Investigación sobre el suceso que asombró a Europa en la España de Felipe IV.
L GRAN MILAGRO V IT T O R IO MESSORI
PLANETA + TESTIMONIO
^ \/itto rio Messori nació en Sassuolo di Modena (Italia) en 1941. Se licenció en Ciencias Políticas en la Universidad de Turín. Periodista de profesión, ha trabajado dentro del grupo del periódico italiano La Stampa. En el diario Avvenire ha publicado durante los últimos años, dos veces por semana, la columna «Vivaio» (Vivero) y cada mes, en la revista Jesús, «El caso Cristo», un estudio sobre la historicidad de los Evangelios. Después de Hipótesis sobre Jesús (más de un millón de ejemplares vendidos en Italia y superadas las veinte ediciones en todo el mundo) ha publicado varios libros, también de amplia difusión internacional: Apuesta sobre la M uerte, Informe sobre la fe: entrevista al cardenal Ratzinger, ¿Padeció bajo P ondo Pilato?, y fue el periodista que entrevistó y colaboró con Juan Pablo II en el libro del Pontífice: Cruzando el umbral de la Esperanza. Leyendas negras de la Iglesia y Los desafíos del católico, publicados en Planeta/Testimonio, se han convertido en un gran éxito editorial.
P L A Ñ E TA + T E S T I M O N I O
EL GRAN MILAGRO
C o lec ció n P L A N E T A t T E S T I M O N IO D irecció n : A lex R o sal T ítu lo o rig in a l: II m ira c o lo © R C S L ib ri S .p .A ., M ilá n , 1 9 9 8 © p o r la tra d u c c ió n , A n to n io R . R u b io P ío , 1 9 9 9 © E d ito ria l P la n e ta , S. A ., 1 9 9 9 C ó rceg a, 2 7 3 - 2 7 9 , 0 8 0 0 8 B a rcelo n a (E sp añ a) R e a liz a c ió n d e la c u b ie rta : D e p a rta m e n to d e D ise ñ o d e E d ito ria l P la n e ta Ilu stra c ió n d e la c u b ie rta : «E l m ila g ro d e C a la n d a» , Isab el G u e rra (1 9 9 8 ), B asílica de N u e s tra S eñ o ra d el P ila r, Z a rag o z a P rim e ra ed ic ió n : se tie m b re d e 1 9 9 9 D e p ó s ito L egal: B. 3 3 .5 6 7 - 1 9 9 9 IS B N 8 4 - 0 8 - 0 3 2 1 1 - 9 IS B N 8 8 - 1 7 - 8 5 9 9 7 - 4 e d ito r R iz z o li, M ilá n , ed ició n o rig in a l C o m p o sició n : F o to c o m p /4 , S. A. Im p re sió n : L ib e rd u p le x , S. L. E n cu a d e rn a c ió n : Servéis G ráfic s 1 0 6 , S. L. P rin te d in S p ain - Im p re s o en E sp añ a E ste lib ro n o p o d rá ser re p ro d u c id o , ni to ta l ni p a rc ia lm e n te , sin el p re v io p e rm iso esc rito del e d ito r. T o d o s los d e re c h o s reservados
EL GRAN MILAGRO V IT T O R IO MESSORI Traducción de ANTONIO R. RUBIO PLO
PLANETA
INDICE
Prólogo a la edición española
13
P rim e ra p arte/E L d esafío C am in o de E s p a ñ a E n A ragón S o ld ad o s C alan d a «El m ilag ro de los m ilag ro s» Zola, R e n á n y o tro s U n lib re p e n sa d o r: el c re y e n te E n L o u rd es, p o r e je m p lo ... Y sin em b a rg o , in s a tis fe c h o s ... U n D ios q u e a m a la lib e rta d P e te r van R u d d e r E sq u e m a s «Mi oficio» ¿Indicios? U n e x tra ñ o olvido A g rad ecim ien to s
19 21 24 26 30 33 36 41 46 49 53 56 57 60 62 66
S e g u n d a p arte/E L su ceso Los co m ien zo s U n a ccid e n te de tra b a jo L a m u tila c ió n M endigo R eg reso a casa P id ie n d o lim o sn a 29 de m arz o de 1640 «Un p e rfu m e de p a ra íso » E l su eñ o y la re a lid a d « R eim plan tad a» T ed éu m
73 77 80 83 86 88 89 94 97 100 101
E ta p a s d e u n m ila g ro Dos sa c e rd o te s y u n n o ta rio U na e s c ritu r a p a r a el m iste rio El d e stin o d e u n «protocolo» El in fo rm e d el J u s tic ia B u ñ u el y el exvoto E n p e re g rin a c ió n B ajo la m ir a d a d e la S u p re m a U n p ro c e so e je m p la r U na d ió cesis, d o s c a te d ra le s U na e x clu sió n «providencial» La se n te n c ia La voz de los a rc h iv o s La b u e n a n o tic ia P ie d ra s q u e h a b la n D on M an u el U n rey a rro d illa d o
104 110 114 121 126 128 131 132 138 145 149 152 153 161 163 169 173
T ercera parte/LA en señ a n za T an sólo u n s a m a rita n o U n «signo» p a r a n o s o tro s « G ratia g ra tis d ata» Los a ñ o s o sc u ro s U n c a rd e n a l d isfra z a d o Velilla de E b ro U n lu g a r ú n ico E l P ila r A spectos de u n a tra d ic ió n «Cosas de E sp añ a» H u m e y c o m p a ñ e ro s Si re a lm e n te fue así P o r en c im a de to d o E n F á tim a U n a g rie ta en el in fin ito
181 184 187 190 193 200 207 209 215 221 225 228 231 232 236
C u a rta p arte/L o s d o c u m en to s A cto p ú b lico del n o ta rio M iguel A ndreu, de M azaleón, te stific a d o en C a la n d a el 2 de ab ril de 1640 S e n te n c ia del a rz o b isp o de Z arag o za, D. P ed ro A p aolaza R am írez, de 27 d e a b ril de 1641, d e c la ra n d o m ila g ro sa la re s titu c ió n s ú b ita a M iguel Pellicer d e su p ie rn a d e re c h a a m p u ta d a E l testim o n io de u n c iru ja n o de n u e stro s d ías
243
247 256
A Rosanna, ella ya sabe por qué
N ingún creyente ten d ría la ingenuidad de solicitar la intervención divina p ara que u n a p iern a cortada vuelva a aparecer. Un m ilagro de este género, que quizás resultara decisivo, n u n ca se ha com probado. Y se puede predecir, con to d a tran q u ilid ad , que n u n ca lo será. F élix M ichaud
Por lo cual, atendidas éstas y o tras m uchas cosas, de consejo de los infrascriptos, así en la S agrada Theología com o en la Jurisp ru d en cia m uy ilustres D octores, decim os, p ro n u n ciam o s y declaram os: que a Miguel Ju a n Pellizer, de quien se tra ta en el presente Proceso, le h a sido restitu id a m ilag rosa m ente la p iern a derecha, que antes le h ab ían cor tado; y que no hab ía sido obra de n aturaleza, sino que se ha o b rad o p rodigiosa y m ilagrosam ente; y que se ha de ju zg ar y ten er p o r m ilagro p o r con cu rrir todas las condiciones que p a ra la esencia de verdadero m ilagro deben concurrir, de la m an era que lo atribuim os en el presente m ilagro, y com o m ilagro lo aprobam os, declaram os y autorizam os y así lo decim os. D on P edro
de
Apaolaza,
arzobispo de Zaragoza, 27 de abril de 1641
ZARAGOZA
DISTANCIAS Z a ra g o z a - C a la n d a
118
Z a ra g o z a - F u e n te s
27
F u e n te s - Q u in to
15
Q u in to - S a m p e r
37
S a m p e r - C a la n d a
51
C a la n d a - C a s te lló n (Por vinaroz)
226
C a la n d a - C a s te lló n (PorTortosa)
247
C a la n d a - B e lm o n te
19
C a la n d a - M a z a le ó n
52
C a s te lló n - V a le n c ia
63
V a le n c ia - Z a ra g o z a
323
C a la n d a - M o lin o s
29
M o lin o s - A lfo rq u e
10 0
A lfo rq u e - V e lilla
km
12
Mar VALENCIA
Mediterráneo
Escenario geográfico de la vida de Miguel Juan Pellicer.
PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA Para presentar este libro a la prensa, la editorial RizzoliCorriere della Sera, de Milán (uno de los más impor tantes grupos editoriales europeos) organizó un viaje a Aragón de inspección sobre el terreno con los pe riodistas de los diarios y revistas italianos de mayor difusión. Llegamos a Zaragoza después de la gran fies ta del 12 de octubre. Aquellos invitados de excepción, aunque habituados a todo, se quedaron asombrados, entre otras cosas, frente a la montaña de flores en la plaza del Pilar para «La Ofrenda», el tradicional home naje, que demuestra el grado de devoción de los arago neses hacia «su» Virgen. Más tarde, en Calanda, fu i mos recibidos con entusiasmo por la gente del pueblo y las autoridades locales, que no sólo nos hicieron obsequio de los exquisitos melocotones y del sabroso aceite, sino que quisieron también cantarnos, en el propio santuario del Gran Milagro, el romance que los ciegos hicieron resonar durante siglos por las plazas de España: M iguel Pellicer vecino de C alanda tenía u n a p iern a m u e rta y enterrad a. Dos años y cinco m eses, cosa cierta y aprobada, 13
p o r m édicos cirujanos que la ten ía co rta d a...
Una vez más (al igual que durante mis otras es tancias en el Bajo Aragón, tras la pista del Gran Mila gro) pude comprobar lleno de em oción lo vivo que está aún, al menos en aquel lugar, el recuerdo y el fervor de los calandinos por «nuestro p aisan o M iguel Pellicer», por utilizar la expresión de los d esp ertad o res al amanecer de cada 29 de marzo. Al volver a Italia, los periodistas escribieron ar tículos y emitieron programas radiofónicos y televi sivos en los que expresaban idéntico asombro. Sobre todo se preguntaban la razón de que fuera tan poco conocido un suceso que, por su evidencia y por la do cumentación histórica, merece verdaderamente la ca lificación de M ilagro de los m ilagros, tal y como lo llama la tradición aragonesa. Y es que este libro mío es el primero que haya escrito sobre este milagro un italiano, desde hace más de tres siglos y medio. ¡Es realmente sorprendente para una Italia que tiene en Roma el centro del catolicismo! Pero esta situación no es diferente en otros países, donde se tienen pocas noti cias (y a menudo imprecisas) sobre un «signo» que considero sin parangón en toda la historia del cristia nismo. Así pues, como creyente (pero también — ¿por qué n o ?— como periodista, cuya obligación es infor mar a los lectores) tengo la especial satisfacción que, durante los seis primeros meses de su aparición en las librerías, este libro haya atraído la atención de los me dios de comunicación, incluyendo los «laicos», y se hayan hecho siete ediciones, al tiempo que continúa su proceso de difusión en Italia. También estoy satis fecho de la próxima aparición de traducciones en los principales idiomas del m undo Esta traducción al castellano es — naturalmente — la que me produce una mayor emoción. Los lectores en español (tanto en España como en América) me han dado ya pruebas de su amistad, al asegurar a mis an14
teriores libros una extraordinaria difusión. En muchas ocasiones he revalidado en esos libros el interés y la gratitud que, especialmente como cristiano, experi mento hacia la cultura española. Y he intentado de mostrar al lector que determinadas y persistentes leyendas negras frecuentemente carecen de funda mento histórico, pues son el resultado de una guerra de propaganda que, al tomar por objetivo a España, pretendía castigar su catolicismo y su fidelidad a Roma, tan granítica como el Pilar a orillas del Ebro. En esta ocasión, m i trabajo de investigación se centra en un signo de intercesión m añana que, con su carácter único, parece ser un «prem io » no sólo a la religiosidad popular y a la apasionada devoción m a ñana de los españoles sino también al período más calum niado de la historia de España. ¡El de la In quisición, de la expulsión de los moriscos al norte de África, de las guerras en Europa para defender la or todoxia católica o de la evangelización del continente americano, desde Texas hasta la Tierra del Fuego! Como canta la liturgia aprobada por la Iglesia para conme morar el G ran M ilagro: no n fecit taliter om ni nationi; el Cielo nunca se ha volcado tanto en ningún otro pueblo. ¡Creo que el suceso de Calanda es, para los hermanos españoles, un gran y misterioso privilegio y, al m ismo tiempo, una gran responsabilidad! Por ello, este libro querría, dentro de su modestia, contribuir a ayudarles (humildemente, pero con deci sión) a que no olvidaran lo ocurrido entre las diez y las once de una noche de finales de marzo de 1640, víspe ra de la Virgen de los Dolores, en una pobre vivienda de labradores de la comarca de Alcañiz, territorio que en la Edad Media fuera reconquistado y administrado por los monjes soldados de la Orden de Calatrava que habían jurado defender hasta la muerte la Inmaculada Concepción de la Madre de Jesús. En efecto, muchos de mis amigos españoles me han confirmado lo que yo m ism o he podido comprobar en mis estancias de este lado de los Pirineos. Es decir, que 15
en la propia península Ibérica el recuerdo del Gran Mi lagro corre el riesgo de empañarse, al igual que otros tantos aspectos de la historia cristiana en los que Es paña ha desempeñado un papel tan decisivo y glorioso, como he recordado en libros anteriores. Durante m i última y reciente visita a Calanda (en la que he podido seguir la Sem ana Santa, con sus extraordinarios tambores y bombos, tan queridos in cluso para Luis Buñuel), la com unidad cristiana local ha querido proporcionarme una extraordinaria sor presa. Me han entregado el pergamino y la medalla de M ayoral de h o n o r del tem plo del Milagro. Tal y como dijera en mis palabras de agradecimiento a los calandinos, considero que se trata de la mayor de las re compensas para mi trabajo de escritor. Un trabajo que, para preparar este libro, ha sido prolongado, en algún momento fatigoso, pero lleno siempre de gozo y estu por. Un gozo y estupor que espero llegar a transmitir también a los lectores, al m ism o tiempo que la grati tud por la afectuosa y eficaz solicitud de la P u rísim a hacia sus hijos.
PRIMERA PARTE
EL DESAFIO
CAMINO DE ESPAÑA
Una m a ñ an a de verano de hace algunos años aju s té el cuentakilóm etros del coche, ap arcad o en el p e queño ja rd ín al lado de m i biblioteca, coloqué m i equipaje y puse en m arch a el m otor. De esta m an era dio com ienzo u n viaje que rep e tiría en otras tres ocasiones, siem pre con el m ism o destino e idéntica finalidad: ver p ersonalm ente, re coger y v alo rar inform aciones, ex am in ar lugares y docum entos p ara la m ás so rp ren d en te de las inves tigaciones. Pero tam b ién venía a ser la m ás im p o r tante, dadas sus consecuencias, si es que los hechos que m e p ro p o n ía av erig u ar resu ltab an ser a u té n ti cos. Lo que en aquel tem a se p lan teab a era ni m ás ni m enos que u n a especie de «dem ostración objeti va», sobre rigurosos testim o n io s históricos, de la existencia de u n p o d er so brenatural. Aquella m añana, después de cru za r el control de au to p ista m ás próxim o a m i casa, situ ad o a m itad del recorrido entre Venecia y M ilán, y de atrav esar las redes de au to p ista lom barda, p iam o n tesa y ligur, llegué p o r V entim iglia a la fro n te ra fran cesa. Sin dejar nunca la au to p ista —y p aran d o ta n sólo p ara abastecer de gasolina al coche; y de bocadillos y café al conductor que escribe: ¡tal era la im paciencia que tenía por llegar!—, atravesé la Provenza, ta n p ro fu n da (y m isteriosam ente) ligada al culto a M aría M ag 19
dalena. U na santa m uy querida p ara mí, p o r el hecho, adem ás, de ser la santa titu la r de la iglesia de la p e q ueña c iu d ad del lago de G ard a donde decidí fijar m i residencia. R eco rrí después el Languedoc, y m e detuve final m en te a d e sc a n sa r u n as h o ras en u n hotel de u n área de servicio, cuando ya h a b ía atard ecid o y lle vaba reco rrid o s cerca de m il kilóm etros. Me en co n tra b a en el «país de los cátaros», en la región que estuvo bajo el dom inio de los albigenses; y m e e n cam in a b a d irec tam en te h acia E sp añ a. Es n atu ral, p o r tanto, que m i breve descanso estuviera plagado de sueños en los que el castellano D om ingo de Guzm án lan zab a a sus Domini-canes, los «perros del Se ñor», a enfrentarse —pobres en m edios, pero ricos en doctrina, pues ésta fue la genial in sp iració n de aquel gran santo— con el som brío fanatism o de u n a h ere jía ta n cruel com o m isteriosa. A la m añ an a siguiente, tras cruzar asim ism o el Rosellón, arrebatado a España, precisam ente en los años del suceso que m e propongo estudiar, p o r el duque de Richelieu —el cardenal católico que m ás co n tri buyó al triunfo del p rotestantism o al an tep o n er siem pre los intereses del rey de F rancia a los de la Iglesia de R om a— , entré en C ataluña. C ontinuando p o r la autopista, pasé B arcelona y seguí h asta T arragona, para finalm ente m arch ar p o r la salida 34. D espués de m ás de mil doscientos kilóm etros de recorrido, deja ba por p rim era vez la p erm an en te red de au to p istas que me había llevado h asta allí. La dejé p recisam en te en el lugar en el que, según u n a an tiq u ísim a tra d i ción, Pablo de Tarso h ab ría desem barcado en tierras hispanas p ara su ú ltim a m isión apostólica. Tras c ru z a r R eus (con u n recu erd o a A ntonio Gaudí, p ro b ab le m en te el últim o de los arq u itecto s cristianos), m e in tro d u je p o r la nacional 420, el a n tiguo C am ino Real, en dirección a Aragón. E n tré en esta región, después de otro cen ten ar de kilóm etros, cruzando la h istó rica fro n tera sobre el río Algás, con 20
un paisaje cada vez m ás solitario, au stero y en o ca siones agreste. Me en co n trab a finalm ente en la región donde se localiza el pueblo al que estab a im p acien te p o r lle gar. E stab a en la provincia arag o n esa de Teruel, con poco m ás de diez h ab itan te s p o r kilóm etro cu a d ra do, la densidad m ás b aja de E sp añ a (p ara h acernos u na idea, en la provincia italian a de B rescia —de la que yo venía— la d en sid ad es de doscientos veinte habitantes, aunque m ás de la m itad de su superficie esté cu b ierta p o r m o n tañ as y lagos); u n a am p litu d térm ica de cin cu en ta grad o s (de los 6 grad o s bajo cero del in v iern o a los 44 del veran o ); u n a re n ta per cápita m odesta en co m p aració n con o tras de la E uropa com unitaria. Y adem ás, un p atrim o n io artís tico en gran p arte d estru id o d u ran te la g u erra civil de los años treinta, la ú ltim a y la m ás san g rien ta, de u na larga serie de contiendas.
EN ARAGÓN
A estos lugares, no frecu en tad o s p o r los tu ristas (¿será u n a suerte?), llegaba yo im pulsado p o r u n in terés religioso. Es lógico, p o r tanto, que aquel p aisa je a m enudo desierto, calcinado y de aspecto lu n a r —aunque, precisam ente p o r esto, provisto de u n a im presionante belleza— , m e llevara a reflexionar sobre aquellos tres años, sobre aquellos 986 im placables días del período 1936 a 1939, en los que prevalecería el horror. Por citar a H ugh Thom as, el n ad a sospe choso historiador «laico y progresista» de la gu erra civil española: «nunca, en la h isto ria de E uropa, y, se guram ente del m undo, se vio u n odio ta n im placable contra el catolicism o, sus hom bres (vivos y m uertos, pues llegaron a ensañ arse con cadáveres d esen terra dos), sus edificios y sus norm as». 21
A este B ajo A ragón en el que yo h a b ía en trado, in m e d ia ta m e n te después del alzam ien to m ilitar, lle g aro n d esd e C atalu ñ a y V alencia las «colum nas infernales» de los an arq u istas y tro tsk istas. Los casi dos años de «com unism o libertario» —con la ab o li ción de la p ro p ie d a d privada, la m o n ed a, la fam ilia, la religión y h a s ta del saludo adiós que reco rd ab a a «Dios»— se in iciaro n con u n a g ran m atan za, pues la to talid ad de los sacerdotes y m uchos de los católicos señalados y de los p ro p ietario s fu ero n en seguida asesinados. A la salid a de cad a u n o de los escasos pueblecitos, u n a cruz indica los lugares de aquellas ejecuciones su m a ria s y m asivas. E n tre sacerdotes, novicios, religiosos y m onjas, los asesinados —a m e n udo después de crueldades n u n ca vistas desde otros tiem pos m ás b á rb aro s— fueron finalm ente en toda E sp a ñ a m ás de siete mil. E n tre ellos, h ab ía trece obispos. Se h an iniciado, y algunos ya h an conclui do, dos m il procesos de beatificación y de can o n iza ción, pues se tra ta de «m ártires de la fe». N inguno renegó del Evangelio. Todos m u rie ro n p e rd o n an d o a sus asesinos. Aquí, en este «frente de Aragón», donde se deci d iría la guerra, la gasolina —u n bien de p o r sí esca so— term inó p o r faltar. Se h ab ía em pleado, m ás que p a ra los tran sp o rtes, p a ra en cen d er hogueras con la totalidad de los archivos, las bibliotecas, el m obilia rio de las iglesias y, en definitiva, con las propias igle sias. El «m undo nuevo» exigía la tabula rasa, pues el odio p o r el pasado que caracteriza a los revoluciona rios, del signo que sean, la obsesión p o r «recom enzar de nuevo», suprim iendo todo de raíz, estalló en to d a su furia.
Ni en dioses , reyes y tribunos está el Supremo Salvador. Nosotros m ism os realizamos el gran esfuerzo redentor. 22
Me co n taro n los ancianos —todavía con u n des tello de te rro r en los ojos— que los «com isarios del pueblo» obligaban a c a n ta r todas las m añ an as este Himno del Ateo a los niños con la m ú sica de la In ter nacional, an te las ru in as ennegrecidas de los tem plos y los edificios religiosos, au n q u e éstos h u b ie ra n sido asilos, escuelas u hospitales. Aquellos an arq u istas y trotskistas (seguía con m is reflexiones) no tuvieron tiem po, sin em bargo, de ser d erro tad o s p o r los fran quistas, pues fu eron m asacrad o s an tes p o r los co m unistas, que eran poco n u m ero so s p ero te n ían a S talin detrás de ellos. E n tre aquellos fieles a M oscú estab a V alentín G onzález, cuyo n o m b re de g u erra in fu n d ía p o r sí solo terro r: el m ítico el C am pesino. H uido, tras la derrota, a la P atria de «sus» soviets, term in ó en el Gulag, en Siberia. A fortunadam ente, salvó la vida huyendo o tra vez a O ccidente, donde se convirtió en im placab le a c u sa d o r del co m u n ism o «a la rusa» en cuyo n o m b re —ju sta m e n te aq u í en Aragón— había en trad o en la leyenda p o r la cru el dad y la barbarie, co m ú n a otros tantos asesinos, ya fu eran «rojos», «negros», «azules» o «verdes». E n cualquier caso, al pobre C am pesino le fue m ejor que a Pepe Díaz, secretario general del P artido C om unis ta español, pues él tam b ién se refugió en el país de aquellos soviéticos a cuyas órdenes h ab ía com batido, y fue «suicidado» p o r sus «herm anos p roletarios», arrojándolo desde la cu arta plan ta de u n hotel m os covita. Sin em bargo, las siguientes décadas del siglo devoraron a su vez no sólo a los «stalinistas», asesi nos de los anarquistas catalanes, sino a los co m u n is tas en sentido estricto. T erm inaron todos en el depó sito de ch atarra de esa H istoria de la que creían ser la vanguardia y los infalibles intérpretes. Aproveché, p o r lo tan to , aquel viaje p a ra reafir m arm e en m i h ab itu al escepticism o irónico sobre la «salvación» p ro m etid a p o r los políticos de cu alq u ier pelaje, sobre los «redentores» hu m an o s, cu alq u iera que sea el color de su cam isa. No p o r c a su alid ad 23
estaba yo allí, siguiendo las huellas de Aquel, el Único al que m erece la pena (así lo creía y lo sigo creyendo) reconocerle el copyright de «Redentor».
SOLDADOS E n el cuadro de m andos de m i coche el cuentaki lóm etros señalaba 1 350 al atravesar el río G uadalope en Alcañiz, cabeza de p artid o de la com arca, u n a localidad dom inada p o r el im presionante y som brío castillo que du ran te siglos fuera residencia de los se ñores del lugar, los caballeros de Calatrava. M iem bros de la O rden fundada en el siglo xii p o r el cisterciense san R aim undo S erra,1 aquellos m onjes guerreros aventajaron en valor a sus herm anos Tem plarios, sus tituyéndolos cuando éstos abandonaron, extenuados, la línea de fortificaciones de la Reconquista. E stos acontecim ientos que estoy reco n stru y en d o están relacionados con la Virgen M aría. P or tan to , no m e resultaba insignificante que h u b ie ra n tenido lugar en un territo rio ad m in istrad o p o r los Calatravos, que, tras u n a d u ra lucha, h ab ían pu esto fin, h a cia 1170, a cuatro siglos y m edio de u n a do m in ació n m usulm ana que no h ab ía conseguido aca b ar con el cristianism o. Aquellos soldados de Cristo, en cuyos estandartes aparecía u n a cruz de lis en color rojo, te m ible p ara los m usu lm an es, a los tres votos religio sos —pobreza, castid ad y o bediencia— añ ad ían u n cu arto voto: «Juram os que afirm arem os y defende rem os siem pre que la gloriosa R eina del Paraíso, N uestra Señora, fue co n ceb id a sin m an ch a de p eca do original. Juram os que, p a ra defender esta verdad 1 1. Más conocido por san Raimundo de Fitero, fundador de la abadía situada en esta localidad navarra y que gobernaría la Orden de Calatrava por espacio de seis años. (N. del t.)
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tan cierta, com batirem os, con el auxilio de la S an tí sim a Trinidad, h asta la m uerte.» Este ju ram en to era la condición sirte qua non p ara m ilitar en la O rden, m uchos siglos antes de aquel 1854 en el que Pío IX p ro clam aría el dogm a de la In m aculada Concepción, confesado m ucho antes, p o r estas tierras, hasta la muerte. Pero, m ien tras volvía a salir p o r la N acional 420, pensaba en otros soldados, m ucho m ás cercanos en el tiem po y de m i propio país, pero cuyo recuerdo ha sido b o rrad o d u ra n te décadas. P recisam en te en tre ' estos pedregales, lechos de to rren te secos y escasos pastos —au n q u e tam b ién , en ocasiones, fértiles huertas de hortalizas y frutales— en m arzo de 1938, y p ara ro m p er el «frente rojo», en la violenta y vic toriosa contraofensiva de Aragón, cayeron tres mil soldados italianos de lo que vino en llam arse, de un m odo am biguo, el CTV, el C uerpo de Tropas Volun tarias. Sus tu m b as cu b rían los pequeños y solitarios cem enterios de esta provincia de Teruel y ah o ra se en c u en tran en la m o n u m en tal to rre de p ie d ra del sa n tuario de S an A ntonio, que co n stru y era el g o bierno italiano y que está bajo la cu sto d ia de los cap u c h i nos en Zaragoza, la capital h istórica de Aragón. Cualquier superviviente aragonés de aquellos años «de hierro» m e h ab laría, al co n o cer m i n a c io n a li dad, del arrebato de alegría con que se recibió a las co lu m n as de aquello s so ld ad o s v enidos de lejos. Todos se m o stra rían satisfechos al co n firm arm e que no vieron que los italian o s se u n ie ra n a las a b e rra ciones que (en u no y o tro b ando) c a ra cterizaro n a una pasión política que degeneró en delirio y fan a tism o ideológico. Los italianos h ab ían venido com o soldados; y com o tales se com p o rtaro n . E n definitiva, en tre estos italianos «voluntarios» (si es que lo fueron realm ente) h u b o ocho m il m u e r tos y veinte mil heridos y m utilados. Lo cierto es que aquellos caídos lejanos en el tiem po no h a n sido aú n olvidados entre estos recios cam pesinos aragoneses, 25
duros p a ra el trab a jo y n o b lem en te te staru d o s en u n a fe cató lica que, a p esar de todo, les sigue carac terizan d o com o a sus antepasados. E n Aragón, ase gura u n viejo refrán español, no se conocen los m a r tillos. Aquí se prefiere clavar los clavos golpeándolos con la cab eza...
CALANDA
Poco después de p asar Alcañiz en co n tré la b ifu rca ción que estab a esperando; y ab an d o n é la carretera n acio n al que se dirige al n o rte, h acia Z aragoza, y doblé p o r la izquierda, en dirección oeste, h acia Te ruel. F altab an ta n sólo catorce kilóm etros. Pero se rían suficientes p a ra en ten d er el m otivo de que, en los m apas que h ab ía estudiado desde h acía tiem po, la zona ap areciera in d icad a com o el D esierto de Calanda. P o sterio rm en te alguien m e aseguró que esa denom inación, pro p ia de u n lugar apartado, m ás que referirse al aspecto del lugar, te n d ría su origen en u n convento en el que los religiosos carm elitas se re ti ra b a n p ara sus ejercicios espirituales, a sem ejan za de la soledad de u n «desierto». R esulta difícil, sin em bargo, a c e p ta r sem ejan te etim ología al co n tem p lar los llanos que cortan, h a s ta donde alcanza la vista, u n a m eseta desolada, p e dregosa, sin u n árbol, y señ ala d a p o r d o q u ie r p o r casas de la b ra n za en ru in a (m ás ta rd e m e d ijero n que era lo que q u ed ab a de u n proyecto de ferro ca rril, que en realid ad n u n c a llegó h asta allí). E n los libros que leí an tes de p a r tir h ab ía a p ren d id o que aq u í las precipitacio n es m edias anuales equivalen solam ente a u n tercio (30 centím etros frente a 90) de las de Nápoles, el «país del sol» p o r excelencia, se gún los tópicos im ag in ario s. Sin em bargo, éste es u n paisaje de expresiva fascinación. Q uizás p o r suges26
(ion de la m e ta ya próxim a, m e aco rd é in m e d ia ta m ente de o tro paisaje, ta m b ién m uy q u erid o p a ra mí: el de T ierra S anta, concretam en te el de algunas zonas de Ju d ea y S am aría. No o b stan te, cu an d o estab a p róxim o al pueblo donde m e dirigía, aquel «desierto» se fue poblando de hu erto s, olivares y árboles frutales. Las m a n z a nas y, sobre todo, los m elocotones, que aq u í llam an préseos, son fam osos en todo Aragón. Y el aceite, tan afam ado, de recio sab o r y fuerte color. E n o tras vi sitas, sin em bargo, m e d a ría cu e n ta de que —pese a las ap arien cia s de m i p rim e ra visita a m ed iad o s del verano— no faltab an el agua y la som bra, pues dos ríos, el G uadalo p e y el G uadalopillo, se u n en precisam ente detrás del pueblo, donde se en cu e n tra tam bién u n em balse sep arad o p o r u n dique. Allí se inicia la sierra, actu alm en te rep o b lad a de pin ares, que sep arab a el Reino de A ragón del de Valencia: el M aestrazgo, m ontes de leyendas, de h istorias de b a n doleros y de g u e rra de g u errillas en tre « cristianos viejos» y m oriscos. M iré el cuentakilóm etros: m arcab a 1 365 cu an d o apareció la señal de carretera ta n esperada. Calanda. Sabía que en u n a de las guías in tern acio n ales de m ayor difusión aquel lu g ar era desp ach ad o con u n anónim o renglón: «Allí se encuentra u n a iglesia p arro quial del siglo xviii.» E n cam bio, en el texto del Toui ing Club Italiano, el m ás utilizado p o r los tu ristas de nuestro país, se lee u n a sim ple n o ta en letra p e queña: «Tras d a r gracias a C alanda p o r ser el lu g ar natal de aquel auténtico genio que fue Luis B uñuel, se continúa...» ¿Hay que «darle las gracias» p o r esto, solam ente por esto? Es verdad que el fogoso d irec to r de cine procedía de u n a fam ilia aco m o d ad a de C alanda y que siem pre llevaría consigo u n a h u ella a to rm e n tada, com o ten d rem o s o casión de ver. Pero no era precisam ente u n a p ereg rin ació n tras la p ista de u n m aestro del cine, au n q u e fuera «un au tén tico genio», 27
lo que m e h a b ía llevado, tra s dos días de viaje, a aquel re m o to lugar, ab atid o p o r u n sol im placable. Y en el q ue el p rim er edificio que vislum bré, entre u nas casas viejas, fue la plaza de toros. Más tard e sa b ría que está entre las m ás fam osas y antiguas del país, ta m b ié n p o r el hecho de no h ab er sido afecta da p o r la gangrena de u n tu rism o que, en E spaña, tiene u n o s itin erario s p a ra re c o rre r m uy diferentes a éste. Pocos son los h ab itan tes de Calanda, pero m u cha la p asió n p o r esta antigua, noble, calu m n iad a y pese a todo sagrad a im agen de la fogosidad h u m a na, de la elegancia en desafiar al D estino, de la eter na lu ch a en tre la vida y la m u erte cuyo presagio se hace om nipresente, bajo u n sol que lanza sus dardos sobre u n a tie rra quem ada. S urgen así el am arillo y el rojo, u nos colores que E sp añ a h a to m ad o p recisa m ente de la an tig u a en señ a de Aragón. Pero ni siq u ie ra la ta u ro m a q u ia ni tam p o co la cinefilia h a b ría n podido n u n c a vencer la indolente y ad o rad a com odidad de aislarm e entre m is libros ju n to a u n apacible lago del n o rte de Italia p a ra co rrer a esta especie de escen ario bíblico, cuyo calo r m e am en azab a al otro lado del in te rio r refrig erad o de m i coche. E n realidad, m i objetivo se h allaba en u n a solita ria plazuela que no tuve d ificultad alguna en en co n trar, pues b a sta b a con en ca m in a rse h acia la ú n ica torre de iglesia existente en el pueblo. F rente a m í se en co n trab a u n a especie de te rra p lén con u n a escali nata, a cuyos pies se situ a b a u n a p alm era. D elante de la iglesia se p o d ían ver u n a an tig u a cruz de pie d ra y la fachada, u n a com o ta n tas otras de aquellos lugares, de u n tem plo n o d em asiado grande. A la iz q uierda estaba la to rre con sus cam panas, re m a ta d a p o r u n a elevada y afilad a cúspide octogonal. La ú n i ca particularidad, p o r así decirlo, era algo así com o u n a bota —o m ás b ien u n a p iern a co rtad a p o r la ro dilla— esculpida sobre el arco de la ú n ica en trad a, dom inado p o r u n a estatu illa de la Virgen con el N iño 28
sobre u n a colum na. La reconocí inm ed iatam en te: era la Virgen del Pilar, que se venera en su gran sanluario de Zaragoza. La iglesia estaba abierta, a p esar de ser todavía la hora de la siesta. Lleno de em oción, en tré y en se guida d escu b rí la tran q u ilid ad del frescor, la p e n um bra y el silencio que allí rein ab an . Un in terio r agradable, sin duda restau rad o no hacía m ucho tiem po, que estaba lim pio y cuidado, pero que no tenía dem asiado interés artístico: tres naves, algunas ca pillas laterales y u n a cú p u la en u n m o d esto estilo neoclásico del siglo xviii. Una iglesia de provincias com o tan tas miles de ellas en la E uropa católica. Sobre todo p ara quien, como yo, la contem plaba en su actual estado, después ele que la furia iconoclasta de anarquistas y com unísins destruyera las obras de arte que la ornam entaban, llegando al extrem o de ro m p er las sepulturas p ara profanarlas y dejando tan sólo las paredes desnudas y una serie de frescos que las coronaban, de excesiva ni tura para ser destruidos. Los revolucionarios, antes que con las cosas, la em prendieron con las personas, pues m e enteré que el recto r de aquel san tu ario fue inm ediatam ente arrestad o y llevado ante u n pelotón de fusilam iento, al igual que todos aquellos que de alguna m an era estuvieran relacionados con la o d ia da «religión». En lugar del m agnífico retab lo del al iar mayor, de un deslum brante b arroco español (yo había visto las antiguas fotografías), hab ía ah o ra u n a reproducción de aquella Virgen que antes h ab ía visto en la fachada, pero que aquí estaba con el m anto, del color litúrgico del día, que recu b re la co lu m n a o pilar. Yo sabía perfectam ente que la iglesia estab a dedicada a aquella Virgen; y esto no era p o r casu a lidad...
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«EL MILAGRO DE LOS MILAGROS» Lo que yo h ab ía venido a ver era u n a p eq u eñ a cap i lla lateral: la p rim era a la derecha, según se entra. U nos pocos m etro s cu ad rad o s, sep arad o s p o r u n a cancela que siem pre está cerrada, y a la que (me h a bía en terad o tam b ién de esto p o r m is lecturas) sólo p odían acceder los sacerdotes y p erso n as co n sag ra das bajo penas canónicas. Tal y com o aparece escrito en las tiras de papel que sujetan los ángeles representados en la gran cú pula de la iglesia, éste es el Locus signatus est / Honori Deiparae deputatus. Éste es el lugar en el que el M is terio h a dejado im presas sus huellas; y, desde en to n ces, está únicam en te destinado a h o n ra r a la M adre de Dios, que h ab ría dem ostrado aquí en qué consis tía su «om nipotencia suplicante». Aquí h ab ría ejerci tado de u n m odo inquietante y exclusivo la facultad de intercesión sobre su Hijo que p u siera p o r p rim e ra vez en p ráctica en unas bodas en C aná de Galilea y que desde entonces el pueblo creyente asegura ex perim entar a m odo de realidad perm anente. Sabía ah o ra m uy bien p o r qué aquél era el Locus signatus , aunque fuese la p rim era vez que lo veía. No obstante, en contré resu m id a la razó n en u n a lápida que tam bién podía leerse desde el exterior, en la ca pilla, detrás de la cancela m etálica. Leí las p alab ras en ese castellano que —en palabras de Felipe II— es el idiom a que el p ro p io Dios habla en el Cielo (y que, p o r de p ro n to , en la tie rra se h a co n v ertid o en la lengua de la m ayoría de los b au tizad o s católicos...): «En este m ism o lugar, el jueves 29 de m arzo de 1640, de diez y m edia a once de la noche, p o r in tercesió n de la Virgen S an tísim a del Pilar, fue restitu id a a su devoto M iguel J u a n P ellicer la p ie rn a d erec h a que hacía dos años y cinco m eses le h ab ía sido co rta d a 30
por el L icenciado D. Ju a n de E stan g a en el S anto H ospital de N tra. S ra de G racia de Z aragoza. In s truido pro ceso canón ico a in stan cia de los ju rad o s y m unicipio de la ciu d ad de Zaragoza, fue declarado m ilagro ta n p o rten to so hecho, p o r sen ten cia que firm aba el excelentísim o y reverendísim o do cto r don Pedro de A paolaza, arzobispo de Zaragoza, el día 27 de abril del año 1641.» É sta era la razón p o r la que yo me enco n trab a allí. Para tra ta r de averiguar lo que realm ente h ab ía su cedido en C alanda hace m ás de tres siglos y medio, en u n a h ab itació n de unos cam pesinos pobres que lúe tran sfo rm ad a en seguida en capilla. ¿H abía suce dido, al m enos p o r u n a vez, algo verdaderam ente im posible, y ju stam en te en aquel locus que ah o ra tenía delante y en el que ta n sólo personas sagradas podían desde entonces p o n er sus pies? El Gran Milagro, El Milagro de los milagros ; o de un m odo m ás sencillo y a la vez m ás solem ne, El Mi lagro. El M ilagro po r excelencia, el único con artícu lo determ inado, pues no adm ite com paración posible. Así había sido llam ado p o r la trad ició n española lo que, p ara mí, era tan sólo u n supuesto acontecim ien to. Es más, yo había contem plado las noticias sobre el suceso (y paradójicam ente, pues soy creyente) con in m ed iata y cau telo sa p ru d en cia. Com o si, a u n es tando dispuesto a acep tar el m isterio de lo S obrena tural, hubiera yo establecido, de u n m odo instintivo, lo que p ara Dios era o p o rtu n o hacer o d ejar de hacer. El Suceso, el H echo, se p u ed e re su m ir en esta ap retad a síntesis: «Entre las diez y las once de la noche del 29 de m arzo de 1640, m ien tras d o rm ía en su casa de Ca landa, en el Bajo A ragón, a M iguel Ju a n Pellicer, u n cam pesino de veintitrés años, le fue “re im p la n ta d a ” —rep en tin a y definitiv am en te— la p ie rn a derecha. La pierna, hecha pedazos p o r la ru ed a de u n carro y posteriorm ente gangrenada, le fue a m p u ta d a cu atro dedos po r debajo de la rodilla, a finales de octu b re 31
de 1637 (es decir, dos años y cinco m eses antes de la im p resio n an te “restitución"), en el hospital público de Z aragoza. C irujanos y en ferm ero s p ro ced iero n seguidam ente a la cauterización del m u ñ ó n con u n h ie rro can d en te. El p ro ceso y la in v estig ació n se ab rie ro n sesenta y ocho días después y se p ro lo n g a ro n m uchos m eses, siendo presidido p o r el arzo b is po de Z aragoza asistido p o r nueve jueces, con dece- ¡ ñas de testigos y u n riguroso respeto de las n o rm as prescritas p o r el derecho canónico. La sentencia del proceso declaró que la p iern a reim p lan tad a de m a n era ta n rep en tin a era la m ism a que le fuera c o rta da y acto seguido en terrad a en el cem enterio del hos pital de Zaragoza, situado a m ás de u n cen ten ar de kilóm etros de C alanda. A dem ás de p o r el proceso, la verdad del hecho fue certificada, ta n sólo tres días después de que o cu rrie ra y en el m ism o lu g ar del acontecim iento, p o r u n notario (ajeno al pueblo y, en consecuencia, sin relación con el suceso), p o r m edio del h ab itu al in stru m en to legal, g aran tizad o asim is m o p o r el ju ra m e n to de m uchos testigos oculares, entre ellos los p ad res y el p árro co del joven del m i lagro. E n consecuencia, a p a rtir de los aco n teci m ientos y del testim onio del p ro tag o n ista y de otros testigos se llegó a la conclusión de que el m ilagro fue debido a la intercesión de N u estra S eñora del Pi lar, de la que el joven h ab ía sido siem pre p a rtic u la r m ente devoto, a la que se h ab ía en co m en d ad o antes y después de la am p u tació n de su pierna, y en cuyo santuario de Z aragoza hab ía pedido y obten id o a u torización p a ra p e d ir lim osna. Tras h a b e r p o d id o ab an d o n ar el h o sp ital con u n a p iern a de m a d e ra y dos m uletas, se fro tab a diariam en te el m u ñ ó n con el aceite de las lám p aras encendidas en la S an ta C api lla del Pilar. E sto es p recisam ente lo que soñó que estaba haciendo, en Calanda, la noche del 29 de m a r zo de 1640, cuan d o se d urm ió con u n a ú n ic a p ie rn a y fue despertado p o r sus padres pocos m in u to s d es pués, teniendo o tra vez las dos piernas. Sobre la ver32
«latí del h ech o n u n ca se levantó voz alguna de d u d a 0 disconform idad, ni entonces ni después, ni en el pueblo ni en ninguno otro lugar en el que se cono» iera a M iguel Ju an antes y después del accidente que najo com o consecuencia la am p utación de la pierna. 1i as la conclusión positiva del proceso, el propio rey de España, Felipe IV, ordenó llam ar al joven del m i lagro a su palacio de M adrid, arrodillándose en su presencia p ara besarle la p ierna m ilagrosam ente “resiituida”.»
ZOLA, RENAN Y OTROS
Digámoslo sin m ás preám b u lo s: an te u n relato se m ejante, u n a p rim e ra reacció n de in cred u lid ad no solo sería co m p ren sib le sino que quizás re su lta ra obligada. Y no sólo p a ra los ateos, agnósticos, in
A quí e n tra tam b ién en escena el do cto r Jean M ar tin C harcot, el célebre neurólogo, el prestigioso líder del positivism o antirreligioso del siglo xix, el que, en tre o tras cosas, se p ro p u so re d u c ir L ourdes a u n a su n to de histeria: «Al co n su ltar el catálogo de c u raciones llam adas “m ilagrosas”, n u n ca se h a podido co m p ro b ar que la fe haya hecho reap arecer u n m iem bro am putado.» R efiriéndonos a n u estra época, tenem os a Ambrogio D onini —el discípulo predilecto del sacerdote, excom ulgado p o r m odernism o, E rnesto B uonaiuti—, que m ás ta rd e se convertiría en el m ás so b resalien te h isto riad o r m arxista de las religiones: «Ni siquie ra los m ás ingenuos defensores de la p o sibilidad de prodigiosas intervenciones divinas se atrev en ya a su g erir “m ilag ro s” que sean a u tén tic am en te “so b re n a tu ra le s ”, tales com o la re a p a ric ió n de p ie rn a s o b razos am putados.» E n 1894, É m ile Zola, el célebre n o velista (fra n cés au nque de pad re italiano), el pan fletario del caso Dreyfus, el p ro feta del positivism o literario, del m is m o m odo que C harcot lo fu era del científico, se tra s ladó a Lourdes. Fue a o bservar —a la m a n era de u n escéptico e s p e c ta d o r— las p e reg rin acio n e s n a c io nales francesas, en la que ya se h ab ía convertido la «capital del m ilagro», el m ás escandaloso de los d e safíos al cientifism o p o r entonces en boga. Por m edio de su experiencia directa, Zola p la n e a b a elaborar u n a novela (que, en efecto, escribió; y fue u n bestseller), p a ra d e m o stra r que to d o lo que se decía que estab a p asan d o en aquel pueblo de los P irineos no era m ás que el resu ltad o de ilusiones, alucinaciones y fanatism os, sin que tam p o co cu p ie ra excluir el fraude. F ren te a la g ru ta de M assabielle, donde están la e s ta tu a de la In m a c u la d a y la fuente que bro tó de las m anos de la p eq u eñ a v id en te, santa B ernadette S oubirous, Zola contem pló con u n a sonrisa irónica los m uchos exvotos allí colgados: «Veo m uchos basto n es y m uchas m uletas», dijo, en 34
!<>no burlón, a quien lo acom pañaba. «Pero no veo ninguna p ie rn a de m adera.» Sin d u d a su p o n ía que de una parálisis, com o de otras m uchas enferm ed a des, se p uede ta m b ién alcan zar la cu ració n a través de algún tipo de energía, gracias al aliento curativo del en tu siasm o religioso, p o r m edio de fuerzas p sí quicas aú n no d eterm in ad as y descritas p o r aquella ( iencia que (entonces todos los Zola estab a n co n vencidos de ello) h a ría d esap arecer la «superstición eaLólica» y d isip a ría cu alq u ier su p u esto «m isterio». Un ciego reco b ra la vista; u n m udo la palabra; u n loco la razón; u n sordo el oído... C iertam ente, es in teresante. R esulta h asta pintoresco. Pero ¿quién p o drá n u n ca d arn o s seg u rid ad de que no h a h ab id o ningún error, au n q u e sea involuntario, de diag nó sti co, o incluso u n a sustitu ció n frau d u len ta de p erso nas? ¿Y cóm o d iferenciar u n a m ejoría tem p o ral de una curación definitiva e instan tán ea? Sin em bargo, u n a p iern a cortada es otro tem a. Su i ( aparición sería u n hecho tan evidente com o irreInlable. De ahí que resu lte algo inconcebible (com o, por lo dem ás, tam b ién nos d em u estra la experiencia) para u n a m en talid ad que se h a liberado definitiva m ente de la superstició n p a ra educarse a la luz de la Razón y el Progreso. E rnest R enán, el an tig u o sem in arista exco m u l gado, el que som etió las E scritu ras a la crib a de la «m onees naciente crítica «científica» (y, p o r tan to , egún él, forzosam ente dem oledora), en el prólogo a una enésim a edición de su —a la vez d etestad a y
m o stra r u n a intervención expresa de u n a divinidad en cu alq u ier acontecim iento. E n consecuencia, m is queridos católicos, nos lim itarem os a reco rd aro s u n a verdad objetiva: h asta ahora, n u n ca se h a pro d u cid o u n “m ilagro" que fuera visto p o r testigos dignos de crédito y tuviera u n a plena confirm ación.» Como se ría, p o r supuesto, el consabido ejem plo de b razo s y p iern as «reim plantados» de golpe: u n ejem plo ap ro piado, al que re c u rrirá en o tro m o m en to el p ropio R enán, com o tan to s otros. El caso lím ite de la «resurrección» de u n m uerto sería u n a p ru eb a m enos concluyente que ésta, pues no faltan los ejem plos de m uertes que eran sólo su p u estas y ap aren tes. Cabe p e n sa r en ellos si u n «muerto» volviese a la vida. Pero si u n a articulación volviera a ap are cer... Sin em bargo, si se d iera ese caso, no cabría duda alguna, y h ab ría que rendirse a la evidencia. Los detractores de los m ilagros decían (y siguen diciendo) que no es casual que n u n ca se haya dado sem ejante caso; y que n u n ca se d ará...
UN LIBREPENSADOR: EL CREYENTE
No obstante, antes de exponer n u estro tem a será bueno deshacer en seguida equívocos y ech ar abajo los tópicos. C iñám onos al m ilagro «físico». Éste co n siste, según la definición dad a p o r los teólogos, en la que está m edida cada p alabra, en «un hecho sensible obrado por Dios en el m undo, fuera o por encima del m odo de actu ar de la n atu raleza creada y en virtud de u n a intervención Suya directa». Pues bien, cuan d o se tra ta de estab lecer la p o si bilidad y la eventual v erd ad de sem ejantes hechos, el auténtico (y único) «librepensador» es el creyente, no el incrédulo. E n efecto, y p o r resu m irlo con la profunda agudeza de G ilbert K eith C hesterton: «Un 36
i l eyente es u n h om bre que adm ite u n m ilagro si se ve obligado p o r la evidencia. E n cam bio, u n no eresen te es alguien que ni siq u iera acep ta d iscu tir de milagros, po rq u e le obliga a ello la d o ctrin a que p ro lesa y a la que no puede contradecir.» C ualquier «incrédulo» será siem pre prisio n ero de mi a rm a zó n ideológico; de la necesidad, vital p a ra el, de negar; del ansia de e n c o n tra r sea com o sea explicaciones racionales» que le tranquilicen. ¿Qué sucedería, pues, con sus esquem as de «Razón» (con m ayúsculas, p o r supuesto), si se viese obligado a a d m itir «algo» que p u siera esos esquem as en crisis e incluso los trasto cara? ¿No ten d ría que ad m itir que estaba com pletam ente equivocado y verse forzado a abrirse a u n a dim ensió n que h asta entonces h ab ía rechazado de m an era tajante? P or lo dem ás, esto es lo que confesaba el propio R enán, con u n a sin ceri dad no exenta de cierta sospecha de angustia, en esa 1ida de Jesús que citábam os antes y en la que redueia a aquél que p ara los creyentes es el Cristo a las dim ensiones de un h o m b re corriente, au n q u e eso sí extraordinario, de u n filántropo so ñ ad o r y a u to r de m áxim as m oralizantes: «Si los m ilagros tien en algu na base real, m i libro no es m ás que u n en tram ad o de errores.» En cam bio, el creyente, el cristiano, es alguien r o n u n a total serenidad, al estar libre de arm azones ideológicos preconcebidos. Su fe en Dios creado r se Imida en el reconocim iento de ese continuo m ilagro <|iie es el m undo, con ese orden m aravilloso que a b a r ía desde la brizna de hierb a a las increíbles d im en siones de las galaxias. El creyente es sim p lem en te nn partidario de ese sentido com ún que tiene p reci sam ente el llam ado «hom bre corriente». Sin em b ar r o , dicho sentido com ún parece ser algo in so p o rta blem ente simple, p o r no decir vulgar, p a ra ta n to s intelectuales», al afirm ar que no hay n ad a creado sin un Creador; ningún efecto sin u n a Causa; y nin¡’un orden sin un O rganizador. 37
El creyente sabe que el p rim e r y v erd ad ero m i lagro resid e m ás en lo que en ten d em o s p o r la nor malidad que en la excepción ; está en las leyes de la N atu raleza (ese seu dónim o u tilizad o p o r Dios c u a n do q u iere p e rm a n ecer de incógnito) m ás que en su provisional, tem p o ral o m ilag ro sa su p eració n o su s pensión. A dem ás, p ara el cristiano, la fe en los Evangelios —es decir, en el Dios Redentor , adem ás de en el Crea dor— está fu n d ad a sobre la v erdad de los m ilagros que esos libritos escritos en u n griego p o p u la r a tri buyen a Jesús. Y, adem ás, antes y p o r encim a de cual quier o tro m ilagro, la fe se fu n d a en el M ilagro p o r excelencia: la resurrección de los m u erto s que da tes tim onio de que aquel d erro tad o p red icad o r de G ali lea, m u erto en la in fam an te cruz de los esclavos, era el M esías, el Cristo, el U ngido esp erad o p o r Israel y an u n ciad o p o r las E scritu ras ju d ías. Sobre aquel aco n tecim ien to sucedido al am an e cer de u n día de P ascua —y ta n sólo sobre él— la fe se asienta o vacila. Dice Pablo de Tarso: «Si no hay resurrección de los m uertos, tam p o co C risto resu ci tó. Y si no resucitó Cristo, vacía es n u estra p red ic a ción, vacía ta m b ié n v u estra fe. Y som os convictos de falsos testigos de Dios [...] si C risto no resucitó, vuestra fe es vana, estáis todavía en vuestros p eca dos. Por tanto, ta m b ién los que d u rm iero n en C ris to perecieron. Si solam ente p ara esta vida tenem os p u esta n u estra esp eran za en Cristo, ¡somos los m ás dignos de com pasión de todos los hom bres!» (1 Cor. 15, 13-19). Es más: el cristian o (y en p articu la r el católico) está asim ism o convencido de que, incluso después del final de la era ap o stó lica —de la que d an te sti m onio los libros del N uevo T estam ento— , el m ilagro siem pre ha a co m p añ ad o y aco m p añ a to d av ía a la vida de la Iglesia. Son, sobre todo, m ilagros «espirituales»: de co n versión, caridad, ren u n cia y perdón. Además hay mis38
u i ¡os que ta m b ién son «milagros», com o el que se i cimeva en el p an y el vino, cada vez que el sacerdo te celebra la m isa. Pero ta m b ién están los m ilagros «físicos», en es pecial los de curación, sim ilares a los llevados a cabo p o r Jesús y los apóstoles, obtenidos frecuentem ente dentro de esa m isterio sa estrategia celestial— p o r intercesión de la Virgen M aría o de los santos de los
u n h echo m ilagroso, está m uy lejos de ella la in ten ción de forzar el asentim iento de fe a sus fieles.»2 T am bién en este tem a se ejercita la lib ertad del cristiano (que es m ucho m ás am plia de lo que supo n en quienes no tienen experiencia de ella), la inde p endencia del católico que está llam ado a resp etar el M agisterio de la Iglesia pero que, al m ism o tiem po, está invitado a an alizar e investigar, p o r sí m ism o, haciendo uso de ese don divino que es su razón. Ni que decir tiene que la fe del cristiano no dependerá del re su ltad o de la valo ració n objetiva del caso ni de que éste sea declarado oficialm ente digno de cré dito, pues, com o d ecíam os antes, estos signos son «gratuitos», son u n detalle «añadido» de u n Dios m agnánim o. P ueden refo rzar la fe, pero no la fu n d am en tan . Tan sólo la R esurrección de Jesús es el Signo fu n d ad o r y fundam ental. El incrédulo, p o r el contrario, se ve obligado a n e g ar c o n tin u a m e n te la p o sib ilid ad de estos signos, co n tin u am en te y de todas las m an eras posibles, bajo p en a de p e rd e r su religión o te n e r que re n e g a r de ella, pues es sabido que el ateísm o no es o tra cosa que u n a religión, sim ilar a las dem ás, pero b astan te m ás exigente y ap rem ian te que cu alquier otra. ¿Con qué libertad puede cu estio n ar el M isterio qu ien h a fundado su vida y su p en sam ien to sobre la «apues ta» de que no existe n ad a m isterioso? ¿H asta qué pu n to es libre, frente a hechos inexplicables, aquel que siga (citam os o tra vez, textualm ente, a R enán) el principio p o r el que «todo, en la h isto ria de los h o m bres, debe ten er u n a explicación hum ana»? E n definitiva, ¿quién es el «librepensador»? Nos parece que la clave está en el h u m o r de la frase de C hesterton que citáb am o s antes.
2. Tomás D om ingo P érez, «Los m ilagros y la Iglesia», en AA. W .: El espejo de nuestra historia. La diócesis de Zaragoza a través de los siglos, Z aragoza, 1991, p. 439.
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EN LOURDES, POR EJEMPLO... I ras a clarar (resultaba obligado) que, al tra ta r estos lemas, si hay alguien que tenga la voz q u eb rad a p o r la ansiedad no es precisam ente el creyente, volvere mos de nuevo a Zola. Volvamos a ese llam ado lib re pensador que, d án d o se el aire de al que no «se la pegan» y de el que se lo sabe todo, visitó (a m odo de significativo ejem plo) el san tu ario de Lourdes. Un santuario que no sólo es uno de los m ás visitados del m undo, con sus cinco m illones de peregrinos al año, sino que tam b ién es el único en que fu n cio n a u n a «oficina m édica» que desde hace m ás de u n siglo so mete a exam en las curaciones declaradas p o r los m é dicos «inexplicables desde el punto de vista científico». Es u n exam en tan lleno de rigor que —de los m i les de inform es conservados en los archivos de esa ofic ina m édica— tan sólo sesenta y seis casos h an sido los que las autoridades eclesiásticas h an reconocido como «milagrosos», com o atribuidos a la intervención directa de Dios, por intercesión de La que allí se p re sentara com o la Inmaculada Concepción. Pues bien: ni siquiera en Lourdes (ni en Fátim a, ni en todos los dem ás lugares de «apariciones» reco nocidas oficialm ente, con todo su cortejo de «prodi gios») u n católico, p ara seguir siéndolo, está obliga do a aceptar el reconocim iento que la Iglesia haga de estos m ilagros. P ara salirse del Credo de la Iglesia basta, si acaso, con la negación de la R esurrección de Cristo, pero nadie se sale p o r p o n er en d uda (si a ello le llevan sus investigaciones y su razón) cualquiera de los m ilagros que ta n n u m ero so s son en la h isto ria de los santos y en la de los lugares de culto, en espe cial los m arianos. A p esar de esta atm ó sfera de lib ertad que in fu n de serenidad a los creyentes, al elim in ar todo deseo 41
de b u s c a r «dem ostraciones» a to d a costa, h a b rá que señ ala r que en la época de É m ile Zola —y co n cre tam en te, en L ourdes, p o r ceñ irn o s a ese lu g ar— no re s u lta b a ta n a p ro p ia d a com o p u d ie ra p a re c e r la observación del escrito r sobre los b asto n es, las m u letas o la au sen cia de u n a p ie rn a en tre los exvotos. No era cie rta la afirm ació n de que n u n c a h u b ie ra «vuelto a crecer» u n m iem b ro o, al m enos, su «ar m azón», el hueso, con sus co rresp o n d ien tes p artes de m úsculos, nervios, vasos sanguíneos, tejidos co n d uctores y piel. Uno de los casos m ás atestiguados y estudiados entre las sesenta y seis cu raciones reconocidas p o r los m édicos com o «totalm ente inexplicables desde el p u n to de vista científico», y en consecuencia d ecla radas p o r los obispos com o «m ilagrosas», se refiere precisam ente a u n ejem plo de estas características. Nos referim os, evidentem ente (la h isto ria es bien co n ocida p ara quien esté m ín im am en te fam iliarizado con estos tem as), a P eter van R udder, u n ja rd in ero de Jabbecke, en la región belga de Flandes. El 16 de febrero de 1867, aquel h o m b re se ro m p ió la p ie rn a p o r debajo de la rodilla tras h ab erse caído de u n á r bol. Los m édicos ap reciaro n la com pleta fractu ra de los dos huesos, la tib ia y el peroné. Los m u ñ o n es quedaron separados p o r u n agujero de unos tres cen tím etros, «por el que p asab a fácilm ente u n a m ano», según la expresión em p lead a p o r u n ciru jan o . Así pues, se produjo u n a p érd id a definitiva de seis cen tí m etros de m ateria ósea. Las fractu ras de los huesos atravesaban la piel del jard in ero , p rovocándole no sólo terribles sufrim ientos sino tam b ién u n a horrible llaga purulenta. El calvario de aquel h o m b re d u ró m ás de ocho años, durante los cuales las visitas y curas, p o r lo d e m ás inútiles, diero n lu g ar a u n im p resio n an te arc h i vo de docum entos de g ran valor p ara el su b sig u ien te proceso. E ntre los m édicos que v isitaron a aquel desgraciado (y que desp u és ap o rta ría n su te stim o 42
nio) estab a ta m b ién el prestigioso pro feso r T hiriart, cirujano de la Casa Real de Bélgica, que in sistiría en la p ro p u esta de otro s colegas suyos de a m p u ta r el m iem bro. U na m utilació n que Van R u d d er rechazó siem pre con to d a firm eza, pues su ya existente de voción a la Virgen se vería p o sterio rm en te reforzada ( liando a su pueblo co m en zaro n a llegar noticias de los hechos sucedido s en L ourdes. A los m édicos, la m iliares y am igos que le in sistía n p a ra que se operara, o p o n ía su fe in q u eb ran tab le, que tard e o lem prano le llevaría a p e n sa r que la In m acu lad a de acuerdo con la solem ne declaración del obispo de Tarbes, después de cu atro años de investigacio nes— se h ab ía ap arecid o realm en te a la p eq u eñ a Uernadette. El 7 de abril de 1875, Van R udder, ayudado p o r su mujer, con heroicos esfuerzos y en m edio de angusi iosos dolores, p rim ero en tren y luego en u n coche de caballos, consiguió llegar al pueblo de O ostaker, situado asism ism o en Flandes. Allí, desde h acía no m ucho tiem po, se h ab ía co n stru id o u n a re p ro d u c ción de la g ru ta de los Pirineos d ando lu g ar a u n a serie de peregrinaciones a nivel local. C edam os la p a la b ra a la relació n oficial de los hechos: «Cuando llegó an te la estatu a de la Virgen, el hom bre im ploró el p erd ó n de sus pecados y la g ra cia de p o d er volver a su trab ajo p ara m a n te n e r a su num erosa fam ilia. De repente, sintió que co rría p o r su cuerpo lo que definió com o “u n a especie de co n vulsión". Sin darse cu en ta aú n de lo sucedido, dejó caer las m uletas, echó a co rrer y se p o stró de ro d i llas [algo, p o r o tra p arte, que le resu ltab a im posible desde hacía ocho años] an te la im agen de la In m a culada. Tan sólo al o ír los gritos de su m ujer, se dio cu en ta de que se h a b ía cu rad o de m a n e ra to tal e inm ediata.» Dice así el prim ero de los inform es, escrito pocas horas después po r dos m édicos de cabecera, que se guían desde hace años el caso: «La p ie rn a y el pie, 43
b a sta n te h inchado s, h an vuelto a a d q u irir re p e n ti n am en te su volum en norm al, encogiéndose tan to que el algodón y las vendas se h an caído solos. Las dos llagas g an g ren ad as ap arecen cicatrizad as. Pero lo m ás llam ativo es que la tibia y el p ero n é fractu rad o s se h an vuelto a unir, a p esar de la d istan cia existen te en tre am bos. La so ldadura de los huesos es com pleta, de tal m odo que las p iern as tien en o tra vez la m ism a longitud.» El vizconde A lberich du Bus, m iem b ro destacad o de la G ran Logia m asó n ica de Bélgica, sen ad o r p o r el p artid o anticlerical y del que Van R u d d er era em pleado, se convirtió al catolicis m o, al ver que su jard in ero reg resab a de la p ereg ri nació n rep en tin am en te curado. Así pues, tenem os otros seis centím etros de h u e so surgidos de la nada; o m ejor dicho, del M isterio. Ante aquella rep ro d u cció n de la g ru ta de M assabielle hubo sin d u d a u n a especie de creación ex nihilo de la m ateria, com o testim o n ia asim ism o la d o cu m en tació n fotográfica que se expone todavía en la oficina m édica de Lourdes. Sucedió así p a ra que ni siquiera p u d iera cab er la posibilidad de alegar com o cau sa del suceso (que sería de risa an te u n caso se m ejante) el am bien te de nerviosism o, de en tu siasm o «histérico» d en u n ciad o p o r el racio n alism o del si glo xix en las peregrinaciones, pero lo cierto es que el jard in ero no se vio a tra p ad o en m itad de u n a m u l titu d de peregrinos, pues se en co n trab a a solas con su m ujer y no p recisam en te en Lourdes, sino en u n a «réplica» aproxim ada de aquel lugar, situ ad a a cen ten ares de kilóm etros de los Pirineos. D urante los vein titrés años que todavía vivió, go zan d o de plena salu d y volviendo a su tra b a jo h a b itu al, antes de que u n a p u lm o n ía le llev ara a la m u erte, Van R u d d er fue exam inado p o r los m édicos que, por un an im id ad , se reafirm aro n en lo in expli cable (m ejor dicho, en lo «im posible») del caso. E n 1898, a la m u erte del jardinero, que ten ía en tonces setenta y cinco años, su cuerpo sería exam i 44
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nado p o r u n equipo m édico. É ste es el testim onio de ( Jeorges B ertrin, el especialista que h a estudiado la iolalidad de los casos de Lourdes: «Las fotografías, n i )!enidas d u ra n te la autopsia, de los huesos de las piernas, u n a vez separados de la carne, d em u estran i laram ente que la pierna izquierda tiene idéntica lonp iInd que la derecha. Pero, al m ism o tiem po, en la pierna izq u ierd a h an quedado huellas evidentes de l.i doble fractu ra. Es com o si u n C irujano Invisible hubiera querido dejar la señal de su operación.» Por tanto, no es so rp ren d en te que el n om bre de IVter van R u d d er figure en el n ú m ero 24 del to tal de los 66 casos atrib u id o s a u n a intervención celes tial. H ay que advertir que, antes de p ro ced er al reco nocim iento oficial, la au to rid ad eclesiástica ag u ard ó a que la m u erte p erm itiera co m p ro b ar in visu, p o r medio de u n exam en necrocóspico, lo que realm en te había sucedido en aquella pierna. E sto se hace precisam ente p a ra no im p licar a la Iglesia universal r n hechos que au nqu e resu lten atractivos, encom iahles y m erecedores de g ratitu d p ara el creyente, no s o n esenciales p ara la fe (aunque sean útiles p a ra su lundam ento y confirm ación). Las investigaciones, procesos y decisiones —positivas, negativas o interlocutorias— 3 se confían no a la S an ta Sede, sino al obispo de la diócesis a la que p erten ezca el b a u tiz a do protagonista del suceso objeto de exam en. Podríam os c itar o tro s m u ch o s casos, ap o rtad o s asim ism o del propio L ourdes y que h an sido reco nocidos recientem ente. El caso n ú m ero 63 de la lis ta se refiere a V ittorio M icheli, n atu ra l de Trento, y que, a los veintidós años, fue afectado p o r u n sarco ma en la cadera que le originó la casi en tera destrucción del hueso ilíaco. Un hueso que quedó p erfecta m ente «reconstruido», m ien tras el d esgraciado era llevado en cam illa an te la G ruta. E n esta ocasión, las 3. Referencia a los autos o sentencias que se dan antes de la definitiva. (N. del t.)
