INTRODUCCION
El análisis de la responsabilidad extracontractual, tanto en la doctrina nacional como internacional, se ha desarrollado sobre la base de estudiar la estructura del ilícito civil. Entre nosotros se afirma tradicionalmente que el delito y cuasidelito civil están integrados por tres elementos (el hecho u omisión dolosa o culpable, el daño y la relación causal de ambos elementos), delimitándose el examen a cada uno de ellos. Esta fórmula, claramente simplista, en medida nada despreciable ha empobrecido la concepción del ilícito civil y dejado de lado aspectos importantísimos para su conceptualización y aplicación práctica. Creemos nosotros que todo ilícito civil, genéricamente concebido, acusa la concurrencia de cinco elementos: un hecho del hombre (así sea positivo –acción– o negativo –omisión), la antijuridicidad del mismo, la imputabilidad a persona determinada, el daño y la relación causal. Esta nomenclatura nos conduce a varios problemas de indiscutible actualidad. Desde luego, es necesario definir claramente cuándo se incurre en una omisión que haga responsable a su autor de los daños que de ella se siguen. Nuestra doctrina no ha aportado sobre el particular un criterio que sirva para despejar esta situación de ordinaria ocurrencia. Asimismo, la antijuridicidad determina que no todas las conductas dolosas y culpables pueden ser el antecedente de la responsabilidad civil, lo cual conduce a establecer de qué manera se construye este elemento en el derecho chileno, tanto en su aspecto formal como material, y cómo se reglamentan las causales de justificación, precisamente a partir de la supresión del reproche jurídico de la conducta de que 7
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nace la responsabilidad. Cabe destacar que esta materia ha sido objeto de largos debates en la doctrina, de los cuales han permanecido ausentes los autores nacionales. Especial atención hemos puesto en lo relativo al daño extrapatrimonial. El llamado daño moral es objeto cada día de comentarios y discusiones, que, unidos a la importancia práctica de la materia, transforman el tema en uno de los aspectos más sensibles del nuevo derecho de daños. A juicio nuestro, esta cuestión merece una preocupación preponderante, ya que son evidentes las falencias de la doctrina nacional y de la jurisprudencia, arrastrándonos a situaciones que no deben perdurar en el tiempo. La capacidad delictual y cuasidelictual, que como se sabe tiene reglas especiales en la legislación civil, todas las cuales deben coordinarse con otras ramas del derecho, la tratamos como condición previa de imputabilidad. Esta materia se complementa con el estudio de los factores de imputación (dolo, culpa y riesgo). Este último se examina también en el capítulo primero, ya que es la base de una importante innovación en el derecho de daños, especialmente a partir de la revolución industrial. Finalmente, tratamos la relación causal, materia que si bien ha experimentado avances en los estudios modernos, sigue en sus rasgos generales sujeta a los principios tradicionales. No puede dejarse de reconocer, por otro lado, que en el campo civil no se ha abordado este problema con la profundidad que se ha hecho en el derecho penal. Creemos nosotros que junto al ilícito civil genérico (delito y cuasidelito) debe considerarse un ilícito específico, que surge siempre que la infracción legal causa daño. La sola violación de la ley, unida a un menoscabo patrimonial o extrapatrimonial de persona diversa del infractor, determina la obligación de reparar, lo cual no puede ser sino consecuencia de la existencia de un hecho ilícito (de antijuridicidad formal). En este caso, la víctima queda exonerada de probar el factor de imputación, puesto que éste se presume (quien infringe la ley causando un perjuicio se presume culpable). En otro orden de cosas, postulamos la posibilidad de considerar el riesgo como una nueva forma de culpa e intentamos demostrar que en nuestro Código Civil esta posición puede sustentarse, atendiendo a la amplitud con que se hallan conce-
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bidas muchas de las disposiciones del Título XXXV del Libro IV. Fácil resulta comprender que ello implica, como se examina en este trabajo, retroceder en la cadena causal, abandonando el principio de que el daño debe provenir de manera directa e inmediata del hecho que causa el daño. Nos parece evidente que en la sociedad moderna los daños surgen de complejas situaciones, integradas, la mayor parte de las veces, por una serie de causas que se concatenan y atan de modo que es difícil apreciarlas por separado. Por lo mismo, estimamos que la aceptación de esta idea importaría un avance significativo en el derecho de daños. El panorama que ofrece la jurisprudencia nos exige imperativamente realizar un gran esfuerzo para hacer progresar esta rama de la responsabilidad y aportar los elementos que permitan innovar en las decisiones judiciales en un área tan importante del derecho moderno. Los estudios jurídicos en este campo han evolucionado considerablemente en casi todas las latitudes, observándose un claro estagnamiento entre nosotros. Dejar atrás este subdesarrollo es responsabilidad de todos quienes se dedican al desempeño de la judicatura, la cátedra universitaria y el ejercicio de la profesión de abogado. En éstas como en otras materias la influencia de los autores franceses y de una pléyade de ilustres tratadistas nacionales de comienzos del siglo veinte contribuyó a congelar la interpretación, provocando un vacío que hoy día se hace más ostensible. Tanto éste como varios otros trabajos nuestros realizados en los últimos años tienen como objeto preferente romper la inercia que se ha ido apoderando de los juristas chilenos, alentándolos para que planteen nuevas teorías y concepciones, convencidos, como estamos, de que en ninguna otra rama de las ciencias sociales la creatividad tiene un papel más importante, y que es ella la única herramienta capaz de mantener renovado el derecho. EL AUTOR
I. DE LA RESPONSABILIDAD
A. NATURALEZA DE LA RESPONSABILIDAD La responsabilidad, como es sabido, puede presentarse en diversas áreas del derecho con caracteres particulares. Así la responsabilidad penal se identificará con la pena, la responsabilidad política con la privación de una función pública, la responsabilidad administrativa con la exclusión o suspensión de una tarea de la misma índole, etc. La responsabilidad civil se identifica con la reparación de los perjuicios que se causan cuando ellos derivan del incumplimiento de una obligación, pudiendo concurrir con cualquier otro tipo de responsabilidad. En consecuencia, la responsabilidad civil, materia de nuestro estudio, podría definirse diciendo que consiste en el deber jurídico de reparar los daños o perjuicios que se producen con ocasión del incumplimiento de una obligación. Por su parte, la obligación es un “deber de conducta tipificado en la ley”. Toda obligación civil, por lo mismo, importa la imposición de una conducta que el destinatario de la norma debe realizar, así sea positiva (acción) o negativa (omisión). Si dicha conducta no se despliega, quien la infringe debe indemnizar los perjuicios que de ello se siguen. Decimos que obligación es un deber de conducta tipificado en la ley, porque siempre, invariablemente, es la ley la que describe la diligencia, cuidado y actividad que se impone al obligado, así sea directamente o remitiéndose a la voluntad de las partes que gestaron el contrato, cuando la obligación tiene este origen, o bien en función de ciertos estándares generales, como cuando se trata del deber de no causar daño a nadie. 11
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La obligación cuyo incumplimiento acarrea responsabilidad puede estar establecida en el contrato –vale decir, haber sido asumida voluntariamente por el deudor de dicha conducta–, en cuyo caso hablaremos de responsabilidad contractual. Si la obligación está establecida en la ley, hablaremos, entonces, de responsabilidad extracontractual (al margen del contrato). En este último caso la responsabilidad podrá ser legal (si es la ley la que directamente asigna el deber de conducta), delictual o cuasidelictual (si la responsabilidad deriva de la obligación de no causar dolosa o negligentemente daño a nadie), o cuasicontractual (si la responsabilidad tiene como antecedente una obligación contemplada a propósito de un hecho voluntario y no convencional). Por consiguiente, sólo hay dos grandes tipos de responsabilidad civil: CONTRACTUAL y EXTRACONTRACTUAL, consagrándose un estatuto jurídico diverso para cada una de ellas. No faltan quienes sostienen que la responsabilidad extracontractual es legal, ya que nace de una disposición de la ley. En verdad, no hay obligación alguna que no tenga su último sustento en la ley. En otras palabras, no hay obligaciones en contravención a la ley, cualquiera que sea su naturaleza. ¿Dónde está, entonces, la diferencia? Nosotros creemos que sólo es dable hablar de obligaciones legales en aquellos casos en que la norma directamente y sin intermediación alguna impone un determinado deber de conducta. En los demás casos (delito y cuasidelito civil) hay una actividad humana jurídicamente relevante, que describe una hipótesis normativa que desencadena una consecuencia, la cual consistirá, precisamente, en el surgimiento de una obligación. Lo propio ocurre tratándose de la celebración de un contrato (fuente de responsabilidad contractual), pero con la salvedad de que en este caso la hipótesis que se describe da lugar a una situación jurídica intersubjetiva especialmente reglamentada en la ley, tanto respecto de su génesis como de sus efectos y consecuencias. Generalizando, podemos sostener que la responsabilidad, en cuanto deber jurídico reparatorio, surge siempre que la conducta humana describe una hipótesis consagrada en la ley. Esta hipótesis, a su vez, consistirá siempre en el incumplimiento de una obligación preexistente, a causa de lo cual resultará
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un daño para el titular del derecho a quien el infractor debía satisfacer. El fundamento de la distinción entre responsabilidad contractual y extracontractual apunta a la naturaleza de aquella obligación preexistente. Si ella emana de un contrato nos encontraremos en el ámbito de la responsabilidad contractual; si la obligación emana de la comisión de un delito o cuasidelito civil, o de la ejecución de un hecho voluntario no convencional, o de la mera disposición de la ley, estaremos en el ámbito de la responsabilidad extracontractual. Para que surja jurídicamente responsabilidad civil es necesario, entonces, que se desarrolle la siguiente secuencia: acción u omisión descrita como hipótesis en la ley; surgimiento de una obligación civil; incumplimiento de esta obligación; daño proveniente del incumplimiento; y, finalmente, deber jurídico (obligación) de reparación del daño causado. Así las cosas, podría decirse, en último término, que la responsabilidad es el medio de que se vale el derecho para compensar el incumplimiento de una obligación, o bien una forma particular de cumplimiento por equivalencia cuando el obligado no lo hace en especie (desplegando la conducta debida). La responsabilidad es, por lo tanto, una sanción destinada a restaurar el orden jurídico cuando éste se ha alterado como consecuencia de que un sujeto ha dejado de dar cumplimiento a sus obligaciones, como quiera que ellas se hayan configurado. De aquí la utilidad de reconocer una teoría unitaria de la responsabilidad, ya que ésta, como se examinará más adelante, es idéntica en lo medular y sustantivo. Señalemos, desde ya, que la responsabilidad es una sanción civil que sobreviene como consecuencia del incumplimiento de una obligación cuyo objetivo es restaurar un equilibrio, originalmente instituido en el ordenamiento, entre quien es titular de un derecho y quien lo quebranta. Nadie discute que la nulidad es otra sanción civil. Si se observa la finalidad de esta última, se llegará a la conclusión de que ella restablece una situación jurídica anterior al acto invalidado. Lo propio ocurre tratándose de la responsabilidad. Con intervención del Estado (a través de sus órganos jurisdiccionales), se restaura la situación original, procediéndose al cumplimiento de la obligación por equivalencia. No otra natu-
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raleza tiene la indemnización de perjuicios. Por consiguiente, la responsabilidad civil, en todas las áreas en que tiene cabida, es una sanción impuesta por una infracción (incumplimiento de una obligación preexistente), cuya razón es sustituir el cumplimiento en especie por un cumplimiento equivalente. En último término, frente al incumplimiento de un deber de conducta impuesto o reconocido por la ley, la reacción social se manifiesta concediendo al perjudicado el derecho de exigir la reparación de los daños sufridos, lo cual se concreta a través de una acción indemnizatoria que tiene por fin conferir un beneficio congruente con la satisfacción de la obligación incumplida. Como lo hemos sostenido en otros trabajos, la responsabilidad tiene como meta final restaurar el orden jurídico quebrantado, recomponiendo la interrelación de los intereses afectados, como si aquélla hubiere sido efectivamente satisfecha en especie. Se observará que la responsabilidad civil tiene un elemento propio que no coincide con los demás tipos de responsabilidad: el perjuicio patrimonial. Así, pueden darse varias hipótesis de ilícitos penales en que no existe daño patrimonial –caso en el cual no concurrirá jamás la responsabilidad civil–, o de ilícitos políticos o administrativos sin daño patrimonial. Sólo cuando la infracción de la obligación penal, política o administrativa causa perjuicios patrimoniales, ella estará acompañada de responsabilidad civil. Lo anterior significa que existe un solo medio para reparar el menoscabo patrimonial y recuperar el equilibrio de los intereses previstos en el derecho: la responsabilidad civil, que bien puede presentarse aisladamente o unida a otro tipo de responsabilidad. De aquí resulta que la comisión de un delito o de una infracción administrativa o política puede estar acompañada de responsabilidad civil, siempre que aquélla vaya unida a perjuicios patrimoniales que sea necesario reparar. Creemos nosotros que la responsabilidad civil, en consecuencia, debe estar invariablemente ligada al restablecimiento del equilibrio patrimonial, no pudiendo ella ser fuente de enriquecimiento ni de empobrecimiento. La responsabilidad, por lo mismo, será siempre un sustituto del cumplimiento y su legitimidad quedará condicionada por el hecho de que con ella se
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alcance el beneficio que podía reclamar la víctima del incumplimiento. Si la responsabilidad excediere los efectos del cumplimiento o no alcanzara a cubrir los beneficios que corresponden al perjudicado, se generaría un caso de enriquecimiento sin causa (enriquecimiento ilícito), toda vez que a pretexto de la reparación o se consigue más o se obtiene menos de lo que corresponde. De aquí la importancia de que la indemnización sea expresión de un equilibrio de intereses que está contenido en los términos de la obligación. Lo anterior debe entenderse sin perjuicio de las llamadas penas privadas, respecto de las cuales nuestra legislación es muy reacia. De lo que llevamos dicho hasta aquí se desprende que la responsabilidad civil es una verdadera sustitución de una obligación (incumplida) por otra (indemnizatoria), razón por la cual ambas habrán de fundarse en la articulación y realización de los mismos intereses. Si la indemnización equivale al cumplimiento total y oportuno de la obligación, el órgano jurisdiccional deberá velar porque la compensación patrimonial no sea superior ni inferior al beneficio legítimo y proyectado del acreedor, puesto que sólo en esa medida será posible recomponer el orden social alterado por el incumplimiento. Lo anterior no constituye un mero enunciado teórico. Ello redundará, como se analizará más adelante, en la delimitación de las facultades de los organismos jurisdiccionales llamados a fijar la cuantía de las indemnizaciones. Los autores creen ver en la sanción penal (pena) la reparación de un daño social que afecta a toda la comunidad, y en la sanción civil (indemnización) la reparación de un daño particular que no trasciende al ámbito colectivo. “Muy distinta es la responsabilidad civil; supone no ya un perjuicio social, sino un daño privado; la víctima no es ya toda la sociedad, sino un particular. Por eso, las consecuencias de la responsabilidad son muy diferentes en uno y otro caso”.1 No es ésta nuestra opinión. Tanto se altera la vida social como consecuencia de la comisión
1 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Tratado Teórico y Práctico de la Responsabilidad Civil Delictual y Contractual. Tomo Primero. Volumen I. Ediciones Jurídicas Europa-América. Buenos Aires. 1961. Pág. 7.
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de un delito como del incumplimiento de una obligación, puesto que ambas conductas alteran el orden jurídico establecido. Tan evidente es lo que decimos que muchos delitos sólo perjudican a una persona o a un número limitado de personas (particularmente tratándose de los delitos de acción privada), y lo propio ocurre tratándose del incumplimiento de una obligación. ¿En dónde está, entonces, la diferencia que justifica la distinción entre responsabilidad civil y penal? Creemos nosotros que se trata de instrumentos jurídicos diversos. En el delito se prohíben, bajo la amenaza de una sanción, determinadas conductas que se describen en la norma (tipicidad). En la responsabilidad civil se prohíbe genéricamente el incumplimiento, remitiéndose la obligación no sólo a la disposición legal, sino a la voluntad de los particulares, que, siempre en el marco legal, pueden crear libremente la obligación (libertad contractual). Por lo tanto, siempre hay una conducta típica que se sanciona, pero en la responsabilidad penal esta tipicidad es cerrada y debe hallarse preestablecida en la ley, en tanto en la responsabilidad civil la tipicidad es abierta y puede describirse (obligación) por los interesados (contrato) en el marco prefijado por la ley. Adviértense también, claramente, otras diferencias conceptuales importantes. La naturaleza de la sanción es diversa, sin embargo de lo cual el incumplimiento civil puede ir acompañado de la comisión de un delito (así sucede si el obligado, al gestarse la obligación, usó un nombre fingido, se atribuyó poder, influencia o créditos supuestos, aparentó crédito, comisión, empresa o negociación imaginarios o se valió de cualquier otro engaño semejante), como sucede en las hipótesis del artículo 468 del Código Penal. De la misma manera, un delito puede ir acompañado de responsabilidad civil para reparar los daños patrimoniales que el mismo ha causado a la persona de la víctima o en sus bienes. Por consiguiente, hay dos figuras distintas (responsabilidad penal y responsabilidad civil) que se fundan en los mismos principios (prohibición de una conducta), con sanciones diversas (pena e indemnización de perjuicios), y que pueden confluir para la restauración del orden previsto en el ordenamiento normativo. El interés social exige con el mismo rigor el cumplimiento de la ley, sea ella penal o civil, pero con connotaciones especiales en cada caso.
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Tampoco la titularidad de la acción es un elemento que permita formular una distinción tajante. Hay delitos que sólo pueden perseguirse por determinadas personas (delitos de acción privada) y hay casos de responsabilidad civil que dan acción popular (artículos 948 y 2333 del Código Civil). Nótese que los delitos de acción privada son una excepción en el ámbito del derecho penal, como la acción popular es una excepción en el ámbito de la responsabilidad civil. Resumiendo podemos sostener que las responsabilidades civil y penal tienen el mismo fundamento: la prohibición de una conducta típica preestablecida en la ley o por los particulares (contrato), pero con la salvedad de que en un caso la tipicidad es cerrada (delito) y en el otro es abierta (incumplimiento civil), puesto que no hay delito sin ley que lo sancione, ni hay responsabilidad civil sin incumplimiento de una obligación preexistente. Por cierto, de las diferencias que se advierten entre ambos tipos de responsabilidad se siguen una gran cantidad de otros elementos distintivos que singularizan cada instituto. No dejaremos el tema antes de examinar el elemento subjetivo que subyace en ambos tipos de responsabilidad. Con la sola excepción de la llamada responsabilidad objetiva (que sólo puede darse en el ámbito de la responsabilidad civil y jamás en el ámbito de la responsabilidad penal), y que se fundamenta en la creación de un riesgo que obliga a reparar todo perjuicio que de él se siga, tanto la responsabilidad penal como la civil requieren de un elemento subjetivo (intención o negligencia). No hay delito sin intención (dolo) ni cuasidelito sin negligencia (culpa), y esto ocurre en ambas ramas del derecho. Ninguna duda nos cabe que la teoría del dolo y de la culpa es unitaria, pero, como es obvio, admite diferencias menores en uno y otro caso. El dolo, en el ámbito penal, debe hallarse recogido por la tipicidad, en materia civil corresponde a la intención positiva de incumplir la obligación (situación también descrita en la ley, pero referida genéricamente a todas las obligaciones que se hagan exigibles). Como lo hemos sostenido en otro trabajo,2 en el con-
2 Pablo Rodríguez Grez. La Obligación como Deber de Conducta Típica. Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Año 1992.
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cepto de dolo civil cabe el llamado dolo eventual, que se satisface con la representación del daño (que se seguirá de quebrantar la conducta obligacional debida) y su aceptación por parte del agente. Asimismo, sólo responde el obligado incumplidor cuando existe dolo o culpa de su parte, ya que no hay responsabilidad si el incumplimiento obedece a caso fortuito o fuerza mayor, o cuando el obligado ha desplegado la conducta que se le exige y ella no ha sido suficiente para satisfacer la prestación acordada u ordenada. En el fondo, entonces, la responsabilidad tiene un mismo fundamento: se responde cuando no se ejecuta la conducta debida, sino una conducta prohibida, siempre que ella (la prohibición) esté establecida en la ley (lo que ocurre cuando es la ley o un contrato legalmente celebrado el que describe dicha conducta). Lo demás corresponde a una regulación jurídica específica para el funcionamiento de cada instituto. No faltará quien repare que la obligación impone un deber de conducta típica y no una prohibición. Ello es efectivo, pero la existencia de la obligación, mirada desde la perspectiva del acreedor, revela la prohibición del deudor de comportarse de manera de incumplir el deber asumido. Por lo tanto, la obligación implica un deber de conducta y una prohibición jurídica de comportarse contraviniendo este deber. El incumplimiento, por lo mismo, encierra la infracción de la conducta debida y la ejecución de una conducta prohibida (que generalmente será de omisión). No existe, entonces, una contradicción lógica al analizar conceptualmente la obligación en una y otra dimensión para los efectos de plantear una concepción unitaria de la responsabilidad que comprenda sus diversas áreas. Dicho de otra manera, el deudor está comprometido a desplegar una conducta, ya sea activa (acción) o pasiva (omisión). Toda otra conducta que se aparte o burle aquella que es debida está prohibida por el ordenamiento jurídico. En consecuencia, tanto hay una prohibición si la norma penal dispone que “el que mate a otro será sancionado con presidio…” (norma secundaria de la cual se desprende la norma primaria que diría: “nadie debe matar a otro…”), como cuando decimos que “si el vendedor no entrega la cosa vendida al comprador se resolverá el contrato con indemnización de perjuicios” (norma secundaria
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de la cual se deduce una norma primaria que diría: “el vendedor no debe entregar la cosa vendida a otra persona que no sea el comprador”). No son pocos los autores que observan en el incumplimiento civil contractual un fenómeno en todo semejante a la responsabilidad delictual. “¿Hay que concluir de esa similitud perfecta que quien no cumple una obligación contractual está regido por los mismos principios que se aplican a los que comprometen su responsabilidad delictual, y que, en consecuencia, toda responsabilidad es delictual? Son muchísimos los que ven en ello una consecuencia necesaria de su sistema: son llevados por él a proclamar la unidad de las responsabilidades delictual y contractual; aplican los artículos 1.382 y siguientes del Código Civil (francés) al incumplimiento de los contratos. Puesto que, según escribe especialmente Grandmoulin, ‘la obligación inicial, nacida ex contractu o ex lege, se extingue por la pérdida o la imposibilidad de su objeto, la obligación de reparar que nace entonces no es la deuda primitiva surgida del contrato, sino una obligación que encuentra su fuente en los artículos 1.382 y siguientes’. ‘Para nosotros –afirma Lefebvre– la evidencia es que la expresión responsabilidad contractual es una forma viciosa, una forma errónea de lenguaje, y que la responsabilidad es necesariamente delictual’”.3 A igual que los autores citados, creemos que lo anterior es “ir muy lejos”. En verdad, la confluencia que nosotros observamos entre la responsabilidad civil y delictual es de principios y fundamentos generales, pero no se trata de una identidad plena ni del desplazamiento de la responsabilidad civil contractual al campo de la responsabilidad delictual. Nos parece evidente que en el caso de la responsabilidad delictual (extracontractual y penal) la obligación que se infringe está impuesta en la ley, y en el caso de la responsabilidad contractual aquella obligación es generada por los interesados libremente, pero en el “marco” –como se dijo– del ordenamiento normativo, esto es, en el marco impuesto por la ley. Nótese, sin embargo, que mayor
3 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen I. Págs.119 y 120.
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similitud hallaremos entre la responsabilidad civil delictual y cuasidelictual y la responsabilidad penal propiamente tal. Lo concerniente a la responsabilidad legal y cuasicontractual ofrece particularidades especiales. La responsabilidad, como queda dicho, es una sola. Ella supone el incumplimiento de un mandato revestido jurídicamente de los medios necesarios para poner al servicio de su cumplimiento la fuerza (coercitividad) que administra y es monopolio del Estado. Cuando nos encontramos en el ámbito de la responsabilidad civil, ella se traduce en la sustitución de una obligación incumplida por una nueva obligación resarcitoria de los perjuicios patrimoniales provocados. Sólo surge la responsabilidad civil cuando del incumplimiento se sigue un daño material o moral (ambos quedan comprendidos en el concepto daño patrimonial). La responsabilidad civil es al incumplimiento lo que la pena al delito penal, vale decir, su consecuencia jurídica. Hasta aquí nuestras reflexiones sobre la responsabilidad en general. B. RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL Y RESPONSABILIDAD DELICTUAL O CUASIDELICTUAL Sin desconocer que la responsabilidad civil es una sola, y que consiste en el efecto que conlleva el incumplimiento de una obligación cuando de ello se sigue daño patrimonial, advertimos importantes diferencias entre cada una de sus especies. Nos abocaremos, en primer lugar, a la responsabilidad contractual y sus diferencias con la responsabilidad civil delictual y cuasidelictual: 1. La diferencia más importante, sin duda, radica en el origen de la obligación incumplida. Si la obligación que se deja de satisfacer deriva de un contrato (o convención, en el lenguaje del artículo 1438 del Código Civil), lo cual supone el acuerdo de voluntades del acreedor y del deudor, estamos frente a la responsabilidad contractual. Si la obligación corresponde al deber de comportarse prudentemente sin causar daño a nadie (obligación general instituida en la ley), estamos en el ámbito
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de la responsabilidad delictual o cuasidelictual. Como puede apreciarse, el fundamento último es el mismo: incumplimiento de una obligación o ejecución de una conducta contraria u opuesta a la debida (de aquí que sostengamos que tras el incumplimiento subyace una prohibición jurídica). Se ha sostenido por algunos doctrinadores que las obligaciones nacen del contrato o nacen de la ley. Lo anterior no nos parece muy preciso. En verdad hay obligaciones que nacen directamente de la ley (obligaciones legales), en tanto otras nacen de la ejecución de hechos descritos en la ley (hipótesis) como presupuestos de la obligación, y aún otras, del concurso real de voluntades en el marco establecido en la misma ley. De aquí que insistamos que, en el fondo, toda obligación, como vínculo capaz de imponer un deber de conducta, tiene como antecedente último una disposición legal. Lo anterior no podría ser de otra manera. En efecto, nadie puede imponer a nadie una servidumbre o arbitrariamente el deber de comportarse de una determinada forma. Ello es atributo de la norma jurídica sancionada por los poderes públicos. Es precisamente por esto que la voluntad de las partes, manifestada en la forma y con los requisitos dispuestos en la ley, es capaz de crear la obligación en cuanto deber de conducta a cuyo servicio se pone la fuerza que administra y monopoliza el Estado. 2. La obligación que nace del contrato difiere sustancialmente de la obligación genérica de comportarse prudentemente sin causar daño a nadie. La primera impone un determinado grado de diligencia y cuidado, que se mide en función de la culpa de que responde el deudor. Los contratantes son los llamados a fijar de qué manera debe comportarse el deudor para el cumplimiento de la obligación (autonomía privada). En subsidio, la ley establece que el deudor responde de culpa grave si el contrato por su naturaleza sólo beneficia al acreedor, de culpa leve si el contrato beneficia a ambos, y de culpa levísima si el beneficio sólo lo reporta el deudor (artículo 1547 inciso 1º del Código Civil). La obligación genérica de comportarse prudentemente sin perjudicar a nadie no admite graduación, es una sola, y comprende, a juicio nuestro, cualquier grado de negligencia o descuido conforme los estándares generales
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prevalecientes en la sociedad civil. Creemos que en materia contractual existe una tendencia errada, que confunde la obligación con la prestación proyectada por quienes celebran el contrato. Varios comentaristas miden la diligencia del deudor en función de la consecución u obtención del objetivo previsto y querido por los contratantes. De ese modo se ha objetivizado la obligación, alterándose el sistema establecido en la ley civil, que condiciona el cumplimiento de la obligación no a la realización objetiva de la prestación, sino al desarrollo de la conducta debida. Salta a la vista en este caso que los contratantes, en este aspecto, describen la prestación, que constituye el fin último del contrato, y, paralelamente, la conducta que debe observar el deudor para lograr aquélla. ¿Qué sucede si con la conducta comprometida no se logra alcanzar la prestación convenida? Nos parece obvio que esta disfunción opera en contra del acreedor, el cual convino que el deudor desplegaría una conducta insuficiente para lograr la satisfacción de la prestación. Así, además, lo dispone la ley, cuando frente al incumplimiento impone al deudor acreditar que ha obrado con la “diligencia debida”. Otra solución nos resultaría aberrante, ya que mediría el cumplimiento de la obligación no en función del deber de conducta impuesto al deudor, sino de la consecución del objetivo perseguido en el contrato. Volveremos más adelante sobre este tema. 3. Producido el incumplimiento de una obligación contractual, el infractor responderá de todos los perjuicios directos (que sean consecuencia inmediata y necesaria del incumplimiento), pero con una diferencia importante. Si el incumplimiento es culpable (se produce por falta de la diligencia y cuidado que debió poner el deudor en la ejecución del contrato), responderá sólo de los perjuicios que se previeron o pudieron preverse al tiempo del contrato; pero si el incumplimiento es doloso, responderá de los perjuicios previstos e imprevistos (de todos los perjuicios que fueron una consecuencia inmediata y directa de no haberse cumplido la obligación o de haberse demorado su cumplimiento, según dispone el artículo 1558 del Código Civil). La ley brinda un tratamiento benévolo al deudor culpable y severo al deudor doloso, puesto que no es lo mismo la desidia que la mala fe. Tratándose de la responsabilidad delictual y cuasidelictual, la ley
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no distingue la naturaleza de los daños indemnizables. Deberán repararse todos los perjuicios directos, previstos e imprevistos. Más claro aún. La previsibilidad de los daños no tiene cabida en la responsabilidad delictual o cuasidelictual, puesto que al ejecutarse el hecho dañoso no existe un vínculo jurídico previo que ligue al dañador con la víctima. Este lazo surge, precisamente, con ocasión del daño que tipifica el ilícito civil. 4. El elemento subjetivo que configura la responsabilidad contractual (dolo o culpa) y la responsabilidad delictual y cuasidelictual tiene reglas diferentes en lo que dice relación con la prueba. Mientras la culpa contractual se presume por el solo hecho de que la prestación no sea satisfecha, la culpa y el dolo que conforman el delito o cuasidelito civil deben ser probados. En otras palabras, quien contrae una obligación mediante la celebración de un contrato se presumirá culpable si su conducta no satisface la prestación proyectada, cualquiera que sea la conducta desarrollada. Pero el deudor puede acreditar que ha desplegado el cuidado y diligencia debidos, en cuyo caso estará exonerado de responsabilidad. ¿Qué ha sucedido en este evento? Que al contratar se ha convenido en una conducta insuficiente o incapaz de lograr el objetivo proyectado, circunstancia que libera al deudor de toda reparación posible. Pero subsiste, todavía, una cuestión importante. Tanto en la responsabilidad contractual como delictual y cuasidelictual, el dolo debe ser probado y no se presume, salvo en los casos expresamente establecidos en la ley. El artículo 1459 del Código Civil, de aplicación general, establece que “El dolo no se presume sino en los casos especialmente previstos por la ley. En los demás debe probarse”. Nuevamente surge, a propósito de esta cuestión, el rol que juega la prestación en la obligación contractual. Insistamos en que si el deudor acredita que ha obrado con la diligencia debida, queda liberado de responsabilidad. La prestación, entonces, no es más que la expresión de un proyecto o referencia que servirá para presumir la responsabilidad civil, pero no para imponerla. El derecho regula conducta humana, de aquí nuestra afirmación en el sentido de que no existen obligaciones de resultado, sino sólo obligaciones de medio. La distinción indicada sólo sirve para imponer a una de las partes el peso de la prueba, mas no para efectos sustantivos.
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5. La responsabilidad contractual supone que el deudor ha sido constituido en mora, lo cual equivale a colocarlo en situación de rebeldía actual respecto del cumplimiento de la obligación. De allí que el artículo 1551 del Código Civil describa tres hipótesis distintas, en cada una de las cuales se evidencia que el deudor debiendo haber cumplido no lo ha hecho. Tal ocurrirá cuando el deudor no ha realizado la prestación en el tiempo estipulado (convenido); cuando debiendo cumplir en un espacio de tiempo, en atención a la naturaleza de la prestación, no lo ha hecho; o cuando ha sido interpelado judicialmente. No cabe duda de que en estas tres hipótesis el deudor se encuentra en estado de incumplimiento, porque ha transcurrido el plazo de que disponía para satisfacer la prestación y ello no ha sucedido. Como es obvio, la indemnización supone que el deudor esté en mora, vale decir, que ha dejado pasar el lapso de que disponía para cumplir sin hacerlo. En la responsabilidad delictual y cuasidelictual esta exigencia carece de sentido, porque ella tiene origen en la producción del perjuicio, y a partir de éste adviene la obligación de indemnizar. El artículo 1557 del Código Civil dispone que “Se debe la indemnización de perjuicios desde que el deudor se ha constituido en mora”. Pero no se requiere de este requisito cuando la obligación es no hacer, pues en tal caso el incumplimiento queda en evidencia desde que se produce la contravención. Es por esto que la misma norma agrega: “…o si la obligación es de no hacer (la indemnización se debe), desde el momento de la contravención”. 6. En materia de capacidad hay también diferencias importantes, pero siempre en función de la obligación subyacente en toda responsabilidad. En el caso de la responsabilidad contractual, el deudor que contrajo la obligación deberá tener plena capacidad en conformidad a las reglas generales. Si el obligado es absolutamente incapaz, el acto en que éste interviene no producirá ni siquiera una obligación natural (artículo 1447 del Código Civil), pero si es relativamente incapaz, su responsabilidad estará atenuada en los términos del artículo 1688 del mismo cuerpo legal, conforme el cual quien contrató con un incapaz “no puede pedir restitución o reembolso de lo que gastó o pagó en virtud del contrato, sino en cuanto probare haberse hecho más rica con ello la persona incapaz”. En la responsabili-
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dad delictual y cuasidelictual las reglas son otras: son incapaces de delito y cuasidelito civil los menores de siete años (infantes) y los dementes. Los primeros porque su voluntad es inmadura y se encuentra en formación, y los segundos porque su voluntad está enferma. Respecto de los mayores de siete años y menores de dieciséis años, “queda a la prudencia del juez determinar si el menor de dieciséis años ha cometido delito o cuasidelito sin discernimiento”, pero deben responder de los daños causados por ellos las personas “a cuyo cargo estén, si pudiere imputárseles negligencia” (artículo 2319 del Código Civil). Puede observarse que en esta última regla la responsabilidad se extiende y no surge directamente del hecho mismo que causa daño, sino de la falta de diligencia y cuidado de la persona que tiene a su cargo al incapaz. No se responde sólo en razón del acto dañoso, sino de un hecho causalmente anterior que hizo posible que el incapaz provocara el perjuicio indemnizable. Esta causalidad puede, aun, distanciarse mucho más, si se considera la posibilidad de que la persona encargada del cuidado del incapaz lo haya colocado bajo la tuición de un establecimiento educacional (escuela o colegio), caso en el cual la responsabilidad se desplazará del padre, madre, tutor o curador, a dicho establecimiento. Indudablemente, la relación de causalidad –entre el acto ejecutado y el daño producido– se va alejando, hasta comprometer la responsabilidad de quienes, en última instancia, tenían la obligación de velar por el cuidado del incapaz. Creemos nosotros que en esta hipótesis el delito o cuasidelito no lo comete el incapaz, sino la persona que incumple la obligación de custodia y cuidado. Tampoco podemos desentendernos de que en este caso puede coexistir un caso de responsabilidad contractual (que compromete al establecimiento con el cual se conviene el cuidado del incapaz) y de responsabilidad delictual o cuasidelictual (que compromete al custodio con el sujeto que sufre el daño). 7. La responsabilidad que nace del contrato bilateral es indirecta. Esto implica que ella no puede hacerse valer mientras no se resuelva o se decrete la ejecución forzosa del contrato. El artículo 1489 del Código Civil dispone que en todo contrato bilateral (esto es, que impone obligaciones recíprocas a las partes que intervienen en él), va envuelta la condición reso-
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lutoria de no cumplirse por una de las partes contratantes lo pactado, en tal caso podrá el otro contratante pedir a su arbitrio o la resolución o el cumplimiento del contrato, con indemnización de perjuicios. Esta indemnización (responsabilidad civil) puede ser, por lo mismo, moratoria (cuando sólo repara el retardo en el cumplimiento) y compensatoria (cuando sustituye el cumplimiento y representa un cumplimiento por equivalencia). Ahora bien, en los contratos unilaterales (que sólo imponen obligaciones a una de las partes) no se requiere de resolución o decreto de cumplimiento previo, basta alegar el incumplimiento para demandar directamente la reparación indemnizatoria. Así en el contrato de comodato, si la cosa ha perecido o experimentado un daño, podrá el comodante reclamar la correspondiente indemnización compensatoria (artículos 2177 y siguientes del Código Civil) sin necesidad de demandar previamente la resolución del contrato. Lo propio ocurre en los contratos de mutuo y depósito, especialmente regulados en la ley civil. Conviene preguntarse a qué obedece esta diferencia. La explicación es fácil. Cuando el contrato es bilateral, hay una interrelación de obligaciones, en términos que la obligación asumida por uno de los contratantes es la causa de la obligación asumida por el otro (artículo 1467 del Código Civil). En consecuencia, para desligar a las partes se requiere una decisión judicial o un nuevo acuerdo de voluntades (resciliación o mutuo disenso), del cual se derivará el derecho a demandar la respectiva indemnización. No ocurre lo mismo cuando el contrato no implica una correlación de obligaciones y el deudor no es simultáneamente acreedor. En este último evento puede reclamarse directamente la indemnización, porque no quedará pendiente una obligación contraria, que, como se dijo, condiciona el cumplimiento de la otra. Recuérdese que, precisamente por las razones señaladas, en los contratos bilaterales ninguno de los contratantes está en mora dejando de cumplir lo pactado, mientras el otro no lo cumple por su parte o no se allana a cumplirlo en tiempo y forma debidos (artículo 1552 del Código Civil), y que ello se traduce en la excepción del contrato no cumplido. La responsabilidad delictual y cuasidelictual es siempre directa y surge del daño producido causalmente por el hecho (acción u omisión) doloso o culpable.
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8. Excepcionalmente puede darse la hipótesis de una indemnización de perjuicios sin existencia de daño. Ello ocurre en el caso descrito en el artículo 1542 del Código Civil, esto es, cuando la cláusula penal se conviene a título de pena por el solo hecho del incumplimiento. La disposición citada es del tenor siguiente: “Habrá lugar a exigir la pena en todos los casos en que se hubiere estipulado, sin que pueda alegarse por el deudor que la inejecución de lo pactado no ha inferido perjuicio al acreedor o le ha producido beneficio”. Es dable, entonces, concebir una situación en que el incumplimiento no sólo no produzca daño, sino beneficio al acreedor, no obstante lo cual se puede obtener la “pena civil” estipulada. El artículo 1543 contiene otra regla, conforme a la cual “no podrá pedirse a la vez la pena y la indemnización de perjuicios, a menos de haberse estipulado así expresamente: pero siempre estará al arbitrio del acreedor pedir la indemnización o la pena”. Como puede observarse, en este caso, el incumplimiento puede llegar a ser una fuente de enriquecimiento para el acreedor, en la medida en que la pena sumada a la indemnización sobrepasen el monto de los perjuicios causados. A juicio nuestro, estas normas, bien excepcionales, tienen por objeto estimular el cumplimiento de las obligaciones, colocando al deudor en situación de pagar en exceso respecto del perjuicio causado. En la responsabilidad delictual y cuasidelictual no existe situación alguna en que el responsable sea obligado a una indemnización que sobrepase el perjuicio provocado. La indemnización será siempre regulada en razón de la magnitud del daño que experimenta la víctima. 9. En la responsabilidad contractual los cocontratantes responden conjuntamente, siendo cada uno de ellos responsable de la parte o cuota que le corresponda. Así, si se obligan a dar o entregar una cosa divisible, ninguno de ellos puede ser obligado a pagar más que la parte que se le asigna en el contrato. Lo anterior tiene como excepción el caso de las obligaciones indivisibles (o indivisibilidad de pago), contempladas en el artículo 1526 del Código Civil, y los casos de solidaridad (que pueden estar impuestos en la ley, el contrato mismo, o el testamento). Ahora bien, el artículo citado dispone, como regla general, que “si la obligación no es solidaria ni indivisible, cada
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uno de los acreedores puede sólo exigir su cuota, y cada uno de los codeudores es solamente obligado al pago de la suya; y la cuota del deudor insolvente no gravará a sus codeudores”. Esta es la regla general aludida en lo precedente. Entre las excepciones que menciona el mismo artículo 1526 conviene reparar en la del Nº 3º, que dispone: “Aquel de los codeudores por cuyo hecho o culpa se ha hecho imposible el cumplimiento de la obligación, es exclusiva y solidariamente responsable de todo perjuicio al acreedor”. ¿Qué quiere decir aquello de que sea “exclusiva y solidariamente responsable”? Indudablemente, esta norma impone el deber de indemnizar los perjuicios que causa el incumplimiento, a aquel de los cocontratantes que por un hecho o culpa suya ha hecho imposible la ejecución de la conducta debida (el cumplimiento), y si el hecho es imputable a dos o más de los cocontratantes, todos ellos responderán solidariamente. De manera que la regla general expresada en el inciso primero del artículo 1526 no excluye la responsabilidad solidaria, cuando el incumplimiento es imputable a dos o más deudores. La regla en materia delictual o cuasidelictual es diversa. El artículo 2317 del Código Civil prescribe: “Si un delito o cuasidelito ha sido cometido por dos o más personas, cada una de ellas será solidariamente responsable de todo perjuicio procedente del mismo delito o cuasidelito, salvas las excepciones de los artículos 2323 y 2328”. Agrega el inciso siguiente: “Todo fraude o dolo cometido por dos o más personas produce la acción solidaria del precedente inciso”. Como puede constatarse, la regla general es precisamente inversa, la acción indemnizatoria es simplemente conjunta en la responsabilidad contractual y solidaria en la responsabilidad delictual y cuasidelictual. 10. En la responsabilidad contractual no se responde del hecho ajeno. Más aún, si la causa del incumplimiento es el hecho de un tercero, el artículo 1677 del Código Civil consagra un importante efecto: “Aunque por haber perecido la cosa se extinga la obligación del deudor, podrá exigir el acreedor que se le cedan los derechos o acciones que tenga el deudor contra aquellos por cuyo hecho o culpa haya perecido la cosa”. En suma, el hecho del tercero es un caso fortuito que permite exonerarse de responsabilidad, sin perjuicio de la obligación
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de ceder las acciones y derechos que correspondan al deudor para obtener la reparación indemnizatoria. Sin embargo, el artículo 1679 del Código Civil establece una norma general en materia contractual, conforme a la cual “en el hecho o culpa del deudor se comprende el hecho o culpa de las personas por quienes fuere responsable”. Nótese que la norma no deja a salvo excepción alguna en favor del deudor, como sucede en materia delictual y cuasidelictual, en que se permite a la persona probar que ha obrado con la debida diligencia en el cuidado de la persona que se halla a su cargo (artículos 2320 y 2322). Por consiguiente, el deudor responderá siempre de su conducta y de la conducta de las personas por quienes fuere responsable. En materia delictual y cuasidelictual la responsabilidad es personalísima, sin perjuicio de que se responda por el hecho de quienes están al cuidado de una persona (artículo 2320 inciso primero del Código Civil). Sin embargo, como lo analizaremos más adelante, cuando la ley impone responsabilidad por el hecho o culpa de las personas que están al cuidado de otra, no hay propiamente responsabilidad por hecho ajeno, sino responsabilidad por el hecho propio. En efecto, en todos los casos indicados se permite probar, para exonerarse de responsabilidad, que “con la autoridad y el cuidado que su respectiva calidad les confiere y prescribe, no hubieren podido impedir el hecho” (inciso final del artículo 2320); o probar que los “criados y sirvientes” han ejercido sus funciones de modo impropio que “los amos no tenían medio de prever o impedir, empleando el cuidado ordinario, y la autoridad competente” (inciso segundo del artículo 2322). Por consiguiente, la responsabilidad delictual y cuasidelictual es personalísima, sin perjuicio de que pueda retrocederse en la relación causal para envolver en ella a la persona llamada a cuidar de la conducta del autor del daño por disposición legal. 11. La responsabilidad contractual admite, en virtud del principio de la autonomía privada, que las partes tasen anticipadamente los perjuicios que atribuyen al incumplimiento. Los artículos 1535 y siguientes del Código Civil reglamentan la llamada cláusula penal, mediante la cual se fija el monto de la indemnización que debe pagar el contratante incumplidor, lo cual exonera al demandante de acreditar judicialmente dichos
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perjuicios. La cláusula penal, como se mencionó con antelación, es mucho más que la mera determinación convencional de los perjuicios que deben pagarse en razón del incumplimiento. Ella puede estipularse como una pena, compatible con la indemnización ordinaria de perjuicios, en cuyo caso corresponde, como expresa la definición de la misma, a una caución que sirve para asegurar el cumplimiento de la obligación contraída. En la responsabilidad delictual y cuasidelictual, por regla general, no es posible convenir anticipadamente el monto de la indemnización destinada a reparar el daño causado. Si tal ocurriera, creemos nosotros, podría incurrirse en nulidad absoluta, ya que se estaría anticipando los efectos del dolo o de la culpa grave, lo cual repugna a la naturaleza de las disposiciones que regulan esta materia. En efecto, cualquiera que fuere el monto establecido, lo cierto es que éste podría ser superior o inferior al daño causado, y en ambas situaciones se dejaría de dar estricta y cabal aplicación a la ley que ordena reparar el daño realmente producido. En muchos casos no se ajustaría a derecho un pacto que regula anticipadamente los efectos de un hecho ilícito. Numerosas otras razones confluyen para creerlo así, entre otras, el hecho de que si el autor del daño estimara que conviene a sus intereses pagar el perjuicio en función del provecho que obtiene al provocarlo, indirectamente se estaría incitando a las personas a infringir la ley. Lo anterior será examinado más detalladamente a propósito de las cláusulas de irresponsabilidad o que atenúan la responsabilidad. 12. La responsabilidad civil está regulada en nuestra ley a propósito del efecto de las obligaciones, Título XII del Código Civil. La responsabilidad delictual y cuasidelictual está regulada en el Título XXXV del mismo cuerpo legal. 13. El plazo de prescripción ordinaria, tratándose de la responsabilidad contractual, es de cinco años y se cuenta desde el día en que la obligación se ha hecho exigible (artículos 2514 y 2515 del Código Civil). Esta prescripción se interrumpe civil y naturalmente, sea por demanda judicial o por reconocimiento del deudor de la obligación contraída en forma expresa o tácitamente. De la misma manera, ella se suspende en favor de las personas enumeradas en los números 1º y 2º del artículo 2509,
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pero transcurridos diez años “no se tomarán en cuenta las suspensiones mencionadas en el inciso precedente” (artículos 2518 y 2520). El plazo de prescripción tratándose de la responsabilidad delictual y cuasidelictual es de cuatro años (artículo 2332), que se cuentan desde la “perpetración del acto”. Lo anterior debe entenderse, como se explicará más adelante, desde el momento en que concurren todos los elementos que configuran el ilícito civil. Esta prescripción de corto tiempo se interrumpe ya sea natural o civilmente en los mismos casos antes mencionados respecto de las acciones que nacen de la responsabilidad contractual, pero, a diferencia de ellas, la prescripción no se suspende en favor de las personas enumeradas en el artículo 2509 del Código Civil, en virtud de lo previsto en el artículo 2524. Cabe recordar que sobre este punto –suspensión de la prescripción– no existe en el Título XXXV del Código Civil norma ninguna que altere la regla enunciada en el mencionado artículo 2524. 14. La responsabilidad contractual, cuando ella concurre con la responsabilidad delictual o cuasidelictual, prevalece sobre esta última. En otras palabras, puede suceder que el incumplimiento –sea doloso o culpable– constituya un delito o cuasidelito civil. Tal ocurrirá, por ejemplo, cuando siendo el incumplimiento doloso y causando daño, pueda el actor probar la mala fe y reclamar indemnización en razón del ilícito civil. Sin embargo, la doctrina y la jurisprudencia han rechazado el llamado cúmulo u opción de responsabilidad, entendiendo que el acreedor sólo puede reclamar la responsabilidad contractual. Para llegar a esta conclusión basta con señalar que si las partes han establecido el estatuto jurídico al cual someterán sus relaciones jurídicas, no pueden desentenderse de él, optando por uno diferente (el estatuto de la responsabilidad delictual). Si se aceptara el cúmulo u opción de responsabilidad, el acreedor estaría obligado a probar la culpa (siempre estará obligado a probar el dolo, salvo que éste se presuma por disposición legal), pero el deudor respondería –se dice– de cualquier grado de culpa. Aun cuando no es éste precisamente nuestro parecer, admitimos que si el deudor en el contrato responde de culpa grave, podría el acreedor hacerlo responder de culpa leve o levísima sometiéndose a las reglas de la respon-
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sabilidad cuasidelictual. Como es evidente, en este evento, se estaría vulnerando la convención y alterando el deber de conducta (obligación) asumido por el deudor. De aquí que se rechace el cúmulo de responsabilidad y se obligue al acreedor de una obligación contractual a someterse al estatuto jurídico de dicha responsabilidad. 15. No existe acción popular de carácter contractual, el único que puede perseguir este tipo de reparación es el titular del derecho subjetivo que creó el contrato, sus cesionarios o sus herederos. Excepcionalmente hay acción popular de carácter delictual y cuasidelictual. El artículo 2333 del C.C. establece que “por regla general, se concede acción popular en todos los casos de daño contingente que por imprudencia o negligencia de alguien amenace a personas indeterminadas; pero si el daño amenazare solamente a personas determinadas, sólo alguna de éstas podrá intentar la acción”. Nótese en este caso que el daño está representado por el solo riesgo que se trata de evitar y no por un perjuicio real. El artículo 2334 agrega que “si las acciones populares a que dan derecho los artículos precedentes, parecieren fundadas, será el actor indemnizado de todas las costas de la acción, y se le pagará lo que valgan el tiempo y la diligencia empleados en ella, sin perjuicio de la remuneración específica que conceda la ley en casos determinados”. De lo dicho se sigue que si una persona observa, por ejemplo, la existencia de un letrero publicitario que amenaza desprenderse, puede, en razón del riesgo que ello representa, iniciar una acción judicial contra el propietario, ejerciendo la acción popular instituida en la ley. Este tipo de acciones puede, en el día de hoy, hacerse extensivo a todos los riesgos ecológicos que rodean la vida moderna, persiguiendo a los responsables de la manera indicada. 16. Del análisis anterior se sigue que la responsabilidad contractual no se extiende jamás a situaciones de riesgo, como las anteriormente descritas a propósito de las acciones populares, salvo cuando se trata de la caducidad del plazo (artículo 1496 del Código Civil). Pero en este evento lo que ocurre es que la obligación se hace exigible y si ella se cumple, desaparecerá el riesgo como fundamento de la responsabilidad contractual.
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Como se demuestra en el numeral anterior, la responsabilidad delictual puede, aun cuando excepcionalmente, fundarse en la existencia de un riesgo a persona determinada o indeterminada. En este caso el riesgo, por sí solo, tiene carácter de perjuicio para los efectos indemnizatorios. 17. En la responsabilidad contractual el daño proviene causalmente del incumplimiento, esto es, del comportamiento observado por el deudor que ha dejado de conducirse en la forma debida. La ley –según se cree– no admite una relación causal que no sea inmediata, como ha quedado comprobado. En la responsabilidad delictual y cuasidelictual, la ley admite expresamente una relación causal indirecta o remota, imponiendo la obligación de indemnizar no sólo al que causa el daño, sino a otras personas que han concurrido causalmente a él, como consecuencia de no haber ejercido el cuidado que la misma ley le encomienda sobre la persona que causa el perjuicio. Lo que señalamos nos parece de la mayor importancia. El padre, el tutor o curador, los jefes de colegios, los patronos y empleadores, etc., responden de los daños que causan sus hijos, pupilos, discípulos, dependientes, etc., en razón de que concurren al daño en virtud de una relación causal remota que la misma ley describe. En estos casos, creemos nosotros, no se responde de la conducta ajena, sino de la conducta propia, al dejar de ejercer el control, fiscalización y cuidado que le asigna la ley. Volveremos más adelante sobre este punto. 18. En algunos casos la ley establece el monto de los perjuicios que derivan del incumplimiento contractual. Tal ocurre, en el caso del artículo 1559 del Código Civil, si la obligación consiste en pagar una cantidad de dinero, evento en el cual es la misma ley la que determina el pago de intereses y sus clases (intereses convencionales y corrientes). En la responsabilidad delictual y cuasidelictual la ley jamás establece el monto de la indemnización que corresponde, sin perjuicio de que, una vez fijada se someta ésta a las reglas de las obligaciones contractuales, cuestión que también examinaremos más adelante. 19. El daño que se genera por el incumplimiento de una obligación contractual no está sujeto a reducción por efecto de la culpa del acreedor. No existe en este ámbito la llamada com-
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pensación de culpas. No sucede lo mismo en materia delictual y cuasidelictual, situación en la cual es perfectamente posible que la culpa del autor del daño esté atenuada por la culpa de la víctima, si ésta se ha expuesto, dice la ley, imprudentemente a él (artículo 2330 del Código Civil). Lo anterior debe considerarse, también, sin perjuicio de la tasación de los daños que se ordene indemnizar; y 20. Finalmente, digamos que en algunos casos muy calificados existe responsabilidad objetiva de carácter contractual. Tal ocurre, por ejemplo, en materia de aeronavegación. En los contratos de transporte aéreo, el transportador responde de todo daño que sufra el pasajero durante el vuelo, salvo calificadas excepciones, como cuando el daño producido se debe al estado de salud del pasajero, o cuando la víctima del daño es quien lo causa o contribuye a causarlo, o si el daño es consecuencia de un delito del que no es autor un tripulante o dependiente del transportador o explotador (artículo 146 del Código Aeronáutico). Sin embargo, en estos casos, la responsabilidad queda limitada en caso de muerte o lesión de cada pasajero a la suma de cuatro mil unidades de fomento (artículo 144 del mismo cuerpo legal). Estas reglas sobre limitación de responsabilidad no tienen aplicación si se probare culpa y dolo del transportador, del explotador o de sus dependientes, cuando éstos actuaren durante el ejercicio de sus funciones (artículo 172). De suerte que la limitación antedicha sólo opera en el ámbito de la responsabilidad objetiva, y cesa en el ámbito de la responsabilidad subjetiva. En materia de responsabilidad delictual o cuasidelictual existen varios casos de responsabilidad objetiva y se advierte que ellos son cada día más frecuentes. Estos casos tienen como antecedente la sola creación del riesgo. Una hipótesis semejante está contenida en el artículo 2327 del Código Civil, conforme al cual es indemnizable el daño que provoca un animal fiero que no reporta a su dueño utilidad para la guarda o servicio del predio. Cabe observar que, a juicio nuestro, como se señalará más adelante, es posible extender la responsabilidad ampliando los casos de responsabilidad objetiva, tanto en el área de la responsabilidad contractual como extracontractual. De esa manera se simplificarían las muchas dificultades que se hallan en el mundo moderno para conseguir la reparación de los daños que provienen de actividades
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altamente tecnificadas y complejas, como resultado del prodigioso desarrollo científico. Lo que sucede en el campo del derecho aeronáutico se puede proyectar al campo del transporte marítimo y terrestre, a los servicios de las empresas de utilidad pública, etc. Lo anterior para corregir la desigualdad contractual en que se halla el consumidor o usuario frente a grandes empresas que emplean bienes y sistemas de sofisticado funcionamiento. Podríamos, aún, mencionar numerosas otras diferencias entre ambos tipos de responsabilidad, ya que, como se desprende de lo manifestado, ellas obedecen a reglas muy diversas, no obstante tener una raíz común: el incumplimiento de una obligación, esto es, la infracción de un deber de conducta. A través de este estudio iremos consignando dichas diversidades. Del estudio comparativo que precede se desprende que coexisten dos estatutos muy distintos sobre la responsabilidad civil. Paralelamente, como lo examinaremos enseguida, hay otros tipos de responsabilidad civil (legal y cuasicontractual), que se diferencian de las anteriores atendiendo a la naturaleza y génesis de la obligación que se deja de cumplir, abriendo paso a la obligación sustitutiva de reparar los perjuicios que se causan. C. RESPONSABILIDAD LEGAL Y CUASICONTRACTUAL Anotemos, desde luego, que entre ambos tipos de responsabilidad hay un parentesco muy estrecho y cercano. 1. RESPONSABILIDAD LEGAL Hablamos de responsabilidad legal cuando la obligación que se incumple está impuesta pura y simplemente en la ley, sin que le quepa al sujeto pasivo de ella otra posibilidad que acatarla. Tal ocurre, por ejemplo, con la obligación establecida en el artículo 2125 del Código Civil conforme al cual las personas que por su profesión u oficio se encargan de la gestión de los negocios ajenos, “están obligadas a declarar lo más pronto posible si aceptan o no el encargo que una persona ausente les hace; y transcurrido un término razonable, su silencio se mirará como
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aceptación”. El inciso siguiente les impone otra obligación que ciertamente sólo tiene origen en la ley: “aun cuando se excusen del encargo, deberán tomar las providencias conservativas urgentes que requiera el negocio que se les encomienda”. En el primer caso, la obligación de manifestar su voluntad lo más pronto posible es de carácter legal y su incumplimiento tiene como consecuencia la aceptación del encargo (lo cual es una forma especial de reparación ante el incumplimiento de dar a conocer la voluntad de la persona a quien va dirigido el encargo). Otros autores piensan que se trata de una expresión tácita de voluntad. En el segundo caso, la obligación es absolutamente ajena al contrato, deriva de la ley y su incumplimiento traerá aparejada la reparación de los perjuicios. Adviértase que en los ejemplos propuestos el obligado desempeña un papel pasivo, del cual se desprende la responsabilidad. Otro caso interesante está representado por el artículo 100 del Código de Comercio, que integra las reglas de este cuerpo legal sobre la formación del consentimiento en los contratos consensuales. Estas disposiciones permiten al oferente o proponente retractarse de su oferta en el tiempo que media entre el envío de la propuesta y la aceptación, salvo que se hubiere comprometido a esperar la contestación o a no disponer del objeto del contrato. Ahora bien, si llegare a retractarse, en los casos que le asiste este derecho, el artículo 100 precitado señala que “la retractación tempestiva (vale decir oportuna) impone al proponente la obligación de indemnizar los gastos que la persona a quien fue encaminada la propuesta hubiere hecho, y los daños y perjuicios que hubiere sufrido”. Se trata, entonces, de una obligación precontractual, impuesta directamente por la ley. Como puede apreciarse, son numerosos los casos en que la ley, en forma directa e independientemente de lo actuado por el sujeto a quien se le impone la obligación, establece deberes de conducta que, ante el incumplimiento, dan lugar a la responsabilidad legal, la cual no puede asimilarse en todas sus características a la responsabilidad contractual o delictual o cuasidelictual. Nuestro Código Civil no consagró un estatuto jurídico especial para este tipo de responsabilidad, simplemente se limitó a establecer estas obligaciones de modo directo, sin otro funda-
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mento que el poder normativo de la ley. No se nos escapa que toda obligación, como ha quedado dicho, tiene como sustento último la ley. Ello no podría ser de otra manera si ésta representa un poder jurídico que impone a un sujeto determinado el deber de comportarse de cierta manera, poniendo la potestad coercitiva del Estado al servicio del acreedor. De aquí que la obligación contractual la generen las partes, pero en el marco de la ley; la responsabilidad delictual y cuasidelictual surja de una obligación general de prudencia y diligencia consagrada en las normas jurídicas; y que las demás obligaciones tengan como fundamento mediato o inmediato la misma ley. Henri, León y Jean Mazeaud, sobre este particular escriben: “La clasificación de las fuentes, fundada sobre la voluntad, ha sido criticada. Según se ha observado, ninguna obligación puede tener nacimiento sin la voluntad del legislador. Todas las obligaciones serían, pues, obligaciones legales lato sensu. La observación puede contener una parte de verdad, si se quiere admitir que los derechos subjetivos no existen más que por la voluntad del legislador, que, por ser omnipotente, tiene teóricamente la posibilidad de suprimirlos. No por ello resulta menos cierto que la intervención del legislador es diferente cuando deja a las partes en libertad de obrar a su antojo, o cuando les impone ciertas obligaciones a los individuos. Por consiguiente, en el terreno del derecho, subsiste un evidente interés en distinguir las obligaciones según su fuente, voluntaria o no voluntaria”.4 No concordamos con estos tratadistas cuando dicen que hay casos en que el legislador “deja a las partes en libertad de obrar a su antojo”. Esto no ocurre jamás, porque siempre la actuación de los particulares opera en un marco perfectamente delimitado por el legislador. De allí que el contrato, por ejemplo, sea ley para los contratantes, pero sólo cuando éste ha sido legalmente celebrado, lo cual equivale a reconocer y respetar la normativa legal. No está de más agregar que los autores citados no reconocen la existencia de obligaciones simplemente legales, ya que al
4 Henri, León y Jean Mazeaud. Lecciones de Derecho Civil. Parte Segunda. Volumen I. Ediciones Jurídicas Europa-América. Buenos Aires. 1960. Pág. 62.
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clasificarlas sobre la base de sus fuentes, sólo señalan las obligaciones contractuales, las obligaciones delictuales y cuasidelictuales, y las obligaciones cuasicontractuales.5 Sin embargo, posteriormente, al tratar de la formación de las obligaciones (fuentes de las obligaciones), aluden a las fuentes no voluntarias, sosteniendo que: “La obligación se impone al deudor fuera de su voluntad: a) Ya sea que ha cometido una culpa, culpa intencional o delito, culpa no intencional (imprudencia, negligencia) o cuasidelito. Sobre el autor de la culpa pesa la obligación de reparar daños. b) Ya sea que el hecho del deudor no constituya una culpa. Se está entonces en presencia de actos jurídicos diversos, denominados cuasicontratos: pago de lo no debido, gestión de negocios ajenos, enriquecimiento sin causa. Se ha hecho una tentativa para establecer una noción general de cuasicontrato. c) Ya sea, en fin, que la obligación nazca directamente de la ley, fuera de toda culpa, e incluso de todo hecho del deudor. Por ejemplo, la obligación alimentaria”.6 Ripert y Boulanger, reconociendo la existencia de las obligaciones legales, las presentan más bien unidas a otras fuentes (cuasicontratos y declaración unilateral de voluntad). Al tratar de la clasificación de las fuentes de las obligaciones legales, expresan: “Considerando desde el punto de vista técnico las diferentes obligaciones que no nacen ni del contrato ni de la responsabilidad, se puede proponer la siguiente clasificación: 1. Algunas provienen de un hecho voluntario que consiste ya en una declaración unilateral de compromiso, o ya en un cuasicontrato; 2. Otras están destinadas a asegurar la reparación de un daño que, independientemente de una cuestión de responsabilidad, parece exigir la justicia conmutativa: así ocurre con el enriquecimiento sin causa; 3. Finalmente están las que ligan a los miembros de una misma agrupación bajo la influencia de las nociones de asistencia y de solidaridad”.7 Esta clasificación se explicita en las páginas siguien-
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Henri, León y Jean Mazeaud. Obra citada. Pág. 19. Henri, León y Jean Mazeaud. Obra citada. Págs. 58 y 59. 7 Georges Ripert y Jean Boulanger. Tratado de Derecho Civil, según el Tratado de Planiol. Tomo V. Obligaciones. 2ª Parte. Ediciones La Ley. Buenos Aires, 1965. Págs. 210 y 211. 6
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tes, al tratar de las “obligaciones fundadas en los deberes de asistencia y solidaridad”, señalándose al respecto: “Deberes morales y obligaciones naturales. La regla moral impone al hombre el cumplimiento de ciertos deberes para con sus semejantes. Cuando la ley civil los sanciona, existe una obligación civil fundada en el deber moral. Cuando no lo hace, el deber puede ser reconocido por lo menos como una obligación natural, desprovista de fuerza ejecutoria, pero susceptible de producir ciertos efectos jurídicos. “Deber de no perjudicar a otro. El primero de los deberes que se impone al hombre es el de no perjudicar injustamente a otro. Este deber es sancionado por la ley civil, cuando su violación implica un hecho del hombre que causa un daño. Los delitos y cuasidelitos son una fuente especial de obligaciones. “Pero cuando el daño no es reparado por quien lo ha causado, la víctima, en ciertos casos, es protegida por la creación de una garantía legal. “Deber de asistencia. Por otra parte existe entre las personas que pertenecen a una misma agrupación un deber de asistencia. Cuando ese deber puede ser impuesto especialmente a otras personas, la ley crea la obligación legal. A falta de ello, el propio Estado practica la ayuda, pero entonces la obligación cae dentro del derecho público”.8 Más adelante, los mismos autores incluyen entre las obligaciones legales aquellas que derivan del desplazamiento de los riesgos, señalando que este desplazamiento legal no existe sino en los casos previstos por leyes especiales, insistiéndose que ello se basa, en el sentido más amplio, en la idea de solidaridad entre los miembros de una misma agrupación. Así, por ejemplo, el riesgo profesional ha sido el fundamento de la legislación que impone a los patrones la reparación de los accidentes del trabajo. Entre nosotros don Arturo Alessandri Rodríguez, al tratar de esta materia, expresa lo que sigue: “La responsabilidad legal es la que deriva exclusivamente de la ley. Se llama también sin culpa, porque existe aunque de
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Georges Ripert y Jean Boulanger. Obra citada. Pág. 219.
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parte del sujeto no haya habido la más mínima culpa y provenga de hechos lícitos o permitidos por la autoridad. “Son de esta especie las responsabilidades establecidas en los artículos 20 de la Constitución Política del Estado (se refiere a la Constitución de 1925, que era del siguiente tenor: “Todo individuo en favor de quien se dictare sentencia absolutoria o se sobreseyere definitivamente, tendrá derecho a indemnización, en la forma que determine la ley, por los perjuicios efectivos o meramente morales que hubiere sufrido injustamente”. Cabe observar que hoy esta materia está regulada en el texto constitucional de 1980 en el artículo 19 Nº 7 letra i), con importantes modificaciones) y 8º de la Ley Nº 6.026, de 12 de febrero de 1937, sobre Seguridad Interior del Estado, la que consagra la letra g del artículo 25 del Código de Minería por los daños que el explorador cause con ocasión de los trabajos que ejecute (esta disposición, hoy derogada, decía: “El explorador deberá indemnizar los daños que cause con ocasión de los trabajos que ejecute. Se podrá exigir que el explorador rinda previamente caución para responder por el valor de las indemnizaciones”), la que proviene de los accidentes del trabajo (artículos 254 y siguientes del Código del Trabajo), la que establece el artículo 65 del D.F.L. Nº 221, de 15 de mayo de 1931, sobre navegación aérea en caso de accidente causado por una aeronave a personas en la superficie”.9 El párrafo transcrito corresponde a lo que en doctrina se denomina responsabilidad objetiva fundada en la teoría del riesgo. Pero estas reflexiones nos sirven para sostener que en todos los casos de responsabilidad objetiva subyace una obligación legal, cuya infracción acarrea automáticamente el deber de reparar los perjuicios. Sin embargo, existen otras obligaciones legales cuyo incumplimiento no acarrea responsabilidad objetiva, sino responsabilidad subjetiva, como se examinará más adelante. Así, por vía de ejemplo, en los casos señalados por el profesor Alessandri existe la obligación de parte de los jueces de no encausar irregularmente y sin mérito a una persona, de
9 Arturo Alessandri Rodríguez. De la Responsabilidad Extracontractual en el Derecho Civil Chileno. Imprenta Universitaria. 1943. Págs. 97 y 98.
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suerte que si ello ocurre, ésta está en situación de invocar la responsabilidad del Estado; asimismo el explorador está obligado a no causar daños al propietario superficial y en tal caso deberá reparar dichos perjuicios; lo propio sucede en la norma del D.F.L. sobre navegación aérea, que impone obligaciones al transportador de no dañar a las personas en la superficie. Como puede observarse, de la norma “secundaria” (siguiendo la terminología kelseniana) se desprende la norma “primaria” que impone la obligación. Citemos, por último, a algunos autores españoles. José Puig Brutau al tratar de las obligaciones legales transcribe el artículo 1.090 del Código Civil español, que dispone: “Las obligaciones derivadas de la ley no se presumen. Sólo son exigibles las expresamente determinadas en este Código o en leyes especiales, y se regirán por los preceptos de la ley que las hubieren establecido; y en lo que ésta no hubiere previsto, por las disposiciones del presente libro”. Sobre su interpretación, el autor indicado es crítico al comentar: “No parece afortunada la referencia a ‘este Código’ o a ‘leyes especiales’, como si aparte de las obligaciones previstas y reguladas, sólo brotaran obligaciones de leyes especiales. No cabe duda que de una ley general igualmente nacen obligaciones. Por otra parte, la redacción del artículo parece descartar la posibilidad de que existan obligaciones nacidas de fuentes del derecho distintas de la ley. Pero no hay duda de que pueden reconocerse obligaciones que resulten de la costumbre e incluso de los principios generales de derecho. Según Hernández-Gil, cabe preguntar por qué la costumbre y los principios generales, que son fuente del derecho en defecto de la ley, no han de ser eficaces para crear obligaciones. El artículo 1258 del Código Civil, con su referencia al uso, demuestra que de éste pueden nacer obligaciones. Por otra parte, las sentencias que imponen obligaciones para rectificar un enriquecimiento injusto revelan que aquéllas también nacen de los principios generales del derecho”.10 No hay duda de que el problema que se plantea es importante. Las obligaciones legales no pueden considerarse estricto 10
José Puig Brutau. Fundamentos de Derecho Civil. Tomo I. Volumen II. 4ª edición revisada. Bosch Casa Editorial S.A. 1979. Pág. 45.
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sensu como originadas en la ley. El concepto es más amplio. Podría decirse que ellas surgen del ordenamiento jurídico. En el sistema legal chileno, no hay duda que la analogía, los principios generales de derecho (espíritu general de la legislación) y la equidad natural, como elementos integradores de las lagunas legales, son expresión (o al menos la sustituyen con el mismo valor) de la ley. De aquí que las obligaciones que de su aplicación puedan surgir deben considerarse propiamente obligaciones legales. Nos parece, por lo mismo, particularmente acertado lo que sobre esta materia dice Núñez Lagos: “La fuente mediata o causa eficiente de todas las obligaciones se encuentra en la ley. Mas como dice Demogue, esto no permite diferenciar nacimientos”. Agrega enseguida: “La fuente, también única, pero inmediata próxima o causa ocasional de todas las obligaciones, se encuentra única y exclusivamente en el hecho jurídico. No en todos los hechos jurídicos, pues hay algunos –la mutación del cauce, por ejemplo– que no originan obligaciones. Pero sí siempre es un hecho voluntario (acto jurídico) o involuntario (simple hecho jurídico). Por lo tanto, las fuentes de las obligaciones han de clasificarse exactamente igual que los hechos jurídicos que las producen”.11 De lo que llevamos dicho, podemos extraer las siguientes conclusiones: a) Existen obligaciones en la medida que ellas nacen directa e inmediatamente de la ley, sea porque se aplica su texto o porque, por la vía interpretativa, se desprenden de la integración de lagunas legales. De aquí que más propiamente deberíamos hablar de obligaciones que nacen del ordenamiento jurídico, sin que sea necesario que la obligación se funde en el texto literal de la norma legal; b) Estas obligaciones pueden hallarse sujetas al sistema objetivo o subjetivo de responsabilidad. En el primer caso no es necesario atender a la diligencia o cuidado del infractor y para hacer valer la responsabilidad basta con la existencia del daño (responsabilidad fundada en el riesgo); en el segundo caso, 11 R. Núñez Lagos. Nueva Edición del Código Civil Comentado de Q.M. Scaevola. Tomo III. Volumen I. Madrid. 1957. Pág. 146.
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sólo se responderá en la medida que el infractor haya obrado sin la diligencia y cuidado exigido en la ley; c) Las obligaciones legales no se presumen y deben estar contempladas en la ley o imponerse en una sentencia judicial que integra una laguna legal; d) Estas obligaciones se rigen por las disposiciones generales del Código Civil y por sus leyes complementarias, si las hubiere, pudiendo configurarse (como se intentará más adelante) construir un estatuto jurídico que le sea propio; e) Las obligaciones que nacen de la costumbre deben ser consideradas obligaciones legales, por cuanto aquélla sólo tiene fuerza jurídica cuando la ley se remite a ella (en derecho civil) o en el silencio de la ley (en materia comercial), en ambos casos por mandato normativo expreso; y f) Tras toda obligación legal hay un hecho jurídico (pero no todo hecho jurídico crea obligaciones). En consecuencia, el legislador, a partir de una hipótesis fáctica determinada y debidamente descrita, hace surgir una obligación. Creemos útil poner énfasis en el hecho de que las obligaciones legales pueden tener dos caracteres bien diversos. En algunos casos ellas nacen, como se dijo, directamente de la ley, con independencia de la conducta o los actos que ejecuta el sujeto que soporta el deber de conducta. El artículo 2125 inciso segundo del Código Civil ofrece un ejemplo claro de lo que señalamos. En efecto, si una persona que por su profesión u oficio se encarga de la gestión de negocios ajenos, recibe un encargo de persona ausente, aun en el evento de que rechace la oferta, está obligada a “tomar las providencias conservativas urgentes que requiera el negocio que le encomienda”. Como puede observarse, el deber de actuar lo impone la ley prescindiendo de toda otra consideración, por el solo hecho de que sea requerido al efecto. En otros casos, la obligación nace como consecuencia de que el sujeto describe una hipótesis contenida en la ley. El mismo artículo 2125 inciso primero proporciona un buen ejemplo. Las personas que por su profesión u oficio se encargan de la gestión de negocios ajenos, están obligadas “a declarar lo más pronto posible si aceptan o no el encargo que una persona au-
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sente les hace”. Si dejan pasar un término razonable, dice la ley, “su silencio se mirará como aceptación” y, por lo tanto, nacerán todas las obligaciones propias del contrato de mandato. Es por ello que hemos puesto acento en el hecho de que la responsabilidad que nace del incumplimiento de las obligaciones legales puede corresponder a la responsabilidad objetiva, dependiendo de la forma en que la norma configure dicha obligación. Hasta aquí las principales conclusiones que amerita nuestro estudio. Es curioso constatar que no ha habido, sino de manera muy tangencial, una efectiva preocupación por este tipo de obligaciones que conduce a la responsabilidad civil, como sucede en todos los demás casos en que la obligación nace del contrato. 2. RESPONSABILIDAD CUASICONTRACTUAL Como es sabido, el nacimiento del cuasicontrato es bien curioso. Al observar Justiniano que la clasificación entre contratos y delitos resultaba insuficiente para cubrir todas las fuentes generadoras de obligaciones, estimó que algunas obligaciones, si bien no tenían su fuente en el contrato, se asemejaban a él (quasi ex contractu nascuntur); paralelamente comprobó que otras, que no hallaban su fuente en el delito, tenían también similitud con éste (quasi ex delicto nascuntur). Se trataba, entonces, como reconocen los autores, de una manera eficiente de clasificar las obligaciones. Sólo posteriormente se da al cuasicontrato una categoría jurídica propia y equivalente al delito y al contrato. Advierten los comentaristas que el cuasicontrato no es mencionado por Domat y que vuelve a aparecer en Pothier, del cual lo tomaron los redactores del Código francés. De aquí que José Puig Brutau diga que “La categoría jurídica del cuasicontrato es el resultado histórico de una adaptación de los textos clásicos romanos por juristas posteriores. Su uso, como dicen Jörs y Kunkel, se debe únicamente a que es una figura consagrada y una denominación genérica que tradicionalmente ha facilitado la exposición”.12
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José Puig Brutau. Obra citada. Tomo II. Vol. III. Pág. 2.
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Concuerdan todos los doctrinadores en que, por tratarse de una figura contenida en los códigos, no puede dejar de considerarse. Así, en el Código francés, artículo 1371, se dice que “los cuasicontratos son los hechos puramente voluntarios del hombre de los que resulta una obligación cualquiera hacia un tercero, y alguna vez una obligación recíproca de ambas partes”. Pero no se admite que exista una conceptualización unívoca sobre esta materia. Josserand señala que la noción de cuasicontrato “está sujeta a equívoco y a confusión: nadie ha podido asignarle nunca un sentido exacto y preciso. Es necesario ver en ella una supervivencia (…) de una opinión familiar a ciertos jurisconsultos romanos”. Más adelante agrega que el cuasicontrato es una “especie de monstruo legendario que es preciso decidirse a desterrar del vocabulario jurídico”.13 En el mismo sentido se pronuncian Colin y Capitant, cuando refiriéndose al cuasicontrato dicen que “No hay noción más indecisa que esta última. Los jurisconsultos se la trasmiten desde el derecho romano sin haber llegado a ponerse de acuerdo acerca de su contenido”.14 Finalmente, Luis Diez Picazo y Antonio Gullón sobre este punto señalan que “El cuasicontrato es una figura totalmente abandonada en la doctrina y en Códigos modernos. En realidad, en esa figura nos encontramos con obligaciones impuestas por la ley en situaciones en las que los principios de solidaridad social o de justicia lo demandan. Por ejemplo, en la gestión de negocios, la ley no puede dejar de atender al que oficiosamente se encarga de un asunto ajeno que está abandonado por imposibilidad o ausencia de su dueño, ni en el cobro de lo indebido, a quien realiza por error una prestación sin estar obligado. Aquéllos son precisamente los fundamentos que en los antecedentes inmediatos al Código Civil se dan como fundamento de la categoría del cuasicontrato, y no una pretendida semejanza con otros contratos regulados por
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Josserand. Derecho Civil. Tomo II. Volumen I, traducción española. Buenos Aires. 1950. Pág. 10. 14 Ambrosio Colin y Henri Capitant. Curso Elemental de Derecho Civil. Tomo III. Instituto Editorial Reus. Madrid. 1960. Pág. 560.
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la ley (gestión de negocios ajenos como paralelo del contrato de mandato; cobro de lo indebido como paralelo al contrato de mutuo)”.15 En el derecho civil chileno la noción del cuasicontrato está dada en el artículo 1437, que dice que las obligaciones nacen… “ya de un hecho voluntario de la persona que se obliga, como en la aceptación de una herencia o legado y en todos los cuasicontratos”. Precisando esta noción, el artículo 2284 agrega que “las obligaciones que se contraen sin convención, nacen o de la ley, o del hecho voluntario de una de las partes. Las que nacen de la ley se expresan en ella. Si el hecho de que nacen es lícito, constituye un cuasicontrato…”. Nuestra Ley Civil regula especialmente tres cuasicontratos: la agencia oficiosa o gestión de negocios ajenos, el pago de lo no debido y la comunidad. Ahora bien, al igual que en las legislaciones citadas, el cuasicontrato se caracteriza por constituir una fuente de las obligaciones distinta de la convención (contrato), que surge de un hecho lícito y voluntario. ¿Se justifica jurídicamente esta noción? Desde luego, forzoso es reconocer, estricto sensu, que no todas las obligaciones nacen del contrato, los hechos ilícitos y la ley, puesto que efectivamente en ciertos casos el hecho voluntario, lícito y no convencional, es fuente de obligaciones. La cuestión, entonces, radica en determinar si dichas obligaciones nacen de la ley, en cuyo caso sería una noción perfectamente inútil y redundante, y si las obligaciones cuasicontractuales tienen alguna particularidad propia que justifique su existencia y consideración. Más claro todavía, lo que llamamos obligaciones cuasicontractuales se apartan radicalmente de las obligaciones contractuales (que suponen la existencia del contrato), de las obligaciones delictuales y cuasidelictuales (que suponen la concurrencia del elemento culpa o dolo) y de las obligaciones legales propiamente tales, ya que en estas últimas es la ley la que de manera directa e inmediata genera la obligación expresándola. Sólo resta considerar aquellas otras obligaciones lega-
15 Luis Diez Picazo y Antonio Gullón. Instituciones de Derecho Civil. Tomo I. Editorial Tecnos S.A. Madrid. 1995. Pág. 804.
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les que, como se dijo, surgen cuando se describe una hipótesis contemplada en la ley. ¿Qué sucede en el cuasicontrato? Se trata una obligación que nace, precisamente, por el hecho de desarrollarse una hipótesis descrita en la ley y que no importa la celebración de un contrato ni la ejecución de un hecho ilícito. Las fuentes de las obligaciones, si no consideramos el cuasicontrato, quedarían incompletas, salvo que demos a la ley un ámbito mucho más amplio, en cuyo caso, como es lógico, terminaría invadiendo la responsabilidad delictual y cuasidelictual, puesto que es la ley la que impone la responsabilidad al autor del delito o cuasidelito civil. Forzoso resultaría, en este evento, afirmar que las fuentes de las obligaciones son sólo el contrato y la ley, lo que haría perder riqueza a la sistematización y regulación de esta materia. Más de alguien se preguntará qué diferencia existe, entonces, entre contrato, cuasicontrato, delito y cuasidelito, si en todas estas figuras hay una hipótesis descrita en la ley que se desarrolla por un sujeto, generándose las respectivas obligaciones (ya hemos explicado que tras toda obligación subyace la ley). Nuestra respuesta es clara. La hipótesis que corresponde a cada una de estas figuras es diversa. En el contrato predomina el concurso real de voluntades; en el delito, la noción de dolo y el daño causalmente derivado; en el cuasidelito, la culpa y el daño, y en el cuasicontrato, el hecho voluntario lícito. No es efectivo, entonces, aquello de que se trata de una noción vaga, imprecisa e inútil. A juicio nuestro, por el contrario, es una noción útil para la sistematización y comprensión de la responsabilidad. Es cierto que sólo generan obligaciones los hechos voluntarios lícitos y no convencionales, cuando la ley hace nacer de ellos una o más obligaciones. Pero, en el fondo, lo propio ocurre en las demás fuentes de las obligaciones. Es siempre la ley la que autoriza y prescribe el surgimiento de las obligaciones. Puig Brutau se pregunta si los cuasicontratos pueden llenar todo el vacío normativo que dejan la ley, el contrato y los actos ilícitos. A este respecto señala: “Algunos opinan afirmativamente, a base de entender que las obligaciones cuasicontractuales son en definitiva obligaciones nacidas de la ley, que no han de quedar limitadas a los dos tipos de cuasicontratos que regula el
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Código Civil (en España el Código Civil sólo regula la gestión de negocios y el pago de lo indebido). Sin embargo, creemos que prevalece, con fundadas razones, el criterio de que los cuasicontratos no pueden ser considerados propiamente como obligaciones legales, si no se quiere llegar a la afirmación, inútil de puro evidente, de que todo lo que obliga es porque lo reconoce la ley”.16 Agrega este autor que los preceptos legales concretos que imponen obligaciones no pueden confundirse con la ley entendida como ordenamiento general. Precisando cuándo una obligación es legal afirma: “Pero de obligaciones legales sólo puede hablarse propiamente cuando están previstas por preceptos determinados de la ley en relación con supuestos hechos previstos y detallados en cada caso. En este sentido preciso, no son obligaciones legales, aunque el ordenamiento legal las reconozca, las resultantes de contratos, de actos ilícitos y de hechos tradicionalmente llamados cuasicontratos”.17 En suma, el cuasicontrato tiene fisonomía propia, es una noción que se justifica jurídicamente, en la medida que describe la existencia de un hecho voluntario, no impuesto al autor, ajeno al concurso real de voluntades (no convencional), y que genera las obligaciones que prevé la ley. Todas las fuentes de las obligaciones tienen origen en un hecho jurídico que está descrito en la norma jurídica como una hipótesis. Pero esta hipótesis tiene rasgos diversos, según se trata del concurso real de voluntades, de la ejecución de un hecho ilícito o de un hecho voluntario y no convencional. La obligación u obligaciones que resulten son siempre derivadas de la ley, de suerte que en este aspecto no ofrecen las fuentes de las obligaciones diferencia alguna (todo en el marco del derecho, nada fuera del marco del derecho). Como es fácil advertir, desde nuestra perspectiva, la noción de cuasicontrato contribuye a separarnos del concepto estricto de lo que constituye una obligación legal (ya que ella surge no del mandato directo de la ley, sino de la ejecución de un hecho lícito y no convencional ejecutado por el destinatario de la
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José Puig Brutau. Obra citada. Tomo II. Volumen III. Pág. 8.
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norma) y, paralelamente, permite considerar la trama que se desarrolla a partir de una conducta que se enmarca en la descripción de la hipótesis fáctica de la cual nace la obligación. En el cuasicontrato, por lo mismo, antes de que nazca la obligación, se atraviesa por la ejecución de la conducta descrita en la hipótesis, lo que no sucede en la obligación propiamente legal, en la que se impone un deber de conducta con prescindencia absoluta del sujeto que actúa como destinatario de la norma. Bastaría esta sola consideración para comprender que la noción del cuasicontrato es útil y debe ser empleada para enriquecer la sistematización de las fuentes de las obligaciones. Si entre el deber de conducta impuesto directamente en la ley y el deber de conducta (obligación) que nace del cuasicontrato hay una diferencia que no es un matiz, resulta necesario, a juicio nuestro, mantener esta noción, que no en balde se ha ido arrastrando a través de los años. Se ha sostenido que tras el cuasicontrato gravita la idea del enriquecimiento injusto. Lo anterior es efectivo, pero carece de importancia para nuestro análisis. La ratio legis, de enorme importancia para la interpretación, no lo es tanto para caracterizar una institución en una perspectiva pura del derecho. Es innegable que el pago de lo no debido, la agencia oficiosa y la comunidad atacan el enriquecimiento injusto, pero ello no es suficiente para caracterizar una noción tan discutida, aun cuando ésta sirve fines tan trascendentes y queridos. La noción que examinamos se enriquecería considerablemente si podemos extenderla a situaciones que no están expresamente reguladas en la ley. En tal evento, como es obvio, el cuasicontrato cobraría más importancia, puesto que su influencia se extendería a hechos que no se hallan especialmente considerados en la ley, como sucede con la agencia oficiosa, el pago de lo indebido y la comunidad. Afirmamos que lo anterior es evidente y que una determinada situación, no prevista en el ordenamiento, puede ser resuelta en torno del cuasicontrato y derivarse de él las obligaciones consiguientes. Desde luego, debemos reconocer que nuestra ley señala que hay un cuasicontrato en la aceptación de una herencia o un legado, cuestión que no se reproduce en parte alguna del Libro III del Código Civil, relativo a la sucesión por causa de muerte. Por ende, al amparo
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de la integración de las lagunas legales, es posible derivar una obligación de la analogía, de los principios generales de derecho y de la equidad natural (artículo 24 del Código Civil), dando a un hecho voluntario, lícito y no convencional el carácter de cuasicontrato y desprendiendo del mismo una o más obligaciones. No podría, en el supuesto mencionado, sostenerse que se trata de obligaciones legales, ya que ellas se caracterizan por estar expresa y formalmente enunciadas en la ley. Afirmamos, en consecuencia, que la noción de cuasicontrato corresponde, como sucede siempre en lo concerniente a las fuentes de las obligaciones, a una hipótesis descrita en la ley, ya sea específica, genérica o extensivamente (lo cual ocurrirá cuando el cuasicontrato se desprenda de la integración de una laguna legal por la vía interpretativa). Insistimos, entonces, en que esta noción es útil, ya que en su ausencia quedaría sin respuesta la configuración de un cuasicontrato fundado en la hipótesis descrita extensivamente en la ley. Es probable que históricamente su origen sea vago o, incluso, meramente práctico. Pero en este momento dicho concepto sirve a la teoría jurídica y la enriquece, dando respuesta a situaciones que sin él carecerían de justificación dogmática. Sintetizando nuestras reflexiones anteriores, ellas se traducen en las siguientes conclusiones: a) Las obligaciones cuasicontractuales existen, tienen jurídicamente una fisonomía propia que las diferencia de las demás fuentes de las obligaciones y dan origen a la responsabilidad cuasicontractual, esto es, derivada de su incumplimiento. b) Las obligaciones cuasicontractuales nacen como consecuencia de que un sujeto describe una hipótesis normativa que se caracteriza por ser un hecho voluntario, no convencional y lícito, al cual la ley atribuye un efecto obligacional (así la hipótesis esté formalmente enunciada o se desprenda al llenarse una laguna legal). c) Los cuasicontratos no son sólo aquellos que regula expresamente la ley civil (agencia oficiosa, pago de lo no debido y comunidad), sino que existen en todos los casos en que concurren los presupuestos enunciados (existencia de una hipótesis
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normativa –expresa o derivada– que consiste en un hecho lícito, voluntario y no convencional del cual nace una obligación). Lo anterior ocurre con la aceptación de una herencia, la contestación de una demanda, etc. d) Este tipo de obligaciones no está sujeto a una norma común y general sobre la capacidad de quien describe la hipótesis contemplada en la norma. Así, por ejemplo, si un relativamente incapaz gestiona los negocios ajenos contrae obligaciones, porque ellas nacen de la ley. Si un incapaz paga lo que no debe, siendo el pago un acto jurídico, éste adolecerá de nulidad, pudiendo repetir en razón de la nulidad. e) El incumplimiento de las obligaciones cuasicontractuales es fuente de responsabilidad civil y se traducirá en la obligación sustitutiva de reparar los perjuicios que se siguen del incumplimiento. 3. ESTATUTO JURIDICO APLICABLE A LA RESPONSABILIDAD CUASICONTRACTUAL Y LEGAL Hemos analizado en lo precedente las diferencias que existen en el tratamiento que la ley da a la responsabilidad contractual y a la responsabilidad delictual y cuasidelictual. Hemos dicho, también, que no existe un estatuto especial aplicable a la responsabilidad legal y cuasicontractual. ¿A cuál de los regímenes citados debe adscribirse el incumplimiento de las obligaciones legales y cuasicontractuales? Desde luego, debemos reconocer que se trata de fijar las reglas que en el silencio de la ley se aplican a los casos de responsabilidad legal y cuasicontractual. Creemos que sobre esta materia, como reconocen los autores, existen dos grandes tipos de obligaciones: aquellas que se contraen voluntariamente, como ocurre en relación a los que celebran un contrato; y aquellas otras que se imponen en la ley al margen o con prescindencia de la voluntad de quien resulta obligado. De allí que hablemos con propiedad de responsabilidad contractual y responsabilidad extracontractual, comprendiendo en la segunda la responsabilidad delictual, cuasidelictual, legal y cuasicontrac-
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tual. Nos parece evidente que no pueden aplicarse las reglas establecidas para regular las obligaciones que se contraen voluntariamente, a las obligaciones que se contraen contra la voluntad. De aquí que estimemos que en ausencia de reglas especiales, la responsabilidad cuasicontractual y legal debe regirse por las disposiciones de la responsabilidad delictual y cuasidelictual, y, por lo mismo, comprenderse todas ellas en lo que hemos llamado responsabilidad extracontractual, en oposición a la responsabilidad contractual. El tema no es pacífico. Hay quienes piensan que debe acercarse la responsabilidad cuasicontractual a la responsabilidad contractual; y la responsabilidad legal a la responsabilidad delictual. Esta posición se funda en una confusión inexcusable de terminología, atendida la similitud entre contrato y cuasicontrato (así lo plantean Mazeaud y Tunc). Debemos agregar, sin embargo, otro razonamiento. Tanto en el contrato como en el cuasicontrato, la obligación surge, en alguna medida, por voluntad de las partes, ya que lo que es evidente en el contrato aparece al menos tácitamente aceptado en el cuasicontrato respecto de quien realiza el hecho voluntario que constituye la hipótesis descrita en la ley. Este argumento carece de toda consistencia respecto del sujeto que resulta obligado en razón del hecho ajeno (situación de quien recibe un pago que no se debe o cuyos negocios son administrados sin su conocimiento). Por lo mismo, esta posición nos parece descartable. Otros autores afirman que deberían aplicarse a todos los casos de responsabilidad no reglamentados por el legislador (legal y cuasicontractual) los principios rectores de la responsabilidad contractual. Para sostener esta tesis se argumenta en el sentido de que se trata de la responsabilidad de derecho común, toda vez que las normas sobre responsabilidad por actos ilícitos son excepcionales y no cabría extenderlas más allá de los delitos y cuasidelitos. “La argumentación está lejos de ser convincente. En el fondo se limita a comprobar que el contenido de ciertas obligaciones legales o ‘cuasicontractuales’ está señalado según el mismo principio que el contenido normal de la obligación contractual. Pero eso no implica que las obligaciones legales o ‘cuasicontractuales’ sean de la misma naturaleza que las obligaciones contractuales. La responsabilidad delic-
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tual misma nace de la violación del deber de conducirse como hombre prudente y cuidadoso, como un buen padre de familia. Y, pese a ello, hemos demostrado que no se confunde con la responsabilidad contractual”.18 Por nuestra parte, señalamos que no nos parece claro aquello de que las normas que regulan los ilícitos civiles sean excepcionales, y generales las que regulan los contratos. Existen en los respectivos títulos normas excepcionales, como sucede, por vía de ejemplo, con aquella que establece que el contrato no puede ser invalidado sino por consentimiento mutuo o por causas legales (artículo 1545 del Código Civil) en materia de responsabilidad contractual; y existen normas generales, como ocurre con el inciso primero del artículo 2329 del mismo Código, que dispone que, por regla general, todo daño que pueda imputarse a malicia o negligencia de otra persona, debe ser reparado por ésta, en materia delictual y cuasidelictual. No es posible, creemos nosotros, atribuir carácter general o excepcional a toda la regulación legal referida. Siguiendo el Código francés, que sirvió de fuente inspiradora al autor de nuestro Código Civil, la cuestión queda meridianamente clara. “La voluntad de los redactores del Código, por otra parte, no parece dudosa. Manifestaron claramente su voluntad de clasificar las obligaciones en dos grandes categorías: de una parte, las que nacen del contrato, de la voluntad del acreedor y del deudor; de otro lado, las que son impuestas por el legislador: ya se trate de las obligaciones legales propiamente dichas, delictuales o cuasidelictuales. Entre estos dos grandes tipos de obligaciones existe una diferencia fundamental de hecho; las situaciones son claramente distintas. Treilhard lo subraya en la Exposición de Motivos (Exposición de Motivos al Cuerpo Legislativo, sesión de 9 de pluvioso del año XII): ‘En los contratos, el consentimiento mutuo de las partes contratantes es el que produce entre ellas obligación. En los cuasicontratos, al contrario, como en los delitos y cuasidelitos, la obligación, así como lo he observado, resulta de un hecho: es la ley la que
18 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen I. Pág. 124.
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lo hace obligatorio. Los compromisos de esta especie se fundan sobre grandes principios morales, tan profundamente grabados en el corazón de todos los hombres, que es preciso hacer a los demás lo que querríamos que hicieran por nosotros en las mismas circunstancias, y que estamos obligados a reparar los males y los daños que hayamos podido causar. Las disposiciones, cuya lectura vais a escuchar, son, en su totalidad, consecuencias más o menos alejadas, pero necesarias, de esas verdades eternas’; y Treilhard proseguía exponiendo los principios de la gestión de negocios ajenos, el pago de lo indebido, de los delitos y cuasidelitos”.19 Cabe observar que en el mismo sentido se pronuncian Bonnecase, Ripert y Boulanger, Demogue, Chauveau, Pirson y De Villé. En sentido contrario opina entre nosotros don Arturo Alessandri Rodríguez. A su juicio, la regla general está constituida por la responsabilidad contractual y ella se extiende a los casos de responsabilidad legal y cuasicontractual cuando no existe norma especial sobre el punto. Las razones que esgrime este jurista pueden sintetizarse en la siguiente forma: a) La terminología empleada por el Código Civil chileno contrasta con la empleada por su similar francés. Mientras en el primero se alude al “Efecto de las obligaciones”, en el segundo se denomina “De los contratos o de las obligaciones convencionales en general”. b) A lo anterior se “agrega que los artículos 2314 y siguientes, a diferencia también de lo que hace el Código francés, que sólo habla de daño causado por un hecho o culpa del hombre o de las personas de quienes se es responsable o de las cosas que se tienen bajo su guarda, menciona concretamente el delito y el cuasidelito, y, al reglar la responsabilidad delictual y cuasidelictual, entienden referirla únicamente a la que emana de esas fuentes, como quiera que la hacen derivar sólo de ellas (artículo 2314). Y tales fuentes han sido definidas con toda precisión en el artículo 2284 y diferenciadas en términos in-
19 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen I. Págs. 124 y 125.
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equívocos de las demás que pudieran asimilárseles por no constituir, como ellas, una convención”.20 c) Alude este autor a una serie de disposiciones especiales (artículos 250, 391, 427, 2308, 2288) en todas las cuales se fijan diversos grados de culpa, tratándose de reglas relativas a la responsabilidad legal y cuasicontractual; y d) Finalmente, le parece lógica la solución que propone, toda vez que cuando se ha cometido un delito o cuasidelito no existe entre el autor y la víctima relación previa alguna; en tanto tratándose de las obligaciones legales y cuasicontractuales, “acreedor y deudor se encuentran ligados en virtud de la ley o de un hecho voluntario, lícito y no convencional (artículos 1437 y 2284), y la responsabilidad del deudor proviene, como en las obligaciones contractuales, del incumplimiento de la obligación preexistente entre ambos”.21 Reconociendo que la posición del señor Alessandri está muy bien fundada, no participamos de ella. Desde luego, la primera razón nos parece exageradamente formalista, al extremar la importancia del tenor literal de los títulos en que los Códigos reglamentan esta materia. Ninguna duda cabe de que los artículos 1545 y siguientes de nuestro Código Civil se refieren a las obligaciones contractuales. Prueba lo anterior el hecho de que el Título XII del Libro IV se inicie con una norma que fija los efectos del contrato y continúe con una disposición relativa a la forma en que deben ejecutarse los contratos. No hay, por consiguiente, ningún elemento indiciario para suponer que el legislador dejó ver su intención de ampliar el ámbito de estas normas a la responsabilidad legal y cuasicontractual. En relación al alcance comparativo que se hace entre el Código chileno y el francés, tampoco resulta convincente, puesto que nadie nunca ha puesto en duda que ambos reglamentan por separado la responsabilidad contractual y la responsabilidad delictual y cuasidelictual, así sea que uno se refiera al deli-
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Arturo Alessandri Rodríguez. Obra citada. Pág. 55. Arturo Alessandri Rodríguez. Obra citada. Págs. 56 y 57.
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to o cuasidelito civil y el otro al daño causado por un hecho o culpa del hombre. No existen antecedentes para demostrar que el Título XXXV del Libro IV del Código Civil chileno, relativo a los delitos y cuasidelitos, sea más hermético que las normas francesas sobre responsabilidad delictual y cuasidelictual. Analizando el derecho francés, Colin y Capitant sostienen: “Las fuentes de las obligaciones son los hechos jurídicos que les dan origen. El Código Civil las clasifica en dos categorías en los títulos 3º y 4º de su libro III. 1º. En primer lugar, los contratos, es decir los actos jurídicos que consisten en un acuerdo de voluntades (título III). 2º. En segundo lugar, los hechos que no son contratos (título IV). Ciertas obligaciones, dice el artículo 1370 que se forman sin que intervenga convención alguna. Esta segunda categoría comprende, según el Código Civil (artículo 1370): A: La Ley. Hay, en efecto, obligaciones que tienen su origen inmediato en una disposición de la ley, en el sentido de que están directamente establecidas por ella. El artículo 1370 cita las obligaciones que la ley establece entre propietarios vecinos (artículos 651 y siguientes), y la de los tutores y otros administradores que no pueden negarse a cumplir la función que les ha sido conferida, por ejemplo, la obligación del padre, al que la ley impone, ya la administración legal de los bienes, ya la tutela de los hijos menores. Citaremos también, como precedente de la ley, la obligación de prestarse alimentos que existe entre los parientes próximos (artículos 265 y 206), la responsabilidad por los accidentes del trabajo impuesta a los dueños de las empresas por ley de 9 de abril de 1898, etc. B. El delito y el cuasidelito, de que hablaremos más adelante. C. El cuasicontrato”.22 Como puede comprobarse, para el derecho civil francés hay dos sistemas distintos, atendiendo a la generación de las obligaciones: aquellas que nacen del contrato y aquellas que nacen de hechos que no son contratos. Lo propio puede sostenerse en Chile. Es efectivo que algunas normas sobre responsabilidad legal y cuasicontractual en el Código Civil chileno aluden a diferentes grados de culpa. Pero ello, lejos de constituir una razón
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Ambrosio Colin y Henri Capitant. Obra citada. Págs. 559 y 560.
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para dar a la responsabilidad contractual un carácter general, prueba lo contrario. En efecto, si la ley necesita decir en diversas disposiciones que se responde de la culpa leve o levísima, es porque en estas materias no rigen los principios enunciados en el artículo 1547, que en relación a las obligaciones contractuales, fijan un principio general para determinar la culpa de que responde cada deudor. Lo anterior es, entonces, una buena razón para estimar que dichas disposiciones expresan una regla especial, ya sea para agravar o atenuar la responsabilidad del obligado. Por último, el señor Alessandri pone énfasis en el hecho de que en la responsabilidad contractual, legal y cuasicontractual hay una relación preexistente entre deudor y acreedor. No ocurre siempre lo mismo. Es más, la vinculación surge por el hecho voluntario, lícito y no convencional, como cuando una persona asume sin mandato la gestión de los negocios de otro, o por error de hecho o de derecho paga lo que no debe, o por un acto voluntario adquiere junto a otras personas un determinado bien mueble o raíz. El criterio que se propone es bastante más débil del que nosotros invocamos: hay obligaciones que nacen por el concurso real de voluntades y obligaciones que nacen sin la voluntad o contra la voluntad de quienes quedan ligados por la relación jurídica. No se nos escapa que hacer aplicable el estatuto de la responsabilidad delictual o cuasidelictual a las obligaciones que nacen de la ley y del cuasicontrato importa, como se dijo, dar un tratamiento más severo a este último tipo de obligaciones. Y es esta, precisamente, una de las razones que nos impulsan a sostener nuestra posición. No puede ser tratado de la misma manera quien contribuye con su voluntad al nacimiento de una obligación (que siempre tendrá como contrapartida otra obligación o la mera liberalidad del que se obliga), que quien es deudor por disposición de la ley o de un hecho voluntario que provoca un desequilibrio en el patrimonio de quien interviene en ello. La cuestión que se ha planteado tiene una inmensa importancia práctica para determinar el grado de culpa de que responden los que deben cumplir una obligación legal o cuasicontractual. Si la ley, como sucede en la mayor parte de los casos,
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no señala el grado de culpa que se impone al deudor, ¿de qué responde? La respuesta es diversa, según cuál sea el estatuto que corresponda aplicarse a dicha obligación. Si la respuesta la da la responsabilidad contractual, forzoso es reconocer que se responderá de la culpa leve, atendido lo previsto en el artículo 44 inciso tercero del Código Civil, que dice: “Culpa o descuido, sin otra calificación, significa culpa o descuido leve”. De lo anterior se sigue que quien debe, por ejemplo, prestar una pensión de alimentos a alguna de las personas señaladas en el artículo 321 del Código Civil, puede exonerarse probando que obrando con el “cuidado del buen padre de familia” le ha sido imposible ejecutar la prestación. Si la respuesta la da la responsabilidad delictual o cuasidelictual, se responderá de cualquier grado de culpa, razón por la cual el alimentante sólo podrá exonerarse alegando y probando caso fortuito o fuerza mayor, o haber obrado con un cuidado igual o superior a los estándares medios prevalecientes en la sociedad. Este parece ser el caso reglamentado en el artículo 15 inciso segundo de la Ley Nº 14.908 sobre abandono de familia y pago de pensiones alimenticias, que permite dejar sin efecto el apremio decretado contra el deudor cuando éste “carece de los medios necesarios para el pago de una obligación alimenticia”. La recta interpretación de estas normas debe inspirarse, a juicio nuestro, en dos cuestiones medulares: en el reconocimiento de que las obligaciones pueden nacer en razón de la voluntad de quienes intervienen en la relación jurídica (obligaciones contractuales) y al margen de la voluntad de las partes (obligaciones legales y cuasicontractuales); y en la necesidad de dar un tratamiento adecuado a la importancia de estas obligaciones, atendida la trascendencia social que se les atribuye. Las obligaciones legales y cuasicontractuales, en esta perspectiva, atendida su naturaleza y origen, deben ser objeto de un tratamiento más severo por parte del legislador, a fin de inducir al deudor a su cumplimiento o sustituirlas por la responsabilidad que se sigue de su quebrantamiento. Nuestra concepción sobre la obligación (como “deber de conducta típica”) magnifica la importancia que atribuimos a esta materia, ya que para nosotros la prestación es una mera referencia (un proyecto) y no un fin que permite determinar el cumplimiento o el incumpli-
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miento, como ocurre con la doctrina mayoritaria, que subordina la obligación a la ejecución de la prestación, más allá de la ejecución de la conducta debida. En lo anterior reside la razón fundamental para plantear la aplicación de las normas sobre responsabilidad delictual y cuasidelictual a la responsabilidad que nace del incumplimiento de una obligación legal o cuasicontractual. Lo que caracteriza la responsabilidad contractual, a nuestro juicio, es el hecho de que el grado de diligencia de que se responde lo establecen quienes, por efecto de su voluntad, hacen nacer la respectiva obligación. Los contratantes son los que tienen en sus manos programar la prestación y definir el grado de culpa del que se responde. De allí que la disposición de la ley (artículo 1547) constituya una norma que sólo se aplica en subsidio de la voluntad de los contratantes. Este aspecto básico no aparece en las obligaciones cuando ellas nacen de la ley, el ilícito civil o el cuasicontrato. En todos estos supuestos no son los afectados los que fijan el grado de culpa de que se responde, sino la ley directamente, admitiendo, en algunos casos excepcionales, una graduación semejante a la que impera tratándose de obligaciones contractuales. Por lo tanto, el estatuto jurídico que corresponde aplicar en todos los casos de obligaciones que nacen sin intervención de la voluntad de la persona que se obliga debe ser el mismo, esto es, el que procede tratándose de la responsabilidad extracontractual. De aceptarse otra solución, se confundirían dos tipos muy diversos de responsabilidad: una en la cual prima la voluntad de quienes hacen nacer la obligación; y la otra en que prima la reglamentación de la ley. Es éste, sin duda, el elemento diferenciador que, como se explicó, permite comprender su muy diversa naturaleza, comenzando por el grado de diligencia y cuidado que tipifica el deber de conducta asumido. Para quien entienda que la obligación es un deber de conducta típica esta materia no puede tener una solución diversa de la que se propone. Por último, no puede ignorarse que las obligaciones legales son las más importantes desde una perspectiva social. Ellas han sido establecidas por los poderes públicos (colegisladores) y tienen como base una reconocida necesidad social. Frente a
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este reconocimiento parece indispensable imponer al obligado un mayor grado de culpa, conforme los estándares existentes en la comunidad, y no una culpa media, elemento que se incorpora al vínculo obligacional con el consentimiento de quien lo asume. D. LOS SISTEMAS DE RESPONSABILIDAD Para fundamentar la obligación de reparación, se han formulado dos grandes teorías: la teoría clásica de la responsabilidad a base de la culpa y la teoría de la responsabilidad objetiva sobre la base de la creación del riesgo. “Para establecer una regla general de responsabilidad civil es necesario tomar partido sobre el fundamento de la obligación de reparación. No podría imponerse a una persona la obligación de reparar todos los daños que pueden resultar para los demás de los actos que ella realiza. Aunque no fuese sino por su gran talento o la mayor habilidad en el ejercicio de las actividades más correctas, una persona resulta causante de un perjuicio para quienes están en competencia con ella. El legislador se encuentra, pues, en la necesidad de establecer una discriminación entre los actos. Si la hace tomando en consideración el valor moral y social del acto realizado, la responsabilidad es llamada subjetiva. El juez debe, en efecto, para determinarla, analizar la conducta del autor del acto; el que incurra en culpa será condenado a la reparación. Si, por el contrario, el juez busca solamente la persona capaz de asegurar la reparación y la condena por el solo hecho de que el daño ha sobrevenido bajo ciertas condiciones, sin que haya lugar a apreciar su conducta, la responsabilidad es llamada objetiva; se condenará al que ha creado el riesgo”. 23 No parece exagerado sostener que en la vida de relación la actividad de una persona puede causar daño a otra, mucho más cuando, como sucede en el día de hoy, vivimos en una sociedad
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Georges Ripert y Jean Boulanger. Obra citada. Tomo V. Págs. 22 y 23.
