como si ha sido el playboy o el actor pomo* de hoy en día, su preocupación, angustiada, sigue siendo en efecto constante. El psicoanálisis, que ha explorado largamente su contenido, nos enseña que desde siempre ha provenido del mismo mecanismo. Al haber descubierto, en el alba
de lo frecuentemente que, después de las escenas que sabemos, los actores le preguntaban preocupados si su órgano había respondido a las expectativas.
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de su vida, su realidad sexuada, no habría podido evitar cometer una metedura de pata. Eso habría ocurrido en su más tierna edad, en el momento en que concebía por primera vez el sentimiento extraño e invasor que habría tenido hacia su madre, en que habría querido fundirse con ella y convertirse en ella, como ocurre en la violencia de cualquier aventura amorosa. En un impulso irreprimible e imprudente, habría emitido entonces el deseo de ver desaparecer el molesto apéndice que precisamente le hacía diferente a ella. Evidentemente, se habría rehecho de inmediato. Pero el fantasma, reforzado apenas más tarde por la certeza de que su hermana habría perdido su apéndice, habrá dejado en él para siempre una huella tan profunda que nunca dejará de conjurar esa amenaza. ¡Extraña obsesión, casi inscrita en su destino! Es poco conocido, en efecto, que su origen estaría en la misma estancia intrauterina. Pues el proceso embriológico empieza por la fabricación en el feto de un bosquejo de gónada indiferenciada sobre la que intervendrá el cromosoma Y. Si dicha intervención se ejecuta correctamente, la gónada se convierte en testículo que se pondrá a secretar enseguida la hormona masculina, la testosterona. Y es esta secreción la que permitirá el desarrollo peniano. Pero si, sea por la razón que sea, la intervención no funciona, se acabó el pene, y el aparato genital evolucionará sobre el modo femenino: es como si ese ser macho estuviera, desde ese mismo momento, condenado al... esfuerzo. Como si tuviera que estar constantemente en acción (conexión del cromosoma Y, secreción de testosterona, y después, más tarde, erección y activismo) so pena de perder su estatus. De ahí la importancia de los mensajes que le proporciona su sexualidad. Cada una de sus erecciones (¡y lo pendiente que está de ellas!) le proporciona en efecto una — 199 —
brizna de seguridad que desaparece con ella y que le obliga a esperar, con la misma angustia, la próxima, y después la siguiente, y la siguiente también... post coitum animal triste. Y esto indefinidamente, en un penoso estado de dependencia respecto a aquella que sabrá, o a aquellas que sabrán, suscitarlas, reforzarlas, mantenerlas y con la cual, con las cuales, mantendrá una relación ambivalente. Su cuerpo no conocerá nunca más la tranquilidad, hasta tal punto que no dejará de sentirse en lo más alto de sus prestaciones si no es sobre la base de esta actividad mantenida hasta la muerte. Si se piensa que lo que afirmo es exagerado, que se vea hasta qué punto los individuos más creativos hasta su edad más avanzada no ocultan lo que les gusta el asunto carnal, cuando no la dependencia que les crea. Lo contrario existe también, y se lleva muy mal. La medicina ha identificado en efecto hace unos diez años, sobre todo entre los hombres en las cercanías de la tercera edad, una entidad clínica de aspecto impresionante, el déficit androgénico en la edad avanzada, que se asemeja en todos los aspectos a una profunda depresión nerviosa (cansancio, profunda fatiga física, impotencia, ideas sombrías, pérdida del gusto por la vida, obsesiones suicidas, etc.), excepto en que se resiste a los tratamientos antidepresivos. Este cuadro clínico es consecuencia de una disfunción definitiva del testículo endocrino, que deja de fabricar testosterona. Cuando se reconoce y se trata correctamente mediante testosterona (tratamiento para toda la vida, como todos los tratamientos de déficits endocrinos) se asiste en unos días a una verdadera resurrección del paciente, y apenas un poco más tarde al retorno de su preocupación sexual, cuando no al reinicio de su actividad. Este cuadro clínico cada vez más frecuente, asociado al aumento de la esteri— 200 —
lidadmasculinayauna neta disminución del número de espermatozoides en cada eyaculación en el conjunto de la población masculina, está en correlación con el hecho constatado de la regresión de los órganos genitales masculinos en muchas especies animales, lo que según ciertos autores podría tener que ver con el efecto de sustancias volátiles similares a los estrógenos, emitidas por diversas industrias químicas que actúan como hormonas femeninas. Lo que pretendo demostrar con este inciso es que si la menopausia, una vez instalada, no afecta en general más que pasajeramente al humor de la mujer y al final acabaría por aportarle incluso cierta serenidad, su equivalente —siempre de origen patológico (no es producir ideología afirmar que la andropausia en principio no existe)— en el caso del hombre produce un cuadro clínico grave que puede conducir hasta la muerte. Se comprende entonces el éxito fenomenal de ese medicamento denominado Viagra y de sus equivalentes, éxito que ha buscado ampliarse en la explotación del mercado de las recetas que prometen un crecimiento de la talla peniana y una prolongación de las erecciones. ¿Acaso no es edificante, todo esto? Este hombre siempre ha estado por tanto agobiado, y sigue estándolo, resolviendo su problemática con el menor estaco de ánimo posible o bien exponiéndose con plena conciencia asumiendo la dependencia que le crea su relación con una compañera para la que no tendrá el menor misterio y a la que no podrá presentarse de otro modo que con la necesidad que tiene de ella y a quien, al traicionarle la eyaculación, no podrá ocultar la satisfacción que habrá obtenido gracias a su relación. Frágil de tan previsible, y penoso de tan transparente y sin rodeos. Pero ¿por qué insistir tanto, se me podría preguntar, — 201 —
no sin algo de irritación, sobre el desmontaje de esta angustia que en el hombre se relaciona con su actividad sexual? ¿Y por qué no hablar más que de la pulsión sexual de él, como si tal pulsión no existiera en su compañera, como si ésta no tuviera que vivirla, con lo que se ahorraría la angustia derivada? ¡No hay que confundirse! No digo, ni he dicho nunca, que la mujer no esté afectada por la pulsión sexual. ¡Qué gran desgracia sería ésa! Sí que lo está, evidentemente, pero de un modo completamente distinto, al que ya he hecho alusión, no menos complejo que el de su compañero, pero en general menos problemático. Si ha tenido asimismo que debatirse antes con el deseo de fundirse con su madre, nunca ha desarrollado un fantasma de pérdida de su órgano. Ha salido del mal paso, en el que estaba tan atrapada como su hermano, cultivando la nostalgia de la posesión personal de un pene susceptible de conferirle la certeza de la diferencia que ella quería restablecer. Que acto seguido se haya propuesto pedírselo a su padre, o que esperara obtenerlo de él, no habrá sido fácil ni habrá dejado de crearle problemas graves y duraderos con su madre. Pero esto, aunque pueda tener una gravedad que no querría minimizar, es de otro orden. Si el hecho de tener en ella el pene de su compañero, a espaldas de éste, la lleva a esa época lejana, vivirá esa sensación de la manera más satisfactoria, pues concretamente implicará que ella es ciertamente ella, diferente a su madre, y el orgasmo vendrá a sellar y validar esta vivencia. ¿Estaría su potencial orgásmico programado para ser educado de este modo? En cualquier caso, en todo esto no hay nada de angustioso, más bien al contrario. Además, ¿acaso no hemos visto que esta mujer daba muestras de una lógica conductista en la que el ser el agente de — 202 —
sentimiento de su poder y de la coherencia de su ser? Ser ésa gracias a la cual su compañero satisface su necesidad no puede por tanto sino satisfacerla y conferirle una brizna del sentimiento de su potencia. En páginas anteriores he señalado que su frigidez eventual planteaba menos problemas de estabilidad a la pareja que la impotencia del compañero. Finalmente, no hay que olvidar hasta qué punto las características de su cuerpo la conducen a administrar con eficacia esta parte de su actividad: su umbral de excitabilidad más elevado que el de su compañero no la confronta a la misma presión de una necesidad que solamente ella tiene el lujo de poder complementar mediante el placer específico que obtiene de la relación con su hijo. En tal cuadro de múltiples beneficios, ¿qué puede haber que suscite en este registro una angustia cualquiera? Pero la deliberación no acaba ahí. Puestos a hacer, ya que evocamos el carácter insoportable de la angustia inherente al ejercicio de su sexualidad que desarrolla el hombre frente a la ausencia relativa de esta angustia que experimentaría su compañera, no nos cuesta nada preguntarnos qué ocurre con esa otra angustia, la angustia de muerte, de la que ya ha quedado establecido que uno y otro la viven de manera diferente. ¿Se trata de dos formas de angustia, o bien se trata de la misma con ocasiones o modos de expresión diferentes? La respuesta que parece tener que imponerse es que se trata siempre y en todas las circunstancias de la misma angustia, es decir, de la angustia de muerte. En efecto, no puede tratarse más que de ésta, pues su presión es tan poco presente en la mujer que no vuelve con violencia en el momento del ejercicio de la sexualidad. En cambio sí — 203 —
que es ésta la que, acaparando al hombre sin descanso, surge de nuevo en él durante el ejercicio de esta misma sexualidad, como para recordarle que, cuando era bebé, había acariciado al fantasma de su castración, había fabulado propiamente su desaparición en tanto que ser diferenciado. Articular así los argumentos me parece la manera más rigurosa de comprender hasta qué punto el hombre y la mujer por una parte, y el padre y la madre por otra, asocian de manera completamente diferente el sexo y la muerte. La mujer, vuelvo a recordarlo, al no haber participado en la primera sepultura, se inscribe simbólicamente en la sexualidad como en un medio que se le proporciona para propagar la vida biológica (zóé) y para prolongar su propia vida por medio del hijo que ella gesta y trae al mundo. ¡Cuántas veces he podido constatar la sorpresa maravillada de las jóvenes madres lactantes cuando, al informarlas del peso de su bebé, les hago notar que éstos están hechos de otros tantos kilos de ellas, y exclusivamente de ellas! Por el lado masculino nunca ha habido, ni habrá, nada semejante. Solamente existe una tentativa de lo que podría asimilarse como una operación personal continua de supervivencia que explica tanto la focalización sobre el sexo como la compulsión de satisfacer la necesidad a cuyo servicio estaría el umbral bajo de excitabilidad. Al lado de esta operación, y solamente después de llevarla adelante, la relación con el hijo se construirá de un modo intelectual y afectivo, pero nunca sobre un modo instintivo trazado sobre el cuerpo, ya que, a la inversa que en el caso de su compañera, un hombre no saca nada de su cuerpo. Pero no por eso queda descalificado para el futuro de su hijo, porque siendo profundamente lo que es y sin buscar una respuesta al — 204 —
menormodeloprestablecido,tiene el poder de servir a su hijo mediante la capacidad, que sólo él puede tener, de inscribir correctamente a este hijo en el tiempo, de devolver este hijo al tiempo, de darle, dicho de otra manera, la esencia de su condición humana. Por otra parte, eso es lo que ha hecho durante millones de años, asumiendo el profundo y descarado egoísmo que ha presidido su actividad esencial, que podría describirse trivialmente como la de «un animal con cola, acosado por su propia desaparición». Durante millones de años, se ha situado en el epicentro de cualquier sistema relacional en el que se inscribía, asumiendo el hecho de que, fuera de su deseo y de su voluntad, nada era posible. En esto era coherente, también, con las características brutales de su anatomía y de su fisiología: su erección, indispensable para el cumplimiento del coito, puede en efecto producirse o no, haciendo de él, incluso antes de ser el ejecutor, el inevitable iniciador de la operación. Al contrario de lo que ocurre con su compañera siempre penetrable, él puede sustraerse físicamente, decir no, a la penetración: es conocida la otra paradoja resultante en la realidad, puesto que él está siempre mentalmente dispuesto para un apareamiento al que de alguna manera nunca diría «no», mientras que su compañera, que no puede en principio evitarlo nunca, se niega casi siempre, otorgando su eventual «sí» con mucha tacañería. Durante millones de años, él habrá organizado su entorno para que nada venga a representar un obstáculo a la satisfacción de su pulsión. ¡Qué importaba entonces que su fisiología fuese hasta tal punto dispendiosa! ¡Qué importaba que eyaculara, casi siempre sólo para perderlos, cinco millones de espermatozoides por mililitro de un volumen a veces equivalente a varios mililitros que — 205 —
puede producirse varias veces al día desde la pubertad hasta el fin de la vida! ¡Qué más daba, y qué mas da, esta manera de sembrar a los cuatro vientos! Es un precio barato para amordazar esa angustia recurrente: ¡Ah, el famoso reposo del guerrero! Es un precio barato si le permite combatir su duda y el estatus de incertidumbre ligado a su función. Es un precio barato si proporciona tanto placer, tanta conformidad, tanta serenidad, tanta paz con la imagen de uno mismo y, de regalo, el apego de una mujer investida a quien consiente mantener materialmente a hijos entrañables y tan a menudo útiles. De esta línea de conducta se desprende una coherencia, también sin defectos, que me ha hecho denominar la lógica conductista que la sostiene como «lógica del coito», la cual encuentra naturalmente su lugar correspondiente junto a la lógica conductista femenina que he denominado como «lógica del embarazo». Una exposición tan clara no deja de tener consecuencias, aunque sólo sea en la forma en que cada uno cree tener que representarse, mentalmente o de manera figurada, la clásica «triangulación» que une a los padres con su hijo. Hoy en día se traza generalmente colocando a cada uno de los personajes en los vértices del triángulo y representando sus relaciones bajo la forma de una flecha en doble sentido para unirlos: la madre intercambia por una parte con el padre y por la otra con el niño; el padre, por su parte, con la madre y con el hijo; el hijo, por fin, con su padre y su madre. Esta representación es simplemente falsa, porque de realista no tiene nada. Es una construcción ideológica cuyas consecuencias son graves. En efecto, establecer una forma de simetría relacional cualquiera entre los dos padres y su hijo no puede más que llevar a la equivocación en su manera de vivir — 206 —
sus
, y su
relación
dual.
¿Cómo puede pretenderse que sea algo equiparable, que esté en la misma lógica, una relación formada sobre una experiencia tan imborrable como la que ha sido para la madre y su hijo la aventura del embarazo con una relación derivada únicamente de la relación sexual establecida entre un hombre y una mujer, incluso si el deseo de tener un hijo formaba parte de esa relación? La verdadera representación de este triángulo, si bien confiere también un lugar a cada uno de los personajes en los tres vértices, no los une de manera unívoca, sino que a la madre la une por una parte con el padre y por otra con el hijo, y estos dos últimos no están unidos en modo alguno entre ellos, ya que la comunicación que establecen pasa siempre, como veremos en adelante con más detalle, por la madre. Esto sí responde exactamente a lo que pasa en la realidad de los cuerpos, y a partir de dicha realidad, en sus protagonistas. La mujer, convertida en madre gracias a un hombre al que concede un lugar siempre recusable en esta aventura, trae al mundo un niño con el que ha establecido una intimidad investida durante nueve largos meses, intimidad cuya dimensión ella intentará mantener indefinidamente. Ella es el pivote de una relación que podrá o no establecerse a continuación entre padre e hijo, y que en última instancia siempre podrá representarse como una flecha punteada. Precisamente, la escritura de esta línea de puntos permite comprender mejor todavía lo que significa el adjetivo «confuso» que he dedicado al padre. El hijo no puede acceder a la percepción de su padre más que a través del filtro constituido por su madre. La madre, por su parte, en el mejor de los casos distinguirá a este padre solamente en la mitad de su cam— 207 —
po visual, puesto que la otra mitad queda cautivada por el fascinante espectáculo de su hijo." El misino padre no se percibía en principio más que como hombre inscrito en la relación con su compañera, y solamente después en una relación con su hijo, relación que queda siempre y necesariamente mediatizada por la misma inevacuable compañera que lo convierte en padre. ¿Por qué prestar tanta atención a un detalle como éste? Por una buena razón: en el curso de la historia de la especie y en el de las culturas, el hombre, el macho, del que ya se ha demostrado que siempre se ha preocupado por administrar en beneficio propio su pulsión sexual, ha comprendido muy deprisa hasta qué punto esta última podría resultar amenazada por la llegada de un hijo. De este modo se ha encargado de forjar los sistemas sociales y relaciónales susceptibles de conferirles un control eficaz, cuando no riguroso, de la relación de su compañera con su hijo común. A este respecto, podríamos volver una vez más al concepto de engendramiento, a la confiscación relativa de los hijos, a los sistemas de parentesco, al paterfamilias romano, al abu árabe, a las múltiples legislaciones que han marcado el derecho familiar en todos los países, o bien podríamos volver a la historia de la paternidad: se comprobará que este apoyo social, incluida la contención alrededor de la pareja, es incesante. Con el objetivo fijado, cuando no obtenido, de que la madre se someta a la ley de la especie y resista a la pulsión incestuosa lo mismo que a la formidable presión de la angustia de muerte que concibe por su hijo, sobre todo si es un chico. Para que ella no sea la primera en meter la cabeza con él en el útero virtual que, como es lo más natural del mundo, tiene tendencia a crear para ambos. — 208 —
m o
el
mundo!
La novedad es que nuestras jóvenes generaciones lo desconocen y se comprometen en la aventura de la paternidad asumiendo una ideología dudosa que, con motivo de la mutación del estatuto de la mujer en el mundo del trabajo, ha creído poder reinventar completamente un sistema relacional que sigue estando, por mucho que se decida de otra manera, sometido a estas reglas y leyes inscritas en el inconsciente de cada uno. Esto da lugar a dos derivas opuestas, aunque ambas son igual de peligrosas y patógenas, porque se separan tanto una como otra del modelo de padre confuso: el padre vengativo que, deseoso de hacer valer sus derechos, cree poder instalarse con utilidad en la certeza, y el padre seductor, el que entra en competencia abierta con la madre de su hijo, el que la toma como modelo y desaparece así completamente sin ni siquiera saberlo. El primero no es una invención de nuestro tiempo. Ha existido siempre. Es el padre abusivo, que interviene en la vida de su compañera excesivamente, que la reduce a la impotencia cuando no la maltrata o la echa, pero que interviene sobre todo en la de su hijo, al que convierte en su rehén. Aplastándolo todo a su paso, se comporta como el famoso padre de la horda primitiva que acabó bajo la roca de la primera sepultura y que parece desplegar una energía sexual tan grande que aplasta a su hijo. Pueden medirse los perjuicios de su acción si tomamos conciencia de sus escritos cuando ha sido el padre de Daniel Paul Schreber* o cuando, como en la excelente pelí-
Daniel Paul Schreber había accedido a las más altas funciones judiciales del Land alemán en el que vivía cuando presentó la dimisión y solici
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cula Shine** se propone hacer de su hijo un pianista virtuoso. Son los excesos de padres como éstos los que han contribuido a desacreditar una función que de este modo se ha visto denunciada en los últimos decenios, tanto más cuando algunos «pequeños padres del pueblo» la habían utilizado con los resultados que ya conocemos. ¿Por qué volver sobre este modelo? Primero, porque sigue existiendo, y porque es mejor no aplaudir sus prerrogativas que se asemejan a un verdadero asesinato psíquico. Después y sobre todo porque esta reivindicación de certeza contamina considerablemente el entorno social y perjudica a la causa que pretende defender. Por ejemplo, ha dado lugar, y sigue dándolo, a decisiones judiciales muy lamentables. La máquina política, después de levantar recientemente acta de los perjuicios generados por la desorganización de la familia tradicional y por el debilitamiento de su polo paterno, ha decidido (sin comprender el fondo sobre el que todo esto ocurre) restaurar el lugar del padre. Además de las disposiciones desordenadas que ha tomado sobre la materia (carnet de paternidad y baja de paternidad, recortando el modelo paterno sobre el materno, es decir, ¡sobre el estatus de certeza de éste!) ha animado a las instancias judiciales a tomar más en cuenta las quejas paternas. Esto ha dado lugar a la decisión de la que he dado cuenta en páginas
tó ser internado en un hospital psiquiátrico. En el curso de esa estancia, escribió e hizo publicar una obra de la que Freud se sirvió para describir la psicosis paranoica. Años más tarde, se descubrirían los escritos de su padre, que pasó su vida de pediatra inventando todo tipo de aparatos de contención destinados a «formar» bien a los hijos, enseñándoles a estar derechos en la mesa, a no masturbarse o tocarse el sexo, etc. ¡Edificante! Una película de Scott Hicks (1996).
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anteriores.Perohaypeores todavía: así, hemos visto que un niño de cuatro años, confiado por su progenitora abandonada para su adopción a una pareja, era arrebatado a las personas con las que había construido lo esencial de lo que será su vida para confiarlo a su progenitor. Con la ley de marzo de 2002 se llegaba al colmo, pues ésta permite a los padres separados franceses, según su conveniencia o la de su pareja, obtener guardias alternas de bebés de apenas unos meses de los que ya se conoce la formidable necesidad de madre que tienen. En cuanto al segundo modelo lamentable podríamos decir que existe desde hace ya unas décadas. Bajo la denominación de «nuevo padre», apareció en el momento en que el contexto social, después de mayo de 1968, decidió acabar con la figura paterna confundida con una férula de la que ya nadie quería saber nada. Era una época de alabanzas y de puestas en práctica de los verdaderos valores que son la libertad, la igualdad y la fraternidad, evidentemente, pero también el intercambio, la alegría y la verdadera democracia que tenían que acabar con el capitalismo desigualitario y fuente de todos los males. Cada uno de estos ideales tuvo a sus vates, que se mostraron convincentes y que, por esos extraños giros que da la historia, hoy encontramos a veces en la dirección de esas mismas empresas que entonces querían poner en la picota. Como los padres tradicionales habían abusado a menudo de su poder, no era demasiado conveniente valerse de su herencia. Era necesario inventar una nueva manera de ser padre cuando se tuvieran ganas de serlo. El que tuvo el valor suficiente se abalanzó con generosidad sobre las reivindicaciones maternas legítimas para compartir las tareas domésticas. De hecho, no tardó en ocupar el terreno (hay que hacer notar que hoy muchos de — 211 —
sus herederos, valiéndose de sus disposiciones, las ponen en práctica cada vez menos).* La famosa representación del triángulo contra la que me he levantado está hecha para él, si es que no fue él mismo quien la inventó. Atento y maternoso, más que aplaudir la fabricación del útero virtual destinado a su hijo, habrá comprobado cuidadosamente su estanquidad, o le habrá añadido otra capa. El niño, apartado de toda experiencia del tiempo, satisfecho hasta la náusea, se convertirá en el tirano que todos conocemos. El caso se ha hecho tan frecuente que podemos inferir el tipo de padre que lo ha promovido. Una configuración familiar así no resiste por otra parte demasiado tiempo. Y cuando la pareja, que en buena lógica y en tal contexto ha creído tener que construirse sobre la base del tan tóxico modelo del amor romántico, se deshace, vemos cómo este mismo padre acude a reclamar sus derechos, cuando no la custodia exclusiva de su hijo, apoyándose en todo tipo de certificados y testimonios de excelencia, de presencia y de dedicación. Podemos preguntarnos cómo hemos llegado a este punto. Porque, lo repito, creemos poder ignorar lo que nos mueve, y que saldremos del apuro con nuestra inteligencia y con nuestra razón, sin tomar en consideración que no somos nada más que individuos de una especie cuyas reglas de funcionamiento, hasta el momento presente inamovibles, no padecen de ningún acomodamiento. Toda transgresión de estas reglas que hayan ejercido las generaciones precedentes llega hasta nosotros por el efecto de
tiempo hasta tal punto que ya ni pueden esforzarse en aliviar a sus compañeras!