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técnicas m o d ern as de diagnóstico p erm itiero n ver en seguida qué h ab ía sucedido, au m en tan d o , sin em bargo, el m isterio del cómo y el porqué. Si quisiéram os, podríam os tam b ién recoger infor m aciones en ese extraordinario «depósito de lo m ila groso» que es el archivo de la C ongregación vaticana p ara las causas de los santos. No nos faltaría p reci sam ente m aterial, tal com o yo m ism o he podido co m p ro b ar personalm ente, cu an d o bu scab a algunas «m uestras» p ara u n a investigación sobre el tem a. P o d ríam o s con tin u ar, p o r su puesto. Pero creo que es suficiente con los hechos citados. E n co n se cuencia, e n tra den tro de lo razo n ab le c o n statar que, en algunos casos exam inados con todo rigor, se h a podido c o m p ro b a r la in m ed iata reco n stru c ció n de tejido óseo, m úsculos, nervios y piel. ¿Qué es esto sino u n a resp u esta a la p reten sió n de ver reap a re cer u n m iem bro, a m odo de condición sine qua non p ara to m a r en serio la posibilidad del m ilagro físico? De ah í que resulte posible u n a resp u esta con p ru eb as docum entales a la iro n ía de los Zola de siem pre: «¡Sólo hay m uletas! ¡No se ven p iernas de m adera!»
Y SIN EMBARGO, INSATISFECHOS... E stam os de acuerdo. Sin em bargo... Sin em bargo —¿por qué negarlo?— q u ed a en el fondo, y esto es extensivo a los creyentes, u n sen ti m iento de insatisfacción. Algo así com o u n deseo, a p esar de todo, de ver «algo más». Lo cierto es que en los casos del h o m b re de Flandes, del de Trento, y de o tro s m uchos cuya d o cu m entación he tenido asim ism o que estudiar, se d iría que lo que ha sucedido (según el llam ado d eterm inism o científico) es el ab su rd o personificado. Con sem ejantes g aran tías objetivas y testim onios, la negación, tras u n rig u ro so exam en de los casos, 46
t o n e el riesgo de co n fu n d irse con la o bstinación,
lo en el plano de las pruebas objetivas: ¿no se piden hechos docum entados? Aquí están. Sea com o fuere, estam os decididos a o b rar siem pre' con toda rectitud (al Dios cristiano no le gustan las medias verdades ni las sutilezas apologéticas). Con lodo, tenem os que rep etir u n sin embargo... Claro que si, pues nuestro deseo sería algo aú n m ás «espectacu lar», si se pu d iera em p lear en este tem a sem ejante expresión. Lo cierto es que u n Peter van R udder tira las muletas, se le caen las vendas de las llagas cu ra das de m odo repentino, se p o stra de rodillas y m arsha por su propio pie. Un Vittorio M icheli baja de la camilla, con el hueso ilíaco reconstruido ex novo. Todo esto resulta realm en te im p resio n an te, pero las consecuencias de u n a in terv en ció n m ilag ro sa sobre la m ateria ósea, m uscular, epitelial y carnosa se m uestran en to d a su in teg rid ad ú n ic a m e n te a los 47
especialistas, a los radiólogos o a los forenses. E s cribía en u n a ocasión (y antes de te n e r noticias de C alanda) que lo que los creyentes d esearíam os sería ju sta m e n te la m ism a cosa que los in créd u lo s p la n tean com o u n desafío a la fe: el caso del m anco que, h abiéndose m etido en la p iscina de u n o de los m u chos L ourdes del m undo, saliera con el b razo n u e v am en te crecido. O el h o m b re sin p ie rn a s que de rep en te lan za p o r los aires las m a n tas de su carrito y echa a correr, ágil y gozoso. ¿Se d an acaso estos ejem plos en la h isto ria del cristianism o? Se cuenta de Ju an de D am asco (el «Damasceno»), u n santo que vivió en el siglo vm, que le fue «rein sertada» m ilagrosam en te la m an o d erech a p o r in te r vención de la Virgen, pues h ab ía defendido su culto y sus im ágenes. P or esto p recisam en te los ico n o clastas le h ab ían cortado la m ano. Se cu en ta asim is m o que Cosm e y D am ián (los san to s m á rtire s del siglo m, p atro n o s de los m édicos) «cosieron» la p ie r n a de u n negro ya fallecido a u n blanco que ta n sólo ten ía una. Pero faltan, evidentem ente, los d o cu m en tos que den satisfacción a nu estro espíritu crítico. Esos docum entos faltan tam b ién en otros episo dios, com o el del pie de u n m uchacho, « reim p lan ta do» p o r aquel grand ísim o ta u m atu rg o que fue (y si gue siendo, tal y com o d em u estra la m u ltitu d de sus fieles) san A ntonio llam ado «de Padua», au n q u e era portugués, en concreto de Lisboa. Según se h a p o d i do com probar, los in n u m erab le s m ilagros o b rad o s p o r intercesión del que es p o r excelencia «el S anto de los milagros» están, con b astan te frecuencia, ates tiguados de m odo indiscutible. Pero lo están m ás los de después que los de antes de su m uerte. El fervor acrítico de sus prim ero s biógrafos ha dejado aq u í su huella, por lo que no se p u ed e distin g u ir con facili d ad la historia de las poesías edificantes. Nos queda, p o r ta n to , u n sentim iento de in c e rti dum bre, de insatisfacción. 48
UN DIOS QUE AMA LA LIBERTAD Pero este an sia de u n signo definitivo y clam oroso; esta b ú sq u ed a de la p ru eb a irrefutable, de u n a vez por todas, ¿no p o d ría ser, en realidad, u n a ten tació n de rechazo, al resu ltarn o s distante, de la lógica del Dios cristiano? Me he ido convenciendo de esto cada vez m ás, a lo largo de ta n to s años de investigación, estudio y escritos sobre las huellas, indicios o señales del Mislerio en nosotros y a n u estro alrededor. Estos son m is razonam ientos: en p rim er lugar, he podido advertir que la im agen de Dios en la que conlia el cristiano es «diferente» de cualquier otra, sobre lodo p o r el hecho de que es u n Dios que nos propo ne que cream os en Él. No se tra ta de u n Dios que impone acep tar la evidencia de Su existencia y de Su actuación en el m undo. P or expresarlo con p alab ras del p ro p io san P a blo: m ientras d u ra n u estra vida terren a «vemos com o en u n espejo, en enigm a». Sólo cu an d o el velo sea d esg arrad o p o r la m u e rte, «verem os c a ra a cara» (I Cor. 13, 12). El Dios cristiano, aseguraba Pascal, «ha determ i nado d ar la suficiente luz a quien quiera creer, pero lam bién el p ro p o rcio n ar la suficiente o scu rid ad a quien no quiera hacerlo». Es u n Dios, sigue diciendo, que «gusta de la penum bra», que quiere hacerse b u s car p o r sus criaturas, com o si ju g ara al escondite con ellas: «Si se nos descu b riera p o r entero, no ten d ría m érito alguno p o r n u estra p arte el adorarlo. Si se es condiese del todo, la fe resu ltaría im posible...» Tanlo es así que, com o es sabido, Pascal (basándose, p o r lo dem ás, en la experiencia concreta que cada un o de nosotros tiene a diario, «andando com o en tre som bras y enigmas») extraía de ahí consecuencias d rás 49
ticas p ero coherentes: «Toda religión que, en p rim er lugar, no confiese que Dios existe, pero que está es condido, no puede ser verdadera.» P or tan to , no sería «verdadero» u n cristianism o que p re te n d ie ra tran sfo rm a r en u n a evidencia in n e gable, que h a b ría que acep tar se q u iera o no, la Ver dad revelada p o r Jesús. E sa V erdad debe conservar su c ará cter de horizonte seguro pero, al m ism o tiem po, de desafío. Certeza, y a la vez, ap u esta (en el sen tido pascaliano); necesidad, y tam b ién , libertad. Es esta últim a palab ra — libertad— la que puede h acer que intuyam os la «perspectiva» de u n Dios «que h a puesto en cada verdad u n a apariencia con traria, p ara que resulte posible creer en Él y al m is m o tiem po dudar». Sólo u n Dios que se propone p o r m edio de huellas y señales y que no se impone , ap a reciendo con esplendor en to d a su Gloria, puede es tablecer u n a libre relación con sus criatu ras en vez de u n a dependencia forzosa. Por lo dem ás, tam bién en este caso, todo encaja: si el Dios cristiano es «amor», p o r em plear la expresión del apóstol Juan, ¿será posible quizás co rresp o n d er le en la libertad, la g ratu id ad , la v o lu n taried ad , sin la «penum bra» de la fe? «Vosotros sois m is a m i gos [...], ya no os llam o siervos [...], a vosotros os he llam ado am igos [...]» (Jn. 15, 14-15): ¿puede existir acaso una am istad, o m enos aún, u n am o r en que al guien se im ponga sobre el otro? Así pues, el cristian o tiene lib ertad fren te a u n Dios que p resen ta a los h o m b res a su Hijo com o Se ñ o r y Redentor, pero ta m b ién com o «Amigo». Es m i libertad, tam b ién en el sentido expresado p o r Jean G uitton: «Para los cristianos, Dios es forzosam ente discreto. Ha situado u n a ap arien cia de p ro b ab ilid ad en las dudas en to rn o a su existencia. Se h a envuel to en som bras, p a ra h a c e r que la fe sea m ás a rd ie n te y tam bién, sin lu g ar a dudas, p ara te n er el d ere cho a p erdonar n u estro rechazo. Se da asim ism o la circunstancia que la so lu ció n o p u esta a la fe tien e 50
irm pre u n a creíble verosim ilitud, p ara dejar así com pleta libertad a Su m isericordia.» En con secu en cia, y ta m b ién en este aspecto, ! ni nxles se e n c u e n tra p len am en te en sin to n ía con el l vangelio. Y si pongo o tra vez L ourdes com o ejem plo no es ta n sólo p o rq u e he investigado sus enig mas, sobre el te rre n o y en los archivos y bibliotecas, i adem ás p o r ser el m ás fam oso y d o cu m en tad o de los lugares de «m ilagros de cu racio n es físicas» al
De m a n era que (y continúo exponiendo m is razo n am ien to s) esos incrédulos, e incluso algunos cre yentes, que exigen el «milagro irrebatible» —la p ierna crecida de rep en te— , ni siq u iera so sp ech an que, si esto no h a o cu rrid o , al m enos esp ectacu larm en te, se debe tam b ién a la m isericordia divina. Es com o si Dios, de alguna m anera, «limitase» Su poder, p ara así lim itar tam b ién la responsabilidad de quien niega su existencia. La d in ám ica del «juego al escondite» es la m ism a p o r la que el Milagro p o r excelencia —que, com o sa bem os, es aquel que fu n d am en ta todos los dem ás: la R esurrección de Jesús— tuviera lu g ar en m edio de la o scuridad de la noche. Aquel R esucitado que h a s ta rechazó p ro n u n c ia r u n a sola p alab ra an te H e re des A ntipas «que esp erab a p resen ciar alg u n a señal que él hiciera» (Le. 23, 8), que ni siq u iera re sp o n d ería al grito d esesp erad o del la d ró n que h a b ía n crucificado a su lado: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!» (Le. 23, 39); que no h ab ía querido p ed ir al P adre que le enviase, p a ra d efen derlo, «más de doce legiones de ángeles» (Mt. 26, 53); aquel R esucitado del sepulcro, sin testigos, en m edio de las tinieblas, no se m u estra triu n fan te a sus en e m igos sino que se aparece ta n sólo a sus am igos. Y lo hace de tal m a n e ra que, incluso an tes de la As censión al cielo, en el m o m en to de dejar definitiva m ente a sus discípulos, tras h ab erse p resen ta d o «dándoles m uchas p ru eb as de que vivía, a p a r e j á n doseles d u ran te c u are n ta días» (Hch. 1, 3), sucedió que «algunos sin em bargo dudaron». M ateo (28, 17) se ve obligado a reconocerlo, con u n a expresión d es concertante —al m enos p ara quien tenga u n co n cep to «islámico» de D ios— h a sta el p u n to de llev ar a algunos copistas an tig u o s a reto c ar el texto y alte rarlo: «Algunos que habían dudado.» «H abían», p ero ahora ya no lo hacían, pues todos estaban desde ah o ra convencidos no sólo de la m esianidad sino ta m bién de la divinid ad del C rucificado... E n cam bio, 52
n o lúe así según el N uevo Testam ento, pues lo cierlo es que «algunos sin em bargo dudaron».
H asta esos extrem os llega esta m isteriosa estratey ia de la propuesta de Dios, el rechazo de la imposi ción. Hijos , que acep tan el encuentro, y no siervos , lor/ados a p o strarse ante su am o. ¿ Podía ser, p o r tanto, diferente la estrategia de los ignos que llam am os milagros y que Dios h ab ría •.cmbrado a lo largo de la historia? En consecuencia, tam poco en la totalidad de los I ourdes existentes en el m undo podía dejar de hab er suficiente luz» para creer, pero tenía que hab er ade mas esa proporción de «sombra» que —de alguna m a nera— perm ita la negación; o que, al m enos, ofrezca sible «razón para dudar» en cada uno de los innum ei a bles m ilagros alcanzados p o r intercesión de María.
PETER VAN RUDDER
Volvamos otra vez a ese P eter van Rudder, del que ya nos ocupam os en u n ap artad o anterior. No es casual que lo hayam os elegido, pues se tra ta de u n o de los c asos m ás atestiguados e investigados: u n a cu ració n instantánea (con la reap arició n , com o ya vim os, de unos seis centím etros de hueso), que figura en tre las más incuestionables e im p resionantes. Pues bien, entre los libros de la sección m ariolópica de mi biblioteca h ay u n o ed itad o en 1921 p o r 53
u n a e d ito ria l católica. El títu lo de la cu b ierta dice así: Lo que responden los adversarios de Lourdes. El au to r es h o m b re de prestigio; fam oso p o r aquel en tonces, y d estinado a serlo to d av ía m ás, com o fu n d ad o r y re c to r vitalicio de la U niversidad C atólica italiana. Se tra ta , p o r tanto, del p ad re A gostino Gemelli que, siendo u n joven y b rillante m édico —com p ro m e tid o con el socialism o ateo y el p o sitiv ism o científico, con u n a actitu d o rgullosam ente polém ica h acia c u alq u ier religión— , h ab ía sido p ro tag o n ista de u n a clam o ro sa conversión que le llevaría a h ace r se franciscano. E n en ero de 1919, fra Agostino (en el m u n d o , el d o cto r E d o ard o Gem elli) h ab ía acep tad o el desafío lanzado p o r sus an tig u o s co m p añ ero s de «in cred u lidad» y se h ab ía convertido en p ro tag o n ista —u n o contra todos— de u n a m em orable y apasionada con frontación dialéctica en torno a los hechos prodigio sos acaecidos en los Pirineos en la sede de la Asocia ción S anitaria M ilanesa, u n a organización de m édicos anticlericales, ateos y agnósticos. Muy preparado, con u n intenso prestigio de investigador m édico reconoci do tam bién en el extranjero, polém ico, buen o rad o r y óptim o conocedor de los m étodos —y lím ites— de los colegas que h ab ían sido sus com pañeros de lucha contra el «oscurantism o clerical», el padre Gemelli h a bía arm ado u n a buen a gresca, en la que se arriesgó a salir m alparado. Pero, a la postre, u n «jurado» fo rm a do po r redactores de periódicos independientes (se tratab a de un auténtico «duelo público») le concedió la victoria, tras observar que, frente a los inform es objetivos expuestos p o r el religioso, los «librepensa dores» habían sobre todo argum entado teorías y es quem as preconcebidos. La asociación que h ab ía desafiado a Gemelli no se resignó. Sin m ás preám bulos, le denunció, p id ien do al Colegio de m édicos u n escrito de rep ro b ació n p o r el «lam entable ejem plo de utilización de la cien cia con una finalidad supersticiosa». Y al positivista 54
Mi epentido, convertido en fraile franciscano, que haIM¡i editado el texto del debate tom ado en taquigrafía en un folleto (de m uy am plia difusión) bajo el título «Ir La lucha contra Lourdes , la organización opondría olía publicación: Los milagros de Lourdes y el doctor (iemelli ante la Asociación Sanitaria Milanesa. Se tra1. 1 de u n a o b ra u n tan to escasa de argum entos, a u n que en ap arien cia rig u ro sam en te científicos, expueslos por m édicos ansiosos p o r d esp restig iar a otro medico, Gem elli. Sin em bargo, éste se abstuvo de .«jportar en silencio las acusaciones y publicó Lo que icsponden los adversarios de Lourdes , que nos h a ser vido p ara in tro d u cir el tem a. ¿Para qué reco rd ar aq u í este suceso de hace tan10 liem po? P orque el tem a p rácticam en te m onográIico —y en todo caso, el p rin cip al— del desafío del 11 .lile científico, el tem a alred ed o r del que h ab ía he« lio g irar sus arg u m en to s a favor de la posibilidad y veracidad de los m ilagros, era precisam en te la cura« ion de Van R udder. Un caso —com o hem os co m probado tam b ién en n u estras breves referen cias— que parece invulnerab le a cu alq u ier crítica. Pese a lodo, incluso en este caso (y a base de b u scar y re buscar) se en co n tró algún posible pero , pues a las objeciones alegadas, a las que el p ad re G em elli no luvo dificultad en replicar, los incrédulos añ ad iero n oirás aún m ás insidiosas, incluso con la ap arien cia de auténticos arg u m en to s de tipo m édico. Nos parece h o n rad am en te que quien lea con es píritu objetivo el p rim er folleto del franciscano y su íe s puesta al ataque de sus colegas no p o d rá sino eslar a favor del ca rá c te r en teram en te inexplicable de la repentina —y definitiva— cu ració n del ja rd in ero llamenco. Pero a la vez cab ría ab rig ar la sospecha de que pu d ieran su rg ir o tras d udas en qu ien ta n sólo hubiera leído las arg u m e n tacio n es de los m édicos librepensadores». De m odo que, p o r las co n sid eracio n es a n te rio r m ente expuestas, sab em o s que esta p o sib ilid ad de 55
«dudar», que esta necesidad, en definitiva, de «apos tar», no sólo no com prom ete la v eracidad de lo «mi lagroso» (y del «misterio» cristian o en general), sino que la co n firm a y refuerza.
ESQUEMAS
Tales eran m is razon am ien to s. M ás tard e vendría mi d escu b rim ien to de C alanda. ¡Por u n a vez, el «caso límite» p o r excelencia h ab ría sucedido! ¡Y de tal m a n era (in ten tarem o s recrearlo en la seg u n d a p arte de este libro) que h a b ría que p o n er en d u d a esa «ley d i vina de la p enum bra» co n tin u am e n te resp eta d a en todas partes! A unque m e he esforzado, con to d a honradez, en en co n trar dicha «ley» en este caso, no parecen d ed u cirse de él argum entos de negación o «duda», de los que dejarían a salvo n u estra libertad. E n el caso de Calanda, el Dios cristiano da real m ente la im presión de ir m ás allá de las reglas de «discreción» que Él m ism o p arece h ab erse dado y que h ab ría respetado h asta entonces. Y p o r lo que sa bem os, habría seguido respetando después de aquel suceso en m uchos otros lugares. E n Calanda, la in terv en ció n divina en el curso n o rm al de los acontecim ien to s, la su p resió n de las leyes naturales, en u n a p alab ra, el m ilagro, p arece imponerse , y no proponerse. P ensaba al ex am in ar la docum entación que es com o si en C alanda —y ú n i cam ente en ese lugar— a Dios se le hubiese ido la m ano y hubiese «exagerado», anulando esa «am biva lencia» para creer o d u d ar respetada en otros lugares, que tiene por objeto que la fe m antenga su cará cter de «opción libre». El propio le cto r te n d rá o casió n de juzgar, tra s 56
i onocer el caso que le p resen tarem o s en su in teg ri dad, sin o m itir ni o cu ltar nada. ¿Acaso C alanda reduce los esquem as a pedazos, que después de todo es lo que todos los esquem as se m erecen? ¿D estruye incluso m i esquem a (que ta m poco es m ío, porque cada cristiano no es m ás que u n enano alzado a ho m b ro s p o r los h erm an o s en la fe que lo h a n precedido), au n q u e no se tra ta ra re a l mente de u n a p riori sino de la conclusión que de bería ex traerse de la tray e cto ria del cristian ism o , desde sus m ism os com ienzos? ¿O acaso nos en co n tram o s frente a la excepción que, p o r clam orosa que sea, term in a —com o dice el consabido refrán — p o r co n firm ar la regla? D ejare mos en suspenso la respuesta, al m enos de m om en!<>, e in ten tarem o s reflexionar sobre el p a rtic u la r en la tercera p arte de este libro, tras h ab er exam inado loda la docum entació n relacio n ad a con el caso.
«MI OFICIO» No obstante, inm ediatam ente podrem os apreciar que, cutre los enigm as de este sorprendente m isterio espauol, figura tam bién éste: ¿cóm o puede ser que el p e riodista que esto escrib e d u ran te m u ch o s años no haya tenido noticias del suceso, a no ser alg u n a que otra referencia confusa y esporádica? Es u n a preg u n ta en teram en te justificada, y no precisam ente porque el p erio d ista en cu estió n crea saberlo todo... La realid ad es que a p a rtir de que u n a violenta e inesperada convicción in terio r m e arro ja ra, a mi pesar; hacia u n a dim ensión religiosa extraña para m í hasta ese m om ento, no he hecho o tra cosa que investigar acerca de las «razones p ara creer» en la verdad anunciada p o r el Evangelio. Alguien ha dicho que, en el fondo, cad a a u to r es 57
cribe sie m p re el m ism o libro. É ste es ta m b ié n m i caso, p o r supuesto. E n los doce libros que h an p re cedido a éste y en u n n ú m ero in d e term in ad o de a r tículos y escritos diversos, no he h echo o tra cosa sino em p e z a r u n a y o tra vez desde el principio; a plan tearm e y a p la n tear la m ás rad ical de las cues tiones: «¿Es verdad o no es verdad?» E n realidad, m e he lim itado a e n tra r en el fondo de la cuestión que Ju a n el B au tista o rd en a p la n te a r en el Evangelio: «¿Eres tú el que h a de venir, o debem os esp erar a otro?» (Mt. 11, 2). É ste es el m otivo de que d en tro del cam po de los estudios religiosos, que h asta entonces m e eran aje nos, la p arcela que m ás he d esarrollado es la de la apologética: la investigación y el análisis de todo lo que p u ed a h ace r razo n ab le —es decir, p len am en te h u m an o — el creer; el in ten to de utilizar, a m odo de reflejo de ese don de Dios que es la fe, ese otro don suyo irrenunciable que es la razón. Pides quarens intellectum . La fe necesita de la inteligencia. Todo esto, p o r supuesto, sin que dejem os de ser conscientes de los derechos inalien ab les del M isterio: «El ú ltim o paso de la razón es reconocer la existencia de infini tas cosas que la superan.» La cita, ni que decir tiene , es de Pascal... Como es evidente, todo lo referente al «m ilagro físico» constituye u n a p a rte n ad a desdeñable de es tas investigaciones apologéticas. El «m ilagro físico», dentro de esa estrategia divina tantas veces m enciona da, p asa m uy a m en u d o a través de la «M ediadora de la G racia de Cristo» que, p a ra todos los cristia nos, es la Virgen M aría (sólo qu ed an exceptuados los protestantes, p o r d eterm in ad o s p u n to s de vista te o lógicos que no viene al caso an aliza r ah o ra). Ade m ás, es frecuente que estos signos de presencia, m i sericordia y p o d er divinos, sean otorgados en esos lugares privilegiados de m odo ta n m isterioso p o r el E sp íritu que se llam an «santuarios», en g ran m ay o ría m arianos. U nos signos obtenidos, a m enudo, en 58
hipares de «apariciones», ya sean éstas afirm ad as por la T radición o estén sólidam ente docu m en tad as t u el p lan o h istó rico ; estén o no reco n o cid as p o r la jerarquía eclesiástica. Todo u n am plio universo, Iren u en tem en te desconocido, fascin an te y, sin em baí go, no exento de riesgos, pues algunas veces se ve am enazado en su credibilidad p o r visionarios o en tusiastas* extem poráneos. No obstante, hace m ucho i lempo que investigo y escribo sobre él a la vez que me esfuerzo siem pre p o r v in cu lar la disposición a aceptar el resu ltad o de la investigación, incluso al penetrar en el ám bito del M isterio, con u n espíritu i 1 1 Cico cauteloso de p o r sí (y favorecido, supongo, p o r una educación juvenil en teram en te «laica», m ari ada p o r el racionalism o y no, sin em bargo, p o r el <*spi ritualism o). En definitiva, y p o r h acer u n a síntesis: la apologelica, los m ilagros, las apariciones, los san tu ario s, María y la G racia divina de la que es disp en sado ra y m ediadora... pues bien, explorar y an alizar todo es esto, it’s also my job, éste es tam b ién m i oficio. Digo lo de «tam bién» porque, au n q u e evidentem ente m e mueve u n a m otivación religiosa, ésta se to rn a con posterioridad en profesional, al m enos en lo referenlc al m étodo em pleado y a la exclusividad del co m promiso. Toda esta reflexión obedece a la exclusiva fin a lidad de h acer com p ren sib le la cu estió n p la n tead a .interiorm ente: ¿cóm o es posible que, d u ra n te tan to i lempo, el nom bre de C alanda m e re su lta ra desco nocido? ¿Cómo es posible que alguien com o yo, in vestigador, desde hace m u ch o s años y día a día de las «razones p a ra creer», haya n ecesitad o d écadas para encontrarse con indicios suficientes p a ra rem o ver y profundizar en esta «historia aragonesa» que es adem ás el «caso lím ite», la obsesión de los apologislas y el ave fénix de los d etracto res? Un m ilagro que, por lo dem ás, g u ard a relació n con la Virgen, al estar vinculado a uno de sus in n u m erab les lugares de cul 59
to, y no precisam en te el m enos im p o rtan te, pues es uno de los m ás ren o m b rad o s de esos san tu ario s que son c o n sta n te objeto de m is estudios, ta n to en m i co n d ició n de creyente com o en la de investigador crítico del m isterio que les rodea. Tiene que haberse producido algún tipo de im pe dim ento, que no es n atu ral y que quizás resulte sos pechoso, p a ra oscurecer de tal m odo u n aco n teci m iento que ten d ría que o cu p ar u n lugar destacado en cualquier publicación no sólo apologética sino inclu so espiritual o piadosa, sobre todo si se tra ta de u n a publicación m ariana.
¿INDICIOS? E videntem ente no hay que so rp ren d erse —lo so r prendente sería, m ás bien lo co n trario — de que no existan indicios del «caso Calanda» en la bibliografía «laica». El creyente sabe m uy bien que lo realm ente im portante escapa a lo que Pablo llam a «la sab id u ría del m undo». Así ha sido desde los orígenes del cristian ism o ; y así se diría que tiene que ser, en o rd en a re sp e ta r el «Plan» m isterioso de Dios. D esde la persp ectiv a de la fe, realm ente no es casualidad que n in g u n o de los grandes h isto riad o res de la A ntigüedad recoja el nacim iento, la predicación, la ejecución y los testim o nios de la resurrección de aquel desconocido Galileo, ajusticiado com o tan to s otro s m uchos en la tu rb u lenta y periférica provincia ro m an a de Judea. ¿Cómo se puede p reten d er en tonces que el «m undo», en el sentido del Evangelio de Ju an , se preocupe de an ali zar, o tan siquiera de m encionar, u n singular p ro ce so celebrado en el siglo xvn ante el trib u n al eclesiás tico de Zaragoza y cuyo objeto h ab ría sido — ¡nada m ás y nada m enos!— que el caso de u n a p ie rn a im 60
plantada de nuevo a u n cam pesino analfabeto, u n mendigo de u n pueblo del Bajo Aragón? No seré yo quien se escandalice o atrib u y a a u n a Lilla de sensibilidad» o, lo que es peor, a «conspira• iones» en las que produce risa pensar, el que la m uy en tensa y au to rizad a Cronología universal, ed itad a en Italia (contiene 35 000 referencias ag ru p ad as en u n total de 1 300 co lu m n as de co n ten id o m uy denso), al a bo rd ar el año 1640, en lo referente a E sp añ a úni• ám ente reseñe la pub licació n de dos libros: u n a obra de re tó ric a de Diego de S aav ed ra F ajard o y una o b ra te a tra l de F rancisco de Rojas Zorrilla. Es lo norm al. Pero lo que no es n o rm al es que no haya indicios un acontecim iento en la a m enudo im p resio n an te bibliografía de au to res católicos, co m p ren d id o s los grandes m an u ales y las g randes enciclopedias apologéticas, ni tam poco en los m illones de libros y lolletos —sólo Dios sabe cuántos — de todo tipo de tem ática religiosa y de los que varios m iles tam b ién lorm an p arte de m i biblioteca. Tam poco hay n in g u n a referencia, a no ser esp o rádica y casual (m e refiero, p o r su p u esto , a la si tuación fuera de E spañ a), en la extensa b ib lio g rafía dedicada a la Virgen M aría, ni en las in n u m erab le s publicaciones relacio n ad as con su papel, culto, apai ir iones y sus m ás de veinte m il sa n tu a rio s en todo el m undo (expresión co n creta del anu n cio , en apai ¡encia delirante, del Magníficat : «Desde a h o ra to llas las generaciones m e lla m a rá n b ien av en tu rad a» , Le. 1, 48). Tengo en m i biblio teca (y las consulto a diario) historias de la Iglesia en decenas de volúm enes, en los que no se dedica u n a p alab ra a lo que, en los veinte siglos de cristianism o, es u n aco n tecim ien to lucra de serie, tan to p o r la fiabilidad de la d o cu m en tación com o p o r la «espectacularidad» del hecho. El Papa de aquella época, U rb an o VIII, el d estac ad o m ecenas Maffeo B arberini, fue in fo rm ad o del hecho 61
y se alegró. Se tra ta de u n a n o ticia cierta y bien do cu m en tad a, pero en vano se b u scará cu alq uier m en ción e n tre los biógrafos del Pontífice, au n en los m ás m inuciosos. He enco n trad o algún indicio —tras de dicarm e, en estos últim os años, a u n a b ú sq u ed a sis te m á tic a — en algunas poco frecu en tes colecciones de revistas especializadas, alem an as y francesas, de dicadas a la h isto ria de las ap aricio n es m arian as. Pero se tra ta de u n as pocas líneas, repletas a m e n u do de im precisiones y que h acen so sp ech ar que los red acto res creyeron estar an te el h ab itu al relato m ezcla de h isto ria y leyenda, b asad o ta n sólo en el «se dice» o «se cuenta» de la trad ició n oral.
UN EXTRAÑO OLVIDO M ientras escribo, en la prim av era de 1998, h an p a sado exactam ente 358 años desde aquella noche del 29 de m arzo de 1640, en Calanda. E n ese lejanísim o espacio de tiem po, en Italia (en el co razó n de esa Iglesia católica a la que, en u n o s tiem pos de esp e ciales dificultades, le fue dado este signo ex trao rd i n ario p ara confirm arla en su fe, culto y devociones), en esa Italia ta n sólo se h a n p u b licad o dos o b ras sobre el tem a. Y lo que es peor: m e en cu en tro en la lam en tab le situación de ser el p rim e r italiano que se o cu p a de esta historia. P orque las dos obras a las que antes m e refería son traduccio n es. De ah í que los dos co n clu yentes docum entos, p u b licad o s en el ap én d ice de este libro, se hayan trad u c id o p o r p rim era vez al ita liano. Algo m ás para desanim arse, com o creyente, que p a ra vanagloriarse... La prim era de las trad u ccio n es la co m p o n en los diez folios im presos en u n a tipografía de Velletri, al su r de Roma, en 1643, tres años después de El Mi62
hirjo y dos después de la conclusión del proceso que l<>declaró de fo rm a solem ne com o tal. El título (desi uplivo, de a c u e rd o con los usos de la época) es • I siguiente: Relatione d ’un famosissimo Miracolo se n i l o in Spagna nella villa di Calanda per intercessioii<■della Madonna del Pilar di Saragozza. Cavata della v ulenza autentica data sopra di esso dalVArcivescovo di (/uella Cittá Panno 1641.a Se tra ta de la trad u c ció n del castellano de u n a ohrita «prom ocional» encargada, in m ed iatam e n te después de la senten cia favorable, p o r el cabildo de i .mónigos del san tu ario del P ilar a u n carm elita a ra gonés, fray Jeró n im o de S an José. Después de esta o b rita con tem p o rán ea del suceso (l;m poco difundida que en co n trar u n ejem plar, aun<|iie fuera en fotocopia, h a sido to d a u n a epopeya para mí) siguió en Italia u n silencio de m ás de tres cientos años. Ú nicam en te a m ediados de la d écada de 1960 ap are ció p u b lic a d a p o r E d izio n i P ao lin e oirá trad u cció n , esta vez del francés, del lib ro del padre André Deroo. E ste sacerdote, d estacad o espet ialista y divulgador de los hechos de L ourdes, era Irecuentem ente in terru m p id o , en el tra n sc u rso de conferencias y debates, p o r alguna que o tra voz que exclam aba (siem pre vuelven a salir Zola y R enán...): Todas estas historias de curaciones m ilagrosas son muy bonitas y ejem plares... Pero, m i q u erid o padre, jnunca se ha visto que u n a p iern a a m p u ta d a vuelva ,i reproducirse de nuevo!» A aquel prestigioso divulgador y d efensor de las mirabilia Iesu per Mariam tam b ién le h ab ían llegado 4 4. El título original es Relación del milagro obrado por Nueslio Señor a devoción de la Santa Imagen y sacrosanta Capilla de Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza de Aragón, en la resurrección v restitución a Miguel Pellicer, natural de Calanda, de una pierna t/ue le fue cortada y enterrada en el Hospital General de aquella Ciu dad, cuyo prodigio decretó en juicio contradictorio el Ilustrísimo se ñor don Pedro de Apaolaza, arzobispo de Zaragoza, en 27 de abril de 1641.
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ú n ic am en te confusos ecos acerca del m ilagro o b ra do p o r in tercesió n de la V irgen del Pilar, h asta el p u n to de llevarle a p ro fu n d izar en él p a ra en co n trar u n a resp u esta convincente a aquella objeción u n a y m il veces repetida. Finalm ente, u n día decidió in fo r m arse m ejor: fue a los lugares del hecho, consultó los archivos y leyó la bibliografía an tig u a y m o d ern a ap arecid a en E spañ a (que, en este tem a, no es exce siva y en su m ayoría es reciente, au n q u e tiene, a m e nudo, u n b u en nivel histórico y crítico). E n resu m id as cuentas, el viejo y querido p ad re Deroo hizo lo m ism o que yo. Y al igual que yo, se quedó asom brado al co m p ro b ar que el silencio había invadido al que acaso sea el m ás preciso y extraordi nario de los «argum entos» de que p u ed a disp o n er la apologética. De su investigación surgió, en 1959, u n libro, L’hom m e á la jambe coupeé . Le plus étonnant miracle de Notre-Dame du Pilar, prologado p o r el a r zobispo de Zaragoza, don C asim iro M orcillo.5 E n él el prelado m o strab a su satisfacción de que p o r fin u n especialista y divulgador extranjero fo m en tara n u e vam ente el recuerdo del M ilagro m ás allá de las fro n teras españolas. Algunos años después, el libro de D eroo se tr a dujo al italiano, pero se d iría que en n u estro p aís h a pasad o p rácticam en te inadvertido, pues yo, p o r lo m enos, no he en co n trad o ni rastro s ni secuelas en la bibliografía católica p o sterio r (ni siq u iera en la m ariológica, que es m uy ab u n d an te) p ara la que al p arecer el no m b re de C alanda es p rácticam en te d es conocido. A don André D eroo —que ya pasó a «ver cara a cara» tras tan tas investigaciones acerca de indicios y pru eb as del M isterio— expreso aquí m i reco n o c i m iento. E ncontré su libro en uno de los catálogos de libros antiguos y agotados que vinieron a m is m an o s 5. La edición española lleva el título de El cojo de Calanda. El milagro más extraordinario de la Virgen del Pilar, Zaragoza, 1965.
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(-maque después m e enteré que, en 1977, hab ía ap a rre ido u n a reim p resió n en u n a p eq u eñ a editorial hancesa de provincias). Más de trein ta años después «Ir su p rim era aparición, tan sólo en aquellas páginas pude descu b rir que el caso de C alanda no pertenece ,i la categoría de los «se dice», sino todo lo contrario. No o b stan te, m e au to d iscu lp o de m i ig n o ran cia iras h ab er m a n ten id o u n a conversación reciente con olio sacerd o te francés, el fam oso R ené L au ren tin , i|iie m e h o n ra con su am istad y en u n a de cuyas o b ra lie colaborado. Laurentin, profesor en num erosas uniw rsidades europeas y am ericanas, está co n sid erad o i orno el m ayor «m ariólogo» vivo, ad em ás de ser el principal experto en los sucesos de L ourdes, a los que ha dedicado, tras décadas de trab ajo en to d a clar de archivos, u n a serie de volúm enes de u n im presionante rigor crítico. Posteriorm ente, y con idénIico rig o r/ h a recread o la tray ecto ria h istó rica de otras «apariciones» m arian as, de las que es in d u d a blem ente el m ás destacad o de los especialistas. Su biblioteca y archivo, situ ad o s en u n a casita del ja r dín de u n m onasterio ju n to al Sena, cerca de París, (u nen pocos rivales. C uando le dije que m e p ro p o n ía dedicar u n a obra a la Virgen del P ilar y al m ás im portante de sus m ilagros experim enté la so rp resa de oírle confesar que él tam poco sabía m ucho del tem a, v que había pensado incluso que se tra ta b a de u n a II adición oral (y en consecuencia, poco fiable desde <■I punto de vista histórico) y que sólo le h ab ía dado más crédito cuando, en su m o m en to , se en teró de que el caso había sido ab o rd ad o p o r u n experto en Lourdes, al que apreciaba, com o era su co m p añ ero IK t o o . ¡También él, el fam oso (y con to d o m érito ) profesor Laurentin, el p rin cip al especialista en m ila gros m arianos! T am bién a él le llegaron ú n ic am en te vagas noticias, acogidas —al m enos, en u n p rin c i p io — con un cierto escepticism o; quizás, p o rq u e él Ia in bién estaba convencido (lo m ism o que yo) de que mi «prodigio» ta n irrefu tab le no p erten ecía quizás al 65
«estilo» de a c tu a r del Deus absconditus, del Dios que g u sta de la penu m b ra. Lo decía antes: no es n ad a «norm al» este silencio sobre el caso, que tiene la ap arien cia de u n en cu b ri m ien to o u n d istan ciam ien to , quizás inconsciente I p a ra algunos; quizás in ten cio n ad o p a ra otros. Valdrá la p en a volver sobre este «olvido», u n a vez hayam os rela tad o los hechos.
AGRADECIMIENTOS P or lo dem ás, cum plo con el satisfactorio deb er de expresar asim ism o m i ag rad ecim ien to a don Tomás Domingo Pérez, el archivero-bibliotecario del Cabildo m etropolitano del A rzobispado de Zaragoza. D octor en Teología p o r la U niversidad de S alam anca, doc to r en H istoria p o r la G regoriana de R om a, experto en P aleografía y p ro feso r de H isto ria de la Iglesia, este sacerdote, que p recisam en te nació en la co m ar ca del Bajo Aragón, u n e cultura, co m p ro m iso y un encendido am o r p o r su Virgen del P ilar a u n a afec tu o sa am ab ilid ad que he p o dido ex p erim en tar d u ran te m is estancias a la so m b ra de las cu atro torres, las m ás altas de E spaña, de la g ran d io sa b asílica le v an tad a a o rillas del E bro. D on T om ás D om ingo co n tin ú a la trad ició n de los archiveros de la Iglesia aragonesa que h a n trab ajad o p a ra re c o n stru ir a tra vés de los d o cu m en to s el d e sc o n c e rta n te episodio de M iguel Ju a n Pellicer. Unos archiveros, p o r referir-! nos al siglo xx, com o los ya d esap arecid o s au tores de dos valiosas m on o g rafías, u n as guías in d isp e n sables ta n to p a ra m í com o p a ra c u alq u ier o tro in vestigador: E d u ard o E stella Z alay a6 y L eandro Aína 6.
E d u ard o E stella Zalaya, El Milagro de Calanda. Estudio
histórico crítico , Z aragoza, 1951.
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Naval.7 Sin olvidar tam p o co los escritos del p ad re M.iiniel M arina, jesu íta aragonés, no solam ente estu.lioso sino ta m b ién «apóstol» en tu siasta e incansable iap a ñ a n te en m is reco rrid o s p o r A ragón) he poiliJo ex am in ar los d o cu m en to s que m e in teresab an \ e n co n trar los títu lo s citad o s en la bibliografía. |Vm, sobre todo, he po d id o ex p erim en tar la em o• ion de te n e r en tre m is m an o s y leer los docum enin\ originales del proceso, que tuvo lu g ar en tre 1640 v lt>41 en esas m ism as estan cias de la cated ral de I .1 Seo, en la que se conserva la d o cu m en tació n . G racias a investigadores com o Tom ás D om ingo IVrcz (y tam b ién al entu siasm o de h o m b res com o el »ii (nal párroco de C alanda, don G onzalo Gonzalvo, (!< cuya am ab ilid ad ta m b ién m e siento deudor), al menos en E spaña, y especialm ente en Aragón, no h a . nido enteram ente el silencio sobre el hecho de que illi M aría «hizo lo que no concedió a n in g u n a o tra n.h ion», non fecit taliter om ni nationi, según can ta . I »>1icio litúrgico otorgado p o r la Iglesia p a ra la co n m em oración anual del M ilagro.8 I sto nos p erm ite m a n te n e r la esp eran za de que no se repitan entre los n atu rales de este lado de los I’ii ¡neos sucesos com o el que m e co n tara u n m iem Imo del Opus Dei. Su fundador, el beato Jo sem aría K crivá de Balaguer, n a tu ra l de B arb astro y sem inai isla en Zaragoza, d on d e fue o rd en ad o sacerdote, i i ,i , claro está, m uy devoto de «su» Pilar, cuya his7 . Leandro Aína Naval, El Milagro de Calanda a nivel históii, n Cstudio crítico de los docum entos que lo atestiguan. E l amIunite y la época, Zaragoza, 1972. 8. En 1804 el papa Pío VII concedió al clero del tem plo del h l.tr de C alanda la p o te sta d de c a n ta r en la noch e del 29 de mi.«i /o de cada año el oficio propio concedido p o r Inocencio XII «i l.t iglesia del Pilar de Z aragoza en 1723. (TV. del t.)
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to ria co n o cía m uy bien. Según m e co ntaron, en u n a o casió n el b eato Escrivá m a n te n ía con algunos de sus h ijos jóvenes u n a de aquellas tertulias , de esas reu n io n es después del alm uerzo, u n a costum bre es pañola, convertida en u n a co stu m b re diaria en todos los cen tro s de la O bra en el m u n d o entero. Sucedió, pues, que ante la n a rra c ió n de u n hecho que le p a re c ió fan tástico , u n o de aquellos jóvenes reac cio n ó con esta iró n ica exclam ación: «¡Esto es com o el m ilagro de Calanda!» Aquel joven español, católico y estudioso de la doctrina católica, confundía el Milagro de los milagros con u n a especie de m ito o leyenda, con algo increí ble. Me dijeron, sin em bargo, que el futuro beato se puso m uy serio de repente y pidió a aquel hijo suyo que se in fo rm ara bien, porque si h u b iera exam inado a fondo lo que sucedió realm en te, y en co n trad o la d o cu m en tació n en que se b asa el hecho, se h u b iera guardado m ucho de h acer ironías. Esbozado, p o r tanto, en rápidos trazos, el desafío religioso y h u m an o que, m ás de tres siglos y m edio después, nos sigue planteando la «pierna» de C alan da, pasarem os en consecuencia a reseñ ar lo que se conoce (y de verdad que es m ucho) del suceso. Valdrá p o r ta n to la pena, u n a vez efectu ad o u n com pleto análisis del caso, h a c e r u n a reflexión p a ra in te n ta r ex tra er u n a posib le enseñanza. S erá en la te rc e ra p arte del libro. Es evidente que en el relato que sigue a c o n ti nuación, en la m ay o ría de los p árrafo s h u b ie ra sido posible a ñ ad ir notas a pie de página con referencias a los docum entos correspondientes. Si no lo hem os hecho así es ta n sólo p o rq u e n u estra finalidad es la de divulgación. U na divulgación de hechos co n cre tos aunque enm arcad o s sólidam ente en la h isto ria y no en difusas «tradiciones» ta n sugerentes com o fal tas de credibilidad. P ara d a r m ás g aran tías al lector, quizás no sea inútil p recisa r que —pese a no h a b e r ahorrado tiem po y esfuerzos p ara d o cu m en tarm e de 68
la m ejor m a n e ra posible— he entregado el m a n u s crito de este libro a la revisión h istó rica de los ex pertos m ás acre d itad o s del aco n tecim ien to y de la época y los lugares en que se desarrolló. P or ta n to (con in d ep en d en cia de la hab ilid ad que haya tenido para relatarlos), los hechos aquí expuestos resp o n den a lo establecido p o r la investigación h istó rica más actu alizad a y rigurosa. Q uien desee efec tu ar algún tipo de verificación (¡ene dónde hacerlo, pues, au n q u e no sea ta n a b u n dante com o debería, la bibliografía española sobre el lem a tiene obras de g ran rigor; y tan to los archivos de Z aragoza com o de otros lugares están abiertos a lodo el m undo.
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SEGUNDA PARTE
EL SUCESO
LOS COMIENZOS
i <>s libros de la p a rro q u ia de C alanda, d ed icad a a N uestra S eñora de la E sp eran z a y a san M iguel (y ( uyos archivos están en tre los poquísim os que se sal varon de las destrucciones de la g u erra civil gracias . 1 que u n a valiente m u jer —con el significativo n o m ine de P ilar O m edes— los escondió en el sótano de su casa debajo de la leña), conservan los datos refei icios al protagonista del suceso que nos atañ e y a los m iem bros de su fam ilia. M iguel Ju a n P ellicer fue b au tizad o —p ro b ab le m ente h ab ía nacido ese m ism o día— el 25 de m arzo ele 1617, festividad de la A nunciación de N u estra Se ñora. Se tra ta de u n a fecha cargada de significado, dentro de ese m u n d o de sím bolos y ritos litúrgicos que es el de la fe, p o r tra ta rse de u n a referen cia a la vez «m ariológica» y «cristológica». En Lourdes, y a p esar de las súplicas de la videnle, santa B ernadette Soubirous, tan sólo el 25 de m a r zo de 1858, la Señora m anifestó ser, con u n a autodeIinición a la vez transp aren te y m isteriosa, expresada en el dialecto occitano p o r respeto a aquella m u ch a cha analfabeta: «Yo soy la Inm aculada Concepción.» En la localidad belga de B anneux tuvieron lugar, en 1933, u na serie de apariciones reconocidas oficial m ente p o r la Iglesia y que vienen a ser u n a especie de prolongación y co m p lem en to de las aparicio n es 73
de L ourdes. La vidente, M ariette Béco, era u n a n iñ a nacida u n 25 de m arzo. E n el añ o en que M iguel J u a n vino al m undo, y com o si se tra ta r a de a u m e n ta r el sim bolism o, la A nunciación cayó en sábado (día trad icio n alm en te m ariano) y adem ás era u n sábado m uy especial: el de la vigilia de Pascua. El n iñ o recibió el sacram en to de la C onfirm ación el 2 de ju n io de 1618, de m an o s del arzo b isp o de Z aragoza. M iguel Ju a n era el segundo de ocho h e r m anos, hijos e hijas de M iguel Pellicer M aya y M a ría Blasco. Se tra ta b a de u n a fam ilia de m odestos labradores. Los Pellicer serían definidos p o r sus con vecinos, testigos en el fu tu ro proceso, com o «bue nos ch ristian o s, tem ero so s de Dios, devotos de Su S an tísim a M adre, de b u en as y loables co stu m b res, sencillos y po b res labradores». La población de C alanda h ab ía quedado red u ci da a 635 habitantes, tras la expulsión, en 1610, de los m oriscos, m usulm an es que form alm ente h ab ían sido bautizados, pero que co n tin u ab an p ractican d o ocul ta m en te su religió n y v en ían a ser u n a especie de «quinta colum na» in te rn a , en co n n iv en cia con los enem igos de E sp añ a. C o n cretam e n te en A ragón, los «falsos conversos» o frecieron en secreto a F ra n cia su colaboración p a ra la invasión de la P en ín su la. E n Calanda, do n d e co n stitu ía n m ay o ría y e ran particu larm en te agresivos, h ab ían incluso llegado en 1590 a tiro tear al vicario, m osén Olleta, h irién d o lo de gravedad. E n 1602 h ab ían asesinado a cu ch illa das al justicia G asp ar M éndez Sim ón. P reviam ente, se habían unido a la reb elió n de los m oriscos v alen cianos encabezada p o r el Tuerto, dando lu g ar a u n a violenta p artid a a n tic ristia n a cuyas acciones se p ro longaron d u ran te b a sta n te tiem po. La expulsión de los m oriscos al África del N orte m usulm ana se llevó a cabo en C alanda el 12 de ju lio de 1610, es decir casi cinco siglos después de la R e conquista cristian a del te rrito rio aragonés, u n a vez 74
agotadas to d as las ten tativ as de in teg ració n y asu midos los gravísim os peí ju icio s económ icos que se sabía h a b ría n de derivarse de su m archa. Unos perliiicios derivados, no obstante, del m ero hecho de la despoblación, especialm en te grave en Aragón, que lenía la m e n o r d en sid ad d em o g ráfica de en tre los lerritorios españoles, y que vio p a rtir a 60 000 m o riscos de los 280 000 de to d a la Península. E n consecuencia, dichos perjuicios fueron sobre lodo dem ográficos y no se debieron, com o quiere la leyenda, a que los m usulm anes fueran poseedores de los secretos de técnicas ag rarias especializadas. E n la península Ibérica, estas técnicas se rem ontaban a la época de los rom ano s y serían perfeccionadas poste riorm ente p o r las órdenes religiosas. Tal y com o de m uestra la devastación del África del N orte, an tañ o un territorio m uy fértil, granero del Im perio rom ano, v que en breve tiem po q uedaría reducido a desierto, el islam no tiene u n especial interés p o r la agricu ltu ra y prefiere el pastoreo, con el desequilibrio te rrito rial que esto conlleva. La elim inación de los viñedos (como consecuencia de la p ro h ib ició n co rán ica del vino) ha contribuido h istóricam ente a ulteriores de sastres, al su p rim ir b arreras co n tra los vientos y desirnir el sistem a de raíces que servían p ara d ar con sistencia al terreno. Asimismo, la supresión de la cría de cerdos (por la proh ib ició n coránica de su carne) contribuiría a la tala de árboles, em pezando p o r las encinas, plantadas p a ra la p roducción de bellotas y bayas. Una destrucción forestal cuyas consecuencias lodavía p erd u ran en E spaña. Volviendo o tra vez a C alanda (tras h ace r u n a de iantas posibles in cu rsio n es en esas leyendas d efo r m adoras de la h isto ria de u n g ran país, a m en u d o lan denigrado, com o E spaña), direm os que los exi liados m oriscos que de allí p ro ced ían fu n d aro n u n a población en las proxim idades de Túnez. La educación del joven M iguel J u a n se red u jo únicam ente a la catequesis ex auditu, oral, que le im 75
p a rtie ra su p árro co , don Ju a n Julis. Al parecer, si guió siendo an alfab eto toda su vida. No obstante, la fo rm ació n religiosa hizo a rra ig a r en él u n a fe cató lica a la vez elem en tal y sólida, fu n d a m e n ta d a en los sacram en to s de la confesión y la co m u n ió n (a los que siem pre re c u rrirá en los m o m en to s cruciales de su vida) y en la devoción filial a M aría. La Virgen, bajo la advocación de «N uestra S eñ o ra del Pilar», es ta b a esculpida en la p arte p o sterio r de u n a cruz (un hum illadero), donde hoy hay u n a erm ita, a la salida del pueblo ju n to al cam ino de Valencia. De acu erd o con u n a trad ició n (que, sin em bargo, no está atestiguad a docum entalm ente), la invocación de la Virgen del P ilar en el año 864 —o sea, tras la invasión m u su lm an a— h ab ría salvado a C alanda de las destrucciones y saqueos de u n tal Abd-el-Hafsum, el cruel jefe de u n a h o rd a de m u su lm an es. D esde entonces, los cristian o s del pueblo se h a b ría n co n sagrado a la Virgen de Zaragoza, v en erad a en todo Aragón, pero con u n p a rtic u la r fervor en C alanda. A dicha devoción no eran ajenos ni hostiles los se guidores del Corán, u n libro que otorga a la M adre de Jesús u n a estim ació n m uy alta y defiende con energía su virginidad, sobre todo c o n tra los ju d ío s que la niegan y que en el Talmud y en las Toledoth Jeshu (Generaciones de Jesús, u n libelo d ifam ato rio difundido a través de los siglos entre los hebreos) con sid eran a M aría com o u n a ad ú ltera o incluso com o u n a prostituta. U na grave calum nia que, desde los o rí genes del islam, ha provocado la irritación de los m u sulm anes, com o d e m u e stra n las im p recacio n es del C orán contra los judíos, precisam ente p o r h acer se m ejantes insinuaciones sobre la que es «Toda Pura». Puesto que desde la perspectiva de la fe, n ad a es «casual», puede que tam p o co sea u n a casualidad que la m ás inquietante (e incu estio n ab le) de las a p a ri ciones m arian as del siglo xx tu v iera lu g a r en u n a localidad llam ada F átim a, que, com o es sabido, es el no m b re de la hija p red ilecta de M ahom a y que d e 76
sem peña en el m u n d o islám ico u n a especie de «pa pel m ariano». El joven Pellicer era devoto de la Virgen, al igual <|ue todos sus convecinos. Los testim onios que bajo juram ento d iero n de él los vecinos tras el «hecho» de 1640 h ab lan efectivam en te de u n «buen c h ristian o , tem eroso de Dios y de su conciencia, o b ediente a sus padres, aficionado al trab ax o en la ag ricu ltu ra, seni illo, sin m alicia alguna y devoto de la M adre de Dios del Pilar».
UN ACCIDENTE DE TRABAJO
A los diecinueve años —a finales de 1 6 3 6 o co m ien zos de 1 6 3 7 — , M iguel Ju an , que todavía no se h ab ía
E n los cam pos de Castellón, el joven Pellicer tra bajó com o b racero con su tío m atern o , Jaim e Blasco. Un día de finales de julio de 1637, cuando regre saba a la hacien d a de sus fam iliares conduciendo dos m uías que a rra stra b a n un chirrión , u n tipo de carro de ta n sólo dos ru ed as y que iba cargado de trigo, se cayó («por u n descuido suio», d eclarará m ás tard e al notario que le tom ó declaración) de la grupa de u n a de las m uías sobre la que iba m ontado. Al parecer, el accidente se produjo a causa de la som nolencia, fre cuente entre los cam pesinos d u ran te las labores esti vales, cuando a la fatiga y el calor se añade la falta de descanso n o ctu rn o . U na de las ru ed as del carro (sabem os ta m b ién p o r los docu m en to s que el peso del trigo que tran sp o rta b a era de cu atro cahíces , u n a a n tig u a m e d id a valen cian a) le p asó so b re la p ie rn a derecha, p o r debajo de la rodilla, fra c tu rá n d o le la tibia en su p arte central. P ara tra ta r de cu rarlo , M iguel J u a n fue llevado p o r su tío Jaim e p rim ero a C astellón e in m e d ia ta m en te desp u és a V alencia, situ a d a a sesen ta kiló m etro s de d istan cia. E n esta ú ltim a ciu d ad fue in gresado en el H o sp ital Real. P or el Libro de R egis tro (Llibre Rebedor) en sus referen cias a la acogida de indigentes sab em o s que fue in g resad o u n lunes, el 3 de agosto. Las in fo rm acio n es del reg istro son precisas, h asta el p u n to de in d icar en valenciano la in d u m en taria del herido: «Porta unos pedasos p a r dos», es decir, llevaba u n o s p an talo n es ro to s de co lo r gris. El cuidad o con que está red a c ta d a la n o ta de ingreso se extiende a la firm a (Pedro Torrosellas) del ad m in istrativ o q u e la escribió. Si d estac am o s estos detalles es a m odo de co n firm ació n de lo que an tes hem os em p ezad o a o b serv ar y o bservarem os m ejor a p artir de ah o ra: la ex actitud de to d a la d o cum entación que se nos h a conservado de este caso. Vale la pena repetirlo , p u es esto es todo lo c o n tra rio del «se dice» o «se cuenta» p ropios de la tra d i ción oral. 78
En el h o sp ita l de V alencia p erm a n eció M iguel luán ta n sólo cinco días, d u ran te los cuales «le aplicaron algunos rem ed io s que no ap ro b ech aro n » . De seando volver a su tie rra n atal arag o n esa, y tra s haber oído h a b la r de la rep u ta ció n que te n ía el h o s pital Real y G eneral de N u estra S eñora de G racia en Z arag o za1 (pero, sobre todo, p o rq u e q u ería ponerse bajo la p ro tecció n de la Virgen del P ilar que, p ara el, era la M adre celestial y en la que te n ía d ep o sita da u n a ab so lu ta confianza), consiguió u n a au to riz a ción p a ra tra sla d a rse allí. El viaje —que resultó m uy penoso, a causa de su pierna fractu rad a— du ró m ás de cincuenta días, en plena época de los calores estivales, con u n recorrido de m ás de trescientos kilóm etros, atravesando entre oíros lugares u n a cad en a m o ntañosa, y tran scu rrió de lugar en lugar p o r caridad y lim osna», com o ase guran las actas del proceso. A p esar de los su fri mientos y las terribles incom odidades, esta em presa casi in h u m an a fue posible (adem ás de p o r la vigoro sa constitución de aquel cam pesino de veinte años, ,i la que se unió la proverbial terq u ed ad aragonesa) por la existencia de u n sistem a de albergues p ara p e regrinos y enferm os que se extendía p o r to d a la E s paña cristiana. A él se refiere la expresión, utilizada en las anotaciones del proceso, «de lugar en lugar», de un albergue a otro. La «acreditación de enferm o» expedida a M iguel luán p o r el hospital R eal de Valencia im p o n ía a ca rreteros y m uleros la piadosa obligación de tran sp o r tar a aquel pobre inválido y a todos los bautizados la de prestarle ayuda. N adie es tan imago Christi com o 1 1. Dicho hospital estaba situado donde actualm ente se en cuentra el Banco de España, extendiéndose asimismo sus consh ucciones por parte del Coso y del paseo de la Independencia, conocido este último entonces como calle del Hospital. Compren día un enorme complejo de edificios, dependencias y huertas que ocupaban una extensión de más de cien mil metros cuadrados. (N. del t.)