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masificada, en que se estrechan las relaciones de vecindad, laborales, recreacionales y de toda índole. En este contexto social es necesario definir de qué se responde y por qué razón. Ni el más cuidadoso de los ciudadanos, se ha dicho, sería capaz de desplazarse en el grupo social sin causar daño a otra persona. Para fundamentar la responsabilidad jurídica es necesario, entonces, imponer el deber de reparar los perjuicios en función de la actividad subjetiva del que causa el daño o en función de la creación de un riesgo que altera la probabilidad de que sobrevenga el daño. Por otra parte, el desarrollo prodigioso de la ciencia y de la tecnología ha ido alterando el escenario social y plagándolo de situaciones de peligro, que objetivamente han hecho que la vida cotidiana esté expuesta, cada día más, a sufrir consecuencias perjudiciales. Piénsese, por ejemplo, en el cambio que en el último siglo han experimentado los medios de transporte, de comunicación, los procesos industriales y productivos en general, y se dimensionará lo que señalamos. Es indudable que el sistema de responsabilidad subjetiva es jurídicamente más perfecto, puesto que sólo hace responsable de reparar los perjuicios que se causan a quien ha obrado sin el deber de cuidado y diligencia que impone la circunstancia de vivir en sociedad. Pero es igualmente lógico imponer responsabilidad a quien, en provecho propio, altera las condiciones de vida, generando riesgos que aumentan las probabilidades de que sobrevengan daños en perjuicio a terceros. Ambos sistemas ofrecen, entonces, beneficios e inconvenientes. Desde luego, el sistema de responsabilidad subjetiva obliga a probar que los daños tienen como antecedente causal el dolo o la culpa de quien produce el daño. Esta exigencia impone a la víctima una carga a veces difícil de superar, porque, en el fondo, se trata de demostrar una actitud interior que se exterioriza en el comportamiento social. Para paliar estos inconvenientes se han consultado varios correctivos: a) En el ámbito de la responsabilidad contractual el solo hecho de que no se ejecute la prestación invierte el peso de la prueba, debiendo el deudor acreditar que ha empleado la diligencia y cuidado debidos (artículo 1547 del Código Civil). Volvemos aquí a la cuestión antes planteada sobre que la presta-
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ción contractual no es más que una referencia que sirve para establecer, a priori, si la obligación se ha cumplido o ha dejado de cumplirse, pero no es una medida definitiva, como parte de la doctrina lo ha estimado equivocadamente; b) Son numerosas las llamadas presunciones de culpa que, o bien alteran el peso de la prueba, o bien imponen responsabilidad a quien incurre en la hipótesis legal definida. Son presunciones simplemente legales (que admiten prueba en contrario) las consignadas en los artículos 2320, 2322, 2326, 2328 y 2329 del Código Civil. Son presunciones de derecho (que no admiten prueba en contrario) las consignadas en los artículos 2321 y 2327 del mismo Código. De esta manera, como es natural, se alivia el peso de la prueba a quien ha experimentado el daño; c) En materia de responsabilidad contractual, la culpa se aprecia in abstracto. Esto importa que el juez, para juzgar si ha habido culpa que sea causa del incumplimiento, debe construir un modelo, que contemple las características genéricas del deudor (así si se contrate con un profesional, con un empleado calificado, un trabajador analfabeto, etc.), debiendo exigir a éste la misma diligencia que sería ordinariamente exigible al modelo. De esa manera, la conducta que se impugna debe compararse con la que se presume habría empleado una persona con los mismos caracteres del modelo. Como resulta obvio, a medida que el nivel cultural va progresando, aumentará, paralelamente, el marco de la responsabilidad, al alterarse la definición o caracterización de lo que hemos llamado el modelo, construido para determinar la existencia o ausencia de responsabilidad. Lo contrario ocurre en materia delictual y cuasidelictual, en que se responderá de cualquier grado de culpa. Las exigencias son mayores en la medida que podemos descubrir la relación causal entre la conducta y el daño causado. Don Arturo Alessandri sobre este punto advierte: “La jurisprudencia, por su parte, tiende a ampliar cada vez más el concepto de culpa. Es así como estima que la culpa más insignificante, aun aquella que en otra época habría pasado inadvertida, puede dar origen a la responsabilidad cuasidelictual civil; que el ejercicio abusivo de un derecho puede constituir un delito o cuasidelito civil; y
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que hay culpa en no ponerse a tono con el progreso, en no dotar a una máquina o instrumento susceptible de causar accidentes, de aparatos que la ciencia o la industria han inventado o descubierto para evitarlos”.24 En materia delictual y cuasidelictual, la culpa se aprecia in concreto, de manera que el juez para determinar si concurre o no concurre el elemento subjetivo, sólo analizará el comportamiento del sujeto que causa el daño, independientemente de todo modelo y atendiendo única y exclusivamente a sus características sicológicas, culturales, educacionales, etc. Salta a la vista, en este punto, la importancia de la distinción. Si se responde de cualquier grado de culpa, ello no significa que se responda de todo daño que pueda haberse causado, sino sólo de aquellos perjuicios que para producirse requieran de un acto negligente, descuidado o desatento de su autor, en conformidad a los estándares generales existentes en el grupo social. Dicho de otra manera, lo que para un sujeto puede constituir un descuido inexcusable, para otro puede no corresponder a un acto descuidado. Lo anterior como consecuencia de las diferencias que concretamente acusa cada uno de ellos en el ámbito de sus personalidades, desarrollo intelectual, cultura, educación, etc. d) Finalmente, no son escasas las leyes que dan a los tribunales amplias y, a veces, excesivas atribuciones para apreciar las pruebas que se rindan por las partes en juicio. De esa manera, la responsabilidad, particularmente en materia delictual y cuasidelictual, ha ido creando una riquísima casuística que, invariablemente, abre paso a mayores y más exigentes padrones de responsabilidad. Más acorde con nuestro tiempo y las exigencias de la vida moderna está el sistema de responsabilidad objetiva o por creación del riesgo. Esta doctrina aparece en el mundo jurídico a fines del siglo pasado y ha ido cobrando cada día una dimensión mayor. Pero no puede ella, como es natural, aplicarse con carácter general, ya que todo daño no tiene como antecedente necesario la creación de un riesgo. De allí nuestra convicción
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Arturo Alessandri R. Obra citada. Pág. 111.
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de que esta teoría nació para complementar y atenuar las exigencias de la teoría de la responsabilidad subjetiva. Lo concreto es que quien crea un riesgo –como consecuencia de proyectar una determinada actividad productiva o de otra índole– deberá responder de los perjuicios que sobrevengan y que deriven directa y necesariamente de este riesgo. Como bien dice la doctrina, la actitud subjetiva del autor del daño es indiferente. Se responde en razón del riesgo, aun cuando se excluya como causa del daño la culpa o dolo de quien lo provoca. Originalmente algunos autores se deslumbraron con la teoría del riesgo, especialmente fundados en la supuesta primacía de valores tan caros como la solidaridad, en el entendido –equivocado a nuestro juicio– de que con ella se favorecía a los más débiles que estaban condenados a sufrir daños irreparables. Con el tiempo la doctrina fue cambiando, formulándosele duras críticas. Las principales observaciones que merece la exaltación exagerada de esta doctrina son las siguientes: a) La responsabilidad debe estar fundada en un principio moral que la haga aceptable para quien debe reparar un perjuicio. En otros términos, debe existir un principio de culpabilidad que justifique la obligación de indemnizar. De otra manera, el derecho pierde su mayor virtud y se desvincula peligrosamente del sentimiento de justicia que, en cierta medida, lo legitima; b) Como dice don Arturo Alessandri, la teoría del riesgo paraliza la iniciativa y espíritu de empresa, ante la certidumbre de tener que responder de todos los daños que se causen con prescindencia de la licitud del acto; c) Tampoco esta teoría facilita la imposición de la responsabilidad, ya que un daño no es casi nunca consecuencia de una sola causa. De ordinario concurren en él numerosas concausas que hacen difícil, si no imposible, determinar la relación de causalidad que justifica la responsabilidad; d) Existen casos en que se responde sin haberse generado un riesgo que justifique el daño, lo cual permite mantener en
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toda su trascendencia los principios de responsabilidad subjetiva; y e) No menos importante, desde una perspectiva de política legislativa, es el hecho de que, enfrentado a este tipo tan riguroso de responsabilidad, se busque el medio de asegurar todos los daños, lo cual incentivará las conductas indiferentes ante él, con el menoscabo del interés social comprometido. Las razones que anteceden nos inducen a participar de la opinión planteada por algunos autores en el sentido de que existe plena compatibilidad y complementación entre ambas teorías, de lo cual se colige que su admisión parcial enriquece la normativa sobre la responsabilidad. Así, Ripert y Boulanger afirman que “la teoría del riesgo nunca ha sido acogida en su estado puro como dando una regla general de responsabilidad que pueda sustituir a la que está fundada sobre la culpa. Cuando se la admite en ciertos casos, hay necesidad de preocuparse de las condiciones en las cuales se ha creado el riesgo. Se averigua entonces si el daño está unido por un vínculo de causalidad suficiente a la actividad nociva y se vuelve a caer en el análisis que se quería evitar. El riesgo anormal está bien cerca de la culpa. Como ya lo hemos hecho observar, no existe en las aplicaciones prácticas de las dos teorías la oposición que los autores se han complacido en señalar entre las dos concepciones teóricas”.25 Por su parte, don Arturo Alessandri, no obstante reconocer las críticas de que ha sido objeto la teoría del riesgo, admite su utilidad, especialmente en consideración a sus ventajas de orden práctico. “No creemos, sin embargo, que la responsabilidad subjetiva deba ser totalmente desplazada. Hay conveniencia en conservarla como principio general de responsabilidad, porque, a diferencia de la responsabilidad objetiva, descansa en un valor humano, cual es la conducta del agente, y para una sociedad como la nuestra, que atribuye la debida importancia a los valores espirituales, ésta es una razón digna de considerarse. Tiene además la virtud, como lo expresa Savatier, de mantener en el hombre la conciencia de que su deber primordial es 25
Georges Ripert y Jean Boulanger. Obra citada. Tomo V. 2ª Parte. Pág. 33.
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obrar correctamente. Presta, por último, útiles servicios, sobre todo en materia de abuso de derechos, cuyo ejercicio ilícito se determina, en parte muy principal, por la intención del titular. Por lo demás, como afirma Josserand, ‘ambas teorías no son incompatibles y se complementan muy bien; subjetiva u objetiva, toda teoría sobre responsabilidad tiende a este fin, siempre perseguido, jamás logrado plenamente: el equilibrio perfecto, aunque inestable, de los intereses y de los derechos’. Si este fin puede lograrse mejor mediante la combinación de ambas teorías, no habría motivo para aceptar una y prescindir de la otra. Lo razonable es dar una parte a cada una en forma de obtener que todo daño sea debidamente reparado”.26 La teoría del riesgo plantea dos cuestiones que debemos abordar y que los autores en general no comentan. La primera dice relación con el alcance y sentido del riesgo. La segunda, con la clasificación de los riesgos, puesto que es evidente que no todos ellos son de la misma entidad y conducen de igual manera al perjuicio. El riesgo consiste en la creación de una situación de peligro en cuanto de ella puede derivarse racionalmente un perjuicio. Por lo mismo, esta situación se derivará de la naturaleza o del hecho del hombre. En el primer caso, salvo que la alteración natural haya sido provocada por el hombre, el riesgo no será un elemento que sirva para establecer responsabilidad. De consiguiente, el riesgo que interesa es el creado por el acto humano y que importa una alteración de la situación natural que hasta entonces prevalecía. ¿No hay en la creación del riesgo un principio de culpa? En otros términos, si bien es cierto que la creación del riesgo no es causalmente la razón del perjuicio, está estrechamente encadenado a él y aparece en la cadena causal que conduce a ese resultado. El problema consiste, entonces, en que retrocedemos en la cadena de causa-efecto, de suerte que el riesgo será, si no la causa inmediata y directa, al menos una concausa más remota. Lo que hacemos, entonces, al establecer la responsabilidad objetiva o por creación del riesgo, es extender lo que hemos llamado cadena causal, a la gene-
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Arturo Alessandri Rodríguez. Obra citada. Pág. 120.
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ración de una situación que es racionalmente propicia o inductiva a la ocurrencia de un perjuicio. La sanción sobreviene no por el hecho que causa el daño, sino por la creación del escenario en que ello ocurre y que lo hace posible. Se podría decir, entonces, que esta teoría importa la imposición de responsabilidad por un daño indirecto… De aquí que no veamos nosotros una diferencia conceptual absoluta entre la responsabilidad subjetiva, fundada en el dolo o la culpa, y la responsabilidad objetiva, fundada en la creación del riesgo. En un caso se sanciona al que causa el daño por un hecho doloso o culposo; en el otro se sanciona al que causa el daño por la creación de un escenario de peligro que lo hace posible y lo justifica. La segunda cuestión que salta a la vista es lo que hemos denominado clasificación del riesgo. Es evidente que no todos los riesgos creados tienen la misma naturaleza ni permiten anticipar, con el mismo grado de certeza, un daño probable. Hay lo que los autores llaman un riesgo anormal, esto es, evidente y manifiesto, en oposición a un riesgo normal, vale decir, relativo, encubierto, interno. No puede darse a ambos tipos de riesgos el mismo tratamiento, puesto que ellos no estarán en idéntica relación con el perjuicio que se produzca. ¿Cuándo el riesgo es manifiesto? La respuesta no puede ser otra que cuando, razonable y previsiblemente, empleando los estándares ordinarios de cultura, el riesgo conduce naturalmente al daño. A la inversa, el riesgo será normal, cuando razonable y previsiblemente, empleando los mismos estándares culturales, se facilita la consumación de un daño. Una misma actividad puede generar tipos diversos de riesgos. Así, un empresario de entretenimientos mecánicos crea un riesgo normal, en la medida que sus maquinarias cumplan con las exigencias de mantención y control debidas; pero un empresario de turismo aventura crea un riesgo anormal (puesto que el peligro inminente que representa la actividad es el atractivo que motiva su contratación). ¿Responden ambos de la misma manera? Nos parece obvio, ello no puede tener las mismas implicancias jurídicas. Surgen aquí, a juicio nuestro, diversas situaciones que intentaremos sistematizar. En primer lugar, algunos autores piensan que la responsabilidad objetiva tiene lugar sólo cuando una disposición expresa
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de la ley se encarga de definir una hipótesis de la cual emana la responsabilidad al cumplirse dichas condiciones. Se ha observado que no existe una estricta relación entre la creación del riesgo y la responsabilidad objetiva. Esta última sólo habría sido el antecedente histórico que llevó al legislador a consagrar la hipótesis que determina este tipo especial de responsabilidad. Lo anterior es efectivo, razón por la cual es perfectamente posible aceptar casos de responsabilidad objetiva fundados en antecedentes que no corresponden a la creación de un riesgo. Es el legislador el que debe definir estos casos excepcionales. En segundo lugar, la creación de un riesgo anormal hace pensar, necesariamente, en una especie de culpa moderna. El solo hecho de generar actividades que aproximan razonablemente a la producción de un daño, representa un acto antisocial, que podría perfectamente equipararse a la culpa. La atribución de responsabilidad, en este caso, derivaría exclusivamente de la creación del riesgo. Como es lógico, la aceptación de estas premisas importaría la extensión de la responsabilidad sobre la base de descubrir una cadena causal a partir de la creación del riesgo que culminaría con la producción del daño. Esta cuestión cobra mayor importancia si el creador del riesgo no es la misma persona que causa directamente el daño. ¿Es esto posible o estaríamos reclamando la reparación de perjuicios indirectos? Aquí, creemos nosotros, se halla el obstáculo para fundar, en cualquier evento no previsto en la ley, la responsabilidad por la creación del riesgo. Dicho de otra manera, la creación del riesgo no es un antecedente inmediato del perjuicio que se reclama, sino lo que hace posible que una determinada actividad dañosa pueda desencadenarse, lo mismo que en otro escenario no podría ocurrir. No está de más recordar, sobre este punto, el artículo 2333 de nuestro Código Civil. Esta norma regula lo que llama daño contingente, vale decir, aquel que puede o no producirse. Se trata, sin duda, de riesgos para persona determinada o indeterminada. Cabe observar que en la última hipótesis el Código concede acción popular, cuyos efectos patrimoniales están reglamentados en el artículo 2334 del indicado cuerpo legal. De lo dicho se sigue que nuestra ley ha considerado la existencia de situaciones de riesgo, promoviendo y estimulando el ejercicio de acciones civiles para hacerlos cesar.
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En tercer lugar, reconociendo que no todos los riesgos creados son iguales, deben ellos ser clasificados. Sobre este punto, creemos necesario reconocer que, como ya se dijo, hay riesgos normales y riesgos anormales. Los primeros –normales– no inciden en la responsabilidad, pero tienen otras consecuencias jurídicas. Una actividad normalmente riesgosa, como la de los trabajadores en altura, agentes de servicios policiales, etc., es compensada por medio de subsidios económicos y seguros destinados a garantizar el pago de probables indemnizaciones. Los riesgos anormales sí que inciden directamente en la responsabilidad. Ellos pueden clasificarse en: Riesgo cosa y riesgo actividad. El primero corresponde al peligro que representa la sola existencia de una especie. Sobre la base de este riesgo, propio de la era industrial, se fundó la responsabilidad objetiva. La máquina, sin duda, introdujo un peligro para los trabajadores que debían manipularla, lo cual abrió campo a una normativa especial sobre infortunios laborales. El segundo –riesgo actividad– corresponde a los peligros que nacen de la empresa moderna y fue bien recogido por el Código Civil italiano que introdujo, precisamente, el riesgo de empresa. Es indudable que en la era tecnológica los riesgos ambientales, biotecnológicos, nucleares, etc., corresponden al desarrollo de una actividad peligrosa de la cual debe responder quien la genera. Riesgo útil y riesgo inútil. El primero es propio de actividades productivas que redundan en beneficio de toda la comunidad y que, por lo mismo, junto al peligro, determinan la existencia de beneficios colectivos. Toda empresa productiva riesgosa introduce un peligro del cual salen beneficiados todos los habitantes de la nación. No sucede lo mismo cuando el riesgo sólo representa un beneficio patrimonial para el que lo crea, como sucede, por ejemplo, con el empresario de turismo aventura, que no ofrece a la comunidad un producto que redunde en beneficio colectivo, sino, a lo sumo, del que lo genera y del que lo corre. Riesgo lucrativo y riesgo no lucrativo. El primero importa un provecho económico para su autor, como ocurre con el empresario de actividades peligrosas. El segundo no representa un provecho económico para su creador. Tal sucederá respecto
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de quien organiza una actividad deportiva peligrosa, pero sin otro estímulo que su afición por ella. Para determinar la responsabilidad por riesgo, partiendo del supuesto de que no todos ellos revisten la misma importancia y entidad, podemos concluir que el riesgo que atribuye mayor responsabilidad es aquel “anormal, de actividad, inútil y lucrativo”, ya que éste importa la creación de un peligro que altera las condiciones naturales en que se despliega la conducta humana (anormal), corresponde a una actividad o conducta humana (de actividad), es productivamente innecesario (inútil) y quien lo genera obtiene un provecho económico (lucrativo). De la manera indicada, combinando los diversos riesgos posibles, pueden elaborarse criterios objetivos para establecer la idoneidad de los riesgos para fundar en ellos la obligación reparatoria. En cuarto lugar, creemos necesario destacar que el riesgo anormal está representado por la alteración de las condiciones naturales en que se desarrolla la vida humana. Existen áreas naturalmente riesgosas que, como hemos señalado, no pueden imputarse a la acción del hombre. Ellas quedan fuera de la teoría jurídica del riesgo, que tiene por objeto fundar un nuevo tipo de responsabilidad civil. En quinto lugar, finalmente, es útil señalar que pueden ciertos riesgos transferirse del creador al que voluntaria y conscientemente los asume. ¿Cuándo es ello posible? Creemos nosotros que esta materia debe ser resuelta atendiendo a consideraciones de orden social y siempre que el riesgo tenga dicho carácter y no conduzca necesariamente a un daño inevitable y fatal. La transferencia del riesgo importa una decisión libre de asumir el peligro de experimentar un daño determinado, en el entendido de que quien lo asume ejerce un derecho con pleno conocimiento del daño al cual se expone y exento de toda presión. Los riesgos de actividad, inútiles y lucrativos no pueden ser transferidos sin lesionar con ello valores sociales fundamentales. Así, por ejemplo, el empresario de turismo aventura que organiza excursiones por lugares desprotegidos en que viven animales feroces, o caídas en saltos de ríos caudalosos, o vuelos aprovechando corrientes ascendentes de aire, etc., no
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puede excusar la responsabilidad sobre la base de la transferencia del riesgo. Pero sí que puede hacerlo el fabricante de un producto capaz de causar daño a una persona con predisposición a sufrirlo. Un ejemplo clásico, a juicio nuestro, es la posición del fumador. Tanto el cultivo como la elaboración del tabaco están rigurosamente reglamentados en la legislación chilena. En consecuencia se trata de una actividad lícita que hace desaparecer el elemento antijuridicidad, indispensable para que pueda configurarse un delito o cuasidelito, como se analizará más adelante. Por otra parte, conforme a la aludida regulación jurídica, tanto la propaganda como los envases de cigarrillos deben contener una advertencia en el sentido de que su consumo “puede producir cáncer”. Asimismo, estas medidas de prevención están contempladas en los programas de enseñanza básica y media con idéntico fin, esto es, prevenir a los consumidores sobre los peligros que asumen por el hecho de decidirse a consumir tabaco. Se ha pensado que la responsabilidad del fabricante y del Estado (que percibe un porcentaje superior al 70% por concepto de impuestos al consumo de cigarrillos), derivaría del carácter adictivo del tabaco. Sin embargo, en nuestra legislación existe una clara definición que excluye al cigarrillo de la adicción y lo trata como un hábito. Conviene precisar que entre adicción y hábito hay una diferencia fundamental: la primera anula la capacidad de la persona para evitar el consumo, el segundo permite autodeterminarse sin mayores dificultades. Por lo anterior, las leyes sobre estupefacientes y sustancias sicotrópicas exoneran de sanción penal a los consumidores y centran el castigo en los traficantes. Por último, científicamente, hasta este momento, no ha sido posible establecer con precisión y sin margen de duda que el tabaco sea dañino para la salud cuando se consume moderadamente (cualquier producto o substancia que se consume a niveles inmoderados provoca consecuencias negativas), ni que su elaboración contenga elementos que causen adicción. En este escenario, no cabe duda de que el riesgo de fumar, creado por quien cultiva y elabora tabaco, puede transferirse a quien libre y conscientemente asume el peligro de contraer una enfermedad grave si sobrepasa un nivel adecuado de consumo. Al parecer, los efectos dañinos del tabaco están en estrecha relación con una pre-
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disposición de la persona afectada. Si así fuere, el problema cae de lleno en lo concerniente a la relación causal, ya que la eventual responsabilidad del fabricante y del Estado dependerá de si aquella predisposición excluye la causalidad necesaria para imputar responsabilidad a uno y otro. Esta materia será tratada a propósito de las teorías que resuelven los problemas derivados de la causalidad. Pero así como juzgamos posible la transferencia del riesgo en actividades dudosas o peligros eventuales, no dudamos de que éste no puede transferirse en los casos antes mencionados en que el peligro que se crea es objetivo, deriva de una actividad inútil (no inserta en el proceso productivo), y del cual se obtiene un provecho o lucro patrimonial. Si se aceptara la transferencia del riesgo en estos casos, se estarían lesionando valores sociales del más alto significado para la vida en comunidad. Los efectos prácticos de lo que hemos llamado la transferencia del riesgo están recogidos en el artículo 2330 del Código Civil que dispone: “La apreciación del daño está sujeta a reducción, si el que lo ha sufrido se expuso a él imprudentemente”. Esta norma supone la producción del daño y está referida, única y exclusivamente, a la tasación o evaluación del mismo. Por consiguiente, no autoriza la transferencia del riesgo, aun cuando las consecuencias pecuniarias del riesgo transformado en daño sean menores, por efecto de la aceptación que deriva de haberse expuesto imprudentemente al daño. Creemos, igualmente, que esta norma consagra un derecho renunciable, ya que nada impide en ciertos casos, que analizaremos a propósito de las cláusulas de irresponsabilidad, que quien asume el riesgo creado por otra persona convenga en que esta última responderá por todos los daños que puedan sobrevenir como consecuencia de la actividad riesgosa. No puede preterirse el hecho de que entre las tendencias modernas sobre la responsabilidad sobresale la que tiende a favorecer a la víctima, mucho más cuando ha estado expuesta a un peligro creado por otro. La naturaleza, gravedad, objetividad, certidumbre, seriedad y alcance posible de un riesgo deberán analizarse en cada caso, atendiendo a los patrones antes mencionados, y privilegiando los derechos de la víctima, sin perjuicio de las
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decisiones que aquélla adopte en ejercicio de sus libertades básicas. Entre la teoría del riesgo creado, como conductora de la responsabilidad objetiva, y la teoría subjetiva surge, creemos nosotros, una cuestión medular. La primera impone responsabilidad al margen de todo enjuiciamiento al autor del daño, sólo se requiere de una relación causal material para atribuir responsabilidad. La segunda importa un enjuiciamiento social y moral al autor del daño, el cual sólo responde en la medida en que haya obrado descuidada, negligente o dolosamente. Es indudable, como lo advierten todos los autores, que la responsabilidad subjetiva es más justa en una perspectiva social, pero, de la misma manera, quedan muchos daños sin reparación (aquellos causados materialmente por una persona sin culpa ni dolo), debiendo la víctima soportar aquello que manda el azar o el “buen Dios”. Esto ha hecho nacer nuevas concepciones que, como la fundada en el daño injusto, tienden a restablecer el equilibrio de los patrimonios afectados. Tampoco pueden olvidarse las dificultades que el mundo moderno ofrece para acreditar, en muchos casos, el elemento subjetivo de la responsabilidad. Esta era la opinión de don Arturo Alessandri Rodríguez sobre el particular, cuando destacaba que ambas responsabilidades podían complementarse, enriqueciendo la responsabilidad subjetiva, que seguía siendo un principio general. Para concluir estas reflexiones, digamos que hasta este momento la inmensa mayoría de los autores concuerdan en que la responsabilidad subjetiva, no obstante todas las insuficiencias que acusa, debe seguir siendo la regla general. La responsabilidad objetiva está llamada a desempeñar un rol complementario con la primera, precisamente, para corregir situaciones extremas en que la creación del riesgo altera las condiciones naturales en función de la obtención de un provecho económico, y en que es muy difícil comprobar los presupuestos subjetivos de la responsabilidad. En el mismo sentido, como lo recuerda el autor citado, se pronuncia Josserand, cuando sostiene: “ambas teorías no son incompatibles y se complementan muy bien: subjetiva u objetiva, toda teoría sobre responsabilidad tiende a ese fin,
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siempre perseguido, jamás logrado plenamente: el equilibrio perfecto, aunque inestable, de los intereses y de los derechos”.27 Como se analizará más adelante, las instituciones jurídicas, particularmente la responsabilidad, están sujetas a cambios y transformaciones aceleradas, provenientes, en este caso, de daños nuevos propios del desarrollo industrial, científico y tecnológico. Ellos exigen una respuesta inmediata de parte del derecho, para evitar que queden al margen del resarcimiento perjuicios que injustamente lesionan el patrimonio ajeno. La responsabilidad subjetiva es propia de otro tiempo, ella no puede subsistir sin otras concepciones que la complementen y enriquezcan en función de las necesidades actuales. Es aquí en donde surge la importancia de la responsabilidad objetiva y de otras concepciones que nacen al amparo de un clamor social por evitar el injusto desequilibrio de los patrimonios afectados por daños muchas veces imposibles de identificar en sus causas reales. La responsabilidad ha cedido paso en el día de hoy a un nuevo derecho, el DERECHO DE DAÑOS, que expresa con mayor rigor la renovación legislativa e interpretativa que requiere la modernidad. La responsabilidad objetiva fue la respuesta a las nuevas fronteras que abrió la era industrial. Cabe preguntarse ¿cuál será la respuesta que las ciencias jurídicas darán a las necesidades propias de la era tecnológica? Mientras las leyes no se remocen –cuestión nada fácil ni mucho menos conveniente atendida la escasa ilustración de los legisladores actuales– el peso de este desafío recaerá inevitablemente en el juez. Y es éste, precisamente, quien debe ser auxiliado por la doctrina jurídica, cada vez más importante en el momento en que vivimos. A este fenómeno político social corresponde el desarrollo del derecho de daños, que, sin exagerar, es muy probablemente la materia más sensible en el proceso de adaptación del derecho a la siempre inestable realidad social.
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L. Josserand. Curso de Derecho Positivo Francés. Tomo II. 2ª edición. Nº 418. Bosch y Cía. Editores. Pág. 217.
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E. RESPONSABILIDAD DELICTUAL Y CUASIDELICTUAL DE LAS PERSONAS JURIDICAS Se ha planteado en varias oportunidades la interrogante de si las personas jurídicas son capaces de delito y cuasidelito civil. La cuestión, por cierto, no merece ser analizada en el ámbito penal, ya que el ilícito penal es personalísimo y sólo alcanza a las personas naturales, sin perjuicio de la responsabilidad civil por los daños y perjuicios que puede afectar a una persona jurídica. El artículo 39 del Código de Procedimiento Penal establece que “La acción penal, sea pública o privada, no puede dirigirse sino contra los personalmente responsables del delito o cuasidelito. La responsabilidad penal sólo puede hacerse efectiva en las personas naturales. Por las personas jurídicas responden los que hayan intervenido en el acto punible, sin perjuicio de la responsabilidad civil que afecte a la corporación en cuyo nombre hubieren obrado”. Siendo clara esta norma respecto de la responsabilidad penal, no lo es tanto respecto de la capacidad de las personas jurídicas para cometer un delito o cuasidelito civil. El problema se reduce a determinar si una persona jurídica, en cuanto ente ficticio capaz de ejercer derechos y contraer obligaciones, puede obrar ilegalmente, ejecutando un acto antijurídico (contrario a derecho) con dolo o culpa y causando daño a otra persona. No faltan quienes afirman que la persona jurídica, como tal, sólo puede obrar en el marco de las actividades lícitas, ya que en cuanto se aparta del mismo deja de ser persona jurídica, al traspasar las barreras que impone su existencia. Dicho en otros términos, se afirma que la persona moral, como creación jurídica, sólo existe para obrar en el marco de la legalidad, cuando se aparta de esta última, son las personas naturales que la administran las que responden por dichos actos. Esta posición nos parece insostenible, aun aceptando, para los fines prácticos, que la persona jurídica pueda soportar, por disposición legal, una responsabilidad solidaria con el autor del daño. La regla general es clara. El artículo 2319 del Código Civil establece taxativamente quiénes son incapaces de delito o cuasidelito civil y entre ellos, por cierto, no se encuentran las per-
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sonas jurídicas. Estas últimas se crean para actuar en la vida de relación en el campo económico, sindical, educacional, gremial, etc., pudiendo incurrir en conductas ilícitas cuando sus órganos de administración así lo determinan. Nada impide que esta creación ficticia obre ilícitamente, comprometiendo su responsabilidad civil, así sea conjunta o solidariamente con sus administradores. Pero la persona jurídica para cometer un ilícito civil debe obrar a través de sus órganos de administración, los cuales, a su vez, deben actuar en ejercicio de sus funciones. Así, por ejemplo, una sociedad anónima es administrada por un directorio que es elegido por la junta general de accionistas. El directorio, dice el artículo 39 de la Ley Nº 18.046 sobre sociedades anónimas, actúa en “sala legalmente constituida” y es allí en donde cada director ejerce sus funciones. En consecuencia, si lo obrado por la sociedad no ha sido ejecutado por el directorio o las personas facultadas por este órgano para actuar en su nombre y representación, no se puede atribuir a la sociedad la comisión del ilícito civil, debiendo éste ser imputable a quien ejecutó el hecho. Tampoco puede descartarse que en el ejercicio de sus funciones propias, otro organismo de la sociedad anónima (junta de accionistas) pueda adoptar un acuerdo que sea constitutivo de un ilícito civil. La comisión por parte de una persona jurídica de un delito o cuasidelito civil llevará aparejada siempre la responsabilidad solidaria de las personas naturales que integraban los órganos por medio de los cuales se incurrió en el ilícito civil. Ello en razón de lo previsto en el artículo 2317 del Código Civil. Creemos nosotros que en este evento el ilícito civil ha sido, como dice la ley, “cometido por dos o más personas”, ya que quienes han obrado en su representación son, precisamente, quienes han procedido dolosa o culpablemente o describiendo la hipótesis consagrada en la ley sobre responsabilidad objetiva o por creación del riesgo. Respecto de las sociedades anónimas, que son, sin duda, las personas jurídicas más importantes en el área privada, hay texto expreso, el artículo 133 de la Ley Nº 18.046, que establece: “La persona que infrinja esta ley, su reglamento o en su caso, los estatutos sociales o las normas que imparta la Superintendencia ocasionando daño a otro, está obligada a la indem-
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nización de perjuicios. Lo anterior es sin perjuicio de las demás sanciones civiles, penales y administrativas que correspondan. Por las personas jurídicas responderán además civil, administrativa y penalmente, sus administradores o representantes legales, a menos que constare su falta de participación o su oposición al hecho constitutivo de infracción. Los directores, gerentes y liquidadores que resulten responsables en conformidad a los incisos anteriores, lo serán solidariamente entre sí y con la sociedad que administren, de todas las indemnizaciones y demás sanciones civiles o pecuniarias derivadas de la aplicación de las normas a que se refiere esta disposición”. La persona jurídica responde, además, del hecho ajeno o del hecho de una cosa o animal. Recuérdese que nuestro Código Civil establece casos de responsabilidad indirecta o compleja (que estudiaremos más adelante) y conforme a la cual se responde del hecho de aquellos que están al cuidado de la persona jurídica, de sus dependientes, de los daños que ocasiona la ruina de un edificio propio, del daño causado por el animal de su dominio, etc., hipótesis contenidas en los artículos 2320, 2322, 2323 y 2326 a 2328 del Código Civil. En síntesis, la persona jurídica es plenamente capaz de delito y cuasidelito civil, siempre que se den los siguientes presupuestos: 1. Que la persona moral obre a través de sus órganos de administración; 2. Que los órganos de administración actúen en ejercicio de sus funciones (artículo 552 del Código Civil); 3. Con la persona jurídica responderán solidariamente las personas naturales que hayan tomado la decisión de ejecutar el acto ilícito; 4. La persona jurídica es sujeto pasivo de la responsabilidad establecida en la ley por el hecho de los dependientes y las personas que están a su cuidado, de las cosas propias y de los animales de su dominio, aplicándosele íntegramente las reglas que sobre la materia prescribe el Código Civil; y 5. Lo anterior es sin perjuicio de las reglas especiales que se contienen en las leyes sobre la misma materia.
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F. RESPONSABILIDAD DELICTUAL Y CUASIDELICTUAL Y ABUSO DEL DERECHO Es frecuente encontrar entre los textos de responsabilidad extracontractual un capítulo o referencia concreta a la llamada teoría del abuso del derecho. La doctrina tradicional ha construido en torno a este instituto un caso típico de responsabilidad delictual o cuasidelictual. De la manera indicada, se ha afirmado que abusa del derecho quien lo ejerce dolosa o culpablemente, sea para perjudicar o dañar a un tercero o con negligencia, descuido y sin obtener beneficio alguno del ejercicio del derecho. Por consiguiente, se afirma, el ejercicio de un derecho puede ser constitutivo de delito o cuasidelito civil, conforme a las reglas generales que informan esta materia. La posición indicada es adoptada por don Arturo Alessandri Rodríguez, quien culmina sus reflexiones diciendo: “En nuestro concepto, el abuso del derecho es la aplicación a una materia determinada de los principios que rigen la responsabilidad delictual y cuasidelictual civil: ese abuso no es sino una especie de acto ilícito. Debe, por lo tanto, resolverse con arreglo al criterio aplicable a cualquier hecho ilícito: habrá abuso de derecho cuando su titular lo ejerza dolosa o culpablemente, es decir, con intención de dañar o sin la diligencia o cuidado que los hombres emplean ordinariamente en sus actos o negocios propios. Así como el hombre debe hacer uso juicioso y prudente de las cosas y comete delito o cuasidelito si las utiliza con miras a perjudicar a otro o sin la prudencia necesaria y con ello causa un daño, del mismo modo los derechos que la ley le otorga debe ejercerlos sin malicia y con la diligencia y el cuidado debidos. Al no hacerlo incurre en dolo o culpa. Los conceptos de dolo y culpa son amplios, aplicables a todos los actos humanos, sean materiales o jurídicos. No se ve entonces por qué unos y otros actos no han de ser regidos por idénticos principios”.28 Nosotros discrepamos frontalmente de esta posición. Cree-
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Arturo Alessandri Rodríguez. Obra citada. Pág. 261.
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mos que el ejercicio de los derechos subjetivos no puede someterse a los demás actos humanos, como si entre ellos no hubiere distinción alguna. El llamado abuso del derecho está mal conceptualizado. Si éste fuere susceptible de medirse conforme a las reglas de la responsabilidad delictual o cuasidelictual, ello implicaría dar a estas normas prioridad y supremacía en relación a las demás normas del ordenamiento jurídico. Ello porque el derecho subjetivo es una facultad conferida en el ordenamiento jurídico que permite a su titular obtener la satisfacción de un interés reconocido y amparado en dicho ordenamiento. Quien ejerce un derecho subjetivo sólo tiene una frontera que respetar, así obre de buena o mala fe y cuidadosa o negligentemente: el interés que el ordenamiento le permite alcanzar. Si el titular del derecho causa un daño, éste está previsto y es querido por el sistema jurídico y representa, junto al beneficio que se logra, la realización de un valor incorporado por el legislador en la norma que consagra el derecho. Por lo tanto, no puede abusarse del derecho, porque si se tiene, puede ejercerse, cualquiera que sea el daño que se cause, y si no se tiene, no puede hablarse de abuso a su respecto. Tras lo que se ha dado en llamar abuso del derecho se esconde una figura completamente distinta. Este fenómeno corresponde a la desviación o extensión excesiva del interés jurídicamente protegido en el derecho subjetivo. Lo que ocurre es que se olvida que el derecho subjetivo no es más que una facultad conferida por el ordenamiento jurídico para realizar un interés que está debidamente deslindado y delimitado en la norma. Quien abusa del derecho lo que realmente hace es otra cosa: extiende el interés más allá de sus límites o lo desvía en una dirección contraria a la ley. De allí que lo que se ha denominado abuso del derecho no sea más que el ejercicio de un espejismo o apariencia de derecho, porque éste sólo existe en la medida en que se logre con su ejercicio la satisfacción del interés protegido. Por consiguiente, nos parece inaceptable conceptualizar el abuso del derecho como un mero delito o cuasidelito civil y, lo que es más grave, poner cortapisa a su ejercicio en función de la intención con que actúa su titular. El abuso del derecho no tiene parentesco alguno con la comisión de un delito o cuasidelito, sino con el daño que se causa
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por efecto de poner en movimiento un falso derecho que no se tiene. Por lo mismo, es indiferente la intención con que actúa el agente, sólo interesa determinar que se trata de un daño que se causa pretextando el ejercicio de un derecho inexistente. La posición subjetivista en torno del abuso del derecho ha provocado que esta teoría deje en la impunidad una infinidad de casos en que es imposible probar la culpa o dolo de quien se atribuye el derecho. Muy diferente sería la realidad si se considerara que abusa aquel que manifestando ejercer un derecho, desvía o excede el interés consagrado en la norma. Nuestra posición ha sido largamente analizada al tratar de la teoría general del abuso.29 G. TENDENCIAS MODERNAS SOBRE RESPONSABILIDAD La responsabilidad es, ciertamente, la materia más sensible en la evolución del derecho. Ella está en directa relación con los hábitos, costumbres, sistemas productivos, fuentes laborales, centros de diversión, etc. De allí que frente a un crecimiento tan vertiginoso de la ciencia y de la técnica, hayan cambiado sustancialmente los peligros a que se encuentra expuesta toda persona y la naturaleza de los daños. En el día de hoy, como reconocen los autores, es prácticamente imposible que el más cuidadoso de los ciudadanos pueda estar seguro de no lesionar a nadie. La sociedad masificada ha estrechado las relaciones de vecindad y concentrado a inmensas poblaciones en ciudades convulsionadas en donde la velocidad y la actividad frenética nos expone a toda suerte de daños, algunos, incluso, muy difíciles de imputar con certidumbre a determinadas personas. La responsabilidad subjetiva nació y se desarrolló en la era agraria. Entonces era posible imponer la responsabilidad como consecuencia de un juicio moral y social fundado en la culpa y el dolo, los únicos factores capaces de atribuir responsabilidad. No revestía exagerada importancia la ocurrencia de daños no provo-
29 Pablo Rodríguez Grez. El Abuso del Derecho y el Abuso Circunstancial. Editorial Jurídica de Chile. 1998.
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cados por el dolo o la culpa, ya que éstos eran mínimos y podía tolerarse aquello que, entonces, se imputaba al azar o al “buen Dios”. La sociedad agraria no ofrecía problemas complejos en materia de prueba del elemento subjetivo y los daños que cubría correspondía a los que realmente se causaban. La aparición de la máquina a vapor abre paso a la era industrial. La responsabilidad subjetiva impone responsabilidad por el acto propio de las personas por las cuales respondemos y por las cosas que están bajo nuestra custodia. Los nuevos requerimientos de esta era ponen acento en este último tipo de responsabilidad: sobre las cosas que detentamos. Nace, entonces, la teoría del riesgo, ya comentada, y con ella aparece la responsabilidad objetiva, al margen de la culpa y el dolo. La responsabilidad se concibe, ahora, sobre la base de la causalidad material absoluta. A la era industrial ha sucedido la era tecnológica, que presenta otros riesgos y otro tipo de daños, muchos de ellos difusos, vagos, de fuentes múltiples y encubiertas. ¿Cuál será la respuesta del derecho frente a ellos? La responsabilidad objetiva fue, sin duda, una reacción al automatismo, al maquinismo, al urbanismo, a los sistemas de producción en serie, al consumo masivo de productos elaborados, etc., que trajo consigo el desarrollo industrial. Ella produjo un cierto deslumbramiento en la doctrina jurídica, que creyó posible sustituir la culpa y el dolo como factores de atribución para imponer la responsabilidad en función del resultado o la causalidad material. A partir de la teoría del riesgo, introducida originalmente por la doctrina penal positiva italiana y particularmente por Luigui Ferri, se incorpora la responsabilidad civil objetiva. Para Ferri la condena civil, a diferencia de la penal, se encuentra ajena a toda idea de castigo, siendo por lo mismo innecesario conservar la idea de culpa. “Otro penalista, Karl Bindig, al ocuparse de las bases teóricas de la reparación civil al cometer delitos criminales, ponía en oposición la pena como respuesta al delito y la reparación a la responsabilidad civil; afirmaba que sólo el hecho de causar un daño obliga a su reparación”.30 Ante estas nuevas concepciones, la doctrina fran-
30 Graciela Messina de Estrella Gutiérrez. Derecho de Daños. 1ª Parte. Ediciones La Rocca. Buenos Aires. 1996. Pág. 63.
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cesa se divide. Se alinean con la responsabilidad subjetiva Planiol, Capitant, Ripert, Henri y León Mazeaud; con la responsabilidad objetiva, Saleilles, Josserand, Marton, Démogue y Savatier. Saleilles pone acento en un antecedente nuevo. ¿Cuál es el criterio de imputación del riesgo? Sería el provecho que consiguen algunos con la creación de situación de peligro. Por su parte, Mosset Iturraspe advierte sobre la diferencia entre la tesis del riesgo y la responsabilidad objetiva. Para él una cosa es el riesgo y otra la causalidad material absoluta. Así las cosas, la creación del riesgo, decimos nosotros, resulta ser una especie moderna de culpa que hace responsable a quien lo crea de los daños que sobrevengan en un escenario alterado por la mano del hombre en términos de aproximarnos al daño. En la llamada era tecnológica los daños cambian de naturaleza, ya no se trata de cosas riesgosas, sino de actividades riesgosas (la contaminación ambiental, la responsabilidad profesional, el daño informático, los daños que provocará la biotecnología). “La mayor parte de las hipótesis de accidentes descritos no entran ni dentro del esquema tradicional de la responsabilidad por culpa, ni aun en la solución de responsabilidad objetiva por daños causados por cosas riesgosas o viciosas”.31 Resulta más o menos claro que mientras en la era industrial se pone acento en la cosa riesgosa, en la era tecnológica se pone el acento en la actividad riesgosa, concepto que han recogido las legislaciones más modernas. Asimismo la naturaleza de los daños ha variado sustancialmente. La doctrina francesa, recuerda la autora citada, se refiere a los daños anónimos e inevitables “que no se pueden referir a un sujeto determinado y se presentan como consecuencia de actividades necesarias y estadísticamente imprevisibles. Respecto de ellos, el problema de la responsabilidad aparece insoluble sobre la base de criterios asentados por la doctrina tradicional. La finalidad de la responsabilidad civil no consiste en el descubrimiento del ‘verdadero autor’ del hecho dañoso, sino en la fijación de un criterio gracias al cual se pueda sustituir la atribución automática del daño con un criterio jurídico”.32
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Graciela Messina. Obra citada. Pág. 41. Graciela Messina. Obra citada. Pág. 42.
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Piénsese, por ejemplo, en los daños que para la salud humana resultan de la contaminación atmosférica. ¿A quién atribuir el daño? ¿Cuántas fuentes contaminantes existen? ¿Cómo concurre cada una de ellas a la creación del riesgo? Estas y otras muchas preguntas permiten formarse una idea cabal de lo vaga y difusa que resulta la aplicación de los criterios tradicionales. A tanto se ha llegado en esta materia, que existen autores que propician la creación de dos sistemas diversos de responsabilidad. Uno para enfrentar los daños corporales (que por su naturaleza requieren un tratamiento preferente en el ordenamiento jurídico), y otro para los daños morales y económicos. Para los primeros se propone un sistema de responsabilidad objetiva sin culpa, de modo que la víctima encuentra siempre la reparación que corresponde. En esta línea de pensamiento se encuentran Starck –su creador– y los franceses Genevieve Viney y Jacques Ghestin. Como puede comprobarse, el desafío está pendiente. Son muchos los factores que inducen a pensar que este capítulo del derecho exige una renovación integral a partir de la nueva realidad. El llamado DERECHO DE DAÑOS plantea dos cuestiones fundamentales: la ampliación de la cobertura de los daños que deben ser indemnizados, lo cual importa hacerse cargo de una serie numerosa de daños propios de las actividades riesgosas que caracterizan la era tecnológica; y la facilitación a la víctima de las exigencias legales que se requiere satisfacer para imponer responsabilidad. Sin lo primero, quedarán muchos daños sin reparación. Sin lo segundo, se dificultará el acceso de la víctima a la justicia y, finalmente, a la satisfacción de su derecho a obtener la reparación conveniente. Según se observará enseguida, toda la temática moderna del DERECHO DE DAÑOS apunta en la dirección indicada y las nuevas tendencias se afincan precisamente en la consecución de estos objetivos primordiales. Nadie duda, en este momento, que la responsabilidad objetiva no cubre estas exigencias y que es necesario remozar muchísimo más los principios que informan esta materia. Las tendencias anteriores son todavía insuficientes. Existe una clara necesidad de ampliar, aun más, el ámbito de la responsabilidad, a fin de facilitar la reparación del daño causado.
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Para alcanzar esta aspiración se ha concebido la existencia del seguro obligatorio en varios campos de la actividad social. El legislador ha instituido este mecanismo a fin de evitar que la insolvencia del autor del daño impida la reparación de los perjuicios, sin necesidad de acreditar, en algunos casos, culpa o dolo de parte de quien los causa. De esa manera, se amplía considerablemente la cobertura de las indemnizaciones. Como es sabido, tal sucede en materia de accidentes del trabajo, de accidentes del tránsito y en varias otras actividades riesgosas. Una política semejante se ha implantado en numerosos otros casos para asegurar la reparación de los perjuicios, mediante la constitución de cauciones especiales, así los eventuales daños provengan de una actividad económica, como sucede en la constitución de servidumbres mineras provisionales (artículo 125 del Código de Minería) o del otorgamiento de una medida prejudicial precautoria (artículo 279 del Código de Procedimiento Civil), o de la delación de una asignación sujeta a condición negativa que dependa de la voluntad del asignatario (artículo 956 inciso 3º del Código Civil), etc. Como puede apreciarse, desde siempre el legislador ha velado porque no se restrinja el ámbito de la responsabilidad y, por cierto, ahora más que nunca. Nosotros hemos ligado los casos de responsabilidad objetiva a aquellos en que el autor del daño, es el creador de un riesgo, lo cual, como quedó explicado en las páginas precedentes, permite retroceder en la cadena causal de manera de fundar la responsabilidad no en el acto que provoca el daño, sino en el acto que genera el riesgo. Estimamos que es esta la explicación más coherente para armonizar un régimen de responsabilidad subjetiva que coexiste con casos de responsabilidad objetiva. Sin embargo, hay quienes postulan ampliar el campo de la responsabilidad, imponiendo el deber de indemnizar al autor del daño, cualquiera que sea su actitud interna. Lo anterior equivale a sostener la responsabilidad sin culpa (ni remota ni inmediata), cuyo único fundamento es la relación causal entre el acto ejecutado y el daño producido. Actualmente, la cuestión que se plantea en nuestra materia es la siguiente. Cuando se realiza un hecho que produce una pérdida de valor económico, ¿quién debe soportar la pér-
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dida procedente de ese hecho? ¿El patrimonio de la víctima o el patrimonio del autor del hecho? Planteada así la cuestión, la respuesta no puede ser dudosa. Es el patrimonio del autor del perjuicio el que debe soportar la pérdida sufrida. En efecto, de las dos personas en presencia, hay una de la que no dependía evitar el daño, y es la víctima. La otra, la autora del daño, puede siempre impedirlo, aunque no sea más que no haciendo nada. De las dos personas hay una, la víctima, que no debía obtener beneficio alguno del acto realizado, de la actividad desplegada. La otra, la autora del daño, debía, por el contrario, obtener el beneficio o el placer de dicho acto o de dicha actividad. Por lo tanto, es equitativo que, aunque libre de toda culpa, sea éste el que soporte, en forma de reparación pecuniaria, el daño procedente de sus actos. En otros términos, el que hace algo debe soportar los riesgos de su acto. La noción de culpa, sucedánea de la penalidad, debe desaparecer del derecho privado. Y así se cumple la frase profunda de Ihering: “La historia de la idea de culpa se resume en su abolición constante.”33 El problema, creemos nosotros, se reduce a establecer si existe responsabilidad civil al margen de la culpabilidad (negligencia o dolo), y si ello se compadece con una noción real de justicia. Desde esta perspectiva, no hay duda que la cuestión es ideológica y no jurídica, puesto que nos arrastra a establecer un criterio valórico que escapa de lo propiamente jurídico y que, en última instancia, deberá resolver el legislador. Es curioso constatar que la responsabilidad objetiva, fundada única y exclusivamente en la producción del daño, es un retroceso en el desarrollo jurídico y una forma de restablecer el primitivo derecho de venganza. “El hombre de las legislaciones primitivas no se preocupa de la culpabilidad del que le lesiona. Su instinto reacciona ciegamente contra quien ataque a su persona o a sus bienes. Hiere a quien le hiere, ya sea un niño, un loco, un animal o un objeto material. De ahí el origen probable de las acciones noxales que, según Ihering, habrían tendido primitivamente de un modo principal, y no como más
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Ambrosio Colin y Henri Capitant. Obra citada. Tomo III. Pág. 786.
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tarde, de un modo subsidiario, al abandono del autor del daño, esclavo, animal u objeto material en manos de la víctima, a fin de permitirle ejercitar su derecho de venganza privada”.34 La culpabilidad, en la medida que entorpece el ejercicio de la acción resarcitoria, tiende, si no a desaparecer, al menos a atenuarse con las tendencias modernas. De lo anterior se colige que la responsabilidad subjetiva sigue siendo la regla general en materia de responsabilidad, pero este instituto está complementado, con evidentes fines de morigeración, por varios otros institutos: Las presunciones de responsabilidad (legales y de derecho), los casos de responsabilidad objetiva fundados en el riesgo, los casos de seguros y cauciones obligatorias, la noción del riesgo como una forma de culpa moderna. Para concluir estas reflexiones queremos poner acento en la circunstancia de que hemos hecho un distingo significativo a propósito de la responsabilidad objetiva. Ella puede ser responsabilidad por riesgo y responsabilidad fundada exclusivamente en el daño. En el primer caso, lo que se sanciona no es el daño, aun cuando éste sea la medida de la reparación, sino el riesgo, vale decir, la creación de una atmósfera que facilita y hace posible la consumación del daño. Como ya se señaló, el fundamento jurídico de la responsabilidad lo encontramos en la relación causal, que se extiende retroactivamente a un hecho anterior al acto que causa el efecto dañoso. En el segundo caso –responsabilidad objetiva fundada exclusivamente en el daño–, lo que se procura es restaurar el equilibrio patrimonial que se ha roto por obra de un acto del autor del daño. Por lo mismo, el fundamento de la responsabilidad es la mera relación causal que liga al acto y su consecuencia dañosa. Como es obvio, el sistema de responsabilidad subjetiva no repugna a una complementación de casos de responsabilidad objetiva, siempre que ellas tengan carácter excepcional. De lo señalado se sigue, entonces, que no puede hablarse de responsabilidad objetiva sin que previamente se haga un distingo entre dos tipos diversos de responsabilidad, inspirados
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Ambrosio Colin y Henri Capitant. Obra citada. Tomo III. Pág. 785.
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en fundamentos también distintos. La responsabilidad objetiva por creación de riesgo supone la existencia de un acto de la persona responsable que ha alterado el escenario en que se desarrolla una determinada actividad en términos de facilitar, inducir o hacer posible la consumación de un daño. Tal ocurrirá, como se dijo, con el empresario de turismo aventura, que pone a sus clientes en situación de sufrir un daño probable y de ordinaria ocurrencia en esa actividad. En este caso la responsabilidad no proviene del acto dañoso, en el cual, incluso, el responsable puede no participar, sino de la creación del riesgo extraordinario que se concreta en el daño. Hay, por lo tanto, un elemento subjetivo distinto de la culpa o del dolo directamente vinculado al perjuicio. De aquí nuestra observación en el sentido de que la causa del daño será la creación del riesgo y la posibilidad de fundar la responsabilidad retrocediendo en la cadena causal para alcanzar esta circunstancia. Se responderá, por ende, del daño proveniente del riesgo creado (imprudencia, falta de cuidado). Muy diversa nos parece la responsabilidad objetiva que se impone por la existencia de un riesgo no creado por el autor del daño, ya que en este caso no puede sancionarse al que provoca el daño por actos que no ha ejecutado. Aquí sí se responderá objetivamente del daño, sin otro antecedente que la existencia de la relación causal entre el acto ejecutado y el daño producido. Sería impropio en esta hipótesis sostener que la responsabilidad está fundada en el riesgo, porque él existe al margen de la conducta del responsable. Tal será el caso del empleado de un laboratorio que se infecta con ocasión de una epidemia mortal. Creemos que, en este supuesto, la responsabilidad, si se impone a la empresa (laboratorio), es legal, por cuanto existe en virtud de la ley, puesto que la epidemia no ha sido provocada por su conducta. No conocemos entre las nuevas tendencias sobre responsabilidad ningún planteamiento que, para extenderla y adecuarla a la realidad que vivimos, proponga como solución, entre otras ciertamente, la posibilidad de retroceder en la relación causal para fundar en una causa remota, pero encadenada al acto lesivo, la responsabilidad, cuando el acto ha quedado condicionado por ella. De la manera indicada, el juez estaría dotado de recursos más efectivos para sancionar los daños que, en alguna
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medida, tengan como base la acción creadora del riesgo, antesala obligada del daño. En otros términos, nuestra proposición, que se concretará más detalladamente al final de este trabajo, plantea la posibilidad de sancionar como elemento del ilícito civil, en carácter de factor de imputación, la sola creación del riesgo. Desde luego, ello importa distinguir, cuando sea físicamente posible, la acción que genera el riesgo y la acción de quien produce el daño. Sobre la base de que el daño no podría producirse sino en el escenario del riesgo creado, puede extenderse la responsabilidad en las dos áreas indicadas, haciendo, por ejemplo, a ambos solidariamente responsables del daño o dando al juez, en cada caso, la facultad de determinar de qué modo los que causalmente provocan el perjuicio deben concurrir a repararlo. Lo anterior importa extender la responsabilidad y vincularla directamente al riesgo, que en este escenario pasaría a constituir un nuevo factor de imputación equivalente al dolo o la culpa. Lo que llamamos responsabilidad objetiva tiene como fundamento último el riesgo, pero el deber de reparar emana de la ley. De aquí que deba responder civilmente la persona que desarrolla la hipótesis descrita en la norma jurídica y que, casi siempre, es el que desencadena el perjuicio indemnizable. Transformar el riesgo, por sí solo, en un factor de imputación, extiende, por una parte, la responsabilidad y, por la otra, amplía su ámbito al imponer el deber de reparar los daños a quien no ha provocado causalmente el daño, sino que ha generado las condiciones para que éste llegue a producirse. De allí que dijéramos que se trata de retroceder en la cadena causal a hechos anteriores al efecto nocivo. Estimamos nosotros que el riesgo, en cuanto creación de una situación de peligro que permite representarse la ocurrencia de un daño posible, constituye moral y socialmente un elemento cada día más frecuente sobre el cual debería fundarse el juicio de reproche, que, hasta el día de hoy, está reducido al dolo, la culpa y el riesgo cuando éste está descrito particularmente en la norma. Lo que hemos llamado la era tecnológica se caracteriza, como se dijo, porque se multiplican los riesgos que conducen a daños anónimos, colectivos, provenientes de personas indeterminadas. En todos estos casos, sólo cabe elevar
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el riesgo genéricamente como factor de imputación, sin perjuicio de hacer incurrir en responsabilidad a quien se vincula causalmente con el daño. De aquí nuestra proposición mirando la responsabilidad hacia el futuro. No admite discusión, a juicio nuestro, que la responsabilidad objetiva no puede establecerse en nuestras legislaciones con carácter general y absoluto. El mundo moderno se caracteriza por la existencia de diversas áreas de actividad en las cuales predominan condiciones muy particulares. De allí que, enfrentados a este escenario, resulte muchísimo más adecuado el establecimiento de un sistema general, con tantas excepciones como sea necesario recoger para dar a la realidad una adecuada regulación jurídica. Es aquí donde cobra importancia lo que podríamos estimar como atenuantes de la responsabilidad subjetiva y que son cada día más útiles y necesarios. Una buena política legislativa obliga a adaptar el derecho a estas renovadas circunstancias y realidades. La doctrina jurídica ha enunciado varios otros criterios para fundar un nuevo derecho de daños. Enunciaremos los que juzgamos más importantes, no obstante el hecho de representar reacciones particulares ante determinados daños y conductas. 1. El fuerte y el débil. El experto y el profano. Debemos recordar que la fórmula clásica favor del debitoris, recogida en el artículo 1566 del Código Civil, se interpreta en el día de hoy como deber de protección a la parte más débil del contrato y no necesariamente al deudor. Se cita por los autores el caso del consumidor. Lo anterior puede proyectarse a las ventajas que en cualquier relación jurídica tiene el experto en razón de sus conocimientos, experiencia y especialidad (profesional) frente al profano. Si bien este principio se ha enunciado a propósito de la responsabilidad contractual, no existe razón alguna para no extrapolarlo a la responsabilidad extracontractual, toda vez que un perjuicio puede provenir de un experto sin que medie un vínculo jurídico preexistente y en el área de su especialidad. 2. Optica centrada en la víctima. Atilio Aníbal Alterini y Roberto López Cabana citan a este respecto la obra clásica de Ripert sobre “El Régimen Democrático y el Derecho Civil Moderno”, para confirmar que “el derecho contemporáneo mira
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del lado de la víctima y no del lado del autor”.35 Este cambio de óptica conduce, al menos, a dos ideas básicas: se responde “no sólo del daño injustamente causado, sino también por el que ha sido injustamente sufrido, vale decir, cuando es injusto que lo soporte quien lo recibió, haya o no ilicitud en el obrar del llamado a responder”,36 y la “responsabilidad debe ser tratada como crédito de la víctima y no como deuda del autor del daño”.37 Agregan los autores citados, para reforzar la evolución del concepto de responsabilidad: “En el viejo concepto, desde que el damnificado estaba precisado a establecer la existencia de una deuda a cargo del demandado, le incumbía romper el principio de inercia jurídica probando la concurrencia de todos los presupuestos de responsabilidad civil: la antijuridicidad, el daño, la culpa, la relación causal. Pero entendiéndose ahora que la producción del perjuicio es causa fuente de un crédito a favor de quien lo sufre, ese mismo principio de inercia actúa en sentido contrario: el crédito a favor de la víctima subsiste mientras el sindicado como responsable no demuestre lo necesario para desvirtuarlo. Además, existe todo un cortejo de mecanismos alternativos de la responsabilidad civil, que en definitiva responden a la idea de que cuando ‘la justicia conmutativa de la responsabilidad es impotente para reparar la fatalidad de la desgracia, la justicia distributiva de la solidaridad debe tomar el relevo’”.38 3. Categorías amparadas. A lo anterior deben agregarse ciertas categorías especialmente amparadas en razón de la posición en la relación jurídica que da origen al derecho resarcitorio. Tal ocurre con el consumidor, el trabajador, el incapaz, etc. En el primer caso, predomina la idea de “obligación de seguridad”; en el segundo, la idea de asunción del “riesgo creado”;
35 Atilio Alterini y Roberto López Cabana. Temas de Responsabilidad Civil. Facultad de Derecho y Ciencias Sociales. Universidad de Buenos Aires. Ediciones Ciudad Argentina. 1955. Pág. 255. 36 Tesis sustentada por José María Olaciregui y publicada en 1978 y citada por Alterini y López Cabana. 37 Tesis sustentada en 1987 por Ivonne Lambert-Faivre. 38 Atilio Alterini y Roberto López Cabana. Obra citada. Pág. 256.
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en el tercero, la idea de “protección legal al impedido”; y así sucesivamente en los diversos casos de categorías legalmente amparadas. No cabe duda de que en la actualidad existe una reacción cada día más severa contra las limitaciones de la teoría subjetivista, y que la doctrina jurídica ha reaccionado con planteamientos destinados a proteger a la víctima del daño, evitando todas las trabas que se exigen para la obtención de la reparación patrimonial. “La concepción actual de los juristas, con su alto rigor técnico y con su nítido perfil filosófico, coincide puntualmente con los reclamos del Hombre contemporáneo, que ha dejado de inclinarse resignadamente ‘ante el azar nefasto’ y por ello exige la indemnización de los daños que sufre. Cualquier observador de la realidad está en condiciones de percatarse de que, al presente, ‘en la conciencia del público enraíza la idea de que todo damnificado debe poder reclamar una reparación del autor del hecho dañoso’”.39 4. Seguros obligatorios. Los llamados “Seguros obligatorios de responsabilidad”, que permiten extender el derecho de daños a toda clase de situaciones, apartándose de la teoría subjetivista o atenuando sus efectos. Asimismo, este instrumento resuelve un problema práctico de enorme entidad, ya que la acción indemnizatoria muere en el papel si el autor del daño carece de medios para satisfacer su obligación resarcitoria. Por lo mismo, el seguro de responsabilidad permite hacernos a todos igualmente solventes frente a la producción del siniestro. Las ventajas del seguro pueden medirse en ambos aspectos, vale decir, la extensión de la responsabilidad y la seguridad del cumplimiento de la obligación subsecuente. Existen, como se analizará más adelante, tres áreas especialmente sensibles en materia de responsabilidad: el derecho aeronáutico, la responsabilidad del productor, y la responsabilidad por daños ecológicos. No es una casualidad que estos tres ámbitos correspondan a inquietudes y planteamientos propios de nuestro tiempo, mate-
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Atilio Alterini y Roberto López Cabana. Obra citada. Pág. 256.
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rias todas que se han actualizado a propósito del desarrollo económico. El derecho aéreo ha proyectado la responsabilidad civil mezclando la doctrina subjetiva con la objetiva y limitando la reparación en el evento de que no concurra culpa inexcusable (grave) o dolo. De esa manera, se ha procurado no desalentar esta actividad, cada día más importante en la vida moderna. Leyes especiales regulan la actividad del productor y los derechos del consumidor (sujeto pasivo de una relación necesaria e intensa). Finalmente, la conciencia ecológica, de la cual no puede escapar nadie, ha inspirado también leyes especiales que atienden esta materia y regulan la protección del medio ambiente tan crudamente castigado y por tanto tiempo. 5. Análisis económico del derecho. Ha sido Guido Calabresi quien ha prestado una mayor contribución a esta tendencia. Para dicha corriente la responsabilidad tiene por objeto la reducción de los costos de los accidentes. Este costo total resulta de una decisión más o menos explícita y consciente de la propia sociedad. Dicho en otras palabras, es la misma sociedad la que determina el costo total de sus accidentes y daños, atendiendo a consideraciones económicas y morales. La prevención de los daños se consigue por medio de tres mecanismos elaborados por la escuela economicista del derecho: a) El primero consiste en la prohibición de actos específicos y actividades consideradas como causa de accidentes, y tiene por objeto evitar la gravedad y el número de los accidentes (prevención general); b) El segundo consiste en el encarecimiento de ciertos actos y actividades a fin de hacerlos menos atractivos (prevención específica); c) El tercero consiste en la reducción administrativa del tratamiento de los accidentes y la disminución de los gastos burocráticos que encarecen para la sociedad todos los infortunios aumentando los costos. “Una vez producido el siniestro la fórmula que se establece para indemnizar a la víctima tiene importancia crucial; esta reducción secundaria (segundo mecanismo) se logra mediante el efecto de sistema de seguridad social”.40 Entendemos que el 40
Graciela Messina. Obra citada. Pág. 47.
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Estado con los recursos que se consiguen al encarecer ciertos actos y actividades para desincentivar su ejecución, contribuye al sistema de seguridad social, compensando de esta manera los accidentes producidos. La objetivización de los riesgos y la socialización de los daños parece ser el signo de nuestro tiempo, aun cuando sobre esta materia se ha planteado una sucesión interminable de teorías, lo cual ha hecho decir a Calabresi que mientras no exista una teoría general de la responsabilidad civil, todos los proyectos elaborados en torno a la seguridad social no aportarán conclusiones satisfactorias. 6. Sistema de responsabilidad social. Se ha sostenido la necesidad de elaborar una nómina taxativa de flagelos sociales contra los cuales el hombre no puede luchar, puesto que se trata de daños que hacen inoperantes los sistemas de responsabilidad conocidos. Estos flagelos son propios de la era tecnológica. La reparación de dichos daños debe correr por cuenta del Estado, puesto que es él el único que puede obrar en el ámbito de la prevención. La contaminación atmosférica es, probablemente, uno de los ejemplos más claros. Si se hiciere efectivo el principio muchas veces enunciado de “quien contamina paga”, podría el Estado obtener recursos suficientes para reparar los daños que ella causa, junto con desalentar las actividades contaminadoras (prevención específica en escuela economicista del derecho). En el día de hoy quien sufre por efecto de la contaminación no puede singularizar al autor del daño, quedando impedido de obtener un resarcimiento. 7. Función de garantía. Hay quienes asignan a la responsabilidad una función de garantía que se otorga a todas las personas respecto de su integridad personal, lo mismo que de sus bienes y derechos. Esta posición ha sido sostenida por André Tunc en Francia y por Guido Alpa en Italia. Se agrega que esta función de garantía fue reconocida por el Consejo Constitucional francés (sentencia de 22 de octubre de 1982). 8. El hecho dañoso. Finalmente, conviene recordar que la doctrina más reciente basa la responsabilidad, como ya se señaló, en el hecho dañoso y no en la culpa o el dolo. Desde esta perspectiva, lo que acarrea la reparación es el daño injusto, pero mirado desde la posición de víctima y no del autor del
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daño. “La más reciente doctrina italiana, que tiene como sostenedores a Scognamiglio, Trimarchi, Rodatá, ha delineado una tendencia distinta de aquella fundada en la culpa o en el acto ilícito, afirmando que la clasificación de la conducta (culpable o ilícita) no es el objeto del juicio de responsabilidad. El fundamento de la indemnizabilidad no está en el acto ilícito, sino en el hecho dañoso. Con una fórmula resumida se podría decir que el resarcimiento en sentido sustancial significa imputación del resultado dañoso a un sujeto. La secuencia a que se hace referencia se puede describir de la siguiente manera: evento dañoso…, responsabilidad…, obligación de resarcimiento”.41 Hasta aquí los criterios formulados para construir un nuevo sistema de responsabilidad que nos permita dar una respuesta más efectiva a las necesidades actuales. Los esfuerzos doctrinarios mencionados han gravitado, en alguna medida, en el legislador, dando lugar a numerosas leyes de excepción que, respecto de ciertas materias, han ido introduciendo conceptos diversos de los tradicionales. La mayor parte de las leyes modernas abordan el derecho de daños desde ángulos particulares, transformando el continente de la responsabilidad en un archipiélago cada día más extendido. Imperceptiblemente, la responsabilidad civil se ha ido fraccionando, precisamente en razón de la diversidad de áreas de que tratábamos en las páginas anteriores, y la necesidad de abordarlas respetando sus características propias. Lo que decimos hace más necesario que nunca tratar de hallar los principios rectores que informan esta materia, sin pretensiones de encontrar un estatuto único o global –que ciertamente no hay–, sino de fundar la responsabilidad civil sobre las mismas bases. Los autores en general reconocen que las bases de la responsabilidad subjetiva y objetiva son insuficientes para abordar los nuevos daños que aparecen en el proceso de desarrollo industrial y tecnológico. Tal sucede, por ejemplo, con los daños que resultan de la contaminación ambiental, la responsabilidad de los profesionales, el daño informático y los perjuicios que ya
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Graciela Messina. Obra citada. Pág. 52.
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se vislumbran de la biotecnología. Ante estas dificultades, se ha postulado la necesidad de establecer un sistema de responsabilidad para enfrentar los daños corporales, por un lado, y otro para los daños morales y económicos. Resulta evidente que el desarrollo tecnológico ha traído consigo daños “anónimos e inevitables”, como los llama la doctrina francesa, cuya reparación se aparta de la idea de aplicar al autor una sanción (la indemnización) y se centra en la distribución de la carga de los riesgos. Un autor dice sobre este tópico: “Una concepción realista nos indica que el proceso tecnológico se acompaña de daños que, como se ha visto, difícilmente pueden ser previstos o evitados. La doctrina italiana ha encontrado un excelente remedio en la aplicación del riesgo de empresa, que a la vez de satisfacer la reparación de la víctima, sirve como instrumento de racionalización del sistema económico. El legislador italiano no ha podido ni querido evitar el desenvolvimiento de la actividad económica, pero ha intentado resolver el problema de tales daños inevitables garantizando al menos el resarcimiento por parte del ‘empresario’, en cuanto éste, por realizar un negocio, crea y mantiene la empresa y debe correr con los riesgos que ella produzca. En la práctica son los medios de producción los que deben soportar los perjuicios”.42 La evolución de estas ideas conduce claramente a la objetivización de la responsabilidad (derecho de daños) y la socialización de la carga de los daños. La autora recién citada agrega sobre este punto que “Los más entusiastas ven en el futuro cercano la desaparición de la responsabilidad civil sustituida por un sistema de seguridad social y legislación asistencial; esa compensación equitativa a la víctima se lograría mediante los ingresos fiscales del Estado, que asumiría el costo de los daños causados”.43 Se cita, como ejemplo de esta tendencia, el sistema creado en Nueva Zelanda, en que se estableció un fondo público de indemnización para satisfacer el resarcimiento de las víctimas de daños. No puede dejarse de manifestar que la existen-
42 Graciela Messina de Estrella Gutiérrez. Derecho de Daños. Primera Parte. Ediciones La Rocca. Buenos Aires. 1996. Pág. 42. 43 Graciela Messina. Obra citada. Pág. 48.
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cia de un seguro de daños de esta naturaleza operaría contra el carácter represivo ejemplarizador de la sanción indemnizatoria, incitando, indirectamente, a la falta de cuidado y la indiferencia por la producción de daños, lo cual, como es obvio, operaría en perjuicio de la sociedad. Se citan diez tendencias para caracterizar el estado en que se encuentra esta cuestión, a saber: 1. Ampliación del daño resarcible. Se alude a la aceptación general del daño moral, el daño a la vida de relación, el daño a la actividad social, etc. 2. Proceso gradual de socialización de los daños, sea a través del seguro obligatorio o la seguridad social. 3. Aumento de los factores de atribución, tales como el abuso del derecho, la equidad natural, la norma de tolerancia entre vecinos, la solidaridad social. En todos estos casos no se exige a la víctima probar la culpa del autor del daño. 4. La objetivización de la responsabilidad, particularmente respecto de nuevas actividades, como el daño informático, ecológico, de productos medicinales y farmacéuticos, daños nucleares, daños causados en la superficie por aeronaves, etc. 5. Ampliación del campo de los legitimados activos, lo que ocurre tratándose de daños ecológicos. 6. La aligeración de la carga de la prueba a la víctima, facilitándosele de este modo su acceso a la justicia. 7. Creación de presunciones de causalidad, imponiéndole a la víctima sólo el deber de acreditar el daño y la persona que lo causó. 8. La prevención y evitación de los daños, lo cual se manifiesta en el poder de la autoridad para suspender y clausurar definitivamente una determinada actividad riesgosa. 9. La certeza del cobro de la indemnización, lo que se consigue por medio de la ineficacia de los pactos convencionales sobre abreviación de los plazos de prescripción y la nulidad de las cláusulas limitativas de responsabilidad.
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10. Preocupación de la doctrina por reglamentar los contratos de contenido predispuesto y con condiciones generales, a fin de evitar la contratación desigual y desequilibrante. Lo anterior es una clara manifestación de que el fundamento de la responsabilidad se ha desplazado del acto ilícito al hecho dañoso. Existe una creciente preocupación por el destino de la víctima, ampliándose la cobertura de los daños y comprometiendo al Estado en la reparación de ciertos efectos nocivos y en su prevención. Creemos que lo más relevante en el enfoque evolutivo de la responsabilidad, es el desplazamiento del concepto tradicional de acto ilícito, que originaba una sanción civil, al concepto de hecho dañoso, que desencadena una reacción contra el daño injusto, dando lugar a una transferencia del dañador a la víctima. “Dentro de la moderna reelaboración del problema de la responsabilidad civil –producida por virtud de profundas transformaciones sociales y culturales que se derivaron del desarrollo tecnológico, con el notable incremento de hechos dañosos– la óptica del fenómeno se trasladó de la estructura del acto ilícito (centrado sobre la figura del comportamiento del sujeto lesionante) a la estructura del evento lesivo (identificado con el sujeto lesionado). La responsabilidad civil se redefinió como reacción contra el daño injusto. Ante la imposibilidad de la eliminación del daño, el problema se presenta como una transferencia de un sujeto (la víctima) a otro (el responsable)”.44 Estas son las tendencias actuales sobre la materia. Podemos, en el día de hoy, hablar con propiedad del “derecho de daños” para caracterizar la normativa, cada vez más compleja, que regula la responsabilidad, atendido el hecho de que las legislaciones se han ido adaptando a las distintas áreas que hemos descrito en lo precedente. Esta denominación es la respuesta más elocuente del cambio de perspectiva que se visualiza sobre la materia. Desde luego, no parece conveniente seguir aludiendo a la responsabilidad civil, puesto que con ello se abre la puerta a la construcción de otras responsabilidades en las diversas ra44 Miguel Federico de Lorenzo. El Daño Injusto en la Responsabilidad Civil. Abeledo-Perrot. Buenos Aires. 1966. Págs. 14 y 15.
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mas del derecho privado. Se pretende, además, acentuar el distingo entre esta responsabilidad y otras, tales como la moral, religiosa, penal, etc. Ya no se trata, dicen los autores, de castigar al victimario, sino de reparar a la víctima, por lo que resulta conveniente destacar la responsabilidad por daños para diferenciarla del castigo o la sanción punitiva al autor. “Y más aún, derecho de daños, para acotar, dentro de la preocupación por el sistema general del derecho y los micro o subsistemas particulares, que se trata de un conjunto de reglas que delimitan un terreno propio, que se expande hacia todo el ordenamiento jurídico. Cuando hablamos de probar, en consecuencia, aludimos a esta única responsabilidad. Pero ello no impide reconocer que subsisten variantes o especificidades. El proceso de unificación, aún en marcha –por no haber encontrado consagración legislativa–, apunta, de lege ferenda, a borrar desarmonías menores, enfatizando las coincidencias fundamentales”.45 Lo que interesa destacar es el hecho de que “el deber de reparar los daños, consecuencia de un obrar en relación causal, con los ojos puestos en la víctima inocente, es único en el derecho; se origina en una construcción válida para todos los supuestos e hipótesis; aunque no monopólico, puesto que admite variantes, acomodamientos a situaciones especiales”.46 Es indudable que esta denominación se aviene mejor con las actuales tendencias sobre responsabilidad. H. TEORIA DE LA CAUSALIDAD DIFERIDA Hemos señalado que la doctrina jurídica moderna tiende a ampliar el campo de la responsabilidad en beneficio de la víctima, que aparece como la parte más desvalida. Es evidente que en el mundo moderno la masificación social se ha vuelto contra las personas, cada vez más expuestas a sufrir daños que no siempre son reparados. De lo anterior se sigue un detrimento
45 Mosset Iturraspe Novellino. Derecho de Daños. 3ª Parte. Ediciones La Rocca. 1966. Capítulo LI. Pág. 52. 46 Mosset Iturraspe. Obra citada. Pág. 51.
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patrimonial que profundiza el desequilibrio entre empresarios y consumidores, clientes y productores, etc. La ciencia jurídica contemporánea debe explorar nuevas soluciones que, como quedó señalado, extiendan el campo de la responsabilidad, por un lado, y simplifiquen las exigencias que debe satisfacer quien persigue la reparación, por el otro. Es cierto que ello se ha conseguido en cierta medida. Las presunciones de culpa y los casos de responsabilidad objetiva han contribuido poderosamente a este resultado. Pero lo conquistado es todavía insuficiente. Es necesario agudizar la imaginación para que la expansión que postulamos no implique un nuevo desequilibrio en perjuicio de quien es llamado a asumir la responsabilidad reparatoria. Creemos que la llave para lograr estos objetivos no atraviesa por una revisión de los fundamentos de la responsabilidad. Ello sería altamente contraproducente, puesto que, justo es reconocerlo, las bases en que se sustenta la responsabilidad contractual y extracontractual se hallan enraizadas en la sociedad, fruto de una larga tradición y aplicación en el tiempo. Tampoco creemos mucho en las reformas legislativas, casi siempre sujetas a errores y falta de coordinación. Mucho más efectivas nos parecen las innovaciones que se logran por la vía interpretativa, lo cual permite la actualización del derecho sin rigideces ni contradicciones, unida a la reivindicación de las funciones primordiales de los jueces. En síntesis, lo que interesa es ampliar y extender el campo de la responsabilidad y favorecer a las víctimas, exonerándolas de una prueba difícil relativa al elemento subjetivo de la responsabilidad (dolo o culpa). Para la consecución de estos fines proponemos dos soluciones que se insertan en la legalidad vigente: 1. En materia contractual nos parece necesario ampliar el campo de la responsabilidad objetiva (sin culpa) en todos los contratos en que existe una clara preeminencia de una de las partes sobre la otra. Tal sucede, por ejemplo, en aquellos contratos en que una empresa brinda sus servicios o proporciona sus bienes a un consumidor aislado. Las empresas de transporte aéreo, marítimo y terrestre están contractualmente en situación de medir los riesgos de sus propios actos, lo que, paralela-
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mente, no ocurre con los clientes. Nada justifica que el contrato de transporte aéreo dé origen a responsabilidad objetiva (artículo 142 y siguientes del Código Aeronáutico), aun cuando limitada, y no suceda lo mismo tratándose del transporte marítimo y terrestre. Las empresas dedicadas a este rubro y los bienes de que ellas se sirven son tan altamente sofisticados que el usuario no está ni remotamente en situación de evaluar la seguridad y las garantías que ofrece el servicio. En consecuencia, existe entre las partes una manifiesta desigualdad para la apreciación de aspectos fundamentales de la vinculación jurídica que ellos crean. Sobre esta base, debería consagrarse la responsabilidad objetiva (sin necesidad de acreditar culpa) para reclamar del incumplimiento que causa daño. Lo propio debería hacerse respecto de las empresas de servicios públicos, tales como contratos de telecomunicación, gas, electricidad, incluso respecto de la elaboración y distribución de productos farmacéuticos. Nadie podría desconocer que estos servicios y productos son elaborados mediante un proceso que los consumidores desconocen absolutamente y que, por lo mismo, imponerles el peso de la prueba, aun a partir de una presunción simplemente legal que los favorece, es encerrarlos en un círculo que difícilmente pueden ellos romper. En otras palabras, planteamos la ampliación de la responsabilidad civil contractual objetiva en todos los casos en que una de las partes domina el área de producción, en términos de generar una brecha insuperable para los particulares que pretendan acreditar la falta de cuidado o negligencia que permite acceder a la reparación indemnizatoria. Es necesario, en este aspecto, poner acento en la desigualdad contractual, cuya corrección atraviesa, forzosamente, por la imposición de la responsabilidad objetiva, atendida la complejidad de los procesos de producción y funcionamiento de las empresas modernas. Si la obligación del empresario encarece el servicio, ante la necesidad de recurrir a sistemas de apoyo y la contratación de seguros de daños, creemos que este costo se justifica por el hecho de que ningún otro correctivo puede salir al encuentro del problema que planteamos. De la manera indicada podrían corregirse muchos abusos y, lo que resulta más importante en una perspectiva de justicia, es
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la posibilidad de restablecer el equilibrio en que debe fundarse la relación jurídica contractual. Cualquier otra solución nos parece insuficiente, ya que salta a la vista que la desigualdad de los planos en que se encuentran los contratantes por obra del desarrollo tecnológico es absolutamente insuperable. Una mera referencia a lo que acontecía en el pasado en relación al contrato de transporte terrestre o marítimo sería suficiente para destacar de qué manera el usuario ha perdido toda posible referencia al servicio que se le ofrece. ¿Cómo comparar, por ejemplo, el transporte en una carreta o en un barco de vela, con aquel efectuado en un vehículo con motor a explosión o en un barco propulsado por energía atómica? No cabe duda que no se ha reflexionado suficientemente sobre lo que implica el desarrollo tecnológico en relación a la situación de los contratantes respecto de la naturaleza, producción y desarrollo del servicio que se ofrece y se adquiere. ¿Qué decir sobre el transporte aéreo, o de los servicios de telecomunicación o eléctricos? Con todo, la responsabilidad objetiva que proponemos debe hallarse limitada en sus montos, a fin de no desinteresar a los empresarios y permitirles controlar sus costos. Asimismo, esta limitación debería desaparecer en la medida que el afectado sea capaz de acreditar dolo o culpa, puesto que en este caso volveríamos al sistema subjetivo de responsabilidad, lo que, como se dijo, implica un juicio social y moral al autor del daño, justificándose una responsabilidad sólo limitada por el monto efectivo del perjuicio causado. De esta manera se encuentra tratada la responsabilidad, en todos los países del mundo, en el área del derecho aeronáutico. Debemos reconocer que de la manera propuesta no se fundará la responsabilidad objetiva en la creación de un riesgo, sino en la creación de una relación jurídica desigual, en un consentimiento originalmente desequilibrado y una información descontrapesada. Aquí reside la necesidad de amparar a una de las partes, colocada por las circunstancias en situación de inferioridad real frente a la otra. Lo que señalamos es típico de los contratos de adhesión y de contenido predispuesto. Las respuestas que se han dado sobre esta clase de relación jurídica son claramente insuficientes desde la óptica de la responsabilidad. Si bien la desigualdad señalada no es un riesgo tiene ca-
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racterísticas singulares que conducen a consecuencias bien parecidas, si no iguales. Es probable que nuestra proposición implique un mayor costo económico. Pero este costo se reducirá considerablemente si se complementa este sistema con un procedimiento semejante al establecido en la ley francesa del tránsito, la cual les impone a las compañías de seguros cuando se reclaman daños corporales y morales, formular, en un plazo perentorio, una oferta de transacción, a fin de evitar un litigio. De esa manera la sociedad consigue reducir los costos burocráticos y lograr una solución oportuna a través de un sustituto jurisdiccional. Nada impide que, tratándose de daños causados en contratos de adhesión celebrados en relación a los servicios públicos fundamentales, cada empresa (generalmente concesionaria del servicio) o el Estado mismo esté obligado a formular una proposición de transacción en un plazo determinado. 2. En materia extracontractual (responsabilidad por el hecho ilícito, cuasicontractual y legal), debe extenderse la responsabilidad por la vía de la relación causal diferida. Esto significa imponer la obligación de reparar los perjuicios a todos quienes intervienen, aun cuando remotamente, en la realización del daño causado. En otras palabras, entregar a la decisión del juez la determinación de la cadena causal que provoca el daño, de manera de envolver en el deber reparatorio a todos los que razonablemente han contribuido a producirlo. Así, frente a un accidente automovilístico, extender la responsabilidad a quien se encargaba de mantener el vehículo en buen estado mecánico, a la autoridad que abusivamente otorgó licencia para conducir a una persona inexperta, a la empresa que preparó al conductor, etc. Lo señalado importa transformar en regla general el principio consagrado en los artículos 2320 y 2321 del Código Civil, disposiciones que permiten retrotraer la causa del daño a un hecho anterior del que lo provoca directamente. Sabido es que en nuestro derecho se ha entendido que el delito o cuasidelito civil requieren de una relación causal directa e inmediata. Por consiguiente, quedan excusadas las causas remotas que, si bien hicieron posible la producción del daño, no operan directamente y en forma inmediata en relación a los daños sufridos. De ello se sigue que la responsabilidad queda
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delimitada, a veces abusivamente, a la persona que provoca el daño, desvinculándose de los actos de los agentes que han intervenido con antelación y no pocas veces con actos determinantes (como los que provienen de los creadores del riesgo). Los ejemplos propuestos podrían multiplicarse. Los fabricantes de juegos de artificio, los organizadores de actos públicos que desencadenan actos de vandalismo, los clubes deportivos en relación a los desórdenes causados por sus barras en los estadios y centros deportivos, etc. ¿No resulta evidente en todos estos casos que el perjuicio se ha consumado por hechos y antecedentes anteriores al daño mismo que se requiere indemnizar? Desde otra perspectiva, es necesario reconocer que la prueba del elemento subjetivo de la responsabilidad (dolo o culpa) se facilita considerablemente al ampliar la cadena causal, y que se extiende también el ámbito de la responsabilidad al comprometerse varios patrimonios solidariamente en el deber reparatorio. Cuestión crucial nos resulta el determinar si es necesaria una reforma legislativa para introducir lo que hemos llamado teoría de la causalidad diferida. Reconociendo que la cuestión no es pacífica, nos inclinamos por afirmar que puede ella ser acogida por la vía interpretativa. Aun a riesgo de anticipar materia que trataremos más adelante, a propósito de la relación causal y las teorías que han dado respuesta a esta cuestión, conviene señalar que en nuestro Código Civil se refieren a este problema los artículos 2314, 2316, 2317 y 2329, sin perjuicio de otras referencias menores. El primero impone responsabilidad (obligación de indemnizar) al que ha cometido un delito o cuasidelito civil. Por su parte, el artículo 2284 define el delito como “el hecho ilícito, y cometido con intención de dañar”. El segundo –artículo 2316– impone la obligación de indemnizar al que “hizo el daño, y sus herederos”. El tercero –artículo 2317– agrega que el delito o cuasidelito cometido por dos o más personas da origen a una acción indemnizatoria de carácter solidario, respecto de “todo perjuicio procedente del mismo delito o cuasidelito, salvas las excepciones de los artículos 2323 y 2328”. Por último, el artículo 2329 establece que “por regla general todo daño que pueda
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imputarse a malicia o negligencia de otra persona, debe ser reparado por ésta”. No hay duda de que el artículo 2329, recién transcrito, permite ampliar la acción indemnizatoria a todos los que contribuyen a causar el daño mediante actos dolosos o culposos. Así, por ejemplo, si un individuo facilita un arma de fuego a una persona reconocidamente inexperta y descuidada, y esta última causa daños a otro, resulta evidente que ha habido un acto negligente que compromete su responsabilidad, sin perjuicio de la responsabilidad del autor de los disparos, puesto que el daño se ha producido gracias al uso del arma puesta a disposición del autor directo del ilícito. ¿Puede pensarse que el que directamente “hizo el daño”, terminología empleada en el artículo 2316, es el único que responde? Creemos nosotros que cuando la ley dice “el que hizo el daño” no sólo menciona al que lo consumó, sino también al que lo posibilitó, uniendo su conducta a la del dañador. Lograr un determinado resultado puede no ser obra exclusiva de una persona ni hallarse condicionado solamente por la acción final, sino fruto de una serie de actos preparativos que se concatenan o implican de manera indivisible. La acción dañosa es una sola –cualesquiera que sean los actos individuales que la componen–, siempre que todos ellos conformen una unidad que no pueda concebirse aisladamente teniendo presente la consecuencia final. El que hace el daño no es necesaria y exclusivamente el que lo consuma, cuando dicho resultado no es más que la culminación de una serie de conductas integradas indivisiblemente en función del resultado. Es aquí donde aparece la importancia del artículo 2317, que se refiere al delito “cometido por dos o más personas”. Ello ocurre no sólo cuando dos o más personas consuman el daño, sino cuando cada una aporta su conducta en términos que la lesión no puede generarse sin la concurrencia de todas ellas. Como es obvio, caemos de lleno en las teorías que explican la relación causal y que estudiaremos más adelante. Por ahora, cabe señalar que el delito o cuasidelito civil no es necesariamente una figura simple, que envuelve una sola conducta ligada causalmente con el daño. Esta figura puede integrarse por varios actos que se complementan e implican en
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razón del resultado lesivo. La cadena causal no tiene por qué interrumpirse si entre un acto y otro existe una relación indivisible. Tal sucederá cuando el efecto nocivo no pueda representarse mentalmente (concebirse) sino enlazando dos o más conductas de personas diversas. Los ejemplos pueden alumbrar la cuestión. Si una persona arroja un explosivo a la propiedad vecina, responderá tanto él como quien, con el mismo designio, encendió la mecha, y quien proporcionó la carga sabiendo que se emplearía para causar el daño. Si ello ocurre, indiscutiblemente, tratándose de un hecho doloso (realizado con la intención de dañar), también deberá ocurrir respecto de lo obrado con culpa. Por consiguiente, en este evento responderá quien arroja el explosivo sin intención de dañar, quien enciende la mecha sin considerar la ligereza e inmadurez de quien lo lanza, y el que facilitó el explosivo sabiendo que lo ponía en manos de una persona de reconocida imprudencia e inexperiencia. Los actos descritos son indivisibles, ya que ninguno de ellos puede representarse sino ligado a los otros. Pero no sucederá lo mismo si el explosivo fue proporcionado para la ejecución de una faena minera y quien encendió la mecha lo hizo en ese contexto y con ese fin. La divisibilidad o indivisibilidad, por ende, resultará de la valorización de las circunstancias que concurren en cada caso, atendido al factor de imputación y al resultado lesivo producido. Pensar que el delito o cuasidelito civil es un acto dañoso que sólo comprende el último hecho vinculado causalmente con el daño, prescindiendo de los demás actos que hacen posible la existencia del resultado, nos parece un error manifiesto que no cabe en la letra de la ley. Es cierto que ella simplifica la figura (ilícito), pero es el intérprete el llamado a describir su verdadera naturaleza y génesis, recomponiendo, si fuere necesario, las diversas categorías que deben integrarla. Afinando nuestro análisis, podemos señalar que para calificar la unidad o divisibilidad de las conductas que concurren en la producción de un daño, es necesario definir el proyecto que implica un delito o cuasidelito. En el primero, la cuestión es muchísimo más simple, puesto que el acuerdo expreso o tácito de dos o más personas para causar un resultado dañoso quedará
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en evidencia con sólo indagar los móviles que los animan. Por ejemplo, el que intencionalmente se procura un arma para ponerla en manos del autor directo del daño, sabiendo o no pudiendo ignorar los fines que éste persigue, quedará comprendido en la cadena causal que justifica la imposición de responsabilidad. Más complejo resulta asignar responsabilidad si el que se procura el arma lo hace culposamente, desatendiendo una serie de hechos de los cuales podría deducirse la finalidad que se propone el autor del daño. No olvidemos, tampoco, que el dolo consiste, a juicio nuestro, en la representación de un efecto dañoso cierto y su aceptación. Puede la responsabilidad, cuando concurren varias conductas vinculadas causalmente, integrarse sobre la base del dolo –en relación a la conducta de unos– y de la culpa –respecto de otro–. La integración del ilícito será entonces causalmente múltiple y heterogénea. Mucho más complejo es concebir el proyecto del ilícito cuando sólo concurre la culpa, porque éste no existe formalmente como tal en la representación de ninguno de los participantes. El proyecto, entonces, debe definirse en función del resultado dañoso, a posteriori, pero siempre sobre la base del acto culposo, esto es, negligente y descuidado. El intérprete deberá examinar de qué manera se coordinan las diversas conductas culposas para la producción de un resultado nocivo. Tal ocurre, por ejemplo, cuando el dueño del arma la pone a disposición de una persona de reconocida negligencia, y esta última la emplea causando un daño por imprudencia sin proponérselo intencionalmente. El proyecto sólo puede descubrirse atendiendo al resultado, pero ha debido existir como tal, atendiendo a la coordinación de los comportamientos que se unen para provocar el resultado. En suma, creemos nosotros que no puede sostenerse que la responsabilidad queda limitada al que hizo el daño, entendiendo que éste es el que lo consuma mediante hechos directos. El que hizo el daño es todo aquel que concurre a su producción por actos que se integran causalmente, sea en razón del dolo o de la culpa, y sin cuya cooperación o concurso el efecto nocivo no habría podido generarse. Todos ellos son responsables y todos ellos hacen el daño, siguiendo la nomenclatura del artículo 2316 del Código Civil.
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Surge aquí una cuestión fundamental. Si aceptamos la posibilidad de que para establecer quién responde de un hecho pueda diferirse la relación causal –siempre sobre la base del dolo o la culpa sucesiva de los que intervienen–, no puede atribuirse a todos ellos el mismo grado de responsabilidad. En cada caso habrá algunos que, atendiendo a sus actos objetivos, han hecho un mayor aporte a la producción del resultado final dañoso. Ninguna teoría puede medir con precisión matemática esta circunstancia, ya que ello dependerá de cada evento dañoso y sus múltiples facetas. De allí que no exista otra posibilidad que entregar al juez la determinación de quiénes están implicados en la cadena causal y de qué manera responde cada uno de ellos en relación al daño causado. Sólo él puede medir razonablemente la contribución causal de cada conducta en la producción del daño y fijar de qué manera responderá cada implicado. Otra solución, como la propiciada por la teoría de la equivalencia de las condiciones, que iguala la influencia de cada concausa, nos parece exagerada y contraria a un sentido mínimo de justicia. Con todo, este planteamiento no pasa de ser un postulado teórico, atendido el hecho de que el artículo 2317 del Código Civil hace solidariamente responsables a todos los que intervienen en el ilícito civil. Sin embargo, siguiendo la interpretación que propiciamos, es indudable que extendemos la responsabilidad a una serie de personas, cuyas conductas no tienen la misma incidencia causal en el daño producido. Contra este argumento podría sostenerse que el daño desaparece si mentalmente sustraemos cualquier conducta incluida en la cadena causal que culmina en el perjuicio. De aquí, entonces, la solidaridad en la obligación reparatoria. Más adelante, al referirnos a las teorías que tratan el problema de la causalidad, tendremos ocasión de manifestar nuestra adhesión a la teoría de la causalidad adecuada, con algunas modificaciones menores. Entonces quedará más clara la posición que describimos, ya que para tener un concepto preciso sobre la idea de diferir la cadena causal a fin de extender el ámbito de la responsabilidad, debe analizarse más a fondo esta materia, que, sin exagerar, es muy probablemente una de las de mayor complejidad en el derecho.
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Por último, siempre en el área de la responsabilidad extracontractual, creemos indispensable establecer en el futuro la responsabilidad objetiva del Estado en los llamados daños difusos y colectivos. En la “era tecnológica” ha surgido una serie de daños que es imposible atribuirlos a una persona o a un grupo de personas. Se trata más bien de un fenómeno al cual contribuye la casi totalidad de la población y que sólo la autoridad administrativa está en situación de evitar. El ejemplo más característico es la contaminación ambiental. Ella es el resultado de erradas políticas públicas que han permitido que se abuse constantemente del espacio atmosférico y los recursos naturales, causando daños importantes a la población. La única forma de evitar que estos daños queden impunes es confiando al Estado dos tareas: establecer una reglamentación adecuada para evitar esta epidemia moderna, y formar un fondo que sirva para reparar a las víctimas de este mal. Como decíamos antes, la consigna de que “el que contamina paga” debe ser la base de un fondo social que sirva para encarar esta situación respecto de las personas afectadas. Los daños derivados de la contaminación serán, mañana, equivalentes a otros daños que pueden tener origen en la biotecnología, en la informática, en el desarrollo nuclear, en la ecología, etc. Si en estos campos no existe responsabilidad objetiva, los derechos de los afectados por este tipo de daños serán ilusorios y no pasarán, como ocurre hoy, de constituir una declaración engañosa y falsa. Nuestra proposición, tanto en el área contractual como extracontractual, se proyecta en el marco de las aspiraciones actuales del derecho de daños: ampliar la cobertura de los daños indemnizables y facilitar a la víctima el ejercicio del derecho reparatorio. Ir más allá, a juicio nuestro, es inconveniente. No creemos nosotros que sea bueno eliminar el juicio moral y social que conlleva la imposición de responsabilidad, puesto que de ello resultará una cierta indiferencia frente al deber social de esmerarse por no causar daño a nadie. Sin perjuicio de las excepciones existentes y que se proponen, debe subsistir, como sistema general, el de responsabilidad subjetiva, que, sin duda, es el que mejor se aviene con los intereses de toda la comunidad. El factor fundamental de imputación debe seguir siendo la culpa, el dolo y el riesgo (gené-
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ricamente considerado como una nueva forma de culpa), pero con una perspectiva moderna y sin desligar de responsabilidad a todos quienes –sobre la base del elemento subjetivo– contribuyen causalmente a la comisión del daño. De la manera indicada se amplía el campo de la responsabilidad y se privilegian los derechos de la víctima. Los daños que no tengan como antecedente el dolo, la culpa o el riesgo creado, quedarán sin reparación, pero ellos son obra del azar (caso fortuito o fuerza mayor), eximiendo de responsabilidad a quien los provoca materialmente. Más adelante, volveremos sobre estas ideas al tratar de los presupuestos del acto ilícito. I. A MANERA DE RESUMEN Para concluir este capítulo introductorio, conviene hacer una breve síntesis de las ideas planteadas: 1. Creemos que la responsabilidad civil es una “sanción” que se aplica sobre el patrimonio de las personas para equilibrar los intereses, cuando ellos son lesionados por el incumplimiento de una obligación preexistente. No es un efecto jurídico neutral, sino sancionatorio, poniendo el Estado a disposición de la víctima la fuerza institucionalizada, para que ésta consiga la reparación que le permita restaurar la integridad de su patrimonio. 2. La responsabilidad, por lo tanto, supone siempre el incumplimiento de una obligación preexistente que puede estar establecida en el contrato (dando lugar a la responsabilidad contractual) o en la ley (alterum non laedere). La obligación de no causar daño a nadie por un obrar doloso o negligente es legal y de su infracción nace la responsabilidad delictual y cuasidelictual. Sólo existe responsabilidad civil cuando se ha incumplido una obligación, como quiera que ella se halle establecida. 3. La responsabilidad configura una nueva obligación, diversa de la originalmente incumplida. Esta nueva obligación –sustitutiva– debe ser el punto de partida para equilibrar los
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mismos intereses que gravitaban en la primera. De lo anterior se sigue que la responsabilidad es un recurso reparatorio y, por lo mismo, no puede ser tenido como fuente de enriquecimiento patrimonial. La víctima debe recibir una prestación que represente, si ello fuere posible, ni más ni menos que lo que habría representado el cumplimiento oportuno e íntegro de la obligación original. Por cierto, la indemnización del daño moral, como bien lo han sostenido los autores, no tiene carácter reparativo, sino satisfactivo, expresión con la cual quiere significarse que una prestación económica no puede reparar un daño moral, sino tan solo atenuarlo y muchas veces muy pobremente, cualquiera que sea la suma dineraria que se disponga pagar. 4. La responsabilidad subjetiva sigue siendo el sistema general de responsabilidad. Ella supone un enjuiciamiento moral y social al autor del daño, de cuyo mérito se desprende el deber de reparación. El dolo y la culpa son los factores de atribución de derecho común. Los daños que no tienen como antecedente este elemento subjetivo no son indemnizados porque, en definitiva, ellos son obra de azar y, por lo mismo, obedecen a un caso fortuito o fuerza mayor. 5. Existen dos estatutos diversos de responsabilidad: el que regula la responsabilidad contractual y el que regula la responsabilidad delictual y cuasidelictual. Pero ello no significa que no pueda construirse una teoría general de la responsabilidad y una concepción unitaria del dolo y de la culpa. 6. Las obligaciones legales y las obligaciones cuasicontractuales, en aquella parte que no están reguladas expresamente, siguen las reglas de la responsabilidad delictual y cuasidelictual. Por consiguiente, la responsabilidad extracontractual agrupa tanto la delictual y la cuasidelictual, como la legal y la cuasicontractual. 7. La teoría clásica de la responsabilidad, fundada en el elemento subjetivo y el reproche social y moral al autor del daño, admite tres aspectos diversos: la responsabilidad por el hecho propio, la responsabilidad por el hecho de ciertas personas de cuyos actos se responde por mandato legal, y la respon-
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sabilidad por las cosas que están bajo nuestra custodia (propias y ajenas), pero siempre en la perspectiva del dolo y de la culpa. 8. La llamada era industrial (que sustituyó la era agraria) pone el acento en la creación del riesgo que generan las cosas. Nace, entonces, la llamada responsabilidad objetiva (o legal en cuanto ella está específicamente impuesta en la ley). Este tipo de responsabilidad obliga a reparar los perjuicios causados cuando se cumplen las condiciones establecidas en la ley, y tiene como antecedente la creación del riesgo. 9. La era tecnológica (que sustituye la “era industrial”) pone el acento en la actividad riesgosa de la cual se siguen nuevos daños que muchas veces no pueden ser atribuidos a persona determinada. Estos nuevos requerimientos han abierto paso a numerosas teorías que amplían la cobertura de los daños indemnizables, los factores de atribución y facilitan a la víctima los medios para lograr la reparación. 10. Los riesgos propios de cada época pueden clasificarse atendiendo a su carácter normal o anormal, al hecho del cual provienen (cosa o actividad), a la utilidad social del riesgo y al provecho que reporta su creación para quien lo genera. Sobre estas bases puede definirse la mayor o menor responsabilidad que cabe imputar a una persona por el hecho de alterar las condiciones naturales y hacer posible la producción de los daños. 11. La teoría clásica de carácter subjetivo, en el día de hoy, opera en armonía con la teoría objetiva de la causalidad material, complementándose para atender las crecientes necesidades de la población en esta materia. 12. La creación del riesgo puede estimarse como un nuevo concepto de culpa, puesto que se trata de una conducta que alterando las condiciones ordinarias que prevalecen en el mundo físico, aproxima o hace posible que se consumen situaciones dañosas. 13. El nuevo DERECHO DE DAÑOS aspira, fundamentalmente, a dos cosas: ampliar la cobertura de los daños y sus factores de atribución, por una parte, y facilitar a la víctima el acceso a la reparación. Para estos fines se percibe una clara tendencia ha-
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cia la objetivización de la responsabilidad y la socialización de los daños (lo que se consigue con los seguros obligatorios y los sistemas de seguridad social). 14. Para concretar las antedichas aspiraciones proponemos, en el campo contractual, el establecimiento de la responsabilidad objetiva en los contratos de adhesión y de contenido predispuesto, especialmente en el campo de los servicios públicos, con límites preestablecidos y la posibilidad de eliminar dichos límites traspasando la responsabilidad al área subjetiva, en términos más o menos semejantes a lo que ocurre en el derecho aeronáutico. 15. En el campo extracontractual proponemos implicar en la responsabilidad a todos quienes intervienen en la cadena causal (causalidad diferida) con culpa o dolo, bajo los padrones de la causalidad adecuada. Para estos efectos, deben darse al juez las atribuciones que correspondan a fin de administrar este sistema. 16. Asimismo, proponemos consagrar la responsabilidad civil objetiva del Estado respecto de los llamados daños difusos o colectivos, vale decir, aquellos en que no es posible establecer quién es la persona causalmente responsable de los mismos. 17. Los nuevos daños de la era tecnológica, unidos a los fenómenos de masificación de la sociedad, requieren una revisión de las actuales concepciones jurídicas sobre responsabilidad. De lo contrario una serie numerosa de daños quedarán en la impunidad, sea porque es imposible fundar la responsabilidad en los viejos preceptos, sea porque no se ha dado debida asistencia y acceso a la víctima para reclamar la reparación que le corresponde. 18. Una nueva teoría jurídica de la responsabilidad debería considerar el riesgo de actividad como una nueva forma de culpa, ampliando el enjuiciamiento social y moral en función, principalmente, del provecho que el creador del riesgo obtiene de él. 19. La responsabilidad objetiva, si bien puede reparar situaciones de suyo injustas, al prescindir de un juicio moral y social
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atributivo de responsabilidad, debilita los deberes sociales y desmejora el comportamiento de las personas en la vida de relación; y 20. La responsabilidad subjetiva, no obstante todos los correctivos de que pueda estar acompañada, es claramente insuficiente para satisfacer las exigencias actuales.
II. EL ACTO ILICITO
Hemos señalado que la responsabilidad se basa en el incumplimiento de una obligación preexistente y que su fin último es restaurar las relaciones patrimoniales, cuyo equilibrio se rompe como consecuencia del hecho infraccional. Lo anterior es válido tanto respecto de la responsabilidad contractual como de la responsabilidad extracontractual, entendiendo comprendida en esta última la que nace del delito, cuasidelito, cuasicontrato y la ley. El acto ilícito queda reservado para caracterizar tanto el delito como el cuasidelito civil, excluyéndose de este concepto el incumplimiento contractual, cuasicontractual y legal que analizaremos en detalle más adelante. Tradicionalmente se ha entendido que el acto ilícito corresponde a lo que nuestra legislación conoce como delito o cuasidelito civil. Esta concepción es limitante de las figuras jurídicas de que puede resultar responsabilidad. En efecto, nada impide que esta última surja del incumplimiento de la ley, sin que sea necesaria la concurrencia de los demás requisitos propios del delito o cuasidelito. Así, como se ha examinado en las páginas que anteceden, en el evento de la responsabilidad objetiva, el elemento que determina la aparición de la responsabilidad es la conducta contraria al mandato legal y la concurrencia del daño, sin que sea necesario ningún elemento subjetivo como ocurre en las otras figuras (delito y cuasidelito). Se afirma, a este respecto, que en esos casos la responsabilidad la impone la ley, la cual desempeñaría el papel de fuente de la obligación respectiva. Reiteremos lo que ya señalamos: en definitiva, toda clase de responsabilidad se afinca en el mandato legal. 115
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Por consiguiente, es impropio sostener que el acto ilícito está limitado al delito o cuasidelito. El acto ilícito, genéricamente, comprende aquellas figuras y la sola infracción de la ley cuando de ella se sigue un perjuicio susceptible de repararse. Más aún, podría sostenerse que siempre la sola infracción de la ley debe ser tenida como culpable o dolosa, cuestión que se presume, puesto que el principal deber del hombre en sociedad consiste en acatar la norma jurídica y responder en caso de que así no ocurra. ¿Es admisible probar que un acto que infringe la ley ha sido realizado de buena fe y sin faltar al deber de cuidado debido? Nosotros creemos que ello no es posible. La ley ha sido legislada para que todos, sin excepción, acaten este mandato, deber que se desprende de la sola pertenencia a la sociedad civil. Nadie, por lo mismo, podría ser admitido a probar que incumplió la ley sin que concurra dolo o culpa. Los únicos casos en que ello no acarrea responsabilidad son las llamadas causas de justificación, en las cuales, como se demostrará, no hay incumplimiento de la ley, sino pleno sometimiento a ella. Es cierto que lo que señalamos no se promueve por razones prácticas. Cuando se desoye un mandato legal expreso se incurre en responsabilidad, sin que sea necesario acreditar la concurrencia del elemento subjetivo. Pero esto no significa que el infractor esté exento de culpa, sólo que es inoficioso probarlo. De todo lo dicho se desprende entonces una conclusión de la mayor trascendencia. Cuando hablamos de acto ilícito, comprendemos en él la comisión de lo que tradicionalmente se ha llamado delito y cuasidelito, figuras ambas que suponen, como se verá, la concurrencia de un elemento subjetivo (dolo o culpa). Pero también debería incluirse la sola infracción de la ley cuando de ella se sigue un perjuicio, puesto que en tal caso se presume de derecho la presencia del elemento subjetivo (culpa), conformando, por lo mismo, un cuasidelito, vale decir, reintegrándose a la categoría tradicional de acto ilícito. (Desarrollaremos esta materia en el capítulo tercero relativo a los llamados ilícitos civiles típicos.) Lo anterior no ha sido precisado por la doctrina. El estudio de la responsabilidad ha soslayado esta cuestión, que en el derecho chileno tiene una enorme importancia para el análisis de
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los elementos del ilícito. Cabría preguntarse si es posible considerar sin responsabilidad a quien infringe la ley, causando daño. La respuesta negativa nos parece evidente, sin necesidad de recurrir al elemento subjetivo de la responsabilidad, precisamente porque éste está implícito en la violación de la norma jurídica. Aceptado lo anterior, el estudio del ilícito civil, como tradicionalmente se ha planteado, no se altera, pero se extiende prácticamente su aplicación a una multiplicidad de situaciones en que la víctima del daño queda exonerada de probar el dolo o culpa, que es, sin duda, el principal escollo para hacer efectiva la responsabilidad. Sobre este punto volveremos al tratar de la antijuridicidad como elemento del acto ilícito. A. DEFINICION Podríamos definir el acto ilícito diciendo que se trata de un hecho del hombre, antijurídico (en cuanto contrario al sistema normativo), imputable, que causa daño y ejecutado con intención de injuriar a otro o faltando a la diligencia debida. En esta definición hemos querido destacar todos los elementos que configuran el ilícito civil. Cabe distinguir, entre ellos, algunos comunes –que integran el delito y el cuasidelito– y otro específico –que determina su diferencia esencial. Son elementos comunes al ilícito civil el acto del hombre, la imputabilidad, la antijuridicidad, el daño y la relación causal. El elemento distintivo radica en el dolo y la culpa, vale decir, en el elemento subjetivo que sirve de fundamento a la responsabilidad. Los autores, en general, son reacios a definir estas figuras. Así, por ejemplo, Colin y Capitant advierten que en el derecho francés “en ninguna parte se encuentra una definición. Esta laguna procede, sin duda, del hecho que los redactores del Código se referían a las definiciones muy claras que daba Pothier, y no han considerado útil reproducirlas. ‘Se llama delito, dice Pothier (Obligaciones Nº 116), el hecho en virtud del que una persona, por dolo o malicia, causa daño a otra. El cuasidelito es el hecho en virtud del que una persona, sin
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malicia, pero con imprudencia que no es excusable, causa algún daño a otra’”.48 Puig Brutau se limita a decir que los actos ilícitos civiles “son actos u omisiones en que interviene la culpa (dolo) o negligencia no tipificados por la ley penal, pero susceptibles de dar origen a una acción de reparación o indemnización en el ámbito civil”.49 Ripert y Boulanger, por su parte, sostienen que “delito civil es el acto dañoso intencional. La mayoría de las veces es al mismo tiempo un delito penal, ya que la ley no está dispuesta casi nunca a tolerar los actos destinados a perjudicar a otro. Pero como no hay delito penal sin un texto que prohíba el hecho culpable, se encuentran actos voluntariamente perjudiciales que no son castigados por la ley penal”. Más adelante, refiriéndose al cuasidelito, señalan que “es el acto dañoso no intencional. Así parecen haberlo entendido los autores del Código”. Finalmente agregan que “las dos nociones de delito y de cuasidelito se han fundido hoy en la noción general de la falta. Sin embargo, como esta última expresión es muy general y designa igualmente el incumplimiento de la obligación contractual por parte del deudor, se emplea a veces la expresión de falta delictual, en oposición a falta contractual”.50 Entre nosotros, don Arturo Alessandri Rodríguez dice que “delito civil es el hecho ilícito cometido con intención de dañar que ha inferido injuria o daño a otra persona. Cuasidelito civil es el hecho culpable, pero cometido sin intención de dañar, que ha inferido injuria o daño a otra persona. Tales son las definiciones que resultan de la combinación de los artículos 1437 y 2284”.51 Estimamos que las definiciones que hemos recogido adolecen de graves imprecisiones. Tal sucede, por ejemplo, con las recién transcritas. Creemos útil incorporar a la definición de un determinado instituto todos los elementos que caracterizan 48
Ambrosio Colin y Henri Capitant. Obra citada. Tomo III. Págs. 775 y 776. José Puig Brutau. Obra citada. Tomo II. Volumen III. Pág. 75. 50 Georges Ripert y Jean Boulanger. Obra citada. Tomo V. Segunda Parte. Págs. 47, 48 y 49. 51 Arturo Alessandri Rodríguez. Obra citada. Pág. 12. 49
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e individualizan su existencia. De lo contrario este esfuerzo carece de finalidad práctica. Desde este punto de vista, forzoso resulta reconocer que el ilícito civil es ante todo un acto antijurídico (antisistémico) y que es posible, por lo mismo, que un acto humano doloso o culpable que causa daño no sea fuente de responsabilidad, cuando se trata de una conducta expresamente autorizada en la ley. Lo propio puede decirse en el evento de que el autor del daño sea inimputable. El estudio del acto ilícito se transforma así en un análisis de sus elementos constitutivos. B. ELEMENTOS COMUNES EN TODOS LOS ILICITOS CIVILES Los elementos comunes a todo ilícito civil son los siguientes: el hecho del hombre, la antijuridicidad del mismo, la imputabilidad, el daño y la relación de causalidad entre el hecho y su consecuencia dañosa. Trataremos separadamente cada uno de ellos. 1. HECHO DEL HOMBRE La responsabilidad sólo puede concebirse en la esfera de la conducta humana. Puede el ilícito presentarse como un acto que entrelaza la conducta humana y un hecho de la naturaleza, pero jamás puede desprenderse exclusivamente de este último. Quien habla de un ilícito civil deberá entender comprometido el comportamiento de la persona humana, aun cuando ello no sea más que el trasfondo del resultado dañoso. En la llamada responsabilidad por el hecho de las cosas o de los animales, la responsabilidad se funda en la negligencia o en la creación de un riesgo derivados de la conducta humana. Así, por ejemplo, si se responde del daño causado por una cosa que cae de la parte superior de un edificio (hipótesis descrita en el artículo 2328 del Código Civil), el fundamento de ello se encuentra en el hecho de haberla colocado o mantenido en un lugar en que era posible su caída. No se responde del hecho de la naturaleza que determina que, por efecto de la fuerza de gravedad, un cuerpo suspendido debe precipitarse a la superficie. Lo propio puede afirmarse en
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todos los casos descritos en el Código Civil a propósito de la responsabilidad por el hecho de los animales o las cosas. El hecho del hombre puede ser una acción (se responde por lo que se hace) o una omisión (se responde por contravenir el mandato de hacer, cuando el daño tiene su origen en la ausencia de la actividad prevista y ordenada en la norma). Carlos Alberto Ghersi, refiriéndose al hecho del hombre, distingue entre situaciones puras y situaciones impuras o mediatas. En las primeras, el propio ser humano con su acción u omisión es quien produce el daño (hecho propio). En las segundas, el hombre actúa con las cosas (objetos, herramientas, maquinarias, etc.), de suerte que es la cosa la que aparece en relación directa con el resultado dañoso y no el hombre. “En este sentido, el ser humano acciona la cosa por sí mismo (el automotor, el bisturí, el paraguas, etc.); o, más confusamente aún, cuando el daño acaece como resultado de la cosa, sin el accionar del hombre (por ejemplo, un automotor estacionado, que por falla o vicio en sus frenos se desplaza solo y lesiona a una persona), el dueño, o sea quien introdujo la cosa en la vida de relación social particularizada (ya que la fábrica lo introduce en la sociedad, porque quienes dominan deciden hacerlo), será el autor mediato, quien, en definitiva, a través de una doble relación de causalidad produce el daño. El hecho humano primario está en la compra, alquiler, etc., del automotor y el estacionarlo, y si luego la cosa lesiona con su desplazamiento, la conductividad de condicionalidad hace que al hecho humano primario se le atribuya la producción del resultado (hecho secundario). En el ámbito de la empresa (para el derecho comercial o laboral) y en el del Estado (para el derecho administrativo) aparece una situación similar. La conductividad de la condicionalidad nos muestra que un director, un empleado, un tercero contratado, etc., están en relación directa con el acaecimiento del daño y existe así una autoría primaria, pero en el doble juego de relaciones, el resultado dañoso le será causalmente atribuido a la empresa o Estado, esto es, lo que la teoría constructivista denomina autoría secundaria”.52 52 Carlos Alberto Ghersi. Teoría General de la Reparación de Daños. Editorial Astrea. Buenos Aires. 1997. Págs. 44 y 45.