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una historia que nos ha tocado en el momento de nacer y que nos atormenta mucho más de lo que podríamos creer. Algunos casos clínicos en desorden pueden darnos una idea de los extremos a los que a veces llegan los padres. William pasaba su tiempo proponiéndose descargar de trabajo a su compañera asumiendo una buena parte de los cuidados requeridos por su hijo Franky. Desde que éste adquirió el uso del lenguaje, lo convirtió en su confidente y empezó por aprovechar todas las ocasiones que se le presentaban para decirle que le quería más que su madre. Después, cuando la pareja se hundió en la crisis que se anunciaba, le hizo testimonio de su tristeza, y no dudaba en sacarlo de la cama para hacerle compartir el sofá del salón en el que pasaba las noches. Era dramático oír a ese niño de algo menos de cuatro años que, agarrado a la mano de su padre, lo consolaba y me decía que su «papi» estaba muy triste. ¿A qué situación habrá tenido que enfrentarse este hombre para no poder ser consciente del dilema en el que encerraba a su hijo? Cuando se enteró de la aventura de su mujer, Jacques puso todo su empeño, al menos en apariencia, en ser el mejor hombre del mundo. Se marchó dejando a su mujer tanto la custodia de sus hijos como una pensión alimenticia muy confortable. Hizo que avalara estas disposiciones un juez muy sorprendido de que sólo planteara una exigencia: tener derecho a llamar todas las tardes a sus hijos, estuviera donde estuviese. Su mujer misma no lo entendía, y se preguntaba si la demostración de esta grandeza de alma no estaba des— 213 —
tinada a darle todavía más remordimiento. Hasta el día que, al descolgar el otro teléfono de la casa, oyó la conversación: su marido explicaba lo mismo en otros términos a los tres hijos que se relevaban al aparato, diciéndoles que tenían que desconfiar de su madre, pues era una puta que le había engañado y que era muy posible que a ellos también les hiciera daño más tarde. Uno se imagina las dificultades de intervención de los trabajadores sociales para intentar preservar a los niños atrapados en este tormento. Cada uno, en cualquier caso, se preguntaba cómo la herida narcisista de ese hombre tan distinguido había podido hacerle olvidar el estatus de sus hijos. Este Jacques, aunque no parezca pertenecer a la categoría de los padres que reivindican la certeza de su estatus, tampoco está muy lejos de hacerlo, ocultando el daño que produce a sus hijos. A Romain no le hizo falta demasiado tiempo para encontrar pegas al amamantamiento de su hija. Después de insistir en la frustración que sentía, exigió a su compañera que al menos una vez al día se extrajera la leche y la introdujera en un biberón que él podría darle a la niña. La madre no puso en principio ninguna dificultad en acceder a esa petición, pero todo cambió de cariz cuando intentó hacerle renunciar al ritual que el tal Romain había fabricado para la ocasión. Había escogido darle la última toma del día. Que para hacerlo se pusiera el pijama no le había parecido mal, ¡pero lo que ella no soportó es que por encima de ese pijama se pusiera el camisón de su difunta madre! — 214 —
zos de una madre. Y su primera identificación se hizo sobre ella para completarse, después, por una identificación, cuando no al padre, por lo menos a un personaje masculino. Es frecuente sino banal que un bebé reavive en su padre esta identificación primaria, ¡pero no que persista hasta este punto! Si guardo tan netamente en mi memoria la historia de Daniel no es solamente por su singularidad, sino porque apenas entró en mi consulta se presentó solamente por su nombre, obviando los apellidos, y me tendió la mano tuteándome al instante. Pensé que eso me había turbado más de lo debido cuando le vi algunos días más tarde: no recordaba ni a su compañera ni a su bebé. Necesité algunos minutos y la ayuda de mi secretaria para entender lo que me ocurría; ni su compañera ni el bebé que tenía en brazos eran los que había visto la vez anterior. La maniobra se renovó tres veces más en cinco semanas. Dicho de otro modo, en ese lapso de tiempo vi a Daniel con cuatro mujeres diferentes y cuatro bebés que ciertamente llevaban nombres diferentes pero que prácticamente eran todos de la misma edad. Al final me acostumbré. Seguí a este «harén» durante varios meses antes de entender lo que allí ocurría. De hecho, Daniel no era progenitor más que de uno de los bebés y el compañero de una sola madre, la cual, como las demás al fin y al cabo, creía que era la única a la que él acompañaba a mi consulta. Tal como averigüé más tarde, simplemente había decidido acudir en ayuda de las futuras madres que encontraba solas y en el fin del embarazo — 215 —
para reemplazar al progenitor ausente. Asi tomo otros coleccionan cuadros o trofeos dé caza, el coleccionaba madres, y las hacía dependientes de él por el solo hecho de su dedicación y de su presencia sin tener respecto a ellas, según supe luego, la menor veleidad ni el menor proyecto de relación sexual. En los meses que siguieron, me trajo todavía a otras tres. Podría decirse que Daniel tenía algún tipo de adicción al ejercicio de la paternidad. Un día, cuando le pregunté el motivo, me dijo: «Cuando a los ocho años vi cómo trataba mi madre a mi padre, me juré que me las arreglaría para que a mí me respetaran. Entre todas estas madres, seguro que habrá una que entenderá mi importancia y que consentirá a otorgármela.» Simón también me haría afirmaciones parecidas, después de traerme, siempre solo, en unos cuantos años, a seis niños de madres diferentes con las que rompía desde el momento en que llegaba al mundo el bebé que habían concebido. Cuando le dije que me extrañaba que, a pesar de esta propensión, no hubiera transmitido su apellido a ninguno de sus hijos, me dijo: «¿Apellido? ¿Qué apellido? Cuando cumplí los diez años, mi madre me informó de que mi padre no era mi padre. ¡Y la muy guarra se murió negándose a decirme con quién me había hecho!» Estos dos se habían provisto de los medios que habían encontrado para retomar, para reparar (¿no es éste el motor de toda procreación?) su historia. Cuando vi a Gérard, con Michéle, su madre, y Frédéric, su padre, estábamos precisamente en los albores de la revolución de los «nuevos padres». Lo — 216 —
quemeinteresodesuhistoria fue que en su célula familiar la configuración habitual se encontraba invertida. Fréderic, que esperaba triunfar en el mundo de la pintura, se ocupaba del bebé y de la casa, mientras que Michéle, secretaria de dirección, salía por la mañana a trabajar y volvía por la noche para sentarse a la mesa. Durante dos años intenté localizar los eventuales efectos de esta permutación de los roles tradicionales. En vano. Un día se presentaron con un capazo rosa y me presentaron a Chiméne. Como mostré mi curiosidad por la elección de un nombre tan original, Frédéric me declaró: «Es que yo me llamo Rodrigue.» Ante mi sorpresa y la constatación que le hice de que su mujer le llamaba siempre por el nombre que ya conocía, se lanzó a una larga disertación para explicarme que su padre siempre había querido llamarle Rodrigue, pero que su madre se había opuesto. Me dijo que se sabía de memoria Le Cid y que nunca se perdía una representación de tal obra, fuera donde fuera: la última vez la había visto representar por alumnos del último curso de secundaria en un instituto de Cháteauroux, a 250 kilómetros de París. Y después añadió: «La más bonita de las representaciones a las que he acudido fue sin duda la del Théatre National Populaire. Tenía entonces diez años, pero nunca olvidaré a Gérard Philipe.» Ahí tenía el motivo de la elección del nombre de su primogénito. Estaba pensando para mis adentros que por muy «hombre de interior» que fuera, Frédéric no debía haber olvidado que era un hombre y un padre del mismo linaje que el suyo cuando, de pronto, Michéle, que desnudaba a Chiméne, le reprendió diciéndole: «¡Te he dicho mil veces que no le aprietes tanto los pañales!» — 217 —
Como para hacerse eco de mis pensamientos, oí cómo le contestaba Frédéric: «¡Bueno, bueno, que no soy más que un tío, yo!» Y luego, dirigiéndose a su hijo: «¿Verdad, Gérard, que sólo somos unos tíos?» Así que no se puede ser mejor padre que estando en la filiación del propio, lo que hace necesario haber pasado por encima de todos los conflictos que se hayan podido tener con él... Lo que, naturalmente, no es tan sencillo. Entonces es posible sustituir a la madre sin codiciar su lugar y dejar así al hijo la posibilidad de tener referencias fiables. Cyprien llega furioso, triste y desorientado, y me pregunta si debe regañar a su hijo de once años que le ha robado un billete de su cartera, o bien si tiene que hacer como si no se hubiera dado cuenta. Por naturaleza se veía inclinado a castigarlo duramente, pero temía el «qué dirán», y sobre todo la reacción de su pareja, que ya había minimizado el incidente y decretado que no era necesario reaccionar. Jeróme, elocuente, no para de elucubrar sobre las rupturas entre generaciones y sobre los efectos de modo. Se pregunta qué ocurrirá con su hija de catorce años, coleccionista de amiguitos que trae a casa para pasar la noche. Hasta ese momento había creído que podía jugar «a los coleguis» y salir de escena deseando a la pareja un buen «lote» antes de que la puerta del cuarto de la adolescente se cerrara en sus narices... Pero le cuesta mucho, y le inquieta todavía más. ¡Es difícil, muy difícil, como ocurre a menudo! Podría multiplicar los ejemplos, sin agotarlos ni agotar lo que nos enseñan, ni las preguntas que nos plantean. — 218 —
Y pues, ¿que s o n estos padres? ¿Que decir de ellos? Por lo pronto, que tomando pie en una evolución que ha suprimido la vieja contención ejercida alrededor de la pareja y del reconocimiento implícito de la importancia del padre, parecen pasmados, desorientados, furiosos, perdidos, errantes en su búsqueda de una solución que por otra parte saben que no existe. En otros tiempos, ¿acaso no se habría calificado de indigno su comportamiento? La dirección forzosamente inadaptada en la que se sienten empujados a actuar es una muestra tanto de su torpeza como de la pérdida de sus referencias. Ni siquiera pueden seguir siendo confusos. Les da miedo ser, si no lo son ya, inexistentes. Al sentirse solo y amenazado, cada uno de ellos, a falta de encontrar el menor apoyo social, inventa su solución frente a una compañera que se ha convertido en detestable y temible desde el momento en que se mueve en un decorado sobre cuyo fondo sigue apareciendo la sombra de otra madre, la suya propia, y que sigue retumbando en sus oídos el ruido del combate en el que ha visto derrotado a su padre. Cada padre, hijo de sus propios padres, reencuentra siempre en la aventura que vive con su hijo tanto la que ha vivido él mismo como las distorsiones que han afectado su curso, haciendo de él un ser único, un poco como si estuviera fuera de la norma, porque piensa que deben de existir las normas que busca a tientas y sólo con sus medios. Es como si existieran normas de las que nadie sabría nada si no fuera porque él las reconocería en caso de encontrarlas. Pero ¿existen estas normas que forman una especie de armonía de la que cada uno tendría algún tipo de intuición? ¿Una forma de armonía tal que podría admitir tanto la resistencia tozuda de la madre opuesta a la ley como la presión que esta ley está obligada a ejercer? Y si tales normas existen y cada uno emprendiera su — 219 —
búsqueda, habrá que creer que cada uno ha conocido por lo menos una aproximación. ¿Las habrá creído posibles a una edad en la que se cree que todo lo es? ¿Las habrá rozado antes de perderlas definitivamente? Freud tenía mucha razón cuando decía que ser padre es uno de los tres oficios imposibles. También la tenía cuando le respondió a Marie Bonaparte, que quería saber cómo educar bien a los hijos: «Como usted quiera, de todas maneras estará mal.» Pero es este «mal» lo que, como ya he dicho, constituye todavía hoy el motor de la procreación. Cada uno está convencido de que lo que sufre es consecuencia de un error que sus padres cometieron respecto a él. Su venganza estará ligada entonces a una determinación: crear a su vez un hijo y sobre todo no cometer con él el mismo error del que ha sido la víctima... Y la continuación ya la conocemos. ¿Qué puede decirse pues de este movimiento obstinado? Y si de alguna manera existiera una forma de armonía o pudiese ser solamente concebible, ¿en qué y cómo tendría que ver con la historia de nuestra especie y con las consecuencias de la forma en que los padres, aunque sea más refinadamente, siguen oponiéndose uno a otra, en el nombre mismo de lo que les rige en tanto que seres sexuados? Si una forma cualquiera de armonía pudiera existir, las mutaciones recientes surgidas en la organización de nuestras sociedades occidentales ¿anunciarían su próxima llegada, incitándonos a ver en las nuevas figuras del parentesco a sus profetas? ¿O bien, muy al contrario, estas mismas figuras anunciarían el caos en el que cada uno de nosotros corre el riesgo de ver precipitarse a su propia descendencia, lo mismo que a su propia alma? ¿Y qué hacer, qué intentar hacer, por lo menos, para no quedarse en esta incertidumbre enloquecedora? — 220 —
V EL HIJO-APUESTA
Con la fuerza de su convicción y de su poder, había conseguido por tanto que le permitieran amamantar a su bebé en pleno examen. Y nada ni nadie habría podido resistirse a esa determinación. Como si su condición la llevara en cualquier circunstancia a no tener en cuenta más que su propia apreciación. Ya he reconocido mi fracaso, y también he explicado mi despecho y la imposibilidad de prever el momento en que aceptaría abrir el útero virtual extensible hasta el infinito que había construido alrededor de su hijo para traerlo por fin (¿en qué condiciones?) al mundo. Pero ¿y ella? ¿Ha conseguido ella venir al mundo, esa mujer que se encuentra con la solicitud cómplice de su madre y con la aprobación muda de su marido? ¿Cómo habría podido hacerlo sin desprenderse de la conminación a repetir que le dirigía su madre? ¿Cómo habría podido hacerlo cuando esa madre, invitándola a pisar sus huellas, le había presentado esta gestión como algo lógico, algo que constituía el prolongamiento legítimo y saludable de su propia historia? ¿Habrá sido su infancia diferente a la que ha diseñado para su hijo? ¿Habrá sido su — 223 —
padre otro mudo? ¿Acaso la transmisión de estas historias no depende siempre de este tipo de detalles? ¿No se repiten siempre así, inscribiéndose profundamente en la memoria de los seres, hasta parecer insuperables, hasta inducir la dirección de la etapa que dichos seres programarán por iniciativa propia? «¿Por qué cambiar una estrategia que ha demostrado que funciona, puesto que estás aquí?», habría podido decirle la madre. ¿Y qué habría podido contestarle ella? ¿No era de esperar que confundiera reproducción con repetición, que la ocasión que le proporcionaba la primera la llevara a promocionar la segunda? ¿Cuántos de entre nosotros pueden comprender que la repetición, tras la pereza sobre la que se aposenta, esconde la muerte de la invención, cuando no a la muerte misma? La reproducción, en cambio, dado que integra a un tercero extraño y nuevo en la aventura, abre la vía al cambio, a la innovación, ¡a la vida! Cada generación representa la puesta en funcionamiento, a la escala de las parejas que se forman, de los efectos de mezcla de poblaciones generalizada por la ley de la especie. ¿Cuántos de entre nosotros comprenden que el cambio generacional es una oportunidad a aprovechar para vomitar todo lo que no había resultado anteriormente, mientras que si se encierran en un pasado que no ha renunciado a su poder sobre ellos se verán paralizados por el terror a los riesgos que en su imaginación corre su prole? ¿Cuántos de entre nosotros, aun sabiendo que se meten en un callejón sin salida, aceptan no nacer nunca a una vida cuya asunción les aterroriza? ¿Cuántos de entre nosotros, aprovechando la longevidad y la disponibilidad, dos fenómenos nuevos, de sus padres, no se repantigan indefinidamente en el confort prolongado de una infancia que les ha dejado definitivamente aturdidos? ¿No — 224 —
vale la pena invertir solamente en la simple supervivencia? ¿Por que hacer la sospechosa de alimentar la temible holganzaqueproporcionanlos abuelos? Sobre todo la de las abuelas maternas, con la complicidad muda de las abuelas paternas: a menudo permanecen apartadas del futuro de sus nietos, cuando parecería que saben de sobra lo temible que puede resultar la determinación femenina puesta al servicio del disfrute. Unas y otras, por otra parte, hace ya generaciones que han conseguido convencer a sus compañeros, cuando no los han reducido simplemente al silencio. El mismo padre de este niño, ¿no habrá sido convencido por la propia aventura de su vida de la pertinencia de un dispositivo que aprueba implícitamente? ¿No habrá tenido también él una madre con una determinación tan temible como la de la madre de su hijo, y un padre tan mudo como él? ¿Cómo explicar sino su pasividad? ¿Acaso no se encuentra en una situación que funciona día tras día sin altercados ni obstáculos? ¿Por qué inquietarse, entonces? ¿En nombre de qué? ¿En nombre de qué idea de un después, de un largo plazo, de un más tarde, o de consecuencias sobre las que «siempre tendrá tiempo de pensar», con lo fácil y conveniente que le ha resultado tomárselo todo tal como venía y vivir al día? Además, ¿por qué iba a hacer caso a las Casandras de toda calaña y poner en duda la felicidad prometida, cuando todas las precauciones que rodean a esta madre y a su hijo son manifestaciones de bondad y amor? ¿Qué valor darle a cualquier desconfianza, si está en completa contradicción con la ideología actual de nuestras sociedades, hasta tal punto satisfechas de ellas mismas y de lo que han conseguido? Éste es el punto crucial. Aquí se apoya la rúbrica del punto sin retorno al que, en mi opinión, hemos llegado. — 225 —
No voy a extenderme sobre lalacarenciadeladimensión adulta que afecta al comportamiento general de nuestros contemporáneos, invitados a dejarse aturdir indefinidamente. Tampoco quiero insistir sobre las adolescencias que no se acaban, ni sobre el aumento de la edad de la primera maternidad, como tampoco lo haré sobre el desinterés por el matrimonio, la precariedad de la pareja ni, menos todavía, el aumento considerable del número de divorcios. Son datos que cada uno conoce porque los ha registrado con mayor o menor indolencia sin saber que tarde o temprano podían concernirle. Son por otra parte datos que los analistas de la gran prensa no dejan de transmitir ni de comentar, lo mismo que analizan, de vez en cuando, el aumento exponencial del número de familias monoparentales.* Son informaciones que recibimos como otras tantas realidades objetivas de nuestra época, sin preguntarnos nunca cómo han podido surgir, ni en qué podrían afectarnos tarde o temprano, ni si amenazan la búsqueda de equilibrio en la que nuestra humanidad sigue empeñada. ¿Nos da esto derecho a continuar poniendo perezosamente estas alteraciones en la cuenta de una nueva pero banal mutación de nuestra especie, sin intentar por lo menos censar, ya que no los examinamos, los múltiples factores que la han producido? Tras destacar el triunfo de la dimensión materna tal y como se manifiesta, en particular por su relación con el tiempo, tanto en las modalidades de educación de los niLa categoría de las familias llamadas «monoparentales», compuestas en un 88 % por mujeres, ha explotado en dos decenios. En Francia, de 79.000 en 1979 han pasado a 1.390.000 en 1993, a 1.750.000 en 1999, y en 2002 superaron los dos millones. Es decir, un aumento de alrededor del 2.531 % en 23 años, lo que representa una media global de alrededor de 110 % al año.
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ñoscomoenladinamicadenuestrassociedades volcadas enelconsumoyqueprivilegianelinstante y lo efímero (en francés se llama éphémére y se pronuncia igual que effet-mere, es decir, «efecto-madre»), en detrimento de la duración y del largo plazo, podríamos llegar a la conclusión de que se está poniendo a prueba la ley de la especie, e incluso se está llegando a prometer su abandono. Si bien no preconizan todavía la práctica del incesto, nuestras sociedades no parecen en efecto condenarlo ya más que de una manera débil, cuando no se hacen las ciegas frente a muchos de sus equivalentes, como si se hubieran resignado a su irreprimible emergencia o, de forma por lo menos estadística, a su inexorabilidad. Por no tomar más que un ejemplo, se puede lamentar la desviación a que ha llevado la difusión del mensaje psicoanalítico cuando tantas madres se manifiestan abiertamente encantadas ante las proposiciones incestuosas de sus hijos, y cuando ciertos padres declaran, a quien quiera escucharlos, que quieren ser los únicos hombres en la vida de sus hijas. ¿Por qué entonces no admitir que, si no lo hemos hecho todavía, estaríamos a punto de superar una etapa decisiva en el tan largo y duro enfrentamiento que ha opuesto, desde tiempos inmemoriales, a hombres y mujeres, a los que he acabado por asimilar a dos subespecies, profundamente extrañas una a otra, de nuestra especie común? ¿Y por qué no admitir que esta etapa, que subrepticiamente rubricaría la liberación de las mujeres sometidas a una ley que nunca habían ratificado, confirma su victoria? ¿Por qué no admitir, entonces, que no nos encontramos frente a una mutación brutal e inexplicable de nuestras sociedades, sino frente a las consecuencias de una evolución de la que las generaciones precedentes, lo — 227 —
mismo que las nuestras, han dibujado los contornos sin preocuparse jamás de adonde podían llegar por esc camino? No deberíamos cegarnos, ni exonerarnos de nuestra responsabilidad colectiva. Sería mejor evaluar lo que hemos creído que podíamos llevar a cabo sin riesgos y que, sin que lo pudiéramos querer ni prever, ha alterado profundamente el equilibrio relativo que había prevalecido hasta ahora, conduciéndonos al punto en que nos encontramos. ¡Aunque no es tan sencillo! Es un punto todavía tan sensible que intentar establecer un símil de equilibrio expone al riesgo de verse acusado de alimentar una intolerable nostalgia de los tiempos pasados. Es como si cualquier puesta en cuestión de este movimiento corriera el riesgo de pasar por una sospechosa incitación a una vuelta atrás. Entonces, ¿registrar los progresos conseguidos impide que destaquemos los eventuales inconvenientes o efectos perversos? La seguridad social es un gran progreso: constatar lo mucho que cuesta y argumentar que debe reflexionarse sobre su financiación no implica que se quiera suprimir. Sin remontarnos demasiado en el tiempo, podemos detectar, por ejemplo, que los problemas económicos a los que se encuentran confrontadas nuestras sociedades industriales (administradas por hombres, como no dejará de destacarse), lo mismo que el afán de ahorro que han suscitado, las han conducido a enrolar a las mujeres en el mundo laboral, sin preocuparse del desequilibrio que iban a crear, por lo menos en un plano simbólico, en la relación de los hombres con estas mismas mujeres. Efectivamente, desde siempre existía un equilibrio simbólico en estas relaciones: hasta entonces, el trabajo proporcionaba a los hombres el punto de anclaje de un potencial creativo que les permitía contrarrestar el que sus mujeres — 228 —
detentaban desde siempre gracias a su capacidad procreadora, con el correlato de mantenerlas dentro de su dependencia y de administrar, aunque sólo fuera un poco, el futuro de su prole común. Cuando las mujeres accedieron a este mundo laboral, su potencial procreador se vio de pronto reforzado con un potencial creativo, mientras que el potencial creativo de los hombres ni cambió ni aumentó. Por otra parte podemos preguntarnos si esta alteración, y el déficit creativo masculino que ha determinado, no es la responsable del destino injusto reservado a las mujeres, ¡pues siguen sin poder disfrutar de los mismos derechos, de los mismos perfiles de carrera y de los mismos emolumentos que sus colegas masculinos! Víctimas desde siempre de esta discriminación, no ha sido obstáculo para que adquirieran más o menos deprisa la independencia económica. Desde ese momento han accedido a una forma progresiva de autarquía económica que les ha permitido, tengan o no hijos, contemplar sin angustias la eventual ruptura de la pareja, como demuestra el hecho de que en todas las clases sociales son ellas las que hoy piden más a menudo el divorcio. El bienestar engendrado por estas disposiciones en cuanto al trabajo no ha dejado de suscitar, en todas las capas de la población (ideología industrial uniformante obliga), una verdadera bulimia del mismo bienestar a todos los niveles y en todos los dominios. Así ha ocurrido, por tomar todavía otro ejemplo, con esta sexualidad que se suponía que no atormentaba más que a los machos de la especie. ¿No eran ellos los que habían acariciado desde siempre la idea de poderse entregar sin límite, y sobre todo sin tener que vencer continuamente el temor al embarazo que frenaba el entusiasmo de las mujeres y que durante tanto tiempo las había disuadido de ceder a sus — 229 —
solicitudes? Si bien las investigaciones sobre la contracepción se llevaron a cabo por una preocupación demográfica, no fueron menos esperadas y sostenidas por el confort (¡y el placer sin remordimientos!) que iban a poder procurar. No debería extrañarnos entonces que las mujeres, cuya genitalidad, como hemos visto, es mucho menos desordenada que la de los hombres, hayan reivindicado la misma libertad que la de sus compañeros. ¿Podían no sacar provecho de este avance? La mayoría de ellas ha franqueado alegremente este nuevo paso. Aunque esto deba matizarse, porque incluso en nuestros días, si los hombres se dedican a su eterno mariposeo, son muchas las mujeres que, a pesar de las facilidades aportadas por la contracepción y la liberación de las costumbres, no se entregan a esta actividad con la misma ligereza. Es una diferencia que sólo puede comprenderse defendiendo la existencia de resortes inconscientes que todavía actúan. Dado que tanto los hombres como las mujeres guardan en ellos el rastro de su gestación en el vientre de su madre, la coincidencia de un hombre con el cuerpo de una mujer se produce siempre bajo el signo del reencuentro, lo que hace de ésta, sea cual sea su rango, siempre una segunda. En revancha, la coincidencia de una mujer con el cuerpo de un hombre se produce siempre bajo el signo del descubrimiento, haciendo de este hombre, sea cual sea su rango, un primero que borra a todos los anteriores; el riesgo que se corre de este modo se hace demasiado grande, y no puede tomarse a la ligera. En cuanto a lo que ocurre en el mundo de los niños, el control de las madres sobre ellos no hay que evaluarlo ni demostrarlo, hasta tal punto es evidente, flagrante y prácticamente total en todas las configuraciones familiares, sin excepción. Lejos de ofrecerles confort, felicidad — 230 —
y seguridad, como habra podido imaginarse o sostener, esto les encierra a ellos y a sus madres en problemas que a veces son inquietantes. Como ya he dicho, y como sin duda repetiré todavía, la aventura de la especie podía resumirse en la confrontación de dos egoísmos heterogéneos que se neutralizan mutuamente en beneficio del niño. Hoy, en cambio, es como si las mismas voces que se levantan para estigmatizar el egoísmo patente del hombre, preocupado exclusivamente por su satisfacción, optaran por enternecerse sobre el control maternal, como si fuera la expresión paradigmática del desinterés, cuando señala un egoísmo todavía más condenable que su equivalente masculino: librado a sí mismo, este egoísmo no solamente destruye a los individuos, sino que pone en peligro los progresos alcanzados por la humanidad tras centenares de miles de años. Los efectos van realmente más allá de consecuencias coyunturales, individuales, mínimas o despreciables. Parece que es algo que nos supera, quizás hasta el punto de suscitar convulsiones que pueden hacer temblar al conjunto de nuestro planeta. No sería la primera vez en nuestra historia que nos encontramos frente a pequeñas causas cuyos efectos son considerables.
El aparejamiento de términos que propongo en este apartado, por muy impertinente que pueda parecer, se me ocurrió al término de una reflexión que me había vado muchos años. En pleno ejercicio de la pediatría, me encontré efectivamente confrontado con la repetición en los recién na— 231 —
cidos de un cuadro clínico que en principio me había parecido algo emergente, antes de hacerse insistente y más tarde casi regular. Que los bebés, sobre todo cuando son pequeños, regurgitan a menudo y a veces vomitan, no es nada extraño, y es un hecho constatado incluso en los tratados médicos más antiguos. Pero que se pongan a vomitar sin descanso y sobre todo a sufrir, hasta el punto de alimentarse mal y de despertarse varias veces por la noche, eso no es tan banal. Después de comprobar este caso entre algunos recién nacidos, me sorprendió volver a encontrármelo cada vez más a menudo: primero en un bebé de cada cinco, más o menos, después en uno de cada cuatro, o uno de cada tres, antes de que esta proporción no volviese a subir, ¡hasta alcanzar, a finales de mi carrera, la impactante cifra de casi nueve bebés sobre diez! Así viví yo también lo que algunos colegas han llamado, guiñando un ojo cómplice a una exitosa invención del lenguaje político que le era contemporánea, «la generación reflujo». No se sabía por qué razón, la unión entre el estómago y el esófago empezó a no cumplir su cometido: el líquido gástrico ácido sube entonces al esófago, que no está hecho para recibirlo, y produce ardores intolerables cuando no úlceras de diferentes grados de gravedad. La constatación que había hecho, sobre todo con el curioso aumento de frecuencia del cuadro que constituía, no me dejó ni indiferente ni pasivo. Me confundía hasta tal punto que no solamente me lancé a revisar exhaustivamente toda la literatura médica, sino que también hablaba del tema con mis colegas, que compartían mi sorpresa y estaban tan perplejos como yo. También fui a pedir la opinión a varios profesores de medicina, viejos y menos viejos, para intentar comprender a qué nos enfrentábamos. No hubo manera. Ellos también ha— 232 —
bíanconstatadoelfenómeno,pero no se lo explicaban. Elcuadroeracadavezmásfrecuente, lo que me permitía disponer de los suficientes casos personalmente, así que decidí llevar a cabo mi propia encuesta para intentar verificar por mí mismo si la manera de amamantar (artificial frente a materna, antiguas leches apenas semidesnatadas frente a nuevas leches con sus diversas fórmulas más modificadas unas que otras), el sexo, las condiciones y el rango de nacimiento o bien la configuración de la célula familiar, etcétera, intervenían en su génesis. Puede imaginarse el tiempo que me llevó recoger tal cantidad de información, y luego analizarla; lo que resultó todavía más difícil, pues había definido cierta cantidad de parámetros y muchos de ellos coincidían. Como al mismo tiempo el mercado se enriquecía rápidamente con tratamientos eficaces no sólo por el lado de la dietética, sino también de la farmacopea, la esperanza de alcanzar conclusiones rápidamente se complicaba. Por otra parte, todo eso coincidió con la puesta en órbita de la subespecialidad, discreta hasta entonces, de la gastroenterología infantil, que empezó a imponer opiniones que uno no podía permitirse pasar por alto, pero que personalmente no me parecían de ninguna utilidad, puesto que sólo concernían a los medios para afinar los diagnósticos y para obtener los mejores resultados terapéuticos posibles. Recuerdo que en el transcurso de un coloquio nacional, intenté hacer prevalecer mi larga experiencia clínica para manifestar mi extrañeza y mis interrogantes alrededor de la eclosión de esta nueva patología ante los jóvenes catedráticos que estaban en la tribuna. Me respondieron que siempre habría sido así entre los más pequeños, que lo que ocurría es que anteriormente no podíamos llegar a este tipo de diagnóstico. Los colegas de — 233 —
mi generación y yo mismo nos mostramos disgustados, indignados incluso, por esta respuesta que subestimaba deliberadamente nuestras aptitudes como clínicos. Experimentamos entonces cierta amargura al constatar la regresión que había producido la evolución de una medicina que, alegando una pretensión científica, se alienaba a partir de aquel momento a la simple técnica instrumental. Al pasar el tiempo volví a mis propias estadísticas. Para empezar tuve que concluir que el modo de amamantamiento no tenía nada que ver con el fenómeno. El lugar en la fratría tampoco era determinante, lo mismo que no lo eran la estructura o la configuración familiar, el momento del parto, el peso al nacer o las condiciones del alumbramiento. Naturalmente era de señalar una neta predominancia masculina entre los niños afectados, pero esta proporción, congruente con la mayor morbidez general masculina (70 a 75 % de niños enfermos, mezclando todas las causas, frente a un 25 a 30 % de niñas) no revestía una significación particular. Con el curso del tiempo caí en la cuenta de un factor que hasta ese momento no había considerado. En efecto, vi que el síntoma era inexistente entre los bebés de padres recientemente emigrados (africanos, magrebíes, cingaleses, camboyanos, malgaches, hindúes, chinos, etcétera), pero que en cambio se daba en la proporción prácticamente habitual entre los bebés de padres emigrantes bien integrados. ¡No podía sacar la conclusión de que fuera nuestro país, o su clima, lo que ponía enfermos a los niños! De momento me contenté con tomar nota del hecho. Pero pensé que tenía que encontrarle alguna significación cuando me di cuenta de que tampoco había encontrado ningún caso de reflujo entre mi clientela de judíos — 234 —
lubavich, chos
*
casos
una
comunidad
desde
implantada
varias
en
Francia
en
m u -
generaciones.