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el que sufre, y darle, con am or, au n q u e sólo sea u n vaso de agua, hace m erecedor de la vida eterna. Son las propias palabras del Evangelio, puestas en p rácti ca p o r aquellas gentes españolas, creyentes h asta el extrem o de extender su fe p o r m edio m undo. M iguel Ju a n llegó finalm ente a Z aragoza a p rin cipios de o ctu b re de 1637. Se h ab ía ayudado de unas m uletas y, según parece, de u n a p ie rn a de m adera, sobre la que apoyaba la rodilla, pues la p arte fractu ra d a estab a d oblad a y aseg u rad a al m uslo con u n a correa. El joven reco rrió el cam ino real que p asab a p o r Teruel, evitando p a sa r cerca de C alanda, pues le d ab a vergüenza (él m ism o lo confesará) de ap arecer an te los suyos en sem ejantes condiciones, tras h ab er p artid o pocos m eses antes reb o san te de esperanzas y con la ingenua arro g an cia de la juventud.
LA MUTILACIÓN
Pese al ag o tam ie n to y a la fiebre alta, ta n p ro n to llegó a la capital aragonesa, M iguel Ju an se traslad ó al san tu ario del Pilar, d onde se confesó y recibió la e u caristía. In m e d ia ta m e n te d espués con sig u ió ser adm itido en el Real H ospital de N u estra S eñora de G racia. Fue in stalad o p rim ero en tre los enferm os afectados de fiebre, en la sección o «cuadra» de ca le n tu ras. D espués sería tra sla d a d o a la sección de Cirugía, que estab a bajo el p atro cin io de san M iguel, p ro tec to r del joven y u n o de los p ro tecto res de Ca landa. Los m édicos d eterm in a ro n que, dado el av an zado estado de la g an g ren a y la ineficacia de los tr a ta m ien to s aplicados d u ra n te los p rim ero s días de estancia en el hospital, el ún ico m edio de salvarle la vida era am putarle la piern a. E n su declaración an te los jueces, los sanitarios señ alaro n que la p iern a esta b a «muy flem orizada y gangrenada», h asta el p u n to 80
di* que p arecía «negra». Los cirujanos se reu n iero n m consulta, p resid id o s p o r el p ro feso r Ju a n de Esi.mga, d irecto r de aquella sección del hosp ital y cate
A yudado p o r u n com pañero, el p ractican te G ar cía e n terró la p ie rn a en el cem enterio del hospital, en u n lu g a r h ab ilitad o al efecto. E n aquella época de fe, el resp eto cristian o por el cuerpo destin ad o a la resu rrecció n im p o n ía u n a veneración tal que se h a cía extensiva a los restos anatóm icos, de tal m odo que h u b ie ra sido u n sacrilegio co n sid erarlo s com o basura. De ahí, pues, no la prohibición, sino la cau tela y las p ru d en te s lim itaciones en las au to p sias y disecciones de cadáveres, siem pre y cu an d o no se tra ta ra de u n a finalidad didáctica. Ni que d ecir tiene que Ju an Lorenzo G arcía de clarará en el proceso, y d ará testim onio de que en te rró el pedazo de p iern a horizontalm ente «en u n oyo com o u n palm o de ondo», de unos veintiún cen tím e tros, según u n a an tig u a m edida aragonesa. Se tra ta del m ism o hoyo que, casi dos años y m edio después, aparecerá vacío. Tras unos m eses de estancia en el hospital, antes de que la herid a cicatrizase y cu an d o no estab a aú n en condiciones de u tiliz ar u n a p rótesis de m ad era, M iguel Ju an —a rrastrán d o se con los codos: « arras tran d o com o pudo», d irá en el proceso— se acercó al san tu ario del Pilar, situ ad o casi a u n kilóm etro de distancia del hospital. Q uería d ar gracias a la Virgen «por h ab er quedado con vida p ara servirla y de n u e vo se le ofreció m uy de b eras y de serle devoto su p li cán d o la fuesse serb id a de favorecerle y a m p ararle p ara poder vivir con su trabajo», a pesar de la terrible m utilación sufrida. Después de h ab er pasad o el otoño y el invierno en el hospital, en la p rim av era de 1638 salió de allí d e finitivam ente. Tras despedirlo, la ad m in istració n lo proveyó de «pierna de palo y m uleta».
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MENDIGO Para sobrevivir, a M iguel J u a n no le q uedó o tro rem edio que h acerse po rd io sero , es d ecir m endigo, provisto del p erm iso del C abildo de canónigos del S antuario del P ilar p a ra p ed ir lim o sn a p o r Dios en la capilla de N u estra S eñora de la E sp eran z a (se tr a taba, p o r tan to , de la m ism a advocación de su p a rroquia de C alanda), situ a d a ju n to a la p u e rta del tem plo que d ab a al E bro. Se le otorgó u n p erm iso regular, lo que los d o cu m en to s lla m a rá n m endigo ele plantilla». Su doliente figura de joven lisiado atrajo la atenrión, adem ás de la com pasión cristiana, de u n a Z ara goza que no te n d ría entonces m ás de veinticinco mil habitantes. Los cuales, entonces al igual que ahora, tenían la costum bre de acercarse «a salu d ar a la Vir gen» al m enos u n a vez al día. Serán, pues, estos m i les de personas quienes le reconocerán, incrédulas, c uando regrese, dos años m ás tarde, con sus piernas. Será esa m ism a p ob lació n la que p a rtic ip a rá en la (irán fiesta religiosa y profana, con procesión y fuegos de artificio, que te n d rá lu g ar en la plaza delante del santuario en m ayo de 1641, p a ra festejar el reco n o cí m iento oficial de u n m ilagro que la m ayoría de los p articip an tes en aqu ella fiesta h a b ía c o m p ro b a d o personalm ente. La m utilación del joven resu ltab a aú n m ás evi dente a todo el m u n d o p o rq u e —de acu erd o con la costum bre de los p o rd io sero s— M iguel J u a n te n ía la llaga al descubierto. C ada m a ñ an a, an tes de si tuarse en su lugar de postulación, asistía con devoción a la m isa en la S an ta Capilla, d onde se e n c u e n tra la pequeña im agen de m a d e ra (de u n ta m a ñ o m e n o r de cu are n ta centím etro s) de la V irgen con el N iño apoyada sobre u n a co lu m n a, el Pilar, cu b ierto p o r 83
m agníficos «m antos» b o rd ad o s, que se cam b ian to dos los días. A sim ism o cad a día, al b a ja r los servidores p ara lim p ia r las o ch en ta lá m p aras q u e ard ía n en la Ca pilla, el joven conseguía u n poco de aceite p a ra res tregarse el m u ñ ó n de la pierna. P o r este m otivo será rep ren d id o p o r el p ro feso r Ju a n de Estanga, el ciru jan o que le h ab ía am p u tad o la p ie rn a y al que veía de m a n e ra p erió d ica y v o lu n taria p a ra seguir u n a m ed icació n y u n control. Tal y com o ap arece en los do cu m en to s, la asis ten cia recib id a d u ra n te su p ro lo n g ad a estan cia en el h ospital, y d u ra n te m u ch o tiem p o después, era de lo m ejo r que se po d ía ofrecer, ta n to en ciencia com o en h u m a n id a d , en aq u ella época. No sólo e ra u n sistem a de asisten cia e n teram en te gratuito, sino que estab a ta m b ié n lleno de aten cio n es y afectos, p ro pios de la m ejo r carid ad cristian a. A u n rico, el «sis te m a sanitario» (fin an ciad o g en ero sam en te no p o r im puestos de c a rá c te r co n fiscato rio , sino p o r la li m o sn a v o luntaria) no h a b ría p o d id o ofrecerle n ad a m ás. P or lo dem ás, nos en co n tram o s en el país que, en el siglo anterio r, h a b ía co n tem p lad o a aquel ex tra o rd in a rio «loco de Cristo» que fue san J u a n de Dios la fundación de la o rd en de h erm anos que lleva su nom bre, conocidos en Italia com o los F atebenefratelli, que e sc rib iría n p ág in as de increíb le a b n e gación hacia los enferm os, en especial los m ás pobres y aquellos que p u d ie ra n re s u lta r m ás repulsivos. De este m odo, el p ro fe so r de E stan g a advirtió al joven operado po r él que la hum edad ocasionada por las unturas diarias del aceite de las lám paras podía en torpecer la total cicatrización de la pierna. Al m enos desde un punto de vista hum ano, si bien el m édico añadiría: «salbada la fe de lo que podía hacer la M adre de Dios». En efecto, el joven, d em o stran d o u n a co n fianza m ayor en «su» Virgen que en las prescripciones sanitarias, continuó con el uso perseverante del aceite de las lám paras que a rd ía n ante la venerada im agen. 84
Pese a que M iguel Ju an n u n ca h ab ía leído la Es*i llura, al ser analfabeto, m ovido p o r el sensus fidei •» por el recu erd o de alguna que o tra p redicación, reprlía de este m odo u n a acción evangélica: los ap ó s toles, enviados en m isión p o r Jesús, «predicaron que e convirtieran; expulsaban a m uchos dem onios, y intuían con aceite a m uchos enferm os y los curaban» (Me. 6, 12-13). Y tam b ién la carta de Santiago, en la t|iie ex horta «unjan con óleo, en el n o m b re del Sen<>r» (St. 5, 14). C uando después de ped ir lim osna el joven conse jada re u n ir al m enos cu atro dineros de m o n ed a ja(|tiesa (procedente de la ceca, es decir, de Jaca, la i iudad en la que surgió la d in astía de reyes arag o neses) p o d ía refugiarse p o r las noches en la p o sad a d e las Tablas», no lejos del s a n tu a rio 2 y reg en tad a por Ju an de M azas (que será convocado en el proce\<>, para reconocer al cliente que tan tas veces había hospedado con tan sólo u n a p iern a y que ah o ra apai reía con dos) y su m ujer, C atalina X avierre. C uando no tenía d in ero su ficien te d o rm ía so b re u n a b a n queta debajo del porche del patio del hospital, donde er a ya uno m ás de la casa y le qu erían y ayudaban, donde m édicos y enferm eros lo ten ían todo previsto, menos lo que le iba a suceder a aquel p o b re lisiado que vivía de la lim osna. Tras cerca de dos años de u n a vida así, en la p ri mavera de 1640, Miguel Ju an decidió volver a Calanda, ju n to a sus padres, a los que no hab ía vuelto a ver desde hacía tres años. A esta decisión lo em p u jaro n algunos de sus paisanos que lo h ab ían reconocido a la puerta del tem plo. E n tre ellos, sobre todo, h ab ía dos sacerdotes: don Jusepe H errero, de veintiséis anos, vicario de la p a rro q u ia en la que h ab ía sido bautizado, y don Jaim e Villanueva, beneficiario de la mism a parroquia. El joven confesó a don Jusepe, que 2. Estaba ubicada al comienzo de lo que actualm ente es la • .lile Alfonso I. (N. del t.)
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luego sería testigo en el proceso, la ansiedad que le había im pedido h asta entonces p onerse en el cam ino de Calanda: «¿Cómo tengo de bo lb er a su casa, si m e salí co n tra su voluntad de ellos bu en o y sano y ah o ra estoy con u n a p iern a menos?» El sacerdote le aseguró que el afecto de su fam i lia p erm an ecía inalterado. P or lo dem ás, le p ro m e tió que, u n a vez de vuelta en C alanda, h ab laría a sus p ad res en favor de aquel desgraciado hijo suyo.
REGRESO A CASA V encida su resisten cia psicológica, y aprovechando u n a circu n stan cia favorable (el en cuentro, tam b ién en el santuario, con otros paisanos suyos, Francisco Félez y L am berto Pascual), en la p rim era sem an a de m arzo de 1640, M iguel Ju an inició el viaje de reg re so a casa. U na m a rc h a len ta y d o lo ro sa h acia u n destino singular, que le ag u ard ab a antes de concluir aquel señalado mes. La p rim era etap a del viaje, h asta Fuentes de E bro (a unos veintisiete kilóm etros de Zaragoza), la hizo sobre el carro de u n conocido ocasional, u n tal Bernad, e iba acom p añ ad o de Francisco Félez y L am berto Pascual que, al estar sanos, m arch ab an a pie. Al día siguiente, sin que p u d iera d isp o n er ya del carro, p o r haber alcanzado el carretero su destino, Miguel Ju an llegó a Q uinto de Ebro, a dieciséis kilóm etros de distancia dé Fuentes, a pie, «poco a poco y con gran dolor». Y es que la p iern a de m ad era le cau sab a d o lor p o r la presión ejercida sobre el m uñón. De ahí que se viera p rácticam en te obligado a ap o y arse ú n ic a m ente en las m uletas. E n Q uinto, el joven se quedó solo, pues a sus dos aco m p añ an tes (que le h a b ía n ayudado hasta entonces) les ag u ard ab an en su p u e blo y no podían aco m p añ arlo a u n ritm o ta n lento. 86
C onfiándose a la carid ad de los que atrav esab an los cam inos con carro s o m ulos, M iguel Ju an consi guió llegar a S am p er de Calanda. Allí se instaló en una p o sad a reg en tad a p o r D om ingo M artín. Un .u riero de Alcañiz, Ju an M onreal, lo vería (según de clarará después) «roto y cansado», pero —haciendo caso om iso de aquella obligación de asistencia a los necesitados a la que antes nos referíam os— rechazó llevarlo h a sta el cruce de cam inos en dirección a Ca landa, p ro b ab le m en te no p o r m ala v o lu n tad sino porque su anim al iba de p o r sí con u n a carga exce siva. El joven pud o valerse sin em bargo de u n p ai sano suyo, Rafael B orraz, p ara h acer llegar u n m en saje de socorro a sus padres. Estos le enviarían u n a jum entilla, guiada p o r u n pequeño criado de la casa, Bartolom é X im eno, de dieciséis años. Aquellos jovencísim os criados p o d ían en co n trarse incluso en c asas pobres, proced en tes de fam ilias todavía m ás num erosas y a los que, a cam bio del trabajo, se les proporcionaba com ida y (a no ser que volvieran con su fam ilia p o r la noche) el alojam iento en cu alq u ier rincón de la casa. La noche del m ilagro, en casa de los Pellicer, B artolom é X im eno se disponía a p re p a rar su cam astro en la cocina ju n to a la h ab itació n en la que tendría lugar el inconcebible suceso. Será, p o r tanto, el m ás joven de los testigos en el proceso. Por fin, tras tres años de ausencia, después de casi una sem ana de viaje y 118 kilóm etros de reco rrid o (y a p u n to de cu m p lir los v ein titrés años), M iguel luán atravesó el u m b ral de la casa p atern a, en la que l úe acogido con afecto, a p esar de sus tem ores. E ra «un día de la segunda sem an a de cuaresm a», señ a larán los testigos, hijos de u n a sociedad en la que el único y aproxim ado có m p u to del tiem po se b asab a en la liturgia de la Iglesia. E n consecuencia (al caer la Pascua en aquel año de 1640, el 8 de abril), el día del regreso de M iguel J u a n a C alanda h ab ría que fi jarlo entre el 4 y el 11 de m arzo. 87
PIDIENDO LIMOSNA Tras la in m e d ia ta con firm ació n de su in cap acid ad p ara ay u d ar de m an era eficaz en las labores del cam po, y p a ra no resu ltar gravoso (ésa h ab ía sido siem pre su co n stan te preocupación), M iguel Ju an decidió volver a p ed ir lim osna. P ara u n p o b re inválido, en la sociedad de aquella época, m en d ig ar no era u n a ver güenza sino, en todo caso, u n a obligación. Así pues, p ara la gente de entonces resu ltab a n atu ra l p racticar u n a carid ad que a la vez era justicia, p artien d o el pan, a u n q u e fu era escaso, co n los que no p o d ía n ganárselo. P recisam en te se co n sid e ra b a a los que p edían lim osna com o auténticos bienhechores, pues p erm itían a sus pró jim o s ejercitar esa ay u d a a los pobres que, según el Evangelio, es condición p ara la salvación eterna. M iguel Ju an fue pidiendo lim osna p o r los pueblos de la com arca, en tre los cuales las fuentes citan a B elm onte de M ezquín; y de hecho, algunos h a b ita n tes de este pueblo serán llam ados a d eclarar en el proceso. El joven llevaba consigo u n a au to rizació n ordinaria, con el acta de su bau tism o y u n a relación de las causas de su invalidez. D icha relación le h a b ía sido en tre g ad a en su p u eb lo de origen, lo que suponía u n a g aran tía de la h o n rad ez de a q uien le h ab ía sido concedida: u n d o cum ento «público» m ás que añ ad ir a los m uchos que atestiguan cad a u n a de las etapas de este caso. P or lo dem ás, m uchos ates tig u arán haber visto al joven m utilado en los pueblos cercanos a Calanda, a lom os de la única ju m en tilla que tenían en su casa y con el m u ñ ó n de la p ie rn a al descubierto, al igual que h acía en Zaragoza, p a ra in sp ira r com pasión a los cam pesinos. De esta m an era consiguió donativos en especie, sobre todo pan, u n alim en to p articu la rm en te pre88
io so a finales de m arzo, cuando la próxim a cosecha de trigo se en c o n tra b a aú n lejana y se estab a ago lando la h a rin a proced en te de la cosecha del verano .mlerior. Claro está, sin que M iguel Ju an p u d iera suIx merlo, que esto m ultiplicaría tam bién el n úm ero de personas que reco rd arían haberlo visto y que se añ a dirán a los otros testim onios, ya de p o r sí m uy n u merosos. E n aquellos cam pos, escasam ente poblados entonces y ah o ra p rácticam en te desiertos, la apari( ion del joven inválido supuso u n a «novedad» impactante que nunca sería olvidada. Tal y com o e sc o de, en su lenguaje del siglo xvn, el trad u c to r italiano de la relación que se editó inm ediatam ente después del m ilagro: «Así lo disponía Dios, a fin de que h u biese allí m ás testigos tan to de la enferm edad com o de la m ilagrosa curación.»
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29 DE MARZO DE 1640
Id 29 de m arzo de 1640 caía en jueves, día que la h adición católica vincula a la «carne» y la «sangre» de la Eucaristía, g aran tía de la resurrección etern a de la carne y la sangre de los que m ueren. Pero era ta m bién el jueves de la llam ad a sem ana «de Pasión», la que precede a la sem an a Santa, que finaliza con el dom ingo de Pascua. F altaban, p o r lo tanto, p a ra esta ultim a festividad nueve días, u n período de tiem po lleno de significado p a ra los cristianos (la «novena»), porque fue precisam en te el tiem po que tran scu rrió entre la Ascensión de Jesús al cielo y la venida del I Espíritu Santo, el día de Pentecostés. Por lo dem ás, quien —n aturalm ente, p o r su cuenla y riesgo— desee reflexionar en to rn o a los n ú m e ros podría asim ism o re p a ra r en la m isterio sa (¿o ca sual?) trayectoria de u n a cifra —el 29— en la que ese m ism o núm ero 9 está presente, pues aquel 29 de 89
m arzo h a b ía n tra n sc u rrid o 29 m eses desde la a m p u ta c ió n de la p ie rn a que ah o ra estab a a p u n to de serle «restituida». Pero es que el 9 es adem ás la «ci fra» de la p ro p ia «venida de la Virgen» a Zaragoza, que dio o rig en al san tu ario del Pilar. M aría, llevada p o r los ángeles, se h a b ría ap arecid o llevando el m is terioso pilar, al g ru p o integ rad o p o r el apóstol S an tiago y ocho h o m b res de aquellas tierras converti dos p o r él. ¿C uriosas y casuales coincidencias o m is teriosas «señales»? D ecidirlo resu lta im posible p ara los hom bres. E n este asunto, cad a u n o es libre de p e n sa r com o quiera, sin olvidar tam p o co que, p ara los m ísticos de cu alq u ier religión, Dios h ab la ta m bién p o r m edio de los sím bolos, en especial de los núm eros. P or o tra parte, aquel día la litu rg ia de la Iglesia celebraba la vigilia de la solem nidad de los Dolores de la Virgen. Se tratab a, p o r tanto, de u n día «espe cial», si tenem os en cu en ta que p ara la litu rg ia cris tia n a las festividades co m ien zan la ta rd e del día precedente. Pero si bien lo m iram os, tam b ién era «especial» el año. P ara los histo riad o res, aquel 1640 fue u n año fatídico p ara E spaña, el año que significó el defini tivo adiós a su papel en el m undo. Es el año que cie rra su Siglo de Oro, con la insu rrecció n de C ataluña, el avance de los franceses de R ichelieu m ás allá de los Pirineos, la revuelta y separación de Portugal, las derrotas que le llevarán a ab an d o n ar los Países Bajos y la b an carro ta de las finanzas estatales, al tiem po que tenía lugar u n a te rrib le epidem ia de peste, se guida de u n a care stía que d iezm ará a los su p erv i vientes. El m ás so nado de los m ilagros parece q u e re r sellar el apogeo y al m ism o tiem po el com ienzo de la rápida decad en cia del país «católico» p o r ex celencia que, p recisam en te a p a rtir de aquella fecha, tras haber sido p ro tag o n ista de la h isto ria p asaría a te n e r —al m enos en el aspecto político— u n a p re sencia cada vez m ás m arginal. 90
Pero aquel «especial» año de 1640 lo era tam b ién para la h isto ria cristiana, pues h ab ían tran scu rrid o dieciséis siglos, m il seiscientos años desde la «veni da de la Virgen en carn e m ortal» a orillas del Ebro. Dio com ienzo así (au n q u e ap en as nos hem os refe rido a ello, lo verem os con la am p litu d que el tem a merece) la trad ició n del Pilar, la advocación p o r la <|iie se realizó el m ilagro. La tra d ic ió n establece la fecha de la venida de M aría a Z aragoza a co m ien zos del año 40. E stam os, en consecuencia, ante u n -aniversario» que es o tro p u n to de p a rtid a p a ra la reflexión del creyente, au n q u e éste te n d rá que ser siem pre consciente de que el secreto de Dios le perlenece ta n sólo a Él. De aquel «secreto» quizás tam b ién form e p arte el hecho de que, en aquel m ism o año de 1640, en Lovaina (en el Flandes que todavía era español) apareeía un libro que provocará en la Iglesia u n a crisis tan larga y p ro fu n d a que acaso sus huellas no hayan de saparecido del todo. El libro era el Augustinus del obispo Cornelius Jan sen .3 Se tra ta del libro sagrado del jansenism o, opu esto p recisam en te a lo que calacteriza al hecho que estam os analizando: la devo ri ón m ariana, la religiosidad popular, las peregrinariones, las procesiones, lo «cotidiano» de la religión de los sencillos, la co n fian za en los m ilag ros... E n i am bio, lo que los ja n sen istas defienden es u n a fe pura», u n a salvación ú n icam en te p ara la élite de los instruidos, u n a corresp o n d en cia sin fisuras en tre la doctrina y la vida. E n definitiva, todo lo que este m i lagro de C alanda d esm en tiría de m a n era fulgurante, lustam ente en el m ism o m om ento de la ap arició n del ■\ngustinus. ¿C asual o p rovidencial? N o so tro s nos 3.
Esta obra se publicó dos años después de la m uerte de su Es el punto de referencia de la doctrina jansenista que .ilu iría que, con el pecado original, los descendientes de Adán han perdido la posibilidad de elegir libremente entre la virtud y el pe• a do. En consecuencia, el hom bre habría perdido su libre albe autor.
drío.
(N. del t.)
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lim itam o s ta n sólo a señalar la sin g u lar coincidencia de fechas. Sea com o fuere, en aquel señalado 29 de m arzo de 1640 M iguel Juan, en vez de irse a p ed ir lim osna, se esforzó en ay u d ar a su fam ilia no extendiendo la m ano sino haciendo esta vez uso de sus brazos. Se trasladó en la hab itu al (y única) jum en tilla a u n cam po p erten ecien te al padre no m uy lejos del pueblo, e hizo h a sta nueve cargas de estiércol en u n a g ran es p u erta colocada a lom os del anim al. Es probable que la razó n de que el joven no h iciera su diario reco rri do p ara p ed ir lim osna se deb iera precisam en te a la necesidad de em p lear la ju m en tilla p ara aquel tra b a jo, sin olvidar tam poco la festividad religiosa del día siguiente. Las vigilias de las fiestas litúrgicas im p o r tantes —en este caso, la Virgen de los Dolores, espe cialm ente querid a p ara la devoción española— su p o nían, p ara los fieles, la p articip ació n en cerem onias religiosas «de precepto». De cualquier m odo, tras cad a u n a de las nueve cargas de estiércol (extrem o precisado con in sisten cia p o r los testigos, y que es o tra referen cia al n ú m ero nueve que citábam os antes), la ju m en tilla fue conducida h a sta el p atio de la casa p o r u n a de las hijas m enores de la fam ilia Pellicer, Jusepa o Valeria. El padre y B artolom é, el joven criado, d escargaron el anim al y lo m an d aro n de vuelta donde estaba espe ran d o Miguel Juan, que ag u an tab a el cansancio m a n teniéndose en pie sobre la p iern a de m adera, con la ayuda de la m uleta. Al atardecer, cansado p o r el esfuerzo y con u n d o lo r en el m u ñ ó n m ás fu erte de lo h ab itu al, M iguel Ju a n (que cuatro días an tes h ab ía cum plido los vein titrés años) regresó a casa. Allí le ag u ard ab a u n d es cubrim iento que —dado su estado de ag o tam ien to y dolor— no debió cau sarle excesiva satisfacción. Aquella noche h ab ía llegado a casa de los Pellicer, a m odo de huésped forzoso im p u esto p o r las a u to ri dades, un soldado de cab allería del ejército real. E n 92
electo, dos co m p añ ías de caballería se h ab ían pueslo en m a rc h a h acia la fro n tera con F rancia, país enh ru ta d o con E sp añ a en la llam ad a g u e rra de los h cinta Años. M adrid en viaba adem ás estas tro p as j»;ira vigilar el descontento existente en C ataluña que, precisam ente, en ese m ism o año (lo hem os reco rd a do an teriorm ente) d esem b o caría en u n a san g rien ta ublevación, con la in te re sa d a ay u d a del card en al Kichelieu. Aquellos soldados h ab ían decidido p a sa r la noche • ii Calanda, p ara c o n tin u ar su cam ino a la m a ñ an a mguíente. Al notario del lugar, u n joven de veintisiei( años llam ado Lázaro M acario Gómez (es constanir, com o vemos, la p recisión de los docum entos), le i orrespondería la m isión de aco m o d ar a los soldados rn las casas del pueblo. D esconocem os el n o m b re del soldado que fue .isignado a la casa de los Pellicer, pues no se le pudo i oavocar al proceso, ya que se en co n traría disperso en alguna operación m ilitar. Con todo, sabem os que, después de la noche del m ilagro, al am anecer, y tras haberse puesto o tra vez en cam ino, llegó con su i om pañía a Caspe, u n a localidad ju n to al E bro, cer ca del lím ite te rrito ria l con C atalu ñ a. Allí (es u n d d a lle significativo) p idió a u n fraile cap u ch in o que le confesara, tras diez años sin haberlo hecho. El sol dado se en co n trab a ev identem ente bajo el im p acto del so rprendente h ech o del que h ab ía sido testigo, pues la privación de su d escanso n o ctu rn o le h ab ía puesto, sin em bargo, de u n m odo brusco an te el m is iono. Serán, entre otras, las voces, ro tas p o r la em o ción, de los soldados (no sólo el que se alo jab a en ( asa de los Pellicer, p u es al alb o ro tarse C alanda p o r el milagro, todos los soldados h ab ría n acu d id o allí) las que, desde el día siguiente, d ifu n d irán la in só lita noticia por los cam in o s en d irección a C atalu ñ a y, desde allí, hasta la fro n te ra francesa. Parece ser inc luso que fue la n oticia p ro p ag ad a p o r u n p elo tó n de 93
aquellos soldados de caballería lo que originó la lle gada a C alanda, al lunes de la sem an a siguiente, el 2 de abril, del p árro co de M azaleón aco m p añ ad o del n o ta rio de su pueblo. Se tra ta de u n h echo que (com o te n d re m o s ocasión de ver) d a rá lu g ar a u n ex cepcional d o cu m en to de carácter oficial en u n p erío do de tiem p o m uy próxim o al m ilagro. V olviendo a aq u el señalado a ta rd e c e r del 29 de m arzo, d irem o s que la im p rev ista p resen cia del huésped obligó a M iguel Ju an a cederle su lecho (o catre). M aría Blasco, la m adre, h ab ía p rep arad o en el suelo p a ra aquel desgraciado hijo suyo, a los pies del lecho conyugal, u n cam astro fo rm ad o p o r u n a e sp u erta y u n pellejo, p a ra c o n tra rre sta r la h u m ed ad del p a v im en to y p o r en cim a le p u so u n a sáb an a. P ara h acer las veces de m anta, pues el soldado ten ía la que el joven u tiliz ab a h ab itu alm en te, no h ab ía o tra cosa en casa que la capa del p ad re que, sin em bargo, era dem asiad o co rta p a ra c u b rir p o r en tero el cuerpo.
«UN PERFUME DE PARAÍSO»
P asadas las diez de la noche, tras u n a frugal cena, M iguel Ju an se despidió de sus padres, del soldado, del joven criado y de dos vecinos de la casa, M iguel B arrach in a y su m ujer, Ú rsula M eans, llegados p a ra su habitual te rtu lia n o c tu rn a con sus am igos, los Pellicer. Ambos serán los p rim ero s ajenos a la fam ilia (a excepción del soldado, que se despertó in m ed iata m ente) en com probar, desconcertados, lo que h ab ía sucedido. D urante la vela , la te rtu lia de los cam pesinos, M i guel Ju an se quejó m ás de lo h ab itu al del do lo r que le ocasionaba el m u ñ ó n , sobre todo a cau sa de los esfuerzos que h a b ía re a liz a d o aquel día. T enía al 94
descubierto la h erid a cicatrizada, que todos vieron y .ilguno palpó con sus m anos. D urante el proceso se in ten tará d e sc rib ir la sen sació n «táctil» o rig in ad a il p alp ar lo que se califica de cissura, la h en d id u ra de la am p u tació n , cu b ierta desde entonces p o r u n a pústula. Al p arecer en aquella noche, la presencia del soldado (aco stu m b rad o a ver golpes y heridas, dad a su experiencia de co m b atien te a caballo) h ab ía re clam ado la aten ció n y cen trad o la conversación en (orno al m iem bro del joven. M iguel Ju a n dejó sobre u n sillón de la cocina la pierna de m ad era y los guiñapos de la n a que u tili zaba p a ra apoyar el m u ñ ó n sobre ella. Dejó asim is mo las m uletas en el m ism o sitio. A poyándose en la pared p a ra m an ten erse en pie, llegó, saltan d o sobre el pie izquierdo, a la h ab itació n de sus padres, conligua a la cocina. Poco después, el m atrim o n io Ban achina, M iguel y Ú rsula se desp id iero n tam b ién y volvieron a su casa, próxim a, p o r no decir adosada, ;i la de los Pellicer. E n tre las diez y m ed ia y las once de la noche, la m adre de M iguel Ju a n en tró con u n candil en la m ano en la h ab itació n del m atrim o n io . In m ed iata m ente notó, según d eclarará después, «una frag an cia y u n olor suave n u n ca aco stu m b rad o s allí». E n la más tem p ran a de las relaciones publicadas (el folíe lo, al que antes nos referíam os, de fray Jerónim o de San José, que obtuvo el im prim atur en Z aragoza el 10 de m ayo de 1641, ta n sólo trece días después de la sentencia del proceso) hay esta m ism a referencia, haciéndose sin du d a eco de los testim o n io s directos ele los protagonistas: «Al consuelo de la m ilagrosa sanación, se añadió u n perfum e com o de paraíso, p o r entero diferente a los de tierra, que se prolongó d u rante m uchos días, no sólo en la estancia, sino en (odas las cosas que en ella estaban.» Los testigos aluden al descubrim iento de esta re pentina fragancia a p a rtir de su p ro p ia experiencia, sin hacer evidentem ente u n a reflexión, que eran inca95
paces de hacer, ignorantes com o eran de los pasajes de la E scritu ra. V erdaderam ente aq u í hay u n m otivo de reflexión bíblica. E n el N uevo T estam ento, y con c re ta m e n te en S an Pablo, el «olor de C risto» es el «olor que de la vida lleva a la vida», y se con trap o n e al «olor que de la m u erte lleva a la m uerte» (2 Cor. 2, 15). R esulta significativo, si se p ien sa que alg ú n que otro teólogo h a hablado, en el caso de C alanda, de un signo de resurrección , de u n a especie de anticip o de la vida eterna, sim bolizada p o r aquella p iern a p o d ri da, e n te rra d a y vuelta a la vida. Pero en el A pocalip sis (5,8) se h ab la tam b ién de «copas de oro llenas de perfum es, que son las oraciones de los santos». Para el creyente, las «gracias» m arian as no proceden direc tam en te de Ella, sino que se o b tien en p o r las plega rias de Aquélla que, según la teología y la fe, es la p ri m era y la R eina de todos los santos y santas. Sea com o fuere, M aría Blasco de Pellicer, de cu a re n ta y cinco años de edad, so rp ren d id a p o r aquellas em anaciones de p erfum e, levantó el candil p a ra ver la posición en que se e n c o n tra b a su hijo. Pudo co m p ro b a r que d o rm ía p ro fu n d am e n te. Pero ta m b ién advirtió, y creyó que era u n error, d ad a la escasa luz existente, que p o r fu era de la capa, d em asiado co rta p a ra ser u tilizad a com o m an ta, no sobresalía u n pie sino los dos: «uno en cim a de otro, cruzados», tal y com o d eclarará en el proceso. Inm ediatam en te, la m u je r se acercó u n ta n to a n gustiada p o r si acaso no h u b ie ra visto bien, y pensó que en el lugar reservado a su hijo se h ab ría in sta la do, p o r equivocación, el soldado. L lam ó en to n ces a su m arido, que se h a b ía en treten id o en la cocina, p a ra que viniera a esclarecer la situación. A cudió el h o m b re y retiró la capa, descu b rien d o algo increíble: el que estaba d u rm ie n d o e ra su hijo. Tras a rro ja r a u n lado aquella capa, los esposos p u d ie ro n co m p ro b a r que aquellos dos pies cruzados p erten ecían a su M iguel Juan. Y se d ie ro n cu en ta adem ás de que h ab ía u n a pierna u n id a a cad a un o de sus pies, igual 96
•|iu lies años atrás, cuando el segundo de sus hijos h.ilíiü partido en busca de fortuna, lleno de energía y « pei anzas, en dirección a Castellón de la Plana.
EL SUEÑO Y LA REALIDAD Ai Im irados y pasm ad o s con ta n grande nobedad», .isi lo ex p resará la relació n oficial del proceso, los p.idres zara n d earo n a su hijo, gritándole p ara que se ilrspertara. A los gritos acudió el joven criado, que < disponía acom o d arse en su lugar h ab itu al de la i orina contigua. Con grandes esfuerzos, los p ad res co n siguieron despertar al d u rm ien te de u n sueño al p arecer m uy profundo, casi equivalente a lo que en la actu alid ad sería salir de u n a anestesia total después de u n a in tervención quirúrg ica. P ara co n seg u ir que M iguel luán se d espertara, y en esto coinciden los resp ecti vos testim onios, se em p learo n «más de dos Credos». Y es que a falta de relojes, tam b ién se echaba m ano de la religión p a ra el có m p u to del tiem po, pues el < redo, repetido ah o ra y entonces en las m isas de las Irslividades, es la plegaria m ás extensa de las recita d a s po r los fieles. Lo prim ero que p u d iero n decirle sus p ad res a M i guel Juan, cuando no sin dificultad abrió los ojos y recuperó el conocim iento, fue «que viese que ten ía dos piernas». El joven, que se h ab ía quedado «m ara villado de ello», tuvo u n a reacción inm ed iata que ta n solo puede so rp ren d er a quien desconozca el o rd en de lo espiritual, pues le pidió a su pad re que «le d ie se la m ano y le p erd o n ase de todo lo que h a sta en tonces le hubiese ofendido». P uesto frente al m isterio de la m ise rico rd ia y generosidad divinas (no d u d ó u n in stan te de que esa m isericordia y generosidad estuvieran en el origen de 97
lo que ac a b a b a de com probar, au n q u e no estuviera del todo consciente), la fe instintiva de M iguel Ju an se dirige de in m e d ia to al E vangelio y sus o b lig a ciones, en tre las cuales el perd ó n supone el núcleo central. E ste im pulso inm ediato de p racticar el «m an dam iento nuevo» dado p o r Jesús, esa especie de res puesta al ex trao rd in ario don que acab ab a de recib ir con la obediencia a la P alabra revelada, nos parece que es u n o de los «rasgos» m ás evidentes (y, al m is m o tiem po, m ás ig n o rad o s) de la a u te n tic id a d no sólo histórica sino, sobre todo, cristiana de u n suceso que no tiene parang ó n . C uando m ás ta rd e sus p adres le pidieron, con u n interés com prensible, «que les dixese cóm o h ab ía sido aquello», el joven respondió que «no savia cóm o havía sido». No obstante, añadió que cu an d o le d es p erta ro n se h allab a so ñ an d o «que estab a en la S an ta Capilla de N uestra S eñora del P ilar de Z aragoza u n tá n d o se la p ie rn a d erech a con el azeite de u n a lám para, com o lo havía aco stu m b rad o cu an d o e sta ba en ella». D espués de la in stin tiv a e in m e d ia ta referen c ia al Evangelio con la p etició n de p erd ó n a su p adre, M iguel Ju an no dudó u n in stan te en a trib u ir su cu ració n a la in tercesió n de la V irgen de Z aragoza. A ñadió que aquella noche, antes de acostarse, según era su costum bre, se h a b ía en co m en d ad o «m ui de veras» a la Virgen del Pilar. S egún los te stim o n io s tom ados bajo juram ento del protocolo notarial, red ac tado ta n sólo tres días después del hecho, y las actas del proceso, que se a b riría sesenta y ocho días d es pués, el joven repitió que «tenía p o r cierto que la Vir gen del Pilar se la havía traíd o y pu esto (la p ie rn a cortada), para que assí la sirbiese m ejor y cuidase a sus padres». D esde el p rim er m o m en to , M iguel Ju a n expresó su convicción, au n q u e fu era de u n m odo instintivo, en to rn o al «por qué» y el «para qué» de aqu ella in tervención m ilagrosa: por sus oraciones co n fiad as y 98
para que sirv iera m ejo r a la Virgen y cu id ase a su fam ilia. A dem ás, los p ad res de M iguel Ju an —en su com parecencia an te el n o tario de M azaleón, al lunes si guiente del suceso— «juzgaron y tuvieron p o r verdad que la Virgen S an tísim a del P ilar rogó a su Hijo Santíssim o y R ed em p to r N uestro que, p o r los ruegos que el dicho m ancebo hizo o p o r sus juicios secretos, le alcangó de Dios N uestro S eñor la m ism a p iern a que avía dos años enterrada». E n estas declaraciones, recogidas literalm en te por el n o tario de labios de los declarantes, in d ep en d ientem ente de que fu eran reelab o rad as (lo que en tonces era g aran tía de au tenticidad), hay que d esta car, en tre otros aspectos, la «correcta teología» de aquellos cristianos que, p o r lo dem ás, eran an alfa betos. El sensus fidei (acom pañado, p o r supuesto, de una sólida catcquesis im p artid a p o r el clero) les h a cía ver con claridad que no es la Virgen la que «hace» m ilagros y que, en cam bio, es su m ediación, su sú plica la que obtiene de la Trinidad lo que ta n sólo Dios puede hacer. A unque sea m uy q u erid a y vene rada, la Virgen no es vista (al m odo pagano) com o una diosa; sino (al m odo cristiano) com o u n a in ter m ediaria entre la tierra y el cielo, según u n a función que le a trib u y e ra lib re m e n te el Ú nico q ue p u ed e a ctu ar p o r encim a de la naturaleza. P or lo dem ás, el estudio de los inform es de este caso —que tiene adem ás p o r escenarios u n a época y un país con frecuen cia sospechosos de « su p ersti ción» o «exageración»— sirve p a ra co n firm ar que no conoce el catolicism o todo aquel que p iensa que en esta religión la M adre es «adorada» al m ism o nivel que el Hijo. Sin em bargo, aquellos hum ildes devotos españoles del siglo xvn te n ían m uy claro que el «po der» de M aría reside en tera (y exclusivam ente) en la súplica, en la capacid ad de in tercesió n que el R esu citado le ha querido conceder. 99
«REIMPLANTADA» *
R ean u d em o s n u ev am en te el hilo de n u e s tra h isto ria, sacad a e n te ra m e n te de la d o cu m en tac ió n . R e cobrado algo de su p rim era em oción, el joven, «vien do que se vio dos p iern as, se la estava m en ean d o y tirán d o la, que le p a re c ía que no p o d ía aquello ser verdad». A co n tin u ació n , M iguel Ju a n y sus p ad res ex am in aro n la p ie rn a am p u ta d a a la luz del candil, d escu b rien d o in m e d ia ta m e n te señ ales in c o n fu n d i bles que p ersistían en ella. E stas señales eran las siguientes: la m ás n o to ria y principal, la cicatriz orig in ad a p o r la ru ed a del ca rro que le h ab ía fractu rad o la tib ia en el accidente de Castellón de la Plana; o tra cicatriz, m ás pequeña, ocasionada p o r la extirpación, cu an d o M iguel Ju an era aú n m uchacho, de u n m al grano «por encim a del tovillo a la p arte de dentro»; y p o r últim o, dos p ro fundas señales de rasg u ñ o s de rom ero, y las huellas en la p an to rrilla de u n a m o rd ed u ra de perro. E n el proceso, o tro s testigos, ad em ás del joven y sus padres, e s ta rá n en co n d icio n es de re c o rd a r aquellas señales en la p ie rn a d erec h a de su p a isa no, ya que la in d u m e n ta ria h ab itu al del cam pesino aragonés de entonces d ejab a al descu b ierto las p a n torrillas, pues los calzones sólo cu b rían h a sta la ro dilla. Por ello, el joven y sus padres dedujeron de m a nera inm ediata que la Virgen del Pilar había alcanza do de Dios N uestro Señor la m ism a p ierna que h ab ía sido enterrada hacía m ás de dos años. Asimismo, de * A propósito de este capítulo (y de los dos siguientes: «Te Deum» y «Etapas de un milagro»), véase en la cuarta parte de este libro, dedicada a los documentos, «El testimonio de un cirujano de nuestros días». (N. del a.)
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modo u n án im e y sin lugar a dudas, lo declararon otros testigos bajo ju ram en to ante los jueces. Se nos h a conservado ad em ás u n d en o m in ad o Aviso Histórico , u n diario de la época (el red acto r era José Pellicer de Ossau, u n destacado erudito arag o nés que te n ía su residencia en M adrid) que, con fe cha del 4 de ju n io de 1640, el día a n te rio r al inicio del proceso, in fo rm ab a que se h ab ía p racticad o u n a diligencia en el cem enterio del hospital de N u estra Señora de G racia de Zaragoza. Pero, tal y com o se ñala el Aviso , de la p ie rn a a m p u ta d a «no se halló señal de ella en la p arte donde la enterraro n » . Tan sólo u n agujero vacío en la tierra. Un detalle m ás p a ra co n firm ar lo que sabem os a p artir de u n conjunto de declaraciones co n cord an tes entre sí: que no hub o creación de u n m iem b ro sino, si acaso, u n a insólita «reparación»; no tuvo lu g ar u n «crecim iento» sino u n a «reim plantación». E n lo que sí tuvo necesariam en te que h ab er hab id o «creación» (al igual que en el caso de P eter van R udder, el ja rd i nero belga) fue en los m úsculos, los nervios, la piel, los tejidos y los vasos sanguíneos, destruidos d u ran te la am p utación de la p ie rn a y la consiguiente c au teri zación con u n h ierro candente.
TEDÉUM
Pero volvamos o tra vez a aquella pobre estan cia de cam pesinos de Calanda, en la que dorm ía u n m u tila do que, durante todo el día, h ab ía estado trab ajan d o con estiércol m aloliente de anim al; a aquel cuchitril repentinam ente im pregnado de perfum e, a m odo de com pensación, com o si se tra ta ra de u n palacio oriental y que m uy p ro n to sería tran sfo rm ad o en ca pilla, tal y com o sucede en la actualidad. Alertado p o r los gritos del m atrim o n io P ellicer y 101
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avisado p o r el criado B artolom é X im eno, acudió el vecino M iguel B arrach in a, el co m p añ ero de tertulia, que poco an tes h ab ía visto a M iguel Ju an , com o de costum bre, sin u n a de sus piernas. Tan p ro n to con siguió en terarse de qué se tratab a, avisó a gritos des de la calle a su m u jer Ú rsula M eans, que ya se h ab ía acostado, p a ra que se levantara y co rrie ra tam b ién a casa de los Pellicer. La m u jer d eclararía a los jueces que el griterío de su m arid o le resu ltab a ta n in in te ligible p o r lo a lterad o que estab a p o r la em oción, que cu an d o él quiso g rita r pierna , a ella le pareció en ten d er cama. D icen las actas oficiales del proceso: «Y ella (la depossante) respondió: m irá si las te n d rá diciéndolo p o r risa.» Un equívoco o riginado p o r el dialecto próxim o al catalán que h ab lab an los B arrachina (en el que com o es sabido, pierna se dice cama), vecinos de C alanda, pero originarios de o tro pueblo. Un equívoco que, sin em bargo, da u n u lterio r toque de verdad a este decisivo m o m en to de los hechos, pues, ¿quién h ab ría p o dido «inventar» u n detalle así de grotesco en u n m o m en to ta n solem ne? Ú rsula de claró asim ism o que, frente al cam astro del joven, en contró a todos los presentes que, com o si estuvieran fuera de sí, rom pían a voz en grito en alabanzas y ac ciones de gracias a la V irgen del P ilar y a Jesucristo, que le había otorgado aquel milagro. A cudieron o tras p erso n as, en tre ellas la ab u ela m a te rn a de M iguel Ju an , que estab a d u rm ien d o aquella noche en casa de los B arrachina, y que se g u ram e n te h ab ría ten id o que a b a n d o n a r su lecho p o r causa del alojam iento forzoso de los soldados en las diferentes casas. D estacarem os asim ism o que ta m b ién se enteró el vicario parro q u ial, don Jusepe H errero, el m ism o que se h ab ía en co n trad o con M i guel Ju a n m ientras p ed ía lim osna, con sus m uletas, a la p u erta del san tu ario de Z aragoza y que le h ab ía rogado que volviera a C alanda. C uando por fin am an eció el 30 de m arzo —re cordem os que era viernes de la sem ana de P asión y 102
festividad de los Dolores de la Virgen—, y se d ifu n dió la n o ticia p o r todo el pueblo, don Jusepe H erre ro se acercó a casa de los Pellicer «con m u ch a gen te». Ni que decir tiene que estab an allí las personas más destacadas de la localidad. E n tre éstas d estaca ba esp ecialm ente el ju sticia m ayor, el ju ez que era al m ism o tiem po el responsable del o rd en público, M artín C orellano que, com o verem os, extendería u n inform e p a ra las au to rid ad es de Z aragoza que sería enviado después a la C orte de M adrid. A cudieron tam bién el ju ra d o m ayor o alcalde M iguel Escobedo, el ju rad o segundo o p rim er ten ien te de alcalde, M ar tín G alindo, y el n o tario real, al que antes nos refe rim os, L ázaro M acario Góm ez. Todos ellos serían llam ados a declarar, poco m ás de dos m eses después, ante el arzobispo de Zaragoza. M iguel Escobedo, el jurado prim ero, de cu aren ta y tres años de edad, dirá en aquella ocasión que, no sabiendo explicarse cóm o había podido suceder, le tocó la p ie rn a «y le hizo cosquillas en la p la n ta del pie». E n tre los que acu d iero n a casa de los Pellicer se en co n trab an los dos ciru jan o s locales (uno que ya se h ab ía retirad o y otro, m ás joven, que le h ab ía su s tituido), que certificaro n el hecho de m a n era «pro fesional». Se tra ta b a de Ju a n de Rivera, de u n o s se te n ta años, y de Ju sep e N ebot, que te n d ría u n o s treinta. Ambos, lo m ism o que todos los dem ás tes tigos, declararían h a b e r ten id o que ren d irse a la evi dencia, que h a b ía ech ad o p o r tie rra su in stin tiv a incredulidad. Como si se tra ta ra de u n cortejo —o m ejor dicho, de u n a procesión—, el joven Pellicer fue a c o m p añ a do a la iglesia parro q u ial, donde le ag u ard ab a el res to de los vecinos del pueblo. Y todos, según afirm an los docum entos del proceso, «se ad m iraro n de verlo con p iern a derecha p o r h aberlo visto el día an tece dente y otros m uchos sin ella». M ientras todos los testim o n io s c o n c u e rd a n en la descripción de la llegada al tem p lo p arro q u ia l, 103
hay otros que p recisa n (y pensam os que con fideli dad) que aq u ella «espontánea» p ro cesió n que salió de casa de los P ellicer se dirigió en p rim e r lu g a r al hum illadero (la actual erm ita situada ju n to al llam a do portal de Valencia), edificado desde tiem po in m e m orial y que en el reverso de la cruz tenía a la Virgen M aría. Llegados, pues, a la p arroquia, sabem os que el vi cario, después de h ab er confesado al joven Pellicer, celebró u n a m isa de acción de gracias, en cuyo tran scu rso M iguel Ju a n se acercó a recib ir la co m u nión, lo que entonces no era n ad a frecuente, fuera de los tiem pos y m odos establecidos.
ETAPAS DE UN MILAGRO H ab rá que re sa lta r ah o ra u n detalle significativo y que a algunos les resu lta difícil de com prender. Sin em bargo, si lo analizam o s cu id ad o sam en te, p u ed e su p o n er u n a razón m ás p a ra creer, ya sea p o r el h e cho en sí o por la rig u ro sa m inuciosidad con que fue llevada la investigación p o r p arte de la Iglesia, en la que no se dejaría nin g ú n cabo suelto. Com o ya sabem os, el p ad re A ndré D eroo, esp e cialista en Lourdes, atrajo la aten ció n de los no es pañoles con la publicación en 1959 de su libro sobre Vhomme a la jambe coupée , p o r em plear el títu lo que d iera a aquellas páginas. M erece la pena ex traer de su análisis algunas de las observaciones dedicadas al «detalle significativo» al que acabam os de referirnos. Dice al respecto D eroo: «Todos los que p a rtic i p a ro n en esta m an ifestació n p arro q u ial n o ta ro n u n detalle que debe ser señalado a propósito del cual los fiscales del proceso co n sag raro n u n artículo especial. Se observaba que M iguel Ju a n Pellicer h ab ía ido h as ta la iglesia de C alanda u tilizan d o todavía m uletas, 104
puesto que no podía apoyar firm em ente su pie d ere cho sobre el suelo. Al m irar el pie, el p ad re h abía vis to los dedos encorvados y com o m uertos. P etrus N eurath, el m édico alem án que escribiera en 1642 u n folleto en latín y se desplazara a los lugares del su ceso p a ra investigar, hace n o ta r a este propósito que “la S an ta Virgen, p a ra fijar m ás la atención en este m ilagro, h ab ía dejado el pie m al vuelto". F ueron n e cesarios unos tres días p a ra que, progresivam ente, un calor n atu ral penetrase la pierna y el pie derechos. E ntonces, los dedos torcidos se en derezaron y la car ne recobró su color norm al, desapareciendo las vetas violáceas que la cubrían, vetas que fueron co n stata das y señaladas p o r el cirujano Ju an de Rivera en su respuesta al interrogatorio. Poco a poco, el pie fue recobrando su agilidad y el m uchacho podía moverlo a su gusto.» C uando el joven Pellicer se traslad ó a Zaragoza en peregrinación de acción de gracias (y donde te n dría que quedarse, cosa que no tenía prevista, p o r la a p ertu ra del proceso) co n tin u aría frotándose la p ie r na «recuperada» con el aceite de las lám p aras de la S an ta Capilla, tal y com o h ab ía hecho antes con el m uñón. O tra señal m ás de la fe del joven y que se lleva a cabo evidentem ente con la finalidad de ace lerar el proceso n atu ral, p o r entonces en curso, de vuelta de la p iern a a su estado norm al. Con el tran scu rso del tiem po se p ro d u jero n otros cam bios. En com paración con la p iern a izquierda, la derecha, recién «aparecida», ten ía algunos cen tím e tros m enos de longitud y el grosor de la p an to rrilla tam bién era m enor. La explicación (com partida ta m bién p o r los cirujanos de C alanda y Zaragoza) ra d i caría en el hecho de que, en el m om ento de la am p u tación, el joven no h ab ía com pletado aú n su creci m iento. La otra pierna, en los casi dos años y m edio transcurridos, h ab ría seguido su proceso n atu ra l de desarrollo con el consiguiente au m ento de la altu ra y la m asa m uscular. O tro indicio m ás (y, seguram ente, 105
concluyente) de que la p iern a re c u p e ra d a era p reci sam ente aq u ella que le h ab ía sido seccio n ad a vio le n tam e n te. S in em b arg o , en ta n sólo u n o s m eses volvería a la plena n o rm alid ad aquel m iem b ro «re zagado», que estuvo en terrad o en el cem en terio del hospital, m ien tras M iguel Ju an p ed ía lim o sn a ap o yado en sus m u letas a u n kilóm etro de d istan cia de allí, en la p u e rta del santuario. T ran scu rrid o s algo m ás de dos m eses desde el m ilagro, los testigos afirm aro n ante el trib u n a l ecle siástico (el propio M iguel Ju an estuvo, p o r lo dem ás, p resente d u ra n te todas las declaraciones, lo que p e r m itía la com probació n directa) que el joven «puede firm ar el talón en el suelo, m over los dedos del pie, c o rre r con ligereza y su b ir la p ie rn a d erec h a h a sta la cabeza sin dolor ni p en a alguna». Con el paso del tiem po se p o d ría asim ism o co m p ro b ar que «ha cre cido la p ie rn a tres dedos y h a en g o rd ad o la p a n torrilla». De acuerdo con otros testim onios, se m an ten d ría, en cam bio, la cicatriz, que fo rm ab a u n círculo rojo en la p arte de la p ie rn a que estab a u n id a a la otra. E ra u n a especie de «m arca» indeleble del m ilagro, de señal de la m ilag ro sa «recom posición», con u n ligero y periódico do lo r (según el joven confesara a algunas personas) que sería u n co n tin u o recu erd o del m isterio rep resen tad o p o r aquella p ie rn a «reim plantada». E n diciem bre de 1887, m enos de dos m eses antes de su m uerte, el viejo y enferm o, pero siem pre co n s tan te, san Juan Bosco recib ió en Turín, en su p e q u eñ a habitación de Valdocco, a algunos visitantes sudam ericanos que h ab ían cru zad o expresam ente el océan o p ara venir a visitarlo . De aquel g ru p o fo r m a b a p arte un p erio d ista chileno, que q u ería p ed ir ayuda al santo, pues, au n q u e todavía era joven, u n a a rtritis deform ante le h ab ía afectado al b razo y a la m ano derecha, im pidiéndole u sa r la p lu m a y, en co n secuencia, trabajar. Don B osco tom ó aquella m an o 106
enferm a en tre las suyas, se recogió en o ración y dijo después al visitante: «Está u sted curado, pero siem pre sen tirá algún pequeño dolor, p a ra que así no se olvide de esta gracia ta n señalada de la Virgen.» Esto sería p recisam en te lo que sucedió. No es p o r ta n to u n caso único, al m enos en lo re ferente a este detalle, lo experim entado p o r el joven de Calanda. É stas son las consideraciones que D eroo hace al respecto: «Tal vez algunos se ex trañ arán al ver que la curación de M iguel Ju an Pellicer no fue desde el prim er m om ento com pleta y total. Los artículos del proceso no h an soslayado este p roblem a. P or o tra parte, el arzobispo de Zaragoza, m o n señ o r Apaolaza, ha abordado frontalm ente la cuestión destacando lo que, a p rim era vista, parecía an o rm al en el esta do de Pellicer, u n a vez que la p iern a h ab ía sido res tituida. El arzo b isp o de Z arag o za no m in im iza la dificultad. Su resp u esta es tan clara com o leal la for m a de p resen ta r la objeción.» E n efecto, aquel prelad o (que era ad em ás un buen teólogo, au to r de notables tratados) «distingue perfectam ente entre lo que la natu raleza puede h acer y lo que, ciertam ente, no es capaz de realizar p o r sí m ism a. Lo que aq u í está en cau sa es la restitu ció n de u n a pierna a un h o m b re que carece de ella: es evi dente que la n atu raleza no puede devolver sus p ier nas a las personas a las que se les h a am putado. Por tanto, si Miguel Ju an Pellicer h a sido visto p rim ero con u n a sola pierna, después derecho sobre sus dos pies, esta transform ación es m ilagrosa, p orque n a tu ralm ente es im posible. E n cu an to al estad o de la pierna recuperada, si es cierto que co m p o rta algunas im perfecciones, ello no rep u g n a a la esencia del m i lagro, ya que el m ilagro consiste en sí m ism o en el hecho de que ha sido devuelta u n a p iern a a u n h o m bre que carecía de ella. Todo lo dem ás, lo que se re fiere a la te m p eratu ra de la pierna, su extensión, su desarrollo, el color de la carne, po d ía realizarse pro107
gresivam ente, u n a vez soldada la pierna, p o r las fu er zas y los p ro ced im ien to s de la n aturaleza». Prosigue a contin u ació n Deroo: «Ni que decir tie ne que el S eñ o r posee p o d er p ara devolver a u n m u tilado la p ie rn a que le falta, en u n estado perfecto, de m a n e ra in sta n tá n e a . Pero m o n se ñ o r A paolaza cita el Evangelio y el caso de la curación del ciego de Betsaida.» Leam os, p o r tanto , el fragm ento del Evangelio de san M arcos al que se refiere el prelad o zaragozano: «Llegan a B etsaida. Le p resen ta n u n ciego y le su plican que lo toque. T om ando al ciego de la m ano, le sacó fuera del pueblo, y h abiéndole pu esto saliva en los ojos, le im pu so las m anos y le p reg u n tab a: «¿Ves algo?» Él, alzan d o la vista, dijo: «Veo a los hom bres, pues los veo com o árboles, p ero que a n dan.» D espués le volvió a p o n er las m anos en los ojos y com enzó a ver perfectam en te y quedó curado, de suerte que veía de lejos claram en te todas las cosas» (Me. 8, 22-25). Com o puede ap reciarse en este caso, la cu ració n n a rra d a p o r el que, cronológicam ente h ablando, es el p rim e r Evangelio, es «progresiva», p o r «etapas», pues tam b ién este m odo de a c tu a r form a p arte del m isterio de la estrateg ia divina. No viene a h o ra al caso an alizar cualq u iera de las m u ch as hipótesis de los exégetas y teólogos p a ra explicar la sin g u lar a c titu d de Jesús hacia este ciego. Sea com o fuere, en este episodio no se p one en en tred ich o el p o d er de cu ració n sino, probab lem en te, la insuficiente fe —al m enos, en u n princip io — de aquel enferm o. C uando se tra ta de salvaguardar la lib ertad del h o m b re —ya nos referim os a esto en la p rim era p arte del libro— , el Dios cristiano parece «autolim itarse», pues co n d i cio n a Su poder a la acep tació n , a la co n fian za del h o m b re en Él. El argum ento del arzo b isp o de Z aragoza es que, en el caso de Miguel Ju a n Pellicer, se produjo lo que p o d ría llam arse u n a especie de «división» del m ila108
)T<>: p o r u n lado, está lo esencial, lo que es indisi alib lem en te m ilagroso, que es la recu p eració n de la pierna in stan tán eam en te. A ctualm ente, esto sigue siendo im posible, pues au n q u e los p rim eros «reim plantes» de m iem b ro s en seres h u m an o s tuvieron h i par a m ediados de la década de 1960, m ás de tres cientos años después del m ilagro de Calanda, ¡ni h an sido precisam en te «instantáneos» ni se h an p ra c ticado con m iem bro s gangrenados y en terrad o s m ás de dos años atrás, in jertándolos en m iem bros vivos previam ente cauterizad o s con u n h ierro candente, y con u n a co m p acta cicatriz donde an tes estuvieran nervios, m úscu lo s, vasos san g u ín eo s y ep itelios...! Kn consecuencia, lo esencial sólo p o d ía alcan zarse por m edio de u n a directa intervención divina. Todo lo dem ás , la recu p e ra ció n de las cu alid ad es físicas v m otrices de la pierna, au n q u e fu eran im perfectas (lo que, p o r o tra p arte, fue algo tem poral, com o ya liemos visto), era posible p o r m edios n atu rales. Y en consecuencia, el C reador dejó que éstos hicieran su tarea. P or tanto, están en lo cierto algunos h isto riad o res al elogiar al Tribunal eclesiástico de Z aragoza p o r la claridad, h o n rad ez y am o r a la verdad que lo ca racterizó al an alizar todos los pro b lem as p lanteados por el Milagro, incluyendo la cuestión a la que ahora nos estam os refiriendo. Con todo, co n v en d rá p re guntarse si el tem a que acabam os de a b o rd a r su p o ne realm ente un «problem a» o u n a «dificultad» p ara la credibilidad del suceso. A m í no m e lo parece, y creo que tam poco se lo p arec erá a o tras personas. Porque hay u n Dios que no quiere «propasarse»; que únicam ente actúa en aquello que sólo Él puede hacer; que deja hacer a la n atu ra leza lo que ésta es capaz de hacer, pues Él h a establecido sus leyes. Un Dios que ofrece u n a m u e stra in m ed iata e irrefu tab le de Su om nipotencia, pero que deja al tiem po y a las fa cultades del organism o seguir su cam in o ... Creo que tam bién las p resu n tas «im perfecciones» 109
a u m e n ta n (y sin duda, no dism inuyen) la credibili dad de este m ilagro. Sobre todo, si nos situ am o s en la persp ectiv a de ese Dios cristian o —lo rep etim o s un a vez m ás— que sabe ser d iscreto incluso cuando decide con ced er a los hom bres u n signo que va m ás allá de las leyes de la naturaleza, leyes que, sin em bargo, quiere resp etar al m áxim o. E n el fondo, si lo analizam o s bien, la ap arició n rep en tin a e in sta n tán ea de u n a p iern a «nueva» y «perfecta», algo así com o la pieza de recam b io p a ra u n a m á q u in a, h a b ría significado c o rre r el riesgo de d a r la im p resió n de u n milagro espectáculo , de u n a especie de «núm ero» de ilusionista. Pero tiene u n a m ayor h o n d u ra (y re su lta m u ch o m ás in q u ietan te, p a ra quien se deten g a a reflexionar) el signo que se nos da a través de u n pedazo de carn e que estab a m u erto, sacado del cem en terio d onde se estab a p u driendo, y reim p lan tad o en u n cuerpo vivo, p ara que diera vida nuevam ente, de «modo natural», a u n a m a teria que, antes p o r o b ra de la pro p ia naturaleza, es tab a ya perdida y sin rem edio. Un anticipo, sin duda, de esa «resu rrecció n de la carne» que es el nú cleo —de escándalo y lo cura— de la esperanza cristiana. H acía falta, p o r tan to , en este caso, u n signo ad e cuado a u n a esp eran za sem ejante: no u n a creación ex novo , sino u n a recreación de lo que, p a ra los h o m bres, resulta co m p letam en te im posible.