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La cuestión analizada reviste, a juicio nuestro, una enorme importancia. Desde ya digamos que para fundar la responsabilidad, cuando se trata de “situaciones impuras o mediatas” (en que se admite una “doble relación de causalidad”), en verdad lo que ocurre es que la responsabilidad se funda en una relación causal remota, que va más allá del acto que provoca directamente el daño, cuestión ya referida en páginas anteriores. De lo anterior se sigue que, tratándose de situaciones “impuras o mediatas”, es posible vincular causalmente el daño con un hecho humano remoto o, si se quiere, el primero de esta naturaleza que aparece en la cadena causal que desemboca en el daño. Por ejemplo, si una cosa cae de la parte superior de un edificio como consecuencia de un movimiento sísmico, el daño lo causa la cosa, la misma que se desprende por efecto del movimiento telúrico, lo cual fue posible por la ubicación que una persona le dio a dicha cosa. ¿Por qué responde la persona que habita la misma parte del edificio? Porque el ilícito se configura retrocediendo en la cadena causal a partir del daño causado por la cosa al caer, al movimiento telúrico que provoca la caída, al hecho del hombre que le dio la ubicación que hizo posible su caída y con ello el daño provocado. Tocamos aquí una cuestión importante. Sostiene Ghersi que puede haber un autor del daño que no se transforme en reparador. “Citemos como ejemplo, el acto policial de persecución de un ladrón, durante el cual ambos disparan armas de fuego y el delincuente fallece; el autor (policía) no se transforma en reparador, pues actuó legitimado por la sociedad, para ser autor y no reparador (el hecho fáctico es asumido y controlado por el derecho y establece sus consecuencias, pero no alcanza para ser considerado como daño reparable por la teoría general de la reparación de daños); también cuando el daño va a ser cometido por una persona menor de diez años (o sea, inimputable), éste será el autor y puede llegar a convertirse en agente reparador, pero además el derecho establece que sus padres o tutores serán reparadores (sin ser autores), para brindar más seguridad al sistema”.53 Concordamos en que es posible que exista un autor del daño que no se transforme en reparador. Pero no sucede lo mismo con los meno-
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Carlos Alberto Ghersi. Obra citada. Pág. 46.
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res inimputables, ya que por ellos responden, en el derecho chileno, “las personas a cuyo cargo estén, si pudiere imputárseles negligencia” (artículo 2319 del Código Civil). A nuestro juicio, se repite la misma razón antes examinada, la ley permite retroceder en la cadena causal, imponiendo responsabilidad a quien por un descuido propio hizo posible que el menor inimputable provocara el daño. Es obvio que si la persona bajo cuya custodia se encontraba el menor hubiere actuado diligentemente, el resultado dañoso no se habría producido. En suma, podemos afirmar que todo ilícito civil debe estar fundado en un hecho del hombre –sobre el cual recae la obligación de reparar los daños causados–, pero no es necesario que este hecho sea la causa directa e inmediata del daño, pudiendo, en ciertos casos, retrocederse en la cadena causal para fundar la responsabilidad que genera el ilícito civil en un hecho del hombre. Cuando se alude a la responsabilidad por un hecho de las cosas o de los animales, la ley permite retroceder en la cadena causal hasta entroncar la responsabilidad por un hecho del hombre, que generalmente estará representado por la infracción del deber de cuidado o la creación de una situación de riesgo, lo cual permite imponer la obligación de reparar los perjuicios que se causan. Para retroceder en la cadena causal hasta este momento, se ha exigido una autorización legal expresa. La doctrina no ha conseguido aún configurar una teoría consistente y racional para lograrlo a través de la vía interpretativa. Esta materia se analizará al tratar de la relación causal, sin perjuicio de dejar sentadas estas apreciaciones generales. Que la responsabilidad, en definitiva, deba estar fundada en el hecho del hombre no puede sorprender. El derecho regula conducta humana y la responsabilidad, como se dijo, no es más que una consecuencia del incumplimiento de una obligación preexistente, así sea la general de actuar diligentemente y no causar daño a nadie. Un derecho que regule el hecho de las cosas, sin relación al ser humano, resulta inconcebible e impensable, porque todas ellas, sean animadas o inanimadas, son manejadas, usadas, instrumentalizadas y dirigidas por el hombre. Al margen de esa voluntad, ciertamente, no puede surgir una consecuencia jurídica.
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El desarrollo tecnológico ha introducido lo que podríamos llamar cosas inanimadas activas. Tal ocurre con una multitud de instrumentos, máquinas, mecanismos que, no obstante su condición, despliegan una reacción y actividad interna, como la radiactividad, los residuos contaminados, etc. En todas ellas la responsabilidad se funda en el deber de cuidado o en el riesgo que ellas introducen. Nótese, entonces, que la responsabilidad tiene dos vertientes diversas. De las cosas responde su dueño, poseedor o tenedor en cuanto ellas requieren de un cuidado especial para evitar los daños que puedan provocar. Otras cosas, por el riesgo que representan, pueden (y aun deben) imponer responsabilidad por el solo hecho de su tenencia, más allá del deber de cuidado, justificándose plenamente la imposición de responsabilidad objetiva a su respecto. El sofisticado adelanto tecnológico a que asistimos y que, sin duda, se acentuará en el futuro, obliga, creemos nosotros, a consagrar este tipo extremo de responsabilidad ante los peligros que envuelve la energía nuclear, la biotecnología, la computación, los mecanismos más modernos de comunicación y de transporte, etc. Reiteremos, sin embargo, que las cosas sólo pueden ser fuente de responsabilidad en tanto y en cuanto ellas estén vinculadas al hombre, su dominio, actividades y utilización. La responsabilidad que de ello se desprende puede estar fundada en elementos muy sutiles y en una causalidad remota, pero será siempre un hecho –positivo o negativo– del hombre. Puede responderse en razón de ser detentador de una cosa peligrosa, por este solo hecho, y aun sin haber desplegado una conducta para adquirirla. Lo anterior porque dicha detentación supone la existencia de una voluntad de mantener la cosa bajo posesión o control. Problema particularmente importante es establecer si los actos “involuntarios” (reflejos, instintivos, habituales) pueden ser considerados “actos humanos”. Mosset Iturraspe, remitiéndose al estudio del Código Civil argentino, sostiene que “los actos involuntarios no son lícitos ni ilícitos, puesto que sólo los voluntarios admiten este distingo”.54
54 Jorge Mosset Iturraspe. Responsabilidad por Daños. Parte General. Tomo I. Editorial Ediar. 1982. Pág. 12.
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A juicio nuestro, para la correcta conceptualización del ilícito civil, la circunstancia de que deba tratarse de un hecho (acción u omisión) del hombre es una cuestión objetiva que escapa al análisis de la voluntariedad –en esta etapa del iter– y que se juzgará más adelante a propósito de la imputabilidad o del elemento subjetivo del delito o cuasidelito. Por lo mismo, atribuimos a este elemento una connotación objetiva, que debe ser materialmente establecido en el proceso, con independencia de otros antecedentes. Por último digamos, en relación a la responsabilidad que surge como consecuencia de la vinculación del hombre (en el sentido de ser humano) con una cosa, que ella puede no fundarse en la tenencia, posesión o dominio de la misma, sino en una mera relación material o jurídica con ella. Así, por ejemplo, el mecánico que es contratado para reparar un vehículo responderá de los daños que se siguen de un trabajo imperfecto, cuando éste sea la causa de un accidente cuyo antecedente se encuentra en la subsistencia del desperfecto que debió corregirse. Lo propio puede decirse de quien, estando obligado a cuidar de una cosa de la cual pueda derivarse un daño, no asume este deber cuando le correspondía hacerlo. En los casos señalados no se da la hipótesis de la tenencia material de la cosa, ni de la posesión, ni del dominio, sin embargo de lo cual la relación entre cosa y conducta humana es suficientemente firme para fundar en ella la responsabilidad civil. En síntesis, la conducta humana, en cualquiera de sus manifestaciones, así sea activa o pasiva, directa o indirecta, material o jurídica, etc., será presupuesto necesario de la responsabilidad. Sólo estará obligado a reparar los perjuicios que se causen aquel por cuya conducta se ha producido el daño reparable, como quiera que dicha conducta se relacione causalmente con el daño (cuestión que será objeto de un examen posterior). Por lo tanto, para establecer la responsabilidad será necesario, previamente, fijar el hecho humano (conducta humana) que conduce y desemboca en el daño reparable. El delito y el cuasidelito civil son figuras complejas que se desarrollan progresivamente y que acusan diversas etapas. La primera es el hecho del hombre, requisito que, en un primer enfoque, se satisface con la vinculación provisionalmente admitida entre
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dicha conducta y el daño. Si de plano descartamos que el daño pueda estar relacionado con la conducta humana, desaparece toda posibilidad de establecer responsabilidad. Nótese que esta cuestión se resolverá a propósito de la relación causal, razón por la cual, en cierta medida, justo es reconocerlo, este requisito puede entenderse subsumido en aquél. Con todo, dogmáticamente, es necesario incorporar este elemento como esencial en el concepto del ilícito, ya que en sentido estricto la relación de causalidad supone el examen de una conducta que, al menos provisionalmente, hemos vinculado a la génesis del daño indemnizable. Agreguemos que la conducta humana a que aludimos puede ser voluntaria o involuntaria, provenir de persona imputable o inimputable, ser jurídicamente posible o antijurídica, dañosa o inocua, y, aun, causalmente suficiente o insuficiente. Todas estas exigencias serán objeto de un examen posterior para quien está llamado a juzgar sobre la existencia de responsabilidad. Insistimos en el hecho de que este requisito tiene carácter provisional en el desarrollo de iter delictual o cuasidelictual, ya que, en el evento de que se determine que no hay relación de causalidad entre el acto humano y el daño, lo que sucede es que no existirá una conducta vinculada a un daño y, por lo mismo, a un delito o cuasidelito civil. Parece más correcto, por lo dicho, sostener que el estudio de un ilícito civil parte por el aislamiento de una conducta presuntivamente justificativa de un daño, lo que se determinará cuando se resuelva sobre la relación causal, ya que sólo entonces se decidirá si concurre este requisito en la integración del ilícito. En estricta lógica, en consecuencia, podríamos decir que el requisito mencionado más bien consiste en una conducta humana causalmente vinculada a un daño, uniendo daño y conducta. Sin embargo, por razones más bien didácticas preferimos mantener esta nomenclatura e insistir en que el primer requisito del ilícito civil es un acto o una conducta humana en sentido lato, aun cuando, en definitiva, pueda sostenerse que la conducta humana imputada no está causalmente vinculada al daño producido. Que del hecho del hombre pueda surgir responsabilidad no requiere mayores comentarios. Bastará que éste sea imputable,
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cause daño y sea antijurídico para que concurran los presupuestos del ilícito civil. Pero no resulta igualmente claro establecer los casos en que la responsabilidad se funda en un hecho negativo u omisión. El problema nos remite a definir con precisión cuándo se tiene el deber de actuar para evitar la ocurrencia de un daño. Si la responsabilidad emana de una omisión, ello implica que el sujeto debiendo haber desplegado una actividad no lo hizo, siguiéndose de ello un perjuicio para otro. En principio, nadie está obligado a desarrollar una conducta activa sino en aquellos casos en que la ley lo ordena. El mandato legal puede ser expreso, cuando la norma en términos explícitos y formales ordena a su destinatario desarrollar una determinada conducta. Así, por ejemplo, la obligación que el artículo 2125 del Código Civil impone a las personas que por su profesión u oficio se encargan de la gestión de negocios ajenos. Aun cuando se excusen del encargo, deberán tomar las providencias conservativas urgentes que requiera el negocio que se les encomiende. La omisión de este deber de conducta generará responsabilidad si, con ocasión de la omisión, se sigue daño para el que formula el encargo. El problema se complica en ausencia de un mandato legal expreso. ¿Cuándo se tiene el deber de actuar? ¿En virtud de qué es posible atribuir responsabilidad a una persona porque ha dejado de hacer? En otras palabras, se trata de especificar en qué casos es posible exigir a una persona que rompa la inercia, sin que exista una norma jurídica que concretamente le imponga la conducta activa. A nuestro juicio, este problema debe resolverse sobre la base de dos elementos complementarios: la representación del daño y la naturaleza de la actividad que debe desplegarse para evitarlo. Lo primero consiste en que el sujeto a quien se atribuye responsabilidad pueda representarse el daño, vale decir, deba estar razonablemente en situación de preverlo. Por consiguiente, el sujeto responsable participa de una situación de la cual es posible deducir la producción de un daño. Si tal no ocurre, es absurdo concebir una reacción encaminada a evitar un efecto nocivo inesperado y causalmente imprevisible. Lo segundo dice relación con la naturaleza de la actividad capaz de neutralizar el daño. Si ésta conforma una conducta
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que reviste un peligro cierto para quien la desarrolla, así sea respecto de sus bienes o la integridad corporal propia o de otra persona, la conducta capaz de evitar el daño resulta inexigible y no puede ser fuente de responsabilidad. En suma, la responsabilidad por omisión sólo procede cuando la omisión de que resulta el perjuicio es contra ley, o bien cuando, no obstante poder representarse el daño y ser éste evitado sin asumir riesgos significativos, se mantiene la pasividad y el efecto nocivo se consuma. El fundamento de la responsabilidad en este último evento radica en el deber de solidaridad que impone la vida en sociedad. No cabe duda, de que toda persona, por el solo hecho de vivir en la comunidad civil, está obligada a adoptar las providencias de mínimo riesgo para impedir que sus iguales experimenten perjuicios susceptibles de evitarse. Tan evidente es lo que señalamos, que el Código Penal sanciona como falta, en el artículo 494 Nº 14, al “que no socorriere o auxiliare a una persona que encontrare en despoblado herida, maltratada o en peligro de perecer, cuando pudiere hacerlo sin detrimento propio”. Los dos elementos referidos están contenidos en este tipo: la existencia de un daño que es fácil prever y advertir, y la ausencia de peligro para la persona llamada a auxiliar. Podría pensarse que el deber indicado sólo cabe en los casos descritos en la ley, sin embargo, para despejar esta hipótesis basta con indicar que las figuras penales conforman casos extremos en que no sólo se compromete la responsabilidad penal, sino también la responsabilidad civil cuando existe un perjuicio material o moral. De aquí que una interpretación finalista del derecho deberá llevarnos a la necesaria conclusión de que todos quienes viven en la sociedad civil tienen el deber de auxiliarse recíprocamente, contribuyendo, en la medida en que no se comprometan sus intereses, a evitar el daño ajeno. Lo contrario importaría transformar la sociedad en una selva en la cual el perjuicio ajeno es indiferente para los demás. Tampoco puede olvidarse que cuando aumenta el daño que sufren las personas se afecta directamente el interés común. Nadie puede sentirse marginado del deber colectivo de oponerse al menoscabo del interés individual. El empobrecimiento de la colectividad conlleva, necesariamente, el em-
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pobrecimiento propio, en cuanto disminuye la riqueza y, por consiguiente, la actividad. De lo dicho se infiere que existe el deber de actuar en procura de evitar un daño ajeno cada vez que el sujeto esté en situación de prever su existencia, quienquiera que sea el que lo experimente, y su actuación no represente la asunción de un peligro que pueda concretarse en un daño propio, de sus bienes o de otra persona. En el último supuesto (daño a otra persona), el sujeto no está obligado a actuar, ya que, en principio, no le corresponde a él definir quién debe experimentar el perjuicio que se causa. Nadie está facultado para administrar y distribuir los perjuicios cuando éstos pueden afectar a diversas personas. Pero esta regla tiene una calificada excepción: si entre los daños probables existe un desequilibrio enorme y manifiesto, como si una persona, por ejemplo, destruye una cuerda ajena para salvar la vida de otra persona. En este evento, quien arroja la cuerda a la presunta víctima ha obrado correctamente al escoger el valor superior: la vida humana. El caso señalado supone, ciertamente, que el salvador esté en situación de hacer un análisis que le permita medir los valores involucrados, lo cual no siempre resulta posible atendiendo la urgencia y sorpresa con que se desencadenan los hechos. Se ha dicho repetidamente que el derecho no puede exigir un comportamiento heroico a las personas. Ello es efectivo. Por lo mismo, hemos señalado que la culpa extracontractual se mide sobre la base de los estándares ordinarios que prevalecen en la sociedad en un momento histórico determinado. Pero tampoco puede decirse que el derecho permanece indiferente frente a la pasividad de quien pudiendo evitar un daño sin asumir riesgo alguno, no lo hace. Creemos nosotros que el que causa un daño porque no actúa debiendo hacerlo, es responsable y debe repararlo, bajo la concurrencia de los presupuestos mencionados. No cae en el ámbito puramente moral el juzgamiento de esta conducta. Si se admite la obligación de evitar un daño, pudiendo hacerlo en las condiciones referidas, deberá fundarse en el quebrantamiento de ella la responsabilidad civil subsecuente. No creemos que sea demasiado vago sostener que la obligación de evitar un daño surja del deber de comportarse solida-
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riamente. Esta expresión no es un tonel sin fondo que sirve para justificar cualquier cosa. Se trata de un concepto perfectamente acotado, cuyo fundamento se asienta, incluso, en normas jurídicas que tienen por objeto su plena realización. Ningún daño puede ser ajeno a la sociedad si con él se destruye parte de los bienes que al circular y satisfacer las necesidades, prestan un beneficio a todos los integrantes de la comunidad. Esta es la filosofía que subyace en nuestro planteamiento. En suma, la responsabilidad puede tener como antecedente una acción que infringe la obligación de no causar daño, o una omisión cuando debiendo el sujeto actuar deja de hacerlo, así sea porque quebranta un mandato legal expreso o porque permite que se cause un daño previsible que pudo evitarse sin asumir un riesgo inminente y grave. 2. ANTIJURIDICIDAD 2.1. LA ANTIJURIDICIDAD EN EL CÓDIGO CIVIL La concurrencia de la antijuridicidad como requisito de la responsabilidad delictual y cuasidelictual ha suscitado agudas controversias. Como bien lo recuerda José María Pena López, profesor de derecho civil de la Universidad A Coruña, en el prólogo de una monografía sobre el tema: “La negación de la antijuridicidad, como presupuesto de la responsabilidad civil, no es nueva. Concretamente en la doctrina italiana de los años sesenta se encuentra una corriente negadora que tiene su máximo exponente en la obra de Carbone, quien dedica, en el año 1969, todo un libro: Il fatto dannoso nella responsabilità civile, a defender que ‘en el ordenamiento italiano, el carácter de la ilicitud es extraño al hecho dañoso’, porque ‘el elemento de los diversos supuestos de hecho de la responsabilidad civil no viene dado por el ilícito, sino por la existencia de un hecho dañoso relevante para el Derecho’”.54 bis 54 bis
José María Pena López. Prólogo para el libro La antijuridicidad del daño resarcible en la responsabilidad civil extracontractual. José Manuel Busto Lago. Editorial Tecnos S.A. Madrid. 1998. Pág. 12.
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Poniendo acento en el daño, se advierte la existencia de numerosas conductas que no sólo están permitidas sino aun estimuladas por el ordenamiento jurídico, las cuales no obstante desarrollarse sin infringir ningún deber específico y contar con las debidas autorizaciones, originan responsabilidad. Se trata de actividades potencialmente riesgosas cuyas consecuencias son estadísticamente inevitables. Si cita al respecto la explotación de industrias químicas de sustancias tóxicas, inflamables o contaminantes, de energía nuclear, de transporte, etc. Cobra fuerza al respecto lo que afirman numerosos autores en orden a que todo daño es antijurídico y acarrea responsabilidad, salvo que concurra una causa de justificación (De Angel, Puig Brutau, Puig Peña, Lacruz-Delgado, Lasarte, De Lorenzo). De aquí que Pena López agregue: “En todas ellas la antijuridicidad carece de relieve como elemento generador de la responsabilidad civil; lo tiene, meramente como elemento obstativo de ésta, la falta de antijuridicidad, esto es: la juridicidad del evento dañoso. Desde esta perspectiva, por consiguiente, lo operativo, en el hecho dañoso, en cuanto que generador de la responsabilidad civil, no es tanto la antijuridicidad como su falta: la juridicidad” (Prólogo citado, página 15). Creemos que el análisis transcrito es bien poco esclarecedor. Es cierto que el derecho autoriza y hasta fomenta muchas actividades que estadísticamente acarrean daños inevitables. Pero ello implica hacer genéricamente “lícita” una actividad determinada (una explotación industrial por ejemplo), no el daño producido. En otros términos, una actividad lícita puede causar daños antijurídicos, aun en el supuesto de que ella se desarrolló cumpliendo las exigencias impuestas en la ley. Lo anterior revela que la antijuridicidad aparece más vinculada al daño que a la actividad dañosa, admitiéndose una sutil diferencia entre ambas cosas. Desde luego, si la actividad lícita se ejerce en forma impropia nace responsabilidad para el autor, lo cual, obviamente, no tiene nada de particular. Ahora, si la actividad se ciñe a las exigencias y limitaciones impuestas en la ley, el daño puede ser provisionalmente antijurídico, pero desaparecerá la responsabilidad si se acredita la concurrencia de una causa de justificación (ejercicio de un derecho por ejemplo). El problema no es ontológico sino meramente procedimental.
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Existen, aun, daños no antijurídicos que originan la obligación de indemnizar. Se trata de intereses cuyo sacrificio no debe afectar a su titular sino al que provoca la lesión. Pero en este evento no nos hallamos frente a un ilícito civil (un autor los llama “anomalías del sistema civilístico del ilícito”). Para su procedencia se requiere una disposición expresa de la ley, que recoja lo que otros autores describen como “exigencias sociales de cooperación”. (Tal ocurre, por ejemplo, en el caso de los artículos 667 y 668 del Código Civil.) Afirmar que del ejercicio de una actividad lícita, realizada con estricta sujeción a las condiciones impuestas en la norma, pueden derivarse daños “antijurídicos”, nos parece un exceso, salvo que pueda describirse con rigor cómo se desliga el daño de la actividad que lo produce, desafío que nadie, hasta este momento, ha intentado. En Chile los civilistas han esquivado este tema. Entre los elementos que deben concurrir para la configuración de un ilícito civil se ignora la antijuridicidad. Al parecer, ella se ha subsumido en el alterum non laedere que recoge el artículo 2329 de nuestro Código Civil, al decir que “Por regla general todo daño que pueda imputarse a malicia o negligencia de otra persona, debe ser reparado por ésta”. Sin embargo, esta disposición es absolutamente insuficiente si de sustituir la antijuridicidad se trata. Basta para ello poner acento en que la norma alude a una “regla general” que, por consiguiente, no envuelve todas las situaciones posibles. De más está señalar que el tema es complejo y ha sido analizado a la luz de otras legislaciones que contienen norma expresa sobre el particular, como sucede con el Código Civil argentino, y en otras disciplinas jurídicas, como el derecho penal. Desde luego, digamos que la antijuridicidad consiste en la contradicción entre una determinada conducta y el ordenamiento normativo considerado en su integridad. En otras palabras, la conducta de la cual se sigue la responsabilidad –sanción civil que consiste en reparar los daños causados– es contraria a derecho. Esta oposición puede revestir dos formas diversas: puede ella contradecir una norma expresa del ordenamiento normativo, en cuyo caso hablaremos de antijuridicidad formal, o bien, contradecir virtualmente el ordenamiento, como
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cuando la antijuridicidad se extrae de la violación del orden público, las buenas costumbres, el sistema económico y político, etc., en cuyo caso hablaremos de antijuridicidad material. La antijuridicidad formal se confunde con la ilegalidad o ilicitud, ya que existe entre la conducta y la norma una contradicción que no tiene otro antecedente que el mandato legal. El problema de la antijuridicidad sólo interesa para los efectos del ilícito civil (delito o cuasidelito), no para determinar los efectos de otros institutos que tienen una sanción diferente, especialmente considerada en el ordenamiento. Así por ejemplo, las infracciones a los deberes matrimoniales están sancionadas con el divorcio; las infracciones a las normas que prescriben ciertas formalidades respecto de los actos jurídicos, sea en relación a la naturaleza del acto o la calidad o estado de las partes que intervienen, están sancionadas por la nulidad, etc. La antijuridicidad es un elemento del delito o cuasidelito civil, los que llevan aparejada como sanción la obligación de reparación de los perjuicios causados. En el derecho penal, la antijuridicidad se desprende de la tipicidad, en el marco de la antijuridicidad formal, ya que prevalece el principio de legalidad (“nulla poena nulla crimen sine lege”), de lo cual se sigue que sólo son antijurídicas las conductas descritas por el legislador e incorporadas al catálogo de tipos penales. Por lo mismo, la antijuridicidad, al igual que el tipo, es cerrada y no se admite su interpretación extensiva o una antijuridicidad virtual que se desprenda del ordenamiento jurídico en su integridad. No sucede lo mismo en materia civil. En esta rama del derecho la antijuridicidad puede fundarse en una norma expresa (antijuridicidad formal específica) o en el quebrantamiento del ordenamiento jurídico en su totalidad (antijuridicidad material o genérica). Son numerosas las posiciones doctrinarias que se han formulado a propósito de la antijuridicidad. José Manuel Busto Lago, las agrupa en la siguiente forma: a) “Aquélla conforme a la cual acreditado el daño se presume la antijuridicidad”. Se atribuye Puig Peña haber dado origen a esta doctrina, la cual fue posteriormente matizada por Puig Brutau para quien “la primera y más elocuente manifesta-
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ción de la ilicitud es el mismo daño producido, sin perjuicio de que pueda demostrarse que se trata de un caso fortuito o que ha sobrevenido por fuerza mayor”; b) Aquella que analiza “la conducta que habría desplegado el agente, para, en contraste con ésta, evidenciar si se ha transgredido o no el orden jurídico”. Esta tesis pone acento no en el efecto dañoso sino en el comportamiento que ha dado lugar a él; c) “Aquella conforme a la cual el acto dañoso es antijurídico cuando proviene de la violación de una norma jurídica”. Es ésta, se señala, la tesis más arraigada en la jurisprudencia española; d) “Aquella que inicialmente circunscribía la injusticia de una conducta a la lesión de un derecho subjetivo ajeno, para, progresivamente, ampliar el objeto de la lesión a los intereses legítimos o intereses jurídicamente protegidos”. (A juicio nuestro, un interés jurídicamente protegido es un derecho subjetivo.) Se afirma a este respecto que “esta concepción opera la traslación del centro de gravedad del juicio de antijuridicidad desde la calificación de la conducta a la del resultado producido por ésta. Por lo tanto, el desvalor que supone la antijuridicidad recae, cuando menos originalmente, sobre el resultado, sobre el perjuicio o lesión del interés protegido y no sobre el comportamiento o la conducta”.55 e) Aquella que “partiendo de la autonomía del daño como realidad jurídica objetiva frente al comportamiento mismo, termina centrando la antijuridicidad en la violación del principio constitucional de la solidaridad”. Esta posición es sustentada principalmente por S. Rodotá, autor italiano. f) Finalmente, la tesis más difundida en la civilística italiana es aquella que “vinculando la ingiustizia al daño, enuncia un doble requisito que ha de concurrir en ésta para ser resarcible: 1. El daño ha de resultar contra ius, esto es, consecuencia de la lesión un interés protegido por el ordenamiento, no bastando
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José Manuel Busto Lago. Obra citada. Pág. 60.
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la simple lesión de un interés ajeno. 2. El daño ha de ser, asimismo, non iure, o no justificado por cualquier otra norma jurídica integrante del ordenamiento”. La síntesis de estas doctrinas están comentadas en la obra de José Manuel Busto Lago antes citado. ¿Cómo se construye la antijuridicidad en el derecho civil chileno, en cuanto elemento del ilícito civil? Desde luego, existe un principio general enunciado, como ya se señaló, en el artículo 2329 inciso primero del Código Civil. Por lo tanto es antijurídico todo acto doloso o culpable que cause daño. Lo prescrito en esta norma no significa que sólo tenga responsabilidad el autor del daño que tiene como antecedente necesario el dolo o la culpa del autor. Tampoco ello significa que siempre y en todo caso tenga responsabilidad el autor de un daño doloso o culpable. Existen numerosos casos en que la ley impone responsabilidad sin que sea necesaria la concurrencia de dolo o de culpa (como sucede en los casos de responsabilidad objetiva), pero para que tal ocurra, es menester la presencia de una antijuridicidad formal (una disposición expresa que prohíba y sancione la conducta). Así mismo, hay numerosos casos en que no obstante la existencia de un daño que tiene como antecedente necesario un hecho doloso o culpable del autor, no existe responsabilidad y el autor del daño queda eximido de ella (como sucede cuando se actúa en legítima defensa, estado de necesidad, obediencia debida, y en las demás causales de justificación). Por consiguiente, en la legislación chilena –que en materia civil no tiene norma ninguna que regule este elemento del ilícito civil– el alterum non laedere no conforma más que un principio general, como bien lo expresa la misma norma, que si bien determina la antijuridicidad del ilícito civil en la mayor parte de los casos, no excluye otros en que la antijuridicidad en la constitución del ilícito se funda en una norma especial. Si así no fuere, carecería de toda explicación lo concerniente a los supuestos de responsabilidad objetiva, las causas de justificación y otras disposiciones que limitan o eximen de la responsabilidad.
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De lo que llevamos dicho se desprende que la antijuridicidad, entre nosotros, debe construirse a partir de la norma general contenida en el inciso primero del artículo 2329 del Código Civil, el cual se complementa con los casos de antijuridicidad formal que permiten, en ciertos casos, imputar responsabilidad sin concurrencia de culpa o dolo. Como puede apreciarse excluimos nosotros la posibilidad de construir la antijuridicidad al margen del dolo, la culpa o la prohibición o ilicitud específica. Admitimos que esta limitación puede no ser pacífica, ya que no faltará quien estime que es posible fundar la responsabilidad en una antijuridicidad material (que se desprenda virtualmente del todo el ordenamiento jurídico) y sin que sea necesario ninguno de los presupuestos antes señalados (dolo, culpa o prohibición expresa). Lo anterior implica, a juicio nuestro, extender la responsabilidad más allá del ilícito civil, creando una nueva categoría no consagrada entre las fuentes de la responsabilidad. Tal situación se presentaría en caso de que una persona reclamara responsabilidad sobre la base de una infracción al ordenamiento jurídico, sin la concurrencia de dolo o de culpa y sin que tampoco concurriera una expresa prohibición legal respecto de la conducta causalmente vinculada con el daño. Aclarando nuestro pensamiento, podríamos decir que la antijuridicidad formal envuelve todos los supuestos en que la norma, como quiera que sea, disponga que una conducta está prohibida o dicha prohibición se desprende de la sanción que se sigue de ella (norma secundaria). La antijuridicidad material estará siempre vinculada al dolo o la culpa, aun cuando ella se funde en el quebrantamiento de la moral, el orden público, las buenas costumbres, la seguridad nacional u otros valores amparados por el ordenamiento en sus diversas instituciones. En todos estos casos, la conducta infractora de dichos bienes o valores será sancionada en función del dolo o culpa del transgresor. El cuidado que toda persona debe poner en su comportamiento social (que estará determinado por los estándares sociales prevalecientes en ese momento) se extiende, naturalmente, al respeto que merecen aquellos bienes y valores consagrados en el ordenamiento normativo. Por lo tanto, la antijuridicidad material, a juicio nuestro, estará siempre vinculada al dolo o la culpa (factores de imputa-
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ción). A esto se deben, creemos nosotros, muchas de las dificultades que derivan de este tema. La aparente confusión entre la antijuridicidad y estos factores de imputación no ha permitido esclarecer la cuestión. Pero si observamos con atención, llegaremos a la conclusión de que el dolo y la culpa –en esta hipótesis– no pueden integrarse a la antijuridicidad, sino que son meramente referentes respecto de aquélla, determinando sí la oposición entre una conducta (dolosa o culpable) y el ordenamiento normativo. En otras palabras, el factor de imputación juega un doble papel: por una parte es un elemento del ilícito civil (dolo y culpa) y, por la otra, determina la oposición entre la conducta y el orden jurídico. Esta simple circunstancia nos induce a pensar que los autores han eludido el tema, al ver resueltas con facilidad las dificultades que surgen de este análisis. Ha bastado, por ende, con aludir a la ley para subsumir en ella la antijuridicidad formal, y al dolo y la culpa para hacer lo propio con la antijuridicidad material. De aquí derivan las falencias que acusa la teoría del ilícito civil, al eliminar como elemento del mismo la antijuridicidad, dejando una serie de otras cuestiones en suspenso y sin explicación. Se nos aparece aquí una cuestión de orden práctico que es bueno dilucidar y que debería plantearse a propósito de las presunciones de culpa. Si una persona causa un daño y no puede justificar su acción invocando el ejercicio de un derecho, es dable pensar que se presumirá su culpa, ya que como dicen algunos autores, un hombre prudente no actúa de esa manera. Lo cierto es que este argumento se nos presenta como un esfuerzo por encuadrar en el artículo 2329 del Código Civil todos los casos de antijuridicidad material. Sería preferible reconocer que el daño, por sí mismo, cuando éste no está autorizado por la norma, configura un acto de suyo antijurídico que debe quedar comprendido entre los casos de antijuridicidad material. De esa manera, la antijuridicidad admitiría las siguientes facetas: antijuridicidad formal (ley que expresamente prohíbe una conducta o de cuya sanción se deduce la prohibición); antijuridicidad material la cual, a su vez, podría estar fundada en el dolo o la culpa (alterum non laedere), o en el quebrantamiento de institutos o valores amparados expre-
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samente en la norma (orden público, buenas costumbres, moral, etc.), o en la producción de un daño no permitido por la legalidad. Ciertamente, esta concepción flexibiliza considerablemente este elemento, sin perjuicio de los casos en que es posible presumir el dolo o la culpa, posición que, como se señalará más adelante, propone don Arturo Alessandri Rodríguez a propósito de la interpretación del artículo 2329 y los casos de presunción de culpa. Volviendo al planteamiento de los que pretenden incluir en el artículo 2329 del Código Civil todos los casos de antijuridicidad material, ello resuelve el problema en las tres facetas indicadas, con el simple expediente de que un hombre juicioso no causa daño sino en razón del ejercicio de un derecho, ni obrando dolosa o culposamente, ni quebrantando los valores o institutos consagrados en la ley (orden público, buenas costumbres, etc.). El reduccionismo, como es natural, facilita las cosas, pero no satisface todos los pareceres. Se ha sostenido, equivocadamente a juicio nuestro, que el abuso del derecho podría presentar caracteres especiales, en los cuales la responsabilidad surgiría de una contravención virtual al orden jurídico. Se trataría del ejercicio excesivo de un derecho subjetivo (con las variadas y, por qué no decirlo, extravagantes categorías con que los autores tipifican el acto abusivo, y siempre que el dolo o la culpa no se incorporen como requisito esencial del abuso). La inconsistencia de este planteamiento sirve para reafirmar nuestra posición, en el sentido de que lo que se ha llamado erradamente “abuso del derecho” no es más que el ejercicio de una apariencia jurídica, en la cual el sujeto, a pretexto de ejercer el derecho subjetivo, excede o desvía el “interés jurídicamente protegido”. Ahora bien, siendo elemento esencial del mismo el interés tutelado en la norma, el sujeto se coloca al margen del derecho, de modo que el daño que se causa no tiene otro antecedente que un obrar ilícito, no de iure, sino de facto. El ilícito civil que obliga a reparar los perjuicios que derivan del ejercicio excesivo o desviado de un derecho, al procurar la satisfacción de intereses no amparados por la norma que consagra el derecho subjetivo, conforma una antijuridicidad específica que se funda en el quebrantamiento material del
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ordenamiento jurídico o, más precisamente, en el principio de que un derecho no puede ejercerse sino para alcanzar el fin previsto y querido en la norma que le da nacimiento. No interesa, afirmamos nosotros, si el autor del daño obra dolosa o culpablemente, ya que ello queda absorbido por la naturaleza del acto que, con el pretexto de ejercer un derecho, provoca un efecto nocivo que no está autorizado en la ley. De allí que hayamos sostenido, paralelamente, que el ejercicio de todo derecho subjetivo causa un efecto perjudicial para una persona (el sujeto pasivo de la facultad concedida a otro sujeto), pero que este daño está autorizado y es querido por la norma. De lo anterior se sigue que la conducta que causa el daño no es antijurídica, sino, por el contrario, se ajusta plenamente a derecho. En consecuencia, quien ejerce un derecho, cualquiera que sea su posición subjetiva (dolosa o culpable), no incurre en responsabilidad, porque el perjuicio que desencadena está amparado o justificado en la norma que lo consagra. Hablar de responsabilidad derivada del ejercicio doloso o culpable de un derecho constituye, por ende, un error craso. La responsabilidad, cuando ella se funda en el ejercicio de un derecho, describe una figura diametralmente diversa, que consiste en excederse o desviar el interés jurídicamente protegido y, por lo mismo, quien actúa de esa manera lo hace de facto, no de iure, desatando un daño que el ordenamiento jurídico repudia. (Podría pensarse que al actuar al margen del derecho causando un daño se volvería a la regla general del artículo 2329 –alterum non laedere–, siendo el autor del perjuicio responsable sólo si concurre dolo o culpa. Surge aquí, a juicio nuestro, otra faceta del problema. Quien causa daño sin derecho incurre en responsabilidad, porque el daño absorbe el elemento subjetivo, trasladando el peso de la prueba al que alega una causa de justificación, necesariamente fundada en la ausencia de antijuridicidad. Lo anterior resulta más evidente si se tiene en consideración la ilegitimidad en que incurre quien a pretexto de ejercer un derecho de que carece provoca un daño no permitido por el ordenamiento). Por otra parte, la antijuridicidad, en cuanto conducta opuesta a la legalidad, es la que justifica la sanción que envuelve la responsabilidad. Tampoco esta afirmación es pacífica, ya que
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existen autores que rechazan calificar de sanción el deber impuesto en la ley de reparar los daños que se causan. No faltará quien observe que nuestro planteamiento conduce a una concepción limitada de antijuridicidad formal para completar el ilícito civil. Ello como consecuencia de que sólo admitimos la antijuridicidad fundándola en el artículo 2329 inciso primero del Código Civil y en una disposición legal expresa (antijuridicidad específica). Aun cuando esta observación pudiere ser efectiva, creemos nosotros que la amplitud de los conceptos dolo y culpa, que trataremos más adelante, resta toda trascendencia práctica a esta objeción. Con todo, no rechazamos esta interpretación, tanto más si se considera que de la manera señalada la responsabilidad en el derecho civil chileno no puede deducirse arbitrariamente, sino fundarse en una oposición manifiesta y clara entre conducta y ordenamiento normativo positivo. En síntesis, la antijuridicidad en el derecho chileno en materia civil podría sistematizarse en la siguiente forma: a) Por regla general –expresión empleada explícitamente en la misma ley– es antijurídico todo daño que provenga de dolo o culpa de su autor, no en razón del dolo o la culpa, sino de su contradicción con el ordenamiento jurídico; b) Es igualmente antijurídico todo daño que sin provenir de un hecho doloso o culposo, ha sido provocado por una conducta prohibida o sancionada de cualquier modo en la ley (caso en el cual damos por establecido presuntivamente el elemento subjetivo del ilícito); y c) La regla general contemplada en el artículo 2329 inciso primero del Código Civil (alterum non laedere) no excluye, excepcionalmente, la responsabilidad sin dolo o sin culpa (responsabilidad objetiva), e incluye, también excepcionalmente, la irresponsabilidad por daños causados por dolo o por culpa en los casos en que, por disposición expresa de la ley, desaparece la antijuridicidad, como sucede en las causas de justificación. Por consiguiente, no puede confundirse en términos absolutos el dolo o la culpa con la antijuridicidad. El elemento subjetivo del ilícito civil sirve, ciertamente, para construir la antijuridicidad, pero no se identifica con ella, como pudiere
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aparecer a primera vista. Refuerza esta posición la declaración inicial expresada en la norma citada: “por regla general…”, lo que significa admitir que la reparación no siempre sobrevendrá como consecuencia de un daño causado con dolo o culpa y que existen daños que deben repararse sin que deba partirse de este mismo supuesto. Así planteadas las cosas, resulta necesario admitir que el dolo y la culpa (que constituyen factores de imputación en el ilícito civil) conforman, paralelamente, un elemento referencial de la antijuridicidad. De lo previsto en la ley civil (artículo 2329), desprendemos que contraviene el derecho, en su integridad, la acción dañosa de carácter doloso o culpable. Queda patente, entonces, que dolo y culpa juegan en el ilícito civil un doble rol, tanto como factor de imputación como elemento de la antijuridicidad. Pero para la construcción de esta última es necesario insertar el dolo y la culpa en “todo” el ordenamiento jurídico, extrayendo de ello la contradicción entre conducta y sistema normativo. No es extraño, atendidas estas razones, que la materia haya sido objeto de vaguedades e inconsistencias. La antijuridicidad formal no ofrece mayores problemas. Ella se desprende de la oposición entre una norma específica y una conducta. La antijuridicidad material es fuente de controversias. Nosotros sostenemos que ella, en el derecho chileno, se funda en dos elementos: dolo y culpa y sistema normativo. Insistamos en que cuando se violentan el orden público, la moral, las buenas costumbres, la seguridad nacional, la salubridad pública, la conservación del patrimonio ambiental, etc., todos ellos bienes y valores amparados y reconocidos en el ordenamiento normativo, el infractor actúa antijurídicamente, porque aquella violación absorbe el dolo o la culpa al quebrantar materialmente el sistema jurídico. De allí que el dolo y la culpa sólo sirvan para construir la antijuridicidad respecto de conductas que son legítimas en su ausencia, pero carecen de toda trascendencia cuando la conducta se confronta con el mandato de una norma o un bien o valor amparado por el sistema normativo. En suma, sólo existe responsabilidad civil cuando la conducta dañosa es antijurídica, así ella no sea ni dolosa ni culpa-
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ble, aun cuando, por regla general, el acto doloso y culpable que causa daño sea antijurídico. La posición que sostenemos es la única explicación posible para entender por qué las causas de justificación excluyen la responsabilidad. En efecto, puede una conducta ser dolosa o culpable, causar daño, ser el sujeto imputable y existir relación de causalidad entre el acto y el daño y, sin embargo, no existir responsabilidad. Tal sucede si el sujeto obra en legítima defensa, o en estado de necesidad, o por obediencia debida, etc. En todos estos casos no hay responsabilidad, porque desaparece la antijuridicidad, y el efecto dañoso no es objeto de reproche en la ley. En los casos de responsabilidad objetiva la antijuridicidad absorbe el dolo y la culpa, en función de un riesgo creado, lo cual permite fundar la responsabilidad al margen del elemento subjetivo. Algunos autores han planteado una distinción entre antijuridicidad objetiva y subjetiva. “Los corifeos de la antijuridicidad subjetiva afirman que ‘lo antijurídico’ sólo puede encontrarse en el alma del agente, ‘porque siendo el derecho un conjunto de imperativos dirigidos a los hombres capaces de comprenderlos y obedecerlos, sólo esos hombres capaces pueden oponerse a él, mediante un acto de insubordinación o desobediencia. La antijuridicidad objetiva, en cambio, atiende exclusivamente a la acción, que es la que perjudica o beneficia a la sociedad, con total independencia de la culpabilidad o insubordinación del autor. El criterio objetivo, al distinguir con nitidez lo antijurídico de lo culpable, al despersonalizar la antijuridicidad, permite arribar a la ‘unidad de lo antijurídico’, idea que nos permite desentrañar, frente a cada comportamiento, su índole beneficiosa o perjudicial para el derecho”.55 bis Nos parece claro que admitir una antijuridicidad subjetiva importa confundir la culpabilidad con la antijuridicidad, restando autonomía a la primera. El problema de la culpabilidad se resolverá a propósito del elemento subjetivo del ilícito civil y de la imputabilidad, pero no de la antijuridicidad, que se agota con el examen del acto en tanto opuesto o en armonía con el derecho.
55 bis Jorge Mosset Iturraspe. Responsabilidad por Daños. Parte General. Tomo I. Editorial Ediar. 1982. Pág. 27.
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Justo nos parece reconocer que en presencia del artículo 2329 de nuestro Código Civil la cuestión se enturbia. La circunstancia de que dicha disposición remita –en algún grado– la antijuridicidad al “daño imputable a malicia o negligencia de otra persona”, vale decir, al dolo o la culpa, resulta conflictivo, ya que ambos elementos son eminentemente subjetivos y, separadamente, presupuestos del ilícito civil. Sin embargo, creemos que la cuestión tiene explicación. Lo que interesa en lo que concierne a la disposición mencionada –artículo 2329– es la antijuridicidad y su regulación por medio de una “regla general”. Lo que esta norma señala es que es contrario a derecho dañar a otro por medio de un acto doloso y culpable, no más, anticipándose su efecto normal: “deber de reparación”. Pero la norma no dice que en otros casos, diversos de los enunciados, sea lícito causar daños ni mucho menos que siempre y en todo evento deberá responderse de los daños que tengan como antecedente el dolo o la culpa del autor. De lo anterior se sigue que esta norma se limita a regular el carácter antijurídico de una conducta y no la culpabilidad del autor ni su imputabilidad. Otra interpretación sería abusiva y dejaría sin respuesta los casos de responsabilidad sin dolo ni culpa y las causas de justificación. Volvamos al origen del problema. Hemos afirmado que el ilícito civil (delito o cuasidelito) es un acto antijurídico, entendiendo que ello implica una contradicción objetiva entre la conducta dañosa y el ordenamiento normativo en su integridad. Entre los elementos del ilícito civil hemos mencionado, también, el dolo o la culpa del autor del daño. Para la construcción de la antijuridicidad, el artículo 2329 inciso primero del Código Civil declara que “todo daño que pueda imputarse a malicia o negligencia de otra persona, debe ser reparado por ésta”, de lo cual se infiere que la antijuridicidad se construye a partir de dos elementos o requisitos del ilícito civil: el dolo o culpa (elemento subjetivo) y el daño (elemento objetivo). De lo señalado parece desprenderse, entonces, que se trata de una tautología que implica a los mismos elementos inútilmente. De aquí la necesidad de insistir en nuestra posición. El artículo 2329, tantas veces citado, no hace más que incorporar una regla general sobre la antijuridicidad de ciertos actos (dolosos
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o culpables que causan daño), pero no agota ni cierra la construcción de la antijuridicidad que, como ya se dijo, puede presentarse a partir de una norma especial que la contemple sin que medie dolo o culpa. Ese es, precisamente, el caso de la responsabilidad objetiva. Surge, entonces, la pregunta de si es posible en la legislación chilena tipificar un delito o cuasidelito civil sobre la base de una antijuridicidad material (un acto que infringe virtualmente el derecho, como cuando se violenta el orden público o las buenas costumbres), y en ausencia de dolo o culpa. Ya señalamos que no es éste el caso del abuso del derecho, puesto que en este evento no existe un derecho comprometido, sino un mero hecho revestido aparente y falsamente de derecho subjetivo. Para dar respuesta a esta pregunta es necesario distinguir dos situaciones muy diversas. En principio, en ausencia de dolo o culpa no existe delito o cuasidelito civil, de manera que técnicamente descartamos la hipótesis de que pueda la antijuridicidad material dar lugar a un ilícito de esta especie. Sin embargo de lo anterior, cabe observar que si la antijuridicidad material se funda en el quebrantamiento de algunos de los valores o bienes expresamente amparados en el ordenamiento jurídico, como sucede, por ejemplo, cuando se violenta el orden público, las buenas costumbres, la seguridad nacional, la moral, la salubridad o utilidad públicas, etc., no es necesario acreditar el elemento subjetivo, ya que él queda absorbido por la infracción del bien genérico referido. De lo dicho arrancan dos conclusiones importantes, que serán desarrolladas más adelante. La primera consiste en afirmar que el ilícito civil genéricamente abarca el delito y el cuasidelito civil y, además, toda forma de infracción a la ley que cause daño, caso en el cual la responsabilidad no requiere de la concurrencia del elemento subjetivo (factor de imputación), el que queda subsumido en la infracción misma. En otras palabras, quien infringe el mandato legal causando un daño será obligado a reparar los perjuicios que provoca sin necesidad de acreditar la concurrencia de dolo o culpa. Nada de extraño tiene lo que decimos si se tiene en consideración que el primer deber de toda persona en la sociedad es dar cumplimiento al
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mandato de la ley. La segunda conclusión podría resumirse diciendo que la antijuridicidad material admite un matiz importante que debe destacarse: si la contradicción entre la conducta y el orden jurídico se desprende de un análisis general de este último (antijuridicidad virtual); o si ella se desprende de la vulneración de un valor o bien genéricamente descrito, como sucede, como se dijo, con institutos tales como el orden público o las buenas costumbres (antijuridicidad material específica). Creemos que ambas situaciones no pueden homologarse. La responsabilidad civil fundada exclusivamente en la antijuridicidad material se basaría en una obligación demasiado vaga, imprecisa, que se deduce del examen de todo el ordenamiento, tarea casi de contornos técnicos especializados. No sucede lo mismo en el segundo supuesto, ya que cuando se sobrepasa un bien como los mencionados (orden público, buenas costumbres, etc.), hay una infracción clara y una definición precisa del contenido y alcance del instituto aludido. Por ejemplo, nadie puede ignorar su deber en cuanto a lo que implica el respeto al orden público o las buenas costumbres. En síntesis, el ilícito civil puede hallarse fundado en el dolo, la culpa o la sola transgresión de la ley (lo cual lleva implícito el elemento subjetivo o factor de imputación). La antijuridicidad material no es suficiente por sí sola para imputar responsabilidad, salvo cuando ella se deduce de la transgresión de un valor o bien perfectamente definido o acotado en la norma, supuesto en el cual debe calificarse el ilícito como si se tratare de un caso de antijuridicidad formal. A lo dicho debe agregarse, aún, que constituye un ilícito civil –diverso del delito o cuasidelito civil– el solo quebrantamiento de un mandato legal cuando de ello se sigue daño, sin que sea necesario acreditar la existencia del factor subjetivo de imputación. De lo que llevamos dicho podemos extraer que la antijuridicidad material tiene dos matices que, sin embargo, difieren sustancialmente. La primera (oposición virtual al ordenamiento jurídico) nos parece excesiva y, por lo mismo, insuficiente para conformar un ilícito civil. La segunda (oposición entre la conducta y un valor o instituto genérico amparado por la legalidad toda) conforma una antijuridicidad material susceptible de integrarse a la estructura del delito o cuasidelito civil.
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Reiteremos, entonces, que el dolo y la culpa desempeñan, en la conformación de un delito o cuasidelito civil, una doble función. Por una parte, son los materiales a partir de los cuales se construye la antijuridicidad de los mismos y, por la otra, representan un elemento autónomo e independiente que integra la figura del ilícito (en sentido civil). Su importancia práctica se reduce a destacar que hay hechos dolosos y culpables que, no obstante causar daño, son, sin embargo, inidóneos para establecer responsabilidad, ya que en virtud de una disposición especial la conducta está expresamente permitida por la norma, desapareciendo la antijuridicidad; en otros casos la responsabilidad se impone sin necesidad de que concurra el dolo o la culpa, esta vez en función, exclusivamente, de ser el acto formalmente antijurídico y causar daño (ilícitos civiles típicos que se analizan detalladamente en el capítulo tercero de este trabajo). Nótese que en ambas hipótesis la antijuridicidad juega un papel esencial, sea subordinando la responsabilidad a ese factor, sea haciendo desaparecer la responsabilidad cuando ella no concurre. Aclaremos, desde ya, que la aproximación del intérprete a esta materia varía diametralmente según cuál sea la función que juegan el dolo y la culpa en la integración del delito o cuasidelito civil. En el estudio del desarrollo del ilícito nos enfrentaremos, en primer lugar, con el dolo o la culpa para configurar, prima facie, si la acción es antijurídica por revestir aparentemente ese carácter (dolosa o culpable). Resuelto este problema, entraremos a un análisis más exhaustivo del factor de imputación. Por lo tanto, nada impide que decidida la antijuridicidad el examen del dolo, o la culpa termine por convencernos de que el factor de imputación no se halla presente. Al admitir que existe un iter delictual o cuasidelictual y que un elemento juega un doble rol, la conclusión anterior cae por su propio peso. No cabe duda, por ende, que la antijuridicidad es un elemento del ilícito civil, aun cuando ella esté por regla general fundada en el dolo o la culpa (antijuridicidad material) o en una norma que permite imponer responsabilidad bajo condición de que sobrevenga un daño (antijuridicidad formal), sin perjuicio de que ella es el elemento integrador en la responsabilidad objetiva y el fundamento de las causas de justificación.
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2.2. L A DOCTRINA INTERNACIONAL Lo anterior explica que los autores minimicen la importancia de este requisito, indispensable, creemos nosotros, para entender el ilícito civil. Así, por ejemplo, Diez Picazo y Antonio Gullón, refiriéndose a la antijuridicidad señalan: “…en materia de responsabilidad extracontractual, nuestro Código Civil, siguiendo fielmente al francés, no exige este requisito (la antijuridicidad), sino que en la acción y omisión dañosa intervenga cualquier género de culpa o negligencia. La doctrina y la jurisprudencia destacan, sin embargo, el carácter antijurídico que debe tener el acto, aunque en la órbita no penal su concepto es necesariamente más genérico, menos perfilado y concreto”. Más adelante agregan: “Así, pues, lo antijurídico no penal no consiste solamente en la violación de normas que impongan una conducta (por ejemplo: la empresa suministradora de energía eléctrica ha de cumplir las disposiciones sobre la protección de los cables que la transportan, para evitar daños), sino también en la contravención del principio alterum non laedere, que es un principio general del derecho que informa todo el ordenamiento jurídico y que está integrado a él, fuente de una serie de deberes que nos obligan a comportarnos respecto de terceros con la corrección y prudencia necesarias para que la convivencia sea posible”.56 Como puede apreciarse estos autores despachan el problema de una plumada. Para ellos la antijuridicidad no penal estaría compuesta no sólo por la contradicción entre la conducta y el derecho, sino que, además, por la contravención del principio alterum non laedere. Otro autor, José Puig Brutau, afirma, sobre el mismo tema: “La necesidad de que se trate de un hecho ilícito o antijurídico requiere algún comentario. En principio, todo hecho que cause daño y que no esté específicamente justificado o permitido ha de considerarse prohibido y contrario a derecho. La primera y más elocuente manifestación de la ilicitud es el mismo daño producido, sin perjuicio de que pueda demostrarse que
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Luis Diez Picazo y Antonio Gullón. Obra citada. Volumen I. Pág. 827.
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se trata de un caso fortuito o que ha sobrevenido por fuerza mayor. Si se trata de una conducta expresamente prohibida por una disposición legal, la cuestión no es dudosa; pero tampoco lo ha de ser si la norma infringida es el principio que prohíbe causar daño a otro (neminem laedere).57 Para este autor la sola ocurrencia del daño determina la procedencia de la responsabilidad, salvo que el acto esté “específicamente justificado o permitido”. El daño “ha de considerarse prohibido o contrario a derecho”. Nos parece discutible esta afirmación. El daño reparable es, a juicio nuestro, aquel que proviene de una conducta antijurídica, y este carácter, sin perjuicio de norma especial, deriva de la concurrencia de culpa o dolo en el autor. Como puede observarse, la materia se presta para toda suerte de contradicciones. Un autor argentino, que interesa destacar dada la diferencia que existe entre Código de Vélez y el de Bello, señala que: “…la antijuridicidad como concepto inicial supone un juicio de menosprecio hacia el ordenamiento, comprensivo éste de las leyes, las costumbres, los principios jurídicos estrictos dimanantes del sistema, y hasta las reglas de orden natural. Mas, en el aspecto que ahora nos ocupa, en tema de responsabilidad civil, la antijuridicidad importa un obrar violatorio del alterum non laedere. Es decir que, particularmente, lo antijurídico es la conducta trasgresora de la norma, en la medida que hay una lesión o minoración de un interés jurídico resarcible (daño)”.58 El mismo autor más adelante atribuye al artículo 1109 del Código Civil argentino el haber consagrado “una antijuridicidad genérica, amplia. El precepto sienta el principio del alterum non laedere, ya que en rigor está prohibido dañar a otro sin causa de justificación”. 59 Por último, acierta este autor al examinar el artículo 1902 del Código Civil español, que reza: “El que causa un daño a otro, a menos que intervenga culpa o negligencia, no está obligado a reparar el daño causado”. A propósito de
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José Puig Brutau. Obra citada. Tomo II. Vol. III. Pág. 81. Alberto J. Bueres. Derecho de Daños. Primera Parte. El daño injusto y la licitud e ilicitud de la conducta. Ediciones La Rocca. Buenos Aires. 1996. Págs. 149 y 150. 59 Alberto J. Bueres. Obra citada. Pág. 153. 58
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esta disposición cabe señalar que la cuestión es perfectamente aplicable a nuestro artículo 2329. “Pero explicado el recto sentido de la norma se apuntó con total acierto que la circunstancia de que el artículo 1902 exija como presupuesto de la obligación de reparar el elemento subjetivo de la culpa, no es óbice para que se suprima –se absorba– el elemento objetivo de la antijuridicidad. Son presupuestos distintos pero necesarios. Una acción antijurídica inculpable no dará derecho a resarcimiento, pero no por ello deja de ser objetivamente ilícita, a menos que concurra una causa de justificación”.60 Particularmente interesante resulta lo que afirma otro autor, sobre la armonización entre la antijuridicidad y el elemento subjetivo que se contienen en disposiciones de los Códigos argentino, español y chileno. “Cierta doctrina calificada61 conceptúa que tanto el artículo 1066 como el artículo 1074 fijan una ilicitud objetiva, como elemento distinto de la culpa. Toda conducta que no se ajuste objetivamente a la norma es en sí misma ilícita, independientemente de la culpa. Pero, a su vez, dentro de esta técnica, destacada en el artículo 1109, la ilicitud se fusiona con la culpa. De donde en esta última norma la ilicitud, al identificarse con la culpa, no es un elemento autónomo. Se parte del criterio de que ambas hipótesis pueden llegar a armonizarse, pues en la primera, probada la ilicitud por violación de una norma específica, la culpa se presume, mientras que en la segunda la culpa debe probarse, y al ser acreditada en la ejecución de un hecho positivo u omisión, queda evidenciada la ilicitud misma”.62 Creemos que el problema que hemos planteado a propósito del artículo 2329 del Código Civil se encuentra en gran medida resuelto sobre la base antes mencionada. La antijuridicidad puede tener dos vertientes: la primera es la infracción de una norma específica; la segunda es el daño proveniente del dolo o la culpa, violación al alterum non laedere. En el primer 60
Alberto J. Bueres. Obra citada. Págs. 154 y 155. Se refiere a Jorge Bustamante Alsina. Teoría General de la Responsabilidad Civil. Editorial Abeledo-Perrot. Buenos Aires. 1993. 62 Dora Mariana Gesualdi. Responsabilidad por daños en el tercer milenio. De la antijuridicidad a las causas de justificación. Abeledo-Perrot. 1997. Pág. 146. 61
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caso, la sola infracción hace presumir la culpa (puesto que todos estamos obligados a cumplir el mandato legal sin que sea necesario acreditar que ello ocurre por falta de cuidado o intención infraccional). En el segundo caso la culpa o el dolo debe probarse, y de ello surge la antijuridicidad de la manera en que se contiene en el artículo 2329 antes citado. Este razonamiento complementa nuestra posición sobre esta materia. No deja de ser sorprendente que en los textos franceses no se encuentren referencias al problema de la antijuridicidad. Lo propio ocurre con los autores nacionales más tradicionales. En el texto ya clásico de don Arturo Alessandri sobre la responsabilidad extracontractual en el derecho civil chileno, no se alude a este requisito entre los que conforman un ilícito civil. Tampoco lo menciona Mazeaud y Tunc entre los “elementos constitutivos de la responsabilidad civil” (sólo figuran el daño, la culpa y la relación de causalidad). Lo que señalamos parece tener su explicación en el contenido de las normas que gobiernan la responsabilidad delictual y cuasidelictual. Los autores dieron por establecido que la antijuridicidad estaba absorbida por el elemento subjetivo del ilícito civil, sin advertir que la antijuridicidad, como creemos haberlo demostrado, mantiene su carácter autónomo y es un presupuesto indispensable para elaborar una teoría general del ilícito civil. Nos parece evidente que sin tener una noción precisa de la antijuridicidad, es imposible explicarse las causales de justificación que, como bien lo advierten todos los autores, se fundan en la desaparición del juicio de reproche, vale decir, en la desaparición de la antijuridicidad. Este elemento, por lo tanto, es consustancial al ilícito civil y uno de sus fundamentos más elementales. Ni nuestra doctrina ni nuestra jurisprudencia se han hecho cargo de esta omisión, que, justo es señalarlo, no ha tenido un efecto práctico especial. De aquí que hayan pasado tantos años sin remediar este vacío. Una correcta teoría del ilícito civil debe incorporar la antijuridicidad de la manera que queda explicado, ya que con ello se facilita la sistematización de las causales de justificación y se da al delito y cuasidelito civil la dimensión que le corresponde en el ordenamiento normativo. No se trata, por lo tanto, como pudiera estimarse a primera vista, de una exigencia académica o meramente especulativa. Su entendimiento es esen-
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cial para analizar algunos casos que plantea el derecho de daños moderno. Tal ocurre, por ejemplo, con algunas conductas que pudiendo ser dañosas están expresamente autorizadas o reconocidas como lícitas en el sistema legal, razón por la cual, desapareciendo la antijuridicidad, no pueden ellas ser fuente de responsabilidad civil. 2.3. CAUSAS DE JUSTIFICACIÓN Las causas de justificación son ciertas situaciones o supuestos de hecho que excluyen la antijuridicidad del acto dañoso y, por ende, la responsabilidad. Mosset Iturraspe dice de ellas que son “supuestos de hecho excepcionales que autorizan a intervenir en los bienes jurídicos ajenos, sin merecer, por ende, un juicio de desaprobación”.63 La insuficiencia en el análisis del ilícito civil por parte de la doctrina francesa –que no trata de la antijuridicidad– le ha obligado a fundar las causas de justificación en un “eventual conflicto de deberes”, caso en el cual el autor del daño aparece escogiendo el “deber más importante”. Mazeaud y Tunc dicen a este respecto: “Importa observar que, dejando temporalmente de lado las hipótesis de coacción y de legítima defensa, las circunstancias en que hay justificación para el agente son hipótesis de conflicto de deberes. En efecto, es un hecho real que una persona puede encontrarse situada frente a deberes contradictorios; a veces, ante deberes enunciados expresamente por un texto penal. Desde luego, se encuentra ante un conflicto de deberes el que acude en defensa de otro; puesto que las necesidades de esa defensa le obligarán quizás a matar al agresor; o también el salvador, si es preciso, para intervenir atenta al menos contra la propiedad ajena. Ante un conflicto de deberes se hallan desde luego el cirujano, el militar, el bombero, el que cumple, bajo una ocupación enemiga, actos ‘de resistencia’ que atentan contra la persona o la pro-
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Jorge Mosset Iturraspe. Obra citada. Tomo I. Parte General. Pág. 38.
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piedad de sus conciudadanos. A la luz de las consideraciones que preceden, sobre el fundamento de la responsabilidad y la definición de la culpa, ¿qué solución conviene darle a esta hipótesis del conflicto de deberes? Parece indiscutible que el agente debe obedecer al deber más importante. De ello debe deducirse, en primer lugar, que no incurre en culpa al obedecer a este deber; o, en otros términos, que la obediencia a ese deber legitima la violación del deber menor. Recíprocamente, se estaría tentado a decir que el agente incurre en culpa si no se decide a favor del deber más importante. Pero esta segunda proposición, intrínsecamente exacta, es muy rigurosa. No nos parece aplicable sino cuando uno de los deberes sea mucho más importante que el otro…”.64 El camino que toman estos autores puede simplificarse considerablemente, sin necesidad de introducir un huidizo sistema sobre el peso de los deberes y su elección, con la sola consideración del elemento antijuridicidad. Los numerosos ejemplos que analizan acto seguido caen de lleno en las causas de justificación por efecto de la exclusión de la antijuridicidad. Las causas de justificación requieren de un respaldo normativo positivo que, como se dijo, excluya la antijuridicidad del acto dañoso. Mazeaud y Tunc consideran como causas de justificación la legítima defensa, el estado de necesidad, la urgencia, el mandato legal u orden superior y ciertos casos en que el dolo o el error de que ha sido víctima el autor del daño justifica la exención de responsabilidad. En Argentina, Mosset Iturraspe considera la obediencia debida, la legítima defensa, el estado de necesidad, la autoayuda y la autorización del perjudicado. En España, Diez Picazo y Gullón, consideran sólo la legítima defensa y el estado de necesidad. Las causas de justificación en la legislación chilena se fundan en el Código Penal, que sí contempla causas de exención de responsabilidad. Cabe señalar que no existe reglamentación en la ley civil y que, por el contrario, el artículo 179 del Código de Procedimiento Civil, parece indicar que aquéllas son inaplica-
64 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen II. Págs. 132 y 133.
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bles en esta rama jurídica. En efecto, este artículo dispone que la sentencia absolutoria en materia penal no produce cosa juzgada en materia civil cuando la absolución o el sobreseimiento provenga de la existencia de circunstancias que eximan de responsabilidad criminal. De más está agregar que entre la acción civil y la acción penal existe plena independencia. Sin embargo, algunos casos contemplados en el artículo 10 del Código Penal revelan que, indudablemente, la conducta de quien causa el daño está justificada y no puede considerarse antijurídica, sea porque existe un conflicto de deberes, sea porque no puede exigirse razonablemente al autor del daño una conducta distinta (inexigibilidad de una conducta). El derecho, por otra parte, debe interpretarse como una unidad, lo que excluye vacíos, contradicciones e inconsistencias. Si una persona en el ámbito del derecho penal –siempre protector de valores de alta trascendencia social e individual– justifica una conducta, no puede ella, paralelamente, ser fuente de responsabilidad civil. No parece racional y lógico que se excuse a una persona por la destrucción y sacrificio de un valor superior (la vida por ejemplo) y se la responsabilice por el sacrificio de un valor de menor entidad (la propiedad). Finalmente, si, como ya se señaló, no existe reglamentación legal sobre esta materia, dicho vacío (laguna legal) debe ser integrado a través de la analogía, los principios generales de derecho y la equidad natural, elementos todos que conducen a optar por la plena aplicación, cuando ello es posible, de las eximentes de responsabilidad penal, siempre que las mismas permitan concluir que desaparece la antijuridicidad en la conducta de quien provoca el daño. No es ésta la solución que propone don Arturo Alessandri. Para él la exención de responsabilidad civil se deriva de la ausencia de dolo o culpa. “Para determinar si hay exención de responsabilidad civil, el juez no debe, pues, recurrir al Código Penal. Sólo debe averiguar si en el hecho causante del daño hubo o no culpa o dolo de parte del agente: esa exención se traduce precisamente en ausencia de tal elemento”.65 En ver-
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Arturo Alessandri Rodríguez. Obra citada. Pág. 598.
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dad lo que caracteriza a las causas de justificación es la presencia del dolo o de la culpa, y la ausencia de la antijuridicidad, atendido el hecho de que la conducta dañosa no puede considerarse contraria a derecho, sino ajustada a él. La conclusión que comentamos es consecuencia inevitable de la insuficiente conceptualización del ilícito civil. Al margen de la antijuridicidad las causas de justificación carecen de todo sentido y explicación. Tan evidente es lo que señalamos que el mismo autor citado reconoce como causas de justificación (eximentes de responsabilidad civil las llama) el caso fortuito o la fuerza mayor, la orden de la ley o de la autoridad legítima, la violencia física o moral, la legítima defensa, el estado de necesidad, la culpa exclusiva de la víctima, el hecho de un tercero, las inmunidades que gozan ciertos individuos. No hay duda de que en esta enumeración se mezclan casos en que evidentemente no puede haber dolo o culpa (caso fortuito, violencia física o moral, culpa exclusiva de la víctima, hecho de un tercero) y casos en que la conducta dañosa está legitimada por la ley y que conforman evidentemente una causa de justificación (orden de la ley, legítima defensa, estado de necesidad). La sistematización correcta, en consecuencia, es ubicar las causas de justificación como aquellos casos en que se excluye la antijuridicidad del acto dañoso, el cual termina siendo un efecto legítimo y ajustado a derecho. A nuestro juicio las causas de justificación son las siguientes: La legítima defensa de su persona o de sus bienes, de la persona o bienes de sus parientes más próximos o de un extraño, concurriendo los requisitos legales; El estado de necesidad; El que obra violentado por una fuerza irresistible o impulsado por un miedo insuperable; y El que obra en ejercicio legítimo de un derecho. Analizaremos separadamente cada una de estas causas de justificación, desde una perspectiva civil.
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2.3.1. La legítima defensa El daño que provoca un individuo cuando reacciona en defensa de su persona o de sus bienes, o de la persona o bienes de sus parientes más cercanos, o de un tercero, está justificado en el derecho siempre que concurran los presupuestos legales. En la legislación civil no se contemplan dichos requisitos, razón por la cual es necesario recurrir a la legislación penal, que sí trata expresamente de esta materia. Lo anterior procede en razón de que el derecho conforma una unidad lógica y corresponde al intérprete armonizar todas y cada una de sus instituciones y normas. En el ámbito del derecho penal está exento de responsabilidad quien obra en defensa de su persona o derechos, concurriendo tres circunstancias: agresión ilegítima, necesidad racional del medio empleado para impedirla o repelerla, y falta de provocación suficiente por parte del que se defiende. No cabe duda de que los indicados requisitos son plenamente aplicables en materia civil, a juicio nuestro, con una diferencia. En materia civil no es necesario atender al medio empleado para impedir o repeler la agresión ilegítima, sino al daño que se causa, el cual debe ser racionalmente proporcional al daño que se ha querido evitar. Así las cosas, es legítimo impedir una agresión injusta (contraria a derecho), causando un daño proporcional al que se evita, y siempre que no haya habido provocación por parte del que se defiende. En relación a la legítima defensa de la persona o derechos del cónyuge o parientes consanguíneos o por afinidad, que indica el Nº 5 del artículo 10 del Código Penal, creemos que en materia civil deben mantenerse los mismos tres requisitos, no pudiendo existir nunca provocación por parte de quien en razón de la defensa causa un daño. Si hubo provocación del pariente, ello excluye la legítima defensa si le consta al autor del daño o si en la misma ha intervenido personalmente. Finalmente, respecto del que obra en defensa de la persona o derechos de un extraño, a los requisitos anteriores debe agregarse que el defensor no haya obrado impulsado por venganza, resentimiento u otro motivo ilegítimo, como reza el artículo 10 Nº 6 del Código Penal.
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Como puede observarse, la única diferencia que admitimos entre la legítima defensa penal y la legítima defensa civil se relaciona con la proporcionalidad del daño, en lugar de la racionalidad del medio empleado para repeler la agresión ilegítima. A primera vista podría pensarse que concurriendo los requisitos antes expresados, desaparece el dolo o la culpa como elemento del delito. Mas ello no es así. El daño que se causa tiene origen en el ánimo cierto y directo de causarlo –para repeler la agresión injusta–, o la culpa cuando se ha obrado sobrepasando el cuidado debido, como sucede cuando se actúa con exceso de celo. Lo que no debe existir es dolo o culpa remota, que se ubica mucho antes de la acción dañosa y que se manifiesta en la falta de provocación o la ausencia de venganza, resentimiento u otro motivo ilegítimo. Pero ninguna duda puede asistirnos en orden a que concurren todos y cada uno de los elementos que conforman el delito o cuasidelito civil, salvo la antijuridicidad, por obra de la causa de justificación, desapareciendo el efecto jurídico principal: la responsabilidad civil. Si bien en materia penal es determinante, atendida la naturaleza del delito, el medio que se emplea para repeler una agresión, en el campo del derecho civil lo esencial es el daño que se causa, puesto que éste es la medida de la responsabilidad. De aquí que carezca absolutamente de importancia el medio, el instrumento o el elemento a que se recurre. Lo que importa es la magnitud del daño en relación con el que se evita. Lo anterior abre una discusión importante, ¿puede una persona, en legítima defensa civil, recurrir a instrumentos o medios jurídicos para evitar una agresión injusta? Como es obvio, esta posibilidad debe rechazarse de plano. Quien recurre a una instancia jurídica, así ella consista en la ejecución de un acto propio sin intervención alguna de un órgano del Estado, no necesita asilarse en la legítima defensa, ya que esta última supone siempre una reacción personal, de hecho, instantánea, que tiene su origen en la necesidad de neutralizar un ataque injusto. Un ejemplo aclarará lo que señalamos. Si una persona, a sabiendas de que será objeto de una injusta pretensión, que consiste en el ejercicio de una acción de lesión enorme, con el
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objeto de evitar una prohibición de gravar y enajenar que se mantendrá durante el juicio, celebra un contrato simulado para extraer de su patrimonio el bien litigioso y sustituirlo por un precio aparente, no podría sostener, enfrentado al daño que causa, que ha obrado en legítima defensa de su derecho de dominio. Diverso sería el caso si repele un atentado material a su inmueble, causando daño al vehículo del agresor; en este evento sí que puede exonerarse de responsabilidad civil acreditando la concurrencia de los requisitos indicados. De lo que afirmamos se infiere que en materia civil la legítima defensa es una causal de justificación que excluye la responsabilidad, debiendo aplicarse los mismos presupuestos consagrados en el Código Penal –artículo 10 N os 4, 5 y 6–, pero sustituyendo el requisito establecido en la regla segunda del Nº 4 antes mencionado, que exige “necesidad racional del medio empleado para impedirla o repararla” (la agresión ilegítima), por la proporcionalidad racional entre el daño que se evita y el daño que se causa. En lo demás las normas no difieren. 2.3.2. El estado de necesidad Esta materia está tratada como causa de exención de responsabilidad en el artículo 10 Nº 7 del Código Penal. Dicha norma dispone que está eximido de responsabilidad penal “el que para evitar un mal ejecuta un hecho que produzca daño en la propiedad ajena, siempre que concurran las circunstancias siguientes: 1ª. Realidad o peligro inminente del mal que se trata de evitar. 2ª. Que sea mayor que el causado para evitarlo. 3ª. Que no haya otro medio practicable y menos perjudicial para impedirlo”. Conceptualmente la noción de estado de necesidad en materia civil es perfectamente equivalente a la definición transcrita. Se trata, efectivamente, de un daño a la propiedad ajena que no tiene otro antecedente que no sea evitar un mal mayor a un bien propio. El requisito consignado en la primera regla es aplicable en materia civil, ya que lo que justifica la ocurrencia del mal que se causa es la existencia de un peligro real, inmediato, que sólo puede evitarse causando un daño en el
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dominio ajeno. Lo propio puede decirse de la segunda regla. Es de la esencia del estado de necesidad que entre el daño que se causa y el daño que se evita haya una diferencia significativa y sustancial. De lo contrario, la conducta del autor del daño no sería más que una manifestación de un interés egoísta y excluyente, sin ventaja social alguna. Finalmente, la regla tercera también es aplicable en materia civil, ya que la ausencia de responsabilidad supone la elección racional del medio menos perjudicial para los intereses de los terceros que resultan perjudicados. Sin embargo, observamos en esta causal de justificación una diferencia importante, que le da otro carácter en lo que dice relación con la responsabilidad civil. El estado de necesidad no exonera de responsabilidad al autor del daño, aun cuando sí legitima su actuación. En efecto, el que enfrenta un estado de necesidad lo que realmente hace es transferir el perjuicio de su patrimonio al patrimonio ajeno. Esta conducta tiene arraigo en la legislación en función del beneficio social que provoca, al disminuir la cuantía del perjuicio producido. Por consiguiente, el autor del daño –aun cuando su obrar sea legítimo– está obligado a reparar los daños causados, no en razón del delito o cuasidelito cometido, sino del enriquecimiento injusto que se produce entre el perjudicado y el autor del daño. Un ejemplo servirá para explicitar mejor nuestra posición. Si con ocasión de un incendio, el dueño de una propiedad valiosa se ve obligado a destruir una propiedad ajena de menor valor, a fin de evitar la propagación del siniestro, indudablemente que está exento de responsabilidad como autor del delito o cuasidelito cometido, pero deberá compensar al propietario del inmueble destruido en virtud del enriquecimiento injusto. El beneficio que experimenta en su patrimonio tiene como antecedente el perjuicio que sufre el patrimonio ajeno, y éste no tiene otra justificación que evitar un mal mayor en el dominio propio. Nótese que en este caso la responsabilidad no se extenderá a todos los perjuicios sufridos, sino única y exclusivamente a la compensación de los daños materiales que haga posible restaurar el equilibrio existente entre ambos patrimonios antes de que surgiera el estado de necesidad. En consecuencia, la causa de justificación que alcanza al delito o cuasidelito civil no se extiende a la
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responsabilidad que nace del enriquecimiento injusto. Opinar de otra manera, a juicio nuestro, importaría aceptar la transferencia de toda suerte de siniestros, dejando indemne a uno de los afectados por la sola circunstancia de que éste pueda trasladar los daños a otra persona, que sin este obrar no habría sufrido menoscabo alguno en su patrimonio. Si en materia penal se consagra con amplitud esta exención de responsabilidad, ello no puede extenderse al ámbito civil, que, como se sabe, pone énfasis en el daño patrimonial. No hay, por lo mismo, antagonismo ni contradicción alguna entre una y otra regulación. 2.3.3. El que obra violentado por una fuerza irresistible o impulsado por un miedo insuperable Esta tercera causa de justificación es también aplicable en materia civil. Como parece fácil deducirlo, ella se aproxima muchísimo a la exclusión del dolo o de la culpa, puesto que el agente pierde su autodeterminación. Con todo, al provocarse el daño, el sujeto puede obrar conscientemente, con dolo o culpa. De aquí que esta circunstancia constituya una causa de justificación que elimina la responsabilidad delictual o cuasidelictual. Admitimos, con todo, que generalmente esta situación debe atacarse por medio del examen del dolo y de la culpa. En este evento, el daño que se causa no será compensado por aplicación de otros principios. La víctima deberá asumirlo como si éste hubiere sido provocado por un caso fortuito o fuerza mayor. Respecto de sus relaciones con terceros, si cabe, ello deberá ser calificado como tal (caso fortuito). Observando con mayor detención esta figura, resulta claro que la fuerza irresistible o el miedo insuperable pueden tener diverso origen. Si ello es producto de hechos de la naturaleza, no cabe indagar otras responsabilidades. Pero si la causa radica en la actividad humana, puede perseguirse la responsabilidad del tercero comprometido en ello. Por lo tanto, la cadena de responsabilidades puede extenderse muchísimo más allá de la causa de justificación, que, como se ha sostenido, no cubre más que el delito o cuasidelito, pero no otra fuente de obligaciones.
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2.3.4. El que obra en ejercicio legítimo de un derecho Es ésta la última causa de justificación aplicable en el área civil. A primera vista ella excluye el elemento subjetivo del ilícito civil, puesto que quien ejerce legítimamente un derecho parece estar al margen de dolo y culpa, conceptos que descartan el obrar legítimo, conforme las teorías tradicionales sobre el abuso del derecho. Recuérdese que la doctrina tradicionalmente acogida por nuestros tribunales de justicia tipifica el acto abusivo como el ejercicio doloso o culpable de un derecho. No es ésta la posición que nosotros sustentamos sobre la materia. A nuestro juicio, el ejercicio de un derecho que efectivamente se tiene y en el marco de la realización del interés jurídicamente protegido por la norma positiva, no constituirá jamás un acto abusivo que pueda ser objeto de sanción civil. El ejercicio de un derecho lleva aparejado un daño para quien está obligado a satisfacerlo. Este daño está legitimado en el derecho, con absoluta independencia de la posición subjetiva de su titular. Por lo mismo, creemos que el acto abusivo es aquel en que se ejerce un derecho, no para satisfacer el interés jurídicamente tutelado, sino para lograr otro interés o proyectándolo más allá de lo que corresponde. De lo señalado se sigue que quien ejerce abusivamente un derecho incursiona en un campo ajeno al derecho (puesto que el interés es un elemento esencial, integrado a la estructura del derecho subjetivo), actuando de facto, no de iure. El ejercicio legítimo del derecho no tiene, por lo mismo, relación alguna con el dolo o con la culpa. La legitimidad está dada por la existencia de la facultad (derecho subjetivo) y por la realización del interés que la norma ampara. Quien ejerce un derecho no tiene otras limitantes que no sean que éste exista, y que el interés que se persigue al ponerlo en movimiento corresponda a aquel contemplado en la norma que le da vida, así lo hemos planteado en otro trabajo.66 Ahora bien, en las condiciones antedichas el titular no tiene responsabilidad civil por el daño que causa, ya que este 66 Pablo Rodríguez Grez. El Abuso del Derecho y el Abuso Circunstancial. Editorial Jurídica de Chile. 1998.
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daño está previsto en el ordenamiento jurídico. Sostenemos, a propósito de esta cuestión, que el daño provocado no sólo está permitido en la ley, sino que es querido por ella. En otros términos, el ejercicio del derecho importa siempre la transferencia de un beneficio (así sea tangible o intangible). Esta transferencia opera provocando un daño en el patrimonio de uno (el deudor) y un beneficio en el patrimonio de otro (el acreedor). De lo cual se desprende que la relación daño-beneficio es representativa de un “valor” que el legislador ha incorporado en la norma para que éste se alcance a través de la aplicación de la misma. Por consiguiente, la causa de justificación que analizamos importa el reconocimiento expreso de que el daño –así sea causado con dolo o culpa– que se sigue del ejercicio de un derecho, aun cuando concurran los presupuestos del delito o cuasidelito civil, no impone responsabilidad (ciertamente nunca concurrirá la antijuridicidad). No se nos escapa que esta interpretación, que estimamos correcta, es una clara demostración de que el derecho no admite otra limitación en su ejercicio que no sea encuadrarlo en la realización del “interés jurídicamente protegido por la norma”. Es esta la doctrina que sostenemos en el libro antes aludido. La multitud de otras doctrinas que se han elaborado en torno del abuso del derecho, partiendo por aquella que hace consistir el acto abusivo en el ejercicio doloso o culposo de un derecho, obliga a plantearse de manera diversa la causa de justificación estudiada. Hasta aquí las causas de justificación que estimamos aplicables en lo que dice relación con la responsabilidad civil derivada del delito o cuasidelito. Insistimos que en estas hipótesis confluyen todos y cada uno de los elementos del ilícito civil tradicionalmente considerados, pero, sin embargo, la ley excluye la responsabilidad, porque se sobrepone una causa de justificación que hace que el daño sea estimado como una consecuencia legítima del obrar humano. Si atacamos cualquiera de los elementos del ilícito civil, descartándolo, entonces sobrepasamos la “justificación” e incursionamos en la ausencia de responsabilidad por inexistencia del ilícito. Para terminar estas reflexiones conviene insistir en el hecho de que es correcto extraer de las normas penales las causas
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de justificación en el campo civil. La responsabilidad es una sola. Ella toma diversas formas, dependiendo de los valores que aparezcan lesionados y los efectos de la contravención. Si el valor afectado es la integridad patrimonial, y el daño proviene de una conducta especialmente tipificada en la ley (delito), nos hallamos en el ámbito penal. En tal caso surge una acción penal para sancionar al culpable y una acción civil para obtener la reparación del perjuicio causado. Si el valor afectado es la integridad patrimonial, y el daño proviene de una conducta genéricamente definida como dolosa o culposa, nos hallamos en el ámbito civil. Entonces sólo surge una acción civil para restaurar el perjuicio causado cuando éste deriva directa y necesariamente de la acción ilícita (dolosa o culpable). Como puede apreciarse, la diferencia entre ambos campos, siendo importante, no es sustancial. En ambos casos se responde del daño patrimonial que se causa en forma perfectamente similar. Si la responsabilidad penal exige de la concurrencia del perjuicio patrimonial (como sucede en la estafa, el robo, el hurto, etc.), la similitud es aún más estrecha. En este contexto, negar que las causas de exención de responsabilidad penal deben aplicarse, atendiendo a su naturaleza especial, a las causas de justificación civil, resulta absurdo. Pero debe tenerse en claro que se puede incurrir en responsabilidad penal sin incurrir en responsabilidad civil (cuando del delito no se sigue daño), como se puede incurrir en responsabilidad civil sin incurrir en responsabilidad penal (cuando el daño que se sigue de un hecho doloso o culpable no está tipificado en la ley). De aquí que las causas de justificación se extraigan del artículo 10 del Código Penal, mediante una tarea interpretativa de depuración, atendiendo al daño y la naturaleza genérica de los elementos que constituyen el ilícito civil. Basta una somera revisión del mencionado artículo 10 del Código Penal para comprender que los casos que en él se contienen o se refieren a personas incapaces de delito o cuasidelito, o a los daños que provienen del caso fortuito o fuerza mayor, o a la subsunción de la culpa y el dolo en el cumplimiento de un deber, autoridad, oficio o encargo, o en la no forzosidad de una conducta activa. En todos estos casos queda excluido el ilícito civil por ausencia de alguno de sus elementos.
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Como puede observarse, existe plena concordancia entre la reglamentación civil y penal en este aspecto, razón más que suficiente para aceptar una interpretación coherente y armónica entre ambas ramas del derecho. La legislación penal además contempla, en el artículo 11 del referido cuerpo de leyes, varias causas de atenuación de responsabilidad. Conviene precisar que en el campo civil ello ocurre sólo en un caso: cuando la víctima se ha expuesto imprudentemente al daño, como se establece en el artículo 2330 del Código Civil. Por lo tanto, esta cuestión no merece mayores observaciones. Hasta aquí lo relativo a la antijuridicidad, elemento del ilícito civil que hasta este momento parece más bien omitido en la doctrina jurídica nacional. 3. LA IMPUTABILIDAD Antes que nada, digamos que la capacidad delictual y cuasidelictual es condición esencial de imputabilidad, razón por la cual la trataremos por separado. Configurada la existencia del hecho del hombre, y la antijuridicidad del mismo, es necesario referirse a la imputabilidad. Ello implica un examen llamado a determinar cuándo este hecho antijurídico merece la sanción civil (imposición de responsabilidad). Al decir de los autores, este elemento tiene dos alcances: “la imputabilidad moral o subjetiva, cuyo factor es la culpabilidad (comprensiva de la culpa y del dolo); y la imputabilidad física u objetiva, cuyo factor es el riesgo creado”.67 Parece ser esta la posición correcta en el día de hoy. La imputabilidad, como elemento del ilícito civil, parte de la base de que es necesario referir y atribuir a una persona determinada la autoría del mismo, a fin de hacerla asumir sus consecuencias. En esa perspectiva no puede reducirse esta cuestión al estudio del dolo y de la culpa. Debe abrirse paso al “riesgo”
67 Jorge Mosset Iturraspe. Responsabilidad por Daños. Tomo I. Parte General. Págs. 55 y siguientes. Editorial Ediar. Buenos Aires. 1982.
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como forma de imputabilidad objetiva. Surge entonces la necesidad de aclarar que en este último caso la responsabilidad no se funda en un ilícito civil (delito o cuasidelito), sino en la sola disposición de la ley, que hace responsable del daño producido al creador del riesgo. Pero, como quiera que sea, la imputabilidad, en cuanto referencia, atribución o asunción de un hecho del cual se sigue una consecuencia jurídica, juega tanto en la responsabilidad subjetiva (sobre la base del dolo o la culpa) como en la responsabilidad objetiva (sobre la base de la creación del riesgo). 3.1. IMPUTABILIDAD SUBJETIVA “La imputabilidad subjetiva que desencadena una responsabilidad subjetiva, se funda en la culpabilidad, factor síquico, con sus dos variantes: la culpa y el dolo”.68 3.1.1. El dolo Se incurre en dolo toda vez que se obra con la intención de dañar. “Existe en ello un error de conducta caracterizado, ‘malignidad’ como decía Pothier, que puede inspirar, ya sea desear de hacerle mal a otro; ya sea, a veces, la completa despreocupación por los intereses de los demás, y no se duda en exigir la responsabilidad de su autor”.69 Aparece aquí una cuestión importantísima que los autores antes citados recogen claramente. Hay dos concepciones muy diversas sobre el sentido y alcance del dolo. La primera consiste en exigir al autor que haya obrado verdaderamente con la finalidad de causar daño a otro, vale decir, que haya “deseado que éste sufra un mal”. La segunda se satisface con el hecho de que el autor del daño se lo haya representado como consecuencia de su conducta, aun cuando ella esté dirigida a otra finalidad. 68
Jorge Mosset Iturraspe. Obra citada. Pág. 56. Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen II. Pág. 59. 69
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Mientras el derecho francés se mantiene fiel a la concepción tradicionalista del dolus romano, pensamiento especialmente sustentado por Légal, “para quien el dolo se caracteriza por la ‘malignidad’, por la intención maliciosa, por el deseo en el responsable de perjudicar a otro”; en el derecho alemán, Von Listz afirma que la intención es “la representación del resultado que acompaña a la manifestación de voluntad”. Por su parte, en Inglaterra, Austin ha llevado la teoría de la representación a extremos, al afirmar que “el delito existe desde que el responsable haya tenido la ‘creencia (belief), por débil que sea –en el momento en que haya obrado–, de la posible realización del resultado; incluso si una persona piensa que no se producirá una consecuencia posible de su acto, con tal que ‘sospeche’, en cualquier grado que sea, aunque esa suposición sea infundada, ha tenido aquélla ‘la intención’ de producir la consecuencia en cuestión, con la sola condición de que haya habido una probabilidad cualquiera de que esa consecuencia, que aquélla conocía, siguiera a su iniciativa’”.70 La doctrina ha planteado varios tipos diversos de dolo, siendo los más importantes, a efecto de este análisis, el llamado dolo directo, el dolo directo de segundo grado y el dolo eventual. Nos interesa aplicar al campo civil estas categorías. El primero supone que el resultado dañoso es querido inmediatamente por el autor (dolo inmediato). El segundo, que el autor admite las consecuencias necesarias que surgen como resultado inseparable de su proceder (terminología empleada por Mosset Iturraspe). El tercero supone la aceptación del agente del resultado dañoso, el cual sólo se representa como probable. ¿A qué dolo se refiere nuestro Código Civil en los artículos 44 inciso final, 2284 y 2314? A primera vista parece estar refiriéndose al dolus romano. Pero una interpretación más cuidadosa nos indica lo contrario. Hay, a juicio nuestro, dos elementos importantes que deben considerarse: la previsibilidad racional del resultado dañoso y la aceptación del mismo.
70 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen II. Pág. 61.
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“La previsibilidad absorbe la intencionalidad, ya que ella está subsumida en la aceptación del daño que, a ciencia y conciencia, aunque no se desea, se sabe que ocurrirá y se admite este resultado”.71 Insistamos que el dolo, más que la intención de causar injuria a la persona o propiedad de otro, es la conciencia de que una acción u omisión de que soy autor es racionalmente idónea para generar un daño, unido a la certeza de que éste se producirá. Por consiguiente, entendemos que satisface las exigencias del artículo 44 inciso final del Código Civil y debe considerarse doloso el acto ejecutado cuando racionalmente el autor estima que el resultado dañoso sobrevendrá con certeza y acepta su ocurrencia. En el concepto de dolo eventual la cuestión que planteamos se diluye en alguna medida, ya que el resultado dañoso es representado sólo como probable por el autor, lo cual excluye la certeza del mismo. Sin embargo, hemos estimado que la necesidad de moralizar el derecho, con una visión moderna de su aplicación, exige incorporar el dolo eventual a la definición del artículo 44 inciso final del Código Civil. Para este efecto sobreestimamos la importancia de la representación del daño que puede causarse (previsibilidad del daño), y subestimamos la probabilidad del mismo, bastándonos la simple aceptación del resultado incierto. Lo que interesa es que el acto que causa daño sea, a los ojos de su autor, idóneo para alcanzar este fin, así sólo se trate de una probabilidad. En suma, nuestra posición puede sintetizarse en la siguiente forma: El dolo en cuanto intención positiva de inferir injuria a la persona o propiedad de otro se satisface siempre que el autor del hecho (acción u omisión) se encuentre en situación de: a) Prever racionalmente el resultado dañoso, por lo menos como probable (lo cual supone descubrir la cadena causal que desemboca en la consecuencia dañosa); b) Aceptar este resultado y, por lo mismo, asumir que el perjuicio obedece a esa y no a
71 Pablo Rodríguez Grez. La Obligación como Deber de Conducta Típica. Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. 1992. Pág. 34.
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otra acción complementaria o conjunta; y c) Estar en situación de optar por una conducta opuesta que excluya el daño. Suponer que el dolo es el resultado del obrar maligno de un desconformado cerebral que procura el mal por el mal no nos parece posible. Son muy escasos, si los hay, los actos de esta especie. Quien actúa dolosamente, por lo general, persigue un beneficio propio que pasa por el daño que experimenta el tercero, el cual no se quiere, pero se acepta en función de aquel beneficio. En el fondo, nuestro planteamiento desplaza el elemento central contenido en la definición de dolo, de la intención a la representación racional y aceptación del resultado dañino, lo cual aparece más ajustado a la realidad y amplía su campo de aplicación al objetivizar los elementos en que se descompone. A todo lo anterior debe agregarse, aún, una condición objetiva de existencia. No hay dolo en materia civil si no concurre efectivamente el daño patrimonial. De aquí que podamos afirmar que el análisis de este elemento subjetivo se realizará a partir del perjuicio y como causa de él. En Chile don Arturo Alessandri Rodríguez sostiene una posición radicalmente opuesta a la nuestra: “Hay dolo cuando el autor del hecho u omisión obra con el propósito deliberado de causar daño, cuando el móvil de su acción o abstención, el fin que con ella persigue es precisamente dañar a la persona o propiedad de otro. Si el autor del hecho u omisión no quiso el daño, si el móvil de su conducta no fue causarlo sino otro diverso, aunque haya podido preverlo o haya obrado a sabiendas de que su acción u omisión debía originar el daño, no hay dolo. No basta la conciencia de que se pueda causar un daño, es menester la intención de dañar (artículo 2284). La intención, según el sentido natural y obvio de esta palabra, es la determinación de la voluntad hacia un fin, el deseo de ver realizada una determinada consecuencia”.72 Creemos que esta concepción, fundada en el tenor literal de la norma, es insostenible. Mantener el concepto de dolo congelado en el marco estricto del significado de las palabras del artí72
Arturo Alessandri Rodríguez. Obra citada. Pág. 163.
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culo 44 del Código Civil importaría frenar el desarrollo de la interpretación destinada a renovar el derecho. No puede desatenderse, creemos nosotros, que el dolo (en la medida que éste sea considerado como la intención positiva de dañar) se alberga, por consiguiente, en el fuero interno de la persona, de lo cual se sigue que resulta imposible probarlo contra la voluntad del hechor. Esto explica que el Código Penal, en su artículo 1º, contenga una presunción general de dolo, a partir de la voluntariedad del acto. Esta presunción, por cierto, no existe en el derecho civil. Lo que señalamos demuestra la necesidad insoslayable de objetivizar, en alguna medida, el dolo civil, lo cual se logra, por la vía interpretativa, por el hecho de desplazar la intencionalidad pura a la representación y la certeza o probabilidad del resultado. Ninguna duda puede asistirnos sobre que de esta manera damos a la ley una interpretación finalista que se afinca en la voluntad y el espíritu de la ley. Quien ejecuta una conducta, así sea una acción u omisión, conociendo la cadena causal que desemboca en un resultado dañino, y, a ciencia y conciencia, acepta el resultado, generalmente en función de un beneficio propio, no puede ser tratado en el derecho sino como un sujeto “maligno”, como dice la doctrina francesa, que causa el daño voluntariamente. En el mundo moderno, la sola posibilidad de causar un daño es un antecedente suficiente para imponer al autor la más drástica sanción social. Como puede constatarse, el problema que queda planteado dice relación con el elemento distintivo del dolo. Hasta este momento, tradicionalmente en el campo del derecho civil se ha puesto énfasis en la intención de dañar. Nuestra posición desplaza el elemento rector del dolo a la previsibilidad del daño, su representación consciente y su aceptación, en función, generalmente, de un lucro o beneficio patrimonial que no corresponde legítimamente al autor del daño. De esta manera queda abierta la posibilidad de que la víctima del dolo pueda acreditar, mediante el examen de la cadena causal, la posibilidad de que el autor se haya representado el resultado, siguiendo de ello la aceptación de la consecuencia dañosa. La posición que sustentamos tiene, creemos nosotros, pleno asidero en el texto de nuestro Código Civil. El artículo
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1558, al tratar del incumplimiento doloso, establece que “si no se puede imputar dolo al deudor, sólo es responsable de los perjuicios que se previeron o pudieron preverse al tiempo del contrato; pero si hay dolo, es responsable de todos los perjuicios que fueron una consecuencia inmediata o directa de no haberse cumplido la obligación o de haberse demorado su cumplimiento”. Parece evidente, en consecuencia, que el dolo para nuestro legislador va incluso más allá de la previsibilidad en materia de perjuicios contractuales, ya que se hace responsable de todos los perjuicios previstos al deudor que incurre en culpa. Nótese que esta disposición se refiere a los perjuicios que se siguen del incumplimiento, no al incumplimiento mismo. Ante esta regla, resulta evidente que el incumplidor obra dolosamente cuando se representa (prevé) que su conducta causará daño. A mayor abundamiento, las escasas disposiciones que disponen la presunción de dolo parecen estar basadas en la previsibilidad. El artículo 706 inciso final, que dice …“el error en materia de derecho constituye una presunción de mala fe, que no admite prueba en contrario”, no puede sino fundarse en lo preceptuado en el artículo 8º del Código Civil, que consagra la ficción del conocimiento de la ley. Más claro nos parece el caso del artículo 1468, conforme al cual “no podrá repetirse lo que se haya dado o pagado por un objeto o causa ilícita a sabiendas”. Quien sabe una cosa obviamente está en situación de prever sus consecuencias. Finalmente, el dolo es sinónimo de mala fe en la legislación chilena. ¿Podría negarse que está de mala fe aquel que previendo un resultado dañoso lo acepta y no ataja su desencadenamiento, tanto más si se tiene en consideración que de este resultado se desprende un provecho efectivo en su favor? No creemos posible insistir en la caracterización del dolo como la intención positiva de inferir daño a la persona o propiedad de otro. Lo que exige la ley se satisface con la representación cierta y razonable del resultado dañoso y su subsecuente aceptación. Esta concepción amplía el marco del dolo, dándole una connotación más importante en las relaciones jurídicas. Un autor argentino pone acento en lo que señalamos, bajo la óptica de su propia legislación. “Señalamos oportunamente
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que la teoría de la responsabilidad se asienta en una teoría de previsiones. Al lado de un virtual haber podido prever, que configura la culpa, se ubica un efectivo haber previsto, que importa el dolo. Recordemos que la previsión en uno y otro caso es del resultado externo, o sea la producción del daño. Esa imagen del dolo aparece en el artículo 904, que imputa al autor del hecho las consecuencias mediatas ‘cuando las hubiere previsto’; y en el artículo 905, que imputa las consecuencias casuales ‘cuando debieron resultar, según la mira que tuvo (el autor) al ejecutar el hecho’. En ambos textos, al decir de López Olaciregui, ‘del deber previsto’ la ley se transfiere al ‘haber querido’; si alguien quiso hacer algo previendo que produciría tal resultado, la ley da por establecido que quiso el resultado, ya que quien quiere algo lo quiere con sus consecuencias. En el dolo se da o él es ‘una finalidad jurídicamente relevante’ y esa finalidad no es otra que la realización de una voluntad dirigida a un resultado determinado en la norma prohibitiva, una deliberada intención de lograr un resultado, siendo irrelevante la conciencia de la antijuridicidad. Sobre las bases expuestas se puede llegar a un concepto único de dolo, que admite diversas aplicaciones en derecho civil”.73 En el mismo sentido se pronuncia Domenico Barbero, profesor de Derecho Civil de Milán: “El ‘dolo’ consiste en la preordenación del hecho al evento dañoso (marginalmente excluye el dolo vicio del consentimiento). Pero es discutible, al menos en materia civil, si se necesita propiamente volición del daño o basta conciencia de que al hecho se seguirá el daño; es decir, si se necesita animus o basta ascientia nocendi”. Más adelante, el mismo autor, para concluir que basta con “la conciencia de que al hecho se seguirá el daño”, señala: “Y entonces, para atenernos a la cuestión indicada hacia el final del apartado anterior, nos parece que la volición del hecho con la previsión del evento, o en otros términos, con la conciencia de que ocurrirá el daño, si el hecho no está justificado por necesidad de defensa (artículo 1045), implica esencialmente, en la volición de la causa, la volición del evento, y así confina con el dolo. En efecto, 73
Jorge Mosset Iturraspe. Obra citada. Tomo I. Parte General. Págs. 95 y 96.
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me pregunto qué es lo que falta para integrar el dolo si uno, sin necesidad, lanza deliberadamente un ladrillo entre la muchedumbre, protestando que no quiere irrogar daño a nadie: o es un loco o es un delincuente. Para estar en ámbito de la culpa se necesita excluir la previsión y retener solamente la previsibilidad; de lo contrario la volición del hecho o es lícita o está justificada, o si no, nos parece dolosa”.74 Para terminar estas reflexiones digamos que la previsión está fundada en el descubrimiento de la cadena causal. Es aquí donde hunde sus huellas la capacidad de representarse un resultado. Si se tiene en consideración que el dolo debe apreciarse in concreto, vale decir, atendiendo sólo a la persona cuya conducta se juzga, se llegará a la conclusión de que uniendo dolo, previsión y representación del resultado, se alcanza una solución muchísimo más justa y perfecta, porque cada uno responderá conforme su grado de cultura, su preparación intelectual, sus habilidades personales, etc. A manera de conclusión, digamos que una recta interpretación de lo dispuesto en los artículos 44 inciso final, 2284 inciso tercero y 2314 del Código Civil, nos lleva a considerar que el dolo tiene dos elementos insustituibles, que absorben la “intención positiva de inferir injuria a la persona o propiedad de otro”: la representación racional de un resultado dañoso que deriva de un acto de conducta (acción u omisión propia) y la aceptación consciente de este resultado, al menos como probable. A lo anterior debe agregarse, aún, la posibilidad de optar por una conducta diversa que cancele el daño. Una última cuestión. ¿Puede quererse una consecuencia dañosa sin representación de este resultado? Creemos que sostener lo anterior implica admitir un contrasentido. En la organización de los actos humanos, cada acción va indisolublemente ligada a un resultado que procuramos alcanzar previa representación. Ese es el proyecto natural de nuestra conducta. Quien obra con dolo, proyecta su actividad –que actualiza por decisión propia–, sobre la base de un resultado que para que-
74 Domenico Barbero. Sistema de Derecho Privado. Tomo IV. Contratos. Ediciones Jurídicas Europa-América. Buenos Aires. Págs. 701 y 702.
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rer debe representarse y para representarse aceptándolo debe quererlo. De allí que uniendo ambos elementos (representación y aceptación) desembocaremos, necesariamente, en lo que la ley chilena define genéricamente como dolo. No podríamos negar que en el campo penal estos conceptos han sido largamente elaborados, quedando el derecho civil muy rezagado. Pero no tiene este concepto la misma connotación en ambas ramas del derecho. La teoría unitaria del dolo –que lo estudia como vicio del consentimiento, en el incumplimiento de las obligaciones y como presupuesto del delito civil– exige excluir el primero y poner, para los fines de este trabajo, acento en el segundo y tercero. El incumplimiento se aproxima muy estrechamente al delito civil, cuando aquél es doloso. De allí que hayamos citado en lo que antecede el artículo 1558 del Código Civil. Creemos que las relaciones civiles se enriquecen en la medida que conceptos como el de dolo se vayan renovando por la vía interpretativa. El creacionismo jurídico, que nosotros abrazamos, postula precisamente, entre otras cosas, la renovación del derecho por la vía de la interpretación. Lo que hemos dejado sentado es una expresiva manifestación de nuestros propósitos. Si en alguna época del desarrollo jurídico pudo admitirse una concepción del dolo tan limitada, hoy ella puede ampliarse sin necesidad de una reforma legislativa. Basta con propugnar una teoría interpretativa moderna y renovadora. Desde otra perspectiva, como se señaló en páginas precedentes, las nuevas tendencias sobre la responsabilidad tienden a aliviar a la víctima de los daños del peso de la prueba, objetivizando la responsabilidad. Acreditar un deseo íntimo del autor del daño es prácticamente imposible. Pero no ocurre lo mismo si el dolo sólo exige acreditar que el autor del hecho nocivo estuvo en situación de representarse el daño que provocaría su actuar y que aceptó esta consecuencia. De esa manera se favorece al damnificado y se hace posible el ejercicio de sus derechos. A lo anterior cabe agregar que casi siempre quien actúa dolosamente lo hace no movido por la intención de causar un daño a otro, sino con miras a obtener un provecho que para lograrlo exige la lesión de otros intereses. No se obra, entonces,
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para causar daño a la persona o propiedad de otro, sino para conseguir un beneficio que se edifica sobre el daño ajeno. Basta esta circunstancia para asumir que el dolo no puede considerarse, a esta altura, como la intención positiva (activa) de inferir daño a otro. El se satisface con la representación probable del daño que se causará y su admisión subsecuente. Nadie puede preterir, tampoco, que esta posición constituye una valiosa contribución para el desenvolvimiento de las relaciones sociales. Todas las personas, por el solo hecho de formar parte de la sociedad civil, tienen el deber ineludible de comportarse sin causar daño a nadie. La sola circunstancia de prever como cierto o probable un resultado nocivo y admitirlo, implica un comportamiento impropio que menoscaba las relaciones sociales. Así las cosas, constituye dolo, para los efectos de configurar un delito civil, toda conducta en que su autor haya previsto el daño susceptible de producirse, así sea como cierto o probable, y admitido su realización, pudiendo evitarlo. 3.1.2. La culpa La noción de culpa ha suscitado una larga controversia. Desde luego, ella no está definida en la ley, aun cuando se la vincula a la “simple imprudencia o negligencia” como elemento constitutivo de los cuasidelitos civiles. Mazeaud y Tunc, para representar las dificultades con que se tropieza en la conceptualización de la culpa, citan a Légal, que dice: “La palabra culpa es una de esas expresiones que nada tienen propiamente de jurídicas, que se toman del lenguaje de todos los días y que apelan a la imaginación, a la intuición, mucho más que a la razón. Tales términos despiertan en el espíritu ideas complejas y vagas, de las que por eso mismo es muy difícil darse cuenta exacta; y, por ese motivo, cabe llamarlas palabras de evocación, por oposición a las palabras de precisión, que designan instituciones cuyos rasgos característicos están determinados: tutela, usufructo, hipoteca, por ejemplo”.75 75 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen II. Pág. 37.