Al alar cabos entre estas últimas constataciones, me pareció forzoso llegar a la conclusión de que estas poblaciones en las que el cuadro clínico no se daba nunca, por diferentes que fueran entre ellas, tenían en común, con sus culturas de origen todavía presentes, un sólido sistema simbólico y una estructura familiar lo suficientemente jerarquizada para que el padre tuviera un lugar reconocido y bien definido. Estas características ya no se daban, por la fuerza del trabajo de integración, en la generación siguiente y explicaban entonces la explosión del síntoma. Conmocionado por este descubrimiento y retomando todo el recorrido que había hecho, intentando reflexionar de manera sinóptica, tuve que destacar otro detalle importante. En efecto, constaté que la aparición del síntoma y su frecuencia creciente databan de finales de la década de 1970, y más precisamente de entre 1975 y 1980. Esta datación ¿era el efecto del azar o también, por el contrario, tenía que tomarse en consideración? Durante un tiempo estuve dudando, hasta que me di cuenta de que en Francia, en 1975, había ocurrido algo que no puede calificarse de anodino: la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo, o dicho de otra manera, la guinda de las técnicas de contracepción. De todos modos, no veía cómo integrar este factor. Y pasé algún tiempo preguntándome qué podía tener eso que ver con mis interrogaciones. Hasta el momento en Los judíos seguidores de Jabad Lubavich son practicantes escrupulosos de su religión, y observan con respeto meticuloso todas las costumbres.
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que acabé por aceptar que el dominio do la contracepción no había podido dejar de tener consecuencias para el estatus del niño. Hasta su advenimiento, los métodos anticonceptivos, incluido el Ogino-Knaus e incluso el de la pildora, comportaban efectivamente cierto factor de riesgo. El niño concebido, deseado o no, programado o no, conservaba el estatus que siempre había tenido: fruto de un deseo (inconsciente) que podía imponerlo a la voluntad (consciente), podía definirse como el subproducto obtenido, con la ayuda parcial del azar, de la actividad sexual de sus padres. Y dichos padres, por este mismo hecho, fuera cual fuese el amor o la pasión que sentían hacia él, lo acogían entre un efecto de sorpresa que dejaba la puerta abierta a todas las reacciones que iba a tener. Ellos constituían, como siempre ha ocurrido con los padres, un entorno relativamente sereno sobre cuya base él podía construir su sentimiento de seguridad. A partir de la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo, el deseo dejaba de dirigir el juego. Efectivamente, se encontró sometido solamente a la voluntad, la cual podía censurar el deseo en cualquier circunstancia, puesto que al hacerse posible la interrupción ésta era susceptible de borrar los efectos de su intervención. El niño, programado y deseado, aunque todavía no podía ser calibrado y predefinido, dejaba de revestir el estatus de subproducto, y pasaba a ser un puro producto de la actividad sexual de los padres. Las relaciones que se instauraron desde ese momento hacia él fueron del mismo tipo que las relaciones que se instauran en general con los productos de nuestras sociedades: se le sabía raro y por tanto precioso, y así se deseaba que fuera perfecto, es decir, que funcionara bien, que no decepcionara jamás, que procurara sin descanso el placer que de él se esperaba. Dicho de otro — 236 —
modo: se le encerraba en un destino preconcebido a cuyo servirlo los padres no rehusan ponerse, invirtiendo la clásica jerarciuía de las relaciones e izando al hijo a la cúspide del edificio familiar. Lo que no servía para conferirle el menor sentimiento de seguridad. Al contemplar esta evolución con los criterios mencionados en muchas ocasiones, es forzoso constatar que el paso del subproducto al producto elimina el tiempo. En efecto, en el primer caso la jerarquía generacional se mantiene, el niño sigue siendo niño, y sus padres son sus padres; en el segundo, la jerarquía prácticamente queda anulada, cuando no se invierte, pues el hijo se ve efectivamente izado al mismo grado generacional que sus padres, cuando éstos, poniéndose a su servicio, no lo desplazan al lugar de la generación superior, respecto a la cual tienen en principio una deuda simbólica, lo que se hace evidente en la manera que tienen de defender su actitud, remarcando que el hijo no ha pedido venir al mundo. Una programación como ésta, introducida por el control de la contracepción, no deja de generar una singular ansiedad en toda madre. Así, sin poder explicitarlo, ésta llega a preguntarse si, encerrado en la predefinición que le ha tocado, este hijo será o no capaz de asumir la tarea que le espera, de la que ella, quiera o no, se siente en gran medida responsable y garante, e incluso llega a sentirse terriblemente sola para ayudarlo, aunque su pareja esté presente a su lado y destaque como alguien que comparte las tareas. Cuando por otra parte se toma conciencia de que tal predefinición traduce una espera y una voluntad de invención, ambas aisladas de toda idea de herencia y del efecto de transmisión de historias parentales, se concibe la amplitud de la ambición del proyecto que la contiene. En este caso también puede señalarse — 237 —
una verdadera ruptura. Cuando la preeeminencia del deseo sobre la voluntad convertía al niño automáticamente en el eslabón de una historia que iba a proseguirse por su mediación, la preeminencia de la voluntad sobre el deseo permite a los padres creer que pueden romper deliberadamente con esta historia. Si bien todo nacimiento se colocaba hasta ese momento bajo el signo de la reproducción y facilitaba a cada uno de los padres la oportunidad de poner algo más de orden en la relación con sus propios padres para preservarse así del riesgo de repetición, la nueva jugada les permite creer que pueden hacer borrón y cuenta nueva de todo lo que han vivido y que van a poder inventar e innovar en una empresa en cuyo seno tienen la determinación de ser padres excelentes, atentos y amantes, mejores de lo que han sido los suyos para ellos. Con este propósito se ponen enteramente al servicio de su hijo, sin dudar en lanzarse a una verdadera operación de seducción para con él. Una represión tan fuerte de lo que no puede más que volver naturalmente a la superficie comportará un retorno todavía más violento de lo que se ha querido rechazar. El sueño, cuyo cumplimiento debía ser maravilloso, va a convertirse en pesadilla. La tensión parental, y sobre todo la tensión maternal, mucho más perceptible para el bebé, participará por sí sola no solamente en la aparición del problema, sino también en su persistencia, cuando no en su agravamiento. Pero ¿cómo articular tales consideraciones con un síntoma tan físico como el reflujo? Pues de una manera mucho más sencilla de lo que podría creerse. Primero hay que pensar que incluso en el caso de la rata, el estrés es susceptible de crear úlceras gástricas, — 238 —
simplementeporquelaredneurológicadelaregión gástrica, en particular el plexo nervioso pericsofágico (el plexo solar de los autores antiguos), es especialmente sensible a las variaciones de humor. Los autores estadounidenses no han dudado en decir que era un segundo cerebro. Hay que saber igualmente que con motivo del período pasado en el útero el pequeño percibe con extraordinaria precisión los cambios de humor de su madre, incluso sus pensamientos no formulados. Lo que da a ésta, por ejemplo, la capacidad de transmitir sin la menor palabra ni el menor discurso, solamente con su gestualidad, su historia y todo lo que haya podido pasarle: es una ventaja formidable que guarda durante toda su vida sobre el padre, el cual, para llegar al mismo resultado, se ve obligado a pasar por una palabra que puede no llegarle al hijo si la madre pone algún obstáculo. Las elecciones de invención y de ruptura más o menos radical efectuadas en conciencia por su compañero y por ella misma entrarán entonces en conflicto, como ya he dicho, con el viejo fondo de procesos de transmisión. Evidentemente, esto no la torturará tanto como para que lo perciba, pero la irá minando como una sorda letanía, tozuda y obsesiva, de la que no podrá librarse. Sus gestos resultarán necesariamente afectados, resultará en una actitud más «tensa». El pequeño, cuyo cableado neurológico no tiene aislante,* notará que una corriente que circule por una fibra se difundirá, por encima de cierta intensidad, a todas las demás. Lo que lo convierte en extraordinariamente sensible a la más leve modificación del tono muscular de la persona que lo sostiene, a fortiori cuando esta Este aislante, la mielina, no crece para aislar las fibras nerviosas más que a partir del nacimiento, y a razón solamente de 0,3 milímetros por día.
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persona es su madre. Este mismo mecanismo de acción es el que produce los efectos en apariencia milagrosos de las palabras que les dirigen ciertos psicoanalistas. Él no entiende nada de lo que le dicen, naturalmente, pero percibe y registra perfectamente las variaciones involuntarias del tono muscular que en la madre conlleva la emoción suscitada por esas mismas palabras. Este mismo análisis de la cascada de reacciones me ha llevado siempre a rechazar el proceder de esos psicoanalistas que se dirigen a los pequeños. Además, es mistificador (¡resulta tan fácil dirigir directamente a los padres ese mensaje!) y no está exento de riesgos, porque me ha parecido que los padres que han pasado por la experiencia entraban en un estado persistente y lamentable de sideración: en efecto, impresionados por la palabra dirigida en la ocasión a su hijo, no se atreven a decirle nada más, como si al no poseer las artes del médico brillante tuvieran miedo de hacer alguna tontería. Confieso que prefiero a los padres vivos que se comunican con sus hijos, sea cual sea la calidad de los mensajes que les transmiten, a los padres convertidos en esta ocasión a la estúpida y nefasta religión de la bebelatría. A partir del análisis que acabo de hacer puede comprenderse que cuando la madre está serena el bebé también lo está, y que cuando está estresada, el bebé no lo está menos. Hasta el punto de reaccionar con... sus tripas, por no decir con su plexo nervioso periesofágico y alterar la dinámica fisiológica de su sistema antirreflujo. En cualquier caso, desde el momento en que pude formularlas, mis deducciones personales me llevaron a asociar más todavía a las terapias medicamentosas un trabajo de escucha de los padres, trabajo que siempre ha dado resultados convincentes. Por eso siempre he per— 240 —
ren los problemas de los niños sobre los que se me venía a consultar, siempre he trabajado con los padres, y sólo con ellos. A veces, con los que resultaban fáciles de movilizar, he llegado a no utilizar ningún tratamiento médico contra el reflujo, sin por ello dejar de obtener la curación en los plazos habituales. Bien, pero incluso imaginando que toda esta reflexión tenga alguna pertinencia, ¿qué relación tiene con alQaeda? Directamente ninguna, claro. Pero volviendo a mi observación, es preciso señalar que desde hace al menos algunos decenios la ideología individualista ha provocado una conmoción de las relaciones interindividuales en el seno de nuestras familias, alterando profundamente sus estructuras. A falta del más mínimo soporte social, las familias de antes se vieron llevadas a expulsar cada vez más radicalmente al padre de su función y a instalar en su puesto de mando a la madre, en beneficio directo de la opción consumista al éxito, aunque ella se sienta sola y responsable, cuando no culpable, de todo lo que ocurre. Lo que se ha visto modificado de este modo es el conjunto de nuestro entorno y todos los intercambios que se instauran en él, debido a la conmoción profunda tanto de la jerarquía de valores como de las ubicaciones y prerrogativas de ambos padres. La extensión del poder de nuestras redes de comunicación (satélites e Internet incluidos) en el seno de un planeta que se ha visto encogido, ha conducido a nuestras sociedades a intentar exportar, con tal de recuperar para su empresa algunos sectores de mercado más, el modelo nuevo que éstas han puesto a punto. Y como este modelo parece terriblemente seductor (¿cómo no iba a serlo, cuando preconiza la — 241 —
primacía de ese placer con el que cada uno suena?) no ha dejado nunca de seducir a las multitudes y de arrastrar su adhesión masiva a los valores que fomenta. Y eso ha sorprendido mucho a algunos individuos del mundo árabemusulmán. ¿Cómo se pretendía que estos últimos suscribieran opciones susceptibles de poner en tela de juicio su estatuto de abu, de padre propietario de sus hijos? ¿Cómo iban a tolerar verse despojados de tal estatus?* Sujetos a la jerarquía marcada e instaurada desde siempre tanto entre los padres como entre los sexos, han tenido que vivir esta exportación, sutilmente persuasiva, como una tentativa de conversión que se habría hecho todavía más insoportable al parecer movida por una vil preocupación mercantil y capitalista. Y como el único proselitismo que admiten es el proselitismo religioso islámico que les es propio, y como consideran que lo que se preconiza en Occidente atenta contra sus valores, han conseguido organizarse para alimentar su resentimiento, para coordinar sus fuerzas y para reclutar a los suficientes fanáticos candidatos al suicidio que emprendan la nueva forma de guerra que han inaugurado. En definitiva, se trataría de una confrontación más entre los descendientes de Homo que somos, y opondrá de una nueva manera y con nuevos medios a los defensores de la primacía del espacio, los sedentarios, frente a los obstinados en la primacía del tiempo, los nómadas. Lo que no parece en nuestros días fácil de concebir ni de admitir, puesto que, cegados como estamos por los progresos de la técnica, creemos haber superado definitivamente este tipo de debate. Sin embargo, reviste Una ilustración admirable y casi profética de este debate la encontramos en una bonita película turca, El rebaño, de Yilmaz Güney, 1978.
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unaintensidadsingularcuandose produce no ya entre culturas diferentes, sino en el mismo seno de una sociedad cuyas elecciones dicho debate cuestiona con insistencia.
EL ROMPECABEZAS NIPÓN
Un día me invitaron a pronunciar en Japón una serie de conferencias sobre la evolución del estatus de la parentalidad en Francia en el transcurso del último medio siglo. Me había documentado mucho, y había preparado con cariño mis intervenciones. Tenía la intención de demostrar, mediante pruebas, que si bien la pediatría había conseguido erradicar en cincuenta años la mayor parte de las plagas que amenazaban a la infancia, había fracasado en cambio en conferir a estos mismos niños la plenitud que cabía esperar de su buena salud física. En efecto, en los últimos veinte años hemos visto cómo se instalaban entre los niños diversos trastornos nuevos y preocupantes que van desde los problemas de sueño a los de desarrollo afectivo, pasando por los retrasos en el lenguaje y otros trastornos del comportamiento. Había preparado mis argumentaciones para demostrar, apoyándome en estadísticas y casos clínicos, de qué manera todo este conjunto de trastornos se relaciona directamente con la modificación considerable de las relaciones intrafamiliares y, en particular, con la expulsión del padre, privado en estos momentos de todo apoyo social e invitado subrepticiamente por su entorno a convertirse en una segunda madre para su hijo. En particular tenía la intención de utilizar y comentar como muestra la progresión exponencial de las familias monoparentales, consti— 243 —
tuidas en su gran mayoría, como sabemos, por madres solas con sus hijos. Pues bien, con ocasión de la primera de mis actuaciones en Tokio me quedé estupefacto al oír que el psiquiatra infantil encargado de presentarme aprovechaba la ocasión para alabar, antes de que yo interviniera, el giro que tomaban las sociedades occidentales, y en particular la sociedad francesa, y deplorar en cambio el número ridiculamente insuficiente en Japón... ¡de familias monoparentales! Para apoyar su argumentación y dar más peso a su grito de alarma, se puso a detallar una proyección demográfica que preveía que, si la situación no se desbloqueaba rápidamente, los 138 millones de japoneses actuales no serían más que 58 millones en 2100. Como no le consolaba en modo alguno que tal vacío pudiesen rellenarlo, como de hecho ya está ocurriendo, los filipinos, coreanos y otros residentes de los pueblos de la región, reclamaba fuerte y claro una reforma de lo que denominaba una y otra vez «el estado civil». Al oír que se repetía en mis auriculares tan enigmática designación, y en la creencia de que podía tratarse de un error de traducción, pedí que me aclararan la significación precisa del término. Me enteré entonces de que cualquier niño japonés continúa recibiendo cuando nace un documento en el que consta una genealogía que se remonta a varias generaciones, con lo que las mujeres que decidieran traer solas al mundo a un niño lo exponían así a un estatus de bastardo que podía afectarle durante toda la vida. Nada nos prohibe imaginar que nuestras democracias occidentales hayan procedido desde hace tiempo al mismo análisis que mi colega japonés, y que tomaran las disposiciones que han tomado en la materia para combatir el déficit demográfico en el que sentían que se hun— 244 —
dían.Todoestohabrapodidopasar sin que nos enteráramos, porque no nos ha quedado en la memoria o porque estas motivaciones no nos habrán sido explicitadas. Después de todo, no queda tan lejos el tiempo en que, también entre nosotros, igual que entre nuestros vecinos, se estigmatizaba sin piedad a los bastardos y a las madres solteras; lo que finalmente nos orienta en nuestras propias sociedades a la vez sobre la datación y sobre el motivo del fin de la contención que el entorno ha ejercido sobre las parejas desde hace mucho tiempo, con lo que la institución del matrimonio era, por ejemplo, la más corriente. Habrá sido por tanto como si la obsesión demográfica hubiera apuntado a preservar contra su desmoronamiento una supuesta identidad nacional portadora de una visión del mundo a la que se estaba tan ligado que se aceptaba sacrificarle todo, incluso lo que hasta entonces había participado para crear el equilibrio relativo, ganado en el curso de la evolución de la especie, entre los componentes de la pareja. Así ocurrió, por no tomar más que un ejemplo reciente, cuando se acometió en Francia, en 1972, la primera remodelación del derecho matrimonial. Tras las numerosas reformas sobrevenidas en relación con la aplicación de este derecho, no le quedaba al padre más que una sola ventaja formal susceptible, al menos simbólicamente, de contrarrestar la ventaja que la travesía del embarazo confiere naturalmente a la madre: a él le correspondía también, efectivamente, el derecho de fijar el lugar de residencia de la familia. La supresión de este derecho, cuando se produjo, no estuvo motivada por una preocupación electoral dirigida a los votos femeninos, ni a la consideración de las consecuencias del acceso de las mujeres al mundo del trabajo, sino solamente porque una medida gubernamental que acababa de ser — 245 —
tomada y que estaba destinada a reducir el paro incitando, a base de primas, a los obreros argelinos a volver a su país suponía el riesgo de que éstos se llevaran legalmente por lo menos a sus hijos. Para intentar conservar en el país a algo menos de seis mil niños (de los que sin duda solamente una parte solicitaba quedarse), se reformó la ley para poder acoger los expedientes de madres que rechazaran seguir a sus maridos. En ese momento se creyó que se podía enmascarar la magnitud del error valiéndose de haber instaurado para la pareja una forma definitiva de democracia para dos. Lo que fue como arar en el mar, porque es imposible que una democracia como ésta funcione, dado que en caso de disensión no se puede discernir ninguna mayoría. Es una muestra de cómo nacen situaciones lamentables frente a las que cada uno tiene que apañárselas sin que nunca se contemple su enmienda. Nada habrá inquietado a los responsables de tal metedura de pata desde el momento que ni siquiera se sabe quiénes fueron. Ahora bien, si echamos un vistazo al mantenimiento o a la desaparición de la contención ejercida sobre la pareja en la superficie del globo, percibiremos que está estrechamente ligada a estos dos factores conjuntos que son por una parte la demografía y por otra la lógica consumista. Esta última, de la que ya he mostrado hasta qué punto era de esencia materna y dedicada a la satisfacción inmediata del deseo, apuntaría de alguna manera más a la calidad que a la cantidad, el instante presente, bajo la forma de un hic et nunc (otra vez lo efímero, el «efecto-madre»), más que el largo plazo que ha estado siempre en el corazón de la preocupación por perpetuar la especie, inquietud que en el caso de Japón parece relevada por agitaciones de tipo nacionalista. En nuestro país se está de — 246 —
rible traer al mundo a pocos niños a los que aportar un máximo a traer muchos a los que no se podrá satisfacer suficientemente. Se sabe que en los países pobres o apenas en vías de desarrollo, el crecimiento demográfico sigue siendo galopante. En cambio, en los países ricos, bajo el efecto de la riqueza y de la promoción de la lógica del consumo, la natalidad siempre ha caído en picado. Cuando los países se enriquecen, la natalidad en general acaba tarde o temprano disminuyendo, lo que conduce a medidas que habrían parecido inconvenientes cuando no imposibles antes de su adopción. Según este registro se diría que un mayor consumo, al devolver forzosamente al primer plano la dimensión maternal, acabaría por imponerla como la más inteligente y la mejor adaptada de las aspiraciones de cada uno. Pero de sobra son conocidos también los perjuicios del consumo desbocado y del capitalismo salvaje, tanto uno como otro propiamente destructores, y a los que parece obligatorio adjuntar un elemento regulador. También se conoce el largo sueño que ha afectado a los países cuyos modos de vida habían sido heredados de las antiguas opiniones nómadas, que privilegiaban únicamente el investimiento del tiempo, en detrimento del investimiento del espacio, totalmente rechazado. Cae por su propio peso que no existe solución si no es en un compromiso, y el mérito de la oposición de los antiglobalización tendrá ciertamente como efecto regular las disposiciones de dicha globalización. Curiosamente, volveríamos entonces al modelo clásico de la familia, que opone la dinámica de dos egoísmos antagonistas en beneficio del niño. Las mutaciones que se habrán producido en nuestras sociedades tendrían entonces el mérito de hacer surgir no ya nuevas relaciones, — 247 —
sino nuevas condiciones y un nuevo estilo en estas relaciones. El malestar japonés sería testimonio de esta interrogación, todavía a flor de piel. Así, lo que tiene de singular el caso de Japón es que después de estar inmovilizado en un modelo de civilización multisecular, escogió a mediados del siglo XIX importar activamente el modo de vida occidental. Pero la lógica del consumo, después de ganar para su causa al conjunto de las capas de la sociedad, se enfrenta hoy al peso de esta tradición que se resiste a sacrificar sus opciones ancestrales de esencia paterna, en particular la estrecha contención levantada alrededor de la pareja. El análisis minucioso de las razones de esta resistencia pone en primer plano la dificultad de transigir con la mitología nacional, que, haciéndole heredero del dios Sol, instaura al emperador como padre y madre de cada uno de sus subditos. Ahora bien, lo que sorprende en la mutación reciente de esta sociedad cuya demografía se derrumba —pero que muestra los efectos de un superyó extraordinariamente activo perceptible en el respeto hacia la diferencia de sexos, la cortesía, la disciplina, la limpieza, la honestidad, el sentido del otro— es que son las mujeres, también en este caso, las que se encuentran en la punta del movimiento contestatario. Cuando se les pregunta sobre lo que las motiva, algunas de ellas, las más audaces, dicen que no pueden ni quieren obedecer más a una tradición masculina que las obligaría, si se casaran con un hijo tánico o con el mayor de una familia, a acoger a sus suegros durante la vejez de éstos. De todos modos podemos cuestionarnos la validez de una excusa que adelantan de este modo y que afectaría sin duda a un numero muy reducido de ellas, teniendo en cuenta la distribución estadística de los hijos mayores en las familias. Pare— 248 —
todavía n o consiguen tener plena conciencia de hasta qué punto se han visto influidas por los valores maternos promovidos y puestos de relieve por la sociedad consumista que las rodea. Pero, con este modelo de crisis, ¿no estaríamos asistiendo a una fase original del eterno combate que los sexos no han dejado nunca de sostener, estuviesen o no unidos por una contención convenida para ellos y quizás a su pesar? cería que en la etapa en que se encuentran,
RETORNO AL MODELO PASADO DE LOS INTERCAMBIOS
A la luz de lo que se ha dicho de la madre segura y del padre confuso, podríamos convenir que la pareja, para durar, prácticamente no puede prescindir de un mínimo de contención. Efectivamente, no se ve cómo le sería posible de otro modo vivir indefinidamente una relación sostenida por dos lógicas que no sólo son heterogéneas, sino que además resultan imposibles para la cohabitación. Y todavía menos cuando se esperaría de esta experiencia un bienestar y una felicidad que parecen imposibles en una realidad cotidiana contaminada por la confrontación perpetua de estas dos lógicas. La pregunta que suscita tal afirmación vuelve a cuestionarse seriamente si la vida de la pareja presenta algún interés, y si es así, cuál. Sabemos que nuestros contemporáneos, o al menos una buena parte de ellos, han respondido desde hace*algunos decenios que no, y eso que practicaban tanto la poligamia como la poliandria (que a fin de cuentas son formas de poner en práctica un servicio sexual cómodo, — 249 —
práctico y precario) extendiéndolos sin embargo en el tiempo, con la pretensión de no caer en las aberraciones de esas culturas que tienen la audacia de practicar, simultáneamente al menos, la poligamia. Pero la respuesta de nuestros contemporáneos, ¿es razonable y está bien fundamentada, o bien es coyuntural y producto de un efecto indirecto de la lógica del consumo? Después de todo, en la era de la contracepción, del preservativo y de la sexualidad fácil y desmitificada, ¿por qué demonios cargar con un compañero único y omnipresente formando una pareja duradera con él? ¡Y que a nadie se le ocurra invocar al amor para criticar la pertinencia de la pregunta! Sería necesario entonces lanzarse a una disertación de otro tipo sobre la naturaleza de este amor y explicar en particular por qué un día se produce de pronto y por qué tan a menudo se deshincha antes de desaparecer no menos a menudo. Será mejor por tanto volver a la pregunta inicial, formulándola de otro modo: suponiendo que no deba verse reducida a un servicio sexual cómodo y necesariamente colocado por este hecho bajo el signo de la precariedad, ¿qué puede aportar una vida en pareja puesta bajo la férula de un mínimo de contención a aquellos que se arriesgan a llevarla? Por mi parte pretendo, apoyándome en mi práctica, que lo que aporta tal experiencia entra en el orden de un progreso ontológico del que cada uno de sus componentes, lo sepa o no, obtiene un beneficio incontestable. Para verificarlo, basta con escuchar las historias que todos, solos o en presencia de sus parejas, se ponen a explicar enseguida. Nos damos cuenta entonces de que una aventura semejante está siempre, siempre, colocada bajo el signo del progreso, en la medida en que cada uno de — 250 —
los componentes de la pareja ocupa en ella, haga lo que haga, quiera lo que quiera, una posición que favorece una verdadera transferencia inconsciente, con todos los beneficios que puede aportar el trabajo, subterráneo, insidioso pero siempre positivo, de tal transferencia. Como si cada uno, al tener de este modo la facultad de proyectar sobre su pareja la parte no resuelta hasta entonces de la problemática que no ha dejado nunca de acosarlo y que sigue acosándolo, se pusiera a buscar una solución. Podría imaginarse todo esto como un juego de la gallinita ciega en el que los dos componentes de la pareja evolucionarían en un espacio común, ambos con los ojos vendados. Cada reencuentro con el compañero no hace que lo reconozca enseguida, pero mientras dura le permite localizar en él muchos elementos de los que había perdido el recuerdo, de los que ya no sabe qué estatus darles para reconocerlos y eventualmente para desembarazarse de su obsesión. Al fin y al cabo, es lo que pasa exactamente, aunque en un solo sentido, con la transferencia que se efectúa sobre el psicoanalista en el espacio de la cura: el dispositivo permite al analizante proyectar sobre este ser, sin darse cuenta, los afectos desarrollados durante su existencia respecto a numerosos individuos con los que ha mantenido relaciones problemáticas. Si el espacio conferido al pasible encuentro de los componentes de la pareja no tiene límites, si no dispone de ningún cuadro y si entre los dos se acuerda que los contactos serán pasajeros y apenas epidérmicos, los encuentros tendrán pocas posibilidades, y la pareja sacará escaso partido de ellos. En cambio, si el espacio en el que se mueven queda circunscrito por el cuadro que constituye un mínimo de contención y si entre ellos no se ha planteado ninguna convención previa, se enfrentarán necesariamente (y a — 251 —
menudo con violencia) más de una vez uno con otro, pero no dejarán de obtener de estos contactos un sinfín de datos referidos tanto al otro como a ellos mismos. En la medida en que el procedimiento sea interactivo, cada uno, lo quiera o no, lo sepa o no, le convenga o no, consienta o no a pagar el precio, siempre, siempre obtiene beneficios sustanciales. Pero ¿quién aceptará reconocer la existencia de una dinámica de este orden cuando nadie está dispuesto a aceptar que la elección más fundamental que haya tenido que hacer en toda su existencia, es decir, su elección amorosa, no es en absoluto efecto del azar, sino que ha respondido, con un rigor inconcebible, a un determinismo al que en ningún caso podía tener acceso? En el momento en que las opciones democráticas de nuestras sociedades se han precipitado hacia la demagogia, cuando todas las opiniones valen, sean cuales sean, y en todos los dominios (¡ni siquiera debe impedirse la expresión de la ignorancia, por crasa que sea!), ¿cómo admitir que el conocimiento que uno cree tener de su persona es tan pretencioso como el que cree tener de sí todo adolescente, y que es absolutamente nulo al lado de lo que obra en él sin que lo sepa, sin dejarle el menor margen de maniobra? Y si existe un lugar y unas circunstancias, ciertamente imposibles de localizar claramente, en que todo esto ocurre de tal modo y manera, es en la aventura amorosa y en lo que ésta producirá. ¿Por qué? Sencillamente, porque esto concierne a la piedra angular de la experiencia de la vida, la cual empezó exactamente en este registro con los primeros intercambios que cada uno tiene con su madre. Podríamos avanzar de alguna manera que cada uno sabría que ha venido al — 252 —
mundo naciendo de ella, explorando sin pausa los vínculos que con ella ha tejido, intentaría sin descanso, durante toda la vida, culminar esa distancia que lo separa de su madre, es decir, del nacimiento, para estar seguro de haber nacido por fin, y tal culminación a menudo coincide con el fin mismo de la existencia. Tales fórmulas, por sutiles o complejas que parezcan, no pueden enseñar nada, demostrar nada ni sustentar nada, sobre todo si no van provistas de alguna prueba. ¿Existen esas pruebas? ¡Y tanto que existen! Para convencerse, basta con volver a la lógica que somete a todo individuo a los efectos de los primeros vínculos que, antes incluso de haber constituido los jalones, han sido los fundamentos de su historia. En mi caso, por ejemplo, siempre he sorprendido al público, o a los pacientes, cuando les invitaba a reflexionar, avanzando que, como ya he dejado entender en estas últimas líneas, hombre o mujer, nadie se casa nunca más que con su madre, y siempre con su madre. Y que no es ninguna casualidad que esto sea así, y que la elección que se plantea de este modo resulta, tarde o temprano, pero siempre, la elección más útil y fecunda que pueda hacerse. ¿Por qué me ha parecido importante comunicar de este modo estas dos proposiciones? ¿Por qué me ha parecido siempre que debían ir unidas, aunque no puedan examinarse si no lo hacemos sucesivamente? Nos casamos con nuestra madre porque no tenemos ninguna otra elección. Y esto es así por una buena razón: es sobre ella, y sólo sobre ella, sobre quien fabricamos la matriz primera de eso que un día, mucho más tarde, llamaremos amor. Y — 253 —
sobre esta matriz se inscribirán lodos los encuentros amorosos posteriores, hasta que uno de ellos parezca ajustarse suficientemente para ser al fin investido y merezca ser prolongado. No ha sido pues efecto del azar ni de una elección consciente y clara. Es algo que se ha impuesto como consecuencia directa de lo que la travesía de nueve meses de estancia intrauterina ha instalado concreta y definitivamente, tanto para los niños como para las niñas, en el plano cerebral.