DOS SACERDOTES Y UN NOTARIO Volvamos ah o ra a C alanda p ara re to m a r el hilo de los acontecim ientos. El 1 de abril de 1640, el tercer día después del m i lagro, era dom ingo de R am os, u n a festividad de las m ás em otivas y celeb rad as en todo el m u n d o ca tó lico, pero de m odo m u y p artic u la r en E sp añ a. Ese 110
«sentim iento trágico de la vida» que —en expresión de M iguel de U nam uno— caracteriza al alm a espa ñola parece alim entarse de m an era especial en la m e ditación y el recuerdo del m ás insondable de los d ra mas: el que culm ina en el Calvario. Con el dom ingo de R am os fin aliza la llam ad a sem an a de P asión y com ienza la que p o r excelencia se llam a sem ana S an ta. E sta da com ienzo con la procesión que rem em o ra la ú ltim a llegada de Jesús a Jerusalén, u n a p ro ce sión que tam b ién se celebraba en Calanda. A las trad icio n es religiosas que en to d a E sp añ a preceden a la P ascua y que con frecuencia d an a esas jo rn ad a s u n aire en tre sobrecogedor y espectacular, C alanda añ ad e desde hace m u ch ísim o tiem po u n a costum bre p ro p ia tam b ién de otros pueblos del Bajo Aragón, pero que aq u í alcanza su culm en. Día y n o che, la gente (de cu alq u ier edad y condición social) recorre las calles, tocando in interrum pidam ente bo m bos y tam bores. A p esar de que en el pasado las au to ridades —tan to civiles com o eclesiásticas— in te n ta rá n lim itar ta n im p resio n an te estrépito, la trad ició n ha p erd u rad o h asta n u estro s días. Yo m ism o he q ue rido p asar u n a S em an a S an ta en C alanda, con la fi nalidad asim ism o de asistir a estas tamborradas y m e he sentido im pactad o y conm ovido al adm irar, en tre o tras cosas, la seriedad, el esfuerzo y el o rd en con que los cam pesinos desfilan con sus in stru m en to s. Parece ser que esa trad ició n sim boliza la p a rtic i pación, po r m edio de ese fragor descom unal de b o m bos y tam bores, en el d olor no sólo de los h om bres sino de la entera C reación p o r la p asió n y m u erte de Jesús. Pero tam b ién p o d ría ten er su origen en la re m em oración del alb o ro to de los judíos an te el trib u nal de Pilato, p ara fo rz a r su v o lu n tad y o b te n er la condena del Inocente y la lib ertad de B arrab ás. P a sada la bifurcación en tre la c a rretera n acio n al que pasa p o r C alanda y la que lleva a Zaragoza, en las cercanías de Alcañiz, existe u n «m onum ento al ta m bor» (casi con to d a seg u rid ad el único de esta clase 111
en el m u n d o ) que recu erd a hoy al viajero la singular co stu m b re de este lugar. Volviendo de nuevo al dom ingo de R am os de 1640, direm os que, aprovechando aquel día libre de tra b a jo, n u m e ro sísim as personas, desde las localidades próxim as, llegarán h asta C alanda, so rp ren d id as p o r la n o ticia del m ilagro y deseosos de cercio rarse de la realidad del suceso. E ntre aquellos forasteros d estacaba u n grupo de tres hom bres que, a lom os de m ulos o de asnos, llegó p ro ced e n te de M azaleón, u n a lo calid ad situ a d a al este de C alanda, de la que d ista u n o s tre in ta kiló m etros en línea recta y unos cin cu en ta p o r ca rre te ra. Se tra ta b a del p árro co de aquel pueblo, el licen ciado en Teología don M arcos S eguer y u n o de sus vicarios, don Pedro Vicente. Ambos sacerdotes ib an acom pañados del n o tario real de M azaleón, el doc to r M iguel Andreu. Se tra ta b a de u n a expedición in esp erad a a la que debem os un docu m en to ex traordinario, p o r no decir único, com o ún ico es el caso que ap are ce en este d o cum ento legal. E stam o s an te u n a «intervención divina» atestiguad a p o r u n acta notarial, an te u n m i lagro ni m ás ni m enos con la g aran tía de u n d o cu m ento (extendido p o r u n n o tario au to rizad o p o r el Estado) ajustado a la n o rm ativ a vigente y c o rro b o rado por diez testigos oculares, escogidos en tre los de m ayor confianza y m ejo r inform ados de los m u chísim os disponibles. Y p o r si fuera poco, el acta n o ta rial fue extendida y auten tificad a, p asad as algo m ás de setenta h o ras después del suceso y en el p ro pio lugar donde ocu rriera. El acta original h a llegado en perfecto estado h a s ta nosotros, tras su p e ra r etapas de u n a h isto ria c a r gada de d ram ático s aco ntecim ientos. D esde 1972, tras haber salido del encierro que le salvara de m iles de peligros, está expuesto en u n a artística v itrin a en el lugar m ás destacad o del A yuntam iento de Z arag o za: el propio despacho del alcalde. Se e n c u e n tra en 112
i*l A yuntam iento, situado en la m ism a plaza del Pi lar, sep arad o ta n sólo de la basílica p o r u n a p eq u e ña calle que lleva u n n om bre significativo: calle del Milagro de Calanda. No se equivoca el h isto riad o r L eandro Aína N a val al h ace r esta observación: «Se tra ta de u n Acto Público, acta notarial, diríam os hoy, docum ento de m áxim a au to rid ad en todo tiem po, que se acerca al ideal exigido p o r algunos racionalistas p a ra la com probación de los m ilagros en su vertiente h istórica.»4 lis, en definitiva, el M isterio con la g aran tía de los sellos del doctor Andreu, «por au to rid ad real, en todo el reyno de Aragón, Público N otario», com o él m is mo se define en las nu m ero sas actas n otariales que lian llegado h asta nosotros. E scribía Voltaire en térm inos burlones en la voz M ilagro de su Diccionario filosófico: «H aría falta, por tan to , que u n m ilagro hubiese sido c o m p ro b a do p o r u n determ in ad o nú m ero de p ersonas ju icio sas y sin interés alguno en la cuestión. Además sus lestim onios te n d rían que ser registrados en debida lorm a, pues si hacen falta tan tas form alidades p ara actos com o la co m p ra de u n a casa, u n co n tra to de m atrim onio o u n testam ento, ¿cuántas form alidades no serían necesarias p a ra d em o strar cosas que p o r naturaleza son im posibles?» E n definitiva, Voltaire pretende, com o p ru eb a de la verdad de u n m ilagro, la intervención de u n n o ta rio y el otorgam iento de u n a escritu ra en to d a regla. Esto sucedió precisam en te en el caso del m ilagro de Calanda, ciento veinte años antes de que el filósofo francés plan teara sem ejantes condiciones. Lo hizo, por supuesto, de m a n era burlona, p len am en te co n vencido de que su p u esta en p ráctica era to talm en te im posible. Y sin em bargo, al m enos u n a vez, este caso se ha dado... 4.
Leandro Aína Naval, El Milagro de Calanda a nivel histó
rico..., p. 43. 113
UNA ESCRITURA PARA EL MISTERIO
T ratarem os ah o ra de reco n stru ir cóm o y p o r qué ha llegado h a s ta nosotros este so rp ren d en te d o cu m en to. Nos hem os referido antes a las dos com pañías de soldados que, a lom os de sus cabalgaduras, re a n u d a ron su m a rc h a hacia el escenario de la g u erra en la m a ñ an a del viernes 30 de m arzo, inquietos sin d u d a tras p a sa r la noche en blanco en u n a C alanda tra s to rn ad a p o r aquella especie de resp lan d o r celeste. Si echam os u n vistazo al m ap a podem os concluir que, u n a vez llegadas a Alcañiz, y al en ca m in a rse d irectam en te h acia la fro n tera francesa a través de C ataluña, las dos co m p añ ías se dividirían. No cabe duda de que u n a de ellas llegó, p ara pernoctar, a Caspe, localidad zarag o zan a a orillas del Ebro. Lo sab e m os p o r el testim o n io que se nos h a conservado (y al que antes nos hem os referido) del soldado que allí le pidió a u n franciscan o que le confesara tras m u chos años de estar a p artad o de los sacram entos. E n cam bio, parece ser que la o tra co m p añ ía debió de haber elegido com o p u nto de destino el pueblo de Mazaleón, a donde llegó a p rim eras ho ras de la ta rd e p a ra alojarse. Un recorrido co m p letam en te lógico. De hecho, Caspe y M azaleón se e n c u e n tra n m ás o m en o s a igual distancia de C alanda, es decir, unos cin cu en ta kilóm etros, el re c o rrid o d ia rio h a b itu a l p a ra u n a com pañía de caballería que se dirigía h acia el fren te a través de cam inos secundarios, sin d u d a en m a las condiciones. D espués, ta n to desde C aspe com o desde M azaleón, co n tin u a ría n su cam ino y se re u n i ría n p ara llegar a la c iu d ad de Lérida, en C ataluña. El dividirse en dos co lu m n as debió de ser u n a decisión de los oficiales, h ab id a cu en ta de que los pequeños y m íseros p u eb lo s de aquellas zonas ári114
(las y d esp o b lad as no p o d ían ofrecer com ida, aloja m iento, fo rraje y agua suficientes p a ra to d a la trolía, co m p u esta p o r m u ch as decenas de h o m b res y sus co rresp o n d ien tes caballos con, prob ab lem en te, algunas piezas de artillería que ib a n arra stra n d o . Las co m p añ ías deb iero n de hab erse reu n id o en Lé rida, u n a ciu d ad b astan te grande, sede de u n a des lacada u n iv ersid ad , y con m edios su ficien tes p a ra acoger a los soldados. Fue, p o r tanto, a través de los soldados com o don Marcos S eguer debió enterarse de lo que h ab ía su cedido m enos de veinticuatro horas antes en Calanda. Al igual que la m ayoría de los pro tag o n istas y los personajes secundario s de la h isto ria que estam os contando, tam poco el p árro co de M azaleón es u n a ligura evanescente o u n n om bre sin m ás. Sabem os dónde nació (en Valdealgorfa, u n pueblo de la co m arca, situado en la carretera de Alcañiz), tenem os su testam en to y en el archivo de la diócesis de Z ara goza se conservan inform aciones sobre su m in iste rio pastoral en diversas p arroquias. Tenem os asim ism o noticias precisas sobre el N o tario Real, el doctor Miguel Andreu, pues se h an con servado varias actas n o tariales con su firm a y p o d e mos reconstruir, au n q u e sea a grandes rasgos, su prolongada labor en M azaleón. Cabe p reg u n tarse p o r qué el p árro co se dirigió a aquel funcionario público, pidiéndole que le aco m p añ ara no com o u n cu rio so m ás sino p a ra que le p restara su colaboració n de m a n era oficial p a ra ex tender la m ás so rp ren d en te de las «escrituras» n o tariales, im plicándole así en u n viaje que, en tre la ¡da y el regreso, su p o n ía m ás de u n ce n te n a r de ki lóm etros a través de incóm odos cam inos de h e rra dura. Aquí se p la n tean ev id en tem en te diversas h ip ó tesis. Si m osén (el apelativo que se les d a b a a los sacerdotes en Aragón) M arcos tuvo p o r veraces las voces enardecidas y llenas de sobresalto de los sol 115
dados, h a b rá que p en sar no sólo en el h o m b re de fe co n m o cio n ad o p o r el m ilagro sino ta m b ién en el aragonés devotísim o —com o todos, en el antiguo Reino— de la Virgen del Pilar. E n consecuencia, es taríam os an te u n p asto r deseoso de certificar de m a nera in cuestionable y oficial, con la g aran tía del E s tado, el so rp ren d en te m ilagro o brado p o r intercesión de u n a V irgen de ta n ta veneración. O bien p u d o darse el caso de que aquel sacerd o te m an ifestara sorpresa, desconfianza o incredulidad sobre la verdad de u n m ilagro ta n so rp ren d en te que resu ltaría inaceptab le h asta p a ra u n h o m b re de fe, convencido de que su Dios va más allá pero no va en contra (lo que sí sucedió en este caso) de las leyes que Él m ism o ha dado a la C reación. Así pues, en obediencia a las severas disposiciones de la Iglesia que o rd en ab an extirpar en origen leyendas y chism es (en a p arien cia piadosos, p ero bajo so spech a de superstición), el sacerdote consideró que era su obli gación m oral intervenir, hacién d o se a c o m p añ ar de u n hom bre de leyes que d iera testim onio de la in e xistencia de u n m ilagro «im posible». O tro detalle que invita a p en sar en la hipótesis del escepticism o del sacerdote es que, au n sabiendo que en C alanda h ab ía u n n o tario (el d octor L ázaro M a cario Gómez, que com o hem os visto fue de los p ri m eros en acudir a casa de los Pellicer, al am an ecer después del m ilagro), el p árro co de M azaleón quiso llevarse consigo a «su» notario; a m odo de g aran tía co n tra cualquier interés sospechoso que p u d iera te n e r u n a p erso n a del p u eb lo del m ancebo. R esu lta tam b ién especialm ente significativo que m osén M ar cos trajera a u n vicario suyo p ara tener así o tro te s tim onio autorizado. E n definitiva, el n o tario A ndreu eligió com o te s tigos de su docum ento legal a u n a m ayoría de p e r sonas que no eran o rig in arias de Calanda, pues b u s ca b a gente in fo rm ad a del h ech o pero, al m ism o tiem po, libre de cu alq u ier ten tació n de «am or al te116
i niño». Sin em bargo, en tre los testigos de C alanda liguraban el vicario de la p arro q u ia, el d o cto r don Iu sepe H errero (el p rim ero en llegar a casa de los Pellicer) y otro sacerdote, d o n P edro de Vea, de la igle sia de la vecina localidad de Alcañiz. O tro sacerdote lestigo, au n q u e evidentem ente no del hecho, sino de las form alidades del acta notarial, p rom ovida p o r el párroco de M azaleón, fue su vicario, do n Pedro Vi cente. S ería ocioso re c o rd a r la au to rid ad de que go zaban los m iem bros del clero en u n a so ciedad ofi cialm ente católica. De ah í que la p resen cia de cuairo sacerdotes resalta y co n firm a al m ism o tiem po la solem nidad y la credibilidad, ya de p o r sí sólida, elel docum ento. ¿S uponen todas estas hip ó tesis tres in d icio s de desconfianza? Sea com o fuere, resu ltan p ro v id en cia les al increm entar n u estra confianza en el docum enlo redactado aquel día y que, afo rtu n a d am en te p ara nosotros, se ha conservado íntegro. No hay que excluir, en tre otras cosas, que m osén Marcos perteneciera a esa g ran m ayoría de esp añ o les de su época —clérigos y laicos— que co n sid era ban u n h o n o r y u n d e b e r de conciencia c o lab o rar con la Inquisición (o m n ip resen te en A ragón) en su lucha contra cualquier «nueva religión», «nuevo m ila gro» o algún indicio de «fanatismo» capaces de am e nazar a la ortodoxia. Sobre esta cuestión ten d rem o s ocasión de volver más adelante. Por el m o m en to nos lim itarem os a re cordar que (al c o n tra rio de lo que quiere h acern o s creer la «leyenda negra») la Suprema —así llam ab a n los españoles al trib u n a l de la In quisición— gozaba de pleno apoyo y co n fia n za p o r p arte de to d as las clases sociales, em pezan d o p o r el pueblo, que h ab ía visto en ella u na p ro tecció n co n tra los tem id o s m o riscos y m arranos. Veían asim ism o en ella u n a defen sa co n tra esa «infección espiritual» que era la h e re jía, ta n tem ida, en aq u ella época de fe, com o p u ed an serlo hoy las «infecciones corporales». Lo que p re o 117
cu p ab a en aquella sociedad era la salvación del alma, a d ife re n c ia de la obsesión ac tu a l p o r la salud del cuerpo. La etern id ad de la vida después de la m u e r te te n ía m u c h a m ás im p o rtan cia que la p recaria b re vedad de la vida terren a. Algo que, p o r lo dem ás, exi ge la co h eren cia derivada de la lógica de la fe y que a c tu alm en te p arece olvidada in cluso p o r m uchos creyentes, cen trad o s ta n sólo en u n a d im ensión «ho rizontal», tras el cierre del «postigo de las in fo rm a ciones sobre el M ás Allá». Además, el pueblo era p er fectam ente conscien te de que la vigilancia ejercida p o r la In q u isic ió n m a n te n ía a E sp a ñ a lejos de los h o rro res de las g u erras de religión que entonces aso laban E uropa. E n consecuencia, la «libertad de co n ciencia» en m a teria religiosa era rech azad a com o si se tra ta ra de u n a blasfem ia, tan to p o r los p ro te sta n tes com o p o r los católicos. P ara el im perio napoleónico, el principio del fin lo m arcó precisam ente la indóm ita resistencia española: «Allí nació y se desarrolló el cáncer que debía devo rarm e», dijo B onaparte, cuando finalm ente term inó sus días recluido en S anta Elena. «Conseguí d erro tar a los españoles m u ch as veces, pero n u n ca conseguí vencerlos.» Incluso re c u rriría a u n a m etáfo ra que, p a ra nosotros, tien e u n a especial reso n an cia: «Es p a ñ a es la que m e h a p erd id o ... e n tra r allí fue p a ra m í com o h u n d ir u n a p iern a en un p an tan o ...» Pues bien, si en aquella c o n tin u ad a sublevación que im plicó a todo el pueblo español (en contraste con unos pocos y m enospreciados burgueses afrancesados) se com batió al u s u rp a d o r llegado de F ran cia com o si se tra ta ra realm en te del A nticristo, fue, en tre o tras razones, por su decisión de abolir la Suprem a , d es pués de más de tres siglos de existencia. No sería, p o r tanto, el m an ten im ien to sino m ás bien la abolición de la Inquisición la que d esató la ira de aquellas gen tes valerosas, reacias a los «valores» jaco b in o s im puestos por las b ay o n etas extranjeras y ap iñ ad as en 118
(orno a su fe católica con esa firm eza que tan bien sim boliza la «colum na» de la Virgen de Zaragoza. Si esto p asab a a princip io s del siglo xix, ¿qué no suce d ería en aquel A ragón del siglo xvn? Volvamos o tra vez a Calanda. Tras an alizar el acta n otarial del d o cto r A ndreu se llega a la co n clusión de que au n q u e el p árro co fuera m ovido a a ctu ar p o r escepticism o, in cred u lid ad o sospechas de su p ersti ción, estas m otivaciones en seguida se vinieron ab a jo y hub o que ren d irse a la evidencia de los hechos. No es casualidad, y ten d rem o s ocasión de verlo m ás detenidam ente, que no se p ro d u jera intervención al guna de la In q u isició n ni in m ed iatam e n te después del suceso ni m eses m ás tard e, cu an d o el proceso canónico te n ía lu g ar en Zaragoza. Sea com o fuere, aquella h isto ria no po d ía dejar de resu ltar atrayente p ara este sacerd o te, que no d u d ó u n in s ta n te en c o m p ro m e te r tiem po , esfu erzo y d in e ro (no cabe duda de que él pagó al n o tario) al servicio de la ver dad, cualquiera que fuese. Regresem os de nuevo a la salida de M azaleón de aquella singular com itiva, fueran unos u otros los m o tivos que la alentaran. Tras h ab er escuchado los re latos de los soldados en la tard e del viernes 30 de m arzo, al día siguiente, el sábado 31, d on M arcos Seguer debió de haberse puesto de acuerdo con el n o tario, y am bos lo disp o n d rían todo p ara em p ren d er viaje en dirección a C alanda. La m añ an a del dom ingo 1 de abril tran scu rrió sin d uda en M azaleón, p u es los dos sacerdotes, el p á rroco y el vicario (reco rd em o s que éste era m osén Pedro Vicente) ten ían que celeb rar las com plejas y solem nes funciones litú rg icas del dom ingo de R a mos. D ejaron adem ás encargados a otros sacerdotes de la p arro q u ia p ara las funciones que d eb erían ce lebrarse po r la tarde, y que serían u n o s diez, pues en la E spaña del siglo xvn no h ab ía p recisam en te esca sez de clero. Al contrario , h ab ía tal so b reab u n d an cia 119
de sacerd o tes que h asta la S an ta Sede se m o strab a p reo cu p ad a. El com etido del notario era (antes o después de la m isa, p o r supuesto) extender u n acta. Y en efecto, se nos h a conservado el libro de todas sus actividades en 1640 y, concretam en te con fecha del 1 de abril, te nem os con su firm a u n docum ento al que puso este título: Imposición de un censo de 25 sueldos. ¿Por qué tra b a ja b a el n o ta rio incluso en u n d o m ingo de ta n ta solem nidad com o aquél? No hay que sorprenderse. La p ro h ib ició n de la Iglesia de realizar las labores habitu ales en el «día de la R esurrección del Señor», el su stitu to cristian o del sábado de los judíos, afectaba ta n sólo a lo que se llam ab a «obras serviles», las m anuales, las realizadas p o r cam pesinos y artesanos; pero no a las «obras liberales», las de in telectuales, artistas y profesionales. P or o tra parte, en u n a sociedad m a y o ritariam en te ag raria com o aquélla, los lab rad o res ta n sólo ten ían tiem po y p o sibilidades d u ran te el dom ingo de v isitar a notarios y abogados, soportando con frecuencia largos despla zam ientos a pie o a lom os de m uías p ara llegar a los pueblos. A p rim era h o ra de la tard e de aquel día de fiesta, la com itiva in teg rad a p o r los dos sacerdotes y el fu n cionario público debió de ponerse en m archa, a lom os de sus propias cab algaduras, a través del angosto ca m ino (todavía lo sigue siendo, pues la ú n ica m odifi cación parece ser el asfalto, aunque la últim a vez que la atravesé, en el curso de m is investigaciones, se lle vaban a cabo trabajo s p a ra m ejo rar la carretera) que bo rd ea el río M atarrañ a. Lo que no sabem os es si p ern o ctaro n en el viaje p ara luego proseg u ir su cam in o al am an ecer o llega ro n aquella m ism a ta rd e a C alanda, lo que es b a sta n te probable, pues la d istan cia entre los dos pueblos no es excesiva. Lo seguro es que al día siguiente de la salida de M azaleón, el 2 de abril, lunes santo, el cu arto día después del m ilagro, fue extendida el acta 120
publica y que hem os rep ro d u cid o en el apéndice de este libro.5 En conjunto, el acta p ro d u ce u n a im p resió n de naturalidad y espontaneidad, y no es difícil advertir t u ella el asom bro de te n er que reg istrar u n aco n te cí m iento sem ejante. Como observa Tom ás D om ingo Pérez: «A pocas h oras del acontecim iento, las declai aciones de M iguel Ju an Pellicer y de los testigos son h oscas e in m ed iatas, con u n evidente sab o r a ver dad.» 6 Incluso las frecuentes repeticiones que se d an on el acta vienen ser u n eco de la an sied ad llena de e stupor y del ferm ento de incred u lid ad que todavía d om inaban en el pueblo.
EL DESTINO DE UN «PROTOCOLO»
Resulta ciertam ente sin g u lar que u n d o cu m en to de estas características sea p rácticam en te desconocido, incluso p ara los especialistas. Ni siquiera se refiere a él el proceso que, com enzado en ju n io de ese m is mo año 1640, senten ció el ca rá c te r h u m a n a m e n te inexplicable, y p o r ta n to so b ren atu ral, del suceso de Calanda. E n aquel proceso, en tre los v ein ticu atro lestigos convocados no h u b o n inguno de M azaleón. La escritura red actad a p o r el d o cto r A ndreu ta n sólo se publicó de m an era ín teg ra en 1938 —au n q u e des 5. En la edición original de este libro aparece el acta nota rial traducida por primera vez al italiano. Destaca Messori el esti lo «rústico» en que está redactada, con incorrecciones sintácticas v una puntuación anárquica, propia de un notario de provincias más atento a los hechos que a la preocupación por las formas. El acta se ha redactado en un castellano un tanto tosco y presenta, cutre otras cosas, palabras y modismos propios del aragonés de la época. En esta edición española se reproduce lógicamente el lexto original. (N. del t.) 6. Tomás Domingo Pérez, «Los milagros y la Iglesia», en til espejo de nuestra historia..., p. 460.
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de hace tiem p o se conocía su existencia— en la re vista El Pilar. Pero, en aquellos m om entos, la guerra civil ru g ía a u n p u ñ ad o de kilóm etros de la capital aragonesa y pocos pareciero n d arse cu en ta de la ex tra o rd in a ria im p o rtan cia del docum ento. El original del acta fue recu p erad o en 1972 (y confiado, com o hem os dicho antes, al m unicipio de Zaragoza, que lo «entronizó» en u n lu g ar de h o n o r) p o r el h isto riad o r y archivero-bibliotecario del Pilar, el an terio rm en te elogiado d on L eandro Aína Naval. U na «postergación» sem ejante y que h a d u rad o siglos p o d ría explicarse tam b ién p o r el hecho de que el desarrollo y la sentencia del proceso canónico se llevaran a cabo con to d a lim pieza y tran sp aren cia, sin el m e n o r atisb o de d uda, h a sta el p u n to de no resu ltar necesario el h ace r m ás investigaciones. Los hechos eran ta n evidentes y la verdad resplandecía de m an era tal que no hiciero n falta m ás «docum en tos probatorios». Pero el olvido de lo que los h isto riad o res esp añ o les llam an el Protocolo de Mazaleón tiene asim ism o entre sus causas u n h echo que contribuye a realzar su au tenticidad, que, p o r o tra p arte, nadie h a p u esto en discusión. H a llegado h asta n o so tro s la to talid ad del regis tro (del «protocolo», h ab lan d o en térm in o s técnicos) que recoge la to talid ad de las escritu ras del d o cto r A ndreu del año 1640. Se tra ta de u n tom o en cu arto m e n o r (22 cen tím etro s p o r 16), en cu a d ern ad o en pergam ino, y que tiene u n to tal de ciento veinte p á ginas en el resisten te p apel de aquella época, con al guna que otra m a n ch a de h u m ed ad pero que no im pide en absoluto la legibilidad del texto. E stas p ág i nas aparecen, cronológicam ente, escritas de p ro p ia m ano del notario, y so n seten ta y dos actas que se refieren a la vida co tid ian a de u n a sociedad agraria: alquileres, contratos, testam en to s, perm u tas, censos, autentificación de firm as, ventas, actos de con cilia ción, hipotecas... E n tre los docum entos que llam an 122
más la a ten ció n hay u n o referen te a d eterm in a d as i ( soluciones ju ríd icas y ad m in istrativ as referentes al m otín y fuga de noventa y seis soldados, alojados in n p o ralm en te en el castillo de M azaleón, si bien eni oí ices éste se en co n trab a ab an d o n ad o y desguarne( ido: u n a confirm ació n m ás de que aquella localidad rstab a p re p arad a p ara alojar a soldados, com o los de l.i co m p añ ía de caballería que llegó h a sta allí en la larde del 30 de m arzo. Por lo dem ás, el acta n ú m ero 22 del Protocolo, la e scritura fechada el 2 de abril y o to rg ad a en Calanda, ocupa siete páginas, m ás seis líneas de o tra p ág i na, con u n to tal de 151 líneas, lacrad as con el sello v con las form alidades de la firm a del fu n cio n ario publico que, ta m b ién en esta ocasión, escribió con m i puño y letra, y no se sirvió de n in g ú n am an u en se (del que, probablem ente, no dispusiera, dad o su m o desto destino). El títu lo , que le fu era añ a d id o ta m b ié n p o r el doctor A ndreu, dice sencillam ente: a c t o p ú b l i c o m i l a g r o q u e s e h i z o e n C a l a n d a . ¡Tenem os aquí, p o r lanto, la certificación legal de lo S o b ren atu ral, del Misterio, del M ilagro, oculta —y expresada en u n es11 lo bu ro crático — entre pleitos m enores e insignifi cantes cuestiones cotidianas de u n m inúsculo pueblo, e n el registro de u n insignificante notario! T am bién en la ubicación «física» (es u n in stru m en to legal enire m ás de setenta, situado en orden cronológico) se puede apreciar que estam os en lo opuesto al «sensac ionalismo», al «triunfalism o», a los «lugares d esta rados» que nos llevarían a desconfiar. Aquí tenem os c iertam ente u n a resp u esta (con m ás de u n siglo de anticipación) a las pretensiones de los Voltaire de tu r no: «Tan sólo hay que reconocer los m ilagros si van acom pañados de u n acta n o tarial...» De estos indicios se deduce que el p árro co de M a zaleón quería únicam ente esclarecer lo sucedido des pués de haberle llegado ru m o res de u n m ilagro ta n sorprendente que instin tiv am en te h a b ría que califi 123
car de leyenda. A través de u n a investigación en el lugar de los hechos, p u esta p o r escrito en debida for m a y con la g aran tía de u n n o ta rio de confianza (el m ism o al q ue el 28 de enero de 1640 m osén M arcos h ab ía d ic ta d o su testam en to , y que está incluido ta m b ién en el protocolo), el sacerd o te resolvió su problem a. Todo lo que h ab ían co n tad o los soldados era verdad. No se tratab a, p o r tan to , de supersticio nes que h u b ie ra que controlar, llegando incluso a de n u n ciarlas a la In q uisición. La función de m osén M arcos no era la de u n d e n u n cian te sino la de un sacerdote que acatab a las disposiciones eclesiásticas. El hecho servía, p o r el co n tra rio , p a ra refo rzar en gran m a n e ra la trad icio n al devoción a la Virgen del Pilar, p o r cuya in tercesió n se h ab ía p ro d u cid o este Gran Milagro que, tras la investigación en el lugar del suceso, h ab ía que a c e p ta r com o verdadero. No p o día h acer o tra cosa el p árro co del pequeño y distante pueblo de M azaleón porque, pocas sem anas después, el asu n to sería puesto en m an o s de las au to rid ad es religiosas y civiles de Z aragoza. Unicuique suum , a ca d a u n o lo suyo. La in te rv e n c ió n de la su p rem a a u to rid a d de la diócesis a cuyo clero p erten ecía el cu ra M arcos liberab a a éste de to d a preo cu p ació n y obligación. De todo esto se deriva asim ism o u n a consecuen cia: el acta núm ero 22 p a ra el Año del S eñor 1640 del fed atario público de M azaleón, en n o m b re del Rey y del G obierno de las E sp añ as, p erm an eció oculta d u ra n te m ás de dos siglos en aquel polvoriento a r chivo notarial. S u p rim id a p o sterio rm en te la n o taría, sin d u d a por falta de tra b a jo suficiente en el pueblo, el archivo notarial p asó a fo rm ar p arte del Archivo m unicipal, afectado (com o suele p asar a m enudo) p o r u n desorden endém ico y posteriorm ente, en 1936, colocado en el p u n to de m ira del saqueo de los h a b itu alm en te ocupad o s en d e stru ir y q u em ar cu al q u ier testim onio del p asad o . El que el P rotocolo de A ndreu se salvara se debió 124
.i una iniciativa perso n al del secretario del Ayunta m iento de M azaleón, Lorenzo Pérez T em prado, que descubrió que el volum en, am ontonado ju n to a otros .mtiguos, co n ten ía aquel d ocum ento y, tras valo rar su im portancia histórica, se lo llevó consigo en 1921, con ocasió n de su traslad o al A yuntam iento de la localidad zaragozana de Fabara. Félix culpa , p o rq u e, al e star esco n d id o en casa del funcionario, el do cu m en to pudo escap ar al fu ro r vandálico de las b an d as an arq u istas prim ero , y co m unistas después, p a ra finalm ente a c a b a r en el des pacho del alcalde de Zaragoza. No llegó h asta allí p o r casualidad sino a m o d o de ag rad ecim ien to , pues, com o tendrem os ocasión de ver, la ap e rtu ra del p ro ceso eclesiástico se hizo precisam ente a in stan cia del m unicipio zaragozano, y a sus expensas. E n la d o cum entación del proceso no existe (digám oslo desde el principio) la m ás m ín im a co n tradicción respecto al acta n o tarial que fue extendida con los hechos «aún calientes», en el m ism o lugar en que sucedieron. Fxiste incluso u n a co m p lem en taried ad en tre am bos docum entos, pues algunos detalles, au n q u e sean de c arácter m enor, sólo los conocem os gracias a las 151 lineas dejadas p o r el funcionario de M azaleón. La ú n ica inexactitu d rad ic aría en la ed ad de M i guel Juan, que según el doctor Andreu era de «veynte y cu atro años, poco m ás o m enos». E n realidad, aquel 2 de abril de 1640 en el que p restara declarac ion con su «renovada» pierna, el joven h ab ía cu m plido veintitrés años ocho días antes. Pero el «poco más o menos» de la fó rm u la n o tarial nos recu erd a que, en aquella sociedad de analfabetos y en la que c asi no existían los calendarios, el cálculo de la edad era aproxim ado. Y esto sin co n tar que el cóm puto de los años era a m enudo diferente del nu estro y, segu ram ente, m ás lógico, pues cum plir veintitrés años significa en trar en el vigésim o cu arto año de vida. Vor lo demás, era así el m odo acostum brado de calcu lar en la m ayoría de las sociedades antiguas. 125
EL INFORME DEL JUSTICIA
Pero ta m b ién hubo o tro hom bre de leyes que in ter vino de inm ediato, p a ra certificar de m odo oficial el caso. De m a n e ra que las co n d icio n es exigidas p o r el «sulfúreo» a u to r del D iccionario filosófico se han agotado h a sta la saciedad... Si el n o ta rio de M azaleón actuó a p etició n del p á rroco, M artín C orellano intervino p o rq u e tal era su obligación. El e ra el Ju stic ia y Ju ez O rd in ario de C alanda, el juez de p rim era in stan cia y responsable del orden público al que vimos acudir al am anecer del 30 de m arzo a casa de los Pellicer, ju n ta m e n te con el alcalde, el vicario p arro q u ial y o tras autoridades. E n el proceso de Z aragoza, C orellano será el deci m octavo testigo en p re s ta r declaración. B ajo ju r a m ento solem ne, d eclarará conocer bien a los m iem bros de la fam ilia Pellicer y de tenerlos «por buenos christianos y p o r tales los h a tenido y tiene y h a vis to te n er y re p u ta r de otros que los conocen y de ellos h a visto que ha sido y es la voz com ún y fam a p ú blica en Calanda y o tras partes». A firm aciones éstas especialm ente significativas al provenir del funcio n ario público cuya obligación era vigilar la co n d u cta de los h ab itan te s de C alanda y ju z g ar las posibles infracciones de las estrictas n o r m as jurídico-m orales de u n a E sp añ a que, pese a su incipiente decadencia, p reten d ía ser garante del orden católico en el m undo. Así pues, y al igual que los otros testigos, el ju s ticia Corellano d eclarará bajo ju ram en to que el joven que asistía con am b as p iern as al in terro g ato rio era el m ism o que h abía conocido con u n a sola. No h u b o tam po co ninguna falsedad o vacilación, p o r p arte de aquel juez y policía, en sus respuestas afirm ativas a todas las dem ás preg u n tas. 126
S ería M artín C orellano el que asim ism o red ac ta ra, in m ed iatam e n te después de la noche del m ilagro (probablem ente, incluso antes que el n o ta rio de Ma/ aleón extendiera su acta), lo que técn icam en te p o dría calificarse de «inform ación sum aria», u n p rim er inform e dirigido a sus superiores. Dicho do cu m en to fue llevado a Z aragoza y entregado a q uien co rres pondiera, p o r la propia fam ilia Pellicer cuando, pocas sem anas después, se trasladó en peregrinación de ac ción de gracias al san tu ario del Pilar. E n la capital de Aragón, aquel asunto fue sin duda considerado com o algo realm ente extraordinario, hasla el p u n to de aconsejar que las m ás altas esferas del Estado fu e ra n in fo rm ad as de in m ed iato . E n co n secuencia, la inform ació n su m aria del hu m ild e fu n cionario de la d esco n o cid a C alanda te rm in ó p o r llegar p o r correo a M adrid, h asta la m esa de don G aspar de G uzm án, el célebre conde-duque de Oli vares, el valido de Felipe IV y, com o tal, el p o d er eje cutivo en todos los territo rio s españoles, europeos y de ultram ar. Un detalle m ás que confirm a lo excep cional del suceso, pues pese a sus innum erables p reo cupaciones, el conde-duque no dudó en in fo rm ar al soberano. Com o resp u esta, éste co n v o caría en su palacio m adrileño a aquel súbdito aragonés, an alfa beto y pobre, pero favorecido p o r la m ás ex trao rd i naria de las gracias de u n a Virgen que ya p o r en to n ces ten ía fam a y era invocada bajo la advocación del Pilar. De dicha audien cia h ab larem o s m ás adelante. Por el m om ento nos lim itarem os a señalar que la im presión pro d u cid a en Felipe IV p o r el m ilagro no es ajena sin duda a la visita solem ne que el rey h a ría al san tu ario al año siguiente, p a ra re a firm a r u n a vez más que ponía sus rein o s bajo la p ro tecció n de u n a Virgen que no era exclusiva sólo de los aragoneses sino de todos sus súbditos. Pese a todo, el in fo rm e de M artín C orellano no ha tenido la m ism a su e rte que el acta del n o ta rio Andreu. Su existencia es au tén tica, sobre to d o p o r 127
el hecho de que sus consecuencias están co m p ro b a das: el in terés inm ediato del rey p o r el caso, h asta el extrem o de in v itar a la Corte al joven Pellicer. Pero —au n q u e los histo riad o res no h an cejado en su em peño— h a s ta a h o ra h an sido in fru ctu o sas las inves tigaciones p a ra en co n trar la «inform ación sum aria». P or lo dem ás, y au n q u e se en co n trara, no a rro ja ría m ayores luces de las que facilitara su a u to r en su co m p arecen cia an te el trib u n al de Z aragoza, pocos m eses d espués y bajo ju ra m e n to solem ne. Lo que el ju sticia de C alanda co m p ro b a ra en casa de los Pellicer y lo que llegó a pensar, lo sabem os ya p o r las tre in ta y tres preg u n tas que le fu ero n p la n tead a s p o r los jueces (de acuerdo con u n fo rm u lario p re establecido) y las co rresp o n d ien tes resp u estas, en las que no hay ni u n a so m b ra de d u d a sobre la v er dad del caso y sobre u n p ro tag o n ista fu era de to d a sospecha.
BUÑUEL Y EL EXVOTO
El 25 de abril, M iguel Ju a n y sus p ad res se tra s la d aro n en peregrinació n a Z aragoza p a ra d a r gracias a la Virgen. Parece que es au tén tico (au n q u e en este caso los docum entos g u ard an silencio) que el joven h a b ría ofrecido com o exvoto a la Virgen del P ilar la p ie rn a de m adera y las m uletas. Se tra ta b a de dos m uletas, según el acta del n o tario de M azaleón. Q ui zás depositara en el sa n tu ario de Z aragoza la p ie rn a artificial, cuya realizació n y gastos co rrie ro n a c a r go del hospital de N u e stra S eñ o ra de G racia. E n cam bio, las m uletas —au n q u e ten d ríam o s que re p e tir quizás — fu ero n co lg ad as en el h u m illa d ero , la an tig u a erm ita de C alanda dedicada a la V irgen del Pilar. Si realm ente fue así (pues aparece en can cio n es 128
y trad icio n e s populares), aquel exvoto, ú nico en la h isto ria del cristianism o, la célebre pierna de madera reclam ada sarcásticam ente p o r los Zola de turno, de bió de d esap arecer en la trágica sucesión de asedios, bom bardeos, saqueos y revueltas de las que sería víc tim a la capital de Aragón. Respecto a las m uletas, direm os que en u n a de sus últim as entrevistas, el d irector Luis B uñuel reveló u n detalle sorprendente, aunque en este caso sólo co n tam os con su testim onio. Según B uñuel, con aq u e llas m ad eras se h ab ría n hecho dos p ares de palillos destinados a to car los tam b o res en los días de la Se m an a S anta, de acuerdo con esa trad ició n del Bajo Aragón a la que antes nos hem os referido.7 Un uso de los exvotos que, a p rim era vista, puede sorprender, pero que p o d ría te n e r tam b ién u n significado reli gioso, si consideram os que ese estru en d o de ta m b o res an u n cia la m a ñ an a de Pascua. Y ya sabem os que el m ilagro de C alanda está directam en te relacionado con la esp eran za cristian a en la resu rrecció n de la carne. P or lo dem ás, el fam oso d irecto r aragonés dijo en aquella entrevista que los palillos p ara to c ar los ta m bores h ab ría n llegado a ser p ro p ied ad de su fam ilia, lo que es p erfectam en te verosím il (aunque aq u í lo señalem os a beneficio de inventario), si tenem os en cuenta que los B uñuel fig u rab an en tre las p erso n ali dades m ás destacadas de C alanda y se en co n trab an por tan to en condiciones de h acerse con u n a reliquia de sem ejante valor. Además está el hecho que el redoble de los ta m b o res de C alanda aparece frecuentem ente en la b an d a sonora de las películas m ás representativas del d i rector aragonés. Luis B uñuel, tras p asar su infancia en el pueblo, estudió en el colegio de los jesu ítas de 7. Sobre este asunto puede encontrarse información en el artículo «De las verdaderas relaciones de Luis Buñuel con la Vir gen del Pilar» publicado por el escritor Max Aub en la revista Insula, núm. 284-285 (julio-agosto 1970). (N. del t.)
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Zaragoza y au n q u e se fue distanciando de la fe, el p ro blem a religioso lo ato rm en tó d u ran te to d a su vida, según se d esprende de su film ografía y com o él m is m o rep itiera m u ch as veces. Le obsesionó h asta tal punto (y es éste u n detalle desconocido p ara los crí ticos no españoles) el recuerdo de lo que h ab ía suce dido en su pueblo natal, que los au ténticos p ro tag o nistas de u n a de sus ú ltim as obras (Tristana , 1970) son la p iern a am p u tad a a u n a m u jer y la ortopédica que ha sustituido a aquélla. Y a m odo de m ensaje pos terior, el directo r —sin m otivo ap aren te— hace p asar y trasp asar a C atherine Deneuve, la actriz que en ca r na a Tristana, la «coja», delante de u n a tien d a que vende recuerdos del P ilar en Toledo... E n u n a entrevista, B uñuel confesó esta obsesión y confirm ó —com o ta n tas otras veces— la p arad o ja de su vida: que estab a convencido de no cree r en Dios pero, com o bu en hijo de C alanda, estab a co n vencido sin em bargo de la certeza del Gran Milagro del que fuera p ro tag o n ista su p aisano del siglo xvn. A seguraba estar convencido, sin ningún tipo de duda, de la «solidez granítica» de la h isto ricid ad del p ro digio; y llegó a decir que «com parado con C alanda, L ourdes es u n sitio m ediocre»; y se co m p lacía en c o n tar que su padre, L eonardo Buñuel, h ab ía m a n dado c o n stru ir u n paso con la estatu a de M iguel Ju an , p a ra que desfilara en la p rocesión del 29 de m arzo, arrastrad o p o r los jo rn alero s que tra b a ja b a n en sus extensas propiedades. Pero p o r u n a am arg a iro n ía del destino, los «republicanos» con quienes, evidentem ente, sim p atizab a el director, d estru y ero n aquella querida im agen, a la vez que m u ch o s sím bolos religiosos en E spaña: desde los rosarios a las catedrales. Testim onio paradójico éste de Buñuel, pero signi ficativo sin duda. Sobre to d o si se piensa que el ci n easta atribuía precisam ente a su origen calandino el hecho de hacer com patible su hostilidad hacia la Igle sia con un gran cariño p o r aquella Virgen ta n m iseri 130
cordiosa y poderosa que reim plantó u n a pierna a u n pobre cam pesino. Y así, cada año en S em ana Santa, el director volvía a su pueblo natal (desde A m érica o desde París) y, echando m ano de un tam bor, lo gol peaba con furia día y noche, pues, según aseguraba, sentía en aquel estrépito «el dolor de la M adre».
EN PEREGRINACIÓN
Volvamos a los días finales del m es de ab ril en los que la fam ilia P ellicer se puso en m a rc h a en p ere grinación a Zaragoza. E n los pueblos a lo largo del cam ino h ab ía m u ch a expectación p a ra ver al joven curado, pues la n o ticia se h ab ía ya d ifu n d id o p o r Lodo el antiguo reino de Aragón. E n u n determ in ad o pueblo, el cirujano local dio a M iguel Ju a n p o r so rp resa u n p in ch azo en el pie «restituido» con u n a lan ceta de las que se u tilizab an p ara sangrías p a ra c o m p ro b a r «si era fan tástico o no». U na especie de p ru eb a b rutal, adem ás de dolorosa p a ra el joven, que d u ran te algunos días cojeará de nuevo, según sabem os p o r el testim onio en el p ro ceso de Ju an de E stanga, el cirujano que p racticara la am p u tació n de la p iern a. Pero esto es ta m b ién para el histo riad o r u n elem ento m ás de autenticidad, ya que u n a «prótesis» no reacciona a los p in ch azo s... Los Pellicer llevaron consigo a Z aragoza la rela ción «legal» del m ilagro, la in fo rm ació n sum aria, re d actada po r el ju sticia de C alanda. Tras su llegada a la ciudad, M iguel Ju an fue o b jeto de la ad m iració n de to d o s los que frecu en tab an h abitualm ente el Pilar, cuyo n ú m e ro coincidía p rá c ticam ente con la p o b la ció n de la ciu d ad y que lo habían visto, lisiado com o se en co n trab a, p e d ir li m osna ju n to a la S an ta C apilla. P o r tan to , no desde hacía m u cho tiem po, sin o desde p oco m ás de u n 131
m es y m ed io antes, pues, de hecho, el joven se h a bía p u esto en cam in o h acia C alanda en la p rim era sem ana de m arzo de aquel m ism o año. Y ah o ra está bam os a finales de abril. De entre todos los habitantes de Zaragoza, el que m ás asom brado se m ostró fue, evidentem ente, el ciru jano Ju an de E stanga que efectuó la operación y que de m a n era periódica, d u ran te m ás de dos años, se había encargado de cu rar el m uñón. Asom brados esta ban tam bién sus ayudantes, en especial los que enterra ron la pierna, cuyas características reconocieron con facilidad en la que había sido «reim plantada». El p ro fesor De E stan g a te n d ría que reconocer, en co n se cuencia, que aquel p aciente excepcional h ab ía hecho bien en no seguir sus consejos profesionales (por lo dem ás, obligados y paternales) y continuar, en cam bio, con sus «aplicaciones» de aceite, sugeridas p o r la confianza en que ta n sólo la fe podía servir de m e dicina. La estancia en Z aragoza de M iguel Ju an y de sus padres se prolongó m ás de lo previsto, pues se inició en seguida el proceso eclesiástico sobre su curación. M ientras tanto, el joven se confesó y com ulgó cada ocho días, que era el m áxim o período de tiem po au to rizado en u n a época en que la Iglesia d esaconsejaba a los fieles laicos el acercarse con d em asiad a fre cuencia a la eu caristía p a ra no arriesgarse a caer en la rutina.
BAJO LA M IRADA D E LA SUPREM A
F ue el m unicipio de Z arag o za (y no la a u to rid a d eclesiástica) el que solicitó la ap ertu ra de u n p ro ce so p a ra esclarecer los hechos. Así se decidió en el ca pítulo m unicipal del 8 de m ayo de aquel m ism o año 1640 y en el que p a rtic ip a ro n tres ju rad o s y veintio132
( lio consejeros. «Todos u n án im es y conform es» (ésta es la expresión que aparece en el acta, y que asim is mo se nos h a conservado), los regidores m unicipales solicitaron a la Iglesia que realizara u n a investiga( ion «reconocida de los beneficios y favores que h a hecho y hace a esta ciudad la R eina de los Ángeles, N uestra S eñora del Pilar» y, en concreto, p idieron la calificación del m ilagro «hecho p o r la M adre de Dios del Pilar, de la restitu ció n de u n a pierna, que a u n pobre m ozo de C alanda le co rtaro n en el H ospital de N uestra S eñora de G racia...». El p rim er firm ante de esta in stan cia de califica ción , de averiguació n de lo que realm en te h ab ía sucedido en el pueblo aragonés, era el jurado en cap o alcalde de Zaragoza, L upercio Díaz de C ontam ina. A ceptada la in sta n cia de la au to rid ad civil p o r parte del arzobispo, el pro p io m unicipio designó a (res apoderados suyos en el proceso. E n este caso la d o cu m en tació n tam b ién es p u n tu a l y nos facilita lanto sus nom bres com o las funciones que d esem peñaban: el profesor Felipe de B ardaxí, cated rático de p rim a de cánones en la U niversidad de Zaragoza; el profesor Gil M iguel Fuster, catedrático de p rim a de leyes en la m ism a universidad; y M iguel Ciprés, m agistrado y p ro cu rad o r fiscal de Su M ajestad Feli pe IV en el Reino de Aragón. Así pues, y ju n to a dos «intelectuales», dos p ro fe sores, figuraba un im p o rtan tísim o d ignatario de u n Estado lo suficientem en te orgulloso com o p a ra no p erm itir verse im plicado en u n asu n to sem ejante, si las posibilidades de que fu era cierto no p arec ieran claras y consistentes. M ientras tanto, la n o ticia del m ilagro siguió d i fundiéndose por toda E spaña. Desde entonces, y a lo largo de los siglos, será can tad o en la calle p o r cie gos que, tradicionalm ente, se g an ab an la vida reci tando poem as y noticias con aco m p añ am ien to de m úsica a cam bio de lim osnas. Todavía en la a ctu ali dad hay ancianos aragoneses que recu erd an la «co133
pía» escu ch a d a infinidad de veces d u ran te su infan cia, y cuya p rim era estrofa dice así:
Miguel Pellicer, vecino de Calanda, tenía una pierna muerta y enterrada ... El 5 de ju n io —es decir, dos m eses y u n a sem ana después del suceso— los tres ap o d erad o s del m uni cipio com pareciero n ante el vicario general de la dio cesis, m o n señ o r d o cto r Ju an P erat, y quedó abierto oficialm ente el proceso canónico. El cual, p a ra m a yor tran sp are n cia, sería público, en vez de a puerta cerrada. Las actas com pletas, con todos los in terro gatorios, objeciones, deducciones y contradeduccio nes se p u b licaro n in m ed iatam en te y fuero n puestas a disposición de qu ien q u isiera co n sultarlas. Adc m ás, en aras de u n a m ayor difusión, las actas serían red actad as en lengua «vulgar», en castellano, y tan sólo la sentencia del arzobispo sería en latín (aunque m uy p ro n to sería trad u cid a). Se o b serv arán rig u ro sam ente las n o rm as establecidas d u ra n te la vigesim o q u in ta sesión del C oncilio de Trento, en el de creto relativo a la v en eració n de los san to s y de sus reliquias y del re co n o c im ien to de «nuevos m ila gros». Unas n o rm as establecidas de u n m odo m uy rígido y en extrem o p ru d e n te p o r los p ad res tridentinos, p recisam en te p o r ser ésta u n a de las cu estio nes sobre la que se h a b ía desatad o la m ás e n c a rn i zada de las po lém icas con los p ro testan tes. A lo largo del proceso, las form alidades ju ríd icas fueron confiadas al vicario general, m o n señ o r Perat, pero fue el pro p io arzo b isp o de Zaragoza, monseñoi* Pedro A paolaza R am írez, quien se constituyó com o juez y asistió p erso n alm en te al prolongado desfile y al m inucioso in terro g ato rio de los testigos. P asto r de g ran experiencia (ten ía entonces seten ta y cu atro años) y de m uchos estudios, au to r de estim ad o s li 134
nos de Teología, A paolaza era u n obispo m etódico diligente a la h o ra de aplicar los decretos conciliars, h a sta el extrem o de acarrearse disgustos —lo |iie, p o r o tra parte, le h o n ra— p o r causa de su rigor lisciplinario y m oral. De acuerdo con las no rm as del Concilio de Tren<>, adem ás del arzobispo h ab ía u n a ju n ta de nueve rólogos y can o n istas (entre ellos, un laico, el antes ilado Felipe de B ardaxí, catedrático en la Universilad de Z aragoza) que firm arían con él la sentencia lelinitiva. Con todo, la resp o n sab ilid ad final, de k uerdo con las leyes canónicas, co rresp o n d erá tan >olo al prelado, llam ado a resp o n d er perso n alm en te en caso n ecesario— an te la C uria ro m a n a y el ’apa. De esta m a n era se favorecía un proceso riguoso y equilibrado, al recaer la resp o n sab ilid ad en la nás alta au to rid ad diocesana en vez de diluirse en re los m iem bros de u n órgano colegiado. Del rigor con que fue llevado a cabo el proceso Iestaca ta m b ién el hecho de que todo se d esarrolló >ajo la m irada atenta y suspicaz de la Inquisición, que lo intervino de m a n era directa (aunque el cirujano luán de E stanga era u n familiar de la Inquisición, u n o laborador de la m ism a, com o p ro b ab lem en te el KÍrroco de M azaleón, y asim ism o uno de los jueces, I arcipreste de la cated ral de la Seo, el d o cto r M a co Virto de Vera, era u n influyente m iem b ro de la Suprem a). En pleno esplendor de su organización e in flu en za, la S uprem a de A ragón era el g u ard ián de la orodoxia católica, interviniendo de m odo inflexible a a m ás m ínim a señal de innovaciones peligrosas o sospechosas de superstición. Ya hicim os referen cia a sto al h ab lar del urg en te viaje a C alanda del párroo de M azaleón. Además, el hecho de que la Inquisiión no reclam ara la investigación de aquel m ilagro un sonado es de po r sí u n a clara g aran tía de la verlad del caso. U na g aran tía acrecen tad a ad em ás p o r la ausencia de toda intervención de los inquisidores 135
antes, d u ra n te y después del proceso. El cual, p o r lo dem ás, se desarro lló desde la convicción de esta co n stan te supervisió n in quisitorial, p u esto que las im precisiones, el in cu m p lim ien to de la norm ativa, u n a aten u ació n del rigor en la investigación, el ceder a la te n tació n de lo «fantástico» o u n a insuficiente verificación de los hechos n u n ca h ab ría n sido con sentidos p o r la Inquisición. Nos referirem o s ah o ra a la p u b licació n el Aviso Histórico , de José Pellicer y O ssau, que, en su n ú m ero del 4 de ju n io de 1640, da n o ticia de lo que califica de «m ilagro p o rten to so ob rad o p o r N uestra S eñora del Pilar». Pero tam b ién puede leerse en la m ism a página esta o tra inform ación: «En Zaragoza ha celebrado Auto de la Fe la S an ta Inquisición.» El au to de fe consistía, com o es sabido, en u n a cere m onia pública solem ne en la que los condenados ab ju ra b a n de sus erro res o eran castigados. E n aquella ocasión, señala el Aviso , hubo unos cuantos p artici p an tes forzosos, en tre ellos u n caballero m uy cono cido, llam ado Pedro A rruebo, señor de Lartosa, que, tras h ab er recibido doscientos azotes, fue enviado a cu m p lir su condena com o rem ero de las galeras de Su M ajestad. Q uien conozca la época y el país sab rá de la d i ligencia con que los inquisidores rep rim ían en espe cial a los «ilum inados», a los supuestos «profetas», los visionarios de to d a índole, los apocalípticos o los anunciadores de nuevas devociones y m ilagros. H a b rá que decir u n a vez m ás, al contrario de lo que se afirm a corrientem ente —ayer en los bares y hoy en los debates televisivos—, que fueron p recisam ente las regiones de la C ristian d ad bajo el control de la In quisición las que q u ed aro n preservadas de estallidos de la superstición tales com o la psicosis en to rn o al satanism o y la consiguiente y sangrienta caza de b ru jas. La caza de brujas, p rácticam en te desconocida en la E dad M edia católica, caracterizó al llam ad o R e nacim iento y alcanzó sus form as de m ayor gravedad 136
v persistencia en los territorios pasados al protestanlismo, ta n to en E u ro p a com o en Am érica del N orte. M ientras que en 1692, en vísperas del den o m in ad o Siglo de las Luces, veinte «brujas» fueron quem adas por los calvinistas pu ritan o s anglosajones en Salem, M assachusetts (y las hogueras siguieron ardiendo en la E uropa p ro testan te prácticam ente hasta principios del siglo xix), en R om a tan sólo fue ejecu tad a u n a bruja» a finales del siglo xv. Si en todo el período ( ilado h u b o u n a ú n ica víctim a en la ciu d ad de los Tapas fue p recisam en te gracias a la co n stan te vigi lancia de la Inquisición. E n 1635, es decir cinco años antes del proceso que estam os com entando, U rba no VIII estableció de m an era oficial lo que el S anto Oficio ro m an o ponía desde hace tiem po en práctica: el rechazo riguroso y sistem ático de todas las d e nuncias anónim as relacionadas con asuntos de «brulería». E ran, p o r tan to , los «delatores» los que se arriesgaban a sufrir u n a condena. Volviendo o tra vez a la E sp añ a b arro ca de nues!ra h isto ria insistirem o s en que si los ru m o res p ro cedentes del Bajo A ragón (de aquel pueblo de Calanda que adem ás, h a sta h acía poco tiem po, te n ía 1 1 na población m ayoritaria de sospechosos m oriscos) no h u b ie ra n tenido claros visos de cred ib ilid ad , la intervención de la Inquisición h ab ría sido inm ediala. In m ed iata e im placable. P or lo dem ás, siem pre, en todas las épocas y p a í ses, ante los rum ores de «milagro», la actitu d de la icrarquía católica ha sido (pues ésta era su obligac ion) de cautela y prudencia, cuando no de in c re d u lidad, al m enos en u n p rincipio. No la cred u lid ad , por supuesto. A diferencia de lo que creen quienes em plean anacrónicos lugares com unes, la in stitución eclesial —la católica, en concreto— no tiene evidenlem ente la superstición en el catálogo de sus erro res y culpas, m ás bien, en algunas ocasiones sería sos pechosa de racionalism o. Los h isto riad o res de la re ligiosidad española co n o cen p erfectam en te la exis 137
tencia de u n «vacío» en los relato s de aparicio n es de M aría que se prolonga, en E sp añ a, desde p rincipios del siglo xvi a p rin cip io s del xix. Se tra ta p recisa m ente de la época en la que los in q u isid o res p refe rían , si te n ía n que d ecid ir en tre dos m ales, el re ch azar «signos celestiales» po sib lem en te verosím iles antes que d a r cauce a m an ifestacio n es que im p lica ra n c u a lq u ie r tip o de superstición. E sta desconfianza, que a veces resu lta excesiva (san Pablo afirm a: «No extingáis el E spíritu; no des preciéis las profecías; exam inadlo todo y quedaos con lo b uen o ...» (I Tes. 5, 19-21), es el necesario c o n tra peso a u n entusiasm o p o p u lar capaz de convertirse en c red u lid ad de visionarios. C om o d ijera alguien (y lo dem uestra asim ism o la experiencia de m uchos siglos), si no hay nadie que regule las dosis y sepa ad m in istrarla con p ru d en cia, siguiendo las correctas «instrucciones de uso», el m ensaje evangélico puede convertirse en u n veneno, o en u n a carga explosiva, precisam ente en razó n de la fuerza que encierra. La Inquisición apareció también com o u n desarrollo de esta necesaria función jerárquica: refren ar a los en tusiastas, su m in istrar an tíd o to s co n tra entusiasm os fuera de lugar y d isp o n er de un «cuerpo de artificie ros» que supieran m an ejar esa carga de d in am ita que es la P alabra de Dios. De ah í la e x tra o rd in aria ga ra n tía que p a ra la h isto ria arag o n esa que estam os relatando supone el silencio de la Suprem a.
UN PROCESO EJEMPLAR
Como verem os m ás adelante, de los nueve m iem bros del tribunal, so rp ren d en te m en te n in g u n o de ellos form aba parte del C abildo del S antuario de la Virgen del Pilar a cuya in tercesió n se atrib u ía el hecho cuya autenticidad se estab a discutiendo. Al igual que su 138
cediera con la inhibición de la Inquisición en el caso, la exclusión de u n a «parte en causa» es o tra g aran tía m ás de la objetividad del proceso. Se tra ta de u n a cuestión que no es en absoluto irrelevante y sobre la que h a b rá que volver con la am p litu d que el tem a merece. Para d ar fe de la form alidad de los trabajos y re dactar con plena garan tía las actas del juicio oral fue requerida la presencia de cuatro notarios, cuyas fir mas y sellos podem os exam inar en los docum entos del proceso y cuyos nom bres resultan tam b ién sobra dam ente conocidos en la historia de Zaragoza. E n tre los num ero so s posibles testigos de aquella ex trao rd in aria cu ració n se eligieron vein ticu atro es pecialm ente significativos, que estuvieran en co n d i ciones de d eclarar en todas las fases an terio res y posteriores al suceso. De acuerdo con u n a an tig u a co stu m b re (que se rem onta al m un d o clásico y al ju d ío y, en general, a (odas las culturas tradicionales, sin excepción algu na), las m ujeres llam adas a d eclarar fueron ta n sólo las consideradas ab so lu tam en te necesarias. E n el caso presente, se trató de M aría Blasco, la m ad re de Miguel Juan, que fue la p rim era en cercio rarse del hecho (¿acaso no fue u n a m u jer la p rim era en ver a Jesús resucitado?) y u n a vecina de la casa, Ú rsula Means, que acudió in m ed iatam en te. El testim o n io m asculino era co n sid erad o en aquel en to n ces m ás digno de crédito que el fem enino, pues se p en sab a que las m ujeres estab a n m u ch o m ás expuestas a (.‘m ociones, sentim ien to s e im p resio n es subjetivas, l ista certidum bre provocaría, p o r supuesto, la indig nación de los defensores de lo «políticam ente co necto», pero, en este caso, lo que realm en te im porIa es la determ inación del trib u n al de reco n stru ir los hechos con la m áxim a objetividad posible. Trece de los testigos p o d ían ser considerados
tre los tre in ta y cincuenta años. A todos se les req u i rió p a ra que in fo rm aran sobre «los años de b u en a m em oria», es decir, desde cu án d o reco rd ab a n h ab er tenido u n a conciencia clara y u n o s recu erd o s lúci dos. E n general, los declarantes fijaron el m om ento entre los doce o trece años de edad, coincidiendo con el final de la infancia y la proxim idad de la adoles cencia. A cada uno de los testigos se les entregó u n form ulario de trein ta y tres artículos con otras tan tas preguntas, en las que se les llam aba a declarar lo que sabían, tras u n solem ne ju ram en to , «sobre Dios, la Cruz y los q u atro Santos Ebangelios». Tal y com o puede leerse en las actas del proceso, red actad as p o r los notarios, al final de cada u n a de las resp u estas, y an tes de p a s a r a la p re g u n ta si guiente, todo d eclaran te ten ía que repetir: «Y esto dixo ser verdad, p er ju ram en tu m .» E n u n a sociedad que creía realm ente no sólo en el cielo y el p u rg a to rio sino tam bién (quizás, sobre todo, po rq u e initium sapientiae, timor Dom ini . . . ) 8 en el infierno, que cons titu ía u n a am enaza p a ra los perjuros, no cabe cier tam en te escatim ar la g aran tía que su p o n en estos ju ram en to s públicos y solem nes de no decir n ad a que se ap artase de la v erdad p u ra y sim ple, tal y com o era conocida y h ab ía sido com probada. Term inada la declaración, ésta era leída al testigo, que tenía el derecho de h acer precisiones y de m o d ificarla si te n ía nuevas cosas que a ñ a d ir o no se correspondía con lo que h ab ía declarado. Sólo d es pués de haber ratificad o de m odo explícito la decla ración, el testigo estam p ab a su firm a (o la señal de la cruz, en el caso de los analfabetos). P o r últim o, u n o de los notario s, p resen tes en todo m o m en to , añ ad ía su sello y p ro ced ía a autentificarla. Los veinticuatro testigos convocados se p u ed en clasificar en los siguientes cinco grupos: 8. «El tem or del S eñor es el principio de la sabiduría», cita del Salm o 110, 10. (TV. del t.)