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En la tentativa por conceptualizar la culpa, a fin de facilitar la tarea de los jueces, se han planteado definiciones que la niegan, basadas en la confusión con el vínculo de causalidad o bien con el perjuicio. Analicemos someramente esta posición. Para algunos autores la palabra culpa no designa otra cosa que el vínculo de causalidad necesario para que exista responsabilidad. Se indica que cuando alguien dice: “la culpa es suya”, ello no tiene otra connotación que atribuirle la autoría de un hecho suyo que provoca daño. No parece muy científico sostener esta posición sobre la base del lenguaje popular. Otros autores, para suplir la culpa, acuden a la absorción de ella por el perjuicio. Esta tesis tiene como antecedente los accidentes del tránsito y la necesidad de liberar a la víctima de la necesidad de acreditar la culpa del conductor. Según su principal exponente –Paul Leclercq, fiscal general ante la Corte de Casación de Bélgica– la culpa en el caso de los accidentes de tránsito está demostrada por el hecho mismo del accidente: esa culpa es el atentado contra la integridad de la persona o del patrimonio de la víctima. Así las cosas, todo atentado contra la integridad de la persona o contra su patrimonio constituye culpa. “Se advierte a dónde conduce esta definición. Desde el instante en que hay un daño, hay culpa; porque no existe perjuicio que no constituya un atentado contra el patrimonio material o moral. La noción de culpa queda absorbida por el daño”.76 En verdad lo que se hace, en este caso, es sustituir la culpa por la teoría del riesgo. Para explicar más claramente esta materia los autores citados acuden al siguiente silogismo: la ley prohíbe atentar contra la integridad de la persona o de su patrimonio. Quien violenta una prohibición legal incurre en culpa. El que atenta contra la integridad de la persona o de sus bienes incurre en culpa. Se replica, entonces, que la mayor parte de las premisas de este silogismo es falsa. En efecto, lo que se prohíbe es causar un daño con culpa, la responsabilidad no está fundada en el perjuicio, sino en la culpa y el perjuicio
76 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen II. Pág. 42.
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tiene a ésta como antecedente. Por lo mismo, una cosa es el perjuicio que no acarrea responsabilidad y otra muy distinta es la culpa que sí la acarrea. De allí que no toda persona que causa un daño está obligada a repararlo. Por eso se afirma que la culpa es un elemento independiente de la relación de causalidad y del perjuicio. Existen otras definiciones que adolecen de graves defectos y que se contentan con reemplazar el vocablo culpa por otros imprecisos y difíciles de comprender. Así, pueden señalarse las siguientes: a) Para conceptualizar la culpa se recurre a dos elementos: la ilicitud y la imputabilidad. La culpa sería entonces “un hecho ilícito imputable a su autor”. El error salta a la vista, porque un acto lícito, en que el autor toma todas las medidas legales y reglamentarias de cuidado, puede, sin embargo, imponer responsabilidad, al no adoptarse aquellas otras medidas que se revelan como necesarias para no causar daño. De aquí que esta definición haya sido calificada de tautología. En relación a la imputabilidad, ella tiene dos sentidos, uno es sinónimo de atribuible. Este término no sirve para definir la culpa “cuando se ha declarado que el hecho generador del daño debe poder atribuirse al demandado; se recuerda sencillamente con ello que el perjuicio resultante de un caso fortuito o de fuerza mayor, del hecho de un tercero o de la víctima, no tiene que ser reparado por el demandado; regla fundamental, en verdad, pero que no puntualiza en nada la noción de culpa”.77 El otro sentido de imputabilidad, esto es, como capacidad de discernimiento del autor del daño, o comprensión de la trascendencia de sus actos, sólo sirve para excusar la responsabilidad del infante y del demente, no para conceptualizar la culpa. “El efecto del método seguido aparece claramente en ciertos autores; declaran no ya que la culpa es un acto: 1) ilícito; 2) imputable a su autor; sino que para exigir la responsabilidad hace falta: 1) una culpa; 2) que esa culpa sea imputable a su autor. Esto demuestra claramente que la noción de imputabilidad es exte77 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen II. Pág. 45.
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rior a la culpa propiamente dicha. Es tal vez una consecuencia de la noción de culpa. No es uno de sus elementos”.78 b) Definición de Demogue. Este autor define la culpa diciendo que “de acuerdo a la jurisprudencia, parecen indispensables dos requisitos: el uno objetivo y el otro subjetivo; un atentado contra el derecho y el hecho de haberse advertido o podido advertir que se atentaba contra el derecho ajeno”. En la misma línea, Savatier escribe que la culpa “es el incumplimiento de un deber que el agente podía conocer y observar”. De lo anterior deriva la existencia de dos elementos: un deber violado y la imputabilidad, la cual consiste en “la posibilidad, para el agente, de conocer el deber que viola”. c) Definición de Planiol. Para este insigne jurista “la culpa es una falta contra una obligación preexistente”. Sólo hay culpa cuando existiendo una obligación la persona sujeta a ella no ha cumplido. La primera objeción que se plantea a esta definición se funda en que en la culpa cuasidelictual no existe propiamente una obligación, sino un deber, que no es lo mismo. Por otro lado, la obligación o deber que se infringe no siempre es determinado, puesto que a veces es la obligación general de prudencia y de diligencia la que ha sido transgredida. De allí que mientras no se precise en qué consiste la obligación preexistente de prudencia y de diligencia, la definición de nada sirve. Tan evidente es esta crítica, que el propio Planiol intenta, según Mazeaud y Tunc, “trazar el cuadro de las obligaciones legales de las que es garantía el artículo 1382”. A este efecto, “descubre cuatro obligaciones: 1) abstenerse de toda violencia para con las cosas o las personas; 2) abstenerse de todo fraude, o sea todo acto destinado a engañar a otro; 3) abstenerse de todo acto que exija cierta fuerza o cierta habilidad, que no se poseen en el grado deseado; 4) ejercer una vigilancia suficiente sobre las cosas peligrosas que se posean o sobre las personas cuya guarda se tiene (niños, locos, etc.)”.79 Se afirma, entonces, que lo que Planiol inten-
78 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen II. Pág. 46. 79 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen II. Pág. 50.
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ta no es más que una clasificación, pero que no indica cómo distinguir un acto culposo de otro que no lo es, limitándose a establecer casos en que indudablemente hay culpa. De igual modo, se califica de vagos los cuatro mandamientos antes transcritos, razón por la cual ellos carecen de utilidad. Los comentarios transcritos llevan a la conclusión de que, sin ser errónea, la definición de Planiol no aporta un criterio, ni siquiera un principio, para distinguir el acto culposo y el acto no culposo. d) Definición de Emmanuel Lévy. Según este autor, la culpa es “la legítima confianza engañada”. Aporta, para explicitar su pensamiento, una doble fórmula: “1) los demás son responsables para con nosotros en la medida en que tenemos necesidad de confiar en ellos para obrar; 2) en la medida en que, para obrar, tenemos necesidad de confiar en nosotros mismos, no somos responsables con respecto a los demás”. Esta fórmula se juzga demasiado artificial y complicada. Desde luego, ella no es exacta en uno de los ejemplos propuestos por Lévy. En efecto, se señala que el médico no es responsable de daño causado a sus enfermos, porque tiene necesidad de confiar en él para obrar, porque si hubiere temido incurrir en responsabilidad, no habría prestado los cuidados. Esta solución no parece, se dice, aceptable. “Es preciso, pues, corregirla aplicando la primera parte de la fórmula y declarando que el enfermo tiene también necesidad de confiar en su médico para dejarse atender y que, en consecuencia, la responsabilidad de este último queda comprometida. Las dos fórmulas de Emmanuel Lévy son evidentemente contradictorias. En verdad, en el fondo del problema de la culpa se encuentra una contradicción entre la libertad del hombre y la vida en sociedad. Pero no es observando el problema desde un ángulo tan particular como el de la confianza como se descubrirá más sencillamente el compromiso posible entre dos factores contradictorios”.80 e) Definición de Mazeaud y Tunc. Estos autores comienzan por aproximarse al problema, diciendo que se incurre en culpa
80 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen II. Págs. 51 y 52.
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cuando “no se obra como habría sido preciso: se comete lo que puede llamarse un error de conducta”. Se trata entonces de precisar en qué caso ha habido un error de conducta. Ese es el problema: resolver cuándo el autor del daño no se ha comportado como era preciso. Para determinar cuándo ha habido error de conducta, resulta necesario distinguir dos situaciones: existencia de una obligación precisa (como las que dispone un determinado precepto legal, caso en el cual el responsable sólo podrá exonerarse en razón de una causa de justificación); y obligación general de prudencia y diligencia consagrada en el Código Civil genéricamente (en Chile, artículo 2329). Estos autores ponen acento, enseguida, en caracterizar el fundamento de la responsabilidad, señalando que la responsabilidad sirve para asegurar un compromiso entre la libertad de los individuos y las necesidades de la vida social. La responsabilidad delictual y cuasidelictual apunta a armonizar las relaciones entre sujetos no previamente unidos por un vínculo jurídico. Por ingenioso que sea el legislador, no podría jamás llegar a regular todas las conductas imaginables respecto de personas no ligadas jurídicamente en forma previa. “Por tanto, es preciso, según parece, completar todas las reglas precisas que puedan existir con ese principio general de que, fuera incluso de toda prescripción legal, cada uno de nosotros tiene el deber de conducirse de manera social. Por estar limitada la libertad de cada cual por la de los demás, no podemos obrar sino dentro del cauce que armonice mejor esas libertades. Desde el instante en que no nos comportamos de manera social, incurrimos en culpa. Cabe decir, además, de manera más indirecta, pero menos abstracta, porque procura un plano de referencia: incurrimos en culpa cuando no nos conducimos como los demás cuando ellos se conducen de manera social, cuando no nos comportamos como lo hacen los ‘buenos padres de familia’”.81 Comportarse socialmente implica soportar algunos perjuicios, en la medida que nosotros los causamos a los demás, pero
81 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen II. Págs. 68 y 69.
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en el marco de un rango general de tolerancia, que si bien no está establecido en parte alguna, lo da el uso generalizado en la sociedad de que se trata. “Obrar de manera social no es tan solo no hacerles soportar a los demás sino la molestia y el riesgo que aceptamos que nos hagan soportar, sino también hacerle al prójimo el bien que exigiríamos de él”. (Estas expresiones corresponden a Treilhard.)82 Se plantea, entonces, cómo debe apreciarse la culpa cuasidelictual, in concreto o in abstracto. Esos autores, luego de un análisis extenso, concluyen en que esta clase de culpa debe apreciarse in abstracto, tanto más, a juicio nuestro, si ella tiene una dimensión social que es el marco en que debe ubicarse el “error de conducta”. La definición conclusiva que aportan los hermanos Mazeaud y André Tunc dice que “la culpa cuasidelictual es un error de conducta tal, que no lo habría cometido una persona cuidadosa situada en las mismas circunstancias ‘externas’ que el autor del daño”. En ella, se advierte, cabe tanto el dolo como la culpa, puesto que una persona cuidadosa no obra con intención de perjudicar. Los autores en general (Carlos Alberto Ghersi, Carlos A. Echevesti, Mosset Iturraspe, Puig Brutau, etc.) aceptan la definición de los Mazeaud y Tunc con algunos comentarios adicionales. f) Nuestra visión. Desde luego, digamos que vemos la culpa cuasidelictual como un elemento de la responsabilidad derivado del deber social de comportarse conforme los estándares sociales mínimos impuestos por la comunidad espontáneamente, sin provocar un daño que sobrepase aquellos estándares. De lo anterior se sigue que la culpa cuasidelictual debe apreciarse en abstracto, porque es un recurso o medio para imponer a todos los miembros de la sociedad un deber determinado de conducta. De aquí, el papel que corresponde al juez al sancionar a quienes quebrantan este deber, genéricamente dispuesto en la ley. 82 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen II. Pág. 70.
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La culpa nace de la negligencia, la imprudencia o la impericia. Carlos Alberto Ghersi caracteriza estos tres conceptos en la siguiente forma: “a) Negligencia. Esta cara de la culpa implica una conducta omisiva: la persona hace menos de lo que le correspondería hacer. De esta forma, habrá negligencia cuando, por ejemplo, un abogado no estudió lo suficiente el expediente al contestar una demanda, o un profesor no preparó adecuadamente su clase. La negligencia puede darse dentro de un accionar positivo (el peatón que cruza la calle en forma distraída, sin mirar a los costados); o también puede tratarse de un hecho negativo (la enfermera que no repone el suero a un paciente recién operado). Esta es, quizás, la cara más común y representativa de la culpa. Tanto es así, que cuando Vélez Sársfield define la culpa en el artículo 512, hace especial referencia a la omisión de conducta. b) Imprudencia. Este aspecto de la culpa sería casi el inverso a la negligencia, dado que aquí existe un actuar positivo: la persona hace más de lo que tendría que haber hecho. Como ejemplo de imprudencia, se puede señalar a los conductores que circulan a gran velocidad en zonas de mucho tránsito. A la imprudencia también se la denomina culpa consciente. Según Puig Brutau, existe culpa consciente (o imprudencia) cuando el sujeto, aun reconociendo que la propia conducta puede producir cierto resultado dañoso (en el ejemplo dado en el párrafo anterior, puede embestir a otro auto o atropellar a un peatón), tiene sin embargo la esperanza de que ese daño no se produzca. En cambio en la culpa inconsciente (es decir, la negligencia), el sujeto no reconoce la posibilidad del resultado dañoso (en el ejemplo el peatón distraído no tuvo en cuenta la alternativa de ser atropellado. c) Impericia. Son los casos en que no se actúa con la capacidad técnica suficiente para realizar determinadas actividades. Esta cara de la culpa se encuentra íntimamente relacionada con la mala praxis profesional. Como ejemplo típico de la mala praxis profesional se puede citar el caso del abogado que contestó una demanda fuera de término (siendo declarado rebelde), por haber contado mal los plazos procesales, o por desconocer las diferencias entre los códigos procesales y, como consecuencia de ello, sus actuaciones son improcedentes. En el ámbito de la
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actividad médica, se actúa con impericia cuando se utilizan procedimientos de diagnóstico, intervención o curación que la técnica indica como improcedentes y no recomendables”.83 El artículo 44 del Código Civil alude a tres tipos de culpa. En cada una de dichas categorías se refiere a faltar al “cuidado” que aun las personas negligentes y de poca prudencia suelen emplear en sus negocios propios; a la falta de aquella “diligencia y cuidado” que los hombres emplean ordinariamente en sus negocios propios; y a la falta de aquella “esmerada diligencia” que un hombre juicioso emplea en la administración de sus negocios importantes. Todas estas categorías se refieren a la culpa contractual, pero siendo la culpa una sola, cabe admitir que ella, en nuestra ley, se caracteriza como una falta de cuidado y diligencia, vale decir, como una imprudencia, una negligencia o una impericia, las tres formas que puede revestir aquella ausencia de cuidado y diligencia. Ahora bien, la terminología empleada en el artículo 2329 del Código Civil es perfectamente coincidente, cuando ordena reparar “todo daño que pueda imputarse a malicia o negligencia”. ¿De qué cuidado y diligencia se responde? Del que dispone la ley en cada caso –como sucede, por ejemplo, tratándose de la culpa contra la legalidad– y de una diligencia general o deber de cuidado y prudencia impuesto por los estándares habituales existentes en la sociedad. Si, como hemos dicho, la culpa extracontractual expresa el deber social de comportarse sin causar daño a nadie, ello implica, desde luego, que corresponde a la ley, en algunos casos, determinar este deber de cuidado. En los demás, es la sociedad misma, espontáneamente, la que debe establecer el nivel de diligencia requerido, conforme los usos, hábitos y costumbres imperantes. Nadie puede desconocer que en la vida moderna es prácticamente imposible comportarse de manera de evitar todo daño. Existe, por lo mismo, un cierto nivel de daños que es tolerable y que todos deben soportar, sea porque corresponden al grado de actividad que prevalece en
83 Carlos Alberto Ghersi. Teoría General de la Reparación de Daños. Editorial Astrea. 1997. Págs. 109 y 110.
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la sociedad, o porque es el subproducto obligado de la vida en comunidad. Estos estándares de tolerancia (y de cuidado) son fijados por la sociedad toda, obrando a través de los cuerpos intermedios, los tribunales de justicia, las autoridades comunales, las relaciones intersubjetivas, etc. Ocurre con la culpa extracontractual algo semejante a lo que sucede con la moral, las buenas costumbres, la salubridad pública, el patrimonio ambiental o el interés nacional. Son expresiones comprensivas de valores genéricos que están permanentemente integrados con participación directa de la comunidad civil. En consecuencia, el nivel de cuidado que impone el concepto de culpa extracontractual está dado espontáneamente por la comunidad, que es la llamada a fijar los estándares generales que se emplean para definirla. En el fondo somos nosotros mismos, en cuanto miembros de la comunidad social, los que fijamos el cuidado que nos autoimponemos en nuestras relaciones con los demás. Así, por ejemplo, la sola circunstancia de que no reclamemos en relación a ciertos daños (tolerancia) importa una manera de legitimarlos, si ello corresponde a una conducta generalizada. Tras esta decisión (no reclamar) subyace la convicción de que ese daño no obedece al incumplimiento del deber de cuidado que es dable demandar de las personas. A lo anterior hay que agregar el mérito de las sentencias judiciales, las decisiones de las autoridades administrativas, las acciones de los entes comunitarios, etc. Una vez más puede constatarse cómo el derecho se va autogenerando por medio del funcionamiento de los órganos que integran el Estado y demás cuerpos intermedios. Tras este concepto de culpa subyace otro, que lo aclara todavía más. Toda persona está obligada a prever las consecuencias de sus actos de conducta (así se trate de una acción o de una omisión). Este deber de previsión es lo que permite evitar los daños que se siguen de una actuación en que faltan el cuidado y la diligencia debidos. Es aquí donde reside el juicio de reproche que se complementa con el daño. El sujeto que actúa con culpa no ha previsto el daño que su actuación puede causar, debiendo hacerlo. La sociedad le exige esta capacidad, siempre sobre la base de los estándares generales. Si el sujeto
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ha previsto el resultado dañoso y lo ha aceptado como posible, asumiéndolo, actuará dolosamente, a nuestro juicio. Admitiendo que el razonamiento de los hermanos Mazeaud y Tunc es correcto, nosotros preferimos definir la culpa diciendo: que ella consiste en faltar al deber de cuidado y diligencia que toda persona, sea por disposición de la ley o en razón de los estándares generales y comunes admitidos por la sociedad, debe emplear para evitar causar un daño que no se habría producido en caso de haberse respetado dicho deber de cuidado y diligencia. Nosotros ponemos acento en el deber de cuidado y diligencia, en lugar de aludir a un error de conducta. De esa manera centramos el problema en la prescripción de una conducta más que en un efecto de la misma, ya que el derecho es precisamente eso: prescripción de conducta. Asimismo, preferimos identificar la fuente del deber de cuidado (la ley o los estándares generales), en lugar de describir al sujeto que incurre en la infracción del mismo. La definición de los hermanos Mazeaud y Tunc, no contiene una precisión sobre lo que constituye el error de conducta, el cual, a juicio nuestro, debe hallarse referido a la violación de un deber jurídico que es lo que justifica la sanción. Nos parece más propiamente jurídico remitir la sanción (responsabilidad) a la infracción de un deber que a un error de conducta, expresión demasiado amplia y con muchas connotaciones. Nuestra concepción de la culpa, por consiguiente, parte de un supuesto básico y fundamental: en todo acto de conducta del sujeto que vive en sociedad subyace un deber, jurídicamente consagrado, de comportarse con un cierto grado de diligencia y cuidado (evitando la negligencia, la imprudencia y la impericia), que está dado ya sea por la norma o por un estándar general fijado por la sociedad toda y que, en definitiva, lo extrae el juez en el ejercicio de la jurisdicción. Es ésa la medida exacta de la responsabilidad de cada persona por el solo hecho de vivir en sociedad. Como puede apreciarse, desde nuestro punto de vista, no estaba descaminado Planiol cuando decía que la culpa era “una falta contra una obligación preexistente”. Lo que sí faltó a este autor fue precisar el origen y alcance de aquella obligación, mejor caracterizada como un deber social.
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Insistamos en que la culpa cuasidelictual debe apreciarse in abstracto, esto es, comparando la conducta dañosa con la que habría desplegado un modelo ideal, pero con las mismas características objetivas del autor de ese daño. Ello por varias razones. Ya dijimos que el cuasidelito civil es un instrumento que, en medida nada despreciable, hace posible la vida en sociedad, imponiendo a todos los sujetos un cierto grado de cuidado y diligencia en su actuar. Si así no fuere, existirían tantos estándares de conducta como personas en la sociedad. Pero sería igualmente injusto consagrar una sola medida en una comunidad culturalmente tan heterogénea como la nuestra. De aquí, entonces, la necesidad de construir un modelo que, en rangos generales, presente las mismas características que el autor del daño (un trabajador, un profesional, un estudiante, un artista, etc.). No podría dejarse de destacar el hecho de que el juez tiene un amplio campo para juzgar cada conducta, ya que sus padrones, como tantas veces se ha dicho, son muy generales y los extrae del medio en que le corresponde actuar. Por lo tanto, la culpa se apreciará conforme el deber de cuidado y diligencia que a cada cual corresponde en la comunidad, atendiendo a su ubicación, actividades, nivel cultural, grado educacional, etc. No cabe, tampoco, hablar de graduación de la culpa cuasidelictual o aquiliana. Ella es una y no tiene rangos como sucede tratándose de la culpa contractual. Tampoco, creemos nosotros, tiene sentido alguno recurrir a la disposición conforme a la cual la “culpa grave equivale al dolo” en materia civil (artículo 44 inciso primero del Código Civil). Lo anterior porque las consecuencias de un delito y un cuasidelito civil son las mismas –obligación de indemnizar los perjuicios–, y además porque si no cabe graduación, mal se puede hablar en materia cuasidelictual de culpa grave. Además recordemos que se habla de “culpa contra la legalidad” en todos aquellos casos en que la culpa surge de la mera infracción de una disposición legal o reglamentaria. Así, quien causa un accidente infringiendo los reglamentos del tránsito, será condenado a reparar los perjuicios sin necesidad de acreditar la culpa, basta para estos efectos con acreditar la violación de dicho reglamento. La infracción absorbe la culpa, la cual consiste, precisamente, en dicho quebrantamiento.
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No cabe duda de que la culpa ha ido perdiendo importancia en el derecho de daños. La aparición de otros factores de imputación (la teoría del riesgo) ha hecho que se pierda de vista la antigua premisa “no hay responsabilidad sin culpa”. Con todo, no obstante haberse abierto un campo más amplio para la reparación de los daños, subsistirá siempre, como eje de la responsabilidad, el concepto de culpa que constituye la regla general en esta materia. De aquí nuestra intención de hallar un concepto claro y cabal de su contenido y su origen. Para concluir, digamos que no puede dejarse de representar el hecho de que la culpa es un elemento que limita la plena libertad de que goza el sujeto social. Es correcto, a juicio nuestro, comenzar el análisis de esta materia a partir de esta premisa. Pero así como la culpa restringe la libertad, ella asegura al sujeto que no sufrirá un perjuicio injustificado, y que si tal ocurre, será reparado en su patrimonio. En el fondo cada uno sacrifica parte de su libertad a cambio de gozar de una seguridad correlativa. Es ésta la fórmula que sustenta la existencia de una comunidad jurídicamente organizada. Como es obvio, la culpa es un concepto relativo, tanto en relación al tiempo como al espacio. El deber general de cuidado y prudencia no es el mismo en todos los lugares del planeta, ni en todo tiempo. A medida que los niveles culturales y la tecnología van progresando, los estándares van también evolucionando y haciéndose más exigentes. Esto se evidencia en todas las ramas del derecho, particularmente en la diligencia y cuidado que se exige a los profesionales (pericia) y que da lugar, en este momento, a numerosas acciones. Lo propio sucede con la extensión o cobertura de los daños, muchos de los cuales no se mencionaban en el pasado, como el amplio campo de los daños ecológicos o derivados de nuevas actividades tecnológicas (biotecnología, informática, energía nuclear, etc.). No nos cabe duda alguna de que el llamado derecho de daños es hoy más importante que nunca, y todo hace suponer que éste seguirá ampliándose en el futuro, incluso abarcando daños muy difusos y vagos. Abandonar la culpa como elemento fundamental de la imputabilidad, como lo postulan algunos autores, importaría un error considerable. Si bien con ello pudiera facilitarse la repa-
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ración de los daños y simplificarse las exigencias que pesan sobre la víctima, se sacrificaría un instrumento inmejorable para exigir a cada miembro de la sociedad un comportamiento adecuado, ahorrando con ello enormes recursos económicos. El día en que nuestros actos dañosos no nos sean imputables, reparándose el perjuicio a través de un seguro social, por ejemplo, dejaremos de cuidar de ellos y terminaremos siendo indiferentes al perjuicio que provocamos. Ese día no debe llegar jamás. Por último, como lo analizaremos en los párrafos siguientes, la teoría del riesgo tiene un trasfondo que hunde sus raíces en el concepto de culpa, razón por la cual no existe, como pudiera creerse, una oposición radical e irreconciliable entre el riesgo y la culpa. 3.1.3. La inimputabilidad subjetiva 3.1.3.1. Regulación legal Hemos señalado que la imputabilidad se funda en el dolo y la culpa (imputabilidad subjetiva o moral), y en el riesgo (imputabilidad física u objetiva). Nos corresponde, ahora, analizar los casos de inimputabilidad subjetiva. En íntima relación con esta materia se presentan las llamadas causas de justificación, pero nosotros hemos preferido tratar de ellas a propósito de antijuridicidad como elemento del ilícito civil. Por esa razón, trataremos aquí la inimputabilidad subjetiva estricto sensu. Nuestro Código Civil, en el artículo 2319, se refiere a las personas que “no son capaces de delito o cuasidelito”. Vale decir, se trata de personas inimputables atendida su condición. La regulación legal es la siguiente: a) Son inimputables los infantes y los dementes. La expresión infante está expresamente definida en la ley como “todo el que no ha cumplido siete años” (artículo 26 del Código Civil), siendo ella sinónimo de niño. La palabra demente no está definida legalmente. Por lo tanto, atendido el carácter técnico del término, debe ser interpretada conforme el sentido que den a este vocablo “los que
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profesan la misma ciencia o arte” (artículo 21 del Código Civil). Como es sabido, se entiende por demente la persona privada de razón, comprendiéndose todos aquellos que sufren una sicosis, tales como paranoia, esquizofrenia, sicosis maníaco-depresiva u otras enfermedades o disfunciones similares, como la oligofrenia, etc. Todas estas personas, en verdad, no pueden actuar dolosa o culpablemente, porque carecen de la capacidad intelectual mínima para valorizar moralmente sus actos y prever las consecuencias de los mismos. De aquí que nuestro Código establezca que ellos “no son capaces de delito o cuasidelito”. Es bien obvio que la perturbación mental que sufren los dementes no les permite distinguir con claridad entre el bien y el mal y, mucho menos, asumir el deber social que implica comportarse con la diligencia dispuesta en la ley o por los estándares generales que prevalecen en la comunidad. b) Respecto de los actos referidos al mayor de siete años y menor de dieciséis años, “queda a la prudencia del juez determinar… si ha cometido el delito o cuasidelito sin discernimiento”, en cuyo caso este menor será también inimputable. Lo prescrito en el inciso segundo del artículo 2319 del Código Civil revela que es plenamente imputable el menor entre los siete y los dieciséis años, a condición de que el juez, previamente, establezca que él ha obrado con discernimiento, esto es, con capacidad para distinguir lo bueno de lo malo. Creemos nosotros que cuando la ley recurre a la expresión discernimiento se refiere, sin duda, a la capacidad de comprender qué acciones son buenas y legítimas y qué acciones no lo son. Si esto es así, quiere ello decir que el juez, en cada caso, atendiendo a la complejidad del hecho y sus consecuencias, deberá calificar la imputabilidad del menor. En efecto, no puede compararse, en esta perspectiva, disparar un arma de fuego, por ejemplo, que ejecutar una operación computacional de la cual se sigue un perjuicio grave. c) De los daños causados por persona inimputable, dice la ley, responderán “las personas a cuyo cargo estén, si pudiere imputárseles negligencia”. Veremos, más adelante, al tratar de las presunciones de culpa y la responsabilidad por hecho de terceros, que esta última responsabilidad es propia y corresponde al incumplimiento de un deber personal del guardador.
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La regulación antes referida deja una serie de cuestiones pendientes que examinaremos a continuación. 3.1.3.2. Presupuestos o condición para que opere la inimputabilidad Tratándose del menor de edad, no existe problema alguno. Sin embargo, si la edad no fuere posible de determinar, por ausencia de inscripción de nacimiento, o bien se objetare este antecedente, deberán aplicarse las normas generales de derecho. Para establecer la edad de una persona si ello no consta de instrumento público (partida de nacimiento), debe aplicarse el artículo 314 del Código Civil, que dice: “Cuando fuere necesario calificar la edad de un individuo, para la ejecución de actos o ejercicio de cargos que requieran cierta edad, y no fuere posible hacerlo por documentos o declaraciones que fijen la época de su nacimiento, se le atribuirá una edad media entre la mayor y la menor que parecieren compatibles con el desarrollo y aspecto físico del individuo. El juez para establecer la edad oirá el dictamen de facultativos, o de otras personas idóneas”. De la norma anterior se sigue que el juez civil podrá recibir todos los medios probatorios que se le ofrezcan para acreditar la causa de inimputabilidad en razón de la edad, y en el evento de que ello no ocurra o no se acredite en esa forma, deberá proceder con arreglo al artículo 314 antes transcrito. ¿Puede el demandante, interesado en hacer imputable al menor, objetar la edad que resulta de la inscripción de nacimiento? Creemos que ello es perfectamente posible, puesto que puede la partida dar cuenta de un hecho falso. Para estos efectos se aplicarán las normas relativas al mérito probatorio de dichos documentos, especialmente lo previsto en el artículo 306 del Código Civil, que refiriéndose al valor probatorio de las partidas de nacimiento o bautismo, señala que: “Se presumirán la autenticidad y pureza de los documentos antedichos, estando en la forma debida”. Esta presunción –simplemente legal– puede destruirse mediante otros medios probatorios que hagan fe contra la partida de nacimiento. Más complejo resulta analizar la situación del demente. Desde luego, para que opere esta causal de inimputabilidad
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debe el autor del daño estar privado de razón al momento de ejecutarse el hecho, no de consumarse el perjuicio. Es perfectamente concebible la siguiente situación: una persona ejecuta un acto que causa un daño que, sin embargo, no es coetáneo a la realización de la conducta. Posteriormente, cae en demencia (privación de razón sobreviniente). Tal ocurriría, por vía de ejemplo, si estando la persona en su sano juicio desvía los rieles de un ferrocarril en desuso que atraviesa un predio de su propiedad, razón por la cual cuando este móvil recorre la vía ocasionalmente se accidenta, provocando daños a las personas que lo emplean. Es indudable que el cuasidelito –si lo hay– se ha consumado al momento de generarse el daño, pero el elemento subjetivo del ilícito se presenta antes de que ello ocurra y cuando el autor del daño estaba en su sano juicio. ¿Responde el demente de este daño? No tenemos la más mínima duda de que tiene plena responsabilidad, no obstante el hecho de haber caído posteriormente en estado de demencia, ya que actuó culposamente al momento en que le cupo participación. La producción diferida del daño no puede constituir una excusa para eximirlo de responsabilidad. Más aún, en el ejemplo propuesto no podría existir un guardador (curador) que se ocupara del demente, puesto que al momento de actuar él no estaba afectado por esta incapacidad. Si bien es cierto que en la siquiatría moderna no se admiten, en el día de hoy, los llamados intervalos lúcidos, bien puede suceder que la demencia sea sobreviniente. Cuestión interesante es establecer si tiene aplicación en esta materia el artículo 465 del Código Civil, que dispensa de la prueba de la demencia cuando la persona se encuentra declarada en interdicción. El tenor literal de esta disposición parece excluir la comisión de delitos y cuasidelitos, ya que ella señala que “los actos y contratos del demente, posteriores al decreto de interdicción, serán nulos; aunque se alegue haberse ejecutado o celebrado en un intervalo lúcido”. Sin embargo, tratándose de una disposición más procesal que sustantiva, que tiene por objeto evitar que los interesados acrediten el estado de demencia en cada caso, con el encarecimiento y las dificultades consiguientes, nos parece perfectamente aplica-
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ble esta norma a la previsión del artículo 2319. No puede sino reconocerse que esta regla está concebida tratándose de “actos y contratos” y que ella alude a una sanción civil diversa de la indemnización de perjuicios. Con todo, conforme al principio de que “donde existe la misma razón debe existir la misma disposición”, a la ausencia de perjuicio para quien pretenda perseguir la responsabilidad del demente, y la economía que implica evitar a un litigante gastos innecesarios que se duplicarán injustificadamente, nos parece evidente que debe aceptarse la aplicación, en este caso, del artículo 465 del Código Civil, eximiendo al representante del demente de la prueba de la incapacidad. A lo anterior habría que agregar, aún, otro antecedente importante. El derecho repudia las decisiones contradictorias que, ciertamente, menoscaban el prestigio de la justicia. Si tratándose de una persona declarada en interdicción por demencia, no se requiere probar la privación de razón para anular sus actos y contratos, no se advierte por qué razón habría de entenderse que es capaz de delito y cuasidelito mientras no se acredite la demencia en relación a cada ilícito civil. Como es sabido, existen varias instituciones que velan por superar estas contradicciones (la acumulación de autos –artículo 92 del Código de Procedimiento Civil–, el conocimiento del recurso de casación en pleno –artículo 780 del mismo Código–, etc.). No parece lógico, en presencia de ello, afirmar que puede generarse una contradicción de esta especie en el caso que analizamos. En sentido contrario don Arturo Alessandri Rodríguez, quien, luego de afirmar que incumbe probar la demencia a quien alega esta incapacidad, expresa: “Será así aunque el autor del daño esté en interdicción o internado en un asilo o manicomio al tiempo de ejecutar el hecho dañoso; la presunción de nulidad que establece el artículo 465 respecto de los actos o contratos del demente posteriores al decreto de interdicción no rige en materia delictual y cuasidelictual. Es una regla destinada a proteger los intereses del propio demente, en tanto aquí se trata de reparar el daño que éste ha causado en la persona o patrimonio ajeno. Naturalmente la circunstancia de hallarse el autor del daño en interdicción o internado en un asilo o manicomio constituirá una prueba de gran valor en pro
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de su incapacidad”.84 En verdad, no es exacto este autor al sostener que la norma del artículo 2319 no está consagrada en beneficio del demente, como se desprende del párrafo transcrito. No merece explicación que la disposición mencionada, al eximir de responsabilidad delictual y cuasidelictual al demente, está estableciendo un beneficio importante en su favor, sin otra justificación que asegurar su patrimonio personal. Otro problema interesante es el relativo a la relación que existe entre la declaración que formula el juez de menores sobre el discernimiento de éste para los efectos penales, y lo que resuelve el juez civil. Desde luego, hagamos presente que en el día de hoy es perfectamente congruente lo dispuesto en el artículo 10 Nos 2º y 3º del Código Penal con el artículo 2319 del Código Civil. Está exento de responsabilidad penal el menor de 16 años y el mayor de 16 y menor de 18, “a no ser que conste que ha obrado con discernimiento”. De lo anterior se sigue que puede un menor estar exento de responsabilidad penal, pero tener plena responsabilidad civil, si ha cometido el ilícito civil entre los 7 años y los 16 años con discernimiento. Por consiguiente, el examen de discernimiento operará siempre en materia penal respecto de un menor con plena capacidad civil delictual y cuasidelictual (mayor de 16 años y menor de 18). No existe, por lo mismo, interferencia ninguna entre ambas cuestiones. Resulta, por lo tanto, evidente que entre el discernimiento penal y el discernimiento civil no hay parentesco alguno. Puede parecer algo extravagante esta situación, pero a la luz de las disposiciones analizadas, no podría llegarse a otra conclusión. Ningún inconveniente se presenta, por ende, en que un menor de 18 años sea absuelto de la comisión de un delito o cuasidelito penal por carecer de discernimiento (en el entendido que ha cometido el ilícito penal entre los 16 y los 18 años), y que sea condenado a reparar los perjuicios que resultan del mismo hecho. En otras palabras, el discernimiento civil es más estricto y restrictivo que el discernimiento penal. Mientras el primero alude a la capacidad del mayor de 7 años y menor de 16 años 84
Arturo Alessandri Rodríguez. Obra citada. Págs. 142 y 143.
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para apreciar la injusticia de un daño, el segundo mide la capacidad para apreciar la ilegitimidad de una conducta, que bien puede no envolver un daño material. Nótese que, tratándose del discernimiento penal, éste sólo procede cuando la persona tiene una edad que fluctúa entre 16 y 18 años (el menor de 16 es inimputable), en tanto el discernimiento civil comprende la situación de todos los menores entre 7 y 16 años. Afirmamos, por lo tanto, que se trata de dos instituciones diversas. La una fundada en la injusticia del daño (cuestión genérica), la otra en la ilicitud de una conducta (cuestión específica referida al tipo penal). De lo dicho se desprende, como dijimos, que una persona imputable civilmente puede no serlo en el ámbito penal, pero siendo imputable en materia penal, lo será indefectiblemente en materia civil. Lo último, porque en el discernimiento penal sólo se aprecia entre 16 y 18 años, edad en la cual se responde sin restricción en materia civil. 3.1.3.3. Otros estados de inconsciencia Se ha planteado el problema de establecer la responsabilidad que asiste eventualmente a personas que actúan bajo otros estados de inconsciencia, tales como el hipnotizado, el sonámbulo, el drogado, etc. No existe norma expresa en nuestra legislación sobre la materia, razón por la cual en presencia de un vacío legal sólo cabe integrar esta laguna de la manera que señala el sistema normativo. Sobre este punto debemos enunciar un principio básico: quien cae en un estado de inconsciencia voluntariamente debe asumir todas las consecuencias que siguen de ello. Esta premisa parte del hecho de que la culpa que implica caer en esta condición absorbe todos los presupuestos subjetivos del ilícito civil. No podría ser de otro modo, si se considera que un hombre juicioso no puede menos que prever los riesgos que asume al perder la conciencia voluntariamente por cualquier medio. El problema, por lo tanto, surge cuando el autor del daño ha perdido la capacidad de discernir por obra de un tercero y contra su voluntad. Creemos que en este caso opera una causa de inimputabilidad, porque el autor del daño se encuentra en
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la misma situación que un demente o un infante respecto del ilícito civil. Si aplicamos los elementos llamados a integrar las lagunas legales –la analogía, los principios generales de derecho y la equidad natural–, llegaremos inequívocamente a esta conclusión. En efecto, la situación del demente, en cuanto carece de aptitud intelectual para distinguir el bien del mal, es perfectamente paralela a la del hipnotizado, drogado, sonámbulo, etc. Por otra parte, constituye un principio general de derecho que no hay responsabilidad sin culpa, salvo que ella esté impuesta en la ley (responsabilidad objetiva). Finalmente, la equidad natural lleva a excluir la aplicación de una sanción civil a una persona que ha obrado sin posibilidad alguna de prever las consecuencias de sus actos y de evitar la conducta que se incrimina. La acción indemnizatoria, en este caso, debe ser dirigida en contra de la persona que colocó al autor del daño en la situación de inconsciencia. Las conclusiones anteriores en nada se alteran en presencia del artículo 2318, que dispone que “el ebrio es responsable del daño causado por su delito o cuasidelito”. Entendemos, junto a otros autores, que esta norma parte del supuesto que se trata de una ebriedad voluntaria o consentida por el agente. Si la ebriedad fuere involuntaria –como sucedería si el ebrio es forzado a embriagarse bajo amenaza–, no le cabe responsabilidad alguna, siempre que aquélla prive efectivamente de consciencia y capacidad de discernimiento al autor del daño. Se ha suscitado, también, el problema de establecer la responsabilidad de la persona afectada por una adicción crónica a la droga, el alcohol, estupefacientes u otras sustancias que generan dependencia. Para resolver esta cuestión es necesario admitir que una persona es víctima de este tipo de dependencia como consecuencia de haberse iniciado voluntariamente en el consumo de un producto que provoca adicción. Es cierto que a medida que transcurre el tiempo él va perdiendo su capacidad de resistirlo, pero el antecedente de todo ello es una decisión inicial voluntaria. Por esta razón, creemos nosotros, que no podría juzgarse esta conducta aisladamente, sino en función del proceso que generó la pérdida de la capacidad de resistencia a la adicción. ¿Qué ocurre con el adicto a la morfina
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como resultado de un tratamiento médico para mitigar el dolor? En este caso, la solución debería ser otra. La decisión inicial no fue del todo voluntaria, ya que exigir a quien sufre un dolor físico que se abstenga de consumir un sedante de esta especie, es imponerle una conducta heroica, que el derecho no puede generalizar sin sobrepasar los estándares llamados a fijar el deber de prudencia y cuidado en que se funda la culpa cuasidelictual. Por otra parte, lo que interesa es basar la responsabilidad en la decisión propia y consciente de quien cae en la situación de perder su capacidad de discernimiento. Como puede apreciarse, no hemos incluido entre las causas de inimputabilidad la fuerza irresistible ni el miedo insuperable. A nuestra manera de enfocar el problema, en estos casos no hay pérdida de conciencia ni de discernimiento. Quien experimenta este fenómeno sabe lo que hace, pero ello le resulta inevitable y la única manera de superar el conflicto en que se halla. Se trata, entonces, de una causal de justificación, fundada en la inexigibilidad de otra conducta, en la cual hace desaparecer la antijuridicidad de la conducta dañosa. 3.2. IMPUTABILIDAD OBJETIVA 3.2.1. Teoría del riesgo creado Conviene, desde luego, advertir que la imputabilidad objetiva o física no configura un ilícito civil, pero sí impone responsabilidad. De allí que tratemos este tema en este capítulo. La llamada responsabilidad objetiva, cada día más importante en el derecho de daños, tiene su antecedente inmediato en la imputabilidad física basada en el riesgo creado. Mucho se ha escrito y reflexionado sobre este tema, pero las conclusiones que se han logrado no son precisamente esclarecedoras. Sin perjuicio de lo tratado en el primer capítulo sobre este punto, queremos sistematizar aquí nuestras apreciaciones. La teoría del riesgo creado surge como consecuencia de dos hechos preponderantes. Por un lado, la necesidad de aliviar a las víctimas del peso de la prueba de la culpa; y, por el otro, el aumento explosivo de los peligros que enfrenta el hombre con-
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temporáneo en la sociedad moderna. Fue la era industrial la que abrió paso a este nuevo enfoque de la responsabilidad. Sus primeros antecedentes se remontan al siglo XVIII en Francia ante la expansión de la gran industria y el maquinismo, todo lo cual hace que los tribunales de justicia busquen un paliativo para el resarcimiento de los daños que ello engendra. “El caso que marca la aceptación de la teoría del riesgo creado, fue el promovido por la viuda Jean d’Heur contra Galerías Belfortaises, a raíz del accidente que sufrió la hija menor de la demandante, al ser atropellada por un furgón de la demandada. Después de tres años de tramitación en la Corte de Besançon, de Lyon y Dijon, después de haber llegado finalmente a las Cámaras Reunidas de la Corte de Casación, este tribunal falló el 13 de febrero de 1930 estableciendo que ‘la presunción de responsabilidad establecida en el artículo 1384 del Código Civil, en contra de quien tiene bajo su guarda la cosa inanimada que ha causado un daño a otro, no puede ser destruida más que por prueba de un caso fortuito o fuerza mayor o de una causa extraña que no le sea imputable; que no es suficiente probar que no se ha cometido ninguna culpa o que la causa del daño es desconocida…’. Notoriamente al no admitirse la prueba de la falta de culpa, la norma del artículo 1384 no estaba creando una presunción legal, sino directamente atribuyendo responsabilidad al guardián de la cosa o, dicho de otro modo, un deber de responder por el riesgo de la cosa, o sea, por un factor objetivo que sólo exime de responsabilidad si se prueba la causa ajena que interrumpe el nexo causal entre el riesgo y el daño. Sin embargo, para no abdicar de la idea de culpa, dijo la Corte de Casación que ‘el artículo 1384 une la responsabilidad a la guarda de la cosa y no a la cosa misma’. Recién la ley de 3 de enero de 1968, que reformó el artículo 489 del Código Civil, adoptó francamente la responsabilidad objetiva en el caso en que quien cause daño se halle bajo la influencia de ‘un trouble mental’, o sea, carente de la facultad de discernir, ‘no se está menos obligado a la reparación’”.85
85 Jorge Bustamante Alsina. Responsabilidad Civil y Otros Estudios. Editorial Abeledo-Perrot. 1995. Tomo III. Pág. 177.
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La teoría del riesgo se funda en la creación de una situación de peligro que aproxima a la persona a una consecuencia dañosa. En otras palabras, se alteran los factores naturales que inciden en cada actuación humana en términos de que la nueva configuración de ellos es propicia –al menos mucho más que los originales– al desencadenamiento de un daño. Asimismo, hay peligros derivados de las cosas y daños producidos “con” la cosa o “por” la cosa, cuyo antecedente no es otro que el riesgo creado. Es difícil advertir la importancia de la teoría del riesgo creado en la tarea judicial. Más bien ésta se dirige al legislador, ya que el riesgo se valora en la responsabilidad objetiva o responsabilidad sin culpa, la cual debe hallarse expresamente contemplada en la ley para que sea operante. Mientras esto no ocurra, ella carece de toda trascendencia práctica. “La responsabilidad objetiva se denomina así porque existe independientemente de toda subjetividad, o sea, de toda culpa. Es una responsabilidad excepcional y por ello debe ser expresamente establecida por la ley en supuestos específicos debidamente justificados por razones de justicia y equidad. No cabe aquí la aplicación analógica; si no existe un factor objetivo expresamente admitido por la ley, la responsabilidad es subjetiva si hay culpa, o no existe deber de responder; el daño deberá soportarlo la víctima”.86 De lo dicho se desprende, entonces, que el riesgo creado es un factor que justifica la existencia de una norma que impone el deber de indemnizar al margen de todo elemento subjetivo, por la simple concurrencia de los presupuestos consagrados en la norma misma. Es cierto que ello obedece a la existencia de un riesgo, pero su recepción no le corresponde al juez, sino al legislador. Desde esta perspectiva, creemos nosotros, esta teoría pierde mucho interés y no pasa de ser un juicio que justifica la existencia de una disposición jurídica excepcional, como destacan los autores. Por lo mismo, la regla general seguirá siendo la responsabilidad subjetiva (con culpa), que sólo se alterará ante una norma expresa que permita prescindir de ella.
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Jorge Bustamante Alsina. Obra citada. Pág. 178.
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En la primera parte de este trabajo hemos analizado sus diversas características y las razones que han permitido su expansión en el mundo moderno. Con todo, la culpa puede jugar un papel importante para los efectos de resolver sobre la reparación de los daños ordenada directa y objetivamente en la ley. En efecto, el presunto responsable siempre quedará en situación de probar que los daños que se reclaman han sobrevenido por culpa de la víctima o de un tercero, razón por la cual es correcto lo que se ha dicho en orden a que la culpa, en este caso, no sirve para atribuir responsabilidad, sino para eximirse de ella. 3.2.1.1. El riesgo como nueva visión de la culpa De lo anterior se desprende nuestra inquietud en orden a que es posible presentar al riesgo creado como una nueva categoría complementaria de la culpa, uniendo ambos conceptos. Digamos, desde luego, que quien altera el orden natural existente, creando una atmósfera propicia a la consumación de un daño, ciertamente está muy próximo a la culpa, en los términos estudiados. Quien crea un riesgo no causa directamente un daño, pero junto a la actividad de otro (la misma que en un escenario distinto sería incapaz de dañar), puede desencadenar una consecuencia nociva. El daño, por lo mismo, es el resultado combinado de un riesgo creado y una acción complementaria, potenciada en función de ese riesgo. Si una persona, a sabiendas de que un demente vive en un inmueble, deja sobre una mesa un arma cargada, evidentemente crea un riesgo (situación de peligro), que previsiblemente puede provocar una tragedia. Si aquella persona no es la encargada del cuidado del demente, podrá exonerarse de responsabilidad. ¿Es posible, sin embargo, imputarle participación culposa en la ejecución de un acto dañoso? Para estos efectos, hay que superar, por lo menos, dos vallas importantes: la primera consiste en que el hecho culposo (dejar el arma cargada al alcance de un irresponsable) no es la causa inmediata del daño, sino la causa remota del mismo; la segunda consiste en que no es el arma cargada la que provoca el daño, sino su manipula-
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ción por quien la dispara. O sea, ni hay una relación de causalidad directa e inmediata, ni el hecho mismo es idóneo para producir el mal. En esta perspectiva, sin necesidad de recurrir a las teorías sobre la causalidad, el riesgo puede ser considerado como una nueva categoría de la culpa, aportando una efectiva solución a problemas aparentemente insolubles. Lo que proyectamos es, en algún grado, retroceder en la cadena causal, uniendo la acción que directamente causa el daño con la acción complementaria que da a aquélla la idoneidad suficiente para producirlo. En otras palabras, para alcanzar nuestro objetivo es necesario fusionar dos actos, provenientes de personas diversas, que, en conjunto, son presupuestos necesarios e ineludibles del daño. De esa manera extenderemos la responsabilidad, comprometiendo a todos quienes hayan contribuido al perjuicio con actos inexpertos, negligentes o imprudentes, sin necesidad, insistimos, de acudir al examen de la causalidad. Es ésta, precisamente, la aspiración esencial del derecho de daños: ampliar la responsabilidad, envolviendo en ella a todos los que, de una u otra manera, cooperan a la generación del daño. ¿Es posible, en el marco de nuestra legislación, extender la responsabilidad al creador de un riesgo cierto que se concreta en un daño efectivo? Nosotros creemos que ello es posible, atendiendo a las siguientes razones: a) Quien actúa negligente, imprudente o inexpertamente (cuando la ley le exige una capacidad especial), sin causar daño de manera directa, pero creando una situación de riesgo indisolublemente asociada al daño, integra la trama constitutiva del cuasidelito. El hecho a que alude el artículo 2284 del Código Civil puede estar integrado por diversas conductas, que sólo fundidas pueden ser la causa del daño constitutivo del ilícito. Por lo mismo, nada impide que pueda un cuasidelito civil estar constituido por una sucesión de conductas si todas y cada una de ellas son el presupuesto necesario, racionalmente ineludible e inmediato, del daño que genera la responsabilidad; b) El artículo 2329 del Código Civil dispone que todo daño que pueda imputarse a malicia o negligencia de otra persona debe ser reparado por ésta. Como puede advertirse, la ley no
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ha aludido a una relación causal rígida que provenga de una sola conducta, como sucedería si en ella se expresara que “todo daño que sea imputable o deba ser imputable a una persona debe ser reparado por ésta”. El propósito último de la norma parece apuntar al hecho de que entre la conducta y el daño exista una relación de causa a efecto razonablemente plausible. El juicio de reproche no tiene por qué estar limitado a una persona cuando el daño habría sido imposible sin la creación del riesgo que lo potencia, haciendo factible la consumación del daño. Es incuestionable que el daño causado por un orate al disparar un arma cargada, que se deja inadvertida o descuidadamente a su disposición por otra persona, es fruto de una actividad complementaria, ligada causalmente a aquella que desencadena el perjuicio; c) Si entre la actividad de dos personas se observa una complementación de tal naturaleza que el resultado no puede explicarse racionalmente sino integrando ambas conductas, parece evidente que para los efectos de sus consecuencias jurídicas deben ellas ser consideradas como un todo. En el caso propuesto, el orate no habría podido disparar sin que el arma quedara a su merced, ni el daño producirse sino en función del disparo. Por lo tanto, el daño no proviene causalmente de la conducta de una persona, sino de la integración de dos conductas que deben ser tenidas como una sola, para los efectos de entender constituido el ilícito civil del que nace la responsabilidad; d) La divisibilidad o indivisibilidad de los actos que contribuyen a la ocurrencia del daño dependerá de la posibilidad racional de prever el resultado, conforme los estándares de cuidado y prudencia que conforman la culpa. Nadie podría negar que dejar un arma cargada a disposición de un demente es una clara manifestación de descuido y la creación de un riesgo, que, en este caso, absorbe la conducta del autor inmediato del daño (el cual, incluso, está exento de responsabilidad); e) Si la ley hace responsable de la caída de una cosa a todas las personas que habitan la parte superior de un edificio, cuando no puede establecerse con precisión quién es el responsable
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(artículo 2328 del Código Civil), no puede sostenerse que no tiene responsabilidad ninguna, en el caso propuesto, el que dejó el arma al alcance del demente y en condiciones de disparar. Nótese que en el caso recordado puede resultar responsable quien ni siquiera ha creado un riesgo, como sucederá con aquel otro que hace pender de su piso macetas u objetos susceptibles de caer al vacío; f) Si entendemos que el acto dañoso es uno, pero integrado por dos o más conductas diversas, debemos entender, paralelamente, que lo que une dichas conductas es una relación causal fundada en la culpa, como factor de atribución. Todas las culpas que determinen el resultado se integran en función de un daño, que sustrayendo cualquiera de aquellas conductas no se habría producido; En el esquema propuesto la creación del riesgo se sanciona en razón de que éste, si bien no provoca directamente el daño, lo hace posible en términos de que sin riesgo no hay daño y, por ende, ilícito civil. Como puede constatarse, nos hallamos aquí ante un hecho causalmente único, ejecutado por dos personas, que en razón del riesgo y la previsibilidad del resultado dañoso, debe ser considerado como si él proviniera de un solo sujeto. Recuérdese que el arma no se habría disparado –desapareciendo el perjuicio– si no hubiera habido un demente en el inmueble, y que éste tampoco podría haber manipulado el arma si ella no hubiere quedado imprudentemente a su disposición. La tesis anterior nos obliga a precisar cuándo dos hechos son complementarios desde el punto de vista del perjuicio que se causa culpablemente. Para que opere la integración de dos o más conductas, proyectando la responsabilidad hacia los autores de todas ellas, es necesario que se reúnan los siguientes presupuestos: 1) Concurrencia de dos o más conductas, no concertadas y sin atender a la imputabilidad de quienes intervienen; 2) Dolo o culpa de parte de quienes concurren con su conducta a la causación del daño; 3) Existencia de un daño que razonablemente no se habría producido sin la intervención de las personas indicadas y de la manera que se señala (dolosa o culpablemente); y
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4) Unidad subjetiva de la acción dañosa, en la cual se integra la creación del riesgo y el hecho que desencadena el perjuicio reparable. Esta unidad subjetiva se gesta como consecuencia de la naturaleza culposa de la actividad de quien crea la situación de peligro, ligada a la utilización o aprovechamiento de la misma por parte del autor del efecto nocivo. Subjetivamente la proyección de ambas conductas tiene la misma connotación, aun cuando resultados diversos que confluyen en la producción del perjuicio. Si el obrar del creador del riesgo es doloso, nos parece claro que estamos en presencia de un ilícito perpetrado por dos o más personas, generándose un caso de responsabilidad solidaria (artículo 2317 del Código Civil). De la forma indicada resulta evidente que es posible unir dos hechos, extendiendo la responsabilidad a quienes aportan las condiciones que se requieren para la consumación del daño. El mismo resultado es posible conseguir por medio de la relación de causalidad, en la medida que la acción complementaria es una condición del resultado dañoso. Pero lo anterior nos llevaría a la vieja discusión de esta materia, la que trataremos más adelante. Lo que se pretende en esta parte de nuestro estudio es indagar qué posibilidades existen de integrar dos actos de conductas que provienen de personas distintas, en función de la culpa en que incurre cada una de ellas y la previsibilidad del resultado. Si se acepta lo que hemos dejado planteado, el riesgo creado, en la medida que su autor es capaz de prever el resultado o puede razonablemente hacerlo, conformaría una nueva categoría de la culpa, ampliando el campo de la responsabilidad civil. De no ser ello posible, el caso planteado sólo tiene como solución la aplicación de una teoría de la causalidad que admitiera la incorporación de las conductas anteriores a la comisión misma del daño como condición sine qua non del mismo, cuestión que, como se verá, es muy discutible en el día de hoy, en que la teoría de la causalidad adecuada es la que mayores preferencias concita. De más está reiterar que el riesgo en la sociedad moderna es, sin duda, el factor objetivo más importante en materia de responsabilidad. Todo el desarrollo económico, particularmente en su perspectiva industrial, tecnológica y científica, ha ido creando situaciones de peligro o una atmósfera (muchas veces
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de autores anónimos) que arrastra fatalmente a la consumación de daños que ni siquiera es posible medir con certeza en su extensión y antecedentes. La existencia de daños inéditos hasta este momento obliga a reenfocar el problema de la responsabilidad, enriqueciendo sus fundamentos y ampliando su cobertura. En este esfuerzo no puede quedar marginado el riesgo creado, no sólo como base de la responsabilidad objetiva, sino también como una nueva categoría de la culpa.
3.2.1.2. Casos de responsabilidad objetiva fundada en el “riesgo creado” en el Código Civil chileno Creemos nosotros que existen en nuestro Código Civil tres casos de responsabilidad objetiva cuyos antecedentes no siempre se encuentran en la teoría del riesgo creado. En dos casos, al menos, la cuestión no es dudosa, como se observará. 1) El artículo 2316 inciso segundo del Código Civil dispone que “el que recibe provecho del dolo ajeno, sin ser cómplice en él, sólo es obligado hasta concurrencia de lo que valga el provecho”. Es indudable que esta regla consagra un caso de responsabilidad objetiva, puesto que la responsabilidad se impone por el solo hecho de recibir un beneficio o provecho del dolo ajeno, sin atender a la situación subjetiva del obligado. La ley sólo exige, para delimitar la responsabilidad, que el obligado no sea cómplice en el dolo ajeno, esto es, no concurra en él la intención de obtener indebidamente el provecho que lo obliga a reparar. Esta disposición se ha estudiado siempre como limitativa de responsabilidad. Pero ella es más amplia, ya que, independientemente de la culpa o el dolo, basta que una persona reciba un beneficio que proviene de un dolo ajeno, para que esté automáticamente obligada a reparar hasta la concurrencia del provecho obtenido. No podría dejarse de relacionar este artículo con lo previsto en el artículo 1458 inciso segundo, a propósito del dolo como vicio del consentimiento. Si el dolo no vicia el consentimiento –porque no es obra de una de las partes contratantes o
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porque no aparece claro que no se hubiera contratado sin su concurrencia–, éste “da lugar solamente a la acción de perjuicios contra la persona o personas que lo han fraguado o que se han aprovechado de él; contra las primeras por el total valor de los perjuicios, y contra las segundas hasta concurrencia del provecho que han reportado del dolo”. Creemos que la regla del artículo 1458 es la misma que la consagrada en el artículo 2316 inciso segundo. En ambas hay responsabilidad objetiva, sobre la base de que quien obtiene beneficio del dolo ajeno, sin haber intervenido en él, es obligado a reparar el perjuicio, pero sólo hasta la concurrencia del beneficio obtenido. En ninguna de estas normas se exige dolo o culpa del obligado a la reparación limitada, sólo el hecho de haber obtenido un provecho que proviene de un acto doloso ajeno. El fundamento de estas normas no puede hallarse sino en el enriquecimiento injusto. El derecho no podría admitir que alguien incremente su patrimonio como consecuencia de un perjuicio correlativo de la víctima del dolo. La responsabilidad, insistamos, se impone limitadamente en ausencia de dolo de parte del tercero. Salta a la vista un problema tratándose del provecho que se funda en el delito civil ajeno. ¿Qué ocurre si el provecho obtenido por el tercero proviene de un cuasidelito civil? Tal sucedería, por ejemplo, si una persona por negligencia o imprudencia obtiene un beneficio que no le corresponde, como si un comerciante, por error imputable a él, cobra una comisión que no se ha pactado y la comparte con uno de sus socios. Es obvio que, en este caso, no podría invocarse el provecho indebido del tercero para conseguir la restitución, de la manera establecida en el artículo 2316 inciso segundo. El que percibe la comisión puede ser perseguido por la perpetración de un cuasidelito civil o por pago de lo no debido (artículos 2295 y siguientes), y el que obtuvo provecho de él, si la cosa no es reivindicable (presupuesto consagrado en el artículo 2303), quedaría liberado de toda responsabilidad. A juicio nuestro, por lo dicho, el artículo 2316 inciso segundo del Código Civil consagra un caso de responsabilidad objetiva que no está fundada en la teoría del riesgo, sino en el enriquecimiento injusto.
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2) El artículo 2328 del Código Civil ordena reparar el daño causado por una cosa que cae o se arroja de la parte superior de un edificio, a todas las personas que habitan la misma parte del edificio, siempre que no se pueda establecer que el daño es imputable a culpa o mala intención de alguna persona exclusivamente, en cuyo caso será responsable esa sola persona. El supuesto esencial de esta norma reside en la imposibilidad de probar que el hecho se debe a culpa o dolo de un sujeto determinado. Frente a este solo hecho, se genera un caso de responsabilidad objetiva subsidiaria: obligación de reparar un daño sin atender ni a la causa física que lo provoca ni al elemento subjetivo (dolo o culpa) de la responsabilidad. Resulta evidente que en esta hipótesis el legislador privilegió la situación de la víctima, que de otra manera se habría visto privada de toda reparación posible. Esta responsabilidad objetiva, muy excepcionalmente, no exige ni siquiera una vinculación material con el daño. Basta que la cosa haya caído o haya sido arrojada de una parte del edificio para que la responsabilidad afecte a todos quienes moran o residen en él. Se diría que el riesgo es inherente a los edificios en altura, independientemente de todas las medidas de precaución que pueda adoptar alguno de los afectados y de las que pudiere desprenderse que es materialmente imposible que sea él quien causó el daño. La responsabilidad no tiene otro fundamento que el interés social y el amparo de quienes sufren el daño. Por lo mismo, no será dable probar por alguno de los moradores que él ha adoptado medidas de seguridad de tal naturaleza que excluyen absolutamente la posibilidad de ser autor del daño. Es éste un caso típico de responsabilidad objetiva. 3) Finalmente, el artículo 2327 del Código Civil dispone que “el daño causado por un animal fiero, de que no se reporta utilidad para la guarda o servicio de un predio, será siempre imputable al que lo tenga, y si alegare que no le fue posible evitar el daño, no será oído”. En esta hipótesis lo que interesa es la mantención de un animal fiero, creando una situación de riesgo de la que no se obtiene beneficio alguno (no reporta utilidad para la guarda o servicio del predio). Pero si el animal fiero reporta beneficio para los efectos indicados, la responsa-
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bilidad se transformará en subjetiva, y sólo se responderá si el daño causado por el animal tiene como antecedente la culpa del tenedor. Para que opere esta regla es necesario que concurran dos requisitos: que se trate de un animal fiero, vale decir, que naturalmente implique un peligro para la integridad de las personas. No obedece esta característica a la clasificación de animales bravíos o salvajes que, como es sabido, atiende al hecho de que vivan naturalmente libres e independientes del hombre, como lo señala el artículo 608 del Código Civil. No todo animal bravío o salvaje es fiero, ni todo animal fiero es salvaje o bravío (si está domesticado). En segundo lugar es necesario que el mismo no esté destinado a la guarda o servicio del predio. Dándose estas exigencias la responsabilidad es objetiva. Asimismo, esta clase excepcional de responsabilidad sólo pesa sobre quien tiene en su poder al animal fiero, no sobre su dueño, codueño o poseedor. La ley es clara cuando dice que la responsabilidad es siempre imputable al que lo tiene (el animal). La responsabilidad por daños provenientes de la acción de otros animales está regida por el artículo 2326, que analizaremos más adelante. No existen en el Código Civil otros casos de responsabilidad objetiva, lo cual resulta plenamente explicable si se atiende a la antigüedad del mismo y al hecho de que la responsabilidad objetiva, como se conoce actualmente en la doctrina, se ha expandido en los últimos años. No sucede lo mismo con la legislación especial, como examinaremos más adelante. Hasta aquí nuestras reflexiones sobre la teoría del riesgo creado. Creemos que ella, más allá de su influencia legislativa, puede devenir en una nueva categoría de la culpa, resolviendo numerosos problemas que nacen de la relación de causalidad, la cual constituye uno de los problemas más complejos, no sólo en el derecho civil. Postulamos, por lo mismo, la utilización del riesgo, en cuanto creación de una situación de peligro en función de un daño, como un factor de imputación íntimamente vinculado a la culpa. Quien crea un peligro que hace posible la producción de un daño que no habría ocurrido en condiciones normales (las que fueron alteradas por la creación del riesgo), debe responder, porque es posible prever una consecuencia
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dañosa que nace y tiene su causa necesaria en la composición de los factores objetivos que inducen o facilitan la consumación del perjuicio. Ese es el factor que debería ser sancionado por el derecho, transformando la creación del riesgo en una categoría más extendida de la culpa, dando satisfacción de esta manera a la aspiración de extender la responsabilidad sin incurrir en arbitrariedades o excesos que el derecho no puede amparar. 3.3. PRESUNCIÓN DE DOLO Y PRESUNCIÓN DE CULPA Como se ha señalado precedentemente, para aliviar a la víctima del peso de la prueba del dolo y de la culpa se han configurado en la ley varias presunciones, que a partir de determinados supuestos, dan por establecido el elemento subjetivo del ilícito civil. Algunos autores confunden los casos de responsabilidad objetiva con las presunciones de culpa, lo cual nos parece francamente errado. En todas las hipótesis que se analizarán a continuación existe un ilícito civil, pero con la particularidad de que el elemento subjetivo se da por acreditado sobre la base de una presunción, que por lo general admite prueba en contrario. La trama de la responsabilidad objetiva es muy distinta. Para imponerse la obligación de reparar, basta con la concurrencia de los elementos materiales, sin que sea necesario presumir la culpa ni el dolo. 3.3.1. Presunción de dolo El artículo 1459 del Código Civil sienta un principio fundamental, conforme al cual “el dolo no se presume sino en los casos especialmente previstos por la ley. En los demás debe probarse”. De acuerdo a esta norma, sólo puede presumirse el dolo cuando existe un precepto especial, que formal y expresamente consagre esta presunción. a) El artículo 706 inciso final del Código Civil establece que “el error en materia de derecho constituye una presunción de mala fe, que no admite prueba en contrario”. Esta disposición
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ha sido objeto de una larga discusión. Para algunos autores la presunción es amplia y tiene aplicación en todas las ramas del derecho. En otras palabras, constituye un principio general que se justifica en razón de lo previsto en el artículo 8º del Código Civil, según el cual la ley se presume conocida de todos desde su “entrada en vigencia”. Por su parte, el artículo 7º del mismo cuerpo legal señala que “la publicación de la ley se hará mediante su inserción en el Diario Oficial, y desde la fecha de éste se entenderá conocida por todos y será obligatoria”. Por consiguiente, quien alega error de derecho para justificar sus actos vulnera la ficción de conocimiento de la ley, que es una de las bases fundamentales en que se sustenta el orden jurídico. No es esta nuestra opinión. Nosotros creemos que el autor del Código Civil incorporó esta disposición en materia posesoria en razón de que ella tenía singular importancia para la constitución y regulación de la propiedad raíz, que a la fecha de aprobación del Código Civil, constituía la fuente principalísima de la riqueza. Esto explica un rigor tan manifiesto. Toda la teoría de la posesión inscrita revela una preocupación especial por este capítulo ante la necesidad de afianzar el soporte jurídico de la economía. Por lo anterior, pensamos que esta presunción no tiene aplicación sino en lo concerniente a la posesión regulada en el Título VII del Libro II del Código Civil. No descartamos, por consiguiente, que quien alegue error de derecho en materia posesoria pueda cometer un delito civil. Conviene, además, precisar que esta presunción no admite prueba en contrario, es decir, es una presunción de derecho (inciso final del artículo 47 del Código Civil). b) El artículo 968 Nº 5º del Código Civil contempla, entre las causales de indignidad, al “que dolosamente ha detenido u ocultado un testamento del difunto, presumiéndose dolo por el mero hecho de la detención u ocultación”. Se trata de una presunción simplemente legal que, por lo tanto, admite prueba en contrario. De lo que decimos se infiere que el que oculta o retiene un testamento del causante incurre en delito civil y puede ser declarado indigno de suceder al causante. Se presenta a propósito de esta disposición un problema importante.
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¿Qué ocurre si el que oculta o retiene el testamento del causante no es heredero del mismo? ¿Comete éste un delito civil en el cual se presume el dolo, o esta presunción está circunscrita a la causal de indignidad solamente? Admitiendo que la cuestión es discutible, nosotros creemos que el tercero sin participación en la sucesión que incurre en dicha conducta, está sujeto a la presunción de dolo. Por lo cual, bastará con acreditar la ocultación o detención del testamento para imputarle responsabilidad como autor del delito civil, siempre que exista un perjuicio cierto que reparar. Claro está que el infractor puede acreditar que ha obrado de buena fe, aduciendo un error, por ejemplo, ya que la presunción es simplemente legal. No nos parece equilibrado presumir el dolo sólo respecto del heredero para los efectos de declararlo indigno de suceder, ya que la conducta en sí misma es claramente representativa de una actitud anormal. c) El artículo 1301 del Código Civil dispone que “se prohíbe a el albacea llevar a efecto ninguna disposición del testador en lo que fuere contraria a las leyes, so pena de nulidad, y de considerársele culpable de dolo”. En este caso el legislador unió a la sanción civil de la nulidad, la presunción de dolo, precisamente para hacerlo responsable de delito civil y obligarlo a reparar todos los perjuicios que hayan podido producirse; d) El artículo 280 del Código de Procedimiento Civil regula los efectos que genera una medida prejudicial precautoria cuando habiendo sido decretada, no se deduce demanda en el plazo legal, o no se pide en ella que continúe en vigor, o al resolver sobre esa petición no se mantiene dicha medida. En tal caso, dice la ley, “por este solo hecho quedará responsable el que las haya solicitado (las medidas prejudiciales precautorias) de los perjuicios causados, considerándose doloso su procedimiento”. Se trata, sin duda, de una presunción simplemente legal que admite prueba en contrario. De allí que la consecuencia fijada en la ley (“por este solo hecho quedará responsable el que las haya solicitado de los perjuicios causados”) puede no sobrevenir en el evento de que el solicitante pruebe haber obrado de buena fe. Otra interpretación nos resultaría inicua, ya que es perfectamente posible que el solicitante entregue todos los antecedentes de que disponía al juez y que éste, lla-
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mado a calificarlos, haya estimado que era procedente la medida prejudicial precautoria, caso en el cual no cabe atribuir responsabilidad al que la intentó. De no ser así, no se advierte qué función juega en la norma la orden de “considerar doloso el procedimiento”. Habría bastado con decir, simplemente, que por el solo hecho de no deducir demanda, o no pedir que se mantuviera en vigor la medida, o que no se mantuviera por el juez, el solicitante quedaba responsable de todos los perjuicios causados. Si la ley agregó que en estos supuestos debía considerarse doloso el procedimiento, es porque circunscribió la obligación de indemnizar a una conducta que se presumía dolosa, sin perjuicio de que se acreditara lo contrario. e) Finalmente, aun cuando la doctrina no ha planteado este problema, creemos que el artículo 1468 del Código Civil contiene una presunción de dolo fundada en la excusa del desconocimiento del derecho. En efecto, esta norma establece que “no podrá repetirse lo que se haya dado o pagado por objeto o causa ilícita a sabiendas”. Dicha conducta implica obrar contra derecho a ciencia y conciencia. La sanción importa la pérdida de lo dado o pagado, como consecuencia de actuar a sabiendas de que se procede ilegalmente. No puede existir otra causa que no sea el dolo, el mismo a que alude el inciso final del artículo 706 y el mismo que se contiene en los artículos 968 y 1301 del Código Civil, para justificar esta sanción. ¿En función de qué circunstancia pierde el que da o paga sabiendo que lo hace con objeto o causa ilícita? Nos parece obvio que ello es consecuencia del mismo dolo que se define en el artículo 706 inciso final, vale decir, actuar en oposición a derecho o alegar su desconocimiento para eludir los efectos impuestos en la ley.
3.3.2. Presunción de culpa En los casos de presunción de culpa, el demandante deberá acreditar, por los medios de prueba establecidos en la ley, los presupuestos fácticos de la misma. De ellos se deducirá, entonces, que el autor del daño obró con imprudencia, negligencia o en forma inexperta (en aquellos casos en que la ley exige una
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cierta pericia). Estas presunciones se han clasificado en tres grandes grupos: por hecho propio; por hecho ajeno; y por hecho de las cosas. Analizaremos cada una separadamente.
3.3.2.1. Presunción de culpa por hecho propio Esta presunción está establecida en el artículo 2329 del Código Civil. Desde luego, el inciso primero (“por regla general todo daño que pueda imputarse a malicia o negligencia de otra persona, debe ser reparado por ésta”) no conforma una presunción de culpa, sino un principio general que ya examinamos a propósito de la antijuridicidad. Para que opere esta regla, como resulta obvio, es necesario acreditar la malicia (el dolo) o la negligencia (la culpa). Agrega esta norma tres casos que están precedidos por la oración: “son especialmente obligados a esta reparación”. Es aquí en donde creemos hallar tres presunciones que liberan a la víctima de acreditar la culpa, bastándole con probar los hechos a que se alude. “1º. El que dispara imprudentemente un arma de fuego”. En este caso la presunción se satisface con el hecho de que se dispare un arma de fuego en condiciones de provocar un daño, independientemente de la diligencia o cuidado del que así procede. Otra interpretación arrastraría a una tautología, ya que la norma estaría obligando a probar la culpa para dar por establecida la culpa. De allí que el disparo imprudente no puede ser sino aquel que se realiza cuando las condiciones objetivas que rodean esta conducta posibilitan la consumación de un daño, el cual, por lo demás, deberá producirse para que se entienda configurado un cuasidelito civil. “2º. El que remueve las losas de una acequia o cañería en calle o camino, sin las precauciones necesarias para que no caigan los que por allí transitan de día o de noche”. En esta hipótesis basta con acreditar la remoción de las losas y la ausencia de medidas de precaución o la insuficiencia de las mismas. Para librarse de responsabilidad deberá acreditarse por parte del demandado que la caída de la persona dañada se produjo por hecho imputable exclusivamente a ella o a un tercero. De
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lo contrario operará la presunción y quedará la víctima exenta de probar la culpa. “3º. El que, obligado a la construcción o reparación de un acueducto o puente que atraviesa un camino lo tiene en estado de causar daño a los que transitan por él”. Esta situación es diversa y, en verdad, mira a la mantención del acueducto o puente por parte de quien lo construye o tiene la obligación de repararlo. En el fondo se trata de tres hipótesis en que el daño producido tiene causas bien precisas, todas las cuales describen situaciones de riesgo en que la víctima queda expuesta a un daño inminente, como consecuencia de hechos excepcionales que conllevan un peligro objetivo (disparo, remoción de losas, mal estado de acueductos o puentes). Se trata, asimismo, de presunciones simplemente legales, que admiten prueba en contrario. Ella habrá de consistir en demostrar que el daño sobrevino por hecho imputable a la víctima o a un tercero, sin una relación causal directa con la situación descrita en la norma. La redacción de esta disposición no es feliz. Al mencionarse un disparo imprudente, la ausencia de precauciones necesarias y la mantención de un puente o acueducto para evitar que se cause daño, se da falsamente la impresión de que se trata de acreditar la culpa, caso en el cual esta disposición sería perfectamente inútil y una tautología, como ya se dijo. No participamos de la idea propuesta por don Arturo Alessandri Rodríguez en el sentido de que esta norma, por su ubicación y, muy especialmente, por el hecho de comenzar diciendo “por regla general todo daño…”, preceptúa una amplia presunción de culpa que se extendería a todos los casos en que el daño “pueda imputarse a malicia o negligencia…”. Reconociendo la utilidad de esta posición, creemos que ella no tiene asidero en la ley. “De darse al artículo 2329 el alcance que le hemos atribuido, la situación de la víctima mejoraría en forma considerable, pues en numerosos casos no necesitaría probar la culpa del autor del daño. El campo de aplicación de la responsabilidad se ampliaría también enormemente, porque las más de las veces el daño proviene de un hecho demostrativo de
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culpa por sí solo. La responsabilidad presunta pasaría a ser así la regla general, y el principio de que no hay responsabilidad delictual sin que se pruebe dolo o culpa, la excepción. Estas solas ventajas justifican nuestro criterio: es conveniente extender cuanto se pueda el ámbito de los preceptos que rigen la responsabilidad para dar plena satisfacción al principio de justicia que quiere que todo el que cause un daño injusto a otro lo repare”.86 bis Creemos que lo que se procura con la extensión atribuida a esta norma puede lograrse con la calificación de la culpa en función del hecho de que procede el daño. Es obvio que en varios casos –no todos por cierto– la culpa requiere de una prueba simple, casi elemental, porque la imprudencia aparece de manifiesto en la conducta que se reprocha. Tal ocurre, como lo recuerda el señor Alessandri, con el choque de trenes, atendidas las providencias que normalmente se toman para operar este tipo de vehículos. El juez, para juzgar este hecho, no demandará una prueba exhaustiva de la culpa, bastándole la ausencia de precauciones muy generales, todo ello sin perjuicio de que el autor del daño acredite un caso fortuito o fuerza mayor que no pudo atajar con la diligencia y cuidados debidos. Pero sostener que el artículo 2329 contiene una presunción general que alcanza a todos los daños que “puedan imputarse a malicia o negligencia de otra persona”, nos resulta excesivo, aun cuando reconocemos la utilidad de la interpretación. No creemos, por otra parte, que el autor del Código se valiera de una fórmula tan desafortunada para expresar una regla de esta trascendencia. Si bien en el día de hoy aparece esta interpretación como un recurso útil en favor de la víctima, no puede desconocerse que a mediados del siglo pasado imperaba sin contrapeso la idea de que la responsabilidad estaba fundada en la culpa y en el juicio de reproche que se seguía de un actuar malicioso o negligente. De lo dicho se concluye que el artículo 2329 en su inciso primero enuncia un principio general plenamente concordante con el artículo 2314, el cual, a nuestro juicio, parece referir-
86 bis
Arturo Alessandri Rodríguez. Obra citada. Págs. 299 y 300.
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se más precisamente al caso de los ilícitos penales que, en razón del daño patrimonial que causan, configuran, además, un ilícito civil, dando lugar a una acción penal y una acción civil. Esta disposición –inciso primero del artículo 2329– cierra el círculo de la responsabilidad, independizando el delito y cuasidelito penal del delito y cuasidelito civil. De allí que se enuncie una regla general. Ambas normas, por lo mismo, se complementan dando una precisa dimensión del ámbito de la responsabilidad civil, así ella derive de un delito o cuasidelito penal o de un delito o cuasidelito civil. Los tres números contenidos en este artículo sí que regulan presunciones de culpa en relación a hechos precisos que por su propia naturaleza encierran situaciones de peligro que comprometen al creador o partícipe de ellas. Bastará, por lo tanto, que el demandante acredite los hechos mencionados para que se encuentre presuntivamente establecida la culpa, imponiendo el peso de la prueba al autor del daño conforme las reglas generales sobre onus probandi. 3.3.2.2. Presunción de culpa por hecho ajeno Estas presunciones se refieren a personas que por disposición de la ley están llamadas a cuidar, educar y vigilar a otras personas. La regla general está constituida por el artículo 2316, que en su inciso primero estatuye que “es obligado a la indemnización el que hizo el daño, y sus herederos”. Sólo excepcionalmente se responde del daño producido por un hecho ajeno, que, de acuerdo a la ley, deberá provenir de la persona que está al cuidado de otra, o de los hijos cuando el perjuicio que causan tiene como antecedente la mala educación o hábitos viciosos que los padres les dejaron adquirir, y el deber de vigilancia que el empleador debe ejercer sobre sus dependientes. 3.3.2.2.1. Responsabilidad por los daños que causan las personas que están al cuidado de otras El artículo 2320 señala que “toda persona es responsable no sólo de sus propias acciones, sino del hecho de aquellos que
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estuvieren a su cuidado”. La norma comprende a toda persona que, por disposición de la ley, está al cuidado de otra. La misma norma alude, enseguida, al caso de los padres respecto de los hijos menores que habiten en la misma casa; de los tutores y curadores respecto del pupilo que vive bajo su dependencia y cuidado; de los jefes de colegios y escuelas respecto del hecho de los discípulos mientras están bajo su cuidado; de los artesanos y empresarios respecto del hecho de sus aprendices o dependientes en el mismo caso. Las menciones anteriores son meramente enunciativas y no limitan los casos de responsabilidad que derivan del deber de cuidado. Creemos nosotros que esta responsabilidad tiene origen en una obligación impuesta en la ley, cuestión perfectamente clara tratándose de padres e hijos, guardadores y pupilos, educadores y discípulos, empresarios y dependientes. Los hospitales, las cárceles, las casas de salud, las clínicas particulares, las empresas y fábricas, etc., atendida su función y naturaleza, generan un vínculo disciplinario y consagran medidas encaminadas a regular el comportamiento interno de quienes residen en ellos. La contrapartida de esta facultad está representada, precisamente, por el deber de cuidado, derivándose de éste la obligación de responder del hecho ajeno. Este es su fundamento. La presunción de culpa contemplada en esta disposición no tiene relación alguna con la imputabilidad de la persona que causa el perjuicio, pudiendo ella ser plenamente capaz de delito o cuasidelito civil, o incapaz. Lo que interesa es el hecho de que esté sometida al cuidado de otra persona. De lo señalado se desprende que siempre que cometa un delito o cuasidelito civil una persona sometida al cuidado de otra en razón de un vínculo jurídico, responderá el cuidador, a quien se presumirá culpable mientras no pruebe lo contrario. La persona presuntivamente culpable puede exonerarse de responsabilidad, dice el inciso final del artículo 2320, “si con la autoridad y el cuidado que su respectiva calidad le confiere y prescribe, no hubiere podido impedir el hecho”. Lo anterior revela que, si bien existe una presunción de culpa, no se responde del hecho ajeno sino del hecho propio, esto es, de la falta de cuidado en la custodia de la persona sometida a su control. La ausencia de este cuidado es lo que la ley sanciona,
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pero remitiendo la responsabilidad al daño causado por el tercero. Por consiguiente, para apreciar la culpa del presunto responsable deberá atenderse a la calidad del cuidador, a las facultades y poderes que esta calidad le confiere, y a la posibilidad de que en el ejercicio de dichos poderes y facultades haya podido impedir el hecho dañoso. Lo que importa destacar es que tratándose de una presunción de culpa por el hecho de un tercero, subsistirá la responsabilidad del encargado de su cuidado mientras este último no pruebe que ha estado imposibilitado de impedir el hecho con la autoridad que su calidad le confiere y prescribe. De la regulación antes transcrita, se desprende que para hacer operante esta presunción simplemente legal de responsabilidad por el hecho de un tercero, es necesario que se acredite previamente una relación jurídica que coloque a una persona bajo el cuidado de otra, confiriéndole un determinado grado de autoridad, como dice la ley. Los ejemplos invocados en la norma son elocuentes, ya que en cada uno de ellos subyace un vínculo en virtud del cual la obligación de cuidado se impone al que detenta una calidad de la que deriva subordinación y respeto. Es esta subordinación la que deberá el juez considerar para los efectos de determinar si el custodio ha podido evitar el hecho que configura el delito o cuasidelito. En otras palabras la responsabilidad se le impondrá si teniendo atribuciones suficientes no las ejerció, a consecuencia de lo cual se ejecutó el hecho que provocó el daño. Si la calidad no confiere atribución, poder o autoridad alguna, no tiene lugar esta presunción de culpa. No puede dejar de sorprender que la presunción de culpa por el hecho de un tercero se funde en la culpa propia del cuidador. Es esta última culpa, que consiste en dejar de ejercer la autoridad que le corresponde, la que determina asumir responsabilidad por los actos ilícitos del tercero. Configurada la autoridad del cuidador, réstanos por resolver si basta este elemento para dar por establecida la presunción de culpa. El inciso primero del artículo 2320 no menciona otro requisito que no sea tener el cuidado de la persona que causa el daño. Sin embargo, los tres casos incluidos como fórmula ejemplarizadora se refieren uniformemente a un factor
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objetivo o de dependencia material (entre padres e hijos “habitar en la misma casa”, entre tutor y curador y pupilo “vivir bajo su dependencia y cuidado”, entre jefes de colegios y escuelas “estar bajo su cuidado” al momento de desplegar la conducta dañosa, y entre empresarios y sus aprendices o dependientes la misma circunstancia). ¿Cabe esta exigencia en todos los casos en que pueda aplicarse esta presunción de culpa? Nosotros creemos que no es suficiente el poder o autoridad que emana de la calidad requerida (que puede ser cualquiera, como se explicó), debiendo agregarse a ella una relación material o vínculo de hecho. Para arribar a esta conclusión sostenemos las siguientes razones: a) Desde luego, no se justifica que el texto del artículo 2320 mencione esta exigencia material en los casos meramente ejemplarizadores que coloca, salvo que se piense que cada uno de ellos tiene vida y fisonomía propia, en cuyo caso no parece razonable que se empiece diciendo, luego de la manifestación de la regla general, “así el padre…, etc.”. No cabe duda de que los casos indicados son meramente enunciativos y no configuran reglas especiales diferentes de lo previsto en el inciso primero del mismo artículo 2320; b) Resulta lógico pensar que no es suficiente para atribuir responsabilidad contar con el poder y la autoridad suficientes para corregir una conducta desviada, si ella no puede ejercerse por razones físicas, como cuando el hijo, pupilo, discípulo, artesano o aprendiz no está bajo la tuición material del encargado de su cuidado; c) Si las tres reglas enunciativas se refieren uniformemente a este requisito, ello implica que no se trata de una modalidad secundaria u ocasional, sino de una exigencia común, que deriva de la necesidad de dar a la persona encargada del cuidado de otra la posibilidad de evitar que se desarrolle la conducta dañosa; d) El inciso final del artículo 2320 obliga al presunto responsable a acreditar que no ha podido impedir el hecho, cuestión que supone que ha contado con todos los medios para hacerlo y, entre ellos, la proximidad física al autor del daño; y
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e) Por último, resultaría claramente injusto imponer a una persona por el solo hecho de ser padre, tutor o curador, jefe de colegio o empresario, responsabilidad por actos que ejecuta la persona entregada a su cuidado al margen de la dependencia física que permite ejercer la autoridad que se le confiere. Por las razones expuestas concluimos que, tratándose de la presunción consagrada en el artículo 2320 del Código Civil, deben concurrir para su configuración dos requisitos: uno jurídico (autoridad y poder otorgado por el ordenamiento), y otro material (relación física que permita efectivamente ejercerse el poder que hace posible evitar el acto dañoso). Si bien las referencias enunciativas de los incisos segundo, tercero y cuarto señalan con precisión este segundo requisito, en los demás casos será el juez el llamado a fijar la indicada exigencia, atendiendo a la calidad que se invoque, las características de la autoridad conferida al guardador, y la naturaleza de la relación que hace posible que opere esta regla. Conviene detenerse en la situación de la mujer casada. Bajo la vigencia del Código Civil de Bello, el artículo 131 decía: “Los cónyuges están obligados a guardarse fe, a socorrerse y ayudarse mutuamente en todas las circunstancias de la vida. El marido debe protección a la mujer, y la mujer obediencia al marido”. Este artículo fue modificado por la Ley Nº 18.802, de 9 de junio de 1989, quedando su segunda parte redactada como sigue: “El marido y la mujer se deben respeto y protección recíprocos”. De lo anterior se sigue que, a partir de ese momento el marido no tiene el cuidado de la mujer, ya que la ley no le confiere autoridad alguna sobre ella. De aquí que en el día de hoy no puede incluirse, como ocurre con los textos anteriores al año 1989, a la mujer entre aquellas personas sometidas al cuidado de otra y, por ende, no tiene el marido responsabilidad alguna en los delitos o cuasidelitos que ella pueda cometer. De la misma manera, hasta la dictación de la Ley Nº 19.221, de 1º de junio de 1993, los hijos menores eran todos aquellos de menos de 21 años. A partir de esta reforma legal, son aquellos que no han cumplido 18 años de edad (artículo 26 del Código Civil). En consecuencia, los padres no responden, en
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este momento, por los delitos y cuasidelitos cometidos por sus hijos si ellos tienen más de 18 años. Conviene precisar si los establecimientos universitarios quedan comprendidos en la presunción de culpa consagrada en el artículo 2320 del Código Civil. Recordemos que ella no tiene relación con la imputabilidad de la persona sometida al cuidado de otra (capacidad para cometer delito o cuasidelito civil). Si bien es cierto las expresiones “colegios y escuelas” parecen excluir los establecimientos universitarios, no existe razón alguna para estimarlo así. En efecto, en el caso indicado se dan todos los presupuestos legales exigidos: calidad especial, autoridad, poder disciplinario, y relación material al momento de perpetrarse el delito o cuasidelito. Es más, la autoridad de la persona encargada del cuidado del estudiante está consagrada en reglamentos especiales que se conocen y se aceptan al momento de ingresar al establecimiento universitario. Incluso, recurriendo a los términos empleados en la ley, se llega a la misma conclusión, puesto que ella habla de “escuelas”, que son precisamente las reparticiones o dependencias en que se desarrolla la actividad académica. No existe, por lo tanto, razón alguna que permita excluir la responsabilidad presunta de las universidades por los delitos y cuasidelitos perpetrados por sus estudiantes mientras ellos están bajo el imperio de su autoridad. Cuando este artículo se refiere a aprendices y dependientes, comprende en éstos a todos quienes tienen un vínculo de subordinación en razón de un contrato de trabajo. De lo anterior se sigue que por este solo hecho el empleador se hace responsable de los delitos o cuasidelitos que ellos puedan cometer “mientras estén bajo su cuidado”, con independencia de las funciones que a aquéllos toca realizar conforme a su contrato. La ley, tratándose de “aprendices y dependientes”, da por establecido que el empleador o empresario está dotado de atribuciones suficientes para impedir que ellos incurran en ilícitos civiles. Creemos que, a esta altura, ha quedado suficientemente claro que la responsabilidad de las personas que tienen a otras bajo su cuidado se funda en la culpa propia. Si ellos negligentemente se resisten a ejercer sus poderes disciplinarios, facilitan
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la consumación del daño. Es por ello que la ley les impone responsabilidad, obligándolos a reparar los perjuicios. La víctima del delito o cuasidelito, tratándose de personas imputables (capaces de delito o cuasidelito) tendrá dos acciones a su disposición: contra el encargado de cuidar al autor del daño, y contra el que cometió el delito o cuasidelito, pudiendo perseguir en el patrimonio de cualquiera de ellos la totalidad de los perjuicios causados. ¿Qué sucede si se demanda a ambos? Aun cuando no existe disposición alguna que establezca que se trata de una obligación solidaria, en la práctica así ocurrirá, ya que quedará a merced del demandante determinar sobre qué patrimonio y hasta qué monto exigirá la reparación, como si la obligación fuera una sola. Lo anterior no tiene aplicación si el autor material del daño es una persona inimputable. En este evento, el único responsable es el encargado de su cuidado y la obligación tendrá como antecedente, exclusivamente, la falta de su deber de cuidado, lo cual, por sí solo, constituirá un cuasidelito. Tampoco responderá el autor del daño –así sea imputable o inimputable– si “el que perpetró el daño lo hizo por orden de la persona a quien debía obediencia”. Esta última regla está contenida en el artículo 2325, que regula el derecho de la persona encargada del cuidado de otra para demandar indemnización de perjuicios contra el autor material del daño. En síntesis, asumirá los daños el encargado del cuidado de otra persona, en dos casos: cuando el autor del daño es inimputable, y cuando este último siendo imputable ha obrado por orden de la persona a quien debía obediencia. En ambas situaciones no cabe duda de que el llamado a reparar no puede obtener el reembolso de lo pagado, ya que el daño tiene como antecedente exclusivamente su falta de diligencia. Antes de cerrar esta materia, es bueno señalar que cuando concurre la responsabilidad del encargado de cuidar a otra persona y la responsabilidad personal de éste –como cuando el sujeto autor del daño es plenamente imputable– no puede sostenerse que ambos son solidariamente responsables en virtud de lo previsto en el artículo 2317, que dispone que “si un delito o cuasidelito ha sido cometido por dos o más personas, cada una de ellas será solidariamente responsable de todo perjuicio procedente del mismo delito o cuasidelito…”. Ello porque el
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tercero no es autor del mismo delito o cuasidelito, sino de una falta de cuidado que trae aparejada la responsabilidad en función de su culpa y no de la culpa o malicia del que está a su cuidado. Nos parece claro que el artículo 2317 se refiere a los delitos y cuasidelitos ejecutados (cometidos dice la ley) por dos o más personas, no infracciones diversas, aun cuando sean genéricamente de la misma índole. Finalmente, digamos que no es acumulable la responsabilidad del tercero por la falta de vigilancia (cuidado), con la que pueda corresponder a otro tercero en razón de una presunción diversa. Tal sucedería, por ejemplo, con la responsabilidad contemplada en el artículo 2321, la cual puede coexistir con la del jefe de un colegio o escuela, o la de un tutor, o la de un aprendiz o dependiente menor de edad. La víctima deberá optar, en este caso, por la responsabilidad de cualquiera de ellos sobre la base de los antecedentes de que se disponga en cada caso. 3.3.2.2.2. Responsabilidad de los padres por la mala educación y hábitos viciosos de sus hijos El artículo 2321 del Código Civil es una disposición novedosa que compromete la responsabilidad de los padres sobre la base de que ellos han dejado de cumplir el deber de educar a sus hijos. Los artículos 219, 222, 233, 235 y 236 configuran, por así decirlo, un verdadero estatuto que conviene analizar. (A partir de octubre de 1999 dichos artículos han pasado a ser 222, 224, 234, 236 y 237 en conformidad a la Ley Nº 19.585.) El artículo 219 señala que “los hijos deben respeto y obediencia a su padre y su madre, pero estarán especialmente sometidos a su padre”. Esta norma es elocuente en orden a que tanto el padre como la madre tienen un poder disciplinario sobre el hijo, al extremo de que la ley entiende que los hijos menores están “sometidos” a ambos, especialmente al padre. De aquí que el artículo 222 (hoy 224) agregue que “toca de consuno a los padres, o al padre o madre sobreviviente, el cuidado personal de la crianza y educación de sus hijos”. Este deber es esencial en la constitución y funcionamiento de la
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familia, siendo de destacar que la ley impone a ambos padres el deber de criar y educar a sus hijos menores. El artículo 233, siempre en función del deber de educar a los hijos, señala que “los padres tendrán la facultad de corregir y castigar moderadamente a los hijos. Cuando lo estimaren necesario, podrán recurrir al tribunal de menores, a fin de que éste determine sobre la vida futura del menor por el tiempo que estime más conveniente, el cual no podrá exceder del plazo que le falte para cumplir veinte años de edad”. Desde luego, cabe observar que este artículo debe entenderse modificado por la Ley Nº 19.221, que rebajó la mayoría de edad a dieciocho años. No se advierte, entonces, cómo podría una persona mayor de edad (de más de dieciocho años) estar sometida a un régimen especial que limita sus derechos por la voluntad de sus padres, puesto que son ellos los que recurren al tribunal de menores (el cual tampoco debería actuar respecto de una persona mayor de edad). Creemos que en ello estarían comprometidas garantías constitucionales, que obligan al intérprete a entender modificada esta norma en la forma señalada. Recuérdese, por otra parte, que este artículo tenía pleno sentido cuando la mayoría de edad se alcanzaba a los veintiún años, debiendo, en ese caso, las medidas restrictivas decretadas por los tribunales extenderse hasta los veinte años (un año antes de alcanzar la plena capacidad civil y con ello la emancipación). Ahora la regla se extiende hasta por dos años después de alcanzada la mayor edad, lo cual constituye un evidente contrasentido. Como puede apreciarse, la norma que hemos transcrito dota a los padres de amplias facultades, no sólo para castigar moderadamente a los hijos, sino para impetrar un régimen restrictivo excepcional con el concurso del Estado. Si los padres son incapaces de corregir la indisciplina y errores de conducta de sus hijos, es éste el camino que están obligados a seguir. De no proceder de esta manera, asumen la responsabilidad que determina el artículo 2321 del Código Civil. El artículo 235 del mismo Código dispone, acentuando el deber de los padres, que estos “tendrán el derecho y el deber de dirigir la educación del hijo del modo que crean más conveniente para él”. Agrega esta disposición que “no podrán obligarle a que se case contra su voluntad. Ni, llegado el hijo a la edad de diecio-
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cho años, podrán oponerse a que abrace una carrera honesta, más de su gusto que la elegida para él por su padre o madre”. No cabe duda, entonces, que las facultades de los padres en relación a la educación de sus hijos, en términos de comprometer su responsabilidad personal, perduran, como es obvio, mientras los hijos son menores de edad. Finalmente, el artículo 236 expresa que “el derecho que por el artículo anterior se concede a los padres, cesará respecto de los hijos que hayan sido sacados de su poder y confiados a otra persona, la cual ejercerá este derecho con anuencia del tutor o curador, si ella misma no lo fuere”. Resulta claro, entonces, que los padres están dotados de poderes amplios, debidamente regulados, para atender a la educación de sus hijos. Si ellos no ejercen esta autoridad y no cumplen su cometido, se exponen a sufrir las consecuencias que se siguen de los delitos o cuasidelitos civiles que perpetran sus hijos. Sobre las bases indicadas, el artículo 2321 del Código Civil expresa: “Los padres serán siempre responsables de los delitos o cuasidelitos cometidos por sus hijos menores, y que conocidamente provengan de mala educación, o de los hábitos viciosos que les han dejado adquirir”. Esta norma regla los delitos y cuasidelitos civiles cometidos por los hijos cuando ellos son imputables. Por consiguiente, no se refiere a los cometidos por infantes y por los mayores de siete años y menores de dieciséis años cuando ellos han obrado sin discernimiento. En estos casos la responsabilidad de los padres es directa y nace del artículo 2319, que impone responsabilidad a “las personas a cuyo cargo estén, si pudiere imputárseles negligencia”. Nótese que la disposición del artículo 2319 es muchísimo más amplia que la contenida en el artículo 2320, que, tratando de la responsabilidad de los padres por el hecho de sus hijos menores, exige que éstos vivan en la misma casa. El artículo 2321, al indicar que “los padres serán siempre responsables de los delitos o cuasidelitos cometidos por sus hijos menores…”, independiza esta responsabilidad de la situación que exista al momento de perpetrarse el ilícito civil, vale decir, que la responsabilidad subsistirá así el menor viva junto o separado de sus padres, o así el hecho haya podido o no evitar-
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se ejerciendo el cuidado y autoridad que les han sido conferidos, o así pueda o no imputárseles negligencia en su custodia, etc. Lo que interesa es que, en cualquier tiempo, se haya descuidado la educación del menor o se le haya dejado adquirir hábitos viciosos, aun cuando con posterioridad los padres puedan haber sido privados del cuidado personal y tuición de sus hijos. Esta conclusión tiene su fundamento en el texto del artículo 2321, que recurre al adverbio siempre, que significa “en todo caso o cuando menos”. De lo anterior se infiere que, dados los presupuestos de hecho de esta disposición, “conocida mala educación y hábitos viciosos”, los padres responderán cualquiera que sea el régimen jurídico del menor al momento de cometer el delito o cuasidelito civil. Esta responsabilidad, como es obvio, cesa cuando el hijo llega a la mayor edad. Ello porque sería demasiado gravoso y extremo hacerla subsistir después de que la ley atribuye a la persona una madurez que le permite ejercer sus derechos por sí mismo sin el ministerio o autorización de otro. Pero la regla referida está desvinculada de la subsistencia del poder o autoridad que corresponde a los padres en el cuidado y educación del hijo. La responsabilidad de los padres por los delitos y cuasidelitos cometidos por sus hijos menores debe provenir de su mala educación o de los hábitos vicios que se les han dejado adquirir. Pero esta mala educación o conducta viciosa debe ser conocida, pública y evidente. ¿Qué pretendió decir la ley con esta exigencia? Estimamos que la conducta del menor debe explicarse por un comportamiento impropio tolerado públicamente por los padres. No puede desconocerse que normalmente la inconducta de los hijos, en términos de causar un daño ilícito, debe ser consecuencia de la mala educación dada por los padres. Pero no es esto lo que sanciona la ley en este artículo. Sino una mala educación o vicios manifiestos, que son conocidos por el vecindario y cuantos rodean al menor. En otros términos, es una mala educación o un comportamiento extremo, manifiesto y grave. De esta disposición se desprende, además, que la presunción de culpa analizada sólo alcanza a los padres. Si la mala educación del hijo es atribuible a un guardador (el tutor), o un
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tercero que asumió la tuición del menor, no tiene aplicación respecto de ellos el artículo 2321. En suma, esta norma presenta las siguientes características: a) No se refiere ni está fundada en el deber de vigilancia y cuidado que los padres ejercen sobre el autor del ilícito civil; b) Sólo es aplicable al menor de dieciocho años; c) Subsiste la responsabilidad de los padres si al tiempo de cometerse el delito o cuasidelito, éstos no viven junto al hijo o han sido privados de su tuición y cuidado; d) La responsabilidad está fundada en una conocida mala educación o hábitos viciosos que se han dejado adquirir al menor, lo cual significa que estos factores son públicos y evidentes, o que se trata de un comportamiento impropio que los padres han tolerado a la vista de su vecindario; e) La presunción de culpa consignada en esta norma constituye una sanción civil a los padres que han incumplido el deber de educación de sus hijos, ejerciendo la autoridad y las facultades que les acuerda la ley. Una cuestión interesante es examinar si esta responsabilidad puede hacerse valer contra ambos padres o sólo respecto de uno de ellos, y en el primer caso, qué características tiene ella. Digamos, desde ya, que el deber de educación y crianza de los hijos corresponde al padre y la madre, desde la reforma de la Ley Nº 18.802, de 1989. No ocurría así con antelación, ya que el artículo 235 confiaba al “padre, y en su defecto la madre” la educación del hijo, y el artículo 233 daba al padre la facultad de corregir y castigar moderadamente a sus hijos. Por consiguiente, la presunción sancionada en el artículo 2321 pesaba sobre el padre, salvo que éste faltara, en cuyo caso recaída sobre la madre. Esta última circunstancia debía ser ponderada por el juez para decidir si ella tenía una responsabilidad determinante en la mala educación y hábitos viciosos de los hijos. Hoy esta cuestión carece de importancia. La responsabilidad establecida en la ley pesa, por igual, tanto sobre el padre como sobre la madre. De aquí la necesidad de precisar qué tipo de
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obligación se generará. ¿Puede uno de los padres excepcionarse aduciendo que la tolerancia del otro es lo que determinó la mala conducta o los hábitos viciosos del hijo? La respuesta es negativa, ya que ello importaría asilarse en el incumplimiento de las obligaciones que impone la ley tanto al padre como a la madre, respecto de la educación del hijo. Esta obligación es personal e intransferible; si ella es usurpada por uno de los padres, de este hecho no puede seguirse una exoneración de responsabilidad en relación al otro. Diverso es el caso si uno de los padres ha sido judicialmente privado del cuidado personal, crianza y educación del hijo, en conformidad a las disposiciones contenidas en los artículos 223 y siguientes del Código Civil. En esta hipótesis puede cualquiera de ellos probar que al momento de adquirirse por el hijo la mala educación o los hábitos viciosos, no pesaban sobre él los deberes impuestos en la ley. La solución no puede ser otra, ya que se construye esta presunción de culpa sobre la base del incumplimiento de un deber perfectamente caracterizado que se ha dejado de honrar, haciendo posible la consumación de un delito o cuasidelito que no tiene otro antecedente que la mala educación y los hábitos viciosos del menor. Culpar de ello al padre o madre excluida de la educación y corrección del hijo, sería un contrasentido y una injusticia que no tiene asidero en la norma legal analizada. En el supuesto de que sean demandados ambos padres, la obligación es solidaria. Lo estimamos de esa manera, atendido el hecho de que se trata de un verdadero delito o cuasidelito cometido por los padres, que tiene como antecedente la inconducta de sus hijos (imputable a su mala educación y hábitos viciosos), y que se completa al momento de consumarse el daño. También en esta hipótesis coexisten dos ilícitos civiles: el que perpetra el menor, y el que perpetran los padres. Esto explica que los últimos asuman las consecuencias de los delitos y cuasidelitos cometidos por los primeros. En el evento indicado, siendo el hijo imputable (mayor de 7 y menor de 16 años que ha obrado con discernimiento, y menor entre 16 y 18 años), la víctima puede accionar tanto contra los padres –sobre la base de la responsabilidad establecida en el artículo 2321–, como contra el hijo. Si bien es cierto que coexisten dos ilícitos diver-
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sos, los efectos de estos ilícitos son muy similares a la solidaridad, pero el actor debe optar por uno u otro responsable. Si se dirige contra los padres, deberá acreditarse tanto el ilícito cometido por el hijo menor, como la circunstancia de que éste tiene como antecedente –proviene– la conocida mala educación o los hábitos viciosos que le han dejado adquirir sus padres. Si la acción sólo se dirige contra el menor imputable le bastará acreditar los elementos del delito o cuasidelito civil. No es frecuente que la responsabilidad de que trata el artículo 2321 del Código Civil sea invocada en nuestros días. Al parecer, existe una cierta relajación de las costumbres que se expresa en un ambiente de permisividad, el cual, evidentemente, alcanza a los deberes que la ley impone a los padres. Es difícil, en este momento, conceptualizar el contenido y alcance de la mala educación o de los hábitos viciosos que los padres han dejado adquirir a los hijos. Quizás a ello se deba que esta norma haya caído en desuso, o bien al hecho de que estos conceptos son cada día más limitados, de suerte que resulta casi imposible construir sobre estas bases la responsabilidad civil. Nuevamente salta a la vista el hecho de que, no obstante tratarse de una presunción de responsabilidad por hecho ajeno, en realidad se trata de sancionar la culpa propia (de los padres que han dejado adquirir a sus hijos mala conducta y hábitos viciosos que son la causa última de la comisión de un ilícito civil). Sobre esta base –la culpa propia– se les hace responsables de la culpa ajena. Comentando las normas del Código Civil francés, muy similares a las nuestras en esta parte, los Mazeaud y Tunc dicen al respecto: “Si no se asigna a la responsabilidad de los padres otro fundamento que la culpa, se advierte que la misma no es, hablando con propiedad, una responsabilidad ‘por hecho ajeno’. Los padres no responden del hecho de sus hijos, sino de su propia culpa. Incluso si se admite que cierta obligación de garantía prolonga la responsabilidad por culpa, se precisa rechazar, al menos en esta esfera, la teoría del riesgo. La Corte de Casación afirma claramente ‘que la responsabilidad legal del padre y de la madre se basa sobre una presunta falta al deber de educación y de vigilancia unido a la patria potestad. Cabe preguntarse, sencillamente, si en esta es-
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fera, como en muchas otras, la presunción no es llevada hasta la ficción; es decir, hasta la regla de fondo”.87 En sentido contrario piensan Ripert y Boulanger: “Se supone en falta al padre y a la madre cuando su hijo menor de edad ha causado un daño del cual debe responder, o debería responder si tuviera conciencia de sus actos. Son responsables de las faltas del menor. Se ha sostenido que no se trata en ese caso de una verdadera responsabilidad por el hecho ajeno, pues los padres están en realidad obligados por su propia culpa consistente en la falta de educación o falta de vigilancia. La culpa de los padres que es presumida por la ley no es sino una causa lejana e indirecta del daño. La culpa o el simple hecho del menor sirve para volver a encontrar aquella culpa lejana y hace presumir la causalidad. Es por esto que la regla es excepcional (se refiere al artículo 1384 del Código Civil de Francia). El Código Civil ha podido legítimamente, pues, fundar la responsabilidad del padre y de la madre en una presunción de culpa”.88 A juicio nuestro, lo que ocurre en esta materia es algo relativamente simple. Los padres asumen los daños causados por sus hijos en razón de la culpa propia –de ello no cabe duda alguna–, sea en razón de la falta del deber de vigilancia, educación, corrección y cuidado. Pero los daños que deben reparar son los causados por la comisión del delito o cuasidelito civil cometido por sus hijos. No se presume, entonces, la culpa del autor del daño –la cual deberá probarse–, pero sí la culpa de los padres, quienes deberán exonerarse de ella probado que no han faltado a los deberes que les impone la ley. No es afortunado llamar a esto “presunción de culpa por el hecho ajeno”, puesto que se trata de la presunción de culpa por el hecho propio. Lo que decimos queda meridianamente claro en el contenido del artículo 2320 del Código Civil, cuyo inciso final consagra la facultad de probar que “con la autoridad y cuidado que su respectiva calidad les confiere y prescribe, no hubieren podido impedir el hecho”. Pero no queda tan claro en el artí87 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen II. Pág. 527. 88 Georges Ripert y Jean Boulanger. Tratado de Derecho Civil, según el Tratado de Planiol. Ediciones La Ley. Buenos Aires. 1965. Tomo V. 2ª Parte. Págs. 161 y 162.