L o QUE SE ENSEÑA EN LA PRIMERA EDAD Es lo que demuestran los trabajos de fetología y de psicofisiología neonatal de estas últimas tres décadas, con lo que no sólo confirman el discurso psicoanalítico, sino que aportan por fin a lo que éste ha anticipado siempre sobre la materia, bases científicas concretas e irrefutables. Por una vez que la biología y el discurso sobre el inconsciente parecen conducir a conclusiones similares, deberíamos alegrarnos; si no fuera porque viene a inmiscuirse, como ya he lamentado antes, un discurso social de medios considerables y promovido por intenciones de carácter no siempre confesable. Por ejemplo, siempre se ha creído, y sobre todo profesado, que la experiencia universal del embarazo era neutra y desprovista de consecuencias para su fruto. Hasta principios de la década de 1970, el recién nacido estaba en efecto asimilado a un puro tubo digestivo y respondía a la única definición que habían forjado para él los obstetras del siglo XIX, «el producto necesario e inevitable de la sala de parto». Ahora bien, en menos de treinta años se ha descu— 254 —
biertoqueestabadotadodepotencialestan numerosos y sorprendentesquehaabiertouna vía fecunda, la de la ciencia consagrada a su estudio, y hace caer a nuestros semejantes en una religión nueva e imbécil, destinada a hacer creer que el niño estaba dotado de tal genio que bastaba con confiar en él para que encontrara solito la mejor manera de desarrollarse. Sin embargo, resurgió de esta aventura de las certezas y al fin pudo apoyarse en ellas para una reflexión sana y al abrigo de toda deriva ideológica. Así, parece que puede afirmarse definitivamente que, lejos de ser el desierto oscuro, abisal y terrorífico de silencio que siempre se había creído, el útero materno es un medio rico, complejo y estimulante en el que el feto se comporta desde muy pronto como un formidable recolector de sensaciones. Efectivamente, las áreas sensoriales de su cerebro en edificación (área táctil, auditiva, visual, olfativa, área del gusto) recolectan y almacenan sin descanso una cantidad considerable de aferencias, lo que en lenguaje informático equivaldría a informaciones almacenables, y por otra parte almacenadas, en una base de datos. La particularidad de estas aferencias reside en el hecho de que provienen prácticamente en su totalidad del cuerpo materno. Desde la séptima u octava semana de gestación, el feto ya está dotado de una sensibilidad táctil, de una sensibilidad térmica y de una sensibilidad profunda (la que le permite sentir las posiciones de su cuerpo en el espacio) ya bastante elaboradas. A partir de la décima semana, es capaz de discriminar los cuatro sabores fundamentales que son lo dulce, lo amargo, lo salado y lo ácido. En la semana duodécima, su oído ya funciona satisfactoriamente. Desde la vigésima semana, gracias a un órgano presente ya en — 255 —
la octava semana y que desapareceráconelnacimiento —el órgano vomeronasal—, consigue discriminar el olor de la integridad de las sustancias disueltas durante un período más o menos prolongado en el líquido amniótico. Las áreas sensoriales no se contentan con recopilar las sensaciones que les proporcionan los órganos de los sentidos, sino que intercambian informaciones entre ellas sin descanso (comprendida el área visual aunque, a causa de la oscuridad, hasta ese momento todavía no la utiliza), con lo que se prepara una verdadera integración que culminará, desde la llegada del bebé al mundo, la vista. De ahí que el bebé pueda reconocer desde los primeros momentos el olor de su madre y distinguir su voz* entre otras voces femeninas mostrándose capaz de llevar a cabo un verdadero trabajo para obtener la felicidad de escucharla en los auriculares que los investigadores le ponen en los oídos, del mismo modo que puede, por poco que lo haya tomado en brazos, reconocerla en una foto con apenas ocho horas de vida. Este vínculo transnatal confiere por tanto a todo individuo una forma de «experiencia» de origen estrictamente maternal al que he denominado «alfabeto sensorial elemental», que dejará sobre él una huella indeleble y que, como lo haría la calibración más precisa, refractará para él, durante toda su vida, su recopilación sensorial posterior y contribuirá a la construcción de la visión del
24 decibelios, mientras que las otras voces, femenina o masculina, y habladas al mismo nivel, no son percibidas más que a 8-12 decibelios. Lo que permite, por otra parte, un mejor reconocimiento de la voz de la madre, de hecho, las bajas frecuencias de esta voz, porque son las portadoras de la melodía: un bebé no reconocerá la voz de su madre si hacemos que ésta lea una frase al revés.
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mundoquevaafabricarse.Eselmismo vínculo que permite comprender el afianzamiento fácil y observable de la relación que se instaura, desde el nacimiento y con el transcurso de los días, con la madre. Si no existiera este vínculo, no podría comprenderse por ejemplo que un niño tan pequeño, dejado durante doce horas al día en una guardería o en casa de la niñera, uno que no pasara con su madre más que una o dos horas de veinticuatro, pueda seguir reconociéndola e invistiéndola como tal. Podemos igualmente imaginar que este vínculo inicial se refuerza con el tiempo, tras el nacimiento, en razón de la acumulación de placer aportado por la satisfacción inmediata de las necesidades elementales. Estas primeras experiencias serán el fundamento de una seguridad básica tan fuerte que le hará percibir a su madre como la fuente, única e inextinguible, de la vida. Y es esta convicción, conferida por la seguridad de base, la que le hará forjar respecto a ella este amor primero, del que ya he dicho que era la matriz de todo amor posterior. Ella misma, la madre, lejos de ser pasiva, distraída o neutra en este intercambio, se esforzará, tal como he explicado ampliamente, en privilegiar este vínculo, en mantenerlo sin cesar y en reforzarlo todavía más. De todo esto resultará una forma de ecuación que, traduciendo la convicción, se ubicaría en la cabeza del pequeño: «Mamá = mi vida.» Una fuente tan perfecta de satisfacciones mutuas no tendría en principio por qué agotarse o cambiar de rumbo si no vinieran a interponerse los sucesos cotidianos por un lado y el desarrollo neuromotor del bebé por otro. Se producirán uno o más incidentes corrientes y prácticamente inevitables, desde el segundo semestre de la vida, para acabar en una tragedia seguida por acontecimientos que demostrarán hasta qué punto ha sido saludable. Algo espan— 257 —
toso, algo horrible, algo inadmisible ocurre por vez primera, o algunas semanas antes: «¡Mamá ha desaparecido!» En efecto, de pronto ya no está ahí, y poco importa, como se habrá comprendido ya, la razón de esta ausencia, debida a cualquier tipo de impedimento. «¡Ha desaparecido, sí, desaparecido!» En cualquier caso, no ha respondido a lo que de ella esperábamos. Resulta que en ese preciso momento la madre es tan indispensable como indisponible, y no ha podido responder inmediatamente a la necesidad de una demanda de cuidados. La satisfacción de la necesidad se ha visto de golpe diferida. Y en la medida en que el desarrollo neuromotor habrá hecho la necesidad más rara y a la vez más urgente, el tiempo, el tiempo cronológico, que se deslizará de golpe entre la llegada inesperada de la necesidad y su satisfacción, se percibirá de pronto, incluso si no se ha reparado en él más que oscuramente. Por anodino que pueda parecer, este hecho subvertirá toda la continuación de la aventura. La recurrencia de los incidentes conducirá efectivamente al bebé a que sienta brotar en él el estatus de sujeto aislado de su madre, separado de ella y capaz de formarse una idea de la lógica vectorizada del tiempo que transcurre. Una lógica de la que se puede, por placer, reconstruir prácticamente el esbozo sobre el fondo de las secuencias recurrentes, siempre marcadoras. El esbozo nuevo y tembloroso de la noción del instante despuntará así en el curso de las primeras experiencias. Y este «instante» se vivirá, con el transcurso de estas mismas experiencias, como un «ahora» necesariamente inquietante por haber sucedido a lo que ha parecido ser el «siglo anterior» a la espera y para abrir la vía a un «futuro» de la esperanza, aunque sea un «futuro» amputado de su promesa de serenidad, ya que el «futuro» vivido precedentemente, el «futuro anterior» ha producido el «pasado» reciente — 258 —
quenuncahabríamosqueridovivir. Es como si esta percepciondeltranscurrrirdeltiempo se apoyase en principio en una memoria, por poco precisa que ésta fuera, antes de intentarlo con una anticipación algo menos confusa. El sentimiento de desamparo que de este modo invade de manera recurrente al pequeño hará que tarde o temprano perciba la precariedad de su existencia, y hará que le confiera a la madre tanto la capacidad de mantener su vida como el poder de suspender su curso según su voluntad. La fuente de vida que había sido hasta entonces se revela ahora como potencialmente dispensadora de muerte. Una segunda forma de ecuación se afianzará entonces, y será del tipo «Mi madre = mi vida = mi muerte». El poder simple del que hasta ese momento estaba provista la madre se convertirá en una temible omnipotencia, tan temible como para alterar el amor tranquilo del que ella había sido objeto. Sin forzar demasiado, se podría, reexaminando la sucesión de estas dos etapas, decir que la primera, la fase de la satisfacción sin demora de las necesidades, habrá sido de un registro puramente animal, registro asimilable finalmente al de la simple supervivencia, y decir de la segunda que rubricaría el acceso del niño a su estatuto humando, porque la intuición del tiempo y la de la angustia de muerte estarían tan íntimamente ligadas como lo habían estado en la especie en el momento de la primera sepultura. El pequeño, en todo caso, aprovecharía la menor ocasión para verificar la validez de sus conclusiones. Es la edad en la que intentará hacer fracasar la omnipotencia conferida a su madre mediante el ejercicio de su propia omnipotencia, lo que podemos distinguir como el principio de los caprichos de la fase denominada «de oposi— 259 —
ción». La confrontación, consumidora de energía y agotadora para la pareja, debería rubricar la ruina del ambicioso proyecto que se ve restringido a la lógica animal del mano a mano. La madre, percibida hasta entonces como altamente vivificante, debería integrarse como poseedora de un cierto poder mortífero. Los condicionales utilizados en las últimas frases subrayan que este proceso, natural, por desgracia en el momento presente se ve demasiado frecuentemente comprometido por la solicitud excesiva de la mayor parte de las madres y de los padres actuales, que no se desplazan si no van pertrechados de sus escucha-bebés y que se precipitan sobre la cuna al menor ruido. La mutación brutal de la percepción que había tenido de su madre no es más fácil de vivir para el niño de pecho que para ésta: siempre pendiente de la felicidad de sus intercambios, se quejará tanto de los caprichos como de la relativa indiferencia con que el niño la trata, llegando a veces a denunciar la jactancia con que éste prefiere al padre. Esto demuestra, por parte de ese extraordinario metafísico que es el pequeño, la investigación que ha llevado a cabo desde el momento en que ha podido registrar la alteración producida en la organización de sus intercambios. Lo que él intenta es encontrar una armonía susceptible de regular estos intercambios y de permitirle recobrar más o menos la serenidad de la que ha guardado el recuerdo y que había presidido la primera fase de su experiencia de vida. Para hacerlo, se propondrá conferir a los personajes presentes papeles perfectamente diferenciados. Hará de este hombre, a quien la madre parece investir designándolo como padre, responsable de la no-disponibilidad total de la madre, que hasta ese momento se había mostrado solícita, y de la distracción que ha sufrido, o — 260 —
que sufre, en la satisfaccion de sus deseos. Lo culpabilizará de la percepcción que ha tenido del tiempo y de la angustia de muerte que ha surgido en él. En consecuencia, sentirá hacia él un odio sólido e inexpresable que irá hasta hacerle desear, en uno u otro momento de su vida todavía corta, su desaparición.* Lo que representa para él cierta ventaja, ya que le permite ver a su madre como principal fuente de vida, y percibir más o menos a su padre como dispensador de muerte. Vida y muerte se precipitan así sobre personajes separados, con lo que el temor y el desconcierto suscitados por la omnipotencia materna en la relación dual ya no existirían más, y el futuro se abriría sobre un modo más claramente conflictuado. No hay por otra parte ninguna necesidad de ir más lejos para reconsiderar con otros ojos la aventura edípica de cada uno, si es que puede marcarse alguna reticencia a admitir su habitual coloración sexual. Todos hemos sido así. Todos hemos ido avanzando hacia atrás en la vida, con los ojos puestos en el lugar de nuestro origen y negándonos a volverle la espalda o a observarlo por encima del hombro, como nos incitaría a hacer nuestro padre, hasta tal punto nos trastorna que se nos invite a ver con el prisma de nuestro destino de mortales. \ E L TRÍO FUNDAMENTAL: PADRE, MADRE E HIJO
Es pues en este punto preciso, y esencialmente en este punto, cuando podemos por fin distinguir lo que hay del Este deseo inconsciente explica por qué la muerte de un padre es el acontecimiento más penoso (pues está atravesado por una culpabilidad inexpresable) por el que puedan pasar los individuos de los dos sexos.
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padre, es decir, de ese famoso padre funcional que se ha tratado tantas veces, y de la importancia que puede tener en la vida posterior del niño. Para entenderlo, bastaría con volver sobre lo que en páginas anteriores he designado como la manera correcta de enfocar la triangulación. En la medida en que la imperiosidad del deseo sexual del padre-hombre le conduce a confiscar a su pareja para unirse sexualmente a ella, esta pareja, arrastrada así hacia su polo exclusivamente femenino, merma su propensión natural a estar totalmente disponible para su hijo. De este modo se hace menos «madre omnipotente». Y por poca satisfacción que la madre obtenga de eso que vive, por poca vinculación que demuestre con el responsable de su propia satisfacción, el padre aparece entonces al niño, desde esa fase precoz de su desarrollo, desde esa fase llamada arcaica porque precede a la aparición del lenguaje, como ese individuo que por el solo hecho de existir hace que la madre se le aparezca como menos omnipotente de lo que había sido llevado a creer espontáneamente. Será otra vez él quien, propulsándolo en el lenguaje,* le obligará a asumir su destino y a construir su vida. Todos estos elementos hacen de tal personaje, integrado para siempre, desde la más tierna edad, como mortífero, un artesano y un auténtico promotor de vida. Tal definición no prejuzga en nada la naturaleza de los vínculos que un padre teje con su hijo, ni tampoco su consistencia. Que el bebé o el hijo ya mayor puedan, sin * ¿Acaso el lenguaje no está destinado a ejercitarse en la distancia de la madre, para superarla? Cuando una madre y su hijo permanecen «demasiado cerca» uno de otro, se crea entre ellos un lenguaje al que se denomina «simpráxico», solamente comprensible por el niño y su madre y que dificulta el acceso de éste a la palabra articulada.
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que este lo sepa, conferir características a su padre, que puedan sentir hacia el ese odio del que he hablado, que puedan haber deseado o continuar deseando su desaparición no significa en absoluto que este bebé o este niño no puedan tener con él una relación fuerte, amante e investida, del mismo modo que tampoco impide que el padre lo invista, lo quiera y haga de él el ser que da sentido a su vida. Las cosas se desarrollan de la manera que he dicho solamente en el inconsciente, no llegan automáticamente a la conciencia. Se trata del inconsciente como se trataría del negativo de una foto que sería lo consciente: permite que se obtenga tal foto, pero no la resume y no da en general más que una idea confusa de lo que representa. De todos modos, lo que esta descripción aporta, y sobre esto me gustaría volver con cierta insistencia, aunque ya lo haya mencionado en páginas anteriores, es la importancia de la posición de pivote que ocupa la madre en el proceso. Para que el niño pueda percibirla menos omnipotente frente a su padre, es necesario que ella esté mínimamente «alienada» a este padre. Es necesario que la madre haya interiorizado poco o mucho su importancia. Este era, por ejemplo, el compromiso que ella sentía y contra el que no se le ocurría rebelarse abiertamente en aquellas sociedades que daban un lugar preponderante al padre y sostenían su estatus. Es por otra parte lo que llegaba por lo menos a admitir en las sociedades que daban a este padre un lugar implícito levantando una forma de contención alrededor de la pareja en la que ella se había comprometido. Y es también lo que ella puede vivir, incluso vivir intensamente, cuando siente por ese padre un amor suficientemente intenso como para experimentar una fuerte satisfacción sexual. Lo que lo pone todo en su — 263 —
sitio. Porque no se trata de un intercambio de procesos en el que ella concedería el uso de su cuerpo a cambio de la posibilidad que ella tendría de ofrecerse sin límite a la sobresatisfacción de su hijo. Es necesario que invista en la relación con su hombre tanto, cuando no más, como la que mantiene con su hijo. Por eso hablo de «fuerte satisfacción sexual» y por eso he insistido siempre en la necesidad de un reinicio precoz de las relaciones sexuales después del parto, para no dejar a la sexualidad la posibilidad de «dormirse» y de verse así desinvestida. En todos estos casos, la perpetuación de la «alienación» de la madre (o del compromiso que adquiere, si la palabra «alienación» puede parecer chocante para algunas) tiene por delante buenas perspectivas. El padre podrá entonces moverse en su única dimensión de hombre de su mujer, de su mujer-madre, seguir «confuso», como sería lo deseable, y no caer ni en reivindicaciones de certeza nefastas para cada uno ni en una vana y estúpida competencia del estatus de la madre. La exploración y la liquidación de los vínculos con sus madres respectivas, sean cuales sean las fricciones coyunturales que puedan ocasionar, son entonces posibles para cada uno de los componentes de la pareja, que tendrá siempre la oportunidad de borrar sus disensiones en una relación sexual investida y mantenida. Este lento trabajo interactivo hará que tarde o temprano uno y otro avancen, y lo mismo uno hacia otro. Esta posibilidad parece en cambio tornarse mucho más delicada en el caso en que la unión queda bajo el signo de la precariedad y no se beneficia de ningún soporte del entorno. Ya que si no empieza a distenderse con la primera fricción, no tardará mucho en hacerlo. Los componentes de la pareja, en la seguridad de que viven solamente lo que viven y de — 264 —
la manera en que lo viven, en ignorancia de lo que viene a parasitar a pesar suyo sus relaciones, tras un pasado que creenHABERLIQUIDADO,reciben con toda su fuerza los efectos de cada confrontación. Les hace falta poco tiempo para dejar de creer en los sentimientos que les han dirigido, para distender sus vínculos, o para liquidarlos diciendo que se han equivocado. «El no era así», «Ella no era así», les oímos decir a menudo, como para explicar o dar sentido a sus cambios de opinión, cuando resulta que no solamente «él, o ella, eran así», sino que porque «eran así» se habían elegido, por estos «así» se habían podido digerir, superar y convertirse en beneficios, por haber parecido tan amenazantes en razón de todo lo espantoso que arrastraban de otra historia. Entonces la trampa se cierra, y la pareja empieza a ir mal. A menudo les parece repugnante recurrir a esos profesionales subutilizados y sin embargo eficaces, lo mismo que no quieren oír eso de que las crisis se atraviesan y finalizan a veces con resultados apreciables. La pareja reacciona con una rabia proporcional al investimiento que han hecho de ella. Cuando la pareja se rompe, los niños se quedan las más de las veces con sus madres, que vuelven a la obsesión de su omnipotencia. Y los padres, aunque tardíamente apoyados por las instancias judiciales, pierden buena parte, si no lo esencial, de su función, con las consecuencias que ya conocemos de sobra. Y con esto la sociedad pone orden, y podría incluso tomar partido, si no estuviera probado que la sucesión de las generaciones no está dotada de ningún efecto reparador, radicalizando y reforzando los dispositivos que han estado en juego. ¿Cuán a menudo se divorcian los hijos de los divorciados, y cuán a menudo los comportamientos, incluso los peores, se reproducen incluso de manera casi idéntica, de una generación — 265 — '
a otra? El mensaje, al que ya he hecho alusión, está volviéndonos desde Estados Unidos, que constituye todavía, a pesar del antiamericanismo reinante, una referencia seria. A pesar del marketing practicado por los abogados que para obtener la fidelidad de sus clientes les prometen la gratuidad de su tercer divorcio, llegan a nuestros ojos muchos trabajos que todavía repiten con insistencia que aún es preferible, para el futuro de los niños, que los padres que no se entienden continúen juntos en lugar de separarse. Es como si ahora correspondiera a esos niños constituir alrededor de sus padres la contención a la que ha renunciado el entorno social. Hay que decir que tal medida, por singular que parezca, podría tener efectos. ¿A cuántas viejas parejas conocemos que nos explican sus antiguos desacuerdos para acabar diciendo que, al no haber atentado jamás a las respectivas dignidades (el valor que debe respetarse más, sea cual sea la circunstancia), pudieron reencontrarse, aunque ya no lo esperaban, y tener el placer de ver que sus hijos crecidos les conducían a ser abuelos en unión? ¿Estaríamos, a semejanza de las mujeres de la sociedad nipona, seducidas por la ola consumista, viviendo, nosotros también, las consecuencias de nuestra prisa por obtenerlo todo enseguida? ¿O bien, descuidando la larga y problemática aventura de los antepasados de nuestra especie, habríamos cedido a la presión de la impaciencia de la que Kafka cometía el pecado original? Lo que nos conduce a tener que concluir, tomando en cuenta el pivote que constituye la madre en el conjunto de las relaciones intrafamiliares, que la forma en que ella tratará al padre de sus hijos conducirá tanto a su hija a imitarla con el padre de los suyos como a su hijo a inducirla en la madre de los hijos que un día tendrá. — 266 —
permite comprender todavía mejor el carácter desdeñable del progenitor y del padre social. Permite también comprender cómo y cuánto los «segundos padres» o padrastros (a los que lamentablemente nuestro derecho no otorga en general estatus alguno) pueden aportar a veces a los hijos de su compañera el complemento de paternidad que les ha faltado con motivo de la disensión de la pareja que les ha hecho nacer. Un caso clínico, particularmente edificante, nos permitirá comprenderlo.