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a) Facultativos y sanitarios (cinco), en tre ellos Ju an de E stanga, el cirujano que am p u tó la pierna, y que declaró en p rim er lugar, el 8 de junio, y Ju an Lorenzo G arcía, el p ractican te que, con ayuda de u n com pañero, e n terró la p ie rn a en el cem en terio del hospital. D eclararo n tam b ién Diego M illaruelo, el otro ciru jan o del equipo m édico del h o spital y los dos cirujanos de Calanda, Ju a n de R ivera y Jusepe Nebot, que h ab ían efectuado u n «examen» a M iguel Ju an in m ed iatam en te después del m ilagro. b) Familiares y vecinos de casa (cinco): los p a dres, M iguel Pellicer y M aría Blasco; el joven criado de la casa, B artolom é X im eno y el m atrim o n io for m ado p o r M iguel B arrach in a y Ú rsula M eans, p re sentes en la casa de los Pellicer la noche del m ilagro. c) Autoridades locales (cuatro): el justicia, M ar tín Corellano; el ju rad o m ayor, M iguel Escobedo; el jurado segundo, M artín G alindo; y el n o ta rio real, Lázaro M acario Gómez. Todos ellos de Calanda. d) Eclesiásticos (cuatro): el p árro co de C alanda, m osén Jusepe H errero; dos sacerdotes beneficiarios de la m ism a p arro q u ia, m osén Jaim e V illanueva y m osén Francisco Artos; y el capellán del hospital de Zaragoza, don Pascual del Cacho. e) Otros (seis): entre ellos, Ju an de M azas, el due ño de la posada próxim a al Pilar en la que el m endigo lisiado pasaba la noche cuando conseguía hacerse con cuatro sueldos de lim osna, y otro posadero, el de Samper de Calanda, Domingo M artín, que había alojado a Miguel Juan cuando iba de cam ino a casa. Como puede apreciarse, los testigos fueron elegi dos en base a u n criterio: el d ar referencias (y todos, en cada u n a de las resp u estas —lo hem os dicho a n tes— renovaban su ju ram en to ) de las diferentes eta pas de la historia de M iguel Ju an Pellicer. É stas eran: la fractura, la am putació n , la convalecencia, la m e n dicidad en la p u erta del Pilar, el regreso a su pueblo 141
natal, el suceso del 29 de m arzo y los hechos de los días posteriores. E n sum a, todos los testigos (a excepción ta n sólo de los p o sad ero s de S am p er de C alanda y de Z ara goza) h ab ía n conocido al joven an tes de la in terv en ción qu irú rg ica y volvieron a verle después; y en con secuencia, fu ero n convocados p a ra que lo iden tifica ran de m a n e ra inequívoca, p ara que co n firm aran si se tra ta b a de la m ism a persona. De ah í que M iguel Ju an co m p areciera an te ellos y estuviera presen te en todos los interro g ato rio s, erguido sobre sus dos pies y (podem os suponer) con los calzones h asta las ro dillas, según la costu m b re de los cam pesinos arag o neses, p o r lo que m o stra b a perfectam en te la pierna. V eintidós testigos de en tre v ein ticu a tro ju ra ro n no te n er d u d a alguna de que se tra ta b a de la m ism a perso n a que ellos h ab ían conocido. Tan sólo dos res po n d iero n «me parece». Se tra ta b a del capellán del hospital, P ascual del Cacho, y del en ferm ero J u a n L orenzo G arcía, que, sin em bargo, explicaron que aquel «me parece» era u n sim ple escrúpulo de co n ciencia, derivada del hecho de que con o cieran al jo ven m uy poco antes de que le fu era a m p u ta d a la pierna. No hubo nad ie que ex p resara u n a o p in ió n negativa. A p esar de los req u erim ien to s de los ju e ces, tam poco nadie ex p resaría la m ás m ín im a d u d a o vacilación sobre la realid ad del hecho y la id e n ti ficación de la persona. Y p o r lo dem ás, así su ced erá siem pre h asta n u e s tro s días, pues com o te n d re m o s ocasión de ver, las p oquísim as voces d isco rd an tes sobre la realid ad de C alanda surgirán lejos de los lugares y de la época del suceso, basán d o se ad em ás en u n a d o c u m e n ta ción de procedencia oral y equivocada, cu an d o no en te ra m e n te d esco n o ce d o ra del suceso. E n vez de co nfrontarse con datos objetivos, cuya evidente co n sisten c ia los h a ría in q u ie ta n te s, se h a o p ta d o p o r c o rre r u n a cortina de silencio, o p o r c u b rir de d es c réd ito todo aquel a su n to p ro ced e n te de E sp añ a, 142
«un país su m erg id o en la su p erstició n m ás e sp an tosa que ja m á s hay a d esh o n rad o la n a tu ra leza h u m ana». Así se expresaba, en 1762, G eorge Cam pbell, teólogo p ro te sta n te escocés, cuyo co n o cim ien to de los hechos se lim itab a ta n sólo a algunos ru m o res que le h a b ía n llegado de u n m odo confuso. Lo a n a lizarem os con m ás detalle en la te rc era p a rte del li bro, c u a n d o reflex io n em o s en to rn o al ac o n te c i m iento. La ú n ic a hipótesis co n tra ria posible (al m enos en teoría) es la existencia de u n h erm an o gem elo de M i guel Ju an . Sin em bargo, se da la circ u n stan cia de que se h a n conservado los registros de b au tism o s en C alanda, lo cual nos p erm ite co n firm ar que, el día de la A nunciación del año 1617, el n iñ o b au tizad o com o M iguel Ju an h ab ía nacido «solo». E n cualquier caso, ni antes, d u ran te o después del proceso nadie expresó d u d a alguna en este sentido, pues se tra ta b a de algo inconcebible, y m ás aú n en aquel pequeño pueblo en el que todos se conocían p erfectam en te o incluso estab an em p aren tad o s entre sí. Tam bién ha hab id o quien —au n q u e sin d em asia do convicción y, u n a vez m ás, sin p reo cu p arse no ya de p ro fu n d izar sino ta n siquiera de conocer el d esa rrollo de los hechos— h a p lan tead o la hipótesis de u na p iern a artificial... D ejando ap arte cu alq u ier o tra consideración (¿actu arían todos ingen u am en te o de m ala fe, incluidos los cu ras y los m édicos?; y ad e más, ¿con qué objeto?), recordem os el p in ch azo con la lanceta que diera p o r so rp resa u n ciru jan o al jo ven, precisam ente p a ra cerciorarse, y de ah í que re su ltara m uy o p o rtu n o aquel estado «im perfecto» de la p iern a reim p lan tad a al que nos referim os. ¿Cómo podría u n a «prótesis» cam b iar con el tiem po de as pecto y volver a to m a r len tam en te la form a, el color y las dim ensiones de la o tra pierna? Así pues, en este tem a se dan tam bién ocu rren cias aisladas, p o r p arte de personas que sim plem ente h a n oído algo p o r ahí cuando no van de graciosos. 143
Con todo, h a b rá que rep etir con to d a clarid ad que en casos com o el presente, las au to rid ad es ecle siásticas ad v ertían a los fieles que p a ra ellos era u n grave d eb er de conciencia no alb erg ar n in g u n a d u d a en su in te rio r y m an ifestar incluso la m ás leve sos p echa sobre la veracidad de los hechos. E n aquella E sp añ a del siglo xvn co rría u n riesgo (tan to esp iri tual com o tem poral, pues ya sabem os que la S u p re m a vigilaba...) no q u ien ex p resara cu alq u ier d u d a sino quien, p o r cred u lid ad o im p ru d en cia, co n trib u yese a resp ald a r u n «falso m ilagro». Pero las g aran tías p a ra re c o n stru ir la v erd ad en to rn o al objeto del proceso no te rm in a ro n con el in terrogatorio de los v ein ticu atro «testigos de prueba», com o se les llam aba. D espués de ellos, y a lo largo de cinco sesiones, com parecieron ante los jueces n u e ve «testigos de abonatorio». É stos estab a n d estin a dos a c o rro b o rar los testim onios precedentes, a ava la r su credibilidad y a su sc rib ir (tam b ién en este caso, bajo ju ram en to ) la fó rm u la p ro p u e sta p o r el trib u n al referente a los testigos: «han sido y son b u e nos christianos tem erosos de Dios y de sus co n cien cias de b uena ffe y crédito berdaderos». D eclararon de este m odo cuatro sacerdotes, dos m édicos, dos es tu d ian tes y un cam pesino. Así se puede co m p re n d er cóm o u n m o d ern o ju rista laico, tras u n análisis del p ro ced im ien to y d e sarro llo de este proceso, h a b la ra lisa y llan am e n te de u n «exceso de garantías», de «una p ru d en cia en las averiguaciones que ro za el escrúpulo...». E n total, las actas del p roceso co n tien en u n to tal de ciento veinte n o m b res, ilu stres o h u m ild es, en tre jueces, notario s, p ro cu rad o res, alguaciles, te s tigos de «prueba», testig o s de «abonatorio», m é d i cos, enferm eros, sacerdotes, posaderos, cam pesinos, c arretero s... Los h isto ria d o re s h an rec o n stru id o la biografía, con m ay o r o m e n o r p recisió n seg ú n los casos, de todas las p erso n as relacio n ad as con el p ro ceso y que en m ayo r o m e n o r m ed id a fu eran in flu 144
yentes, y que h a n dejado huellas de sí en o tras o ca siones y, p o r ta n to , en otros d o cu m en to s. Tal y com o a se g u ra b a u n o de aquellos investigadores, «quien q u isie ra p o n er en d u d a la m uy sólida in ser ción de este proceso en el A ragón y la E sp añ a de la p rim era m itad del siglo xvn te n d ría que negar, p o r coherencia, to d a cred ib ilid ad a cu alq u ier o tro su ce so de la h isto ria, incluso al que m ejo r esté a te sti guado».
UNA DIÓCESIS, DOS CATEDRALES
Hay otro detalle, que apenas hem os esbozado, refe rente a la llam ativa singularidad, antes m encionada, de la com posición del trib u n al. De él q u ed aría ex cluido el Cabildo de canónigos del Pilar. La causa de esto fue u n a situ ació n com pleja y, desde el p u n to de vista evangélico, quizás no m uy ejem plar. Con todo, resultaría providencial p ara eludir, en beneficio de quienes hem os vivido después, h asta la m ás m ín i m a sospecha, po r incierta que ésta resu ltara ser. D urante siglos (y h asta trein ta años después del proceso que estam os estu d ian d o ) la situ ació n reli giosa de Zaragoza fue an ó m ala y estuvo p ertu rb a d a por la llam ada cuestión «catedralicia». La diócesis se en co n trab a en la situ ació n de te n er u n solo obispo pero dos catedrales y, en consecuencia, dos cabildos de canónigos en com petencia «no pacífica», p o r de cirlo de alguna m anera. E n la actualidad, en idéntico espacio u rb an o de la capital aragonesa, a orillas del Ebro, se alzan dos m o num entales iglesias. U na es la catedral dedicada a El Salvador, co nstruida do n d e antes estuviera situ ad a la principal m ezquita de la Z aragoza m u su lm an a y rem a tad a, a p a rtir del siglo xvii en que su ced iera nuestro milagro, por la altísim a torre, proyectada, en 145
Rom a, p o r el italian o G io v an n i B a ttista C ontini, un discípulo de B ernin i, n a c id o en R o m a en 1641, el m ism o a ñ o de la s e n te n c ia so b re el Gran Milagro . E sta iglesia es co n o cid a co m o La Seo, té rm in o p ro ced en te del la tín Sedes (episcopalis ) , la sede de la «cátedra», del p ú lp ito d e sd e el q ue el o b ispo ejercía sus ob lig acio n es de p a s to r que co n d u cía a sus ove jas, a las que enseñab a el cam ino, el «sendero» hacia la etern a salvación, cuyo re co rrid o nos es revelado en el Evangelio. Los m iem b ro s del Cabildo de La Seo eran sacerdotes diocesanos, sin obligación de vida en com ún, y que eran n o m b ra d o s y d ep en d ían del a r zobispo. Pero, ju sta m e n te al lado, a u n o s pocos cen ten a res de m etros, otro C abildo de canónigos, el p e rte neciente al célebre sa n tu a rio del Pilar, calificaba a su Iglesia com o «la p rim e ra cated ral de Zaragoza», basándose en su existencia desde tiem pos in m em o riales y en el ex tra o rd in ario ren o m b re de la Virgen que allí era venerada. U na V irgen d irectam en te re lacionada con el culto al ap ó sto l Santiago, el a u té n tico «héroe nacional» de E sp añ a, que re p resen tara la ayuda celestial d u ran te la R econquista. H ab rá que señ alar que los au tén tico s p ro tag o n istas de la h isto ria que estam os n a rra n d o so n u n a Virgen asen ta d a sobre u n a m isteriosa co lu m n a y la fervorosa devo ción que, para su cu sto d ia y veneración, h a llevado a la construcción de u n o de los edificios sacros m a yores del m undo. H asta el m o m en to no hem os h a blado apenas de la Virgen y su san tu ario , en n u es tro afán de divulgar la cró n ica del m ás im p o rtan te de sus m ilagros. Ni que d ecir tiene que lo h arem o s m ás adelante, cuand o lleguem os a la te rc era p a rte del libro. Volviendo al tem a del C abildo del Pilar, direm os que estaba com puesto p o r sacerdotes que vivían en com unidad, bajo la regla de san Agustín, n o m b rab a n con entera libertad a su prior, y estaban exentos de 146
la ju risd icció n o rd in aria del obispo al d ep en d er d i rectam ente de la S an ta Sede. E n tre las dos corp o racio n es de clérigos, en te ra mente diferentes y separadas, se suscitaron continuas disputas, c u a n d o no d esprecios y en co n tro n azo s, por cuestiones de privilegios, p reem inencias, exenc iones y jurisd iccio n es. U na situ ació n que incluso d aría lu g ar a escándalos públicos, con su sp en sió n de pro cesio n es e in tercam b io recíp ro co de a c u sa ciones. Y es que los hom bres, au n q u e sean «de Iglesia», siguen siendo hom bres; y pese a todo, el Dios crisliano h a querido te n er necesidad de ellos (y tam b ién de nosotros, pues ta m b ién nosotros, b au tizad o s y practicantes, som os «la Iglesia», con n u estras limilaciones y m iserias). P or tan to , sin que q u eram o s justificarlo todo, h a b rá al m enos que co m p re n d er que d etrá s de estas d isp u tas, no lim itad as c ie rta m ente a Zaragoza y que h an ab u n d ad o en los veinte siglos de existencia del cristianism o, no su p o n ían tan sólo (ni an te todo) u n a serie de sen tim ien to s m ez quinos. Antes bien, se co n sid erab a u n a obligación defender a toda costa la in stitu ció n co n creta a la que se pertenecía, p ensan d o de esta m an era d efender el prestigio y el h o n o r de la verdad religiosa rep resen tada p o r dicha institución. Con esto no se p en sab a estar haciendo ningún tipo de «particularism o», sino que se estaba co n trib u y en d o al afian zam ien to de toda la Iglesia, que es «católica», es decir, «univer sal», precisam ente p o rq u e no debe h ace r ren u n cia alguna de sus infinitos aspectos. El trad icio n al co n sejo de evitar u n fácil y equivocado m oralism o, b u s cando ante todo co m p ren d er en lu g ar de co n d en a r o reírse, es válido ta m b ié n en este caso, p u es com o ciudadanos de u n a c u ltu ra secularizada ya no esta mos en condiciones de co m p ren d er los sentim ientos que movía a uno de los bandos a la defensa del papel central del obispo y de la Iglesia local p o r él rep re sentada; y al otro b an d o a la defensa de la extraor147
d iñ aría p reem in en cia del culto m a ria n o en ten d id o com o u n cam in o privilegiado h acia C risto de todo un pueblo, com o la experiencia m ism a de siglos en teros h ab ía dem ostrado. La tensión en tre los dos C abildos persistió h asta que el P apa Clem ente X dio a co n o cer u n a estricta e irrevocable «bula de unión», Pastoris aetemi, fecha da (curiosam ente) el 11 de febrero de 1676. Se tra ta del día que, casi dos siglos después, m a rc ará el in i cio de las apariciones de Lourdes. P or aquel d o cu m ento se co n stitu ía u n único Cabildo, au n q u e con dos sedes (La Seo y El Pilar), y se establecía p a ra los canónigos la obligación de residir, en años alternos, en u na u o tra de las «catedrales» y o b ed ecer a u n único superior, el deán. Una solución que encajó p erfectam en te y que, aunque fue im puesta con toda firm eza (la Iglesia, en tonces, hablaba poco y era len ta en to m a r decisio nes, pero estaba aco stu m b rad a a h acerse o b ed ecer sin com prom isos ni discusiones), dem o stró ser defi nitiva, pues todavía hoy está vigente y la «disputa ca tedralicia» es ta n sólo u n recuerdo histórico p a ra el clero de Zaragoza. La bula citada lleva fecha de 1676. Pero tre in ta y siete años antes, en 1640, en el año del m ilagro, la oposición entre los dos cabildos no sólo p ersistía sino que pasaba p o r u n a etap a de especial tensión. El arzobispo A paolaza favorecía a «su» Cabildo, el de La Seo, com puesto p o r sacerdotes designados p o r él. Éstos estaban en fren tad o s m ás que n u n ca con los m iem bros del Cabildo del P ilar p o r u n a de las co n sabidas cuestiones de p reem in en cia y dignidad. H as ta tal punto h abían llegado las cosas que el n u n cio apostólico ante el rey de E sp añ a se h ab ía visto obli gado a nom brar u n m e d iad o r entre los co n ten d ien tes, que m u ltip licab an sin em b arg o sus p ro te sta s recíprocas, entre desaires e im precaciones.
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UNA EXCLUSIÓN «PROVIDENCIAL» E sta situ a c ió n influyó también en que, en el m o m en to de d esig n ar a quienes deb ían aseso rarle en el proceso sobre la au te n tic id a d del m ilag ro de Calanda, el p relad o zarag o zan o excluyera a los m iem bros del C abildo del Pilar. Ese «tam bién» h ace p o sible que en la exclusión d ecid id a p o r m o n se ñ o r A paolaza ju g a ra su p apel el rig o r que cara c te riz a b a al arzo b isp o y que le aconsejó elegir a ju eces «neu trales». E n cu alq u ier caso, los n o m b res de los ju rad o s que provenían de u n a co rp o ració n rival com o la de La Seo son p a ra n o so tro s o tra g a ran tía m ás, a la h o ra de decidir sobre el caso de M iguel Ju an Pellicer, que nos h aría realm en te «rendirnos a la eviden cia». Los que fueron llam ados a ju zg ar no ig n o rab an sin du d a que el reco n o cim ien to de la verdad del m ás sonado de los m ilagros n u n ca sucedido h asta en to n ces h ab ría afianzado co n sid erab lem en te el prestigio y la au to rid ad de quienes p o r entonces se g loriaban (suscitando vivas reacciones) de ser «el C abildo de la S anta Iglesia, Angélica y A postólica, de S an ta M aría la M ayor y del Pilar, p rim e ra cated ral de C aesarea Augusta». Éste era el n o m b re latin o de la ciu d ad y que los árabes d efo rm arían en S araq u stah , p a ra d ar lugar m ás tard e a la a ctu al Z aragoza. Aquellos ca nónigos del P ilar no se h a ría n de ro g ar cu an d o se quiso d ar a conocer la decisión favorable y u n án im e en u n proceso que les afectab a m uy de cerca, pero del que habían estado excluidos. Los acontecim ientos se desarrollaron de u n m odo tal que hicieron si cabe m ás im p arcial la sen ten cia u n án im e del trib u n a l y elim in aro n todavía m ás la sospecha de toda m an ip u lació n o exageración p ara in crem en tar la devoción a la Virgen de Zaragoza. Del 149
«mal» de u n a an tig u a y en co n ad a co n tro v ersia en tre dos in stitu c io n e s eclesiales vino el «bien» de u n a p o sterio r y sólida g aran tía de la sentencia, pues ni el arzobispo ni la u n a n im id a d expresada p o r sus ju e ces tra b a ja ro n pro domo sua\ aquellos jueces no lo fueron «en p ro p ia causa», algo excluido p o r todos los o rd en am ien to s, incluido el canónico. E n definitiva, esto rep resen ta p a ra el creyente la enésim a confirm ación del «estilo» de u n Dios capaz de escribir derecho sobre nuestros renglones to rci dos... P ara quien q u iera m an ten er a to d a costa su desconfianza (una actitu d obligada, h asta el p u n to de h ab er sido tam bién la nuestra, aunque al final, si es necesario, hay que acep tar la enseñanza derivada de los hechos, cualquiera que ésta sea), p ara esos que desconfían, esto sup o n e e ch a r ab ajo o tra sospecha: la de que en el fondo to d o ob ed eciera a u n a a ctitu d de exaltación de la «om nipotencia» de la V irgen ve n e ra d a en aquel san tu ario . Antes bien, fue esto p re cisam en te lo que de alg u n a m a n e ra o casio n ó p ro b lem as... R esulta asim ism o significativo lo que an tes h e m os recordado: que el proceso se inició a in stan cia de la ciudad de Z aragoza y no del arzobispo, com o h a b ría cabido esperar, conform e a los decretos del Concilio de Trento. Fue p recisam en te el m u n icip io zaragozano el que en u n a reu n ió n ex profeso al co m ienzo de las labores del proceso decidió ab o n a r las costas. El m unicipio no fue, p o r tanto, u n im p u lso r form al sino efectivo, com o lo es siem pre todo aquel que co rra con los gastos. Debe quedar claro, p a ra no d ar lugar a equívocos, que —aunque dividida p o r aquellas lam entables b a n derías hum anas— la Iglesia de Zaragoza estab a sin em bargo de acuerdo en la devoción a la Virgen del Pi lar. Ni siquiera en lo m ás acen tu ad o de u n a polém i ca entre los cabildos, que se prolongó d u ran te siglos, se levantó nunca u n a voz p a ra p o n er en d u d a la ver d ad de la venida de M aría «en carn e m ortal», p a ra 150
an im ar al apóstol Santiago y dejar p o r m edio de los ángeles u n a colum na a orillas del Ebro. Los canóni gos de La Seo se en fre n ta b a n a sus h erm a n o s del S an tu a rio del P ilar p o r cuestiones de p reem in en cia o prestigio, y no p o rq u e creyeran que éstos fu eran p artid ario s de u n culto sospechoso y caren te de fu n d am en to . La inex isten cia de to d a p o lém ica sobre esta cuestión es u n a confirm ación, y no p recisam en te secu n d aria, del fu n d am e n to de la T radición pilarista. Si m o n señ o r A paolaza esperó a la intervención de las au to rid ad es civiles, en vez de ac tu a r de m otu proprio, no fue p o r falta de devoción a «aquella» Virgen, ta n q u erid a p ara él com o p ara el resto de los arag o neses. M ás bien fue, y citam os a Tom ás D om ingo Pé rez, p orque «reconocer u n m ilagro sem ejante era u n deber religioso, pero que ten ía tam b ién co n secu en cias decisivas en la con tro v ersia ju ríd ic a en tre los dos cabildos, com o si el p o d er divino se h u b ie ra m a nifestado en favor de la cau sa pilarista» .9 Como ya sabem os, todo sería resu elto p o sterio rm en te p o r R om a elim inando el pro b lem a de raíz: u n único Ca bildo, dos sedes catedralicias. Pero en 1640 esta so lución d rástica no era previsible, pues la ten sió n estab a en su p u n to m ás álgido. Es en este trasfondo —en el que u n m isterioso de signio parece utilizar las disputas entre los hom bres com o m edio de confirm ación de la verdad— donde hay que valorar u n proceso d u ran te el cual, com o a n tes decíam os, no se alzó n u n ca u n a voz de d u d a o disconform idad. Los hechos eran los hechos, y no se podía hacer otra cosa sino certificarlos: contra facía, non valent argumenta. Tam poco eran válidos los a r gum entos de «política eclesial» que h u b ie ra n aco n sejado a la m ayoría de aquellos jueces el c o n tin u a r venerando a su am ad a Virgen del Pilar, p ero sin re 9.
Tomás Dom ingo Pérez, «El M ilagro de Calanda», en El
espejo de nuestra historia..., p. 456.
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conocer sem ejan te «signo de predilección» a los ya de por sí susceptibles, e incluso u n ta n to desafiantes, canónigos custodios de su santuario.
LA SENTENCIA
La decisión del arzobispo que declaró el hecho com o m ilagroso fue p ro n u n cia d a el 27 de abril de 1641, es decir, desp u és de casi once m eses de trab ajo , con catorce sesiones públicas y p len arias y a m enos de trece m eses de distan cia del hecho prodigioso. E n u n latín solem ne, im pregnado de u n conven cim ien to sobre el que co m p ro m etía to d a su a u to rid ad , con la invocació n del n o m b re de C risto y to m an d o al propio Cristo y a su M adre com o te sti gos, P etrus A rchiepiscopus (así firm ó) co n clu ía de esta m a n era la sen ten cia que clau su rab a el largo y com plejo proceso: «Así pues, co n sid erad as estas y o tras cosas, con el consejo de los abajo firm an tes ilustres D octores ta n to de S agrada Teología com o de D erecho P o n ti ficio, afirm am os, p ro n u n cia m o s y d eclaram o s que a M iguel Ju an Pellicer, n a tu ra l de C alanda, de q uien se h a tra ta d o en este proceso, le fue restitu id a m i la g ro sam en te la p ie rn a d e re c h a que p re c e d e n te m e n te le h ab ía sido co rta d a; y que no h a sido u n h echo obrado p o r la n atu ra leza , sino u n a o b ra a d m irab le y m ilagrosa, y q u e se debe ju z g ar y te n e r p o r m ilagro, co n cu rrien d o to d as las condiciones re q u erid as por el D erecho p a ra que se p u ed a h a b la r de u n verdadero m ilagro en el caso aquí ex am in a do. P o r tan to lo in scrib im o s en tre los m ilagros, y com o tal lo ap ro b am o s, d eclaram o s, au to rizam o s y así lo decimos.» Pocos días después, a com ienzos de m ayo, aq u e lla ex traordinaria co n firm ació n del p o d er de in te r 152
cesión de M aría fue celebrado con u n a g ran fiesta en la plaza frente al san tu ario . A cudieron todos los h a bitantes de Zaragoza a alegrarse y a d a r gracias, pues para la m ayoría de los m ism os el joven Pellicer no era un nom bre m ás, envuelto en la leyenda, era u n ro s tro y u n a im agen de m utilado con el que se h abían encontrado m uchas veces en sus visitas al santuario. De esta m anera, el m ás sorprendente de los m ilagros dem ostró ser tam b ién el m ás «público», pues u n a ciudad entera ten d ría ocasión de com probarlo. A los m uchos d o cu m en to s ya conocidos se ha añadido recientem en te otro, m uy sencillo pero sig nificativo: la factu ra y el pago co rresp o n d ien te p o r los fuegos artificiales que se d isp araro n aquella n o che en señal de alegría y acción de gracias. P or encim a de cu alq u ier co m en tario está la lec tu ra d irecta de la decisión de Pedro de Apaolaza, to m ada de m odo solem ne con la po testad que le fuera co n ferid a p o r la Iglesia universal. De ah í que en el apéndice de este libro, y a co n tin u ació n del acta del notario de M azaleón, publiquem os la sentencia del proceso.101
LA VOZ DE LOS ARCHIVOS
El proceso cuyo desarrollo y conclusión hem os descri to, aunque sea de u n m odo sintético, fue «un m odelo de seriedad, de precisión y de rigor canónico».11 Así lo 10. M essori resalta que es tam bién la prim era vez que se vierte al italiano este docum ento y, com o p rueba de su fidelidad al texto original, señala que la traducción fue realizada bajo la su pervisión de Andrea B ettetini, profesor universitario de D erecho canónico. La versión castellana que se incluye en esta edición fue trad u cid a del latín por fray Jerónim o de S an José en 1641, en el m ism o año de la sentencia. (N. del t.) 11. Leandro Aína Naval, El Milagro de Calanda a nivel his tórico..., p. 53.
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afirm ó L eandro Aína Naval, quien lo estudió d urante décadas, llegando a in sertar a la m ayoría de sus p ro tagonistas en la historia española de su tiem po. Según señ ala este histo riad o r, el p rin cip al p ro blem a del arzo b isp o zaragozano no consistió, com o era h ab itu al en los pro ced im ien to s judiciales, en re copilar los testim o n io s suficientes. P o r el co ntrario, el p ro b lem a consistió en seleccionar y lim ita r esos testim onios, pues h a b ría podido desfilar to d a Calanda, los pueblos de los alrededores, la pob lació n de Z aragoza... E n resum en , m o n señ o r Pedro A paolaza estaba a b ru m a d o sobre to d o p o r la a b u n d a n c ia de posibles testigos. E n este tem a se p lan tean , sin em bargo, u n a serie de cuestiones urgentes. ¿Qué d o cu m en tació n se h a conservado de aquel procedim iento?, ¿qué g aran tías tenem os sobre la au ten tic id ad de los papeles de que disponem os?, ¿quién nos aseg u ra que la d o cu m en tación se h a conservado ín teg ra y no ha sido m a n i pulada? Son cuestion es fo rzo sam en te obligadas y que yo m ism o no he dudado, evidentem ente, en p lan tearm e, com o cu alq u iera que ten g a u n m ín im o de experiencia en investigaciones históricas. Q uien p ien se que el creyente es u n crédulo te n d rá que m od ificar su opinión... E xam inem os, pues, el estad o de la d o c u m e n ta ción que puede e n c o n tra r qu ien investigue a c tu a l m ente este caso. Volvamos, p o r tan to , al 27 de abril de 1641, día en que el arzo b isp o A paolaza dio p o r concluido el proceso y dictó su sentencia. Los n o ta rios y los escribanos de la c u ria extendieron ese m is m o día (o, en todo acaso, in m ed iatam en te después y en los m ism os lugares) dos «copias» no sólo de la sentencia sino de todas las actas del proceso. U tili zam os las com illas p o rq u e com o en seguida te n d re m os ocasión de ver, el té rm in o «copia» no es el m ás adecuado. U na de las «copias» estab a d estin ad a a los arc h i vos m unicipales. R esu ltab a obligado, puesto que el 154
p ro ced im ien to se h ab ía llevado a cabo a in stan cia de la ciu d ad de Z aragoza (y a sus expensas). Un segundo ejem plar, no m enos n ecesario y obli gado, estab a destin ad o al Cabildo del P ilar que, a u n que h ab ía sido excluido de las tareas procesales, era no o b stan te el custodio de la im agen de la Virgen en cuyo n o m bre se h ab ía realizado el m ilagro. No es ca sualidad que in m ed iatam en te después de la conclu sión del p ro ced im ien to u n a rep resen tació n de los consejeros m unicipales zaragozanos v isitara a los ca nónigos del san tu ario p ara expresarles su felicitación (si bien, a causa de las co n sab id a oposición en tre los dos cabildos, no se consiguió llegar a u n acu erd o en tre El P ilar y La Seo p a ra la celebración de u n a ce rem o n ia litúrgica com ún). La «copia» conservada en el A yuntam iento de Za ragoza desapareció a p rincipios del siglo xix, entre las m atan zas e incendios del asedio de los franceses que habían cruzado los Pirineos y afirm aban con des precio, p o r boca de su B onaparte, que «d erro tar a u n pueblo de m endigos, copleros, vag ab u n d o s y frailes fanáticos resu ltab a d em asiad o fácil». Pero en reali dad, los franceses se en co n traro n frente a u n a resis ten cia heroica, apoy ad a p recisam en te en el auxilio de la Gran Capitana del Pilar. C onocem os incluso la fecha exacta de aquel desastre, pues el A yuntam ien to (y con él su archivo) ard ió en el ataq u e «jacobi no» del 8 de febrero de 1809. E n aquella en o rm e d ev astació n quedó ta m b ién d estru id o el antiguo y m em o rab le h o sp ital en el que a M iguel Ju an Pellicer le fu era a m p u ta d a la p iern a. De la com pleta d estru cc ió n de u n o de los p rin c ip a les establecim ientos san itario s levantados en E u ro p a p o r la generosidad c ristian a se salvó ta n sólo el m osaico, que estab a so b re la p u e rta p rin cip al y que ah o ra se en cu en tra en el p atio de en tra d a del actu al h ospital provincial de Z aragoza. El texto del m o sai co dice lo siguiente: D om us infirm orum urbis et orbis, Casa de los enferm os de la ciu d ad y del m undo. 155
Nos p arece q ue se tra ta de u n a significativa síntesis de u n a c a rid a d v e rd a d e ra m e n te «católica» en su volu n tad de p re s ta r ay u d a a to d o aq u el que sufre, cu alesq u iera que sean su p ro ced en cia y su nom bre. Un p ro g ra m a al que ta m b ién hizo h o n o r la asiste n cia p re sta d a a M iguel J u a n Pellicer, p o b re en tre los pobres. De m odo que, au n q u e la «copia» conservada en el A yuntam iento tuvo aquel in fo rtu n ad o final, p o r culpa de los ejércitos revolucionarios, el original del proceso p erm an eció en los archivos de la cu ria epis copal h asta la décad a de 1930, cu an d o (sin respetar, desgraciadam ente, las saludables reglas de la p ru d en cia) fue p restad o a u n m onje benedictino, residente en el m o n asterio zaragozano de Cogullada, au n q u e de origen francés, el p ad re Aimé L am bert. Aquel re ligioso quería h acer uso del original p a ra sus inves tigaciones históricas en to rn o al m ilagro. Sobrevino, sin em bargo, en 1931, la R epública española con su anticlericalism o y que tra e ría consigo la su p resió n y la expulsión de órd en es religiosas. Lo cierto es que en 1934 aquel bened ictin o volvió a F ran cia con to d a su com unidad, fran cesa ta m b ién de origen. D urante la segunda guerra m undial, el pad re L am bert (que ya no h ab ía podido reg resar a u n a E sp añ a en la que en tonces ardía la g u erra civil) se unió, com o capellán, a los grupos de la R esistencia francesa. D espués de h ab erse salvado de los «rojos» españoles, cayó, sin em bargo, víctim a de los «negros» alem anes, pues, tras ser hecho prisionero, fue fusilado. H asta el m om ento las investigaciones p a ra recu p e ra r el valioso d o cu m en to no h an tenido éxito. Al gún especialista está convencido de que, an tes de volver a su país, el p ad re L am b ert h ab ría devuelto el m a n u scrito al archivo de Zaragoza. Dicho m a n u s crito, en medio de los av atares de la guerra, h ab ría sido depositado entre la ingente m asa de d o cu m en tos antiguos guardad o s en aq u ella in stitución. P or tan to , antes o después, p o d ría volver a aparecer. 156
No o b stan te, con objeto de evitar sospechas y equívocos, ten d re m o s que p recisa r lo siguiente: el original del proceso no es u n docum ento «fantasm a», con el que se p u ed a especular, y p u ed a cu alq u ier in crédulo d u d a r de su existencia, ah o ra que ya no está a n u estra disposición... E n sus casi tres siglos de p a cífica p erm an en cia en los archivos del Cabildo m e tropolitano, el docum en to fue consultado, estudiado y citado p o r u n sinn ú m ero de investigadores; y uno de ellos, al tiem po que escribim os esto, vive todavía. Se tra ta de u n pro feso r em érito de la U niversidad C om plutense de M adrid, el reverendo don M anuel M indán M añero. Pero todavía hay más: en 1829, el do cu m en to o ri ginal fue publicado ín teg ram en te en u n volum en (que p o d ría en co n trarse en cu alq u ier biblioteca es p añola bien su rtid a) en edición p re p a ra d a p o r u n historiador, u n religioso agustino, fray R am ón M a nera. E n 1872 y 1894 aparecieron dos ediciones com pletas y, finalm ente, apareció o tra en 1940, con m o tivo de la conm em oración de los diecinueve siglos de la «venida» de la Virgen a orillas del E bro y del te r cer cen ten ario del m ilagro de C alanda. La edición de 1829 tiene la g aran tía de las firm as y los sellos de dos notarios, que d an fe de que el texto p u b licado co n cu erd a fielm ente con el d ocum ento original cus todiado p o r el Cabildo m etro p o litan o de Zaragoza. N u estra experiencia en investigaciones sim ilares nos p erm ite creer que m uy pocas ediciones críticas de d o cu m en to s oficiales poseen sem ejantes g aran tías. De ahí que si se hallara el docum ento original, lo que evidentem ente sería deseable, te n d ría ante todo u n valor «afectivo», pero no añ ad iría n ad a nuevo a la solidez de una docu m entación veraz. A dem ás, está el hecho de que, d esap arec id o el do cu m en to original en m edio de las guerras del si glo xx y d estruido en el siglo a n te rio r el ejem p lar p ro p ied ad del m unicipio, queda la «copia» d estin a d a al Cabildo del S an tu ario del Pilar. 157
D ecíam os antes que «copia» es u n térm in o in a propiado p a ra defin ir la d o cu m en tació n que se nos h a co n serv ad o . Se tr a ta de h ech o de u n tra s u n to notarial, según la term inología ju ríd ica. Transcribo estas p alab ras de u n a ficha de los archivos: «Un tra sunto es u n a réplica exacta, u n a tran scrip ció n ín te gra del original, autentificada p o r vía notarial, garan tizad a p o r u n n o ta rio que está en relació n directa con la a u to rid a d de la que procede el do cu m en to o ri ginal y está red ac tad a en id én tica fecha.» Se trata, en consecuencia, m ás que de u n a «copia», de u n a «réplica». O (si se nos p erm ite la co m p ara ción) de u n a especie de «fotocopia» ante litteram , provista, sin em bargo, a diferencia de ésta, de u n a g a ra n tía n o ta ria l en p erfecta c o n co rd a n cia con el d ocum ento reprodu cid o . El n o tario del tra su n to objeto de n u estro estudio fue M artín de Mur, u n noble arag o n és que desem p eñ ab a la función de escrib an o p rin cip al de la dió cesis de Zaragoza. E scribió de su p ro p ia m ano, p ara m ayor g arantía, las líneas del com ienzo y del final del texto, antes de e sta m p a r su sello. El do cu m en to consta de sesenta y tres hojas de g ran tam añ o , escri tas p o r am bas caras. C ontiene todas las actas p ro ce sales, con la tran scrip ció n ín teg ra de los in terro g a torios de todos los testigos e incluye asim ism o la sentencia final. E sta ú ltim a, com o ya dijim os antes, está escrita en latín, m ien tras que las actas ap arecen red actad as en el castellano de la época. He tenido ocasión de e s ta r en tre los an tig u o s y artísticos arm arios del A rchivo m etro p o litan o de Za ragoza; he tenido en tre m is m an o s (y no tra to de n e g ar m i em oción) aquel venerable cuadernillo, en cu a d ern ad o en piel al estilo del siglo xvn, decorado en oro aunque un ta n to descolorido y con restos de cin tas de seda verde p a ra señ ala r las páginas. He re p a sado unas hojas que, en su lenguaje ju ríd ico y p ro cesal, nos han tran sm itid o el «sum ario» de u n o de los m ayores m isterios existentes. El total de hojas es 158
rl de seten ta y tres, pues, a las sesenta y tres del tra sunto de la to ta lid a d del proceso, hay que a ñ ad ir otras diez (de las cuales hay escritas nueve, m ien tras <|iie la ú ltim a ap arece en blanco) que co n stitu y en la sentencia. La senten cia viene a ser la síntesis, la esencia y el núcleo de todo el proceso, firm ad a p er sonalm ente —y no es casu alid ad — p o r el arzobispo Apaolaza, el cual (com o ya sabem os) h ab ía p resid i do todas las sesiones de la causa. E sta «copia» de la sentencia (que, p o r o tra parte, .iparece en las actas com pletas que preceden y están unidas al cuadernillo, y que p o r tanto, son u n a re petición, p a ra m ayor g aran tía) está legalizada p o r Antonio A lberto Z aporta. El cual, com o él m ism o re cuerda en la fórm ula de conclusión, fue u n o de los Ires notarios del A rzobispado que in tervinieron en el proceso y au ten tificaro n todos los docum entos. Nos hallam os, en consecuencia, ante u n grado m áxim o de fiabilidad. N ingún histo riad o r, p o r escru p u lo so que fuera, podría exigir m ás. La inm ensa m ayoría de los hechos del pasado (incluso los m ás sob resalien tes) están atestiguados con u n a certeza d o cu m en tal y unas garantías públicas m ucho m enores. Se tra ta de u n a co n statació n objetiva y no de co n so lad o ras apologéticas. E n definitiva, y a la esp era de u n posible hallaz go del original — ¡no olvidem os, sin em bargo, que fue im preso en cuatro ocasiones en ediciones legali zadas!—, no es posible ab rig a r la m ás m ín im a d u d a sobre la garantía rep resen tad a p o r las seten ta y tres hojas en cu ad ern ad as en piel y conservadas con el respeto y cuidado que m erecen en u n a vitrin a en las m ajestuosas estancias del Archivo de la cu ria m e tro p olitana de Aragón. Q uien desee investigar acudiendo a las fuentes dis pone de «docum entos de indudable y perfecta corres pondencia con el original» (E duardo Estella Zalaya), redactados el m ism o día o com o m ucho (por sim ples razones de tiem po) al día siguiente, en las m ism as 159
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dependencias, p o r los m ism os am anuenses y con la g aran tía de los m ism os no tario s del proceso. Todo ello bajo la a te n ta supervisión del arzobispo Apaolaza, que, a su vez, era consciente de estar bajo el di recto control de la Inquisición y de la C uria ro m an a (que au n q u e estab a distante, todo te rm in ab a p o r lle gar a su conocim iento). La «perfecta correspondencia» del tra su n to que se nos h a conservado, adem ás de las ediciones im presas del original, queda asim ism o co n firm ad a p o r un acontecim iento del año 1761. E n aquel año, un noble, don Tom ás B ernad, b aró n de Castiel y n a tu ral de C alanda, expresó a las au to rid ad es religiosas y civiles de Z aragoza su deseo y el de sus paisanos de te n e r u n a copia de la do cu m en tació n del proceso, con objeto de rem em o rar el m ilagro que h ab ía te nido lugar 121 años antes. La copia fue red ac tad a a expensas de aquel noble y ni que decir tiene que fue legalizada con los sellos notariales, tras ser a u to ri zada p o r el arzobispo, m o n señ o r F rancisco Ignacio Añoa del Busto. H ay que señalar que la copia se hizo a p a rtir del m anuscrito, que fuera destinado o rig in ariam en te al Cabildo del Pilar; y p o r tanto, b asándose en el m is m o docum ento que h a llegado h asta nosotros, y no a p a rtir del original, que todavía entonces se co n servaba con to d a n o rm alid ad y estaba disponible en el Archivo de la C uria m etropolitana. De todo lo an terio r se desprende que am bos d o cum entos serían considerados com o equivalentes y susceptibles de ser intercam biados uno p o r otro. E sta copia del siglo xvm y perteneciente al m unicipio de Calanda corrió m ejor suerte que la del m unicipio zara gozano. En efecto, antes de la guerra civil, el alcalde había tenido cuidado de ocultar el valioso do cu m en to en u na de las p ared es de su despacho. Así, m ien tras el archivo p arro q u ial quedó a salvo en el só tan o de u n domicilio p a rtic u la r de la furia de saqueos y destrucciones, el d o cu m en to que atestig u ab a el m i 160
lagro p erm an eció oculto aquellos dos terribles años en las m ism ísim a s e n tra ñ a s del A yuntam iento de Calanda. Con todo, ya sabem os que si bien el m u nicipio de Zaragoza no posee desde 1809 la d o cu m en tació n del proceso, en el despacho del alcalde, y g u ard ad o en una artística vitrina, se expone desde 1972 el excep cional «protocolo» del n o tario de M azaleón co rres pondiente al año 1640. E n definitiva, gracias a los trasu n to s y protocolos el m isterio de Calanda aparece docum entado con u n a seguridad tal que satisface incluso las exigencias de la crítica m ás exigente.
LA BUENA NOTICIA
Apenas tuvieron en sus m anos la copia que les re m itiera la C uria episcopal a finales de abril de 1641, los canónigos del P ilar la so m etiero n al exam en de uno de los escritores eclesiásticos m ás com petentes y destacados, fray Jeró n im o de San José, del que se nos h an conservado diversas obras teológicas. A p a r tir de las actas del proceso referente a M iguel Ju an Pellicer (al que sin du d a conoció cuando pedía lim os na en el santuario y al que volvió a en c o n tra r c u a n do volvió curado a Zaragoza), el religioso red actó una síntesis con destino a u n folleto que se publicó en castellano y que estab a d estinado a d ar a conocer el m ilagro. El encargo p a ra re d a c ta r aquella o b rita le fue confiado a fray Jerón im o a com ienzos de m ayo de 1641, es decir tan sólo algo m ás de u n a sem an a tras la conclusión de los trab ajo s. El lib rito ap areció aquel m ism o año, y su larg u ísim o títu lo exp resab a por sí m ism o su contenido: Relación del milagro obra do por Nuestra Señora bajo la devoción de la Santa 161
Imagen y Sacrosanta Capilla de Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza, en la resurrección y restitución a Miguel Pellicer; natural de Calanda, de una pierna que le fue cortada y enterrada en el Hospital General de aquella Ciudad, cuyo prodigio decretó en Juicio Con tradictorio el ilustrísimo Señor don Pedro Apaolaza, arzobispo de Zaragoza, el 27 de abril de 1641 . Ni que d ecir tiene que el folleto de fray Jerónim o de S an José ap areció con todos los im prim atur re queridos, que entonces eran m uy rigurosos, y fue de dicado al rey Felipe IV, a quien, p o r cierto, le fueron entregados ejem plares d irectam en te p o r M iguel Juan Pellicer cu an d o fue recibido (a finales de aquel m is m o 1641, com o ya sabem os) en la C orte de M adrid. Aquí hay tam bién, p o r tanto, o tra im p resio n an te ga ra n tía de la certeza con que in m ed iatam e n te fuera proclam ada la au ten ticid ad del m ilagro, pues, ¿quién se h ab ría atrevido a d esafiar a las m ás altas a u to ri dades, no sólo religiosas sino tam b ién civiles, al d ar u n crédito tan im ponente a aquel suceso sin ten er su ficientes pruebas? Se extrae idéntica conclusión de o tro folleto, ap a recido al año siguiente, y que lleva la firm a de P eter N eurath. Se tra ta b a de u n m édico n atu ra l de Treveris, en Alem ania, y que, en co n trán d o se entonces en M adrid, tuvo te m p ran as noticias del m ilagro o cu rri do en Aragón. Tras traslad arse allí expresam ente, es cribió u n a o b rita en latín, y que lleva p o r título Mi lagro de la Santa Virgen de Zaragoza que restituyó la pierna cortada a un joven el 29 de marzo del año 1640. Son pocas páginas, p ero con b astan te inform ación, pues N eurath «investigó» sobre el terren o , y al ser ad em ás m édico debió c o n su lta r no so lam en te las actas oficiales sino ta m b ié n reu n irse con todos los protagonistas del caso, desde el joven Pellicer al ci ru jan o Juan de E stanga. E sta o b ra tiene asim ism o tres imprimatur, la au to rizació n real y está dedicada a u n G rande de E spaña, el italiano m arq u és de G ra n a y Careto. 162
P odría decirse tam b ién en este caso lo que señ a lamos a n terio rm e n te a p ropósito del escrito, p u b li cado el año anterior, del carm elita fray Jeró n im o de San José. Con todo, la o b ra del alem án supone, h as ta cierto pu n to , u n a nueva g aran tía del suceso. Uno de los tres im prim atur al texto del d o cto r N eu rath fue em itido p o r u n jesuita, el p ad re Jeró n im o Briz, herm ano del re c to r del P ilar en la época del p ro ce so. Aquel je su ita quiso aco m p añ ar su nihil obstat, su perm iso de publicación, con las siguientes palabras: «Por disposición del R everendísim o S eñor don G a briel de A ldam a, he exam inado el libro del d o cto r N eurath sobre u n po rten to so m ilagro de la S an tísi m a Virgen del P ilar n u n ca visto y oído en el m u n d o y cuya verdad m e con sta p ersonalm ente, po rq u e co nocí al joven p rim eram e n te en Zaragoza, con u n a pierna de m enos, cuan d o pedía lim osna a la p u erta del tem plo del P ilar y después lo he visto en M adrid (a donde n u estro católico Rey lo m an d ó llam ar) a n dando con dos piernas.» Prosigue diciendo el p ad re B riz (que escribía, no lo olvidem os, m enos de u n año después de la sen tencia): «He visto la señal que la S an tísim a Virgen dejó en la cisura; y no sólo yo, sino que tam b ién lo han visto todos los p ad res de este Colegio Im perial de la C om pañía de Jesús. Conocí a los p ad res del jo ven, a los que los canónigos del P ilar su m in istrab an alim entos; conocí al ciru jan o que cortó la p iern a...» Se d iría que ya no se p u ed e a ñ a d ir m ás. Y, sin em bargo, todavía hay m ás cosas.
PIEDRAS QUE HABLAN
C om o g a ra n tía de la v erd ad de este h ech o ú n ico , no sólo hay docum entos, que p o r lo dem ás son im prescindibles y con garan tías objetivas. E n el caso de 163
C alanda «hablan tam b ién las piedras», en referencia a u n a expresión evangélica.12 «A todo u n pueblo no se le engaña.» É sta era la opinión de d on Vicente Allanegui L usarreta, u n sa cerdote que trab a jó en C alanda en los prim ero s años del siglo x x y que d ejara u n ab u ltad o m an u scrito (que ta n sólo se h a publicado en fecha reciente) so bre la h isto ria de aquel pueblo, do n d e naciera. Así razo n ab a aquel sacerdote que conocía bien a sus p ai sanos: «La fundació n de u n a iglesia en el terren o que o cu p ab a la casa de Pellicer es in com prensible sin la verdad del m ilagro, pues a todo u n pueblo no se le engaña.» 13 No hay que m o lestarse en a c u d ir o tra vez al Evangelio p a ra re c o rd a r (algo que es d irectam en te aplicable al propio Jesús) que «nadie es profeta en su p a tria y en su casa» (Mt. 13, 57). B asta con u n m ín i m o de experiencia h u m a n a p ara darse cu en ta de que h u b iera sido suficiente el m ás pequeño pretexto p ara o rig in ar en el pueblo, d onde sus h ab itan te s vivían próxim os u nos a otros, dudas, discusiones y hasta m aledicencias, cu an d o no envidias an te aquel so r pren d en te «privilegio». No conoce a los cam pesinos quien piensa que éstos son ingenuos y p ropensos a adm itirlo todo. Y conoce m enos todavía a los la b ra dores de la recia tie rra arag o n esa que —p o r la d u re za del clim a y las p en u ria s de u n terren o adverso— m old ea personalid ad es sinceras y a la vez toscas y te staru d as, en teram en te ajenas a cu alq u ier tip o de fantasías. E ntre los m ás valientes y esforzados co n quistadores y colonizadores de A m érica se co n tab an precisam ente hom b res de estas tierras. Aquí la reli gión es pragm ática y «corpórea», lo m ism o que las im presionantes tallas de los Cristos san g ran tes o de 12. «Os digo que si éstos callan gritarán las piedras» (Le. 19, 40). 13. Vicente Allanegui L usarreta, Apuntes históricos sobre la Historia de Calanda, In stitu to de E studios Turolenses, Teruel, 1998, p. 259.
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las V írgenes vestidas de grandes señoras que se ven en las iglesias. No es casu alid ad que u n a colum na de granito, el Pilar, sea el sím bolo de u n a fe sem ejante. Además, la desconfianza hacia cualquier tipo de «milagrism o» era alen tad a —no lo olvidem os— p o r las propias au to rid ad es eclesiásticas. Y es que todos sa bían p erfectam en te que, a la m ás m ín im a sospecha de cred u lid ad estim ad a com o supersticiosa, ten d rían que vérselas con la S u p rem a que, tam b ién en Calanda com o en todos los lugares, tenía sus familiares. Sin em bargo, y en vez de que se p ro d u jeran in credulidades y discusiones, es u n hecho cierto y d o cu m en tad o la in m ed iata decisión de tra n sfo rm a r en capilla el hum ilde do rm ito rio en el que se h ab ía p ro ducido el m ilagro, así com o la co n stru cció n , en cuanto fuera posible, de u n a iglesia en el lugar d o n de se alzaba la casa de los Pellicer. E stas iniciativas no procedieron únicam ente de las au to rid ad es sino, sobre todo, del pueblo de Calanda. Aquellas gentes, pese a ser m uy pobres, no d u d aro n en co n trib u ir de inm ediato, en la m ed id a de sus p o sibilidades, a levantar u n «signo» de p ied ra y la d ri llo p a ra agradecer al Cielo y a la Virgen la singular gracia concedida a u n o de ellos. Como alguien h a se ñalado, cada u n a de aquellas ap o rtacio n es —ta n to m ás valiosas cuanto m ás m íseras— constituye u n a especie de dem ocrático «voto» o sufragio que sirve p ara co n firm ar la indiscutible realid ad de lo acaeci do en el pueblo. Poco después, C alanda, donde n u n ca se levantó ni se levan taría n in g u n a voz escéptica, o b ten d ría el privilegio de co n m em o rar an u alm en te el 29 de m arzo con u n a festividad propia. R om a le concedería adem ás —tras h ab er exam inado la d o cu m entación del caso con la p ru d en cia h ab itu al— u n a liturgia especial, sin co n ta r las progresivas concesio nes de indulgencias y privilegios espirituales. E n aquel 1682, u n decreto del arzobispo de Z ara goza ordenó lo que ya referim os en la p rim era p arte del libro: que la capilla, cuyo enlosado era el m ism o 165
de la h ab ita c ió n en la que M iguel Ju a n d o rm ía d u ran te la noche del m ilagro, debía de ser cerrad a con u na cancela y su acceso sólo estaría perm itid o a los sacerd o tes p a ra c e le b ra r la m isa. Si alg ú n seg lar tra n sg re d ie ra la p ro h ib ició n te n d ría que p ag ar u n a fuerte m u lta que sería destin ad a al so sten im ien to de la iglesia; y adem ás au to m áticam en te q u ed aría exco m ulgada la to ta lid a d del concejo m u n icip al. E sto in d ica h a s ta qué ex trem o se c o n sid e ra b a sag rad o aquel lugar. No h a b ía n p asad o en to n ces c u a re n ta y dos años desde el acontecim iento. Q uien h u b iera tenido dieciocho años en 1640, ten ía ah o ra sesenta, u n a edad que en aquella época no era im posible de alcan zar (nuestras estadísticas sobre la co rta d u ra ción de la vida en tiem pos pasados están tergiversadas p o r las altísim as tasas de m o rtalid ad infantil). P or tanto, h ab ía aú n en C alanda testigos supervivientes del suceso y que h a b ía n conocido p erso n alm en te al joven Pellicer. Ni siquiera en esta ocasión se oyeron voces discordantes sino tan sólo u n a u n án im e ap ro bación. P or lo dem ás, viajeros de tiem pos p asad o s refieren que el dibujo de u n a p ie rn a co rta d a podía hallarse en el pueblo p o r todas partes, no solam ente en el portal de la iglesia sino incluso en los botones de los chalecos de los h om bres o en los corpiños de las m ujeres. La devoción sin fisuras de los paisanos de M iguel Ju an Pellicer co n trasta (lo que p ara noso tros supone u n a g aran tía sobre el hecho) con el si lencio y la no intervención de la Inquisición. Sería ese m ism o pueb lo de C alanda el que, u na vez m ás, se privó de lo m ás necesario p a ra su stitu ir la capilla co n stru id a a to d a p risa después del Gran Milagro por la actu al iglesia, rem atad a p o r u n a gran torre. El nuevo edificio quedó finalizado en to rn o a 1740, u n siglo después del acontecim iento, y es to davía, en palabras de u n historiador, «el testim onio en piedra de la co n fian za de la gente del pueblo en la verdad del m ilagro». De m anera que, ju n to a los docum entos del nota 166
rio de M azaleón y a los de los ju rad o s del arzobispa do de Z aragoza están, de pleno derecho, los ladrillos de u n lugar de culto constantem ente am pliado y em bellecido, em pezando a veces desde cero, tal y com o sucediera tras las destrucciones de la g u erra de S u cesión, las guerras «carlistas» o los actos vandálicos de la g u erra civil. No hay que sospechar, en consecuencia, n in g ú n afán de lucro o esp eran za de gan an cias p o r p arte de estos cam p esin o s aragoneses. Q uizás p o r su aisla m ien to geográfico, p ero ta m b ién sin d u d a p o r su falta de v o lu n tad de «prom oción», C alanda n u n ca llegaría a ser u n lu g ar destacado de peregrinaciones, pues las devociones y festividades fueron siem pre de c a rá c te r local. Aquí no se h a p ro d u cid o n in g ú n «efecto Lourdes». Jam ás se h a podido a lte ra r u n a confianza sin fisuras o u n a devoción n u n ca venida a m enos a base de tentativas de «explotar» el suceso. Una discreció n y u n a m o d estia que p arec en h a sta excesivas, y ta n sólo ah o ra, en u n a p e q u e ñ a casa anexa al tem plo y que p erte n ecie ra al sacristán , la buena voluntad del actu al p árro co está in ten tan d o recoger, en u n «pequeño m useo», algún que o tro in dicio o recuerdo que haya sobrevivido a las tem p es tades de la historia. La iglesia del P ilar de C alanda es, p o r lo tan to , o tra d em o stració n del m ilagro, sobre todo p o r su «gratuidad», pues su co n stru cció n fue realizad a ta n sólo en h o n o r de la Virgen y no con la esp eran za de algún posible lucro p a ra los h ab itan tes del pueblo. Con todo, no debem os olvidar que ante los jueces de Zaragoza p asaro n gentes de C alanda que ju ra ro n d e cir ta n sólo lo que sab ían con certeza: el p árro co y sus dos vicarios; el ju ra d o m ayor y el ju rad o segun do, el n o tario real y los dos ciru jan o s que hoy lla m aríam os «m unicipales»; adem ás de los p ad res de Miguel Juan, un m atrim o n io vecino y am igo, y el jo ven criado de la casa de los Pellicer. ¿Qué m ejo r in 167
form ación, a p a rte de ser la m ás a u to rizad a, p o d ía ofrecer la gente de aquel pueblo? Todos los hab itan tes de C alanda —sin excepción alguna— p o d rían h ab er sido convocados p ara decla ra r todo lo que h ab ían podido c o m p ro b a r con sus propios ojos: que u n a noche de p rim av era aquel jo ven p a isa n o suyo te n ía sólo u n a p ie rn a y al a m a necer del día siguiente ten ía las dos, com o cuando había ab an d o n ad o el pueblo en b u sca de fo rtu n a en dirección a los llanos que se extienden frente al M e d iterráneo que, visto desde allí, parece lejano y casi de fábula. E n tre las obras artísticas que de in m ed iato die ro n testim o n io del m ilagro se en c u e n tra el cu ad ro que los visitantes del P ilar de Z aragoza p u ed en ver colgado de u n a de las p ared es del sa n tu ario . Fue traslad ad o allí recientem ente, tras u n a restau ració n , desde la iglesia parro q u ial de N om brevilla, u n p eq u e ñísim o pueblo (de u n as pocas decenas de h a b ita n tes) de Zaragoza. De aquel pueblo pro v en ía m osén M artín Blas que, cu an d o era capellán en el s a n tu a rio, conoció sin d u d a a M iguel Ju an en los años en que fue pordiosero en la basílica y al que, sin duda, volvió a ver sano con sus dos piernas. Según se se ñala en u na inscrip ció n p in tad a sobre la tela —que en N om brevilla se utilizó com o p ean a de u n altar—, el cuadro fue realizado en 1654, es decir ta n sólo tre ce años después de la sen ten cia del proceso. La es cena representa el in stan te de la «reim plantación» de la pierna, llevada a cabo p o r dos ángeles bajo la m i ra d a (y dirección...) de la Virgen, al tiem po que en la h ab itació n están e n tra n d o los p ad res del joven. A u n lado p u ed en verse ú tiles que p arec en de fa r m acia y un personaje con u n capirote sem ejante al que entonces u tilizab an los m édicos. ¿Se trata, q u i zás, del licenciado Ju a n de E stan g a que efectuó la operación? Hay qu ien así lo cree. Sea com o fuere, todo el m undo está de acu erd o en situ a r asim ism o este cuadro de a u to r an ó n im o , pero que fue realiza 168
do en fecha m uy próxim a al suceso, en tre los «sig nos m ateriales» de la to tal e inm ed iata aceptación de la verdad del m ilagro.