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culo 2321, ya que para imputar responsabilidad a los padres, en este caso, deberá acreditarse que el delito o cuasidelito “conocidamente” proviene de la mala educación, o de los hábitos viciosos que los padres han dejado adquirir al menor. Si, siguiendo la interpretación propuesta por Alessandri al analizar el artículo 2320, llegáramos a la conclusión de que esta última responsabilidad se presume, incurriríamos en un exceso, puesto que todos los delitos y cuasidelitos cometidos por los menores imputables serían achacados a los padres, debiendo éstos excepcionarse destruyendo los presupuestos del artículo 2321. 3.3.2.2.3. Responsabilidad de los empleadores por el hecho de sus dependientes Nuestro Código Civil reglamenta esta presunción de responsabilidad en el artículo 2322, que emplea una terminología anticuada al hablar de “amos” –para referirse a los empleadores– y “criados y sirvientes” –para referirse a los dependientes–. Pero el sentido de la ley no ofrece dudas. La regla general está dada en el inciso primero, que expresa que “los amos responderán de la conducta de sus criados o sirvientes, en el ejercicio de sus respectivas funciones; y esto aunque el hecho de que se trate no se haya ejecutado a su vista”. En tanto el artículo 2320 se refiere a todos los ilícitos civiles en que pueda incurrir un dependiente, mientras está bajo el cuidado de su empleador, el artículo 2322 regula las consecuencias jurídicas que se siguen del ejercicio de las funciones del dependiente. La ley se refiere a las “respectivas funciones”, lo cual significa que esta responsabilidad queda delimitada a las tareas que son propias del dependiente, no aquellas que asume por iniciativa propia y de las cuales no da cuenta su contrato de trabajo. Así, por ejemplo, si una persona es contratada como cuidador (nochero) e incurre en un ilícito civil como consecuencia de tomar por iniciativa propia la conducción de un vehículo de su empleador, no tiene aplicación este artículo. En este caso sólo podría invocarse en contra del empleador lo previsto en el artículo 2320. “El amo sólo responde de los
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delitos o cuasidelitos que cometan sus criados o sirvientes en el ejercicio de sus respectivas funciones. Así lo dice el artículo 2322 en sus dos incisos. Ello ocurre cuando el hecho se verifica mientras el criado obra en interés del amo, en el desempeño de la tarea que le está encomendada, en ejecución de las órdenes que ha recibido, aunque las ejecute mal o el hecho no se haya realizado a la vista del amo… Si el criado o sirviente comete delito o cuasidelito con ocasión de sus funciones, esto es, aprovechándose en beneficio propio o de un tercero de las circunstancias o de la oportunidad que esas funciones le proporcionan… o abusando de las mismas, es decir, ejerciéndolas en pugna con el interés del amo…, el acto no ha sido ejecutado en ejercicio de las funciones que le están encomendadas”.89 Los empleadores responden de los ilícitos civiles en que incurren sus dependientes en el ejercicio de sus respectivas funciones, aun cuando el hecho no se haya ejecutado a su vista. Esta disposición reviste una clara connotación, porque implica que la función para la que fue contratado el dependiente revestía un riesgo y era capaz de provocar un daño, así se ejerciera con todas las precauciones que ordinariamente debían adoptarse conforme a los estándares generales de cuidado imperantes en la sociedad. Si, por ejemplo, se contrata un chofer para que conduzca al personal de una empresa, pueden provocarse daños en el ejercicio de esta función, aun cuando se hayan adoptado todos los resguardos que normalmente proceden en situaciones como ésta. El inciso segundo del artículo 2322 dispone de qué manera puede excepcionarse de responsabilidad el empleador. “Pero no responderán (los amos) de lo que hayan hecho sus criados o sirvientes en el ejercicio de sus respectivas funciones, si se probare que las han ejercido de un modo impropio que los amos no tenían medio de prever o impedir, empleando el cuidado ordinario, y la autoridad competente. En este caso toda la responsabilidad recaerá sobre dichos criados o sirvientes”. Este inciso plantea varias cuestiones medulares. 89
Arturo Alessandri Rodríguez. Obra citada. Págs. 379 y 380.
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Desde luego, para que proceda esta exoneración de responsabilidad deben concurrir los siguientes requisitos: a) Ejercicio impropio de las respectivas funciones; b) Imposibilidad de prever o impedir la comisión de un delito o cuasidelito; c) Empleo por parte del empresario del cuidado ordinario y la autoridad competente. No es fácil definir cuándo una función se ejerce de manera impropia si ella corresponde a la contratada y a la que se halla obligado el dependiente. Lo anterior está necesariamente vinculado a la pericia o capacidad laboral que es razonable exigir a un empleado que se coloca al frente de una determinada actividad productiva. Se ejerce de manera impropia, en consecuencia, cuando no se emplea la pericia, capacidad, aptitud y destreza mínima que es dable exigir razonablemente al dependiente en conformidad a los estándares generales imperantes en el medio social. Si el daño se produce a pesar de que se ha empleado toda la pericia exigible, hay responsabilidad del empleador, porque el daño tiene como antecedente la peligrosidad de la respectiva función. Si el dependiente no ha empleado la pericia y capacidad exigible, el daño no obedece causalmente a la respectiva función, sino al incumplimiento de la obligación asumida por el autor del daño. De lo señalado se desprende que para determinar si hay ejercicio propio o impropio de la respectiva función (aquella que debe desarrollarse), es necesario, previamente, establecer si el empleado ha desplegado la conducta que razonablemente era exigible. Este es el deslinde entre el ejercicio propio o impropio de la respectiva función. Como es natural, esa tarea corresponderá a los jueces del fondo. Asimismo, cabe recordar que el empleado, al desarrollar su respectiva función, cumple una obligación, la cual no es más que un deber de conducta típica que está descrito en el contrato de trabajo o en la ley. La base de la responsabilidad, en este aspecto, es la culpa in eligendo. Don Arturo Alessandri no define en qué consiste el ejercicio impropio de la función, se limita a señalar: “Ejerce sus
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funciones de un modo impropio el criado que desobedece o contraviene las órdenes del amo, el que obra sin la prudencia requerida por las circunstancias, como un chofer que corre a una velocidad excesiva, y, según la Corte Suprema, el que obra con el propósito de producir daño”.90 Para exonerarse de responsabilidad no es suficiente con probar que el dependiente ha ejercido sus funciones de modo impropio. Se requiere probar, además, que ha sido imposible prever (representarse) o impedir (evitar) que las funciones se ejercieran de esta manera empleando el cuidado ordinario y la autoridad competente. La ley exige, entonces, un deber de vigilancia y previsión al empleador –culpa in vigilando–, que se mide de acuerdo al cuidado que impone la culpa leve y la autoridad que emana de la relación laboral y que define el contrato de trabajo. La culpa del empleador se apreciará in abstracto, debiendo el juez forjarse un modelo sobre la base de las características generales del empresario o empleador, y de acuerdo a ello resolver si éste pudo prever o impedir el daño causado. La aplicación del artículo 44 del Código Civil resulta del hecho de que la obligación de prever e impedir que pesa sobre el empleador deriva de un contrato que define y califica la relación laboral que liga al empresario y al trabajador. La imposibilidad de prever e impedir el daño que se sigue del ejercicio impropio de la respectiva función debe ser absoluta. “Al amo no le basta probar que le fue difícil prever o impedir que el criado ejerciera sus funciones de un modo impropio; debe establecer que le fue imposible moral y materialmente. La ley no se contenta con que haya habido dificultad, exige una verdadera y real imposibilidad. El artículo 2322 habla de que el amo no haya tenido medio de prever o impedir que el criado ejerciera sus funciones de modo impropio. De ahí que el solo hecho de que el daño no se haya realizado a la vista del amo no lo exime de responsabilidad. Tampoco le basta probar que instruye y vigila a sus criados, porque si a pesar de esta instrucción y vigilancia cometen hechos ilícitos, significa que aquéllas son insuficientes o desobedecidas y no
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Arturo Alessandri. Obra citada. Pág. 383.
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concurren, por tanto, al propósito de evitarlos que indudablemente tiene el amo”.91 De lo que llevamos dicho se desprende que el empleador sólo se exonera de responsabilidad si no le fue posible prever el ejercicio impropio de la respectiva función, ni impedir este hecho empleando la autoridad competente. Por consiguiente, si no pudo preverlo, pero tuvo a su alcance los medios para evitar el daño, subsistirá la responsabilidad. Las exigencias que impone la ley son dos: prever e impedir. Lo primero puede acreditarse, por ejemplo, con la dictación de un reglamento o instrucciones destinadas a asegurarse que las respectivas funciones se desarrollen de manera de no causar daños. Lo segundo, demostrando que se han adoptado todas las medidas razonablemente posibles, en ejercicio de la autoridad competente, para evitar que el daño, en el caso específico de que se trata, llegara a consumarse. De allí que se haya fallado que el hecho de que el criado cause el daño por violación de los reglamentos e instrucciones dictados por el amo acerca de la manera de efectuar el trabajo, no exime a éste de responsabilidad, porque así como tuvo autoridad y cuidado para dictar aquéllos, debió gastar la misma autoridad para hacerlos cumplir por los medios que la prudencia aconsejaba, evitando el daño.92 Finalmente, debe atenderse al hecho de que la autoridad competente debe hallarse definida y precisada en el contrato de trabajo que crea la relación de dependencia entre empleador y empleado. Como es obvio, ella no puede ser la misma si se trata, por ejemplo, de un profesional contratado para ejercer sus tareas especializadas, caso en el cual el empleador carecerá, en general, de autoridad para dirigir sus funciones, que si se trata de un empleado para todo servicio. En el primer caso, el empleador deberá respetar el desempeño profesional –lo cual amplía la responsabilidad del empleado–; en el segundo, estará obligado a instruir al dependiente –lo cual amplía su responsabilidad en el evento del desempeño impropio de las funciones que se le encomienden. 91
Arturo Alessandri. Obra citada. Pág. 384. Revista de Derecho y Jurisprudencia. Tomo 32. 2ª Parte. Secc.1ª. Pág. 382. Esta sentencia está citada en la obra del profesor Alessandri, Pág. 384. 92
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Si el empleador, en uso del derecho que le confiere el artículo 2322 inciso final, se exonera de toda responsabilidad, la ley agrega que “en este caso toda la responsabilidad recaerá sobre dichos criados o sirvientes”. Esta regla es lógica, porque existirá un delito o cuasidelito civil y el autor será persona imputable, toda vez que media entre ella y su empleador un contrato de trabajo que supone capacidad para contratar. Una vez más aludimos a la circunstancia de que en esta presunción de culpa, fundada en un hecho ajeno, lo que se sanciona no es precisamente eso, sino una culpa propia, lo que obliga a asumir los efectos de un ilícito civil cometido por un tercero, en este caso, por el empleado o dependiente. La responsabilidad del empresario surge del hecho de que debiendo prever e impedir el daño causado por su dependiente, no lo hizo de la manera que la ley exige. Así como las expresiones empleadas por el Código (amo y sirviente) se han extendido mediante la interpretación jurisprudencial, no cabe duda de que la aplicación de los presupuestos analizados tiende a favorecer a las víctimas de los daños que tienen origen en el ejercicio de las tareas laborales de toda índole. Recordemos que el establecimiento de la empresa envuelve la creación de riesgos, y que de ellos obtiene beneficios, a veces cuantiosos, el empresario. El riesgo lucrativo conlleva una clara responsabilidad social que se satisface, entre otras cosas, asumiendo responsabilidad por los daños en que éste se concreta. Lo anterior ha dado lugar a varios recursos destinados a paliar esta responsabilidad por medio de seguros que cubren los daños probables, trasladando los costos del riesgo al producto final (bien o servicio), de lo que resulta una difusión del mismo entre todos los consumidores. Lo que interesa es aumentar la eficiencia, por una parte, evitando daños probables, y, por la otra, ampliar las expectativas de las víctimas y la cobertura de los daños. Cuando se produce un daño y éste no tiene responsable alguno, el perjuicio lo asume, generalmente, la parte más indefensa. Es lo que sucede, por ejemplo, con los daños anónimos que, como la contaminación, no tienen un agente específico, sino muchos genéricos, lo cual impide la reparación de los afectados. Atendido el desarrollo del derecho de daños, las prescripciones contenidas en el artículo 2322 re-
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sultan insuficientes para enfrentar los daños que provienen del funcionamiento de las empresas, todo lo cual ha sido paliado mediante la dictación de leyes especiales que analizaremos más adelante. 3.3.2.3. Presunción de culpa por el hecho de las cosas Nuestra ley civil contempla varios casos mal llamados de presunción de culpa por el hecho de las cosas. Una vez más se trata de culpa por el hecho propio que se expresa por la producción de situaciones de riesgo creadas por una persona y por la falta de cuidado en relación a las cosas de las cuales se responde. Examinaremos cada uno de ellos: 1) El artículo 2323 dispone que “El dueño de un edificio es responsable a terceros (que no se hallen en el caso del artículo 934), de los daños que ocasione su ruina acaecida por haber omitido las necesarias reparaciones, o por haber faltado de otra manera al cuidado de un buen padre de familia”. Esta norma impone al dueño de un edificio –entendiéndose por tal cualquier construcción o edificación destinada a habitación, empresa, instalación comercial, industrial, agrícola, de diversión o recreo, u otras actividades de diversa índole– un deber de cuidado especial. En efecto, el propietario que no emplea “aquella diligencia y cuidado que los hombres emplean ordinariamente en sus negocios propios” (artículo 44 inciso tercero del Código Civil) es responsable de culpa leve. Creemos, por lo tanto, que esta culpa se presume y debe apreciarse in abstracto. No es clara la ley en cuanto a que la culpa del propietario se presume, debiendo éste exonerarse de la misma probando que ha obrado con la diligencia y el cuidado exigidos en la ley. Sin embargo, ello puede deducirse sin mayores inconvenientes. Desde luego, hay que tener en consideración que si no se tratara de una presunción de culpa, esta norma no tendría ninguna razón de ser, puesto que los daños que derivan directa y necesariamente de la ruina de un edificio, deberían imputarse al dueño si se acredita que ellos han ocurrido por culpa (falta de
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diligencia y cuidado) de éste. ¿Qué sentido tendría, entonces, esta disposición especial? Lo anterior revela que la intención de la ley fue liberar a la víctima del daño del deber de probar la culpa. Ratifica lo que decimos la forma en que el precepto se halla redactado. El comienza diciendo que el dueño de un edificio es responsable a terceros, de los daños que ocasione su ruina, enunciando, posteriormente, la hipótesis en que tiene lugar este efecto: que la ruina acaezca por haberse omitido las necesarias reparaciones, o por haber faltado de otra manera al cuidado de un buen padre de familia. Como puede comprobarse, el efecto –la responsabilidad– es lo primordial; la hipótesis –la culpa– es lo secundario. Finalmente, la ubicación de esta norma –entre las presunciones de culpa– es igualmente indicativa de que ella contiene un caso excepcional en que se invierte el peso de la prueba en favor de la víctima. Para que pueda invocarse esta presunción de culpa deben concurrir los siguientes requisitos: 1º. Que se acredite la propiedad del edificio que causa los daños; 2º. Que los daños provengan de la desintegración total o parcial de una construcción; 3º. Que los daños no tengan como antecedente un defecto de construcción; y 4º. Que los terceros afectados por los daños no se hallen en la situación contemplada en el artículo 934 del Código Civil, relativa al interdicto posesorio de denuncia de obra ruinosa. En relación al primer requisito, conviene precisar que el único afectado por esta presunción es el dueño. En consecuencia, deberá acreditarse la posesión del edificio, puesto que este hecho hace presumir el dominio, en conformidad al artículo 700 del Código Civil. En relación al segundo requisito, es necesario consignar que debe entenderse por edificio “toda obra o construcción ejecutada por el hombre mediante la unión de materiales y adherida al suelo permanentemente”.93 Esta definición toma su último elemento de lo que previene el artículo 568 inciso pri-
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mero del Código Civil. Ahora bien, los daños deben provenir de la “ruina” del edificio, lo cual implica que ellos derivan de la desintegración involuntaria de la construcción, por causas ajenas al hombre. No se trata de daños que se producen sólo por la caída de los elementos adheridos a la construcción. Pueden los daños tener origen en el desplazamiento o reubicación material de los mismos. Lo que interesa es la desintegración de la obra humana y la ninguna participación del hombre en ello. En relación al tercer requisito, es útil destacar que esta presunción no comprende los daños que tengan su origen en defectos de construcción, aun cuando de estos defectos se siga la desintegración de los materiales que componen la obra. Lo anterior porque el artículo 2003 del Código Civil trata este tipo de daños y los somete a una regulación especial. Por último, en relación al cuarto requisito, debe excluirse la aplicación de esta presunción en caso de que los terceros afectados hayan ejercido la acción posesoria de denuncia de obra ruinosa. En este caso, el artículo 934 del Código Civil contiene reglas especiales. Deducida la acción posesoria y notificada la querella respectiva, si cayere el edificio por efecto de su mala condición, “se indemnizará de todo perjuicio a los vecinos”, salvo que el edificio cayere por caso fortuito, como una avenida, rayo o terremoto, a menos de probarse que el caso fortuito, sin el mal estado del edificio, no lo hubiera derribado. Como puede apreciarse, la regulación legal en este caso es diversa. Notificada que sea la querella posesoria de obra ruinosa, se impone una responsabilidad amplísima –que comprende a todos los vecinos, incluidos aquellos que no suscriben la demanda–, pudiendo el dueño exonerarse de responsabilidad sólo acreditando caso fortuito o fuerza mayor como causa de los daños. El inciso segundo del artículo 934 precitado dispone que “no habrá lugar a indemnización, si no hubiere precedido notificación de la querella”. Creemos que en este evento recupera su plena aplicación el artículo 2323, si se acreditan los supuestos que se analizan en lo precedente, salvo respecto del que dedujo la querella posesoria y no le dio curso. Otra interpretación llevaría al absurdo de privar de derechos a los afectados por una mera formalidad imputable solamente a uno de ellos. En suma, digamos que en el evento de que se haya
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entablado querella posesoria y notificado esta demanda, los efectos en favor de los afectados son muchos más amplios y, como es obvio, primarán sobre lo previsto en el artículo 2323. Atendida la circunstancia de que se trata de una presunción simplemente legal de culpa, la prueba destinada a destruirla pesa sobre el dueño del edificio ruinoso. Para exonerarse de responsabilidad, éste deberá acreditar que ha realizado las reparaciones necesarias y, en general, adoptado todos los resguardos y medidas que un hombre dispondría ordinariamente en el cuidado de sus bienes. Por lo mismo, si el perjuicio tuvo una causa extraordinaria que sobrepasó el deber de cuidado que una persona debe colocar ordinariamente en el manejo de sus negocios propios, quedará liberado de esta presunción, pero no de responsabilidad conforme las reglas generales que informan esta materia. Cabe destacar el hecho de que la ley contiene una hipótesis muy amplia. Lo que interesa es determinar que los daños causados no tienen como antecedente la falta de cuidado y previsión de un hombre medio (“buen padre de familia”), y que ellos u obedecen a causas naturales, o a la ausencia de reparaciones o previsiones que sólo podría advertir una persona empleando un celo extremo. La estructura de esta norma, por consiguiente, está integrada por la presunción de culpa y por los elementos que deben acreditarse para desvirtuarla. La doctrina jurídica mayoritaria disiente de nuestra interpretación. “A la víctima incumbe acreditar que el daño fue ocasionado por la ruina del edificio y que éste provino de haberse omitido las necesarias reparaciones o de haberse faltado de otra manera al cuidado de un buen padre de familia”.94 De la manera indicada se debilita la presunción, al extremo de que el actor debería acreditar tanto el daño causalmente derivado de la ruina del edificio, como la culpa que consistirá en la omisión de las reparaciones necesarias o en cualquier otro cuidado exigible a un buen padre de familia. En suma, la presunción de culpa se diluye y pierde toda su importancia y trascendencia.
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Los daños que ocasiona un edificio al desintegrarse total o parcialmente, pueden tener varios antecedentes: un hecho de la naturaleza o de un tercero, que no es imputable al dueño (caso fortuito para éste); un defecto de construcción (situación prevista en el artículo 2324); falta del cuidado ordinario de su propietario (cuestión prevista en el artículo 2323) y falta de cuidado extremo de su propietario (situación que queda regulada por la responsabilidad extracontractual ordinaria). El artículo 2323 del Código Civil sale en defensa de la víctima, cuando los daños provenientes de la ruina del edificio pueden imputarse a la falta del cuidado ordinario que es dable exigir a su dueño. La víctima, entonces, no necesita probar la culpa, ella se presume, invirtiendo el onus probandi e imponiendo el peso de la prueba al propietario. Si este último acredita que tomó las medidas necesarias para evitar la ruina y los daños subsecuentes, o que dichos daños sólo pudieron evitarse adoptando medidas que no caen en el marco exigible a un buen padre de familia, desaparece la presunción y se vuelve a la regla general, que obliga al demandante a probar que los daños obedecen causalmente a una acción u omisión del propietario, el cual pudo evitarlos obrando con diligencia y cuidado (cualquiera que sea la diligencia que debía emplearse). La interpretación mayoritaria persigue crear una presunción bien curiosa, ya que no se exigiría la prueba total de la culpa, sino uno de sus presupuestos: que el daño provino de haberse omitido las necesarias reparaciones o de haberse faltado de otra manera al cuidado de un buen padre de familia. ¿Qué falta para acreditar la culpa como antecedente necesario e inmediato del daño que desencadena la responsabilidad? Nosotros creemos que con la exigencia analizada e impuesta por la doctrina mayoritaria, esta norma se transforma en un pleonasmo, ya que parece indicarse que se presume la culpa cuando se prueba la culpa… Pero lo más importante es el alcance que se ha dado a esta disposición en orden a que el propietario de un edificio sólo responde por los daños que causa su ruina cuando el antecedente del daño es la culpa leve. Como es sabido, en materia extracontractual la ley no atiende a la graduación de la culpa, como sucede en materia contractual. La triple clasificación de culpa grave, leve y levísima, consagrada en el artículo 44 del Código
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Civil, no tiene significación en lo que dice relación con el Título XXXV del Libro IV del Código Civil. Sin embargo, en algunas disposiciones –las menos– se alude a estos grados de culpa (así sucede en los artículos 2323, 2326 y, aparentemente, en el artículo 2322, que habla de “cuidado ordinario”). La interpretación que comentamos plantea derechamente que el dueño de un edificio responde sólo de los daños que causa su ruina cuando ha habido de su parte culpa leve, quedando exonerado de responsabilidad si la falta de cuidado excede ese grado de diligencia. No es ésta nuestra opinión. Creemos nosotros que el artículo 2323 no regula una situación especial en lo tocante a la responsabilidad extracontractual, limitándose su sentido a la construcción de una presunción simplemente legal, que libera a la víctima de probar la culpa. Acreditado que el dueño ha empleado el cuidado del “buen padre de familia”, no queda por ello liberado de responsabilidad, sino sólo de los efectos de la presunción. Por lo mismo, el demandante deberá asumir la prueba, cualquiera que sea el grado de culpa que imputa al dueño del edificio. Sobre esta base se construye el ilícito en que se funda la responsabilidad reclamada. De lo que decimos se desprende, entonces, que puede la víctima de los daños que provoca la ruina de una construcción, asilarse en esta presunción –dando por establecida la culpa del dueño del edificio–, y colocar al demandado en situación de probar que ha obrado con la diligencia del “buen padre de familia”. De esa manera se destruye la presunción y se vuelve, como decíamos, a la regla general, correspondiendo al demandante (la víctima) probar el elemento subjetivo del ilícito. En otros términos, el artículo 2323 no establece más que una presunción destinada a aliviar a la víctima del peso de la prueba, pero no consagra una excepción en materia de responsabilidad extracontractual. Por lo tanto, quien sufre los daños puede reclamar fundando sus pretensiones en las reglas generales, caso en el cual imputará al dueño del edificio cualquier grado de culpa, o bien asilarse en el artículo 2323, permitiendo que el dueño del edificio se excepcione probando que ha obrado con el cuidado del “buen padre de familia” en la mantención del edificio. Tampoco aceptamos nosotros la interpretación conforme a la cual “si la víctima es uno de los vecinos, esta responsabilidad
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sólo procederá si el daño se produce después de notificada la querella de obra ruinosa (artículo 934)”.95 El artículo 2323 no distingue entre vecinos y terceros, alude a todos ellos genéricamente con la segunda expresión. La referencia al artículo 934 tiene otro sentido. Si existe una querella posesoria por obra ruinosa, y el edificio se cae por efecto de su mala condición, se presume la culpa del dueño respecto de todos quienes resulten perjudicados, pudiendo el propietario eximirse de responsabilidad acreditando que causalmente el perjuicio ha sobrevenido en razón de un caso fortuito o fuerza mayor que habría provocado el daño aun en el supuesto de estar el edificio en buenas condiciones. El problema que regulan los artículos 934 y 2323 del Código Civil sólo se refiere a las presunciones que se consagran en favor de la víctima, no a los requisitos de fondo de la responsabilidad. Por consiguiente, el artículo 934 no limita los derechos de la víctima de los daños que provoca un edificio ruinoso, sino que se limita a consagrar una presunción de responsabilidad que facilita el ejercicio de los derechos por parte de todos quienes están expuestos a sufrir perjuicios derivados de una obra que amenaza ruina. Sin embargo, el inciso segundo del artículo 934 sanciona al que deduce la querella posesoria y no la hace notificar. Esta regla tiene por objeto castigar a quien inició el recurso procesal destinado a evitar los daños, dejando abandonado el procedimiento. Nos parece explicable esta situación, si se tiene en consideración que la sola notificación de la querella posesoria pondrá en aviso al dueño del inmueble de los peligros que encierra la mala condición de la construcción. La circunstancia de privar de indemnización al que deja de notificar la demanda respectiva es un acicate para que éste siga adelante un procedimiento que, ciertamente, redundará en beneficio de todos los que pueden resultar damnificados por la caída del edificio. El artículo 934 se pone en dos supuestos. El primero consiste en que notificada la querella posesoria, “cayere el edificio por efecto de su mala construcción”, caso en el cual se indemnizará de todo perjuicio a los vecinos. La segunda hipótesis consiste en
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que deducida la querella, no se notifique. En este último evento “no habrá lugar a indemnización”. Resulta claro para nosotros que se trata de una sanción bien especial, mediante la cual se priva de un derecho a quien interpone una acción judicial y no la prosigue, cuando ella, como sucede en este caso, redunda en beneficio de todos los vecinos del inmueble. Se observará que el demandante, en este supuesto, queda en peores condiciones que los otros vecinos que no recurrieron a los tribunales, no obstante el peligro que enfrentaban. Lo cierto es que, como se dijo, la sanción referida no es más que un recurso extremo del legislador para activar una acción que ataca un riesgo que compromete, por lo general, a varias personas. Dicho más claramente, quien ataca el peligro que deriva de una construcción que amenaza ruina no puede dejarse estar, y si lo hace, él, y no otros, paga por su negligencia. No se puede dejar de observar otra cuestión importante. Si se aceptan las dos interpretaciones que rechazamos en lo precedente, se llega al absurdo de que la responsabilidad que puede hacer valer el vecino comprende todo grado de culpa (puesto que el artículo 934 no hace distingo alguno en lo relativo a la graduación de la culpa), y la responsabilidad que puede hacer valer un tercero (al parecer no necesariamente vecino inmediato) sólo alcanza a la culpa leve, por disposición del artículo 2323. ¿Qué explicación podría existir para fundar esta odiosa distinción? Pero hay más, el vecino estaría obligado a denunciar la obra ruinosa y notificar su querella, so pena de no ser indemnizado. El tercero, en cambio, estaría en situación de cobrar los perjuicios sin necesidad de accionar previamente. No se repara en el hecho de que la ruina puede no revestir apariencias externas, como sucede, muy frecuentemente, con daños estructurales que sólo es posible apreciar con un examen técnico que requiere la inspección de los edificios, sus fundaciones, cimientos, soportes, vigas, cadenas, etc. ¿Podría aceptarse que por el hecho de ser la víctima vecino, el derribamiento queda sin sanción porque no fue posible constatar las deficiencias internas del inmueble? Esta sucesión de contrasentidos, creemos nosotros, obliga a rechazar las interpretaciones que señalamos y restituir a esta materia la naturaleza que le corresponde.
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En suma, estimamos que el artículo 2323 no altera la naturaleza de la culpa de que se responde en materia extracontractual, pero sí exige la prueba de la culpa leve para eximirse de la presunción que se consagra en esta disposición; asimismo, que la situación descrita en el artículo 934 no excluye la responsabilidad del dueño del inmueble que se derrumba, si puede imputarse, por cualquier persona perjudicada, culpa al propietario; esta norma sólo consagra otra presunción en favor de quienes accionan o se aprovechan de una acción destinada a precaver un daño que se produce, sin perjuicio de imponer una sanción al vecino que, deduciendo la respectiva querella posesoria, abandona el juicio sin practicar la notificación de rigor. El inciso segundo del artículo 2323 dispone una regla especial en relación a la obligación de indemnizar, cuando ello resulta como consecuencia de la presunción de culpabilidad instituida en esta disposición. “Si el edificio perteneciere a dos o más personas proindiviso, se dividirá entre ellas la indemnización a prorrata de sus cuotas de dominio”. Esta regla, a nuestro juicio, sólo tiene aplicación si la responsabilidad se establece sobre la base de presumir la culpa del dueño en razón de lo prescrito en el inciso primero. Pero no tiene aplicación si el demandante ha acreditado la culpa de los propietarios del inmueble, conforme las reglas generales aplicables a todo ilícito civil. En otros términos, es una manera de morigerar o atenuar la responsabilidad de los propietarios, atendido el hecho de que se ha presumido la culpa y que ellos (los propietarios) no han podido o no han querido excepcionarse acreditando los presupuestos consignados en el inciso primero del artículo 2323 del Código Civil. Para llegar a esta conclusión tenemos en consideración los siguientes argumentos: a) Si dos o más personas construyen un edificio dolosamente, esto es, sabiendo o no pudiendo menos que saber sus defectos e insuficiencias y el hecho de que no ofrece seguridades de estabilidad, sería absurdo que pudieran ellos enfrentar una responsabilidad simplemente conjunta, tanto más en presencia de una disposición expresa como es la contenida en el artículo 2317 del Código Civil;
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b) El artículo 2323 regula una cierta situación –presunción de culpa en el caso específico del daño causado por un edificio ruinoso– y la forma en que pueden eludir esta presunción el o los propietarios del inmueble. Por consiguiente, se trata de una norma excepcional que no puede aplicarse por analogía ni extenderse su mandato a situaciones no previstas; c) Si el que sufrió los daños que provienen de un edificio ruinoso prueba culpa –en cualquier grado– de su propietario, se sujetará a las reglas generales y el artículo 2323 no tendrá aplicación. En síntesis, concluimos que el artículo 2323 no conforma una norma sustantiva, sino más bien procesal, que está destinada a aliviar a la víctima del peso de la prueba, pero, por lo mismo, si no se hace uso de ella, el pretensor puede ceñirse a la normativa general aplicable a todo delito o cuasidelito civil. 2) El artículo 2324 del Código Civil expresa: “Si el daño causado por la ruina de un edificio proviniere de un vicio de construcción, tendrá lugar la responsabilidad prescrita en la regla 3ª del artículo 2003”. De lo anterior se deduce que cuando se trata de un defecto de construcción, tiene aplicación una norma especial que reglamenta este hecho. El artículo 2003 tiene un presupuesto fundamental: que se haya celebrado un contrato para la construcción de un edificio con un empresario que se encarga de toda la obra por un precio único prefijado. Sólo entonces puede invocarse la regla tercera de este artículo, que dice: “Si el edificio perece o amenaza ruina, en todo o parte, en los cinco años subsiguientes a su entrega, por vicio de construcción, o por vicio del suelo que el empresario o las personas empleadas por él hayan debido conocer en razón de su oficio, o por vicio de los materiales, será responsable el empresario; si los materiales han sido suministrados por el dueño, no habrá lugar a la responsabilidad del empresario, sino en conformidad al artículo 2000 inciso final”. El artículo 2003 regla 3ª es claro en el sentido de que debe tratarse de un edificio que parezca o amenace ruina en el plazo de cinco años luego de su entrega, lo cual ocurre a partir de cuando la Municipalidad respectiva, a través de su Departa-
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mento de Obras, practique la recepción definitiva de la construcción en conformidad a la Ordenanza General de Urbanismo y Construcciones. La responsabilidad del empresario alcanza no sólo a los vicios de construcción, sino a los vicios del suelo (a condición de que ellos hayan debido ser conocidos por el empresario o sus dependientes en razón de sus presuntivos conocimientos profesionales), y a los vicios de los materiales cuando ellos fueron suministrados por el artífice de la obra. Todo lo señalado queda comprendido en el ámbito de la responsabilidad profesional del constructor, que en Chile está detalladamente regulada en la Ley General de Urbanismo y Construcciones y en la Ordenanza respectiva. Esta disposición, además, se pone en el caso de que los materiales hayan sido suministrados por el que encargó la ejecución de la obra, lo cual no se opone al supuesto básico antes indicado, esto es, que exista un contrato en que el empresario se encargue de toda la obra por un precio único prefijado. En tal evento, el artículo 2000 inciso final –remisión hecha por el artículo 2003 regla 3ª– dispone que “La pérdida de la materia recae sobre su dueño. Si la cosa perece por vicio de la materia suministrada por el que encargó la obra, salvo que el vicio sea de aquellos que el artífice por su oficio haya debido conocer, o que conociéndolo no haya dado aviso oportuno”. El sentido y alcance de esta norma es claro. Si la obra perece o amenaza ruina –hipótesis del artículo 2003 regla 3ª– por vicio de los materiales suministrados por el dueño, será éste el responsable de los daños causados a terceros. Pero responderá el empresario o artífice si el vicio de los materiales ha debido ser conocido por éste en razón de su oficio, o conociendo el vicio no haya dado aviso oportuno. Conviene señalar que cuando esta disposición alude a un contrato de construcción celebrado con el empresario que se encarga “de toda la obra por un precio único prefijado”, en ello queda comprendida cualquier estipulación destinada a ajustar el precio a través del tiempo, como sucede, por ejemplo, con los contratos por administración, en que el precio se conviene por medio de estados de pago sucesivos que se van cursando a medida que la obra se desarrolla. No es requisito la existencia de un precio determinado y preciso previamente convenido.
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Como puede observarse, en los primeros cinco años de antigüedad del edificio prefieren por sobre el artículo 2323 las disposiciones de los artículos 2003 regla 3ª y 2000 inciso final, que hacen prevalecer la responsabilidad profesional del constructor por sobre la responsabilidad del propietario. 3) La tercera presunción de culpa por el hecho de las cosas está contenida en el artículo 2326, que se refiere al dueño o mero tenedor de un animal. Los daños que causan los animales son de responsabilidad presuntiva de sus dueños. “El dueño del animal es responsable de los daños causados por el mismo animal…”. Esta es una presunción general que se aplica a cualquier animal, así sea bravío o salvaje, doméstico o domesticado, siguiendo la clasificación del artículo 608 del Código Civil. La ley no distingue la calidad del animal para imponer responsabilidad a sus dueños. La responsabilidad presuntiva del dueño se extiende más allá de la tenencia y control del animal. La ley dispone que esta responsabilidad subsiste “después que se haya soltado o extraviado; salvo que la soltura, extravío o daño no pueda imputarse a culpa del dueño o del dependiente encargado de la guarda o servicio del animal”. Por otra parte, la presunción que se analiza es simplemente legal, puesto que se reconoce al dueño el derecho de probar que tanto la soltura, el extravío o los daños no son imputables al dueño o sus dependientes (por quien el dueño responde conforme lo previsto en el artículo 2322). El inciso segundo del artículo 2326 agrega que “Lo que se dice del dueño se aplica a toda persona que se sirva de un animal ajeno”. En otras palabras, el arrendatario o mero tenedor o nudo detentador (categoría que nosotros atribuimos al que tiene una cosa ajena a ciencia y conciencia de que no le pertenece y sabiendo quién es el dueño) del animal, es igualmente responsable de los daños que éste cause estando en su poder. Pero esta regla, adicionalmente, consagra un derecho del tercero que detenta la tenencia del animal para dirigirse contra el dueño, reclamando la restitución de lo que está obligado a reparar, “si el daño ha sobrevenido por una calidad o vicio del animal, que el dueño con mediano cuidado o prudencia debió conocer o prever, y de que no dio conocimiento”.
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Cabe aclarar, en este evento, varias cosas. Desde luego, no se trata de atenuar la responsabilidad del tenedor del animal, el cual quedará siempre obligado frente a la víctima. Se trata de permitir que el tenedor material del animal –que lo ha recibido de manos de su dueño– pueda accionar en contra de este último, cuando el daño obedece a la existencia de un vicio o calidad del animal que es la causa inmediata del daño que debe repararse. Nos parece obvio, por lo mismo, que este derecho no puede ejercerlo quien tiene el animal ilegítimamente en su poder, como sucederá con quien lo haya obtenido por medios ilegales o contra la voluntad del dueño. Asimismo, hay que aclarar, desde ya, que el grado de culpa que se impone al dueño, para los efectos del conocimiento real o presuntivo de la calidad o vicio del animal, no tiene relación con la responsabilidad extracontractual delictual, sino con la responsabilidad contractual, ya que la ley presume que el tercero detenta la tenencia del animal por voluntad del dueño (causa legítima). Habida consideración de lo señalado, si el tercero que detenta la tenencia del animal conoció o debió conocer, en razón de su profesión u oficio, la calidad o vicio del animal, no podrá deducir acción contra el dueño para obtener la restitución de lo que debió pagar por los daños provocados por el animal. La responsabilidad que reglamenta el inciso segundo del artículo 2326 es muy amplia. Ella compromete a todo quien “se sirva de un animal ajeno”. Por lo tanto, puede ocurrir que ello derive de la cesión o traspaso de su tenencia o de un acto propio del tercero que, por cualquier medio, consiguió desplazar al animal de manos de su dueño. En el primer caso puede operar el derecho del tenedor para accionar contra el dueño invocando la calidad o vicio del animal; en el segundo, ello no puede suceder y el único responsable será el que se hizo ilegítimamente del animal. Algunos autores, tomando pie de las palabras empleadas por la ley, sostienen que el inciso segundo del artículo 2326 sólo tiene aplicación si el tercero se sirve del animal, lo cual importa utilizarlo en los fines a que el animal se destina. La cuestión es discutible, pero parece lógica, ya que la presunción de culpa está basada en el aprovechamiento del animal cuando con ello se perjudica a un tercero. De aquí que se haya dicho
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que… “quien se limita a cuidar o guardar el animal sin servirse de él, sin poder utilizarlo en esos fines, no queda comprendido en sus disposiciones: no responde, por lo tanto, de los daños que causa el animal, a menos de probársele dolo o culpa con arreglo a derecho común. Pero entonces su responsabilidad se fundaría en el artículo 2314 y no en el artículo 2326”.96 Salvo que la tenencia del animal la comparta el dueño y un tercero que obtiene beneficio de ello, la responsabilidad consagrada en el artículo 2326 no puede coexistir regularmente entre el dueño y un tercero. En la hipótesis del inciso segundo del artículo 2326, la responsabilidad recae en el tercero que tiene en su poder al animal, no en el dueño que no ejerce sobre él el deber de cuidado y vigilancia. La acción del perjudicado, cuando ha habido traspaso legítimo de la tenencia y los daños se deben a la calidad o vicio del animal, se deduce contra el tenedor del animal. No puede, por ende, la víctima de los daños dirigir su acción contra el dueño, sin perjuicio de la hipótesis de que el animal se haya soltado o extraviado por culpa del dueño o de sus dependientes encargados de su guarda o servicio, caso en el cual puede coexistir la responsabilidad del dueño (basada en el extravío o soltura) y la responsabilidad del tercero que se sirve de un animal ajeno. Otra hipótesis de coexistencia de responsabilidades no parece posible. Las disposiciones del artículo 2326 no tienen aplicación respecto del animal fiero que no reporta utilidad para la guarda o servicio de un predio, ya que en este caso existe, como se analizó precedentemente, una hipótesis de responsabilidad objetiva, fundada en el riesgo. Por consiguiente, en esta situación se aplica el artículo 2327 y no se admite prueba alguna destinada a destruir la presunción de culpa. Se trata, por lo tanto, de una presunción de derecho que no admite prueba en contrario. Tampoco tiene aplicación el artículo 2326 si entre el dueño del animal y la víctima existe un vínculo contractual, como cuando media un contrato de compraventa, comodato, arrendamiento o depósito. En este supuesto prima la regulación contractual y la responsabilidad debe ajustarse a estas reglas.
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La presunción de culpa contenida en la disposición en análisis, como puede observarse, se destruye si el dueño del animal o el tercero que se sirve de él prueba que el daño no puede imputarse a su culpa o la de los dependientes encargados de la guarda o servicio del animal (debiendo en este último evento aplicarse lo previsto en el artículo 2322). De suerte que, cualquiera que sea la negligencia, imprudencia o falta de cuidado del dueño o de sus dependientes, subsistirá la responsabilidad. Si el dependiente, entonces, ejerció de manera impropia sus funciones y el dueño no tenía medio para prever o impedir este comportamiento empleando para ello el cuidado ordinario, puede eximirse de responsabilidad, recayendo en el dependiente el deber de indemnizar, todo lo cual quedó detalladamente explicado en lo precedente. Nótese, una vez más, que la culpa leve (“cuidado ordinario”) no tiene relación con los daños causados, sino con el deber de vigilancia que pesa sobre el empleador respecto de las funciones de sus empleados. Por último, conviene recordar que el Código Penal sanciona “al dueño de animales feroces que, por descuido culpable de su parte, causaren daño a las personas”, aplicándole las penas dispuestas en el artículo 490 del mismo cuerpo legal. Esta disposición es más limitada que el artículo 2327 del Código Civil, que impone responsabilidad al “que lo tenga” (el animal), en tanto el Código Penal alude sólo a su dueño. De modo que, tratándose de esta clase de animales, el dueño está expuesto no sólo a la reparación de los perjuicios, sobre la base de la responsabilidad objetiva, sino que, además, a una sanción penal (reclusión o relegación). En resumen, los daños que provoca un animal pueden ser indemnizados por su dueño, por un tercero que se sirve del animal o por un dependiente cuando ha obrado de manera impropia que el empleador no tenía medio de impedir o prever empleando el cuidado ordinario. Puede también, como se dijo, coexistir, excepcionalmente, la responsabilidad del dueño con la responsabilidad del que se sirve del animal, si ha habido extravío o soltura culpable, a consecuencia de lo cual detenta la tenencia un tercero que se sirve del mismo.
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4) Finalmente, el artículo 2328 del Código Civil regula una presunción de responsabilidad en relación a las cosas que se caen o se arrojan de la parte superior de un edificio. El fundamento de esta presunción es el riesgo, aun cuando éste debe hallarse referido a la existencia de un edificio en altura, y no a las cosas que están ubicadas en sus balcones, terrazas, ventanas, etc. El artículo 2328 dispone que “El daño causado por una cosa que cae o se arroja de la parte superior de un edificio, es imputable a todas las personas que habitan la misma parte del edificio…”. La presunción de culpa es amplísima y compromete a todos los que habitan, residen o utilizan la misma parte del edificio. Por lo mismo, responderán los que emplean el inmueble como vivienda, oficina, centro de actividades, bodega, etc., y cualquiera que sea el título que se invoca para ello. La ley distingue dos situaciones diversas: las cosas que “caen” y las que “se arrojan” desde la parte superior del edificio. Lo primero implica claramente una situación de riesgo, ya que para que una cosa caiga es necesario que ella contravenga la ley de la gravedad. Lo segundo supone una fuerza o actividad humana. Se trata, por lo tanto, de dos hipótesis muy distintas. Si la cosa que cae es un material integrado a la construcción de un edificio, se aplica el artículo 2323, y si lo que cae es un animal, el artículo 2326. Pero esta conclusión carece de importancia si se trata de una cosa que se arroja desde la parte superior del edificio, pues en tal caso puede ello ser un material que estaba adherido a la construcción o un animal que por el impulso humano se lanzó al vacío. Para establecer la responsabilidad sólo pueden considerarse los que habitan la misma parte del edificio. Pero esta exigencia debe interpretarse con cierta amplitud. No se trata de ocupar permanentemente y por todo el día el inmueble, basta que esté habitado (ocupado). Lo anterior se refuerza, ya que es perfectamente posible que caiga, en ausencia del morador, una cosa que se ubica peligrosamente en sus balcones, ventanales, balaustradas, etc. Pero si la parte del edificio está deshabitada, no tiene lugar la aplicación de esta presunción. Aun cuando la ley no lo dice, es necesario, además, que exista físicamente la posibilidad de que una cosa caiga o se
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arroje desde la altura, para lo cual deberán existir ventanas, troneras, huecos u orificios que permitan la caída o lanzamiento de un objeto. Sólo serán excluidos de esta presunción los dueños de la parte del edificio que se halle deshabitada. En el evento de que caiga una cosa que cause daño desde un lugar deshabitado, la responsabilidad que se haga valer deberá ceñirse a las normas generales sobre responsabilidad delictual o cuasidelictual. Lo que señalamos es en razón de que, tratándose de una presunción de culpa, la norma que la consigna es excepcional, y por lo mismo debe ser ella interpretada en forma restrictiva, ajustándose estrictamente a los elementos que señala esta regla para su establecimiento. Los efectos de esta presunción están también expresamente consignados en la ley: deben concurrir a indemnizar en forma conjunta todas las personas que habitan la parte del edificio desde la cual cayó o se arrojó la cosa que causó los daños. Esta disposición plantea varias cuestiones importantes que deben dilucidarse. Hay quienes sostienen que los responsables presuntivos deben ser imputables (esto es, capaces de delito o cuasidelito civil). La exigencia parece lógica tratándose de una presunción de culpabilidad que libera a la víctima de probar el elemento subjetivo del ilícito civil. Sin embargo, no será usual que una dependencia de esta especie sólo sea compartida por personas dementes o menores de dieciséis años que carecen de discernimiento, pero puede aquello ser posible. Se sostiene, además, que la exigencia de habitar implica morar o vivir allí, y que ello es esencial. Creemos que esta interpretación es extremadamente literal. Lo que la ley exige es la existencia de una persona responsable, que en forma permanente se sirva de la dependencia, en términos de estar en situación de controlar lo que allí ocurre. Por consiguiente, estará en esa situación todo aquel que emplee aquella parte del edificio, así viva o no viva en el lugar, siempre que sea de modo permanente y de ello se siga la posibilidad cierta de controlar su funcionamiento. Lo demás es literalidad pura. La norma analizada dispone que la indemnización “se dividirá” entre todas las personas que habitan la misma parte del edificio. La división deberá hacerse por partes iguales. No exis-
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te en este caso, excepcionalmente, solidaridad, a pesar de tratarse de un cuasidelito civil. Lo anterior como una forma de atenuar la responsabilidad, precisamente porque se presume la culpa. Tampoco podría sostenerse que quien habita una parte mayor estará obligado a pagar en proporción a lo que le corresponde, ya que no existe en la disposición elemento ninguno que permita extraer esta conclusión. Como es obvio, será el juez, en cada caso, el llamado a establecer quiénes deben entenderse comprendidos entre los que habitan la misma parte del edificio y la suma que, dividida entre todos los presuntos responsables, deberá pagarse a la persona perjudicada. Los que habitan la parte del edificio desde la cual cayó o se arrojó la cosa que causó el daño pueden excepcionarse de esta responsabilidad presuntiva, acreditando que “el hecho se debe a la culpa o mala intención de alguna persona exclusivamente”. En este evento, la única responsable será aquélla. La ley, por lo tanto, altera el peso de la prueba. La víctima no está obligada a probar la negligencia o descuido de los que habitan la misma parte del edificio, son ellos los que deberán acreditar quién es el responsable del delito o cuasidelito civil. Si tal no ocurre, subsiste la responsabilidad colectiva. Como puede observarse, la norma invierte el onus probandi a través de esta presunción simplemente legal. Con esta disposición se cierran los casos en que la ley construye presunciones de culpa. De la manera analizada, se consigue un objetivo central: aliviar a la víctima del peso de la prueba del dolo o de la culpa, lo cual constituye, sin duda alguna, un gravamen, a veces imposible de superar. La doctrina estima que de esta manera se extiende considerablemente la responsabilidad y se elimina uno de los obstáculos más difíciles de escalar. Recuérdese que en la doctrina moderna, más que poner acento en un daño culposo o doloso, se pone énfasis en un daño injusto, y sobre esa base se extiende el hoy día llamado derecho de daños. 3.3.2.4. Norma común a los que responden por el hecho de terceros Nos resta señalar que tratándose de personas que responden por hechos de terceros que están bajo su dependencia, como
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sucede en los casos consignados en los artículos 2320, 2321 y 2322 del Código Civil, existe una norma especial que permite a la persona encargada de su guarda y custodia ser indemnizada de los perjuicios que haya debido enfrentar en razón de esta responsabilidad. El artículo 2325 dispone que “Las personas obligadas a la reparación de los daños causados por las que de ellas depende, tendrán derecho para ser indemnizadas sobre los bienes de éstas, si los hubiere…”. Se trata, por lo mismo, de los casos en que la responsabilidad recae en quien se encarga del cuidado del autor del ilícito civil. Conviene precisar que la responsabilidad del cuidador, si bien está fundada en la culpa propia, como hemos anotado en las páginas anteriores, impone a éste las consecuencias de la culpa o el dolo ajeno. De aquí que la ley, concurriendo dos requisitos, permita que el responsable presuntivo sea indemnizado, esto es, recupere del autor del ilícito, si tiene bienes, lo que hubiere pagado al tercero víctima del delito o cuasidelito civil. Los requisitos legales para que proceda el ejercicio de este derecho están señalados en el mismo artículo 2325 y consisten en que el que perpetró el daño lo haya hecho sin orden de la persona a quien debía obediencia, y en que el autor del daño sea persona imputable, esto es, capaz de delito o cuasidelito civil, conforme lo prescribe el artículo 2319 antes examinado. Debe dejarse sentado, desde ya, que esta disposición no confiere acción a la víctima contra el autor del daño. Ella sólo alcanza a la relación que surge entre el autor del ilícito civil y la persona a quien se le ha confiado el cuidado de sus actos. Los requisitos establecidos obedecen al hecho de que tratándose de una persona que ejerce una suerte de poder sobre otra para evitar que ella cause daños, debe preverse que esta autoridad se ejerza para inducirla a provocarlo, caso en el cual la responsabilidad debe recaer en el cuidador o guardador. Asimismo, si quien causa los daños es persona inimputable, en razón de su edad o condición de demente, no puede, aun cuando posea bienes suficientes, ser perseguida en ellos (los bienes). De la forma indicada se restablece el equilibrio económico que debe existir entre el patrimonio de la persona encargada del cuidado de otra, y esta última.
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Aun cuando la doctrina estima que el derecho consagrado en el artículo 2325 se aplica respecto de los casos señalados en los artículos 2320, 2321 y 2322, nosotros estimamos que ello no ocurre en la hipótesis descrita en el artículo 2321, que regula la responsabilidad de los padres cuando los daños derivan de la mala educación o de los hábitos viciosos que han dejado adquirir a sus hijos. Para llegar a esta conclusión hemos considerado las siguientes razones: 1. En los supuestos contemplados en los artículos 2320 y 2322 resulta operante el artículo 2325, ya que, en su mayoría, tratándose de daños causados por personas imputables, existe un principio de responsabilidad que recae en la persona sometida al cuidado de otra (dependiente, pupilos, discípulos, artesanos, aprendices). Se trata de personas imputables que, por disposición de la ley, están sujetas al cuidado de otras personas. Lo anterior no encuadra en la situación descrita en el artículo 2321, en que la causa del daño está referida a un hecho en el cual no cabe responsabilidad sino a los padres; 2. Si los padres han dado una mala educación o dejado que sus hijos adquieran hábitos viciosos de tal naturaleza que por sí solos expliquen los daños causados, no pueden, invocando el incumplimiento de sus deberes más elementales, accionar contra sus hijos para obtener la restitución de lo pagado a título de indemnización de perjuicios; 3. El texto del artículo 2321, para enfatizar la responsabilidad exclusiva e intransferible de los padres, emplea el adverbio siempre, el cual parece indicar que se trata de una responsabilidad personal que no puede encontrar compensación en los bienes de los hijos; 4. Las hipótesis descritas en los artículos 2320 y 2323 están fundadas en la culpa de la persona encargada del cuidado de otra en relación con el hecho dañoso. Así sucederá con los empleadores, los jefes de colegios o escuelas, los tutores o curadores, etc. La hipótesis del artículo 2321 es diametralmente distinta. Ella consiste en el incumplimiento del deber que tienen ambos padres de educar y criar a sus hijos, lo cual supone
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un incumplimiento grosero, que se arrastra a través del tiempo en el período de formación de los menores; y 5. Finalmente, no puede prescindirse de la circunstancia evidente de que el artículo 2321 constituye una sanción civil, que se aplica a los padres cuando han dado mala educación a sus hijos o los han dejado adquirir hábitos viciosos de tal envergadura que explican, como se dijo, por sí solos, los daños que se causan. En consecuencia, creemos nosotros que cuando la ley se refiere en el artículo 2325 a “las personas obligadas a la reparación de los daños causados por las que de ellas depende”, no alcanza a los padres en lo que concierne a la figura descrita en el artículo 2321. Digamos, por último, que la ley no hace distingo alguno sobre el título que sirvió al tercero para obtener una reparación indemnizatoria de parte de la persona que está encargada del cuidado de otra. Por lo tanto, puede la indemnización cancelada haber sido consecuencia de una sentencia judicial, una transacción, o un pago voluntario. Como es lógico, todo ello podrá ser revisado por el juez al ejercerse el derecho que confiere el artículo 2325 al empleador, cuidador o guardador. Creemos que aun cuando la ley no contempla una cierta prelación entre los derechos consagrados en los artículos 2320 a 2322, es la víctima la llamada a decidir en contra de quién acciona. Lo que se descarta de raíz es el cúmulo de responsabilidades, como si una persona pretendiera dirigirse en contra del jefe de colegio –invocando el artículo 2320– y contra los padres, invocando el artículo 2321. Es evidente que la ley no admite una doble indemnización. Pero nada obsta a que la culpa del autor del daño se presuma –como cuando una persona dispara imprudentemente un arma de fuego– y también se presuma la culpa de la persona encargada de su cuidado. Concurrirá en este ejemplo la presunción del artículo 2329 Nº 1 y la consagrada en el artículo 2322. En tal evento la víctima no tendrá que probar la culpa de uno ni de otro, alterándose el onus probandi en su favor.
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3.3.2.5. Algunas consideraciones generales Para clausurar este párrafo es conveniente precisar algunas consideraciones generales. En primer término, debemos aclarar que en lo relativo a la responsabilidad delictual y cuasidelictual, no se acepta la graduación de la culpa. Lo que señalamos no admite excepciones. Sin embargo, se ha creído encontrar algunas disposiciones que hacen excepción de este principio. Al respecto se citan los artículos 2322 inciso 2º, 2323 y 2326. Un examen acucioso de estas disposiciones conduce a una conclusión distinta. El artículo 2322 alude al “cuidado ordinario” que se exige al empleador para prever o impedir el ejercicio impropio de las “respectivas funciones” de sus dependientes. Como puede observarse, esta circunstancia no está referida a la comisión del cuasidelito cometido, sino a la posibilidad de que pueda destruirse la presunción de culpa que pesa sobre el “amo” (el empleador). Por consiguiente, creemos que es erróneo afirmar que en este evento la culpa cuasicontractual admite graduación. El artículo 2323, por su parte, menciona la culpa leve –“cuidado de un buen padre de familia”– para establecer la responsabilidad presuntiva del dueño de un edificio por los daños que ocasione su ruina. Pero bien mirada esta disposición, regula una presunción simplemente legal de culpa que, a juicio nuestro, no excluye la comisión de un delito o cuasidelito conforme a las reglas generales de derecho, debiendo en tal situación acreditarse la existencia de culpa en cualquiera de sus grados. Como se dijo, otra interpretación llevaría a la conclusión de que existe un régimen preferencial y más benigno para los dueños de edificios, lo que no se justifica. De lo anterior se sigue, entonces, que el dueño de un edificio que causa daños en razón de su estado ruinoso, está sujeto a las reglas generales sobre responsabilidad –respondiendo, por lo tanto, de todo grado de culpa–, pero si la víctima se asila en la presunción consagrada en el artículo 2323, esa presunción puede destruirse probando que el dueño ha obrado como un buen padre de familia en lo que dice relación con las reparaciones y el cuidado del edificio. Finalmente, el inciso 2º del artículo 2326 se refiere a un “mediano cuidado o prudencia” para conocer la calidad y vi-
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cios del animal que causa daños. También en esta hipótesis la graduación de la culpa no tiene relación con el ilícito civil, sino con la acción que corresponde a una persona que ha recibido un animal, cuando los daños que éste causa obedecen a su mala calidad o sus vicios. De lo que dejamos expuesto se desprende que no es efectivo que nuestra ley civil acepte la graduación de la culpa cuasicontractual. Los casos que se mencionan no dicen relación con el ilícito civil, sino con la destrucción de las presunciones que permiten a la víctima eludir la prueba del elemento subjetivo del cuasidelito. Cabe recordar que el artículo 44 inciso 1º del Código Civil dispone, al reglamentar la culpa grave, que “esta culpa en materias civiles equivale al dolo”. No atribuimos a esta regla importancia alguna en materia extracontractual, ya que los efectos del delito y del cuasidelito son idénticos y la existencia de una intención positiva de causar daño no agrava la responsabilidad. Por lo mismo, esta cuestión cobra importancia para otros efectos, tales como el incumplimiento contractual, que conforme lo señala el artículo 1558, se agrava cuando ha habido dolo. Sin embargo, como lo señala Alessandri, esta disposición puede tener importancia cuando se trata de pactar cláusulas de irresponsabilidad, ya que si se excusa la culpa grave, ello importaría condonar el dolo futuro, incurriendo en nulidad absoluta por objeto ilícito (artículo 1465). “Por consiguiente, las partes no podrán pactar de antemano la irresponsabilidad por un daño irrogado con culpa lata o grave y es nulo el seguro contra riesgo procedente del cuasidelito del asegurado cometido con esa misma especie de culpa”.97 Una última reflexión. Si se analiza detenidamente la estructura del Título XXXV del Libro IV del Código Civil, se llegará a la conclusión de que existen dos disposiciones matrices: el artículo 2314 y el artículo 2329. El primero se refiere indudablemente al delito o cuasidelito penal. Lo anterior porque la ley señala que “el que ha cometido un delito o cuasidelito que ha inferido daño a otro…”. Siendo el daño un ele-
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Arturo Alessandri Rodríguez. Obra citada. Pág. 168.
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mento constitutivo esencial del ilícito civil, carece de sentido sostener que se ha cometido un delito o cuasidelito que ha inferido daño a otro. Lo que se señala en esta norma sólo puede concebirse en el ámbito penal, en el cual no todo delito causa daño a otro. Más aún, la última parte de este artículo expresa que el deber de indemnizar es “sin perjuicio de la pena que le impongan las leyes por el delito o cuasidelito”, lo cual sólo cabe en el campo penal. Por lo tanto, no hay duda de que lo que el autor del Código describe en esta disposición son los efectos de un ilícito penal que, como se ha dejado establecido, puede o no coincidir con un ilícito civil. La responsabilidad delictual y cuasidelictual civil está estructurada, complementariamente, en el artículo 2329, que consagra, como regla general, que “todo daño que pueda imputarse a malicia o negligencia de otra persona, debe ser reparado por ésta”. Es esta última norma la que conforma lo fundamental de la responsabilidad delictual y cuasidelictual civil, ya que ella sólo alude a la existencia de un daño que tiene como causa necesaria la acción dolosa o culpable de su autor. Creemos que esta cuestión, si bien carece de trascendencia práctica, sirve para reparar los aparentes vacíos que pudieren observarse en nuestra ley civil. 4. EL DAÑO 4.1. CONCEPTO Y DEFINICIÓN El daño, como elemento del ilícito civil, nos plantea una cuestión inicial. ¿Requiere esta expresión de una conceptualización jurídica o basta con darle su significado natural y obvio? Nosotros creemos que en cuanto elemento del delito y cuasidelito civil, esta expresión tiene un sentido que va más allá de este último alcance y que amerita, por lo mismo, una definición jurídica (no legal, porque no la tiene). Algunos autores así lo piensan. Tomasello, aludiendo al daño jurídico, dice que es “la lesión que por culpa o negligencia ‘de otro’ recibe una persona en un bien jurídico que le pertenece, lesión que le produce una sensación desagradable por la dismi-
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nución de ese bien, es decir, de la utilidad que le producía, de cualquier naturaleza que fuese” (hasta aquí cita a Enrique Baltierra Retamal); o que “es todo menoscabo que experimente un individuo en su persona y bienes a causa ‘de otro’, por la pérdida de un beneficio de índole material o moral, de orden patrimonial o extrapatrimonial” (hasta aquí cita a Ramón Meza Barros).98 Arturo Alessandri Rodríguez sostiene que “daño es todo detrimento, perjuicio, menoscabo, dolor o molestia que sufre un individuo en su persona, bienes, libertad, honor, crédito, afectos, creencias, etc. El daño supone la destrucción o disminución, por insignificante que sea, de toda ventaja o beneficio patrimonial o extrapatrimonial de que goza un individuo. Su cuantía y la mayor o menor dificultad para acreditarlo y apreciarlo son indiferentes; la ley no las considera”.99 Fernando Fueyo Laneri, citando las palabras del argentino Roberto Brebbia, sostiene que es “la violación de uno o de varios derechos subjetivos que integran la personalidad jurídica de un sujeto, producida por un hecho voluntario, que engendra en favor de la persona agraviada el derecho de obtener una reparación del sujeto a quien la norma imputa el referido hecho, calificado de ilícito”.100 Ramón Domínguez Aguila, por su parte, afirma que “el daño implica la privación de algún bien, de un derecho o la alteración de alguna situación jurídica o lesión de un interés, presente o futuro”. Advierte, en nota al pie, “queremos así abarcar, con términos generales, las diversas doctrinas existentes sobre la noción de daño, desde aquellos que exigen que signifique el menoscabo de un derecho hasta los que se contentan con la simple lesión de un interés sin más, pasando por los que piden que se trate de interés jurídicamente protegido”. Culmina estas reflexiones afirmando que “sin adentrarnos en el concepto mismo del daño, que sigue siendo debatido, entendemos 98 Leslie Tomasello Hart. El Daño Moral en la Responsabilidad Contractual. Editorial Jurídica de Chile. 1969. Pág. 14. 99 Arturo Alessandri Rodríguez. Obra citada. Pág. 210. 100 Fernando Fueyo Laneri. Cumplimiento e Incumplimiento de las Obligaciones. Editorial Jurídica de Chile. 1991. Pág. 364.
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que, en su sentido general, equivale a ‘menoscabo, disminución, detrimento’”.101 Como puede apreciarse, los autores disienten en el objeto sobre el cual debe recaer el daño. Algunos afirman que la lesión debe afectar un derecho subjetivo de la víctima. Otros, que basta con la lesión de un interés. Entre estos últimos, José Luis Diez Schwerter, seguidor del pensamiento de Domínguez Aguila, afirma que la jurisprudencia nacional concibe el daño “como todo menoscabo, detrimento, lesión, molestia o perturbación a un simple interés del que sea titular una persona o la situación de hecho en que ésta se encuentre. Criterio concordante con el sentir de Peirano Facio, para quien daño simplemente es ‘la diferencia, perjudicial para la víctima, entre su situación antes de sufrir el hecho ilícito y después del mismo’”.102 El mismo autor define el daño como “toda lesión, menoscabo, detrimento a simples intereses de la víctima, entendiendo por interés ‘todo lo que es útil, cualquier cosa, aunque no sea pecuniariamente valuable, con tal que sea un bien para el sujeto, satisfaga una necesidad, cause una felicidad y rechace un dolor’”.103 Admitiendo que el tema es discutible, creemos nosotros que la persona humana es un haz en que confluyen derechos, intereses, sentimientos, expectativas, proyectos, esperanzas, etc. En la medida que el orden jurídico, como quiera que sea, ampara estos valores, así sea forjando en torno de ellos derechos subjetivos o dándoles legitimidad jurídica, lo que se logra al reconocer su existencia, puede producirse un perjuicio resarcible si sobreviene una lesión. Lo que al derecho interesa es precisamente esto, identificar aquellos elementos de cuyo menoscabo puede resultar la obligación de indemnizar. Dicho en otros términos, el individuo es un centro en el cual convergen los más diversos intereses, así sean tangibles o 101 Ramón Domínguez Aguila. “Consideraciones en Torno al Daño en la Responsabilidad Civil. Una Visión Comparatista”. Revista de Derecho Universidad de Concepción. Nº 188 (1990). Pág. 125. 102 José Luis Diez Schwerter. El Daño Extracontractual. Jurisprudencia y Doctrina. Editorial Jurídica de Chile. 1998. Págs. 23 y 24. 103 José Luis Diez Schwerter. Obra citada. Pág. 25. La definición contiene una cita de Ihering para caracterizar el interés.
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intangibles, susceptibles de ser dañados por obra de un tercero. Pero no todos los intereses pueden ser objeto de una reparación resarcitoria. Ello está reservado para aquellos legitimados por el ordenamiento jurídico, lo que no es lo mismo que transformados en un derecho subjetivo. Un ejemplo aclarará nuestro pensamiento. La pérdida de una mano compromete la lesión de un derecho. Pero la víctima no podrá invocar los daños que se siguen sino en la medida que la mano sea empleada legítimamente. Si un ratero reclama reparación aduciendo que ha perdido su aptitud para sustraer los bienes ajenos, no hallará amparo jurídico. Pero sí que lo hallará si invoca en su favor una lesión corporal que lo deja imposibilitado de ganarse el sustento o, al menos, disminuye su capacidad laboral o le causa un sufrimiento. En suma, creemos nosotros que el daño, como elemento constitutivo de un ilícito civil, consiste en la lesión, menoscabo, pérdida, perturbación o molestia de un interés, así éste se halle o no constituido en derecho, siempre que el mismo, en este último evento, esté legitimado por el ordenamiento jurídico. Por lo mismo, no constituye daño resarcible la lesión de un interés que contraríe al ordenamiento normativo, aun cuando ello implique un menoscabo susceptible de ser comprobado. Nuestra posición, como puede apreciarse, se aproxima mucho más a la de quienes sólo exigen el compromiso de un interés. Si éste se encuentra tutelado o amparado en la ley, se tratará de un derecho subjetivo. Si, por el contrario, éste no encuentra reconocimiento y amparo legal expreso, pero no contraviene el ordenamiento jurídico, se tratará de un mero interés suficiente, sin embargo, para desencadenar una reacción reparatoria por parte del derecho. Sólo de este modo es posible, a nuestro parecer, distinguir los intereses que pueden dar lugar a la indemnización. De lo que señalamos se desprenden dos cosas importantes: hay intereses que son legítimos a la luz del ordenamiento jurídico, e intereses, a la inversa, que lo contravienen; asimismo, la reparación implica la restauración de una situación jurídica y ello sólo puede ser posible en el ámbito de la legitimidad normativa. Nos parece claro que no es posible admitir la restauración de intereses que se han forjado y existen al margen de la
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legalidad. Por otra parte, tampoco resulta admisible que el poder restaurador del derecho (la indemnización de perjuicios no es más que la manifestación de este poder) sirva a la recuperación o recomposición de una situación que el derecho no ampara. Por consiguiente, jurídicamente el daño debe conceptualizarse como la pérdida o menoscabo, perturbación o molestia de un interés legítimo ante el ordenamiento normativo, así dicho interés, atendido su reconocimiento y amparo jurídico, represente o no un derecho subjetivo. No basta, creemos nosotros, con aludir sólo a un interés, es necesario agregar la conformidad de éste con el sistema jurídico. Cabe recordar, además, que cuando un interés recibe de la ley una tutela o reconocimiento expreso o tácito, surge el llamado derecho subjetivo, el cual, como lo sostiene Ihering, no es más que un interés jurídicamente protegido. Sobre este punto nosotros estimamos que entre las muchas teorías que se han enunciado para caracterizar el derecho subjetivo, son la teoría de la voluntad (Savigny) y la del interés (Ihering) combinadas las que mejor y más claramente explican el derecho como facultad puesta al servicio de los intereses tutelados por el ordenamiento jurídico.104 Ramón Domínguez Aguila, tratando este tema, expresa: “Que el daño reparable haya de corresponder a un interés lícito parece conclusión de simple lógica. El Derecho no está para amparar la ilicitud, por mucho que ella represente algún valor para quien pierde una situación existente, aunque ilícita. Pero la simple afirmación ocasiona enormes dificultades cuando hay que precisarla en el hecho, ya que resta determinar cuándo habrá de considerarse ilícito el daño y, en especial, si esta ilicitud ha de referirse al daño mismo o a la situación de que arranca”.105 Acto seguido este autor trata el problema del concubinato, admitiendo que la licitud o ilicitud del daño (nosotros preferimos hablar de legitimidad o ilegitimidad del interés lesionado) es relativa y dependerá en muchos casos del
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Pablo Rodríguez Grez. El abuso del Derecho y el Abuso Circunstancial. Editorial Jurídica de Chile. 1998. 105 Ramón Domínguez Aguila. Consideraciones en… Obra citada. Pág. 137.
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tiempo y el espacio. Culmina su análisis con estas frases: “Haciendo pues abstracción de aquel caso particular (el concubinato), la exigencia de la licitud ha de referirse a la situación de que proviene el interés afectado por el hecho dañoso. Si bien la responsabilidad ha de reparar ‘todo daño’, ha de entenderse: todo daño proveniente de una situación lícita. Si en otras materias como la teoría de la causa, la regla positiva exige la conformidad del móvil con la ley, las buenas costumbres y el orden público, el mismo principio ha de extenderse al ámbito de la responsabilidad, admitiéndose únicamente la protección de situaciones lícitas. La acción indemnizatoria debe pues desestimarse, en las palabras de H. Mazeaud, ‘cuando la situación lesionada no está conforme con los principios generales de derecho y la moral’. Y en ello parece existir uniformidad en la doctrina civilista más común”.106 Como puede apreciarse, nuestra posición no apunta al examen de la situación o ilicitud del daño, sino al examen del interés que se lesiona. Creemos que de este modo resulta más fácil caracterizar el perjuicio indemnizable, excluyendo aquel otro que no merece esta protección jurídica. Lo que señalamos, como se demostrará más adelante, no sólo será útil para caracterizar el daño, sino para los efectos de su evaluación, como queda de manifiesto en el ejemplo antes indicado, relativo a la pérdida de una mano. La indemnización, en este caso, se determinará en función, entre otras cosas, de la pérdida de capacidad de la víctima para servirse de sus miembros. Se reparará la incapacidad de ejecutar actos ajustados a derecho y no otros actos sin legitimidad normativa. Don Arturo Alessandri Rodríguez, analizando el mismo tema, concuerda en que procede la indemnización de perjuicios cuando se lesiona un interés lícito. Dice al respecto: “No es necesario que el perjuicio, detrimento o menoscabo consista en la lesión o pérdida de un derecho de que la víctima sea dueña o poseedora, como sostienen algunos (cita a Josserand y De Page). El Código no lo ha exigido. Se limita a decir que el que ha inferido daño a otro es obligado a la indemnización (artículos 106
Ramón Domínguez Aguila. Consideraciones en… Obra citada. Pág. 137.
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1437, 2314, 2316, 2323, 2326 a 2329) y el daño, según su sentido natural y obvio, es el detrimento, perjuicio, menoscabo, dolor o molestia causado a alguien”. Más adelante agrega: “No se ve, por lo demás, qué razón habría para negar la reparación a quien ha sido privado injustamente de una ventaja de que gozaba, a pretexto de que no constituye un derecho. Tanto daño sufre el alimentario que a causa de la muerte del alimentante queda privado de los alimentos que éste le daba por ley, como el que los recibía por un acto voluntario de su parte: uno y otro sufren la pérdida o menoscabo de un beneficio o ventaja”.107 Se cita, afianzando esta posición, la jurisprudencia de nuestra Corte Suprema que, por ejemplo, ha reconocido el derecho de un padre ilegítimo, que carece de derecho para reclamar alimentos, para reclamar indemnización por la muerte del hijo ilegítimo a expensas del cual vivía.108 Creemos que con lo señalado la cuestión queda meridianamente clara. Existe una multitud de situaciones en que el pretensor de la reparación indemnizatoria sólo esgrime un interés legítimo para demandar, quedando de manifiesto su derecho, el cual se funda sólo en la existencia del referido interés. No deja de ser sorprendente, reafirmando el pensamiento de Domínguez Aguila sobre la relatividad de la licitud del interés, lo que sostiene el profesor Alessandri, respecto del concubinato (recordemos que su ya clásica obra data de 1943). “Pero en todo caso es menester que la ventaja o beneficio de que el hecho doloso o culpable prive a la víctima sea lícito, esto es, conforme con la moral y las buenas costumbres, en otros términos, que aquélla pueda invocar un interés legítimo; la ley no puede amparar situaciones ilícitas o inmorales. Por esta razón, la concubina no podría, en nuestro concepto, demandar indemnización por el daño que pueda causarle la ruptura del concubinato, sea por obra de su concubino o a causa de la muerte de éste por hecho de un tercero; su acción se fundaría en la ilicitud de la situación lesionada, puesto que invocaría su propia inmoralidad, los beneficios que le reportaba su conduc-
107 108
Arturo Alessandri Rodríguez. Obra citada. Págs. 210 y 211. Revista de Derecho y Jurisprudencia. Tomo 30. 2ª Parte. Secc.1ª. Pág. 524.
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ta irregular. En cambio los hijos ilegítimos, aunque carezcan legalmente de derecho de alimentos, podrían demandar indemnización por el daño que les causa la muerte de su padre ilegítimo a cuyas expensas vivían. Su acción no se funda en una situación inmoral o ilícita; por el contrario, es moral que un padre, aunque ilegítimo, subvenga a las necesidades de sus hijos. Y lo mismo cabe decir de los padres ilegítimos que viven a expensas de sus hijos ilegítimos”.109 Confrontemos esta posición con la sustentada por Domínguez Aguila: “El concubinato no es una situación legalmente admitida en el sentido de equipararla al matrimonio. Pero el juicio moral que sobre él existe es variable, según los tiempos y los lugares. Esto ha perjudicado el análisis de la licitud como requisito del daño. En efecto, a medida que la situación de convivencia es tolerada y disminuye su juicio moral condenatorio (al menos para alguna de sus formas), tiende a admitirse la indemnización del daño que causa su término. Sin embargo, para hacerla posible, se debilita la exigencia de la licitud, en lugar de plantear la cuestión en forma clara y directa, como sería la de reconocer que en muchos lugares ha desaparecido el juicio social condenatorio en contra del concubinato, a medida que se pierden los valores tradicionales”.110 Nos parece indiscutible que el juicio moral sobre el concubinato ha variado sustancialmente, creo yo, en especial a partir de la derogación del Párrafo 9 del Título VII del Libro II del Código Penal, que tipificaba como delito el adulterio. Si el concubinato comprometía a personas ligadas por vínculo matrimonial no disuelto, nos parece evidente que aquél no podía ser considerado una relación lícita, puesto que, incluso, configuraba un delito penal. En el día de hoy el adulterio sólo amerita sanciones civiles entre los cónyuges. Por lo mismo, el concubinato de personas no ligadas por vínculo matrimonial no merece un reproche moral que llegue al extremo de privar de derecho a reclamar indemnización por ruptura de la relación o por muerte de uno de los concubinos provocada por un
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Arturo Alessandri Rodríguez. Obra citada. Págs. 211, 212 y 213. Ramón Domínguez Aguila. Consideraciones en… Obra citada. Pág. 137.
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tercero. Tratándose de personas ligadas por el vínculo matrimonial, la cuestión es muchísimo más discutible, aun cuando yo me inclino por calificar la relación extramatrimonial como ilícita, puesto que ella está sancionada en la ley. El daño es un elemento consustancial al ilícito civil. No creemos que se trate de una condición de la acción de daños y perjuicios. En nuestra legislación sólo existe una hipótesis –la cláusula penal cuando ella se estipula como pena– en que es posible concebir la indemnización sin daño. Sin embargo, este caso excepcionalísimo más bien configura una sanción civil estipulada por los contratantes por el solo hecho del incumplimiento. Al menos en el derecho chileno, el daño es elemento esencial del ilícito civil y no podría desvincularse de él. Más aún, como se dejó sentado en lo precedente, el elemento distintivo entre la responsabilidad civil y la responsabilidad penal, aparte de la tipicidad, está representado por el daño. En el delito penal no es requisito de su esencia (numerosos delitos no requieren la concurrencia de daño), salvo que esté referido en el tipo; en el ilícito civil es elemento esencial (no hay delito o cuasidelito civil sin daño). 4.2. REQUISITOS DEL DAÑO INDEMNIZABLE No existe tampoco acuerdo entre los autores sobre los requisitos que debe reunir el daño indemnizable. A juicio nuestro, es reparable el daño cuando concurren los siguientes presupuestos: Que el daño sea cierto y no meramente eventual; Que se lesione –así ello consista en la pérdida, menoscabo, perturbación o molestia– un derecho subjetivo o un interés legitimado por el ordenamiento jurídico; Que el daño sea directo; Que el daño sea causado por obra de un tercero distinto de la víctima; y Que el daño no se encuentre reparado. Analizaremos cada uno de estos requisitos.
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4.2.1. Certidumbre El daño puede ser presente –actual– o futuro. Lo que interesa es el hecho de que no exista duda alguna de que éste realmente existe o existirá en un tiempo próximo. Respecto del daño presente no surge ningún problema. Lo que sí debe precisarse es en qué casos el daño futuro es cierto. La cuestión está íntimamente relacionada con la existencia de una causa que conduzca lógica y razonablemente a un resultado (el daño). Entendemos que es cierto el daño que, conforme a las leyes de la causalidad, sobrevendrá razonablemente en condiciones normales, a partir de su antecedente causal. Por consiguiente, al ejecutarse el acto dañoso puede preverse que éste producirá efectos en el tiempo si subsisten las condiciones entonces imperantes. Resulta obvio que entre la realización del hecho que sirve de antecedente al daño y su consumación pueden aparecer una multitud de factores inesperados o imprevistos que hagan desaparecer los efectos nocivos del acto. Pero estos factores sólo pueden ser considerados en el evento de que “razonablemente”, al momento de ejecutarse el hecho dañoso, ellos estén presentes. Los daños futuros, por lo mismo, son una proyección razonable del hecho constitutivo del ilícito civil, que realiza el juez sobre las bases indicadas. Para estos efectos deberán considerarse, muy especialmente, dos factores: por una parte, la relación causal entre el hecho y sus consecuencias; y, por la otra, la racionalidad de ocurrencia de estas últimas. Se ha discutido en qué momento debe analizarse esta situación para proyectar en el tiempo los daños futuros. Algunos afirman que la futuridad debe considerarse al momento en que se dicta la sentencia que ordena la reparación. Otros piensan que ello ocurre al momento de ejercerse la acción indemnizatoria (presentación de la demanda). Por nuestra parte, estimamos que la cuestión se suscita al momento de ejecutarse el hecho del cual deriva el daño. Dicho en otros términos, a partir de ese instante deberán eliminarse los acontecimientos imprevisibles, aquellos que no deberían racionalmente ocurrir y que eliminan el daño que se visualiza hacia el futuro. Creemos nosotros que el “hecho dañoso” es el que da inicio al examen que permite deducir los perjuicios que pueden ocurrir en el porve-
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nir. Si ellos –a partir de ese momento– han podido producirse siguiendo una cadena causal razonable y normal, no deberán considerarse los acontecimientos que imprevisiblemente puedan haber evitado el daño. No piensa lo mismo José Luis Diez Schwerter: “Por nuestra parte creemos que los daños son actuales o futuros en relación al momento en que se presenta la demanda reparatoria, ya que si bien la sentencia estima en particular los daños y condena a repararlos, no es menos cierto que esos perjuicios son los indicados en la demanda, por la congruencia que debe existir entre dicha resolución y ese escrito”.111 Por su parte Alessandri, aludiendo al daño futuro, señala que “El daño futuro es cierto y, por lo mismo, indemnizable cuando necesariamente ha de realizarse, sea porque consiste en la prolongación de un estado de cosas existentes… o porque se han realizado determinadas circunstancias que lo hacen inevitable…”.112 No obstante la aparente simplicidad de estos juicios, cabe preguntarse (y a eso apunta nuestro análisis) cuándo el daño “necesariamente ha de realizarse”. Lo anterior, por lo mismo, exige la adopción de un criterio científico que permita al juez deducir la certidumbre de que el daño debe producirse. De allí que estimemos necesaria la concurrencia de dos factores: relación causal (examen de la causalidad que liga la causa al efecto) y la razonabilidad, para descartar los factores sobrevinientes que puedan evitar en la realidad la ocurrencia del perjuicio. Siempre sobre el tema de los daños futuros ciertos, Alterini y López Cabana señalan: “El daño, por lo pronto, debe ser cierto en cuanto a su existencia misma, esto es, debe resultar objetivamente probable. El daño cierto se opone conceptualmente al daño incierto, que es eventual, hipotético o conjetural, que puede ‘tanto producirse como no producirse’ (L. A. Colombo); va de suyo que si se indemnizara el daño incierto y, en definitiva, el perjuicio no se consumase, habría enriquecimiento sin causa de quien recibiera in-
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José Luis Diez Schwerter. Obra citada. Pág. 65. Arturo Alessandri Rodríguez. Obra citada. Págs. 214 y 215.
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demnización. La pérdida de una posibilidad o chance es un daño cierto. Pero no lo es, por el contrario, el mero peligro o la mera amenaza de daño. Ahora bien. El daño cierto puede ser: a) Actual o presente, que es el ya ocurrido al tiempo en que se dicta la sentencia (Orgaz). b) Futuro, que es el que todavía no ha sucedido, aunque su causa generadora ya existe. El daño futuro es resarcible cuando reviste la calidad de cierto, porque se presenta como indudable o con un alto margen de probabilidad; la indemnización del lucro cesante enrola en esta categoría de daño futuro cierto. Pero no lo es cuando se trata de daño futuro incierto (eventual, hipotético o conjetural). En síntesis, son resarcibles el daño cierto actual y el daño cierto futuro”.113 Para terminar el análisis de este requisito, digamos que un ejemplo clásico de daño cierto futuro es el lucro cesante. Lo que una persona deja de ganar u obtener hacia el futuro, como consecuencia de un hecho que afecta la causa generadora de dicha utilidad, no es un daño actual, pero las condiciones que existen al momento de consumarse el ilícito civil son las que se proyectan razonablemente en términos de estimar cierto el efecto dañoso futuro. Es posible que por la interferencia de otros factores sobrevinientes (posteriores al ilícito) haya podido perderse el beneficio, pero si dicha presencia no es razonablemente probable, ello no se opone al lucro cesante que se reclama. Como puede observarse, lo que determina la existencia del daño futuro es la causa generadora del mismo, su consecuencia probable y la razonable certeza de que no surgirán elementos sobrevinientes que alteren el orden regular de las cosas permitiendo la consecución del beneficio. De aquí nuestra afirmación en el sentido de que el juez, para apreciar los daños futuros, deberá recurrir a la causa (hecho ilícito), sus consecuencias normales (beneficio esperado), y razonabilidad de que ello ocurra. Son estos los criterios que deben predominar para juzgar el daño cierto futuro. No basta con sostener que se trata de un daño que deberá ocurrir, sin especificar, creemos nosotros, los
113 Atilio A. Alterini y Roberto López Cabana. Temas de Responsabilidad Civil. Ediciones Ciudad Argentina. 1995. Págs. 115 y 116.
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factores que han de emplearse para fijar un criterio objetivo, al cual el tribunal deberá recurrir para resolver esta cuestión. Problema particularmente importante se presenta tratándose de daños futuros, cuando los elementos del ilícito civil no coinciden en el tiempo, siendo necesario precisar en qué instante se agota el ilícito civil, esto es, se consuma, para los efectos de computar el plazo de prescripción preceptuado en el artículo 2332 del Código Civil. Trataremos este tema al concluir el análisis de todos y cada uno de los elementos que configuran el delito y cuasidelito civil. 4.2.2. Lesión de un derecho subjetivo o un interés jurídicamente legítimo Sobre este punto nos remitimos a las reflexiones anteriores, formuladas a propósito del concepto y definición del daño resarcible. Con todo, vale la pena insistir en el hecho de que el daño indemnizable no corresponde a lo que resulta del sentido natural y obvio de esta expresión. El daño, en el ámbito de la responsabilidad delictual y cuasidelictual, tiene un alcance jurídico. No podría sostenerse, por ejemplo, que no es indemnizable el lucro cesante (concepción que, sin embargo, queda fuera del concepto natural y obvio de la expresión), o que es indemnizable el daño que el sujeto se causa a sí mismo, materia que queda excluida del ilícito civil. Como puede observarse, es claro que no hay posibilidad de hacer coincidir el concepto vulgar con el concepto jurídico de daño. De allí que fuera necesario incluir un análisis detallado sobre la conceptualización y definición del daño desde una perspectiva eminentemente jurídica. Ninguna duda cabe, tampoco, de que el daño puede recaer en la lesión (así se trate de la pérdida, menoscabo, perturbación o molestia) de un derecho subjetivo. A juicio nuestro, lo propio puede decirse de la lesión de un interés siempre que éste, como lo reconocen los autores, esté legitimado por el derecho. La licitud de este interés es lo que permite reclamar indemnización cuando él ha sido lesionado. Nos remitimos, también, a lo que se señala a propósito de la definición y conceptualización del daño.
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Por último, insistamos en que es posible que el daño no sea coetáneo con el acto que lo produce. En otros términos, puede ocurrir que el daño sea futuro, vale decir, se produzca cronológicamente después de ejecutado el hecho que lo provoca. En tal caso, el ilícito se entenderá consumado cuando concurran todos y cada uno de sus elementos y el plazo de prescripción, consagrado en el artículo 2332, comenzará a correr desde ese instante y no al momento en que se ejecuta el hecho del cual proviene el daño. Creemos que la acción indemnizatoria se extiende a los intereses jurídicamente legitimados, en razón, primordialmente, a que tanto la doctrina como la jurisprudencia reconocen casos concretos en que una persona, invocando sólo dichos intereses, está legitimada activamente para perseguir al autor del ilícito y reclamar de él la respectiva indemnización. 4.2.3. Daño directo La tercera exigencia del daño resarcible es que éste sea directo. Lo anterior significa que la pérdida, menoscabo, perturbación o molestia debe ser consecuencia inmediata y necesaria del hecho que lo provoca. Se trata, por lo mismo, de una materia que incide en la relación causal, pero que conforma un elemento o requisito del daño. La cuestión consiste en que el daño debe ser consecuencia inmediata de un hecho, sin necesidad de que interfiera otro hecho para su ocurrencia. Por consiguiente, el perjuicio resulta ser el que se sigue del hecho ilícito en forma espontánea y directa. Más claramente, sólo es indemnizable el daño que puede imputarse a la acción del demandado, sin que sea condición de su existencia otro hecho indispensable para la producción de ese resultado. Este problema se enturbia considerablemente cuando el daño no es fruto de una causa, sino de varias causas o concausas. En este último evento deberá, previamente, establecerse si todas las concausas concurren directa y necesariamente a la ocurrencia del daño, o si una o más de ellas es una condición para la existencia de las otras. Cuando hablamos de concausas
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nos referimos a la presencia de varias causas que tienen relación inmediata y necesaria con el resultado dañoso. Pero no tiene esta calidad aquella que desencadena otra causa de la cual se deriva el daño. En tal caso, desaparece la primera como fuente de responsabilidad. Siguiendo el ejemplo ya clásico sobre esta materia, si una persona compra un animal infectado de peste, a consecuencia de lo cual perecen sus otros animales, el vendedor responderá de este hecho y deberá indemnizar el valor de todos ellos, pero no será responsable de los perjuicios que se siguen para el comprador, que por falta de recursos derivada de la muerte de sus animales, no pudo hacer frente a obligaciones asumidas con un tercero. Como puede observarse, el daño indirecto tiene el carácter de tal cuando entre la causa que se invoca y el daño que se produce interfiere un hecho del cual deriva en forma inmediata el perjuicio. En el mismo ejemplo, el daño directo consistirá en la muerte de los animales por efecto de la infección; el daño indirecto es el perjuicio que se sufre por falta de cumplimiento de las obligaciones asumidas con el tercero. En este caso, la causa inmediata es la falta de recursos y no la muerte de los animales. Alessandri Rodríguez, sobre el criterio que debe seguirse para determinar si un daño es directo o indirecto, dice: “Por consiguiente, para saber si un daño es directo o indirecto y, por lo mismo, indemnizable o no, no debe atenderse a su mayor o menor proximidad con el hecho ilícito, a si es inmediato o mediato –un daño mediato, como el que repercute en un tercero, puede ser directo–, sino únicamente a si entre el hecho ilícito y el daño hay o no relación de causa a efecto, a si el daño es o no su consecuencia cierta y necesaria o, como dice un autor, su consecuencia lógica. Claro está que mientras más alejado es el daño, menos probabilidad tiene de ser directo”.114 No resulta difícil comprender que una persona no debe responder de los efectos indirectos de sus actos. Se puede responder de los perjuicios previstos e imprevistos, como ocurre en materia contractual cuando el incumplimiento es doloso (artículo 1558 del Código Civil), pero no puede responderse
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Arturo Alessandri Rodríguez. Obra citada. Pág. 234.
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de perjuicios remotos que causalmente se ligan a consecuencias ya consumadas de nuestros actos. Lo contrario llevaría a una incertidumbre imposible de superar. En materia extracontractual no se atiende a la previsibilidad del resultado, sino sólo a la producción del daño en cuanto efecto necesario y directo de la conducta incriminada. En sentencia de la Corte de Apelaciones de Santiago, de 27 de diciembre de 1993, se analizan los perjuicios directos e indirectos, aludiéndose a la racionalidad de las causas que han podido sobrevenir para excusar la responsabilidad, las que se mencionan como “causas imponderables e imprevisibles ajenas a la actividad” de la persona que causa el daño. Esta sentencia dice: “7. Que el tercer argumento esgrimido por la recurrente estriba en ser, conforme expresa, indirectos los perjuicios sufridos por el actor como consecuencia de las medidas adoptadas por el SAG y, por ende, no ser indemnizables. Añade que a dicho organismo sólo le correspondió responder del sacrificio de animales enfermos y que por ello ya indemnizó al demandante. Al relacionar este argumento con el señalado al respecto al contestar la demanda, se logra comprender que los daños directos serían, al parecer del apelante, los que derivaron directamente del sacrificio de animales que dispuso el SAG con motivo de la epidemia que afectó a la Séptima Región, y no otros. Conduce esta reflexión a la necesidad de estudiar qué requisitos deben reunirse para que se pueda concluir que el daño sea directo y cuándo se debe considerar indirecto un perjuicio, para, acto continuo, entrar a analizar la lógica del planteamiento sustentado. Para que se considere que un daño es directo, resulta menester: a) que haya habido una acción u omisión causada por un agente; b) que dicha acción u omisión haya ocasionado un daño, y c) que el referido perjuicio resulte como una consecuencia necesaria de la señalada acción u omisión. Daños indirectos son, en cambio, aquellos respecto de los cuales no existe relación causal entre la acción u omisión y el menoscabo, o, como lo señala René Abeliuk en su texto Las obligaciones, Editorial Ediar Ltda., edición 1983, página 190, ‘los que se habrían producido aun sin éste (el hecho)’. En este juicio, se debe entonces determinar si hubieran podido producirse los daños analiza-
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dos aunque el SAG no hubiera dispuesto de las clausuras aludidas, o si igualmente se hubieran ocasionado sin su actuar. Si se hubieran producido los destrozos o las mermas estudiadas sin la referida acción del SAG, como por ejemplo, si por una nevazón se hubiesen malogrado los predios empastados, obviamente nada tendría que indemnizar el SAG; pero en el caso materia del juicio, al no haber existido otras causas imponderables ni imprevisibles ajenas a la actividad administrativa del SAG, no puede sino concluirse que los destrozos por los cuales se pide indemnización fueron consecuencia directa de las medidas adoptadas por el señalado servicio, por lo cual deben ser indemnizados”.115 El considerando transcrito nos parece interesante. Para los efectos de determinar cuándo un daño es directo o indirecto se razona en el sentido de que es indirecto el daño que se habría producido aun en el evento de que se sustraiga el hecho que se imputa al demandado. Por lo mismo, no existe una relación causal directa y necesaria entre el acto objeto de reproche y el daño causado. Este razonamiento se completa sosteniendo que, para este efecto, no pueden tenerse en cuenta los hechos imponderables o imprevisibles. En otros términos, todo daño puede o no producirse o imputarse a otra causa, dependiendo ello de la imaginación del analista. Así, por ejemplo, en el caso del animal infectado, podría sostenerse que todos los animales pudieron morir antes de que la infección madurara como consecuencia de un incendio que pudo afectar al establo, o de la escasez de agua en la zona, o de un robo masivo que afectó a su propietario, etc. Lo que interesa, entonces, es ligar el hecho que altera la responsabilidad a una probabilidad cierta, razonablemente creíble y objetivamente posible en el concierto de circunstancias normales. En la sentencia transcrita, las praderas artificiales destruidas y desaprovechadas bien pudieron ser destruidas por una nevazón, pero aquello no era un factor de probable ocurrencia. De aquí que el daño haya tenido, a juicio de los jueces, como causa directa la clausura decretada por el organismo público.
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Gaceta Jurídica Nº 162. Págs. 58 y siguientes.
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Para que el daño sea considerado directo es necesario que él surja del hecho ilícito sin que medie un hecho nuevo que determine el resultado. Todo hecho produce un efecto. Una vez agotado este efecto, el mismo, unido a un nuevo antecedente causal, provocará otro efecto y así sucesivamente hasta el infinito. Podríamos decir que nada escapa al encadenamiento natural de los hechos y las circunstancias que nos rodean. Como es obvio, resulta imposible prever con certeza de qué manera seguirá desarrollándose la cadena causal, si se considera que el efecto del acto propio, confundido con otro antecedente (hechos y circunstancias), determinará también nuevos efectos. Por lo tanto, sólo podemos responder de aquello que determinamos en forma directa e inmediata. Sólo de eso somos autores y gestores principales y, aun, conscientes. Más allá de las consecuencias inmediatas de nuestros actos, perdemos, por así decirlo, toda posibilidad de previsión, ya que el efecto consumado del acto propio se mezcla con otro hecho sobreviniente, para configurar una nueva causa que desata una nueva consecuencia, la cual es remota en relación a la causa original. Si se impusiera responsabilidad por los daños indirectos, quedaríamos sujetos a los designios del azar, perdiéndose toda noción de justicia. En tal evento nuestra suerte quedaría entregada a la ocurrencia de hechos ajenos que, unidos al efecto del acto propio, determinarían renovadas consecuencias imposibles de prever, evitar o limitar. De aquí que ninguna disposición consagre la reparación de los daños remotos o indirectos y que un acuerdo convencional que así lo estableciera adolecería de objeto ilícito por contravenir la ley, la moral, el orden público y el orden natural de las cosas. Reiteremos que esta materia es propia de la relación de causalidad que estudiaremos más adelante. Pero el daño indemnizable sólo comprende aquel que resulta directa y necesariamente de la acción u omisión dolosa o culpable constitutiva del ilícito civil.
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4.2.4. Daño causado por un tercero distinto de la víctima El cuarto requisito del daño resarcible resulta lógico. El daño indemnizable debe ser provocado por la acción de un tercero y no por la víctima misma. Este principio se lleva al límite al sostener que no es reparable el daño que una persona, así sea imputable o inimputable, se causa a sí misma por una negligencia o descuido de su guardador. Este último, como lo hemos analizado precedentemente, responde a terceros de la conducta dañosa de quien está a su cuidado, pero no existe precepto alguno que lo obligue a responderle al pupilo por los daños que éste se cause a sí mismo. Sin embargo, existen casos excepcionales en que un tercero está obligado a reparar los daños que una persona se autoinfringe. Tal ocurre, por ejemplo, en los casos de accidentes del trabajo, ya que puede suceder que sea el mismo trabajador el que, por su culpa, se provoque el perjuicio indemnizable. En el evento de daños que se causa la propia víctima, no necesariamente se confunde la posición de demandante y demandado. Lo anterior porque existen situaciones en que la ley impone responsabilidad a una persona, afectando su patrimonio por los daños autoinferidos por un tercero. Desde luego, el artículo 209 del Código del Trabajo hace al dueño de la obra, empresa o faena, subsidiariamente responsable de las obligaciones que en materia de afiliación y cotización afecta a los contratistas en relación con las obligaciones de sus subcontratistas. Por su parte, el artículo 5º de la Ley Nº 16.744, que define qué se entiende por accidente del trabajo, exceptúa sólo los accidentes debidos a fuerza mayor que no tengan relación alguna con el trabajo y los producidos intencionalmente por la víctima. De estas disposiciones se sigue, entonces, que es posible, en casos de accidentes del trabajo, que los daños autoinferidos sean imputables a un tercero si se trata de un hecho culposo. En todo caso, la regla general sigue siendo que el daño resarcible debe ser causado por un tercero y no por la propia víctima, aun cuando, como se demostró, existan hipótesis en que es posible imponer responsabilidad a un tercero por los daños autoinferidos por la víctima. Lo que sí es absolutamente
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descartable por irracional, es que la víctima se dirija en contra de sí misma invocando el daño autogenerado. Como bien anota José Luis Diez Schwerter, lo que se señala no significa que el daño autoinferido no produzca efectos jurídicos importantes en algunas hipótesis. “Así el artículo 295 del Código de Justicia Militar castiga con la pena de reclusión menor en sus grados mínimo a medio al que ‘por su propia voluntad y con el objeto de sustraerse de sus obligaciones militares, se mutilare, o se procurare una enfermedad que le inhabilite para el servicio, aunque sea temporalmente’. Además por la vía del recurso de protección se han decretado medidas tendientes a hacer cesar forzadamente huelgas de hambre (iniciadas por personas distintas a los recurrentes), en el entendido de que con estas actitudes se amenazaba la garantía constitucional de la vida e integridad física contemplada en el artículo 19 Nº 1 de la Carta Fundamental”.116 Lo anterior nos lleva a plantear un problema importantísimo. ¿Es posible reclamar una indemnización de una persona que, en conocimiento de un probable daño autoinferido, no intentó evitarlo ejerciendo las acciones y derechos de que disponía? La cuestión es aún más compleja si se atiende a la especial situación en que se hallan las personas inimputables (incapaces de delito o cuasidelito civil) cuando están sujetas al cuidado de otras. Esta materia no ha sido analizada por los autores ni por la jurisprudencia. A nuestro juicio, no cabe duda alguna de que en determinados casos es posible reclamar esta reparación que tiene como único antecedente un daño autoinferido por la víctima, y la existencia de medios idóneos en poder de un tercero para evitarlo. Llegamos a esta conclusión por las siguientes razones: 1) Hay personas que en razón de su condición están encargadas al cuidado de otras. Tal ocurre, por ejemplo, con los menores de edad y dementes. La responsabilidad del tutor o curador se extiende tanto a los daños que dichas personas causan a terceros, como a los daños que el pupilo se causa a sí
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José Luis Diez Schwerter. Obra citada. Págs. 32 y 33.
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mismo, si ello proviene de un acto que el tutor o curador estuvo en situación de prever y evitar; 2) El artículo 2320 del Código Civil dispone que toda persona es responsable no sólo de sus propias acciones, sino del hecho de aquellos que estuvieren a su cuidado. La ley ha aludido al “hecho de aquellos que estuvieren a su cuidado”, sin distinguir si el daño causado afecta a un tercero o a la persona que se controla o vigila; 3) El deber que pesa sobre aquellos a quienes se encomienda el cuidado de otras personas es amplísimo y no admite limitaciones cuyo fundamento sea la identidad de quien experimenta el daño; 4) El deber de cuidado impuesto a ciertas personas respecto de otras no tiene por objeto velar sólo por el interés de terceros (ajenos al pupilo). Este deber comprende, creemos nosotros, ambos intereses, incluso más, es preponderante el que concierne al sujeto cuya conducta se supervigila y controla; y 5) Si una persona, por disposición de la ley, dispone de medios suficientes para evitar los daños que otra pueda autoinferirse, no se divisa razón para exonerarlo de responsabilidad si no hace uso de los mismos, sabiendo o debiendo saber la posibilidad de que el daño ocurra. En síntesis, concurriendo los requisitos indicados, esto es, que una persona por mandato legal esté bajo el cuidado de otra, y que esta última disponga de los medios idóneos para evitar un daño autoinferido por la víctima, procede la reparación del perjuicio autogenerado. A lo anterior habría que agregar la previsión real o presunta de la ocurrencia del daño, cuestión de hecho que deberá analizar el juez en cada caso. No nos parece posible, salvo que exista norma legal expresa sobre la materia, imponer el deber de reparar, más allá de lo indicado, en relación a los daños autoinferidos. Así, la autoridad no es responsable, bajo ninguna hipótesis, de los daños que puedan sufrir quienes sostienen una huelga de hambre para protestar por una determinada situación, ni los empleadores por los daños que puedan autoinferirse sus trabajadores
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intencionalmente, aun cuando tengan recursos y medios legales para evitar que ellos se produzcan. No es posible llevar tan lejos el deber de cuidado que recae sobre los actos de personas plenamente capaces. En este último caso, parece evidente que la norma legal apunta a proteger a los terceros. Tal ocurre, evidentemente, en la hipótesis del artículo 2322 del Código Civil, antes analizada. Finalmente, digamos, a propósito de este requisito, que el artículo 2330 del Código Civil no tiene relación alguna con los daños autoinferidos. Esta norma descansa sobre el supuesto de que la víctima se “exponga imprudentemente” al daño. La exposición al daño no implica su autogeneración, lo cual supone una actividad o conducta capaz de provocarlo. De lo señalado se desprende, entonces, que esta regla, como se analizará más adelante, sólo incide en la determinación del monto (quantum) de la obligación indemnizatoria respectiva, pero no importa una regulación relativa al daño autoinferido. 4.2.5. Daño no reparado Este último requisito, generalmente citado por los autores, tiene por objeto poner acento en que no es posible en materia indemnizatoria aceptar una doble reparación. Creemos encontrar comprometido en esta cuestión un principio de orden público. Para llegar a esta conclusión debe tenerse en cuenta que el daño que proviene de un ilícito civil no puede ser objeto de un enriquecimiento por parte de la víctima, ya que si tal sucediera, podría, en alguna medida, incitarse a personas inescrupulosas a buscar situaciones y coyunturas que les permitieran lucrarse con este tipo de responsabilidades. Lo anterior está claramente explicitado en el artículo 517 del Código de Comercio, que expresa: “Respecto del asegurado, el seguro es un contrato de mera indemnización, y jamás puede ser para él la ocasión de una ganancia”. Reafirmando esta regla, el artículo 532 del mismo Código señala que “No es eficaz el seguro sino hasta concurrencia del verdadero valor del objeto asegurado, aun cuando el asegurador se haya constituido responsable de una suma que lo exceda”. En el supuesto de
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que sólo esté asegurada una parte de su valor, el inciso segundo agrega: “No hallándose asegurado el íntegro valor de la cosa, el asegurador sólo estará obligado a indemnizar el siniestro a prorrata entre la cantidad asegurada y la que no lo esté”. Como puede apreciarse, el legislador descarta de plano que por medio del seguro se consiga un lucro o ganancia basada en la ocurrencia del siniestro. Estas disposiciones deben entenderse complementadas por lo previsto en el artículo 534 del mismo cuerpo legal, que señala: “Aunque el valor (de la cosa asegurada) haya sido formalmente enunciado en la póliza, el asegurador o asegurado podrán probar que la estimación ha sido exagerada por error o dolo”. Los incisos segundo y tercero regulan los efectos que se siguen cuando la estimación ha sido errónea o dolosa. En el primer caso, la suma asegurada y la prima “serán reducidas hasta la concurrencia del verdadero valor de los objetos asegurados”. En el segundo, el asegurado no puede exigir el pago del seguro en caso de siniestro, ni excusarse de abonar al asegurado la prima íntegra, sin perjuicio de la acción criminal. No puede dejarse de destacar que en este último evento se produce un enriquecimiento en favor del asegurador, lo que tiene como único antecedente la necesidad de mantener la difusión del riesgo (recuérdese que todo el sistema de seguros descansa sobre la base de cálculos actuariales en que las primas de los demás financian los siniestros de los menos). Esta cuestión está directamente relacionada con los llamados daños punitivos reconocidos en la doctrina y jurisprudencia del common law. Ellos “comprenden, por una parte, el concepto del daño que afecta al damnificado, y, por otro lado, la idea de castigo o punición que debe dirigirse al dañador”.117 Esta institución es ajena a la tradición jurídica de nuestro país y demás países de este continente. Domínguez Aguila sostiene que “…la responsabilidad civil, distinta en ello de la penal, no podría concebir fines sancionatorios y, de este modo, utilizar la condena a pagar una suma de dinero a título de daños, como una pena para el autor del hecho perjudicial. Si existe, a la vez
117 Jorge Bustamante Alsina. Responsabilidad Civil y Otros Estudios. Editorial Abeledo-Perrot. 1995. Págs. 30 y 31.
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que perjuicio civil, daño a un interés protegido penalmente, se habrá producido, para un mismo hecho, la correspondencia entre el delito penal y delito o cuasidelito civil, no porque sean idénticos, sino porque la misma conducta llena los requisitos de uno y otro. Incluso cuando ello sucede y la ley procesal admite que ambas figuras sean conocidas en un mismo proceso, ésta se encarga de anotar que la acción penal se dirige a ‘sancionar, en su caso, el delito’ y la civil a ‘reparar los efectos civiles del hecho punible’ (artículo 10 del Código de Procedimiento Penal)”. Más adelante, el mismo autor afirma: “No ocurre otro tanto en el Common Law. Este utiliza abiertamente la condena a pagar una suma de dinero por daños, no solamente como modo de reparación, sino también como forma de sanción y disuasión. Así ocurre con los llamados daños punitivos (punitive damages), que consisten en una suma que mandada pagar, incluso más allá del daño compensatorio o aun sin éste y para castigar al demandado y hacer de él un ejemplo que desaliente a otros de igual conducta, cuando ésta es especialmente grave, sea por existir malicia o culpa caracterizada en la interferencia de derechos ajenos. Estas sumas pueden adquirir cuantía considerable e incluso imposible de concebir para nuestras prácticas jurisprudenciales”.118 No merece mayores explicaciones sostener que los daños punitivos no tienen entre nosotros arraigo. Sin perjuicio de lo cual, como se examinará más adelante, es posible que al fijarse una indemnización por daño moral, exista de parte de los tribunales una tendencia a imponer una pena civil al autor del daño cuando es manifiestamente injusto. Compartimos con los Mazeaud y Tunc, que este requisito del daño “no es sino una ‘perogrullada’; sin embargo, su aplicación no carece de dificultades, porque se trata precisamente de concretar en qué casos cabe decir que la víctima ha obtenido reparación del perjuicio sufrido por ella”.119 Analizaremos una serie de conflictos en que juegan los principios enunciados: 118
Ramón Domínguez Aguila. Consideraciones en… Obra citada. Págs. 129 y
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Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Pág. 325.
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1) En el evento de que una persona haya contratado un seguro contra daños, se presenta el problema de saber si puede proceder en contra del autor del daño o sólo contra el asegurador. La doctrina admite, lo cual no ofrece dudas, que la víctima pueda accionar contra el autor del daño por aquella parte de los perjuicios no cubierta por el seguro. En nuestra legislación existe norma expresa que resuelve este problema. El artículo 553 del Código de Comercio expresa: “Si la indemnización (que paga el asegurador) no fuere total, el asegurado conservará sus derechos para cobrar a los responsables los perjuicios que no hubiere indemnizado el asegurador”. El contrato de seguro, por otra parte, establece una relación entre asegurador y asegurado. Por consiguiente, nada impide que este último renuncie al seguro –pueden renunciarse todos los derechos siempre que la renuncia no esté prohibida en la ley y que ella mire el solo interés del renunciante, dice el artículo 12 del Código Civil–, puesto que los derechos que emanan de este contrato no afectan intereses de terceros. En este caso la víctima está legitimada activamente para proceder en contra del autor del daño como si el seguro no existiere. 2) Si el asegurador paga el siniestro e indemniza los daños, así sea total o parcialmente, opera una subrogación legal en su favor. El artículo 553 expresa que “por el hecho del pago del siniestro, el asegurador se subroga al asegurado en los derechos y acciones que éste tenga contra terceros, en razón del siniestro”. Por lo tanto, el asegurador quedará legitimado, por la sola circunstancia de haber pagado el siniestro, para dirigirse contra el autor de los daños. La disposición invocada despeja toda posibilidad de que sea procedente una acumulación de indemnizaciones, ya que tan pronto se pague el seguro, los derechos se radican en el patrimonio del asegurador, extinguiéndose en el patrimonio de la víctima de los daños. 3) Henri y León Mazeaud y André Tunc citan en su Tratado Teórico y Práctico, un caso curioso. Si la víctima de un ilícito civil es auxiliada caritativamente por un tercero, reparando total o parcialmente los daños sufridos, puede el autor del ilícito excepcionarse aduciendo que el daño ha desaparecido. Compartimos el análisis de estos autores, en orden a que los actos de
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caridad no excusan al autor del ilícito civil de su deber de reparar el daño causado. Existe, dicen ellos, entre ambas prestaciones una diferencia fundamental: “en un caso, el que socorre a la víctima está obligado a ello, en otro, obra benévolamente. Pero, precisamente, esa diferencia es capital. Una caridad –y se está siempre ante una caridad más o menos disimulada– no es una indemnización: esta última presenta el carácter de una reparación a la que tiene derecho la víctima. Parece, pues, difícil negarle a la víctima que haya recibido algunos socorros la posibilidad de reclamar reparación íntegra del daño que se le haya causado”.120 Por nuestra parte, agregaríamos un argumento más. El derecho a obtener la reparación queda establecido al momento en que se consuma el daño, a partir de ese instante surge un derecho que no puede extinguirse por efecto de otro acto, proveniente de un tercero desvinculado de la relación que surge como consecuencia del ilícito civil, y cuya causa es absolutamente ajena a la obligación que pesa sobre el autor del daño. Aceptando la tesis contraria, el acto de caridad se realizaría en favor del infractor y no de la víctima, lo cual resulta absurdo. Don Arturo Alessandri Rodríguez sostiene, sobre este particular: “En nuestro concepto, todo él se reduce a determinar el carácter de las prestaciones que la víctima recibe de terceros con ocasión del delito o cuasidelito, es decir, si importa o no una reparación o indemnización del daño realmente irrogado. En caso afirmativo, el cúmulo es inadmisible por la sencilla razón de que un daño no puede ser reparado dos veces. Pero si no tiene tal carácter, si su existencia es independiente de ese daño, con el cual no guarda relación, el cúmulo es procedente”.121 4) Finalmente, nos referiremos a un problema interpretativo que ha surgido a propósito del artículo 410 del Código Penal. Esta norma establece que en los casos de homicidios o lesiones a que se refieren los párrafos I, III y IV de dicho Código, el ofensor, a más de las penas que en ellos se establecen,
120 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen I. Págs. 383 y 384. 121 Arturo Alessandri Rodríguez. Obra citada. Pág. 583.
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quedará obligado: “1. A suministrar alimentos a la familia del occiso. 2. A pagar la curación del demente o imposibilitado para el trabajo y dar alimentos a él y su familia. 3. A pagar la curación del ofendido en los demás casos de lesiones y a dar alimentos a él y su familia mientras dure la imposibilidad para el trabajo ocasionada por tales lesiones. Los alimentos serán siempre congruos tratándose del ofendido, y la obligación de darlos cesa si éste tiene bienes suficientes con que atender a su cómoda subsistencia y para suministrarlos a su familia en los casos y en la forma que determina el Código Civil”. Hay quienes han sostenido que esta disposición impone una obligación especial que va más allá de lo previsto en los artículos 2314 y siguientes del Código Civil, de suerte que ella es perfectamente compatible con la respectiva indemnización que deberá regularse conforme a las reglas generales. Así lo entendió la Corte Suprema en 1971.122 Esta posición varió sustancialmente en 1975,123 sentencia en la cual la misma Corte estimó que la fuente de esta obligación no era otra que la responsabilidad consagrada en el artículo 2314 del Código Civil. A nuestro juicio, la norma invocada no tiene otra connotación que no sea una regulación especial y meramente facultativa para reclamar la debida reparación. El derecho constituye un todo armónico que no puede fraccionarse anárquicamente dando absoluta independencia a cada una de sus ramas. En consecuencia, lo que el Código Penal permite es que en el ámbito de la responsabilidad civil, gobernada por las reglas contenidas en el Código respectivo, se puede reclamar una pensión de alimentos, o la curación del afectado cuando queda en estado de demencia, o la curación de las lesiones cuando ellas provienen del mismo delito. José Luis Diez Schwerter, analizando la jurisprudencia antes citada, afirma: “Fuera de los casos citados no conocemos otros en que se haya invocado la aplicación del artículo 410 del Código Penal. La problemática que éste puede generar con respecto al último requisito del daño reparable (que no esté indemnizado) carece así de una solución definitiva. Aunque el
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Revista de Derecho y Jurisprudencia. Tomo 69. Secc. 4ª. Pág. 274. Revista de Derecho y Jurisprudencia. Tomo 72. Secc. 4ª. Pág. 163.