¿A qué lado situar la
delincuencia?
Desde hacía ya algunos años atendía a la última hija de una madre psicoanalista que tenía unos gemelos de una unión precedente cuando ésta me habló de ellos. Tenían quince años, cursaban tercero y ella estaba preocupada porque sus resultados escolares habían empeorado y los habían sorprendido vendiendo hachís. Ella se había confiado a su supervisor, que la había dirigido a un colega del que los gemelos no habían ni querido oír hablar, declarando que del psicoanálisis ya estaban más que hartos, que ya «tenían suficiente en casa». La madre me proponía derivármelos con la excusa de unos recuerdos de vacunas que había que administrarles. Teniendo en cuenta cómo se presentaban las cosas, acepté recibirles para ponerles las vacunas sin comprometerme más. No me esperaba que pudieran producirme tal fascinación. Debieron notarlo, pues acabaron mostrándome un aprecio se— 267 —
mejante. La sesión de vacunación resulto determinante, por otra parte, y los adolescentes aceptaron prestarse al juego de los intercambios informales que desde entonces instauramos, en presencia de su madre, a razón de una vez cada quince días. La experiencia me encantaba, pues resultaba un verdadero placer ver a esos gemelos auténticos, difíciles de distinguir, enviarse la pelota uno a otro aprovechando su incomparable complicidad y la fiabilidad poco ordinaria de su comunicación. Se lo pasaban en grande desmontando mi estrategia, que yo planteaba a propósito de la manera más burda y evidente. Finalmente les caí bien y se mostraban a gusto en mi consulta, al tiempo que negaban la delincuencia de la que su madre los acusaba y el carácter preocupante de sus calificaciones escolares. Siempre era la madre quien abría la sesión con una queja de la que analizábamos tanto los motivos como la pertinencia. Un día, unos tres meses después de haber empezado nuestro trabajo, puso sobre la mesa una advertencia del consejo de disciplina. La madre, preocupada de demostrar hasta qué punto era consciente de sus deberes, me declaró que enseguida había advertido al padre de los gemelos de la gravedad de la situación. O í entonces que uno de ellos, que ya me había parecido el más atrevido, le contestaba que ya le habían intentado hacer comprender muchas veces que la opinión o la reacción de su padre no les importaba en absoluto. Y añadió: «¿Crees que papá va a asustarnos? ¡A nosotros nos encanta verlo, y a él vernos a nosotros! ¡Nos corremos buenas juergas, y nos ponemos las botas, con él! No es como contigo, no nos lleva a la pizzería de la esquina. Conoce un montón de buenos restaurantes y nos enseña a apre— 268 —
le has metido. Pero tanto él como nosotros sabemos a que atenernos. ¿No lo entiendes, Huguette? —Llamaban siempre a su madre por su nombre, lo que a veces daba a sus palabras un curioso tono protector—. ¡A nosotros lo que pueda decir papá no nos importa, para nada! ¡Lo que nos importa es lo que pueda decir Gabriel!» Ése era el nombre del nuevo compañero de la madre. Vi entonces que esa mujer se levantaba como movida por un resorte y se ponía a gritar como nunca habría imaginado que pudiera hacerlo. «¡Vuestro padre es vuestro padre! ¡Gabriel no es vuestro padre!», repetía sin cesar. Pronto los sollozos entrecortaron sus palabras, hasta que se hundió cuando el segundo gemelo, que todavía no había abierto la boca, le repetía con voz suave y casi palabra por palabra lo que había dicho su hermano. Yo intervine a mi vez para pedirle que escuchara lo que le estaban diciendo. Y entonces se revolvió, hasta tal punto que tuve que levantar el tono y declararle que la tomaba en flagrante delito de rechazo a la solución del problema que había motivado su demanda. Fueron largos minutos de un debate violento y tumultuoso del que no veía la salida. Finalmente acabó por calmarse, y aceptó mi proposición de trasladar a Gabriel el contenido de la consulta y de comunicarme la respuesta que éste tuviera a bien ofrecernos a la petición de sus hijastros. A la sesión siguiente eran cuatro. Gabriel puso sus condiciones para entrar en juego en la vida de los gemelos, condiciones que éstos aceptaron sin la menor dificultad. Los problemas desaparecieron con bastante celeridad. Los chicos se — 269 —
hicieron brillantes, acabaron perfectamente los estudios, y tuve la alegría de ver que tanto uno como otro me traían a la consulta a sus propios hijos. Nunca intenté profundizar en el motivo que había llevado a la madre a hacerse la sorda en cuanto a la demanda de sus gemelos. ¿Era a consecuencia de una confusión de origen semántico, de la que ella debería estar advertida mejor que nadie, sobre el lugar y el rol correspondiente al progenitor de sus gemelos, o bien había intentado, dejando a Gabriel de lado, seguir controlando un juego para el que, según sus gemelos, no estaba a la altura? Y en cuanto a ellos, ¿habrían «delinquido» para denunciar el comportamiento de la madre, que tampoco se alejaba tanto de la delincuencia? Lo que acabo de describir y de ilustrar permite comprender por qué nuestros semejantes están menos locos de lo que podríamos temer. En efecto, puede «haber padre» incluso en la ausencia total de este personaje: la función paterna se revela como atomizable y puede ser ejercida a la vez o en momentos diferentes por muchas instancias o personajes. Es del orden de la función paterna (y produce su mismo efecto) todo aquello que, de la manera que sea, es percibido por el niño como limitador del poder que éste se ve llevado espontáneamente a otorgarle a su madre. He sido testigo en multitud de ocasiones, en familias recompuestas, del excelente efecto que tiene sobre los niños un entendimiento sobre su educación entre el padre y el nuevo compañero de la madre, lo que implica que deban superarse las susceptibilidades narcisistas. Este tipo de preocupación puede verificarse por lo — 270 —
demasvolviendoalossistemasdeparentesco.Tal reco rridopermitecomprenderdequémanera las diferentes sociedades, en la superficie del globo, se han esforzado en encontrar reglas de gestión para estos diferentes poderes. Bastaría, para no tomar en cuenta más que uno o dos ejemplos, con mencionar el sistema hawaiano que, en la preocupación de preservar al niño de la confrontación interparental, le invita a llamar «madre» a todas las mujeres de los linajes de su progenitora y de su progenitor, y «padre» a todos los hombres de los mismos linajes, o bien el sistema iroqués, que le invita a llamar «madre» a todas las mujeres del linaje de su progenitora, y «padre» a todos los hombres del linaje de su progenitor. Al final, de lo que se trata siempre es de intentar ayudar al niño en la búsqueda de la armonía que él mismo se esfuerza en intentar encontrar: un equilibrio localizable entre sus instancias parentales que le proporcionaría una madre dispensadora de suficiente bienestar y de un padre suficientemente presente para temperar la propensión natural de esta última y convertirla en lo que siempre debería ser, esa madre cuya estatura refleja tan bien la fórmula de Winnicott: «Una madre suficientemente buena.» Ahora bien, es este equilibrio el que plantea problemas a cada generación, en la medida en que, además de los errores en los que pueden hacernos caer las consignas imbéciles, cada uno de los dos padres, atrapados en la lógica de su propia historia, no puede ocupar jamás espontáneamente la posición que espera de él su compañero o su hijo. Ahí es donde el inconsciente, al que nadie puede pretender escapar ni tener ,el más mínimo acceso, empieza a asomar. Y como la forma en que ha transmitido estas conclusiones data de muchas generaciones atrás, la armonía que se busca es necesariamente problemática y — 271 —
parecida siempre a una desarmonía mas o menos grave que siempre provocará el sufrimiento del niño y hará que éste se pase la vida intentando afrontarla. Después de convivir durante más o menos tiempo con sus semejantes, confrontando con ellos las conclusiones ofrecidas por la historia que le ha tocado al nacer, un día se lanzará a una unión en el seno de la cual esperará que su pareja, amada como lo fue su madre, le aporte tanto bien como el que ha obtenido y tanto como el que le ha faltado, lo que le hará llevar a cabo con ella, sin cesar, una incansable serie de equilibrios forzosamente dolorosos. Al cabo de un tiempo más o menos prolongado, un día decidirán que les toca a ellos procrear, trayendo al mundo a un hijo frente al que se encuentran en la misma posición que sus propios padres y al que tendrán que tratar ya sea imitándolos en todo punto o bien tomando medidas para hacer exactamente lo contrario de lo que habían vivido con ellos. Un análisis semejante, aunque no sea éste su fin, no puede dejar pasar la oportunidad de incitar a denunciar todo lo que se escribe aquí y allá sobre el rol y las prerrogativas del padre. Se le hace tenedor de la ley (la de la especie, naturalmente, ¡porque altura ya tenemos!), y de la severidad, y de la autoridad, es el agente censor y punitivo... Y se le designan todas las situaciones en las que tiene que intervenir, lo mismo que se le dice de qué modo debe hacerlo. ¿De dónde se saca todo esto? ¿De lo que se dejaría oír sobre los divanes y de lo que se rebuscaría en tal o cual escrito de profesional, en la creencia de que lo que sale del inconsciente y no tiene estrictamente nada que ver con la realidad puede instalarse en ella y dejarse ahí, impunemente? El resultado de este tipo de error (probablemente mucho menos inocente de lo que podría creer— 272 —
al querer someter al padre a tales normas s e mina y se arruina su función, simplemente, sacándolo de la confusión en la que debe mantenerse para propulsarlo a la certidumbre que ya le ha perjudicado bastante y que le vuelve, como ya he señalado, singularmente peligroso. La experiencia, confirmada por lo que puede leerse en la psique del niño, muestra además que en la realidad conviene ahorrarse hasta la parsimonia el recurso directo al padre. Por regla general, no cabe más que apoyarse sin matices en el lugar y las prerrogativas del padre, algo que las leyes del derecho familiar de nuestras sociedades occidentales están muy lejos de permitir. El resto no es más que charlatanería inútil. Porque solamente una actitud como ésta es respetuosa con lo que se desarrolla en la relación entre padres por una parte, y entre padres e hijos por otra, sin que ninguno de los protagonistas lo sepa. De tal modo que si en un proceso terapéutico queremos distinguir dónde se encuentra el lugar del padre de un niño, siempre tendremos que ir a buscarlo en el discurso de la madre. Solamente allí podrá juzgarse la calidad del esfuerzo psíquico que ha merecido, como lo que ha ocurrido con él bajo la presión de la repetición y reanudación de historias. Una vida en pareja, repito, no es más que la gestión de una transferencia doble e interactiva. so) n o
se
hace
esperar,
ya
que
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VI PONER AL NIÑO EN EL TIEMPO
Éste es el dilema: sea cual sea el modelo de padre que escojamos (con lo variados que parecen ser actualmente, acaban siempre en los dos que he citado), el resultado parece ser siempre más o menos decepcionante. Optar por la certeza que se basa en el engendramiento, por el derecho que se sustenta en el sentido del compromiso y de las responsabilidades, por la intervención eventual que se basa en una sana idea de los deberes, conduce paradójicamente a topar en el mejor de los casos con una sordera relativa o a generar en el peor de ellos sufrimientos intolerables. Optar por un perfil bajo inspirado en la huella todavía viva de viejas frustraciones, proyectarse en la promesa de un futuro enmendable, satisfacer pacientemente las demandas tanto como las exigencias, negociar buscando la vía del diálogo racional con el que siempre se ha soñado, conduce a tener que enfrentarse rápidamente con un tirano que no permitirá ya el más mínimo reposo. ¿Por qué funciona así? O, mejor, ¿por qué no puede ser de otro modo? Sin duda, independientemente de lo que se haya dicho en las páginas anteriores sobre el tema, porque el — 277 —
primer modelo remite poco o mucho al inconsciente, al padre de la horda primitiva que los hijos acabaron matando, mientras que el segundo, al multiplicar la acción del modelo materno, no difiere de éste lo bastante como para dar al niño la conciencia suficiente de que ha salido por fin del espacio uterino. Los progresos de nuestras sociedades las han conducido, por lo menos a una gran parte de ellas en Occidente, a desautorizar y a rechazar los modelos inspirados en el padre autoritario. La historia no ha dejado de darles la razón, porque cada vez que este modelo se ha instalado a la cabeza de una nación la ha destruido. ¿Es necesario adjuntar a esta afirmación, así, en desorden, los nombres de Hitler, Stalin, Fidel Castro, u otros como Pol Pot o el mulá Omar? Todavía tendríamos que preguntarnos qué ha podido llevar a estos famosos pequeños padres del pueblo al poder. Al plantearnos la pregunta, todavía nos encontramos regularmente, entre otros factores por lo menos en los países occidentales, con una reacción sorda, difusa pero ciertamente determinante, a la prevalencia cercana del segundo modelo paternal. El pequeño padre que se hace entonces con el mando lo confiscaría a la vez para dominar a todos los demás y para hacer paradójicamente un juramento de fidelidad a la megamadre con la que cada uno soñaría. Tras su propia fascinación por el uso de la férula, ¿acaso el discurso que desarrolla no rebosa siempre de promesas de bienestar y de equidad? En cualquier caso, es una hipótesis verificable en la Alemania prenazi, en la que, bajo la influencia del autor suizo Bachofen y de su libro El matriarcado, se había reservado un gran espacio a principios del siglo XX a un círculo, que enseguida se hizo influyente, que militaba por el retorno al matriarcado y al que se adhirió — 278 —
enMunich,en1920,entreotrascelebridades,el propio Hitler. no debería nunca valerse de un contacto demasiado marcado con la autoridad. Se comprende entonces por qué las democracias, nacidas a veces en la violencia del rechazo a este modelo autoritario, han instaurado un modelo de dirección que se ha diseñado como dual y cuyo funcionamiento han organizado minuciosamente. A su cabeza han instalado a un presidente (un o una monarca en algunos casos) que nombra a un jefe de Gobierno. El presidente, al que el título de jefe de Estado confiere un aura innegable, permanece en principio algo retirado, dando las orientaciones generales de la política que deberá seguir y poner en funcionamiento el jefe de Gobierno. Naturalmente, las prerrogativas de estos dos personajes varían de un país a otro. La reina de Inglaterra, por ejemplo, tiene menos poder que el presidente alemán, el cual tiene infinitamente menos que el presidente francés. Pero, sea cual sea el país, siempre nos encontramos con las dos instancias en su sitio.* Por variado y matizado que sea, ¿no se referirá este modelo singularmente a la dirección jerarquizada del modelo familiar más clásico? Y esto a veces va incluso más allá de la única dirección del Estado, puesto que, por ejemplo, entre nosotros, la estructura bicéfala se
Que yo sepa, por otra parte, nunca se ha intentado estudiar o relacionar la distribución de los papeles respectivos de estas dos instancias con relación a las reglas de derecho y de uso vigentes en los diferentes países. Es lamentable, pero no sorprendente, puesto que en el mismo momento en que se está formando Europa no existe ningún estudio que cense, intentando armonizarlas, las disposiciones respectivas del derecho familiar de los países que se unen.
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infiltra suficientemente en la organizacion social para dar forma a la misma maquinaria administrativa, que coloca a prefectos y subprefectos al lado de los alcaldes. En cualquier caso, ningún país puede prescindir de dirección, puesto que cuando esto ocurre el Estado, si no se precipita en el marasmo, desaparece pura y simplemente. Por otra parte no faltan ejemplos, ni en la historia ni en la actualidad. Hasta tal punto que uno creería que los mismos defectos afectarían tanto a los países aplastados bajo una autoridad dictatorial como a los que han rechazado toda forma de autoridad. No es por tanto sorprendente que, teniendo la preocupación de esos asuntos serios que son el capital y el dinero, las mismas empresas, sea cual sea su envergadura y ubicación, siempre se hayan organizado sobre este mismo modelo jerarquizado: un presidente-director general (lo que aquí en Francia se conoce como un P-DG) orienta y controla los movimientos concretos de la empresa, confiándolos al director general (DG) de su elección. Siempre es él quien fija los objetivos, arbitra y decide en última instancia. Se diga lo que se diga, cuando todas estas fórmulas intervienen ya sea en un contexto sociopolítico o en el de la empresa, funcionan de manera bastante satisfactoria y raramente contravienen las reglas a seguir. Si un presidente baja demasiado frecuentemente «a pie de obra», como tal vez diría la prensa, enseguida se le recriminaría, diciéndole que así «compromete su credibilidad». Aunque su demagogia o narcisismo sean enfermizos, en principio no se inmiscuirá en los conflictos que pueden surgir entre miembros de su gobierno o en el detalle de los problemas de los diferentes ministerios. En cuanto al P-DG, nunca se dejará interpelar por un empleado ni se complicará la vida arreglando los conflictos o las cuestiones espinosas — 280 —
que pueden surgir en el funcionamiento de los diferentes sectoresdesuempresa.Si por falta de escrúpulos llega a desviarparasu provecho los fondos puestos bajo su responsabilidad, su suerte está echada. ¿No recuerda todo esto a las relaciones que había descrito como posibles y operativas entre el padre confuso y la madre segura? Por las pruebas de su eficiencia, tal modelo demuestra en cualquier caso la importancia y la eficacia del recurso a un tercero simbólico, el cual, a condición de quedarse en ese sitio, garantiza por su única existencia la mejor gestión de un universo complejo en el seno del cual las envidias, las opiniones, las apuestas y los problemas son tan divergentes como numerosos y complejos. Sería necesario preguntarse entonces por qué han transcurrido ocho millones de años desde la diferenciación de la especie, cien mil años desde la primera sepultura con el surgimiento de la angustia de muerte y de la conciencia del tiempo, treinta mil años desde la invención de las culturas, diez mil años desde la estabilización del mundo llamado «clásico» de la familia... sin que todo este tiempo nos haya permitido todavía encontrar la solución unívoca y satisfactoria a las cuestiones que plantea la llegada de un hijo, tanto para los padres que tienen que inventarse su rol y el lugar que ocupan, como para el hijo mismo, cuyo porvenir se muestra directamente ligado al resultado de esta invención. También puede uno preguntarse por qué el universo político de las democracias, o el de las empresas, puede sacar un provecho duradero de esta estructura calcada sobre la del modelo familiar tradicional, cuando las familias no lo consiguen, o por lo menos ya no. ¿Por qué parecería infantil, utópico, indecente, por no decir indeco— 281 —
roso y retrógrado, incitar a esas mismas familias, a falta de algo mejor, a continuar inspirándose en ese modelo cuya eficacia asegura el funcionamiento de máquinas tan extraordinariamente complejas? Por la sencilla razón de que es difícil, muy difícil. Porque si se da una condición previa constitucional en lo que concierne a la mayoría de los Estados, y un modo organizativo en lo que concierne a las empresas, nada de este orden existió para el modelo familiar desde el momento en que los protagonistas se vieron liberados de la contención que durante tanto tiempo se erigió a su alrededor. Librados entonces solamente al registro de sus propensiones respectivas, no dejaron de enfrentarse utilizando lo que sus lógicas conductivas heterogéneas les dictaban. De golpe era como si el presidente, siguiendo su gusto, su personalidad o su temperamento, hubiese desertado de su lugar simbólico y se hubiese otorgado el derecho de tender hacia la más feroz de las dictaduras, o como si, al contrario, para hacerse agradable al primer ministro, desbordado de trabajo, hubiera decidido implicarse en cada uno de los detalles de la vida política. Habría sido lo mismo si un primer ministro, rechazando deliberadamente la jerarquía de poderes y la necesidad misma de este tercero simbólico, decidiera no atender más que a su propia cabeza. Si todos estos casos hipotéticos resultan siempre condenados, es porque se burlan de la referencia constitucional que, en una democracia, impone a los dirigentes el respeto escrupuloso de las reglas y les ordena, en caso de disensión, recurrir al electorado. Quizá sea esto lo que se ha creído oportuno practicar en ciertos modelos familiares en los que, como los padres no disponían ya de la menor contención-constitución, acaban apelando sin descanso al consentimiento de sus — 282 —
hijos.Loqueconllevaqueambosesténen campaña electoralpermanenteycondenadosa tener que ganarse, mediante el despliegue de maniobras de seducción, los votos de esos hijos, confiriéndoles así, sin saberlo, un poder que no solamente no piden, sino que además altera su sentimiento de seguridad. La descripción del callejón sin salida que se dibuja de este modo no tiene que ver en absoluto con un alegato en defensa de una hipotética contención. ¡Ni mucho menos! Lo que está hecho, hecho está. De una vez por todas. Y sería tan inútil como poco razonable no tomar su partido. No está por tanto en mis intenciones apartarme de lo que considero una visión realista de las cosas. Que quede claro: no tengo la intención de favorecer de la manera que sea el retorno o la puesta de moda de la más ínfima de las disposiciones que ya se han abandonado. ¿Qué opinión merecería mi sentido común si se me imaginara militando por la supresión de la contracepción, la vigilancia de los modos de conyugalidad, la limitación de los divorcios o en el intento de restablecer formalmente a un padre que ya no dispone de ningún apoyo del entorno? Pero que no tengamos que volver sobre lo que ha sido adquirido, ¿implica también que tengamos que abandonar a los padres y madres que buscan una solución a los problemas con los que se encuentran, o a las generaciones futuras a la suerte que se adivina para ellas? ¿Tendremos que prepararnos para no poder reparar más que daños ineluctables cuando no dejamos de promover, en muchos registros, un discurso que proclama los méritos de la prevención? Pero ¿por qué lado podemos intentar actuar? ¿Deberíamos multiplicar todavía más las investigaciones sobre educación? ¿Deberíamos multiplicar toda— 283 —
vía más el número de psicólogos, psiconalistas, paidopsiquiatras, ortofonistas, psicomotristas y otros reeducadores? ¿Habría que hacer lo mismo con las consultas preventivas y obligar a todos los padres a frecuentarlas? ¿Deberíamos multiplicar e implantar sobre todo este territorio centros de orientación o establecimientos encargados de formar a los padres en sus cometidos? ¿Deberíamos proveer de psicólogos a todos los establecimientos que acojan a niños (guarderías, escuelas, institutos, etcétera) para multiplicar los balances y síntesis con ios que mantener informado al personal o a los docentes? ¿Deberíamos decidirnos a promover las emisiones televisivas informativas diversas, como se hace en campañas de tráfico o de seguridad social, a hacernos con la publicidad para permitirnos difundir por todos los medios disponibles las informaciones seleccionadas ? ¡No podemos llegar al límite de obligar a los padres a sacarse el carnet para tener hijos! Pero entonces, ¿qué más podríamos inventarnos? Porque todas las acciones que acabo de enumerar ya se han iniciado, o por lo menos se ha intentado ponerlas en práctica, desde hace años. Bajo la presión de los índices de audiencia, las emisiones interactivas de radio y televisión sobre los hijos no han dejado de multiplicarse, del mismo modo que no ha parado de crecer la abundante literatura (libros, casetes y revistas) consagrada a ellos. Y no parece que se hayan registrado resultados concluyentes. En cuanto a los centros médico-psicológicos y médico-psicopedagógicos del Estado, sin contar con los centros privados que imitan su estructura, no dejan de estar hasta los topes, y se han visto obligados a practicar el sistema de la lista de espera. Los psicólogos se han convertido en parte del universo de la infancia y de la escuela. — 284 —
Tambienesindispensabledestacar(mis cuarenta anos de practicamepermitenafirmarlo)que las acciones que se han inventado) y multiplicado en el curso de estos últimos decenios, aunque los usuarios puedan pensar que siguen siendo insuficientes, lo han hecho con el apoyo considerado de las instancias oficiales. ¿Se ha conseguido así que los padres que traen un hijo al mundo puedan permitirse esperar no tener que recurrir a tales servicios? ¿Les ha permitido prepararse mejor para afrontar la aventura a la que se han lanzado y no desanimarse con el primer obstáculo? La apariencia de las nuevas patologías, incómodas además para los pediatras, no aporta indicio alguno en este sentido. ¡Y con razón! En efecto, volvemos a asistir a la representación de la metáfora de Penélope, que tejía durante todo el día... si bien es cierto que por la noche deshacía lo tejido. Y eso duró años y años, permitiéndole esperar el retorno de su Ulises. Los psicólogos de todas las categorías parecen estar, muy a su pesar, en la misma situación. Despliegan todas sus artes para intentar ayudar a los niños durante su sesión semanal o bisemanal. Pero desde que éstos vuelven a casita, se reencuentran invariablemente sometidos a todos los efectos que, en la relación de su entorno parental, han participado en la eclosión de su enfermedad. También hay que decir que este hueco lo han ocupado enseguida las terapias familiares, y con éxito además, lo que puede considerarse un índice de enriquecimiento del arsenal de formas de intervención. De todos modos, se verifica, sea cual sea la intención o la calidad, que cualquier movimiento que intente remediar consecuencias en lugar de atacar las causas no tiene demasiadas probabilidades de obtener resultados satisfactorios. Y los síntomas de los niños no aparecen por casualidad. Cons— 285 —
ten frente a un mundo parental del que dependen y del que exigen un mínimo de seguridad, cuando no de serenidad. ¿Cómo puede este mundo parental responderles y darles seguridad cuando, incluso si se preocupa de hacerlo lo mejor posible y armado del mérito de informarse (como ha aprendido a hacerlo leyendo los folletos que acompañan a la lavadora, el ordenador o la cámara digital), el resultado es que todavía se quedan más desamparados que antes? Efectivamente, los padres habrán creído poder aprender, pero rápidamente habrán llegado al convencimiento de que no les sirve de gran cosa. Porque frente a un niño la razón a menudo desfallece, ¡y entonces es la emoción lo que desborda, lo que invade! De pronto nos sentimos aplastados por esa corriente de la que nadie nos había hablado, que nos deja pasmados y que desborda todas las competencias que creíamos tener. Hemos perdido pie sin ni darnos cuenta. ¡El blues de las madres! ¡Los accidentes de la paternidad! ¡El sentimiento de soledad! ¡Las preguntas sin fin! ¡La fractura más o menos rápida de las parejas! Todo esto se dibuja confusamente, aunque no se quiera ver de cara, incluso si desechamos la obsesión con algo de rabia e intentamos combatirla. Porque nos damos cuenta de que con un niño no podemos hacer trampas. Y al mismo tiempo sentimos que, del mismo modo que no podemos enredarlo, tampoco podemos engañarnos a nosotros mismos. Y eso que estamos seguros de haber cometido el acto más importante y más positivo de nuestra existencia. ¿Y qué nos trae? ¡A él! ¡A él mismo, con su propia aventura, necesariamente retorcida! Su propia aventura, y el dolor que siente, porque los padres, precisamente los padres, no han estado a la altura. ¿Y entonces? ¿Hacer lo — 286 —
