Marta Traba en línea: Crítica de Arte Latinoamericano Reproducción digital con autorización Museo de Arte Moderno de Bogotá - MamBo
Obregón y la pintura colombiana Es importante que Alejandro Obregón esté de nuevo en Colombia de vuelta de sus periódicas “oxigenaciones” por las calles de París y por el campo virgiliano de Alba. Aquí representa no solo un papel de excelente pintor que puede desempeñar en cualquier país tanto en América como en Europa, sino la fuerza auténtica a quien le corresponde, sin discusión, la entrada del arte colombiano dentro de la órbita contemporánea. Lo notable es que siga ahora significando los mismos valores que hace diez años, cuando comenzó a exponer su obra: y que esos valores, dentro de los cuales cuentan, en primer término, la gran libertad de su forma expresiva, las audacias naturales de su color y su “instinto” infalible que le separa ágilmente de titubeos como de academias, continúen recordando con igual vigencia que antes, que las bases puestas por Obregón a su propio y total compromiso con la pintura, han sido las más firmes y verdaderas. Dentro de la pintura colombiana, Obregón es el pintor menos fácil de acusar de influencias, de estrategias o de disciplinas preconcebidas. El placer personal que lo domina pintando irradia, inunda y fortalece sus cuadros. Es posible que a veces ciertos recuerdos de otras obras y otros nombres –se ha hablado frecuentemente de Tamayo– descienda sobre sus sandías en equilibrio de las mesas verticales, pero por lo general ese parentesco planea tan alto que no llega ni a perturbarlas ni a disminuirlas. Al lado de ese vocabulario de cocina y mesa de pobre que goza de las preferencias de toda la pintura moderna, Obregón, además, ha creado un pródigo y exuberante mundo de símbolos, de cosas compuestas, de formas imaginarias. Esos símbolos llenos de gracia, de invención y de fantasía, no tienen más sentido que el placer estético: Obregón los toma, los modifica y los deja, e incluso abusa de su crítico manipuleo en serio y en broma, según ajusten y encajen en el rompecabezas general del cuadro. Se advierte que los ha inventado y que, desde ese punto de vista de la creación, son legítimas criaturas de su pensamiento: pero el cálculo que supone una meditación más larga, sosegada y fría está siempre ausente de esta pintura cuya asombrosa vitalidad procede, por eso mismo de su calidad inmediata, espontánea y restallante. ¿No se verifica, acaso, esa calidad en el color de sus cuadros? Es verdad que sus combinaciones, aún las más detonantes, resultan siempre bien y que pueden sorprender y deslumbrar sin irritar jamás. Pero parecen también proceder de una veloz inteligencia natural del color, que algunos observadores capaces consideran un color “geográfico”, o sea identificable con los directos y bárbaros de la costa colombiana y del mar Caribe, pero que yo prefiero atribuir íntegramente a su espléndida magnificencia colorística, que le permite descender de pronto, desde ese volcán de amarillos incendiados hasta un gris mortecino de terciopelo, que puede manejar como un maestro de increíble delicadeza. Hace solo pocos años que la pintura colombiana ha salido de sus complejos académicos de inferioridad: hasta llegar a Obregón, todos los pintores trabajaban
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por algo o contra algo. Para una sociedad retenida en inacabable provincia para su público y sus mínimos intereses locales, trabajaban los paisajistas y retratistas de la prehistoria de comienzos de siglo: para las “élites” que se consideraban vanguardistas, trabajaban los pintores de tema social y nacional, los cezannianos, los comprometidos con el confuso temario de un país incipiente. Pero Obregón ha pintado por pintar: por el color en sí mismo, por el disparate lírico de sus formas en sí mismas; por eso es el primer pintor contemporáneo de Colombia. Su comprensión de la pintura como un “acto gratuito”, que solo suscita placeres estéticos, sigue siendo hoy tan importante como hace diez años, ya que no todo el mundo ha comprendido que ese es el gran descubrimiento del arte del siglo XX. Obregón ha regresado a Colombia para pintar un mural en el Banco de la República. Era increíble que Bogotá no tuviera hasta ahora un muro de Alejandro Obregón. Y es lástima que el Banco de la República, con su disparejo mecenazgo por el arte nacional, no le haya dado, en cambio de la pared que le asignó, el gran muro central donde se ha preferido que chorreara la historia retórica pintada por Pedro Nel Gómez.
El Tiempo, Bogotá–Colombia, 1959.