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desuso en que ha caído esa norma lo interpretamos como un tácito reconocimiento que han hecho los abogados en orden a que las prestaciones que impone cumplen una finalidad reparatoria derivada de los principios de la responsabilidad civil extracontractual”.124 Antes de cerrar nuestros comentarios sobre los requisitos que debe reunir el daño para que sea resarcible, conviene precisar que no compartimos con el autor antes citado los que él menciona, sino parcialmente. A juicio nuestro, no es requisito del daño que él consista en una turbación o molestia anormal. Lo anterior se deduce de los límites de tolerancia que imperan en cada sociedad, cuestión que no dice relación con un requisito del daño, sino con su existencia, esto es, con la pérdida, menoscabo, perturbación o molestia que lo constituye. Lo que se señala como requisito del daño resarcible es un elemento de existencia del mismo y debería abordarse al definirlo o conceptualizarlo. Asimismo, creemos que es requisito del daño resarcible que éste sea directo, ya que el daño indirecto, si bien existe, no es imputable al autor del hecho, por no ser la causa inmediata y necesaria del perjuicio. De la misma manera, creemos nosotros, como se analizó extensamente en las páginas anteriores, que el daño puede afectar un derecho subjetivo o bien un interés debidamente legitimado por el ordenamiento jurídico, lo cual coincide con lo aseverado por Diez Schwerter, en el sentido de que “el daño debe provenir de la lesión a una situación lícita (necesidad de que el interés invocado sea lícito)”.125 Finalmente, don Arturo Alessandri exige, al conceptualizar el daño, que éste recaiga en un derecho o interés legítimo, como ya se señaló. Cita como requisitos del daño (sin recurrir a esta nomenclatura) que éste sea cierto (certidumbre del daño) y directo. Pero, insistamos, este autor no sigue el mismo esquema, de modo que sería abusivo sacar conclusiones desvinculadas del contenido estricto de su obra. Hasta aquí los requisitos que debe reunir el daño resarcible.
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José Luis Diez Schwerter. Obra citada. Pág. 64. José Luis Diez Schwerter. Obra citada. Pág. 30.
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4.3. E L DAÑO CONTINGENTE EN EL CÓDIGO CIVIL Todos los autores están de acuerdo en que el daño eventual, hipotético o conjetural, no es indemnizable. Este daño –que no es tal– carece de realidad y, por lo mismo, no puede repararse. Lo que caracteriza este daño es la inseguridad o incerteza en cuanto a su ocurrencia. “Al exigir que el perjuicio sea cierto, se entiende que no debe ser por ello simplemente hipotético, eventual. Es preciso que el juez tenga la certeza de que el demandante se habría encontrado en una situación mejor si el demandado no hubiera realizado el acto que se le reprocha. Pero importa poco que el perjuicio del que se queje la víctima se haya realizado ya o que deba tan sólo producirse en lo futuro. Ciertamente, cuando el perjuicio es actual, la cuestión no se plantea: su existencia no ofrece duda alguna. Pero un perjuicio futuro puede presentar muy bien los mismos caracteres de certidumbre. Con frecuencia, las consecuencias de un acto o de una situación son ineluctables; de ellas resultará necesariamente en el porvenir un perjuicio cierto. Por eso, no hay que distinguir entre el perjuicio actual y el perjuicio futuro, sino entre el perjuicio cierto y el perjuicio eventual, hipotético. Los autores parecen estar de acuerdo sobre este principio, aun cuando suelen emplear ya sea uno u otro término, ya sea ambos concurrentemente: actual y cierto, futuro y eventual, lo cual no deja de crear cierta confusión”.126 Nosotros creemos que el daño eventual o hipotético es siempre futuro (a partir del hecho), pero se diferencia del daño futuro cierto en que no existe una convicción razonable de que pueda llegar a producirse. Así, por ejemplo, el daño que sufre un pianista al perder una mano, cuando se reclama lucro cesante, es evidentemente un daño futuro –el perjuicio sobrevendrá en el porvenir–, pero cierto, ya que no hay duda que la víctima no podrá tocar este instrumento. No sucede lo mismo si el “encargado de conducir al hipódromo un caballo de carrera o a su jinete, y debidamente advertido del motivo del viaje,
126 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen I. Págs. 301 y 302.
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el transportista, a consecuencia de una tardanza, hace que el caballo no llegue a tiempo para la salida de la carrera; o bien, durante la carrera, la culpa de un competidor o la de un espectador causa la muerte del caballo; el propietario del animal pierde así la probabilidad de ganar el premio”.127 A juicio nuestro, el daño eventual no comprende el daño contingente, que está constituido por un peligro que puede llegar a provocar un daño real. En verdad el llamado daño contingente no tiene el carácter de tal, ya que no ha generado una lesión, sino que representa una probabilidad razonable y concreta de que ésta llegue a producirse. De aquí que la ley regule algunos casos destinados, precisamente, a evitar que el daño pueda concretarse y llegar a consumarse. El tratamiento que nuestro Código Civil da al daño contingente puede caracterizarse aludiendo a tres aspectos: a) Está representado por una situación de peligro de la cual puede derivarse razonablemente un daño resarcible (riesgo); b) La indicada situación es imputable a la imprudencia o negligencia de una persona; y c) La acción que se concede a los particulares no tiene carácter resarcitorio propiamente tal, sino precautorio o cautelar, y puede ejercerse por cualquier persona del pueblo (acción popular). Analizaremos enseguida los casos referidos. El artículo 2333 dispone: “Por regla general, se concede acción popular en todos los casos de daño contingente que por imprudencia o negligencia de alguien amenace a personas indeterminadas; pero si el daño amenazare solamente a personas determinadas, sólo alguna de éstas podrá intentar la acción”. Esta norma es amplísima y enuncia una regla general que permite incluir en su regulación todos los casos en que existe una situación de peligro que pueda amenazar la producción de un daño resarcible. Fácil resulta constatar, entonces, que el peligro
127 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen I. Pág. 308.
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está asociado indisolublemente a la imprudencia o negligencia de una persona. El artículo 2328 inciso 2º, por su parte, expresa: “Si hubiere alguna cosa que, de la parte superior de un edificio o de otro paraje elevado, amenace caída y daño, podrá ser obligado a removerla el dueño del edificio o del sitio, o su inquilino, o la persona a quien perteneciere la cosa o que se sirviere de ella; y cualquiera del pueblo tendrá derecho para pedir la remoción”. Esta regla describe una situación específica, pero frecuente en las construcciones en altura. De la manera indicada el legislador sale al paso de un riesgo cierto, que con una previsión razonable puede evitar un daño real. No se trata, por consiguiente, de un daño resarcible, sino de la forma de atajar una lesión al derecho o los intereses ajenos. El llamado daño contingente no es más que una fórmula administrativa para precaver la concreción de un daño resarcible. Lo dicho queda en evidencia si se tiene en consideración lo previsto en el artículo 2334, que regla, precisamente, los aspectos administrativos que se siguen de la denuncia de este daño, que no podemos calificar sino como sui géneris. Dice este artículo: “Si las acciones populares a que dan derecho los artículos precedentes, parecieren fundadas, será el actor indemnizado de todas las costas de la acción, y se le pagará lo que valgan el tiempo y diligencia empleados en ella, sin perjuicio de la remuneración específica que conceda la ley en casos determinados”. Lo que la ley ordena resarcir son los costos en que incurre el que ejerce la acción popular para precaver el daño contingente. Los mismos fundamentos se observan tratándose de la denuncia de obra nueva reglamentada en los artículos 930 y 931 del Código Civil, y la denuncia de obra ruinosa reglamentada en los artículos 932, 933 y 934 del mismo cuerpo de leyes. Cabe anotar que el artículo 935 hace extensivas estas normas “al peligro que se tema de cualesquiera construcciones; o de árboles mal arraigados, o expuestos a ser derribados por casos de ordinaria ocurrencia”. Particularmente importante resulta lo previsto en el artículo 948 del Código Civil. En alguna medida, esta regla transforma a todas las “personas del pueblo” en custodios “de los
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caminos, plazas u otros lugares de uso público”, tanto respecto de dichos bienes como de los que “transitan por ellos”, al conferirles los derechos “concedidos a los dueños de heredades o edificios privados”. El inciso 2º es aún más expresivo de esta intención, manifiesta: “Y siempre que a consecuencia de una acción popular haya de demolerse o enmendarse una construcción, o de resarcirse un daño sufrido, se recompensará al actor, a costa del querellado, con una suma que no baje de la décima, ni exceda a la tercera parte de lo que cueste la demolición o enmienda, o el resarcimiento del daño; sin perjuicio de que si se castiga el delito o negligencia con una pena pecuniaria, se adjudique al actor la mitad”. No cabe duda de que el interés del legislador en el caso descrito es interesar efectivamente a todos los particulares para que ejerzan seriamente estos derechos, asumiendo un papel activo en el control de estas situaciones que pueden derivar en la producción de daños importantes. Por otra parte, se observa una clara intención de conferir a los particulares derechos concretos en la supervigilancia de los bienes nacionales de uso público, cuyo dominio y uso corresponde a la nación toda. Creemos que esta tendencia –de interesar efectivamente a los particulares en la suerte de los bienes nacionales de uso público– se fue diluyendo con el correr del tiempo, quedando relegada, por obra de otros cuerpos legales (que dieron a los organismos del Estado, ministerios, direcciones, municipalidades, etc., una mayor injerencia en esta materia), a un segundo plano. Esta tendencia estatista produjo un efecto negativo, al desvincular a los particulares de bienes que, en cierta medida, les pertenecen y forman parte de su quehacer diario. En el día de hoy, una abundante legislación especial (ordenanzas, leyes sobre urbanismo y construcciones, planes reguladores, etc.) prefiere a estas otras normas tan sabiamente incorporadas a nuestra legislación civil. El Código Civil contiene una norma que, aunque muy escueta, cubre un muy amplio espectro. El artículo 937 expresa que “Ninguna prescripción se admitirá contra las obras que corrompan el aire y lo hagan conocidamente dañoso”. De su texto se deriva que cualquier persona puede accionar en contra de este tipo de obras y que el tiempo no consolida su existencia. Si se tiene en consideración que el daño que se procura
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evitar afecta a todas las personas expuestas al aire corrompido, no puede desconocerse la legitimidad activa que ellas tienen para mitigar este daño contingente. Desde esta perspectiva, no obstante la antigüedad de estas disposiciones, resulta forzoso reconocer que ellas se adelantaron a su tiempo. El concepto y tratamiento del daño contingente es original, pues ha quedado de manifiesto que no existe en la especie un daño real, actual y concreto, sino una situación que amenaza la producción del daño. De allí que este tipo de perjuicios no cuadre con la definición propuesta. El concepto de daño contingente se satisface con la sola posibilidad racional de que llegue a consumarse la pérdida, menoscabo, perturbación o molestia de un derecho subjetivo o un interés legitimado por el ordenamiento jurídico. En otros términos, estamos en presencia de un riesgo que debe encararse antes de que se concrete en un daño real. Puede no resultar muy ortodoxo definir un mero riesgo como daño, pero con ello se acentúa el peligro y la necesidad de enfrentarlo en forma adecuada. De las disposiciones comentadas bien puede desprenderse un cierto deber social que pesa sobre las personas en relación a estas situaciones de peligro. José Luis Diez Schwerter, en su obra sobre el daño extracontractual, recuerda una sentencia de la Corte Suprema en los siguientes términos: “En relación con el punto se puede citar una sentencia de la Corte Suprema que rechazó indemnizar los perjuicios materiales y morales que produjo la muerte de dos menores y los destrozos ocasionados por la caída de una muralla de un inmueble vecino, al estimar que los actores, ‘como vecinos y colindantes, han carecido del derecho para exigir indemnización de perjuicios, por no haber ejercitado las acciones ordenadas por los artículos 2323 y 934 del Código Civil’,128 disposiciones que obligan a los vecinos que temen que la ruina de un edificio pueda ocasionarles perjuicios a interponer la querella de obra ruinosa, e impiden que se dé lugar a las indemnizaciones que posteriormente se soliciten, si no se ha notificado tal querella, como sucedió en los autos”.129 128
C.S. 27 de diciembre de 1954. Revista de Derecho y Jurisprudencia. Tomo 51. Secc. 1ª. Pág. 629. 129 José Luis Diez Schwerter. Obra citada. Pág. 70.
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Como quedó de manifiesto en las páginas anteriores, no concordamos con la interpretación que la Corte Suprema dio al artículo 934 del Código Civil. Creemos nosotros que el inciso segundo de esta norma es excepcional, puesto que priva a una persona del derecho a ser indemnizada. Lo anterior sólo ocurre si deducida la querella posesoria se deja sin notificar por negligencia del actor. Pero no puede estimarse que la querella es un presupuesto necesario de la indemnización y que sin su interposición desaparece el derecho a obtener el resarcimiento de los daños que causa la ruina de un edificio. Por lo mismo, nos parece excesivo el veredicto de la Corte Suprema, tanto más si, como sucede muchas veces, la ruina de un edificio sobreviene por defectos estructurales que pocas personas están en situación de prever y conocer. La interpretación dada por la Corte Suprema el año 1954, pensamos, tiende a promover más allá de lo conveniente los litigios. La actitud normal del vecindario frente a un peligro conocido de esta naturaleza será un arreglo extrajudicial, optándose por un litigio sólo como último recurso. Con todo, justo es reconocer que lo resuelto por la Corte Suprema acentúa la responsabilidad social de las personas, que para obtener las reparaciones que correspondan, deberán previamente ejercer las acciones estudiadas, fundadas en el riesgo, elemento de imputación en los ilícitos civiles. 4.4. NATURALEZA DEL DAÑO El daño, atendiendo a su naturaleza, puede clasificarse en dos grandes categorías: daño material y daño moral. Trataremos separadamente de uno y otro. 4.4.1. Daño material El daño material supone un empobrecimiento, merma o disminución del patrimonio, así éste sea actual o futuro. Ya se dijo que sólo es indemnizable el daño cierto, por consiguiente el daño material futuro importa una disminución patrimonial que, aun cuando opere hacia el porvenir, se tiene la certeza de que
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se producirá. De lo anterior se sigue que habrá un daño material cada vez que se produzca la pérdida, menoscabo, perturbación o molestia de un derecho subjetivo o interés legítimo de carácter patrimonial. Esta lesión implicará un empobrecimiento susceptible de avaluarse en dinero y, por lo mismo, susceptible de resarcirse en dinero. El daño material puede recaer, indistintamente, en la persona o en sus cosas o bienes. La ley no distingue ambos tipos, quedando todos ellos comprendidos en el ámbito de los daños materiales. No se promueve cuestión en relación a esta materia, sin perjuicio de las dificultades que se presenten para los efectos de su evaluación dineraria. El daño material –que lesiona un derecho o interés patrimonial– puede ser de dos clases: daño emergente y lucro cesante. 4.4.1.1. Daño emergente Como bien se ha observado, el artículo 2329 del Código Civil ordena reparar todo daño que pueda imputarse a malicia o negligencia de otra persona. Por su parte, el artículo 1556 del mismo Código, al regular la responsabilidad contractual, alude a la indemnización del daño emergente y el lucro cesante. Por consiguiente, este reconocimiento –aun cuando esté contenido a propósito de otro tipo de responsabilidad– aclara que cuando se trata de un ilícito civil la indemnización comprende ambas categorías. El llamado daño emergente está constituido por el detrimento patrimonial efectivo que experimenta una persona. Su existencia importa, por lo tanto, un empobrecimiento real, esto es, la desaparición por obra del ilícito civil de un bien que formaba parte del activo del patrimonio. Su existencia no es difícil de acreditar, puesto que, aun cuando tenga el carácter de futuro, este daño se traducirá en un hecho positivo y concreto del cual quedará un antecedente fidedigno que es posible rescatar. La muerte de una persona significará gastos médicos, de hospitalización, de sepultación, etc. Una persona lesionada deberá también enfrentar todos los costos que son propios de la atención de sus heridas, sumas que deberá desem-
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bolsar por efecto del ilícito de que fue víctima. La destrucción total o parcial de un bien importará una disminución correlativa del patrimonio, etc. En síntesis, el daño emergente es la diferencia que se produce en el activo del patrimonio de una persona, como consecuencia del ilícito civil, entre su valor original (anterior al hecho que se reprocha) y el valor actual (posterior al mismo hecho). Esta diferencia matemática es la que determina el monto de la indemnización por este concepto. 4.4.1.2. El lucro cesante Más complejo resulta establecer el concepto preciso de lucro cesante. Desde luego, este daño es futuro. El corresponde a la utilidad, provecho o beneficio económico que una persona deja de obtener como consecuencia del hecho ilícito. El lucro cesante, por lo mismo, es una proyección en el tiempo de los efectos del ilícito. En otras palabras, constituye un obstáculo que impide la percepción de un provecho económico que, razonablemente y conforme el desarrollo natural de las cosas, ha debido obtener la víctima del delito o cuasidelito civil. La certeza y realidad del lucro cesante se deduce de una sucesión causal normal y previsible, aplicando los estándares ordinariamente aceptados en el medio respectivo. Así la destrucción de un sembrado permite deducir las utilidades que éste habría generado si hubiere podido madurar normalmente; y la pérdida de una mano, las utilidades que habría podido obtener un pianista, un pintor o un dactilógrafo, etc. Decíamos que el lucro cesante es una proyección causal que hace el juez de los efectos del ilícito. Ahora bien, es teóricamente probable que entre el hecho y sus consecuencias nocivas haya podido sobrevenir otro hecho que elimine el provecho constitutivo de lucro cesante. ¿Puede el juez considerar estas circunstancias posibles y sobrevinientes? A nuestro juicio, el juez debe ceñirse, para estos efectos, a los hechos que razonablemente y conforme el desarrollo ordinario de los acontecimientos, hayan podido producirse y que eliminen el daño. Un ejemplo aclarará lo que decimos. Si se destruye un sembrado,
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el demandante reclamará las utilidades que éste le habría rendido al madurar. El demandado podría aducir en su defensa que el sembrado estaba infectado de una plaga que, de no mediar su control anticipado, lo habría inutilizado y privado de todo rendimiento. A lo anterior habría que agregar que la plaga era excepcionalmente inatacable, ya que ordinaria y razonablemente una infección de esta especie puede ser remediada con productos químicos. Si el juez llega a la conclusión que la plaga efectivamente existía y no había manera de controlarla y evitar su poder destructor, no debería condenar al autor del ilícito a indemnizar perjuicios. A la inversa, si llega a la conclusión que la plaga era controlable con recursos ordinarios, generalmente empleados para estos fines, debería imponer al demandado el pago del lucro cesante. Refiriéndose a este tema, Ramón Domínguez Aguila expresa: “Existe entonces una imposibilidad de exigir la prueba de consecuencias ineludibles. Por ello los tribunales de USA se contentan con un criterio elástico que exige tener en cuenta las circunstancias del caso y una razonable certeza que el daño ha ocurrido o bien ocurrirá. No se trata pues de establecer exactitudes precisas, sino usar criterios de una razonable base de cálculo, desterrando especulaciones y sin que puedan establecerse reglas específicas. Es ése el mismo criterio admitido entre nosotros: el lucro cesante por su naturaleza es siempre eventual, de modo que sólo es posible, a su respecto, exigir la probabilidad de su ocurrencia, es decir, que de acuerdo al curso normal de las cosas el demandante habría obtenido la ganancia alegada, de no intervenir el hecho del demandado. Por ello se ha resuelto que ‘para evaluar el lucro cesante deben proporcionarse antecedentes más o menos ciertos que permitan determinar una ganancia probable que dejó de percibirse’.130 En todo caso, siempre habrá situaciones en que la certeza será difícil de establecer. Y existen además situaciones especiales que requieren de un criterio particular, como en el caso de la pérdida de una chance”.131 130
Corte de Santiago. Revista de Derecho y Jurisprudencia. Tomo 41. Secc. 2ª. Pág. 41. 131 Ramón Domínguez Aguila. Obra citada. Pág. 149.
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Recordemos que la “chance” es una expectativa de ganancia, como la que tiene una persona llamada a participar en un concurso o competencia. Si bien esta situación es aleatoria, su pérdida anticipada, antes de intervenir en el evento, importa un daño que debe ser evaluado, no en función del éxito en el concurso o competencia, sino de la sola privación de él. “La circunstancia que un cierto interés sea aleatorio podrá pues influir en su evaluación, ya que, indudablemente, la posibilidad de ganancia o pérdida de un cierto valor no es igual al valor en sí; pero algún valor tiene. Como lo dijera el juez inglés Bowen, ‘la chance de un provecho no es lo mismo que el provecho…’, así como ‘el riesgo de sufrir un daño no es lo mismo que sufrir el daño’. De allí que no ofrezca hoy dudas que la pérdida de una chance ha de ser indemnizada, porque representa un valor que puede tratarse como un capital cuya pérdida ha de ser compensada”.132 De lo dicho se sigue que la “chance”, aun cuando representa una situación aleatoria, constituye un bien que está incorporado al patrimonio de una persona, y que debe indemnizarse si éste se pierde anticipadamente por efecto de un hecho ilícito del demandado. La certidumbre del lucro cesante resulta, entonces, de dos elementos fundamentales: el desarrollo normal de una relación causal (que determina la causa y sus efectos posteriores), y la no interferencia de hechos ordinarios, conforme el curso natural y razonablemente previsible de las cosas. En otras palabras, el lucro cesante corresponde a una utilidad, provecho o beneficio que ordinaria y razonablemente habría percibido la víctima del ilícito de no haber mediado el hecho nocivo. “La reparación del lucro cesante ofrece, en cambio, mayor dificultad, porque éste no es siempre de fácil determinación. Al respecto, sólo deben considerarse las utilidades realmente probables y no las posibles. Si se trata de un accidente corporal, por ejemplo, el lucro cesante se determinará a base de lo que ganaba o podía ganar la víctima, atendida su edad, condiciones físicas y morales, competencia, etc.; pero no de lo que pudiere
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Ramón Domínguez Aguila. Obra citada. Pág. 150.
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ganar por una situación extraordinaria o inesperada. La Corte Suprema ha podido decir, por eso, que no es elemento para determinar este lucro lo que el acreedor hubiera podido obtener empleando sus actividades en otros negocios posibles.133 La Corte de Apelaciones de Santiago ha dicho, a su vez, que el hecho de que la víctima poseyera un título profesional que la habilitaba para el ejercicio de actividades comerciales y financieras, no constituye por sí solo una base positiva para regular el lucro cesante; para ello sería menester que apareciese, además, establecido que la víctima ejercía efectivamente una industria o comercio propiamente tal, que a su muerte se hubiese paralizado con la pérdida consiguiente de las respectivas utilidades, y ello no consta en autos”.134-135 De lo expuesto se desprende que el lucro cesante es la forma de compensar a la víctima los beneficios que razonablemente pudo obtener si el hecho ilícito no se hubiere producido. Para establecerlo deberán acreditarse, por consiguiente, todos los elementos que permiten determinarlo con seriedad. Indudablemente, su monto dependerá de los impedimentos que el hecho ilícito ha creado para que la víctima pueda desplegar sus actividades productivas. Como es obvio, el hecho ilícito puede afectar a la capacidad productiva de una persona o de una cosa. En el primer caso deberá probarse la incapacidad productiva, su extensión y, muy especialmente, el ámbito en que se desarrollan las actividades de la víctima. En el segundo caso, el rendimiento que era probable obtener del objeto afectado por el ilícito, los costos que ello implicaba, las utilidades estimadas, etc. La reparación debe ser completa. De ello se sigue que la indemnización debe colocar a la víctima en el mismo pie en que se encontraría en el supuesto de que el hecho dañoso no hubiere ocurrido. De aquí la necesidad de restituirle lo que normal, ordinaria y razonablemente hubiere podido obtener de no mediar el delito o cuasidelito civil. Insistamos que el
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Revista de Derecho y Jurisprudencia. Tomo 22. 2ª Parte. Secc. 1ª. Pág. 452. Considerando 14. 134 Revista de Derecho y Jurisprudencia. Tomo 39. 2ª Parte. Secc. 1ª. Pág. 203. Considerando 4. 135 Arturo Alessandri Rodríguez. Obra citada. Pág. 551.
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juez, al establecer el lucro cesante, no puede desentenderse de los padrones normales ni considerar circunstancias extraordinarias que podrían evitar el daño que se reclama. Por lo tanto, para resolver sobre el particular deberá apreciar, tanto el daño emergente como el lucro cesante, in concreto, analizando cada caso conforme a sus propias y singulares especificidades, y sin recurrir a modelos o arquetipos fundados en antecedentes extraños al caso que se trata de juzgar. Así lo estiman todos los autores, quienes coinciden en que un hecho puede ser más o menos perjudicial, según la persona que lo sufre y la forma como administra su patrimonio.136 Como puede comprobarse, el daño material es esencialmente patrimonial. El corresponde o bien a una pérdida o menoscabo de los bienes de la víctima del ilícito, o bien a la privación de una ganancia, utilidad o provecho que habría podido obtenerse de no mediar el hecho nocivo y conforme al orden normal y previsible de las cosas. De aquí que no exista dificultad conceptual en su evaluación dineraria, ya que los bienes pueden reemplazarse por su valor en dinero, o bien indemnizarse un beneficio que se habría concretado también en dinero. No sucede lo mismo con los perjuicios morales o extrapatrimoniales, a los que nos abocaremos enseguida. 4.4.2. Daño moral 4.4.2.1. Concepto Es ésta una de las materias que mayores estudios ha concitado en los últimos tiempos. Son numerosísimos los autores que han abordado el tema desde diversas perspectivas. Trataremos, por lo mismo, de seleccionar las opiniones que nos resultan más atractivas y novedosas y, por cierto, más afines, con la intención de fundar nuestra posición. En el Tratado Teórico y Práctico de la Responsabilidad Civil Delictual y Contractual, los Mazeaud y Tunc intentan precisar en qué 136
Savatier, citado por Arturo Alessandri R. Obra citada. Pág. 552.
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consiste el daño moral, a partir de los elementos distintivos que lo separan del daño material. A este respecto dicen: “Si en algunos casos se duda en permitir la reparación de un perjuicio, es porque ese perjuicio no lleva consigo, para la víctima, ninguna disminución de su patrimonio. Ahí se encuentra el criterio de distinción. Por lo tanto, es preciso decir: el perjuicio material es el perjuicio patrimonial; el perjuicio moral es el perjuicio extrapatrimonial, el ‘no económico’”.137 Más adelante, los mismos autores ponen énfasis en la concurrencia de ambos tipos de daños en relación a un mismo hecho nocivo. “Suele ocurrir que un mismo hecho lleve consigo, a la vez, una pérdida pecuniaria y un daño moral; tal es, por ejemplo, el caso de la herida que disminuye la capacidad para el trabajo de la víctima y le hace padecer al mismo tiempo algunos sufrimientos. Con frecuencia, también, el perjuicio que afecta a los derechos extrapatrimoniales tiene como contrapartida una pérdida pecuniaria; así los atentados contra el honor de un comerciante cuando resultan del hecho de poner en duda su probidad son susceptibles de arruinar su negocio. En tales situaciones el problema no se plantea con toda su agudeza; porque al reparar el perjuicio material resulta posible, al mismo tiempo, mediante una amplia fijación de lo debido por daños y perjuicios, reparar el daño moral”.138 Finalmente, refiriéndose a los caracteres que debe presentar el daño moral, se señala que éste debe ser cierto, no haber sido reparado y personal de quien lo demanda. Como puede constatarse, los autores citados adhieren a la corriente que ve en el daño moral una lesión a un derecho o interés legítimo de carácter extrapatrimonial, en oposición a la lesión de un derecho o interés legítimo de orden patrimonial que genera un daño material. Otros autores franceses, Ripert y Boulanger, conceptualizan el daño moral sosteniendo: “Se puede en primer lugar dar una definición negativa del daño moral: es aquel que no atenta en 137 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen I. Pág. 424. 138 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo I. Volumen I. Pág. 425.
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ninguna forma contra los elementos del patrimonio. Basta eso para hacer aparecer la dificultad: los daños y perjuicios acordados no reemplazarán a un elemento desaparecido en el patrimonio de la víctima; engrosarán ese patrimonio; la víctima será enriquecida así y la indemnización tendrá por lo tanto el carácter de pena privada y no de reparación. La objeción sería evitada si la reparación fuese puramente moral y consistiera en la reprobación señalada por los motivos de la decisión y la publicidad que le sería dada o en la condena simbólica a un franco de daños y perjuicios. Así sucede algunas veces, pero generalmente la víctima reclama una indemnización pecuniaria y los jueces la otorgan evaluando el perjuicio causado. Se trata evidentemente de una satisfacción de reemplazo. Los jueces arbitran soberanamente la indemnización concedida; estiman que la concesión de esa indemnización compensa a la víctima el ataque sufrido en sus sentimientos y han deducido de ello un argumento para decidir que si la víctima del daño moral muriese, su derecho a reparación es trasmitido a sus herederos.139 Todo cuanto puede decirse para justificar esta concepción es que, aun en el caso de un daño material, la indemnización desempeña el mismo papel, todas las veces que el daño es irremediable y que el reemplazo o la reparación por medio de un objeto idéntico es imposible”.140 Como puede constatarse, estos autores ponen acento en un hecho muy significativo: la reparación del daño moral produce un enriquecimiento patrimonial de la víctima y tiene por objeto una satisfacción de reemplazo, destinada a compensar el ataque sufrido en los sentimientos. De aquí que el daño moral corresponda, más bien, a una verdadera pena privada. Roberto H. Brebbia sostiene, para caracterizar el daño moral (expresión que acepta aun cuando adolezca de cierta impropiedad, por haber adquirido en la actualidad carta de ciudadanía definitiva en el derecho moderno), que éste debe fundarse en la naturaleza del derecho subjetivo violado. Acoge, 139 Colmar, 10 de diciembre de 1949. D. 1950. Som. 36; París, 21 de diciembre de 1949. D. 1950, 147. 140 Georges Ripert y Jean Boulanger. Obra citada. Tomo V. Obligaciones. 2ª parte. Págs. 94 y 95.
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por otra parte, el concepto de derecho subjetivo enunciado por Recasens Siches, según el cual existe derecho subjetivo cuando un sujeto tiene la posibilidad de determinar jurídicamente, en ciertas situaciones previstas por la regla jurídica, el deber de una especial conducta en otra u otras personas. Sobre estas bases expresa: “La separación de los daños en dos grandes categorías: daños patrimoniales y daños morales, es aceptada por la gran mayoría de los autores y, de modo tácito o expreso, aparece consagrada en todas las legislaciones de los países civilizados. La misma no es más que la consecuencia lógica de la clasificación de los derechos subjetivos en dos grandes grupos: el de los derechos patrimoniales y el de los extrapatrimoniales o inherentes a la personalidad. La violación de algunos de los derechos pertenecientes al primer grupo engendra un daño patrimonial, mientras que la conculcación de algunos de los derechos integrantes de la segunda categoría, o sea, de los derechos inherentes a la personalidad, origina un daño extrapatrimonial o moral”.141 Más adelante, el mismo autor para conceptualizar el daño moral afirma: “Según lo expuesto, se entiende por daño la violación de uno o varios de los derechos subjetivos que integran la personalidad jurídica de un sujeto producida por un hecho voluntario, que engendra en favor de la persona agraviada el derecho de obtener una reparación del sujeto a quien la norma imputa el referido hecho, calificado de ilícito; y por daño moral, la especie, comprendida dentro del concepto genérico de daño expresado, caracterizada por la violación de uno o varios de los derechos inherentes a la personalidad de un sujeto de derecho”.142 Como se observará más adelante, a este concepto adhieren algunos autores nacionales, como Fernando Fueyo Laneri. Mosset Iturraspe recurre a otro autor para definir el daño moral: “Para Darmartello podría definirse el daño moral ‘como la privación, o disminución de aquellos bienes que tienen un valor precipuo en la vida del hombre y que son la paz, la tranqui-
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Roberto H. Brebbia. El Daño Moral. Editorial Bibliográfica Argentina. Buenos Aires. 1950. Pág. 67. 142 Roberto H. Brebbia. Obra citada. Págs. 83 y 84.
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lidad de espíritu, la libertad individual, la integridad física, el honor y los demás sagrados afectos’. Se han propuesto diversas clasificaciones de daño moral: a) los que afectan la ‘parte social del patrimonio moral’: honor, reputación, etc.; y los que atacan ‘la parte afectiva del patrimonio moral’: dolor, tristeza, soledad, etc.; b) daños morales que originan directa o indirectamente daños patrimoniales: cicatriz deformante, etc.; y daños morales puros: dolor, tristeza, etc.”. Más adelante, citando esta vez a Messineo, agrega que “para el profesor de la Universidad de Milán son supuestos daños inmateriales: a) el atentado a un derecho de personalidad moral o espiritual: libertad, dignidad, respetabilidad, decoro, etc.; b) el dolor no físico; c) la alteración psíquica o una grave perturbación; d) la lesión en los afectos o sentimientos; e) la lesión del rostro o, en general, del cuerpo y similares; f) violación del derecho personal de autor o de inventor y, por lo demás, de los derechos de la personalidad”.143 Carlos Alberto Ghersi se limita a decir sobre el daño moral, que “se trata de una lesión a los sentimientos y que tiene eminentemente carácter reparatorio o de satisfacción”.144 El argentino Ramón Daniel Pizarro, en su obra Daño Moral, enuncia cinco doctrinas encaminadas a conceptualizar el daño moral. A saber: a) La que funda la noción de daño moral en todo detrimento que no puede ser considerado como daño patrimonial, confundiéndose el daño moral con el daño extrapatrimonial que no entraña una pérdida económica o disminución patrimonial; b) La que funda la noción de daño moral en la lesión de un derecho extrapatrimonial, en contraposición al daño patrimonial, que es pura y exclusivamente la lesión de bienes materiales; c) La que pone acento en la índole de los derechos lesionados, aunque de manera más restringida, conforme a la cual el daño moral es “el que se infiere al violarse algunos de los ‘derechos personalísimos’ o de la ‘personalidad’, que protegen como bien jurídico tutelado a los atributos de la personalidad, tales como la paz, la vida íntima, la libertad individual, la integridad física, etcétera”. Por lo mismo, de acuerdo
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Jorge Mosset Iturraspe. Obra citada. Tomo I. Págs. 150 y 151. Carlos Alberto Ghersi. Obra citada. Pág. 67.
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a esta doctrina, el daño moral se determinaría sobre la base de dos directrices, una positiva y otra negativa, esto es, lesión a los derechos de la personalidad jurídica y ausencia de repercusión en la esfera patrimonial; d) La que define el daño moral como una lesión a un interés de carácter extrapatrimonial, que es presupuesto de un derecho, en oposición al daño material que se presenta como una lesión a un interés de orden patrimonial. Lo que interesa es definir el interés que tutela cada derecho. Citando a Zannoni, señala que “las angustias, las aflicciones, las humillaciones, el padecimiento o el dolor no serían en sí mismo daño moral, sino posibles consecuencias de aquél; y resultarían resarcibles a condición… ‘de que se provoquen por la lesión a una facultad de actuar que impide o frustra la satisfacción o goce de intereses no patrimoniales reconocidos a la víctima del evento dañoso por el ordenamiento jurídico’”; y e) Finalmente, se señala la doctrina que siguen los discípulos de Orgaz, y que sostiene que el daño moral debe ser determinado siguiendo el mismo camino que se utiliza para definir el daño patrimonial resarcible. Desde esta perspectiva, el daño moral se visualiza, al igual que el daño patrimonial, como “consecuencia o repercusión de una acción dañosa”. El daño moral resulta, así, de la amalgama de dos componentes: la repercusión que la acción dañosa provoca en la persona y la lesión de un interés no patrimonial. Los conceptos anteriores conducen a la siguiente caracterización: “el daño moral importa una minoración en la subjetividad de la persona, derivada de la lesión a un interés no patrimonial. O, con mayor precisión, una modificación disvaliosa del espíritu, en el desenvolvimiento de su capacidad de entender, querer o sentir, consecuencia de una lesión a un interés no patrimonial, que habrá de traducirse en un modo de estar diferente de aquel al que se hallaba antes del hecho, como consecuencia de éste y anímicamente perjudicial”.145 Entre los autores chilenos debemos citar a Fernando Fueyo, que conceptualiza el daño moral en los siguientes términos: “es aquel que se causa con motivo de la ejecución de un hecho
145 Ramón Daniel Pizarro. Daño Moral. Prevención. Reparación. Punición. Editorial Hammurabi S.R.L. Buenos Aires. 1996. Págs. 36 y siguientes.
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ilícito, el incumplimiento de un contrato o la frustración de la relación en su etapa precontractual, siempre que se afecte a la persona o se vulnere un bien o derecho de la personalidad, o un derecho de familia propiamente tal. La reparación deberá hacerse preferentemente en forma no pecuniaria, restituyéndose al damnificado al estado anterior a la lesión, y, subsidiariamente, por no permitirlo de otro modo las circunstancias, como de ordinario sucederá, mediante una cantidad de dinero que se dará a modo satisfactivo y que se fijará discrecionalmente por el juez con especial acento en la equidad”.146 Arturo Alessandri Rodríguez, por su parte, afirma que “el daño moral puede revestir dos formas, según tenga o no repercusiones patrimoniales. De ordinario –y es el caso más frecuente– el daño moral comporta a la vez un daño material. Así ocurre cuando un mismo hecho produce un perjuicio pecuniario y un dolor o sufrimiento moral: tal es el caso de una lesión o pérdida de un miembro, que hace sufrir a la víctima y le disminuye sus fuerzas o su capacidad de trabajo…”. Más adelante, afirma: “pero el daño moral puede no tener ningún efecto patrimonial, ser meramente moral. Es así cuando consiste única y exclusivamente en la molestia o dolor que sufre una persona en su sensibilidad física o en sus sentimientos, creencias o afectos. El daño moral, ha dicho una sentencia, es aquel que proviene de toda acción u omisión que pueda estimarse lesiva a las facultades espirituales, a los afectos o a las condiciones sociales o morales inherentes a la personalidad humana: en último término, todo aquello que signifique un menoscabo en los atributos o facultades morales del que sufre el daño. Son daños de esta especie el dolor o sufrimiento que experimenta un individuo con una herida, lesión, cicatriz o deformidad, con su desprestigio, difamación, menosprecio o deshonra, con el atentado a sus creencias, con su detención o prisión, con su procesamiento, con su rapto, violación, estupro o seducción, si es mujer, con la muerte de un ser querido y, en general,
146 Fernando Fueyo Laneri. Instituciones de Derecho Civil Moderno. Editorial Jurídica de Chile. 1990. Págs. 68 y 69.
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con cualquier hecho que le procure una molestia, dolor, sufrimiento físico o moral”.147 En el día de hoy la distinción que se hace aludiendo a un daño moral con repercusiones patrimoniales y otro daño meramente moral, no es aceptable. El primero es un daño material, que afecta un derecho o interés de carácter patrimonial y que, por lo mismo, se rige por las reglas del perjuicio de esa índole. En el mismo sentido se pronuncia Leslie Tomasello, para quien el daño moral sólo corresponde a lo que “se suele llamar daño moral ‘puro’”.148 Ramón Domínguez Aguila sostiene que ya no se discute el hecho de que el daño moral representa un perjuicio reparable. Sin embargo, merece criticar los excesos a que se ha llegado, “porque el alcance que se atribuye al concepto de daño moral es cada vez mayor. Con todo, la enorme latitud con que se conciben tales daños no es uniforme. Así entre nosotros la noción de daño moral es extremadamente difusa, debido a que, por una doctrina jurisprudencial firmemente establecida en esta materia el juez goza de amplias atribuciones fijándolo de acuerdo a su prudencia, sin que exista ninguna regla que permita fijar ciertas normas generales para establecer el quantum. Así se ha resuelto que ‘por la propia naturaleza del daño moral las sumas de dinero que manden pagar las sentencias sólo pueden haber sido reguladas prudencialmente por los jueces’. De este modo, en Chile, las ideas de daño moral, pretium doloris, molestias sufridas por el hecho dañoso, son rubros indemnizables; pero su apreciación es libre para el juez, en su existencia y en el monto de la indemnización. No existe criterio alguno para ajustarlo a algunas reglas que permitan conocer el porqué en un caso se manda pagar una suma y en otros una diferente”.149 Siguiendo el mismo criterio, José Luis Diez Schwerter afirma que es la jurisprudencia “la que por razones de equidad resolvió indemnizar tal categoría de perjuicios, esbozando su concepto y señalando sus características y requisitos…”150 Exa147
Arturo Alessandri Rodríguez. Obra citada. Págs. 224 y 225. Leslie Tomasello Hart. Obra citada. Pág. 33. 149 Ramón Domínguez Aguila. Consideraciones en… Obra citada. Págs. 154 y 155. 150 José Luis Diez Schwerter. Obra citada. Pág. 81. 148
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minando la jurisprudencia sobre daño moral se constata que existen no menos de doce conceptos jurisprudenciales de daño moral. La casi unanimidad, advierte el autor citado, se pronuncia en el sentido de que el daño moral no es más que un equivalente de pretium doloris, vale decir, que él consistiría en “el sufrimiento, dolor, molestia que el hecho ilícito ocasiona en la sensibilidad física o en los sentimientos o afectos de una persona. Se toma el término dolor en un sentido amplio, comprensivo del ‘miedo, la emoción, la vergüenza, la pena física o moral ocasionada por el hecho dañoso’. Entendido así, el perjuicio moral no es más que el pretium doloris o ‘dinero o precio del llanto’.151 Cabe citar, sobre esta posición, una sentencia de la Corte Suprema de 10 de agosto de 1971, que en su parte medular afirma que “debe entenderse que el daño moral existe cuando ocasiona a alguien un mal, perjuicio o aflicción en lo relativo a sus facultades espirituales; un dolor o aflicción en sus sentimientos”.152 José Luis Diez Schwerter, luego de descartar que el daño moral consista simplemente en el pretium doloris o en la lesión de derechos subjetivos extrapatrimoniales (comprendiéndose en ellos la persona física, los bienes y derechos de la personalidad y los de familia propiamente tales), sostiene que “el daño moral consiste en la lesión a los intereses extrapatrimoniales de la víctima, que son aquellos que afectan ‘a la persona y lo que tiene la persona, pero que es insustituible por un valor en moneda, desde que no se puede medir con ese elemento del cambio’ (cita de Santos Cifuentes). Ello por cuanto nuestra legislación civil no impuso ninguna exigencia específica a la idea de perjuicio moral que la aleje de la noción genérica de daño, entendido como la lesión a un interés (ni siquiera usó esa expresión). La diferencia con el perjuicio material estriba sólo en la distinta naturaleza de los intereses lesionados. En éste serán de índole patrimonial, en tanto que en el perjuicio moral son de naturaleza extrapatrimonial. Siguiendo esta postura, existe la posibilidad de que un hecho ilícito origine a la
151 152
José Luis Diez Schwerter. Obra citada. Pág. 82. Revista de Derecho y Jurisprudencia. Tomo 68. Secc. 4ª. Pág. 168.
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vez daños materiales y morales, desde que los intereses por él vulnerados pueden ser tanto patrimoniales como extrapatrimoniales”.153 Como puede constatarse, particularmente en Chile, no existe una noción clara y unánimemente compartida de lo que significa el daño moral. La noción mayoritaria, que lo hace consistir en el pretium doloris, consagrada en la jurisprudencia, ha permitido que éste sea establecido arbitrariamente en cada caso, quedando su monto (que es lo que a fin de cuentas interesa al litigante) entregado a la plena discrecionalidad del juez. Para justificar el enriquecimiento patrimonial que esta reparación conlleva, se ha sostenido que se trata de una indemnización satisfactiva. Compartimos con Fernando Fueyo Laneri su apreciación en el sentido de que a lo anterior debe unirse el carácter de pena, aun cuando éste no se evidencia ni en la doctrina ni en la jurisprudencia (mucho menos entre nosotros, en que no existe el daño punitivo). Pero no cabe la menor duda que al momento de fijarse el quantum del daño moral indemnizable, se atiende a la gravedad del hecho que causa el perjuicio moral, aun cuando éste no sea un índice aceptado como regla general, así como a la capacidad económica del autor del daño para no hacer ilusoria una decisión judicial, con el consiguiente desprestigio para la judicatura y el sistema legal. Como analizaremos más adelante, los autores, obligados a fijar criterios comunes, tropiezan en esta materia con una multiplicidad de contradicciones y decisiones encontradas, todo lo cual justifica el esfuerzo que se hace por hallar fundamentos más sólidos para fijar los límites y naturaleza de este tipo especial, pero cada vez más extendido, de perjuicios. 4.4.2.2. Nuestra posición No cabe duda de que el ser humano representa un haz o centro de intereses, derechos, expectativas, sentimientos, emocio-
153
José Luis Diez Schwerter. Obra citada. Pág. 88.
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nes, etc. Asimismo, la lesión o menoscabo de cualquiera de ellos representa un daño, si éste emana de una interferencia indebida, entendiendo por tal aquella que no está autorizada o permitida por el derecho. Todo lo que pertenece o forma parte de un ser humano merece respeto, en la medida que el ordenamiento legal le reconoce dignidad y le brinda seguridad en el ejercicio de todos sus atributos. Por lo tanto, el daño no puede quedar circunscrito a la pérdida, menoscabo, molestia o perturbación de un derecho subjetivo. Si así fuere, quedarían a merced del agresor todos los intereses, expectativas, sentimientos, emociones, etc., que integran la personalidad y que no constituyen un derecho subjetivo. Creemos nosotros que el derecho subjetivo representa un interés que se encuentra, como se dijo, debidamente tutelado por el ordenamiento positivo. Existen, sin embargo, otros intereses que, si bien no gozan de una protección positiva expresa, no pueden ser desmedrados o descalificados por el derecho. Más aún, la Constitución Política de la República dispone en el artículo 1º “que los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Agrega, en el inciso tercero, que “el Estado está al servicio de la persona humana y su finalidad es promover el bien común, para lo cual debe contribuir a crear las condiciones sociales que permitan a todos y a cada uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material posible, con pleno respeto a los derechos y garantías que esta Constitución establece”. A todos estos principios habría que agregar el inciso segundo del artículo 5º, que consagra las limitaciones a la soberanía, disponiendo que “el ejercicio de la soberanía reconoce como limitación el respeto a los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana”. En este contexto constitucional no puede ponerse en duda que existen intereses que, aun cuando no conformen derechos subjetivos, por representar preferencias, proyectos, expectativas, deseos, etc., de la persona humana, y no contradecir el sistema jurídico positivo, pueden provocar un daño cuando son negados o conculcados por un hecho imputable a otro sujeto. El daño moral, creemos nosotros, afecta, por lo mismo, a los derechos extrapatrimoniales, como a los intereses extrapatri-
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moniales que están integrados a la persona como tal y, por lo tanto, su lesión puede importar un perjuicio reparable. Si bien no es difícil caracterizar sobre qué cosa u objeto recae el daño moral, lo que interesa establecer con precisión es otra cosa: cómo se produce este daño, cuáles son sus presupuestos obligados, y de qué manera puede repararse. Es efectivo que el daño debe apreciarse en el marco de la normalidad o, más precisamente, atendiendo a los estándares de tolerancia que existen en la sociedad en un momento histórico determinado. Provocará daño, por lo mismo, todo aquello que excediendo los padrones normales, afecta cualquier derecho, interés, sentimiento, expectativa, emoción, etc. Igualmente efectivo es que los daños pueden dividirse en materiales y morales, siendo los primeros los que afectan intereses patrimoniales y que se traducen en un empobrecimiento de la víctima o, más claramente, en la disminución de su activo o extinción de un beneficio razonablemente probable, que se habría generado conforme el desarrollo normal de las cosas y que se frustra por efecto del hecho ilícito. El daño moral o extrapatrimonial no tiene un contenido o expresión patrimonial, no afecta la riqueza de una persona ni reporta un empobrecimiento económico de la víctima. El daño moral constituye una lesión a los sentimientos y expectativas de la persona, todos los cuales se radican en su estructura espiritual o proyección futura. De allí la imposibilidad de avaluarlo patrimonialmente. ¿Cuándo surge el daño moral? Creemos nosotros que el daño moral aparece como consecuencia de la lesión de un derecho subjetivo propio o ajeno, situación esta que se expande del ámbito propiamente jurídico (lesión del derecho), alcanzando el ámbito personalísimo de los sentimientos (expectativas, emociones, esperanzas, afectos, gratitudes, etc.). De lo que señalamos se sigue que la lesión de un derecho no siempre se limita al perjuicio del interés jurídicamente protegido (patrimonial o extrapatrimonial), sino que invade, por así decirlo, el fuero íntimo y personal de la víctima o de quienes giran en torno de su círculo natural. El daño moral, por ende, no tiene existencia propia ni puede surgir al margen de la violación de un derecho. El supone la lesión de un derecho –patrimonial o extrapatrimonial– y un
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efecto expansivo que penetra la intimidad emotiva y los sentimientos tanto de la víctima como de aquellos estrechamente vinculados a ella. Si el acto ilícito que causa daño afecta directamente al interés extrapatrimonial tutelado por la norma jurídica, el daño moral será consecuencia directa, necesaria e inmediata de la infracción. Tal sucede, por ejemplo, cuando una persona es víctima de un delito contra su honra o un atentado en contra de su dignidad debidamente sancionado en la ley. No sucederá lo mismo cuando el acto ilícito afecte un interés patrimonial tutelado en la norma jurídica, pues en este caso el daño inmediato, directo y necesario será patrimonial y no moral. Sin embargo, en este último evento es posible, como se analizará, provocar junto al daño material (o patrimonial) un daño moral (o extrapatrimonial). Por consiguiente, el daño moral puede presentarse en ambas hipótesis, cualquiera que sea el interés jurídicamente protegido que se lesione, pero a condición de que efectivamente se presente una infracción que comprometa un derecho subjetivo. De aquí que sostengamos que el daño moral es consecuencial, derivado y dependiente de la lesión de un derecho subjetivo, cualquiera que sea su naturaleza. Esto explica que pueda causarse daño moral tanto en el campo contractual como extracontractual, cuestión que admite, en el día de hoy, la mayoría de la doctrina jurídica. El acto ilícito, en algunos casos, no en todos, tiene una potencialidad especial que se traduce en la capacidad de penetrar la esfera de la intimidad personal, afectando los sentimientos personalísimos de la víctima y, aun, de quienes están vinculados a ella. Así nace el daño moral y, precisamente por eso, por ser una consecuencia de la lesión de un derecho, se impone al autor la obligación de reparar. Como es obvio, lo anterior será más frecuente tratándose de los derechos de la personalidad, puesto que ellos están fundados en la naturaleza espiritual del hombre. Pero lo anterior no significa que la lesión de un derecho patrimonial no pueda repercutir en la esfera de la intimidad, menoscabando sentimientos y emociones (intereses extrapatrimoniales). De aquí que sea indemnizable –y hoy nadie lo duda– el daño moral que acarrea el incumplimiento de la obligación contractual.
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Lo que afirmamos, insistimos, es que no hay daño moral sin la lesión de un derecho, lo cual no significa que el daño moral nazca siempre de dicha lesión, sólo en aquellos casos en que la infracción tenga tal envergadura y potencialidad que sea capaz de expandirse y penetrar la esfera íntima de la víctima y de su círculo afectivo, comprometiendo intereses extrapatrimoniales. Cronológicamente, el daño moral, por ende, sucede de la lesión del derecho, y no es independiente aquélla (la lesión), sino un subproducto de tanto poder expansivo que alcanza, incluso, a quienes rodean a la víctima de la infracción legal. Puede suceder, incluso, que la lesión del derecho no cause daño patrimonial, pero sí daño moral exclusivamente. Así, por ejemplo, un delito de injuria que se comete sin conocimiento de terceras personas (injuria contumeliosa), no causa daño patrimonial, sino sólo daño moral, pero atraviesa por el atropello de la honra ajena y la comisión de un delito. Compartimos lo aseverado por algunos autores en el sentido de que el daño moral surge no sólo de lesionar un derecho, sino, además, de un interés extrapatrimonial. Pero lo señalado no es suficiente. Es necesario, además, poner énfasis en que no hay daño moral si, cronológicamente, no ha habido con antelación la lesión de un derecho patrimonial o extrapatrimonial. La caracterización del daño moral exige, creemos nosotros, poner acento no sólo en la naturaleza del interés afectado –extrapatrimonial– sino en la causa que lo provoca –la infracción de un derecho–. Sólo de la manera indicada es posible descubrir su verdadera naturaleza. De cuanto llevamos dicho se desprende que el daño moral es la lesión de un interés extrapatrimonial, personalísimo, que forma parte de la integridad espiritual de una persona, y que se produce por efecto de la infracción o desconocimiento de un derecho cuando el acto infraccional se expande a la esfera interna de la víctima o de las personas ligadas a ella. En otras palabras, el daño moral deriva de la lesión de un derecho cuando los efectos de ésta no sólo menoscaban los intereses jurídicamente tutelados por la norma, sino que penetran la intimidad de la víctima y de quienes forman parte de su círculo más próximo, afectando sus sentimientos, emociones, expectativas, afectos y, en general, sus valores de afección (intereses extrapatrimoniales).
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La reparación del daño moral se ha abierto paso en la doctrina y en la jurisprudencia, como resultado del reconocimiento de que las relaciones jurídicas son mucho más que efectos patrimoniales y de que el quebrantamiento del derecho va también más allá de la pérdida del interés tutelado en la norma. No olvidemos que todo derecho subjetivo no es más que un interés jurídicamente protegido por el ordenamiento normativo y que quien lo lesiona imposibilita la realización de dicho interés. Sin embargo, la infracción indicada no queda circunscrita, en ciertos casos, al interés protegido, sino que se expande o repercute en la esfera espiritual de la persona. Es aquí donde surge el daño moral, cuyo poder destructor alcanza al fuero interno y personalísimo de quienes se hallan ubicados en la órbita de la víctima. Para nosotros el daño moral –o extrapatrimonial– se caracteriza fundamentalmente por estos rangos, lo cual nos permite darle su exacta naturaleza consecuencial y derivada, como subproducto –a veces más importante que el efecto directo– de la infracción o lesión de un derecho subjetivo. Esclareciendo todavía más nuestro pensamiento, es dable sostener que la infracción al derecho subjetivo acarrea dos efectos diversos: uno inmediato (pérdida o menoscabo del interés tutelado por la norma jurídica); y otro mediato (lesión de un sentimiento integrado a la personalidad espiritual, no sólo de la víctima, sino de las personas ligadas a ella). Puede suceder que el daño proveniente de ambos efectos sea de la misma índole extrapatrimonial, lo que sucederá cuando el interés tutelado por el derecho (y que conforma un derecho subjetivo) sea de naturaleza extrapatrimonial. Si el interés tutelado por la norma es patrimonial, la infracción al derecho podrá provocar un daño extrapatrimonial, atendido, como dijimos, su poder expansivo. A nuestro juicio, entonces, la lesión a un derecho subjetivo es el presupuesto necesario y obligado para configurar un daño moral. Este sólo se produce cuando el efecto expansivo de la referida lesión se proyecta más allá de la pérdida, menoscabo, perturbación o molestia del interés jurídicamente tutelado, abarcando un campo no comprendido en dicho interés. El daño moral dependerá, por una parte, de la naturaleza del derecho lesionado. Existen derechos cuya violación difícil-
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mente podrá proyectarse más allá del interés tutelado por la norma, como sucede, por ejemplo, con el derecho de dominio, en tanto otros –como el derecho a la integridad corporal– permitirán con extrema facilidad superar la barrera del interés para alcanzar el fuero interno de la persona. Por otra parte, el daño moral dependerá de la potencialidad de la agresión que causa el daño. Pero lo cierto es que la violación de cualquier derecho puede revestir los caracteres que se requieren para causar un daño moral. En lo que concierne a la persona jurídica, la cuestión no difiere. Ella puede sufrir un daño moral, pero éste, atendida su especial naturaleza, sólo afectará las proyecciones y las expectativas que legítimamente puedan asistirle en un momento determinado. La violación de uno de sus derechos puede proyectarse más allá del interés lesionado y afectar su prestigio, sus tradiciones comerciales, su fama, etc. Es cierto que ella no tiene sentimientos ni emociones, pero sí tiene un activo moral que sus representantes deben resguardar. El daño moral, por lo tanto, alcanza los valores que no contravienen sus particulares rasgos derivados de la calidad ficticia que la identifica. De aquí que no exista inconveniente alguno en admitir que la persona jurídica puede ser sujeto pasivo de un daño moral indemnizable. La lesión de cualquier derecho, decíamos, puede generar un daño moral. Ahora bien, es necesario precisar que este daño –moral– recaerá invariablemente en un interés extrapatrimonial, integrado a la esfera íntima y espiritual de la persona. Aquí reside, a juicio nuestro, la llave de la cuestión. Sólo la pérdida, menoscabo, perturbación o molestia de los intereses extrapatrimoniales dan lugar a la indemnización del daño moral, porque la lesión de un derecho ha provocado un efecto expansivo de tal naturaleza que ha sobrepasado los intereses tutelados por la norma y penetrado la intimidad de la víctima. Insistamos, entonces, que el interés que integra un derecho subjetivo puede ser de índole patrimonial o extrapatrimonial, pero los intereses que se ubican más allá de aquéllos y que se hallan radicados en la esfera interna de la persona, sólo pueden ser extrapatrimoniales. Por consiguiente, la lesión del interés que conforma el derecho subjetivo puede generar un daño moral, el cual se traducirá en la lesión de un interés extrapatri-
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monial propio de la naturaleza espiritual de la víctima y, aun, de su círculo más próximo. Las características del daño moral, atendida la concepción propuesta, serían las siguientes: a) Es derivado y no autónomo, puesto que es la continuidad de la lesión que afecta el interés tutelado por el derecho subjetivo (vale decir el derecho mismo, si se considera que éste no es más que un interés jurídicamente protegido por la norma); b) Dependerá siempre de la lesión a un derecho subjetivo, así éste sea de carácter patrimonial o extrapatrimonial; c) Tiene una sola y única causa: la lesión a un derecho subjetivo y, más precisamente, del interés tutelado por éste; d) El daño moral importa la pérdida o menoscabo de intereses extrapatrimoniales (sentimientos, emociones, expectativas, proyecciones, etc.), que pueden no conformar derecho en sí mismos; e) El antecedente del daño moral puede ser la lesión de un derecho patrimonial o extrapatrimonial, en ambos casos podrá concurrir el daño material con el daño moral; f) No puede tasarse con parámetros objetivos porque los intereses afectados comprometen elementos subjetivos propios de cada persona, que se ubican en lo que hemos llamado la esfera íntima del individuo; g) Existe un nexo causal necesario entre lesión a un derecho y daño moral. No existe el segundo sin el primero; h) La lesión de un derecho puede provocar daño moral en una persona distinta de aquella directamente afectada por la infracción. El efecto expansivo del daño moral permite que éste sea sufrido no sólo por la víctima de la violación legal, sino por todos aquellos que integran el círculo íntimo de aquélla; i) El interés constitutivo del derecho subjetivo es la barrera que debe sobrepasarse para la producción del daño moral. Por lo mismo, no hay daño moral sin la lesión de dicho interés. De
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aquí que afirmemos que el daño moral es la continuación del efecto infraccional cuando éste traspasa la barrera del interés tutelado por la norma; y j) Tanto las personas naturales como las personas jurídicas tienen intereses que se radican en su esfera íntima. En las segundas –personas jurídicas– ellos están representados por valores propios de su naturaleza ficticia. No nos parece aceptable sostener que el daño moral requiere de la lesión de un derecho extrapatrimonial. Ello porque se confunde el rol que corresponde a la infracción jurídica con los efectos de la misma. Asimismo, se confunde la naturaleza del derecho violado con la naturaleza de los daños que causa esa violación. La infracción a un derecho patrimonial puede provocar un daño moral, como el quebrantamiento de un derecho extrapatrimonial provocar un daño material. Recurramos, para explicarnos con más propiedad, a un ejemplo relacionado por Leslie Tomasello: “una persona da en depósito remunerado a otra durante un viaje numerosos recuerdos de familia y le encarga especialmente el cuidado de ellos, atendidas las circunstancias. El depositario incurre en un incumplimiento imputable a su obligación y ocasiona la destrucción de estos bienes. ¿Podría decirse que el depositario sólo está obligado a indemnizar el valor material que estos bienes tienen, que seguramente será ínfimo, y el valor de la remuneración y no el dolor psíquico que ha ocasionado al depositante con la destrucción de estos bienes?154 En el caso propuesto el derecho quebrantado es esencialmente patrimonial, pero esta infracción ha sobrepasado el interés jurídicamente protegido y penetrado en la esfera íntima de la persona, lesionando, además, intereses extrapatrimoniales (sentimientos), provocando un daño moral. Este último no es más que la continuidad del incumplimiento contractual a un área personalísima de la víctima. A la inversa, las expresiones injuriosas dirigidas contra un comerciante sólo lesionan un derecho extrapatrimonial (a la honra), pero puede esta infracción alcanzar una proyección
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Leslie Tomasello Hart. Obra citada. Pág. 140.
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patrimonial si, como consecuencia de ello, el comerciante pierde su clientela. Como puede observarse, la lesión que determina la existencia del daño moral puede afectar un derecho, caso en el cual este será siempre extrapatrimonial, o un interés patrimonial o extrapatrimonial. La llave de la cuestión, a juicio nuestro, reside en la circunstancia de que el daño moral se produce o puede producirse directamente cuando se lesiona un derecho extrapatrimonial, e indirectamente cuando se lesiona un derecho patrimonial. ¿Qué queremos significar con ello? Que el daño moral supone un perjuicio que afecta, como hemos dicho, la esfera íntima de la persona (los sentimientos en sentido lato). Por lo mismo, puede lesionarse un derecho extrapatrimonial y no generarse un daño moral, como puede lesionarse un derecho patrimonial y producirse un daño moral. De aquí arranca la dificultad de medir este tipo de perjuicio, porque para ello habrá de incursionarse en los rincones más íntimos de la persona y presumirse, siempre presumirse, la magnitud del daño moral. Atendidas estas características, creemos nosotros que el daño moral, que da lugar, como veremos, a una indemnización meramente satisfactiva, mas nunca compensatoria (ya que el dolor, la indignidad, el temor, etc., no pueden avaluarse en dinero), debe tasarse atendiendo preferentemente a la gravedad del atentado que lo provoca. En cierta medida, como lo anotaremos más adelante, esta clase de indemnización se aproxima –y es bueno que así sea– a los llamados daños punitivos, cuyo objetivo último no sólo reside en la necesidad de dar una reparación a la persona perjudicada, sino en imponer una verdadera pena civil al victimario, que sirva de ejemplo a la sociedad toda. Jamás ha sido este aspecto reconocido explícitamente, pero es evidente que en muchos casos asume este aspecto. No es posible, bajo ninguna circunstancia, medir el daño moral patrimonialmente y tasarlo en dinero. Se trata, se dice, de facilitar a la víctima la adquisición de bienes o el financiamiento de un cierto grado de comodidad, a fin de paliar o atenuar el menoscabo de sus valores más íntimos. No obstante lo coherente que pueda resultar lo señalado, creemos que a la hora de establecer la suma que corresponde a la víctima por este con-
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cepto, juegan una serie de otros elementos, entre los cuales, insistimos, se presenta la gravedad del atentado, la condición del hechor y de la víctima, la posición del autor del ilícito, incluso su capacidad económica. En suma, puede esta indemnización servir el objetivo de los llamados daños punitivos. Para concluir estas reflexiones, digamos que el daño moral afectará siempre intereses que se encuentran ubicados más allá del interés jurídicamente protegido, salvo cuando la norma infringida protege de manera directa e inmediata un interés de orden extrapatrimonial que se radica en la esfera íntima de la persona. Un atentado contra la honra de una persona, como ocurre con la comisión de un delito de injuria o calumnia, lesionará, como es natural, un interés personalísimo, dando lugar a la indemnización del daño moral. Pero tratándose de un delito de lesiones, el interés directa e inmediatamente afectado será la integridad corporal de la persona, sin perjuicio de lo cual puede éste alcanzar los intereses más íntimos como consecuencia del dolor, la depresión, el temor, etc. que ello provoca. Así las cosas, podemos concluir que el daño moral supone siempre un perjuicio a un interés extrapatrimonial que integra la esfera interna de la persona, así este interés se encuentre reconocido y amparado por la norma (caso en el cual conformará un derecho subjetivo), o se llegue a afectarlo como consecuencia de que el atentado sufrido por la víctima se expande más allá del interés tutelado y penetra la naturaleza espiritual de la víctima. Gráficamente podríamos representarnos la ocurrencia del daño moral mediante la descripción de dos círculos concéntricos, el primero de los cuales está conformado por el interés tutelado por la norma (área del derecho subjetivo), y el segundo por una zona íntima, a la cual sólo puede llegarse una vez superado el primer círculo. Si se trata de una norma que tutela los intereses que integran la zona íntima de la persona, no tiene cabida la existencia de los círculos concéntricos, desapareciendo esta distinción. Hasta aquí nuestra concepción del daño moral que, si bien difiere de la que hemos descrito en lo precedente, parte de supuestos semejantes. No ofrece dudas el hecho de que en la jurisprudencia se abre paso un campo cada día más propicio para ampliar la
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cobertura del daño moral. En alguna medida el derecho se sensibiliza, advirtiendo que el ilícito casi siempre va más allá de la lesión al interés jurídicamente protegido, penetrando la esfera íntima y personalísima de la víctima. Creemos nosotros que esta tendencia implica una visión más humana y, por lo mismo, más perfecta del derecho. En la medida que este proceso se profundice, la reparación civil cubrirá una zona que durante mucho tiempo quedó al margen de la preocupación del jurista. Lo que la indemnización procura es restaurar una situación cuando ella ha sido alterada por obra de un acto ilícito. La reparación del daño moral se funda, por consiguiente, en el reconocimiento de que el ilícito no sólo provoca daños materiales, sino otros daños de diversa índole, como consecuencia de que los efectos del atentado exceden en algunos casos el interés tutelado y penetran en lo que hemos llamado la esfera íntima de la víctima. 4.4.2.3. El daño moral en el Código Civil chileno La indemnización del daño moral tiene un doble fundamento positivo en el Código Civil chileno. Desde luego, el artículo 2329, que consagra el principio de la reparación integral del daño. Su texto es claro en cuanto dispone que “por regla general todo daño que pueda imputarse a malicia o negligencia de otra persona, debe ser reparado por ésta”. De dicha disposición se sigue que, salvo cuando existe una norma excepcional que limite el daño reparable, el juez debe considerar, al momento de decidir, todos los daños producidos, cualquiera que sea su naturaleza. Fernando Fueyo Laneri, tratando este punto, expresa: “Ya en las codificaciones modernas nos encontramos con el Código Civil francés, de 1804, o Code Napoléon, que omitió la materia absolutamente (se refiere al daño moral). No hizo mención alguna. La ignoró. La jurisprudencia francesa suplió con creces la omisión literal del daño moral en el Código, y tomando pie del artículo 1382, que obliga a la reparación de ‘todo daño’, sin limitación alguna, elaboró sabiamente sentencias que acogieron demandas en tal sentido; no sólo en materia extracontractual, que es el área en que se encuentra el
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citado artículo 1382, sino que ampliamente, incluyendo los casos de responsabilidad contractual y aun precontractual. El orden de enunciación que antecede fija el volumen de casos promovidos y resueltos en cada una de las áreas citadas, debiendo entenderse dicho orden de mayor a menor. Sucede lo mismo con el Código Civil chileno que empezó a regir el 1º de enero de 1857…”.155 Los comentaristas ponen énfasis en el contenido literal de esta norma (artículo 2329), concluyendo que “todo daño” reúne y considera a cuantas formas de daño puedan existir, lo cual equivale a negar la exclusión de algo (en este sentido se pronuncia Fueyo Laneri en la obra antes citada). Por otra parte, la palabra daño no está referida a un daño específico y comprende, por lo tanto, el daño material y el daño moral. La jurisprudencia ha confirmado esta interpretación literal para llegar a la conclusión que la reparación dispuesta en el artículo 2329 comprende el daño material y el daño moral. La otra norma que armoniza con la anterior es el artículo 2331, que constituye una excepción al principio de reparación integral. Ella se refiere a una situación puntual en la cual la víctima sólo puede reclamar los daños patrimoniales, y no los daños morales que puedan haberse producido. “Las imputaciones injuriosas contra el honor o el crédito de una persona no dan derecho para demandar una indemnización pecuniaria, a menos de probarse daño emergente o lucro cesante, que pueda apreciarse en dinero; pero ni aun entonces tendrá lugar la indemnización pecuniaria, si se probare la verdad de la imputación”. Desde luego, el propósito de esta disposición resulta evidente. Se trata de excluir la reparación del daño moral, limitando la indemnización al daño material, lo cual concuerda con la regla general enunciada en el artículo 2329. Es difícil justificar esta norma, ya que las imputaciones injuriosas son las que más daño moral pueden causar. A juicio nuestro, la recta interpretación de este artículo llevaba a concluir que se trataba de “meras imputaciones injuriosas” que servían de fundamen-
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Fernando Fueyo Laneri. Instituciones… Obra citada. Págs. 58 y 59.
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to a una pretensión civil. No quedaban comprendidos en él los responsables de delitos de injuria y calumnia, los cuales están regulados, en el aspecto civil, por lo previsto en el artículo 10 del Código de Procedimiento Penal, que dispone, en su inciso segundo, que “en el proceso penal podrán deducirse también, con arreglo a las prescripciones de este Código, las acciones civiles que tengan por objeto reparar los efectos civiles del hecho punible, como son, entre otras, las que persigan la restitución de la cosa o su valor, o la indemnización de los perjuicios causados”. Atendidos los limitados márgenes que atribuimos a este artículo, resulta explicable la preocupación del autor del Código por evitar juicios civiles fundados en “imputaciones injuriosas contra el honor o el crédito de una persona”, para obtener una indemnización de perjuicios. De allí que, para evitar la proliferación de juicios, se consagrara esta excepción a la regla general del artículo 2329. No puede preterirse el hecho de que fue eso –evitar la proliferación de los juicios– lo que inspiró varias otras instituciones en el campo civil, como el derecho de rescate establecido en el artículo 1913 del Código Civil a propósito de la cesión de los derechos litigiosos. Resulta razonable, en el marco de esta preocupación, que se limitara el campo de la indemnización cuando la acción estaba fundada en “meras imputaciones injuriosas contra el honor o el crédito de una persona”. Confirma nuestra interpretación el hecho de que la ley aluda al “honor o al crédito”, ya que ello denota la necesidad de establecer un nexo patrimonial entre el hecho y su consecuencia dañosa. En suma, el artículo 2331 no delimitaba los derechos de la víctima de un delito penal, sino sólo los que correspondían a la víctima de un delito civil que consiste en la imputación injuriosa en contra de su honra o de su crédito. Sin embargo de que lo señalado nos parece perfectamente claro, el artículo 31 inciso segundo de la Ley Nº 16.643, que tiene un alcance puramente interpretativo, ordena que “lo dispuesto en el artículo 2331 del Código Civil se entenderá referido a los delitos de injurias y calumnias cometidos a través de medios distintos de los expresados en el artículo 16 de la presente ley”. Como puede apreciarse, la interpretación dada por
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el legislador en esta regla es lamentable, ya que, sin advertirlo, muy probablemente, dio al artículo 2331 un alcance muchísimo más amplio de aquel que evidentemente quiso asignarle el autor del Código. De todo lo cual resulta el contrasentido de que un delito de injuria o calumnia, perpetrado por cualquier medio que no sea de aquellos descritos en el artículo 16 de la Ley Nº 16.643, no da derecho a reclamar el daño moral que provoca. La pregunta salta a la vista. ¿Por qué? Simplemente por la desafortunada interpretación auténtica dada a propósito de otra materia: los abusos de publicidad. Hemos querido destacar este hecho para demostrar que resulta siempre peligroso ejercer una facultad tan delicada como la de interpretar la ley por la vía legislativa, sin reparar en que es posible, por la vía judicial, lograr resultados más provechosos que los que se obtienen con reformas legales mal estudiadas. Para completar este panorama, debemos analizar algunas reglas contenidas en la Ley Nº 16.643 sobre Abusos de Publicidad. El artículo 31 prescribe que: “Las imputaciones injuriosas, calumniosas, maliciosas de un hecho o de un acto falso, en los términos expresados en el artículo 19 (se refiere a la “imputación maliciosa de hechos sustancialmente falsos, o la difusión maliciosa de noticias sustancialmente falsas, como, asimismo, la difusión maliciosa de documentos sustancialmente falsos, o supuestos o alterados en forma esencial, o atribuidos inexactamente a una persona” por medio de diarios, revistas o escritos periódicos, impresos, carteles, afiches, avisos, inscripciones murales, volantes o emblemas que se vendan, distribuyan o expongan en lugares o reuniones públicas, la radio, la televisión, la cinematografía, los parlantes, la fonografía y en general cualquier artificio apto para fijar, grabar, reproducir o transmitir la palabra, cualquiera que sea la forma de expresión que se utilice, sonidos o imágenes), o las que afectaren la vida privada de una persona o de su familia, en la forma señalada en el artículo 22, efectuadas a través de un medio de comunicación social, darán derecho a indemnización pecuniaria conforme a las reglas del Título XXXV del Libro IV del Código Civil, por el daño emergente, el lucro cesante o el daño moral”. Como puede comprobarse, en el amplio campo de los medios de comunicación social, el alcance del artículo 2331 está definido en la Ley
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Nº 16.643, comprendiendo la indemnización no sólo del daño material, sino también del daño moral. Los casos en que es posible eximirse de la obligación de indemnizar, consignados en el mismo artículo 31 de la citada ley, se refieren a situaciones en que desaparece el factor de imputación (no concurre dolo ni culpa). Más importante resulta aún lo previsto en el artículo 34 de la Ley Nº 16.643. “La indemnización de perjuicios proveniente de los delitos sancionados en los artículos 19 (noticias falsas o no autorizadas), 21 (delitos contra las personas) y 22 (imputaciones de hechos determinados, relativos a la vida privada o familiar de una persona), podrá hacerse extensiva al daño pecuniario que fuere consecuencia de la depresión anímica o psicológica sufrida por la víctima o su familia con motivo del delito, y a la reparación del daño meramente moral que tales personas acreditaren haber sufrido…” El inciso segundo agrega: “El tribunal fijará la cuantía de la indemnización tomando en cuenta los antecedentes que resultaren del proceso sobre la efectividad y la gravedad del daño sufrido, las facultades económicas del ofensor, la calidad de las personas, las circunstancias de hecho y las consecuencias de la imputación para el ofendido”. De esta norma resulta claro que el daño moral no consiste sólo en la depresión anímica o psicológica sufrida por la víctima y su familia, lo cual confirma nuestra apreciación en el sentido de que este daño comprende la lesión de cualquier interés radicado en la esfera íntima de la persona (el amplio espectro de los sentimientos). Lo anterior porque la ley distingue la “depresión anímica o psicológica” de lo que llama el “daño meramente moral”. Asimismo, ratifica el hecho de que el juez para los efectos de fijar la cuantía de la indemnización debe tomar en cuenta varios aspectos, entre los cuales resaltan la “gravedad del daño sufrido, las facultades económicas del ofensor, la calidad de las personas, las circunstancias del hecho y las consecuencias”. Si los elementos indicados son procedentes para fijar la indemnización en el ámbito de los delitos que se cometen con ocasión de la publicación de las opiniones por la imprenta, y, en general, la trasmisión pública y por cualquier medio de la palabra oral o escrita, como reza el artículo 1º de
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la Ley Nº 16.643, resulta indiscutible que los mismos parámetros deben usarse para los efectos de fijar la indemnización en otros casos. Si se estimara que existe un vacío o laguna legal en esta materia, sería perfectamente procedente integrarla por medio de la analogía, los principios generales de derecho y la equidad natural, conceptos todos recogidos por los elementos que señala la disposición legal analizada. Invariablemente hemos sostenido que las leyes deben interpretarse a la luz de las normas y principios consignados en la Constitución Política de la República. No puede ser de otro modo si se tiene en consideración que la Constitución es la base de la institucionalidad y de todo el ordenamiento normativo. Por otra parte, el derecho repugna toda contradicción o incoherencia y supone una perfecta armonía y correspondencia entre todas las disposiciones que componen el sistema jurídico. Bajo este prisma es evidente que la Constitución de 1925 contenía una clara referencia al daño moral. El artículo 20 de aquélla disponía: “Todo individuo en favor de quien se dictare sentencia absolutoria o se sobreseyere definitivamente, tendrá derecho a indemnización, en la forma que determine la ley, por los perjuicios efectivos o meramente morales que hubiere sufrido injustamente”. La misma norma está contemplada en el día de hoy en el artículo 19 Nº 7 letra i) de la Constitución de 1980, que dispone: “Una vez dictado sobreseimiento definitivo o sentencia absolutoria, el que hubiere sido sometido a proceso o condenado en cualquier instancia por resolución que la Corte Suprema declare injustificadamente errónea o arbitraria, tendrá derecho a ser indemnizado por el Estado de los perjuicios patrimoniales y morales que haya sufrido. La indemnización será determinada judicialmente en procedimiento breve y sumario y en él la prueba se apreciará en conciencia”. El procedimiento instituido para hacer valer este derecho está contemplado en el Auto Acordado de la Corte Suprema de 3 de agosto de 1983, el cual fue publicado en el Diario Oficial del 11 de agosto del mismo año. A la inversa, tratándose de una expropiación por causa de utilidad pública o interés nacional, el constituyente limitó la indemnización al “daño patrimonial efectivamente causado”,
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según se dispone en el artículo 19 Nº 24 inciso 3º de la Carta Política Fundamental, de lo cual resulta que para entender limitado el derecho a ser indemnizado es necesario que exista una disposición expresa en tal sentido. Agreguemos, además, que el daño moral encuentra sus más sólidas bases constitucionales en lo previsto en los artículos 1º, 5º y 19 Nº 1 de la Constitución. Estos preceptos reconocen la dignidad de la persona humana desde su nacimiento, limitan la soberanía en función de los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana, y aseguran la integridad síquica de la persona. Todos ellos expresan, en consecuencia, los principios básicos en que debe fundarse el reconocimiento de la indemnización del daño moral. En el campo del derecho público, estos principios están expresamente recepcionados en los artículos 4º y 44 de la Ley Nº 18.575, Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado. El primero señala que “El Estado será responsable por los daños que causen los órganos de la Administración en el ejercicio de sus funciones…”. El segundo dispone que “Los órganos de la Administración serán responsables del daño que causen por falta de servicio”. Ambas normas aluden a los daños sin distinguir su naturaleza, lo cual fuerza a concluir que éstos comprenden tanto el daño material (patrimonial) como el daño moral (extrapatrimonial). No obstante la claridad de las disposiciones que invocamos, no podemos menos que reconocer y compartir el juicio de que el daño moral y su reparación es un instituto que nace de la jurisprudencia. “El daño moral y su reparación son así en Chile instituciones netamente jurisprudenciales, por cuanto fueron introducidas, conceptualizadas y caracterizadas por dicha fuente del derecho. Ello explica, de paso, la incerteza y vaguedades que en muchos aspectos representan, a diferencia de lo que sucede con los daños materiales, que están reglamentados positivamente”.156 Creemos nosotros que constituye un avance en el derecho el descubrimiento de que el acto lesivo, por su carácter
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José Luis Diez Schwerter. Obra citada. Pág. 100.
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y poder agresivo, puede superar la barrera del interés tutelado en la norma y penetrar a la esfera interna de la persona, lesionando intereses que, en muchos casos, pueden ser incluso más importantes que aquellos protegidos. Así nace la reparación del daño moral, a pesar de todos los inconvenientes que representa su tasación, atendido su perfil satisfactivo y no compensatorio. No cabe tampoco duda alguna que esta tendencia seguirá profundizándose en el día de mañana, abarcando la indemnización efectivamente todos los daños causados. Puede, incluso, preverse que se irá más allá, dando a este rubro indemnizatorio el carácter de pena civil (daño punitivo), lo cual, a juicio nuestro, representaría un avance en el campo de la política judicial, pero reconociendo que ello no tiene asidero en la letra y espíritu de la ley chilena. 4.4.3. Hacia otra clasificación de los daños Algunos autores estiman que la clasificación de los daños en materiales y morales está agotada y que, siguiendo las ideas del derecho italiano, para evitar las restricciones positivas que presenta la indemnización del daño moral, como sucede en Italia, debe superarse esta concepción patrimonialista y sustituirse por otra. Para estos efectos se propone distinguir entre daño subjetivo (daño a la persona) y daño objetivo (daño a las cosas). “El primero atentaría contra el sujeto en sí mismo, en cualquiera de las etapas de su existencia, y podría o no tener incidencia económica; el segundo, en cambio, lesionaría valores económicos, aunque en forma excepcional también podría provocar perjuicios no patrimoniales. El llamado daño a la persona no se agotaría, como se ha dicho, en el daño patrimonial (daño emergente y lucro cesante) y moral, nociones consideradas estrechas e inidóneas para calibrarlo en toda su dimensión, sino que impondría la necesidad de ampliar ese espectro, como nueva especie de daño patrimonial (distinto del daño emergente y del lucro cesante), o como una especie de daño no patrimonial (distinta del daño moral), o como modalidad autónoma de dañosidad, no comprendida en ninguno de aquellos conceptos
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tradicionales”.157 De acuerdo a este planteamiento, los daños en la persona tendrían un sentido especial y propio que no se identificaría con las categorías tradicionales. De aquí que se afirme que vivimos una etapa revolucionaria en relación al concepto mismo del daño y que transitamos entre una concepción patrimonialista tradicional y otra concepción que pone como epicentro a la persona humana. Esta idea hace surgir otra visión de los daños, estrechamente relacionada con la persona misma. El autor citado agrega: “Toda lesión a una persona importaría un daño por sí propio, por la sola violación de un derecho de la personalidad, con independencia del daño patrimonial o moral que el ilícito pueda eventualmente haber generado”.158 El daño a la persona cubre todos los aspectos de la personalidad humana en sus múltiples y ricas facetas. De aquí que se distinga el daño biológico y el daño a la salud. “El primero representaría la faz estética del daño a la persona, y haría alusión, de modo objetivo, a la lesión causada en la integridad sicofísica del damnificado”.159 Citando a Fernández Sessarego, agrega que “el daño biológico afecta la normal eficiencia sicosomática del sujeto, lo que se hace patente a través de los actos ordinarios, cotidianos y comunes de la existencia personal. Este daño, por su característica particular, debe ser apreciado por un médico legista”. En otras palabras, se trata de una lesión que afecta la integridad y capacidad sicosomática de la persona con independencia de su funcionalidad. El segundo, el daño a la salud, se caracteriza, por el mismo Fernández Sessarego (citado por Ramón Daniel Pizarro), como el aspecto dinámico del daño a la persona “…un déficit en lo que atañe al bienestar integral del sujeto, derivado de la acción del daño biológico. Su apreciación corresponde normalmente al juez, sobre la base de los informes proporcionados por los médicos legistas sobre la entidad y alcances del daño biológico producido”. En otros términos, el daño a la salud sería la consecuencia funcional del daño biológico.
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Ramón Daniel Pizarro. Obra citada. Pág. 71. Ramón Daniel Pizarro. Obra citada. Pág. 72.
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El daño a la salud, diverso, como se dijo, del daño emergente, el lucro cesante y el daño moral, permite distinguir una serie de otros daños. Entre ellos se cita, por su especial relevancia, el daño a la vida de relación (la víctima queda impedida de gozar de la vida en la forma en que lo hacía antes del ilícito, como consecuencia de la minoración sicofísica, aun cuando no tenga conciencia de ello, ni sufra dolor, pena o angustia, quedando impedido de disfrutar del deporte, la música, asistir a espectáculos artísticos o de cualquier índole, viajar, compartir con amigos y familiares, etc.). Se trata, como dice un autor, de “la reducción de la capacidad de expansión y afirmación en las relaciones socioeconómicas, de la posibilidad de ubicarse, o sea, de reinsertarse en las relaciones sociales y aun de mantenerlas en un nivel normal a causa de la disminución sufrida; de adquirir determinada posición social; de la actividad sicofísica del sujeto en el desarrollo de sus actividades complementarias, etcétera”.160 Otro perjuicio que cae en la órbita de los daños a la salud es el daño estético, que se caracteriza por la pérdida de un atributo de la misma especie. El daño sexual que se caracteriza como “la pérdida o disminución de la función o mejor del complejo de funciones de los órganos sexuales, en sus componentes endocrínicos y exocrínicos, cuya finalidad es: a) El desarrollo sicofísico del individuo que se traduce en la madurez sexual; b) La reproducción; c) El placer de la libido”.161 Finalmente, el daño síquico, que deriva de una lesión que afecta las funciones cerebrales. Por último, algunos autores sostienen la existencia de otro perjuicio que integraría el daño a la persona y que se conoce como “daño al proyecto de vida”. Se parte del supuesto que cada uno tiene, así sea consciente o inconscientemente, una cierta proyección de lo que será su vida, definiendo así su destino futuro en forma continuada a través del tiempo. “Estaría-
160 Kemelmajer de Carlucci. “El daño en la persona. ¿Sirve al derecho argentino la creación pretoriana de la jurisprudencia italiana?” Revista de Derecho Privado y Comunitario. 1992. Nº 1. Págs. 87 y 88. 161 Kemelmajer de Carlucci. Trabajo citado. Pág. 89.
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mos en presencia de un daño de enorme proyección futura, de carácter generalmente continuado. Precisamente esta característica determinaría una diferencia entre la noción amplia de daño a la persona (en su manifestación de daño al proyecto de vida) y el daño moral. El daño moral –concebido como otro componente del daño a la persona no patrimonial– sólo comprendería los estados de ánimo, el sufrimiento, la pena, el dolor, generalmente susceptibles de desaparecer o mitigarse con el transcurso del tiempo. En cambio, el daño al proyecto de vida sería continuado, estaría más allá de la esfera sensitiva del damnificado y comprometería el futuro del ser humano”.162 De más está señalar que este tercer tipo de daños no cabe en la legislación chilena. Introducir una tercera categoría de daños –fuera del daño patrimonial y extrapatrimonial o moral– nos parece excesivo. Más bien, consideramos que este esfuerzo se encamina a ampliar el marco del daño moral, ya que ninguna duda nos asiste sobre que los daños a la persona, tanto biológicos como a la salud, quedan comprendidos en el amplio campo del daño patrimonial y extrapatrimonial. Existe la tendencia a vincular el daño moral con el sufrimiento, el dolor, la angustia, etc., pero en verdad él comprende, como se señala en las páginas anteriores, la lesión de cualquier interés radicado en la esfera íntima de la persona, muchas veces más allá del interés tutelado directamente por la ley. Este concepto ahorra buscar una tercera categoría de daños para ampliar la cobertura de los daños morales. Otro autor, ya citado, Carlos Alberto Ghersi, clasifica el daño reparable en económico y extraeconómico. Entre los daños extraeconómicos a la persona menciona el daño moral, el daño síquico, el daño biológico, el daño estético y el daño espiritual. Concede a este último autonomía propia, afirmando que “el sentido espiritual del ser humano ensalza a la persona de tal modo que mueve a una reflexión: si desde lo jurídico tanto se ha escrito sobre los bienes inherentes al hombre que trasuntan en derechos humanos (plasmados en constituciones, leyes y convenios internacionales), cobra valor de
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Ramón Daniel Pizarro. Obra citada. Pág. 76.
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sumo bien el derecho a la fe, a la espiritualidad, el cual es más amplio que aquel que garantiza ‘ejercer libremente el culto’. La espiritualidad es don divino, un regalo que se nos confiere; pero se debe luchar por robustecerla. Aquel que lucha y trata de elevarse espiritualmente, dejando de lado hipocresías, orgullo, vanagloria, consumo inútil, bienes patrimoniales superfluos, y hasta con enormísimo esfuerzo vence en mayor o menor medida su propia naturaleza logrando, incluso, amar al prójimo porque ve en cada otro a la divinidad, lo absoluto, sean sus semejantes amigos o enemigos, alcanza un estado espiritual de tanta diafanidad que trasciende en su propio rostro físico y siente (a veces hasta ve) fenómenos místicos que valen mucho más que toda una vida convencionalmente ‘bien vivida’, aun cuando estos fenómenos duren una fracción de segundo. Si algún hombre traba o directamente impide a un semejante emprender su sendero de espiritualidad, daña lo más esencial y profundo que hay en cada uno de nosotros; el núcleo vivencial entre el yo y lo absoluto, perjudica el derecho inalienable a crecer espiritualmente sintiéndose respetado, aunque la forma no sea la del otro en un clima de armonía, paz y tolerancia”. Más adelante, el mismo autor expresa que “Si por intolerancia, mala fe, soberbia, ánimo de lucro grosero, y hasta abuso en el comercio de artículos de doctrina y culto, se siembra confusión y se frena el crecimiento espiritual de un semejante, se provoca un dolor tan profundo, una vacuidad tan estremecedora que podría asemejarse a una ceguera repentina o a la pérdida del salvavidas al que un náufrago había logrado asirse. El daño espiritual no es, por ende, ni género ni especie respecto del daño moral, es otro tipo de perjuicio, tiene autonomía propia, lo cual no excluye su carácter extraeconómico”.163 Para justificar el aserto transcrito, el autor que analizamos sostiene que el fenómeno religioso despliega sus efectos en una órbita diferente de las demás. De lo anterior se sigue que existiría no sólo lo que hemos llamado una esfera íntima en que gravitan los intereses más profundamente arraigados en
163
Carlos Alberto Ghersi. Obra citada. Págs. 69, 70 y 71.
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el ser humano, sino otra esfera –reservada a los espíritus religiosos–, que representaría lo más sagrado del hombre en la tierra. Sin perjuicio de aceptar la descripción que se hace de las reacciones místicas de los espíritus religiosos, creemos nosotros que lo anterior no es más que un esfuerzo por dar a la lesión de ciertos intereses una mayor trascendencia y, por lo mismo, medir el daño producido en función de estos valores superiores. Para conseguir dichos fines no es necesario dar autonomía a estos intereses, pues el mismo resultado se obtiene condicionando la indemnización a lo que hemos llamado la gravedad del atentado que causa el daño. De aquí que insistamos que estos daños, tan bien caracterizados, no son más que especies del mismo género: el daño moral o extrapatrimonial. Como puede observarse, quienes pretenden introducir otra clasificación de daños parecen identificarse con el afán de ampliar la reparación del daño cuando el ilícito afecta intereses personalísimos que se proyectan hacia lo que hemos caracterizado como la esfera íntima de la persona. Todos estos nuevos daños no pasan de ser, a nuestro juicio, más que sutiles y, a veces, rebuscados matices para extender el daño moral a áreas que evidentemente quedan comprendidas en sus fronteras. No es necesario, por lo mismo, recurrir a estos argumentos. Basta con conceptualizar debidamente el daño moral y admitir que él importa la lesión de cualquier interés anidado en la esfera íntima de la víctima. 4.4.4. Criterios de valoración del daño moral Tanto la doctrina como la jurisprudencia han fijado ciertos criterios para determinar de qué manera debe valorizarse el daño moral. Quizás sea éste el aspecto más espinoso de la cuestión, puesto que, atendida la naturaleza del daño moral, su cuantificación en dinero no es fácil ni resulta posible fijar un criterio concreto y universal que resuelva el problema.
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4.4.4.1. Doctrina que determina el daño moral en relación al daño patrimonial Según esta tendencia habría una relación porcentual entre daño material y moral, razón por la cual el juez debería fijar la indemnización por daño moral atendiendo al daño patrimonial que ha sufrido la víctima. La doctrina indicada ha sido duramente combatida, porque no existe base alguna que justifique su procedencia. Desde luego, es posible, incluso, que un acto ilícito no comprometa intereses patrimoniales, sino sólo morales, lo cual revela la absoluta independencia entre una cosa y la otra. Un autor ha dicho: “La tentación, hija más del facilismo que de la lógica, de justificar una cierta proporcionalidad entre el daño patrimonial y el daño moral, en orden a su reparación –que apareció en un primer momento fuertemente influenciada por criterios limitacionistas–, ha sido afortunadamente rechazada por la doctrina judicial y autoral”.164 4.4.4.2. Doctrina que determina la cuantía del daño moral en función de la gravedad de la falta Como es obvio, este criterio desplaza la cuestión desde su centro natural (el daño causado) a la intensidad y gravedad del ilícito. De lo anterior puede resultar que un daño moral importante no reciba una satisfacción equivalente y, a la inversa, que un daño menor sea recompensado con una indemnización superior. Lo que se señala resulta ser consecuencia obligada de que no existe relación entre la gravedad de la falta y el daño que ella provoca. La aceptación de este criterio, se dice, transforma la indemnización del daño moral en una pena que se aplica sobre la base de la gravedad del hecho y no de sus consecuencias nocivas. “Quienes propician estas ideas son partidarios de la doctrina de la sanción ejemplar, de una pena impuesta al ofensor, de
164
Jorge Mosset Iturraspe. Obra citada. Tomo IV. El daño moral. Pág. 193.
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un castigo. Cuanto más grave sea el reproche que pueda formularse al autor del daño (v. g. en razón de mediar dolo en su conducta o culpa grave), mayor será el monto de la pena que se mande pagar”.165 Es incuestionable que en nuestro derecho esta tesis no tiene asidero alguno, ya que en materia extracontractual, como se explicó, la ley no distingue para los efectos de la reparación sobre cuál es el factor de imputación. Los daños causados por dolo, culpa grave, culpa leve o levísima se miden de la misma manera, sin que exista posibilidad alguna de agravar o atenuar la responsabilidad civil. Con todo, estimamos nosotros que la gravedad de la falta, que determina la naturaleza del reproche, es un factor que debe tenerse en cuenta, si no de manera determinante, al menos, referencial. Compartimos lo que sostiene Mosset Iturraspe cuando dice sobre este punto: “En nuestra opinión la gravedad de la falta –que, por ejemplo, en materia de lesiones no significa la gravedad de la lesión causada, sino el hecho productor, por ser un hecho querido o sólo producto del descuido o del abandono– debe siempre en los actos ilícitos y en los incumplimientos obligacionales, tenerse en cuenta. Integra las circunstancias del caso, que la equidad impone considerar. Pero de ninguna manera puede ser la razón del acogimiento o del rechazo de la pretensión indemnizatoria, ni el factor principal de determinación de la cuantía. Tal criterio, además de desnaturalizar la institución, carece de apoyo legal en nuestro ordenamiento”.166 Para rechazar esta doctrina basta con establecer que la gravedad de la falta no mide la cuantía y gravedad del daño. Así, por ejemplo, el daño que causa un delito de lesiones puede ser menor que el daño que causa un cuasidelito de lesiones. La indemnización habrá de medirse por la magnitud del daño y no por la naturaleza del reproche o factor de imputación.
165 166
Ramón Daniel Pizarro. Obra citada. Pág. 339. Jorge Mosset Iturraspe. Obra citada. Tomo IV. El daño moral. Pág. 196.
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4.4.4.3. Doctrina que valora el daño moral sobre la base de criterios puramente subjetivos del juzgador Una serie de fallos, particularmente en Chile, en que la tendencia parece ser unánime, pone en manos del juzgador, discrecionalmente, la facultad de fijar la cuantía del daño moral. Sería él, exclusivamente, el llamado a determinar el quantum de este perjuicio, atendiendo a los hechos establecidos en el proceso y sus circunstancias. La base de su decisión no sería otra que la equidad natural, vale decir, su propio y particular sentido de justicia, sin necesidad de acudir ni invocar padrones objetivos. Esta tesis, de un simplismo a veces abismante, ha sido muy combatida en la doctrina. Incluso algunos autores ni siquiera la tratan. “No aceptamos estas ideas que parecen inconvenientes para fundar un sistema de reparación equitativo, seguro y justo. Es cierto que el papel del juez a la hora de valorar la existencia y cuantía del daño moral es de fundamental importancia. La ley consagra en esta materia, como en otras, un llamado a la prudencia de los magistrados, en quienes ha depositado un voto de confianza, según la feliz expresión de Morello. Sin embargo, la cuestión no puede quedar librada a su pura subjetividad. La prudencia judicial debe desarrollarse dentro del marco referencial que le brinda la ley, sin perder de vista las realidades objetivas que el caso concreto presenta. El juez no puede, basado en cuestiones de orden puramente subjetivo, mandar a pagar un daño moral inexistente, o que no guarde relación causal con el hecho que lo generó; como tampoco le está permitido negar el derecho a ser indemnizado por daño moral cuando el mismo aparece claramente peticionado y probado en sede judicial, o fijar un parámetro indemnizatorio disociado de la entidad real del menoscabo”.167 En Chile, Ramón Domínguez Aguila ha realizado un enjuiciamiento muy fundado de la extrema liberalidad con que actúan los jueces para fijar el daño moral. “Así, entre nosotros, la noción de daño moral es extremadamente difusa, debido a que, por una doctrina jurisprudencial firmemente establecida, en esta materia el
167
Ramón Daniel Pizarro. Obra citada. Pág. 337.
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juez goza de las más amplias atribuciones fijándolo de acuerdo a su prudencia, sin que exista ninguna regla que permita fijar ciertas normas generales para establecer su quantum. Así, se ha resuelto que ‘por la propia naturaleza del daño moral las sumas de dinero que manden pagar las sentencias sólo pueden haber sido reguladas prudencialmente por los jueces’. De este modo, en Chile, las ideas de daño moral, pretium doloris, molestias sufridas por el hecho dañoso, son rubros indemnizables; pero su apreciación es libre para el juez, en su existencia y en el monto de la indemnización. No existe criterio alguno para ajustarlo a algunas reglas que permitan conocer el porqué en un caso se manda pagar una suma y en otros una diferente”.168 Acto seguido y previa advertencia de que lo que se sigue resulta de la revisión de los repertorios de jurisprudencia, destaca cinco rasgos característicos: “a. Para nuestros tribunales, basta la comisión de un hecho ilícito para entender que ha existido daño moral, aunque no se haya proporcionado prueba alguna que permita regularlos… b. Se ha llegado al exceso de entender que el daño moral se presume, no requiere prueba…169 c. No existen categorías o especies de daños morales, de modo que éste consiste, en la generalidad de los casos, en el pretium doloris, ‘en el dolor, sufrimiento y molestias sufridos con ocasión de las lesiones sufridas’.170 Pero no se conocen otras categorías de daños morales, como no sea, en alguna oportunidad, el desprestigio o ‘mala imagen de la víctima dentro del conglomerado social general’ o el haber sido ‘emocionalmente impactado’ a raíz del accidente.171 Pero no aparecen en nuestros tribunales otras especies de daños morales como el perjuicio estético, el hecho de alterarse las condiciones de vida u otros hoy comunes en el derecho comparado… d. Por último el daño moral, al no requerir, según nuestros jueces, de prueba especial alguna, ni en cuanto al hecho mismo de haberse experimentado, ni en cuanto a su mon-
168
Ramón Domínguez Aguila. Consideraciones en… Obra citada. Pág. 155. Se citan al respecto dos sentencias publicadas en la Revista de Derecho y Jurisprudencia. Tomo 82. Secc. 4ª. Pág. 11, y Revista de Derecho y Jurisprudencia. Tomo 86. Secc. 4ª. Pág. 73. 170 Corte de Santiago. Revista de Derecho y Jurisprudencia. Tomo 80. Secc. 4ª. Pág. 90. 171 Revista de Derecho y Jurisprudencia. Tomo 69. Secc. 4ª. Pág. 91. 169
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to, resulta siendo invocado por los litigantes en el proceso por accidentes o delitos y a propósito de cualquier otro daño experimentado, siendo el moral, generalmente, el más abultado… e. Es imposible saber las razones que los jueces tienen para establecer una cierta suma por daño moral, la que es enteramente arbitraria, de modo que es posible constatar por casos parecidos una disparidad de montos que no resulta justificable”.172 Lo denunciado parece patético. Se trata de una cuestión en extremo delicada, ya que la aplicación de la ley se ha vuelto discrecional, con el agravante de que quienes ejercen la jurisdicción no han señalado ni siquiera las razones formales que los han llevado a decidir como lo han hecho. Esta verdadera anarquía justifica el esfuerzo que se hace por hallar algún criterio que ponga fin a esta anomalía. Por su parte, José Luis Diez Schwerter, aludiendo a la llamada víctima por repercusión, la misma que nosotros hemos identificado como aquella que está ubicada en el círculo más próximo de la víctima directa (como sucede, por ejemplo, con sus parientes y amigos más íntimos), afirma que de la revisión de la jurisprudencia se concluyen dos hechos: “a) Se presume que han sufrido daño moral por el solo hecho de ser cónyuge o parientes de la víctima directa de ciertos delitos y cuasidelitos… b) En contadas ocasiones se ha tomado en consideración la declaración de testigos para acreditar la efectividad de las consecuencias sicológicas negativas sufridas por la víctima por repercusión”.173 Como puede apreciarse, el panorama en nuestra jurisprudencia es desolador. No hay una concepción clara del daño moral, el cual se confunde con el pretium doloris, ni mucho menos existen padrones o condiciones que sirvan a los jueces para fijar la cuantía del mismo. No cumplen nuestros jueces con su deber primordial, aun cuando, justo es reconocerlo, tampoco han tenido un apoyo en la doctrina, sin el cual es difícil exigir de los tribunales de justicia originalidad y poder
172 Ramón Domínguez Aguila. Consideración en… Obra citada. Págs. 155 y siguientes. 173 José Luis Schwerter. Obra citada. Págs. 144 a 146.
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creativo. Sería de desear que en el futuro los magistrados atendieran a la urgente necesidad de adoptar criterios orientadores, a través de los precedentes judiciales, a fin de que se uniforme la jurisprudencia –que no existe como tal– a este respecto. Conviene señalar que el daño moral, como dice un autor, “se infiere o deduce de situaciones determinadas que, para el hombre medio –en una comunidad y en un tiempo– son productoras o causantes de sufrimiento. Y todo ello con un criterio objetivo”.174 De esta aseveración desprendemos que es posible y conveniente fijar criterios generales que sirvan a todos los jueces, uniformando, de este modo, una materia tan huidiza como la que tratamos. Asimismo, la determinación del daño moral debe realizarse en concreto, atendiendo a las singularidades propias de cada caso, lo cual, como queda dicho, no excluye la posibilidad de ceñirse a criterios uniformes que servirán como meras pautas a los jueces. Una serie muy amplia de externalidades denuncian la gravedad del daño moral. A ellas debe acudir el juez para fijar su cuantía. Es ésa, creemos nosotros, la intención contenida en el artículo 34 de la Ley Nº 16.643 sobre Abusos de Publicidad. Lo que no se divisa es por qué aquella disposición puede operar en el restringido campo de los medios de comunicación social y no hacerlo en los demás casos, en circunstancias que el daño que se ordena indemnizar tiene la misma índole. Bastaría, por lo mismo, con que nuestra jurisprudencia fijara las pautas necesarias para superar las estrecheces que se manifiestan en este campo. Una variante de esta doctrina, que deposita en el juez la facultad discrecional de apreciar el daño moral, está constituida por el reconocimiento de una serie de elementos subjetivos que sirven para determinar el daño moral. Se alude, para estos efectos, a las “circunstancias personales”, tanto de la víctima como del autor del daño. Mosset Iturraspe, refiriéndose a esta doctrina, señala que “Las ‘circunstancias personales’ son muy variadas: las hay económicas, como las relativas al estado económico o
174
Jorge Mosset Iturraspe. Obra citada. Tomo IV. El daño moral. Pág. 196.
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patrimonial; familiares; el estado civil, el número de hijos, la edad y ocupación de los mismos, etc.; y también espirituales, que dicen de la sensibilidad de cada persona, de la influencia de los hechos exteriores sobre sus estados de ánimo; de su carácter receptivo o no; etcétera”.175 Habrá de considerarse, además, las circunstancias personales del autor del daño. A este respecto, Santos Briz dice que “para determinar la cuantía de la indemnización por daño moral, han de tenerse en cuenta, por tanto, todas las circunstancias que contribuyan a caracterizar especialmente el hecho dañoso en concreto… también tiene importancia la situación económica del dañador, porque la obligación de indemnizar daños morales no debe conducir a tratar al agente con injusta dureza. Por otra parte, si su situación patrimonial es mala, esto no debe conducir tampoco a la desaparición total de su obligación, ya que el factor patrimonial es sólo uno de los varios que se han de tener en cuenta. La mala situación económica del agente tendrá más o menos importancia según el motivo u ocasión del hecho dañoso, en especial según el grado de culpa. También ha de tenerse en cuenta si el agente tiene a su favor un seguro de responsabilidad civil, aunque la consideración de este factor no es tan clara como la anterior”.176 No obstante advertir que los jueces chilenos en sus fallos se limitan a exponer los hechos y fundar su decisión en la prudencia y discrecionalidad de que gozan, Diez Schwerter recoge de la jurisprudencia nueve criterios para fijar el daño moral, a saber: “a) La entidad, naturaleza y gravedad del suceso o acto que constituye la causa del daño. b) La clase de derecho o interés extrapatrimonial agredido. c) Las consecuencias físicas, síquicas, sociales o morales que se derivan del daño causado; su duración y persistencia que impliquen convertirlo en un perjuicio moral futuro. d) La culpabilidad empleada por el ofensor en su actuar. e) La culpabilidad empleada por la víctima. f) Las condiciones personales de las víctimas. g) Las facultades económicas del ofensor. h) Las facultades económicas del ofendido”.177 175
Jorge Mosset Iturraspe. Obra citada. Tomo IV. Pág. 197. J. Santos Briz. La Responsabilidad Civil. 3ª edición. Montecorvo. Madrid 1981. Pág. 163. Citado por Jorge Mosset Iturraspe. 177 José Luis Diez Schwerter. Obra citada. Págs. 251 a 254. 176
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Como puede observarse, los elementos referidos son muchos, pero no se ha logrado fijar una pauta rectora que uniforme el criterio de los tribunales sobre este particular. 4.4.4.4. Doctrina que valora el daño moral en función de la gravedad objetiva del menoscabo causado Para los partidarios de esta corriente, el dolor, la pena, la angustia, el temor, la inseguridad, etc., no son más que elementos que permiten medir la realidad objetiva del daño que se causa. De aquí que el juez llamado a valorarlo deberá considerar una serie de parámetros computables. Desde luego, debe señalarse en qué consiste, describirse los hechos que lo causaron y de qué manera éstos han afectado al damnificado. “Estas circunstancias del caso tienen una gran significación para la determinación objetiva del daño moral experimentado por el damnificado y, al mismo tiempo, para facilitar la concreción de una solución equitativa. Deberán computarse, entre otros aspectos, la personalidad del damnificado (edad, sexo, condición social, su particular grado de sensibilidad); si el damnificado es directo o indirecto; en este último caso, el vínculo existente con la víctima, la índole de las lesiones sufridas; la posible influencia del tiempo, como factor coadyuvante para agravar o mitigar el daño moral; y también la personalidad de quien lo produjo, sobre todo cuando pudieron tener influencia sobre la intensidad objetiva del agravio causado a la víctima; la mayor o menor divulgación del hecho, especialmente en materia de atentados contra el honor o contra la intimidad de una persona; la gravedad del padecimiento espiritual, la realidad económica del país al tiempo de dictarse sentencia, etcétera”.178 A lo anterior habría que agregar los precedentes judiciales, pero sin perder de vista el momento histórico en que ellos fueron pronunciados, ya que las indemnizaciones están irremediablemente marcadas por la situación que prevalece en cada instante del desarrollo social. 178
Ramón Daniel Pizarro. Obra citada. Págs. 341 y 342.
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En suma, se trata de encontrar los hechos y circunstancias objetivas que permitan medir, a través de manifestaciones exteriores, un daño que se aloja en el fuero interno de la persona. Las evidencias externas permiten cuantificarlo si se atiende cuidadosamente a todas ellas. 4.4.4.5. Doctrina que determina el daño moral atendiendo a los llamados placeres compensatorios Esta tendencia parte de la base de que no es posible evaluar el daño moral atendida su naturaleza. Por lo mismo, debe recurrirse a otro medio. Se trata entonces de costear a la víctima un placer que sirva para mitigar el perjuicio. Se cita a este respecto una sentencia argentina de 5 de mayo de 1981, que dice: “Cuando se pretende indemnización por daño moral, de lo que se trata no es de hacer ingresar en el patrimonio de la víctima una cantidad equivalente al valor del dolor sufrido, porque se estaría en la imposibilidad de tarifar en metálico los quebrantos morales, sino de procurar al lesionado otros goces que sustituyan al perdido”.179 Creemos que esta doctrina introduce un nuevo factor. Ya no se trata de cuantificar el daño moral –lo cual parece imposible–, sino de equilibrarlo con un placer paralelo que, por lo menos, pueda atenuar la “modificación disvaliosa del espíritu” de que hablan los autores. De ese modo, se confronta sufrimiento con placer, perjuicio con beneficio. Creemos, sin embargo, que es tanto más difícil la tarea que se nos propone, ya que su realización implica no sólo evaluar el daño moral, sino que, además, el beneficio o placer compensatorio, todo lo cual nos arrastra a un relativismo insuperable. A pesar de todas las dificultades, éste es un criterio que se abre paso en la doctrina. Así, Fernando Fueyo Laneri dice que “…es preciso atender a la naturaleza de la reparación, que es satisfactiva y es pena privada a la vez, no necesitándose, por lo mismo, medición aritmética ni equivalencia exac179
Fallo citado por Jorge Mosset Iturraspe. Obra citada. Pág. 202.
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ta. Gracias al dinero, la víctima que lo recibe puede procurarse satisfacciones materiales y espirituales, como vacaciones, un viaje a lugares que lo atraen, la adquisición de un medio de movilización propio, clases de pintura o de otro arte, que antes no pudo pagar, la creación de un instituto de investigación que siempre soñó u otra organización de proyección amplia hacia la sociedad, la tranquilidad económica de su hogar, el de sus padres y de otros seres queridos, que se desenvolvían antes en la suma estrechez, la iniciación de una actividad industrial o comercial mediante un capital inicial que antes no tuvo, etc. Todo ello puede crear tranquilidad, bienestar, entretenimiento, nuevas fuentes de trabajo que eleven el espíritu, un objeto soñado toda una vida, la normalidad síquica del individuo, la sensación sublime de justicia, en una palabra, satisfacciones espirituales hondas, ¡y pobre de aquel que nunca las haya tenido o no sea capaz de imaginarlas!180 4.4.4.6. Doctrina que atiende a la falta y la entidad objetiva del daño Esta tendencia se califica como “funcional o mixta” del daño moral. La idea consiste en que el monto de la indemnización podría elevarse por sobre el perjuicio causado, cuando en razón del dolo o del grado de culpa del dañador, se estime que éste debe ser sancionado (daño punitivo). Asimismo, puede la indemnización disminuir atendiendo a un grado menor de reproche al autor del hecho ilícito. A lo anterior se agrega, como sucede en el common law, la circunstancia de que el dañador haya pretendido con el ilícito obtener un provecho de orden patrimonial, caso en el cual su responsabilidad se agrava. Por consiguiente, para la determinación del daño moral debe medirse tanto la gravedad del hecho ilícito como la entidad objetiva del daño causado, debiendo ponderarse ambos factores.