mismoqueellos¡Quehorror!¿Lo contrario? ¡Quizá! m o d o ? Sí, pero ¿cómo? Y un día, quizá mañana, allí estarán ios síntomas de los hijos. Al principio no querremos verlos. Y después los negaremos, antes de atribuirlos a la edad, esperando que vuelvan espontáneamente al orden tarde o temprano. Y después, un día acabamos por inquietarnos y pedir ayuda sin lograr, no obstante, enmendar la enorme culpabilidad que acompaña a tal gestión. Y entonces es la instancia terapéutica la que alivia y vuelve a dar esperanzas. Claro está que a veces ésta infravalora, cuando no descarta deliberadamente, todo lo que ha conducido hasta ese punto y que, queramos o no, debería cuestionarse en beneficio de cada uno. Pero tiene su lógica propia, y teje pacientemente telas y más telas esperando que algunas de ellas resistan cuando menos hasta que llegue la noche a la actitud, al suspiro, al gesto, a la palabra asesina que invariablemente las deshará. ¡Y vuelta a empezar! ¡Siguiente! Del bebé con reflujos que a veces ha alterado su mucosa esofágica in útero y que nace vomitando sangre (a eso se le llama «síndrome de Mallory-Weiss») al ceceante que llega a la consulta con cuatro o cinco años y todavía enganchado al biberón, cuyo uso queda rápidamente justificado porque «no quiere dejarlo», o porque «es tan práctico para hacerle beber los 300 mililitros que recomiendan para desayunar...». Del primero al siguiente, y después al siguiente todavía, siempre, siempre se trata de lenguaje, de un lenguaje que no deja de intentar decir, de comunicarse con quien quiera oírlo, de un lenguaje que no puede expresarse en otros términos, como si éstos fueran los únicos capaces de traducir la sobrecarga que llevamos y que nos habita y devora como un alien intolerable. ¿De
otro
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He dicho «con quien quiera oírlo». No HE dicho «comprenderlo». Y no es parecido. De hecho, no siempre es necesario comprender. Recuerdo haber recibido un día a una madre y a su hija de diez meses, de aspecto cadavérico porque desde que había nacido no había podido tragar prácticamente nada. Deglutir era casi imposible para ella, ni chupando el biberón ni recibiendo en la boca el contenido de una cuchara. Cuando iba haciéndome una idea del estado de la niña desarrollaba al tiempo hipótesis diagnósticas preocupantes que me venían a la cabeza, pero inmediatamente, al enterarme de diversas hospitalizaciones, tenía que descartarlas, con lo que tuve que llegar a la conclusión de que no se había podido establecer todavía ningún diagnóstico orgánico. No pude hacer más que proponer a esta madre, que manifiestamente había venido con esa intención, que volviéramos a vernos. Aceptó enseguida. La veía una vez por semana, con su hijita en las dos o tres primeras ocasiones, y después sola, durante unos tres meses. Y si guardo un recuerdo tan extraordinario de esta historia es porque nunca comprendí nada de lo que me decía, durante media hora, esa madre. Nunca logré coordinar de manera coherente las briznas de historia que me explicaba, o las conversaciones que me reportaba, con un guión de alguna clase que me permitiera relacionar de alguna manera, por poco que fuera, el síntoma de la hija. Pero ¿qué motivo de queja podía tener después de enterarme de que la feroz anorexia de la niña había desaparecido tras nuestra tercera entrevista? ¿Por qué la tercera? No tengo ni idea. Le pedí si podía exami— 288 —
¿ Por que reproduzco aquí esta historia? Primero, para señalar que, incluso si no tengo la intención de lanzarme en esa dirección, en el plano puramente técnico y teórico habría muchas cosas que decir. Para ilustrar, sobre todo, desde mi posición de pediatra que ha pasado por la experiencia psicoanalítica, que a cualquiera puede ocurrirle no comprender nada de una situación, sin que esto deba, de la manera que sea, descalificarlo. ¿Cuán a menudo los pediatras, sometidos a lo largo de estos últimos decenios a discursos que insistían sobre los entrelazamientos de la psique y del soma, se han retraído a un ejercicio veterinario de su especialidad asumiendo su incompetencia en lo que concernía a la psique y enviando a los especialistas a esos padres (esos que dirían que es la única manera de actuar) cuya demanda se hacía insistente? Su honradez es digna de encomio, pero lamento ese retraimiento al que les ha llevado, porque los pediatras son médicos con un crédito extraordinario, y es a ellos a quienes se dirigen los padres en dificultades. Habrían podido intervenir de manera más decisiva y positiva en el desconcierto en que se han sumido nuestras sociedades. Siempre con la precaución de no tomarse por lo que no son, de no lanzarse a psicoterapias salvajes, habría bastado con que aceptasen, sin miedo, dejarse decir sin necesariamente entender, con que escucharan a aquellos que sólo pedían decir. Los profesionales de la escucha son los primeros en insistir en que escuchar es más importante que comprender, y que el «comprender» puede dificultar el «escuchar» en la medida en que escuchar no afecta ni desnaturaliza el mensaje dicho, mientras que comprender, como explica — 289 —
tan bien la misma etimología de la palabra, se ampara de este mensaje emitido y lo hace pasar por el tamiz de su propia percepción. Ahora bien, el locutor no avanza nunca tan satisfactoriamente en su diligencia como cuando tiene la posibilidad de oírse a él mismo por medio de alguien que acepta ser el receptáculo no deformante de su declaración, precisamente porque asume que a veces no comprende nada. Así, habría sido necesario que se modificara a tiempo la formación de los pediatras y que los médicos con plaza pudiesen recibir una información mínima a falta de una formación adecuada para responder a la nueva demanda de los padres de sus pacientes. Nada de esto ha ocurrido. Todavía hoy vemos a pediatras con toda su formación reglamentaria, después de haber frecuentado los servicios más eficaces, acabar sus cursos sin haber oído hablar jamás de los padres ni de la relación de estos padres con sus hijos. Claro está que diagnosticarán brillantemente a los «mirlos blancos», pero esos «mirlos», ¿son tan frecuentes? No estoy afirmando que tal formación sea inútil, ni que haya que revisarla. Digo solamente que el cariz que está tomando ilustra una vez más los reflejos de la seguridad y el principio de precaución de nuestra ideología de la supervivencia. No tiene pues nada de extraño que esté desapareciendo la especialidad. Los gestores de la sanidad no ven efectivamente qué aporta tal especialidad al seguimiento de los niños comparándolo con un seguimiento asegurado a menor coste por un médico de familia. Además, estos últimos pueden asegurar lo mismo las prescripciones dietéticas que las vacunaciones para niños a los que el progreso de la higiene y de la medicina preventiva han conferido una salud física infinitamente mejor de lo que era hace solamente cincuenta años. — 290 —
Si tomo la precaución de deplorar la ausencia del giro que se habría podido dar a la vez que insisto en el incontestable impacto en los padres de la palabra médica, y sobre todo pediátrica, es porque cuento con apoyarme sobre este impacto para convencer de la pertinencia de la solución a los problemas actuales de los niños que voy a proponer tras el análisis efectuado hasta aquí. Para llegar a este punto he desmenuzado en lo esencial de su extensión tanto la aventura de la especie como la dinámica de la relación interparental. ¿Qué hemos aprendido que pueda ahora recordar rápidamente? Que la evolución de la especie le ha hecho el don de una instancia que se asentó de manera muy progresiva, sin que mediara ningún propósito y únicamente en razón de sus reflejos adaptativos. Los machos, sometidos a la violencia de sus pulsiones sexuales, intentaron resolver los problemas intrincados de su egoísmo, de su competencia y del riesgo de morir al intentar satisfacer estas pulsiones. De un modo que durante mucho tiempo resultó desordenado y probablemente hasta hoy mismo todavía inadaptado, intentaron regular sus conflictos promulgando una ley, la de la especie, centrada en el intercambio de las mujeres. Éstas, a las que no se les había pedido opinión ninguna y que fueron sometidas durante largo tiempo (siguen estándolo hasta cierto punto, incluso en lugares en los que se pretende haber promovido su igualdad), no renunciaron por este motivo a la lógica intrínseca de su comportamiento: mudas por su odio a la muerte, conservaron con sus hijos una relación determinante y susceptible de tranquilizarlas, tanto en lo que se refería a su estatus como al poder que dicha relación les permitía ejercer. Siempre han experimentado grandes di— 291 —
un movimiento reflejo, se pusieron- a tejer a su alrededor un útero virtual extensible hasta el infinito, en el seno del cual prevalecen el no-tiempo y la erradicación de cualquier idea de carencia: justo lo contrario, dicho de otro modo, a lo que debía instaurar la ley de la especie. Confrontados, sin duda indirectamente, a esta situación, los machos se esforzaron en recargar la ley con toda clase de dispositivos complementarios que fueron de las culturas a las religiones, pasando por los sistemas de parentesco y por la contención ejercida alrededor de las parejas. La familia llamada «tradicional» confirió de este modo al personaje paterno, sin que lo hubiera querido necesariamente, una función que permitió al niño (no siempre contento de hacerlo) salir del universo uterino, pero que al mismo tiempo le impuso reemplazar el no-tiempo uterino por la integración de la conciencia del tiempo. Conciencia penosa, pues lo lleva a tener que reconocerse y a asumirse como mortal, pero que lo curtirá y lo conducirá a integrarse con mayor facilidad en el cuerpo social y a iniciar la organización de una vida de relaciones. Podría entonces decirse que si la evolución hizo a la especie el don del padre, este padre se ha visto llevado (y una vez más sin que lo quisiera ni tuviera conciencia ninguna) a hacer don al hijo de este ingrediente que es el tiempo, en la conciencia que de éste adquiere y que así hace que lo viva. Esta situación, que no ha dejado nunca de plantear problemas en la medida en que ponía en juego dos lógicas de conducta suficientemente irreconciliables como para prácticamente convertir a hombres y mujeres en dos subespecies de la misma especie, se vio alterada por — 292 —
lado como determinates; entre ellos podemos contar el desarrollo de la sociedad industrial, con sus consecuencias económicas y la modificación resultante de las mentalidades, la mutación del estatus de las mujeres, por lo menos en nuestras sociedades occidentales, la desaparición de la contención alrededor de las parejas, el control de la contracepción, la liberalización de las costumbres y el debilitamiento considerable del polo paterno de la parentalidad, cuyo mantenimiento al mismo nivel habría sido incompatible con la implantación y la adopción de estas medidas. En el estado actual de cosas, el proyecto que preconizo consiste en intentar, por medios diferentes a los que se han ejercido hasta ahora, devolver al conjunto de los protagonistas, incluyendo y primando a las generaciones futuras, el ingrediente mayor del que han sido privados, a saber, la conciencia del tiempo, depurada de pavor. Es un proyecto que, a primera vista, podría parecer infantil, por no decir utópico, ya que apuntaría a restablecer lo que ha estado en el centro de las luchas que sin cesar han opuesto a padres y madres. Tal y como la construyo, sin temor a ver que ocasione dramas o a topar con obstáculos insalvables, suscitará cuando menos escepticismo o desconfianza, o bien risas ocasionadas por la sorpresa. ¡El huevo de Colón, de alguna manera! ¡O bien directamente una superchería! Si tal procedimiento existe, ¿cómo es que nadie lo había pensado antes? A esta observación, respondería que ya ha existido, lo que ocurre es que no se había tomado conciencia de su potencial en el punto en que yo lo pongo en juego. Uno podría igualmente preguntarse si este procedimiento no tiene más que virtudes preventivas o si, a condición de estar — 293 —
correctamente adaptado, podría intervenir en otras circunstancias, porque cuesta imaginar su acción sobre procesos que ya hayan adquirido un cariz preocupante. A una reserva como ésta, respondería con otro caso clínico. Y divertido me doy cuenta de que en el momento preciso en que me propongo escribirlo no sé realmente por qué lado del tiempo tomarlo, hasta tal punto implica justamente... ¡al tiempo!
¿Devolverse
la
pelota?
Magnífico. Espléndido. Soberbio. Radiante. Me pareció todo esto y más. Ludo, en la fracción de segundo en que lo vi franquear el marco de la puerta de entrada de mi despacho, ocupándolo prácticamente por entero. Mi mirada no se perdió ni un detalle de su persona. ¡Dios mío, qué guapo era! ¡Esa silueta atlética enfundada en un traje gris perla de lo más elegante! Pero ¿era él? Reconocía sus grandes ojos azules, pero no habría imaginado nunca que un día podría ser tan guapo. En efecto, había guardado el recuerdo de un rostro poco agraciado que los ojos, de expresión huidiza e inquieta, se comían, ciertamente, pero en el que la boca, de labios gruesos siempre abiertos y caídos que desenmascaraban unos dientes demasiado grandes, sobre un mentón pequeño y huidizo, me desesperaba por la debilidad que parecía reflejar. De todo aquello no quedaba nada: la mirada era directa, luminosa, alegre en este caso, y la boca firme y bien dibujada confería al conjunto de la fisonomía una expresión de fuerza y equilibrio poco común. Fui corriendo a su encuentro en cuanto entró. Nos precipitamos uno en brazos del otro y nos apretamos — 294 —
fuerte,muyfuerte,ylargamente,comopara rccuperar todoloqueno nos habíamos podido decir a lo largo de tantos años como habían pasado. Fui yo quien se separó de él, por consideración hacia su esposa, a la que sabía detrás de él, todavía en el pasillo, con un crío en brazos. Ludo tenía los ojos empañados. Y como si hubiera comprendido mi intención, se volvió también hacia ella para presentármela. Ella sonreía, enternecida. Ella era deliciosa y muy bella, también. Gracias a una carrera tan larga, he tenido la felicidad indescriptible de recibir a los bebés de mis antiguos bebés, chicos o chicas, a veces supervisados durante largo tiempo y luego convertidos en padres. La relación no se establece nunca como sería en un caso habitual. La familiaridad que se instaura no hace que disminuya en absoluto el respeto o la deferencia de los intercambios, y eso me ha permitido dar a mis observaciones y a mis investigaciones personales la densidad y espesura que confiere un seguimiento longitudinal tan enriquecedor. Pero la emoción con la que acogí a Ludo tenía otra intensidad. Era de otra naturaleza. No podía contentarme con decirme que volvía a estar en presencia de uno de «mis» niños perdidos de vista durante mucho tiempo. Eso era lo que sabía que podía existir y que podía sentir con todos esos niños que en cierto modo también habían sido hijos míos. Pero en ese caso era como si pudiese respirar al fin. Como si viera confirmada una esperanza poco razonable o una creencia de locos. En lo que sentía con ese exceso estaba también la resignación maravillada de poder vivir lo increíble, como el perfume, sutil y desconocido hasta entonces, de una resurrección. Eso es. ¡Eso fue! Ludo, ahí, tal como lo veía, relacionado con el recuerdo que había guardado de él, era — 295 —
un resucitado. Había hecho un recorrido (¿un destino?) de resucitado. Cuando empezaba mi carrera había conocido a su madre. Con su primer hijo, una niña de algunos meses que llevaba a la nodriza, dejándola a veces durante la noche, en una casa vecina del inmueble. Estaba sola a su cargo, pues se había divorciado cuando apenas se había quedado encinta. Llevaba una tienda de flores en el otro extremo de París. Me había explicado que a causa de su situación había aceptado sin dudar la vivienda de protección oficial que se le había otorgado en nuestro barrio, aunque tuviera que pasar horas en el transporte público. La fui viendo ocasionalmente, menos a menudo de todos modos que a su hija, a la que iba a visitar en casa de la nodriza cuando se ponía enferma. Nuestra relación, cordial, no fue demasiado lejos. Apenas tuve tiempo de recoger algunas informaciones sobre el padre de la niña y sobre las razones, de lo más corrientes, de su divorcio: había conocido a otra. Pero debí de resultar del agrado de la madre, puesto que me envió a la consulta a sus hermanos y a su hermana con sus hijos, y eso que todos ellos vivían lejos de mi consulta. Creo que no había llegado a verla encinta cuando me trajo a su nuevo recién nacido con el padre de éste. Fue el inicio de una pesadilla que duró muchos años, prácticamente hasta el momento en que dejé de ver a Ludo. Y eso a pesar de todos los recursos a los que acudí en cuanto se presentaba la necesidad. Durante mucho tiempo, las consultas transcurrían en un silencio pesado. Ella casi no abría la boca, lo mismo que su marido (se habían casado, y ella había cambiado de apellido), un hombre mayor que — 296 —
ella,algoobeso,de mirada gris y suspicaz, que tenía un hijo ya crecido de un matrimonio anterior. Una familia recompuesta, vaya, como las que empezaban a ser cada vez más habituales. Yo esperaba que todo se hiciera más fluido a medida que nos fuéramos viendo. Pero Ludo quedó rápidamente afectado por una enfermedad de la piel específica en el primer trimestre de su vida, la enfermedad de Leiner-Moussous, que hacía necesario afinar de manera constante un tratamiento meticuloso. Lo que me llevó a verlos a menudo a los tres, pues el padre no se perdía jamás una consulta. Fueron las curas más minuciosas de toda mi carrera. Y cuando me armaba de valor para mirarles abiertamente y dirigirles en un tono animoso un «Y aparte de esto, ¿todo bien?», él o ella me respondían «Sí, bien», en un tono fatigado que me indicaba que era mejor no insistir. ¡Cuántas cosas ocurrieron en ese primer año! La enfermedad de la piel dio lugar rápidamente a un eccema extendido que necesitó de dosis crecientes de cremas corticoides para al menos calmar la feroz comezón. Recuerdo que me había preguntado si Ludo no le sacaba partido, porque apenas estaba desnudo y sentado sobre la camilla para que lo reconociera empezaba a rascarse metódicamente las zonas habitualmente cubiertas desafiándome con sus grandes ojos azules a los que unas largas pestañas negras daban un aire triste. Después vino la aparición del asma a principios del tercer año, con crisis suficientemente frecuentes como para llevarme a instaurar un tratamien-to corticoide m no disponíamos de corticoides inhalados. A la hora de dormir tampoco le iba demasiado bien, y el len-
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guaje rudimentario veía impedido su desarrollo por el chupete, siempre en la boca porque si se lo quitaban no solamente se ponía a gritar, sino que además empezaba a salivar profusamente. En cuanto al comportamiento, era deplorable: los caprichos y la tiranía no cedían por los terribles celos que sentía de su hermana mayor. Un día, cuando Ludo estaba a punto de cumplir los cuatro años, me enteré del divorcio de la pareja, lo que no impidió que el padre continuara acudiendo con la misma asiduidad a mis consultas. Paso rápidamente sobre las dificultades escolares que se iniciaron ya en el parvulario por una agresividad feroz de Ludo hacia los demás niños y que se vieron relevadas por dificultades de aprendizaje que me llevaron a recurrir a la psicomotricidad, a la ortofonía (¡siguió usando chupete hasta que cumplió los siete años!), y después al psicoanálisis. Se habrá entendido ya que mis tentativas de intervención regularmente reiteradas alrededor de la pareja toparon siempre con un rechazo categórico, como si los síntomas del niño constituyeran una necesidad. Confieso que no recuerdo por qué razón el padre dejó de aparecer tan frecuentemente. Supongo que coincidió con la nueva vida de pareja que había iniciado. Por mi parte, cansado ya de tanto insistir o acostumbrado por fin a ese largo silencio, sólo hicieron falta unos cuantos encuentros para habituarme a la nueva configuración de las consultas. Pero cuando por fin me decidí a invitar a la madre de Ludo a explicarme esa larga y penosa aventura no se hizo de rogar y aceptó volver sola para ponerme al corriente de una historia que para mí continuaba siendo opaca. — 298 —
Empezó explicándome el inicio de su recorrido. Una tarde, como estaba cansada a la hora de cerrar la tienda, había decidido tomar un taxi para volver a casa. Algunos días después observó con sorpresa que el mismo taxi la esperaba. Eso la divirtió, sin sospechar entonces que el chófer iba a hacer de esa asiduidad una técnica de aproximación. Técnica que se reveló eficaz, pues al cabo de unas semanas ella le permitió subir a su casa y él aparcó el vehículo durante la noche frente al inmueble. Pasadas unas semanas más, ya habían decidido casarse. Pero igualmente les bastó con apenas unos meses para entrar en el conflicto que los llevaría a separarse algunos años más tarde: ella estimaba que su matrimonio no le daba a su esposo, que no lo entendía así, facultad ninguna para intervenir en la gestión de su negocio. ¿Fue ésta la excusa o el punto focal de una disensión que tenía otros motivos? No importa. En cualquier caso, en pleno conflicto se dio cuenta de que estaba embarazada. Eso la consternó, pero se lo comunicó a su marido, que no acogió la noticia con más entusiasmo que ella. Como la perspectiva del embarazo no acabó con el conflicto creciente, la decisión de interrumpirlo estaba en el aire, sin que se dijera sobre tal posibilidad nada consistente. El aborto seguía estando prohibido en esa época, con lo que el asunto se hacía grave. Ella hizo sus investigaciones, y se enteró de que podía hacerlo convenientemente y en condiciones en Suiza o en Inglaterra. Optó por este último destino, y se las arregló con su hija y la tienda, y una tarde se fue, a la hora que le habían indicado, al lugar en que un autobús recogía a todas las solicitantes de este tipo de intervención para llevarlasalaclínicade — 299
Londres donde se practicaba, Como la agencia que organizaba este tránsito lo tenía estipulado así, pasó la noche en un hotel al que fueron a buscarla para llevarla a la clínica. Allí, después de haberle hecho rellenar un largo formulario, se le dio un número y le explicaron que tenía que aguardar su turno, en una sala inmensa en la que esperaban decenas de mujeres en su misma condición. Le bastó con media hora apenas para darse cuenta de que tenía prácticamente para todo el día, así que se sumergió en la lectura del libro que se había traído para el viaje, intentando no pensar en nada. Las horas se alargaban. Tenía hambre, pero sólo le habían permitido un té y una galleta a mediodía. De pronto se dio cuenta de que sólo quedaba una persona por delante de ella, y cuatro detrás. Por fin la llamaron. Se levantó para dirigirse a la puerta por la que había visto desaparecer al resto de mujeres cuando, al pasar ante la secretaria, ésta le tendió el teléfono. Creyó comprender, porque su inglés era rudimentario, que era una llamada para ella. Imaginó que se trataba de un error, puesto que nadie podía llamarla, por la sencilla razón de que nadie sabía dónde se encontraba. De cualquier modo, tomó el auricular. Era su marido, que le gritó, sin más preámbulos: «¡Te prohibo formalmente que toques a mi hijo! ¿Lo oyes? ¡Te lo prohibo! Y ya le he dicho a esa secretaria que si te hacían lo que sea voy a denunciar a la clínica...» Más tarde se enteró de que el marido había pasado la noche recorriendo todo París en su busca, interrogando y amenazando a sus padres, a los demás miembros de la familia y a sus amigas, hasta encontrar entre ellas a la que le había pasado la información de la clínica londinense. No habría duda— 300 —
do en plantarse allí si no hubiera temido llegar demasiado larde. Así que ella volvió a llevar a término un embarazo para traer al mundo a Ludo, como todo el mundo lo llamaría, ¡cuando ella se había jurado no dejar nunca que abreviaran el Ludovic que le había escogido como nombre! ¿Sabía, o podía saberlo, que Ludovicus significa «el vencedor de los juegos»? ¡El del juego de la vida, en esta ocasión, del que se había llevado la palma! Una historia cargada, difícil, pesada. La escuché sin perderme detalle. A falta de permitirme establecer un vínculo preciso con las afecciones orgánicas de Ludo, ella me permitía comprender tanto la razón del largo silencio de la pareja como la presencia siempre suspicaz de ese padre atento pero mudo. Explicaba de qué modo la educación precoz, por la vía de una doble sobreprotección, había fabricado a este tirano que nadie había encuadrado y cuya energía se había dejado dispersar en todas direcciones. Así ocurre siempre: un bebé es como un sol; él también es una formidable bola energética que irradia en todos los sentidos. Pero esta irradiación puede mermar cuando no agotar su reserva energética si el entorno parentai no lo canaliza lo más estrechamente posible para permitirle utilizarla prolongada y provechosamente. En cualquier caso no fue difícil, al término de esta entrevista, llevar a esta madre a confiarme la sucesión de fracasos en sus parejas y a convenir conmigo en que merecía que se planteara unas cuantas preguntas. Salió de mi consulta con la dirección de un psicoanalista con el cual llevó a cabo un fructuoso y largo trabajo. A Ludo, en cambio, no le iba tan bien. El psico— 301 —
análisis, las reeducaciones diversas y los cambios de escuela no tenían aparentemente ningún efecto. Le dejaron pasar a sexto cuando seguía balbuceando al leer y con una pésima ortografía. En ese momento volví a verlo, por última vez antes de nuestro reencuentro, acompañado de su padre y de su madre que habían venido enseguida a preguntarme la opinión a propósito de una decisión que estaban a punto de tomar. Habían notado desde hacía mucho tiempo que Ludo, que era muy deportista, destacaba en el tenis, hasta tal punto que su profesor predecía que podía tener un buen futuro. Después de reflexionar sobre el asunto, habían visto una puerta de salida al bloqueo en que vivían: ya que no era un «escolar» y ya que no se iba a convertir en un intelectual, ¿por qué no darle todas las posibilidades en la dirección que un día podía ser la suya? Se habían documentado cuidadosamente, y se habían puesto de acuerdo en una solución: una prestigiosa escuela de tenis de Estados Unidos aceptaba a internos a los que formaba desde la edad que Ludo acababa de cumplir. La separación iba a resultar tan difícil para ellos como para Ludo. Pero éste, aliviado por desembarazarse definitivamente de la tortura escolar y encantado de perfeccionarse en ese deporte que adoraba, no pensaba en eso, y sin medir el alcance de la decisión que se tomaba sobre la marcha estaba dispuesto a asumirla. Yo pensaba por mi parte que quizá no fuera una casualidad que ese chico, con todo lo que había constituido su historia, confiara hasta tal punto en la capacidad de su cuerpo y escogiera precisamente el tenis, ese deporte en que la pelota va de uno a otro de los protagonistas como lo hacía, entre otras cosas, la cul— 302 —