DON MANUEL Todavía q u ed a algo que a ñ ad ir (y no es accesorio, al m enos desde u n a persp ectiv a de fe) sobre aquella iglesia co n stru id a sobre la casa de los Pellicer y en to rn o al m isterio que se cierne a su alrededor. Al llegar a C alanda desde Alcañiz, a cu atro kiló m etros de distancia del pueblo, aislado en m itad del cam po, rodeado de olivos y árboles frutales, se divi sa u n bloque de p ie d ra en cuya p arte su p erio r hay u n a lápida rem a tad a p o r u n a cruz. Al acercarse (allí no hay nin g ú n sendero y hay que p isar la hierba, en caso de que no haya sido q u em ad a p o r el sol), p u e den leerse ocho nom b res y esta inscripción: «M urie ro n p o r Cristo el 29 de julio de 1936.» Allí, en aquel lu g ar que los cam pesinos conocen com o las Nueve M asadas, padeció m artirio p o r la fe el últim o capellán de la iglesia del Milagro. M ientras estoy escribiendo este lib ro m e aseg u ran que m uy p ro n to será p ro clam ad o beato, ju n to con los otros siete nom bres que p reced en al suyo: cinco sacerd o tes dom inicos, u n h erm an o co o p erad o r y u n novicio de la m ism a orden. Tras aquel fusilam iento, la escasa ab u n d an c ia de sacerdotes ha im pedido que la diócesis de Z aragoza designe un sucesor. A hora está el párroco, único sacer dote que queda en el pueblo, p a ra aseg u rar la co n ti n u id ad de la vida litú rg ica en «N uestra S eñ o ra del Pilar» de Calanda. Ya no hay n in g ú n capellán en tre aquellas bóvedas y naves, en aquella capilla san tifi cada p o r el M isterio. La larga sucesión de capellanes se h a cerrado con m o sén M anuel A lbert Ginés. Y se 169
h a cerrado del m odo m ás aleccionador, significativo y glorioso, desde u n a óptica cristiana. El p u eb lo de C alanda, ya de p o r sí privilegiado, te n d rá u n b eato (y m ás adelante, com o es de espe rar, u n san to ) que nació, vivió y m u rió a la so m b ra de la to rre de su iglesia. Y es que m o sén M anuel vio la luz p recisa m en te en C alanda en 1867, y n u n c a se m ovió de su A ragón ni siquiera d u ra n te sus estudios eclesiásticos. O rd en ad o sacerd o te en Z arag o za en 1891, aquel m ism o añ o fue d estin ad o a su pueblo natal, com o capellán de la iglesia del M ilagro. Te n ía entonces v ein ticu a tro años. H ab ía cu m p lid o se sen ta y nueve, en aq u el trágico y san g rien to verano de 1936, y en c u a re n ta y cinco años no se h ab ía m o vido de C alanda. N u n ca in ten tó so b resalir o h acer carrera , a no ser en la sen d a del servicio hu m ild e y escondido a su Virgen del P ilar y a sus p aisan o s, en tre los que aquella M adre o b ra ra el m ay o r de los m ilagros, y que le lloraron (viéndose obligados a ocul ta r sus lágrim as p ara no co rrer idéntica suerte), afir m ando que era «un santo», cuando lo asesinaron. El llam ado A lzam iento n acio n al del 18 de julio de 1936 se im puso de m a n era in m ed iata en el Bajo Aragón, u na tierra de cam pesinos creyentes que so p o rtab a n de m ala gana las m edidas legislativas y las violencias co n tra los católicos —a las o tras co n fe siones religiosas ni siq u iera se las m olestó— que tr a jo la in stauración de la R epública. El golpe de algu nos generales (en tre los cuales e stab a F ran cisco Franco, que al p rincip io no o cu p aría u n lu g ar d esta cado) fue acogido p o r m u ch o s en aquella zona sin nin g ú n tipo de hostilidad. H ay que señ alar sin em bargo que, a diferencia de lo que escriben o afirm an algunos, la Iglesia esp añ o la no tuvo n in g u n a p a rtic i pación en aquella reb elió n m ilitar, pues a p esar de que durante años h ab ía sufrido persecución p o r p a r te de la R epública, los obispos no sólo no h ab ían «conspirado» c o n tra el gobierno sino que el p ro n u n ciam iento les pilló p o r so rp resa. La elección in m e 170
diata de b an d o fue im p u esta a los católicos p o r las m atanzas que se desencadenaron co n tra ellos. R esul ta significativo que, en el País Vasco, el clero se de c a n ta ra m a y o rita ria m e n te p o r el b an d o «rep u b li cano», p re c isa m e n te p o rq u e no fue objeto de ta n sangrienta agresión. P or lo dem ás, en aquel fatídico día 20 de julio de 1936, llegaron soldados y falangistas que dieron el m an d o a las derech as y algún que o tro ex trem ista fue encarcelado. Sin em bargo, y p rocedentes de Ca talu ñ a, llegaron aquellas «colum nas infernales», a las que nos referim os an terio rm en te, y que se en ca m in ab an a Zaragoza, a cuyas p u ertas serían d eten i dos tras encarnizado s com bates. E n C alanda, h asta el m o m en to no se h ab ía p ro ducido ningún asesinato, pues se h ab ía alcanzado u n com prom iso entre las diversas fuerzas políticas. Los de «derechas» h ab rían puesto en libertad a los de «iz quierdas», todos h ab rían depuesto las arm as y la vida de cada uno h ab ría sido respetada. No obstante, los m ilicianos anarquistas y trotskistas en tra ro n el 27 de julio en el pueblo. P ara ellos no co n tab a nin g ú n tipo de pacto, tan sólo existía la obsesión p o r la u to p ía de co n stru ir a base de asesin ar a las personas y d estru ir las cosas. A los fanáticos de la ideología se h ab ían unido, com o suele suceder, los aventureros, vulgares pistoleros que no faltab an tam poco en el cam po con trario, el nacional. Como tam b ién suele pasar, la gue rra civil dem ostró ser la p eo r de todas las guerras, tan to en un bando com o en otro. In m ed iatam en te después de la llegada de los anarquistas, cu aren ta y dos personas, entre h om bres y m ujeres, fueron con ducidas al cem enterio y fusiladas. El único m otivo fue el de ser católicos p racticantes, el no ser «com u n istas libertarios» y, en algunos casos, ser p ro p ie tario s de cam pos, casas o ejercer u n a profesión o labores de artesanía. M ientras tanto, se dictó u n bando, el p rim ero de u n a larga serie de u n a época de terror. D icho b an d o 171
establecía la p e n a de m u erte in m e d ia ta p a ra cu al quiera que ocultase a religiosos. H ay que señ alar que los siete dom inicos a los que antes nos hem os refe rido se h a b ía n visto obligados a a b a n d o n a r su co n vento de V alencia, asaltad o e in cen d iad o en m edio de la p ro lo n g ad a sucesión de actos violentos co n tra la religión que p reced iero n al b añ o de sangre de los años 1936 a 1939. A hora los asesin o s les d ie ro n al cance en aquel a p a rta d o y tran q u ilo pueb lo de Calanda, donde te n ía n la esp eran za de p o d er reza r en paz. H asta la llegada de sus enem igos h ab ía n e sta do escondidos p o r fam ilias am igas, p ero se e n tre g a ro n voluntariam ente p a ra no p o n er en peligro la vida de quienes les h ab ían acogido. Su convento su friría el m ism o destino que los dem ás: fue d estru id o y p o s terio rm en te incendiado. Don M anuel, el capellán de la iglesia del M ilagro, no h ab ía querido escapar, h ab ía reh u sad o ab a n d o n a r su pueblo y su tem plo (que fue d estru id o h asta donde se pudo destruir, al igual que la iglesia p a rro quial y todas las capillas existentes en el pueblo). Dejó la casa de su sobrino, el m édico de C alanda, que le había acogido, y se entregó tam b ién él a los «liberadores». Lo p rim ero que éstos h iciero n , en tre b u rlas y golpes, fue obligarle a despojarse de la so tan a de la que no h ab ía querid o d esp ren d erse y a vestirse de «proletario». Pidió en to n ces c o m p a rtir la su erte de los siete dom inicos detenidos, y al m enos en esto se le dio satisfacción. H acinados en u n a prisión, ab o feteados y m olidos a golpes d u ran te u n a farsa p ro cesal, los ocho hom b res fu ero n condenados a m u e r te ta n sólo por ser «agentes de la superstición» y «repartidores de opio al pueblo». E n la noche del 29 de ju lio se les hizo salir en u n cam ión. Se tra ta b a del tristem en te a co stu m b rad o «paseo», como lo llam ab an aquellos «rojos» en tono b u rló n . R ezaron h a sta el ú ltim o m om ento, a p esar de los golpes que recib iero n p a ra quitarles los ro sa 172
rios. M ientras se en cam in ab an a la m uerte, en tre b o fetadas, los verdugos les p reg u n ta b an rién d o se p o r qué «su Cristo» no venía a liberarlos. Llevados en m edio del cam po de las Nueve M asadas, fueron ali neados a la luz de los faros del cam ión. Alguno de los verdugos, m ás ta rd e «arrepentido», dio testim o nio de que todos invocaron el p erd ó n divino p a ra sus asesinos y cayeron bajo las detonaciones al grito de «¡Viva C risto Rey!». D on M anuel esta b a aú n vivo cuando le d isp araro n en la cabeza u n tiro de gracia, y u n m o m en to an tes rep itió aquel grito con el que d aba testim onio de su fe cristiana. Sucedió u n 29 de julio. E ra u n 29 com o el de m arzo de aquel m em o rab le 1640. E ra ta m b ién la m ism a h o ra en que h ab ía ten id o lu g ar el M ilagro: entre las diez y las once de la noche. ¿Es u n signo, u n indicio, entre ta n to s otros? Lo cierto es que la iglesia del P ilar de C alanda p erd ía al últim o de sus capellanes, p ero la Iglesia universal g anaba u n nuevo m á rtir p o r la fe y el p u e blo de C alanda su p rim e r beato, ju n to a otros siete futuros beatos que —con su san g re— fecu n d a ro n aquella tierra. R ealm ente no po d ía ten er m ejo r final, visto desde la óptica del Evangelio, la tray ecto ria de la larga sucesión de los sacerdotes que, d u ra n te tres siglos, h abían dirigido aquel lu g ar sagrado. G racias a este sello de m artirio y santidad, el creyente p u e de asim ism o apreciar que no estam os an te u n a «ca sualidad» m ás sino an te u n signo evidente de verdad y de m isericordia.
UN REY ARRODILLADO Pero volvamos al año 1641. El sello v erd ad eram en te real —en el sentido literal— fue la au d ien cia que le fue concedida a M iguel Ju a n en el palacio de M a 173
drid. S ab em o s que Felipe IV fue in m ed iatam e n te inform ado de lo que h ab ía sucedido p o r su to d o p o deroso valido, el conde-duque de Olivares, al que le había sido enviado la p rim era relació n del hecho re d actad a p o r el Ju sticia de C alanda. El rey fue m ás tard e p uesto al co rrien te del resu ltad o afirm ativo del proceso. Llegado este m om ento, y q u erien d o co m p ro b a r el h echo personalm ente, m an d ó in v itar a M i guel Ju an a la Corte. Don Tom ás D om ingo Pérez h a en co n trad o recien tem ente u n d o cu m en to excepcional: el que certifica el pago p o r p a rte del Cabildo del P ilar de u n a vesti m en ta p a ra el joven Pellicer. P ara p resen ta rse ante el rey evidentem ente era n ecesaria u n a in d u m e n ta ria que M iguel J u a n estab a m uy lejos de p o seer y que todavía m enos sabía cóm o ponerse. Sin duda que deb iero n enseñarle a hacerlo, tras h a b e r co m p rad o la v estim en ta ad ecu ad a. A unque, com o ten d rem o s ocasión de ver, el joven volverá a to m a r m uy p ro n to sus andrajos de cam pesino, m ejo r dicho de m e n digo. E n la recepción real p articip ó asim ism o el cu er po diplom ático y así, p o r ejem plo, disponem os de la relación del em b ajad o r de Inglaterra, lo rd H opton, a su rey, Carlos I. S abem os p o r au to res ingleses, ta n to contem poráneos com o del siglo xviii, que aquel so beran o , asim ism o cab eza de la Iglesia anglicana, arro g an te adversaria de las que ta ch ab a de «supers ticiones papistas» (sobre todo si provenían de la en e m iga E spaña, co n tra la que se m o n ta ría to d a u n a cam p añ a de dem onización: las m e n tiras de esa le yenda negra que h a n llegado h asta nosotros), quedó convencido de la verdad del m ilagro, h asta el p u n to de defenderlo ante teólogos de su Corte, que q u ed a ro n escandalizados. No es ésta ni m ucho m enos la ú ltim a de las pru eb as de la solidez de la d o cu m en tación, que llegó a convencer ni m ás ni m enos que a u n rey-papa com o el m o n a rc a de la singular Iglesia 174
anglicana, en la que se da al C ésar incluso aquello que es de Dios. A p a rtir de la relació n del em b ajad o r inglés y de otros testim o n io s, u n in v estig ad o r y escrito r esp a ñol, don G regorio Mover, reco n stru y ó aquella m e m o rab le jo rn a d a en el an tig u o A lcázar m ad rileñ o que hacía las veces de palacio real. Es n u estra o bli gación p re c isa r que este relato (publicado en la re vista El Pilar en 1895), a diferencia de cu an to hem os relatad o h a sta ahora, to m a sin d u d a com o p u n to de p a rtid a in fo rm acio n es p recisas c o rro b o rad as p o r d o cu m en to s histó rico s, pero da ta m b ié n cab id a al talen to literario del autor: «Presentados en la sala de audiencias an te el Rey, aco m p añ ad o de sus cortesanos, em pezó Felipe IV haciendo a M iguel Ju an p reg u n tas que éste contes taba, con la n a tu ra l tu rb ació n y em barazo. C uando acabó, se oyó u n m u rm u llo general de fe, de en tu siasm o y de te rn u ra rep rim id o sólo p o r la presencia del m o n arca que, visiblem ente em ocionado, p reg u n tó al A rcediano y al P ro to n o tario de Aragón si se h a bía puesto algún rep aro al m ilagro p o r el pueblo, o los letrados y hom bres doctos. »Tanto los p adres de este dichoso m ozo —res pondió el P ro to n o tario D. Jeró n im o V illlanueva— com o sus deudos, y m illares de personas de Calanda, y de todos los pueblos vecinos, están constantes en afirm ar que él es el m ism o que h an visto, p o r dos años y medio, sin p iern a y ah o ra le ven con ella. Y en esto convienen u n ánim em en te los cirujanos del h o s pital de Z aragoza... y Z aragoza entera, que le h a vis to pedir lim osna en las p u ertas del Pilar. »En ese m om ento, el Rey se dirigió a do n M iguel A ntonio Francés, arced ian o m ayor del C abildo de la Seo: “¿Y las au to rid ad es eclesiásticas?” “Señor, co n testó el arcediano, in teresán d o se la ciu d ad de Z ara goza com o era justo, en este suceso, d eterm in ó que se h iciera in stan cia ju ríd ic a m e n te p a ra la av erig u a ción del m ilagro... In co ó se el proceso, h iciéro n se 175
averiguaciones, exam inóse con ju ram en to a u n a gran m u ch ed u m b re de testigos, y el resu ltad o de todo ha sido, com o h a b rá llegado a oídos de V uestra M ajes tad, que el arzo b isp o de Zaragoza, don Pedro Apaolaza, h a calificado el suceso de in d u b itab le m ilagro, dando sen ten cia solem ne y m an d an d o publicarla por todas p a rte s /' »—Ea, p u es —replicó el Rey, lev an tán d o se del asiento con los ojos hum edecidos de lágrim as— , ya no nos to c a d isc u rrir o razo n ar, sino creer y ale grarn o s com o buenos hijos de la Iglesia. »Y llegándose a Pellicer, que le co n tem p lab a ató nito, abájose an te él, h in can d o u n a rodilla en tierra y haciéndole d escu b rir su p iern a derecha, la veneró besán d o la con te rn u ra en la p arte donde h ab ía sido cortada.» E sta escena, en la que el so b eran o m ás prestig io so del m u n d o (a p e sa r de que h a b ía em p ezad o la decad en cia española, todavía en su im perio «no se p o n ía n u n ca el sol»), ap arece con la rodilla en tierra ante un o de sus súbditos analfabetos, h a sido el tem a central de m uchas ediciones, grabados y pin tu ras. La ú n ic a razó n es, p o r su p u esto , que ta n sólo el co n v encim iento de que e sta b a fren te a u n in q u ietan te e excepcional signo divino p o d ía llevar a todo u n rey de E sp añ a a efectuar sem ejan te gesto. El hom enaje de Felipe IV, en aquella m a ñ an a de o ctu b re de 1641 en el alcázar m adrileño, parece ser el sello definitivo al que an tes nos referíam os. R e p resen ta la rendició n de los hom bres an te el M iste rio, tra s llevar a cabo to d a clase de investigaciones y análisis. A este respecto existe u n hecho que no h ab rá que m inusvalorar. Com o ya sabem os, p recisam en te e n tonces la m o n arq u ía e sp añ o la estab a afectad a p o r rebeliones internas (P ortugal y C ataluña), y co m b a tía c o n tra Francia en el ú ltim o período de la g u erra de los Treinta Años, que re su lta ría d esastro sa p a ra 176
los ejércitos españoles. Antes éstos serían afectados por la so m b ra de R ocroi (1643), donde q u ed aría des truido el m ito de la invencibilidad de los tercios es pañoles. P or tanto, u n m ilagro de ta n ta reso n an cia com o el sucedido en A ragón p o d ría h a b e r sido u ti lizado com o u n a fo rm id ab le a rm a de p ro p a g a n d a política. H asta h u b ie ra p arecid o u n a te n tació n irre sistible, u n «golpe» a la vez im previsto y grandioso. E nem igo m ortal de E sp añ a en la lu ch a p o r la hege m onía en E uropa, era u n rein o ta m b ién católico y dirigido ni m ás ni m en o s que p o r dos cardenales: p rim ero R ichelieu, y luego M azarino. F ren te a los franceses —pero ta m b ién frente a las po ten cias p ro testantes, sus aliadas— el suceso de C alanda po d ía h ab er sido presen tad o com o u n d eslu m b ran te signo de «predilección divina» p o r E spaña. Sobre todo si h ab ía tenido lugar p o r in tercesió n de esa Virgen del P ilar directam ente vin cu lad a con el culto del p a tro no (y héroe nacional), S antiago. Una Virgen, p o r lo dem ás, venerada en u n sa n tu a rio que ya en to n ces era el sím bolo del sen tim ien to n acio n al no sólo de A ragón sino de todas las E spañas. A hora bien, no existe el m e n o r indicio de in stru m entalización p ro p ag an d ística del Gran Milagro. La piad o sa em oción del rey y su Corte, y la p le n a acep tació n del hecho p o r to d a s las au to rid a d e s del E s ta do no se trad u jero n en m o d o alguno en u n a in stru m entalización que p o d ría h a b e r resu ltad o b a sta n te útil en el ám bito de esa «guerra p ro p ag an d ística» de la que h acían en cam b io a b u n d a n te acopio, y con frecuencia cínico, p recisa m en te los enem igos de E s paña. E ntre éstos d estac ab an , en p rim e r lugar, los ingleses, com o h em o s re c o rd a d o a n te rio rm e n te . A este respecto m e viene a la cabeza la u tiliz ació n h ech a p o r los ingleses de los «arg u m en to s s o b re n a turales», com o el de los «ángeles» que s u p u e s ta m en te se h ab ría n a p a re c id o , p a ra in fu n d irle s á n i m o, sobre el cielo de M ons, en Bélgica, en agosto de 1914, en su p rim e r e n fren tam ien to con los ale 177
m an es de la G ran G uerra. Aquél fue en to n ces un «signo de p red ile c c ió n divina» que los desp ach o s de la p ro p a g a n d a aliad a ex plotaron d u ra n te to d a la guerra, a m o d o de «prueba» de que Dios estab a de su parte. P o sterio rm en te, acab ad a la g u erra, el p e rio d ista A. M achen, que h ab ía sido el p rim ero en es c rib ir ace rca de aqu ellas «visiones», co n fesará que se lo h a b ía in v en tad o to d o ... N ad a de esto sucedió con aquel co n siste n te m ilagro de la V irgen de Z ara goza, p ues ni fue in stru m en taliza d o , ni m u ch o m e nos, in v e n tad o ... A dem ás de la exclusión en el proceso del Cabildo del P ilar com o p a rte «interesada», la discreción y el respeto de la m o n a rq u ía y el E stado español co n tri buyeron a co n firm ar la rectitu d de u n caso en el que nadie resu lta sospechoso de ten er u n interés p erso nal. Se tra ta de u n caso en el que la im previsible y m isteriosa lib ertad divina aparece com o la ú n ica protagonista.
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TERCERA PARTE
LA ENSEÑANZA
TAN SÓLO UN SAMARITANO El «caso Calanda» —p a ra nosotros, que som os sus a u té n tic o s ben eficiario s, m u ch o m ás que M iguel Ju an — quedó, en el fondo, cerrado, con el rey de E s paña puesto de rodillas y con aquel beso en la p iern a que llegó a ser legendario. El caso está cerrado, en su valor de signo d esti nado, desde u na óptica cristiana, a refo rzar la fe, d ar ánim o a los vacilantes, h acer reflexionar a los in cré dulos o in fu n d ir esp eran za a los desesperados. Y tam bién (repitám oslo...) p ara d a r respuesta, ta n si quiera u n a vez, al deseo explícito u oculto de ta n tas personas, creyentes incluidos: «¡M ostradnos, com o exvoto, no los bastones de siem pre ni las co n sabidas m uletas! E nseñadnos u n a p iern a de m ad era...» Con todo, nuestra curiosidad sigue despierta. ¿Qué sucedió con aquel h o m b re que fue el beneficiario de la m ás sonada de las intervenciones divinas? ¿Qué pasó con aquél que h ab ía llegado a ser u n a especie de «reliquia viviente» y cuyo n o m b re será can tad o desde entonces, a lo largo de los siglos, en to d as las plazas de España? Es evidente que m u ch o s p e n sa rá n que M iguel Juan, con su p iern a «recobrada», se a d e n tra ría p o r los lum inosos senderos de la santidad. C reerán que su m ilagroso volver a cam in ar sobre dos pies le co n duciría a cualquier m onasterio, donde p asaría el re s 181
to de sus días en co n tin u a alab an za de Cristo y de su M adre, ta n com pasiva y poderosa en la intercesión. O quizás se convirtiera en m arido y p ad re ejem plar, con u n a n u m e ro sa prole p ara e d u ca r en la m ás fer vorosa de las devociones a la Virgen del Pilar, al tiem po que todos sus paisanos lo co n tem p larían com o si se tra ta ra de u n a im agen viviente. A quella cicatriz rojiza y redondead a, de cuatro dedos de longitud p o r debajo de la rodilla, aquel «pequeño dolor» que siem pre n otaría, ¿no estab an ahí quizás p a ra im p ed ir que olvidara lo que h ab ía o currido y an im arle a extraer las o p o rtu n as consecuencias? No sucedió así. Y au n q u e haya qu ien se desilu sione, nadie debería escandalizarse. In te n ta re m o s en ten d erlo . Lo cierto es que en m uchos de no so tro s, el « p arad ig m a de L ourdes», p ro b ab lem en te m ás que n in g u n a o tra interv en ció n m a ria n a en la h isto ria recien te (con to d a la secuela co n tin u a de m ilagros que la h a aco m p añ ad o ) sigue condicionando n u estra im aginación. Allí se en cu en tra la p ro tag o n ista h u m an a, la testigo escogida, Bernadette, que se hizo religiosa y que vivió, la p rim e ra, el m ensaje de fe, esperanza, carid ad y pen iten cia que «la Señora» vino a reco rd ar a todos. F in alm en te, B ernadette fue elevada p o r la Iglesia a la gloria de los altares. Y no p recisam en te p o r h a b e r «visto a la Virgen», un hecho que p o r sí m ism o no es n in g u n a garantía de santidad, com o ten d rem o s ocasión de ver. Lo ha sido po rq u e h a dado testim onio, h asta lo m ás íntim o, del m ensaje del Evangelio, con el m is terio del sufrim iento: «No te p ro m eto h acerte feliz en esta vida, sino en la otra», le h ab ía p ro n o sticad o la A parecida «que ten ía los ojos azules». ¿Lourdes es el caso ideal? Sin duda, pero no es el único posible, com o b ien d em u estra la experiencia cristiana. Doce años antes de aquellos fam osos aco n tecim ientos que tu v ieran lu g ar en los P irineos y de su ejem plar vidente —ella m ism a era u n a n ítid a sín tesis del Evangelio— , en septiem bre de 1846, en los 182
Alpes, y ta m b ién en Francia, tuvo lugar la ap arició n de La Salette. E sta ap a ric ió n sería ta m b ién reco n o cid a de m odo oficial p o r las au to rid ad es eclesiásticas. Pero los videntes —M élanie y M axim in— , los dos pastorcilios que vieron y oyeron a la Virgen llorando sobre aquellos pastos de las m ontañas, se quedarían apesa dum brados. La suya sería u n a existencia errante, de «marginales», tanto en la Iglesia com o en la sociedad. E n o tra aparició n , en el siglo xx (u n a de las ú l tim as que tuviera el respaldo del obispo, según p res cribe el d erecho de la Iglesia), la vida fam iliar de la vidente fue a rru in a d a p o r p ro b lem as tales que la llevaron a la separación de su m arido, tam b ién —se gún p arece— sin culpa suya. Pero sí existe «culpa», al m enos desde u n p u n to de vista h u m an o (si Jesucristo nos o rd en a «no ju z gar», es porque sólo El «conoce el in terio r de cada uno»), en la existencia de otros beneficiados p o r he chos «carism áticos», de creyentes que h an sido p ro tagonistas. La incoherencia, la ingratitud, la d eb i lidad o el pecado aco m p añ an co n stan tem en te a la condición hu m an a, pero la h u m ild ad del Dios cris tiano radica precisam ente en la poquedad de los in s tru m en to s de que quiere servirse, pese a p o d er h a cerlo todo «solo». P arad ó jicam en te —p ero en el Evangelio todo es p arad o ja—, la pro p ia elección de hom bres y m ujeres «inadecuados» puede servir p ara resaltar m ás aú n no sólo Su existencia sino tam b ién Su esencia. «Y sucedió que de cam ino a Jeru salén p asab a por los confines entre S am aría y Galilea, y, al e n tra r en u n pueblo, salieron a su en cuentro diez leprosos, que se p araro n a distancia y, levantando la voz, dijeron: “¡Jesús, M aestro, ten com pasión de nosotros!" Al ver los, les dijo: “Id y p resen tao s a los sacerdotes." Y su cedió que, m ientras iban, q u ed aro n lim pios. Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz, y postrán d o se ro stro en tierra a los pies 183
de Jesús, le d a b a gracias; y éste era u n sam aritano. Tomó la p a la b ra Jesús y dijo: “¿No q u ed aro n lim pios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están ? ¿No ha habido qu ien volviera a d ar gloria a Dios sino este ex tran jero /' Y le dijo: “Levántate y vete; tu fe te ha salvado/'» H asta aq u í el Evangelio de San Lucas (17, 11-19). Se diría que el evangelista, al relatarn o s el episodio, se está an ticip an d o a lo que sucederá tam b ién entre los «curados» cu an d o Jesús deje de a n d a r p o r los cam inos de Palestina. El caso de los nueve curados que «no volvieron p ara d ar gloria a Dios», ¿es acaso tam bién el de n u estro Miguel Juan?
UN «SIGNO» PARA NOSOTROS
R esponderem os de in m ediato que hay que rech a zar con to d a energía, pues así viene im puesto p o r la his toria, determ inadas «leyendas negras» que circularon d u ran te algún tiem po en E sp añ a según las cuales nuestro protagonista h ab ría term in ad o su existencia ni m ás ni m enos que sobre u n patíbulo en P am plo na, capital de la cercana N avarra. Las investigacio nes h an descartado estos ru m o res a la vez h o rre n dos e im aginarios. Unos ru m o res difundidos, en tre los siglos xviii y xix, p o r algún vehem ente p red icad o r que, desde su púlpito, ponía en guardia co n tra «la in gratitu d hacia los favores recibidos del Cielo», y que originaron directam ente u n a investigación en P am plona de una com isión enviada p o r el A yuntam iento de Calanda. La conclusión fue que aquel dicho ca lum nioso carecía de todo fundam ento; y de este m odo quedó confirm ado adem ás que en el pueblo n atal de M iguel Juan la creencia en la au ten ticid ad del M ila gro seguía siendo sólida h a s ta el extrem o de no ser creíble que su protagonista corriera sem ejante suerte. 184
Son u n a vez m ás los archivos los que, p o r m edio de los docum entos h asta ah o ra encontrados, nos dan noticias de M iguel Ju an Pellicer, h asta seis años des pués de la sentencia de Zaragoza, es decir hasta 1647. Se tra ta de noticias fidedignas pero a la vez incom ple tas y escasas, que d an testim onio de u n a existencia e rran te y p ro b lem ática, con riesgo d irecto p ara su vida espiritual; y p a ra finalm ente desaparecer en el anonim ato. Se cum ple así u n a vez más, en definitiva —pero quizás en este caso de u n m odo m ás crudo que en otros, dado tam bién el carácter único del m ilagro—, lo que René Laurentin, el gran especialista de los «carism as», ha llam ado l’effacement du témoin, la desapa rición, el paso a la p en u m b ra del testigo privilegiado de un acontecim iento sobrenatural. Pasado el tiem po del estruendo, las luces, las investigaciones y los tedéum , la atención de los creyentes se centra y polari za —de un m odo progresivo, pero inexorable— sobre el suceso, dejando en la p enum bra al favorecido p o r el milagro. Éste no ten d rá que responder necesariam en te del m odo adecuado a esa extraordinaria gracia. ¿No sucedió así (lo hem os recordado antes) con ta n tos a los que curara el propio Cristo? E n la valoración de que lo que le sucediera a M i guel Ju an Pellicer tras la solem ne proclam ación del M ilagro, y después de que el soberano de las Españas se arrodillara expresam ente p ara besarle la p ie r na, hay que tom ar en consideración el p u nto de vista católico m ás auténtico. Desde esta óptica, el signo de u n a curación corpo ral im prevista, inexplicable y atrib u id a directam en te a la om nipotencia divina, tiene u n significado m u cho m ás social que personal. Se realiza m ás a b en e ficio de la comunidad eclesial (y h u m a n a, en gen e ral) que del individuo. E stá antes «al servicio» de los dem ás que al de la p erso n a que h a sido curada. E n aquella noche de m arzo, en Calanda, los á n geles (dirigidos por la Virgen del Pilar, que en las refe 185
rencias de la iconog rafía trad icio n al ap arece al fren te de u n a especie de equipo q u irú rg ico ) no «reim plan taro n » la p ie rn a en terrad a a u n c e n te n a r de ki lóm etros de allí exclusivam ente p a ra aquel pobre m uchacho, sino ta m b ién p ara no so tro s. P ara que conozcam os u n m ilagro sem ejante, co n las conse cuencias esperanzadoras que p u ed an derivarse p ara nuestra fe o las inquietantes derivadas p ara nu estra incredulidad. El suceso de C alanda (al igual que cualquier otro «milagro», aunque sea m enos sonado) ha tenido lugar p ara mí, que trato de relatarlo del m odo m ás com pleto, puntual, justo y, p o r tanto, convincente; y p ara ti, lector, para que llegues a conocerlo y, tras reflexio n a r sobre él, extraigas las lógicas consecuencias. C uando hablo de ti y de m í m e refiero tam b ién a todos aquellos dispuestos a rela tar hechos de estas características y a sus lectores. P recisam ente p o r tra ta rse de u n signo, el m ila gro va m ucho m ás allá del interés p erso n al de quien es curado, pues afecta a la en tera co m u n id ad de los creyentes, incluso a to d a la h u m an id ad . El p ro tag o nista, m ás que e sta r investido de u n privilegio, se verá a m enudo ab ru m ad o p o r u n a carga, pues le será im puesto un sacrificio en beneficio de todos no so tros. Dios tam bién le h a rá justicia, y así p o d rá ver, a m odo de recom pensa, el cum plim iento de la p ro m e sa expresam ente m anifestada en Lourdes: «No en esta vida sino en la otra...» La curación de u n a enferm edad física es tan sólo u n signo de algo m ucho m ás im portante: el p o d er del Dios cristiano p ara c u rar las enferm edades del alm a. La salud recuperada tem poralm ente es ta n sólo u n a referencia a la prom etid a salvación eterna.
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«GRATIA GRATIS DATA»
E n la p rim era p arte de este libro hacíam os m ención al índice cronológico de las sesen ta y seis cu rac io nes de L ourdes declaradas p o r las au to rid ad es ecle siásticas com petentes com o «inexplicables desde u n p u n to de vista hum ano», y en consecuencia, «sobre naturales», p artien d o de rig u ro sas investigaciones m édicas. A este respecto direm os que el lu g ar n ú m ero cin cu en ta de este rep erto rio de curaciones, ú n ico en el m undo, lo o cu p a el italian o Evasio G anora, c iu d a dano de la localidad p ia m o n tesa de Casale M onferrato . Padre de cinco hijos pequeños, a los tre in ta y seis años de edad, en 1949, fue afectado p o r u n a en ferm edad incurable, que en to n ces era n e c e sa ria m ente m ortal, la lin fo g ran u lo m ato sis m aligna, m ás conocida com o «enferm edad de H odgkin». El 1 de ju n io de 1950 aquel d esg raciad o , en estad o sem iinsconsciente, fue tra n sp o rta d o en u n a cam illa e in tro d u cid o en la piscin a de L ourdes, d onde pidió que le llevaran, a p esar de que los m édicos le h ab ían diagnosticado u n a m u erte ta n inevitable com o in m i nente. «Fui sacudido p o r u n a especie de d escarg a eléc trica, algo así com o u n a co rrie n te de fuego que se desplazara po r todo m i cuerpo», d eclarará m ás ad e lan te Evasio G anora. U na cu rac ió n fu lm in an te, com pleta y definitiva, h a sta el p u n to de que, al día siguiente, aquel m o rib u n d o de pocas h o ras an tes se unió a los cam illeros voluntarios, p a ra b ajar a la p is cin a a aquellos p o b res despojos h u m a n o s, de los que él m ism o h ab ía fo rm ad o p arte. Cinco años de investigaciones, com isiones m éd i cas y desfile de testigos. Tal y com o p rescrib en las norm as, se dejó p asar el tiem po p ara c o m p ro b a r que 187
no se p ro d u c ía n nuevas recaídas en la enferm edad, que no se tra ta b a de u n a m ejoría tem p o ral y sí de u n a cu rac ió n definitiva. Por ú ltim o, en m ayo de 1955, el obispo de C ása le M o n ferrato prom ulgó el d o cu m en to oficial que concluye del siguiente m odo: «S entenciam os y de claram os que la curación de Evasio G an o ra es m ila grosa y que debe ser atrib u id a a la especial in terce sión de la S an tísim a Virgen In m acu lad a, M adre de Dios, ap arecid a en la g ru ta de Lourdes.» Pasados sólo dos años desde aquel veredicto so lem ne de la Iglesia, G anora esta b a tra b a ja n d o sus tierras, com o cada día, pletórico de salud. P or una sacudida im prevista, se cayó del tra c to r que co n d u cía, y las pesadas ru ed as del vehículo le aplastaron el tórax, produciéndole la m u erte in stan tán ea. Tenía ta n sólo c u a re n ta y cu a tro años, sus n u m erosos hijos lo n ecesitab an m ás que nu n ca, pero aquella curación «inexplicable» p a ra la ciencia y «so b ren atu ral» p a ra la fe no le h ab ía dejado m ás que siete años de u n a vida d estin ad a a acab arse de un m odo ta n trágico. Así pues, tan sólo hub o u n breve «intervalo», un pequeño «aplazam iento» que adem ás h a ría m ás angustioso el d o lo r de u n a fam ilia co n vencida de que todo iría m ejor, tras sem ejante signo de la benevolencia divina. Lo cierto es que en este caso, com o en ta n to s otros, el creyente tiene m a teria p a ra m e d itar sobre esa p alab ra de Dios referid a p o r el p ro feta Isaías: «V uestros cam inos no son m is cam inos» (Is. 55,8); o con la exclam ación del apóstol san Pablo: «¡Cuán in so n d ab les son sus designios e in escru tab les sus cam inos! En efecto, ¿quién conoció el p en sam ien to del Señor?» (Rom. 11, 33-34). E n este caso hay tam bién sin em bargo u n a d ram á tica (aunque, en el fondo, sea «normal») confirm ación de la estrategia divina a la que antes nos referíam os: el signo es para nuestro provecho m ás que p a ra el de los G an o ra que, paso a p aso , h a n sido escogidos 188
de u n m odo m isterioso. Y si lo p en sam o s d eten id a m ente, es ta m b ién u n a resp u esta a q uienes hacen esta pregunta: «¿Por qué en los m uchos L ourdes que hay en el m u n d o , ta n soler alg u n o s so n c u ra d o s y los otros no? ¿No es esto u n a “in ju sticia” de Dios?» A esta p reg u n ta se p o d ría p arad ó jicam en te darle la vuelta: «¿No es quizás u n a “inju sticia” p a ra q uien h a sido elegido com o p o rta d o r del signo?» Pero p a ra el creyente, la resp u esta reside en el envío a la m iste riosa «recom pensa» de después de la m u erte y que (de u n m odo que no sabem os) restablece esa eq u i dad sin la que Dios no sería Dios. E n definitiva, y p o r h a c e r u n resum en: u n a gra da gratis data (así son los carism as de las profecías, de h a c e r m ilagros o el b en eficiarse de ellos) y no exige que a quien le sea o to rg ad a la «m erezca», que sea «santo» o que n ece sa riam e n te ten g a que serlo. Incluso p o d ría ser u n no creyente o u n no cristian o . Así, p o r ejem plo, el 20 de en ero de 1842, en la igle sia ro m a n a de S an t'A n d rea delle F ra tte ,1 u n a im p rev ista ap arició n de M aría (bajo los rasg o s de la «M edalla m ilagrosa», revelada en 1830 a sa n ta C ata lina Labouré) al joven b an q u ero judío Alfonso de Ratisbona, racionalista y anticlerical, le llevó a dejarlo todo, incluyendo a su p ro m etid a, y a a b ra z a r la vida religiosa, dedicando to d a su existencia a la co n v er sión de Israel al Evangelio. Podríam os reco rd ar otros m uchos casos de la m ism a especie. Si consideram os asim ism o el significado social m ás que personal de este tipo de «gracias», h ab rem o s de concluir que éstas n o co n d u cen n ecesariam en te al final feliz (que en la m ay o ría de los casos sólo se da en los cuentos) de «vivir alegre (y san tam en te ) h asta cum plir m ás de cien años». 1
1. Iglesia barroca del siglo xvn, obra de los arquitecto s Bernini y B orrom ini, situada ju n to a la plaza de E spaña. (N. del t.)
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LOS ANOS OSCUROS Lo que acab am o s de exponer h a rá que resulten m e nos sorprendentes los «años oscuros» p o r los que dis cu rrirá el itin erario h u m an o de M iguel Ju an Pellicer tras su regreso de M adrid. Los registros parroquiales de los pueblos de las cercanías de Calanda, que afo r tu n a d a m e n te fu ero n investigados an tes de las des tru ccio n es de la g u erra civil, nos in fo rm an de que fue el p ad rin o en algunos bautism os. El p rim ero del que tenem os n o ticia fue el que tuviera lu g ar en M o linos, u n pueblo cercano a Calanda, el 14 de ju n io de 1641, pocas sem an as después de la pub licació n de la sentencia. La im p o rtan cia del d o cu m en to rad ica en la total adhesión a la certeza del m ilagro p o r p arte ta m b ién de los m u n icip io s próxim os, tra d ic io n a l m en te «rivales» y en fren tad o s con frecu en cia p o r «envidias» en tre ellos, com o suele p a s a r en todas partes. Pero el p árro co de M olinos, m o sén Pedro G rañén, en vez de lim itarse a efectu ar los registros requeridos p o r las leyes canónicas p a ra la ad m in is trac ió n del bautism o , y lleno de en tu siasm o p o r la presencia en su iglesia del joven del M ilagro, reco n o cido com o tal (escribe textualm ente) «con g ran P ro ceso en Zaragoza», se extiende en la descripción del suceso. Su em oción llega h a sta el p u n to de olvidar se lo que tendría que h ab er consignado obligatoria m ente: el nom bre de los padres del niño bautizado, u n tal Jusepe F ab ra... Pero, en seguida, «pareció despertarse en el joven u n a irresistible ten tació n andariega» (Tomás D om in go Pérez).2 Si existió dicha «tentación» (y si pareció 2. Tomás Domingo Pérez, «El M ilagro de Calanda. Resonan cia universal y eco en la devoción popular», en El Pilar es la colum na. Historia de una devoción, Zaragoza, 1995, p. 68.
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eder a ella), sería quizás tam b ién p o r u n deseo de hum ildad, la m ism a razó n que llevaría a B ernadette a efectuar el noviciado y m ás tard e la vida religiosa lejos de Lourdes, a donde n u n ca m ás volvería. «He venido aquí p a ra esconderm e», d iría a las h erm an as que la acogieron en el convento de N evers, a q u i nientos kilóm etros de d istan cia de su ciudad de los Pirineos. De acu e rd o con u n a tra d ic ió n reco g id a p o r u n sacerdote de C alanda, el joven Pellicer se veía aco sado p o r el fervor de la gente que, rep itien d o el ges to de Felipe IV, se p o stra b a a m e n u d o de ro d illas para besarle la pierna. Q uizás influ y eran en la m a r cha de M iguel Ju a n (com o in flu iría ta m b ién en la vidente de Lourdes) las presiones p a ra hacerle acep tar dinero a él o a su fam ilia. No parece, sin em b ar go, que ninguno de los Pellicer h u b ie ra sacado algu na utilidad económ ica o de otra clase, pues la fam ilia desapareció de C alanda, te rm in an d o sus días en el anonim ato los padres y p arien tes del joven curado. Q uizás ellos ta m b ién se fueron p o rq u e («buenos y sinceros cristianos» com o eran, según los u n án im es testim onios efectuados en el proceso) no p rete n d ían en m odo alguno «sacar partido» de lo que h ab ía o cu rrido en su casa. El an o n im ato que los envuelve es un excelente signo de au ten ticid ad evangélica. P or lo dem ás, esto es lo que sabem os: que a p rin cipios de 1642, p ro b ab lem en te con la in ten ció n de volver a visitar los lugares en los que d iera co m ien zo aquel singular aco n tecim ien to (y, seg u ram en te, llevado de la b u en a d isposición que siem pre le ca racterizó, con el deseo de h acer «propaganda» a su Virgen del Pilar, au n q u e no h ab ía recib id o n in g ú n m andato al respecto del Cabildo del san tu ario ), se dirigió, al parecer, hacia C astellón de la P lana y des de allí, seguram ente, a Valencia, donde sería recib i do en audiencia p o r el arzobispo. Al año siguiente, en 1643, y todavía aún, en 1645, M iguel Ju a n vuelve a ap arecer en los libros p arro q u iales de C alanda. Se c
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tra ta de dos p artid as de b autism o, en las que figura resp ectiv am en te com o p ad rin o de M aría G aib ar y M aría Pellicer, esta ú ltim a p rim a suya. E n 1646, u n docu m en to de la cu ria de Zaragoza nos revela que el joven acudió, en co m p añ ía de su padre, a so licitar u n p erm iso que, en realidad, ni él ni nadie de su fam ilia p o d rían utilizar: la au to riza ción p a ra ser en terrad o s en la capilla que se había edificado in m ed iatam e n te sobre la h ab itació n en la que se p ro d u jo el M ilagro, en la casa que, evidente m ente, h ab ía sido cedida p o r la fam ilia. El perm iso solicitado les fue concedido, pero ni siquiera esta legítim a asp iració n pudo m a teria liza r se, pues desconocem os dó n d e se en cu e n tran los res tos m ortales de todos los Pellicer, e incluso sobre los de M iguel Ju an (com o ten d rem o s ocasión de ver) no existe to tal certeza. Com o siem pre, u n a vez m ás es tam os an te el h ab itu al effacement du témoin al que antes nos hem os referido. E n tre noviem bre de 1646 y febrero de 1647 se si tú a u n a co rresp o n d en cia u n ta n to confusa y acaso inquietante: la efectuada en tre el virrey de M allorca, conde de M ontoro, y el cab ild o de can ó n ig o s del P ilar de Zaragoza. De este in tercam b io ep isto lar tan sólo se h a conservado u n a p arte, p o r lo que resulta im posible la total reco n stru cció n de los hechos. E n resum en, el virrey de M allorca solicita que a M iguel Ju a n le sea asignado u n ayo , u n tutor, con objeto de que el joven llevara u n a vida m ás o rdenada. A él se le atrib u y en algunas im p ru d en cia s que no se espe cifican pero que, al p arecer, son sólo m ereced o ras de rep rim en d as o am o n estacio n es; y resp ecto a la p erso n a (Jusepe E steb an ), q ue seg u ram en te era su cu ñ ad o y le acom pañó en su viaje a la isla, el virrey co m u n ica al Cabildo que se h a visto obligado a en carcelarlo. De aquí procede quizás el ru m o r popular que, p o r m edio de una confusión de p erso n as y la aco stu m b ra d a exageración de los h echos, llevaría a la leyen 192
da negra que sitú a el final de la vida de M iguel Ju an en u n p a tíb u lo de P am plona. Al p a sa r de boca en boca, Palm a, el lug ar donde fue encarcelado su co m p añ ero (¿o cuñado?), p o d ría h ab erse tran sfo rm ad o en P am plona. E n este p u n to —en concreto, el 26 de febrero de 1647, poco m ás de u n m es antes de que se cum pla el séptim o aniversario del suceso acaecido el 29 de m arzo de 1640— se pierde la p ista de n u estro to d a vía joven cam pesino. Com o señ aláb am o s antes, no existe seg u rid ad en tre los h isto riad o res acerca del tiem po, lu g ar y c irc u n stan cias de su m uerte. Sea com o fuere, su fa llecim iento no está acred itad o p o r u n a d o cu m en ta ción p recisa e incu estio n ab le com o a la que estam os h a b itu a d o s en la tray e cto ria vital de M iguel J u a n Pellicer, lógicam en te sobre to d o en lo referen te al reco n o cim ien to del m ilagro. P or lo dem ás, desde la perspectiva religiosa an tes referida, lo que p a ra n o sotros im p o rta es el H echo m ás que el p ro tag o n ista y su destino terren al.
UN CARDENAL DISFRAZADO A m odo de broche final, de culm inación del M ilagro, vim os e n tra r en escena al m ism ísim o rey de E spaña, Felipe IV. Pero en la conclusión de la vida de M iguel Juan, la historia reserva u n lu g ar a otro g ran p erso naje de la vida —m ás política que religiosa— del si glo xvn: Su E m inencia Jean-Frangois-Paul de Gondi, m ás conocido com o «el card en al de Retz». De origen italiano, era sobrino del arzo b isp o de París —cuya diócesis pretendió en vano «heredar— y figura en tre los protagonistas de aquel siglo p o r su d esm esu rad a am bición, gusto p o r la av en tu ra e indiscutible h a b i lidad en el arte de las in trig as político-diplom áticas. 193
N ació en 1613 y m urió en 1679, tra s hab erse re fugiado tie m p o a trá s en la ab ad ía de S aint-D enis, donde según parece recuperaría u n a religiosidad y un espíritu de p en iten cia que no h ab ían caracterizad o precisam ente su vida anterior. Sería en aquel refugio donde escribiría sus fam osas Memorias. El que nos refiram o s a él se explica porque, al fi nal de su libro, aparece u n pasaje, que trad u cim o s literalm ente del francés de u n a edición crítica, que se ajusta al m an u scrito original (u n a ad v erten cia del todo necesaria, pues, com o tendrem os ocasión de ver, h an sido frecuentes las m anipulaciones): «C ontinua ba m i cam ino p o r A ragón y llegué a Z aragoza, que es la capital de este reino, u n a ciu d ad g ran d e y h e r m osa [...] Nouestra Sennora del Pilar (sic) es u n o de los m ás fam osos san tu ario s de to d a E sp añ a [...] esta iglesia es bella en sí m ism a, pero sus o rn am en to s y riquezas son inm ensos y su tesoro es espléndido. Me m o stra ro n a u n h o m b re que se d edicaba a encen d er las lám paras que allí hay en núm ero asom broso, y m e d ijeron que le h ab ía n visto d u ra n te siete años a la p u e rta de esta iglesia con u n a sola pierna. Yo lo he visto con las dos. El deán, con todos los canónigos, m e aseguraron que to d a la ciudad le h ab ía visto lo m ism o que ellos y que, si yo q u ería esp erar todavía dos días, p o d ría co n v ersar con m ás de veinte m il hom bres, incluso de fu era de la ciudad, que lo h a b ía n visto com o ellos en la ciudad. H abía re c u p e ra do su pierna, según d ecían ellos, fro tán d o sela con el aceite de las lám paras. Todos los años se celebra la fiesta de este m ilagro, con u n a increíble afluencia de personas, y es cierto que a la distan cia de u n a jo r n ad a (de viaje) de Zaragoza, encontré los principales cam in o s llenos de gente de to d a co n d ició n que se dirigían allí.» El cardenal de Retz, a u to r de estas líneas, efectuó su visita al Pilar el 10 de o ctu b re de 1654. P or tanto, si dam os crédito a este p asaje so b rad am en te co n o cido (para la E uropa culta de los siglos xvm y xix fue 194
p rácticam en te la ú n ica referencia sobre el Gran Mi lagro), ten d rem o s que ad m itir que, catorce años des pués del m ilagro, M iguel Ju a n no sólo estab a vivo sino que desem p eñ ab a la labor de lam p arero del Ca bildo del S antuario . E n realidad —com o tendrem os ocasión de ver m ás am pliam ente—, la m ayoría de los historiadores otorgan m ás confianza a u n a p artid a de defunción del aú n joven Miguel Ju an Pellicer, firm a da p o r el p á rro c o del pueblecito zarag o zan o de Velilla de E bro y que está fechada el 12 de septiem bre de 1647, es decir, siete años después del m ilagro y a n terio r asim ism o en siete años al rápido y ap resu rad o paso p o r Z aragoza del cardenal de Retz. El 8 de agosto de aquel m ism o año de 1654 en que recorrió Aragón, Su E m inencia había escapado de u n m odo rocam bolesco del fuerte de N antes, en donde había sido encarcelado, a causa de sus im plicaciones en la conjura de la Fronda, p o r otro italiano afrance sado y «herm ano» suyo en el cardenalato entendido m ás com o u n a función política que com o u n co m prom iso religioso: Giulio M azzarino. E n su huida, de Retz se cayó del caballo y se fracturó u n hom bro, que estuvo a punto de gangrenarse. Después de u n a tra vesía po r mar, en m edio de fiebres y dolores, consi guió alcanzar la costa del País Vasco, donde se p o n dría bajo la protección del rey de España. Tras p a sa r algunas sem anas en la cam a, con es casos y pésim os cuidados de los cirujanos locales, y pese a en co n trarse todavía m altrecho, se pu so en ca m ino p ara atravesar la P enínsula y alcan zar la costa m ed iterrán ea p o r V inaroz, u n p u erto del antig u o rei no de Valencia, situ ad o al n o rte de C astellón de la Plana, donde había em pezado, tras la fractu ra de su pierna, la trayectoria de M iguel Ju a n Pellicer. Desde V inaroz, el fugitivo se h a b ría em b arcad o p a ra Rom a. Allí, d ad a su co n d ició n de card en al, e sp e ra b a que el P apa Inocencio X le d ie ra cobijo, p ro teg ién d o le de las an d an ad as del rey francés y de su po d ero so m in istro M azzarino. 195
De R etz viajaba disfrazado de caballero laico y bajo la falsa id e n tid ad de «m arqués de Saint-Florent». La fra c tu ra de su h om bro (que lo dejaría m e dio lisiado p a ra el resto de su vida) no estaba del todo curada, y las fiebres y dolores lo atorm entaban; y p o r si fu era poco, A ragón sufría el azote de la pes te. C uenta asim ism o el cardenal que, a la entrada de Zaragoza, ju n to al castillo que en otros tiem pos fue ra árabe, y que en to n ces se h a b ía convertido en sede de la po d ero sa In quisición de A ragón3 a la que antes nos hem os referido, le m o stra ro n a un sacer dote que d eam b u lab a solitario: «El gentilhom bre del virrey m e dijo que aquel sacerdote era u n cura de H uesca que te n ía que h a c e r c u a re n te n a , después de hab er enterrado, tres sem anas antes, al últim o de los doce mil m u erto s de peste que h u b o en su p a rroquia.» P ara au m en tar m ás aú n su tem o r y desconcierto, al cardenal, disfrazado com o estaba, fue confundido en el santuario del P ilar con el rey de Inglaterra, que estaría allí de incógnito.4 Así, u n a enorm e m ultitud que se había reunido cu an d o las cam p an as tocaron a reb ato h ab ía to m ad o al card en al p o r u n enem igo histórico de E spaña. A clarada, p a ra evitar posibles desgracias, su verdadera identidad, «más de doscien tos carruajes repletos de dam as, que m e b rin d aro n cientos y cientos de delicadezas», sirvieron p ara an i m a r un poco (y m ás si cabe p a ra en tre ten er) al c a r denal, h om bre m ás que sen sib le a los en can to s fem eninos. Sin em bargo, en esta ocasión, to rtu rad o 3. Referencia al castillo de la Aljafería, palacio de recreo de los reyes m oros de Zaragoza, ediñcado en la segunda m itad del si glo xi, y que en siglos posteriores fue residencia de los reyes de Aragón. E n 1485, los Reyes Católicos establecerían allí el Tribu n al de la Inquisición, que p erm a n ec ería en dicho recin to h a s ta 1706. (N. del t.) 4. Dada la fecha, 1654, se tra ta ría del futuro Carlos II de In glaterra, entonces en el exilio, tras el destronam iento y ejecución de su padre, Carlos I, después del triunfo de la revolución p u rita n a encabezada por Oliver Cromwell. (N. del t.)
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p o r el dolor de su lesión y el m iedo a la peste y a los sicarios de M azzarino, adem ás de sentirse inquieto ante los zaragozanos que todavía lo m iraban en m odo sospechoso, n u estro personaje iba a to d a prisa. De hecho, en seguida co n tin u aría su cam ino hacia el puerto de em barque, oculto en u n carruaje, pasando por Alcañiz y bordeando, p o r tanto, Calanda. Fue en este estado de atu rd im ien to (¡por em p lear un eufem ism o!) com o le m o straro n «al hom bre que se dedicaba a encen d er las lám paras» y que h ab ría sido protagonista del Milagro. Si a esto añadim os que las Memorias fu ero n escritas a prin cip io s de 1665 (por tanto, doce años después), que q u ed aro n in a ca bad as y no fueron revisadas p o r el autor, p a ra ser después publicadas de m a n era p o stu m a —en u n a versión inexacta y m a n ip u lad a— en 1717, se co m p rende lo exigua que resu lta su credibilidad. Es exi gua, en concreto en el caso que nos ocupa, pero ad e m ás el escepticism o de los histo riad o res m od ern o s es extensivo a la totalid ad de la ob ra del cardenal de Retz en la que (citam os a u n crítico) «hay u n a co n tin u a deform ación de los acontecim ientos, con u n a co n stan te alteración de fechas, sucesos y te stim o nios». H ay quien, al referirse a este autor, h a sacado a colación el n o m b re de A lejandro D um as, ta n to com o personaje pin to resco que com o escrito r fan tástico... Lo cierto es que este cardenal aventurero nos dice que el joven del m ilagro h ab ría estado siete años sin su p iern a y no los dos años y m edio que sabem os. P or o tra parte, hay u n a confusión de las g ran d es fiestas de alrededor del 12 de octubre —en m em o ria de la dedicación de la iglesia de Z aragoza— con el 29 de m arzo, aniversario del M ilagro, que se cele b rab a entonces ú n icam en te en el pequeño san tu ario edificado en Calanda, com o ya sabem os. Los a rc h i vos del Pilar, que son b astan te m inuciosos h asta en las cuestiones adm inistrativas, no nos dicen n ad a de algún em pleo de M iguel Ju a n com o asistente, y m e 197
nos todavía com o sacristán lam p arero . T am poco el m ilagro sucedió en Zaragoza y no o cu rrió sólo p o r u tiliz ar el aceite de las lám p aras, com o p rete n d e h a cernos creer el texto del cardenal. D ebem os señalar, en tre otras cosas, que el card e nal de R etz no dice h a b e r hablado con el interesado, pues fu ero n otro s los que le h ab la ro n de él (á ce quils disaient, según el texto original) y el cardenal debió de escu ch arlo s algo d istraíd o , te n ien d o en cuenta las condiciones físicas y psicológicas en que se hallaba y visto asim ism o el escaso interés de n u es tro personaje, a p esar de su condición de eclesiásti co, p o r las cuestiones religiosas. Se cu en ta de él que p restab a atención y se m o strab a reservado ta n sólo cu an d o se le h ab lab a de política, al m en o s h a sta lle gado el m o m en to de su retiro , cu an d o volvió a re a n u d a r su vida de piedad. El tiem po tran scu rrid o a n tes de la p rim era red acció n de las Memorias debió de h acer el resto. U nas Memorias que se escribieron no sólo transcurridos once años de los acontecim ien tos, sino tam bién sin el apoyo de notas y docum entos, y adem ás no se revisó el texto p ara la publicación, que sería postum a. E n definitiva, tod o in d u ce a p en sar que aquel apresurado, enferm o y sem iclandestino viajero in c u rrió en u n a equivocación. Q uizás confundió al joven Pellicer con algún p arien te suyo al que el Cabildo p o día h ab er em pleado en recu erd o de M iguel Ju an des pués de la m uerte de éste o bien le m o stra ro n al en cargado de las lám p aras que h ab ría p ro p o rcio n ad o el aceite al joven m endigo m utilado, y term in ó p o r co n fu n d ir al uno con el otro. D igam os asim ism o que en ese m ism o p árrafo en el que, en pocas líneas, describe su agitada visita al santuario, el cardenal de R etz reconoce que «no h a bla dem asiado bien el español». De ahí las dificu lta des y equívocos lingüísticos que ap arecen en el rela to. P robablem ente fo rm en ta m b ién p a rte de esos m alentendidos los «siete años» que, según refiere el 198
autor, el joven h a b ría estado m endigando en el Pilar sin u n a p ierna. Q uizás alguien h ab lara de siete años, pero se refería al tiem po tran scu rrid o desde la m u e r te de M iguel Juan. E n cualquier caso, aquel p in to res co card en al no hizo averiguaciones en n in g ú n otro sitio, sin h ace r nin g ú n tipo de com entarios y sin d e cirnos si creía o no en lo que le co n ta ro n resp ecto a aquella insólita pierna. No obstante, hay que señalar que cuando se p u blicó la p rim era edición crítica de las Memorias en 1717, entre las m últiples m anipulaciones del m a n u s crito cabe señ alar u n a claram en te tendenciosa. De R etz h a b ía escrito que «Von célebre tous les ans la féte de ce miracle». Sin em bargo, esta p rim era y las ediciones posteriores añ ad iero n u n prétendu a miraele , es decir, u n «pretendido m ilagro», u n «supuesto m ilagro». Un añ ad id o en ab so lu to inocente, hecho significativam ente en el siglo de «las Luces» y en las ediciones aparecidas en A m sterdam , L ondres y Gi nebra, es decir, en círculos p ro testan tes. El adjetivo prétendu es u n «retoque», presen te to davía hoy en algun as ediciones y h a p erm itid o a algunos h acer la m aliciosa observación de que no se puede creer en u n «milagro» en el que ni siq u iera h a creído u n cardenal de la S an ta Iglesia R om ana, a u n que fuera tan peculiar com o de Retz. David H um e, el conocido filósofo escocés, basó p recisa m en te (com o te n d re m o s o casió n de ver) su escepticism o b u rló n a p a rtir de u n a edición m a n i pu lad a, y p artien d o de ese «supuesto» a trib u y ó al card en al la absoluta e in m ed iata negación del su ce so, lo que no se justifica en ab so lu to p o r estas líneas «inexpresivas», que ta n sólo p rete n d en re fe rir los hechos de u n m odo a p resu rad o , sin h a c e r n in g ú n juicio.
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VELILLA DE EBRO Volviendo de nuevo al tem a de la m u erte del p ro ta gonista del G ran M ilagro, direm os que la m ayoría de los h isto riad o res prefiere d ar cred ib ilid ad al «libro de defunciones» de la iglesia p arro q u ial de Velilla de E bro. Se tra ta de u n pueblecito de m enos de tre s cientos h ab itan tes situado a cin cu en ta kilóm etros al su r de Zaragoza, en la orilla izquierda del gran río que diera a E sp añ a su n om bre latino: Iberia , que vie ne de Iberus, el Ebro. E n Velilla he desarrollado tam bién, evidentem en te, u n a inspección sobre el terreno, de p erio d ista que quiere co m p ro b ar personalm ente, provisto de p lu m a y cuaderno de notas, sobre la pista de la m ás aso m brosa de las investigaciones. La prim era vez que es tuve allí (era a finales de m arzo) experim enté an te este paisaje «místico» u n a im p resió n que m e re c o r d ab a a Palestina p o r su ab ru p ta, b ro n ca e im p resio n a n te belleza. Al igual que sucede en el J o rd á n (y tam bién en el valle del Nilo, en Egipto), se destaca el violento contraste entre el valle del río, con el verdor de las huertas regadas p o r sus aguas y el desierto de las desnudas, estériles y rojas colinas que lo ro d ean y donde, en decenas de kilóm etros a la redonda, no se encuentra un pueblo, ni ta n siquiera u n a casa aislada. La iglesia de este solitario pueblo de Velilla co n serva, en la pobreza de su interior, las huellas de la destrucción causad a p o r las tro p as rep u b lican as que precisam ente, cuan d o Z aragoza estaba p rácticam en te a su alcance, serían deten id as en este lugar. Si h u bieron llegado hasta la capital aragonesa, poco o n ad a h a b ría quedado del sa n tu a rio del Pilar, u n a de las iglesias más grandiosas, artísticas y veneradas de E s p a ñ a y que, en consecuencia, sería objeto p referen te de su odio fanático. Se lim itaro n a u n b o m b ard eo de 200
su aviación,5 pero las b om bas —que cayeron en el in terio r del tem plo, h o rad an d o las cúpulas— no h i cieron explosión, y en la actu alid ad están expuestas ju n to a la S an ta y Angélica Capilla, a m odo de exvo to de otro «milagro». No serem os de los que ponen en d u d a esta p osi bilidad m ilagrosa. Pero tam b ién resu lta creíble —y hay m uchos que lo piensan— que las bom bas h u b ie ra n sido m an ip u lad as p o r algún artificiero rep u b li cano, ateo y de los dispuestos incluso a m a tar curas, pero, p o r su condición de español, h orrorizado ante la perspectiva de cau sar daño a la casa de la Pilanca (nom bre que en las otras regiones de E spaña —a u n que no en Aragón, donde el dim inutivo parece poco respetuoso p ara u n a M adre tan excepcional— d an a la p equeña im agen de la Virgen). No es casu alid ad que, tras aquel fracasado bom bardeo, ni siquiera se in ten tara n hacer otros en el tran scu rso de la guerra. Existe u n dicho p o p u la r que aseg u ra que todos los españoles van siem pre detrás de los curas: la m i ta d con u n cirio p ara la procesión, y la o tra m itad con u n fusil p ara la ejecución. Sin em bargo, el P ilar p ara todos es sagrado. Lo que no im plica que enton ces podría haber sido igualm ente destruido. Hay que rep etir que el frente de Aragón, en los inicios de la guerra, estuvo controlado p o r trotskistas y an arq u is tas, en su m ayoría catalanes y valencianos. P or ta n to, éstos no hubieran tenido ningún m iram iento con aquella Virgen que, adem ás, es la p atro n a de la ta n detestada para ellos G uardia Civil; y tam b ién la p a tro n a de u n a H isp an id ad de la que q u erían to m a r todas las distancias, p o r cuanto dicho patronazgo en cerraba de connotaciones «católicas» y «castellanas». Volvamos a Velilla de Ebro, con sus violentos co n trastes entre fertilidad y desierto. La iglesia parroquial 5. Este bom bardeo tuvo lugar el 3 de agosto de 1936, el año a n te rio r a la fracasada ofensiva rep u b lican a co n tra Z aragoza.