180
Fernando Fueyo Laneri. Instituciones… Obra citada. Pág. 113.
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4.4.4.7. Nuestra posición Creemos nosotros que la tasación objetiva del daño moral es absolutamente imposible, atendida la naturaleza del agravio y de la lesión que éste produce. Es ilógico compensar monetariamente la pérdida, menoscabo, perturbación o molestia cuando ello afecta a un interés que se sitúa en la esfera de los sentimientos más íntimos de una persona. ¿Cómo podría compensarse en dinero la muerte de un ser querido, o una deshonra que compromete toda una vida de dignidad? Hablar, por consiguiente, de indemnización, en cuanto con ella se procura restablecer una situación que ha sido irremediablemente destruida, resulta no sólo imposible, sino irracional. Es efectivo, entonces, que el daño moral no se indemniza en sí mismo, ni siquiera puede éste dimensionarse externamente. Sólo la víctima puede apreciar su profundidad, extensión y continuidad. De aquí que la mal llamada indemnización del daño moral apunte a procurar un equilibrio de otra naturaleza, un bienestar que mitigue lo irreparable, un placer que permita aliviar lo que no tiene solución. Entregar al juez discrecionalmente la facultad de fijar el quantum dinerario del daño moral, conduce a la anarquía y la inseguridad. Por lo tanto, lo único que corresponde es adoptar pautas comunes que hagan posible, al menos, uniformar el criterio de los juzgadores. Todo lo demás es ilusorio e inútil. Así entendido el problema, sólo cabe señalar cuáles son los elementos más importantes y, por lo mismo, a los cuales debe recurrir el tribunal. A nuestro juicio, hay tres áreas principales: el hecho ilícito, el derecho o interés lesionado, y la calidad y condición de la víctima y el victimario. 4.4.4.7.1. El hecho ilícito Respecto del hecho ilícito deben considerarse los siguientes aspectos: a) La gravedad objetiva del atentado. No cabe duda de que no todos los hechos tienen la misma trascendencia, ni en lo
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personal ni en lo social. El daño moral, ciertamente, está determinado por este factor, sin perjuicio de que desde una perspectiva social, el reproche tiene una relación directa y necesaria con la naturaleza del hecho lesivo. La agresividad del autor, la frialdad y perfidia con que procede, la forma en que actúa, etc., son índices elocuentes de la proyección del hecho dañoso. b) La posición subjetiva del autor del daño. No puede considerarse en la misma forma, aun cuando aparentemente así resulte de lo previsto en la ley, al sujeto mal intencionado, que obra dolosamente y con el ánimo de causar daño, que al que lo produce por un descuido o negligencia. En alguna medida la actitud subjetiva del dañador se refleja en el resultado. Lo anterior se confirma plenamente en el campo social, ya que para el derecho no puede ser indiferente una u otra actitud. c) El espíritu de lucro asociado al daño que se causa. Siendo el daño moral objeto de una indemnización en dinero, no puede menospreciarse la motivación y finalidad del autor del ilícito. Si el perjuicio obedece a un impulso o afán de lucro de quien provoca el resultado nocivo, ello debe servir al juzgador para agravar las consecuencias civiles que se siguen de su actuar. d) Perversidad sicológica del hechor. Creemos, asimismo, que este rango se proyecta vivamente en el efecto del acto dañoso. Si el autor del ilícito revela una maldad especial, ello puede repercutir en el daño moral de la víctima, que no sólo sufre las consecuencias del acto, sino que se ve enfrentada a una realidad deshumanizada y a veces brutal. e) Externalidad del acto y consecuencias sociales del mismo. Finalmente, creemos que, por lo general, causan mayores perjuicios morales los actos que tienen una manifiesta externalidad social y producen vergüenza o repudio. El hombre es un animal social y su vida transcurre en este medio. Deteriorar este aspecto de su existencia tiene efectos deplorables, porque compromete uno de los aspectos esenciales para el curso de su existencia y su proyecto de vida.
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4.4.4.7.2. El derecho o interés lesionado Respecto del derecho o interés lesionado, deben considerarse los siguientes aspectos: a) La naturaleza del derecho o interés afectado. No requiere de mayores explicaciones afirmar que, desde el punto de vista moral, no todos los derechos e intereses tienen el mismo significado y valor moral. Hay algunos derechos –como el derecho a la honra, a la intimidad, a la dignidad, etc.– que conforman el patrimonio moral esencial de todas las personas. No puede, por ende, considerarse del mismo modo el daño moral, sin atender a la naturaleza de los valores afectados, todos los cuales están o amparados o legitimados en el derecho. b) Carácter de la víctima. La víctima del ilícito puede ser directa o indirecta. Lo frecuente será valorizar en mayor medida el daño que sufre la víctima directa que el que sufre la víctima por repercusión. En otras palabras, más el daño propio que el daño ajeno. Por fuertes que sean los lazos que unen a ciertas personas, es de presumir que la lesión a un bien, derecho o interés propios, será siempre superior a la que sufre una persona ubicada en la órbita afectiva de otra. c) Proyección del daño en el tiempo. Muchos sufrimientos, por fuertes que ellos sean, tienden naturalmente a mitigarse con el correr del tiempo. Pero existen limitaciones, deformaciones, taras o lesiones que perduran a través de los años, y algunas para siempre. No puede tener la misma entidad el daño moral si éste va desapareciendo a través de la vida o perdura como una herida siempre abierta. 4.4.4.7.3. Calidad y condición de la víctima y el victimario Respecto de la calidad de la víctima y el autor del daño, debe considerar: a) El grado cultural del dañador y sus condiciones síquicas. A mayor nivel cultural, creemos nosotros, es dable exigir una mayor responsabilidad en el plano social. Por lo tanto, el daño
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moral que causa una persona culta, preparada y con acceso fácil a los valores espirituales, merece un reproche más severo que el de aquel otro desprovisto de educación y de vida interior enriquecedora. b) Características de la víctima, en su sensibilidad, su sexo, su edad, su posición en la sociedad, etc. De ello dependerá directamente el daño moral, su intensidad, continuidad y secuelas. Todos estos factores influyen poderosamente en la magnitud del sufrimiento y el disvalor en la vida del espíritu. c) Finalmente, creemos nosotros que debe considerarse, en este aspecto, la situación económica del dañador. Tampoco puede ser lo mismo imponer la reparación de un daño moral a una persona menesterosa que a otra que cuenta con recursos abundantes para solventar sus responsabilidades. A esto debe agregarse que el derecho debe obrar con realismo, velando porque sus decisiones sean efectivamente cumplidas. Lo contrario arrastra el desprestigio de la juridicidad, descrédito que pesará sobre todos. Estos elementos deben quedar a disposición del sentenciador para fijar el monto de la indemnización por concepto de daño moral. Réstanos una última cuestión. Como se señaló en las páginas precedentes, en nuestra legislación no caben los llamados daños punitivos, destinados a sancionar al infractor más que a compensar, en alguna medida, al perjudicado. Esto es efectivo y nadie podría contradecirlo. Sin embargo, creemos nosotros que los jueces deben también atender a este factor. Para pensarlo así, tenemos en consideración una razón fundamental. El que con ocasión de un hecho ilícito causa daño a otro, como quiera que sea, provoca, paralelamente, un daño social a costa de la víctima. Es el sistema de convivencia el que se debilita, aun cuando el perjuicio sólo lo experimente una persona. Ese daño social al ordenamiento –que muchas veces se traduce en una manifiesta conmoción del medio– debe ser reparado o, al menos, atenuado. Como la reparación no puede recibirla la sociedad toda, debe hacerse en la persona de la víctima, que es la que en forma directa experimenta el menoscabo que se expande a través de toda la comunidad.
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Por consiguiente, afirmamos que al determinarse el daño moral, esta decisión debe considerar la punición del daño social en la persona directamente afectada. El daño de que se habla es efectivo, real, a veces dramático. El único llamado a reclamarlo es la víctima, porque él se expresa en la devaluación de su vida interior y en su espíritu. No pueden los jueces aplicar la ley sin una dimensión social, mucho menos cuando se constata la existencia inesquivable de un daño que, atendidas sus características, tiene una dimensión personal y otra social, la segunda tan importante como la primera. La aplicación de la ley no puede prescindir de la valoración social. Se dirá, sin duda, como es ya habitual entre nosotros, que la percepción de esta indemnización implicará un enriquecimiento injusto por parte de la víctima. Discrepamos abiertamente de esta apreciación. Desde luego, hay un daño social evidente que nadie podría desconocer. El daño tiene como fundamento el perjuicio personal que se expande en el campo social. No existe otra forma de repararlo que compensando a la víctima. Con lo anterior se produce el efecto contrario, un beneficio que restablece el orden concebido por el derecho. Desde otra perspectiva, lo que hemos llamado daño social proveniente del ilícito, es un tipo especial y específico del daño, que sólo puede revertirse, total o parcialmente, en la medida que la víctima reciba una satisfacción capaz de restaurar el orden quebrantado. De cuanto llevamos dicho, colegimos que, en la forma indicada, podemos y debemos introducir entre nosotros los llamados daños punitivos, dando a la tarea del juez la verdadera proyección social y moral que le corresponde en el marco de un derecho moderno. 4.5. REPARACIÓN DEL DAÑO EXTRACONTRACTUAL La reparación del daño extracontractual, así sea material (patrimonial), derivado del lucro cesante y el daño emergente, o moral (extrapatrimonial), requiere que éste sea probado por los medios establecidos en nuestro ordenamiento normativo. El juez obrará con mayor latitud en lo que concierne a lo que
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hemos llamado daño futuro, incluido el lucro cesante, que siempre, como hemos afirmado, tiene este carácter genérico. Asimismo, apreciará prudencialmente el daño moral, en el sentido indicado y tomando en consideración las circunstancias expuestas precedentemente. Pero todo daño debe ser probado, lo que equivale a sostener que deberán existir en el proceso antecedentes que revelen inequívocamente su existencia y, a lo menos, las bases esenciales de su extensión. Así, por vía de ejemplo, quien dice haber sufrido un daño moral deberá acompañar los antecedentes de su estado síquico, los efectos que el ilícito le ha causado en ese orden, la importancia que atribuía a los intereses lesionados, los vínculos que lo unían a la víctima, si no está directamente afectado por el hecho dañoso, las características del ilícito especialmente referidas a la naturaleza e injusticia de la agresión, etc. Una multitud de antecedentes podrán siempre reunirse en relación a este tipo de perjuicio, atendiendo a las circunstancias en que se produjo. Nos remitimos a lo manifestado sobre los antecedentes que debe considerar el juzgador. El daño no se presume sino en los casos expresamente autorizados en la ley, como sucede, por ejemplo, con los intereses y reajustes de una cierta suma adeudada. La prueba la aprecia el juez, según las normas que regulan esta materia, todas las cuales, a juicio nuestro, le dan amplísimas facultades para dar por establecida la verdad sin rigorismos excesivos. Surgen, con todo, varios problemas que analizaremos a continuación. 4.5.1. Reparación en especie No toda reparación debe, necesariamente, hacerse en dinero. Existen casos de excepción en que es posible concebir que ella sea en especie. Tal ocurre en el caso de que una persona sea condenada a restituir una cosa que tomó indebidamente (artículo 5º del Código de Procedimiento Penal), a destruir una obra (artículo 1555 del Código Civil), a publicar a su costa una sentencia judicial (artículo 46 de la Ley Nº 16.643), o la destrucción o comiso del material ofensivo (artículo 41 de la mis-
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ma ley), etc. La legislación contempla, por lo mismo, una serie de recursos para reparar el daño material o moral y volver a la situación que existía antes de la comisión del ilícito. Creemos nosotros que es ésta la forma más perfecta de conseguir eliminar los efectos dañosos del delito o cuasidelito civil. La reparación en especie consiste en la remoción de los hechos dañosos y el restablecimiento de la situación alterada por el ilícito, en términos de eliminar todo vestigio de daño posible. Lamentablemente, este tipo de reparación no es siempre posible, razón por la cual cuando llega a presentarse debe optarse siempre por ella. Lo que sí ocurre con más frecuencia es que la reparación sea parcialmente posible en especie, debiendo ésta complementarse para hacerla integral. Tal sucede, por ejemplo, cuando debiendo restituirse una cosa (un automóvil en algunos casos), deba pagarse, además, una suma de dinero para compensar el lucro cesante o los gastos que debió hacer su dueño para movilizarse mientras estuvo privado del móvil. De lo que señalamos se desprende que la indemnización en dinero procede porque la reparación en especie sólo puede ejecutarse cuando una determinada situación fáctico-jurídica es revertible, sin que ninguno de sus efectos pueda subsistir. De más está reiterar que ello sólo acontece muy excepcionalmente. 4.5.2. Momento en que debe colocarse el juez para determinar la indemnización de perjuicios Particularmente importante es determinar en qué momento debe colocarse el juzgador para evaluar los daños. De ello dependerá, sin duda, el monto de la indemnización, puesto que será entonces cuando deba apreciarse el daño material presente y futuro, el daño moral, los intereses y los reajustes, si ellos fueren procedentes. Las posibilidades, como anota Diez Schwerter, son varias: “Es claro que el juez avalúa los perjuicios materiales en la sentencia; allí determina el quale y el quantum (es decir, en qué consiste –daño emergente o lucro cesante– y su valor expresa-
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do en dinero); pero ello no implica que deba hacerlo, necesariamente, en relación ‘al tiempo presente’ (de la sentencia), pudiendo recurrir a otras alternativas, como situarse en el ‘tiempo pasado’ (por ejemplo, el de la comisión del hecho ilícito, el de la realización del daño o el de la demanda) o incluso en uno ‘futuro’ (aquel en que se espera que se verifique el daño futuro). El Código Civil no resolvió este problema y urge hacerlo, para dar respuesta a cuestiones conexas, como son: la determinación de la época en que deben estar referidas las probanzas de estos perjuicios y la fijación del instante en que han de comenzar a computarse los reajustes e intereses de las sumas establecidas como indemnización de los mismos”.181 Las posibilidades son, como se dijo, muchas. Desde luego la reparación puede fijarse al momento de consumarse el ilícito (lo cual ocurre al momento de producirse el daño y si éste es futuro cuando concurren los presupuestos que lo hacen cierto y no meramente eventual o conjetural); o al momento en que se deduce demanda; o al momento en que se dicta sentencia de primera instancia o de segunda instancia; o al momento en que la sentencia queda ejecutoriada; o en que se produce el daño futuro; o en que se liquida el crédito respectivo; etc. Nosotros creemos, contra la doctrina mayoritaria, que el juez debe colocarse en el momento en que se consuma el ilícito, ni antes ni después. Lo anterior importa situarse en el instante en que concurren todos los elementos que configuran el delito o cuasidelito. Así lo ha resuelto la Corte Suprema en fallo recaído en recurso de casación en el fondo de 1º de agosto de 1967. En dicha causa se presentó el problema de establecer cuándo una mujer casada sufría el perjuicio que deriva de un delito civil perpetrado por el marido en la administración de la sociedad conyugal. Este celebró un contrato de sociedad con un hermano aportando una fábrica de calzado y manteniendo en la misma una participación minoritaria para burlar los derechos de la mujer a los gananciales de la sociedad conyugal. Conviene precisar que la mujer inició juicio de separación judicial de bienes, cuya tramitación duró siete años. Una vez declarada la separación de 181
José Luis Diez Schwerter. Obra citada. Págs. 184 y 185.
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bienes, dedujo demanda en juicio ordinario de indemnización de perjuicios fundada en el delito civil. El marido y su correo opusieron la excepción de prescripción consagrada en el artículo 2332 del Código Civil, argumentando que había transcurrido con creces el plazo de cuatro años, los que debían computarse a partir de la “perpetración del acto”, esto es, desde la celebración del contrato doloso. La Corte Suprema sentó, entonces, la siguiente doctrina: “El momento inicial desde el cual comienza a correr la prescripción especial de corto tiempo establecida en el artículo 2332 del Código Civil, es aquel en que se produjo el daño consecuencial a la realización por parte del autor de un delito o cuasidelito. La mujer únicamente tiene una posibilidad o derecho potencial para, en calidad de acreedora, exigir en el momento de la disolución de la sociedad conyugal la parte de gananciales que a ella corresponde, pero carece de un derecho directo, efectivo o real, durante su vigencia. La celebración del contrato doloso por parte de los demandados con el fin de privar a la actora de parte considerable de los derechos que le habrían correspondido en la sociedad conyugal, solamente le otorgó la acción de solicitar la separación de bienes de su marido, basada en dicho acto fraudulento, la que –en efecto– ejerció; pero no la habilitó para reclamar el reconocimiento, por parte de la justicia, de ningún otro derecho que la amparara del daño que necesariamente habría de producirse en el momento de la disolución de la sociedad conyugal. En consecuencia, el momento de la producción del daño inferido a la actora, por obra del delito que motiva la acción, es la fecha de la sentencia que declara su separación judicial de bienes, y el plazo de prescripción debió contarse, para los efectos de lo dispuesto en el artículo 2332 del Código Civil, desde ese día y no, como lo resolvió la sentencia recurrida, desde la fecha del contrato fraudulento”.182 Para llegar a esta conclusión aducimos las siguientes razones: 1) El momento en que se consuma el delito o cuasidelito es el que marca el punto de partida de los daños que deben indemnizarse. Al confluir todos los requisitos del ilícito es posi182
Revista de Derecho y Jurisprudencia. Tomo 64. 2ª Parte. Secc. 1ª. Pág. 265.
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ble determinar el daño presente, el daño futuro y proyectar el daño moral, atendiendo a los elementos antes enumerados; 2) Todo daño que sobrevenga después de consumado el delito o cuasidelito civil es una consecuencia directa de él y, por lo mismo, debe ser reparado. En otras palabras, la indemnización comprende todos los daños ciertos y directos que se siguen del ilícito, y ello está determinado, al menos virtualmente, al momento en que éste se consuma; 3) La demanda no marca el instante en que se causan los daños, mucho menos las sentencias de primera o segunda instancia o su ejecutoria. Lo propio puede decirse de la liquidación del crédito respectivo. Todas estas etapas más bien corresponden a presupuestos de carácter procesal y no sustancial de la reparación. Adoptar, por consiguiente, cualesquiera de estos criterios resulta, a juicio nuestro, arbitrario e infundado; 4) La determinación del instante en que debe colocarse el juez tiene trascendencia, esencialmente, para los efectos de apreciar el daño futuro, los intereses y los reajustes. Todo ello dependerá del criterio que se adopte sobre el particular. En relación al daño futuro, este no es más que una proyección de los efectos del ilícito en el tiempo, por lo tanto dicha proyección no puede realizarse sino a partir del momento en que concurren todos y cada uno de los presupuestos del delito o cuasidelito civil (si bien es cierto que el daño futuro no se ha producido, nada impide que éste sea deducido, como se dijo, razonablemente, atendiendo al desarrollo normal de las cosas). Los intereses representan la reparación pecuniaria que se sigue del hecho de que una persona haya sido privada de un derecho o de un interés legitimado por el ordenamiento normativo, en términos de que se le ha impedido gozar del mismo como consecuencia de la lesión. Finalmente, los reajustes no representan sino la actualización de una suma de dinero cuando su poder adquisitivo se deteriora por causa de la inflación. En este último caso resulta claro, a nuestra manera de ver, que debe atenderse al momento del ilícito, puesto que el valor del dinero no puede estar referido sino a ese instante;
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5) La instantaneidad que postulamos no se opone, por cierto, a que el juez pueda atender a daños, que siendo originalmente futuros, se concretan a través del tiempo (antes de que se dicte sentencia). Sería inicuo sostener otra posición, en aras de mantener la rigidez de los principios. Por lo tanto, la concreción del daño futuro, aliviará al juez de la tarea de entrar a considerarlo en el plano de las meras proyecciones; 6) La indemnización tiene como horizonte, al menos ideal, eliminar las consecuencias nocivas de un delito o cuasidelito civil. No cabe duda de que a partir del instante en que se reúnen los presupuestos del ilícito, la situación de la víctima ha variado negativamente. Por lo mismo, no procede remitirse a otro instante que no sea el de la comisión del ilícito; 7) Por último, sólo retrotrayendo la determinación de la indemnización al momento de consumación del ilícito es posible considerar que la situación ha sido efectivamente reparada. De lo contrario, quedaría un lapso, entre la comisión del hecho nocivo y la determinación de la indemnización, que quedaría al margen del amparo jurídico. Las razones que anteceden nos llevan a aceptar la teoría que postula que la indemnización debe retrotraerse al momento de la consumación del ilícito. En ese instante habrán de considerarse los daños presentes y futuros. Como es natural, muchas cosas pueden suceder a partir del instante propuesto, incluso algunas que podrían hacer desaparecer el daño cuando éste debe agotarse en el futuro (después de ejecutado el hecho que causa el daño). A nuestro entender, ninguna circunstancia extraordinaria, entendiendo como tal aquella imprevisible y que altera el curso regular y razonable de las cosas, puede considerarse para desatender la procedencia de la indemnización. Lo que decimos puede prestarse a discusión. En efecto, siguiendo el ejemplo antes comentado, si un hecho doloso o culpable destruye una plantación agrícola, no podría el dañador sostener que, después de consumado el ilícito, sobrevino una helada que habría destruido la cosecha en el evento de que la plantación no hubiere perecido. Si aceptamos este predicamento, necesariamente reconocemos que el juez debe colocarse, para los efectos de fijar la indemnización, en el mo-
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mento en que se consuma el ilícito. Ahora bien, esto no puede interpretarse de otra manera porque, como lo hemos recalcado, configurado que sea el delito o cuasidelito civil, la situación de la víctima se disocia de la realidad, correspondiendo al juzgador determinar cuál habría sido el curso natural y razonable de las cosas. Más de alguien se preguntará a qué obedece esta conclusión. La respuesta es muy simple: los hechos de la realidad se concatenan y entrelazan causalmente, de suerte que producido el acto nocivo, ya no cabe seguir observando el comportamiento efectivo de los acontecimientos, porque ellos, en mayor o menor medida, estarán influidos y condicionados por lo ya ocurrido, rompiéndose así la causalidad real. De allí que, por decirlo de alguna manera, se “congela” la realidad y se proyecta a partir del hecho ilícito, atendiendo a lo que habría sucedido si las cosas se hubieren desarrollado regular, normal y racionalmente (causalidad virtual). De aquí arranca la facultad del juez para calificar el daño futuro mediante la apreciación y valorización de las circunstancias que lo rodean. 4.5.3. Variación intrínseca del daño material Intimamente ligado al problema recién analizado se encuentra otro, que Diez Schwerter ha llamado “variación intrínseca del daño material”. La cuestión planteada dice relación con el aumento o disminución del daño originalmente considerado por la víctima. Es obvio que luego de consumado el ilícito puede ocurrir que el daño aumente o disminuya como consecuencia del desarrollo causal ordinario. Así, se dice, puede una persona herida en un accidente morir por complicaciones posteriores derivadas del hecho ilícito, o quien parecía inválida definitivamente conseguir superar esta disfunción. ¿Cómo juega este factor en el juicio indemnizatorio respectivo? El problema ofrece, a juicio nuestro, a lo menos tres aristas diversas, que se resumen en las siguientes preguntas: ¿Puede la víctima, planteada la controversia, modificar su demanda reclamando mayores perjuicios de los indicados originalmente y, eventualmente, iniciar un nuevo juicio reclamando otros daños producidos con posterioridad a la interposición de la primera
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demanda? ¿Puede el demandado durante el juicio alegar la disminución de los daños? ¿Qué efecto tiene la sentencia definitiva en sucesivas y nuevas pretensiones? Abordaremos, separadamente, cada una de estas interrogantes. Lo primero ofrece, a su vez, una doble perspectiva. Planteada la demanda y una vez que ella ha sido notificada, no pueden hacerse ampliaciones ni rectificaciones, así lo dispone el artículo 261 del Código de Procedimiento Civil. Sin embargo, en el escrito de réplica puede el actor ampliar o adicionar las acciones deducidas en la demanda, como lo permite el artículo 312 del mismo Código. Por consiguiente, agotados que se encuentren estos trámites, se produce la preclusión de toda otra pretensión, no pudiendo ella hacerse valer en el juicio. Más complejo resulta dilucidar la posibilidad de que, en razón de un aumento intrínseco del daño material, producido después de la dictación de la sentencia definitiva, pueda volver a accionarse reclamando los nuevos perjuicios. Se sostiene que, en este caso, operaría la autoridad de la cosa juzgada, la cual impediría reanudar el litigio reclamando nuevos daños. Objeta esta interpretación Diez Schwerter, según el cual “…las agravaciones del daño producidas después de presentada la demanda que impetró la reparación del perjuicio inicial pueden ser fundamento de nuevas demandas reparatorias, desde que en verdad constituyen nuevos perjuicios, distintos de los primitivamente causados y respecto de los cuales no ha habido discusión judicial. No obsta a lo dicho la autoridad de cosa juzgada de la sentencia dictada en el primer juicio, porque la cosa pedida que se presenta en él (reparación del perjuicio inicial) es distinta a la existente en el pleito sobre la agravación; y no existiendo identidad de cosa pedida, no podrá haber cosa juzgada, debiendo aplicarse por ende el principio de la reparación integral”.183 Acompañan a este autor Mazeaud y Tunc, Santos Briz y Angel Yagüez. A pesar de reconocer que se trata de una cuestión bien relativa, no participamos de esta opinión. Lo medular en esta controversia es resolver si la sentencia dictada produce excepción de cosa juzgada respecto del nuevo
183
José Luis Diez Schwerter. Obra citada. Pág. 191.
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juicio indemnizatorio fundado en daños posteriores al primer juicio. Creemos nosotros que en este caso concurre la triple identidad de que trata el artículo 177 del Código de Procedimiento Civil. Desde luego, existirá identidad legal de personas (se trata de la víctima y el autor del daño), e identidad de causa de pedir (el fundamento inmediato del derecho deducido en el juicio es el delito o cuasidelito civil). La duda surge en relación a la cosa pedida. Estimamos nosotros que ella es idéntica, ya que se trata de una suma de dinero destinada a reparar un daño producido como consecuencia de un ilícito civil determinado. Carlos Alberto Stoehrel dice a este respecto, caracterizando la identidad de cosa pedida: “La cosa pedida es el beneficio jurídico que se reclama en el juicio y al cual se pretende tener derecho. Existe, por lo tanto, identidad de cosa pedida, cuando el beneficio jurídico que se reclama en el nuevo juicio es el mismo que se demandó en el juicio anterior. Para determinar si concurre la identidad de la cosa pedida no debe atenderse a la materialidad del objeto que se reclama, sino al derecho que se discute. Cuando el derecho discutido es el mismo, existe la identidad de cosa pedida, aun cuando se trate de cosas materialmente distintas. Por el contrario, no concurre la identidad de la cosa pedida cuando el derecho discutido es distinto, a pesar de que la cosa material sea la misma”.184 Refuerza nuestra apreciación el hecho de que el daño es elemento constitutivo del delito o cuasidelito civil y, por lo mismo, el perjuicio que se reclama en el primer juicio es uno de los presupuestos del derecho que se ejerce (no hay ilícito civil sin daño). Por lo tanto, ni la demanda puede ser modificada por el actor después del escrito de réplica ni pueden deducirse nuevas demandas después de pronunciada sentencia definitiva pasada en autoridad de cosa juzgada. Conviene precisar que lo señalado se ajusta, además, a la necesidad de dar a las relaciones jurídicas algún grado de certeza, y que conspira contra ello mantener permanentemente
184 Carlos Alberto Stoehrel. De las Disposiciones Comunes a Todo Procedimiento. Editorial Jurídica de Chile. 1980. Pág. 255.
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abierta una controversia sobre los daños que causa un ilícito civil. Asimismo, si durante el juicio se deducen nuevas demandas fundadas en daños sobrevinientes (futuros), se opondrá la excepción dilatoria de litis pendencia. Lo segundo, en cuanto a si puede el demandado alegar durante el juicio la disminución sobreviniente del daño alegado, es fácil de resolver. El actor, como se dijo precedentemente, debe acreditar los daños, cualquiera que sea su naturaleza, y el tribunal sólo puede decretar el pago de aquellos perjuicios que resulten, en definitiva, debidamente probados. Por consiguiente, el demandado podrá, en el curso del juicio, rendir las pruebas que estime necesarias para probar la cuantía real de los daños causados. Dictada que sea la sentencia y pasada en autoridad de cosa juzgada, la disminución de los perjuicios no podrá alegarse bajo pretexto alguno. Lo anterior cobra importancia a propósito de las indemnizaciones que se traducen en el pago de pensiones periódicas. Si el daño desaparece, como consecuencia, por ejemplo, de un descubrimiento científico que permite que la víctima recobre una habilidad o función perdida, la pensión se seguirá devengando sin que sea posible hacer cesar esta prestación atendiendo a los nuevos antecedentes. Como es obvio, esta pensión, representativa de una modalidad en el pago de la indemnización, no está sujeta a lo previsto en el artículo 332 del Código Civil, que se refiere, única y exclusivamente, a los alimentos que se deben por ley a ciertas personas, lo que difiere absolutamente de la situación propuesta. Por último, lo tercero, relativo a los efectos que tiene la sentencia definitiva en sucesivas y nuevas pretensiones, está ya contestado. Pasada dicha sentencia en autoridad de cosa juzgada, se cierra toda posibilidad de que la víctima vuelva a litigar, haciendo valer la existencia de nuevos daños que no se tuvieron en consideración al momento de deducirse la acción indemnizatoria. De lo expresado se desprende que con la interposición de la demanda (la cual debe señalar la indemnización que se reclama), una vez agotada la posibilidad procesal de ampliarla o rectificarla (lo que ocurre una vez evacuado el trámite de réplica por el actor), opera la preclusión de los derechos de la
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víctima, debiendo mantener la pretensión sin alteración alguna. Si el tribunal, al establecer el monto de los perjuicios, concede más de lo pedido o extiende su fallo a nuevos perjuicios (producidos durante la tramitación de la causa), incurriría en una causal de casación en la forma que acarrearía la nulidad de la sentencia por ultra petita (artículo 768 Nº 4 del Código de Procedimiento Civil). La indicada preclusión, a nuestro entender, resulta de la interpretación armónica de las disposiciones procesales y sustantivas antes comentadas. 4.5.4. Reducción de la indemnización por el hecho de que la víctima se expuso imprudentemente al daño El artículo 2330 del Código Civil, muy escuetamente, se limita a decir que “la apreciación del daño está sujeta a reducción, si el que lo ha sufrido se expuso a él imprudentemente”. Esta norma aplica el principio de compensación de culpas, en atención a que el resultado nocivo es causalmente consecuencia de la conducta tanto del autor del ilícito como de la víctima. La contribución culposa de la víctima es una cuestión de hecho que deberán determinar soberanamente los jueces del fondo. Por ende, la atribución del juzgador es amplísima, debiendo reducir el monto de la indemnización prudencialmente en función del antecedente referido. La recta interpretación de esta norma nos obliga a considerar, desde ya, lo concerniente a la relación causal, puesto que la reducción del daño tiene como antecedente una causa en que comparten culpas tanto el dañador como el dañado. Como bien ha dicho Alessandri, este artículo 2330 supone pluralidad de culpas y unidad de daño, razón por la cual si las culpas producen daños diversos, cada cual responderá de los que efectivamente ha causado.185 Esta disposición obliga al juez, imperativamente, a reducir la indemnización cuando la víctima ha obrado con culpa en
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Arturo Alessandri Rodríguez. Obra citada. Págs. 574 y 575.
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términos de contribuir causalmente a la producción del daño. Por lo mismo, no tiene aplicación en el evento de que esta última (la víctima) no sea imputable, puesto que los dementes y los menores aludidos en el artículo 2319 del Código Civil no son capaces de culpa o dolo. De la misma manera, compartimos la opinión en el sentido de que esta norma no se aplica en caso que el daño sea experimentado por todos quienes intervienen en el ilícito, lo que se conoce como daños recíprocos. En este supuesto “cada uno tendrá derecho a la reparación del que haya sufrido, previa la reducción que proceda, con prescindencia del otro”. Más adelante, el mismo autor indica que “nada obsta naturalmente para que las indemnizaciones una vez fijadas, se compensen hasta la concurrencia de la de menos valor, de acuerdo al derecho común”.186 Puede suceder que la acción indemnizatoria sea ejercida por los herederos de la persona que ha sufrido el daño. En esta hipótesis, como lo observa la doctrina, todos ellos se hallan en la misma situación jurídica que su causante, puesto que son sus continuadores. Por consiguiente, deberán soportar la reducción del daño indemnizado, en la misma forma que habría ocurrido con la víctima directa. En el evento de que los herederos, no basados en esta calidad, demanden la reparación del daño que han sufrido como víctimas por repercusión, no se les aplica esta disposición, pero, en todo caso, al fijarse el monto de la indemnización, puede el juez establecerlo apreciando la participación de la víctima directa en la causa que lo ha desencadenado. Creemos nosotros que es ésta la correcta solución, ya que el autor del daño sólo responde por el perjuicio que se atribuye a su culpa, y ésta, precisamente, está atenuada por la concurrencia de la culpa de la víctima directa. Para Ramón Domínguez Aguila la solución es otra, aun cuando sus efectos prácticos sean más o menos los mismos. Diez Schwerter, analizando esta posición, afirma que: “Sin embargo, para el profesor Ramón Domínguez Aguila en esta situación debe aplicarse la reducción de responsabilidad contemplada en el artículo 2330, ya que ‘no parece equitativo
186
Arturo Alessandri Rodríguez. Obra citada. Pág. 577.
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ni racional imponer al demandado la reparación de la totalidad de un daño que no ha causado sino en parte’”.187 Este debate tiene especial trascendencia en Francia, donde no existe una norma semejante a nuestro artículo 2330, de suerte que puede llegarse a la misma conclusión por la vía interpretativa. Los hermanos Mazeaud y Tunc tratan el tema en la siguiente forma: “Los parientes de una persona fallecida de resultas de un accidente pueden reclamar reparación a título de herederos; el perjuicio que invocan es entonces el sufrido por el difunto; litigan a nombre de su causante; todo debe transcurrir como si el difunto procediera por sí mismo. Por lo tanto, el demandado podrá oponerles a los herederos la culpa de su causante, igual que se la habría podido oponer a este último. Puede igualmente, aunque sean herederos, proceder a su nombre propio: reclamar reparación del perjuicio moral o material que sufren personalmente por el hecho de esa muerte. En tal juicio, la víctima no es ya el difunto, sino el pariente demandante. El demandado no puede alegar ya, en este caso y en principio, la culpa del difunto como culpa de la víctima; no puede alegarla sino como culpa de un tercero. Esa culpa puede ser absolutoria; el demandante no tiene ya sino una repetición teórica contra la sucesión, de suponer que no la haya aceptado. Si no se encuentra en ese caso, y si lleva consigo cierta división de la responsabilidad, el demandado debe ser condenado, en principio, a la reparación íntegra, salvo su derecho para repetir contra la sucesión. Pero la aplicación de ese principio debe ser excluida cuantas veces sea heredero el pariente y no haya renunciado a la sucesión del difunto: en efecto, si es heredero, en la medida de su cuota hereditaria, recibe las obligaciones del difunto y queda obligado, en esa medida, como lo hubiera estado el difunto, a participar en la reparación mediante una reducción de la indemnización”.188 Esta cita revela la fundamentación del artículo 2330 del Código Civil, que al ordenar la reducción del daño cuando la víctima se expone imprudente-
187
José Luis Diez Schwerter. Obra citada. Pág. 238. Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo Segundo. Volumen II. Págs. 47 y 48. 188
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mente a él, resuelve un problema que, de no existir la norma indicada, debería solucionarse de la misma manera. En síntesis, el juez deberá evaluar la culpa del autor del daño y la culpa de la víctima, pero sólo en relación a su propio daño, rebajando la indemnización en la medida que el perjuicio sufrido tenga como causa ambas culpas, la del autor del delito o cuasidelito y la de la víctima que se colocó en situación de sufrir el daño, de suerte que éste, en parte a lo menos, obedece a esa razón. Pero esta regla no tiene aplicación si el daño es recíproco. La ley alude directa e insoslayablemente a la “exposición imprudente al daño por parte de la víctima”, no a la ocurrencia de daños recíprocos. Insistimos en que esta materia debe abordarse más propiamente al tratar de la relación causal. Junto al principio de la reparación integral, juega el principio de que no hay responsabilidad sin culpa y, por lo mismo, sólo se responde de los daños que derivan directa y necesariamente del hecho doloso o culposo que conforma el ilícito civil. Será siempre el juez el llamado a resolver en qué medida ha contribuido a producir el daño la conducta imprudente de la víctima. Se tratará de una cuestión de hecho que apreciarán los tribunales del fondo y que no es revisable por medio del recurso de casación, salvo cuando se omite esta reducción hallándose acreditada la culpa de la víctima. Digamos, por último y sin exceder la materia que nos ocupa, que esta disposición no tiene aplicación en materia contractual. Ello parece evidente si se considera la ubicación del artículo en el Título XXXV del Libro IV del Código Civil, relativo a los delitos y cuasidelitos civiles, y al hecho de que quien debe desplegar una determinada conducta (obligación) prestablecida, ejecuta lo que le corresponde empleando la diligencia debida. Es esta la medida del cumplimiento y no, como se ha sostenido erradamente, la realización de la prestación acordada. Por lo tanto, para juzgar si la obligación contractual ha sido o no ha sido cumplida, deberá estarse solamente a la conducta del deudor y, desde esta perspectiva, analizar las obstrucciones que puedan derivar de la conducta del acreedor y, de esa manera, entender cumplida o incumplida la obligación. Como puede observarse, el análisis se desliza por otro horizonte.
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4.5.5. Aplicación del artículo 173 del Código de Procedimiento Civil Una cuestión de enorme importancia práctica es determinar si el artículo 173 del Código de Procedimiento Civil y, como consecuencia de ello, lo previsto en el artículo 235 Nº 6 del mismo cuerpo legal, tienen aplicación tratándose de la responsabilidad por delito o cuasidelito civil. La disposición señalada permite al demandante litigar sobre el derecho a ser indemnizado de los perjuicios, sin extender el litigio a la especie y monto de los mismos, y reservándose la facultad de discutir esta cuestión en la ejecución del fallo o en otro juicio diverso. Por su parte, el artículo 235 Nº 6 del mismo Código, dispone que “Si la sentencia ha condenado a la devolución de frutos o a la indemnización de perjuicios y, en conformidad a lo establecido en el inciso segundo del artículo 173, se ha reservado al demandante el derecho a discutir esta cuestión en la ejecución del fallo, el actor deberá formular la demanda respectiva en el mismo escrito en que pida el cumplimiento del fallo. Esta demanda se tramitará como incidente y, de existir oposición al cumplimiento del fallo, ambos incidentes se sustanciarán conjuntamente y se resolverán en una misma y única sentencia”. Conviene recordar que esta norma fue introducida por la Ley Nº 18.705, de 24 de mayo de 1988, aun cuando dicho procedimiento se había aplicado por los tribunales con antelación mediante la interpretación del cumplimiento del fallo con citación (artículo 233 del Código de Enjuiciamiento Civil). La jurisprudencia se ha dividido en esta materia, ya que existen sentencias que aplican esta norma a la responsabilidad contractual y extracontractual y otras que la limitan exclusivamente a la responsabilidad contractual. En fallo de 19 de junio de 1954 la Corte Suprema (considerando 9) expresa sobre esta materia: “Que en orden a la infracción del artículo 173 del Código de Procedimiento Civil, invocada en último término, la amplitud de las normas reguladoras de la indemnización por delito o cuasidelito y la naturaleza de parte considerable de los perjuicios que de ellos derivan, no se aviene con los términos restringidos de este precepto, de modo que lo han interpretado bien los jueces del fondo al estimar,
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como lo hacen, que él ‘rige’ en aquellos casos en que la regulación de los perjuicios provenga del incumplimiento de obligaciones contractuales o de relaciones jurídicas preexistentes”.189 Las mismas afirmaciones se contienen en otros tres fallos. Discrepamos abiertamente de esta decisión. El artículo 173 del Código de Procedimiento Civil, actualmente complementado por el artículo 235 Nº 6 del mismo cuerpo de leyes, constituye un procedimiento general, aplicable tanto en el campo de la responsabilidad contractual como extracontractual. Para ello aducimos las siguientes razones: 1) La citada disposición se encuentra ubicada en el Libro I del Código de Procedimiento Civil, sobre “Disposiciones comunes a todo procedimiento”, sin hacer distingo alguno a su respecto; 2) El tenor de la disposición se refiere, por su parte, en términos genéricos, al caso en que “una de las partes haya de ser condenada a la devolución de frutos o a la indemnización de perjuicios”, sin admitir, tampoco, diferencia alguna que provenga de la existencia de una relación jurídica actual o preexistente; 3) El inciso segundo del artículo 173 dispone, imperativamente, que “en el caso de que no se haya litigado sobre la especie y el monto de los frutos o perjuicios, el tribunal reservará a las partes el derecho de discutir esta cuestión en la ejecución del fallo o en otro juicio diverso”. De lo señalado se desprende que no puede el tribunal negar este derecho a los litigantes si el juicio no ha versado sobre la especie y monto de los daños indemnizables; 4) No existe tampoco ninguna diferencia en lo relacionado con la especie y monto de los daños en materia contractual y extracontractual, ya que ellos o son materiales (daño emergente y lucro cesante) o morales, y todos deben repararse en dinero por regla general; 5) Establecida la obligación de indemnizar, la determinación específica de los daños (naturaleza, especie y monto) no
189
Revista de Derecho y Jurisprudencia. Tomo 51. Secc.1ª. Pág. 216.
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difiere sustancialmente en el campo contractual y extracontractual. De modo que si el procedimiento es idóneo en un caso, lo será, igualmente, en el otro; 6) Por Ley Nº 18.705 se introdujo un Nº 6 al artículo 235 del Código de Procedimiento Civil, ubicado, también, en el Libro I del señalado cuerpo de leyes. En él se reglamentó la forma en que debe procederse cuando el tribunal, en la sentencia que condena a indemnizar perjuicios, reserva al actor el derecho de discutir la especie y monto de los perjuicios en la ejecución del fallo. Este procedimiento tiene por objeto dar al juicio la debida continencia y facilitar a las partes el ejercicio de sus derechos; 7) El Título XIX del Libro I del Código de Procedimiento Civil regula la ejecución de las resoluciones judiciales en materia civil. Esta reglamentación no admite la diferencia que ha hecho la jurisprudencia, ya que no se atiende a la materia sobre la cual se ha dictado la sentencia, como se postula en los fallos mencionados; 8) Nada obsta a que las partes litiguen sobre el derecho a ser indemnizadas, dejando para la ejecución del fallo u otro juicio diverso la prueba de la especie y monto de los perjuicios. Obligarlas a que en un solo juicio inserten ambas cosas parece excesivo, si se tiene en consideración que de lo primero se deducirá la necesidad de lo segundo; 9) No se divisa por qué la existencia de una relación preexistente puede alterar las normas legales sobre la prueba del perjuicio. Como hemos señalado en lo precedente, no existen daños que puedan atribuirse únicamente al perjuicio que se sigue a una vinculación contractual. La jurisprudencia se ha uniformado, en el último tiempo, en el sentido de que ambos tipos de relaciones (contractual y extracontractual) puedan dar origen a daños materiales y morales; 10) El fundamento de toda indemnización de perjuicios radica en el incumplimiento de una obligación. Ella puede tener su génesis en una convención o en el deber general de comportarse diligentemente sin causar daño a nadie. El Código Civil, en sus artículos 1437 y 2284, enumera las fuentes de
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las obligaciones conjuntamente. No se descubre, entonces, en qué puede fundamentarse un tratamiento diverso cuando se trata de cumplir un fallo judicial que da por configurado un incumplimiento contractual o declara la obligación de indemnizar los perjuicios derivados de un delito o cuasidelito civil; 11) Finalmente, no se advierte en qué consiste la “amplitud de las normas reguladoras de la indemnización por delito o cuasidelito”, en oposición a las normas que regulan la indemnización en el ámbito contractual. Pero aun cuando así fuere, aquella circunstancia, lejos de excluir la aplicación del artículo 173 del Código de Procedimiento Civil en ambas áreas, lo haría procedente. En otras palabras, si los jueces entienden que la disposición sancionada hace más rígido el establecimiento de los daños, debería optarse por ella, sin perjuicio de las facultades que la ley les reconoce para obrar con mayor discrecionalidad; y 12) Dentro de ciertas pautas, cuanto más severo sea el juez para dar por acreditados los perjuicios, mayor seriedad tendrá la decisión que ordena indemnizar y menos abusos se consumarán al amparo de situaciones de esta índole. De lo que llevamos dicho se infiere, entonces, que siempre será procedente que las partes soliciten o el tribunal decida reservarles el derecho a discutir sobre la especie y monto de los perjuicios, si no se ha litigado sobre éstos. Lo anterior facilita la posición de ellas y del propio tribunal, al dar a los interesados la posibilidad de allegar al proceso las probanzas que harán más sólida la decisión final. 4.6. REPARACIÓN POR LA PÉRDIDA DE LA VIDA Concluiremos esta parte de nuestro estudio con el análisis de una materia que ha sido objeto de interpretaciones contradictorias. ¿Qué ocurre si una persona pierde la vida en un accidente que provoca lo que usualmente se llama muerte instantánea? ¿Tienen sus herederos derecho a reclamar una reparación por la pérdida de aquella vida o esta reparación es improcedente al coincidir la extinción de la personalidad con el daño causado?
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Esta cuestión ha sido promovida con ocasión de un accidente de aviación en que los pasajeros fallecieron al estrellarse la aeronave con un cerro, pereciendo todos ellos. Los deudos, padres y hermanos dedujeron demanda reclamando indemnización por daño moral, aludiendo específicamente a la pérdida de la vida de sus parientes, la mayoría de las personas muy jóvenes y llenas de expectativas para el futuro. Tradicionalmente se ha pensado que esta indemnización es improcedente, aduciendo al efecto que la muerte pone fin a la existencia legal de la persona, de modo que no puede ella adquirir derecho alguno que derive de su propia muerte. Los herederos, por lo mismo, no pueden ejercer esta acción, sino sólo las acciones que a ellos corresponden como víctimas por repercusión. “Como la víctima falleció en el momento mismo del accidente, la acción que le pudo corresponder no alcanzó a incorporarse en su patrimonio y no pudo, por lo mismo, trasmitirla (se alude en esta parte a la opinión de Gardenat y Salmon-Ricci y a Josserand. En contra Mazeaud y Savatier. Nota Nº 3). Sólo podrían ejercitar su propia acción, esto es, la derivada del daño personal que esa muerte les ha irrogado. Así un hijo legítimo cuyo padre muere instantáneamente en un choque de trenes, no puede demandar perjuicios como heredero suyo; sólo podría pedir la reparación del daño moral que su muerte le irrogó y la del daño material que haya podido causarle, por ejemplo, si el hijo, por ser inválido o menor, vivía a sus expensas. Si la víctima directa o inmediata sobrevive al accidente, aunque por breves instantes, pero muere después, sea a consecuencia de las lesiones recibidas en él o por otra causa, sus herederos pueden ejercitar la acción que a ella correspondía, porque al fallecer formaba parte de su patrimonio”.190 Otros autores discrepan abiertamente de esta posición. Henri, León y Jean Mazeaud tratan este tema a propósito de la trasmisión de los derechos del heredero para reclamar indemnización por los daños morales sufridos por el causante. En parte de su examen dicen: “La duda sólo está permitida en el caso en que la víctima haya muerto, en el acto, por efecto de sus
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Arturo Alessandri Rodríguez. Obra citada. Págs. 468 y 469.
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heridas. ¿Pueden entonces sus herederos sostener que aquélla ha sufrido un perjuicio moral, ya sea por el sufrimiento experimentado, ya sea por la misma privación de la vida? ¿No cabe objetarles que una muerte instantánea no causa ningún sufrimiento, que el perjuicio debido a la muerte no sobreviene sino en un momento en que la víctima ha dejado de ser persona y, por tanto, de ser capaz de sufrir el menor daño? Debe responderse, según parece, que por rápida que haya sido la muerte, ha transcurrido un instante, por breve que haya sido, entre los golpes o heridas recibidos y la muerte, suficiente para que se haya experimentado un dolor y para que nazca, en el patrimonio de la víctima, un crédito al resarcimiento; en cuanto al perjuicio debido a la muerte en sí, no es posterior a ésta, sino concomitante con ella: el crédito de indemnidad no nace por parte de un muerto, sino por parte de un viviente y porque éste muere. Por consiguiente, los herederos no reclaman la reparación de un perjuicio padecido por un muerto, sino por un viviente al morir, por el hecho de su muerte. La acción se trasmite”.191 Más claro aún resultan André Tunc y Henri y León Mazeaud, en su célebre Tratado Teórico y Práctico de la Responsabilidad Civil Delictual y Contractual. analizando el mismo tema dicen: “Es seguro que, si el daño ha sido ocasionado por uno de los contratantes a los causahabientes del otro contratante y si los mismos proceden en su carácter de causahabientes, todo debe desarrollarse como si el perjuicio se le hubiera causado al mismo contratante; las que se aplican son las reglas de la responsabilidad contractual. Por consiguiente, los herederos de un contratante podrán alegar esos principios para reclamar reparación del daño causado por el incumplimiento de un contrato celebrado por su causante”. Más adelante estos autores afirman: “En la práctica, la aplicación de esa regla provoca una gran dificultad en relación con los parientes de una persona cuando el fallecimiento de ésta resulta del incumplimiento de un contrato que la misma había celebrado. 191 Henri, León y Jean Mazeaud. Lecciones de Derecho Civil. Tomo I. Parte 2ª. Volumen II. Ediciones Jurídicas Europa-América. Buenos Aires. Págs. 367 y 368.
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Es el caso del viajero que muere en el curso del transporte. Hay en ello un incumplimiento de una obligación contractual asumida por el transportista; de tal suerte que, si el viajero se hubiera herido tan sólo, su acción de responsabilidad contra el transportista habría sido contractual. Pero ha muerto. No es dudoso que sus parientes, que experimentan por ese hecho un perjuicio material y moral, puedan reclamar reparación por ello. Entonces, ¿cuál es la responsabilidad que se encuentra comprometida a su respecto por el transportista, la delictual o la contractual? Interesa distinguir aquí según el carácter con que demanden los parientes. Pueden intentar su acción como herederos, si poseen ese título. Se encuentran entonces en el terreno de la responsabilidad contractual, como se hallaría necesariamente en él el difunto. Sin embargo, se formula una objeción. Al demandar en nombre del difunto, no podrán reclamar sino la reparación del perjuicio sufrido por el patrimonio de su causante, y no el perjuicio que ellos hayan experimentado personalmente. Ahora bien, según se dice, al menos cuando el fallecimiento de su causante ha sido instantáneo, los herederos no pueden encontrar en el patrimonio del difunto una acción de responsabilidad que no ha tenido tiempo de ocupar sitio en el mismo. Pero a eso cabe responder que el patrimonio del difunto comprendía, desde antes del accidente, un activo enriquecido con cuanto el difunto obtuviera de su vida, de su inteligencia, de sus fuerzas; ese valor económico del hombre figuraba en el patrimonio y desaparece por el hecho de la muerte. Ahora bien, el heredero que recoge el patrimonio tiene el derecho de reconstituir el activo; por tanto, el de reclamar el abono de daños y perjuicios en reemplazo del valor desaparecido. Sea de ello lo que sea, los tribunales permiten que el heredero reclame, en nombre del difunto, con el carácter de heredero y en proporción a su cuota hereditaria, la reparación del daño sufrido por el patrimonio de su causante. Cuando procede de esta suerte, se encuentra situado en el terreno contractual”.192 192 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo Segundo. Volumen II. Págs. 540, 541 y 542.
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Los mismos autores en otra parte de esta obra sostienen: “Perjuicio causado a la víctima por su fallecimiento. La cuestión es mucho más delicada en lo que concierne al perjuicio que la víctima haya sufrido, no ya de sus lesiones antes de su muerte, sino por su misma muerte. De ese perjuicio, la víctima no habría podido quejarse por sí misma, ya que el daño se origina con su muerte. ¿Pueden sus herederos, demandando en carácter de tales, pedir, pues, reparación? Muerte concomitante con las lesiones o posterior a ellas. El problema se plantea de igual manera haya sobrevivido o no haya sobrevivido la víctima a sus lesiones. Solamente que en el supuesto de muerte instantánea no hay apenas otro perjuicio sufrido por la víctima. Casi no puede hablarse del dolor, tan corto, experimentado por la víctima muerta en el acto, y estimar así un perjuicio moral debido a las lesiones, y no a la muerte. Lo esencial del perjuicio se debe a la misma muerte. Transmisibilidad de la acción a los herederos. Del perjuicio así causado por su muerte, haya sucumbido o no en el acto, la víctima no habría podido quejarse por sí misma, ya que el daño se origina por la muerte; ¿pueden sus herederos, demandando como tales, pedir, pues, la reparación de ello? La imposibilidad de demandar, en la que se habría encontrado la víctima, no podría ser invocada contra la acción de los herederos. Nada les impide a los herederos intentar algunas acciones que su autor no hubiera podido ejercitar en vida; en efecto, no demandar, hablando con propiedad, en nombre de su causante, sino como continuadores de su persona; y precisamente porque continúan su persona pueden intentar una acción que la muerte le ha impedido ejercitar a su causante. ¿Se objetará que la muerte ha podido no causarle perjuicio alguno a la víctima, porque un perjuicio que naciera de la muerte sería necesariamente posterior al fallecimiento? Ahora bien, desde el instante de la muerte, el individuo deja de ser persona, sujeto de derechos y obligaciones. Un muerto no puede sufrir ningún perjuicio. No puede surgir un crédito por obra de un muerto. Por consiguiente, los herederos no pueden encontrar en la sucesión un crédito que tendría su causa en un supuesto daño experimentado después de la muerte.
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Tal razonamiento sería inexacto. No tenemos la intención de rebatir –y tendremos ocasión de volver sobre esto a propósito de las ofensas a la memoria de los muertos– que un muerto no sufre, que no puede sufrir ningún perjuicio. Pero el daño que experimenta la víctima a causa de su muerte no es posterior a su fallecimiento. El daño se sufre necesariamente por la víctima antes de su muerte. Por rápida que ésta haya sido, entre ella y los golpes asestados ha transcurrido forzosamente, al menos, un instante de razón. Obligatoriamente, los golpes han precedido a la muerte. En ese instante, por breve que haya sido, en que la víctima ya alcanzada no había muerto aún, en ese instante en que su patrimonio existía todavía, se origina el crédito de indemnización; por lo tanto, los herederos lo encuentran en la sucesión. Y aun cuando el daño no hubiera sido anterior a la muerte, sería al menos concomitante con ella; puesto que se confunde con el fallecimiento. La víctima no sufre luego de su muerte; padece por la muerte en sí. El crédito no se origina por parte de un muerto, sino por parte de alguien viviente porque muere. La víctima muere por su crédito; lo cual no significa que haya muerto antes de ser acreedora, sino que ha muerto porque se convertía en acreedora. Por lo tanto, los herederos no demandan la reparación del perjuicio sufrido por un muerto; sino algo muy diferente, la reparación del perjuicio sufrido por un ser viviente al morir, por el hecho de su muerte. La acción se les transmite. Por lo demás, ¡quién no advierte lo que habría de chocante en no conceder ninguna reparación de tal perjuicio! Cuando la víctima no haya sobrevivido, eso sería liberar al responsable de toda acción ejercitada por los herederos en su carácter de causahabientes; ya que, como se ha dicho, la víctima, en el caso de muerte instantánea, no sufre otro daño. Eso sería darles así una prima a los imprudentes o a los homicidas que golpean con más fuerza; si su víctima muere en el acto, aquéllos ven que se desvanece la acción de los herederos.193
193 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo Segundo. Volumen II. Págs. 540, 541 y 542.
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A juicio nuestro, no cabe duda que quien culpablemente priva de la vida a otra persona, está obligado a reparar este perjuicio, así se trate de la mal llamada muerte instantánea. Para llegar a esta conclusión sostenemos las siguientes razones: 1) El autor del ilícito civil está obligado a reparar todos los perjuicios directos que ha causado. Como se dijo en lo precedente, la indemnización cubre los intereses lesionados, así éstos estén expresamente tutelados en el ordenamiento o sólo legitimados en él. La pérdida de la vida humana implica la privación del derecho más fundamental, sin el cual todos los demás se diluyen, desaparecen o se trasmiten. Por consiguiente, el que por la comisión de un ilícito causa la muerte a otro, deberá indemnizarla en la persona de sus herederos por la pérdida del bien más preciado que puede existir. Lo propio sucede con cualquier otro derecho de la personalidad como la honra, la privacidad, la dignidad, etc. El principio de la reparación integral no podría dejar al margen el derecho a la vida que tiene expreso reconocimiento constitucional (artículos 1º y 19 Nº 1 de la Carta Fundamental); 2) No existen las llamadas muertes instantáneas. Cuando un hecho doloso o culpable provoca el fallecimiento de una persona, necesariamente la causa ha sido anterior al efecto. Por lo tanto, aun cuando exista una fracción ínfima de tiempo, el hecho fue anterior a su consecuencia y el difunto alcanzó a adquirir el derecho a ser indemnizado, el mismo que trasmite a sus herederos. Resulta absurdo sostener que la causa es coetánea al efecto, ello importa desconocer el orden natural de las cosas; 3) La vida humana es un bien en sí mismo, de tanta envergadura que constituye un derecho asegurado al más alto nivel por el ordenamiento normativo. Quien priva a otro de este bien debe responder a sus herederos, que son los continuadores de su personalidad y los llamados a recibir todo aquello que correspondía a su causante; 4) La muerte de una persona extingue los derechos personalísimos. El derecho a ser indemnizado por la privación de un
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derecho no tiene este carácter. Por ende, él subsiste y se trasmite a los herederos, quienes podrán reclamar no sólo el daño moral que les causa la pérdida de la vida de su causante, sino el daño que importa la privación del derecho de la propia víctima a vivir; 5) Como bien señalan los autores, el daño, en este caso, se provoca a un viviente al morir, no a un muerto. Es la persona viva la que sufre la agresión que desemboca en la muerte y a quien se le arrebata el derecho más importante de que dispone; 6) La Constitución consagra en el artículo 19 Nº 1 el derecho a la vida y a la integridad física. Este derecho consiste en la facultad de proyectarse en el tiempo, autodeterminarse existencialmente y asegurar su propia continuidad vital exento de atentados contrarios a ello. Quien, como consecuencia de un hecho ilícito, es privado de esta facultad, debe responder a los herederos, que para estos efectos asumen la titularidad de los derechos que correspondían a la víctima en vida y hasta el instante de morir; 7) Atendida la naturaleza del derecho a la vida, la reparación debe enmarcarse en el llamado daño extrapatrimonial o moral, y evaluarse conforme los padrones que se analizaron en las páginas anteriores; 8) Quienes sostienen la posición contraria, reconocen el derecho de los herederos o deudos de la víctima para reclamar por el daño moral inferido directamente a ellos, pero dejan sin reparación el derecho más importante de que fue despojada la víctima; 9) Resulta absurdo dejar el derecho extrapatrimonial más importante, que es una síntesis de todos los demás, al margen de reparación, sobre la base del falso argumento de que una causa pueda ser cronológicamente coetánea con su efecto. Ninguna muerte, por inmediata que sea, opera simultáneamente con la causa; y 10) Por último, cabe señalar que la doctrina jurídica moderna exalta los llamados derechos humanos, entre los cuales el principal, sin duda, es el derecho a la vida. La interpreta-
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ción que excluye la indemnización proveniente de la pérdida de este derecho se aparta de esta tendencia y desampara el atributo más importante de cuantos consagran la Constitución y la ley. El desarrollo de este trabajo parte de una premisa esencial: el daño moral resulta de la pérdida, menoscabo, perturbación o molestia de un interés que se ubica en la esfera más íntima de la persona humana. De allí que, más allá del interés directamente tutelado, puedan afectarse, además, otros intereses alejados del marco de protección instituido por el derecho. En esta concepción resulta absurdo sustentar la idea de que el derecho a la vida no da lugar a reparación en razón de su pérdida y la cancelación de las facultades vitales que él encierra. No nos asiste la menor duda de que ello no puede ser sustentado seriamente en el día de hoy. De lo expuesto se desprende que, como quiera que se produzca la muerte de una persona, si ello es consecuencia de un hecho ilícito, civil o penal, la reparación integral deberá contemplar la indemnización que se sigue de la pérdida del derecho a la vida, como partida principalísima de ella. Lamentablemente esta materia no ha sido resuelta por nuestros tribunales, salvo en recurso de queja, que, como es sabido, sólo procede cuando ha habido por parte del juez falta o abuso grave. No conocemos ningún juicio ordinario que lo haya planteado, lo que habría dado lugar a un recurso de apelación y, probablemente, a un recurso de casación en el fondo, medios idóneos para resolver esta cuestión. En un recurso de queja, deducido en contra de un juez árbitro de derecho, respecto de cuyo fallo se habían renunciado todos los recursos legales, nuestra tesis no prosperó, por las circunstancias antes anotadas. Es de esperar que en el futuro esta materia sea objeto de pronunciamiento judicial de los tribunales superiores de justicia. Cerramos con esto el análisis del daño como elemento del ilícito civil, sin dejar de advertir que esta materia presenta una infinidad de otros matices casi imposible de abordar en su totalidad.
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5. RELACION DE CAUSALIDAD El quinto y último elemento del ilícito civil es la relación de causalidad. Este elemento entrelaza el hecho doloso o culpable (o meramente el hecho cuando se trata de los casos de responsabilidad objetiva o sin culpa) y el daño provocado. No es exacto sostener que se trata de vincular el dolo o la culpa (factores de imputabilidad) con el daño, como sostienen algunos autores. Lo que se trata de establecer es que el daño producido es consecuencia de un hecho, por regla general doloso o culpable, de su autor. La relación de causalidad tiene por objeto precisar que el resultado nocivo no es más que una consecuencia directa y necesaria de un hecho (acción u omisión) imputable a una determinada persona. Aquí entran a jugar los factores de imputación (dolo, culpa o riesgo) para la atribución de responsabilidad. Como es natural, si el resultado dañoso no es consecuencia del hecho reprochado a su autor, no puede imponerse a éste la obligación de reparar los perjuicios. Esta materia es, sin duda, una de las cuestiones más complejas en el campo civil y, justo es reconocerlo, no se ha desarrollado doctrinariamente, como ha sucedido en el campo del derecho penal. El elemento que analizamos está contenido en el principio general que se enuncia en el artículo 2314 del Código Civil, que dice que “el que ha cometido un delito o cuasidelito que ha inferido daño a otro…” Asimismo, el artículo 2329, que, como se dijo, complementa lo manifestado en la disposición anterior, expresa que “por regla general todo daño que pueda imputarse a malicia o negligencia de otra persona…”. En ambas normas se alude directamente a la relación de causalidad que debe existir entre el hecho y el daño. En otros términos, la relación de causalidad responde a la pregunta de por qué y hasta dónde responde el autor del hecho, cuando de éste se sigue una consecuencia nociva. Lo anterior equivale a decir que la responsabilidad se enmarca dentro de los límites del resultado dañoso atribuible a la acción que se imputa al autor, no más allá. Con mayor claridad podría decirse que se responde del daño que efectivamente se causa y que
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es el resultado de la conducta ilícita sancionada en la ley. No es difícil, entonces, advertir la importancia de esta cuestión para los efectos de la responsabilidad civil y su extensión. Probablemente a ello obedecen las discrepancias que se han planteado. 5.1. CONCEPTO Podría conceptualizarse la relación de causalidad diciendo que es el vínculo que encadena un hecho (acción u omisión) con un resultado que se presenta como consecuencia directa, necesaria y lógica de aquél. Es esto, precisamente, lo que trataremos de establecer, desprendiendo las reglas que nos permitan resolver cuándo aquello ocurre, vale decir, cuándo, ciertamente, un efecto obedece a una determinada causa de manera directa y necesaria. Demogue, Planiol y Ripert, Savatier, Alessandri y otros autores sostienen que “hay relación de causalidad cuando el hecho –o la omisión– doloso o culpable es la causa directa y necesaria del daño, cuando sin él éste no se habría producido”.194 Puig Brutau señala a este respecto: “Relación de causalidad es el enlace objetivo entre dos fenómenos, de manera que no sólo sucede uno después de otro, sino que aquél sin éste no se hubiese producido. Las ciencias naturales explican cuándo un fenómeno es el efecto de otro, pero en el ámbito jurídico no es posible hacer depender de criterios físicos o naturales la determinación de la persona o personas obligadas a indemnizar un daño. El derecho ha de tener su propio método para saber cuándo un sujeto es responsable. Esta responsabilidad depende de que se pueda establecer una imputación razonable entre el acto u omisión del demandado y el daño sufrido por el demandante”.195 Otro autor sostiene que “Dentro del ámbito de la responsabilidad civil, la relación de causalidad asume una doble fun-
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Arturo Alessandri Rodríguez. Obra citada. Pág. 241. José Puig Brutau. Fundamentos de Derecho Civil. Tomo II. Volumen III. Pág. 92. 195
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ción, de singular importancia: a) permite determinar, con rigor científico, cuándo un resultado dañoso es material u objetivamente atribuible a la acción de un sujeto determinado; b) brinda, al mismo tiempo, los parámetros objetivos indispensables para calibrar la extensión del resarcimiento, mediante un régimen predeterminado de imputación de consecuencias”.196 Como puede advertirse, no es lo mismo la causalidad física que la causalidad jurídica. Para demostrarlo se cita un ejemplo simple. “Una persona pasa unos días en casa de un amigo y piensa regresar a su lugar de residencia tomando el avión del día siguiente. El amigo le ruega que se quede un día más y así se hace. Pero el avión del segundo día tiene un accidente y el viajero perece. Desde el punto de vista de la causalidad material, no hay duda de que la intervención del amigo que ha provocado el retraso forma parte de los antecedentes causales del resultado. Sin embargo, tampoco es dudoso que la culpa del fallecimiento no puede serle imputada y ningún tribunal lo condenaría por ello. Una cosa es la causalidad física y otra la causa eficiente para una imputación jurídica”.197 Aquí, creemos nosotros, reside la cuestión medular. En el plano jurídico de la responsabilidad no basta la causalidad física, es necesario algo más. Ese “algo más” parece consistir en el poder del factor de imputación o su idoneidad para generar el daño. De manera que este elemento de la responsabilidad apunta a unificar la causalidad física con aquel otro factor del cual se deduce la imputabilidad (dolo, culpa o riesgo). Como se observará más adelante, no existe relación de causalidad jurídica si está ausente la causalidad material o física. Pero el acto material, que aparece absolutamente desvinculado del factor de imputación, es causalmente neutro en el plano jurídico. Desde el momento en que ambos se unen, recién entonces es posible indagar si ese hecho es el que desencadenó directa y necesariamente el daño. Siguiendo el ejemplo de Puig Brutau, podemos advertir que la causalidad física no es suficiente para imputar responsabilidad jurídica. Pero si supone196
Ramón Daniel Pizarro. Derecho de Daños. Causalidad Adecuada y Factores Extraños. Primera Parte. Ediciones La Rocca. Buenos Aires. 1996. Págs. 255 y 256. 197 José Puig Brutau. Obra citada. Págs. 92 y 93.
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mos que el amigo del viajero estaba enterado de que la aeronave en que su huésped regresaba sufriría un atentado, y en razón de ello lo retuvo un día más, se darán entonces todos los presupuestos de la causalidad jurídica. ¿Qué sucedió en este caso? Creemos que a la causalidad física (accidente que cuesta la vida del pasajero) se une el factor de imputación (dolo del anfitrión que retiene al huésped a fin de que su viaje coincida con el atentado). De lo dicho se desprende que para conceptualizar la relación de causalidad en el ámbito jurídico es necesario unir a la causalidad material o física, los ingredientes de la causalidad jurídica, de suerte que esta última resulta de la combinación de ambos elementos. Por consiguiente, la causalidad jurídica tiene identidad propia que la singulariza y diferencia de la causalidad física. Pero, con la misma claridad, no puede desconocerse que no hay causalidad jurídica si no concurre la causalidad física. De aquí arranca la dificultad que ofrece este tema en el estudio del ilícito civil. El problema que analizamos se enturbia considerablemente por dos circunstancias. Por una parte, el daño, por lo general, no es consecuencia de una sola causa, sino que concurren en él una multiplicidad de causas (concausas); por la otra, entre la acción y el daño pueden presentarse factores extraños capaces de suprimir o de atenuar el daño. En este último evento se habla de interrupción del nexo causal, sea total o parcialmente. Si la interrupción es total, desaparece la relación causal jurídica, y si es parcial (concausas), se produce un desplazamiento hacia otro centro de imputación, atenuándose el daño indemnizable respecto del demandado. “El tema que analizamos presenta singular importancia en todos los supuestos de responsabilidad civil, aunque, por cierto, asume mayor dimensión en la órbita de las presunciones de responsabilidad objetiva, de origen contractual o extracontractual, en donde al sindicado como responsable sólo le es permitido librarse demostrando la incidencia de una causa ajena”.198 Notará el lector que en este caso la causalidad física
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Ramón Daniel Pizarro. Derecho de Daños. Obra citada. Pág. 268.
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asume el rol de la causalidad jurídica, ya que no incide otro elemento que no sea la propia causalidad material. Los factores indicados han llevado a los autores a reconocer la complejidad extrema del tema. Así, por ejemplo, los Mazeaud y Tunc afirman que “son esas cuestiones sumamente complejas y que muy pocos juristas franceses han querido abordar. Hay en ello, para muchos, un problema que debe ser resuelto ‘por sentimiento’, medio cómodo de eludir la dificultad; pero que no aporta las precisiones deseables. Más francos son aquellos que confiesan que este problema ‘es tal vez insoluble’”.199 Los mismos autores hacen una lúcida descripción del tema cuando sostienen: “Desde el instante en que se examinan de manera un poco atenta las circunstancias en que se ha realizado el daño, se advierte casi siempre que ese daño se halla lejos de tener por causa un solo acontecimiento, una sola acción. Son múltiples los hechos que han concurrido a su realización y sin la conjunción desventurada de los cuales no se habría producido. Sin duda, entre ellos, figura un acto imputable al demandado; pero ese acto no ha desempeñado sino un papel parcial: se encuentra junto a él, ya sean hechos provenientes de terceras personas o de la misma víctima, ya sean casos de fuerza mayor. ¿Cabe exigir entonces la responsabilidad del demandado? ¿Es suficiente como nexo el vínculo de causa a efecto parcial? En la afirmativa, ¿debe soportar el peso total de la reparación el demandado?; por el contrario, ¿no se debe condenar sino por una fracción?; ¿cómo efectuar entonces la división? Son problemas sumamente arduos, porque obligan a efectuar un análisis profundo de la noción de causalidad. Se plantean dos cuestiones: ¿cuáles son, entre los acontecimientos que han concurrido a la realización del daño, aquellos que pueden ser considerados como las ‘causas’ del daño? ¿Qué efecto produce la pluralidad de causas?”200 Como puede comprobarse, se trata de una tarea difícil. Ella, en el fondo, tiene como antecedente obligado la circunstancia 199
Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo II. Volumen II.
Pág. 6. 200 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo II. Volumen II. Pág. 17.
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de que todas las acciones humanas se entrelazan en una sucesión de hechos que van operando, simultáneamente, como causas y efectos. Ningún hecho del hombre se presenta aislado, todos ellos están recíprocamente condicionados. La vida humana es una cadena de hechos unidos y enlazados en un proceso continuo de causas-efectos, antecedentes-consecuencias. Lo que nos proponemos es determinar, en este cuadro, qué hecho o hechos son la causa jurídica de un daño que debe imputarse a una persona. Lo que decimos obliga, paralelamente, a cortar en algún punto la relación causal que, como se dijo, comienza con la existencia misma del hombre, atendido que ninguno de sus actos se presenta ni puede concebirse aisladamente. Una conducta humana cualquiera no será sino la secuencia concatenada de otra serie de causas que se inician con el nacimiento, si no con la concepción del sujeto. 5.2. DOS GRANDES TENDENCIAS Reconoce la doctrina que para resolver este problema se han planteado dos grandes sistemas o tendencias: la teoría de la equivalencia de las condiciones y la teoría de la causalidad adecuada. La mayor parte de las demás, en mayor o menor medida, oscilan entre ambas. 5.2.1. Teoría de la equivalencia de las condiciones Conocida también como la teoría de la condición sine qua non, inspirada por Stuart Mill, fue formulada por el alemán Von Buri en la segunda mitad del siglo XIX. Su explicación se reduce a una sola cuestión, que podría sistematizarse diciendo “si el demandado no hubiere obrado, ¿se habría producido el daño?” Si el daño no se hubiere producido sin su intervención, ese acto es la causa del mismo, debiendo el autor repararlo. De lo que se sigue que todos los hechos que han concurrido a la producción del daño son causa de él y, desde el punto de vista de la responsabilidad, son equivalentes y no procede hacer distingo alguno a su respecto, no pudiendo tomarse en cuenta unos y no otros.
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“Para Von Buri, todo acontecimiento sin el cual no se habría producido el daño es la causa jurídica del mismo; así pues, si una persona es la autora culposa de uno de ellos, debe reparar por entero el daño, salvo su acción de repetición parcial contra los autores de los restantes daños. Es la teoría de la equivalencia de las condiciones: todos los acontecimientos que han ‘condicionado’ el daño son equivalentes, en el sentido de que todos ellos son, por igual, la causa del mismo”.201 Por consiguiente, pueden extraerse las siguientes conclusiones: 1) Todos los hechos o acciones que concurren a la producción del daño son causas de él y tienen una significación equivalente; 2) Cada causa lo es de todo el daño producido, razón por la cual el autor no puede pretender que se reduzca su responsabilidad por el hecho de que hayan concurrido otras causas. La única reducción posible está conformada por la exposición de la víctima imprudentemente al daño (artículo 2330 del Código Civil); 3) Si entre las causas se presentan hechos ilícitos atribuibles a terceros, el obligado a reparar los perjuicios tiene acción para repetir total o parcialmente contra sus autores. Estará facultado para repetir por el total de lo pagado, por ejemplo, en el caso del artículo 2325, y parcialmente en el caso del artículo 2317; y 4) Las llamadas predisposiciones, esto es, las particularidades inherentes a la persona de la víctima o su estado de salud, como las llama Alessandri, no tienen influencia alguna en la responsabilidad del autor. Es indudable que esta teoría conduce a extremos inaceptables. Alterini la critica en los siguientes términos: “La traslación de la teoría a lo empírico conduce a soluciones inaceptables. Así, por ejemplo, respondería de homicidio quien infirió a una persona una lesión que determinó que debiera ser llevada al 201 Henri, León y Jean Mazeaud. Lecciones de Derecho Civil. Parte Segunda. Volumen II. Pág. 313.
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hospital, donde murió víctima de un incendio; o el que convivió íntimamente con una mujer tuberculosa y así apresuró su fin; o quien prestó dinero a un amigo para hacer un viaje que le cuesta la vida; o respondería por lesiones quien hubiese conservado alimento descompuesto que daña la salud a quien lo ingiere sin su intervención; o por incendio quien dejó el combustible a la mano del incendiario; o por estafa el tercero que, inocentemente, puso las condiciones exteriores aprovechadas por el delincuente para engañar a la víctima; etc. Sutil y vigorosa es la ironía que dedicó Binding a esta teoría, luego de afirmar que según ella todo el mundo es culpable de todo: correspondería castigar como coautor de adulterio no sólo al varón que yace con la mujer casada con otro hombre, sino también al carpintero que hizo la cama”.202 A nuestro juicio, el error de esta teoría queda de manifiesto si observamos que ella opta por la causalidad física o material, prescindiendo de la causalidad jurídica, razón por la cual aceptó unir causalmente todos los hechos que desde el punto de vista material concurren a la producción del resultado. Por otro lado, la causalidad retrocede indefinidamente para buscar la causa. Don Luis Cousiño Mac-Iver, uno de los más esclarecidos juristas nacionales, comentando las críticas a esta teoría planteada por Binding y aludida por Alterini, dice: “El pensamiento de Binding, sobre el cual discurre latamente en varias de sus obras, movió a algunos juristas a buscar alguna fórmula que impidiera el retroceso ad infinitum en la determinación de la causa. Entre ellos Frank (Reinhard Frank), partidario de la teoría de la equivalencia de las condiciones, buscó la forma de atemperarla con su fórmula de la ‘PROHIBICION DE REGRESO’ (Regressverbot), conforme a la cual no constituyen causa las condiciones que se encuentran más allá de un lugar determinado, o sea, las condiciones previas (Vorbedingungen) a otra condición que, libre y conscientemente (dolosa o culpablemente), se dirigen a la producción del resultado”.203 202 Atilio Aníbal Alterini. Responsabilidad Civil. Editorial Abeledo-Perrot. 3ª edición. 1987. Págs. 144 y 145. 203 Luis Cousiño Mac-Iver. Derecho Penal Chileno. Parte General. Tomo I. Editorial Jurídica de Chile. 1975. Pág. 358.
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Destaca el mismo autor la inconsistencia que importa estimar a todas las concausas como equivalentes, a resultas de lo cual puede hacerse responsables a personas que no han participado en forma efectiva en el resultado final, y que se han limitado a desarrollar actividades intrascendentes en relación al resultado dañoso. Los numerosos ejemplos que se analizan llevan a la necesaria conclusión de que esta teoría no puede resolver el problema de la responsabilidad, ya que ella se limita al examen fáctico de los vínculos entre la actuación y el efecto de ella. Desde una perspectiva penal, es cierto, don Luis Cousiño cita a Abraham Drapkin, cuando dice “Es evidente que el viejo aforismo jurídico ‘el que es causa de la causa responde del mal causado’, es errado, porque ser causa no es ser autor, para lo cual se requiere, además de obrar, haberlo hecho con culpa, realizando una conducta antijurídica y tipificada”.204 De aquí que concordemos plenamente con el profesor Cousiño, cuando advierte que no puede resolverse el problema de la causalidad “mientras se limita al examen fáctico de los vínculos entre la actuación y el efecto de ella. O sea, ellos deben ser trasladados al momento oportuno, en que se haga la valoración objetiva y subjetiva del hecho; es en esa coyuntura donde deberá considerarse hasta qué punto la concausa queda dentro de la hipótesis del dolo o de la culpa o incluye, en términos más generales, otros de los elementos del delito”.205 Para superar las deficiencias descritas, se han planteado varias teorías correctivas. Desde luego, Von Liszt, para quien “‘todas las condiciones del resultado son… del mismo valor’,206 no correspondiendo a la causa la aptitud de determinarlo exclusivamente. Von Liszt admitió el corte de la cadena causal cuando la supresión del movimiento corporal no hubiere modificado en nada la producción del resultado, como una nueva serie de causas independientes. ‘Si A hiere mortalmente a B, patrón de una lancha, pero éste se ahoga antes de que la herida haya 204
Luis Cousiño Mac-Iver. Obra citada. Pág. 360. Luis Cousiño Mac-Iver. Obra citada. Pág. 359. 206 Se cita al respecto a Franz von Liszt. Tratado de Derecho Penal, traducción de Luis Jiménez de Asúa. Madrid. 1927. Tomo II. Pág. 293. 205
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producido la muerte, porque la lancha naufraga por un golpe de viento inesperado, entonces falta la relación de causalidad entre la manifestación de voluntad de A y el resultado producido, y A sólo puede ser condenado por tentativa de homicidio. Por el contrario, si la serie causal que parece nueva ha sido provocada por la primera manifestación de voluntad o ha sido tenida en cuenta por el primer agente, y sólo ha motivado el resultado en concurrencia con la primera manifestación de voluntad, entonces existe relación de causalidad entre la manifestación de voluntad y el resultado producido. Cuando el marino herido es colocado, precisamente a causa de la herida, en la imposibilidad de gobernar las velas, siendo ésta la causa de que se produjera el naufragio de la lancha, entonces A causó la muerte de B por ahogamiento”.207 Entra en este planteamiento la distinción entre causa y condición del daño. Como puede apreciarse, una condición puede transformarse (o subsumirse) en causa, cuando el agente se prevale de la misma para concretar su primera manifestación de voluntad (de causar el daño, en el ejemplo). Asimismo, puede cortarse la cadena causal a partir del instante en que “el movimiento corporal”, dice Von Liszt, no hubiere modificado en nada el resultado, lo cual obliga a determinar qué es lo que, efectivamente, provoca el perjuicio causado, dejando atrás las demás concausas. Otro autor, Thyrén, distinguió las condiciones decisivas y no decisivas y las condiciones positivas, negativas e indiferentes. Alterini, citando nuevamente a Jiménez de Asúa, dice que “…si alguien quiere apuñalar a otra persona por la espalda y un tercero desvía el golpe de manera que sólo lo rasguña, la acción de este tercero –aun siendo condición del rasguño– es jurídicamente una condición negativa. Träger, por su parte, admitió que desde el miraje jurídico ciertas condiciones no son relevantes; aunque deban considerarse tales en lo referente al resultado material: en ejemplo suyo, es irrelevante que en el incendio de una casa alguien acerque un montón de paja”.208
207 208
Atilio Aníbal Alterini. Responsabilidad Civil. Obra citada. Pág. 145. Atilio Aníbal Alterini. Obra citada. Pág. 146.
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También se ha intentado la corrección de los excesos de la teoría de la equivalencia de las condiciones, en función del factor de imputación (culpa o dolo). Se tropieza, se dice, en que tratándose de los casos de responsabilidad objetiva ello no da resultado (lo propio ocurre en el ámbito penal a propósito de los delitos calificados por el resultado). Frente a esta teoría, que engloba todas las condiciones que concurren fácticamente en la producción del daño, se han enunciado varias otras que sí pretenden individualizar la causa. 5.2.2. Teoría de la causa próxima Se sostiene que la observación de la realidad permite concluir que, por lo general, el último de los sucesos encadenados determina la producción del resultado o, al menos, lo determina directamente. Se trata, en este caso, de individualizar el último suceso, atribuyendo a él una importancia preponderante en el resultado. Los autores afirman, sin embargo, que ello conduce a iniquidades inocultables. Así, por ejemplo, se cita el caso de un jinete que tropieza con una barrera que cruza la vía y con la cual se golpea. Carecería éste de derecho a reparación, ya que bien pudo sortear la valla si hubiere corrido a menos velocidad; o una enfermera que deja una jeringa hipodérmica cargada unos instantes, cuyo contenido es cambiado por otro letal, aplicándola a un paciente. La causa próxima sería de responsabilidad de aquélla. Esta teoría, atribuida a Bacon, ha sido dejada de lado desde hace muchos años, tanto en el derecho inglés como norteamericano, ya que la experiencia de la realidad revela que no es siempre la causa próxima la que explica la producción del daño, como aparece de manifiesto en los ejemplos que anteceden. Se diría que esta teoría adolece del defecto precisamente contrario del que atribuíamos a la teoría de la equivalencia de las condiciones que retrocede demasiado en busca de las causas que hacen posible la producción del daño. La proximidad del hecho a la ocurrencia del daño no es un antecedente que sirva para escoger la causa determinante del mismo. La experiencia demuestra que esta teoría conduce a soluciones que, con razón, los autores califican de irritantes. La
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teoría de la causa próxima sustituye la idoneidad de la causa con su proximidad cronológica con el daño, lo cual no ofrece solución alguna. De aceptarse esta posición, quedarían al margen de la responsabilidad todos los casos en que el autor del daño tiende una celada a la víctima, ya que para que esta caiga en ella, será menester siempre que concurra otra causa, que muchas veces escapará a la voluntad del autor del ilícito. 5.2.3. Teoría de la causa más eficaz o más activa Enfrentados a la necesidad de hallar aquella, entre las concausas, que justifique la ocurrencia del daño, algunos autores postulan la selección de la causa más eficaz o más activa. Birkmeyer plantea esta tesis, afirmando que el resultado es atribuible a la más activa de las condiciones. “Por ejemplo: si una persona proporciona fósforos a otra, y ésta causa un incendio, ambas acciones –la del que suministró las cerillas y la del incendiario– son condiciones inexcusables para que se produzca el efecto; pero debe considerárselo causado por el hecho de quien provocó el fuego, por ser la condición más activa o eficaz del efecto”.209 Se objeta a esta teoría que los hechos revelan que no siempre es posible atribuir a una condición un papel más activo o eficaz, ya que algunas de ellas siendo de menor entidad juegan un rol importante. Basta para llegar a esta conclusión considerar que el hecho de proporcionar fósforos al incendiario puede llegar a convertirse en una condición eficaz si quien lo hace tiene la certeza de que, por su estado de ánimo, circunstancias o manifestación de sus propósitos, se emplearán las cerillas para provocar el fuego. Otro autor, Kohler, pone énfasis en que la condición más activa resulta de un análisis cualitativo y no cuantitativo, como lo postula Birkmeyer. Lo cual tampoco resuelve el problema y lo proyecta en otra dirección, también confusa.
209
Atilio Aníbal Alterini. Responsabilidad Civil. Obra citada. Págs. 148 y 149.
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5.2.4. Teoría de la causa eficiente Conviene aclarar, en este caso, que Birkmeyer y Kohler admiten que el resultado dañoso proviene de la totalidad de las condiciones y que sólo algunas de ellas se elevan a la categoría de causas. Esta teoría apunta a distinguir la diferencia conceptual entre condición, causa y ocasión. Mientras la causa es la productora del efecto; la condición lo hace posible o elimina un obstáculo; y la ocasión se limita a favorecer la operatividad de la causa eficiente. Así lo explica Alterini al admitir esta distinción conceptual. “Cuando se quita el apoyo a un cuerpo, éste cae: resulta evidente que, de no haberse quitado tal apoyo, la caída no se habría producido; pero, en esencia, este hecho no ha sido más que condición para el efecto ‘caída’, cuya causa es la ley física de la gravedad. Causa, condición y ocasión, de alguna manera intervienen en la producción del efecto; pero en él suelen coexistir otras circunstancias, que por no ser de manera alguna relevantes para que aquel se produzca, quedan marginadas en la órbita de circunstancias indiferentes. Cuando, verbigracia, un hábil conductor provoca un accidente de tránsito, la carencia de carné habilitante al efecto es una circunstancia indiferente para la producción del resultado”.210 Si bien es cierto que esta teoría funda la responsabilidad en la causa eficiente, no proporciona un criterio para establecer cuál es la causa del efecto dañoso. Admitiendo que es posible distinguir las causas de las condiciones y de la ocasión en que se produce el daño, no basta prácticamente con ello, se requiere, además, precisar cuál de las causas es la eficiente, o, dicho de otra manera, qué causa provoca el efecto (“cuál es la razón de ser de tal efecto”). Como puede apreciarse, los autores se esmeran por hallar la fórmula que permita atribuir a una causa el daño producido, sin lograrlo.
210
Atilio Aníbal Alterini. Obra citada. Págs. 139 y 140.
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5.2.5. Teoría de la causa adecuada Esta teoría es la que, sin duda, tiene mayor acogida en este momento. Ella fue planteada en la segunda mitad del siglo XIX por el alemán Von Kries. Para este autor un acontecimiento no puede ser considerado causa de un daño por el solo hecho de que se haya probado que sin la ocurrencia de este acontecimiento, el perjuicio no se habría realizado. Todos los hechos que concurren a la generación de un daño, que son condiciones de él, no son su causa desde el punto de vista de la responsabilidad civil: no todos obligan a la reparación. “Sólo pueden ser considerados como causas de un perjuicio los acontecimientos que deberían producirlo normalmente: se precisa que la relación entre el acontecimiento y el daño que resulte de él sea ‘adecuada’ y no simplemente ‘fortuita’. En otros términos, el que haya cometido una culpa debe reparar todo el perjuicio que era propio que produjera según el curso natural de las cosas y que ha producido efectivamente”.211 Para aclarar esta teoría se cita un ejemplo proporcionado por Endemann, reconocido adversario de la teoría de la causalidad adecuada. “A… asesta a B… un ligero golpe al cráneo, insuficiente para provocar la menor lesión en un ser constituido normalmente. Pero B… padece de una debilidad particular en los huesos del cráneo; sufre una fractura y muere. El resultado se ha producido; sin embargo, el acto de A… no era, por lo general, propio para producir la muerte de un adulto, cuya caja craneana está ordinariamente osificada. La enfermedad particular de B…, sin la cual no se habría producido el resultado, es un hecho excepcional (predisposición). Por el contrario, si se hubiera tratado de un niño, cuya caja craneana no está normalmente osificada, la conclusión habría sido diferente; y el acto de A… cuya relación con la muerte de B…, adulto, es fortuita, sería considerado como una circunstancia generalmente favorable para la muerte de un niño”. En la primera hipótesis la muerte de B… sería fortuita, en la
211 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo II. Vol. II. Pág. 19.
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segunda (muerte del niño) habría responsabilidad. En un caso habrá para Von Kries una causa adecuada, en el segundo, una causa o efecto fortuito. Una buena síntesis de esta teoría la aportan algunos autores ingleses más modernos. Según ellos, deben ser reparados los daños que un hombre razonable habría considerado como consecuencia natural o probable de una imprudencia o una negligencia. Sólo son causa de un daño “los acontecimientos que deberían producir normalmente ese daño; dicho de otro modo, los únicos acontecimientos de los que era normalmente previsible la consecuencia dañosa”.212 Queda claro, entonces, que si bien una infinidad de condiciones concurren a la producción de un daño, todas ellas no juegan el mismo papel respecto del daño. La Corte de Casación francesa habla, por lo mismo, de causas que desempeñan un papel activo y otras causas que desempeñan un papel pasivo. Para algunos partidarios de la causalidad adecuada son causas del daño sólo aquellos acontecimientos que pueden producirlo normalmente, vale decir, aquellos en que era normalmente previsible la consecuencia dañosa. Reconociendo el valor de este planteamiento, los Mazeaud y Tunc lo objetan, aduciendo que por principio en el derecho francés se responde del daño previsto e imprevisto. Por otra parte, se agrega que algunos autores han tenido confusiones entre el papel de la previsibilidad en la determinación de la culpa, y el mismo papel en la determinación de la causalidad. Introducir la previsibilidad en esta materia resultaría, por lo tanto, vago y engañoso. Nos parece peligroso y confuso introducir el concepto de previsibilidad para caracterizar a la causa, ya que ello, inevitablemente, se confundirá con el elemento subjetivo del ilícito. Goldenberg, aludiendo a la teoría de la causalidad adecuada, que fue formulada originalmente en 1871 por Luis von Bar, sostiene que esta concepción… “aquilata la adecuación de la causa en función de la posibilidad y probabilidad de un resultado, atendiendo a lo que corrientemente acaece, según lo indica la experiencia diaria en orden al curso ordinario de los 212 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo II. Vol. II. Pág. 21.
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acontecimientos. Para ello es necesario llevar a cabo un juicio de probabilidad, que se realiza ex post facto y en abstracto”.213 Vuelve sobre la probabilidad Puig Brutau, quien, citando a Larenz, afirma que “la adecuación tiene solamente en cuenta aquellas circunstancias que, según la experiencia, son las consecuencias adecuadas del hecho generador de responsabilidad. En el caso de responsabilidad resultante de omisiones, han de considerarse consecuencia de éstas, los hechos que previsiblemente no hubiesen ocurrido si la acción omitida hubiese sido realizada a tiempo. En los supuestos de responsabilidad por conducta negligente ha de ser decisivo para su imputación el carácter previsible y evitable del resultado dañoso. Lo que importa es si el agente pudo y debió prever el resultado. La responsabilidad ha de llegar hasta donde el curso de los hechos pudo ser dirigido y dominado por la voluntad del agente, lo que solamente ocurre si el resultado es previsible. ‘Sólo puede ser imputado el curso causal de los hechos en cuanto sea previsible’”.214 Como lo analizaremos más adelante, al examinar nuestra posición, creemos que introducir la previsibilidad a propósito de la relación causal es subjetivizar este elemento del ilícito y confundirlo con la culpa, desvaneciendo el carácter objetivo del problema. Claro está que para los efectos de determinar el curso ordinario y normal de las cosas, deberá examinarse la posibilidad de que a un hecho siga una determinada consecuencia conforme a la experiencia. Pero esta posibilidad es un antecedente objetivo que debe prescindir de la persona y, aun, del caso práctico que se analiza. Podría decirse que será un ejercicio de razonabilidad, atendiendo sólo a si el hecho puede, conforme a la experiencia práctica, llegar a producir una determinada consecuencia nociva. Dicho en otras palabras, la factibilidad será un antecedente más que, unido a la experiencia práctica, puede responder sobre si un resultado dañoso corresponde a un suceso normal y ordinario que se sigue del curso conocido de las cosas. 213
Isidoro H. Goldenberg. La Relación de Causalidad en la Responsabilidad Civil. Editorial Astrea. Buenos Aires. 1984. Pág. 32. 214 José Puig Brutau. Obra citada. Tomo II. Vol. III. Pág. 97.
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Creemos que Alterini enfoca con claridad este tema. Al tratar de la teoría de la causalidad adecuada, dice que “Von Kries configuró la teoría con más precisión, en seguimiento de los rudimentos trazados por Von Bar. El funcionamiento conceptual es semejante al de la equivalencia de las condiciones, en la medida en que admite que todas ellas concurren a la producción del resultado, y utiliza el mismo método de supresión hipotética. Pero ya no se trata de la observación individual de la causa en el caso dado, sino de analizarlo en abstracto; en este plano se averigua si es probable o posible que alguna de las condiciones produzca el resultado de manera de ser elevado a categoría de causa. Este análisis presenta dos géneros de problemas. Uno atañe al ‘saber ontológico’, y consiste en establecer cuáles condiciones son observables para realizar aquel análisis. Y otro, al ‘saber gnomológico’, esto es, determinar la probabilidad o posibilidad de un efecto según el desenvolvimiento de las leyes del mundo de la naturaleza. Precisamente en torno al ‘saber ontológico’ la teoría se disgrega en tres variables fundamentales: a) Posición subjetiva, adoptada por el mismo Von Kries. Se consideran las condiciones que el sujeto dado conocía o podía conocer; o, en otros términos, se hace un juicio de previsibilidad respecto de la incidencia probable o posible de las condiciones que el agente conocía o podía conocer. b) Posición objetiva. No considera la previsibilidad del sujeto determinado, sino a través de las condiciones que el sujeto normal debe prever (Thon), o las que eran conocidas de alguna manera, aun ‘a posteriori’ (Rümelin). Incumbe al juez, por tanto, ubicarse como si el resultado no hubiese acaecido y, realizando lo que Von Liszt llamó ‘prognosis póstuma’, determinar la probabilidad de aquél en razón de las condiciones precedentes… c) La otra posición considera la circunstancia generalmente favorecedora, y realiza el juicio de probabilidad según la captación de un hombre muy perspicaz. Por ello se ha dicho que toma en cuenta una suerte de ‘superhombre’. Tráger, de esa manera, difiere la cuestión al juicio de previsibilidad de un hombre especialmente informado como es el perito”.215
215
Atilio Aníbal Alterini. La Responsabilidad Civil. Obra citada. Pág. 152.
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En relación al “saber gnomológico”, esto es, la probabilidad o posibilidad de un efecto conforme a las leyes de la naturaleza, el mismo autor dice que “se consideran las leyes de la naturaleza que integran el acervo común de la sociedad. Por ejemplo, que la opresión del percutor de un arma de fuego genera un tiro –por la explosión que expande gases a la cápsula de la bala que expulsa al proyectil–; pero podrían atribuirse al agente del caso los efectos de condiciones derivados del juego de leyes naturales que sólo él –quizás un científico– conocía. Esto es: el ‘saber gnomológico’ del sujeto dado puede, en su caso, agravar su situación, pero su ignorancia al respecto no basta para liberarlo”.216 De acuerdo a lo antes señalado, la teoría de la causalidad será más útil en la medida que el problema ontológico se resuelva con una perspectiva objetiva. La capacidad de previsibilidad no está relacionada con el autor del daño, sino con los estándares generales, que, en alguna medida, introducen un deber social del que nadie puede sustraerse. De la misma manera, la solución del problema “gnomológico” nos remite a las leyes de la naturaleza como elemento cultural integrado al “acervo común de la sociedad”. Así las cosas, la relación de causalidad resulta ser un elemento objetivo que puede el juez apreciar sin necesidad de evaluar la capacidad de previsión del dañador y, por lo mismo, absolutamente desvinculada de la culpa como elemento subjetivo o factor de imputación. Algunos autores, aprovechando los vacíos de esta teoría en cuanto recurre a elementos subjetivos propios de los factores de imputación, han llegado a expresar: “La noción de causalidad adecuada es un artificio que permite volver a introducir la idea de culpa en una construcción técnica destinada a asegurar la reparación del daño. A este respecto es sintomático que en la jurisprudencia francesa sea sobre todo a propósito de la responsabilidad por el hecho de las cosas que los tribunales hayan encarado el hecho causal”.217 216
Atilio Aníbal Alterini. La Responsabilidad Civil. Obra citada. Pág. 153. Georges Ripert y Jean Boulanger. Obra citada. Tomo V. Obligaciones. 2ª Parte. Pág. 102. 217
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Volveremos sobre esta teoría cuando abordemos nuestra posición en esta materia. 5.2.6. Teoría de la preponderancia Esta teoría se funda en el pensamiento de Binding, quien sostiene que son causas de un resultado las condiciones positivas en su preponderancia sobre las negativas. No identifica la causalidad filosófica con la causalidad jurídica, puesto que esta última responde a la fuerza humana que, mentalmente, absorbe a la fuerza natural. Es posible partir de una constatación: cuando se desencadena un movimiento para procurar un determinado fin y se logran superar los obstáculos que se le oponen, se consigue provocar una variación en el mundo real. Se dice entonces que el núcleo causal es la actuación voluntaria del hombre, quien pasa a desempeñar el papel de autor del hecho. En palabras de Binding, “el concepto de autor es el que nos delimita el concepto de causa; autor puede serlo el que quiere el todo del tipo delictivo y no sólo el que quiere una condición. Tan es esto así, que cuando el derecho quiere responsabilizar por el todo al que sólo ha puesto una condición, crea figuras especiales y excepcionales, como la del homicidio en riña”. Intimamente vinculada a esta teoría se halla la formulada por Sebastián Soler, que ha planteado una teoría semejante, que se conoce como “causalidad absorbida por la acción intelectualizada”. La introducción de este nuevo elemento resulta novedosa, pero no advertimos un avance muy significativo en él. Atribuir la causa al autor es una cuestión importante en la delimitación del problema, pero no constituye un aporte trascendental. 5.2.7. Teoría del seguimiento o de la impronta continua de la manifestación dañosa (théorie du cheminement ou de l’empreinte continue du mal) Podría decirse que esta teoría complementa la de la causalidad adecuada. Su formulación parte de la base de que es simple, en
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la mayoría de los casos, establecer la causa cuando el daño tiene como antecedentes varios hechos contemporáneos. Pero el problema se complica cuando los antecedentes del daño se presentan en forma sucesiva a través del tiempo, derivándose el mal de otro mal. “Si los daños se producen en cascada, la determinación de la causa eficiente del perjuicio que se pretende reparar conduce a la investigación de cada uno de los eslabones de la cadena hasta llegar al punto en que uno de aquellos hechos pueda ser considerado la causa idónea del resultado dañoso. Es aquí donde la teoría del seguimiento continuo de la manifestación dañosa tiene verdadera importancia”.218 Para explicar esta teoría se ponen dos ejemplos. El primero representa la situación de una persona que se interna en un establecimiento hospitalario para que se le practique una intervención quirúrgica y después del acto o durante su desarrollo el paciente muere. La teoría de la causalidad puede indagar, en este caso, cuál fue la causa del deceso (una consecuencia normal del proceso patológico o un hecho traumático que la cirugía no podía evitar, una complicación sobreviniente imposible de prever, el resultado de una mala praxis imputable a uno de los facultativos). “En estos supuestos la cuestión se reduce a la prueba de los hechos y a un dictamen pericial sobre la previsibilidad o inevitabilidad del resultado. La teoría de la causalidad adecuada es en este caso perfectamente apta para determinar con certeza cuál ha sido el hecho u omisión médica que produjo la muerte como resultado previsible”.219 El segundo caso es diverso. Se trata de una persona que ingresa al establecimiento hospitalario luego de sufrir un accidente grave para ser atendida de sus lesiones. Si la víctima muere durante o después de la intervención quirúrgica que fue necesario practicarle, se presenta el problema de determinar cuál es la causa de su fallecimiento. No cabe duda de que la causa inmediata se radica en la intervención de que fue objeto (causa inmediata), pero aquélla obedeció a la necesidad en que se encontraba la víctima de ser asistida luego
218
Jorge Bustamante Alsina. Responsabilidad Civil y Otros Estudios. AbeledoPerrot. Buenos Aires. 1995, Págs. 167 y 168. 219 Jorge Bustamante Alsina. Obra citada. Pág. 168.
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del accidente. Enfrentada a esta situación, la doctrina de la causalidad adecuada no proporciona “una explicación incontestable si el hecho de la muerte subsiguiente a la intervención quirúrgica, no resulta adecuado a los hechos concurrentes porque ninguno de los médicos incurrió en mala praxis, ni ocurrió un caso fortuito imprevisible e irresistible al cual endosar el fatal resultado”.220 Es aquí donde aparece la teoría del profesor Dejean De La Batie, ya que la teoría de la causalidad adecuada es incapaz de explicar por qué la persona cuyo comportamiento anormal está en el origen de la cadena debe responder. “Dice el autor de esta teoría que debe seguirse sin discontinuidad la marcha del mal y partiendo del daño final es necesario remontar la cadena de las causas explicando cada hecho defectuoso por la defectuosidad del hecho precedente hasta la aparición eventual de una ruptura en la cadena causal. Se debe seguir siempre, según la expresión del autor, l’empreinte continue du mal en remontant despuis le dommage fait ou faute, o sea, el hecho o la culpa de la cual debe responder al damnificado”.221 De lo dicho se sigue, entonces, que debe partirse del hecho de la muerte, ya que este hecho defectuoso no halla su causa adecuada en la intervención quirúrgica. La defectuosidad de este acto (la muerte del lesionado) se explica, se dice, por la defectuosidad del hecho anterior (el accidente que provoca las lesiones). La investigación entonces se centra en el hecho anterior y es a él al que debe aplicarse la teoría de la causalidad adecuada para determinar la responsabilidad. “El seguimiento del resultado dañoso de cuyo resarcimiento se trata debe continuarse a través de los diferentes hechos defectuosos de los cuales se derivan otros, hasta hallar en uno de ellos una culpa o un factor objetivo como el riesgo que al aparecer en el proceso causal lo interrumpe para atribuir responsabilidad a un sujeto indirectamente involucrado con el daño, el cual aunque no sea consecuencia inmediata de su hecho, se halla en una relación adecuada de causalidad. En conclusión, creemos que esta nueva teoría no excluye la aplicación de la causalidad adecuada,
220 221
Jorge Bustamante Alsina. Obra citada. Pág. 169. Jorge Bustamante Alsina. Obra citada. Pág. 170.
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pero permite investigar los hechos en una cadena causal natural, hasta el punto en que resulta razonable analizar la previsibilidad abstracta de la consecuencia del hecho en que intervino por acción u omisión el presunto responsable”.222 Resulta indiscutible que esta teoría aporta un ingrediente importante para la aplicación de la teoría de la causalidad adecuada y que debe ser atentamente considerada como tal. Hasta aquí las principales teorías que se han formulado para explicar la relación de causalidad que exige la estructura del ilícito civil. 5.2.8. Nuestra posición De lo que llevamos estudiado se desprende que la teoría que más asidero tiene en la doctrina y el derecho positivo, en la actualidad, es la formulada originalmente por Von Bar y perfeccionada por Von Kries. Parece indudable que para la producción de un daño concurren siempre numerosas condiciones, pero no todas ellas son causa del efecto nocivo. La teoría, por lo mismo, apunta a distinguir cuál de dichas condiciones puede ser considerada causa del efecto dañoso. Ese es el primer paso en la búsqueda de una solución. Asimismo, la lesión de un derecho o interés legítimo, que representa un hecho “defectuoso”, al decir de los autores, sólo puede provenir de una causa idónea para generarla. De aquí surge la necesidad de distinguir entre condiciones y causas. Atendido lo anterior, estimamos que la causa, así sea positiva –acción– o negativa –omisión–, en el ámbito jurídico (no físico), consistirá siempre en un HECHO DEL HOMBRE. De lo manifestado se sigue que la cuestión consiste en resolver qué hechos del hombre son capaces de provocar un daño susceptible de repararse. En esta perspectiva, debe arribarse, necesariamente, a la conclusión que la causa jurídicamente idónea para imputar responsabilidad sobre un resultado nocivo es aquella razonablemente previsible de acuerdo al conocimiento, nivel cultural y desarrollo impe-
222
Jorge Bustamante Alsina. Obra citada. Pág. 170.
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rante en cada momento histórico en la sociedad. Por consiguiente, la llave para resolver el problema de la causalidad radica en la determinación de los estándares ordinarios prevalecientes en la sociedad en todo cuanto concierne al comportamiento de sus miembros. El juez, abocado a resolver sobre cuál es la causa de un daño, deberá examinar todas y cada una de las condiciones que han determinado su existencia y establecer cuál o cuáles de ellas han podido, objetiva y razonablemente, provocarlo, con independencia de su autor. La causa deberá apreciarse insertándola en la realidad prevaleciente y no aisladamente. Así, por ejemplo, el contagio infeccioso que hoy puede ser, quién lo duda, causa de un daño indemnizable, no podía ser considerado como tal en la antigüedad, atendido el desconocimiento que entonces existía sobre los agentes infecciosos. Por consiguiente, la previsibilidad de que tratan los autores no está referida a una persona determinada, sino a los estándares generales que, como se dijo, imperan en la sociedad civil en un momento histórico dado. No se puede imponer responsabilidad a una persona cuando en el devenir de su conducta está impedida de prever la existencia de un daño que se sigue de sus actos. Pero tampoco puede ello representar un elemento personalísimo, que deba considerarse respecto de cada persona individualmente. Si tal ocurriera, se introduciría un nuevo factor subjetivo que jugaría, más o menos, el mismo rol que la culpa o el dolo. La relación de causalidad es un elemento objetivo del ilícito y como tal debe ser analizado y aplicado. Simplificando, podríamos decir que sólo respondemos de los resultados razonablemente probables de nuestros actos y no de aquellos fortuitos o imposibles de prever. Ahora bien, la causa es un impulso que desencadena (porque tiene la potencialidad suficiente para ello) un resultado o consecuencia nociva. Pero no todo resultado es previsible. Se trata, entonces, de fijar un criterio que nos permita establecer cuándo la consecuencia de un acto es probable, atendiendo al conocimiento vulgar y general que sobre la materia tiene la persona en cuanto integrante de la comunidad social. No basta con decir, creemos nosotros, que son causas de un perjuicio los
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acontecimientos que deberían producirlo normalmente. Es preciso especificar cuándo se responde de los hechos que normalmente producen un daño. A juicio nuestro, tal sucede cuando el daño es razonablemente previsible in abstracto. Más allá de la razonable probabilidad se halla el azar, concepto relativo, ya que nada ocurre en la naturaleza sino en función de la relación causa-efecto. Sin embargo, el limitado conocimiento humano no es capaz, aún, de descubrir esta relación respecto de todos los efectos. Un ejemplo graficará nuestro pensamiento. Hasta hace poco todos los fenómenos relacionados con la meteorología estaban entregados al azar. Hoy día ello no ocurre, pudiendo el hombre prever el comportamiento del clima. De aquí que podamos asegurar que, en la medida que más avanza la ciencia y la tecnología, menos terrenos conservará el azar. Si no se responde del caso fortuito, ello indica que es imposible imputar responsabilidad respecto de efectos que no pueden preverse. Este es el límite de la responsabilidad. A su vez, la previsibilidad, como factor objetivo, se mide conforme los estándares generales, lo cual equivale a sostener que sólo se responde de aquello que razonablemente era posible prever aplicando los conocimientos imperantes en la comunidad. De lo señalado se infiere, entonces, que la relación de la causalidad debe apreciarse in abstracto, ya que, como es obvio, no todas las personas tienen el mismo grado de conocimiento. Los daños que se causan como consecuencia de la expansión de microorganismos infecciosos no comprometen la responsabilidad por igual de un especialista o un lego en la materia. Pero insistamos en que se trata de un análisis objetivo y no subjetivo, referido a cada persona individualmente. En síntesis, podríamos afirmar que se responde de todo acto que cause daño, así sea directa o indirectamente, a condición de que el efecto nocivo sea razonablemente previsible. Los ejemplos de la vida real ofrecen, sin embargo, muchas dificultades. “A” golpea a “B”, a consecuencia de lo cual éste huye atravesando una calle, siendo alcanzado por el automóvil de “C”, que corre a exceso de velocidad, lo que le impide detener el móvil. Llevado a una posta de primeros auxilios, es atendido por el médico “D”, que se halla en evidente estado de ebriedad, sin
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suministrarle los tratamientos adecuados. A consecuencia de todo lo anterior “B” muere. ¿Quién es el responsable de esta muerte? Desde luego, “A” no podía prever razonablemente que al huir “B” se enfrentaría a un automóvil que corría a exceso de velocidad. Tampoco “C” podía prever que en el curso de su ruta aparecería una persona que huía de una golpiza. Finalmente, “D” podría sostener que no era previsible que a una posta de primeros auxilios llegara un herido tan grave, cosa absolutamente inusual en la localidad. Se trataría, en este caso, de daños en cascada referidos en la teoría del seguimiento de manifestación dañosa. 1. La primera cuestión que debemos resolver es si la actividad del médico que atendió a la víctima fue la causa adecuada de la muerte. Puede suceder que el fallecimiento se explique porque se suministró al paciente un tratamiento inadecuado o no se le atendió como la buena praxis exigía. En este caso, responderá de la muerte el médico, porque ella no se habría producido si su conducta hubiere sido la que correspondía. El resultado dañoso es una consecuencia razonable del mal comportamiento del facultativo. 2. Por su parte, el conductor del automóvil que colocó a la víctima en situación de caer en manos del médico incompetente, responderá de los efectos que razonablemente pueden serle imputados, esto es, de las lesiones que provocó a la víctima por el hecho de que su vehículo corría a exceso de velocidad, pudiendo atenuarse esta responsabilidad si se estimara que la víctima en su huida se expuso imprudentemente al daño (artículo 2330 del Código Civil). 3. Finalmente, “A” responderá de las lesiones leves que pudo causar a la víctima como consecuencia del golpe que le propinó y que determinó que ésta huyera, ya que no es razonablemente previsible que una persona frente a una agresión de esta especie se exponga a un daño de tanta magnitud como es el que deriva del atropellamiento y la muerte por incompetencia del médico que lo atiende. Diversa sería la situación si se comprueba que la atención médica que recibió la víctima no es la causa de su fallecimiento y que ello habría acontecido cualquiera hubiera sido el tratamiento recibido. Analicemos esta situación. 1. De la muerte de
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la víctima deberíamos remontarnos al accidente, y atendido el hecho de que las lesiones que éste provocó eran mortales, el chofer “C” responderá del fallecimiento, ya que es razonablemente previsible que un accidente por exceso de velocidad pueda acarrear este resultado. 2. La situación de “A” no variaría en el evento de que sus golpes hayan provocado lesiones menores a la víctima. 3. ¿Qué ocurre con “D”, quien suministró a la víctima un tratamiento errado? Forzoso resulta reconocer que éste no responde de la muerte de “B”, ya que, si bien incumplió sus deberes, de ello no se deriva la consecuencia dañosa, aun cuando sea previsible que tal tratamiento, en otro contexto, pueda causar la muerte. Su responsabilidad sería meramente profesional por incumplimiento de deberes. Réstanos una última posibilidad. 1. Los golpes que recibió “B” de “A” eran mortales, ya que ellos provocaron un derrame interno que no podría haberse controlado. En este supuesto el responsable de la muerte será “A”, porque su acto es causalmente adecuado para producir el resultado fatal. 2. El automovilista que atropelló a la víctima responderá de las consecuencias adecuadas de su acto, esto es, lesiones graves en una persona moribunda. 3. Finalmente, el médico “D” no tiene responsabilidad, salvo en lo concerniente a sus deberes profesionales (sanciones corporativas o administrativas). De este examen se desprende que para la correcta aplicación de la teoría de la causalidad adecuada, debe establecerse previamente la causalidad física y, a partir de ella, analizarse las diversas conductas implicadas a partir del hecho material que causa el daño. Por ende, el juez, ante todo, debe examinar la situación en el marco de la causalidad material (o física), y una vez resuelto este aspecto, analizar separadamente cada una de las conductas comprometidas hasta dar con aquella que es idónea para producir el resultado. Una vez individualizada dicha conducta, decidir si ella permitía razonablemente prever el resultado en abstracto. Como queda de manifiesto en el ejemplo que hemos transcrito, la causalidad física no es una cuestión menor, y como quiera que ella se plantee, debe implicarse en la causalidad jurídica. No podría, por lo demás, ser de otro modo, si se tiene en cuenta que la responsabilidad nace de un hecho
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(positivo o negativo) que tiene la virtualidad de provocar una transformación en la realidad fáctica. En el supuesto de que la causalidad física no dé respuesta, vale decir, no pueda precisar cuál es la causa material del daño (cuestión nada infrecuente), deberá el juez analizar cada uno de los hechos vinculados causalmente al resultado y resolver sobre la misma base la causalidad adecuada. En el ejemplo analizado, tal acontecerá si no puede establecerse pericialmente si la muerte de “B” fue consecuencia de las lesiones causadas por la agresión de “A”, o por el atropellamiento de “C”, o por la falta o errado tratamiento de “D”. De lo que llevamos dicho se desprende que según nuestra posición, para establecer la causa de un daño jurídicamente reparable debe procederse en la siguiente forma: a) Establecer, si ello es posible, con precisión la causa material o física del daño provocado. Para estos efectos el juez deberá asistirse de los informes periciales que estén a su alcance; b) Una vez establecida la causalidad física del daño, analizar si el hecho que lo desencadenó era adecuado para generarlo. Entenderá que la causa es adecuada si el resultado es una consecuencia normal del mismo, lo que equivale a sostener que el resultado nocivo era razonablemente previsible conforme los estándares generales prevalecientes en la sociedad civil; c) Si no es posible establecer la causalidad física (porque concurren una serie de hechos sin que sea posible precisar cuál de ellos es el que desencadena el daño), se analizarán todas las conductas comprometidas, debiendo el juez escoger aquella o aquellas que resulten razonablemente idóneas para producir el daño; d) Enfrentado a una pluralidad de causas (adecuadas para generar un resultado dañoso), intentará referir cada causa al daño parcial provocado, y si ello no es posible, hará responsables conjuntamente a todos los implicados, entendiendo por tales a quienes han contribuido con su actuar, como quiera que ello sea, a la consumación del daño; e) En la división de los perjuicios deberá considerarse, si esto es factible, cada daño que se sucede en cascada, en forma independiente.