padres. Y tampoco podía dejar de percibir en el lujo de la decisión que tomaban (¡eso debía costar muy caro!) a la vez la amplitud de esta culpabilidad y el precio que estaban dispuestos a pagar para aliviar su presión. Un precio que no era sólo pecuniario, puesto que aceptaban por adelantado afrontar la frustración afectiva que iban a vivir por sustraer a su hijo de su problemática y por confiar a otros el relevo en su educación. Aparte del aspecto de la distancia, la solución no tenía nada de original. Siempre han existido padres que, asumiendo el fracaso de su empresa, han colocado de diversas maneras y en lugares diversos a sus hijos «internos». No solamente suscribí la inteligencia de la solución que habían encontrado, sino que, después de constatar el fracaso de todas las vías terapéuticas, les predije buenos resultados, no sin dejarles entender que por mi parte la consideraba no como un rechazo, sino como una verdadera prueba de amor. ¿Qué pregunta iba a hacerle al Ludo reluciente con el que me reencontraba, al Ludo papá, al cabo de los años, sino la de la continuación de su historia? Y así lo hice: «Y el tenis, ¿qué? ¿ Adónde has llegado?» «A ninguna parte —me respondió, antes de agregar, para mi asombro—: ¡No quiero volver a oír hablar del tema en toda mi vida! ¡No quiero volver a ver una raqueta ni en pintura! ¡A eso he llegado!» A continuación se puso a explicarme, largamente y sin omitir ningún detalle, su aventura americana, que se había prolongado durante varios años. Me explicó los detalles y las reglas de la vida en la escuela, los métodos de enseñanza que se practicaban, la dis— 303 —
ciplina férrea que allí reinaba. El fracaso de todas las tentativas mediante las cuales había intentado, con sus compañeros, sustraerse. Y, como contrapunto, el sufrimiento que experimentó, sobre todo en los primeros tiempos. Sin complacerse, sin grandilocuencia, me detalló el ritmo, los horarios, la jerarquía de los castigos en función de las transgresiones, los controles regulares, etcétera. Una explicación que sin duda habría empujado a la mayoría de nosotros a compartir su sufrimiento compadeciéndolo sinceramente y confiándole el horror que despertaba en nosotros ese tipo de coerción, gratuitamente violenta en apariencia y absolutamente inhumana e imbécil. En cambio, esto es lo que me dijo como conclusión: «Del tenis ya no quiero saber nada. Pero estoy muy agradecido a mis padres por haberme inscrito en esa escuela. Y también le estoy muy agradecido al equipo de profesores que tuve. Porque lloré y sufrí, es cierto, pero eso fue precisamente lo que me hizo un hombre. Y si mi hijo se convierte un día en lo que yo fui, no dudaría ni un instante en enviarlo allá.» Otro caso cuya explotación podría llevarnos mucho tiempo. Si me ha parecido oportuno exponerlo a grandes rasgos es porque, en muchos puntos, es representativo de nuestra modernidad. Una historia que se desarrolla, que viví personalmente, entre dos generaciones. Que se ampara de una mujer joven, madre ya, precozmente sola, económicamente independiente e insertada en una existencia de la que asume todas las características. Naturalmente, su misma historia constituye un eslabón, pero a ése no he tenido acceso. Conoce a un hombre, también actual, con un matrimonio y un hijo ya mayor. Engen— 304 —
relacion,hastaelpuntodenoinvestirloen conciencia. Un caso freuente y, en esta ocasión, la repetición de un guión ya conocido tanto por él como por ella: ésta se había quedado sola con su primera hija, aquél se había separado de una mujer con la que había tenido un hijo. Sometidos a la realidad de su condición del momento, consideran la supresión de este hijo. Ella llega hasta el final de lo que considera la mejor opción. Se debate como puede con las condiciones que reinaban en Francia en este tipo de circunstancias antes de la ley de 1975. Él interviene in extremis. El embarazo sigue adelante. Pero, ¿qué van a hacer de este hijo cuya eliminación no habían vacilado en considerar? ¿Es tan sencillo pasar por encima de lo que han vivido? ¿Pueden borrar sus intenciones de muerte? ¿Puede hacerse tal cosa? ¿Quién lo cree posible? Así estamos hechos, herederos de lo que ha puesto en nosotros la evolución de nuestra especie, todos tenemos en nosotros toda la mecánica que dicta el castigo para aquellos que hayan osado desafiar, en la realidad o como simple fantasma, la prohibición de matar. En este sentido puedo dar fe (y es sólo una información que aporto) de que no he encontrado jamás a una mujer que haya pasado por un aborto, sean cuales sean sus circunstancias o su justificación, que no guarde una huella profunda e indeleble. Volviendo al caso, para los dos padres, toda su conducta girará en torno a lo que habían registrado como su antigua mala conducta: ella, atormentada por la culpa, se esforzará en satisfacer la menor de las necesidades de este hijo, incluso en prevenir su aparición, temiendo los reproches de ese hombre que, para aliviar sin duda su propia culpabilidad, la proyecta sobre ella, y no le quita el ojo de encima, y la acompaña a todas las consultas, como si tuviera — 305 —
todavía que desconfiar de la complacencia que los médicos podrían manifestar en favor de las "madres y en detrimento de los padres y de los hijos. Cuanto más se avance por este camino, más pesado se hará el ambiente. Cuanto más se avance, más se reforzará alrededor de este hijo la presión del útero virtual que su madre teje a su alrededor, con la aprobación del padre, dispuesto a ver en esta solicitud la prueba de nuevas disposiciones tranquilizadoras. El hecho de que el niño intente hacerse más visible por el enrojecimiento de su piel o que grite durante sus crisis de asma su necesidad de aire renovado no cambia en absoluto el asunto. Condenado al no-tiempo uterino, queda excluido de toda experiencia personal del tiempo. Se convierte en el tirano que describo y que exige ya, enseguida, como si la menor experiencia de la espera o la de una pizca de tiempo vacío contuviese en ella una amenaza de muerte. No basta con que su madre, en el continuo temor de los reproches de su marido, esté constantemente presente, no dejará de alucinarla por medio de ese chupete que no se le puede quitar sin topar con su vehemencia. La saliva, que lo inunda desde el momento en que su boca está vacía, prueba el bloqueo de su deglución en una etapa muy precoz, la anterior a los tres o cuatro meses, esa edad en que la saliva que corre hace creer erróneamente que los dientes van a crecer, cuando simplemente se explica porque las glándulas salivares, al modificar su caudal, conllevan, mediante una producción abundante, una modificación de la dinámica y de la coordinación de los músculos que asegura la deglución, lo que permite al niño aprender a tragar algo que no sea leche, preparándolo así a separarse del cuerpo de su madre. ¿Podía hacerlo Ludo, encerrado como estaba en el grueso útero virtual? Ya me he explayado largamente sobre todo este asun— 306 —
to,señalandohastaquepuntoeraimportanteque toda madrepuedarenunciara guardar al niño en ella y por ella. I le insistido en que no debe vacilar en invitarlo a alejarse, incluso a enviarlo lejos si se muestra reacio. Dicho esto, no estoy, como seguramente podría llegarse a reprocharme, poniendo en el banquillo de las acusadas a las madres, no las estoy culpabilizando. Intento hacer que tomen conciencia de su responsabilidad, del mismo modo que lo haría si insistiera, dirigiéndome a las conductoras que son, recordándoles que es mejor que se mantengan a la derecha y que no se pasen los semáforos en rojo. Si pueden retomar a menudo la iniciativa es porque después de llevar en su seno a niños de los dos sexos son para ellos el centro de su universo y el objeto de sus demandas, hasta tal punto que las solicitan sin cesar y constituyen, lo quieran o no, las educadoras potencialmente más dotadas y más eficaces. ¿Qué significa, por otra parte, la palabra «educar», sino algo que es de su incumbencia, puesto que está inmediatamente a su alcance? La palabra deriva del latín ex, que significa «fuera de» y de ducere, que significa «conducir». Educar significaría por tanto «conducir fuera de...». Pero ¿fuera de qué? ¿O de qué sitio, sino precisamente del universo uterino? Esto nos permite comprender que toda educación necesita la adhesión de la madre al proyecto que tiene que asumir, y que fuera de tal adhesión dicha educación se hará singularmente problemática, engendrando, en el caso de Ludo, por ejemplo, los problemas múltiples que los diversos reeducadores intentarán remediar, sin el menor éxito. Ni que decir tiene, como ya lo he señalado, que los niños, y los varones más que las niñas, no aceptan ser rechazados y no piden sino permanecer pegados a su ma— 307 —
dre o, mejor todavía, virtualmente en ella. No es divertido, y no puede serlo para nadie, decidir implicarse en una vida condenada a tener un término. Nos resolvemos a hacerlo refunfuñando. Y si es el padre quien lo ordena, continuamos refunfuñando y sentiremos un feroz resentimiento hacia él, y le echaremos la culpa de todas las desgracias que puedan ocurrimos, seguros y seguras de que una decisión tan lamentable no la habría podido tomar una madre amantísima como la que conocemos. De tal modo que en el entorno cotidiano más común, siempre le toca a la madre intervenir, poner las limitaciones más comunes y decir todos esos «no»... que según numerosos discursos de lo más autorizados de estos últimos años son un asunto del padre. Para entenderlo todavía mejor, no hay que perder de vista que cualquier demanda del niño es una demanda dirigida a la madre y tiene, de un modo más o menos flagrante, una coloración sexual. Y eso puede comprenderse, si tal formulación resulta chocante, si nos referimos al hecho de que toda demanda es una demanda de satisfacción inmediata de una necesidad, la cual se refiere a las necesidades expresadas in Mero. En otras palabras, toda demanda se relaciona con la lógica del útero virtual. Cuando el padre dice «no», el niño se ve llevado a creer que su madre ciertamente habría aceptado satisfacerle. Pero cuando la madre dice «no», este «no» es portador de un fuerte mensaje implícito, dejando entender que, si bien se sabe anatómicamente siempre penetrable y no pudiendo evitar por este hecho una tentativa de penetración, aunque se metaforizara en una demanda, ella dice «no» a esta tentativa, sea cual sea el aspecto que pueda tomar, en nombre del «sí» que le ha dicho únicamente al padre. Dicho de otro modo: todo «no» proferido por la madre lo es siempre — 308 —
ennombredelpadre.Loquepermite a este desempeñar plenamente su papel de tercero simbólico, confiriendo a la madre la tarea de poner en práctica sus decisiones y de ahorrarse intervenciones directas reservándolas a circunstancias importantes. Tengo la costumbre de decir que un padre es como una pila, que se consume, incluso singularmente deprisa, si se utiliza en todo momento. Huelga decir, como se habrá comprendido, que el «no» materno es aún más eficiente porque lo que expresa implícitamente corresponde a cierta realidad. Que realmente, dicho de otro modo, la madre queda investida de padre, lo que permite comprender que el lugar de un padre está mejor asegurado cuanto más cuide de seguir siendo el amante de la madre y cuanto más haya conseguido llevarla hacia una feminidad que él no dejará de mantener. ¿Quiere esto decir que una madre separada no dispondría de medios para hacerse entender? ¿Quiere decir que la madre de Ludo no habría conseguido, si lo hubiera hecho, imponer sus «no» a su hijo? Al contrario, porque el mensaje que emitiría no sería de todos modos falso, en la medida en que también habrá sido necesario un «sí» al padre para que el hijo haya sido concebido, y que sus «no» se referirían siempre a ese primer «sí». Sobre este punto se puede además articular lo que ocurre con el apellido del padre, que durante mucho tiempo se ha conferido al hijo para recordar este tipo de regla. Recientemente se ha decidido librarse de este automatismo, aduciendo que los países ibéricos, España y Portugal, confieren al niño los apellidos de los dos padres, de los cuales el primero es el que se transmite de generación en generación. Este uso ibérico no es fruto del azar. Constituye una herencia de siete siglos de ocupación árabe. Y los árabes tenían harenes y se veían inclinados a llamar — 309 —
Mohamed a por lo menos uno de sus hijos. Si Ali, que tenía por esposas a Fátima, Aisha y Morayma, tenía con cada una un Mohamed, no podía distinguir a éstos más que llamándolos Mohamed de Alí y Fátima, Mohamed de Alí y Aisha, Mohamed de Alí y Morayma. El uso ha dado una regla para todos los hijos que se ha mantenido tras la Reconquista cristiana. No es por tanto la imposibilidad o la inanidad de la empresa lo que provocaría la reticencia de una madre a decir «no». Es que a ella le gustaría darse el gusto de decir «sí» a su hijo, al creer, satisfaciéndolo de este modo en nombre de la lógica conductista que la dirige, que podrá sentirse buena madre perdiendo de vista que seducir a un niño equivale a destruirlo. Cuántas veces no me habré encontrado en la consulta con el caso de madres que vienen a quejarse de dificultades en el sueño y en el comportamiento de sus hijos, niñas o niños de todas las edades que ellas educan solas por la razón que sea, y acaban revelándome que el niño comparte su cama. Cuando les digo que deben acabar con esa costumbre porque el niño no debe ocupar el lugar del padre, siempre responden de la misma manera: primero, que el padre no está, y segundo, que el niño no quiere ni oír hablar de tal impedimento. Y no consiguen poner fin a ese tejemaneje hasta que la reconsideración de su historia consigue hacerles percibir que, sin ese padre ahora ausente, no habrían sido madres. Entonces vuelven expresando su sorpresa por lo fácil que ha resultado que el niño obedeciera su orden. En efecto, ha obedecido porque de pronto ha sentido en la orden que le ha dado la madre una determinación que hasta entonces no había aparecido, y que ha sabido distinguir admirablemente porque, conectado directamente a ella, no necesita palabras para reconocerla. Sin tal de— 310 —
terminación,nohayposibilidadesdeque la orden llegue a tener efecto. Pero ¿que significa esta determinación? Solamente esto: estar dispuesto a combatir y a luchar para imponer la opinión, sea cual sea la energía que tengamos que utilizar. La determinación, por ella misma, sin que haya que hacerla actuar, restablece la jerarquía generacional y confiere, a su manera, al niño una brizna de conciencia suplementaria de la existencia del tiempo, como el transcurso de ese tiempo, dueño de cualquiera. Las reticencias maternas entran en el cuadro general de una actitud sospechosa que se ha hecho corriente, si es que no se ha convertido en la regla, entre muchos de nuestros contemporáneos preocupados por tratar convenientemente, y como buenos demócratas, a los niños, a los que proporcionan gran cantidad de justificaciones cuyo resultado es que son productoras de angustia. Justificarse ante un niño se convierte en efecto en una inversión del orden generacional, porque se le permite juzgar, lo que equivale a hacerlo juez de sí mismo. Cuando lo que necesita un niño es precisamente lo contrario, porque para combatir esa angustia se dice, teniendo en cuenta lo que ha creído comprender, que la generación superior muere siempre antes que la inferior. La inversión generacional que instaura la justificación produce por tanto en él un efecto inverso y genera un fuerte aumento de presión de su angustia. En una contraactitud equivalente, los padres otorgan a menudo a los hijos todos los derechos, y se olvidan de conferirles la idea de deberes. Por otra parte, en estos términos, después de largas e inútiles explicaciones les oímos decir, como argumento final, el clásico: «No tienes derecho», generalmente puntuado del no menos clásico «¿Vale?», que traiciona algo mejor la debilidad de su determinación a imponerse o a impo— 311 —
ner sus opiniones. Y no tiene nada de raro que entonces oigamos al pequeño tirano recurrir a modo de eco a la misma palabra y reivindicar su manera de hacer con un «¡Pero tengo derecho!». Se abre entonces una nueva puerta para la negociación, perdida por adelantado para los padres a consecuencia de la disparidad de energías. Energía es algo de lo que el niño va sobrado, mientras que los padres, por su parte, a menudo han agotado buena parte de la suya en una infancia dispendiosa. Muchas veces he sorprendido a estos padres invitándoles a meditar un aforismo que había forjado voluntariamente mediante la exageración para chocar con su mentalidad: «Si ustedes educan como demócratas a sus hijos —les decía—, es muy probable que más tarde se conviertan en fascistas, mientras que si los educan de una manera más o menos fascista, seguro que se convertirán en demócratas.» Y esto finalmente se revela como completamente cierto. Ofrecer largas justificaciones de la menor de las decisiones que se toman y apelar a la razón no crea, tal como se piensa, ningún odio al autoritarismo, sino todo lo contrario: al crecer el niño quedará tan ligado a su célula familiar inicial que rechazará todo lo que difiera de ella. Será propiamente intolerante en lo que respecta a la menor diferencia. Mientras que si ha tenido que sufrir las consecuencias de la autoridad, al hacerse mayor, combatirá sin cesar sus expresiones. Cuando la Revolución francesa intentó dar la definición de libertad más justa, expresó que «la libertad de cada uno acaba donde empieza la del prójimo». Por un deslizamiento insidioso hacia la demagogia, esta fórmula se convirtió un día en «la libertad de cada uno empieza donde acaba la del otro». Si en el primer caso se instaura un vínculo social basado en la alteridad, el segundo destruye este — 312 —
vínculosocialfomentandoel individualismo del que ya se sabe que promueve la perversión en detrimento de la neurosis. Bien es cierto que nuestras sociedades disponen hoy, felizmente, de una institución sin la existencia de la cual deberíamos estar infinitamente más inquietos todavía por el porvenir de las generaciones futuras. Esta institución, probablemente la más eficaz y apta para limitar los perjuicios y para poner en su lugar a los niños, es la escuela. Y confieso personalmente que no me incomoda que, al contrario de lo que ocurre en los países anglosajones, empiece tan pronto en nuestro país. No es solamente que confiera una instrucción, sino que a menudo aporta el complemento de educación que ha faltado y que falta a tantos niños, poniendo a raya su propensión a la tiranía y su ilusión de omnipotencia y desengañándoles de la convicción que hasta entonces tenían de ser pequeños dioses a los que por naturaleza se les debía todo. Así los pone, y a veces no sin dificultad, en el mundo, y consigue incluso enseñarles la existencia de sus semejantes y abrirles horizontes hasta el momento insospechados para ellos. Los profesores, que hasta ahora se han visto obligados a desempeñar este papel difícil y meritorio, tendrían toda la razón en lamentarse por tener que perder un tiempo precioso en este tipo de tarea. En cambio, ¿cuán a menudo ven que los padres quieren intervenir en la acción que ellos llevan a cabo, cuán a menudo sospechan, no sin clarividencia, que esa acción podría prolongarse más allá de las clases de los más pequeños? Es más: esos mismos padres, que se creen en la obligación de revivir su infancia en la de sus hijos, acaban deplorando la falta de comprensión de los profesores, ¡de los que esperan su misma actitud antieducativa! — 313 —
No por casualidad la gran Francoise Dolto expresaba tanta simpatía hacia la educación mercenaria y hacía apología de las guarderías. Era su manera, elíptica y a menudo mal comprendida, de decir que así se podía, sin torturar a las madres, poner a sus hijos al abrigo de su propensión natural a sobreprotegerlos quedándoselos demasiado tiempo con ellas. Así se permitía a esos niños descubrir un entorno de semejantes susceptibles de darles una conciencia más clara de lo que son. Por esta misma razón se desarrollaron las guarderías destinadas a permitir a los niños educados en su casa o por asistentas maternales a beneficiarse, aunque sólo fuera un poco, de experiencias similares. Y cuando la misma Frangoise Dolto abrió la primera maison verte («casa verde»), ésa era su preocupación: una manera suave y sutilmente educativa, dirigida con la ayuda de psicoanalistas, de abrir tanto a las madres como a sus hijos horizontes indispensables que les parecían prohibidos por la fama temible que tenían. Lo que es lamentable y demuestra la amplitud de las apuestas es que todas estas medidas fueron recuperadas por el discurso bebelátrico o maternolátrico, con lo que el conjunto de esas instituciones se convirtió en algo destinado a mejorar los resultados de los bebés y a hacer todavía mejores a sus madres. Es cierto en cuanto al resultado hacia el que se apunta, pero se presta a confusión si no se dice claramente de qué se trata y cómo se piensa actuar. Si, al conducir por una carretera con mucha pendiente y curvas (otra metáfora automovilística) sé cómo disponer del freno motor de mi vehículo y pongo la segunda, eso no servirá de nada si sigo apretando el acelerador, salvo que quiera salir volando en el primer viraje. Dar explicaciones sobre la manera de funcionar de los dispositivos no equivale (¿tendré que — 314 —
repetirlomuchasvecesmas?)aculpabilizara las madres, niaacusarlasderesponsabilidad, sino a darles un medio suplementario para luchar contra aquello que las atraviesa, las somete y las domina a pesar de ellas. Es armar su inteligencia para permitir que resistan a estas pulsiones parásitas que les vienen desde lo mas hondo de sus historias. Ni que decir tiene que este conjunto de dispositivos, lo mismo que estas medidas sobre las que insisto para expresar hasta qué punto son a menudo soberanas, no pueden producir el resultado benéfico más que sobre niños para los que las cosas continúan abiertas todavía, es decir, no demasiado comprometidas. En efecto, no lograron corregir el curso de la evolución afectiva de Ludo. De hecho, podemos preguntarnos qué suerte habría corrido de haber frecuentado la guardería, aunque como su hermana, se quedaba al cargo de una nodriza, lo que finalmente debió preservarlo parcialmente. Pero el ambiente en el que vivía durante el día no conseguía sin duda extraerlo del todo del que encontraba desde el momento en que volvía a estar con sus padres. ¿Cómo habría podido ser más eficaz la escuela, en estas condiciones? Si, al término de esta recensión de consideraciones, intentamos encontrar el factor común susceptible de explicar su curso y su organización, volvemos a encontrarnos con el ingrediente tiempo que todas ellas comparten. Efectivamente, es la percepción del transcurso del tiempo, sobre la que me he extendido largamente, lo que hace de contrapunto al no-tiempo uterino que promueve la satisfacción inmediata del menor de los deseos. En ese caso vuelve a ser la conciencia del tiempo, en su dimen— 315 —
dad de decir «no» en nombre del padre con el que se hizo ese niño. Vuelve a ser, como siempre, el tiempo quien interviene en una educación que vuelve la espalda al laxismo, a menudo confundido con la democracia, porque esta educación toma abiertamente en cuenta la diferencia generacional y no favorece la ilusión del niño de una igualdad de poderes o prerrogativas. Ahora bien, ¿qué nos dice el Ludo adulto de eso que ha vivido? Que ha sufrido, ciertamente. Pero también nos expresa el beneficio incontestable que ha sacado de esos largos años de verdadera reeducación que le han abierto los ojos y que le han permitido nacer por fin al mundo que le rodea, inscribiéndose en él como un ser deseoso y capaz, naturalmente, de decir que nunca más quiere ver una raqueta, pero capaz también de fundar una pareja y de procrear con una serenidad que su padre no habrá poseído nunca. Claro está que todo esto, como ya he dicho, no tiene que ver ni de cerca ni de lejos, con un trabajo psicoanalítico. Pero también puedo dar testimonio, aunque tenga que pasar por iconoclasta, de que en ninguna ocasión, a lo largo de mi larga carrera, he visto un trabajo psicoanalítico, llevado por el terapeuta que sea y perteneciera éste a la escuela que fuera, que produjera un efecto tan espectacular y tan convincente. Y lo que encontré más divertido y más emocionante del asunto fue que, interesándome por cómo había conocido a su mujer. Ludo me explicó que había sido en el transcurso de unas colonias de verano que frecuentaba y en las que hacía de monitor, y que añadiera muy deprisa, sin que yo le preguntara nada: «¡Pero no ligué con ella hasta que las colonias acabaron!» Era como si se defendiera por adelantado de haberse saltado cualquier regla — 316 —
que esta representada. cuando tenía quince años para entrar en tercero y dedicarse después a los estudios de interpretación. La adolescencia no había representado para él mayores problemas que los que había representado para sus padres. Lo que es suficientemente raro para merecer destacarse y saludarse como un efecto benéfico más en esta terapia indirecta y probablemente de tipo conductista por la que pasó en esa singular escuela. Puesto que ya sabemos lo que ocurre hoy con ese malestar adolescente: «la crisis», según la expresión que a algunos les gusta utilizar, como si fuera ineluctable y como si siempre tuviera que ser violenta. Es ese momento, tan temido por los padres, en que todo lo que había quedado en suspenso durante la travesía de los primeros años volvía con fuerza y pedía que se depurara o que cuando menos se resolviera. Y dado que desde hacía algunas generaciones los padres habían creído conveniente apartarse de referencias decretadas como obsoletas aunque ellos mismos las hubieran experimentado, y dado que llevaban a cuestas una moda, y después otra, su educación, ausente en varios puntos, dejó en suspenso multitud de preguntas que exigían respuestas. No tengo la intención de extenderme más en esta etapa de la vida, que sin embargo tiene una reputación de delicada o directamente de problemática, salvo para decir que no es accidental, sino que depende directamente de la forma en que las cosas ocurren durante los primeros años. El argumento es suficiente para insistir sobre la importancia de la educación precoz y sobre la firmeza de la que no hay que vacilar en dar pruebas desde la edad — 317 —
más delicada. Para volver a emplear un símil automovilístico, no hay que conducir mirando justo lo que se tiene delante del capó, sino que hay que mirar lo más lejos posible. Y basta con hacerlo para que, sin el menor discurso, se transmita así a los hijos. Como este tipo de actitud no se ha observado siempre, lo que hoy se descubre a menudo es la intensidad del miedo que el adolescente experimenta sin saberlo. Efectivamente, vive en el miedo. Un miedo enorme, un miedo tan intenso que... ¡da miedo! Los primeros asustados son los padres, lo que no deja de tener efectos negativos, porque el miedo de los padres tendrá el efecto de hacerlo todavía mayor. A partir de ahí se fija una forma de círculo vicioso en el que los miedos no dejan de alimentarse unos a otros, llegando a veces a contaminar a los profesores y médicos a los que se decide recurrir. Que el miedo siempre acompañe al acceso a esta edad es normal. Ante el adolescente, los padres se encuentran como ante el recién nacido: de pronto tienen miedo de la fragilidad que le suponen, tienen miedo de romperlo, de hacerle daño, de traumatizarlo,* y eso que estamos persuadidos, y nos equivocamos, tanto de su inteligencia y de su capacidad de encontrar por él mismo las soluciones a su afección. Y eso que ya intenta a veces reclamar las directivas de comportamiento, un marco de actuación, un discurso firme que le diga lo que tiene que hacer y adónde ir, aunque para ello haya que rechazarlo o levantarse contra él. A veces incluso grita: «¡No soy ningún bebé!» Pero es en vano. Efectivamente, ha acertado tanto al escoger esta palabra que, sin querer, conforta a sus padres en su posición
cia hoy en el lenguaje parental.