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a c tu a lm e n te e stá cerrad a . La d ism in u c ió n de la p o b la ció n y la escasez de clero h a n h ech o lo que la revolución no pudo hacer. A hora sólo viene a ce lebrar m isa u n cu ra en las fiestas de precepto. De ahí que nosotros, p ara en tra r en el edificio (en cuya torre u n a cigüeña cu id ab a a sus crías, sobre u n enorm e nido form ado p o r rastrojos) tuviéram os que ped ir la llave a u n confiado parro q u ian o . Aquel viejo cam p e sino era am able, pero al m ism o tiem p o ajeno a cu al quier servilism o; con su co n n atu ral n o bleza arag o nesa, no se extrañó en absoluto de que u n periodista italiano hubiese llegado hasta aquel rem o to lugar tras la pista del m ancebo de Calanda. E sta «fam iliaridad» de los h ab itan te s del pueblo con aquel joven señalado p o r u n m isterioso destino parece te n er sus orígenes en el lejano 12 de sep tiem bre de 1647, cuando don N icolás Portal, p árro co de Velilla, an o ta ra tex tu alm en te en el lib ro de d efu n ciones: «A doce de septiem bre m urió M iguel Pellicer; dixo que era de C alanda y lo trax ero n aq u í de A hor que m ás m uerto que vivo y el que lo traxo dixo que el vicario de A horque lo h ab ía confesado. Con todo esso lo bolbí a conffessar y dixo algo y le ad m in istré el sacram en to de la u n c ió n y se e n te rró en el ci m enterio.» Al m argen de la an o tació n , ap arece el h ab itu al «título» indicador: Miguel Pellicer, pobre de Calanda. A su lado, u n a m an o diferen te de la del p árro co , tam b ién antigua, pero sin d u d a posterior, escribió lo siguiente: «Se cree que éste fue al que M aría S an tí sim a del Pilar le restituyó la p iern a que se le cortó, según consta p o r tradición.» Sobre el extrem o que m ira al su r de aquella igle sia carente hoy de p á rro c o se e n cu e n tra u n p eq u e ño y desolado rectángulo de tierra, ro d ead o de casas pobres de cam pesinos, en el que estuviera el antiguo cem enterio de este p u eblecito ju n to al Ebro. Sobre ladrillos de diversos colores, adheridos un o s a otros, sobresale una tosca in scrip ció n colocada en la p arte 202
externa del edificio: «Aquí descansa M iguel Pellicer el cojo de C alanda a quien S an ta M aría del P ilar le restituyó la pierna, en 1640. E sp eran d o la resu rrec ción, la villa de C alanda lo recuerda.» Pero la fecha de la inscripción es b astan te reciente: «12 de noviem bre de 1995.» He cam inado d u ran te m ucho rato, pensativo, so bre aquel pedazo de tierra invadido p o r la vegetación. ¿Es verdad que debajo de este trozo de tierra que hace tiem po dejara de ser lugar sagrado, que debajo de esta h ie rb a reseca, están los huesos que fueron «reconstruidos» p o r u n todopoderoso C irujano? H ay m uchos datos p a ra asegurarlo, pues no hay rastro de n u estro personaje en el libro de defuncio nes de su pueblo. La realid ad es que ni él ni n in g u no de sus fam iliares sería en terrad o en la iglesia que sería edificada sobre su casa, y nin g ú n do cu m en to se refiere a M iguel Ju a n tras las in q u ietan tes cartas dirigidas a los canónigos del P ilar p o r las a u to rid a des de M allorca. E n Velilla, la trad ició n oral, tra n s m itid a de p adres a hijos —y que aq u í es m uy im po rtan te, com o en cu alq u ier sociedad cam p esin a— , conserva el recuerd o de su m u erte y sep u ltu ra en el pequeño cem enterio anexo a la parro q u ia. Así lo he podido c o m p ro b a r p erso n alm en te, in tercam b ian d o algunas palabras con algún an ciano jub ilad o que, a to d a prisa, se h ab ía acercad o p a ra ver si aquel fo rastero necesitaba algo. ¿Tuvo entonces M iguel Ju an u n a m u erte oscura, u n a m uerte de pobre? Aquel que h ab ía sido recibido con toda clase de h o n o res en el Palacio Real de M a d rid y que había sido h o n rad o y favorecido en Z ara goza, ¿había vuelto a ser u n pordiosero, u n m e n d i go al que h abían llevado, p o r caridad, «más m u erto que vivo», a la casa del p árro co del pueblo? ¿Tuvo u n final en el silencio, en el anonim ato? Con todo, ¿estuvo asistido en su m u erte p o r los sacram en to s de la Iglesia, por la extrem au n ció n y u n a confesión que re p itiera dos veces, an tes de em p re n d er el cam in o 203
h acia la alegría plena y eterna en la o tra vida, que es lo único que im p o rta desde u n a p ersp ectiv a de fe? Sería, p o r tanto, u n a m uerte, si de verdad se p ro dujo allí y de ese m odo, plenam ente evangélica; que serviría p ara re p a ra r (en caso necesario) errores, in gratitudes y culpas, siem pre y cuando no se equivo cara el an ónim o a u to r de la an o tació n al m arg en del registro parroquial: «Se cree que éste fue el que M a ría S antísim a del P ilar le restituyó la p ie rn a que se le cortó...» Si realm ente era él, el pobre que m u rió a orillas del E bro a finales de aquel ab rasad o r verano de 1647 (en u n a época de peste, según atestiguan las crónicas aragonesas) tenía 30 años, 5 m eses y 17 días. No de ja b a ni m ujer ni hijos ni pertenencia alguna, a excep ción de los m iserables andrajos con que iba vestido, sim ilares a los que llevaba cuando su tío lo trasladó, con la p ierna fractu rad a, al hospital de V alencia ta n sólo diez años antes. E n lugar de en el sepulcro de la iglesia levantada sobre el pavim ento de la que fue ra la habitación de sus padres, el cuerpo del joven del m ilagro term inó en u n a fosa anónim a, cuya a u te n ticid ad sería p u esta incluso en duda. D u ran te siete años había cam inado con la p iern a recuperada, unos años en los que quizás fu era d an d o tu m b o s, pero que sin duda estuvieron llenos de sufrim ientos, ag ra vados p o r un peso in so p o rtab le no sólo p a ra sus p o bres hom bros, sino p a ra los de cualquiera, p o r im p o rtan te que fuese. A este respecto, se p reg u n tab a u n m ístico: «¿Acaso puede vivir u n hom bre sobre el que Dios ha puesto su m irad a de m odo tan inquietante?» «Lo bolbí a confessar y dixo algo», anotó don N i colás P ortal... «Dijo algo.» ¿Qué m isterio se esconde en el secreto de confesión, que aquel h um ilde p á rro co de pueblo se llevara a la tu m b a? ¿Qué debió d e cir, m ientras agonizaba, aquel que había so po rtad o la m ayor de las soledades, el que h abía sido p ro ta g onista de lo que jam ás le sucediera a n ad ie y que n u n c a experim entara h o m b re alguno? 204
Si q u erem o s reflexionar (com o es n u estra obliga ción de creyentes) sobre los ritm o s del tiem po litú r gico, te n d re m o s que reco rd ar que aquel 12 de sep tiem b re la Iglesia co n m em o rab a la solem nidad del Dulce N o m b re de M aría. U na fiesta extendida a la Iglesia u n iv e rsal, p ero que R o m a estab leciera p o r la in sisten cia española: la p rim era diócesis a la que se le concedió fue la de Cuenca. Con el M ilagro, que tuvo lu g ar siete años antes, el Cielo h ab ía glorificado com o n u n ca h asta entonces el n o m b re de M aría: ¿no existe u n a p ro fu n d a rela ción en el hecho de que el joven del M ilagro finaliza su ex tra o rd in aria av en tu ra te rre n a en el m ism o día en que la liturgia católica ensalzaba aquel N om bre? M iguel Ju a n h ab ía nacido el día de la A nuncia ción, que en aquel año de 1617 caía en sábado, u n día m ariano, y era tam b ién la vigilia de Pascua. Ade m ás, el «Signo» del que había sido protagonista había tenido lugar al m ism o tiem po que la Iglesia can tab a las p rim eras vísperas de la Virgen de los D olores. ¿Tendría quizás u n significado —a la vez m isterioso y evidente— que su m u erte se p ro d u jera en la festi vidad del Dulce N om bre de M aría? F u eron u n án im es en su d eclaración to m ad a bajo ju ra m e n to los testigos al aseg u rar de M iguel J u a n que «era sencillo, sin m alicia alguna». Quizás u n ta n to infantil. Pero, ¿acaso el Evangelio no m ira con predilección a los niños? ¿No dice que ta n sólo el que se hace niño te n d rá abiertas las p u ertas del R ei no de los Cielos? ¿No te n ía quizás algo «de niño» su confianza ciega en la M adre del Pilar, h asta el p u n to de afro n ta r el to rm en to del viaje de Valencia a Za ragoza p ara estar m ás cerca de Ella? ¿No fue ta m bién algo «de niño» su convicción cierta —de u n a te sta ru d e z v e rd ad e ra m en te «infantil»— de que la M adre no le negaría la g racia de re c o b ra r su in te gridad física? Q uizá sea éste el secreto de lo que le sucediera a M iguel Ju an Pellicer. Jesú s en señ a a los suyos que 205
«si tienen fe y no vacilan en su corazón», p o d rá n al canzarlo todo, incluso traslad ar los m o n tes (Me. 11, 23). Al igual que u n niño, el cojo de C alanda no dudó, y así, lo que p arece im posible p a ra n o so tro s —que siem pre vacilam os en la fe— se hizo realid ad p a ra él. Los ángeles le trajero n la pierna. Tuvo que p ag ar las consecuencias, al m enos en esta tierra, de u n a «sen cillez» que p ro b ab lem en te le expondría a ser enga ñado en su generoso pro p ó sito de cam inar, con sus recu p erad o s pies, p a ra m o stra rse com o testim o n io viviente de la m iserico rd ia de la M adre C elestial y de la o m nipotencia de su Hijo. Tan sólo cinco días después de la m u e rte del «po b re de C alanda», el 17 de sep tiem b re de 1647, en Gap, en los Alpes franceses del D elfinado, era b a u ti zada u n a n iñ a llam ada B enoíte R encurel. D eclarada «venerable» p o r la Iglesia y p resu m ib lem en te fu tu ra «beata», ella te n d ría tam b ién u n m isterioso destino: se le apareció, d u ran te m ás de cin cu en ta años, Dame Marie (así la llam aba), p a ra ayudarle a fu n d a r y p e r p e tu a r u n a devoción vigente todavía hoy y que es p a ra m í m uy querida, la de Notre Dame de Le Laus. Se tra ta de un asom broso itin erario vital, que ju g aría u n d estacad o papel p a ra c o n tra rre sta r al ja n se n is m o cuya fecha de aparició n (el Augustinus se p u b li có en 1640) es, com o vem os, la m ism a del m ilagro objeto de nuestro estudio. B enoíte nació en el m ism o m o m en to en que m o ría M iguel Ju an , si realm en te (com o así lo creem os) era él aquel pobre de Calan da... H ay unos hilos m isteriosos que se en trelazan, u n a s p ro fu n d id ad e s de vértigo; au n q u e re a lm e n te no podem os p rete n d er en ten d erlo todo. P ero todos aquellos que penetren en este m undo, form ado a u n tiem po p o r luces y som bras, d escu b rirán u n a fasci n an te «historia paralela», que tan to s «sabios según el m undo» (por utilizar las p alab ras de San Pablo) ni ta n siquiera sospechan...
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UN LUGAR ÚNICO
E ste m ilagro constituye u n tem a excepcional de a n á lisis y reflexión, y posee u n a ex trao rd in aria singula rid ad que lo hace único en los anales de la Iglesia. Pero asim ism o resu lta único , en esos m ism os anales, el culto trib u ta d o a la Virgen que llam an del P ilar y p o r cuya in tercesió n se p ro d u jo el M ilagro. Tanto es así que nos sen tim o s inclinados a p e n sa r que si en algún lu g ar te n ía que realizarse el «caso lím ite» de lo m ilagroso, resu lta del todo consecuente que su cediera en el que ta m b ién es el «caso lím ite» en tre los san tu ario s m arian o s. El oficio litúrgico pro p io del san tu ario de Z ara goza canta, en referen cia a la trad ició n que está en el origen de aquella iglesia: «(Dios) Non fecit taliter om ni nationi», ¡No h a h ech o n a d a sem ejan te p o r nin g ú n otro pueblo! Se tra ta de u n a aseveración que se hace asim ism o extensiva, con to d a lógica, a ese pueblo de C alanda donde, bajo la advocación de esta Virgen «incom parable», tuviera lugar el m ilagro «in com parable». Se trata, en definitiva, de u n m isterio so paralelism o, que p arece in sin u a r u n a resp u esta a esta p reg u n ta del creyente: «¿Por qué p recisam en te aquí, en Aragón, y no en otro sitio?» Pocos saben, fu era de E spaña, que la trad ició n reconoce a Z aragoza el ex tra o rd in ario p rim ad o de ser la p rim e ra «sede» m a ria n a en el m u n d o ; y no sólo p o r la cronología sino ta m b ié n p o r las «pro piedades» del suceso que allí tu v iera lugar. E n efecto, los siglos cristian o s p re se n ta n u n a se rie de in in terru m p id as ap aricio n es de la Virgen, la m ayor parte de las cuales h a dado origen a u n lugar de culto, a un santu ario . Pero precisam en te aquí, en la orilla derecha del E bro, en las proxim idades de las m urallas de la ro m a n a Caesarea Augusta , en la n o 207
che del 2 de en ero del año 40, lo que h a b ría sucedi do no fue u n a aparición sino u n a venida de la Virgen M aría, cu an d o todavía vivía, antes de «dorm irse» (es objeto de libre discusió n entre los teólogos si m urió o no) y ser elevada al Cielo, según el d o g m a p ro cla m ado p o r Pío X II en 1950. La Virgen, llevada p o r los ángeles, h a b ría venido desde Jeru salén «en carne m ortal», tal y com o can tan a voz en grito los fieles desde hace siglos; y com o varias veces al día rep iten los altavoces en la plaza del Pilar, m ien tras los vian d antes se santiguan:
Bendita y alabada sea la hora en que María Santísima vino, en carne mortal, a Zaragoza. Q uien conozca los en fren tad o s p la n te a m ie n to s históricos de lo que se h a venido en llam ar la «Tradi ción pilarista» pero, al m ism o tiem po, haya podido co m p ro b ar el fervor existente (todavía hoy, y posi blem ente m ás que nunca) en torno a este Pilar, podría suscribir perfectam ente lo que aseguraba u n investi gador: «Pocas tradiciones h an suscitado en la historia cristiana tantas polém icas entre los eruditos y ta n ta aceptación convencida y calurosa entre la gente.» Las m asas de tu ristas que cada verano atrav iesan Zaragoza, puerta h istó rica de paso al centro de la p e n ín su la Ibérica, visitan ap resu rad am en te el enorm e edificio del Pilar, u n a sim ple etap a p a ra esas agen cias de viaje del «todo incluido». Pero se q u ed an im presionados por la gran d io sid ad de sus cu atro torres, las m ás altas de E sp añ a, y p o r la g ran cú p u la c en tra l y las otras diez m ás p eq u eñ a s que co ro n a n la basílica. Los guías a tra e n especialm en te la aten ció n sobre la cúpula Regina Martirum, p in ta d a al fresco p o r el aragonés Francisco de Goya. Precisam ente p o r ser aragonés, y au n q u e fu era anticlerical y de in es table vida religiosa, Goya era u n ferviente devoto de esta Virgen, hasta el p u n to de escrib ir en u n a o ca 208
sión que le b a s ta b a n p a ra vivir u n a m esa, dos sillas, u n a cam a, u n cuaderno de dibujo, u n candil, pero tam bién, sobre todo, «un g rab ad o de la Virgen del Pilar». De a h í que no p u ed a e x tra ñ ar que p recisa m ente en la plaza de la b asílica se alce u n g ran m o n u m e n to en su honor. Al igual que su co m p atrio ta B uñuel, Goya podía tam b ién ejercer de anticlerical y d u d a r de m u ch o s de los dogm as católicos, p ero ¡ay de quien se atreviese a to car a la Virgen de la co lum na, a cuyo servicio puso, p o r u n a retrib u ció n casi sim bólica, sus adm irables pinceles! Lo que los tu ristas p u eden co n tem p lar en la actu alid ad es tan sólo la ú ltim a y m o n u m en tal reco n stru cció n (inicia da en 1681 y no te rm in ad a h asta bien en trad o el si glo xx) en estilo b arro co -n eo clásico de u n tem plo gótico. Este, a su vez, había sustituido a u n tem plo ro m ánico que fue precedido de u n a co n stru cció n m u cho m ás antigua, pro b ab lem en te paleocristiana. Tras a d m ira r las gigantescas p ro p o rcio n es del tem plo y las obras de arte contenidas en él, y segu ram en te llenos de curiosidad p o r el continuo desfile de gente ante u n a pequeña estatu a de tonos oscuros sobre u n pilar (oculto la m ayoría de las veces p o r u n m an to de colores y ricos bordados), los visitantes se van en busca de otras «curiosidades turísticas». Salen convencidos de hab er visitado u n a iglesia quizás m a yor, pero en el fondo sem ejante a otras m uchas. E n su in m en sa m ay o ría d esco n o cen que h a n estad o p asean d o en torno a u n o de los lugares m ás m iste riosos e insignes de la h isto ria cristiana.
EL PILAR
P resentam os ahora, en u n a ap retad a síntesis, la m uy d eb atid a y a la vez v en erad a trad ició n pilarista: poco después de la Ascensión de Jesús al Cielo y de la p ro 209
m esa del envío del E sp íritu S anto en Pentecostés, los apóstoles p a rtie ro n en m isión evangelizadora hacia los cu atro p u n to cardinales. A lo que entonces cons titu ía el E x trem o O ccidente, la p en ín su la Ibérica, se encam inó Santiago, llam ado «el M ayor», p a ra dife renciarlo del discípulo de idéntico n o m b re al que los Evangelios y Pablo llam an «el h erm an o del Señor» y que sería el p rim e r obispo de Jerusalén. El Santiago al que nos referim os fue el p rim ero en tre los ap ó s toles que padeció m artirio, pues «esto les gu stab a a los judíos» (Hch. 12, 3). E ra herm ano de Ju an el evan gelista, n atu ra les am bos de B etsaida en G alilea y de profesión pescadores, y en seguida lo d ejaro n todo p ara seguir la llam ad a de Jesús. A los dos h erm an o s los llam aría el M aestro, con benévola ironía, B oanerghes, «hijos del trueno», p ara in d icar así su fogoso tem peram ento. Predilectos de Jesús, fu ero n testigos, entre otras cosas, de su T ransfiguración en el m o n te Tabor. E n la p en ín su la Ib érica, que los ro m an o s divi d ieran en tres provincias (Lusitania , Betica y Tarraconensis, siendo el actu al A ragón p arte de esta ú lti m a), la predicación de aquel insigne apóstol de C ris to apenas h ab ría en co n trad o eco. H asta el p u n to de que en la noche señ a la d a p o r la T rad ició n co n la fecha del 2 de enero del añ o 40 (reco rd em o s que Jesús no m urió en el año 33 sino, tal y com o ase g u ran hoy m uchos especialistas, en el 30; y p o r ta n to, h a b ría n p asad o diez añ o s desde su R e su rre c ción), Santiago reu n ió a los ocho únicos discípulos convertidos a la fe en u n lu g ar ju n to al E b ro situado fuera de las m urallas do n d e se arro jab an las b asu ras y se am o n to n ab a la paja. D esanim ado, ib a a a n u n ciar a sus discípulos su reg reso a P alestina. Pero de rep en te se ilum inó el cielo de la fría noche invernal. U na m uchedum bre de ángeles can tab a y tra n s p o r ta b a sobre una co lu m n a a la Virgen M aría, que no se e n c o n tra b a en to n ces en É feso ju n to a Ju an , a 210
quien Jesús agonizan te se la confiara en la cruz, sino en Jerusalén. C uando los ángeles lleg aro n ju n to al g ru p o de Santiago, los ocho discípulos asen ta ro n la colum na sobre el terren o y entonces M aría dijo lo siguiente (en u n a trad u cció n literal de la relación latin a medieval, la p rim era que se puso p o r escrito): «He aquí, hijo mío, el lugar escogido, destinado a honrarm e, en don de tú construirás u n a iglesia en recuerdo mío. Fíjate bien en el p ilar sobre el que yo estoy de pie, pues m i Hijo, tu M aestro, lo h a hecho b ajar del cielo p o r m ano de los ángeles, p a ra que en el m ism o sitio en que se en cu en tra coloques el altar de m i capilla. En este lugar, p o r m is plegarias y p o r la reverencia que m e corresponde, el p o d er del Altísimo o b rará p ro d i gios adm irables, sobre todo a favor de aquellos que en sus necesidades im ploren m i socorro. E n cuanto a este Pilar, él perm an ecerá aquí h asta el fin del m u n do, y n unca faltarán en esta ciudad los fíeles que h o n ren a Jesucristo.» De acuerdo con la Tradición, Santiago h ab ría edi ficado alrededor de la colum na u n pequeño edificio («ocho pasos de largo y dieciséis de ancho»,6 que son todavía las proporciones de la actual S an ta Capilla, rodeada y cubierta p o r la m o num ental basílica) y a continuación h ab ría p artid o hacia el m artirio que cuatro años después le esperaría en Jerusalén, siendo el prim ero de los Apóstoles que m urió p o r la fe. Pero, com o es sabido, su cuerpo h ab ría vuelto a E sp añ a dando origen a las peregrinaciones de C om postela. Los guerreros cristianos de la R econquista asegura rían haberlo visto en infinidad de ocasiones a lom os de un caballo blanco, encabezando las tropas cristia nas en la lucha contra los m usulm anes. El propio Don Quijote lo explica así a Sancho: «Mira que este gran caballero de la cruz berm eja háselo dado Dios a E s 6. M edidas equivalentes a 4,44 m de largo po r 2,22 de an cho. (N. del t.)
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paña p o r p a tró n y am paro suyo, especialm ente en los rigurosos trances que con los m oros los españoles han tenido; y así, le invocan y llam an com o a defensor suyo en todas las batallas que acom eten, y m uchas ve ces le h an visto visiblem ente en ellas, derribando, des truyendo, atropellando, destruyendo y m atan d o los agarenos escu ad ro n es; y d esta v erd ad te p u d ie ra tra e r m uchos ejem plos que en las verdaderas historias españolas se cuentan .» 7 No es el caso de sacar aquí a colación la en o rm e can tid ad de escritos p ro d u cid a a lo largo de los si glos p o r quienes n eg aro n y d efen d iero n la a u te n ti cidad h istó rica de la Tradición del P ilar que (no lo olvidem os) no se refiere u n a aparición, com o ta n ta s reg istrad as p o r la h isto ria posterior, sino u n a veni da, com o no se reg istra n in g u n a o tra en los anales cristianos. Lo que, en tre o tras cosas, da ta m b ién (si nos detenem os a pensarlo) u n a singular significación «ecum énica» a este lu g ar de culto que h a b ría sido establecido p o r u n ju d ío de n acim ien to , circu n ciso y educado en la ley m osaica, en u n m o m en to en que el Colegio de los A póstoles so sten ía en tre los c ris tian o s la u n id a d de la fe en aquel R esu citad o que m uy p uesto sería p u e sta en en tre d ich o p o r el es tru e n d o de las divisiones teológicas, de las «here jías» (tal y com o el propio Jesús, p o r lo dem ás, h ab ía anunciado). H ay u n hecho significativo al que hicim os antes referencia pero que no e stará de m ás repetirlo: a lo largo de los m uchos siglos de enfren tam ien to s en tre la sede episcopal de La Seo y El Pilar (tuvim os a n tes ocasión de ver lo p ersisten te y en carn izad a que fue dicha rivalidad) n u n ca se expresó la m ás m ín i m a du d a por parte de la «catedral rival» en to rn o a la venida de la Virgen en carn e m ortal a Zaragoza. Precisam ente, y sólo a p a rtir de aquel suceso «fuera de serie», se b asab an las asp iracio n es del sa n tu a rio 7.
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Don Quijote de la Mancha, II, LVIII.
del P ilar a o ste n ta r la p rim acía en la diócesis. Al no ser aquella T radición u n a «verdad de fe», sus rivales de la Seo h a b ría n p o dido cu estio n arla sin p la n tear n in g ú n p ro b lem a teológico. Pero el h ech o de que no fuera así puede servir p ara reflexionar sobre la fir m eza de u n a T radición que, en tre o tras cosas, no p o d ría d a r ra z ó n de su origen ni el que haya sido acep tad a con ta m a ñ a devoción, si v erd ad eram en te careciera de u n fu n d am en to histórico. De ahí que tam b ién sea m otivo de reflexión u n a coincidencia so rp ren d en te incluso p a ra el h isto ria d o r «laico»: desde el siglo xn (es decir, desde la re c o n q u ista de Z aragoza p o r los cristian o s) se co n m em o rab a la «dedicación de la iglesia» del P ilar cada 12 de octubre. Y com o todo el m u n d o sabe, sería al am an ecer de u n 12 de octu b re (repetim os que es u n a fecha que docum en to s fidedignos relacio n an desde hace siglos con las prin cip ales solem nidades «pilaristas») cuando Cristóbal Colón avistaría las costas de u n a tie rra d esco n o cid a al o tro lado del A tlántico. ¿Se tra ta de u n a sim ple coincidencia o es u n o de ta n tos aspectos del m isterio que está ligado a este lugar sagrado? Se da, p o r tan to , la c irc u n sta n c ia de que a co n secuencia de aquel doble «12 de octubre», la V irgen del P ilar es p a tro n a no sólo de A ragón sino ta m b ién R eina de la H ispan id ad , de los países de len g u a y cu ltu ra españolas. Las b an d era s de estos países ro dean am bos lados de la S an ta y Angélica Capilla en la que se alza el Pilar. Se tra ta de u n a co lu m n a de form a cilindrica y lisa, sin decoración alguna, de ja s pe, de 177 cen tím e tro s de a ltu ra y con u n d iá m e tro de 24 centím etros. D esde hace siglos, está re c u b ie rta de u n revestim iento de p la ta y bronce. Sobre esa colum na se alza u n a V irgen de m a d e ra negra, de 38 centím etros de a ltu ra y que, p o r su estilo, p a rece rem o n tarse a los siglos xiv o xv. Se tr a ta r ía de u n a sustitución de la im ag en original, au n q u e no se sabe cóm o era ésta. H ay que p recisar que la trad ició n 213
atribuye a los ángeles el tran sp o rte y asen tam ien to de la colum na, pero no el de la estatu a. P or tanto, las controversias acerca de la edad y el estilo de la p eq u eñ a im ag en no g u ard an en ab so lu to relació n con la verdad h istó rica o no de la venida de la Vir gen a Zaragoza. Lo cierto es que la colum na —p o r m uy antiguas que sean las referencias docum entales— n u n ca h a sido desplazada de su sitio. El edificio que se h a cons truido a su alrededor ha sido dem olido y recon stru i do en varias ocasiones, pero el Pilar h a perm anecido siem pre en su lugar, en el sitio preciso donde (según creen los fieles) los ángeles lo asentaron, p o r indica ción de la propia Virgen, p ara que fuera sím bolo de firm eza en la fe y señal de la existencia de u n lugar de m isericordia. D etrás de la C apilla hay u n a p eq u eñ a a b e rtu ra de form a oval que p erm ite b esar la colum na. R esul ta im p resio n an te d e sc u b rir que aq u ella p ie d ra ta n sólida h a sido h o ra d a d a con u n a p ro fu n d id a d de algunos centím etros p o r los labios de los fieles. H a sido en este caso el osculum , el beso, no la guita, la gota que cavat lapidem, la que h a excavado la piedra. A sim ism o el m árm ol del reclin ato rio sobre el que se apoyan los fieles p a ra b esar el p ilar lleva la am plia señal de las rodillas de in fin id ad de generaciones de peregrinos, venidos a p o strarse allí confiados en la verdad de las prom esas de la Virgen: «... el p o d er del Altísimo o b rará prodigios adm irables, sobre todo a favor de aquellos que en sus necesidades im p lo ren m i socorro». El principal arg u m en to u tilizad o p o r los que n ie gan la verdad histórica de la Tradición p ilarista es la del silencio que guard an las fuentes de la A ntigüedad. H ab rá que co n sid erar sin em b arg o que C aesaraugusta (o Cesárea A ugusta) está en tre las tres ciu d a des de E uropa que m ayor n ú m e ro de d estrucciones h a n sufrido. Antes de los devastadores asedios n ap o leónicos de 1808 y 1809, que u n a vez m ás la red u je 214
ra n a ru in as, en la A ntigüedad fue d estru id a p o r los vándalos, en el 409; después p o r los suevos en el 432; a co n tin u ació n p o r los visigodos, en el 475; m ás ta r de p o r los árabes, en el 712... ¡R esultaría realm ente extraño en c o n tra r docum entos de archivo sobre los orígenes del cristian ism o en u n lugar así!... Si bien no hay u n a im posible «docum entación es crita», existe sin em bargo ese «docum ento de piedra» que es el propio pilar. E sta colum na h a sido coloca da en u n lugar que ta n sólo u n loco h u b ie ra elegido p a ra edificar u n lu g ar de culto. Y es que la h isto ria a rq u itectó n ica del san tu a rio del P ilar es la de u n a lucha co n tra las inu n d acio n es p rocedentes del m uy cercano E bro y co n tra la n atu ra leza de u n terren o cenagoso, sobre el que p arece im posible co n stru ir n in g ú n edificio. E n efecto, en m u ch as ocasiones (adem ás recientes) el sa n tu ario co rrió el riesgo de d erru m b a rse y fu ero n precisos en o rm es gastos y grandes obras p a ra salvarlo. Si el hecho de la Veni da de la Virgen fuese u n a p iadosa invención o u n a leyenda m oralizante, su localización se h ab ría p ro ducido, sin duda, en u n lugar m ucho m ás idóneo. En cam bio, los fieles se vieron «obligados» a co n stru ir allí el san tu ario y n u n ca, com o antes dijim os, m o vieron el pilar de sitio. ¡Fue evidentem ente p o rq u e el sitio en el que debía alzarse la co lu m n a no h ab ía sido elegido p o r ellos!
ASPECTOS DE UNA TRADICIÓN
O tros aspectos de este cu lto a la Virgen ta n sin g u lar, au n dentro de la in m en sa v aried ad de las devo ciones m arianas, p u ed en servirnos de reflexión: p o r ejem plo, la can tid ad de m u jeres españolas y su d a m ericanas bautizadas con el nom bre de Pilar o la p ar ticu lar sem ejanza en tre el papel de E spaña, «colum 215
n a de la Iglesia», con su fortaleza v erd ad eram en te «de granito» e n la defensa de la orto d o x ia católica, y este Pilar; o el hecho de que u n tem p lo de la H is panidad se alce precisam ente a orillas del Ebro, que h a dado n o m b re a la p en ín su la Ib érica y que, tras n acer en C an tab ria, b a ñ a tierras de C astilla, La Rioja, N avarra y A ragón, p a ra finalm ente d esem b o car en C ataluña, sirviendo de nexo de u n ió n en tre los d i versos p u eb lo s que co n stitu y en esta g ran nación. Si realm en te el P ila r es u n m ensaje que el Cielo q u ería tra n sm itir y d e ja r —a todos, pero en especial a E s p añ a—, no e ra posible h allar u n lu g ar m ás sim b ó lico, «estratégico». Puede ser asim ism o objeto de reflexión el heroís m o que ha dem ostrado in sp irar el culto a ta n am able Señora. Lo experim en taro n a su costa los franceses en 1808. D espués de u n m es y m edio de asaltos, b o m bardeos y rabiosos encontronazos con arm as blancas no sólo con las tro p as regulares del ejército español sino, sobre todo, con el entero pueblo aragonés que can tab a aquella copla g u errera («La Virgen del Pilar dice que no quiere ser francesa...»), los intrusos tu vieron que levantar el asedio de Zaragoza y retirarse vergonzosam ente. Los franceses ten d rían que re ti rarse hasta de M adrid llevándose a aquel desdichado y ridículo José B onaparte, n o m b rad o rey sólo p o r el hecho de ser herm ano de aquel sanguinario advene dizo que se había auto p ro clam ad o «em perador». El propio N apoleón se ap resu ró a en tra r en seguida en E spaña y pocos m eses desp u és o rd en aría vengarse de Z aragoza (y de «su fanática superstición p o r u n a caduca Virgen») n ad a m enos que a Jean Lannes, el m ás querido y quizás el m ás brillante de en tre sus m ariscales. Seguirían dos m eses de lucha, casa p o r casa y habitación p o r habitación. La ciudad fue des tru id a y entre sus defensores se contaron sesenta mil m uertos. Según u n h isto riad o r francés, testigo de aquellos hechos terribles, ta n sólo d u ran te el asedio ro m an o a Jerusalén, en el año 70, se hab ría visto u n 216
heroísm o sem ejante entre los sitiados y u n tam añ o esfuerzo entre los sitiadores. La ban d era blanca sólo fue izada cuando nadie es taba en condiciones de resistir, entre otras cosas, p o r la p ro p ag ació n del cólera y sobre todo, cu an d o los franceses em pezaron a bom b ard ear el santuario, en el que nunca se interrum pió el culto. Un bom bardeo que fue u n a acción traicionera, porque la basílica había sido destinada a hospital y se había acordado tácita m ente respetarla. El m ariscal Lannes quiso vengarse de sem ejante «superstición» que había alentado u n a resistencia tan cara p ara sus tropas. De ahí que el va lioso tesoro de la basílica, todo lo que los fieles h a b ían donado al Pilar a lo largo de los siglos, fuera con fiscado en beneficio de los franceses. Pero a aquel arrogante m ilitar que se vanagloriaba de su acción, al guien le recordaría la advertencia de u n au to r m ísti co de tiem pos pasados: «Jesucristo soporta y perdona cualquier ofensa hecha a Él. Pero no soporta ni p er dona los insultos que se le hagan a Su Madre.» El m a riscal respondería, entre risas, que aquella Virgen no había podido im pedir la caída de Zaragoza. La confiscación del tesoro, en m edio de burlas y blasfem ias, tuvo lugar el 22 de febrero de 1809 m ien tras pesaba sobre la ciudad el terrible h ed o r de miles de cadáveres insepultos y en descom posición. Exac tam ente tres meses después, el 22 de m ayo de aquel m ism o año, en Essling, en el transcurso de la cam p a ñ a contra Austria, u n a bala de cañón destrozaba las dos piernas del m ariscal Lannes, que c o n tab a sólo con cuarenta años de edad. Los cirujanos que le cor taro n las piernas tuvieron que escuchar las súplicas e insultos del herido que, en su desesperación, no que ría morir, tras haber llegado a la cum bre del h o n o r y la fama, adem ás de a la de la riqueza. N apoleón era m uy generoso con sus m ás fieles colaboradores. De ahí que el propio em p erad o r en persona viniese a im plorar (se dice que fue la p rim era vez) p o r aquel fa vorito suyo y a espolear a los m édicos p ara que h i 217
cieran lo im posible p ara salvar al soldado al que poco tiem po atrás n o m b rara duque de M ontebello, en tre otros hechos p o r la to m a de Zaragoza. L annes m u rió algunas h o ra s después, tras in te n ta r a ferrarse a la vida h asta el últim o m om ento. Perdió las dos p iern as aquel que, exactam en te tres m eses antes, se h a b ía m ostrado orgulloso de saq u ear el san tu ario de u n a Virgen que —según h ab ía oído decir— «hacía que las piernas volvieran a crecer», pero su reacció n h ab ía sido reírse a carcajadas. Nos lim itam os, p o r supuesto, a n a rra r objetiva m ente la sucesión de los acontecim ientos. A cada uno le toca después extraer las conclusiones y las p au tas de reflexión que m ás le agraden. Con todo, no h a b rá que olvidar u n a realidad: que esa interpretación de la historia que pretende racionalizarlo todo, con la exclu sión de cualquier m isterio, es precisam ente la que m e nos es capaz de com prender los hechos, pese a que se autoconsidere com o la ú n ica «objetiva», la única esti m able p ara el «hom bre que ya es adulto». No obstante, y cen trán d o n o s en u n plano m e ra m en te «histórico», la ex trem a resisten c ia de Z a ra goza, dirigida toda ella en n o m b re de la Virgen del Pilar, contra los que se h ab ían atrevido a h acer p risio nero al Papa Pío VII, a saq u ear las iglesias y obligar al clero a exiliarse o a p re s ta r ju ra m e n to al tiran o , no puede decirse ciertam en te que fuera inútil. Sin ir m ás lejos, ésta es la opinión de Eugeni Tarle, el m ás destacado historiado r soviético de la época de N ap o león, u n investigador que vivió en tiem pos de Stalin: «E uropa fue sacudida y a to rm e n ta d a p o r el co n tra s te en tre el heroico co m p o rtam ien to de E spaña, y en p a rtic u la r de Z aragoza, y la ap o ca d a su m isió n de p ru sian o s, austríacos y to d o s los dem ás. D esde las ru in a s hum eantes de la in d ó m ita capital arag o n esa se alzó u n ejem plo que llevaría fin alm en te a la re belión.» No nos es posible d e te n e rn o s con m ás p ro fu n d id ad en el tem a «pilarista» y ta n sólo bosquejam os 218
algunas ideas, entre o tras m u ch as posibles. G randes m ísticas de la talla de la v en erab le A nna C aterina E m m erick, u n a alem an a m u e rta en 1824, que reci b iera los estigm as y que actu alm en te está en proce so de beatificación, o de la venerable sor M aría de Jesús de Agreda, co n tem p o rán ea del «suceso de Calanda» y ap reciad a consejera esp iritu al de Felipe IV, h an sido u n án im es en co n firm ar la trad ició n de la venida de la Virgen a Z aragoza p o r m edio de sus vi siones y revelaciones privadas. C iertam ente, éstas no son «de fe». Pero deben ser an alizad as con el respe to que m erecen. B astará con añ a d ir aq u í la observación hecha por u n «pilarista» que se en co n trab a p o r encim a de las polém icas de los expertos sobre la histo ricid ad de la «venida de la Virgen en carne m ortal»: «Yo no sé si, aquel 2 de enero del año 40, M aría vino realm en te aquí. Lo que sé es que, con to d a seguridad, ahora está aquí, pues desde hace siglos, p o r no decir de m i lenios, aquí acoge y escucha —p aciente y m isericor diosa— a sus hijos.» E sto es lo que a tra e desde siem pre al Pilar a las m uchedum bres, indiferentes a las polém icas eruditas de «pilaristas» y «antipilaristas». Ante cualquier repa ro de tipo intelectual, el pueblo devoto o pondrá los hechos experim entados p o r él m ism o; y se arro d illa rá p a ra besar p o r enésim a vez la colum na, a la salud de los historiadores. No cabe d uda de que éstos son necesarios y valiosos pero, con frecuencia, hay entre ellos especialistas de la d u d a a priori. Ese pueblo de voto rezará tam b ién — ¿por qué no?— por d eterm i n ad o s teólogos, expertos en litu rg ia u otros tantos p rofesores que —en n o m b re de su ab stracto con cepto de fe— tu e rc en la nariz fren te a esta «religio sid ad popular» que no entiende de los esquem as y teo rías de los intelectuales eclesiásticos. R esulta cu rioso que cuanto m ás se califiquen éstos de «dem ó cratas» , m ás alérgicos se m u e stra n respecto a ese fenóm eno popular p o r excelencia que es la devoción 219
m a rian a a g ru p a d a en to rn o a los san tu ario s, y que reúne a h o m b res y m ujeres, niños y adultos, ricos y pobres, sanos y enferm os, blancos y negros, en el m ás absoluto y espon tán eo interclasism o. Pero volvam os de nuevo a nuestro tem a de Calanda. Decíam os que se tra ta de u n m ilagro único ; pero único es tam bién el contexto religioso, el del Pilar (por lo dem ás, con la riqueza de u n a m ilenaria tradición de m ilagros) en el que se inserta el Gran Milagro. R ecordem os, en tre o tras cosas, lo que señ aláb a m os an terio rm en te: que en aquel 1640 se cum plían los dieciséis siglos de la venida de la Virgen en carne m o rtal a Z aragoza. P or si fu era poco, el m ilagro de M iguel Ju a n Pellicer sucedió tam b ién de noche (lo que no es frecuente, en la h isto ria de los m ilagros m arianos), b astan te próxim o a la h o ra de la m ed ia noche en la que la trad ició n sitú a la ex trao rd in aria ap arición en el cielo de Caesarea Augusta , ante la m i ra d a de S antiago y sus ocho discípulos. A todo lo a n te rio r h a b ría quizás que añ a d ir esto: C alanda es, com o ya sabem os, u n «anticipo de la resurrección». La carn e que le h ab ía sido am p u tad a a M iguel Juan, y que estab a d esco m p u esta p o r la gangrena, volvió a ap arecer con vida tras dos años y cinco m eses de h ab er sido en terrad a. Lo m ism o su cederá con la carne de todos los hom bres, según afir m a la fe del cristiano, que no cree en la «salvación del alm a» sino en la «resurrección de los m uertos». No en la inm ortalidad del «espíritu» sino en la de la «persona», un com puesto in sep arab le de esp íritu y m ateria. Además, la resu rrecció n de Jesús, anticipo de n u estra propia resu rrecció n , tuvo lugar en la os cu rid a d de la noche. E ra u n a noche de p rim avera, com o la de aquel 29 de m arzo en C alanda, u n lu g ar pobre, abrupto y áspero com o el de Judea. A ñadirem os asim ism o o tro sorp ren d en te p arale lismo: el que, con la in tu ició n del artista, tra z a ra el h u m ild e y anónim o p in to r local que p in tó al fresco la decoración de la capilla que ocupó en C alanda el 220
lugar de la h ab itació n en que sucediera algo tan in sólito. E n esas p in tu ras puede verse a u n lado a u n ángel que lleva u n a colum na, el pilar de piedra. En el lado opuesto, otro ángel lleva u n a pierna, el pilar de carne. E n el m u n d o de los sím bolos de cu alq u ier tra d i ción, u n a co lu m n a de p iedra y u n a p ie rn a h u m a n a se inscriben en la m ism a categoría, la u n a descansa sobre la otra. ¿E stam os ante o tra «coincidencia» ca sual o se trata, m ás bien, de otro «signo» de a u ten ticidad?
«COSAS DE ESPAÑA»
H a llegado el m om en to de volver a u n a de las cues tio n es que d eb atíam o s al com ienzo de este libro: ¿por qué precisam ente este m ilagro, que es el Miraculum a saeculo non auditum (según u n a expresión litúrgica), que objetivam ente es el «M ilagro insólito en la historia», no parece h ab er tenido la reso n an cia universal que h u b iera m erecido? E n realidad, tuvo resonancia, al m enos en E sp a ñ a y en los territorio s europeos donde aú n se m a n te n ía (si bien discutida) la influencia española, com o es el caso de Flandes, en tre las actuales Bélgica y H olanda. E n esta zona, el pad re D eroo efectuó algu nas investigaciones, pero algo sim ilar quedaría p o r h a c e r respecto a la Italia «española», em p ezand o p o r N ápoles y Milán, y a la A m érica hispana. Según al g u n as fuentes, en sus vagabundeos tras la curación, M iguel Ju an se h ab ría dirigido a C erdeña, entonces d irectam en te ligada a la co ro n a de Aragón, u n viaje negado por algunos histo riad o res, au nque nadie ha profundizado nunca en la cuestión. Aprovecho, en consecuencia, p a ra señalar que, a p e sa r del esfuerzo realizado tam bién en la actualidad 221
p o r excelentes (pero poco num erosos) investigadores y especialistas españoles, queda todavía m ucho p o r investigar, d e sc u b rir y p ro fu n d izar. A unque, com o hem os te n id o ocasión de ver, no falte n a d a de lo esencial p a ra e n m a rc a r só lid am en te el h ech o en su época h istó rica, sería deseable que alg ú n joven se lan zara p o r el cam ino de la investigación, especial m ente en archivos europeos todavía no estudiados. E ntre ta n to s estudios históricos repetitivos, cuando no carentes de interés, ¿qué esfuerzo p o d ría ser m ás laborioso (pero a la vez m ás ap asio n an te) que el in vestigar sobre u n suceso en el que el tejido de la h is to ria parece desgarrarse u n a vez m ás dejando quizás atisb ar el M isterio que está «más allá»? R especto a la resonancia «internacional» del m i lagro, hay que decir que h a quedado am o rtiguada p o r diversos factores. A algunos ya nos hem os referido antes. Así, unos m eses después de m arzo de 1640 dio com ienzo la prolongada y san g rien ta in su rrecció n de C ataluña, casi sim ultánea a la de Portugal, país que d u ran te sesenta años h ab ía estado unido a la Corona de E spaña y que ah o ra conseguiría alcan zar su in d e pendencia. Algunos años m ás tard e estallaría o tra re vuelta en el virreinato de N ápoles encab ezad a p o r M asaniello. S acudida por revueltas internas, E sp añ a vivía la ú ltim a y desastrosa etap a de la guerra de los Treinta Años (una de las m ás largas, sangrientas y en carn i zadas de la historia en la que m edia E u ro p a fue de vastada), que se prolo n g aría h asta la Paz de Westfalia (1648), aunque no en lo que respecta a la violenta confrontación con Francia, que nos llevaría a la g ra vosa —p ara E spaña— Paz de los Pirineos h asta 1659. P ara la m ayor parte del te rrito rio europeo, de n o rte a sur, fueron décadas de d estrucción y calam idades, con frentes de g uerra y alian zas cam biantes. A los azotes bíblicos de la g u erra y el h am b re se añ ad iría el de la peste, que afectaría m uy especialm ente a Ara gón, donde la encontraría, com o ya dijim os, el car 222
denal de Retz. Precisam ente en el otoño de 1640, don G aspar de G uzm án, conde-duque de Olivares, escri bía en u n inform e al rey: «Este año será considerado com o el p eo r que esta m o n arq u ía haya visto jam ás.» E ntre las infinitas desgracias españolas de 1640 es tuvo tam b ién el que no llegara la flota de las Indias: los barcos cargados de plata, oro y especias fueron hundidos p o r las tem pestades o cap tu rad o s p o r los piratas ingleses y holandeses. E n consecuencia, el am biente no era ciertam ente favorable a la difusión de la noticia de u n m ilagro, p o r m uy e x tra o rd in ario que fuese, acaecido en u n territo rio periférico y despoblado. Además, h ab ía su cedido dentro de las fronteras de u n a E sp añ a co n tra la que se aliaron a lo largo de los siglos las fuerzas m ás p o d ero sas y d iv ersas p a ra ed ificar la leyenda negra de la tiranía, la am bición, la política incom pe te n te y la p re su n c ió n arro g an te. Pero, so b re todo, de fanatism o religioso, de «superstición católica». El m undo islám ico no olvidaría ni p e rd o n a ría la R e conquista; el m un d o judío, la expulsión de 1492; los p ro testan tes, la fidelidad al P apa y la ferviente d e voción a M aría; los racio n alistas ilustrados, la In quisición; los n o rteam erican o s, la colonización de ta n tas tierras al su r de su país; los jacobinos de to d a condición, la resisten cia in q u eb ran tab le co n tra N a poleón, el hijo de la Revolución; los ingleses, el p ro yecto de los A ustrias de u n a E u ro p a u n id a en to rn o a u n a cu ltu ra latin a y católica; y, m ás tarde, los co m unistas, socialistas y an arq u istas, la d erro ta de los años trein ta en el siglo x x ... ¡Pocos países en el m u n do h an tenido tan to s enem igos com o este país al su r de los Pirineos! Así pues, los escasos y ocasionales signos de dis cusión en torno al «suceso de Calanda» se q u ed aro n en la superficie, pues nadie pareció preo cu p arse de profundizar en ellos. E ran «cosas de E spaña», es de cir, algo sospechoso a p rio ri de superstición y fan a tism o, de algo inaceptable p ara u n a m entalidad «ilus 223
trada». T anto es así que resulta inútil an alizar aquí las objeciones y dificultades argum entadas co n tra la ver dad de los hechos que hem os relatad o en este libro. No existió p rácticam en te discusión po rq u e tam poco hubo in fo rm ació n , a excepción de las pocas líneas a p resu rad as, llenas de inexactitudes y ad em ás m a n ipuladas (el «prétendu miracle...») del card en al de Retz; al tiem po que en el extranjero no se leían ni se trad u cían las no tan num erosas y a m en u d o poco efectivas referencias de autores españoles. E scasa reso n an cia ten d ría asim ism o la relación del m ilagro —pese a ser precisa y convincente— que se publicó, a m ediados del siglo xvm, en los am plios volúm enes de la Acta Sanctorum de los B olandistas, el grupo de jesuítas que, con profusión de d o ctrin a y espíritu crítico, p asaro n p o r el tam iz de la crítica la hagiografría católica, y no vacilaron, en caso n ecesa rio, en rech azar tradiciones p o r m uy ilustres que fue ran, provocando enérgicas reacciones en los devotos afectados.8 E n cam bio, sobre el M ilagro y su veraci dad histórica (como, p o r lo dem ás, sobre la Tradición del Pilar), aquellos hijos de san Ignacio no tuvieron reparo alguno. Esto resulta especialm ente significati vo, dado su im ponente —aunque necesario e im p ar cial— rigor de historiadores profesionales. El tratad o de los B olandistas sobre el «caso Pellicer» te rm in a con estas elocuentes palabras: «¿Qué m ás puede de sear el hom bre p ru d en te p ara afianzar su fe?» Pese a todo, p a ra ech ar abajo u n aco n tecim ien to que, de profundizar en él, p o d ría resu ltar v erd ad e ra m ente em barazoso, se recu rrió incluso a alguna que 8. Los bolandistas tom an su nom bre del padre Boland, que firm aría en el siglo xvm los prim eros volúm enes del Acta Sancto rum, colección destinada a publicar, tras una severa depuración crítica, los relatos de vidas de santos de todos los tiem pos y p aí ses. Los trabajos de los b o landistas se publicaron a lo largo de varios períodos, forzosam ente interrum pidos por hechos com o la supresión de la C om pañía de Jesús o la Revolución francesa, en tre 1643 y 1867. (N. del t.)
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o tra argucia. P or ejemplo, en H olanda, donde estab a en cen d id a la llam a del e n fren tam ien to en tre c a tó licos y p ro testan tes, estos últim o s d ifu n d irían la n o ticia (que evidentem ente carecía de fu n d am en to ) de que h ab ían escrito a los canónigos del P ilar p a ra o b ten er inform ación sobre los ru m o res en to rn o a u n a p iern a re b ro ta d a nuevam ente. De Z aragoza h ab ría n recibido la resp u esta de que se tra ta b a de invencio nes supersticiosas, que el p ropio clero católico era el prim ero en rech a zar y c o m b a tir...9 Si lo de los calvinistas holandeses h ab ía sido u n a m e n tira p ro p ag an d ística, es cierto que in m e d ia ta m en te después del M ilagro, ni el p a p a —ni R om a en general— hiciero n n ad a p o r darlo a co n o cer a la Iglesia universal. Pero h ab ía tam b ién razo n es p o lí ticas. Como sabem os, U rbano VIII, el p ontífice re i nante, fue inform ado p o r jesu itas españoles venidos a R om a p a ra reu n irse en capítulo, p ero sólo p u d o alegrarse en privado. Y es que en aquel m o m en to los dos principales rein o s católicos, F ran cia y E sp añ a, se en fren tab an en u n a g u erra a m uerte. ¿Cóm o p ro clam ar urbi et orbi aquel m ilagro in au d ito que h ab ía tenido lugar en E sp añ a sin provocar la violenta reac ción de los franceses?
HUME Y COMPAÑEROS
El au to r m ás im p o rtan te de los que se h an ocu p ad o de nuestro caso (o m ejo r dicho, de los que lo d esp a ch aro n apresuradam en te) es, sin duda, David H um e, el filósofo em pirista escocés, m ás cercano al ateísm o que al deísm o, tan de m o d a en su siglo xviii. Com o 9. Así lo recoge el h isto ria d o r aragonés M ariano N ougués y Secall en su Historia crítica y apologética de la Virgen Nuestra Señora del Pilar, M adrid, 1862, p. 173. (N. del t.)
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es sabido, p a ra H um e la religión tien e su origen en el m iedo y la necesid ad de b u scar p ro tecció n y con suelo frente al dolor y la m u erte... E n la sección dedicada a los Milagros de sus En sayos filosóficos sobre el entendimiento hum a n o , en la edición definitiva de 1758, H u m e se refiere asi m ism o al card en al de Retz com o su ú n ic a fuente de conocim iento del m ilagro de C alanda. Lo in serta en u n p lan team ien to con el que p reten d e d em o strar la im posibilidad (o p o r lo m enos, la ab so lu ta indem os trab ilid ad ) de cu alq u ier hecho «m ilagroso». Ya h e m os tenido ocasión de co m p ro b ar que ta n to en este caso com o en la to talid ad de su autobiografía, el car denal de R etz ejerce m ás de literato o de a u to r de anécdotas pintorescas que de historiador. Y adem ás, en el tem a que nos ocupa, al card en al le toca ta m bién so p o rtar las distorsiones del filósofo escocés, al atrib u irle u n escepticism o que no aparece en ab so luto en el texto original, donde se n a rra el suceso sin n in g ú n tipo de com en tario s. H um e u tiliza el te sti m onio del cardenal p a ra calificar el suceso de «san to engaño», «falsedad, tram p a e ingenuidad» y de «su puesto m ilagro de Zaragoza». Al igual que su fuente de origen francés, tam p o co el filósofo conoce el n o m b re de Calanda. E n consecuencia, David H um e llega a la expeditiva conclusión de que no m erece la p en a discutir de sem ejante p ro d u cto «del fanatism o, la ignorancia, la p icard ía y la bribonería». E n defini tiva, p ara el filósofo escocés, el cardenal estaría en lo cierto al suponer (volverem os a rep etir que el card e nal no hizo tal cosa) que «un relato sem ejante lleva inscrito en la cara su p ro p ia falsedad, au n q u e se ap o ye en cualquier testim o n io h um ano; y es m ás a su n to de risa que de argum entación». E n definitiva, estam os en el terreno de los estereo tipos ideológicos m ás ab so lu to s, en la cárcel de u n rechazo a la vez ap rio rístico y desinform ado. Se tr a ta de u n apriorism o que rech a za con te rq u e d ad el in form arse y que co n sid era in ú til p erd er el tiem po 226
en ridiculas h ab lad u rías. Lo que no deja de ser u n a paradoja sorprendente, si tenem os en cu en ta que p ara este filósofo no existe o tra fuente de co n o cim ien to que la experiencia. Pero precisam ente, en este caso, H um e rech a za enfren tarse a ese «objeto prim ario» de la experiencia que es la realid ad objetiva, que son los hechos. ¡Curioso em pirism o! Si tal es la p o stu ra de u n «grande» com o David H um e, no puede esperarse n ad a distin to o m ejor de otros autores, de los «pequeños», que sólo se h an li m itado a d a r vueltas a los prejuicios en el caldo de la m ás co m p leta d esin fo rm ació n . E sto s au to res —poco num erosos, displicentes e ingleses en su m a y o ría— creen te n e r la sa rté n p o r el m an g o re c u rriendo a los arg u m en to s m ás devaluados: el «m ila gro» fue ideado p o r los canónigos del san tu ario de Z aragoza p a ra in ten sificar la devoción a su Virgen (cuando en realid ad hem os visto que p recisam en te el Cabildo del P ilar quedó excluido del proceso); fue algo im puesto p o r la Inquisición, siem pre favorable al fom ento de la su p erstició n (pero en realid ad era todo lo co n trario ); y se ab u só de la cred u lid ad de aquellos españoles fanáticos e ignorantes, al p ro p o r cio n ar a u n cojo u n a p ró tesis o rto p éd ica m uy b ien elaborada (ni siquiera m erece la p en a rep licar a esto, lim itán d o n o s si acaso a rem itirn o s al relato de los hechos y a las consideraciones que hem os hecho so bre este p articu la r).10
10. Los im pugnadores del m ilagro de C alanda p roceden, sobre todo, de Gran Bretaña, em pezando p o r el teólogo anglicano E dw ard Stillingfleet en 1673. E n el siglo xvm, y sin otra fuente de referencia que el conocido p asaje de las Memorias del card en al de Retz citado por David H um e, los críticos son el obispo angli cano Jo hn Douglas, el teólogo escocés George Cam pbell y al ta m bién teólogo anglicano W illiam Paley. En el siglo xix hay que ci ta r asim ism o a un joven Jo h n H enry N ew m an (futuro card en al de la Iglesia católica, tras su conversión) en su etapa anglicana.
(N. del t.)
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SI REALMENTE FUE ASÍ
Com o p u ed e apreciarse, estab a en lo cierto el h isto ria d o r L ea n d ro A ína N aval que, tra s a n a liz a r las lim itad as y o casio n ales «controversias en to rn o al M ilagro», llegaba a la siguiente conclusión: «Como se ve, n in g ú n arg u m e n to serio, n in g u n a base cien tí fica, p u ro ap rio rism o neg ativ o .» 11 Pero a lo largo de los siglos xix y xx, ni siq u iera existió ese «apriorism o», sino lisa y llan am en te el si lencio. Un silencio de los autores «laicos», p o r supues to, pero tam bién, al m enos fuera de E spaña, de los au to res «católicos». Salvo raras excepciones (y siem pre, b asándose en u n a d o cu m en tació n im precisa), el arg u m en to del «m ilagro de Calanda» ni siquiera fue utilizad o p o r los m ás com bativos apologistas de la fe. Se diría que desconocían que lo tenían, a m an era de as im previsto, en tre sus cartas. S in em bargo, este m ilagro es p recisam en te (¡pa la b ra de incrédulo!) el que «si se p ro d u ciera, sería irrebatible para todo el m undo», el m ilagro que siem pre h an exigido los Voltaire de todos los tiem pos. Es ju sta m en te el que (tuvim os antes ocasión de verlo) responde a la condición p u esta p o r el m ism o Voltai re. Es decir, la de ser certificado ante n o tario y con escritu ra pública, acto seguido, en el m ism o lugar de los hechos, tras in terro g ar bajo ju ram en to a testigos oculares y cualificados... Aquel E rnest R en án que llegó a ser la «bestia n e gra» de la apologética cató lica a finales del siglo xix y p rin cip io s del xx, h a b ía afirm ado: «B astaría ta n sólo con un m ilag ro v e rd a d e ra m e n te d e m o stra d o p a ra reb atir el ateísm o.» P o r p arte de los católicos, 1 11.
Leandro Aína Naval, El milagro de Calanda a nivel his
tórico..., p. 388.
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se in te n tó re b a tir el ateísm o de m uy diversas m an e ras, a m e n u d o inteligentes (y hay que reco n o cer que tam b ién convincentes, den tro de la aco stu m b rad a ló gica del Dios «que aparece y se oculta»). Pero, en la m ayoría de los casos, sin tan siquiera so sp ech ar que u n a posible resp u esta al desafío del ateísm o se en co n tra b a en el aislado Bajo Aragón. M ás de tres siglos y m edio después, hay que reco nocer que las posibilidades p ara la credibilidad de la fe de aquel suceso de Calanda parecen estar aún p rác ticam ente intactas. E n consecuencia, ¿no podría esta p iern a ser u n a especie de garfio que sirviera p ara ab rir brecha en la razón del hom bre —en especial, la del hom bre de la posm o d ern id ad — y al m enos h a cerle reflexionar ante el M isterio? E n cualquier caso, hay que ser lógicos; y, p o r ta n to, coherentes. A ceptar (es decir, rendirse, resignarse) la realidad sobre la piern a de C alanda no significa ún icam en te rebatir el ateísmo , p o r em p lear u n a ex p resión del ex sem in arista R enán, que se convertiría en el can to r de la ciencia y la filan tro p ía burguesas del siglo xix y que sigue siendo un o de los p ro to ti pos del agnosticism o. El franciscano p a d re A ntonio Arbiol y Diez, en su h isto ria del Pilar, ed itad a en Zaragoza en 1718, y que lleva el significativo título de España feliz por la milagrosa venida de la Rey na de los Ángeles María Santísim a , viviendo aún en carne mortal, a la dicho sa ciudad de Zaragoza, concluye de esta m a n era su referencia a nuestro Milagro: «Con él se p rueba verda deram en te la resu rrecció n de los m uertos, la verdad de los m ilagros en la Iglesia católica y la fuerza de la intercesión de M aría Santísim a.» E n n u estra época, Tom ás D om ingo Pérez, d es pués de u na labor de d écadas dedicadas a la reco n s tru cc ió n histórica del caso, resu m e así su estudio: «Con el consabido resp eto a la in e scru tab ilid ad de los designios de Dios, creo que p u ed e seg u ir a fir m ándose sencillam ente que en el m ilagro de la resti 229
tución de la p ie rn a a M iguel Ju an Pellicer hay u n a clara m an ifestació n de que no p u ed en fijarse lím ites ap rio rístico s a la omnipotencia divina , u n a co n fir m ación de la validez y eficacia de la intercesión de Nuestra Señora y u n a expresión de la co m p lacen cia divina en la religiosidad popular , que, fu n d ad a cier tam ente en la p ráctica sacram en tal cristo cén trica, se m anifiesta ta m b ién en la devoción a la Virgen M aría en sus advocaciones locales, expresadas con sencillas oraciones y p rácticas p iad o sas.» 12 Quien, p o r experiencia directa, conozca a las m u l titu d e s en o ra c ió n en el m o n u m e n ta l ed ificio de Z aragoza no sólo entien d e sino que ta m b ién da su plena co nform idad a lo que m osén Tom ás D om ingo Pérez añade a continuación: «Esta religiosidad sen cilla y honda, sacram en tal y devocional a la vez, es p recisam en te u n a n o ta cara cterística del san tu a rio del Pilar, in sep arab le de la h isto ria del m ilagro de C alanda.»13 P or lo dem ás, h a b rá que te n e r la suficiente cohe ren cia p a ra llegar a esta conclusión: que si «Calan da» es verdad, el Dios al que nos rem ite no es u n Dios «genérico», sino que es —p lenam ente, au n q u e p a ra algunos resulte escan d alo so — el Dios «católico». Si aquel suceso es «verdad», esto su p o n e u n a especie de clara y explícita g aran tía celestial no sólo a la fe de la Iglesia sino tam b ién a sus devociones y tra d i ciones, em pezando p o r la de «venida de la Virgen» a Z aragoza, para ase n ta r u n a co lu m n a que fu era sím bolo de firm eza y m isericordia. Si es «verdad», hay en él u n «sello», u n «beneplácito» divino, cuyas conse cuencias lógicas van m u ch o m ás lejos...
12 . 13.
230
Tomás Domingo Pérez, El Milagro de Calanda..., p. 22. Ibídem.