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En el ejemplo que sirve de base a esta explicación, si la muerte de “B” fue consecuencia de la mala praxis médica de “D”, “C” deberá responder de las lesiones graves que causó a la víctima y, eventualmente “A” de las lesiones leves que sufrió aquélla por efecto de su agresión. Nuestra posición, por consiguiente, hace predominar la causalidad física como base de la causalidad jurídica, y ésta se edifica sobre el supuesto de la causalidad adecuada, es decir, juzgando cada acto de conducta en función de la razonable probabilidad del daño considerado en abstracto. Más allá de esta razonable probabilidad comienza el territorio del caso fortuito, que, como se dijo, será cada día más reducido en la medida que la ciencia vaya descubriendo las causas que desencadenan los efectos (dañosos en este caso). La causalidad material es, por consiguiente, un supuesto de la causalidad jurídica, a tal extremo que cuando no es posible establecer la primera, deberá presumirse la segunda con solo los elementos de la causalidad adecuada (jurídica). En el fondo la causalidad jurídica ofrece dos problemas que deben resolverse. El primero consiste en determinar si hay relación jurídica de causa a efecto cuando interviene un acto del hombre como productor de un daño (aquí está establecida la causalidad material). No basta sobre este particular la respuesta que da la causalidad física, es necesario algo más. El segundo consiste en determinar cuál es la causa de un daño cuando, por la concurrencia de muchos hechos en su producción, no es posible precisar la causalidad física. En ambos casos la respuesta se encuentra en la causalidad adecuada, entendida como la atribución del efecto a un hecho del cual, con razonable previsibilidad, puede derivarse la consecuencia dañosa. Preséntase otro aspecto interesante del problema. Hasta aquí hemos tratado los daños que se producen en cascada (lesiones leves de “B” por el golpe de “A”, lesiones graves por efecto del atropellamiento de “B” por parte de “C”, y muerte de “B” en manos de “D” con ocasión de la atención profesional que éste le brindó). ¿Qué ocurre, en cambio, si dos hechos simultáneos o sucesivos concurren como causas necesarias de un mismo daño? Internado “B” en el establecimiento hospitalario, una muestra de su sangre es enviada al laboratorio “E”, el cual
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equivoca su identidad, remitiendo una información falsa a “D”, al cual bastaría la sola lectura atenta del examen para advertir el error. Como consecuencia de todas estas equivocaciones se inyecta a “B” un medicamento que le desencadena una reacción alérgica que termina siendo mortal. En este caso el hecho de “E” (laboratorio) se complementa con el hecho de “D” (médico), provocando la muerte de “B”. Sin duda, se trata de la hipótesis contemplada en el artículo 2317 del Código Civil, pero esta disposición se plantea a propósito de la culpa (cuando un cuasidelito es cometido por dos o más personas), no a propósito de la relación de causalidad. De allí que para los efectos de este análisis sólo nos corresponda tener ambas conductas como causa del daño. En este contexto podría cualquiera de ellos exonerarse atacando el factor de imputación (esto es, ausencia de dolo o culpa). Tal sucedería, por ejemplo, si “E” (el laboratorio) prueba que la confusión en el examen de la sangre se debió a una errada información de “D” (el médico tratante). Conviene poner énfasis en que la concurrencia de conductas causalmente ligadas a un daño sólo debe examinarse a la luz del elemento causal y no del elemento subjetivo o factor de imputación en el ilícito. Como puede apreciarse, lo que nos parece claro a esta altura del examen de esta materia es que la teoría de la causalidad adecuada debe ser reforzada en varios aspectos, poniendo acento, creemos nosotros, en una correcta definición de lo que debe entenderse por consecuencia normal de un hecho. Sobre esa base el problema puede resolverse con relativa facilidad. En suma, para nosotros la causalidad jurídica no es más que una fase más avanzada, y por lo mismo exigente, de la causalidad física o material, que se caracteriza por adicionar a esta última un juicio de razonable previsibilidad respecto de las consecuencias que se siguen de un hecho apto para generar un daño. La experiencia de la realidad (dominada por la causalidad física, conforme a la cual de un hecho se sigue un efecto) no basta, a ella debe sumarse el examen del mismo hecho para determinar, en abstracto, que resulta razonablemente normal que se produzca el daño. Nuestra posición, por lo manifestado, podría caracterizarse por hacer prevalecer la causalidad física para resolver lo
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que Alterini llamaba el problema ontológico (escoger las condiciones observables para precisar la causa), y la causalidad jurídica, en cuanto juicio de probabilidad razonable, para resolver el problema gnomológico (determinar la posibilidad de un efecto según el desenvolvimiento de las leyes del mundo de la naturaleza). No se nos escapa que es éste uno de los problemas más complejos en el derecho de daños. De allí la necesidad imperiosa de uniformar los criterios para dar consistencia a la jurisprudencia. Para concluir, es necesario señalar que tratándose de los casos de responsabilidad objetiva, la causalidad jurídica queda subsumida en la causalidad física. En efecto, en estos supuestos lo que interesa es atribuir un resultado dañoso a una persona, por el solo hecho de haber desplegado la conducta material descrita en la norma. Es, por lo tanto, indiferente la previsibilidad racional del hecho. Este tipo de responsabilidad excepcional se satisface con la ejecución de la conducta material que conduce al resultado. Lo anterior no tiene nada de especial si se tiene en cuenta que la ley es la que determina la atribución del resultado y que ella, al menos teóricamente, se presume conocida de todos (ficción del conocimiento de la ley). Podría sostenerse, entonces, que la previsibilidad queda absorbida por la norma o, más concretamente, por la voluntad del legislador, que al momento de darle existencia estimó que el resultado era no sólo previsible, sino imputable, por imperativo de la causalidad material, a una determinada persona (la que creó el riesgo en que se funda este tipo de responsabilidad). El problema de la causalidad desaparece, en su aspecto jurídico, tratándose de la responsabilidad objetiva, sustituyéndose por la causalidad física. 5.3. INTERRUPCIÓN DEL NEXO CAUSAL Como lo hemos observado con antelación, el nexo causal determina que un hecho produce como resultado un cierto efecto dañoso. Ahora bien, puede ocurrir que entre el hecho y el daño interfiera otra causa, que justifique por sí sola el daño o,
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a lo menos, lo explique parcialmente. Se habla entonces de interrupción total o parcial del vínculo causal. “El vínculo de causalidad falta cuando el daño es el resultado de una ‘causa ajena’; se entiende por ello un acontecimiento ajeno al demandado, un acontecimiento que no es un hecho suyo. Este acontecimiento puede ser el hecho de la víctima; sucede con frecuencia que quien demanda reparación haya causado por sí mismo el daño del que se queja. Puede ser un acontecimiento que no quepa imputarle a nadie, como la tempestad o la guerra: el daño resulta entonces de la fuerza mayor o del caso fortuito. Por último, el daño puede ser el hecho de un tercero; es decir, de una persona que no es ni el demandado ni la víctima”.223 5.3.1. La causa ajena A primera vista esta cuestión podría resultar sencilla, ya que se trata de establecer cuál es la causa precisa del daño, excluyendo como causa el hecho del demandado. Sin embargo, el problema ofrece dificultades. La primera consiste en reconocer que ciertos hechos concurren con los atribuibles a quien se presume responsable, dando lugar a una atenuación de responsabilidad. En efecto, puede suceder que el hecho ajeno sea complementario o concurra conjuntamente con el que se imputa al responsable, de modo que el daño se explique por la presencia de ambas circunstancias. La segunda dificultad arranca del reconocimiento de que casi siempre la causa ajena va unida a la culpabilidad. Lo anterior, porque esta alegación conduce a establecer si el responsable estuvo obligado a evitar el hecho ajeno o a neutralizar sus efectos. Surge entonces una cuestión crucial. ¿Son presunciones de causalidad las presunciones de responsabilidad? El caso del artículo 2320 del Código Civil es un ejemplo típico. La respuesta a esta interrogante parece clara. La presunción abarca tanto la
223 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo II. Volumen II. Págs. 10 y 11.
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culpa como el nexo causal. El demandante no estará, en este caso, obligado a probar la culpa ni la relación causal. Ambos elementos de la responsabilidad se darán por establecidos, debiendo el demandado destruirlos conforme a las reglas generales ya estudiadas. En suma, el hecho ajeno, cuando éste se alega para sostener la interrupción del nexo causal, de modo de atribuir el daño a la conducta de un tercero, o de la víctima, o a un hecho de la naturaleza, conduce, casi siempre, al análisis de la culpa, lo cual se evidencia claramente en los casos de las presunciones de responsabilidades ya estudiadas. Si el hecho del presunto responsable concurre con el hecho ajeno, estamos en presencia de las llamadas concausas, debiendo aplicarse, como se dijo, la teoría de la causalidad adecuada, con las modalidades y particularidades antes examinadas. “Junto con el problema que consiste en determinar cuáles son, entre los acontecimientos que concurren a la realización de un daño, aquellos que pueden ser tomados en cuenta como ‘causas’, se plantea un segundo problema: cuando se han tenido presentes varias, ¿qué va a pasar?: ¿quedará obligado a reparar íntegramente el daño el demandado cuya culpa figura entre esas causas?; por el contrario, ¿no podrá alegar la existencia de ‘causas ajenas’ para obtener una absolución parcial’”.224 Para graficar el problema se recurre a un ejemplo muy similar a otro proporcionado en las páginas precedentes. Un automovilista atropella a un peatón cuando conducía su vehículo a exceso de velocidad, este último atravesó imprudentemente la calzada, resultando imposible al conductor esquivarlo como consecuencia de que un empresario, contrariando los reglamentos, ha amontonado en la calle material de construcción, estrechando la vía. En este caso concurre la culpa del chofer del coche, del peatón y del empresario. Si se aceptara la teoría de la equivalencia de las condiciones, todos resultarían responsables del daño causado, pudiendo repetir unos contra los otros (incluso la víctima). A nuestro juicio, como ya se seña-
224 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo II. Volumen II. Pág. 24.
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ló, la responsabilidad, en un caso como el descrito, debe dividirse entre quienes concurren a la producción del daño, sobre la base de valorizar las conductas, fijándose la responsabilidad en función de la idoneidad de cada acto para generar el daño, conforme al curso natural y ordinario de las cosas (teoría de la causalidad adecuada). “Si se tiene en cuenta el hecho de que las diferentes culpas han sido en mayor o menor medida causas del accidente, se debe dividir, según nos parece, la responsabilidad en proporción a esa causalidad. ¿Se dirá que es imposible esa división? En realidad, no lleva consigo mayor parte de arbitrariedad que las resoluciones que los tribunales se ven llevados a dictar a diario, sobre todo en materia de daños y perjuicios. ¿Y es que no se impone? Tal vez sea sumamente tenue en el accidente la responsabilidad del empresario. El tribunal se preguntará si sin tales trabajos habría podido evitar el automovilista al peatón. Se inclinará por la afirmativa, pero deberá reconocer que se basa sobre una probabilidad discutible. Esa culpa carece de comparación con la del automovilista, que al ver algo obstruida la calle, habría debido circular mucho más lentamente. ¿Por qué debería el tribunal o bien condenar a ese empresario de la misma manera que a ese otro automovilista, o bien absolverlo, lo cual no sería quizás justo del todo tampoco? Por lo tanto, el tribunal debe comparar, según creemos, la causalidad de las diversas culpas en la producción del daño. Precisemos bien que se trata de causalidad, y no, en sí, de gravedad de la culpa. La gravedad de la culpa no es sino un elemento de su causalidad”.225 Es útil entender que si la causalidad está determinada por la idoneidad o capacidad del hecho para provocar el daño conforme el orden natural de las cosas, la gravedad de la culpa pasa a integrarse a la causalidad, ya que de ello dependerá que el daño llegue a producirse. Pero entendámonos. La gravedad de la culpa lo que determina es la naturaleza del hecho y su capacidad para producir un determinado resultado. De aquí, creemos nosotros, surge gran parte de las confusiones. Es indudable que un acto ejecu-
225 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo II. Volumen II. Págs. 25 y 26.
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tado con negligencia extrema será más apto para producir un daño que un acto ejecutado con descuido ligero. Por consiguiente, la culpa condiciona la idoneidad del hecho para producir el daño (conforme el curso natural de las cosas), pero no puede entenderse integrada (la culpa) conceptualmente a la noción o caracterización de la relación de causalidad. De cuanto llevamos dicho se desprende, entonces, que para nosotros, la causa ajena, como factor de interrupción del nexo causal, está referida al hecho de un tercero, al caso fortuito, o al hecho de la víctima, admitiendo que cuando concurre cualquiera de estos factores, es posible que el demandado quede absuelto de responsabilidad o que ella experimente una atenuación (caso de las concausas). En este último evento, será el juez el llamado a medir la participación que debe asignarse a cada una de las causas concurrentes, atendiendo a la idoneidad que cabe imputar a cada una de ellas respecto del daño final. En el caso que se analizó, nos parece evidente que la responsabilidad, de mayor a menor, corresponderá al automovilista, al peatón y, finalmente, al empresario que obstruyó la calle impidiendo una maniobra liberatoria por parte del chofer del vehículo. Conviene señalar, de paso, que la acción del empresario, al alterar el escenario en que se produjo el accidente, hizo todavía más exigente el cuidado y diligencia que debió emplear el conductor y el peatón. Agreguemos que el caso fortuito o el hecho de la víctima pueden constituir una causal incompleta de exención de responsabilidad, razón por la que puede ésta atenuarse, como lo reconoce respecto de la conducta del dañado el artículo 2330 del Código Civil, conforme al cual el daño está sujeto a reducción “si el que lo ha sufrido se expuso a él imprudentemente”. 5.3.2. El hecho de un tercero El hecho de un tercero puede ser la causa de un daño, excluyéndose la responsabilidad de otra persona. Como es obvio, en este caso el vínculo causal liga un hecho ajeno al demandado con el daño producido, dejándolo exento de responsabilidad.
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El tercero, para estos efectos, es toda persona distinta del demandado y de la víctima. Por lo mismo, no es tercero el civilmente responsable, como sucede, por ejemplo, tratándose de los padres respecto de los hijos menores, de los tutores y curadores respecto del pupilo, etc. Destacan los autores que no siempre resulta fácil precisar cuándo se trata del hecho de un tercero y cuándo se trata de un hecho de la naturaleza. Así, por ejemplo, un accidente automovilístico puede deberse al mal estado del camino. Será el accidente imputable al hecho de un tercero si el encargado de su mantención ha incumplido este deber. Pero no lo será si el mal estado de la ruta se debe a causas naturales, como la lluvia o un derrumbe provocado por un movimiento sísmico. Asimismo, no es necesario que se identifique al tercero, lo que interesa es consignar que el daño se debe a un hecho ajeno, aun cuando no exista certeza de quién es ese tercero. Si un automóvil arrolla a una persona ya fallecida por el atropellamiento de que ha sido víctima por parte de otro vehículo que huyó del lugar del accidente, no es necesaria la identificación del autor de la muerte para excusar al otro conductor. 5.3.2.1. Los caracteres del hecho del tercero a) Es necesario que el hecho se atribuya a una persona que no sea ni la víctima, ni el demandado, ni persona por la cual esta última responde civilmente, aun cuando, como se dijo, no sea posible identificarla. b) Es necesario, asimismo, que el hecho no sea imputable al demandado. Esto implica que el presunto responsable es absolutamente ajeno a su ocurrencia. No tendrá esta característica cuando el demandado provocó el hecho que causa el daño, sin haberlo producido directamente. Si el daño fue consecuencia de un acto instigado por el demandado, él será responsable conforme a las reglas generales. c) Si el acto del tercero es la única causa material que justifica la existencia del daño, es indiferente que el referido hecho sea culposo o no. Bastará, por lo mismo, acreditar esta circuns-
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tancia para exonerarse de responsabilidad. Pero si el hecho del tercero y la culpa del demandado, como dicen los autores, han concurrido a la realización del daño, el demandado no puede alegar el hecho del tercero si éste no es culposo. Lo anterior como consecuencia del principio de que la culpa es requisito esencial de la responsabilidad. Se agrega que si el acto del tercero “no fuera culposo, no podrá ser objeto de indagación; el demandado cuya culpa ha causado todo el daño debe repararlo íntegramente. La culpa del tercero debe presentar los caracteres generales de la culpa”.226 Lo que se indica resulta claro. En la hipótesis de que el daño provenga de un hecho absolutamente desvinculado del demandado, falta el nexo causal material o físico entre el hecho y su efecto nocivo. Pero si la culpa del demandado concurre con el hecho del tercero, y este último se ha comportado como era debido, subsiste la responsabilidad del demandado exclusivamente, ya que a su respecto se reúnen todos los requisitos del ilícito civil. Así, por ejemplo, si una persona empuja a otra, la cual se precipita hacia un vehículo en marcha que corre a una velocidad reglamentaria, por la pista que le corresponde y cumpliendo todas las reglas que gobiernan el tránsito, el hecho del chofer (que es la causa física del daño) no puede ser invocado por el demandado para exonerarse o atenuar su responsabilidad. Lo anterior no excluye que si el hecho del tercero no es culposo, pueda éste alegar un caso fortuito que lo libere de responsabilidad. Lo que se indica queda plenamente confirmado por lo previsto en el artículo 1677 del Código Civil, que si bien está ubicado a propósito de la extinción de las obligaciones, es indicativo de un principio general: “Aunque por haber perecido la cosa se extinga la obligación del deudor, podrá exigir el acreedor que se le cedan los derechos o acciones que tenga el deudor contra aquellos por cuyo hecho o culpa haya perecido la cosa”. De aquí que afirmemos que el hecho del tercero puede conformar un caso fortuito para el deudor y, en este caso, para el demandado cuando se hace valer su responsabilidad extracontractual.
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Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo II. Vol. II. Págs. 240 y 241.
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d) Finalmente, el hecho del tercero debe ser imprevisible e irresistible respecto del presunto responsable. En otras palabras, si el hecho es la única causa del daño, para que el demandado sea absuelto, es necesario que la intervención del tercero que causa el perjuicio no haya podido ser atajada por quien aparece, prima facie, como responsable. Refiriéndose a este punto, los hermanos Mazeaud afirman: “En principio, los tribunales no exigían ningún carácter particular. Pero después de varias evoluciones, la Corte de casación ha sentado su jurisprudencia: para que el hecho del tercero sea la única causa del daño, y, en consecuencia, para que libere por entero al presunto responsable, ese hecho debe ser imprevisible e irresistible, ya se trate de un deudor contractual (por ejemplo, un transportista de personas) o un guardián. Así, en esta esfera, el hecho del tercero se reduce a la fuerza mayor. La situación del presunto responsable se encuentra agravada considerablemente; la de la víctima, sumamente mejorada. Cabe aprobar esta severidad. En efecto, si el presunto responsable debía prever o evitar el hecho del tercero, si el guardián del coche o el transportista debía prever o evitar la maniobra del ciclista, al no hacerlo ha causado el daño, que posee así dos causas. Así, pues, tan sólo cuando el hecho del tercero sea imprevisible e irresistible, constituye la única causa del daño y lleva consigo la exoneración total”.227 En el evento de que el hecho del tercero no sea imprevisto o irresistible, deberá considerarse que ambos hechos concurren a la producción del daño. 5.3.2.2. Efectos del hecho del tercero en la responsabilidad Se han formulado las siguientes distinciones: 1) No se alega ninguna presunción de responsabilidad; 2) El demandado o el tercero es presunto responsable (le afecta una presunción legal de responsabilidad);
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Henri, León y Jean Mazeaud. Lecciones de Derecho Civil. Obra citada. Parte Segunda. Tomo II. Pág. 338.
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3) Tanto el demandado como la víctima están afectados por una presunción de responsabilidad, con distinción de si el daño obedece a una sola causa o proviene de pluralidad de causas; y 4) Coexistencia de tres responsabilidades: del demandado, de la víctima y de un tercero. Cuando no se alega ninguna presunción de responsabilidad, debe distinguirse si el daño tiene una causa o varias causas. En el primer caso, puede la causalidad determinar la responsabilidad del demandado o del tercero, dependiendo con cual de ellos se vincula materialmente el daño producido. Por consiguiente, el responsable será el demandado o el tercero íntegramente, lo que se determinará por la relación material o física de causalidad entre el hecho y el daño. Si el daño posee dos causas (coautoría), se aplicarán las reglas antes citadas y la responsabilidad se distribuirá entre todas las culpas, atendiendo a su participación en el perjuicio, salvo que exista una disposición legal que disponga otra forma de división. En el segundo caso, la responsabilidad puede fundarse en una presunción que compromete al demandado o al tercero. Si compromete al demandado, como se dijo en su oportunidad, el daño se imputa, por lo general, a la falta del deber de custodia, de suerte que aparecerán dos obligados, el autor del daño (hijo menor, artesano, aprendiz, discípulo, pupilo, etc.) y quien estaba encargado de su custodia. Si el autor del daño no es imputable, sólo habrá acción contra el cuidador o guardián. Si este último acredita haber empleado la autoridad y el cuidado que su respectiva calidad le confiere y prescribe, podrá exonerarse de la responsabilidad que a él le cabe, subsistiendo la que corresponde al autor del daño sólo si es imputable. Finalmente, si el que causó el daño es imputable y aquél no se perpetró por orden de la persona a quien debía obediencia, podrá ser obligado a indemnizar a la persona encargada de su cuidado (artículo 2325 del Código Civil). Creemos que en nuestro derecho esta situación aparece bien reglamentada. Con todo, cabe advertir que para que proceda la responsabilidad del cuidador debe el hecho dañoso ser constitutivo de un ilícito, esto es, reunir todos los presupuestos de tal (salvo la imputabilidad en su caso). Si ello no ocurre, el tercero (guardián) no responderá. De aquí que hayamos sostenido que la presunción de responsabilidad está fundada en la culpa propia del
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cuidador, y que la obligación de reparar los perjuicios deriva de faltar al deber que le impone la ley de velar por la conducta de otra persona. ¿Puede la víctima dirigirse contra el tercero autor del daño, dejando de lado la presunción legal? No cabe duda de que ello puede suceder, si éste fuere imputable. Si la víctima se dirige contra el autor del daño, no podría, por cierto, este último, con posterioridad, aducir la existencia de la presunción de culpabilidad para repetir contra el cuidador. El tercer caso consiste en que tanto la responsabilidad del demandado como la responsabilidad del tercero se presuman. Esto ocurriría, por ejemplo, si chocan dos vehículos conducidos por dependientes de diversas personas (artículo 2322 del Código Civil). En este evento, la víctima puede dirigirse contra cualquiera de los responsables por la totalidad de los daños. Si ninguno de ellos probare que el dependiente ejerció sus funciones de modo impropio que el empleador no tenía medio de prever o impedir, empleado el cuidado y la autoridad competente, pueden presentarse dos posibilidades. El accidente se debió a culpa de ambos conductores, caso en el cual quien pagó a la víctima sus daños puede repetir en la proporción que corresponda contra el otro responsable. Si sólo uno de ellos ha obrado con culpa, deberá éste asumir la obligación de indemnizar, ya sea soportando toda la indemnización debida o repitiendo en su totalidad lo pagado a la víctima. No existen dudas sobre este particular en nuestro derecho. Finalmente, la última hipótesis consiste en que el daño resulte de la conjunción de la actividad de la víctima, el demandado y un tercero. Lo anterior implica que las tres culpas concurren en el daño, ya que si sólo una o dos de ellas se presenta, se aplican las reglas analizadas o que se analizarán a propósito del hecho de la víctima. La solución que propicia la doctrina es la siguiente: “la víctima podrá reclamar reparación al demandado en una medida reducida por el hecho de su propia culpa y proporcional a su participación en la producción del daño; el demandado repetirá contra el tercero, para que su contribución a la reparación sea, también en esto, proporcional a su responsabilidad real en el accidente”.228 La solución que ante228
Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo II. Vol. II. Pág. 265.
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cede se hace jugar con la presunción de culpabilidad de cada uno de los que participan en esta figura. Sin perjuicio del análisis aquí expuesto, creemos nosotros que, generalmente, cuando el hecho de un tercero interfiere en la relación causal puede producirse un triple efecto. Desde luego, puede este hecho excluir la culpa del demandado, lo que se evidenciará si desaparece el nexo causal físico, excluyéndose totalmente su responsabilidad. Pueden subsistir las culpas del demandado y del tercero, en cuyo evento puede sostenerse la aplicación del artículo 2317 del Código Civil y la víctima dirigirse contra cualquiera de los autores del daño reclamando la totalidad de los daños, y sin perjuicio de la acción que a cada uno de ellos pertenezca para repetir, en la parte que corresponda, en contra del otro autor del daño. Finalmente, podría suceder que el hecho del tercero no sea culposo, aun cuando sí la causa del daño, pero éste provenga de un acto lícito ejecutado por una persona sin que pueda formularse reproche. En este evento, salvo que medie una presunción de responsabilidad, no existiría obligación de indemnizar. Estos son los casos posibles y que plantean las cuestiones antes descritas, las que, como es natural, juegan principalmente con las presunciones de responsabilidades, como quedó mencionado. Como puede observarse, el hecho del tercero se complica en la medida que se analiza la manera en que éste concurre con las presunciones de responsabilidad. Para una cabal comprensión de esta cuestión es necesario tener en consideración, como se expresó en repetidas ocasiones en las páginas precedentes, que las llamadas presunciones de responsabilidad por el hecho propio, ajeno o de las cosas, están fundadas en un descuido manifiesto y grave (como sucede en los casos especificados en el artículo 2329 del Código Civil), o en la falta del deber de vigilancia (como sucede en los artículos 2320 o 2328 del mismo cuerpo de leyes). De aquí que pueda subsistir la responsabilidad del cuidador, no obstante no concurrir los presupuestos de la responsabilidad respecto del vigilado (hijos menores, pupilos, artesanos, dependientes o cosas de sus propiedad).
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5.3.3. El hecho de la víctima El hecho de la víctima plantea numerosas cuestiones complejas e interesantes. Por regla general, la conducta de la víctima está, en alguna medida, integrada al acto dañoso. En otras palabras, la conducta del dañado es un elemento que forma parte del hecho que causa el perjuicio. De aquí que sea difícil hacer una disección muy precisa, separando los actos que concurren a la producción del daño. Lo que interesa es establecer cuándo el perjuicio puede entenderse, total o parcialmente, autoinferido, ya que resulta injusto imputar responsabilidad a otro si el daño se lo ha generado la propia víctima. Los romanos formularon una regla que Pomponio expresaba diciendo que “la víctima que haya participado en el daño, nada puede reclamar; no procede distinguir según que sea su culpa, o no, la única causa del perjuicio”. Como es natural, esta regla se fue morigerando, hasta admitirse que podía coexistir la culpa del demandado con la culpa de la víctima, caso en el cual lo que corresponde es atenuar la responsabilidad del primero, rebajándose la indemnización, de modo que ella no exceda el perjuicio efectivamente producido por quien se considera responsable. La culpa de la víctima es, en el fondo, una culpa contra sí misma. El daño que se autoprovoca no puede ser indemnizado por un tercero que no responde sino hasta concurrencia del daño que efectivamente desencadena, no más. El problema, entonces, se agudizará en la medida en que concurran ambas culpas como causa de un daño indemnizable, tanto la de la víctima como la del demandado.
5.3.3.1. Caracteres del hecho de la víctima Los caracteres del hecho de la víctima son los siguientes: a) La relación de causalidad que debe existir entre el hecho de la víctima y el perjuicio causado. Lo que interesa despejar, en este caso, es si el hecho de la víctima es la causa del daño subsiguiente. Si el hecho de la víctima está desvinculado del
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daño, vale decir, no tiene con él relación alguna, lo obrado por la víctima carecerá, a este efecto, de toda relevancia. Más claramente, el daño producido debe tener como antecedente el hecho de la víctima, así sea total o parcialmente. b) El hecho de la víctima no puede ser imputable al demandado, lo cual no implica que éste no lo haya provocado. Si lo obrado por quien sufre el daño ha sido instigado o promovido por el demandado, no puede considerarse que el acto de la víctima tiene autonomía, subsistiendo la responsabilidad del demandado como único autor del daño. Nada tiene de particular que una persona se valga de otra, o de la influencia que tiene sobre ella, para infligirle un perjuicio. En tal caso, el dañador actúa sirviéndose de la víctima, la cual termina siendo un instrumento en sus manos, razón más que suficiente para imponerle toda la responsabilidad. c) El hecho de la víctima debe ser culposo, sólo cuando éste concurre con la culpa del demandado. Cuando el daño obedece únicamente a un hecho de la víctima, independiente del obrar del demandado, es indiferente si éste es o no culposo. El problema, en este evento, se reduce a una cuestión gobernada por la causalidad física, de la cual queda excluida la conducta del demandado. Pero no sucede lo mismo si en el daño concurren la culpa del demandado y de la víctima. En este caso, si el obrar de la última se ajusta a lo debido, perdurará la conducta del demandado como causa del daño, debiendo éste asumir la totalidad de los perjuicios. El comportamiento de la víctima, dicen los autores, aparece necesariamente como neutro desde el punto de vista de la responsabilidad. Se agrega que “un comportamiento no culposo hace de la víctima un elemento puramente pasivo en la producción del daño, y no una causa de él”.229 Esta materia nos enfrenta a un problema interesante. Se dice que ni el menor de edad ni el demente (artículo 2319 del Código Civil) son capaces de culpa, razón por la cual el deman-
229 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo II. Vol. II. Pág. 42.
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dado no podría alegar su culpa para justificar el daño. La doctrina y jurisprudencia francesas dan, precisamente, la regla contraria, admitiendo que ese acto ha podido romper la causalidad. Tal ocurre al reconocerse una indemnización parcial al niño que, entretenido con otros en un juego peligroso, es víctima de un accidente. “Pero ha de observarse que el demandado no sería admitido en su alegación de la culpa de un loco o de un niño si, conocedor del estado de la víctima, o advertido de ese estado por las circunstancias, debiera prever que la acción insensata de esta última, junto con su propia acción causaría el daño. Así, una persona que entrega a un demente un arma cargada, con la cual se hiere este último, no puede invocar la imprudencia del loco; porque su culpa (la de aquélla) consiste precisamente en haber dejado el arma a disposición de un insensato”.230 Creemos nosotros que en el ejemplo citado queda de manifiesto que el demandado, autor del daño, actúa en un escenario del cual forma parte pasivamente la víctima, de manera que la intervención de ésta carece de relevancia desde la perspectiva de la responsabilidad y el factor de imputación (la culpa). Probablemente sea en los accidentes del tránsito en donde con más nitidez pueda apreciarse la importancia del hecho de la víctima. Generalmente el autor de estos daños imputa al peatón o a otro conductor la responsabilidad. Ciertamente, tanto conductores como peatones deben actuar diligentemente y, casi siempre, en un accidente hay responsabilidades compartidas. El juez, por lo mismo, debe apreciar ambas culpas para fijar la indemnización. Cuestión particularmente interesante es resolver el problema que se sigue de la negativa de una víctima a someterse a los tratamientos médicos o intervenciones quirúrgicas que aminorarían o harían desaparecer sus perjuicios. Por un lado, puede el autor de estos últimos reclamar su derecho a que se atenúen los daños que ha provocado, con el tratamiento médico adecuado, el cual, incluso, como se dijo, puede eliminar un daño o
230 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo II. Vol. II. Págs. 43 y 44.
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un menoscabo que se sufrirá en el futuro. Por el otro, cabe reconocer que la víctima no puede ser expuesta a asumir nuevos peligros o experimentar los dolores subsecuentes. ¿Cómo resolver este problema? “Parece que existe en ello una cuestión de medida y que hay que basarse sobre el carácter peligroso o doloroso del tratamiento o de la operación. Cabe admitir que, en principio, la víctima está en su derecho para negarse a toda intervención que le haga correr un riesgo y que ese riesgo existe en toda operación que lleve consigo anestesia. Puede oponerse igualmente a toda operación o tratamiento que le inspirara aprensión, por su carácter doloroso, a un individuo normal. Fuera de tales situaciones, su negativa constituye una culpa o, en todo caso, rompe el vínculo entre la culpa o la causa inicial del daño y la continuación de éste”.231 Compartimos la solución propuesta. Puede, aun, agregarse otro ejemplo. Si la persona de la víctima profesa una religión que le impide someterse a un determinado tratamiento, que ordinariamente podría atenuar sus daños, creemos que su negativa (siempre que el tratamiento o la intervención, conforme a los rangos generales de tolerancia, no revista un peligro extremo o cause un dolor insoportable) hará que se le rebaje la indemnización, apreciando, para este efecto, la recuperación previsible. Si esto último no se alcanza, se deberá, única y exclusivamente, a la resistencia injustificada de la víctima. La creemos injustificada, atendiendo, asimismo, a los estándares y a la tolerancia razonable que, en ese momento, prevalece en la comunidad. 5.3.3.2. Efectos del hecho de la víctima Para el estudio de los efectos del hecho de la víctima hay que distinguir dos situaciones diversas: cuando no se invoca una presunción de responsabilidad, y cuando dicha invocación se hace.
231 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo II. Vol. II. Págs. 72 y 73.
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5.3.3.2.1. No se invoca una presunción de responsabilidad Tal ocurre si ninguno de los litigantes hace valer una presunción de responsabilidad, o bien cuando uno de ellos ha probado la culpa del otro. 1) Caso en el cual el daño tiene una sola causa Si el daño obedece al hecho de la víctima y no tiene relación causal alguna con el hecho del demandado, éste deberá ser liberado de toda responsabilidad, ya que falta para la integración del ilícito un elemento estructural. A la inversa, si se prueba que el daño proviene únicamente de la acción del demandado, sin que el hecho de la víctima tenga relación causal alguna con el daño, deberá condenársele a reparar todos los perjuicios. La enunciación de esta regla es fácil, pero es difícil, se dice, su concreción, ya que generalmente las cosas no son tan simples. Con todo, a juicio nuestro, la cuestión es meramente causal y dependerá de la prueba que se aporte sobre la base de la teoría aceptada (de la causa adecuada). Se plantean dos cuestiones sobre este punto. La primera dice relación con la concurrencia de culpas (tanto de la víctima como del demandado), pero siendo una de ellas considerablemente más grave que la otra. ¿Es posible en este contexto sostener que hay una sola culpa? La segunda es aún más compleja y se presenta cuando una culpa (del demandado o de la víctima) es consecuencia de la otra. ¿Es posible absorber una de las culpas en la otra y entender que sólo existe una culpa? Examinaremos cada caso. En el evento que una de las culpas sea considerablemente más grave que la otra, no es dable, creemos nosotros, subsumir la más leve en la más grave y estimar que hay una sola culpa. Compartimos la posición de la doctrina en orden a que en un solo caso ello sería posible. Tal ocurre cuando una culpa es intencional (dolo), vale decir, cuando el agente quiere el daño o consiente en que éste se produzca. En tal caso el dolo (culpa intencional) absorbe la culpa y debe entenderse que el daño es consecuencia de una sola culpa. La justificación doctrinaria es la siguiente: aquel que quiere o consiente en la producción del
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daño se sirve de la culpa paralela como instrumento para la concreción de sus designios nocivos. Así las cosas, o el demandado se vale de la culpa de la víctima para concretar su propósito, o bien esta última hace lo propio con la culpa del demandado. Un ejemplo aclarará lo que señalamos. “Así la persona que deseando matarse, elige, para tirarse bajo sus ruedas, un automóvil que marcha a excesiva velocidad, a fin de estar segura de que el accidente no podrá ser evitado, se sirve de la imprudencia del conductor como se serviría de una cuerda o de un revólver; le priva a esa imprudencia de todo verdadero papel en la realización del perjuicio”.232 A la inversa, si la víctima por un descuido deja caer su cartera, circunstancia que aprovecha el demandado para apropiarse de ella, el dolo de este último absorbe la culpa del primero. Lo que ocurre en este caso es que el ladrón se valió del descuido de la víctima para dar el golpe que pretendía. En suma, la culpa intencional (dolo) absorbe la culpa de la víctima o del demandado y debe considerarse que en el perjuicio concurre una sola causa. Consentimiento o aceptación de la víctima Surge aquí una cuestión crucial. Se trata de determinar si el consentimiento de la víctima o la aceptación del riesgo de su parte puede asimilarse a la culpa intencional (dolo) y, por ende, absolverse al demandado. Para resolver este problema es necesario analizar varias cosas previamente. Desde luego, no es lo mismo aceptar un daño –cuya ocurrencia aparece a los ojos de la víctima como hipotética o probable– que querer un daño y procurar que él se produzca. Se coloca al efecto el ejemplo del duelo. Cada duelista acepta el daño que puede sobrevenirle, pero no quiere ser lesionado, más bien quiere lesionar a su contrincante. Hay ciertamente más que un matiz entre aceptar un daño y querer un daño, ambas cosas corresponden a designios muy diversos. De la misma manera, nadie puede negar que conocer un riesgo no
232 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo II. Vol. II. Pág. 77.
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es lo mismo que aceptar un daño. Sin embargo, hay sobre este punto situaciones extremas en que la víctima, en conocimiento de un riesgo, no ha podido menos que representarse, a veces casi como cierta, la ocurrencia de un daño. Así, por ejemplo, el que se sube a un automóvil no se representa un riesgo extremo, pero si ello ocurre en un automóvil de carrera que intervendrá en una competencia de alta peligrosidad, no puede menos que representarse las consecuencias a que se expone. La cuestión, entonces, depende de las circunstancias, lo que hace imposible trazar un límite o construir una fórmula para anticipar una solución. Se trata de una cuestión de hecho. Hay casos en que la actividad en que se participa tiene tales caracteres que la aceptación del riesgo equivale a la aceptación del daño. Si la víctima ha aceptado el daño sin haberlo querido o bien ha aceptado un riesgo extremo que le permite representarse el daño como cierto, surgen paralelamente tres cuestiones: ¿es posible asimilar esta situación a la que corresponde a quien ha querido el daño y, por consiguiente, carece de todo derecho para ser indemnizado?, ¿equivale esta situación a quien sólo ha tenido conocimiento del riesgo y, por lo mismo, puede obtener una reparación integral?, ¿debe la víctima, en este supuesto, obtener una reparación parcial? Para responder estas interrogantes es necesario reconocer que, por regla general, el consentimiento de la víctima no suprime el carácter culposo del hecho del demandado. Esto es así porque la expresión de aquella voluntad no puede afectar la posición subjetiva del autor del daño, que sigue siendo descuidado y negligente, no obstante el hecho de que la víctima acepte el daño y lo asuma. Esta posición no libera al demandado de comportarse como es debido ni puede exonerarlo de responder por los perjuicios que producen sus actos. Sin embargo, creemos nosotros que si el acto del demandado corresponde al ejercicio de una actividad lícita, permitida por la autoridad, siendo la víctima objeto de advertencias fundadas que le representan la existencia de un riesgo incierto, posible en función de una predisposición, por ejemplo, desaparece el carácter culposo del acto del demandado, porque no puede estimarse como descuidado o negligente a quien procede de este modo. Nues-
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tra reflexión apunta, fundamentalmente, al caso del fumador, que trataremos separadamente, atendida la importancia que estos procesos han cobrado en el último tiempo. Por otra parte, debe reconocerse que no altera en absoluto la situación el hecho de que existan cláusulas de irresponsabilidad, ya que, a nuestro juicio, el deber de comportarse diligentemente sin causar daño a nadie no puede alterarse por convenciones privadas o renunciarse en razón de intereses particulares. Una cláusula de esta especie vulnera el orden público y adolece, por lo mismo, de causa ilícita, cuestión que analizaremos en detalle más adelante. ¿Cómo debe calificarse, entonces, el consentimiento y aceptación del daño por parte de la víctima? A juicio nuestro, como un acto culposo que integra la causa que genera el daño. Es cierto que esta aceptación no tiene la misma entidad que la causa de daño (culpa del demandado), pero es igualmente cierto que representa un incentivo o una condición del daño. Coincidimos con los Mazeaud y Tunc en que no es lo mismo querer el daño, que aceptar el daño. “Nos parece imposible equiparar, desde el punto de vista de la causalidad, las dos situaciones. Y es que, en este caso, la víctima no ha asumido la dirección de los acontecimientos; no se ha servido de la culpa del demandado como un simple instrumento; no ha tratado de sufrir un daño utilizando al demandado. Ha aceptado sencillamente correr un peligro grave, con pleno conocimiento de causa, sin desear en modo alguno ser afectado por él; así, el duelista que comparece en el terreno, el pasajero que toma asiento en un coche de carreras para conocer las sensaciones que procura una velocidad anormalmente elevada, el enfermo que pide o acepta una intervención arriesgada, etc. En todos estos casos la culpa del demandado conserva su autonomía…” 233 Pero no cabe duda alguna de que el daño se produce en la víctima por la concurrencia de ambas culpas y que cada una de ellas es idónea para producirlo conforme al curso normal de las cosas. Por lo mismo, debe reconocerse que en esta hipótesis
233 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo II. Vol. II. Pág. 87.
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el daño no obedece a una sola causa. El tiene como antecedente la conducta del demandado y de la víctima. Por lo mismo, procederá una distribución de los perjuicios, atendiendo a la actividad de cada uno. Obsérvese que para que la aceptación del daño sea constitutiva de culpa de la víctima, es necesario que ella sea imprudente, aventurada, prestarse en conocimiento de la verdadera entidad del riesgo que se asume y en forma consciente. En otras palabras, la aceptación del daño debe medirse conforme los padrones de la culpa, vale decir, atendiendo a los estándares imperantes en la sociedad al momento de manifestarse esta aceptación. Por cierto, lo anterior es una cuestión de hecho que deberá decidir el tribunal al juzgar el caso. De cuanto llevamos dicho se deduce, entonces, respondiendo a las interrogantes que nos formulábamos, que la aceptación del daño no puede, de modo alguno, ser asimilada a la posición de quien ha querido el daño (culpa intencional o dolo). Hay entre ambas situaciones diferencias irreconciliables. Tampoco puede asimilarse el conocimiento del riesgo con la aceptación del daño, salvo situaciones extremas que, por sí solas, denuncian coyunturas de peligro de tal naturaleza que quien las conoce no puede ignorar la factibilidad cierta de un daño. Finalmente, la aceptación del daño, cuando ello reviste los caracteres de hecho culposo, conduce a una reparación parcial del perjuicio sufrido. En nuestro Código Civil la situación estudiada tiene un reconocimiento formal que no va más allá de las reflexiones que anteceden. El artículo 2330, reconoce que la apreciación del daño está sujeta a reducción, si el que lo ha sufrido se expuso a él “imprudentemente”. La imprudencia es elemento de la culpa. Por consiguiente, el autor del Código admite, en forma expresa, la concurrencia de culpas y, por lo mismo, la división de la responsabilidad. Será el juez el llamado a establecer cuándo, en razón de la aceptación del daño, ha habido imprudencia de parte de la víctima. Caso del salvador Nos topamos aquí con el llamado caso del salvador. Se trata de personas que por razones de altruismo y nobleza asumen
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graves riesgos para liberar a otras de un peligro inminente y grave, resultando dañadas. No hay duda de que, en este supuesto, se acepta un daño a cambio de obtener un resultado provechoso para otro. La tendencia universal es descartar que pueda la aceptación de estos daños representar un hecho culposo, ya que aquella acción queda integrada al propósito generoso y loable que anima al salvador. Se estudian a este respecto dos cuestiones delicadas. Puede ocurrir que el salvador proceda con evidente torpeza o inexperiencia, incluso, sin posibilidad alguna de conseguir un resultado útil para la persona en peligro. Si bien una aplicación rígida de los principios estudiados conduciría a una solución diversa, se ha rechazado toda posibilidad de reducir el daño que sufre el salvador, aun en el evento de que los mismos fines hubieren podido conseguirse sin sufrir perjuicio alguno, en atención a la actitud moral que lo inspira, la cual no puede sino ser reconocida por el sistema legal. Diríase que la nobleza del impulso del salvador elimina la culpa que puede derivarse de su comportamiento. La otra cuestión se refiere al salvador cuando éste, en razón de sus funciones, está obligado a prestar el auxilio del cual se sigue el daño. En el derecho comparado existen sentencias que niegan toda reparación en este caso, lo cual, como dicen los autores, resulta difícil de justificar si se tiene en consideración que el salvador, en esta hipótesis, puede no haber incurrido en culpa ninguna. Nosotros creemos que en este caso el salvador tiene derecho a ser indemnizado, lo cual sucede, de ordinario, con cargo al Estado o a la institución a que pertenece, cuestión que, por lo demás, resuelven las normas especiales que rigen dichas reparticiones. Por último, no puede dejar de mencionarse una circunstancia todavía más compleja. Hemos razonado sobre la base de que el salvador ha salido en defensa de una persona que se halla en grave peligro como consecuencia de un acto culposo o intencional de su parte. ¿Qué ocurre si el tercero ha sido arrastrado a esa situación por un hecho fortuito, vale decir, sin que medie culpa de su parte? Los Mazeaud y Tunc ponen un ejemplo: se desencadena un incendio sin culpa del demandado y el salvador resulta herido en su intento por prestarle auxilio a él y a sus bienes. La jurisprudencia, forzada a ello, ha buscado razo-
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nes para favorecer al salvador, siempre atenta a privilegiar el valor y el altruismo que lo impulsa, llegándose, incluso, al extremo de recurrir a la gestión de negocios ajenos, dicen los autores citados. La fórmula no nos parece errada si se tiene en cuenta que existiría sobre este punto un vacío o laguna legal, al cual podría integrarse con la analogía. De lo anterior resulta que los derechos del salvador dependerían de la utilidad de su gestión, lo cual nos parece justo. Es indudable que el salvador actúa por sentimientos altruistas y elevados que no pueden ser indiferentes. Pero es igualmente cierto que puede obrar con torpeza, causarse un daño y no conseguir un fin útil, incluso ser su actividad perjudicial. En este contexto, ¿resulta justo imponer a la persona que sufrió el peligro la obligación de reparar los daños que experimentó el salvador? Nosotros creemos que sobre esta materia debería imperar otro criterio. La obligación de reparar debería estar subordinada estrictamente a la utilidad de la acción de salvamento. Si este beneficio se produce, el que obtiene provecho del mismo debería siempre responder, por graves que sean las torpezas en que incurrió el salvador. Si el beneficio no se consigue, la reparación sólo puede proceder cuando, no obstante la pericia y diligencia del salvador, no hubo salvamento. Con este criterio queda marginado de toda reparación quien actúa sin cuidado ni diligencia, lo cual equivale a constatar que no se ha prestado servicio alguno. Sólo ha habido buenas intenciones, pero no beneficio. Nadie puede dejar de reconocer que frente a un hecho de esta naturaleza, cada situación es diversa, tiene rasgos y características propias y que, por lo mismo, es extremadamente difícil formular una regla general que constituya una solución integral. La peculiaridad de cada caso dará la pauta que debe seguirse para hallar una ecuación justa entre el acto, sus motivaciones generosas y sus resultados prácticos. En esta apreciación no puede desdeñarse la carga adicional que habrá de imponerse al que experimenta el perjuicio derivado del peligro en que se inserta la acción del salvador. Así, siguiendo el ejemplo del incendio fortuito de que es víctima una persona, no sería justo unir a sus daños la obligación de reparar los perjuicios experimentados por un salvador torpe de los que no obtiene provecho alguno. Nadie duda, reiteremos, del altruis-
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mo que lo mueve, pero nadie, tampoco, puede dejar de considerar la injusticia de imponer una obligación al que sufre el siniestro, la que hará más gravosa su situación, ya objeto de un daño inesperado, en el cual podría, incluso, no asistirle responsabilidad alguna. Volveremos sobre la aceptación del daño, al tratar específicamente la situación del fumador y de las empresas tabacaleras. Nos corresponde analizar ahora el caso en que una de las culpas es consecuencia de la otra. Caso en que una culpa es consecuencia de la otra Cuando concurriendo dos culpas –del demandado y de la víctima– una es provocada por la otra, se plantea el problema de establecer si estamos en presencia de una sola culpa o subsisten ambas. Dicho de otro modo, cabe preguntarse si una de ellas absorbe a la otra. Para resolver este problema debe hacerse una nueva distinción: si la culpa del demandado provoca la culpa de la víctima o la de ésta la culpa del demandado. Si la culpa del demandado es provocada (es consecuencia) por la culpa de la víctima, debe reconocerse que se han desplegado dos actividades sucesivas. La primera corresponde a la víctima y la segunda al demandado, en términos que aquélla ha desencadenado (provocado decimos nosotros) ésta. En tal caso, creemos nosotros, que el demandado debe ser absuelto de toda responsabilidad. Para sustentar esta posición aducimos que la culpa del autor del daño (demandado) sólo se justifica en función de la culpa de la víctima. Lo que interesa, entonces, es definir que la conducta del demandado está justificada, ya que no es más que una consecuencia causal imputable a la víctima. Así, por ejemplo, si el girador de un cheque incurre en culpa que facilita la falsificación y cobro subsecuente del documento, no debería imponerse responsabilidad al banco librado, aun cuando de su parte haya podido existir un descuido ligero. Tal sucedería si el librado instruyó al banco para que pagara sus cheques sin demora o a una determinada persona de su confianza. En este evento, el banco incurre en culpa –al no comprobar, por ejemplo, con todos los medios a su alcance, la autenticidad de la firma estampada en el documento–, pero dicha conducta ha sido provocada en cumplimiento de la ins-
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trucción del cliente. Admitiendo la culpa del banco, ¿algún juez le impondría responsabilidad? Nuestra respuesta es negativa. Cabe observar que esta situación está contemplada en el artículo 18 de la Ley sobre Cuentas Corrientes Bancarias y Cheques, el cual, en todo caso, admite que la responsabilidad se imponga, en un caso como el propuesto, al girador. La doctrina, aceptando esta solución, pone acento en que la culpa de la víctima debe ser la causa exclusiva de la culpa del demandado, cuestión no siempre posible de establecer. “Por consiguiente, hay que sentar la regla general de que si el hecho de la víctima es la verdadera causa de la culpa del demandado, absorbe a esta última y el demandado debe ser absuelto enteramente. Pero, en la práctica, se revelará muy difícil de reconocer la existencia de ese vínculo de causalidad entre las dos actividades: apenas si se admitirá allí donde la víctima, por un hecho suyo, haya ‘provocado’ verdaderamente la culpa del demandado…”234 Estimamos nosotros que en la apreciación de esta relación de causalidad (que liga la culpa de la víctima y del demandado) debe obrarse con cierta elasticidad. Basta con que lo obrado por la víctima explique o justifique lo obrado por el demandado para que este último sea exonerado de responsabilidad. En el ejemplo propuesto, esto queda claro. Si el banco paga el cheque del librador con ligereza o a una persona de su confianza, sin tomar mayores precauciones, ello obedece a lo solicitado por el cliente. Será él, entonces, el que deba sufrir las consecuencias nocivas de su conducta y no el banco, cuya culpa aparece provocada por la víctima. Finalmente, creemos que no es trascendente calificar a la provocación de culposa. La figura que estudiamos se satisface con sólo la existencia del hecho material y su influencia en la conducta del demandado. A la inversa, si la culpa del demandado es la que provoca la culpa de la víctima, la actividad de aquél es cronológicamente anterior a la actividad de ésta. La solución es la misma. La
234 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo II. Vol. II. Pág. 100.
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culpa de la víctima quedará absorbida por la culpa del demandado. El ejemplo clásico que se usa para graficar esta situación consiste en la “maniobra de salvamento”, cuando ella se practica sin incurrir en torpeza extrema. En este caso la víctima ha debido recurrir a dicha maniobra con el objeto de evitar el daño que desencadena la culpa del demandado. Pero si la culpa de la víctima acusa una torpeza extrema, no parece posible admitir que ella quede íntegramente absorbida por la culpa del demandado (que puede, incluso, ser tenue). En este caso, entonces, sólo cabe admitir la división de la responsabilidad conforme los principios antes estudiados. 2) Caso en el cual el daño tiene dos causas Esta figura es llamada en la doctrina culpa común, lo cual resulta errado, ya que se trata de dos culpas diversas e independientes, una proveniente de la víctima y otra del demandado. Insisten los autores en que ambas conductas son culposas, puesto que si una de ellas no lo fuera, su autor quedaría, automáticamente, exento de responsabilidad (no se configuraría a su respecto el ilícito civil). En el evento que comentamos, además, no se postula la absorción de ninguna de ellas, las que giran en su propia órbita causal. Para resolver esta cuestión se han postulado, se dice, tres teorías: corresponde imponer toda la responsabilidad al demandado y no a la víctima; o exonerar de responsabilidad al demandado; o, finalmente, dividir la responsabilidad, rebajando la indemnización de la víctima. La primera y segunda teoría han sido descartadas, subsistiendo como solución la última. Sin embargo, no hay acuerdo claro en relación al criterio que debe seguirse para dividir la reparación de los daños. A juicio nuestro, la fórmula correcta, como por lo demás lo reconoce la doctrina mayoritaria, consiste en imponer a cada uno de los involucrados (demandado y víctima) los daños que, razonablemente, han podido causalmente provocar, en atención a la gravedad de sus culpas. Se trata, entonces, de un problema causal que debe resolverse a la luz de los principios precedentemente estudiados. Cualquier otra división nos parece arbitraria y sin fundamento. Hay quienes afirman que si la
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culpa es común, el daño causado debe considerarse de la misma manera y, por lo tanto, la división debe hacerse en cuotas viriles (iguales). Creemos que este planteamiento es equivocado, porque la culpa no es común, sino individual, aun cuando ambas concurran a la producción del daño. Si se admitiera la unidad de la culpa compartida, se incurriría en odiosas injusticias, ya que no es posible admitir que todas las partes hayan generado la misma cuota de daños. En consecuencia, corresponderá al juez, atendiendo a la gravedad de las culpas y su incidencia causal, determinar la forma en que debe dividirse la reparación. Daños recíprocos Lo anterior nos conduce a los llamados daños recíprocos. Esta hipótesis describe una situación muy generalizada, en la cual cada una de las partes ha experimentado un perjuicio propio. Los casos anteriormente analizados suponían que el daño sólo lo sufría la víctima. En cierta medida, en este evento, ambas partes –o quienes intervienen– resultan damnificadas. Atentos a los principios antes enunciados, la única solución posible es la distribución de los daños en función de la gravedad de las culpas comprometidas. El juez, en tal supuesto, debe establecer qué daños ha provocado cada una de las culpas y, sobre esa base, distribuir la responsabilidad entre todos quienes se han visto envueltos en el hecho. Como puede observarse, la división de los daños operará sobre la base de la relación causal. Es ella la que determina la extensión de los daños que pueden imputarse a cada cual. Otra solución, insistamos, sería injusta, ya que haría a uno pagar los perjuicios causados por el otro. En cierta medida se trata, en estos casos, de medir el acto de cada persona comprometida de acuerdo a su intervención en el ilícito, como si este existiera independiente y separadamente respecto de cada uno de los afectados. Conviene transcribir enseguida una conclusión de los autores que hemos seguido en esta parte, y que recoge los principios enunciados: “Si el hecho de la víctima, culposo o no, es la única causa del daño, la víctima no tiene derecho a nada. Sucede lo mismo
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si la actividad del demandado, que ha concurrido a la realización del perjuicio, no es culposa. Si el demandado ha incurrido en culpa, causa del daño, sin que las actitudes de la víctima sean culposas, debe aquél reparar íntegramente el perjuicio. Por último, si ambos, el demandado y la víctima, han cometido una culpa, causa del daño, el demandado no debe ser condenado a reparar sino una parte del perjuicio, variable, en el sistema de la jurisprudencia, según la respectiva gravedad de las dos culpas”.235 5.3.3.2.2. Se invoca una presunción de responsabilidad En caso de que se invoque una presunción de responsabilidad, pueden producirse tres escenarios diversos: que se invoque una presunción de responsabilidad que afecte al demandado; que se invoque una presunción que afecte a la víctima; y que se invoquen presunciones que afecten tanto al demandado como a la víctima. Analizaremos por separado cada una de estas situaciones. Si se invoca una presunción de responsabilidad que afecte al demandado, como si la víctima alegara un daño producido por obra de un dependiente (artículo 2322 del Código Civil), el demandado podría alegar en su favor que el dependiente ejerció sus funciones de modo impropio que él no tenía medio de prever o impedir, empleando el cuidado ordinario y la autoridad competente (inciso 2º del artículo 2322). Si consigue allegar al juicio esta prueba, será absuelto, en caso contrario, será condenado a reparar los perjuicios. Pero esta excepción no lo inhabilita para alegar y probar que el daño causado por su dependiente debe reducirse en razón de que ha habido culpa de la víctima, que unida a la del dependiente justifican causalmente el daño ocasionado. En este caso procederá la reducción de los daños, habida consideración de que la culpa de la víctima ha contribuido a la generación del perjuicio, prin-
235 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo II. Vol. II. Pág. 110.
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cipio reconocido en el artículo 2330 del Código Civil. Recordemos, a este respecto, que la culpa del dependiente está sobreentendida en el artículo 2322, puesto que quien ejerce sus respectivas funciones de modo impropio incurre en culpa (una persona diligente no actúa de esa manera). No sucede lo mismo tratándose del artículo 2320, en cuyos casos el demandado podrá probar que él actuó con la diligencia y autoridad debida, o bien que la persona sometida a su cuidado o autoridad no incurrió en ilícito civil alguno. Como puede comprobarse, en la hipótesis indicada no se ha hecho más que aplicar las reglas estudiadas, atendiendo, por cierto, a las particularidades propias de cada presunción de responsabilidad por hecho ajeno. Si se invoca una presunción que afecte a la víctima, la situación tampoco se aparta de las normas consignadas. En este evento, el demandado podrá invocar la responsabilidad de la víctima, sobre la base de la presunción que lo afecta, sin perjuicio de lo cual ésta podrá destruir la presunción acreditando que ha obrado sin culpa. De la misma manera, la víctima puede alegar en su favor la culpa del demandado (que deberá acreditar), reclamando una división de la responsabilidad, por el hecho de que en el daño concurra tanto la culpa de la víctima como la culpa del demandado. Un ejemplo aclarará lo que señalamos. El artículo 492 del Código Penal, al regular los cuasidelitos, dispone que “en los accidentes ocasionados por vehículos de tracción mecánica o animal de que resultaren lesiones o muerte de un peatón, se presumirá, salvo prueba en contrario, la culpabilidad del conductor del vehículo, dentro del radio urbano de la ciudad, cuando el accidente hubiere ocurrido en el cruce de las calzadas o en extensión de diez metros anteriores a cada esquina; y, en todo caso, cuando el conductor del vehículo contravenga las ordenanzas municipales con respecto a la velocidad, o al lado de la calzada que debe tomar”. El inciso subsiguiente agrega que “se presumirá la culpabilidad del peatón si el accidente se produjere en otro sitio de la calzada”. Por consiguiente, el demandado podrá invocar esta presunción en su favor y, eventualmente, si hubiere culpa de su parte, obtener una reducción de los daños en razón de la culpa del peatón. Por su
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parte, el peatón podrá acreditar la culpa del conductor y su gravedad para imponerle una mayor proporción de los daños. Del texto de la disposición transcrita parece claro que no puede el peatón (la víctima) acreditar que no ha habido culpa de su parte, ya que la circunstancia de que el accidente se haya producido en otro sitio que no sea el cruce de las calzadas, constituye por sí solo un hecho culposo. En consecuencia, en el caso señalado hay que examinar la presunción de responsabilidad para establecer si puede la víctima intentar destruirla mediante prueba directa, sin perjuicio de que siempre podrá alegar en su favor la culpa del demandado para los efectos de la división de la responsabilidad, a condición de que la acredite conforme a las reglas generales. Por último, puede ocurrir que tanto la responsabilidad del demandado como la responsabilidad de la víctima se presuman. Tal sucede, por ejemplo, con dos personas responsables del hecho ajeno (artículo 2320), o bien con dos personas que participan en un accidente, una como conductor que contraviene las ordenanzas municipales y la otra al cruzar fuera del cruce de la calzada. En este evento cada cual responderá en la medida de sus culpas, debiendo distribuirse los daños, y sin perjuicio del derecho de destruir la presunción en el supuesto de que la ley lo permita, cosa que dependerá de la forma en que esté concebida la presunción. 5.3.3.3. Casos de aceptación calificada del daño por parte de la víctima Sin perjuicio de lo anterior, sostenemos nosotros que existen casos calificados en que la aceptación del daño por parte de la víctima exime de responsabilidad al demandado. Por regla general no es admisible que la aceptación del daño, así sea expresamente o en términos de asumir un riesgo debidamente previsto, pueda exonerar de responsabilidad a quien lo causa. Como lo hemos señalado, una cláusula de irresponsabilidad adolecería de causa ilícita y dicha estipulación no elimina el carácter culposo del obrar del autor del daño. Con todo, existen casos de excepción en que la asunción del riesgo por parte de una persona excluye la culpa del de-
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mandado. Para que esta figura pueda darse es necesario que concurran los siguientes presupuestos: a) Que se trate de una actividad legitimada por disposición de la autoridad en forma expresa; b) Que se trate de un riesgo razonablemente improbable y no cierto; c) Que quien asume el riesgo lo haga conscientemente y en conocimiento de las consecuencias nocivas que pueden producirse; d) Que se advierta la naturaleza del riesgo, su extensión y sus proyecciones; e) Que se cumplan, si las hay, las medidas de prevención administrativa dispuestas por la autoridad. Analizaremos cada uno de estos presupuestos para situar el problema en el marco que corresponde. Desde luego, la actividad de que se deriva el riesgo debe ser legítima o hallarse legitimada por la autoridad competente. Si la actividad es ilegal, o su legitimidad no resulta más que de la inexistencia de una prohibición expresa, no puede ella servir de base para admitir la procedencia de la aceptación del riesgo. Lo anterior resulta necesario, porque la decisión de asumir un riesgo se inserta en un determinado contexto social, y si existe una duda razonable sobre la legitimidad de una actividad cualquiera, no puede admitirse que se practique en ella una “verdadera renuncia a la culpa”, en la cual incurrirá quien desarrolla dicha actividad. Es indudable que en el caso que proponemos, la libertad de elegir se sobrepone a la normativa que regula la responsabilidad, y esto exige, por lo menos, que se plantee en el campo de las actividades jurídicamente legítimas. Por consiguiente, la aceptación de un riesgo sólo puede tener efecto en el marco de las conductas indiscutiblemente legítimas y jamás respecto de aquellas que puedan ser objeto de un reproche de ese orden. Lo que se quiere significar es que, en cierta medida, la actividad que da lugar a una aceptación del daño no puede ser valóricamente indiferente para la norma jurídica, ya sea porque de ella saca algún
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provecho la sociedad, el Estado, la calidad de vida de la persona, etc. No hay duda de que el desarrollo de algunas actividades, más que otras, representa la libre determinación del individuo y que estas últimas amplían la capacidad de decisión de que dispone todo particular. Lo que decimos no puede ser sino consecuencia de que nuestro actuar compromete los intereses sociales de diferente manera. Así, por ejemplo, en el ejercicio de los derechos emanados de las relaciones de familia existen mayores restricciones que en lo que concierne a los derechos patrimoniales. Por lo expresado, sólo puede admitirse la aceptación del daño por parte de la víctima en aquellos casos en que menos comprometidos pueden considerarse los intereses sociales, y mayor peso pueda atribuirse en su ejercicio a la libertad personal. El segundo requisito dice relación con la naturaleza del daño futuro. Este puede ser cierto o incierto. El primero, como es obvio, no es asumible, porque ello significaría condonar un daño ilícito (doloso o culposo) anticipadamente. Sólo puede renunciarse el segundo y siempre que éste sea razonablemente incierto a los ojos de quien lo asume. Así, por ejemplo, al subir a una máquina de juegos mecánicos se enfrentan peligros, mucho más cuando es ello, casi siempre, el atractivo que impulsa a hacerlo. Pero el daño que puede seguirse es razonablemente improbable conforme a los estándares generales que se conocen. En otras actividades, el riesgo es tan real e intenso que su creador no puede excusar la responsabilidad que de él se sigue. En síntesis, para eximir de culpa al demandado es necesario que el daño que se acepta sufrir sea razonablemente incierto y no seguro y fatal. El tercer requisito exige que el que acepta el daño proceda conscientemente, con cabal y pleno conocimiento de los peligros que conlleva la actividad de la cual puede derivarse el daño. En otros términos, la persona que opta por asumir el daño lo hace conociendo las reales posibilidades de que él se produzca, las consecuencias nocivas que pueden generarse y sus causas. No puede atribuirse valor alguno a la aceptación del daño cuando quien lo admite ignora la peligrosidad de la actividad en la cual interviene o los daños que pueden llegar a producirse.
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En cuarto lugar, es necesario que se advierta al que acepta el daño la naturaleza del peligro y la circunstancia de que pueda devenir en un efecto nocivo. En la era moderna –postindustrial– existe una infinidad de peligros que por su carácter técnico especializado no pueden ser conocidos por todos los individuos. Lo propio ocurre con la extensión del riesgo y sus proyecciones y consecuencias. Para que la aceptación del daño excluya a la culpa del demandado, ha debido este último poner en conocimiento del presunto afectado todos los elementos, de modo que su voluntad final sea fruto de una información completa y acabada. Sería fácil instigar a una persona a aceptar un daño cuando se desconoce la naturaleza del peligro que se enfrenta o, conociéndose, no se sabe cuál es su extensión y proyección. En quinto lugar, es necesario, finalmente, cumplir las medidas de prevención dispuestas por la autoridad cuando ésta ha regulado dicha actividad. No es infrecuente que ello ocurra, especialmente tratándose de parques de diversión, elaboración de productos alimenticios y farmacéuticos, etc. Si la aceptación del daño (que implica desde otra perspectiva la asunción de un riesgo) reúne estas exigencias, creemos nosotros que puede hablarse con propiedad de aceptación calificada, y en tal supuesto desaparece la culpa del agente que causa el daño. No nos parece posible insistir en su presencia cuando concurren los elementos mencionados, ya que ellos suponen una actitud subjetiva opuesta a la intención dolosa o la negligencia, factores de imputación en el ilícito civil. En medida nada despreciable se confrontan en este evento la libertad de autodeterminarse y los valores en que se sustenta la responsabilidad civil. La primera no puede sacrificarse siempre en aras de la segunda, ni esta última sacrificarse en todas las hipótesis posibles. Nuestra posición, por lo tanto, plantea la necesidad de armonizar el juego de ambos elementos, dejando a salvo la facultad de toda persona de escoger entre opciones jurídicamente sustentables. Hasta aquí las exigencias que deben concurrir para que la aceptación del daño produzca el efecto de hacer desaparecer la culpa del autor del perjuicio. Pero resta lo más importante. El daño causado y aceptado por la víctima puede provenir de dolo
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o culpa extrema (equivalente a lo que se denomina culpa grave o inexcusable), o bien de un descuido ligero o tenue. Creemos nosotros que así se haya asumido el daño con todos los requisitos antes mencionados, no desaparece la responsabilidad si el daño se debe a la culpa grave o inexcusable. Es cierto que en materia extracontractual la culpa no se gradúa en los términos definidos en el artículo 44 del Código Civil. Pero es igualmente cierto que resulta aberrante sostener siquiera que pueda exonerarse de responsabilidad a quien ha obrado con negligencia extrema, obrando burdamente y con indiferencia frente al daño que es posible provocar. Por otra parte, aun cuando este principio no tenga directa aplicación en este supuesto, la culpa grave –jurídicamente inexcusable– equivale al dolo. Paralelamente, la condonación de dolo futuro no vale (artículo 1465). Por consiguiente, se advierte claramente que la intención de la ley es sancionar con la nulidad –privación de efectos civiles– toda renuncia anticipada a la culpa extrema. La aplicación de estos principios conduce a concluir que si el daño se produce como consecuencia de que el dañador ha obrado con negligencia extrema, no puede exonerársele de responsabilidad. A mayor abundamiento, sería socialmente desintegrador admitir que pueda liberarse de responder a quien ha obrado con culpa inexcusable. Por lo tanto, sostenemos que para que la aceptación de daño (asunción consciente del riesgo) surta efectos jurídicos y exonere de responsabilidad al autor del perjuicio, es necesario, además de todos los requisitos analizados, que el daño provenga de culpa excusable o leve, entendiéndose como tal aquella que conforme los estándares generales pueda estimarse un descuido enmarcado en las deficiencias ordinarias que ocurren en todas las actividades. Para ilustrar este concepto es posible recurrir al artículo 44 del Código Civil, que en este aspecto está inspirado en los mismos principios. Un estudio detenido de muchos perjuicios revela que ellos se producen por efecto del hecho de la víctima, más que por efecto del acto del dañador. Si se piensa que la mayor parte de los productos de consumo habitual (alcohol, grasas, productos lácteos, analgésicos, etc.) pueden producir daños severos como consecuencia de su uso inmoderado, se llegará a la conclusión de que en todas estas hipótesis es el acto de la víctima el que lo
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provoca. De lo cual resulta que muchas veces el uso moderado de un producto o bien puede ser inocuo para causar un perjuicio, pero su uso abusivo puede volverlo peligroso y, aun, ciertamente dañino. La voluntad de la víctima en estos casos es la causa del daño y no la actividad del presunto demandado. ¿Qué revela este hecho? A juicio nuestro, que casi siempre la aceptación del daño exculpa al autor del hecho, si éste (o su conducta) va acompañado de una decisión adicional de la víctima que explica causalmente el perjuicio. ¿No hay aquí un caso de aceptación del daño? ¿Dicha aceptación no destruye la relación causal entre el hecho y el daño? Si todo esto es así, no pueden negarse, en aplicación de los mismos principios, dos cosas: que la aceptación del daño es un elemento que debe considerarse para la determinación de la responsabilidad; y que dicha aceptación puede presumirse como consecuencia del abuso en el empleo o consumo de determinados bienes o productos. Asimismo, aparece de manifiesto en estos casos que una actividad inocua para producir un daño deja de serlo cuando la víctima, por su propia decisión, abusa de la misma. En presencia de estas razones no cabe otra cosa que admitir que, en determinadas hipótesis, es necesario reconocer que la aceptación del daño (o asunción de un riesgo) puede hacer desaparecer la culpa del presunto dañador. ¿Puede atribuirse culpa al productor de licores por el hecho de que un bebedor inmoderado muera a causa de una cirrosis hepática? La respuesta nos resulta obvia. ¿O a un hipódromo por la ruina de un apostador obsesivo? En todos estos casos existe una aceptación del daño por parte de la víctima, unida a la existencia de una actividad inocua para generar efectos nocivos que se hace peligrosa por obra de una conducta propicia de parte de la víctima. Profundizando todavía más sobre los casos propuestos, resulta forzoso reconocer que los daños producidos, también por lo general, obedecen a una cierta predisposición de la persona que sufre las consecuencias perjudiciales. Así ocurre con el apostador o el bebedor excesivo, o el hipocondríaco que abusa de los medicamentos. De lo anterior se sigue que las personas que se hallan expuestas a sufrir un daño no son iguales, y que existen entre ellas algunas que, fatalmente, experimentarán un
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perjuicio por hechos que en otras son irrelevantes desde este punto de vista. Por consiguiente, la ley debe interpretarse atendiendo a los estándares o padrones generales, ya que lo contrario haría imposible ejercer una enorme cantidad de actividades productivas o de otra índole que son perfectamente lícitas y toleradas por la conciencia pública. Como puede observarse, no es posible enmarcar todas las actividades dentro de los mismos límites. Lo manifestado refuerza nuestra conclusión de que es posible admitir la aceptación del daño como elemento excluyente de la culpa, en casos calificados, dándose los presupuestos que aseguren la supervivencia del interés público y los estándares generales prevalecientes en la sociedad. 5.3.3.4. El fumador El caso del fumador ha cobrado en los últimos tiempos una importancia muy particular. Como es sabido, se han incoado juicios multimillonarios en muchos países, en que se reclaman indemnizaciones por daños a la salud que se siguen del hecho de inhalar humo de tabaco. Esta cuestión cobrará en el futuro, seguramente, importancia entre nosotros, siendo de presumir que nuestros tribunales conocerán de las mismas pretensiones que se han hecho valer en el extranjero. Para analizar la situación del fumador, es necesario señalar que a su respecto concurren todos los presupuestos que analizamos sobre la exclusión de la culpa en función de la “aceptación calificada del daño”. Desde luego, la fabricación y comercialización de cigarrillos es una actividad expresamente regulada y, por lo mismo, permitida en la ley (Decreto Ley Nº 828, de 31 de diciembre de 1974, que derogó la Ley Nº 11.741, de 10 de noviembre de 1954). Es más, esta actividad ha sido objeto de una normativa casi reglamentaria en la Ley Nº 19.419, de 9 de octubre de 1995, que se refiere a la propaganda y promoción de los productos hechos con tabaco para consumo humano; a la prevención del tabaquismo; a los programas escolares destinados a prevenir los daños que provoca en el organismo el hábito de
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fumar y los distintos tipos de enfermedad que su consumo genera; a las facultades del Servicio de Salud para requerir los aditivos que se incorporan a ellos y las sustancias utilizadas para el tratamiento del tabaco; a las facultades del Ministerio de Salud para prohibir el uso de esos aditivos y sustancias; sobre los lugares en que queda prohibido fumar (transporte de uso público o colectivo, aulas escolares, ascensores, hospitales, clínicas, consultorios y postas, teatros y cines); etc. La indicada regulación comprende, incluso, limitaciones a la publicidad del tabaco. El Decreto Supremo Nº 106, publicado en el Diario Oficial del 19 de mayo de 1981, dispuso que para los efectos de los artículos 90 y 91 del Código Sanitario, se declaraba que el tabaco era una sustancia tóxica, irritante, nociva, capaz de producir perturbaciones a la salud de las personas que lo inhalan en combustión, disponiéndose impresos especiales en sus etiquetas –con toda suerte de detalles– en los que se advierte que el tabaco es dañino para la salud. Posteriormente, el Decreto Supremo Nº 164, de 4 de junio de 1986, reemplazó esta advertencia por otra que señala, concretamente, que el “tabaco puede producir cáncer”. Paralelamente, una serie de otros decretos y resoluciones especifican un conjunto de medidas destinadas a restringir la propaganda y su difusión. A tal extremo llega esta regulación, que incluso se impone al Ministerio de Educación el deber de incorporar a los planes de estudio “objetivos y contenidos destinados a la enseñanza a los alumnos sobre los beneficios de no fumar y el daño que produce este hábito en la salud física y mental de las personas, especificando los distintos tipos de enfermedades que la inhalación del tabaco en combustión genera y las consecuencias físicas y síquicas de éstas” (Decreto Supremo Nº 18, publicado en el Diario Oficial del 25 de junio de 1997). Enfrentados a esta reglamentación, no puede sino reconocerse que el cultivo y elaboración del tabaco es una actividad legitimada por la autoridad pública, lo cual hace desaparecer, a juicio nuestro, la antijuridicidad de un supuesto ilícito civil. Sin perjuicio de ello, es posible admitir, en esta área de la actividad económica, el primer presupuesto del esquema expuesto en las páginas anteriores para acoger la aceptación del riesgo como elemento excluyente de la culpa.
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De la misma manera, es posible sostener que el riesgo de fumar es razonablemente incierto, ya que no todos los fumadores sufren un daño grave o un menoscabo en su salud. En verdad, parece que dicho daño lo experimentan las personas con predisposición, que abusan del consumo del tabaco. Es un hecho no discutido que el empleo moderado no causa problemas a la salud. Las personas que optan por fumar no pueden sino estar plenamente conscientes de los peligros a que se exponen. Nadie, creemos nosotros, podría sustraerse al conocimiento de las advertencias contenidas en los envases y en la propaganda del cigarrillo. Hasta en los programas de educación media se ha incorporado el conocimiento de este tipo de riesgos, haciendo la advertencia accesible a toda la población. Tampoco podría desconocerse la naturaleza del riesgo, su extensión y sus proyecciones. La inhalación de tabaco en combustión afecta al aparato respiratorio, digestivo y circulatorio, cuando la persona tiene una predisposición especial o abusa mediante un consumo excesivo. Finalmente, todos los fabricantes dan cumplimiento a las medidas preventivas antes comentadas, ya que las mismas están sujetas a un control estricto cuya infracción está severamente penada en la ley. ¿Se dan, en este contexto, los presupuestos exigidos para excluir de culpa al fabricante de cigarrillos en razón de la aceptación del daño por parte de la víctima? A lo anterior debe agregarse, aún, otro hecho. Las empresas tabacaleras emplean en su actividad toda la diligencia que corresponde, lo cual queda en evidencia con el cumplimiento de la detallada normativa legal y reglamentaria antes citada. El caso del fumador nos plantea, entonces, varias cuestiones de importancia en materia de responsabilidad: ¿La fabricación y comercialización del cigarrillo es un acto antijurídico? ¿Existe vínculo de causalidad entre fumar y el daño que puede seguirse de esta actividad? ¿Es admisible en este caso que la aceptación del daño o asunción del riesgo excluye la culpa del fabricante? Creemos que las tres preguntas están respondidas en las páginas que anteceden. ¿En qué puede sustentarse, entonces,
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una acción indemnizatoria contra las empresas tabacaleras? Creemos que ella se funda en el carácter adictivo que se le atribuye al tabaco, en términos que resulta imposible a una persona, sobre la base de los estándares ordinarios, sustraerse del consumo, el cual además debe aumentar progresivamente para conseguir el efecto placentero que se busca. De esta manera, se afirma que la propaganda, unida a la fabricación y comercialización, coloca a la víctima en una situación en que le resulta imposible evitar un consumo permanente y gradualmente mayor, del cual deriva un daño fatal y cierto. De ser efectivos los fundamentos en que se apoya la pretensión contra las empresas tabacaleras, indudablemente se gestaría un caso de responsabilidad civil del Estado, puesto que es él quien legitima la actividad (elaboración y comercialización de productos derivados del tabaco); es él quien percibe la mayor parte del precio de venta vía impuestos (que sobrepasan el 75% de su valor); es él quien ha dispuesto la regulación de la propaganda y las restricciones a la misma, etc. Sin embargo, la prueba de la adicción tropieza con otra dificultad. En varias disposiciones legales y reglamentarias (Ley Nº 19.419, Decreto Nº 18 del Ministerio de Educación, etc.) se habla concretamente del hábito de fumar, lo cual difiere de la adicción. El primero es susceptible de ser superado por un acto de voluntad; el segundo, si bien puede abandonarse, es muchísimo más difícil y depende de la fuerza de carácter del que sufre este fenómeno. Como puede observarse, el propio legislador se ha encargado de remitir el acto de inhalar tabaco en combustión a un hábito, descartando la adicción. Difícilmente, podría un juez en este panorama desentenderse del mandato legal. Con todo, el problema del fumador es un buen ejemplo para aplicar los principios enunciados, sin que ello implique desconocer que el problema científico cobra una trascendencia vital. ¿Puede el fumador resistir la presión de su organismo que le demanda la ingestión de nicotina? ¿Es esta sustancia adictiva? ¿Existe alguna predisposición que explique el daño que sufre el fumador? ¿Qué influencia tiene en la producción del daño el consumo inmoderado de tabaco? ¿Es posible que una persona controle los niveles de consumo de tabaco o ello excede el poder de la voluntad? Todas estas interrogantes no pueden contestarse sin
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el concurso especializado de la ciencia médica. De aquí, creemos nosotros, arranca la dificultad que ofrece este tipo de juicios. Lo único indudable es que no todos los fumadores experimentan daños de consideración y que estos daños aparecen siempre asociados a un consumo exagerado. Una vez más nos enfrentamos al viejo dilema. La libertad de autodeterminarse, asumiendo, incluso, serios peligros, frente a la responsabilidad derivada de acciones descuidadas o negligentes… Nuestra posición, como queda dicho, tiende a conciliar ambos polos de modo de reconocer la primera en la medida que no afecte lo medular de la obligación de responder por los perjuicios causados cuando concurre la culpa de parte del autor del daño. Para concluir esta parte de nuestras reflexiones, conviene señalar que la exclusión de la culpa, cuando se invoca la aceptación del daño por parte de la víctima, parece hallarse justificada al diluirse la responsabilidad del autor del perjuicio, como consecuencia de haber advertido lealmente el peligro, y haberse éste asumido conscientemente por quien lo enfrenta. La culpa supone una actitud de descuido, negligencia y desidia. Pero en este evento aquello no ocurre. El que produce el efecto nocivo se representa el daño y trasmite a la víctima esta aprensión. Es esta última la que, libre e informadamente, lo acepta y lo asume. ¿Puede en este esquema subsistir la negligencia y el descuido de quien debiendo prever no lo hace? Nosotros estimamos que ello no sucede. Por lo mismo, desaparece el factor de imputación, subsistiendo solamente el mandato legal y el interés social que impide excusar un comportamiento groseramente descuidado, tanto, que en materia contractual equivale al dolo. 5.3.4. El caso fortuito o fuerza mayor El caso fortuito o fuerza mayor constituye el último elemento capaz de interrumpir la relación causal. En otras palabras, se trata de un factor que interfiere entre la acción y el daño, desviando hacia otro horizonte la responsabilidad.
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5.3.4.1. El caso fortuito y la fuerza mayor como sinónimos Los conceptos referidos son sinónimos en la legislación chilena. Así se desprende de lo previsto en el artículo 45 del Código Civil que expresa: “Se llama fuerza mayor o caso fortuito el imprevisto que no es posible resistir, como un naufragio, un terremoto, el apresamiento de enemigos, los actos de autoridad ejercidos por un funcionario público, etc.”. La doctrina, sin embargo, ha intentado fundar una distinción sobre la base de reservar la expresión caso fortuito para los hechos de la naturaleza (terremoto, inundación, sequía, etc.) y la expresión fuerza mayor para los actos de autoridad. Se advierte a este respecto una clara diferencia entre los hechos y sucesos producidos directamente por obra de la naturaleza y aquellos otros que provienen de la voluntad de personas investidas de poder para regular la conducta ajena. Algunos autores sostienen que la expresión fuerza mayor describe los acontecimientos más trascendentes y la expresión caso fortuito otros de menor entidad. En fin, no faltan quienes ven en la fuerza mayor una coacción imposible de superar, mientras que el caso fortuito se limita a acontecimientos imprevisibles. Admitiendo que en Chile la distinción carece de fundamentos, podría ella tener alguna importancia para analizar la naturaleza del hecho. La fuerza mayor parece estar referida a una coacción de la voluntad que, por imperio del derecho, se ve forzada a proceder de la manera que la autoridad dispone. Por consiguiente, la voluntad queda jurídicamente anulada, siendo ilegítimo proceder de otra manera que no sea aquella prescrita por quien detenta poder para normar la conducta ajena. Ciertamente, no sucede lo mismo con el caso fortuito, puesto que en este evento sobreviene un hecho de la naturaleza, al cual la voluntad no puede enfrentar, generándose un perjuicio cuyo antecedente causal no es otro que el indicado acontecimiento. Si ambos supuestos son naturalmente distintos, igualmente distinta es la posibilidad de atajar sus consecuencias. Así, por ejemplo, si el acto de autoridad –constitutivo de fuerza mayor– es susceptible de revisión jurisdiccional, no puede invocarse su irresistibilidad mientras no se hayan ejercido las accio-
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nes y derechos que procedan para anularlo. Lo anterior carece de todo sentido tratándose de un caso fortuito en el cual quien lo sufre no tiene posibilidad alguna de enervar sus efectos por ningún medio. De lo indicado resulta que la fuerza mayor tiene un alcance jurídico, si ella se limita a describir un acto de autoridad, ya que este último debe ajustarse a derecho (artículos 6º y 7º de la Constitución Política de la República, que consagran el principio de legalidad en virtud del cual la autoridad no tiene otras facultades y derechos que los que expresamente le reconocen la Constitución y la ley), dispensando al afectado los medios (recursos) para impugnar su procedencia. El caso fortuito aparece como una denominación genérica que cubre todos los hechos de la naturaleza respecto de los cuales el sujeto es un ser pasivo e inerme, víctima de una consecuencia nociva fatal e inevitable. Por lo tanto, si reservamos la expresión fuerza mayor para describir los efectos que derivan de un acto de autoridad pública, forzoso resulta, bajo el imperio del estado de derecho, reconocer que éste exonerará de responsabilidad a quien haya instado por su revisión jurisdiccional si ésta procede, y que sus efectos son atajables, por regla general, de la manera señalada. Por lo mismo, la fuerza mayor tiene un sentido jurídico, en oposición al caso fortuito, que tiene un sentido natural, aun cuando ambos interfieran en la relación causal desviando el centro de imputación y, por lo mismo, eximiendo de responsabilidad a quien es víctima de él. 5.3.4.2. El caso fortuito y la fuerza mayor en la responsabilidad contractual y extracontractual Creemos advertir una clara diferencia entre el caso fortuito y la fuerza mayor cuando éstos operan en el campo de la responsabilidad contractual y extracontractual. En el ámbito contractual es muchísimo más amplio y, aun, diverso, que en el ámbito extracontractual, como queda de manifiesto del siguiente examen. El deudor contractual, como es sabido, responde siempre de un determinado grado de culpa, el cual está referido en la
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convención (estipulación contractual), o en la ley a falta de acuerdo convencional. La obligación contractual, por lo mismo, es un deber de conducta que está tipificado en la ley. Así resulta de aplicar el artículo 1547 del Código Civil, el cual atiende para determinar el grado de culpa de que responde el deudor, a lo estipulado por las partes y, en subsidio, a lo preceptuado en la ley (en los contratos que por su naturaleza sólo son útiles al acreedor el deudor responde de culpa lata, en los contratos que se hacen en beneficio recíproco de las partes el deudor responde de culpa leve, y en los contratos en que el deudor es el único que reporta beneficio éste es responsable de culpa levísima). ¿Qué ocurre si las dificultades que ofrece el cumplimiento son de tal naturaleza que empleando la diligencia debida no es posible superarlas? Creemos nosotros que más allá del cuidado a que el deudor se obligó, se ingresa en el campo de la fuerza mayor (lo cual significa que el deudor no incurre en responsabilidad porque ha sobrevenido un hecho imprevisible e irresistible en función de la conducta comprometida). Un ejemplo aclarará lo que decimos. Si una persona se obliga a reparar un inmueble acogido a la ley sobre monumentos nacionales y el consejo respectivo impide ejecutar la obra, el deudor debe recurrir a la justicia pidiendo que cese la prohibición, en el evento de que responda de culpa leve o levísima, pero no estará forzado a proceder de esta manera cuando responde de culpa grave. Como puede observarse, la exoneración de responsabilidad quedará condicionada en un caso a la interposición de acciones legales, sin que ello sea necesario en el otro. En suma, más allá de la diligencia debida hay un impedimento insuperable (porque no existe el deber de despejarlo) e imprevisto (ya que no se consideró al momento de obligarse), que exime de responsabilidad al deudor contractual. El caso fortuito y la fuerza mayor, por lo tanto, en el campo de la responsabilidad contractual, son eminentemente relativos y dependerán del grado de diligencia de que responde el deudor para el cumplimiento de la obligación contraída. Como resulta fácil advertir, en el ámbito de la responsabilidad extracontractual la situación es muy distinta. La obligación preexistente aquí es una y general, y consiste en no causar
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daño a nadie. Por lo mismo, cualquier grado de culpa en que incurra el autor del daño (en el entendido de que ello se establece en función de los estándares generales prevalecientes en la sociedad civil) compromete su responsabilidad y lo obliga a reparar los perjuicios producidos. De lo anterior se desprende que un mismo hecho será siempre caso fortuito o fuerza mayor, desatendiendo la gravedad de la culpa, porque ella impone un nivel idéntico para todos los integrantes de la comunidad, recurriendo a la medida antes expuesta. Se ha pensado equivocadamente, a juicio nuestro, que el caso fortuito o fuerza mayor coloca al afectado en la imposibilidad de atajar sus efectos. La imposibilidad de cumplir (ya sea la obligación contractual o la obligación genérica de no causar imprudentemente daño a nadie), por consiguiente, será absoluta. Lo anterior no es efectivo. Hay casos en que el contratante que sufre el caso fortuito está obligado a atajar sus efectos, en razón del grado de diligencia a que se comprometió. La imposibilidad de cumplir es esencialmente relativa y se encuentra condicionada por el deber de conducta que debe desplegar la persona que lo alega. Si lo que señalamos fuere diverso, cabe preguntarse: ¿qué significación tiene entonces que el deudor en el campo contractual responda de diversos grados de culpa? ¿Puede considerarse de la misma manera al deudor que responde de culpa grave, leve o levísima? Nos parece evidente que en el campo de la responsabilidad contractual la conducta del deudor frente al hecho que obstruye o entorpece el cumplimiento debe ser diversa, ya que la conducta comprometida es también diversa y dependerá de la forma en que ella esté tipificada en la ley o en la convención. Más allá de la obligación, vale decir, más allá del deber de conducta a que el deudor se obligó, se encuentra siempre el caso fortuito o la fuerza mayor. Ello porque el incumplimiento se deberá a un obstáculo que el deudor no está forzado a despejar. La satisfacción de la obligación, por lo mismo, demandará una conducta más exigente y cuidadosa que aquella que describe el contrato o la ley, y ella es inexigible para el deudor, no pudiendo afectar su responsabilidad. La relatividad del caso fortuito o fuerza mayor desaparece en el campo de la responsabilidad extracontractual. La medida de
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la diligencia será siempre la misma para todas las personas y dependerá, como se dijo, de los estándares generales admitidos en la sociedad en un momento histórico determinado. La obligación de no causar imprudentemente daño a nadie pesa de la misma manera sobre todos los componentes de la comunidad. Es por ello que la culpa extracontractual no admite graduación. Lo que dejamos sentado nos obliga a intentar la construcción de una teoría particular para el caso fortuito y la fuerza mayor en el análisis de la responsabilidad delictual y cuasidelictual. Nosotros hemos insistido en que esta materia está mal tratada en el área de la responsabilidad contractual, ya que equivocadamente se ha confundido la diligencia debida con la ejecución de la prestación respectiva. Esta última, a juicio nuestro, no es más que un elemento de hecho destinado a construir una presunción simplemente legal de cumplimiento. Es precisamente por ello que si la prestación no se ejecuta –siempre en el ámbito contractual– se presume que el incumplimiento es culpable, debiendo el deudor, para exonerarse de responsabilidad, probar que ha obrado con la diligencia y el cuidado debidos, no necesariamente que ha surgido un caso fortuito o fuerza mayor. Basta leer el texto del artículo 1547 del Código Civil para comprobar lo que afirmamos. En otros términos, el deudor, para exonerarse de responsabilidad, puede probar que ha empleado la diligencia debida (así responda de culpa grave, leve o levísima), o bien que ha sufrido un caso fortuito. “La prueba de la diligencia o cuidado incumbe al que ha debido emplearlo; la prueba del caso fortuito al que lo alega”, reza el inciso tercero de la disposición citada. No cabe, entonces, más que considerar caso fortuito todos los obstáculos que impiden al deudor contractual cumplir la obligación cuando éste ha empleado la diligencia a la cual se comprometió, ya sea en virtud de estipulación contractual o por mandato de la ley. Nada de lo anterior tiene sentido tratándose del caso fortuito o fuerza mayor cuando éste se alega para excusar la responsabilidad en materia extracontractual. En este evento el caso fortuito es un hecho que causalmente justifica, por sí solo, el daño producido. Su presencia desvincula, por lo tanto, el resultado nocivo de la acción del presunto responsable. El problema se limita a determinar si el daño obedece causalmente a la
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acción u omisión de éste, o bien a un suceso ajeno que no es posible prever ni resistir. En el primer supuesto (existe relación causal entre la acción del presunto responsable y el daño), cualquiera que sea el grado de culpa con que se haya obrado, hay responsabilidad; en el segundo (no hay relación causal), el presunto responsable debe ser absuelto. Lo que el juez constatará en este último evento es que entre la conducta y la producción del perjuicio ha ya surgido un acontecimiento imprevisto e irresistible, ajeno al demandado, que ha provocado el daño. No es difícil advertir, a esta altura, que en un caso resalta la causalidad jurídica (vínculo de causalidad gobernado por las disposiciones legales comentadas), y en el otro la causalidad material (vínculo de causalidad física). 5.3.4.3. Concepto de caso fortuito o fuerza mayor en el ámbito extracontractual Como bien advierten los autores, si el daño proviene directamente de un hecho tal como un terremoto, una inundación, etc., no se plantea problema alguno. En todos estos casos el daño debe soportarlo la víctima, ya que nadie puede ser responsable de la ocurrencia de aquel acontecimiento salvo, como es natural, que él haya sido desencadenado por el autor del daño (un incendio, una inundación, etc.). Sin embargo, esto no excluye que el perjuicio sea imputable a una determinada persona, si el indicado acontecimiento no hizo más que desencadenar un perjuicio que estaba latente en la cosa y que no se habría producido sin el vicio de aquélla. En este supuesto el daño tiene como antecedente causal el vicio de la cosa, pudiendo imponerse responsabilidad al autor del vicio. Tal ocurrirá, por ejemplo, con el constructor de un edificio o de una obra de regadío, cuando su destrucción por efecto de un movimiento sísmico o una avenida es consecuencia de defectos de construcción. Es claro que el daño, en las hipótesis indicadas, tiene como antecedente la ejecución de la obra y no el hecho que actualiza el vicio y desencadena el perjuicio. De aquí que se diga que “el problema de la responsabilidad no se plantea, en la práctica, sino en aquellos casos en que, por
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influencia del caso de fuerza mayor, una persona causa un perjuicio a otra. Sin duda, la primera ha obrado, pero no ha sido sino instrumento de la fatalidad; el acto no es, en realidad, el suyo, es el de la vis major. La causa verdadera del daño, su causa primera, por tanto, la única causa que debe ser tenida en cuenta desde el punto de vista de la responsabilidad civil, es el caso de fuerza mayor. El perjuicio es ‘ajeno’ al demandado. No existe vínculo de causalidad”.236 El primer elemento para configurar una noción de caso fortuito en materia extracontractual está conformado por la interferencia del acontecimiento (hecho de la naturaleza o acto de la autoridad) en la relación de causalidad que aparentemente liga la conducta humana –acción u omisión– con el resultado nocivo (perjuicio). El segundo elemento es la imprevisibilidad del mismo. Esto supone que quien lo alega no haya podido razonablemente, con el cuidado propio que imponen los estándares generalmente aceptados en la comunidad civil, representárselo como posible. Si el hecho es de usual ocurrencia en un determinado lugar o tiempo, debe presumirse que éste integra la práctica de todas las relaciones sociales. Si una persona alega que la lluvia de varios días en el sur de Chile constituye un caso fortuito, no será oída. Pero lo será en el norte del país, en que este fenómeno es desconocido. Lo usual, ordinario y frecuente no puede constituir, creemos nosotros, un elemento que sirva para configurar un caso fortuito o fuerza mayor, ya que ello por naturaleza es previsible. Conviene detenerse en el hecho del tercero (que en nuestra legislación configura un caso fortuito). Como quiera que sea lo frecuente, ordinario y habitual, no puede exigirse a nadie la previsibilidad del comportamiento ilegal de una persona imputable. Ello porque todos debemos presumir que la ley se respeta. De allí que los actos delictuales o contrarios a derecho, cuando ellos provienen de persona imputable, sean siempre imprevisibles. La habitualidad de una conducta delictiva no puede servir jamás para exigir la previsibilidad de ella en el futuro.
236 Henri y León Mazeaud y André Tunc. Obra citada. Tomo II. Vol. II. Págs. 149 y 150.
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El tercer elemento del caso fortuito está representado por su irresistibilidad. Lo anterior significa que quien lo soporta –y sufre un daño como consecuencia de él– no está en situación de evitarlo, empleando la diligencia y el cuidado que imponen los estándares ordinariamente aceptados. En consecuencia, el autor del daño se ve enfrentado a un hecho superior a sus fuerzas, sin que tenga opción alguna de atajar el efecto nocivo que de ello se sigue. El derecho no puede exigir un comportamiento heroico, pero tampoco una diligencia menor de lo que ordinariamente imponen los estándares generales. De aquí que para excusar la responsabilidad, es necesario que el hecho constitutivo de fuerza mayor sobrepase la capacidad de resistencia del implicado en el daño, capacidad que, como se dijo, queda definida por los padrones ordinarios ya mencionados. Por último, el cuarto elemento consiste en que el acontecimiento no sea imputable al demandado o persona asociada al daño. Si el hecho que produce el daño fue provocado por la persona presuntivamente responsable del mismo, no puede desvincularse del efecto nocivo, porque si bien el perjuicio deriva causalmente del hecho en sí, éste no se habría producido de no mediar el acto culpable del demandado. Un incendio, por ejemplo, es evidentemente constitutivo de caso fortuito o fuerza mayor, pero si él ha sido intencional, su autor no puede invocarlo para exonerarse de la responsabilidad por los perjuicios que causó a un tercero por su ocurrencia. La definición del caso fortuito supone la integración de estos elementos para conceptualizar su contenido y alcance. Así las cosas, podríamos decir que el caso fortuito o fuerza mayor, en el ámbito de la responsabilidad extracontractual, es un hecho de la naturaleza o del hombre que no se ha podido (hecho de la naturaleza) o no se ha debido (hecho del hombre) prever, que se desencadena por causas ajenas a la voluntad de quien lo alega, interfiriendo la relación causal (que liga una conducta activa o pasiva con un perjuicio), y haciendo irresistible el efecto nocivo con el cuidado y la diligencia que imponen los estándares ordinarios prevalecientes en la sociedad civil en un momento y lugar determinados.
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La definición que antecede queda comprendida en los términos del artículo 45 del Código Civil, que sólo se refiere al “imprevisto que no es posible resistir”, terminología que el intérprete debe adecuar a la naturaleza del caso fortuito en materia tanto contractual como extracontractual. Lo que interesa destacar, a propósito de esta materia, es el hecho de que los efectos del caso fortuito –que materialmente casi siempre pueden atajarse así sea con un comportamiento heroico– son irresistibles, pero en función del grado de culpa de que se responde en materia contractual, y en función de lo que se determine aplicando los estándares generales de diligencia que imperan en cada comunidad. Hay una clara diferencia entre la culpa leve –diligencia que ordinariamente ponen los hombres en la gestión de sus negocios– y los estándares generales a que aludimos. Estos últimos representan, como ya se dijo, la imposición de un deber social del cual nadie puede sustraerse sin sufrir las consecuencias de sus actos. En ningún sistema de responsabilidad puede exigirse a nadie que actúe heroicamente. Esa no es la medida de los actos humanos. Pero tampoco puede sostenerse que tratándose de daños causados por descuido o negligencia, la obligación de reparar se mida por una culpa media u ordinaria. Los estándares que hemos citado son indudablemente más exigentes que una culpa media y están referidos a un comportamiento cuidadoso que irá cambiando a medida que se aumenten los niveles culturales y el respeto por las personas. Dentro de los límites de una correcta política judicial, deben los jueces, a nuestro entender, ir progresivamente imponiendo un mayor cuidado a través del efecto ejemplarizador de las sentencias judiciales, contribuyendo con ello a un perfeccionamiento efectivo de las prácticas y usos sociales. 5.3.4.4. Caracteres del caso fortuito o fuerza mayor Sin perjuicio de lo manifestado, con el solo fin de sistematizar esta materia, digamos que los caracteres del caso fortuito son los siguientes:
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5.3.4.4.1. Se trata de un hecho de generación independiente de la voluntad o actuación de la persona que lo alega para exonerarse de responsabilidad Esto significa que su producción es ajena a la conducta del que se asila en él para desligarse del efecto nocivo. Si el caso fortuito se desencadena por obra del que lo alega, este solo hecho lo hace responsable de sus consecuencias. Un naufragio, una inundación, un incendio, etc., puede deberse a la obra de una persona determinada. Todos los daños que ello acarree serán imputables a quien desata el hecho que determina el perjuicio. 5.3.4.4.2. El caso fortuito media entre la conducta y el daño, desviando el centro de imputación de la persona al hecho en que consiste Esto significa que causalmente el daño obedece o se produce por efecto del acontecimiento que interfiere entre conducta y daño. Prima aquí el principio de la causalidad material, ya que lo que interesa es precisar que la causa efectiva (física) del daño proviene del hecho y no de la conducta impugnada. El presunto autor del daño se exime de responsabilidad simplemente porque no ha provocado el daño, aun cuando su conducta esté comprometida en la trama que lo causa. Se presenta en este análisis un caso muchísimo más complejo. Puede ocurrir que el caso fortuito active una conducta dañosa que se justifica por efecto del primero. Tal sucedería, por ejemplo, si una persona causa daño a otra como consecuencia de un miedo insuperable o en estado de necesidad. Aquí se confunde el efecto del caso fortuito con las causales de justificación, que, como ya se dijo, hacen desaparecer la antijuridicidad del hecho, configurándose una verdadera inexigibilidad de otra conducta. En estos casos el sujeto que alega exención de responsabilidad deberá escoger entre alegar una causa de justificación (situación en la cual deberá admitir que causalmente el daño está ligado a su conducta) o el caso fortuito (situación que supone que el efecto nocivo no tiene como antecedente la conducta propia, sino el hecho constitutivo de fuerza mayor).
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Como puede apreciarse, la confusión es meramente formal, pero no sustancial, puesto que entre la causa de justificación y el caso fortuito hay una diferencia de género. Lo que tipifica el caso fortuito, insistimos, es el desplazamiento del centro de imputación de la conducta impugnada al hecho dañoso. 5.3.4.4.3. El caso fortuito o fuerza mayor es un hecho imprevisible Toda conducta humana supone por parte de su autor un cierto grado de previsibilidad. Sobre este punto volvemos a destacar la responsabilidad social que asiste a todo miembro de la sociedad civil y que nace de los estándares generalmente imperantes en cada tiempo y lugar. Estos estándares obligan a anticiparse a la ocurrencia de un hecho dañoso que pueda afectar a un tercero. Sin embargo, ciertos hechos surgen sin que exista posibilidad alguna, cumpliendo el deber indicado, de representárselos. No creemos, como lo postulan algunos autores, que la imprevisibilidad absorbe la irresistibilidad. Que un hecho no pueda razonablemente anticiparse para neutralizar sus efectos y ponerse a cubierto el daño, no importa que una vez desencadenado no puedan atajarse sus consecuencias nocivas. Por ejemplo, al producirse una inundación que no se podía anticipar, es posible, sin embargo, atajar los daños que ello provoca, con la actividad propia de los estándares generales de cuidado y diligencia. La imprevisibilidad no mira los efectos dañosos, sino la ocurrencia del hecho en el tiempo y el espacio. 5.3.4.4.4. El caso fortuito es irresistible Ello implica, a juicio nuestro, que el sujeto que lo sufre carece de medios para superar sus consecuencias, siendo absolutamente imposible, con el cuidado antes mencionado, evitar los daños que provoca. Este carácter enfrenta la capacidad del sujeto para eludir los efectos del acontecimiento, con la naturaleza del suceso y su poder destructor. De lo que se señala se desprende que desencadenado el hecho, el sujeto que lo alega está obliga-
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do a atajar sus efectos, pero no más allá del esfuerzo que le imponen los estándares generales tantas veces invocados. Es indudable que el derecho está en situación de exigir este esfuerzo, en función de la responsabilidad social que subyace en las normas que regulan la responsabilidad extracontractual. Dejemos en claro, aun cuando ello sea reiterativo, que no se trata de graduar la culpa extracontractual, sino de fijar sus límites. De lo contrario estaríamos imponiendo una conducta heroica que el derecho no puede estandarizar como modelo social sustentable. Estos son, a juicio nuestro y de la doctrina en general, los caracteres del caso fortuito, los mismos que integramos a la definición propuesta. 5.3.4.5. Efectos del caso fortuito o fuerza mayor Para analizar esta materia es necesario hacer varias distinciones: 5.3.4.5.1. El caso fortuito es la única causa del daño En este evento desaparece la relación causal y el presunto responsable queda exonerado de responsabilidad. El daño no es imputable a una persona, sino al hecho constitutivo de fuerza mayor. Existe concordancia en el hecho de que la existencia de una presunción de culpa no altera esta conclusión, pudiendo siempre el demandado probar que el daño proviene causalmente de un hecho, imprevisto e irresistible, ajeno a su culpa. 5.3.4.5.2. El caso fortuito concurre con la culpa del demandado a la producción del daño No se trata, en este evento, de que el caso fortuito haya sido desencadenado por la acción del demandado. Se trata de que concurren ambos factores, en términos que el daño no habría tenido lugar si el caso fortuito no se hubiera presentado, pero tampoco existiría sin la culpa del demandado. “La doctrina
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dominante se inclina por admitir que en tal supuesto el juez debe atenuar la responsabilidad del agente, teniendo en cuenta la real incidencia de su conducta en la producción del daño. En otras palabras: será éste quien deba soportar el menoscabo, con la pertinente disminución en función de la incidencia causal del casus”. 237 A nuestro juicio, la solución anterior resulta inaceptable. El problema propuesto, que supone la concurrencia del caso fortuito y de la culpa en la producción del daño, está mal planteado. Lo que debe resolverse es la relación causal que existe entre la acción y el perjuicio final. Si el daño se debe, así sea parcialmente, a la culpa del demandado, debe responder de todo perjuicio, siempre que éste tenga como antecedente, en cualquier medida, la culpa. En otras palabras, si el daño tiene como causa la culpa y el caso fortuito, en términos que no es posible diferenciar causalmente qué parte se debe a uno y a otro, la responsabilidad del demandado es total. Lo anterior se debe a dos razones preponderantes: el daño es causalmente indivisible (no es posible conocer qué parte es imputable al caso fortuito y qué parte a la culpa del demandado); y el daño en su integridad no se habría producido en ausencia de la culpa del demandado. Sostener, por lo tanto, que la indemnización se rebaja, resulta una conclusión que conduce fatalmente a una arbitrariedad, ya que el juez en esta hipótesis no podrá jamás justificar la atenuación de responsabilidad sobre la base de parámetros objetivos. Particular importancia cobra esta cuestión en lo relativo a la existencia de una predisposición. Ya hemos tratado de ellas a propósito de la causalidad adecuada (caso del que golpea suavemente a una persona que sufre de inmadurez ósea, provocándole una fractura de cráneo). Los Mazeaud y Tunc analizan el siguiente caso: “Un ciclista, por su culpa, atropella a un transeúnte. Ese choque, que no habría tenido consecuencia alguna si la víctima hubiera estado en un estado de salud normal, acarrea las consecuencias más graves porque la víctima había
237 Ramón Daniel Pizarro. Derecho de Daños. Causalidad Adecuada y Factores Extraños. Primera Parte. Capítulo XI. Pág. 298