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maravilladaypasmada.Elmalestarnodejará de crecer. Y ocurre asi a menudo, se habían previsto los rituales de p a s o , hoy en día abandonados en nuestro país, practicados desde siempre y en todas las latitudes. Pero no es el abandono de estos rituales lo que ha acrecentado el miedo de nuestros adolescentes. Es lo que vuelve tan intensamente desde el fondo de la infancia, contra lo que los rituales se mostrarían probablemente como poco eficaces. Y lo que vuelve hoy con tanta fuerza, todavía mucho más fuerte de lo que era antes, concierne a la relación con el tiempo y con la muerte. La adolescencia es, desde siempre, ese umbral que todo individuo duda en traspasar: retarda al máximo el momento de abandonar la infancia, justo cuando había conseguido profundizar en ella, y de entrar en esa edad que llamamos adulta. Porque doblegarse a esa necesidad supone aceptar definitivamente la lógica vectorizada del tiempo, con la muerte en su extremo. Supone volver definitivamente la espalda al discurso maternal que ha negado siempre sutilmente esa dimensión, si es que no continúa haciéndolo. Encontramos un ejemplo vivo y emotivo de todo esto en la obra de Pierre Clastres titulada Crónica de los indios guayaquis. «Un día el padre decide que el tiempo de la infancia ha pasado para su hijo.» Sigue entonces la descripción del ritual que se instaura y del que extraigo el pasaje siguiente, que me parece altamente significativo: «Y por primera vez... los kybuchy (niño de entre siete u ocho años, la edad en que se les reconoce como adolescentes*) cantan tímidamente; su boca todavía inexperta modula el prera (canto reservado a los hombres*) de los hombres. Allá a lo lejos, los cazadores responden con su como
* Marcan mi propia traducción libre de los términos.
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propio canto alentando así el de los futuros beta pou (nuevos iniciados*). Esto dura un buen rato. Alrededor, la noche silenciosa y los fuegos que brillan, Entonces, como una protesta, como un lamento, se dejan oír las voces de las mujeres: las madres de los jóvenes. Saben que van a perder a sus hijos, que pronto serán más hombres dignos de respeto que sus memby (hijos pequeños*). Su chenga ruvara (canto reservado a las mujeres*) expresa un último esfuerzo por retener el tiempo, y también es el primer canto de su separación, celebra una ruptura. El rechazo cantado-llorado de las mujeres en aceptar lo inevitable es un desafío para los hombres: su prera redobla la fuerza, la violencia, y se hace agresivo hasta casi cubrir la humilde canción triste de las madres que escuchan cantar a sus hijos como hombres. Ellos saben que son lo que está en juego en esa lucha que libran hombres y mujeres, y eso les hace desempeñar con fuerza su papel: esa noche ya no forman parte del grupo, ya no pertenecen al mundo de las mujeres, ya no son de su madre. Pero tampoco son, todavía, hombres, ni son de parte alguna, y por eso ocupan el enda ayia (choza de iniciación que los jóvenes han construido con sus manos*): lugar diferente, espacio transitorio, frontera sagrada entre un antes y un después para aquellos que van a morir y renacer al mismo tiempo. Los fuegos se van apagando, las voces callan, todos se duermen.» Así vemos que tales ritos iniciáticos consiguen una metabolización inteligente de lo que está en juego. Se comprende todavía mejor su función en la globalidad: someter al aspirante a la ley que rige en la especie, y recordar esa misma ley a los adultos presentes, a los que no deja de concernir también. Nuestras sociedades no tienen estrictamente nada pa— 320 —
tanlasublimaciondesuspulsiones mediante la valoración de los recorridos escolares o de las actividades deportivas, pero tales sucedáneos no afrontan nunca, nunca, el problema de fondo. Hasta tal punto que este problema sigue siendo el mismo, e igualmente preocupante, sea cual sea la época, el lugar geográfico, la latitud o el contexto social. No es que hayamos perdido el sentido de las estrategias reguladoras de cara a este tipo de fenómeno, pero asistimos perplejos a una mutación que eleva la dificultad, ya enorme al principio, a su propia potencia. Sin contar con que siempre hay quien saca provecho del asunto. El márketing ha tomado buena nota, y desarrolla todo un arsenal de productos para ese mercado que, a falta de nada mejor y para arreglar el asunto, ha inventado las modas, las pertenencias, las adicciones y los grupos. Con el aumento de la angustia de muerte no se bromea. Todo lo que pretenda poder combatirla es bienvenido. Evidentemente, puede estarse de acuerdo con esa colección de argumentos y optar de todos modos por una actitud pasiva que aun así rechazará llamarse fatalista, prefiriendo presentarse como realista y atraerse estima y simpatía por el espíritu abierto que manifestaría para la ocasión. Desde el momento en que los viejos modelos familiares, tradicionales o patriarcales, como quiera designárselos, en efecto no han conseguido proteger a la totalidad de sus miembros de los perjuicios de la neurosis (¿a qué terrorífica ilusión podría atribuirse la idea de que tal afección pudiera no existir?), ¿por qué deplorar perjuicios eventuales de los modelos que se han inventado y que se inventan, incluso si la proporción de los daños que engendran fuera infinitamente superior a la de — 321 —
los precedentes? Es el discurso que no dejanos de leer, a cargo de periodistas, sociólogos, políticos e incluso terapeutas de diferentes bandos que militan por la aceptación desdramatizada de todos los casos sin discriminación, dejando entender de alguna manera que todo vale todo, y que nada vale nada. Lo que excluye cualquier tentativa de jerarquizar las actitudes o de favorecer la menor línea de conducta, sea en el sentido que sea. La nostalgia de la anarquía, que se pone así la máscara del respeto a la libertad, no deja de recordar la ilusión de omnipotencia manejada por los niños de pecho. Es cierto que más vale ser así, pues el aire de los tiempos hace que las otras opiniones se reciban muy mal. Lo que deja entrever que finalmente habríamos llegado a la cumbre de la civilización de una especie a la que todavía le quedan decenas, por no decir centenas de milenios, para encontrarse aunque sólo sea mínimamente. No ignoro, por mi parte, la cantidad de etiquetas con las que han calificado el discurso que nunca he dejado de sostener. De todos modos creo que es más fácil permanecer indiferente a lo que se constata después del golpe que a lo que se constata «dentro del golpe». La emoción suscitada por la visión del cadáver de un individuo al que se descubre asesinado no tiene estrictamente nada que ver con la que puede experimentarse cuando se es testigo de un asesinato. En un caso, se sabe que no hay gran cosa que hacer, aparte de dar inicio a una investigación de la que no se sabe a qué conducirá. En el otro, uno se queda conmocionado al sentirse movido por el deseo de intervenir para preservar al agredido y aterrorizado al mismo tiempo por la violencia que manifiesta el agresor. También, es cierto, siempre y por naturaleza, se tiene miedo a resultar dañado uno mismo, a recibir algún tiro... Entonces se tiene la — 322 —
elección por su camino sin hacerse notar o bien dehaceralgo,aunquesólo sea gritar, aunque se sepa que eso ni detendrá al asesino ni hará que la multitud indiferente se movilice. Lo que es yo, siempre he escogido gritar. Y ahora vuelvo a hacerlo. Y no me importa lo que eso pueda suponerme. Creo haber mostrado de qué manera intervienen, sea en la época de la vida que sea, aunque de manera diferente en uno y otro sexos, los ingredientes concatenados que son la conciencia del transcurso del tiempo y la angustia de muerte, y lo he hecho para arriesgarme a proponer una gestión con la que a mi manera de ver se podría, en las generaciones venideras, librar al humano de la vivencia de la nueva suerte que experimenta desde hace dos o tres decenios. La ventaja de tal gestión reside por lo demás, como va a comprobarse, en la extrema simplicidad de su puesta en marcha. Y como además podría entrar sin la menor dificultad en el cuadro de las maneras de hacer admitidas por la colectividad, no debería plantear ningún problema. Con lo cual no queda más que exponerla sucintamente y demostrar su pertinencia. Se basa simplemente en el retorno a una alimentación de los más pequeños a horas relativamente fijas y en cantidades fijas, descartando la práctica actual de atender a la demanda y en cantidades libres. No es más que un pequeño detalle, se dirá, un detalle ridículo del que no se imagina en absoluto qué influencia tendría y todavía menos cómo podría hacerlo. Es cierto. Pero aun así es el tipo de detalle que modifica de arriba abajo los estados de ánimo. Y eso simplemente porque hace que pasemos de la ausencia total de — 323 —
reglas a las reglas, de la anarquía a uno o dos puntos de referencia. Veamos primero qué ha ocurrido en los últimos tiempos en torno al tema. Cuando estudiaba pediatría, teníamos que aprendernos de pe a pa el conjunto de reglas estrictas que regían la alimentación de los bebés. Era necesario calcular con precisión la ración diaria añadiendo 200 gramos a la décima parte del peso del bebé, y luego dividir esta ración en seis tomas durante los dos primeros meses de vida, en cinco durante los cuatro meses siguientes y después en cuatro, hasta el fin del primer año. Los bebés amamantados por sus madres tenían derecho también a las mismas prescripciones ponderales y horarias: las primeras tenían que controlarse mediante pesajes regulares antes y después de la toma, mientras que las segundas se reforzaban mediante precisiones concernientes a la duración de dicha toma (de todos modos, no creo que sea necesario volver a tal rigidez en lo que respecta al amamantamiento materno). Después de esto, se dejaba en total libertad a los padres para que encontraran la mejor manera de llevar a sus hijos. Estas medidas no eran ninguna invención nueva. Resultaban de numerosas investigaciones efectuadas en laboratorio en función de las necesidades de los niños, calculadas con precisión. Nos encontrábamos entonces todavía en la continuación de un proceso que databa ya del siglo anterior, de los inicios de la pediatría, cuyo objetivo apuntaba ante todo a la reducción de la mortalidad infantil. Con mala intención podría añadirse que todavía era la época de la familia patriarcal y del «orden» que ésta no había dejado de instaurar. Y yo respondería: precisamente, ¿y por qué no? Puesto que es precisamente este don del tiempo que el padre ha facilitado — 324 —
siempre sin saberlo debería y sería necesario restaurar los bebes criados así no morían como moscas y que eran, aparte de las afecciones infecciosas que han erradicado las vacunas, y no la revolución dietética, tan guapos y saludables como los de hoy en día. Más tranquilos también, añadiría. Recuerdo haber estado a cargo como interno de dos salas de bebés en las que se contabilizaban ochenta cunas, y nunca me habían ensordecido sus gritos... y eso que se les alimentaba en horas fijas. ¿Por qué ha cambiado esto? Por una serie de razones adjuntas a una serie de factores. Tomando distancia con esa época, correría el riesgo de hacer intervenir hoy el hecho de que nuestras generaciones de profesionales de la salud, y más precisamente los pediatras, que habían conocido la guerra y la privación, lo mismo que los efectos positivos de la solicitud y de la protección maternales, habían ciertamente desarrollado una mayor simpatía hacia las madres. A este respecto, añadiría que eso no habría hecho más que reforzar nuestra propensión natural, en la medida en que no se escoge convertirse en profesionales de la salud, sea en el campo que sea, si no se dispone de una fuerte fibra maternal. Pero la simpatía desarrollada de este modo habría tenido que inscribirse en una modificación profunda del estado de ánimo general (no olvidemos que el derecho de voto se concedió a las mujeres, en Francia, en 1945) y verse alentada. Otros factores de desigual importancia habrían venido a añadirse sobre esta realidad de fondo. Nuestra pereza natural, la ausencia de explicación profunda de las reglas de la dietética (solamente por satisfacer mi curiosidad, mucho más tarde, me puse a buscarlas) nos incitaron a no retener nada de esas reglas que en — 325 —
principio constituían lalaespecificidaddelapracticaque íbamos a desempeñar. Después vinieron a añadirse dos pequeños acontecimientos en espejo, aunque de importancia desigual. Acababa de traducirse un best-séller norteamericano que conquistaba a un amplio público: lo que dio a conocerse como «el Spock»* durante mucho tiempo. Su autor, un pediatra estadounidense, se vio un día invitado por un amigo suyo editor a escribir una obra para el gran público. Según explica él mismo tuvo que empollarse algo a Freud para escribir la parte consagrada a la educación en su obra, pues sobre el tema no sabía gran cosa. Lo que se desprendió de su adaptación de Freud dio lugar a la fascinación por el niño e impulsó desde ese momento la ideología del niño-rey. Y eso que se había tomado la molestia de especificar, en las primeras ediciones, que, pasados los tres meses, había que dejar de mostrarse condescendiente y volver a la firmeza. El mensaje no se entendió y se abandonó enseguida. Por el lado de los profesionales, hubo una aventura casi idéntica, ya que se tradujo más o menos en la misma época un tratado de pediatría que ningún pediatra podía ignorar y que se citaba en toda clase de ocasiones, el famoso Nelson.** Hay que decir que el aura de Estados Unidos estaba entonces en su climax, y que en Francia no se *Benjamin Spock: Comment soigner et éduquer son enfant?, Marabout, París, 1965. [Versión en castellano: Tu hijo, Ediciones B Argentina, Buenos Aires, 1989.] La edición original americana data de 1945. En Francia se hicieron numerosas reediciones. Con tal éxito, se dio lugar a una empresa epónima gigantesca que difunde en el mundo entero tanto la obra misma como los productos derivados. **Waldo E. Nelson: Traite depédiatrie, Maloine, París, 1961. [Versión en castellano: Tratado de Pediatría, McGraw-Hill/Interamericana de España, Aravaca, 2000.]
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disponía de un tratado tan completo a un precio tan asequible. Pero, entre otras cosas, tanto el Nelson como el Spock preconizaban la alimentación a demanda. Se daba por tanto una conjetura que no solamente autorizaba, sino que incitaba a desembarazarse de reglas que parecían anticuadas. Lo que seguramente convino, en particular, a los pediatras, y eso por diversas razones. Uno no escoge nunca su trabajo por azar, como ya he dicho, pero todavía menos la especialidad cuando se es médico. Si bien es cierto que sobre el plano especulativo el oficio de pediatra es apasionante, no deja de implicar una elección que pone al niño en el centro de su ejercicio. Es de sobra conocida la opinión, sobre todo de las madres, pero también del gran público, de que el pediatra es mucho más que un brujo, es ya una especie de semidiós. ¿Acaso no posee un saber considerable sobre esta cosa tan preciosa y misteriosa que es el niño? Y a este niño hay que conocerlo mucho y quererlo más para consagrar su vida a sus cuidados, y sobre todo no tener miedo. No puede por tanto encontrarse mejor aliado para la aventura a la que uno se ha lanzado. Es el padre ideal sobre el que podrá uno proyectarse, con el que podrá contarse, para estar en disposición de seguir ciegamente sus consejos. Pero lo que no se conoce tanto y se dice poco es que un pediatra siempre tiene una cuenta personal a ajustar con su propia infancia o con la infancia en general. Tanto es así que será, a la vez y sin orden ni jerarquía, el bebé o el niño al que cuida, el padre de este bebé o de este niño, pero sobre todo la madre de uno u otro, cuando no la madre de cada uno de los protagonistas. Será todo esto a la vez, a su propia manera, que no será nunca la de cualquiera de sus colegas. Será su estilo, que no se parecerá a ningún otro, que convendrá a tal o a cual franja de sus pacientes. Por poco que a esto se añada el hecho de — 327 —
que tiene por interlocutoras habituales a las madres se infiltra naturalmente, sin ni ciarse cuenta, en una actitud de marketing que consiste en estar en simpatía con ellas y en abundar en su mismo sentido. Si a estos elementos se añade que no se le ha dado ninguna formación sobre la relación y que nadie le ha sensibilizado con la dimensión relacional de su ejercicio, se entenderá lo sensible que puede mostrarse a las consignas que le rodeen, respecto a las cuales no tiene la capacidad crítica que demostrará en otros terrenos. Así ocurrió por ejemplo con la fascinación que sobre él ejercieron, en la década de 1960, los modelos africanos, importados como paradigmáticos e imitables porque eran naturales y por tanto sanos. Ya he dicho lo que pensaba de dichos modelos, señalando que, separados de su contexto simbólico, no tienen ningún sentido. A esta historia hay que añadirle el mayo de 1968 y lo que supuso como movimiento en nuestra sociedad, con el tiro de gracia que se le dio al padre, y en particular el latigazo que azuzó a la sociedad de consumo. Incluso cuando los pediatras saben que los bebés se crían en el mundo de diversas maneras, la industria lechera comprendió el partido que podía sacar del cambio de orientación que se dibujaba. No permaneció impasible. Sus servicios de márketing supieron en efecto explotar el contexto. El amamantamiento a demanda, a pesar de que las dosis precisas de los biberones en función de la edad continuaban figurando en los envases, se difundió por el empeño que la industria puso en ello. Unos biberones más importantes y más frecuentes, en la medida en que lo que el bebé no quería se tiraba, no podían más que aumentar el volumen total de leche consumida. Como se rizaba el rizo, asistíamos al dibujo de una curva ascendente del abandono de las madres a su pro— 328 —
pensión, a la soledad y a la responsabilidad aplastantes a las que se vieron condenadas desde entonces. Pero, si hay que apartarse de esta manera de hacer, ¿no tendremos el derecho de preguntarnos si el retorno a un proceder más estricto y reglado, si es que está justificado, es también fisiológicamente soportable por el niño de pecho? Esta manera de actuar es sin duda soportable, porque, como he dicho, ha sido muy largamente experimentada sin que, naturalmente, se hayan señalado los efectos que subrayo. Es algo que ahora mismo podría estar aplicándose para la prevención de la obesidad infantil, o como tratamiento adicional para el reflujo gastroesofágico, pues es bien conocido que mejora notablemente mediante la reducción y el fraccionamiento de las comidas. Pero, se dirá, los bebés llorarán si no se quedan saciados. Es cierto. Pero seguro que no por mucho tiempo. Una vez que hayan acabado el biberón ciertamente querrán un poco más, y no dudarán en gritar. Lo que es seguro también es que si no se les da, comprenderán que su demanda no va a verse satisfecha, y tarde o temprano dejarán de llorar. Dicho de otro modo, por poco que se acostumbren a esta dosificación, acabarán por aceptarla. Por otra parte, es sobre este punto que puede venir a sumarse el argumento de la justificación, ya que la frustración a la que los bebés se verían sometidos de este modo formará para ellos la base de su educación futura: la ecuación «educar = frustrar» se verifica siempre y desde la más tierna edad. Además, ¿qué puede representar una frustración de esta importancia si se piensa que el pequeño disgusto que ocasiona instaura, mediante pequeñas capas sucesivas que se añaden unas a otras, una percepción mucho más segura del mundo extrauterino y la sus— 329 —
titución del no-tiempo del útero virtual, que no deja de tejer la sobresaturación, por una percepción acompasada por la sensación física? Nos queda por pensar cómo poner realmente en práctica este asunto. ¿Hay que proceder así desde el nacimiento? ¿Hay que esperar a cierta edad y volver, dicho de otro modo, a la prudencia de las primeras ediciones del libro de Spock? ¿Hay que amamantar realmente a una hora fija, o bien cierta tolerancia es soportable? Diría que se puede ser menos estricto con los horarios con una tolerancia de treinta minutos alrededor de la hora teórica en los dos primeros meses, pero manteniendo la firmeza en las cantidades. Después, la flexibilidad se mantendrá, pero con una tolerancia recortada a los diez minutos, sin dudar ni en hacer esperar ni en despertar. En este caso también se mantendrá la firmeza sobre las cantidades. Una vez fijadas estas rutinas, la instauración de la diversificación misma obedecerá a reglas precisas: como en la actualidad se apoya que se retrase como consecuencia del riesgo de desarrollo de alergias alimentarias, permitirá, teniendo en cuenta la prolongación de la alimentación láctea, que los niños se acostumbren a la cadencia del tiempo. Tomarán esa costumbre que se les ofrece. Este respeto forzado del tiempo que se deslizará entre madre e hijo pondrá al niño en el tiempo del que tiene una necesidad vital y del que sus congéneres se han visto privados seriamente en estos últimos decenios. Este niño puesto en el tiempo se desarrollará siendo menos adicto al placer: podrá vivir entonces un tiempo vacío sin sentirse invadido por la angustia de muerte; no será ya más el tirano que vemos todos los días; sin que le falte personalidad, aceptará mejor el límite y la disciplina; y, gracias a todo esto, será, por fin, un adolescente más sereno. — 330 —
En cuanto a las madres, serán ellas seguramente las que, si lo adoptan, podrían sacar un mayor beneficio de esta vuelta a una manera más estricta de proceder. Ocurrirá, en este caso, como lo que ocurre entre las que pasan, para poner al niño en una guardería, por eso que llaman la semana de adaptación. Todos los profesionales de la primera infancia, empezando por el personal de las guarderías, saben muy bien, no sin que esto finalmente les resulte enternecedor, que en lo que respecta a la adaptación no son los bebés los que deben adaptarse, sino las madres. En ese caso también, sometidas a una prescripción exterior a ellas y seguida por un amplio público, exoneradas de su aplastante responsabilidad incluso en este sector de lo cotidiano, ayudadas por un ritual simple y coadyuvante que les proporciona referencias a la vez discretas y eficaces, se adaptarán necesariamente y se sentirán aliviadas. ¿Deberán temer que se las califique de malas madres? Porque hay que hacerlo bien con ese fantasma del que dicen que las tortura tanto cuando, ocupadas en el trabajo, se creen en el deber de compensar la cantidad de tiempo mediante un exceso de calidad, cuando no se trata de una mayor intensidad de inversión afectiva. Pero pueden estar tranquilas: la sonrisa del bebé no dejará de consolarlas y de acogerlas. Y ese bebé no podrá sino sonreírles, puesto que al haber pasado del universo uterino al universo aéreo sabe que puede contar con ellas, y las localizará infinitamente mejor que si lo hubiesen condenado mediante demasiadas atenciones a quedarse soldado a ellas. Podría seguirse describiendo cómo podría desarrollarse un proceso que, se tome por el lado que se tome, no podrá producir más que ventajas. ¿No es lo importante procurar que se sitúe en el ámbito de la ley de la es— 331 —
pecie, de cuya instauración nadie parece dispuesto a hacerse responsable? ¡Aunque sólo fuera eso! Bastaría con hacerlo de modo que el nuevo proceder pareciera más una incitación que una imposición, una incitación sostenida que acabaría por ser voluntariamente aceptada: basta con percibir el reflejo adquirido actualmente de ponerse el cinturón de seguridad. La colectividad, que así adquiriría una nueva amplitud y que se vería revestida de nuevas funciones, tomaría, al cumplir este cometido, el relevo de ese padre al que había deliberadamente apartado. La madre no se sentiría más dividida entre su propensión profunda y su necesidad de tener en cuenta las eventuales reacciones de un compañero perteneciente a una subespecie ignorante de lo que motiva a la subespecie a la que ella pertenece. El eterno conflicto entre subespecies podría desarticularse progresivamente en beneficio de todos. Ella miraría con otros ojos a ese compañero, que podría finalmente optar por la actitud que desearía tener sin hacer correr riesgos, y podría reemprender con él los contactos necesarios para volver a investir a la mujer que hay en ella. Una actividad sexual más relajada y más valorada en el interior de la pareja contribuirá a protegerla mejor de todo lo que, para cada uno de sus protagonistas, corre el peligro de emerger desde el fondo de sus historias. Porque es ahí sin duda en donde se esperará que la solución fracase. Me extrañaría que pueda convencer a los psicólogos, que sin duda estimarán que no iba a cambiar gran cosa y que piensan que seguirían teniendo a un montón de niños que cuidar. Eso no lo creo. Porque si una medida así no tiene la posibilidad de revelarse como capaz (¡menos mal!) de poner obstáculos a la transmisión de los perjuicios de la historia, con esta transmisión — 332 —
ocurrirá algo diferente. Cuando una historia se abate sobre un ser angustiado y fragilizado por contingencias exteriores, sobre un ser perdido sin referencias en el desierto de su propio porvenir y en el de su hijo, la violencia de su discurso es considerable y crece siempre con el curso del tiempo. El niño se ve afectado de frente, porque se ve incluido. Cuando, en cambio, gracias al artificio introducido por la cadencia precisa del tiempo, consiga percibirse por fin fuera del universo uterino, aunque sea confusamente, esta distancia mínima hará las veces de protección. La madre, aliviada por ella misma, no corre el mismo riesgo de tensión que hacía que chocara con su pareja y que se lanzase con él a una sobrepuja de la que ambos salían necesariamente perjudicados. Evidentemente, habrá quien lo siga encontrando gracioso, y también puede ser que parezca increíble, o rechazable. Pero ¿qué costaría probarlo? No tenemos nada que perder, y todo que ganar. ¿Entonces?
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ÍNDICE Agradecimientos Prefacio I. Historia e historias II. Todo empezó un día III. El don del padre IV. La madre segura y el padre confuso V. El hijo-apuesta VI. Poner al niño en el tiempo
9 11 13 39 81 141 221 275
Elle «Una vez más, Aldo Naouri nos provocará con una propuesta iconoclasta aunque alimentada con argumentos sacados del psicoanálisis y la antropología.» L'Express
«Este hombre que sabe hacer hablar a los mitos cuenta a su manera, poética, generosa, convincente y en
ocasiones
ble, cómo la historia de la
discuti-
humanidad
nos
ha conducido al punto en el que nos encontramos en la actualidad, atrapados en este eterno triángulo —padre, madre, hij o — dentro del cual no sabemos cómo equilibrar las fuerzas.» L'Express
«Revisitar el eterno triangulo - pedre, madre, hijo-
a la luz de las hordas pri-
mitivas, de las grandes religiones monoteístas o de las sociedades tradicionales: en eso consiste la originalidad de la propuesta de Naouri.» Le Monde
«Aldo Naouri aboga por un nuevo equilibrio familiar y critica a las madres demasiado maternales.» Le Journal du dimanche
«Obra erudita y explosiva.»