POR ENCIMA DE TODO
La referencia del citado h isto riad o r (y teólogo) espa ñol de n uestros días a que no es legítim o fijar lím ites a la om nipotencia divina nos perm itirá, cuando esta m os llegando al final del libro, saltar u n a serie de es quem as preconcebidos. E n p rim er lugar, esos esquem as teológicos que, en el m ejor de los casos, desearían que el m ilagro traspa sara o pusiera en suspenso las leyes de la naturaleza pero no que las quebrante. E n cam bio, en este suceso esas leyes son queb ran tad as de m odo repentino, no sólo p o r el hecho de la «reim plantación» in stantánea de u n pedazo de carne enterrado desde hacía varios años a m ás de u n cen ten ar de kilóm etros de distancia y que tendría que haberse descom puesto tiem po atrás; sino que tam bién (si lo pensam os detenidam ente) se quebrantan todas las leyes al confrontarnos con algo que resulta inconcebible p o r definición. Es decir, el hecho de an u lar algo que ha sucedido, algo que ya ha tenido lugar, y de u n a m an era evidente. En este caso, se trata de u n a terrible operación —y desde el pu n to de vista hum ano, sin posibilidad de reto m o — con u n a sierra y unos hierros candentes m anejados p o r u n ci rujano y sus ay u d an tes. E n C alanda h a habido u n a especie de «vuelta atrás» que produce vértigo sólo de pensarlo: es la «vuelta» a casi tres años antes, a Cas tellón de la Plana, cuando aquel cam pesino de veinte años no se había caído aú n de su cabalgadura, cu an do la rueda del carro no le h ab ía destrozado aú n la pierna derecha. Más allá de nuestros p lanteam ientos intelectuales, se diría que parece existir u n a confirm ación de algo que u n creyente te n d ría que d a r p o r su p u esto , pero que, a m enudo, no p arece que fuera así: nihil Deo impossibile est, para Dios no hay n ad a im posible (Le. 1, 231
37). N ada. Ni siquiera el hacer que lo que h a sucedi do no suceda, que lo irreparable sea rep arad o . Pero existe ta m b ién otro esquem a preconcebido, al que m e refería tam b ién en la p rim e ra p a rte del li bro, y que h a sido tam b ién el mío: u n Dios que h a elegido la d iscreció n de la p en u m b ra; u n C reador om nipotente p ero que —p ara preserv ar la lib ertad de Sus cria tu ras— facilita «la suficiente luz p a ra creer», pero deja, al m ism o tiem po, «alguna so m b ra p a ra p o d er dudar». Ya he señalado an terio rm en te que m e h a p areci do h ab er en co n trad o u n a co n tin u a co n firm ació n de estas «reglas del juego» con el E tern o y el Infinito a lo largo de m uchos años de estudio, investigación y reflexión sobre la Revelación y la actu ació n en la h is to ria del Dios cristiano. C itaba com o ejem plo el co nocido caso de P eter van R udder, el ja rd in e ro belga que vio asim ism o cu rad a su pierna, p o r in tercesió n de M aría, bajo la advocación no de N u estra S eñora del P ilar sino de la In m ac u lad a Virgen de Lourdes. S eñalaba adem ás que, a p esar de la im p resio n an te d ocum entación y, aú n m ás, pese a la evidencia del suceso (pues aquel h o m b re h ab ía salido p o r la m a ñ a n a a rrastrán d o se sobre sus m uletas, p ero volvió p o r la tarde cam inan d o tran q u ilam en te, d isp u esto a re a n u d a r su trabajo), siem pre hub o alguien que e n c o n tra ra u n pretexto p a ra dudar. No es p a ra escan dalizarse; si acaso, es la en ésim a co n firm ació n de u n a estrategia divina.
EN FÁTIMA
Volviendo a esos «signos» de lo divino que son las apariciones m añanas, direm os que la existencia de u n pretexto cualquiera p ara d u d a r parece estar tam b ién a salvo en lo que Paul Claudel califica de «explosión 232
desbordante de lo sobrenatural en u n m undo aprisio nado p o r la m ateria». Nos referim os a Fátim a. N inguna o tra m anifestación m arian a había conta do con sem ejante ap arato de señales m isteriosas y a la vez perceptibles p ara todo el m undo: el relám pago que precedía a las apariciones; el tru en o que acom p añ ab a el final de algunas de ellas; el debilitam iento de la luz solar, h asta el p u n to de poder distinguirse al m ediodía la luna y las estrellas y producirse u n des censo de las tem peraturas; la nube blanca que envol vía a los videntes y al árbol sobre el que se situaba la Aparecida; las colum nas de hum o «como si los ánge les agitasen incensarios invisibles»; el globo lum inoso que p arecía llevar y tra e r a la S eñora el 13 de sep tiem bre (cuando tuvo lugar u n a lluvia de pétalos blan cos o quizás de copos de nieve). Pero sobre todo, en Fátim a, el 13 de octubre de 1917, d u ran te la sexta y ú ltim a aparición, se produjo el G ran M ilagro conocido com o el del «baile del sol» y que —en palabras del principal especialista de aque llos hechos— fue así: «Según testim onio u n án im e constó de dos elem entos: u n m ovim iento de rotación vertiginosa del astro, que tom ó todos los colores del arco iris, p ro y ectán d o lo s en to d as las direccio n es sobre la m ultitud, y después u n m ovim iento de tras lación hacia la tierra en tres m om entos sucesivos» (Joaquín M aría Alonso). Com o es sabido, aquel im p resio n an te fenóm eno celeste, destinado a atestig u ar la verdad de la A pari ción, había sido anu n ciad o previam ente p ara aquella fecha tres m eses antes —d u ran te la tercera visión, el 13 de julio— y la S eñ o ría volvería a p ro m eterlo en otras dos ocasiones. H asta el p u n to que los p erió d i cos de Lisboa h ablab an del tem a desde hacía tiem po, lo que atraería a la Cova de Iría a unos cin cu en ta m il peregrinos, o sim ples curiosos, en tre los cuales h a bía m uchos incrédulos. Allí se en co n trab a —ju n to a o tras au to rid ad es— el m in istro (m asón d eclarado) de E ducación N acional p erten ecien te a u n gobierno 233
de m arcad o c a rá c te r anticlerical. Al igual que m u chos otros periodistas, allí estaba ta m b ién Avelino da Almeida, re d a c to r jefe de O Seculo, el periódico de la bu rg u esía liberal portuguesa, que h a sta entonces se h ab ía m o stra d o com o escéptico y b u rló n ante lo sucedido en F átim a. Con sus tres célebres artículos —acom pañados p o r fotografías de u n a m u ltitu d al b o ro tad a y con la vista clavada en el cielo— , aquel p erio d ista en tró en la h istoria, pero a rru in ó su ca rre ra en tre sus lectores incrédulos. Sin em bargo, no h abía hecho m ás que cu m p lir con su obligación de periodista: d a r testim o n io de u n hecho a la vez inex plicable y objetivo, co m p ro b ad o p o r él en persona. Las declaraciones de los testigos sobre la verdad de aquel fenóm eno —que d u ró m ás de diez m in u tos— son innum erables. P or tanto, resu ltaría im p o sible negarlo. Y sobre todo, recordem os que fue p re dicho varias veces precisam ente p ara el día en que de verdad sucedió. Tam poco hay que desestim ar que al grito de Lucía («¡M irad el sol!»), cien m il ojos se p o saron en el astro y co n tin u aro n haciéndolo d u ran te diez m inutos. A p esar de que las nubes se h ab ían eva p orado y el sol resplandecía sin filtro alguno —era u n m ediodía de octubre y el sol todavía tiene fuerza so bre aquellos m atorrales portugueses—, nadie tuvo que lam en tar ningún tipo de d año en la vista. E sto ta m bién resulta inexplicable, sobre todo si pensam os que recientem ente en la región italian a de las M arcas, u n supuesto «vidente» profetizó u n prodigio solar y va rios centenares de personas le creyeron teniendo que ser atendidas de lesiones oculares. Pero la «ley de la p en u m b ra» del Dios cristian o ta m b ié n sucedió con la Cova de Iría... Aquí h u b o ta m b ién alguien que consiguió e n co n trar elem entos discordantes: sobre todo, el hecho de que n in g ú n o b servatorio astronóm ico en el m u n d o (y m ucho m enos el de Lisboa) captó en aquel día n ad a extraño. Así pues, incluso en la ren o m b ra d a Fátim a, Dios pareció «limitarse», pues cin cu en ta m il personas co m p ro b a 234
ro n u n in q u ietan te fenóm eno de p ertu rb a ció n cós m ica (se p ro d u jero n desm ayos, conatos de fuga y gri tos m uy fuertes cuando el sol, p o r tres veces, parecía p recipitarse sobre la m ultitud), pero el hecho no dejó señal alguna en los in stru m en to s científicos. R esulta todo previsible y coherente, desde la perspectiva que ya conocem os, pues si h u b iera sucedido lo contrario se h ab ría elim inado to d a o p o rtu n id ad p ara la nega ción o, al m enos, p ara la duda. La fuerza aplastante del docum ento científico, registrado p o r la objetivi dad inalterable de las m áquinas, h ab ría elim inado todo resquicio a la fe y a su inevitable «riesgo». A este respecto, resu ltan significativas las palabras del profesor Federico Oom, destacado astró n o m o y director precisam ente del observatorio de la Univer sidad de Lisboa, entrevistado pocos días después p ara el m ism o periódico O Seculo : «Si hubiese h ab i do un fenóm eno cósm ico real, lo h ab ríam o s regis trado. Pero no hem os detectado nada. E ntonces...» E ntonces, sigue h ab ien d o luz p ara la fe y so m b ra p ara la duda. Se ha intentado asim ism o el asirse a la hipótesis de la «alucinación colectiva», p o r inverosím il que p ueda parecer, pues la p siq u ia tría h a dem o strad o desde hace tiem po que sólo existen las alucinaciones individuales. Sólo a p a rtir de alguna voz discrepante con el m ilagro se ha podido llegar a fo rm u lar u n a p a radoja sem ejante. Sin em bargo, m ien tras el volteria no redactor de O Seculo se ap resu rab a a reconocer el m ilagro (o, po r lo m enos, el m isterio, lo inexplicable), el diario católico A Ordem publicaba el artículo de u n conocido representan te de los seglares católicos que, pese a confirm ar los hechos («El sol apareció en vuelto en colores cam biantes, después se puso a d ar vueltas, y a continuación pareció descolgarse del cie lo, desprendiendo u n fuerte calor...»), no excluía del todo u n a explicación n a tu ra l y únicam en te en co n tra ba m ilagroso el que se h u b ie ra p ro n o sticad o el h e cho. Aquel destacado católico creía, no obstante, en 235
la verdad de los hechos de Fátim a, pero no (o no so lam ente) p o r aquel «milagro» del sol que, a su m odo de ver, no p o d ía convencer a todo el m undo. Sería, con todo, u n em inente jesu íta belga, Edoardo D hanis, q ue en 1963 llegaría a ser re c to r de la U niversidad G regorian a de Rom a, el que, a u n reco nociendo com o au tén ticas las ap aricio n es m arian as de F átim a, se ap oyaría en elem entos com o los que acabam o s de m e n c io n a r p a ra llegar a la siguiente conclusión: «Los signos favorables a las ap aricio n es no son decisivos, pues se les p u ed en o p o n er signos desfavorables.» Nos p arece u n a expresión acertad a, pues en la perspectiva del Dios cristian o hay «razo nes p a ra creer y razon es p a ra dudar». P or n u estra p arte (y con conocim iento de causa, pues tam b ién hem os tenido ocasión de ex am in ar a fondo la docum entació n de este caso...), coincidim os con el obispo de Leiria, estam os con el episcopado portugués, con la S an ta Sede y los Papas (Pablo VI y Ju an Pablo II peregrin aro n allí), con el sensus fidei de los m illones de devotos que —todos los 13 de m ayo y 13 de octubre— llenan, con su im p resio n an te fe en la Reina de Portugal, la in m en sa explanada que hay frente al santuario. E stam os con ellos, sin que quepa duda, porque creem os que en F átim a tam b ién en tra en acción la estrategia del Deus absconditus : p ro p o ner, y no im poner; ilum inar, y no cegar; y ver, pero a través de «som bras y enigm as».
UNA GRIETA EN EL INFINITO
Lourdes, Fátim a... ¿Y C alanda? Todo el m aterial h is tó rico de que disponem os sobre el p articu la r h a sido expuesto y analizado en este libro. C ualquier persona, si así lo desea, puede com probarlo personalm ente, en p ru e b a de objetividad. 236
R ecordaba antes y vuelvo a repetirlo nuevam ente: no hay n in g ú n «milagro» indispensable p a ra el cris tiano que no sea el M ilagro de u n a R esurrección, al am an ecer de u n a lejana Pascua, sobre la cual —y ta n sólo sobre ella— la fe se asien ta o vacila. Así pues, no sentía n in g u n a an siedad p o r m i fe en la verdad del Evangelio, cu an d o p a rtí tras las huellas de M i guel Ju a n Pellicer. Pero conform e veía a u m e n ta r los hallazgos concretos y acu m u larse los datos irre b a ti bles, esp erab a en co n trarm e, an tes o después, con cualquier lu n a r o zona de so m b ra que sirvieran p ara g ara n tiz a r el h a b itu a l «claroscuro»; y que de este m odo aseguren ese ca rá c te r de «apuesta» que, p o r experiencia, sé que aco m p añ a cu alq u ier aspecto de la realid ad cristiana. Tengo que confesarlo: yo, p o r lo m enos, no he con seguido descubrir ninguno de los «apoyos» p ara d ar u n m ínim o de credibilidad a la negación; o, si acaso, a la sospecha de u n a duda. El m ayor grado de «in determ inación» m e parece haberlo enco n trad o en u n lapsus, ignoro si del arzobispo de Zaragoza o de su notario-copista, cuan d o —en la sentencia— se cita el episodio de la curación «por etapas» del ciego de Betsaida, un hecho que p ertenece al capítulo octavo de S an M arcos, y no de S an M ateo, com o aseg u ra la sentencia. Pero, ¿puede el lapsus de aquel excelente teólogo que era m on señ o r Apaolaza tran sfo rm arse en un pretexto «para d u dar»?... Se trata, p o r supuesto, de u n a cuestión retórica, de las que conllevan u n a respuesta negativa. Juzgue, en consecuencia, el lector sobre aquel su ceso de Calanda. Y, p o r favor —lo digo sin ceram en te— , m e co m uniqu e (claro está d espués de que él tam bién haya reconstruido lo reconstruible, investiga do lo investigable y renunciado a cualquier prejuicio, sea positivo o negativo) si h a en co n trad o algún m o tivo p ara rech azar u n a afirm ació n co m p ro m etid a, pero que en m i opin ió n resu lta obligada. Y es la si guiente: quien rech azara la verdad de lo sucedido en 237
C alanda aquella noche de m arzo de la sem an a de P a sión de 1640 te n d ría que p oner tam b ién en d uda toda la historia, incluyendo los hechos ciertos que están m ás atestiguados. ¿Porque cu án to s hechos hay que p u ed an fu n d a m entarse en u n acta n o tarial o torgada de inm ediato? ¿Cuántos con u n proceso llevado con todo rigor con decenas de testigos bajo ju ram en to y adem ás con la total exclusión de quien fuera parte en la causa? ¿Cuán tos bajo el sospechoso control de u n a institución tan poco co n tem p o rizad o ra com o era la In q u isició n es p añ o la del siglo xvn? ¿C uántos co n el reco n o ci m iento u n án im e y la aceptación p o r todo u n pueblo, em pezando p o r el del lu g ar del que era o riginario su p rotagonista? ¿C uántos con la au sen cia de voces dis crepantes, de cu alq u ier tipo de oposición? A no ser la ap rio rística , la ideológica e ig n o ran te de lo que realm en te sucedió. Mi ya lejana tesis do cto ral en la U niversidad de Turín giró en torno a u n problem a histórico; y es p re cisam ente la historia el cam po que m ás he cultivado, d ía tras día, en u n a vida d ed icad a a la investigación. Tan sólo el aficionado, el h isto riad o r poco riguroso no sospecha la com plejidad de los problem as. E n lo que a m í respecta, no desconozco los m étodos, cau telas, reglas y peligros del oficio de investigador de hechos pasados. P or tan to , p erso n alm en te no tengo dificultad alguna en resp o n d er a las p reg u n tas que acabo de plantear. Y supongo que de resp o n d er de u n m odo que no m e p illaría desprevenido, pues el caso de Miguel Ju an Pellicer p resen ta los rasgos del suceso que cu alq u ier in v estig ad o r p u ed e —debe, m ás bien— aceptar com o «atestiguado con to d a cer teza» e «históricam ente co m probado», a m enos de re n u n c ia r a la objetividad de su profesión, en n o m b re de los prejuicios o de la ideología. El suceso de C alanda es a la vez claro e in q u ie tante, si nos referim os a los térm inos usados p o r el a r zobispo de Zaragoza en su sentencia: «Como declara 238
el proceso, vieron a dicho M iguel sin p ie rn a y con ella; luego no parece que pueda hab er en ello ningu na duda.» Todo se resum e en esta frase. V erdaderam ente este «todo» es el que abre h e n diduras en el infinito, grietas vertiginosas que p ara algunos son m otivo de consuelo y p a ra otros de in quietud. De cu alq u ier m odo, estas grietas resq u e b rajan la perspectiva no sólo de los «incrédulos» sino tam b ién de los «creyentes» que qu isieran en ce rra r la libertad so b eran a de Dios y establecer p o r ellos m is m os lo que el C reador puede y debe hacer. De esa lib ertad infin ita e in escru tab le form a p a r te tam b ién el papel de intercesión, de delegación de gracias que el Dios que se h a hecho p erso n a h u m a n a ha querido a trib u ir a u n a p erso n a hu m an a: a aquella M ujer cuyo papel no queda ni m ucho m enos agotado (com o algunos, cristianos incluso, q u errían in c o m p ren sib lem en te) en u n a fu n ció n fisiológica, en po n er a disposición u n cuerpo, u n ú tero p ara p ro porcionar carne al Verbo. ¡Para luego ser arrin co n a da, com o si no tuviera o tra función, tras h ab er lle vado a cabo su servicio, u n a vez desem peñado el p a pel de un «em barazo divino» p a ra el que h ab ía sido «contratada» p o r el Cielo! Si C alanda se nos p resen ta com o la cum bre del m isterio, el p o d er de interce sión y m isericordia m arian o s que allí se m anifiesta no es sin duda el único. E n otras m uchas pequeñas y grandes «calandas» de todos los tiem pos y países, u n pueblo confiado h a experim entado —y experi m en ta— que no ib an dirigidas ta n sólo a Juan, «el discípulo a quien am aba», las p alab ras de Jesús ago nizante en la cruz: «M ujer ahí tienes a tu hijo... Ahí tienes a tu m adre» (Jn. 19, 26-27). ¿Y qué pasa con el perio d ista (suponiendo que al guien se interese p o r él), con el p o b re p erio d ista que, después de h ab er escrito otros m uchos libros sobre el enigm a de la fe, h a in ten tad o tam b ién n a rra r esta historia? En lo que a él respecta, co n sid era in esti m able el fruto que h a obtenido. 239
E n esas «noches oscuras» a las que p recisam en te se re fie re n los m ístico s españoles, en esos m o m entos —ineludibles y fisiológicos en el en tram ad o de la fe— en los que se d iría que la d u d a carcom e, pese a la a b u n d a n c ia de «razones p a ra creer»; ju s ta m ente en esos m o m en to s m e acu d e a la m em o ria u n a to rre de iglesia que se eleva, enérgica y solitaria, sobre el Desierto de Calanda, en el B ajo Aragón. U na to rre que tien e la ap arien cia de u n signo de ad m i ración, pues, de hecho, señala que al m enos hay u n lu g ar en el m u n d o donde la «apuesta p o r el E vange lio» se resuelve en esa seguridad que ta n sólo puede p ro p o rcio n a r u n hecho objetivo y verificable. Se d i ría que allí, en C alanda, la h isto ria ab re u n a v en ta n a que p erm ite d e sc u b rir que, d etrás del tiem po y las apariencias, existen realm en te la E tern id ad y el M isterio.
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CUARTA PARTE
LOS DOCUMENTOS
Acto público del notario M iguel Andreu, de M azaleón, testificado en Calanda el 2 de abril de 16401 Die II mensis Aprili anuo MDCXXXX en la Villa de Calanda. Eodem die et loco. Ante la presencia de Miguel Juan Pellicer, mancebo, vezino de la Villa de Calanda, de veynte y quatro años, poco más o menos, hijo legítimo de Miguel Pellicero y de María Blasco, cónjuges, vezinos de la dicha Villa de Calanda, parecí yo, Miguel Andreu, Notario, y los testi gos infrascriptos, instado y requerido por el Reverendo Doctor Marco Seguer, Rector de la Parrochial Iglesia de la Villa de Mazaleón, el cual enderegando sus palabras para mí, dicho Notario, dixo y propuso tales y seme jantes palabras en efecto continentes vel quassi: Que atendido y considerado que el dicho Miguel Juan Pellicero, mancebo, auía dicho en presencia de di cho Doctor Marco Seguer y de mí, dicho Notario, y de los testigos infrascriptos, que en Castellón de la Plana, del Reyno de Valencia, Lugar de mil vezinos, poco más o menos, estaua en dicho Lugar el dicho Miguel Juan Pellicero, y, por descuydo suyo y por lo que Dios nues tro Señor fue seruido, le pasó un carro por encima de la pierna drecha por encima de la espinilla, y del pesso de la rueda que por la pierna le pasó se la rompió. 1. Es transcripción literal del Protocolo notarial que se con serva actualmente en el despacho del alcalde de Zaragoza.
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Y dicho Miguel Juan Pellicero dize que, viéndose assí con la pierna rompida, se fue a curársela a la ciudad de Caragoga, al Ospital de Nuestra Señora de Gracia, y allí le procuraron curar con la solicitud y cuydado que se requería; y no pirmitiendo al Cielo, no le pudieron cu rar; antes bien se le iua podreciendo la pierna hasta junto la rodilla; y viendo los oficiales de dicho Ospital General que no auía remedio de poderle curar, antes bien yva a peligro de perder la vida, consultaron los ci rujanos de dicho Ospital que le serrassen la pierna; y, hecha la consulta, uno de los cirujanos que en dicha consulta se halló, que se llamaua el Licenciado Estanga, se la serró debaxo la rodilla en drecho donde se ata la pierna; y que dicha pierna la cogieron y la enterra ron en dicho Ospital General de Nuestra Señora de Gracia; y procuraron que curase después por donde le cortaron, dándole cáusticos y remedios conforme al arte de cirugía. Y hiziéronle a dicho Miguel Juan Pellicero una pier na de madera por donde ponía la rodilla. Y con dos muletas y la pierna natural que le quedó estuuo lle gando por amor de Dios en dentro de la iglesia de San ta María del Pilar, y de continuo estando en la Capilla y espaldas de aquella; el qual estuuo allí dos años, poco más o menos, continuamente sin la pierna drecha. Y al cabo de dicho tiempo de dos años se vino a las cassas de la propia habitación de dichos sus padres; y viendo que sus padres no tenían para darle el congruo sustento para pasar esta miserable vida, le dixo su pa dre que se fuesse por aquellos Lugares circunvezinos a llegar por amor de Dios; y el dicho Miguel Juan Pelli cero se fue con una relación y fé del baptismo y sus muletas para poder yr. Llegaua y dixo que en veynte y seys días del mes de Margo llegó a las cassas de la pro pia habitación de dichos sus padres. Y que en veynte y nueue días de dicho mes del año infrascrito se acostó en la cama a las diez oras de la noche; y que el dicho Miguel Juan Pellicero se acostó con una pierna sana y buena y con la otra no tenía 244
sino la rodilla, de lo qual ay testigos que se la vieron y tocado que estaua cortada y que cuando caminaua ponía la rodilla de aquella pierna que le cortaron en la pierna de madera, y que no se ponía en dicha pierna de madera sino era solamente la rodilla. De todo qual se lo vieron y la an visto el Licenciado Jusepe Ferrer, Vicario que de presente es de la dicha Villa de Calanda, y el Licenciado Mossen Pedro de Vea, Benefficiado de la paraochial Iglesia de la Villa de Alcaniz; Matheo Bnetón, albañil; Colau Calbo, labrador; Bartholomé Sans, canterero; Jayme Pellicero, Juan Castañer, la bradores, vezinos de la dicha Villa de Calanda y Jorge Ceruera, vezino de la Villa de Belmonte. Y que así era verdad y que dichos testigos estauan prontos y apare jados en lo deposado a jurar a Dios y a la Cruz y San tos quatro Euangelios que era así uerdad etcetera. Y que estando así y acostándose el dicho Miguel Juan Pellicero sino solamente con una pierna, dixo di cho mancebo, se adurmió y que estaua soñando que estaua dentro de la Capilla de la Virgen Santíssima del Pilar, se estaua tomando azeyte de una de las lámparas de dicha Capilla y que de aquel hazeyte se estaua un tando la rodilla de donde la faltaua la piem; y que al punto de las onze oras de la noche que se contaua a los dichos veinte y nueue del mes de Margo, madre natu ral de dicho Miguel Juan Pellicero, mancebo, y le uió con dos piernas, y que estaua enseñando fuera de las sáuanas los dos pies en cruz; y; viendo que vió dos pies, fue y llamó a Miguel Pellicero, su marido y padre de dicho mancebo; y fueron los dos y le despertaron. Y dixo que estaua soñando que estaua dentro la Capilla de la Virgen del Pilar y se estaua untando con el hazeyte de una de las lámparas dicha rodilla; y, que viendo que se vió dos piernas, se la estaua meneando y tirándola, que le parecía que no podía ser aquello verdad. Todo lo qual dixeron los padres de dicho m an cebo que era así verdad. Y viendo dicho doctor Marco Seguer que tenía dos piernas y que tenía unos señales en aquella que auía 245
sido, de manera que encima de la espenilla se estaua el señal por donde le passó la rueda y por donde se ata la atapierna, se veya que la parte a n d a la rodilla es taua aún m ás morena que la pierna nueua; y en la pantorrilla, siendo dicho mancebo muchacho, le mor dió un perro y los señales que el perro le hizo con los clauos se le conocían; y encima del tonillo a la parte de dentro se conocía que, siendo pequeño, se le hizo un grano de mala especie y aún se tenía los señales de donde estutuo el grano. Y así, con los m ism os señales que dichos sus pa dres dezían que auía tenido, juzgaron y tuuieron por verdad que la Virgen Santísima del Pilar rogó a su Hijo Santíssimo y Redemptor Nuestro que, por los ruegos que el dicho mancebo hizo o por sus juicios secretos, le alcangó de Dios Nuestro Señor la m ism a pierna que auía dos años enterrada. Y, viendo que la Virgen Santísima del Pilar de la Ciudad de Caragoga, auía hecho un tan sumptuoso y grande milagro, me requirió a mí, dicho Miguel Andreu, Notario, hizese Acto Público, uno y muchos y quantos fueren necessarios etcetera. Et yo dicho Nota rio de todo lo sobredicho hize y testifiqué Acto Publico etcetera. Fiat large. Testes. El Reverendo Mossen Pedro Vicente, Presbí tero, vezino de la Villa de Mazaleón y Gaspar Pasqual, Labrador, vezino de la Villa de La Ginebrosa, y de pre sente hallados en la dicha Villa de Calanda.
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Sentencia del arzobispo de Zaragoza, D. Pedro Apaolaza Ramírez, de 27 de abril de 1641, declarando m ilagrosa la restitución súbita a M iguel Juan Pellicer de su pierna derecha am putada2
I n d e i n o m in e a m e n . M anifiesto sea a todos, que en
el año del nacim ien to de N uestro S eñor de m il seis cientos q u aren ta y uno, a veynte y siete del m es de Abril, en la C iudad de Zaragoza, ante el Ilustrísim o y R everendísim o S eñ o r D o n P e d r o A pa lo a za , p o r la gracia de Dios y de la S an ta Sede A postólica de Z aragoza y del Consejo de su M agestad etc. E n u n Proceso y C ausa an te el dicho Ilu strísim o y Reve rendísim o S eñor A rzobispo, y en su m ism a C ám ara pendiente, intitulado: Proceso de los m uy Ilustres Se ñores Jurados, Concejo y U niversidad de la C iudad de Zaragoza, sobre la verificación de cierto M ilagro, instando y suplicando los Señores Doctores en am bos D erechos, F e l ip e B a rdaxi y E g id o F u s t e r , y M ig u e l C ip r é s , N otario C ausídico de la C iudad de Zaragoza, perso n as n o m b rad as p o r los M uy Ilu stres Señores Jurados y Concejo de dicha Ciudad, p ara h acer dicho Proceso. El dicho ilu strísim o S eñ o r A rzobispo, m i 2. La sentencia está redactada en latín y la presente traduc ción al castellano es la efectuada por el carm elita aragonés fray Jerónimo de San José en el mismo año de 1641.
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Señor, sacó in criptis, y prom ulgó u n a difínitiva Sen tencia del te n o r siguiente: C h r is t i ac beatae v ir g in is M a r ia e d e P il a r i nom inibus invocatis. N os d o n P e d r o A paolaza , p o r la gracia de Dios y de la S an ta Sede A postólica Arzo bispo de Zaragoza, del Consejo dee su M agestad etc. H abiendo visto el p resen te Proceso, y aten d id o s y diligentem ente m irado s y con to d a m ad u rez consi derados los m éritos de él, hecho a in stan cia de los m uy Ilustres Señores Jurados, Concejo y U niversidad de la presente C iudad de Zaragoza; Consta de él, que el m uy alto y poderoso Dios, en sus santos glorioso, y en la Magestad admirable, cuya inefable Alteza por todo ingenio inapelable, por nin guna inteligencia comprehensible, con su recta y alta censura igualmente dispone las cosas celestiales y las terrenas, y el que, si bien a todos los suyos engrande ce, con supremos honores ensalza, y herederos de su bienaventuranza constituye, y en particular a aquellos (por dar a cada uno los premios que merece) levanta con mayores creces de honra, y con más colmados do nes remunera, que más dignos conoce y en cuyos ex celentes méritos ve su recomendación escrita, quiso a la que todos los Coros de los Angeles con sus sagradas plantas huella, cuyo Trono cabe el del mismo Dios tiene su asiento y con inapreciables vestiduras a su divina diestra asiste, a M aría Virgen, Madre suya, honrar con un estraño prodigio, que en esto nuestros tiempos ha obrado. C onsta de verdad, que en el Hospital de Nuestra Señora de Gracia de la presente Ciudad, a M ig u e l J uan Pellicer , del Lugar de Calanda, de este Arzobis pado, le fue cortada por enfermedad la pierna derecha, y enterrada en el Cementerio de dicho Hospital, por es pacio de dos años y meses, ante las deposiciones de dichos testigos: como atestiguan el 1°, 5.°, y 7.° testigos sobre los 11.° y 12.° artículos. Consta también de las deposiciones de cinco tes tigos contestes, a saber es, el 8.°, 9.°, 10.°, 12.° y 13.°, 248
sobre los artículos 21.°y 22.°, que la m isma noche que dicen sucedió el Milagro, que era en los últimos días de Marzo de m il seiscientos y quarenta, una hora an tes que el dicho M ig u e l J uan Pellicer se acostase, es tando en tierra echado, le vieron los testigos la cicatriz de la pierna cortada, la qual tocaron y palparon con sus propias m anos. Consta, que poco después que el dicho M ig u el J uan se acostó, los testigos 8.° y 13.°, que son padres del di cho M iguel , entrando en el aposento, lo hallaron dur miendo con dos piernas; y, admirados, dieron voces, de modo que despertaron al dicho M iguel ; a cuyo estruen do el testigo 12.°, que fuera a la lumbre estaba, llegán dose allá, vio al dicho M ig uel con dos piernas, a quien poco antes había visto con sola una; y que preguntán dole al dicho M ig u el cómo había sido aquello, respon dió que no lo sabía, pero que a punto que se acostó, dándole un sueño profundo, soñó que estaba en la Capilla de la Virgen María del Pilar de la Ciudad de Zaragoza, untándose con el aceyte de una lámpara la cicatriz de su pierna; y que creía obrado aquello la Vir gen Santísima, a quien m uy de veras antes de entrar en la cama se había encomendado. Lo qual visto, el dicho testigo 12.° (como atestigua el m ismo en el ar tículo 23.°), llamó a los testigos 9.° y 10.°, que eran vecinos, y juntamente con él, y los padres del dicho M i guel , poco antes habían visto al dicho, que tenía sola una pierna, y que habían manoseado la cicatriz de la pierna cortada; los quales yendo a casa del dicho M i guel , lo vieron con dos piernas, y quedaron pasmados, como ellos mismos lo confiesan en sus deposiciones en los artículos dichos. De cuyas deposiciones de estos ocho testigos consta plenariamente, haberle faltado la pierna al dicho M ig u e l , y de la restitución de ella; como realmente en el Proceso está probada la identi dad de la persona, de la qual atestiguan la mayor par te de LOS TESTIGOS en el ARTÍCULO 29.°, y lo m ismo la identidad de la pierna, es a saber, ser la misma que le cortaron, consta de las señas que el mismo M ig u el dio, 249
y por las señales halladas en dicha pierna, como pare ce por las deposiciones de los testigos 8.° 10.° y 13.° sobre el artículo 24.°, de lo qual también atestiguan el 5.° 8.°, 11° y 13.° en el artículo 30°. Consta también de las deposiciones de muchos tes tigos en el artículo 25. ° del grande concurso que se juntó del pueblo el siguiente día a ver en M ig u e l la prodigiosa restitución de su pierna, acompañándole a la iglesia para alabar a Dios, en donde se celebró una Misa en hacimiento de gracias; y cómo todo el pueblo vió al dicho M ig u e l , que andaba y daba alabanzas a Dios, confesando sus pecados, y recibiendo el Santísi mo Sacramento de la Eucaristía; y quedaron atónitos y como en éxtasis, de lo que le había sucedido, por conocerle que era el que poco antes tan solo con una pierna iba pidiendo limosna, como se refiere en los Ac tos de los Apóstoles de aquel cojo de nacimiento, que curó san Pedro milagrosamente. Consta a más de esto de la virtud y buenas cos tumbres del m ismo Miguel, de muchos testigos en el artículo 6 ° y de otros que testifican de su caridad, de tal suerte que para socorrer a sus necesitados padres se partió de esta Ciudad para el Pueblo de Calanda, al qual llegó con grande trabajo; y después por los Luga res convecinos, para el sustento suyo y de sus padres, iba cogiendo limosna, lo qual es argumento de tan gran beneficio como Dios le hizo: porque da su gracia a los humildes. Consta finalmente del afecto, fé y esperanza del di cho M iguel para con la Virgen del Pilar , como por su deposición parece que en el artículo 9°, donde afirma que luego a esta Ciudad llegó a poner su pierna en cura, visitó la Virgen del P ilar , donde antes de ir al Hospital confesó y comulgó. Y en el artículo 1 1 ° dice que en el tormento que al darle los cauterios y cortarle la pierna padecía, invocaba siempre y de todo corazón a la dicha Virgen, y encomendándose a ella imploraba su auxilio. Y en el artículo 13°, que endurecida algún tanto la cicatriz de la llaga y teniendo de modo debili 250
tadas sus fuerzas que no podía valerse, movido e inci tado por la devoción de la Virgen, fue con una pierna de palo a su Santo Templo, y por la recuperación de sa lud la dio gracias, ofreciéndola de nuevo su persona y vida. Y en el artículo 16°, contestando con el prime ro testigo , dixo que por el dolor, que tenía en el resi duo de la pierna cortada, llegaba a la Capilla de la Vir gen del Pilar , y se untaba con el azeyte de una de sus lámparas; y como lo hubiese referido al licenciado E stanga, Cathedrático de Cirugía y Cirujano de dicho Hospital, primero testigo en el presente Proceso, res pondió que la dicha untura del aceyte, por la humedad que en sí tiene, para la cura de la llaga era dañosa, sal vando la fe en las cosas que podía obrar la Virgen San tísima; pero no obstante lo dicho, siempre que ocasión hallaba el dicho M iguel , perseveraba con su untura; y aunque muchas de las cosas de las sobredichas cons ten por sola la deposición del dicho M iguel , con todo parece que se le debe dar dicho crédito, porque atesti gua de sí propio, y no se trata de perjuicio de tercero; y más quando el milagro puede verificarse por un tes tigo solo, lo que no es necesario en este caso, cuando la obra de donde el milagro se origina queda manifiesta con muchos testigos contestes. De lo qual consta hallarse al presente todo aquello que se requiere para la naturaleza y esencia de verda dero Milagro; porque es obra hecha por Dios, por la intercesión de la bienaventurada Virgen del Pilar , a quien el dicho M ig u e l J uan, con todas las veras se en comendó; y es fuera de toda orden de naturaleza cria da, pues ella es del todo inepta para poder reconstituir una pierna cortada; y es para mayor confirmación de fe, pues, aunque estemos entre fieles, puede la fe reci bir aumento, según lo de San Lucas, cap. 17: Adauge nobis fidem, y de San Marcos, cap. 9: Credo Domine adiuva incredulitatem meam. Ha aprovechado para fomentar la caridad de los fieles, y para aum entar la devoción del pueblo cristiano, con la que la m ism a fé se conserva; fuera de que, según opinión de muchos, 251
no es de esencia del milagro, que se obre para la con servación de la fe. Y finalmente fue obrado en instante, porque en tan breve tiempo, como declara el Proceso, vieron a dicho Miguel sin pierna y con ella; luego no parece que pue de haber en ello alguna duda. No obsta lo que atesti guan el dicho M ig u e l y la mayor parte d e los tes tigos e n e l artículo 26.°, a saber es, que no pudo el dicho M ig u e l asentar del todo el pie, porque tenía los nervios y los dedos de él encogidos e impedidos, ni sen tía calor natural en la pierna, antes tenía un color des lucido y mortecino en ella, ni en lo largo y grueso igua laba con la otra; todo lo qual parece que desdice de la esencia del milagro; lo uno, porque no se hizo en ins tante; lo otro, porque cosa tan imperfecta no parece proviene de Dios, en quien no puede haber imperfec ción. Porque se responde que ser propio del milagro que en instante se haga es verdad en lo que poco a poco puede obrar la naturaleza, como es en el que tie ne fiebre, que apenas hay razón para conocer si es m i lagrosa la restitución de la salud, si no es en haberla en instante conseguido, porque si interviene tiempo, sin que haya milagro, lo puede hacer la naturaleza, y en la sanidad natural habría duda, porque a todas las fuerzas de la naturaleza criada debe exceder el milagro; pero quando la naturaleza ni despacio ni en instante puede obrar, entonces reputaráse por milagro, aunque no se haga en instante, como en este nuestro caso, por que la naturaleza de ningún modo puede, al que le ha sido cortada la pierna, restituírsela, porque no se da regreso de la privación al hábito. Luego si el dicho M ig u e l se ha visto tener una sola pierna, y ahora tiene dos, eso es obra milagrosa, por que naturalmente es imposible. Ni repugna a la esen cia del milagro el no tener luego perfecta sanidad la pierna, porque lo que era de esencia del milagro, que era la restitución de la pierna al dicho M iguel , perfecta e instantáneamente se hizo; las demás cosas, como son el calor, la extensión, la soltura de los nervios, la 252
longitud y engrosación de la pierna, el esfuerzo en la flaqueza, la recuperación del vigor y de las fuerzas, no era necesario se hiciera por milagro, porque estas cosas puédelas suplir la naturaleza; y aunque no se hayan hecho en instante, no disminuyen cosa del m i lagro. O se puede también decir, que aunque Dios mise ricordioso en instante de tiempo había podido junto con la pierna darle sanidad perfecta, con todo como dice la Glosa en el cap. 8 de San Mateo: A quien pue de curar con una sola palabra, cura poco a poco (ha bla de aquel ciego de nacimiento), para mostrar la grandeza de la ceguedad humana, la qual apenas y como por grados recobra la luz , y nos señala su gra cia, por la qual fom enta todos los aum entos de la per fección. O digamos que aquí no hubo sucesión de m i lagro, sino muchedumbre de ellos; porque del modo que en dicho cap. 8 Matheo, quiso Christo Nuestro Señor por un milagro dar vista obscura al ciego, ha biéndosela podido dar clara, y quiso acabar de darle la vista por otro milagro, de modo que viese claro; y ansí lo que pudo hace por un milagro, hizo por dos, así en este caso pudo dar también dar perfecta salud al di choso Miguel en un m ism o instante; pero quiso por un milagro darle pierna aunque débil y menguada, y por otro milagro, después de tres días que el calor natural a la pierna se le había introducido, que los nervios y dedos se extendiesen; y finalmente quedase la pierna igual con la otra; y así no hubo sucesión de milagro, sino una división o multiplicación, para que lo que por uno se podía obrar, se obrara por dos o por muchos; y por ventura para mostrar haberlo hecho por ruegos de la Santísima Virgen del Pilar , a quien habiendo vi sitado el dicho M ig u e l , le fue enteramente la sanidad restituida, para que se echara de ver así la fé y devo ción de dicho M ig u el , como la nuestra. Ni finalmente puede obstar que al dicho M ig u e l le haya quedado algún dolor, pues no repugna al m i lagro que en la recuperación de salud intervenga dolor o quede con él. Aquel que milagrosamente sanó, según 253
San Marcos, cap. 9, quando el espíritu malo salió de aquel sordo y m udó con gran ruido, lo dejó m uy mal tratado; de manera que quedó como muerto, y muchos dijeron que lo estaba; y así no es contra la razón del m i lagro que el que sanó, quedase con debilitación del cuerpo y de sus miembros, con algún tum or o dureza, ni aunque se hubiera hecho por algún fom ento de na turaleza o medicamento humano. Por lo qual, atendidas éstas y otras muchas cosas, de consejo de los infrascriptos, así en la Sagrada Theología como en la Jurisprudencia m uy ilustres Doc tores, decimos, pronunciam os y declaramos: que a M ig u e l J uan Pellicer , de quien se trata en el presen te Proceso, le ha sido restituida milagrosamente la pierna derecha, que antes le habían cortado; y que no ha sido obra de naturaleza, sino que se ha obrado pro digiosa y milagrosamente; y que se ha de juzgar y te ner por milagro por concurrir todas las condiciones que para la esencia de verdadero milagro de derecho deben concurrir, de la manera que lo atribuimos en el pre sente milagro, y como milagro lo aprobamos, declara mos y autorizamos y así lo decimos, etc. P e d r o , A rzobispo, Don A n t o n io X a v ie r r e , P rio r de S anta Cristina, D octor V ir to d e V e r a , A rcipreste de Zaragoza, D octor D ie g o C h u e c a , Canónigo M agis tral de Zaragoza, D octor M a r tin I r ib a r n e , C anónigo L ectoral de Zaragoza, D octor F e l ip e d e B a r d a x í , Ca ted rático de P rim a de S agrados C ánones, D octor J uan P e r a t , Canónigo de la S an ta Iglesia M etropoli ta n a y Vicario G eneral y Oficial, D octor J uan P lano d e l F r a g o , Oficial, Fray B a r t o l o m é F o y á s , Provincial de la O rden de S an Francisco, D octor D o m in g o C e b r iá n , C atedrático de P rim a de Teología. Y la dicha definitiva sentencia, así declarada y pro mulgada, fue por los dichos Doctores F elipe B ardaxí, y E g id io F uster y M ig u e l Ciprés , personas arriba nombradas, aceptada, loada y aprobada. Los cuales instando y suplicando, el sobredicho Ilustrísimo y Re verendísimo Arzobispo, m i Señor, les concedió Copia 254
o Letras intimatorias de la sobrescrita Sentencia; de todas las quales cosas y de cada una se hizo el presente público Instrumento, estando allí presentes B artolo m é Clau dio y F rancisco A znar , Presbíteros residentes en Zaragoza, para lo sobredicho llamados y recibidos por testigos. Sig + no de m í A ntonio A lberto Z aporta, domici liado en la Ciudad de Zaragoza, y por auctoridad apos tólica por donde quiere público notario y del processo arriua intitulado actuario que a lo sobre dicho pressente fui.
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El testim onio de un cirujano de nuestros días E n julio de 1999, en el n ú m ero m en su al de Famiglia Cristiana , la revista ita lia n a de m ay o r difusión, se publicó u n artículo m ío. Lo rep ro d u zco aquí, pues arro ja u n a luz nueva y sin g u lar sobre el suceso del que hem os hablado en este libro. Me p arece que este testim onio de u n especialista en reim p lan tes de b ra zos y p iern as confirm a lo que an tes he señalado: que q ueda todavía m uch o p o r d escu b rir sobre el m iste rio de Calanda. E n tre los m uchos lectores de m i d ecim o tercer li bro, El gran milagro, hay u n o al que no conocía a n tes, p ero que m e resu lta m u y especial. Se tra ta del profesor Landino Cúgola, trau m ató lo g o y profesor de m icro ciru g ía en la U niversidad de Verona. E n esta ciudad, Cúgola es jefe del servicio de cirugía de la m an o y del m iem bro su p erio r en el H ospital Clínico U niversitario. Es, en definitiva, u n especialista cono cido (y apreciado) p o r las nuevas técnicas de «reim plantación» de m iem bros q u e nos llenan de asom bro a los profanos por sus ex trao rd in ario s resultados, in concebibles hasta hace p oco tiem po. Tras leer en u n a rev ista u n a recensión del libro sobre el m ilagro de C alanda, el profesor lo ad q u irió en seguida y lo «devoró» (com o él m ism o m e diría) a sim ism o por in terés p ro fesio n al y quedó ta n im 256
p resio n ad o que se puso en co n tacto conm igo. Nos en co n tram o s en su clínica un iv ersitaria y en seguida quiso h acerm e la siguiente precisión: «Usted ha lle gado a ren d irse a la evidencia del m ilagro de Calanda p o r el cam ino de la h istoria. Yo ta m b ién tengo que hacerlo a m i vez, pero p o r el cam ino de la m e dicina que se ocupa a diario de m iem bros p ara “rein je r t a r ' o reconstruir.» Tras leer las actas com pletas del proceso de Za ragoza, que pidió le enviara en fotocopias, y v alorar los testim o n io s bajo ju ra m e n to de los v ein ticu atro testigos convocados p o r el trib u n al arag o nés en tre ju n io de 1640 y abril de 1641, la conclusión del es pecialista ta n sólo p u ed e ser una. Es ésta: lo que aquellos hom bres y m ujeres vieron y d escribieron y lo que los notarios h an auten tificad o es u n a au té n ti ca y precisa reim p lan tació n de u n m iem b ro inferio r derecho. Todo se aju sta en su descripción a lo cons ta tad o p o r nosotros, los especialistas. Lo c o n sta ta m os en el año dos mil, m ien tras que aquellos esp a ñoles lo hicieron hace m ás de tres siglos y m edio. Es absolutam ente inconcebible que p u d ieran in v en tar se —pues, entre otras cosas, hay u n an im id ad en los testim onios— u n a situ ació n clínica y u n a evolución a b so lu tam en te in co n ceb ib les p a ra ellos. La ú n ic a explicación es que h u b ie ra n visto y descrito aquello con que se en contraro n . Pero esto hace al m isterio de C alanda aún m ás «im penetrable». O m ejo r dicho, si se m e perm ite u n a rectificación: hace que ese m is terio sea m ás lum inoso y lleno de verdad. Intentarem os explicarnos en la m ed id a de lo p o sible. Uno de los p ro b lem as a los que tu v iero n que enfrentarse los estrictos jueces del trib u n al de Z ara goza, encabezados p o r el arzobispo m o n señ o r Pedro de Apaolaza, fue el hecho de que la p ie rn a «reapa recida» a Miguel Ju a n Pellicer p resen ta b a u n asp ec to delicado o enferm izo, y que te n d ría que p a sa r tiem po p ara que la p ie rn a recu p e ra ra la p len a acti vidad y volviera a ser, en sus dim ensiones, idén tica 257
a la otra. E n efecto, aq u í no se p ro d u jo u n a creación ex novo sino lo que, de acuerdo con los teólogos que h an reflexionado sobre el caso, es u n m isterioso «sig no de resurrección», o m ejor dicho, de «nueva vida». E ntre las diez y las once de la noche de aquel señ a lado 29 de m arzo de 1640 (víspera de la Virgen de los Dolores, devoción m uy q u erid a p a ra los esp añ o les), el joven cam pesin o «recuperó» la p ie rn a que le h ab ía sido a m p u ta d a casi dos años y m edio antes cuatro dedos p o r debajo de la rodilla y e n terrad a a m ás de u n ce n te n a r de kilóm etros de C alanda, en el cem enterio del hospital de Zaragoza. Todos los testim on io s coinciden en a firm a r que sobre la p ie rn a eran claram en te reconocibles u n a se rie de señales características que p erm itían su id en tificación. Pero esto fue p recisam en te lo que des concertó a los jueces llam ados a p ro n u n cia rse sobre el suceso y su c a rá c te r so b ren atu ral. C itarem os a este respecto las p a la b ra s del arzo b isp o en la sen tencia con la que se concluyó el proceso: «La m ay o r p arte de los testigos d eclaran que no p u d o el dicho M iguel asen tar del todo el pie, po rq u e te n ía los n e r vios y los dedos de él encogidos e im pedidos, ni sen tía calor n atu ra l en la p iern a, an tes te n ía u n color mortecino en ella, ni en lo largo y lo grueso igualaba con la otra; todo lo qual p arece que desdice de la esencia del milagro; lo uno, po rq u e no se hizo en in s tante; lo otro, porque cosa ta n im perfecta no parece proviene de Dios, en q u ien no puede h a b e r im p er fección.» El arzobispo A paolaza su p era esta objeción al re c o rd a r que el Dios cristian o ta n sólo hace lo que la n a tu ra le z a no puede hacer: en este caso, devolver u n a p ie rn a a alguien a q u ien se la h ab ían am p u tad o . P or lo dem ás, Dios deja que las fuerzas que él m is m o h a creado actúen y h ag an su tarea. Pero es precisam ente gracias a esta dinám ica «pro gresiva» que el p rofeso r C úgola h a podido h ace r sus consideraciones de traum atólogo, profesor universita 258
rio de m icrocirugía y especialista en «reim plantes» de m iem bros. Ante todo, el profesor destaca que —dada esta m isterio sa «econom ía divina», esta decisión de Dios de «no sobrepasarse»— «pertenecía a la n a tu raleza de las cosas el que la p iern a reap arecid a fue ra p recisam en te la que le h ab ía sido am p u tad a al jo ven y no otra». P or tanto, al p erten ecer aquel m iem b ro a Miguel Juan, a Dios no le sería necesario añ a d ir «algo más» al M ilagro: el vencer los inevitables fenóm enos de re chazo. Un rechazo que es bien conocido p o r los m é dicos dedicados a los trasplantes, obligados (como en el caso reciente de u n au stralian o al que se le «im plantó» en Lyon la m an o de u n cadáver) a la u tiliza ción m asiva y no siem p re a fo rtu n a d a de p o ten tes fárm acos conocidos com o «inm unosupresores». Pero volvamos al cuadro clínico en el que n uestro especialista ve todas las características de u n «reim plante» en to d a regla. Los testigos del M ilagro se vieron so rp ren d id o s p o r el aspecto de los dedos del pie que, in m ed iata m ente después del suceso (según reco rd ara el arzo bispo), aparecían corbados hacia abajo, m ien tras que los nervios (en realidad, u n m édico actual sabe que no se tra ta de los nervios sino de los tendones) ap a re cían encogidos. «¡Así es cóm o debe de ser!», com enta el profesor Cúgola. «En efecto, los m úsculos flexores, los que term in an en la p la n ta del pie, son p red o m i nantes, pues tienen “u n m ayor estiram ie n to ” y son m ás potentes que los extensores, que son m úsculos dorsales, situados en la p a rte su p e rio r del pie. E n la actualidad se puede ap reciar que, después de u n reim plante —po r lo m enos, d u ran te algún tiem po—, los dedos están com o curvados h acia abajo, los te n dones están contraíd o s p o r estar en tensión.» Al am anecer del día siguiente al M ilagro, todo el pueblo de C alanda aco m p añ ó a M iguel Ju an , en p ro cesión, hasta la iglesia parro q u ial, donde se celebró u n a m isa y se cantó u n tedéum en acción de gracias. 259
T am bién aq u í son u n án im es los testim onios: M iguel Ju an se dirigió al tem plo dejando en su p obre casa la p ie rn a de m ad era, que ya no le era necesaria, y apoyándose en la m u leta que h ab ía u tilizad o en los años de su m u tilació n . «Porque no p o d ía firmar el pie derecho» (dicen los testigos). Sin em bargo, al sa lir de la p ro lo n g ad a cerem o n ia litú rg ica y con el tra n s c u rrir de las ho ras, la situ ació n del joven fue m ejorando y la ayuda de la m uleta se hizo cad a vez m enos necesaria, h asta ser desechada p o r com pleto. «Esto tam b ién es en teram en te norm al, todo esto está contem plado p o r u n especialista de n u estro s días, dice Cúgola.» «Es la vida que, p a ra volver al m iem bro am p u tad o p rim ero y reim p lan tad o después, n e cesita su tiem po.» E n tre los testigos fue convocado asim ism o M i guel Escobedo, el ju rad o m ayor o alcalde de Calanda, que es el único que nos facilita u n curioso detalle. É sta es la cita tex tu al de las actas del proceso: «El d ep o ssan te (E scobedo), desp u és de h a b e r ido a la Iglesia y de allí adelan te vio que M iguel Ju a n sentía calor en dicha P ierna d erech a p o r que el d ep o ssan te se la tocó y le hizo cosquillas en la p la n ta del pie y aquel lo sentía y le vio m o b er el pie y los dedos y esto dixo ser verdad p o r Ju ram en t.» E n cam bio, u n m édico actual no tien e necesid ad de ju ram en to s, pues todo está dentro de la n orm alidad, y así lo de m u e stra la práctica hosp italaria. E n tra asim ism o d e n tro de la n o rm alid ad el a s pecto y la evolución clínica de la pierna, de la que a h o ra hacem os m ención, tra s referirn o s al pie. La p ie rn a de M iguel Ju a n (según las d eclaraciones de todos los testigos) ten ía u n aspecto mortecino, y en algunas partes se veía morada. Algún testigo h ab la de marbrures, que p o d ría trad u c irse p o r «m anchas oscuras». «¡Es increíb lem en te exacto!», co m en ta Cú gola. «Sabemos, en efecto que, después de u n reim p lan te, se aprecia u n a d iferen ciació n en tre m iem b ro s inferiores y superiores. E stos últim os p resen ta n 260
un color rosáceo, m ás o m enos natural, m ientras que las p iern as tien en u n aspecto pálido, de rasgos vio láceos, especialm ente si la “recom posición” ha sido tardía, si h a n pasad o varias h o ras desde el acciden te. ¡Y en este caso, h ab ían pasado dos y años y m e dio desde que el m iem bro fuera am putado!» Todos los testim onios (bien sea el del n o tario de M azaleón que acudió inm ed iatam en te al lugar, bien sean los del proceso de Zaragoza) h ab lan de u n a p iern a «gangrenada». N uestro especialista se m u es tra aso m b rad o ante sem ejante diagnóstico: «Entre la fractu ra de la canilla , la tibia, en C astellón de la P la n a y la am p u tació n de la piern a en el hospital de Za ragoza, p asaro n dos m eses m uy calurosos, los de agosto y septiem bre, con el agravante del viaje de M iguel Ju a n en condiciones in h u m an as desde Va lencia a la capital de Aragón.» Si realm en te se h u b ie ra p ro ducido u n a gangrena, el p acien te h a b ría m u e rto m ucho antes de la operación, p o r sep tice m ia. Pienso, p o r el contrario, que en la zona de frac tura, que probablem en te estaría «en exposición» (es decir, con el hueso ro to al descubierto), se debió de p ro d u cir u n a osteom ielitis, u n a infección de la m é dula. Con la consiguiente paralización de la circu la ción de la sangre, se tuvo que orig in ar u n a m om ifi cación. Esto p odría explicar, entre otras cosas, cóm o se pudo conservar la pierna, pese al tiem po p ro lo n gado de enterram iento. Tam bién quizás haya actuado aquí el «plan» divino consistente en no «reconstruir» u n a pierna nueva, porque la antigua se h u biera des com puesto, sino en «recuperar» la antigua del ce m enterio del hospital, en la que se habían conserva do no sólo los huesos sino tam bién la carne, aunque m erm ada de tam año p o r efecto de la m om ificación. D urante el proceso, u no de los testigos m ás im p o rtan tes fue M iguel B arrachina, que h ab ía estado, ju n to con su m ujer, en casa de los Pellicer en la n o che del 29 de m arzo, p a ra la ac o stu m b ra d a «vela» o te rtu lia entre cam p esin o s. Al h a b ita r en la casa 261
contigua, sería el p rim e r ajeno a la fam ilia en acu dir, cuando sus am igos, el m atrim o n io Pellicer, des cubriero n que su hijo con tab a n u ev am en te con sus dos m iem bros inferiores. E n el te stim o n io de M iguel B a rra c h in a ap arece la h ab itu al descripció n sobre el aspecto del pie y el color de la p ie rn a (mortecino , algo morado), pero tam bién añade: «El depossante tocó d ich a p iern a (la derecha) y sin tió aquella estab a d u ra m u ch o m ás que la o tra y algo fría y oió decir al dich o M iguel Ju an que el tercero día de sucedido dicho caso que aquel sentía calor natu ral en dicha P ierna y vio que po día y puede m e n ear dicho pie y los dedos.» La sensación experim entada p o r el testigo (rigidez y frialdad en la p iern a) confirm a, según señ ala el profesor Cúgola, la hipótesis de que, a lo largo de los veinticinco m eses en que estuvo en terrad o , el m iem bro am p u tad o en seguida h ab ría exp erim en tad o u n p ro ceso de m o m ificació n , y sirve asim ism o p a ra co n firm ar las observaciones de otros declaran tes, p a ra quienes el joven, m uy al prin cip io de su evolu ción, «tenía la p ie rn a com o m uerta». Dice n u estro especialista: «Los vasos sanguíneos de los m iem bros reim plantados están paralizados, el flujo sanguíneo h a dism inuido, y la p arte reim p lan tad a ap arece m ás fría y rígida. Lo único desacostum brado, en este caso, es la rapidez con la que la p iern a recu p eró su fu n cionalidad. Al m enos en lo referen te a la coloración y la consistencia de la p ierna, los testim onios h ab lan de tres días. Desde u n a perspectiva de fe, este p erío do de tres días, ¿no p o d ría ser la con firm ació n del signo divino de nueva vida?, ¿acaso no resucitó Jesús al te rc er día?» E n tre los que co m p areciero n en el proceso, p res ta n d o ju ram en to desp u és de cad a u n a de las re s p u estas a las preguntas del form ulario, estab an los dos cirujanos de Calanda: u n o joven, Jusepe N ebot, que estaba entonces en activo, y otro que ya se h ab ía retirad o , u n anciano de seten ta y u n años, Ju a n de 262
Rivera. El testim o n io de este últim o es el de u n p ro fesional que añ ad e otro detalle a los que ya conocía m os: el tobillo enchado. A este respecto, dice Cúgola: «La len titu d del flujo sanguíneo, con la dificultad de reto rn o venoso, provoca u n estan cam ien to de la san gre, y sobre todo da lugar a que se origine u n a h in chazón en el tobillo.» Pero todavía hay otro aspecto de este in q u ietan te caso. Todos los testigos afirm an que M iguel Ju an continuó cojeando p o r largo tiem po incluso cu an d o le fue posible apoy ar el pie en tierra. El hecho es que la p iern a reap arecid a era m ás corta en «unos tres de dos» que la otra. E n tre los histo riad o res del M ilagro, m uchos h an aven tu rad o la hipótesis de que, a p esar de que h ab ía cum p lid o los veinte años en el m o m ento de la am pu tació n , el joven no h ab ía com ple tado en teram en te su desarrollo corporal. Tras recu p e ra r la p ie rn a dos años y m edio después, se h ab ría en co n trad o con que ésta era m ás corta. Yo m ism o, en m i libro, m e he ad h erid o a esta explicación. Pero no es ésta la convicción de n u estro pro feso r experto. Según Cúgola, el equivalente a «tres dedos» es lo que debió de h ab erse p erd id o de tejido de la p ie rn a a co n secu en cia de la fractu ra, y ta m b ién se d eb ería a la actuación del ciru jan o que, ante la p resen cia de u n a osteom ielitis, tuvo que b u scar tejido óseo no le sionado con la siguiente p érd id a de sustancia. Es u n hecho que, en el tran scu rso de unos m eses, la p ier n a derecha recu p erad a ad q uirió la longitud de la iz quierda: «Un crecim iento n atu ral, asim ism o en este caso. N osotros provocam os adem ás el alarg am ien to del hueso con u n in stru m en to , conocido com o fija d o r externo, que m an tien e la p iern a en tensión.» Pero hubo otra p arte de la piern a que crecería con el paso del tiem po: la pan to rrilla. U na vez m ás a ñ a de Cúgola: «La p an to rrilla se h ab ía encogido po rq u e el m úsculo se h ab ía m om ificado. Con la vuelta del flujo sanguíneo, es decir, del m ovim iento, de la vida, los nervios volverían a ad q u irir su ta m añ o norm al.» 263
E n resum en, tras h ab er leído, con ojo clínico, las decenas de densas páginas de los in terro g ato rio s del proceso que se concluyó con la sen ten cia de m o n señor A paolaza («es o b ra hecha p o r Dios, p o r la in tercesión de la bienav en tu rad a Virgen del Pilar»), el m édico de n u estro s días no ha tenido n in g u n a duda: «Insisto en ello: lo que h an visto y descrito aquellos españoles del siglo xvn no es o tra cosa que el reim plante de u n m iem b ro en to d a regla. Todos los de talles se co rresp o n d en con n u estra experiencia p ro fesional.» Existe, sin em bargo, u n «detalle» fu era de lo co m ú n y que está en el trasfondo de todo. Es el detalle trazad o p o r el anónim o p in to r que, en la iglesia del M ilagro en Calanda, p in ta ra los frescos que evocan las etapas del Suceso: en el m o m en to del «reim plante» al que se refiere Cúgola, desde lo alto de su pilar, la Virgen da órdenes a sus «cirujanos». Éstos, en vez de llevar b atas blancas, están provistos de alas. Son los ángeles a los que la fe atribuye la «ope ración». Pero no sólo es la fe, es ta m b ié n la razó n la que, en este caso, nos lleva a acep tar el M isterio. Es p alab ra de historiador, sin duda, pero asim ism o lo es de m édico, p o r lo dem ás profesor de m icrociru g ía y jefe de servicio de u n hosp ital clínico u n i versitario. ..
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EL GRAN MILAGRO VITTORIO MESSORI «Creería en los milagros tan sólo si me demostraran que una pierna cortada ha crecido de nuevo. Pero esto no ha sucedido ni sucederá jamás.» Sin embargo, esta afirmación no es cierta. Al menos una vez, el «milagro de los milagros» se ha cumplido. Y está atestiguado sin la menor sombra de duda por una inmediata acta notarial y un posterior proceso con decenas de testigos oculares. Sucedió en Calanda, entre las diez y las once de la noche del 29 de marzo de 1640. Por intercesión de Nuestra Señora del Pilar, de Zaragoza, a un joven campesino le fue restituida de modo repentino la pierna derecha, que le había sido amputada hacía más de dos años y estaba enterrada en el cementerio de un hospital. El suceso, de una evidencia aplastante, se difundió por toda Europa. Después se impuso un sospechoso silencio que se ha roto ahora con este libro de Vittorio Messori. Tras investigar en archivos, interrogar a especialistas aragoneses y visitar en diversas ocasiones los propios lugares de los hechos, el famoso escritor nos presenta un libro en el que el rigor del historiador va acompañado de la capacidad de divulgación de un gran periodista. Esto ha dado lugar a una extraordinaria «crónica» de uno de los misterios más sorprendentes y¿ al mismo tiempo, más sólidamente demostrados de la historia. Un suceso y un libro en condiciones no sólo de «enganchar» sino de cambiar la propia existencia.
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